Cuadernillo Antologia Literaria 7mo Grado
Cuadernillo Antologia Literaria 7mo Grado
Cuadernillo Antologia Literaria 7mo Grado
Presentación:
Sumérgete en un viaje literario lleno de emocionantes aventuras y descubre un universo de palabras
que te transportarán más allá de tu imaginación. “Antología literaria” ha sido cuidadosamente
seleccionada para ofrecer a los estudiantes una experiencia única, donde cada página es una puerta
hacia nuevos mundos por descubrir. Desde la fantasía épica hasta el misterio intrigante.
“Antología literaria” abarca amplia variedad de géneros literarios que invitan a los lectores a explorar
diferentes formas de expresión y estilos narrativos. Cada historia presenta un desafío único, tanto
para la mente como para el corazón, llevando a los estudiantes a expandir sus horizontes literarios y
descubrir la diversidad del mundo de la lectura.
A través de las páginas de esta antología, los estudiantes no solo se sumergirán en emocionantes
aventuras, sino que también aprenderán valiosas lecciones sobre amistad, coraje y empatía. Cada
historia ofrece oportunidades para reflexionar sobre temas universales y promover el pensamiento
crítico, invitando a los lectores a analizar y discutir diferentes aspectos del mundo que los rodea.
“Antología literaria” no solo busca enriquecer el conocimiento de los estudiantes, sino también
fomentar el placer por la lectura. Con relatos cautivadores y personajes inolvidable, esta antología
está diseñada para despertar la curiosidad y el entusiasmo de los lectores, invitándolos a sumergirse
en la magia de la palabra escrita y a descubrir el placer de perderse en un buen libro.
Además de ser una fuente de entretenimiento y aprendizaje, “Antología literaria” también se utilizará
como una herramienta educativa invaluable en el aula. Creando nuevos desafíos escolares los cuales
deberán desarrollar.
Prepárate para abrir las páginas de este libro y dejar que tu imaginación vuele libremente hacia
nuevos horizontes literarios.
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Narrativa
El dueño de la luz.
En un principio la gente vivía en la oscuridad. Los warao buscaban Yuruma en tinieblas y solo se
alumbraban con Candela que sacaban de la madera. En ese entonces, no existían el día ni la noche.
Un hombre que tenía dos hijas supo un día que había un joven dueño de la luz. Llamó entonces a su
hija mayor y le dijo:
Ella tomó su mapire y partió. En el trayecto encontró diversos caminos, y tomó el que llevaba a la
casa del venado. Allí conoció al vanado y se entretuvo jugando con él. Luego, regresó donde su
padre, sin la luz.
La muchacha tomó el buen camino y, después de mucho andar, llegó a la casa del dueño de la luz.
El joven tomó una caja, el torotoro que tenía a su lado y, con mucho cuidado, la abrió. La luz iluminó
sus brazos y sus blancos dientes. Y también el pelo y los negros de la muchacha.
Todos los días, el dueño de la luz la sacaba de su caja y había la claridad para divertirse con la
muchacha.
Así pasó el tiempo. Jugaban con la luz y se divertían. Por fin, la muchacha
recordó que tenía que volver con s padre y llevarle la luz que había venido a
buscar.
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Al saberse en los distintos pueblos del delta del Orinoco que existía una familia que tenía luz,
comenzaron a venir los warao a conocerla. Arribaron en sus curiaras desde caño Araguabisi, el caño
Mánamo y el caño Amacuro. Curiaras y más llenas de gente y más gente.
Llegó un momento en que el palafito no podía ya soportar el peso de tanta gente maravillada con la
luz. Y los visitantes no se marchaban porque no querían seguir viviendo a oscuras, porque con la
claridad la vida era más agradable.
Por fin, el padre de la muchacha no pudo soportar más tanta gente dentro y fuera de su casa.
-Voy a acabar con esto- dijo-. Si todos quieren la luz, allá va.
Y de un fuerte manotazo, rompió la caja y lanzo la luz al cielo. El cuerpo de la luz voló hacia el este
y la caja hacia el oeste. Del cuerpo de la luz, se hizo el sol. Y de la caja en que la guardaban, del
torotoro, surgió la luna.
Pero como todavía llevaban la fuerza del brazo que los había lanzado, el sol y la luna marchaban
muy rápido. El día y la noche eran muy cortos, y amanecían y oscurecía a cada rato.
Y cuando tuvo en sus manos el morrocoy, esperó a que el sol estuviera sobre su cabeza y se lo
lanzó, diciéndole:
Desde ese momento, el sol se puso a esperar el morrocoy. Y al otro día, cuando amaneció, el sol
iba poco a poco, como el morrocoy, como anda hoy en día, alumbrando hasta que llega la noche.
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El eximio Belerofonte
En un rincón de la Argólide, región bajo el dominio de la aquea Argos, había una ciudad llamada
Éfira. Éfira, más tarde llamada Corinto, era una ciudad criadora de caballos, fundada y gobernada
durante mucho tiempo por Sísifo Eólida, el más astuto de los mortales. Sísifo y su esposa Mérope
engendraron al rey Glauco, guerrero afamado entre los hombres, y este a Leontes, a quien los dioses
concedieron gentileza y envidiable valor. Hay quienes dicen también que Leontes era hijo de
Poseidón, el prepotente batidor de la tierra, dios del mar y causante de los terremotos. Y ocurrió que
Leontes, involuntariamente, mató a Béleros, tirano de Éfira. A partir de entonces, cambió su nombre
por el de Belerofonte, “asesino de Béleros”, y huyó a la ciudad.
Tras recorrer los caminos, halló refugio en la corte del poderoso Preto, rey de Tirinto, que había
sometido a los argivos por voluntad de Zeus, padre de hombres y dioses.
El rey tenía por esposa a la divina Antea, quien se prendó apasionadamente del héroe. Pero el eximio
de Belerofonte rechazó las insinuaciones de la reina. Entonces la divina Antea montó en cólera, se
postró ante el trono de su marido, y le dijo, con lengua falaz:
-¡Petro! Tu protegido Belerofonte me persigue y me desea. Su presencia me ofende tanto como a ti;
mátalo o muere es deshonra.
La ira se apoderó del rey; los dioses castigan a quien viola el sagrado precepto de la hospitalidad.
Entonces el rey maquinó contra el eximio Belerofonte. Tomó una tablilla, escribió unos fatales
caracteres y la dobló para que el contenido quedara oculto. Tendió la tablilla al eximio Belerofonte y
le dijo:
-Entrega este mensaje a Yóbates, el rey de la vasta Licia. Es mi suegro y te dará cobijo. Partió el
héroe. En la tabilla, sin saberlo, llevaba su perdición.
Yóbates, el rey de la vasta Licia, acogió al héroe con magnanimidad. Nueve bueyes mandó matar
para poner sobre la mesa durante los primeros nueve días que pasó el eximio Belerofonte en la corte.
Pero al parecer por décima vez Aurora, la de rosados dedos, interrogó el rey Yóbates a su huésped
y le dijo:
Yóbates ordenó entonces que Belerofonte matara a la imbatible Quimera, que asolaba la vasta Licia.
Quimera era una bestia de naturaleza divina, con cabeza de león, cola de dragón y cuerpo de macho
cabrío. Y para colmo: echaba fuego por la boca.
El eximio Belerofonte partió a cumplir con su tarea, para la que requería la ayuda de Pegaso, el
caballo alado. Una vez montado a lomos de pegado, se dirigió en busca de monstruo, al que derrotó
clavándole la espada en las humeantes fauces. Regresó victorioso a la corte de Yóbates, el rey de la
vasta Licia.
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Con todo, el rey Yóbates deseaba cumplir con los deseos de Petro y perder al héroe. Le ordeno,
entonces, que partiera en campaña contra los agresivos sólimos, quienes eran temibles guerreros.
Belerofonte, montaba en el alado Pegaso, los acometió y causó entre ellos tremenda mortandad.
Regresó victorioso a la corte del rey Yóbates.
Belerofonte permaneció en las vastas Licia vivió en paz por muchos años.
Tuvo tres hijos: Isandro, Laodamia e Hipóloco. Después, el héroe se ganó el odio de las divinidades.
Monte Olimpo y morar entre los dioses. Y por eso recibió castigo: Isandro, el hijo mayor, murió en
combate a manos de Ares, señor de la guerra, insaciable de pelea; Laodamia, fue asesinada por
Artemisa, la que usa riendas de oro y protege la caza y los bosques. Sobrevivió Hipóloco, quien tuvo
por hijo a Glauco, que combatió en Troya como capitán de los escuderos. Belerofonte, lleno de
amargura, vagó por las costas de las vasta Licia y se apartó del trato con los hombres.
Relatos posteriores cuentan que el eximio Belerofonte montó una vez más al alado Pegaso y
ascendió a los cielos. Llegó demasiado lejos. Y quiso Zeus, el que amontona las nubes y se complace
en lanzar rayos, que cayera de su cabalgadura y se precipitara a tierra. No murió; pero sus piernas
perdieron el sostén y sus ojos la luz. Pasó el resto de sus días deambulando por una negra llanura.
El alado Pegaso se remontó al cielo y se eternizó en una constelación.
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La leyenda del hornero
Una mañana de sol, el joven Jahé iba por la orilla del río siguiendo las huellas de un carpincho,
cuando un bellísimo canto llamó su atención.
“Nunca antes había escuchado esta melodía…¿Será de un pájaro peregrino?”, se preguntó, y buscó
con la mirada de dónde provenía aquel canto.
Grande fue su sorpresa al notar que la melodía no provenía de un ave, sino de una muchaha de
rostro dulce y cuerpo de junco.
Al tiempo de frecuentarse, quisieron formar una familia. Pero, para eso, Jahé tenía que someterse a
las tres pruebas que marcaban la mayoría de edad.
“¿Cuánto falta?”, se preguntaba Jahé una y otra vez; mientras, su amada cantaba los días tallando
rayitas en la corteza de un árbol.
Pero, ese año, la hija del cacique también alcanzaba la mayoría de edad y su padre prometió que le
daría por esposa a quien se desatacara en esos desafíos.
La primera prueba era una carrera a pie. Jahé corrió más rápido que el viento y llegó primero.
“Pero no quiero casarme con la hija del cacique… ¿Qué puedo hacer?”, pensaba Jahé mientras los
otros competidores se acercaban a saludarlo.
La segunda prueba era una carrera a nado contra la corriente. Jahé nadó tan rápido que el murmullo
del río quedó detenido.
“Cada vez estoy más cerca de demostrar que soy un hombre….Pero cada vez estoy más lejos de
mi bella cantora….”;pensaba Jahé, y esquivaba la mirada soñadora de la hija del cacique.
La tercera prueba era la más difícil. Consistía en ser encerrado en un cuero de animal y permanecer
allí nueve días y nueve noches, sin alimento ni bebida.
Uno a uno, los jóvenes de la tribu abandonaron la prueba. Al final, solo quedaron Jahé y su amigo
Aguará. Aguará no aguantó más y comenzó a retorcerse para que lo sacaran de allí. Estaba
desfalleciente y tardó bastante tiempo en recobrar el aliento.
Cuando lo rescataron, se había vuelto del tamaño de un ave. Su piel curtida y sus cabellos enredados
se habían convertido en un brillante manto color avellana. Su boca era un pico; sus piernas, unos
delgados palitos terminados en pequeñas garras. Era un pájaro.
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Jahé se refugió entre las ramas de un lapacho y ensayó al melodioso canto que tantas veces había
escuchado en la voz de su amada. Al escucharlo, la bella cantora supo que era él y que la estaba
llamando. Entonces, su rostro dulce y su cuerpo de junco también se fundieron en una frágil figura
color avellana.
Y allí están cada vez que el paisaje se vuelve ocre. Amasan barro y construyen su nido. Un nido
cómodo y resistente, que parece un horno para pan.
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La Llorona de la ruta
En el mes de abril, fui con mi tía y una amiga de ella a Santa Fe a recoger a otra amiga, llamada
Miriam Núñez, para ir de paseo por la costa del río Paraná.
Mientras íbamos por la ruta, notamos que las luces del camino estaban titilando; más adelante, al
pasar por un puente el motor comenzó a fallar. Mi tía paró el auto al costado del camino para ver
cuál era el desperfecto y a lo lejos empezamos a escuchar el sonido de un llanto.
Una de las amigas se asomó por el puente y vio la silueta de una nena que lloraba, sentada en una
piedra. Ella le pidió a mi tía una linterna y bajó para ayudarla.
Al llegar al lugar, alumbró la zona donde estaba sentada la niña, pero no encontró a nadie. Ella
gritó:
—¿Dónde estás, chiquita? ¡No te asustes, que te vamos a ayudar!
De repente, el motor volvió a funcionar. Decidimos subir al auto y pedir ayuda en la ciudad más
cercana.
Pasamos por un cementerio y vimos una silueta igual a la que habíamos visto junto al río. Mi tía,
asustada, aceleró rápidamente.
Paramos en una estación de servicio para cargar nafta y le contamos al empleado lo que habíamos
visto. Él nos dijo que no nos asustáramos, ese encuentro ya le había sucedido a la familia
Rodríguez, quienes también se habían topado con la Llorona. Sorprendidos, lo interrogamos sobre
quién era la Llorona..., y él nos contó esta historia.
Era una niña, llamada Rocío, que quería ayudar a sus papás en la granja. Un día, mientras cruzaba
la ruta, fue atropellada y su cuerpo cayó al río; por eso, cuando la fueron a buscar, no la
encontraron.
Ella continúa, desde entonces, prestando ayuda a los automovilistas para que puedan llegar a su
destino tal como ayudaba a sus padres.
El cuervo y la zorra
Cierta vez, tras esperar con paciencia que nadie lo estuviera mirando, un cuervo se robó un pedazo
de queso. “¡Qué bien estuve! ¡Soy muy inteligente!”, pensó para sus adentro mientras se acomodaba
en la rama de un árbol. Estaba a punto de empezar a saborear su nueva adquisición, cuando apareció
una zorra hambrienta.
-¿Qué rico olor!- dijo la zorra, relamiéndose. Guiada por el olor, miró hacia arriba y vio al cuervo con
el trozo de queso en el pico. A la zorra le encantaba el queso y era muy astuta. –Así que, con la
intención de quitárselo, le dijo:
-Buenos días, señor cuervo. ¡Qué pájaro tan bonito eres! ¡Qué plumaje brillante! Nunca vi un ave tan
maravillosa.
Al cuervo le encantaron estos halagos. Con la cabeza muy erguida, se pavoneó por la rama,
esperando recibir nuevos cumplidos.
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-Un pájaro tan bonito como tú- continúo la zorra- debe tener una voz maravillosa. Por favor, te lo pido,
canta para mí, me haría muy feliz escucharte. Si tu voz es como tu plumaje, seguramente eres el rey
de las aves.
El cuervo, muy contento de escuchar estas palabras zalameras, quiso demostrarle a la zorra lo
hermoso de su canto. Sacó pecho, abrió el pico y lanzó un fuerte graznido.
Al hacer esto, el pedazo de queso cayó de la boca, y fue a parar a las fauces de la zorra, que
aguardaba justo debajo.
-Gracias, querido amigo- exclamó la zorra una vez que saboreo el delicioso queso- Aprende que todo
adulador vive a costas de aquel que lo escucha. Esta lección bien vale el queso.
El cuervo, humillado y confundido, juró, aunque un poco tarde, que ya nunca se dejaría engañar.
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La pintura amarilla
Un médico que se dedicaba a vender pintura amarrilla llegó a cierta ciudad. Las virtudes de la pintura
eran tales que bastaba embardunarse la cabeza con ella para disipar cualquier peligro, evitar la
servidumbre del pecado, y quedar libre para siempre del temor de la muerte. Esto es lo que decía el
prospecto del médico, y así lo confirmaron todos los ciudadanos, que no tenían mayor afán en sus
corazones o mayor placer que embadurnar sus cabezas o las de otros. En la misma ciudad vivía un
joven de buena familia, aunque de costumbres disipadas, que ya se había convertido en un hombre
y a quien no le importaba nada la pintura. “Mañana me untaré”, repetía; y cuando mañana llegaba
por fin a ser hoy, el joven seguía postergando la aplicando. Y podría haber seguido así hasta el día
de su muerte.
Empero, el joven tenía un amigo de la misma edad y que compartía las mismas costumbres. Los dos
salieron a pasear por la calle sin una pizca de pintura en el cuerpo. Un aguador los atropelló con el
carro y mató a uno de los dos, completamente desnudo de pintura. El otro se afligió hasta el fondo
de su alma, y nunca se ha visto a un hombre tan ansioso de que lo embadurnaran como es debido.
Esa misma tarde, en presencia de toda su familia y al son de la música propicia, llorando a lágrima
viva, recibió tres manos de pintura y una capa de barniz encima. El médico, que lloraba también a
moco tendido, declaró que jamás había realizado una aplicación tan perfecta.
Pasaron unos meses, hasta que el joven fue llevado en una camilla a casa del doctor.
-¿Qué significa esto? –gritó en cuanto se abrió la puerta-. Yo creía haber quedado a salvo de todos
los peligros, y resulta que acaba de atropellarme el mismo aguador con su carro y se me ha roto una
pierna.
-Diablos –dijo el médico -. Es una pena, ciertamente, pero ahora veo que mi deber es explicarle la
verdadera naturaleza de la pintura. Un agujero más o menos no importa. Se trata de un simple
accidente del todo ajeno al ámbito de mi pregunta. El pecado, mi joven amigo, es el único mal que
puede afectar el alma del hombre. Le he provisto a usted una defensa contra el pecado, y cuando
este le tiente, volveremos al tema de la pintura.
-Está bien- dijo el joven-. Antes no lo había entendido de esa manera y me sentía un tanto
decepcionado, pero ahora sé que todo irá bien. Mientras tanto, le rogaría que me arreglara la pierna
rota.
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-Esa no es mi profesión –dijo el médico-, pero a la vuelta de la esquina hay un cirujano que sin duda
puede serle de mucha utilidad.
Pasaron tres años, al cabo de los cuales el joven interrumpió desesperado en la casa del médico.
-¿Qué significa esto? –gritó-. Yo creía haber quedado libre de la servidumbre del pecado y acabo de
falsificar una firma, de asesinar un hombre y de incendiar un bosque.
-Diablos –dijo el médico-. Esto es una cosa muy seria. Desvístase enseguida.
-Bien –dijo el médico con gran alivio-. No hay una sola grieta en la pintura. Tranquilícese, mi joven
amigo. La pintura esta como nueva.
-Tendré que explicárselo bien –dijo el médico-. No evita precisamente el pecado, pero mitiga o atenúa
sus consecuencias. Es menos aplicable a este mundo que al otro mundo. No le he dado a usted una
defensa contra la vida, sino contra la muerte. Cuando llegue su hora, volveremos al tema de mi
pintura.
-Está bien –dijo el joven-. Antes no lo había entendido de esa manera y me sentía un poco
decepcionado, pero ahora sé que todo irá bien. Mientras tanto, le rogaría que me ayudara a reparar
el mal que he causado a tantos inocentes.
-Esa no es mi profesión –dijo el médico-, pero a la vuelta de la esquina hay una comisaría. Sin duda,
será un gran alivio para usted si se entrega.
-¿Qué significa esto? –gritó el joven-. Aquí estoy, completamente recubierto de pintura: y me he roto
una pierna, he cometido todos los crímenes posibles y mañana van a ahorcarme. No tengo palabras
para expresar el miedo que siento.
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Pedro Urdemales y la olla hervidora
Una vez, Pedro Urdemales estaba al costado de un camino preparando un guiso en una olla que
había puesto sobre una linda fogata. Mientras cocinaba, vio que venía un caballero montado en una
mula y se le ocurrió hacerle uno de sus famosos engaños.
- Dígame, señor, ¿qué hace, golpeando con unos palitos la tapa de una olla?
-¿Y cómo la hace si no tiene fuego? –quiso saber el caballero, que ya había mordido el anzuelo.
-Ya ve, señor, cómo humea el guiso. Es una olla especial. Para que hierva, solo hay que llenarla de
agua, poner los ingredientes, tamborilear en la tapa y decirle: “Hierve, hierve, ollita hervidora que no
es para mañana, sino para ahora”.
El caballero pensó: “Si yo tuviera una olla como esa, podría hacerme rico”. Y se propuso comprarla.
Pedro Urdemales, que quería sacar el máximo provecho de la situación, se hizo rogar un buen rato,
hasta que el caballero le ofreció diez monedas de oro por la olla, y finalmente aceptó.
Cada cual siguió su camino. El caballero, creyendo que había hecho un gran negocio, llegó a su
casa y quiso probar la olla hervidora. Le puso agua, unas verduras, un pedazo de carne, y le pegó a
la tapa como si fuera un tambor mientras decía:
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-Hierve, hierve, ollita hervidora que no es para mañana, sino para ahora.
Pedro Urdemales, por su lado, ya estaba pensando en todo lo que iba a comprar con el dinero que
había ganado ese día.
Una noche un campesino de África vio que la discordia plantaba semillas en su campo. Se abstuvo
de intervenir y la observó. Cuando ella terminó y se fue, él se pasó toda la noche recogiendo, con la
ayuda de una linterna, las peligrosas semillas. Se las llevó a su casa sin decir una sola palabra a su
familia.
Al día siguiente, para deshacerse de las semillas, les dio un puñado a las gallinas. Pero apenas las
picotearon se pusieron a pelear furiosamente, a muerte, entre ellas. Terminó con sus manos y brazos
cubiertos de crueles picotazos. Buscando otra forma, tiró un puñado al río. Pero los peces, anguilas
e incluso los hipopótamos empezaron a desplazarse, mientras olas enormes recorrían ese río
habitualmente calmo, tan enormes que una parte de la llanura quedó inundada.
Otro día tuvo la idea de triturar una parte y, sin decirle de qué se trataba, pedirle a su mujer que le
preparara una torta. Se puso a comer aquella torta. pero apenas tragó el primer bocado, la encontró
mal cocida, demasiado salada y empezó a reprochárselo a su mujer. Ella, que también acababa de
terminar su primer bocado, replicó gritando que si su marido la encontraba mal preparada
simplemente significaba que él era un imbécil, cosa que ella siempre había sospechado. Se desató
tal ira entre ellos que fue necesaria la intervención de vecinos para separarlos.
Pasaron unas semanas. Poco a poco recobraron la calma, pero el campesino, que había perdido el
sueño y la sonrisa, sólo pensaba en las semillas que le quedaban. Pensó en hacer un viaje a algún
país lejano. Sin embargo, como era un buen hombre, se decía que los países lejanos estaban
sembrados de suficientes semillas de la discordia. Incluso pensó dirigirse hasta el mar para tirar su
saco de semillas, pero temió crear una tempestad sin igual. Las buenas razones le hicieron renunciar
a aquella idea.
Cuando aparecieron los primeros brotes, vio con alegría que tendría una cosecha excepcional. En
los campos vecinos se apresuraban a arrancar las malas hierbas. Él no tenía nada que hacer. La
cosecha crecía espléndida y sana. Todas las mañanas veía crecer su prosperidad. Se dejó ganar por
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la ociosidad. Incluso aprovechó para visitar a unos primos que vivían a tres días de camino. A su
regreso, las lamentaciones de su mujer y sus hijos le dieron las bienvenidas. En pocas horas una
bandada de aves había desvastado su campo. No quedaba ni un solo brote.
Los sabios del pueblo encontraron la razón de aquella desgracia. En los otros campos (que no habían
sido desvastados), dijeron, siempre había habido un hombre trabajando moviéndose, haciendo ruido
con sus herramientas. Por eso los pájaros se habían dirigido al único campo en el que no había nadie.
Un campo magnifico, por otra parte.
El campesino esperó la llegada de la noche, se levantó sin hacer ruido y sacó del escondite el saco
con las últimas semillas. Fue hasta su campo y allí echó las semillas, una a una.
Al volver al pueblo, vio a lo lejos que la discordia plantaba semillas en un pequeño bosque que
pertenecía a uno de sus amigos. Un amigo al que quería mucho, y al que se guardó mucho de avisar.
Última noche
Primero desaparecieron joyas de la viuda Achával. Después robaron un reloj de oro y prendedores
de plata en casa de la familia López, vecina a la de Achával. La policía no encontró indicios que
condujeran a ningún sospechoso. Los robos ocurrieron de noche, con todo cerrado, salvo una
ventanita en el baño (en lo de Achával) y una claraboya enrejada (en lo de López).
Como no sonaron alarmas, las cámaras no registraron nada y fueron robos menores, las sospechas
recayeron sobre las empleadas domésticas. En los días posteriores al robo., las dos chicas
empleadas en la casa de los López habían comprado ropa y juguetes nuevos
para sus hijos. Aunque los patrones no pudieron probar nada y las chicas
negaron haber robado, los López decidieron despedirlas. Además, Achával,
López y el resto de los vecinos de la cuadra se pusieron de acuerdo para
despedirme a mí. Por las dudas. Y porque se supone que me pagan para
protegerlos de los robos. Así que esta es mi última noche de trabajo.
¿Quién soy? Nadie. (Algo así dice uno de mis poemas favoritos, de Emily
Dickinson). A veces escribo. Fumo pipa. Practico aikido. Cuando me falta dinero para pagar cuentas,
comprar tabaco o un libro que quiero, busco un trabajo temporal. Por eso estoy en esta esquina,
dentro de una garita, con mi uniforme marrón de guardia de seguridad, mientras los vecinos duermen
en sus mullidas camas.
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No es que me guste vigilar (aunque sí me gusta investigar, porque me divierte
ejercitar el cerebro, me interesa la verdad y me enoja la injusticia). No: lo que
me gusta de este trabajo es el silencio y la soledad. Tener tiempo para pensar,
leer, escribir. Ahora son las tres de la mañana. La calle está vacía. Un pájaro
levanta vuelo desde un árbol. La luna mira entre nubes vaporosas.
Debería estar más atento a la tierra que al cielo, sobre todo después de los
robos, dirían los vecinos de la cuadra. Pero ocurre que he descubierto al
ladrón. Sí: acabo de verlo entrar en casa de los Alonso, demorarse un rato allí y huir con el botín. Así
que mañana la familia se despertará con alguna cosa de menos entre sus pertenecías. Será algo
muy oculto. Y seguramente algo pequeño y brillante. Como mi turno termina a las seis de la mañana,
no estaré para escuchar las voces indignadas de los vecinos al descubrir el hurto.
En rigor, los culpables son dos. Lo intuí y lo deduje hace unas horas, antes de comprobarlos con mis
propios ojos.
Cerca de las ocho de la noche, apenas entré a trabajar, llegó a la cuadra un muchacho en bicicleta
con una canasta y tocó timbre en lo de los Bianchi. Aunque lo había visto otras veces, nunca supe
qué transportaba. Esta vez, cuando paso a mi lado, vi que eran bolsas con bananas. Muchas
bananas. Por lo menos cuatros kilos. Sin duda para el mono, la mascota del hijo de los Bianchis. El
chico tiene unos veinte años. Varias veces lo escuché diciendo cosas fuera de lugar desde una
ventana a las chicas que pasar por la calle. También lo veo volver de sus entrenamientos de regby.
Y, a veces, salir en auto con su mono.
Cuando el muchacho de la verdulería tocó timbre en la casa y entregó las bananas, mis neuronas
combinaron información en apariencia inconexa: me acordé del cuento “Los crímenes de la Rue
Morgue”, de Edgar Allan Poe. Entonces tuve una sospecha. Me senté a observar y esperar.
Pasadas las dos de la mañana- hace apenas un rato- confirmé mi intuición. Del segundo piso de la
casa de los Bianchis salió el monito. Se descolgó hacia el jardín en sobras y lo perdí de vista. Luego
volví a notar su silueta trepando la medianera, y saltando con gracias entre árboles y techos hasta
alcanzar la casa de la familia Alonso. Allí merodeó hasta encontrar una abertura. Al rato salió con
algo brillante en una mano y algo más entre sus dientes. Usando la mano libre, las patas y la cola, se
las ingenió para volver a los de los Bianchis. Entonces, el joven rugbier se asomó a la ventana para
ayudar a su peludo e inocente cómplice a entrar con el botín.
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Cómo entrenó al mono y qué hace el chico con lo que roba es un asunto por averiguar. Pero el caso
está resuelto. Dentro de un rato, cuando termine mi turno, dejaré una nota bajo la puerta de cada
caso explicando las monerías del joven Bianchis. Ojalá eso ayude las chicas despedidas a obtener
una disculpa y a recuperar su trabajo. Quizá también me ofrezcan a mí continuar en el puesto. No lo
sé, y francamente no me importa demasiado. ¿Qué me importa? El amor. La verdad. Un pájaro que
levanta vuelo en mitad de la noche. La luna. La literatura.
Crimen perfecto
Las manos en la espalda, su pipa entre los dientes, Julián Chapars estaba de pie junto al
estanque, cuyas aguas reflejaban el cielo gris, y los ramajes melancólicos de los sauces de donde
partía el rumor de los pájaros. El reloj pulsera de Chapars señalaba las seis de la mañana.
Habiendo cometido su crimen la víspera, a las ocho de la noche Chapars calculaba, diciéndose que
era un asesino desde hacía diez horas.
Se oyó decir a sí mismo, casi en voz alta:
—Ya hace diez horas que Fernando es un cadáver…
Lanzó una rápida mirada a su alrededor. Nadie. Encogió los hombros. Sus pensamientos
dieron marcha atrás. Volvió a verse en la noche anterior, cuando se encontró en una calle casi
desierta al pobre Fernando.
—Hola, primo. ¿Cómo va eso?
Fernando iba a pie, mientras que él manejaba su lujoso automóvil. Fernando se acercó al
coche.
—Es una suerte encontrarte, Julián. Hace bastante tiempo que te estás burlando de mí con tus
promesas de pago… Acaso piensas que un hombre de trabajo como yo debe ser explotado por
holgazanes de tu especie. Pero estás equivocado. Estoy resuelto a pedir el embargo. Aquí tengo
tus cheques sin fondo, míralos. Tus letras protestadas, tus cartas, en fin… Y si saqué todo esto de
mi caja fuerte es con el fin de entregarlo mañana a primera hora a mi abogado.
La emoción dejó a Julián sin habla, con las manos crispadas en el volante. Se rehízo al fin:
—No vas a hacer eso, Fernando. No lo vas a hacer porque dentro de diez horas te pagaré
hasta el último centésimo. Tengo el dinero en casa. Alquilé una casita por el verano, en Atlántida;
allí tengo el dinero. Vamos a comer juntos y te pagaré todo. Total… Estás solo en la ciudad, tu
mujer está en el campo… Vamos.
—¿Estás seguro de que tienes ese dinero? ¿Todo?
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—Si no lo tuviera… Vamos, arriba.
—Es asombroso. De ti se puede esperar cualquier sorpresa.
Fernando subió al coche. El viaje transcurrió sin novedades siguiendo la costa. Al fin se detuvo
el coche en una carretera aislada, perdida, entre la vegetación. Un camino particular, sin duda.
—Es un lugar encantador —dijo Fernando, amable por la perspectiva de cobrar su dinero.
—Sí, es difícil encontrar nada mejor. Te traje hasta aquí para que veas una propiedad que
pienso comprar.
Julián hablaba sin saber lo que decía. Buscaba ganar tiempo. Desde el primer momento, un
problema lo preocupaba. ¿Cómo haría para matar a su primo acreedor?
Fue el mismo Fernando quien lo sacó de dudas, ingenuamente:
—Fíjate en ese estanque. Si compras un terreno aquí deberías tratar de asegurarte el uso del
estanque.
—Ya es mío, o casi. La mitad del estanque me pertenece.
Frenó el coche e invitó a Fernando a bajar.
—Un momento. Ya que te gusta tanto la pesca, podrás ver piezas magníficas a dos metros de
la superficie, entre dos aguas.
Sin ninguna desconfianza, Fernando había seguido a su primo. Se acercó al estanque y recibió
un golpe terrible en la nuca que lo desvaneció.
Cinco minutos más tarde el primo acreedor dormía para siempre en el fondo del estanque,
lastrado con enormes piedras de más de treinta kilos cada una, bien sujetas por gruesos alambres
robados a un cerco vecino.
Terminada su macabra tarea, Julián llegó hasta la casa que había alquilado, a un kilómetro del
estanque. Los cheques sin fondo, las letras protestadas, las cartas, todo había sido convertido en
cenizas.
Pero había dormido muy mal y a la madrugada se levantó para revisar el automóvil y examinar
el estanque. No tenía ninguna inquietud, en realidad. Había procedido sin armas; no había dejado
huellas. Su crimen había sido un crimen perfecto. Nadie podía saber que se había encontrado con
su primo Fernando. Antes de dar el golpe, había observado cuidadosamente los alrededores.
Nadie. No, no tenía miedo de nada. Estaba tranquilo. Pero tenía ganas de pasearse, en aquella
hermosa mañana. ¿Por qué no ir entonces hasta el borde del estanque? No iba a dejarse
impresionar por la teoría que muestra al asesino atraído por el lugar del crimen. No era un asesino
común, por otra parte.
Claro que la desaparición de Fernando no pasaría en silencio. Llamaría la atención en la
fábrica, avisarían a su mujer, publicarían retratos en los diarios. ¿Y después? A nadie se le ocurriría
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buscar en el fondo de este estanque abandonado.
A esta idea, el asesino no pudo menos que reírse.
Era necesario que los criminales corrientes fueran muy brutos para dejarse atrapar en la
mayoría de los casos. Preparaban largamente sus crímenes, medían las posibilidades, trataban de
preverlo todo… ¿Resultado? Permitían que fuera encontrado el cadáver y terminaban en la
guillotina. Mientras que él, Julián Chapars, no corría ningún peligro, absolutamente ninguno.
Volvió a reírse alegremente. Pero su risa se cortó de golpe.
—¿Qué tal, señor Chapars? Está contento esta mañana, ¿eh?
El asesino se gira y se encuentra cara a cara con Fermín, el guardabosques del señor
Sandoval, dueño del estanque.
—¿Lindo día, eh? —comenta el guardián.
—Sí, bastante…
Haciendo un esfuerzo, Julián llegó a dominar sus nervios. Su temor no tenía ningún sentido. No
había ningún peligro para él. Aquel encuentro era completamente natural. Preguntó.
—¿Cuánto se cobra, don Fermín, por un permiso de pesca en este estanque?
—Cinco pesos. ¿Es aficionado a la pesca, señor Chapars?
—Y… podría empezar…
—Lo malo es que este año no sacará gran cosa del estanque.
—¿Por qué?
Fermín se pone a reír:
—Pues porque no habrá nada.
—No entiendo lo que quiere decirme…
Fermín levanta su bastón y señala hacia el camino. Julián vio un camión que se acercaba en
dirección al estanque.
—Este camión —dijo el guardián— trae a los obreros y los materiales necesarios para vaciar el
estanque…
—¿Cómo…?
—Pero sí. Cada tres años el señor Sandoval manda vaciar el estanque. Eso se hace muy
pronto. El agua pasa hacia aquel arroyuelo. Los pozos se secan mediante bombas aspiradoras. Va
a ver cuánto pescado se saca. Canastos y canastos. Esta tarde estará aquí todo el pueblo; venga
usted también. Es muy interesante.
El asesino vio detenerse el camión. Los obreros bajaron, descargando su material. Un sudor
frío bañaba el cuerpo de Chapars. Balbuceó:
—¿Cree usted que los policías estarán ya en funciones a esta hora?
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Y luego de oír la respuesta afirmativa del guardabosques, que no entendía el porqué de la
pregunta, el asesino se puso en marcha hacia su castigo.
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El príncipe que se casó con una rana
Había una vez un rey que tenía tres hijos en edad de casarse. Para que no surgieran rivalidades en
cuanto a la elección de las tres esposas, les dijo:
-Tirad con la honda tan lejos como podáis: donde caiga la piedra, tomaréis esposa.
Los tres hijos tomaron las hondas y tiraron. El más grande tiró y la piedra cayó sobre el techo de una
panadería; y le correspondió la panadera. El segundó tiró y la piedra cayó en la casa de una tejedora.
La piedra del menor cayó en una zanja.
Apenas tiraban, cada uno corría a entregarle el anillo a la prometida. El mayor encontró una jovencita
blanda como un pan, el mediano una muchacha pálida, delgada como un hilo, y el más pequeño,
después de mucho mirar en la zanja, solo encontró una rana.
Volvieron junto al Rey para contarle de sus prometidas.
-Ahora –dijo el Rey -, quien tenga la mejor esposa heredará el reino. Hagamos las pruebas.
Y a cada uno le dio cáñamo para que los tres días se lo trajeran hilado por las prometidas, a ver
quién lo hacía mejor.
Los hijos fueron a ver a sus novias y les recomendaron que hilaran cuidadosamente; y el más
pequeño, muy mortificado, se acercó al borde de la zanja con el cáñamo en la mano y se puso a
llamar:
-¡Rana, rana!
-¿Quién me llama?
-Tu amor que poco te ama.
-Si ahora me ama poca cosa, me amará más al verme hermosa.
Y la rana salió del agua y se posó sobre una hoja. El hijo del Rey le dio el cáñamo y le dijo que tenía
tres días para hilarlo.
A los tres días, los hermanos mayores corrieron ansiosamente a casa de la panadera y de la tejedora
para retirar el cáñamo. La panadera había hecho una hermosa labor, pero la tejedora -era su oficio-
lo había hilado de tal modo que parecía seda. ¿Y el más pequeño? Fue a la zanja:
-¡Rana, rana!
-¿Quién me llama?
-Tu amor que poco te ama.
-Si ahora me ama poca cosa, me amará más al verme hermosa.
Saltó sobre una hoja con una nuez en la boca. Al pequeño le daba un poco de vergüenza ir a verlo
al padre con una nuez cuando sus hermanos le habían llevado el cáñamo hilado; pero se hizo de
valor y fue a verlo. El Rey, que ya había examinado el trabajo de la panadera y el de la tejedora del
derecho y del revés, abrió la nuez de más pequeño, mientras los hermanos se reían burlonamente.
Cuando abrió la nuez, surgió una tela tan fina que parecía una telaraña, y jamás terminaban de tirar
de ella y desplegarla, al punto que cubrió la sala del trono.
-¡Pero esta tela no se termina más! –dijo el Rey, y, apenas dijo estas palabras, la tela se terminó.
El padre no quería resignarse a la idea de que una rana se convirtiera en reina. A su perra de caza
preferida le habían nacido tres cachorros. Se los dio a los hijos.
-Llevádselos a vuestras prometidas e id a buscarlos dentro de un mes: quien mejor lo haya criado
será reina.
Al mes se comprobó que el perro de la panadera se había transformado en un dogo enorme e
imponente porque no le había faltado el pan; el de la tejedora, que había sufrido más estrechez, se
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había convertido en un famélico mastín. El más pequeño llegó con una cajita; el Rey abrió la cajita
y de ella salió un perrito de aguas adornados, peinado, perfumado, que se erguía sobre las patas
traseras y sabía hacer ejercicios militares y obedecer órdenes.
Y el Rey dijo:
-No hay duda; mi hijo menor será rey, y la rana será reina.
Se concertaron las bodas, las tres el mismo día. Los hermanos mayores fueron a buscar a sus
prometidas con carrozas ornamentadas tiradas por cuatro caballeros, y las novias subieron cargadas
de plumas y de joyas.
El más pequeño fue a la zanja y la rana lo esperaba en una carroza hecha con una hoja de higuera
tirada por cuatro caracoles. Se pusieron en marcha; él iba adelante, y los caracoles lo seguían tirando
de la hoja con la rana. Cada tanto se detenía para aguardarlos, y una vez se adormeció. Al
despertarse, vio ante él una carroza de oro tapizada de terciopelo, tirada por dos caballos blancos;
adentro había una muchacha bella como el sol y con un vestido verde esmeralda.
-¿Quién sois? –le preguntó el hijo menor.
-Soy la rana –y como él no quería creerle, la machacha abrió un arca donde estaban la hija de higuera,
la piel de rana y cuatro capazones de caracol-
Era una princesa transformada en rana –dijo-, y solo podía recobrar la forma humana si el hijo de
un rey consentía en casarse conmigo ignorando mi belleza.
El Rey se alegró mucho, y a los hijos mayores, rojos de envidia, les dijo que quien no era capaz de
elegir mujer no merecía la corona. Y el más pequeño y su esposa fueron el Rey y la Reina.
EL ANILLO ENCANTADO
Ifigenia tenía el cabello rubio como el trigo y unos ojos más azules que el lago de Constanza.
Caminaba descalza a la orilla del agua. Era pálida y leve. Parecía hecha de aire. El emperador
Carlomagno la vio y se enamoró de ella.
Él era ya un hombre viejo y ella, apenas una muchacha. Pero el Emperador se enamoró
perdidamente y olvidó pronto sus deberes de soberano. Los nobles de la corte estaban muy
preocupados porque nada interesaba ya a Carlomagno.
Ni dinero.
Ni caza.
Ni guerra.
Ni batallas.
Solo la muchacha.
A pesar del amor, Ifigenia murió una tarde de abril llena de pájaros. Los nobles de la corte
respiraron aliviados.
Por fin el Emperador se ocuparía de su hacienda, de su guerra y de sus batallas.
Pero nada de eso ocurrió, porque el amor de Carlomagno no había muerto.
Hizo llevar a su habitación el cadáver embalsamado de la muchacha.
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No quería separarse de él.
Asustado por esta macabra pasión, el Arzobispo del imperio sospechó un encantamiento y fue a
revisar el cadáver. Muerta, Ifigenia era tan hermosa como cuando caminaba descalza
junto al lago de Constanza. La revisó de pies a cabeza. Bajo la lengua dura y
helada, encontró un anillo con una piedra azul. El azul de aquella piedra le trajo
recuerdos del lago y del mar distante.
El Arzobispo sacó el anillo que estaba escondido bajo la lengua. Ni bien lo tomó
en sus manos, Carlomagno enterró el cadáver. Ni bien el hombre lo tomó en
sus manos, Carlomagno abandonó al asistente.
Y se enamoró del hombre.
El hombre, asustado por este amor extraño, empezó a correr con el anillo en la
mano, y el Emperador tras él. Hasta que se cruzó una gitana y el hombre le entregó el anillo. Ni
bien la gitana lo tomó en sus manos, Carlomagno dejó de perseguir al hombre.
Y se enamoró de la gitana.
Pero a la gitana se le cayó el anillo al agua. Ni bien el agua recibió el anillo en su lecho,
Carlomagno abandonó a la gitana.
Y se enamoró del lago de Constanza junto al que Ifigenia caminaba descalza.
Gretel la golosa
Érase una vez una cocinera llamada Gretel, que llevaba zapatos con tacones rojos, y cuando salía,
coquetamente adornada, se movía, inquieta, en todas direcciones, muy complacida, pensando: “Soy
una linda muchacha”. Luego, cuando regresaba a la casa, tomaba gustosa un trago de vino, y como
el vino abre el apetito, se ponía a probar los mejores platos que preparaba; probaba y volvía a probar
hasta que se quedaba satisfecha.
“La cocinera –tenía la costumbre de decir – tiene que conocer el gusto de sus guisos”
Su amo le dijo un día:
-Gretel, esta noche vendrá alguien a cenar; haznos dos pollos asados que te hagan honor.
-Déjelo en mis manos –contestó Gretel.
Les cortó el cuello a los dos animales, los desplumó, los chamuscó, los puso en el asador; luego,
cuando vino la noche, los colocó ante el fuego para asarlos. Los pollos no tardaron en tomar un lindo
color dorado. Sin embargo, el invitado no llegaba. Gretel gritó a su amo:
-Si tu invitado tarda un poco más, me veré forzada a quitar los pollos del fuego; sería sin embargo
una lástima no comerlos mientras están tan suculentos y en su punto.
Su amo le contestó:
-Cálmate, voy a buscar yo mismo y pronto estaremos aquí.
Apenas el amo dio media vuelta, Gretel sacó del fuego el asador con los pollos.
-Si quedaran más tiempo expuestos al fuego, se secarían y endurecerían. ¿Quién sabe, además,
cuándo volverán? Seguramente tengo tiempo de bajar a la bodega y beberme un trago del mejor.
Dicho lo cual, se apresuró a bajar, colocó una jarra debajo del grifo, diciendo:
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-¡Dios te bendiga, Gretel!
Luego bebió un gran trago.
-Un vaso llama a otro vaso, y no es sensato interrumpir su tarea –se dijo la golosa, que bebió de
nuevo un copioso trago.
Hecho esto, subió a la cocina, colocó nuevamente los pollos cerca del fuego, los untó de manteca y
se puso a dar vueltas al asador.
Al ver que el asado tenía tan buen aspecto, Gretel se puso a pensar: “Bien podría ser que le faltase
algo, probemos un pedacito”. Quitó un trozo con los dedos, lo llevó a la boca y exclamó:
-¡Dios, qué buenos están estos pollos! ¡Es una verdadera lástima que no sean comidos ahora que
están a punto!
Dicho esto, corrió a la ventana para asegurarse de si su amo venía con el invitado; pero al no ver a
nadie, volvió a sus pollos y pensó nuevamente: “He ahí un ala que empieza a chamuscarse; haría
bien, para honor de la pieza, en sacarla y comérmela”. Apenas había hecho esta reflexión cuando ya
el trozo estaba cortado y no quedaban de él más que los huesos; el manjar fue muy de su agrado:
así que apenas terminó, se dijo: -Haría bien en quitar también la otra ala; si no, el amo se dará cuenta
de que le falta algo al animal.
Comidas las dos alas, fue de nuevo a la ventana, pero no vio venir a nadie.
-¿Quién sabe? –se dijo de repente-. Pudiera ser que no viniesen, y apuesto a que se fueron a cenar
a otra parte.
Apenas la hubo asaltado esta idea, añadió, excitándose ella misma:
-Vamos, Gretel, no hagas remilgos: puesto que uno de los pollos está empezando, tómate un trago
y acábalo. Cuando todo haya pasado, te quedarás tranquila. ¿Por qué menospreciar las buenas
cosas que nos envía Dios?
Dicho esto, bajó nuevamente al sótano, se sirvió un trago abundante y dio buena cuenta del resto
del animal.
Comido el primer pollo, y viendo que su amo seguía sin regresar, Gretel comenzó a acariciar con los
ojos al segundo pollo. “Donde fue a parar uno, tiene que seguir el otro; los dos hacen un par; también
creo que, si me tomase otro traguito, no me sentiría peor”.
Fue así como hizo mermar otra vezel vino de su amo, y como envió el segundo pollo junto al primero.
Acababa de terminar su banquete cuando entró el amo, gritando:
-Date prisa, Gretel, aquí está nuestro invitado.
-Está bien, señor, voy a servir –contestó Gretel.
El amo dio una ojeada a la mesa, para ver si no faltaba nada en ella; luego, tomando un gran cuchillo,
con el cual se proponía cortar los pollos, empezó a afilarlo sobre los peldaños de la escalera. Pronto
llegó el invitado. Golpeó la puerta de la calle con cortesía. Gretel se apresuró a bajar y a mirar quién
estaba allí por el ojo de la cerradura. Cuando reconoció al invitado de su amo, abrió misteriosamente
la puerta y colocándose el dedo sobre la boca, le dijo en voz baja:
-¡Silencio! ¡Silencio! Márchese tan rápidamente como ha llegado, porque si mi amo lo ve, le sucederá
una desgracia. Lo ha invitado, ya sé, a cenar esta noche, pero esto no era más que un pretexto para
atraerlo; quiere cortarle las dos orejas.
Escuche cómo afila para eso su cuchillo.
Nuestro convidado oyó, efectivamente, el ruido del cuchillo sobre los peldaños; de manera que no
se hizo repetir dos veces la advertencia de volver la espalda lo más rápidamente posible.
Apenas hubo cerrado la puerta, Gretel se abalanzó hacia su amo gritando:
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-¡Lindo huésped ha invitado!
-¿Qué quieres decir con eso? –preguntó nuestro hombre.
-Sí –dijo ella -.¡Pues se ha arrojado como un famélico ladrón sobre el plato y ha huido con mis dos
pollos, justo en el momento en el que me disponía a servirlos!
-Esta broma pasa todo límite –contestó el amo, a quien lo de los pollos había molestado-. Si al menos
hubiera tenido la delicadeza de dejarnos uno para que tuviéramos algo que cenar…
El buen hombre se puso a gritar con todas sus fuerzas a su fugitivo convidado que volviese, pero
este último se hacía el sordo. En su desesperación, el desdichado dueño, que no sabía ya lo que
hacía, se puso a correr en persecución de su huésped, enarbolando siempre el cuchillo que estaba
afilando cuando este llegó.
Corriendo de tal manera gritaba:
-¡Nada más que una! ¡Nada más que una!
Profiriendo este grito quería significar que su convidado le devolviese una de las dos piezas, de las
cuales lo suponía poseedor; el invitado, al contrario, creía que la había tomado con una de sus orejas,
y se puso a correr más ligero aún, a fin de conversar las dos, y tan fuerte fue su impulso que
probablemente es este momento sigue corriendo.
El gigante de la mentira
— ¿Te has dado cuenta, mamá? El sol va a salir, eso significa que mi amiga Marita me va a visitar.
¡Es tan alegre! Cuando viene a casa pareciera que el sol viene con ella.
La mamá, conociendo la razón por la cual su hija Lucecita no podía ser como Marita, le dijo:
— Yo pienso que eso será porque Marita no sabe mentir. ¿Sabes? Cuando se le mira a la mentira
ésta viene sólo con la intención de oscurecer a quien le da importancia, porque como es muy fea
así nomás no se deja ver; entonces, la luz que todo lo ve, como no soporta a la mentira, se retira
del corazón que no sabe apreciarla. Y esto es lo que te ha sucedido a ti porque a veces mientes, ¿o
acaso no es así?
— ¡Ah!, yo no quisiera que se vaya mi luz, ya no voy a mentir, mamá.
— Está bien, ojalá sea así, hijita.
Y, mirando el reloj, le dijo:
— Ya son las 5 de la tarde, te toca tu remedio.
— ¡Ah!, mi remedio –dijo Lucecita–, ese remedio no me gusta.
— Pero tienes que tomarlo, hija, sino no vas a sanar de tu resfriado, ve y tráemelo.
Lucecita, mientras se dirigía al lugar donde se hallaba el remedio, pensó:
— ¿Y si lo escondo? Así me libraría de él y mi mamá pensará que se ha perdido. Pero si vuelvo a
mentir, quien sabe venga la oscuridad a mi corazón. ¡Ah!, pero no me gusta el remedio.
— Mamá –le dijo–, no encuentro el remedio, parece que se ha perdido porque lo he buscado por
todos lados y no está.
La mamá, conociendo que Lucecita había vuelto a mentir, le dijo:
— Tus ojos están caídos y tristes, ¿por qué será?
— No lo sé –le dijo Lucecita.
— Yo sé que has vuelto a mentir. ¡Qué pena!, porque si sigues así, la alegría que todavía se asoma
por tu mirada ya no te volverá a sonreír.
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Lucecita, al ver que su mamá la había descubierto, se dijo:
— Parece que a mi mamá no le puedo mentir, porque por más que me esfuerzo en ocultarle las
cosas, ella, como adivina, todo me descubre. Qué vergüenza siento. Ahora, ¿qué le diré? Bueno,
lo único que me queda es traer el remedio y hacerle caso.
Y así lo hizo.
La mamá, bastante triste por lo que le estaba sucediendo a su hija, le dijo:
— Lucecita, veo que la mentira ha empezado a crecer en tu corazón como un gigante egoísta, que
no le interesa nada más que salir con su gusto. Fíjate, tú recién tienes 7 años, cuando seas mayor
cómo será ese gigante, y si no encuentras la solución para sacarlo de tu corazón quien sabe ya no
lo sacarás nunca, porque será de repente más astuto que tú. Mira, si así nomás cómo te tiene, por
su culpa la luz que te hacía brillar, al ver que su cabeza fea empezaba ya asomarse por la ventana
de tu corazón, salió corriendo. ¿Y sabes por qué? Porque fuiste tú la que permitiste eso, y eso a la
luz no le gustó.
— ¡Qué pena, mamá! Y tienes razón, pero cómo haré para que el gigante de la mentira no siga
creciendo, para que no me rinda ante sus pies.
— Bueno –le dijo la mamá–, dale la espalda, porque si sigues así te irá quitando la fuerza de tu
espíritu que ahora todavía llevas, porque lo único que quiere es debilitarte día a día, porque él sabe
que así te manejará a su antojo. Y es más, terminará por encarcelarte, y si esto te sucede va a ser
muy triste para ti, porque te hará vivir el resto de tus días encerrada y terminarás por parecerte a él.
¿Eso quieres?
— No, mamá, ahora me estoy imaginando que debe ser horrorosamente feo.
— Qué bien, hija, entonces, síguete imaginando, porque todavía muestras un rostro bonito, porque
eres pequeña, y como la luz sabe que todo lo haces con inocencia se compadece de ti, y por
momentos regresa y se vuelve a quedar contigo.
— Entonces, la inocencia es buena.
— Así es –le dijo la mamá–, es muy buena, linda y pura, y habita en los corazones de todos los
niños. Pero bueno, ¿qué has pensado hacer? Dime, porque todavía estás a tiempo para librarte del
gigante.
Lucecita le dijo:
— No lo sé todavía. ¿Qué me aconsejas, mamá?
— Te aconsejo que mires al cielo y le pidas a Dios que te mande sus fuerzas.
— Pero, ¿tú crees mamá que Dios me querrá escuchar? Como Él lo ve todo sabe que he mentido
muchas veces.
— Dios es infinitamente bueno –le dijo la mamá–, te va a escuchar, sólo quiere que lo busques con
arrepentimiento de corazón y vas a ver cómo va a compartir sus fuerzas contigo.
Lucecita, después que escuchó a su mamá, hizo exactamente lo que le aconsejó, y mirando al cielo
con el corazón ya arrepentido, dirigiéndose a Él, le dijo:
— Dios mío, Tú lo sabes todo, y sabes que he mentido muchas veces, pero ya no deseo seguir
mintiendo, ayúdame por favor, porque no quisiera que el gigante de la mentira me atrape, porque
es tan malo que seguramente no va a querer parar hasta dejarme sin vida. Y yo quiero vivir alegre y
feliz como mi mamá y toda mi familia.
Y mientras oraba, a Lucecita le pareció ver que el cielo se iluminaba con el mismo resplandor, como
era antes cuando todavía no conocía a la mentira. Entonces, comenzó a apreciar con más alegría
al sol, a los árboles, a las flores y a todas las personas.
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La mamá, al ver a Lucecita que se encontraba nuevamente alegre y radiante, se dio cuenta que
Lucecita había aprendido una gran lección.
— Qué bien, Lucecita, veo que ahora la luz de Dios siempre te acompañará a donde vayas; por lo
tanto, ya no existirá nada que te haga caer desde el lugar donde ahora te encuentras, porque con la
sonrisa que llevas, hace que yo te vea como si estuvieses viviendo en el mismo cielo.
Y abrazándola con mucho amor, le volvió a decir:
— Mañana seguimos conversando porque ya es hora de dormir. Que Dios te bendiga, hijita.
— Y a ti también, mamá, –le dijo Lucecita.
SOLO DE NOCHE
Leandro tenía mucho miedo de quedarse solo de noche, pero nunca lo hubiera confesado. A los 10
años, se sentía demasiado grande para pedirles a sus padres que se quedaran en casa. Pero
cuando se iban, todo a su alrededor se volvía amenazador. Le parecía ver cosas por el rabillo del
ojo. Cuando daba vuelta la cabeza para mirarlas de frente, las cosas desaparecían. Quedarse en
su cuarto, sobre todo, le resultaba intolerable. Taparse la cabeza con la frazada era todavía peor: si
los monstruos que se imaginaba lo encontraban así, sin que él pudiera verlos llegar, estaría
completamente indefenso. Lo curioso es que, al mismo tiempo, a Leandro le encantaba leer
cuentos de terror. Entonces, lo que hacía cuando sus papás salían era sentarse a leer en el living,
con todas las luces prendidas, hasta que volvieran. Un día estaba leyendo un cuento que le
gustaba y le daba mucha impresión. Se trataba de un hombre que había entrado en una cabaña
perdida en medio del bosque. Pasaba la noche allí y a la mañana descubría que había dos puertas
para salir, pero no podía acordarse por cuál de las dos había entrado. Abría una puerta al azar y se
encontraba de pronto en otra dimensión.
Un desierto inmenso y horrible se extendía hasta el infinito. Aquí y allá había unos cactus que se
movían lentamente y parecían tener ojos. Una extraña fuerza lo atraía hacia el desierto.
Con un gran esfuerzo de la voluntad, el hombre conseguía resistir esa fuerza y se encontraba otra
vez dentro de la cabaña. Pero, una vez más, no sabía cuál de las dos puertas daba al bosque y
cuál daba al horror. Y tenía tanto miedo que se quedaba encerrado para siempre en la cabaña.
Leandro levantó la cabeza sobre el libro y miró a su alrededor. Su casa estaba llena de puertas.
La de la cocina, la del baño, la de su cuarto, la del cuarto de sus padres… Cualquiera de ellas
podía conducir a un lugar desconocido y terrible. Varias estaban abiertas. Pero la de la cocina
estaba cerrada. Y ahora tenía sed, mucha sed. ¿Se atrevería a abrir la puerta de la cocina? Dudó
un momento con la mano sobre el picaporte. Finalmente, abrió de un empujón. Azulejos,
microondas, alacenas, cocina, heladera. Todo bien.
Entonces abrió la heladera para sacar una gaseosa y se encontró de golpe en un desierto blanco y
frío, infinito. Formas de hielo de extraño diseño se movían hacia él, primero lentamente, después
cada vez más rápido. La puerta de la heladera había quedado a sus
espaldas. Se volvió hacia allí y trató de correr para volver a la cocina, pero el suelo parecía estar
hecho de un barro frío y poroso que se adhería a sus pantuflas. Por suerte la heladera no se había
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cerrado. De algún modo logró aferrarse al borde de la puerta y saltar del otro lado, mientras el barro
se tragaba sus pantuflas con un desagradable sonido de absorción.
–¡Leandro! ¡Leandro! –la voz de su madre lo despertó–¡Te quedaste dormido leyendo en el sillón del
living!
Era maravilloso volver a ver a sus padres.
–¿Qué te pasó? –preguntó su papá– ¿Otra vez tuviste un mal
sueño?
–Pero mirá cómo tenés los pies embarrados… ¿Saliste al jardín sin pantuflas? –preguntó la mamá.
Durante mucho tiempo Leandro se negó a abrir la puerta de la heladera, y se mostraba muy
cauteloso con todas las puertas en general. Con el tiempo se le fue pasando el susto y empezó a
comportarse más normalmente. Había muchas explicaciones para lo que le había pasado.
Una simple pesadilla, por ejemplo, que lo había hecho caminar en sueños por el jardín. Eso sí: las
pantuflas no aparecieron nunca más.
Pero hay tantas maneras de que se pierdan unas pantuflas… ¿O no?
En el camino que va desde La Leonesa a Las Palmas hay que atravesar un puentecito de
morondanga que está sobre un arroyito de unos tres o cuatro metros de ancho. En ese arroyo
habitaba una terrible criatura grande negra y muy feroz: allí vivía el monstruo del guarapo: ¿Y qué
es el guarapo se preguntarán?
En Las Palmas había un gigantesco ingenio azucarero. A la caña de azúcar que venía de las
chacras se la exprimía en una máquina grandísima llamada trapiche que le sacaba todo el jugo.
Este se transformaba en melaza, una sustancia más espesa y más dulce, que al final terminaba
convertida en azúcar. Los restos que eran desechados en este largo proceso formaban, por fin, el
guarapo. Este líquido más espeso que la miel, de un
color entre negro y marrón con un olor fuertísimo iba a parar al arroyito, convirtiéndolo en un río no
de agua, sino de guarapo con un aroma insoportable y un aspecto siniestro.
En este arroyito no se veía el agua, sino una cosa marrón oscura que se desplazaba lentamente
como una víbora gigante. A veces, se le formaban unas ampollas en el lomo que se inflaban como
grandes burbujas que de golpe ¡puf! reventaban. En otros sitios, unos lentos remolinos te
asustaban más todavía. En invierno echaba un humo tipo neblina que te daba la sensación de estar
llegando a la casa de Drácula. Pero si uno quería pegarse el susto de su vida, había que ir de
noche y con luna. ¡¡¡Mamita querida!!! Cada vez que me acuerdo empiezo a temblar del espanto.
Había muchas historias tenebrosas del guarapo, algunos decían que se
escuchaban lamentos o gemidos, otros, que veían una cosa negra que salía de la mitad del arroyo.
Esto que van a escuchar sucedió cuando se empezó a construir un nuevo camino entre los dos
pueblos. Era un terraplén muy ancho que se levantaba un metro y medio sobre el nivel del piso. Al
nuevo puente sobre el arroyo del guarapo todavía no le habían puesto las barandas.
Mi amigo, Luis Oreste Acevedo, Acevedito, fue quien inauguró ese puente.
Según cuenta, una noche regresaba en su bici de Las Palmas, de visitar a su novia por el centro del
camino nuevo, intentando mantenerse alejado del terraplén. Acevedito tenía catorce años y usaba
anteojos, porque era medio chicato de tanto leer. Como esa noche se olvidó de llevarlos no veía ni
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a un burro pintado de amarillo, pero era muy inteligente, se orientaba por las luces de La Leonesa
que se veían a lo lejos. Era casi medianoche y ahí venía Acevedito pedaleando, silbando y
cantando... Cuando de golpe, se desbarrancó.
Por desgracia, justo estaba pasando sobre el arroyo y como el puente todavía no tenía barandas
¡zácate! fue a parar de cabeza al guarapo.
¡Mamita querida, qué susto se pegó! Dice que apenas se zambulló en ese líquido espantoso
empezó a gritar, pero quién iba a oírlo a esa hora. Sintió como si los tentáculos de un pulpo lo
quisieran agarrar de las patas, y él intentaba alcanzar la orilla, corría y nadaba, pero no llegaba.
Empezó a escuchar gruñidos terribles, y también parece que de repente recuperó la vista, porque
pudo ver con nitidez una cosa negra muy grande, como de tres metros de alto.
Juraba que tenía muchos brazos, que los agitaba emitiendo horribles, como si gritaran diez tigres y
diez monos juntos. El guarapo se sacudía como si fueran las olas del mar. El pobre Acevedito caía
y se volvía a levantar, con el monstruo persiguiéndolo a pocos metros. Sentía que esa terrible
bestia lo agarraba de la camisa y de los pantalones, pero él no
lograba escapar, porque estaba todo resbaloso por ese líquido.
Todavía no se explica cómo alcanzó la orilla. Lo único que recuerda es que subió al terraplén
escarbando, como si fuera un tatú mulita. Apenas estuvo en el camino nuevo, empezó a correr
pidiendo auxilio. Estaba tan desorientado que no sabía para qué lado iba, tampoco seacordó de su
bicicleta. Acevedito corría con el julepe más grande de su vida.
Por suerte, pronto llegó a La Leonesa. Estaba todo marrón, con una capa melosa tan espesa, que
le cubría las ropas. Así, con ese caparazón de guarapo, llegó a su casa. El reto que le dio su madre
fue tan grande, que le hizo pasar el susto en un santiamén.
Desde entonces, Acevedito vive relatando su encuentro con el monstruo: en la escuela, en el barrio,
en la panadería... A veces lo cuenta para hacerse el héroe y conquistar a alguna compañerita. Pero
nunca más tuvo la ocurrencia de pasar de noche por ese lugar.
El jinete hueco
Cuando era teniente del ejército patrio utilicé con frecuencia la estrategia de evitar un jinete al
frente, para ver si estaba el enemigo. Como no quería que este peligroso ejercicio me hiciera perder
hombres se me ocurrió reemplazar al jinete por un muñeco de trapo relleno con paja y sostenido
con varillas de madera, al que dimos el nombre de Soldado Hueco.
En su primera misión, Hueco recibió algunos balazos. Como su presencia nos ayudó a salvar varias
vidas, ordené que lo remendaran de inmediato para usarlo de nuevo.
Pronto nos acompañó en otras batallas, siempre en su puesto de vanguardia. Un gracioso prendió
de su pecho una moneda a modo de medalla; no castigue la broma, porque creí que el muñeco
bien se merecía algún honor. A la noche, en las charlas de los soldados alrededor del fuego, se
hizo común oír el nombre del Sargento Hueco, a propósito de hazañas más o menos imaginarias.
Después de algunas heridas y una derrota que pesó más que las victorias anteriores, abandoné el
ejército y me dediqué al comercio de telas. Viajé por Holanda y por Italia para aprender las reglas
del negocio, y regresé al cabo de años con telas baratas que vendí como si fueran las mejores.
37
En el tiempo que me dejaba el negocio, leía la historia de los años recientes; así me enteré de que
Hueco fue nombrado General, que venció al enemigo en la batalla de Lema, que fue condecorado
por esa victoria y que poco después cayó en una infame emboscada. Un testigo dice haber visto su
cabeza en una pica; otro su cuerpo colgado. Sea como sea su cuerpo se perdió entre los
escombros de la guerra. El escultor que debía hacer su estatua fúnebre todavía no ha conseguido
una imagen del General Hueco, y el pedestal, con su nombre, instalado en una plaza, bajo un
jacarandá, aún permanece vivo.
CAPERUCITA ROJA
Érase una vez una dulce niña a la que todos querían, aunque solamente la hubiesen visto una vez.
Pero quien más la quería era su abuela. En cierta ocasión, le regaló una caperucita de terciopelo
rojo y, como le sentaba tan bien y la niña no quería ponerse otra cosa, todos la llamaron de ahí en
adelante Caperucita Roja.
Un buen día le dijo su madre:
–Mira, Caperucita, aquí tienes un trozo de tarta y una botella de leche para llevarle a tu abuela. La
pobre está enferma y débil, y esto la pondrá mejor. Anda con cuidado y no te apartes del camino.
No te entretengas ni te pongas a juguetear. Y cuando llegues a la casa de la abuela, no te olvides
de darle los buenos días.
–Lo haré todo bien –dijo Caperucita Roja, dando un abrazo a su madre.
La abuela vivía en el bosque, a media hora de camino del pueblo. Apenas Caperucita Roja entró en
el bosque, salió a su encuentro un lobo. La niña no había visto nunca antes un lobo y desconocía lo
peligroso que es ese animal.
El lobo, con su voz más amistosa, le dijo:
–¡Buenos días, dulce pequeña! ¿Cómo te llamas?
–¡Buenos días! Me llaman Caperucita Roja.
–¿Y adónde vas tan temprano?
–A ver a mi abuelita.
–¿Y qué llevas en tu bella canasta?
–Tarta y leche, porque mi abuela está enferma y débil y necesita comer bien para mejorarse.
–Dime, Caperucita Roja, ¿dónde vive tu abuela?
–Tengo que caminar un cuarto de hora todavía, por el bosque, porque su casa se encuentra debajo
de los tres grandes robles.
El lobo, haciéndose el simpático, pensaba: “Esta joven niña será un suculento bocado para mí.
Seguro sabrá mucho mejor que la vieja, pero con astucia voy a comerme a las dos”.
Entonces, acompañó un rato a la pequeña, y andando le dijo:
–Caperucita, mira esas hermosas flores que te rodean. Escucha qué lindo cantan los pajaritos. ¡Es
divertido corretear por el bosque!
Caperucita Roja vio en derredor que los rayos del sol atravesaban las ramas de los árboles y que
las flores crecían por todas partes. Entonces pensó: “Si le llevo a la abuela un ramo de flores se
alegrará. Es temprano, tengo tiempo”. Y entonces se apartó del camino y empezó a buscar flores
en el bosque. Y mientras ella se entretenía preparando un lindo ramo, el lobo se adelantó,
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corriendo, hasta la casa de la abuela, donde llamó suavemente a la puerta.
–TOC, TOC.
–¿Quién es? –preguntó la abuela con voz fatigada.
–Soy Caperucita Roja, que te trae tarta y leche –dijo el lobo afinando la
voz–. ¿Me abres, abuela?
–¡Está abierta, hijita, adelante! –dijo la abuela desde la cama.
El lobo giró el picaporte y entró, sin pronunciar palabra, y delicadamente fue directo hacia la cama
donde yacía la abuela y se la tragó en dos o tres enormes bocados. Entonces se puso sus ropas,
se calzó la cofia, cerró las cortinas para oscurecer el ambiente y se metió en la cama.
Cuando Caperucita Roja acabó de juntar tantas flores que ya no podía llevar ni una más, se
encaminó desprevenida y alegremente a la casa de la abuela. Por supuesto, se asombró al
encontrar la puerta abierta. Al entrar en la casa, todo le pareció muy extraño. Ella siempre se
alegraba cuando visitaba a la abuela pero esa mañana sentía algo de miedo...
Llamó:
–¡Abuela! ¡Abuelita!
Pero no obtuvo respuesta. Entonces se acercó a la cama y corrió las cortinas para hacer luz. Y allí
vio a la abuela, pero con la cofia muy calzada en la cabeza y un aspecto extraño.
La pequeña se acercó a la cama y exclamó:
–¡ABUELA, QUÉ OREJAS TAN GRANDES TIENES!
–¡PARA OÍRTE MEJOR! –fue la respuesta.
–¡Y QUÉ OJOS TAN GRANDES TIENES!
–¡PARA VERTE MEJOR!
–¡ABUELA, QUÉ MANOS TAN GRANDES TIENES HOY!
–¡PARA ABRAZARTE MEJOR!
–¡PERO ABUELA, ADEMÁS, QUÉ BOCA TAN GRANDE TIENES!
–¡PARA COMERTE MEJOR! –saltó el lobo saliendo de la cama y, en un
solo bocadazo, se tragó a la pobre Caperucita Roja. Y enseguida, después
de haber saciado su apetito, el malvado lobo se metió de nuevo en la cama
y se durmió en un segundo. Pero poco tiempo después, pasó un cazador
justo por delante de la casa y oyó los ronquidos, tan fuertes que se
preocupó...
–“Caramba –pensó–, ya sé que la abuela ronca, pero nunca tan fuerte.
Miraré, no sea que le pase algo”.
Entró en la casa y fue directo a la alcoba. Y al acercarse a la cama vio, sorprendidísimo, al lobo
acostado, durmiendo plácidamente
–Mirá dónde vengo a encontrarte, viejo lobo –dijo para sí–; tanto tiempo buscándote y aquí estás...
Entonces le apuntó con la escopeta, pero de pronto pensó que el lobo
podía haberse comido a la anciana y que tal vez podría salvarla todavía.
Entonces no disparó. Tomó unas tijeras y comenzó a abrir la barriga del lobo. Apenas había dado el
cazador un par de cortes, cuando vio relucir la roja caperucita. Entonces hizo dos cortes más y saltó
la niña, diciendo:
–¡Ay, qué susto he pasado! ¡Qué oscuro estaba dentro del lobo!
Después, con mucho esfuerzo, salió también la anciana. Caperucita trajo inmediatamente grandes
piedras y llenó con ellas la barriga del lobo. Que un rato más tarde se despertó y quiso dar un salto
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para salir corriendo, pero el peso de las piedras lo hizo caer. Se arrastró
hasta la puerta y salió. Y así se internó en el bosque y nunca más se lo vio. En la casa de la abuela
todo fue felicidad. Comieron la tarta, bebieron la leche y festejaron con el cazador que ambas
estaban sanas y salvas.
PEDRO Y EL LOBO
Érase una vez un pastorcito llamado Pedro, que se pasaba la mayor parte del día cuidando a sus
ovejas en un prado cercano al pueblo donde vivía. Todas las mañanas salía con las primeras luces
del alba con su rebaño, y no regresaba hasta caída la tarde. El pastorcito se aburría de lo lindo
viendo cómo pasaba el tiempo, y pensaba en todas las cosas que podía hacer para divertirse.
Hasta que un día, echado bajo la sombra de un árbol, tuvo una idea.
Decidió que era hora de pasar un buen rato a costa de la gente del pueblo que había cerca de allí.
Dispuesto a hacerles una broma, se acercó y comenzó a gritar:
–¡Socorro, el lobo! ¡Que viene el lobo!
Los aldeanos de inmediato agarraron las herramientas que tenían a mano: palas,
azadas, martillos, y corrieron a auxiliar al pobre pastor. Pero al llegar a la pradera
lo encontraron deshaciéndose de risas en el suelo, y descubrieron que todo había
sido una broma de mal gusto. Los aldeanos se enfadaron con el pastor y
regresaron a sus trabajos, molestos por la interrupción. A Pedro le había hecho
tanta gracia la broma que se dispuso a repetirla.
Un par de días después se volvieron a escuchar en toda la comarca los gritos
alarmantes de Pedro:
–¡Socorro, socorro el lobo! ¡Viene el lobo!
Al volver a oír los gritos del pastor, la gente del pueblo creyó que en esta ocasión sí se trataba
verdaderamente de un lobo feroz que se sabía que andaba por bosques y montañas cercanas. Y
volviendo a correr para ayudarlo. Pero otra vez se encontraron que el pastor no necesitaba ninguna
ayuda y se divertía viendo cómo habían vuelto a caer en su broma.
Esta vez los aldeanos se enfadaron muchísimo más, por la actitud del pastor, y juraron no dejarse
engañar más por él.
Al día siguiente Pedro volvió al prado para que sus ovejas pastaran. Aún recordaba con risas lo
bien que se lo había pasado el día anterior, cuando había hecho correr a los aldeanos con sus
gritos. Y estaba tan entretenido, que no vio acercarse al lobo feroz hasta que lo tuvo muy cerca.
Entonces de repente lo vio y ahí sí que sintió muchísimo miedo, e impotencia, porque el animal se
acercaba sigilosamente a sus ovejas.
Entonces comenzó a gritar como nunca antes:
–¡Socorro, que aquí está el lobo! ¡El lobo! ¡Ayuden a mis ovejas! ¡Auxilio!
Gritaba y gritaba, una y otra vez, pero los aldeanos ya no parecían escucharlo.
Hacían oídos sordos ante los gritos de auxilio, pensando que se trataba de otra broma. El pastor no
sabía qué más hacer, por lo que seguía pidiendo ayuda, gritando desesperado y sin entender por
qué nadie acudía.
–¡Socorro, el lobo, el lobo, que se come mis ovejas! ¡Por favor, auxilio!
Pero ya era muy tarde para convencer a los aldeanos de que esta vez era verdad. Y fue así como
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Pedro, el pastor, tuvo que ver con dolor cómo el lobo devoraba una tras otra sus ovejas, hasta
quedar saciado. Sólo después de esta lección, Pedro supo arrepentirse de su necio
comportamiento y de la tonta manera en que había engañado a la gente del pueblo. En adelante
nunca más repetiría una broma como esta. Pero las ovejas que había perdido, perdidas estaban.
¡Cómo se divertían!
Margie incluso lo escribió aquella noche en su diario, en la página encabezada con la fecha 17 de
mayo de 2157. «¡Hoy, Tommy ha encontrado un libro auténtico!».
Era un libro muy antiguo. El abuelo de Margie le había dicho una vez que, siendo pequeño, su
abuelo le contó que hubo un tiempo en que todas las historias se imprimían en papel.
Volvieron las páginas, amarillas y rugosas, y se sintieron tremendamente divertidos al leer palabras
que permanecían inmóviles, en vez de moverse como debieran, sobre una pantalla. Y cuando se
volvía a la página anterior, en ella seguían las mismas palabras que se habían leído por primera
vez.
—¡Será posible! —comentó Tommy—. ¡Vaya despilfarro! Una vez acabado el libro, sólo sirve para
tirarlo, creo yo. Nuestra pantalla de televisión habrá contenido ya un millón de libros, y todavía le
queda sitio para muchos más. Nunca se me ocurriría tirarla.
Tenía once años y no había visto tantos libros de texto como Tommy, que ya había cumplido los
trece.
—De la escuela.
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Margie siempre había odiado la escuela, pero ahora más que nunca. El profesor mecánico le había
señalado tema tras tema de geografía, y ella había respondido cada vez peor, hasta que su madre,
meneando muy preocupada la cabeza, llamó al inspector.
Se trataba de un hombrecillo rechoncho, con la cara encarnada y armado con una caja de
instrumental, llena de diales y alambres. Sonrió a Margie y le dio una manzana, llevándose luego
aparte al profesor. Margie había esperado que no supiera recomponerlo. Sí que sabía. Al cabo de
una hora poco más o menos, allí estaba de nuevo, grande, negro y feo, con su enorme pantalla, en
la que se inscribían todas las lecciones y se formulaban las preguntas. Pero eso, al fin y al cabo no
era tan malo. Margie detestaba sobre todo la ranura donde tenía que depositar los deberes y los
ejercicios. Había que transcribirlos siempre al código de perforaciones que la obligaron a aprender
cuando tenía seis años. El profesor mecánico calculaba la nota en menos tiempo que se precisa
para respirar.
El inspector sonrió una vez acabada su tarea y luego, dando una palmadita en la cabeza de Margie,
dijo a su madre:
—No es culpa de la niña, señora Jones. Creo que el sector geografía se había programado con
demasiada rapidez. A veces ocurren estas cosas. Lo he puesto más despacio, a la medida de diez
años. Realmente, el nivel general de los progresos de la pequeña resulta satisfactorio por
completo…
Y volvió a dar una palmadita en la cabeza de Margie. Ésta se sentía desilusionada. Pensaba que se
llevarían al profesor. Así lo habían hecho con el de Tommy, por espacio de casi un mes, debido a
que el sector de historia se había desajustado.
—Porque es una clase de escuela muy distinta a la nuestra, estúpida. El tipo de escuela que tenían
hace cientos y cientos de años. —Y añadió campanudamente, recalcando las palabras—: Hace
siglos.
Margie se ofendió.
—De acuerdo, no sé qué clase de escuela tenían hace tanto tiempo. —Leyó por un momento el
libro por encima del hombro de Tommy y comentó—: De todos modos, había un profesor.
—¡Pues claro que había un profesor! Pero no se trataba de un maestro normal. Era un hombre.
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—Bueno… Les contaba cosas a los chicos y a las chicas y les daba deberes para casa y les hacía
preguntas.
—No tienes ni idea, Margie. Los profesores no vivían en casa de los alumnos. Trabajaban en un
edificio especial, y todos los alumnos iban allí a escucharles.
—Pues mi madre dice que un profesor debe adaptarse a la mente del chico o la chica a quien
enseña y que a cada alumno hay que enseñarle de manera distinta.
—En aquella época no lo hacían así. Pero si no te gusta, no tienes por qué leer el libro.
Todo lo contrario. Ansiaba enterarse de más cosas sobre aquellas divertidas escuelas. Apenas
habían llegado a la mitad, cuando la madre de Margie llamó:
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—¿Me dejarás leer un poco más del libro después de la clase? —pidió Margie a Tommy.
Y se marchó acto seguido, silbando y con su polvoriento libro bajo el brazo. Margie entró en la sala
de clase, próxima al dormitorio. El profesor mecánico ya la estaba esperando. Era la misma hora de
todos los días, excepto el sábado y el domingo, pues su madre decía que las pequeñas aprendían
mejor si lo hacían a horas regulares.
—La lección de aritmética de hoy tratará de la suma de fracciones propias. Por favor, coloque los
deberes señalados ayer en la ranura correspondiente.
Margie obedeció con un suspiro. Pensaba en las escuelas antiguas, cuando el abuelo de su abuelo
era un niño, cuando todos los chicos de la vecindad salían riendo y gritando al patio, se sentaban
juntos en clase y regresaban en mutua compañía a casa al final de la jornada. Y como aprendían
las mismas cosas, podían ayudarse mutuamente en los deberes y comentarlos.
Margie siguió pensando en lo mucho que tuvo que gustarles la escuela a los chicos en los tiempos
antiguos. Siguió pensando en cómo se divertían.
44
El tesoro de la juventud
Los niños son por naturaleza desagradecidos, cosa comprensible puesto que no hacen más que
imitar a sus amantes padres; así los de ahora vuelven de la escuela, aprietan un botón y se sientan
a ver el teledrama del día, sin ocurrírseles pensar un solo instante en esa maravilla tecnológica que
representa la televisión. Por eso no será inútil insistir ante los párvulos en la historia del progreso
científico, aprovechando la primera ocasión favorable,
digamos el paso de un estrepitoso avión a reacción, a fin de mostrar a los jóvenes los admirables
resultados del esfuerzo humano.
El ejemplo del “jet” es una de las mejores pruebas. Cualquiera sabe, aun sin haber viajado en ellos,
lo que representan los aviones modernos: velocidad, silencio en la cabina, estabilidad, radio de
acción. Pero la ciencia es por antonomasia una búsqueda sin término, y los “jets” no han tardado en
quedar atrás, superados por nuevas y más portentosas muestras del ingenio humano. Con todos
sus adelantos, esos aviones tenían numerosas desventajas, hasta el día en que fueron sustituidos
por los aviones de hélice. Esta conquista representó un importante progreso, pues al volar a poca
velocidad y altura el piloto tenía mayores posibilidades de fijar el rumbo y de efectuar en buenas
condiciones de seguridad las maniobras de despegue y aterrizaje. no obstante, los técnicos
siguieron trabajando en busca de nuevos medios de comunicación aún más aventajados, y así
dieron a conocer con breve intervalo dos descubrimientos capitales: nos referimos a los barcos de
vapor y al ferrocarril. Por primera vez, y gracias a ellos, se logró la conquista extraordinaria de viajar
al nivel del suelo, con el inapreciable margen de seguridad que ello representaba.
Sigamos paralelamente la evolución de estas técnicas, comenzando por la navegación marítima. El
peligro de los incendios, tan frecuente en alta mar, incitó a los ingenieros a encontrar un sistema
más seguro: así fueron naciendo la navegación a vela y más tarde (aunque la cronología no es
segura) el remo como el medio más aventajado para propulsar las naves.
Este progreso era considerable, pero los naufragios se repetían de tiempo
en tiempo por razones diversas, hasta que los adelantos técnicos proporcionaron un método seguro
y perfeccionado para desplazarse en el agua. Nos referimos por supuesto a la natación, más allá de
la cual no parece haber progreso posible, aunque desde luego la ciencia es pródiga en sorpresas.
Por lo que toca a los ferrocarriles, sus ventajas eran notorias con relación a los aviones, pero a su
turno fueron superados por las diligencias, vehículos que no contaminaban el aire con el humo del
petróleo o el carbón, y que permitían admirar las bellezas del paisaje y el vigor de los caballos de
tiro. la bicicleta, medio de transporte altamente científico, se sitúa históricamente entre la diligencia
y el ferrocarril, sin que pueda definirse exactamente el momento de su aparición. Se sabe en
cambio, y ello constituye el último eslabón del progreso, que la incomodidad innegable de las
diligencias aguzó el ingenio humano a tal punto que no tardó en inventarse un medio de viaje
incomparable, el de andar a pie.
Peatones y nadadores constituyen así el coronamiento de la pirámide científica, como cabe
comprobar en cualquier playa cuando se ve a los paseantes del malecón que a su vez observan
complacidos las evoluciones de los bañistas. Quizá sea por eso que hay tanta gente en las playas,
puesto que los progresos de la técnica, aunque ignorados por muchos niños, terminan siendo
aclamados por la humanidad entera, sobre todo en la época
de las vacaciones pagas.
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“Donde los derechos del niño Pirulo chocan con los de la rana Aurelia"
A Pirulo le gusta ir a la casa de su abuela porque en el jardín hay un estanque y el estanque está
lleno de ranas.
Además, le gusta ir por otras razones:
Porque su abuela nunca le pone pasas de uva a la comida. Y para él, que lo obliguen a comer pasas
de uva es una violación al artículo 37 de los Derechos del Niño que prohíbe los tratos inhumanos.
Porque su abuela no le impide juntarse con los chicos de la ferretería para reventar petardos, de
modo que goza de libertad para celebrar reuniones pacíficas, como estipula el artículo 15. Porque su
abuela no le hace cortar el pasto del jardín, lo que sería una forma de explotación, prohibida por el
artículo 32.
Porque su abuela jamás lo lleva de visita a la casa de su prima. Según Pirulo, que lo lleven de prepo
a la casa de su prima viola el artículo 11, que prohíbe la retención ilícita de un niño fuera de su
domicilio.
Porque su abuela nunca limpia la pieza donde él duerme, así que no invade ilegalmente su vida
privada. Artículo 16.
Porque su abuela jamás atenta contra su libertad de expresión oral o escrita –artículo 13–, de manera
que puede decir todo lo que piensa sobre su maestra Silvina sin que su abuela se enoje.
Para hacerla corta: en casa de su abuela él es una persona respetada.
Pero lo que más le gusta es el estanque de ranas del jardín. Ahora mismo, amparado por el artículo
31, se dispone a gozar de una actividad recreativa apropiada para su edad: va a cazar ranas.
Prepara la carnada de salchicha, agarra la linterna y la bolsa de arpillera. Es de noche. En verano
las ranas se cazan de noche. Su abuela duerme.
Con mucha mala suerte, la primera rana que saca del estanque es Aurelia.
–¡Un momento! –le dice Aurelia– ¿Qué estás haciendo?
–Cazo ranas.
–Lo siento, pero los animales tenemos derecho a la existencia.
–¿Eso quién lo dice?
–El artículo 1 de la Declaración Universal de Derechos del Animal proclamada en París en 1978.
–¿Eso vale en la Argentina?
–Sí, vale.
–Pero yo tengo derecho a las actividades recreativas apropiadas para mi edad y en este instante mi
actividad recreativa consiste en cazar ranas.
Aurelia se impacienta.
–Y yo te recuerdo que tenés que respetar nuestra longevidad natural. Así que te vas a quedar sin
comer ranas.
Pirulo levanta la voz:
–¡Yo no las como! ¡No me gustan! ¡Se las va a comer mi abuela!
–¡Entonces peor! ¡Vos las cazás sólo para divertirte! ¿Con qué derecho? ¿Te gustaría que te cazaran
por diversión?
–¡No es lo mismo! ¡Yo soy una persona!
–¡Vos sos un animal de otra especie, y punto!
En el estanque se armó una batahola. Todas las ranas croaban y saltaban. Pirulo reculó un poco,
pero su indignación era grande.
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–¡Yo no me voy de acá sin ranas! –¡Antes pasarás sobre mi cadáver!
En ese momento se abrió la ventana del dormitorio de la abuela. Era ella, asomada, con los pelos
parados y una batería de chancletas en la mano.
–¿SE VAN A DEJAR DE ROMPER DE UNA BUENA VEZ? ¿SABEN QUÉ HORA ES? ¿CONOCEN
EL ARTÍCULO 11 DE LOS PRINCIPIOS EN FAVOR DE LAS PERSONAS DE EDAD? ¿SABEN QUE
TENGO DERECHO AL BIENESTAR FÍSICO, MENTAL Y EMOCIONAL? ¿Y QUE PARA ESO
NECESITO DORMIR? ¿LES ENTRA EN LA CABEZA? ¡DORMIIIIIIIIR! ¡DORMIIIIIIIR!
Con la primera chancleta no acertó. Con las otras sí. Pirulo estaba muy confundido. Aurelia también.
Se miraron.
–Eso fue una agresión por parte de la abuela.
–Injusta me parece a mí. –Pará, ¿dónde podemos aclarar todo esto?
–En las Naciones Unidas.
–Vamos.
El pariente
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Aparecieron docenas de palos de escoba, un costurero de pie, el juego de dormitorio de cuando mi
madrina se casó, cuadros comprados en ferretería, felpudos, un compresor de aire, una sierra
eléctrica destruida, el otro mellizo, toneladas de retazos, caballetes, un contrabajo sin cuerdas, el
televisor blanco y negro, colchones con los resortes al aire, puertas. Increíble lo que había adentro.
Al principio mi madrina estaba fascinada. En la casa se vivió como una fiesta. Volvieron a sonar los
discos con ruido a frito mientras el pariente seguía sacando. Cada cosa un recuerdo, un cacho de
historia, una alegría. Todas absolutamente queridas o necesarias, que había que conservar por las
dudas.
—¿Por qué dudas, madrina?
—Por las dudas.
Un momento hermoso fue cuando aparecieron cartas viejas y ahí mi madrina pudo conectar al fin
su parentesco con Francisco, bastante complicado. Se emocionó sinceramente.
—¡Francisco querido! ¡Así que vos venís a ser... !
El cuarto de los cachivaches quedó hecho una pinturita.
Pero es hoy que el resto de la casa está sepultado bajo la montaña de muebles y objetos por las
dudas. Donde antes se podía caminar, ahora no. Mi madrina y los otros se golpean las rodillas en
los recuerdos. El único sitio habitable es precisamente el cuarto de los cachivaches (que ya no lo
es) y allí pasan casi todo el tiempo como en una isla. Una aventura sacar la nariz afuera. Muchas
cosas útiles se han extraviado, aunque se sabe que están porque nadie tira nada.
Han desaparecido zapatos, facturas de luz, la radio, las dos azucareras, las aspirinas, el paraguas,
el pariente... A nadie le extraña en medio de tanta confusión. Se habrá traspapelado el hombre,
vaya uno a saber. Poco sentido de la orientación tiene.
Mi madrina está algo fastidiada con él. Bien clarito le dijo que no se molestara.
Seguro que aparece en cualquier momento porque apenas faltan dos días para que se vaya.
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Teatro
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“El invento maravilloso”
Personajes:
El Inventor
El Dueño de casa
La Señora
La voz de María
(Interior de la casa. Entran el Inventor y el Dueño de casa con el invento.)
Inventor. —Pues sí, señor, con este maravilloso invento podrá comprobar cuándo tratan de
engañarlo.
Dueño. — ¡Ajá!, muy bien, y dígame, amigo, ¿cómo funciona este extraño aparato?
Inventor. —Funciona de la siguiente forma, señor. Cuando las ondas etéreas que funcionan en el
éter al transmitirse y al estar en desacuerdo con las vibraciones emitidas por los sonidos que
juntamente con los rayos cósmicos se diferencian fundamentalmente de la oposición que la provocan
y la influencia cósmica en relación con los contactos que se mantienen en la capa atmosférica
provocan el encontronazo y el aparato funciona… ¿Entendió?
Dueño. — (Rascándose la cabeza.) Este… ¡ni una palabra!
Inventor. —Bueno… vea, señor, es muy fácil… escuche bien: “Cuando alguien dice una mentira
frente a este aparato, el globito que usted ve aquí, se infla”… y funciona entonces como detector de
mentiras.
Dueño. — ¡Muy bien, muy bien, entendido! Y dígame, ¿no podrá usted realizar una prueba para ver
si funciona?...
Inventor. — ¡Pero cómo no, señor! Preste usted mucha atención. Por ejemplo, ¿sabía usted, señor,
que esta mañana compré vino común a 3,60 el litro? (El globo se infla.)
Dueño. — ¡Maravilloso!... ¡Maravilloso!... ¡Extraordinario!
Inventor. —… Pero, señor, mi aparato es más extraordinario todavía. Escuche bien: ¿sabía usted
que Colón cruzó los Andes? (El globo se infla.)
Dueño. — ¡Maravilloso!... Estoy estupefacto… Y dígame, amigo inventor, ¿cuánto pide usted por
este fantástico invento, eh?
Inventor. —… Y… yo pido, señor, nada más ni nada menos que 10 millones de pesos…
Dueño. —Uuuuuhhhh… me parece que es caro, ¿eh?
Inventor. —Pero tenga en cuenta, señor, que para construirlo he gastado en tornillos 20.000 pesos…
(El globo se infla.)… este shhhshhh…ehhh… este no, quiero decir 20 pesos (El Dueño intenta mirar
el globo y el Inventor lo tapa.) Pero, señor, debe saber que he demorado para la construcción del
aparato… seis años, señor. (El globo se infla.) Repito… este… quiero decir seis horas, seis horas,
¡puf!
Dueño. —Vea, amigo Inventor, usted es un mentiroso, el aparato lo demuestra, pero me quedo igual
con el invento. Dígale a mi Secretario que le pague. Hasta luego. (Saluda el Inventor y se va.) Ahora
sí… ahora voy a saber quién me engaña… si María, mi cuñada, cuando va a hacer las compras me
engaña, si mi mujer cuando va tan coqueta de paseo, si mis chicos van a la escuela… ¡Aaaahhh!
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Que no me van a engañar ahora, con este aparato… y ya mismo lo voy a probar… María, dígame
una cosa… ¿cuánto gastó usted en la feria? (Voz desde adentro.) — ¿Ehhh? Mil pesos, señor.
Dueño. — (Mira el globo que no se infla.) ¡Ajá, parece que no me mintió!... y dígame, ¿es cierto que
su novio me fuma los cigarros?... (Voz.) — ¡Qué esperanza!... (El globo no se infla.)
Dueño. —Si uno quiere, puede preguntar mentiras a los chicos, para ver si funciona… Oh, pero allí
se acerca mi esposa Filatelia, sssshhh,… ahora… ahora sí… ssshhh… ¡Hola, querida Filatelia, cómo
te va!...
Señora. — ¡Hola, querido! Cómo te va a ti… ¿bien?, me alegro…
Dueño. —Dime, querida… (Mira el aparato.) ¿Qué hiciste ayer?...
Señora. — ¿Ayer?... ¡Ah!, sí, fui a casa de tía Anunciación, que está enferma de viruela boba… (Él
mira el aparato, que no se infla.)
Dueño. —Bien… bien, y dime otra cosa… ¿Qué hiciste ayer tarde, eh?, que estabas tan
coquetamente vestida… ¿eh?
Señora. —Ayer tarde… ¡Ah, sí!... Pero si estuve zurciendo tus calcetines que están tan rotos como
si un perro rabioso los hubiera mordido. (Él vuelve a mirar el aparato, que no se infla.)
Dueño. —… ¡Ajá!... y dime, ¿es cierto que andas diciendo por allí, por las calles, que yo soy un viejo
idiota?... ¿Eh?
Señora. — ¡Pero qué esperanza, querido! La que dice eso es mamá, tu suegra… Pero dime una
cosa, querido, ¿qué aparato es este que miras con tanta insistencia, eh?; explícate… ¿quieres?
Dueño. — ¡Cómo no, querida! Mira, este aparato es un detector de mentiras, y cuando alguien dice
una mentira frente a él, este globo que está aquí se infla…
Señora. —… ¡Ah!... qué bien… qué bien… Dime, querido,…
Dueño. —Sí, querida… (Se la ve venir.)
Señora. —Dime… ¿Es cierto que tú trabajas mucho en la oficina?...
Dueño. — ¡Este… este… ehhh… como dos burros juntos, querida! (El globo se infla.)
Señora. —… ¡Ajá!... y dime… ¿qué hiciste con los 300 pesos que te di ayer, eh?
Dueño. —…Ehh… mira, se los presté a mi amigo Osvaldo que está en la miseria. (El globo queda
inflado.)
Señora. —Así, ¿eh?... y dime por qué viniste a las cuatro de la mañana…
Dueño. —Mira, querida… estuve en el velorio de un amigo que murió de sarampión… (El globo sigue
inflándose.)… y dejó una viuda inconsolable que llora su desesperación (El globo sigue inflándose.),
muchos chicos solitos (El globo sigue hasta que revienta. Ella sale y trae un garrote. Le pega y se va.
Él toma el invento y lo tira.)
Dueño. — ¡Ayyy… al diablo con los inventos!... (Se va.)
Telón.
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Poemas
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TRABALENGUAS quieres.
Me han dicho que has dicho ¿Qué más quieres? ¿quieres
un dicho, más?
un dicho que he dicho yo; Pepo el pirata
ese dicho que te han dicho baila en una pata
que yo he dicho pues viento en popa
no lo he dicho. se seca su ropa.
Y si yo lo hubiera dicho, Perejil comí,
estaría muy bien dicho perejil cené
por haberlo dicho yo. y de tanto perejil
Gla-gle-gli-glo-glu-gue-gui, me emperejilé.
¡qué difícil es así! Toto toma té.
Gui, gue, glu, glo, gli, gle, gla, Tita toma mate.
¡qué trabajo que me da! Y yo me la tomo toda
Te quiero porque me quieres, mi taza de chocolate.
¿quieres que te quiera más? Carlos Silveyra
Te quiero más que me
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Índice:
El dueño de la luz…………………………………………………………………………………..4
El eximio Belerofonte………………………………………………………………………………6
La Llorona de la ruta……………………………………………………………………………...10
El cuervo y la zorra………………………………………………………………………………..10
La pintura amarilla………………………………………………………………………………...12
Última noche………………………………………………………………………………………..16
Crimen perfecto…………………………………………………………………………………....18
El eternauta………………………………………………………………………………………...21
El anillo encantado………………………………………………………………………………..30
Gretel la golosa……………………………………………………………………………………31
El gigante de la mentira…………………………………………………………………………..33
Solo de noche……………………………………………………………………………………..35
El jinete hueco……………………………………………………………………………………..37
Caperucita Roja……………………………………………………………………………………38
Pedro y el Lobo……………………………………………………………………………………40
¡Cómo se divertían!.............................................................................................................41
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El tesoro de la juventud…………………………………………………………………………45
El pariente………………………………………………………………………………………..47
Teatro
El reglamento es el reglamento……………………………………………………………….49
El invento maravilloso………………………………………………………………………….53
Poemas
Poesía……………………………………………………………………………………………55
¡Hasta la próxima!
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