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Mumford. Preparación Cultural

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Lewis Mumford

“Preparación Cultural”
en “Técnica y Civilización”.

1. Máquinas, obras de ingeniería y “La Máquina”

Durante el último siglo la máquina automática o semi-automática ha llegado a desempeñar


un gran papel en nuestra rutina diaria; y hemos llegado a atribuir al instrumento físico en sí
mismo el conjunto de costumbres y métodos que lo crearon y lo acompañaron. Casi todas
las discusiones sobre tecnología desde Marx en adelante han tendido a recalcar el papel
desempeñado por las partes más móviles y activas de nuestro equipo industrial, y ha
descuidado otros elementos igualmente críticos de nuestra herencia técnica.

¿Qué es una máquina?. Excepción hecha de las máquinas sencillas de la mecánica clásica,
el plano inclinado, la polea y otras más, la cuestión sigue siendo confusa. Muchos de los
escritores que han discutido acerca de la edad de la máquina han tratado a ésta como si
fuera un fenómeno muy reciente, y como si la tecnología artesana hubiera empleado sólo
herramientas para trasformar el medio. Estos prejuicios carecen de base. Durante los tres
mil últimos años, por lo menos, las máquinas han sido una parte esencial de nuestra más
antigua herencia técnica. La definición de Resuleaux de una máquina se ha hecho clásica:
“Una máquina es una combinación de partes resistentes dispuestas de tal manera que por
sus medios las fuerzas de la naturaleza puedan ser obligadas a realizar un trabajo
acompañado por ciertos movimientos determinantes’’ pero esto no nos lleva muy lejos. Su
lugar se debe a su importancia como primer gran morfólogo de las máquinas, pues deja
fuera la amplia clase de máquinas movidas por la fuerza humana.

Las máquinas se han desarrollado partiendo de un complejo de agentes no orgánicos para


convertir la energía, para realizar un trabajo, para incrementar las capacidades mecánicas o
sensorias del cuerpo del hombre o para reducir a un orden y una regularidad mensurables
los procesos de la vida. El autómata es el último escalón en un proceso que empezó con el
uso de una u otra parte del cuerpo humano como instrumento. En el fondo del desarrollo de
los instrumentos y las máquinas está el intento de modificar el medio ambiente de tal
manera que refuerce y sostenga el organismo humano; el esfuerzo es o bien aumentar la
potencia de un organismo por otra parte desarmado, o fabricar fuera del cuerpo un conjunto
de condiciones más favorables destinadas a mantener su equilibrio y asegurar su
supervivencia. En lugar de una adaptación fisiológica al frío, como el crecimiento de los
pelos o el hábito de la hibernación, se produce una adaptación ambiental, como la que se
hizo posible con el uso de vestidos o la construcción de abrigos.

La distinción esencial entre una máquina y una herramienta reside en el grado de


independencia, en el manejo de la habilidad y de la fuerza motriz del operador: la
herramienta se presta por sí misma a la manipulación, la máquina a la acción automática. El
grado de complejidad no tiene importancia: pues, usando la herramienta, la mano y el ojo
humanos realizan acciones complicadas, que son el equivalente, en función, de una
máquina muy perfeccionada; mientras que, por otro lado, existen máquinas sumamente
efectivas, como el martinete, que realizan trabajos muy sencillos, con la ayuda de un
mecanismo relativamente simple. La diferencia entre las herramientas y las máquinas reside
principalmente en el grado de automatismo que han alcanzado; el hábil usuario de una
herramienta se hace más seguro y más automático, dicho brevemente, más mecánico, a
medida que sus movimientos voluntarios se convierten en reflejos, y por otra parte, incluso
en las máquinas más automáticas, debe intervenir en alguna parte, al principio y al final del
proceso, primero en el proyecto original, y para terminar en la destreza para superar
defectos y efectuar reparaciones, la participación consciente de un agente humano.

Además, entre la herramienta y la máquina se sitúa otra clase de objetos, la máquina


herramienta: aquí, en el torno o en la perforadora, tenemos la precisión de la máquina más
perfecta unida al servicio experto del trabajador. Cuando se añade a este complejo
mecánico una fuente externa de energía, la línea divisoria resulta aún más difícil de
establecer. En general, la máquina acentúa la especialización de la función en tanto que la
herramienta indica flexibilidad: una cepilladora mecánica realiza solamente una operación,
mientras que un cuchillo puede usarse para alisar madera, para grabarla, para partirla, para
forzar una cerradura, o para apretar un tornillo. La máquina automática es, pues, un tipo de
adaptación muy especializada; comprende la noción de una fuerza externa de energía, una
relación recíproca más o menos complicada de las partes y una especie de actividad
limitada. Desde el principio la máquina fue como un organismo menor proyectado para
realizar tan sólo un conjunto de funciones.

Junto con estos elementos dinámicos en la tecnología hay otros, más estáticos en cuanto al
carácter, pero igualmente importantes en cuanto a sus funciones. Mientras el desarrollo de
las máquinas es el hecho técnico más patente de los últimos mil años, la máquina, bajo la
forma de la perforadora de fuego o del torno del alfarero, ha existido desde por lo menos
los tiempos neolíticos. Durante el período más antiguo, algunas de las adaptaciones más
efectivas del ambiente vinieron, no del invento de las máquinas, sino del invento
igualmente admirable de utensilios, aparatos y obras. El cesto y la marmita corresponden a
los primeros, la cuba para teñir y el horno de ladrillos a los segundos, y los embalses y
acueductos, las carreteras y los edificios a los terceros. El período moderno nos ha dado
finalmente las obras de energía, como el ferrocarril o la línea de transmisión eléctrica, que
funcionan solamente mediante la operación de maquinaria de energía. En tanto las
herramientas y las máquinas transforman el medio ambiente cambiando la forma y la
situación de los objetos, los utensilios y los aparatos han sido utilizados para efectuar
transformaciones químicas igualmente necesarias. El curtido, la fabricación de cerveza, la
destilación, el teñido han sido tan importantes en el desarrollo técnico del hombre como
forjar o tejer. Pero la mayor parte de estos procedimientos se mantuvieron en su estado
tradicional hasta la mitad del siglo XIX, y sólo desde entonces es cuando han sido influídos
en un grado más amplio por el mismo juego de fuerzas científicas, y de intereses humanos
que estaban perfeccionando la moderna máquina de energía.

En la serie de objetos desde los utensilios a las obras existe la misma relación entre el
hombre que trabaja y el procedimiento que uno observa en la serie entre herramientas y
máquinas automáticas: diferencias en el grado de especialización, y el grado de
impersonalidad. Pero como la atención de la gente se dirige más fácilmente hacia las partes
más ruidosas y activas del medio ambiente, el papel de las obras y de los aparatos se han
descuidado en la mayor parte de las discusiones sobre la máquina, o lo que es en casi peor,
dichos instrumentos técnicos han sido todos ellos torpemente agrupados como máquinas. El
punto que hay que recordar es que ambos han desempeñado una parte enorme en el
desarrollo del medio ambiente moderno; y en ninguna etapa de la historia pueden separarse
los dos medios de adaptación. Todo complejo tecnológico incluye a ambos: y no menos el
nuestro moderno.

Cuando use la palabra máquina de aquí en adelante me referiré a objetos específicos como
la prensa de imprimir o el telar mecánico. Cuando use el término “la máquina” me referiré
como una referencia abreviada a todo el complejo tecnológico. Este abarcará el
conocimiento, las pericias, y las artes derivadas de la industria o implicadas en la nueva
técnica, e incluirá varias formas de herramientas, aparatos y obras así como máquinas
propiamente dichas.

2. El monasterio y el reloj

¿Dónde tomó forma por primera vez la máquina en la civilización moderna? Hubo
claramente más de un punto de origen. Nuestra civilización representa la convergencia de
numerosos hábitos, ideas y modos de vida, así como instrumentos técnicos; y algunos de
éstos fueron, al principio, opuestos directamente a la civilización que ayudó a crear. Pero la
primera manifestación del orden nuevo tuvo lugar en el cuadro general del mundo: durante
los siete primeros siglos de la existencia de la máquina las categorías de tiempo y espacio
experimentaron un cambio extraordinario, y ningún aspecto de la vida quedó sin ser tocado
por esta transformación. La aplicación de métodos cuantitativos de pensamiento al estudio
de la naturaleza tuvo su primera manifestación en la medida regular del tiempo; y el nuevo
concepto mecánico del tiempo surgió en parte de la rutina del monasterio. Alfred Whithead
ha recalcado la importancia de la creencia escolástica en un universo ordenado por Dios
como uno de los fundamentos de la física moderna: pero detrás de esta creencia estaba la
presencia del orden en las instituciones de la Iglesia misma.

Las técnicas del mundo antiguo pasaron de Constantinopla y Bagdad a Sicilia y Córdoba:
de ahí la dirección tomada por Salerno en los adelantos científicos y médicos de la Edad
Media. Fue, sin embargo, en los monasterios de Occidente en donde el deseo de orden y
poder, distintos de los expresados por la dominación militar de los hombres más débiles, se
manifestó por primera vez después de la larga incertidumbre y sangrienta confusión que
acompañó al derrumbamiento del Imperio Romano. Dentro de los muros del monasterio
estaba lo sagrado: bajo la regla de la orden quedaban fuera la sorpresa y la duda, el capricho
y la irregularidad. Opuesta a las fluctuaciones erráticas y a los latidos de la vida mundana
se hallaba la férrea disciplina de la regla. Benito añadió un séptimo período a las
devociones del día, y en el siglo VII, por una bula del papa Sabiniano, se decretó que las
campanas del monasterio se tocaran siete veces en las veinticuatro horas. Estas divisiones
del día se conocieron con el nombre de horas canónicas, haciéndose necesario encontrar un
medio para contabilizarlas y asegurar su repetición regular.

Según una leyenda hoy desacreditada, el primer reloj mecánico moderno, que funcionaba
con pesas, fue inventado por el monje Gerberto que fue después el papa Silvestre II, casi al
final del siglo X. Este reloj debió ser probablemente un reloj de agua, uno de esos legados
del mundo antiguo conservado directamente desde tiempos de los romanos, como la rueda
hidráulica misma, o llegado nuevamente a Occidente a través de los árabes. Pero la
leyenda, como ocurre tan a menudo, es correcta en sus implicaciones y no en sus hechos. El
monasterio fue base de una vida regular, y un instrumento para dar las horas a intervalos o
para recordar al campanero que era hora de tocar las campanas es un producto casi
inevitable de esta vida. Si el reloj mecánico no apareció hasta que las ciudades del siglo
XIII exigieron una rutina metódica, el hábito del orden mismo y de la regulación formal de
la sucesión del tiempo, se había convertido en una segunda naturaleza en el monasterio.
Coulton está de acuerdo con Sombart en considerar a los Benedictinos, la gran orden
trabajadora, como quizá los fundadores originales del capi-talismo moderno: su regla
indudablemente le arrancó la maldición al trabajo y sus enérgicas empresas de ingeniería
quizá le hayan robado incluso a la guerra algo de su hechizo. Así pues no estamos
exagerando los hechos cuando sugerimos que los monasterios -en un momento determinado
hubo 40.000 hombres bajo la regla benedictina- ayudaron a dar a la empresa humana el
latido y el ritmo regulares colectivos de la máquina; pues el reloj no es simplemente un
medio para mantener las huellas de las horas, sino también para la sincronización de las
acciones de los hombres.

¿Se debió al deseo colectivo cristiano de proveer a la felicidad de las almas en la eternidad
mediante plegarias y devociones regulares el que se apoderase de las mentes de los
hombres el medir el tiempo y las costumbres de la orden temporal; costumbres de las que la
civilización capitalista poco después daría buena cuenta? Quizá debamos aceptar la ironía
de esta paradoja. En todo caso, hacia el siglo XIII existen claros registros de relojes
mecánicos, y hacia 1370 Heinrich von Wyck había construido en Paris un reloj “moderno”
bien proyectado. Entretanto habían aparecido los relojes de las torres, y estos relojes
nuevos, si bien no tenían hasta el siglo XIV una esfera y una manecilla que transformaran
un movimiento del tiempo en un movimiento en el espacio, de todas maneras sonaban las
horas. Las nubes que podían paralizar el reloj de sol, el hielo que podía detener el reloj de
agua de una noche de invierno, no eran ya obstáculos para medir el tiempo: verano o
invierno, de día o de noche, se daba uno cuenta del rítmico sonar del reloj. El instrumento
pronto se extendió fuera del monasterio; y el sonido regular de las campanas trajo una
nueva regularidad a la vida del trabajador y del comerciante. Las campanas del reloj de la
torre casi determinaban la existencia urbana. La medición del tiempo pasó al servicio del
tiempo, al recuento del tiempo y al racionamiento del tiempo. A l ocurrir esto, la eternidad
dejó poco a poco de servir como medida y foco de las acciones humanas .

El reloj, no la máquina de vapor, es la máquina clave de la moderna edad industrial. En


cada fase de su desarrollo el reloj es a la vez el hecho sobresaliente y el símbolo típico de la
máquina: incluso hoy ninguna máquina es tan omnipresente. Aquí, en el origen mismo de
la técnica moderna, apareció profética-mente la máquina automática precisa que, sólo
después de siglos de ulteriores esfuerzos, iba también a probar la perfección de esta técnica
en todos los sectores de la actividad industrial. Hubo máquinas, movidas por la energía no
humana, como el molino hidráulico, antes del reloj; y hubo también diversos tipos de
autómatas, que asombraron al pueblo en el templo, o para agradar a la ociosa fantasía de
algún califa musulmán: encontrámos las ilustradas en Herón y en Al-Jazari. Pero ahora
teníamos una nueva especie de máquina, en la que la fuente de energía y la transmisión
eran de tal naturaleza que aseguraban el flujo regular de la energía en los trabajos y hacían
posible la producción regular y productos estan-darizados. En su relación con cantidades
determinables de energía, con la estan-darización, con la acción automática, y finalmente
con su propio producto especial, el tiempo exacto, el reloj ha sido la máquina principal en
la técnica moderna: y en cada período a seguido a la cabeza: marca una perfección hacia la
cual aspiran otras máquinas. Además, el reloj, sirvió de modelos para otras muchas especies
de mecanismo, y el análisis del movimiento necesario para su perfeccionamiento así como
los distintos tipos de engranaje y de transmisión que se crearon, contribuyeron al éxito de
muy diferentes clases de máquinas. Los forjadores podrían haber repujado miles de
armaduras o de cañones de hiero, los carreteros podrían haber fabricado miles de ruedas
hidráulicas o de burdos engranajes, sin haber inventado ninguno de los tipos especiales de
movimiento perfeccionados en el reloj, y sin nada de la precisión de medida y finura de
articulación que produjeron finalmente el exacto cronómetro del siglo XVIII.
El reloj, además es una máquina productora de energía cuyo “producto” es segundos y
minutos: por su naturaleza esencial disocia el tiempo de los acontecimientos humanos y
ayuda a crear la creencia en un mundo independiente de secuencias matemáticamente
mensurables: el mundo especial de la ciencia. Existe relativamente poco fundamento para
esta creencia en la común experiencia humana: a lo largo del año, los días son de duración
desigual, y la relación entre el día y la noche no solamente cambia continuamente, sino que
un pequeño viaje del Este al Oeste cambia el tiempo astronómico en un cierto número de
minutos. En términos del organismo humano mismo, el tiempo mecánico es aún más
extraño: en tanto la vida humana tiene sus propias regularidades, el latir del pulso, el
respirar de los pulmones, éstas cambian de hora en hora según el estado de espíritu y la
acción, y en el más largo lapso de los días, el tiempo no se mide por el calendario sino por
los acontecimientos que los llenan. El pastor mide según el tiempo que la oveja pare un
cordero; el agricultor mide a partir del día de la siembra o pensando en el de la cosecha: si
el crecimiento tiene su propia duración y regularidades, detrás de éstas no hay simplemente
materia y movimiento, sino los hechos del desarrollo: en breve, historia. Y mientras el
tiempo mecánico está formado por una sucesión de instantes matemáticamente aislados, el
tiempo orgánico -lo que Bergson llama duración- es cumulativo en sus efectos. Aunque el
tiempo mecánico puede, en cierto sentido, acelerar o ir hacia atrás, como las manecillas de
un reloj o las imágenes de una película, el tiempo orgánico se mueve sólo en una dirección
-a través del ciclo del nacimiento, el crecimiento, el desarrollo, decadencia y muerte-, y el
pasado que ya ha muerto sigue presente en el futuro que aún ha de nacer.

Alrededor de 1345, según Thorndike, la división de las horas en sesenta minutos y de los
minutos en sesenta segundos se hizo corriente. Fue este marco abstracto del tiempo
dividido el que se hizo cada vez más el punto de referencia tanto para la acción como para
el pensamiento, y un esfuerzo para llegar a la precisión en este aspecto, la exploración
astronómica del cielo concentró más aún la atención sobre los movimientos regulares e
implacables de los astros a través del espacio. A principios del siglo XVI, se cree que un
joven mecánico de Nuremberg, Peter Henlein, inventó “relojes con muchas ruedas con
pequeños pedazos de hierro” y a finales del siglo el relojito doméstico había sido
introducido en Inglaterra y en Holanda. Como ocurrió con el automóvil y con el avión, las
clases más ricas fueron las que adoptaron primero el nuevo mecanismo y lo popularizaron:
en parte porque sólo ellas podían permitírselo, en parte porque la nueva burguesía fue la
primera en descubrir que, como Franklin dijo más tarde, “el tiempo es oro”. Ser tan regular
“como un reloj” fue el ideal burgués, y el poseer un reloj fue durante mucho tiempo un
inequívoco signo de éxito. El ritmo creciente de la civilización llevó a la exigencia de
mayor poder: y a su vez el poder aceleró el ritmo.

Ahora bien, la ordenada vida puntual que primeramente tomó forma en los monasterios no
es connatural a la humanidad, aunque hoy los pueblos occidentales están tan
completamente reglamentados por el reloj que constituye una “segunda naturaleza”,
considerando su observancia como un hecho natural. Muchas civilizaciones orientales han
florecido teniendo poca cuenta del tiempo: los indios han sido en realidad tan indiferentes
al tiempo que les falta incluso una auténtica cronología de los años. Todavía ayer, en el
centro de las industrializaciones de la Rusia soviética, apareció una sociedad para fomentar
el uso de relojes y hacer la propaganda de los beneficios de la puntualidad. La
popularización del registro del tiempo, que siguió a la producción sistemática del reloj
barato, primeramente en Ginebra, después en Estados Unidos, hacia mitad del siglo
pasado, fue esencial para un sistema bien articulado de transporte y de producción.
La medición del tiempo fue primeramente atributo peculiar de la música: dio valor
industrial a la canción del taller o al abatir rítmico o a la saloma de los marinos halando
una cuerda. Pero el efecto del reloj mecánico es más penetrante y estricto: preside todo el
día desde el amanecer hasta la hora del descanso. Cuando se considera el día como un
lapso abstracto de tiempo, no se va uno a la cama con las gallinas en una noche de invierno:
uno inventa pábilos, chimeneas, lámparas, luces de gas, lámparas eléctricas, de manera
aprovechar todas las personas que pertenecen al día. Cuando se considera el tiempo, no
como una sucesión de experiencias, sino como una colección de horas, minutos y segundos,
aparecen los hábitos de acrecentar y ahorrar el tiempo. El tiempo cobra el carácter de un
espacio cerrado: puede dividirse, puede llenarse, puede incluso dilatarse mediante el
invento de instrumentos que ahorran el tiempo.

El tiempo abstracto se convirtió en el nuevo ámbito de la existencia. Las mismas funciones


orgánicas se regularon por él: se comió, no al sentir hambre, sino impulsado por el reloj. Se
durmió, no al sentirse cansado, sino cuando el reloj nos exigió. Una conciencia
generalizada del tiempo acompañó el empleo más extenso de los relojes. Al disociar el
tiempo de las secuencias orgánicas, se hizo más fácil para los hombres del renacimiento
satisfacer la fantasía de revivir el pasado clásico o los esplendores de la antigua civilización
de Roma. El culto de la historia, apareciendo primero en el ritual diario, se abstrajo
finalmente como una disciplina especial. En el siglo XVII hicieron su aparición el
periodismo y la literatura periódica; incluso en el vestir, siguiendo la guía de Venecia como
centro de la moda, la gente cambió la moda cada año en vez de cada generación.

No puede sobreestimarse el provecho en eficiencia mecánica gracias a la coordinación y la


estrecha articulación de los acontecimientos del día. Si bien este incremento no puede
medirse sencillamente en caballos de fuerza, sólo tiene uno que imaginar su ausencia hoy
para preveer la rápida desorganización y el eventual colapso de toda nuestra sociedad. El
moderno sistema industrial podría prescindir del carbón, del hierro y del vapor más
fácilmente que del reloj.

3. Espacio, distancia, movimiento.

“ Un niño y un adulto, un australiano primitivo y un europeo, un hombre de la Edad


media y un contemporáneo, se distinguen no solamente por una diferencia en grado, sino
por una diferencia en naturaleza por sus métodos de representación pictórica”.

Dagobert Frey, cuyas palabras acabo de citar, ha hecho un agudo estudio acerca de las
diferencias en los conceptos espaciales entre la alta Edad Media y el Renacimiento: ha
subrayado con riqueza de detalles, la generalización de que no hay dos culturas que vivan
en la misma especie de tiempo y de espacio. El espacio y el tiempo, como el lenguaje, son
obras de arte, y como el lenguaje imponen condiciones y dirigen la acción práctica. Mucho
antes que Kant afirmara que el tiempo y el espacio eran categorías de la mente, mucho
antes de que los matemáticos descubrieran que había formas conce-bibles y racionales de
espacio distinto de la forma descrita por Euclides, la humanidad había actuado en gran
medida según esta premisa. Lo mismo que el inglés en Francia que pensaba que “bread” era
la palabra adecuada para decir le pain, cada cultura cree que cualquier otra especie de
espacio y tiempo es una aproximación o una corrupción del espacio y el tiempo reales en
que ella vive.

Durante la Edad Media las relaciones espaciales tendían a ser organizadas como símbolos y
valores. El objeto más alto en la ciudad era la aguja de la torre de la iglesia que apuntaba
hacia el cielo y dominaba todos los edificios menores, como la iglesia dominaba sus
esperanzas y sus temores. El espacio se dividía arbitrariamente para representar las siete
virtudes o los doce apóstoles o los diez mandamientos o la trinidad. Sin una referencia
simbólica constante a las fábulas y a los mitos de la Cristiandad, el fundamento del espacio
medieval hubiera llegado al colapso. Ni las mentes más relacionales estaban exentas: Roger
Bacon era un esmerado estudioso de óptica, pero después de haber descrito las siete
envolturas del ojo añadió que con estos medios Dios había querido expresar en nuestros
cuerpos una imagen de las siete gracias del espíritu.

El tamaño significaba importancia: el representar seres humanos de tamaños enteramente


diferentes en el mismo plano de visión y a la misma distancia del observador era
completamente posible para el artista medieval. Esta misma costumbre se aplica no sólo a
la representación de objetos reales sino a la organización de la experiencia terrestre
mediante el mapa. En la cartografía medieval, el agua y las masas de tierra de nuestro
planeta, incluso cuando se conocían aproximadamente, podían representarse por una figura
arbitraria como un árbol, sin consideración a las relaciones reales experimentadas por un
viajero, y sin ningún otro interés que la correspondencia alegórica.

Otra característica más del espacio medieval debe ser resaltada: el espacio y el tiempo
forman dos sistemas relativamente independientes. Primeramente: el artista medieval
introducía otros tiempos dentro de su propio mundo espacial, como cuando proyectaba los
hechos de la vida de Cristo en una ciudad italiana contemporánea, sin la más ligera
preocupación de que el paso del tiempo había creado una diferencia, o mismo que en
Chaucer la leyenda clásica de Troilo y Cresida se relata como si fuera una historia
contemporánea. Cuando un cronista medieval menciona al rey, como observa el autor de
The Wandering Scholars, es a veces difícil averiguar si está hablando de César o de
Alejandro Magno o de su propio rey: cada uno de ellos está cerca de él. En verdad, la
palabra anacronismo no tiene sentido aplicada al arte medieval. Sólo cuando se relacionan
acontecimientos en un marco coordinado de tiempo y de espacio, resulta desconcertante el
estar fuera del tiempo o no ser fiel al tiempo. De manera análoga, en Los Tres Milagros de
San Cenobio de Botticelli, se presentan en un mismo escenario tres tiempos diferentes.

Debido a esta separación de tiempo y espacio, las cosas pueden aparecer y desaparecer
repentinamente, inexplicablemente: la caída de un barco detrás del horizonte no necesitaba
más explicación que la caída de un demonio por la chimenea. No había misterio acerca del
pasado de donde habían aparecido, ni especulación acerca del futuro a que iban destinados.
Los objetos flotaban ante la vista o se hundían con algo del mismo misterio con que el ir y
venir de los adultos afecta la experiencia de los niños pequeños, cuyos primeros intentos
gráficos tanto se parecen en su organización al mundo del artista medieval. En este mundo
simbólico del espacio y del tiempo cada cosa era un misterio o un milagro. El lazo de
conexión entre los acontecimientos era el orden cósmico y religioso: el orden verdadero
del espacio era el Cielo, así como el orden verdadero del tiempo era la Eternidad.

Entre los siglos XIV y XVII se produjo un cambio revolucionario en Europa Occidental
acerca del concepto del espacio. El espacio como jerarquía de valores fue sustituido por el
espacio como sistema de magnitudes. Una de las indicaciones de esta nueva orientación fue
el más atento estudio de las relaciones de los objetos en el espacio y el descubrimiento de
las leyes de la perspectiva y de la organización sistemática de las pinturas dentro del nuevo
marco fijado por el primer plano, el horizonte y el punto de influencia de las líneas
paralelas. La perspectiva convirtió la relación simbólica de los objetos en una relación
visual: lo visual a su vez se convirtió en una relación cuantitativa. En el nuevo cuadro del
mundo la dimensión no significaba importancia humana o divina, sino distancia. Los
cuerpos no existían separadamente como magnitudes absolutas: estaban coordinados con
otros cuerpos dentro del mismo marco de la visión y debían estar a escala. Para lograr esta
escala, debía existir una representación precisa entre la pintura y la imagen: de ahí el nuevo
interés por la naturaleza externa y los hechos. La división del lienzo en cuadros y la precisa
observación del mundo a través de este tablero marcaron la nueva técnica del pintor, a
partir de Paolo Ucello.

El nuevo interés por la perspectiva llevó profundidad al cuadro y distancia a la mente. En


los cuadros más antiguos, el ojo saltaba de un lado a otro, pillando migajas simbólicas
según lo dictase el gusto y la fantasía. En los nuevos cuadros, el ojo seguía las líneas de la
perspectiva lineal que el pintor había introducido a propósito a lo largo de las calles, los
edificios, los pavimentos con mosaicos, cuyas líneas paralelas el pintor había introducido a
propósito para que el reloj las siguiera. Incluso los objetos en el primer plano estaban a
veces colocados en forma grotesca y escorzados con el fin de crear la misma ilusión. El
movimiento se convirtió en una nueva fuente de valor: movimiento por sí mismo. El
espacio medido del cuadro reforzó el tiempo medido del reloj. Dentro de esta red ideal de
espacio y tiempo tienen lugar ahora todos los acontecimientos: y el hecho más satisfactorio
dentro de este sistema fue el movimiento en línea recta, pues dicho movimiento se prestó
para la representación precisa dentro del sistema espacial y temporal de coordenadas. Otra
consecuencia de este orden espacial debe tenerse en cuenta: el situar una cosa espacial y
temporalmente llegó a ser esencia para su comprensión. En el espacio del Renacimiento, ha
de explicarse la existencia de los objetos: su paso por el tiempo y el espacio es una clave
acerca de su aparición en cualquier momento particular y en un sitio particular. Lo
desconocido no está menos determinado que lo conocido: dada la redondez del globo,
podía suponerse la posición de las Indias y calcularse el tiempo y distancia. La existencia
misma de tal orden es un incentivo para explorarlo y rellenar las partes aún desconocidas.

Lo que los pintores demostraron en su aplicación de la perspectiva, lo establecieron los


cartógrafos en el mismo siglo en sus mapas. El mapa de Hereford de 1314 hubiera podido
hacerlo un niño: era prácticamente inútil para la navegación. El del contemporáneo de
Ucello, Andrea Banco, 1436, fue concebido según líneas racionales y representaba un
progreso en cuanto a concepción así como en precisión práctica. Al trazar las líneas
invisibles la de la latitud y longitud, los cartógrafos allanaron el camino de los exploradores
ulteriores, como Colón: igual que con el método científico ulterior, el sistema abstracto
proporcionó esperanzas racionales, si bien sobre una base de conocimiento impreciso. Ya
no era necesario que el navegante siguiese el litoral: podía arrojarse hacia lo desconocido,
poner rumbo hacia un punto arbitrario y regresar aproximadamente al lugar de partida. El
Cielo y el Edén estaban ambos fuera del nuevo espacio, y aunque se mantenían aún como
los temas ostensibles de la pintura, los temas reales eran el Tiempo y el Espacio y la
Naturaleza y el Hombre.

Luego, sobre la base establecida por el pintor y el cartógrafo, surgió un interés por el
espacio como tal, por el movimiento como tal y por la locomoción como tal. Detrás de este
interés había naturalmente alteraciones más concretas: las carreteras se habían hecho más
seguras, los barcos se construían más sólidamente, y, sobre todo, nuevos inventos -la
brújula, el astrolabio, el timón- habían hecho posible anotar un mapa y mantener un rumbo
más seguro en el mar. El oro de las Indias, las fabulosas fuentes de juventud y las
afortunadas islas de delicias sensuales sin fin indudablemente también aparecían tentadores:
pero la presencia de estas metas tangibles no restan importancia a los nuevos esquemas. Las
categorías de tiempo y espacio, antes prácticamente disociadas, habían quedado unidas: y
las abstracciones del tiempo medido y espacio medido minaban las antiguas concepciones
de infinito y de eternidad, ya que la medición debe empezar con un arbitrario aquí y ahora
incluso si el espacio y el tiempo están vacíos. El deseo de emplear el espacio y el tiempo se
había desembarazado de obstáculos: y una vez coordinados con el movimiento, podían ser
contraídos o dilatados: la conquista del tiempo y del espacio había empezado. (Es
interesante observar, sin embargo, que el concepto exacto de aceleración, que forma parte
de nuestra experiencia mecánica diaria, no fue formulado hasta el siglo XVII).

Los signos de esta conquista son muchos: aparecieron en rápida sucesión. En las artes
militares la ballesta y la catapulta renacieron y se extendieron, y pisándoles los talones
vinieron armas más poderosas para anular la distancia: el cañón y más adelante el
mosquete. Leonardo concibió un aparato volador y lo construyó. Se estudiaron fantásticos
proyectos para volar. En 1420 Fontana describió un velocípedo. En 1589 Gilles de Bom de
Amberes construyó al parecer un carro movido por la fuerza humana: preludios inquietos
de los inmensos esfuerzos e iniciativas del siglo XIX. Igual que con muchos elementos de
nuestra cultura, el impulso original fue dado a este movimiento por los árabes. Ya en 880
Abûl-Qâsim había intentado volar, y en 1065 Olivier de Malmesbury se mató tratando de
planear desde una altura. Pero a partir del siglo XV el deseo de conquistar el aire se
convierte en una constante preocupación de las mentes inventoras, y está lo
suficientemente metido en la opinión popular como para que un relato de un vuelo desde
Portugal a Viena pudiera servir de noticia engañosa en 1709.
La nueva actitud hacia el tiempo y el espacio infectó el taller y la oficina, el ejército y la
ciudad. El ritmo se hizo más rápido: las magnitudes, mayores. Mentalmente, la cultura
moderna se lanzó al espacio y se entregó al movimiento. Lo que Max Weber llamó el
“romanticismo de los números” surgió naturalmente de este interés. En la medición del
tiempo, en el comercio, en la lucha, los hombres contaron números, y finalmente, al
extenderse la costumbre, sólo los números contaron.

4. La influencia del capitalismo

El romanticismo de los números presentó aún otro aspecto, importante para el desarrollo de
los hábitos científicos del pensamiento. Este fue el nacimiento del capitalismo y el cambio
de una economía de trueque, facilitada por pequeñas reservas de variadas monedas locales,
a una economía de dinero con una estructura de crédito internacional y una referencia
constante a los símbolos abstractos de la riqueza: oro, cheques, letras de cambio, y
eventualmente sólo números.

Desde el punto de vista de la técnica, esta estructura tiene sus orígenes en las ciudades del
norte de Italia, particularmente Florencia y Venecia, en el siglo XIV; doscientos años más
tarde hubo en Amberes una bolsa internacional dedicada a ayudar a la especulación en
transportes desde puertos extranjeros y en dinero. Hacia la mitad del siglo XVI la
contabilidad por partida doble, las letras de cambio, y la especulación en ”futuros” estaban
ya desarrollados esencialmente en su forma moderna. Aunque los procedimientos de la
ciencia no se refinaron ni codificaron hasta después de Galileo y Newton, la financiación
había surgido con su atuendo actual en el inicio mismo de la edad de la máquina. Jacobo
Fugger y J. Pierpont Morgan hubieran podido entender sus métodos, sus puntos de vista y
su temperamento respectivos mucho mejor que Paracelso y Einstein.

El desarrollo del capitalismo trajo los nuevos hábitos de abstracción y cálculo a las vidas de
los hombres de las ciudades. Sólo la gente del campo, que aún vivía sobre una base local
más primitiva, se hallaban en parte inmunes. El capitalismo llevó a la gente de lo tangible a
lo intangible: su símbolo, según observa Sombart, es el libro de contabilidad: “su valor vital
reside en su cuenta de pérdidas y ganancias”. La “economía de la adquisición” que hasta
entonces había sido practicada por extrañas y fabulosas criaturas como Midas y Creso,
llegó a ser nuevamente el estilo diario. Tendió a sustituir la “economía de las necesidades”
directas y a reemplazar los valores vitales por valores dinerarios. El sistema entero del
negocio tomó cada vez más una forma abstracta; se ocupaba de “no-productos”, de futuros
imaginarios, de ganancias hipotéticas.

Karl Marx resumió muy bien este nuevo proceso de transmutación: “como el dinero no
revela lo que ha sido transformado en él, todo, sea una mercancía o no, es convertible en
oro. Todo se hace susceptible de compraventa. La circulación es la gran retorta social en la
que todo se echa y de la que todo se recupera como moneda cristalizada. Ni siquiera los
huesos de los santos son capaces de resistir esta alquimia, y menos aún puede resistir las
cosas más delicadas, cosas sacrosantas que se encuentran fuera del tráfico comercial de los
hombres. Lo mismo que todas las diferencias cualitativas entre las mercancías se borran en
el dinero, así el dinero, nivelador radical, borra todas las distinciones. Pero el mismo dinero
es una mercancía, un objeto externo, capaz de convertirse en propiedad particular de un
individuo. Así el poder social se convierte en poder particular en manos de una persona
particular”. Este último hecho era especialmente importante en lo que se refiere a la vida y
al pensamiento: la busca del poder por medio de abstracciones. Una abstracción reforzaba
la otra. El tiempo era dinero: el dinero era poder: el poder exigía el fomento del comercio y
de la producción, la producción iba desviada de los canales de uso directo a aquellos de
comercio lejano, hacia la adquisición de mayores beneficios, con un margen más amplio
para nuevas inversiones de capital para guerras, conquistas en el extranjero, minas,
empresas productivas ... más dinero y más poder. Entre todas las formas de riqueza sólo el
dinero no tiene límites que se le puedan fijar. El príncipe que pudiera construir cinco
palacios vacilaría en construir cinco mil. ¿Pero qué es lo que le impediría intentar, mediante
la conquista y los impuestos, el multiplicar por miles la riqueza de su tesoro? En una
economía de dinero, el acelerar el proceso de la producción era aumentar el movimiento:
más dinero. Y como la importancia concedida al dinero procedía en parte de la creciente
movilidad de la última sociedad medieval, con su comercio internacional, asimismo la
resultante economía de dinero favoreció más comercio: riqueza agraria, riqueza
humanizada, casas, pinturas, esculturas, libros, incluso el oro mismo eran difíciles de
transportar, mientras que el dinero podía ser transportado después de pronunciar el
abracadabra apropiado mediante una simple operación algebraica en un lado u otro del libro
mayor.

Con el tiempo, los hombres se encontraron más a gusto con las abstracciones que con las
mercancías que representaban. Las operaciones típicas de finanza fueron la adquisición o
el intercambio de magnitudes. “Incluso los sueños del soñador pecuniario -como observó
Veblen- toman forma como un cálculo de pérdidas y ganancias computadas en unidades
estándar de una magnitud impersonal”. Los hombres se hicieron poderosos hasta el punto
que descuidaron el mundo real del trigo y de la lana, de los alimentos y de los vestidos, y
centraron su atención en su representación puramente cuantitativa en signos y símbolos. La
contribución del capitalismo al cuadro del mundo mecánico consistió en pensar en términos
simplemente de peso y número, el hacer de la cantidad no sólo una indicación de valor sino
el criterio del valor. De esta manera las abstracciones del capitalismo precedieron las
abstracciones de la ciencia moderna y reforzaron en todos los puntos sus lecciones típicas y
sus típicos métodos de proceder. La clarificación y la conveniencia, particularmente para el
comercio a larga distancia en el espacio y en el tiempo fueron grandes: pero el precio social
pagado por estas economías fue elevado. Son ilustrativas las palabras de Mark Kepler,
publicadas en 1595: “Lo mismo que el oído está hecho para percibir el sonido y el ojo para
percibir el color, así la mente del hombre ha sido formada para comprender, no todas las
clases de cosas, sino las cantidades. Percibe más claramente cualquier cosa determinada en
la medida en que dicha cosa está más cerca de las puras cantidades como de sus orígenes,
pero cuanto más se aleja una cosa de las cantidades, más oscuridad y error se encierran en
ella”.

¿Fue una casualidad que los fundadores y patrocinadores de la Royal Society - en verdad
algunos de los primeros experimentadores en ciencias físicas- fueran los mercaderes de la
City? El rey Carlos II podía reírse sin freno al oír que aquellos caballeros habían pasado el
tiempo pesando el aire; pero sus instintos estaban justificados y sus procedimientos eran
correctos: el método mismo pertenecía a su tradición y en ello iba dinero. El poder que era
la ciencia y el poder que era el dinero eran, en fin de cuentas, la misma clase de poder: el
poder de abstracción, de medida, de cuantificación. Pero no fue solo por la promoción de
hábitos abstractos, de pensamientos, intereses pragmáticos y estimaciones cuantitativas por
lo que el capitalismo preparó el camino de las técnicas modernas. Desde el principio las
máquinas y la producción fabril, como los grandes cañones y los armamentos, hicieron
demandas directas de capital muy por encima de los pequeños anticipos necesarios para
proporcionar herramientas al artesano de viejo estilo o para dejarlo vivir. La libertad para
hacer funcionar talleres y fábricas independientes, para utilizar máquinas y aprovecharlas,
correspondió a aquellos que disponían de capital. Mientras las familias feudales, con su
dominio sobre la tierra, a menudo disponían de un monopolio sobre recursos naturales tales
como los que en ellos se encuentran, y con frecuencia se interesaban por la fabricación del
vidrio, o la minería, o la fundición de hierro hasta los tiempos más modernos, los nuevos
inventos mecánicos se prestaron para su explotación por las clases mercantiles. El incentivo
de la mecanización reside en los mayores beneficios que podían sacarse mediante la
potencia y la eficiencia de la máquina.

Así, aunque el capitalismo y la técnica deben distinguirse claramente en cada etapa, una
condicionaba la otra y repercutía sobre ella. El mercader acumulaba capital ampliando la
escala de sus operaciones, acelerando sus ingresos y descubriendo nuevos territorios para la
explotación. El inventor seguía un proceso paralelo explotando nuevos métodos de
producción e ideando cosas nuevas para producirlas. Algunas veces el comercio apareció
como un rival de la máquina por ofrecer mayores oportunidades de beneficio; otras
restringió ulteriores desarrollos con el fin de aumentar el provecho de un monopolio en
particular: ambos motivos aún actúan en la sociedad capitalista. Desde el principio hubo
disparidades y conflictos entre estas dos formas de explotación; pero el comercio era el
socio más antiguo y ejercía mayor autoridad. Fue el comercio el que aportó nuevos
materiales de las Indias y de las Américas, nuevos alimentos, nuevos cereales, tabaco,
pieles, fue el comercio el que encontró un mercado nuevo para todas las cosas más o menos
inútiles que echó fuera la producción en masa del siglo XVIII; fue el comercio -ayudado
por la guerra- el que desarrolló las empresas en gran escala y la capacidad administrativa y
el método que hizo posible crear el sistema industrial como un todo uniendo sus diferentes
partes.

Es extremadamente dudoso que las máquinas se hubieran inventado tan rápidamente y


hubieran penetrado con tanta fuerza sin el incentivo adicional de beneficio: pues todas las
ocupaciones artesanas más especializadas se encontraban profundamente atrincheradas, y la
introducción de la imprenta, por ejemplo, se retrasó hasta veinte años en París debido a la
dura oposición del gremio de los amanuenses y copistas. Pero mientras la técnica
indudablemente tiene una gran deuda con el capitalismo, igual que la tiene con la guerra,
fue sin embargo una desgracia que la máquina se viera condicionada, desde el inicio, por
aquellas instituciones extrañas y adoptara características que nada tenían que ver
esencialmente con los procedimientos técnicos o las formas de trabajo. El capitalismo
utilizó la máquina no para fomentar el bienestar social, sino para incrementar el beneficio
particular: los instrumentos mecánicos se utilizaron para la elevación de las clases
dominantes. Fue a causa del capi-talismo por lo que las industrias artesanas tanto en Europa
como en otras partes del mundo fueron destruidas sin consideración por los productos de
las máquinas, aún cuando estos últimos fuesen inferiores a los que sustituían: pues el
prestigio del perfeccionamiento y del éxito y del poder estaban con la máquina, incluso
cuando no perfeccionaba nada, incluso cuando técnicamente hablando constituía un
fracaso. En virtud de las posibilidades de beneficio, el lugar de la máquina fue
sobreestimado y el grado de regimentación se llevó más allá de lo necesario para la
armonía o la eficiencia. A ciertos rasgos del capitalismo privado se debió que la máquina -
que era un agente neutral- haya parecido con frecuencia, y de hecho haya sido a veces, un
elemento maligno en la sociedad, despreocupada por la vida humana, indiferente a los
intereses humanos. La máquina ha sufrido por los pecados del capitalismo; por el
contrario, el capitalismo se ha aprovechado a menudo de las virtudes de la máquina.

Al apoyar la máquina, el capitalismo aceleró su andadura y proporcionó un incentivo


especial a la preocupación por los perfeccionamientos mecánicos. Aunque frecuentemente
no llegó a pagar al inventor, consiguió con halagos y promesas estimularle para proseguir
en su esfuerzo. En muchos sectores el paso fue acelerado con exageración y el estímulo fue
aplicado en demasía. Realmente, la necesidad de fomentar continuos cambios y
perfeccionamientos, que ha sido la característica del capitalismo introdujo un elemento de
inestabilidad en la técnica e impidió a la sociedad el asimilar sus perfeccionamientos
técnicos e integrarlos en una estructura social adecuada. Al mismo tiempo que se ha
desarrollado y extendido el capitalismo mismo, estos vicios han crecido de hecho
desmesuradamente, y los peligros para la sociedad en conjunto han crecido asimismo
proporcionalmente. Basta observar aquí la estrecha asociación histórica de la técnica
moderna y del moderno capitalismo, y señalar que, a pesar de su desarrollo histórico, no
existe una conexión necesaria entre ambos. El capitalismo ha existido en otras
civilizaciones, que se encontraban en un desarrollo técnico relativamente bajo, y la técnica
mejoró continuamente desde el siglo diez hasta el quince sin incentivo especial del
capitalismo. Pero el estilo de la máquina se ha visto hasta el momento actual
poderosamente influido por el capitalismo. La importancia concedida a lo grande, por
ejemplo, es un rasgo comercial, apareció en los edificios de los gremios y en las casas de
los mecaderes mucho antes de que se evidenciara en la técnica, con su escala de
operaciones originalmente modesta.

5. De la fábula al hecho

Mientras tanto, con la transformación de los conceptos de tiempo y espacio se produjo un


cambio en la dirección del interés desde el mundo celestial al natural. Alrededor del siglo
doce comenzó a disiparse el mundo sobrenatural, en el que la mente europea había estado
envuelta como en una nube a partir del ocaso de las escuelas de pensamiento del período
clásico: la hermosa cultura de la Provenza cuya lengua Dante mismo había quizás pensado
emplear en su Divina Comedia, fue el primer brote del nuevo orden: un brote destinado a
ser salvajemente malogrado por la cruzada de los albigenses.

Cada cultura vive con su sueño. El de la cristiandad fue uno en el que un fabuloso mundo
celestial, lleno de dioses, santos, diablos, demonios, ángeles, arcángeles, querubines y
serafines, dominios y potencias, lanzó sus formas e imágenes fantásticamente
engrandecidas sobre la vida real del hombre mortal. Este sueño impregna la vida de una
cultura como las fantasías de la noche dominan la mente del que duerme: es realidad -
mientras dura el sueño. Pero, como el que duerme, una cultura vive dentro de un mundo
objetivo que continúa a través de su sueño o de su despertar, y a veces irrumpe en el sueño,
como un ruido, para modificarlo o para que sea imposible que el sueño prosiga.

Por un lento proceso natural, el mundo de la naturaleza irrumpió en el sueño medieval de


infierno, paraíso y eternidad: en la fresca escultura naturalista de las iglesias del siglo XIII
puede uno sorprender el primer torpe despertar del que dormía, al darle en los ojos la luz de
la mañana. Primeramente el interés del artífice por la naturaleza era confuso: al lado mismo
de las tallas finas de las hojas del roble o de las ramas del espino, fielmente copiadas,
delicadamente dispuestas, el escultor aún creaba monstruos, gárgolas, quimeras, bestias
legendarias . Pero el interés por la naturaleza se amplió sin interrupción y se hizo un bien
de consumo. El ingenuo sentimiento del artista del siglo XIII se convirtió en la exploración
sistemática de los fisiólogos y los botánicos del siglo XIV.

“En la Edad Media -como dijo Emile Male- la idea de una cosa forjada por alguien para sí
mismo siempre fue más real que la cosa real misma, y vemos por qué aquellos siglos
místicos no tenían el concepto de lo que los hombres llaman ahora ciencia. El estudio de las
cosas por sí mismas no tenía significado para el pensador ... La labor del estudioso de la
naturaleza era descubrir la verdad eterna que Dios quería que cada cosa expresara”. Al
escapar a esta actitud, el vulgo tenía la ventaja respecto del ilustrado: sus mentes eran
menos capaces de forjar sus propias ataduras. Un interés de sentido común racional por la
naturaleza no era un producto del nuevo saber clásico del Renacimiento; debe decirse, más
bien, que unos cuantos siglos después de florecer entre los campesinos y los albañiles, se
abrió paso por otro camino hacia la corte, el estudio y la universidad. El cuaderno de notas
de Villard de Honnecourt, el valioso legado de un gran maestro albañil, tiene dibujos de un
oso, de un cisne, de una langosta, de una mosca, de una libélula, de un bogavante, de un
león, de un par de loros, todo ello del natural directamente. El libro de la naturaleza
reaparecía, como en un palimpsesto, a través del libro celestial del mundo.

Durante la Edad Media el mundo externo no había tenido poder conceptual sobre la mente.
Lo hechos naturales eran insignificantes comparados con el orden y la intención divina que
Cristo y su Iglesia habían revelado: el mundo visible era simplemente una prenda y un
símbolo de aquel mundo eterno de cuyas bienaventuranzas y condenaciones daba tan vivo
anticipo. La gente comía , bebía y se casaba, tomaba el sol y crecía solemne bajo las
estrellas; pero este estado inmediato tenía poco significado. Cualquiera que fuera el
significado que tuvieran los detalles de la vida diaria eran como accesorios y trajes de
ensayos de teatro para el drama de la peregrinación del Hombre a través de la eternidad.
Hasta dónde podía llegar la mente en la medición y la observación científica en tanto los
místicos números tres y cuatro y siete y nueve y doce llenaran cada relación con un
significado alegórico. Antes de poder estudiar las secuencias en la naturaleza, era necesario
disciplinar la imaginación y aguzar la visión: la visión mística indirecta debía convertirse
en visión directa. Los artistas desempeñaron una parte más importante en esta disciplina de
la que generalmente se les ha reconocido. Al enumerar las muchas partes de la naturaleza
que no pueden estudiarse sin la “ayuda y la intervención de las matemáticas”, Francis
Bacon incluye correctamente la perspectiva, la música, la arquitectura y la ingeniería junto
con las ciencias de la astronomía y la cosmografía.

El cambio de actitud hacia la naturaleza se manifestó en figuras solitarias mucho antes de


que se hiciera común. Los preceptos experimentales de Roger Bacon y de sus
investigaciones especiales en óptica habían sido durante mucho tiempo un conocimiento de
dominio público; en verdad; su visión científica al igual que la de su homónimo isabelino
han sido algo exageradamente valoradas; su significación reside en que representan una
tendencia general: en el siglo XIII, los discípulos de Alberto Magno estaban acuciados por
una nueva curiosidad de explorar lo que les rodeaba, mientras que Absalon de St. Víctor se
quejaba de que los estudiantes deseaban estudiar “la conformación del globo, la naturaleza
de los elementos, el lugar de las estrellas, la naturaleza de los animales, la violencia del
viento, la vida de las hierbas y de las raíces”. Dante y Petrarca, a diferencia de la mayor
parte de los hombres del medioeveo , ya no evitaban las montañas como puros obstáculos
terroríficos que aumentaban las penalidades del viaje: las buscaban, y las escalaban por la
exaltación que produce la conquista de la distancia y el logro de una contemplación a vista
de pájaro. Más tarde, Leonardo exploró las montañas de la Toscana, descubrió fósiles, hizo
correctas interpretaciones de la geología. Agrícola, impulsado por su interés por la minería,
hizo lo mismo. Los herbarios y los tratados sobre historia natural que surgieron durante los
siglos XV y XVI, aunque aún mezclaban fábulas y conjeturas con los hechos, constituían
claras etapas hacia la descripción de la naturaleza: sus admirables pinturas aún lo
atestiguan, y los libritos sobre las estaciones y la rutina de la vida diaria iban en la misma
dirección. Los grandes pintores no quedaba muy atrás. La capilla Sixtina, no menos que el
famoso cuadro de Rembrandt, eran una lección de anatomía, y Leonardo fue un digno
predecesor de Vesalio, cuya vida en parte coincidió con la de aquel. En el siglo XVI, según
Beckmann, había numerosas colecciones particulares de historia natural, y en 1659 Elías
Ashmole compró la colección Tradescant, que después regaló a Oxford.

El descubrimiento de la naturaleza en conjunto fue la parte más importante de esta era de


descubrimientos que empezó para el mundo occidental con las Cruzadas y los viajes de
Marco Polo. La naturaleza existía para ser explorada, invadida, conquistada, y, finalmente
entendida. El sueño medieval, al disolverse, reveló el mundo de la naturaleza, como una
niebla que al levantarse deja ver las rocas y los árboles y los pastores en la ladera de una
colina, cuya existencia había sido anunciada por un casual tintinear de esquilas o el mugido
de una vaca. Desgraciadamente, persistió el hábito medieval de separar el alma del hombre
de la vida del mundo material aunque se había debilitado la teología que lo apoyaba; pues
tan pronto como el procedimiento de la exploración fue claramente esbozado en la filosofía
y la mecánica del siglo XVI, el hombre mismo fue excluido del cuadro. Quizás
temporalmente se aprovechara la técnica de esta exclusión; pero a la larga, el resultado se
demostraría desafortunado. Al intentar conseguir poderío, el hombre tendió a reducirse a sí
mismo a una abstracción, o, lo que viene a ser casi igual a eliminar toda parte de sí mismo
que no sea aquella dirigida a alcanzar el poderío.

6. El obstáculo del animismo

La gran serie de perfeccionamientos técnicos que empezaron a cristalizar alrededor del


siglo XVI se apoyaba en una disociación de lo mecánico y lo inanimado. Quizá la mayor
dificultad en el camino de esta disociación fuera la persistencia de hábitos inveterados de
pensamiento anímico. A pesar del animismo, dichas disociaciones se habían realizado en
verdad en el pasado: uno de los actos más importantes de este tipo fue el invento de la
rueda. Incluso en la civilización relativamente avanzada de los asirios se ven
representaciones de grandes estatuas arrastradas sobre un trineo por el suelo.
Indudablemente la acción de la rueda procedería de la observación de que rodar un tronco
era más fácil que empujarlo: pero los árboles han existido desde un número incalculable de
años y su tala se ha efectuado durante muchos millares, con toda probabilidad, antes de que
algún inventor neolítico realizara el estupendo acto de disociación que hizo posible el carro.

Mientras se consideró cada objeto, animado o inanimado, como la morada de un espíritu,


mientras se esperó que un árbol o un barco se comportaran como una criatura viva, era
poco menos que imposible aislar en tanto que secuencia mecánica la función especial que
se trataba de realizar. Lo mismo que el artesano egipcio, cuando hizo la pata de la silla
labrada para que pareciera una pata de buey, así el deseo ingenuo de reproducir lo
orgánico, y evocar gigantes y espíritus para lograr poder, en vez de idear su equivalente
abstracto, retrasó el desarrollo de la máquina. La naturaleza a menudo ayuda en tal
abstracción: el uso de su ala por el cisne puede haber sugerido la vela, igual que el avispero
sugiriera el papel. A la inversa, el cuerpo mismo es una especie de microcosmo de la
máquina, los brazos son palancas, los pulmones son fuelles, los ojos son lentes, el corazón,
una bomba, el puño, en martillo, los nervios un sistema telegráfico conectado con una
estación central. Pero, en conjunto, los instrumentos mecánicos fueron inventados antes de
que se describieran con precisión las funciones fisiológicas. El tipo de máquina más
ineficaz es la imitación mecánica realista de un hombre o de otro animal: la técnica
recuerda a Vaucanson por su telar, más bien, que por su pato mecánico que parecía vivo y
que no sólo comía sino que hasta digería y excretaba. Los adelantos originales en la técnica
moderna se hicieron posibles únicamente cuando un sistema mecánico pudo ser aislado de
todo un sistema de relaciones. No fue solamente el primer aparato volador, como el de
Leonardo, el que intentó reproducir el movimiento de las alas de un pájaro: todavía en
1897, el aparato con forma de murciélago de Ader, que ahora está colgado en el
Conservatorio de las Artes y Oficios de París, tenía sus costillas o nervios formados como
los del cuerpo de un murciélago, y los mismos propulsores, como para agotar todas las
posibilidades zoológicas, eran de fina madera partida, lo más parecido posible a las plumas
de un ave. De manera análoga, la creencia de que el movimiento alternativo, como el de los
brazos y las piernas, era la forma “natural” de movimiento se utilizó para justificar la
concepción original de la turbina. El plano de Branca de una máquina de vapor a principios
del siglo XVII mostraba una caldera con la forma de la cabeza y el torso de un hombre. El
movimiento circular, uno de los atributos más útiles y frecuentes de una máquina
completamente perfeccionada es, cosa curiosa, uno de los movimientos menos observables
en la naturaleza: incluso las estrellas no describen una órbita circular, y excepto los
rotíferos, el hombre mismo, en algunas danzas y volteretas, es el exponente principal del
movimiento rotatorio.

El triunfo específico de la imaginación técnica residió en el ingenio para disociar el poder


elevador del brazo y crear la grúa, para disociar el trabajo de la acción de los hombres y los
animales y crear el molino hidráulico, para disociar la luz de la combustión de la madera y
crear la lámpara eléctrica. Durante miles de años el animismo fue el obstáculo en el camino
de este desarrollo, pues ocultó la faz total de la naturaleza detrás de garabatos de formas
humanas: hasta las estrellas fueron agrupadas en figuras vivas como Cástor y Pólux o el
Toro basándose en algunas relaciones de semejanza muy remotas. La vida, no contenta con
su propio terreno, invadió sin medida las piedras, los ríos, las estrellas, y todos los
elementos naturales: el ambiente externo, por ser parte tan importante del hombre era
caprichoso, dañino, un reflejo de sus propios impulsos y temores.
Como el mundo parecía, en esencia, animístico, y como aquellos poderes “externos”
amenazaban al hombre, el único método de escape que su voluntad podía seguir era o bien
la disciplina de sí mismo o la conquista de otros hombres: la vía de la religión o la vía de la
guerra. En otro lugar trataré de la contribución especial que la técnica y el ánimo de la
guerra aportaron al desarrollo de la máquina; en cuanto a la disciplina de la personalidad
era esencialmente, durante la edad media, del dominio de la Iglesia, y tuvo mejor alcance,
naturalmente, no entre los campesinos y los nobles, aún aferrados a formas de pensamiento
esencialmente paganas, con las cuales la Iglesia había llegado oportunamente a un
compromiso, sino en los monasterios y en las universidades.

El animismo, aquí fue expulsado por un sentido de la omnipotencia de su único Espíritu,


refinado, por el mismo engrandecimiento de sus deberes, hasta el punto de eliminar
cualquier semejanza con las capacidades puramente humanas o animales. Dios había
creado un mundo ordenado, y en él prevalecía su Ley. Sus actos eran quizá inescrutables;
pero no eran caprichosos: la vida religiosa ponía todo el acento en crear una actitud de
humildad ante la voluntad de Dios y el mundo que él había creado. Si la fe subyacente de la
Edad Media seguía siendo supersticiosa y animística, las doctrinas de los Escolásticos eran
de hecho anti-animísticas: el quid de la cuestión era que el mundo de Dios no era el del
hombre, y que sólo la Iglesia podía formar un puente entre el hombre y el absoluto.

El significado de esta división no se hizo aparente del todo hasta que los Escolásticos
mismos cayeran en descrédito y sus herederos, como Descartes, empezaran a aprovecharse
de la antigua brecha, describiendo sobre base puramente mecánica todo el mundo de la
naturaleza, dejando fuera sólo el campo específico de la Iglesia, el alma del hombre. En
función de la creencia de la Iglesia en un mundo ordenado independiente, ha mostrado
Whitehead en Science and the Modern World, que la labor de la ciencia pudo continuar con
tanta confianza. Los humanistas del siglo XVI pudieron ser a menudo escépticos y ateos,
burlándose de la Iglesia incluso cuando permanecían en su seno: quizá no sea casualidad
que los Leibniz, Newton, Pascal, fueran tan uniformemente devotos. El paso siguiente en el
desarrollo, dado por Descartes mismo, fue el transferir el orden de Dios a la Máquina. Así
en el siglo XVIII se convirtió a Dios en el Relojero Eterno, quien habiendo concebido,
creado y dado cuerda al reloj del universo, no tenía responsabilidad ulterior hasta que la
máquina finalmente se rompiera - o, como pensaban en el siglo XIX, se parara.

El método de la ciencia y la tecnología, en su formas desarrolladas, implica una


esterilización del ser, una eliminación, hasta donde sea posible, de la tendencia y la
preferencia humanas, incluyendo el placer humano en la propia imagen del hombre y la
creencia instintiva en la inmediata presencia de sus fantasías. ¿Qué mejor preparación
podría tener toda una cultura para realizar tal esfuerzo que la difusión del sistema
monástico y la multiplicación de un gran número de comunidades separadas, dedicadas a
vivir una humilde y abnegada vida, bajo una regla estricta? Aquí en el monasterio, se
encontraba un mundo relativamente no animista y no orgánico: las tentaciones del cuerpo
quedaban minimizadas en teoría, y, a pesar de la tensión y la irregularidad, a menudo eran
también minimizadas en la práctica, en todo caso, más a menudo que en la vida secular. El
esfuerzo para exaltar al yo individual quedaba suspenso en la rutina colectiva.
Como la máquina, el monasterio era incapaz de propia perpetuación excepto por
renovación desde fuera. Y aparte del hecho que las mujeres estaban de la misma manera en
conventos de monjas, el monasterio era, como el ejército, un mundo estrictamente
masculino. Como el ejército, también aguzaba, disciplinaba y concentraba la voluntad de
poder: una serie de líderes militares salieron de las órdenes religiosas, en tanto el jefe de la
orden que ejemplificó los ideales de la contrarreforma empezó su vida como soldado. Uno
de los primeros científicos experimentadores, Roger Bacon, fue un monje; también lo fue
Michal Stuifel, quien en 1544 amplió el uso de los símbolos en las ecuaciones algebraicas;
los monjes ocuparon un puesto elevado en la lista de la mecánica y de los inventores. La
rutina espiritual del monasterio, si no favoreció positivamente a la máquina, al menos anuló
muchas de las influencias que la combatían. Y a diferencia de la disciplina similar de los
budistas, la de los monjes occidentales dio origen a tipos más fecundos y complejos de
máquinas que las ruedas para rezar.

En otra forma también las instituciones de la Iglesia prepararon el camino para la máquina:
en su menosprecio por el cuerpo, pues el respeto por el cuerpo y sus órganos es profundo en
todas las culturas clásicas del pasado. A veces, al ser proyectado imagina-tivamente el
cuerpo puede ser desplazado simbólicamente por las partes o los órganos de otro animal,
como en el Horus egipcio. Pero la sustitución se hace para intensificar algunas cualidades
orgánicas, el poder del músculo, del ojo, de los genitales. Los falos que se llevaban en
procesión eran mayores y más poderosos, en la representación, que los verdaderos órganos
humanos: así, también, las imágenes de los dioses podían alcanzar dimensiones heroicas,
para acentuar su vitalidad. Todo el ritual de la vida en las antiguas culturas tendía a recalcar
el respeto por el cuerpo y espaciarse en sus bellezas y deleites: incluso los monjes que
pintaron las cuevas de Ajanta, en la India, se encontraban bajo su hechizo. La entro-
nización de la forma humana en la escultura, y la atención por el cuerpo en la palestra de
los griegos o en los baños de los romanos, reforzó el sentimiento interno por lo orgánico.
La leyenda acerca de Procusto tipifica el horror y el resentimiento que los pueblos clásicos
sentían contra la mutilación del cuerpo. Se hacen camas para adaptarlas a los seres
humanos, no se cortan piernas o cabezas para que quepan en las camas.

Este sentido afirmativo del cuerpo jamás desapareció seguramente, ni durante los más
fuertes triunfos de la cristiandad: cada nueva pareja de amantes lo recobra a través del
placer físico mutuo. De forma análoga, el predominio de la glotonería como pecado durante
la Edad Media fue un testimonio de la importancia del vientre. Pero las enseñanzas de la
Iglesia iban dirigidas contra el cuerpo y su cultivo: si por un lado era el Templo del Espíriu
Santo, también era vil y pecador por naturaleza: la carne tendía a la corrupción y para
lograr los laudables fines de la vida se la debe mortificar y dominar, reduciendo sus apetitos
por el ayuno y la abstención: esta era la letra de la enseñanza de la Iglesia y si bien no
puede suponerse que la masa de la humanidad se atuviera a la letra, el sentimiento contra la
exposición del cuerpo, su uso, su celebración, ahí estaban. Mientras los baños públicos eran
comunes en la Edad Media, contrariamente a la complacida superstición que se desarrolló
después de que el renacimiento los abandonara, los verdaderamente santos desdeñaban
bañar el cuerpo, se martirizaban la piel con cilicios, se azotaban, volvían sus ojos con
interés caritativo hacia los llagados y los leprosos y los deformes. Al odiar el cuerpo, las
mentes ortodoxas de aquellas edades estaban preparadas para violentarlo. En lugar de
resentirse contra las máquinas que podían simular esta o aquella acción del cuerpo, podían
darles la bienvenida. Las formas de la máquina no eran más feas o repulsivas que los
cuerpos de los hombres y mujeres lisiados y tullidos, o, si eran repulsivos y feos, eso
mismo les impedía ser una tentación para la carne. El escritor de la Crónica de Nuremberg ,
en 1398, podía decir que “los artefactos con ruedas que realizan extrañas tareas y
exhibiciones y disparates proceden directamente del demonio, pero a pesar de sí misma, la
Iglesia estaba creando discípulos del demonio.
El hecho, es, en todo caso, que la máquina entró más lentamente en la agricultura, con sus
funciones de mantener y conservar la vida, mientras que progresó con fuerza precisamente
en aquellas partes del ambiente en donde por costumbre se trataba el cuerpo más
odiosamente: es decir, en el monasterio, en la mina, en el campo de batalla.

7. La ruta a través de la magia

Entre la fantasía y el conocimiento exacto, entre el drama y la tecnología, existe un estación


intermedia: la de la magia. En la magia se instituyó decisivamente la conquista general del
medio externo. Sin el orden que aportó la Iglesia la campaña hubiera posiblemente sido
impensable; pero sin la salvaje, emprendedora lucha de los magos no se habrían tomado las
primeras posiciones. Pues los magos no sólo creían en las maravillas, sino que audazmente
ambicionaron obrarlas: por su esfuerzo hacia lo excepcional, los filósofos naturales que los
siguieron fueron los primeros en vislumbrar la posibilidad de establecer regularidades en la
naturaleza.

El sueño de conquistar la naturaleza es uno de los más antiguos que ha fluido y refluido en
la mente del hombre. Cada gran época de la historia humana en que esta voluntad ha
encontrado una salida positiva marca una elevación en la cultura y una contribución
permanente a la seguridad y al bienestar del hombre. Prometeo, genio del fuego, figura al
origen de la conquista del hombre: pues el fuego no hace simplemente posible la mejor
digestión de los alimentos, sino que sus llamas mantuvieron alejados los animales de presa,
y alrededor de su calor, durante las estaciones más frías del año, se hizo posible una vida
social, más allá del amontonamiento y de la vaciedad del sueño invernal. Los lentos
adelantos en la confección de herramientas y armas que marcaron los primeros períodos de
la piedra fueron una conquista pedrestre del ambiente: ganancia por pulgadas. En el período
neolítico se llegó a la primera gran escalada, con la domesticación de plantas y animales, la
realización de observaciones astronómicas ordenadas y efectivas, y la difusión de una
civilización de grandes piedras relativamente pacífica, en muchas tierras dispersas por el
planeta. El uso del fuego, la agricultura, la alfarería, la astronomía, fueron maravillosos
saltos: dominaciones más bien que adaptaciones. Durante miles de años los hombres han
debido soñar, en vano, con nuevos atajos y controles.

Fuera del gran y quizá corto período de invención del neolítico los adelantos, hasta el siglo
X de nuestra era, habían sido proporcionalmente pequeños excepto en el uso de los metales.
Pero la esperanza de una conquista mayor, de algún cambio fundamental de la relación del
hombre dependiente de un mundo externo indiferente y sin piedad siguió rondando sus
sueños y hasta sus plegarias: los mitos y los cuentos de hadas constituyen un testimonio de
su deseo de plenitud y poder, la libertad de movimiento y dimensión de los días.
Mirando a las aves, los hombres soñaron con el vuelo: quizá una de las envidias y de los
deseos más universales del hombre; Dédalo entre los griegos, Ayar Katsi, el hombre
volador, entre los indios peruanos, sin hablar de Rah y Neith, Astarté o Psique, o los
ángeles de la cristiandad. En el siglo XIII, este sueño volvió a aparecer proféticamente en la
mente de Roger Bacon. La alfombra volante de las Mil y Una Noches, las botas de siete
leguas, el anillo mágico, eran pruebas todas del deseo de volar, de viajar rápidamente, de
disminuir el espacio, de anular el obstáculo de la distancia. A esto acompañaba un deseo
constante de liberar el cuerpo de sus enfermedades, de su temprano envejecer, que deseca
su potencia, y de las dolencias que amenazan la vida hasta en lo más recio del vigor y de la
juventud. Los dioses pueden definirse como seres de algo más que la estatura humana y que
disponen de aquellos poderes de desafiar el espacio y el tiempo y el ciclo del crecimiento y
de la decadencia: incluso en la leyenda cristiana la capacidad de hacer andar al paralítico y
ver al ciego es una de las pruebas de divinidad. Imhotep y Esculapio, por habilidad en las
artes de la medicina, fueron elevados a la categoría de dioses por los egpcios y los griegos.
Oprimido por la necesidad y por el hambre, el sueño del cuerno de la abundancia y el
paraíso terrenal siguen obsesionando al hombre.

En el Norte fue donde esos mitos de extensos poderes cobraron una firmeza acentuada,
quizá, a causa de los positivos logros de los mineros y los herreros: recuérdese a Thor,
dueño del trueno, cuyo martillo mágico lo hacía tan poderoso. Recuérdese a Loki, el astuto
y malicioso dios del fuego. Recuérdese a los gnomos que crearon la armadura y las mágicas
armas del Sigfrido; Ilmarinen de los fineses, que fabricó un águila de acero, y Wieland, el
fabuloso forjador germano, que confeccionó vestidos de plumas para volar. Detrás de todas
estas fábulas, esos deseos y utopías colectivos, reside la ambición de dominar la naturaleza
bruta de las cosas.

Pero los mismos sueños que exponían aquellos deseos eran una revelación de la dificultad
de alcanzarlos. El sueño enseña la dirección a la actividad humana y a la vez expresa el
impulso interno del organismo y hace aparecer las metas apropiadas. Pero cuando el sueño
va mucho más allá de los hechos, tiende a “corto-circuitar” la acción: el placer subjetivo de
anticipación sirve de sustitutivo para el pensamiento, el artificio y la acción que pudiera
darle una base firme en la realidad. El deseo separado, desconectado de las condiciones de
su cumplimiento o de sus medios de expresión, no conduce a ningún lado: todo lo más
contribuye a un equilibrio interno. Al ver el papel jugado por la magia en los siglos XVI y
XVII uno se da cuenta de lo difícil que era la disciplina necesaria antes de que la invención
mecánica fuese posible.

La magia, como la fantasía pura, era un atajo hacia el conocimiento y el poder. Pero hasta
en la forma más primitiva de hechicería, la magia supone un drama y una acción: si uno
desea matar a su propio enemigo con la magia, debe uno por lo menos moldear una figura
de cera y clavarle unos alfileres; y de igual manera, si la necesidad de oro en el primitivo
capitalismo provocó una gran búsqueda de medios de transmutar los metales de baja ley en
metales nobles, se vio acompañada por desmañados y frenéticos intentos de manipular el
ambiente externo. Con la magia el experimentador reconoció que se debía disponer de un
cierto material antes de poderlo transformar en otro más valioso. Lo cual constituía un gran
adelanto hacia lo positivo. “Las operaciones -como bien dice Lynn Thorndike de la magia-
se suponía que eran eficaces aquí, en el mundo de la realidad externa”: la magia presuponía
una demostración pública más bien que una satisfacción simplemente particular.
Nadie puede señalar cuando la magia se convirtió en ciencia, cuándo el empirismo se hizo
experimentación, cuándo la alquimia se convirtió en química y la astrología en astronomía,
dicho brevemente, cuándo y dónde la necesidad de resultados y de satisfacciones humanos
inmediatos acabaron de dejar su confusa huella. La magia estaba marcada sobre todo quizá
por dos propiedades no científicas: por los secretos y las manifestaciones, y por una cierta
impaciencia por conseguir “resultados”. Según Agrícola los transmutacionistas del siglo
XVI no vacilaban en ocultar oro en una bolita de mineral, para que su experimento tuviera
éxito: parecidas argucias, como una llave de reloj escondida para dar cuerda, se utilizaban
en muchas máquinas de movimiento perpetuo. En todas partes la escoria del fraude y del
charlatanismo se mezclaban con algún que otro grano de conocimiento científico que la
magia utilizaba o producía.

Pero los instrumentos de investigación se desarrollaron antes de que se encontrara un


método para realizarla; y si el oro no salió del plomo en los experimentos de los
alquimistas, no se les debe reprochar por su ineptitud sino felicitarles por su audacia: su
imaginación olfateó la presa en una cueva en la que no podían penetrar, pero sus ladridos y
su mostrar la caza finalmente trajeron a los cazadores al paraje. Algo más importante que el
oro quedó de las investigaciones de los alquimistas: la retorta, el horno y el alambique; el
hábito de manipular mediante trituración, molienda, fuego, destilación, disolución: valiosos
aparatos para verdaderos experimentos, valiosos métodos para ciencia verdadera. La fuente
de autoridad para los magos dejó de ser Aristóteles y los Padres de la Iglesia. Confiaron en
lo que sus manos podían hacer y sus ojos podían ver, con ayuda del mortero, del almirez y
del horno. La magia residía más en la demostración que en la dialéctica: más que cualquier
otra cosa, quizá, excepto la pintura, liberó al pensamiento europeo de la tiranía del texto
escrito.

En resumen, la magia dirigió la mente de los hombres hacia el mundo externo: sugirió la
necesidad de manipularlo. Ayudó a crear los instrumentos para conseguirlo, y afinó la
observación en cuanto a sus resultados. No se encontró la piedra filosofal, pero surgió la
ciencia de la química, para enriquecernos mucho más allá de los sueños de buscadores de
oro. El herborizador en su ardiente busca de plantas medicinales y de panaceas mostró el
camino para las intensivas exploraciones del botánico y del médico. A pesar de nuestros
alardes de correctas drogas de alquitrán de hulla, no se debe olvidar que uno de los
específicos auténticos en medicina, la quinina, proviene de la corteza de la quina, y que el
aceite del chaulmugra, usado con éxito en el tratamiento de la lepra, procede también de un
árbol exótico. Lo mismo que el juego de los niños anticipa cruelmente la vida adulta, así la
magia anticipó la ciencia y la tecnología modernas. Lo que fue fantástico, fue sobre todo la
falta de dirección: la dificultad no residía en el uso del instrumento, sino en encontrar un
terreno en el que pudiera aplicarse y hallar el sistema correcto para aplicarlo. Mucha de la
ciencia del siglo XVII, aunque ya no viciada de charlatanismo, fue lo mismo de fantástica.
Necesitó siglos de esfuerzo sistemático para desarrollar la técnica que nos ha dado el
salvarsán de Ehrlich o el 207 de Bayer. Pero la magia fue el puente que unió la fantasía con
la tecnología: el sueño de poder fue el motor de la realización. La confianza subjetiva de los
magos, tratando de hinchar sus egos privados con riqueza sin límites y energías misteriosas,
superó hasta sus fracasos prácticos; sus ardorosas esperanzas, sus sueños insensatos, sus
homúnculos desarticulados siguieron resplandeciendo en las cenizas: el haber soñado tan
desenfrenadamente iba a hacer a la técnica que siguió menos increíble y por tanto menos
imposible.

8. Control Social

Si el pensamiento mecánico y el experimento ingenioso produjeron la máquina, el control


estricto le dio un suelo donde crecer: el proceso social trabajó de la mano con la nueva
ideología y la nueva técnica: Mucho antes de que los pueblos del mundo occidental se
volvieron hacia la máquina, el mecanismo como elemento en la vida social había aparecido
ya. Antes de que los inventores crearan ingenios que ocuparan el lugar de los hombres, los
líderes de éstos habían ejercitado y sometido a control multitudes de seres humanos: habían
descubierto cómo reducir los hombres a máquinas. Los esclavos y los campesinos que
arrastraban la piedras para las pirámides, tirando al ritmo del restallido del látigo, los
esclavos que remaban en las galeras romanas, encadenado cada hombre a su asiento e
incapaz de realizar más movimiento que el mecánico limitado, el orden y la marcha y el
sistema de ataque de la falange macedónica: todos ellos fueron fenómenos de máquina.
Cualquier cosa que limite las acciones y los movimientos de los seres humanos a sus
elementos puramente mecánicos pertenece a la fisiología, sino a la mecánica, de la edad de
la máquina.
A partir del siglo XV, el invento y el control estricto obraron recíprocamente. El
incremento del número y tipos de máquinas, molinos, cañones, relojes, autómatas que
parecían vivos deben haber sugerido a los hombres atributos mecánicos y extendido las
analogías del mecanismo a hechos orgánicos más sutiles y complejos; en el siglo XVII
estas preocupaciones irrumpieron en la filosofía. Descartes, al analizar la fisiología del
cuerpo humano, observa que su funcionamiento, aparte de la guía de la voluntad, no “es en
absoluto ajeno a quienes están familiarizados con la variedad de movimientos realizados
por los diferentes autómatas, o máquinas móviles fabricadas por la industria humana, y con
la ayuda de sólo unas pocas piezas, comparadas con la gran multitud de huesos, nervios,
arterias, venas y otras partes que se encuentran en el cuerpo de todo animal. Dichas
personas consideran este cuerpo como una máquina hecha por la mano de Dios”. Pero el
proceso opuesto era también cierto: la mecanización de los hábitos humanos preparaban el
camino para las imitaciones mecánicas.

En la medida en que el miedo y la desorganización predominaron en la sociedad, los


hombres aspiraron hacia un absoluto: si éste no existe, lo proyectan. La regimentación dio a
los hombres de aquel período una finalidad que no podían descubrir en ninguna otra parte.
Si uno de los fenómenos de derrumbamiento del orden medieval fue la turbulencia que
hizo de los hombres filibusteros, descubridores, precursores, rompiendo con la insulsez de
las viejas formas y con el rigor de las disciplinas autoimpuestas, los demás fenómenos,
relacionados con ellas, pero llevando obligatoriamente a la sociedad hacia un molde
regimentado, fueron la rutina metódica del instructor y del tenedor de libros, del soldado y
del burócrata. Estos maestros de la regimentación alcanzaron una ascendencia total en el
siglo XVII. La nueva burguesía en la oficina y en la tienda, redujo la vida a una rutina
cuidadosa e ininterrumpida. Tanto por lo que se refiere al negocio como a las comidas y al
placer; todo era medido cuidadosamente, era tan metódico como el contacto sexual del
padre de Tristam Shandy, que coincidía, simbólicamente, con el dar cuerda mensual al
reloj. Pagos crono-metrados, contratos cronometrados, trabajo cronometrado, comidas
cronometradas: a partir de este período nada estaba completamente libre del calendario o
del reloj. El desperdicio del tiempo se convirtió para los predicadores religiosos
protestantes, como Richard Baxter, en uno de los más horribles pecados. El perder el
tiempo en simples cuestiones de sociedad o hasta en el sueño, era cosa reprensible.

El hombre ideal del orden nuevo era Robinson Crusoe. No es de extrañar que adoctrinara a
los niños con sus virtudes durante dos siglos como modelo por un número de sabios
discursos sobre el hombre económico. Robinson Crusoe fue un cuento de lo más
representativo no sólo porque era la obra de uno de la nueva generación de escritores y de
periodistas profesionales, sino también porque combinaban en el mismo escenario el
elemento de la catástrofe y de la aventura con la necesidad de la invención. En el nuevo
sistema económico cada hombre se preocupaba de sí mismo. Las virtudes dominantes eran
la economía, la previsión, la experta adaptación de los medios. La invención tomó el lugar
de la representación de la imagen y del ritual; la experiencia tomó el lugar de la
contemplación: la demostración, el lugar de la lógica deductiva y de la autoridad. Incluso
sólo en una isla desierta, las virtudes de la sobria clase media le llevarían a uno a...

El protestantismo reforzó estas lecciones de la sobriedad de la clase media y le dieron la


aprobación de Dios. Es cierto: los principales recursos de la finanza fueron un producto de
la Europa católica, y el protestantismo ha gozado una inmerecida alabanza como fuerza
liberadora de la rutina medieval y una censura no merecida como fuente original y
justificación espiritual del capitalismo moderno. Pero el servicio particular del protes-
tantismo fue unir las finanzas a la vida religiosa y convertir el ascetismo apoyado por la
religión en una empresa para la concentración en bienes terrenos y progreso del mundo. El
protestantismo descansó firmemente en las abstracciones de la imprenta y el dinero. La
religión debía hallarse no sólo en el compañerismo de los espíritus religiosos,
históricamente conectados con la Iglesia y comunicando con Dios a través de un rito
elaborado, sino también en el mundo mismo: la palabra sin su fondo comunal. En último
análisis, el individuo debe responder por sí mismo en el cielo, como lo hizo en la lonja. La
expresión de creencias colectivas a través de las artes fue una trampa: por ello los
protestantes arrancaron las imágenes de sus catedrales y dejaron desnudas las piedras de la
construcción: desconfiaban de todas las pinturas, excepto quizá del retrato, que reproducía
con la exactitud de un espejo, y consideró el teatro y la danza como una lujuria demoníaca.
La vida, con toda su variedad voluptuosa y cálido deleite fue arrancada del mundo del
pensamiento protestante: lo orgánico desapareció. El tiempo era real: ¡no lo pierda!. El
trabajo era real : ¡ejérzalo!. El dinero era real: ¡ahórrelo!. El espacio era real ¡conquístelo!
La materia era real: ¡mídala!. Estas eran las realidades y los imperativos de la filosofía de la
clase media. Aparte el esquema superviviente de la divina salvación todos sus impulsos se
encontraban ya bajo la regla del peso y la medida y la cantidad: el día y la vida estaban
completamente regimentados. En el siglo XVIII Benjamín Franklin, quien quizá había sido
anticipado por los jesuitas, encabezó el proceso inventando un sistema moral de teneduría
de libros.

¿Cómo ocurrió que el impulso del poder quedara aislado e intensificado hacia el final de la
Edad Media?

Cada elemento en la vida forma parte de una red cultural: una parte compromete, restringe,
ayuda a expresar a la otra. Durante este período se rompió la red, y un fragmento escapó y
se lanzó a una carrera separada, la voluntad de dominar el medio. Dominar, no cultivar:
alcanzar el poder, no conseguir la forma. Uno no puede, claramente, abarcar una serie
compleja de acontecimientos con unos elementos tan simples. Otro factor en el cambio
puede haber sido debido a un sentimiento de inferioridad intensificado; quizá esto surgió
debido a la humillante disparidad entre las pretensiones ideales del hombre y sus
verdaderas realizaciones, entre la caridad y la paz predicadas por la Iglesia y sus eternas
guerras, enemistades y aversiones; entre la vida limpia predicada por los santos y la
lujuriosa vivida por los papas del Renacimiento; entre la creencia en el cielo y el repulsivo
desorden y desastre de su existencia real. Fallando la redención por la gracia, la
armonización de los deseos, las virtudes cristianas, el pueblo buscó, quizá, cancelar su
sentido de inferioridad y superar su frustración buscando el poder.

En todo caso, la antigua síntesis se había destruido en el pensamiento y la acción social. En


gran medida, se había destruido porque era inadecuada: un concepto de la vida humana y de
su destino, quizá fundamentalmente neurótico y cerrado, el cual originalmente había nacido
de la miseria y del terror que habían concurrido a la vez a la brutalidad de la Roma
imperialista y de su final putrefacción y ruina. Tan lejanas estaban las actitudes y conceptos
de la cristiandad de los hechos del mundo natural y de la vida humana, que una vez abierto
el mundo mismo por la navegación y la exploración, por la nueva cosmología, por nuevos
métodos de observación y de experiencia, ya no había regreso a la cáscara rota del orden
antiguo. La ruptura entre el sistema celestial y el terrenal se había hecho demasiado grave
para ser pasada por alto y demasiado ancha para ser llenada: la vida humana tenía un
destino fuera de aquella cáscara. La ciencia más tosca estaba más próxima a la verdad de la
época que el escolasticismo más refinado: la máquina de vapor peor ingeniada o la hiladora
más antigua eran más eficientes que la mejor reglamentación gremial, y la fábrica o el
puente de hierro más defectuosos eran más prometedores para la arquitectura que las
construcciones más magistrales de Wren y Adam. El primer metro de tela tejido por una
máquina, la primera fundición de hierro puro tenían en potencia más interés estético que las
joyas cinceladas por Cellini o el lienzo pintado por un Reynolds. En pocas palabras: una
máquina viva era mejor que un organismo muerto, y el organismo de la cultura medieval
estaba muerto.

A partir del siglo XV hasta el XVII los hombres vivieron en un mundo vacío: un mundo
que se estaba quedando cada día más vacío. Decían sus oraciones, repetían sus fórmulas:
trataron incluso de recobrar la santidad que habían perdido resucitando supersticiones que
abandonaron hacía largo tiempo: de aquí la furia y el fanatismo sin sentido de la
contrarreforma, su quema de herejes, su persecución de brujas, precisamente en medio de la
creciente “ilustración”. Ellos mismos se volvieron atrás al sueño medieval con una nueva
intensidad de sentimiento, si no con convicción. Esculpieron y pintaron y escribieron:
¿Quién en verdad labró jamás tan poderosamente la piedra como Miguel Angel, quién
escribió con éxtasis y vigor más espectaculares que Shakespeare? Pero debajo de la
superficie ocupada por esas obras de arte y de pensamiento había un mundo muerto, un
mundo vacío, un hueco que ninguna cantidad de energía y bravura podrían rellenar. Las
artes se lanzaron al aire como un centenar de vibrantes fuentes, pues precisamente en el
momento de disolución cultural y social es cuando la mente trabaja con una libertad e
intensidad que no es posible cuando la estructura social es estable y la vida en conjunto es
más satisfactoria: pero el ídolo mismo se había quedado vacío.

Los hombres ya no creían, sin reservas en la práctica, en los cielos ni en el infierno ni en la


comunión de los santos: menos aún creían en los agradables dioses y diosas, sílfides y
musas con los que acostumbraban adornar, con gestos elegantes pero sin sentido, sus
pensamientos y embellecer su ambiente: estas figuras sobrenaturales aunque humanas en su
origen y en consonancia con ciertas necesidades humanas inmutables, se habían convertido
en fantasmas. Obsérvese el niño Jesús de los retablos del siglo XIII: el niño se encuentra en
un altar, aparte; la Virgen está traspasada y beatificada por la presencia del Espíritu Santo:
el mito es real. Obsérvense las sagradas familias de la pintura de los siglos XVI y XVII:
jóvenes elegantes están mimando a sus niños bien alimentados: el mito ha muerto. Primero
sólo se dejaron los suntuosos vestidos; finalmente una muñeca ocupó el lugar del niño
viviente: una muñeca mecánica. La mecánica se convirtió en la nueva religión, y dio al
mundo un nuevo mesías: la máquina.

9. El universo mecánico.

Los fines de la vida práctica encontraban su justificación y su marco apropiado de ideas en


la filosofía natural del siglo XVII: esta filosofía ha seguido siendo la creencia de trabajo de
la técnica, aun cuando su ideología haya sido discutida, modificada, aplicada, y en parte
minada por la ulterior prosecución de la misma ciencia. Una serie de pensadores, Bacon,
Descartes, Galileo, Newton y Pascal delimitaron el dominio de la ciencia, elaboraron su
técnica especial de investigación y demostraron su eficacia.

A principios del siglo XVII hubo sólo esfuerzos dispersos de pensamiento, algunos
escolásticos, otros aristotélicos, otros matemáticos y científicos, como los de las
observaciones astronómicas de Copérnico, Tycho Brahe y Képler. La máquina había
desempeñado solamente una parte incidental en estos adelantos intelectuales. Al fin, a pesar
de la relativa esterilidad de la invención misma durante este siglo, allí había una filosofía
completamente articulada del universo, siguiendo líneas puramente mecánicas, que sirvió
de punto de partida para todas las ciencias físicas y para posteriores perfeccionamientos
técnicos: el Weltbild 1 mecánico había aparecido. La mecánica estableció el modelo de la
investigación afortunada y de la aplicación sagaz. Hasta aquel momento las ciencias
biológicas habían corrido parejas con las ciencias físicas. Posteriormente, durante por lo
menos un siglo y medio, hicieron un papel secundario; y sólo fue después de 1860 cuando
los hechos biológicos se reconocieron como base importante de la técnica.

¿Con qué medios se compuso este cuadro mecánico? ¿Y cómo llegó a proporcionar tan
excelente suelo para la propagación de inventos y la difusión de las máquinas?

El método de las ciencias físicas residía fundamentalmente en unos pocos principios


sencillos. Primero: la eliminación de las cualidades, y la reducción de lo complejo a lo
simple atendiendo sólo a aquellos aspectos de los hechos que pudieran pesarse, medirse o
contarse, y a la especie particular de secuencia de espacio -tiempo que pudiera controlarse y
repetirse- o, como en astronomía, cuya repetición pudiera predecirse. Segundo:
concentración en el mundo externo, y eliminación o neutralización del observador respecto
de los datos con los cuales trabaja. Tercero: aislamiento, limitación del campo,
especialización del interés y subdivisión del trabajo. En resumen, lo que las ciencias físicas
llaman el mundo no es el objeto total de la común experiencia humana: es sólo aquellos
aspectos de esta experiencia que se prestan a sí mismos a una observación precisa de los
hechos y a afirmaciones generalizadas. Se puede definir un sistema mecánico como aquel
en que una muestra al azar del conjunto puede servir en lugar del conjunto: un gramo de
agua pura en el laboratorio se supone que tiene las mismas propiedades que un centenar de
metros cúbicos de agua igualmente pura en la cisterna y se supone que lo que rodea al
objeto no afecta a su comportamiento. Nuestros conceptos modernos de espacio y tiempo
parecen hacer dudoso que exista realmente algún sistema mecánico puro, pero la
predisposición original de la filosofía natural fue descartar complejos orgánicos y buscar
elementos aislados que puedieran ser descritos, con fines prácticos, como si representaran
completamente el “mundo físico” del que fueron extraídos.

Esta eliminación de lo orgánico tuvo la justificación no sólo del interés práctico sino de la
historia misma. Mientras Sócrates había vuelto la espalda a los filósofos jonios porque le
preocupaba más saber acerca de los dilemas del hombre que aprender cosas sobre los
árboles, los ríos y las estrellas, todo lo que podía llamarse conocimiento positivo, que había
sobrevivido al esplendor y a la decadencia de las sociedades humanas, eran precisamente
verdades no vitales como el teorema de Pitágoras. En contraste con los ciclos de gusto,
doctrina o moda había habido un continuo incremento del conocimiento matemático y
físico. En este desarrollo, el estudio de la astronomía había sido una gran ayuda: las
estrellas no podían ser halagadas o corrompidas: sus cursos eran visibles a simple vista y
podían ser seguidas por cualquier observador paciente.

Compárase el complejo fenómeno de un buey que se mueve por una carretera sinuosa y
desigual con los movimientos de un planeta: es más fácil trazar una órbita entera que hacer
el diagrama del variable ritmo de velocidad y de los cambios de posición que se producen
en el objeto más cercano y más familiar. El fijar la atención en un sistema mecánico fue el
primer paso hacia la creación de un sistema: una victoria importante para el pensamiento
racional. Al centrar el esfuerzo en lo no histórico y lo no orgánico, las ciencias físicas
clarificaron todo el procedimiento de análisis. Pues el terreno al que limitaron su acción era
uno en el cual el método podía llevarse adelante sin ser demasiado palpablemente
inadecuado o sin encontrar demasiadas dificultades especiales. Pero el verdadero mundo
físico no era, aún bastante sencillo respecto del método científico en sus primeras fases de
desarrollo. Era necesario reducirlo a elementos tales que pudieran ser ordenados en
términos de espacio, tiempo, masa, movimiento y cantidad. La cantidad de eliminación y de
selección que acompañó esto fue excelentemente descrita por Galileo, quien dio al proceso
un ímpetu tan fuerte. Se le debe citar íntegramente:

“Tan pronto como concibo una sustancia corpórea o material, siento simultáneamente la
necesidad de concebir que tiene límites de una u otra forma; que con relación a otras es
grande o pequeña; que se encuentra en este o aquel sitio, en este o en aquel tiempo; que está
en movimiento o en reposo; que toca o no otro cuerpo; que es única y rara, o común; no
puedo, por medio de ningún acto de la imaginación, separarla de aquellas cualidades. Pero
no me encuentro absolutamente constreñido a aprehenderlo como acompañada
necesariamente por condiciones tales como que debe ser blanca o roja, amarga o dulce,
sonora o silenciosa, oliendo dulce o desagradablemente; y si los sentidos no hubieran
apuntado dichas cualidades el lenguaje y la imaginación solos jamás hubieran llegado a
ellas. Por consiguiente pienso que esos sabores, olores, colores, etc., respecto del objeto en
el que parecen residir, no son nada más que simples nombres. Sólo existen en el cuerpo
sensible, pues cuando la criatura viva se aleja todas esas cualidades son eliminadas y
anuladas, aunque les hayamos puesto nombres particulares y de buena gana nos dejaríamos
convencer de que verdaderamente y de hecho existen. No creo que exista nada en los
cuerpos externos que excite los sabores, los olores y los sonidos, etc., excepto tamaño,
forma, cantidad y movimiento.”

Con otras palabras, la ciencia física se limitó a las cualidades llamadas primarias: las
secundarias se desprecian como subjetivas. Pero una cualidad primaria no es más
fundamental o elemental que una secundaria y un cuerpo sensible no es menos real que uno
insensible. Biológicamente hablando, el olor era sumamente importante para la
supervivencia: mucho más, quizá, que la habilidad para discernir la distancia o el peso:
pues es el medio principal para determinar si un alimento está en condiciones de ser
comido, y el placer de los olores no sólo refina el proceso de la comida sino que
proporciona una asociación especial a los símbolos visibles del interés erótico, finalmente
sublimados en perfume. Las cualidades primarias solamente podían llamarse así en
términos de análisis matemático, porque tenían, como punto máximo de referencia, un
medio de medida independiente para el tiempo y el espacio, un reloj, una regla, una
balanza.

El valor de centrarse en las cualidades primarias era que neutralizaba en la experiencia y el


análisis las reacciones sensorias y emocionales del observador: aparte del proceso del
pensamiento, se convertía en un instrumento de registro. De esta manera, la técnica
científica se hizo común, impersonal, objetiva, dentro de su campo limitado, el “mundo
material” puramente convencional. Esta técnica dio por resultado una valiosa moralización
del pensamiento: los criterios, primeramente elaborados en dominios extraños a los fines e
inmediatos intereses personales del hombre, eran asimismo aplicables a los aspectos más
complejos de la realidad que se encontraban más cerca de sus esperanzas, amores y
ambiciones. Pero el primer efecto de este adelanto en claridad y sobriedad de pensamiento
fue el desvalorizar cada esfera de la experiencia excepto aquella que se entregó a la
investigación matemática. Cuando se fundó en Inglaterra la Royal Society, las humanidades
fueron excluidas intencionadamente.

En General, la práctica de las ciencias físicas significaba una intensificación de los


sentidos: jamás había sido el ojo hasta entonces tan agudo, el oído tan alerta, la mano tan
precisa. Hooke, que había visto cómo los lentes mejoraban la visión, no dudaba que
“puedan encontrarse inventos mecánicos para mejorar nuestros demás sentidos, del oído,
del olfato, del gusto y del tacto”. Pero con este progreso en precisión, llegó una
deformación de la experiencia en conjunto. Los instrumentos de la ciencia eran inútiles en
el reino de las cualidades. Lo cualitativo se redujo a lo subjetivo: lo subjetivo fue desechado
como irreal, y lo no visto y no medible como inexistente. La intuición y el sentimiento no
afectaban al proceso mecánico ni a las explicaciones mecánicas. Mucho pudo ser realzado
por la nueva ciencia y la nueva técnica porque mucho de lo que estaba asociado con la vida
y el trabajo en el pasado -arte, poesía, ritmo orgánico, fantasía- fue eliminado
intencionadamente. Al crecer en importancia el mundo exterior de la percepción, el mundo
interno del sentimiento se hizo cada vez más impotente.

La división del trabajo y la especialización en partes simples de una operación, que había
empezado ya a caracterizar la vida económica del siglo XVII, prevalecieron en el mundo
del pensamiento: eran expresiones del mismo deseo de precisión mecánica y de resultados
rápidos. El campo de investigación fue progresivamente dividido, y pequeñas partes del
mismo fueron objeto de intenso examen: en pequeñas cantidades, por así decirlo, la verdad
podría ser perfecta. Esta restricción era un gran artificio práctico. El conocer la naturaleza
completa de un objeto no le hace a uno necesariamente apto para trabajar con él; pues un
conocimiento completo exige una plenitud de tiempo; además tiende finalmente a una
especie de identificación que carece de la fría reserva que le capacita a uno para manejarlo
y manipularlo para fines externos. Si uno desea comer un pollo, mejor será considerarlo
como alimento desde el principio, sin concederle demasiada atención amistosa, o humana
simpatía o incluso apreciación estética. Si se trata la vida del pollo como un fin, puede uno
llegar con brahmánica escrupulosidad a conservar los piojos en sus plumas tanto como el
ave. La selectividad es una operación adoptada necesariamente por el organismo para no
verse abrumado por sensaciones y comprensiones que no vienen al caso. La ciencia
concedió a esta selectividad inevitable un nuevo fundamento: distinguió la serie de
relaciones más utilizable, masa, peso, número, movimiento.

Por desgracia, el aislamiento y la abstracción, si bien son importantes en una investigación


ordenada y en una representación simbólica refinada, son igualmente condiciones en las
que mueren los organismos reales, o por lo menos dejan de funcionar efectivamente. La
exclusión de la experiencia en su conjunto original, además de suprimir las imágenes y
rebajar los aspectos no instrumentales del pensamiento, tuvo otro resultado grave:
positivamente, era una creencia en lo muerto; pues los procesos vitales escapan a menudo a
la atenta observación en tanto el organismo está vivo. En resumen, la precisión y la
simplicidad de la ciencia, aunque eran responsables de sus colosales logros prácticos, no
eran una manera de enfocar la realidad objetiva sino de apartarse de ella. En su deseo de
conseguir resultados exactos las ciencias físicas desdeñaron la verdadera objetividad.
Individualmente, un lado de la personalidad fue paralizado; colectivamente, se ignoró un
lado de la experiencia. Sustituir la historia por el tiempo mecánico o de dos direcciones, el
cuerpo vivo por el cadáver disecado, los hombres en grupo por unidades desmanteladas
llamadas “individuos”, o en general, el conjunto inaccesible, complicado y orgánico por lo
mecánicamente mensurable y reproducible, es lograr una maestría práctica limitada a
expensas de la verdad y de la mayor eficiencia que depende de esta verdad.

Confinando sus operaciones a aquellos aspectos de la realidad que tenían, por decirlo así,
valor comercial, y aislando y desmembrando el cuerpo de experiencia el físico científico
creó un hábito de pensamiento favorable a distintas invenciones prácticas: al mismo tiempo
era sumamente desfavorable a todas aquellas formas de arte para las que las cualidades
secundarias y los receptores y motivadores del artista eran de importancia fundamental.
Gracias a sus sólidos principios y a su método real de investigación, el físico científico
despojó el mundo de sus objetos naturales y orgánicos y volvió la espalda a la verdadera
experiencia: sustituyó el cuerpo y la sangre de la realidad por un esqueleto de abstracciones
efectivas que él podía manipular con los hilos y las poleas adecuados.
Lo que quedó fue el mundo desnudo y despoblado de la materia y del movimiento: un
desierto. Con el fin de prosperar por encima de todo, fue necesario que los herederos del
ídolo del siglo XVII llenaran otra vez el mundo con los nuevos organismos, ideados para
representar las nuevas realidades de la ciencia física. Las máquinas -y sólo las máquinas-
satisfacían por completo las demandas del método científico y del punto de vista nuevos.
Cumplían la definición de “realidad” mucho más perfectamente que los organismos vivos.
Y una vez establecido el cuadro mundial mecánico, las máquinas podían prosperar y
multiplicarse y dominar la existencia: sus competidores habían sido exterminados o habían
sido desterrados a un universo de penumbra en el que sólo los artistas, los enamorados y los
criadores de animales se atrevían a creer. ¿No estaban las máquinas concebidas en términos
de cualidades primarias solamente, sin consideración por la apariencia, el sonido, o
cualquier otra especie de estímulo sensorio? Si la ciencia presentaba una realidad última,
entonces la máquina era, como la ley en la balada de Gilbert, la verdadera encarnación de
todo lo excelente. En realidad en este mundo vacío y desnudo, la invención de las máquinas
se convirtió en un deber. Renunciando a una parte considerable de su humanidad, el
hombre podría alcanzar la divinidad: amanecía en su segundo caos y creaba la máquina
según su propia imagen: la imagen del poder, pero el poder se desgarraba suelto de su carne
y aislado de su humanidad.

10. El deber de inventar

Los principios que habían demostrado ser efectivos en el desarrollo del método científico
eran, con los cambios adecuados, los que sirvieron de fundamento a la invención. La
técnica es un traslado a formas prácticas, apropiadas de verdades teóricas, implícitas o
formuladas, anticipadas o descubiertas, de la ciencia. La ciencia y la técnica forman dos
mundos independientes pero relacionados: a veces convergentes, a veces separándose. Las
invenciones principalmente empíricas, como la máquina de vapor, pueden sugerir a Carnot
sus investigaciones sobre termodinámica. Una investigación física abstracta, como la de
Faraday en el campo magnético, puede conducir directamente a la invención de la dínamo.
Desde la geometría y la astronomía de Egipto y Mesopotamia, ambas estrechamente unidas
a la práctica de la agricultura hasta las últimas investigaciones sobre electrofísica, el
aforismo de Leonardo es aplicable: la ciencia es el capitán y la práctica los soldados. Pero a
veces los soldados ganan la batalla sin jefatura, y a veces el capitán, gracias a una
inteligente estrategia, logra la victoria sin entrar realmente en combate.

El desplazamiento de lo vivo y lo orgánico tuvo rápidamente lugar con el temprano


desarrollo de la máquina. Pues la máquina era una falsificación de la naturaleza, la
naturaleza analizada, regulada, estrechada, controlada por la mente de los hombres. La
última meta de su desarrollo no fue sin embargo la simple conquista de la naturaleza sino su
nueva síntesis: desmembrada por el pensamiento, se juntaba otra vez a la naturaleza en
nuevas combinaciones: síntesis materiales en química, síntesis mecánica en ingeniería. La
desgana por aceptar el ambiente natural como condición fija y final de la existencia del
hombre siempre contribuyó tanto a favor de su arte como de su técnica: pero a partir del
siglo XVII, la actitud se hizo forzada, y para su cumplimiento se volvió hacia la técnica.
Las máquinas de vapor desplazaron la energía del caballo, el hierro y el cemento
desplazaron la madera, los tintes de anilina reemplazaron los tintes vegetales, y así
sucesivamente, con algunas excepciones aisladas. Algunas veces el nuevo producto era
práctica o estéticamente superior al antiguo, como en el caso de la infinita superioridad de
la lámpara eléctrica sobre la vela de sebo. Otras veces el producto nuevo resultaba de
calidad inferior, como el rayón es aún inferior a la seda natural. Pero en cualquiera de los
casos el beneficio estaba en la creación de un producto equivalente o de síntesis que
dependía menos de inciertas variaciones e irregularidades o bien en el producto mismo o en
el trabajo a él aplicado que el original.

Con frecuencia el conocimiento sobre el que se efectuaba el desplazamiento era insuficiente


y el resultado en algunos casos era desastroso. La historia de los mil últimos años abunda
en ejemplos de aparentes triunfos mecánicos y científicos que fueron fundamentalmente
erróneos. Sólo hay que mencionar la sangría en medicina, el uso del cristal corriente de
ventanas que excluía los importantes rayos ultravioleta, el establecimiento de la dieta post-
Liebig sobre la base de una simple sustitución de energía, el uso del asiento de retrete
elevado, la introducción del calor de vapor con radiadores, que seca excesivamente el aire,
pero la lista es larga y algo aterradora. La cuestión es que la invención se había convertido
en un deber, y el deseo de usar nuevas maravillas de la técnica, como el desconcierto
encantado de un niño ante nuevos juguetes, no estaba en lo esencial guiado por un juicio
crítico: la gente estaba de acuerdo en que los inventos eran buenos, produjeran o no
realmente beneficio, lo mismo que estaba de acuerdo en que tener hijos era bueno, tanto si
la descendencia resultaba una bendición para la sociedad o un perjuicio.

La invención mecánica, incluso más que la ciencia fue la respuesta a una fe que disminuye
y a un impulso vital vacilante. Las tortuosas energías de los hombres, que habían fluido
sobre prados y jardines, y habían penetrado en grutas y cavernas, durante el Renacimiento,
fueron encauzadas por la invención en un embalse de agua por encima de una turbina: ya
no podían espumar, ni ondear, ni refrescar, ni encantar. Estaban captadas por un definido y
limitado propósito: mover las ruedas y multiplicar la capacidad de la sociedad para el
trabajo. Vivir era trabajar: ¿Qué otra vida en verdad conocen las máquinas? La fe había
encontrado por fin un nuevo objeto, no el mover las montañas, sino el mover los ingenios y
las máquinas. Potencia: aplicación de la potencia al movimiento, y la aplicación del
movimiento a la producción, y de la producción a la ganancia, y de este modo un ulterior
incremento de potencia; esto era el objeto más valioso que un hábito mecánico de la mente
y un modo mecánico de la acción ponía ante los hombres. Como todo el mundo reconoce,
de la nueva técnica nacieron unos miles de saludables instrumentos; pero en el origen a
partir del siglo XVII la máquina sirvió de religión sustitutiva, y una religión vital no
necesita la justificación de la simple utilidad.

La religión de la máquina necesitaba un apoyo tan pequeño como las creencias que
suplantaba. Pues la misión de la religión es proporcionar un significado y una fuerza
motora últimas. La necesidad de la invención era un dogma, y el ritual de la rutina
mecánica era el elemento de unión en la fe. En el siglo XVIII nacieron Sociedades
Mecánicas para propagar el credo con mayor celo: predicaron el evangelio del trabajo,
justificación por la fe en la ciencia mecánica, y salvación por la máquina. Sin el entusiasmo
misionero de los emprendedores e industriales e ingenieros e incluso de los mecánicos
incultos, sería imposible explicar, a partir del siglo XVIII el tropel de los convertidos y el
ritmo acelerado del perfeccionamiento mecánico. El procedimiento impersonal de la
ciencia, las astutas estratagemas de la mecánica, el cálculo racional de los utilitaristas, esos
intereses capturaron la emoción, tanto más cuanto que el paraíso de oro del éxito financiero
queda más allá.

En su recopilación de inventos y descubrimientos, Darmstaedter y Du Bois-Reymond


enumeraron los siguientes inventores: entre 1700 y 1750, 170; entre 1750 y 1800, 344;
entre 1800 y 1850, 861; entre 1850 y 1900, 1.150. Incluso habida cuenta del escorzo
automáticamente provocado por la perspectiva histórica, no se puede dudar de la creciente
aceleración entre 1700 y 1850. La técnica se había apoderado de la imaginación: las
máquinas mismas y las mercancías que producían ambas inmediatamente deseables. Si bien
aparecieron muchas cosas buenas gracias a la invención, muchos inventos prescindieron de
lo bueno. Si la sanción de la utilidad hubiera sido predominante, la invención habría
adelantado más rápidamente en aquellos sectores donde la necesidad humana era más
aguda, en la alimentación, en la vivienda, en la vestimenta, pero aunque en este último
sector adelantaba indudablemente, la granja y la vivienda corriente se aprovechaban con
más lentitud de la nueva tecnología mecánica que el campo de batalla y la mina, mientras la
conversión de beneficios en energía en una vida abundante tuvo lugar mucho más despacio
después del siglo XVII que durante los setecientos años anteriores.

Tras su aparición, la máquina tendió a justificarse a sí misma apoderándose silenciosamente


de sectores de la vida descuidados en su ideología. El virtuosismo es un elemento
importante en el desarrollo de la técnica: el interés por los materiales como tales, el orgullo
por la maestría en el manejo de los instrumentos, la habilidosa manipulación de la forma.
La máquina cristalizó en nuevos patrones todo el juego de intereses que Thorstein Veblen
agrupó vagamente bajo la calificación de “instinto de habilidad en el trabajo” y enriqueció
la técnica en conjunto incluso cuando temporalmente agotó la artesanía. Las verdaderas
respuestas sensuales y contemplativas, excluidas del galanteo y de la canción y de la
fantasía por la concentración sobre los medios mecánicos de producir, no fueron
naturalmente en última instancia excluidos de la vida: volvieron a entrar en ella asociados a
las artes técnicas mismas, y la máquina, a menudo afectuosamente personificada como una
criatura viva, como los ingenieros de Kipling, absorbió el cariño y la solicitud a la vez del
que la inventó y del trabajador. Manivelas, pistones, tornillos, válvulas, movimientos
sinuosos, pulsaciones, ritmos, murmullos, superficies lisas, todos son contrapartidas de los
órganos y funciones del cuerpo, y estimulaban y absorbían algunos de los afectos
naturalezas. Pero cuando se alcanzó esa fase, la máquina ya no era un medio y sus
operaciones no eran solamente mecánicas y causales, sino humanas y finales: constribuían
igual que cualquier otra obra de arte, a un equilibrio orgánico. Este desarrollo de valor
dentro del complejo mismo de la máquina, aparte del valor de los productos por ella
creados, fue, como veremos más adelante un resultado profundamente importante de la
nueva tecnología.

11. Anticipaciones prácticas

Desde el principio, el valor práctico de la ciencia estuvo en primer lugar en la mente de sus
exponentes, incluso de aquellos que con un sólo propósito buscaban la verdad abstracta, y
que eran tan indiferentes respecto de su popularidad como Gauss y Weber, los científicos
que inventaron el telégrafo para sus comunicaciones particulares. “Si mi juicio tiene alguna
importancia”, dijo Francis Bacon en The Advancement of Learning, “el uso de la historia
de la mecánica es entre todos los otros el más radical y fundamental con relación a la
filosofía natural; aquella filosofía natural que no se desvanecerá en el humo de la
especulación sutil, sublime o deleitable, sino la que será operativa en ventaja y beneficio de
la vida del hombre”. Y Descartes, en su Discurso del Método, observa: “Pues por ellas
[restricciones generales de la física] comprendí que era posible alcanzar un conocimiento
sumamente útil en la vida, y en lugar de la filosofía especulativa usualmente enseñada en
las escuelas descubrir una forma práctica, mediante la cual, conociendo la fuerza y la
acción del fuego, del aire, de las estrellas, de los cielos y de todos los demás cuerpos que
nos rodean, tan claramente como conocemos los diferentes oficios de nuestros artesanos,
pudiéramos también aplicarlos de la misma manera en todos los usos a los que se adapten,
y así hacernos dueños y poseedores de la naturaleza. Y este es un resultado que debe
desearse, no sólo en orden a la invención de una infinidad de artes, gracias a los cuales
podríamos ser capaces de disfrutar sin dificultad alguna los frutos de la tierra, y todos sus
regalos, sino también especialmente para la conservación de la salud, que es sin duda de
todas las bendiciones de esta vida la primera y fundamental; pues la mente depende tan
íntimamente de la condición y de la relación de los órganos del cuerpo que si alguna vez
pueden hallarse medios para que el hombre sea más sabio e ingenioso que hasta ahora, creo
que deberán buscarse en la medicina”.

¿Quién se beneficia de la perfecta comunidad ideada por Bacon en The New Atlantis? En la
casa de Salomón, el filósofo, el artista y el maestro eran dejados fuera de la relación,
aunque Bacon, igual que el prudente Descartes, se adhería muy ceremoniosamente a los
ritos de la Iglesia cristiana. Para las “ordenanzas y ritos” de la casa de Salomón hay dos
galerías. En una de ellas “colocamos patrones y muestras de todos los tipos de las más raras
y excelentes invenciones: en la otra colocamos las estatuas de todos los principales
inventores. Allí tenemos la estatua de su Colón, que descubrió las Islas Occidentales;
también el inventor de los barcos; su monje que fue el inventor de la ordenanza y de la
pólvora; el inventor de la música; el inventor de las letras; el inventor de la imprenta; el
inventor de las observaciones de la astronomía; el inventor de los trabajos en metal; el
inventor del vidrio; el inventor de la seda del gusano; el inventor del vino; el inventor del
grano y del pan; el inventor de los azúcares... Pues por cada invento de valor, levantamos
una estatua del inventor y le concedemos una recompensa generosa y honorable”. Esta casa
de Salomón, como la imaginó Bacon, era una combinación del Instituto Rockefeller y del
Museo Alemán: allí, más que en cualquier parte, estaban los medios para erigir el reino del
hombre.

Obsérvese esto: poco hay que sea vago o quimérico en todas estas conjeturas acerca del
nuevo papel a desempeñar por la ciencia y la máquina. El estado mayor de la ciencia había
elaborado la estrategia de la campaña mucho antes de que los comandantes sobre el terreno
hubieran desarrollado una táctica capaz de llevar a cabo con detalle el ataque. En realidad,
Usher observa que en el siglo XVII la invención era relativamente floja, y que el poder de
la imaginación técnica había dejado muy atrás la capacidad real de los artífices y de los
ingenieros. Leonardo, Andreae, Campanella, Bacon, Hooke en su Micrographia y Glanville
en su Scepsis Scientifica, escribieron un esbozo de las condiciones del nuevo orden: el uso
de la ciencia para el adelanto de la técnica, y la dirección de la técnica hacia la conquista de
la naturaleza eran la idea principal del esfuerzo total. La casa de Salomón de Bacon, aunque
posterior a la fundación real de la Academia dei Lincei en Italia, fue el verdadero punto de
partida del Philosophical College que primeramente se reunió en 1646 en la Bullhead
Tavern en Cheapside, y en 1662 fue debidamente constituido como la Royal Society of
London for Improving Natural Knowledge. Esta sociedad se componía de ocho comités
permanente, el primero de los cuales debía “considerar y mejorar todos los inventos
mecánicos”. Los laboratorios y los museos técnicos del siglo XX existieron primero como
idea en la mente de este cortesano filósofo: nada de lo que hacemos o practicamos hoy le
hubiera sorprendido.

Hooke confiaba tanto en los resultados de este nuevo enfoque que escribía: “No hay nada
que esté al alcance del ingenio humano (o lo que es más efectivo aún) de la laboriosidad
humana que no debiéramos lograr; no sólo deberíamos esperar en inventos que igualaran
los de Copérnico, Galileo, Gilbert, Harvey y otros más, cuyos nombres casi se han perdido,
que fueron los inventores de la pólvora, la brújula náutica, la imprenta, el grabado, el
cincelado, los microscopios, etc., sino multitudes que con mucho pueden superar a
aquellos: porque aun los descubiertos parecen haber sido el producto de algunos de tales
métodos aunque imperfectos; ¿qué no se podría esperar por tanto de ellos si se prosiguieran
a fondo? El hablar y la discusión de argumentos pronto se convertirían en trabajos; todos
los hermosos sueños y las opiniones y la naturaleza metafísica universal que la fantasía de
cerebros sutiles ha ideado, pronto se desvanecería y dejaría el lugar a historia, experimentos
y trabajos serios”

Las utopías más importantes del tiempo, Cristianópolis, la Ciudad del Sol, por no decir
nada del fragmento de Bacon o de las obras menores de Cyrano de Bergerac, todas giran
alrededor de la posibilidad de utilizar la máquina para lograr que el mundo sea más
perfecto: La máquina fue el sustituto de la justicia, de la sobriedad y del valor de Platón;
incluso si lo era asimismo de los ideales cristianos de la gracia y la redención. La máquina
se presentó como el nuevo demiurgo que debía crear unos nuevos cielos y una tierra nueva.
Al menos, como el nuevo Moisés que había de conducir a una humanidad bárbara a la
Tierra de Promisión.

En los siglos anteriores hubo premoniciones de todo esto. “Mencionaré ahora -decía Roger
Bacon- algunas de las maravillosas obras del arte y de la naturaleza en las que no hay
ninguna magia y que la magia no podría realizar. Se pueden crear instrumentos mediante
los cuales los barcos más grandes, guiados sólo por un hombre, pueden navegar a una
velocidad mayor que si estuvieran llenos de marinos. Se podrán construir carros que se
muevan con increíble rapidez sin la ayuda de animales. Se podrán construir aparatos de
vuelo en los que un hombre sentado cómodamente y meditando sobre cualquier tema,
pueda batir el aire con sus alas artificiales a la manera de las aves..., así como también
máquinas que permitan a los hombres pasear por el fondo de los mares o de los ríos sin
barcos”. Y Leonardo da Vinci dejó una lista de inventos y de artefactos que parecen una
sinopsis del presente mundo industrial.

Pero hacia el siglo XII la nota de confianza se había ampliado, y el impulso práctico se
había hecho más universal y urgente. Los trabajos de Porta, Cardan, Besson, Ramelli y
otros ingeniosos inventores, ingenieros y matemáticos son a la vez testimonio de una
creciente pericia de un aumentado entusiasmo por la técnica misma. Schwenter en su
Délassementes Physico-Mathématiques (1636) señalaba cómo dos personas podían
comunicar una con la otra mediante agujas magnéticas. “Para los que vengan después de
nosotros -decía Glanville- puede ser tan corriente el comprar un par de alas para volar a las
regiones lejanas, como ahora comprar un par de botas para dar un paseo a caballo, y
comunicar a la distancia de las Indias por transmisiones simpáticas puede ser tan usual en
tiempos futuros como por carta”. Cyrano de Bergerac concibió el fonógrafo. Hooke
observó que “no es imposible oír un susurro a un estadio de distancia, habiéndose hecho
esto ya, y quizá la naturaleza de las cosas no lo hiciera más imposible, aunque dicho estadio
se multiplicara por diez”. En realidad, hasta pronosticó el invento de la seda artificial. Y
Glanville decía también: “No dudo que la posteridad encuentre muchas cosas que ahora
sólo son rumores comprobados como realidades prácticas. Puede ocurrir que de aquí a
alguna centuria, un viaje a las regiones australes, sí, y posiblemente a la luna, no sea más
extraño que uno de América... La devolución de la juventud a los cabellos grises y la
renovación de la médula exhausta puede a la larga efectuarse sin milagro, y la conversión
del mundo ahora comparativamente desierto en un paraíso puede que no sea improbable
que la realice una avanzada agricultura” (1661).
Fuera lo que fuese lo que faltara en la perspectiva del siglo XVII no era la falta de fe en la
presencia inminente, el rápido desarrollo y la profunda importancia de la máquina. La
fabricación de relojes; la medición del tiempo; la exploración del espacio; la regularidad
monástica; el orden burgués; los artificios técnicos; las inhibiciones protestantes; las
exploraciones mágicas; finalmente el orden, la precisión y la claridad de las ciencias físicas
mismas; todas estas actividades separadas, en sí quizá inconsiderables, habían formado al
fin un complejo social y una red ideológica, capaz de soportar el peso inmenso de la
máquina y de ampliar más aún sus operaciones. Hacia la mitad del siglo XVIII las
preparaciones iniciales se habían acabado y los inventos clave se habían realizado. Se había
formado un ejército de filósofos naturales, racionalistas, experimentadores, mecánicos,
gente ingeniosa, seguros en cuanto a su meta y confiados en su victoria. Antes de que
apareciera una raya gris en el horizonte, pregonaron el alba y anunciaron cuán maravilloso
era: cuán maravilloso sería el nuevo día. De hecho, estaban anunciando un cambio en las
estaciones, quizá un largo cambio cíclico en el clima mismo.

1 Weltbild: representación o visión del mundo.

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