Mumford Lewis
Mumford Lewis
Mumford Lewis
PREPARACIÓN CULTURAL
2. El monasterio y el reloj
¿Dónde tomó forma por primera vez la máquina en la civilización moderna? Hubo claramente
más de un punto de origen. Nuestra civilización representa la convergencia de numerosos hábitos, ideas
y modos de vida, así como instrumentos técnicos; y algunos de éstos fueron, al principio, opuestos
directamente a la civilización que ayudó a crear. Pero la primera manifestación del orden nuevo tuvo
lugar en el cuadro general del mundo: durante los siete primeros siglos de la existencia de la máquina
las categorías de tiempo y espacio experimentaron un cambio extraordinario, y ningún aspecto de la
vida quedó sin ser tocado por esta transformación. La aplicación de métodos cuantitativos de
pensamiento al estudio de la naturaleza tuvo su primera manifestación en la medida regular del tiempo;
y el nuevo concepto mecánico del tiempo surgió en parte de la rutina del monasterio. Alfred Whithead
ha recalcado la importancia de la creencia escolástica en un universo ordenado por Dios como uno de
los fundamentos de la física moderna: pero detrás de esta creencia estaba la presencia del orden en las
instituciones de la Iglesia misma. [p. 29]
Las técnicas del mundo antiguo pasaron de Constantinopla y Bagdad a Sicilia y Córdoba: de ahí
la dirección tomada por Salerno en los adelantos científicos y médicos de la Edad Media. Fue, sin
embargo, en los monasterios de Occidente en donde el deseo de orden y poder, distintos de los
expresados por la dominación militar de los hombres más débiles, se manifestó por primera vez
después de la larga incertidumbre y sangrienta confusión que acompañó al derrumbamiento del
Imperio Romano. Dentro de los muros del monasterio estaba lo sagrado: bajo la regla de la orden
quedaban fuera la sorpresa y la duda, el capricho y la irregularidad. Opuesta a las fluctuaciones
erráticas y a los latidos de la vida mundana se hallaba la férrea disciplina de la regla. Benito añadió un
séptimo período a las devociones del día, y en el siglo VII, por una bula del papa Sabiniano, se decretó
que las campanas del monasterio se tocaran siete veces en las veinticuatro horas. Estas divisiones del
día se conocieron con el nombre de horas canónicas, haciéndose necesario encontrar un medio para
contabilizarlas y asegurar su repetición regular.
Según una leyenda hoy desacreditada, el primer reloj mecánico moderno, que funcionaba con
pesas, fue inventado por el monje Gerberto que fue después el papa Silvestre II, casi al final del siglo X.
Este reloj debió ser probablemente un reloj de agua, uno de esos legados del mundo antiguo conservado
directamente desde tiempos de los romanos, como la rueda hidráulica misma, o llegado nuevamente a
Occidente a través de los árabes. Pero la leyenda, como ocurre tan a menudo, es correcta en sus
implicaciones y no en sus hechos. El monasterio fue base de una vida regular, y un instrumento para
dar las horas a intervalos o para recordar al campanero que era hora de tocar las campanas es un
producto casi inevitable de esta vida. Si el reloj mecánico no apareció hasta que las ciudades del siglo
XIII exigieron una rutina metódica, el hábito del orden mismo y de la regulación formal de la sucesión
del tiempo, se había convertido en una segunda naturaleza en el monasterio. Coulton está de acuerdo
con Sombart en considerar a los Benedictinos, la gran orden trabajadora, como quizá los fundadores
originales del capitalismo moderno: su regla indudablemente le arrancó la maldición al trabajo y sus
enérgicas empresas de ingeniería quizá le hayan robado incluso a la guerra algo de su hechizo. Así pues
no estamos exagerando los hechos cuando sugerimos que los monasterios —en un momento
determinado hubo 40.000 hombres bajo la regla benedictina— ayudaron a dar a la empresa humana el
latido y el ritmo regulares colectivos de la máquina; pues el reloj no es simplemente un [p. 30] medio
para mantener las huellas de las horas, sino también para la sincronización de las acciones de los
hombres.
¿Se debió al deseo colectivo cristiano de proveer a la felicidad de las almas en la eternidad
mediante plegarias y devociones regulares el que se apoderase de las mentes de los hombres el medir el
tiempo y las costumbres de la orden temporal; costumbres de las que la civilización capitalista poco
después daría buena cuenta? Quizá debamos aceptar la ironía de esta paradoja. En todo caso, hacia el
siglo XIII existen claros registros de relojes mecánicos, y hacia 1370 Heinrich von Wyck había
construido en París un reloj “moderno” bien proyectado. Entretanto habían aparecido los relojes de las
torres, y estos relojes nuevos, si bien no tenían hasta el siglo XIV una esfera y una manecilla que
transformaran un movimiento del tiempo en un movimiento en el espacio, de todas maneras sonaban las
horas. Las nubes que podían paralizar el reloj de sol, el hielo que podía detener el reloj de agua de una
noche de invierno, no eran ya obstáculos para medir el tiempo: verano o invierno, de día o de noche, se
daba uno cuenta del rítmico sonar del reloj. El instrumento pronto se extendió fuera del monasterio; y
el sonido regular de las campanas trajo una nueva regularidad a la vida del trabajador y del
comerciante. Las campanas del reloj de la torre casi determinaban la existencia urbana. La medición del
tiempo pasó al servicio del tiempo, al recuento del tiempo y al racionamiento del tiempo. Al ocurrir
esto, la eternidad dejó poco a poco de servir como medida y foco de las acciones humanas.
El reloj, no la máquina de vapor, es la máquina clave de la moderna edad industrial. En cada fase
de su desarrollo el reloj es a la vez el hecho sobresaliente y el símbolo típico de la máquina: incluso hoy
ninguna máquina es tan omnipresente. Aquí, en el origen mismo de la técnica moderna, apareció
proféticamente la máquina automática precisa que, sólo después de siglos de ulteriores esfuerzos, iba
también a probar la perfección de esta técnica en todos los sectores de la actividad industrial. Hubo
máquinas, movidas por la energía no humana, como el molino hidráulico, antes del reloj; y hubo
también diversos tipos de autómatas, que asombraron al pueblo en el templo, o para agradar a la ociosa
fantasía de algún califa musulmán: encontramos las ilustradas en Herón y en Al-Jazari. Pero ahora
teníamos una nueva especie de máquina, en la que la fuente de energía y la transmisión eran de tal
naturaleza que aseguraban el flujo regular de la energía en los trabajos y hacían posible la producción
regular y productos estandarizados. En su relación con cantidades determinables de energía, con [p. 31]
la estandarización, con la acción automática, y finalmente con su propio producto especial, el tiempo
exacto, el reloj ha sido la máquina principal en la técnica moderna: y en cada período ha seguido a la
cabeza: marca una perfección hacia la cual aspiran otras máquinas. Además, el reloj, sirvió de modelos
para otras muchas especies de mecanismo, y el análisis del movimiento necesario para su
perfeccionamiento así como los distintos tipos de engranaje y de transmisión que se crearon,
contribuyeron al éxito de muy diferentes clases de máquinas. Los forjadores podrían haber repujado
miles de armaduras o de cañones de hierro, los carreteros podrían haber fabricado miles de ruedas
hidráulicas o de burdos engranajes, sin haber inventado ninguno de los tipos especiales de movimiento
perfeccionados en el reloj, y sin nada de la precisión de medida y finura de articulación que produjeron
finalmente el exacto cronómetro del siglo XVIII.
El reloj, además es una máquina productora de energía cuyo “producto” es segundos y minutos:
por su naturaleza esencial disocia el tiempo de los acontecimientos humanos y ayuda a crear la creencia
en un mundo independiente de secuencias matemáticamente mensurables: el mundo especial de la
ciencia. Existe relativamente poco fundamento para esta creencia en la común experiencia humana: a lo
largo del año, los días son de duración desigual, y la relación entre el día y la noche no solamente
cambia continuamente, sino que un pequeño viaje del Este al Oeste cambia el tiempo astronómico en
un cierto número de minutos. En términos del organismo humano mismo, el tiempo mecánico es aún
más extraño: en tanto la vida humana tiene sus propias regularidades, el latir del pulso, el respirar de
los pulmones, éstas cambian de hora en hora según el estado de espíritu y la acción, y en el más largo
lapso de los días, el tiempo no se mide por el calendario sino por los acontecimientos que los llenan. El
pastor mide según el tiempo que la oveja pare un cordero; el agricultor mide a partir del día de la
siembra o pensando en el de la cosecha: si el crecimiento tiene su propia duración y regularidades,
detrás de éstas no hay simplemente materia y movimiento, sino los hechos del desarrollo: en breve,
historia. Y mientras el tiempo mecánico está formado por una sucesión de instantes matemáticamente
aislados, el tiempo orgánico —lo que Bergson llama duración— es cumulativo en sus efectos. Aunque
el tiempo mecánico puede, en cierto sentido, acelerar o ir hacia atrás, como las manecillas de un reloj o
las imágenes de una película, el tiempo orgánico se mueve sólo en una dirección —a través del ciclo del
nacimiento, el crecimiento, el desarrollo, decadencia y muerte—, y [p. 32] el pasado que ya ha muerto
sigue presente en el futuro que aún ha de nacer.
Alrededor de 1345, según Thorndike, la división de las horas en sesenta minutos y de los minutos
en sesenta segundos se hizo corriente. Fue este marco abstracto del tiempo dividido el que se hizo cada
vez más el punto de referencia tanto para la acción como para el pensamiento, y un esfuerzo para llegar
a la precisión en este aspecto, la exploración astronómica del cielo concentró más aún la atención sobre
los movimientos regulares e implacables de los astros a través del espacio. A principios del siglo XVI,
se cree que un joven mecánico de Nuremberg, Peter Henlein, inventó “relojes con muchas ruedas con
pequeños pedazos de hierro” y a finales del siglo el relojito doméstico había sido introducido en
Inglaterra y en Holanda. Como ocurrió con el automóvil y con el avión, las clases más ricas fueron las
que adoptaron primero el nuevo mecanismo y lo popularizaron: en parte porque sólo ellas podían
permitírselo, en parte porque la nueva burguesía fue la primera en descubrir que, como Franklin dijo
más tarde, “el tiempo es oro”. Ser tan regular “como un reloj” fue el ideal burgués, y el poseer un reloj
fue durante mucho tiempo un inequívoco signo de éxito. El ritmo creciente de la civilización llevó a la
exigencia de mayor poder: y a su vez el poder aceleró el ritmo.
Ahora bien, la ordenada vida puntual que primeramente tomó forma en los monasterios no es
connatural a la humanidad, aunque hoy los pueblos occidentales están tan completamente
reglamentados por el reloj que constituye una “segunda naturaleza”, considerando su observancia como
un hecho natural. Muchas civilizaciones orientales han florecido teniendo poca cuenta del tiempo: los
indios han sido en realidad tan indiferentes al tiempo que les falta incluso una auténtica cronología de
los años. Todavía ayer, en el centro de las industrializaciones de la Rusia soviética, apareció una
sociedad para fomentar el uso de relojes y hacer la propaganda de los beneficios de la puntualidad. La
popularización del registro del tiempo, que siguió a la producción sistemática del reloj barato,
primeramente en Ginebra, después en Estados Unidos, hacia mitad del siglo pasado, fue esencial para
un sistema bien articulado de transporte y de producción.
La medición del tiempo fue primeramente atributo peculiar de la música: dio valor industrial a la
canción del taller o al abatir rítmico o a la saloma de los marinos halando una cuerda. Pero el efecto del
reloj mecánico es más penetrante y estricto: preside todo el día desde el amanecer hasta la hora del
descanso. Cuando se considera [p. 33] el día como un lapso abstracto de tiempo, no se va uno a la cama
con las gallinas en una noche de invierno: uno inventa pábilos, chimeneas, lámparas, luces de gas,
lámparas eléctricas, de manera aprovechar todas las horas que pertenecen al día. Cuando se considera el
tiempo, no como una sucesión de experiencias, sino como una colección de horas, minutos y segundos,
aparecen los hábitos de acrecentar y ahorrar el tiempo. El tiempo cobra el carácter de un espacio
cerrado: puede dividirse, puede llenarse, puede incluso dilatarse mediante el invento de instrumentos
que ahorran el tiempo.
El tiempo abstracto se convirtió en el nuevo ámbito de la existencia. Las mismas funciones
orgánicas se regularon por él: se comió, no al sentir hambre, sino impulsado por el reloj. Se durmió, no
al sentirse cansado, sino cuando el reloj nos exigió. Una conciencia generalizada del tiempo acompañó
el empleo más extenso de los relojes. Al disociar el tiempo de las secuencias orgánicas, se hizo más
fácil para los hombres del renacimiento satisfacer la fantasía de revivir el pasado clásico o los
esplendores de la antigua civilización de Roma. El culto de la historia, apareciendo primero en el ritual
diario, se abstrajo finalmente como una disciplina especial. En el siglo XVII hicieron su aparición el
periodismo y la literatura periódica; incluso en el vestir, siguiendo la guía de Venecia como centro de la
moda, la gente cambió la moda cada año en vez de cada generación.
No puede sobrestimarse el provecho en eficiencia mecánica gracias a la coordinación y la
estrecha articulación de los acontecimientos del día. Si bien este incremento no puede medirse
sencillamente en caballos de fuerza, sólo tiene uno que imaginar su ausencia hoy para prever la rápida
desorganización y el eventual colapso de toda nuestra sociedad. El moderno sistema industrial podría
prescindir del carbón, del hierro y del vapor más fácilmente que del reloj.
5. De la fábula al hecho
Mientras tanto, con la transformación de los conceptos de tiempo y espacio se produjo un cambio
en la dirección del interés desde el mundo celestial al natural. Alrededor del siglo doce comenzó a
disiparse el mundo sobrenatural, en el que la mente europea había estado envuelta como en una nube a
partir del ocaso de las escuelas de pensamiento del período clásico: la hermosa cultura de la Provenza
cuya lengua Dante mismo había quizás pensado emplear en su Divina Comedia, fue el primer brote del
nuevo orden: un brote destinado a ser salvajemente malogrado por la cruzada de los albigenses.
Cada cultura vive con su sueño. El de la cristiandad fue uno en el que un fabuloso mundo
celestial, lleno de dioses, santos, diablos, demonios, ángeles, arcángeles, querubines y serafines,
dominios y potencias, lanzó sus formas e imágenes fantásticamente engrandecidas sobre la vida real del
hombre mortal. Este sueño impregna la vida de una cultura como las fantasías de la noche dominan la
mente del que duerme: es realidad —mientras dura el sueño. Pero, como el que duerme, una cultura
vive dentro de un mundo objetivo que continúa a través de su sueño o de su despertar, y a veces
irrumpe en el sueño, como un ruido, para modificarlo o para que sea imposible que el sueño prosiga.
Por un lento proceso natural, el mundo de la naturaleza irrumpió en el sueño medieval de
infierno, paraíso y eternidad: en la fresca escultura naturalista de las iglesias del siglo XIII puede uno
sorprender el primer torpe despertar del que dormía, al darle en los ojos la luz de la mañana.
Primeramente el interés del artífice por la naturaleza era confuso: al lado mismo de las tallas finas de
las hojas del roble o de las ramas del espino, fielmente copiadas, delicadamente dispuestas, el escultor
aún creaba monstruos, gárgolas, quimeras, bestias legendarias. Pero el interés por la naturaleza se
amplió sin interrupción y se hizo un bien de consumo. El ingenuo [p. 44] sentimiento del artista del
siglo XIII se convirtió en la exploración sistemática de los fisiólogos y los botánicos del siglo XIV.
“En la Edad Media —como dijo Emile Male— la idea de una cosa forjada por alguien para sí
mismo siempre fue más real que la cosa real misma, y vemos por qué aquellos siglos místicos no tenían
el concepto de lo que los hombres llaman ahora ciencia. El estudio de las cosas por sí mismas no tenía
significado para el pensador... La labor del estudioso de la naturaleza era descubrir la verdad eterna que
Dios quería que cada cosa expresara”. Al escapar a esta actitud, el vulgo tenía la ventaja respecto del
ilustrado: sus mentes eran menos capaces de forjar sus propias ataduras. Un interés de sentido común
racional por la naturaleza no era un producto del nuevo saber clásico del Renacimiento; debe decirse,
más bien, que unos cuantos siglos después de florecer entre los campesinos y los albañiles, se abrió
paso por otro camino hacia la corte, el estudio y la universidad. El cuaderno de notas de Villard de
Honnecourt, el valioso legado de un gran maestro albañil, tiene dibujos de un oso, de un cisne, de una
langosta, de una mosca, de una libélula, de un bogavante, de un león, de un par de loros, todo ello del
natural directamente. El libro de la naturaleza reaparecía, como en un palimpsesto, a través del libro
celestial del mundo.
Durante la Edad Media el mundo externo no había tenido poder conceptual sobre la mente. Lo
hechos naturales eran insignificantes comparados con el orden y la intención divina que Cristo y su
Iglesia habían revelado: el mundo visible era simplemente una prenda y un símbolo de aquel mundo
eterno de cuyas bienaventuranzas y condenaciones daba tan vivo anticipo. La gente comía, bebía y se
casaba, tomaba el sol y crecía solemne bajo las estrellas; pero este estado inmediato tenía poco
significado. Cualquiera que fuera el significado que tuvieran los detalles de la vida diaria eran como
accesorios y trajes de ensayos de teatro para el drama de la peregrinación del Hombre a través de la
eternidad. Hasta dónde podía llegar la mente en la medición y la observación científica en tanto los
místicos números tres y cuatro y siete y nueve y doce llenaran cada relación con un significado
alegórico. Antes de poder estudiar las secuencias en la naturaleza, era necesario disciplinar la
imaginación y aguzar la visión: la visión mística indirecta debía convertirse en visión directa. Los
artistas desempeñaron una parte más importante en esta disciplina de la que generalmente se les ha
reconocido. Al enumerar las muchas partes de la naturaleza que no pueden estudiarse sin la “ayuda y la
intervención de las matemáticas”, Francis Bacon incluye correctamente la perspectiva, la música, [p.
45] la arquitectura y la ingeniería junto con las ciencias de la astronomía y la cosmografía.
El cambio de actitud hacia la naturaleza se manifestó en figuras solitarias mucho antes de que se
hiciera común. Los preceptos experimentales de Roger Bacon y de sus investigaciones especiales en
óptica habían sido durante mucho tiempo un conocimiento de dominio público; en verdad; su visión
científica al igual que la de su homónimo isabelino han sido algo exageradamente valoradas; su
significación reside en que representan una tendencia general: en el siglo XIII, los discípulos de
Alberto Magno estaban acuciados por una nueva curiosidad de explorar lo que les rodeaba, mientras
que Absalon de St. Víctor se quejaba de que los estudiantes deseaban estudiar “la conformación del
globo, la naturaleza de los elementos, el lugar de las estrellas, la naturaleza de los animales, la violencia
del viento, la vida de las hierbas y de las raíces”. Dante y Petrarca, a diferencia de la mayor parte de los
hombres del medioeveo, ya no evitaban las montañas como puros obstáculos terroríficos que
aumentaban las penalidades del viaje: las buscaban, y las escalaban por la exaltación que produce la
conquista de la distancia y el logro de una contemplación a vista de pájaro. Más tarde, Leonardo
exploró las montañas de la Toscana, descubrió fósiles, hizo correctas interpretaciones de la geología.
Agrícola, impulsado por su interés por la minería, hizo lo mismo. Los herbarios y los tratados sobre
historia natural que surgieron durante los siglos XV y XVI, aunque aún mezclaban fábulas y conjeturas
con los hechos, constituían claras etapas hacia la descripción de la naturaleza: sus admirables pinturas
aún lo atestiguan, y los libritos sobre las estaciones y la rutina de la vida diaria iban en la misma
dirección. Los grandes pintores no quedaba muy atrás. La capilla Sixtina, no menos que el famoso
cuadro de Rembrandt, eran una lección de anatomía, y Leonardo fue un digno predecesor de Vesalio,
cuya vida en parte coincidió con la de aquel. En el siglo XVI, según Beckmann, había numerosas
colecciones particulares de historia natural, y en 1659 Elías Ashmole compró la colección Tradescant,
que después regaló a Oxford.
El descubrimiento de la naturaleza en conjunto fue la parte más importante de esta era de
descubrimientos que empezó para el mundo occidental con las Cruzadas y los viajes de Marco Polo. La
naturaleza existía para ser explorada, invadida, conquistada, y, finalmente entendida. El sueño
medieval, al disolverse, reveló el mundo de la naturaleza, como una niebla que al levantarse deja ver las
rocas y los árboles y los pastores en la ladera de una colina, cuya existencia había sido anunciada por un
casual tintinear de esquilas o el mugido [p. 46] de una vaca. Desgraciadamente, persistió el hábito
medieval de separar el alma del hombre de la vida del mundo material aunque se había debilitado la
teología que lo apoyaba; pues tan pronto como el procedimiento de la exploración fue claramente
esbozado en la filosofía y la mecánica del siglo XVI, el hombre mismo fue excluido del cuadro. Quizás
temporalmente se aprovechara la técnica de esta exclusión; pero a la larga, el resultado se demostraría
desafortunado. Al intentar conseguir poderío, el hombre tendió a reducirse a sí mismo a una
abstracción, o, lo que viene a ser casi igual a eliminar toda parte de sí mismo que no sea aquella
dirigida a alcanzar el poderío.
8. Control social
Si el pensamiento mecánico y el experimento ingenioso produjeron la máquina, el control estricto
le dio un suelo donde crecer: el proceso social trabajó de la mano con la nueva ideología y la nueva
técnica: Mucho antes de que los pueblos del mundo occidental se volvieron hacia la máquina, el
mecanismo como elemento en la vida social había aparecido ya. Antes de que los inventores crearan
ingenios que ocuparan el lugar de los hombres, los líderes de éstos habían ejercitado y sometido a
control multitudes de seres humanos: habían descubierto cómo reducir los hombres a máquinas. Los
esclavos y los campesinos que arrastraban la piedras para las pirámides, tirando al ritmo del restallido
del látigo, los esclavos que remaban en las galeras romanas, encadenado cada hombre a su asiento e
incapaz de realizar más movimiento que el mecánico limitado, el orden y la marcha y el sistema de
ataque de la falange macedónica: todos ellos fueron fenómenos de máquina. Cualquier cosa que limite
las acciones y los movimientos de los seres humanos a sus elementos puramente mecánicos pertenece a
la fisiología, sino a la mecánica, de la edad de la máquina.
A partir del siglo XV, el invento y el control estricto obraron recíprocamente. El incremento del
número y tipos de máquinas, molinos, cañones, relojes, autómatas que parecían vivos deben haber
sugerido a los hombres atributos mecánicos y extendido las analogías del mecanismo a hechos
orgánicos más sutiles y complejos; en el siglo XVII estas preocupaciones irrumpieron en la filosofía.
Descartes, al analizar la fisiología del cuerpo humano, observa que su funcionamiento, aparte de la guía
de la voluntad, no “es en absoluto ajeno a quienes están familiarizados con la variedad de movimientos
realizados por los diferentes autómatas, o máquinas móviles fabricadas por la industria humana, y con
la ayuda de sólo unas pocas piezas, comparadas con la gran multitud de huesos, nervios, arterias, [p.
56] venas y otras partes que se encuentran en el cuerpo de todo animal. Dichas personas consideran este
cuerpo como una máquina hecha por la mano de Dios”. Pero el proceso opuesto era también cierto: la
mecanización de los hábitos humanos preparaban el camino para las imitaciones mecánicas.
En la medida en que el miedo y la desorganización predominaron en la sociedad, los hombres
aspiraron hacia un absoluto: si éste no existe, lo proyectan. La regimentación dio a los hombres de
aquel período una finalidad que no podían descubrir en ninguna otra parte. Si uno de los fenómenos de
derrumbamiento del orden medieval fue la turbulencia que hizo de los hombres filibusteros,
descubridores, precursores, rompiendo con la insulsez de las viejas formas y con el rigor de las
disciplinas autoimpuestas, los demás fenómenos, relacionados con ellas, pero llevando
obligatoriamente a la sociedad hacia un molde regimentado, fueron la rutina metódica del instructor y
del tenedor de libros, del soldado y del burócrata. Estos maestros de la regimentación alcanzaron una
ascendencia total en el siglo XVII. La nueva burguesía en la oficina y en la tienda, redujo la vida a una
rutina cuidadosa e ininterrumpida. Tanto por lo que se refiere al negocio como a las comidas y al
placer; todo era medido cuidadosamente, era tan metódico como el contacto sexual del padre de
Tristam Shandy, que coincidía, simbólicamente, con el dar cuerda mensual al reloj. Pagos
cronometrados, contratos cronometrados, trabajo cronometrado, comidas cronometradas: a partir de
este período nada estaba completamente libre del calendario o del reloj. El desperdicio del tiempo se
convirtió para los predicadores religiosos protestantes, como Richard Baxter, en uno de los más
horribles pecados. El perder el tiempo en simples cuestiones de sociedad o hasta en el sueño, era cosa
reprensible.
El hombre ideal del orden nuevo era Robinson Crusoe. No es de extrañar que adoctrinara a los
niños con sus virtudes durante dos siglos como modelo por un número de sabios discursos sobre el
hombre económico. Robinson Crusoe fue un cuento de lo más representativo no sólo porque era la obra
de uno de la nueva generación de escritores y de periodistas profesionales, sino también porque
combinaban en el mismo escenario el elemento de la catástrofe y de la aventura con la necesidad de la
invención. En el nuevo sistema económico cada hombre se preocupaba de sí mismo. Las virtudes
dominantes eran la economía, la previsión, la experta adaptación de los medios. La invención tomó el
lugar de la representación de la imagen y del ritual; la experiencia tomó el lugar de la contemplación: la
demostración, el lugar de la lógica deductiva y de la autoridad. Incluso [p. 57] sólo en una isla desierta,
las virtudes de la sobria clase media le llevarían a uno a...
El protestantismo reforzó estas lecciones de la sobriedad de la clase media y le dieron la
aprobación de Dios. Es cierto: los principales recursos de las finanzas fueron un producto de la Europa
católica, y el protestantismo ha gozado una inmerecida alabanza como fuerza liberadora de la rutina
medieval y una censura no merecida como fuente original y justificación espiritual del capitalismo
moderno. Pero el servicio particular del protestantismo fue unir las finanzas a la vida religiosa y
convertir el ascetismo apoyado por la religión en una empresa para la concentración en bienes terrenos
y progreso del mundo. El protestantismo descansó firmemente en las abstracciones de la imprenta y el
dinero. La religión debía hallarse no sólo en el compañerismo de los espíritus religiosos, históricamente
conectados con la Iglesia y comunicando con Dios a través de un rito elaborado, sino también en el
mundo mismo: la palabra sin su fondo comunal. En último análisis, el individuo debe responder por sí
mismo en el cielo, como lo hizo en la lonja. La expresión de creencias colectivas a través de las artes
fue una trampa: por ello los protestantes arrancaron las imágenes de sus catedrales y dejaron desnudas
las piedras de la construcción: desconfiaban de todas las pinturas, excepto quizá del retrato, que
reproducía con la exactitud de un espejo, y consideró el teatro y la danza como una lujuria demoníaca.
La vida, con toda su variedad voluptuosa y cálido deleite fue arrancada del mundo del pensamiento
protestante: lo orgánico desapareció. El tiempo era real: ¡no lo pierda! El trabajo era real: ¡ejérzalo! El
dinero era real: ¡ahórrelo! El espacio era real ¡conquístelo! La materia era real: ¡mídala! Estas eran las
realidades y los imperativos de la filosofía de la clase media. Aparte el esquema superviviente de la
divina salvación todos sus impulsos se encontraban ya bajo la regla del peso y la medida y la cantidad:
el día y la vida estaban completamente regimentados. En el siglo XVIII Benjamín Franklin, quien quizá
había sido anticipado por los jesuitas, encabezó el proceso inventando un sistema moral de teneduría de
libros.
¿Cómo ocurrió que el impulso del poder quedara aislado e intensificado hacia el final de la Edad
Media?
Cada elemento en la vida forma parte de una red cultural: una parte compromete, restringe, ayuda
a expresar a la otra. Durante este período se rompió la red, y un fragmento escapó y se lanzó a una
carrera separada, la voluntad de dominar el medio. Dominar, no cultivar: alcanzar el poder, no
conseguir la forma. Uno no puede, [p. 58] claramente, abarcar una serie compleja de acontecimientos
con unos elementos tan simples. Otro factor en el cambio puede haber sido debido a un sentimiento de
inferioridad intensificado; quizá esto surgió debido a la humillante disparidad entre las pretensiones
ideales del hombre y sus verdaderas realizaciones, entre la caridad y la paz predicadas por la Iglesia y
sus eternas guerras, enemistades y aversiones; entre la vida limpia predicada por los santos y la
lujuriosa vivida por los papas del Renacimiento; entre la creencia en el cielo y el repulsivo desorden y
desastre de su existencia real. Fallando la redención por la gracia, la armonización de los deseos, las
virtudes cristianas, el pueblo buscó, quizá, cancelar su sentido de inferioridad y superar su frustración
buscando el poder.
En todo caso, la antigua síntesis se había destruido en el pensamiento y la acción social. En gran
medida, se había destruido porque era inadecuada: un concepto de la vida humana y de su destino,
quizá fundamentalmente neurótico y cerrado, el cual originalmente había nacido de la miseria y del
terror que habían concurrido a la vez a la brutalidad de la Roma imperialista y de su final putrefacción
y ruina. Tan lejanas estaban las actitudes y conceptos de la cristiandad de los hechos del mundo natural
y de la vida humana, que una vez abierto el mundo mismo por la navegación y la exploración, por la
nueva cosmología, por nuevos métodos de observación y de experiencia, ya no había regreso a la
cáscara rota del orden antiguo. La ruptura entre el sistema celestial y el terrenal se había hecho
demasiado grave para ser pasada por alto y demasiado ancha para ser llenada: la vida humana tenía un
destino fuera de aquella cáscara. La ciencia más tosca estaba más próxima a la verdad de la época que
el escolasticismo más refinado: la máquina de vapor peor ingeniada o la hiladora más antigua eran más
eficientes que la mejor reglamentación gremial, y la fábrica o el puente de hierro más defectuosos eran
más prometedores para la arquitectura que las construcciones más magistrales de Wren y Adam. El
primer metro de tela tejido por una máquina, la primera fundición de hierro puro tenían en potencia
más interés estético que las joyas cinceladas por Cellini o el lienzo pintado por un Reynolds. En pocas
palabras: una máquina viva era mejor que un organismo muerto, y el organismo de la cultura medieval
estaba muerto.
A partir del siglo XV hasta el XVII los hombres vivieron en un mundo vacío: un mundo que se
estaba quedando cada día más vacío. Decían sus oraciones, repetían sus fórmulas: trataron incluso de
recobrar la santidad que habían perdido resucitando supersticiones que abandonaron hacía largo
tiempo: de aquí la furia y el fanatismo [p. 59] sin sentido de la contrarreforma, su quema de herejes, su
persecución de brujas, precisamente en medio de la creciente “ilustración”. Ellos mismos se volvieron
atrás al sueño medieval con una nueva intensidad de sentimiento, si no con convicción. Esculpieron y
pintaron y escribieron: ¿Quién en verdad labró jamás tan poderosamente la piedra como Miguel Ángel,
quién escribió con éxtasis y vigor más espectaculares que Shakespeare? Pero debajo de la superficie
ocupada por esas obras de arte y de pensamiento había un mundo muerto, un mundo vacío, un hueco
que ninguna cantidad de energía y bravura podrían rellenar. Las artes se lanzaron al aire como un
centenar de vibrantes fuentes, pues precisamente en el momento de disolución cultural y social es
cuando la mente trabaja con una libertad e intensidad que no es posible cuando la estructura social es
estable y la vida en conjunto es más satisfactoria: pero el ídolo mismo se había quedado vacío.
Los hombres ya no creían, sin reservas en la práctica, en los cielos ni en el infierno ni en la
comunión de los santos: menos aún creían en los agradables dioses y diosas, sílfides y musas con los
que acostumbraban adornar, con gestos elegantes pero sin sentido, sus pensamientos y embellecer su
ambiente: estas figuras sobrenaturales aunque humanas en su origen y en consonancia con ciertas
necesidades humanas inmutables, se habían convertido en fantasmas. Obsérvese el niño Jesús de los
retablos del siglo XIII: el niño se encuentra en un altar, aparte; la Virgen está traspasada y beatificada
por la presencia del Espíritu Santo: el mito es real. Obsérvense las sagradas familias de la pintura de los
siglos XVI y XVII: jóvenes elegantes están mimando a sus niños bien alimentados: el mito ha muerto.
Primero sólo se dejaron los suntuosos vestidos; finalmente una muñeca ocupó el lugar del niño
viviente: una muñeca mecánica. La mecánica se convirtió en la nueva religión, y dio al mundo un
nuevo Mesías: la máquina.
9. El universo mecánico
Los fines de la vida práctica encontraban su justificación y su marco apropiado de ideas en la
filosofía natural del siglo XVII: esta filosofía ha seguido siendo la creencia de trabajo de la técnica, aun
cuando su ideología haya sido discutida, modificada, aplicada, y en parte minada por la ulterior
prosecución de la misma ciencia. Una serie de pensadores, Bacon, Descartes, Galileo, Newton y Pascal
[p. 60] delimitaron el dominio de la ciencia, elaboraron su técnica especial de investigación y
demostraron su eficacia.
A principios del siglo XVII hubo sólo esfuerzos dispersos de pensamiento, algunos escolásticos,
otros aristotélicos, otros matemáticos y científicos, como los de las observaciones astronómicas de
Copérnico, Tycho Brahe y Kepler. La máquina había desempeñado solamente una parte incidental en
estos adelantos intelectuales. Al fin, a pesar de la relativa esterilidad de la invención misma durante este
siglo, allí había una filosofía completamente articulada del universo, siguiendo líneas puramente
mecánicas, que sirvió de punto de partida para todas las ciencias físicas y para posteriores
perfeccionamientos técnicos: el Weltbild1 mecánico había aparecido. La mecánica estableció el modelo
de la investigación afortunada y de la aplicación sagaz. Hasta aquel momento las ciencias biológicas
habían corrido parejas con las ciencias físicas. Posteriormente, durante por lo menos un siglo y medio,
hicieron un papel secundario; y sólo fue después de 1860 cuando los hechos biológicos se reconocieron
como base importante de la técnica.
¿Con qué medios se compuso este cuadro mecánico? ¿Y cómo llegó a proporcionar tan excelente
suelo para la propagación de inventos y la difusión de las máquinas?
El método de las ciencias físicas residía fundamentalmente en unos pocos principios sencillos.
Primero: la eliminación de las cualidades, y la reducción de lo complejo a lo simple atendiendo sólo a
aquellos aspectos de los hechos que pudieran pesarse, medirse o contarse, y a la especie particular de
secuencia de espacio —tiempo que pudiera controlarse y repetirse— o, como en astronomía, cuya
repetición pudiera predecirse. Segundo: concentración en el mundo externo, y eliminación o
1
Weltbild: representación o visión del mundo.
neutralización del observador respecto de los datos con los cuales trabaja. Tercero: aislamiento,
limitación del campo, especialización del interés y subdivisión del trabajo. En resumen, lo que las
ciencias físicas llaman el mundo no es el objeto total de la común experiencia humana: es sólo aquellos
aspectos de esta experiencia que se prestan a sí mismos a una observación precisa de los hechos y a
afirmaciones generalizadas. Se puede definir un sistema mecánico como aquel en que una muestra al
azar del conjunto puede servir en lugar del conjunto: un gramo de agua pura en el laboratorio se supone
que tiene las mismas propiedades que un centenar de metros cúbicos de agua igualmente pura en la
cisterna y se supone que lo que rodea al objeto no afecta a su [p. 61] comportamiento. Nuestros
conceptos modernos de espacio y tiempo parecen hacer dudoso que exista realmente algún sistema
mecánico puro, pero la predisposición original de la filosofía natural fue descartar complejos orgánicos
y buscar elementos aislados que pudieran ser descritos, con fines prácticos, como si representaran
completamente el “mundo físico” del que fueron extraídos.
Esta eliminación de lo orgánico tuvo la justificación no sólo del interés práctico sino de la historia
misma. Mientras Sócrates había vuelto la espalda a los filósofos jonios porque le preocupaba más saber
acerca de los dilemas del hombre que aprender cosas sobre los árboles, los ríos y las estrellas, todo lo
que podía llamarse conocimiento positivo, que había sobrevivido al esplendor y a la decadencia de las
sociedades humanas, eran precisamente verdades no vitales como el teorema de Pitágoras. En contraste
con los ciclos de gusto, doctrina o moda había habido un continuo incremento del conocimiento
matemático y físico. En este desarrollo, el estudio de la astronomía había sido una gran ayuda: las
estrellas no podían ser halagadas o corrompidas: sus cursos eran visibles a simple vista y podían ser
seguidas por cualquier observador paciente.
Compárese el complejo fenómeno de un buey que se mueve por una carretera sinuosa y desigual
con los movimientos de un planeta: es más fácil trazar una órbita entera que hacer el diagrama del
variable ritmo de velocidad y de los cambios de posición que se producen en el objeto más cercano y
más familiar. El fijar la atención en un sistema mecánico fue el primer paso hacia la creación de un
sistema: una victoria importante para el pensamiento racional. Al centrar el esfuerzo en lo no histórico
y lo no orgánico, las ciencias físicas clarificaron todo el procedimiento de análisis. Pues el terreno al
que limitaron su acción era uno en el cual el método podía llevarse adelante sin ser demasiado
palpablemente inadecuado o sin encontrar demasiadas dificultades especiales. Pero el verdadero mundo
físico no era, aún bastante sencillo respecto del método científico en sus primeras fases de desarrollo.
Era necesario reducirlo a elementos tales que pudieran ser ordenados en términos de espacio, tiempo,
masa, movimiento y cantidad. La cantidad de eliminación y de selección que acompañó esto fue
excelentemente descrita por Galileo, quien dio al proceso un ímpetu tan fuerte. Se le debe citar
íntegramente:
“Tan pronto como concibo una sustancia corpórea o material, siento simultáneamente la
necesidad de concebir que tiene límites de una u otra forma; que con relación a otras es grande o
pequeña; que se encuentra en este o aquel sitio, en este o en aquel tiempo; que está en movimiento o en
reposo; que toca o no otro cuerpo; que [p. 62] es única y rara, o común; no puedo, por medio de ningún
acto de la imaginación, separarla de aquellas cualidades. Pero no me encuentro absolutamente
constreñido a aprehenderlo como acompañada necesariamente por condiciones tales como que debe ser
blanca o roja, amarga o dulce, sonora o silenciosa, oliendo dulce o desagradablemente; y si los sentidos
no hubieran apuntado dichas cualidades el lenguaje y la imaginación solos jamás hubieran llegado a
ellas. Por consiguiente pienso que esos sabores, olores, colores, etc., respecto del objeto en el que
parecen residir, no son nada más que simples nombres. Sólo existen en el cuerpo sensible, pues cuando
la criatura viva se aleja todas esas cualidades son eliminadas y anuladas, aunque les hayamos puesto
nombres particulares y de buena gana nos dejaríamos convencer de que verdaderamente y de hecho
existen. No creo que exista nada en los cuerpos externos que excite los sabores, los olores y los sonidos,
etc., excepto tamaño, forma, cantidad y movimiento.”
Con otras palabras, la ciencia física se limitó a las cualidades llamadas primarias: las secundarias
se desprecian como subjetivas. Pero una cualidad primaria no es más fundamental o elemental que una
secundaria y un cuerpo sensible no es menos real que uno insensible. Biológicamente hablando, el olor
era sumamente importante para la supervivencia: mucho más, quizá, que la habilidad para discernir la
distancia o el peso: pues es el medio principal para determinar si un alimento está en condiciones de ser
comido, y el placer de los olores no sólo refina el proceso de la comida sino que proporciona una
asociación especial a los símbolos visibles del interés erótico, finalmente sublimados en perfume. Las
cualidades primarias solamente podían llamarse así en términos de análisis matemático, porque tenían,
como punto máximo de referencia, un medio de medida independiente para el tiempo y el espacio, un
reloj, una regla, una balanza.
El valor de centrarse en las cualidades primarias era que neutralizaba en la experiencia y el
análisis las reacciones sensorias y emocionales del observador: aparte del proceso del pensamiento, se
convertía en un instrumento de registro. De esta manera, la técnica científica se hizo común,
impersonal, objetiva, dentro de su campo limitado, el “mundo material” puramente convencional. Esta
técnica dio por resultado una valiosa moralización del pensamiento: los criterios, primeramente
elaborados en dominios extraños a los fines e inmediatos intereses personales del hombre, eran
asimismo aplicables a los aspectos más complejos de la realidad que se encontraban más cerca de sus
esperanzas, amores y ambiciones. Pero el primer efecto de este adelanto en claridad y sobriedad de
pensamiento fue el [p. 63] desvalorizar cada esfera de la experiencia excepto aquella que se entregó a la
investigación matemática. Cuando se fundó en Inglaterra la Royal Society, las humanidades fueron
excluidas intencionadamente.
En General, la práctica de las ciencias físicas significaba una intensificación de los sentidos:
jamás había sido el ojo hasta entonces tan agudo, el oído tan alerta, la mano tan precisa. Hooke, que
había visto cómo los lentes mejoraban la visión, no dudaba que “puedan encontrarse inventos
mecánicos para mejorar nuestros demás sentidos, del oído, del olfato, del gusto y del tacto”. Pero con
este progreso en precisión, llegó una deformación de la experiencia en conjunto. Los instrumentos de la
ciencia eran inútiles en el reino de las cualidades. Lo cualitativo se redujo a lo subjetivo: lo subjetivo
fue desechado como irreal, y lo no visto y no medible como inexistente. La intuición y el sentimiento
no afectaban al proceso mecánico ni a las explicaciones mecánicas. Mucho pudo ser realzado por la
nueva ciencia y la nueva técnica porque mucho de lo que estaba asociado con la vida y el trabajo en el
pasado -arte, poesía, ritmo orgánico, fantasía- fue eliminado intencionadamente. Al crecer en
importancia el mundo exterior de la percepción, el mundo interno del sentimiento se hizo cada vez más
impotente.
La división del trabajo y la especialización en partes simples de una operación, que había
empezado ya a caracterizar la vida económica del siglo XVII, prevalecieron en el mundo del
pensamiento: eran expresiones del mismo deseo de precisión mecánica y de resultados rápidos. El
campo de investigación fue progresivamente dividido, y pequeñas partes del mismo fueron objeto de
intenso examen: en pequeñas cantidades, por así decirlo, la verdad podría ser perfecta. Esta restricción
era un gran artificio práctico. El conocer la naturaleza completa de un objeto no le hace a uno
necesariamente apto para trabajar con él; pues un conocimiento completo exige una plenitud de tiempo;
además tiende finalmente a una especie de identificación que carece de la fría reserva que le capacita a
uno para manejarlo y manipularlo para fines externos. Si uno desea comer un pollo, mejor será
considerarlo como alimento desde el principio, sin concederle demasiada atención amistosa, o humana
simpatía o incluso apreciación estética. Si se trata la vida del pollo como un fin, puede uno llegar con
brahmánica escrupulosidad a conservar los piojos en sus plumas tanto como el ave. La selectividad es
una operación adoptada necesariamente por el organismo para no verse abrumado por sensaciones y
comprensiones que no vienen al caso. La ciencia concedió a esta selectividad inevitable un [p. 64]
nuevo fundamento: distinguió la serie de relaciones más utilizable, masa, peso, número, movimiento.
Por desgracia, el aislamiento y la abstracción, si bien son importantes en una investigación
ordenada y en una representación simbólica refinada, son igualmente condiciones en las que mueren los
organismos reales, o por lo menos dejan de funcionar efectivamente. La exclusión de la experiencia en
su conjunto original, además de suprimir las imágenes y rebajar los aspectos no instrumentales del
pensamiento, tuvo otro resultado grave: positivamente, era una creencia en lo muerto; pues los procesos
vitales escapan a menudo a la atenta observación en tanto el organismo está vivo. En resumen, la
precisión y la simplicidad de la ciencia, aunque eran responsables de sus colosales logros prácticos, no
eran una manera de enfocar la realidad objetiva sino de apartarse de ella. En su deseo de conseguir
resultados exactos las ciencias físicas desdeñaron la verdadera objetividad. Individualmente, un lado de
la personalidad fue paralizado; colectivamente, se ignoró un lado de la experiencia. Sustituir la historia
por el tiempo mecánico o de dos direcciones, el cuerpo vivo por el cadáver disecado, los hombres en
grupo por unidades desmanteladas llamadas “individuos”, o en general, el conjunto inaccesible,
complicado y orgánico por lo mecánicamente mensurable y reproducible, es lograr una maestría
práctica limitada a expensas de la verdad y de la mayor eficiencia que depende de esta verdad.
Confinando sus operaciones a aquellos aspectos de la realidad que tenían, por decirlo así, valor
comercial, y aislando y desmembrando el cuerpo de experiencia el físico científico creó un hábito de
pensamiento favorable a distintas invenciones prácticas: al mismo tiempo era sumamente desfavorable a
todas aquellas formas de arte para las que las cualidades secundarias y los receptores y motivadores del
artista eran de importancia fundamental. Gracias a sus sólidos principios y a su método real de
investigación, el físico científico despojó el mundo de sus objetos naturales y orgánicos y volvió la
espalda a la verdadera experiencia: sustituyó el cuerpo y la sangre de la realidad por un esqueleto de
abstracciones efectivas que él podía manipular con los hilos y las poleas adecuados.
Lo que quedó fue el mundo desnudo y despoblado de la materia y del movimiento: un desierto.
Con el fin de prosperar por encima de todo, fue necesario que los herederos del ídolo del siglo XVII
llenaran otra vez el mundo con los nuevos organismos, ideados para representar las nuevas realidades
de la ciencia física. Las máquinas —y sólo las máquinas— satisfacían por completo las [p. 65]
demandas del método científico y del punto de vista nuevos. Cumplían la definición de “realidad”
mucho más perfectamente que los organismos vivos. Y una vez establecido el cuadro mundial
mecánico, las máquinas podían prosperar y multiplicarse y dominar la existencia: sus competidores
habían sido exterminados o habían sido desterrados a un universo de penumbra en el que sólo los
artistas, los enamorados y los criadores de animales se atrevían a creer. ¿No estaban las máquinas
concebidas en términos de cualidades primarias solamente, sin consideración por la apariencia, el
sonido, o cualquier otra especie de estímulo sensorio? Si la ciencia presentaba una realidad última,
entonces la máquina era, como la ley en la balada de Gilbert, la verdadera encarnación de todo lo
excelente. En realidad en este mundo vacío y desnudo, la invención de las máquinas se convirtió en un
deber. Renunciando a una parte considerable de su humanidad, el hombre podría alcanzar la divinidad:
amanecía en su segundo caos y creaba la máquina según su propia imagen: la imagen del poder, pero el
poder se desgarraba suelto de su carne y aislado de su humanidad.
10. El deber de inventar
Los principios que habían demostrado ser efectivos en el desarrollo del método científico eran,
con los cambios adecuados, los que sirvieron de fundamento a la invención. La técnica es un traslado a
formas prácticas, apropiadas de verdades teóricas, implícitas o formuladas, anticipadas o descubiertas,
de la ciencia. La ciencia y la técnica forman dos mundos independientes pero relacionados: a veces
convergentes, a veces separándose. Las invenciones principalmente empíricas, como la máquina de
vapor, pueden sugerir a Carnot sus investigaciones sobre termodinámica. Una investigación física
abstracta, como la de Faraday en el campo magnético, puede conducir directamente a la invención de la
dínamo. Desde la geometría y la astronomía de Egipto y Mesopotamia, ambas estrechamente unidas a
la práctica de la agricultura hasta las últimas investigaciones sobre electrofísica, el aforismo de
Leonardo es aplicable: la ciencia es el capitán y la práctica los soldados. Pero a veces los soldados
ganan la batalla sin jefatura, y a veces el capitán, gracias a una inteligente estrategia, logra la victoria
sin entrar realmente en combate.
El desplazamiento de lo vivo y lo orgánico tuvo rápidamente lugar con el temprano desarrollo de
la máquina. Pues la máquina era una falsificación de la naturaleza, la naturaleza analizada, [p. 66]
[páginas 67, 68, 69 y 70 son las ilustraciones] regulada, estrechada, controlada por la mente de los
hombres. La última meta de su desarrollo no fue sin embargo la simple conquista de la naturaleza sino
su nueva síntesis: desmembrada por el pensamiento, se juntaba otra vez a la naturaleza en nuevas
combinaciones: síntesis materiales en química, síntesis mecánica en ingeniería. La desgana por aceptar
el ambiente natural como condición fija y final de la existencia del hombre siempre contribuyó tanto a
favor de su arte como de su técnica: pero a partir del siglo XVII, la actitud se hizo forzada, y para su
cumplimiento se volvió hacia la técnica. Las máquinas de vapor desplazaron la energía del caballo, el
hierro y el cemento desplazaron la madera, los tintes de anilina reemplazaron los tintes vegetales, y así
sucesivamente, con algunas excepciones aisladas. Algunas veces el nuevo producto era práctica o
estéticamente superior al antiguo, como en el caso de la infinita superioridad de la lámpara eléctrica
sobre la vela de sebo. Otras veces el producto nuevo resultaba de calidad inferior, como el rayón es aún
inferior a la seda natural. Pero en cualquiera de los casos el beneficio estaba en la creación de un
producto equivalente o de síntesis que dependía menos de inciertas variaciones e irregularidades o bien
en el producto mismo o en el trabajo a él aplicado que el original.
Con frecuencia el conocimiento sobre el que se efectuaba el desplazamiento era insuficiente y el
resultado en algunos casos era desastroso. La historia de los mil últimos años abunda en ejemplos de
aparentes triunfos mecánicos y científicos que fueron fundamentalmente erróneos. Sólo hay que
mencionar la sangría en medicina, el uso del cristal corriente de ventanas que excluía los importantes
rayos ultravioleta, el establecimiento de la dieta post-Liebig sobre la base de una simple sustitución de
energía, el uso del asiento de retrete elevado, la introducción del calor de vapor con radiadores, que
seca excesivamente el aire, pero la lista es larga y algo aterradora. La cuestión es que la invención se
había convertido en un deber, y el deseo de usar nuevas maravillas de la técnica, como el desconcierto
encantado de un niño ante nuevos juguetes, no estaba en lo esencial guiado por un juicio crítico: la
gente estaba de acuerdo en que los inventos eran buenos, produjeran o no realmente beneficio, lo
mismo que estaba de acuerdo en que tener hijos era bueno, tanto si la descendencia resultaba una
bendición para la sociedad o un perjuicio.
La invención mecánica, incluso más que la ciencia fue la respuesta a una fe que disminuye y a un
impulso vital vacilante. Las tortuosas energías de los hombres, que habían fluido sobre prados y
jardines, y habían penetrado en grutas y cavernas, durante el [p. 71] Renacimiento, fueron encauzadas
por la invención en un embalse de agua por encima de una turbina: ya no podían espumar, ni ondear, ni
refrescar, ni encantar. Estaban captadas por un definido y limitado propósito: mover las ruedas y
multiplicar la capacidad de la sociedad para el trabajo. Vivir era trabajar: ¿Qué otra vida en verdad
conocen las máquinas? La fe había encontrado por fin un nuevo objeto, no el mover las montañas, sino
el mover los ingenios y las máquinas. Potencia: aplicación de la potencia al movimiento, y la aplicación
del movimiento a la producción, y de la producción a la ganancia, y de este modo un ulterior
incremento de potencia; esto era el objeto más valioso que un hábito mecánico de la mente y un modo
mecánico de la acción ponía ante los hombres. Como todo el mundo reconoce, de la nueva técnica
nacieron unos miles de saludables instrumentos; pero en el origen a partir del siglo XVII la máquina
sirvió de religión sustitutiva, y una religión vital no necesita la justificación de la simple utilidad.
La religión de la máquina necesitaba un apoyo tan pequeño como las creencias que suplantaba.
Pues la misión de la religión es proporcionar un significado y una fuerza motora últimas. La necesidad
de la invención era un dogma, y el ritual de la rutina mecánica era el elemento de unión en la fe. En el
siglo XVIII nacieron Sociedades Mecánicas para propagar el credo con mayor celo: predicaron el
evangelio del trabajo, justificación por la fe en la ciencia mecánica, y salvación por la máquina. Sin el
entusiasmo misionero de los emprendedores e industriales e ingenieros e incluso de los mecánicos
incultos, sería imposible explicar, a partir del siglo XVIII el tropel de los convertidos y el ritmo
acelerado del perfeccionamiento mecánico. El procedimiento impersonal de la ciencia, las astutas
estratagemas de la mecánica, el cálculo racional de los utilitaristas, esos intereses capturaron la
emoción, tanto más cuanto que el paraíso de oro del éxito financiero queda más allá.
En su recopilación de inventos y descubrimientos, Darmstaedter y Du Bois-Reymond enumeraron
los siguientes inventores: entre 1700 y 1750, 170; entre 1750 y 1800, 344; entre 1800 y 1850, 861; entre
1850 y 1900, 1.150. Incluso habida cuenta del escorzo automáticamente provocado por la perspectiva
histórica, no se puede dudar de la creciente aceleración entre 1700 y 1850. La técnica se había
apoderado de la imaginación: las máquinas mismas y las mercancías que producían ambas
inmediatamente deseables. Si bien aparecieron muchas cosas buenas gracias a la invención, muchos
inventos prescindieron de lo bueno. Si la sanción de la utilidad hubiera sido predominante, la invención
habría adelantado más [p. 72] rápidamente en aquellos sectores donde la necesidad humana era más
aguda, en la alimentación, en la vivienda, en la vestimenta, pero aunque en este último sector
adelantaba indudablemente, la granja y la vivienda corriente se aprovechaban con más lentitud de la
nueva tecnología mecánica que el campo de batalla y la mina, mientras la conversión de beneficios en
energía en una vida abundante tuvo lugar mucho más despacio después del siglo XVII que durante los
setecientos años anteriores.
Tras su aparición, la máquina tendió a justificarse a sí misma apoderándose silenciosamente de
sectores de la vida descuidados en su ideología. El virtuosismo es un elemento importante en el
desarrollo de la técnica: el interés por los materiales como tales, el orgullo por la maestría en el manejo
de los instrumentos, la habilidosa manipulación de la forma. La máquina cristalizó en nuevos patrones
todo el juego de intereses que Thorstein Veblen agrupó vagamente bajo la calificación de “instinto de
habilidad en el trabajo” y enriqueció la técnica en conjunto incluso cuando temporalmente agotó la
artesanía. Las verdaderas respuestas sensuales y contemplativas, excluidas del galanteo y de la canción
y de la fantasía por la concentración sobre los medios mecánicos de producir, no fueron naturalmente
en última instancia excluidos de la vida: volvieron a entrar en ella asociados a las artes técnicas mismas,
y la máquina, a menudo afectuosamente personificada como una criatura viva, como los ingenieros de
Kipling, absorbió el cariño y la solicitud a la vez del que la inventó y del trabajador. Manivelas,
pistones, tornillos, válvulas, movimientos sinuosos, pulsaciones, ritmos, murmullos, superficies lisas,
todos son contrapartidas de los órganos y funciones del cuerpo, y estimulaban y absorbían algunos de
los afectos naturalezas. Pero cuando se alcanzó esa fase, la máquina ya no era un medio y sus
operaciones no eran solamente mecánicas y causales, sino humanas y finales: contribuían igual que
cualquier otra obra de arte, a un equilibrio orgánico. Este desarrollo de valor dentro del complejo
mismo de la máquina, aparte del valor de los productos por ella creados, fue, como veremos más
adelante un resultado profundamente importante de la nueva tecnología.