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Su
lengua no ha sido limpiada de inmundicia y blasfemia, su orgullo sigue siendo parte de su
vida diaria, su conducta es la misma de todos los días, sus negocios son tan fraudulentos
como antes, su forma de vestir es tan mundana como las modas del mundo y siguen
viviendo en los placeres pecaminosos que antes vivían. Concluimos, pues, que como no
hay un cambio por fuera, tampoco ha habido un cambio por dentro. Tal persona no se ha
convertido al Señor. Donde hay vida adentro hay luz afuera (Mateo 5.14–16).
Una de las enseñanzas fundamentales de la primera catequesis cristiana es la exigencia de
conversión. Este hecho es lógico si se tiene en cuenta que ésa fue la exhortación primera
de Jesús al anunciar el cumplimiento del tiempo de salvación y la cercanía del reino de
Dios (Mc 1,14-15), la tarea esencial encomendada por Jesús a sus discípulos cuando les
envía de dos en dos (Mc 6,12), así como el nervio de la misión apostólica descrita en los
Hechos de los Apóstoles (Hch 2,38; 3,19; 5,31; 8,22; 11,18; 17,30; 20,21; 26,20).
RESULTADOS DE LA CONVERSIÓN
Como ya se ha declarado, la conversión significa un cambio, una transformación, una “vida
nueva”. Esto es lo que la Biblia dice que pasa cuando uno se convierte verdaderamente:
1. No anda “conforme a la carne, sino conforme al Espíritu”
Todo hombre que se convierte muere al pecado y vive para Dios (Romanos 6.11). Su viejo
hombre es crucificado (Romanos 6.6) y se viste del nuevo hombre creado según Dios
(Efesios 4.24). Ya no sirve a la carne, sino sirve a Dios. Ahora él anda como Cristo anduvo
(Romanos 8.l). Antes de la conversión andaba “siguiendo la corriente de este mundo”
(Efesios 2.2), “en la carne, conforme a las concupiscencias de los hombres” (1 Pedro 4.2);
pero todo esto cambia cuando la gracia transformadora de Dios convierte al hombre y le
da la visión celestial.
2. Es revestido de humildad
La verdadera norma de grandeza se declara en Mateo 18.1–4. Cuando las personas se
convierten a Dios las mismas llegan a ser de un corazón manso, modesto y humilde. Cristo
se refiere a sí mismo como “manso y humilde de corazón” (Mateo 11.29). Sus verdaderos
discípulos son como él. (Lea Filipenses 2.5–8.)
La conversión es un proceso espiritual en el que la persona se vuelve más consciente de la
presencia de Dios, a través de la cual se compromete a vivir de acuerdo a los principios de
la Iglesia Católica. Esto significa que deben tomar conciencia de su pecado y arrepentirse
de él. La conversión se realiza a través de la oración, la reflexión y el examen de
conciencia.
La conversión y la Comunidad Cristiana.
La conversión es un proceso que no tiene fin, ya que una persona nunca está
completamente convertida. La conversión es un esfuerzo constante para vivir en comunión
con Dios y vivir una vida santa. Esto no significa que una persona se convertirá de forma
automática y sin esfuerzo, sino que es necesario un compromiso constante para que el
proceso sea exitoso. Es importante recordar que la conversión es un proceso continuo, no
una solución rápida para los problemas de uno.
La oración es otro de los caminos por los que la Iglesia guía a los fieles hacia la conversión.
La oración ayuda a los fieles a conectar con Dios y poner sus vidas en Sus manos. La
oración es una forma de acercarse a Dios y pedir Su ayuda para vivir como Él quiere.
El servicio es una parte importante de la vida espiritual. La Iglesia anima a los fieles a
servir a los demás, no solo para ayudar a aquellos que lo necesitan, sino también para
profundizar en su relación con Dios. El servicio ayuda a los fieles a ver a Dios en los demás,
así como en sí mismos, y a aprender más acerca de la misericordia y el amor de Dios.
Pero, ¿qué es un servidor? Un servidor es el equivalente a un discípulo o a un apóstol
dentro de la Iglesia. Es la persona que ha recibido en su corazón el gran don de la fe, y ha
experimentado una de las gracias en su interior. La gran mayoría de nuestras
comunidades crecen especialmente cuando hay un proceso de servicio a los hermanos
(Mt 25, 31-46).
Un servidor Católico bien formado, estará listo para servir por amor a Dios en cualquier
lugar o parroquia donde el Espíritu lo lleve y será un fruto de bendición para quienes sea
fuente de apoyo, compañía o ayuda de cualquier índole. Será una semilla seleccionada y
altamente capacitada para producir fruto al ciento por uno donde quiera que este:
siempre será un fruto de bendición, porque lleva en su corazón las virtudes del orden, la
obediencia, la responsabilidad, el amor y la bondad.
Como dice San Pablo: será apto para cualquier cosa llamado al servicio era de Dios y que
no eran emociones personales o el llamado de hombres y sabía que a quien debía
obedecer era a Dios por encima de las apariencias.
¿Cuántas veces los servidores en las parroquias, en los movimientos eclesiales renuncian y
tiran la toalla porque se enfrentan a dificultades de cualquier índole o porque no soportan
la falta de agradecimiento y reconocimiento, las incomodidades o incluso que los injurien?
El llamado a servir tiene que ver con esa fuerza interior que lo empuja a uno a servir en el
mundo por amor a Dios y por más que uno trate de ocultarse de escabullir su llamado, no
puede más que rendirse a sus pies para decirle: “He aquí Señor hágase en mi según tu
palabra” (Lucas 1, 38).
“Y todo lo que este en tu mano hacer, hazlo con todo empeño” (Ecc 9:10).
La Iglesia necesita de servidores que coloquen todos sus talentos y dones al servicio de la
Iglesia
Es importante que reconozcamos que no solamente servimos para dar sabor a los demás,
sino que también debemos reconocer, que primero que nada debemos de dar sabor a
nuestras propias vidas. No podemos dar sabor al caldo, si nosotros estamos sin sal. La
razón es simple: tenemos que entregar nuestras vidas al Señor, completamente y no a
medias. Debemos de empezar a amar con un corazón puro (Mt 5: 8), que no guarde
rencor y sobre todo debemos de comenzar amando a Dios sobre todas las cosas y por
último aprender amarnos a nosotros mismos. Y es en este último caso en el que tenemos
problemas. Si no logramos amarnos, nunca podremos totalmente amar a Dios y mucho
menos amar a los demás (Mc 12: 30-31). En otras palabras, si nosotros no somos esa sal,
nunca podremos dar sabor al caldo.
Así como la sal, en su mayoría es extraída del mar, de la misma manera nosotros debemos
ser la sal extraída de Dios. Es decir que para ser el que da sabor, debemos primero que
nada dejar que sea Dios en su grandeza y misericordia, el que nos dé, de su amor.
Cuándo se acaba la sal en el salero de la cocina, vamos y compramos más sal en la tienda
¿no es cierto? De la misma manera, cuándo sentimos que nuestro corazón le falta amor,
debemos de ir a donde el Padre, para llenarnos de su amor. La sal de cocina la compramos
en la tienda. El amor de Dios, lo adquirimos cuando asistimos a la Santa Eucaristía; cuando
compartimos en comunidad y cuando aprendemos a perdonar y a reconciliar nuestras
rencillas con aquellos con los que estamos pleiteando.