Kissinger
Kissinger
Kissinger
legado desperdiciado
“De esa magnífica, compleja y todavía vigente obra académica quiero resaltar una
enseñanza clave, que Kissinger procura tenazmente transmitir y que sintetiza en una
frase: ‘Sentido de las proporciones’, que a su modo de ver es el rasgo que distingue a
un estadista superior. La misión del estadista, sostiene Kissinger, es distinta a la
vocación del profeta que deambula en la utopía, o del político que sólo se preocupa de
manipular. Dicha misión consiste en buscar un equilibrio entre las fuerzas que actúan
de manera definitoria en un escenario internacional determinado”
Por ANÍBAL ROMERO
Una evaluación adecuada de la trayectoria de Henry
Kissinger exige la atenta lectura de su primer libro, que fue
originalmente una tesis doctoral presentada en la Universidad de
Harvard. Me refiero a Un mundo restaurado, publicado por
primera vez en 1957. Si bien Kissinger cuestionó los intentos de
asimilar las reflexiones allí desarrolladas con su posterior
desempeño, me parece evidente que ese estudio de la
diplomacia en tiempos de las guerras napoleónicas tuvo decisiva
influencia sobre su concepción de la política internacional, así
como el sentido de la misión del estadista. De hecho, en las
páginas introductorias del libro Kissinger formula de manera
explícita una analogía entre los sucesos durante la etapa
histórica que cubre la obra y la situación mundial existente al
momento de redactar su tesis, la época de la Guerra Fría y sus
apremiantes amenazas.
De esa magnífica, compleja y todavía vigente obra
académica quiero resaltar una enseñanza clave, que Kissinger
procura tenazmente transmitir y que sintetiza en una frase:
“Sentido de las proporciones”, que a su modo de ver es el
rasgo que distingue a un estadista superior. La misión del
estadista, sostiene Kissinger, es distinta a la vocación del profeta
que deambula en la utopía, o del político que sólo se preocupa de
manipular. Dicha misión consiste en buscar un equilibrio entre las
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fuerzas que actúan de manera definitoria en un escenario
internacional determinado.
En ese orden de ideas, una vez que se convirtió en
consultor presidencial de Seguridad Nacional bajo Richard Nixon,
y luego en secretario de Estado bajo Nixon y Ford, Kissinger
sustentó su práctica diplomática de acuerdo con una visión del
orden internacional centrado en el balance de poder entre las
grandes potencias del momento. Tal concepción era la misma
que inspiró a Metternich, Castlereagh y Talleyrand, tres de las
grandes personalidades de la diplomacia en el período
napoleónico que buscaron sustituir el ímpetu hegemónico de la
Francia de ese tiempo, y la inclinación mesiánica de su
emperador, por un equilibrio de fuerzas que contribuyese a
minimizar tensiones y procurar acuerdos, manteniendo a raya el
riesgo de costosas e incontrolables guerras. La paz europea que
esos estadistas construyeron se prolongó desde 1815, año de
Waterloo, hasta 1914, cuando estalló la Primera Guerra Mundial.
El sistema de equilibrios que estudió Kissinger tuvo como
eje un “sentido de las proporciones”, que no es otra cosa que
la capacidad de distinguir entre los intereses vitales de un Estado
y sus intereses sólo secundarios; de respetar tanto los intereses
propios como los del adversario o adversarios; de no
sobreestimar el poder propio ni subestimar el del contrario; de
comprender que es mucho más fácil comenzar una guerra que
terminarla, y que es de notoria importancia tener una idea lo más
clara posible sobre cómo poner fin a una guerra antes de dar el
paso fatal de iniciarla. En términos generales y según cambiantes
circunstancias, esos principios y sentido de las proporciones se
patentaron en las diversas empresas diplomáticas de Kissinger
con respecto, para tomar tres casos, a la terminación de la guerra
de Vietnam, a las relaciones de Estados Unidos con la Unión
Soviética y China, y al perenne conflicto en el Medio Oriente
entre Israel y los países árabes.
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En relación con Vietnam, una guerra en cuyos comienzos
Kissinger no participó pero que luego condujo a su final, se puso
en evidencia lo siguiente: primero, que Kissinger entendió
claramente que el destino de un Vietnam no comunista no era un
interés vital de Estados Unidos; segundo, que después de los
sacrificios realizados era importante lograr una salida que
redujese los costos en prestigio y credibilidad de Washington.
Por último, que la cuestión de Vietnam no debía separarse de la
dinámica de relaciones con la URSS y China. La “salida
honorable” que Nixon y Kissinger, en negociación con los
norvietnamitas, eventualmente concretaron, extendió la guerra a
Camboya y Laos, y concluyó con la conquista de Vietnam del Sur
por parte de Ho Chi Minh y los comunistas. Me atrevo a
especular que a Kissinger no le sorprendió ese resultado, y que
nunca creyó realmente en la capacidad de Vietnam del Sur de
sostenerse por sus propios medios. Con objeto de marcar el
punto final a una guerra catastrófica para Estados Unidos,
Kissinger movió las piezas sobre un tablero de ajedrez amplio, en
el que los factores principales eran la Unión Soviética y China.
La línea estratégica seguida por Nixon y Kissinger hacia
Moscú, que para entonces se mostraba al mundo como un poder
sólido y en expansión, combinó la zanahoria del estímulo y el
garrote del castigo, y permitió adelantar relevantes iniciativas de
control de armamentos que en su momento ayudaron a disminuir
tiranteces y contener peligros. La apertura de Washington a
China, concebida e impulsada por el dueto Nixon-Kissinger, fue
una movida maestra de diplomacia creativa que enfrentó a Moscú
con un desafío complejo, y facilitó dar fin a la fallida intervención
de Washington en el sureste asiático. En cuanto al Medio
Oriente, la guerra de octubre de 1973 abrió las puertas para que
Sadat, el presidente egipcio, con el apoyo de Washington,
lograse un acuerdo de paz con Israel que recuperó para su país
los territorios perdidos durante la guerra de 1967 (“guerra de los
seis días”), y estableció un esquema de estabilidad con Israel
que se mantiene hasta el día de hoy. Me refiero, por supuesto, al
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caso particular de Egipto, pues la región como tal continúa
encendida. Lo esencial es que también en el contexto de las
disputas en el Medio Oriente la diplomacia de Kissinger funcionó
con una visión de equilibrio.
Las actuaciones diplomáticas de Kissinger se llevaron a
cabo en un marco internacional muy diferente al hoy en día
vigente. Desde esa etapa hasta la actualidad se han producido,
entre otros, tres eventos que cambiaron rasgos esenciales del
panorama mundial. Por una parte, el fin de la Guerra Fría, la
caída de la URSS y el desplome de la utopía comunista. Por otra
parte, el surgimiento de China como gran potencia, en muy corto
tiempo y con palpable fortaleza. En tercer lugar, la decisión de
Washington de ejercer el poder bajo la guía de lo que se llamó
“el momento unipolar”, un impulso hegemónico que pronto se
vio retado por el ascenso de China, y que es ahora percibido
como frágil y pasajero debido a los incontables desafíos internos
que experimenta Estados Unidos, a las crecientes divisiones de
su sociedad, al cuestionamiento de las políticas de Washington
por parte de numerosos países, y a la regeneración gradual de
Rusia bajo el liderazgo de Putin. En este aspecto, la guerra de
Ucrania ha sido un factor crucial que de un solo golpe transformó
las suposiciones, conjeturas y convicciones vigentes hasta hace
sólo pocos años. Es obvio que luego de Irak, Afganistán y
Ucrania, el “momento unipolar” se ha desgastado
severamente, y que estamos ingresando a un período de nuevo
caracterizado por la competencia entre grandes poderes, el
choque de intereses vitales en proceso de redefinición, y la
necesidad de lograr un equilibrio que permita reducir la
incertidumbre, restaurar un básico respeto mutuo, evitar la
satanización del contrario, y entender que la tentación
hegemónica es el peor enemigo del sentido de las proporciones.
Haría falta una especie de remozado Kissinger, trabajando
dentro de los convulsos y con demasiada frecuencia erráticos
centros decisorios del Washington actual, para guiar la nave del
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Estado según criterios de equilibrio sustentados en el estudio de
la historia, en la extracción atinada de sus enseñanzas, y en una
visión de la política y de la diplomacia como medios que
requieren de un empleo intelectualmente sofisticado, así como de
perspicacia e inteligencia en su uso práctico. Quizá esto sea
demasiado pedir, dado el horizonte de miopía política,
incorregible arrogancia y decadencia intelectual que se percibe
entre las élites estadounidenses de ahora. Los cantos de sirena
del denominado “fin de la historia”, que anunciaban el presunto
triunfo irreversible del American way of life, confundieron y
extraviaron a esas élites, que han abierto un exceso de frentes
conflictivos e inmanejables.
El legado de Kissinger ha sido desperdiciado, ya que el
realismo político que le inspiró, orientado por la distinción entre
intereses vitales e intereses secundarios, por el esfuerzo para
entender a los adversarios y actuar hacia los mismos con
prudencia sin engañarse acerca de su naturaleza, y por los
imperativos del balance de poder, ha sido sustituido por una
mermada y declinante voluntad hegemónica. En nuestros días, el
legado de Kissinger ha sido “puesto de cabeza” por una
dirigencia estadounidense mediocre y despistada, y las
tendencias que apuntan hacia el renacimiento de un mundo
multipolar lucen indetenibles.
Dos sucintos comentarios adicionales sobre Kissinger
como escritor y acerca del tema de la ética y la política:
La obra escrita de Kissinger es voluminosa y puede
dividirse en tres grandes secciones. De un lado se encuentran
las obras de análisis coyuntural, es decir, libros y artículos que
produjo para enfrentar una situación determinada, y analizar
tópicos y problemas específicos de la estrategia y la política
exterior de Estados Unidos. Entre ellos se cuentan Armas
nucleares y política exterior (1957), Política exterior de
Estados Unidos: tres ensayos (1969) y Sobre China (2011).
De otro lado hallamos libros que alcanzan un plano reflexivo
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menos restringido por los apremios y exigencias que el estadista
confronta en su quehacer cotidiano, en los que su autor hilvanó
una consideración más profunda en torno a los asuntos
primordiales de su ocupación. En este aspecto se destacan el ya
comentado libro Un mundo restaurado, así
como Diplomacia (1994), y su obra póstuma, Liderazgo: seis
estudios sobre estrategia mundial (2023). Se trata de obras de
notable envergadura intelectual en su ámbito, y estoy convencido
de que perdurarán como libros de consulta obligada para los
estudiosos de las relaciones internacionales de hoy y del futuro.
En tercer término, están los tres volúmenes de sus Memorias,
muy en particular el primero de ellos, Los años de la Casa
Blanca (1979), que considero uno de sus mayores logros. En
todos estos libros se pone de manifiesto una prosa persuasiva,
bien articulada e incisiva, que desglosa y explica con suma
claridad los tópicos abordados, y en no pocos casos ejerce una
especie de fascinación sobre el lector, que de pronto se halla
envuelto en una red de laboriosos argumentos sin perder de vista
la dirección central de la trama. Como escritor político en sus
temas de preferencia, como pensador y como memorialista,
Kissinger ocupa un puesto de privilegio entre los estadistas
contemporáneos.
Kissinger ha sido muy criticado desde diversas trincheras
de la controversia política; ello es tan inevitable como necesario,
pero debe señalarse que tales críticas no pocas veces se
desarrollan en función de posiciones ideológicas inflexibles y
yerran el blanco. Ello se manifiesta cuando la acción de un
estadista es evaluada con criterios correspondientes a lo que
Max Weber llamaba una “ética de la convicción”, que se
diferencia radicalmente de una “ética de la responsabilidad”
propia de los espacios que la vida otorga a la acción política. En
palabras de Weber, “No es que la ética de la convicción sea
idéntica a la falta de responsabilidad, o la ética de la
responsabilidad a la falta de convicción. No se trata en
absoluto de esto. Pero sí hay una diferencia abismal entre
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obrar según la máxima de una ética de la convicción, tal
como la que ordena (religiosamente hablando): el cristiano
obra bien y deja el resultado en manos de Dios. O según una
máxima de la ética de la responsabilidad, como la que
ordena tener en cuenta las consecuencias previsibles de la
propia acción”. En otras palabras, un estadista no debe guiarse
según una ética absolutista como la que predicó Tólstoi, o según
los preceptos e ideales de un texto como el Sermón de la
Montaña.
Este tipo de guía moral no se ajusta al universo de la
política y pertenece a otro plano espiritual. Un estadista tiene que
tomar en cuenta su deber como protector de los intereses y
objetivos del país al que sirve, las opciones reales y no
meramente deseables que tiene en sus manos, y las posibles
consecuencias de escoger un camino u otro. Sólo desde una
perspectiva de equilibrio, que asuma las realidades del poder sin
arrodillarse ante las mismas, es razonable juzgar el desempeño
de un estadista, pues el terreno de su actividad no armoniza con
el fanatismo.
En otras palabras, como bien lo expresa un muy repetido
refrán, “el que no pueda soportar el calor que no entre en la
cocina”; o para decirlo en términos más elegantes, el que
confunda la práctica de la política con el ejercicio de la virtud
debe más bien retirarse y hacer algo distinto, pues la política no
es un torneo moral. La carrera de Kissinger tuvo numerosos
puntos sombríos, pero desconozco la de algún estadista de su
talla, que haya lidiado con desafíos de parecida envergadura, de
la que pueda afirmarse otra cosa.
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