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1.

La norma específica como punto de partida


El Código de Protección y Defensa del Consumidor (Ley 29571) estable-
ce en el acápite a) del inciso 1.1 del artículo 1:
Artículo 1. Derechos de los consumidores
1.1 En los términos establecidos por el presente Código, los consumidores tienen los siguientes
derechos:
a. Derecho a una protección eficaz respecto de los productos y ser-
vicios que, en condiciones normales o previsibles, representen
riesgo o peligro para la vida, salud e integridad física.

2. El consumidor y la importancia de su protección

la protección del consumidor, que luego se legisló e institucionalizó, primero en Estados


Unidos, luego en Europa y por último en América Latina, y que llegó al Perú en 1991, con la
dación de la primera Ley de Protección al Consumidor (Decreto Legislativo 716), a la cual
siguió, en 1992, la creación de la Comisión de Protección al Consumidor, dentro de la
estructura orgánica del Instituto Nacional de Defensa de la Competencia y de la Protección de
la Propiedad Intelectual (Indecopi).

Se trataba de reconocer que en la relación de consumo (plasmada a través de la contratación)


las partes intervinientes difieren una de la otra, mas no porque una sea “la parte fuerte” y la
otra “la parte débil” como antaño se sostenía—, sino porque una cuenta con más y/o mejor
información que la otra, lo que implica el principio de asimetría informativa. Entonces, el
Estado debe asumir un rol tuitivo y para ello establece el sistema de protección al consumidor,
que, por cierto, no protege al consumidor per se, sino, stricto sensu, al consumidor final
(precedente de observancia obligatoria contenido en la Resolución 101-96-TDC, caso Cheenyi
vs. Konica), el cual podría ser incluso una persona jurídica (precedente de observancia
obligatoria contenido en la Resolución 422-2003-TDC, caso Moquillaza vs. Milne). Antes de la
corriente pro consumidor (que empezó, notoriamente, en 1962), el mercado era distinto, pues
la empresa se mostraba como una insaciable máquina lucrativa, el empresario era el único a
quien podía importarle el destino de la empresa, la información era un privilegio de
los socios mayoritarios, existían solo las grandes empresas, y los monopolios se adueñaban
íntegramente de los sectores económicos más rentables. Todo ello se traducía en el mundo del
derecho, donde las relaciones económicas se plasmaban en un vetusto derecho comercial que
sólo miraba a los comerciantes o a los actos de comercio. Pero eso fue hace más de cincuenta
años, y desde entonces todo cambió. Hoy en día la empresa es el motor de la sociedad
contemporánea, actúa con responsabilidad social corporativa, atiende a sus diversos grupos de
interés, incorpora política de gobierno corporativo, convive con pequeñas y medianas
empresas y se somete al marco regulatorio de la libre competencia. El derecho, entonces,
también cambió. Ya no es el otrora derecho comercial; hoy estamos ante el derecho
empresarial que reconoce a la empresa como un fenómeno socioeconómico complejo (no
inventado por abogados) en cuyo alrededor encontramos diversos grupos de interés: el
inversionista mayoritario, el inversionista minoritario, el trabajador, el acreedor, el
consumidor, el Estado y la comunidad, entre otros. A todos les conviene el éxito de la
empresa, aunque por diversas razones; así, por ejemplo: al inversionista minoritario, para
maximizar la rentabilidad de su inversión; al consumidor, para gozar de productos de calidad; y
al Estado, para recaudar mayores ingresos por impuesto a la renta. Por consiguiente, la tarea
actual del derecho empresarial es lograr una regulación jurídica integral, no una simple
regulación jurídica, porque eso ya se consiguió: si enfocamos la relación empresa-trabajador,
tenemos el derecho laboral, y si hacemos lo propio con la relación empresa-acreedor, tenemos
el derecho concursal. Eso ya existe. El reto hoy en día es conseguir una regulación jurídica
integral, es decir, enfocar con realismo a la empresa y atender, a la vez, a todos los grupos de
interés: ninguno es más importante que otro, pues todos son necesarios. ¿Qué hace una
empresa sin inversionistas que se arriesguen por ella?, ¿o con trabajadores insatisfechos que
van a la huelga?, ¿o con consumidores que organizan un boicot en el mercado? La tarea es
ardua, pero es lo que corresponde en la actualidad. En esa dirección tiene que alinearse el
Código de Protección y Defensa del Consumidor (Ley 29571), sin pretender una protección
única, exclusiva, excluyente e irracional del consumidor, como si fuese el único grupo de
interés y creyendo que la empresa es un ogro malvado, abusivo y despiadado. No se trata,
pues, de ser exagerados: ni un mercado sin regulaciones (que devenga en anarquía), ni un
mercado con regulaciones excesivas (que asfixie a todos). Se requiere un mercado con
regulaciones adecua-das y razonables; por lo demás, este es el sustento de una economía
social de mercado, siendo éste el régimen económico consagrado en nuestra Constitución
Política. En suma, la importancia de la protección del consumidor reposa en dos claras razones:
por un lado, la superación de la antigua dicotomía “parte fuerte / parte débil” en la
contratación; por otro, el reconocimiento de la asimetría informativa en la relación de
consumo.

3. El régimen constitucional económico y la protección al consumidor sin paternalismo

La Constitución Política del Perú dedica el título III al régimen económico, título que empieza
con el capítulo I, relativo a los principios genera-
les, dentro de los cuales se ubica el siguiente artículo: Artículo 65.- El Estado defiende el
interés de los consumidores y usuarios. Para tal efecto garantiza el derecho a la información
sobre los bienes y servicios que se encuentran a su disposición en el mercado. Así misma vela,
en particular, por la salud y la seguridad de la población.

Atendiendo a su carácter constitucional, esta es la norma matriz de la regulación normativa de


la protección al consumidor en el Perú. De ella se derivan tres funciones básicas del Estado:

a) El Estado asume un rol defensor del interés de los consumidores y los usuarios, aunque en
realidad debería ser un rol tuitivo, es decir protector, en virtud del actual modelo económico
(la economía social de mercado) que otorga al Estado la tarea regulatoria, mas no
intervencionista, en la economía.

b) El Estado garantiza el derecho a la información que deberán ofrecer los proveedores sobre
los bienes y los servicios que se encuentran en el mercado a disposición de los consumidores y
los usuarios, precisamente para contrarrestar (en parte) la natural asimetría informativa.

c) El Estado vela en particular por la salud y la seguridad de la población, al estimar que se


trata de dos bienes jurídicos de especial relevancia, por lo que merecen una mayor tutela
estatal.
Todo lo anterior podríamos vincularlo sosteniendo que el Estado procura la protección del
consumidor y, para ese cometido, garantiza que el
proveedor le dará información al consumidor, lo que es especialmente trascendente cuando la
relación de consumo involucra la salud o la seguridad del consumidor o usuario. En palabras de
Alfredo Quispe Correa:La empresa, como se sabe, busca utilidad. El consumidor, se supone,
busca calidad y precio. De esa relación asimétrica entre la empresa y el consumidor, la ventaja
marcha al lado de la empresa: tiene mayor capacidad económica para influir en la decisión del
usuario y/o consumidor, lo que realiza a través de la publicidad y la propaganda, estudio de
mercado, experiencias de laboratorio, etc. El usuario o consumidor se encuentra indefenso
ante una campaña agresiva a favor de un producto, por lo que el Estado, o la asociación de
consumidores, o quienes están encargados de proteger los llamados intereses difusos, deben
intervenir para equilibrar la presión que se ejerce (2007: 111-112).

Sin embargo, no confundamos lo antes expuesto con el paternalismo, que “es la tendencia a
aplicar las formas de autoridad y protección propias del padre en la familia tradicional a
relaciones sociales de otro tipo, como políticas” (Vega Castro-Sayán 2010: 180-181). Como
bien explica Victorhugo Montoya Chávez (2009: 164): “[...] no solamente se requiere una
orientación de las actividades económicas necesarias para el desarrollo real del país, sino
también, en algunos casos, es imprescindible una intervención vigilante y controladora por
parte del Estado”. En ese sentido se pronuncia la sentencia del Tribunal Constitucional recaída
en el expediente 2016-2004-AA/TC, cuando refiere que las políticas públicas que se realicen
como expresión de obligaciones concretas para garantizar los derechos de las personas
importa que tanto el Estado como la comunidad, a través de un deber de solidaridad, deban
intentar conseguir aquellos bienes que les permitan el goce efectivo de sus derechos
económicos. Esta regulación legal no tiene que ser paternalista, sino promotora de la
actuación del consumidor diligente, informado y
razonable. Así, para Victorhugo Montoya Chávez (2009: 165), [...] es menester enfatizar que la
satisfacción de las necesidades del consumidor y del usuario (artículo 65 de la Constitución) es
el punto de referencia que debe tenerse en cuenta al momento de determinar el
desenvolvimiento eficiente del mercado, y es así como surge la función reguladora que debe
cumplir. El control de los estándares de calidad del servicio, la razonabilidad del precio que se
le asigne, el desarrollo sostenido del sector, la acción proactiva y efectiva en el cuidado del
medio ambiente y la competencia técnica son consideradas como conductas a ser asumidas
por los organismos reguladores, ya sea mediante acciones ex ante (regulaciones previas) como
ex post (sanciones disuasivas para el infractor como para los distintos competidores de atentar
contra los valores de un mercado eficiente y
humano).Véase, entonces, que el actual régimen constitucional económico tiende a la
protección del consumidor, sin que ello suponga una actuación paternalista que, lejos de ser
beneficiosa, termina siendo contraproducente para todos los que de una u otra manera están
involucrados en el mercado.

4.El gobierno corporativo y la responsabilidad social corporativa como nuevos referentes


para la actuación de las empresas

La doctrina anglosajona desarrolló, en época reciente, una nueva institución jurídica,


denominada corporate governance, que ha arribado al mundo romano germánico con el
nombre de gobierno corporativo, también conocido como gobernanza empresarial, buen
gobierno corporativo, gobierno de las sociedades, etc. Se trata de un sistema dentro de la
sociedad empresarial que incluye procedimientos, actividades (prácticas) e instituciones
(normas) en cuanto a la relación entre los accionistas de la sociedad (titulares) y su
administración (directorio y gerencia) (Martínez-Ortiz 2007: 42). En la medida de lo posible, se
procura evitar la concentración de la propiedad y la administración de la empresa en las
mismas manos, en aras de la transparencia de la marcha empresarial en el mercado. Especial
atención merece la vinculación del gobierno corporativo con las relaciones de agencia, porque
aquel pretende superar los costos asociados a la agencia (costo directo, costo de supervisión y
monitoreo, costo de información y costo de garantía) que van más allá de la sola reducción de
los costos de transacción (ocasionados por la agencia). La teoría del gobierno corporativo
también vincula a las empresas con la ética, lo que acaso se creía incongruente hace algunos
años. Ante la pregunta: ¿existe alguna relación entre el buen gobierno corporativo y la ética
empresarial?, Julio Salas Sánchez (2008: 348) responde:
Sí, la decisión de aplicar los principios de gobierno corporativo tiene que significar que la
empresa está dispuesta a crear en ella una cultura de buen gobierno corporativo, decisión que,
por esencia, conlleva una actuación ética, responsable, transparente, con todo lo que
esas experiencias significan. Esa decisión no puede ser solamente una fachada. Tiene que ser el
sustento real de desarrollar la señalada cultura de buen gobierno corporativo. En este devenir,
la ética empresarial nos lleva, a su vez, hacia la responsabilidad social corporativa, la que
supone que la empresa asuma el rol social que le corresponde en relación con su entorno y
respecto a los stakeholders o grupos de interés —los inversionistas, los trabajadores, los
consumidores y usuarios, los acreedores, el Estado, la comunidad, etc.—, lo cual está vinculado
estrechamente al régimen constitucional económico de la economía social de mercado.

Juan Pedro Sulbarán explica que la responsabilidad social corporativa se compone de cuatro
categorías: la responsabilidad económica (generar utilidades con eficiencia), la responsabilidad
legal (respetar las normas y las regulaciones), la responsabilidad ética (actuar más allá de lo
estrictamente exigido por las normas) y la responsabilidad filantrópica (contribuir al bienestar
de la comunidad).2 Si bien existen varios actores involucrados en la gestión del modelo de
responsabilidad social corporativa, para María Laura Estigarribia Bieber el consumidor cumple
un rol esencial, pues “además de conocer y exigir sus derechos, debe tener presente que él
también tiene una responsabilidad social y considerar el impacto que su conducta tiene en las
relaciones de mercado” (2009: 163). No le falta razón a la citada autora, más aún cuando, para
la Comisión Europea, “la responsabilidad social empresarial ha evolucionado, en parte, como
respuesta a las expectativas y demandas de los consumidores”.
Hoy en día, el consumidor es un consumidor responsable: informado de sus derechos y
consciente de sus hábitos de consumo. La responsabilidad social corporativa ha desarrollado
diversos criterios para ilustrar la acción social de la empresa, siendo uno de ellos la acción
compensatoria, que se refiere a las iniciativas de la empresa que buscan revertir los efectos
perjudiciales que su actividad ocasiona respecto al medio ambiente; es decir, se compensa (de
ahí el nombre de acción compensatoria) parte de la contaminación ambiental (que se juzga
necesaria, atendiendo a las propias circunstancias de la industria), buscándose el lado positivo
a algo que per se es negativo. Hacemos referencia a la acción compensatoria porque nos
ayuda a entender mediante una interpretación extensiva— que hay circunstancias, actividades
y hasta productos y servicios que, siendo peligrosos o riesgosos, son (cuando menos hoy en
día) necesarios o, incluso, inevitables, de ahí que el derecho no pueda prohibirlos, aunque sí
puede exigir que se informe adecuadamente del peligro o el riesgo que conllevan. Esa
información ofrecida por la empresa (más allá de que responda a una exigencia estrictamente
legal) puede entenderse como parte de su responsabilidad social corporativa, brindándole “un
valor agregado a la misma, convirtiéndola en un modelo para empresas idóneas en un
mercado con mayores valores y que premia cada vez más este esfuerzo” (Morales Acosta
2011: 69). En palabras de Diego Vega Castro-Sayán: “la voluntariedad de las empresas que
decidan trabajar en responsabilidad social empresarial no puede verse alterada por una
legislación que eleve costos y altere la economía” (2010: 187)
5. La información a favor del consumidor como medio idóneo para su protección eficaz

Alicia Ferrer Montenegro anota que “la relación de consumo refiere a una relación jurídica
entre dos sujetos —consumidor y proveedor— que los vincula en calidad de deudor-acreedor”
(2010: 233). El detalle está en que dicha relación es, por su propia naturaleza, asimétrica, pues
usualmente el proveedor cuenta con mayor y/o mejor información que el consumidor. Carlos
Alberto Montaner nos recuerda que “la lucha por la igualdad ante la ley, consagrada en todos
los textos legales desde las revoluciones liberales del siglo XVIII, se ha ido depurando y
refinando, y hoy, tácitamente, incluye también el derecho que tiene el consumidor a ser
tratado con equidad, y sin sufrir el agravio comparativo de que otra persona posea privilegios
que a él le son negados” (2004: 9). En sintonía con ese ánimo modernizado de igualdad ante la
ley, y en aras de superar la asimetría informativa, la legislación contemporánea ensalza la
información a favor del consumidor como un mecanismo idóneo para su protección eficaz.
Actualmente, pues, la información es un derecho consustancial al consumidor, y así lo
entiende nuestro Código de Protección y Defensa del Consumidor cuando en el inciso b) de su
artículo 1.1 regula el “derecho a acceder a información oportuna, suficiente, veraz y fácilmente
accesible, relevante para tomar una decisión o realizar una elección de consumo que se ajuste
a sus intereses, así como para efectuar un uso o consumo adecuado de los productos o
servicios”. La norma referida no hace más que reiterar el criterio expuesto en la jurisprudencia
del Indecopi, como puede apreciarse en la Resolución 72-97-TDC, según la cual los
proveedores tienen “la obligación de consignar de manera veraz toda la información relevante
sobre los productos y servicios ofertados”, así como en la Resolución 102-97-TDC, donde se
sostiene que “para determinar qué prestaciones y características se incorporan a los términos
y condiciones de una operación en caso de silencio de las partes o en caso de que no existan
otros elementos de prueba que demuestren qué es lo que las partes acordaron realmente, se
acudirá a las costumbres y usos comerciales, a las circunstancias que rodean la adquisición y a
otros elementos que se consideren relevantes”.
La revaloración del consumidor ha colocado en las manos de este un derecho mínimo: la
información oportuna, suficiente, veraz y accesible.
Aquí conviene traer a colación las palabras del chef Gastón Acurio: “Nosotros entendimos hace
tiempo, como cocineros, que un restaurante no es solo su cocina. Es sobre todo una
experiencia. Todo tiene que significar, decir y transmitir emociones. Servicio, comida, discurso,
ambiente, valor, son variables igual de importantes. Lo más importante es ser coherente”
(Luque 2010: 57). Ante ello subrayamos que, para significar, decir y transmitir es fundamental
la información. En otro contexto, Steve Ballmer, presidente ejecutivo de Microsoft, anunció el
6 de junio del 2002 que el nuevo objetivo de la corporación era la excelencia, en particular la
excelencia en cada punto de la relación con sus clientes, lo cual supondría información de
calidad (Slater 2007: 200), pues, como solía decir Walt Disney, “en Disneyland, los visitantes
son nuestros invitados” (Capodagli y Jackson 2007: 71). El proveedor que en verdad quiera
calificar para tal título deberá procurar que el consumidor tenga a su disposición la
correspondiente información; no se trata de tener a un consumidor a ciegas (y retenerlo
mientras permanezca así), porque esa será una falsa percepción, tan irreal como efímera,
insostenible en el tiempo. En este orden de ideas, la información “puede ser conceptualizada
como un bien, en cuanto tiene un valor económico determinado por las circunstancias y por la
utilidad que tiene para los particulares” (Bullard 2000: 292), de modo que “el deber de
información debe ser entendido como el derecho de los consumidores a recibir de los
proveedores toda la información oportuna y necesaria a efectos de tomar una decisión
adecuada en la adquisición de productos o prestación de servicios” (Salas Valderrama 2010:
188). Atendiendo a los Lineamientos 2006 de la Ley de Protección al Consumidor, la
información antes aludida debe entenderse como la información relevante: “Existe cierta
información mínima que, por su relevancia para efectos [de] que el consumidor tome su
decisión de consumo, debe ser puesta en conocimiento del consumidor”. Empero hay veces en
que la simple información no es suficiente para conseguir la protección eficaz del consumidor,
lo cual ocurre sobre todo tratándose de productos o servicios riesgosos o peligrosos

6. La protección eficaz respecto a productos o servicios riesgosos o peligrosos

La norma glosada establece como uno de los derechos mínimos del consumidor el derecho a la
seguridad, que se manifiesta como la “protección eficaz respecto de los productos o servicios
que, en condiciones normales o previsibles, representen riesgo o peligro para la vida, salud e
integridad física”. Algunos autores confunden el alcance de la referida norma al considerar que
procura prevenir “todo peligro que pueda causar el consumo de un producto mal fabricado o
de un servicio mal realizado” (Carbonell 2010: 87) o que “los proveedores deben tomar las
medidas de seguridad, mínimas y previsibles, para reducir los riesgos que puedan perjudicar a
los consumidores en las transacciones comerciales que tengan y que puedan repercutir en su
salud, seguridad y/o integridad física” (Salas Valderrama 2010: 186). Pero no es este el sentido
del artículo examinado: hay que ir más allá y entenderlo aplicable a los productos y servicios
que por sí mismos son riesgosos o peligrosos, sin tener que llegar al extremo de que su
fabricación o prestación hayan sido mal realizadas, ni tener que incidir en el deber mínimo de
diligencia esperada del proveedor. Una comparación del derecho a la seguridad en cuanto a
los textos contenidos tanto en la anterior como en la vigente legislación de la materia.

Del contraste de ambos dispositivos jurídicos se aprecian nítidamente solo tres cambios:
primero, se reemplaza “contra los productos y servicios” por “respecto de los productos y
servicios”, lo que denota una mejor redacción; segundo, se agrega “la vida” como bien jurídico
tutelado, lo cual también es pertinente porque se aludía a bienes jurídicos menores (la salud y
la seguridad física) y se dejaba de lado un bien jurídico de mayor relevancia (la vida); y tercero,
se reemplaza la “seguridad física” por la “integridad física”, lo que concuerda con el derecho
fundamental de la persona consagrado en nuestra Constitución Política. Asentados en la
normatividad vigente y desmenuzando el texto pertinente, caben hasta 24 casos, si trabajamos
con cuatro criterios de clasificación: ofrecimiento, que comprende productos (Prod.) y
servicios(Serv.); condiciones, que pueden ser normales (Norm.) y previsibles(Prev.);
potencialidad, que abarca riesgo (Riesg.) y peligro (Pelig.); y afectación, que subsume vida
(Vida), salud (Salud) e integridad física (Integ.)

En el tema materia de análisis hay un precedente de observancia obligatoria contenido en la


Resolución 095-96-TDC, recaída en el expediente 202-96-CPC y publicada en el diario oficial El
Peruano, el 18 de diciembre de 1996, en los siguientes términos:

La razonabilidad de una advertencia, sea que esté referida a los riesgos y peligros que
normalmente tienen ciertos productos (es decir, las advertencias a las que alude el segundo
párrafo del artículo 9 del Decreto Legislativo 716) o que esté referida a los riesgos y peligros no
previstos que se detecten con posterioridad a la colocación de los productos en el mercado (es
decir, la obligación de advertir al consumidor, contenida en la última parte del artículo 10 del
Decreto Legislativo 716) debe ser analizada en relación a los siguientes elementos básicos:
a) La advertencia debe ser difundida con la debida celeridad. Se deben difundir las
advertencias en un plazo prudencial de acuerdo con la gravedad del riesgo o peligro
involucrado. Esto implica que, tratándose de un grave daño a la salud de los consumidores,
las advertencias deben ser difundidas de inmediato, apenas existan indicios razonables para
suponer la existencia del peligro.
b) El uso de un encabezamiento o señal de advertencia adecuados al riesgo o peligro que se
advierte. El “título” con el que pretende llamar la atención del consumidor debe ser adecuado
para que, sin alarmar innecesariamente, llame la atención lo suficientemente en relación a la
magnitud del riesgo al segmento de la población afectada que busca advertirse y permita a los
interesados identificar la importancia de la advertencia para ello.
c) El tamaño y frecuencia de la advertencia deben ser adecuados. Las dimensiones de la
advertencia y la frecuencia con las que se hace (en el caso que la advertencia se haga por
medios de comunicación) deben permitir razonablemente que se llegue a la mayoría de los
consumidores afectados.
d) Se debe especificar la naturaleza del riesgo o peligro que se advierte. Esto implica señalar si
estamos, por ejemplo, frente a un riesgo a la salud, o a la propiedad del consumidor, o
simplemente puede implicar la pérdida del producto adquirido. Por ejemplo, si un producto es
tóxico si se bebe o dañino si se aplica sobre los ojos, debe indicarse tales efectos.

e) Debe utilizarse un lenguaje accesible y entendible por un consumidor razonable. Debe por
tanto descartarse el uso de lenguaje excesivamente técnico o científico, utilizándose por el
contrario términos que permitan al consumidor entender cuáles son los riesgos o peligros que
se le advierten.
f) Se debe describir el nivel de incertidumbre que rodea al riesgo o peligro previsible. Si el
riesgo es solo potencial o no se tiene certeza absoluta del mismo, puede indicarse ello en el
aviso, pudiendo en estos casos usarse expresiones condicionales. Por el contrario, si se trata de
un riesgo cierto y preciso, debe utilizarse un lenguaje que dé a entender ello al consumidor.
g) Deben explicarse las medidas que se deben adoptar para evitar el riesgo o para mitigar los
efectos que pudieran producirse. La advertencia debe, de ser posible, señalar cómo corregir
estos problemas de una manera clara y sencilla. Este precedente, de observancia obligatoria
(pronunciado a propósito de un caso que, en verdad, se refirió a un riesgo injustificado [Atoche
2007: 79]), está hoy recogido en el Código de Protección y Defensa del Consumidor, en el
capítulo IV (Salud y seguridad de los consumidores), subcapítulo I (Protección a la salud y
seguridad de los consumidores),específicamente en los artículos 25 (deber general de
seguridad), 26 (medidas de los proveedores frente a los riesgos previstos), 27 (información de
productos o sustancias peligrosas), 28 (medidas de los proveedres para eliminar o reducir los
peligros no previstos) y 29 (criterios aplicables a la información y advertencia sobre el riesgo y
la peligrosidad). Los productos de tabaco y las bebidas alcohólicas sirven para ilustrar
los supuestos reseñados en líneas anteriores. Sin perjuicio de otros casos, igualmente
interesantes —respecto a productos (como los insumos químicos, los medicamentos y los
plaguicidas) o respecto a servicios (como los servicios médicos en una intervención quirúrgica,
que exige el consentimiento informado8)—, nos referiremos a los productos mencionados.
Podemos categorizar los productos de tabaco como aquellos que, en condiciones normales,
representan peligro para la vida y la salud (Pinillos et al. 2005). Precisamente, atendiendo a
dicha realidad, en los últimos años se produjo una ola legislativa regulatoria de los productos
de tabaco, pudiendo citarse la Ley 25357 (de 1993, que prohibió fumar en espacios cerrados
de uso público), la Ley 26739 (de 1996, que regula la publicidad de cigarrillos en la televisión y
la radio), la Ley 26849 (también de 1996, que prohíbe la venta y la publicidad de productos de
tabaco en lugares de acceso público), la Ley 26957 (de 1998, que prohíbe la venta de
productos de tabaco a menores de edad) y la Ley 28705 (del 2006, que derogando todas las
anteriores estableció medidas para la prevención y el control de los riesgos del consumo del
tabaco). Merece especial mención el Reglamento de la Ley 25357, aprobado mediante el
Decreto Supremo 083-93-PCM, que estableció en su artículo 7: “Las cajetillas, paquetes o
bolsas de productos de tabaco deberán de llevar de manera ampliamente legible, ocupando
no menos de la décima parte del área total del empaque, la frase ‘Fumar es dañino para la
salud, está prohibido fumar en lugares públicos, según la Ley Nº25357’”. Esta norma se
encuentra derogada, pero tiene el mérito de haber sido pionera en imponer el citado texto en
los empaques de los productos de tabaco. Hoy está vigente el Reglamento de la Ley 28705,
aprobado mediante el Decreto Supremo 015-2008-SA (modificado posteriormente por el
Decreto Supremo 001-2010-SA y, recientemente, por el Decreto Supremo 001-2011-SA), que
estipula en su artículo 22.2 que deberán incluirse frases que constituyen advertencias
sanitarias y que son las siguientes:
a) Fumar causa gangrena.
b) Fumar causa cáncer de mama.
c) Fumar causa impotencia sexual.
d) Fumar causa aborto.
e) Fumar causa cáncer de pulmón.
f) El humo del tabaco causa asma en los niños.
g) El humo de tabaco daña a tu bebé.
h) La nicotina es tan adictiva como la heroína.
i) Fumar causa infarto al corazón.
j) Fumar causa cáncer de laringe.
k) Fumar causa infarto cerebral.
l) Fumar causa ceguera.

En cuanto a las bebidas alcohólicas, estas pueden categorizarse como productos que, en
condiciones previsibles, representan riesgo para la vida, la salud y la integridad física. La Ley
28681 prescribe en su artículo 7: “En un espacio no menor del 10% del área total del empaque,
envolturas o afines, así como en las etiquetas de los envases que se utilicen para la
comercialización de cualquier bebida alcohólica, se consignará en caracteres legibles la
siguiente frase: ‘Tomar bebidas alcohólicas en exceso es dañino’”. Entonces, puede apreciarse
que la producción, la comercialización y la publicidad de los productos de tabaco y de las
bebidas alcohólicas son lícitas, pero el consumo de estos representa —en condiciones
normales o previsibles— riesgo o peligro para la vida, la salud y la integridad física, según lo
anteriormente explicado. De ahí que la legislación de la materia exija ir más allá de la
información que todo proveedor debe ofrecer a los consumidores, normando específicamente
los textos y las características de dicha información, en procura de conseguir una
protección eficaz de estos últimos.

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