Beber en Rojo - Alberto Laiseca
Beber en Rojo - Alberto Laiseca
Beber en Rojo - Alberto Laiseca
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Beber en rojo
(Drácula)
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Alberto Laiseca
Beber en rojo
(Drácula)
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Laiseca, Alberto
Beber en rojo: Drácula /Alberto Laiseca; con prólogo de José María Marcos
1a ed. - Buenos Aires: Muerde Muertos, 2012
128 p.; 21x15 cm. (Muerde Muertos)
ISBN 978-987-26054-5-2
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MAGO DE LA EXUBERANCIA Y LA ALUCINACIÓN
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Beber en rojo (Drácula) es una síntesis de su fascinación por estas co-
rrientes. Pero, como no podía ser de otra manera, Laiseca nos propone
una suerte de ensayo (o novela china, como él dice), que, sin perder la
puesta en escena y la necesidad de captar la atención del lector, recuerda
que toda verdadera obra de arte nace cuando la obsesión y la forma alcan-
zan el punto exacto en el que una no podría existir sin la otra. Ese es el
caso de esta extravagante reescritura de la obra mayor del genio irlandés.
Pistas y señales
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exposiciones “El monstruo en el sur” (2º Encuentro Argentino de Creado-
res de Género Fantástico, 2004) y “Vampiros y erotismo” (34º Feria del
Libro de Buenos Aires, 2008). Sin olvidar, claro, el mítico programa de
tevé Cuentos de Terror en I-Sat, el ciclo Cine de Terror en Retro y la película
Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo (2011), de Gastón Duprat y
Mariano Cohn, basada en un cuento de su autoría, donde lo fantástico y el
horror le dan encarnadura a un film de gran valor artístico.
¿Por qué le gustan tanto estas historias a Laiseca? En el prólogo a la
antología Cuentos de terror (2003), da una explicación: “A la vuelta de
casa, allá en Camilo Aldao (mi pueblito de la provincia de Córdoba), se
reunían de noche unas viejitas que contaban historias espantosas: gente
enterrada viva, mujeres jóvenes secuestradas a quienes les hacían cosqui-
llas hasta matarlas, sirvientas que se volvían locas y metían al niño de la
familia en el horno (con una manzanita en la boca), etc. Según decían las
viejas, éstos no eran cuentos sino ‘historias verídicas’. Yo tenía mucho
miedo y después no podía dormir, pero valía la pena. Estas mujeres, con
sus historias, me abrieron puertas en el alma. Creo que ahí empecé a
interesarme por el horror”. A continuación, agrega: “Ya egipcios, chinos y
japoneses tenían cuentos con fantasmas, seres transformados o magos
que enviaban cocodrilos mágicos a casa de sus enemigos. La vieja pregun-
ta es: ¿por qué seguimos leyendo (o pidiendo que nos cuenten) historias
terroríficas? En primer lugar, porque nos divierten mucho. Es cosa clara.
Todo lo que ‘abre puertas’ gratifica. Pero hay todavía una razón más pro-
funda: los monstruos existen en serio y todos lo sabemos (independien-
temente de la enseñanza que nos hayan endilgado). Oír cuentos horripi-
lantes es familiarizarnos con lo terrible. Así, cuando el Espanto Penúlti-
mo llegue (cosa más que probable), estaremos preparados”.
En el artículo “El susto hace crecer”, Laiseca retoma estas ideas y am-
plia algunos aspectos: “Para mí el terror no es solamente pasatismo o
entretenimiento. Es escuela de imaginación y, por otra parte, desata los
miedos más oscuros que tenemos dentro. Todos esos monstruos, si no
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existen o han existido, pueden llegar a existir. Basta echar un vistazo a la
sociedad actual. Y atención: creo que lo peor aún no ocurrió. Y lo digo
después de los nazis y del stalinismo. Siempre hay gente encantadora
esperando por su parte. Es más fácil que ocurra lo malo que lo bueno, y
de esto da cuenta el género de terror. Nos gusta verlo escrito en la espe-
ranza de que no suceda”.
Respecto a la literatura infanto-juvenil, subraya: “Hoy los escritores
de cuentos para niños tratan de ser ‘amables’: nada de chicos abandona-
dos en el bosque porque los mayores no tienen para alimentarlos; nada
de padres ogros que obligan a sus hijas a calzar zuecos de hierro para
‘disciplinarlas’; nada de Hombre de la Bolsa que se lleva a los chicos para
que sus nenas les coman los ojitos. Nada de nada. Pues esto me parece
una tontería y un error. ¡Pero si lo que los niños quieren es asustarse! Lo
que los niños quieren, en el fondo, es crecer. Tenían razón los autores del
siglo XIX. Convendría repensar todo esto”.
En este mismo ensayo, el autor reflexiona sobre el prejuicio que pesa
sobre esta literatura: “Hay un genio entre nosotros que, sin embargo,
nunca va a ganar el premio Nobel. Stephen King. Se lo considera un
escritor menor. Los escritores profesionales lo miran por arriba del hom-
bro. Hace muchos años (aún no lo conocíamos a King) yo intenté defen-
der a Henry Rider Haggard (Ella, Ayesha, Las minas del rey Salomón).
Los ‘profesionales’ me taparon la boca con un ‘eso no se lee’. Así. Pese a
que Oscar Wilde, en uno de sus ensayos, dijo que Haggard era un genio.
Algo parecido ocurre ahora con Stephen King. Antes de leer El resplandor
yo pensaba que el trillado tema de las casas encantadas estaba agotado.
Entonces vino King, con su novela, y me probó que me equivocaba. Ese
hotel espectral, lleno de fantasmas, es una maravilla originalísima”.
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me atrae porque aborrezco lo seguro, lo convencional —señala el padre de
Hellraiser (1986) en su libro Sangre (1985)—. La ficción en general exami-
na los estratos del mundo con criterio realista; la ficción de horror arremete
contra ellos con una sierra eléctrica, corta la realidad en pedacitos y le pide
al lector que vuelva a armarla” para contemplarla desde un nuevo enfoque.
Algo similar ocurre con el realismo delirante.
En las historias horripilantes chinas puede suceder algo como esto: cinco
amigos toman vino, alegremente, junto a un fuego y arrimados a una pa-
red. De pronto, y sin previo anuncio, del muro sale un horrible dragón que
se come a uno de los presentes, de un solo bocado. Luego de su hazaña el
monstruo se resume nuevamente en los ladrillos. Los cuatro amigos que res-
tan siguen tomando vino y haciendo bromas como antes. Esto, a un occiden-
tal, le choca. Sin embargo, honorable lector, ¿cuántas veces le ha pasado a
usted mismo, en la vida, que tomando cerveza o ginebra con sus conocidos,
uno de los presentes intente beber de su vaso, pero el vaso lo bebe a él y
desaparece allí adentro y nunca más supo? ¿Cuántas? Innumerables. ¿Debo
yo consignar, como escritor, la caída de cada hoja de cada árbol? Sería impo-
sible terminar cualquier novela. Por eso el artista chino recorta sucesos. Eli-
ge. A algunos los consigna, pero a otros, no. Los bárbaros e ilógicos occidenta-
les son los que han puesto de moda la supersticiosa manía de anotarlo todo.
¿Debo rastrear las razones por las cuales un hombre le prende fuego a una
casa con dos viejitas adentro? Sucedió y listo. Así queda espacio para hablar
de lo que realmente le importa al lector: la incomprensible mancha amari-
lla que deja sobre mi colcha la luna de otoño, mientras bebo vino de Los
Diez Mil Años con mi recipiente de jade. Mi copa es chiquitita, delgada y
suave como una concavidad de pétalos incrustados unos con otros y, a descri-
birla, bien puedo dedicarle dos páginas.
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Volviendo a lo del dragón y la pared. No debe extrañar la actitud de los
cuatro amigos. Es seguro que el monstruo, ya saciado su apetito, no volverá a
manifestarse por ahora. De modo que ¿para qué voy a preocuparme? Los
designios del cielo son incognoscibles. Enormes. En China hasta lo sobrena-
tural se toma con pragmatismo. Buda es nieve negra.
El monstruo en el arte
Laiseca deja clara su posición respecto a los lectores. “Una cosa pode-
mos tener por segura: el lector actual, que se acerca al mundo del arte, ya
no está dispuesto a tolerarnos una obra hermética, inconexa, tediosa. A
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esto hay que comprenderlo. En tanto algunos escritores sigan por el ca-
mino de las ‘vanguardias’ retrógradas, no tendrán derecho a quejarse del
triunfo del best seller. Si nos volvemos orgullosos e intratables no com-
prenderemos a nuestro tiempo, identificaremos ‘profundo’ con ‘soporí-
fero’ y así serán las consecuencias”, apunta Harker para señalar: “No debe
extrañarnos, entonces, la aparición de obras que parecen hechas con pesa-
dos bloques de tejido adiposo. Pero mientras vivan los hombres no fina-
lizará la aventura del entretenimiento puro ni la del espíritu de juego
mezclado sabiamente con la profundidad metafísica. Porque, en definiti-
va, entiendo yo, para un escritor ésta es la mejor moraleja y la alegoría
más perfecta: conseguir lectores que no se aburran. (…) Tal vez la clave
sea retomar el mundo de los monstruos. Lo monstruoso es demasiado
importante como para dejarlo en el reino de la clase ‘B’. Werner Herzog
dio un gran paso con Nosferatu, película entretenida y a la vez profundí-
sima”.
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afiebrado están contenidos, en efecto, todos los motivos y obsesiones
que harán del fantástico latinoamericano una nueva forma de resistencia
a las cárceles de la razón y del sentido común. En su origen, se sabe, el
gótico coincide con el Iluminismo y sus geometrías del saber. Es, mejor
dicho, su costado oscuro, la grieta que, en la arquitectura del orden, se
abre para impedir la calcificación del sentido y las jerarquías del pensa-
miento”. Comenta que las mejores ficciones se parecen irremediablemente
a los sueños más inquietantes, pues conforman una literatura que nos
lleva a “mejorar la calidad de las preguntas, dejarnos, al final de la lectura,
con una intuición hiriente y liberadora: la promesa de que el sueño exis-
tirá, a condición de que aceptemos soñarlo”.
Retomando el comienzo, a partir de las palabras de María Negroni, la
tercera teta propuesta por Laiseca sería la ventana del alma, la grieta en la
arquitectura del orden, la promesa de que el sueño existirá para forjar
nuevos universos y acceder así a diálogos esclarecedores, como el siguien-
te entre Drácula y Harker:
—Ya ve usted, Mr. Harker, lo que sucede. ¿Sabe por qué los hombres
tenemos únicamente dos brazos?
—No. De veras no lo sé.
—Porque ellas tienen tan sólo dos tetas. Ya habrá podido verificar que,
cuando tienen tres, como en este caso, en el acto nos sale un trío de manos
para que el aferramiento sea completo.
—Ya veo.
—Es uno de los secretos delirantes de la vida.
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Beber en rojo (Drácula)
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Dedico este libro a Bram Stoker.
Y a Irlanda, la Isla Esmeralda, y a su cerveza negra.
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Durante todo un día de otoño, triste, oscuro, silencioso, cuando las
nubes se cernían bajas y pesadas en el cielo, crucé solo, a caballo, una
región singularmente hermosa del país; y, al fin, al acercarse las sombras
de la noche, me encontré a la vista del melancólico castillo Drácula(1).
Digo que la región era hermosa, pese a la opresión del cielo, puesto que al
cruzar toda la Valaquia, y en aproximación a los Cárpatos, vi terrenos com-
puestos de mármol, mica, antracita y pizarras. Sé, por haberlo estudiado, que
en estos sitios abunda el oro, la plata, el hierro, el cobalto y el mercurio. Hay
azufre, plomo, yeso y alabastro. Los egipcios, pienso en este momento, ha-
rían hermosos sarcófagos con esas piedras principales. Para llegar hasta aquí
(me he tomado mi tiempo) atravesé varios ríos de aguas saladísimas. No creo
que esto ocurra en otro lado de Europa. Me cuenta la gente que el hecho se
debe a los gigantescos depósitos de sal gema que abundan en este país.
Según mis cálculos hoy es el 30 de septiembre del año 2001. El invierno
viene adelantado, me temo. Hace ya dos días que tengo frío. Cuando
empiece la zona propiamente montañosa puede incluso llegar a nevar.
Lo anterior fue ayer. Comenzó a soplar el viento glacial del nordeste,
el crivetin. Ya caen los primeros copos. Hace rato que no se ven perales,
manzanos, nogales. No quedan colinas y sí pasos de montaña, con sus
pinos, alerces y álamos blancos. Estoy internándome en los Cárpatos y
los viñedos han desaparecido.
Un rato atrás he tenido la sorpresa de encontrar un pino de casi un
metro y medio de diámetro en la base. Antes eran frecuentes, pero ahora,
luego de la deforestación sistemática, resulta una rara avis in Remania
terra. Tampoco quedan casi jabalíes, los ciervos son inencontrables y osos
no vi ni uno. Todavía quedan algunos patos, cisnes y cigüeñas.
(1) “Durante todo un día de otoño, triste, oscuro, silencioso, cuando las nubes se cernían bajas y
pesadas en el cielo, crucé solo, a caballo, una región singularmente hermosa del país; y, al fin, al acercarse
las sombras de la noche, me encontré a la vista de la melancólica Casa Usher (El hundimiento de la Casa
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Los bosques, a ambos lados de los desfiladeros y a causa de la nieve,
empiezan a parecer murallas gigantescas.
El viento glacial ha cesado y también la nevada; la temperatura,
curiosamente, está subiendo. Es como si otra vez fuese otoño. Hasta
vi un oso y dos lobos, que no mostraron la más mínima intención de
atacarme. La diferencia entre el arriba y el abajo es cosa de no creer,
puesto que mientras el cielo se muestra sombrío, silencioso, con nu-
bes amenazantes y pesadas, abajo, sobre la tierra, la nieve resplandece
con tenue fulgor propio. ¿De dónde sale la luz? De esta mezcla de lo
natural con lo sobrenatural y lo delicioso (pero, repito, aquí abajo,
sobre la tierra) no participa en lo mínimo lo de arriba: melancólico,
ruinoso y amenazante como en el comienzo de Usher, el cuento de
Poe.
Ahora, sí, aparece ante mí el siniestro castillo Drácula. No es tan in-
menso como lo imaginaba, pero tampoco diminuto. Ciertas partes de la
fachada, obviamente de una vejez de siglos, contrastan con otras de res-
tauración reciente y poco feliz. Por momentos intenta el gótico, con ven-
tanas en ojivas y vitrales de esos colores que los artistas plásticos denomi-
nan “fríos”.
Hay un agregado desconcertante: un diminuto y absurdo puente leva-
dizo tendido sobre el charquito. Sólo podría ser de utilidad para caballe-
ros enanos montados sobre equinos pigmeos, reducidos a su mínima
expresión.
Até mi caballo, ya muy agitado y hambriento, bajo un árbol, apesa-
dumbrado por la nieve, y crucé el puente. Para llamar a la puerta debí
manejar una monstruosa maza celtibera de hierro (no sé cómo dar una
idea de ella) que rota por su empuñadura. Produjo un ruido horroroso.
El sol se ha ocultado hace rato y recién me doy cuenta.
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anciano lee su libro favorito (Las minas del rey Salomón, probablemen-
te), mientras su mano derecha sostiene con indolencia una bebida apro-
piada para la época invernal. Esperamos ver, a través del vaso, el color
ambarino del whisky, pero con toda evidencia, se trata de algo más fuer-
te. El color del líquido es rojo y el dulce anciano se llama Drácula.
La cámara se acerca más y, en efecto, se trata de Las minas del rey
Salomón: “Al oír los últimos alaridos corríamos a todo escape por el pasi-
llo y he aquí el cuadro que la luz de la lámpara iluminó. La enorme roca
que cierra la entrada descendía lentamente y sólo distaba tres pies del
piso. Cerca de ella luchaban Gagaula y Foulata; la sangre de ésta bañaba
su cuerpo y corría por sus piernas, pero aún la valiente joven agarraba a la
bruja endemoniada que se revolvía furiosa, como un gato montes. ¡Ah!
¡Al fin se liberta de las manos que la aprisionan! Foulata cae y Gagaula,
echándose al suelo, ratea hacia afuera por el decreciente espacio que deja
libre la enorme y pesada piedra. Está bajo ella, avanza y... ¡oh, Dios! ¡Le
falta tiempo! ¡Es demasiado tarde! La descendente mole la sujeta, la opri-
me, y ella grita desesperada, presa de terror. Y baja más, y sus treinta
toneladas prensan, comprimen las secas carnes de la vieja contra la roca
inferior. Chilla, como jamás he oído chillar; rechinan, crújenle los huesos
con su repugnante estallido, con un horroroso ‘crach’; cae la maciza com-
puerta y cierra herméticamente la salida, en el mismo instante en que
llegábamos junto a ella”(2).
En ese momento el terrible aldabonazo de la maza celtibera interrum-
pe su lectura y el Conde da orden de atender y ocuparse de todo. Un par
de sirvientes sale a la disparada.
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—No se preocupe, señor. Uno de mis compañeros lo está llevando en
este momento a la caballeriza. El animalito estará confortable y con buen
pienso. Sígame.
Este, por donde caminamos, es un largo y estrecho vestíbulo. Espera-
ba encontrar armaduras rechinantes, tapices descoloridos y etcétera, como
en Usher. Pero me vi defraudado. Las paredes están desprovistas, salvo
algunas incrustaciones metálicas que sostienen antorchas apagadas. Resa-
bio de otros tiempos, sin duda, ya que la iluminación es eléctrica.
El criado abre una segunda puerta, al final del corredor, y se asoma
para decir:
—Sr. Conde, el señor...
—Sí, hágalo pasar.
—Me encuentro con un hombre altísimo, delgado, de unos sesenta
años, rostro afable pero muy pálido. Tiene enormes bigotes nietzscheanos
(del período en que Nietzsche estaba más loco). Me estrecha la mano.
—Mr. Harker, bienvenido. Supongo que afuera el tiempo es atroz.
Ha tenido usted la mala suerte de verse obligado a viajar en invierno.
Sonreí.
—En Inglaterra también tenemos días duros.
—Pero no se imagina lo que son los Cárpatos: hasta dos metros de
nieve y 37º bajo cero. Pero aquí estará confortable. Tome asiento, por fa-
vor.
Estaba aterido. Cuando llamé a la puerta del castillo justo recomenzó
la nevada. No me viene mal sentarme al lado de este enorme fuego. El
Conde lo hizo sobre lo que evidentemente era su sillón predilecto.
—¿Brandy, Mr. Harker?
—Se lo agradeceré. El camino fue duro.
—Ya veo. Mr Harker, le agradezco que haya aceptado el puesto de
bibliotecario. Verá, este es un país... primitivo en muchos sentidos. Por
eso ofrecí el puesto en los diarios de Londres. Necesitaba un políglota,
pero que además hubiese estudiado algo de ciencia bibliotecaria. Soy un
coleccionista que a su vez ha comprado bibliotecas enteras. Poseo
incunables de muchos siglos de edad. Todo está sin clasificar. Como verá
tiene usted puesto asegurado por muchos años.
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—Perdone, Conde, ¿cuántos libros posee usted?
Drácula vaciló un momento.
—Casi un millón.
—Sí que ama usted la lectura.
—Estudio y entretenimiento, Mr. Harker. Estudio y entretenimien-
to. Cómo, si no, se podría soportar la inmor... las largas noches de
Transilvania.
—Comprendo.
—Pero debe usted tener hambre. Ionesco va a traerle algo que espero
sea de su gusto.
Me senté ante una mesa sólida pero antiquísima, un verdadero objeto
de colección. Drácula me acompañó, pero a él no le pusieron plato alguno.
Cada tanto bebía de un líquido rojo. Su vaso era llenado esporádicamente
por otro sirviente, quien se lo escanciaba desde un botellón.
—¿Usted no come, Conde?
—Jamás lo hago. De mañana, muy temprano, en todo caso un plato
rápido. Soy de poco comer.
Lo que el tal Ionesco me había traído era nada menos que una fuente
llena de perdices. Desde mi infancia que no las comía. Estaban deliciosas.
Un delicado y fuerte vino alemán me sirvió de acompañamiento. Puede
haber sido idea mía, pero me pareció que el Conde miraba las perdices
con nostalgia.
De pronto el dueño de casa apartó sus ojos de las mencionadas delicias
y optó por observar, inmóvil, el vacío (lleno, como Tao, de quién sabe
qué objetos misteriosos y virtuales). Aproveché la momentánea soledad
para mirar la habitación. Aquí sí teníamos dos armaduras: una de fiesta y
torneo (con yelmo de oro), y otra de combate. Tapices, en efecto, cente-
narios pero bien conservados. ¿Habrán sufrido sucesivas restauraciones a
lo largo de las centurias, tal vez de la propia mano de su amo? La única
superioridad que tengo sobre Drácula, así lo espero, al menos, es que él
no sabe que yo sé quién es. Hay también, sobre las paredes, ya como
objetos propios, ya como altorrelieves, una propagación de motivos he-
ráldicos. Esperaba combinaciones frías. Pero no: abunda el gules y el azur,
es cálido y luminoso.
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De todas maneras lo más extraordinario es la arquitectura interna de
este gigantesco cuarto. Y es algo que no puede notarse desde afuera, cuan-
do uno se aproxima el castillo. En primer lugar la óptica, muy engañosa,
confunde respecto al tamaño. Creí al todo de una adecuada medianía,
pero esto es inmenso. No sé qué espejismo pudo engañarme así. Inde-
pendientemente del afuera (ya que unas pocas ventanas ojivales no cons-
tituyen gótico) el adentro es como la catedral de Notre Dame y aquí,
mediante una nueva ilusión, la cosa parece indefinidamente altísima. Nada
sé yo de arcos de medio punto, pero supongo que los hay. Sí conozco de
esas nervaduras que sostienen pesos increíbles.
—Mr. Harker —dijo el Conde con suavidad. Quién sabe cuánto rato
hacía de su vuelta del vacío-lleno y me contemplaba—. Ahora que ha
terminado de comer lo invito a tomar otro brandy. Luego, con mucho
tiempo, y antes de que le muestre su cuarto, deberé enseñarle las... caóti-
cas acumulaciones de libros. Debo hacerlo para que usted mañana, luego
de su desayuno, pueda empezar con su trabajo. Jamás me verá durante el
día. Nunca podrá encontrarme en las horas diurnas, puesto que las apro-
vecho para atender mis asuntos.
“Sí. Yo sé bien por qué no eres visible durante el día”, pensé
malignamente. Me pareció que durante fracciones de segundo Drácula se
conmovía. ¿Será telépata? Espero que no, pues en tal caso estoy perdido.
Una de dos: o bien mis sospechas son absurdas, o el Conde es un simula-
dor de primer orden. Me miró con un afecto perfectamente incompren-
sible.
Pasó un tiempo. Tomé mi brandy.
—Sí —dijo Drácula—. Este es un edificio sólido. Muy sólido. An-
tes se hacían bien las cosas. Hay 250 toneladas de libros y están todos
arriba —y señaló el comienzo de una escalera que, hasta el momento, no
había visto—. Perdóneme, Mr. Harker, hay algo que por inadvertencia
no le pregunté. Sé que (aparte del inglés, naturalmente) usted domina
francés, italiano, alemán, español y ruso. Pero...
—También árabe.
—¡Ah! Eso es sobremanera interesante, ya le diré por qué. Sin embar-
go una duda y por mis libros: ¿usted comprende un mínimo de rumano?
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—Como para clasificar y ordenar por autores, títulos y materias, sí.
—Magnífico. ¿Desea acompañarme?
—Por supuesto.
La escalera por la que nos elevamos, pese a ser de piedra, había sufrido
cierto desgaste de tanto subir y bajar durante siglos. “Este monstruo tiene
casi mil años”, pensé. Era inevitable relacionarlo con Ella, de Rider
Haggard, donde la bellísima Ayesha, de casi dos mil cuatrocientos años
de edad, ha gastado las piedras que conducen al sepulcro del embalsama-
do Kalícrates, su perdido e imposible amor. Pero Drácula, al parecer, era
menos romántico. No gastaba peldaños de escaleras para mirar diaria-
mente rostros amados: sólo sus adorados libros que le proporcionaban
“distracción y sabiduría”.
La parte superior era sencillamente un pasillo con las paredes cuajadas
de armas: espadas, mazas, hachas, puñales, lanzas, escudos. Cada tantos
metros, una puerta que daba a gigantescas acumulaciones de libros. Pero
mirando los volúmenes tuve la impresión de que no todo era caos. Caso
contrario aquello hubiera sido tan inconsultable como una biblioteca
china, manejable tan sólo por un erudito oriental. De pronto se me ocu-
rrió que Drácula, a esta altura, con sus ochocientos o más años, debía ser
su propio bibliotecario del caos, su chino consultable.
—Toda esta parte está reservada a la astrología. Cerca de cincuenta mil
volúmenes.
Me hice el ingenuo:
—No puedo creer que los haya leído a todos.
Por la cara del Conde sospeché que había ido demasiado lejos. Tem-
blé.
Pero el otro, cuando quería, era dueño de todo el don de gentes habi-
do y por haber. Sonrió con ironía:
—Como usted comprenderá, necesitaría varias vidas para aprender,
en su totalidad, libros dificilísimos.
—Disculpe. El mío fue un comentario tonto.
—De todas maneras debo admitirle que luego de décadas de estudio
uno sabe como por instinto el libro que le conviene leer para su próximo
desarrollo.
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—¿Ha aprendido mucho de astrología?
—Algo. Nunca se aprende mucho. Este es un estudio tan largo como
la eternidad.
—Conde, ¿dónde estamos parados?
—No lo comprendo.
—Quiero decir: la sala de donde vinimos es algo excéntrica respecto a
estos cuartos. ¿Qué recintos tenemos bajo nuestros pies?
—Caballerizas, depósitos de alimentos. Otros lugares eran cuarteles
para los defensores del castillo. Ahora están vacíos, por supuesto. Tene-
mos también los cuartos de la servidumbre. Mis servidores son sólo
cuatro: Sofía, una niña de 17 años y excelente cocinera, según me di-
cen...
—Bueno, usted mismo debe saberlo.
Realmente yo no podía con mi genio. ¡Qué estúpido! Por primera vez
la palidez del Conde se vio matizada por un rubor. Presa de cierta confu-
sión, que dominó al instante, contestó:
—Bien... no conviene que yo la elogie. Dependemos de la aceptación
ajena, en estos casos.
—En verdad esas perdices fueron inolvidables.
—Ya casi no quedan jabalíes en nuestros campos, pero veremos qué
podemos hacer al respecto.
—Conde, no es necesario que...
—No se preocupe. Para mí es un placer agasajarlo.
El tema de la comida lo había enojado (no sé si un poco o mucho).
Me prometí, una vez más, ser prudente.
Él prosiguió:
—Mis sirvientes varones se llaman Antonescu, Ionesco y Enesco.
—Qué curiosos estos dos últimos apellidos...
—Sí, sé lo que está pensando. Ionesco el autor de teatro, y Enesco el
gran compositor rumano. Nuestra patria se siente orgullosa de ellos. Pero
no: mis servidores, si bien ellos también son artistas, no resultan ni si-
quiera parientes lejanos. Dos vidas condenadas al fracaso ontológico.
Nuestro Ionesco, el que le sirvió las perdices, es el inventor del “teatro
atonal”; en tanto que Enesco, quien escancia en mi copa, ha creado lo que
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podríamos llamar “la música del absurdo”. Completos fracasos desde el
punto de vista vital, como ya le dije. Nada que ver con esos dos genios a
quienes Rumania tiene en un pedestal.
—Entonces, me abrió la puerta...
—Antonescu.
—Ese apellido también tiene resonancias. ¿No hubo un personaje, en
la historia de su patria, que...?
—No me acuerdo —contestó Drácula con sequedad.
Viendo que el tema lo irritaba procedí a desecharlo por completo.
—Conde, las paredes y sobre todo el techo de la sala donde comí esas
riquísimas perdices...
—¿Sí?
—Se parece terriblemente al interior de la catedral de Notre Dame, en
París.
—Notre Dame y este castillo tienen casi la misma edad.
De momento me quedé tranquilo con la respuesta. Pero cuando apren-
dí a conocer mejor a mi anfitrión, sus silencios, furias, ironías y
hermetismos, recordé que había dicho que el castillo Drácula y Notre
Dame tenían casi la misma edad. En ningún momento aclaró cuál de los
dos edificios era el más viejo.
Luego de lo mostrado comprendí que tenía trabajo para muchos años.
Tal vez para toda la vida, en caso de que yo hubiese llegado al castillo con
verdaderas intenciones de trabajar.
Las cosas estaban completamente dichas por esa noche y el Conde me
llevó hasta mi cuarto. Era muy confortable y bastante parecido al que le
dan al huésped en Dracula’s Horror, la película de la Hammer Production,
con Christopher Lee y Peter Cushing.
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El diario de Jonathan Harker
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15 de diciembre (tentativo)
Hace una semana que dejó de nevar. Sin embargo el metro de nieve se
mantiene, como si estuviésemos dentro de un refrigerador. Imposible
salir sin llamar la atención. ¿Deberé esperar a la primavera? Sería horrible.
El salto en mi diario se debe al profundo interés por mi trabajo que,
voluntariamente, cada vez me lleva más horas. Me he propuesto ser metó-
dico: ocupo un cierto número lógico de horas a la clasificación y el resto lo
dedico al estudio de la astrología. Es apasionante pero terriblemente difícil.
Hace una semana, al anochecer (jamás lo he visto de día ni lo esperaba), el
Conde me sorprendió leyendo uno de sus libros. Sonrió con algo de ironía
y me preguntó por el trabajo. Me apresuré a brindarle pruebas de que ade-
lantaba, incluso a una velocidad mayor de la supuesta al principio. Drácula
desechó sin violencia mi exposición, con un gesto elegante de la mano,
como para darme a entender que jamás había dudado de mi eficiencia y
contracción al trabajo. “Veo que, de todas maneras, se interesa por la astro-
logía, Mr. Harker”. “Muchísimo, pese a que no entiendo nada”. “Si usted
quiere y me lo permite, luego de las comidas y hasta dos horas por noche,
yo puedo enseñarle. Le ahorrará mucho trabajo, al menos al principio —
viendo la objeción en mi cara—, ¡oh!, le aseguro que para mí será un gus-
to”. Y así lo venimos haciendo desde entonces. No me agrada reconocerlo,
pero cierto es que cuando quiere y puede resulta un caballero.
Lo primero que me ha enseñado es a interpretar y manejar las efemé-
rides. Dentro de su computadora (porque me olvidé comentar que la
tiene) están las posiciones de los planetas en los últimos cinco mil sete-
cientos años, aparte de los dos mil años que vendrán. También las tablas
de casas. Algo aprendí, pero no mucho. Antes de que yo sea capaz de
levantar una humilde carta natal pasará un tiempo. El Conde, no obstan-
te, dice que está asombrado por la rapidez de mi aprendizaje.
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horas libres. Afuera la nieve ya llega a dos metros. Según el Conde, este
invierno es de los buenos. Ni pensar en salir y tampoco lo deseo, entre
otras cosas porque esta mañana el termómetro marcaba 34º bajo cero. Y
parece que va a seguir bajando.
Anoche, mientras yo disfrutaba mi brandy y el Conde su esencia de
gules, me hizo comprender uno de los tantos alcances de la astrología.
Leyó el fragmento de Sobre las natividades, de Albubather (Abubequer
Alhasan Aljasib), un persa que vivió entre los siglos IX y X:
En el año 23 vino a mí uno que traía una hora en la que estaba escrita
la natividad de alguien, y me rogó que indicara sobre dicha natividad; le
pregunté de quién era, y él me respondió que era de su hijo. Cogí, pues, el
folio y lo puse ante mí, examinando la figura del nacimiento y posiciones de
los planetas. Entonces Alambes, viendo esto, cogió el folio de mi mano y,
mirándolo, dijo que el hijo para el que estaba hecha la figura había nacido
de adulterio. Y le pregunté cómo podía saberlo y contestó: aquel viejo cree
que el nativo es hijo suyo, pero hace ya cuatro años del nacimiento del niño
que el padre ha muerto. Pregunté de nuevo cómo podía saberlo, a lo que
respondió que mirase en este horóscopo la Parte del Padre, y hallé a ésta en
oposición a Marte, habiendo entre ambos solamente un grado. Igualmente
miré el regente de dicha Parte y lo encontré en la Casa 11º a partir del
Ascendente, que es la 8º a partir de la 4º Casa, y entre el mismo y Saturno
no había (siquiera) un grado. Dijo, pues, que el padre de aquel niño había
muerto el año en que el niño nació. Y dijo el viejo: cuando dijiste que no soy
el padre de este niño dijiste la verdad, porque lo recibí y lo alimenté, y su
padre murió en el año por ti mencionado.
31
y no sabrá por qué. Hace mil años los musulmanes eran quienes más
sabían de astrología. Tenían un catálogo con un millar de estrellas clasifi-
cadas, con sus funciones, grados de malignidad o benignidad. Poseían,
aparte de esto, un centenar de fórmulas astrológicas llamadas partes: la
del Padre, la de la Madre, la Muerte, los Viajes, la Fortuna, etcétera. Lo
que aquí desea decirnos Albubather es que tanto la Parte del Padre como
el planeta de su regencia están bajo la directa influencia de los planetas
maléficos: Marte y Saturno. Cuando un destino está tan marcado un
astrólogo bien puede arriesgarse y decir: el padre de este nativo (el chiqui-
to dueño del horóscopo) ha muerto. ¿Comprende?”. “Creo que ahora
entiendo un poco más”. “Bien, pero ahora retrocedamos en un algo. Va-
mos al ejercicio de hoy. Yo ya le enseñé a levantar una carta natal (no a
interpretarla, por supuesto, eso vendrá mucho más adelante). Quiero que
me haga la carta de una persona que nació en Bucarest, el 4 de diciembre
de 1872, a las 4 hs. 42’ hora de Rumania”.
Lo hice y sin errores. No caben dudas de que es un gran maestro.
15 de febrero
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terminar. Ya habría tiempo para enfrascarse en la sección “novelas de aven-
turas”. Por su rostro, inquebrantable, vi que estaba en su última palabra.
Él, como los viejos capangas y capataces, lo que me quería decir era: “Si
no le gusta váyase”. Las ganas de asesinarlo —se me habían ido, debo
reconocerlo— me volvieron con toda la determinación y furia. No falta
demasiado para el fin del invierno. Ahí vamos a hablar otro lenguaje: uno
duro, que él pueda comprender.
Para completar las cosas: hace muy poco, viéndome mohíno, me dijo
entre afectuoso y compasivo y a cuento de nada (ya que yo no había sacado
el tema): “La astrología es un santuario, se lo reconozco, pero uno que,
desgraciadamente, sólo sirve para quien no tiene nada que perder. Dialécti-
ca, Mr. Harker, dialéctica. Acercarse por épocas, alejarse por otras, cosa de
no permanecer de espaldas a la vida. Si me la paso estudiando la conjunción
desaplicativa de la Luna con Júpiter e interpretando el significado de que
Satumo esté en su elevación no podré gozar esas... perdices que a usted le
dieron tanto gusto. Escarmiente en cabeza ajena, Mr. Harker; yo vivo en el
misterio y la trascendencia pura desde hace muchísimo tiempo. No puedo
ser más desdichado”. Yo pensé furioso: “No es por la astrología que tu
condición es terrible, viejo bastardo, sino por ser vampiro”. Sonreí, sacudí
levemente la cabeza como dando a entender que estaba de acuerdo, y per-
manecí callado, pálido de odio: tan blanco como el Conde.
33
cos. Por la noche el lodo acuoso se transforma nuevamente en hielo.
Aunque ya no escribo diarios sigo “pensando en diario”. Como si tuviese
un público secreto.
Con mucho disimulo doy mis caminatas matinales. No me animo
aún a circundar el castillo. Podrían darse cuenta de qué busco. Sospecho
que el Conde, pese a su condición, también padece el frío. No es conce-
bible que todas las madrugadas, y antes de la salida del sol, abandone su
confortable castillo y camine un kilómetro sobre la nieve para meterse en
la cripta. Esta debe, por fuerza, estar pegada a la construcción central.
Por primera vez se me ha ocurrido una idea horrorosa. Una tumba al
aire libre o poco menos, resultaría insegura para él. Mucho más lógico
que la cripta, con su ataúd predilecto, se encuentre en alguno de los sóta-
nos que deben existir bajo el castillo. Algún resorte secreto, alguna palan-
ca, tal vez abra la entrada.
Drácula me ha dicho que el año que viene puedo continuar clasifican-
do temas astrológicos, lo que equivale a una autorización implícita para
que vuelva a estudiar. Está bien, pero igual voy a matarlo.
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tillazo terrible. La estaca, increíblemente, le atraviesa el cuerpo íntegro,
con pasmosa facilidad. No sale sangre. Tampoco abre los ojos y pega un
alarido, tal como yo suponía.
—Mr. Harker —me dice Drácula, suavemente y a mi espalda.
Estoy a punto de morirme de horror. Se me hielan al instante las
manos y el bajo vientre.
—Así, exactamente así —prosigue diciendo el Conde—, con este mis-
mo tipo de trampa egipcia fue que atrapé al Dr. Van Helsing. Lo perseguí
por media Europa dejando que se refocilase creyendo ser el perseguidor.
Mató a mis tres compañeras en un descuido mío. Ellas dormían allí —y
señaló un trío de sarcófagos de alabastro que hasta el momento no había
notado—. Estaba por separarme de ellas, pero ese no era motivo para que
yo me desentendiese. ¿Sabe cómo lo maté? Le clavé una estaca como ésa
en el corazón. Ahí supo lo que se siente cuando a uno le rompen el pecho
con un pedazo de madera. No se preocupe, Mr. Harker, no voy a hacerle
daño. Sígame, por favor. Tomaremos por un camino distinto al de esa
escalera. Ya sabe que no soporto la luz del sol.
Y me dio la espalda. No podía desperdiciar la ocasión y le salté enci-
ma, martillo en mano. Ningún ser normal podría volverse a la velocidad
con que él lo hizo. Tampoco realizar su avasalladora demostración de
fuerza. Me dominó como si yo fuese un niño de dos años. Comprendí
que toda resistencia era inútil, ya que si lo deseaba podía matarme de cien
maneras diferentes.
—No deseo hacerle daño, Mr. Harker. No me obligue, por favor.
En algún lado tocó un resorte y se corrió una puerta en el muro de
piedra. Previo encender una luz quedó iluminada una escalera en ascen-
sión. Comenzó a subir por ella sin mirar atrás, como si no dudara de que
iba a seguirlo. Y tenía razón. No los conté, pero supongo que los escalo-
nes serían tantos como los de la escalinata “oficial”, por la cual bajé.
Otro toque secreto y se abrió una entrada al mismísimo comedor y
recibo donde conocí al Conde.
—Pase, Mr. Harker. Se lo ruego.
Ni el menor tono de amenaza sonaba en su voz. Incluso creí percibir
en él cierta tristeza.
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—Siéntese, por favor —dijo mi enemigo—. Creo que sería mejor para
ambos dejar aclaradas ciertas cosas. Voy a prepararle un brandy doble, Mr.
Harker. Creo que le hace falta, luego del momento inconfortable de recién.
¿Qué podía decir yo? Supongo que nada. En verdad no podía creer
que aún siguiese vivo.
—Ya se habrá figurado que el de abajo es un muñeco de cera. No he
vuelto a usar ese sitio como descanso desde las épocas de Van Helsing. La
muerte de mis tres compañeras probó que no es seguro. Usted no descu-
briría el verdadero lugar ni en mil años —Drácula hizo una pausa. Se
levantó un instante y fue hasta un botellón disimulado en el paisaje. Se
sirvió una generosa medida del consabido líquido rojo—. Yo también
necesito beber algo fuerte. Durante muchos días he sacrificado horas de
sueño. No ignoraba los propósitos de usted, por supuesto; lo escuché
pensar durante todos y cada uno de los días que ocupó en cruzar la Valaquia,
los desfiladeros, los bosques interminables y la nieve.
—¿Para qué me dejó llegar, entonces? ¿Por sadismo? ¿Para darse un
banquete?
—Mr. Harker, usted pasó conmigo la totalidad del invierno. ¿No
cree que sus suposiciones son un tanto erradas?
—Está bien. ¿Pero por qué lo hizo, entonces?
Drácula vaciló:
—No lo sé. No del todo, al menos. Creo que usted resulta para mí
una especie de símbolo. Deseo utilizarlo para lograr una especie de recon-
ciliación.
—¿Reconciliación con quién? ¿Con la humanidad?
—La humanidad está compuesta en su mayor parte por cretinos. Pen-
sar que yo pueda desear un acercamiento con ellos es un insulto a mi
estética y a mi cultura.
—¿Y entonces? —pregunté desconcertado.
—A los pocos que puedan comprender. Combatir contra los iguales
es la peor de las guerras civiles.
—¿Y qué deben aceptarle sus supuestos iguales? ¿Qué beba sangre y
mate gente? ¿Desea abrir un salón y organizar tertulias?
—No sea grosero.
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—¿Grosero? Vaya. Es usted único en su especie. Con esa inocencia,
digo.
—Hace más de cien años que ya no me alimento así.
—¿Puedo preguntarle qué está bebiendo? —y señalé su vaso.
—Esto es sangre. La compro en los bancos que la suministran. Mi
última víctima fue Van Helsing, pero él tenía una vieja deuda conmigo.
Además me limité a matarlo. No me alimenté de él.
—Van Helsing intentó lo mismo que yo: liberar al mundo de la plaga
que usted representa.
—¿Usted cree? Él era tan vampiro como yo al adorar a ése su Dios
Sangriento.
—Blasphemy.
—Debería leerlo a Spinoza; él lo llama “El Dios del rencor”. Si mi
Dios es rencoroso, nosotros sus adoradores, propagamos el rencor. Si él
es celoso propagaremos los celos, la vigilancia y la falta de libertad sexual.
Si él es represivo nosotros reprimiremos. Yo fui, durante siglos, un buen
servidor del Mal. Pero me harté. No puedo evitar beber, todos los días,
líquidos ontológicamente envenenados, pero por lo menos ya no causo
sufrimiento a los otros.
—¿Esa es la razón por la cual ya no tiene compañera?
—Una de ellas. Por otra parte, ¿de qué compañerismo me habla? No
existe la solidaridad, ni entre los de su especie ni entre los de la mía. Sólo
interesa el poder y el dinero. Y las mujeres, actualmente, tienen el alma
tan podrida como el género masculino. Sus madres las programaron para
estimular a sus hombres a producir. Dinero y frialdad de corazón, Mr.
Harker. ¿Se ha preguntado por qué las parejas se rompen con tanta facili-
dad? Nadie mira al otro. Despues se quejan si se quedaron solos. “Queri-
do, llévanos a morder a Londres”. Sea honesto consigo mismo. Por esta
razón me encontraba a punto de separarme de mis compañeras. No las
pude convencer. Ellas seguían en sus trece, pero yo ya había cambiado.
Entonces irrumpió en nuestras vidas (o en nuestras noches) Van Helsing
y a raíz de ello vino todo lo demás.
—Conde... usted me desconcierta mucho. Reconozco que tiene ra-
zón en bastantes cosas, pero la misoginia no es el camino. Así sólo consi-
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gue sellar definitivamente toda posible salida. Es lo que quiere el... Dios
del Mal, como usted le llama.
—El anti-ser.
—Está bien, metafísicamente sería eso. Pero no nos apartemos. Lo
que quiero decir: la soledad, la soltería eterna, es a imagen y semejanza de
ese Espíritu Diabólico que usted rechazó después de servirlo. No puede
usted terminar su (“vida” iba a decir) eternidad de esa manera.
—¿Y que me sugiere, mi estimado amigo? ¿Que elija a una linda chi-
ca, la mate y la transforme? ¿Se da cuenta de lo que me pide?
—No es necesario hacerlo así. No hace falta privarla a ella de su con-
dición humana.
—Usted no puede estar hablando en serio. ¿Enamorar a una mujer,
traerla a mi castillo? ¿Y usted por qué vino aquí a matarme? Todos me
odian y me temen. Provoco espanto. Pese a tener un rostro normal resul-
to tan horroroso como el Fantasma de la Ópera.
—En cuanto a eso no se preocupe: tenemos a mano la frase de Fedor
Dostoievski.
Lo que dije era tan sorpresivo e insólito que el Conde no pudo evitar
sonreírse, pese a todo:
—¿Qué frase?
—“No existe hombre, por feo o malo que sea, que no encuentre por
lo menos una mujer que lo quiera”.
Drácula lanzó una carcajada mezcla de furia, amargura y... aprecio.
—Se lo digo en serio, respetado Conde. Aproveche el masoquismo
romántico de las mujeres. Usted tiene un magnetismo tremendo. Por lo
demás, piense: si el mal fascina y seduce ¿por qué no va a fascinar el mal
que dejó de serlo, aquello que contiene un pasado?
—Percibo en usted una buena intención hacia mí, algo distinta a la
que tuvo hace media hora en la cripta. De todas maneras, ¿qué va a pasar
cuando ella envejezca y yo siga igual?
—¿Usted dejaría de querer a su muy amada mujer porque se ha vuelto
vieja?
—Tonto. Es ella la que dejaría de amarme. O se volvería loca de
celos.
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—Quién sabe. Por lo demás, ya que conoce tanto de astrología, debe-
ría saber que usted podría morirse antes que ella.
A lo anterior lo dije en mi desesperación. Esperé una risotada por
parte de Drácula. Para mi sorpresa se puso muy, muy serio. Luego dijo:
—Es cierto. No se me había ocurrido.
El Conde cayó en uno de sus vacíos-llenos. Estuvo ahí dentro un
minuto. Salió con un estremecimiento.
—Mr. Harker, es usted libre de irse cuando quiera. No me importan
las consecuencias. Pero le pido que se quede. Tuve la sensación de que
podemos ayudamos mutuamente.
—No tengo intenciones de irme, a menos que usted me eche.
Él sonrió con alivio:
—Gracias. Ya es prácticamente hora de almorzar. Ionesco le traerá
alguna maravilla. Yo me voy a dormir, que mucho lo necesito.
Y antes del minuto desapareció de mi vista, no sé por medio de cuál
artificio escénico. Tal vez a esa truca la indujo en mí por medio de su
mente poderosa.
Quizá sorprenda que Drácula me haya convencido demasiado pron-
to. La reacción más inmediata, para mí, sería decir: “Creo, sí, que usted
cambió, pero igual debe ser condenado a muerte por sus crímenes ante-
riores”. Eso es porque ustedes nunca lo tuvieron delante. Nadie, a menos
que lo haya conocido, puede imaginarse el carisma, el grado de convenci-
miento que posee el Conde Drácula. Mediante sus palabras te da (o afec-
ta darte) el corazón, y una sabiduría especial. Pero no bien sale de tu vista
ya empiezan las dudas. ¿Me habrá mentido? ¿Estará loco? Por otra parte,
¿qué ganaría con mentirme? Mi destrucción no hubiese implicado un
problema militar para Drácula. Lo cierto es que me hizo sentir (no sé si
por telepatía, fuerzas vectorizadas u otro medio espiritual) que puedo
confiar en él. Logró conmoverme la dignidad con que vivía su soledad,
ese es el caso. Estoy muy confundido, es cierto, pero dentro mío le creo.
Espero no verme obligado a cambiar de opinión.
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gía, ahora lo hacemos discutiendo sobre la esencia del arte, la literatura y
los monstruos. Sobre todo de estos últimos. El Conde tiene una teoría
completamente extraordinaria al respecto. Ya le escuché muchas veces
que “lo que no es exagerado no vive”, por supuesto, y otras doctrinas
excéntricas. Pero ha ido más lejos, me temo. Según él la literatura, sin los
monstruos, no existe. Ellos —afirma— son el alma máter de la ficción,
sencillamente porque toda obra de arte es “única en su especie” (tal la
definición que da el diccionario de la palabra monstruo). En Moby Dick,
de Melville, monstruosa es la ballena (única) y también es un monstruo
el capitán Ahab que la persigue. Sin estos dos caracteres (el cetáceo com-
prende, sabe que lo odian, y actúa en consecuencia) esa novela no existi-
ría. Sería tan sólo una de las tantas narraciones marinas felizmente olvida-
das. “Qué decir —siguió diciendo Drácula— de ese delicioso comienzo,
fatídico y melancólico, que desde las primeras líneas de Usher nos anun-
cian el drama: ‘Durante todo un día de otoño, triste, oscuro, silencioso,
cuando las nubes se cernían bajas y pesadas en el cielo, crucé solo, a caba-
llo, una región singularmente lúgubre del país’. Fíjese usted, Mr. Harker
—me dijo Drácula—, cómo Poe utiliza, ya desde un principio, una suce-
sión de improntas que marcan nuestras almas de lectores: ‘otoño’, ‘triste’,
‘oscuro’, ‘silencioso’, ‘nubes’, ‘pesadas’, ‘bajas’, ‘solo’, ‘caballo’, ‘región’ ‘lú-
gubre’. Este es un maestro. ¿Qué es Roderick Usher si no un monstruo?
Su hiperestesia, su necrofilia, sus ‘improvisados cantos fúnebres’.”. Pues
entonces qué decir de Berenice, me pregunto. No sé si mi Maestro tiene
razón en sus doctrinas, sólo sé que yo, como discípulo, sólo puedo adhe-
rir incondicionalmente a él. ¿Cuál, si no, puede ser el mecanismo del
crecimiento y la sabiduría? Maldito quien repudia a su Magíster, aunque
éste pueda estar equivocado en muchas cosas. Las equivocaciones de tu
Maestro son parte de su grandeza. Berenice, repito, y en este sentido estoy
tan sólo repitiendo las doctrinas del Conde Drácula, es un cuento que
contiene a una chica de nombre precioso: Berenice. “Es obvio —dice el
Maestro— que este chiquita anoréxica está, en el cuento de Mr. Poe, para
dar lo máximo de sí: ella tiene deliciosas sonrisas cadavéricas que están
pidiendo a gritos toda clase de alegres y jolgoriosas necrofilias ¿Tiene algo
de raro que su primo, como solución final del drama, la entierre viva y le
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arranque (ya ella despertando de su catalepsia) todos sus dientitos, uno
por uno?: ‘...y de entre ellos, entrechocándose, rodaron algunos instru-
mentos de cirugía dental, mezclados con treinta y dos objetos pequeños,
blancos, marfilinos, que se desparramaron por el piso’. Es evidente —
continúa diciendo Drácula, mi maestro— que esta pobre chiquita
Berenice, deliciosamente frígida y anoréxica, sólo puede alcanzar su máxi-
ma y única expresión sexual, cuando la entierran viva y luego la destapan
para practicar con ella impulsos odontológicos espontáneos. Porque, como
dijo Oscar Wilde (o, para mejor decir, Lord Wotton) en Dorian Gray:
‘Es tan sólo la expresión la que da realidad a las cosas’.”.
¿Qué podríamos decir de Ligeia? (Según Poe, su obra más perfecta,
aunque yo sigo prefiriendo Usher, y también ésta es la predilección del
Maestro). En el cuento mencionado, el personaje principal masculino va
a casarse con una hermosa víctima llamada Lady Rowena Trevanian, de
Tremaine, “la de rubios cabellos y ojos azules”. Al Conde le deleita y
erotiza citar fragmentos de la cámara nupcial adonde van a llevar a la
pobre e inocente chica: “La habitación estaba en una alta torrecilla de la
abadía fortificada, era de forma pentagonal y de vastas dimensiones. Ocu-
paba todo el lado sud del pentágono la única ventana, un inmenso cristal
de Venecia de una sola pieza y de matiz plomizo, de suerte que los rayos
del sol o de la luna, al atravesarlo, caían con brillo horrible sobre los
objetos”. “Había algunas otomanas y candelabros de oro de forma orien-
tal, y también el lecho, el lecho nupcial, de modelo indio, bajo, esculpi-
do en ébano macizo, con baldaquino como una colgadura fúnebre. En
cada uno de los ángulos del aposento había un gigantesco sarcófago de
granito negro proveniente de las tumbas reales erigidas frente a Luxor,
con sus antiguas tapas cubiertas de inmemoriales relieves”. Justamente
aquí, a esta deliciosa cámara nupcial, piensa llevar el personaje a su chica,
“la de rubios cabellos y ojos azules”.
El maestro Drácula posee —además de sus doscientas cincuenta o,
quizás, trescientas toneladas de libros— una muy importante videoteca.
No conozco el número de cassettes, pero deben pasar de tres mil qui-
nientos. Todos referidos (directa e indirectamente) al tema de los mons-
truos, claro está. No me sorprende que tenga cuanta película de Bela
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Lugosi, Peter Cushing, Christopher Lee, Vincent Price o Charles Laughton
(El castillo del ogro). También están los dos gorditos geniales y magníficos
de El vampiro negro: Peter Lorre, versión alemana, y el de la versión ar-
gentina, pero no me acuerdo cómo se llama. Ya sé: Nathán Pinzón.
Drácula es un maestro, qué duda cabe. Mejor dicho: es el Maestro.
Incluso ha vuelto a enseñarme astrología. Dice que no piensa abandonar
su método dialéctico: por épocas sí, por épocas no. Pero qué me impor-
ta. El Maestro todo lo sabe. Es como la Diosa Kali: única depositaria de
la verdad. Se lo dije al Maestro, pero, cosa curiosa, no le gustó. Dijo que
no debemos ser monoteístas de ningún Dios o Diosa. Que sólo el poli-
teísmo contiene figura de verdad. Quién soy yo para discutir con él. Él es
el Sabio. No un sabio, sino el Sabio. Sólo puedo inclinarme. Pensar que
en mi aberración intenté matarlo en la cripta. Le estoy tan agradecido de
habérmelo impedido. Tan sólo Drácula es Drácula. Drácula es nieve ne-
gra. Es la primavera y la resurrección. Él es el camino, la verdad y la vida.
Se lo dije. Fue raro: no le gustó. Dijo que yo estaba excesivamente influi-
do por la Biblia. Que había mucho para hablar de todo eso.
Y volvió con el tema de la astrología. Que iba a enseñarme, pero
sólo si no estaba dispuesto a tomarla como actividad única. Le dije que,
por de pronto, yo amaba a mi esposa: Lucy Humboldt. “¿Por qué no la
trae aquí? Yo no sólo le pago el pasaje sino que también a ella le daré
trabajo. Necesitamos un ama de llaves, usted sabe. No deseo que usted
esté solo. Únicamente la mujer salvará al hombre”. “Extrañas palabras
para un misógino”, me atreví a decirle. Drácula vaciló visiblemente,
como si pisase hielo frágil: “No sé... usted me hace dudar. Habría sido
más fácil para mí no haberle llamado. Pero igual estoy contento”. “Con-
de, si a eso vamos y no lo toma como una impertinencia, usted tam-
bién me hace dudar”. “Espero que ambos lleguemos a algo más sustan-
ciosos que una duda”.
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tendría ya interés en seguir existiendo. Si el Maestro te traiciona es por-
que la corrupción es ya completa e irreversible.
Lucy me preguntó por el Conde Drácula. Le dije la verdad. Se horro-
rizó primero. Después se enojó desesperadamente conmigo: “¡Pero de-
biste advertirme! ¡¿Cómo traes a tu esposa aquí, a la guarida del mons-
truo?!”. “Él ya no es eso que era”. “¡¿Y si te equivocas?!”. “No creo que un
malvado pueda tener su misma ontología. Él ha cambiado”. “¡Pero sigue
bebiendo sangre! ¿Y qué pasa si decide hacerse un festín con tu esposa?”.
“No va a ocurrir eso. Tendría que matarme primero. Pero además no es el
caso”. “¿Y cuál es caso?”. Le expliqué, una vez y otra en el transcurso de
los días. Pero los hechos son mejores que las palabras. Fue el propio
Conde, con su seducción y don de gentes, quien se encargó de tranquili-
zar a Lucy.
Y ahora, los tres, pasamos largas noches leyendo y comentando nove-
las de aventuras, viendo videos con viejas (y nuevas) películas de mons-
truos, alguna de ciencia ficción: El planeta desconocido, por ejemplo, con
Walter Pidgeon, basado en el libro de W.J. Stuart, e incluso no falta El
Monstruo de la Laguna Negra, de la década del cincuenta.
No puedo decir cuántos libros de aventuras, horror y ciencia ficción
leí en este último año a instigación del Conde. Lucy, por placer, me acom-
paña en mis lecturas. Drácula me ha pedido que escriba un pequeño en-
sayo, lo más resumido y sustancioso posible, sobre estas máquinas fan-
tásticas. Espero no defraudar a mi protector, pero a un tema tan impor-
tante deseo escribirlo con una cierta dosis de humorismo.
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Importancia del monstruo en el arte
¿Qué sería de los artistas sin los monstruos? Esos bichitos malvados
son las niñas de sus ojos. Cómo será que hasta se aceptan bestias “bue-
nas”, con tal de que sean espeluznantes, horribles y hermosas a la vez.
El monstruo, en el arte, es una pieza fantástica que, en general, se usa
como excusa para saltar a la alegoría. De aquí la relación de estos centros
gravitatorios de lo inverosímil con la metafísica, la parábola social e incluso
la teológica. Cada ser-monstruo contiene moralejas potenciales e innúmeras
ideas vivificantes. Son como máquinas de funcionamiento imaginativo
continuo, que siguen brindando trabajo y energía en el mundo del arte y
del pensamiento, aún siglos después de muerto su autor. La futura quimera
toma forma robando materiales al espejismo; trasgos y endriagos se unen
en la sombra creadora, bajo la dirección despótica de vestiglos y fantasmas.
La Reina de Corazones concibe a un nuevo Barón Frankenstein o a otro
Conde Drácula, y lo nebuloso adquiere la realidad del concepto.
Cada una de las artes ha sido generadora de monstruos; ello no les
impidió, a estos pícaros, saltar de un reino a otro para potenciar las diver-
sas dimensiones de lo horrible pero hermoso, captadas por los sentidos.
Pintura, música, literatura; color, sonido, palabra e imagen poética, abar-
cando todo el espectro de lo sensible, hasta llegar al cine, que es para mí la
más elevada expresión de lo fantástico. Digo esto último pues el Bosco,
Brueghel, Goya, Modesto Mussorgsky, Poe, son (repito: es una opinión
personal que, sospecho, comparte mi Maestro) una vieja propuesta esté-
tica destinada a encontrar su total expresión en el séptimo arte.
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Los artistas poseen su propio Museo de Horrores, aun más completo
que el de figuras de cera de madame Tussaud. Las piezas más importantes
que pueblan criptas góticas y húmedas mazmorras son, en primer lugar:
el gólem, la momia, el vampiro y el robot. Tal la tetrarquía que gobierna
con mano dura a nuestro Bizancio imaginario. Hay conjuras y golpes
palaciegos, claro está, de modo que no nos extrañamos demasiado cuan-
do un día vemos que están todos presos, reemplazados por el siniestro
Consejo de los Diez de Venecia: el Fantasma de la Ópera, la mosca de
Cabeza Blanca, el hombre lobo, el zombi, Terminator, Predador, la cabe-
za parlante, la estatua que camina, el esqueleto del capuchino y el mons-
truo de la Laguna Negra.
Más allá de la barbacana y del profundo foso, arriba de las troneras y
rampas almenadas, atrincherados en la Torre del Homenaje, están los muer-
tos movidos mediante aparatos, los vivientes transformados, magos, bru-
jos y hechiceros cafres, muñecos que te asesinan con voz de nene, el cyborg,
el androide (relacionado con la criatura de Frankenstein), etcétera. No falta
el Monje Loco en la capilla ardiente ni la hermosa Hiya (creación de Rider
Haggard) en la Torre Flanqueante. En esta última monta guardia su ejérci-
to de esqueletos, que se iluminan durante las noches mediante momias,
altamente combustibles, transformadas en antorchas. La bellísima y cruel
Hiya, de dos mil cuatrocientos años de antigüedad, cuyos dos milenios y
medio le cayeron encima de golpe en el lapso de dos minutos. “Demasiado
tiempo —diría el Maestro, apiadado—; para muertes rápidas no hay como
las estacas bien afiladas que le atraviesen a uno el corazón”.
Pero veo que la Constantinopla de óleo, cartón piedra, celuloide y
telones está toda ocupada, de modo que no queda otro remedio que
apretujar a gnomos, silfos, ondinas y salamandras en el cubículo que for-
ma la saetera, aunque chillen y protesten.
Con intención dejé para el final a otra clase de monstruos, que podría-
mos llamar “sistemáticos”. Víctor Frankenstein es el “sabio loco” por ex-
celencia. Le sigue de cerca el esquizofrénico dueto Jekill-Hyde. La Se-
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gunda Guerra Mundial y la posguerra popularizaron, en particular, a la
variante del sabio nazi loco, empeñado en resucitar a Goering, Goebbels,
Himmler; en fin: a todo el panteón. Profesores racistas chiflados, cada
uno con su Hitler de bolsillo.
Galería propia forman los animales gigantescos. Rodán (especie de
pterodáctilo enorme, versión de los cincuenta del Ave Rock) es la típica
bestia imaginaria. En el otro extremo, las “realistas” del Jurásico y del Cretáceo:
estiracosaurio, tiranosaurio y otros “dinos” más o menos tiranos y fuertes;
la inefable serie de los monstruos despertados por las bombas atómicas.
Los japoneses, en este sentido, capitalizaron su tragedia colocándose a me-
dio camino entre la ingenuidad y la expectativa económica.
También tenemos el rico universo de Poe. No obstante, a veces, quien
cayó de cabeza en la fosa y el péndulo fue el propio autor norteamerica-
no, a causa de algunas malas adaptaciones y pese a los esfuerzos de Vincent
Price. El mundo de Swift: gigantes, enanos, caballos que hablan; pero de
todas sus criaturas, las más monstruosas me parecen los matemáticos de
la rueda voladora, quienes vivían en perpetua abstracción, a punto tal que
sus sirvientes debían arrancarlos de sus ensueños agitando cerca de sus
oídos unos sonajeros hechos con vejigas infladas y llenas de piedritas.
Recordemos también a los dragones, a las entelequias que avanzan des-
de los espejos (como ficciones impresas en un Gutenberg astral), al can
Cerbero, el Basilisco (nacido de la sangre de Medusa), al grifo, etcétera.
47
A medida que nos internamos en el pasado, los “yacimientos arqueo-
lógicos” de monstruos, alegorías, etcétera, se van haciendo más ricos. Si-
guiendo el camino inverso al futuro (con la máquina del tiempo de Wells),
tal vez encontraríamos que los engendros de pesadilla son como los nú-
meros primos: a medida que se avanza en la serie de los valores numéri-
cos, aquellos son cada vez más escasos, pero siempre aparece uno nuevo.
Un matemático habilidoso, que hallase el límite de la asíntota, quizás nos
diría: “Llegados que sean los días del hombre a tal siglo de tal milenio, la
aparición de monstruos tenderá a cero”.
Ahora bien, creo yo que este hipotético momento coincidirá con el
fin del hombre sobre el planeta. Mientras viva, la criatura humana segui-
rá fabricando entes de ficción.
48
seen. Dentro de tan curiosa e infortunada situación se encuentra El fan-
tasma de la ópera, de Gastón Leroux. Este autor supo, como pocos, plas-
mar “la realidad de un misterio”, y explotó hasta su máxima posibilidad
la fascinación de lo horrible. Erik, el Fantasma, es un hombre límite: un
genio que, enloquecido por su fealdad física, sólo vive en el contorno de
la vida. Su imposibilidad de acceder a ésta como un hombre normal lo
precipita a la complacencia fúnebre y morbosa: un rojo sueño de ira y
desesperación. La naturaleza, para su desgracia, lo dotó de sensibilidad
exquisita; esto es: de la capacidad de gozar con refinamiento, dar y recibir
alegría. Ahora bien, justamente todo ello le está negado, como por una
suerte de decreto-ley teológico. El mundo parece decirle: todos, hasta los
más mediocres, tienen asignada en la vida una porción aceptable de dis-
frute. Todos menos tú, por alguna ignorada razón, invisible, kafkiana.
Así, pues, su aislamiento único, aterrador, lo impulsa a refugiarse en los
sótanos de la Ópera de París donde organiza el sombrío imperio de un
solo hombre.
49
Algo que requirió un tratamiento estético cuidadoso fue la casa del
lago subterráneo (a la cual sólo podría accederse mediante un bote), don-
de vivía el misterioso personaje. Justo allí, en el último y más secreto
subsuelo de la ópera, Erik acumuló toda su defensa: terribles trampas,
tales como la “sirena” (en realidad un artilugio mecánico) que con su
canto atraía a los incautos viandantes que se acercaban a curiosear los
dominios de Fantasma, y otros muchos aparatos e invenciones mortífe-
ras. Cuando leo esta parte (una de las tantas desaprovechadas por el cine
al darle solución rudimentaria) no dejo de pensar en una ambientación
cavernosa, con fulgores azulados, que recuerde a la Eftigia, tal la idea del
propio Leroux, con La isla de los muertos, de Rachmaninoff, como mú-
sica de fondo. Allí, en esa casa tenebrosa y a solas con su órgano, Erik
creaba la música de su obra magna: el Don Juan triunfante. “Sí —me
dijo— en ocasiones compongo. Hace veinte años que comencé esta obra”.
“A veces trabajo en ella quince días y quince noches seguidas, durante los
cuales sólo vivo de música y luego descanso años”.
50
tra— no me pareció en un principio más que un largo, atroz y magnífico
sollozo, en el que el pobre Erik había encerrado toda su miseria maldita”.
En cierto momento un desdichado cometió el error de extraviarse
entre las trampas del lago. Erik, luego de nadar bajo el agua, se le apareció
por sorpresa, estrangulándolo. Después de su hazaña se presentó con las
ropas chorreantes frente a Cristina (a quien había secuestrado): “Te pido
me perdones si te muestro semejante cara. En qué estado estoy, ¿verdad?
La culpa la tiene el otro... ¿Para qué llamó? ¿Acaso les pregunto yo a los
que pasan qué hora es? Ya no le preguntará más la hora a nadie. ¡Oh,
querida, es que cometí el error de salir!... hace un tiempo atroz. Sólo por
eso merecía la muerte... Y a propósito de muerte, tengo que cantarte tu
misa”. Otras ironías feroces: “¡Apaguemos!... ¡No tengas miedo de estar
en la sombra al lado de tu maridito!...”. (Esto, a la chica, quien lo mira
aterrorizada y dando diente con diente).
En El fantasma de la ópera hay un preanuncio del expresionismo ale-
mán: allí está la cabeza de fuego que flota en un pasillo mientras conduce
a la muerte a las ratas del teatro, un embozado que cabalga por los subte-
rráneos, una negra fantasmagoría de ojos dorados, que se recorta en luna
llena contra el tapial deslumbrante del cementerio bretón.
El humor ácido y desesperado del fantasma, una ambientación miste-
riosa y los decorados alucinantes, hicieron de este libro una auténtica
obra maestra, no por popular, menos incomprendida.
Creo haber visto todas las versiones para cine (incluida la muda, con
Lon Chaney, de lejos la mejor). El desaprovechamiento es patente. Se
gastó tanto dinero en Batman que bien podrían utilizar en esto una suma
equivalente. El libro es tan cinematográfico que no hay más que seguirlo
con fidelidad para tener una película de éxito.
51
“Fue en una triste noche de noviembre cuando contemplé al fin el
fruto de mis esfuerzos. Con una ansiedad que era casi una agonía, recogí
los instrumentos de vida que me rodeaban para infundir una chispa de
alma en el ser inerte que yacía a mis pies”. Así comenzaba originalmente
Frankenstein, de Mary Wollstonecraft Shelley. Era sólo un cuento, pero
su marido, el poeta Shelley, la convenció de que la historia merecía ma-
yor desarrollo. De tal manera surgió la novela famosa.
Víctor Frankenstein es el sabio loco por excelencia. El libro de Shelley
está terminado, completo, no da para más. Sin embargo, el tema del
sabio loco es apasionante para nosotros, los amantes del género; nos en-
tusiasma y siempre esperaremos algo más de algo, de alguien. Fue preci-
samente en “una triste noche de noviembre” cuando a Mary se le ocurrió
la idea para su obra maestra. Esta se originó por un desafío, en Suiza,
cerca del lago de Ginebra, donde la pareja descansaba. Conocieron a Lord
Byron y se hicieron amigos. Pero las vacaciones se les aguaron porque
llovía sin cesar. Quedaron todos en reclusión forzosa, con sólo algunos
libros de aparecidos traducidos del alemán. “Escribamos cada uno un
cuento de fantasmas”, desafió Lord Byron. Parece que el resultado de los
esfuerzos masculinos fue tan pobre que abandonaron enseguida la tarea.
Sólo Mary siguió empecinada. El problema fue que no se le ocurría nada
que asustase. En cierta ocasión estuvieron discutiendo hasta tarde si algu-
na vez el hombre sería capaz de descubrir el secreto de la vida, si era
posible fabricar un ser viviente en el laboratorio.
Esta noche Mary no pudo dormir. Ella misma cuenta su visión: “Vi,
con los ojos cerrados, pero con aguda visión mental, al pálido estudiante
de artes profanas arrodillado junto a la combinación que se había hecho.
Vi desarrollarse el horroroso fantasma de un hombre, que luego, bajo la
acción de cierta máquina poderosa, daba señales de vida y se agitaba con
movimientos torpes, semivitales”. Al otro día Mary empezó a escribir
Frankenstein.
Hay muchas ambigüedades en el libro de Shelley, empezando por la fa-
bricación misma del monstruo. ¿El científico juntó pedazos de cadáveres y
los unió, como en las películas, o bien fue desarrollando proteínas, miembro
por miembro, hasta que formaran un cuerpo, al principio sin vida? En un
52
momento parece una cosa, luego otra. Ya avanzada la novela, el científico
empieza a fabricar una compañera para el monstruo. Para que no lo molesten
trabaja en una isla escocesa, de sólo tres habitantes. Entonces uno, astutamen-
te, se dice: “¡Ah!, conque solos, ¿eh? Eso significa que fabricaba proteínas,
porque en esa isla no hay cadáveres”. Entusiasmo prematuro: la isla está a tres
millas de la costa y “tal vez” el sabio loco iba en bote a buscar las piezas
anatómicas que necesitaba. Como se ve el misterio sigue insoluble.
Enfurece ver cómo nos engañan todo el tiempo los guionistas. Uno
termina por creer a pie juntillas las audaces simplificaciones que a veces
comete el cine, a punto tal que si no leyó el libro discute, y si lo leyó
discute todavía más creyendo que, porque lo hizo, se acuerda. Uno se ve
a sí mismo, muy suelto de cuerpo, pontificando: “Poe, Mary Shelley,
Hoffman —o quien fuera— escribieron tal o cual cosa”, y resulta que
no: es de la película de donde lo sacó. El libro no dice nada de eso. En este
caso en particular hace rato que guionistas y directores decidieron cortar
por lo sano: herr Víctor Frankenstein juntó pedazos de cadáveres, hizo
con ellos un muñeco, le dio vida con sus aparatos y listo. D’accord.
En el libro, no bien el científico anima a la criatura, se horroriza de su
obra. “Sus miembros eran proporcionados y había procurado dar belleza
a sus facciones. ¡Belleza! ¡Gran Dios! Su cutis amarillo cubría apenas la
obra de músculos y arterias que había debajo; su cabello era negro, bri-
llante y ondulado, sus dientes tenían la blancura de la perla, pero esas
delicadezas no hacían sino más hórrido el contraste con sus ojos acuosos,
casi del mismo color blanco sucio de las cuencas en que estaban encaja-
dos, con su tez apergaminada y con sus labios oscuros y estirados”.
Frankenstein huye al ver su creación. El monstruo, a su vez, escapa del
laboratorio hacia el bosque.
53
bres y mujeres están dotados de belleza. Él, por contraste, es más feo
que una momia vuelta a la vida, cosa que sabe muy bien por haber visto
su rostro en el agua. La desesperación puede más que su prudencia y
por fin se acerca a los demás. Lo reciben con gritos, palos y piedras.
Salva a una niña de morir ahogada y como premio le pegan un tiro en
el hombro, herida que tarda mucho en curársele. A partir de ese mo-
mento jura odio y venganza eternos contra la humanidad y, sobre todo,
contra su creador. La manera según la cual el monstruo aprende a ha-
blar y hasta a leer es tan poco creíble como que en la ópera un agonizan-
te muera cantando, pero en fin, ¡así es el arte! Lo cierto es que ubica a
Víctor y comienza a matar a sus familiares. El muñeco interrumpe la
serie de asesinatos y se entrevista con el científico. No bien lo ve
Frankenstein quiere destruirlo, pues bien sabe que el monstruo es el
causante de su desgracia. Pero el otro es muchísimo más fuerte que él y
no tiene más remedio que escucharlo. El muñeco apela a su compasión
contándole todas las injusticias que ha debido padecer: él era bueno y
lo hicieron malo. Luego le habla de las responsabilidades que, como
creador, tiene para con él. Por las dudas de que los argumentos anterio-
res no lo hubiesen convencido, le dice que si no le da algo que va a
pedirle, en tal caso y con gran dolor de su alma, se verá en la tristísima
obligación de exterminar a toda su familia. Quiere que Frankenstein le
fabrique una compañera. Si accede, él y su chica se irán de Europa para
siempre y no lo molestarán más. Harán su nidito de amor en
Sudamérica. Como se ve, la solución es siempre la misma: encajarles a
los subdesarrollados lo que a nosotros (los europeos) no nos gusta, ya
se trate de desechos radiactivos, sobras industriales o monstruos. El
planteo militar del bicho es bastante convincente y el científico accede.
Pero lo atacan las dudas: ¿y si ella no acepta el pacto y resulta todavía
más mala que él? ¿Y si la bicha se enamora de un ser humano cualquiera
—de Frankenstein, por ejemplo— y al monstruo no le presta la más
mínima atención?
¿Y si primero dice que sí y después que no? ¡La donna é mobile!
Incluso podría pasar algo mucho peor: que sí gusten uno del otro, ten-
gan miles de monstruitos y pongan en peligro la existencia de la raza
54
humana. Víctor duda como Hamlet: ¿hacer o no hacer una “monstrua”?
Ésta es la cuestión.
55
Sin embargo hay otra clase de gólem que, cuenta una segunda leyen-
da, puede fabricarse. Es robando de morgues y cementerios distintas
partes de cadáveres, unirlos hasta formar un muñeco y luego darle vida.
Para esto es preciso que sobre el corazón recién instalado del gólem, el
mago deposite un trozo de piel de su propia lengua, que deberá des-
prenderse con una espina de rosa. Sobre ese mismo corazón, echará un
líquido mágico (nunca pude saber sus ingredientes, por desgracia) y
cerrará el pecho. Se conecta el gólem a un pararrayos en espera de la
primera tormenta eléctrica que se declare. En medio de los rayos y true-
nos el mago deberá tener una relación sexual con esa carne muerta. Esto
es necesario —se sostiene—, pues, si el mago rehúsa hacerlo, en vez del
gólem fabricará un demonio. Esta leyenda posiblemente esté relaciona-
da con los famosos homúnculos de Paracelso: especie de pequeños
humanoides que, según decía, el mago podía fabricar a partir de semen
humano y sangre.
Si Mary Shelley y los guionistas de cine leyeron las obras de Paracelso,
o tal vez El libro de San Cipriano, Los secretos de Alberto el grande y otros
“tesoros de las ciencias ocultas”, no lo sé... Yo, personalmente, lo dudo y
me inclino por una casualidad. Pero, así las cosas...
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Sin embargo cuánto bien han hecho al arte las obras de entreteni-
miento puro. No caben dudas, un libro como Ella está mal escrito. Cla-
ro que el autor se cubre. Se supone que la obra no está redactada por
Haggard sino por Ludovico Horacio Holly (la misma treta sioux utiliza
en Las minas del rey Salomón, donde la novela, se dice, está escrita por un
inculto cazador de elefantes llamado Allan Quatermain). Y así el escritor
va zafando. Haggard redacta mal, qué duda cabe. Pero tiene la habilidad
suficiente como para redactar peor todavía y a propósito. En Ella abun-
dan las repeticiones de palabras, tales como “tremebundo” y demás lindezas
(este vocablo aparece 13 veces: lo sé porque me tomé la molestia de con-
tarlos). Como si fuera poco, además, tenemos expresiones del siguiente
jaez: “la sombra del ala oscura de la noche”, “el seno desgarrado del mar”,
“alguna vez lucirá una aurora que alumbrará los senos de la noche larguísima
que nos ha envuelto”, e infinidad de otras análogas, que encantaban a los
lectores del siglo XIX. Todo ello por no hablar de los momentos “filosó-
ficos” de Holly, el personaje central, que por su altura lo transforman en
una autoridad en metafísica pedestre.
Ahora bien, si hay un libro que merece salvarse del fuego, es Ella, de
Rider Haggard. Se trata de una obra tan amena que uno se siente dispues-
to a perdonarle todos sus “senos desgarrados”, su “sombra del ala oscura”
y hasta sus “noches larguísimas”.
La descripción del viaje de los expedicionarios a través de pantanos
desiertos y fantasmagóricos, ciénagas africanas interminables, llenas de
mosquitos gigantes, es digna de ser leída aún hoy, luego de Paradiso o del
mismísimo Ulises. La fortaleza estética y tecnológica de Joyce o la frase
galana de Lezama Lima no destruyen nuestra capacidad para gozar aque-
llas páginas de literatura supuestamente menor.
No conozco muchos escritores que sean capaces —como Haggard en
Ella— de hablarnos de las ruinas de la fabulosa Kor, iluminadas por la
luna, las legiones de esqueletos saliendo del osario para dar una vuelta por
toda la ciudad vacía y luego caer en la misma fosa inmensa de la cual
salieron, quedándose allí a dormitar por otros ocho mil años.
Mientras viva no olvidaré este libro donde, en una montaña íntegra-
mente cribada por túneles y pasadizos, los antiguos y desaparecidos habi-
57
tantes habían depositado miles de momias perfectas. ¿Cómo no recordar
la escena donde la tribu de los amajaguers, ahora instalada en el lugar,
incendia decenas de cuerpos embalsamados para iluminar sus festines?
¿O el tormento de la vasija de barro calentada al rojo, que los antropófa-
gos colocaban sobre las cabezas de los extranjeros con el fin de
“homenajearlos”? ¿O la belleza de su reina blanca, la temible “Quien Debe
Ser Obedecida”, tan hermosa que debía desplazarse perpetuamente vela-
da a fin de que sus súbditos no enloquecieran y verse así obligada a matar-
los?
Pero sobre todo merecen destacarse los personajes: tan distintos, dise-
ñados con perfección, creíbles, vivientes. Particularmente Hiya, la terri-
ble ama y señora de los amajaguers: criatura tan fuerte, extraordinaria,
con leyes propias, pero al mismo tiempo tan “femenina”, con una femi-
neidad de reina. Pues, no lo dudo, así eran las soberanas del mundo anti-
guo, con esa majestuosa crueldad de Las mil y una noches.
Hiya es un monstruo. No tanto porque tenga mal carácter, que eso lo
puede tener cualquiera, sino porque cuando le da un ataque de furia mata
por medios mágicos, con un golpe de voluntad. Pero esto no es lo más
raro: ella es una mujer contemporánea de Alejandro Magno y vive hoy,
fresca como una lechuga. Tiene 2.400 años sobre sus espaldas. Bien conser-
vada, la chica. Ya hablaremos del personaje de otra obra de Haggard, tam-
bién una vieja, pero no linda como Hiya sino infinitamente horrorosa.
Nadie, en apariencia, a menos que hubiese visto tales maravillas, po-
dría describirlas con tanto detalle y naturalidad. No deberá extrañarnos
entonces que, en el siglo pasado, muchos soñadores y locos perdiesen sus
vidas buscando las minas del rey Salomón, las cavernas de Kor y cuanta
cosa, directamente influidos por las obras de Haggard.
Pero esta es la magia del verdadero artista, el poderoso campo
gravitatorio de la auténtica imaginación, capaz de subordinar a sus lecto-
res hasta el nivel de la creencia.
Conozco a bastantes escritores, algunos de ellos con cierta fama, que
ante un libro como Las minas del rey Salomón sólo tendrían como co-
mentario un despectivo: “Eso no se lee”. Sin embargo, pocos hombres
podrían describir una batalla entre nativos como la que aparece en ese
58
libro, donde un solo regimiento de tropas escogidas compuesto en su
totalidad por veteranos enfrenta a un regimiento tras otro del enemigo,
destruyéndolos hasta ser ellos mismos al fin exterminados.
Haggard pasó muchos años en África, sirviendo como funcionario
en la administración inglesa de Natal. A su profundo conocimiento
del sentir y accionar del hombre negro, unió la suerte de haber sido
contemporáneo de la gran guerra civil en Zululandia, cuando los hi-
jos de Panda se disputaron la sucesión a “ejército limpio”, como quien
dice. Al vencedor de nada le valió el triunfo, pues el imperio fue con-
quistado poco después por los cañones ingleses. Haggard llegó a con-
versar con muchos zulúes, quienes habían conocido de cerca a los
viejos reyes.
En Las minas del rey Salomón tenemos a Gagaula, vieja malísima que,
se nos deja entrever, tiene más de doscientos años de edad. Es sólo piel y
huesos, igual que una momia. No camina, sino que se arrastra con sus
cuatro extremidades, dando saltitos como un sapo. Su cabeza es una cala-
vera cubierta por piel tirante, de tambor. No tiene un solo pelo, pero sus
ojos brillan en la oscuridad igual que brasas. Es inolvidable la escena en la
caverna, con los reyes muertos y transformados en estalagmitas por gotas
que les caen sobre las cabezas. Gagaula canturrea y “charla maléficamente”
mientras les rinde homenaje.
Otro “monstruo” es Zikali, también hechicero, y a quien el rey Tchaka
llamó “la cosa que nunca debió de haber nacido” (sin atreverse, empero, a
matarlo). Este brujo aparece en una trilogía de novelas llamada La ven-
ganza de Zikali, y son: Nombé, Mameena y Marie.
Zikali está empecinado en destruir el imperio zulú, y lo consigue te-
jiendo sus redes como una araña mágica. Hasta el héroe de la trilogía (el
cazador blanco Allan Quatermain) le teme y cae bajo sus ardides y hechi-
zos. El brujo practica la adivinación con huesos de muerto y puede pasar
más de una hora mirando al sol sin que su vista se altere.
59
Novelistas amenos eran los de antes
60
definitiva, entiendo yo, para un escritor ésta es la mejor moraleja y la
alegoría más perfecta: conseguir lectores que no se aburran.
Tal vez la clave sea retomar el mundo de los monstruos. Lo mons-
truoso es demasiado importante como para dejarlo en el reino de la clase
“B”. Werner Herzog dio un gran paso con Nosferatu, película entretenida
y a la vez profundísima.
61
gan de manera tan absoluta el efecto exacto que se propuso el autor. En
ningún momento decae el ambiente opresivo, enfermizo. No hay bajas
tensiones ni caídas de potencial. Los seres de esta narración resultan como
extrañas plantas marcianas, aptas sólo para vivir en atmósferas enrareci-
das.
Por algo Wilde decía que “es tan sólo la expresión la que da realidad a
las cosas”. Y qué expresión hay en Usher. Sólo el arte de Poe fue capaz de
tornar verosímiles a tales criaturas, colocadas en el límite justo de lo
detectable. Un poco más raras que las hubiese diseñado y ya no habría-
mos podido comprenderlas. Bien sabía él, como Wilde, de los hechizos
de las palabras. En esta obra maestra —verdadera joya diseñada a la ma-
nera de Cellini— se nos revela como un Merlín de las letras, que suges-
tiona movilizando al lector con sus magias.
Suele reprochársele —con alguna verdad— la reiteración del tema
necrofílico en sus cuentos. Cierto que sus mujeres, con toda evidencia,
sólo están allí como excusas, para hacerlas padecer (pobres) la catalepsia,
con sus consiguientes enterramientos prematuros y otras muertes predi-
lectas. Pero se le puede perdonar, ya que esta morbosidad, en Poe, se
transforma en un motivo de arte.
Usher es genial incluso a nivel microscópico: “de mí, el desesperado, el
frágil”. Seis palabras hay en este fragmento. Cada una por separado no
nos dicen demasiado, pero, según la forma en que él las combina, basta
para expresar toda una situación interior del personaje. Uno de sus pasajes
contiene incluso un presagio de la pintura moderna: “si jamás mortal
pintó una idea, ese mortal fue Roderick Usher. Para mí, al menos —en
las circunstancias que entonces me rodeaban—, el hipocondríaco lograba
proyectar en la tela, una intensidad de intolerable espanto, cuya sombra
nunca he sentido, ni siquiera en la contemplación de las fantasías de Fuseli,
resplandecientes, por cierto, por demasiado concretas”.
Es imposible saber si Poe tenía conciencia del humorismo implícito en
ciertas escenas. Quizá fue intencional. Cómo no reírse, en efecto, de “Una
idealidad exaltada, enfermiza, arrojaba un fulgor sulfúreo sobre todas las
cosas. Sus largos e improvisados cantos fúnebres resonarán eternamente en
mis oídos”. Si pensamos que afuera de los muros de la mansión, contami-
62
nados por la melancolía, hay sol (o noches con luna), pájaros que cantan o
niños que juegan (en algún lugar, en alguna parte), el contraste con estos
dos fronterizos que se encierran a improvisar réquiems nos obliga a la son-
risa. Es imposible tomar este pasaje completamente en serio. Como tam-
poco este otro, casi al final, donde Usher, desmelenado e histérico, abre la
ventana en medio de la tempestad: “La ráfaga entró con furia tan impetuo-
sa que estuvo a punto de levantarnos del suelo”. Lo cómico —
involuntariamente cómico— de la escena surge del hecho de que el lector,
exasperado por la melancolía de páginas y páginas, a esa altura también
alcanzó una suerte de histeria cuya única salida es la risa, ante la primera
exageración que rompa el equilibrio. El pensamiento de que una ráfaga,
por impetuosa que sea, pueda arrancar a dos hombres adultos del piso no
resultaría jocoso en otro momento; a lo sumo lo encontraríamos algo ex-
travagante. Es el genio de Poe el que nos ha tenido tensionados con emo-
ciones, hasta el punto de necesitar la descarga del humorismo.
El diccionario define la palabra monstruo como “único en su especie”.
Roderick Usher “apenas soportaba los alimentos más insípidos; no podía
vestir sino ropas de cierta textura; los perfumes de todas las flores le eran
opresivos; aún la luz más débil torturaba sus ojos, y sólo pocos sonidos
peculiares, y éstos de instrumentos de cuerda, no le inspiraban horror”.
Caso único y único espécimen, por cierto.
63
Muchas veces se ha señalado que los personajes femeninos, en la obra
de Poe, resultan mal diseñados: son etéreos, fantasmales, apenas un esbo-
zo. Esto es cierto, desde luego. La amada ideal, para este artista, debe ser
“remota”, de orígenes “confusos”; los romances, para ser tales, deben en-
trar en la esfera de lo mitológico: con tenebrosas plantas trepadoras y
manchas de humedad en la pared. Y necesariamente debe ser así para que
luego pueda irrumpir con comodidad lo fatídico, lo romántico en el
peor sentido necrofílico del término. En Ligeia nos describe a su heroína:
“Era de alta estatura, un poco delgada y, en sus últimos tiempos, casi des-
carnada”. Casi descarnada. “Entraba y salía como una sombra” de su gabi-
nete de trabajo. Sólo reparaba en su presencia por su voz o “cuando posaba
su mano marmórea sobre mi hombro”. En otras palabras: lo ideal es que la
fastidiosa carne moleste lo menos posible con sus despóticas exigencias
vitales y biológicas. El sexo, en Ligeia, llega a un verdadero prodigio de
sublimación; así, por ejemplo, si bien es cierto que los ojos humanos po-
seen su erotismo, no es cuestión de exagerar: “la expresión de los ojos de
Ligeia... ¡Cuántas horas medité sobre ella! ¡Cuántas noches de verano luché
por sondearla! ¿Qué era aquello, más profundo que el pozo de Demócrito,
que yacía en el fondo de las pupilas de mi amada? ¿Qué era? Me poseía la
pasión de descubrirlo. ¡Aquellos ojos! ¡Aquellas grandes, aquellas brillan-
tes, aquellas divinas pupilas! Llegaron a ser para mí las estrellas gemelas de
Leda, y yo era para ellas el más fervoroso de los astrólogos”.
Casi enseguida se hace evidente que el centro de gravedad del cuento
está en los ojos de la amada. “De todas las mujeres que jamás he cono-
cido, la exteriormente tranquila, la siempre plácida Ligeia, era presa
con más violencia que nadie de los tumultuosos buitres de la dura pa-
sión. Y no podía yo medir esa pasión como no fuese por el milagroso
dilatarse de los ojos que me deleitaban y aterraban al mismo tiempo...”.
Una vez más vemos que la pasión, para él, sólo es válida a partir de lo
sublimado (“Y no podía medir yo esa... como no fuese por el milagro-
so dilatarse de...”).
Los dos personajes viven, aparentemente, en un estado de trascen-
dencia pura. No hay vestigios de sexo; sólo excitación intelectual. Por
fin Ligeia, cada vez más etérea, enferma y muere, no sin antes insinuar
64
la posibilidad del retorno de ultratumba mediante su voluntad. El viu-
do compra una abadía ruinosa y la transforma en su residencia. Deja
intacto su exterior, con sus hiedras espectrales y “recuerdos melancóli-
cos y venerables”. Ya nos podemos imaginar la decoración del lugar
donde pasa sus noches y sus días (ya sé que lo cité en otro sitio, aunque
sea dentro de mis pensamientos, y de los pensamientos de Drácula,
pero permítaseme que lo reitere puesto que así es el placer): hay una
única ventana, “un inmenso cristal de Venecia de una sola pieza y de
matiz plomizo, de suerte que los rayos del sol o de la luna, al atravesar-
lo, caían con brillo horrible sobre los objetos”. “El lecho nupcial, de
modelo indio, bajo, esculpido en ébano macizo, con baldaquino como
una colgadura fúnebre”, etcétera.
Luego de construida su casa loca, el viudo vuelve a casarse, esta vez
con Lady Rowena Trevanian, de Tremaine (nombre, apellido y título
completos, cosa que no ignoremos que ésta, al revés de aquélla, carece del
encanto de lo ambiguo, confuso y remoto). Ya sólo por lo dicho debería-
mos intuir que la pobre chica es una futura víctima propiciatoria en los
altares del Moloch de la necrofilia. En efecto: la malhadada segundona es
tomada al asalto por el acechante fantasma de Lady Ligeia (para alborozo
del viudo) y logra volver al mundo terrenal. Ese espíritu descarnado usur-
pa los derechos de la carne. El personaje masculino observa arrobado ese
milagro altamente maléfico y proclama (al tiempo que entona salmodias
y antífonas): “¡Estos son los grandes ojos, los ojos negros, los extraños
ojos de mi perdido amor, los de Lady... los de LADY LIGEIA!”.
Poe cambia la voluptuosidad por la atención en lo trivial (o por lo
que, sin tener dimensión frívola desde el punto de vista erótico —los
ojos, por ejemplo— finaliza por tenerla a causa de una pesada, sospecho-
sa insistencia). El escritor, para sus mujeres, intercambia siempre los mis-
mos juegos: el incesto, la muerte prematura, el morbo y la excitación
enferma. A las féminas las hace resucitar sólo para tener el placer de hun-
dirlas en la segunda muerte, más rápida y vasta que la primera. Tal es el
caso de Morella donde la hija calca velozmente el drama de su madre.
Leyendo la obra de este artista genial, valorando incluso sus descripciones
enfermizas, no puede menos que lamentarse el severo vínculo psíquico
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que sólo le permitía sublimar hacia las regiones del morbo. Ya no podre-
mos saber la potencia que pudo alcanzar de no sufrir el desgaste de su
mala relación con el mundo femenino.
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En los tiempos modernos cada tanto aparece un loco que se cree vam-
piro y actúa como tal: John Keins liquidó en Boston a tres chicas. Las
mató de la manera más clásica: previo mordiscón en el cuello, les chupó
la sangre. En Nueva York un puertorriqueño asesinó a varias mujeres de
manera parecida, sólo que como no tenía tan buena dentadura como Mr.
Keins se ayudaba con un cuchillo. Bela Lugosi, uno de los mejores Drácula
que hemos tenido, fue poseído de tal manera por su personaje que, años
después de filmada la película, seguía vistiendo como el Conde transilvano
y ¡hasta dormía en un ataúd! A Marlon Brando le pasó lo mismo cuando
interpretó a Zapata, pero por lo menos dormía en una cama.
Petronio, en El Satiricón, menciona a los vampiros. Hay chicos ma-
los aficionados a los líquidos rojos entre los antiguos judíos, los grie-
gos, alemanes, rumanos y rusos. Se ha dicho que Stoker se basó para su
libro en la historia del boyardo Vlad, amo y señor de Valaquia (hoy
parte de Rumania) y fundador de la ciudad de Bucarest. Durante sus
diez años de gobierno hizo empalar a cuarenta mil personas: si bien la
mayoría eran turcos, enemigos a la sazón de Valaquia, muchos de sus
subordinados conocieron esta pena máxima. Murió en 1462 para ale-
gría de sus súbditos. Lo llamaban Drakula (Hijo del Diablo). Pese a
todo, la supuesta inspiración es errónea y por dos razones. Mi Maestro
es muy anterior a Vlad. Éste, por otro lado, si bien hizo correr ríos de
sangre no se la bebió.
Digamos, más bien, que la propia literatura de la época debió influir
sobre Stoker; aparte de Carmilla ya existía otra novela: Varney, el vampiro
(una especie de esqueleto con poca carne que atacaba a señoritas dormidas).
Lo más original, en Drácula, es el estilo, el humor negro de muchos
de sus pasajes, la riqueza del diseño de sus personajes, la descripción de
lugares, la de castillos ruinosos, sombríos y, sobre todo, el erotismo
sadomasoquista muy bien disimulado. Esto último fue, sin duda, lo que
más prendió en la fantasía de la gente hasta el día de hoy. La versión
muda de Murnau, Nosferatu, tiene un homosexualismo indudable.
Se han hecho tantas películas de vampiros que, a esta altura, el Club
de Sanguinarios Anónimos está superpoblado. El aburrimiento hace que
el tema del vampiro desemboque en variantes exóticas cada vez más atre-
67
vidas: a las chicas ahora no las muerden en el cuello sino en los senos.
Pronto tendrán relaciones sexuales normales y hasta se casarán y tendrán
hijos. Después vendrá la tarjeta de crédito, el teléfono celular y las fortu-
nas en la Bolsa como los goldenboys y será el fin del género.
No estamos lejos. Ya vi dos películas de vampiros buenos. En una, la
comunidad de nosferatus sólo bebe sangre artificial para no matar gente
(y de paso no aumentar el número de miembros de la colectividad, su-
pongo). En otra, la pareja de vampiros chupa, pero poco: se miden cosa
de que nadie sufra un accidente lamentable.
Aparte de Christopher Lee (inexorablemente perseguido por Peter
Cushing), Jack “El Destripador” Palance(3) interpretó al Conde Drácula.
De manera excelente, por lo demás. A este magnífico actor jamás le die-
ron la oportunidad de hacer el papel principal en El fantasma de la ópera.
Una lástima. Dicen las malas lenguas que ni siquiera hubiese necesitado
maquillaje, pero se trata de un malévolo infundio. Francis Ford Coppola
dirigió una muy buena película sobre el tema, y también, Werner Herzog.
El Nosferatu de este último merece un detenido análisis, por ser, según
creo, el único que se aparta de la larga tradición.
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ron, ni nada por el estilo. Se transformó en monstruo cuando siglos atrás,
para conseguir la inmortalidad, “renunció al amor”. Se torna así en un
enemigo de la humanidad y el orden creado, en el Dios del Mal. Según
parece, además del ser y la nada existe el anti-ser, empeñado en retrotraer
a la creación al punto cero y destruirla. Sería bueno que a esta porción de
la metafísica los filósofos la tratasen alguna vez.
No es una casualidad que una de las primeras escenas de la película de
Herzog sea un hombre a caballo bordeando el río. La música de fondo es
el motivo guía El Rhin, de la ópera de Wagner ya mencionada. Para cazar
a sus presas el monstruo apela a la seducción romántica. Se presenta a sí
mismo como víctima de un misterioso e injusto dolor, de una condena
antiquísima. Según él, su terrible soledad necesita de una mujer que se
sacrifique para salvarlo. Este cebo está, con toda evidencia, destinado a
hacer “picar” a las chicas. Pero lo cierto es que su soledad no viene a causa
de un aciago destino, sino porque él, para dominar el mundo, renunció
al amor. Nosferatu es el Dios de los espejismos y la mentira, y con sus
patrañas hace caer a más de una fémina.
Al lado del monstruo de Nosferatu, el viejo Conde Drácula parece casi
inocente. Mi Maestro, durante siglos fue malísimo, qué duda cabe. Pero a él
no se lo puede ver como a un puro victimario: más bien resulta una víctima
puesto que no eligió su destino. En todo caso (y este es su mérito) decidió
cambiarlo mediante un poderoso, increíble acto de voluntad y purificación.
Pero ahora no voy a hablar de la realidad de mi Maestro sino de la
ficción. Cuando en la novela de Bram Stoker sus compañeras vampiresas
se ríen de él y lo acusan de falta de amor: “Tu nunca amaste, nunca amas”,
él les contesta: “Sí, yo también puedo amar; ustedes pueden decirlo, por
lo que conocieron de mí en el pasado”.
Cuando Van Helsing y compañía están a punto de liquidar a Drácula:
“Estaba terriblemente pálido, como una imagen de cera, y sus ojos roji-
zos, abiertos, brillaban con una mirada bien conocida por todos noso-
tros, en la que quemaba todo el odio y la venganza del mundo”. Pero
inmediatamente luego de que le clavan la estaca: “Creo que siempre será
un consuelo y una memoria dulce para mí el recuerdo del gesto de paz,
que, aun en ese instante de disolución final, vi imprimirse en el rostro del
69
Conde. Nunca hubiera imaginado que esa cara era capaz de reflejar tanta
serenidad”. Es distinto el caso de la criatura maléfica del film de Herzog:
no es un hombre malo, incluso malísimo, ni una entidad sobrenatural
víctima del anti-ser, sino el anti-ser en persona. Se diferencia de todos los
otros bebedores empedernidos en que no fue un hombre a quien mor-
dieron y que, en correspondencia, muerde. Nosferatu eligió libremente
no amar, realiza con su propio ser un pacto por fuerza diabólico. Y todas
sus víctimas, a partir de tal momento, reflejan como espejo ese desamor.
Es el origen del mal y el pacto mismo.
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ploma. El rabino del que hablamos dejó crecer demasiado a su criatura y
ya no podía alcanzar su frente para borrar la letra. Lleno de miedo pensó
que el gólem podía seguir agigantándose hasta aniquilar el mundo. Se le
ocurrió entonces una treta. Le ordenó: “Quítame las botas”. El gólem se
arrodilló para cumplir el mandato y la famosa letra estuvo al alcance del
rabino. La extraña criatura murió, pero había crecido ya tanto, de cual-
quier manera, que sus escombros aplastaron a su creador. Así, al menos,
nos lo cuenta Gershom Scholem.
La luz de la luna cae a los pies de mi cama y yace allí como una piedra
grande, chata y luminosa. Cada vez que la luna llena empieza a menguar
desvaneciéndose su lado izquierdo, como una cara que se aproxima a la
vejez, adelgazando y mostrando primeramente arrugas en una mejilla, se
apodera de mí, en la noche, una inquietud turbia y de tormento.
Es obsesivo, recurrente:
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gárgola, cuyos bordes, carcomidos por la herrumbre, forman un ángulo obtu-
so, debió haber desembocado en tiempos pasados junto a él en la tierra, y
obstinadamente, para engañar y adormecer mis pensamientos asustados,
insisto en insinuar ese cuadro a mi mente.
No lo consigo.
Una y otra vez, con estúpida insistencia, afirma una terca voz, en mi
interior incansable como un postigo que el viento batiera contra la pared a
intervalos regulares: que el asunto es totalmente diferente, que no es ésta la
piedra que se asemeja a un pedazo de tocino.
No puedo libertarme de esta voz.
Si objeto cien veces que nada de eso tiene importancia, calla por un
instante, pero despierta imperceptiblemente de nuevo y repite, obstinada,
una vez más: “Bien, bien, sin embargo, no es esa la piedra que tiene la
forma de un pedazo de tocino”.
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llena los agujeros con sopa. Pero si alguno no puede probar que perte-
nece al “Batallón”, con la misma jeringa se lleva la sopa y deja parpa-
deando al frustrado comensal.
En la judería hay una casa de alto con una habitación misteriosa, sin
puerta y con una ventana enrejada. En ese cuarto imposible vive el gólem,
la figura de arcilla animada por medios mágicos. Cada 33 años sale de su
reducto y marcha por las calles de Praga, vestido con ropas de otro siglo,
sembrando el terror. Nadie conoce su misión, pero la gente lo odia y le
teme. Cuando alguien lo ve da la alarma y todos lo persiguen para desar-
marlo a palos. Jamás logran darle alcance. Siempre desaparece al dar vuel-
ta por una esquina.
En esta obra hay alucinación suficiente como para abastecer a cinco
novelistas. Sin embargo, aunque puede leerse como una incomprensible
novela de fantasmas (y, como ya dije, disfrutarla igual), es una obra mís-
tica. El gólem no es más que un mensajero destinado a conmover al
personaje principal de la novela: Athanasius Pernath debe abandonar las
tentaciones de la carne y así realizar una transformación alquímica en su
alma. Sólo de tal manera estará en condiciones de efectuar la boda con
“muerte” y “resurrección”. Pernath lo intenta desesperado, pero fracasa.
Hacia el final baja con una cuerda y espía dentro del cuarto del gólem. La
cuerda se rompe y para no caer se aferra al alféizar con uñas y dientes. Pero
la piedra es lisa. “Lisa como un pedazo de tocino”. El personaje por fin ha
encontrado a la famosa piedra. Ahora entiende que a todo esto ya lo ha
vivido y que está condenado a pasar nuevamente por ello. Como dicen
los árabes: “Quien no comprende a su pasado está destinado a repetirlo”.
Athanasius, en el instante final carece de “garra”, resbala y cae nueva-
mente en este Valle de Lágrimas. La boda no se consuma.
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Los cuentos y narraciones chinos poco tienen que ver con las conven-
ciones occidentales. Aquí, si uno asesina a su esposa (literalmente, quiero
decir), lo menos que puede hacer es explicarle al lector por qué realizó ese
acto tan curioso. No así entre los literatos chinos, quienes consideran que
tales accidentes son propios de la vida y no requieren comentario ni deta-
lle. Uno es “una hoja en la tormenta”, como decía el maestro Lin Yutang.
En una narración del siglo XVIII (Unos hermanos en busca de su padre), el
señor Luyteh marcha con un sirviente a través de ríos y montañas. En
cierto momento están en un desfiladero. De improviso, el rostro del
doméstico cambia y, sin decir agua va, se abalanza sobre el otro con un
cuchillo. Luyteh se hace a un costado con la premura del caso y el servi-
dor cae al abismo. Nada sabemos de las razones que pudiera tener el otro
para su acción, ni se explican a posteriori. Es más: no se vuelve a mencio-
nar al sirviente en todo el resto del escrito. Simplemente el señor Luyteh
pone el equipaje sobre sus hombros y echa a caminar. Meses más tarde, el
protagonista y su hermano tienen montones de aventuras: atraviesan un
valle repleto de fantasmas, escapan de un batallón completo de tigres y
lobos, etcétera.
El lector chino de historias fantásticas y horripilantes lleva una ventaja
sobre el lector occidental. Éste “tiene que hacer como que” cree en lo que
le cuentan. A partir de esto, si el relato está bien escrito, se asusta. Aquél,
en cambio, no tiene que “creer”: claro está que los fantasmas existen y eso
lo sabe cualquier chino, lo que ocurre es que los seres sobrenaturales no
son tan malos como parecen, y siempre se puede llegar a un arreglo con
ellos. Es más: si un hombre se encuentra con un fantasma es el pobrecito
espectro el que se halla en peligro, tal como en El hombre que vendió
fantasmas. Un muchacho se encontró cierta noche con un fantasma.
“¿Quién eres?”, interrogó el joven. “Un fantasma, ¿y tú?”. “Otro fantas-
ma”, mintió el humano. Luego cada uno preguntó al otro respecto adón-
de se dirigía y resultó que iban en la misma dirección. Caminaron y ca-
minaron, pero entonces dijo el espectro: “Es ridículo que los dos camine-
mos. Es mejor que cada uno lleve al otro por turno”. “Muy bien. Tú
llévame primero”. El trasgo estuvo de acuerdo y cargó con el hombre.
“¡Pero eres pesadísimo! —dijo el fantasma sudando la gota gorda—. ¿Es-
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tás seguro de ser un fantasma?”. “Sí, sí. Lo que pasa es que hace poco que
me morí, así que todavía tengo parte del peso de la vida”. “¡Ah, con
razón!, pero te digo que de haberlo sabido no te proponía el trato”. Cuan-
do al humano le llegó el turno de cargar sintió que el otro pesaba menos
que una brizna. Así siguieron: primero uno, después otro. Mientras tan-
to el hombre le sacaba información: “Tengo que saber lo más posible de
esta vida de espectro que me espera. ¿A qué debemos temerle más, noso-
tros los fantasmas?”. “Lo peor, pero lo peor de lo peor, es que un humano
nos escupa encima. ¡Cuidado, no permitas que uno de esos malvados te
lo haga o estás perdido!”. En ese momento el muchacho cargaba con el
trasgo. Ya en posesión del secreto sujetó al fantasma con alma y vida, sin
hacer caso alguno de sus clamorosas protestas. Lo llevó hasta la ciudad y
allí lo bajó. Ya en el suelo, el espectro se transformó en cabrito para poder
escapar, pero el hombre lo escupió (no sólo para inmovilizarlo sino para
impedirle cualquier nueva transformación). Vendió el cabrito en el mer-
cado y se fue muy contento a su casa haciendo tintinear el dinero en el
bolsillo.
Son los japoneses, que siempre se toman todo a la tremenda, los que
han propagado la especie de que los trasgos son de temer.
Cierto que en la película Una historia de fantasmas, de Ghing Siu
Tung, hay una serie de tenebrosos, horribles y malvados espectros, pero
eso se debe a que hoy día los chinos han terminado por creer las mentiras
de los japoneses respecto de la supuesta peligrosidad de los aparecidos.
Nada más fácil que probar la verdad de estas palabras. Uno puede
casarse sólo con dos clases de seres sobrenaturales: o con una zorra (ya
diremos qué es) o con una muerta que tenga su sepultura en el cemente-
rio más próximo. Ambos enlaces son felicísimos y, nada, salvo la dicha,
puede sobrevenir al contrayente. Debe desecharse para siempre la vieja
falacia japonesa de que los fantasmas le cortan a uno las orejas (o algo
peor), o que si alguien tiene amores con ellos, después de una noche de
alegría y delirio se despierta abrazado a un esqueleto harapiento. Jamás se
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ha dicho mayor mentira y sólo un japonés, con un romanticismo del
peor, es capaz de inventarla.
La de la zorra es una vieja tradición china. Se trata de animales encan-
tados, que a voluntad pueden transformarse en animal o en persona.
Cuando una zorra se enamora de un ser humano, éste ha recibido la
mayor bendición del cielo. Ella se presenta bajo la forma de una chica
muy bonita y hace y deshace hasta que él se casa con ella. La zorra es
inteligente y sabe muchos secretos. En este mundo no hay nadie más fiel.
Lo único es que, de noche, cuando el marido duerme, sale para efectuar
correrías por los campos, nuevamente transformada en animal. Pero hace
eso porque es su naturaleza. Por la mañana siempre vuelve. Si él enferma
sabe qué hierbas buscar para curarlo. Todos los que se han casado con
estos seres viven muchísimos años. Pero el final de la zorra casi siempre es
muy triste. Pasan los años y ella es tan joven como siempre, en tanto que
él envejece. “¿Cómo es posible que seas tan joven ahora como cuando te
conocí veinte años atrás? ¿No serás acaso una maldita zorra?”. Y entonces
la echa. Estas son historias de monstruos, pero donde el monstruo es el
hombre.
Un matrimonio de conveniencias
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zaron a vivir juntos, él notó que cuando decía “diablos” o “demonios”
ella se ponía infinitamente furiosa.
Un día el estudiante volvió a casa a una hora desacostumbrada. Desde
lejos sintió los gritos. Su esposa se peleaba con alguien.
Al llegar encontró sólo a su mujer. “¿Con quién te peleabas?”. “Con
una malvada. Una amiga mía”. “¿Pero por qué te peleaste con tu amiga?”.
“Está celosa”. “¿Quien es?”. “La señorita Chuang. No la conoces”. Pasado
un tiempo sucedió lo que tenía que suceder: el estudiante conoció a la
señorita Chuang, la encontró la criatura más deliciosa del mundo y se
acostó con ella. Su amante, muerta de miedo, le confesó que su esposa
era un fantasma y que temía su venganza. Lo que la señorita Chuang no
le contó es que también ella era un fantasma.
Para resumir: tanto esposa como amante tienen respectivas tumbas.
Su casa, llena de comodidades, donde ha vivido tan feliz es un lugar
encantado, lleno de polvo y telarañas. Su esposa lo busca para matarlo y
el estudiante huye de la ciudad. Era un hombre que no se conformaba
con nada, caso contrario hubiera vivido muy feliz con su mujer.
Conclusión: es de lo más conveniente casarse con una de estas
monstruas, aunque sean un poquito celosas, siempre y cuando uno no les
dé motivos de celos.
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cada hoja de cada árbol? Sería imposible terminar cualquier novela. Por
eso el artista chino recorta sucesos. Elige. A algunos los consigna, pero a
otros, no. Los bárbaros e ilógicos occidentales son los que han puesto de
moda la supersticiosa manía de anotarlo todo. ¿Debo rastrear las razones
por las cuales un hombre le prende fuego a una casa con dos viejitas
adentro? Sucedió y listo. Así queda espacio para hablar de lo que real-
mente le importa al lector: la incomprensible mancha amarilla que deja
sobre mi colcha la luna de otoño, mientras bebo vino de Los Diez Mil
Años con mi recipiente de jade. Mi copa es chiquitita, delgada y suave
como una concavidad de pétalos incrustados unos con otros y, a descri-
birla, bien puedo dedicarle dos páginas.
Volviendo a lo del dragón y la pared. No debe extrañar la actitud de
los cuatro amigos. Es seguro que el monstruo, ya saciado su apetito, no
volverá a manifestarse por ahora. De modo que ¿para qué voy a preocu-
parme? Los designios del cielo son incognoscibles. Enormes. En China
hasta lo sobrenatural se toma con pragmatismo. Buda es nieve negra.
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“bestia” por medios químicos, entiendo yo, sino alquímicos: con su vo-
luntad y conscientemente permite que irrumpa lo peor de sí. La pócima
no hubiera funcionado de no ser por la dualidad, la esquizofrenia de
Jekyll. Creo que el gran mensaje de la novela de Stevenson es que, sin
crecimiento espiritual, sin autosinceridad, sin unión y armonía de nues-
tros distintos fragmentos psíquicos, el monstruo sale más tarde o más
temprano. El alma es un gabinete de alquimia. Sin trabajo interior, beber
el líquido maldito es inevitable para cualquiera de nosotros. Coincido
con Borges en que las adaptaciones de El extraño caso... han sido des-
afortunadas. Es perfectamente posible hacer una película profunda y ta-
quillera. Sucede con Jekyll-Hyde lo mismo que con El fantasma de la
ópera. Los temas dan para mucho más de lo que nos han presentado. De
todas maneras soy de los que sostienen que no hay películas clase “B”
(particularmente las de monstruos) sin algo rescatable. En la adaptación
que más me interesó, Hyde no tiene aspecto horrible; al contrario: es un
hombre hermoso. La monstruosidad es interna. La Bestia es, incluso, un
gentleman. Desea conquistar a una bailarina muy codiciada. Ella sabe lo
que puede esperar de los dandys, de modo que lo interpela duramente
(lista para rechazarlo): “Me han propuesto hasta palacios a cambio de una
hora de amor. ¿Qué va a ofrecerme usted?”. Y él, impecable, contesta:
“Jamás me atrevería a ofrecerle a tan hermosa dama un objeto trivial”.
Hyde estuvo grandioso. Pero cuando ya tienen relaciones ella le confiesa
su amor, a lo cual el monstruo contesta: “Yo no puedo amar a nadie”. A
la mujer se le ensombrece la cara: “Pues eso es muy malo. Sobre todo
para mí”.
Recuerdo otras dos frases. El personaje que interpreta Christopher
Lee (ninguno de los protagónicos) es acusado de vicioso. Él contesta:
“Pero, mi estimado amigo, las mujeres no son un vicio, son una nece-
sidad”. Más adelante, este mismo personaje sufre un revés apocalíptico:
de la mañana a la noche lo pierde todo. Va a parar a la calle en uno de
esos helados inviernos de Londres, sin trabajo, sin recursos, con las
moneditas que tiene en el bolsillo. Uno que lo conoce, condolido, le
pregunta: “¿No estarás por hacer algo desesperado, verdad?”. “Salvo
vivir, nada”.
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Alguien, alguna vez, tendría que hacer un ensayo sobre la ideología de
las películas de terror. Los norteamericanos, que son los que más las fabri-
can, siguen teniendo en su corazoncito el puritarismo de los trece Estados
Originales. Nueva Inglaterra es la cabeza del mundo. ¿Un amo loco en el
algodonal? Nathaniel Hawthorne logró cambiarlos algo, pero no mucho.
El monstruo retorna, una vez y otra, como en Viernes 13 o en El regreso de
los muertos vivos. Cuando en una de esas películas aparece una chica que
fuma, provoca sexualmente a los hombres y se acuesta con su profesor de
matemática, yo ya sé que a ésa es a la primera a la que el monstruo le bebe
la sangre. Las chicas recatadas (de ser posible vírgenes) casi siempre se sal-
van. Esto no es chiste, puesto que representa una ideología maligna. Otros
que están allí exclusivamente para ser sacrificados a Moloch son los jóvenes
agresivos y desprejuiciados. Si además fuman, bueno... ya nada ni nadie
podrá salvarlos, ni siquiera si se arrepienten con toda el alma. En el in-
consciente colectivo norteamericano hay una cruzada antitabaquista y eso
se nota en las películas clase “B”, particularmente en el género terror.
El tema de Jekyll inspiró incluso a Jerry Lewis: El profesor chiflado,
película cómica muy seria, donde el otro “yo” de un profesor ridículo y
cuarentón aparece para vengar todas las ofensas (reales e imaginarias) que
recibió de adolescente. Hyde, aquí, es elegante, fuerte, “se las sabe todas”
y canta que es una maravilla. Conquista exactamente en dos minutos y
catorce segundos a la chica inalcanzable, por supuesto.
Una vieja novela de ciencia ficción, El planeta desconocido, trata el
mismo tema. En cierto planeta perdido en la galaxia vivía la raza
superinteligente de los Krell. Llegaron tan alto en su poderío científico
que a sus máquinas ya las accionaban mediante el pensamiento, sin nece-
sidad de mover un dedo (o un tentáculo).
Pero se olvidaron de los monstruos de sus propios subconscientes: al
conectar sus mentes a las máquinas también les dieron esa potencia a las
fuerzas oscuras del interior psíquico. El resultado es que los “hydes” de
los Krell se mataron entre sí y la raza desapareció. Allí llegan los terráqueos
de visita, usan las máquinas de los antiguos habitantes y les pasa lo mis-
mo.
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La momia (un gólem egipcio)
El zombi
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pato lo aprieta y se pincha. Cae al suelo exánime y va a parar a terapia
intensiva. De más estará decir que los tres sobrinitos se ponen en marcha
para encontrar el antídoto que salve la vida de su tío. El final no puede ser
más feliz: no sólo salvan a Donald sino que hasta adoptan al zombi, a
quien le ponen el nombre de Carlitos. Mascotas eran las de antes.
Ni la literatura ni el cine han explotado las posibilidades del tema. Al
menos hasta donde yo sé. Sí tenemos la grotesca serie de engendros de La
noche de los muertos vivos. Hay allí una cantidad de chicas muertas y
desnudas que chillan “¡Quiero cerebro!”, pero nada más. La auténtica
leyenda del zombi brilla por su ausencia. Los muertos resucitan a causa
de un experimento militar que salió mal: se derrama una sustancia que
guardaban como un tesoro para emplearla en la futura guerra química.
El zombi auténtico, hecho y derecho, es el fabricado mediante una
ceremonia vudú. Al muerto, entre otras cosas, se le coloca un clavo deba-
jo del paladar superior que somete el cerebro. Si este clavo se sale, o no
está bien fijo, las memorias de lo que fue en vida irrumpen y queda fuera
de control. Recordemos lo ya hablado sobre la momia.
82
En la Edad Media, a muchos desgraciados se los despellejó vivos para ver
si debajo tenían pilosidades delatoras.
En este año Tod Browning filmó una película con monstruos autén-
ticos, que sacó de circos y cotolengos. Había allí un señor de casi tres
metros de alto, flaco como un esqueleto, pero fuertísimo. Niños con
ojos en cualquier lugar. La joya era un Gusano Reptante: sólo un tronco,
sin brazos ni piernas, que avanzaba mediante brincos y contorsiones. En
uno de los extremos del raro cilindro podía verse una cabeza que fumaba.
Eran otros tiempos: aún no existía el concepto de lo “socialmente correc-
to”. Adhiero a la declaración de un oficial del generalato de los EE.UU.
que dijo recientemente: “Desprecio a los ejércitos actuales porque no fu-
man. En Vietnam todos fumábamos. Hasta el enemigo”.
La que mandaba a estas personas tan extrañas era una gorda tan gorda
que parecía un acorazado de carnes temblorosas. Una chica, joven y linda,
pero muy despreciativa, se burla de los miembros de la cofradía y los
insulta. Los monstruos la transforman en uno de ellos. Primero que nada
le cortan las cuatro extremidades
Después... La película fue famosa en su época y se llamaba Freaks. Yo
vi además una nueva versión, también con monstruos auténticos, pero
aquí son todos buenos. No es lo mismo.
83
estilo wagneriano. Collodi consideraba que los niños son monstruos:
muñecos animados a quienes hay que transformar en humanos armán-
dose de infinita paciencia. Pinocho (un muñeco que camina y habla) es
“único en su especie” y es preciso humanizarlo, vale decir, sacarlo de su
estadio de monstruosidad.
Pinocho, esta obra maestra única, está plagada de maravillas. Qué decir de
la Isla de los Juguetes, donde los niños, a poco tiempo, se transforman en
asnos y son vendidos en el mercado como tales. O la ballena que se traga a su
padre, el viejo Gepetto: es un bicho inmenso que devora barcos enteros sin
astillarlos. El anciano vive en el vientre ciclópeo y conserva la vida pescando
ejemplares de los cardúmenes que, periódicamente, traga la bestia.
Una de las partes más deliciosas y delirantes es la extraña relación de
Pinocho con el Zorro y el Gato, esos dos grandes rufianes:
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no quería nada más, porque estaba tan desganado que ni podía ver la
comida.
El que menos comió de los tres fue Pinocho, que se contentó con una nuez
y un pedacito de pan, y aún dejó algo en el plato. El pobre tenía el pensa-
miento fijo en el Campo de los Milagros, y había agarrado ya una indiges-
tión de monedas de oro.
Cuando las cuatro garduñas creyeron que estaba todo arreglado desfila-
ron hacia el gallinero, que estaba junto a la casilla del perro, y después de
abrir a fuerza de uñas y dientes la puerta de madera que cerraba la entra-
da, penetraron silenciosamente una tras otra. Pero apenas habían acabado
de entrar, cuando sintieron que se cerraba la puerta con gran violencia.
Había sido Pinocho, que, no contento con cerrar la puerta, para mayor
seguridad puso por delante una gran piedra para sujetarla a modo de puntal.
Después comenzó a ladrar ¡guau!, ¡guau!, ¡guau!, con toda la fuerza que
pudo, y con tanta propiedad, que parecía un perro auténtico.
Al oír los ladridos saltó el agricultor de la cama. Tomó una escopeta, y se
asomó a la ventana, preguntando:
—¿Qué ocurre?
—¡Que están aquí los ladrones! —respondió Pinocho.
—¿Dónde?
—¡En el gallinero!
—¡Bajo a escape!
Y, efectivamente, en un momento bajó el agricultor, entró en el galline-
ro, y después de atrapar y meter en una bolsa a las cuatro garduñas, les dijo
con acento de satisfacción:
—¡Por fin habéis caído en mis manos! Podría castigaros si quisiera, pero
no soy vengativo. Me conformaré con llevaros mañana a casa del vecino
posadero, para que os desuelle y os ponga estofadas como si fuerais liebres. Es
un honor que no merecéis, pero los hombres generosos como yo no guardamos
rencor por estas menudencias.
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En verdad habría que citar el libro entero.
En cuanto a La Bella y la Bestia. Bestia es despótico, arbitrario y malísi-
mo. Procede como un señor de horca y cuchillo con los demás. Muy a la
manera de la vieja nobleza francesa. “Es preciso amarme, Bella”, le dice a la
chica. ¿Pero cómo podría hacerlo si él es horrible? Bien al estilo bíblico, el
milagro sólo puede darse haciendo cosas imposibles y anulando el yo y la
propia naturaleza. Luego viene la culpa de no haber podido hacerlo. Pero,
retomando una idea de Ayn Rand en El manantial: si a pesar de todo, contra-
río mi yo hasta destruirlo, ¿quién va a quedar ahí para festejarlo? Nadie,
obviamente.
Bella también es monstruosa a su manera, por ser la única capaz de
semejante sacrificio de amor abstracto. Tú di (como diría un panameño)
que a Bella la cosa le sale bien y Bestia se transforma en un príncipe
encantador. ¿Pero si le salía mal y se tenía que casar con semejante bicho?
La única parte que me hace delirar de este horrible cuento es: “¿Me
amas, Bella?”. “No, Bestia”. Esto es delicioso. Delicioso.
En realidad historias como La Bella y la Bestia fueron escritas
para afianzar el dominio masculino sobre las mujeres. Este tipo de
cuentos “altamente morales” eran brindados a las niñas a fin de la-
varles el cerebro. Así, en su momento, no se negarían a casarse con
quienes sus padres les ordenasen. “Yo a este hombre no lo quiero,
pero por lo menos, con mi sacrificio, voy a hacer felices a papá y
mamá”.
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Uno de los primeros cyborg del cine fue el creado por un sabio loco
que mete el cerebro de su hijo, muerto en un accidente, adentro de un
muñeco de estatura humana. El cyborg no se conforma con esa situación
tan incómoda y empieza a causar desastres.
Yo, robot, la novela de Isaac Asimov, es una obra maestra. Uno tiene
derecho a preguntarse de dónde sacó a esos bichos tan convincentes si no
existieron jamás. ¿No existieron? ¿Y si algún día se descubre que Asimov
era un hombre de doble vida, que tenía un laboratorio secreto y...? Lo
cierto es que en el cine no hemos tenido algo equivalente, de tanta sutile-
za. Los robots de La guerra de las galaxias son muy simpáticos, pero no
les llegan ni a las rodillas a los de Yo, robot.
La antecesora a las guerras galácticas fue La guerra de los mundos, basa-
da en un libro de Wells, donde una flotilla de naves ataca a la Tierra desde
Marte. La invasión fracasa porque los atacantes, que tienen una tecnolo-
gía de primera, son tan tontos que no habían previsto que los microbios
terrestres van a matarlos. En la década del cincuenta se creía que en Marte
podía existir vida inteligente y una civilización avanzada.
Algunas humoradas de los bichitos de Gremlins son deliciosas. Como
la famosa escena donde imitan, en un bar, a los personajes de las películas
que ven por televisión. No falta nadie: el negro cantor de blues, el gánster
con su chica, la muerte del tramposo que juega a las cartas, etcétera.
¿Qué más? Como pensé (o pensamos, con mi Maestro), Moby Dick
es un monstruo, tanto como puede serlo el alienígena de Alien, el octavo
pasajero. ¿Acaso la ballena blanca no es “única en su especie”? En realidad
el capitán Ahab, con su odio absurdo, es mucho más abominable. El
pobre bichito lo único que hace es defenderse.
Ya no queda espacio y el dossier se termina, pero quisiera decir algo de
los monstruos de las historietas. Superman, La Mujer Maravilla, el Hombre
Araña (a referirme algunos, por lo menos). Mientras viva no olvidaré a
Luthor, el sabio loco que a toda costa quiere destruir a Superman con sus
inventos. Súper es un héroe sin sexo que tiene un amor platónico con
Luisa Lane. Mientras sobreviva el puritanismo de los Trece Estados Ori-
ginales, este incontaminado paladín seguirá haciendo de las suyas. Un
caso raro fue el Fantasma, ese hombre con antifaz, que vivía entre los
87
pigmeos y tenía por emblema una calavera. Es interesante porque, como
dice un amigo mío, era uno de los pocos personajes sexuados de las anti-
guas historietas. Su novia se llamaba Diana Palmer y por temporadas se
quedaba a vivir con él.
Un personaje argentino(5) olvidado, que hacía delirar a los niños de ese
país, era el Hombre de Goma. Podía cambiar su cuerpo a voluntad, como
si realmente fuese de goma: largo como un fideo, plano como una sába-
na. Pero con una ventaja sobre la auténtica goma: impenetrable a las ba-
las.
De la misma época es el Capitán Márvel: un canillita lisiado que po-
día transformarse a voluntad en el superhéroe con sólo pronunciar dos
palabras mágicas. Era una versión criolla de Superhombre.
¿Y la música? La estatua animada de Don Giovanni, de Mozart, que
viene a llevarse al infierno al pecador. Lo más notable no es la estatua, ya
que en la ficción hemos tenido muchas que caminan y hablan. La nove-
dad es la actitud de Don Giovanni: no se arrepiente de sus pecadillos,
pese a la prueba innegable de que el otro mundo existe.
El buque fantasma, de Richard Wagner, con su bajel lleno de espec-
tros que esperan (también ellos, como Pinocho) ser redimidos por el
amor. El tema de la redención también está en la Tetralogía (El anillo de
los nibelungos), con su dragón Fafner, enanos que se transforman en
sapos y gigantes irritables. Y el mayor monstruo de todos: Alberich,
que para controlar el mundo renuncia al amor. Pero de esto ya hablé en
otro lado.
(5) Argentina: país del Cono Sur americano. También llamado: la Picadora de Carne del Fin del
Mundo. Julio Verne se quedó corto. Creo que no sabía de algunas alquimias siniestras (Jonathan
Harker).
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Leí mi ensayo a Lucy y no encontré sino entusiasmo en ella. Claro
que la prueba de fuego es Drácula. ¿Y si me considera un insolente? Ella
me tranquilizó con algo semejante a: “Obviamente le va a encantar”.
Pero no fue así.
—Si bien su ensayo, que usted por modestia llama dossier...
—Es un dossier.
—No. Porque contiene tesis.
—La suya, Conde.
—No importa. Por lo demás y, como decía Wilde, “le ruego que no
me interrumpa en la mitad de una frase”.
—Disculpe.
—Si bien su ensayo, como decía, es muy profundo, deploro... ciertos
defectos de estilo. Es casi... periodístico, por momentos. Por favor, no se
ofenda.
—No me ofendo.
—Sería una pena que usted, a costa de la estética, ganase lectores en-
tre... el gran público.
No puedo dar una idea de la sutil ironía y del desprecio con que lo
dijo. Intentaba amortiguar todo el tiempo —a causa del afecto, supon-
go—. Pero igual se notaba.
Por fin dijo una frase infinitamente terrible (como significando: “¿Qué
me ha hecho?”):
—Un escritor decimonónico, como usted.
Aquí Lucy no aguantó más:
—Conde, no olvide que estamos en el siglo ventiuno.
—No me lo recuerde, por favor.
Drácula había contestado con la máxima sequedad que el dandismo
permite cuando uno se dirige a una mujer.
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Lucy, que es cualquier cosa menos tonta, sonrió. Agachó la cabeza.
Volvió a levantarla y comenzó con una de esas propagaciones sistematizadas
y agresivas, que tanto le conozco y que me aterran:
—Pero, Conde... Un hombre de su cultura y su delicadeza sabe que
vivimos en una época de excesos y agitaciones. Incluso hasta podríamos
decir: por suerte, puesto que, como usted mismo dijo: “Lo que no es
exagerado no vive”.
El sofisma no fue de la gracia del Conde. Ella estaba particularmente
odiosa en ese momento. Además lo hacía a propósito y era obvio. En ese
instante Drácula hubiese estrangulado a Lucy Humboldt, mi adorada
esposa, por más que estuviese reformado...
Pero el Conde salió al paso con una elegancia:
—Mi querida, es usted perfectamente encantadora. Su belleza... espiritual
y su ingenuidad —bien sabía él que Lucy no era ingenua— le impiden ver las
abominaciones del mundo moderno. Hay dos clases de exageración y, me
temo, estamos cayendo en el extremo más degradado. Así, el estilo sufre.
—Pero un escritor debe intentar acercarse a la mayor cantidad posible
de lectores —arguyó mi adorada quien, con toda evidencia, había queda-
do descolocadísima ante la calma respuesta de Drácula ¡Bien sé yo cuán
mala y ocurrente puede ser Lucy!
—Sra. Lucy, su marido posee algo llamado genio, cosa que, con toda
evidencia, es en todo caso una calamidad. Tiene la marca de Caín en la
frente. Siempre será distinto, haga lo que haga, y de esto los demás se dan
cuenta. ¿Qué sentido tiene, entonces, hacer concesiones? Estilo más vale.
Estilo en cualquier caso.
—Conde, ¿alguna vez pensó en dedicarse al cine?
Esta interrogación de mi amada me sorprendió. También a Drácula, si
a eso vamos.
—Creo que esta es la pregunta más inteligente que me haya formula-
do una mujer.
Lucy sonrió ante el machismo implícito de la respuesta. El Conde
estaba elegantemente furioso y, con toda evidencia, contraatacaba.
—Mi querida, ya le habrá aclarado su marido que soy fotofóbico —Lucy
volvió a sonreír por lo bajo—. De todas maneras, si yo no tuviese ese
90
defecto visual me habría dedicado al cine. Yes, I do. Para vengarme de mis
estúpidos enemigos, en primer lugar (a veces, pese a mis años, soy poco
sabio). Pero sobre todo para poder contemplar las películas que nunca vi.
Una adaptación de El fantasma de la ópera, por ejemplo, que pudiese
gustarle a Leroux. Hasta ahora la mejor es la primera, la muda, con Lon
Chaney. Y francamente deja mucho que desear. Falta el “cuarto de los
suplicios” (al menos en todas sus posibilidades fantásticas), la ferocidad
del Fantasma, el aparejo escénico, el cementerio bretón, en fin. En cuan-
to a venganzas... Ah, sí, las venganzas. Hay una película con Grace Kelly
(estupenda actriz): Encaje de medianoche. El film es clase “B”, salvado
tan sólo por la actuación de ella. Hay una escena que, creo, es una de las
más eróticas que yo haya visto en el cine. Al personaje femenino principal
su marido intenta eliminarlo. Es un fragmento apasionante donde el
monstruo trata de estrangularla. Ella, con la media de seda enroscada en
su cuello, pega pataditas eróticas mientras la pollera se le sube hasta un
poco más arriba de las rodillas. Lamentablemente se salva. Si yo me hu-
biese dedicado al cine (tal como usted, señora, en su intuición supuso)
hubiera vuelto a filmar esa escena. Con una actriz desconocida, bonita,
elegante, de piernas largas y armónicas. Pero con una diferencia: a la chica
se la estrangula en serio. Sadoporno, por supuesto. Se la asfixia en el
mismo momento en que lee la revista Vogue. Sin bombacha, con las tetas
al aire, dando pataditas mientras boquea comprendiendo, por primera y
última vez, que la cosa viene en serio.
Lucy y yo nos miramos asombrados. El Conde debía estar atravesan-
do por una profunda crisis espiritual para utilizar ese lenguaje. En ese
momento ni nos miraba. Creo que no sabía que hubiese pensado en voz
alta.
Él, fulgurante de odio, prosiguió:
—Incluso, si algún asistente cometió un error, le quitás a la víctima el
calzón de un manotazo para tirarlo bien lejos (todo ante cámaras) al tiempo
que gritás furioso y fuera de guión: “¿Quién dejó aquí este maldito chis-
me?”.
Lucy, con afecto y preocupación:
—Conde... usted está muy sacado. Creo que debería calmarse y...
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—¿Sacado? ¿Qué defecto de lenguaje es éste? ¿De dónde me “sacaron”
y quién?
—Quise decir, con todo respeto...
—Sí, ya sé. Yo también conozco los códigos. Que los conozca no
quiere decir que los acepte.
—Sólo quisiera preguntarle... porque me quedó una duda...
—Por qué no me terminó de gustar el ensayo de su marido.
—Es usted telépata.
—A veces. Bien, lo que me desagradaron fueron los subtítulos (la ma-
yoría de ellos) y los horribles chistes de los... “copetes”, como se dice ahora.
Un espanto. Y no son las únicas chanzas abominables, puesto que el texto
mismo también abunda en ellas —Drácula se volvió hacia mí—. Tiene
usted derecho, como escritor, a darnos una segunda versión del tema.
Pero en ningún caso está autorizado a otorgar algo inferior (estilísticamente
hablando) a Bram Stoker, el genial irlandés.
—Pero, Conde...
—Pero nada. Es así.
—Conde... —dijo Lucy, nuevamente furiosa.
—¿Sí, mi querida? Tiene usted derecho a decir cualquier cosa, total es
linda.
—¿Usted se da cuenta del machismo del que hace gala?
—Sí, claro. ¿Cómo no habría de ser machista un vampiro?
—Pero así usted se queda solo.
—He tenido ochocientos años para acostumbrarme.
—¿Y se acostumbró?
Drácula hizo un espantoso silencio de, por lo menos, treinta segun-
dos. Luego contestó con una palabra de dos letras:
—No.
Tras unos instantes de observarlo ella con atención:
—Conde, algo más. ¿A quién elegiría usted como actriz para la
refilmación de esa escena? La del estrangulamiento, quiero decir.
—A nadie conocido. Tendría que ser una chica fría e histérica, pero a
quien nadie eche de menos. Hay tantas...
—Comprendo. ¿Y qué otras características tendría su filmografía?
92
Aquí ya no pude aguantar y salté, lleno de entusiasmo:
—Si yo filmase mis actrices estarían constantemente desnudas, corres-
ponda o no al guión.
Lucy, afectando estar escandalizada:
—¡Jonathan!...
—Es más —proseguí—, supongamos que, por exigencias
argumentales, una de mis chicas debe entrar a un supermercado a hacer
las compras o a un bar a tomar un té con masas. Pues lo hace, sólo que
desnudita. Y nadie la mira, pese a que todos los otros están vestidos. Es
decir: todavía pueden mirarla un poco, porque es joven y linda, pero sin
escándalo y no más que a otras chicas. Que esté desnuda se toma como
algo natural. Los policías no la detienen y si les pregunta por una calle
ellos le contestan solícitos, como harían con cualquier ciudadana. Insisto
también con mi idea china de dragones que salen de la pared o vasos que
tragan personas. ¿No dijo usted acaso, Maestro —me volví a Drácula—
, que allí donde no hay monstruosidad el texto no vive?
—Sí.
—Pues bien. ¿Y no agregó usted, en otro lado, que el Todo es la única
cosa que dividida por infinito sigue siendo igual al Todo?
—No sé si lo dije, pero pude.
—Ahora bien, las tetas son ese Todo que, aún dividido infinitamente,
permanece igual.
Lucy suavemente:
—Jonathan, qué boquita.
—Quiero una escena donde el amado le come las dos tetas a su ama-
da. Pero a ella no sólo no le duele sino que, además, los pechitos se le
restituyen al instante. O sea: a la misma chica su novio le puede comer
sus “estéticas” ciento ochenta y dos veces seguidas, que de todas maneras
sigue teniendo de todo y está cada vez más linda. Hasta la puede invitar
con un pedacito.
Lucy:
—¿Con un pedacito de sus propias tetas?
—Claro.
—¿Y a ella le gusta todo eso?
93
—Le encanta.
Mi adorada, con mucha discreción y reserva espiritual:
—Ah...
Drácula:
—Sus preferencias sexuales me parecen deplorables, Mr. Harker.
—Pero, mi estimado Conde...
—No se preocupe. Yo las comparto. O las compartía. No deseo re-
cordarlo.
—¿Por qué no? —preguntó Lucy muy interesada.
—Una cosa lleva a la otra. O todo o nada. Es preferible el ascetismo
completo.
—Qué desperdicio, Conde —comentó mi dulce esposa con alguna
intención.
Drácula se hizo el tonto.
Pero nadie podía parar a Lucy cuando ella se encaminaba hacia un
pesado y erótico destino.
—¿Sabe, Conde? —dijo ella con voz suave—. Esta escena, aquí, no-
sotros tres quiero decir, me recuerda... Se parece mucho a una vivida por
el poeta Shelley y su esposa Mary, la autora de Frankenstein. Ellos tam-
bién eran tres (con Lord Byron, claro), aislados, como nosotros ahora,
pero al pie del lago de Ginebra, en Suiza. Era una noche horrible y leían
lo único que estaba a su alcance: unas traducciones del alemán de cuentos
de miedo.
Drácula:
—¿A usted le gustan las historias de miedo, Sra. Lucy?
—Me fascinan. Pero deje que le siga explicando. Mary Shelley, su
esposo y Lord Byron estaban aislados (fue una relación muy particular la
de ellos, créame). Y entonces surgió el desafío: que cada uno escribiese un
cuento de terror. Parece que los dos hombres fracasaron en el intento,
pero la chica escribió Frankenstein.
—¿Usted se propone algo parecido, señora?
—Sé que puedo escribirlo... con ayuda.
El Conde hacía un gran esfuerzo para dominarse:
—Señora, la histeria, lo sé, es una de las formas del arte. Pero...
94
—Sométame a prueba.
Drácula no podía creer lo que oía. Yo sí, porque a lo largo de los cinco
años en que he tenido la dicha (y también el horror) de ser el marido de
Lucy, sé que ella puede no tener límites en lo que considera su desarrollo
personal.
El Conde, en su último y desesperado intento, llegó al borde de la
brutalidad:
—¿Me lo dice frente a su marido?
—¿Por qué no? Él es una propagación de mi alma. Así como yo soy
una propagación de la suya.
Drácula, en ese momento, se transformó. Los ojos, la boca. Parecía
Christopher Lee en Dracula’s Horror.
—Jonathan... —dijo Lucy—. Ponte a mi espalda. Ya sabes lo que hay
que hacer.
Me coloqué detrás de mi inocente niña y, con brutalidad, le abrí la parte
delantera del vestido. Creo que se lo rompí. Sus dos pechos, grandes y
magníficos, quedaron expuestos ante Drácula. Mi erección, en ese mo-
mento, era feroz. ¿Por qué? En cuestiones sexuales nunca hay una sola ra-
zón. Celos, furia, deseos de que mi amada reviente de una buena vez por
todas (así deja de hacerme sufrir), amor, ganas de que ella goce aunque el
precio sea mi humillación. También, por supuesto, el impulso perverso y
lo mucho que a ella la admiro, aunque un día de estos me destruya.
Le alcé las faldas y comencé a sodomizarla sin piedad alguna, buscan-
do su grito. Claro que gritaba. Pero la muy puta todavía tuvo presencia
de ánimo como para apartarse sus negros y abundantes cabellos, a fin de
brindarle su cuello al otro. Drácula le apretó brutalmente las tetas, a fin
de inmovilizarla, y la mordió con ganas. Lucy se quejó débilmente, con
mucho masoquismo. Entre los dos sin duda logramos cierto destrozo. El
Conde la estaba bebiendo. A grandes tragos. No conforme con esto le
introdujo su enorme genital. ¿Qué más hay que hacerle a una mujer para
que goce? ¿Qué más?... No hay más. Lucy empezó a tener un orgasmo
tras otro. Con total entrega y a los gritos.
¿Cuánto tiempo... la duración de aquello? Lo ignoro. Sólo sé que a
partir de un momento Drácula se dominó. Extrajo sus colmillos del cuello
95
de mi esposa y comenzó a derramar una cantidad increíble de semen
adentro de su vientre. A chorros. Evidentemente no quería matarla y su
biología apeló a ese recurso extraordinario a fin de encontrar una salida.
Un hombre normal no puede arrojar casi un litro, como él hizo. El
licor seminal bañaba el piso, lo cual no impedía que ella, desde su sexo,
continuase manando.
Lucy estaba desmayada, tanto por la pérdida de sangre como por el
violentísimo placer. Sin decirle al otro una palabra la alcé en brazos y, al
minuto, procedí a acostarla en nuestro cuarto.
Al siguiente anochecer me habló Drácula:
—Mr. Harker. Estoy muy agradado de sus servicios, pero debo pres-
cindir de ellos. Voy a hacerle entrega (aparte de los pasajes en avión) de
cinco mil libras esterlinas moneda británica del Reino. Creo que eso cu-
brirá vuestras molestias. He sabido también que su señora está... indis-
puesta. Naturalmente ustedes se quedarán conmigo hasta su restableci-
miento completo.
El del Conde era un rostro sellado, inatravesable.
Hablé, no obstante:
—Es el poder de Afrodita, como usted sabe. ¿Quiénes somos para
oponemos a la Diosa?
—No es Afrodita a quien temo, Mr. Harker, sino a Dionisios.
—El poder de la orgía, dice usted.
—Él es terriblemente fuerte. Me costó mucho dominarme. Respeto
y admiro a su esposa. Ella no tiene límites. Pero yo sí. Espero que usted
comprenda lo que estuvo a punto de pasar.
—Pero de hecho no pasó.
—Tuvo su precio y deseo que sepa que estoy terriblemente enojado.
—¿Con nosotros?
—Conmigo mismo. En una sola noche retrocedí cien años.
—Tal vez no fue un retroceso.
—¿De qué me habla? Estuve a punto de saciarme y matar.
—Pero no lo hizo. Usted ha cambiado.
—Tal vez. Pero los demás no.
—Lo dice por Lucy.
96
—Lo digo por la propuesta orgiástica. No es la primera vez que la
recibo en mi vida, claro, y es casi irresistible.
—No tiene por qué pasar nuevamente.
—Su esposa tiene... la locura sagrada. Dionisios (“Dionisos”, para los
griegos) es el más fuerte. No puedo dominarlo todo el tiempo. Orfeo y
las bacantes, usted sabe. Sólo que aquí es Orfeo quien las destroza a ellas
y no a la inversa.
—Le repito: fue una experiencia muy principal, pero no volverá a
suceder.
—Usted no puede darme ninguna garantía. Es el Dios a quien temo.
—Prométame que, por lo menos, hablará con mi esposa antes de una
decisión definitiva.
Drácula vaciló un largo momento:
—Está bien. De acuerdo.
97
—“Propio”, iba a decir.
—Señora, si, a pesar de todo, le quedan restos de veneno, me iré para
volver en otra semana.
Lucy sonrió con suavidad, ya vencida:
—No, no tema. El único veneno que me queda es el de la seducción
natural. No volveré a molestarlo.
—Eso espero, Sra. Lucy. Fíjese: no hay más que dos posibilidades. O
vuelven ustedes a Inglaterra...
—Eso es impensable. Tenemos mucho para aprender. Ambos a
tres —irónica—; no sé si la expresión es gramaticalmente correcta.
Él simuló no oírla:
—La otra posibilidad es que se queden, pero...
—Aceptamos.
—Pero con un nuevo trato.
—Sí.
—Bien, eso es todo —Drácula vaciló—. Estoy... contento, pese a
todo. No desearía perderlos.
—Nosotros tampoco.
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—Toma una silla y siéntate, mi querida, que quiero hablar contigo.
—Sí, mi señora —dijo Sofía con los ojos bajos.
—Pero la silla más cerca de mi cama, por favor —dijo ella con la
severidad del mando.
La niña, por supuesto, obedeció. ¿Sería ocurrencia de Lucy, o Sofía se
había puesto encantada?
—Sofía, ¿desde cuándo hace que sirves en el castillo?
—Desde los catorce, mi señora.
—¿Y te gusta servir aquí?
Siempre con los ojos bajos:
—Sí, mi señora.
Lucy levantó con los dedos de su mano derecha la carita de la niña y le
dijo con suavidad:
—Dulce, quiero que siempre me mires a la cara.
—Sí, mi señora —y casi la bajó otra vez.
—Sofía... ven, siéntate en la cama y a mi lado.
La pequeña sierva obedeció aunque notose en ella un suave temblor.
Lucy, para tranquilizarla, con gran delicadeza le acarició sus largos cabe-
llos. La Sra. Harker no podía saberlo, pero en ese momento ella tenía una
expresión muy parecida a la de Drácula. En realidad, Lucy semejaba ser la
hija del Conde.
—Voy a hacerte una pregunta, cielo mío...
La nena, con esa ingenuidad de las sirvientitas, intentó cambiar la con-
versación:
—Señora, se enfría su sopa.
Lucy echó una mirada (de esas que no ven) sobre el bol, que había
quedado sobre la mesa de luz, entornó los ojos y, con crueldad naciente,
como el oxígeno en los laboratorios, habló al tiempo que le acariciaba el
cuello con las uñas y mucha delicadeza. Sofía temblaba. No sabemos si
de terror, placer, o ambas cosas:
—Child, my little girl... you sweet... —de pronto su tono se volvió
de mando, avasallante—. Quiero saber, ya y sin mentiras, por qué vi-
niste a servir al castillo Drácula. ¿Tus padres eran pobres, y se vieron
obligados a colocarte?
99
—No, señora Condesa... —al oír ser llamada así, Lucy sonrió. ¿Ha-
bría en ella un pespunte de colmillos? Jonathan no podía verla en ese
momento, lo cual era bueno para la salud psíquica de él. Lucy era la hija
de Drácula.
—¿Y entonces? Quiero que me digas la verdad. Yo puedo leer los
pensamientos y voy a enojarme mucho si descubro que me mientes.
—Yo no le miento, señora Condesa —la chica temblaba como una
hoja.
—¿Por qué quisiste servir aquí?
—Porque quise. Todos me decían que no. Que me podía pasar
algo feo. Mis amigas, mi familia. Yo sabía muy bien lo que se decía
del señor Conde: que era malo, en fin... eso que les hacía a las chi-
cas.
—¿Qué te dijeron que les hacía?
—Morderlas en el cuello.
—¿Y por qué viniste?
—Yo quería que él me mordiera. Desde chica, por las noches, siempre
me escapaba de casa (llena de hermanitos que me tenían harta), me ponía
bajo un árbol y me apartaba el cabello para que él viniera y me mordiese.
Pero nunca vino... Desesperada me ofrecí con cama adentro y me acepta-
ron, esperando... Pero nunca pasó.
Lucy, con todo el sadismo de quien puede y debe y, además, tiene
tiempo, comenzó a tocar el pecho izquierdo de Sofía:
—Mi chiquita... pobrecita... cuánto habrás sufrido...
—¡No!... No, por favor... no me haga eso... señora Condesa.
—¿Qué no te haga qué, mi chiquita?
—Usted sabe...
—No, no sé qué, mi dulcísima niña castigada —y procedió a tocarle
ambos pechos con la totalidad de sus manos.
—No... Condesa... tenga piedad de mí...
—Pero si no voy a hacerte ningún daño, mi querida.
—Por favor... no sea mala conmigo.
Las súplicas sólo conseguían aumentar el sadismo de la hija de Drácula:
—Pero, mi chiquita, mi pequeña, esto que te hago es un honor para
100
ti...
—¡Ya sé que es un honor!... Pero tengo miedo...
—Usted no tiene que tener miedo de nada, mi bebe. Yo la protejo, la
cuido.
Y la Condesa Lucy Drácula Báthory procedió a desabrocharle los bo-
tones de su débil e indefensa blusita.
—Por favor, señora... no me haga esto... si mi madre se entera me
mata...
—Ella nunca lo va a saber.
—¿No?
—No.
Sus pechitos ya estaban afuera. Sofía, vestida con sus ropas vulga-
res, de sirvienta, era apetecible. Pero desnudita era mucho más her-
mosa. Por de pronto, sus pezones, tenían forma de cilindritos. Pero,
además, las aréolas que los contenían, semejaban diminutas y delicio-
sas colinas pardas. Lucy se las llevó, golosa, cruel y alternativamente,
a la boca.
—Oh, señora Condesa... oh, señora Condesa... ¿Qué me hace? ¿Qué
me hace?
—¿Te gusta?
—Sí, pero... Sí, pero...
La pobre, indefensa, joven y... Sofía ya estaba sobre la cama.
La Condesa Báthory procedía a la aligeración de sus ropas. La besaba
en el bajo vientre.
—Condesa, por favor, esto no...
Con crueldad y toda la delicadeza:
—Esto sí... esto sí... —y le tiró un beso desde lejos, previo alzar su
boca desde la entrepierna de la muchacha.
Cuando todo terminó, la chica estaba muerta de amor y admiración:
—Condesa, mire un poco lo que usted me hizo.
Ella, que tenía una precisa intención, se puso severa:
—De ahora en adelante vas a hacer todo lo que yo te ordene.
—Sí, Condesa.
—Cualquier cosa.
101
—Condesa —dijo Sofía muy entregada—, si usted quiere yo voy al
bosque y me tapo la cabeza con nieve. Hasta que no pueda respirar más.
¿Quiere que haga eso?
—No. No quiero que hagas eso. Quiero que te acuestes con el Conde
Drácula.
La pobre muchacha se azoró:
—Pero, Condesa... él ni me mira. Nunca me miró. Para él debo ser...
alguien insignificante.
—Ahora va a ser distinto.
Con esperanzas:
—¿Le parece?
—Sí. Dejá que... yo me encargue de todo. Vas a hacer lo siguiente...
102
Yo:
—¿Por qué lo hizo?
—Por... soñador. Algunos hombres que nada entendieron se enojaron
con otros hombres que nada entendieron. Ezra Pound es el mismo caso.
Él odiaba la... usura. La raza superior luchando contra el pueblo elegido.
Ambos conceptos son un gravísimo error y llevan al exterminio. Mien-
tras en este mundo un grupo humano se sienta superior a otro las cosas...
van a salir mal. Amo a los judíos, a los alemanes, a los rumanos y... es
sólo que... no comparto el concepto de superioridad, como ya le dije.
Pero, por favor, no discutamos.
—No le iba a discutir. Pero desearía que me ampliase su punto de
vista. Yo creo...
—Basta por hoy —dijo Drácula con una de sus órdenes despóticas—.
En todo caso que Antonescu le traiga un brandy.
—¡Antonescu! Ahora recuerdo ese apellido. Fue dictador de Rumania
y aliado de los nazis.
—Así le fue —Drácula miró por una extraña y profundísima ventana.
Afuera no se veía más que un diminuto recuadro verde y un aterido pája-
ro. Aquel dispositivo mágico permitía la visión pese a la noche—. Yo le
dije a Antonescu que no se uniera a Hitler porque iba a perder la guerra.
Además era un loco y un genocida. Yo supe, por horóscopo, todo lo que
el otro pensaba hacer. Alemania carecía de materias primas. Antonescu
no escuchó mis advertencias. Lo hizo, fundamentalmente, por antirruso.
Rumania siempre ha sido una colonia o una provincia rusa. Desde las
épocas del zarismo. Él no me hizo caso y creyó en Hitler, en su fuerza.
Antonescu fue fusilado en 1946, como usted sabe.
—Sí.
—Y bien. Antonescu sabía de mi poder y renunció a molestarme. Yo
no me metí con él, él no se metió conmigo. Por otra parte ¿qué utilidad
podría darle un ministro que sólo puede moverse de noche? A menos
que se trate del loco de Ceau... A mis horóscopos se los hice desde un
principio, antes de que me los pidiese. Yo le dije todo lo que iba a pasar.
A veces me preguntaba, de todas maneras. No sé para qué si total no me
hacía caso. Pero logré despegarme de su gestión suicida. Nadie supo nun-
103
ca que yo fui su astrólogo personal. Pobre Antonescu. No era mal hom-
bre. Un tonto, en todo caso.
A esto no lo pude aguantar:
—Pero, Conde... era un fascista y el creador de la Guardia de Hierro...
—¿Y esto qué tiene que ver? Mr. Harker, usted, como británico, se
esfuerza por tener un lugarcito en el mundo. Bien despejado. Una campi-
ña inglesa, ¿verdad? No hay sitio adonde ir ni lugar adonde retroceder. Es
todo horroroso y la verdad nunca estuvo en ninguna parte. Son todos
unos malditos asesinos y se lo digo yo que maté a tanta gente hasta que
dejé de hacerlo. Esta novela que usted escribe es la historia de mi vida,
Mr. Harker.
—Sí, lo sé. De todas maneras yo, como historiador (o biógrafo) de
Drácula, debería conocer la mayor cantidad posible de datos. Conde,
siempre me olvido de preguntarle algo fundamental.
—Si es importante para mi biografía... pregunte.
—¿Cómo se las arregló en las épocas de Vlad el empalador? ¿Porque
usted no era él, verdad? Así lo sostengo yo en mi ensayo. Ya sabe usted
que se dice...
—No. Qué estupidez. Cuando él fue rey de Valaquia yo ya tenía
varios siglos, tal como usted afirma. Pero el muy tonto no terminaba de
comprender quién era Drácula. Creyó que lo mío era una leyenda. Quiso
obligarme (a mí como noble rumano) a pelear contra los turcos que en
ese momento ponían en peligro a la patria. Yo hubiese luchado con gusto
contra los invasores. Pero hay un problema: no puedo conducir ejércitos
durante el día. Usted ya sabe por qué.
—Sí.
—Vlad se enojó mucho conmigo por creer que yo era un cobarde o
un cómodo. Puso sitio a mi castillo. Mis pocos hombres no hubiesen
podido defenderlo por más de dos o tres días. Entonces yo, en una sola
noche, le maté a doscientos de sus mejores oficiales. Me les presenté per-
sonalmente, mientras dormían. A semejante cantidad de sangre ni siquie-
ra yo hubiese podido beberla sin enfermarme. La escupía al instante de
beberla. Cuando Vlad, al otro día, vio el desastre, comprendió que lo
que se decía de mí era cierto y no volvió a molestarme. Levantó el cerco
104
y se fue. El peor período de mi vida no fue con Vlad (que era un inocen-
tón, si bien se lo ve) sino con el comunismo. Resultaron mis más horro-
rosos cuarenta y seis años. En primer lugar eliminaron la propiedad pri-
vada. Me quedé sin mis latifundios que me daban pingües ganancias.
Pude matar a doscientos oficiales de Vlad, en su momento, pero algo
muy distinto sucedía con los muchachos de Ceaucescu, eso por no hablar
de las infinitas tropas soviéticas. Era mucho más inteligente llegar a un
acuerdo. Me afilié al PCR (Partido Comunista de Rumania) y tuve mi
propia línea interna. Mi línea adhirió en todo momento a la línea general
de Ceaucescu. Nos hicimos muy amigos con ese bastardo. No se imagi-
nan ustedes las cosas horribles que me obligaron a hacer. Transformaron
a mi castillo en un lugar turístico y en hotel del Sindicato de Trabajadores
de la Sal. Me nombraron comisario político para administrar lo que an-
tes fue mío. Ceaucescu (y su dulce mujercita: uno de los peores y más
feroces cuadros) sabía perfectamente quién era yo. No le importó mien-
tras continuase apoyándolo en el Presidium. Otra cosa que me exigía era
horóscopos: en este sentido era igual que Antonescu. Con una diferencia:
a Antonescu nunca le oculté su horrible destino. Si no me hizo caso fue
problema de él. Pero a Ceaucescu le hice horóscopos falsos y le di malos
consejos a propósito, cosa de que cayese en abismos insondables, algo
que efectivamente ocurrió. Me amaba ese miserable. Tanto él como su
mujercita confiaban incondicionalmente en mí. Me comisionaron, en la
década del ochenta, para la construcción de unos espantosos monoblocks
que afearon Bucarest de la peor manera. Yo los hice, siempre de acuerdo
con las directivas y a la estética de este mal nacido. Yo vivía mejor que
esos pobres empleados y obreros, y eso que, como usted sabe, yo duermo
en una cripta y adentro de un ataúd. Ceaucescu me exhortaba a asistir a
unas asquerosas y aburridísimas fiestitas. La asistencia era obligatoria para
todos nosotros que éramos miembros de la nomenklatura. Se servían
comidas exquisitas, completamente fuera del alcance del pueblo: caviar
ruso, faisán dorado, perdices y cuanta cosa. Yo, desgraciadamente y por
razones obvias, sólo podía tomar mis líquidos rojos. Es en lo único que
siempre fui soviético. Ceaucescu me miraba desde lejos, con una sonrisa
aprobadora aunque irónica. Me alegré muchísimo cuando los fusilaron,
105
a él y a su encantadora mujercita (ese asqueroso cuadro altamente maléfi-
co). Era tan canalla Ceaucescu que hasta modificó los horarios del
Presidium: se hacían después de la caída del sol, para que yo pudiese
apoyarlo con mi línea interna. Una de las tantas cosas abominables
que tenía el Partido es que uno como miembro de la nomenklatura,
estaba obligado a robar.
Harker:
—No lo puedo creer…
—Sí, sí. Era una obligación. Usted, en el régimen rumano soviético
no podía reunirse a puertas cerradas con sus camaradas de la línea interna.
Tenía que ser a puertas abiertas, en un restaurante carísimo, donde la
Secreta pudiese controlar que nadie estaba conspirando.
—Ahora bien, a los gastos de las (digamos) diez personas de la línea
hoy los paga usted, mañana el camarada Fulano, pasado Mengano, et-
cétera. Pero por fin soy yo el que debe abonar la consumición de todos.
Y es una fortuna. Para poder pagar los gastos obligados de los restau-
rantes yo tengo que robar, porque aunque tengo buen sueldo no me
alcanza. La Secreta sabe todo esto, pero no interviene, salvo... cuando
su línea interna de usted cae en desgracia. Lo levantan a las cuatro de la
mañana, se lo llevan en calzoncillos, y lo interrogan: “Usted gana tanto
y en este restaurante, tal día, gastó esta cifra. ¿De dónde sacó el dinero?
¿No puede explicarlo? Firme aquí”. Por supuesto, a lo que usted firmó
ya se lo puede imaginar. Si tenía suerte lo deportaban (con los bolsillos
vacíos) a los países occidentales. Con mala suerte podían pasarle una de
dos cosas: o que lo fusilasen o que lo mandaran a las salinas. ¿Me ima-
gina a mí, Mr. Harker, a pleno rayo del sol trabajando en las minas de
sal gema? Yo me salvé porque siempre fui un gran mentiroso y el mise-
rable de Ceaucescu me quería. Él fue la ruina de Rumania. Administró
nuestra dependencia a los soviéticos. Los rusos gastaban nuestro petró-
leo, no el de ellos. A esto se le llamaba “contribución socialista en el
esfuerzo común para enfrentar la agresión norteamericana contra la paz
mundial”.
El Conde estaba muy afectado por su historia, pero hizo un esfuerzo
por reponerse:
106
—Hablemos de cosas más agradables, Mr. Harker. Le prometí que
ahora, ya pasado un tiempo de descanso prudencial, volveríamos a estu-
diar astrología. Ya vimos la semana pasada que, para los pronósticos, sólo
suelen hacerse progresiones secundarias... Sra. Lucy, temo que todo esto
la aburra.
—Por el contrario, me fascina. Aunque no entienda nada lo disfruto a
nivel de poesía.
Drácula quedó un poco descolocado:
—Bien, entonces...
—Pero antes de que siga, ¿me permite llamar a Sofía para que nos
sirva brandy e incluso algunas delicias, para picar?
—Por supuesto... Lo que usted diga, señora.
El Conde pisaba hielo frágil. No sabía qué reacción permitirse. Siem-
pre, en el castillo, los que servían eran hombres. “Las mujeres, a la coci-
na”. Esto último no era algo dicho, pero estaba implícito. De todas ma-
neras ¿cómo negarle esta insignificancia a una mujer? Tal vez Lucy desease
la servidumbre de una chica.
Lucy hizo sonar una campanita y Sofía apareció al instante, previa
inclinación:
—Ordene, señora.
“Se ve que tenía la campana ya preparada y a la chiquita detrás de la
puerta”, pensó Drácula con cierto retintín.
—Por favor, Sofía, sírvanos brandy, a mi marido y a mí, y traiga pan,
jamón, queso y aceitunas.
—Sí, señora Condesa.
Este tratamiento, para con su mujer, puso extremadamente nervioso a
Jonathan Harker y de gules a Lucy. El Conde se limitó a sonreír leve-
mente con la comisura izquierda de la boca.
Cuando Sofía se hubo retirado, Lucy dijo atropelladamente:
—Conde, le aseguro que yo no...
Muy urbano y dueño de la situación:
—No se preocupe, mi querida. Las campesinas no pueden compren-
der que quien las mande sea menos que conde... o condesa. Carece de
toda importancia. Deje que ella la trate como quiera.
107
Al rato vino Sofía con miles de platitos. Drácula le echó una mirada
de curiosidad. Era evidente que la chica, aparte de su vestidito, no tenía
puesto nada más. Los pezones se le marcaban con mucha fuerza. “Vaya”,
dijo el monstruo para sí mismo. De todas maneras se sobrepuso para
luego decir:
—Mr. Harker, prosiguiendo con lo nuestro. Como ya le adelanté los
otros días, las direcciones primarias son mucho más exactas que las
progresiones secundarias, pero si no se conoce con precisión la hora del
nacimiento el método no da resultado. Un solo minuto de diferencia
puede hacer que el pronóstico yerre en un año. La solución puede consis-
tir en: si alguien le hace una pregunta específica, levantar en el acto una
carta horaria y, a posteriori, elaborar la dirección. Como usted compren-
de, en las horarias el astrólogo sabe siempre la hora exactísima.
En ese momento Sofía estaba de lo más subordinada. Lucy le había
ordenado sentarse por si aún se necesitaba de ella, y la chica, inclinada
hacia adelante, dejaba ver sus hermosas tetas jóvenes, con sus aréolas en
forma de conitos y sus pezones cilíndricos.
Drácula, al observarlo todo, sintió alegría y angustia al mismo tiem-
po. Lucy, la verdadera autora del hecho, sonrió imperceptiblemente.
Los ojos del Conde parecieron opacarse, al principio, para luego
adquirir el más extremado brillo. ¿Cómo no la había mirado antes?
Drácula, por primera vez, deseaba a esta chiquita. ¿Pero desearla en qué
sentido?
108
—Oh, mi señor. Oh, mi señor, tengo tanto miedo. Perdóneme por
molestarlo en sus meditaciones, pero... no podía dormir y además tuve
una pesadilla feísima.
Sofía, como con desesperación, empezó a besar las manos del Con-
de. Además, a causa de su arrodillarse, sus pechos quedaron por com-
pleto al descubierto. No era espontáneo aunque lo pareciese. En esto
la chica seguía las precisas instrucciones de esa corrupta de Lucy
Humboldt.
A Drácula, al verla así, tan entregada, se le manifestaron los colmillos.
Pero se contuvo. Decidió que todavía era indispensable ser bueno. Al
menos, mientras pudiese. De adentro le salió el paternalista:
—Pero, mi niña, mi dulce niña asustada... Soy yo quien debería be-
sarte las manos —y, tomándoselas, se las besó—, venga. Siéntese aquí,
sobre mis rodillas.
Sofía, hecha aún un mar de lágrimas, obedeció presta y nada perezosa.
Mientras, él le acariciaba los cabellos:
—Y ahora, mi chiquita, cuénteme su pesadilla.
—Soñé que me perseguía un monstruo. La bestia quería comerme el
culo a toda costa. Me decía cosas horribles, que me asustaban mucho,
como: “Ahora te como el culo. Ahora te como el culo”. Y cuando ya iba
a darme alcance y a comerme aparecía usted, Conde, lleno de luz y con
los brazos extendidos, como Cristo, y entonces el monstruo huía dando
alaridos. Me desperté toda húmeda.
Drácula, por supuesto, ya no aguantaba más. Le metió una mano en
su desprendido vestidito y comenzó a acariciarle la teta izquierda.
—Pero, señor Conde, ¿qué me hace? —preguntó ella aparentemente
alarmada.
—Acariciarte una teta —respondió él con algo de dureza. Sin duda
estaba influido por la Hammer Production.
—¿Y por qué mi señor me hace esto?
—Porque eres la más linda.
—Ahh... —como diciendo: así está todo bien y se justifica—. Señor
Conde —prosiguió ella—, soy una miedosa terrible. Me asusto con las
tormentas y también con miles de cosas. Cuando tuve el sueño vine a
109
usted urgente en busca de protección.
—Yo te protejo, mi niña. Yo te protejo...
—¿Siempre lo va a hacer? —Sofía, en el medio de la pregunta, lo
acariciaba y lo besaba.
—Siempre. Para toda la vida.
—¿Sabe, señor Conde? Cuando yo tenía catorce años se decían cosas
horribles de usted. Que a las chicas las mordía en el cuello, y todo eso.
Por supuesto yo siempre me negué a creerlo. Entonces me ofrecí para
servir en el castillo, cama adentro. Todas las noches, después de mis ta-
reas, me desprendía los botones de mi camisón y apartaba mis cabellos
para que usted me mordiese si quería. Me quedaba esperándolo horas y
horas, pero usted nunca vino. ¿Por qué?
—Chiquita, por favor... Tú eres una niña buena y adorable. No me
provoques. Hay un límite en lo que puedo controlar.
—¿Por qué no lo hizo? ¿Por qué? Si yo lo deseo —tomándole el ros-
tro con ambas manos—, yo estoy bien dispuesta.
Drácula no soportó más. Se transformó en un gigantesco gato a pun-
to de morder a su hembra. Y lo hizo. Le clavó los colmillos en el cuello a
la pobre Sofía (quien se quejó soñadoramente, como pidiendo más) y,
no conforme con esta barbaridad, le introdujo su sexo de manera espan-
tosa y violentísima. La chica era virgen, de modo que se quejó por esto
más que con la mordida, pero el muy Bestia, en su pasión, siguió violan-
do a Bella. Cristina Daaé penetrada por el Fantasma de la Ópera. Alicia
Liddell fornicada a tempranísima edad por ese sucio canalla (porque otra
cosa no se le puede llamar) de Lewis Carroll. La Reina de Corazones
sometida por el Sombrerero, la Liebre de Marzo y hasta por el Lirón
(que para esto sí estaba despierto). “¡Que le corten la cabeza” fue cambia-
do por “Que me metan la cabeza. Pero todita que sea”.
Aleccionado por su experiencia con Lucy Humbolt, Drácula se domi-
nó. “Siga, siga”, demandaba Sofía. “Todavía no, mi niña. Te deseo como
víctima por años y años”, mintió él. Necesitaba que viviese, no transfor-
marla. En eso consistía su mentira.
110
para agradarla tenebrosamente, le hizo creer que la bebió (que se alimen-
tó de ella) muchísimo, pero en realidad le sacó muy poco. De todas
maneras ella, como chica aculta, se dio por muy martirizada.
El Conde no sabía qué hacer con ella. Lucy Humboldt primero, esta
chiquita después, lo habían acercado a la vida.
La noche siguiente se quedaron hasta una hora desusada, con Jonathan
Harker, estudiando astrología. Era casi el amanecer.
—Salgamos del castillo, Mr. Harker. Pronto aparecerá el sol.
—Pero, Conde...
—No se preocupe —sonrió Drácula—. No me he vuelto loco ni he
olvidado mi... fotofobia.
Cuando salieron el sol estaba, realmente, a punto de aparecer.
—Hace ochocientos años, Mr. Harker, que no puedo ver un amane-
cer. Tampoco hoy voy a poder hacerlo, claro.
—Conde, cuando deje de ser misógino podrá contemplar de nuevo el
sol.
—¿Qué me quiere decir?
—Piénselo. Y ahora vuelva a su cripta, por favor. Corre peligro.
—Sí, lo sé.
111
procedía a mostrarle los instrumentos de tortura, aptos para estos casos:
plumas de ala de faisán, el plumín erótico, el chancletazo didáctico, el
masaje anal, el broche de ropa para el pezoncillo doliente, el cascabel de
oro, la cabeza del avestruz, el enema santísimo (la lavativa o “el horror de
los horrores”), la garra del mono que acaricia y otros espantos.
Generalmente empezaba con algo fácil, sencillo, cosa de no asustar
por anticipado a la paciente: la garra del mono que acaricia. Era éste un
bello instrumento de madera, tallado por el propio Conde de acuerdo
con las horas y días de los planetas, que imitaba en un todo a la pata de un
mono. Lo más interesante de dicho adminículo eran las uñitas: bien
puntudas y delicadísimas. Si a esta patita se la deslizaba por los pechos, la
víctima no obtenía otra cosa que una excitación sexual. Pero bastaba que
con ella uno le “pincelase” debajo de las axilas o en el vientre, para que la
pobre chica, desesperadísima, comenzase a pegar sobre su camita toda
clase de alegres saltos espasmódicos:
—¡Aaaah! ¡Señor Condeaaah...! ¡Piedadaaah…! ¡La garra de monaaah...!
¡Noaaah...!
Cuando el placer se lleva casi a su límite se obtienen efectos muy
extraños e interesantes.
Dos médicos de las SS auscultaban cada tanto el corazón de la chiqui-
ta para evitar... “accidentes”. Como las SS (y la Guardia de Hierro) ya no
existen, para felicidad del género humano, el propio Conde se veía en la
obligación de asumir los papeles de los mencionados facultativos. Mien-
tras efectuaba estas “horribilidades”, Drácula fumaba todo el tiempo con
rostro cruel.
Fumar: no lo había hecho en toda su vida, lo cual era signo de un
cambio para el agudo testigo.
Luego de la garra del mono que acaricia viene la pluma del faisán
esclavizador. La pluma, cuando bien se la emplea, jamás es utilizada para
las cosquillas sino a los fines exclusivos de la pulsión erótica. Con ella se
pincelan aréolas y pezones hasta que se pongan duros a más no poder.
Después, como quien no quiere la cosa, bajamos al bajo vientre a los
fines de excitar el tallo de bambú que toda mujer tiene entre las piernas.
—Oh, mi señor... oh, mi señor... que no aguanto ni un minuto más...
112
que ahora, que ahorita, hágamelo todo ahorita...
Claro es que hasta la crueldad tiene un límite y Drácula procedía a
introducirle todo Bestiaza, mientras Sofía lanzaba chillidos de escalo-
friante gozo, que no se oían desde las épocas del pterodáctilo.
Transcurrieron ocho meses y Sofía tenía una panza enorme y las tetas
hinchadas a rebozar. Lucy estaba chocha, como si la preñada fuese ella.
Y Drácula, lleno de amor, le decía a su Sofía:
—Cuando haya nacido el chiquito te pienso vampirizar las tetas.
Pero no temas, cielo mío, las tetas son bastante boludas. Medio oligo:
las engañás con una facilidad grandísima. Más les pedís más dan. Si les
chupan la leche ellas llegan a la conclusión tontísima de que hay más
nenes que alimentar, así que trabajan el doble. Incluso te va a pasar,
dulce Diosa, que luego de haberle dado al bebé todo lo que hay que
darle, y él ya dormidito, a vos te duelan los senos pletóricos. Entonces
me vas a decir desesperada: “Vampirízame los pechos, amor mío, por-
que si no el dolor no va a dejarme descansar”. Y yo, claro, ni corto ni
perezoso, voy a hacértelo. Soy cruel, pero no tanto como para negarme
a esto.
Y ocurrió que cuatro días antes de nacer el chiquito (¿o sería una nena?)
Drácula comenzó a sentir repugnancia por la sangre. Le ocurrían cosas
extrañas: tenía ganas de comer pan... Y perdices.
Se lo contó una noche a Jonathan Harker y a Lucy (ya había nacido
Julieta, su primera hija):
—¿Saben ustedes, amigos míos? Hace ochocientos años que no prue-
bo ni pan, ni perdices ni vino.
Lucy:
—Pero ahora puede hacerlo.
—¿Está seguro? ¿Y si me hace mal?
—No creo.
A la otra jornada, Harker tuvo una sorpresa para el Conde: una
perdizada. Una cantidad jamás vista de aves. El Conde las devoró. Ade-
más supo acompañarlas con pan y vino.
Y una noche (serían las diez), mientras Sofía le daba de mamar a la
113
nena y todos hablaban de astrología, Drácula dijo una frase insólita:
—Tengo sueño.
Todos lo miraron extrañadísimos. Sofía comentó:
—Pero, mi vida... tú nunca duermes de noche.
—Estoy muerto de cansancio. Además no quiero ir a mi cripta sino a
una cama. Deseo estar contigo.
Ella sonrió muy agradada:
—¿Y qué esperamos?
Lucy y Jonathan se miraron sonriendo por lo bajo, como poseedores
de un secreto insondable (pero también al alcance y muy humano).
Esa noche Drácula durmió de un tirón. Ni siquiera se despertó cuan-
do la nena empezó a chillar pidiendo alimento. Sofía, por supuesto, se
encargó de todo. El Conde se levantó antes del amanecer y salió al fresco
de la madrugada. Allí estaba Harker.
—Lo estaba esperando.
—¿Cómo sabía que yo iba a venir?
—Era obvio. Elemental, my dear Drácula. Elemental.
Luego de una pausa:
—¿Se va a animar?
—¿A qué?
—A ver el amanecer.
—Usted sabe que no puedo. Me convertiría en cenizas.
—No creo. Usted cambió. Porque no basta con no ser un asesino.
Además debe abandonarse la misoginia. Tal vez ésta sea la “última
tentación de Zarathustra” y no la “piedad por el hombre superior”. Ya
sabe.
—Sí.
—Faltan dos minutos, Conde.
Drácula se estremeció. El amanecer se tiñó de colores fantásticos. Con
la sobrenaturaleza de lo natural. Siempre, cuando está por salir el sol, el
sol ya ha salido.
Y de pronto Rah, el Disco. Era glorioso, pero poderosísimo. Y temible.
Drácula no podía entender que siguiese vivo.
—Mr. Harker, les estoy terriblemente agradecido, tanto a usted como
114
a su esposa Lucy. De no ser por ella, por su sacrificio (ya sabe a qué me
refiero... a aquella noche...), yo no me hubiese quebrado. Sólo un
gigantesco acto de altruismo y amor fraterno, como el de ella, podía
resquebrajar mi estúpida estructura misógina. Su esposa fue muy buena y
generosa conmigo.
—Perdóneme que lo corrija en un algo, Conde. No lo hizo por usted,
lo hizo por puta. Que le haya servido para liberarlo es independiente de la
cuestión. Sí, ella es muy putona. Y esa característica me ha hecho sufrir en
los últimos cinco años, pero también gozar y... crecer. En otro orden de
cosas: usted ama a esa chiquita, ¿verdad?
Drácula, con asombro:
—¿A Sofía, dice usted?
—Perdone. Es una pregunta estúpida. De no amarla no hubiese podido
soportar el amanecer.
—Yo la adoro. Es mi tesoro. Hasta me dio una hija. A mí, que era
estéril.
—Ya sé. Ya lo sé. Pregunta tonta y desubicada.
—No, de ninguna manera. Yo creo...
Mucho después y mientras el Disco de Rah alcanzaba la plenitud de su
gloria:
—Mr. Harker, ¿ha leído usted a Alberto Laiseca?
—¿A quién?
—Alberto Laiseca. Un escritor argentino.
—Me avergüenza confesar esto, pero... No estoy familiarizado con la
literatura argentina, en caso de que exista, pese a haber vivido varios años
en ese país. De todas maneras una vez leí un cuento de Borges.
Pero Drácula rechazó con displicencia:
—¿Recuerda usted, Mr. Harker, ese fragmento del Ulises: “Ya hemos
superado a Wilde y sus paradojas”?
—Sí.
—Pues bien, parafraseando a Joyce (ya sabe usted que la paráfrasis es
el plagio autorizado de nuestros tiempos posmodernos): “Ya hemos
superado a Borges y sus no paradojas”. Hoy es mi día de no cumpleaños:
un té de locos. Alicia Liddell Carroll, you know. Ouh dear(6). Pero volvamos
115
a Alberto Laiseca, es el autor de Los sorias —el rostro de Drácula se arrebató
entrando en delirio. Por un momento tuvimos un importante retroceso.
Otra vez era parecidísimo a Christopher Lee en Dracula’s Horror. Temí
por mi vida. Totalmente poseído por la Diosa de la Locura, Drácula agitaba
sus manos en plena faz maníaca, como si fuesen sonajeros de santería cubana,
o sapos engordados a pan con leche (biberón). Sus ojos estaban rojos,
derramados, como uno de esos ataques de presión, oculares, que a veces
sufren los borrachos perdidos—: Los sorias. Soria dijo, Soria sostuvo, Soria
declaró. La obra de un genio, un verdadero genio. Incienso, mirra, corona
de laureles para él. El Nobel, el Cervantes, el Pulitzer (por hacer tan buenos
copetes), la Estrella de Plata, la Medalla al Mérito de Vietnam y la del
Congreso (a ésta se la puso el propio Johnson, con sus santas manos). Él es
el James “Joice” de Joder de las pampas argentinas. Laiseca es un monstruo,
él es Bestiaza, el 666, el Chancho Inglés que todos estábamos esperando, el
Dictador Perpetuo, el Julio César de la literatura... ¡Aaah!... ¡Oof! ¡Me tocoff!
Porque deberé aclarar que el Conde aparte de sus gestos desordenados,
hacía toda clase de ruidos onomatopéyicos que me llenaban de terror.
Por alguna razón desconocida, el Conde pareció tranquilizarse de golpe.
Agregó con mucha calma:
—Mr. Harker, Alberto Laiseca es... Drácula. Porque no puedo ni debo
ocultarle que yo no sentiría vergüenza en firmar Los sorias como obra propia.
—Debe ser muy buena, entonces —dije más que nada por decir algo.
—No puede figurarse lo buena que es. Permítame que le cite tan sólo
un fragmento de encendida poesía que yo, en lo personal, considero muy
superior a El cuervo, Ulalume o La saga de Willie el cojo:
(6) Drácula, por momentos, se nos transforma en una anciana británica (Jonathan Harker).
116
fragmento es como un chiste alemán.
—Bueno, en fin... Los sorias es mucho más vasto que esto; tal vez la
breve cita no haya sido del todo feliz, pero....
—Fue infelicísima. Escuche, ese autor es aculto.
—Bien, ahora ya nos estamos apartando ligeramente de toda
consideración equilibrada que...
—¡Es horroroso!
—Sin embargo es el mejor escritor de Oceanía. Relea a George Orwell,
por favor.
—¡Si ese es el mejor cómo serán los otros!
—Veo que no he logrado conmoverlo con mi escritor de cabecera.
—Pero sí que me conmovió. Y mucho. Pero para mal.
—Como va a decir mi hijita Julieta cuando sea grande: “No te
emociones”. Pero, por favor, entremos al castillo y bebamos un brandy.
Desde hace ocho siglos que yo estaba privado de esta bebida deliciosa.
Basta de seriedad. “Hablemos de cosas absurdas”, como dicen los chinos
(mis hermanos).
—Conde —cuando ya estuvimos adentro—, nunca le pregunté por
las incoherencias arquitectónicas del castillo. Ese ridículo puente levadizo
para enanos es espantoso. Es tan horrible como el poema de la conchaza.
—Yo sólo cumplía las órdenes. Eran indicaciones directas de Ceaucescu.
También correspondían a las superiores ideas estéticas de su agradable
mujercita. La línea interna sólo puede inclinarse ante la línea general.
—Sí, entiendo.
—Cambiando de tema. ¿Recuerda usted ese fragmento de su ensayo
sobre los monstruos, donde habla de las novelas chinas?
—Sí, por supuesto.
—Bien, hay un pasaje donde un dragón sale de la pared y engulle a
uno de los amigos que toman vino.
—Sí.
—Pero es cosa clara que en ésta, nuestra novela, no tenemos necesidad
de devorar a alguien. Entonces, si a imagen y semejanza de aquélla, por
medios mágicos, hacemos aparecer (sin excusas) a... una chica, por
ejemplo, la que estamos escribiendo seguirá siendo una novela china,
117
¿no?
—Es cierto.
—Creo que la obra más malvada y asquerosa que se haya escrito jamás
es Los ciento veinte días de Sodoma, del marqués de Sade.
—Sí. Yo también odio a esa novela.
—Allí, Sade, a imagen y semejanza del anti-ser, mata con torturas a
todas las víctimas y luego los monstruos abandonan el castillo dejándolo
lleno de cadáveres.
—Me acuerdo.
—El castillo, simbólicamente, es el planeta Tierra. La idea es: destruir
la obra de los Dioses, aniquilar a toda la raza humana, y luego cerrar
definitivamente las puertas. Es Apocalipsis, último capítulo.
—Estoy de acuerdo.
—Ahora bien, de entre todos los personajes asesinados hay una chiquita
llamada Rosette. ¿La recuerda?
—No.
—Los ciento veinte días... no fue corregido y, por lo tanto, hay
algunas incoherencias y repeticiones. A Rosette sus verdugos le cortan
tres tetas.
—Sí. Ahora recuerdo a ese personaje. Un descuido de Sade. No pudo
corregir su manuscrito, como usted dice.
—Sí. Es un descuido. Sin embargo el subconsciente tiene sus leyes.
No es casualidad que Sade se haya equivocado con este personaje y no
con otro. Si bien Rosette es joven, linda y llena de vida (lo que Sade más
odiaba), no es la única: todos los chicos y chicas a quienes estos miserables
secuestran están llenos de deseos por vivir, con el completo mundo y sus
expectativas por delante, y además son jóvenes y hermosos. Ninguno se
salva de la tortura, la mutilación y la muerte. Sin embargo hay un especial
ensañamiento con Rosette. ¿Por qué?
—¿No lo sé.
—Porque se llama Rosette, “pequeña rosa”. Todos cuando amamos a
una mujer pensamos en regalarle un ramo de esa flor. Parece que ella es
como la esencia de la femineidad.
—Voy entendiendo.
118
—El despreciable hijo de puta de Sade bien sabía que, si deseamos
atentar contra el mundo, debemos empezar por destruir a las mujeres. ¿Y
qué mejor que mutilar a una Rosa?
—Me parece que tiene usted razón.
—Así que nosotros, ahora, como esta es una novela china de realismo
delirante, vamos a robarle ese personaje a monsieur Sade —el Conde se
volvió a una de las paredes sólidas y de inflexible piedra de su castillo, y
ordenó—: ¡Rosette!
Del fondo de la masa lítica, como es sobrenatural, salió una chica
jovencísima y preciosa. Estaba prácticamente desnudita porque sólo se cubría
con un camisoncito transparente. Caderas muy principales y un monte de
Venus lleno de pelitos. Perdón por el abuso de diminutivos. Tenía también
tetas muy hermosas y nutricias, con esas raras y deliciosas aréolas en forma
de conitos que —siempre— se coronan con pezones de forma cilíndrica.
Sus pechos eran muy parecidos a los de Sofía. Pero con una pequeña, leve,
diferencia: tenía tres tetas que le marcaban fuertemente la tela.
—¿Llamó, señor Conde?
—Sí, mi querida. Le suplico que nos sirva brandy.
—Sí, señor Conde —y sus piernitas se quebraron en un momentáneo
saludo. Ya se disponía a obedecer cuando se volvió a Drácula—. Señor
Conde, ¿usted me perdona?
—¿De qué debo perdonarla, mi niña?
—Estoy impresentable. Fui requerida de inmediato y no tuve tiempo
de cambiarme.
—No se preocupe, dulzura humana. Las chicas impresentables son las
únicas presentables —comentó Drácula didácticamente.
La chiquita se sonrojó. Luego de servirnos generosas cantidades de
brandy, preguntó al Maestro:
—¿Necesita algo más, el señor Conde?
—Tan sólo una cosa, cielo mío —y extendiendo sus dos manos apresó
su pecho derecho y el izquierdo. Luego, del centro del tórax del Conde
salió un tercer brazo que comenzó a acariciarle la tercera teta.
—Señor Conde, mire un poco lo que usted me hace.
—Por algo será. Tal vez porque estás llena de juventud, belleza y deseos
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de vivir. Puede retirarse, Rosette, mi niña.
—¿Debo volver a resumirme en la pared, mi señor?
—Claro que no. Con lo que me costó sacarte de ese libro asqueroso.
Ve al cuarto de Sofía, mi mujer. Despiértala y dile que eres mi segunda
esposa. Ella es muy genia. Va a entender todo en un segundo y te va a
fabricar una camita.
—Sí, mi señor.
Y Rosette, el ex personaje de Sade, se retiró por una puerta.
—Ya ve usted, Mr. Harker, lo que sucede. ¿Sabe por qué los hombres
tenemos únicamente dos brazos?
—No. De veras no lo sé.
—Porque ellas tienen tan sólo dos tetas. Ya habrá podido verificar
que, cuando tienen tres, como en este caso, en el acto nos sale un trío de
manos para que el aferramiento sea completo.
—Ya veo.
—Es uno de los secretos delirantes de la vida.
Vacilé mucho:
—Conde, de todas maneras... hay algo que me preocupa.
—Pero, mi estimado amigo, ya sabe que a mí puede decírmelo todo.
—Estas dos chiquitas con las cuales usted se ha casado...
Con ironía draculiana:
—No me diga que va a reprocharme que sea bígamo.
—No. No voy a reprochárselo. Me parece bien. Es sólo... la extracción
social de ellas. Yo sé que usted ya no es misógino, pero sus enemigos van
a decir que el hecho de casarse con chicas de servicio es la máxima y
secreta expresión de misoginia. Entiéndame, por favor, yo no...
—No se preocupe, Mr. Harker. Conozco las reglas: usted puede
acostarse con el personal de servicio doméstico y hasta dejarlo embarazado.
Todo ello no será muy elegante, pero para eso está la ocultación. Lo
prohibido es casarse con él.
—Sí.
—Sí. Lo sé. Bien, a mí me importa tan poco las reglas de los así
llamados “humanos”. No olvide que yo soy Drácula. A veces (no siempre)
tengo la sensación de que el único humano soy yo. El ex vampiro. Porque
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no hay como haber sido vampiro para no volver a serlo. Drácula de veras,
quiero decir. De mí sólo sé una cosa y a usted le consta. He visto salir el
sol sin desintegrarme. Por algo será. Ningún misógino puede ver el Disco
de Rah.
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El diario de Jonathan Harker
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castillo. El Conde (quien jamás hubiese permitido que se pudriera tanta
carne) invitó a cenar a doscientos pobladores de las cercanías. Fue un
banquete sin igual. Se tomó cerveza negra, irlandesa, especialmente
importada para la ocasión. Nadie se quedó sin “su porción de cerveza y
tocino”, si es que mis lectores me entienden.
Luego del festín y ya retirados los invitados, nos quedamos conversando
con el Conde. Él tenía sueño, pero hizo una excepción, puesto que ganas
de hablar no le faltaban.
—A esta maravillosa cacería también se la debo a usted y a su esposa
Lucy, Mr. Harker.
Nunca olvidaba mencionar a mi esposa para sus agradecimientos. Con
toda sinceridad yo hubiese preferido que se callara la boca, pero así son las
cosas.
Para cambiar de tema, le dije:
—Usted, en su momento, habló del período comunista y todo lo
que tuvo que sufrir, pese a estar asociado a la línea general.
Con sequedad:
—Sí. ¿Y?
—Se lo digo porque hay algo que no comprendo. Luego del
fusilamiento de Ceaucescu y del derrumbe del falso socialismo ¿cómo
hizo usted para recuperar su propiedad privada, sus latifundios, etcétera?
—A mis latifundios nunca los recuperé. No estamos en el siglo XIII,
Mr. Harker, donde luego de un cambio de dinastía yo, como amigo del
nuevo rey, etcétera. No sea ingenuo, mi querido amigo.
—¿Pero entonces?
—Entonces, aún hoy, con la caída de la Unión Soviética, Rumania
sigue siendo una colonia de los rusos. Los viejos miembros del PCUS(7),
luego del desastre, cayeron parados. Pasaron a la ilegalidad como jefes
mafiosos. En mi país los capos del PCR hicieron lo mismo.
—¿Quiere significarme que usted también...?
—No. ¿Cómo puede ser mafioso un hombre que sólo pude moverse
de noche? Así la capacidad operativa se restringe. La verdad es que tres o
cuatro capos de la vieja línea interna me debían varios favores desde las
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épocas doradas de Ceaucescu. El Partido habrá sido una mierda, pero
siempre protegió a los suyos. Mis amigos me pagaron ciertas deudas
devolviéndome algunas propiedades (no todas). Y de esto he vivido hasta
hoy, como un señor. Los camaradas gansters me protegen. Amor con
amor se paga. Así somos nosotros.
Y ahora viene la parte terrible que, de intención, dejé para el final.
Drácula ha envejecido terriblemente. Cuando lo conocí, pese a sus siglos,
tenía el aspecto (bien conservado) de un hombre de sesenta años. Cinco
después parece de noventa, y mal. Él, que todo lo sabe, viéndome
preocupado me dijo ayer: “No sufra por mí, Mr. Harker. Yo estoy contento.
Han sido los cinco años más felices de mi vida”.
Desde la última anotación de mi diario han pasado siete días. El Conde
nos reunió a todos, salvo a los niños. Estaba vestido con su viejo uniforme
de monstruo: ropas oscuras, capa negra, etcétera.
¿Una vez más Christopher Lee en Dracula’s Horror? Sí. Y la última.
Así nos habló:
—Todos vosotros sois mis discípulos. Incluyendo a mis esposas.
Quiero que sepan que los amo. Intenté parar el proceso destructivo, pero
es imposible. Sólo se puede lograr una inmortalidad asquerosa bebiendo
la sangre de los otros. Y a eso no estoy dispuesto. He dejado una cláusula
testamentaria que divide mis posesiones en partes iguales entre las amadas
de mi corazón: Sofía y Rosette. En cuanto a Jonathan Harker: hay aquí
trabajo para toda su vida. Si lo desea queda contratado por mucho mejor
dinero. Que no se pierda este tesoro del saber que mucho costó reunir.
Traten, por todos los medios, de conseguir el Nro. 38 de la revista Más
Allá, de ciencia ficción, y Tragapatos y Los enanitos jardineros, de Constancio
C. Vigil, que son los únicos números que me faltan para esas colecciones.
También les pido que encuentren, por cualquier medio, a los libritos de
bolsillo de la colección Abril referidos al Pato Donald y el Ratón Mickey:
Rebo, el conquistador y Saturno contra la Tierra. Para más datos sobre
estos títulos les recomiendo que lean El gusano máximo de la vida misma,
del maestro Laiseca (más conocido como el profesor Eusebio Filigranati),
puesto que ahí figuran todos. Y nada más. Les reitero mi amor. A estos
cinco años los he vivido bien. Agradezco al Cielo y a la Tierra haber
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llegado a ver, lindos y gorditos, a mis hijos, a mis amados draculitas. Por
ahora beben leche y espero que así sigan. Éste es, al menos, el deseo de su
padre. Morirse es siempre horroroso. Si bien lo hago en paz desearía
quedarme. Quisiera comer de nuevo jabalí y perdices. Y sobre todo, tomar
esa riquísima cerveza negra irlandesa. Si alguien, alguna vez, me lee, le
pido que haga esto por mí: tomar en mi honor una o varias de estas
exquisitas “cerveciyas”. Y nada más. Ya es hora de irse. Qué asco.
Drácula se acostó en la cama matrimonial y, en el transcurso de un
minuto, se transformó en cenizas. De todas maneras fue muy distinto a
La verdad sobre el caso del señor Valdemar, de Poe: “Sobre el lecho, ante
todos los presentes, no quedó más que una masa casi líquida de repugnante,
de abominable putrefacción”. Por completo diverso, como ya dije, puesto
que la muerte de Drácula fue limpia, ascética. Lucy, Sofía y Rosette lloraban
escandalosamente. También lo hicieron Antonescu, Ionesco y Enesco. Yo
no. No ahí, por lo menos. Sí en soledad, en mi estudio, y a la noche.
Había perdido a mi Maestro.
Juntamos las cenizas y las depositamos en la cripta “oficial”, ésa de
cuando Drácula me engañó con el muñeco. Nos hubiese gustado ponerlo
en la verdadera cripta, pero a ésta nunca la encontramos.
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Este libro se terminó de imprimir en
Talleres Gráficos Su Impres S.A. (Tucumán 1480)
Buenos Aires, abril de 2012
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