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Cuentos para Educar en Valores El Sentido Del Trabajo

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CUENTOS PARA EDUCAR EN VALORES

El sentido del trabajo


Un día quise ver a mis tres amigos, que trabajaban en una obra de construcción, cerca de mi
casa. Hacía mucho tiempo que no los veía, así que no sabía qué era de sus vidas. Casi a la
entrada, en una postura de comodidad, me encuentro al primero.
«¡Hombre, qué alegría verte!», le dije, mientras le daba un fuerte abrazo. «¿Cómo te van las
cosas?»
«Aquí ando, trabajando y sudando como un negro, ya me ves. Como un idiota, esperando
largarme cuanto antes».
Doy tan sólo unos pasos y allí, en un andamio, a escasos metros del suelo, encuentro al otro
viejo amigo.
«¡Cuánto tiempo sin verte! ¿Cómo te va?»
«Pues hombre, ya ves. Las vueltas que da la vida. Hay que hacer algo, ¿no? Hay que
ganarse el pan y mirar por los hijos. Es ley de vida», me dijo.
Levanto la vista y allá arriba, en una postura de difícil equilibrio, veo a mi otro amigo. Sintió
una enorme alegría al verme y, con una gran sonrisa y una voz potente, me preguntó cómo me
iba, cuándo nos veríamos más detenidamente. Y para terminar, me dijo:«Aquí estoy haciendo un
escuela bonita, bonita, bonita... ya verás qué escuela».

La verdadera riqueza
Un hombre rico veraneaba en un pueblo de pescadores. Cada mañana, solía pasear por la
playa, y siempre veía a un pescador dormitando en su barca. Un día se le acercó y, tras los
saludos de rigor, le dijo:
 Y usted... ¿no sale a pescar?
 Bueno... sí... —repuso el pescador—: salí esta mañana temprano, y no se dio mal.
 Y... ¿no va a salir otra vez?
 ¿Para qué? Ya pesqué lo suficiente para hoy.
 Pero si usted pescara más, conseguiría más dinero, ¿no?
 ¿Y para qué quiero más dinero, señor?
 Bueno, con más dinero podría usted tener un barco más grande.
 ¿Un barco más grande?
 Pues claro... Con un barco mayor usted conseguiría más pesca, y más pesca significa más
dinero.
 ¿Y para qué quiero yo tanto dinero?
 Pero... ¿no lo entiende usted?: con más dinero podría comprar varios barcos, y entonces
pescaría mucho más, y se podría hacer rico.
 ¿Yo? ¿Ser rico?
 Sí, claro... ¿acaso no desea ser rico? Podría usted comprarse una casa bonita, tener un coche,
viajar, tener toda clase de comodidades...
 ¿Y para qué quiero yo esas comodidades?
 ¡Dios mío!... ¿Cómo es posible que no lo entienda?... Si usted tuviera comodidades y riquezas,
entonces podría usted retirarse a disfrutar y descansar.
 Pero, caballero... ¿no ve usted que eso es justo lo que estoy haciendo ahora?

El mejor padre
Un hombre, todavía no muy mayor, relataba a un amigo:
 Quise darle a mis hijos lo que yo nunca tuve. Entonces comencé a trabajar catorce horas
diarias. No había para mí sábados ni domingos; consideraba que tomar vacaciones era
locura o sacrilegio. Trabajaba día y noche. Mi único fin era el dinero, y no me paraba en
nada para conseguirlo, porque quería darle a mis hijos lo que yo nunca tuve.
 Y... ¿lo lograste? —intervino el amigo.
 Claro que sí —contestó el hombre—: yo nunca tuve un padre agobiado, hosco, siempre de
mal humor, preocupado, lleno de angustias y ansiedades, sin tiempo para jugar conmigo y
entenderme. Ese es el padre que yo les di a mis hijos. Ahora ellos tienen lo que yo nunca
tuve.

Lo más importante
Durante el segundo semestre en una escuela de enfermería, un profesor hizo a sus
alumnos un examen sorpresa. La última pregunta de la prueba era: «¿Cuál es el nombre de la
mujer que limpia la escuela?»
Los alumnos pensaron que seguramente era una broma. Habían visto muchas veces a la
mujer que limpiaba la escuela. Era alta, de cabello oscuro, como de cincuenta años, pero ¿cómo
iba a saber su nombre? Al entregar el examen, dejaron la última pregunta en blanco. Antes de
que terminara la clase, alguien le preguntó al profesor si esa pregunta contaría para la nota del
examen.
«Absolutamente» --dijo el profesor--. «En sus carreras ustedes conocerán muchas
personas. Todas son importantes y merecen su atención, aunque solamente les sonrían y les
digan: “¡Hola!”, llamándolas por su nombre».
Nunca olvidaron esa lección. Todos aprendieron enseguida que su nombre era Dora.

....Y usted, ¿sabe el nombre de las personas que le sirven?

La ley del talión


En una familia, un niño observaba cómo todo el mundo trataba mal al abuelo, un anciano torpe
de mucha edad, recriminándole cuando rompía algo, cuando se le derramaba la comida, cuando
era incapaz de hacer muchas cosas por sí mismo. En vista de sus manos temblorosas, el padre del
niño le había hecho un cuenco de madera, para evitar que siguiera rompiendo los platos de
cerámica cuando se le caían al suelo.
Un día, el padre sorprendió a su hijo pequeño intentando hacer un cuenco de madera muy
parecido al que usaba su abuelo. Ante la pregunta de su padre de por qué hacía eso, el niño
respondió: «Lo estoy haciendo para ti, papá, para cuando seas viejo».
Desde aquel momento, nadie volvió a tratar mal al abuelo.

La memoria
Un hombre de cierta edad fue a una clínica para hacerse curar una herida en la mano. Tenía
bastante prisa, y mientras se curaba el médico le preguntó qué era eso tan urgente que tenía
que hacer.
El anciano le dijo que tenía que ir a una residencia de ancianos para desayunar con su
mujer, que vivía allí. Llevaba algún tiempo en ese lugar y tenía un Alzheimer muy avanzado.
Mientras le acababa de vendar la herida, el doctor le preguntó si ella se alarmaría en caso de
que él llegara tarde esa mañana.
—No —respondió—. Ella ya no sabe quién soy. Hace ya casi cinco años que no me
reconoce.
—Entonces —preguntó el médico—, si ya no sabe quién es usted, ¿por qué esa necesidad
de estar con ella todas las mañanas?
El anciano sonrió y dijo:
—Ella no sabe quién soy yo, pero yo todavía sé muy bien quién es ella.

La vasija agrietada
Un cargador de agua de la India tenía dos grandes vasijas que colgaban a los extremos de
un palo y que llevaba encima de los hombros. Una de las vasijas estaba en muy buen estado, y
conservaba toda el agua hasta el final del largo camino a pie que recorría el cargador desde el
arroyo hasta la casa de su patrón, pero la otra tenía varias grietas por las cuales se escapaba el
agua, de modo que, cuando llegaba, sólo tenía la mitad de su carga.
Los amigos del aguador se extrañaban de que no quisiera repararla, pues esa imperfección
de la vasija le hacía perder dinero. Sin embargo, el aguador explicaba así su extraña decisión:
--Es posible que no entendáis mi manera de proceder, pero... ¿os habéis fijado en las flores tan
bellas que crecen a lo largo del camino, justo donde se derrama el agua que sale de las grietas
de la vasija? Sembré semillas a lo largo del camino por donde voy, y la vasija rota las ha regado
de modo que he podido recoger muchas flores para decorar el altar de mi Divina Madre.
Cada uno de nosotros tiene sus propias grietas. Todos somos vasijas agrietadas, pero
debemos saber que siempre existe la posibilidad de aprovechar las grietas para obtener buenos
resultados. Uno no deja de reír por hacerse viejo, se hace uno viejo por dejar de reír.

El árbol de los problemas


Un hombre contrató a un carpintero para que le ayudase a hacer reparaciones en su vieja
granja. El primer día de trabajo presentó muchos inconvenientes: su cortadora eléctrica se
estropeó, lo cual le hizo perder una hora de trabajo; además su camión, ya un poco viejo, se
negaba a arrancar.
Ante este percance, el hombre que lo había contratado decidió llevarle a su casa. Casi no
habló nada durante el recorrido, pero, al llegar a su casa, le invitó a conocer a su familia.
Mientras se dirigían a la puerta, se detuvo brevemente frente a un pequeño árbol, tocando la
punta de las ramas con ambas manos.
Cuando se abrió una puerta, ocurrió sorprendentemente una transformación. Su cara
bronceada estaba llena de sonrisas. Abrazó a sus dos pequeños hijos y le dio un beso a su
esposa. Posteriormente, acompañó hasta el coche a su empleador.
Éste, antes de despedirse, preguntó al carpintero acerca de lo que le había visto hacer en el
árbol un rato antes.
--Oh, ése es mi árbol de los problemas --contestó--. Sé que no puedo evitar tener problemas
en el trabajo, pero una cosa es segura: los problemas no pertenecen a la casa, ni a mi esposa ni
a mis hijos. Así que, simplemente, los cuelgo en el árbol cada noche cuando llego a casa. Luego,
por la mañana, los recojo otra vez. Lo divertido es --concluyó sonriente-- que, cuando salgo por
la mañana a recogerlos, no hay tantos como los que recuerdo haber colgado la noche anterior.

Tu valor no cambia
Un orador inició su seminario mostrando al auditorio un billete de 20 euros. Dirigiéndose a los
espectadores, preguntó:
--¿Quién quiere este billete?
Muchas manos se levantaron. Luego dijo:
--Se lo voy a dar a alguno de ustedes, pero primero permítanme hacerle esto...
Cogiéndolo con ambas manos, lo convirtió en una bola, dejándolo todo arrugado. Entonces
volvió a preguntar:
--¿Quién lo quiere todavía? --las manos volvieron a subir--. Bien, ¿y si le hago esto...? --lo
dejó caer al suelo y lo pisoteó. Lo recogió y volvió mostrarlo al auditorio--. Y así, todo arrugado y
sucio... ¿todavía lo quieren?
Las manos se mantuvieron arriba.
--Amigos, han aprendido una lección muy valiosa: no importa todo lo que le haya hecho al
billete, ustedes de cualquier manera lo quieren porque su valor no ha disminuido. Sigue valiendo
los mismos 20 euros.
»Muchas veces en nuestras vidas caemos, nos arrugamos, o nos revolcamos en la tierra por
las decisiones que tomamos y por las circunstancias que nos rodean. Llegamos a sentir que no
valemos nada. Pero no importa lo que hayamos pasado o cuanto pueda ocurrirnos, nunca
perdemos el valor que tenemos ante los ojos de Dios. Sucios o limpios, abatidos o victoriosos,
para Él somos igualmente valiosos.

Bueno... malo... ¿Quién sabe?


Había una vez un hombre que vivía con su hijo en una pequeña aldea en las montañas. Su
único medio de subsistencia era el caballo que poseían, el cual alquilaban a los campesinos para
roturar las tierras.
Todos los días, el hijo llevaba al caballo a las montañas para pastar. Un día, volvió sin el
caballo y le dijo a su padre que lo había perdido. Esto significaba la ruina para los dos. Al enterarse
de la noticia, los vecinos acudieron a su padre, y le dijeron: «Vecino, ¡qué mala suerte!» El hombre
respondió: «Buena suerte, mala suerte, ¡quién sabe!».
Al cabo de unos días, el caballo regresó de la montaña, trayendo consigo muchos caballos
salvajes que se le habían unido. Era una verdadera fortuna. Los vecinos, maravillados, felicitaron al
hombre: «Vecino, ¡qué buena suerte!». Sin inmutarse, les respondió: «Buena suerte, mala suerte,
¡quién sabe!»
Un día que el hijo intentaba domar a los caballos, uno le arrojó al suelo, partiéndose una pierna
al caer. «¡Qué mala suerte, vecino!», le dijeron a su padre. «Buena suerte, mala suerte, ¡quién
sabe!», volvió a ser su respuesta.
Una mañana aparecieron unos soldados en la aldea, reclutando a los hombres jóvenes para
una guerra que había en el país. Se llevaron a todos los muchachos, excepto a su hijo, incapacitado
por su pierna rota. Vinieron otra vez los aldeanos, diciendo: «Vecino, ¡qué buena suerte!». «Buena
suerte, mala suerte, ¡quién sabe!», contestó.
Dicen que esta historia continúa, siempre de la misma manera, y que nunca tendrá un final.

La realidad real
Un hombre iba conduciendo una madrugada por una carretera solitaria que atravesaba un
paraje desértico y despoblado. El frío era intenso, la lluvia caía como una espesa cortina, y el
viento ululaba y retumbaba contra las ventanillas del coche. De repente, se oyó un pequeño
estallido, y el hombre se temió lo peor: acababa de pinchar una rueda.
Protegiéndose de las inclemencias del tiempo, bajó a comprobarlo: efectivamente, había
pinchado una rueda delantera. Desolado ante aquella adversidad, mojado hasta los huesos,
cansado y temblando de frío, exclamó: «Ahora no puedo cambiar de canal... esto es la realidad».

Una mujercita con suerte


Una mujer pobre tenía la costumbre de ir todas las mañanas a un bosque cercano a su casa
para recoger leña, que luego vendía a sus vecinos. Cierto día, encontró bajo un roble un caldero
viejo de latón, ya muy oxidado por la intemperie.
 ¡Vaya, qué suerte! ―exclamó―. Tiene un agujero, y no me servirá para llevar agua, pero
podré utilizarlo para plantar flores.
Tapó el caldero con su mantón y, cargándoselo al hombro, emprendió el camino hacia su
humilde choza. Pero empezó a notar que el caldero iba pesando más y más, así que se sentó a
descansar. Cuando puso el caldero en el suelo, vio con asombro que estaba lleno de monedas
de oro.
 ¡Qué suerte tengo! ―volvió a exclamar, llena de alegría―. Todas estas monedas para una
pobre mujer como yo.
Mas pronto tuvo que volver a pararse. Desató el mantón para ver su tesoro y, entonces, se
llevó otra sorpresa: el caldero lleno de oro se había convertido en un trozo de hierro.
 ¡Qué suerte tan maravillosa! ―dijo―. ¿Qué iba a hacer una mujercita como yo con todas
esas monedas de oro? Seguro que los ladrones me robarían todo. Por este trozo de hierro
me ganaré unas cuantas monedas normales, que es todo lo que necesito para ir tirando.
Envolvió el trozo de hierro, y prosiguió su camino.
Cuando salió del bosque, volvió a sentarse, y decidió mirar otra vez en su mantón, por si el
destino le había dado otra sorpresa. Y, en efecto, así era: el trozo de hierro se había convertido
en una gran piedra.
 ¡Vaya suerte que tengo hoy! ―dijo―. Esta piedra es lo que necesito para sujetar la puerta
del jardín, que siempre golpea cuando hace viento.
En cuanto llegó a su casa, fue hacia la puerta del jardín y abrió el mantón para sacar la
piedra. Mas, nada más desatar los nudos, una extraña criatura saltó fuera. Tenía una enorme
cola con pelos de varios colores, unas orejas puntiagudas y unas patas largas y delgadísimas.
La mujercita quedó maravillada al ver que la aparición daba tres vueltas alrededor y luego se
alejaba bailando por el valle.
 ¡Qué suerte tengo! ―exclamó―. Pensar que yo, una pobre mujercita, ha podido contemplar
este maravilloso espectáculo... Estoy segura de que soy la pobre mujercita solitaria con más
suerte del mundo entero.
Y se fue a la cama tan alegre como siempre. Y, según se cuenta, lo más curioso es que,
desde aquel día, la suerte de esta pobre mujer cambió, y ya nunca más volvió a ser pobre ni
solitaria.

La señal
El único superviviente de un naufragio llegó a una isla deshabitada. Pidió fervientemente a
Dios ser rescatado, y cada día divisaba el horizonte en busca de una ayuda que no llegaba.
Cansado, optó por construirse una cabaña de madera para protegerse de los elementos y
guardar sus pocas pertenencias.
Un día, tras merodear por la isla en busca de alimento, cuando regresó a la cabaña la
encontró envuelta en llamas, con una gran columna de humo levantándose hacia el cielo. Lo
peor había ocurrido: lo había perdido todo y se encontraba en un estado de desesperación y
rabia.
--¡Oh Dios!, ¿cómo puedes hacerme esto? --se lamentaba.
Sin embargo, al amanecer del día siguiente se despertó con el sonido de un barco que se
acercaba a la isla. Habían venido a salvarlo.
--¿Cómo supieron que estaba aquí? --preguntó a sus salvadores.
--Vimos su señal de humo --contestaron ellos.
Es muy fácil descorazonarse cuando las cosas marchan mal. Recuerda que cuando tu
cabaña se vuelva humo, puede ser la señal de que la ayuda está en camino.

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