El Coco Azul
El Coco Azul
El Coco Azul
El coco azul
Teresa era mucho menor que sus hermanos Eugenio y Sofía y sin duda por eso
la mimaban tanto sus padres. Había nacido cuando Víctor y
Enriqueta no esperaban tener ya más hijos y, aunque no la quisieran mas
que a los otros, la habían educado mucho peor. No era la niña mala, pero
sí voluntariosa y abusaba de aquellas ventajas que tenía el ser la primera
en su casa cuando debía de ser la última.
A causa de eso Eugenio no la quería tanto como a Sofía; ésta, en cambio,
repartía por igual su afecto entre sus dos hermanos.
Cuando Teresa hacía alguna cosa que no era del agrado de Eugenio, él la
amenazaba con el coco y pintaba muñecos que ponía en la alcoba de su
hermana menor para asustarla.
Teresa tenía miedo de todo y sólo Eugenio era el que procuraba vencer su
frecuente e incomprensible terror.
No se le podía contar ningún cuento de duendes ni de hadas, ni hablarle de
ningún peligro de esos que son continuos e inevitables en la vida. Los
padres se disgustaban con que tal hiciera, y sólo su hermano procuraba
corregirla por el bien de ella y el de todos, esperando aprovechar la
primera ocasión que se presentase para lograrlo.
Rompía los juguetes de su hermana sin que nadie la riñese y Sofía había
guardado los que le quedaban, que aun eran muchos y muy bonitos, donde
Teresa no los pudiera coger.
-El día que seas buena te los daré todos, le decía.
-Y cuando seas valiente yo te compraré otros, añadía Eugenio.
Teresa se quedaba meditabunda durante largo rato, sin hallar el medio de
complacerles.
No tenía ella la culpa de ser tan miedosa, bien hubiera querido vencer sus
temores para evitar las burlas de sus hermanos y de sus amigas. Si salía a
paseo, tenía que volver a su casa antes que anocheciera y era preciso
llevarla a sitios muy concurridos. Si un hombre la miraba, creía que le
iba a robar; si un perro corría a lo lejos, se figuraba que era un animal
desconocido y de colosal altura. Si se despertaba de noche y veía por la
entornada puerta la luz de la lámpara de una habitación próxima,
imaginando que había fuego en la casa, saltaba con precipitación
de la cama pidiendo socorro.
No podía estar sola jamás, ni ir a buscar ningún objeto a otro cuarto sin
que la acompañasen.
En su misma alcoba tenía que dormir una buena mujer que había sido su
nodriza y continuó después al servicio de los padres de Teresa. Quería
tanto a la niña que dormía muy poco para poder vigilar su sueño,
despertarla si le atormentaba alguna pesadilla o acostarla con ella si
estaba desvelada por el miedo.
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