Location via proxy:   [ UP ]  
[Report a bug]   [Manage cookies]                
0% encontró este documento útil (0 votos)
26 vistas244 páginas

El Archipiélago en Llamas - Julio Verne

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1/ 244

A principios del siglo XIX (1827), Grecia, con la ayuda de ingleses,

franceses y rusos, lucha por liberarse de la tiranía de los turcos.


Elizundo, un banquero de Corfú, se ha hecho rico gracias a la
piratería. Queriendo dejar a su hija, la bella Hadjine Elizundo,
casada con un hombre de bien, pacta el matrimonio con un soldado
francés, el valiente militar Henry d’Albaret.
Sin embargo, los viejos negocios del banquero con los piratas
obligarán a Elizundo a cancelar la boda y a ofrecer a Hadjine al
terrible pirata Nicolás Starkos, que vende como esclavos a los
prisioneros de guerra y ansía la fortuna del banquero. Éste y
d’Albaret serán rivales por ganarse el amor de Hadjine, quien
prefiere a d’Albaret; a partir de este momento, se librará una dura
lucha entre ambos hombres.
Llegado el momento del combate, los piratas cuentan con la
superioridad numérica: seiscientos frente a doscientos, de modo que
evitarán el cañoneo e intentarán el abordaje y la lucha cuerpo a
cuerpo, donde tienen garantizada la victoria. D’Albaret lo sabe. Bajo
su custodia, doscientas almas rescatadas de la esclavitud camino
de la Berbería. Ninguno de esos pobres diablos es apto para la
defensa frente a la ira del corsario. De modo que no queda otra sino
la heroica lucha. Matar antes que morir.
D’Albaret no sólo contribuirá a la liberación de Grecia, sino que
también salvará a su amada de un destino abominable.
En suma, una magnífica novela de Verne ambientada en la
geografía de la península griega y sus islas, con el agitado trasfondo
histórico de la guerra de la Independencia de ese país mediterréneo.
Jules Verne

El Archipiélago en llamas
Viajes extraordinarios - 26

ePub r1.0
Titivillus 31.03.15
Título original: L’Archipel en feu
Jules Verne, 1884
Traducción: Ángel Nerva
Ilustraciones: Léon Benett
Diseño de cubierta: Titivillus

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2
Primera parte
Capítulo I

Un buque en alta mar

E l 18 de octubre de 1827, hacia las cinco de la tarde, un


pequeño buque levantino ceñía el viento en el intento de
alcanzar, antes de que se hiciera de noche, el puerto de Vitylo, a la
entrada del golfo de Corón.
Este puerto, el antiguo Oitylos de Homero, está situado en una
de las tres profundas incisiones que recortan, en el mar Jónico y en
el mar Egeo, esa hoja de plátano con la que, muy acertadamente,
ha sido comparada la Grecia meridional. Sobre esta hoja se
extiende el antiguo Peloponeso, la Morea de la geografía moderna.
La primera de tales mordeduras, al oeste, es el golfo de Corón,
abierto entre la Mesenia y la Maina; la segunda es el golfo de
Maratón, que escota ampliamente el litoral de la severa Laconia; la
tercera es el golfo de Nauplia, cuyas aguas separan la Laconia de la
Argólida.
Al primero de estos tres golfos pertenece el puerto de Vitylo.
Excavado en el límite de su costa oriental, en el fondo de una
ensenada irregular, ocupa los primeros estribos marítimos del
Taigeto, cuya prolongación orográfica forma la osamenta de esta
región que es la Maina. La seguridad de sus fondos, la orientación
de sus pasos y las alturas que lo abrigan hacen de él uno de los
mejores refugios de una costa incesantemente azotada por todos
los vientos de esos mares mediterráneos.
El buque, que se elevaba, todo a ceñir, contra una brisa bastante
fresca de nornoroeste, no podía ser visto desde los muelles de
Vitylo. Una distancia de entre seis y siete millas lo separaba todavía
del puerto. Aunque el día era muy claro, sobre el fondo luminoso del
lejano horizonte se recortaba apenas la orla de sus velas más altas.
Mas lo que no podía verse desde abajo podía verse desde
arriba, es decir, desde la cima de las crestas montañosas que
dominan el pueblo. Vitylo está construido, en forma de anfiteatro,
sobre rocas abruptas defendidas por la antigua acrópolis de Kelafa.
Por encima se yerguen algunas viejas torres en ruinas, de un origen
posterior a los curiosos restos de un templo de Serapis, cuyas
columnas y capiteles de orden jónico adornan aún la iglesia de
Vitylo. Cerca de esas torres se levantan, asimismo, dos o tres
capillitas poco frecuentadas, que atienden unos monjes encargados
del culto.
Es conveniente que aclaremos la expresión «encargados del
culto» e incluso esa calificación de «monje» que aplicamos a los
basilios[1] de la costa mesenia. Por otra parte, vamos a poder juzgar,
directamente del natural, a uno de ellos, que acababa de abandonar
su capilla.
En aquella época, la religión, en Grecia, era todavía una mezcla
singular de las leyendas del paganismo y de las creencias del
cristianismo. Muchos fieles veían a las diosas de la antigüedad
como santas de la nueva religión e, incluso actualmente, como ha
hecho notar Henry Belle, esas gentes «amalgaman a los semidioses
con los santos, a los duendes de los pequeños valles encantados
con los ángeles del paraíso, invocando tanto a las sirenas y las
furias como a la Panagia[2]». De ahí la existencia de ciertas
prácticas extravagantes y de anomalías que hacen sonreír, y de ahí
también la aparición, a veces, de una clerecía incapaz de
desenredar ese caos poco ortodoxo.
Durante el primer cuarto del presente siglo, sobre todo —hace
unos cincuenta años, en la época en que comienza esta historia—,
el clero de la península helénica era todavía más ignorante, y los
monjes, indolentes, ingenuos, simples y complacientes, no parecían
estar demasiado capacitados para guiar a unas gentes
supersticiosas por naturaleza.
¡Y si por lo menos esos basilios hubiesen sido tan sólo
ignorantes! Pero, en ciertas partes de Grecia, sobre todo en las
regiones salvajes de la Maina, aquellos pobres hombres, reclutados,
dicho sea de paso, entre las clases más bajas, mendigos por
naturaleza y por necesidad, que vivían pordioseando las dracmas
que les lanzaban de vez en cuando los viajeros caritativos, sin otra
ocupación que la de dar a besar a los fieles la imagen apócrifa de
algún santo o la de mantener encendida la lámpara ante la
hornacina de alguna santa y desesperados por el poco rendimiento
que obtenían de los diezmos, las confesiones, los entierros y los
bautizos, no manifestaban ningún escrúpulo a la hora de hacer de
vigías —¡y menudos vigías!— por cuenta de los habitantes del
litoral.
Por eso, cuando vieron que uno de sus monjes bajaba
rápidamente hacia el pueblo agitando los brazos, los marinos de
Vitylo, que estaban tumbados en el puerto, como esos lazzaroni[3]
que necesitan dos horas de descanso después de realizar un
trabajo de unos minutos, se levantaron.
El monje era un hombre de unos cincuenta a cincuenta y cinco
años, no sólo corpulento, sino también gordo, con esa gordura que
genera la ociosidad, y su fisonomía astuta no podía inspirar sino una
mediocre confianza.
—¿Qué pasa, padre? ¿Qué pasa? —exclamó uno de los
marineros corriendo hacia él.
El vityliano hablaba con ese tono gangoso que haría creer que
Nasón fue uno de los antepasados de los helenos, y utilizaba el
dialecto mainota, en el que se mezclan el griego, el turco, el italiano
y el albanés, como si hubiese existido en tiempos de la torre de
Babel.
—¿Es que los soldados de Ibrahim han invadido las alturas del
Taigeto? —preguntó otro marinero, con un gesto de apatía que
denotaba escaso patriotismo.
—¡A menos que sean los franceses, que no nos hacen ninguna
falta! —contestó el primer interlocutor.
—¡Iguales son unos que otros! —replicó un tercero.
Y esta respuesta indicaba que la lucha, entonces en su fase más
terrible, interesaba muy poco a aquellos indígenas de los confines
del Peloponeso, enormemente diferentes de los mainotas del norte,
que tan brillantemente se distinguieron durante la guerra de la
Independencia.
Pero el obeso monje no podía replicar ni a uno ni a otro. Se
había sofocado bajando las rápidas pendientes del acantilado. Su
pecho de asmático jadeaba. Quería hablar y no lo conseguía. Al
menos, uno de sus antepasados de la Hélade, el soldado de
Maratón, antes de caer muerto había podido anunciar la victoria de
Milcíades. Pero ya no se trataba de Milcíades ni de la guerra de los
atenienses y los persas. Eran sólo griegos, aquellos hoscos
habitantes de la punta extrema de la Maina.
—¡Habla, padre, habla ya! —exclamó un viejo marino llamado
Gozzo, más impaciente que los otros, como si hubiera adivinado lo
que el monje había venido a anunciarles.
Éste consiguió por fin recuperar el aliento. Luego, tendiendo la
mano hacia el horizonte, dijo:
—¡Barco a la vista!
Y, al oír estas palabras, todos aquellos haraganes se pusieron en
pie dando palmas y echaron a correr hacia un roquedal que
dominaba el puerto. Desde allí, su vista podía abarcar un sector más
vasto del mar.
Un extranjero habría podido creer que aquel movimiento estaba
provocado por el natural interés que todo navío arribando a puerto
inspira necesariamente en unos marineros fanáticos de las cosas
del mar. Nada más lejos de la realidad. De hecho, si algún tipo de
interés podía apasionar a aquellos indígenas, era desde un punto de
vista muy especial.
En efecto, en el momento en el que escribo —no en el momento
en que tenía lugar esta historia—, la Maina es todavía un país
aparte en medio de Grecia, convertida ésta nuevamente en reino
independiente por voluntad de las potencias europeas, signatarias
del Tratado de Andrinópolis de 1829. Los mainotas, o al menos los
de tal nombre que viven en esas puntas alargadas entre los golfos,
han permanecido en un estado semibárbaro, más preocupados por
su propia libertad que por la libertad de su país. De ahí que esa
lengua extrema de la tierra que es la Morea inferior haya sido, en
todas las épocas, prácticamente irreductible. Ni los jenízaros turcos,
ni los soldados griegos pudieron vencer a los mainotas.
Pendencieros, vindicativos, transmitiéndose de padres a hijos, como
los corsos, odios entre familias que no pueden extinguirse si no es a
través de la sangre, saqueadores de nacimiento y sin embargo
hospitalarios, asesinos cuando el robo exige el asesinato, estos
rudos montañeses se consideran, a pesar de todo, los
descendientes directos de los espartanos; pero, encerrados en las
ramificaciones del Taigeto, donde se cuentan por millares esas
pequeñas ciudadelas o pyrgos casi inaccesibles, desempeñan de
muy buen grado el papel equívoco de aquellos forajidos de la Edad
Media que ejercían sus derechos feudales a puñaladas y a tiros.
Pues bien, si actualmente los mainotas son todavía medio
salvajes, resulta fácil imaginar lo que debían de ser hace cincuenta
años. Durante el primer tercio de este siglo, antes de que los
cruceros de los barcos de vapor hubiesen frenado en gran medida
sus depredaciones en el mar, fueron los piratas más osados y los
más temidos por los buques mercantes que hacían escala en los
puertos de Levante.
Y precisamente, el puerto de Vitylo, por el hecho de hallarse
situado en el extremo del Peloponeso, a la entrada de dos mares, y
por su proximidad con la isla de Cerigoto, refugio predilecto de los
corsarios, estaba en el lugar idóneo para acoger a todos aquellos
malhechores que pirateaban en la zona del Archipiélago y los
parajes vecinos del Mediterráneo. El punto de concentración de los
habitantes de esta parte de la Maina se llamaba entonces,
concretamente, Kakovoni, y los kakovoniotas, a caballo de esa
punta en la que termina el cabo Matapán, podían operar
cómodamente. En el mar, atacaban a los navíos; desde tierra, los
atraían por medio de falsas señales. En todas partes los saqueaban
y los quemaban. Poco importaba que la tripulación estuviese
compuesta de turcos, malteses, egipcios, incluso griegos: todos
eran degollados sin piedad o vendidos como esclavos en las costas
berberiscas. Cuando faltaba el trabajo, cuando escaseaban los
barcos de cabotaje en los parajes del golfo de Corón o del golfo de
Maratón, alrededor de Cerigo o del cabo Gallo, se elevaban
rogativas al dios de las tempestades, a fin de que se dignase lanzar
contra aquellas costas algún buque de gran tonelaje y rica carga. Y
los basilios no se negaban a realizar estas plegarias, que
redundaban en mayor beneficio de sus fieles.
Pues bien, desde hacía algunas semanas no habían podido
saquear nada. Ningún buque había venido a atracar en las orillas de
la Maina. Por eso se produjo una explosión de júbilo, no bien el
monje hubo dejado escapar aquellas palabras, entrecortadas por
sus jadeos asmáticos:
—¡Barco a la vista!
Casi inmediatamente se oyeron los tañidos sordos de la
simandra, especie de campana de madera chapada en hierro usada
en aquellas provincias, donde los turcos no permiten el empleo de
las campanas de metal. Pero aquellos lúgubres repiques bastaban
para reunir a una población ansiosa: hombres, mujeres, niños,
perros feroces y temibles, todos igualmente aptos para el saqueo y
el asesinato.
Entretanto, los vitylianos, reunidos sobre el alto peñasco,
discutían a gritos. Aquel buque avistado por el monje, ¿qué tipo de
barco era?
Impulsado por la brisa del nornoroeste, que arreciaba al caer la
noche, el navío, amuras a babor, avanzaba rápidamente. Era
posible incluso que rebasara el cabo Matapán dando bordadas. A
juzgar por la dirección que llevaba, parecía venir de los alrededores
de Creta. El casco empezaba a mostrarse por encima de la estela
blanca que dejaba tras él; pero a esa distancia, el velamen no era
todavía más que una masa confusa. Resultaba, pues, difícil
reconocer a qué tipo de buque pertenecía. De ahí que los
comentarios se contradijeran a cada momento.
—¡Es un jabeque! —decía uno de los marineros—. ¡Acabo de
ver las velas cuadradas del trinquete!
—¡No! —replicaba otro—. ¡Es un pingue! ¡Mirad la popa
levantada y la arrufadura de la roda!
—¡Jabeque o pingue! ¿Quién va a poder distinguirlos a esta
distancia?
—¿No será más bien una polacra de velas cuadradas? —
observó otro marinero, que se había hecho un catalejo con las dos
manos medio cerradas.
—¡Que Dios nos asista! —contestó el viejo Gozzo—. ¡Polacra,
jabeque o pingue, todos son buques de tres mástiles, y valen más
tres mástiles que dos cuando se trata de atracar en nuestras costas
con un buen cargamento de vino de Candía o de telas de Esmirna!
Tras este juicioso comentario, todos miraron con mayor atención.
El navío se acercaba y se iba agrandando poco a poco; pero,
precisamente porque navegaba todo a ceñir, no era posible verlo de
costado. Hubiera sido, pues, difícil decir si tenía dos o tres mástiles,
o sea, si se podía esperar que su tonelaje fuera o no considerable.
—¡Oh, no! ¡Maldita sea nuestra suerte y maldito el diablo que
anda en ella! —dijo Gozzo, lanzando uno de aquellos juramentos
políglotas con los que acentuaba todas sus frases—. Al final
resultará que sólo es un falucho…
—¡O incluso un speronare[4]! —exclamó el monje, tan
decepcionado como su rebaño.
Ni que decir tiene que estas dos observaciones fueron acogidas
con gritos de desaliento. Pero, fuera del tipo que fuera, se podía ya
calcular que aquel barco debía de tener una capacidad de a lo sumo
cien o ciento veinte toneladas. Después de todo, poco importaba
que su cargamento no fuese enorme, si era rico. Hay simples
faluchos, o incluso ciertos speronares, que van cargados de vinos
preciosos, aceites finos o tejidos de valor. En tal caso, vale la pena
atacarlos. ¡Y proporcionan un gran beneficio por poco trabajo! Por lo
tanto, no había que desesperar aún. Además, los más viejos de la
banda, muy entendidos en la materia, opinaban que el buque tenía
un cierto porte elegante que decía mucho en su favor.
Mientras tanto, el sol empezaba a desaparecer tras el horizonte
al oeste del mar Jónico; pero el crepúsculo de octubre proyectaría
todavía luz suficiente, al menos durante una hora, para que el navío
pudiese ser reconocido antes de que se hiciera noche cerrada. Éste,
por otra parte, después de haber doblado el cabo Matapán, acababa
de abatir dos cuartos sobre su rumbo con objeto de tomar mejor la
entrada del golfo y se ofrecía en las mejores condiciones a la mirada
de sus observadores.
Al cabo de un instante, una palabra escapó de labios del viejo
Gozzo:
—¡Sacoleva!
—¡Una sacoleva! —exclamaron sus compañeros, y su decepción
se tradujo en una descarga de maldiciones.
Pero, a este respecto, no hubo discusión alguna, porque no
había error posible. El navío que maniobraba a la entrada del golfo
de Corón era, sin lugar a dudas, una sacoleva. A pesar de todo, las
gentes de Vitylo no tenían motivo para quejarse de su mala suerte.
No es raro encontrar algún cargamento precioso a bordo de estas
sacolevas.
Se llama así a un tipo de buque levantino de tonelaje mediano,
cuya arrufadura, es decir, la curva del puente, se acentúa
ligeramente levantándose hacia la popa. Sus tres mástiles de una
sola pieza van aparejados con velas áuricas. El palo mayor, muy
inclinado hacia proa y colocado en el centro, lleva una vela latina,
una bandola y una gavia con un juanete alto. Dos foques en la proa
y dos velas en punta en los dos mástiles desiguales de popa
completan su velamen, que le da un aspecto singular. Los vivos
colores del casco, el lanzamiento de la roda, la variedad de su
arboladura y el particular corte de sus velas hacen de él uno de los
más curiosos especímenes entre esos graciosos navíos que
bordean a centenares los estrechos parajes del Archipiélago. Nada
tan elegante como este ligero buque, acostándose y enderezándose
sobre las olas, coronándose de espuma, saltando sin esfuerzo,
como lo haría un enorme pájaro cuyas alas hubiesen rozado el mar,
que en ese momento rielaba bajo los últimos rayos de sol.
Aunque la brisa tendía a arreciar y el cielo se cubrió de
mangas[5], nombre que los levantinos dan a ciertas nubes de su
cielo, la sacoleva no reducía en nada su velamen. Conservaba izado
incluso el juanete alto, que cualquier marino menos audaz
seguramente ya hubiese amainado. Evidentemente, su intención era
atracar, pues el capitán no tenía ningún interés en pasar la noche en
medio de una mar que estaba ya encrespada y amenazaba con
tornarse aún más gruesa.
Pero, aunque en ese momento para los marinos de Vitylo no
cabía ya ninguna duda de que la sacoleva estaba entrando en el
golfo, no dejaban de preguntarse si se dirigiría a su puerto.
—¡Eh! —exclamó uno de ellos—. ¡Se diría que sigue
arrimándose al viento en lugar de venir al fondeadero!
—¡Que el diablo se la lleve! —replicó otro—. ¿Es que acaso
piensa virar por avante y hacerse a la mar de nuevo?
—A lo mejor pone rumbo a Corón.
—O a Calamata.
Estas dos hipótesis eran igualmente admisibles. Corón es un
puerto de la costa mainota muy frecuentado por los navíos
mercantes de la zona de Levante, y allí se lleva a cabo una parte
importante de la exportación de los aceites del sur de Grecia. Lo
mismo puede decirse de Calamata, situada en el fondo del golfo,
cuyos bazares rebosan de productos manufacturados, telas o
cerámicas, que le envían los diversos Estados de Europa occidental.
Era, pues, posible que la sacoleva llevara un cargamento para uno
de estos dos puertos, lo cual habría desconcertado en gran manera
a aquellos vitylianos, en busca de saqueos y pillajes.
Mientras era observada con una atención tan poco
desinteresada, la sacoleva avanzaba rápidamente. No tardó en
hallarse a la altura de Vitylo. Ése era el instante en el que se decidía
su suerte. Si continuaba avanzando hacia el fondo del golfo, Gozzo
y sus compañeros deberían perder toda esperanza de capturarla.
En efecto, incluso lanzándose a sus más rápidas embarcaciones, no
habrían tenido ninguna oportunidad de alcanzarla, tan veloz era su
marcha bajo aquel enorme velamen que llevaba sin fatiga.
—¡Ya llega!
Estas dos palabras fueron pronunciadas, al cabo de breves
momentos, por el viejo marino, cuyo brazo, armado de una mano
ganchuda, se lanzó extendido hacia el pequeño buque como un
arpeo de abordaje.
Gozzo no se equivocaba. Acababan de poner caña a barlovento,
y la sacoleva se dirigía ahora hacia Vitylo. Al mismo tiempo, el
juanete alto y el segundo foque fueron arriados; después, la gavia
fue recogida. Así, aligerada de una parte de sus velas, resultaba
mucho más manejable para el timonel.
Empezaba a anochecer. La sacoleva tenía el tiempo justo para
entrar en los pasos de Vitylo. Aquí y allá, hay rocas submarinas que
es preciso evitar, so pena de precipitarse a una destrucción
completa. Sin embargo, el pabellón de piloto no había sido izado al
palo mayor del pequeño buque. El capitán tenía que conocer
perfectamente aquellos fondos tan peligrosos, ya que se aventuraba
a través de ellos sin pedir ayuda. Quizá desconfiaba también —y
con toda razón— de los prácticos vitylianos, que no habrían tenido
inconveniente en llevarlo hacia algún arrecife donde buen número
de navíos se habían perdido ya.
Además, en aquella época, ningún faro iluminaba las costas de
esta porción de la Maina. Una simple luz de puerto servía para
guiarse al maniobrar por el estrecho canal.
Mientras tanto, la sacoleva iba acercándose. Pronto estuvo sólo
a media milla de Vitylo. Recalaba sin vacilar. Se notaba que una
mano hábil la maniobraba.
Esto no satisfacía en absoluto a todos aquellos desalmados. Les
interesaba que el buque que codiciaban se precipitara contra alguna
roca. En situaciones como ésta, el escollo se convertía fácilmente
en su cómplice. Empezaba el trabajo y ellos sólo tenían que
acabarlo. Primero, el naufragio; el saqueo, después; tal era su
manera de actuar. Esto les ahorraba una lucha a mano armada, una
agresión directa, de la cual podían ser víctimas algunos de ellos.
Algunos de aquellos buques, efectivamente, estaban defendidos por
valientes tripulaciones, que no se dejaban atacar impunemente.
Así pues, los compañeros de Gozzo dejaron su puesto de
observación y volvieron al puerto sin perder un instante. Tenían que
poner en práctica las estratagemas que son familiares a todos los
saqueadores de pecios, ya sean de Poniente o de Levante.
Hacer encallar la sacoleva en los estrechos pasos del canal
indicándole una dirección falsa: algo muy fácil en medio de aquella
oscuridad, que, sin ser profunda aún, lo era bastante para dificultar
las evoluciones de la nave.
—¡A la luz del puerto! —dijo simplemente Gozzo, a quien sus
compañeros obedecían siempre sin dudar.
La orden del viejo marino fue comprendida. Dos minutos más
tarde, el farol —una simple linterna, encendida en el extremo de una
percha levantada sobre el pequeño muelle— se apagaba
súbitamente.
En el mismo instante, aquella luz era sustituida por otra, que al
principio fue colocada en la misma dirección; pero si la primera,
inmóvil sobre el muelle, indicaba un punto siempre fijo para el
navegante, la segunda, gracias a su movilidad, debía arrastrarlo
fuera del canal y exponerlo a chocar contra algún escollo.
Se trataba de una linterna cuya luz no difería en absoluto de la
del farol del puerto; pero había sido enganchada a los cuernos de
una cabra, a la que los vitylianos empujaban lentamente por las
primeras rampas del acantilado. La linterna se desplazaba junto con
el animal y debía inducir a la sacoleva a realizar maniobras
equivocadas.
No era la primera vez que las gentes de Vitylo actuaban de ese
modo. ¡Desde luego que no! Y era incluso raro que hubiesen
fracasado en sus criminales empresas.
A todo esto, la sacoleva acababa de entrar en el canal. Después
de haber cargado su vela mayor, llevaba desplegadas tan sólo las
velas latinas de popa y el foque. Este velamen reducido debía
bastarle para llegar a su fondeadero.
Para enorme sorpresa de los marinos que lo observaban, el
pequeño buque avanzaba con una increíble seguridad a través de
las sinuosidades del canal. No parecía preocuparse en modo alguno
de la luz móvil que llevaba la cabra. En pleno día su maniobra no
hubiera sido más correcta. Su capitán tenía por fuerza que haber
realizado a menudo la aproximación a Vitylo y tenía que conocer
bien la zona, hasta el punto de poder aventurarse por aquellos
parajes incluso en medio de una noche cerrada.
En aquel momento era ya posible distinguir al atrevido marino.
Su silueta se destacaba claramente en la sombra sobre la proa de la
sacoleva. Se hallaba envuelto en los anchos pliegues de su aba,
especie de capa de lana, cuyo capuchón le cubría la cabeza. En
realidad, aquel capitán no guardaba, en su actitud, ningún parecido
con los modestos patrones de los barcos de cabotaje, que durante
la maniobra devanan incesantemente entre sus dedos un rosario de
grandes cuentas, y que son el tipo que comúnmente se encuentra
en los mares del Archipiélago. ¡No! Éste, con voz baja y sosegada,
estaba pendiente tan sólo de transmitir sus órdenes al timonel,
situado en la popa del pequeño buque.
En aquel momento, la linterna que paseaban por las rampas del
acantilado se apagó de golpe, lo cual, sin embargo, no causó
problemas a la sacoleva, que, imperturbable, seguía su ruta. Por un
momento, pareció que un giro brusco iba a enviarla contra una
peligrosa roca, situada a flor de agua, a una distancia del puerto de
un cable[6], y que era prácticamente imposible ver en la sombra. Un
ligero golpe de timón bastó para modificar su dirección y evitar el
escollo, junto al cual pasó rozando.
Igual destreza manifestó el timonel cuando fue necesario evitar
un segundo arrecife, que no dejaba más que un estrecho paso a
través del canal; arrecife contra el que más de un navío había ya
chocado al dirigirse al fondeadero, fuese o no su piloto cómplice de
los vitylianos.
Éstos no podían ya contar con la posibilidad de un naufragio, que
les hubiera entregado la sacoleva sin defensa. En pocos minutos
estaría anclada en el puerto. Para apoderarse de ella, tendrían
necesariamente que tomarla al abordaje.
Así lo decidieron, previo acuerdo, aquellos granujas; y es lo que
se proponían llevar a la práctica en medio de una oscuridad muy
favorable para esta clase de operaciones.
—¡A los botes! —dijo el viejo Gozzo, cuyas órdenes no eran
nunca discutidas, sobre todo cuando lo que ordenaba era un
saqueo.
Una treintena de hombres vigorosos, algunos armados con
pistolas, la mayoría blandiendo puñales y hachas, se lanzaron a los
botes amarrados en el muelle y avanzaron en número
evidentemente superior al de los hombres de la sacoleva.
En ese mismo instante, con una voz seca, alguien a bordo dio
una orden. La sacoleva, después de haber salido del canal, se
hallaba en medio del puerto. Largaron las drizas, echaron el ancla y
la nave permaneció inmóvil después de una última sacudida
producida por la caída de la cadena.
Los botes estaban tan sólo a unas pocas brazas del buque. Aun
sin mostrar una desconfianza exagerada, cualquier tripulación,
conociendo la mala reputación de las gentes de Vitylo, se hubiese
armado, a fin de estar, llegado el caso, en condiciones de
defenderse.
Pero, en esta ocasión, no fue así. Después de atracar, el capitán
de la sacoleva había abandonado la proa y se había dirigido a popa,
mientras sus hombres, sin preocuparse por la llegada de los botes,
se dedicaban tranquilamente a plegar las velas, con objeto de dejar
libre la cubierta.
El único detalle digno de observación era que no las ataban, de
manera que hubiera bastado con drizar para volver a aparejar.
El primer bote abordó la sacoleva por el lado de babor. Los otros
toparon con ella casi enseguida. Y como sus bordas empavesadas
eran poco elevadas, los asaltantes, profiriendo gritos de muerte,
sólo tuvieron que pasar por encima de una zancada para alcanzar la
cubierta.
Los más furiosos se precipitaron hacia la popa. Uno de ellos
cogió un farol encendido y lo acercó a la cara del capitán.
Éste se apartó la capucha con la mano y la dejó caer sobre sus
hombros; su rostro apareció a plena luz.
—¡Vaya! —dijo—. ¿Acaso las gentes de Vitylo no reconocen ya a
su compatriota Nicolás Starkos?
Mientras hablaba de este modo, el capitán se había cruzado
tranquilamente de brazos. Un segundo después, los botes, tras
haber desatracado a toda velocidad, habían alcanzado de nuevo el
fondo del puerto.
Capítulo II

Cara a cara

D iez minutos más tarde, una ligera embarcación, un gig[7],


abandonaba la sacoleva y depositaba al pie del muelle, sin
ningún compañero y sin arma alguna, a aquel hombre ante el cual
los vitylianos acababan de batirse en retirada con tanta presteza.
Era el capitán de la Karysta. Así se llamaba el pequeño buque
que acababa de fondear en el puerto.
Hombre de estatura mediana, mostraba, bajo la tupida gorra de
marino, una frente ancha y orgullosa. Tenía unos ojos duros, de
mirada fija. Sobre el labio, lucía bigotes de klefta[8], dispuestos
horizontalmente y rematados en un grueso mechón, no en punta.
Era ancho de pecho y de miembros vigorosos. Los cabellos negros
le caían en bucles sobre los hombros. Si pasaba de los treinta y
cinco años, debía de ser apenas por unos meses. Pero su tez
curtida por las brisas, la dureza de su fisonomía y el pliegue de su
frente, como un surco en el cual ninguna cosa honesta podía
germinar, lo hacían parecer mucho más viejo de lo que era.
Por lo que se refiere al atuendo que llevaba en aquel momento,
nada tenía que ver con la chaqueta, la almilla y las enagüillas del
palikare[9]. El caftán, con capucha de color pardo bordada de
discretas trencillas, el pantalón verdoso con anchos pliegues, que se
perdía dentro de unas botas de caña alta, recordaban más bien la
vestimenta de un marino de las costas berberiscas.
Y sin embargo, Nicolás Starkos era griego de nacimiento y
originario del puerto de Vitylo. Allí era donde había pasado los
primeros años de su juventud. Durante su infancia y adolescencia,
había hecho entre aquellas rocas el aprendizaje de la vida del mar.
Había navegado al azar por aquellos parajes, dejándose llevar por
las corrientes y los vientos. No había una sola ensenada cuyo
braceaje y acantilados no hubiera verificado, ni un escollo, bancal o
roca submarina cuya marcación fuera desconocida para él, ni un
solo recodo del canal cuyas múltiples sinuosidades no fuera capaz
de seguir, sin compás ni piloto. Así pues, resulta fácil comprender
cómo, a despecho de las falsas señales de sus compatriotas, había
podido dirigir la sacoleva con mano tan segura. Además, él sabía
que los vitylianos eran poco de fiar. Los había visto en acción
anteriormente. Y es muy probable que no desaprobara sus instintos
rapaces, en la medida en que no había tenido que sufrirlos
personalmente.
Pero si él conocía a los vitylianos, también los vitylianos
conocían a Nicolás Starkos. Después de la muerte de su padre, que
fue uno entre las miles de víctimas de la crueldad de los turcos, a su
madre, ansiosa de venganza, le faltó tiempo para unirse a la primera
sublevación contra la tiranía otomana. Él, con dieciocho años, había
abandonado la Maina para recorrer los mares, y particularmente el
Archipiélago, y aprendió no sólo el oficio de marino, sino también el
de pirata. Nadie, a excepción de él mismo, habría podido decir a
bordo de qué navíos sirvió durante aquel período de su existencia,
ni qué jefes, entre los que mandaban bandas de filibusteros o
corsarios, lo tuvieron a sus órdenes, ni bajo qué pabellón llevó a
cabo sus primeros hechos de armas, ni qué sangre derramó su
mano, si la de los enemigos de Grecia o la de sus defensores, la
misma que corría por sus propias venas. Con todo, varias veces
había sido visto en los diversos puertos del golfo de Corón.
Compatriotas suyos que habían tomado parte en alguna de sus
empresas, habían relatado sus más notables actos de piratería:
barcos mercantes atacados y destruidos, ricos cargamentos
repartidos como botín. Un cierto misterio envolvía el nombre de
Nicolás Starkos, y, sin embargo, ese nombre era tan conocido en las
provincias de la Maina que, ante él, todos se inclinaban.
Así se explica el recibimiento que le dieron los habitantes de
Vitylo, por qué consiguió imponerse tan sólo con su presencia y por
qué todos abandonaron el proyecto de saquear la sacoleva en el
momento mismo en que reconocieron al hombre que la comandaba.
En cuanto el capitán de la Karysta atracó en el muelle del puerto,
un poco por detrás de la escollera, hombres y mujeres, que habían
acudido para recibirlo, se alinearon respetuosamente a su paso.
Cuando desembarcó, ni un solo grito fue proferido. Parecía como si
Nicolás Starkos tuviera bastante prestigio para imponer el silencio a
su alrededor tan sólo por el respeto que inspiraba. Esperaban que él
hablase, y, si no lo hacía —lo cual era posible—, nadie se permitiría
la licencia de dirigirle la palabra.
Después de ordenar a los marineros de su gig que volvieran a
bordo, Nicolás Starkos avanzó hacia el ángulo que forma el muelle
al fondo del puerto. Pero apenas había dado unos veinte pasos en
esa dirección cuando se detuvo. Luego, viendo al viejo marinero que
lo seguía como si esperase recibir alguna orden, dijo:
—Gozzo, necesitaré diez hombres vigorosos para completar mi
tripulación.
—Los tendrás, Nicolás Starkos —respondió Gozzo.
Si el capitán de la Karysta hubiese querido cien, los habría
encontrado también entre aquella población marinera, y habría
podido incluso elegir. Y esos cien hombres, sin preguntar adónde se
los llevaba, ni a qué tarea se los destinaba, ni por cuenta de quién
iban a navegar o a batirse, habrían seguido a su compatriota,
dispuestos a compartir su suerte, sabiendo muy bien que de una
manera u otra saldrían ganando.
—Que dentro de una hora esos diez hombres estén a bordo de
la Karysta —añadió el capitán.
—Allí estarán —respondió Gozzo.
Nicolás Starkos, indicando con un gesto que no deseaba ser
acompañado, subió por el malecón, que se redondea al final del
muelle, y desapareció de su vista en una de las estrechas calles del
puerto.
El viejo Gozzo, respetando su voluntad, volvió al lado de sus
compañeros y ya no se ocupó de otra cosa que de escoger a los
diez hombres destinados a completar la tripulación de la sacoleva.
Entretanto, Nicolás Starkos subía lentamente las cuestas de
aquel abrupto acantilado sobre el cual se asienta el poblado de
Vitylo. A aquella altura, no se oía otro ruido que los ladridos de los
perros salvajes, casi tan temibles para los viajeros como los
chacales o los lobos, unos perros de formidables mandíbulas y
ancha cara de dogo, que no se dejan intimidar por el bastón.
Algunas gaviotas se arremolinaban en el espacio, agitando con
pequeños movimientos sus amplias alas extendidas, de camino
hacia las cuevas del litoral.
Pronto, Nicolás Starkos dejó atrás las últimas casas de Vitylo.
Tomó entonces el escarpado sendero que rodea la acrópolis de
Kelafa. Después de seguir por las ruinas de una ciudadela,
levantada en aquel lugar por Ville-Hardouin, en la época en que los
cruzados ocupaban diversos puntos del Peloponeso, rodeó la base
de las viejas torres que todavía hoy coronan el acantilado. Allí se
detuvo un momento y se volvió.
En el horizonte, a la altura del cabo Gallo, el cuarto creciente de
la luna estaba a punto de apagarse en las aguas del mar Jónico.
Unas pocas estrellas centelleaban a través de los estrechos
desgarrones de las nubes, un silencio absoluto reinaba alrededor de
la acrópolis. Dos o tres pequeñas velas apenas visibles surcaban la
superficie del golfo, atravesándolo hacia Corón o remontándolo
hacia Calamata. De no ser por el fanal, que se balanceaba en el
extremo del mástil, tal vez hubiera sido imposible distinguirlas. Más
abajo, siete u ocho luces brillaban también en diferentes puntos de
la orilla, y su resplandor se veía doblado por la temblorosa
reverberación de las aguas. ¿Eran los faroles de las barcas de
pesca o las luces encendidas de las viviendas? Imposible precisarlo.
Nicolás Starkos recorría, con su mirada habituada a las tinieblas,
toda aquella inmensidad. Hay en el ojo del marino una capacidad de
visión penetrante, que le permite ver cosas allí donde otros no
verían nada. Pero en aquel momento, no parecía que las cosas
exteriores pudiesen impresionar al capitán de la Karysta,
acostumbrado sin duda a escenas totalmente diferentes. No, era
dentro de sí mismo donde miraba. Respiraba casi
inconscientemente aquel aire natal, que es como el aliento del país.
Permanecía inmóvil, pensativo, con los brazos cruzados, y tampoco
su cabeza, ahora descubierta, se movía más de lo que lo hubiera
hecho de haber estado esculpida en piedra.
Así transcurrió casi un cuarto de hora. Durante ese tiempo,
Nicolás Starkos no había dejado de observar aquel occidente
delimitado por un lejano horizonte de mar. Luego, dio unos pasos y
subió por el acantilado en diagonal. No caminaba de ese modo al
azar. Un secreto pensamiento lo guiaba; pero se habría dicho que
sus ojos evitaban aún mirar aquello que habían venido a buscar a
las alturas de Vitylo.
Por otra parte, nada hay tan desolado como esta costa, desde el
cabo Matapán hasta el último rincón del golfo. Allí no crecían
naranjos, ni limoneros, ni escaramujos, ni adelfas, ni jazmines de la
Argólida, ni higueras, ni madroños, ni moreras, ni nada de lo que
convierte algunas regiones de Grecia en una rica y verdeante
campiña. Ni una encina, ni un plátano, ni un granado que se
destacasen sobre el sombrío telón de los cipreses y los cedros. Por
todas partes, rocas que un próximo desprendimiento de aquellos
terrenos volcánicos podría muy bien precipitar a las aguas del golfo.
Por todas partes, una aspereza feroz en aquella tierra de la Maina,
incapaz de alimentar a su población. Apenas algunos pinos
descarnados, contorcidos, extravagantes, cuya resina había sido
consumida por completo y a los que faltaba la savia, mostrando las
profundas heridas de sus troncos. Aquí y allá, enjutos cactos,
verdaderos cardos espinosos, cuyas hojas se parecían a pequeños
erizos medio pelados. En parte alguna, en fin, ni en los arbustos
achaparrados, ni en el suelo, formado más de guijarros que de
tierra, nada con que alimentar aquellas cabras que, dada la
sobriedad del entorno, no eran tampoco muy exigentes.
Después de dar unos veinte pasos, Nicolás Starkos se paró de
nuevo y se volvió hacia el noreste, donde la lejana cresta del Taigeto
dibujaba su perfil sobre el fondo menos oscuro del cielo. Una o dos
estrellas, que aparecían a esa hora, descansaban allí todavía, a ras
del horizonte, como grandes luciérnagas.
Nicolás Starkos permanecía inmóvil contemplando una casita
baja de madera que ocupaba un saliente del acantilado, a unos
cincuenta pasos. Era una vivienda modesta, aislada encima del
pueblo, a la que sólo se llegaba por abruptos senderos, construida
en medio de un cercado de árboles medio desnudos y rodeada por
un seto de espinos. Se veía que aquella morada estaba deshabitada
desde hacía mucho tiempo. El seto, en mal estado, espeso en unas
partes y lleno de boquetes en otras, ya no era una barrera suficiente
para protegerla. Los perros vagabundos, los chacales, que de vez
en cuando visitan la región, habían asolado más de una vez aquel
pequeño rincón de suelo mainota. Malas hierbas y zarzas, ésa había
sido la aportación de la naturaleza a aquel lugar desierto, desde que
la mano del hombre dejara de ejercer su dominio sobre él.
¿A qué era debido el abandono? A que el dueño de aquel
pedazo de tierra había muerto hacía ya muchos años. A que su
viuda, Andrónika Starkos, había abandonado el país para ir a ocupar
su lugar entre las filas de las valientes mujeres que se destacaron
en la guerra de la Independencia. A que el hijo, después de su
partida, no había vuelto jamás a pisar la casa paterna.
Y, sin embargo, allí era donde Nicolás Starkos había nacido. Allí
habían transcurrido los primeros años de su infancia. Su padre,
después de una larga y honorable vida de marino, se había retirado
a aquel asilo, pero se mantenía alejado de la población de Vitylo,
cuyos excesos le causaban horror. Más instruido y un poco más
acomodado que las gentes del puerto, había logrado crearse una
existencia aparte con su mujer y su hijo. Vivía en aquel retiro,
ignorado y tranquilo, cuando, un día, dejándose arrastrar por la
cólera, intentó resistirse a la opresión y pagó con su vida esa
resistencia. Nadie podía escapar de los agentes turcos, ni siquiera
en los confines más extremos de la península.
No estando ya el padre allí para dirigir al hijo, la madre se vio
incapaz de contenerlo. Nicolás Starkos huyó de su casa para ir a
recorrer los mares, poniendo al servicio de la piratería y los piratas
aquel maravilloso instinto de marino que le venía de su origen.
Hacía diez años, pues, que el hijo había abandonado la casa, y
hacía seis que lo había hecho la madre. Sin embargo, en la región
se decía que Andrónika había vuelto algunas veces. Al menos,
algunas personas creían haberla visto, muy de tarde en tarde y
durante breves instantes, sin que ella hubiese intentado entrar en
contacto con ninguno de los habitantes de Vitylo.
En cuanto a Nicolás Starkos, nunca antes de ese día, aun
cuando los azares de sus excursiones lo habían llevado una o dos
veces a la Maina, había manifestado la intención de volver a ver la
modesta vivienda del acantilado. Jamás había preguntado a nadie
acerca del estado de abandono en el que ésta se encontraba.
Jamás una alusión a su madre, para saber si había regresado
alguna vez a la desierta morada. Pero tal vez el nombre de
Andrónika había llegado a sus oídos, en relación con los terribles
acontecimientos que ensangrentaban entonces Grecia. Y ese
nombre habría debido penetrar como un remordimiento en su
conciencia, si su conciencia no hubiese sido impenetrable.
No obstante, si aquel día Nicolás Starkos había hecho escala en
el puerto de Vitylo, no había sido únicamente para reforzar la
tripulación de la sacoleva con diez hombres más. Un deseo —más
que un deseo, un imperioso instinto—, del cual tal vez no tenía
completa conciencia, lo había empujado hacia allí. Había sentido la
necesidad de volver a ver, por última vez, sin duda, la casa de sus
padres, de pisar el suelo donde había dado sus primeros pasos, de
respirar el aire encerrado entre aquellas paredes, donde había
exhalado su primer aliento, donde había balbuceado sus primeras
palabras de niño. Sí, aquélla era la razón por la cual acababa de
remontar los escarpados senderos del acantilado, la razón por la
cual se encontraba en aquel momento delante de la valla del
pequeño cercado.
Entonces tuvo un momento de vacilación. No hay corazón tan
duro que no se encoja en presencia de ciertos recuerdos del
pasado. No se nace en un lugar para después no sentir nada ante
ese sitio donde uno ha sido acunado por la mano de una madre. Las
fibras del ser humano no pueden estar gastadas hasta el punto de
que ni una sola vibre todavía cuando uno de estos recuerdos la
toca.
Y eso fue lo que sintió Nicolás Starkos, de pie en el umbral de la
casa abandonada, tan sombría, silenciosa y muerta en el interior
como en el exterior.
—¡Entremos!… ¡Sí… entremos!
Éstas fueron las primeras palabras que pronunció Nicolás
Starkos. En realidad, no hizo sino murmurarlas, como si temiese ser
oído y evocar alguna aparición del pasado.
Entrar en aquel cercado. ¡Qué podía haber más fácil! La valla
estaba desvencijada, los montantes yacían en el suelo. Ni siquiera
había una puerta que abrir, un barrote que empujar.
Nicolás Starkos entró. Se detuvo ante la casa, cuyos aleros,
medio podridos por la lluvia, sólo se sostenían gracias a unos trozos
de herraje corroídos y oxidados.
En aquel momento, una lechuza lanzó un grito y salió volando de
un matorral de lentiscos que obstruía el umbral de la puerta.
Nicolás Starkos vaciló de nuevo. Estaba firmemente decidido a
ver hasta el último aposento de la casa. Pero se sintió enojado por
lo que le estaba pasando, por sentir aquella especie de
remordimiento. Estaba emocionado, pero también irritado. ¡Parecía
como si de aquel techo paterno hubiese de surgir un reproche
contra él, una última maldición! Por eso, antes de entrar en la casa,
quiso dar una vuelta a su alrededor. La noche era oscura. Nadie lo
veía y «¡él no se veía a sí mismo!». Quizá, en pleno día, no hubiese
llegado hasta allí. En medio de la noche, se sentía con más valor
para desafiar a sus recuerdos.
Allí estaba, pues, andando con paso furtivo, como un malhechor
inspeccionando los alrededores de una vivienda a la que piensa
llevar a la ruina, avanzando a lo largo de las paredes agrietadas en
los ángulos, doblando las esquinas, cuyas aristas erosionadas
desaparecían bajo el musgo, tanteando con la mano aquellas
piedras debilitadas, como para ver si quedaba todavía un poco de
vida en aquel cadáver de casa, escuchando, en fin, si el corazón le
latía aún. Por la parte de atrás, el cercado estaba más oscuro. El
oblicuo fulgor del cuarto creciente, que entonces desaparecía, no
hubiese podido llegar hasta allí.
Nicolás Starkos había rodeado lentamente la casa. En la
sombría morada reinaba un silencio inquietante. Habríase dicho que
estaba embrujada o que era frecuentada por espíritus. Volvió hacia
la fachada orientada al oeste. Luego se acercó a la puerta, con la
intención de empujarla, si se aguantaba tan sólo con un pasador, o
de forzarla, si el pestillo estaba sujeto aún en la gacheta de la
cerradura.
Pero entonces la sangre le nubló los ojos y una violenta cólera,
un ansia de matar, se apoderó de él[10]. Quería visitar aquella casa
sólo una vez más y no se atrevía a entrar en ella. ¡Le parecía que su
padre y su madre iban a aparecer en el umbral, con los brazos
extendidos, maldiciéndolo, a él, el mal hijo, el mal ciudadano, el
traidor a la familia, el traidor a la patria!
En ese momento, la puerta se abrió lentamente. Una mujer
apareció en el umbral. Llevaba puesto el traje mainota: un zagalejo
de algodón negro con una pequeña orla roja, una camisola de color
pardo, ceñida al talle, y, sobre la cabeza, un ancho gorro negruzco,
rodeado de un fular con los colores de la bandera griega.
Aquella mujer tenía un rostro enérgico, grandes ojos negros de
una vivacidad un poco salvaje y tez curtida, como los pescadores
del litoral. Era de estatura elevada y se mantenía erguida, a pesar
de que tenía ya más de sesenta años.
Era Andrónika Starkos. La madre y el hijo, separados física y
espiritualmente desde hacía tanto tiempo, se encontraban en ese
momento cara a cara.
Nicolás Starkos no había esperado hallarse en presencia de su
madre… Aquella aparición lo espantó.
Andrónika, con los brazos extendidos hacia su hijo, prohibiéndole
el acceso a la casa, pronunció tan sólo estas palabras, con una voz
que, viniendo de ella, las hacía terribles:
—¡Nicolás Starkos no volverá a poner nunca los pies en la casa
de su padre!… ¡Nunca!
Y el hijo, encorvado bajo el peso de esa orden terminante,
retrocedió poco a poco. Aquella que lo había llevado en sus
entrañas lo expulsaba entonces como se expulsa a un traidor. Quiso
dar un paso hacia delante… Un gesto aún más enérgico, el gesto de
la maldición, lo detuvo.
Nicolás Starkos se echó hacia atrás. Luego huyó del cercado,
retomó el sendero del acantilado y descendió dando grandes
zancadas, sin volverse, como si una mano invisible lo empujase por
los hombros.
Andrónika, inmóvil en el umbral de la casa, lo vio desaparecer en
la noche.
Diez minutos más tarde, Nicolás Starkos, sin dejar traslucir su
emoción, de nuevo dueño de sí mismo, alcanzaba el puerto, llamaba
a su gig y se embarcaba en él. Los diez hombres elegidos por
Gozzo se encontraban ya a bordo de la sacoleva.
Sin pronunciar una sola palabra, Nicolás Starkos subió a la
cubierta de la Karysta y, con un gesto, dio la orden de aparejar.
La maniobra se llevó a cabo rápidamente. Sólo hizo falta izar las
velas que se hallaban dispuestas para una pronta partida. El terral,
que acababa de levantarse, facilitaba la salida del puerto.
Cinco minutos más tarde, la Karysta atravesaba los pasos, con
seguridad y en silencio, sin que un solo grito hubiera sido proferido
por los hombres de a bordo ni por las gentes de Vitylo.
Aún la sacoleva no había llegado a cubrir una milla mar adentro,
cuando una llama iluminó la cima del acantilado. Era la morada de
Andrónika Starkos que ardía hasta los cimientos. La mano de la
madre había provocado aquel incendio. No quería que quedase un
solo vestigio de la casa en la que su hijo había nacido.

Durante otras tres millas, el capitán no pudo apartar su mirada


de aquel fuego que brillaba sobre la tierra de la Maina y lo siguió en
la sombra hasta el último resplandor.
Andrónika lo había dicho: «¡Nicolás Starkos no volverá a poner
nunca los pies en la casa de su padre!…».
¡Nunca!
Capítulo III

Griegos contra turcos

E n los tiempos prehistóricos, cuando la corteza sólida del globo


iba tomando forma poco a poco bajo la acción de fuerzas
interiores, neptunianas o plutonianas, surgió Grecia. Un cataclismo
empujó este pedazo extremo de tierra por encima del nivel de las
aguas, al tiempo que engullía, en la zona del Archipiélago, una parte
del continente, de la cual sólo quedan las cimas más altas en forma
de islas. Grecia se asienta, efectivamente, sobre la línea volcánica
que va de Chipre a la Toscana[11].
Se diría que los helenos sacan del suelo inestable de su país el
instinto de esa agitación física y moral que, en las empresas
heroicas, puede llevarlos a los mayores excesos. Bien es verdad,
sin embargo, que gracias a sus cualidades naturales, valor
indomable, sentido del patriotismo, amor a la libertad, han
conseguido hacer de estas provincias, sometidas durante tantos
siglos a la dominación otomana, un Estado independiente.
Pelásgica en los tiempos más remotos, es decir, poblada por
tribus de Asia; helénica del siglo XVI al XIV antes de la era cristiana,
con la aparición de los helenos, una de cuyas tribus, la de los
grayas, había de darle su nombre, en los tiempos casi mitológicos
de los argonautas, los heráclidas y la guerra de Troya; totalmente
griega, en fin, desde Licurgo, con Milcíades, Temístocles, Arístides,
Leónidas, Esquilo, Sófocles, Aristófanes, Herodoto, Tucídides,
Pitágoras, Sócrates, Platón, Aristóteles, Hipócrates, Fidias, Pericles,
Alcibíades, Pelópidas, Epaminondas y Demóstenes, y después
macedonia con Filipo y Alejandro, Grecia terminó siendo romana
con el nombre de Acaya, ciento cuarenta y seis años antes de Cristo
y por un período de cuatro siglos.
Desde esa época, invadido sucesivamente por visigodos,
vándalos, ostrogodos, búlgaros, eslavos, árabes, normandos y
sicilianos, conquistado por los cruzados a principios del siglo XIII y
dividido en un gran número de feudos durante el XV, este país,
sometido a tantas pruebas tanto en la antigua como en la nueva era,
cayó finalmente en manos de los turcos y quedó bajo la dominación
musulmana.
Puede decirse que, durante cerca de doscientos años, la vida
política de Grecia fue completamente aniquilada. El despotismo de
los funcionarios otomanos, que representaban allí la autoridad,
rebasaba todos los límites. Los griegos no eran ni un pueblo
anexionado, ni conquistado, ni siquiera vencido: eran esclavos,
doblegados bajo el bastón del bajá, con el imán o sacerdote a su
derecha y el djellah o verdugo a su izquierda.
Pero la vida no había abandonado todavía este país que
agonizaba. Por el contrario, bajo aquel extremo padecimiento, iba a
volver a palpitar. Los montenegrinos del Epiro en 1766, los mainotas
en 1769 y los suliotas de Albania se sublevaron por fin y
proclamaron su independencia; pero en 1804 todas aquellas
tentativas de rebelión fueron definitivamente sofocadas por Alí
Tebelen, bajá de Janina.
Si las potencias europeas no querían asistir al total
aniquilamiento de Grecia, era el momento de intervenir. Reducida a
sus solas fuerzas, sólo podía morir en el intento de recobrar su
independencia.
En 1821, Alí Tebelen, que se había sublevado a su vez contra el
sultán Mahmud, acababa de pedir ayuda a los griegos,
prometiéndoles la libertad, y éstos se levantaron en masa. Los
filohelenos acudieron en su auxilio desde todos los puntos de
Europa. Italianos, polacos, alemanes y, sobre todo, franceses se
alistaron para luchar contra los opresores. Los nombres de Guy de
Sainte-Héléne, Gaillard, Chauvassaigne, los capitanes Baleste y
Jourdain, el coronel Fabvier, el jefe de escuadrón Regnaud de
Saint-Jean-d’Angély y el general Maison, a los que hay que añadir
los de tres ingleses, lord Cochrane, lord Byron y el coronel Hastings,
han dejado un recuerdo imperecedero en este país por el cual
vinieron a batirse y morir.
A estos nombres, ennoblecidos por todo el heroísmo que la
entrega a la causa de los oprimidos puede engendrar, Grecia iba a
responder con otros tomados de sus más encumbradas familias:
tres hidriotas, Tombasis, Tsamados, Miaulis, y también Colocotronis,
Marco Botsaris, Mavrocordato, Mavromichalis, Constantino Canaris,
Negris, Constantino y Demetrios Ypsilantis, Ulises y tantos otros.
Desde el principio, el levantamiento se convirtió en una guerra a
muerte, ojo por ojo, diente por diente, que provocó las más horribles
represalias por parte de uno y otro bando.
En 1821, los suliotas y la Maina se sublevan. En Patrás, el
obispo Germanos lanza, con la cruz en la mano, el primer grito de
guerra. Morea, Moldavia y el Archipiélago se alinean bajo el
estandarte de la independencia. Los helenos, victoriosos en el mar,
consiguen apoderarse de Trípoli. A estos primeros triunfos de los
griegos responden los turcos con la matanza de aquellos
compatriotas suyos que se encontraban en Constantinopla.
En 1822, Alí Tebelen, sitiado en su fortaleza de Janina, es
cobardemente asesinado en mitad de una conferencia que le había
propuesto el general turco Kourdid. Poco tiempo después,
Mavrocordato y los filohelenos son aplastados en la batalla de Arta;
pero recuperan la iniciativa en el primer asedio de Missolonghi,
obligando al ejército de Omer-Vrione a levantar el bloqueo, no sin
pérdidas considerables.
En 1823, las potencias extranjeras comienzan a intervenir más
eficazmente. Proponen al sultán una mediación. El sultán la rechaza
y para apoyar su negativa desembarca diez mil soldados asiáticos
en Eubea. Después entrega el mando del ejército turco a su vasallo
Mehmet-Alí, bajá de Egipto. Durante las luchas de ese año
sucumbió Marco Botsaris, aquel patriota del cual se ha dicho: «Vivió
como Arístides y murió como Leónidas».
El 24 de enero de 1824, año de grandes reveses para la causa
de la independencia, lord Byron desembarcó en Missolonghi y el día
de Pascua moría frente a Lepanto, sin haber visto realizado su
sueño. Los ipsariotas eran masacrados por los turcos y la ciudad de
Candía, en Creta, se entregaba a los soldados de Mehmet-Alí.
Únicamente las victorias marítimas pudieron consolar a los griegos
de tantos desastres.
En 1825, Ibrahim-Bajá, hijo de Mehmet-Alí, desembarca en
Modón, Morea, con once mil hombres. Se apodera de Navarino y
derrota a Colocotronis en Trípoli. Fue entonces cuando el gobierno
helénico confió un cuerpo de tropas regulares a dos franceses,
Fabvier y Regnaud de Saint-Jean-d’Angély; pero antes de que estas
tropas se encontraran en disposición de ofrecerle resistencia,
Ibrahim devastaba Mesenia y la Maina. Y si abandonó sus
operaciones fue para tomar parte en el segundo asedio a
Missolonghi, de la cual no conseguía apoderarse el general
Kioutagi, a pesar de haberle dicho el sultán: «¡O Missolonghi, o tu
cabeza!».
En 1826, el 5 de enero, después de haber incendiado Pirgos,
Ibrahim llegaba a Missolonghi. Durante tres días, del 25 al 28, arrojó
sobre la ciudad ocho mil bombas y balas de cañón, sin conseguir
entrar, ni siquiera después de un triple asalto, por más que no tenía
que habérselas sino con dos mil quinientos combatientes, ya
debilitados por el hambre. Sin embargo, había de salir victorioso,
sobre todo una vez que Miaulis y su escuadra, que llevaban
refuerzos a los sitiados, fueron rechazados. El 23 de abril, después
de un asedio que había costado la vida a mil novecientos de sus
defensores, Missolonghi caía en poder de Ibrahim, y sus soldados
acuchillaron a hombres, mujeres y niños, prácticamente todo lo que
había quedado de los nueve mil habitantes de la ciudad. Ese mismo
año, los turcos, conducidos por Kioutagi, después de haber asolado
Fócida y Beocia, llegaban a Tebas, el 10 de julio, entraban en el
Ática, cercaban Atenas, se establecían allí y sitiaban la acrópolis,
defendida por mil quinientos griegos. En auxilio de esta ciudadela, la
llave de Grecia, el nuevo gobierno envió a Caraiscakis, uno de los
combatientes de Missolonghi, y al coronel Fabvier con su cuerpo de
regulares. En la batalla que libraron en Chaidari fueron derrotados y
Kioutagi continuó sitiando la acrópolis. Entretanto, Caraiscakis
emprendía el camino a través de los desfiladeros del Parnaso,
vencía a los turcos en Arachova, el 5 de diciembre, y elevaba sobre
el campo de batalla un trofeo de trescientas cabezas cortadas. El
norte de Grecia había vuelto a ser libre casi totalmente.
Por desgracia, al amparo de estas luchas, el Archipiélago se
encontraba abierto a las incursiones de los más temibles corsarios
que hubiesen jamás devastado aquellos mares. Y entre éstos se
citaba, como uno de los más sanguinarios, el más audaz quizá, al
pirata Sacratif, cuyo solo nombre causaba pavor en todos los
puertos de Levante.
No obstante, siete meses antes de la época en que empieza esta
historia, los turcos se habían visto obligados a refugiarse en algunas
de las plazas fuertes de la Grecia septentrional. En el mes de
febrero de 1827, los griegos habían reconquistado su independencia
desde el golfo de Ambracia hasta los confines del Ática. El pabellón
turco sólo ondeaba ya en Missolonghi, Vonitsa y Naupacto[12]. El 31
de marzo, bajo la influencia de lord Cochrane, los griegos del norte y
los griegos del Peloponeso, renunciando a sus disputas internas,
iban a reunir a los representantes de la nación en una asamblea
única, en Trezenas, y a concentrar los poderes en una sola mano, la
de un extranjero, Capo d’Istria, un diplomático ruso, griego de
nacimiento, y oriundo de Corfú.
Pero Atenas estaba en poder de los turcos. Su ciudadela había
capitulado el 5 de junio. El norte de Grecia se vio entonces
apremiado a someterse completamente. El 6 de julio, sin embargo,
Francia, Inglaterra, Rusia y Austria firmaban una convención que,
aun admitiendo la soberanía de la Puerta[13], reconocía la existencia
de una nación griega. Además, por un artículo secreto, las potencias
firmantes se comprometían a unirse contra el sultán si éste
rehusaba aceptar un arreglo pacífico.
Tales son los hechos generales de esta guerra sangrienta, unos
hechos que el lector debe guardar en la memoria, pues van ligados
estrechamente a todo lo que seguirá.
He aquí ahora los hechos particulares en los cuales están
directamente implicados los personajes de esta dramática historia,
tanto los que ya conocemos como los que vamos a conocer.
Entre los primeros debemos citar a Andrónika, la viuda del
patriota Starkos.
Aquella lucha para conquistar la independencia de su país no
había engendrado tan sólo héroes, sino también heroínas, cuyos
nombres van unidos gloriosamente a los acontecimientos de esta
época.
Así vemos aparecer el nombre de Bobolina, nacida en una
pequeña isla a la entrada del golfo de Nauplia. En 1812, su marido
es hecho prisionero, llevado a Constantinopla y empalado por orden
del sultán. El primer grito de la guerra de la Independencia ha sido
proferido. En 1821, Bobolina, con sus propios recursos, arma tres
navíos y, tal como lo cuenta H. Belle, siguiendo el relato de un viejo
klefta, después de haber enarbolado su pabellón, que lleva escritas
estas palabras de las mujeres espartanas: «O encima, o debajo»,
sale a corso hasta el litoral de Asia Menor, capturando e
incendiando los navíos turcos con la intrepidez de un Tsamados o
de un Canaris; luego, tras haber cedido generosamente la propiedad
de sus barcos al nuevo gobierno, asiste al sitio de Trípoli, organiza
en torno a Nauplia un bloqueo que dura catorce meses y,
finalmente, obliga a la ciudadela a rendirse. Esta mujer, cuya vida es
una leyenda, había de acabar asesinada por el puñal de su
hermano, a causa de una simple disputa familiar.
Otra gran figura debe ser situada en el mismo rango que esta
valiente hidriota. Siempre los mismos hechos que traen iguales
consecuencias. Una orden del sultán hace que sea estrangulado en
Constantinopla el padre de Modena Mavroeinis, mujer de alta cuna y
singular belleza. Modena se lanza inmediatamente a la insurrección,
llama a los habitantes de Mycona a la revuelta, arma buques a
bordo de los cuales viaja ella misma, organiza compañías de
guerrilla que dirige personalmente, detiene al ejército de Selim-Bajá
en el fondo de las estrechas gargantas del Pelión, y se destaca
brillantemente hasta el fin de la guerra, hostigando a los turcos en
los desfiladeros de las montañas de Ftiótida.
También hay que hacer mención de Kaidos, que destruye
mediante minas los muros de Vilia y se bate con indomable coraje
en el monasterio de Santa Veneranda; Moskos, su madre, que lucha
al lado de su esposo y aplasta a los turcos con enormes trozos de
roca; Despo, que para no caer en manos de los musulmanes, se
hizo saltar por los aires con sus hijas, sus nueras y sus nietos. Y las
mujeres suliotas, y las que protegieron al nuevo gobierno, instalado
en Salamina, llevando hasta allí la flotilla que dirigían, y aquella
Constancia Zacarías, que, después de haber dado la señal del
levantamiento en las llanuras de Laconia, se lanzó sobre Leondari a
la cabeza de quinientos campesinos, y tantas otras, en fin, cuya
generosa sangre no se economizó en aquella guerra, durante la cual
pudo verse de lo que eran capaces las descendientes de los
helenos.
Lo mismo había hecho la viuda de Starkos. Con el solo nombre
de Andrónika —pues no quiso ya usar el que su hijo deshonraba—,
se dejó arrastrar a la acción, tanto por un irresistible instinto de
represalia como por amor a la independencia. Como Bobolina, viuda
de un esposo sacrificado por haber intentado defender su país,
como Modena, como Zacarías, aun cuando no pudo correr con los
gastos de armar buques y organizar compañías de voluntarios, se
consagró a la lucha sin reparar en sacrificios en medio de los
grandes dramas de aquella insurrección.
En 1821, Andrónika se unió a los mainotas que Colocotronis,
condenado a muerte y refugiado en las islas Jónicas, había
reclutado cuando, el 18 de enero de aquel año, había
desembarcado en Scardamula. Tomó parte en la primera batalla
campal librada en Tesalia, cuando Colocotronis atacó a los
habitantes de Fanari y a los de Caritena, que se habían unido a los
turcos a orillas del Rufia. También estuvo en la batalla de Valtetsio,
el 17 de mayo, que causó la derrota del ejército de Mustafá-Bey.
Más señaladamente aún se distinguió en el sitio de Trípoli, donde
los espartanos llamaban a los turcos «persas cobardes» y donde los
turcos injuriaban a los griegos llamándoles «miserables liebres de
Laconia». Pero aquella vez pudieron más las liebres. El 5 de
octubre, la capital del Peloponeso, al no haber podido ser liberada
del bloqueo por la flota turca, tuvo que capitular y, a pesar de la
convención, fue incendiada y sus habitantes masacrados por
espacio de tres días, lo que costó la vida, tanto fuera como dentro, a
diez mil otomanos de todas las edades y de ambos sexos.
Al año siguiente, el 4 de marzo, durante un combate naval,
Andrónika, que había embarcado bajo las órdenes del almirante
Miaulis, vio cómo después de una lucha de cinco horas los buques
turcos huían y buscaban refugio en el puerto de Zante. ¡En uno de
aquellos navíos reconoció a su hijo, que pilotaba la escuadra
otomana a través del golfo de Patrás!… Aquel día, abrumada por la
vergüenza, se lanzó a la lucha allí donde la refriega era más dura,
buscando la muerte…, pero la muerte no quiso saber nada de ella.
Y, no obstante, Nicolás Starkos había de llegar aún más lejos en
ese camino criminal. ¿Acaso no se unió, unas semanas más tarde,
a Kara-Alí, que estaba bombardeando la ciudad de Scio en la isla
del mismo nombre? ¿No había participado en aquellas espantosas
matanzas en las que perecieron más de veintitrés mil cristianos, sin
contar los cuarenta y siete mil que fueron vendidos como esclavos
en los mercados de Esmirna? ¿Y no estaba el hijo de Andrónika al
mando de uno de los buques que transportó a parte de aquellos
desgraciados a las costas berberiscas? ¡Un griego que vendía a sus
hermanos!
En el siguiente período, durante el cual los helenos tuvieron que
habérselas con los ejércitos combinados de los turcos y los egipcios,
Andrónika no dejó ni por un instante de imitar a aquellas heroicas
mujeres cuyos nombres han sido citados más arriba.
Fue una época lamentable, sobre todo para Morea. Ibrahim
acababa de lanzar sobre ella a sus temibles árabes, más feroces
que los otomanos. Andrónika estaba entre los sólo cuatro mil
combatientes que Colocotronis, nombrado comandante en jefe de
las tropas del Peloponeso, a duras penas había podido reunir bajo
su mando. Pero Ibrahim, después de haber desembarcado once mil
hombres en la costa mesenia, se había ocupado, en primer lugar, de
levantar el bloqueo de Corón y Patrás; luego se había apoderado de
Navarino, cuya ciudadela había de procurarle una base de
operaciones y cuyo puerto le proporcionaría un abrigo seguro para
su flota. Seguidamente incendió Argos y tomó posesión de Trípoli, lo
cual le permitió, hasta la llegada del invierno, saquear las provincias
vecinas. Mesenia, en particular, fue víctima de estas horribles
devastaciones. Andrónika tuvo que huir a menudo hasta lo más
recóndito de la Maina para no caer en manos de los árabes. No
obstante, ni por un momento pensó en abandonar la lucha. ¿Se
puede descansar en una tierra oprimida? La volvemos a encontrar
en las campañas de 1825 y 1826, en el combate de los desfiladeros
de Verga, después del cual Ibrahim retrocedió hasta Polyaravos,
donde los mainotas del norte consiguieron rechazarlo una vez más.
Luego se reunió con las fuerzas regulares del coronel Fabvier,
durante la batalla de Chaidari, en el mes de julio de 1826. Allí resultó
gravemente herida y consiguió escapar de los implacables soldados
de Kioutagi tan sólo gracias al coraje de un joven francés que
luchaba bajo la bandera de los filohelenos.
Durante varios meses, la vida de Andrónika corrió peligro. Su
constitución robusta la salvó, pero el año 1826 terminó sin que
hubiese recobrado las fuerzas necesarias para reincorporarse a la
lucha.
En estas circunstancias, regresó a las provincias de la Maina, en
el mes de agosto de 1827. Quería volver a ver su casa de Vitylo. Un
singular azar llevó hasta allí a su hijo el mismo día… Ya conocemos
el resultado del encuentro entre Andrónika y Nicolás Starkos y la
maldición suprema que ella lanzó sobre él desde el umbral de la
casa paterna.
Y ahora, no teniendo ya nada que la retuviese en el suelo natal,
Andrónika se disponía a continuar peleando mientras Grecia no
hubiese recuperado su independencia.
Así estaban las cosas el día 10 de marzo de 1827, en el
momento en que la viuda Starkos volvía a los caminos de la Maina
para ir a reunirse con los griegos del Peloponeso que, paso a paso,
iban disputando el terreno a los soldados de Ibrahim.
Capítulo IV

La triste morada de un rico

M ientras la Karysta se dirigía hacia el norte, con un destino que


sólo su capitán conocía, en Corfú sucedía un hecho que, a
pesar de su carácter privado, había de atraer la atención pública
sobre los principales personajes de esta historia.
Ya sabemos que desde 1815, según lo establecido en los
tratados que se firmaron ese año, el grupo de las islas Jónicas había
quedado bajo el protectorado de Inglaterra, después de haber
aceptado el de Francia hasta 1814[14].
De todo ese grupo que comprende Cerigo, Zante, Ítaca,
Cefalonia, Léucade, Paxos y Corfú, esta última, la más
septentrional, es también la más importante. Se trata de la antigua
Corcira, una isla que tuvo como rey al generoso anfitrión de Jasón y
Medea, Alcinoo, el cual, más tarde, acogió también al prudente
Ulises después de la guerra de Troya, y que tiene, por lo tanto,
derecho a ocupar un puesto preferente en la historia antigua. En
lucha primero contra los francos, los búlgaros, los sarracenos y los
napolitanos, saqueada después por Barbarroja en el siglo XVI,
protegida en el XVIII por el conde de Schulembourg y defendida, al
terminar el Primer Imperio, por el general Donzalot, era entonces la
residencia de un Alto Comisario inglés.
En aquel momento, este Alto Comisario era sir Frederik Adam,
gobernador de las islas Jónicas. En previsión de las eventualidades
que podía provocar la lucha de los griegos contra los turcos, tenía
siempre dispuestas algunas fragatas destinadas a llevar a cabo la
vigilancia de aquellos mares. Se necesitaban buques de alto bordo
para mantener el orden en aquel archipiélago, entregado a los
griegos, los turcos y los portadores de patentes de corso, por no
hablar de los piratas, cuya única misión era la que ellos mismos se
arrogaban de saquear a su antojo los navíos de todas las
nacionalidades.
En aquella época había en Corfú un cierto número de
extranjeros, particularmente de aquellos que, desde hacía tres o
cuatro años, se habían ido sintiendo atraídos por las diversas fases
de la guerra de la Independencia. Era en Corfú donde unos se
embarcaban para ir a unirse a los que luchaban en el frente y era a
Corfú adonde otros regresaban cuando las fatigas de la guerra les
imponían un tiempo de reposo.
Entre estos últimos conviene citar a un joven francés.
Apasionado por esta noble causa, durante los cinco años anteriores
había tomado parte activa y gloriosa en los principales
acontecimientos de que era escenario la península helénica.
Henry d’Albaret, teniente de navío de la Marina Real, uno de los
oficiales más jóvenes de su grado, que gozaba entonces de un
permiso ilimitado, se había alistado, desde el comienzo mismo de la
guerra, bajo la bandera de los filohelenos franceses. Con
veintinueve años de edad, estatura mediana y una constitución
robusta, que lo hacía apto para soportar todas las fatigas del oficio
de marino, este joven oficial, por la gracia de sus ademanes, la
distinción de su persona, la franqueza de su mirada, el atractivo de
su fisonomía y la seguridad de sus relaciones, inspiraba desde el
primer momento una simpatía que con el trato íntimo sólo podía
acrecentarse.
Henry d’Albaret pertenecía a una acaudalada familia de origen
parisino. Apenas había conocido a su madre y su padre había
muerto al alcanzar él la mayoría de edad, es decir, dos o tres años
después de su salida de la escuela naval. Dueño de una bonita
fortuna, ni por un momento pensó que esto fuera una razón para
abandonar su oficio de marino. Al contrario, siguió adelante con su
carrera —una de las más hermosas del mundo— y era teniente de
navío cuando el pabellón griego fue enarbolado frente a la media
luna turca en el norte de Grecia y el Peloponeso.
Henry d’Albaret no vaciló. Como tantos otros jóvenes valientes,
arrastrados de forma irresistible por este movimiento, acompañó a
los voluntarios que, guiados por algunos oficiales franceses, se
dirigían hacia los confines de la Europa oriental. Fue uno de
aquellos primeros filohelenos que vertieron su sangre por la causa
de la independencia. Ya en el año 1822 se hallaba, entre los
gloriosos vencidos de Mavrocordato, en la famosa batalla de Arta, y,
entre los vencedores, en el primer sitio de Missolonghi. Allí seguía al
año siguiente, cuando sucumbió Marco Botsaris. Durante el año
1824, tomó parte, de forma brillante, en los combates navales que
compensaron a los griegos por las victorias de Mehmet-Alí. Después
de la derrota de Trípoli, en 1825, mandaba un destacamento de
regulares bajo las órdenes del coronel Fabvier. En julio de 1826 se
batía en Chaidari, donde salvaba la vida de Andrónika Starkos, a
quien los caballos de Kioutagi tenían ya bajo sus cascos. Fue
aquélla una batalla terrible, en la cual los filohelenos sufrieron
irreparables pérdidas.
Sin embargo, Henry d’Albaret no quiso abandonar a su jefe y,
poco tiempo después, se reunía con él en Metenas.
En ese momento, la acrópolis de Atenas estaba defendida por el
comandante Gouras, que tenía mil quinientos hombres a sus
órdenes. Dentro de esta ciudadela se habían refugiado quinientas
mujeres y niños, que no habían podido huir en el momento en que
los turcos se apoderaban de la ciudad. Gouras tenía víveres para un
año y un material de catorce cañones y tres obuses, pero las
municiones escaseaban.
Entonces Fabvier decidió abastecer la acrópolis. Apeló a los
hombres de buena voluntad para que lo secundaran en este audaz
proyecto. Quinientos treinta respondieron a su llamada, entre ellos,
cuarenta filohelenos; y entre estos cuarenta, encabezándolos, Henry
d’Albaret. Cada uno de aquellos osados partisanos se procuró un
saco de pólvora y, bajo el mando de Fabvier, se embarcaron todos
en Metenas.
El 13 de diciembre, este pequeño cuerpo desembarca casi al pie
de la acrópolis. Un rayo de luna lo delata, y lo acoge la descarga de
los turcos. Fabvier grita: «¡Adelante!». Todos, sin abandonar los
sacos de pólvora, que pueden hacerles saltar por los aires de un
momento a otro, salvan el foso y penetran en la ciudadela, cuyas
puertas están abiertas. Los sitiados rechazan victoriosamente a los
turcos. Pero Fabvier resulta herido, su segundo muere y Henry
d’Albaret cae, al ser alcanzado por una bala. Las tropas regulares y
sus jefes se hallaban ahora encerrados en la ciudadela con aquéllos
a los que, de forma tan valerosa, habían ido a socorrer y que ya no
querían dejarlos salir.
Allí, el joven oficial, cuya herida, por suerte, no era grave, tuvo
que compartir las miserias de los sitiados, cuyo único sustento se
reducía a algunas raciones de cebada. Pasaron seis meses antes
de que la rendición de la acrópolis, consentida por Kioutagi, le
devolviera la libertad. Hasta el 5 de junio de 1827, Fabvier, sus
voluntarios y los sitiados no pudieron abandonar la ciudadela de
Atenas y embarcarse en los buques que los transportaron a
Salamina.
Henry d’Albaret, muy débil aún, no quiso detenerse en esta
ciudad y se dirigió hacia Corfú. Allí se reponía de sus heridas desde
hacía dos meses, esperando el momento de reintegrarse a su
puesto en primera línea, cuando el azar dio un nuevo sentido a su
vida, que hasta entonces sólo había sido la propia de un soldado.
Había en Corfú, en el extremo de la Strada Reale, una vieja casa
de apariencia discreta, cuyo aspecto era medio griego, medio
italiano. En esta casa habitaba un personaje, que se dejaba ver
poco, pero del cual se hablaba mucho. Era el banquero Elizundo.
¿Sexagenario o septuagenario? Nadie habría sido capaz de
precisarlo. Desde hacía unos veinte años vivía en aquella sombría
morada, que rara vez abandonaba. Pero, si bien él no salía, mucha
gente de todos los países y condiciones —clientes asiduos de su
despacho— venían allí a visitarlo. Sin duda, en esta casa de banca,
cuya honorabilidad era intachable, se llevaban a cabo negocios de
considerable importancia. Se decía, además, que Elizundo era
extremadamente rico. Ningún crédito, no ya sólo en las islas
Jónicas, sino ni siquiera entre sus colegas dálmatas de Zara o de
Ragusa, habría podido rivalizar con el suyo. Una letra de cambio,
aceptada por él, valía como el oro. Desde luego, nunca se confiaba
imprudentemente. Era muy riguroso en los negocios. Exigía siempre
referencias excelentes y garantías completas; con todo, su caja
parecía inagotable. Hay que hacer notar la circunstancia de que
Elizundo lo hacía casi todo él mismo y tenía como único empleado a
un hombre de su casa, del que más tarde hablaremos, que se
encargaba de llevar las cuentas sin importancia. Era, a la vez, su
propio cajero y su propio contable. Ni un contrato que no fuera
redactado por él, ni una carta que no escribiera de su puño y letra.
Jamás un empleado venido de fuera se había sentado en el
escritorio de su despacho. Esto contribuía, y no poco, a asegurar el
secreto de sus negocios.
¿Cuál era el origen de este banquero? Se decía que era ilirio o
dálmata; pero no se sabía nada en concreto. Mudo acerca de su
pasado, mudo acerca de su presente, nunca se había relacionado
con la sociedad corfiota. Cuando aquellas tierras quedaron bajo el
protectorado de Francia, su existencia era ya la que había sido
desde la época en la que era un gobernador inglés quien ejercía su
autoridad sobre las islas Jónicas. Sin duda, no había que tomar al
pie de la letra lo que se decía de su fortuna, la cual, según los
rumores que corrían, se elevaba a centenares de millones. Pero,
con todo, debía de ser muy rico, y efectivamente lo era, aunque su
tren de vida fuera el de un hombre modesto, tanto en sus
necesidades como en sus gustos.
Elizundo era viudo. Lo era ya al establecerse en Corfú con una
niña, que contaba entonces dos años. Ahora la niña, llamada
Hadjine, tenía ya veintidós y vivía en aquella mansión, dedicada al
cuidado de la casa.
En cualquier lugar, incluso en estos países de Oriente, donde la
belleza de las mujeres es indiscutible, Hadjine Elizundo habría sido
considerada extremadamente hermosa, y ello a pesar de la
gravedad de su fisonomía, un poco triste. ¿Cómo podría haber sido
de otra manera en el ambiente en el que había transcurrido su
infancia y su adolescencia, sin una madre para guiarla, sin una
compañera a quien hacer partícipe de sus primeros pensamientos
de muchacha? Hadjine Elizundo era de estatura mediana, pero
elegante. Debido a su origen griego, por parte de madre, recordaba
a esas hermosas jóvenes de Laconia, que se destacan en belleza
entre todas las del Peloponeso.
Entre padre e hija no había ni podía haber una intimidad
profunda. El banquero vivía solo, silencioso y reservado; era uno de
esos hombres que vuelven siempre la cabeza y bajan los párpados
como si la luz los hiriese. Poco comunicativo, tanto en su vida
privada como en su vida pública, nunca daba confianzas, ni siquiera
en las relaciones con los clientes de la casa. ¡Cómo habría podido
encontrar Hadjine Elizundo algún atractivo en aquella existencia
cerrada, si ni siquiera podía hallar entre aquellos muros el corazón
de su padre!
Por suerte, tenía cerca de ella a un ser bueno, abnegado,
cariñoso, que no vivía más que para su joven ama, que se
entristecía con sus penas y cuyo rostro se iluminaba si la veía
sonreír. Toda su vida dependía de la de Hadjine. Sin duda, este
retrato podría hacer creer que estamos hablando de un perro fiel y
valiente, uno de esos «aspirantes a convertirse en humanos», como
dice Michelet, «un amigo humilde», como dice Lamartine. ¡No! No
era más que un hombre, pero habría merecido ser un perro. Había
visto nacer a Hadjine y no se había apartado nunca de su lado, la
había acunado de niña y la servía ahora que era ya una mujer.
Era un griego, llamado Xaris, hermano de leche de la madre de
Hadjine, que había seguido a su servicio después de que ésta se
casara con el banquero de Corfú. Hacía más de veinte años, pues,
que estaba en la casa, ocupando una posición más elevada que la
de un simple sirviente y ayudando incluso a Elizundo, cuando se
trataba tan sólo de pasar algunas cuentas.
Xaris, como cierto tipo de hombre de Laconia, era alto, ancho de
espaldas y de una fuerza muscular excepcional. De rostro
agraciado, tenía unos hermosos ojos de mirada franca y una nariz
larga y arqueada que subrayaban sus soberbios bigotes negros.
Sobre la cabeza llevaba el casquete de lana oscura, y colgando
alrededor de la cintura, las elegantes enagüillas típicas de su país.
Cuando Hadjine Elizundo salía, fuera por necesidades
domésticas o para ir a la iglesia católica de San Espiridión, fuera
simplemente para respirar un poco de aquella brisa marina que
apenas llegaba hasta la mansión de la Strada Reale, Xaris la
acompañaba. Los jóvenes de Corfú habían podido verla por la
Explanada e incluso por las calles del arrabal de Kastradés, que se
extiende a lo largo de la bahía del mismo nombre. Más de uno había
intentado llegar hasta su padre. ¿Quién no se habría sentido atraído
por la belleza de la muchacha y quizá también por los millones de la
casa Elizundo? Pero Hadjine había contestado siempre con una
negativa a todas las propuestas de este género. Por su parte, el
banquero nunca había intervenido para hacerle cambiar su decisión.
En cuanto al honrado Xaris, habría dado, para que su joven ama
fuera dichosa en este mundo, toda la parte de felicidad a que su
abnegación sin límites le daba derecho en el otro.
Así era, pues, esta casa severa y triste, que se encontraba como
aislada en un rincón de la capital de la antigua Corcira; así era este
interior en el que los azares del destino iban a introducir a Henry
d’Albaret.
Los primeros contactos entre el banquero y el oficial francés
fueron por cuestiones de negocios. Al abandonar París, Henry
d’Albaret llevaba consigo unas importantes órdenes de pago para la
casa Elizundo. Fue en Corfú donde cobró su importe. Y fue también
en Corfú de donde sacó después todo el dinero que necesitó
durante sus campañas como filoheleno. Volvió a la isla varias veces
y así fue como conoció a Hadjine Elizundo. La belleza de la joven lo
había cautivado. Su recuerdo lo acompañó en los campos de batalla
de Morea y el Ática.
Después de la rendición de la acrópolis, Henry d’Albaret no tenía
nada mejor que hacer que volver a Corfú. No estaba bien
restablecido de su herida. Las excesivas penurias que había pasado
durante el asedio habían alterado su salud. En Corfú, aunque vivía
fuera de la casa del banquero, encontraba cada día en ella, durante
algunas horas, una hospitalidad de la que ningún extranjero había
podido gozar hasta entonces.
Hacía aproximadamente tres meses que Henry d’Albaret vivía de
este modo. Poco a poco, sus visitas a Elizundo, que al principio eran
sólo por negocios, se volvieron más interesadas, al tiempo que se
convertían en cotidianas. Al joven oficial le gustaba mucho Hadjine.
¡Y cómo pensar que ella no se daba cuenta, si lo tenía siempre a su
lado, entregado por completo al placer de mirarla y escucharla! Por
su parte, Hadjine no había dudado en darle todos los cuidados que
el comprometido estado de su salud exigía. Henry d’Albaret no
podía por menos de sentirse maravillosamente bien en tal situación.
Por otro lado, Xaris no disimulaba la simpatía que le inspiraba el
carácter tan franco y amable de Henry d’Albaret, a quien iba
queriendo cada día más.
—Tienes razón, Hadjine —le repetía a menudo a la muchacha—.
Grecia es tu patria, como también la mía. ¡Y no debemos olvidar que
si este joven oficial ha sufrido ha sido luchando por ella!
—¡Me ama! —le confesó un día a Xaris.
Y lo dijo con la sencillez que ponía en todas las cosas.
—Bueno, pues déjate querer —contestó Xaris—. Tu padre se
está haciendo viejo, Hadjine. ¡Yo no voy a estar siempre aquí!…
¿Dónde encontrarías, en toda tu vida, mejor protector que Henry
d’Albaret?
Hadjine no contestó. Tendríamos que haber dicho que, si era
cierto que se sentía amada, no lo era menos que también amaba.
Una reserva muy natural le impedía confesar este sentimiento,
incluso a Xaris.
Sin embargo, así eran las cosas. Entre la sociedad corfiota, ya
no era un secreto para nadie. Antes incluso de que se tratara el
asunto de forma oficial, se hablaba de la boda entre Henry d’Albaret
y Hadjine Elizundo como si el matrimonio ya estuviese decidido.
Debemos hacer notar que el banquero no parecía lamentar la
asiduidad con que el joven oficial visitaba a su hija. Tal como decía
Xaris, se sentía envejecer rápidamente. Por seco que tuviera el
corazón, tenía que preocuparle que Hadjine se quedara sola en la
vida, aunque supiera que iba a estar bien respaldada por la fortuna
que heredaría. El tema del dinero, por otra parte, nunca había
interesado a Henry d’Albaret. Que la hija del banquero fuese rica o
no, no era algo que pudiese preocuparlo lo más mínimo. El amor
que sentía por la joven nacía de unos sentimientos mucho más
elevados, no de vulgares intereses. La quería por su bondad, tanto
como por su belleza. Y también por la viva simpatía que le inspiraba
la situación de Hadjine en aquel triste ambiente en el que vivía. Por
la nobleza de sus ideas, la grandeza de su visión de las cosas, el
coraje del que la sentía capaz, si alguna vez tenía que demostrarlo.
Y eso se comprendía muy bien cuando Hadjine hablaba de la
Grecia oprimida y de los esfuerzos sobrehumanos que sus hijos
hacían para devolverle la libertad. En este terreno, los dos jóvenes
no podían por menos de estar siempre de acuerdo.
¡Qué horas de emoción pasaron conversando acerca de todas
estas cosas en aquella lengua griega que Henry d’Albaret hablaba
ya como la suya propia! ¡Qué alegría íntimamente compartida cada
vez que una victoria naval venía a compensar los reveses de los
que eran escenario la Morea o el Ática! Henry d’Albaret tuvo que
narrarle con detalle todas las operaciones en las que había
intervenido y darle los nombres de todos aquellos, nacionales o
extranjeros, que se habían destacado en las sangrientas luchas, y
los de las mujeres a las que Hadjine Elizundo, de haber sido libre,
habría deseado imitar: Bobolina, Modena, Zacarías, Kaidos, sin
olvidar a la valerosa Andrónika, a quien el joven oficial había
salvado de la matanza de Chaidari.
Un día, habiendo pronunciado Henry d’Albaret el nombre de esta
mujer, Elizundo, que escuchaba la conversación, reaccionó de una
forma que llamó la atención de su hija.
—¿Qué tenéis, padre mío? —preguntó la joven.
—Nada —respondió el banquero.
Después, dirigiéndose al joven oficial, con el tono de quien
quiere parecer indiferente a sus propias palabras, preguntó:
—¿Habéis conocido a esa Andrónika?
—Sí, señor Elizundo.
—¿Y sabéis qué ha sido de ella?
—Lo ignoro —respondió Henry d’Albaret—. Creo que después
del combate de Chaidari debió de regresar a las provincias de la
Maina, su país natal. Pero, un día u otro, espero verla reaparecer en
los campos de batalla de Grecia…
—¡Sí! —añadió Hadjine—. ¡Allí es donde hay que estar!
¿Por qué había hecho Elizundo aquella pregunta acerca de
Andrónika? Nadie se lo preguntó. Seguramente, él tampoco hubiera
contestado más que de una forma evasiva. Pero aquello no dejó de
preocupar a su hija, que se hallaba poco al corriente de las
relaciones del banquero. ¿Podía existir algún lazo entre su padre y
aquella Andrónika a quien ella admiraba? Por otra parte, en lo que
se refería a la guerra de la Independencia, la reserva de Elizundo
era absoluta. ¿De parte de quién estaba, de los opresores o de los
oprimidos? Habría sido difícil decirlo, aun en el supuesto de que
hubiese sido hombre capaz de comprometerse con alguien o con
algo. Lo cierto era que el correo le traía al menos tantas cartas
procedentes de Turquía como de Grecia.
Ahora bien, y es importante decirlo, aunque el joven oficial se
había entregado a la causa de los helenos, Elizundo no había
dejado por ello de darle buena acogida en su casa.
No obstante, Henry d’Albaret no podía prolongar su estancia en
Corfú por más tiempo. Totalmente repuesto de sus heridas, estaba
decidido a llegar hasta el final en lo que consideraba como su deber.
A menudo, le hablaba de ello a la muchacha.
—Es vuestro deber, en efecto —le respondía Hadjine—. Por
mucho dolor que me cause vuestra partida, Henry, comprendo que
debéis reuniros con vuestros compañeros de armas. ¡Sí! ¡Mientras
Grecia no haya recobrado su independencia, hay que luchar por
ella!
—¡Me iré, Hadjine, me iré! —le dijo un día Henry d’Albaret—.
Pero si pudiera llevar conmigo la certeza de que me amáis como yo
os amo…
—Henry, no tengo ningún motivo para ocultar los sentimientos
que me inspiráis —respondió Hadjine—. Ya no soy una niña y debo
enfrentarme seriamente al porvenir. Tengo fe en vos —añadió
tendiéndole la mano—. ¡Tened vos fe en mí! ¡Tal como me dejaréis
al marchar, me hallaréis a vuestro regreso!
Henry d’Albaret había estrechado con fuerza la mano que le
tendía Hadjine como prenda de sus sentimientos.
—¡Os doy las gracias con toda mi alma! —contestó—. ¡Sí!
¡Somos el uno del otro!… ¡Lo somos ya! Y aunque nuestra
separación es muy penosa, al menos llevo conmigo la seguridad de
que me amáis… Pero antes de marcharme, Hadjine, quisiera hablar
con vuestro padre… Quiero tener la certeza de que aprueba nuestro
amor y de que no nos pondrá ningún obstáculo…
—Haréis bien, Henry —respondió la joven—. ¡Obtened su
promesa como habéis obtenido la mía!
Y Henry d’Albaret no tardó en hacerlo, pues estaba decidido a
reincorporarse al servicio a las órdenes del coronel Fabvier.
En efecto, las cosas iban de mal en peor para la causa de la
independencia. La convención de Londres no había surtido aún
ningún efecto útil y cabía preguntarse si las potencias se limitarían a
hacerle al sultán observaciones puramente oficiosas y, en
consecuencia, totalmente ineficaces.
Por otra parte, los turcos, envanecidos por sus éxitos, no
parecían muy dispuestos a ceder ni un ápice en sus pretensiones.
Aunque dos escuadras, una inglesa mandada por el almirante
Codrington, y otra francesa, a las órdenes del almirante De Rigny,
recorrían entonces el mar Egeo, y a pesar de que el gobierno griego
se había instalado en Egina para deliberar en las mejores
condiciones de seguridad, los turcos daban muestras de una
obstinación que los hacía temibles.
Y era muy comprensible, teniendo en cuenta que en la espaciosa
rada de Navarino había anclado, el 7 de septiembre, toda una flota
de noventa y dos buques otomanos, egipcios y tunecinos. Esta flota
traía un inmenso cargamento de provisiones destinadas a Ibrahim,
para que éste atendiese las necesidades de una expedición que
estaba preparando contra los hidriotas.
Y era precisamente en Hidra donde Henry d’Albaret había
resuelto incorporarse al cuerpo de voluntarios. Esta isla, situada en
el extremo de la Argólida, es una de las más ricas del Archipiélago.
Después de haber dado tanto, en sangre y dinero, por la causa de
los helenos, defendida ésta por sus intrépidos marinos Tombasis,
Miaulis y Tsamados, tan temidos por los capitanes turcos, se veía
entonces amenazada por las represalias más terribles.
Henry d’Albaret no podía, por lo tanto, tardar mucho en
marcharse de Corfú, si quería llegar a Hidra antes que los soldados
de Ibrahim. De manera que fijó definitivamente su partida para el 21
de octubre.
Unos días antes, tal como habían convenido, el joven oficial fue
a ver a Elizundo y le pidió la mano de su hija. No le escondió que
Hadjine se sentiría muy feliz si él aceptaba aquella petición. Por otra
parte, se trataba sólo de que diera su consentimiento. El matrimonio
no se celebraría hasta el regreso de Henry d’Albaret. Su ausencia,
al menos así lo esperaba, ya no podía ser muy larga.
El banquero conocía la situación del joven oficial, su posición
económica y la consideración de que disfrutaba su familia en
Francia. No tenía, pues, nada que objetar a ese respecto. Por lo que
a él mismo se refería, su honorabilidad era perfecta, y nunca había
circulado con relación a su casa el menor rumor desfavorable.
Acerca de su propia fortuna, como Henry d’Albaret no le habló del
asunto, Elizundo guardó silencio. Y en relación con la proposición
misma, dijo que la aceptaba. Aquel matrimonio sólo podía hacerlo
feliz, ya que había de ser también la felicidad de su hija.
Todo esto fue dicho con bastante frialdad, pero lo importante era
que se dijese. Henry d’Albaret tenía ahora la palabra de Elizundo y,
a cambio, el banquero recibió de su hija un agradecimiento que
aceptó con su reserva acostumbrada.
Todo, pues, parecía ir conforme a los deseos de los dos jóvenes
y, debemos añadir, con el mayor contento de Xaris. Este hombre
excelente lloró como un niño y de buena gana hubiera estrechado al
joven oficial entre sus brazos.
Sin embargo, a Henry d’Albaret le quedaba poco tiempo para
estar al lado de Hadjine Elizundo. Había tomado la decisión de
embarcarse en un bergantín levantino, y éste debía abandonar
Corfú el 21 de aquel mes con rumbo a Hidra.
No es difícil adivinar lo que fueron aquellos últimos días en la
casa de la Strada Reale. Henry d’Albaret y Hadjine no se separaron
ni un minuto. Conversaban largamente en el salón que había en la
planta baja de aquella sombría morada. La nobleza de sus
sentimientos daba a aquellas conversaciones un encanto penetrante
que endulzaba la seriedad de la estancia. Se decían que el futuro
les pertenecía, aunque el presente, por así decirlo, todavía se les
escapara. Y era aquel presente lo que querían afrontar con sangre
fría. Juntos calcularon todas las posibilidades, buenas o malas, pero
sin descorazonarse, sin debilidad. Y mientras hablaban de estas
cosas, iban exaltándose por aquella causa a la cual Henry d’Albaret
iba a entregarse de nuevo.
Una noche, el 20 de octubre, se repetían aquellas cosas por
última vez, con más emoción quizá. Al día siguiente, el joven oficial
debía partir.
De pronto, Xaris entró en la sala. No podía hablar. Jadeaba.
¡Había corrido y de qué manera! En pocos minutos, sus piernas
robustas lo habían llevado, atravesando toda la ciudad, desde la
ciudadela hasta el final de la Strada Reale.
—¿Qué quieres?… ¿Qué te pasa, Xaris?… ¿Por qué tanta
emoción?… —preguntó Hadjine.
—¡Es que tengo…! ¡Tengo…! ¡Una noticia…! ¡Una noticia
importante… grave!
—¡Hablad!… ¡Hablad!… ¡Xaris! —dijo a su vez Henry d’Albaret,
no sabiendo si debía alegrarse o inquietarse.
—¡No puedo!… ¡No puedo! —respondió Xaris, ahogado por la
emoción.
—¿Se trata de una noticia acerca de la guerra? —preguntó la
joven cogiéndole la mano.
—¡Sí!… ¡Sí!
—Pero ¡habla!… —repetía ella—. ¡Habla ya, mi buen Xaris!…
¿Qué pasa?
—Los turcos… hoy… vencidos… ¡en Navarino!
Así fue como Henry d’Albaret y Hadjine se enteraron de la noticia
de la batalla naval del 20 de octubre.
El banquero Elizundo acababa de entrar en la sala, atraído por el
ruido de la irrupción de Xaris. Cuando supo de qué se trataba,
apretó los labios involuntariamente y arrugó la frente, pero no
demostró ni satisfacción ni descontento, mientras los dos jóvenes
dejaban que la alegría de su corazón se desbordase.
En efecto, la noticia de la batalla de Navarino acababa de llegar
a Corfú. Apenas se hubo difundido por toda la ciudad, se conocieron
los detalles, que fueron transmitidos telegráficamente a través de los
aparatos aéreos de la costa albanesa.
Las escuadras inglesa y francesa, a las cuales se había unido la
escuadra rusa, en total veintisiete buques y mil doscientos setenta y
seis cañones, habían atacado a la flota otomana forzando los pasos
de la rada de Navarino. A pesar de que los turcos eran superiores
en número, pues tenían sesenta barcos de todas las medidas,
armados con mil novecientos noventa y cuatro cañones, habían sido
vencidos. Varios de sus navíos se habían hundido o habían volado
por los aires con gran número de oficiales y marineros. Por lo tanto,
Ibrahim ya no podía esperar que la marina del sultán lo ayudase en
su expedición contra Hidra.
Aquél era un hecho de una importancia considerable. En efecto,
éste iba a ser el punto de partida de un nuevo período para los
asuntos de Grecia. Si bien las tres potencias habían decidido
previamente no sacar partido de esta victoria aplastando la Puerta,
parecía seguro que su acuerdo acabaría por arrancar el país de los
helenos a la dominación otomana, y también que, en un período de
tiempo más o menos corto, la autonomía del nuevo reino sería un
hecho.
Éste fue el juicio que se formaron acerca del suceso en casa del
banquero Elizundo. Hadjine, Henry d’Albaret y Xaris habían dado
palmas de alegría. Su júbilo encontró eco en toda la ciudad. Lo que
los cañones de Navarino acababan de asegurar a todos los hijos de
Grecia era la independencia.
Para empezar, los proyectos del joven oficial quedaron
absolutamente modificados por la victoria de las potencias aliadas,
o, más bien —para expresarlo mejor—, por la derrota de la marina
turca. De resultas de ésta, Ibrahim tendría que renunciar a
emprender la campaña que preparaba contra Hidra y ya no se
volvería a hablar de ese tema.
De manera que Henry d’Albaret cambió los planes que había
hecho antes de aquella fecha del 20 de octubre. Ya no era necesario
que fuera a reunirse con los voluntarios que habían acudido en
ayuda de los hidriotas. Resolvió, pues, esperar en Corfú los
acontecimientos que serían la consecuencia natural de la batalla de
Navarino.
En cualquier caso, la suerte de Grecia ya no podía ser objeto de
duda. Europa no dejaría que la aplastaran. En poco tiempo, en toda
la península helénica, la media luna cedería su lugar a la bandera
de la independencia. Ibrahim, que ya únicamente ocupaba el centro
y las ciudades litorales del Peloponeso, se vería por fin obligado a
evacuar esas zonas.
En aquellas condiciones, ¿hacia qué punto de la península se
habría dirigido Henry d’Albaret? Sin duda, el coronel Fabvier se
disponía a abandonar Mitilene para ir a hacer campaña contra los
turcos en la isla de Scio; pero aún no había acabado los
preparativos y no lo haría antes de algún tiempo. No cabía, pues,
pensar en una partida inmediata.
Así juzgó la situación el joven oficial. Y así la juzgó también
Hadjine. Por lo tanto, ya no había motivo para retrasar la boda.
Elizundo, por otra parte, no puso objeción alguna a que ésta se
celebrase sin demora. De manera que la fecha fue fijada para diez
días más tarde, es decir, a finales del mes de octubre.
Es inútil insistir sobre los sentimientos que la proximidad de su
unión hizo nacer en el corazón de los prometidos. ¡Henry d’Albaret
ya no partiría hacia aquella guerra en la cual podía dejar la vida!
¡Hadjine ya no tendría que sufrir aquella espera dolorosa durante la
cual habría contado los días y las horas! Xaris, si es que eso es
posible, era el más feliz de la casa. Si se hubiese tratado de su
propia boda, su alegría no hubiese sido más desbordante. Incluso el
banquero, a pesar de su frialdad habitual, daba muestras visibles de
su satisfacción. ¡El porvenir de su hija estaba asegurado!
Acordaron que las cosas se harían con toda sencillez y les
pareció inútil invitar a la ciudad entera a la ceremonia. Ni Hadjine ni
Henry d’Albaret eran de los que gustan de tener muchos testigos de
su felicidad. Pero, a pesar de todo, eran necesarios ciertos
preparativos, de los cuales se ocuparon sin ostentación.
Era el 23 de octubre. Faltaban sólo siete días para la celebración
de la boda. No parecía, pues, que hubiese que preocuparse por la
aparición de ningún obstáculo ni temer retraso alguno. Y, no
obstante, se produjo un hecho que habría inquietado vivamente a
Hadjine y Henry d’Albaret, si hubieran tenido conocimiento de él.
Aquel día, entre el correo de la mañana, Elizundo encontró una
carta, cuya lectura supuso para él un golpe inesperado. La estrujó,
la rompió en pedazos e incluso la quemó, lo cual denotaba una
profunda inquietud en un hombre tan dueño de sí mismo como era
el banquero.
Y habría podido oírsele murmurar estas palabras:
—¿Por qué no habrá llegado esta carta ocho días más tarde?
¡Maldito sea el que la ha escrito!
Capítulo V

La costa mesenia

D urante toda la noche, después de haber abandonado Vitylo, la


Karysta se había dirigido hacia el sudoeste, atravesando
oblicuamente el golfo de Corón. Nicolás Starkos había bajado a su
camarote y ya no volvería a aparecer en cubierta antes de que se
hiciese de día.
El viento era favorable, una de esas frescas brisas del sudeste
que generalmente reinan en aquellos mares, al final del verano y al
principio de la primavera, hacia la época de los solsticios, cuando
los vapores del Mediterráneo se convierten en lluvia.
Por la mañana, doblaron el cabo Gallo, situado en el extremo de
Mesenia, y las últimas cumbres del Taigeto, que delimitan sus
abruptos flancos, quedaron pronto sumergidas en la neblina del sol
naciente. Cuando la punta del cabo ya había sido rebasada, Nicolás
Starkos reapareció sobre el puente de la sacoleva. Su primera
mirada se dirigió hacia el este.
Ya no se veía la tierra de la Maina. Por aquel lado se alzaban
ahora los poderosos contrafuertes del monte Agios Dimitros, un
poco por detrás del promontorio.
Durante un instante, el brazo del capitán se alargó en dirección a
la Maina. ¿Era un gesto de amenaza? ¿Era un adiós para siempre a
su tierra natal? ¿Quién hubiera podido decirlo? ¡Pero no había nada
bueno en la mirada que lanzaron en aquel momento los ojos de
Nicolás Starkos!
La sacoleva, bien asentada bajo sus velas cuadradas y sus velas
latinas, puso las amuras a estribor y comenzó a avanzar hacia el
noroeste. Como el viento venía de tierra, el mar ofrecía todas las
condiciones para una navegación rápida.
La Karysta dejó a la izquierda las islas Enusas, Cabrera,
Sapienza y Venético; luego, picó recto a través del canalizo entre
Sapienza y la tierra, para pasar a la vista de Modón.
Ante ella se extendía entonces la costa mesenia con el
maravilloso panorama de sus montañas, que presentan un carácter
volcánico muy marcado. Mesenia estaba destinada a convertirse,
después de la constitución definitiva del reino, en uno de los trece
nomos o prefecturas de que se compone la Grecia moderna,
incluyendo las islas Jónicas. Pero en aquella época no era todavía
más que uno de los numerosos escenarios de la lucha, tan pronto
en manos de Ibrahim como en manos de los griegos, según la
suerte de las armas, del mismo modo que, en otro tiempo, había
sido el escenario de aquellas tres guerras de Mesenia contra los
espartanos, en las que sobresalieron los nombres de Aristómenes y
Epaminondas.
Nicolás Starkos, sin pronunciar una sola palabra, después de
haber verificado con el compás la dirección de la sacoleva y de
haber observado el aspecto que tenía el tiempo, había ido a
sentarse a popa.
Mientras tanto, en la proa, los miembros de la tripulación de la
Karysta cambiaban impresiones con los diez hombres embarcados
la víspera en Vitylo; en total, eran una veintena de marineros, con
sólo un contramaestre a las órdenes del capitán para dirigirlos. En
aquel momento, el segundo de la sacoleva no se encontraba a
bordo.
Y he aquí lo que decían acerca del destino al que se dirigía en
aquel momento el pequeño buque y del rumbo que seguía,
remontando las costas de Grecia. Es evidente que las preguntas las
hacían los marineros nuevos y las respuestas las daban los
antiguos.
—¡No habla mucho el capitán Starkos!
—Lo menos posible; pero cuando habla, lo hace bien, y hay que
obedecerle inmediatamente.
—¿Adónde se dirige la Karysta?
—Nunca se sabe adónde va la Karysta.
—¡Por todos los diablos! Nos hemos enrolado con toda
confianza y, después de todo, ¡qué más da!
—¡Sí! Y podéis estar seguros de que adonde nos lleva el capitán
es adonde hay que ir.
—¡Pero no será con estas dos pequeñas carronadas de proa con
las que la Karysta se atreva a dar caza a los buques mercantes del
Archipiélago!
—¡Tampoco es su función saquear los mares! ¡El capitán Starkos
tiene otros navíos, y ésos sí que están bien armados y bien
equipados para perseguir y dar caza a cualquier buque! La Karysta
es, como si dijéramos, su yate de placer. ¡Observad qué aspecto
más frágil tiene! ¡Los cruceros franceses, ingleses, griegos o turcos
se dejarán engañar completamente!
—¿Y el botín…?
—El botín es para quienes se hacen con él, ¡y vosotros seréis de
ésos cuando la sacoleva haya terminado su campaña! ¡No vais a
estar ociosos, y, si hay peligro, también habrá beneficio!
—¿Así pues, ahora no hay nada que hacer en los parajes de
Grecia y de las islas?
—Nada… ni tampoco en las aguas del Adriático, si es que la
fantasía del capitán nos lleva hacia ese lado. De manera que, hasta
nueva orden, somos tan sólo unos honrados marineros, a bordo de
una honrada sacoleva, surcando honradamente el mar Jónico. ¡Pero
ya cambiarán las cosas!
—¡Y cuanto antes, mejor!
Como se ve, los recién embarcados, al igual que los demás
marineros de la Karysta, no eran gente que pusiese peros a una
faena, cualquiera que ésta fuese. De la población marinera de la
baja Maina no cabía esperar ni escrúpulos, ni remordimientos, ni tan
siquiera simples prejuicios. En verdad, eran dignos de quien los
capitaneaba y éste sabía que podía contar con ellos.
Pero si los de Vitylo conocían al capitán Starkos, no conocían, en
cambio, a su segundo, al mismo tiempo oficial de la marina y
hombre de negocios: su instrumento ciego, en una palabra. Era un
tal Skopelo, originario de Cerigoto, pequeña isla de bastante mala
fama, situada en el límite meridional del Archipiélago, entre Cerigo y
Creta. Por eso, uno de los nuevos, dirigiéndose al contramaestre de
la Karysta, preguntó:
—¿Y el segundo de a bordo?
—El segundo no está embarcado —le contestaron.
—¿Y no lo veremos?
—Sí.
—¿Cuándo?
—¡Cuando llegue el momento!
—Pero ¿dónde está?
—¡Donde debe estar!
Tuvo que contentarse con esta respuesta, que no decía nada. En
aquel momento, además, el silbido del contramaestre llamó a todo el
mundo arriba para tensar las escotas. De modo que la conversación
que tenía lugar en el castillo de proa quedó cortada en ese punto.
En efecto, había que ceñir un poco más el viento, a fin de
arranchar, a la distancia de una milla, la costa mesenia. Hacia el
mediodía, la Karysta pasaba ante Modón. Aquél no era su destino y,
por lo tanto, no fue a recalar en esta pequeña ciudad, levantada
sobre las ruinas de la antigua Metona, en el extremo de un
promontorio que proyecta su punta rocosa hacia la isla de Sapienza.
Pronto, el faro que se alza a la entrada del puerto se perdió detrás
de una vuelta de los acantilados.
Entretanto, a bordo de la sacoleva se había dado una señal. Un
gallardete negro cuartelado por una media luna roja había sido izado
a la punta de la entena mayor. Pero desde tierra no hubo respuesta.
De modo que siguieron ruta en dirección al norte.
A última hora de la tarde, la Karysta llegaba a la entrada de la
rada de Navarino, que es como un gran lago marítimo, enmarcado
por una orla de grandes montañas. La ciudad, dominada por la
confusa masa de su ciudadela, apareció a través de la brecha
abierta en el centro de una gigantesca roca. Aquélla era la punta
extrema de esta escollera natural, que contiene el furor de los
vientos del noroeste, vertidos a torrentes sobre el mar Jónico por
ese larguísimo odre que es el Adriático.
El sol poniente iluminaba todavía la cima de las últimas
montañas, al este; pero la sombra oscurecía ya la vasta rada.
Esta vez, la tripulación habría podido creer que la Karysta iba a
hacer escala en Navarino, pues, en efecto, se metió resueltamente
por el paso de Megalo-Thouro, al sur de la estrecha isla de
Esfacteria, que se extiende a lo largo de una distancia de unos
cuatro mil metros. En aquel lugar se alzaban ya entonces dos
tumbas, erigidas en memoria de dos de las más nobles víctimas de
la guerra: la del capitán francés Mallet, muerto en 1825, y, en el
fondo de una gruta, la del conde de Santa Rosa, un filoheleno de
origen italiano, antiguo ministro del Piamonte, muerto el mismo año
por defender la misma causa.
Cuando la sacoleva estuvo a una distancia de la ciudad de tan
sólo unos diez cables, se puso de través, con el foque cazado a
barlovento. Un fanal rojo subió, como lo había hecho anteriormente
el gallardete negro, a la punta de la entena mayor. Tampoco hubo
respuesta a esta señal.
La Karysta no tenía nada que hacer en aquella rada, donde en
ese momento había un gran número de bajeles turcos. Así pues,
maniobró para costear el islote blanquecino de Kouloneski, situado
más o menos en el centro. Luego, siguiendo las órdenes del
contramaestre, después de que las escotas hubieran sido
ligeramente amolladas, la caña del timón fue orientada hacia
estribor, lo cual permitió a la nave volver hacia la orilla de la isla de
Esfacteria.
Había sido precisamente en el islote de Kouloneski donde, al
principio de la guerra, en 1821, habían sido confinados varios
centenares de turcos, al ser sorprendidos por los griegos. Y allí
habían muerto de hambre, a pesar de que, confiando en la promesa
de que serían transportados a tierra otomana, se habían rendido.
Más tarde, en 1825, y como consecuencia de ello, cuando las
tropas de Ibrahim pusieron sitio a Esfacteria, defendida por
Mavrocordato en persona, ochocientos griegos fueron degollados en
el islote como represalia.
La sacoleva se dirigía en aquel momento hacia el paso de Sikia,
de unos doscientos metros de ancho, abierto al norte de la isla,
entre su punta septentrional y el promontorio de Corifasion. Había
que conocer bien el canal para aventurarse por él, ya que es casi
impracticable para los navíos cuyo calado exige cierta profundidad.
Pero Nicolás Starkos, tal y como lo hubiera hecho el mejor de los
pilotos de la rada, arranchó audazmente las rocas escarpadas de la
punta de la isla y dobló el promontorio de Corifasion. Luego, al darse
cuenta de que fuera del canalizo estaban ancladas varias escuadras
—una treintena de buques franceses, ingleses y rusos— las evitó
prudentemente, volvió a avanzar, durante la noche, a lo largo de la
costa mesenia, se deslizó entre la tierra y la isla de Prodano, y,
cuando llegó la mañana, la sacoleva, llevada por una brisa fresca
del sudeste, seguía las sinuosidades del litoral sobre las aguas
apacibles del golfo de Arcadia.
El sol se elevaba entonces por detrás de la cima del Ithomo,
desde donde la vista, después de abarcar todo el territorio sobre el
que se asentaba la antigua Mesenia, se pierde, por una parte, en el
golfo de Corón y, por otra, en el golfo al cual la ciudad de Arcadia ha
dado su nombre. El mar rielaba bajo los primeros rayos del día
formando largas placas que la brisa rizaba.
Desde el alba, Nicolás Starkos maniobró de modo que la
sacoleva pasase lo más cerca posible de la ciudad, situada en una
de las concavidades de la costa que se redondea formando una
ancha rada exterior.
Hacia las diez, el contramaestre se acercó a popa y se plantó
delante del capitán con la actitud de quien espera órdenes.
Toda la inmensa madeja de las montañas de Arcadia se extendía
entonces al este. Pueblos perdidos a media colina entre macizos de
olivares, almendros y viñas, riachuelos que corrían hacia el lecho de
algún afluente, entre los ramilletes de arrayanes y adelfas; más allá,
plantadas a todas las alturas, en todos los bancales, según todas las
orientaciones, millares de cepas de las famosas viñas de Corinto,
que no dejaban desocupada ni una pulgada de tierra; más abajo,
sobre las primeras rampas, las casas rojas de la ciudad,
resplandecientes como grandes pedazos de estameña sobre un
telón de fondo de cipreses: así se presentaba el magnífico
panorama de una de las más pintorescas costas del Peloponeso.
Pero, al acercarse más a Arcadia, la antigua Kiparissia, que fue
el principal puerto de Mesenia en tiempos de Epaminondas, y luego
uno de los feudos del francés Ville-Hardouin, después de las
Cruzadas, ¡qué espectáculo más desolador! ¡Qué doloroso pesar
para cualquiera que tuviera la religión de los recuerdos!
¡Dos años antes, Ibrahim había destruido la ciudad y asesinado
a niños, mujeres y ancianos! ¡En ruinas se hallaba el viejo castillo,
construido en el lugar en el que había estado la antigua acrópolis!
¡En ruinas, la iglesia de San Jorge, que los fanáticos musulmanes
habían arrasado! ¡En ruinas también, las casas y edificios públicos!
—¡Se ve que nuestros amigos los egipcios han pasado por aquí!
—murmuró Nicolás Starkos, que no sintió ni la más mínima congoja
ante aquella escena de desolación.
—¡Y ahora, los turcos son los amos! —respondió el
contramaestre.
—Sí… lo serán por mucho tiempo… ¡Esperemos incluso que
para siempre! —añadió el capitán.
—¿Atracará la Karysta o largamos?
Nicolás Starkos observó atentamente el puerto, que se hallaba
ya a una distancia de tan sólo algunos cables. Luego, su mirada se
dirigió a la ciudad misma, edificada una milla por detrás, sobre un
contrafuerte del monte Psykhro. Parecía dudar acerca de lo que
convendría hacer a la vista de Arcadia: atracar en el muelle o
hacerse a la mar de nuevo.
El contramaestre seguía esperando que el capitán respondiera a
su pregunta:
—¡Mandad la señal! —dijo al fin Nicolás Starkos.
El gallardete rojo con la media luna de plata fue izado al extremo
de la entena y ondeó al viento.
Unos minutos más tarde, un gallardete idéntico flotaba en el
extremo de un mástil que se erguía sobre la cabeza del muelle del
puerto.
—¡Atracar! —dijo el capitán.
Pusieron caña a barlovento y la sacoleva se colocó todo a ceñir.
En cuanto la entrada del puerto estuvo suficientemente abierta,
largó sin vacilación. Enseguida las velas de trinquete fueron
amainadas, después lo fue la vela mayor, y la Karysta entró en el
canal bajo su ala de cangreja y su foque. La velocidad que llevaba
bastó para alcanzar el centro del puerto. Allí dejó caer el ancla y los
marineros se ocuparon de las diversas maniobras que siguen al
fondeo.
Casi al momento, un bote era echado al agua y el capitán se
embarcaba en él, se alejaba de la nave empujado por cuatro remos
y atracaba junto a una pequeña escalera de piedra, esculpida en el
macizo del muelle. Allí lo esperaba un hombre que le dio la
bienvenida en estos términos:
—¡Skopelo a las órdenes de Nicolás Starkos!
Un gesto de familiaridad por parte del capitán fue la única
respuesta. Éste tomó la delantera y subió por la cuesta para
alcanzar las primeras casas de la ciudad. Después de haber pasado
por las ruinas del último asedio, en medio de calles obstruidas por
soldados turcos y árabes, se detuvo delante de una posada más o
menos intacta, con un letrero con el nombre Minerva, en la cual su
compañero entró tras él.
Al cabo de un instante, el capitán Starkos y Skopelo estaban en
una habitación sentados a una mesa, con dos vasos y, frente a
ellos, una botella de raki[15], fuerte alcohol extraído del asfódelo.
Con el rubio y perfumado tabaco de Missolonghi, liaron cigarrillos,
los encendieron y se los fumaron; después comenzó la
conversación entre aquellos dos hombres, uno de los cuales se
presentaba de buen grado como el humilde servidor del otro.
Era una fisonomía siniestra la de Skopelo, baja, cautelosa, y, sin
embargo, inteligente. Tenía cincuenta años a lo sumo, aunque
parecía un poco más viejo. Un rostro de prestamista, con unos
ojillos falsos pero vivos, el pelo rapado, la nariz curvada, las manos
con dedos ganchudos y largos pies, de los que habría podido
decirse lo que se dice de los pies de los albaneses: «que el dedo
gordo está en Macedonia cuando el talón todavía está en Beocia».
En fin, una cara redonda, sin bigote, con una perilla grisácea en el
mentón, una cabeza fuerte y pelada, sobre un cuerpo enjuto y de
estatura mediana. Este tipo de judío árabe aunque cristiano de
nacimiento, llevaba un atuendo muy simple —la chaqueta y el
calzón del marinero levantino—, escondido bajo una especie de
hopalanda.
Skopelo era justamente el hombre de negocios adecuado para
gestionar los intereses de aquellos piratas del Archipiélago, muy
hábil para ocuparse de colocar el botín y de la venta de los
prisioneros, entregados en los mercados turcos y transportados a
las costas berberiscas.
No es difícil imaginar lo que podía ser una conversación entre
Nicolás Starkos y Skopelo, los temas de los que trataría, el modo en
que los hechos de la guerra que estaba teniendo lugar serían
apreciados y los beneficios que se proponían sacar de ella.
—¿Cómo están las cosas en Grecia? —preguntó el capitán.
—Más o menos en el estado en que vos las dejasteis. ¡Sin duda!
—respondió Skopelo—. ¡Hace ya un mes largo que la Karysta
navega por las costas de Tripolitania y probablemente, desde
vuestra partida, no habéis recibido noticia alguna al respecto!
—Ninguna, en efecto.
—Pues os informo, capitán, de que los bajeles turcos están listos
para transportar a Ibrahim y sus tropas a Hidra.
—Sí —dijo Nicolás Starkos—. Los vi ayer por la noche, al
atravesar la rada de Navarino.
—¿No habéis recalado en ningún sitio después de abandonar
Trípoli? —preguntó Skopelo.
—Sí… una sola vez. Me detuve unas horas en Vitylo… Para
completar la tripulación de la Karysta. Pero desde que perdí de vista
las costas de la Maina, nadie ha respondido a mis señales hasta
que he llegado a Arcadia.
—Probablemente no había por qué responder —replicó Skopelo.
—Dime —prosiguió Nicolás Starkos—, ¿qué están haciendo en
este momento Miaulis y Canaris?
—Se han visto reducidos a intentar sólo golpes de mano,
capitán. ¡Acciones que pueden asegurarles algunos triunfos
parciales, pero nunca una victoria definitiva! Con todo, mientras ellos
dan caza a los navíos turcos, los piratas pueden moverse a sus
anchas en todo el Archipiélago.
—¿Y todavía se habla de…?
—¿De Sacratif? —replicó Skopelo bajando un poco la voz—.
¡Sí!… ¡Por todas partes!… ¡Y a todas horas! ¡Y sólo depende de él,
Nicolás Starkos, que se hable más todavía!
—¡Se hablará!
Después de haber vaciado su vaso, que Skopelo volvió a llenar,
Nicolás Starkos se había levantado. Caminaba de un lado para otro;
luego, parándose ante la ventana con los brazos cruzados, escuchó
el canto grosero de los soldados turcos, que se oía a lo lejos.
Por fin, volvió a sentarse de cara a Skopelo y, cambiando
bruscamente el tema de la conversación, preguntó:
—Según tu señal, tienes aquí un cargamento de prisioneros, ¿lo
he entendido bien?
—¡Sí, Nicolás Starkos, suficientes para llenar un navío de
cuatrocientas toneladas! Es todo lo que queda de la matanza que
siguió a la derrota de Cremmidi. ¡Dios! ¡Esta vez a los turcos se les
ha ido la mano! ¡Si les hubiéramos dejado, no habría quedado ni un
solo prisionero!
—¿Son hombres? ¿Mujeres?
—Sí, y niños… ¡Vaya, de todo!
—¿Dónde están?
—En la ciudadela de Arcadia.
—¿Has pagado mucho por ellos?
—¡Hum! El bajá no se mostró muy complaciente —respondió
Skopelo—. Cree que la guerra de la Independencia está tocando a
su fin… ¡Por desgracia! Si ya no hay guerra, no hay batallas, si no
hay batallas, no hay razzias, como dicen allá abajo, en Berbería, ¡y
si no hay razzias, se acabó la mercancía humana o de cualquier otro
tipo! ¡Si los prisioneros escasean, los precios suben! Es una
compensación, capitán. Sé de buena fuente que, en este momento,
faltan esclavos en los mercados de África y nosotros vamos a
vender éstos a un precio ventajoso.
—¡Sea! —respondió Nicolás Starkos—. ¿Lo tienes todo listo
para embarcarte a bordo de la Karysta?
—Todo está a punto y ya no hay nada que me retenga aquí.
—Está bien, Skopelo. Dentro de ocho o diez días, como muy
tarde, un buque enviado desde Escarpanto vendrá a recoger la
carga. ¿Podremos entregarla sin dificultad?
—Sin problema. Todo está perfectamente convenido —contestó
Skopelo—, pero hay que pagar en el acto. Así que primero habrá
que ponerse de acuerdo con el banquero Elizundo para que avale
nuestros pagarés. ¡Su firma es buena y el bajá aceptará sus valores
como si fueran dinero contante y sonante!
—Voy a escribir a Elizundo para comunicarle que no tardaré en
atracar en Corfú, y allí remataré este asunto…
—¡Este asunto… y otro no menos importante, Nicolás Starkos!
—añadió Skopelo.
—Tal vez… —respondió el capitán.
—¡En realidad, sería tan sólo lo justo! Elizundo es rico…
excesivamente… dicen… ¿Y quién lo ha enriquecido, sino nuestro
comercio… y nosotros… a riesgo de acabar colgando del extremo
de una verga de trinquete, cuando el contramaestre diera la señal
con un silbido?… ¡Sí, en los tiempos que corren, hace bien siendo el
banquero de los piratas del Archipiélago! ¡Por lo tanto, lo repito,
Nicolás Starkos, sería sólo lo justo!
—¿Qué es lo que sería sólo lo justo? —preguntó el capitán
mirando a su segundo fijamente a la cara.
—¡Eh! ¿No lo sabéis? —respondió Skopelo—. La verdad,
capitán, es que sólo me lo preguntáis para oírmelo repetir por
centésima vez. ¡Confesadlo!
—Quizá.
—La hija del banquero Elizundo…
—¡Lo que es justo será! —respondió simplemente Nicolás
Starkos levantándose.
Y, sin más, salió de la posada Minerva y, seguido de Skopelo,
regresó al puerto, al lugar donde lo esperaba su bote.
—Embarquemos —dijo a Skopelo—. Negociaremos las órdenes
de pago con Elizundo en cuanto lleguemos a Corfú. Después, una
vez hecho eso, volverás a Arcadia para recoger el cargamento.
—¡Embarquemos! —respondió Skopelo.
Una hora más tarde, la Karysta salía del golfo. Pero antes de
finalizar la jornada, Nicolás Starkos pudo escuchar un rugido lejano,
cuyo eco le llegaba del sur.
Eran los cañones de las escuadras combinadas que tronaban
sobre la rada de Navarino.
Capítulo VI

¡Guerra a los piratas del Archipiélago!

L a dirección de nornoroeste que llevaba la sacoleva había de


conducirla a través del pintoresco semillero de las islas
Jónicas, donde en cuanto se pierde una de vista, ya se divisa la
otra.
Por suerte para ella, la Karysta, con su aspecto de honrado
navío levantino, mitad yate de placer, mitad buque mercante, no
dejaba traslucir nada acerca de su origen. De no ser por eso, no
hubiera sido prudente por parte de su capitán arriesgarse de tal
forma, pasando bajo los cañones de los fuertes británicos y
poniéndose a merced de las fragatas del Reino Unido.
Tan sólo unas quince leguas marinas separan Arcadia de la isla
de Zante, «la flor de Levante», como la llaman poéticamente los
italianos. Desde el fondo del golfo, por donde cruzaba entonces la
Karysta, se divisan incluso las cumbres verdeantes del monte
Scopos, sobre cuya ladera, y reemplazando los espesos bosques
cantados por Homero y Virgilio, se escalonan los macizos de
olivares y naranjos.
El viento era bueno, un terral bien formado que le enviaba el
sudeste. De modo que la sacoleva, bajo sus bonetas de gavia y de
juanete, hendía rápidamente las aguas de Zante, entonces casi tan
tranquilas como las de un lago.
Hacia el anochecer, pasó ante la capital, que lleva el mismo
nombre que la isla. Se trata de una bonita ciudad italiana, surgida
sobre la tierra de Zacinto, hijo del troyano Dárdano. Desde la
cubierta de la Karysta, sólo se veían las luces de la ciudad, que se
curva sobre un espacio de una media legua siguiendo el borde de
una bahía circular. Aquellas luces, esparcidas a diferentes alturas,
desde los muelles del puerto hasta la punta más elevada del castillo
de origen veneciano, edificado a trescientos pies por encima del
nivel del mar, formaban como una enorme constelación, cuyas
estrellas más brillantes señalaban el emplazamiento de los palacios
renacentistas de la calle principal y de la catedral de San Dionisio de
Zacinto.
Nicolás Starkos no podía establecer con la población zantia,
profundamente cambiada a raíz de los contactos con los
venecianos, los franceses, los ingleses y los rusos, el tipo de
relaciones comerciales que lo unían a los turcos del Peloponeso. No
había, pues, ninguna señal que enviar a los vigías del puerto ni
había tampoco razón alguna para recalar en aquella isla, que fue la
patria de dos poetas célebres: uno, Hugo Foscolo, italiano de finales
del siglo XVIII; el otro, Salomos, una de las glorias de la Grecia
moderna.
La Karysta atravesó el estrecho brazo de mar que separa Zante
de la Acaya y de la Élida. Sin duda, hubo a bordo más de un oído
que se sintió ofendido al escuchar los cantos que traía la brisa como
si hubiesen sido otras tantas barcarolas escapadas del Lido. Pero
había que resignarse. La sacoleva pasó por entre aquellas melodías
italianas y, a la mañana siguiente, se encontraba atravesando el
golfo de Patrás, profunda escotadura que continúa el golfo de
Lepanto hasta el istmo de Corinto.
Nicolás Starkos se hallaba entonces sobre la proa de la Karysta.
Su mirada recorría toda aquella costa de Acarnania, que dibujaba el
límite septentrional del golfo. De allí surgían grandes e
imperecederos recuerdos, que habrían debido encoger el corazón
de un hijo de Grecia, ¡si ese hijo no hubiera, desde hacía ya tanto
tiempo, negado y traicionado a su madre!
—¡Missolonghi! —dijo entonces Skopelo, tendiendo la mano en
dirección al noreste—. ¡Mala gente! ¡Prefieren saltar por los aires
antes que rendirse!
En efecto, dos años antes, los compradores de prisioneros y los
vendedores de esclavos no habrían tenido nada que hacer allí.
Después de diez meses de lucha, los asediados de Missolonghi,
quebrantados por la fatiga y exhaustos a causa del hambre, en vez
de capitular ante Ibrahim, habían hecho estallar la ciudad y la
fortaleza. Hombres, mujeres, niños, todos habían perecido en la
explosión, que no perdonó tampoco a los vencedores.
Y, el año anterior, casi en el mismo lugar donde acababa de ser
enterrado Marco Botsaris, uno de los héroes de la guerra de la
Independencia, había venido a morir el descorazonado y
desesperado lord Byron, cuyos despojos reposan ahora en
Westminster. ¡Sólo su corazón permaneció en esta tierra de Grecia
que amaba y que no volvió a ser libre hasta después de su muerte!
Un gesto violento, ésa fue toda la respuesta que Nicolás Starkos
dio a la observación de Skopelo. Luego, la sacoleva, alejándose
rápidamente del golfo de Patrás, se encaminó hacia Cefalonia.
Con aquel viento que los impulsaba, no se necesitaban más que
algunas horas para cubrir la distancia que separa Cefalonia de la
isla de Zante. Además, la Karysta no se dirigió hacia Argostolion, la
capital, cuyo puerto, poco profundo, es cierto, no es por ello menos
excelente para los navíos de tonelaje mediano. Por el contrario, se
metió audazmente por los estrechísimos canales que bañan su
costa oriental y, hacia las seis y media de la tarde, alcanzaba la
punta de Thiaki, la antigua Ítaca.
Esta isla, de ocho leguas de largo por una legua y media de
ancho, singularmente rocosa, soberbiamente salvaje, rica en aceite
y en vino, que produce en abundancia, cuenta con unos diez mil
habitantes. Sin tener una historia propia, ha dejado, sin embargo, un
nombre célebre en la antigüedad. Fue la patria de Ulises y
Penélope, cuyos recuerdos se encuentran aún en las cimas del
Anogi, en las profundidades de la caverna del monte de San
Esteban, en medio de las ruinas del monte Oetos, a través de los
campos de Eumea y al pie del Roquedal de los Cuervos, sobre el
cual debieron de fluir las poéticas aguas de la fuente de Aretusa.
A medida que caía la noche, la tierra del hijo de Laertes había
ido desapareciendo poco a poco en la sombra, unas quince leguas
más allá del último promontorio de Cefalonia. Durante la noche, la
Karysta, haciéndose un poco a la mar con el fin de evitar el estrecho
paso que separa la punta norte de Ítaca de la punta sur de San
Mauro, siguió, a unas dos millas de la orilla, la costa oriental de esta
isla.
Bajo la luz de la luna, se habría podido percibir vagamente,
dominando el mar desde una altura de ciento ochenta metros, una
especie de acantilado blanquecino: era el salto de Léucade, que
Safo y Artemisa hicieron famoso. Pero cuando salió el sol, no
quedaba, al sur, ningún rastro de esta isla, que se conoce también
por el nombre de Léucade, y la sacoleva, acercándose a la costa
albanesa, se dirigió, a toda vela a barlovento, hacia la isla de Corfú.
Nicolás Starkos tenía que hacer todavía unas veinte leguas
aquel día si quería entrar, antes de la noche, en las aguas que
bañan la capital de la isla.
La audaz Karysta, forzando de tal modo las velas que su borda
se deslizaba a ras de agua, cubrió rápidamente aquellas veinte
leguas. La brisa había arreciado considerablemente. El timonel tuvo,
pues, que poner toda su atención para no empeñar bajo aquel
enorme velamen. Por suerte, los mástiles eran sólidos y el aparejo
casi nuevo y de calidad superior. No se tomó ni un rizo, ni se amainó
una boneta.
La sacoleva se comportó como lo habría hecho si se hubiese
tratado de una carrera de velocidad en alguna competición
internacional.
De este modo, pasaron ante la pequeña isla de Paxos. Hacia el
norte, se dibujaban ya las primeras alturas de Corfú. A la derecha, la
costa albanesa se perfilaba en el horizonte con los recortes
dentados de los montes Acrauceronianos. En aquellos parajes tan
frecuentados del mar Jónico, se veían algunos buques de guerra,
que llevaban pabellón inglés o pabellón turco. La Karysta no intentó
evitar a unos más que a otros. Si le hubieran hecho alguna señal
para que se pusiera de través, habría obedecido sin vacilación, pues
no llevaba a bordo cargamento ni papel alguno que pudiese
denunciar su origen.
A las cuatro de la tarde, la sacoleva ceñía un poco el viento para
entrar en el estrecho que separa la isla de Corfú de la tierra firme.
Las escotas fueron tensadas, y el timonel orzó un cuarto, a fin de
rebasar el cabo Blanco, en el extremo sur de la isla.
En esta primera porción del canal el paisaje es más placentero
que en su parte septentrional. Por eso mismo, produce un
afortunado contraste con la costa albanesa, entonces prácticamente
inculta y medio salvaje. Algunas millas más lejos, el estrecho se
ensancha por la escotadura del litoral corfiota. La sacoleva pudo,
pues, largar un poco, para atravesarlo oblicuamente. Son estas
hendiduras, profundas y multiplicadas, las que dan a la isla sesenta
y cinco leguas de perímetro, mientras que sólo cuentan veinte en su
longitud máxima y seis en su máxima anchura.
Hacia las cinco, la Karysta arranchaba, cerca del islote de Ulises,
la abertura que comunica el lago Kalikiopulo, el antiguo puerto
hilaico, con el mar. Luego siguió los contornos de ese encantador
«canalón», plantado de acíbares y agaves, frecuentado ya entonces
por los coches y los jinetes, que van a buscar, una legua al sur de la
ciudad, junto con la frescura marina, todo el encanto de un
admirable panorama, cuyo horizonte, al otro lado del canal, es la
costa albanesa. Pasó por delante de la bahía de Kardakio y las
ruinas que la dominan, por delante del palacio de verano de los
Altos Lores Comisarios, dejando a su izquierda la bahía de
Kastradés, sobre la cual se extiende formando un arco el arrabal del
mismo nombre, la Strada Marina, que es menos una calle que un
paseo, luego la prisión, el antiguo fuerte Salvador y las primeras
casas de la capital corfiota. La Karysta dobló entonces el cabo
Sidero sobre el que se asienta la ciudadela, suerte de pequeña villa
militar, suficientemente grande como para albergar la residencia del
comandante, los alojamientos de sus oficiales, un hospital y una
iglesia griega, de la cual los ingleses habían hecho un templo
protestante. Finalmente, dirigiéndose sin vacilar al oeste, el capitán
Starkos dobló la punta San Nikolo y, después de haber avanzado a
lo largo de la orilla, en la cual se escalonan las casas del norte de la
ciudad, fondeó a una distancia del muelle de medio cable.
Prepararon el bote. Nicolás Starkos y Skopelo ocuparon su lugar
en él, no sin que el capitán hubiese pasado por su cinturón uno de
esos cuchillos de hoja corta y ancha, muy usados en las provincias
de Mesenia. Ambos desembarcaron en la Oficina de Sanidad y
mostraron los papeles de a bordo, que estaban perfectamente en
regla. Así pues, después de acordar encontrarse de nuevo a las
once para regresar a bordo, quedaron libres para ir adonde les
conviniera.
Skopelo, encargado de los intereses de la Karysta, se hundió en
la parte comercial de la ciudad, a través de callecitas estrechas y
tortuosas, con nombres italianos y tiendas con soportales, con toda
la mezcolanza de un barrio napolitano.
Nicolás Starkos, por su parte, quería consagrar aquella tarde a
sondear el ambiente. Se dirigió, pues, hacia la Explanada, el barrio
más elegante de la ciudad corfiota.
La Explanada o plaza de armas, plantada lateralmente de
hermosos árboles, se extiende entre la ciudad y la ciudadela, de la
cual se halla separada por un ancho foso. Extranjeros e indígenas
formaban entonces allí un incesante vaivén, que no era en absoluto
el de una fiesta. Los mensajeros entraban en el palacio, construido
al norte de la plaza por el general Maitland, y volvían a salir por las
puertas de San Jorge y San Miguel, que flanquean su fachada de
piedra blanca. Un incesante intercambio de comunicaciones se
llevaba a cabo de este modo entre el palacio del gobernador y la
ciudadela, cuyo puente levadizo estaba bajado delante de la estatua
del mariscal de Schulembourg.
Nicolás Starkos se mezcló con la multitud. Se dio perfecta cuenta
de que toda aquella gente estaba bajo el dominio de una emoción
fuera de lo común. No siendo hombre al que gustara preguntar, se
contentó con escuchar. Lo que más impacto causó en su ánimo fue
un nombre, invariablemente repetido en todos los corrillos con
calificaciones que denotaban poca simpatía: el nombre de Sacratif.
Al principio, ese nombre pareció excitar ligeramente su
curiosidad; pero, después de haberse encogido levemente de
hombros, continuó descendiendo por la Explanada, hasta la terraza
en la que ésta termina dominando el mar.
Allí, algunos curiosos se habían colocado alrededor de un
pequeño templo en forma circular, que había sido levantado
recientemente a la memoria de sir Thomas Maitland. Unos años
más tarde, un obelisco sería erigido en aquel lugar en honor de uno
de sus sucesores, sir Howard Douglas, para hacer pareja con la
estatua del Alto Lord Comisario que había entonces, Frederik Adam,
cuyo lugar estaba ya señalado delante del palacio del gobierno. Es
probable que, si el protectorado de Inglaterra no hubiese acabado y
las islas Jónicas no hubiesen entrado a formar parte del reino
helénico, las calles de Corfú hubiesen estado plagadas de estatuas
de sus gobernadores. De todos modos, una buena parte de los
corfiotas no pensaba siquiera en censurar aquella prodigalidad de
hombres de bronce o de piedra y, tal vez, más de uno echa de
menos ahora, junto con el antiguo estado de cosas, las actuaciones
administrativas de los representantes del Reino Unido.
Pero si, a este respecto, existen opiniones bastante diversas; si,
entre los setenta mil habitantes que cuenta la antigua Corcira y entre
los veinte mil habitantes de su capital, hay cristianos ortodoxos,
cristianos griegos y gran número de judíos, que, en aquella época,
ocupaban un barrio aislado, una especie de gueto; si, en la
existencia ciudadana de estas razas diferentes, había ideas
divergentes a propósito de intereses diversos, aquel día toda
disensión parecía haberse fundido en un pensamiento común, en
una suerte de maldición dirigida contra aquel nombre que se repetía
sin cesar:
—¡Sacratif! ¡Sacratif! ¡Guerra al pirata Sacratif!
Y aunque aquellas gentes que iban y venían hablasen inglés,
italiano o griego, aunque la pronunciación de aquel nombre
execrado difiriese, los anatemas con los cuales se lo abrumaba
eran, sin embargo, la expresión del mismo sentimiento de horror.
Nicolás Starkos seguía escuchando y no decía nada. Desde lo
alto de la terraza, sus ojos podían fácilmente recorrer gran parte del
canal de Corfú, cerrado como un lago hasta las montañas de
Albania, que el sol poniente doraba en la cima.
Luego, volviéndose hacia el lado del puerto, el capitán de la
Karysta observó que había en él un movimiento considerable.
Numerosas embarcaciones se dirigían hacia los navíos de guerra.
Se intercambiaban señales entre estos navíos y el asta de bandera
erigida en la cima de la ciudadela, cuyas baterías y casamatas
desaparecían detrás de una cortina de acíbares gigantescos.
Evidentemente —y, ante todos estos síntomas, un marino no
podía equivocarse—, uno o varios navíos se preparaban para
abandonar Corfú. Si así era, la población corfiota, hay que
reconocerlo, se tomaba en ello un interés verdaderamente
extraordinario.
El sol había desaparecido ya detrás de las altas cumbres de la
isla, y, dado que el crepúsculo es bastante corto en esa latitud, no
tardaría en hacerse de noche.
Nicolás Starkos juzgó, pues, que era el momento de abandonar
la terraza. Volvió a bajar la Explanada, dejando en aquel lugar a la
mayoría de los espectadores, a los que un sentimiento de curiosidad
retenía aún allí. Luego se dirigió con paso tranquilo hacia los
soportales de la hilera de casas que limita el lado oeste de la plaza
de Armas.
Allí no faltaban ni los cafés, llenos de luces, ni las hileras de
sillas dispuestas sobre la calzada, ocupadas ya por numerosos
consumidores. Es necesario hacer notar, sin embargo, que éstos
charlaban más que «consumían», si es que, de todos modos, tal
palabra, por ser demasiado moderna, puede aplicarse a los corfiotas
de hace cincuenta años.
Nicolás Starkos se sentó a una pequeña mesa, con la clara
intención de no perderse ni una sola palabra de las frases que se
intercambiaban en las mesas vecinas.
—¡La verdad —decía un armador de la Strada Marina— es que
ya no hay seguridad para el comercio y nadie se atrevería a
arriesgar un cargamento de valor en los puertos de Levante!
—¡Y pronto —añadió su interlocutor, uno de esos ingleses
gordos que parecen estar siempre sentados sobre un fardo, como el
presidente de su cámara— no se encontrarán tripulaciones que
quieran servir a bordo de los navíos del Archipiélago!
—¡Oh! ¡Ese Sacratif!… ¡Ese Sacratif! —se repetía con verdadera
indignación en los diferentes grupos.
«¡El nombre ideal para desollar el gaznate —pensaba el dueño
del café— y que debería empujar a refrescarlo!».
—¿A qué hora debe partir la Syphanta? —preguntó el hombre de
negocios.
—A las ocho —respondió el corfiota—. ¡Pero —añadió en un
tono que no denotaba una confianza absoluta— no basta con partir,
hay que llegar al destino!
—¡Llegará! —exclamó otro corfiota—. Nadie podrá decir que un
pirata haya hecho fracasar a la marina británica…
—¡Ni a la marina griega, ni a la marina francesa, ni a la marina
italiana! —añadió flemáticamente un oficial inglés, que quería que
cada Estado tuviese su parte en aquel enojoso asunto.
—En cualquier caso —dijo el hombre de negocios levantándose
—, se acerca el momento, y si queremos asistir a la partida de la
Syphanta, ya va siendo hora de que nos dirijamos a la Explanada.
—No —respondió su interlocutor—, no hay prisa. Por otra parte,
tienen que anunciar la maniobra de salida con un cañonazo.
Y los contertulios siguieron tocando su parte en el concierto de
las maldiciones proferidas contra Sacratif.
Sin duda, Nicolás Starkos creyó que el momento era favorable
para intervenir, y, sin que el menor acento pudiese revelar en él a un
nativo de la Grecia meridional, dijo dirigiéndose a sus vecinos de
mesa:
—Señores, ¿podría preguntaros, si no os importa, qué es esa
Syphanta de la que todo el mundo habla hoy?
—Es una corbeta, señor —le respondieron—, una corbeta
comprada, equipada y armada por una compañía de hombres de
negocios ingleses, franceses y corfiotas, en la cual viaja una
tripulación de esas diferentes nacionalidades y que debe zarpar bajo
las órdenes del bravo capitán Stradena. ¡Tal vez él consiga lo que
no han logrado los buques de guerra de Inglaterra y Francia!
—¡Ah! —dijo Nicolás Starkos—. ¡Lo que parte es una corbeta!…
Y, por favor, ¿hacia qué parajes?
—¡Hacia aquéllos en los que podrá encontrar, apresar y colgar al
famoso Sacratif!
—¿Y seríais tan amables de decirme —insistió Nicolás Starkos—
quién es ese famoso Sacratif?
—¿Preguntáis quién es Sacratif? —exclamó estupefacto el
corfiota, a quien el inglés hizo eco, acentuando su respuesta con un
«¡oh!» de sorpresa.
El hecho es que un hombre que ignoraba todavía quién era
Sacratif, en medio de la ciudad de Corfú y en el momento mismo en
que ese nombre estaba en todas las bocas, podía ser mirado como
un fenómeno.
El capitán de la Karysta se dio cuenta enseguida del efecto que
producía su ignorancia. Por eso, se apresuró a añadir:
—Soy extranjero, señores, acabo de llegar de Zara, que es tanto
como decir que vengo del fondo del Adriático, y no estoy al corriente
de lo que pasa en las islas Jónicas.
—¡Decid mejor de lo que pasa en el Archipiélago! —exclamó el
corfiota—. ¡Es todo el Archipiélago lo que Sacratif ha tomado como
el teatro de sus piraterías!
—¡Ah! —dijo Nicolás Starkos—. ¿Se trata de un pirata?
—Un pirata, un corsario, un parásito del mar —replicó el obeso
inglés—. ¡Sí! ¡Sacratif merece todos esos nombres e incluso todos
los que sería necesario inventar para calificar a semejante
malhechor!
En ese punto, el inglés respiró un instante para retomar aliento.
Luego añadió:
—¡Lo que me sorprende, señor, es que sea posible encontrar a
un europeo que no sepa quién es Sacratif!
—¡Oh! —respondió Nicolás Starkos—. Ese nombre no me es
totalmente desconocido, señor, creedme; pero ignoraba que hubiese
sido él quien ha revolucionado hoy a toda la ciudad. ¿Acaso Corfú
se halla amenazada por una incursión de ese pirata?
—¡No se atrevería! —exclamó el hombre de negocios—. ¡Jamás
se arriesgaría a poner los pies en nuestra isla!
—¡Ah! ¿De veras? —respondió el capitán de la Karysta.
—¡Sin lugar a dudas, señor, y si lo hiciera, las horcas, sí, las
horcas brotarían por sí mismas en todos los rincones de la isla para
atraparlo cuando pasase!
—Pero entonces, ¿de dónde viene toda esta agitación? —
preguntó Nicolás Starkos—. He llegado hace apenas una hora y no
comprendo tanto movimiento…
—Pues veréis, señor —respondió el inglés—. Dos buques
mercantes, el Three Brothers y el Carnatic, fueron capturados, hace
un mes aproximadamente, por Sacratif, y todos los sobrevivientes
de las dos tripulaciones han sido vendidos en los mercados de
Tripolitania.
—¡Oh! —respondió Nicolás Starkos—. Ése sí que es un feo
asunto. ¡Sacratif podría tener que arrepentirse de ello!
—Entonces —prosiguió el corfiota—, algunos hombres de
negocios se asociaron para armar una corbeta de guerra, un
excelente velero, con una tripulación elegida y al mando de un
intrépido marino, el capitán Stradena, que va a dar caza a ese
Sacratif. ¡Esta vez, cabe esperar que ese pirata, que tiene en jaque
todo el comercio del Archipiélago, no escape a su suerte!
—Será muy difícil, efectivamente —respondió Nicolás Starkos.
—Y si veis la ciudad conmocionada —añadió el hombre de
negocios inglés—, si toda la población se ha dirigido hacia la
Explanada, es para asistir a la salida de la Syphanta, a la que
saludarán con varios miles de hurras cuando descienda por el canal
de Corfú.
Nicolás Starkos sabía, sin duda, todo lo que deseaba saber. Dio
las gracias a sus interlocutores y luego, levantándose, fue de nuevo
a mezclarse con la multitud que llenaba la Explanada.
Lo que aquellos ingleses y aquellos corfiotas habían dicho no
tenía nada de exagerado. ¡Era sólo la verdad! Desde hacía algunos
años, las depredaciones de Sacratif se manifestaban por medio de
actos indignantes. Muchos buques mercantes de todas las
nacionalidades habían sido atacados por aquel pirata, tan audaz
como sanguinario. ¿De dónde venía? ¿Cuál era su origen?
¿Pertenecía a esa raza de corsarios procedentes de las costas de
Berbería? ¿Quién hubiera podido precisarlo? Nadie lo conocía.
Nadie lo había visto jamás. Ni uno solo de aquellos que se habían
hallado bajo el fuego de sus cañones había regresado. Unos habían
sido asesinados. Otros, reducidos a la esclavitud. ¿Quién hubiera
podido identificar los barcos en los que viajaba? Pasaba sin cesar
de uno a otro. Tan pronto atacaba con un rápido bergantín levantino,
como con una de esas ligeras corbetas que era imposible superar
en velocidad, y siempre bajo pabellón negro. Si en esos encuentros
no era el más fuerte, si se veía obligado a salvarse por medio de la
fuga, en presencia de algún temible navío de guerra, desaparecía
de repente. ¿Y en qué refugio desconocido, en qué rincón ignorado
del Archipiélago, hubiera nadie intentado dar con él? Conocía los
más secretos pasos de aquellas costas, cuya hidrografía dejaba
todavía mucho que desear en esa época.
Si el pirata Sacratif era un buen marino, también era un hombre
terrible en el combate. Siempre secundado por tripulaciones que no
retrocedían ante nada, no olvidaba nunca concederles, después del
combate, la «parte del diablo», es decir, algunas horas de matanza y
pillaje. Por eso, sus compañeros lo seguían a todas partes adonde
quería llevarlos. Ejecutaban sus órdenes, cualesquiera que fuesen.
Todos se habrían dejado matar por él. La amenaza del más
espantoso suplicio no los hubiese hecho denunciar a su jefe, que
ejercía sobre ellos una verdadera fascinación. Es raro que un navío
pueda resistir a tales hombres lanzados al abordaje, sobre todo un
buque mercante, que carece de medios de defensa suficientes.
En todo caso, si Sacratif, a pesar de toda su habilidad, hubiese
sido sorprendido por un barco de guerra, se habría hecho saltar por
los aires antes de rendirse. Se decía incluso que, en un caso como
ése, faltándole proyectiles, había cargado sus cañones con las
cabezas recién cortadas de los cadáveres que cubrían la cubierta.
Tal era el hombre que la Syphanta tenía la misión de perseguir.
Así era aquel temible pirata, cuyo nombre, execrado por todos,
causaba tanta agitación en la ciudad corfiota.
Pronto, una detonación resonó. Una humareda se elevó con un
vivo relámpago sobre el terraplén de la ciudadela. Era la señal de
partida. La Syphanta zarpaba e iba a atravesar el canal de Corfú
para alcanzar los parajes meridionales del mar Jónico.
Toda la multitud se dirigió al borde de la Explanada, hacia la
terraza del monumento a sir Maitland.
Nicolás Starkos, arrastrado imperiosamente por un sentimiento
más intenso quizá que el de una simple curiosidad, se encontró
pronto en primera fila de los espectadores.
Poco a poco, bajo la claridad de la luna, apareció la corbeta con
sus luces de posición. Avanzaba bolineando, con objeto de pasar a
bordadas el cabo Blanco, que se alarga al sur de la isla. Un segundo
cañonazo partió de la ciudadela, luego un tercero, a los que
respondieron tres detonaciones que iluminaron las portas de la
Syphanta. A las detonaciones sucedieron miles de hurras. Los
últimos llegaron a la corbeta cuando ésta doblaba la bahía de
Kardakio.
Después, todo volvió a sumirse en el silencio. Poco a poco, la
multitud, fluyendo a través de las calles del arrabal de Kastradés,
dejó el campo libre a los raros paseantes que un interés de negocios
o de placer retenía sobre la Explanada.
Todavía durante una hora permaneció pensativo Nicolás Starkos,
en la vasta plaza de Armas, casi desierta. Pero el silencio no debía
de reinar ni en su cabeza ni en su corazón. Sus ojos brillaban con
un fuego que sus párpados no conseguían enmascarar. Su mirada,
como por un movimiento involuntario, se orientaba en dirección a
aquella corbeta que acababa de desaparecer detrás de la masa
confusa de la isla.
Cuando las once sonaron en la iglesia de San Espiridión, Nicolás
Starkos se dispuso a reunirse con Skopelo en el lugar en el que lo
había citado, cerca de la Oficina de Sanidad. Así pues, remontó las
calles del barrio que van hacia el Fuerte Nuevo y pronto llegó al
muelle.
Skopelo lo esperaba allí.
El capitán de la sacoleva fue hacia él:
—¡La corbeta Syphanta acaba de partir! —le dijo.
—¡Ah! —dijo Skopelo.
—Sí… ¡Para dar caza a Sacratif!
—¡Ésa u otra, qué importa! —respondió simplemente Skopelo
señalando el gig, que se balanceaba, al pie de la escala, sobre las
últimas ondulaciones de la resaca.
Instantes después, la embarcación atracaba junto a la Karysta, y
Nicolás Starkos saltaba a bordo diciendo:
—¡Hasta mañana, en casa de Elizundo!
Capítulo VII

Lo inesperado

A l día siguiente, hacia las diez de la mañana, Nicolás Starkos


desembarcaba en el muelle y se dirigía hacia la casa de
banca. No era la primera vez que se presentaba en el despacho y
siempre había sido recibido como un cliente cuyos asuntos no hay
que desdeñar.
Sin embargo, Elizundo lo conocía. Debía de saber muchas cosas
acerca de su vida. Ni siquiera ignoraba que fuese el hijo de aquella
patriota, de la cual había hablado un día a Henry d’Albaret. Pero
nadie sabía ni podía saber lo que era el capitán de la Karysta.
Era evidente que se esperaba a Nicolás Starkos, ya que fue
recibido en cuanto se presentó. En efecto, la carta, fechada en
Arcadia, que había llegado cuarenta y ocho horas antes era suya.
Por lo tanto, fue inmediatamente conducido al despacho donde se
encontraba el banquero, quien tomó la precaución de cerrar la
puerta con llave. Elizundo y su cliente estaban ahora solos frente a
frente. Nadie vendría a molestarlos. Nadie oiría lo que iba a ser
dicho en aquella conversación.
—Buenos días, Elizundo —dijo el capitán de la Karysta,
dejándose caer sobre un sillón con la familiaridad de un hombre que
estuviese en su propia casa—. ¡Pronto hará seis meses que no os
había visto, aunque hayáis tenido a menudo noticias mías! Por eso,
no he querido pasar tan cerca de Corfú sin detenerme, para tener el
placer de estrecharos la mano.
—No es para verme ni para hacerme cumplidos para lo que
habéis venido, Nicolás Starkos —respondió el banquero con voz
sorda—. ¿Qué queréis de mí?
—¡Eh! —exclamó el capitán—. ¡Ahora reconozco a mi viejo
amigo Elizundo! ¡Nada a los sentimientos, todo a los negocios!
¡Hace mucho tiempo que habéis debido de meter vuestro corazón
en el cajón más secreto de vuestra caja, un cajón cuya llave habéis
perdido!
—¿Queréis explicarme lo que os trae aquí y por qué me habéis
escrito? —insistió Elizundo.
—¡Tenéis razón, Elizundo! ¡Dejémonos de tonterías! ¡Seamos
serios! ¡Hoy tenemos que discutir asuntos muy graves y no pueden
esperar!
—Vuestra carta me habla de dos asuntos —continuó el banquero
—, uno que entra en la categoría de nuestras relaciones habituales
y otro que es puramente personal.
—En efecto, Elizundo.
—¡Y bien, hablad, Nicolás Starkos! ¡Tengo prisa por conocer los
dos!
Como se ve, el banquero se expresaba muy categóricamente.
Quería, de ese modo, exhortar a su visitante a que se explicara, sin
utilizar subterfugios o escapatorias. Pero lo que contrastaba con la
nitidez de estas preguntas era el tono un poco sordo con que las
hacía. Evidentemente, de aquellos dos hombres, situados uno frente
a otro, no era precisamente el banquero quien controlaba la
situación.
Por eso, el capitán de la Karysta no pudo esconder una media
sonrisa, que Elizundo, con los ojos bajos, no vio.
—¿Cuál de las dos cuestiones abordaremos primero? —
preguntó Nicolás Starkos.
—¡Primero la que es puramente personal! —respondió
vivamente el banquero.
—Yo prefiero comenzar por la que no lo es —replicó el capitán
en un tono cortante.
—Está bien, Nicolás Starkos. ¿De qué se trata?
—Se trata de un convoy de prisioneros que tenemos que recoger
en Arcadia. Allí hay doscientas treinta y siete cabezas, hombres,
mujeres y niños, que serán transportados a la isla de Escarpanto,
desde donde yo me encargaré de conducirlos a la costa berberisca.
Pero vos ya sabéis, Elizundo, pues hemos hecho a menudo
operaciones de esta clase, que los turcos sólo entregan su
mercancía a cambio de dinero o de papel, a condición de que una
buena firma le dé un valor seguro. Así pues, vengo a pediros
vuestra firma y cuento con que se la daréis de buen grado a Skopelo
cuando os traiga las órdenes de pago preparadas. No habrá
ninguna dificultad, ¿verdad que no?
El banquero no respondió, pero su silencio no podía ser sino el
otorgamiento de lo que el capitán pedía. Por otra parte, había
precedentes que lo comprometían.
—Tengo que añadir —prosiguió negligentemente Nicolás Starkos
— que no será un mal negocio. Las operaciones otomanas están
tomando un mal cariz en Grecia. La batalla de Navarino tendrá
funestas consecuencias para los turcos, pues las potencias
europeas se están metiendo por en medio. Si se ven obligados a
renunciar a la lucha, se acabaron los prisioneros, las ventas y los
beneficios. Por eso, estos últimos convoyes que nos entregan,
todavía en buenas condiciones, encontrarán compradores a precios
altos en las costas de África. De manera que nosotros sacaremos
nuestro provecho de este negocio y, en consecuencia, vos el
vuestro. ¿Puedo contar con vuestra firma?
—Os descontaré las letras —respondió Elizundo—; no tendré
que daros mi firma.
—Como queráis, Elizundo —respondió el capitán—, pero
nosotros nos habríamos contentado con vuestra firma. ¡No
vacilabais en darla otras veces!
—Hoy no es como otras veces —dijo Elizundo—. ¡Ahora tengo
ideas diferentes sobre todo eso!
—¡Ah! ¿De veras? —exclamó el capitán—. ¡Como gustéis, pues!
¿Pero entonces es verdad, como he oído decir, que pretendéis
retiraros de los negocios?
—¡Sí, Nicolás Starkos! —respondió el banquero con voz más
firme—. Y, por lo que a vos respecta, ésta es la última operación que
haremos juntos… ¡Ya que os empeñáis en que la haga yo!
—¡Me empeño, Elizundo! —respondió Nicolás Starkos en tono
seco.
Luego se levantó y dio algunas vueltas por el gabinete, sin dejar
de envolver al banquero en una mirada poco agradable.
Plantándose de nuevo frente a él, dijo en tono burlón:
—¿Así pues, maestro Elizundo, sois muy rico, ya que pensáis en
retiraros de los negocios?
El banquero no respondió.
—Y bien —prosiguió el capitán—, ¿qué haréis con todos esos
millones que habéis ganado? ¡No os los llevaréis al otro mundo!
¡Sería un poco molesto para el último viaje! Cuando os hayáis ido,
¿a quién irán a parar?
Elizundo persistió en guardar silencio.
—¡Irán a vuestra hija —continuó Nicolás Starkos—, la bella
Hadjine Elizundo! ¡Ella heredará la fortuna de su padre! ¿Qué puede
haber más justo? Pero ¿qué hará con esa fortuna? ¿Sola en la vida,
a cargo de tantos millones?
El banquero se puso de pie, no sin cierto esfuerzo, y,
rápidamente, como un hombre que hace una confesión cuyo peso lo
ahoga, dijo:
—¡Mi hija no estará sola!
—¿La casaréis? —respondió el capitán—. ¿Y con quién, si sois
tan amable? ¿Qué hombre querrá a Hadjine Elizundo cuando sepa
de dónde viene en gran parte la fortuna de su padre? Y, añadiría,
cuando ella misma lo sepa, ¿a quién osaría dar su mano Hadjine
Elizundo?
—¿Cómo podría saberlo ella? —dijo el banquero—. Hasta ahora
lo ignora y ¿quién se lo dirá?
—¡Yo, si hace falta!
—¿Vos?
—¡Yo! Escuchad, Elizundo, y tened en cuenta mis palabras —
respondió el capitán de la Karysta con calculada desvergüenza—,
porque no volveré sobre lo que voy a deciros. Habéis ganado esa
enorme fortuna sobre todo gracias a mí, a las operaciones que
hemos hecho juntos y en las cuales yo arriesgaba mi cabeza.
¡Traficando con cargamentos robados y con prisioneros comprados
y vendidos durante la guerra de la Independencia es como habéis
llenado vuestra caja con esas ganancias, cuya suma asciende a
millones! Pues bien, lo justo es que esos millones vengan a parar a
mis manos. Yo no tengo prejuicios. ¡Vos lo sabéis, además! ¡No os
preguntaré cuál es el origen de vuestra fortuna! Cuando la guerra
termine, también yo me retiraré de los negocios. Pero tampoco
deseo estar solo en la vida y quiero, entendedme bien, quiero que
Hadjine Elizundo se convierta en la mujer de Nicolás Starkos.
El banquero se dejó caer de nuevo en su butaca. Sabía muy bien
que estaba en las manos de aquel hombre, su cómplice desde hacía
tanto tiempo. Sabía que el capitán de la Karysta no retrocedería
ante nada para conseguir su objetivo. No dudaba de que, si era
necesario, era hombre capaz de contarlo todo acerca del pasado de
la casa de banca.
Para responder negativamente a la demanda de Nicolás Starkos,
a riesgo de provocar un estallido, a Elizundo sólo le quedaba una
cosa por decir y, no sin cierta vacilación, la dijo:
—¡Mi hija no puede ser vuestra mujer, Nicolás Starkos, porque
ha de ser la mujer de otro!
—¡De otro! —exclamó Nicolás Starkos—. ¡Verdaderamente, he
llegado a tiempo! ¡Ah! ¿La hija del banquero Elizundo se casa?…
—¡Dentro de cinco días!
—¿Y con quién se casa?… —preguntó el capitán, cuya voz se
estremecía de cólera.
—Con un oficial francés.
—¡Un oficial francés! ¿Sin duda, uno de los filohelenos que han
venido en socorro de Grecia?
—¡Sí!
—¿Y se llama?…
—Es el capitán Henry d’Albaret.
—Bien, maestro Elizundo —prosiguió Nicolás Starkos, que se
acercó al banquero y le habló mirándole a los ojos—, os lo repito,
cuando el capitán Henry d’Albaret sepa quién sois, ya no querrá
saber nada de vuestra hija, y cuando vuestra hija sepa la fuente de
la fortuna de su padre, ya no podrá ni siquiera pensar en ser la
mujer de ese capitán Henry d’Albaret. De manera que si no rompéis
ese matrimonio hoy mismo, mañana se romperá por sí solo, ¡porque
mañana los dos prometidos lo sabrán todo!… ¡Sí!… ¡Sí!… ¡Por
todos los diablos, lo sabrán!
El banquero se levantó de nuevo. Miró fijamente al capitán de la
Karysta y entonces, con un acento de desesperación, que no daba
lugar a error, dijo:
—¡Está bien!… ¡Me mataré, Nicolás Starkos, y ya no seré una
vergüenza para mi hija!
—¡Sí —respondió el capitán—, lo seréis en el futuro como lo sois
en el presente, y vuestra muerte no borrará jamás que Elizundo ha
sido el banquero de los piratas del Archipiélago!
Elizundo cayó de nuevo, abrumado, y no pudo responder nada.
El capitán añadió:
—¡Y ésa es la razón por la cual Hadjine Elizundo no será la
mujer de ese Henry d’Albaret, la razón por la cual será, lo quiera ella
o no, la mujer de Nicolás Starkos!
Durante otra media hora, la conversación se prolongó en
súplicas por parte de uno y amenazas por parte del otro.
Ciertamente, si Nicolás Starkos se imponía a sí mismo a la hija de
Elizundo, no era por amor, no. Se trataba tan sólo de los millones
cuya completa posesión deseaba, y ningún argumento lo haría
ceder.
Hadjine Elizundo no sabía nada de aquella carta que había
llegado anunciando la llegada del capitán de la Karysta; pero, desde
el día en que se había recibido, le había parecido que su padre
estaba más triste, más sombrío que de costumbre, como si se
hallase oprimido por alguna preocupación secreta, Por eso, cuando
Nicolás Starkos se presentó en la casa de banca, no pudo evitar
sentir una inquietud aún más viva. En efecto, ella conocía a aquel
personaje, pues lo había visto venir varias veces durante los últimos
años de la guerra. Aunque no tenía plena conciencia de ello, Nicolás
Starkos siempre le había inspirado repulsión. Al parecer, la miraba
de una forma que le desagradaba, a pesar de que nunca le había
dirigido más que palabras insignificantes, como hubiera podido
hacerlo uno de los clientes habituales del despacho. Pero la joven
no había dejado de observar que, después de las visitas del capitán
de la Karysta, su padre era siempre, y durante algún tiempo, presa
de una especie de postración, mezclada con espanto. De ahí su
antipatía, que nada justificaba, al menos hasta entonces, contra
Nicolás Starkos.
Hadjine Elizundo no le había hablado todavía de aquel hombre a
Henry d’Albaret. El lazo que lo unía a la casa de banca no podía ser
más que un vínculo comercial, y, en sus encuentros, nunca habían
tratado de los negocios de Elizundo, cuya naturaleza ella, por otra
parte, ignoraba. Así pues, el joven oficial no sabía nada de la
relación que existía no sólo entre el banquero y Nicolás Starkos,
sino también entre ese capitán y la valiente mujer a quien había
salvado la vida en el combate de Chaidari, a la que sólo conocía por
el nombre de Andrónika.
Al igual que Hadjine, Xaris había tenido varias veces ocasión de
ver y recibir a Nicolás Starkos en el despacho de la Strada Reale.
También él experimentaba en relación con Starkos el mismo
sentimiento de repulsión que la muchacha. Sólo que, dada su
naturaleza vigorosa y decidida, este sentimiento se traducía en él de
otro modo. Si Hadjine Elizundo evitaba toda ocasión de encontrarse
en presencia de aquel hombre, Xaris más bien las hubiera buscado,
para «romperle las costillas», como le gustaba decir.
«Evidentemente —pensaba—, no tengo derecho a hacerlo, pero
tal vez llegue ese momento».
De todo lo cual resulta, por tanto, que la nueva visita del capitán
de la Karysta al banquero Elizundo no podía agradar en absoluto ni
a Xaris, ni a la muchacha. Por eso, fue un alivio para ambos ver que
Nicolás Starkos, después de una conversación de la que nada había
traslucido, abandonaba la casa y retomaba el camino del puerto.
Durante una hora, Elizundo permaneció encerrado en su
gabinete. No se le oía ni siquiera moverse. Pero sus órdenes eran
terminantes: ni su hija, ni Xaris debían entrar si no habían sido
llamados expresamente. Puesto que esta vez la visita había durado
largo rato, su ansiedad había crecido a razón del tiempo
transcurrido.
De pronto, se oyó el sonido de la campanilla de Elizundo, un
tañido tímido, procedente de una mano insegura.
Xaris respondió a esta llamada, abrió la puerta, que ya no estaba
cerrada por dentro, y se encontró en presencia del banquero.
Elizundo estaba todavía en su sillón, medio hundido, y tenía el
aspecto de un hombre que acaba de sostener una violenta lucha
contra sí mismo. Levantó la cabeza, miró a Xaris, como si le costara
cierto esfuerzo reconocerlo, y, pasándose la mano por la frente, dijo
con voz sofocada:
—¿Hadjine?
Xaris hizo un gesto afirmativo y salió. Al cabo de un instante, la
joven se encontraba ante su padre. Enseguida, sin más preámbulo,
pero con los ojos bajos, éste le dijo con una voz alterada por la
emoción:
—¡Hadjine, tenemos que… tenemos que renunciar al matrimonio
que habíamos proyectado con el capitán Henry d’Albaret!
—¿Qué decís, padre?… —exclamó la muchacha, a quien aquel
golpe imprevisto alcanzaba en lo más íntimo de su corazón.
—¡Es preciso, Hadjine! —repitió Elizundo.
—Padre, ¿me diréis por qué os desdecís de vuestra palabra, la
que nos disteis a él y a mí? —preguntó la joven—. No tengo por
costumbre discutir vuestros deseos, vos lo sabéis, y esta vez no los
discutiré tampoco, cualesquiera que sean… Pero, en fin, ¿me diréis
por qué razón debo renunciar a casarme con Henry d’Albaret?
—Porqué es necesario, Hadjine… ¡Es necesario que seas la
mujer de otro! —murmuró Elizundo.
Aunque había hablado muy bajo, su hija lo oyó.
—¡Otro! —dijo, conmocionada por este segundo golpe, de modo
no menos cruel que por el primero—. ¿Y ese otro?…
—¡Es el capitán Starkos!
—¡Ese hombre!… ¡Ese hombre!
Aquellas palabras escaparon involuntariamente de los labios de
Hadjine, que tuvo que apoyarse en la mesa para no caer.
Luego, en un último movimiento de rebeldía provocado por
aquella resolución, dijo:
—¡Padre, en esa orden que me dais, a pesar vuestro tal vez, hay
algo que no puedo explicarme! ¡Hay un secreto que vaciláis en
decirme!
—¡No me preguntes nada! —exclamó Elizundo—. ¡Nada!
—¿Nada?… ¡Padre!… ¡Está bien!… ¡Así será! ¡Pero si, para
obedeceros, puedo renunciar a ser la mujer de Henry d’Albaret…
aunque ello me cause la muerte… no puedo casarme con Nicolás
Starkos!… ¡Vos no lo querríais!
—¡Es necesario, Hadjine! —repitió Elizundo.
—¡Está en juego mi felicidad! —exclamó la joven.
—¡Y mi honor!
—¿El honor de Elizundo puede depender de otro que no sea él
mismo? —preguntó Hadjine.
—¡Sí!… ¡De otro!… ¡Y ese otro… es Nicolás Starkos!
Dicho esto, el banquero se levantó, con la mirada perdida y el
rostro contraído, como si fuera a darle una congestión.
Frente a este espectáculo, Hadjine recuperó toda su energía. Y,
verdaderamente, le hizo falta para, al tiempo que se retiraba, decir:
—¡Está bien, padre!… ¡Os obedeceré!
Su vida estaba destrozada para siempre, pero había
comprendido que en las relaciones entre el banquero y el capitán de
la Karysta había algún secreto espantoso. ¡Había comprendido que
el anciano estaba en las manos de aquel personaje odioso!… ¡Se
doblegó! ¡Se sacrificó!… ¡El honor de su padre exigía este sacrificio!
Xaris acogió entre sus brazos a la joven, casi desfalleciente. La
llevó a su habitación. Allí supo por ella todo lo que había pasado, a
qué renuncia había consentido… Y a consecuencia de ello, ¡cómo
se redobló en él el odio contra Nicolás Starkos!
Una hora más tarde, según su costumbre, Henry d’Albaret se
presentaba en la casa de banca. Una de las sirvientas le contestó
que Hadjine Elizundo no podía recibirlo. Pidió ver al banquero… El
banquero no podía atenderlo. Pidió hablar con Xaris… Xaris no
estaba en el despacho.
Henry d’Albaret regresó al hotel, extremadamente inquieto.
Nunca le habían dado semejantes respuestas. Resolvió volver por la
noche y esperó en medio de una profunda ansiedad.
A las seis, le enviaron una carta al hotel. Miró la dirección y
reconoció en ella la mano del propio Elizundo. Aquella carta no
contenía más que estas líneas:
Se ruega al señor Henry d’Albaret que considere anulados los proyectos de
unión previstos entre él y la hija del banquero Elizundo. Por razones que le son
totalmente ajenas, ese matrimonio no puede tener lugar y el señor Henry d’Albaret
será tan amable de suspender sus visitas a la casa de banca.

ELIZUNDO.

Al principio, el joven oficial no comprendió nada de lo que


acababa de leer. Después releyó la carta… Se sintió aterrado. ¿Qué
había sucedido en casa de Elizundo? ¿Por qué aquel cambio
repentino? ¡La víspera, había abandonado aquella casa y en ella
todavía se hacían los preparativos de la boda! ¡El banquero había
estado con él como estaba siempre! ¡Y en cuanto a la muchacha,
nada indicaba que sus sentimientos respecto a él hubiesen
cambiado!
«¡Y además, la carta no está firmada por Hadjine! —se repetía
—. ¡Está firmada por Elizundo!… ¡No! ¡Hadjine no lo sabe, no sabe
lo que me escribe su padre!… ¡Ha cambiado sus planes sin que ella
lo sepa!… ¿Por qué?… No he dado ningún motivo que haya
podido… ¡Debo saber cuál es el obstáculo que se interpone entre
Hadjine y yo!».
Y puesto que ya no podía ser recibido en la casa del banquero,
le escribió, «teniendo todo el derecho —decía— a conocer las
razones por las que se rompía aquel matrimonio la víspera de su
celebración».
Su carta quedó sin respuesta. Escribió otra, y otras dos: idéntico
silencio.
Se dirigió entonces a Hadjine Elizundo. ¡Le suplicaba, en nombre
de su amor, que le contestase, aunque tuviese que hacerlo
rehusando volver a verlo nunca!… No obtuvo respuesta.
Es probable que su carta no llegara hasta la muchacha. Henry
d’Albaret, al menos, así lo creyó. Conocía suficientemente su
carácter como para estar seguro de que le habría contestado.
Entonces, el joven oficial, desesperado, intentó ver a Xaris. Ya
no abandonó la Strada Reale. Deambuló durante horas enteras
alrededor de la casa de banca. Fue inútil. Xaris, obedeciendo quizá
las órdenes del banquero, tal vez por ruego de Hadjine, ya no salía.
Así transcurrieron, en vanas diligencias, los días 24 y 25 de
octubre. En medio de indecibles angustias, Henry d’Albaret creía
haber alcanzado el límite máximo del sufrimiento.
Se equivocaba.
En efecto, el día 26 se difundió una noticia que iba a golpearlo de
manera aún más terrible.
¡No sólo su matrimonio con Hadjine Elizundo se había roto —
ruptura que a la sazón era conocida ya en toda la ciudad—, sino que
además Hadjine Elizundo iba a casarse con otro! Henry d’Albaret se
quedó anonadado al enterarse de esta noticia. ¡Otro hombre sería el
marido de Hadjine!
—¡Voy a saber quién es ese hombre! —exclamó—. ¡Sea quien
sea, lo conoceré!… ¡Llegaré hasta él!… Le hablaré… ¡Y tendrá que
responderme!
El joven oficial no iba a tardar en enterarse quién era su rival. En
efecto, lo vio entrar en la casa de banca; lo siguió cuando salió de
allí; lo espió hasta el puerto, donde lo esperaba su bote al pie de la
escollera, y lo vio regresar a la sacoleva, anclada a una distancia de
medio cable mar adentro.
Era Nicolás Starkos, el capitán de la Karysta.
Esto sucedía el 27 de octubre. De las informaciones precisas
que Henry d’Albaret pudo obtener se deducía que el matrimonio de
Nicolás Starkos y Hadjine Elizundo estaba muy próximo, pues los
preparativos se llevaban a cabo de forma apresurada. La ceremonia
religiosa había sido encargada en la iglesia de San Espiridión para
el 30 de aquel mes, es decir, la misma fecha que había sido fijada
anteriormente para el matrimonio de Henry d’Albaret. ¡Sólo que el
novio ya no sería él! ¡Sería aquel capitán, que venía de no se sabe
dónde para ir adonde nadie sabía!
Henry d’Albaret, presa de un furor que ya no podía dominar,
estaba decidido a provocar a Nicolás Starkos, a ir a buscarlo hasta
el pie del altar. ¡Si no lo mataba, Starkos lo mataría a él, pero, por lo
menos, habría terminado con aquella situación intolerable!
En vano se repetía que, si aquel matrimonio se celebraba, era
con el asentimiento de Elizundo. En vano se decía que el que
disponía de la mano de Hadjine era su padre:
«¡Sí, pero es contra su voluntad!… ¡Se ve obligada a entregarse
a ese hombre!… ¡Se sacrifica!».
Durante la jornada del 28 de octubre, Henry d’Albaret trató de
encontrar a Nicolás Starkos. Lo acechó en el desembarcadero, lo
acechó a la entrada del despacho, pero fue en vano. Y, en dos días,
aquel odioso matrimonio se habría realizado, dos días durante los
cuales el joven oficial lo intentó todo para llegar hasta la joven o
para encontrarse frente a Nicolás Starkos.
Pero, el día 29, hacia las seis de la tarde, se produjo un hecho
inesperado que iba a precipitar el desenlace de aquella situación.
A primera hora de la tarde, se difundió el rumor de que el
banquero acababa de sufrir una congestión cerebral.
Y, en efecto, dos horas más tarde, Elizundo estaba muerto.
Capítulo VIII

¡Veinte millones en juego!

N adie hubiese podido prever todavía cuáles serían las


consecuencias de aquel acontecimiento. Henry d’Albaret, en
cuanto lo supo, pensó, naturalmente, que tales consecuencias no
podrían serle sino favorables. En todo caso, el matrimonio de
Hadjine Elizundo sería aplazado. Aunque la muchacha debía de
estar afectada por un dolor profundo, el joven oficial no dudó en
presentarse en la casa de la Strada Reale, pero no pudo ver ni a
Hadjine ni a Xaris. No le restaba, pues, sino esperar.
«¡Si, casándose con el capitán Starkos —pensaba—, Hadjine se
sacrificaba a la voluntad de su padre, ese matrimonio no se
celebrará ahora que su padre ya no existe!».
Era un razonamiento justo. Y era natural deducir que si las
posibilidades de Henry d’Albaret se habían acrecentado, las de
Nicolás Starkos habían disminuido.
A nadie extrañará, pues, que, al día siguiente, tuviese lugar a
bordo de la sacoleva una conversación sobre este tema, provocado
por Skopelo, entre su capitán y él.
Había sido el segundo de la Karysta quien, al regresar a bordo
hacia las diez de la mañana, había llevado la noticia de la muerte de
Elizundo, noticia que provocaba un gran revuelo en la ciudad.
Era de esperar que Nicolás Starkos, al escuchar las primeras
palabras que le dijo Skopelo, se abandonase a algún arrebato de
cólera. No fue así en absoluto. El capitán sabía dominarse y no le
gustaba despotricar contra los hechos consumados.
—¡Ah! ¿Elizundo está muerto? —dijo simplemente.
—¡Sí!… ¡Está muerto!
—¿Acaso se habrá matado? —añadió Nicolás Starkos a media
voz, como si hablase consigo mismo.
—¡No, no! —respondió Skopelo, que había oído la reflexión del
capitán—. Los médicos han comprobado que el banquero Elizundo
ha muerto de una congestión…
—¿Fulminado?
—Más o menos. ¡Perdió inmediatamente el conocimiento y no
pudo pronunciar una sola palabra antes de morir!
—¡Tanto da que haya sido así, Skopelo!
—Sin duda, capitán, sobre todo si el asunto de Arcadia estaba ya
terminado…
—Totalmente —respondió Nicolás Starkos—. Las letras nos han
sido descontadas y ahora podrás recoger el convoy de prisioneros
pagándolo al contado.
—¡Vaya! ¡Por todos los diablos! ¡Ya era hora! —exclamó el
segundo—. Pero si esta operación está acabada, ¿qué pasa con la
otra?
—¿La otra?… —respondió tranquilamente Nicolás Starkos—.
¡Bueno, la otra acabará como tenía que acabar! ¡No veo que la
situación haya cambiado! ¡Hadjine Elizundo obedecerá a su padre
muerto, como hubiese obedecido a su padre vivo, y por las mismas
razones!
—Así pues, capitán —prosiguió Skopelo—, ¿no tenéis intención
de abandonar la partida?
—¡Abandonarla! —exclamó Nicolás Starkos con un tono que
indicaba su firme voluntad de superar todos los obstáculos—. Dime,
Skopelo, ¿crees tú que habrá un hombre en el mundo, uno solo, que
consienta en cerrar la mano, cuando sólo tiene que abrirla para que
caigan en ella veinte millones?
—¡Veinte millones! —repitió Skopelo, que sonreía meneando la
cabeza—. ¡Sí! ¡Más o menos en veinte millones había yo estimado
la fortuna de nuestro viejo amigo Elizundo!
—Fortuna limpia, clara, en buenos valores —prosiguió Nicolás
Starkos— y cuya realización podrá hacerse sin tardanza…
—En cuanto seáis su propietario, capitán, porque ahora toda esa
fortuna pasará a manos de la bella Hadjine…
—¡Quien, a su vez, pasará a mis manos! ¡No temas, Skopelo!
Con una sola palabra, puedo destruir el honor del banquero y, tanto
después de su muerte como antes, su hija valorará más ese honor
que su fortuna. Pero yo no diré nada, ¡no tendré nada que decir! ¡La
presión que ejercía sobre su padre, la ejerceré sobre ella! Y estará
más que contenta de aportar esos veinte millones como dote para
Nicolás Starkos. ¡Si lo dudas, Skopelo, es que no conoces al capitán
de la Karysta!
Nicolás Starkos hablaba con tal seguridad, que su segundo,
aunque poco dado a hacerse ilusiones, recuperó la convicción de
que el suceso de la víspera no impediría que el negocio se llevase a
cabo. Habría tan sólo un retraso, eso era todo.
La única cuestión que preocupaba a Skopelo e incluso a Nicolás
Starkos, aunque éste no quisiese reconocerlo, era cuánto duraría
ese retraso. No dejó de asistir, al día siguiente, a las exequias del
rico banquero, que se celebraron muy sencillamente y no reunieron
más que un pequeño número de personas. Allí se encontró con
Henry d’Albaret; pero entre ellos no hubo más que algunas miradas
cruzadas, sólo eso.
Durante los cinco días que siguieron a la muerte de Elizundo, el
capitán de la Karysta intentó en vano llegar hasta la muchacha. La
puerta del despacho estaba cerrada para todo el mundo. Parecía
que la casa de banca hubiese muerto con el banquero.
Por lo demás, Henry d’Albaret no fue más afortunado que
Nicolás Starkos. No pudo comunicarse con Hadjine ni a través de
una visita ni por carta. Era para preguntarse si la joven no habría
abandonado Corfú bajo la protección de Xaris, que no aparecía por
ninguna parte.
No obstante, el capitán de la Karysta, lejos de abandonar sus
proyectos, repetía que su realización sólo se había retrasado.
Gracias a él, gracias a las maniobras de Skopelo, a los rumores que
éste difundía intencionadamente, nadie dudaba del matrimonio de
Nicolás Starkos y Hadjine Elizundo. Había que esperar tan sólo a
que el primer período de duelo hubiese transcurrido y quizá también
a que la situación financiera de la casa hubiese sido regularizada.
En cuanto a la fortuna que dejaba el banquero, se sabía que era
enorme. Engrandecida, naturalmente, por las habladurías del barrio
y los rumores de la ciudad, que ya la habían quintuplicado. ¡Sí! ¡Se
afirmaba que Elizundo dejaba no menos de un centenar de millones!
¡Y qué heredera, la joven Hadjine, y qué hombre afortunado, aquel
Nicolás Starkos, al cual estaba prometida su mano! No se hablaba
de otra cosa en Corfú, en sus dos arrabales y hasta en las últimas
aldeas de la isla. Por eso los papanatas afluían a la Strada Reale. A
falta de algo mejor, querían por lo menos contemplar aquella casa
famosa, en la cual había entrado tanto dinero y donde tanto debía
de quedar, pues muy poco había salido.
La verdad es que aquella fortuna era enorme. Ascendía a casi
veinte millones y, como había dicho Nicolás Starkos a Skopelo en su
última conversación, se trataba de una fortuna en valores fácilmente
realizables, no en propiedades inmobiliarias.
Esto fue lo que comprobó Hadjine Elizundo, y lo que Xaris
comprobó con ella, durante los primeros días que siguieron a la
muerte del banquero. Pero también se vieron obligados a comprobar
los medios por los que aquella fortuna había sido ganada. En efecto,
Xaris estaba suficientemente acostumbrado a los negocios de banca
para darse cuenta de lo que había pasado en el despacho en cuanto
tuvo a su disposición los libros y los papeles. Elizundo tenía, sin
duda, la intención de destruirlos más tarde, pero la muerte lo había
sorprendido. Estaban allí. Hablaban por sí mismos.
¡Ahora Hadjine y Xaris sabían perfectamente de dónde venían
aquellos millones! ¡Ya nadie tenía que decirles sobre cuántos
tráficos odiosos, sobre cuántas miserias descansaba toda aquella
riqueza! ¡Ése era, pues, el cómo y el porqué de que Nicolás Starkos
tuviese en su poder a Elizundo! ¡Era su cómplice! ¡Podía
deshonrarlo con una palabra! ¡Luego, si le convenía desaparecer,
habría sido imposible encontrar su pista! ¡Y era por su silencio por lo
que hacía pagar al padre arrancándole la hija!
—¡Miserable!… ¡Miserable! —exclamó Xaris.
—¡Cállate! —respondía Hadjine.
Y él se callaba, porque sentía que sus palabras llegaban más
allá de Nicolás Starkos.
Sin embargo, aquella situación no podía tardar en resolverse.
Era necesario, por otra parte, que Hadjine Elizundo tomara la
responsabilidad de precipitar ese desenlace en interés de todos.
El sexto día después de la muerte de Elizundo, hacia las siete de
la tarde, se rogaba a Nicolás Starkos, a quien Xaris esperaba en la
escalera del muelle, que acudiese inmediatamente a la casa de
banca.
Decir que este mensaje fue dado en un tono amable, sería ir
demasiado lejos. El tono de Xaris no era precisamente dulce cuando
abordó al capitán de la Karysta. Pero éste no era hombre que se
dejase inquietar por tan poco, y siguió a Xaris hasta el despacho,
donde fue inmediatamente introducido.
Para los vecinos, que vieron entrar a Nicolás Starkos en aquella
casa, tan obstinadamente cerrada hasta entonces, ya no cabía duda
de que era él quien tenía todas las probabilidades a su favor.
Nicolás Starkos encontró a Hadjine Elizundo en el gabinete de su
padre. Estaba sentada delante del escritorio, sobre el cual se veía
un gran número de papeles, documentos y libros. El capitán
comprendió que la joven debía de haberse puesto al corriente de los
negocios de la casa, y no se equivocaba. Pero ¿conocía las
relaciones que el banquero había mantenido con los piratas del
Archipiélago? Eso era lo que se preguntaba.
Al entrar el capitán, Hadjine Elizundo se levantó —lo cual la
dispensaba de ofrecerle que se sentase— e hizo una señal a Xaris
para que los dejara solos. Estaba vestida de luto. Su fisonomía
grave, sus ojos fatigados a causa del insomnio, indicaban, en toda
su persona, un gran cansancio físico, pero ningún abatimiento
moral. En aquella conversación, que iba a tener tan graves
consecuencias para todos los implicados en ella, la calma no debía
abandonarla ni un solo instante.
—Aquí me tenéis, Hadjine Elizundo —dijo el capitán—, y estoy a
vuestras órdenes. ¿Por qué me habéis hecho llamar?
—Por dos motivos, Nicolás Starkos —respondió la joven, que
quería ir directa al grano—. En primer lugar, tengo que deciros que
ese compromiso matrimonial entre nosotros, que mi padre me
imponía, vos los sabéis bien, debe ser considerado como roto.
—Y yo —replicó fríamente Nicolás Starkos— me limitaré a
responder que, si Hadjine Elizundo habla de ese modo, tal vez es
que no ha reflexionado acerca de las consecuencias de sus
palabras.
—He reflexionado —respondió la joven— y comprenderéis que
mi resolución ha de ser irrevocable, ya que no me queda nada por
saber acerca de la naturaleza de los negocios que la casa Elizundo
ha hecho con vos y con los vuestros, Nicolás Starkos.
Con vivo desagrado el capitán de la Karysta recibió esta
respuesta tan clara. Sin duda, esperaba que Hadjine Elizundo le
notificara su rechazo en términos categóricos, pero contaba también
con doblegar su resistencia haciéndole saber lo que había sido su
padre y qué relaciones lo unían a él. Y resultaba que ella lo sabía
todo. Aquélla era, pues, un arma, la mejor tal vez, que se quebraba
en su mano. De todos modos, no se sintió desarmado, y prosiguió
con un tono algo irónico:
—Así que conocéis los negocios de la casa Elizundo, ¿y,
conociéndolos, mantenéis vuestras palabras?
—¡Las mantengo, Nicolás Starkos, y las mantendré siempre,
porque es mi deber mantenerlas!
—Debo, pues, creer —respondió Nicolás Starkos— que el
capitán Henry d’Albaret…
—¡No mezcléis el nombre de Henry d’Albaret en todo esto! —
replicó vivamente Hadjine.
Luego, más dueña de sí misma y para evitar cualquier
provocación que pudiera producirse, añadió:
—¡Vos sabéis bien, Nicolás Starkos, que el capitán d’Albaret
nunca consentirá en unirse con la hija del banquero Elizundo!
—¡Es un hombre exigente!
—¡Es un hombre honrado!
—¿Y por qué?
—¡Porque nadie se casa con una heredera cuyo padre ha sido el
banquero de los piratas! ¡No! ¡Un hombre honesto no puede aceptar
una fortuna adquirida de un modo infame!
—Pero —prosiguió Nicolás Starkos— me parece que hablamos
de cosas absolutamente ajenas al asunto que hay que resolver.
—¡Este asunto está resuelto!
—Permitidme que os haga observar que era con el capitán
Starkos, y no con el capitán d’Albaret, con quien Hadjine Elizundo
debía casarse. ¡La muerte de su padre no debe de haber cambiado
sus intenciones más de lo que ha cambiado las mías!
—Obedecía a mi padre —respondió Hadjine—, le obedecía sin
saber nada de los motivos que lo obligaban a sacrificarme. ¡Ahora
sé que salvaba su honor obedeciéndole!
—Y bien, si lo sabéis… —respondió Nicolás Starkos.
—Sé —prosiguió Hadjine interrumpiéndole—, sé que fuisteis vos,
su cómplice, quien lo arrastró a esos negocios odiosos, vos quien ha
hecho entrar esos millones en esta casa de banca, antes honorable.
Sé que habéis debido de amenazarlo con revelar públicamente su
infamia, si rehusaba daros a su hija. ¿De verdad alguna vez habéis
podido creer, Nicolás Starkos, que consintiendo en desposaros
hacía otra cosa que obedecer a mi padre?
—Está bien, Hadjine Elizundo, ya no me queda nada de lo que
informaros. Pero si estabais preocupada por el honor de vuestro
padre durante su vida, debéis estarlo del mismo modo después de
su muerte y, por poco que persistáis en no mantener vuestro
compromiso conmigo…
—¡Lo diréis todo, Nicolás Starkos! —exclamó la joven con tal
expresión de disgusto y desprecio que un ligero rubor apareció en la
frente del desvergonzado personaje.
—¡Sí… todo! —replicó.
—¡No lo haréis, Nicolás Starkos!
—¿Y por qué?
—¡Sería acusaros vos mismo!
—¡Acusarme, Hadjine Elizundo! ¿Pensáis acaso que esos
negocios han sido hechos bajo mi nombre? ¿Imagináis que es
Nicolás Starkos quien recorre el Archipiélago y trafica con
prisioneros de guerra? ¡No! ¡Hablando, no me comprometería! ¡Y si
vos me forzáis, hablaré!
La muchacha miró al capitán a la cara. Sus ojos, que tenían toda
la audacia de la honestidad, no se apartaron de los de él, a pesar de
lo espantosos que eran.
—¡Nicolás Starkos —prosiguió—, podría desarmaros con una
palabra, pues no es ni por simpatía ni por amor hacia mí por lo que
habéis exigido este matrimonio! ¡Es simplemente para convertiros
en el dueño de la fortuna de mi padre! ¡Sí! Podría deciros: ¡Lo único
que queréis son esos millones!… ¡Pues bien, aquí están!…
¡Tomadlos!… ¡Y que no vuelva a veros jamás!… ¡Pero no diré tal
cosa, Nicolás Starkos!… Esos millones, que yo heredo…, no los
tendréis… ¡Me los quedaré yo!… ¡Y haré de ellos el uso que me
convenga!… ¡No! ¡No los tendréis!… ¡Y, ahora, salid de esta
habitación!… ¡Salid de esta casa!… ¡Fuera!
Hadjine Elizundo, con el brazo extendido y la cabeza alta,
parecía entonces maldecir al capitán, como Andrónika lo había
maldecido, algunas semanas antes, desde el umbral de la casa
paterna. Pero si aquel día Nicolás Starkos había retrocedido ante el
gesto de su madre, esta vez caminó resueltamente hacia la
muchacha:
—Hadjine Elizundo —dijo en voz baja—. ¡Sí! ¡Necesito esos
millones!… ¡De una forma u otra, los necesito… y los tendré!
—¡No!… ¡Antes los destruiré! ¡Antes los tiraré a las aguas del
golfo! —respondió Hadjine.
—¡Os digo que los tendré!… ¡Los quiero!
Nicolás Starkos había agarrado a la joven por el brazo. La cólera
lo ofuscaba. Ya no era dueño de sí mismo. Su mirada se nublaba.
¡Habría sido capaz de matarla!
Hadjine Elizundo vio todo eso en un instante. ¡Morir! ¡Qué le
importaba ahora! La muerte no la hubiese aterrorizado. Pero la
enérgica joven había dispuesto para sí misma algo muy diferente…
Se había condenado a vivir.
—¡Xaris! —gritó.
La puerta se abrió. Apareció Xaris.
—¡Xaris, echa a este hombre!
Nicolás Starkos no había tenido tiempo de volverse y ya estaba
sujeto por dos brazos de hierro. Le faltó la respiración. Quiso hablar,
gritar… No lo consiguió, como tampoco consiguió liberarse de
aquella horrible presión. Luego, todo magullado, medio ahogado,
incapacitado para rugir…, fue dejado en la puerta de la casa.
Allí, Xaris sólo pronunció estas palabras:
—No os mato, porque ella no me ha dicho que os mate. ¡Cuando
me lo diga, lo haré!
Y volvió a cerrar la puerta.
A esa hora, la calle estaba ya desierta. Nadie había podido ver lo
que acababa de pasar, es decir, que Nicolás Starkos acababa de ser
expulsado de la casa del banquero Elizundo. Pero lo habían visto
entrar en ella y eso bastaba. Así pues, cuando Henry d’Albaret se
enteró de que su rival había sido recibido allí donde a él se le
negaba la entrada, tuvo que pensar, como todo el mundo, que el
capitán de la Karysta seguía estando en relación con la muchacha,
en condición de prometido.
¡Qué golpe fue para él! Nicolás Starkos, admitido en aquella
casa de la que él se veía excluido por una consigna despiadada. Al
principio sintió la tentación de maldecir a Hadjine, ¿y quién no lo
hubiera hecho en su lugar? Pero consiguió dominarse, el amor
venció a la cólera y, aunque las apariencias estuviesen contra la
muchacha, exclamó:
—¡No! ¡No!… ¡Eso no es posible!… ¡Ella… de ese hombre!…
¡No puede ser! ¡No es así!
Entretanto, a pesar de las amenazas que había hecho a Hadjine
Elizundo, Nicolás Starkos, después de haber reflexionado, había
decidido callarse. Resolvió no revelar nada acerca de aquel secreto
que pesaba sobre la vida del banquero. Aquello le dejaba en
completa libertad para actuar, y siempre habría tiempo de hacerlo,
más tarde, si las circunstancias lo exigían.
Esto fue lo que convinieron Skopelo y él. No ocultó nada al
segundo de la Karysta acerca de lo que había pasado durante su
visita a Hadjine Elizundo. Skopelo aprobó su decisión de no decir
nada y de reservarse, aunque observaba que las cosas no tomaban
en absoluto un cariz favorable a sus proyectos. Lo que lo inquietaba,
sobre todo, era que la heredera no quisiese comprar su discreción
dándoles la herencia. ¿Por qué? Verdaderamente, no comprendía
nada.
Durante los días siguientes, hasta el 12 de noviembre, Nicolás
Starkos no abandonó su barco, ni siquiera una hora. Buscaba y
combinaba los diversos medios que podrían llevarlo a conseguir su
objetivo. Además, contaba también con la buena suerte, que
siempre lo había servido durante el curso de su abominable
existencia… Esta vez, se equivocaba al contar con ella.
Por su parte, Henry d’Albaret no vivía menos apartado. No había
creído oportuno renovar sus tentativas de ver a la joven. Pero no
desesperaba.
El día 12, por la noche, le llevaron una carta a su hotel. Un
presentimiento le decía que esta carta venía de Hadjine Elizundo. La
abrió y miró la firma: no se había equivocado.
Aquella carta no contenía más que unas líneas, escritas por la
mano de la muchacha. He aquí lo que decía:
Henry,
La muerte de mi padre me ha devuelto la libertad, pero debéis renunciar a mí.
Nunca seré de Nicolás Starkos, ¡un miserable!, pero tampoco puedo ser vuestra.
La hija del banquero Elizundo no es digna de vos. ¡Un hombre honrado! ¡Perdón y
adiós!

HADJINE ELIZUNDO.

Al recibir esta carta, Henry d’Albaret, sin detenerse a reflexionar,


corrió a la casa de la Strada Reale…
La casa estaba cerrada, abandonada, desierta, como si Hadjine
Elizundo la hubiese dejado con su fiel Xaris para no volver a ella
jamás.
Segunda parte
Capítulo I

El Archipiélago en llamas

L a isla de Scio, llamada generalmente Chio desde esa época,


está situada en el mar Egeo, al oeste del golfo de Esmirna,
cerca del litoral de Asia Menor. Con Lesbos al norte y Samos al sur,
pertenece al grupo de las Espóradas, situado al este del
Archipiélago. Se extiende sobre una superficie que alcanza cuarenta
leguas de perímetro. El monte Pelineo, ahora monte Elías, que la
domina, se eleva a una altura de dos mil quinientos pies por encima
del nivel del mar.
De las principales ciudades que encierra esta isla (Volissos,
Pitys, Delphinio, Leuconia, Caucasa), Scio, la capital, es la más
importante. Allí fue donde, el 30 de octubre de 1827, el coronel
Fabvier desembarcó un pequeño cuerpo expedicionario, cuyos
efectivos se elevaban a setecientos regulares, doscientos jinetes y
mil quinientos irregulares a sueldo de los sciotas, con un material
que comprendía diez obuses y diez cañones.
La intervención de las potencias europeas, después del combate
de Navarino, todavía no había resuelto definitivamente la cuestión
griega. Inglaterra, Francia y Rusia no querían dar al nuevo reino
ningún territorio más allá de los límites mismos que la insurrección
no había traspasado nunca. Pero esta determinación no podía
convenir al gobierno helénico. Lo que éste exigía era, junto con toda
la Grecia continental, Creta y la isla de Scio, necesarias para su
autonomía. Por eso, mientras que Miaulis tomaba Creta como
objetivo y Ducas la tierra firme, Fabvier desembarcaba en
Maurolimena, en la isla de Scio, en la fecha indicada más arriba.
Se entiende que los helenos quisiesen arrebatar a los turcos
aquella isla soberbia, magnífica joya de ese rosario que son las
Espóradas. Su cielo, el más puro de Asia Menor, le proporciona un
clima maravilloso, sin calores extremos, sin fríos excesivos, la
refresca con el soplo de una brisa moderada y hace de ella la más
saludable entre todas las islas del Archipiélago. Por eso, en un
himno atribuido a Homero —a quien Scio reivindica como uno de
sus hijos—, el poeta la llama la «generosa». Hacia el oeste, destila
vinos deliciosos que rivalizarían con las mejores cosechas de la
antigüedad y una miel que puede competir con la del Himeto. Hacia
el este, hace madurar naranjas y limones, cuya fama se propaga
hasta Europa occidental. Hacia el sur, se cubre de diversas especies
de lentiscos que producen una goma preciosa, la almáciga, tan
empleada en las artes e incluso en la medicina, gran riqueza del
país. En fin, en este lugar, bendecido por los dioses, crecen, junto
con las higueras, las datileras, los almendros, los granados y los
olivares, todos los más bellos ejemplares arbóreos de las zonas
meridionales de Europa.
Así pues, el gobierno quería englobar esta isla en el nuevo reino.
Y ésta es la razón por la cual el osado Fabvier, a despecho de todas
las recriminaciones con las que lo habían abrumado aquellos
mismos por los cuales venía a verter su sangre, se había encargado
de conquistarla.
Sin embargo, durante los últimos meses de aquel año, los turcos
no habían cesado en sus matanzas y razzias a través de la
península helénica, y eso en la víspera del desembarco en Nauplia
de Capo d’Istria. La llegada de este diplomático debía poner fin a las
querellas intestinas de los griegos y concentrar el gobierno en una
sola mano. Pero, aunque Rusia hubiese de declarar la guerra al
sultán seis meses después, y de ese modo contribuyera a la
constitución del nuevo reino, Ibrahim tenía todavía la parte central y
las ciudades marítimas del Peloponeso. Y si bien, ocho meses más
tarde, el 6 de julio de 1828, se preparaba para abandonar el país, al
que había hecho tanto daño; si en septiembre del mismo año no
había de quedar ni un solo egipcio en tierra griega, aquellas hordas
salvajes iban a saquear Morea todavía durante algún tiempo.
De todos modos, ya que los turcos o sus aliados ocupaban
ciertas ciudades del litoral, tanto en el Peloponeso como en Creta, a
nadie extrañará que fuesen numerosos los piratas que recorrían los
mares vecinos. Si el daño que causaban a los buques que
comerciaban de una isla a otra era considerable, no era porque los
comandantes de las flotillas griegas, Miaulis, Canaris, Tsamados,
dejaran de perseguirlos; aquellos corsarios eran numerosos,
infatigables, y ya no había ninguna seguridad a la hora de atravesar
aquellos parajes. De Creta a la isla de Metelin, de Rodas a
Negroponto, el Archipiélago estaba en llamas.
También, en la propia Scio, estas bandas, compuestas del
desecho de todas las naciones, esquilmaban los alrededores de la
isla y constituían una ayuda para el bajá, encerrado en la ciudadela,
cuyo asedio iba a comenzar el coronel Fabvier en unas condiciones
detestables.
Recordemos que los comerciantes de las islas Jónicas,
asustados ante este estado de cosas común a todos los puertos de
Levante, se habían asociado para armar una corbeta, destinada a
dar caza a los piratas. Desde hacía cinco semanas, la Syphanta
había abandonado Corfú, con el fin de alcanzar los mares del
Archipiélago. Dos o tres combates de los que había salido bien
librada, la captura de varios navíos, sospechosos con razón, no
podían sino animarla a proseguir resueltamente su obra. Avistado
en varias ocasiones en las aguas de Psara, Skyros, Zea, Lemnos,
Paros, Santorin, el comandante Stradena cumplía su tarea con tanta
osadía como buena fortuna. Sólo que, por lo visto, no había podido
encontrar aún al escurridizo Sacratif, cuya aparición siempre estaba
marcada por las más sangrientas catástrofes. Se oía hablar de él a
menudo, no se le veía nunca.
Pues bien, hacía quince días como mucho, hacia el 13 de
noviembre, la Syphanta había sido vista en los alrededores de Scio.
En esa fecha, el mismo puerto de la isla recibió una de sus presas, y
Fabvier hizo pronta justicia con la tripulación pirata.
Pero, desde entonces, no se tenía ninguna noticia de la corbeta.
Nadie podía decir en qué parajes acosaba en ese momento a los
piratas del Archipiélago. Había incluso razones para inquietarse por
ella. Hasta entonces, en aquellos mares estrechos, sembrados de
islas, y, en consecuencia, de puntos en los que recalar, había sido
raro que transcurriesen varios días sin que su presencia fuera
detectada.
En estas circunstancias, Henry d’Albaret llegó a Scio, el 27 de
noviembre, ocho días después de haber abandonado Corfú. Venía a
reunirse con su antiguo comandante, para continuar su campaña
contra los turcos.
La desaparición de Hadjine Elizundo había sido para él un golpe
terrible. ¡La joven rechazaba a Nicolás Starkos como a un miserable
indigno de ella, y se negaba a entregarse a aquel que había
aceptado por considerarse indigna de él! ¿Qué misterio había en
todo aquello? ¿Dónde había que buscarlo? ¿En la vida de ella, tan
sosegada, tan pura? ¡Evidentemente, no! ¿En la vida de su padre,
tal vez? ¿Pero qué tenían en común el banquero Elizundo y el
capitán Nicolás Starkos?
¿Quién hubiera podido responder a estas preguntas? La casa de
banca estaba abandonada. El propio Xaris había debido de dejarla
al mismo tiempo que la muchacha. Henry d’Albaret sólo podía
contar consigo mismo para descubrir los secretos de la familia
Elizundo.
Tuvo entonces la idea de registrar la ciudad de Corfú, y luego la
isla entera. ¿Tal vez Hadjine había buscado refugio allí, en algún
lugar ignorado? Hay, en efecto, un cierto número de pueblos,
diseminados sobre la superficie de la isla, en los que es fácil
encontrar un abrigo seguro. Para quien quiere sustraerse al mundo
y hacer que lo olviden, Benizza, Santa Decca, Leucime y otros
veinte ofrecen un retiro tranquilo. Henry d’Albaret se lanzó a todos
los caminos, buscó hasta en las más pequeñas aldeas algún rastro
de la muchacha: no encontró nada.
Entonces, un indicio le hizo suponer que Hadjine Elizundo había
debido de abandonar la isla de Corfú. En efecto, en el pequeño
puerto de Alipa, en el oestenoroeste de la isla, le informaron de que
un ligero speronare se había hecho a la mar recientemente,
después de haber esperado a dos pasajeros por cuenta de los
cuales había sido fletado secretamente.
Pero no era más que un indicio muy vago. Por otra parte, ciertas
coincidencias en hechos y fechas vinieron pronto a dar al joven
oficial un nuevo motivo de temor.
En efecto, cuando estuvo de regreso en Corfú, se enteró de que
también la sacoleva había abandonado el puerto. Y lo que resultaba
más grave era que esa partida se había efectuado el mismo día en
que Hadjine Elizundo había desaparecido. ¿Existía alguna relación
entre estos dos acontecimientos? La joven, llevada a alguna trampa,
al mismo tiempo que Xaris, había sido raptada por la fuerza. ¿No
estaría ahora en poder del capitán de la Karysta?
Aquel pensamiento rompió el corazón de Henry d’Albaret. Pero
¿qué hacer? ¿En qué lugar del mundo podría buscar a Nicolás
Starkos? ¿Quién era, en realidad, aquel aventurero? ¡La Karysta,
que había venido de no se sabe dónde y partido quién sabe hacia
qué lugar, podía considerarse, con toda razón, un barco
sospechoso! Sin embargo, en cuanto recuperó el dominio de sí
mismo, el joven oficial rechazó totalmente aquella idea. Puesto que
Hadjine Elizundo se declaraba indigna de él, puesto que no quería
volver a verlo, ¿qué más natural sino admitir que se había alejado
voluntariamente bajo la protección de Xaris?
Y bien, si era así, Henry d’Albaret sabría encontrarla. Tal vez su
patriotismo la había empujado a tomar parte en aquella lucha en la
que se decidía la suerte de su país. ¿Quizá había querido poner al
servicio de la guerra de la Independencia aquella enorme fortuna, de
la cual podía disponer libremente? ¿Por qué no habría de haber
seguido, en el mismo escenario, a Bobolina, Modena, Andrónika y
tantas otras, por las cuales sentía una admiración sin límites?
De modo que Henry d’Albaret, seguro de que Hadjine Elizundo
no se encontraba ya en Corfú, se decidió a ocupar de nuevo su
lugar en el cuerpo de los filohelenos. El coronel Fabvier estaba en
Scio con sus regulares. Resolvió ir a reunirse con él. Abandonó las
islas Jónicas, atravesó el norte de Grecia, pasó los golfos de Patrás
y de Lepanto, se embarcó en el golfo de Egina, escapó, no sin
dificultades, de algunos piratas que saqueaban el mar de las
Cícladas y llegó a Scio, después de una rápida travesía.
Fabvier ofreció al joven oficial una cordial acogida, prueba de la
alta estima en que lo tenía. Aquel valiente soldado veía en él no sólo
a un compañero de armas entregado, sino también a un amigo fiel,
a quien podía confiar sus preocupaciones, que eran grandes. La
indisciplina de los irregulares, que constituían una parte importante
del cuerpo expedicionario, la soldada mal pagada e incluso no
pagada, las dificultades suscitadas por los propios sciotas, todo eso
obstaculizaba y retrasaba sus operaciones.
Sin embargo, el asedio de la ciudadela de Scio había
comenzado. Henry d’Albaret llegó a tiempo para tomar parte en las
maniobras de aproximación. Por dos veces, las potencias aliadas
exhortaron al coronel Fabvier para que cesara en los preparativos;
el coronel, abiertamente apoyado por el gobierno helénico, no hizo
ningún caso de estas órdenes y continuó imperturbable con su obra.
Pronto, este asedio fue convertido en una especie de bloqueo,
pero cerrado de modo tan insuficiente que las provisiones y las
municiones pudieron en todo momento ser recibidas por los sitiados.
Sea como fuere, tal vez Fabvier habría conseguido apoderarse de la
ciudadela, si su ejército, que el hambre debilitaba día a día, no se
hubiese desperdigado por la isla para saquear y alimentarse. En
estas circunstancias, una flota otomana, compuesta de cinco
bajeles, pudo forzar el puerto de Scio y llevar a los turcos un
refuerzo de dos mil quinientos hombres. Es verdad que, poco tiempo
después, Miaulis apareció con su escuadra para acudir en ayuda del
coronel Fabvier, pero era demasiado tarde y tuvo que retirarse.
Con el almirante griego habían llegado algunos buques en los
cuales se habían embarcado un cierto número de voluntarios,
destinados a reforzar el cuerpo expedicionario de Scio.
Una mujer se había unido a ellos.
Después de haber luchado hasta el último momento contra los
soldados de Ibrahim en el Peloponeso, Andrónika, que había
tomado parte en el inicio de la guerra, quería también tomar parte en
el final. Por eso había venido a Scio, decidida, si hacía falta, a
hacerse matar en aquella isla que los griegos pretendían anexionar
a su nuevo reino. Eso hubiera sido para ella como una
compensación del mal que su indigno hijo había causado en
aquellos mismos lugares, con ocasión de las espantosas matanzas
de 1822.
En aquella época, el sultán había dictado contra Scio esta
terrible sentencia: fuego, hierro, esclavitud. El bajá capitán, Kara-Alí,
fue el encargado de ejecutarla y lo hizo hasta sus últimas
consecuencias. Sus hordas sanguinarias desembarcaron en la isla.
Los hombres por encima de los doce años y las mujeres por encima
de los cuarenta fueron degollados sin piedad. Los demás, reducidos
a la esclavitud, debían ser llevados a los mercados de Esmirna y de
Berbería. La isla entera fue ocupada a sangre y fuego por treinta mil
turcos. Veintitrés mil sciotas habían sido asesinados. Cuarenta y
siete mil fueron destinados a ser vendidos.
Fue entonces cuando intervino Nicolás Starkos. Él y sus
compañeros, después de haber participado en las matanzas y los
saqueos, se hicieron los principales corredores de aquel tráfico, que
había de entregar todo un rebaño humano a la avidez otomana.
Fueron los navíos de este renegado los que sirvieron para
transportar a miles de desgraciados a las costas de Asia Menor y de
África. Fue a causa de estas odiosas operaciones como Nicolás
Starkos había entrado en relación con el banquero Elizundo. De ahí
habían salido enormes beneficios, la mayor parte de los cuales fue
para el padre de Hadjine.
Pues bien, Andrónika conocía de sobras la participación de
Nicolás Starkos en las matanzas de Scio, el papel que había
desempeñado en aquellos hechos espantosos. Por eso había
querido ir allí, donde se la habría maldecido cien veces, si se
hubiera sabido que ella era la madre de aquel miserable. Le parecía
que combatir en aquella isla, verter su sangre por la causa de los
sciotas, sería como una reparación, como una expiación suprema
de los crímenes de su hijo.
Desde el momento en que Andrónika había desembarcado en
Scio, era difícil que Henry d’Albaret y ella no se encontrasen un día
u otro. En efecto, algún tiempo después de su llegada, el 15 de
enero, Andrónika se encontró inopinadamente en presencia del
joven oficial que la había salvado en el campo de batalla de
Chaidari.
Fue ella quien se acercó a él, abriendo los brazos y exclamando:
—¡Henry d’Albaret!
—¡Vos!… ¡Andrónika!… ¡Vos! —dijo el joven oficial—. ¿Sois
vos… y os encuentro aquí?
—¡Sí! —respondió ella—. ¿Acaso mi sitio no está allí donde
todavía es necesario luchar contra los opresores?
—¡Andrónika! —respondió Henry d’Albaret—. ¡Estad orgullosa
de vuestro país! ¡Estad orgullosa de sus hijos, que lo han defendido
con vos! ¡Dentro de poco tiempo, no habrá ni un solo soldado turco
sobre el suelo de Grecia!
—Lo sé, Henry d’Albaret, ¡y que Dios me conserve la vida hasta
ese día!
Y entonces Andrónika tuvo que contarle lo que había sido su
existencia desde que ambos se habían separado después de la
batalla de Chaidari. Le contó su viaje a la Maina, su país natal, que
había querido ver por última vez, luego su reaparición en el ejército
del Peloponeso, finalmente su llegada a Scio.
Por su parte, Henry d’Albaret le explicó en qué condiciones había
regresado a Corfú, cuáles habían sido sus relaciones con el
banquero Elizundo, su matrimonio decidido y roto, la desaparición
de Hadjine, a quien no perdía la esperanza de encontrar un día.
—¡Sí, Henry d’Albaret —respondió Andrónika—, aunque ignoréis
todavía el misterio que pesa sobre la vida de esa muchacha, ella no
puede ser sino digna de vos! ¡Sí! ¡Volveréis a verla, y seréis felices
como ambos merecéis serlo!
—Pero, decidme, Andrónika —preguntó Henry d’Albaret—, ¿no
conocéis al banquero Elizundo?
—No —respondió Andrónika—. ¿Cómo podría conocerlo? Y,
¿por qué me hacéis esa pregunta?
—Es que varias veces tuve ocasión de pronunciar vuestro
nombre delante de él —respondió el joven oficial— y ese nombre
atraía su atención de un modo bastante singular. Un día me
preguntó si sabía lo que había sido de vos desde nuestra
separación.
—¡No lo conozco, Henry d’Albaret, y el nombre del banquero
Elizundo no ha sido siquiera pronunciado nunca en mi presencia!
—Entonces, hay ahí un misterio que no puedo explicarme y que,
sin duda, nunca me será desvelado, pues Elizundo ha muerto.
Henry d’Albaret se había quedado silencioso. Sus recuerdos de
Corfú habían retornado. Volvía a pensar en todo lo que había
sufrido, ¡en todo lo que habría de sufrir todavía lejos de Hadjine!
Luego, dirigiéndose a Andrónika, le preguntó:
—Y cuando esta guerra haya acabado, ¿qué pensáis hacer?
—Entonces, Dios me concederá la gracia de retirarme de este
mundo —respondió ella—, ¡de este mundo donde tengo el
remordimiento de haber vivido!
—¿El remordimiento, Andrónika?
—¡Sí!
¡Y lo que aquella madre quería decir era que su sola vida había
sido un mal, puesto que tal hijo había nacido de ella! Pero,
rechazando aquella idea, prosiguió:
—En cuanto a vos, Henry d’Albaret, sois joven y Dios os reserva
una larga vida. Empleadla, pues, en encontrar a aquélla a la que
habéis perdido… y que os ama.

—Sí, Andrónika, la buscaré por todas partes, ¡del mismo modo


que, también por todas partes, buscaré al odioso rival que ha venido
a interponerse entre ella y yo!
—¿Quién es ese hombre? —preguntó Andrónika.
—Un capitán, comandante de un navío sospechoso —respondió
Henry d’Albaret—, ¡y que abandonó Corfú enseguida después de la
desaparición de Hadjine!
—¿Cómo se llama?…
—¡Nicolás Starkos!
—¡Él!…
Una palabra más y habría desvelado su secreto, Andrónika se
habría declarado la madre de Nicolás Starkos.
Aquel nombre, pronunciado tan inopinadamente por Henry
d’Albaret, le había causado espanto. A pesar de su energía,
acababa de palidecer horriblemente ante el nombre de su hijo. ¡Así
pues, todo el mal hecho al joven oficial, a aquel que la había salvado
arriesgando su vida, todo aquel mal venía de Nicolás Starkos!
A Henry d’Albaret no le pasó por alto el efecto que el nombre de
Starkos acababa de producir en Andrónika, y se comprende que
quisiese presionarla sobre este punto.
—¿Qué tenéis?… ¿Qué tenéis? —exclamó—. ¿Por qué esa
turbación ante el nombre del capitán de la Karysta?… ¡Hablad!…
¡Hablad!… ¿Conocéis a quien lo lleva?
—¡No!… ¡Henry d’Albaret, no! —respondió Andrónika, que
balbuceaba a pesar suyo.
—¡Sí!… ¡Lo conocéis!… Andrónika, os suplico que me digáis
quién es ese hombre… lo que hace… dónde está en este
momento… ¡dónde podría encontrarlo!
—¡Lo ignoro!
—¡No… no lo ignoráis!… Lo sabéis, Andrónika, y rehusáis
decírmelo… ¡a mí, a mí!… Tal vez, con una sola palabra, podéis
ponerme sobre su pista… Tal vez, sobre la de Hadjine… ¡Y os
negáis a hablar!
—Henry d’Albaret —respondió Andrónika, cuya firmeza ya no
había de desmentirse—, ¡no sé nada!… ¡Ignoro dónde está ese
capitán!… ¡No conozco a Nicolás Starkos!
Dicho esto, dejó al joven oficial, que permaneció bajo el impacto
de una profunda emoción. Desde ese momento, todos los esfuerzos
que hizo para volver a encontrar a Andrónika fueron inútiles. Sin
duda, había abandonado Scio para volver a la tierra de Grecia.
Henry d’Albaret tuvo que renunciar a toda esperanza de volver a
encontrarla.
Por otra parte, la campaña del coronel Fabvier había de llegar
pronto a su fin, sin haber obtenido ningún resultado.
En efecto, la deserción no había tardado en penetrar en las filas
del cuerpo expedicionario. Los soldados, a pesar de las súplicas de
sus oficiales, desertaban y se embarcaban para dejar la isla. Los
artilleros, en los cuales Fabvier creía poder confiar especialmente,
abandonaban sus piezas. ¡Ya no había nada que hacer ante un
desánimo semejante, que alcanzaba hasta a los mejores!
Tuvieron, pues, que levantar el sitio y volver a Syra, donde se
había organizado aquella desgraciada expedición. Allí, como premio
a su heroica resistencia, el coronel Fabvier no había de recoger más
que reproches, más que testimonios de la más negra ingratitud.
En cuanto a Henry d’Albaret, tenía la intención de abandonar
Scio al mismo tiempo que su jefe. Pero ¿hacia qué punto del
Archipiélago orientaría su búsqueda? Aún no lo sabía cuando un
hecho inesperado vino a poner fin sus vacilaciones.
La víspera del día en que iba a embarcarse hacia Grecia, le llegó
una carta por el correo de la isla.
Aquella carta, sellada en Corinto, dirigida al capitán Henry
d’Albaret, sólo contenía esta notificación:
Hay una plaza vacante en el estado mayor de la corbeta Syphanta, de Corfú.
¿Convendría al capitán d’Albaret embarcarse en ella y continuar la campaña
iniciada contra Sacratif y los piratas del Archipiélago?
Durante los primeros días de marzo, la Syphanta estará en las aguas del cabo
Anapomera, al norte de la isla, y su bote permanecerá en la ensenada de Ora, al
pie del cabo.
¡Que el capitán Henry d’Albaret haga lo que le ordene su patriotismo!

No había ninguna firma y la escritura era desconocida para él.


Nada había que pudiese indicar al joven oficial de dónde venía
aquella carta.
En todo caso, eran noticias de la corbeta, de la que no se oía
hablar desde hacía algún tiempo. Era también, para Henry d’Albaret,
la ocasión de reanudar su oficio de marino. Era, en fin, la posibilidad
de perseguir a Sacratif, tal vez de librar de él al Archipiélago, quizá
también —y esto no dejó de influir en su decisión— una oportunidad
de encontrarse en aquellos mares con Nicolás Starkos y su
sacoleva.
Henry d’Albaret tomó, pues, inmediatamente su decisión: aceptar
la proposición que le hacía aquella nota anónima. Se despidió del
coronel Fabvier, en el momento en que éste se embarcaba hacia
Syra; luego fletó una embarcación ligera y se dirigió hacia el norte
de la isla.
La travesía no podía ser larga, sobre todo con un terral que
soplaba del sudoeste. La embarcación pasó por delante del puerto
de Coloquinta, entre las islas Anossai y el cabo Pampaca. A partir
de este cabo, se dirigió hacia el de Ora y siguió la costa, con el fin
de alcanzar la ensenada del mismo nombre.
Allí desembarcó Henry d’Albaret en la tarde del primero de
marzo.
Un bote lo esperaba, amarrado al pie de las rocas. Mar adentro,
una corbeta estaba al pairo.
—Soy el capitán Henry d’Albaret —dijo el joven oficial al cabo
que comandaba la embarcación.
—¿El capitán Henry d’Albaret desea subir a bordo? —preguntó
el cabo.
—Al instante.
El bote desatracó. Llevado por sus seis remos, cubrió
rápidamente la distancia que lo separaba de la corbeta. A lo sumo,
una milla.
En cuanto Henry d’Albaret arribó al portalón de la Syphanta por
la aleta de estribor, se oyó un largo silbido, luego resonó un
cañonazo, que fue pronto seguido por otros dos. En el momento en
el que el joven oficial ponía los pies sobre la cubierta, toda la
tripulación, alineada como para una revista de honor, le presentó
armas, y los colores corfiotas fueron izados al extremo del pico de
cangreja.
Entonces, el segundo de la corbeta se adelantó y, con voz fuerte,
a fin de ser oído por todos, dijo:
—¡Los oficiales y la tripulación de la Syphanta se congratulan de
recibir a bordo al comandante Henry d’Albaret!
Capítulo II

Campaña en el Archipiélago

L a Syphanta, corbeta de segundo rango, llevaba en batería


veintidós cañones de 24, y, sobre la cubierta —aunque
entonces fuese raro en los navíos de esta clase—, seis carronadas
de 12. De roda esbelta en la popa y de gálibos realzados, podía
rivalizar con los mejores buques de la época. Sin fatigar, cualquiera
que fuese la marcha, lenta en los balanceos, avanzando
admirablemente todo a ceñir como los buenos veleros, no habría
sido un problema para ella mantener izados, con viento fuerte,
incluso los sobrejuanetes. Su comandante, si era un marino osado,
podía desplegar velas sin temer nada. La Syphanta no habría
volcado más de lo que lo hubiera hecho una fragata. Habría roto su
arboladura antes de irse a pique con las velas altas desplegadas.
De ahí la posibilidad de imprimirle, incluso con mar agitado, una
gran velocidad. De ahí también las grandes probabilidades que tenía
de salir con bien del aventurado viaje al cual la habían destinado sus
armadores, aliados contra los piratas del Archipiélago.
Aunque no fuese en absoluto un navío de guerra, en el sentido
de que era propiedad no de un Estado, sino de simples particulares,
la Syphanta estaba comandada militarmente. Sus oficiales y su
tripulación habrían honrado la más bella corbeta de Francia o del
Reino Unido. La misma regularidad en las maniobras, la misma
disciplina a bordo, la misma conducta tanto durante la navegación
como en las escalas. Nada del abandono propio de un barco
armado en corso, donde la bravura de los marineros no está
siempre reglamentada como lo exigiría el comandante de un buque
de la marina militar.
La Syphanta tenía doscientos cincuenta hombres inscritos en su
rol, la mitad franceses, occidentales o provenzales, el resto, en parte
ingleses, griegos y corfiotas. Era gente hábil a la hora de maniobrar,
firme en el combate, marinos en el alma, en los cuales se podía
confiar absolutamente: habían demostrado su capacidad. Cabos,
sargentos y contramaestres de segunda eran dignos de sus
funciones de intermediarios entre la tripulación y los oficiales. Por lo
que se refiere al estado mayor, estaba formado por cuatro
lugartenientes, ocho alféreces de navío, igualmente de origen
corfiota, inglés o francés, y un segundo. Éste, el capitán Todros, era
un perro viejo del Archipiélago, un hombre muy experimentado en
esos mares, cuyos parajes más recónditos debía recorrer la corbeta.
Ni una sola isla que no conociera en todas sus bahías, golfos,
ensenadas y calas. Ni un islote cuya situación no hubiese sido ya
marcada por él en sus campañas precedentes. Ni un braceaje cuyo
valor no estuviera acotado en su cabeza con tanta precisión como
en los mapas.
Este oficial, de unos cincuenta años de edad, griego originario de
Hidra, habiendo ya servido bajo las órdenes de gente como Canaris
y Tomasis, había de ser un precioso auxiliar para el comandante de
la Syphanta.
La corbeta había hecho la primera parte del crucero por el
Archipiélago bajo las órdenes del capitán Stradena. Las primeras
semanas de navegación fueron bastante afortunadas, según se dijo.
Barcos destruidos, capturas importantes, aquello era un buen
comienzo. Pero la campaña no se llevó a cabo sin pérdidas muy
sensibles en la tripulación y el cuerpo de oficiales. Si durante
bastante tiempo no se tuvieron noticias de la Syphanta, fue porque,
el 27 de febrero, había sostenido un combate contra una flotilla de
piratas frente a las costas de Lemnos.
Aquel combate no sólo había costado una cuarentena de
hombres, muertos o heridos, sino que además el comandante
Stradena, alcanzado mortalmente por una bala de cañón, había
caído sobre el puente de mando.
El capitán Todros se hizo entonces cargo de la corbeta; luego,
después de asegurarse la victoria, se acercó al puerto de Egina, a
fin de hacer urgentes reparaciones en el casco y la arboladura.
Allí, unos días después de la llegada de la Syphanta, se
enteraron, no sin sorpresa, de que acababa de ser comprada a un
precio muy alto, por cuenta de un banquero de Ragusa, cuyo
apoderado fue a Egina para regularizar los papeles de a bordo. Todo
esto se hizo sin que pudiera alzarse protesta alguna y quedó bien y
debidamente establecido que la corbeta ya no pertenecía a sus
antiguos propietarios, los armadores corfiotas, cuyo beneficio en la
venta había sido muy considerable.
Pero si la Syphanta había cambiado de manos, su objetivo debía
seguir siendo el mismo. Purgar el Archipiélago de los bandidos que
lo infestaban, repatriar, en caso de necesidad, a los prisioneros que
pudiera liberar a lo largo de su ruta, no rendirse hasta que no
hubiese librado a aquellos mares del más terrible de los corsarios, el
pirata Sacratif, tal fue la misión que se le siguió imponiendo. Una
vez hechas las reparaciones, el segundo recibió orden de ir a
circunnavegar la costa norte de Scio, donde encontraría al nuevo
capitán, que iba a ser a bordo «su señor después de Dios».
Fue en ese momento cuando Henry d’Albaret recibió la lacónica
nota, por la cual se le hacía saber que había una plaza vacante en
el estado mayor de la corbeta Syphanta.
Ya sabemos que aceptó, sin sospechar que aquella plaza,
entonces libre, era la de comandante. He aquí por qué, en cuanto
subió a cubierta, el segundo, los oficiales y la tripulación se pusieron
a sus órdenes, mientras que el cañón saludaba los colores corfiotas.
Henry d’Albaret se enteró de todo esto en una conversación que
mantuvo con el capitán Todros. El acta por la cual se le confiaba el
mando de la corbeta estaba en regla. La autoridad del joven oficial
no podía, pues, ser discutida, y no lo fue. Por otra parte, varios
oficiales de a bordo lo conocían. Sabían que era teniente de navío,
uno de los más jóvenes, pero también uno de los más distinguidos
de la marina francesa. Su participación en la guerra de la
Independencia le había granjeado una reputación merecida. Por
eso, ya en la primera revista que pasó a bordo de la Syphanta, su
nombre fue aclamado por toda la tripulación.

—Oficiales y marineros —dijo simplemente Henry d’Albaret—, sé


cuál es la misión que ha sido confiada a la Syphanta. La
cumpliremos totalmente, ¡si Dios quiere! ¡Honor a vuestro antiguo
comandante Stradena, que murió gloriosamente sobre este puente
de mando! ¡Cuento con vosotros! ¡Contad conmigo!… ¡Rompan
filas!
Al día siguiente, el 2 de marzo, la corbeta, todo a barlovento,
perdía de vista las costas de Scio, luego la cima del monte Elías que
las domina, y se daba a la vela hacia el norte del Archipiélago.
A un marino sólo le hace falta un vistazo y media jornada de
navegación para reconocer el valor de su navío. El viento fresco
soplaba de noroeste y no fue necesario acortar de vela. El
comandante d’Albaret pudo, pues, apreciar, desde ese mismo día,
las excelentes cualidades náuticas de la corbeta.
—Le mostraría los juanetes altos a cualquier buque de las flotas
combinadas —le dijo el capitán Todros— y los mantendría izados
incluso con viento fuerte.
En la mente del bravo marino eso significaba dos cosas: primero,
que ningún otro velero era capaz de ganar a la Syphanta en
velocidad; luego, que su sólida arboladura y su estabilidad en el mar
le permitían conservar izado su velamen en condiciones de tiempo
que habrían obligado a cualquier otro navío a reducirlo, so pena de
zozobrar.
La Syphanta, todo a ceñir, amuras a estribor, picó, pues, hacia el
norte, de modo que la nave dejase al este la isla de Mitilene o
Lesbos, una de las más grandes del Archipiélago.
Al día siguiente, la corbeta pasaba ante las costas de esta isla,
donde, al principio de la guerra, en 1821, los griegos sacaron una
gran ventaja a la flota otomana.
—Yo estaba allí —dijo el capitán Todros al comandante d’Albaret
—. Era en mayo. Éramos setenta bergantines para perseguir a cinco
bajeles turcos, cuatro fragatas y cuatro corbetas, que se refugiaron
en el puerto de Mitilene. Un barco de 74 partió para ir a buscar
ayuda a Constantinopla. Pero le dimos caza de un modo atroz y
saltó por los aires con sus novecientos cincuenta marineros. ¡Sí! Yo
estaba allí y fui yo quien prendió fuego a las camisas de azufre y
alquitrán con las que habíamos revestido su carena. ¡Buenas
camisas, que mantienen caliente, mi comandante, y que os
recomiendo en esta ocasión… para los señores piratas!
Había que oír al capitán Todros relatar así sus hazañas, con el
buen humor de un marinero del castillo de proa. Pero lo que contaba
el segundo de la Syphanta, lo había hecho de verdad y bien hecho
estaba.
No sin razón había Henry d’Albaret dado la vela hacia el norte,
después de haber tomado el mando de la corbeta. Pocos días antes
de su partida de Scio, se había señalado la presencia de unos
navíos sospechosos en las cercanías de Lemnos y de Samotracia.
Algunos buques de cabotaje levantinos habían sido saqueados y
destruidos casi sobre el litoral de la Turquía europea. Quizá aquellos
piratas, desde que la Syphanta les daba caza tan obstinadamente,
juzgaban apropiado refugiarse en los parajes septentrionales del
Archipiélago. Por su parte, aquello no era sino prudencia.
En las aguas de Metelin no vieron nada. Solamente algunos
buques mercantes, que se comunicaron con la corbeta, cuya
presencia no dejaba de tranquilizarles.
Durante unos quince días, la Syphanta, aunque fue duramente
probada por el mal tiempo del equinoccio, cumplió
concienzudamente su misión. Con ocasión de dos o tres ráfagas de
viento sucesivas, que la obligaron a ponerse en capa gobernante,
Henry d’Albaret pudo juzgar acerca de sus cualidades no menos
que de la habilidad de la tripulación. Pero también a él se le juzgó, y
no desmintió la reputación que tenían ya los oficiales de la marina
francesa de ser excelentes maniobristas. En cuanto a su talento
como táctico en medio de un combate naval, podrían apreciarlo más
tarde. Por lo que se refiere a su coraje ante el fuego, nadie dudaba
de él.
En esas circunstancias difíciles, el joven comandante se mostró
tan notable en la teoría como en la práctica. Poseía un carácter
audaz, un gran aplomo, una inquebrantable sangre fría, siempre
listo tanto para prever como para dominar los acontecimientos. En
una palabra, era un marino, y esa palabra lo dice todo.
Durante la segunda quincena de marzo, la corbeta se dirigió
hacia las tierras de Lemnos. Esta isla, la más importante del fondo
del mar Egeo, de una longitud de quince leguas y una anchura de
cinco a seis, no había sido puesta a prueba, como tampoco su
vecina Imbros, por la guerra de la Independencia; pero, en muchas
ocasiones, los piratas habían ido allí, incluso hasta la entrada de la
rada, para capturar buques mercantes. La corbeta, a fin de
abastecerse, recaló en el puerto, que estaba abarrotado. En aquella
época, en efecto, se construían muchos barcos en Lemnos, y si, por
temor a los corsarios, no se terminaban los que estaban en el
astillero, los que estaban acabados no se atrevían a salir. De ahí la
acumulación de embarcaciones.
Las informaciones que el comandante d’Albaret obtuvo en
aquella isla no podían sino animarlo a proseguir su campaña hacia
el norte del Archipiélago. Varias veces incluso, el nombre de Sacratif
fue pronunciado delante suyo y de sus oficiales.
—¡Ah! —exclamó el capitán Todros—. ¡Tengo una gran
curiosidad por encontrarme cara a cara con ese granuja, que me
parece un poco legendario! ¡Por lo menos eso me probaría que
existe!
—Así pues, ¿ponéis en duda su existencia? —preguntó
vivamente interesado Henry d’Albaret.
—Palabra, mi comandante —respondió Todros—; si queréis
saber mi opinión, no creo demasiado en Sacratif, ¡y no sé de nadie
que pueda jactarse de haberlo visto nunca! ¡Tal vez es un nombre
de guerra que adoptan sucesivamente los jefes piratas! Veréis,
considero que más de uno se ha balanceado ya con ese nombre
colgado del extremo de una verga de trinquete. De todos modos,
¡poco importa! Lo principal era que esos bigardos fuesen ahorcados,
y lo han sido.
—Después de todo, lo que decís es posible, capitán Todros —
respondió Henry d’Albaret—, y eso explicaría el don de la ubicuidad
del que Sacratif parece gozar.
—Tenéis razón, mi comandante —añadió uno de los oficiales
franceses—. Si Sacratif ha sido visto, como dicen, en diferentes
puntos a la vez y el mismo día, es que ese nombre es usado
simultáneamente por varios de esos jefes piratas.
—¡Y si lo usan, es para despistar mejor a las gentes honradas
que les dan caza! —replicó el capitán Todros—. Pero, lo repito, hay
un medio seguro de hacer desaparecer ese nombre: atrapar y colgar
a todos los que lo llevan… ¡e incluso a todos los que no lo llevan!
¡De este modo, el verdadero Sacratif, si existe, no escapará a la
soga que con toda justicia merece!
El capitán Todros tenía razón, ¡pero primero tenían que encontrar
a aquellos escurridizos malhechores!
—Capitán Todros —preguntó Henry d’Albaret—, durante la
primera campaña de la Syphanta, e incluso durante vuestras
campañas precedentes, ¿no habéis tenido nunca noticia de una
sacoleva de unas cien toneladas, que lleva el nombre de Karysta?
—Nunca —respondió el segundo.
—¿Y vos, señores? —añadió el comandante, dirigiéndose a sus
oficiales.
Ni uno solo había oído hablar de la sacoleva. La mayoría de
ellos, sin embargo, recorrían aquellos mares del Archipiélago desde
el inicio de la guerra de la Independencia.
—¿El nombre de Nicolás Starkos, el capitán de la Karysta, no ha
llegado hasta vos? —preguntó Henry d’Albaret insistiendo.
Aquel nombre era absolutamente desconocido para los oficiales
de la corbeta. Por otra parte, no era de extrañar, ya que no se
trataba más que del patrón de un simple buque mercante, como los
que se encuentran a centenares en los puertos de Levante.
No obstante, Todros creyó recordar muy vagamente haber oído
pronunciar el nombre de Starkos durante una de sus escalas en el
puerto de Arcadia, en Mesenia. Debía de ser el del capitán de uno
de aquellos buques de contrabandistas que transportaban a las
costas beréberes a los prisioneros vendidos por las autoridades
otomanas.
—¡Bueno! Ése no puede ser el Starkos de que habláis —añadió
—. El que vos decís era el patrón de una sacoleva y una sacoleva
no habría podido bastar a las necesidades de ese tráfico.
—En efecto —respondió Henry d’Albaret y ya no fue más allá en
aquella conversación.
Pero si pensaba en Nicolás Starkos era porque aquel
pensamiento lo llevaba siempre al impenetrable misterio de la doble
desaparición de Hadjine Elizundo y Andrónika. Ahora, aquellos dos
nombres ya no se separaban en su recuerdo.
Hacia el 25 de marzo, la Syphanta se encontraba a la altura de la
isla de Samotracia, sesenta leguas al norte de Scio. Considerando
el tiempo empleado con relación al camino recorrido, puede verse
que todos los refugios de aquellos parajes habían debido de ser
minuciosamente explorados. En efecto, lo que la corbeta no podía
hacer en los fondos poco profundos, donde el agua le habría faltado,
sus embarcaciones lo hacían por ella. Pero, hasta entonces, nada
había resultado de aquellas investigaciones.
La isla de Samotracia había sido cruelmente devastada durante
la guerra, y los turcos la tenían aún bajo su control. Podía
suponerse, pues, que los piratas encontraban un asilo seguro en
sus numerosas calas, a falta de un verdadero puerto. El monte
Saoce con una altitud de cinco a seis mil pies la domina y, desde
esa altura, es fácil para los vigías divisar todo navío cuya llegada
parezca sospechosa y dar la alarma a tiempo. Los piratas,
prevenidos con antelación, tienen todas las posibilidades de huir
antes de ser bloqueados. Debía de haber sido así, probablemente,
pues la Syphanta no encontró nada en aquellas aguas casi
desiertas.
Henry d’Albaret puso entonces rumbo al noroeste, de modo que
la Syphanta pasara por la isla de Tasos, situada a unas veinte
leguas de Samotracia. Como tenía viento contrario, la corbeta tuvo
que barloventear contra una brisa muy fuerte; pero pronto encontró
la protección de la tierra y, en consecuencia, una mar más sosegada
que hizo la navegación más fácil.
¡Singular destino el de las diversas islas del Archipiélago!
Mientras que Scio y Samotracia habían sufrido tanto a causa de los
turcos, Tasos, como Lemnos o Imbros, no se había resentido del
revés de la guerra. En Tasos toda la población es griega; las
costumbres allí son primitivas; los hombres y las mujeres han
conservado todavía, en su forma de arreglarse, en sus vestidos o
sus peinados, toda la gracia del arte antiguo. Las autoridades
otomanas, a las que esta isla se hallaba sometida desde principios
del siglo XV, habrían podido, pues, saquearla a placer, sin encontrar
la menor resistencia. Sin embargo, por un privilegio inexplicable, y
aunque la riqueza de sus habitantes era como para excitar la codicia
de aquellos bárbaros poco escrupulosos, había sido perdonada
hasta entonces.
No obstante, sin la llegada de la Syphanta, es probable que
Tasos hubiese conocido los horrores del saqueo.
En efecto, en la fecha del 2 de abril, el puerto, situado al norte de
la isla, que se llama hoy en día puerto Pyrgo, se hallaba seriamente
amenazado por una incursión de los piratas. Cinco o seis de sus
buques, místicos y chermes, que escoltaban un bergantín, armado
de una docena de cañones, se encontraban a la vista de la ciudad.
El desembarco de estos bandidos en medio de una población no
acostumbrada al combate hubiera terminado con un desastre, pues
la isla no tenía fuerzas suficientes para oponerse a ellos.
Pero la corbeta apareció en la rada y en cuanto su presencia fue
señalada mediante un pabellón izado al palo mayor del bergantín,
todos aquellos buques se colocaron en línea de batalla, lo que
indicaba una singular audacia por su parte.
—¿Es que van a atacarnos? —exclamó el capitán Todros, que
se había situado en el puente de mando junto al comandante.
—¿Atacarnos… o defenderse? —replicó Henry d’Albaret,
bastante sorprendido por esa actitud de los piratas.
—¡Por todos los diablos, yo habría esperado más bien ver a esos
granujas huyendo a toda vela!
—Al contrario, capitán Todros, ¡que resistan! ¡Que ataquen,
incluso! ¡Si se dieran a la fuga, algunos, sin duda, conseguirían
escapársenos! ¡Ordenad el zafarrancho de combate!
Las órdenes del comandante se ejecutaron enseguida. En la
batería, los cañones fueron cargados y cebados, los proyectiles
colocados al alcance de los sirvientes. Sobre la cubierta, se
prepararon las carronadas, y se distribuyeron armas, mosquetes,
pistolas, sables y hachas de abordaje. Los gavieros estaban
dispuestos para la maniobra, en previsión tanto de un combate en la
rada como de una persecución para dar caza a los fugitivos. Todo
esto se hizo con tanta regularidad y prontitud como si la Syphanta
hubiese sido un barco de guerra.
Entretanto, la corbeta se acercaba a la flotilla, lista tanto para
atacar como para rechazar cualquier ataque. La intención del
comandante era cargar sobre el bergantín, saludarlo con una
andanada que podía dejarlo fuera de combate, luego atracar junto a
él y lanzar a sus hombres al abordaje.
Pero era probable que los piratas, si estaban preparándose para
la lucha, no pensasen en escapar. Si no lo habían hecho antes, era
porque habían sido sorprendidos por la llegada de la corbeta, que
ahora les cerraba la rada. No les quedaba, pues, sino combinar sus
movimientos para intentar forzar el paso.
Fue el bergantín el que abrió el fuego. Orientó sus cañones de
modo que pudiese desarbolar la corbeta al menos de uno de sus
palos. Si lo conseguía, estaría en condiciones más favorables para
librarse de la persecución de su adversario.
La descarga pasó a siete u ocho pies por encima del puente de
la Syphanta, cortó algunas drizas, rompió algunas escotas y los
brazos de algunas vergas, hizo saltar en pedazos una parte de la
madera de respeto entre el palo mayor y el trinquete e hirió a tres o
cuatro marineros, pero de poca gravedad. En suma, no alcanzó
ningún órgano esencial.
Henry d’Albaret no respondió inmediatamente. Ordenó seguir
avanzando hacia el bergantín, y no envió su andanada de estribor
hasta que la humareda de los primeros cañonazos se hubo
disipado.
Por suerte para el bergantín, su capitán había podido evolucionar
aprovechando la brisa y no recibió más que dos o tres balas en el
casco, por encima de la línea de flotación. Si algunos de sus
hombres murieron, por lo menos no quedó fuera de combate.
Pero los proyectiles de la corbeta que no lo alcanzaron, no se
perdieron. El místico que el bergantín había dejado al descubierto
con su maniobra recibió una buena parte de ellos en su muralla de
babor, con tan mala fortuna para él que empezó a hacer agua.
—¡Si no es el bergantín, es su compañero el que ha recibido en
su viejo caparazón! —exclamaron algunos marineros, apostados en
el castillo de proa de la Syphanta.
—¡Mi parte de vino a que se hunde en cinco minutos!
—¡En tres!
—¡Hecho! ¡Y que tu vino entre por mi gaznate tan fácilmente
como el agua le entra a él por los agujeros del casco!
—¡Se hunde!… ¡Se hunde!…
—¡Míralo! ¡Ya le llega hasta la cintura…, y espera, que pronto le
llegará por encima de la cabeza!
—¡Y mira a todos esos hijos del diablo cómo saltan para salvarse
a nado!
—¡Bueno! ¡Si prefieren la soga al cuello a ahogarse en el agua,
no hay que contrariarlos!
Y, en efecto, el místico se hundía poco a poco. Por eso, antes de
que el agua hubiese alcanzado las batayolas, la tripulación se había
lanzado al mar, para tratar de llegar hasta algún otro barco de la
flotilla.
¡Pero éstos tenían otras preocupaciones que la de ocuparse de
recoger a los supervivientes del místico! Ahora buscaban solamente
la manera de huir. De modo que todos aquellos miserables se
ahogaron sin que se hubiese lanzado un solo cabo para subirlos a
bordo.
Por otra parte, la segunda andanada de la Syphanta fue enviada,
esta vez, contra uno de los chermes que se ofrecía a su vista de
través, y lo desmanteló completamente. No hizo falta más para
destruirlo. Pronto, el cherme había desaparecido en medio de una
cortina de llamas que media docena de balas rojas acababan de
encender bajo su cubierta.
Al ver este resultado, los otros dos barcos pequeños
comprendieron que no conseguirían defenderse de los cañones de
la corbeta. Era incluso evidente que dándose a la fuga no tendrían
ninguna oportunidad de escapar de un navío tan veloz.
Por eso, el capitán del bergantín tomó la única medida que se
podía tomar, si quería salvar a sus tripulaciones. Les dio señal de
concentrarse. En pocos minutos, los piratas se habían refugiado a
bordo del bergantín, después de haber abandonado un místico y un
cherme, a los cuales habían prendido fuego y que no tardarían en
saltar por los aires.
La tripulación del bergantín, reforzada así en un centenar de
hombres, se encontraba en mejores condiciones para aceptar el
combate al abordaje, en caso de que no lograra escapar.
Pero, aunque su tripulación igualaba ahora en número a la
tripulación de la corbeta, lo mejor que podía hacer era todavía
buscar su salvación en la huida. Por eso, no dudó en aprovechar las
cualidades de velocidad que poseía, para ir a buscar refugio en la
costa otomana. Allí, su capitán sabría agazaparse tan bien entre los
escollos del litoral que la corbeta no podría descubrirlo, ni seguirlo si
lo descubría.
La brisa había arreciado notablemente. El bergantín no vaciló,
sin embargo, en aparejar hasta sus últimas velas de sosobre, a
riesgo de romper su arboladura, y empezó a alejarse de la
Syphanta.
—¡Bueno! —exclamó el capitán Todros—. ¡Me sorprendería que
sus piernas fuesen tan largas como las de nuestra corbeta!
Y se volvió hacia el comandante, a la espera de sus órdenes.
Pero, en ese momento, la atención de Henry d’Albaret acababa
de ser atraída hacia otro lugar. Ya no miraba el bergantín. Con su
anteojo dirigido hacia el puerto de Tasos, observaba un buque ligero
que desplegaba velas para alejarse de allí.
Era una sacoleva. Llevada por una brisa moderada de noroeste,
que le permitía llevar todo su velamen, se había metido por el
canalizo sur del puerto, al cual le permitía acceder su escaso
calado.
Henry d’Albaret, después de haberla mirado atentamente, apartó
bruscamente su catalejo.
—¡La Karysta! —exclamó.
—¡Cómo! ¿Es esa sacoleva de la que nos habéis hablado? —
respondió el capitán Todros.
—La misma, y, por apoderarme de ella, daría…
Henry d’Albaret no acabó la frase. Entre el bergantín, a bordo del
cual iba una numerosa tripulación de piratas, y la Karysta, aunque
estuviese sin duda al mando de Nicolás Starkos, su deber no le
permitía dudar. Seguramente, abandonando la persecución del
bergantín, poniéndose a favor del viento para ganar el extremo del
canalizo, podía cortar el paso a la sacoleva, podía alcanzarla y
adueñarse de ella. Pero eso hubiera sido sacrificar en su interés
personal el interés general, y no debía hacerlo. Lanzarse sobre el
bergantín sin perder un instante e intentar capturarlo para destruirlo:
eso era lo que tenía que hacer y eso fue lo que hizo. Dirigió una
última mirada a la Karysta, que se alejaba con una velocidad
asombrosa a través del canalizo que había quedado libre, y dio las
órdenes para dar caza al barco pirata, que empezaba a alejarse en
dirección contraria.
Enseguida, la Syphanta se lanzó a toda vela tras la estela del
bergantín. Al mismo tiempo, sus cañones de caza fueron colocados
en posición, y, como los dos navíos no estaban aún más que a
media milla de distancia el uno del otro, la corbeta empezó a hablar.
Lo que dijo no fue, sin duda, del gusto del bergantín. Por eso,
orzando dos cuartos, intentó ver si, con esta nueva marcha,
conseguiría distanciarse de su adversario; pero fracasó en su
intento.
El timonel de la Syphanta puso la caña un poco a sotavento, y la
corbeta orzó a su vez.
Todavía durante una hora, la persecución continuó en estas
condiciones. La distancia que los separaba de los piratas disminuía
visiblemente, y no había duda de que serían alcanzados antes de la
noche. Pero la lucha entre los dos navíos había de terminar de
modo muy diferente.
Gracias a un golpe de suerte, una de las balas de la Syphanta
desarboló el bergantín de su palo trinquete. Enseguida, el navío
cayó a sotavento, y la corbeta sólo tuvo que abatir para encontrarse
junto a él un cuarto de hora más tarde.
Una espantosa detonación resonó entonces. La Syphanta
acababa de enviar toda su andanada de estribor, a una distancia de
menos de medio cable. El bergantín casi se levantó en el aire,
conmocionado por una avalancha de hierro, pero sólo su obra
muerta había sido alcanzada, y no se hundió.
De todos modos, el capitán, cuya tripulación había sido
diezmada por esta última descarga, comprendió que no podía
resistir por más tiempo y arrió su pabellón.
En un instante, las embarcaciones de la corbeta abordaron el
bergantín y recogieron a los escasos supervivientes. Luego el barco,
entregado a las llamas, ardió hasta el momento en que el incendio
alcanzó la línea de flotación. Entonces desapareció entre las olas.
La Syphanta había hecho un buen trabajo. Nunca se sabría
quién era el jefe de aquella flotilla, su nombre, su origen o sus
antecedentes, pues rehusó obstinadamente responder a las
preguntas que le fueron hechas al respecto. En cuanto a sus
compañeros, callaron igualmente, y tal vez, incluso, tal como
sucedía a veces, no sabían nada de la vida pasada de aquél a cuyo
mando estaban. Pero en cuanto a que eran piratas, no había
posibilidad de error, y se hizo con ellos pronta justicia.
Entretanto, aquella aparición y desaparición de la sacoleva había
dado mucho que pensar a Henry d’Albaret. En efecto, las
circunstancias en las cuales acababa de dejar Tasos no podían sino
hacerla absolutamente sospechosa. ¿Había querido aprovecharse
del combate entre la corbeta y la flotilla para escapar con mayor
seguridad? ¿Temía, pues, encontrarse con la Syphanta, que tal vez
había reconocido? ¡Un barco honrado hubiera permanecido
tranquilamente en el puerto, puesto que los piratas ya sólo
intentaban alejarse de allí! Por el contrario, la Karysta, a riesgo de
caer en sus manos, se había apresurado a aparejar y a hacerse a la
mar. ¡Nada podía ser más sospechoso que aquella manera de
actuar, y uno podía preguntarse si no estaría en connivencia con
ellos! En realidad, no hubiese sorprendido al comandante d’Albaret
que Nicolás Starkos fuese uno de los suyos. Por desgracia,
prácticamente sólo podía contar con el azar para volver a encontrar
su pista. La noche estaba por llegar y la Syphanta, volviendo hacia
el sur, no habría tenido ninguna oportunidad de encontrar la
sacoleva. Así pues, por más que Henry d’Albaret lamentara haber
perdido aquella ocasión de capturar a Nicolás Starkos, tuvo que
resignarse. Había cumplido con su deber. El resultado de aquel
combate de Tasos eran cinco navíos destruidos sin que ello hubiese
costado casi nada a la tripulación de la corbeta. Con ello quedaría
tal vez garantizada, por algún tiempo, la seguridad en los parajes del
Archipiélago septentrional.
Capítulo III

Señales sin respuesta

O cho días después del combate de Tasos, la Syphanta,


habiendo explorado todas las calas de la ribera otomana
desde Cavala hasta Orfani, atravesaba el golfo de Contessa e iba
luego del cabo Deprano hasta el cabo Paliuri, en la entrada de los
golfos de Monte Santo y Casandra; finalmente, en la jornada del 15
de abril, empezaba a perder de vista las cimas del monte Athos,
cuya punta más elevada alcanza una altura de casi dos mil metros
por encima del nivel del mar.
Ningún barco sospechoso fue avistado en el curso de esta
navegación. Varias veces aparecieron escuadras turcas; pero la
Syphanta, que navegaba bajo pabellón corfiota, no se creyó
obligada a ponerse en comunicación con estos navíos, que su
comandante habría recibido a cañonazos más que lanzando
sombreros al aire. Sí lo hizo, en cambio, con algunos barcos de
cabotaje griegos, de los cuales obtuvieron ciertas informaciones que
no podían ser sino útiles a la misión de la corbeta.
En estas circunstancias, el día 26 de abril, Henry d’Albaret tuvo
conocimiento de un hecho de gran importancia. Las potencias
aliadas acababan de decidir que todo refuerzo que llegase por mar a
las tropas de Ibrahim sería interceptado. Además, Rusia declaraba
oficialmente la guerra al sultán. La situación de Grecia seguía, pues,
mejorando, y, aunque tuviera que sufrir todavía algunos retrasos,
caminaba con paso seguro hacia la conquista de su independencia.
El 30 de abril, la corbeta había penetrado hasta los últimos
confines del golfo de Salónica, el punto más extremo que había de
alcanzar en el noroeste del Archipiélago durante aquel viaje. Allí
tuvo aún ocasión de dar caza a algunos jabeques, paquebotes o
polacras, que sólo escaparon de ella lanzándose contra la costa. Si
bien las tripulaciones no perecieron hasta el último hombre, al
menos la mayoría de aquellos barcos quedaron inutilizados.
La Syphanta retomó entonces la dirección sudeste, para poder
explorar cuidadosamente las costas meridionales del golfo de
Salónica. Pero, sin duda, había sido dada la alarma, pues ni un solo
pirata, con el que se pudiera haber hecho justicia, se dejó ver.
Fue entonces cuando, a bordo de la corbeta, se produjo un
hecho singular, inexplicable incluso.
El 10 de mayo, hacia las siete de la tarde, al entrar en el
comedor de oficiales, que ocupaba toda la popa de la Syphanta,
Henry d’Albaret encontró una carta sobre la mesa. La cogió, la
acercó a la lámpara que se balanceaba colgada del techo y leyó a
quién iba dirigida.
Las señas del destinatario estaban redactadas así:
«Al capitán Henry d’Albaret, comandante de la corbeta Syphanta,
en el mar».
Henry d’Albaret creyó reconocer aquella escritura. Se parecía, en
efecto, a la de la carta que había recibido en Scio, por la cual se le
informaba de que había una plaza libre a bordo de la corbeta.
He aquí el contenido de la carta, llegada esta vez de modo tan
singular, cuando estaban fuera de toda línea de comunicaciones
postales:
Si el comandante d’Albaret tiene a bien disponer su plan de campaña a través
del Archipiélago de manera que se encuentre en los parajes de la isla de
Escarpanto en la primera semana de septiembre, habrá actuado en bien de todos
y en beneficio de los intereses que le han sido confiados.
No había ninguna fecha y, como la carta llegada a Scio, no
estaba firmada. Cuando Henry d’Albaret las hubo comparado, pudo
convencerse de que ambas eran de la misma mano.
¿Cómo explicar aquello? El correo le había remitido la primera
carta. Pero quien había dejado aquélla sobre la mesa podía ser tan
sólo una persona de a bordo. Así pues, o bien esa persona la tenía
en su posesión desde el principio de la campaña, o bien le había
llegado en una de las últimas escalas de la Syphanta. Además,
aquella carta no estaba allí cuando el comandante había dejado el
comedor de oficiales, una hora antes, para ir al puente a dar las
instrucciones para la noche. Así que, necesariamente, la habían
dejado sobre la mesa del comedor hacía menos de una hora.
Henry d’Albaret llamó.
Apareció un timonel.
—¿Quién ha venido aquí mientras yo estaba en cubierta? —
preguntó Henry d’Albaret.
—Nadie, mi comandante —respondió el marinero.
—¿Nadie?… Pero ¿no podría alguien haber entrado aquí sin que
tú lo hubieses visto?
—No, mi comandante, porque no me he apartado de la puerta ni
un solo instante.
—¡Está bien!
El timonel se retiró, después de haberse llevado la mano a la
boina.
«Es verdad —se dijo Henry d’Albaret—, me parece imposible
que un hombre de a bordo haya podido entrar por la puerta sin
haber sido visto. Pero, a la caída de la noche, ¿no habría podido
alguien deslizarse hasta la galería exterior y entrar por una de las
ventanas del comedor?».
Henry d’Albaret fue a verificar el estado de las portas que se
abrían en el espejo de popa de la corbeta. Pero aquellas ventanas,
así como las de su habitación, estaban cerradas por dentro. Era,
pues, manifiestamente imposible que una persona, viniendo del
exterior, hubiese podido pasar por una de aquellas aberturas.
Aquello, en suma, no era algo que pudiese causar la menor
inquietud a Henry d’Albaret; sorpresa, como mucho, y tal vez ese
sentimiento de curiosidad no satisfecha que se experimenta ante un
hecho difícilmente explicable. Lo cierto es que, de alguna manera, la
carta anónima había llegado a su destinatario y que ese destinatario
no era otro que el comandante de la Syphanta.
Henry d’Albaret, después de haber reflexionado sobre ello,
resolvió no decir nada en relación con este asunto, ni siquiera al
segundo de la corbeta. ¿De qué le habría servido hablar? Su
misterioso corresponsal, quienquiera que fuese, no se daría a
conocer, eso era seguro.
Pero ¿tendría en cuenta el comandante el aviso contenido en
aquella carta?
«¡Por supuesto! —se dijo—. Quien me escribió la primera vez,
en Scio, no me engañó al asegurarme que había una plaza vacante
en el estado mayor de la Syphanta. ¿Por qué me engañaría la
segunda invitándome a aproximarme a la isla de Escarpanto en la
primera semana de septiembre? ¡Si lo hace, sólo puede ser en
interés de la misión que se me ha confiado! ¡Sí! ¡Modificaré mi plan
de campaña y estaré, en la fecha fijada, allí donde se me dice que
esté!».
Henry d’Albaret guardó con mucho cuidado la carta que le daba
aquellas nuevas instrucciones; luego, después de haber tomado sus
mapas, se puso a estudiar un nuevo plan de crucero, con objeto de
ocupar los cuatro meses que restaban hasta finales de agosto.
La isla de Escarpanto está situada en el sudeste, en el otro
extremo del Archipiélago, es decir, a unas cien leguas en línea recta.
No le faltaría tiempo a la corbeta, por lo tanto, para visitar las
diversas costas de Morea, donde los piratas encontraban tan
fácilmente refugios, así como todo el grupo de las Cícladas,
diseminadas entre la entrada del golfo de Egina y la isla de Creta.
En suma, aquella obligación de encontrarse en las
inmediaciones de Escarpanto en la época indicada no iba a
modificar apenas el itinerario establecido ya por el comandante
d’Albaret. Haría lo que había decidido hacer, sin tener que suprimir
nada de su programa. Por eso, el día 20 de mayo, después de
haber inspeccionado las pequeñas islas de Pelerisa, Peperi,
Sarakino y Skantxura, al norte de Negroponto, la Syphanta se dirigió
hacia Skyros.
Skyros es una de las más importantes entre las nueve islas que
forman este grupo, del que la Antigüedad habría debido hacer tal
vez el dominio de las nueve musas. En su puerto de San Jorge,
seguro, vasto, de buen fondeo, la tripulación de la corbeta pudo
fácilmente abastecerse de víveres frescos, corderos, perdices, trigo,
cebada, y aprovisionarse de aquel excelente vino que es una de las
grandes riquezas del país. Esta isla, muy relacionada con los
acontecimientos semimitológicos de la guerra de Troya, en la que
destacaron los nombres de Licomedes, Aquiles y Ulises, iba a
retornar pronto al nuevo reino de Grecia en la eparquía de Eubea.
Como las riberas de Skyros están extremadamente recortadas
en ensenadas y calas, en las cuales los piratas pueden fácilmente
encontrar protección, Henry d’Albaret las hizo explorar
minuciosamente. Mientras que la corbeta se ponía al pairo a una
distancia de algunos cables, sus embarcaciones no dejaron ni un
solo rincón sin escudriñar.
De esta severa exploración no resultó nada. Aquellos refugios
estaban desiertos. La única información que el comandante
d’Albaret recogió de las autoridades de la isla fue ésta: un mes
antes, en aquellos mismos parajes, varios buques mercantes habían
sido atacados, saqueados y destruidos por un barco que navegaba
bajo pabellón pirata y aquel acto de piratería se atribuía al famoso
Sacratif. Pero nadie habría podido decir en qué se basaba aquella
afirmación, tan grande era la incertidumbre en relación con la
existencia misma de aquel personaje.
La corbeta abandonó Skyros, después de cinco o seis días de
descanso. Hacia finales de mayo se acercó a las costas de la gran
isla de Eubea, también llamada Negroponto, cuyos alrededores
examinó cuidadosamente a lo largo de más de cuarenta leguas.
Es sabido que esta isla fue una de las primeras en sublevarse, al
inicio mismo de la guerra, en 1821; pero los turcos, después de
haberse encerrado en la ciudadela de Negroponto, se mantuvieron
allí con una tenaz resistencia, al tiempo que se atrincheraban en la
de Karistos. Luego, reforzados por las tropas del bajá Yusuf, se
desperdigaron por la isla y se entregaron a sus matanzas
habituales, hasta el momento en que un jefe griego, Diamantis,
consiguió detenerlos en septiembre de 1823. Habiendo atacado a
los soldados otomanos por sorpresa, mató al mayor número posible
de ellos y obligó a los fugitivos a cruzar de nuevo el estrecho para
refugiarse en Tesalia.
Pero, a fin de cuentas, la ventaja siguió siendo de los turcos, que
eran superiores en número. Después de una vana tentativa del
coronel Fabvier y del jefe de escuadrón Regnaud de Saint-Jean
d’Angély, en 1826, se adueñaron definitivamente de toda la isla.
Estaban allí todavía en el momento en que la Syphanta pasó a la
vista de Negroponto. Desde la cubierta de su barco, Henry d’Albaret
pudo volver a ver aquel escenario de una lucha sangrienta, en la
cual había tomado parte personalmente. Entonces ya no se luchaba
en la isla y, después del reconocimiento del nuevo reino, Eubea, con
sus sesenta mil habitantes, iba a formar una de las monarquías de
Grecia.
Por más que patrullar aquel mar, casi bajo los cañones turcos,
fuera extremadamente peligroso, la corbeta no dejó por ello de
proseguir su viaje y destruyó una veintena de navíos piratas que se
aventuraban hasta el grupo de las Cícladas.
Aquella expedición le llevó la mayor parte de junio. Luego se
dirigió hacia el sudeste. En los últimos días del mes, se encontraba
a la altura de Andros, la primera de las Cícladas, situada en el
extremo de Eubea, isla patriota cuyos habitantes se sublevaron, al
mismo tiempo que los de Psara, contra la dominación otomana.
Desde allí, el comandante d’Albaret, juzgando apropiado
modificar su rumbo, a fin de acercarse a las costas del Peloponeso,
se dirigió sin vacilar hacia el sudoeste. El 2 de julio llegaba a la isla
de Zea, la antigua Kéos o Kos, dominada por la alta cima del monte
Elia.
La Syphanta recaló, durante algunos días, en el puerto de Zea,
uno de los mejores de aquellos parajes. Allí, Henry d’Albaret y sus
oficiales volvieron a encontrar a varios de aquellos valerosos zeotas,
que habían sido sus compañeros de armas durante los primeros
años de la guerra. De ahí que la acogida brindada a la corbeta fuera
de lo más cordial. Pero, como ningún pirata podía haber tenido la
idea de refugiarse en las calas de la isla, la Syphanta no tardó en
reanudar su viaje, doblando, el 5 de julio, el cabo de las Columnas,
en la punta sudeste del Ática.
Durante el fin de la semana, la navegación fue más lenta, por
falta de viento a la entrada de ese golfo de Egina que corta tan
profundamente la tierra de Grecia hasta el istmo de Corinto. Hubo
que vigilar con una extrema atención. La Syphanta, casi siempre
detenida por la calma chicha, no podía avanzar ni en una dirección
ni en otra. De modo que, en aquellos mares frecuentados por los
piratas, si algunos centenares de embarcaciones la hubiesen
abordado a remo, habría tenido grandes dificultades para
defenderse. Por eso, la tripulación se mantuvo preparada para
rechazar cualquier ataque, y tenía buenos motivos para hacerlo.
Vieron, en efecto, acercarse varios botes, de cuyas intenciones
no cabía dudar; pero no se atrevieron a desafiar desde demasiado
cerca los cañones y los mosquetes de la corbeta.
El 10 de julio, el viento volvió a soplar del norte, circunstancia
favorable para la Syphanta, que, después de haber pasado casi
frente a la pequeña ciudad de Damala, dobló rápidamente el cabo
Skyli, en la punta extrema del golfo de Nauplia.
El 11, aparecía delante de Hidra y, al cabo de dos días, delante
de Spetzia. No es necesario insistir en la destacada intervención de
los habitantes de esas dos islas en la guerra de la Independencia. Al
principio, los hidriotas, los spetziotas y sus vecinos, los ipsariotas,
poseían más de trescientos buques mercantes. Después de
haberlos transformado en barcos de guerra, los lanzaron, no sin
éxito, contra las flotas otomanas. Aquélla fue la cuna de las familias
Conduriotis, Tombasis, Miaulis, Orlandos y tantas otras de ilustre
origen, que pagaron primero con su fortuna y luego con su sangre
aquella deuda con la patria. De allí partieron aquellos temibles
brulotes[16] que se convirtieron pronto en el terror de los turcos. Por
eso, a pesar de las revueltas en el interior, su suelo nunca fue
hollado por el pie de los opresores.
En el momento en que Henry d’Albaret las visitó, comenzaban a
retirarse de una lucha ya muy amortiguada por una parte y por otra.
Ya no estaba lejos la hora en la cual iban a unirse al nuevo reino,
formando dos eparquías del departamento de Corintia y del de la
Argólida.
El 20 de julio, la corbeta recaló en el puerto de Hermópolis, en la
isla de Sira, la patria del fiel Eumeo, tan poéticamente cantado por
Homero. En la época en la que transcurre esta historia, servía
todavía como refugio a todos aquellos que habían sido expulsados
del continente por los turcos. Sira, cuyo obispo católico está todavía
bajo la protección de Francia, puso todos sus recursos a disposición
de Henry d’Albaret. En ningún puerto de su país hubiese encontrado
el joven comandante mejor ni más cordial acogida.
Una sola pena enturbiaba aquella alegría que sentía al verse tan
bien recibido: la de no haber llegado tres días antes.
En efecto, en una conversación que mantuvo con el cónsul de
Francia, éste le informó de que una sacoleva, que llevaba el nombre
de Karysta y navegaba bajo pabellón griego, acababa de abandonar
el puerto, sesenta horas antes. De ahí podía concluirse que la
Karysta, huyendo de la isla de Tasos, durante el combate de la
corbeta con los piratas, se había dirigido hacia los parajes
meridionales del Archipiélago.
—Pero ¿se sabe tal vez adónde ha ido? —preguntó vivamente
interesado Henry d’Albaret.
—Según he oído decir —respondió el cónsul—, ha debido de
tomar rumbo hacia las islas del sudeste, si es que no se dirige
incluso hacia uno de los puertos de Creta.
—¿No habéis tenido ninguna relación con su capitán? —
preguntó Henry d’Albaret.
—Ninguna, comandante.
—¿Y no sabéis si ese capitán se llamaba Nicolás Starkos?
—Lo ignoro.
—¿Y no había nada que pudiera hacer sospechar que esa
sacoleva formase parte de la flotilla de los piratas que infestan esta
parte del Archipiélago?
—Nada; pero si es así —respondió el cónsul—, no sería extraño
que hubiese dado la vela hacia Creta, algunos de cuyos puertos
están siempre abiertos a esos corsarios.
Esta noticia no dejó de causar al comandante de la Syphanta
una profunda emoción, como todo lo que podía relacionarse directa
o indirectamente con la desaparición de Hadjine Elizundo. En
verdad, había sido mala suerte haber llegado tan poco tiempo
después de la partida de la sacoleva. Pero, puesto que había
tomado rumbo al sur, quizá la corbeta, que debía seguir esa
dirección, conseguiría alcanzarla. Así que Henry d’Albaret, que tan
ardientemente deseaba encontrarse frente a Nicolás Starkos,
abandonó Sira la noche del mismo 21 de julio, después de haber
zarpado con una brisa suave, que no podía sino arreciar, según las
indicaciones del barómetro.
Durante quince días, es preciso reconocerlo, el comandante
d’Albaret buscó la sacoleva al menos tanto como a los piratas.
Decididamente, en su mente, la Karysta merecía ser tratada como
aquéllos y por las mismas razones. Llegado el caso, ya vería lo que
debía hacer.
Sin embargo, a pesar de sus pesquisas, la corbeta no consiguió
encontrar las huellas de la sacoleva. En Naxos visitaron todos los
puertos de la isla, y la Karysta no había recalado en ninguno de
ellos. En medio de los islotes y escollos que rodean esta isla, no
tuvieron mejor suerte. Por otra parte, la ausencia de corsarios era
total, y eso en unos parajes que frecuentaban de buen grado. El
comercio entre estas ricas Cícladas es considerable y las
oportunidades de saqueo habrían debido atraerlos particularmente
hacia allí.
Lo mismo sucedió en Paros, separada de Naxos por un simple
canal de siete millas de ancho. Ni el puerto de Parkia, ni los de
Naussa, Santa María, Agoula y Dico habían recibido la visita de
Nicolás Starkos. Sin duda, tal como había dicho el cónsul de Sira, la
sacoleva había debido de dirigirse hacia una de las puntas del litoral
de Creta.
El 9 de agosto, la Syphanta fondeaba en el puerto de Milo. Esta
isla, rica hasta mediados del siglo XVIII y empobrecida después a
consecuencia de las conmociones volcánicas, está ahora
envenenada por los vapores malignos del suelo, y su población
tiende a reducirse cada vez más.
Allí, las pesquisas fueron igualmente inútiles. No solamente la
Karysta no había hecho acto de presencia, sino que ni siquiera
encontraron a un solo pirata a quien dar caza, de aquellos que
esquilmaban habitualmente el mar de las Cícladas.
Verdaderamente, era para preguntarse si la llegada de la Syphanta,
anunciada oportunamente, no les daba tiempo para emprender la
huida. La corbeta había hecho suficiente daño a los del norte del
Archipiélago para que los del sur quisiesen evitar encontrarse con
ella. En fin, por una razón o por otra, jamás aquellos parajes habían
sido tan seguros. Parecía que los buques mercantes podrían en
adelante navegar por ellos con toda garantía. Algunos de aquellos
grandes barcos de cabotaje, jabeques, paquebotes, polacras,
tartanas, faluchos o carabelas que encontraron por el camino fueron
interrogados; pero de las respuestas de sus patrones o capitanes el
comandante d’Albaret no pudo sacar nada que pudiese aclararle las
cosas.
Entretanto, era ya el 14 de agosto. No quedaban más que dos
semanas para llegar a la isla de Escarpanto, antes de los primeros
días de septiembre. Habiendo salido del grupo de las Cícladas, la
Syphanta sólo tenía que picar recto hacia el sur a lo largo de setenta
u ochenta leguas. Aquella mar se halla cerrada por la larga tierra de
Creta, y ya, las más altas cimas de la isla, envueltas de nieves
perpetuas, se mostraban por encima del horizonte.
El comandante d’Albaret decidió poner rumbo en esa dirección.
Después de llegar a la vista de Creta, no tendría más que ir hacia el
este para alcanzar Escarpanto.
Con todo, tras dejar Milo, la Syphanta avanzó todavía vía hacia
el sudeste hasta la isla de Santorin y exploró hasta los menores
pliegues de aquellos acantilados negruzcos. Parajes peligrosos, en
los cuales puede surgir a cada instante un nuevo escollo, empujado
por los fuegos volcánicos. Luego, tomando como punto de
referencia el antiguo monte Ida, el moderno Psiloritis, que domina
Creta con sus más de siete mil pies, la corbeta navegó en línea
recta a barlovento, impulsada por una buena brisa de
oestenoroeste, que le permitió desplegar todo su velamen.
Al cabo de dos días, el 16 de agosto, las alturas de esta isla, la
más grande de todo el Archipiélago, se destacaban sobre un
horizonte claro con sus pintorescos recortes, desde el cabo Spada
hasta el cabo Stavros. Un brusco recodo de la costa escondía aún la
escotadura en cuyo fondo se encuentra Candía, la capital.
—¿Es vuestra intención, mi comandante —preguntó el capitán
Todros—, recalar en uno de los puertos de la isla?
—Creta está todavía en manos de los turcos —respondió Henry
d’Albaret— y creo que no tenemos nada que hacer ahí. Según las
noticias que me dieron en Sira, los soldados de Mustafá, después
de haberse apoderado de Rétimo, se han convertido en los amos de
todo el país, a pesar del valor de los sfakiotas.
—Valientes montañeses, esos sfakiotas —dijo el capitán Todros
—, y desde el principio de la guerra se han ganado, con toda
justicia, una gran reputación de coraje…
—Sí, de coraje… y de avidez, Todros —respondió Henry
d’Albaret—. Hace apenas dos meses, tenían la suerte de Creta en
sus manos. Mustafá y los suyos, sorprendidos por ellos, iban a ser
exterminados; pero, siguiendo sus órdenes, sus soldados lanzaron
joyas, adornos, armas valiosas, todo lo más precioso que llevaban
consigo, y mientras los sfakiotas se desbandaban para recoger esos
objetos, los turcos pudieron escapar a través del desfiladero en el
cual debían encontrar la muerte.
—Eso es muy triste, pero, después de todo, mi comandante, los
cretenses no son absolutamente griegos.
Que nadie se extrañe al oír al segundo de la Syphanta, que era
de origen helénico, utilizar este lenguaje. No sólo los cretenses, por
grande que hubiese sido su patriotismo, no eran griegos a sus ojos,
sino que tampoco iban a entrar en la formación definitiva del nuevo
reino. Al igual que Samos, Creta iba a permanecer bajo la
dominación otomana, al menos hasta 1832, época en la que el
sultán había de ceder a Mehmet-Alí todos sus derechos sobre la
isla.
Así pues, en aquellas circunstancias, el comandante d’Albaret no
tenía ningún interés en entrar en comunicación con los diversos
puertos de Creta. Candía se había convertido en el principal arsenal
de los egipcios y desde allí había lanzado el bajá a sus salvajes
soldados sobre Grecia. En cuanto a La Canea, su población, por
instigación de las autoridades otomanas, habría podido dar una
mala acogida al pabellón corfiota que ondeaba en el pico de la
Syphanta. Finalmente, ni en Hierapetra, ni en Suda, ni en Kissamos,
hubiese obtenido Henry d’Albaret información alguna que hubiese
podido permitirle coronar su crucero con alguna captura importante.
—No —dijo el capitán Todros—, me parece inútil rastrear la costa
septentrional, pero podríamos rodear la isla por el noroeste, doblar
el cabo Spada y navegar un día o dos por las aguas de Grabusa.
Era evidentemente la mejor solución. En aquellas aguas de mala
fama, la Syphanta encontraría tal vez la ocasión, que le había sido
negada desde hacía más de un mes, de mandar algunas andanadas
a los piratas del Archipiélago.
Además, si la sacoleva, como era de creer, se había dado a la
vela hacia Creta, no era imposible que hubiera recalado en
Grabusa. Razón de más para que el comandante d’Albaret quisiese
inspeccionar los accesos a ese puerto.
En aquella época, en efecto, Grabusa era todavía un nido de
corsarios. Unos siete meses atrás, había hecho falta nada menos
que una flota anglofrancesa y un destacamento de regulares griegos
bajo el mando de Mavrocordato para dar cuenta de esta guarida de
criminales. Y lo insólito de este caso fue que las mismas autoridades
cretenses rehusaron entregar a una docena de piratas, reclamados
por el comandante de la escuadra inglesa. Por eso, éste se vio
obligado a abrir fuego contra la ciudadela, quemar varios buques y
realizar un desembarco para obtener satisfacción.
Era, pues, natural suponer que, desde la partida de la escuadra
aliada, los piratas habían debido de refugiarse preferentemente en
Grabusa, puesto que allí encontraban tan inesperados apoyos. De
modo que Henry d’Albaret se decidió a llegar a Escarpanto
siguiendo la costa meridional de Creta, con el fin de pasar por
delante de Grabusa. Dio, pues, sus órdenes, y el capitán Todros se
apresuró a hacerlas ejecutar.
El tiempo era tan bueno como se podía desear. Además, en
aquel agradable clima, diciembre es el principio del invierno y enero
es el final. ¡Isla afortunada, aquella Creta, patria del rey Minos y del
ingeniero Dédalo! ¿Acaso no era allí adonde Hipócrates enviaba a
su rica clientela de Grecia, país que recorría enseñando el arte de
curar?
La Syphanta, orientada todo a ceñir, orzó para doblar el cabo
Spada, que se proyecta al extremo de la lengua de tierra que se
alarga entre la bahía de La Canea y la bahía de Kissamos. Pasaron
el cabo a la caída de la tarde. Durante la noche —una de esas
noches de Oriente, tan transparentes—, la corbeta rodeó la punta
extrema de la isla. Un giro de viento le bastó para retomar la
dirección sur y, por la mañana, con velamen reducido, avanzaba
dando pequeñas bordadas por delante de la entrada de Grabusa.
Durante seis días, el comandante d’Albaret inspeccionó
detenidamente toda aquella costa occidental de la isla, comprendida
entre Grabusa y Kissamos. Varios navíos salieron del puerto,
faluchos o jabeques mercantes. La Syphanta abordó algunos para
«conversar» con sus tripulantes, y no tuvo motivos para sospechar
de sus respuestas. Frente a las preguntas que les hicieron acerca
de los piratas que podían haber encontrado refugio en Grabusa se
mostraron, por otra parte, extremadamente reservados. Se veía que
temían comprometerse. Henry d’Albaret no pudo ni siquiera saber a
ciencia cierta si la sacoleva Karysta se encontraba en aquel
momento en el puerto.
La corbeta aumentó entonces su campo de exploración. Visitó
los parajes comprendidos entre Grabusa y el cabo Krio. Luego, el
22, con una brisa moderada que arreciaba de día y amollaba de
noche, dobló el cabo y comenzó a seguir desde lo más cerca
posible el litoral del mar de Libia, de un perfil menos atormentado,
menos recortado y menos erizado de promontorios y puntas que el
del mar de Creta, en la costa opuesta. Hacia el horizonte norte se
extendía la cadena de montañas de Asprovuna, dominada al este
por el poético monte Ida, cuyas nieves resisten eternamente al sol
del Archipiélago.
Varias veces, sin recalar en ninguno de aquellos pequeños
puertos de la costa, la corbeta se estacionó a una media milla de
Rumeli, Anopoli, Sfakia; pero los vigías de a bordo no pudieron
divisar ni un solo barco de piratas en los parajes de la isla.
El 27 de agosto, la Syphanta, después de haber seguido los
contornos de la gran bahía de Messara, doblaba el cabo Matala, la
punta más meridional de Creta, cuya anchura, en este punto, es de
diez u once leguas a lo sumo. No parecía que aquella exploración
fuese a tener el menor resultado útil para el crucero. En efecto,
pocos navíos intentan atravesar el mar de Libia por aquella latitud. O
bien navegan más al norte, a través del Archipiélago, o bien eligen
una ruta más al sur, acercándose a las costas de Egipto. Así pues,
apenas se veían otros barcos que no fueran embarcaciones de
pesca, fondeadas cerca de las rocas, y, de vez en cuando, algunas
de esas largas barcas, cargadas de caracoles de mar, especie de
moluscos muy buscados que se envían a todas las islas en enormes
cantidades.
Pero si la corbeta no había encontrado nada en aquella parte del
litoral que termina en el cabo Matala, donde los numerosos islotes
pueden esconder a tantos barcos pequeños, tampoco era probable
que tuviese mejor suerte en la segunda mitad de la costa meridional.
Henry d’Albaret estaba, pues, a punto de decidirse a poner rumbo
directamente hacia Escarpanto, aun a riesgo de encontrarse allí un
poco más pronto de lo que marcaba la misteriosa carta, cuando, en
el atardecer del 29 de agosto, sus proyectos se vieron modificados.
Eran las seis. El comandante, el segundo y algunos oficiales
estaban reunidos sobre la toldilla, observando el cabo Matala. En
ese momento se oyó la voz de uno de los gavieros, que estaba de
vigía sobre las crucetas del juanete de proa:
—¡Buque a babor por avante!
Los catalejos se dirigieron enseguida hacia el punto indicado, a
varias millas por la parte de proa de la corbeta.
—En efecto —dijo el comandante d’Albaret—, ahí hay un barco
que navega cerca de tierra…
—¡Y que debe de conocerla muy bien, puesto que la arrancha de
tan cerca! —añadió el capitán Todros.
—¿Ha izado su pabellón?
—No, mi comandante —respondió uno de los oficiales.
—¡Preguntad a los vigías si es posible saber cuál es la
nacionalidad de ese navío!
Sus órdenes fueron ejecutadas. Algunos instantes más tarde, se
le respondía que ningún pabellón ondeaba en el pico de aquel
barco, ni tampoco en el extremo superior de su arboladura.
No obstante, había aún suficiente claridad para que se pudiese,
a defecto de su nacionalidad, estimar al menos cuál era su fuerza.
Era un bergantín, cuyo palo mayor se inclinaba sensiblemente
hacia popa. Extremadamente largo, muy fino de formas,
desmesuradamente arbolado, podía tener, por lo que era posible
apreciar a aquella distancia, una capacidad de entre setecientas y
ochocientas toneladas y debía de tener una marcha excepcional
bajo cualquier facha velera. Pero ¿estaba armado para la guerra?,
¿tenía artillería en la cubierta?, ¿estaban sus empavesadas
horadadas de escotillas, cuyos portalones hubiesen sido bajados?
Eso fue lo que los mejores catalejos de a bordo no pudieron
distinguir.
En efecto, una distancia de cuatro millas, al menos, separaba
entonces el bergantín de la corbeta. Además, el sol acababa de
desaparecer detrás de las alturas de los Asprovuna, empezaba a
hacerse de noche y la oscuridad, junto a la costa, era ya profunda.
—¡Un barco singular! —dijo el capitán Todros.
—¡Se diría que intenta pasar entre la isla Platana y la costa! —
añadió uno de los oficiales.
—¡Sí! ¡Como un navío que lamentara haber sido visto —
respondió el segundo— y quisiese esconderse!
Henry d’Albaret no contestó; pero, evidentemente, compartía la
opinión de sus oficiales. La maniobra del bergantín, en aquel
momento, no dejaba de parecerle sospechosa.
—Capitán Todros —dijo al fin—, es importante no perder la pista
de ese navío durante la noche. Vamos a maniobrar de modo que
permanezcamos en sus aguas hasta el día. Pero, como él no tiene
que vernos, haréis apagar todos los faroles de a bordo.
El segundo dio órdenes en consecuencia. Continuaron
observando el bergantín, mientras fue visible bajo la altura de la
costa que lo amparaba. Cuando se hizo de noche, desapareció
completamente y ninguna luz permitió determinar su posición.
Al día siguiente, desde los primeros resplandores del alba, Henry
d’Albaret estaba en la proa de la Syphanta, esperando que se
levantara la bruma de la superficie del mar.
Hacia las siete, la niebla se disipó, y todos los anteojos se
dirigieron hacia el este.
El bergantín iba todavía pegado a tierra, costeándola, a la altura
del cabo Alikaporita, a seis millas más o menos delante de la
corbeta. Le había, pues, sacado una ventaja sensible durante la
noche, y ello sin que hubiese añadido nada al velamen de la
víspera, trinquete, gavia y velacho y juanete de proa. Había dejado
la vela mayor y la cangreja de popa sobre sus cargaderas.
—No es en absoluto la facha velera de un barco que intentase
huir —observó el segundo.
—¡No importa! —respondió el comandante—. ¡Procuremos verlo
de más cerca! Capitán Todros, haced avanzar hacia el bergantín.
Al silbido del contramaestre, se largaron las velas altas y la
velocidad de la corbeta se acrecentó notablemente.
Pero, sin duda, el bergantín quería mantener la distancia, pues
se limitó a largar su cangreja de popa y su juanete mayor. Si bien no
quería permitir que la Syphanta se le acercase, probablemente
tampoco quería dejarla atrás. De todos modos, se mantuvo cerca de
la costa, arrimándose a ella tanto como le era posible.
Hacia las diez de la mañana, sea porque se hubiese visto más
favorecida por el viento, sea porque el navío desconocido hubiera
consentido en dejar que se adelantara un poco, la corbeta le había
ganado cuatro millas.
Entonces pudieron observarlo en mejores condiciones. Estaba
armado de unas veinte carronadas y debía de tener un entrepuente,
aunque muy bajo, a ras de agua.
—¡Izad el pabellón! —dijo Henry d’Albaret.
El pabellón fue izado al pico de cangreja, y fue apoyado por un
cañonazo. Aquello significaba que la corbeta quería conocer la
nacionalidad del navío que tenía a la vista. Pero aquella señal no
recibió ninguna respuesta. El bergantín no modificó ni su dirección ni
su velocidad y subió un cuarto con el fin de doblar la bahía de
Keraton.
—¡No es muy educado que digamos, ese barbián! —dijeron los
marineros.
—¡Pero tal vez sí sea prudente! —respondió un viejo gaviero de
trinquete—. ¡Con su palo mayor inclinado, tiene el aspecto de llevar
el sombrero metido hasta las orejas y de no querer usarlo para
saludar a la gente!
Un segundo cañonazo partió de la porta de caza de la corbeta,
inútilmente. El bergantín no se puso en absoluto al pairo, y continuó
tranquilamente su ruta, sin preocuparse de las órdenes de la
corbeta, como si ésta no existiera.
Se produjo entonces entre los dos barcos una verdadera carrera
de velocidad. A bordo de la Syphanta, todo el velamen había sido
desplegado, bonetas, sosobre, todo, hasta la vela de cebadera.
Pero el bergantín forzó también su velamen y mantuvo
imperturbablemente la distancia.
—¡Por lo visto, tiene una mecánica endiablada dentro del vientre!
—exclamó el viejo gaviero.
La verdad es que la gente empezaba a enfurecerse a bordo de la
corbeta, no solamente la tripulación, sino también los oficiales, y
más que ninguno, el impaciente Todros. ¡Dios! ¡Hubiera dado su
parte del botín por poder posesionarse de aquel bergantín,
cualquiera que fuese su nacionalidad!
La Syphanta estaba armada en la proa con una pieza de muy
largo alcance, que podía enviar una bala llena con treinta libras de
metralla a una distancia de casi dos millas.
El comandante d’Albaret, sosegado, al menos en apariencia, dio
la orden de disparar.
Se lanzó el cañonazo, pero la bala, después de haber rebotado,
fue a caer a unas veinte brazas del bergantín.
Éste, por toda respuesta, se contentó con aparejar sus bonetas
altas y acrecentó enseguida la distancia que lo separaba de la
corbeta.
¿Tendrían, pues, que renunciar a alcanzarlo, ya fuera forzando la
marcha, ya fuera lanzándole proyectiles? ¡Aquello era humillante
para un velero tan bueno como la Syphanta!
Entretanto, se hizo de noche. La corbeta se encontraba
entonces, más o menos, a la altura del cabo Peristera. La brisa
arreció, lo bastante para que fuera necesario recoger las bonetas y
establecer un velamen de noche más conveniente.
El comandante pensaba que, cuando llegase el día, ya no se
vería nada de aquel navío, ni siquiera el extremo de sus mástiles,
que quedarían ocultos más allá del horizonte al este o tras algún
saliente de la costa.
Se equivocaba.
Al salir el sol, el bergantín estaba todavía allí, llevaba la misma
marcha y había conservado la distancia. Se hubiera dicho que
regulaba su velocidad en función de la de la corbeta.
—¡Si nos llevase a remolque —se decía en el castillo de proa—,
sería lo mismo!
Nada más cierto.
En aquel momento, el bergantín, después de haber entrado en el
canal Kuphonisi entre la isla de este nombre y la tierra, rodeaba la
punta de Kakialithi, a fin de costear la parte oriental de Creta.
¿Iba, pues, a refugiarse en algún puerto o a desaparecer al
fondo de uno de aquellos estrechos canales del litoral?
No hizo ni una cosa ni otra.
A las siete de la mañana, el bergantín ponía rumbo
resueltamente hacia el noreste y se lanzaba mar adentro.
«¿Se dirigirá acaso hacia Escarpanto?», se preguntó Henry
d’Albaret, no sin sorpresa.
Y, empujado por una brisa que arreciaba cada vez más, a riesgo
de hacer caer una parte de su arboladura, continuó con aquella
interminable persecución, que el interés de su misión, no menos que
el honor de su barco, le ordenaba no abandonar.
Allí, en aquella parte del Archipiélago, abierta ampliamente a
todos los puntos de la brújula, en medio de aquel vasto mar que ya
no cubrían las alturas de Creta, la Syphanta pareció, al principio,
sacarle de nuevo algo de ventaja al bergantín. Hacia la una de la
tarde, la distancia entre un navío y el otro se había reducido a
menos de tres millas. Todavía lanzaron algunas balas; pero éstas no
pudieron alcanzar su objetivo ni provocaron modificación alguna en
la marcha del bergantín.
Ya las cimas de Escarpanto aparecían en el horizonte, detrás de
la pequeña isla de Caso, que pende de la punta de la isla como
Sicilia pende de la punta de Italia.
Al comandante d’Albaret, a sus oficiales y su tripulación les cabía
entonces esperar que acabarían por conocer aquel misterioso navío,
lo bastante descortés para no responder ni a las señales ni a los
proyectiles.
Pero hacia las cinco de la tarde, habiendo arrollado la brisa, el
bergantín recuperó toda su ventaja.
—¡Ah! ¡Maldito sea!… ¡El diablo está de su parte!… ¡Se nos va a
escapar! —exclamó el capitán Todros.
Y entonces, todo lo que puede hacer un marino experimentado
con el fin de aumentar la velocidad de su navío, rociar las velas para
apretar el tejido, colgar hamacas, cuyo vaivén puede imprimir un
balanceo favorable a la marcha, todo fue puesto en práctica, no sin
cierto éxito. Efectivamente, hacia las siete, un poco después de la
puesta de sol, dos millas, como mucho, separaban los dos barcos.
Pero la noche llega pronto en esta latitud. El crepúsculo es de
corta duración. Habría hecho falta acrecentar aún más la velocidad
de la corbeta para alcanzar el bergantín antes de la noche.
En aquel momento, éste pasaba entre los islotes de Caso-Poulo
y la isla de Caso. Luego, a la vuelta de esta última, al fondo del
estrecho canalizo que la separa de Escarpanto, dejaron de verlo.
Media hora más tarde, la Syphanta llegaba al mismo lugar,
arrimándose a tierra para mantenerse a barlovento. Había aún luz
suficiente para que fuese posible distinguir un navío de aquella
envergadura en un radio de varias millas.
El bergantín había desaparecido.
Capítulo IV

Una subasta en Escarpanto

S i Creta, como relata la fábula, fue en otro tiempo la cuna de los


dioses, la antigua Kárpatos, hoy en día Escarpanto, fue la de
los titanes, sus adversarios más audaces. Aunque no ataquen más
que a simples mortales, los piratas modernos no dejan de ser por
ello los dignos descendientes de aquellos malhechores mitológicos,
que no vacilaron en subir a asaltar el Olimpo. Pues bien, en esa
época, parecía que los corsarios de todas clases hubiesen hecho su
cuartel general de esta isla, donde nacieron los cuatro hijos de
Jápeto, nieto de Titán y de la Tierra.
Y, en verdad, Escarpanto se prestaba magníficamente a las
maniobras que exigía el oficio de pirata en el Archipiélago. Está
situada en el extremo sudeste de estos mares, casi aislada y a más
de cuarenta millas de la isla de Rodas. Sus altas cumbres permiten
divisarla de lejos. A lo largo de las veinte leguas de su perímetro, se
recorta, se escota y se hunde en hendiduras múltiples, protegidas
por una infinidad de escollos. Si ha dado su nombre a las aguas que
la bañan, es porque era ya tan temida por los antiguos como temible
es para los modernos. A menos que se fuera un práctico, y un viejo
práctico del mar de Kárpatos, era, y todavía es muy peligroso,
aventurarse por allí.
Sin embargo, esta isla, que forma la última cuenta del largo
rosario de las Espóradas, no carece de buenos fondeaderos. Desde
el cabo Sidro y el cabo Pernisa hasta los cabos Bonandrea y
Andemo en su costa septentrional, existen numerosos lugares
donde se puede encontrar abrigo. Cuatro puertos, Agata, Porto di
Tristano, Porto Grato y Porto Malo Nato, eran muy frecuentados en
otro tiempo por los barcos de cabotaje de Levante, antes de que
Rodas les hubiera quitado su importancia comercial. Ahora, apenas
algunos raros navíos tienen interés en recalar en ellos.
Escarpanto es una isla griega o, al menos, está habitada por una
población griega, pero pertenece al Imperio otomano. Incluso
después de la constitución definitiva del reino de Grecia, había de
seguir siendo turca bajo el gobierno de un simple cadí, que habitaba
entonces una especie de casa fortificada, situada por encima del
poblado moderno de Arkassa.
En aquella época, hubiésemos encontrado en esta isla a un gran
número de turcos, a quienes, todo hay que decirlo, la población, no
habiendo tomado parte en la guerra de la Independencia, no daba
una mala acogida. Convertida además en el centro de operaciones
del más criminal de los comercios, Escarpanto recibía con el mismo
celo a los navíos otomanos y a los buques piratas, que venían a
entregarle sus cargamentos de prisioneros. Allí, los corredores de
Asia Menor, así como los de las costas berberiscas, se apretujaban
alrededor de un importante mercado, en el cual era despachada
esta mercancía humana. Allí se abrían subastas, allí se establecían
precios que variaban a razón de las demandas u ofertas de
esclavos. Y hay que decir que el cadí tenía también intereses en
estas operaciones que presidía personalmente, pues los corredores
habrían creído faltar a su deber si no le hubiesen cedido un tanto
por ciento de la venta.
En cuanto al transporte de estos desgraciados a los bazares de
Esmirna o de África, se realizaba por medio de navíos que, las más
de las veces, venían a recogerlos al puerto de Arkassa, situado en
la costa occidental de la isla. Si no eran suficientes, un correo
especial era enviado a la costa opuesta y los piratas no hacían en
absoluto ascos a aquel odioso comercio.
En aquel momento, en el este de Escarpanto, al fondo de calas
casi imposibles de encontrar, se contaban no menos de una
veintena de barcos, grandes o pequeños, tripulados por un total de
más de mil doscientos hombres. Aquella flotilla no esperaba más
que la llegada de su jefe para lanzarse a alguna nueva y criminal
expedición.
Fue al puerto de Arkassa, a un cable del muelle, a través de un
excelente fondo de diez brazas, adonde la Syphanta vino a anclar la
tarde del 2 de septiembre. Al desembarcar en la isla, Henry
d’Albaret no dudaba apenas de que los azares de su viaje lo habían
conducido precisamente al principal puerto franco del comercio de
esclavos.
—¿Pensáis recalar por algún tiempo en Arkassa, mi
comandante? —preguntó el capitán Todros, cuando las maniobras
de fondeo estuvieron terminadas.
—No sé —respondió Henry d’Albaret—. ¡Muchas circunstancias
pueden obligarme a abandonar prontamente este puerto, pero
también muchas otras pueden retenerme aquí!
—¿Los hombres irán a tierra?
—Sí, pero sólo por turnos. La mitad de la tripulación tiene que
estar siempre de servicio en la Syphanta.
—Entendido, mi comandante —respondió el capitán Todros—.
¡Aquí estamos más en país turco que en país griego, y es prudente
estar sobre aviso!
Recordemos que Henry d’Albaret no había dicho nada a su
segundo ni a sus oficiales acerca de los motivos por los cuales
había venido a Escarpanto, ni de cómo se le había dado cita en
aquella isla para los primeros días de septiembre a través de una
carta anónima, llegada a bordo en condiciones inexplicables. Por
otra parte, contaba con recibir allí alguna nueva comunicación que le
indicaría lo que su misterioso corresponsal esperaba de la corbeta
en las aguas del mar de Kárpatos.
Pero no menos extraño era aquella desaparición súbita del
bergantín más allá del canal de Caso, cuando la Syphanta se creía
a punto de alcanzarlo.
Por eso, Henry d’Albaret había creído que no debía darse por
vencido antes de venir a recalar a Arkassa. Después de haberse
acercado a tierra, tanto como le permitía su calado, se había
impuesto la tarea de explorar todas las sinuosidades de la costa.
Pero, en medio de aquel semillero de escollos que la defienden,
protegido por los altos acantilados rocosos que la delimitan, un
barco como el bergantín podía fácilmente camuflarse. Detrás de
aquella barrera de rompientes, que la Syphanta no podía arranchar
de más cerca sin correr el riesgo de encallar, un capitán conocedor
de aquellos canales tenía todas las oportunidades de despistar a los
que lo perseguían. Si, por lo tanto, el bergantín se había refugiado
en alguna cala secreta, sería muy difícil volver a encontrarlo, y lo
mismo podía decirse de los demás barcos piratas, a los que la isla
daba asilo en fondeaderos desconocidos.
Las pesquisas de la corbeta duraron dos días y fueron en vano.
Si el bergantín se hubiese hundido repentinamente bajo las aguas
más allá de Caso, no habría sido más invisible. Por más despecho
que sintiera, el comandante d’Albaret tuvo que renunciar a toda
esperanza de dar con él. Había decidido, pues, venir a fondear al
puerto de Arkassa. Allí, sólo tenía que esperar.
Al día siguiente, entre las tres y las cinco de la tarde, la pequeña
ciudad de Arkassa iba a ser invadida por gran parte de la población
de la isla, por no hablar de los extranjeros, europeos o asiáticos, que
no podían faltar en aquella ocasión. En efecto, era día de gran
mercado. Seres miserables, de todas las edades y condiciones,
hechos prisioneros recientemente por los turcos, iban a ser puestos
a la venta.
En aquella época, había en Arkassa un bazar especial,
destinado a este tipo de operaciones, un batistan, como los que se
encuentran en ciertas ciudades de los Estados berberiscos. Este
batistan contenía entonces un centenar de prisioneros, hombres,
mujeres y niños, el saldo de las últimas razzias llevadas a cabo en el
Peloponeso. Amontonados de cualquier modo en medio de un patio
sin sombra, bajo un sol todavía ardiente y con la ropa hecha jirones,
su actitud de desolación y sus caras desesperadas mostraban todo
lo que habían sufrido. Mal y escasamente alimentados, sin que se
les diese apenas de beber, y ese poco de un agua turbia, aquellos
desgraciados se había reunido por familias hasta el momento en
que el capricho de los compradores separara a las mujeres de los
maridos y a los hijos de su padre y su madre. Hubiesen inspirado la
más profunda piedad a cualquiera menos a aquellos crueles bachis,
sus guardianes, a los que ningún dolor podía ya conmover. ¿Y qué
eran aquellas torturas comparadas con las que les esperaban en los
dieciséis baños de Argel, Túnez y Trípoli, donde la muerte generaba
con rapidez espacios vacíos que había que llenar incesantemente?
Sin embargo, a aquellos cautivos no les habían quitado toda la
esperanza de volver a ser libres. Si los compradores hacían un buen
negocio comprándolos, no lo hacían peor dándoles la libertad —por
un muy alto precio—, sobre todo a aquéllos cuyo valor se basaba en
una cierta posición social en su país de origen. Un gran número de
ellos había sido arrancado a la esclavitud de este modo, ya fuera
por redención pública, cuando era el Estado quien los revendía
antes de su partida, ya fuera cuando los propietarios trataban
directamente con las familias, ya fuera, en fin, cuando los religiosos
de la Merced, ricos gracias a las cuestaciones que habían hecho por
toda Europa, iban, para liberarlos, hasta los principales centros de
Berbería. A menudo, también, algunos particulares, animados por el
mismo espíritu caritativo, consagraban una parte de su fortuna a
esta obra de beneficencia. En los últimos tiempos, sumas
considerables, cuya procedencia era desconocida, habían sido
empleadas en esos rescates, sobre todo en provecho de esclavos
de origen griego, a los que los avatares de la guerra habían
entregado desde hacía seis años a los corredores de África y Asia
Menor.
El mercado de Arkassa se hacía con subastas públicas. Todos,
extranjeros e indígenas, podían tomar parte en ellas; pero, aquel
día, como los tratantes venían solamente a operar por cuenta de los
baños de la Berbería, no había más que un lote de cautivos. Según
este lote cayese en suerte a tal o cual corredor, se dirigiría a Argel,
Trípoli o Túnez.
Con todo, había dos categorías de prisioneros. Unos, los más
numerosos, venían del Peloponeso. Los otros habían sido
capturados recientemente a bordo de un navío griego, que los
llevaba de Túnez a Escarpanto, de donde debían ser repatriados a
su país de origen.
Era la última subasta la que decidiría la suerte de aquella pobre
gente, destinada a padecer tantas miserias, y se podía pujar hasta
que dieran las cinco. Un cañonazo disparado desde la ciudadela de
Arkassa, que aseguraba el cierre del puerto, paraba al mismo
tiempo las últimas pujas del mercado.
Así pues, aquel 3 de septiembre no faltaban corredores
alrededor del batistan. Había numerosos agentes venidos de
Esmirna y de otros puntos vecinos de Asia Menor, que, como ya se
ha dicho, actuaban todos por cuenta de los Estados beréberes.
Aquella aglomeración era más que explicable. En efecto, los
últimos acontecimientos hacían presentir el próximo fin de la guerra
de la Independencia. Ibrahim había retrocedido al Peloponeso,
mientras que el mariscal Maison acababa de desembarcar en Morea
con un cuerpo expedicionario de dos mil franceses. De modo que,
en el futuro, la exportación de prisioneros iba a verse notablemente
reducida. En consecuencia, su precio habitual tenía que subir
notablemente, para la extrema satisfacción del cadí.
Durante la mañana, los corredores habían visitado el batistan y
sabían a qué atenerse por lo que se refiere a la cantidad y calidad
de los cautivos, cuyo lote alcanzaría sin duda precios muy altos.
—¡Por Mahoma! —repetía un agente de Esmirna, que peroraba
en medio de un grupo de cofrades—. ¡La época de los buenos
negocios ha pasado! ¿Os acordáis de cuando los navíos nos traían
aquí a los prisioneros por millares y no por centenares?
—¡Sí!… ¡Como pasó después de las matanzas de Scio! —
respondió otro corredor—. ¡De un solo golpe, más de cuarenta mil
esclavos! ¡Los pontones no bastaban para encerrarlos!
—Sin duda —prosiguió un tercer agente, que parecía tener un
gran sentido comercial—. Pero cuando hay demasiados cautivos,
hay demasiada oferta ¡y demasiada baja en los precios! ¡Más vale
transportar poco en condiciones más ventajosas, porque las
deducciones previas son siempre las mismas, aunque los gastos
sean más considerables!
—¡Sí!… ¡En Berbería sobre todo!… ¡El doce por ciento del
producto total en provecho del bajá, el cadí o el gobernador!
—¡Sin contar el uno por ciento para el mantenimiento del muelle
y de las baterías de costas!
—¡Y otro uno por ciento que va de nuestros bolsillos a los de los
morabitos[17]!
—¡La verdad es que es ruinoso, tanto para los armadores como
para los corredores!
Tales frases se intercambiaban entre aquellos agentes, que ni
siquiera tenían conciencia de la infamia de su comercio. ¡Siempre
las mismas lamentaciones acerca de las mismas cuestiones sobre
el pago de los derechos! Y sin duda habrían continuado
rezongando, si la campana, que anunciaba la apertura del mercado,
no hubiese puesto punto final a la conversación.
No hace falta decir que el cadí presidía esta venta. Su deber
como representante del gobierno turco lo obligaba a hacerlo, no
menos que su interés personal. Allí estaba, dándose importancia
sobre una especie de estrado, cobijado bajo una tienda dominada
por la media luna del pabellón rojo, medio recostado sobre amplios
cojines con una dejadez muy otomana.
A su lado, el subastador se disponía a realizar su oficio. Que
nadie crea que iba a tener ocasión de quedar sin aliento. ¡No! En
este tipo de negocios, los corredores se tomaban su tiempo para
pujar. Si tenía que haber alguna lucha un poco viva por la
adjudicación definitiva, sólo tendría lugar, seguramente, durante el
último cuarto de hora de la sesión.
La primera licitación fue fijada en mil liras turcas por uno de los
corredores de Esmirna.
—¡Mil liras turcas! —repitió el subastador.
Luego cerró los ojos, como si tuviera tiempo de dormitar mientras
esperaba una sobrepuja.
Durante la primera hora, las licitaciones sólo subieron de mil a
dos mil liras turcas, o sea, aproximadamente, cuarenta y siete mil
francos en moneda francesa. Los corredores se miraban, se
observaban, charlaban entre ellos de otras cosas. Sólo se
arriesgarían a llegar al máximo de sus ofertas durante los últimos
minutos, antes del cañonazo de cierre.
Pero la llegada de un nuevo postor iba a modificar estas
previsiones y a dar un impulso inesperado a las pujas.
Hacia las cuatro, en efecto, dos hombres aparecieron en el
mercado de Arkassa. ¿De dónde venían? De la parte oriental de la
isla, sin duda, a juzgar por la dirección que traía la araba que los
había dejado en la puerta misma del batistan.
Su aparición causó un vivo movimiento de sorpresa y de
inquietud. Evidentemente, los corredores no esperaban ver aparecer
a un personaje con el cual habría que contar.
—¡Por Alá! —exclamó uno de ellos—. ¡Es Nicolás Starkos en
persona!
—¡Y Skopelo! —respondió otro—. ¡Y nosotros que creíamos que
se habían ido al diablo!
Aquellos dos hombres eran bien conocidos en el mercado de
Arkassa. Más de una vez habían hecho allí enormes negocios
comprando prisioneros por cuenta de los tratantes de África. El
dinero no les faltaba, aunque nadie sabía muy bien de dónde lo
sacaban. Pero eso era asunto de su incumbencia. Y el cadí, por lo
que a él concernía, no pudo sino regocijarse al ver llegar a tan
temibles competidores.
Una sola ojeada había bastado a Skopelo, gran conocedor en
esta materia, para estimar el valor del lote de cautivos. Se limitó a
decir algunas palabras al oído de Nicolás Starkos, que le respondió
afirmativamente con una simple inclinación de cabeza.
Pero, por observador que fuera el segundo de la Karysta, no
había visto el gesto de horror que la llegada de Nicolás Starkos
acababa de provocar en una de las prisioneras.
Era una mujer de edad, de estatura elevada. Estaba sentada
aparte en un rincón del batistan y se levantó, como si una fuerza
irresistible la hubiera empujado. Dio incluso dos o tres pasos y, sin
duda, un grito estaba a punto de escapar de su boca…, pero tuvo
suficiente energía para contenerse. Luego, retrocediendo con
lentitud, envuelta de los pies a la cabeza en los pliegues de un
miserable manto, volvió a ocupar su lugar detrás de un grupo de
cautivos, con el fin de pasar totalmente desapercibida. No le
bastaba, evidentemente, con taparse la cara: quería sustraer toda
su persona a las miradas de Nicolás Starkos.
Mientras tanto, los corredores, sin dirigirle la palabra, no cesaban
de mirar al capitán de la Karysta. Éste, por su parte, no parecía
hacerles ningún caso. ¿Había venido para disputarles aquel lote de
prisioneros? Era forzoso que le temieran, dadas las relaciones que
Nicolás Starkos tenía con los bajás y los beys[18] de los Estados
beréberes.
No tardaron mucho en ver confirmados estos temores. En aquel
momento, el subastador se había levantado para repetir en voz alta
la suma a la que ascendía la última puja.
—¡Dos mil liras!
—Dos mil quinientas —dijo Skopelo, que era, en estas
ocasiones, el portavoz de su capitán.
—¡Dos mil quinientas liras! —anunció el subastador.
Y las conversaciones particulares se reanudaron en los diversos
corros, que se observaban no sin desconfianza.
Transcurrió un cuarto de hora. Ninguna otra puja había sido
hecha después de Skopelo. Nicolás Starkos, indiferente y altanero,
se paseaba alrededor del batistan. Nadie podía dudar de que,
finalmente, la adjudicación se haría a su favor, incluso sin mucha
discusión.
Sin embargo, un corredor de Esmirna, después de haber
consultado previamente con dos o tres de sus colegas, hizo una
nueva licitación de dos mil setecientas liras.
—¡Dos mil setecientas liras! —repitió el subastador.
—¡Tres mil!
Era Nicolás Starkos quien había hablado esta vez.
¿Qué había pasado? ¿Por qué intervenía personalmente en la
lucha? ¿A qué se debía que su voz, generalmente tan fría, mostrase
una violenta emoción que sorprendió al propio Skopelo? Ahora
vamos a saberlo.
Desde hacía unos instantes, tras haber franqueado la valla del
batistan, Nicolás Starkos se paseaba en medio de los grupos de
cautivos. La anciana, al verlo acercarse, se había escondido todo
cuanto le fue posible bajo su manto, de modo que no había podido
verla.
Pero, de pronto, su atención fue atraída por dos prisioneros que
formaban un grupo aparte. Se detuvo, como si sus pies hubiesen
estado clavados al suelo.
Allí, cerca de un hombre de elevada estatura, yacía una
muchacha, exhausta de fatiga.
Al ver a Nicolás Starkos, el hombre se puso en pie bruscamente.
Al instante, la joven abrió los ojos. Pero, en cuanto vio al capitán de
la Karysta, volvió a echarse hacia atrás.
—¡Hadjine! —exclamó Nicolás Starkos.
Era Hadjine Elizundo, a la cual Xaris acababa de estrechar entre
sus brazos, como para defenderla.
—¡Ella! —repitió Nicolás Starkos.
Hadjine se había desligado del abrazo de Xaris y miraba a la
cara al antiguo cliente de su padre.
Fue en ese momento cuando Nicolás Starkos, sin siquiera
intentar saber cómo era posible que la heredera del banquero
Elizundo estuviese expuesta de aquel modo en el mercado de
Arkassa, lanzó con una voz turbada aquella nueva licitación de tres
mil liras.
—¡Tres mil liras! —había repetido el subastador.

Eran en aquel momento poco más de las cuatro y media.


Veinticinco minutos más tarde, se oiría el cañonazo y se confirmaría
la adjudicación a favor del último postor.
Pero ya los corredores, después de haberse consultado unos a
otros, se disponían a abandonar la plaza, decididos a no elevar más
sus ofertas. Parecía, pues, seguro que el capitán de la Karysta, a
falta de competidores, iba a convertirse en el amo del terreno,
cuando el agente de Esmirna quiso hacer un último intento de
mantener la lucha.
—¡Tres mil quinientas liras! —gritó.
—¡Cuatro mil! —respondió al instante el capitán de la Karysta,
Nicolás Starkos.
Skopelo, que no había visto a Hadjine, no entendía en absoluto
aquel ardor inmoderado del capitán. En su opinión, el valor del lote
había sido ya sobrepasado, y en mucho, por aquel precio de cuatro
mil liras. Por eso, se preguntaba qué era lo que podía animar a
Nicolás Starkos a lanzarse de aquella manera en un mal negocio.
Entretanto, un largo silencio había seguido a las últimas palabras
del subastador. El propio corredor de Esmirna, atendiendo a una
señal de sus colegas, acababa de darse por vencido. Ya no había
duda de que la partida sería ganada definitivamente por Nicolás
Starkos, a quien no faltaban más que algunos minutos para salirse
con la suya.
Xaris lo había comprendido. Por eso, estrechaba aún con más
fuerza a la muchacha entre sus brazos. ¡No se la arrancarían si no
lo mataban antes!
En aquel momento, en medio del profundo silencio, se oyó una
voz vibrante, y tres palabras fueron dirigidas al subastador:
—¡Cinco mil liras!
Nicolás Starkos se volvió.
Un grupo de marinos acababa de llegar a la entrada del batistan.
Delante de ellos se hallaba un oficial.
—¡Henry d’Albaret! —exclamó Nicolás Starkos—. ¡Henry
d’Albaret… aquí… en Escarpanto!
Sólo el azar había llevado al comandante de la Syphanta a la
plaza del mercado. Ignoraba incluso que, aquel día —es decir,
veinticuatro horas después de su llegada a Escarpanto—, hubiese
una venta de esclavos en la capital de la isla. Por otra parte, puesto
que no había visto la sacoleva en el fondeadero, tenía que estar tan
sorprendido de encontrar a Nicolás Starkos en Arkassa como éste lo
estaba de verlo a él.
Nicolás Starkos, además, ignoraba que la corbeta estuviese
comandada por Henry d’Albaret, aunque sabía que había recalado
en Arkassa.
Júzguense, pues, los sentimientos que debieron de apoderarse
de estos dos enemigos cuando se vieron cara a cara.
Y, si Henry d’Albaret había lanzado aquella licitación inesperada,
era porque entre los prisioneros del batistan acababa de ver a
Hadjine Elizundo y a Xaris. ¡A Hadjine, que iba a caer de nuevo en
poder de Nicolás Starkos! Hadjine lo había oído, lo había visto y se
habría precipitado hacia él, si los guardianes no se lo hubiesen
impedido.
Con un gesto, Henry d’Albaret tranquilizó y contuvo a la
muchacha. Por muy grande que fuera su indignación, cuando se vio
en presencia de su odioso rival, conservó el dominio de sí mismo.
¡Sí! Aunque fuera a costa de toda su fortuna, si hacía falta, sabría
arrancar de las manos de Nicolás Starkos a los prisioneros
amontonados en el mercado de Arkassa, y con ellos, a aquélla a la
que había buscado tanto, ¡aquélla a la que ya no esperaba volver a
ver!
En todo caso, la lucha sería feroz. En efecto, si bien Nicolás
Starkos no podía comprender cómo Hadjine Elizundo se encontraba
entre aquellos cautivos, para él seguía siendo la rica heredera del
banquero de Corfú. Sus millones no podían haber desaparecido con
ella. Todavía estarían ahí para rescatarla de aquel de quien se
convertiría en esclava. Por lo tanto, no había ningún riesgo de
sobrepujar. Nicolás Starkos decidió hacerlo con tanta más pasión,
cuanto que se trataba, además, de luchar contra su rival, ¡y su rival
predilecto!
—¡Seis mil liras! —gritó.
—¡Siete mil! —respondió el comandante de la Syphanta, sin
volverse siquiera hacia Nicolás Starkos.
El cadí no podía sino aplaudir ante el cariz que tomaban las
cosas. En presencia de aquellos dos competidores, no intentaba
disimular la satisfacción que se abría paso bajo su gravedad
otomana.
Pero, si este codicioso magistrado calculaba ya a cuánto
ascendería su tanto por ciento, Skopelo empezaba a no poder
dominarse. Había reconocido a Henry d’Albaret, luego a Hadjine
Elizundo. Si, por odio, Nicolás Starkos se obstinaba en aquel
negocio, éste, que hubiera sido bueno en una cierta medida, pasaría
a ser muy malo, sobre todo si la muchacha había perdido su fortuna,
como había perdido su libertad, ¡lo cual, por otra parte, era posible!
Por eso, llevándose a Nicolás Starkos aparte, intentó hacerle
humildemente algunas juiciosas observaciones. Pero fue recibido de
tal manera que ya no se atrevió a insistir. Ahora, el capitán de la
Karysta hacía personalmente sus ofertas al subastador, con una voz
insultante para su rival.
Como es de suponer, los corredores, intuyendo que la pugna se
caldeaba, se habían quedado para seguir sus diversas peripecias.
La multitud de curiosos manifestaba su interés en aquella lucha a
golpes de miles de liras a través de ruidosos clamores. Si, en su
mayor parte, conocían al capitán de la sacoleva, ninguno de ellos
conocía al comandante de la Syphanta. Ignoraban incluso lo que
había venido a hacer aquella corbeta, que navegaba bajo pabellón
corfiota, a los parajes de Escarpanto. Pero, desde el inicio de la
guerra, tantos navíos de todas las naciones habían sido empleados
para el transporte de esclavos, que todo llevaba a creer que la
Syphanta servía a este tipo de comercio. Así pues, tanto si los
prisioneros eran comprados por Henry d’Albaret, como si lo eran por
Nicolás Starkos, para ellos supondría, en cualquier caso, la
esclavitud.
De todos modos, antes de cinco minutos, aquella cuestión
estaría absolutamente decidida.
A la última puja proclamada por el subastador, Nicolás Starkos
había respondido con estas palabras:
—¡Ocho mil liras!
—¡Nueve mil! —dijo Henry d’Albaret.
Nuevo silencio. El comandante de la Syphanta, siempre dueño
de sí mismo, seguía con la mirada a Nicolás Starkos, que iba y
venía rabiosamente, sin que Skopelo osase abordarlo. Ninguna
consideración, por otra parte, habría podido frenar ya la furia de las
pujas.
—¡Diez mil liras! —gritó Nicolás Starkos.
—¡Once mil! —respondió Henry d’Albaret.
—¡Doce mil! —replicó Nicolás Starkos, esta vez sin esperar.
El comandante d’Albaret no había respondido inmediatamente.
No es que vacilara en hacerlo. Pero acababa de ver a Skopelo
precipitándose hacia Nicolás Starkos para detenerlo en su loca
empresa, lo cual, por un momento, desvió la atención del capitán de
la Karysta.
Al mismo tiempo, la vieja prisionera, que hasta entonces se
había escondido obstinadamente, acababa de ponerse en pie, como
si tuviese la intención de mostrar su rostro a Nicolás Starkos…
En aquel momento, en la cima de la ciudadela de Arkassa, un
rápido fogonazo brilló dentro de una voluta de vapores blancos;
pero, antes de que la detonación hubiese llegado al batistan, una
nueva puja había sido gritada con voz sonora.
—¡Trece mil liras!
Luego se oyó la detonación, a la que sucedieron interminables
hurras.
Nicolás Starkos había rechazado a Skopelo con una violencia
que lo hizo rodar por el suelo… ¡Era demasiado tarde! ¡Nicolás
Starkos ya no tenía derecho a sobrepujar! ¡Hadjine Elizundo
acababa de escapársele, y sin duda para siempre!
—¡Ven! —dijo con voz sorda a Skopelo.
Y se le hubiese podido oír murmurar estas palabras:
—¡Será más seguro y menos caro!
Ambos montaron entonces en su araba y desaparecieron a la
vuelta del camino que se dirigía hacia el interior de la isla.
Ya Hadjine Elizundo, arrastrada por Xaris, había franqueado las
vallas del batistan. Ya estaba en los brazos de Henry d’Albaret, que
le decía apretándola contra su corazón:
—¡Hadjine!… ¡Hadjine!… Habría sacrificado toda mi fortuna para
rescataros…
—¡Como yo he sacrificado la mía para rescatar el honor de mi
padre! —respondió la joven—. ¡Sí, Henry!… ¡Ahora Hadjine
Elizundo es pobre y digna de vos!
Capítulo V

¡A bordo de la Syphanta!

A l día siguiente, el 3 de septiembre, después de haber


aparejado hacia las diez de la mañana, la Syphanta ceñía el
viento bajo un pequeño velamen para salir de los pasos del puerto
de Escarpanto.
Los cautivos rescatados por Henry d’Albaret se habían colocado
unos en el entrepuente y otros en la batería. Aunque la travesía del
Archipiélago no había de llevarles más de unos días, los oficiales y
los marineros habían querido que aquellas pobres gentes
estuviesen instaladas lo mejor posible.
Desde la víspera, el comandante d’Albaret había estado
haciendo las gestiones necesarias para poder hacerse a la mar de
nuevo. Había entregado garantías por las trece mil liras, con las que
el cadí se mostró satisfecho. El embarco de los prisioneros se había
llevado a cabo sin dificultades, y, antes de tres días, aquellos
desgraciados, condenados a las torturas de los baños beréberes,
serían desembarcados en algún puerto de la Grecia septentrional,
donde ya no tendrían que temer por su libertad.
¡Una libertad que debían por entero a aquel que acababa de
arrancarlos de las manos de Nicolás Starkos! De ahí que, en cuanto
pusieron los pies sobre la cubierta de la corbeta, su reconocimiento
se manifestara por medio de un acto conmovedor.
Entre ellos se encontraba un pope, un viejo sacerdote de
Leondari. Seguido de sus compañeros de infortunio, avanzó hacia la
toldilla, en la cual se encontraban Hadjine Elizundo y Henry
d’Albaret con algunos oficiales. Se arrodillaron todos, el anciano a la
cabeza, y éste, tendiendo sus manos hacia el comandante, dijo:
—¡Henry d’Albaret, bendito seáis en nombre de todos aquellos a
los que habéis devuelto la libertad!
—¡Amigos míos, sólo he cumplido con mi deber! —respondió el
comandante de la Syphanta, profundamente emocionado.
—¡Sí!… ¡Bendito en nombre de todos…, de todos… y mío,
Henry! —añadió Hadjine, inclinándose a su vez.
Henry d’Albaret la levantó con presteza, y entonces los gritos de
«¡Viva Henry d’Albaret!», «¡Viva Hadjine Elizundo!» estallaron desde
la toldilla hasta el castillo de proa, desde las profundidades de la
batería hasta las vergas bajas, sobre las que unos cincuenta
marineros se habían agrupado, lanzando vigorosos hurras.
Una sola prisionera —la que se escondía la víspera en el
batistan— no había tomado parte en aquella manifestación de júbilo.
Al embarcarse, toda su preocupación había sido pasar
desapercibida en medio de los cautivos. Lo había conseguido y, en
cuanto se hubo agazapado en el rincón más oscuro del entrepuente,
nadie se dio cuenta siquiera de su presencia a bordo.
Evidentemente, esperaba poder desembarcar sin haber sido vista.
Pero ¿por qué tomaba tantas precauciones? ¿Algún oficial o
marinero de la corbeta la conocía? En todo caso, tenía que tener
razones de peso para querer mantener su incógnito durante los tres
o cuatro días que debía durar la travesía del Archipiélago.
Con todo, si Henry d’Albaret merecía el reconocimiento de los
pasajeros de la corbeta, ¿qué no merecería Hadjine Elizundo por lo
que había hecho desde su partida de Corfú?
—¡Henry —le había dicho la víspera—, ahora Hadjine Elizundo
es pobre y digna de vos!
¡Era pobre, en efecto! ¿Digna del joven oficial?… Ahora vamos a
poder juzgarlo.
Si Henry d’Albaret amaba a Hadjine cuando sucesos tan graves
los habían separado, ¡cuánto no había de engrandecerse su amor,
cuando supiese lo que había sido la vida de la joven durante aquel
largo año de separación!
En cuanto supo de dónde procedía la fortuna que le había
dejado su padre, Hadjine Elizundo tomó la resolución de consagrarla
enteramente al rescate de aquellos prisioneros con cuyo tráfico se
había generado la mayor parte de ella. De aquellos veinte millones,
odiosamente adquiridos, no quiso conservar nada. Sólo hizo saber
su proyecto a Xaris. Xaris lo aprobó y todos los valores de la casa
de banca fueron rápidamente realizados.
Henry d’Albaret recibió la carta en la cual la muchacha le pedía
perdón y le decía adiós. Luego, en compañía de su bravo y devoto
Xaris, Hadjine abandonó secretamente Corfú para dirigirse al
Peloponeso.
En aquella época, los soldados de Ibrahim combatían todavía
ferozmente a las poblaciones del centro de Morea, sometidas ya a
tantas pruebas desde hacía tanto tiempo. Los desventurados a los
que no degollaban, eran enviados a los principales puertos de
Mesenia, a Patrás o a Navarino. De allí, numerosos navíos, unos
fletados por el gobierno turco, otros proporcionados por los piratas
del Archipiélago, los transportaban a millares bien a Escarpanto,
bien a Esmirna o a los mercados permanentes de esclavos.
Durante los dos meses que siguieron a su desaparición, Hadjine
Elizundo y Xaris, sin retroceder jamás ante ningún precio,
consiguieron rescatar a varios centenares de prisioneros que no
habían abandonado todavía la costa mesenia. Luego dedicaron
todos sus esfuerzos a la tarea de ponerlos a salvo, a unos en las
islas Jónicas y a otros en las regiones libres de Grecia del norte.
Hecho esto, se marcharon a Asia Menor, a Esmirna, donde el
comercio de esclavos se llevaba a cabo a una escala considerable.
Allí llegaban, en convoyes numerosos, grandes cantidades de
prisioneros griegos, cuya liberación Hadjine Elizundo quería obtener
por encima de todo. Sus ofertas fueron tales —tan superiores a las
de los corredores de Berbería o del litoral asiático— que las
autoridades otomanas sacaron un gran provecho tratando con ella…
y, por lo tanto, trataron con ella. A nadie le costará creer que su
generosa pasión fue explotada por estos agentes; pero varios miles
de cautivos le debían el haber escapado de los baños de los beys
africanos.
No obstante, aún quedaba mucho por hacer, y fue en ese
momento cuando Hadjine tuvo la idea de avanzar por dos caminos
diferentes hacia el objetivo que quería alcanzar.
En efecto, no bastaba con rescatar a los cautivos puestos en
venta en los mercados públicos, o con ir a liberar a precio de oro a
los esclavos en los baños. También era necesario aniquilar a
aquellos piratas que capturaban navíos en todos los parajes del
Archipiélago.
Pues bien, Hadjine Elizundo se encontraba en Esmirna cuando
se enteró de lo que había sido de la Syphanta, después de los
primeros meses de su viaje. No ignoraba que la corbeta había sido
equipada por cuenta de unos armadores corfiotas ni con qué
destino. Sabía que el principio de la campaña había sido afortunado;
pero, en aquellos momentos, llegó la noticia de que la Syphanta
acababa de perder a su comandante, varios oficiales y una parte de
su tripulación en un combate contra una flotilla de piratas, al mando,
se decía, de Sacratif en persona.
Hadjine Elizundo se puso enseguida en contacto con el agente
que representaba, en Corfú, los intereses de los armadores de la
Syphanta. Hizo que les ofrecieran un precio tan alto que éstos se
decidieron a venderla. La corbeta fue, pues, comprada en nombre
de un banquero de Ragusa, pero pertenecía a la heredera de
Elizundo, que no hacía sino imitar a Bobolina, Modena, Zacarías y
otras valientes patriotas, cuyos navíos, armados a sus expensas,
hicieron tanto daño a las escuadras de la marina otomana al
principio de la guerra de la Independencia.
Pero, al actuar así, Hadjine Elizundo había pensado ofrecer el
mando de la Syphanta al capitán Henry d’Albaret. Uno de sus
hombres, sobrino de Xaris, marino de origen griego como su tío,
había seguido secretamente al joven oficial, tanto en Corfú, cuando
hizo tantas pesquisas inútiles para encontrar a la muchacha, como
en Scio, cuando fue a reunirse con el coronel Fabvier.
Siguiendo sus órdenes, este hombre se embarcó como marinero
en la corbeta, en el momento en que ésta recomponía su tripulación,
después del combate de Lemnos. Fue él quien hizo llegar a Henry
d’Albaret las dos cartas escritas por la mano de Xaris: la primera, en
Scio, en la que se le comunicaba que había una plaza libre en el
estado mayor de la Syphanta, y la segunda, que depositó sobre la
mesa del comedor de oficiales cuando estaba de guardia, y a través
de la cual se daba cita a la corbeta para los primeros días de
septiembre en los parajes de Escarpanto.
Allí era, en efecto, donde Hadjine Elizundo esperaba encontrarse
en esas fechas, después de haber terminado su caritativa y
abnegada tarea. Quería que la Syphanta sirviese para repatriar al
último convoy de prisioneros, rescatados con los restos de su
fortuna.
Pero, durante los seis meses siguientes, ¡cuántas fatigas no
habría de soportar!, ¡cuántos peligros no correría!
La valerosa muchacha, acompañada de Xaris, no dudó en
dirigirse, para cumplir su misión, al centro mismo de Berbería, a
aquellos puertos infestados de piratas, en el litoral africano, cuyos
amos fueron, hasta la conquista de Argel, los peores bandidos. Al
hacerlo, arriesgaba su libertad, arriesgaba su vida, desafiaba todos
los peligros a los que la exponían su belleza y su juventud.
Nada la detuvo. Partió.
Se la vio aparecer, como una religiosa de la Merced, en Trípoli,
Argel, Túnez y hasta en los más ínfimos mercados de la costa
beréber. En todas partes donde los prisioneros griegos habían sido
vendidos, los rescataba con gran beneficio para sus amos. Allí
donde los tratantes sacaban a pública subasta a aquellos rebaños
de seres humanos, ella se presentaba dinero en mano. Fue
entonces cuando pudo contemplar en todo su horror el espectáculo
de las miserias de la esclavitud, en un país en el que las pasiones
no son retenidas por ningún freno.
Argel se encontraba todavía a merced de una milicia, compuesta
de musulmanes y renegados, el desecho de los tres continentes que
forman el litoral del Mediterráneo, que sólo vivían de la venta de los
prisioneros hechos por los piratas y de su rescate por parte de los
cristianos. En el siglo XVII, se contaban ya en tierra africana casi
cuarenta mil esclavos de ambos sexos, arrebatados a Francia, Italia,
Inglaterra, Alemania, Flandes, Holanda, Grecia, Hungría, Rusia,
Polonia y España en todos los mares de Europa.
Hadjine Elizundo buscó especialmente a aquéllos a los que la
guerra helénica había hecho esclavos, y los buscó en Argel, en el
fondo de los baños del bajá, en los de Alí Mamí, los Kulughis y Sidi-
Hassan; en Túnez, en los de Yussif-Dey, Galera Patrona y Cicala; y
en el de Trípoli. Como si hubiera estado protegida por algún
talismán, se expuso a todos estos riesgos, aliviando todas las
miserias. ¡Escapó como por milagro de los mil peligros que la
naturaleza de las cosas creaba a su alrededor! Durante seis meses,
a bordo de ligeros barcos costeros de cabotaje, visitó los puntos
más recónditos del litoral —desde la regencia de Trípoli, hasta los
últimos confines de Marruecos— hasta Tetuán, que fue en otro
tiempo una república de piratas regularmente organizada, hasta
Tánger, cuya bahía servía de refugio a aquellos corsarios durante el
invierno, hasta Sale, en la costa occidental de África, donde los
desgraciados cautivos vivían en fosas excavadas a doce o quince
pies bajo tierra.
En fin, una vez terminada la misión, no quedándole nada de los
millones que le había dejado su padre, Hadjine Elizundo pensó en
volver a Europa con Xaris. Se embarcó a bordo de un navío griego,
en el cual viajaban también los últimos prisioneros rescatados por
ella y que se dio a la vela hacia Escarpanto. Allí era donde esperaba
encontrarse con Henry d’Albaret. Desde allí había decidido volver a
Grecia a bordo de la Syphanta. Pero tres días después de haber
dejado Túnez, el navío que la llevaba había caído en poder de un
barco turco y ¡ella había sido conducida a Arkassa para ser vendida
allí como esclava, junto con aquéllos a los que acababa de liberar!…
En suma, el resultado de la obra emprendida por Hadjine
Elizundo era éste: varios millares de prisioneros rescatados con el
mismo dinero que había sido ganado con su venta. La joven, ahora
arruinada, había reparado, en la medida de lo posible, todo el daño
hecho por su padre.
De todo eso pudo enterarse entonces Henry d’Albaret. ¡Sí!
¡Hadjine, pobre, era ya digna de él y, para arrancarla de las manos
de Nicolás Starkos, también él se habría hecho pobre como ella!
Al día siguiente, al amanecer, la Syphanta había alcanzado la
tierra de Creta. Entonces maniobró para dirigirse hacia el noroeste
del Archipiélago. La intención del comandante d’Albaret era
acercarse a la costa oriental de Grecia, a la altura de la isla de
Eubea. Allí, bien en Negroponto, bien en Egina, los prisioneros
podrían desembarcar en lugar seguro, protegidos de los turcos, que
habían sido rechazados ya hacia los confines del Peloponeso. Por
otra parte, en aquellas fechas, ya no quedaba ni uno solo de los
soldados de Ibrahim en la península helénica.
Toda aquella pobre gente, tratada inmejorablemente a bordo de
la Syphanta, se reponía ya de los espantosos sufrimientos que
había soportado. Durante el día, se los veía agrupados sobre la
cubierta, donde respiraban la sana brisa del Archipiélago: niños,
madres, esposos, a los que amenazaba una eterna separación,
unidos ya para no dejarse nunca. Sabían también lo que había
hecho Hadjine Elizundo y, cuando ésta pasaba, apoyada en el brazo
de Henry d’Albaret, todo eran señales de agradecimiento,
testimoniadas por medio de las acciones más conmovedoras.
Hacia las primeras horas de la mañana, el 4 de septiembre, la
Syphanta perdió de vista las cimas de Creta; pero, habiendo
empezado a amollar la brisa, apenas avanzó durante aquella
jornada, aun cuando llevaba desplegado todo su velamen. En
definitiva, veinticuatro horas o cuarenta y ocho horas más no sería
tampoco un retraso del que hubiese que preocuparse. El mar estaba
hermoso; el cielo, soberbio. Nada indicaba una próxima modificación
del tiempo. No había más que «largar», como dicen los marinos, y la
carrera terminaría cuando pluguiese a Dios.
Aquella apacible navegación propiciaba las conversaciones de a
bordo. Por otra parte, había pocas maniobras que hacer. Una simple
vigilancia por parte de los oficiales de guardia y de los gavieros de
proa, para advertir de las tierras a la vista o los navíos en alta mar.
Hadjine y Henry d’Albaret iban entonces a sentarse a popa, en
un banco de la toldilla que les estaba reservado. Allí, generalmente,
ya no hablaban del pasado, sino de ese porvenir del que ahora se
sentían dueños. Hacían proyectos de próxima realización, sin olvidar
someterlos a la opinión del buen Xaris, que era como de la familia.
El matrimonio había de celebrarse en cuanto llegasen a tierra
griega. Estaba convenido. Los asuntos de Hadjine Elizundo ya no
acarrearían dificultades ni retrasos. ¡Un año empleado en su
caritativa misión había simplificado todo aquello! Luego, celebrado el
matrimonio, Henry d’Albaret cedería al capitán Todros el mando de
la corbeta y llevaría a su joven mujer a Francia, desde donde más
tarde pensaba volver a traerla a su tierra natal.
Pues bien, precisamente aquel atardecer se entretenían con
todas estas cosas. El ligero soplo de la brisa bastaba apenas para
inflar las velas altas de la Syphanta. Una maravillosa puesta de sol
iluminaba el horizonte, cuyo perímetro, cubierto al oeste de una
ligera bruma, coronaban aún algunos trazos de oro verde. En el lado
opuesto, centelleaban las primeras estrellas del levante. El mar
tiritaba bajo la ondulación de sus pepitas fosforescentes. La noche
prometía ser magnífica.
Henry d’Albaret y Hadjine se dejaban llevar por el encanto de
aquella velada deliciosa. Miraban la estela, apenas dibujada por
algunas blondas blancas, que la corbeta iba dejando a popa. El
silencio sólo era turbado por los aleteos de la cangreja, cuyos
pliegues zumbaban suavemente. Ninguno de los dos veía nada que
no fueran ellos mismos o no estuviera en su interior. Y si por fin
regresaron a la realidad, fue porque Henry d’Albaret oyó que lo
llamaban con cierta insistencia.

Xaris estaba frente a él.


—¿Mi comandante?… —dijo Xaris por tercera vez.
—¿Qué queréis, amigo mío? —respondió Henry d’Albaret, a
quien pareció que Xaris vacilaba a la hora de hablar.
—¿Qué deseas, mi buen Xaris? —preguntó Hadjine.
—Tengo que deciros una cosa, mi comandante.
—¿Qué?
—Se trata de lo siguiente: los pasajeros de la corbeta…, esas
buenas gentes a las que lleváis de vuelta a su país… han tenido una
idea y me han encargado que os la comunique.
—Y bien, os escucho, Xaris.
—Veréis, mi comandante. Ellos saben que debéis casaros con
Hadjine…
—Sin duda —respondió Henry d’Albaret sonriendo—. ¡Eso no es
misterio para nadie!
—¡Bueno, pues estarían muy felices de ser los testigos de
vuestro matrimonio!
—Y lo serán, Xaris, lo serán, ¡nunca una novia tendría un cortejo
semejante, si pudiera reunir a su alrededor a todos aquellos a los
que ha salvado de la esclavitud!
—¡Henry!… —dijo la muchacha queriendo interrumpirlo.
—Mi comandante tiene razón —respondió Xaris—. En todo caso,
los pasajeros de la corbeta estarán allí, y…
—¡A nuestra llegada a la tierra de Grecia —prosiguió Henry
d’Albaret—, los invitaré a todos a la ceremonia de nuestra boda!
—Bien, mi comandante —respondió Xaris—. Pero, después de
haber tenido esa idea, ¡esas buenas gentes han tenido otra!
—¿Tan buena como la primera?
—Mejor. ¡La de pediros que la boda se celebre a bordo de la
Syphanta! ¿Acaso esta brava corbeta que los devuelve a Grecia no
es como un pedazo de su país?
—Está bien, Xaris —respondió Henry d’Albaret—. ¿Estáis de
acuerdo, mi querida Hadjine?
Hadjine, por toda respuesta, le tendió la mano.
—Bien respondido —dijo Xaris.
—Podéis anunciar a los pasajeros de la Syphanta —añadió
Henry d’Albaret— que todo se hará como desean.
—Entendido, mi comandante. Pero… —añadió Xaris, vacilando
un poco—, ¡eso no es todo!
—Habla, pues, Xaris —dijo la joven.
—Veréis. Después de haber tenido una buena idea y luego otra
mejor, ¡han tenido una tercera que consideran excelente!
—¡De veras, una tercera! —respondió Henry d’Albaret—. ¿Y cuál
es esa tercera idea?
—Que no sólo la boda sea celebrada a bordo de la corbeta, sino
que además se celebre en alta mar… ¡mañana mismo! Hay entre
ellos un viejo sacerdote…
De pronto, Xaris fue interrumpido por la voz del gaviero que
estaba de vigía en las crucetas de trinquete:
—¡Buques a barlovento!
Enseguida, Henry d’Albaret se levantó y se reunió con el capitán
Todros, que miraba ya en la dirección indicada.
Una flotilla, compuesta de una docena de barcos de diversos
tonelajes, se divisaba a menos de seis millas al este. Pero si la
Syphanta, entonces encalmada, estaba absolutamente inmóvil,
aquella flotilla, empujada por los últimos soplos de una brisa que no
llegaba hasta la corbeta, necesariamente tenía que acabar
alcanzándola.
Henry d’Albaret había cogido un catalejo y observaba
atentamente la marcha de aquellos navíos.
—Capitán Todros —dijo volviéndose hacia el segundo—, esta
flotilla está aún demasiado lejos para que sea posible reconocer sus
intenciones ni saber cuál es su fuerza.
—En efecto, mi comandante —respondió el segundo—, y con
esta noche sin luna, que va a ser muy oscura, ¡no podremos
hacernos ninguna idea al respecto! Así que hay que esperar hasta
mañana.
—Sí, hay que esperar —dijo Henry d’Albaret—, pero como estos
parajes no son seguros, dad la orden de vigilar con el mayor
cuidado. Que se tomen también todas las precauciones
indispensables en el caso de que esos navíos se aproximasen a la
Syphanta.
El capitán Todros tomó las correspondientes medidas, que
fueron ejecutadas al instante. Se estableció una activa vigilancia a
bordo de la corbeta, que debía continuar hasta que se hiciese de
día.
No es preciso decir que, considerando las eventualidades que
podían sobrevenir, se aplazó para más tarde la decisión relativa a la
celebración del matrimonio que había motivado la diligencia de
Xaris. Hadjine, a ruego de Henry d’Albaret, había tenido que volver a
su camarote.
Durante toda aquella noche, se durmió poco a bordo. La
presencia de la flotilla avistada mar adentro era inquietante.
Mientras fue posible, habían observado sus movimientos. Pero una
niebla bastante espesa se levantó hacia las nueve y no tardaron en
perderla de vista.
Al día siguiente, al salir el sol, algunos vapores ocultaban aún el
horizonte en el este. Como no había viento, aquellos vapores no se
disiparon antes de las diez de la mañana. Entretanto, nada
sospechoso había aparecido a través de aquellas brumas. Pero
cuando se desvanecieron, toda la flotilla apareció a menos de cuatro
millas. Así pues, desde la víspera, había ganado dos millas en
dirección a la Syphanta y, si no se había acercado más, era porque
la niebla le había impedido maniobrar. Había allí una docena de
navíos que marchaban de conserva impulsados por sus largos
remos de galera. La corbeta, en la cual aquellos artefactos no
habrían surtido ningún efecto, debido a su tamaño, permanecía
todavía inmóvil en el mismo lugar. Se hallaba reducida a esperar, sin
poder hacer un solo movimiento.
Y sin embargo, no era posible equivocarse en cuanto a las
intenciones de aquella flotilla.
—¡Éste sí que es un revoltillo de barcos singularmente
sospechosos! —dijo el capitán Todros.
—¡Tanto más sospechosos —respondió Henry d’Albaret— por
cuanto reconozco entre ellos el bergantín al que dimos caza
inútilmente en las aguas de Creta!
El comandante de la Syphanta no se equivocaba. El bergantín
que había desaparecido tan extrañamente más allá de la punta de
Escarpanto iba en cabeza. Maniobraba para no separarse de los
otros barcos, colocados bajo sus órdenes.
Mientras tanto, algunas ráfagas de viento se habían levantado al
este y favorecían aún más la marcha de la flotilla. Pero aquellas
rachas, que hacían verdear ligeramente el mar corriendo por su
superficie, venían a expirar a uno o dos cables de la corbeta.
De pronto, Henry d’Albaret hizo a un lado el catalejo que no
había apartado hasta entonces de sus ojos:
—¡Zafarrancho de combate! —gritó.
Acababa de ver cómo un largo chorro de vapor blanco se
esparcía desde la proa del bergantín, mientras que un pabellón era
izado al pico. En ese momento, la detonación de una boca de fuego
llegaba a la corbeta.
Aquel pabellón era negro y una «S» de color rojo fuego se
recortaba sobre su estameña.
Era el pabellón del pirata Sacratif.
Capítulo VI

Sacratif

A quella flotilla, compuesta de doce barcos, había salido la


víspera de las guaridas de Escarpanto. Ya fuera atacando a la
corbeta de frente, o rodeándola, le presentaría batalla en
condiciones muy desiguales. De eso no cabía ninguna duda. Pero,
debido a la falta de viento, no había más remedio que aceptar aquel
combate. Por otra parte, de haber existido alguna posibilidad de
evitar la lucha, Henry d’Albaret la hubiese rechazado. El pabellón de
la Syphanta no podía huir ante el pabellón de los piratas del
Archipiélago sin que ello representase una deshonra.
Entre aquellos doce navíos se contaban cuatro bergantines, que
llevaban entre dieciséis y dieciocho cañones. Los ocho barcos
restantes, de un tonelaje inferior, pero provistos de una artillería
ligera, eran grandes saicas de dos mástiles, paquebotes de
arboladura recta, faluchos y sacolevas armados para la guerra.
Según los cálculos de los oficiales de la corbeta, eran más de cien
bocas de fuego, a las cuales tendrían que responder con veintidós
cañones y seis carronadas. Y contra setecientos u ochocientos
hombres tendrían que combatir los doscientos cincuenta marineros
de su tripulación. Lucha desigual, sin duda. De todos modos, la
superioridad de la artillería de la Syphanta podía darle alguna
posibilidad de éxito, a condición de que no dejara que se le
acercasen demasiado. Había, pues, que mantener aquella flotilla a
distancia, desmantelando poco a poco sus navíos mediante
andanadas enviadas con precisión. En una palabra, se trataba de
hacer todo lo posible para evitar un abordaje, es decir, un combate
cuerpo a cuerpo. En este último caso, el número habría acabado por
imponerse, pues este factor tiene aún más importancia en el mar
que en la tierra, ya que, al ser la retirada imposible, todo se resume
en esto: saltar por los aires o rendirse.
Una hora después de que la niebla se hubiese disipado, la flotilla
había ganado sensiblemente terreno a la corbeta, tan inmóvil como
si hubiese estado fondeada en medio de una rada.
Entretanto, Henry d’Albaret no cesaba de observar la marcha y la
maniobra de los piratas. El zafarrancho se había llevado a cabo
rápidamente a bordo de su nave. Todos, oficiales y marineros,
estaban en su puesto de combate. Los pasajeros que eran útiles
habían pedido batirse entre las filas de la tripulación y se les habían
dado armas. Un silencio absoluto reinaba en la batería y sobre la
cubierta, apenas interrumpido por algunas palabras que el
comandante intercambiaba con el capitán Todros.
—No nos dejaremos abordar —le decía—. Esperaremos a que
los primeros buques estén a nuestro alcance y haremos fuego con
nuestros cañones de estribor.
—¿Dispararemos a hundir o a desarbolar? —preguntó el
segundo.
—A hundir —respondió Henry d’Albaret.
Era lo mejor que podía hacerse para combatir a aquellos piratas,
tan terribles en el abordaje, y particularmente a aquel Sacratif, que
acababa de izar con desvergüenza su pabellón negro. Y, si lo había
hecho, era, sin duda, porque contaba con que ningún hombre de la
corbeta sobreviviese, ningún hombre que pudiera jactarse de
haberlo visto cara a cara.
Hacia la una de la tarde, la flotilla se encontraba tan sólo a una
milla a barlovento. Seguía acercándose, sirviéndose de sus remos.
La Syphanta, con la proa al noroeste, mantenía con dificultad aquel
rumbo. Los piratas avanzaban sobre ella en línea de batalla, dos de
los bergantines en mitad de la línea y los otros dos en los extremos.
Maniobraban de manera que les fuese posible rodear la corbeta por
la proa y por la popa, con el fin de envolverla en una circunferencia,
cuyo radio disminuyese poco a poco. Su objetivo era evidentemente
aplastarla primero entre fuegos convergentes y tomarla luego al
abordaje.
Henry d’Albaret había comprendido perfectamente esta
maniobra, tan peligrosa para él, y no podía impedirla, puesto que
estaba condenado a la inmovilidad. Pero tal vez conseguiría romper
aquella línea a cañonazos, antes de que lo hubiese envuelto por
todas partes. Incluso los oficiales se preguntaban ya por qué su
comandante no daba la orden de abrir fuego, con aquella voz firme y
sosegada que todos le conocían.
¡No! Henry d’Albaret no tenía intención de disparar mientras no
estuviese seguro de dar en el blanco y quería dejar que se le
acercasen hasta tenerlos a su alcance.
Pasaron aún diez minutos. Todos esperaban, los artilleros
apuntadores, con el ojo en la culata de sus cañones, los oficiales de
la batería, listos para transmitir las órdenes del comandante, los
marineros de la cubierta, mirando por encima de las empavesadas.
¿No vendrían las primeras andanadas del enemigo, ahora que la
distancia le permitía lanzarlas con provecho?
Henry d’Albaret seguía callado. Miraba la línea que comenzaba a
curvarse por los dos extremos. Los bergantines del centro —y uno
de ellos era el que había izado el pabellón negro de Sacratif— se
encontraban entonces a menos de una milla.
Pero si el comandante de la Syphanta no se apresuraba a iniciar
el fuego, no parecía que el jefe de la flotilla tuviera más prisa que él
en hacerlo. Tal vez, incluso, pretendía abordar la corbeta sin haber
disparado un solo cañonazo, con el fin de lanzar a algunos
centenares de sus piratas al abordaje.
Por fin, Henry d’Albaret pensó que no debía esperar más tiempo.
Una última ráfaga, que llegó hasta la corbeta, le permitió abatir un
cuarto sobre su rumbo. Después de haber rectificado su posición, de
modo que podía ver a los dos bergantines de costado, a menos de
media milla, gritó:
—¡Atención en la cubierta y la batería!
Se oyó un ligero murmullo a bordo, que fue seguido de un
silencio absoluto.
—¡A hundir! —dijo Henry d’Albaret.
La orden fue repetida enseguida por los oficiales, y los artilleros
de la batería apuntaron cuidadosamente al casco de los dos
bergantines, mientras que los de la cubierta apuntaban a la
arboladura.
—¡Fuego! —gritó el comandante d’Albaret.
Tronó la andanada de estribor. Desde el puente y desde la
batería de la corbeta, once cañones y tres carronadas vomitaron sus
proyectiles, y entre otros, varios pares de aquellas balas enramadas,
que están pensadas para desarbolar un buque a media distancia.
En cuanto los vapores de la pólvora, repelidos hacia atrás,
permitieron contemplar el horizonte, se pudo constatar el efecto
producido por esta descarga sobre los dos barcos. Sin ser completo,
no dejaba de ser importante.
Uno de los dos bergantines que ocupaban el centro de la línea
había sido alcanzado por encima de la línea de flotación. Además,
habiendo quedado cortados varios de sus obenques y burdas, su
palo trinquete, decentado a algunos pies por encima de la cubierta,
acababa de caer hacia adelante, rompiendo al mismo tiempo la
espiga del palo mayor. En estas condiciones, el bergantín iba a
perder algún tiempo reparando sus averías; pero todavía podía
cargar contra la corbeta. El peligro de ser cercada que ésta corría no
había sido, pues, atenuado por aquel inicio de combate.
En efecto, los otros dos bergantines, colocados en el extremo del
ala derecha y del ala izquierda, habían llegado ya a la altura de la
Syphanta. Desde allí, empezaban a volverse hacia ella; pero no lo
hicieron sin haberla saludado antes con una andanada de enfilada
que le resultó imposible evitar.
Fue aquél un golpe doble y desgraciado. El palo de mesana de
la corbeta quedó cortado a la altura de las cacholas. Todo el faro de
popa se derrumbó, por suerte sin llevarse por delante nada del
aparejo del palo mayor. Al mismo tiempo, la madera de respeto y
una embarcación quedaban hechas pedazos. Lo más lamentable de
todo fue la muerte de un oficial y dos marineros, alcanzados por el
impacto, sin contar a otros tres o cuatro, gravemente heridos, que
fueron transportados a la cubierta inferior.
Enseguida, Henry d’Albaret dio órdenes para que se escombrase
la toldilla sin tardanza. Aparejos, velas, restos de vergas y perchas
fueron retirados en unos minutos. El espacio volvió a quedar libre y
practicable. No había ni un instante que perder. El combate de
artillería iba a recomenzar con más violencia. La corbeta, cogida
entre dos fuegos, se vería obligada a resistir por las dos bordas.
En ese momento, una nueva andanada fue lanzada por la
Syphanta, y con tan buena puntería, esta vez, que dos de los barcos
de la flotilla —uno de los paquebotes y una saica—, alcanzados en
pleno casco por debajo de la línea de flotación, se fueron a pique en
unos instantes. Las dos tripulaciones tuvieron el tiempo justo de
lanzarse a las embarcaciones, a fin de llegar hasta los dos
bergantines del centro, donde fueron recogidos enseguida.
—¡Hurra! ¡Hurra!
Éste fue el grito de los marineros de la corbeta, después de
aquel doble impacto que honraba a sus jefes de pieza.
—¡Dos hundidos! —dijo el capitán Todros.
—Sí —respondió Henry d’Albaret—, pero los granujas que los
tripulaban han podido embarcarse a bordo de los bergantines, ¡y
temo todavía un abordaje que les daría la ventaja del número!
Todavía durante un cuarto de hora, los cañonazos continuaron
por una parte y por la otra. Los navíos piratas, al igual que la
corbeta, desaparecían en medio de los vapores blancos de la
pólvora, y era preciso esperar a que se disipasen para verificar el
daño que se habían hecho mutuamente. Por desgracia, ese daño
era bastante sensible a bordo de la Syphanta. Varios marineros
habían caído muertos; otros, en mayor número, estaban gravemente
heridos. Un oficial francés, alcanzado en mitad del pecho, acababa
de ser abatido, en el momento en que el comandante le daba sus
órdenes.
Los muertos y los heridos fueron bajados enseguida a la cubierta
inferior. El cirujano y sus ayudantes ya no daban abasto con las
curas y las operaciones que exigía el estado de aquellos que habían
sido alcanzados directamente por los proyectiles o indirectamente
por los fragmentos del casco, sobre la cubierta o en la batería. Si
bien la fusilería no había hablado aún entre aquellos barcos, que
seguían manteniéndose a medio alcance de cañón, si no había que
extraer balas ni cascos de metralla, las heridas no eran por ello
menos graves, y sí más horribles.
En aquellos momentos, las mujeres, que habían sido confinadas
en la bodega, no faltaron a su deber. Hadjine Elizundo les dio
ejemplo. Todas se apresuraron a atender a los heridos, animándoles
y reconfortándoles.
Fue entonces cuando la vieja prisionera de Escarpanto
abandonó su oscuro retiro. La vista de la sangre no podía asustarla
y, sin duda, los azares de su vida la habían conducido ya a más de
un campo de batalla. Al resplandor de las lámparas de la cubierta
inferior, se inclinó sobre la cabecera de las literas en las que
reposaban los heridos, echó una mano en las operaciones más
dolorosas, y, cuando una nueva andanada hacía temblar la corbeta
hasta las carlingas, ni el más leve movimiento de sus ojos indicaba
que aquellas espantosas detonaciones la hubiesen hecho
estremecerse.
Entretanto, se aproximaba la hora en la que la tripulación de la
Syphanta iba a verse obligada a luchar con arma blanca contra los
piratas. La línea se había cerrado, el círculo se estrechaba. La
corbeta se convertía en el punto de mira de todos aquellos fuegos
convergentes.
Pero se defendía bien, en honor al pabellón que ondeaba
todavía en su pico. Su artillería causaba grandes estragos a bordo
de la flotilla. Otros dos barcos, una saica y un falucho, fueron
destruidos. Uno se hundió. El otro, agujereado por balas rojas, no
tardó en desaparecer en medio de las llamas.
De todos modos, el abordaje era inevitable. La Syphanta sólo
habría podido eludirlo forzando la línea que la rodeaba. A falta de
viento, no podía hacerlo, mientras que los piratas, movidos por sus
remos de galera, se acercaban estrechando el círculo.
El bergantín con el pabellón negro estaba sólo a un tiro de
pistola cuando soltó su andanada. Una bala de cañón estalló contra
los herrajes del codaste en la popa de la corbeta y le desmontó el
timón.
Henry d’Albaret se preparó entonces para recibir el asalto de los
piratas y mandó izar las redes defensivas y de abordaje. Ahora, era
la fusilería la que detonaba de un lado y del otro. Pedreros y
trabucos, mosquetes y pistolas, hacían llover una granizada de
balas sobre la cubierta de la Syphanta. Muchos hombres cayeron
aún, casi todos heridos mortalmente. Veinte veces estuvo Henry
d’Albaret a punto de ser alcanzado; pero, inmóvil y tranquilo sobre el
puente de mando, daba sus órdenes con la misma sangre fría que si
hubiese estado comandando una salva de honor en una revista de
escuadra.
En ese momento, a través de los desgarrones de la humareda,
las tripulaciones enemigas podían verse cara a cara. Se oían las
horribles imprecaciones de los bandidos. A bordo del bergantín con
pabellón negro, Henry d’Albaret intentaba en vano ver a aquel
Sacratif, cuyo solo nombre causaba espanto en todo el Archipiélago.
Fue entonces cuando, por estribor y por babor, aquel bergantín y
uno de los que habían cerrado la línea, sostenidos en la retaguardia
por los otros barcos, se situaron junto a la corbeta, cuyas cintas
gimieron bajo la presión. Los arpeos lanzados a propósito se
engancharon al aparejo y ataron los tres navíos. Los cañones
tuvieron que callar; pero, como las portas de la Syphanta eran otras
tantas brechas abiertas a los piratas, los sirvientes permanecieron
en su puesto para defenderlas a hachazos, pistoletazos y golpes de
pica. Tal era la orden del comandante, orden que fue enviada a la
batería en el momento en el que los dos bergantines abordaban la
corbeta.
De pronto, un grito estalló por todas partes, con tal violencia que
dominó por un instante el estruendo de la fusilería.
—¡Al abordaje! ¡Al abordaje!
El combate, cuerpo a cuerpo, devino entonces espantoso. Ni las
descargas de los trabucos, los pedreros y los fusiles, ni los
hachazos y los golpes de pica pudieron impedir que aquellos piratas
rabiosos, ebrios de furor, ávidos de sangre, pusieran pie en la
corbeta. Desde sus cofas lanzaban una lluvia de granadas que
hacía imposible defender la cubierta de la Syphanta, a pesar de que
también ésta les respondiese desde sus propias cofas por medio de
los gavieros. Henry d’Albaret se vio acometido por todos lados. Los
empalletados de la Syphanta, a pesar de que eran más elevados
que los de los bergantines, fueron tomados al asalto. Los corsarios
pasaban de verga en verga y, agujereando las redes defensivas, se
descolgaban sobre la cubierta. ¡Qué importaba que algunos
murieran antes de alcanzarla! Su número era tal que no lo parecía.
La tripulación de la corbeta, reducida ahora a menos de
doscientos hombres útiles, tenía que batirse contra más de
seiscientos.
En efecto, los dos bergantines servían incesantemente de paso a
nuevos asaltantes, traídos por las embarcaciones de la flotilla. Era
una masa a la que resultaba casi imposible resistir. La sangre no
tardó en correr a mares sobre la cubierta de la Syphanta. Los
heridos, en medio de las convulsiones de la agonía, se levantaban
aún para dar un último pistoletazo o una puñalada. Todo era
confusión en medio de la humareda. ¡Pero el pabellón corfiota no
sería arriado mientras quedase un hombre para defenderlo!
En medio de esta horrible refriega, Xaris se batía como un león.
No había abandonado la toldilla. Veinte veces, su hacha, sujeta por
el estrobo a su vigorosa muñeca, abatiéndose sobre la cabeza de
un pirata, salvó de la muerte a Henry d’Albaret.
Éste, mientras tanto, en mitad de aquella agitación, no pudiendo
hacer nada contra el número de sus enemigos, permanecía siempre
dueño de sí mismo. ¿En qué pensaba? ¿En rendirse? ¡No! Un
oficial francés no se rinde ante piratas. Pero, entonces, ¿qué haría?
¿Imitaría al heroico Bisson, que, diez meses antes, en condiciones
similares, se había hecho saltar por los aires para no caer en manos
de los turcos? ¿Destruiría, con la corbeta, los dos bergantines
enganchados a sus flancos? ¡Pero esto suponía condenar también a
la destrucción a los heridos de la Syphanta, los prisioneros
arrancados a Nicolás Starkos, aquellas mujeres, aquellos niños…!
¡Era sacrificar a Hadjine!… Y aquéllos a los que perdonara la
explosión, si Sacratif los dejaba con vida, ¿cómo escaparían esta
vez de los horrores de la esclavitud?
—¡Tened cuidado, mi comandante! —exclamó Xaris, que
acababa de lanzarse delante de él.
Un segundo más y Henry d’Albaret habría sido herido de muerte.
Pero Xaris aferró con sus dos manos al pirata que iba a golpearlo y
lo precipitó al mar. Por tres veces, otros quisieron llegar hasta Henry
d’Albaret; por tres veces, Xaris los abatió a sus pies.
La cubierta de la corbeta estaba entonces totalmente invadida
por la masa de los asaltantes. Apenas se oían algunas
detonaciones. Los hombres se batían sobre todo con arma blanca y
los gritos dominaban sobre el estruendo de la pólvora.
Los piratas, dueños ya del castillo de proa, habían acabado por
ocupar todo el espacio hasta el pie del palo mayor. Poco a poco,
rechazaban a la tripulación hacia la toldilla. Eran diez contra uno, al
menos. ¿Cómo hubiera sido posible la resistencia? Si el
comandante d’Albaret hubiera querido hacer saltar entonces la
corbeta, tampoco habría podido poner en práctica su proyecto. Los
asaltantes ocupaban la entrada de las escotillas y de los cuarteles
que daban acceso al interior. Se habían esparcido por la batería y el
entrepuente, donde la lucha continuaba con el mismo
encarnizamiento. Llegar al pañol de la pólvora era ya algo
impensable.
Además, por todas partes los piratas se imponían por su número.
Sólo una barrera, hecha con los cuerpos de sus camaradas heridos
o muertos, los separaba de la popa de la Syphanta. Las primeras
filas, empujadas por las últimas, franquearon esa barrera, después
de haberla hecho aún más alta amontonando en ella nuevos
cadáveres. Luego, pisoteando aquellos cuerpos, con los pies
cubiertos de sangre, se precipitaron al asalto de la toldilla.
Allí se habían reunido unos cincuenta hombres y cinco o seis
oficiales con el capitán Todros. Rodeaban a su comandante,
decididos a resistir hasta la muerte.
En aquel estrecho espacio la lucha fue desesperada. El pabellón,
caído del pico de cangreja junto con el palo de mesana, había vuelto
a ser izado en el botalón de popa. Aquél era el último puesto que el
honor mandaba defender hasta el último hombre.
Pero, por muy valerosa y decidida que fuese, ¿qué podía hacer
aquella pequeña tropa contra los quinientos o seiscientos piratas
que ocupaban entonces el castillo de proa, el puente y las cofas, de
donde caía un verdadero diluvio de granadas? Las tripulaciones de
la flotilla seguían llegando en ayuda de los primeros asaltantes. Eran
otros tantos bandidos, que el combate no había aún debilitado,
mientras que cada minuto disminuía el número de los defensores de
la toldilla.
Aquella toldilla, sin embargo, era como una fortaleza. Tuvieron
que arremeter contra ella varias veces. ¿Quién sabría decir cuánta
sangre se vertió para tomarla? ¡Pero, finalmente, fue tomada! Los
hombres de la Syphanta tuvieron que retroceder ante la avalancha
hasta el extremo de la popa. Allí se agruparon alrededor del
pabellón, formando un escudo con sus cuerpos. Henry d’Albaret, en
medio de ellos, con el puñal en una mano y la pistola en la otra, dio
y recibió los últimos golpes.
¡No! ¡El comandante de la corbeta no se rindió! ¡Fue aplastado
por el número! Entonces quiso morir… ¡Fue en vano! Parecía que
aquellos que lo atacaban tuviesen la orden secreta de cogerlo vivo,
orden cuya ejecución costó la vida a veinte de los más encarnizados
asaltantes, que cayeron bajo el hacha de Xaris.
Henry d’Albaret fue capturado finalmente junto con aquellos de
sus oficiales que habían sobrevivido a su lado. Xaris y los otros
marineros se vieron reducidos a la impotencia. ¡El pabellón de la
Syphanta dejó de flotar en su popa!
Al mismo tiempo, gritos, voces y hurras estallaron por todas
partes. Eran los vencedores que daban alaridos aclamando a su
jefe:
—¡Sacratif! ¡Sacratif!
Y ese jefe apareció entonces por encima de los empalletados de
la corbeta. La masa de corsarios se apartó para hacerle sitio.
Caminó lentamente hacia popa, pisando los cadáveres de sus
compañeros sin prestarles la menor atención. Luego, después de
haber subido la escalera ensangrentada de la toldilla, avanzó hacia
Henry d’Albaret.
El comandante de la Syphanta pudo ver por fin a aquél a quien la
turba de piratas acababa de saludar con el nombre de Sacratif.
Era Nicolás Starkos.
Capítulo VII

Desenlace

E l combate entre la flotilla y la corbeta había durado más de dos


horas y media. Del lado de los asaltantes había que contar al
menos ciento cincuenta hombres muertos o heridos, y casi otros
tantos en la tripulación de la Syphanta, compuesta inicialmente de
doscientos cincuenta. Estas cifras indican con qué encarnizamiento
se había luchado, tanto por una parte como por la otra. La victoria
no había sido para el bando al que en justicia correspondía. Henry
d’Albaret, sus oficiales, sus marineros y sus pasajeros estaban
ahora en manos del despiadado Sacratif.
Sacratif o Starkos, pues, en efecto, eran el mismo hombre. Hasta
entonces, nadie había sabido que, bajo aquel nombre, se escondía
un griego, un hijo de la Maina, un traidor, ganado para la causa de
los opresores. ¡Sí! ¡Era Nicolás Starkos quien mandaba aquella
flotilla, cuyos espantosos desmanes habían sembrado el terror en
aquellos mares! ¡Era él quien unía al infame oficio de pirata un
comercio más infame aún! ¡Era él quien vendía, a los bárbaros y los
infieles, a los compatriotas que habían escapado de las matanzas
de los turcos! ¡Él, Sacratif! ¡Y ese nombre de guerra, o más bien ese
nombre de piratería, era el nombre del hijo de Andrónika Starkos!
Desde hacía muchos años, Sacratif —ahora hay que llamarlo así
— había establecido el centro de sus operaciones en la isla de
Escarpanto. Allí, en el fondo de las calas desconocidas de su costa
oriental, se encontraban los principales apostaderos de la flotilla.
Allí, compañeros suyos sin religión ni moral, que lo obedecían
ciegamente y a los cuales podía pedir cualquier acto de violencia y
de audacia, formaban las tripulaciones de una veintena de barcos,
cuyo mando le pertenecía sin disputa.
Después de su partida de Corfú, a bordo de la Karysta, Sacratif
había dado la vela directamente hacia Escarpanto. Su intención era
reemprender sus campañas en el Archipiélago, con la esperanza de
encontrar aquella corbeta que había visto aparejar para hacerse a la
mar y cuyo destino conocía. Sin embargo, aun ocupándose de la
Syphanta, no renunciaba a dar con Hadjine Elizundo y sus millones,
como tampoco renunciaba a vengarse de Henry d’Albaret.
La flotilla de los piratas se puso, pues, a buscar la corbeta; pero,
aunque Sacratif había oído hablar a menudo de ella y de las
represalias que había tomado contra los piratas del norte del
Archipiélago, no pudo dar con su pista. No era él, como ya se ha
dicho, quien llevaba el mando en el combate de Lemnos, donde el
capitán Stradena encontró la muerte; pero sí era él quien había
huido de Tasos en la sacoleva, aprovechando la batalla que la
corbeta libraba a la vista del puerto. Sólo que, en esa época,
ignoraba todavía que la Syphanta hubiese pasado a estar bajo el
mando de Henry d’Albaret y no lo supo hasta que lo vio en el
mercado de Escarpanto.
Al dejar Tasos, Sacratif había ido a recalar a Sira y no había
abandonado esta isla hasta cuarenta y ocho horas antes de la
llegada de la corbeta. No se habían equivocado al pensar que la
sacoleva había debido de dar vela hacia Creta. Allí, en el puerto de
Grabusa, esperaba el bergantín que debía llevar a Sacratif a
Escarpanto para preparar una nueva campaña. La corbeta lo vio
poco después de que hubiese salido de Grabusa y le dio caza, sin
poder alcanzarlo, tan superior era su marcha.
Sacratif, por su parte, había reconocido perfectamente la
Syphanta. Ir tras ella, intentar tomarla al abordaje, satisfacer su odio
destruyéndola, ésa había sido su idea al principio. Pero, después de
reflexionar, se dijo que valía más dejarse perseguir a lo largo del
litoral de Creta, arrastrar a la corbeta hasta los parajes de
Escarpanto y luego desaparecer en uno de aquellos refugios que
sólo él conocía.
Eso fue lo que hizo y, cuando las circunstancias precipitaron el
desenlace de este drama, el jefe de los piratas se ocupaba de poner
su flotilla a punto para atacar a la Syphanta.
Ya sabemos lo que había pasado, ya sabemos por qué Sacratif
había ido al mercado de Arkassa, y cómo, después de haber vuelto
a encontrar a Hadjine Elizundo entre los prisioneros del batistan, se
vio frente a Henry d’Albaret, el comandante de la corbeta.
Sacratif, creyendo que Hadjine Elizundo todavía era la rica
heredera del banquero corfiota, había querido a toda costa
convertirse en su dueño… La intervención de Henry d’Albaret hizo
fracasar su tentativa.
Más decidido que nunca a apoderarse de Hadjine Elizundo, a
vengarse de su rival y a destruir la corbeta, Sacratif se llevó consigo
a Skopelo y volvió a la costa oeste de la isla. No podía haber duda
de que Henry d’Albaret pensaba abandonar inmediatamente
Escarpanto a fin de repatriar a los prisioneros. La flotilla había sido
reunida casi al completo y, al día siguiente, se hacía de nuevo a la
mar. Las circunstancias habían favorecido su marcha, y así la
Syphanta había caído en su poder.
Cuando Sacratif puso los pies sobre la cubierta de la corbeta,
eran las tres de la tarde. La brisa empezaba a arreciar, lo cual
permitió a los otros navíos recuperar sus posiciones, de modo que
siguieran teniendo a la Syphanta al alcance de sus cañones. En
cuanto a los dos bergantines, pegados a sus flancos, tuvieron que
esperar a que su jefe estuviese dispuesto a embarcar.
Pero, en ese momento, no pensaba en hacer tal cosa y un
centenar de piratas permanecieron con él a bordo de la corbeta.
Sacratif no había dirigido todavía la palabra al comandante
d’Albaret. Se había contentado con cambiar algunas palabras con
Skopelo, que hizo conducir a los prisioneros, oficiales y marineros,
hacia las escotillas. Allí se reunieron con aquellos de sus
compañeros que habían sido apresados en la batería y el
entrepuente; luego, todos fueron obligados a bajar al fondo de la
cala, cuyos cuarteles volvieron a cerrarse sobre ellos. ¿Qué suerte
les estaba reservada? ¡Sin duda, una muerte horrible que los
aniquilaría destruyendo la Syphanta!
En ese momento, ya sólo quedaban en la toldilla Henry d’Albaret
y el capitán Todros, desarmados, atados y vigilados. Sacratif,
rodeado de una docena de sus más feroces piratas, dio un paso
hacia ellos.
—¡No sabía —dijo— que la Syphanta estuviese al mando de
Henry d’Albaret! Si lo hubiera sabido, no habría dudado en
presentarle batalla en los mares de Creta, ¡y así no habría ido a
hacerles la competencia a los padres de la Merced al mercado de
Escarpanto!
—¡Si Nicolás Starkos nos hubiese esperado en los mares de
Creta —respondió el comandante d’Albaret— estaría ya colgado de
la verga de trinquete de la Syphanta!
—¿De veras? —prosiguió Sacratif—. Una justicia expeditiva y
sumaria…
—¡Sí!… ¡La justicia que conviene al jefe de unos piratas!
—Tened cuidado, Henry d’Albaret —exclamó Sacratif—. ¡Tened
cuidado! Vuestra verga de trinquete está todavía en pie y yo sólo
tengo que hacer una señal…
—¡Hacedla!
—¡No se cuelga a un oficial! —exclamó el capitán Todros—. ¡Se
le fusila! Esa muerte infamante…
—¿Acaso no es la única que puede dar un infame? —respondió
Henry d’Albaret.
Ante esta última palabra, Sacratif hizo un gesto, cuyo significado
era más que conocido por los piratas.
Era una sentencia de muerte.
Cinco o seis hombres se lanzaron sobre Henry d’Albaret,
mientras que los otros retenían al capitán Todros, que intentaba
romper sus ataduras.
El comandante de la Syphanta fue arrastrado hacia proa, en
medio de las más abominables maldiciones. Un andarivel había sido
ya largado desde la empuñadura de la verga, y no faltaban más que
unos segundos para que aquella infame ejecución se llevara a cabo
en la persona de un oficial francés, cuando Hadjine Elizundo
apareció en cubierta.
La joven había sido traída por orden de Sacratif. Ella sabía que
el jefe de aquellos piratas era Nicolás Starkos. Pero ni la calma ni la
fiereza habían de faltarle.
Primero, sus ojos buscaron a Henry d’Albaret. Ignoraba si había
sobrevivido en medio de su tripulación diezmada. ¡Lo vio!… Estaba
vivo… ¡Vivo, en el momento de padecer el último suplicio!
Hadjine Elizundo corrió a él exclamando:
—¡Henry!… ¡Henry!
Los piratas iban a separarlos, cuando Sacratif, que se dirigía
hacia la proa de la corbeta, se paró a algunos pasos de Hadjine y de
Henry d’Albaret. Los miró a los dos con una ironía cruel.
—¡He aquí a Hadjine Elizundo en manos de Nicolás Starkos! —
dijo cruzándose de brazos—. ¡Así pues, tengo en mi poder a la
heredera del rico banquero de Corfú!
—¡A la heredera del banquero de Corfú, pero no la herencia! —
respondió fríamente Hadjine.
Sacratif no podía comprender esta distinción. Por eso, prosiguió
diciendo:
—¡Quiero creer que la prometida de Nicolás Starkos no le
negará su mano al encontrarlo de nuevo bajo el nombre de Sacratif!
—¡Yo! —exclamó Hadjine.
—¡Vos! —respondió Sacratif acentuando su ironía—. Está bien
que le estéis agradecida al generoso comandante de la Syphanta
por lo que ha hecho al rescataros. ¡Pero lo que él ha hecho, intenté
hacerlo yo! Era por vos, y no por esos prisioneros, que poco me
importan, ¡sí!, ¡sólo por vos, por quien sacrificaba mi fortuna! ¡Un
minuto más, bella Hadjine, y me habría convertido en vuestro
dueño… o más bien en vuestro esclavo!
Mientras hablaba de este modo, Sacratif dio un paso adelante.
La joven se apretó más estrechamente contra Henry d’Albaret.
—¡Miserable! —exclamó.
—¡Sí! Bien miserable, Hadjine —respondió Sacratif—. ¡Por eso
cuento con vuestros millones para salir de la miseria!
Al oír estas palabras, la muchacha se adelantó hacia Sacratif.
—¡Nicolás Starkos —dijo con voz sosegada—, Hadjine Elizundo
ya no tiene nada de la fortuna que codiciáis! ¡Ha gastado esa
fortuna reparando el mal que su padre había causado para
adquirirla! ¡Nicolás Starkos, ahora Hadjine Elizundo es más pobre
que el último de estos desgraciados que la Syphanta llevaba de
vuelta a su país!
Esta revelación inesperada produjo una repentina transformación
en Sacratif. Su actitud cambió súbitamente. En sus ojos brilló un
relámpago de furor. ¡Sí! ¡Él contaba todavía con aquellos millones
que Hadjine Elizundo habría sacrificado para salvar la vida de Henry
d’Albaret! ¡Y de esos millones —acababa de decirlo con un acento
de sinceridad que no podía dejar ninguna duda— ya no quedaba
nada!
Sacratif miraba a Hadjine, miraba a Henry d’Albaret. Skopelo lo
observaba: lo conocía lo bastante para saber cuál sería el desenlace
de aquel drama. Por otra parte, las órdenes relativas a la
destrucción de la corbeta le habían sido ya dadas, y no esperaba
más que una señal para hacerlas ejecutar. Sacratif se volvió hacia
él.
—¡Adelante, Skopelo! —dijo.
Skopelo, seguido por algunos de sus compañeros, bajó por la
escalera que conducía a la batería y se dirigió al pañol de la pólvora,
situado en la popa de la Syphanta.
Al mismo tiempo, Sacratif ordenaba a los piratas que volviesen a
pasar a bordo de los bergantines, todavía sujetos a los flancos de la
corbeta.
Henry d’Albaret había comprendido. Ya no era sólo con su
muerte con lo que Sacratif iba a satisfacer su venganza.
¡Centenares de desgraciados estaban condenados a perecer con él
para saciar completamente el odio de aquel monstruo!
Los dos bergantines acababan de soltar sus arpeos de abordaje
y comenzaban ya a alejarse orientando hacia el viento algunas velas
que ayudaban a sus remos de galera. De todos los piratas, no
quedaban más que unos veinte a bordo de la corbeta. Sus
embarcaciones esperaban atracadas junto a la Syphanta a que
Sacratif les ordenara bajar a ellas.
En aquel momento, Skopelo y sus hombres reaparecieron sobre
la cubierta.
—¡A embarcar! —dijo Skopelo.
—¡A embarcar! —exclamó Sacratif con voz terrible—. ¡En unos
minutos no quedará nada de este barco maldito! ¡Ah! ¡No querías
una muerte infamante, Henry d’Albaret! ¡Está bien! ¡La explosión no
perdonará ni a los prisioneros, ni a la tripulación, ni a los oficiales de
la Syphanta! ¡Agradéceme que te dé una muerte semejante en tan
buena compañía!
—Sí, agradéceselo, Henry —dijo Hadjine—. ¡Agradéceselo! ¡Al
menos, moriremos juntos!
—¿Morir tú, Hadjine? —respondió Sacratif—. ¡No! Tú vivirás y
serás mi esclava… ¡Mi esclava!… ¡Óyelo!
—¡Infame! —exclamó Henry d’Albaret.
La joven se aferraba a él más estrechamente. ¡Ella, en poder de
aquel hombre!
—¡Cogedla! —ordenó Sacratif.
—¡Y a embarcar! —añadió Skopelo—. ¡Tenemos el tiempo justo!
Dos piratas se habían lanzado sobre Hadjine, y la arrastraron
hacia el portalón de la corbeta.
—Y ahora —exclamó Sacratif—, que todos perezcan con la
Syphanta, todos…
—¡Sí!…, todos… ¡y tu madre con ellos!
Era la vieja prisionera, que acababa de aparecer sobre la
cubierta, esta vez con la cara descubierta.
—¡Mi madre!… ¡A bordo!… —exclamó Sacratif.
—¡Tu madre, Nicolás Starkos! —respondió Andrónika—. ¡Y será
tu mano la que me cause la muerte!
—¡Que se la lleven!… ¡Que se la lleven! —aulló Sacratif.
Algunos de sus compañeros se precipitaron sobre Andrónika.
Pero, en ese momento, la cubierta fue invadida por los
supervivientes de la Syphanta. Habían conseguido romper los
cuarteles de la cala donde los habían encerrado y acababan de
hacer irrupción por el castillo de proa.
—¡A mí!… ¡A mí! —exclamó Sacratif.
Los piratas que estaban todavía en la cubierta, arrastrados por
Skopelo, intentaron ir a socorrerlo. Los marinos, armados de hachas
y puñales, dieron buena cuenta de ellos, hasta el último.
Sacratif se sintió perdido. ¡Pero, al menos, todos aquellos a
quienes odiaba iban a perecer con él!
—¡Salta por los aires, corbeta maldita! —exclamó—. ¡Salta!
—¡Saltar por los aires!… ¡Nuestra Syphanta!… ¡Nunca!
Era Xaris, que apareció aguantando una mecha encendida que
había arrancado de uno de los toneles del pañol de la pólvora.
Luego, abalanzándose sobre Sacratif, lo abatió sobre la cubierta de
un hachazo.
Andrónika lanzó un grito. Todo lo que puede sobrevivir del
sentimiento maternal en el corazón de una madre, incluso después
de tantos crímenes, había surgido en aquel instante. Hubiese
querido desviar aquel golpe que acababa de alcanzar a su hijo.
Entonces la vieron acercarse al cuerpo de Nicolás Starkos y
arrodillarse, como para darle el último perdón en el último adiós…
Luego, cayó a su vez.
Henry d’Albaret se lanzó hacia ella…
—¡Muerta! —dijo—. ¡Que Dios perdone al hijo por piedad hacia
la madre!
Entretanto, algunos de los piratas, que estaban en las
embarcaciones, habían podido abordar uno de los bergantines. La
noticia de la muerte de Sacratif se difundió enseguida.
Había que vengarlo y los cañones de la flotilla tronaron de nuevo
contra la Syphanta.
Esta vez, fue en vano. Henry d’Albaret había tomado de nuevo el
mando de la corbeta. Lo que quedaba de su tripulación —un
centenar de hombres— se volvió a colocar en las piezas de la
batería y en las carronadas del puente, que respondieron
victoriosamente a las andanadas de los piratas.
Pronto, uno de los bergantines —el mismo en el cual Sacratif
había enarbolado su pabellón negro— fue alcanzado en la línea de
flotación y se hundió en medio de las horribles imprecaciones de los
bandidos que había a bordo.
—¡Ánimo! ¡Ánimo, muchachos! —gritó Henry d’Albaret—.
¡Salvaremos nuestra Syphanta!
Y el combate continuó por un lado y por el otro; pero el
indomable Sacratif ya no estaba allí para enardecer a los piratas y
éstos no osaron arriesgarse a las eventualidades de un nuevo
abordaje.
Pronto no quedaron más que cinco barcos de toda aquella
flotilla. Los cañones de la Syphanta podían hundirlos a distancia.
Por eso, siendo la brisa bastante fuerte, se sirvieron de ella y
emprendieron la huida.
—¡Viva Grecia! —gritó Henry d’Albaret, mientras los colores de
la Syphanta eran izados a la punta del palo mayor.
—¡Viva Francia! —respondió toda la tripulación, asociando
aquellos dos nombres, que habían estado tan estrechamente unidos
durante la guerra de la Independencia.
Eran entonces las cinco de la tarde. A pesar de tantas fatigas,
ninguno de aquellos hombres quiso descansar antes de que la
corbeta hubiese sido puesta en condiciones de navegar. Envergaron
dos velas de repuesto, enjimelgaron los mástiles bajos, colocaron
una bandola para reemplazar el palo de mesana, pasaron drizas
nuevas y encapillaron obenques también nuevos, repararon el timón
y, esa misma noche, la Syphanta retomaba su rumbo hacia el
noroeste.
El cuerpo de Andrónika Starkos, depositado bajo la toldilla, fue
guardado con el respeto que imponía el recuerdo de su patriotismo.
Henry d’Albaret quería devolver a su tierra natal los despojos de
aquella valiente mujer.
En cuanto al cadáver de Nicolás Starkos, le ataron a los pies una
bala de cañón y desapareció bajo las aguas de aquel Archipiélago
que el pirata Sacratif había turbado con tantos crímenes.
Veinticuatro horas después, el 7 de septiembre, hacia las seis de
la tarde, la Syphanta llegaba a la isla de Egina y entraba en el
puerto después de un año de viaje durante el cual había
restablecido la seguridad en los mares de Grecia.
Allí, los pasajeros hicieron resonar el aire con mil hurras. Luego,
Henry d’Albaret se despidió de los oficiales de a bordo y de su
tripulación y volvió a poner al capitán Todros al mando de aquella
corbeta, que Hadjine había donado al nuevo gobierno.
Algunos días más tarde, en medio de una gran concurrencia, y
en presencia del estado mayor, la tripulación y los prisioneros
repatriados por la Syphanta, se celebraba el matrimonio de Hadjine
Elizundo y Henry d’Albaret. Al día siguiente, los dos partieron hacia
Francia con Xaris, que ya no había de dejarlos, pero pensaban
volver a Grecia en cuanto las circunstancias lo permitiesen.
Por otra parte, aquellos mares empezaban ya a recobrar la
calma durante tanto tiempo turbada. Los últimos piratas habían
desaparecido y la Syphanta, bajo las órdenes del comandante
Todros, no volvió a encontrar nunca ni rastro de aquel pabellón
negro, engullido por las aguas junto con Sacratif. Ya no era el
Archipiélago en llamas: era, una vez extinguidos los últimos fuegos,
el Archipiélago reabierto al comercio del Extremo Oriente.
El reino helénico, en efecto, gracias al heroísmo de sus hijos, no
había de tardar en ocupar su lugar entre los Estados libres de
Europa. El 22 de marzo de 1829, el sultán firmaba una convención
con las potencias aliadas. El 22 de septiembre, la batalla de Petra
aseguraba la victoria a los griegos. En 1832, el Tratado de Londres
daba la corona al príncipe Otón de Baviera. El reino de Grecia
estaba definitivamente fundado.
Fue hacia esa época cuando Henry y Hadjine d’Albaret volvieron
a fijar su residencia en aquel país, con una modesta situación
económica, es cierto. Pero ¿qué más necesitaban para ser felices,
si la felicidad estaba en ellos mismos?

FIN
JULES VERNE (Nantes, Francia, 1828 - Amiens, 1905). Verne fue el
mayor de los cinco hijos del matrimonio formado por Pierre Verne y
Sophie Allotte de la Fuÿe.
Fue un joven rebelde y propenso a la aventura. Desde muy pronto
siente inclinación por los viajes. Intenta fugarse en un navío hacia la
India cuando cuenta once años; su padre consigue detenerle en el
mismo barco y le aplica un severo castigo: azotado con un látigo y
encerrado a pan y agua. Pero lo que más le duele es la promesa
que se le obliga a pronunciar: nunca pretenderá viajar más que con
la imaginación.
Cursó estudios de leyes en París. En 1856 conoce a Honorine de
Vyane, con la que contrajo matrimonio en 1857 y con la que tuvo a
su hijo Michel Verne, tras establecerse en París como agente de
bolsa. Entre 1848 y 1863 se dedicó a escribir libretos de ópera y
obras de teatro. Su primer éxito le llegó cuando publicó Cinco
semanas en globo (1863), un éxito fulminante gracias al cual firmó
un espléndido contrato con el editor P. J. Hetzel, que le garantizaba
la cantidad anual de 20 000 francos durante los siguientes veinte
años, a cambio se obligaba a escribir dos novelas de un nuevo estilo
cada año. El contrato fue renovado por Hetzel y más tarde por el hijo
de éste, con el resultado de que, durante más de cuarenta años, los
Voyages extraordinaires (Viajes extraordinarios) aparecieron en
capítulos mensuales dentro de la revista Magasin d’education et de
recreation.
Escritor al que le encantaba la ciencia y los inventos en el siglo XIX.
Documentaba sus aventuras y predijo acertando muchos de los
logros científicos del siglo XX. Escribió sobre cohetes espaciales,
submarinos, helicópteros, aire acondicionado, misiles dirigidos e
imágenes en movimiento, mucho tiempo antes de que aparecieran.
Entre sus libros destacan: Viaje al centro de la tierra (1864), De la
tierra a la luna (1865), Veinte mil leguas de viaje submarino (1870),
La isla misteriosa (1870) y La vuelta al mundo en ochenta días
(1872). Autor de más de ochenta títulos que han sido traducidos a
112 idiomas. Sus obras fueron llevadas al cine.
Tuvo una mala salud que le acompañó durante toda su vida; sufrió
ataques de parálisis, era diabético y acabó por perder vista y oído.
Fue agredido por uno de sus sobrinos, que le disparó un tiro a
quemarropa dejándolo cojo.
En 1892 fue distinguido con la Legión de Honor.
Julio Verne falleció el 24 de Marzo de 1905 en Amiens (Francia).
Notas
[1]Francés caloyers (griego moderno kalogeros, monje griego de la
orden de San Basilio). <<
[2] Del griego eclesiástico panagia, nombre que, en la religión
ortodoxa, se le da a la Virgen. <<
[3] «Gandul», en italiano en el original. <<
[4]
Sin traducción. De esperón (éperon), espolón. Barco maltés de
cabotaje. <<
[5]Francés échillons, del latín vulgar scalio [-one], «escalera de
mano» o «escala de cuerda». Éste era el sentido que tenía la
palabra en francés antiguo (escheillon). Actualmente, su significado
es tromba o manga de agua. <<
[6]
Un cable es la décima parte de una milla y equivale a 185 metros.
<<
[7]
En inglés en el original. Especie de falúa, embarcación alargada
de remo, al servicio del capitán o Jefe de escuadra. <<
[8]Del griego moderno klephtés, nombre que se les daba a los
bandidos que vivían en las montañas de la región del Olimpo y que
representaron un papel importante en la guerra de la Independencia
contra los turcos. <<
[9]Del griego moderno pallikári, miliciano griego que combatía contra
los turcos. <<
[10]En francés, Il vit «rouge» comme on dit, mais rouge de feu. Dado
que la expresión voir rouge no tiene traducción en castellano, he
explicitado su sentido y he dado una versión libre de la frase
original. <<
[11]
Desde la época en la que tiene lugar esta historia, la isla
Santorin ha sido víctima de los fuegos subterráneos. Vostitsa en
1861, Tebas en 1893 y Santa Maura han sido devastadas por
sendos terremotos. <<
[12] Lepanto. <<
[13]Nombre que se daba al Estado y gobierno turcos en tiempos de
los sultanes. <<
[14] En 1864, las islas Jónicas recuperaron su independencia y,
divididas en tres monarquías, quedaron anexionadas al reino
helénico. <<
[15]Licor anisado célebre en Turquía. Es elaborado a partir de varias
frutas, pero por lo general se emplean uvas y uvas pasas en su
producción. <<
[16]
Barco cargado de materias inflamables que se lanzaba sobre los
barcos enemigos para incendiarlos. <<
[17] Religioso musulmán. <<
[18]
Gobernador de una ciudad, distrito o región del Imperio turco. Se
emplea también como título honorífico. <<

También podría gustarte