Aqui Vive El Horror - Jay Anson
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Jay Anson
ePUB v1.1
Garland 08.08.11
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Los nombres de muchas personas mencionados en este libro han sido cambiados
para proteger su intimidad.
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Prefacio
Por el reverendo John J. Nicola
El problema que encara este libro es tan viejo como la humanidad, pero conviene
que sea señalado a la atención del lector consciente de nuestros días. Todas las
civilizaciones han puesto de manifiesto cierto grado de inseguridad y temor frente a
los informes esporádicos por recurrentes que describen a los seres humanos como
víctimas de entidades hostiles, dotadas de poderes sobrenaturales. Los seres humanos,
en las distintas sociedades, han tenido diversas reacciones ante estos fenómenos.
Palabras, gestos, amuletos u otros objetos han sido utilizados ritualmente para
defenderse de los ataques demoníacos: esto es tan cierto en lo que toca a las antiguas
culturas semíticas, como los babilonios y sus aterradores demonios Udug, como a los
actuales ritos cristianos de exorcismo.
En nuestro mundo occidental hay tres actitudes principales que, en varias
combinaciones, caracterizan la multitud de actitudes individuales en relación a los
informes de casos de asedio por potencias misteriosas. La primera actitud, la
científica, considera que el mundo —y tal vez el universo— está gobernado por leyes
invariables, por la investigación científica. Diametralmente opuesta a ésta es la
actitud que lamenta, si bien no ignora, los descubrimientos de la ciencia, pero tiene a
la realidad empírica por algo superficial y sin sentido, concentrándose en cambio en
las realidades espirituales: esta actitud puede ser definida como la actitud
supersticiosa. La tercera posición incluye un poco de las otras dos. Si bien adhiere a
la ciencia como método, ensancha las perspectivas de la ciencia positiva e incorpora
dimensiones espirituales de la realidad que provienen de consideraciones teológicas y
filosóficas. A esta actitud la podernos calificar de religiosa.
En todo esto hay certeza: los fenómenos descritos en este libro ocurren a personas
corrientes y a familias que no son ni exhibicionistas ni aficionadas a la publicidad. A
menudo la respuesta del hombre de ciencia estricto implica un rechazo de los datos
referidos y la negativa a examinarlos como datos probables; en este caso, al parecer,
nos enfrentamos con un prejuicio. Por otra parte, los hombres de ciencia que creen en
los datos presentados y aplican una metodología científica para intentar una
explicación suelen restringir las posibilidades de la ciencia a lo que es hoy conocido o
suponen que los descubrimientos ampliados de la ciencia empírica lograrán algún díá
explicar los fenómenos. Esta actitud es razonable y adopta un punto de vista integral.
Las personas supersticiosas suelen referirse a los fenómenos psíquicos para
justificar una actitud ante la vida que, por lo general, es irracional. Temores
infundados, nociones preconcebidas o explicaciones de casos como el ocurrido en
Amityville y expuestos por Jay Anson no sirven nada más que para aumentar el
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sufrimiento de las personas afectadas. La actitud prevenida que se muestra aquí es
evidente.
No hace falta decir que el punto de vista de una persona orientada religiosamente
incorpora los datos de la revelación. Como la revelación supone la comunicación con
Dios y presupone además la existencia de Dios y su interés en los asuntos humanos,
podemos ver aquí también que hay un prejuicio implícito: el prejuicio de la fe. El
creyente equilibrado admirará y aceptará los descubrimientos de la ciencia moderna,
pero llegará a la conclusión de que, incluso si se presupone la evolución futura, negar
a la naturaleza la posibilidad de revelar honduras que están más allá del alcance
empírico de la ciencia natural es una actitud miope. Del mismo modo que eii el caso
del hombre de ciencia de mente abierta, un creyente sensato puede aceptar una
actitud amplia e integrada en lo que se refiere a los fenómenos psíquicos.
De tal modo que podemos observar que, sea cual fuere la actitud que adopte un
individuo frente a estos hechos, siempre habrá de apoyarse en prejuicios que no
podrán ser investigados satisfactoriamente por quienes adoptan un punto de vista
diferente. Cuando los fenómenos psíquicos se dan dentro de la vida de una familia. O
cuando una familia solicita ayuda, las personas que la constituyen suelen quedar
escandalizadas por la ingenuidad y la incertidumbre de quienes dicen creer en lo
sobrenatural, pero que también están avergonzados y confundidos por sus propias
creencias y por el altanero orgullo del hombre de ciencia materialista que afirma con
aplomo cosas que contradicen la experiencia personal de cada uno.
Por desgracia, esta intricada red de ignorancia, puntos de vista tendenciosos y
temores producen muchos sufrimientos a las familias desprevenidas que se ven
tomadas de repente por una situación extraña y aterradora. Es un caso como éste el
descrito por Jay Anson. Si este relato fuera una ficción, podríamos fácilmente ponerlo
de lado, como irrelevante. Sin embargo, éste es un relato documental expuesto por la
familia y el sacerdote que experimentaron lo que cuentan; en estas condiciones, el
relato es digno de suscitar nuestra reflexión. Los que nos hemos interesado en las
investigaciones psíquicas habremos de comprobar que el hecho relatado dista mucho
de ser un caso aislado.
A causa de la incertidumbre que se vincula con todo el mundo de lo paranormal
yo, en mi condición de creyente en la ciencia y la religión, no dejaré de advertir a los
lectores contra los peligros de una suficiencia que asume el conocimiento de lo
desconocido y una jactancia que se vanagloria de tener el control de lo trascendente.
El hombre prudente sabe lo que no sabe ... y el hombre cauteloso respeta lo que no
domina.
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Prólogo
El 5 de febrero de 1976 el noticiero de las 22, (Ten O'clock News) del Canal 5 de
Nueva York, anunció que se estaba realizando una encuesta a personas que
pretendían poseer percepciones extrasensoriales. La pantalla de televisión mostró al
reportero Steve Bauman, quien a la sazón estaba investigando el caso de una mansión
aparentemente embrujada en Amityville, Long Island.
Bauman dijo que el 13 de noviembre de 1974 una espaciosa casa de estilo
colonial, situada en el número 112 de Ocean Avenue, había sido escena de un
asesinato en masa. Un joven de veinticuatro años, Ronald De Feo, había tirado con un
rifle de alta potencia sobre sus padres, sus dos hermanos y sus dos hermanas,
ultimándolos metódicamente. Posteriormente, De Feo había sido condenado a cadena
perpetua.
"Hace dos meses", continuaba diciendo el informe, "la casa fue vendida en la
cantidad de 80.000 dólares a una pareja: George y Kathleen Lutz. Los Lutz, enterados
de la matanza, no habían sentido al respecto el más leve temor supersticioso, y habían
pensado que la casa era muy adecuarla para las cinco personas de la familia: ellos y
sus tres hijos.
Los Lutz se mudaron a la nueva casa el 18 de diciembre. Poco tiempo después,
dijo Bauman, la pareja había sentido que la vivienda estaba habitada por una cierta
fuerza psíquica y había empezado a albergar temores por sus vidas. "Se refirieron a
una sensación de algo parecido a una forma de energía dentro de la casa, a una
especie de mal contra natura que se volvía cada día más fuerte".
Cuatro semanas después de la mudanza los Lutz abandonaron la casa, llevándose
tan sólo unas mudas de ropa. En la actualidad estaban viviendo con unos amigos en
un lugar no declarado. Pero antes de desaparecer, según dijo el Canal 5, el caso del
matrimonio pudo ser conocido en la zona. Los Lutz habían consultado a la policía, a
un sacerdote local y a un grupo de parapsicología. "Hablaron de extrañas voces que,
al parecer, venían desde el interior de ellos, de un poder que había logrado hacer
levitar a la señora Lutz hasta un placard detrás del cual había un cuarto cuya
existencia no estaba marcada en ningún plano".
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había iniciado investigaciones con la esperanza de probar que una cierta fuerza había
actuado en el comportamiento de todas las personas que habían habitado la casa de
112 Ocean Avenue. Weber sostenía que esa fuerza "podía tener un origen natural" y
consideraba que ésta era la prueba que necesitaba su defendido para iniciar un nuevo
juicio. Weber, al ser interrogado, manifestó que "estaba enterado de que ciertas casas
podían construirse de manera de crear en ellas corrientes eléctricas que actúan en
ciertas habitaciones, basándose en la estructura material de la casa." A esto los
hombres de ciencia respondieron que "estaban investigando el punto a fin de llegar a
una conclusión. Y que, en cuanto se agotaran todas las posibles explicaciones
racionales o científicas, el caso habría de ser transferido a otro grupo de investigación
en la Universidad de Duke, especializado en los aspectos parapsicológicos de estos
fenómenos".
El informe terminaba diciendo que la Iglesia Católica también estaba interesada
en el caso. El Canal 5 dijo que dos emisarios del Vaticano se habían hecho presentes
en Amityville en diciembre e informaron que habían recomendado a los Lutz que
abandonaran inmediatamente la casa. "En la actualidad el tribunal de milagros de la
Iglesia estudia el caso y su informe declara que la vivienda situada en 112 Ocean
Avenue está en posesión de ciertos espíritus que están más allá del conocimiento
humano corriente".
Dos semanas después del anuncio de la televisión, George y Kathy Lutz
celebraron una conferencia de prensa en el despacho del abogado William Weber.
Este se había puesto en contacto con la pareja tres semanas antes por intermedio de
amigos comunes.
George Lutz informó a los reporteros que no iba a pasar otra noche en esa casa, y
que tenía la intención de vender el inmueble de 112 Ocean Avenue. Asimismo estaba
esperando los resultados de unas pruebas científicas llevadas a cabo por
investigadores de parapsicología y otros profesionales dedicados a la investigación de
fenómenos ocultos.
Al llegar a este punto, los Lutz nterrumpieron toda comunicación con los medios
informativos, pues opinaron que las versiones publicadas estaban deformadas y eran
exageradas. Es tan sólo ahora que se puede contar en su totalidad la historia.
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I
18 de diciembre de 1975
George y Kathy Lutz se mudaron a la casa número 112 de Ocean Avenue, el 18
de diciembre. Veintiocho días más tarde, aterrados, huyeron del lugar.
George Lee Lutz, ventiocho años, de Deer Park, Long Island, es un hombre con
ideas muy claras sobre el valor de los terrenos y las propiedades. Lutz es dueño de
una oficina inmobiliaria, llamada William H. Parry, Inc. y hace saber orgullosamente
a todo el mundo que su empresa cuenta con tres generaciones de los Lutz: su abuelo,
su padre y él.
Entre los meses de julio y noviembre, él y su mujer, Kathleen, veinte años, habían
visitado más de cincuenta casas en la costa sur de Long Island, antes de investigar las
posibilidades de Amityville. Ninguna de las casas comprendidas entre los treinta y los
cincuenta mil dólares había llenado los requisitos: la casa debía tener vista al mar y
ser lo bastante amplia para que George pudiera establecer en ella sus oficinas.
Mientras buscaban casa, George fue a la inmobiliaria Conklin, en el parque
Massapequa y conversó con la señora Edith Evans. Ésta dijo que podía mostrar una
nueva casa a la pareja y llevarla a que la vieran entre las tres y tres y media de la
tarde. George fijó la cita y la señora Evans —una mujer afable y simpática— los
llevó esa tarde al lugar.
La señora Evans demostró ser cordial y paciente con el joven matrimonio.
—No estoy muy segura de que sea lo que ustedes están buscando —dijo a George
y Kathy— pero quiero mostrarles cómo vive la "otra mitad" de Amityville.
La casa del número 112 de Ocean Avenue es una construcción amplia, de tres
pisos, con tejas de madera oscura y revestimiento de madera pintada de blanco. El
terreno en que se levanta mide quince por setenta metros y los quince metros dan al
frente, de tal modo que, cuando se mira la casa desde la vereda de enfrente, la puerta
de entrada queda a la derecha. Con la propiedad venía incluido un terreno arbolado
—unos diez metros cuadrados— de un soto que llega hasta el río Amityville.
De un farol que está al término de la senda de entrada para coches cuelga un
cartelito con el nombre que los antiguos dueños habían dado a la casa: "Grandes
Esperanzas".
Un porche cerrado, con un bar, tiene vista sobre una serie de espaciosas
residencias. De construcción más vieja. Hay plantas perennes en los terrenos
angostos, pero los postigos cerrados son bastante visibles. George echo una mirada en
derredor y pensó que esto era extraño. Notó que los postigos de los vecinos estaban
cerrados en todas las ventanas que miraban a la casa. Aunque no en el frente ni en la
dirección de las casas del otro lado.
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La casa había estado en venta desde hacía casi un año.
El aviso no había aparecido en el diario, pero la descripción era completa en la
lista que estaba en la agencia inmobiliaria de Edith Evans:
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¡Ochenta mil dólares! Para que una casa como la descrita pudiera venderse por
ese precio era necesario que se estuviera viniendo abajo o que el linotipista se hubiera
saltado un "1" antes del "8". Se podía creer que la empleada de la inmobiliaria iba a
intentar mostrar la tentadora casa después de haber anochecido, y tan sólo desde
afuera, pero lo cierto es que les dejó ver el interior con mucho gusto. Los Lutz
hicieron su inspección de modo agradable, rápido pero exhaustivo. La vivienda no
sólo respondía a su exigencias y deseos sino que, contrariamente a lo que habían
esperado, tanto la casa como los anexos de la propiedad estaban en excelentes
condiciones.
Sin vacilar, la señora Evans dijo a la pareja que ésta había sido la casa de los De
Feo. Al parecer, todo el mundo en la zona había oído hablar de la tragedia: Ronald De
Feo, de veinticuatro años, había matado a su padre, a su madre y a sus cuatro
hermanos mientras dormían en la noche del 13 de noviembre de 1974.
Las versiones dadas en los diarios y la televisión se referían a que la policía había
descubierto los seis cuerpos acribillados de balas disparadas por un rifle de gran
potencia.
Todas las víctimas, como se enteraron los Lutz meses más tarde, estaban echados
en la misma postura: boca abajo, con la cabeza descansando sobre los brazos. Al
enfrentarse con su masacre, Ronald había confesado finalmente: "La cosa empezó y
siguió a tal velocidad que no me pude parar".
Durante el juicio, el abogado nombrado por el tribunal, William Weber, sostuvo
que su cliente era insano. "Durante meses antes del hecho", declaró el joven, "he
estado oyendo voces. Me daba vuelta pero no veía a nadie. De modo que pensé que
Dios me estaba hablando".
Ronald De Feo fue convicto de asesinato y recibió una sentencia de seis condenas
consecutivas a cadena perpetua.
—Me pregunto si debí decirles a ustedes qué clase de casa era ésta, antes de
mostrarla —dijo la señora Evans—. Lo cierto es que quería hacerme una idea para
referencias futuras al tratar con clientes que buscan casas de alrededor de los noventa
mil dólares.
Era evidente que ella no creía que los Lutz podían interesarse en una propiedad
tan cara. Pero Kathy, después de echar una nueva mirada general a la casa, sonrió y
dijo:
—Es la mejor de todas las que hemos visto. Tiene todo lo que queríamos tener.
Evidentemente, no habían contado nunca con vivir en una casa tan hermosa. Pero
George se prometió a sí mismo que, si la cosa podía hacerse, ésta era la casa que
habría de tener su mujer. La trágica historia que había ocurrido en el número 112 de
Ocean Avenue no preocupaba ni a George, ni a Kathy, ni a sus tres hijos. Ésta era la
casa con la que ellos siempre habían soñado.
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Durante el resto de noviembre y las primeras semanas de diciembre los Lutz
dedicaron sus noches a trazar planes de las modificaciones menores que habrían de
hacerse en la nueva casa. La experiencia de George con propiedades le facilitaba la
tarea de proyectar los planos de los cambios a efectuarse.
Él y Kathy decidieron que uno de los dormitorios del segundo piso habría de ser
el de los dos varones: Christofer, de siete años, y Daniel, de nueve. El otro dormitorio
del último piso fue asignado a los niños como cuarto de juego. Melissa (Missy) una
niña de cinco años, habría de dormir en el primer piso, en un cuarto en diagonal con
el dormitorio principal. También iba a haber un cuarto de costura y un amplio cuarto
de vestir para George y Kathy en el mismo piso. Chris, Danny y Missy quedaron
encantados con las nuevas disposiciones.
Abajo, en la planta de recepción, los Lutz se enfrentaron con un pequeño
problema. No tenían muebles de comedor y, finalmente, decidieron que, antes de
escriturar, George iba a decirle a la agente de la inmobiliaria que deseaba comprar los
muebles de comedor que los De Feo habían dejado en depósito, junto con un juego de
dormitorio infantil para Missy, una mesa de televisión y los muebles de dormitorio de
Ronald De Feo. Estos objetos y otros, dejados en la casa, como la cama de los De
Feo, no estaban incluidos en el precio total. George pagó cuatrocientos dólares
adicionales por ellos. También obtuvo, sin aumento de precio, siete acondicionadores
de aire, dos lavadoras eléctricas, dos secadores, una heladera nueva y un congelador.
Había que hacer muchas cosas antes del día de la mudanza. Además del traslado
material de todas sus posesiones, se presentaban complicadas cuestiones legales que
tenían que ver con la transferencia del título de propiedad y que requerían análisis y
clasificación. El título de propiedad de la casa estaba hecho a nombre de los padres
de Ronald De Feo. Al parecer Ronald, como único sobreviviente, tenía derecho a
heredar la propiedad de sus padres, sin tomar en cuenta el hecho de que había
quedado convicto del asesinato de los mismos. De ninguno de los objetos podía
disponerse antes de que éstos hubieran sido estipulados legalmente en un tribunal.
Era un laberinto legal bastante incómodo y los ejecutores tuvieron que atravesarlo,
pero el tiempo previsto se alargó: había que tomar decisiones apropiadas respecto de
las transacciones hechas con la casa o la propiedad.
Se señaló a los Lutz que era posible encontrar disposiciones para proteger los
intereses legales de todas las personas interesadas si se llevaba a cabo la venta de la
casa, pero que iba a tomar varias semanas, o más, el hallar el procedimiento adecuado
para realizarla. Eventualmente se resolvió que, en el momento de firmar el boleto de
compraventa, se entregarían cuarenta mil dólares, hasta que la escritura legal fuera
completada y ejecutada.
La fecha de la escrituración se fijó el mismo día en que George y Kathy habrían
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de mudarse desde Deer Park. El matrimonio había decidido terminar con la venta de
la antigua casa el día previo, esperando que todo iba a encontrar su solución; y
probablemente movidos por el deseo de establecerse en el nuevo hogar los jóvenes
resolvieron hacer un esfuerzo y acabar con todo el mismo día.
La tarea de Kathy iba a consistir esencialmente en empaquetar. Para mantener a
los niños lejos de sus actividades y de las de George, Kathy les asignó tareas
menores. Debían reunir sus juguetes y poner en orden sus ropas antes de empaquetar.
Cuando las tareas estuvieran hechas, debían limpiar sus dormitorios para que la casa
antigua presentara un aspecto aceptable a los nuevos propietarios.
George tenía intenciones de cerrar su agencia en Syosset e instalarla en su nueva
casa a fin de ahorrarse el dinero del alquiler. Y había incluido este punto en el cálculo
original de la forma en que él y Kathy podían permitirse un gasto de ochenta mil
dólares, George supuso que el sótano, que tenía una excelente distribución de
espacio, podía ser el lugar apropiado. Trasladar su equipo y los muebles iba a llevar
bastante tiempo y, en caso de que el sótano llegara a ser la sede de la nueva agencia,
iba a ser necesario realizar algunos trabajos de carpintería.
El embarcadero, de seis metros por trece, detrás de la casa y el garaje, no era un
decorado gratuito ni un ornamento vano para los Lutz. George era dueño de un yacht
de ocho metros de largo y de una lancha de más de cuatro. Las instalaciones de la
nueva casa le iban a permitir ahorrar una buena cantidad de dinero que normalmente
había que pagar a un club náutico. La tarea de llevar sus embarcaciones a Amityville
en un acoplado se convirtió en una obsesión, pese a las prioridades que tanto él como
Kathy estaban descubriendo todo el tiempo. Había mucho que hacer en el número
112 de Ocean Avenue, tanto en el interior como en el exterior. Aunque no estaba
seguro de dónde iba a sacar el tiempo, George tenía intenciones de dedicarse un poco
a cuidar el aspecto del jardín para impedir los daños de las heladas, y colocar tal vez
algunas cubiertas de plástico sobre los matorrales, sembrar bulbos y abonar el césped
con cal.
Muy atareado con sus herramientas y su equipo. George hizo progresos con
algunos de sus proyectos para el interior. De cuando en cuando, acuciado por el
tiempo, confundía sus proyectos acariciados con sus tareas inaplazables. Muy pronto
dejó todo de lado y se puso a limpiar primero la chimenea y luego la estufa. Después
de todo, la Navidad se acercaba.
Hacía mucho frío el día de la mudanza. La familia había hecho las valijas la
noche anterior y había dormido sobre el suelo. George se levantó temprano y, con sus
propias manos, amontonó la mayor cantidad posible de objetos en el camión de
mudanza más voluminoso que pudo alquilar, terminando con su tiempo justo nada
más que para asearse y correr con Kathy a firmar la escritura.
Durante el acto legal, los abogados usaron una cantidad algo mayor que la usual
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de discriminaciones apartados, partes y "otrosí", especificando todo esto en largas
hojas de papel dactilografiado. El abogado de los Lutz explicó que, en razón de los
impedimentos que había en relación a la casa, el matrimonio no poseía un título claro
de propiedad, aunque contaba ya con lo mejor que había podido obtenerse con el
pago adelantado. Notablemente, la escrituración ya había terminado unos minutos
antes de mediodía. Cuando los Lutz abandonaban la oficina con cierta prisa, el
abogado les aseguró que ya no habría problemas y que eventualmente iban a recibir
los títulos de propiedad requeridos.
A la una, George tomó por la senda de entrada del número 112 de Ocean Avenue,
junto con el acoplado de mudanza, lleno de sus enseres, además de la heladera, la
lavadora, el secador y el congelador que los De Feo habían dejado en depósito. Kathy
venía detrás con los niños en la camioneta de la familia, con la motocicleta en la parte
de atrás. Cuatro amigos de George, hombres de veintitantos años y lo suficientemente
fuertes para manejar muebles pesados, estaban esperando. Muebles, cajas, cajones,
toneles, valijas, bolsas, juguetes, motocicletas, bicicletas y ropas fueron sacados del
acoplado y llevados hasta la explanada de la parte de atrás de la casa y al garaje.
George avanzó hacia la puerta de entrada, buscando la llave en sus bolsillos.
Irritado, se volvió hacia el acoplado y siguió buscándola minuciosamente, hasta que
debió reconocer ante sus amigos que no la tenía. La señora Evans era la única
persona que tenía la llave y se la había llevado con ella después de la firma de los
documentos. George telefoneó y la señora Evans volvió a su oficina para recoger la
llave.
Cuando la puerta lateral se abrió por fin, los tres niños saltaron de la camioneta y
corrieron hacia sus juguetes respectivos e iniciaron sus tareas de cargadores no
profesionales dentro y fuera de la casa. Kathy señalaba el destino de cada bulto.
Tomó cierto tiempo subir los enseres por la escalera bastante angosta que llevaba
al primero y segundo pisos. Y cuando llegó el padre Mancuso para dar la bendición a
la casa, ya era la una y media pasada.
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II
18 de diciembre
El padre Frank Mancuso no era un simple sacerdote. Además de atender
decididamente sus obligaciones sacerdotales, Mancuso era abogado, juez del tribunal
católico y psicoterapeuta en ejercicio.
Esa mañana el padre Mancuso se había despertado con una sensación de malestar.
Algo lo molestaba. No hubiera podido precisar la causa de esto, porque no tenía a la
sazón preocupaciones especiales. Según sus propias palabras, al volver a considerar
esos momentos sólo puede decir que se trataba de una "sensación desagradable".
Durante toda la mañana el sacerdote había recorrido sus habitaciones en la
parroquia del Sagrado Corazón en un estado de gran agitación. "Hoy es jueves",
pensaba. "Tengo una cita para almorzar en Lindernhurst y luego debo ir a bendecir la
nueva casa de los Lutz. De allí iré a comer a casa de mi madre".
El padre había conocido a George Lee Lutz dos años antes. Aunque George era
metodista, Mancuso lo había ayudado espiritualmente en los días que habían
precedido a su matrimonio. Los tres niños eran hijos de un previo matrimonio, y, en
su condición de sacerdote que atiende a niños católicos, el padre Mancuso sentía una
necesidad personal de velar por sus intereses.
La joven pareja había invitado con frecuencia a amigo sacerdote, con su barba
pulcramente recortada, a almuerzos y cenas en su casa de Deer Park De algún modo,
el encuentro nunca se había producido. Y ahora George tenía una razón especial para
invitarlo de nuevo: ¿vendría Mancuso a Amityvilh para bendecir la nueva casa? El
padre Mancuso prometió estar allí el 18 de diciembre.
Ese mismo día en que el sacerdote aceptó ir a la casa de George, arregló también
ir a comer con unos amigos en Lindernhurst, Long Island. Mancuso había tenido allí
su primera parroquia. Ahora ocupaba un alto cargo en la diócesis, con sede propia en
la parroquia de North Merrick. Como es natural, siempre estaba ocupado y su orden
del día era muy nutrido, de tal modo que no se le podía echar la culpa si trataba de
matar dos pájaros de un tire, ya que Lindernhurst y Amityville están a pocos
kilómetros de distancia.
El sacerdote no lograba librarse de la "sensación desagradable" que se prolongó
durante el agradable almuerzo con sus cuatro viejos amigos. Sin embargo, hizo todo
lo posible para demorar su partida a Amityville, dándose largas para ponerse en
marcha. Sus amigos le preguntaron adónde pensaha ir.
—A Amityville.
—¿A qué lugar en Amityville?
—Es un matrimonio joven... alrededor de treinta años, con tres hijos. Viven en...
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El padre Mancuso echó una mirada a un pedacito de papel.
—En 112 Ocean Avenue.
—Ésa es la casa de los De Feo —dijo uno de los amigos.
—No. El nombre es Lutz. George y Kathleen Lutz.
—¿No se acuerda usted de los De Feo, Frank? —preguntó uno de los hombres
sentados a la mesa—. El año pasado... Un hijo que mató a toda la familia: al padre, a
la madre y a sus cuatro hermanos. Algo atroz. Atroz. Los diarios le dedicaron mucho
espacio.
El sacerdote trató de hacer memoria. Rara vez leía las notas cuando echaba la
mano a un diario; sólo dos tiras cómicas: "Broomhilda" y "Maní".
—No, no me acuerdo.
De los cuatro hombres sentados a la mesa, tres eran sacerdotes a quienes, al
parecer, la cosa no les gustó. El consenso general fue que Mancuso no debía ir.
—Debo ir. Lo he prometido.
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Una vez en su auto, el padre Mancuso bajó el vidrio de la ventanilla. Se repitieron
las expresiones de gracias y de buenos deseos, pero mientras hablaba con el
matrimonio la expresión de su cara se hizo seria.
—A propósito, George. Estuve almorzando con unos amigos en Lindernhurst
antes de venir aquí. Me dijeron que ésta era la casa de los De Feo. ¿Lo sabía usted?
—¡Ah, sí, claro! Creo que por eso me costó tan poco. Hace mucho tiempo que
está en oferta. Pero eso no nos preocupa en lo más mínimo. Tiene todo lo que nos
hace falta.
—¿No le pareció espantoso? —dijo Kathy—. ¡Esa pobre gente! Piense usted un
poco padre! ¡Los seis asesinados mientras dormían!
El sacerdote cabeceó. Luego de despedirse de los tres niños, la familia lo siguió
contemplando en el momento en que partió en su auto hacia Queens.
Eran cerca de las cuatro cuando George terminó de sacar los enseres de su primer
viaje de furgón. Volvió a Deer Park y enfiló por la vieja senda. Al abrir la puerta del
garaje, Harry, su perro, se abalanzó y habría salido disparando en caso de no estar
sujeto por una cadena. El perro, a medias Terranova, había sido dejado allí para que
protegiera el resto de las posesiones de la familia. Ahora George lo hizo subir con él
al camión de mudanza.
En el camino, mientras el padre Mancuso se dirigía a casa de su madre hizo un
esfuerzo por formarse una idea de lo que le había ocurrido en casa de los Lutz.
¿Quién o qué podía haberle dicho semejante cosa? Después de todo, él era un
psicoterapeuta profesional y, de cuando en cuando, se encontraba con pacientes que
afirmaban haber oído voces; esto era un síntoma de psicosis. Pero el padre Mancuso
estaba convencido de su propio equilibrio mental.
La madre del sacerdote lo saludó en el umbral de su casa e inmediatamente
frunció el ceño.
—¿Qué te pasa, Frank? ¿No te sientes bien? El sacerdote meneó la cabeza.
—¡No me siento demasiado mal!
—¡Ve al cuarto de baño y mírate la cara en el espejo!
Al ver su imagen en el espejo, el padre Mancuso notó dos grandes cercos
negruzcos bajo sus ojos, tan oscuros que parecían manchas de hollín. Intentó lavarse
con agua y jabón, pero las manchas no se desvanecieron.
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El padre Mancuso dejó la casa de su madre después de las ocho y enderezó hacia
la parroquia. En el Pasaje Van Wyck, de Queens, sintió que su coche era literalmente
empujado sobre la derecha. Echó una rápida mirada en torno. ¡A una distancia de
quince metros a su alrededor no había ningún vehículo!
Poco tiempo después de tomar por la carretera y seguir su camino, el capó se
levantó de golpe, chocando contra el cristal delantero. Uno de los goznes soldados se
soltó. ¡La portezuela de la derecha se abrió! El padre Mancuso, alarmado, trató de
frenar el coche, que se detuvo por sí solo.
Muy perturbado, logró llegar hasta un teléfono y llamó a otro sacerdote que vivía
en esas vecindades. Afortunadamente este colega pudo llevar al padre Mancuso a un
garaje en donde logró alquilar un camión de remolque para arrastrar su coche
accidentado. De vuelta en la carretera, el mecánico del garaje no logró poner en
movimiento el automóvil. El padre Mancuso decidió dejar el coche en el garaje y
hacerse llevar por su amigo a la parroquia del Sagrado Corazón.
Casi al fin de sus fuerzas, George resolvió terminar sus trabajos del día con algo
más agradable. Puso en conexión su aparato estereofónico con el equipo de alta
fidelidad que los De Feo habían instalado en la sala. Luego él y Kathy se iban a poner
a oír música, gozando de su primera noche en la casa. Apenas había iniciado los
trabajos, cuando Harry empezó a aullar atrozmente. Danny irrumpió
precipitadamente en la casa, diciendo a gritos que Harry estaba en apuros. George
corrió hacia el fondo y se encontró con que el pobre animal se estaba estrangulando:
había tratado de saltar la empalizada y había enredado la cadena en la punta de una de
las tablas. George libró a Harry y acortó la cadena para que el perro no realizara un
nuevo intento. Y volvió a trabajar en su equipo estereofónico.
Una hora después, ya de vuelta en sus habitaciones, el padre Mancuso oyó sonar
la campanilla del teléfono. Era el sacerdote que acababa de ayudarlo.
—¿Sabes qué me ocurrió después de separarnos?
El padre Mancuso casi tuvo miedo de preguntar...
—¡Los limpiaparabrisas, Frank! ¡Empezaron a moverse de un lado a otro, como
enloquecidos! ¡No pude pararlos! ¡Y no los había puesto en movimiento, Frank!
¿Qué diablos está ocurriendo aquí?
Esa noche, a las once, los Lutz ya se disponían a sentarse tranquilamente para
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gozar de su primera noche en la casa. La temperatura había bajado afuera hasta los
cinco grados bajo cero. George quemó en la chimenea unas cuantas cajas de cartón
que ardieron, alegremente. Era el 18 de diciembre de 1975, el primero de sus
veintiocho días.
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III
Del 19 al 21 de diciembre
George se sentó en la cama, completamente despierto. Había oído un llamado en
la puerta del frente.
Escudriñó la oscuridad. Por un instante no supo dónde estaba, pero luego logró
situarse. Estaba en el dormitorio principal de su nueva casa. Kathy dormía a su lado,
arropada bajo las abrigadas cobijas.
Se oyó un nuevo golpe en la puerta. "¡Santo Dios! ¿Qué es eso?", murmuró.
Tendió un brazo hacia la mesa de noche buscando su reloj de pulsera. ¡Eran las
tres y cuarto de la mañana! Otro nuevo golpe, muy recio. Pero esta vez tuvo la
impresión de que el ruido no venia de abajo, sino más bien de algún lugar a su
izquierda.
George salió de la cama, caminó por el corredor frío, sin moquette, hasta el cuarto
de vestir que daba sobre el río Amityville. Miró por la ventana hacia la oscuridad
exterior. Oyó de nuevo un golpe. George hizo un esfuerzo por ver algo. "¿En dónde
diablos está Harry?"
Desde algún punto que estaba por encima de su cabeza llegó un chirrido.
Instintivamente se apartó y luego miró al techo. Oyó un crujido. Los niños, Danny y
Chris, se hallaban en el dormitorio que estaba encima del suyo. Probablemente uno
de ellos habría arrojado un juguete al suelo al hacer un movimiento mientras dormía.
Descalzo y con los pantalones del piyama como única vestimenta, George
empezó a tiritar. Echó una mirada por la ventana. ¡Si, algo se estaba moviendo por el
lado del embarcadero! Sin demorarse, levantó el cristal de la ventana y recibió contra
la cara la ráfaga de aire frío. "¡Eh! ¿Quién anda ahí?" Harry ladró y se movió.
George, tratando de escudriñar la oscuridad, vio que el perro daba un salto. La
sombra estaba próxima a Harry.
—¡Harry! ¡Agárralo!
Otro golpe se oyó, proveniente del embarcadero, y Harry giró al oírlo. Se echó a
correr en torno de la casilla, ladrando fuertemente, tironeando de la cadena.
George cerró la ventana de golpe y corrió hacia su dormitorio. Kathy se había
despertado.
—¿Qué ocurre? —preguntó, encendiendo la lámpara de la mesa de noche,
mientras George se ponía los pantalones.
—¿George?
Kathy vio la cara barbada que se volvía hacia ella.
—Todo está en orden, querida. Sólo quiero bajar a echar un vistazo. Harry ha
descubierto no sé qué junto al embarcadero. Probablemente un gato. Es mejor que lo
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tranquilice antes de que despierte a todo el vecindario.
Metió los pies en las zapatillas y tanteó en busca de su vieja bata azul marino, que
estaba echada sobre una silla.
—Vuelvo en seguida. Sigue durmiendo.
Kathy apagó la luz.
—Ponte la chaqueta.
A la mañana siguiente, Kathy ya no pudo recordar que se había despertado
durante la noche.
Cuando George salió por la puerta de la cocina, Harry seguía ladrando a la
sombra movediza. Junto al borde de la piscina había una tabla apoyada contra la
baranda. George la asió y corrió hacia el galpón de los botes. Entonces vio que la
sombra se movía. George asió con más fuerza la tabla. Se oyó otro golpe vigoroso.
—¡Maldición! —exclamó George, dándose cuenta de que el ruido provenía de la
puerta del embarcadero; abierta y balanceada por el viento—. ¡Creí que la había
cerrado!
Harry ladró de nuevo.
—¡Basta, Harry, basta! ¡Termina de una vez!
Media hora más tarde George se había metido de nuevo en su cama y seguía
perfectamente despierto. En esa condición de ex marino, alejado no hacia tanto del
servicio, estaba acostumbrado a las llamadas intempestivas. Pero poner en
movimiento su sistema de alarma interno le llevaba tiempo.
Mientras esperaba conciliar el sueño, George reflexionó en la situación en que se
había metido: un segundo matrimonio con tres hijos que no eran suyos, una nueva
casa con una fuerte hipoteca. Los impuestos en Amityville eran tres veces más altos
que en Deer Park. ¿Le hacía falta realmente la nueva lancha? ¿Cómo diablos se las
iba a arreglar para pagar por todas estas cosas? El negocio de la construcción era muy
lerdo en Long Island, por culpa de la rigidez del sistema de pagos, y al parecer la cosa
no se iba a arreglar mientras los Bancos no aflojaran las riendas. Si no se construyen
casas y la gente no compra propiedades, ¿a quién diablos le hace falta un vendedor de
inmuebles?
Kathy se movió en su sueño y dejó caer un brazo en torno del cuello de George.
Hundió profundamente la cara en el pecho de él, que sintió el olor del pelo de ella.
Sin duda tenía olor a limpio, pensó, y la idea fue de su agrado. También mantenía a
sus hijos así: inmaculados. ¿Sus hijos? Los de George, ahora. Cualesquiera que
fueran las dificultades, ella y los niños merecían que uno las enfrentara.
George miró el techo. Danny era un buen chico, capaz en todo sentido. Podía
encontrar la vuelta para hacer cualquier cosa que se le pidiera. Ahora se estaban
haciendo más amigos, Danny había empezado a llamar "papá" a su padrastro: ya no
le decía "George". En cierto modo, George se alegraba de no haber conocido nunca al
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ex marido de Kathy; de este modo Danny era enteramente suyo. Kathy le había dicho
que Chris era igual a su padre, que tenía los mismos modales, los mismos cabellos
crespos y los mismos ojos. Cuando George le reprochaba algo al niño, la cara de
Chris se entristecía, compungida, y el niño lo miraba con ojos muy expresivos. Sin
duda el niño sabía usar los ojos.
A él le gustaba la forma en que los dos varones se ocupaban de Missy, una
verdadera calamidad, aunque muy despierta para sus seis años. Nunca había tenido
dificultades con ella desde el primer día en que había visto a Kathy. Era la nena de
papá y nada más. "Me escucha a mí y a Kathy. Lo cierto es que los tres nos escuchan.
Son tres chicos buenos".
Después de las seis George logró quedarse dormido. Kathy se despertó unos
pocos minutos después y echó una mirada en torno del extraño dormitorio, tratando
de poner en orden sus pensamientos. Estaba en el dormitorio de su hermosa casa
nueva. Tenía junto a ella a su marido y los tres niños estaban durmiendo en sus
propios dormitorios. ¿No era maravilloso esto? Dios había sido bueno con ellos.
Kathy trató de deslizarse bajo el brazo de George. El pobre había trabajado
demasiado ayer, pensó Kathy, y hoy tenía más quehaceres por delante. Mejor dejarlo
dormir. Ella, en cambio, no podía dormir: había demasiadas cosas que hacer en la
cocina y era mejor empezar a moverse antes de que se levantaran los chicos.
Ya abajo, Kathy echó una ojeada a su nueva cocina. Afuera todavía estaba oscuro.
Encendió la luz. Sobre el piso y la pileta había cajas apiladas con fuentes, vasos y
cacerolas. Las sillas seguían puestas sobre la mesa de cocina. De todos modos, pensó
Kathy sonriéndose a sí misma, la cocina iba a ser un cuarto feliz para toda la familia.
Tal vez fuera el lugar adecuado para la Meditación Trascendental, que George
practicaba desde hacía dos años y Kathy desde hacía un año. Él se había puesto a
meditar después del fracaso de su primer matrimonio y había asistido a sesiones de
un grupo de terapia. De aquí había nacido su interés en la meditación. Le había hecho
conocer el tema a Kathy, pero ahora, atareado con la mudanza, se había olvidado
totalmente de su hábito, bien establecido, de encerrarse en su cuarto y meditar unos
cuantos minutos cada día.
Kathy lavó su calentador eléctrico; lo llenó, lo enchufó y encendió su primer
cigarrillo del día. Mientras bebía el café, sentada a la mesa con un block y un lápiz,
empezó a tomar nota de las tareas que debía hacer en la casa. Hoy era viernes 19. Los
chicos no habrían de ir a la nueva escuela hasta después de las vacaciones de
Navidad. ¡Navidad! ¡Había tanto por hacer aún!
Kathy tuvo la sensación de que alguien la estaba mirando fijamente. Sorprendida,
levantó la mirada y se volvió. Su hija menor estaba en el pasillo.
—¡Missy! Me has dado un susto. ¿Qué pasa? ¿Por qué te has levantado tan
temprano?
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La niña tenía los ojos entornados. Los cabellos rubios le cubrían la cara. Echó una
mirada en derredor, como si no se diera cuenta de dónde estaba.
—Quiero ir a casa, mamá.
—Estás en casa, Missy. Ésta es nuestra nueva casa. Ven aquí.
Missy se acercó tambaleando hasta Kathy y subió a su regazo. Las dos damas de
la casa permanecieron sentadas en su simpática cocina; Kathy acunó a su hija hasta
que ésta quedó dormida.
George bajó después de las nueve. A esta hora los muchachos ya habían
terminado el desayuno y estaban fuera, jugando con Harry y haciendo
investigaciones. Missy dormía nuevamente en su dormitorio.
Kathy miró a su marido, que llenaba el marco de la puerta con su corpulencia.
Notó que no se había afeitado la parte de abajo de la mandíbula y que los cabellos de
color rubio oscuro y la barba estaban desgreñados. Todo esto quería decir que no se
había dado una ducha.
—¿Qué ocurre? ¿No piensas trabajar hoy? George se sentó pesadamente a la
mesa.
—No. Todavía tengo que descargar el camión y volver a Deer Park. Hemos
gastado cincuenta dólares más por haberlo retenido toda la noche.
Echó una mirada en derredor, bostezando, y tuvo un escalofrío.
—Aquí hace frío. ¿No has puesto la calefacción?
Los muchachos pasaron junto a la pueta de la cocina, gritando detrás de Harry.
George levantó la mirada.
—¿Qué les pasa a esos dos? ¿No puedes hacer que se queden quietos?
Ella, de pie junto a la pileta, se volvió.
—¡No tienes que gritarme! ¡El padre eres tú! ¡Hazlos callar!
George golpeó la mesa con la palma de la mano. El ruido hizo dar un salto a
Kathy.
—¡Está bien! —gritó.
Abrió la puerta de la cocina y se asomó. Danny, Chris y Harry seguían corriendo
de un lado para otro.
—¡Basta! ¡Basta de bochinche! ¡Basta!
Y, sin esperar la reacción de ellos, cerró la puerta de un portazo y salió
bruscamente de la cocina.
Kathy quedó sin habla. Era la primera vez que George había salido de sus casillas
y había gritado a los niños. ¡Y por tan poca cosa! Ayer no había estado de mal humor.
George descargó con sus propias manos el camión y volvió con él a Deer Park,
poniendo la motocicleta en la parte de atrás, para la vuelta a Amityville. No se afeitó,
no se duchó y no hizo durante el resto del día nada más que quejarse por la falta de
calefacción en la casa y por el ruido que hacían los niños en el cuarto de juegos del
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piso alto.
Todo ese día, George no hizo más que rezongar y esa noche, a las once más o
menos, cuando ya era hora de meterse en cama, Kathy ya estaba harta. Estaba muy
cansada de poner una y otra cosa en orden y tratar de mantener a los niños lejos de
George. A la mañana siguiente habría de iniciar la limpieza de los cuartos de baño,
pero esta noche no podía hacerlo. Ahora se iba a meter en cama.
George se quedó un rato en la sala, echando un leño tras otro en la chimenea.
Aunque el termostato marcaba veinte grados, no podía entrar en calor. Probablemente
verificó una docena de veces la temperatura del calorífero en el sótano a lo largo del
día.
A las doce, finalmente, George fue al dormitorio y se echó a dormir sin más. A las
tres y cuarto de la mañana estaba de nuevo despierto y sentado en la cama.
Algo lo estaba preocupando. El embarcadero. ¿Había trancado la puerta... sí o no?
No podía recordar. Tuvo que salir a comprobar. La puerta estaba cerrada y trancada.
En los dos días siguientes la familia Lutz pasó por un extraño cambio de
personalidad colectiva. Como hubo de decir George más adelante: "No fue algo
repentino. Fue en pedacitos: por aquí y por allá." El ni se afeitaba ni se bañaba, como
siempre lo había hecho, infaltablemente. Por lo general, George dedicaba todo el
tiempo que podía a su trabajo: dos años antes había abierto una segunda oficina en
Shirley para atender negocios inmobiliarios en la costa sur. Ahora, en cambio, se
conformaba con llamar a Syosset y dar órdenes malhumoradas a sus empleados,
exigiéndoles que terminaran con sus tareas de inspección antes de fin de semana, ya
que él necesitaba el dinero. En cuanto a la posibilidad de mudar su oficina al nuevo
sótano, no lo pensó ni un solo instante.
En cambio, se quejaba constantemente de que la casa estaba fría como una
heladera y había que calentarla. Echar leño tras leño a la chimenea le ocupaba la
mayor parte del tiempo, salvo en los momentos en que iba al embarcadero, miraba el
espacio vacío y volvía a la casa. Ni siquiera al llegar a este punto podía decir qué iba
a mirar allí cuando salía. Sólo sabía que se sentía arrastrado a ese lugar.
Prácticamente era una compulsión. En la tercera noche que pasaron en la casa,
George se despertó nuevamente a las tres y cuarto, muy preocupado con la idea de lo
que podía estar ocurriendo.
Los niños también lo irritaban. A partir del momento de la mudanza, se habían
convertido en unos mocosos traviesos, unos monstruos malcriados que no oían
ninguna advertencia, niños desbandados a quienes había que castigar severamente.
Cuando se trataba de los niños, Kathy tenía la misma impresión. Se sentía
crispada por sus relaciones tensas con George y por los esfuerzos que realizaba para
poner la casa en orden antes de Navidad. En la cuarta noche que pasaron en la casa.
Kathy estalló y, junto con su marido, castigó a Danny, a Chris y a Missy con una
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correa y un pesado cucharón de madera.
Los niños habían roto accidentalmente el vidrio de una ventana en la banderola
semicircular del cuarto de juegos.
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IV
22 de diciembre
El lunes, por la mañana temprano en Amityville hacía mucho frío. La ciudad se
levanta sobre la costa atlántica de Long Island y el viento marino sopla reciamente. El
termómetro marcaba cinco grados bajo cero y los meteorólogos anunciaban una
Navidad blanca.
En la casa de Ocean Avenue, Danny, Chris y Missy Lutz estaban en el cuarto de
juegos, levemente aplacados después de la llamada al orden de la noche anterior.
George todavía no había ido a su oficina y estaba sentado en la sala, poniendo de
cuando en cuando un leño en un fuego ya muy vivo. Kathy escribía en su mesita del
rincón de la cocina.
Al redactar la lista de las cosas que había que comprar para Navidad, la
concentración mental de Kathy empezó a flaquear. Se sentía culpable por haber
castigado físicamente a los niños, y, en especial, por la forma en que George y ella
habían actuado. Muchos regalos estaban aún por comprarse y Kathy sabía que debía
salir a comprarlos. Sin embargo, desde que se había mudado, nunca tenía ganas de
salir a la calle. Acababa de escribir el nombre de la tía Theresa cuando de repente
sintió que se le enfriaba la sangre y quedó con el lápiz suspendido en el aire.
Alguien había llegado desde atrás y la había abrazado. Luego le había tomado la
mano y le había dado una palmada. El contacto era tranquilizador, como dotarlo de
una fuerza interior. Kathy, aunque sobresaltada, no tuvo miedo: sintió que ésta era
algo así como la caricia de una madre que conforta a su hija. ¡Kathy tuvo la
impresión de que una suave mano femenina estrechaba su propia mano!
—¡Mamá! ¡Ven aquí, pronto!
Era la voz de Chris, llamando desde el rellano del último piso.
Kathy levantó la mirada. El hechizo fue interrumpido, el contacto había
desaparecido. Subió corriendo las escaleras en busca de sus hijos, que estaban en el
cuarto de baño y tenían la mirada clavada en el inodoro. Kathy vio que el interior del
inodoro estaba absolutamente negro, como si alguien lo hubiera pintado desde el
fondo hasta el borde. Kathy oprimió el botón y el agua bajó de todos lados: el negro
permaneció.
Kathy arrancó un pedazo de papel higiénico e intentó vanamente, frotando, hacer
desaparecer aquel color.
—¡No puedo creerlo! ¡Ayer froté todo con Clorox. Se volvió hacia los niños con
aire acusador: —¿Han echado pintura aquí?
—¡No, mamá, no! —exclamaron los tres al unísono.
Kathy estaba a punto de enloquecer: el incidente ocurrido a la hora del desayuno
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fue olvidado. Echó una mirada al lavabo y a la bañera: brillaban después del
escrupuloso tratamiento que ella había aplicado. Probó los grifos. Salía agua limpia y
nada más. Una vez más abrió el depósito de agua, sin esperar ya que desapareciera el
horrendo color negro.
Kathy se arrodilló y examinó la base del inodoro para ver si no había una
infiltración desde el interior del artefacto. Por último se volvió hacia Danny.
—Tráeme el Clorox del cuarto de baño. Está en el cajoncito debajo del lavabo.
Missy hizo ademán de irse.
—¡Missy: quédate aquí! Deja que Danny haga lo que digo.
El muchacho salió del cuarto de baño.
—¡Y trae también el cepillo de piso —gritó Kathy detrás.
Chris escudriñó la cara de su madre con unos ojos llenos de lágrimas.
—No lo hice. No me pegues de nuevo.
Kathy lo miró y recordó la atroz noche pasada.
—No, querido, no fue culpa tuya. Algo ocurrió con el agua, creo. Tal vez alguna
obstrucción de combustible en las cañerías. ¿Nunca has notado nada?
—¡Yo debía ir! ¡Yo lo vi primero! —gritó Missy.
—¿Ajá? Bueno... veamos qué se puede hacer con el Clorox antes de llamar a tu
padre y...
—¡Mamá, mamá! —la voz llegaba ahora de abajo, desde el vestíbulo.
Kathy salió al pasillo del cuarto de baño.
—¿Qué pasa, Danny? ¡Te dije que está debajo del lavabo!
—¡No, mamá, no es eso! Ya lo tengo. Pero tu inodoro también está negro. ¡Y hay
mal olor!
El cuarto de baño de Kathy estaba en el extremo más alejado de su dormitorio.
Danny estaba en la entrada al dormitorio, apretándose las narices, cuando Kathy y los
otros dos niños llegaron corriendo. En cuanto Kathy entró en el dormitorio, sintió el
olor: un perfume dulzón. Se paró, husmeó el aire y frunció el ceño.
—¿Qué es esto? ¡No es mi agua de Colonia!
Sin embargo, cuando entró al baño, fue asaltada por un olor totalmente distinto:
un hedor espantoso.
Kathy tuvo una arcada y empezó a toser, pero antes de salir corriendo captó una
imagen de su inodoro. ¡Estaba completamente negro!
Los niños se apartaron del camino cuando Kathy se preciptó escaleras abajo.
—¡George!
—¿Qué quieres? ¡Estoy ocupado!
Kathy entró como una exhalación en la sala y corrió hacia el lugar en donde
estaba George, acurrucado junto a la chimenea.
—¡Ven a ver, por favor! ¡En nuestro cuarto de baño hay olor a rata muerta! ¡Y el
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inodoro está totalmente negro!
Kathy le agarró una mano y lo sacó vigorosamente del cuarto.
El inodoro del otro cuarto de baño en el piso de arriba también estaba
enteramente negro, según comprobó George, pero no hedía. George husmeó el
extraño perfume del cuarto.
—¿Qué diablos es este olor?
Y se puso a abrir las ventanas del segundo piso.
—En primer lugar: ¡tenemos que librarnos de este olor asqueroso!
George abrió las ventanas de su dormitorio y tomó por el pasillo en dirección a
los otros cuartos. Luego oyó la voz de Kathy.
—¡George! ¡Mira esto!
El cuarto dormitorio del segundo piso —convertido ahora en el cuarto de costura
de Kathy— tenía dos ventanas. Una de ellas, la que daba sobre el embarcadero y el
río Amityville, era la ventana que George había abierto la primera noche, cuando se
había despertado a las tres y cuarto. La otra daba sobre la casa vecina, a la derecha de
112 Ocean Avenue. ¡En esta ventana había centenares de moscas que zumbaban
contra los cristales!
—¡Santo Dios! ¡Mira esto! ¿De dónde vienen? Moscas ahora...?
—Tal vez están atraídas por el olor —se aventuró a decir Kathy.
—Sí ... pero no en esta época del año. Las moscas no viven tanto tiempo. No con
estas temperaturas. Y... ¿por qué se amontonan todas contra el vidrio de esta ventana?
George echó una mirada a todo el cuarto, tratando de descubrir de dónde venían
los insectos. En un rincón había un placard. Abrió la puerta y escudriñó el interior,
buscando grietas..., cualquier cosa que pudiera dar una explicación del hecho.
—Si la pared de este placard diera sobre el cuarto de baño, a lo mejor podían ser
atraídas por el calor, pero esta pared da a la calle.
George puso la mano sobre la pared.
—Está fría. No veo cómo pueden haber sobrevivido.
Después de hacer pasar a su familia al vestíbulo, George cerró la puerta que
llevaba al cuarto de costura. Abrió la otra ventana, la que daba sobre el
desembarcadero, recogió algunos periódicos y espantó las moscas que pudo. Mató las
que quedaban y luego cerró la ventana. Al llegar a este punto el segundo piso estaba
ya muy frío, pero por lo menos el perfume dulzón se había ido. También había
disminuido el hedor en el cuarto de baño.
Pero nada de esto ayudó a George en sus esfuerzos por calentar la casa. Aunque
nadie se había quejado, verificó el aparato de calefacción en el sótano. Marchaba
perfectamente. A las cuatro de la tarde el termómetro de la sala marcaba veinticinco
grados, pero George no podía sentir el calor.
Kathy había frotado el fondo de los inodoros con Clorox, Fantastik y Lysol. Los
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productos de limpieza habían tenido algún efecto, pero en buena parte la tintura negra
seguía incrustada en la loza. El peor de todos era el inodoro del segundo cuarto de
baño, junto al cuarto de costura.
La temperatura exterior había subido a cuatro grados bajo cero y los niños habían
salido y estaban jugando con Harry. Kathy les advirtió que debían mantenerse lejos
del embarcadero y la zona arbolada, diciendo que era peligroso jugar allí si no había
nadie que los estuviera vigilando.
George había traído algunos leños más del garaje y estaba sentado en la cocina
con Kathy. Los dos se pusieron a discutir violentamente, sin ponerse de acuerdo sobre
quién habría de efectuar las compras de los regalos de Navidad.
—¿No puedes elegir, por lo menos, un perfume para tu madre? —preguntó
George.
—¡Tengo que poner esta casa en orden! —gritó Kathy, enfurecida—. ¿Qué estás
haciendo tú, fuera de molestar?
Al cabo de unos minutos la colisión ya había pasado. Kathy se disponía a hablar
de la extraña experiencia que había tenido esa mañana en su rincón de la cocina
cuando sonó el timbre de entrada.
Un hombre de una edad intermedia entre los treinta y cinco y los cuarenta y cinco
años, con una calvicie incipiente, estaba parado en el umbral, con una sonrisa incierta
en la cara y una caja con seis latas de cerveza en la mano. Los rasgos eran toscos y la
nariz estaba enrojecida por el frío.
—Todos quieren venir a darles la bienvenida al barrio. No lo toman ustedes a
mal, ¿verdad?
El hombre tenía puesto un sobretodo de lana de tres cuartos de largo, pantalones
de pana y botas claveteadas. A George la pareció que no tenía aire de ser uno de los
vecinos que habitaban las mansiones de la zona.
Antes de mudarse a Amityville, George y Kathy habían jugado con la idea de
tener casa abierta, pero una vez instalados en el nuevo domicilio, no habían vuelto a
hablar del tema. George saludó con un movimiento de cabeza al representante del
vecindario.
—No, no nos parece mal. Siempre que no les incomode sentarse en cajas de
embalaje, puede usted venir con todos sus amigos.
George lo hizo pasar a la cocina y presentó a su mujer. El hombre repitió su frase
ante ella. Kathy hizo un gesto de aprobación y el hombre prosiguió contando a los
Lutz que tenía una lancha que guardaba en un embarcadero vecino, varias casas más
allá en la misma avenida.
El hombre levantó la caja de las cervezas y dijo:
—Yo la traje y yo me la llevo.
George y Kathy nunca supieron cómo se llamaba. No volvieron a verlo.
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Esa noche, cuando fueron a acostarse, George hizo su previa inspección de
puertas y ventanas, todos los cerrojos y pestillos de adentro y de afuera, de tal modo
que, cuando se despertó una vez más a las tres y cuarto de la mañana, y cedió al
impulso que le llevaba a echar una mirada abajo, quedó asombrado al encontrarse con
que el portón de madera del frente —que pesaba por lo menos ciento veinte kilos
estaba abierto y desquiciado, ¡colgando de un solo gozne!
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V
23 de diciembre
Kathy fue despertada por los ruidos que hacía George debatiéndose con el portón
desvencijado. Se levantó y, al sentir el frío que había invadido la casa, se echó encima
una bata y corrió escaleras abajo. Encontró a su marido haciendo esfuerzos por
encajar el pesado portón de madera en su marco.
—¿Qué ha pasado?
—No lo sé —contestó George, logrando por fin cerrar la puerta—. La puerta
estaba totalmente abierta y colgada de un gozne, ¡Mira esto!
Y señaló la cerradura metálica. El picaporte estaba completamente fuera de
centro. La cubierta metálica estaba levantada, como si alguien hubiera querido
arrancarla con una herramienta, ¡desde adentro! ¡Alguien había tratado de salir de la
casa, no de entrar!
—No sé qué está pasando aquí —murmuró George, hablando más para sí mismo
que para Kathy—. Sé que cerré antes de subir. Para abrir la puerta desde adentro
bastaba con girar la llave.
—¿Desde afuera es lo mismo?
—No. Afuera no hay ningún desperfecto ni en la cerradura ni en el picaporte.
Sólo alguien con una fuerza tremenda puede haber sido capaz de sacar de de sus
goznes a un portón tan macizo como éste...
—Tal vez fue el viento, George —dijo Kathy esperanzada— A veces es muy
fuerte aquí, ¿sabes?
—Aquí el viento no entra, y mucho menos un huracán. ¡Alguien o algo es el autor
de esto!
Los Lutz cambiaron una mirada. Kathy fue la primera en reaccionar. "¡Los
chicos!" Se dio vuelta y corrió escaleras arriba hasta el dormitorio de Missy.
Una lucecita en forma de oso estaba enchufada en la pared, cerca de la parte baja
de la cama de la niña. A la débil luz, Kathy pudo ver la forma del cuerpo de Missy,
echada boca abajo.
—Missy —susurró Kathy, inclinándose sobre la cama.
Missy lanzó un leve gemido y se puso boca arriba. Kathy exhaló un suspiro de
alivio y subió las frazadas hasta la barbilla de su hija. El aire frío que había entrado
mientras la puerta estaba abierta había enfriado el cuarto. Kathy besó a Missy en la
frente y silenciosamente salió del cuarto, dirigiéndose al piso alto.
Danny y Chris dormían profundamente, los dos boca abajo. "Ahora, cuando
pienso en ello, dice Kathy, me doy cuenta que fue la primera vez que vi a los chicos
dormir en esa postura... Especialmente a los tres al mismo tiempo. Incluso recuerdo
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que iba a decir algo a George en ese sentido, a decirle que aquello me parecía raro".
Por la mañana la ola de frío que envolvía a Amityville no se había retirado. El
cielo estaba nublado y la radio prometió, una vez más, una Navidad con nieve. En el
vestíbulo de la casa de los Lutz el termómetro seguía marcando veintidós grados,
pero George había vuelto al cuarto de estar y seguía metiendo leños entre las
llamaradas de la chimenea. George dijo a Kathy que no podía librarse del frío que lo
tenía transido hasta los huesos, y que no entendía por qué razón ella y los niños no
sentían tanto frío como él.
La tarea de cambiar el picaporte y la cerradura en la puerta de entrada era
demasiado complicada, incluso para un hombre tan avezado como George. El
cerrajero local llegó a eso de las doce, como se había convenido. El hombre hizo una
inspección larga y minuciosa de los daños dentro de la casa y luego miró a George
con una expresión peculiar, sin ofrecer ninguna explicación de los motivos que
habían hecho posibles los trastornos relatados.
El hombre terminó su trabajo lenta y tranquilamente. Al retirarse, el cerrajero dijo
que, en una ocasión, los De Feo lo habían invitado dos años antes. "Tuvieron algún
inconveniente con la cerradura de la casilla de los botes". Lo habían llamado para
cambiar el cerrojo, ya que antes la puerta, cuando se cerraba desde adentro se trababa.
y la persona que estaba en la casilla no podía salir.
George quiso decir algo más en relación al embarcadero, pero cuando Kathy lo
miró se contuvo. Ni él ni ella querían enterarse de las noticias que circulaban a la
sazón en Amityville: cosas raras estaban ocurriendo una vez más en el número 112 de
Ocean Avenue.
A eso de las dos de la tarde la temperatura empezó a subir. Una leve llovizna
bastó para que los niños decidieran quedarse en casa. George, como siempre, no
había ido a su oficina y seguía yendo y viniendo entre la sala y el sótano, agregando
leños a la chimenea y comprobando el funcionamiento del calefactor. Danny y Chris
estaban en el cuarto de juegos del tercer piso y jugaban ruidosamente con sus
juguetes. Kathy había vuelto a sus tareas de limpieza y forraba con papel las tablas de
los placards. Ya había avanzado hasta su dormitorio del segundo piso Cuando se le
ocurrió echar una mirada al cuarto de Missy. La niña estaba sentada en su diminuta
hamaca y canturreaba para sí misma una canción mientras miraba por la ventana que
daba sobre el embarcadero.
Kathy se disponía ya a decir algo a su hija cuando sonó el teléfono. Tomó el
llamado desde el aparato que estaba en su dormitorio. Era su madre, que anunciaba la
llegada para el día siguiente —Nochebuena— con el hermano de Kathy, Jimmy, que
iba a llevarles un árbol de Navidad como regalo para caldear el ambiente.
Kathy dijo que se sentía muy aliviada de que alguien hubiera pensado finalmente
en el árbol, ya que ella y George no se habían sentido capaces de hacer compras de
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ninguna clase. Luego, con el rabillo del ojo, vio que Missy abandonaba su dormitorio
y se dirigía al cuarto de costura. Kathy sólo oía a medias lo que le decía su madre.
¿Qué podía estar haciendo en ese cuarto donde se habían amontonado las moscas el
día anterior? Podía escuchar el canturreo de la niña, que se movía entre las cajas de
cartón aún no abiertas.
Kathy se disponía ya a interrumpir a su madre cuando vio llegar a Missy desde el
cuarto de costura. La niña, al tomar por el pasillo y volver a su dormitorio, dejó de
canturrear. Sorprendida por el comportamiento de su hija, Kathy reanudó la
conversación con su madre, dándole una vez más las gracias por el árbol. Luego
colgó, avanzó sigilosamente hasta el cuarto de Missy y se paró en el umbral.
Missy estaba de vuelta en su mecedora, miraba fijamente a la misma ventana y
canturreaba una canción que no parecía del todo conocida. Kathy se disponía a decir
algo cuando Missy dejó de canturrear y, sin volver la cabeza, preguntó:
—Mamá... ¿hablan los Angeles?
Kathy miró a su hija. ¡La niña se había dado cuenta que ella estaba allí! Pero
antes de que Kathy pudiera entrar al cuarto, fue sorprendida por un estruendo que
llegaba desde arriba. ¡Los muchachos estaban en el otro piso! Asustada, subió
corriendo las escaleras en dirección al cuarto de juegos. Danny y Chris se revolcaba
por el suelo, trenzados, golpeándose y pateándose.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó Kathy—. ¡Danny! ¡Chris! ¡Basta! ¿Me oyen?
Trató de separarlos, pero los dos niños trataban de lastimarse, con los ojos
relampagueantes de furor, Chris gritaba en medio de su furia. Era la primera vez que
los dos hermanos se habían trabado en una pelea.
Kathy dio una bofetada —bastante vigorosa— a cada uno, y exigió que se le
explicara cómo se había iniciado la gresca.
—Fue Danny que empezó —dijo Chris lagrimeando.
—¡Mentiroso! ¡Tú empezaste! —exclamó Danny, torciendo la cara.
—¿Qué empezó qué? ¿Por qué están peleando? —preguntó Kathy levantando la
voz. Ninguno de los niños contestó. Muy pronto los dos se apartaron de su madre.
Kathy sintió que fuera cual fuere la historia entre ellos, era asunto de ellos y no de su
madre.
Su paciencia se agotó.
—¿Qué está pasando aquí? Primero Missy con sus ángeles, y ahora ustedes dos,
estúpidamente, tratan de matarse. Bueno. ¡Basta por hoy! Veremos qué va a decir
papá de todo esto. Los dos recibirán el castigo merecido, pero ahora no quiero oír
absolutamente nada de ninguno de los dos. ¿Me oyen? ¡Ni una sola palabra más!
Kathy, temblando, bajó las escaleras y volvió a sus tareas. "Tranquilízate", se dijo
a sí misma. Al pasar junto al cuarto de Missy, oyó que la niña canturreaba la misma
canción extraña. Kathy estuvo a punto de entrar, pero luego le pareció más oportuno
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no hacerlo y continuó su camino. Más adelante habría de hablar con George, cuando
lograra tener una actitud más calma en relación a todo el asunto.
Kathy recogió un rollo de papel de envolver y abrió la puerta del placard.
Inmediatamente le llegó a sus narices un olor rancio. "¡Dios mío! ¿Qué es esto?"
Miró de la cadenita que colgaba del techo del placard para encender la luz y miró
dentro. El placard estaba vacío, salvo por una sola cosa. El primer día en que los Lutz
se habían mudado, Kathy había colgado un crucifijo en la pared interna, frente a la
puerta del placard tal como lo había hecho cuando, vivían en Deer Park. Un amigo le
había dado el crucifijo como regalo de bodas: era un crucifijo de plata, una obra de
buena artesanía, de unos treinta centímetros de largo, que tenía la bendición desde
hacía mucho tiempo.
Cuando Kathy lo buscó con la mirada y lo encontró, sus ojos se dilataron de
horror. El olor rancio le provocó arcadas, pero no pudo apartar la vista del crucifijo,
¡que colgaba cabeza abajo!
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VI
24 de diciembre
Ya hacía casi una semana que el padre Mancuso había estado en la casa de Ocean
Avenue. Los inquietantes incidentes de ese día y esa noche seguían presentes en su
mente, aunque no los había comentado con nadie: ni siquiera con George y Kathy
Lutz, ni siquiera con su superior eclesiástico.
En la noche del 23, el padre Mancuso había tenido un ataque de gripe. El
sacerdote había sentido chuchos y sudores ,alternados. Y, cuando finalmente se
levantó de la cama y se tomó la temperatura, el termómetro marcaba treinta y nueve
grados. Ingirió algunas aspirinas, esperando que le bajaran la fiebre. Esto ocurría en
días de Navidad, cuando se presenta una gran cantidad de obligaciones para la gente
de iglesia: un tiempo muy inapropiado para caer enfermo.
El padre Mancuso se sumió en un sueño turbulento. A eso de las cuatro de la
mañana del día de Nochebuena se despertó y se encontró con que su temperatura
estaba en treinta y nueve grados y medio. El padre llamó al párroco a sus
habitaciones. Éste decidió llamar al médico. Mientras el padre Mancuso esperaba al
médico, empezó a pensar en la familia Lutz.
Había algo que lo inquietaba y, al mismo tiempo, que no podía precisar. Todo el
tiempo tenía en la mente la imagen de un cuarto que, según creía él, estaba en el
primer piso de la casa. Pese a que era presa de un cierto mareo, el sacerdote podía
vislumbrar claramente el cuarto: estaba lleno de cajas sin abrir cuando él había dado
la bendición a la casa, y también recordaba haber visto el galpón de los botes desde
las ventanas.
El padre Mancuso recuerda que, cuando estaba enfermo en cama, había usado las
palabras "el mal" en sus reflexiones, pero cree ahora que la fiebre elevada puede
haberle jugado una mala pasada a su imaginación. También recuerda que tuvo un
impulso, tan fuerte que podía calificarse de obsesión, de llamar a los Lutz y
advertirles que debían mantenerse lejos de ese cuarto por todos los medios.
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Navidad, acumulados a lo largo de los años. Había llegado el momento de
desempaquetar las bolas y las velitas, ponerlas en condiciones para colgarlas del árbol
que su madre y su hermano habían prometido traer esa tarde. Después del almuerzo
Kathy pidió a Danny y a Chris que bajaran las cajas a la sala. George estaba más
interesado en los leños de la chimenea y sólo se ocupó distraídamente de las lucecitas
de Navidad, probando las bombillas de colores y desenredando los hilos. En las horas
que siguieron Kathy y los niños se dedicaron activamente a quitar el papel de seda en
que estaban envueltas las bolas de bonitos y brillantes colores, los angelitos de
madera y de cristal, los Santa Claus, los patinadores, las bailarinas, los renos y los
hombres de las nieves que Kathy iba añadiendo todos los años, a medida que los
niños crecían.
Cada niño tenía sus adornos favoritos y los había colocado sobre paños que Kathy
había extendido en el suelo. Algunos de estos adornos provenían de la primera
Navidad de Danny. Pero en esta ocasión los niños se pusieron a admirar un adorno
que George había aportado a su nueva familia. Era una pieza de colección heredada,
una espléndida galaxia de lunas crecientes y estrellas forjadas en pura plata y
encastradas en un fondo de oro de veinticuatro quilates. La parte de atrás de esta
pieza de quince centímetros tenía un gancho que permitía colgarla de un árbol. Esta
obra, hecha en Alemania hacía más de cien años, pertenecía a su familia desde mucho
tiempo atrás; había sido dada a George por su abuela que, a su vez la había recibido
de su propia abuela.
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padre Mancuso, pero finalmente no logró hacerse una idea clara de lo que quería
decirle.
George lamentó que el padre Mancuso tuviera un ataque de gripe y preguntó si
podía ayudar en algo. Después de oír que nada podía hacerse para aliviar las
molestias del sacerdote, George se puso a hablar de lo que estaba ocurriendo en la
casa. En un principio, la conversación fue de tono menor. George dijo al sacerdote
que iba a bajar los ornamentos para colgar del árbol de Navidad que Jimmy, su
cuñado, había regalado a la familia.
El padre Mancuso interrumpió a George:
—Tengo que hablar con usted de algo que me está preocupando mucho. ¿Tiene
usted presente el cuarto del primer piso de su casa, el que da sobre el embarcadero...?
¿Ése en donde ustedes han puesto todos esos cajones y cajas de cartón sin abrir?
—Claro que sí, padre. Ése va a ser el cuarto de costura y de meditación de Kathy
en cuanto yo tenga unos momentos libres para ponerlo en orden. A propósito, ¿sabe
usted lo que encontramos allí el otro día? ¡Moscas! ¡Centenares de moscas! ¿Se
imagina usted algo parecido? ¡En pleno invierno!
George esperó la reacción del sacerdote. Y la tuvo.
—George: no quiero que usted, Kathy y los niños vuelvan a entrar en ese cuarto.
Deben ustedes mantenerse lejos:
—¿Por qué, padre? ¿Qué hay en ese lugar?
Antes de que el sacerdote pudiera contestar, se oyó, por el teléfono, un crujido
estridente. Los dos hombres apartaron el receptor de sus orejas, muy sorprendidos.
George no pudo entender las palabras siguientes que dijo el padre Mancuso. Lo único
que se oía por el teléfono era un ruido parejo e irritante.
—¿Hola? ¿Hola? ¿Padre? ¡No oigo nada! ¡Algo anda mal en la línea!
Desde su teléfono, también el padre Mancuso realizaba esfuerzos por oír a
George y sólo distinguía los lejanos "holas". Por último el sacerdote colgó y volvió a
marcar el número de los Lutz. Pudo oír los campanillazos, pero nadie atendió. El
sacerdote esperó a que sonaran diez campanillazos antes de renunciar. Quedó muy
turbado.
Al no poder oír ya al padre Mancuso a través de los ruidos telefónicos, George
también debió colgar, y esperó que el sacerdote llamara de nuevo. Durante varios
minutos siguió sentado en la cocina, con la mirada fija en el teléfono quieto. Luego
marcó el número privado del padre Mancuso en la rectoría. No hubo respuesta.
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modos, Kathy notó con tristeza que la cantidad de paquetes era exigua y se reprochó
a sí misma por no haber ido de compras. Había pocos juguetes para Danny, Chris y
Missy, pero ya era demasiado tarde y nada podía hacerse.
Kathy había enviado los niños al cuarto de juegos a fin de trabajar a solas.
Pensaba ahora en Missy. No había contestado la pregunta de su hija cuando ésta se
había referido a los ángeles que hablaban: Kathy había eludido la respuesta
diciéndole que se lo iba a preguntar a papá. Pero la pregunta no fue formulada de
nuevo cuando ella y George fueron a acostarse. ¿Cómo se le había ocurrido a Missy
una idea semejante? ¿Tendría algo que ver esto con el extraño comportamiento de la
niña ayer, en el dormitorio? Y ¿qué habría estado buscando en el cuarto de costura?
Las reflexiones de Kathy se interrumpieron cuando George volvió después de
hablar por teléfono en la cocina. En la cara tenía una expresión extraña y evitaba
encontrarle la mirada. Kathy esperó que le contara su conversación con el padre
Mancuso, pero en ese instante sonó el timbre de la entrada. Kathy se dio vuelta,
sorprendida.
—¡Debe ser mamá! George; ¡ya están aquí y ni siquiera he empezado a cocinar!
— Corrió en dirección a la cocina: ¡Abre tú, por favor!
El hermano de Kathy, Jimmy Connors, era un hombre joven, robusto, corpulento,
que simpatizaba realmente con George. Esa noche su cara, expresaba una afabilidad y
una cordialidad encantadoras. Iba a casarse el día después de Navidad y había pedido
a George que fuera su padrino. Pero cuando la madre y el hijo entraron en la casa —
Jimmy con un pino de buen tamaño entre los brazos— y vieron a George, las caras
cambiaron: George no se había afeitado ni bañado desde hacía casi una semana. La
madre de Kathy, Joan, se alarmó.
—¿Dónde están Kathy y los niños? —preguntó a George.
Kathy está preparando la cena y los chicos están en el cuarto de juegos. ¿Por qué?
—No sé ... tuve la sensación de que algo no andaba.
Ésta era la primera vez que su suegra y su cuñado venían a la casa, de tal modo
que George procedió a mostrar a su suegra la dirección de la cocina. Luego Jimmy y
él llevaron el árbol a la sala.
—¡Caramba! ¡Que fogata hay en esa chimenea!
George explicó que no lograba entrar en calor: no lo había logrado desde el día de
la mudanza, pese a que ese día había quemado diez leños.
—Sé... —observó Jimmy— hace más bien frío. Tal vez el quemador o el
termostato no anden bien.
—No —contestó George—. El quemador anda perfectamente y el termostato
marca veinticuatro grados. Ven conmigo al sótano y te mostraré.
En la casa parroquial el médico del padre Mancuso había advertido a éste que la
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temperatura del cuerpo sube por lo general después de las cinco de la tarde. Aunque
el sacerdote no se sentía bien, y el estómago le ardía, su mente volvía a cavilar en los
problemas telefónicos, tan extraños, de la familia Lutz.
Ya eran las ocho de la noche y los repetidos intentos de Mancuso de ponerse en
contacto con George habían sido inútiles. Varias veces el sacerdote había solicitado a
la telefonista que verificara si el teléfono de los Lutz funcionaba normalmente. Y
cada vez que lo hizo la campanilla del teléfono sonó interminablemente, hasta que un
inspector lo llamó de vuelta y le informó que no había problemas de servicio con ese
número.
¿Por qué no había llamado George de vuelta? El padre Mancuso, estaba seguro de
que George había oído lo que él le había dicho sobre el cuarto del primer piso.
¿Habría algo horrible detrás de todo esto? El padre Mancuso no tenía confianza en la
casa de Ocean Avenue y ya no fue capaz de seguir esperando.
Llamó a un amigo que tenía en el Departamento de Policía del distrito de Nassau.
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los adornos de George en la copa del árbol. También él tuvo un escalofrío.
—¡Oye, George! ¿Hay alguna puerta abierta? Siento un soplo de aire en la nuca.
George levantó la mirada.
—No; no creo. He cerrado todas las puertas.
Y sintió un súbito impulso de comprobar el estado del cuarto de costura del
primer piso.
—Ya vuelvo.
Kathy y la señora Connors se cruzaron con él en el momento en que salían de la
cocina. Él no dijo ni una palabra a ninguna de las dos y corrió escaleras arriba.
—¿Qué le pasa? —preguntó la señora Connors. Kathy se encogió de hombros.
—¿Ves lo que te digo?
Y empezó a colocar los regalos de Navidad debajo del árbol. Cuando Danny,
Chris y Missy vieron el negro número de paquetes con bonitos forros que estaban en
el suelo, se oyó un coro de voces desilucionadas.
—¿Por qué lloriquean?
Era George, que estaba de vuelta, bajo el dintel de la puerta.
—¡A ver si se callan! Están demasiados malcriados.
Kathy estuvo a punto de contestar de mal tono a su marido por haber gritado a los
niños en presencia de su madre y de su hermano, pero se contuvo al ver la expresión
de la cara de George.
—Dime: ¿abriste la ventana del cuarto de costura, Kathy?
—¿Yo? ¡No he puesto los pies allí en todo el día! George se volvió hacia los
niños, que estaban junto al árbol.
—¿Alguno de ustedes ha ido a ese cuarto después de bajar los paquetes?
Los tres menearon las cabezas. George no se había movido de su lugar bajo el
dintel. Y volvió los ojos hacia Kathy.
—George, ¿qué ocurre?
—Hay una ventana abierta. Han vuelto las moscas.
¡Crac! Todos dieron un salto al oír un crujido que venía no se sabe de dónde,
afuera. Luego el ruido de un golpe repentino. Harry ladró.
—¡La puerta del embarcadero! ¡Se ha abierto de nuevo!
George se volvió hacia Jimmy.
—¡No los dejes solos! ¡Vuelvo en seguida!
Echó mano a la campera que estaba en el placard del vestíbulo y enderezó hacia
la puerta de la cocina. Kathy se echó a llorar.
—Kathy, ¿qué pasa? —preguntó la señora Connors, levantando la voz.
—¡Oh, mamá! ¡No lo sé!
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por la puerta del costado y corrió hacia los fondos de la casa. El hombre sabía que era
la puerta de la cocina, porque ya había estado antes en el número 112 de Ocean
Evenue. El hombre estaba sentado dentro de un auto estacionado frente a la casa de
los Lutz y contempló a George cuando cerraba la puerta del embarcadero.
Echó una mirada a su reloj. Eran casi las once. El hombre tomó en su mano el
micrófono de la radio del auto. "Cammaroto. Habla Al. Llame de nuevo a North
Merrick y dígales que la gente que vive en 112 Ocean Avenue está en casa." El
sargento Al Gionfriddo, del departamento de policía de Amityville estaba de guardia
esa Nochebuena, como lo había estado la noche en que la familia De Feo fue
ultimada.
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VII
25 de diciembre
Por séptima noche consecutiva George se despertó exactamente a las tres y
cuarto. Se sentó en la cama. A la luz de la luna de invierno, que había invadido la
habitación, pudo ver claramente a Kathy, que dormía boca abajo.
George tendió la mano para acariciarle la cabeza. En ese instante Kathy se
despertó, lanzando una mirada azorada en derredor. George pudo ver el temor en sus
ojos.
—¡Le dieron un balazo en la cabeza! —aulló Kathy—. ¡Le dieron un balazo en la
cabeza! ¡Sentí los estampidos dentro de mi cabeza!
El detective Gionfriddo habría podido entender lo que había aterrado y despertado
a Kathy. Al redactar su informe sobre la encuesta inicial en torno del asesinato de la
familia De Feo, Gionfriddo había escrito que Louise, la señora de la casa, había
recibido un balazo en la cabeza mientras dormía boca abajo. Todo el mundo, incluso
su marido, que yacía a su lado, había recibido un balazo en la espalda mientras estaba
durmiendo en esa postura. Esta información había sido incluida en los materiales
entregados al equipo de investigación del condado de Suffolk, pero nunca había
llegado hasta los medios periodísticos. En realidad, este detalle nunca había sido
mencionado, ni siquiera en el juicio de Ronnie De Feo.
Ahora Kathy Lutz sabía ya cómo había muerto esa noche Louise De Feo, que
dormía en el mismo dormitorio.
George abrazó a su esposa, que estaba temblando, hasta que se tranquilizó y
volvió a dormir. Luego, una vez más, el impulso que lo llevaba a echar un vistazo al
embarcadero se apoderó de él y, sigilosamente, se deslizó fuera del cuarto.
Ya casi había llegado a la casilla de Harry, cuando el perro se despertó y saltó
sobre sus patas.
—¡Chssst, Harry, quieto, quieto!
El perro volvió a sentarse sobre las patas traseras y contempló a George, que
examinaba el portón del embarcadero: cerrado y trancado. Una vez más George se
acercó y tranquilizó a Harry.
—Todo está en orden, amigo. Vuelve a dormir.
George se dio vuelta y enderezó hacia la casa.
Contorneó el borde de la piscina. El disco de la luna llena parecía un inmenso
reflector que estuviera iluminando el sendero. Levantó la mirada, contempló la casa y
quedó paralizado. El corazón le dio un vuelco. En la ventana del primer piso del
dormitorio de Missy, George divisó a la niña, que tenía la mirada clavada en él y
seguía todos sus movimientos."¡Santo Dios!", murmuró audiblemente. Detrás de su
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hija, de un modo aterradoramente visible, ¡había una cabeza de cerdo! ¡George estaba
absolutamente seguro de que los ojitos rojos que lo miraban eran unos ojos de cerdo!
—¡Missy! —aulló. El sonido de la propia voz aflojó la coraza que oprimía su
corazón y su cuerpo. Corrió hacia la casa, subió corriendo las escaleras hasta el
dormitorio de Missy y encendió las luces.
Missy estaba en su cama, durmiendo boca abajo. Se aproximó a ella y se inclinó.
—¿Missy?
No hubo respuesta. La niña estaba profundamente dormida. Detrás hubo un
crujido. Se dio vuelta. Junto a la ventana que daba sobre el embarcadero estaba la
pequeña mecedora de Missy, ¡balanceándose!
Seis horas más tarde, a las nueve y media de la mañana, George y Kathy estaban
sentados en la cocina y tomaban el café, confundidos y trastornados por los
acontecimientos que se sucedían en la nueva casa. Habían estado comentando
algunas de las incidencias de que habían sido testigos, y ahora realizaban un esfuerzo
para poner en claro cuál era la parte real y cuál la parte que tal vez habían imaginado.
La tarea era abrumadora para ellos.
Era el 25 de diciembre de 1975, día de Navidad en todo el territorio de Estados
Unidos. La Navidad blanca no se había materializado todavía en Amityville, pero
hacia bastante frío como para esperar una nevada en cualquier instante. En el interior,
los tres niños jugaban junto al árbol con los escasos juguetes nuevos que George y
Kathy habían logrado reunir antes de mudarse a la nueva casa ocho días antes.
George calculó que, en el curso de la primera semana, había gastado más de
cuatrocientos cincuenta litros de gasolina y un camión entero de leña. Alguien iba a
tener que salir a comprar más leña y algunos artículos de alimentación, como pan y
leche.
George había dicho a Kathy que había intentado comunicarse por teléfono con el
padre Mancuso después que éste le hizo una advertencia acerca del cuarto de costura.
Kathy marcó el número con su propia mano, pero no obtuvo respuesta. Y llegó a la
conclusión de que el sacerdote todavía no estaba en sus habitaciones a causa del día
feriado, o por haber ido a verse con los suyos. Luego se ofreció para ir a comprar leña
y comida.
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hombre enérgico que dedicaba largas horas a su trabajo profesional, y que se negaba
a permanecer en la cama. El padre Mancuso tenía un portafolio lleno de casos: los
que se presentaban ante él en su condición de juez del tribunal y los casos de sus
pacientes de psicoterapia. Pese al pedido que le había hecho el párroco, urgiéndolo a
que tornara un descanso, el sacerdote había pensado, trabajar, como siempre, en
Navidad. Ante todo, el padre Mancuso no podía librarse de la sensación de
incomodidad que sentía en relación a los Lutz y a la casa en que vivían.
George oyó a Kathy, que volvía de hacer sus compras. Y pudo deducir que estaba
dando marcha atrás a la camioneta por el ruido crepitante que producían las llantas
sobre la nieve de la senda. Por alguna extraña razón, el ruido lo molestó y sintió
irritación contra su mujer.
Fue a recibirla, sacó dos leños de la camioneta, los puso en la chimenea y se sentó
en el cuarto de estar, negándose a transportar más leños. Kathy tuvo un movimiento
íntimo de furor: la actitud y el aspecto de George se le estaban volviendo
inaguantables. De alguna manera sentía que se estaba acercando una gran pelea, pero
trataba de contener su lengua por el momento. Recogió las bolsas con alimentos de la
camioneta y dejó dentro los leños que quedaban. Si George sentía frío, pensó Kathy,
los iba a tener que acarrear él mismo.
Ella y George previnieron a Danny, Chris y Missy que debían mantenerse lejos
del cuarto de costura, sin darles razones. Esto suscitó la curiosidad de los niños, que
deseaban saber qué se ocultaba tras de la puerta, ahora cerrada.
—A lo mejor son regalos de Navidad —sugirió Chris.
Danny estuvo de acuerdo, pero Missy dijo:
—Yo sé por qué no podemos entrar. Jodie está ahí.
—¿Jodie? ¿Quién es Jodie? —preguntó Danny.
—Es un amigo mío. Un cerdo.
—¡Oh, Missy! No eres nada más que una bebita. Siempre dices tonterías —dijo
Chris.
Esa tarde, a eso de las seis, Kathy había empezado a preparar la comida para la
familia cuando oyó un ruido como el que podría producir un objeto tenue y delicado
al golpear contra el vidrio de la ventana de la cocina. Afuera estaba oscuro, pero notó
que ya había empezado a nevar. Los copos blancos caían como iluminados por el
reflejo de la luz de la cocina, y Kathy se puso a contemplarlos mientras el viento
arremolineaba la nieve contra el cristal. "¡Por fin la nieve!", dijo.
La Navidad y la nieve; la asociación trajo una sensación de intimidad familiar a la
mujer perturbada, que recordó sus días de infancia. Al parecer, siempre había nieve
en Navidad cuando ella era chica. Kathy miraba fijamente los copos. Afuera las luces
multicolores de los árboles navideños de las otras casas resplandecían en la noche.
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Detrás de ella, la radio tocaba carillones. Se sintió apaciguada y feliz en su rinconcito
privado de la cocina.
Después de la cena, George y Kathy se sentaron silenciosamente en la sala. El
árbol de Navidad estaba iluminado y los adornos que George había puesto en la copa
eran un hermoso añadido al resto del decorado. De mala gana había bajado George a
traer más leña de la camioneta. Ahora había seis leños fuera de la hoguera, lo
suficiente para toda la noche, dado el ritmo de consumo de George.
Kathy se puso a coser ropa de los chicos: aplicó remiendos en los pantalones de
los varones, que siempre estaban gastados en las rodillas. Y alargó unos cuantos
pantaloncitos de brin de Missy. La niña estaba creciendo y los dobladillos ya no
tocaban la punta de los zapatos. A las nueve Kathy subió al cuarto de juegos del
segundo piso para preparar a Missy para ir a la cama. Oyó la voz de su hija, que
llegaba desde el dormitorio. Missy hablaba en voz alta con alguien que estaba en el
cuarto, evidentemente. En un principio Kathy pensó que era uno de los chicos, pero
luego oyó decir a Missy:
—¿Verdad que la nieve es preciosa, Jodie?
Cuando Kathy entró, su hija estaba sentada en la mecedora junto a la ventana y
miraba caer la nieve. Kathy echó una mirada en derredor. No había nadie en el cuarto.
—¿Con quién estabas hablando, Missie? ¿Con un ángel?
Missy giró la cabeza y miró a la madre. Luego sus ojos se fijaron de nuevo en un
ángulo del cuarto.
—No, mamá. Hablaba con Jodie.
Kathy volvió la cabeza y siguió la mirada de Missy. No había nada en el suelo,
salvo unos cuantos juguetes.
—¿Jodie? ¿Quién es? ¿Una de las nuevas muñecas?
—No. Jodie es un cerdo. Es amigo mío. Sólo yo puedo verlo.
Kathy sabía que Missy, como otros niños de su edad, solía inventar personas y
animales con quienes hablaba, de tal modo que pensó que la imaginación de la niña
estaba funcionando de nuevo. George no le había contado el incidente de la noche
anterior en el cuarto de Missy.
Otra sorpresa esperaba a Kathy al llegar al último piso, unos minutos más tarde.
Danny y Chris ya estaban en su dormitorio y se habían puesto sus piyamas. Por lo
general los niños hacían esfuerzos por no acostarse antes de las diez. Esa noche, a las
nueve y media, se prepararon para ir a la cama sin que fuera necesario decirlo. Kathy
se preguntó cuál sería la razón de esto.
—¿Qué les ha pasado hoy? ¿Cómo es posible que no pongan dificultades para
meterse en cama?
Los niños se encogieron de hombros y siguieron desvistiéndose.
—Aquí hace menos frío, mamá —dijo Danny—. No queremos jugar más en ese
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cuarto.
Cuando Kathy fue al cuarto a verificar lo que había oído, quedó impresionada por
el intenso frío. Las ventanas no estaban abiertas, pero el cuarto tenía una temperatura
glacial. Por cierto, la temperatura no era incómoda en el dormitorio de Danny y Chris
y tampoco en el pasillo. Tocó el radiador. ¡Estaba caliente!
Kathy habló a George del frío del cuarto de juegos. George, que se sentía muy
cómodo junto al fuego y no deseaba desplazarse, dijo que iría a comprobarlo por la
mañana. A medianoche, Kathy y George se acostaron finalmente.
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VIII
26 de diciembre
Una noche —George no recuerda exactamente cual— se despertó de nuevo a las
tres y cuarto de la mañana. Se vistió, salió y, mientras avanzaba en la helada
oscuridad, se preguntó qué había ido a buscar en el desembarcadero. Harry, el
vigoroso perro mestizo guardián, ni siquiera se despertó cuando George tropezó con
un alambre suelto que estaba cerca de su casilla.
Cuando los Lutz vivían en Deer Park, Harry también tenia su casilla particular, y
siempre había dormido fuera con cualquier temperatura. Normalmente permanecía
despierto, en guardia, hasta las dos o tres de la mañana, antes de echarse a descansar.
Cualquier ruido desusado suscitaba la atención alerta de Harry. Desde que se habían
mudado a Ocean Avenue el perro estaba, por lo general, profundamente dormido
cada vez que George bajaba al desembarcadero. Y sólo se despertaba cuando el amo
lo llamaba.
George recordaba vivamente el día después de Navidad, ya que ésa era la fecha
que Jimmy había elegido para su casamiento. También tuvo ese día un violento
ataque de diarrea; sintió los primeros síntomas mientras volvía del desembarcadero.
Los dolores eran intensos en un primer momento, como si le hubieran dado una
puñalada en el estómago. George se asustó al sentir que le subía por la garganta una
sensación de náusea. Al entrar de nuevo en la casa, corrió al cuarto de baño de abajo.
Ya apuntaba el día cuando se metió en la cama. Los calambres estomacales eran
intensos, pero finalmente —tal vez por puro cansancio— se quedó dormido. Kathy se
despertó unos instantes después e inmediatamente lo despertó para recordarle que esa
noche tenían el casamiento. Había que tomar varias medidas antes de que su hermano
viniera a recogerlos. Kathy iba a tener mucho que hacer con su vestido y su peinado.
George, medio dormido, emitió unos gruñidos.
Antes de bajar a preparar su desayuno y el de los niños, Kathy subió al segundo
piso para echar una mirada al cuarto de juegos. Todavía estaba frío cuando ella abrió
la puerta, aunque no tan gélido como el día anterior. Por mucho que a George no le
gustara abandonar su asiento junto al fuego, iba a tener que abandonarlo para
controlar el radiador. Éste funcionaba perfectamente, pero el cuarto estaba sin
calefacción. Por cierto, los niños no hubieran podido quedarse allí mucho tiempo, y
Kathy quería desentenderse de ellos hasta que llegara el momento de vestirlos para la
boda. Echó un vistazo por la ventana y notó que el suelo estaba cubierto de agua
embarrada, formada por la nieve derretida. Esto la decidió, los tres no iban a salir de
la casa en todo el día. Llegó a la conclusión de que los haría jugar en sus propios
dormitorios.
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Después del desayuno, Missy emprendió obedientemente el camino hacia su
dormitorio. Kathy le advirtió que no debía entrar al cuarto de costura; que ni siquiera
debía abrir la puerta.
—Está bien, mamá. Jodie quiere jugar en mi cuarto hoy.
—¡Esa es mi nena buenita! —dijo Kathy sonriendo—. Ve y juega con tu amigo.
Los varones querían jugar fuera y dijeron que eran sus vacaciones de Navidad.
Insistieron y dieron argumentos, contestaciones, y Kathy se encolerizó. Danny y
Chris nunca habían discutido las decisiones de ella hasta ahora y Kathy era cada vez
más consciente de que sus dos hijos estaban cambiados desde que se habían mudado
a la nueva casa.
Pero Kathy no era aún consciente de los cambios en su propia personalidad; aún
no había advertido su impaciencia y su irritabilidad.
—¡Basta! ¡Ya los he aguantado bastante! —gritó a sus hijos—. ¡Me parece que se
están buscando otra paliza! ¡Se callan la boca o se van a sus cuartos, como les digo!
¿Me oyen? ¡Fuera!
Muy enfurecidos y con aire torvo Danny y Chris subieron las escaleras hasta el
segundo piso, cruzándose con George en el trayecto. George ni los miró y ellos no le
dieron los buenos días.
En el comedor de la cocina George bebió un sorbo de café, se apretó el vientre
con la mano y volvió a subir las escaleras en dirección al cuarto de baño.
—¡No te olvides que tienes que afeitarte y bañarte! —gritó Kathy detrás de él.
Dada la velocidad con que había subido las escaleras, Kathy dudó de que la hubiera
oído.
Kathy volvió a su rincón de la cocina. Había estado escribiendo una lista de las
compras que había que hacer, verificando lo que faltaba de la heladera y las alacenas.
La comida empezaba a escasear de nuevo y Kathy se daba cuenta de que era
necesario vestirse y salir de compras. No podía confiar en George a ese respecto. El
gran congelador del sótano, uno de los artefactos que habían recibido gratis junto con
la casa de los De Feo, estaba vacío y podía llenarse muy bien con carnes y alimentos
congelados. El material de limpieza también estaba casi agotado, ya que ella había
estado frotando los inodoros todos los días. Por el momento, la negrura había
desaparecido casi enteramente.
Kathy tenía intenciones de ir al supermercado de Amityville a la mañana
siguiente, sábado. En la lista escribió: "Jugo de naranjas". De repente fue consciente
de una presencia en la cocina. En su actual estado de ánimo, turbado por el deterioro
que percibía en las relaciones de la familia, el recuerdo del primer contacto sobre su
mano volvió a ella, y se puso tiesa. Lentamente, Kathy miró por encima del hombro.
Pudo comprobar que la cocina estaba vacía, pero al mismo tiempo ¡sintió que la
presencia se acercaba a ella, que casi estaba directamente detrás de su silla! Hasta sus
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narices llegó un vaho de perfume dulzón, que reconoció como el que había invadido
su dormitorio cuatro días antes.
Sorprendida, Kathy casi sintió el contacto de un cuerpo que se apretaba contra
ella, de unos brazos que rodeaban su cintura. La presión era leve, sin embargo, y
Kathy se dio cuenta, como antes, que era un contacto femenino o casi tranquilizador.
La presencia invisible no le trasmitió una sensación de peligro... en el primer
momento.
Luego el olor dulzón se hizo más espeso y, al parecer, empezó a circular por el
cuarto, mareándola. Kathy tuvo una arcada e hizo un movimiento para librarse de los
brazos que se afirmaban cuanto más se debatía ella. Kathy creyó haber oído un
murmullo y recordó luego que algo dentro de ella le había aconsejado que no
escuchara.
—¡No! —gritó—. ¡Déjeme en paz!
Y golpeó el aire. El abrazo se hizo más apretado y luego hubo cierta vacilación.
Kathy sintió que posaban una mano en su hombro, en un gesto de consuelo natural
que ya había sertido por primera vez en la cocina.
¡Y luego se desvaneció! Lo único que quedó fue el olor del perfume barato.
Kathy se echó hacia atrás en la silla, cerró los ojos y se echó a llorar. Una mano le
tocó el hombro. Se sobresaltó. "¡Dios mío, no, no!" Y abrió los ojos. Allí estaba
Missy, de pie, palmeándole un brazo.
—No llores, mamá.
Luego Missy volvió la cabeza y miró hacia el pasillo de la cocina.
Kathy también miró. Pero no había nada que ver.
—Jodie dice que no debes llorar —dijo Missy—. Dice que todo se va a arreglar
muy pronto.
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A esa misma hora, las once de la mañana, George Lutz no estaba pensando ni en
el padre Mancuso ni en Kathy, ni en el casamiento de su cuñado. Acababa de efectuar
su décimo viaje al cuarto de baño, la colitis no cedía.
El casamiento de Jimmy y la reunión subsiguiente muy suntuosa, había sido
calculada para unas cincuenta parejas y habría de celebrarse en el Astoria Manor de
Queens. George iba a tener mucho que hacer en esa reunión, pero por el momento no
se preocupaba en lo más mínimo de ella.
George se arrastró escaleras abajo hasta su sillón junto a la chimenea. Kathy entró
a la sala para decirle que acababan de telefonear de su oficina de Syosset. Los
compañeros de trabajo querían saber cuándo pensaba George reanudar sus
actividades. Había algunos trabajos que requerían su supervisión y los empleados de
la inmobiliaria habían empezado a quejarse.
Kathy también quería contarle el segundo extraño incidente de la cocina, pero
George la apartó con un gesto. Ella se dio cuenta de que no había ningún sentido en
ponerse en contacto con él. Luego, desde arriba, oyó ruidos: provenían del dormitorio
de Danny y Chris, que se gritaban en medio de una pelea.
Kathy estaba a punto de gritarles a su vez cuando George se le adelantó en la
escalera, subiendo los escalones de a dos. Kathy no tuvo fuerzas para seguir a su
marido. Se quedó al pie de la escalera, oyendo los gritos de George. Pasaron unos
minutos y todo quedó en silencio. Luego la puerta del dormitorio de Danny y Chris se
cerró estruendosamente y Kathy oyó las pisadas de George, que bajaba y se detuvo al
ver a Kathy. Los dos se miraron, pero ninguno habló. George se dio vuelta y volvió al
primer piso, encerrándose en su dormitorio con un portazo.
George bajó media hora más tarde. Por primera vez en nueve días estaba afeitado
y bañado, tenía puesta ropa limpia y entró en la cocina, donde estaba Kathy sentada
con Missy. La niña estaba almorzando.
—Debes tenerlos listos para las cinco —dijo. Después de decir esto, George se
dio vuelta y se fue.
A las cinco y media, Jimmy llegó a recoger a su hermana, a su padrino y a los
niños. Debían estar en el Astoria Manor a las siete. Desde Amityville hasta Queens la
ruta más directa es Sunrise Highway y el viaje hasta Astoria lleva, por lo general, una
hora a lo sumo. Según los informes, los caminos estaban resbaladizos por la nevada
reciente, y era una noche de viernes. El tránsito iba a ser pesado y lento. Jimmy había
tomado sus precauciones al llegar con la debida anticipación a casa de los Lutz.
El joven novio resplandecía dentro de su uniforme militar y su rostro brillaba de
felicidad. Su hermana lo besó impulsivamente y lo invitó a pasar a la cocina a esperar
que George terminara de vestirse.
Jimmy se quitó el impermeable y luego, del bolsillo de su chaqueta, extrajo un
sobre que contenía mil quinientos dólares en efectivo. Había pagado la mayor parte
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del dinero al Manor unos meses antes: esto era el saldo. Dijo que había retirado el
dinero de una cuenta de ahorros y que, al hacerlo, había quedado pelado. Jimmy
volvió a poner el dinero en el sobre, que metió en el bolsillo de su impermeable,
dejando a éste en una silla de la cocina.
George, vestido pulcramente con un smoking, bajó las escaleras. La diarrea lo
hacía parecer muy pálido, pero estaba, recién peinado y la barba de un rubio oscuro
encuadraba su hermoso rostro. Los dos hombres se dirigieron a la sala. George dejó
que los últimos fuegos se consumieran y luego removió las brasas, tratando de
encontrar algunos rescoldos no apagados.
Los niños estaban vestidos y listos. Kathy subió en busca de su tapado.
Cuando bajó Jimmy fue a la cocina a traer su impermeable y volvió un instante
después con él, sobre los hombros.
—¿Listo? —preguntó George.
—Listo como nunca he estado —dijo Jimmy, tanteando automáticamente su
bolsillo para tocar el bulto del sobre con el dinero. La cara de Jimmy se demudó.
Metió la mano en el bolsillo y la sacó vacía. Buscó en el otro bolsillo. Una vez más,
nada. Se quitó el impermeable, lo sacudió, metió la mano en todos los bolsillos de su
uniforme. ¡El dinero había desaparecido!
Jimmy volvió corriendo a la cocina, seguido por Kathy y George. Los tres
buscaron por todo el cuarto y luego iniciaron una pesquisa, centímetro a centímetro,
de la sala. Parecía imposible, pero los mil quinientos dólares de Jimmy habían
desaparecido.
Jimmy perdió la compostura.
—¡George! ¿Qué voy a hacer?
Su cuñado puso una mano sabre el hombro de Jimmy, tratando de calmarlo.
—No te pongas nervioso. El dinero tiene que estar en alguna parte.
George llevó a Jimmy hasta el umbral.
—Vamos. Ya se nos ha hecho tarde. Buscaré de nuevo cuando vuelva. Tiene que
estar aquí: no te preocupes.
Todo esto tenía resonancias en Kathy, que se echó a llorar. George miró a su
mujer y el letargo que lo había dominado en la última semana se desvaneció. George
comprendió que había sido muy cruel con Kathy: por primera vez dejó de pensar en
sí mismo. Luego, a pesar de la calamidad que había caído sobre Jimmy, sin tomar en
cuenta la debilidad que aún experimentaba en todo su cuerpo por causa de la diarrea,
George sintió un deseo carnal de estar con su mujer. No la había tocado desde la
mudanza a Ocean Avenue.
—Vamos, querida, vamos.
Y dio a su mujer una palmadita en la nalga.
—Deja todo en mis manos.
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George, Kathy y Jimmy se metieron en el auto de este último; los niños se
acomodaron en el asiento de atrás. Después de cerrar la puerta, George volvió a bajar.
—Un minuto. Quiero echar un vistazo a Harry. Se dirigió hacia el fondo. Caminó
en medio de la oscuridad invernal y gritó:
—¡Harry! ¡Mantén los ojos abiertos! ¿Me oyes? —No hubo ningún ladrido de
respuesta. George se acercó al alambrado del terrenito de Harry.
— ¡Harry! ¿Estás ahí?
Por el reflejo de la luz de una casa vecina, pudo ver que Harry estaba en su
casilla. George abrió la puerta y entró al corral.
—¿Qué pasa, Harry? ¿Estás enfermo?
George se agachó. Oyó un lento ronquido canino. ¡No eran nada más que las seis
de la tarde y Harry estaba profundamente dormido!
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IX
27 de diciembre
Los Lutz volvieron de la boda a las tres de la mañana. La noche había sido larga y
se había iniciado con la misteriosa desaparición de los mil quinientos dólares de
Jimmy y varios otros incidentes posteriores que no añadieron luces amables a la
impresión que tuvo George del feliz acontecimiento.
Antes de la ceremonia nupcial George, los otros padrinos y el novio habían
comulgado en una capillita cerca del Manor. Durante el acto, George sintió violentas
náuseas. Cuando el padre Santini, que tenía a su cargo la iglesia de Nuestra Señora de
los Mártires (católica), tendió a George el cáliz de vitro para que bebiera, George
empezó a balancearse, como mareado, frente al sacerdote. Jimmy tendió un brazo
hacia su cuñado, pero George lo apartó bruscamente y se abrió camino hacia los
baños que estaban en la parte de atrás de la iglesia.
Después de vomitar y volver al hotel, George contó a Kathy que se había sentido
asqueado en el mismo instante en que había entrado a Nuestra Señora de los Mártires.
La recepción transcurrió sin mayores incidencias. Hubo abundante comida y
bebida y se bailó tanto como se suele bailar en los casamientos de gente de sangre
irlandesa. Todo el mundo, al parecer, lo pasaba muy bien. George debió ir sólo una
vez al cuarto de baño, en un momento en que creyó que volvía su diarrea. Pero en
general no tuvo mayores molestias. El hermano de Kathy y su novia, Carey, partían
en viaje de luna de miel a las Bermudas, directamente desde el Manor, y tenían
intenciones de tomar un taxi al aeródromo La Guardia. George iba a llevar a Kathy y
a los niños de vuelta en el auto de Jimmy, de modo que trató de no beber de más.
Luego llegó el momento desagradable de arreglar cuentas con el gerente del
salón. Jimmy, el flamante suegro y George hablaron al hombre de la inesperada
pérdida del dinero y prometieron que le iban a pagar con los regalos de casamiento.
Por desgracia, cuando se pronunció el consabido "Se van a leer las felicitaciones" y
se empezó a abrir los sobres ante el novio y, la novia, ocurrió que la mayoría de los
cheques eran personales. El dinero en efectivo no fue más allá de los quinientos
dólares.
El gerente quedó consternado, pero después de unos minutos de regateo convino
en aceptar dos cheques de George por quinientos dólares cada uno: uno girado sobre
su cuenta personal y otro sobre los fondos de la compañía inmobiliaria de Syosset.
George sabía que no tenía quinientos dólares en su cuenta personal, pero como
los días siguientes eran sábado y domingo iba a tener tiempo de hacer un depósito el
lunes.
El suegro de Jimmy conferenció rápidamente con sus parientes y logró reunir el
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dinero suficiente para que su reciente yerno pudiera pagar el viaje de luna de miel.
Por suerte, los billetes de avión ya estaban pagos. La reunión se disolvió a eso de las
dos de la mañana y los Lutz enfilaron hacia la casa de Ocean Avenue.
Kathy se fue inmediatamente a la cama y George fue a echar una mirada al
embarcadero y la casilla del perro. Harry seguía durmiendo y apenas se movió
cuando George lo llamó por su nombre. En el momento en que se inclinó para
palmear a Harry, a George se le ocurrió pensar que tal vez el animal había ingerido
una droga, pero luego desechó la idea. No, probablemente estaba enfermo y nada
más. Tal vez había comido algo que había hallado en el suelo. George se irguió.
Había que hacerlo ver por un veterinario.
La puerta del embarcadero estaba bien cerrada, de tal modo que George volvió a
la casa, trancando la puerta del frente. En el momento de entrar en la cocina echó una
mirada al piso, con la esperanza de ver el sobre perdido con el dinero. No había nada.
La puerta de la cocina y las ventanas del piso bajo estaban cerradas. George subió
por las escaleras hasta su dormitorio, pensando en su mujer y en su cama suave y
caliente. Al pasar frente al cuarto de costura advirtió que la puerta estaba levemente
entornada. Pensó en los niños. Probablemente uno de ellos había abierto la puerta
antes de irse. Les iba a preguntar mañana de mañana, cuando se despertaran.
Kathy lo estaba esperando, aunque tenía mucho sueño. Esa noche había captado
las vibraciones de su marido y ansiaba tener contacto físico con él. George no la
había tocado desde el día de la mudanza. Por lo general hacían el amor todas las
noches desde su casamiento en el mes de junio. Pero desde el 18 hasta el 27 de
diciembre George no había hecho ningún intento en ese sentido. En ese momento los
niños estaban profundamente dormidos, cansados de haber trasnochado. Kathy
observó a George mientras éste se desvestía y todos sus temores de los últimos días
se disolvieron en su mente. Él se metió bajo la gruesa cobija:
—¡Oh, esto sí que es bueno!
Se pegó al calor de Kathy.
—¡Al fin solos!, como dicen.
Esa noche Kathy tuvo un sueño en que intervenía Louise De Feo y un hombre con
quien ésta tenía relaciones sexuales en el mismo cuarto que era ahora su dormitorio.
Al despertarse por la mañana la visión siguió impregnando sus imágenes. De algún
modo Kathy sabía que ese hombre no era el marido de Louise. Hasta varias semanas
después no supo —ya se había ido de la casa de Ocean Avenue—por intermedio de
un abogado de los De Feo, que Louise tenía un amante, un artista que vivió cierto
tiempo con la familia. El señor De Feo se enteró probablemente de estas relaciones e
informó a su abogado.
Por la mañana, Kathy subió a la camioneta y se fue de compras por Amityville,
mientras que George llevó a los niños en el coche de Jimmy para recoger su
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correspondencia en la agencia de Syosset. Incluso hizo pasear a Harry e informó a sus
empleados que volvería a trabajar con ellos a partir del lunes.
Cuando George volvió a su casa se encontró con Kathy, que estaba poniendo en la
heladera de la cocina los alimentos que había comprado. Kathy había traído muchas
cosas para poner en el congelador del sótano y se quejó de que los precios fueran más
altos en las tiendas de Amityville.
—Ya me lo imaginaba —dijo George, encogiéndose de hombros—. Amityville
tiene más categoría que Deer Park.
A todo esto, ya era la una pasada. Aunque Kathy quería preparar el almuerzo,
antes tenía que guardar el resto de los alimentos congelados en el congelador del
sótano. George propuso hacer unos sandwiches para él y los niños.
Mientras Kathy estaba en el sótano, sonó el timbre de la puerta de entrada. La
persona que llamaba era su tía Theresa. George había visto a esta señora sólo una vez
en casa de su suegra, antes de casarse con Kathy. Theresa, en un tiempo, había sido
monja. Ahora tenía tres hijos, pero George nunca se había enterado de las razones
exactas que la llevaron a colgar los hábitos.
La ex monja estaba de pie en el pasillo: una mujer baja, delgada, de unos treinta y
tantos años, vestida sencillamente con una chaqueta de lana negra gastada y zapatos
de goma. La cara parecía fatigada, pese a estar encendida por el frío. La temperatura
marcaba números muy bajos en el termómetro y el aire era claro, punzante.
Theresa dijo a George que había tomado un autobús hasta Amnityville y que
había caminado desde la estación.
George levantó la voz para informar a Kathy de la llegada de su tía. Kathy
contestó que en seguida estaría disponible y pidió a George que le mostrara la nueva
casa a su tía.
Los niños saludaron en silencio a su tía abuela. La cara severa de Theresa cortaba
la natural inclinación infantil a la cordialidad. Danny pidió permiso para salir con
Chris.
—Está bien —dijo George— pero debes prometerme que no te alejarás de los
alrededores de la casa.
Missy corrió escaleras abajo hasta el sótano. George notó que Theresa se ponía
muy triste cuando los niños no respondían a sus manifestaciones de afecto.
Mientras George mostraba a Theresa la planta baja, pasando revista al importante
comedor y al espacio o cuarto de estar, advirtió el frío,que reinaba en la casa, una
especie de humedad fría que no había notado hasta el momento de la llegada de
Theresa. Ésta estuvo de acuerdo en que la casa le había parecido fría en el momento
de entrar. George echó una mirada al termostato. Marcaba veinticinco grados pero
George se dio cuenta de que debía poner más fuego en la chimenea.
Subieron al primer piso. Theresa echó una mirada de reprobación a los espejos
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esfumados que estaban detrás de la cama de George y Kathy. Él adivinó sus
pensamientos —Theresa pensaba que este despliegue de riqueza tenía un dejo de
vulgaridad— y estuvo a punto de decirle que los De Feo habían dejado esos espejos.
Pero prefirió dejar pasar el punto sin comentarios. ¡En el fondo, la mujer seguía
siendo una monja!
Theresa siguió a George por los otros cuartos, admirando el nuevo espacio
adquirido, pero cuando franquearon el umbral del cuarto de costura, Theresa pareció
vacilar. George le abrió la puerta para que pasara. Theresa retrocedió unos pasos,
palideciendo.
—No quiero entrar —dijo, dándole la espalda.
¿Habría visto algo Theresa por la puerta abierta? George echó una mirada al
cuarto. Gracias a Dios no había moscas. Si las hubiera habido, la reputación de
limpieza de Kathy habría sufrido un golpe irreparable. Pero George pudo comprobar
que el cuarto estaba gélido. Miró a Theresa, que seguía de pie, implacable, de
espaldas al cuarto. Cerró la puerta y sugirió que echaran un vistazo al último piso.
Cuando llegó el momento de ver el cuarto de juegos, la ex monja hizo una mueca
de contrariedad.
—No —dijo— este lugar también es malo. No me gusta.
En el momento en que George y la tía Theresa bajaban, Kathy subía del sótano
con Missy. Las dos mujeres se abrazaron y Kathy, llevando su tía a la cocina, dijo:
—George, voy a terminar después con este trabajo. Quiero llevar algunas de las
latas que compré a un placard que encontré allá abajo. Lo podemos usar como
alacena.
George volvió a la sala para avivar el fuego de la chimenea.
Theresa no había estado nada más que una media hora en la casa, pero declaró
que ya era tiempo de irse. Kathy, que había contado con que su tía se quedara a
almorzar con ellos, se sintió sorprendida.
—George puede llevarte de vuelta —dijo Kathy, pero Theresa se negó.
—Aquí hay algo malo, Kathy —dijo, mirando a su alrededor—. Me tengo que ir.
—¿Cómo es posible, tía Theresa? ¡Afuera hace un frío horrible!
La mujer meneó la cabeza, se puso de pie, se echó sobre los hombros el grueso
tapado y emprendió la marcha hacia la puerta de entrada cuando Danny y Chris
entraron acompañados de otro niño.
Los tres niños vieron que Theresa se despedía con un movimiento de cabeza para
George y un tenue beso en la mejilla de su sobrina. Cuando Theresa se acercó a la
puerta, Kathy y George cambiaron una mirada, sin encontrar palabras para comentar
aquel extraño comportamiento. Por último Kathy fue consciente de sus hijos y del
nuevo compañerc de juegos.
—Este es Bobby, mamá —dijo Chris—. Acabamos de conocernos. Vive en la
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misma calle.
—Hola, Bobby —dijo Kathy, sonriendo.
Era un niño pequeño, de pelo negro, al parecer de la misma edad de Danny. Con
aire inseguro, Bobby tendió la mano derecha. Kathy se la estrechó y presentó a
George.
—Este es el señor Lutz.
George sonrió al niño y le apretó la mano.
—¿Par qué no van arriba a jugar?
Bobby pareció reflexionar, lanzando rápidas miradas al vestíbulo.
—No. Así está bien. Prefiero jugar aquí.
—¿Aquí? —preguntó Kathy—. ¿En el vestíbulo?
—Sí, señora.
Kathy miró a George. En sus ojos estaba escrita la pregunta no formulada: ¿qué
hay en esta casa que hace que todo el mundo se sienta tan incómodo?
En la media hora siguiente los tres niños jugaron en el suelo del vestíbulo, con los
nuevos juguetes navideños de Danny y Chris. Bobby no se quitó ni una sola vez su
abrigada chaqueta. Kathy volvió al sótano a terminar con la tarea de convertir al
placard en una alacena y George se acercó de nuevo a su chimenea. Bobby se puso de
pie y dijo a Danny y a Chris que quería irse a su casa. Esta fue la primera y la última
vez que el niño conocido en la calle pisó el número 112 de Ocean Avenue.
El sótano de la casa de los Lutz medía trece metros por ocho. Cuando George lo
vio por primera vez, bajó las escaleras y vio a su derecha unas puertas de resorte que
llevaban a la parte en que estaban el quemador de gasolina, el tanque de agua caliente
y el congelador, las lavadoras y las secadoras que los De Feo habían dejado.
A su izquierda, pasando otras puertas, había un cuarto de juegos de tres metros
por ocho, hermosamente recubierto de un zócalo de madera y luces fluorescentes
empotradas en un techo con caída. En frente estaba el área que George tenía
intenciones de usar como oficina.
Un pequeño placard se abría en el espacio debajo de las escaleras y entre la
escalera y la pared de la derecha había unos tabiques que formaban un placard
adicional, que se extendía por unos dos metros, con estantes que bajaban desde el
techo hasta el suelo. Este espacio, pensó George, estaba bien distribuido y
aprovechaba lo que, en otro caso, habría sido espacio desperdiciado; su cercanía de la
cocina lo convertía en una conveniente alacena. Kathy estaba trabajando en estos
placards. En el momento en que metía unas latas grandes y pesadas contra la pared
del placard, uno de los estantes crujió. El tabique de madera de la pared del fondo
pareció ceder un poco. Kathy puso a un lado las latas y empujó el tabique, que se
hundió. El placard estaba iluminado por una sola lamparita que colgaba del techo. El
reflejo de la lamparita brillaba a través de una hendija que se abría lo suficiente para
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dar a Kathy la impresión de que había un espacio vacío detrás del placard, bajo la
parte más alta de las escaleras.. Kathy llamó a su marido pidiéndole que bajara.
George miró la abertura y empujó el tabique. La pared cedió un poco más.
—Al parecer, no hay nada detrás —dijo a Kathy.
George retiró las cuatro tablas de madera y empujó con fuerza el tabique del
fondo, que cedió enteramente y se abrió. ¡Era una puerta secreta!
El cuarto era pequeño: de un metro veinte por un metro y medio. Kathy quedó
con la boca abierta. La pintura era roja desde el techo hasta el suelo.
—¿Qué es esto, George?
—No sé —contestó éste, tanteando las sólidas paredes de hormigón—. Al parecer
hay un cuarto extra; a lo mejor es un refugio contra bombas. Todo el mundo se puso a
fabricarlos a fines de la década del cincuenta. Y sólo puedo decirte que esto no estaba
incluido en los planos que la inmobiliaria me mostró.
—¿Crees que lo construyeron los De Feo? —preguntó Kathy, aferrándose
nerviosamente al brazo de George.
—Tampoco lo sé, pero lo supongo —dijo, conduciendo a Kathy fuera del cuarto
secreto— me pregunto para qué lo usaban.
Y cerró el tabique.
—¿Crees que habrá otros cuartos como éste en el fondo de los placards? —
preguntó Kathy.
—No lo sé, Kathy —contestó George—. Voy a tener que examinar pared por
pared.
—¿Notaste el olor raro?
—Sí, lo noté —dijo George—. Es olor a sangre. Ella aspiró profundamente.
—George: esta casa me perturba. Ocurren muchas cosas que no entiendo.
George vio que Kathy se llevaba los dedos a la boca: en ella esto era una
indicación de miedo. Missy hacía lo mismo cuando estaba asustada, George dio una
palmada en la cabeza de su mujer.
—No te preocupes, querida. Voy a averiguar qué diablos hay detrás de todo esto.
De todos modos ... ¡lo podemos usar como una alacena extra!
Apagó la luz del placard, dejando a oscuras el tabique del fondo, pero sin
desvanecer la fugitiva visión de un rostro que logró divisar en el tabique de madera
prensada. ¡George habría de enterarse, al cabo de unos días, que era la cara barbada
de Ronnie De Feo!
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X
28 de diciembre
El domingo, el padre Frank Mancuso volvió a la casa párroquial después de
oficiar misa en la iglesia del Sagrado Corazón. Sólo mediaban unos metros entre uno
y otro edificio, pero el sacerdote pudo comprobar su reciente debilidad al avanzar en
el frío aire matinal.
En el cuarto de recepción de la rectoría había una visita esperándolo: el sargento
Al Gionfriddo, de la policía local. Los dos hombres se dieron la mano y el padre
Mancuso hizo pasar a Gionfriddo a sus habitaciones del primer piso.
—Me alegro de que me haya usted llamado —dijo el sacerdote—, y le agradezco
su visita.
—No hay de qué, padre. Es mi día libre.
El corpulento detective echó una mirada a la habitación del sacerdote. La sala
estaba llena de libros que no cabían en los estantes e invadían mesas y sillas. Retiró
una pila de un sillón y se sentó.
El padre Mancuso hubiera querido convidar con algo, pero no tenía bebidas
alcohólicas que ofrecer, de tal modo que preparó un poco de té. Mientras se calentaba
el agua, fue derecho al grano: el motivo por el cual había solicitado la visita de
Gionfriddo.
—Como usted sabe —empezó a decir— estoy preocupado por los Lutz. Por eso
le pedí, a Charlie Guarino que se pusiera en contacto con alguien en Amityville capaz
de verificar si todo está en orden.
El sacerdote se dirigió a la kitchenette en busca de tazas y platillos.
—Charlie me recordó que esta familia está viviendo en la casa en donde
asesinaron a esa pobre familia De Feo. Algunos amigos me han hablado de ese caso,
pero no sé realmente cómo ocurrió.
—Yo estuve en ese caso, padre —interrumpió el detective.
—Así me dijo Charlie cuando me visitó la otra noche.
El padre Mancuso trajo el té y se sentó frente a Gionfriddo.
—De todos modos, tuve mucha dificultad en conciliar el sueño anoche. No sé por
qué, pero no podía dejar de pensar en los De Feo.
Miró a Gionfriddo, haciendo un esfuerzo por leer la expresión de su cara. Era una
tarea difícil, aunque el padre Mancuso contaba con años de experiencia, indagando
las personas en busca de hechos reales o imaginarios: de sus pacientes o de los
solicitantes que se presentaban a él en los tribunales. El padre no sabía si debía
revelar lo que le había ocurrido el primer día que fue a la casa de Ocean Avenue o el
incidente de su conversación telefónica con George.
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Gionfriddo adivinó rápidamente los pensamientos del sacerdote y resolvió el
problema.
—Usted cree que algo raro está pasando en esa casa, ¿verdad, padre?
—No sé. Era lo que quería preguntarle.
El detective puso en el platillo su taza de té.
—¿Qué está usted buscando? ¿Una casa embrujada? ¿Quiere usted que le diga
que hay fantasmas en ese lugar?
El sacerdote meneó la cabeza.
—No, pero me haría usted un favor si me cuenta qué ocurrió la noche de la
matanza. Tengo entendido que el muchacho dijo haber oído voces.
Gionfriddo miró los ojos penetrantes del sacerdote y se dio cuenta que estaba
turbado. Entonces se aclaró la garganta y adoptó su voz oficial.
—Bueno... Fundamentalmente están los hechos. Ronald De Feo hizo tomar un
soporífero a su familia durante la comida del 13 de noviembre de 1974 y luego,
cuando estaban durmiendo, los baleó con una escopeta de alto poder. Durante el
juicio el criminal afirmó que una voz le había dicho que debía proceder de este modo.
El padre Mancuso guardó silencio, esperando oír detalles, pero Gionfriddo había
terminado con su informe.
—¿Fue así? —preguntó el sacerdote.
Gionfriddo hizo una señal de afirmación.
—Como acabó de decirle, estos son los hechos básicos.
—Supongo que todo el vecindario se despertó, ¿no? —preguntó el padre
Mancuso.
—No. Nadie oyó los tiros. Nos enteramos del hecho más tarde, cuando Ronnie
fue a The Witches Brew y se lo contó al dueño del bar. The Witches Brew es un bar
cerca de Ocean Avenue. El muchacho se emborrachó y habló.
El padre Mancuso quedó atónito.
—¿Quiere usted decirme que este hombre mató a seis personas con una escopeta
de alto poder y que nadie oyó el estruendo?
Gionfriddo cree que fue justamente en este instante que empezó a sentir náuseas
en casa del sacerdote. Y sintió que tenía que irse.
—Así es. Los vecinos que habitan las casas junto a la casa de los De Feo afirman
que esa noche no oyeron nada.
Gionfriddo se puso de pie.
—¿No le parece muy raro?
—Si. Yo también lo he pensado —dijo el detective, poniéndose el abrigo—. Pero
debe usted tener presente, padre, que esto ocurre en invierno. Muchas personas
duermen con sus ventanas herméticamente cerradas. A las tres y cuarto de la mañana
estas personas son inaccesibles al mundo que las rodea.
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El sargento Al Gionfriddo sabía que el sacerdote quería hacerle más preguntas,
pero a él eso no le importaba. Tenía que irse de aquel lugar. No bien salió de la
rectoría, tuvo que vomitar.
En el momento de llegar a Amityville, Gionfriddo sintió que su malestar estaba
pasando. En un principio pensó pasar por la casa de Ocean Avenue, pero cambió de
idea. En vez de hacer eso, enderezó hacia su casa por Amityville Road. A la derecha
de su auto estaba The Witches Brew.
The Witches Brew era un bar en donde se reunían muchos jóvenes de la ciudad,
especialmente durante la temporada, cuando Amityville está llena de veraneantes que
alquilan casas. Pero ahora, en la tarde de un domingo de diciembre, Amityville Road,
la calle que tiene las principales tiendas de la ciudad, estaba vacía. Los aficionados al
rugby seguían un partido por las pantallas de televisión y las personas serias estaban
en sus casas, pegadas a sus aparatos.
Gionfriddo manejaba su coche y no notó la silueta de una persona que entraba en
The Witches Brew. El detective se había pasado ya en unos quince metros antes de
girar con su auto policial y frenar. Miró hacia atrás, pero el hombre se había ido. ¡La
forma del cuerpo, la barba, el paso jactancioso eran los de Ronnie De Feo!
Gionfriddo siguió con la mirada fija en la entrada del night club. "¡Ah, me estoy
poniendo nervioso!", murmuró, ¿qué querrá este cura?" El detective volvió a poner el
coche en movimiento y se apartó del cordón de la vereda, raspando las llantas.
En The Witches Brew, George Lutz había pedido su primera cerveza y se
preguntaba por qué razón el barman lo había mirado tanto en el momento de sentarse
al mostrador. El hombre que estaba abriendo una botella de cerveza y echando el
contenido, se interrumpió de golpe y estuvo a punto de decir algo a George, pero
luego siguió llenando el vaso.
George miró a su alrededor. The Witches Brew era uno de los tantos bares que
George había visto en sus viajes como oficial de la marina y cuando realizaba
trabajos de supervisión en las ciudades chicas y las aldeas de Long Island:
lóbregamente iluminado, la inevitable juke box de colores chillones, el olor a cerveza
rancia y el humo. No había nada más que otro parroquiano en el otro extremo del
largo mostrador de caoba, absorbido por la pantalla de televisión, puesta encima del
espejo del bar. En ese instante el locutor estaba describiendo la primera parte de un
partido de rugby.
George olfateó, bebió un trago de cerveza y se miró en el espejo que estaba detrás
del mostrador. Había tenido que salir de la casa, estar a solas consigo mismo. No
podía encontrar explicación para lo que estaba ocurriendo a su familia. Las piezas del
rompecabezas que más adelante hubo de juntar estaban, por el momento, inconexas.
George no podía entender qué les ocurría a los niños desde que se habían mudado
a la nueva casa. A su modo de ver, se estaban portando con rudeza y descortesía.
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Antes no había sido así: en Deer Park no había sido así.
También pensó en Missy, que estaba muy rara. ¿Realmente habría visto él un
cerdo en la ventana de la niña la otra noche? ¿Y a dónde había ido a parar el dinero
de Jimmy? ¿Cómo era posible que se hubiera evaporado ante los ojos de todos?
George terminó su cerveza e hizo una seña para que le trajeran otra. Su mirada
volvió a la imagen del espejo y recordó que esa misma semana él había estado
sentado como un muñeco al lado de la chimenea parándose después y corriendo a ver
el galpón de los botes. ¿Por qué? Y ahora estaba esta historia del cuarto rojo en el
sótano. ¿Qué demonios significaba todo esto? Bueno, mañana él iba a empezar a
indagar los antecedentes de la casa. El primer paso habría de ser una visita a la
oficina de catastro de Amityville para averiguar qué mejoras se habían hecho en la
propiedad del 112 Ocean Avenue.
"Si", se dijo a sí mismo, "y tengo que pasar por el Banco a cubrir ese cheque. No
sea que me lo devuelvan". George bebió el resto de su segundo vaso de cerveza. En
un primer momento no advirtió la presencia del barman frente a él. Luego se dio
cuenta que el hombre estaba esperando. Y tapó el vaso con la mano, para indicar que
no quería otra cerveza.
—Si me permite una pregunta, señor... —dijo el barman—. ¿Usted está de paso?
—No —contestó George— vivo aquí, en Amityville. Nos acabamos de mudar.
El barman hizo un movimiento afirmativo.
—Bueno... Usted es el perfecto sosia de un muchacho que anduvo por estos
pagos. Por un instante creí que usted era él.
Metió el dinero de George en la caja registradora. —Ahora se ha ido. No volverá
por un rato. Puso el cambio sobre el mostrador y añadió: —Tal vez nunca.
George recogió el dinero y se encogió de hombros. La gente siempre lo estaba
confundiendo con otro. Tal vez fuera culpa de la barba, aunque ahora hay tantos
hombres con barba.
Bueno... Hasta cualquier momento.
Enderezó hacia la puerta de entrada.
El barman cabeceó afirmativamente.
—Sí, espero que nos veamos de nuevo.
George había llegado a la puerta.
—¡Eh! —gritó el barman— dígame una cosa: ¿adónde se ha mudado?
George se detuvo, se dio vuelta y señaló vagamente hacia el oeste.
—¡Oh, a un par de cuadras de aquí! A la avenida Ocean.
El barman sintió que el vaso de cerveza de George se le deslizaba entre los dedos.
Y cuando oyó las últimas palabras de George, "112 Ocean Avenue", el vaso cayó y se
hizo añicos contra el suelo.
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Kathy estaba esperando que George volviera. Se había sentado en la sala, junto al
árbol de Navidad, pues no había querido ubicarse en su rincón favorito de la cocina
por temor a encontrarse con aquella presencia invisible que apestaba a perfume
barato. Los niños habían ido a su dormitorio y veían un programa de televisión. La
mayor parte de la tarde habían estado tranquilos, siguiendo atentamente una película
vieja. Las risas alegres que llegaban a los oídos de Kathy la convencieron de que era
una película de Abbot y Costello.
Kathy hizo un esfuerzo de concentración mental, pensando en el posible lugar del
dinero de Jimmy. Ella y George habían escudriñado cada palmo de la cocina, del
comedor, de la sala, los dormitorios y los placards, en busca del sobre. ¡Éste no podía
haberse evaporado! Nadie capaz de robarlo había estado presente en la casa en el
momento. ¿En dónde diablos se había metido?
Kathy pensó en la presencia que había sentido en la cocina y se estremeció. Trató
de pensar en los otros cuartos de la casa: ¿el cuarto de vestir? ¿el cuarto rojo del
sótano? Empezó a levantarse de su silla y se interrumpió. Tenía miedo de bajar sola al
lugar. De todos modos, pensó mientras volvía a sentarse, ella y su marido no habían
visto nada más que las paredes rojas cuando estaban en el sótano.
Miró el reloj. Eran casi las cuatro. ¿Por dónde andaría George? Faltaba de la casa
desde hacía una hora. Luego, con el rabillo del ojo derecho, captó un movimiento.
Uno de los primeros regalos de Navidad que Kathy le había hecho a George había
sido un gran león de cerámica, de un metro veinte de altura, agazapado y dispuesto a
lanzarse sobre una víctima invisible, pintado con colores naturalistas. A George le
había parecido muy lindo y lo había puesto en la sala, sobre una mesa grande que
estaba junto a la chimenea.
Cuando Kathy se dio vuelta y miró al león, tuvo la sensación de que ¡estaba
varios centímetros más cerca de ella!
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que no había comido ni bebido nada después de la taza de té compartida con
Gionfriddo.
El padre Mancuso puso sobre la mesa una gaveta con fichas, enderezó el cuerpo y
se dirigió a la cocina. En la sala sonó el teléfono. Era su número particular. Levantó el
tubo y dijo:
—¿Hola?
No hubo respuesta: tan sólo un ruido de crepitación en el auricular.
El sacerdote sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Con el teléfono en la
mano, empezó a sudar y recordó su última conversación con George Lutz.
George estaba oyendo las descargas de su teléfono, que había sonado mientras él
estaba en la cocina con Kathy y los chicos.
Por último, como nadie respondía a sus repetidos "holas", George colgó
ruidosamente el receptor en la horquilla.
—¿Qué te parece? ¡Algún imbécil que se divierte con esta clase de bromas!
Kathy miró a su marido. Los dos estaban comiendo y George había aparecido
hacía unos instantes, contando a su mujer que había hecho un largo paseo por la
ciudad y que estaba convencido de que ellos vivían en la mejor calle de Amityville.
Kathy pensó que George tenía mucho mejor aspecto después de haber andado
fuera de la casa. Le pareció tonto de su parte el deseo de mencionar al león, y olvidó
el incidente justamente en el momento en que George perdía la compostura.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Nadie en el teléfono: eso es todo. Nada más que los zumbidos.
Y se dispuso a sentarse a la mesa.
—¿Sabes? Ha sido lo mismo que la última vez en que intenté hablar con el padre
Mancuso. Me pregunto si no estará tratando de llamarme.
George volvió al teléfono y marcó el número particular del sacerdote.
Esperó unas diez llamadas. No hubo respuesta. Echó una mirada al reloj eléctrico
que estaba sobre la pileta de la cocina. Eran exactamente las siete. Tuvo un leve
escalofrío.
—¿No te parece que se está poniendo un poco frío, Kathy?
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George dejó la cocina y pasó a la sala.
—Es mejor poner mas leños en el fuego —dijo.
Kathy siguió con la mirada a George, que salió pesadamente de la cocina. Volvió
a tener la antigua sensación de depresión. Luego oyó un ruido repentino en la sala.
¡Era George!
—¿Quién diablos puso a ese maldito león en medio del cuarto? ¡Casi me he roto
la cabeza!
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XI
Del 29 al 30 de diciembre
Al día siguiente, lunes, George amaneció con el tobillo luxado. Había dado un
salto desarcetado para evitar al león de porcelana y había caído con todo su peso
sobre los leños que estaban junto a la chimenea. Tenía un tajo encima del ojo
derecho, que ya no sangraba porque Kathy le había aplicado un parche. ¡Lo que
perturbaba a Kathy era la marca muy clara de unos dientes en el tobillo!
George fue cojeando hasta su camioneta Ford 1974 y tuvo ciertas dificultades
para encender el motor enfriado. Con temperaturas bajo cero, George ya sabía que
podía enfrentar problemas de carburación. Pero finalmente logró poner en marcha el
motor y atravesó la isla en dirección a Syosset. La primera tarea que se había
impuesto era cubrir el cheque extendido en favor del Astoria Manor. Esto significaba
retirar fondos de la cuenta de William E. Parry, Inc., la compañía inmobiliaria en la
que trabajaba.
En mitad del camino a Syosset, en la carretera Sunrise, George percibió un ruido
sordo en la parte de atrás del vehículo. Se paró a un lado de la ruta y examinó la cola
de la camioneta. Uno de los paragolpes se había aflojado y había caído. George
quedó asombrado. Un percance como éste sólo podía ocurrir, en el peor de los casos,
cuando los paragolpes están viejos y gastados, pero este vehículo sólo tenía 30.000
kilómetros. Se sentó de nuevo al volante y decidió reemplazar la pieza en cuanto
llegara a Amityville.
Después de que George se fuera esa mañana, la madre de Kathy telefoneó para
decir a su hija que había recibido una tarjeta de Jimmy y Carey desde las Bermudas.
—¿Por qué no me traes los chicos a casa?
El auto de Jimmy seguía en la senda de entrada a la casa, pero Kathy no tenía
ganas de salir. Dijo que tenía mucha ropa que lavar y que George y ella le harían una
visita probablemente para Año Nuevo. Por el momento no tenían proyectos e iba a
tratar el asunto con George en cuando éste volviera.
Kathy colgó y echó una mirada en derredor, un poco desorientada y sin saber qué
había que hacer en ese momento. La sensación opresiva del día anterior no la había
abandonado. Tenía miedo de quedarse sola en la cocina o bajar hasta el lavador del
sótano. Después del incidente con el león de porcelana, Kathy se sentía inquieta antes
de entrar a la sala. Finalmente dio un rodeo y subió al piso alto para estar cerca de los
niños. Con ellos, pensó, no se iba a sentir tan sola y tan asustada.
Kathy echó una mirada a Missy en su dormitorio y a Danny y Chris antes de ir a
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su cuarto y echarse en la cama. Ya había estado dormitando desde hacía unos quince
minutos cuando oyó unos ruidos que provenían del cuarto de costura del otro lado del
pasillo. Se oían ruidos como los que hace una persona cuando abre y cierra una
ventana.
Kathy se levantó de la cama y se acercó a la puerta del cuarto de costura. Seguía
cerrada. Se dio cuenta que Missy continuaba en su dormitorio y oyó los ruidos de los
varones en el cuarto de arriba.
Se puso a escuchar. Detrás de la puerta cerrada, continuaban los ruidos. Kathy
miró fijamente la puerta, pero no se atrevió a abrirla. Se dio vuelta, se dirigió a su
dormitorio y se metió de nuevo en cama, echándose la frazada por encima de la
cabeza.
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de noviembre de 1974. Una de las primeras cosas que notó fue una fotografía de
Ronnie De Feo, tomada en el momento de su arresto, la mañana siguiente al día en
que se encontraron los cuerpos baleados en el número 112 de Ocean Avenue. ¡La cara
barbada de veinticuatro años que lo miraba desde la fotografía parecía su propia cara!
Se disponía a seguir leyendo cuando le pasó por la cabeza que ésta era la cara que
había visto fugazmente sobre la pared del depósito del sótano.
Los primeros artículos contaban la forma en que Ronnie había concurrido a un
bar cercano a su casa y había pedido auxilio, diciendo que alguien había matado a sus
padres y a sus hermanos. Ronald De Feo volvió a su casa con dos amigos y allí se
encontró con Ronald padre, de cuarenta y tres años; Louise, de cuarenta y dos;
Allison, de trece; Dawn, de dieciocho; Mark, de once, y John, de nueve. Todos
estaban en sus camas, baleados por la espalda.
El relato contaba que, en el momento de la detención de De Feo la mañana
siguiente, la policía de Amityville declaró que los móviles del crimen habían sido una
póliza de seguro de vida por 200.000 dólares y una caja fuerte llena de dinero que los
señores De Feo tenían oculta en un armario del dormitorio.
Este último punto explicaba que, cuando se reunió el personal y los elementos
requeridos, el juicio hubiera caído bajo la competencia de la Suprema Corte del
Estado en Riverhead.
George insertó otro microfilm con una información día a día del juicio de tres
semanas, de septiembre a noviembre. La información incluía acusaciones a la policía
por procedimientos brutales en la obtención de la confesión de Ronnie De Feo, y
continuaba con las imágenes del abogado William Weber, quien hacía subir al estrado
de los testigos a médicos psiquiatras que respaldaban su alegato de la supuesta insana
de Ronnie. Sin embargo, el jurado llegó a la conclusión de que el joven estaba en sus
cabales y era culpable de asesinato. Después de imponer una sentencia de seis
cadenas perpetuas consecutivas, el juez de la Suprema Corte estatal, Thomas Salk,
calificó la matanza como un "crimen atroz, abominable y horrendo".
George salió de las oficinas del "Newsday" pensando en el informe del juez de
turno, quien había fijado las tres y cuarto de la mañana como la hora de la muerte de
los De Feo. ¡Éste era el momento exacto en que George se había despertado por las
noches desde que ellos se habían mudado a la casa! Tenía que contarle esto a Kathy.
George también pensó que tal vez los De Feo habían utilizado el cuarto rojo del
sótano como un escondite secreto para guardar su dinero. Mientras manejaba de
vuelta a Amityville, George estaba tan absorto en sus pensamientos que no notó —ni
si quiera oyó— que la llanta de la rueda izquierda bailoteaba. En el momento en que
se había detenido por una luz roja en la ruta 110, otro auto se le había puesto al lado.
El conductor había abierto la ventanilla de la derecha, había sonado la bocina y le
había gritado que una de las ruedas estaba floja.
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George bajó del auto y examinó la rueda. Todos los pernos estaban flojos. George
pudo comprobar que los podía mover fácilmente con los dedos. Como tenía las
ventanillas cerradas sólo había oído vagamente el bamboleo y, enfrascado en sus
pensamientos, no se le había ocurrido bajar a ver.
¿Qué diablos estaba ocurriendo? En primer lugar se había desprendido el
paragolpes. Ahora ocurría esto. ¿Alguien habría estado jugando con la camioneta?
Tanto él como Kathy podían muy bien romperse la crisma si la rueda se desprendía
mientras el auto marchaba a cierta velocidad.
George se sintió aun más enfadado y contrariado al echar una mirada a la manija
del gato que estaba en la parte de atrás del vehículo. ¡Había desaparecido! Se vio
obligado a ajustar los pernos con la mano, hasta el momento de llegar a una estación
de servicio. Pero entonces iba a ser demasiada tarde para realizar nuevas
indagaciones en torno de los antecedentes del 112 Ocean Avenue.
Ese martes, el padre Mancuso ya no pudo pasar por alto las manchas rojas que
cubrían las palmas de sus manos, ni el intenso dolor que sentía al tocarlas. Aunque el
médico le había dado unas inyecciones antibióticas, no había podido vencer al
segundo ataque de gripe. La temperatura seguía siendo alta y los dolores en el cuerpo
parecían intensificados y aumentados cien veces más.
El día anterior, lunes, el padre Mancuso había supuesto que la rubicundez de las
palmas de sus manos era nada más que una nueva manifestación de la enfermedad.
Cuando el peculiar color y la extrema sensibilidad permanecieron sin decrecer y se le
volvió doloroso levantar cualquier objeto con las manos, el padre Mancuso empezó a
inquietarse seriamente.
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Amityville en esos días fue John Catchum o Ketcham, quien se había visto forzado a
irse de Salem, Massachussetts, por sus prácticas de brujerías. John estableció su
residencia a unos ciento cincuenta metros del sitio que ocupaba actualmente George y
continuó practicando sus ritos diabólicos, según se dijo. El informe sostenía,
asimismo, que John estaba enterrado en los alrededores del extremo noreste de la
propiedad.
De acuerdo con el catastro local —consultado por George— la casa del número
112 de Ocean Avenue había sido edificada en 1928 por un señor Monagham. Había
sido propiedad de varias familias hasta el año 1965, cuando los De Feo se la
compraron a los Riley. Sin embargo, pese a todo lo que había leído en los últimos dos
días, George no había adelantado absolutamente nada en la solución del problema,
que consistía en descubrir el uso del misterioso cuarto rojo o la persona que lo había
hecho. No había ninguna constancia de mejoras realizadas en la casa que mencionara
el añadido de un cuarto en el sótano.
Era la penúltima noche del año. Los Lutz se habían acostado temprano. George
había pasado por el cuarto de costura, buscando a Kathy, tal como lo había hecho la
noche antes, al volver de las oficinas del "Newsday". Esas dos noches las ventanas
habían estado cerradas y con traba.
Un poco antes, la pareja había hablado de los descubrimientos que había hecho
George sobre la historia de la propiedad y la casa.
—George —había preguntado nerviosamente Kathy— ¿crees que la casa está
embrujada?
—No es posible —había contestado George—. No creo en fantasmas. Por otra
parte, todo lo que ha ocurrido aquí debe tener una explicación lógica y científica.
—No estoy tan segura. ¿Qué me dices del león?
—¿Qué dices tú ... de eso? —preguntó George. Antes de hablar, Kathy echó una
mirada a la cocina, donde estaban sentados:
—Bueno... ¿qué te parece lo que sentí en esas dos ocasiones? Te lo dije: sentí que
me estaban tocando.
George se puso de pie, desperezándose.
—Vamos, vamos, querida, estás imaginando cosas. Tendió una mano hacia la
mano de ella.
—Eso mismo me ha ocurrido a veces. He tenido la certidumbre de que mi padre
me ponía la mano en el hombro cuando estaba en la oficina. —Hizo levantar a Kathy
de su silla.— He tenido la certeza de que estaba a mi lado. A muchos les ha pasado.
Pero es... es... Creo que le llaman clarividencia o algo parecido.
Cada uno tenía los brazos puestos sobre la cintura del otro cuando George apagó
las luces de la cocina. Pasaron por el cuarto de estar en su camino a las escaleras.
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Kathy se detuvo. Podía distinguir al león agazapado en la oscuridad del cuarto.
—George: creo que tendríamos que seguir con nuestras meditaciones.
Empecemos de nuevo mañana. ¿Te parece bien?
—¿Crees que de ese modo vamos a encontrar una explicación lógica a todo lo
que ha ocurrido? —preguntó George, sosteniéndola con su brazo mientras subían.
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XII
31 de diciembre
El año 1976 ya estaba a la vuelta de la esquina.
El último día del viejo año amaneció con una fuerte nevisca que, para muchos,
fue indicio de un comienzo nítido y claro del nuevo año.
Pero en la casa de los Lutz el estado de ánimo era muy diferente. George no había
dormido bien, pese a su actividad de los últimos días, dentro y fuera de la casa. Se
había despertado en medio de la noche, había mirado su reloj y le había sorprendido
encontrarse con que eran las dos y media en vez de las tres y cuarto, como había
supuesto.
George había vuelto a despertarse a las cuatro y media, había visto que la nieve
empezaba a caer y había tratado de retomar el sueño arropándose en sus abrigadas
cobijas. Sin embargo, después de revolverse cierto tiempo, no logró dar con una
postura cómoda. Kathy, en medio de su sueño, era presa de una inquietud que la hacía
rodar y chocar a George, empujándolo hacia el borde. Él, enteramente despierto,
evocaba visiones de secretas guaridas de dinero que descubría en uno u otro punto de
la casa y que resolvían todos sus problemas de finanzas.
George se estaba sintiendo apretado por la presión de las cuentas que
aumentaban, por la casa que acababa de comprar y por las actividades de la agencia,
donde muy pronto iba a tener que enfrentar un déficit muy serio cuando hubiera que
pagar los salarios. Todo el dinero con que contaban Kathy y él había sido comido por
los gastos de la escritura, una vieja cuenta de combustible y la compra de lanchas y
motocicletas. Ahora acababa de recibir el último golpe: una investigación de sus
libros y del pago de réditos por el servicio de rentas internas. No era sorprendente que
George soñara con una solución mágica y simple que lo sacara del berenjenal en que
se había metido.
Hubiera querido encontrar el dinero de Jimmy. Los mil quinientos dólares habrían
sido un salvavidas. George se puso a contemplar los copos de nieve que caían. Había
leído un artículo en el diario que se refería a la floreciente situación económica del
señor De Feo, quien habría contado con una sustanciosa cuenta bancaria y un
excelente empleo, muy bien remunerado, en una agencia de automotores que era
propiedad del padre de su mujer.
George había examinado el placard del dormitorio y había descubierto el
escondrijo secreto del señor De Feo bajo el marco de la puerta. La policía lo había
descubierto por primera vez en el momento del arresto de Ronnie, y el lugar estaba
ahora vacío: no era nada más que un agujero en el piso. George hubiera querido saber
en qué otro lugar habrían escondido los De Feo parte de sus dineros.
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¡El embarcadero! George se incorporó en la cama. Tal vez había habido un
sentido oculto en la fuerza que lo arrastraba allí todas las noches. ¿Habría algo?
¿Alguna cosa que lo arrastraba allí? ¿Acaso el muerto, que lo azuzaba para que
buscara allí su fortuna? George estaba desesperado y la prueba era que empezaba a
acariciar estas ideas demenciales. Pero ¿qué otra explicación podía haber de esa
fuerza que lo forzaba a bajar al embarcadero noche tras noche?
A las seis y media George cedió al fin y se levantó de la cama. Ya sabía que no
iba a dormir más esa mañana. De modo que salió sigilosamente del cuarto, fue a la
cocina y se preparó una taza de café.
Todavía estaba oscuro a esa hora, pero podía ver la nieve que empezaba a
acumularse cerca de la puerta de la cocina. Vio una luz en la planta baja de la casa
vecina. Tal vez el dueño tenía como él problemas de dinero y no podía dormir, pensó
George.
George se dio cuenta que no iba a ir a su oficina ese día. Era el último día del año
y, de todos modos, todos se retirarían temprano. Bebió su café y proyectó hacer una
excursión al embarcadero y al sótano en busca de indicios. Luego empezó a sentir el
frío que reinaba en la casa.
El termómetro descendió bruscamente entre las doce de la noche y las seis de la
mañana. Pero en ese instante eran ya casi las siete y la temperatura no aumentaba.
George entró en la sala y puso un poco de carbón y papeles en la chimenea. Antes de
encender el fuego, notó que la pared de ladrillos estaba ennegrecida por el hollín que
se había acumulado a consecuencia de sus continuas e innumerables fogatas.
Un poco después de las ocho, Kathy bajó con Missy. La niña había despertado a
su madre profiriendo gritos de placer:
—¡Mamá: mira la nieve! ¿No es preciosa? ¡Hoy quiero salir y jugar en el trineo!
Kathy preparó el desayuno de su hija, pero ella no pudo probar bocado y se limitó
a una taza de café y un cigarrillo. Gedrge tampoco tenía ganas de comer y sólo tomó
otra taza de café, que él mismo debió ir a buscar a la cocina, ya que Kathy no quería
pasar por la sala y le dijo a George que tenía un fuerte dolor de cabeza. Kathy tenía
miedo al león de porcelana y albergaba intenciones de librarse de él antes de que
terminara el día. Pero el fuerte dolor de cabeza no era inventado.
A eso de las nueve George había logrado encender un crepitante fuego en la
chimenea. A las diez seguía nevando. Kathy advirtió a George, gritando desde la
cocina, que una emisora local había vaticinado que el río Amityville iba a estar
totalmente congelado al fin de la tarde.
George, de mala gana, se levantó de su asiento junto al fuego, se abrigó, se puso
las botas y salió en dirección al galpón de los botes. No había tenido bastante plata
para retirar su barco del agua y tenerlo guardado durante el invierno. Si el río se
congelaba, el hielo iba a romper la quilla, pero él ya estaba preparado para un
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accidente de esta clase.
La madre de George le había regalado su compresor de pintura y George había
hecho agujeros en la manguera de plástico. Echó la manguera al agua, junto al bote, y
puso en marcha el compresor. De este modo, las burbujas que se formaban impedían
que el agua dentro del embarcadero pudiera congelarse.
Durante toda esa mañana el padre Mancuso se estuvo mirando las manos. Las
palmas, que habían empezado a sangrar la noche antes, estaban secas ahora, pero las
ampollas enrojecidas, irritadas, no se habían ido.
La fiebre también se mantenía en treinta y nueve y algo. Cuando el párroco pasó a
verlo, el padre Mancuso prometió que se iba a quedar en casa el resto del día. El
sacerdote no mencionó lo que le estaba ocurriendo con las manos, que mantuvo
dentro de su robe de chambre todo el tiempo que el pastor estuvo en sus habitaciones.
El padre Mancuso pensó en estos estigmas, en estas marcas parecidas a las
heridas en el cuerpo crucificado de Cristo y que, se decía, se dibujaban
sobrenaturalmente en los cuerpos de los santos. Contempló la repulsiva erupción y
sintió cólera. El sacerdote estaba preparado a dar a Dios todo lo que Éste solicitara.
Pero, si había que sufrir de este modo, pensó finalmente, habría preferido sufrir por la
humanidad. Con toda su educación, experiencia, devoción y capacidades como juez y
piscoterapeuta, podía haber esperado algo menos trivial que una casa en Amityville.
Junto con su ira, que aumentaba, también se intensificaba el ardor en las palmas.
Decidió rezar, solicitando alivio. Y mientras el padre Mancuso pedía alivio, la
concentración en sus propias desdichas disminuyó. La dureza de las manos crispadas
se aflojó notablemente. Extendió los dedos y se contempló las llagas. El sacerdote
suspiró y se arrodilló en su altar privado para dar las gracias a Dios.
Más entrada la tarde, Danny y Chris amenazaron por segunda vez con irse de la
casa. La primera vez había ocurrido cuando vivían en la casa de Deer Park. George
los había confinado a sus dormitorios durante una semana porque los niños habían
estado diciendo unas mentiritas. Los niños se habían rebelado contra la autoridad del
padrastro: los dos se negaron a obedecerlo y amenazaron con escaparse si los
obligaba a renunciar a la televisión. Al llegar a este punto, George tomó el toro por
las astas y dijo a Danny y a Chris que podían irse si no les gustaba la forma en que él
dirigía la casa.
Los dos muchachos tomaron sus palabras al pie de la letra. Empaquetaron todas
sus posesiones —juguetes, ropas, discos y revistas— en frazadas enrolladas y bajaron
los grandes bultos hacia la puerta de entrada. Cuando ya estaban a mitad de la cuadra,
haciendo un desesperado esfuerzo por moverse con los pesados bultos, un vecino los
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divisó y logró hacerles desistir de su empresa. Por un cierto tiempo los niños habían
dejado de lado esta comedia, pero ahora acababa de producirse una nueva explosión.
Kathy, al oír gritos de pelea, subió al dormitorio y se encontró con los dos
muchachos sobre una de las camas. Chris estaba montado sobre el pecho de Danny,
dispuesto a dar cuenta de su hermano mayor.
En la otra cama estaba sentada Missy, con una amplia sonrisa en su carita y
batiendo palmas por la excitación.
Kathy separó a los dos muchachos.
—¿Cómo se atreven? —gritó—. ¿Qué les pasa a los dos? ¿Se han vuelto locos?
Missy intervino con su delicada vocecita:
—Danny no quiso limpiar el cuarto, como tú le dijiste que lo hiciera.
Kathy miró severamente al niño.
—¿Por qué no, jovencito? ¿Se da usted cuenta del estado en que está esta
habitación?
El cuarto era un asco. Había juguetes desparramados por el suelo, mezclados con
ropa tirada. Los pomos de pintura habían sido dejados sin tapitas y el contenido se
había volcado sobre la alfombra y los muebles. Unos cuantos juguetes nuevos,
regalos de Navidad, estaban rotos y tirados por los rincones del cuarto. Kathy meneó
la cabeza.
—No sé qué hacer con ustedes. Compramos esta hermosa casa para que tengan
un cuarto de juego. ¡Y ésta es vuestra recompensa!
Danny se desasió de los brazos de su madre.
—¿Cómo quieres que juguemos en esa porquería de cuarto?
—¡Sí! —exclamó Chris—. ¡No nos gusta este lugar! ¡No hay nadie con quien
jugar!
Kathy y los muchachos intercambiaron frases agrias por cinco minutos más, hasta
que Danny arrojó el guante y enfrentó a su madre con una amenaza de huir de la casa.
Kathy, por su parte, sugirió que este comportamiento merecía un castigo físico.
—¡Y ya saben quién se los va a dar!
A la hora de la comida, la familia Lutz ya estaba apaciguada. Los muchachos
parecían tranquilos ahora, aunque Kathy podía sentir una corriente de tensión por lo
bajo, cuando estaban todos sentados a la mesa. George le había dicho a Kathy que
prefería quedarse en casa el último día del año para no toparse con borrachos en la
calle al volver de la casa de su madre. No habían hecho planes para reunirse con
amigos y hacía demasiado frío para ir al cine.
Después de la comida, Kathy convenció a George de que había que llevar el león
de cerámica al cuarto de costura. Una vez más se pudo ver unas moscas que
revoloteaban contra el cristal de la ventana que daba sobre el río Amityville. George,
rabioso las aplastó con un matamoscas y se fue del cuarto dando un portazo.
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A eso de las diez de la noche, Missy ya estaba dormida en el suelo de la sala.
Missy había arrancado de Kathy la promesa de que la iba a despertar a medianoche, a
tiempo para soplar su cornetín. Danny y Chris seguían levantados y jugaban cerca del
árbol de Navidad, contemplando la pantalla de televisión. George se ocupaba de su
fuego. Kathy se sentó frente a él e intentó levantar su ánimo siguiendo el hilo de una
antigua película que pasaban por la pantalla de TV.
A medida que avanzaba la noche, las manos del padre Mancuso se hacían sentir
más y más. Las ampollas eran ahora más dolorosas que nunca: unas nuevas habían
brotado en el dorso de las manos. No podía aguantar la idea de que habría de pasar
toda la noche con el dolor y el susto. Cuando su médico vino a verlo, extendió
bruscamente las manos con las palmas hacia arriba y dijo:
—¡Mire!
El médico, cortéstemente, examinó las ampollas.
—Frank, no soy un dermatólogo —dijo—. Esto puede ser cualquier cosa: desde
una alergia hasta un ataque de ansiedad. ¿Alguien lo ha estado molestando a usted
más de la cuenta?
El padre Mancuso se apartó tristemente del médico y fijó la mirada en lós copos
de nieve que caían.
—Creo que sí... Algo...
El sacerdote volvió a enfrentar al médico con la mirada.
— ...o alguien.
El médico recetó unas tabletas antibióticas, aseguró al sacerdote. que se sentiría
aliviado hacia el amanecer y fue a reunirse con unos amigos.
Por la televisión Guy Lombardo saludó al Nuevo Año desde el hotel Waldorf
Astoria. Los Lutz contemplaron caer la pelota del Allied Cherjcal Building, en Times
Square, pero no acompañaron al animador Ben Grauer cuando éste se puso a contar
los últimos diez segundos de 1975.
Danny y Chris ya se habían retirado hacía media hora a su dormitorio, con los
ojos enrojecidos por el exceso de TV y el humo de la fogata de George. Kathy ya
había acostado a Missy, había bajado las escaleras y había vuelto a sentarse en su silla
frente a George.
Eran exactamente las doce y un minuto. Kathy fijó la mirada en la chimenea
hipnotizada por las llamas que bailaban. Algo se estaba materializando en esas
llamas, un perfil blanco que se recortaba sobre los ladrillos ennegrecidos, algo que se
volvía más claro y más nítido cada vez.
Kathy intentó abrir la boca para decir algo a su marido. No pudo hacerlo. Ni
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siquiera pudo apartar los ojos del demonio con cuernos y un capuchón blanco y
puntiagudo en la cabeza. La figura aumentaba de tamaño, avanzaba hacia ella. Y vio
que la mitad de la cara le faltaba a esta figura, como si hubiera recibido una ráfaga de
ametralladora a quemarropa. Kathy lanzó un grito.
George levantó la mirada.
—¿Qué pasa? —dijo.
Kathy sólo pudo señalar hacia la estufa. George siguió la mirada de ella y también
vio una figura blanca que parecía quemada por el hollín y que se destacaba sobre los
ladrillos del fondo de la chimenea.
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XIII
1 de enero de 1976
George y Kathy fueron finalmente a acostarse a la una de la mañana. Habían
estado ya durmiendo por un tiempo que, más adelante, calcularon en no más de cinco
minutos, cuando los despertó una ráfaga de viento que pasó rugiendo por el
dormitorio.
Las frazadas de la cama fueron arrancadas literalmente de los cuerpos de la
pareja, dejando a George y a Kathy tiritando. Todas las ventanas del cuarto quedaron
abiertas de par en par y la puerta del dormitorio, bamboleada por las corrientes de
aire, se abría y cerraba sin parar.
George saltó fuera de la cama y corrió a cerrar las ventanas. Kathy recogió las
frazadas del suelo y volvió a tirarlas sobre la cama. Ambos habían quedado sin
aliento por obra de aquel despertar sobresaltado y, aunque la puerta del cuarto se
había cerrado ruidosamente, todavía podían oír el viento que rugía en el pasillo del
piso de arriba.
George abrió bruscamente la puerta y recibió en el rostro otra ráfaga helada.
Encendió la luz en el vestíbulo y quedó sorprendido al ver que las puertas del cuarto
de costura y del cuarto de vestir estaban enteramente abiertas, y que el vendaval
entraba libremente por ellas. Sólo la puerta del dormitorio de Missy seguía cerrada.
George corrió primero hacia el cuarto de vestir, luchando contra el ventarrón que
le daba de frente, y logró con un esfuerzo bajar las ventanas. Luego fue al cuarto de
vestir y, con los ojos llenos de lágrimas por causa del frío, cerró una ventana. Pero
George no pudo mover la ventana abierta que daba sobre el río Amityville. Golpeó
furiosamente el marco con los puños y, por último, la ventana cedió, deslizándose
hasta abajo. Él siguió allí parado, tratando de recobrar el aliento, temblando dentro de
su piyama. El viento ya no silbaba por los corredores de la casa, pero él podía oír el
violento rumor del vendaval afuera. El frío éra el mismo de siempre. George echó
una mirada más en torno antes de pensar en Kathy.
—¡Querida! —dijo, levantando la voz—. ¿Estás ahí?
Kathy, que había seguido los pasos de su marido por el pasillo, también había
visto las puertas abiertas y la puerta cerrada del dormitorio de Missy. Con el corazón
que le latía violentamente, Kathy corrió hasta el dormitorio de su hija y se precipitó
dentro. Encendió las luces.
El cuarto estaba caldeado, casi demasiado. Las ventanas estaban cerradas y
tramadas, y la niña dormía profundamente en su cama.
Algo se estaba moviendo en el cuarto. Kathy se dio cuenta de que era la hamaca
de Missy que balanceaba lentamente, junto a la ventana. Luego oyó la voz de George:
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—¡Querida! ¿Estas ahí?
George entró al dormitorio. El calor lo sobresaltó; tuvo la impresión de estar
frente a una chimenea encendida. Inmediatamente tomó cuenta de todo... de la niña
que dormía tranquilamente, de su mujer, de pie junto a la cama de Missy, de la
incrédula expresión de susto en la cara de Kathy y de la pequeña hamaca que se
balanceaba.
Dio un paso hacia la hamaca y ésta, inmediatamente, cesó de balancearse. George
se detuvo, quedó absolutamente quieto e hizo una señal a Kathy.
—¡Llévala abajo! ¡Date prisa!
Kathy no pidió explicaciones a George. Levantó a la niña de la cama, con
frazadas y todo, y salió apresuradamente del cuarto. George marchó detrás de ellas y
cerró la puerta dando un portazo, sin incomodarse en apagar las luces.
Kathy empezó a bajar cautelosamente las escaleras hasta el piso bajo. En el
pasillo el frío era intenso. George subió corriendo las escaleras hasta el piso más alto,
donde dormían Danny y Chris.
Cuando George bajó del último piso, unos minutos más tarde, vio a Kathy sentada
en el cuarto de estar, oscurecido, con Missy en sus brazos, profundamente dormida.
Encendió la luz y la araña hizo desaparecer las sombras de los rincones.
Kathy se dio vuelta y miró a George con aire interrogativo.
—Están perfectamente —dijo él—. Los dos duermen. Arriba hace frío, pero los
chicos están bien.
Kathy echó aire por la boca y notó que el vapor formaba una nube en el aire frío.
George encendió rápidamente el fuego. Los dedos estaban ateridos y se dio
cuenta, de repente, que estaba descalzo y que no se había echado nada encima del
piyama. Finalmente logró encender un pequeño fuego con un diario y aventó la llama
con las manos, hasta que unos rescoldos se encendieron.
De cuclillas frente a la chimenea, podía oír el viento que aullaba fuera. Luego se
volvió y miró a Kathy por encima del hombro.
—¿Qué hora es?
Fue lo único que se le ocurrió decir en esa ocasión, comentó más adelante George
Lutz. También recuerda la expresión de la cara de Kathy cuando él hizo esa pregunta.
Kathy lo miró un instante y luego contestó:
—Creo que son más o menos...
Pero antes de terminar la frase se echó a llorar y todo su cuerpo empezó a temblar
convulsivamente. Acunaba a Missy en sus brazos y sollozaba a la vez.
—¡Oh, George! ¡Estoy loca de terror!
George se paró y avanzó en dirección a su mujer y su hija. Se puso en cuclillas
frente a la silla y abrazó a ambas.
—No llores, querida —susurró—, yo estoy aquí. Nadie va a hacer daño ni a ti ni a
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la nena.
Los tres permanecieron en esa postura por cierto tiempo. Lentamente el fuego se
fue animando y el cuarto se fue calentando. George tuvo la impresión de que los
vientos empezaban a amainar afuera. Cuando oyó que el quemador de combustible
emitía su "clic" en el sótano, supo que eran las seis de la mañana del primer día del
año.
A las nueve de la mañana la temperatura en la casa de Ocean Avenue se había
elevado hasta veintitrés grados. George realizó una excursión a fin de examinar
ventana por ventana, desde la planta baja hasta el último piso. No había evidencias
visibles de que alguien hubiera estado jugando con los cierres de los postigos en el
piso alto, y George siguió desconcertado: ¿cómo era posible que algo tan estrafalario
hubiera ocurrido?
Al pensar nuevamente en aquel episodio, George sostiene que, en aquel
momento, él y Kathy no pudieron encontrar ninguna razón para explicar el
comportamiento de las ventanas, salvo algún percance natural disparatado: tal vez los
vientos huracanados las habían abierto de algún modo. Pero George no sabe por qué
esto ocurrió a las ventanas del piso de arriba y no a las otras.
De repente George sintió un intenso deseo de ir a su oficina. Era una día de fiesta;
nadie estaba allí, pero tuvo la necesidad de verificar las operaciones comerciales de
su agencia.
William H. Parry, Inc., contaba con cuatro equipos de ingenieros y agrimensores
en acción. La companía había hecho los proyectos y planos de los complejos de
edificios más grandes en la ciudad de Nueva York, de las Glen Oaks Towers en Glen
Oaks, Long Island, y también tenía a su cargo el planeamiento de un proyecto de
reconstrucción urbana de cuarenta manzanas en Jamaica, Queens. Además, se
encargaba de inspecciones menores para otras compañías. La coordinación que
requería la labor de cada día era bastante intrincada y en las últimas semanas George
había puesto la cosa en manos de uno de sus proyectistas, un empleado
experimentado que había trabajado con su padre y su abuelo.
En el último año, después de haber puesto su madre la dirección de la agencia en
sus manos, la preocupación principal de George había consistido en cobrar a las
compañías de construcción que utilizaban sus servicios. Los salarios y los gastos de
la compañía eran mucho mayores que lo que habían sido en los días en que el padre
de George estaba vivo. También había que encontrar la manera de pagar por seis
autos adquiridos y nuevos equipos para el trabajo in situ. George comprendió que
había estado remoloneando, que había bajado la guardia: ya era tiempo de reasumir
sus responsabilidades.
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podido dormir mucho y se había levantado varias veces en la noche para enjuagarse
las manos con el linimento que el médico le había recetado. El sacerdote se había
levantado a las siete, aunque se sentía debilitado por la gripe y la posición horizontal
le resultaba más llevadera.
El medicamento alivió algo la molestia y la picazón de las palmas de las manos,
pero la receta antigripal no tuvo ningún efecto contra la fiebre. Haciendo un esfuerzo
por concentrarse en algo que no fuera su misterioso achaque, el padre Mancuso trató
de leer algunas revistas médicas y buscó en el índice los artículos de psicoterapia. En
las tres horas que llevaba levantado, el sacerdote había encontrado ya más de una
docena de artículos nuevos e interesantes sobre ese tema. De repente notó una
mancha rojiza en la última revista que había estado leyendo.
El sacerdote puso las palmas de las manos hacia arriba: estaban sucias de sangre.
Las llagas supuraban.
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sacerdote de su parroquia.
Kathy no estaba del todo preparada para entrar en un mundo de fantasmas y
demonios: quería mantener el problema, en un principio, a un nivel más general. En
el fondo de su corazón, sin embargo, sabía perfectamente bien adónde habría de
llevar el tema.
Fue a la cocina y marcó el número de teléfono de la única persona que podía
entender lo que estaba ocurriendo: el padre Mancuso.
Kathy oyó los ruidos de la conexión que se establecía y el primer timbrazo del
telétono. Mientras esperaba el segundo timbrazo, advirtió que la cocina estaba
invadida por el olor dulzón que ya conocía. Se le puso la piel de gallina, mientras
esperaba sentir en el cuerpo el roce consabido.
El teléfono del padre Mancuso sonó otra vez, pero Kathy ya no lo oyó. Había
colgado el auricular y había salido corriendo del cuarto.
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momento de abrirse ante su amigo: el párroco de la parroquia del Sagrado Corazón.
La nieve que había caído esa mañana obstruía las carreteras, volviéndolas
peligrosas. A medida que avanzaba el día, iba haciendo más y más frío; los autos
empezaban a resbalar y patinar en las charcas congeladas que cubrían los caminos de
Long Island. Pero la nieve ya había dejado de caer en el momento en que George
volvía a Amityville en auto desde su oficina.
El viaje transcurrió sin percances. La senda de entrada a la casa de Ocean Avenue
estaba cubierta de nieve reciente. George se dio cuenta que iba a tener que abrir un
camino para la camioneta antes de entrar. "Lo haré mañana", se dijo, y dejó el
vehículo estacionado en la calle, que un camión municipal de barrido acababa de
despejar.
Notó que Danny y Chris habían estado jugando en la nieve. Los trineos de los
niños estaban sobre los escalones que llevaban a la puerta de entrada a la cocina. En
el momento de entrar en la casa vio que había un reguero de huellas de nieve
derretida que atravesaba la cocina y subía los escalones. "Kathy tiene que estar
arriba", pensó. En caso de haber visto la mugre que habían dejado en su casa, tan
limpia siempre, habría ardido Troya.
George encontró a su mujer en el dormitorio,acostada en la cama y leyendo a
Missy uno de los nueve libros de Navidad. Missy batía palmas alegremente.
—¡Hola! —dijo él.
Kathy y Missy levantaron la mirada.
—¡Papá! —exclamaron las dos al unísono, saltando de la cama y rodeando
cariñosamente a George.
Por primera vez en mucho, mucho tiempo, como pareció a Kathy, la familia Lutz
pudo celebrar una cena feliz. Danny y Chris, advertidos por George y sin ser vistos
por su madre, bajaron a la cocina y borraron todas las huellas de su descomedida
irrupción. Luego se sentaron a la mesa con caras encendidas por las horas de juego en
el frío aire invernal, y devoraron las hamburguesas y las papas fritas que Kathy había
preparado especialmente para ellos.
Missy mantenía sonriente a la familia con su cháchara incesante y su robo de las
papas fritas de los muchachos cuando éstos no miraban. Si alguna vez era
sorprendida, Missy volvía la carita hacia el acusador y le mostraba todos sus dientes,
salvo uno, para desarmarlo.
Kathy se sentía más tranquila con George en la casa. Sus miedos se habían
desvanecido momentáneamente y no pensaba ya en aquella última ráfaga de perfume
a comienzos de la tarde. "Tal vez me estoy dando cuerda con esta historia", pensó, y
abarcó la mesa con la mirada. La cálida atmósfera de familia no anunciaba, por
cierto, nuevas visitas de fantasmas.
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En cuanto a George, había encerrado sus deprimentes operaciones mercantiles en
algún cajón secreto de su mente. Se sentía en su casa de Ocean Avenue. Como un
hombre que llega a un cálido nido. Esta era la vida que él deseaba tener en la nueva
casa. El mundo de afuera podía ofrecer cosas buenas o malas, pero los Lutz iban a
examinarlo todo en su hogar. Él y Kathy compartieron un bife. Luego George
encendió un cigarrillo y fue al cuarto de estar con los varones.
George había hecho entrar a Harry en la casa para darle de comer y luego le
permitió que jugara con sus dos hijos delante de la chimenea. Los Lutz habían
comido temprano, de modo que eran las ocho apenas pasadas cuando Danny y Chris
empezaron a cabecear.
Mientras los muchachos subían a su dormitorio, seguidos de Missy y Kathy,
George llevó a Harry a su casilla. Sorteando la nieve que se había amontonado entre
el umbral de la cocina y la casilla del perro, asió la fuerte cadena metálica y ató a
Harry. Éste se metió adentro, dio varias vueltas hasta encontrar la posición adecuada
y se echó lanzando un breve suspiro. Mientras George estaba allí, los ojos del perro
se cerraron. Ya estaba dormido.
—Bueno, bueno —dijo George—. Me lo temía. El sábado vamos a ver al
veterinario.
Después de poner a Missy en la cama, Kathy volvió al cuarto de estar. George
realizó su habitual recorrido de la casa, examinando atentamente todas las puertas y
ventanas. En el momento de sacar a Harry ya había hecho la inspección del garaje y
de las puertas del embarcadero.
—Veamos qué ocurre esta noche —dijo a Kathy al volver—. Esta noche no hay
nada de viento. A eso de las diez tanto George como Kathy empezaron a tener sueño.
El hermoso fuego ya menguaba, pero sentían el calor en los ojos. Kathy esperó a que
George apagara los últimos rescoldos y echara agua sobre las cenizas que quedaban.
Luego Kathy apagó la araña y miró en derredor, tanteando en lo oscuro para tocar la
mano de su marido. Lanzó un grito.
Kathy había mirado por encima del hombro de George a las ventanas de la sala.
¡Y ante ella, mirándola fijamente, habla un par de ojos rojos que no pestañeaban!
Al oír el grito de su mujer, George giró sobre sus talones. Él también vio los
duros ojillos que lo miraban directamente. Se acercó de un salto a la llave de luz y los
ojos desaparecieron de la ventana.
—¡Eh! —gritó George, precipitándose por la puerta de entrada al jardín nevado.
Las ventanas de la sala daban al frente de la casa. A George no le llevó más de
uno o dos segundos llegar allí. Pero no había nada en las ventanas.
—¡Kathy! —gritó—. ¡Tráeme la linterna!
George hacía esfuerzos por divisar el fondo de la casa, la parte que estaba en
dirección al río Amityville.
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Kathy salió de la casa con la linterna y la campera de él. Bajo la ventana en donde
habían visto los ojos se pusieron a remover la nieve recién caída, intacta. Luego el
haz amarillo de la linterna iluminó un reguero de pisadas que rodeaban claramente la
casa.
Esas pisadas no eran ni de hombre ni de mujer. Las marcas en la nieve eran las
que dejan unas patas hendidas, como las de un cerdo enorme.
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XIV
2 de enero
Cuando George salió de su casa por la mañana, las huellas de las patas hendidas
seguían siendo visibles en la nieve endurecida. Las pisadas del animal pasaban junto
al terreno de Harry y terminaban en la entrada del garaje. George quedó sin habla
cuando vio que la puerta del garaje estaba casi arrancada de su marco de metal.
George en persona había cerrado y trancado el pesado portón. Para arrancarlo de
sus soportes no sólo había que armar una tremenda batahóla, sino que se debía contar
con una fuerza muy superior a la de cualquier ser humano.
George se quedó de pie, en la nieve, contemplando las huellas y el portón
desencajado. Con la mente volvió a la mañana en que había encontrado arrancada la
puerta de entrada y a la noche en que había visto al cerdo parado detrás de Missy,
junto a la ventana. Y George recuerda haber dicho en voz alta:
"¿Qué diablos está pasando aquí?" en el momento en que debió escurrirse para
contornear la puerta desencajada y entrar al garaje.
George encendió las luces y miró. En el garaje estaban guardadas, con su
motocicleta, las bicicletas de los niños y una podadora eléctrica de césped que los De
Feo habían dejado, otra vieja podadora que él había traído de Deer Park, muebles de
jardín, herramientas varias, latas de pintura y de petróleo. El suelo de hormigón
estaba cubierto de una delgada capa de nieve que había entrado por la puerta
entreabierta. Era evidente que el portón había estado fuera de sus goznes desde hacía
varias horas.
—¿Hay alguien aquí? —preguntó George en voz muy alta. Pero sólo contestó el
bramido del viento afuera.
Cuando George subió a su auto y enderezó hacia su agencia, estaba más rabioso
que asustado. En caso de haber tenido algún miedo a lo desconocido, éste se había
desvanecido ante la idea de lo que iba a costarle la reparación de la puerta dañada. No
sabía si el seguro de la compañía habría de pagar por un gasto como éste, y por cierto
no le hacía falta el desembolso de doscientos o trecientos dólares más en gastos
extras.
George no recuerda ahora cómo logró maniobrar con su camioneta Ford por las
peligrosas rutas de Syosset, recubiertas de nieve y de hielo. La frustración que sentía
por su incapacidad de entender la mala suerte que lo perseguía no le dejaba atender
debidamente a su seguridad. En la oficina se ocupó diligentemente de los problemas
inmediatos y en las horas sucesivas logró apartar la mente de lo que estaba
ocurriendo en el número 112 de Ocean Avenue.
Antes de salir de casa, George había hablado a Kathy de la puerta del garaje y de
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las huellas en la nieve. Kathy había intentado telefonear a su madre, pero ésta no
había contestado. Kathy recordó que Joan siempre hacía sus compras los viernes por
la mañana para evitar las multitudes de los sábados en el supermercado. Subió hasta
su dormitorio con la intención de cambiar las sábanas en los cuartos y pasar la
aspiradora por las alfombras. La mente de Kathy aceleraba su ritmo al pasar revista a
la enérgica limpieza que iba a hacer en su casa por primera vez. Si no encontraba una
plena ocupación hasta el instante de la vuelta de George, se iba a venir abajo: lo
sabía.
Kathy acababa de poner nuevas fundas en las almohadas y las estaba golpeando
cuando sintió que alguien la abrazaba desde atrás. Tuvo un escalofrío e
instintivamente gritó:
—¡Danny!
Los brazos que rodeaban su cintura hicieron más presión. Era un abrazo más
fuerte que el conocido contacto femenino que había sentido en la cocina. Kathy
percibió que era un hombre esta vez, un hombre que había aumentado su presión a
medida que ella se debatía.
—¡Déjeme, por favor! —imploró.
La presión, de repente, aflojó y las manos soltaron la cintura. Ahora sintió las
manos que subían hasta sus hombros. Lentamente hicieron girar su cuerpo para que
enfrentara la presencia invisible.
Aterrada, Kathy fue consciente no obstante del asqueante olor de aquel perfume
barato. Luego otro par de manos la asió por las muñecas. Kathy dice ahora que sintió
que se entablaba una lucha por la posesión de su cuerpo, que de algún modo estaba
atrapada entre dos fuerzas poderosas. Escapar era imposible y tuvo la sensación de
que iba a morirse. La presión que sentía en el cuerpo se volvió abrumadora y Kathy
se desvaneció.
Cuando volvió en sí estaba tendida en la cama, con la mitad del cuerpo fuera y
tocando casi el suelo con la cabeza. Danny había corrido hasta el cuarto al oír el
llamado de ella. Kathy se dio cuenta de que las presencias habían desaparecido. Su
desmayo no podía haber durado más de unos segundos.
—Llama a papá a la oficina, Danny. ¡De prisa!
Danny volvió a los pocos minutos.
—El hombre que atendió el teléfono me dijo que papá acaba de irse de Syosset.
Que cree que viene a casa.
George no volvió a su casa hasta las primeras horas de la tarde. Cuando llegó a
Amityville tomó por Merrick Road, en dirección a su calle, y se bajó frente a The
Witches Brew para tomar una cerveza.
El bar estaba bien calentado y vacío. La juke box y la pantalla de televisión
estaban apagadas y los únicos ruidos que se oían eran los producidos por el mozo del
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bar al lavar unos vasos. Al entrar George, el hombre levantó la mirada e
inmediatamente reconoció al parroquiano del otro día.
—¡Hola; amigo! ¡Me alegro de verlo por aquí! George contestó el saludo con un
movimiento de la cabeza y se paró frente al mostrador.
—Una Miller —pidió.
George observó al mozo cuando éste le llenaba el vaso. Era un joven regordete,
de cerca de treinta años, con un prominente estómago que indicaba su afición a
probar la cerveza que vendía. George bebió un gran sorbo, vaciando casi el vaso alto
antes de ponerlo de vuelta sobre la madera oscura del mostrador.
—Dígame una cosa —dijo George, eructando— ¿usted conocía a los De Feo?
El joven había reanudado la limpieza de los vasos. Hizo un signo afirmativo.
—Si, los he conocido. ¿Por qué?
—Estoy viviendo en la casa que era de ellos y...
—Ya lo sé —dijo el mozo interrumpiendo. George, sorprendido, levantó las cejas.
—La primera vez que vino usted aquí, me dijo que acababa de mudarse al número
112 de Ocean Avenue. Es la casa de los De Feo.
George terminó su cerveza.
—¿Solían venir aquí?
El mozo puso en el mostrador un vaso limpio y se secó las manos en una toalla.
—Únicamente Ronnie. A veces traía a su hermana Dawn. Linda chiquita.
Levantó el vaso vacío de George y dijo:
—¿Sabe una cosa, señor? Usted se parece muchísimo a Ronnie. La barba... Todo.
Pero creo que usted tiene unos años más.
—¿Hablaba alguna vez de la casa?
El hombre del bar puso una nueva cerveza delante de George.
—¿De la casa?
—Bueno... sí... ¿No le dijo alguna vez, por ejemplo, que allí ocurrían cosas raras?
George bebió un sorbo.
—¿Usted cree que hay algo raro en ese lugar? ¿Por culpa de la matanza... no?
—No, no.
George levantó una mano.
—Sólo le he preguntado si Ronnie De Feo dijo alguna vez algo antes de esa
noche.
El mozo echó una mirada en derredor para cerciorarse de que nadie lo estaba
oyendo.
—Ronnie nunca dijo nada por ese estilo a mi... personalmente.
E inclinó la cabeza hacia George.
—Pero le puedo decir una cosa. Yo estuve allí una vez. Habían dado una gran
reunión y el padre de Ronnie alquiló mis servicios por el día.
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George había terminado la mitad de su segunda cerveza.
—¿Qué impresión le hizo la casa?
El mozo abrió sus gordos brazos en un gesto amplio.
—Magnífica. Una casi realmente magnífica. Sin embargo, no pude verla mucho:
todo el tiempo estuve en el sótano. Por cierto que esa noche corrió mucha cerveza,
mucho whisky. Era el aniversario del matrimonio De Feo.
Volvió a echar una mirada en torno.
—¿Sabía usted que allí abajo tenían un cuarto secreto?
George fingió ignorancia.
—¡No! ¿Dónde?
—¿Ajá? —dijo el mozo— Eche una mirada detrás de esos placards y va a
encontrar alguna cosita que lo va a inquietar.
George se inclinó sobre el mostrador.
—¿Qué?
—Un cuarto. Un cuartito. Lo descubrí esa noche que pasé en el entresuelo. Usted
sabe donde está el placard de madera laminada... junto a las escaleras. Yo lo estaba
usando para enfriar allí la cerveza. ¿Se da cuenta? Y de repente golpeo un soporte en
un rincón del placard y... ¡zas! ... toda la pared retrocede. ¿Me sigue usted? Un
tabique secreto, como esos que se veían en las películas viejas.
—¿Y el cuarto? —preguntó George.
El mozo hizo un signo afirmativo.
—Sí... Bueno. Cuando golpeé el tabique de madera, se abrió y pude ver detrás un
espacio oscuro. La lamparita no funcionaba, de modo que encendí un fósforo. Y me
encontré con ese siniestro cuartito, enteramente pintado de rojo.
—Usted me está tomando el pelo —dijo George. El hombre se llevó la mano
derecha al corazón.
—¡Se lo juro por Dios! ¡Es la pura verdad! ¡Vaya vea usted mismo!
George terminó su segunda cerveza.
—Voy a tener que echar un vistazo al lugar. Puso un dólar sobre el mostrador.
—Esto va por las cervezas. Y esto es para usted.
—Bueno, gracias, gracias.
El mozo miró a George.
—¿Quiere que le cuente algo muy raro en relación a ese cuartito? He estado
teniendo pesadillas con él.
—¿Pesadillas? ¿Qué clase de pesadillas?
—Bueno... a veces soñaba que unas personas...que no conozco... están allí
matando perros y cerdos y usando la sangre de estos animales para no sé qué
ceremonias raras...
—¿Perros y cerdos?
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—Si.
Y el mozo hizo un gesto de desagrado con la mano.
—Supongo que el lugar, la pintura roja... todo el resto... me impresionó.
Cuando George estuvo de vuelta en su casa, tanto él como Kathy tenían historias
que contarse. Kathy describió el aterrador incidente del dormitorio y él contó lo que
el mozo de The Witches Brew había dicho sobre el cuarto rojo del sótano. Los Lutz
llegaron finalmente a la conclusión de que algo ocurría que estaba más allá del
control de ellos.
—Por favor llama al padre Mancuso —dijo Kathy con aire suplicante—. Dile que
vuelva a visitarnos.
El superior del padre había quedado preocupado por la salud de éste y había
pasado a verlo. El padre Mancuso dijo al obispo que esa mañana se sentía mucho
mejor. Los dos hombres habían decidido verse esa mañana para considerar las tareas
pendientes en la diócesis. La mayor parte de la lista se redactó rápidamente y pasó a
la cartera del obispo. El secretario habría de pasarla a máquina. El padre Mancuso
acompañó a su superior hasta la entrada del edificio y regresó a sus habitaciones. El
teléfono estaba sonando.
El sacerdote tenía puestos aún unos guantes blancos de cirujano que había
encontrado en una gaveta. Al obispo le dijo que estaba enguantado para proteger sus
manos del frío pero la causa real era que no quería mostrar la carne enrojecida por las
ampollas. El teléfono del sacerdote sonó cinco veces, antes de que pudiera atender.
—¿Hola? Habla el padre Mancuso.
La voz del otro lado sonó fuerte y clara.
—¡Padre! ¡Habla George!
El sacerdote no pudo creer lo que oía. Era como si George le estuviera hablando a
su lado. Quedó tan sorprendido que sólo atinó a decir:
—¿George?
—George Lutz. ¡El marido de Kathy!
—¡Ah... sí! ¿Cómo le va?
George alejó el receptor de su oreja y miró a Kathy, que estaba a su lado, en la
cocina.
—¿A éste qué le pasa? —dijo en voz baja—. Habla como si no me conociera...
El padre Mancuso sabía perfectamente quién era George, pero estaba asombrado
de oír la voz de su amigo como si estuviera al lado, no hablando desde un teléfono.
—Perdón, George. No quise ser descortés. Pero no estaba preparado para una
llamada de esta clase después de todos los esfuerzos que hice para dar con usted.
—Hum... —contestó George—. Si... ya entiendo.
El padre Mancuso esperó que George siguiera hablando, pero no hubo nada más
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que silencio.
—¿George? ¿Está usted ahí?
—Si, padre —dijo George—. Yo estoy aquí y Kathy está a mi lado —y miró a su
mujer—. Querría que nos visitara usted de nuevo y bendijera la casa.
El padre Mancuso recordó lo que había ocurrido en ocasión de bendecir por
primera vez la casa de los Lutz. Se miró las manos enfundadas en sus guantes
blancos.
—Padre: ¿podría usted venir en seguida?
El sacerdote vaciló. No quería volver a aquella casa, pero no se lo podía decir a
George en estas palabras.
—Bueno, George... —contestó por fin— ...no sé si puedo en este momento. He
tenido un nuevo ataque de gripe... y el médico me ha prohibido salir con este frío...
—Bueno... —interrumpió George—. ¿Cuándo puede usted venir?
El padre Mancuso se puso a buscar una excusa.
—¿Por qué quiere usted que bendiga de nuevo la casa? No es soplar y hacer
botellas ... ¿sabe?... George estaba desesperado.
—Padre: estamos en deuda con usted. Le debemos una comida. Venga a vernos y
Kathy le va a preparar el bife más sabroso que usted haya comido en su vida. Y puede
quedarse a pasar la noche aquí...
—Oh, no, George ... Eso no puedo hacerlo.
—Si, padre. Haremos que chupe tanto que no va a poder negarse...
El padre Mancuso no pudo creer a sus oídos. ¡Esas cosas no se dicen a un
sacerdote!
—Dígame, joven. Usted...
—Padre: estamos en un gran apuro. Necesitamos que nos ayude.
La ira del sacerdote se evaporó.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—En esta casa están ocurriendo cosas que no entendemos. Hemos visto machos...
La línea telefónica empezó a crepitar en los dos extremos.
—¿Qué está usted diciendo, George? No lo oigo...
Los dos hombres no pudieron seguir hablando. Ya no pudo oírse absolutamente
nada por teléfono, salvo un zumbido fuerte e incesante. Los dos se dieron cuenta que
no había nada que hacer y colgaron.
George se volvió hacia Kathy y echó una mirada a la habitación.
—Ya está aquí de nuevo. Ha liquidado el teléfono.
En el momento en que el padre Mancuso colgaba el auricular, las manos le
empezaron a arder de nuevo. "Que Dios me perdone", dijo en voz alta, "pero George
tendrá que encontrar socorro en otro lugar. ¡Por nada del mundo pondré de nuevo los
pies en esa casa!"
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XV
Del 2 al 3 de enero
George y Kathy, desilusionados por no haber podido lograr que viniera el padre
Mancuso, se pusieron a hablar de otras maneras de obtener auxilio. Los dos estaban
de acuerdo en que ahora, después de haberse mudado, habría sido incorrecto solicitar
del cura párroco local la bendición de la casa. Además, este sacerdote había sido el
confesor de los De Feo, y George recordaba haber leído en los artículos periodísticos
que éste era un hombre de cierta edad que se había burlado de la posible existencia,
en la casa, de "voces" que habrían indicado a Ronnie lo que debía hacer. Este hombre
no creía en los fenómenos ocultos.
Al llegar a cierto punto George mencionó la posibilidad de vandalismo. Tal vez
había alguien que intentaba asustarlos para que se fueran de la casa y utilizaba
medios drásticos para acelerar esa partida. Kathy tenía sus opiniones particulares.
Cuando dijo que algo la había tocado, ¿George había creído que esto no era nada más
que imaginaciones de su mujer? No, no lo creía. ¿Podía explicar él la horrenda figura
diseñada con hollín en la pared de ladrillos de la chimenea? No, no podía. ¿No habían
visto ellos unas pisadas de patas de cerdo en la nieve? Sí, las habían visto. ¿Estaba de
acuerdo él en que había una poderosa fuerza en la casa, capaz de hacer daño a la
familia? Estaba de acuerdo. ¿Qué iban a hacer? Esa noche, en el momento de meterse
en cama, George dijo a su mujer que había decidido ir por la mañana al departamento
de policía de Amityville y hacer una denuncia.
En la noche del 2 de enero, George volvió a sentir el urgente deseo de examinar el
embarcadero y encontró a Harry profundamente dormido en su casilla. A la mañana
siguiente fue con el perro al consultorio de animales de Deer Park, que solía utilizar,
y allí se hizo al animal un examen minucioso. Treinta y cinco dólares debió pagar
para cerciorarse de que Harry estaba sano y no había recibido ninguna droga o
veneno. El veterinario sugirió que la languidez del animal podía tener, como causa
posible, un cambio en el régimen de alimentación.
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Sean cuales fueren sus tribulaciones, Yo responderé a sus clamores y siempre seré el
Señor de ellos."
El sacerdote se santiguó y leyó en voz alta el capítulo inicial de la misa: "Padre
Nuestro, fuerza nuestra en la adversidad, salud nuestra en la flaqueza, consuelo
nuestro en el pesar, apiádate de Tu grey."
El padre Mancuso levantó la mirada hacia la figura clavada en la cruz. "Así como
nos has dado el castigo que merecemos, da también nueva vida y esperanza a nos,
que confiamos en Tu misericordia. Te lo pedimos ahora y siempre. Amén."
Cerró el misal, pero mantuvo los ojos fijos en la imagen de Jesús.
"Señor: sé compasivo con los Lutz en sus penurias y, por la muerte de Tu hijo,
padecida por todos nosotros, aparta de ellos Tu cólera y el castigo que merecen por
sus pecados. Te pedimos esto en nombre de Cristo, Nuestro Señor. Amén."
Después de la misa votiva el padre Mancuso volvió a su casa y se encontró ¡con
un atroz hedor a excrementos humanos que impregnaba todas las habitaciones de su
domicilio!
Tuvo una arcada, pero logró abrir todas las ventanas. El aire helado entró en la
casa y trajo un momentáneo alivio, pero el hedor se sobreponía incluso al viento frío.
El padre Mancuso corrió hasta el cuarto de baño para ver si el inodoro estaba
atascado. No, todo estaba en orden... ¡Mientras uno no intentara respirar!
El sacerdote estaba enterado de que había una letrina debajo del terreno frontal de
la rectoría y pozos ciegos detrás del área de estacionamiento. Después de asegurarse
la colaboración del plomero del lugar, pudo comprobar que no había ningún animal
atrapado en los pozos y que la cámara séptica funcionaba normalmente. Al parecer,
tampoco había pérdidas en las cañerías.
Por último, el atroz olor empezó a difundirse por toda la rectoría. Otros
sacerdotes, a quienes el mal olor hizo salir de sus habitaciones, se reunieron en el
patio principal de la escuela. El párroco estaba extremadamente perturbado por el
incidente y sugirió a todo el mundo que quemara incienso para ahuyentar el aire
fétido. Hasta este momento tal padre Mancuso no había pensado que sus cuartos eran
la causa del hedor. Pero después de encender encienso en su casa y volver a la escuela
con los otros, el sacerdote se dio cuenta de que sus cuartos habían sido los primeros
en ser atacados, evidentemente mientras había estado celebrando la misa especial
para los Lutz. Esto le llevó a establecer un nexo aterrador: una voz desencarnada en
la casa de Ocean Avenue le había gritado: "¡Fuera!" Esa voz, fuera de quien fuere,
había atravesado claramente el ámbito de la rectoría y le había trasmitido el mismo
mensaje.
También había otro nexo que el padre Mancuso intentaba establecer. De este
último punto se había vuelto consciente desde el instante en que se había parado ante
las ventanas y había contemplado sus habitaciones en la casa parroquial, recordando
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una de las lecciones de la clase de demonología: ¡el olor a excrementos humanos está
siempre asociado a la aparición del diablo!
Esa tarde el sargento detective Pat Cammaroto, del Departamento de Policía de
Amityville, fue a la casa de Ocean Avenue con George, vio el portón desgonzado del
garaje y las huellas de patas animales visibles aún en la nieve endurecida. Luego
entró en la casa y fue presentado a Kathy y a los chicos. Kathy repitió su relato de los
roces fantasmales e hizo pasar al sargento al cuarto de estar para mostrarle la imagen
marcada con hollín en la pared de la chimenea.
Incluso después de haber mostrado a Camnaroto el cuarto rojo del entresuelo,
George y Kathy adivinaron la incredulidad del agente de policía. Éste había
escuchado la versión que daba George del nefasto uso del escondrijo, había
cabeceado cuando George se había referido a Ronnie De Feo como constructor del
cuarto secreto, y finalmente había preguntado a los Lutz si tenían algunos hechos
concretos para basar en ellos sus temores.
—No puedo trabajar basándome en lo que ustedes creen haber visto u oído. Me
parece que lo que hace falta aquí es un sacerdote. A mi modo de ver, este trabajo es
más de su incumbencia que de la mía.
El sargento Pat Cammaroto salió de la casa de los Lutz y se metió en su auto.
Sabía que no había ayudado en nada a la joven pareja. Pero lo cierto es que no podía
hacer nada por ellos, salvo tal vez mandar una inspección policial de cuando en
cuando. No hubiera tenido sentido asustarlos más, se dijo en el momento de arrancar.
¿Por qué empeorar las cosas mencionando que había experimentado unas vibraciones
fuertes, muy extrañas, "una sensación indefinible" en el instante de entrar al número
112 de Ocean Avenue?
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estaba en el embarcadero se había detenido. No había ninguna razón para que la
máquina se parara, salvo que los circuitos estuvieran sobrecargados, quemando así un
fusible. Esto significaba que tenía que bajar al sótano de la casa y examinar la caja de
los fusibles. George sabía que la caja estaba en la zona de los placards de depósito y
bajó con una nueva caja de fusibles.
En el sótano descubrió sin demora el fusible quemado y lo cambió. Oyó el ruido
del compresor que comenzaba a funcionar de nuevo, muy ruidosamente, al
encenderse. Pero esperó un poco para ver si se producía otra sobrecarga. Al cabo de
unos instantes quedó satisfecho y enderezó hacia las escaleras.
Habría subido la mitad de los escalones cuando fue consciente de un olor, un olor
que no era el de la gasolina.
Había bajado con su linterna, pero las lámparas del sótano estaban encendidas.
Desde su lugar en la escalera, George estaba en condiciones de ver casi todo el
sótano. Husmeó el aire y percibió que el mal olor provenía de un rincón en el noreste,
junto a las placards de madera prensada que formaban el tabique del cuarto rojo
secreto.
George volvió a bajar las escaleras y prudentemente se acercó a los placards de
depósito. Al detenerse frente a los estantes que tapaban el cuartito, el hedor aumentó.
Apretándose las narices George empujó el panel y con el haz de luz de la linterna
recorrió las paredes pintadas de rojo.
El hedor a excrementos humanos era muy intenso en el espacio reducido.
Formaba una niebla espesa. Asqueado, su estómago tuvo unas convulsiones. Sólo
logró poner el panel en su sitio, tapando el vaho antes de vomitar y emporcar sus
ropas y el piso.
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párroco lanzó una mirada iracunda al padre Mancuso; de pie detrás del escritorio,
desde el otro extremo del cuarto.
—No entiendo por qué motivo el obispo le encomienda a usted todos los casos
que se presentan —dijo con voz alta y descomedida— ¡yo soy mejor juez que usted!
Tengo más experiencia!
El padre Mancuso quedó estupefacto. No podía creer lo que acababa de oír.
"¿Cómo es posible que este hombre me tenga envidia?", pensó.
—Si, es muy cierto —contestó afablemente el padre Mancuso—, pero hasta este
momento usted no se ha quejado de mi trabajo.
El párroco hizo un gesto con la mano, como dando a entender que no quería oír
nada más. Los otros tenían caras asombradas. El párroco nunca había hablado de este
modo, especialmente a su amigo intimo. Pero las palabras siguientes del párroco los
dejaron aún más confundidos.
—¡Vean, vean ustedes el gran médico de almas! —la cara del párroco estaba
enrojecida de furor . ¡Juez! ¡Médico! ¿Cómo es posible que sepa usted tanto?
¿Qué mosca le estaba picando a este hombre? El padre Mancuso miró a los otros
sacerdotes, que evitaron su mirada, incómodos de tener que asistir a la escena.
Entonces habló.
—Creo que esta historia del mal olor lo ha puesto a usted muy nervioso, amigo.
Sería mejor que habláramos en otro momento y en otra ocasión.
Y se levantó para irse del cuarto.
—¡Oh no, Excelencia! —gritó el párroco, adelantándose velozmente para cortar
la salida al padre Mancuso—. ¡Terminemos de una vez con eso! ¡Los muchachos
aquí presentes podrán ver hasta qué punto es usted un fraude!
—¡Basta, párroco!
El más joven de los tres sacerdotes decidió interponerse entre los adversarios.
—El padre Mancuso tiene razón. Todos estamos perturbados por este olor
asqueroso. ¡Lo mejor que podríamos hacer es dedicar todas nuestras energías a
librarnos de esta peste, en vez de aumentarla!
Este repentino ataque, que provenía de una fuente inesperada, desinfló al párroco,
que retrocedió pero continuó mirando con odio al padre Mancuso. El padre Mancuso
está convencido ahora de que tenía en sus ojos una expresión que provenía de algo o
de alguien dentro del cuerpo del pastor. Algo había tomado posesión momentánea del
prelado y continuaba vomitando ponzoña contra el padre Mancuso, como ya lo había
hecho al envilecer la casa parroquial con el olor a excrementos.
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creado los incidentes, cada vez más numerosos. Tan sólo la cocina parecía segura y
ninguno de los dos tenía ganas de meterse en cama.
—Oye —dijo George—, aquí está haciendo frío. Vamos a la sala, que es más
caliente, al menos.
Se levantó de la silla, pero Kathy siguió sentada.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Kathy—. Las cosas están empeorando. Estoy
realmente asustada cuando pienso que puede pasarle algo a los chicos.
Kathy miró a su marido.
—Sólo Dios sabe qué habrá de pasar ahora.
—Oye —contestó él— limítate a mantener a los niños fuera del sótano hasta que
ponga allí un ventilador. Después voy a emparedar la puerta de ese cuarto, así no nos
molesta más.
Tomó a Kathy del brazo e hizo que se levantara.
—También quiero hablar con Eric, en mi oficina. Me dice que su novia ha tenido
experiencias muy interesantes al realizar investigaciones de casas embrujadas...
—¿Casas embrujadas? —interrumpió Kathy—. ¿Crees que esta casa está
embrujada? ¿Por quién o qué?
Siguió hasta la sala a su marido, pero se detuvo en el umbral.
—Se me ocurre algo, George. ¿No crees que nuestra Meditación Trascendental
puede tener algo que ver con todo esto?
George meneó la cabeza.
—No. Absolutamente nada. Lo que sé es que debemos tratar de conseguir auxilio
de algún lado. Podría ser que...
Al entrar en la sala el grito que lanzó Kathy ahogó el resto de las palabras de
George. Miró hacia el rincón que ella señalaba con la mano. El león de porcelana que
George había llevado al cuarto de costura estaba ahora en la mesa contigua a la silla
de Kathy, ¡y tenía las fauces abiertas, amenazando a George y a Kathy!
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XVI
Del 4 al 5 de enero
George levantó el león de la mesa de la sala y lo tiró a un tacho de basura que
estaba fuera de la casa. Le tomó cierto tiempo tranquilizar a Kathy, pues no podía
explicar de ningún modo por qué razón la pieza de porcelana había logrado bajar
desde el cuarto de costura. Ella insistió en que algo en la casa lo había hecho y que no
quería seguir ni un minuto más en el número 112 de Ocean Avenue.
George reconoció a Kathy que también él se había inquietado por la nueva y
repentina aparición del león. Pero no estaba de acuerdo en huir sin intentar antes dar
la batalla.
—¿Qué batalla puedes dar contra lo que no puedes ver? —preguntó Kathy—.
Esta... esta cosa puede hacernos lo que se le ocurra.
—No, querida —dijo George—. No me podrás convencer de que una buena parte
de todo esto no es nuestra inspiración. ¡Sencillamente no creo en duendes! ¡De
ningún modo, en ninguna forma, en ningún momento!
Finalmente logró convencer a Kathy de ir a la cama con la promesa de que, si no
podía obtener ayuda al día siguiente, dejarían la casa por cierto tiempo.
Ambos estaban completamente agotados. Kathy se quedó dormida de pura fatiga.
George durmió a ratos, despertándose a cada instante para escuchar algún ruido raro
en la casa. ¡Ahora dice que no tiene idea de cuánto tiempo estuvo allí acostado antes
de oír una música militar en el piso de abajo!
Su cabeza empezó a marcar el ritmo del tamborileo antes de darse cuenta que
estaba oyendo música. Echó una mirada a Kathy para ver si se había despertado y la
oyó respirar lentamente. Estaba profundamente dormida.
George salió corriendo del cuarto y en el pasillo pudo oír que el retumbar de las
pisadas se hacía más fuerte. "Debe haber por lo menos cincuenta músicos en la planta
baja", pensó. Pero en el instante en que llegó al último escalón y encendió la luz del
vestíbulo, los ruidos desaparecieron.
George quedó anonadado junto a la escalera, sus ojos y su cabeza giraban
locamente en busca de algún indicio de movimiento. Allí no había absolutamente
nadie. Al parecer, había entrado a un lugar con eco. Después de la cacofonía de
sonidos, el repentino silencio suscitaba escalofríos.
Luego George oyó el rumor de un respirar afanoso y pensó que alguien estaba
detrás de él. Giró sobre sus talones. No había nadie, y se dio cuenta que estaba
escuchando el aliento de Kathy, que dormía en el piso de arriba.
El temor de que Kathy estuviera sola en el dormitorio movilizó a George. Subió
corriendo los escalones de a dos y entró a su cuarto, encendiendo la luz. Allí
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suspendida en el aire, a un medio metro por encima de la cama, estaba Kathy,
alejándose lentamente de él ¡en dirección a las ventanas!
—¡Kathy! —gritó George y saltó sobre la cama para agarrar a su mujer. El cuerpo
de ésta estaba duro como madera, pero el movimiento cesó. George sintió una
resistencia a su presión y luego un súbito aflojamiento. Él y Kathy cayeron entonces
al suelo, pesadamente fuera de la cama. La caída despertó a Kathy.
Al ver en donde estaba, Kathy quedó desconcertada un instante.
—¿En dónde estoy? —gritó—. ¿Qué ha ocurrido? George quiso ayudarla a
ponerse de pie. Apenas se sostenía sobre sus piernas.
—No es nada —dijo él para tranquilizarla—. Estabas soñando y te caíste de la
cama. Nada más.
Kathy estaba demasiado anonadada para hacer más preguntas a George. Dijo
"¡Oh!", volvió a meterse en la cama y a sumergirse en un profundo sueño. George
apagó la luz del cuarto, pero no se echó de nuevo junto a su mujer. Se sentó en una
silla cerca de las ventanas y no perdió de vista a Kathy mientras contemplaba el cielo
del amanecer.
Después del desayuno, Kathy llevó a los niños en auto hasta la nueva escuela y
luego siguió con Missy hasta la casa de su madre. George había quedado solo en la
casa y bajó al sótano para realizar un intento de dispersar el mal olor con dos
ventiladores. Pero al bajar las escaleras no notó ni rastros del atroz olor que le había
hecho vomitar el día antes.
Husmeó por todos lados, pero no pudo hallar nada. Incluso fue directamente hasta
el cuarto rojo secreto, empujó el tabique de madera prensada y recorrió las paredes
rojas con el haz de luz de su linterna. "¿Qué es esto?", se dijo, "¡no es posible que se
haya evaporado de esta manera! Debe haber algún agujero en algún sitio, que traga el
aire".
George se había puesto a buscar la posible abertura cuando el padre Mancuso
marcó su número. Después de la reunión, el sacerdote había vuelto a sus habitaciones
en North Merrick con intenciones de llamar a George y trasmitirle las
Después de hablar con George, el padre Mancuso sintió que un tremendo peso se
levantaba de sus hombros. El solo hecho de haber podido compartir su carga con
otros le aclaró completamente la mente por primera vez en varias semanas: la
responsabilidad que debía soportar solo, ahora era compartida por sus superiores.
El sacerdote se puso a preparar su plan de trabajo para la semana venidera. Le
llevó varias horas —hasta el momento de la comida— redactar el programa definitivo
para atender su consultorio y sus pacientes.
Pidió que le mandaran comida china de un restaurante cercano de North Merrick
y la devoró mientras leía sus historias clínicas.
El padre Mancuso, asimismo, debió una vez más atender el teléfono esa noche.
La llamada se produjo después de las once y la persona que llamaba era la misma que
lo había ayudado cuando su auto se había quedado parado en el pasaje Van Wyck.
Los dos sacerdotes rememoraron los azarosos acontecimientos de esa noche y el
padre Mancuso preguntó a su colega si había tenido nuevas dificultades con su
parabrisas.
—No —dijo su amigo—. Es decir, todo ha estado en orden hasta hace unos
minutos.
El corazón del padre Mancuso empezó a golpear contra sus costillas.
—Frank —dijo el otro sacerdote—, acabo de recibir una llamada telefónica muy
peculiar. No sé quién es, pero el hombre me ha dicho: "Dígale al sacerdote que no
vuelva".
—¿De quién estaba hablando? —preguntó el padre Mancuso.
—Se lo pregunté. Dije: "¿De quién está usted hablando?" La voz se limitó a
contestar: "Del sacerdote a quien usted ayudó".
—¿El sacerdote a quién usted ayudó"?
—Si. Pensé en estas palabras después que el hombre colgó, y no pude acordarme
de nadie, fuera de usted. ¿Cree que se estaba refiriendo a usted, Frank?
—¿En ningún momento le dijo quién era?
—No. Se limitó a decirme: "El sacerdote sabrá quién es".
—¿Cuáles fueron sus palabras exactas?
—Dijo: "Dígale al sacerdote que no vuelva si no quiere morir".
Más avanzado ese día Eric, el joven ingeniero que trabajaba en la agencia de
George, llegó a la casa de los Lutz con su novia, Francine. George hizo pasar
inmediatamente a la sala a la pareja, que venía del frío externo, para que se calentara
frente a la gran hoguera.
La pareja irradiaba un buen humor contagioso: lo que había estado faltando
justamente en la casa de Ocean Avenue. George y Kathy reaccionaron
favorablemente y muy pronto los cuatro estaban charlando como viejos amigos. Con
todo, había cierta urgencia por debajo de la afabilidad exterior de George: él quería
que Francine hiciera una inspección de la casa.
Cuando se disponía a llevar la conversación por el lado de las experiencias de
Francine con los espíritus, ella misma se le adelantó. Se levantó del sillón y se acercó
a George.
—Ponga usted las manos aquí —dijo.
George se levantó y movió las manos en el punto del espacio que ella había
señalado.
—¿Siente usted el aire frío? —preguntó Francine.
—Levemente —contestó George.
—Ha estado sentada aquí. Ahora se ha ido. Camine junto al sofá, ahora. ¿Lo
siente aquí?
George acercó la mano a un almohadón.
—¡Sí, está tibio!
Francine hizo una seña a George y a Kathy para que la siguieran. Los tres
entraron al comedor, mientras Eric se quedaba en la sala, junto a la chimenea.
Francine se paró al lado de la mesa grande.
—Aquí hay un olor extraño —dijo—. No sé dónde situarlo, pero hay un olor. ¡Uf!
¿Pueden ustedes olerlo?
George olfateó.
—Sí, aquí mismo. Es olor a sudor.
La muchacha se dirigió a la cocina, pero vaciló antes de pasar por el rincón
favorito de Kathy.
—Hay un viejo y una vieja. Son espíritus perdidos. ¿Huelen ustedes el perfume?
A eso de las cuatro de la tarde Kathy había vuelto de hacer sus compras. Como
los Lutz aún tenían el auto de Jimmy, los recién casados no podían moverse si alguien
no pasaba a recogerlos. Kathy se ofreció a hacerlo.
George vetó la sugerencia, las carreteras cubiertas de nieve endurecida hasta la
casa de su suegra en East Babylon eran muy peligrosas y el coche de Jimmy tenía un
sistema de cambios que Kathy nunca había dominado del todo. George decidió
manejar y volvió a Amityville en menos de una hora.
Kathy estaba encantada de volver a ver a Jimmy y a Carey y se pasaron horas
muy agradables escuchando el relato minucioso de las experiencias de la pareja en las
Bermudas. Los recién casados tenían también una serie de instantáneas tomadas con
Después de hablar con el padre Nuncio, el padre Mancuso llamó a George Lutz
para trasmitirle la decisión del capellán. Éste oyó sonar un buen rato el teléfono y ya
estaba por cortar cuando George atendió. El padre Mancuso había pensado que el
instrumento estaba practicando de nuevo sus bromitas y se sorprendió de que no
hubiera interferencias en la comunicación.
George dijo que acababan de llevar a Jimmy a East Babylon. Luego George contó
los resultados de la ceremonia de bendición que habían improvisado la noche antes.
El padre Mancuso, escandalizado, instó a George a tomar en cuenta la advertencia del
capellán y a dejar la casa sin demora.
—Y George —dijo— no vuelva usted a hacer eso. Evocar el nombre de Dios en
la forma en que usted lo ha hecho sólo puede enconar a esa presencia que está en su
casa, sea la que fuere. Eso es algo que corresponde a un sacerdote. Él es el
intermediario directo entre el Señor y el diablo.
—¿El diablo? —interrumpió George—. Padre: ¿qué está usted diciendo?
El sacerdote hubiera querido morderse la lengua por su lapso. Los capellanes
Jimmy y Carey habían vuelto a East Babylon. Carey estaba contenta de haberse
ido del número 112 de Ocean Avenue, aunque eso significaba estar viviendo en casa
de su suegra.
—No sé qué me pasa en ese lugar, Jimmy —dijo, en el momento en que bajaban
del auto—. ¡Y sé que vi anoche a ese chico! ¡Me digan lo que me digan!
Jimmy dio una palmadita a su mujer en las caderas.
—Bah... ¡Olvídate! —dijo—. ¡No fue nada má que un sueño! Como sabes, no
creo en esas cosas.
Carey se contrajo al sentir el contacto de Jimmy y miró en torno para ver si los
vecinos estaban observándolos. Pero en el momento en que iba a abrir la puerta para
entrar, él la asió por el brazo.
—Oye, Carey —dijo acercándose a ella, hazme un favor. No digas ni una palabra
de lo ocurrido delante de mamá. Esas cosas la perturban muchísimo Ya lo único que
La madre de Kathy llamó a las seis de la tarde para saber si su hija y su yerno
vendrían a pasar la noche con ella. Kathy asumió la responsabilidad de negarse: la
casa seguía en un estado deplorable después de la tormenta y había mucho que lavar
al día siguiente. Además, Danny y Chris tenían que ir a la escuela y hacía ya muchos
días que estaban faltando.
La señora Connors aceptó de mala gana, pero quiso que Kathy le prometiera que
habría de llamar en caso que ocurriera cualquier cosa rara; su madre mandaría
entonces a Jimmy a que los recogiera.
Por la mañana, mientras George y Kathy todavía estaban dormitando en sus sillas
y los niños dormían en la cama grande, el padre Mancuso se vistió y enfiló hacia
Rockville Center.
El sacerdote tiritaba en el frío y penetrante aire matinal. El padre Mancuso no
había salido muchas veces desde comienzos del invierno y después de manejar unas
cuadras se sintió un poco mareado. Y también agradecido cuando el secretario del
obispo le ofreció una taza de té. El joven sacerdote había hablado muchas veces con
el padre Mancuso y había admirado la capacidad jurídica de su colega. Los dos
hombres charlaron hasta que el obispo tocó el timbre.
La entrevista fue breve, demasiado breve para lo que tenía pensado el padre
Mancuso. El obispo, un venerable anciano de cabellos blancos, era un moralista de
reputación nacional. Tenía sobre su escritorio los antecedentes del caso Lutz, que los
capellanes le habían pasado. Para sorpresa del padre Mancuso, el obispo había
La mañana del lunes, Kathy estaba decidida a que Danny y Chris reanudaran sus
clases en la escuela. Aunque al borde de un colapso en lo que a sí misma se refería,
Kathy lograba endurecerse al concentrarse en sus deberes de madre. Mientras George
dormía, despertó a los varones, les dio el desayuno y salió con los tres en la
camioneta.
George ya estaba levantado cuando Kathy regresó con Missy. Mientras tomaba el
café con él, Kathy se dio cuenta de que su marido seguía con un aspecto de zombie
aespués del incidente de la noche anterior. Por el momento, Kathy decidió que debía
ser fuerte por los dos. Habló a su marido en términos normales y le recordó que había
que arreglar la ventana rota en el dormitorio de Missy. Más adelante habría tiempo
para tratar el punto esencial: irse de la casa.
George acababa de clavar unos pedazos de madera prensada en el marco de la
ventana rota para proteger al cuarto de las inclemencias del tiempo cuando Kathy
llamó desde la cocina, anunciándole que telefoneaban de la oficina de Syosset y
preguntaban por él. El contador de la compañía recordó a George que el agente de
réditos debía pasar a mediodía. Como George no quería dejar la casa, pidió al
contador que se las arreglara solo en la emergencia, pero el hombre se negó. La
responsabilidad de decidir la forma en que debían pagarse los impuestos correspondía
a George. Y George vaciló con la certeza de que iba a ocurrir algo si él se iba de la
casa, pero Kathy le hizo señas de que debía aceptar.
Unos minutos antes el padre Mancuso había tomado una resolución. La angustia
que le inspiraban los hijos de los Lutz y los temores por la seguridad de ellos se
impusieron a sus propios temores. El padre Mancuso tenía la impresión de haber
actuado cobardemente desde hacía tiempo y resolvió ver de nuevo al obispo y
solicitar su permiso pera entrevistarse con George.
Por primera vez en muchos días, se dio una ducha y ya se disponía a afeitarse. En
el momento de enchufar la maquinita eléctrica, el padre Mancuso quedó con la boca
abierta. Debajo de sus ojos tenía las mismas ojeras negras que había visto por primera
vez en el espejo de la casa de su madre. En ese instante sonó el teléfono.
Aun antes de contestar, el sacerdote supo quién estaba llamando.
—¿Si... George? —dijo.
George estaba tan preocupado que no advirtió que el padre Mancuso se había
adelantado a reconocerlo. George dijo que Kathy y él habían decidido seguir el
consejo del capellán e iban abandonar la casa de Ocean Avenue. Iban a vivir en casa
de su madre política hasta que George lograra poner en marcha la investigación.
Había demasiados incidentes que afectaban ya a los niños y George pensó que, si
seguía demorando su decisión. Danny, Chris y Missy podían verse en situaciones de
serio peligro.
El sacerdote no preguntó cuáles eran esos incidentes, y tampoco mencionó la
reaparición de las ojeras. Estuvo de acuerdo en que la seguridad de los niños era el
punto más importante y que George obraba bien al irse.
—Deje usted que eso que está ahí se quede con el lugar —dijo— pero usted...
¡Váyase!
Danny y Chris no fueron esa mañana a la escuela de Amityville. Kathy hizo que
se quedaran una vez más en casa, porque quería empaquetar a la brevedad posible.
George dijo que habrían de irse en cuanto avisara a la policía que la familia se
ausentaba por cierto tiempo. También quería que la policía tuviera el número de
teléfono de la señora Connors por cualquier eventualidad. Pero cuando levantó el
tubo del teléfono para marcar el número del departamento de policía, la línea estaba
muerta. Cuando George dijo a Kathy que se había descompuesto el teléfono, ella se
puso muy nerviosa y luego, sin recoger siquiera una muda de ropa, los hizo subir a la
camioneta.
George subió con Harry del sótano y lo puso en la parte de atrás de la camioneta.
Luego dio una vuelta a la casa para cerciorarse de que las puertas estaban cerradas
con llave. Lo último que vio fue el embarcadero. Y después subió al volante de la
El padre Mancuso decidió tomar el avión de TWA que partía a las veintiuna para
San Francisco. Cuando el pánico que le había inspirado la llamada de George se hubo
desvanecido, el sacerdote fue al teléfono y habló con la mujer de su primo. Le dijo
que había cambiado de idea y que iba a llegar esa misma noche. Quedaron en
encontrarse en el aeropuerto internacional de San Francisco.
El padre Mancuso hizo sólo una valija; llamó a su madre, a la oficina de la
diócesis y a una compañía de taxímetros. A las ocho de la noche salía ya de la
parroquia en dirección al aeropuerto Kennedy. Cuando el sacerdote pasó por la
oficina de la companía de aviación, volvió a mirarse las manos. Las ampollas habían
desaparecido, pero el miedo estaba instalado en él.
Jimmy y Carey fueron a pasar esa noche a casa de la madre de ella. Pero antes de