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El O64257cio de La Ciudadania F. Barcena 1

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Bárcena, F. (1997).

El oficio de la ciudadanía,
Introducción a la educación política
España: Paidós

El oficio de la ciudadanía

1.1 La política y la fragilidad de la democracia


Según una justificación instrumental, la democracia es valorada como método o
procedimiento que permite resolver pacíficamente las disputas y exigir a los gobernantes,
por parte de los ciudadanos, la satisfacción de sus necesidades. Esta justificación está en
la base de la idea de democracia como forma de gobierno. La justificación sustancial alude
al valor de la participación ciudadana como actividad intrínseca y consustancial al desarrollo
de las cualidades propias del ser humano.
En este segundo sentido, se entiende que la democracia no es sólo una forma de gobierno
o procedimiento de toma de decisiones políticas, sino realmente una forma de vida que
promueven tres instancias fundamentales: a) la libertad en cuanto autodeterminación
individual y colectiva; b) el desarrollo humano, en lo que se refiere a la capacidad para
ejercer la autodeterminación, la autonomía moral y la responsabilidad por las propias
elecciones; y c) la igualdad moral intrínseca de todos los individuos, la igualdad "política y
la igualdad expresada en el derecho a la autonomía personal en lo tocante a la
determinación de los bienes personales. Las clasificaciones o modelos de democracia son
muy variados. En su conocido y muy discutido libro La democracia liberal y su época, C. B.
Macpherson distinguía entre democracia protectora, democracia como desarrollo,
democracia como equilibrio y democracia como participación.
Por su parte, David Held ha completado el análisis de Macpherson distinguiendo entre los
modelos siguientes: a) democracia clásica; b) democracia protectora; c) democracia
desarrollista; d) democracia directa; e) democracia elitista-competitiva; f) democracia
pluralista; g) democracia legal; h) democracia participativa; i) democracia autónoma. Por
último, otros autores simplifican las clasificaciones distinguiendo entre democracia de
mercado y democracia moral. Probablemente, la clasificación más conocida y simple, que
tiene la ventaja de resumir las anteriores, sea la siguiente: a) modelo competitivo; b) modelo
pluralista; y c) modelo participativo.
De acuerdo con las justificaciones anteriores, y tras un análisis de los anteriores modelos
de democracia, algunos autores sostienen que los modelos democráticos, al menos tal y
como históricamente se han venido configurando, responden, en cuanto a sus propuestas,
a dos principios básicos: el principio de eficacia o de realizabilidad y el principio de
deseabilidad o de atractivo moral.
Estos principios explican la fuerza o debilidad con que los diferentes modelos de
democracia presentan sus respectivas propuestas teóricas, y no deben confundirse con los
principios éticos que están en la base, y sirven de fundamento, de nuestras actuales y
modernas democracias, que están insertas en la tradición filosófica del liberalismo: a) el
principio de autonomía de la persona; b) el principio de inviolabilidad de la persona; y c) el

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principio de dignidad. La reflexión sobre la historia de la idea de la democracia plantea una
idea clara y elemental: la de que en las comunidades políticas humanas el gobierno debería
recaer en manos de personas corrientes (los ciudadanos adultos) en vez de en
personalidades muy extraordinarias.
En realidad, éste parece ser el reto de la democracia en la actualidad: cómo lograr dar poder
a las personas en condiciones tales que puedan pensar acerca del poder que ejercitan, o
lo que es lo mismo, cómo conciliar democracia y deliberación, es decir, cómo adaptar mejor
la idea democrática, circunscrita en sus orígenes a pequeñas poblaciones, a las modernas
poblaciones masificadas en un mega estado moderno. Inspirada como está en elevados
ideales y valores, con frecuencia las prácticas «democráticas» de nuestras modernas
sociedades occidentales parecen alejarse de la democracia ideal. En este sentido,
podemos decir que la democracia posee una intrínseca fragilidad, una debilidad que le es
constitutiva por propia naturaleza.
Dicha debilidad, bajo determinadas condiciones o circunstancias, puede llegar al punto de
colocarla en alto riesgo de destrucción. Y por el contrario, la democracia se torna más
segura y se fortalece cuando en la sociedad se da otra serie de condiciones y circunstancias
más positivas. Podemos llamar al primer tipo de condiciones debilitadoras de la democracia
y a las segundas condiciones fortalecedoras relación entre ambos tipos de condiciones es,
por así decir, de relación inversa.
Cuando se dan las primeras, menos posibilidades de aparición tienen, en principio, las
segundas; y cuando se dan estas últimas, es menor el riesgo de que florezcan las primeras.
Ahora bien, esta relación entre debilitamiento y fortalecimiento de la democracia tiene una
naturaleza especial. Pues, a pesar de la presencia de las segundas, nunca dejan de estar
ausentes, de algún modo, las condiciones que debilitan la democracia. Y es que la
democracia no es un modo de organización social y política, de naturaleza técnica, que
responda siempre con éxito a reglas fijas y muy racionales. No responde como algo
«necesario», sino dentro del mundo de lo «contingente», de aquello cuya existencia es
posible «por libertad». Su éxito, o fracaso, depende de los ciudadanos y de los políticos, de
su nivel de preparación para la participación y la gestión y administración de los asuntos
comunes. Por ello, la búsqueda de la vitalidad y fortalecimiento de la democracia exige que
ciudadanos y políticos mantengan un buen nivel de tensión.
Como ocurre, sin embargo, con todo deporte competitivo, mantener de una forma
continuada este nivel de tensión a menudo desgasta. Es entonces cuando ciudadanos y
políticos deben renovar sus fuerzas. Para ello deben poner a disposición del buen
funcionamiento de la democracia sus mejores facultades y actitudes —facultades como la
razón, la capacidad de juicio— y aspirar a extender determinados ideales —como la libertad
y la igualdad, que constituyen los específicos valores de la democracia— así como
determinadas condiciones que facilitan que aquellos valores se generalicen, como la
participación, el pluralismo, la tolerancia, la solidaridad, el diálogo, etc. Dentro de este
contexto, el juego libre de la discrepancia y del diálogo, el debate y la deliberación pública,
la discusión y la reflexión conjunta sobre los asuntos comunes, contribuye a un mayor
fortalecimiento, dinamismo e imaginación democráticas. Pero el problema no se resuelve
con un grado mayor de implicación cognitiva de los ciudadanos. La cuestión está en saber
si la creencia liberal tradicional, en el sentido de que lo que hace funcionar una democracia
no es ni la virtud cívica ni el carácter de los ciudadanos, sino las instituciones democráticas,
se puede mantener en una situación en la que, como veremos, tales instituciones ya no
creen en la capacidad de aquéllos para reflexionar en el espacio público.
Y no solo eso, porque si hemos de creer en las opiniones que Y. Dror sostiene como
responsable de la redacción de uno de los últimos informes emitidos por el Club de Roma
—que se dedicó al tema de la capacidad de gobernar—, nuestro problema no consiste sólo

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en una supuesta incompetencia de los ciudadanos para tomar decisiones políticas, sino en
la incapacidad misma de los políticos y gobernantes para afrontar los retos a los que nos
enfrentamos a las puertas ya de un nuevo milenio.
Las condiciones de debilitamiento de la democracia poseen un rasgo especial, en el sentido
de que, como hemos señalado, tienden a desnaturalizar la democracia. Este efecto que
producen en la democracia, sin embargo, introduce un interesante elemento de discusión
para toda teoría de la democracia: aquél según el cual la democracia posee una naturaleza
fija o una esencia verdadera y más o menos permanente. En efecto, todo lo que se puede
desnaturalizar implica la existencia de cierta naturaleza. ¿Es ello cierto en el caso de la
democracia? En mi opinión, un repaso de los orígenes e historia de la idea de la democracia
muestra que la respuesta a esta pregunta puede ser negativa. La democracia fue una
invención, es decir, un artificio. Es algo más cultural que natural.
Aunque el hecho de que no sea natural no implica que sea antinatural o contrario a nuestra
condición humana. Sólo digo que es un efecto o consecuencia de la acción de los hombres,
cuya naturaleza es la de un ser esencialmente político. La democracia exige, en definitiva,
una definición subjetiva, supone opciones de valor, un referente normativo de ideales y
aspiraciones. Así pues, si determinadas condiciones pueden lograr «desnaturalizarla», por
tal desnaturalización habrá que entender otra cosa que no presuponga la idea de que la
democracia es algo fijo o la búsqueda de un a priori. Propongo llamar a este fenómeno de
desnaturalización simplemente desvirtuamiento: lo que deja de ser virtud o lo que pierde
sus propiedades, sus excelencias o virtualidades.
Planteadas así las cosas, queda más claro el efecto negativo que determinadas
condiciones; pueden producir en la democracia. Este desvirtuamiento se da, al menos,
cuando se presentan las siguientes circunstancias: a) cuando las prácticas democráticas
se alejan de los ideales, valores y fines específicos de la democracia (libertad e igualdad);
y b) cuando las prácticas democráticas presuponen un modelo de democracia en que se
confunden los planos de lo real y de lo realista. Es decir, cuando de la constatación de que
la evolución política lleva a un modelo específico de democracia, se pasa sin más a
considerar que, pese a todas sus imperfecciones, tal modelo es el único capaz de hacer
viable la democracia, rechazando por tanto la validez de cualquier otro. Esta última
circunstancia conlleva una sustitución del deber ser por el ser. Con ello se desvirtúa la
democracia, al incrementarse la distancia entre la democracia ideal y la democracia real.
Este aumento de distancia produce un auténtico resquebrajamiento de la democracia, e
ignora hasta qué punto no hay democracia real sin un sistema de fines, de valores y de
ideales, esto es, sin un marco de referencia ético-político. Posiblemente nunca alcancemos
tales fines y valores. Pero es precisamente la tensión que produce su búsqueda la que nos
acerca a la democracia ideal, el elemento indispensable de su perfeccionamiento y
fortalecimiento. Como dice Jáuregui: «No cabe una democracia sin postulados ético-
políticos, por utópica que resulte su consecución. El logro del ideal democrático resulta tan
imposible como imprescindible su búsqueda permanente». Y es justamente esta conexión
entre imposibilidad e imprescindibilidad, acota este autor, «lo que debe definir la relación
entre el ideal democrático y la democracia real». De acuerdo con estos argumentos,
podemos preguntarnos por los principios fundamentales, o condiciones necesarias, de
una democracia que atienda a la conexión referida.
Según Alain Touraine tales elementos son: a) representatividad de los gobernantes; b)
limitación del poder de los gobernantes; y c) sentido de la ciudadanía. La correcta
articulación de estos tres principios o elementos da lugar a tres dimensiones esenciales de
la democracia: a) dimensión social; b) dimensión moral; y c) dimensión cívica.
Es de esta última dimensión de la que voy a ocuparme preferentemente, como ya dije al
principio, teniendo presente una idea, en el fondo bien sencilla de formular: cómo concebir
el oficio de la ciudadanía y sus efectos formativos en una tan frágil y tenue democracia.

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En efecto, como ha señalado M. Nussbaum, la conquista de la excelencia humana necesita
condiciones y recursos, no sólo internos al hombre, sino también externos. Como señaló
Aristóteles, a quien comenta esta autora extensamente, la excelencia humana precisa para
su cabal conquista de objetos exteriores que reciban la actividad excelente. Según
Aristóteles, los elementos que conforman un plan de vida buena y excelente tienen un fuerte
carácter relacional, siendo algunos de ellos más autosuficientes que otros. La vida
contemplativa es claramente autosuficiente, pero a diferencia de ella, la ciudadanía y la
vinculación política —que exigen amistad y amor personal— requieren un contexto
particular muy vulnerable que, parcialmente al menos, puede no existir, o deteriorarse, o
diversas circunstancias impedir que exista.
Este tipo de actividades son, de suyo, auténticas actividades o prácticas y consisten, de
forma preferente, aunque no única, en relaciones con sus respectivos contextos. El amor y
la amistad, así, dice Nussbaum, precisan de otras personas —el amigo y la persona
amada— y por eso son más bien relaciones que estados virtuosos, descansando sobre
diversos atributos de la personalidad —la generosidad, la amabilidad, la justicia, etc.—
donde su relación con ellos resulta muy compleja. La vulnerabilidad de la actividad de
amistad o amorosa se explica por la relación intrínseca, en vez de extrínseca, que el amigo
y el amado mantienen, respectivamente, con la amistad y el amor. De ahí que el infortunio
les resulte algo demasiado trágico como para ser soportado en vida.
A la amistad y al amor les ocurre, entonces, como al ciudadano, y en realidad a todo ser
humano: reflejan en su devenir su frágil condición, esa cualidad —seres de un día— que
constituye su rasgo de seres efímeros.
Me pregunto si una condición tal —la fragilidad de la ciudadanía y la vinculación política,
donde algo más que esa misma práctica le es imprescindible— no pide acaso una forma
de pensamiento connatural, es decir, un saber pensar sin asideros y desde la distancia, en
el surco del tiempo, precisamente.
La ciudadanía es un frágil y, al mismo tiempo, noble mito. Una parte de nuestra herencia
clásica.
Vivimos, como ciudadanos en democracia, una forma de vida que es, al mismo tiempo, una
idea heredada, una parte de nuestra tradición lingüística y literaria, un pedazo de la tradición
cuya verdad —sus orígenes— o hemos perdido —y olvidado— o se nos ha roto. Como
seres históricos, los humanos vivimos en tradición, pendientes de ella. Pero, al mismo
tiempo, hemos roto el hilo con el origen —con la verdad originaria— de esa tradición.
Comenta Emilio Lledó en El surco del tiempo el final del diálogo platónico Fedro, en el que
Platón hace que Sócrates relate el mito de Theuth y Thamus; explica con gran agudeza el
marco preciso para una conveniente interpretación mítica,
aunque su explicación no es pertinente en este momento.
Dice Lledó que toda tradición tiene un «origen» en el que alguien —o un grupo humano,
«los primeros»— puso en marcha una historia, el relato o el eco mismo de una experiencia.
En la cadena de la tradición siempre hay un primer eslabón, un dato originario en el que
aparece, por así decir, su verdad. Pero después de ese primer momento todo lo demás es
«mediación», esto es, tradición.
Nuestra única posibilidad de conexión con esa verdad es la instalación en el lenguaje, como
doxa, como una opinión que consolida y engarza la interminable cadena.
En ella, en su propio decurso, vivimos en un mundo no «inicial», en lo que Lodo es esa
forma de lenguaje oral en el que, como Sócrates explica a Fedro, decimos: «oí decir». Sólo
en la medida que los hombres pudiésemos descubrir la verdad —el dato originario, el
inicio— no tendríamos necesidad de instalarnos, como única vía posible, en la opinión.
«Estar en la tradición —señala Lledó— es, por consiguiente, tener la única posibilidad de
experimentar, aunque sea de una manera subsidiaria e inercial, la razón de un origen. Y
por ello hay que preocuparse de las "opiniones de los hombres".

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Cuando somos capaces de pensar y discutir sobre la democracia, sobre ese noble oficio de
la ciudadanía y la forma de educar el sentimiento de civilidad, en realidad apenas si
podemos articular un «algo que oímos», pura oralidad."
Quizá por ello —como remedio contra nuestra pertinaz capacidad de olvido— pensar la
educación de la ciudadanía desde el hilo roto de la tradición, y compartir lo pensado, sólo
pueda hacerse desde un espacio simplemente conversacional, en vez de «dogmático», es
decir, desde un pensamiento dóxico, un espacio mental mediado por el libre intercambio de
opiniones entre los hombres, que debemos aprender a representar alargando nuestra
reflexión, incluso sin su presencia, hasta ellos.
Aquí reside parte del fundamento que da validez a nuestra capacidad de juicio, esa facultad
de discernimiento y reflexión que ejecutamos como sujetos políticamente juzgantes.
Recuperar este espacio convencional —como recuperar la escritura o la práctica
compartida de la lectura— es una especie de búsqueda de lo originario, y una reminiscencia
de nuestro perdido romanticismo.
Recuperar esta capacidad, aprender a movernos en el hilo movedizo de una tradición, o de
una cadena de entregas de formas de pensar, percibir, sentir e imaginar el oficio de la
ciudadanía en una tan frágil política, constituye una parte central de una educación política
interesada en fortalecer los lazos entre juicio y acción. Difícil lo tenemos, sin embargo, en
un contexto en el que a la vulnerabilidad propia de la vida cívica se añade hoy un descrédito
institucional generalizado acerca de la competencia del ciudadano para formarse opiniones
representativas y juzgar la política. Éste es el hilo que voy a perseguir en la próxima sección.

1.2 La educación y el oficio de la ciudadanía

En el título de este epígrafe reproduzco, de forma muy deliberada, la afortunada expresión


«oficio de la ciudadanía», que Alejandro Llano ha empleado en un ensayo que dedica a
analizar la problemática actual de nuestras democracias avanzadas." Pocos temas han
visto en los últimos años una avalancha similar, en cantidad y grado de controversia, como
éste relacionado con la teoría democrática. Como no podría ser de otro modo, dada la
habitual tendencia de la pedagogía a transformar la inquietud social en discurso pedagógico
formalizado, muchas de las controversias relacionadas con esa cuestión han encontrado
un espacio, aunque reducido, en la reflexión educativa, y en especial dentro de las
preocupaciones relacionadas con la cuestión de la educación de la ciudadanía.
El ensayo que cito de Llano plantea la idea, ya anticipada por Tocqueville y retomada
después por Charles Taylor, de que el principal riesgo de las democracias evolucionadas
consiste en una rotura o quiebra entre el aparato tecnoburocrático del Estado, por un lado,
y la vida real de los ciudadanos, por otro.
El efecto que produce la creciente implantación, en las sociedades desarrolladas, de
modelos científico-tecnológicos, es realmente múltiple. Pero es precisamente la posibilidad
que esos modelos tienen de ser difundidos en las más diversas situaciones lo que explica,
según hace notar Crespi, el fenómeno de la creciente homogeneización de determinadas
formas de vida, que se traducen, por ejemplo, en idénticas aspiraciones a lograr ciertos
niveles de bienestar, sin contradecir para nada las agudas diferencias también existentes
en los distintos contextos étnicos o los particularismos grupales.
Actualmente, parece bastante extendida la creencia, o la sensación, de que nos hallamos
al final de una época. Esta convicción está fundada en el hecho de que la experiencia vivida
en la edad moderna, como consecuencia de sus resultados tanto positivos como negativos,
ha llegado a una especie de punto crítico. Paralelamente, parece que en nuestra tradición
cultural occidental ha entrado en crisis la idea de que la historia, el proceso histórico, se nos
presente como orientado a un fin.

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No parece que pensemos que exista un «más allá de la historia» o la posibilidad misma de
lograr una sociedad sin contradicciones. De algún modo, hemos tomado conciencia de que
el conocimiento tiene sus límites, aun a pesar de las grandes potencialidades de la ciencia
y de la técnica. Según importantes sociólogos y pensadores contemporáneos, nuestra
situación cultural se caracteriza, por tanto, por tendencias —en apariencia contrapuestas—
tales como la globalización y la diferenciación.
La globalización es la progresiva constitución del mundo como una unidad global que es el
resultado, entre otras cosas, de los efectos del desarrollo científico-tecnológico y de las
fuerzas productivas.
Cada vez mayores sectores de la población mundial aspiran a homogeneizarse —pero sin
perder con ello sus peculiaridades características— en una misma espiración al bienestar.
Pero simultáneamente a esto, las formas de producción de las sociedades avanzadas
conllevan un incremento de la complejidad de los sistemas sociales, lo que ha producido el
fenómeno de la diferenciación.
Varios autores explican estos fenómenos. Talcott Parsons, por ejemplo, explica que los
procesos de cambio de la sociedad contemporánea pueden entenderse como un proceso
de diferenciación estructural de las distintas funciones sociales. La vida social se fragmenta
en esferas separadas, que a pesar de originar diversos problemas, sin embargo tienen más
efectos positivos que negativos, en la medida que con ello se favorece mayores índices de
libertad individual e igualdad social. Niklas Luhmann, por su parte, interpreta la evolución
de nuestras sociedades complejas en términos de diferenciación de ámbitos de significados
separados: amor (relaciones interpersonales y familia), dinero (ámbito económico y trabajo),
verdad (filosofía y ciencia), etc.
Este fenómeno de diferenciación funcional produce una fuerte separación entre la
organización de la sociedad —que se desarrolla a través de la comunicación social— y la
interacción directa entre individuos, la cual se desarrolla mediante percepciones inmediatas
y afectivo-emocionales.
En las sociedades complejas, los problemas se resuelven sobre todo desde la
comunicación social global, a diferencia de lo que ocurría en las sociedades tradicionales
más simples.
Finalmente, Jürgen Habermas también ha analizado la separación entre el sistema social y
el mundo de la vida. El primero es el resultado de la creciente racionalización, en sentido
instrumental, mientras que el segundo se refiere a la importancia de las relaciones
cotidianas entre los individuos.
Todos estos análisis —muy resumidamente expuestos— se fundan en una tesis común: el
fenómeno de la creciente globalización de las formas de vida en nuestras sociedades
complejas, que se deriva tanto de las nuevas formas de producción como de la incidencia
de la ciencia y la tecnología en la vida social y la organización social, explica los problemas
que hoy tenemos para garantizar una base de solidaridad social de forma general y
proporcionar formas de identificación suficientemente fuertes de los actores sociales. Nos
resulta difícil representarnos la sociedad en que vivimos de una forma unitaria. Esta
dificultad se refleja en el hecho de que los individuos, en realidad, pertenecemos a
diversas, y a veces contradictorias entre sí, comunidades. Nos vemos urgidos a tener que
elegir entre diversas formas de identidad y de pertenencia.
Como consecuencia de nuestras dificultades de elección, en un contexto en el que incluso
las instituciones y los gobernantes no confían en la capacidad de juicio o competencia de
los ciudadanos para hacer elecciones relevantes y tomar decisiones políticas, muchos
optan por ligarse a formas emotivas inmediatas, o a sus raíces, lo que a la postre favorecerá
la expansión de formas particularistas de identificación y pertenencia.
Todo esto plantea un problema teórico: ¿cómo lograr que en nuestras sociedades
complejas idear una base común de solidaridad social, respetando las tendencias

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pluralistas que le son propias y evitando, al mismo tiempo, incurrir en orientaciones de vida
social o personal de tipo fundamentalista o absolutista?
Para algunos autores, la respuesta a esta pregunta obligaría a una reflexión teórica
profunda sobre el concepto de racionalidad humana. Para otros, sin embargo, la clave
puede estar en una reflexión del concepto de existencia.
La pregunta que acabamos de formular tiene pleno sentido y está justificada, a la vista de
nuestra actual situación, en la que una crisis generalizada de desorientación, derivada de
la crisis de los órdenes tradicionales y de las grandes ideologías histórico-políticas, puede
favorecer una vuelta a nuevas formas de integrismo (tanto de tipo religioso como
nacionalista).
Al mismo tiempo, observamos una tendencia contraria. Me refiero a la vuelta a formas de
intolerancia y segregación ligadas a formas de defensa vinculadas al género, etnia, cultura,
etc. En muchos casos, la defensa de los derechos de la diferencia hace que los individuos
sean incapaces de hablar en nombre propio.
En realidad hablan como miembros de un grupo o comunidad particular, la cual se arroga
el derecho de señalar cuáles son las actitudes correctas. Esto favorece una crisis de
identidad, una incapacidad para que el individuo se identifique consigo mismo, o para que
la identidad que se deriva, por ejemplo, de nuestra pertenencia a una comunidad política
(ciudadanía) se armonice con nuestra propia identidad personal.
Ante una situación como ésta, y ante el temor que impone una hipotética expansión social
de actitudes funda- mentalistas, algunos autores, como Richard Rorty, han defendido —
como más tarde veremos— cierto relativismo cultural, la instauración del «pensamiento
ironista».
Como puede verse, esta quiebra, fractura del sistema social o creciente diferenciación, tiene
diversos efectos y formas de manifestarse. Por una parte, una reacción de
«encapsulamiento afectivo», de repliegue atomista sobre sí de los ciudadanos ante la
progresiva colonización por parte del estado del mundo vital de la ciudadanía. Por otra, una
progresiva separación, en órdenes distintos y contradictorios, de la ética privada y la ética
pública, escisión en cuya base es posible encontrar, fundamentalmente, una desconfianza
institucional del mencionado aparato sobre la competencia moral de la ciudadanía para
juzgar la marcha de la vida pública." Finalmente, la mencionada quiebra se manifiesta
también, como acabamos de ver, en la intensa globalización de las formas de vida, que
explica los problemas que las sociedades actuales encuentran para garantizar una base de
solidaridad social compartida y proporcionar modos de identificación suficientemente
fuertes para los actores sociales. No es posible ya representarnos la sociedad de forma
unitaria. Y esta dificultad se proyecta en nuestros problemas de identidad y en las formas
tan dispares y contradictorias de entender nuestro sentido de pertenencia.
Otra consecuencia importante de esta quiebra social a la que aludo es la expansión de una
configuración burocrática y tecnocrática en la que la ciudadanía se ve progresivamente
marginada.
Según Llano, nuestra actual situación política exige, preferentemente, un tratamiento de
orden ético, esto es, «un tratamiento de la verdad del hombre y la mujer de acción, de la
verdad práctica». La puesta en práctica de un análisis de estas características constituye,
según Llano, una apuesta inspirada en la promoción del «humanismo cívico», que
«descansa en la convicción de que todo ciudadano, cualquier ciudadano, es capaz de
distinguir lo verdadero de lo falso en la vida pública, es decir, de discernir entre las leyes
justas y las leyes injustas».
Estoy esencialmente de acuerdo con el análisis de Llano, y especialmente con su idea de
que la competencia moral de la ciudadanía estriba en su facultad de juicio y discernimiento.

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De hecho, este libro es un intento de reflexionar, con cierta profundidad, sobre el juicio
político como atributo esencial de la civilidad, y un intento de poner en una más estrecha
relación la actividad del pensamiento con un discurso práctico sobre la civilidad.
Para esta reflexión me serviré de algunas ideas que hoy parecen retomar un nuevo impulso
en el contexto del debate entre los pensadores liberales y comunitaristas, y acerca del cual
diré algo más extensamente en el siguiente capítulo. Aquí voy a centrar la discusión en una
pista que me ha proporcionado el ensayo de Llano que acabo de presentar
esquemáticamente.
La pista a la que aludo se refiere al papel que la educación puede jugar en la formación del
oficio de la civilidad. En el debate protagonizado hoy entre liberalistas y comunitaristas, los
primeros, como señala Llano en su ensayo, apuestan por la implantación de una razón
pública cuyo carácter fuertemente instrumental, sin embargo, le priva de ciertas
dimensiones formativas esenciales.
En la rotura entre ética privada y ética pública, la apuesta liberal parece destacar un tipo de
educación política de la ciudadanía en la que las exigencias efectivas de una educación
cívica no se compadecen bien con la índole abstracta y universal del orden político liberal.
Frente a tal universalismo teórico, y ante la reducción de la vida ética, en su proyección
pública, a una ética puramente procedimental, los comunitaristas recuerdan que la práctica
u oficio de la ciudadanía competente debe darse en comunidades abarcables y
«desarrollarse al hilo de una conversación humana que tiene como telos la verdad».
Frente a la tradicional exigencia de separación, propuesta por la tradición cívica del
liberalismo entre la justicia y el bien —las formas comprehensivas de vida buena y
moralidad que sostienen, en el plano de las creencias, los ciudadanos—, los pensadores
comunitaristas abogan por una más estrecha relación entre ambos planos y por una clara
primacía del bien sobre la justicia.
En este punto, conviene preguntarse qué papel desempeñan en la constitución de una
buena sociedad, de una comunidad política no simplemente viable, sino humanamente
correcta y digna, las creencias individuales de los ciudadanos y las formas en que,
personalmente, perfilan sus ideales de excelencia y moralidad. Conviene interrogarse si
una separación radical entre las esferas de la ética privada y la ética pública, al estilo liberal,
no acabaría desaconsejando hacer de la virtud un fundamento de la vida democrática. Y
conviene plantearse, también, si una educación de la ciudadanía en el seno de
«comunidades abarcables» no terminará convirtiendo la vida social en un sistema
dominado por pequeñas comunidades con intereses antagónicos.
La verdad es que no tengo respuestas para estas preguntas. Pero hay una que sí puede
tener alguna, y que se refiere a la función del pensamiento, de la actividad del pensar, en
el oficio de la ciudadanía, cuya característica principal, aunque no la única, es, como hemos
dicho, el juicio político.
En este libro, el análisis de esta actividad pensante estará muy inspirada en las ideas de
Hannah Arendt, las cuales intentaré aplicar al estudio de un concepto de ciudadanía
reflexiva, como veremos en los dos últimos capítulos. De momento no entraré en el estudio
de la práctica del pensamiento tal y como Arendt lo concibió, pero sí diré que en un contexto
como el nuestro, en el que los educadores somos tan capaces en el plano ideológico de
rechazar grandes sistemas de referencia y formas específicas de orientación de nuestra
existencia, para así huir de la agobiante incertidumbre, como de fundamentar nuestras
prácticas profesionales en la falsa certidumbre que nos proporciona la tecnología y el
pensamiento científico positivo, una lección que el pensamiento filosófico de Hannah
Arendt nos puede proporcionar es que los humanos, en ocasiones también, podemos ser
capaces de «pensar sin balaustrada», es decir, de ejercer un pensamiento frágil, pero no
por ello débil.

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He mencionado antes, al citar el texto de Llano, la palabra «verdad». La búsqueda de la
verdad ha sido, desde siempre, la misión específica de la filosofía, de la indagación
filosófica. Parecería un poco extraño responsabilizar al aprendizaje de la civilidad la
búsqueda de algo tan grueso como «la verdad».
Los pensadores liberales, como veremos, o al menos muchos de ellos, consideran —como
recuerda Galston— que existe una clara distinción entre una «educación filosófica» y una
«educación cívica», y que incluso una sociedad liberal no necesita idear una específica
educación cívica encaminada a la formación de ciudadanos liberales, «porque los procesos
sociales y las instituciones políticas pueden estar dispuestos de modo tal que hagan que
los resultados colectivos deseados sean independientes del carácter y las creencias
individuales».
Más aún, la idea misma de que la iniciación como aprendiz en el oficio de la civilidad pueda
exigir una reflexión sobre la fórmula de que —como dice Llano—«sólo desde el fin del
hombre [...] se pueden comprender verdaderamente las acciones humanas propiamente
dichas» y con ellas, por tanto, la específica naturaleza moral de la práctica cívica, parecería
abusiva, desde el ángulo del liberalismo.
En el fondo, la reflexión ética sobre la especificidad de la educación cívica de nuevo nos
remite a planteamientos filosóficos hoy, como casi siempre, tan controvertidos corno los
relacionados con la búsqueda de la verdad —objetivo tradicional de la indagación
filosófica— o la idea de una naturaleza humana.
La educación, al recibir en su seno estos debates teóricos, recibe también, sin resolver, las
polémicas discusiones que suscitan estas cuestiones, las cuales quedan sin solución,
porque la reflexión teórica de la pedagogía sobre la educación cívica, al menos por el
momento, es una reflexión mucho más volcada al cómo que al porqué, es decir, más
preocupada por la creación de instrumentos que la hagan viable que por un marco teórico
comprensivo que le dote de un sólido fundamento.
Esta forma de proceder tiene mucho que ver con la manera de concebir la misión de la
reflexión pedagógica en contextos sociales democráticos.
En efecto, según una creencia muy asentada en la comunidad educativa, el interés por la
educación moral y cívica debería constituir una de las principales prioridades de cualquier
sistema educativo «moderno» que desee incrementar sus propios índices de calidad, y
extender la estimación por la democracia, concebida como forma de vida cívica.
La democracia, como acabamos de ver, es considerada en la actualidad como la mejor
forma de gobierno y organización de la vida social y pública. Políticamente, parece
universalmente aceptada, como el mejor de los gobiernos posibles, aunque, como también
vimos, al mismo tiempo parece sumamente frágil, pues su vitalidad depende no tanto de la
existencia de un sustrato técnico o económico —con ser estos aspectos fundamentales
para el sostenimiento de dicha democracia «moderna»— como de una permanente
«infraestructura moral», que se traduce en la necesidad de construir lo que desde la
tradición política liberal! se viene denominando «ética ciudadana».
Así se ha expresado recientemente Jacques Delors, en una larga entrevista con Dominique
Wolton, ante la pregunta de si podía haber una política sin filosofi"a moral: «La democracia
se basa en la virtud. Son palabras que hay que usar sin ambigüedad. La apuesta
democrática, mi apuesta, se basa en la esperanza de que el hombre y la mujer se conviertan
en ciudadanos que participen consciente y activamente en el bien común».
Hemos dicho antes que inspirada como está la democracia en elevados valores e ideales,
sin embargo con frecuencia las prácticas democráticas se alejan de ellos, produciendo así
un vacío entre los ideales democráticos que se formularon en los contextos que le dieron
origen y la democracia real. Al mismo tiempo, fenómenos como el multiculturalismo, el
ascenso de un fuerte sentido de «pertenencia» a la comunidad muy ligado, en ocasiones,
a un sentido poco tolerante de nacionalismo, impone la necesidad de idear nuevos modelos

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políticos y de educación —cívica en contextos como el multiculturalismo y la reflexión sobre
lo que se ha dado en llamar la «política del reconocimiento», un concepto que —bajo la
propuesta de Taylor— parecería poder sustituir al más controvertido de tolerancia.
En este contexto, la educación parece tener asignado un papel bastante claro y poco
contestable. Se supone —y ésta es una tendencia bastante «naturalizada»— que las
demandas y expectativas sociales —en materia de salud, de igualdad de oportunidades, en
todos los terrenos, de civismo o moralidad— apenas si necesitan mayores justificaciones
«pedagógicas» para formar parte de los intereses e inquietudes de la comunidad de
educadores y estudiosos de la pedagogía.
Se van así llenando poco a poco espacios antes vacíos de contenidos, susceptibles tanto
de ser investigados como transmitidos en las escuelas y las instituciones educativas. Basta
con detectar una necesidad social para contar ya con un nuevo contenido educativo o
posible objeto de conocimiento pedagógico.
La educación, de este modo, pasa a tener asignada la misión de reproducir un consenso
en materia de valores y normas. Se convierte en el proceso esencial que nos permite
identificarnos «emocionalmente» con un conjunto de valores, actitudes, patrones de
conducta y normas, y a partir del cual accedemos al conocimiento de lo que es
«humanamente» valioso y digno. Esta misión educativa vale para casi todos, los posibles
terrenos, para casi todos los espacios pedagógicos que la imaginación o las demandas
sociales puedan habilitar.
Esta forma de pensar en la misión de la educación probablemente tiene mucho de
aprovechable, y quizá no se debe desacreditar alegremente. Sin embargo, deja más cosas
sin decir que las que enuncia. Y tan sólo por eso merece la pena discutir los fines que tiene
asignada la actividad educativa en nuestros días con mayor detenimiento.
Pensemos por ejemplo en las funciones de la educación en materia de formación política
de la ciudadanía, esto es, en todo lo que se refiere a la educación de un ciudadano
competente y capaz de participar activamente en la construcción de la comunidad política.
De acuerdo con la anterior descripción, la educación sería el proceso encaminado a
reproducir en los sujetos un consenso anterior, ya dado, en materia de valores ético-
sociales. Cuestiones tales como la formación del pensamiento crítico o autónomo podrían
formar también parte de la tarea educativa, pero probablemente sólo en relación con dicho
consenso, que se supone define lo que es humanamente valioso y digno. ¿Cabe pensar en
otra manera de entender el pensamiento crítico que no sea aquella que está destinada,
desde una concepción previa, a asegurar un consenso axiológico anteriormente acordado?
Si esta pregunta tiene alguna respuesta, ésta la podremos comenzar a encontrar si
reflexionamos más en profundidad sobre la naturaleza de la práctica del pensamiento.
Pero para explorar con mayor profundidad este tipo de cuestiones resulta imprescindible
plantearse de nuevo las relaciones entre la filosofía y la política en el marco de una teoría
de la educación cívica.
Por ejemplo, podemos preguntarnos, como antes avanzaba, si es o no respetable, y hasta
qué punto, la separación explícita de la política de creencias y convicciones personales
sobre cuestiones de importancia última, es decir, si la construcción de una comunidad
política y la educación de una ciudadanía democrática requiere que sigamos
planteándonos, como freno frente a la hipotética instauración de una cultura excesivamente
individualista y relativista, cuestiones filosóficas de primera importancia. Como veremos,
tanto en este capítulo como a lo largo del libro, la respuesta a esta pregunta no es unívoca.

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