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La Política Nacional

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LA POLÍTICA NACIONAL

El mundo político de Madrid, muy vinculado a la prensa y a las tertulias y asociaciones como el Ateneo y la Sociedad Matritense,
estaba compuesto por presidentes del Consejo, ministros, secretarios de ministerio, altos funcionarios y diputados más o menos
habituales con un peso especial. Casi todos ellos fueron intercambiables en sus puestos y los ocuparon alternativamente o
incluso al mismo tiempo. El poder ejecutivo, o lo que propiamente se llama gobierno, se componía de una serie de secretarías
de despacho (ministerios), que se fueron fijando a lo largo del siglo xIx. Las carteras de Estado, Gracia y Justicia, Hacienda,
Fomento, Guerra y Marina fueron estables en todos los gobiernos del siglo x1x, incluidos los del reinado de Fernando VII. Otros
dos ministerios fueron más cambiantes: el de «Gobernación del Reino» y el Ministerio de Ultramar. Eran pues seis, siete u ocho
ministerios, formalmente nombrados por la corona, con mayor o menor influencia de partidos o «espadones» militares. Todos
los ministros reunidos formaban el Consejo de Ministros cuyo presidente era quien la corona designaba al efecto. Con
frecuencia el presidente era también ministro de Estado. La nómina de ministros fue considerable. Entre 1833 y 1868, hubo más
de 50 gobiernos diferentes, con una duración media de un gobierno cada siete meses (34 de ellos duraron menos). El número de
ministros es mayor que el número de gabinetes multiplicado por el de ministerios, pues en muchos de los gobiernos, a pesar de
su brevedad, hubo reorganizaciones y crisis parciales. En total fueron más de 500 cargos ministeriales. Como muchos de ellos
ocuparon carteras en diversos gobiernos, el número de personas que realmente fueron ministros de Isabel II o sus regentes
fueron cerca de doscientos cincuenta. Los ministros se reclutaban fundamentalmente entre hombres de leyes (abogados,
magistrados, profesores de derecho) y militares. Con frecuencia, unían a una de las condiciones anteriores la diplomacia y el
periodismo, actividades que muchas veces se confundían con la propia política. Como excepciones nos encontramos a algún
historiador aficionado, como el conde de Toreno, propietario y rico por su casa. Algunos, muy pocos (entre los que destacan Cea
Bermúdez, Mendizábal o, especialmente, José Salamanca) se dedicaban profesionalmente al mundo de los negocios, si bien
otros muchos ministros hicieron «negocios» aprovechándose de su condición en la política. Llama la atención que prácticamente
todas las demás profesiones y actividades estuviesen casi completamente ausentes de una posible carrera ministerial en estos
años. Los gobiernos se formaban por iniciativa de la corona, que, al menos en teoría, actuaba como poder arbitral, aunque, con
más frecuencia, tendía a orientarse abiertamente por los moderados. En puridad, el poder de la corona, en un régimen
teóricamente parlamentario, hubiera sido equilibrador, moderador y garantía del juego limpio electoral.
Además de los ministros y parlamentarios, había otra serie de puestos y altos cargos en la política y la Administración radicada
en Madrid: por una parte, el mundo de la representación española en el exterior, que frecuentemente, como he dicho, estaba
ocupada en sus escalones más altos por los propios políticos o, si se quiere, al revés; por otra, los ministerios contaban con una
secretaría general y una serie de altos cargos, normalmente denominados directores generales. De cada uno de ellos dependía
una oficina, en la que el director general actuaba como jefe, auxiliado por un número variable de subalternos.
En todo caso, no hay que pensar en una Administración muy numerosa, ni excesivamente ágil. Por ejemplo, en 1860, según el
censo que corresponde a ese mismo año, los empleados «activos» del Estado no llegaban a 31.000, bastante distribuidos por las
provincias. En Madrid no llegaban a los 5.000. El poder legislativo estaba compuesto por dos cámaras: Congreso y Senado, con
función y composición variable según el ordenamiento constitucional y correspondientes leyes y reglamentos, muy variables,
por cierto, para tan corto número de años. En lo que se refiere a la legislación electoral (Estrada, 1995), hubo seis disposiciones
distintas (mayo de 1834, mayo y agosto de 1836, julio de 1837, marzo de 1846 y julio de 1865), por las que se rigieron las 22
elecciones del reinado de Isabel II. Las principales divergencias se referían a la división de las circunscripciones en distritos
uninominales o plurinominales, a la adopción del sufragio indirecto (siguiendo las normas de las Cortes de Cádiz) o directo y,
sobre todo, a la mayor o menor dimensión del censo electoral. Respecto a las circunscripciones, en todos los casos se tomó la
provincia como ámbito de organización y representación (se era diputado, por ejemplo por León, Soria v Canarias, y había tantos
diputados como correspondiera a la provincia, según la población). Cosa distinta ocurrió con el sistema de elección en listas
uninominales o plurinominales. Los pequeños distritos uninominales que defendieron los moderados en la ley de 1846 (vigente
cerca de veinte años), tal como se desarrollaban las elecciones de la época, facilitaron el control de las elecciones por las
oligarquías locales sobre todo en el medio rural. Efectivamente, cada distrito (casi siempre coincidente con un partido judicial)
elegía directamente un diputado que, si bien representaba a la provincia, también tenía unos vínculos y se identificaba con un
distrito. La mayor dificultad de control por parte del Ministerio de la Gobernación obligaba a un sistema de pactos con familias o
personajes poderosos en una comarca, iniciándose así los primeros cacicazgos que se prolongarían durante décadas. Excepto la
ley de 1846, todas las demás disposiciones electorales del reinado de Isabel 1 optaban por listas plurinominales. Además, los
progresistas en la ley de 1837 o la Ley Electoral de 1865 (puesta en marcha por el último gobierno de Unión Liberal de O'Donnell
precisamente para atraerse a los progresistas) aumentaron los censos con mayor número de votantes urbanos, lo que suponía
que, además de dar mayor peso al voto de las ciudades y poblaciones semiurbanas, se permitía mayor influencia directa de la
línea que iba desde el ministro de la Gobernación a los gobernadores, presidentes de la diputación y principales alcaldes. Cada
votante tenía que ir a votar a la mesa electoral que se situaba en el ayuntamiento de la población cabeza del distrito electoral,
pero no elegía a un diputado por el distrito sino a los del conjunto de la provincia en lista plurinominal. Las cabezas de partidos
judiciales, en las que en 1834 se subdividieron las provincias creadas un año antes, adquirieron también significado político al ser
la sede de las juntas electorales para la elección de procuradores del reino (Real Decreto de mayo de 1834) y, en su gran
mayoría, coincidir con los distritos electorales según el resto de las disposiciones electorales. El método indirecto de elección fue
el que se señalaba en la legislación de las Cortes de Cádiz y el que se empleó según los Reales Decretos de 1834 y de agosto de
1836 (en este caso por parroquias). El derecho de sufragio correspondía a muy pocos españoles (caso dela legislación de 1834) o
a parte considerable de la población masculina mayor de edad (caso de la de agosto 1836), que elegían compromisarios en
tercer o cuarto grado que, a su vez, elegían definitivamente a un número variable de diputados por provincia. Las sucesivas
cribas, en las que el control del gobierno era cada vez mayor, permitía ir orientando el voto hacia los candidatos que más
interesaban. Este sistema fue cayendo en desuso en la Europa liberal de los años treinta, que se decantó por el censo electoral
restringido y el voto directo. Así, también en España, las disposiciones electorales posteriores prefirieron la elección directa que
sólo podían ejercer unos pocos españoles que tuviesen propiedades, fueran contribuyentes o, en su defecto, «capaces» de
comprender el sistema liberal y elegir a las personas más convenientes. Por uno u otro procedimiento, la posibilidad de voto fue
escasa: entre el 0,1 y el 25 por 100 de los españoles. Todos los gobiernos, cuando presentaban una nueva legislación electoral,
afirmaban que pretendían transparencia y limpieza de la que carecían las demás. La realidad era que las elecciones no se
perdían nunca porque siempre se controlaban. Los cambios de gobierno, cuando implicaban mudanzas de partido político, no se
llevaban a cabo a través de unas elecciones sino por la decisión de la corona, forzada en bastantes ocasiones. Los grupos
políticos, a veces con la presión de las armas o con la algarada callejera en las ciudades, actuaban sobre la corona logrando
muchas veces el encargo de formar gobierno, lo que llevaba consigo la posibilidad de «manejar» la elección «que siempre
proporciona mayorías sumisas» (Jover). Como queda dicho, en el periodo de 1833 a 1868 que abarca el periodo de Isabel IL,
hubo 22 elecciones generales. En casi todos los casos los presidentes del gobierno (designados por la reina) que convocaron
elecciones continuaron como tales con mayorías parlamentarias, hasta que la reina nombraba a otro presidente que volvía a
convocar elecciones. Sólo en cinco ocasiones los gobiernos convocantes perdieron las elecciones. Incluso en dos de ellas, el
poder continuó en manos de los perdedores del que tuvieron que ser expulsados por un pronunciamiento armado.
Los únicos casos en que el presidente convocante perdió claramente unas elecciones fueron, en primer lugar, Evaristo Pérez de
Castro en los comicios (generados por la presión de Espartero) del verano de 1839, un momento complicado sobre todo por la
guerra carlista. Curiosamente, el gobierno moderado continuó con minoría parlamentaria, sustentado por Espartero. Unas
nuevas elecciones convocadas de nuevo por Pérez de Castro a los pocos meses «corrigieron» la situación y dieron mayoría a los
moderados. Las tres siguientes ocasiones corresponden a la regencia de Espartero en la que nunca llegó a tener mayoría
parlamentaria. Perdió las elecciones de marzo de 1841 y con esa minoría se mantuvo como regente y dio el gobierno a amigos
suyos. En abril de 1843, el presidente del gobierno era un general impuesto por el regente, Espartero. Las elecciones fueron
perdidas por ambos. Espartero intentó ceder el gobierno (que no el poder que quedaba en sus manos como regente) a parte de
la coalición vencedora, en una situación confusa que terminó por un pronunciamiento militar. En agosto de 1843, se habían
convocado unas nuevas elecciones con la intención de dar la mayoría al gobierno, que ya no estaba en manos de los
esparteristas sino presidido por Joaquín María López. La mayoría parlamentaria fue para una coalición opositora al ejecutivo, en
la que participaron los moderados y parte de los progresistas. Estos últimos siguieron aferrados al poder del que fueron
desalojados por la fuerza. La única ocasión en la que un presidente entendió que había perdido unas elecciones y dimitió, de
acuerdo con la vía reglamentaria que, como vemos, fue excepcional, fue después de las elecciones de diciembre de 1846, en las
que Istúriz propuso a un presidente del Congreso que fue derrotado por una coalición de progresistas y moderados puritanos,
por lo que aquél dimitió en enero de 1847. Se puede afirmar que, como norma general, los políticos dinásticos isabelinos
manipularon la «máquina» parlamentaria desde su origen electoral. Como señala Manuel Estrada (1999, p. 79), las casi
sistemáticas victorias gubernamentales tuvieron caminos distintos. Mientras que la ley de 1837, impulsada por el Partido
Progresista, facilitó la injerencia gubernamental directa, la ley moderada de 1846 concedía un mayor protagonismo a los
notables locales que negociaban (4 cambio de favores y prebendas personales o para el distrito) con el gobernador o jefe
político de la provincia.

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