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Resumen: Desde la publicación del hallazgo del arte rupestre, en 1880, la historia de la cueva
Altamira y sus Museos ha sido compleja y ha discurrido en paralelo a la evolución social de
nuestro país. Esta trayectoria refleja los cambios operados en la forma de gestionar y conservar
el patrimonio español, a tenor de los tiempos y los intereses económicos o políticos de cada
momento. El Museo Nacional y Centro de Investigación de Altamira se creó en 1979, pocos
meses después de la afectación de la cueva de Altamira al Estado español. Hasta ese momento
no había existido ningún Museo propiamente dicho, tan sólo algunas instalaciones destinadas
a la acogida del público y exhibición de los objetos recuperados en las excavaciones de la
cueva. Desde su creación, la misión principal del museo ha sido la conservación de la cueva
de Altamira, que constituye su razón de ser y el principal patrimonio que tiene adscrito.
Palabras clave: Historia de la Arqueología. Conservación del arte rupestre. Gestión del patri-
monio. Investigación arqueológica. Difusión del patrimonio.
Abstract: Since the publication of the discovery of rock art in 1880, the history of the Altamira
Cave and its museums has been a complex one, paralleling the own social evolution of the
country. This development reflects the changes in the way Spanish heritage is managed and
preserved, hinging on the economic or political times and interests of the time. The Museo
Nacional y Centro de Investigación de Altamira was created in 1979, a few months after the
ownership of the Altamira Cave was transferred to the Spanish state. No proper Museum had
hitherto been established, and there had only been a few facilities aimed at welcoming visi-
tors and hosting small exhibitions of the objects found during the excavations in the cave. The
museum's main mission is the preservation of the Altamira cave, which is the reason for its
existence and constitutes the majority of its holdings.
La cueva de Altamira comenzó a ser visitada con intensidad antes de que su descubridor,
Marcelino Sanz de Sautuola, publicara el hallazgo de las pinturas. Desde el verano de 1879
la noticia corría por los alrededores, y los vecinos de los pueblos cercanos y de Torrelavega
llegaban hasta la cueva pertrechados con candiles y cuerdas para recorrerla hasta los últimos
rincones. En estas excursiones, el que más y el que menos se llevaba sílex, huesos y conchas
que encontraban en la superficie o picaban aquí y allá dejando la cueva llena de «zanjas»
(Harlé, 1881). Seguramente para evitar daños mayores, en 1880 el propio Sautuola pagó de
su bolsillo la colocación de una puerta en el estrecho boquete de entrada. A partir de ese
momento, la cueva se visitó de forma más controlada y con el acompañamiento de personal
del Ayuntamiento de Santillana del Mar. El celo encomiable del consistorio tenía también
sus puntos débiles y sabemos que estos guías rebuscaban en el suelo para que las visitas se
llevaran algunos objetos como recuerdo, quizá a cambio de una propina, quizá tan sólo por
halagar a personas principales. Los visitantes de Altamira eran, además de los lugareños, los
burgueses acomodados, la nobleza local, la aristocracia que acompañaba a la familia Real en
sus veraneos en Santillana y el propio Rey y sus hermanas. Muchas de estas personas veían en
la arqueología una actividad digna de su posición y algunas de ellas crearon sus colecciones
particulares en las que no podían faltar objetos procedentes de la cueva de Altamira, como
la que tenía en su palacio el marqués de Comillas. De ella decía Cabré (1922: 6) que: «Puede
estudiarse, de la célebre cueva de Altamira, un lote de industria lítica y hueso, magdaleniense,
así como varias de las primeras reproducciones polícromas que se hicieron de las pinturas mu-
rales de dicha caverna a raíz de su descubrimiento». También algunos pioneros de la Prehis-
toria hicieron sus propias colecciones como Eduardo de la Pedraja, Juan de Vilanova i Piera o
Taylor Ballota –al parecer–, el médico de Santillana del Mar, en las que las piezas procedentes
de Altamira ocupaban un lugar destacado.
Fig. 1. Visitantes de la cueva de Altamira, alumbrándose con antorchas (Cartailhac, y Breuil, 1906).
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En 1881, el paleontólogo Edouard Harlé fue enviado desde Francia para investigar la
veracidad de las afirmaciones de Sanz de Sautuola sobre la antigüedad de las pinturas. Recogió
gran cantidad de materiales que envió al Musée des Antiquités Nationales de Paris y al Musée
d’Histoire Naturelle de Toulouse, en concreto 123 dientes de diferentes especies (ciervo, zorro,
caballo, bóvido…), 10 fragmentos de cuernos, 1200 huesos, 600 patellas, 132 littorinas, 91 sílex
y 8 huesos trabajados (Harlé, op. cit.: 278-279). Incomprensiblemente, Harlé no vinculó la cro-
nología del depósito arqueológico con la edad de las pinturas, al contrario de Sanz de Sautuo-
la, quien utilizó este argumento para dictaminar su antigüedad paleolítica. En consecuencia,
Harlé informó a sus colegas franceses que las pinturas eran una realización moderna, echando
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por tierra la hipótesis planteada por Sautuola y dejando a la cueva de Altamira sumida en un
prolongado olvido científico.
Poco se sabe del devenir de la cueva de Altamira hasta 1902, cuando se reconoció la
antigüedad y originalidad de las pinturas tras el hallazgo de otras cuevas en Francia con arte
rupestre. En los 22 años transcurridos desde el descubrimiento de las pinturas de Altamira
hasta su aceptación científica, de nada sirvieron los centenares de obras de arte mueble reco-
gidas en las cuevas francesas en el último tercio del siglo xix, conteniendo representaciones de
mamuts, rinocerontes, renos o bisontes. Algunas estaban magníficamente grabadas en huesos
y placas de piedra, con posturas y detalles anatómicos minuciosamente capturados o eran
auténticas esculturas de bulto redondo realizadas en astas de reno. En este tiempo se había
aceptado que nuestros antepasados paleolíticos eran capaces de generar pequeños artefactos
decorados, como si de una artesanía o un arte menor se tratara, pero se les seguía conside-
rando incapaces de trasladar sus habilidades a la pintura mural, para lo que se suponía una
capacidad intelectual que a ellos se les negaba.
En octubre de ese año, los prehistoriadores franceses Emile de Cartailhac y Henri Breuil
se desplazaron hasta Santillana del Mar para conocer de primera mano aquellas obras de arte.
Aunque no obtuvieron permiso para excavar, recogieron industria lítica, huesos, azagayas
grabadas y dientes perforados que remitieron a los museos de Paris y Toulouse (Breuil, y
Obermaier, op. cit.: 176).
Al mes siguiente, una vez que Cartailhac y Breuil regresaron a su país, Hermilio Alcalde
del Río, un pintor, profesor de la Escuela de Artes y Oficios de Torrelavega, tomó la decisión
de excavar en el vestíbulo de la cueva a pesar de que no tenía experiencia en este campo.
Por lo que sabemos, Alcalde del Río intervino sobre una amplia superficie de tierra y rocas
en la zona del vestíbulo y profundizó algo más de 1 metro. Excavó con cuidado, percibiendo
diferencias de color y textura en los sedimentos, distinguiendo dos niveles arqueológicos, uno
del Solutrense y otro del Magdaleniense, distinción que ha sido respetada y mantenida hasta
nuestros trabajos en la cueva a partir de 2006 (Lasheras, et al., 2012). Como era normal en la
época, Alcalde del Río conservó personalmente los objetos de Altamira que llegaron al MUPAC
años más tarde, posiblemente ya muy mermados.
El escaso marco legal existente en España permitía que los excavadores conservaran la
propiedad de lo recuperado. Como herencia de la Ilustración, la Real Academia de la Historia
había constituido su Gabinete de Antigüedades en 1792 que se encargaba de recoger objetos
diversos relacionados con la historia de España. Posteriormente, la Ley de Instrucción Pública
de 1857, la «Ley Moyano», adjudicó a la Academia de Bellas Artes de San Fernando potestades
para conservar los monumentos artísticos e inspeccionar los museos.
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La cueva de Altamira y sus Museos
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los objetos en la localidad en que se hallaren, a condición de que se conservasen con fines
culturales (artículo 7.º). Posiblemente este punto facilitó la ubicación del primer Museo de la
cueva en sus proximidades para conservar allí los objetos descubiertos en las excavaciones de
1924-1925 ya que, normalmente, éstos tendrían que haber sido entregados al Museo Arqueo-
lógico Nacional (Madrid).
Por tanto, era normal y legal que las colecciones arqueológicas permanecieran en
manos de sus descubridores y que las considerasen como objetos de su propiedad. A esta
situación se añadía el hecho de que la provincia de Santander, como se denominaba entonces
a la región, no tenía ningún museo en el que depositar objetos o recibir donaciones de parti-
culares. Nunca hubo en la región una tradición coleccionista, a excepción de especímenes de
historia natural o numismáticos, como en el caso de Sanz de Sautuola, ni se habían producido
los movimientos desamortizadores del siglo xix, que son el origen de los museos provincia-
les españoles. En 1884 Sanz de Sautuola, como vicepresidente de la Comisión Provincial de
Monumentos de la provincia de Santander, propuso conseguir un local en el que reunir las
antigüedades que recogía dicha Comisión, para evitar su destrucción y pérdida y para crear
en el futuro un museo provincial. Las gestiones con el Director del Instituto Provincial de Se-
gunda Enseñanza de Santander dieron sus frutos y consiguió autorización para depositar en
dicho centro los objetos que fueran recogiendo o adquiriendo. Sanz de Sautuola mandó en su
testamento que sus colecciones de documentos y de historia natural pasasen a dicho Instituto
con la condición de que se conservasen y permaneciesen unidas. Su viuda hizo entrega de las
mismas en 1894, pero conservó una parte importante que fue objeto de dos nuevos legados
realizados posteriormente por su hija María, uno al Museo Municipal de Santander en 1910
(Madariaga, 1976: 287) y otro al Museo de Altamira, hacia 1925.
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830 Carmen de las Heras, Pilar Fatás y José Antonio Lasheras
Fig. 3. Imagen de la casa construida para Museo y vivienda del guardia (postal turística, autor desconocido).
nes públicas y con las contribuciones del propio duque de Alba y sus amigos. Para la gestión
del proyecto de consolidación, la investigación arqueológica y la promoción turística se cons-
tituyó la Junta de Administración y Exploración de la Cueva de Altamira (en adelante la Junta),
vigente como órgano gestor de la cueva hasta 1940. La Junta resolvió satisfactoriamente la ce-
sión de los derechos municipales sobre la propiedad de la cueva a través de un contrato con
el Ayuntamiento de Santillana del Mar. Estuvo presidida por el duque de Alba, Alberto Corral
ostentó la vicepresidencia y contó con un Comité Científico en el que había personalidades de
la talla de Hugo Obermaier y Jesús Carballo.
El Libro de Actas de la Junta describe la génesis del proyecto, algunos de cuyos párrafos
se incluyen a continuación por su curiosidad e interés histórico. Dicen así: «[…] El Sr. Duque
de Alba […], concibió, al regreso de una de sus excursiones a la Cueva, el proyecto de formar
una Junta o Comisión que pudiese tomar a su cargo, por lo pronto, la conservación de las
pinturas, el arreglo del interior de la cueva, la exploración del suelo y la construcción de una
carretera que permitiese llegar en carruaje hasta la misma entrada de la caverna, facilitando de
este modo el estudio y la contemplación de tan singulares maravillas. Le encargó también un
proyecto de casa que sirviese de habitación para el guarda, y de museo en que se conservasen
los objetos que fuesen apareciendo en las exploraciones que habían de hacerse»4.
La construcción del edificio para vivienda del guarda y Museo debió ejecutarse con
cierta rapidez, posiblemente hacia 1924 o 1925. En la planta baja tenía una sala de exposición,
de disposición rectangular, en cuyo perímetro y zona central estaban instaladas las vitrinas con
objetos de Altamira. En las paredes se disponían cuadros con reproducciones de las pinturas.
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Este primer museo de Altamira estuvo abierto al público hasta 1980 para informar a
los visitantes sobre la cueva de Altamira, sus objetos y su arte, pero nunca fue un museo pro-
piamente dicho, ni tuvo personal facultativo ni medios técnicos o científicos para realizar su
actividad. Sin embargo se le dotó de actividad acopiadora, especialmente de las excavaciones
que dirigía el Dr. González-Echegaray quien depositó todos los materiales de sus excavaciones
en este Centro y son los que constituyen el grueso de la colección estable actual.
Continuando con el relato de las actividades realizadas por la Junta (1925-1940), desta-
can las obras en el interior de la cueva de Altamira para garantizar su estabilidad física, paliar
los efectos de la entrada de agua y mejorar su conservación. Se facilitó el acceso de los visi-
tantes rebajando el suelo bajo los bisontes policromos para poder verlos de pie, evitando que
fuera fácil tocarlos; se abrió un paso para recorrer cómodamente toda la cueva y se instaló luz
eléctrica.
Desde 1940 hasta 1977, el desarrollo turístico masivo acabaría desencadenando el dete-
rioro de la cueva y terminaría con su cierre al público. Las primeras cifras seguras de visitantes
son de los años 50 y reflejan claramente su trayectoria ascendente, pasando de los 30 000 vi-
sitantes en 1952 a los 60 883 en 1959. En los años sesenta, se había convertido en el principal
reclamo turístico de la región: Altamira era la postal de Cantabria. Al final de la década eran ya
155 000 los visitantes anuales. Para atenderlos, toda la cueva, incluso la intrincada galería final,
fue adaptada a la visita turística. La transformación progresó de un modo lógico e inevitable,
por así decir, siempre con la intención expresa de conservar pero sin valorar correctamente
el impacto de las obras y de las visitas masivas en la conservación del arte. El resultado fue la
metamorfosis irreversible de la caverna natural en un monumento visitable, para turistas. La
sala en la que fue confinado el techo de los policromos quedó aún más aislada al comunicarse
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con el resto de la cueva solo por un estrecho pasillo, lo que agravó cualquier impacto ambien-
tal en su interior, como el provocado por la presencia humana.
Con los años, Altamira se había convertido en un reclamo turístico de primer orden,
que generaba grandes beneficios económicos. En 1972 y 1973 se superaron los 174 000 visi-
tantes anuales, pero desde muchos años antes la alarma sobre el estado de conservación de
las pinturas se había transformado en una situación sumamente grave. Las figuras mostraban
decoloración y formaciones cristalinas tan evidentes que la cuestión llegó a un prestigioso
semanario de ámbito nacional que publicó unas impactantes fotografías de Francisco Santama-
tilde ilustrando cambios notorios en el cuello de la gran cierva (Sábado Gráfico, n.º 58, 14 de
octubre de 1975).
A raíz de esta información se creó una Comisión investigadora para determinar el es-
tado de las pinturas (O. M. de 22 de enero de 1976), presidida por el prehistoriador Eduardo
Ripoll que recomendó reducir drásticamente el número de visitantes y, finalmente, su cierre
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absoluto para iniciar un completo estudio sobre las condiciones ambientales. Así pues, en
septiembre de 1977 se cerró la cueva de Altamira a la visita pública y fue transferida al Estado
español.
En virtud del Real Decreto 2410, de 27 de agosto de 1977, se aprobaron las bases para la tran-
sacción de la propiedad de las cuevas de Altamira desde el Ayuntamiento de Santillana del Mar
al Estado español. Desde este momento, el Ministerio de Cultura asumió la gestión de la cueva,
de las instalaciones y del personal contratado por el Patronato. Dos años más tarde se creó el
Museo de Altamira (O. M. de 15 de junio de 1979), como órgano responsable de la tutela de
la cueva, cuya dirección se encomendó al prehistoriador Joaquín González-Echegaray.
Entre las acciones que se impulsaron y materializaron en este periodo destacan el fin
de la explotación turística y el inicio de un proyecto de investigación para conocer el estado
de conservación de las pinturas. La cueva de Altamira permaneció cerrada durante más de
cuatro años, generándose en este periodo fuertes discrepancias con el Ayuntamiento de Santi-
llana del Mar, por el quebranto económico que la clausura suponía a los negocios locales. La
cuestión llegó al Parlamento español en 1978 proponiendo el entonces Ministro de Cultura,
Pío Cabanillas Gallas, la construcción de una réplica que canalizara el flujo turístico que no
podía acceder a la cueva original. Esta alternativa parecía satisfacer a todos los interesados y
se realizaron los primeros estudios técnicos que, no obstante, resaltaron la inviabilidad de este
proyecto por diversos motivos, especialmente por la falta de un emplazamiento adecuado.
En todo caso, la fuerza ejercida por el historiador Javier Tusell, Director General de Patrimo-
nio Artístico, Archivos y Museos del Ministerio de Cultura (1979-1982) y de su sucesor en el
cargo, Manuel Fernández Miranda (1982-1984), contribuyó decisivamente a que la cueva per-
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maneciera cerrada para permitir su estudio sin la interferencia provocada por los visitantes.
En estos años de discrepancias se generó una corriente populista en torno a la cueva que se
incrementó cuando no se transfirió a la recién creada Comunidad Autónoma de Cantabria, en
1983. Puede decirse que esta corriente no ha desaparecido y que, en diferentes ocasiones, ha
sustituido la objetividad de la investigación científica en favor de planteamientos emocionales,
poco consecuentes con ésta, reclamando la reapertura para fomentar el desarrollo turístico
regional, recientemente.
Para la ejecución de este ambicioso Plan se creó una figura jurídica capaz de aglutinar
a todas las instituciones representadas en el Patronato del Museo de Altamira: el Consorcio
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El objetivo principal del Plan era evitar o minimizar los riesgos que pudieran afectar al
exterior de la cueva, a su área impluvial y entorno inmediato, para proteger las condiciones
naturales de conservación de las pinturas. Para ello era fundamental adquirir todas aquellas
parcelas de propiedad privada existentes sobre la vertical de la cueva como medio para garan-
tizar la conservación del entorno de Altamira, impedir vertidos de cualquier naturaleza y las
obras que pudieran afectar a la cueva directa o indirectamente. La propiedad del Museo, una
vez culminadas las adquisiciones de fincas, es de casi 200 000 m2. Se estableció un control de
vibraciones riguroso mediante sismógrafo en las obras del proyecto y las siguientes realizadas
dentro y fuera del Museo. Finalmente, se procedió a renaturalizar el entorno de la cueva y su
área impluvial suprimiendo toda causa de riesgo de origen antrópico al trasladar o eliminar
todas las infraestructuras existentes.
Durante el tiempo que duró la construcción del nuevo edificio y la mejora del entorno
de la cueva, un equipo de investigadores del Consejo Superior de Investigaciones Científicas
(CSIC), dirigido por el geólogo Manuel Hoyos (fallecido en 1999), registró y analizó los pará-
metros medioambientales que afectan a la conservación de la cueva y el arte que contiene.
La conclusión fue que los valores de algunas variables no llegaban a recuperarse entre ciclo
y ciclo diario de visitas a la cueva, produciéndose efecto reservorio en el sistema subterráneo.
Por lo tanto, era urgente revisar el régimen de visitas ya que los procesos de deterioro habían
progresado desde la reapertura en 1982 (Lasheras y Heras, 1998).
El Plan Museológico para Altamira avanzó simultáneamente en los tres grandes objetivos de
cualquier museo: conservación, investigación y difusión. Así, al tiempo que se intervenía sobre
el entorno para mejorar la protección de la cueva, se estaba construyendo un nuevo edificio
para Museo en el que se albergarían tanto las dependencias semipúblicas como la exposición
permanente y el facsímil de la cueva, la Neocueva.
El nuevo edificio fue inaugurado por los Reyes de España el 17 de julio de 2001. La
construcción fue encargada por el Patronato del Museo de Altamira al arquitecto Juan Navarro
Baldeweg, quien diseñó un edificio integrado en las suaves pendientes de la topografía local:
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Fig. 6. Planos del Museo de Altamira antes y después de la ejecución del Plan Museológico para Altamira. Se
observa el aumento de la superficie, la eliminación de viviendas, depósitos de agua, transformadores eléctricos,
de uno de los pabellones y el desvío de la carretera (diseño: Museo de Altamira). Leyenda: 1: cueva de Altamira;
2: terrenos del Museo (2A terrenos fuera del recinto); 3: «casa de 1924»; 4: cueva de Las Estalactitas; 5: sede de
Pabellones; 6: aparcamiento; 7: nuevo edificio para Museo (A: salas de exposición y otras dependencias públicas;
B: Neocueva).
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En el actual Museo de Altamira, como parte del mismo proyecto, se integra la Neocueva.
La llamamos así porque expresa la idea de hacer de nuevo la cueva tal como fue, y no tal
como es; porque restituye con precisión milimétrica la arquitectura natural de la cavidad, y
porque reproduce la cueva habitada durante el paleolítico y no el monumento del siglo xx
(travestido con derrumbes y artificios). El rigor museológico del proyecto y las innovadoras
aplicaciones tecnológicas sirvieron para crear un instrumento preciso de información y co-
nocimiento, como si se tratara de un libro abierto, con pocas palabras y una única ilustración
tridimensional en la que pueden sumergirse muchas personas a la vez; un instrumento con
el que se ofrece información científica de la prehistoria accesible física e intelectualmente
para todos, de modo atractivo, motivador y estimulante, incluso emocionante. La Neocue-
va es incluso más fiel al original paleolítico que la cueva original tal y como ha llegado a
nuestros días. Más de cuatro millones de personas han visitado el Museo entre 2001 y 2016
aceptando esta oferta para conocer Altamira y la prehistoria, y valorando la experiencia
como muy satisfactoria.
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Director del Museo propuso su cierre a la Dirección General de Bellas Artes y el comienzo de
una nueva campaña de estudio a cargo del CSIC, bajo la dirección de Sergio Sánchez-Moral,
que se prolongó entre 2003 y 2012 (Lasheras y Heras, 2006; Lasheras et al., 2011).
A la hora de entregar estas notas nos ha dejado José Antonio Lasheras, director del Mu-
seo de Altamira durante 26 años. A su bonhomía y a su trayectoria profesional dedicamos este
trabajo. Como siempre decía José Antonio, citando a Voltaire: «lo mejor para aburrir a alguien
es contárselo todo». Pues bien, en honor a él, recogemos esta máxima y les emplazamos a
conocer el Museo de Altamira.
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