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450 Escorial

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1

PROPAGANDA Y DOCTRINA
EDITORIALES Y OTROS TEXTOS
DE LA REVISTA ESCORIAL
(1940-1942)

https://ceclmdigital.uclm.es/details.vm?q=id:0002343887&lang=es&view=revistas

CLÁSICOS DE HISTORIA 450


3

ÍNDICE
Núm. 1, noviembre de 1940
MANIFIESTO EDITORIAL...........................................................................................................5
EL POETA RESCATADO POR DIONISIO RIDRUEJO...............................................................7
NOTAS HECHOS DE LA FALANGE..........................................................................................11

Núm. 2, diciembre de 1940


EDITORIAL..................................................................................................................................13
NOTAS. ADVERTENCIA SOBRE LOS LÍMITES DEL ARREPENTIMIENTO.......................16

Núm. 3, enero de 1941


UN PRÓLOGO DE JOSE ANTONIO..........................................................................................17
NOTAS. BREVE RESEÑA DEL V CONGRESO DE LA SECCIÓN FEMENINA....................20

Núm. 4, febrero de 1941


ANTE LA GUERRA.....................................................................................................................21

Núm. 5, marzo de 1941


ESPAÑA Y LA TÉCNICA............................................................................................................24

Núm. 6, abril de 1941


LLAMAMIENTO, ADVERTENCIA Y CONSIGNA DE JOSÉ ANTONIO................................28

Núm. 7, mayo de 1941


PELIGROS DEL ESPAÑOL.........................................................................................................32
HECHOS DE LA FALANGE. UN ALTO.....................................................................................35

Núm. 8, junio de 1941


NOSOTROS ANTE LA GUERRA...............................................................................................37

Núm. 9, julio de 1941


LA UNIVERSIDAD......................................................................................................................40

Núm. 10, agosto de 1941


HABLANDO DE LITERATURA.................................................................................................44

Núm. 11, septiembre de 1941


LA POLÍTICA CULTURAL HISPANO-AMERICANA..............................................................47
4

Núm. 12, octubre de 1941


UN AÑO........................................................................................................................................50

Núm. 13, noviembre de 1941


EL ÍMPETU Y LA LETRA...........................................................................................................52

Núm. 14, diciembre de 1941


AVISO FRATERNO A LOS JÓVENES AMERICANOS............................................................55

Núm. 15, enero de 1942


LA CULTURA EN EL NUEVO ORDEN EUROPEO..................................................................58

Núm. 16, febrero de 1942


MEDITACIÓN ESPAÑOLA SOBRE EL JAPÓN........................................................................61

Núm. 17, marzo de 1942


MARZO FALANGISTA...............................................................................................................64
LA RUTA IMPERIAL...................................................................................................................65
NI DERECHAS NI IZQUIERDAS...............................................................................................65
UNIDAD DE DESTINO...............................................................................................................66
VICTORIA....................................................................................................................................67

Núm. 18, abril de 1942


EDITORIAL..................................................................................................................................68

Núm. 19, mayo de 1942


EDITORIAL..................................................................................................................................71

Núm. 20, junio de 1942


MÁS SOBRE ESPAÑA.................................................................................................................74

Núm. 21, julio de 1942


EDITORIAL..................................................................................................................................76

Núm. 24, octubre de 1942


TEXTOS SOBRE UNA POLÍTICA DE ARTE POR RAFAEL SÁNCHEZ MAZAS.................79
5

Núm. 1, noviembre de 1940

MANIFIESTO EDITORIAL

Interesaba de mucho tiempo atrás a la Falange la creación de una revista que fuese residencia
y mirador de la intelectualidad española, donde pudieran congregarse y mostrarse algunas muestras
de la obra del espíritu español no dimitido de las tareas del arte y la cultura a pesar de las muchas
aflicciones y rupturas que en años y años le han impedido vivir como conciencia y actuar como
empresa.
En este orden han precedido a ESCORIAL algunos intentos nobles y certeros truncados casi
en agraz por circunstancias de ambiente, dispersión geográfica de los que hubieran podido
sostenerlos y escasez de recursos materiales. El nuestro —emprendido en circunstancias universales
desfavorables a una plena atención por lo intelectual— parece, no obstante, contar con bases más
seguras, y a ellas encomendamos nuestra esperanzada y buena voluntad.
Ante todo hemos de declarar con sinceridad que nacemos con la voluntad de ofrecer a la
Revolución Española y a su misión en el mundo un arma y un vehículo más, sea modesto o valioso.
Pero de esta nuestra filiación nacen todas las garantías que podemos ofrecer, tanto a la comunidad
intelectual y literaria, con quien contamos para el trabajo, como a la totalidad de la comunidad
española e Hispánica a quien se lo dedicamos. Porque ciertamente el primer objetivo —el objetivo
sumo— de nuestra Revolución es rehacer la comunidad española, realizar la unidad de la Patria y
poner a esa unidad —de modo trascendente— al servicio de un destino universal y propio,
afrontando y resolviendo para ello los problemas que, en orden al hombre, a la sociedad, al Estado y
al Universo nos plantea el tiempo de nuestra historia más propia: el tiempo presente. Ahora bien:
tan ambicioso propósito veda a nuestra Revolución y al Movimiento que la conduce y encarna partir
de una posición lateral y partidista en ninguno de los planos en los que esa Revolución ha de
cumplirse. La consigna del antipartidismo, o sea la de la integración de los valores, la de la unidad
viva, es la primera consigna falangista. Atenidos a ella en lo que nos afecta, en nuestro campo y
propósito, creemos partir con unas garantías de mejor andadura que cualquiera de los movimientos
o grupos intelectuales de España desde hace cincuenta años, porque necesariamente en medio de la
disgregación nacional, también el servicio de la cultura hubo de hacerse servicio de partido con
todas las consecuencias de lateralidad, limitación y deformación consiguientes. Nosotros, en
cambio, convocamos aquí, bajo la norma segura y generosa de la nueva generación, a todos los
valores españoles que no hayan dimitido por entero de tal condición, hayan servido en este o en el
otro grupo —no decimos, claro está, hayan servido o no de auxiliadores del crimen— y tengan este
u otro residuo íntimo de intención. Los llamamos así a todos porque a la hora de restablecerse una
comunidad no nos parece posible que se restablezca con equívocos y despropósitos; y si nosotros
queremos contribuir al restablecimiento de una comunidad intelectual, llamamos a todos los
intelectuales y escritores en función de tales y para que ejerzan lo mejor que puedan su oficio, no
para que tomen el mando del país ni tracen su camino en el orden de los sucesos diarios y de las
empresas concretas.
En este sentido, ésta —ESCORIAL— no es una revista de propaganda, sino honrada y
sinceramente una revista profesional de cultura y letras. No pensamos solicitar de nadie que venga a
hacer aquí apologías líricas del régimen o justificaciones del mismo. El régimen bien justificado
está por la sangre, y a las gentes de pensamiento y letras lo que les pedimos y exigimos es que
vengan a llenarlo —es decir, a llenar la vida española— de su afán espiritual, de su trabajo y de su
inteligencia. Claro es que no vamos a eludir —bien al contrario— los temas directamente políticos,
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porque ¿cómo van ellos a quedar fuera del ámbito de la cultura si fenómenos de cultura son al fin y
al cabo? Pero esto no rompe —sino al contrario— nuestro propósito de no exigir a cada uno sino el
puro ejercicio de su oficio y la pura ofrenda de su saber.
En cierta manera —en cambio— sí es ésta una revista de propaganda. Podríamos decir en la
alta manera, ya que no hay propaganda mejor que la de las obras, y obras de España —propaganda
de España— serán las del espíritu y la inteligencia para los que abrimos estas páginas.
Queden, pues, en claro nuestros objetivos. Primero: congregar en esta residencia a los
pensadores, investigadores, poetas y eruditos de España: a los hombres que trabajan para el espíritu.
Segundo: ponerlos —más ampliamente que pudieran hacerlo en publicaciones específicas,
académicas y universitarias— en comunicación con su propio pueblo y con los pueblos anchísimos
de la España universal y del mundo que quieran reparar en nosotros. Tercero: ser un arma más en el
propósito unificador y potenciador de la Revolución y empujar en la parte que nos sea dado a la
obra cultural española hacia una intención única, larga y trascendente, por el camino de su
enraizamiento, de su extensión y de su andadura cohonestada, corporativa y fiel. Y, por último, traer
al ámbito nacional —porque en una sola cultura universal creemos— los aires del mundo tan
escasamente respirados por los pulmones españoles, y respirados sobre todo a través de filtros tan
aprovechados, parciales y poco escrupulosos.
Para la empresa —ya se irá viendo en nuestras páginas— todos están invitados, todos los que
se atrevan a sentir esta España una y trascendente, perseguidora de un destino universal. Y entre
todos contamos con nuestro propio pueblo y con los fraternos o filiales que han de entender, en este
caso como en todos los aspectos, la rabiosa y sincera sed de nuestra Falange.
***
Para tal empresa hemos querido usar una alta invocación, porque las cosas son un nombre y
por él se conocen y se obligan. Escorial, porque esta es la suprema forma creada por el hombre
español como testimonio de su grandeza y explicación de su sentido. El Escorial, que es —no
huyamos del tópico— religioso de oficio y militar de estructura: sereno, firme, armónico, sin cosa
superflua, como un Estado de piedra. Magno equilibrio del tiempo: ni sólo panteón, ni sólo
residencia, ni sólo disparada y alta porfía; sino equilibrio y suma de todo ello: edificado sobre los
muertos cómo señal de estar legítimamente enraizado en lo propio y servido por la substancia de lo
ejemplarmente pasado; pero entero, vivo, practicable para el uso del tiempo y extremado de altura,
escrudiñante y ambicioso como quien, comenzando en la memoria, no vive sino para la esperanza.
Así era él ayer cuando no había sangre en España que lo supiera merecer, y así hoy cuando
vuelve a hacerse norma y ejemplo de una voluntad colectiva. Nosotros lo hemos ganado y —por
decirlo así— reedificado, comenzando por reedificar sus cimientos con guardar en ellos el polvo de
nuestro inmediato origen, nuestra más reciente y viva tradición, el escandaloso y exigente
testimonio de la sangre joven, el cuerpo de nuestro José Antonio, cuyo espíritu encontrará tan
cómoda, tan a la medida, para el éxtasis y el vuelo, aquella arquitectura ordenada y ejemplar.
Por fidelidad y amor a la vieja y nueva historia usamos de este nombre —ya transmutado
míticamente— para nombrar nuestra obra. Ambicioso es el empeño y grave la obligación, Dios nos
ayude en ellos y ¡Arriba España!
7

EL POETA RESCATADO
POR DIONISIO RIDRUEJO

Por cuatro razones normales puede un escritor prologar un libro: primera, por interés o
capricho de su autor; segunda, por competencia profesional, por su notoria cualidad de crítico o
docto en la materia; tercera, por designio de protección, lo cual supone la superioridad consagrada
de quien lo escribe y la necesitada humildad u oscuridad de quien lo utiliza, y, por último, por
respeto, por ternura, por necesidad o deseo de elogio u homenaje como del discípulo para el
maestro.
Desde mi posición literaria —que es la que se ejerce al escribir algo— es más que evidente
que yo no tengo, no puedo tener, para escribir este prólogo otro título que el último de los
señalados, y ciertamente no me faltan razones de amor, de ternura, de admiración ni de secuacidad
para hacerlo.
De niño conocí a Antonio Machado. Tenía yo diez años y él era catedrático en el Instituto de
Segovia adonde yo acababa de llegar. De leer en sus versos el nombre de Soria —tierra de mi
sangre— me había nacido una espontánea afición por él y un orgullo pueril, como de parentesco.
Asombraba risueñamente a los niños su aspecto distraído, desaliñado, torpón, casi sucio; su
bondadoso mirar, sus grandes botas estrafalarias. A mí me producía una melancolía emocionada y
una especie de tiernísimo estupor. Me dio un sobresaliente en Gramática casi sin hacerme caso en el
examen y le tuve rencor un poco de tiempo. Luego —a mis quince años— comencé a gustar su
poesía, y en un pequeño libro que publiqué a los veinte es patentísima su influencia. Ningún otro
poeta contemporáneo ha entrado en mí más hondo ni, por tanto, ha podido salir más patentemente
en mí. Por otra parte, he creído y creo que de Rubén acá no hay poeta español que se aproxime a su
perfección, a su autenticidad y a su hondura. Lo cual es casi como decir —con muy pocas reservas
— que le creo el poeta más grande de España desde el vencimiento del siglo XVII hasta la fecha.
Pero aunque esta razón de mi ternura, de mi preferencia, de mi devoción, debiera ser la que
justificase este prólogo, me es forzoso declarar que no es ésta la razón por la que lo escribo.
Probablemente no habrá editor serio que la estimara suficiente. La razón por la cual yo escribo este
prólogo no es una razón normal, no es una de las razones enumeradas; es otra más triste y que
hemos de afrontar como se debe: cruda, sincera, directamente.
Yo no escribo este prólogo como poeta joven para el libro de un maestro muy amado. Yo
escribo este prólogo como escritor falangista, con jerarquía de gobierno, para el libro de un poeta
que sirvió frente a mí en el campo contrario y que tuvo la desdicha de morir sin poderlo escribir por
sí mismo.
***
El 18 de julio España se vio partida geográfica y políticamente en dos mitades
incomunicables y combatientes. Desde tiempo atrás, sobre el vago deseo de justicia, sobre la vaga y
justa desazón reivindicadora de las masas pobres, se había instalado en la política y en el Poder una
minoría rencorosa, abyecta, desarraigada, cuyo designio último puede explicarse por la patología o
por el oro; pero cuya operación visible, inminente, era nada menos que el arrasamiento de toda vida
espiritual, el descuartizamiento territorial y moral de España y la venta de sus residuos a la primera
ambición cotizante. A punto de consumarse irreparablemente, para siglos, la traición se alzó frente a
ella una verdadera, recta y limpia violencia nacional respaldada moral y políticamente por quienes
ya habían ofrecido a España la oportunidad serenamente revolucionaria de lograr la síntesis de sus
aspiraciones discordes, juntando el interés del pueblo, el de los valores morales y el trascendente de
la misma España. La resistencia terca, sostenida a golpe de crimen por los que gobernaban, hizo
necesaria aquella división tremenda y asoladora. Las fuerzas netas de los que resistían no eran
muchas en comparación con las que aportaban los atacantes, cuyo enraizamiento popular era
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patente y fue después probado por el triunfo. Hubo que allegar fuerzas por malas artes, y así se
constituyó la gran población roja, la gran masa y aun algunas de las más delicadas minorías
colaboradoras: por la coacción. Claro es que en esto de la coacción hubo dos formas y, por tanto,
dos géneros de hombres: los sometidos por la fuerza bruta, por el miedo a represalias de todo orden,
y los moralmente secuestrados por la hábil explotación de sus fibras más débiles. De aquí la
apariencia polifacética de aquella política roja, tan pronto comunista por Rusia, como democrática
en el alquiler a las plutocracias de Europa y América, como católica frente a todos los bobos oji-
tiernos del Globo. A cada uno se le atrapaba a su modo, y si se contaba con la concurrencia de la
senilidad, el hábito de la incomunicación y una cierta incapacidad para el entendimiento del mundo
real, tanto más fácil era el negocio.
Don Antonio Machado, viejo, aunque fresco en sus facultades literarias, fue uno de estos
secuestrados morales. Fue el propagandista “propagandeado”. Su ingenuidad de viejo profesor
desaliñado le hacía bueno para creer honradamente toda patraña, y sin más datos ni averiguación de
ellos, consideró a los de enfrente tal como los próximos a él se los presentaban, y a ellos mismos tal
como en el plácido aislamiento quisieron presentársele.
Para todo se contó con la fidelidad del pobre D. Antonio, a sus antiguos y sencillos
sentimientos políticos, y digo sentimientos y no ideas, porque D. Antonio ideas políticas no tenía, o
las que tenía no tenían forma de tales, y siendo, como era, luminoso para tantas cosas, era para
otras, para esas y para lo sentencioso moral, por ejemplo —véase el “Mairena” o cualquier otra
muestra—, un elegante y delicioso caos, un caos provinciano.
El poeta, a pesar de todo lo que se ha dicho, y no sin razón, de “adivino”, “anticipador”,
“guía” , etc., canta generalmente el combate que tiene delante y se deja sugestionar y enamorar por
la acción como nadie. Y la batalla del tiempo de D. Antonio fue la de las libertades y el progreso, y
libertario y progresista resultó él —sin meterse a mucho examen— ya para toda la vida. Claro es
que sin rencor, sin obstinación, sin “meterse en política”, sin faltar por ello —¡Dios le librara!— ni
por un momento a las condiciones de su nativa bondad.
Evidentemente, ser esto ante el problema ideológico planteado en el 18 de julio no era estar
definido en ningún bando, porque era en esta cuestión ser un anacrónico superviviente de una
cuestión pasada.
Nadie podría decir, por tanto, que D. Antonio fuese rojo, al menos si empleamos esta palabra
elástica con un mínimo rigor; de que no era comunista, por ejemplo, nos consta, como nos consta
que no era “fascista”. En él había elementos por los que unos y otros podían tirar del hilo y, sacando
el ovillo, llevárselo a su campo, y nada más. La fatalidad hizo que el hilo quedase geográficamente
al alcance de la mano del enemigo y que el gran poeta pasase así a ser un elementos más de ataque,
una pieza más de confusión.
Si todo esto no se probara por hechos habría una prueba más fuerte aún: la prueba de su
misma conciencia definida poéticamente:
Hay en mis venas gotas de sangre jacobina;
pero la fuente brota de manantial sereno,
y más que un hombre al uso que sabe su doctrina,
soy, en el buen sentido de la palabra, bueno.
Y así, en efecto, era: jacobino por “gotas de sangre”, por atavismo casi inconsciente, por el
tiempo, por los amigos de la juventud, por los primeros maestros, por la desilusión del 98, por el
asco a la España heredada y envilecida, por el decoro externo y la pedantería seductora de las
instituciones izquierdistas. Por todo lo que puede arrebatar a un alma ingenua y en duda una vez y
sujetarla para siempre por el lazo de su propio descuido.
9

De fuente serena, porque serena fue; en la amarga misantropía sin resentimiento, esta vida
triste, cenicienta, con lágrimas y sequedades sobre la delicadeza del genio.
Ignorante de su doctrina, porque, ¿cómo puede pensar en ella un abismado, un ausente, un
desencantado, un errante, un solitario, un absorto, un alma de Dios?
Y bueno, bueno, bueno, en el buen sentido y en todo los sentidos, y si algo malo hubo,
absolvámosle de todo corazón y echémosle —como me contaba Cossío que decía Jarnés— sobre la
conciencia “al pelmazo de Juan de Mairena” y no al bueno y entrañable y triste D. Antonio.
En fin, no debió serlo, pero fue un enemigo. Esta confesión es preciso dejarla hecha con
crudeza en este prólogo. En el reparto de las dos Españas, a él, por A o por B, le tocó estar enfrente,
y en periódicos, revistas, folletos y conferencias sirvió las consignas de aquella torpe guerra.
No hemos querido mitigar este hecho ni aun la existencia de las raíces que de él haya en toda
su vida. Nos parecería una hipocresía estúpida, una puerilidad de avestruz. Ahí están los pocos
versos que pueden ser un antecedente, ¡tan inocentes, sin embargo! Pero no está de más señalar que
esos versos son sus peores versos y que es legítimo pensar de un poeta que no debe ser definido por
los peores versos, por los más ocasionales, extemporáneos y vanos. Ahí está la elegía a Giner con su
bobada progresista “yunques sonad, enmudeced campanas”, y aun el elogio a Ortega —
incomprensible, inadecuado—, en que se desea que Felipe II se levante “y bendiga la prole de
Lutero”.
Ahora bien: basta ojear las páginas de este libro para asegurarse que, pese a todo —incluso a
esos banales antecedentes—, nosotros no podemos resignarnos a tener a Machado en un concepto
de poeta nefando, prohibido y enemigo. Por el contrario, queremos y debemos proclamarlo — cara
a la eternidad de su obra y de la vida de España— como gran poeta de España, como gran poeta
“nuestro”.
Y esto no es ciertamente una decisión generosa —y menos egoísta— de las horas póstumas
para él, serenas para nosotros. En la misma guerra, mientras él escribía sus artículos o sus versos
contra nuestra causa, nosotros, obstinadamente, le hemos querido, le hemos considerado —con la
medida de lo eterno— nuestro y solo nuestro, porque nuestra —de nuestra causa— era España y
solo de España podía ser el poeta que tan tiernamente descubrió —por primera vez en verso
castellano— su geografía y su paisaje real y que cantó su angustia y su náusea, su alma: elevada,
transcendente, amorosa y desnudamente severa.
Cuando las revistas y los folletos llegaban a nuestras manos allá en Burgos nos esforzábamos
—y no pocas veces con harta razón— por encontrar nuestro y no rojo su mundo conceptual, los
propios argumentos y tesis con que a los rojos creía servir. Recuerdo haber saltado de gozo una vez,
con otros falangistas, al descubrir un artículo que era —hasta en el vocabulario y en el estilo— del
todo atribuible a nuestra fuente más pura.
“Hay que rescatarlo”, decíamos, y lo decíamos con emoción y dolor. Y así hubiera sido —y
por entero— de vivir. Y ya que ha muerto, quédenos al menos el consuelo de rescatar lo que más
enteramente —por menos temporal y tocado de circunstancias— era honra y patrimonio de España:
ésta su obra poética, que con sus toques de error propios del tiempo— en lo conceptual y
sentencioso— es, incluso en lo más increpatorio y directo frente a España, tan nuestra, tan de
nuestro gusto; y —de otra parte, de la enteramente poética— tan magistral, henchida y eterna.
Había que rescatarlo, y rescatada está su obra, porque —aun no siendo tales todas sus
circunstancias— cumpliríamos con desearlo y hacerlo con un precepto de fidelidad a la propia
causa, que no por otra cosa hemos combatido que por conciliar en unidad toda la dispersión
española y por poner todo lo español —éste, con todo su rigor, es el límite— al servicio de un solo
designio universal, de una sola poesía y de una sola historia.
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Murió D. Antonio en tierras de Francia. Quienes tanto ruido y alharaca armaron en defensa de
la “cultura occidental democrática” contra España no supieron rodear la muerte de este hombre del
consuelo y del honor que merecía. Murió allí ignorado, en soledad y desatendido —después de estar
en un campo de concentración— el único fragmento verdadero de “cultura universal” de que los
enemigos habían dispuesto, el único que por los puertos pirenaicos recibió aquella Francia a quien
Dios perdone, ya que los hombres le han dado su castigo.
“A bordo, ligero de equipaje,—casi desnudo como los hijos de la mar”, despojado de sus
anécdotas, de sus circunstancias, ¿qué visiones poblaron el tránsito del hombre?
¿Qué infantiles Sevillas? ¿Qué Sorias, traspasadas de espíritu, el corazón bajo la tierra? ¿Qué
Moncayos, Urbiones, Aguaitines y Máginas, gloriosamente coronados?
Con su muerte moría la melancolía de España. La melancolía que pudo llevar a España y lo
llevó a él al error y a la muerte. Con su muerte, o con su vida, nacía la otra España clara, la que va a
merecer el alma de su verso como la fortaleza merece la caricia. La España que él quizá vio y
entendió en esa hora grave y ligera, espesa y luminosa, cuando él dormía el sueño no contado y
Dios estaba despierto.
Madrid, octubre 1940.
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NOTAS
HECHOS DE LA FALANGE

El hombre actúa como tal en tanto cuenta con el tiempo. En la maravillosa hazaña de tender
las manos al futuro y —con él como tenue arcilla— dar figura a un proyecto, radica una de las
señales más nobles de ser, de veras, hombre. Del mismo modo, las creaciones humanas lo son
también en tanto preforman el misterioso tiempo por venir. ved aquí un flagrante testimonio de la
realísima humanidad y hombreidad de nuestra Falange, de esta Falange todopoderosa y nada
pudiente, que pugna con silencioso esfuerzo por existir y hacer que con ella exista España. Vedlo en
tres realidades inmediatas, en tres hechos que “están ahí”, para cualquier ojo que sepa y quiera ver.
El primero es la empresa de los Albergues de Verano del S. E. U. Todavía resuenan en la
marina y en los canchales serranos los himnos y el paso militar de nuestros camaradas. La antigua
vacación se ha convertido en operación, y el reposo sin sentido, en diversión formativa. La
disciplina política y religiosa, la Historia, el deporte y la canción han llenado durante algunas
semanas, en ordenada medida, las horas, de nuestros estudiantes. Pero, sobre todo, la convivencia.
Si es cierto que vivir para el hombre es convivir, esto se había olvidado hacía tiempo sobre nuestro
suelo, al menos por lo que hace a las formas enteras y profundas de la humana convivencia. Los
hombres españoles se reunían en el café, mas no para convivir, sino en discusión o en tertulia (esto
es, para hablar desde los estratos superficiales de la persona); o se congregaban en los toros o en el
fútbol a conmoverse o a convocear. Una de las cosas que la Falange puede traer en una nueva y
honda manera de la convivencia viril, un inédito y más total modo de decir “nosotros”; aquel en que
lo unánime no es el grito o la agudeza, sino, pura y entrañadaménte, el habla que nace cuando el
corazón logra expresarse, cuando se hace “afable”. “Que todos tengáis el mismo lenguaje”, decía
San Pablo con ahínco cordial a los Corintios. Estoy seguro de que, al cabo de unas semanas de
Albergue, nuestros camaradas del S. E. U. saben ya algo de ésto. El hecho de que, junto a los
Albergues de Distrito, exista uno Nacional —en el cual residen los futuros mandos del Sindicato al
lado de los actuales—, asegura con la mejor firmeza la unidad y la continuidad del Sindicato, por un
lado, y de otro la misma acción universitaria de la Falange.
Otro testimonio de este afán de futuro lo constituye la Escuela de Mandos de la Organización
Juvenil. Bajo pura y encendida dirección, esta Escuela llevará forma, sentido y ambición a la prole
inmensa de esta España, por gracia de Dios prolífica y, por desgracia, proletaria. Vienen a las
mientes aquellas antiguas beaterías liberales acerca de la conciencia del niño y otras zarandajas. El
respeto a la conciencia infantil consistía en impedir que en el niño se formase una verdadera
conciencia, un sólido manojo de normas con las que, ya hombre, pudiese andar, con firmeza a lo
largo de la vida y de la Historia. Las Escuelas de Mando darán severa y alegre norma a las almas
infantiles; esto es, formarán su conciencia hacia la auténtica libertad, la cual siempre exige un
sistema de fines y el difícil ejercicio de saber elegir. He aquí una de las más altas empresas de este
tiempo, junto a las inmediatas en busca del pan y del poderío. No se trata de una Escuela como las
que hasta ahora existieron, sino de una Academia de Instructores, de la cual saldrá el cuerpo militar
y profesional que ha de mostrar a las juventudes futuras el camino de la Patria y el estilo en su
servicio.
Tercer empeño por la conquista del tiempo venidero es la inmediata organización, dentro de
nuestro más riguroso estilo, de la Residencia de Estudiantes “Jiménez de Cisneros”. Sería incurrir
en una frecuente necedad olvidar que la antigua Residencia de la calle del Pinar había llegado a ser
en España una realidad cultural muy estimable. La guerra y el dominio rojo la arrasaron, y en el año
y medio corrido desde su término no se ha hecho mucho, ciertamente, por recuperar lo antiguo e
infundir en el viejo odre vino nuevo. El problema que se nos plantea es el de siempre que se trata de
problemas de cultura e inteligencia, esto es, el de recobrar o superar el nivel intelectual anterior a
12

nosotros y aplicarlo a nuestros específicos fines educativos: formar hombres que sepan andar con
estilo español y actual por las ásperas sendas del mundo presente. A ello vamos y en ello está acaso
nuestra más importante tarea. La dirección cultural y política que el Movimiento toma en la
Residencia “Jiménez de Cisneros” —en colaboración con el Consejo Superior de Investigaciones
Científicas, del cual administrativamente depende— permitirá cultivar una fracción escogida de la
población estudiantil en derechura hacia los dos puestos de dirección más importantes del Estado: el
mando político directo y la cátedra.
Tres modos de alianza con el tiempo. “El tiempo y yo, contra otros dos”, dice la sabiduría
popular española. Dé Dios voluntad a la Falange para contar con tal aliado, sin mengua de su
íntegra e infraccionable esencia.—P(edro) L(aín) E(ntralgo).
13

Núm. 2, diciembre de 1940

EDITORIAL

Cuando un organismo —ser vivo o nación operante— se halla en ascendente ejercicio de una
vida turgente y creadora, cumple de continuo, en cierto modo, una obra de fundación. Si la mera
existencia del mundo es por sí una creación continuada, ¿qué, sino fundación creadora, puede ser la
existencia hacia adelante de lo vivo, esa en que cada instante tiene inédito y acuciante sentido? A la
vista de esto, pondérese la hondura y la entereza con que habrá de ser fundacional nuestra voluntad
histórica frente a esta España del dolor y de la esperanza nuestros. Una coyuntura europea adversa
la derrotó en el siglo XVII; vivió con decoro y consistencia relativos en el XVIII, y no existió
históricamente —cada vez se hace más patente esta verdad— en el XIX. La fracción viva y
obradora de la España ochocentista luchó, imitó o aprendió; pero apenas creó españolamente algo
que pueda estimar la historia. Nuestro romanticismo fue sugestión del francés; los partidos
políticos, en lo que tuvieran de contenido, calcos de realidades extraespañolas; nuestra escasa y
endeble ciencia fue positivista a la francesa o krausista a la tudesca; la religiosidad se tiñó dé
extranjerizo pietismo modernista, y así en todos los órdenes del humano vivir. Hasta en nuestro
tradicionalismo, forzado a inoperación histórica, había escaso ímpetu creador, excesiva nostalgia y
demasiado Bonald por debajo de su honrada y creyente bravura.
En el puro orden de la cultura, la agonía del siglo XIX y el vagido del XX dieron al trabajo de
los españoles algún vigor nuevo y cierto empeño de seriedad. La obra titánica de Cajal en la
experimentación y de Menéndez y Pelayo en la investigación histórica; el tenaz e inteligente
esfuerzo de romanistas y arabistas; el magisterio y la labor de Hinojosa; el contacto sugestivo con el
pensamiento moderno que nos trae Ortega; algunos atisbos en la Matemática y en las Ciencias de la
Naturaleza; todo ello —sin contar la creación poética y literaria de los últimos cuarenta años— nos
ponía en nivel estimable dentro del concierto científico europeo. Claro es que nada había en ello de
rigurosamente español, salvo lo atañente a la investigación histórica. La investigación científica
seguía los supuestos científicos vigentes —el cosmopolitismo y el positivismo—; la Historia misma
apenas pasaba de producir erudición con métodos depurados, y la Filosofía, si no era positivista,
tampoco creadora: quedó en la sugestiva información y en la incitación, y de ahí no pasó hasta el
36. El español estaba al día en muchos casos; pero ni la cantidad de su producción científica
permitía hablar de una ciencia española, ni existía un ímpetu para cualificar esa producción con
algún signo que en verdad pudiese llamarse español. No se intentaba, por ejemplo, enderezar
nuestra ciencia, poca o mucha, hacia el logro de un saber de salvación, ni aun se pensaba en ello
como problema. ¿Y cómo podría un español por tal diputarse, al menos históricamente, sin cuidarse
de su destino, sin enderezar su saber a vivir y a no morir? Del estamento universitario, sólo la voz
atormentada, profunda e incoherente de Unamuno clamó en este siglo con ansias de tal género; y si,
ciertamente, se le consideró español, también es cierto que se le tuvo por loco.
Una guerra necesaria, a la que sólo nuestras obras han de legitimar, no los errores o los
crímenes del adversario, ha destruido, por glorioso imperativo, algunas de las realidades culturales
de la España anterior al Alzamiento. Ahí están las ruinas de la Ciudad Universitaria, cuyo ámbito
laureado tarda ya en ser habitado por el juvenil aprendizaje; ahí, también, unos cuantos científicos
exilados por la acción de una justicia elemental. No importa. No importa, en cuanto aliente en
nosotros voluntad de fundación cultural. Pero aquí es donde justamente comienza el verdadero
problema. ¿Qué cimientos, qué plan, qué sentido, qué operarios ha de tener nuestra obra
fundacional? Que nuestro trabajo y nuestros saberes hayan de ser, al menos intencionalmente,
14

trabajo y saberes de salvación, no parece ni siquiera discutible, siendo española nuestra empresa. El
sentido del saber para el destino de la humana existencia que le soporta parece ya exigencia obvia
en este mundo histórico nuestro. Y aquí viene otro segundo quid: ¿cómo el saber y la obra científica
actuales pueden serlo de salvación?
Conviene resguardarse de un peligro cierto: el de recaer en una aparente y ya ensayada
solución a estas preguntas. Confesemos desde ahora que tuvo algún éxito de público en estos
últimos decenios. En sustancia, y tomadas las cosas por su raíz, se trata de lo siguiente. Saber de
salvación es, por esencia, saber religioso. Quien creyentemente posee un trabado haz de creencias
religiosas, posee la médula necesaria y esencial de una total ciencia de salvación. Pues bien: la
táctica apostólica de ciertos grupos religiosos creyó hallar suficiente respuesta a las anteriores
preguntas añadiendo el cultivo de la ciencia, tal y como era a la sazón cultivada, al conjunto de sus
creencias y saberes estrictamente religiosos. Así surgieron los religiosos —seglares o no—
químicos, biólogos o astrónomos. Pero como la ciencia añadida obedecía a supuestos escasa o
nulamente religiosos —la religiosidad científica de un Newton o de un Kepler están ya muy lejos—,
acontecía una de estas dos posibilidades: o el hombre seguía viviendo desde su saber y su creer
religiosos, con lo cual la ciencia añadida quedaba en inane e inauténtica ocupación, o trasladaba a
las tiendas el saber científico la sustentación viva de su existencia, y se convertía en un científico
escasamente religioso. Evidentemente, la primera posibilidad ha sido la dominante, y esto explica la
escasa consistencia de la producción científica que esos grupos religiosos alumbraron. Declaremos
que hubiese sido mejor para la cultura española tener un puñado más de teólogos y escrituristas
auténticos que una legión de químicos, biólogos y astrónomos por añadidura.
Sin embargo, como ya se apuntó, el truco tuvo un cierto éxito de público, y corremos el
peligro de su repetición. Las consecuencias para la posible empresa cultural española serían,
sencillamente, fatales. Nada auténtico ni hondamente eficaz se ha hecho por táctica —esto es, desde
fuera de lo que se hace—, sino por creencia —esto es, desde dentro de la propia acción. Sólo
haremos, en verdad, ciencia desde dentro de la ciencia misma, ahincando en ella nuestro existir,
viviendo la vida que los griegos llamaban teorética. Si una falsa ascética nos mueve a despreciar el
saber del mundo, entonces son inútiles los trucos, y nuestro esencial saber de salvación quedará
desnudo de indumento actual y quizá de real eficacia histórica.
Entonces, ¿debe, desde ahora, renunciarse a la tarea de buscar sentido humando al saber
científico? En modo alguno. Debe seguir inquiriéndose ese sentido, pero a través de la ciencia
misma y de su autenticidad. No nos sirven, pues, ni los falsos físicos, ni los moralistas bajo especies
de biología, ni los semiteólogos disfrazados de semiastrónomos. Necesitamos físicos genuinos,
biólogos auténticos, moralistas de una pieza y teólogos de cuerpo entero; esto es, hombres
auténticos en todo caso. Nosotros, jóvenes auténticos y ambiciosos, tenemos el deber inicial más
estricto de desenmascarar a estos seudosabios por añadidura o por propaganda. Y luego otro deber
aún más hondo: justificarnos por nuestras obras, conseguir saberes a la vez auténticos, actuales y de
salvación. Sin ello quedaríamos en un histrionismo barato y resentido.
Puede ser, y esto debe declararse de antemano, que tal empresa fuese imposible en los
decenios que nos han precedido, por vicio esencial de los supuestos culturales entonces vigentes.
(Nosotros, en todo caso, creemos que algo más pudo hacerse: pudo hacerse, cuando menos, teología
auténtica y ciencia positiva de veras.) Pero, ¿y ahora? Ahora ocurre en el mundo de la cultura un
singular fenómeno: muchas ciencias empiezan a reconocer desde dentro de sí mismas su propio
límite y aun a exigir una indagación de su sentido. Parece que los físicos auténticos —los lectores
de ESCORIAL tendrán pronto puntual y excelente noticia de ello— postulan como necesaria una
creatio ex nihilo del cosmos material. La Biología, por su parte, indaga el trazado de su linde con la
Antropología y se pregunta por el ser y por el sentido de la realidad inefable que llamamos vida.
Las ciencias antropológicas, por su parte, adquieren inusitada prevalencia, y un humanismo total y
trascendente empieza a entreverse desde la ciencia misma. ¿Qué no podría decirse de las Ciencias
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del Espíritu? ¿Cómo un científico actual, si lo es auténtico, va a conformarse con un mero


positivismo en la Filología, en la Historia, en la Economía o en el Derecho? Las posibilidades son
ingentes. ¿No podría ser una empresa española buscar la vía hacia un genuino saber de salvación
desde dentro de la ciencia misma, de esta ciencia moderna, que a la vez alucina y atosiga? ¿No está
el mundo otra vez maduro, o va estándolo, para fundar unos saberes científica y existencialmente
suficientes sobre el áureo cimiento de una creencia religiosa?
Sí; pero desde dentro de la ciencia misma. Conviene insistir sobre ello. Sin una rigurosa y
auténtica técnica científica es inútil toda tentativa. Sin creer que también el experimento y la
meditación sobre el electrón o la más rigurosa crítica paleográfica conducen desde dentro de sí
mismos —o pueden conducir, que con eso basta— a Dios, todo será vana y caduca táctica. No en
vano se nos dice en el Salmo que no sólo los cielos, mas también la tierra, están llenos de la gloria
divina. Nada más suicida que un desprecio por la técnica en nombre de la tan invocada profundidad
religiosa del español o un abandono de la paciente obra filológica en el archivo, creyendo que una
frase tópica sobre el sentido de la Historia de España nos da resuelto lo que para España
necesitamos hoy. Sin contar con Kant, Hegel y Comte, por citar sólo los viejos nombres discutidos
—para superarlos, si se puede, que sí se puede—, no podríamos jamás hacer obra filosófica actual.
Sin conocer lo que el positivismo científico ha dado de sí —y no es poco—, no pensemos ni en
nombrar el sentido del mundo o el destino del hombre, que todo será inoperante verbalismo. Sólo a
través de la cultura de ayer, realmente vivida, puede hacerse cultura de hoy y de mañana. Y nuestra
posibilidad está precisamente ahí: no en la cantidad de nuestro rendimiento, sino en su calidad y en
su sentido.
Pero, por Dios, no nos conformemos tampoco con zurcir a nuestra creencia, sin empalme con
ella, el último figurín científico. Decía Ganivet, el triste y esperanzado Ganivet, tomando como tipo
de su deseo a fray Luis de Granada: “Una cosmología cristiana no debía ser una clasificación ni una
descripción, sino un cántico.” Nosotros aspiramos, podemos aspirar en estas horas fundacionales, a
algo más: a encontrar, dentro de la descripción y de la clasificación, de la papeleta y del “aparato
crítico”, del experimento y de la ecuación diferencial —otra vez—, un secreto, cristiano y español
cántico.
***
El primer número de ESCORIAL ha tenido una favorable y hasta calurosa acogida. Algunos,
sin embargo, han comentado con habitual recelo el llamamiento generoso a todos cuantos, no
habiendo dimitido enteramente de ser españoles ni servido al crimen, tuviesen algo auténtico que
decir en orden a la cultura o a las letras. Creemos que siempre es saludable la existencia de
recelosos, y más cuando una coacción social estimula los actos de conversión y aun hace de ellos
granjería. Pero, sinceramente, no estimamos justificado su actual recelo. ESCORIAL ha nacido para
dos fines: uno, importante, pero más adjetivo, consiste en recoger todas las posibilidades de
auténtica expresión cultural o literaria que puedan vivir políticamente en la comunidad de los
españoles o de hecho vivan; otro, más levantado y difícil, es el de contribuir, en cuanto pueda este
grupo de jóvenes, a la recreación de una española y actual cultura de salvación. Desde ahora
exigimos la crítica si se advierte que en las páginas de ESCORIAL aparece algo que no sea ni
auténtico ni español. Mientras tanto, déjesenos creer, cristiana, falangista y honradamente, que los
hombres son capaces de conversión —aunque a veces ésta sea un poco tardío, algo desaforada o
con no sustanciales resabios— y que los españoles pueden unirse en torno a una empresa española.
Déjesenos creer en ello, si con prudente cautela, también con cordial anchura —con caridad—, que
de otro modo no hay verdadera fe. Creer en ello, y también procurar con tenaz esfuerzo conseguirlo.
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NOTAS.
ADVERTENCIA SOBRE LOS LÍMITES DEL ARREPENTIMIENTO

Nuestra generación —nacida entre la desolación de tantas ruinas— más se ve aficionada a


construir que a derribar, y, en orden a estatuas, ídolos y ornamentos, más a salvar los que pueda que
a demolerlos todos irreflexiblemente, como (por justa defensa quizá) hicieron otras generaciones
anteriores y más alegres. Sabemos que es bueno para el decoro del nuevo templo usar los sillares
robustos que tengan solidez antigua y las imágenes consagradas por el tiempo. Pero —este es el
justo límite de nuestra depuración— queremos que de verdad esos sillares sean sólidos y útiles y
esas imágenes auténticas y nobles. Porque todo lo que hallemos endeble, falsificado o inútil
preferimos incluirlo en la desenfadada e higiénica retirada de los escombros.
Esto, por una parte, en cuanto a la precisión de los límites de nuestros “rescates”.
Pero es preciso acentuar —en otro aspecto— la advertencia, y éste es el del peligro de los
excesos y simulaciones de justificación o revalidación voluntaria. Volviendo al cuento simbólico,
diremos que creemos ser bastante agudos para reconocer —de entre las ruinas— la autenticidad y
valor de aquellos sillares e imágenes a que nos hemos referido, y que si queremos salvarlos es por
lo que en sí —de lo que no pueden simular— tienen de fundamental y de valioso y no por lo que
ellos mismos quieran a última hora —deformada y halagüeñamente— ofrecemos. Porque sucede
que como ellos no conocen el plano del nuevo templo —en el que podrían tener su sitio y su papel
— vienen a él con escayolas ornamentales que no hacen sino confundir y estropear la armonía
prevista, falsificar su sentido y —en el más inocente de los casos— hacerse con ello enojosos e
inservibles.
Y salgamos ya del cuento para más claridad. Todos sabemos que hay unas generaciones
intelectuales, técnicas, etc., que han participado —con mayor o menor inocencia— en la catástrofe
de España. Necesitemos o no sus restos —restos al fin y al cabo de España—, queremos sentar a los
que sean dignos a nuestra mesa y conocer en ellos un profundo y nuevo afán de servicio y de
lealtad. Pero no nos servirán más que dándonos sus valores verdaderos, nunca envileciéndose y
pasándose de la raya a través de un arrepentimiento, sucia e inelegantemente rencoroso,
estúpidamente apologético —siempre la apología resulta que sale al revés, porque nosotros tenemos
más “reveses” de los que el candor del arrepentido ve a primera vista— o estérilmente lacrimoso y
servil.
Esto, no; para esto preferimos que se mueran de una vez y nos dejen ante lo que han sido con
la libertad de la posteridad, que casi siempre es más benéfica que la propia decrepitud.
Ni más sermones religiosos insinceros, ni más estrenos demagógicamente derechistas y
estúpidos, ni más defensores del orden que no conocen o de las fuerzas que no entienden.
Un poco de mesura y un poco de paciencia. De otra manera, nuestra inclinación al respeto no
va a tener base en que sostenerse.
17

Núm. 3, enero de 1941

UN PRÓLOGO DE JOSE ANTONIO

Insertamos como editorial en este número el prólogo de José Antonio a un libro


circunstancial y poco divulgado: La Dictadura de Primo de Rivera juzgada en el extranjero,
impreso en 1931. El prólogo no ha sido publicado después —que sepamos— más que
fragmentariamente, como cita, en un libro sobre José Antonio de Francisco Bravo. Consideramos
de interés su publicación, precisamente en nuestras páginas, no por lo que encierra de profética
sentencia en la polémica sobre la dictadura de su padre —tan prodigiosamente serena—, sino por
su valor de censura inteligente y dolorida advertencia —permanentemente ejemplar— ante el
problema de la intelectualidad española.
Hagamos notar que estas páginas están escritas mucho antes de que José Antonio fuera el
jefe de la Falange y cuando el mar de las estúpidas injurias cobardemente póstumas caía sobre su
padre, obligándole a él a salir en defensa de una política en que no participó y ante la que sostuvo
la actitud más alejada y elegante; obligándole a aparecer, por vez primera y última, como “hijo del
Dictador”, papel primero rechazado por él cuando era privilegio y comodidad y después
rechazado por la misma Historia, en cuyo acontecer estamos, y que —irrevocablemente— lo sitúa,
alto y solo, como fundador de una era española. Notemos también que se trata de un prólogo que,
como todos, roba al libre propósito del autor todo lo que le obliga a aceptar del propósito y del
contenido mismo de la obra que se prologa.
Pero —tras estas salvedades o precisiones que él mismo hubiera deseado hacer—
convengamos en que ni una ni otra circunstancia son bastantes a deformar la rectitud ni la
inteligencia de sus puntos de vista, ni a empujarle a las dos actitudes más fáciles y disculpables que
podría haber adoptado: el rencor y la apología. Serenamente, con dolorosa pasión de intelectual y
dolorosa dignidad de hijo —superados los dos en el último y más limpio dolor, de español— se
sitúa ante el problema y transforma la defensa en juicio y el ataque en lección que —pese a la
circunstancialidad— han de servirnos para hoy y para siempre.
***
“En rigor, dentro de cada clase social hay masa y minoría auténtica. Como veremos, es
característica del tiempo el predominio, aun en los grupos cuya tradición era selectiva, de la masa y
el vulgo. Así, en la vida intelectual, que por su misma esencia requiere y supone la cualificación, se
advierte el progresivo triunfo de los seudo-intelectuales, incalificados y descalificados por su propia
contextura.”
Si el general Primo de Rivera hubiera escrito en alguna de sus notas palabras de dureza
semejante a la de las transcritas, ¿qué hubieran dicho de él los intelectuales? Porque el latigazo no
puede ser más seco: no es que entre los intelectuales se mezcle algún que otro elemento inferior; es
que en la clase intelectual “se advierte el progresivo triunfo”, “el predominio” de los incualificados
y descalificados. ¿Qué se hubiera dicho del general Primo de Rivera si llega a escribir tales
palabras? Pero las palabras no son suyas; son, y no ocultan el estilo, de alguien que debe conocer a
los intelectuales: de Ortega y Gasset1.
Las traigo aquí porque lo que dañó quizá en mayor medida a la Dictadura fue su divorcio con
las personas de oficio intelectual. Alguna vez, cuando se escriba despacio y por quien pueda la

1 La rebelión de las masas. Madrid. «Revista de Occidente», 1929. Pág. 16. [Nota del editor digital.]
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historia de los años dictatoriales, habrán de analizarse los motivos de aquel divorcio. Entonces se
verán frente a frente dos opiniones distintas. Una, la de los escritores que, en nuestro tiempo, fueron
adversarios del Dictador; para ellos la cosa es clara: el Dictador no pudo congeniar con los
intelectuales porque era un hombre inculto, iletrado, incapaz de entender pensamientos de cierta
jerarquía; toda la culpa del divorcio entre el Dictador y los intelectuales estuvo de parte del primero.
Pero semejante opinión —que los hombres de pluma sentencian con su característica petulancia—
¿será la llamada a prevalecer? ¿O se abrirá camino frente a ella la opinión contraria? Porque no
faltará entre los historiadores futuros quien considere al general Primo de Rivera como un
magnífico, como un extraordinario ejemplar humano, al que una clase intelectual, en la que se
advertía por momentos “el predominio de la masa”, “el progresivo triunfo de los seudo-intelectuales
incualificados, incalificables y descalificados”, fue incapaz de entender.
¡Si lo hubiera entendido! La aparición del general Primo de Rivera vino a ser, en el ambiente
tonto y raquítico del antiguo régimen, como una afirmación de salud. Claro que el Dictador rompió
con las normas existentes; por eso es natural que lo odiaran los políticos, acogidos a aquel sistema
de normas como se acogen los paralíticos a un establecimiento de caridad. Pero ¡los intelectuales!
Verdaderamente fue curiosa su torpeza: los intelectuales venían clamando durante lustros por la
ruptura de la costra política que invalidaba a España; y he aquí por donde, al hallarse frente al hecho
del golpe de Estado, no reaccionaron en forma intelectual, profunda, adivinadora de las
posibilidades revolucionarias que el golpe envolvía, sino que prestaron oídos a los pequeños
recelos, a las pequeñas aversiones supervivientes en la parte vulgar de su espíritu, bajo la capa
intelectual sobrepuesta. Por ejemplo: el autor del golpe de Estado era militar, y reconocer a un
militar dotes de conductor de pueblos mortificaba a los paisanos. Uso a propósito la palabra más
mediocre porque, en realidad, la antipatía contra los militares tiene una gestación cursi, de pequeña
guarnición provinciana, donde acaso el estudiante de Derecho empezó a sentirse antimilitarista
cuando envidió los éxitos del teniente, vestido de uniforme, entre las muchachas concurrentes a las
cachupinadas.
He pensado a menudo que los intelectuales, entre nosotros, acaso por la falta de vida
universitaria, acaso por la falta de apacibles lugares de cultura, no se forman verdaderamente como
intelectuales. Es decir, no tienen carácter impreso. Si lo tuvieran adquirirían una cierta manera de
vibrar, no sólo ante los temas profesionales, sino ante cualquier estímulo exterior. Por ejemplo: un
militar veterano no es sólo militar cuando manda tropas; lo esen todo: en sus actos conscientes y en
sus actos automáticos, en el modo de sentarse y en el de llamar al sereno. A los magistrados suele
pasarles igual. En cambio, a los intelectuales (descarto, no hay que decirlo, a los sobresalientes) no
les acontece lo mismo; quedan en ellos como dos hombres: el intelectual, apto para un determinado
grupo de ejercicios, y el hombre vulgar, completamente vulgar, ni impregnado, ni teñido siquiera
por la cultura; el hombre que se impacienta, se envanece y se pone de mal humor como el más
adocenado concurrente a la tertulia de su café. ¿Quién no recuerda, no ya el desencanto, sino la
incredulidad que experimentó al encontrarse con que el fino escritor a quien admiraba sin conocerlo
era ese señor de gustos vulgares, falto de trato social, achaparrado en la conversación, que, sin
pudor, se desató en plebeyo torrente de interjecciones porque el camarero tardaba en saciar su
glotonería con unas raciones de percebes? ¿Y quién que tenga el espíritu un poco disciplinado no ha
llegado a sentir asco y cólera al ver el deliberado desorden, la inelegante mala fe con que suele
discutirse en las reuniones de muchos profesionales de la inteligencia?
Por eso, por no estar formados hasta la raíz, sino barnizados de informaciones pegadizas, los
intelectuales españoles, cogidos por sorpresa, no vibraron ante el advenimiento de la Dictadura en
tono intelectual. El cuadrito de sus actividades ordinarias no preveía la irrupción del
acontecimiento. Y fuera de lo previsto en el cuadrito, los intelectuales sólo podían reaccionar como
hombres corrientes, con los malos humores y las antipatías de sus tertulias. Así lo hicieron. Dejaron
solo al Dictador. Abrieron en torno suyo como un gran desierto. Quien osaba pisarlo renunciaba a
19

toda esperanza de consideración entre los dispensadores de las jerarquías intelectuales. Y se dio el
espectáculo asombroso de que el Dictador solo, sin otros instrumentos que su optimismo, su
ingenuidad, su valor, su maravillosa rapidez de inteligencia, su flexibilidad, su cordialidad, su
triunfante riqueza de auténticas cualidades humanas; de que el Dictador solo, falto de
intermediarios, cercado de silencios hostiles, en comunicación inexperta y directa con el pueblo,
levantara y sostuviera por lo menos durante cuatro años la más robusta suma de esperanzas que
acaso nuestro pueblo recuerda.
¡Si los intelectuales hubieran entendido a aquel hombre! Quizás no vuelva a pasar España en
mucho tiempo por coyuntura más favorable. Los intelectuales pudieron allegar todo lo que saben y
todo lo que piensan. A buen seguro los hubiera entendido el Dictador, cuyo talento natural era una
verdadera generosidad de la Providencia. Los intelectuales hubieran podido organizar aquel
magnífico alumbramiento de entusiasmos alrededor de lo que faltó a la Dictadura: una gran idea
central; una doctrina elegante y fuerte. Y en cambio se hubieran encontrado con lo que en mucho
tiempo tal vez no vuelvan a tener: con un prodigioso hombre, en el auténtico sentido humano,
nacido en nuestro tiempo con la misma exuberancia de espíritu, con la misma alegría generosa, con
la misma salud y el mismo valor y la misma sugestión sobre las multitudes que un gran capitán del
Renacimiento.
¡Qué le vamos a hacer ya! Dejaron pasar el instante. No percibieron su decisiva profundidad.
Empezaron a hacer remilgos por si la Dictadura menospreciaba tales o cuales pequeñeces rituarias.
Y desdeñaron al hombre para compartir, más o menos de cerca, el luto de las tertulias políticas
expulsadas del mando. Mejor que el viento nuevo, imperfecto, pero vivificador, quisieron el cuartito
de casinillo lugareño que era la política en España, con su camilla, su charla picaresca, su tute y sus
cortinas de mal gusto, propicias a las chinches. Ya sé que los intelectuales, cuando escribían,
también abominaban de esto; pero en el fondo intacto de sus espíritus no les era posible reprimir
una afinidad sentimental con los políticos desahuciados; veían al Dictador como un enemigo
común. Y políticos e intelectuales aunaron sus ingenios (llamémosles así) para esparcir ironías por
los casinos y editar “Murciélagos”.
Tal fue, salvo excepciones, la actitud de los intelectuales españoles ante el hecho
revolucionario de la Dictadura. Así lo entendieron. Tal vez están muy satisfechos de haberlo
esterilizado. Pero no van a ser ellos los jueces de su propia clarividencia. Llegará un día en que se
juzgue, desde la altura del tiempo, qué era más grande: si el Dictador o el ambiente intelectual de
este rincón del mundo hacia 1923. ¿Dará la Historia la razón a los intelectuales? Por de pronto no se
les puede ocultar un mal síntoma: mientras ellos están acordes en desdeñar al general Primo de
Rivera, hay muchos cerebros fuera de España para los que, mientras nuestra literatura
contemporánea se cuenta en muy poco y nuestra ciencia en casi nada, el general Primo de Rivera,
como figura histórica y política, representa mucho. En las siguientes páginas del presente libro
hallará el lector numerosas opiniones extranjeras. Y no se olvide que, como dijo Clarín, ‘‘la
distancia tiene a veces ciertas virtudes del tiempo; los países extraños suelen hacer el oficio de
posteridad.”
JOSE ANTONIO PRIMO DE RIVERA
8 de diciembre de 1931.
20

NOTAS.
BREVE RESEÑA DEL V CONGRESO DE LA SECCIÓN FEMENINA

Siquiera sea brevemente, queremos reseñar en nuestros habituales “Hechos de la Falange” los
que han ocupado el primer lugar durante este mes de enero y de los cuales es protagonista la
Falange Femenina.
El V Congreso Nacional de las mujeres nacionalsindicalistas ofrece al menos cuatro temas de
comentario: primero, el balance de su propia obra, en que sobre el buen resultado de la actividad
habitual destacan en abundante logro dos empresas femeninas iniciadas en el año pasado: la
formación de mandos y afiliadas y la campaña profunda y tenaz contra la mortalidad infantil,
llevada a cabo mediante numerosos equipos de divulgadoras sanitarias. La falange femenina
conserva y acrecienta su título de depositaria privilegiada del espíritu fundacional revolucionario y
se perfila como una fuerza social operante en los cuidadísimos límites de las tareas más
propiamente femeninas: la reformación moral, social y política de las mujeres españolas y la
vigilancia por una vida familiar más moral, más sana y más alegre, en servicio y garantía de las
futuras generaciones. En segundo término, este V Consejo incluye en sí mismo —en su breve
transcurso— un servicio intelectual de importancia mediante el ciclo de documentadas conferencias
en el que han actuado escritores falangistas como Luis Santa Marina, Pedro Laín Entralgo, el
Marqués de Lozoya, Dionisio Ridruejo, Gerardo Salvador, José María del Rey, el P. Pérez Urbel, el
P. Félix García, Antonio Tovar, etc.
En tercer lugar merece la pena considerar el propio discurso de la delegada nacional, Pilar
Primo de Rivera, de magistral sencillez y delicadísimo estilo: resalta en él lo que pudiéramos llamar
el estilo de la fundación mediante esa ingenua habilidad con que traslada los más altos principios,
amorosamente entendidos, al orden de los más nimios consejos sobre la vida práctica de su obra. Es
un discurso tan original, tan fiel, tan levantado y puro, tan poéticamente auténtico y tan eficaz al
mismo tiempo, que fácilmente se pone por sí mismo en línea con los textos primeros y más amados
de nuestra Falange.
Y en cuarto lugar —y en el lugar más importante—, los dos discursos políticos del Consejo
pronunciados por el Presidente de la Junta Política y por el Vicesecretario general del Partido: el
primero, de tremenda intensidad, desentrañando todos nuestros problemas nacionales y exteriores y
aleccionando a la Falange y al país entero con las más resueltas consignas, y el segundo glosando y
amplificando severamente algunos aspectos del primero: los que más directamente se referían a la
posición de la Falange en la vida política. La voz de la Falange ha sido esta vez cruda, sincera y
“entusiasmadamente pesimista”. El agobio y el peligro de España no han sido acuitados, pero
tampoco la resuelta, iracunda voluntad de quebrantar todo cerco interior o exterior para dar paso a
la vida de la Patria. Examen, advertencia y consigna; han sido los más importantes que hasta la
fecha nacen de la política española impuesta por la victoria militar y en el régimen falangista.
Cabe aún acentuar el eco decisivo y alentador que estos hechos falangistas han tenido en el
ambiente oportunamente elegido de Barcelona, la ciudad más contraria de España y la más
peligrosamente sensibilizada ante los generales problemas de este tiempo.
21

Núm. 4, febrero de 1941

ANTE LA GUERRA

En nada se nos aparece más duro y trágico el destino de nuestro tiempo como en la inevitable
realidad circundante de la guerra. Todos los días nos martillea la cabeza la propaganda, los partes,
los clamores de uno y otro bando. Lo periodístico sería seguir en forma de eco estas voces, y
repetirlas con la indiferencia horrible con que se repite lo acostumbrado.
Pero aquí en ESCORIAL nos debemos a la sinceridad, y nos interesa fijar algunas posiciones
nuestras ante la realidad tremenda que es la nueva guerra mundial. Porque lo único que no tenemos
derecho a hacer es inhibirnos —y se equivocaría muchísimo quien imaginara que concebimos
nuestra labor como una isla de paz y un oasis de ventura. Nunca más lejos la utopía que en estos
momentos, y nunca más fuerte, más dominante, más imponente el realismo acerado y lleno de
experiencia.
Nuestra generación ha nacido para este adverso destino de la guerra, y como no podemos
traicionarle —y traicionarnos—, hemos de relacionar con él todo; las realidades culturales como los
más delicados estremecimientos de nuestra sensibilidad, nuestras más caras realidades vitales como
la conciencia histórica del presente.
Nadie piense, sin embargo, que renegamos de este destino, ni que soñamos con esquivarle
más que en pasajeros instantes. No podemos tolerar que nadie especule con el cansancio
momentáneo e individual para creer que nuestra generación, fatigada, podría desertar de la profunda
y absorbente vinculación a la Patria. Frente a esto proclamamos una y otra vez nuestra decisión de
no resignarnos al desarraigo, no dejar sueltas y autónomas nuestras individualidades.
Nos sentimos apóstoles de una “moral nacional”. Y esta moral nos ata sin remedio a las duras
realidades del presente, y nos veda todo mariposeo intelectual, toda fe en lo cultural puro y
desligado de la Patria. Por esto, rigurosamente, pesa sobre nosotros la angustia de la guerra, sin
intermitencias ni pausa, sintiéndola como peligro y ocasión, como tentación y como horror. Estos
mismos son los sentimientos del buen soldado al saltar del parapeto y avanzar: tiene miedo, pero
marcha hacia adelante.
Con esto queda bien claro que nuestro racional, frío examen de la situación y sus
posibilidades no puede llevarnos nunca a una abstención cobarde. Sentimos la ocasión incitante
para la Patria, sentimos las dificultades de la hora —y nos movemos entre un extremo y otro en la
más áspera de las inquietudes.
El sentimiento de nuestro vencimiento histórico, la síntesis a que se ha llegado del proceso
histórico español desde 1588 hasta 1940 nos enseñan con toda certeza, con seguridad absoluta:
dónde ha estado y está el enemigo. Toda ilusión en este punto es imposible, y el vendaje en los ojos
que no quieren ver, es, en el sentido más literal, voluntario e interesado.
Pero la seguridad de esta concepción histórica, que desemboca en una inflexible línea de
acción, no nos lleva a la aceptación en bloque y sin más ni más de toda la teoría política de las
propagandas en lucha. Sería esto impropio de una elemental finura política y de un delicado tacto
nacional. Sin posturas criticistas y estériles, sin dejar ningún resquicio por donde se insinúen
insidiosas dudas sobre la decisión de nuestra fe, hemos de proclamar nuestra originalidad política al
hacer públicas unas reflexiones sobre la guerra.
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Porque no aceptar sin examen las razones de guerra de unos no nos hace creer nunca que los
otros tengan razón ninguna. Y el saber bien que la primacía política y la originalidad se traducen en
ventajas para la afortunada nación inventora nos hacen comprender también la limitación de nuestra
actitud crítica.
Bajo la palabra “orden europeo nuevo” se esconden ideas nobles y útiles. Pero es que por
encima de toda realidad actual y aun egoísta en esta consigna, está el hecho de que el orden de ayer,
el orden liberal y democrático de Europa, el orden de Ginebra y Versalles, no pudo ser peor para la
Patria. Nuestra ira contra Europa se extiende hasta más allá de los tiempos de la Ilustración: más
allá del propio siécle de Louis XIV, hasta los tiempos de la Reina Isabel y sus piratas. Y por eso
recibimos con alegría cualquier amenaza que venga a destruir una situación que para nosotros ha
sido funesta. No es ya una fría satisfacción en la venganza, un gozo en la saña de la destrucción,
pero sí un sentimiento de alivio de una larga y acostumbrada opresión.
Los espíritus críticos dirán que estas consideraciones se deslizan hacia lo periodístico y
apasionado, pero precisamente se trata de lo contrario: de expresar hasta qué punto nuestra vida
cultural y nuestras preocupaciones más desinteresadas están obsesas de esta angustia del presente,
de esta inevitable y tremenda realidad, que obliga a redactar este editorial, apresuradamente, sin
orden y sin calma.
También podrán parecer monótonas estas tesis: como que se vienen repitiendo ya diez años en
España. Reciente está la conmemoración de La Conquista del Estado, que en 1931 planteó
rigurosamente y con ambicioso impulso todo el problema de nuestra generación española.
El lema de aquel semanario: “No parar hasta conquistar” es el mote nuestro frente a los
conformistas, los tranquilos, los blandos, los consuetudinarios prudentes. Bajo este lema
quisiéramos —y por ello trabajamos— un Estado acerado, elástico, activo, revolucionario, inquieto.
Porque lo esencial ahora es salir de la opresión que ha empobrecido en España las vidas
individuales durante siglos, y crear una afilada acción colectiva.
La claridad de esta acción es lo único que puede salvar de su oscuridad a este apagado siglo
nuestro, en que la muerte ha perdido todo su aire sagrado y horrendo para convertirse en un
incidente trivial.
Hace años era un problema el de la evitabilidad de la guerra. Hoy nos aparece claro que la
guerra pertenece al orden de las necesidades inesquivables, de las realidades con que hay que
contar. Y esta realidad durísima no nos lanza al vivir despreocupado, pues el no tener personalmente
la seguridad del mañana no nos hace olvidar ni un momento nuestro deber de hoy. La guerra nos
sorprenderá como a Arquímides, afinando nuestros espejos ustorios, afilando razonamientos y
armas, creando razones combatientes.
La misma dureza de nuestra vida actual no nos dejará desencantarnos. Y la opacidad de
nuestro siglo, donde la gloria es cada vez más gris, no empañará nuestra ilusión nacional.
Hay que abandonar de una vez la costumbre de dejarse fácilmente resbalar por el plano de los
paralelos históricos. Pero hay que decir que tal vez nuestro tiempo, combatido en tan durísimas
luchas, no tiene un destino inmortal. Tan sangrientas o más que las de hoy fueron las innumerables
batallas en que los emperadores romanos defendieron los límites desde Escocia hasta Arabia, y, sin
embargo, goza de memoria clara que las Termópilas, en fin de cuentas, y aparte los buenos versos
con que fueron celebradas, no costaron más de trescientos o cuatrocientos muertos.
Quizá lo más tremendo de nuestro destino sea el haber nacido condenados no a luchar, sino a
luchar oscuramente. El olvido nos acecha, y en defensa tenemos que pregonar esto muy claramente,
porque no están nunca lejos de nosotros los olvidadizos que quieren echar tierra sobre la pasada
guerra nuestra y sobre sus muertos.
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Vivimos un oscuro tiempo y hemos de aceptarlo como es. Sin mirar al pasado reaccionaria y
vanamente, y sin soñar con imposibles paraísos en el futuro. Nuestro nacimiento nos ha colocado en
una Patria oprimida y recortada, y nosotros no hemos venido al mundo con otra obligación que con
la impuesta por la conciencia de este hecho. A ella habrán de ser sacrificadas vocación, juventud,
amor, alegría, independencia. No podemos acordarnos apenas del tiempo en que paseábamos a la
sombra de los árboles, o leíamos con descuido libros. ¡Se acabaron las contemplaciones! El mundo
nos acosa con las más elementales verdades: el hambre, la guerra, la ambición, la comunidad de
destino nacional. Y toda divagación, toda distracción, todo escape resulta prohibido. Ni siquiera
envidiamos a las gentes felices que se permiten estos lujos, porque son como el avestruz, que mete
la cabeza en la arena y se queda expuesta a ser cazada. La divagación se permite, pero al margen; la
distracción, sólo como descanso; la huida, momentáneamente. Pero al que se distrae un minuto más
o se adentra en la divagación con un palmo de exceso, ¡ay de él!, porque se ha quedado,
sencillamente, fuera, y nada de lo que haga servirá para cosa.
Hay que hacerse a la idea de que vivimos en la normalidad, de que en muchos años, tal vez en
muchas generaciones, no se volverá a vivir con un margen de descuido. Hemos entrado en una
especie de largo túnel y tenemos que acomodarnos a pasarnos mucho tiempo de la vida
atravesándole.
Nada como la guerra que hemos vivido, y la que estamos sintiendo a nuestro alrededor, cada
vez más próxima, para despertar una aguda conciencia histórica, un sentimiento estremecido de la
caducidad de todo, de la provisionalidad del vivir. Han desaparecido del mundo las falsas
seguridades en que hemos sido criados, y las cosas todas han ganado elemental valor, desnudez,
pureza.
Si comparamos nuestro hablar y nuestro vivir con el de hace diez, veinte, cien años,
encontraremos que ha desaparecido aquella seguridad, aquella vanidad con que cada uno podía
ostentar su labor personal. Nosotros, ante la guerra, proclamamos nuestra intelectual servidumbre a
la Patria, nuestra entrega a lo que sabemos nacional e ineludible destino. Ningún halago, ninguna
vanagloria, ninguna blandura podría hacernos desertar de este deber de la inteligencia española.
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Núm. 5, marzo de 1941

ESPAÑA Y LA TÉCNICA

Si nos atenemos a la lección de Aristóteles, cuatro eran los órdenes del saber en la mente del
griego: la percepción sensorial, que nos da la existencia de las cosas; la empiria, por la cual
sabemos qué hacer con cada una de las cosas que nos ofrecen los sentidos; el arte o la “techne”, en
cuya virtud alcanzamos las causas o el por qué de aquello que empírica y singularmente sabemos
hacer, y equivale a un saber hacer genérico, no meramente individual; y, por fin, la sabiduría o
“sofía”, a merced de la cual nos son dados los principios últimos de las cosas, sus divinas
ultimidades. Los sentidos hacen saber al médico la existencia del enfermo y su apariencia
sintomática. Sobre este dato —por seguir el mismo ejemplo de Aristóteles— el empírico sabe curar
a Galios o a Sócrates, hombres aislados, sin saber por qué les cura; el artista o técnico del curar sabe
por qué cura y, en consecuencia, sabe curar al flemático o al bilioso, como géneros del estar
enfermo; y, en fin, el sabio o filósofo sabe qué cosas sean en sus principios el curar y el hombre a
quien se cura. Por su naturaleza misma, la sabiduría —“el saber y entender de aquellas cosas que en
su esencia son las más nobles”, dice de ella Aristóteles en la Ética nicomaquea— toca siempre con
la Divinidad, lo mismo cuando esas cosas son atañentes al cosmos que cuando pertenecen al
quehacer de los hombres. Cuenta Diógenes Laercio que una vez echaron en cara al sabio
Anaxágoras no cuidarse de su Patria; a lo cual contestó el de Klazomene, señalando al cielo: “Lo
hago, y mucho”. Y no es que el cielo presocrático fuese el cristiano; pero también es cierto que para
aquellos fisiólogos algo había de divino en los astros.
El segundo y el tercero de estos cuatro saberes son los que aproximadamente englobamos hoy
cuando hablamos de “técnica” o cuando decimos que el físico, el filólogo, el médico, el funcionario
o el ingeniero conocen bien “sus técnicas”. Y aquí es donde la reflexión se trueca de intelectual en
cordial, porque inevitablemente se enredó dentro de todos nosotros con la sensibilísima hebra de la
preocupación patria. ¿No os parece, camaradas, que ahí, en esos dos escalones del saber, es donde
ha fallado históricamente esta España nuestra? ¿Acaso los españoles estamos técnicamente
indotados? ¿Habrá aquí una inferioridad constitucional del ibérico, tan ubérrimamente dotado para
otras empresas del vivir y del morir? ¿Será el defecto, por ventura, histórico y subsanable?
Cualquiera que deba ser nuestra respuesta a estas preguntas, algo hay cierto con anterioridad a
la respuesta misma, a saber: la justificación de aquellas urgentes y anhelantes interrogaciones. Las
cosas acaecen como si el español tuviese una disposición a la vez sublime e infausta para pasar sin
estación medianera desde el primero hasta los cabos del último estrato del conocer, desde ver
realista y crudamente con los ojos de la cara a ver creyentemente con los sobreojos de la fe. Véase
el testimonio de tres egregios catadores del alma española. Hay en ella —nos dice Menéndez y
Pelayo— “grandeza inicial y lucidez pasmosa para sorprender las ideas; poca calma, poca atención
para desarrollarlas”. La observación es tópica; pero ahora importaba recogerla de su mejor ponente.
Ganivet escribe: hombres de ciencia... “los ha habido y los hay; pero cuando no son inteligencias
mediocres, se sienten arrastrados a las alturas donde la ciencia se desnaturaliza, combinándose, ya
con la Religión, ya con el Arte”. Y Unamuno: “Fue éste un pueblo de teólogos, cuidadores de
congruir los contrarios; teólogos todos, hasta los insurgentes, teólogos del revés los librepensadores.
En la teología no hay que desentrañar con trabajo hechos, sino combinar proposiciones dadas, es
asunto de agudeza de ingenio, de intelectiva”. No hace falta hurgar mucho para hallar la común raíz
de los tres comentarios. ¿Y no abunda en el mismo sentido la consideración inmediatamente
religiosa que las “cosas sobre el haz de la tierra criadas” merecen de San Ignacio en el “Principio y
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fundamento” de los Ejercicios? ¿O el ejemplo del médico Vallés, llamado “el Divino”, excelente
empírico curando la podagra de su augusto paciente, extremado filósofo y teólogo en la Sacra
philosophia o en los libros de las Controversiarum medicarum et philosophicarum y brillantísimo
comentarista de Hipócrates; pero mediano “técnico”, en helénico sentido, a la hora europea de los
Vesalio, de los Harvey y de los Sydenham? ¿O, en fin, aquella parte primera de la Introducción del
símbolo de la Fe, cuando el donoso y excelso fray Luis asciende sin transición de considerar con
sensorial pormenor las partes del cuerpo humano —“unas sirven para cubrirlo, como la piel, la
carne y la gordura; otras sirven de cocer el manjar, como el estómago y las tripas delgadas...”— a
las cuatro perfecciones divinas que en ellas resplandecen?
El hecho es que a España le ha faltado la técnica, mientras los pueblos europeos la
desplegaban fabulosamente. No sólo Francia e Inglaterra, los vencedores de España en el
Seiscientos, mas también Alemania, igualmente vencida en Westfalia, y la disgregada Italia... Causa
dolor muy hondo leer hoy la serie innumerable de apellidos extranjeros que aparecen en la
menguada historia de nuestra tecnificación. Sin llegar a Juanelo Turriano, el de los artificios
hidráulicos de Toledo, ni hacer cábalas sobre la dudosa castellanía en el linaje del loado y mediocre
Hugo de Omerique —júzguese por la fonética del apellido—, ahí están, desde el XVIII, los
colonizadores Word y P. La Croix, los hacendistas Orry, Amelot y Cabarrús, el ingeniero
Bethancourt y el químico Proust; P. Bayer, reformador de los Colegios Mayores, los arquitectos
Sachetti y Sabatini, los generales O’Farril, O’Daly, Reding, O’Donnell y O’Donojú; Blake, el
creador del Cuerpo de Estado Mayor; el matemático Chaix... La lista podría ser aumentada sin
grave fatiga. Y estos son hombres que, más o menos, sirvieron al interés nacional. ¿Qué grima no
dará, ni qué ira, ver u oír los nombres técnicos del rapaz capitalismo extranjero: el “agua de los
ingleses” en Sevilla, los rótulos de Ríotinto o de la Babcock-Wilcox, las compañías Lebon y tantos
otros?
Tales son los hechos, y junto a ellos es inútil cerrar los ojos. Pero los hechos no existen
humanamente sino ante una conciencia vigilante que les da sentido; y, en consecuencia, tanto como
ellos nos interesan las actitudes del español frente a esta somera y triste historia de nuestra técnica.
Las cuales actitudes, espectralmente analizadas, nos darían hasta cinco tipos diversos: tipos puros,
ideales, diversamente mezclados en la varia y singular actitud concreta de este o el otro español.
Véase su esquemática descripción siguiente:
1. Actitud progresista. Convicción y confesión de una incapacidad española para la vida
“moderna” y técnica. Importación sin reservas de la técnica y de los técnicos, hecha con mentalidad
cosmopolita, “para que nos enseñen”. Es la actitud de nuestra Primera República, vendiendo en
nombre del librecambio las minas de Ríotinto o —insospechadamente— de la Dictadura,
pignorando en aras de un rápido “progreso” la propiedad de nuestras conversaciones telefónicas. El
término es bien conocido: el español puede decir a grito pelado “¡Viva la libertad!” o “¡Viva
España!”; pero, en rigor, él vive colonialmente.
2. Actitud casticista elemental. Es el “yo no necesito la técnica” o el “que me dejen con lo
mío” del primario anarquismo celtibérico. Por debajo de otras más nobles razones —nacionales en
un caso y sociales en otro— esto había en los entresijos instintivos del motín de Esquilache y en la
torpe ira de aquellos anarquistas que en 1933 incendiaban las máquinas segadoras. El término ya
sabemos cuál es: también el coloniaje, porque nadie puede vivir de espaldas a su tiempo.
3. Resignación inteligente. Convicción profunda de la incapacidad española y presunta
compensación por otra cosa, para lo cual el español esté dotado. Ved al pobre Ganivet, cuando
pretende convencernos —y convencerse— de que “la habanera por sí sola vale por toda la
producción de los Estados Unidos, sin excluir la de máquinas de coser y aparatos telefónicos”, o
cuando, con esperanzada orgulloso resignación, quiere hacer de España “una Grecia cristiana”. (“La
Grecia en gracia de Dios”, del ingenioso y estéril Letamendi.) No está lejos el Unamuno de En
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tomo al casticismo; ni, pese a su más franco europeísmo, el Ortega de La España invertebrada:
incapacidad española para el ímpetu creador de la vida moderna por “déficit rubio” en nuestros
cruces étnicos; y el Ortega de las Meditaciones del Quijote, inquisidor preocupado de “la gema
iridiscente de lo que España pudo ser”. (Entre paréntesis: ¿cómo este Ortega primitivo,
nietzscheano y filoario, se mantiene en tan tozuda postura democrática?) Tampoco es arcano el
término de esta inteligente resignación: piérdese la habanera y el teléfono invasor nos roba la
intimidad nacional, por continuar la imagen y el lenguaje ganivetianos. Y España, desde luego, se
queda en un mero “poder ser”, por terminar con los de Ortega.
4. Autoengaño inteligente y amoroso. Tal es la actitud del grande y bueno Menéndez y Pelayo.
“También el genio español ha dado técnica y técnicos”, nos dice, y engaña a la exigüidad española
de 1876 con el caramillo de La Ciencia Española. (Olvidaba D. Marcelino que había de viajar
arrastrado por locomotoras de ultrapuertos y que los cañones de los barcos españoles alcanzaban la
mitad que los ingleses o los yankis.) En el fondo, D. Marcelino —que, como entrañado español,
ponía el acento de su estimativa en los más altos niveles del quehacer humano: “luz de Trento,
espada de Roma...”, sin atender apenas a los intermedios— engañaba piadosamente a sus españolas
angustias polémicas.
5. Optimismo patriotero. “Somos unos tíos estupendos”: ésta es, si se me permite la
chabacana y difundida expresión, la tesis oficial del patriotismo grueso y verbenero; bien en su línea
casticista, ya descrita, bien en la seudotradicional o seudohistórica, más frecuente en los medios
capaces de expresión hablada o escrita. Estos hombres suelen pensar, o aparentar que piensan, que
la virtud histórica de nombres como Otumba, Lepanto y Pavía se agota en el hecho de llenarse con
ellos la garganta. “En cuanto nos pongamos, somos capaces de improvisarlo todo”; pero estos
sentimentales del patriotismo, que aún quedan, ni se ponen nunca, ni improvisan. No sería difícil
demostrar el complejo de simplicidad, sensiblería y —schelerianamente— resentimiento, que forma
el sustrato de tal actitud.
Frente a estas cinco posturas mancas se alza la nuestra, total, falangista. “Amamos a España
porque no nos gusta”, se nos enseñó. Queremos tenerla frente a nuestros ojos abiertos, verla tal
como es, con su hermosura y sus lacras, con su excelsitud, su cortesanía y su barbarie, con su pronto
heroísmo y sus desbocados apetitos individuales. Pero a España no podemos limitarnos a mirarla
como es, a verla con la agridulce verdad del amor; no podemos ser frente a ella ni conformados, ni
espectadores, ni críticos, ni derretidos. En lo tocante a los problemas de España hemos de ser
actores apasionados, porque sólo así verdaderamente vive y existe España; y también porque, en
rigor, sólo así puede vérsela claro, del mismo modo que sólo el filósofo creador puede hacer historia
de la Filosofía. ¿Y cuál es o debe ser, respecto a la técnica, esta activa y total actitud nuestra?
La actitud falangista frente al hombre y frente a España es la del definido entusiasmo. No
queremos, ciertamente, caer en el optimismo infinitista, aquel que hacía decir a Novalis: “Nada es
más accesible al espíritu (humano) que lo infinito”; sabemos que el hombre y el español tienen su
límite, para dolor y gloria suyos, y acaso lo técnico —testimonio, la Historia— sea una de las
primeras limitaciones del hombre español. Pero, de otro lado, más hemos de huir del pesimismo
predeterminista y resignado. Creemos en el hombre como ser libre y creador, capaz de vencer
heroicamente —así Íñigo de Loyola en el estudio barcelonés— la afición, la costumbre y la
limitación de instrumentos; y si tiene límite, también es cierto que en parte lo fija él mismo con su
operación y su entusiasmo.
Necesitamos la técnica, llámese ésta burocracia, amoníaco sintético, método fenomenológico
o motor de explosión. Pues bien; probemos aquí voluntaria, heroica y creadoramente cuál sea
nuestro riguroso límite, contra la corriente de nuestra afición, de nuestro temperamento o de nuestro
casticismo. Hic Rhodus, hic salta, esta es nuestra divisa. Infundamos nuestro entusiasmo en la
técnica. Después de todo, ahí están Sabadell, Eibar y Baracaldo, ahí la logística española en los días
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de Brunete y del Ebro, el autogiro o los saltos del Duero; y nuestra considerable generación de
científicos y técnicos entre los cuarenta y los cincuenta años, que debe ser maestra de nuestro
aprendizaje y discípulo de nuestro entusiasmo. ¿Cuál es la posibilidad española por este camino?
He ahí una pregunta incitante para nuestro capital, si se decide a ser una vez lúcido y audaz; y, en
todo caso y momento, para nuestro Estado. Sin haber emprendido resueltamente esta marcha,
librémonos de dar respuestas prematuras con fáciles ensayos de caracterización psicológica.
Lo cual tampoco equivale a postular una primacía de la técnica, al modo soviético o yanki.
Guardemos como un tesoro aquella ultimidad religiosa del español en su actitud frente a los
hombres y las cosas; más aún: cultivémosla como lo mejor de nuestra alma y de nuestra historia
pretérita o venidera. Amemos también estos ojos españoles, que nos dan un mundo crudo y
recortado, esta lengua para nombrarle apretadamente y esta pasión honda de vivir y mandar. Pero,
por Dios, demos también nuestro ahínco a labrar la empiria y el arte, en aquel viejo y actual sentido
aristotélico; porque, de otro modo, perderemos nuestro yo y nuestra historia, y sólo nos quedará
como posibilidad —¡qué asco, camaradas!— ser “castizos”.
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Núm. 6, abril de 1941

LLAMAMIENTO, ADVERTENCIA
Y CONSIGNA DE JOSÉ ANTONIO

Otra vez dejamos a la palabra de José Antonio ―director supremo de nuestras empresas― el
lugar de nuestro Editorial. Hemos seleccionado algunos llamamientos, advertencias y consignas
que pueden alumbrar en estas horas la conciencia de todos como algún día alumbraron la de los
pocos que le ayudaron a despertar a España.
***
España necesita con urgencia una elevación en la media intelectual; estudiar es ya servir a
España. Pero entonces, nos dirá alguno, ¿por qué introducís la política en la Universidad? Por dos
razones: la primera, porque nadie, por mucho que se especialice en una tarea, puede sustraerse al
afán común de la política; la segunda, porque el hablar sinceramente de política es evitar el pecado
de los que, encubriéndose en un apoliticismo hipócrita, introducen la política de contrabando en el
método científico.
Pero hoy no podemos aislarnos en la celda. Primero, porque sube de la calle demasiado ruido.
Después, porque el desentendemos de lo que pasa fuera no sería servir a nuestro destino en el
destino universal, sino convertir monstruosamente a nuestro destino en universo. Nuestra época no
es ya para la soberbia de los esteticistas solitarios, ni para la mugrienta pereza, disfrazada de
idealismo, de aquellos perniciosos gandules que se ufanaban en llamarse “rebeldes”. Hoy hay que
servir. La función de servicio, de artesanía, ha cobrado su dignidad gloriosa y robusta. Ninguno
está exento —filósofo, militar o estudiante— de tomar parte en los afanes civiles. Conocemos este
deber y no tratamos de burlarlo.
Nosotros no os llamamos con la invocación del nombre de España a una charanga patriótica.
No os invitamos a cantar a coro fanfarronadas. Os llamamos a la labor ascética de encontrar bajo los
escombros de una España detestable la clave enterrada de una España exacta y difícil.
No venimos sólo a execrar como antipatriotas a tantos y tantos críticos de España como se
adelantaron a formular nuestro descontento. Venimos a reprocharles que no añadieran a su crítica
mayor efusión. Pero su descontento es nuestro. Nuestra manera de servir a España tendrá que ser
también rigurosa. Tendremos que hendir muchas veces la carne física de España —sus gustos, su
pereza, sus malos hábitos— para libertar a su alma metafísica. España nos tiene que ser incómoda.
¡Dios nos libre de encontrarnos como el pez en el agua en esta España de hoy! Tenemos que sentir
cólera y asco contra tanta vegetación confusa. Y sajar sin contemplaciones. No importa que el
escalpelo haga sangre. Lo que importa es estar seguro de que obedece a una ley de amor.
***
Si miramos en torno, no hay detalle que no nos confirme en la clara convicción de siempre:
España no tiene más que un camino, y ése es el nuestro. Fuera de él todo es agotamiento y
confusión.
Y hay quien cree que en ese sorteo se ha ganado nada menos que la contrarrevolución.
Muchos se sienten tan contentos.
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Una vez más tiende España a cicatrizar en falso, a cerrar la boca de la herida sin que se
resuelva el proceso interior. Sencillamente: a dar por liquidada una revolución cuando la revolución
sigue viva por dentro más o menos cubierta por esta piel endeble que le ha salido de las urnas.
Porque casi todos los que cuentan con la Falange para tal género de empresas, la consideran
no como un cuerpo total de doctrina, ni como una fuerza en camino para asumir por entero la
dirección del Estado, sino como un elemento auxiliar de choque, como una especie de fuerza de
asalto, de milicia juvenil, destinada el día de mañana a desfilar ante los fantasmones encaramados
en el poder.
Toda nuestra vigilancia habrá de montarse contra una interpretación así. Si la lucha hubiera
surgido entre proletariado y burguesía, ésta podría invocar ahora, aunque nos doliera, el derecho del
vencedor. Pero no han sido ésos los términos en que se planteó la batalla: la batalla se planteó entre
lo antinacional y lo nacional, entre la anti-España y el genio perenne de España. Este ha vencido;
para él el triunfo; pero no para nadie que ahora se lo quiera apropiar.
Los cañones llamaron otra vez —con su vieja voz conocida— al alma profunda de España.
Ella respondió trágica y heroicamente. No resulte ahora que fue invocada para una bagatela. No lo
tolerarían las sombras de los muertos. Ni lo toleraríamos nosotros...
***
Cualquier recluta que se logre sin otra consigna que la del miedo, será completamente estéril.
Frente a una voluntad decisiva de asalto no basta una helada y pasiva intención de resistencia. A una
fe tiene que oponerse otra fe. Ni en las mejores horas imperiales, cuando hay tanto que merece
conservación, basta con el designio inerte de conservar. Una nación es siempre un quehacer, y
España de singular manera. O la ejecutoria de un destino en lo universal o la víctima de un rápido
proceso de disgregación. ¿Qué quehacer, qué destino en lo universal asignan a España los que
entienden sus horas decisivas con criterio de ave doméstica bajo la amenaza del gavilán?
Esto pasa quizá preferentemente entre las derechas: un gran aparato patriótico y religioso,
demasiado enfático para ser de la mejor calidad, envuelve una falta espeluznante de interés por las
miserias de los desheredados. Las derechas que se suponen “más avanzadas” llegan a recomendar
ciertas ampliaciones jurídico-sociales, como la que da a los obreros una homeopática participación
en los beneficios o la que les asegura, a la vejez, un pingüe retiro de una peseta y media al día. Pero
no hay partido de derechas que acepte el acometer con decisión heroica el descuaje del sistema
capitalista y su sustitución por otro más justo. Y como en ello estriba la tarea de nuestra época (ya
que la sustitución del sistema capitalista implica toda una revolución moral), y como sin eso la
conciencia de una nación como comunidad completa de vida no puede afirmarse, es claro que un
frente calificado por ser “de derechas” no puede ser, aunque lo ponga en todos los carteles
electorales, un frente “nacional”.
Quien se coloca ante la¿ cuartillas en blanco para trazar el esquema de la situación política
presente no puede sustraerse a una impresión que se expresaría en estas palabras: falta de vitalidad.
La paz ha sido siempre uno de los bienes más apetecidos por los pueblos; pero esto en que vegeta
España no es la paz, sino el desmayo.
No puede ser ágil y sereno, justo y fuerte, sino el Estado que se sabe servidor de una misión
en la vida del mundo. Sin esa convicción interior la Historia es una sucesión de bandazos entre las
épocas de severidad, siempre cruel y siempre abusiva, porque no se halla justificada por ningún
principio superior, y las épocas somnolientas y estúpidas, como esta en que ahora languidecemos.
Otra vez, como tantas en los últimos tiempos, vuelve a ponerse en azar los destinos de
España. Se dijera que pesa sobre nuestra Patria la maldición de no llegar a ser una realidad perfilada
y establecida, sino un perpetuo proyecto de realidad, siempre en período de borrador inseguro.
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Esto mientras engordan armeros, intermediarios, administradores, banqueros, propietarios,


rentistas, consejeros de grandes empresas y toda esa muchedumbre ociosa que parece ser el remate
de un país apoplético de gran capitalismo y no la dorada envoltura de nuestra pobre y ancha y
esquilmada España.
***
La experiencia —que, por otra parte, no ha hecho más que confirmar lo que ya promulgaba la
razón— pudiera formularse con la exactitud de una ley matemática: no hay política posible, ni
historia posible, ni Patria posible, si cada dos años se pone todo en revisión con motivo de unas
elecciones.
***
Nosotros queremos el orden, “pero otro orden” diferente hasta la raíz. El régimen social
imperante, que es, por de pronto, lo que se ha salvado de la revolución, nos parece ESENCIALMENTE
INJUSTO. Hemos estado contra la revolución por lo que tenía de marxista y antiespañola; pero no
vamos a ocultar que en la desesperación de las masas socialistas, sindicalistas y anarquistas hay una
profunda razón en que participamos del todo. Nadie supera nuestra ira y nuestro asco contra un
orden social conservador del hambre de masas enormes y tolerante con la dorada ociosidad de unos
pocos.
***
Todas las juventudes conscientes de su responsabilidad se afanan en reajustar el mundo. Se
afanan por el camino de la acción, y, lo que importa más, por el camino del pensamiento, sin cuya
constante vigilancia la acción es pura barbarie.
Nuestra España se hallaba, por una parte, como a salvo de la crisis universal; por otra parte,
como acongojada por una crisis propia, como ausente de sí misma por razones típicas de desarraigo
que no eran las comunes al mundo.
En política hay obligación de llegar, y de llegar a la hora justa. El binomio de Newton
representaría para la Matemática lo mismo si se hubiera formulado diez siglos antes o un siglo
después. En cambio, las aguas del Rubicón tuvieron que mojar los cascos del caballo de César en un
minuto exacto de la Historia.
¡Y España sin hacer! España sufriendo las alternativas del vapuleo y del paso. A lo lejos, la
estrella de su eterno destino. Y ella, paralítica, en su desesperada espera de la orden amorosa y
fuerte: “¡Levántate y anda!”
Este es el espectáculo de nuestra Patria en la hora justa en que las circunstancias del mundo la
llaman a cumplir otra vez un gran destino. Los valores fundamentales de la civilización española
recobran, tras siglos de eclipse, su autoridad antigua; mientras otros pueblos que pusieron su fe en
un ficticio progreso material ven por minutos declinar su estrella, ante nuestra vieja España,
misionera y militar, labradora y marinera, se abren caminos esplendorosos. De nosotros los
españoles depende que los recorramos.
El mundo tiende otra vez a ser dirigido por tres o cuatro entidades raciales. España puede ser
una de estas tres o cuatro. Está situada en una clave geográfica importantísima, y tiene un contenido
espiritual que le puede hacer aspirar a uno de esos puestos de mando. Y eso es lo que puede
propugnarse. No ser un país medianía; porque o se es un país inmenso que cumple una misión
universal, o se es un pueblo degradado y sin sentido. A España hay que devolverle la ambición de
ser un país director del mundo.
¿Pesimismo? No. De nosotros depende. De todos nosotros. Contra la anti-España roja sólo
una gran empresa nacional puede vigorizarnos y unirnos. Una empresa nacional de todos los
31

españoles. Si no la hallamos —¡que sí la hallaremos!; nosotros ya sabemos cuál es— nos veremos
todos perdidos.
***
Hoy mismo, bajo este sopor caliginoso en que todos los egoístas de España sólo aspiran a la
siesta, hay pueblos y pueblos españoles abrasados, sin una hoja de árbol que temple la ferocidad del
clima, en los que no es posible beber un vaso de agua que no sepa a sal o podredumbre. Y nada de
eso puede remediarse a paso conservador (es decir, dentro del “orden”, del respeto a los “derechos
adquiridos” y demás zarandajas), sino metiendo el arado más profundo en la superficie nacional y
sacando al aire todas las reservas, todas las energías, en un empuje colectivo que un entusiasmo
formidable encienda y que una decisión de tipo militar ejecute y sirva. “Hay que movilizar a
España” de arriba abajo; ponerla en “pie de guerra”. España necesita organizarse de un salto, no
permanecer en cama como enfermo sin ganas de curar, entre los ungüentos y las cataplasmas de una
buena administración.
He aquí, camaradas, cómo ahora más que nunca son necesarias las consignas de nuestra fe.
Antes, todavía, la incomodidad ahuyentaba el sueño de España; ahora nada cierra el paso al sopor.
Todos los gusanos se regodean por adelantado con la esperanza de encontrar otra vez a España
dormida, para recorrerla, para recubrirla de baba, para devorarla al sol. Sea cada uno de vosotros un
aguijón contra la somnolencia de los que os circundan. Esta común tarea de aguafiestas iluminados
nos mantendrá unidos hasta que el otoño otra vez nos congregue junto a las hogueras conocidas. El
otoño, que acaso traiga entre sus dulzuras la dulzura magnífica de combatir y morir por España.
32

Núm. 7, mayo de 1941

PELIGROS DEL ESPAÑOL

Con este título tan alarmante no nos referimos a las peripecias que pueden, en cada momento,
complicar y poner en riesgo la modesta vida individual de cada español. Nos referimos a otro tipo
de permanente alarma que atosiga nuestra vida, y que no es otra que el peligro en que sentimos, a lo
lejos, en los bordes de remotos océanos, nuestra lengua.
Cuando se ha entonado un canto tan generoso, entusiasta y optimista a la extensión de nuestro
romance como el libro Babel y el castellano del argentino Arturo Capdevila, hay que atender
también a noticias desagradables y, confidencialmente, en la intimidad de esta revista, repasarlas
todas y examinar en conjunto la situación.
Si por obra de nuestros mayores el español está extendido por las orillas de todos los mares y
por las alturas de los montes y la anchura de la pampa y las sabanas y por los claros de las selvas
vírgenes, por obra de las generaciones más próximas a nosotros, ésta formidable extensión del
español ha quedado desarticulada y —atrevámonos a decirlo— sin cabeza. Ha sido un triste proceso
de desintegración intelectual, estrictamente paralelo de una desintegración política. Hoy, no nos
engañemos, nos encontramos en el extremo de esta desintegración, a lo cual contribuye sobre todo y
contra nuestra voluntad la situación política del mundo.
Los escritores españoles tal vez tienen ahora en América menos prestigio que antaño. En
Buenos Aires o en Méjico es dudoso que hoy se tolerara un pontificado semejante al de Valera,
Menéndez y Pelayo, Unamuno, hace no más de cuarenta, cincuenta, sesenta años. Se escuchaba
entonces en aquellas latitudes la palabra cultural de Madrid con mucho más respeto que se podría
buscar ahora. Y esto sucede: 1.°, porque el mundo ha adulado excesivamente a América y porque lo
convencional ha ganado terreno; Europa con dos guerras ha gastado y gasta demasiadas energías y
prestigio; la “ayuda de América” es en lo material, y algo también en lo espiritual, el mito de
nuestro siglo. 2.°, porque América —salvo alguna minoría de la América que fue española— ha
tomado una postura reaccionaria que la distancia por ahora de Europa, donde al calor de las
revoluciones de nuestro tiempo se prepara el futuro. 3.°, porque las comunicaciones son difíciles,
lentas y fiscalizadas por quiénes prefieren una América “inocente” y aislada. 4.°, porque el
comercio de libros se ve estorbado por lo indicado en el punto anterior y por nuestras inevitables
penurias materiales de la postguerra. 5.°, porque una idea de comunidad política se mantiene aún
lejana y utópica, hecha aún más dificultosa e imposible por propagandas de toda especie. 6.°,
porque los rojos forajidos (usamos la palabra en el valor etimológico y en el otro) en América
contribuyen con sus traiciones y adulaciones a estorbar explicaciones en esta época de tan difícil
comunicación y de tan poca claridad. 7.° y más importante, porque nuestro poder político es aún
pequeño y nuestro peso en el mundo relativamente ligero.
Por todas estas razones ESCORIAL no puede constituirse en tribunal para escritores
americanos, como se constituía La España Moderna o cualquier revista de Madrid en tiempos que
por lo distintos nos parecen mucho más remotos. Pero esto es ya otro tema, y lo que de esta
consideración nos importa es sus consecuencias para la unidad del español.
No cabe duda que toda lengua de cultura y de extensión mundial tiene dos caminos ante sí. El
de la libertad y el abandono y el de la academia. En esquema, el primero llevaría a la disolución y
fragmentación, y el segundo a la muerte por rigidez y arterioesclerosis. A grandes rasgos, por el
33

primer camino llegó el latín a la división en lenguas romances; por el segundo, el griego común de
la cultura helénica se quedó momificado en la terrible prosa bizantina.
El español, que ni en España ha llegado a la uniformización, estaría amenazado del primer
peligro si no fuera porque nuestra lengua es tremendamente clara: ningún vago matiz, ninguna
vocal fluctuante dejan un momento en duda nuestra lengua de hierro. El verbo épeler, to spell no
existe en castellano. Entre el catalán y el portugués, tan ricos en vocales matizadas, se alza nuestro
a e i o u como un inconmovible cristal de cinco pulidas facetas. Los dialectismos de América o de
Filipinas no tocan este elemento primario y por eso los de nuestro mundo nos entenderemos
siempre con más facilidad que un inglés y un yanqui.
Cuando se han querido fundar dialectos, hacer lenguas independientes, ha sido sobre la base
de novedades léxicas; pero lo que era novedad léxica para el español académico de 1880 no lo era
para el español hablado. Y así tenemos demostrado que tantos y tantos “americanismos” están vivos
en el lenguaje de la provincia de Cáceres, o de León, o de Cuenca. El principio de moderna
geografía lingüística del “área relegada” explica estas supervivencias, que son mucho más fuertes
vínculos de unidad que cualquier instrumento académico.
Por lo demás, cuando se haga la historia moderna de nuestra lengua se notará, exactamente
hacia 1898, un cambio profundísimo, bajo cuya influencia aun vivimos, y que hizo del español la
lengua literaria europea más próxima a la lengua hablada. El teorizador de esto fue Unamuno a lo
largo de toda su vida, pero en la práctica, Azorín, a pesar de sus galicismos; Valle Inclán, a pesar de
su autocratismo literario; Rubén Darío, a pesar de sus exotismos; Benavente, a pesar de su prosa
burguesa; Maeztu, a pesar de su tono continuo de artículo de fondo; Baroja, a pesar de su pobreza
voluntaria de recursos, lograron introducir la lengua hablada en el español literario y desencorsetar
aquella lengua de Castelar, Menéndez Pelayo, Cánovas y los oradores parlamentarios. Desde
entonces el español no se escribe con el cuello de pajarita puesto.
Digno de notarse es que en la empresa tomó parte un americano tan americano como Rubén
Darío, y que una de las obras típicas de esta nueva época del español, el Tirano Banderas, está
deliciosamente llena de americanismos, como si hubiese querido introducirlos en una nueva lengua
común que sustituyese con ventaja al instrumento académico, ya mohoso, de esta comunidad. De
este modo la nueva época del español combatía inconscientemente —esto es, con plena salud— el
peligro que a consecuencia de la ruina académica podía amenazarle. La unidad de lengua quedaba
fundada en la mezcla misma y en la comunicación de las palabras que al matizar aisladamente
zonas de lenguaje podían convertirlas en dialectos. Esta unidad viva es la que corre peligro en
nuestro tiempo de aislamiento y la que necesita para sostenerse dos cosas: la primera, comunicación
activísima entre nosotros y América, una escuadra mercante yendo y viniendo, trato directo y
frecuente, intensificación de los ideales comunes; la segunda, organización de una minoría que sirva
de base a la comunidad de vida cultural.
Entonces, sobre una lengua libre, sobre el español hablado en círculos máximos de la esfera
terráquea, se mantendrá la condición mínima de unidad, con lo que el peligro de una división en
dialectos quedará suprimido.
Pero hay otro peligro más grave para nuestro español: el de las invasiones de otra lengua en
ciertas marcas fronterizas sin defensa política y el de la invasión de lenguas de prestigio cultural y
político en círculos importantes y distintos de nuestro mapa de la lengua española. Piénsese en lo
que es la presión continua de una técnica traducida (en América más del inglés, en Europa más del
alemán), de una ciencia traducida (en América también más del inglés, y del francés, en Europa más
del alemán); de una literatura mundial para la que nuestra lengua tiene una grave permeabilidad.
Los elementos extraños penetran, pues, en nuestra lengua ya apoyados en fusileros y bases
navales (por ejemplo, Nicaragua y todo el Caribe, Filipinas), ya en traducciones y estudios en
34

Universidades y escuelas técnicas francesas, alemanas y norteamericanas. El periodismo de


Hispanoamérica está también sometido al formidable influjo de su colega norteamericano. Y no nos
olvidemos del hecho de que no exista un cine fuerte ni en España ni en ningún país hispánico.
La simple enunciación de estos hechos nos señala cuáles son remediables y cuáles son casos
perdidos. Pero el grito de alerta que aquí queríamos dar queda dado con el reconocimiento de las
cosas tal como son, sin falsos optimismos. Quien siente la moral de combate que es la nuestra, se da
cuenta de cuál es su deber. En lo remediable, en el esfuerzo técnico, en el cine, en la ciencia, hemos
de oponer el mismo esfuerzo a las amenazas de invasión que en el orden de las comunicaciones e
intercambio cultural hemos de oponer al peligro de diferenciación dialectal.
Quedaría aún por señalar algún otro peligro, pero menos grave: la inmigración europea en
América, las grandes masas de “gringos” y “naciones” parece que son cosa acabada, y la
asimilación o inasimilabilidad de las masas de heterogéneos inmigrantes es ya un hecho que no
dejará huellas considerables en el español de América, si se exceptúan quizá algunos italianismos en
el Plata.
El peligro de un estudio del español desde fuera, de un desarrollo artificial de las tendencias
divisionistas en el sentido con que se intentaba crear en la Sorbona una cátedra de “literatura
argentina”, no tiene tampoco trascendencia suficiente para hacerle grave.
Con prisa, pero sin frivolidad ninguna, queda rozado el tema. Nuestros políticos, nuestros
escritores y los historiadores y teóricos de nuestra lengua tendrían sobre esto mucho que decir.
¡Ojalá pudiésemos albergar pronto en nuestras páginas la contestación, la discusión en torno al
tema! Si se nos permite al final una fórmula, diremos que vemos el peligro más en la conquista y
suplantación —conquista favorecida en América por la teoría de “defensa del hemisferio
occidental”— que en la fragmentación en dialectos. El peligro no está en la formación de lenguas
distintas, sino en lo de siempre:
“¿Tantos millones de hombres hablarán —¡nosotros nunca!— inglés?”
35

HECHOS DE LA FALANGE.
UN ALTO.2

De nuevo, tras un alto desazonado, vuelven, los que deben andar, a andar por su camino
áspero, estrecho, hostilizado. Siempre el paso que se renueva se ha de esperar más decidido, más
seguro. Pero digamos de verdad que aun no ha de ser este nuestro “el paso alegre de la paz”. Las
vegas anchas de la paz están lejanas para nuestra generación, que quizá no vaya nunca a recorrerlas
con descanso. Pero lo importante no es que esas vegas estén próximas, sino que sean ciertas,
queridas y merecidas. Un alto en el camino sirve siempre —si no es más que un alto— para renovar
las fuerzas; pero sirve, sobre todo, para aclarar los ojos, para nutrir de experiencia la previsión y la
previsión de voluntad. ¿Adonde va, adonde debe ir—hemos de preguntamos al reemprender la
marcha— la juventud española, la revolucionaria y constante Falange?
Deslumbrando, avasallando nuestra obstinada fe, aparece esta previa y última esperanza:
aprovechar la ocasión de España. Dejar a España la herencia de mi momento bien vivido, de un
ancho camino abierto para que otras generaciones y aun la nuestra puedan recorrerlo con grandeza.
Sacar heroicamente a España de su atolladero y de su confinamiento. Comenzar la España que
nunca estará completa y nunca estará concluida: es decir, la España que no será la cuna ni la
sepultura, sino la vida —la empresa— de su pueblo. Y esto —repetimos— no querido ni sentido
como meta lejana a través de los azares de la Historia, sino como tarea próxima y precisamente a
través de las inminentes oportunidades que ante la España purificada se abren.
Pero —claro es— la empresa requiere concreción y sistema. Por una parte, que España realice
ahora, rápidamente, una tarea histórica —que normalmente debiera ser tarea final— es, a su vez, el
más excelente medio y ocasión de que realice más fácilmente las tareas que en un proceso normal
debieran considerarse como previas. No sería necesario acumular argumentos, baste con los más
conocidos: que la ocasión histórica se presenta sin sujeción a programas y difícilmente se renueva a
voluntad, y que sólo una empresa nacional total y exterior puede trabar y rehacer la unidad de
nuestro pueblo.
Por otra parte, la obsesión de esta ocasión o coyuntura deslumbrante no debe servir de
pretexto —tan gustosamente suele aferrarse a ellos este pueblo extremista y negligente— para
incurrir en la pereza y en el abandono de las reales y concretas empresas de cada día y de la obra de
lucha y creación revolucionaria. Porque si los avances que en este orden lográsemos se los llevara el
diablo en caso de perder la “gran ocasión”, el mismo diablo nos cerraría las puertas de la “gran
ocasión” o nos destrozaría tras ellas si no nos preparásemos con autenticidad revolucionaria a
penetrarlas.
En resumen: el destino de la Falange y de España depende de como se recorran estos pocos
kilómetros que van desde nuestro indeciso desarreglo hasta la plenitud de una acción para la que el
mundo nos aguarda. Porque —en último término— la ocasión española no estará más o menos
plenamente aprovechada por la mayor o menor extensión de los objetivos de expansión alcanzados
o de las reivindicaciones realizadas, sino por la mayor o menor plenitud expansiva con que España
llegue a ella y salga de ella y —por condición— por la mayor o menor firmeza y autenticidad del
régimen que ha de encarnar la empresa.
Cierto es que España no puede renunciar a ninguna reivindicación posible, y aun dudamos
que deba renunciar a las imposibles; pero la primera reivindicación de España ha de ser España
misma: su libertad, su poder, su firmeza. Conseguidos por el único camino practicable: por el de la
2 La Nota hace referencia al cambio de Gobierno en el que Serrano Súñer debe ceder el ministerio de la Gobernación,
aunque se mantiene en Asuntos Exteriores. En consecuencia, supone una cierta pérdida de poder para los
intelectuales del llamado Grupo de Burgos (Ridruejo, Laín, Tovar, Torrente…), representantes del sector falangista
más estrictamente germanófilo y totalitario. [Nota del editor digital.]
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realización plena de su revolución, por el de la íntegra puesta en marcha de sus energías y


capacidades, por el de la afirmación audaz y rotunda de su verdad realizada y conducida. Para el
hombre falangista esta suma de condiciones tiene una expresión inequívoca: el pleno y entero
triunfo de la Falange sobre las vacilaciones, reacciones y dispersiones de la existencia y de la
acción nacionales.
Esta es la meditación que cabe hacer ante el espectáculo de este mes crítico en el que la
Falange —reajustada— reanuda, su marcha. Los “Hechos de la Falange” por esta vez han tenido
que ser —porque lo han sido— hechos de recapitulación y de esperanza. Sobre las anécdotas nos
parece innecesario insistir.
D(ionisio) R(idruejo)
37

Núm. 8, junio de 1941

NOSOTROS ANTE LA GUERRA

Nosotros —nadie se asuste— somos los falangistas que escribimos ESCORIAL, y que porque
así lo quiso nuestro destino, día a día y número a número vamos dando forma y expresión, con
mejor o peor fortuna, pero con probada vocación de exactitud, a los pensamientos que el Fundador,
en horas lejanas, nos dejó —inapreciable herencia— sobre lo que en este doloroso parto de una
España mejor ha de ser la Cultura. Con lo cual queda dicho que nuestro pensamiento no es nuestro,
sino común, y que nuestra obra es la misma, en la parcela de herencia que nos ha correspondido
labrar, que la de nuestros camaradas en la generación y en la Falange dentro de vecinas parcelas de
actividad, que juntas constituyen el solar espiritual de España, a barbecho muchos años, ahora
entregado a nuestro amoroso trabajo. Todo lo cual nos autoriza para ampliar este inicial “nosotros”
a cuantos, gemelos en el afán, sienten, padecen y esperan conjuntamente.
Enfrente está la guerra, que ya no es nuestra guerra, sino una guerra universal y terrible que ha
partido en dos bandos los hombres del mundo, no tanto por la nación cuanto por las ideas —algún
día estará bien precisar hasta qué punto es una guerra civil gigantesca—, y que a todos obliga,
quiéranlo o no, a tomar partido y bandería, como si toda humana existencia —puede ser que sea así
—, en su porvenir, dependiera, para fortuna o desdicha, de cómo sea la partida final y de quién sea
el victorioso. La guerra, que es no sólo el hecho político, sino el hecho espiritual de más calibre de
nuestro tiempo, por cómo lo político cala hoy en el fondo de las almas, las forma o deforma, y las
conmueve. Por hecho espiritual, hecho de cultura, de cultura militante, agónica y viva; y tan
totalitario en sus efectos, que toda la historia, la cultura también, tendrá, en relación con esta guerra,
un antes y un después: experiencia crucial, horas cruciales, cabeza de otro milenio.
Nosotros, gentes de cultura, y por eso mismo hombres de nuestro tiempo, con voluntad de
alerta a toda conmoción del espíritu; nosotros, que hemos recabado para nuestras manos la parte que
nos corresponde por la reconstrucción de España, tomamos posición ante el hecho enorme de la
guerra. Pero el repertorio de posiciones es muy escaso: no caben más que dos: la muerta, que es
inercia, indiferencia (como si dijéramos, cultura entendida al viejo estilo, entrega a supuestos
valores permanentes, a inalterables esencias: es decir, al mundo petrificado de la investigación y el
fichero, sin pasión y sin pálpito), y la viva, que por vida es temblor, angustia, inquietud y batalla;
que es pasión, partido y combate: es decir, beligerancia. En esta última, por necesaria conclusión,
por acuerdo irremediable con nuestra textura y nuestra biografía, nos situamos, nosotros, los
falangistas que hacemos ESCORIAL, de igual manera que nuestros camaradas en el trabajo o en la
milicia, que ensanchan, hasta hacerlo de nuevo ingente y temible, el primer “nosotros”, para que
nadie lo tome por cenáculo trasnochado o disidente capilla.
Pero, beligerantes, ¿contra quién? Sin un sentido, un enemigo y una meta, la pura
combatividad es fuerza ciega, no es un valor. Sin precisar el “contra quién”, nuestra declaración de
beligerancia no pasará de alarde inútil, estocada en el vacío, tiempo perdido. Pero si contemplamos
el campo, y los cuadros combatientes, a uno de ellos nos llevará la simpatía, también el deber.
De una parte, está el comunismo. Más de medio siglo de marxismo, lucha de clases,
mesianismo proletario y materialismo condujeron a la Revolución rusa. Europa toleró que al este de
su cuerpo, sobre la ancha estepa, el cáncer se instalara cómodamente a hacer él solito su
experiencia, como si se pudiera experimentar sobre cuerpos y almas de hombres; como si
viniéramos al mundo de vez en cuando, y el error o la desventura de una vida pudieran repararse en
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otra nueva. Esta Europa impasible, hecha a laboratorios, creyó en un posible gran laboratorio
político, donde se viera qué pasaba en el mundo si en el ser del hombre se introducían ciertas
deformaciones como microbios en cuerpo de conejo; y qué pasaba si la infección trascendía a otros
miembros; y andaban los pueblos enfermos y por todos el desasosiego. Y todo esto, no sólo a meras
formas de política, gobierno y organización social referido, sino a las almas mismas de los hijos de
Dios, de las que se arrancaba la Divinidad como se arranca una espina, dejándolas en universal,
metafísico desamparo. Haciendo del hombre por quien Cristo vino al mundo no más que número,
unidad biológica, factor político y económico. Que ésta es la realidad espeluznante que hay por
detrás de la lucha de clases, la redención del proletariado y el final, paradisíaco anarquismo
prometido.
Está claro que nosotros nos oponemos al comunismo, y que la carne desgarrada de la Patria
sabe ya de esta oposición. Nosotros, nacidos en la fe de Jesucristo, que estimamos al hombre como
“portador de valores eternos” , ni podíamos ver impasibles la experiencia rusa, ni mucho menos que
quisieran extenderla a nuestra Patria, y por eso fue nuestra guerra. Toda una estructura de creencias
latía y late por bajo nuestras consignas, gritadas en las calles y en los campos de batalla. Frente a
ese hombre reducido a los solos límites materiales, la “persona” cristiana; frente a la unidad
biológica y económica, el hombre que puede orar y hacer hermosos versos; frente al alma
aniquilada en una comunidad amorfa, nuestra intimidad de hombres occidentales, ganada día tras
día de una larga historia.
Pero esta nuestra creencia nos obliga frente a alguien más que el comunismo, porque es
injusto achacarle todas las experiencias crueles. Ese mismo desamparo y yermo de las almas, ese
arrebatar al hombre su ser más personal y escondido, ese aniquilamiento del yo espiritual por la
pura economía se produce en muchas más partes que en la doliente Rusia. Busquemos sus antípodas
en la geografía y en el pensamiento. ¿Qué ha hecho del hombre el capitalismo? ¿No es también
inhumano y anticristiano? ¿Hay sensible diferencia entre los hacinamientos rojos de Moscú y las
colmenas humanas de Chicago? Contra él también, por las mismas causas, nuestro combate.
Pero aún hay más, y el enemigo no está bien claro. El liberalismo democrático defiende, o
dice defender, a su modo, esos mismos valores. Y los campeones actuales del liberalismo se
proclaman campeones de la civilización. Mas para precisar el campo y señalar al enemigo, se
impone el método contrario, es decir, definirnos a nosotros para que ellos queden definidos.
Nosotros juramos defender la unidad del hombre. Mucha gente se cree que esto no es más que
una hermosa frase, sin comprender que esta frase encierra la más pavorosa realidad de nuestros
tiempos: justamente, que el hombre anda partido, quebrantada su unidad, escindido en porciones
desacordes y aun contrarias, pecando contra el espíritu. Por debajo de los males presentes, uno
fundamental encontrarán los finos analistas del porvenir: esa rotura íntima del hombre, de que
nacen los restantes; como si Dios, que vino al mundo por concordar las partes desacordadas y hacer
con ello posible la Redención, hubiera encarnado, vivido y muerto en inútil sacrificio.
El hombre perdió su unidad, y fue por obra de la civilización presente, hija del liberalismo
democrático y del capitalismo en monstruosa alianza. Y como no hemos encontrado aún la fórmula
de separar democracia liberal y capitalismo, contra una y contra otro nos proclamamos beligerantes,
por obligación de juramento, por la sagrada unidad del hombre.
Pero esto no es todo. Hablamos de “unidad del hombre”, no del individuo; de “unidad
personal”, no biológica; y la persona, para serlo, requiere los demás; nadie es “uno” sino entre los
otros, se dijo, y, por ende, que unidad significa comunidad. Pero de toda comunidad posible, dos
hay eminentes en la jerarquía, y son la comunidad de los hombres en Dios y la comunidad de los
hombres en la Patria. Contra esta doble comunidad, que supone hondas consecuencias en lo
intelectual, en lo económico y en lo vital, asestó el mundo moderno, el mundo del capitalismo y la
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democracia, sus mejores baterías, porque comunidad en Dios es opuesta a capitalismo, y comunidad
en la Patria acaba oponiéndose a democracia. A comunismo también.
Nosotros los españoles sabemos mucho de eso. Teníamos una Patria, que fue grande y altiva,
y un día la vencieron. Pero no fue bastante la victoria de otras patrias más fuertes sobre la nuestra,
sino que llevaron su enemiga hasta maltratarla y desbaratarla y, por fin, no teniendo ya que hacer
con ella, hasta partirla. Y vimos cómo pedazos de España se nos iban de las manos porque, no ya a
otras patrias, sino a entidades internacionales del poder y la riqueza, así convenía.
Y como cristianos también lo sabemos; porque la catolicidad anda partida por el cisma, y de
tal manera apartados los hombres de su centro, que ya no a mínimas ecclesias , sino a sólo hombre
se ha reducido la unidad creyente frente a Dios; y el santo Dios a imaginación subjetiva y libre del
hombre mismo.
Esta es la obra de la Europa moderna; y de la Europa moderna, lo que en su obra cupo a sus
primeros paladines, Francia e Inglaterra, quienes vengan lo dirán con mayor objetividad que
nosotros.
Y con todo esto queda ya puntualizada nuestra beligerancia. Sólo nos queda ahora proclamar
de qué modo total y entero tenemos que ejercerla y la ejercemos.
Nosotros somos intelectuales, pero no lo somos al modo conocido y despreciado, que no era
más que modo parcial, y, por lo tanto, incompleto: un modo más de andar partido y descoyuntado.
Somos intelectuales pertenecientes a una generación ante todo política, que entiende la política de
manera radical, y, por lo tanto, vinculada a principios trascendentales. Como estilo de vida hemos
elegido la milicia, porque así es la manera más desnudamente cierta de vivir —militia est vita
hominis super terram— y porque por ese lado van las exigencias de los tiempos: y esta milicia la
practicamos con la pluma, pero también con la espada. En consecuencia, nuestra beligerancia contra
esto y contra aquello va más allá de las armas intelectuales de nuestros escritos: va hasta dar la vida.
Y la vida, hoy, se da en un lugar concreto y de una forma muy concreta: luchando en las estepas
moscovitas. Por encima de todos los demás, nuestro ejercicio cultural supremo es la guerra, con la
pluma, pero también con el máuser. Y así fuimos siempre, porque el combate que la Falange
empeñó antes del primer tronar de ametralladoras en las calles desapacibles de España, contra el
marxismo y contra el liberalismo de izquierdas o de derechas, fue ante todo “dialéctica de puños y
de pistolas”. Tenemos la honra de haber disparado los primeros tiros contra el marxismo de Negrín
y Largo Caballero y contra el liberalismo de Azaña y de Martínez Barrio; pero también contra
Ossorio y Aguirre. Nuestra guerra amplió a nacional este primer combate.
Ahora, aquel germen español, derramado por el mundo, colma las más grandes proporciones
y se hace europeo y universal. El último sentido de nuestros libros y nuestros versos está en la línea,
cada día diversa, del combate. Toda nuestra existencia se juega a este albur de la guerra. Como
nunca, vivimos peligrosamente, porque sabemos que esta tierra sagrada que pisan nuestros pies y
sostiene nuestra alma, una hora cualquiera de fortuna adversa podría arrebatárnosla. Se está
jugando, como hace cuatro años, el porvenir de España y de los españoles. Hoy, como entonces, la
Falange quiere la primera ofrecer su sangre y su esfuerzo por la victoria, que es la libertad. Estos
camaradas nuestros, flor selecta de la Patria, que están camino de Rusia, son nuestro símbolo. Su
destino será el de todos. Que Dios nos los devuelva íntegros y vencedores, porque sólo así nuestro
más alto amor, también nuestro mejor servicio, serán posibles.
¡Arriba España!
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Núm. 9, julio de 1941

LA UNIVERSIDAD

Ya están allá —en las llanuras donde Europa linda con el Infierno— nuestros mozos
voluntarios. Con emoción mirámosles partir, con emoción y esperanza, y no sólo por su vuelta, que
alguno quedará, sangre de España para los frutos de una Europa más digna; sino también, porque lo
que ellos van a defender, nuestra grandeza, sea mañana admirable realidad, hija de nuestras manos.
Pero su generosidad y valentía serán inútiles, aunque se cubran de gloria, si a su triunfo militar no
siguiera el triunfo político de lo que representan. Ellos van a combatir, y acá nos dejan un quehacer
reconstructivo en todos los campos de la actividad nacional, hoy apenas iniciado. Creemos oportuno
—y a ello vamos— un recuento del trabajo realizado desde nuestra victoria hasta aquí. Y porque los
más de nuestros voluntarios en la guerra contra Rusia son estudiantes, empezaremos hoy por la
Universidad.
No conviene olvidar —muchos parecen ignorarlo, otros quieren que no se sepa— que la
Falange fue desde su origen un movimiento universitario, que de la Universidad salieron sus
mejores hombres y que entre los estudiantes se reclutaron sus primeras milicias: Universitario fue
Ramiro Ledesma Ramos, y con él los adelantados de La Conquista del Estado y de las JONS.
Universitario ―además de campesino—, Onésimo Redondo y sus mozos vallisoletanos. Flor de la
Universidad, José Antonio y los falangistas de la primera hora. Y todas las Universidades, focos
desde donde nuestras ideas se propagaron por España; y sus hombres los primeros voluntarios en la
guerra y los primeros alféreces provisionales. Nuestra Revolución es obra del Ejército y de la
Universidad, y por esa alianza está preñada de futuro.
Sería pura insensatez desdeñar, como algunos desdeñaron, la colaboración de la inteligencia.
Y también grave error político. La Dictadura, que no halló la palabra para congregar en su contorno
a los intelectuales, que careció de “elegancia dialéctica”, vio su obra deshecha. Porque, en rigor de
jerarquía el pensamiento es lo primero, y la acción sin pensamiento —son palabras del Fundador—,
“pura barbarie”. N o hay acción política perdurable sin un pensamiento que la sostenga, y, según
van las cosas en el mundo, el depósito y vivero del pensamiento es la Universidad.
Hay en la doctrina falangista, no formulado precisamente pero sí implícito en sus textos, un
esquema estamental de la nación, al que ésta, en su nuevo y apenas iniciado periplo por la Historia,
habrá de acomodarse. Según él, en tres órdenes se distribuye la actividad nacional que interfiere la
política: la Milicia, o acción entusiasta y disciplinada; la Universidad, o pensamiento expreso, y el
Trabajo, u ordenación de la potencia económica. Los ineptos maliciosos de siempre se echarán
desde ahora mismo a la busca de “lapsus” en el esquema que antecede; pero es trabajo que pierden,
porque el primer “lapsus” aparente está implícito en la Milicia, que es algo más que nuestras
milicias, y en cuanto al segundo —lo religioso—, está más implícito todavía. Porque nosotros, que
partimos de una radical postura religiosa confesional y concreta —el Catolicismo—, vemos a lo
religioso como realidad trascendente que impregna estos tres estamentos de la nación y de la
Falange, como todos los del Estado, y no sólo nuestras propias vidas individuales.
En dos de las cosas que quedan dichas radica la profunda originalidad de nuestro Movimiento
—semejante, en otros aspectos, a movimientos análogos con los que nos unen comunes empresas
—; es la primera —y se ha dicho tantas veces que ahora pasaremos con sólo mencionarla— la
última raíz religiosa de nuestra acción política, como de nuestra concepción del hombre y de la
Historia. Es la segunda —y en ésta sí que vamos a insistir— el relieve que damos a lo Universitario
41

en nuestro proyecto de vida nacional. Y ello no es bagatela, porque el que las miradas que desde
todo el mundo se nos dirigen, como esperando de nosotros, si no la máxima potencia, por lo menos
la mayor ejemplaridad en el nuevo orden de las cosas, sean o no defraudadas, del sesgo que a lo
universitario demos, y de su éxito depende.
Hagamos recuento de proyectos y anhelos en el órden universitario, porque el balance es
operación indispensable en toda empresa bien regida.
Queremos, primero, que la Universidad sea una Institución formativa, educadora (lo es
siempre, pero puede serlo en bueno o mal sentido: puede formar hombres bien educados y también
hombres mal educados; aunque después volvamos sobre esto, no estará de más adelantar que
nuestro caso, de momento, parece ser el segundo). Queremos que de la Universidad salgan hombres
españoles. Vayamos con calma: hemos dicho “hombres” y hemos dicho “españoles”. Pero no
“hombres” de cualquier manera, ni tampoco “españoles” de cualquier clase, sino hombres y
españoles de acuerdo con nuestra concepción, que es la buena y aun la óptima. Es decir, hombres
que se sepan, efectivamente, “portadores de valores eternos” y españoles que lo sean
históricamente: radicalmente vinculados a un quehacer nacional y social y revolucionariamente
cumplidores del mismo; con la conciencia, la responsabilidad y el rigor que da, a estas dos cosas, el
ser universitario.
Queremos, en segundo lugar, que la Universidad, Institución de cultura, cumpla con su
cometido específico: transmitir las conquistas espirituales del hombre en su paso por la tierra, y, si
la genialidad y el trabajo lo añaden, ofrecer al mundo, como contribución nacional, nuevos caminos
a la vida del espíritu. Pero como esto, aunque lo contrario sea “muy español”, no se improvisa, es
menester que la Universidad responda a los ineludibles imperativos de suficiencia y actualidad
científicas en su tarea docente.
La Universidad es una Institución, pero las instituciones valen por sus hombres. Donde
decimos Universidad puedes poner, lector, profesorado universitario. Y entonces comprenderás qué
delicada misión nacional le está encomendada, y qué delicada atención merece por parte del Estado.
Porque el profesor de Universidad va a ser —lo es irremediablemente— educador de las masas
estudiantiles; va a ser, además, el que les transmita técnica y cultura; muchas veces, el que ofrezca
el fruto nuevo de su propio trabajo. No es meramente una “carrera” más, una “profesión” para que
unos cuantos vivan —en este caso, exiguo modo de vivir—, sino algo muy cercano al sacerdocio,
paralelo en la importancia nacional a lo militar, y, con él, sostén de la vida política. Siendo así, se
comprenderá que exijamos al profesor universitario profunda, decidida vocación y dedicación de la
vida entera, así como rigurosa capacidad educadora y científica. Se comprenderá también que para
una vida así reclamemos con urgencia inaplazable todos los medios técnicos y económicos que el
universitario necesita para poder cumplir con su servicio formativo, investigador y docente.
¿Hasta qué punto nuestra presente realidad universitaria responde a estas apetencias, a estos
anhelos falangistas?
Acompáñanos, lector, en un viaje inspector a estas Universidades españolas, y con nosotros
penetra en la intimidad del profesorado. La intimidad de este profesor te revela una existencia de
posibilidades económicas limitadísimas: apretada asfixia de la que el universitario difícilmente
puede desembarazarse si no es abandonando su cátedra y entregándose a la actividad
extrauniversitaría, si su suerte y su talento lo llevaron a una profesión lucrativa: médico o abogado;
resignándose a estrechez sempiterna si siguió otros derroteros.
Esto se dice en su favor; pero en su contra —hagamos las salvedades oportunas—, ¿es
siempre completa su formación científica? Y una vez que alcanza la cátedra, ¿cumple con su
obligación de estar al día en la marcha universal de su actividad? Todos hemos conocido ese tipo de
catedrático —más numeroso que lo tolerable— que lleva veinte, treinta años repitiendo un día y
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otro, un curso y otro, las mismas cosas, con idénticas palabras, petrificado en su saber inicial, como
si también la ciencia, fuera de él, se hubiera petrificado. Y en cuanto a la ejemplaridad —educación
es siempre ejemplaridad—, ¿lo son, humana, nacional, socialmente todos nuestros profesores?
También aquí podríamos hacer amplia referencia triste de malos ejemplos como hombres, como
españoles, como miembros de la sociedad, elegida toda la lista sin salirse del escalafón oficial.
Mejor parados no quedarán los estudiantes, y sobre todo estos que, en proporción
abrumadora, vienen a la Universidad porque no sirven para otra cosa —porque no sirven para nada
— y con el solo fin de conseguir fin título que les habilite para un ejercicio profesional.
“Pero, ¿a qué van a ir?”, piensa ahora mismo airado el buen padre de familia cuyo es el caso
de sus hijos. Sí, a la Universidad se va en busca de un título que capacite para el ejercicio
profesional, pero “se va” de cierto modo. Se va pensando que el “ejercicio profesional” es también
una forma, muy importante, de servicio a la Patria, y que este ánimo de servicio no puede faltar. “Se
va” sabiendo que ser universitario obliga a un modo de conducta, a un estiló de vida, y que
rechazarlo es una forma de traición. El ser universitario “obliga” a un exigente repertorio de deberes
intelectuales, nacionales y sociales. El universitaria —entre otras cosas— nutre la clase media
profesional que partea los gobernantes y da tono a la vida del país. Y ¿qué tono será el de la nuestra,
cuando esta caterva de estudiantes ordinarios, egoístas y zafios se haya acomodado por las
profesiones? ¡Dios nos libre, como en su Sabiduría quiera, de esa inevitable catástrofe que nos
amenaza para dentro de muy pocos años!
Como en tantos otros aspectos de la vida nacional, ha triunfado en la Universidad, de
momento, el criterio conservador y parcial sobre el nacional y revolucionario. En este aspecto, por
lo menos, hemos perdido el tiempo. Y lo seguiremos perdiendo si el Estado no dedica una mayor y
más rigurosa atención a las clases estudiantiles. Y si en la Universidad no se impone un amplio —
amplio en cuanto al contenido— criterio selectivo, que alcance desde la cultura hasta las buenas
maneras de los estudiantes.
La atención —esta que hoy es escasa, por no decir nula— del Estado a la clase estudiantil,
puede concretarse en los siguientes aspectos. El primero, la formación “humana” y “nacional” del
estudiante, a través de la cátedra, del SEU y de la vida social. La Universidad será una institución
fracasada mientras de sus aulas salgan estudiantes anquilosados, polarizados como hombres, e
indiferentes u hostiles como españoles. No se es hombre más que de una manera, total, y no se es
español más que de otra manera, la nuestra; y ni en una ni en otra maneras de ser caben medias
tintas ni fórmulas de compromiso.
El segundo aspecto —sin que el orden implique, en este caso, jerarquía— es su formación, su
“vida” religiosa. ¿Ha pensado alguien seriamente en ello? La vida religiosa del estudiante se
abandona a su iniciativa individual, cuando existe, o se deja a la buena de Dios: siempre fuera de la
Universidad. La Universidad no contribuye, hoy por hoy, que sepamos, a la formación religiosa. Y
si algo se ha hecho casi es peor, en fuerza de ñoño, anacrónico y despegado de lo universitario. El
estudiante de fino nivel espiritual huye, porque se le dicen idénticas cosas que a la beata
profesional; y no es lo peor que huya, sino que muchas veces huye también su fe, y se refugia en la
crisis, en el agnosticismo o en la franca incredulidad. Y —también es necesario proclamarlo—
cuando por alguien se cuida de la formación religiosa del estudiante, suele ser de manera parcial y
hostil al resto de la clase, cuando no de la Universidad entera.
El tercer aspecto es la organización de la enseñanza. Planes tras planes se han sucedido —
nosotros no somos muy viejos— , y si uno es malo, el siguiente es peor. Parece como si un demonio
maléfico se complaciera en inutilizar nuestros esfuerzos precisamente en su más delicado meollo:
en el del pensamiento. En las Universidades españolas se peca de especialización excesiva y de
parcialidad científica. Ya Unamuno señalaba la hostilidad entre las disciplinas —entendidas por
nuestros disciplinantes—, que hacen incompatibles, para los españoles, las Matemáticas, por
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ejemplo, con la Filosofía o la Poesía. El mal viene de antes de la Universidad, y ya sabemos cómo
se llegó a dividir el Bachillerato en científico y literario. Nuestros médicos ignoran la Filosofía casi
tanto como los químicos la Literatura o los abogados las Matemáticas. Se ha hecho de la cultura una
serie de compartimientos estancos, y es la cultura misma quien padece, pues si nuestros
profesionales suelen ignorar lo más elemental fuera de su profesión, es defecto conocido de
nuestros sabios la falta de universalidad. Al estudiante español le falta una amplia base humanística;
le falta —es necesario confesarlo— hasta un decoro en el hablar, leer y escribir su propia lengua.
Por último, la atención escasa que merece el SEU, y, con él, la formación política de los
estudiantes. Muchas gentes son a creer que esto del SEU no es más que el premio transitorio que se
da a unos cuantos chicos que se portaron bien en la guerra, y que hay que tolerar por algún tiempo;
y no se dan cuenta los tales de que sin una vigorización interna del SEU —primera labor, que cabe a
la Falange— y sin una intervención real en la vida de todos los estudiantes; sin una total disciplina
regida por el SEU e informada por la Falange, los males de nuestra Universidad tendrán muy lejano
remedio, si lo tienen. Y con ellos, todo lo que en la vida española depende de la Universidad que es
mucho e importante.
Vamos a terminar con otra mención del profesorado, pues su quehacer ahora es tan grande
como su responsabilidad. Tiene que cumplir un mínimum de exigencias políticas en la expresión y
en la conducta; pero también el máximum en la competencia científica exigible, cuya procura tienen
a su cargo tanto el Estado como el propio profesor. Dios nos libre —y no lo decimos a humo de
pajas— de profesores como aquel del cuento, que no han leído a Kant, pero saben refutarle; y de
tribunales de oposición, que fomenten actitudes de tal linaje. Ni nos bastan sabios y patriotas:
necesitamos hombres ejemplares, espejo de las generaciones, que la pedagogía como ciencia es un
camelo, si no descansa sobre viva realidad. Ha querido la Historia que en este revoltijo del mundo
corresponda a España ser, también, espejo de naciones: la que debe resolver en equilibrio la
antítesis entre libertad y disciplina, entre pensamiento y acción; la que puede salvar para los siglos
el tesoro de la cultura, con tanto trabajo logrado por Europa. La parte más difícil, también la más
frágil, de esta misión universal nuestra reside en la Universidad. Piensen todos, y piensen con
cuidado, que cualesquiera que sean las demás conquistas, si ésta no es un día realidad, habremos
fracasado estrepitosamente. Y entonces, la sangre de nuestros muertos habrá sido como agua sobre
pedregal: puro ruido.
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Núm. 10, agosto de 1941

HABLANDO DE LITERATURA

Quisiéramos hoy, desde estas páginas preliminares de ESCORIAL, dejando a un lado otros
temas más serios —aunque no más importantes—, hablar un poco de literatura. Nos encontramos
con que los tiempos que corren no abundan en frutos señalados de creación literaria. Ni, por
consiguiente, de crítica literaria tampoco. Porque, en rigor, una crítica verdadera no puede hacerse
más que desde una auténtica creación. La crítica la hace el gran creador en persona que, hasta cierto
punto, manda en su época, o alguno que se siente, aunque le sea contrario, en unidad de espíritu con
él. Podríamos citar los ejemplos literarios de todo el romanticismo idealista alemán, del simbolismo
francés hasta sus últimas consecuencias, y de nuestro inmediato, si cancelado, “noventa y ocho”.
Ser un buen crítico ya es algo en el orden de la creación. Y, recíprocamente, todo creador literario y,
en general, artístico, lleva implícita —contra lo que generalmente se cree— una crítica obvia, por lo
menos del género o de los géneros que cultiva. (Si es que existen los géneros.) A los “malos
autores’’cabe dividirlos en dos clases: los que lo son por falta de facultades, y los que teniendo
facultades de sobra son malos por falta de una crítica propia que forme parte de su intuición radical
—si no del mundo—, de su propio arte. Cuando falta la crítica, la creación exige en el hombre,
excepcional y aislado, un desequilibrio genial. Cuando falta la creación, la crítica tiene que
reducirse, modestamente, a no dejarse engañar por los simuladores. Y a evitar que engañen a los
demás o, por lo menos, procurar que engañen a la menor cantidad posible de gente. Reducida a esto
—que no es, ni mucho menos, su misión específica—, la crítica no es más que una defensa ingrata
de una verdad que no existe aún como realidad. Y el crítico entonces —el buen crítico— da la
impresión de un hombre que gesticula en el vacío. Todo eso que usted dice está muy bien, le
objetarán los de la acera de enfrente; pero, ¿dónde están las obras escritas con arreglo a lo que usted
dice? Y el buen crítico tiene que señalar hacia otros lugares, más o menos lejanos en el tiempo o en
el espacio. Pero, para que la crítica sea eficaz, esto no basta: necesita la obra de creación
contemporánea en que apoyarse. Es más, esa obra tiene que ir por delante, lanzada hacia el futuro y
abriendo camino. Sin esta vanguardia indispensable, la labor del crítico es muy limitada, aunque no
por eso menos digna de agradecimiento. Porque siempre podrá establecer —con la buena dosis de
invención que ese establecimiento requiere— el presente y real estado de cosas. Lo que no puede
hacer es inventar una obra de calidad frente a lo que no es literatura, mientras no haya un autor que
de veras se la haya escrito; casi deberíamos decir, pues que de obras se trata: se la haya hecho.
No es nuestro propósito intentar aquí y en este momento un recuento de autores. Ni siquiera
un recuento de críticos. Pero, ante la invasión amenazadora de cierto filosofismo cultural, sin pasión
redentora en el lenguaje, ni límite concreto en la expresión verbal, no podemos por menos de
exclamar: ¡qué falta nos está haciendo una buena literatura! Entendámonos: una buena literatura
supone, por lo pronto, una mejora de la lengua, que es legado sacro de nuestros antepasados, pero es
también, sobre todo la hablada, bastante “nuestra de cada día”. Y, además, por añadidura y a cuenta
de esa mejoría, una dignificación de la misma vida de la que arranca. Porque, a pesar de todo el
prestigio de que hoy goza, resulta que la vida, la simple vida biológica, aunque sea lo más elemental
respecto al ser entero del hombre, no es lo primero. Antes está el verbo como “cuestión del
corazón”. Y el verbo, así, con minúscula nada más, pero verbo al fin y al cabo, es la literatura, la
buena literatura que tanta falta nos hace.
Sí, como pobres mortales, que cada día morimos un poco, tenemos necesidad de intensificar
nuestra recreación literaria de la vida, aunque sólo sea para que nos la entretenga y nos alivie de la
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muerte. Porque, “horas hay de recreación donde el afligido espíritu descanse; para este efecto se
plantan las alamedas, se buscan las fuentes, se allanan las cuestas y se cultivan con curiosidad los
jardines”. Plantar alamedas, buscar fuentes, allanar cuestas, cultivar jardines: faenas, todas ellas, en
las que gustaba emplearse la pluma asendereada de Miguel de Cervantes, cuyas son —como todos
sabéis, y no es menester indicar el lugar de procedencia— las citadas palabras.
Como alivio y entretenimiento, al modo del novelar cervantino, más que como torcedor
importuno, nos es tan necesaria hoy día esa buena literatura. Las páginas bien escritas de una fábula
humanamente poética, cuyo prestigio insustituible es tan halagüeño para todos los hombres sin
excepción, y nos sirve, como ningún otro, para “dar tiempo al tiempo”. Una buena literatura, sobre
todo de entretenimiento, porque para elevarnos y entusiasmarnos, en unidad espiritual de destino
histórico con los demás españoles, ya poseemos una magnífica, aunque extraliteraria, poesía de la
acción. Anterior a la acción es el verbo, pero, en nuestro caso, y debido a lo apremiante de las
circunstancias, la poesía hecha ha superado con mucho a la dicha o escrita, que no ha estado, casi
nunca, a la altura de aquéllas. Donde sí fue anterior el verbo creador —casi no es menester citar el
nombre de José Antonio—, es en el campo de la política. Aquí también la crítica más certera y
eficaz estuvo encarnada en la misma persona del creador.
Así la literatura, la obra de creación literaria, ha llevado hasta ahora por delante una obra de
creación política. Por eso no nos debe extremar su falta, aunque tengamos la obligación española de
remediarla cuanto antes. Y esta delantera que le lleva la política a la literatura queremos calificarla
de afortunada porque impedirá que se mezclen indebidamente una con otra, aun teniendo una raíz
común en el hombre español, o que la segunda pretenda asumir —como en la desprestigiada
propaganda política de los rojos— funciones rectoras que no son de su competencia.
La función bienhechora que a la literatura compete, en este momento difícil, pero creyente y
seguro, de España, es, por una parte, nada menos que la de cambiar el signo de nuestra cultura de
científico en poético y de racional en cordial. No sabemos hasta qué punto es esto posible, pero
queremos una cultura española entrañada cordialmente en el lenguaje y, por tanto, con una intuición
poética radical del hombre y de las cosas, como aquella de nuestros clásicos siglos XVI y XVII, la
que termina en el XVIII con el influjo racionalista, al quedar separado brutalmente el pensamiento
de sus aguas vivas de creación en la palabra. Y ya, en vez de la Introducción al Símbolo de la Fe o
de la Conversión de la Magdalena, se escriben las Cartas eruditas, y en vez de las poesías de
cualquiera de los poetas llamados culteranos, las de Luzán e Iriarte. Pero no es nuestra intención el
meternos así, en términos generales, con nuestro borbónico y erudito siglo XVIII, del que tan lejos
nos hallamos, a pesar de todas las excelencias de orden práctico que en él haya habido.
Tampoco es esta una apelación al pasado glorioso. Por lo menos, no quisiera serlo... Pero da la
casualidad de que nuestros clásicos son el mejor ejemplo vivo, digno, no de imitar, sino de ser
tenido en cuenta, por la única revolución que es posible ya hacer en literatura: la de convertirla a la
idea de la unidad espiritual del hombre. Sabido es que todas las revoluciones en las letras y en las
artes habían sido llevadas a cabo por las generaciones que inmediatamente nos precedieron. Ahora
sólo falta —bajo el sueño efectivo de nuestra catolicidad— la del Espíritu.
Por eso, la función de la literatura es, por otra parte, la de superar, a fuerza de generosidad y
de alegría, a fuerza de alumbrar manantiales y allanar cuestas y cultivar jardines, ese brillante y
tentador encastillamiento del arte dentro de sí mismo. En el fondo, nada menos que un memento
homo que ponga la señal redentora de ceniza sobre una frente demasiado angélica. Hay que sentir
humildemente, cervantinamente diríamos, en la tierra de nuestra carne “la humedad del jardín como
un halago”. Hay que tener la convicción de que el corazón es, en definitiva, el que salva al hombre.
Para que también, como dice nuestro Malón de Chaide, volvamos a despertarnos cada día con aquel
olor dulcísimo de sí mismo que Dios mezcló en todas sus obras, en todas sus criaturas.
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Tal vez el lector encuentre demasiado precipitadas y desordenadas las anteriores líneas. Por
una sola vez debe perdonárselo a nuestra bien intencionada pluma. Al fin y al cabo, hoy no hemos
querido hablar más que de literatura...
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Núm. 11, septiembre de 1941

LA POLÍTICA CULTURAL HISPANO-AMERICANA

Seamos sinceros, vivamos en la realidad y tomemos precauciones: nuestra ligazón fraternal, o


paternofilial, con las Repúblicas Hispanoamericanas no es un hecho inexorable decretado en las
alturas, sino un hecho histórico, relativo por lo tanto, que puede acontecer y puede también
desvanecerse. Aquellas tierras abundan en sangre nuestra; pero una mezcla continuada puede
borrarla. Hablan nuestra lengua, pero pueden dejar de hablarla, para adoptar ese inglés imposible
que se habla más al norte. Profesan, en general, nuestra religión, pero pueden también no profesar
ninguna. En una palabra: si hoy, por encima del Atlántico, unos cuantos vínculos espirituales y
raciales subsisten, cualquier bamboleo del curioso planeta llamado Tierra puede dar con ellos al
traste y dejar huérfanas a nuestras hijas y a nosotros sin prole. Pero también esa rotura de relaciones
entre América hispana y nosotros estará en trance de producirse sin necesidad de telúrico bamboleo,
simplemente cuando la Madre Patria, como dicen por allá, deje de tener interés o de ser atractiva;
porque este género de paternidades, si no se ejercita constantemente con elegante cuidado y
delicada eficacia, puede morir en cualquier coyuntura.
Reduzcamos la situación a sus más graves términos, que son siempre los de la realidad:
Hispanoamérica está demasiado lejos para que España pueda ejercer allá una influencia política, y
las cosas del mundo andan lo bastante revueltas para que la colaboración económica pueda ser
importante, por lo menos en muchos años. Sobre la tierra que fue española más abajo del Río
Grande del Norte, los Estados de la Unión —o, hablando precisamente, los judíos de Wall Street—,
ejercen una vigilancia exquisita, con miras tan declaradas que no se hace necesario precisarlas.
Estas miras alcanzan desde lo meramente político a lo económico, sin excluir la lengua como
vínculo de cultura (no se olvide, a este respecto, la historia de las Islas Filipinas desde su
independencia).
España no puede actualmente, ni podrá en muchos años, oponerse con fuerzas materiales a
esta acción imperialista de la Unión, porque para ello sería menester que se arreglaran las cosas del
mundo, y que se arreglaran precisamente a nuestro gusto; y una vez listas, que nuestra potencia
industrial y militar fuera tan grande que la Unión nos considerase con respeto no sólo en el mundo,
sino precisamente en lo que provisionalmente vamos a llamar su “espacio vital”.
Hay algunos insensatos que creen posible, tales cosas resueltas, una acción tutelar española
sobre su América, pero esto es un disparate. En ese caso, lo único que España podría hacer era
vigilar el libre desarrollo de la Historia de Hispanoamérica, de acuerdo con su propio destino, y sin
tolerar injerencias extrañas. Pero nada más. Olvidar que Hispanoamérica es libre es negación de la
propia paternidad al mismo tiempo que de la más elemental cordura.
Pero todo esto es divagar, porque las circunstancias llevan a España por otro camino. Y hacer
proyectos para dentro de cincuenta años es una forma de perder el tiempo. Si es cierto que España
tiene deberes que cumplir con la América española, y si es también cierto que su misión en la
Historia —por lo menos su misión presente— va por esos derroteros, conviene precisar cuáles son
sus términos actuales y posibles, y atenerse a ellos sin dejar abierto el disparadero de la fantasía.
Enfermedad de que muchos andan aquejados a ambas orillas del Atlántico, y no sólo precisamente
en las orillas de habla española.
Las Repúblicas Hispanoamericanas tienen su política y su economía, y en eso, de momento,
no nos cabe intervención, ni parece que nos quepa nunca. Pero también tienen su cultura, y ahí
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reside precisamente el ámbito de nuestra influencia. Consideremos previamente dos circunstancias:


la primera, que también en ese aspecto se nos quiere arrebatar; la segunda, que ese arrebato no es
imposible. Parece natural que, si hablan nuestra lengua y es nuestro su primer legado cultural, hacia
nosotros tiendan siempre sus aspiraciones espirituales. Pero es un hecho —por lo tanto, indiscutible
— que las aspiraciones pueden torcerse, y los legados culturales anularse, y una forma espiritual ser
sustituida por otra de matiz distinto, y aun opuesto. Cuando Rubén Darío se preguntaba, angustiado,
si el inglés sería la lengua de tantos millones de hombres, daba por posible el acontecimiento.
De momento, Hispanoamérica es como una novia hermosa a la que se disputan dos
pretendientes. Ya sabemos que las mujeres tienen a veces sus caprichos, pero, en general, se
entregan al más hombre de los dos. Es un problema de seducción, y España, para esta amorosa
conquista, tiene que ser realmente seductora. No basta con que unos cuantos por acá digamos
alegremente que lo somos, y que la amada nos favorece y distingue con sus mercedes; sino que esos
favores y esas mercedes existan realmente; que en este caso no puede ser más que así: tomando a
España por ejemplo y por cabeza de toda su empresa cultural. Pero España no está a la cabeza de la
cultura del mundo, ni siquiera del mundo latino. Recordemos aquella al parecer frívola dispu ta
suscitada hace unos años, de si el meridiano intelectual de los países de habla española pasaba o no
pasaba por Madrid. Hoy, que contemplamos la disputa a distancia, y con sincero deseo de no
engañarnos, podemos comprender que, efectivamente, no pasaba por Madrid.
Por las razones que fuesen, entonces Hispanoamérica debía más culturalmente a Francia que a
nosotros. Su poesía y su arte hablaban el francés, y hasta la sintaxis de su idioma se resentía de
galicismos. El fenómeno era natural: por aquellos años, la seducción ejercida por París sobre los
países hijos nuestros era más fuerte que la ejercida por Madrid, que si bien había planteado la
batalla, no la había ganado, como no la ganó todavía. No vamos ahora a discutir la excelencia de la
cultura francesa ni la excelencia de la nuestra. Basta con señalar un hecho objetivo, y meditar sus
consecuencias.
Hoy, sin embargo, no están igual las cosas del mundo ni las de Europa. No parece muy
probable que en algún tiempo recupere París su capitanía de las letras, y hasta es muy posible que
esa capitanía permanezca vacante sabe Dios hasta cuándo. Es respetable anhelo que cualquier país
la quiera para sí, y es respetable este anhelo si se produce entre nosotros. Pero no creamos que el
empeño no tiene sus compromisos y no arrastra sus exigencias. La primera y más importante,
libertarse de cuanto provincianismo adherente haya, y es menester confesar que entre nosotros aún
queda mucho, y no sólo adherente, sino sustancial. Querer estar a la cabeza del mundo en la cultura,
aunque sólo sea a la cabeza del mundo hispánico, no es bagatela ni cosa de tres al cuarto. Requiere
una larga, doloroso disciplina intelectual, que no se logra proclamando a todas horas la excelencia
de nuestras letras clásicas, la genialidad de nuestros sabios, la valentía de nuestros capitanes... y
echándose a dormir luego. O a soñar, que es peor. Lo que nuestro Siglo de Oro pudo hacer en el
mundo hispánico, ya lo hizo a su debido tiempo. Pensar que para mantener la conquista, nos basta
con seguir hablando de él es una divertida insensatez. Es menester lograr un índice de creación
cultural tan elevado, por lo menos, como el de antes.
Sin echar de menos la coyuntura política, España, de hecho, puede influir actualmente, con
más o menos intensidad, desde dos posiciones distintas. Es la una la nuestra, la de la España
falangista, y es la más difícil, porque se halla metida hasta el pescuezo en el berenjenal del mundo y
porque entre Finisterre y Buenos Aires hay muchas millas marítimas. Es la otra la desterrada,
arrojada de nosotros por lo que ellos saben bien, que ha buscado refugio precisamente en América,
y que en los mejores casos se entrega a tareas culturales. No es despreciable ventaja la que les da su
proximidad, su convivencia con los hispanoamericanos. No sólo con el enemigo sajón (solían
representarlo por un pulpo) tenemos que luchar, sino con esa parte de España; que como España
actúa, aunque no lo queramos, aunque su espíritu sea adverso. Ni es gallardo conformarse diciendo
que, sean ellos o nosotros, lo esencial es que España deje oír su voz; porque lo que nosotros
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queremos es que sea la voz de España proclamada por nuestras lenguas la que se oiga a lo largo de
los Andes y de la Sierra Madre. Mas para que el milagro se realice, tenemos que acertar a decir la
voz de España, que no es imitación ni “pastiche”, sino autenticidad. Confesemos que en cultura,
todavía la voz de España no dijo en estos climas más que pequeños, imperceptibles balbuceos.
Volvamos al símil de antes: nuestra novia ultramarina dará su amor al eminente entre sus
galanes. La eminencia en la cultura hay que ganarla, y se gana combatiendo, no charlando. Si no se
calla la gárrula charlatanería de nuestros “oradores”, estamos listos, porque América dirá que no de
una vez para siempre. Si es cierto que hoy anda huérfana, sin meta adonde volver los ojos, no hay
ocasión mejor; pero no olvidemos que será única, y que nuestra América, el día que se entregue, lo
hará para siempre. Y después no valdrán lamentaciones.
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Núm. 12, octubre de 1941

UN AÑO
Con la aparición de este número cumple ESCORIAL el primer año de su vida. Cuando el pie
descansa sobre suelo firme y constante, la mínima gloria de cumplir un año es pura vanagloria. Del
elogio debe decirse entonces el clásico mandamiento ante el manuscrito: nonum prematur in
annum. Mas cuando los caminos son “caminos sobre la mar”, y aun sobre una mar aborrascada, no
es ilícito un punto de complacido gozo en la luna duodécima. Tanto menos si al gozo va unida la
alabanza a Dios, dispensador de tocia vida, y una exigente inquisición de la breve andadura pasada.
De algo podemos alabarnos, a saber: de la firme fidelidad a la doctrina de José Antonio,
máximo declarador de nuestra actitud generacional en la palabra y en el corazón. La decisión del
Caudillo3 de situarle como modelo de españoles ha dado a nuestra convicta y entusiasmada
secuacidad el plus de la leal disciplina. En todo instante hemos cuidado de atemperar nuestra voz a
la que fue o hubiera podido ser suya; y así, la enseñanza de nuestras páginas habrá pecado tal vez de
desmañada, imprecisa o corta, pero no ha dejado de ser insobornablemente fiel a “la eterna
metafísica de España” y a su posible e inalcanzada óptima expresión de esta hora. No sólo nuestra
voz, mas también la de nuestros colaboradores. Estamos seguros de que cada una de nuestras líneas
ha servido a España, a la cultura española; cada una en su modo y medida, todas dentro del más
severo límite que a una cultura inequívocamente española puede exigirse: el triple y sacro límite de
la fidelidad a la Historia, a la Fe y a la grave tarea actual.
También con nuestra actitud hemos querido adivinar la de José Antonio: “Convocamos aquí
—se decía en nuestro primer número—, bajo la norma segura y generosa de la nueva generación, a
todos los valores españoles que no hayan dimitido por entero de tal condición... Los llamamos así a
todos, porque a la hora de restablecerse una comunidad no nos parece posible que se restablezca
con equívocos y despropósitos; y si nosotros queremos contribuir al restablecimiento de una
comunidad intelectual, llamamos a todos los intelectuales y escritores en función de tales y para que
ejerzan lo mejor que puedan su oficio, no para que tomen el mando del país ni tracen su camino en
el orden de los sucesos diarios y de las empresas concretas.” Teníamos y tenemos por cierto que esa
“segura y generosa” norma de la nueva generación es la que hubiese adoptado José Antonio y la que
late en el alma de nuestro Caudillo. Segura, en cuanto sabe a qué sirve y en cuanto el servicio no se
aparta una línea de su constante fidelidad; generosa, en cuanto para servirla se llama a todo el que
pueda aportar algo auténtico, y se le llama con la anchura cordial de quien cree —todavía— que a
los españoles puede unirles una común empresa. Sin aquella seguridad, la generosidad no sería tal,
sino blanda y desbordada bobería; sin generosidad, la aparente seguridad es sólo estéril, receloso e
inepto estiramiento. Creemos haber vivido segura, eficaz y generosamente: esta es nuestra honra y
acaso nuestro ejemplo. Más que indagar recónditos pasados o disimuladas intenciones, hemos
procurado presentes y expresas aportaciones a la real consistencia de la cultura española.
Han colaborado en nuestras páginas todos los estamentos de lo que hoy es el cuerpo de la
inteligencia y las letras españolas. Los viejos maestros de la investigación y del estilo, los escritores
jóvenes, los eclesiásticos, los profesores; falangistas o no, pero todos dentro de la ancha y firme
cordialidad de la Falange. Creciente unidad, este habría de ser el lema de una Falange fiel a sí
misma; y si no hubiese unidad española y ésta no fuese en creciente, entonces la Falange sería infiel
3 Resulta significativo que sea ésta la primera vez que se cita a Franco en los editoriales de Escorial, y más si
consideramos que José Antonio lo ha sido diez veces hasta aquí, además de insertar numerosos textos suyos. En
cualquier caso, por primera se concluye con la invocación de rigor: «¡Viva Franco! ¡Arriba España!» [Nota del
editor digital.]
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a su más entrañado mandamiento. Nosotros procuramos servirle convocando, como se dijo, “a todos
los valores españoles”. Si alguno no fue expresamente llamado, la culpa estuvo en nuestra
deficiencia informativa, no en la cortedad de nuestro deseo. No se nos oculta la desigualdad de los
trabajos publicados: junto al estudio o al endecasílabo magistrales, ha ido a veces el ensayo
balbuciente o la estrofa bienintencionada y asmática. No nos duele; partimos de lo que la realidad
española nos da y de ella tiramos hacia arriba, con terca voluntad escaladora. Lo importante es no
sufrir en la visión de lo hecho el espejismo de lo por hacer, como a veces sucede entre nosotros, y
convertir la advertida mediocridad en peldaño, no en logro. Así y todo, ahí está el honesto decoro
español de estos doce números, ahí una gavilla de nombres inéditos, eficientes renuevos del viejo y
fructuoso olivo hispánico.
No cumpliríamos nuestro canónico deber si en este hito de nuestra existencia no fuese, tras el
examen, el propósito de conducta. Cuatro cosas quisiéramos lograr en el año incierto que se nos
abre. La primera, ir sucesivamente extremando el rigor en el fiel contraste de nuestros trabajos. La
segunda, agilizar nuestro comentario crítico y el deber de espejar normativamente la realidad
cultural y literaria española. La tercera, expresar sistemáticamente la actitud creyente y polémica de
nuestra generación ante los diversos órdenes de la cultura. La cuarta, en fin, incorporar con más
frecuencia a nuestras páginas trabajos de ultrapuertos capaces de excitar y adoctrinar la obra
española. Un año de regular aparición y nada escaso índice ha demostrado nuestra autónoma
capacidad; si ahora menudean más las firmas extrañas, nadie podrá tildamos de encubrir con
relieves ajenos las deficiencias propias.
Después de todo, éstos son sólo caminos. Lo que de veras importa, ya antes lo hemos dicho,
es saber adonde se va, y esto lo tenemos —como decía José Antonio— “claro en el alma”. Vamos a
unir los españoles en una obra común, la de la Revolución Española, en la que cada peculiaridad
sirva auténtica y eficazmente al nombre y al poderío de España en el mundo; y a la vez a esa otra,
trascendida y purísima, que Unamuno llamaba “España celeste”. Ahí se dirige, con sedienta y, tenaz
ilusión, nuestro pensamiento y nuestra rabia, nuestra pluma y este anhelante no vivir que nos quema
la entraña hasta que sea cumplido el estremecedor mandamiento de tantos y tan altos huesos
insatisfechos.
¡Viva Franco! ¡Arriba España!
***
Todavía nos queda por cumplir otro deber. No sería cabal este número conmemorativo si en él
no se recordasen dos nombres. El primero es el de Dionisio Ridruejo, director de ESCORIAL,
combatiente en la División Azul. Su corazón, entre los más nobles de España, no dudó en arrostrar
con entusiasmo a su menguado cuerpo hacia el sacrificio voluntario. Quiera Dios devolverlo a
España,
nuevo y más venturoso Garcilaso,
como ha escrito el poeta Manuel Machado.
El segundo nombre es el de Carlos Alonso del Real, uno de los más firmes apoyos de la
Revista desde su fundación, también combatiente voluntario en la División Azul. En él descansan
esperanzas ciertas de la investigación filológica en España.
Su lejana y firme compañía nos conforta y ayuda en el diario quehacer. Su hazaña añade otra
piedra a la edificación de este nuevo ESCORIAL, de esta nueva y porfiada España.
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Núm. 13, noviembre de 1941

EL ÍMPETU Y LA LETRA

“¡Para los intelectuales de alma y


pensamiento españoles, hay aquí una tarea
magnífica!”―Palabras del Caudillo, 2.ª ed.,
pág. 265.

Vieja y decantada pugna esta de las armas y las letras, del cálamo y la espada, del ímpetu y la
palabra. Pero armas que razonan y letra o pensamiento que sepan cantar estremecidos no pueden
pugnar, sino, a lo más, discutir, hacer diálogo caliente. No combatieron entre sí Sócrates, el
hablador, y Alcibíades, el herido de Potidea; ni Nebrija y Gonzalo de Córdoba; ni Fichte, la pasión
pensante, y Scharnhorst, el disciplinado coraje. Trábase combate sólo cuando la letra se olvida de
albergar la pasión de la sangre y la más delgada y honda del espíritu; cuando, por su parte, la acción
impetuosa se olvida de servir a la idea, esto es, a la palabra. No hay pelea entre las letras y las
armas, sino diálogo; la acerba contienda acaece entre él ímpetu desnudo y la palabra exangüe, entre
el ánimo oscuro, fuego sin lumbre, y el espíritu espiritado, falsa luz de hielo. Levántase siempre en
los senos del hombre, entre otros modos expresivos de su vital ímpetu, el instinto o pasión de
poderío. Unas veces pulsa el alma, como tenue y mansa instancia, en el humilde por
temperamento4; otras la dispara con desatada violencia, así en el iracundo o en el soberbio. Por obra
de esta pasión encrespada puede el hombre querer lo que el Rubio de La Malquerida: “Mando,
mucho mando” Pero, en llama o en rescoldo, ella existe siempre en los entresijos vitales de la
persona como señalado motor de la acción humana, y pobres el hombre o el grupo humano que la
olviden o la desprecien. Lo terrible viene cuando este ímpetu a la acción imperante se desborda en
nombre de una exclusividad antropológica o histórica y social; esto es —por usar frase y pensar de
José Antonio—, cuando la acción se divorcia del pensamiento y se hace pura barbarie. En el orden
del individuo, este fenómeno se actualiza en el tipo humano llamado jaque o, más soezmente, chulo.
La forma pura de su traducción social es la horda armada y sedienta de dominio, como aquella
—torrente brutal de turbio e insolente instinto— que arriaba las calles españolas el 1 de mayo de
1936. Quienes allí iban, fundidos en esa compacta comunidad del instinto colectivo, invocaban
razones económicas: hambre y miseria pedantizadas como materialismo histórico. Algo de verdad
había en aquéllas, ya que no en su traducción seudocientífica; pero lo que de veras movía a las
gregarias almas, henchidas de ira y de amenaza, era el ansia de avanzar en masa, de aplastar, de
contundir. De otro modo: el instinto de mando, libre de la rienda moral y monstruosamente abultado
por sumación informe en masa ululante e inmensa. He ahí al ímpetu sin letra, al instinto de poderío
en cultivo puro. Otras formas hay de su desordenada prevalencia, más sutiles y menos bárbaras —
sólo accesibles, por tanto, a la mirada del buen catador—, mas su descripción no es aquí necesaria.
Si el ímpetu puede desbocarse, el espíritu puede congelarse o espiritarse. No hay hombre sin
espíritu, aunque él se empeñe. En toda mirada y en toda palabra, por hincada en lo instintivo que se
halle la intención que las mueve, hay siempre una última arista de vida espiritual. Basta que a uno
“se le alegren los ojos”, como dice nuestro pueblo, para que se asome patente a la mínima superficie
de su abertura algo que no es fisiología ni vitalidad, sino espíritu. Mas, por desgracia, también el
espíritu, sobre todo bajo especies de inteligencia, quiere a veces sentirse solo, hostil al cuerpo que le
expresa y le aploma, adverso a la pasión que le enciende y le impulsa. Las consecuencias epigonales

4 El cual no debe ser confundido con el humilde por táctica, tan fácil de encontrar en la vida social.
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del idealismo —el krausismo, por ejemplo— han producido ese tipo antropológico del intelectual
exangüe y sonriente, vegetariano y aséptico, incapaz de cólera, de entusiasmo y, a la postre, de
ímpetu creador. “Necesitamos entrar frecuentemente en nosotros para escuchar al Dios invisible en
el santuario de la conciencia, donde no alcanza el sentido ni turba la pasión”, escribía Sanz del Río;
como si a Dios pudiera uno encontrarle sin la pasión de su necesidad —¿qué diría San Agustín, el
del inquietum cor; qué, en el plano de lo laico, Unamuno, el hambriento de Dios?—, y como si el
sentido no nos diese también a Dios, si en el sentido sabemos y queremos buscarle.
Estos hombres, que quisieran ser hipercristianos, olvidan, entre otras cosas, aquello que el
Cristo dijo a los suyos en la más alta noche de todos los tiempos: “El que no tiene espada, venda su
túnica y cómprela” (Luc., XXII, 36). Estos fariseos de la apatía, en el sentido estoico, desconocen la
recia vida instintiva de Galileo; las ambiciones políticas de Platón, patrono de todo lo platónico, y
de los tan archipuros pitagóricos; la incontinencia en los ímpetus del intelectual Aristóteles o, ya en
nuestros días, del delicado Scheler. Es probable incluso que sin pasión y entusiasmo —
desordenados, a veces— no sea posible la genialidad fecunda en la obra de la inteligencia. Los
griegos, menos “intelectuales” de lo que la gente cree, nos enseñaron que la primera condición de la
mente pensadora es una filia; y San Pablo, por su parte, dijo a todos: “Airaos, pero sin pecar” (Ef.,
IV, 26). Sabía bien que la ira, la pasión, son necesarias en la vida del hombre. La asepsia hace
imposible la enfermedad, pero también la vida.
Sólo entre aquel ímpetu ciego y este espíritu helado es posible la pugna: odio o desprecio del
“impetuoso” por el “intelectual”, desprecio u odio del “intelectual” por el “impetuoso”. No es azar
que las formas concretas de este posible conflicto ofrezcan por uno y otro costado especies
estrictamente simétricas. Entra la letra, testimonio del espíritu, en colisión con el ímpetu, cuando se
hace fría y formal, cuando pretende alzarse en soberbioso monopolio o cuando la corroe el
resentimiento. Letra fría y formal fue, por ejemplo, el neokantismo y casi lo es el desvitalizado
catolicismo de Maritain y Bernanos. Letra tocada de soberbia, el racionalismo excluyente del
ilustrado dieciochesco, que cree poder “dominar” con sólo “razonar”. Letra resentida es, en fin, la
del intelectual, que por el solo hecho de ser “letrado” quiere mandar y no puede, o la del profesor
puro, que envidia en las telas de su corazón el justo éxito social del político en auge o del capitán
victorioso. Recuérdese lo que José Antonio decía sobre la génesis del antimilitarismo y sobre el
falso orgullo de los “intelectuales” ante la Dictadura de su padre.
Pónese en lid el ímpetu, a su vez, cuando es ciego, orgulloso o resentido. Ciego es el ímpetu
brutal de la masa instintiva o del matón iracundo. Pecaría de soberbia insensata, por miopía
histórica, la pasión de poderío del político o del guerrero que hiciesen guerra contra el hombre
intelectual, por la mera condición de serlo, o pensasen poder prescindir de él en la vida colectiva.
Es, en fin, resentido el ímpetu del hombre corajudo o imperante que quisiera también, sin
alcanzarlo, el don de la palabra hermosa y sabia. Otra vez recurro a José Antonio; véase su juicio,
justo y amoroso, sobre la Dictadura, su mención de aquella “elegancia dialéctica” en el mando y en
la empresa que D. Miguel no supo tener, y el fracaso de éste ante la necesaria tarea de contar con
los intelectuales y con la juventud universitaria. También son aquí modelo José Antonio y Ramiro.
El primero, con sus citas de Browning, su preocupación estilística y su veneración por la
inteligencia; el segundo, con el inequívoco precipitado que las épocas matemática y filosófica
antecedentes a su acción política incrustaron en el estilo expreso de esta última.
Tales son las condiciones del conflicto entre el ímpetu y la letra y alguna de sus formas. Más
que un análisis pormenorizado de estas últimas nos interesa, empero, su remedio; más aún, su
prevención. Para la cual sólo hay una fórmula, a un tiempo sencilla y ardua: el servicio. “Hay que
servir. La función de servicio... ha cobrado su dignidad gloriosa y robusta. Ninguno —filósofo,
militar o estudiante— está exento...”, escribió José Antonio. Cuando sirve el ímpetu de mando a una
idea o a una razón se “logifica” en milicia, se hace ejército disciplinado y eficiente o política
militante y ordenada. Cuando sirve la letra, tórnase canto de amor, de ánimo o de esperanza. O
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filosofía; si problemática —que la filosofía siempre lo es—, también, en su raíz, firme y


consoladora; esto es, creyente. De consolatione philosophiae debería ser título permanente, con
siempre antiguo e inédito contenido, en toda república literaria bien ordenada.
Servicio; pero ¿a qué? A una idea, a una razón, se ha dicho; lo cual no es poco, pero también
es nada. Algo más hay en lo anterior si nos atenemos a una lección del pensamiento actual, tan de
vuelta de todo formalismo, tan necesitado de reales existencias. Nos ha enseñado a no desligar
nunca “nuestras” ideas de “nuestra” existencia; esto es, de nuestro destino. Servir a cualquier idea,
si es por modo auténtico, supone en último extremo servir a nuestra humana destinación, a nuestra
empresa de hombres enteros, al deber que nuestra libertad quiere y elige. Pero el destino tiene dos
determinaciones: una ha de acontecer en el reino de lo visible, y la llamamos Historia, aunque el
acto histórico tenga una íntima raíz hincada en el secreto hontanar de la humana libertad y, como él
mismo, trascendida de lo temporal. Otra ha de tomar figura allende la muerte, en el reino de lo
creído, y es tan cierta, que sin ella no sería posible en su realidad y en sus ansias esta visible y
deficiente vida. Servicio a la historia, servicio a lo eterno; esto es, a la Patria y a Dios; él es a la vez
exigencia para todo hombre que quiera serlo sin manquedad y condición para que se torne diálogo
entre armas y letras el combate entre el ímpetu y la palabra. Sirviendo, el ímpetu se esclarece y la
letra se hinche de sentido. La servidumbre a la patria da a la pasión honor y a la palabra sangre y
raíz; el servicio a Dios hace al ímpetu santidad y da la letra don de consejo.
Véase la grave y excelsa responsabilidad del político. A él le toca unir la videncia escrutadora
y sensible del hombre de espíritu con el brío firme del varón impetuoso y contenido. Más aún: debe
señalar la empresa comunal a que han de servir el intelectual de oficio y el corajudo de temple, el
poeta y el capitán. Todavía más: debe ser capaz de encantar con palabra, obra y ejemplo el
disciplinado servicio de uno y otro. Si quien sirve al Altar es justo que viva del Altar, como el
Apóstol dice, quien sirve a la Patria y al Estado es justo que de ellos reciba pan e ilusión, el orgullo
de la empresa a que sirve y el sustento necesario para que la entrega tenga eficacia y decoro, y a ello
debe proveer el político. La oposición polar no se establece entre el intelectual y el político, sino
entre aquél y el impetuoso. Político es quien sabe unir uno y otro polo en el servicio a una empresa
por él alumbrada; a lo cual sólo podrá llegar teniendo dentro de sí adivinación, ímpetu e idea.
No es liviano ni escaso el haz de cuestiones que la reflexión anterior propone en orden a
nuestro primitivo problema, la contienda entre el ímpetu y la letra. ¿Cómo sirve la inteligencia al
destino patrio? ¿Cómo se enlaza su ejercicio, genéricamente humano, con ese peculiar destino de un
grupo de hombres que llamamos patria? ¿Cómo puede practicar la inteligencia su servidumbre a lo
divino? ¿Cómo puede haber “pasión” en la formulación del teorema de Pitágoras? ¿Qué enlace hay
entre el perdurable dogma y el movedizo y mudable pensamiento? ¿En qué consiste real y
justamente la tradición cultural, en qué la renovación y la revolución culturales? He aquí un
arriscado y áspero puerto como panorama inmediato de nuestra meditación apasionada. Pero la
tentativa de escalarle debe quedar para ulterior ocasión.
***
Nuestra Revista ha nacido para resolver aquella lacerante antinomia entre el ímpetu y la letra,
y precisamente desde el campamento de esta última. Una de las líneas de fisura que el régimen
dictatorial tuvo en España fue —José Antonio nos lo ha enseñado— la sima que iba abriéndose
entre el “intelectual” y el entonces “imperante”. Cualquiera que sea la dificultad del camino y el
recelo social o político del ímpetu, nuestra misión es clara: servir con pluma e inteligencia
apasionadas a esta España de nuestro cuerpo y de nuestro espíritu, a esta España delicada y bronca
que existe bajo la cotidiana frivolidad y el apetito desbocado. “¡Para los intelectuales de alma y
pensamiento españoles hay aquí una tarea magnífica!”, dijo nuestro Caudillo en los días duros del
Ebro, tan definidores del ánimo y de la lealtad. Esa es nuestra consigna, el blanco permanente de
nuestro leal servicio.
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Núm. 14, diciembre de 1941

AVISO FRATERNO A LOS JÓVENES AMERICANOS

Háblase aquí —nada más, nada menos— a los mozos americanos de uno y otro hemisferio
que hayan sido fieles al mandato de su lengua española y de su fe católica; o, por lo menos, no
hayan renegado de entrambas. Nos une a ellos, con atadura de urgente y alertado amor, doble
vínculo: el latín, litúrgico verbo universo de nuestra misma fe, y el español, heroico verbo
cuasiuniverso de nuestra misma sangre. Nos entendemos hablando, la mejor manera que los
hombres tienen de entenderse; hablando de una misma eternidad y de una misma historia. La única
diferencia está en que a nosotros, los españoles —hispánicos de la ribera de acá—, nos ha tocado
vivir un poco más larga e intensamente esa historia. Somos más viejos, en la raíz de nuestro joven
brío de ahora. Hemos vivido y sufrido más, y este sufrir en las fibras mismas de nuestro corazón nos
ha dado una grave y desengañada mayoridad. “Quien no hubiese sufrido, poco o mucho, no tendría
conciencia de sí”, nos ha dicho un hondo escritor nuestro y vuestro 5. Tal sufrida y sentida
mayoridad nos mueve a dirigiros, mozos de América, esta fraterna advertencia, bajo forma de
lección de historia.
Nacisteis a vida independiente con el auge histórico del liberalismo. Esta realidad histórica,
tan frecuentemente olvidada o mal valorada entre nosotros, pesa sobre vuestras almas con decisiva
gravedad. Al liberalismo político y económico deben su cautivadora ascensión Buenos Aires,
Méjico o Veracruz, y de él vienen la motorización campesina de la Pampa y la pingüe ambición por
las tierras oleosas de Venezuela. Todavía no habéis comenzado a sufrir la acedia que se esconde
bajo tan opulenta dulcedumbre; vivís aún en la época del liberalismo que nuestro José Antonio
llamaba “heroica y simpática”, su época creadora, y esto quita hondura a la perspectiva de vuestra
visión histórica. Los europeos conocemos, pues, por reciente memoria, vuestra actitud espiritual.
¿Acaso no se asemeja, como entre sí dos gotas de agua, a la de nuestros abuelos de Barcelona,
Bilbao, Milán o Hamburgo, allá por los años del 1890? ¿No hubiesen sido ellos recelosos frente a
las durezas o inclemencias políticas y sociales de nuestro tiempo europeo?
Ved cómo os comprendemos, hermanos de la otra ribera. Pero nuestra amorosa comprensión
no es platónica, sino hispana y cristianamente obradora, y esto nos mueve a contaros nuestra
experiencia en son de aviso. Es cierto que en la Historia no hay dos caminos iguales; pero, en
cuánto lo histórico tiene de conjeturable, lo que os digamos tiene el doble valor del recuerdo y de la
predicción. Oídlo, pues, como escucharíais en la guerra el relato de una patrulla tras su servicio de
descubierta. Todo fenómeno cultural tiene siempre una raíz y una secuencia religiosas. La raíz
religiosa del liberalismo ochocentista está, ya se sabe, en el deísmo y aun más allá. Es su hijuela
religiosa, sin embargo, la que ahora importa descubrir, singularmente —puesto que éste es nuestro y
vuestro problema— en orden al Catolicismo. Y, ya en ese menester, lo primero que debe decirse es
que el liberalismo quiebra en su fundamento mismo la catolicidad, la universalidad del Catolicismo.
No se trata con ello de afirmar, según una concepción pueril y propagandística de la Historia, que
aquél cayese como rayo maldito sobre una sociedad católica y catolizada, quebrándola en su
esencia. En rigor, el liberalismo adviene cuando la católica unidad de los hombres se halla ya
seriamente hendida. Pero no fue ésto lo más grave, con serlo tanto, si se piensa en la penetración de
los supuestos liberales por modo más o menos perceptible en el alma de muchos católicos. A esto
justamente es a lo que se refería la afirmación anterior. Un católico íntegro en el seno de una
sociedad total o parcialmente infiel sabe que no puede gozar del reposo en su convivencia: la

5 Unamuno. [Nota del editor digital.]


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caridad, la ejemplaridad y el apostolado serán siempre íntimos acicates de su espíritu. Los otros
hombres son hermanos en desgracia, obnubilados por la infidelidad; doblemente hermanos, si a la
hermandad de hombres unen la hermandad histórica o patria. Un católico liberalizado propende
peligrosamente a constituir un grupo singular y aparte, una “minoría” católica, que convive,
externamente a ellas, con las restantes minorías confesionales, culturales o políticas. Este voluntario
“extrañamiento” del católico a los ajenos grupos, este dejar hacer a los demás a cambio de que le
dejen hacer a él, esta acatolicidad en la vivencia del catolicismo, en una palabra, es la consecuencia
del contagio liberal por las almas católicas. Nosotros, los europeos, hemos vivida esta experiencia y
estamos apurando sus heces. Vosotros, los americanos, por lo que de vuestras ediciones católicas
puede colegirse —Meinvielle, el Gilson y el Maritain políticos, Bernanos, Ezcurra Medrano, Rau,
etc.—, la estáis atravesando ahora, como resaca de las inhóspitas costas europeas.
Todavía queremos señalaros más a la menuda dos consecuencias de este liberalismo
catolizante o catolicismo liberalizado: una de orden espiritual, otra de índole social-económica.
Este carácter parcelario o estancado que la vida católica toma como secuela de su ocasional
liberalización se traduce necesariamente en la actitud espiritual. El grupo católico, en tanto actúe
con conciencia de tal grupo minoritario, hállase limitado o constreñido hacia afuera por los restantes
grupos que con él constituyen el cuerpo social. Esto incita u obliga a los católicos a coartar muchos
de los componentes expresivos del Catolicismo, y no sólo rituales o litúrgicos. La vida religiosa se
reduce de preferencia a la piedad y el intimismo —se protestantiza, si vale hablar así— y, faltas de
la nutridora linfa cristiana, sécanse provincias enteras de la total personalidad humana. Surgen así
los tipos del intelectual católico “puro” y del esteta católico, la descalificación seudocatólica del
ingrediente impetuoso del hombre, la hipervaloración de la “finura” sobre el “bien querer”
agustiniano, la confusión lamentable entre caridad y amabilidad y tantos otros malos
entendimientos de la genuina actitud católica. Tal vez pudiera resumirse este complejo de versiones
liberalizadas de lo católico con un expresivo nombre: maritenismo político; o, más a la española,
crucirrayismo, en memoria de la revista que entre nosotros las propugnó. Por huir de los extremos
pluscuamcatólicos a que puede conducir una interpretación grosera del compelle eos intrare, por
imposibilidad absoluta de aplicarle o por desvío ante la concepción “derechista” del Catolicismo,
tan odiosa, se da en proclamar una utópica convivencia de cuño liberal, en la que los católicos
vendrían a ser como una aristocracia de la finura y de la mansedumbre.
Hermana menor de la anterior es la consecuencia social-económica del catolicismo
liberalizado. Aquella inhibición seudo-espiritual ante los modos de vida dimanados de la
instintividad, sitúa a estos católicos liberalizados en una curiosísima postura frente al llamado
“problema social”. Por un lado, un sentido de la justicia a la vez natural y cristiano dispone contra
tantas cosas irritantes y remediables en la vida económica social; ciertamente, un católico hondo e
íntimo apenas puede ser derechista. Por otro, el intimismo y la aséptica finura desvían del tráfico
con la materia económico-social, tan frecuentemente cenagosa, como radicada en lo instintivo del
hombre. El resultado es una peligrosa y quieta “comprensión”, hasta una expresa simpatía por los
grupos políticos que más resuelta y eficazmente parecen combatir la desigualdad social, esto es, por
el comunismo. A ello se une la actitud antinacional del comunismo, tan próxima a la anacional de
estos “purísimos” católicos. Pueden surgir así grupos católicos como el de “Sept”, políticas como la
de la main tendue, jóvenes “católicos” colgados del brazo protector de las juventudes comunistas
(nuestra zona roja fue testigo de tales monstruosidades), alianzas Ossorio-Bergamín-Negrín, etc.
¿No estaréis a veces, católicos hispanoamericanos, en la primera etapa del camino que
conduce a tales metas? El comienzo es muy seductor en climas tan cómodamente liberales como el
vuestro: antifascismo, antirracismo, polémica contra el panteísmo de Estado, libertad de la
persona... El final no lo es tanto: entrega al poder real, que no es el del espíritu —el del esprit—,
sino el del instinto; sacerdotes fusilados o quemados; misas de propaganda a sueldo de los
comisarios del pueblo. Os halláis muy lejos de todo ello, es cierto; pero tan lejos estábamos los
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españoles en los tiempos cómodos y abundantes de 1928. Pensadlo bien; no desoigáis la experiencia
de quienes vivieron y sufrieron más que vosotros. Al fin y al cabo, común en la ardiente
extremosidad es buena parte de nuestra sangre.
El remedio de los evidentes peligros actuales por que el Catolicismo atraviesa no está en la
inhibición intimista, intelectual o estética, aun siendo tan importante el buen cultivo intelectual y
estético de los temas católicos. El remedio se halla sólo en aceptar con ánimo resuelto y creador la
coyuntura actual; en afrontar católica y creadoramente —no por modo de imitación o de abstención
— los problemas que la realidad política y social nos ofrece. Es necesario encontrar un camino a la
convivencia independiente, armónica y cooperadora de las potestades civil y religiosa, lo cual no
debe ser imposible en vuestro país y en el nuestro. Debéis inventar —debemos inventar, más bien—
un tipo de comunidad humana distinto del individualista y clasista hasta ahora vigente. Habéis de
resolveros a usar de modo cristiano, individual y socialmente, el entusiasmo y el impulso; y, en
definitiva, a pensar siempre en esta consigna: que la Historia no se decide con adaptaciones más o
menos ingeniosas a lo que va dejando de ser, sino dando figura nueva y original a lo que va siendo.
Todo ello es peligroso, ciertamente; acaso requiera muchas veces una prestación heroica de
toda la persona, y hasta “dar la existencia por la esencia”, como entre nosotros se dijo y se viene
haciendo. Pero nunca lo será tanto —para el propio Catolicismo y, desde luego, para la vida
nacional de vuestros países— como ese antifascismo católico que el dinero y la astucia de un
mundo en derrota trata de meter en vuestras jóvenes almas. “Mundo caduco y desvaríos de la edad”,
que decía nuestro y vuestro Quevedo.
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Núm. 15, enero de 1942

LA CULTURA EN EL NUEVO ORDEN EUROPEO

Según la sentencia de nuestro pueblo, nada hay de percepción tan difícil como el crecer de la
hierba bajo el pie; o, trasplantada la hipérbole al ámbito de la Historia, como la mudanza histórica
que bajo nuestra planta se cumple. Parece, no obstante, que nuestro tiempo constituye una
excepción: son tan numerosas y tonantes las señales del cambio, es tan unánime el consenso de las
opiniones acerca de su patente realidad, que apenas resulta ya cuerdo desconocer, en su misma
indecisión, este inédito albor inquietante. Podría ser dudoso el viraje cuando las mentes más
pegadas a la vida —la de un Nietzsche o de un Unamuno— sentían, casi veían la inseguridad
radical del suelo filisteo que pisaban, e incluso cuando Osvaldo Spengler, desde su púlpito de
profeta a la prusiana, lanzaba su Requiescat sobre la Europa pírrica de la postguerra. Hoy es la duda
escandalosamente ilícita, y a quien persista en ella, las embestidas de la Historia, convertida en
cazadora del hombre, le sacarán con violencia de su inútil terquedad.
La trama histórica de nuestra tiempo viene urdida por dos estambres fundamentales,
inexcusables ambos para entenderla: las grandes potencias y el nueva orden del mundo. Podría
decirse que nuestra época ha venido a dar su parcial razón a las dos grandes tesis de la gran ciencia
histórica ochocentista, la tesis de Ranke, el campeón de la historiografía (la Historia como
dramático juego agonal de las “grandes potencias”) y la tesis de Hegel, el titán de la historiología (la
Historia como despliegue dialéctico del “espíritu del mundo”). Quienes, movidos por una superficie
propagandística de los acontecimientos, ven en la actual contienda sólo el combate entre los
titulares de una nueva época histórica y los defensores de otra antigua y expirante, olvidan
demasiado a la ligera el trágico torneo que riñen tres o cuatro grandes naciones a su mayor gloria y
provecho. Quienes, desde una vertiente opuesta sólo alcanzan a descubrir en aquélla una tremenda
pugna de egoísmos nacionales, desconocen torpe o malignamente que en esta guerra se decide con
la sangre si la siempre creciente Historia estrena túnica nueva o sigue vistiendo la de hace cien años,
tan raída ya y opresora. Trátase, pues —aunque no por modo exclusivo—, de la pelea entre el
vagido de un “orden nuevo” y el terco estertor de un “orden caduco”; desorden ya, a fuerza de
caducidad y de dura resistencia.
La mentada expresión “nuevo orden europeo” va tomando carta de naturaleza desde que la
Alemania triunfadora, estrecha dentro de sus supuestos puramente “nacionales”, la puso en
circulación. Bajo su signo se han celebrado ya varias reuniones de políticos, poetas, hombres de
ciencia, músicos y financieros. Se habla incluso de una unidad cultural dentro de ese orden nuevo, y
esta cultura europea, a la vez vieja y renovada, es justamente la que se defiende con el ataque frente
al materialismo marxista de Oriente y frente al materialismo capitalista de Occidente. Las victorias
son ya victorias europeas, triunfos de una nueva Europa, otra vez rescatada de Agenor, fecunda e
imperante.
No sería lícito dudar sobre el puesto de España, de nuestra España. La Historia y la sangre nos
señalan un lugar eminente en ese Orden Nuevo. Si durante dos siglos hemos vivido en servidumbre,
este mundo ahora caduco fue quien puso su pie en nuestro cuello. Si de combatir al bifronte
materialismo se trata, nuestro puesto —campeones en el combate por el Espíritu, así, con
mayúscula— está necesariamente en la vanguardia. Si de dar sentido a la sangre de nuestros más
recientes muertos, la batalla del Ebro y el apoyo al Bilbao rojo nos gritan todavía en los oídos. Y si
el problema consiste en la defensa de nuestro legítimo y violentado señorío, digan su nombre
Gibraltar, África y Riotinto. Nuestro deber de españoles está, sin duda, en los cuadros de ese
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proclamado y nonnato Orden Nuevo. Mas también nuestro derecho. Desde Carlos V hasta acá
podríamos espigar sin esfuerzo los muchos y altísimos títulos de nuestra ejecutoria. Pero no
necesitamos acudir a la Historia, ni siquiera al levantado ejemplo de nuestra guerra; nos basta
pensar en la proeza pura y sustantiva, casi inaccesible a la adjetivación, de nuestra División Azul.
El problema está, naturalmente, en precisar el alcance y el sentido de ese nuestro derecho.
Determinar su límite y su modo son tarea del mando, y a nosotros apenas nos cabe otra cosa que
subrayar la urgencia de nuestra ambición. En cambio, puesto que nuestro oficio anda entre las
faenas de la cultura —revista de cultura y letras llamamos cada mes a la nuestra—, tal vez podamos
señalar algunos acentos de la voz española en ese naciente concierto cultural del nuevo orden
europeo. Puede ser el primero, para comenzar por lo más elemental, un sucinto análisis de lo que
constitutivamente impone ese vocablo de “europeo” que en tan noble manera cualifica al nuevo
orden. La exigencia de autenticidad está entre las más elementales. Indaguemos, pues, qué
elementos esenciales lleva en sus senos y exige esa invocada europeidad.
Es una noción histórica elemental que en la constitución de Europa participan tres radicales e
imprescindibles ingredientes: la Antigüedad clásica, el Cristianismo y la Germanidad,
cronológicamente enumerados. Cada uno de ellos es, como se acaba de decir, rigurosamente
imprescindible, si quiere usarse de modo auténtico el nombre de Europa. No es esta la ocasión ni
este el lugar de inquirir pormenorizadamente lo que aporta cada uno de esos tres componentes; aquí
nos basta con señalar la radical necesidad de todos y cada uno de ellos y, por consiguiente, la
esencial manquedad de una falsa Europa que quisiera prescindir de uno u otro.
La doctrina anterior nos conduce de la mano, por ejemplo, a rechazar ese señuelo de incautos
que suelen llamar —con intención cultural o, las más de las veces, política— “latinismo”. ¿Cómo
podemos seguir su engaño nosotros, los herederos del César Carlos? Esa desacreditada cantilena de
“las nieblas germánicas” como opuesto y despreciado polo de la “claridad latina” es sólo
ignorancia, resentimiento o consigna política hostil a España. Sin germanidad no hay cultura
europea, y ahí están San Alberto el Grande, Leibniz y Hegel para atestiguarlo. “Una de las razas de
Europa más activas, poéticas e inteligentes”, llamaba a la germánica Menéndez y Pelayo, ya de
vuelta de aquello de “las nieblas”. Ténganlo en cuenta los que tan ligeramente recurren a sus dichos.
Otro tanto podríamos decir de un Cristianismo que renunciase a la Antigüedad clásica. Tal
Cristianismo podrá ser auténtico —como pudiera serlo él de Tertuliano o de Arnobio, rayano en la
herejía—, pero no es europeo, sino africano. El cristiano europeo, cuya mente descansa sobre
Grecia y Roma, no puede estar por el credo quia absurdum (si esta frase llegó en verdad a ser
dicha), sino por la anselmina fides quaerens intellectum, unida al non intratar in veritatem nisi per
charitatem del romanizado y helenizado africano San Agustín. Lo mismo valdría para un
Cristianismo de intención puramente latina, que pretendiese excluir de sí lo que ortodoxamente le
haya incorporado el germánico ímpetu a la morosa intimidad —una veta de la mística cristiana
medieval, por elegir un solo ejemplo— o la fecunda repristinación litúrgica de los actuales monjes
germanos.
¿Qué diríamos, entonces, de una pretensa europeidad que excluyese de su ámbito la raíz
cristiana de nuestro pensamiento y nuestra vida? No contemos la verdad sobrenatural y teológica
del Cristianismo, para atenemos tan sólo a sus derechos históricos. ¿Puede hablarse de Europa si
dentro de ella no anda como por su casa el espíritu cristiano? ¿Qué títulos tendría para usar ese
nombre una cultura empeñada en ahincar sus raíces en la mitología helénica o en los dioses de la
Walhalla? Por poco que se piense, esta conclusión se impone: sin Cristianismo no hay Europa.
Hasta los fenómenos políticos y culturales europeos de índole menos religiosa —la Revolución
Francesa, el socialismo o Kant— son estrictamente incomprensibles sin el supuesto radical del
Cristianismo, y otro tanto vale para los principios básicos del invocado orden nuevo. ¿De dónde
sale en su última razón el derecho de todas las naciones al disfrute de los bienes de la Tierra? ¿De
60

dónde la afirmación de la dignidad humana en las relaciones económicas y sociales, o la superación


de la antinomia clasista a merced de una igualdad sustancial de los hombres y una accesoria
desigualdad por la jerarquía en el servicio? Si se suprime lo que el Cristianismo ha traído a la
conciencia de todos los hombres, y en primer término de los europeos, la máxima natio nationi lupa
será la básica de la Historia, y el hombre un manojo de apetitos insurrectos.
Pensemos los europeos en este triple deber que nos impone nuestro nombre. Los españoles lo
sentimos con especial urgencia. Roma nos trajo la cultura grecolatina; sobre ese fondo ha crecido
nuestro ser histórico y él ha sido el que, a la postre, ha dado sentido al duro coraje nativo de Viriatos
y Numancias. La sangre gótica corre por nuestras venas: todavía sentimos el orgullo del linaje godo,
y un germano fue quien dio a la hispana gente su máxima empresa y el mito más alto de su historia.
La defensa y la predicación de la fe de Cristo han sido, en fin, la veta más íntima de nuestro destino.
Es cierto que el coraje a muerte nos lo da la sangre a los iberos, desde aquellos que veían sobre
nuestro áspero suelo los viajeros romanos; pero sólo el sentirnos europeos en ese triple sentido —
antiguo, gótico y cristiano, cristiano sobre todo— es lo que ha puesto en línea de combate a ese
simbólico grupo de españoles sobre el impío hielo de las tierras rusas. Esta es la primera de las
voces que debemos levantar los españoles en el concierto cultural del nuevo orden europeo;
justamente en defensa de una Europa por cuya unidad moral y contra cuya locura nos desangramos.
¿Querréis oír, camaradas de esta vieja y renovada Europa, el mensaje que empieza a enviaros
nuestro genio y nuestro destino? ¿Querréis dar su único sentido posible y su única posible
autenticidad a nuestras victorias contra el bárbaro materialismo de Oriente y contra el corrupto
“dandysmo”, materialista también, de Occidente?
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Núm. 16, febrero de 1942

MEDITACIÓN ESPAÑOLA SOBRE EL JAPÓN

Cuantos examinan con ánimo vigilante el curso maravilloso de la historia universal, habrán
podido anotar en su archivo de experiencias un suceso estupendo: la que debe llamarse “segunda
revelación” del Japón. Fue la primera aquella que en 1904 aconteció ante los asombrados ojos
europeos. Un pueblo remoto y todavía pintoresco, a pesar de su reciente guerra contra China, y de
los nombres que ya comenzaban a aparecer como titulares de importantes hazañas técnicas —
Kitasato, Shiga, Yersin, Takamine—, se mostraba capaz de hacer guerra a la europea y aun de
vencer el imponente y misterioso prestigio decimonónico del “oso ruso”, como nuestros padres
solían decir, movidos por aquel secreto y pueril impulso suyo a darwinizar la Historia. Togo y
Kuroki fueron personajes de moda, como lo sean hoy Rommel o Moelders.
Vino luego el auge fabuloso de la técnica y del poderío japoneses. Todo parecía posible en
aquel pueblo lejano y tenaz, industrioso e impenetrable: sedas inverosímiles, automóviles
sorprendentes, investigaciones fenomenológicas y torpedos humanos. No obstante, hubo un
momento en que casi todos los europeos comenzaron a dudar del Japón. Los prestigios míticos y
distantes tienen siempre este peligro ante sí. Se pensó que la nueva guerra de China había fatigado
al Japón, y se creyó a los japoneses un poco mendicantes ante las puertas doradas de Washington.
¿Había pasado ya la hora que hizo posible y tópico aquello de “la amenaza amarilla”? ¿Se habían
agotado las posibilidades del mimetismo técnico, a cuyo favor nacieron los acorazados y
automóviles japoneses? Esta era la tónica judicativa del europeo medio cuando llegó con
sorprendente y fulmínea velocidad todo lo que cualquiera sabe y comenta: Pearl Harbour, los
desembarcos pasmosos, los inéditos bombardeos en picado, las conquistas a plazo fijo.
El mundo entero ha quedado literalmente estupefacto ante esta “segunda revelación” de la
estrella amarilla, tan decisiva para toda la ulterior historia del mundo. He aquí a unos hombres
silenciosos y aun herméticos, capaces al mismo tiempo de vestir el indumento castizo, de abrirse el
vientre por fidelidad al Mikado y de montar un plan estratégico y logístico tan importante y
revolucionario como el que más. Apenas es imaginable la capacidad de racionalización técnica
necesaria para trazar sobre millones de kilómetros cuadrados, entre millares de islas y mediante
centenares de miles de hombres, la exacta red de enlaces, transmisiones, desembarcos, avances y
aprovisionamientos que hemos visto establecerse en el curso de pocas semanas. Si siempre es
pasmosa —y, en fin de cuentas, primaria para la obra histórica— esa callada o exultante prontitud
para la muerte disciplinada a que tan fiel sigue siendo el soldado japonés, no es ella, sin embargo, la
que ahora ha maravillado a los espectadores europeos, conocedores del Alcázar, de Simancas o de
Narvik, sino su enlace con-la técnica más actual, precisa y difícil; más europea, según la habitual y
más razonable concepción de la cultura. A este asombroso fenómeno queremos ceñir, con intención
a la vez europea y española, nuestro comentario de hoy.
Lo más sorprendente para el europeo en la “revelación japonesa” debe ser el eficaz enlace
entre el suelo casi intacto de una cultura arcaica, lejanísima de la europea y apenas conjugable con
ella, con las más finas y arduas conquistas de una ciencia y una técnica que Europa ha creado en
exclusivo monopolio histórico6. Cualquiera que sea el racionalismo ilustrado de las clases
superiores japonesas —nada escaso, según cuentan los conocedores de aquello—, es segura en
todas las almas niponas la pervivencia de muchas viejas, oscuras y nucleares creencias religiosas o
6 América es a este respecto ―racial, religiosa y científicamente— una prolongación ampliada y puerilizada de
Europa.
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cuasirreligiosas, como lo es en el orden social la conservación de formas de vida tradicionales y


castizas, aparentemente inconciliables con la construcción de magnetos o el tráfico aéreo. Si
cualquier japonés ilustrado —un diplomático, un universitario o un general de Estado Mayor—
sigue siendo capaz de abrirse el vientre por orden implícita del Mikado o por imperativo de su
honor, es evidente que su existencia reposa sobre un manojo de creencias que a primera, y aun a
tercera vista, nada se tocan con las racionalistas, progresistas o cristianas de los europeos que
inventaron los aparatos eléctricos o las síntesis químicas. Eppur si muove: Takamine fue el primero
en sintetizar la adrenalina, y las fábricas japonesas lanzan aviones inéditos al mismo aire en que
florecen los cerezos de las lacas antiguas.
Esta agresiva y visible realidad nos obliga a revisar muchas de las convicciones hoy vigentes
en orden a la historia de la cultura. El intelectual europeo, como consecuencia de la frondosa
especulación histórico-cultural de los últimos decenios, se hallaba habituado a considerar casi
unívoca la relación entre los diversos estamentos de una cultura: tipo de religiosidad, ciencia,
política, economía, técnica, etc. Max Weber enseñó, por ejemplo, con profundidad y agudeza
apenas superables, las relaciones entre el tipo de religión y el tipo de economía. Por lo que a lo
europeo concierne, el trabado enlace entre capitalismo, burguesía, deísmo, técnica, ciencia racional
y Estado moderno, parecía y parece innegable, y a su luz se explicaba fácilmente —con mentalidad
protestante, desde luego— el retraso técnico de España. Si fueron posibles el ferrocarril y el
telégrafo, el impulso que a ellos condujo habría que buscarlo en el alma renaciente, burguesa
—“moderna”, en una palabra— de los hombres que más estrictamente llamamos europeos. He aquí,
sin embargo, que las extremas y alejadas almas japonesas son tan capaces como otras cualesquiera
de organizar racional y técnicamente su vida; y en pocos años, sobre el suelo misterioso de su
propia tradición han montado un Estado, un Ejército, una burocracia, una industria y una ciencia
realmente pasmosos. ¿No rompe esto en alguna manera nuestros esquemas intelectuales para el
entendimiento de la Historia?
Por lo pronto, nos obliga a revisar con decisión y profundidad todas las distintas versiones en
que se expresa la idea racista. Todavía no han dado los japoneses al resto de los mortales un
Leibniz, un Cervantes o un Bach, es cierto; pero no lo es menos que han sabido apropiarse en sus
almas lo que en la obra de aquéllos haya de inédito descubrimiento humano, de tierra nueva para la
habitación de nuestro espíritu. Hace sólo algunos meses, un miembro de la familia Konoye dirigía a
la Orquesta Filarmónica muniquesa en la ejecución de un concierto de Schubert por él
instrumentado. ¿Y acaso hay sólo técnica y receta en la dirección de una orquesta o en la
instrumentación de un poema musical? A los españoles, que hemos engendrado y conocido al Inca
Garcilaso y a sor Juana Inés de la Cruz, no nos es posible caer en un racismo excluyente. La raza es
una realidad cuyos reflejos llegan también —¿cómo no?— al ámbito de la cultura; mas no hasta el
extremo de romper la básica hermandad sustancial y potencial de los hombres. Precisar hasta qué
punto especifica culturalmente la raza —en la creación y en el aprendizaje de la cultura— es hoy
una empresa intelectual todavía no conclusa y acaso no bien planteada.
La hazaña japonesa nos impone también una revisión a fondo del problema de la unidad en la
estructura de las formas y períodos culturales. Sería disparatado pensar que los diversos
ingredientes de cada unidad cultural tuviesen entre sí una relación equívoca, de modo que a un
determinado sistema de creencias pudiese corresponder cualquier tipo de política o de economía;
pero también resulta excesivo admitir sin más la univocidad de su correspondencia. Cuando los
japoneses nos han demostrado con tan atronadora y poderosa evidencia que un pueblo sintoísta y
budista, más o menos racionalizado en sus zonas sociales superiores, es capaz de sintetizar la
adrenalina y de organizar un Ejército supertécnico, las convicciones histórico-culturales de más
acreditada vigencia sufren un rudo embate; y si éste no las aniquila, al menos compele
necesariamente a su modificación. Es posible que la creación cultural sea específica, y
genéricamente humano el cultivo progresivo de lo ya creado. Para “crear” otra vez filosofía griega
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sería acaso necesario el imposible histórico de convertirnos en griegos del período clásico; como
para construir un inédito sistema idealista, el de transmutarnos en alemanes de 1825. No obstante, el
hombre, por el mero hecho de su hombreidad, es capaz en todo tiempo y latitud de apropiarse y
cultivar como cosas propias la filosofía griega o el idealismo alemán: testigos, cada uno en su nivel,
Santo Tomás y Benedetto Croce.
Valga otro tanto para la técnica. Es probable que la “creación” de la gran técnica moderna sólo
fuese posible en la Europa posterior al siglo XV, o en la prolongación americana de Europa. Sólo
este clima cultural pudo engendrar el tipo humano que representan Leonardo, Lavoisier, Bunsen o
Siemens. Ello no es óbice, sin embargo, para que todos los hombres, si tienen ímpetu y tenacidad
para ello, puedan adueñarse y hasta perfeccionar esta técnica ya creada. Podría decirse con lenguaje
escolástico que la instrumentación técnica del sistema de creencias sobre que la existencia humana
necesariamente se sustenta, no es unívoca ni equívoca, sino analógica: a cada tipo de creencia no le
corresponde ni una técnica determinada ni cualquier especie de técnica, sino un haz de distintas y
concretas posibilidades técnicas. He aquí, pues, lo que podría ser un provisional resultado: todo
hombre, por su condición de tal, es en principio capaz de recorrer el camino que otro hombre —
apoyado en su peculiar situación histórica y en su personalidad específica— haya podido inventar;
toda básica creencia humana puede ser instrumentada técnicamente según posibilidades no
arbitrarias, pero sí diversas. Testigo máximo, el Japón.
La reflexión anterior tiende hacia el término natural que nuestro corazón siempre impone:
España, nuestra España. El ejemplo del Japón cierra definitivamente la boca a cuantos nos han
atribuido, a los españoles una incapacidad nativa o histórica para la vida moderna. Si un pueblo tan
alejado racialmente de los europeos es capaz de una hazaña como la que está realizando el Japón,
cae por su base todo argumento basado en la insuficiencia nativa, como los inconsistentes de Ortega
en España invertebrada. Si, por otro lado, un país de solera religiosa sintoísta y budista ha
conseguido tan pasmosa altura técnica, nadie puede argüir la ineptitud de otro asentado sobre fondo
católico. El problema está, descontada la inescrutable providencia de Dios, en la voluntad histórica,
y aun en la voluntad histórica de una minoría. Una minoría tenacísima y eficaz es la que desde 1868
ha dado su forma actual al Japón, como otra dio a España la espléndida suya en el filo del 1500 y
otra levantó a Prusia en el XVIII. Decía el pobre Ganivet: “Tenemos lo principal, el hombre, el tipo;
nos falta sólo decidirle a que ponga manos en la obra.” Esa es, justamente, la obra de nuestra
generación.
El punto tercero de la Falange comienza diciendo que “tenemos voluntad de Imperio”. La
tentadora mayúscula inicial de la palabra “Imperio” puso en retórico descarrío a muchos hombres
de esta generación. Se ha olvidado con harto doloroso facilidad que esa “voluntad de Imperio”
supone necesariamente la existencia de otra más humilde y tenaz “voluntad de imperio”, un
“imperio” escrito con eficiente y cotidiana letra minúscula, una constante y acerada ansia de mando
sobre uno mismo y sobre el propio contorno. Apenas es imaginable la dura e insobornable
constancia, la ardua e implacable puntualidad, el silencioso y apasionado esfuerzo, la transparente y
acrisolada pureza de los hombres que en tres cuartos de siglo han puesto en pie, con su diaria
voluntad de “imperio”, la mayúscula inicial del “Imperio” nipón. Así siempre y en todas partes. En
algún lugar se ha escrito que la máxima primera de la vida colonial inglesa dice así: “El canto del
gallo hallará afeitado a todo inglés que viva en las colonias.” ¿Conseguiremos algo análogo los
españoles? ¿Nos dará otra vez Dios voluntad para la vida, como nos sigue dando heroísmo para la
muerte? Tal debe ser el sentido de nuestra primera oración cada mañana y el de nuestra última
meditación cada noche. He aquí una súplica que los españoles debiéramos añadir todos los días al
Jam lucís orto sidere del himno ambrosiano.
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Núm. 17, marzo de 1942

MARZO FALANGISTA

Dedícase este mes nuestra sección editorial a


conmemorar la importante gavilla de efemérides
relevantes en la vida falangista que han acaecido en el
mes de marzo: el acto de Valladolid (4 de marzo) , la
fundación de La Conquista del Estado y de Arriba (14
y 21 de marzo) y la Victoria que confirmó nuestro
Caudillo en el parte de guerra del 1 de abril.

El separatismo local es signo de decadencia, qué surge cabalmente cuando se olvida que una
Patria no es aquello inmediato, físico, que podemos percibir hasta en el estado más primitivo de
espontaneidad. Que una Patria no es el sabor del agua de esta fuente, no es el color de la tierra de
estos sotos: que una Patria es una misión en la Historia, una misión en lo universal. La vida de todos
los pueblos es una lucha trágica entre lo espontáneo y lo histórico. Los pueblos en estado primitivo
saben percibir casi vegetalmente, las características de la tierra. Los pueblos, cuando superan este
estado primitivo, saben ya que lo que les configura no son las características terrenas, sino la misión
que en lo universal los diferencia de los demás pueblos. Cuando se produce la época de decadencia
de ese sentido de la misión universal empiezan a florecer, otra vez, los separatismos; empieza, otra
vez, la gente a volverse a su suelo, a su tierra, a su música, a su habla, y otra vez se pone en peligro
esta gloriosa integridad que fue: la España de los grandes tiempos.
***
Los partidos políticos nacen el día en que se pierde el sentido de que existe sobre los hombres
una verdad, bajo cuyo signo los pueblos y los hombres cumplen su misión en la vida. Estos pueblos
y estos hombres, antes de nacer los partidos políticos, sabían que sobre su cabeza estaba la eterna
verdad, y en antítesis con la eterna verdad, la absoluta mentira. Pero llega un momento en que se les
dice a los hombres que ni la mentira ni la verdad son categorías absolutas, que todo puede
discutirse, que todo puede resolverse por los votos; y entonces se puede decidir a votos si la Patria
debe seguir unida o debe suicidarse y hasta si existe o no existe Dios. Los hombres se dividen en
bandos, hacen propaganda, se insultan, se agitan y, al fin, un domingo colocan una caja de cristal
sobre una mesa y empiezan a echar pedacitos de papel, en los cuales sé dice si Dios existe o no
existe y si la Patria se debe o no se debe suicidar.
***
También dicen que somos reaccionarios. Unos nos lo dicen de mala fe para que los obreros
huyan de nosotros y no nos escuchen. Los obreros, a pesar de ello, nos escucharán, y cuando nos
escuchen, ya no creerán a quienes se lo dijeron, porque, precisamente, cuando se quiere restaurar,
como nosotros, la idea de la integridad indestructible de destino, es cuando ya no se puede ser
reaccionario. Se es reaccionario, alternativamente, cuando se vive en régimen de pugna; cuando una
clase acaba de vencer a otra, y la clase vencida aspira a tomar la represalia; pero nosotros no
entramos en este juego de represalias de clase contra clase o de partido contra partido. Nosotros
colocamos una norma de todos nuestros hechos por encima de los intereses de los partidos y de las
clases. Nosotros colocamos esa norma, y ahí está lo más profundo de nuestro movimiento, en la
idea de una total integridad de destino que se llama la Patria. Con ese concepto de la Patria, servida
por el instrumento de un Estado fuerte, no dócil a una clase ni a un partido, el interés que triunfa es
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el de la integración de todos en aquella unidad, no el momentáneo interés de los vencedores. Esto lo


sabrán los obreros, y entonces verán que la única solución posible es la nuestra.
Pero otros nos suponen reaccionarios porque tienen la vaga esperanza de que, mientras ellos
murmuran en los casinos y echan de menos privilegios que en parte se les han venido abajo,
nosotros vamos a ser los guardias de Asalto de la reacción, y vamos a sacarles las castañas del
fuego, y vamos a ocuparnos en poner sobre sus sillones a quienes cómodamente nos contemplan. Si
eso fuéramos a hacer nosotros, mereceríamos que nos maldijeran los cinco muertos a quienes
hemos hecho caer por causa más alta.
JOSÉ ANTONIO.―Discurso del Teatro
Calderón, de Valladolid, 4 de marzo de 1934.

LA RUTA IMPERIAL

Nuestro resurgimiento consistirá en saber descubrir nuevas ambiciones. Ya se inicia en


España una poderosísima apetencia de imperio, representada por el afán de equiparse en un orden
hispánico que seccione y supere la leve mirada regional. De ahí que cuanto acontezca en relación a
Cataluña signifique para nosotros una especie de prueba de nuestra capacidad de Imperio. Ni la más
mínima concesión puede hoy ser tolerada. Compromete la grandeza de nuestro futuro y nublaría las
magníficas posibilidades históricas que hoy existen.
España ha de acostumbrarse desde hoy a ambiciones gigantes. Cuando un gran pueblo se pone
en pie es inicuo conformar su mirada a los muebles caseros que le rodean. Nos cabe a nosotros el
honor —y no tenemos por qué ocultarlo— de ser los primeros que de un modo sistemático situamos
ante España la ruta del imperio. Todo está ahí, a disposición nuestra. Los pueblos hispánicos de aquí
y de allí se debaten entre dificultades de tipo mediocre, y es deber nuestro facilitar e incrementar su
desarrollo.
Para ello hay que cultivar con amorosa complacencia la táctica imperial que nos convierta en
el pueblo más poderoso de Occidente. Si España es hoy infiel a este imperativo de grandeza merece
el desprecio del mundo.

NI DERECHAS NI IZQUIERDAS

Antes que nada es preciso invalidar estas denominaciones. Los que se empeñan en
permanecer anclados en esas viejas filas es que desertan del vitalísimo orden del día. Hay que
aislarse de ellos por corruptores, por reaccionarios y enemigos de la Patria. No tienen ya vigencia
esas palabras, habiendo dado el mundo un viraje pleno, y hoy sólo debe interesarnos la articulación
eficaz de nuestro pueblo, obligándole a hacer en dos meses cincuenta años de historia. Esos que
creen que un pueblo hace una Revolución cuando clama y proclama por lo que en otros pueblos
hay, carecen de impulso creador, son incapaces y hay que apartarlos de los mandos. Si nuestra ruta
revolucionaria va a consistir en copiar los episodios de nuestros vecinos los franceses, no merecería
la pena de dar un paso.
Nada, pues, de derechas e izquierdas, grupos que corresponden a las categorías parlamentarias
de Europa. Tan sólo debemos admitir entre nosotros tres grupos: 1.° El grupo retrógrado,
reaccionario, cuyo programa sea establecer aquí una purísima democracia parlamentaria, mediocre
y burguesa. 2 ° El grupo marxista, socializante e internacional, pacifista y derrotista, al que hay que
vigilar como posible traidor a la Patria. Y 3.°, el grupo joven, corajudo y revolucionario, que entone
marchas de guerra y se disponga a sembrar con sus vidas los caminos del Imperio; a iniciar la doma
de las economías privadas y disciplinar el desenfreno capitalista. No tenemos que decir que
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nosotros formaremos en este grupo último y que todas nuestras fuerzas de actuación y de pelea
estarán a su servicio radical.
RAMIRO LEDESMA RAMOS, La Conquista
del Estado, 1931.

UNIDAD DE DESTINO

Se debe partir del concepto de “unidad de destino”. La definición de que la Falange ha partido
es la exacta. Es la única que rige sin error ante la Historia y la Filosofía. En este punto de partida se
armoniza el fin de la Patria con la universalidad y el fin último y sobrenatural del hombre. Y todos
los errores de tipo racista, nacionalista, materialista o utilitario se eliminan. Decir “unidad de
destino” equivale a decir “QUE LA PATRIA NO ES EL TERRITORIO, NI LA RAZA, SINO LA
UNIDAD DE DESTINO ORIENTADA HACIA SU NORTE UNIVERSAL”. Desde la fundación
de Falange esta ha sido su afirmación fundamental. Para nosotros, sobre la misma lengua, sobre la
variedad de las lenguas, está la unidad de destino, donde todo nos cabe del albor de Castilla al
Imperio, sobre, diversos continentes.
Reconducir a unidad y plenitud la multiplicidad y desorden de España es nuestra tarea firme,
neta, perseverante e impasible. Nadie podrá formular su patriotismo de manera más clara, porque
nadie lo siente a nuestro modo simple y total. España es en sí clara y transparente, y en nosotros se
hace clara y transparente. Esto es lo esencial. Sabemos que no puede ser una especie de abstracción
puramente angélica, metafísica. Es también humana. La superioridad orgánica de lo humano estriba
en el íntimo y continuo intercambio de fuerzas y fluencias, en el principio activo de lo que circula,
corre y retorna asimismo del centro a la periferia y de la periferia al centro. España es para nosotros
una unidad orgánica superior, tan diversa de la unidad centralista del siglo pasado como de la
uniformidad autonomista que escinde las mismas facultades en diversos compartimientos. Ni
autonomismo viejo, ni viejo centralismo. Nuestro sistema de unidad y variedad —que iremos
exponiendo— se funda en la organicidad y reciprocidad de centro y periferia, en la universalidad y
distinción de miembros y tejidos en lo territorial, en lo social, en lo histórico. Nuestra unidad es más
radical y más viva que la de los centralistas anticuados. Nuestra variedad, más ordenada y más
fructífera que la de los autonomistas anticuados. Nada nos es común con la tesis de una y otra
banda. Para eso sentimos demasiada homogeneidad con la raíz de aquel incremento armonioso que
se llama Imperio. Nuestro propósito no es repetir, en este punto, esa deplorable retórica pululante en
torno a la España Imperial. Nuestra concepción del Imperio es otra, y no va a la guardarropía y
hojarasca, sino a las raíces y cimientos. No es indumentaria y palabrera, sino arquitectónica, cruda,
luminosa, esquinada. No sirve para los periódicos ni para las empresas teatrales, sino para formar
penosamente, difícilmente y tercamente la conciencia, el modo de ser, el estilo de una nueva casta
de españoles.
Una falsa ciencia predominantemente experimental, positiva, laica, referente, de modo
exclusivo, a las cosas existenciales, ha creado ese concepto fragmentario del mundo y del hombre,
de la sociedad y de la Patria, al cual se someten —entre oportunistas e incautos— los señores Gil
Robles y Anguera de Sojo al defender el Estatuto. Sólo la ciencia de verdad, la que no olvida las
esencias, vuelve a crear un concepto unitario del mundo y del hombre, de la sociedad y de la Patria.
El pecado original de España, como el pecado original del hombre, conduce a la aplicación
destructiva y culpable del principio general de escisión. Porque creemos en la unidad del género
humano como armónica conciliación de las grandes unidades civilizadas de la Historia, donde
España es una e indivisible. A lo largo de los siglos, el lado bueno de España —el lado civil,
heroico, religioso, original y limpio— es el que ha mirado hacia la unidad de destino imponiendo,
en el mayor apogeo de su historia, la tesis católica de la unidad del género humano. A lo largo de
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siglos, también, el lado malo de España —el lado incivil, antiheroico, irreligioso, obtuso y sucio—
es el que ha mirado hacia la dispersión y rotura del destino. Una Patria debe proponerse la imitación
de las grandes cosas espirituales y vivas. Y todo lo que es divino y viviente, todo lo que es orgánico,
mira hacia la unidad.
El apóstol Pablo, el paladín de la unidad, aquel a quien vemos con las manos posadas en el
pomo de una gran espada, es el que dio la primera voz católica para decir “España”, para nombrar
sobre todas las divisiones esta indivisible unidad de destino. Unidad. Esta es la potencia de Dios y
del hombre, de la Familia y de la Patria. Ahora, de la Patria quieren hacer leña como de árbol seco y
podrido. Pero nosotros somos sobre el viejo tronco, en parte carcomido, el renuevo, el ramo
milagrosamente fresco que continúa y salva el ser del árbol. Es la savia la que grita en nosotros al
retornar: ¡Arriba España! Arriba, pues, su savia, su esencia en nosotros. Queremos ser, sobre la
España vieja, el ramo a la vez fresco y antiquísimo de la España nueva. ¡Arriba España!
Primer editorial de ARRIBA, 21 de marzo
de 1935.

VICTORIA

Parte oficial de guerra del Cuartel General del Generalísimo correspondiente al día de hoy:
En él día de hoy, cautivo y desarmado el ejército rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus
últimos objetivos militares.
La guerra ha terminado.
FRANCISCO FRANCO.―1 abril de 1939.
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Núm. 18, abril de 1942

EDITORIAL

Con ocasión de la feria del libro y como


homenaje a la memoria de Cervantes, damos a su
palabra en nuestra Revista asiento y privilegio.

La poesía, señor hidalgo, a mi parecer, es como una doncella tierna y de poca edad, y en todo
extremo hermosa, a quien tienen cuidado de enriquecer, pulir y adornar o tras muchas doncellas que
son todas las otras ciencias, y ella se ha de servir de todas, y todas se han de autorizar con ella; pero
esta tal doncella no quiere ser manoseada ni traída por las calles, ni publicada por las esquinas de
las plazas, ni por los rincones de los palacios. Ella es hecha de una alquimia de tal virtud que quien
la sabe tratar la volverá en oro purísimo de inestimable precio. Hala de tener el que la tuviere, a
raya, no dejándola correr en torpes sátiras ni en desalmados sonetos; no ha de ser vendible en
ninguna manera, si ya no fuere en poemas heroicos, en lamentables tragedias o en comedias alegres
y artificiosas; no se ha de dejar tratar de los truhanes, ni del ignorante vulgo, incapaz de conocer ni
estimar los tesoros que en ella se encierran.
Y no penséis, señor, que yo llamo aquí vulgo solamente a la gente plebeya y humilde; que
todo aquel que no sabe, aunque sea señor y príncipe, puede y debe entrar en número de vulgo; y así,
el que con los requisitos que he dicho tratare y tuviere a la poesía, será famoso y estimado su
nombre en todas las naciones políticas del mundo. Y a lo que decís, señor, que vuestro hijo no
estima mucho la poesía de romance, doyme a entender que no anda muy acertado en ello, y la razón
es esta: el grande Homero no escribió en latín, porque era griego; ni Virgilio escribió en griego,
porque era latino. En resolución, todos los poetas antiguos escribieron en la lengua que mamaron en
la leche, y no fueron a buscar las extranjeras para declarar la alteza de sus conceptos; y siendo esto
así, razón sería se extendiese esa costumbre por todas las naciones, y que no se desestimase el poeta
alemán porque escribe en su lengua, ni el castellano, ni aun el vizcaíno que escribe en la suya. Pero
vuestro hijo (a lo que yo, señor, imagino) no debe de estar mal con la poesía de romance, sino con
los poetas, que son meros romancistas, sin saber otras lenguas ni otras ciencias que adornen y
despierten y ayuden a su natural impulso, y aun en esto puede haber yerro; porque, según es opinión
verdadera, el poeta nace; quieren decir, que del vientre de su madre el poeta natural sale poeta; y
con aquella inclinación que le dio el cielo, sin más estudios ni artificio, compone cosas que hace
verdadero al que dijo: Est Deus in nobis, etc. También digo que el natural poeta que se ayudare del
arte será mucho mejor, y se aventajará al poeta que sólo por saber el Arte quisiera serlo. La razón es
porque el Arte no se aventaja a la Naturaleza, sino perfecciónala; así que, mezcladas la Naturaleza y
el Arte, y el Arte con la Naturaleza, sacarán un perfectísimo poeta.
Sea, pues, la conclusión de mi plática, señor hidalgo, que vuesa merced deje caminar a su hijo
por donde su estrella le llama; que siendo él tan buen estudiante como debe de ser, y habiendo ya
subido felizmente el primer escalón de las ciencias, que es el de las lenguas, con ellas por sí mismo
subirá a la cumbre de las letras humanas, las cuáles también parecen en un caballero de capa y
espada, y así le adornan, honran y engrandecen como las mitras a los obispos, o como las garnachas
a los peritos jurisconsultos. Riña vuesa merced a su hijo, si hiciere sátiras que perjudiquen las
honras ajenas, y castigúele y rómpaselas; pero si hiciere sermones al estilo de Horacio, donde
reprenda los vicios en general, como tan elegantemente él lo hizo, alábele; porque lícito es al poeta
escribir contra la envidia y decir en sus versos mal de los envidiosos, y así de los otros vicios, con
69

que no señale persona alguna; pero hay poetas que, a trueco de decir una malicia, se pondrán a
peligro que los destierren a las Islas del Ponto. Si el poeta fuere casto en sus costumbres, lo será
también en sus versos; la pluma es lengua del alma; cuales fueren los conceptos que en ella se
engendraren, tales serán sus escritos; y cuando los reyes y príncipes ven la milagrosa ciencia de la
poesía en sujetos prudentes, virtuosos y graves, los honran, los estiman y los enriquecen, y aun los
coronan con las hojas del árbol a quien no ofende el rayo, como en señal que no han de ser
ofendidos de nadie los que con tales coronas ven honradas y adornadas sus sienes.
***
Verdaderamente, señor cura, yo hallo por mi cuenta que son perjudiciales en la república estos
que llaman libros de caballerías; y aunque he leído, llevado de un ocioso y falso gusto, casi el
principio de todos los más que hay impresos, jamás me he podido acomodar a leer ninguno del
principio al cabo, porque me parece que, cual más, cual menos, todos ellos son una misma cosa, y
no tiene más que aquél ni estotro que el otro. Y según a mí me parece, este género de escritura y
composición cae debajo de aquel de las fábulas que llaman milesias, que son cuentos disparatados
que atienden solamente a deleitar y no a enseñar; al contrario de lo que hacen las fábulas apólogas,
que deleitan y enseñan juntamente. Y puesto que el principal intento de semejantes libros sea el de
deleitar, no sé yo cómo puedan conseguirle yendo llenos de tantos y tan desaforados disparates; que
el deleite que en el alma se concibe ha de ser de la hermosura y concordancia que ve o contempla en
las cosas que la vista o la imaginación le ponen delante; y toda cosa que tiene en sí fealdad y
descompostura no nos puede causar contento alguno. Pues ¿qué hermosura puede haber o qué
proporción de partes con el todo, y del todo con las partes, en un libro o fábula donde un mozo de
dieciséis años da una cuchillada a un gigante como una torre, y le divide en dos mitades como si
fuera de alfeñique, y que cuando nos quieran pintar una batalla después de haber dicho que hay de
la parte de los enemigos un millón de combatientes, como sea contra ellos el señor del libro,
forzosamente, mal que nos pese, habemos de entender que el tal caballero alcanzó la victoria por
sólo el valor de su fuerte brazo? Pues ¿qué diremos de la facilidad con que una reina o emperatriz
heredera se conduce en los brazos de un andante y no conocido caballero? ¿Qué ingenio, si no del
todo bárbaro e inculto, podrá contentarse leyendo que una gran torre llena de caballeros va por la
mar adelante como nave con próspero viento, y hoy anochece en Lombardía y mañana amanezca en
tierras del Preste Juan de las Indias o en otras tierras que ni las descubrió Ptolomeo ni las vio Marco
Polo? Y si a esto se me respondiese que los que tales libros componen los escriben como cosas de
mentira, y que así no están obligados a mirar en delicadezas ni verdades, responderles hía yo, que
tanto la mentira es mejor cuanto más parece verdadera, y tanto más agrada cuanto tiene más de lo
dudoso y posible. Hanse de casar las fábulas mentirosas con el entendimiento de los que las leyeren,
escribiéndose de suerte que facilitando los imposibles, allanando las grandezas, suspendiendo los
ánimos, admiren, suspendan, alborocen y en tretengan de modo que anden a un mismo paso la
admiración y la alegría juntas, y todas estas cosas no podrá hacer el que huyere de la verosimilitud y
de la imitación en quien consiste la perfección de lo que se escribe. No he visto ningún libro de
caballerías que haga un cuerpo de fábula entero con todos sus miembros, de manera que el medio
corresponda al principio, y el fin al principio y al medio, sino que los componen con tantos
miembros que más parece que llevan intención a formar una quimera o un monstruo que a hacer
una figura proporcionada.
***
Y siendo esto hecho con apacibilidad de estilo y con ingeniosa invención, que tire lo más que
fuere posible a la verdad, sin duda compondrá una tela de varios y hermosos hilos tejida, que,
después de acabada, tal perfección y hermosura muestre, que consiga el fin mejor que se pretende
en los escritos, que es enseñar y deleitar juntamente, como ya te he dicho. Porque la escritura
desatada de estos libros da lugar a que el autor pueda mostrarse épico, lírico, trágico, cómico, con
70

todas aquellas partes que encierran en sí las dulcísimas y agradables ciencias de la poesía y de la
oratoria; que la épica también puede escribirse en prosa como en verso.
71

Núm. 19, mayo de 1942

EDITORIAL

De todas las cosas acontecidas dentro del último mes, quiere nuestra Revista destacar dos, que
considera sobre las demás importantes, con la seguridad de saber su estimación compartida por
cuantos españoles viven en España y no guardan rencor en su corazón: el Día Jubilar del Pontífice
Romano y el primer relevo de combatientes de la División Azul. Dos acontecimientos que no deben
pasar sin nuestro comentario, y sin que ESCORIAL se asocie, desde estas páginas editoriales, al
entusiasmo ecuménico por el Papa de Roma y al entusiasmo nacional por nuestros voluntarios
admirables.
Veinticinco años de ejercicio episcopal culminando en la más alta de las misiones a hombres
nacidos de mujer encomendadas: la de Pastor Ecuménico, Cabeza de la Iglesia militante y Siervo de
los siervos de Dios. Una vida entregada al sacerdocio, a la caridad activa, al gobierno inteligente de
los católicos de todo el mundo. Esto es lo que el día del Jubileo papal se celebró entre nosotros, con
la participación espontánea del pueblo creyente, a través de su Iglesia; del pueblo organizado para la
política, a través del Partido; de las clases intelectuales, por la Universidad, y del Estado, mediante
sus más elevadas jerarquías.
Ha hecho España, en ese día, disciplinada profesión de fe católica, no sólo en cada uno de sus
hombres, sino en sus instituciones de cultura y de gobierno; y ha hecho también profesión de
acatamiento jerárquico, de sumisión a los poderes espirituales, de reconocimiento expreso de su
jerarquía. Esta España manifiestamente adicta al Pontificado no es histórica novedad; pero sí lo es
que hoy se pueda celebrar un homenaje como el que presenciaron los españoles y los hombres de
casi todo el mundo. Hace cien años, la situación de los pueblos civilizados, pero también la
situación del Pontificado dentro del desconcierto universal, no lo hubiera hecho posible; pero
tampoco lo fuera en tiempos mucho más próximos, en 1920, por ejemplo. ¿O es que lo concibe
quien, desprovisto de pasión, lo considere? Dos cosas fueron necesarias, y a las dos queremos
referimos.
La primera, el creciente prestigio del Papado como institución histórica y humana —como
institución divina, excede los vaivenes y los cambios de estimación—. Es un largo camino
penosamente seguido desde los días de Napoleón, éste a través del cual la silla de San Pedro pugna
por desvincularse de poderes terrenos y hacer efectiva y reconocida su inalienable libertad; camino
que concluye en el tratado de Letrán y en el reconocimiento del Vaticano como potencia y como
Estado. Y aun después, cuando consigue que este reconocimiento se amplíe a países en un principio
hostiles a tener por Estado con voz y efectos en la Historia a este que para existir no necesita sino de
una mínima y casi simbólica expresión territorial. Cuando el Japón, infiel y distante, envía su
embajada a la silla de San Pedro, la fuerza universal del Pontificado queda reconocida.
La segunda, la transformación interior de España, por obra de una guerra necesaria, de un tipo
determinado de gobierno, de su instrumento y de su doctrina. Sin cinco años de falangismo activo,
no se explica el observador desapasionado el entusiasmo, la unanimidad, el rigor y la hondura de
este homenaje jubilar a Pío XII.
¿Qué cosas son las que España ha reconocido y celebrado en su magnífico homenaje?
La jerarquía una, católica y apostólica, heredera de Pedro por sucesión legítima,
ininterrumpida y canónica; esa jerarquía por la cual gastaron plumas nuestros hombres y hombres
nuestro Estado, hasta jugarse el porvenir y perderlo en su defensa. Reconocimiento de la autoridad
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del Papa como solo pastor de una sola grey, como cabeza visible del Cuerpo místico de Cristo que
es su Iglesia.
La unidad doctrinal y dogmática, por la que España, desde que existe, hizo también lo suyo
combatiendo con armas y con letras; y la unidad de mando que procede de la jerarquía y de la
doctrina, y a la cuál ha obedecido España mientras fue fiel a sí misma y no se ha dejado desviar de
su camino histórico, a la vez católico y nacional.
La caridad apostólica, que lleva al Pontificado a propagar la fe, redimir a los que viven en
tinieblas, alzar su voz por débiles y perseguidos, procurar soluciones justas y cristianas a los
problemas que desgarran a los hombres, y buscar la reunión en una auténtica cristiandad, sin cismas
ni escisiones, a los bautizados que militan bajo fe disidente o a quienes el orgullo mantiene alejados
de la verdadera obediencia: estos millones de hermanos, cismáticos o reformados, por los que
oramos diariamente en nuestras misas.
La admirable independencia política, que le permite vivir enclavada en el corazón de un
Estado y mantenerse justa, imparcial y maternal con todos los cristianos, cualesquiera que sean su
bandera o sus políticas convicciones, o el campo de batalla desde el que peleen.
Pero también por otras cosas más ha respetado, ha reconocido y ha reverenciado España ese
día jubilar: por el papel fundamental que cabe al Pontificado en la nueva estructura del mundo y,
concretamente, de Europa; la cual, conviene no olvidarlo, fue antes que nadie cristiana, y acaso por
ello se levantó entré las demás tierras, y por ello será cabeza de la Historia mientras haya Historia y
ésta exija una cabeza.
Esto singularmente nos conmueve a los españoles católicos y falangistas, porque coincide con
el más entrañado y sincero de nuestros pensamientos: el de Unidad. Nosotros, que deseamos ver
unidos a todos los hombres de España como vemos ya sus tierras: unidos en el espíritu y en la fe, en
la esperanza de Dios y en la esperanza de la Patria, en el sacrificio y en el servicio, anhelamos desde
antiguo esa paz para los príncipes que se pide en la oración diaria, la comunidad de creencia y de
espíritu, la inteligencia por encima de injusticias y desavenencias; es decir, cuanto el actual
Pontífice Romano recuerda e implora a los hombres todos del mundo desde su accesión al trono.
En esta hora atribulada, en la que también participamos con las armas y con la sangre —nos
cupo, para dolor nuestro, su preparación y primeros sacrificios—; en esta hora crucial para el
destino del mundo, España desea ver levantada, sobre los campos calcinados, las ciudades
quebrantadas y los pueblos doloridos, una Europa más justa y más pacífica, próxima al amor y algo
más vuelta a las cosas del espíritu que la presente. Lo queremos ante todo los falangistas, contra
todos los sambenitos y tópicos de propaganda parcial y contendiente que se nos quieran colgar, aun
por quienes debieran comulgar con nosotros en un mismo dogma o en idéntico patriotismo. Y en
este deseo, y en la acción política consiguiente a nuestros imperativos católicos, nacionales y
revolucionarios, por la que esperamos salvarnos para la Historia y para Dios, encontramos nuestros
corazones coincidentes con el del Pontífice, y nuestras palabras hermanas de las suyas, como del
mismo conmovido espíritu surgidas; y cuando vueltos a Dios nos ponemos a orar, es la misma la
oración en la petición y en las palabras: la que él y la que nosotros enviamos.
España, pues, al alegrarse con el Jubileo papal, al rendirle acatamiento y homenaje, no hace
sino mantener su tradicional conducta; al hacerlo la Falange, cumple con su esencialidad católica y
sirve a sus pretensiones políticas en el orden internacional lo mismo que en el nacional: a su
voluntad de ser verbo y amor poderosos y cristianos en el mundo que con tan terrible dolor se
anuncia.
***
Pero ¿y la División Azul? ¿Y las gentes de España alborozadas, pero también admiradas, de
estos camaradas nuestros que regresan del frente oriental abrumados de honor y de fatiga? ¿Y
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nuestra propia alegría al contar entre nosotros, incorporado a la tarea diaria, a nuestro director,
Dionisio Ridruejo? ¿Y el recuerdo, cada vez más fuerte, cada vez más desolado, de los que cayeron
y llevaban un nombre querido, como de los que cayeron con un nombre que no sabremos jamás?
La División Azul, que enviamos a Rusia va para un año, no sólo para honra y provecho de
España, sino a participar en la destrucción del comunismo en honrosa compañía militar, ha
prolongado bajo el cielo implacable de Rusia lo que de espiritual hubo en nuestra pasada guerra; y
lo ha hecho, no al modo mercenario con que soldados de cualquier país combaten en cualquier
parte, sino con nuestra bandera y nuestras canciones, peleando en español, como españoles, para su
honra y para la honra de la Patria.
Camaradas falangistas, máximos en la exaltación y en la osadía, hoy devueltos a la compañía
y a la amistad, traen renovados por esa su experiencia transida de sacrificio los ímpetus
revolucionarios. Sus ojos se abrieron ante el mundo y han peleado por una causa justa cuya
grandeza nadie se atreve a discutir. Regresan sobre el escudo, como querían las madres espartanas.
¿Es cosa de que hagamos aquí un poco de lírica sobre la vuelta de los triunfadores? No. Nuestra
sincera alegría no necesita ahora del lujo para expresarse. Creemos que no ha terminado todavía el
pelear de nuestros camaradas. También aquí, en esta España compleja, la coyuntura más dramática
de nuestra historia reclama su presencia y la autoridad que da a su voz el heroísmo. A los camaradas
de la División Azul, con nuestra bienvenida, recordamos el viejo verso: Nuestros arreos son las
armas, nuestro descanso el pelear... ¿Hasta cuándo? No lo sabemos. Pero sí que muchos quedarán
sin ver el final de nuestra empresa, como esos otros de la estepa eslava, con cristianas cruces sobre
los restos. Para ellos el honor, para nosotros la empresa que continúa.
¡Arriba España!
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Núm. 20, junio de 1942

MÁS SOBRE ESPAÑA

Que el mundo se halla en doloroso crisis, anhelando desde el fondo de su alma una palabra
que le devuelva la ilusión y el sosiego perdidos, es ya cosa demasiado evidente para quien tenga sus
ojos abiertos a la verdad. El viajero de mirada sensible que recorra hoy Europa, descubrirá uno y el
mismo humor dentro de todos los corazones que laten entre el Algarve y Murmansk: un humor
delgadísimo y complejo, en el cual tienen su parte el dolor, una angustia resignada y severa, la
heroica disciplina y un raro y silencioso anhelo de sentido y esperanza para la propia vida trabajosa.
No importa que la guerra determine una oposición terca y agitada en el rostro de las almas; porque,
con tener su estruendo, su estrago y su decisión tan terrible e inexorable importancia, más
importancia tiene esa secreta analogía en el temple de los hombres europeos, cuando se les ausculta
el centro de su más insobornable intimidad.
Esta es la coyuntura del espíritu europeo, en cuyo seno ha comenzado a sentirse en España,
otra vez, el duro y exigente problematismo de su voz y su destino universal. La primera obligación
del español que no quiera consumir su vida en la pura costumbre vegetativa o en una morosa e
infértil casticidad consiste, pues, en entender rectamente este dramático giro de la Historia en que
todos los humanos, querámoslo o no, andamos metidos. Algo se ha de decir en estas páginas sobre
tema tan urgente, y con ello cumpliremos un menester para nosotros pluscuamnecesario, porque
entre las más amargas deficiencias que desde hace dos siglos sufre el español está la de desconocer
o malconocer el tiempo en que vive. Ahora será suficiente adelantar algunas reflexiones iniciales y
elementales sobre este entrañable e inagotable problema del quehacer español.
Una cosa sabemos, por imperativo de nuestra Historia y exigencia medular de las almas que
hoy rigen a España: que la empresa española ha de llevar en su intención y en su ambición,
cualquiera que sea la diversa figura de sus ocasionales expresiones —políticas, sociales, científicas,
etc.—, la verdad sobretemporal del Catolicismo. Mucho es esto en todo tiempo, por lo mismo que la
verdad cristiana mana de donde el tiempo nace. Más aún es en el nuestro, porque este dolor de los
hombres, esta desgarrada y sangrienta desazón en que todos nos hallamos sumidos, sólo hallarán
tríaca segura si el hombre aprende de nuevo a buscar para su existencia apoyo y esperanza
indefectibles, creídos con viva fe religiosa; y no parece que el europeo pueda encontrar esa fe en
cantera distinta de la cristiana. Pero, siendo esto tanto, no lo es todo para un país que quiere y debe
vivir en el flujo inquieto e inquietante de la Historia Universal.
No es todo, en primer término, porque sólo el poderío garantiza en la Historia la vigencia de
las ideas. Sin un acto de armado poderío no serían hoy católicas Bélgica o Filipinas; sin el vigor
militar de Maratón tal vez no hubiesen sido posibles los Diálogos platónicos. Esta táctica exigencia
de poderío histórico es justamente la que obliga en cada instante a una decisión política y la que
debe determinar el sentido de ésta. El norte de la decisión española en el actual sesgo de la política
europea no debe ser —como tantas veces ocurre entre nosotros— una alienofilia o una alienofobia,
casi siempre asentadas en la codicia o en el resentimiento, sino la respuesta a esta pregunta, tan
permanentemente necesaria: ¿Cuál es el camino que mejor garantiza la libertad y el poderío de
España, de esta España nuestra? Lo cual podrá parecerse al maquiavelismo en uso y en abuso desde
que Maquiavelo habló; pero si se piensa que ese poderío va a servir a una empresa asentada sobre la
ley eterna, entonces no es la táctica maquiavelismo, sino prudencia, virtud cardinal.
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No es todo, por otra parte, la decisión de dar raíz y sentido católicos a las empresas españolas,
porque tal intención sobrehistórica ha de especificarse en actos históricos concretos, y éstos toman
su figura a través de un mudable acontecer. No es de igual figura la santidad cristiana de Santo
Domingo de Guzmán que la de San Ignacio, siendo los dos santos de la vida activa y militante, ni es
igual la política católica de Felipe II que la de Dom Sturzo, ni la sabiduría cristiana de San Agustín
que la de Santo Tomás, ni ésta idéntica a la de Suárez, y mucho menos a la de Fenelón o a la de
Newman. Por eso se advertía antes acerca de la necesidad de conocer en sus yemas centrales esta
ardua y contradictoria hora de nuestro existir.
Sea cualquiera, empero, el sesgo concreto que haya de tomar la acción histórica de los
españoles, así por la necesidad de poderío como por obediencia al imperativo de actualidad, algo
puede decirse de ella desde ahora mismo: que sólo a través de su ejemplaridad alcanzará eficacia en
el grandioso juego de los destinos universales. ¿De qué nos serviría, a la larga, proclamar a los
cuatro vientos que nuestra política es la más católica del mundo, si perdurase la injusticia social, si
de la privación sólo redimiese el dinero y si nuestras Universidades quedasen en paupérrimos
repetitorios de fórmulas consuetas o fosilizadas? Nuestra obra nos legitimará históricamente —y, en
buena medida, también ante Dios— si los españoles sabemos hablar alto y hondo, con obras,
amores y buenas razones, a la mente y al corazón anhelantes de nuestro tiempo; y si no pudiéramos
ofrecer al mundo ejemplaridad política, social o intelectual, deberíamos reflexionar muy seriamente
antes de decir que somos o queremos ser, como por derecho y apretado deber nos corresponde,
adelantados de la civilización cristiana y ejecutores del mandato tremendo que a diario nos hace el
recuerdo de un millón de muertos.
¿Es posible, entonces, que en el mundo pueda hablarse todavía de una “solución española”?
Millones y millones de hombres, y singularmente los católicos europeos, la están esperando.
Nosotros seguimos creyendo que sí; al menos si los españoles son todavía capaces de amor y de
rigor, de heroísmo en lo excepcional y de heroísmo en la cotidiano, de sustituir la codicia por la
ambición, de renunciar a la nostalgia y a la inútil comodidad de la fórmula hecha. ¿Es todavía
tiempo de ello? Cada día y cada hora pasan lanzándonos una y otra vez a todos los españoles —así
al político como al intelectual, al sacerdote como al hombre de industria— el venablo urgente de
una prometedora e irrecuperable incitación.
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Núm. 21, julio de 1942

EDITORIAL

Otra vez traemos a las primeras páginas de Escorial —cara al remanso nacional del verano
cercado de inminencias históricas— un aire de directo manifiesto político. Y otra vez conferimos a
José Antonio —de quien son los textos que siguen— la misión de tenemos alerta con su siempre
fresca voz.

I
“Hace diez años España parecía miserablemente resignada a la dimisión como potencia
histórica; ya no había empresa que tentara la ambición de los españoles, ni casi orgullo que se
revolviera cuando unos cuantos moros nos apaleaban.”
“Hay coyunturas de conmoción del mundo o de la Patria en que puede resultar monstruoso
permanecer bajo la lámpara de la propia celda.”
“El Imperio inglés es una gran unidad extraeuropea; las leyes del apogeo, de la decadencia y
de la suerte varia de Europa, y las del apogeo, decadencia y suerte varia del Imperio inglés, rara vez
coinciden. Muchas veces son contrapuestas, y quizás más contrapuestas que nunca en la ocasión de
ahora. En este instante puede decirse que está planteada en Ginebra, ante el mundo entero, una
pugna de Inglaterra contra Europa. El apoyo más resuelto que ha encontrado desde el principio
Inglaterra en Ginebra ha sido el de Rusia. ¿Y os voy a demostrar que Rusia no es una potencia
europea? ¿Que es una potencia europea? ¿No está vivo aún el vaticinio de Lenin, que aspiraba al
triunfo de la revolución soviética precisamente al través de la guerra europea? Para Rusia el
incendio de Europa es un tanto magnífico. Rusia, antieuropea, apoya resueltamente el punto de vista
inglés; pero nosotros, europeos, ¿nos vamos a poner a ciegas al lado de este interés de Inglaterra y
de Rusia? Planteadas así las cosas, ¿cuál es el papel de España?”
“El triunfo del comunismo no sería el triunfo de la revolución social de España; sería el
triunfo de Rusia. Y no hay sino mirar la política turbia que hace Rusia con los grandes Estados
capitalistas para deducir los fines que persigue al intentar provocar el estallido revolucionario
dirigido y financiado por ella. Seríamos ni más ni menos que una colonia rusa.”
“El mundo tiende otra vez a ser dirigido por tres o cuatro entidades raciales. España puede ser
una de estás tres o cuatro. Está situada en una clave geográfica importantísima, y tiene un contenido
espiritual que le puede hacer aspirar a uno de esos puestos de mando. Y eso es lo que puede
propugnarse. No ser un país medianía; porque o se es un país inmenso que cumple su misión
universal, o se es un pueblo degradado y sin sentido. A España hay que devolverle la ambición de
ser un país director del mundo.”

II
“Por miedo a parecer inquisitoriales, todos nos habíamos pasado de europeos. Nadie se
atrevía a invocar las cosas profundas y elementales, como la Religión o la Patria, por temor de
parecer vulgar.”
“I. Exclusiones.—Nuestra generación, que es a la que corresponde la responsabilidad de
desenlazar la presente crisis del mundo, no puede sentirse solidaria:
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a) Por razón histórica, de los que quieran cobijar bajo la bandera nacional nostalgias
reaccionarias de formas caídas o de sistemas económico-sociales injustos.
b) Por razón ética, de los que se hayan habituado a vivir políticamente en. un clima moral
corrompido.
II. Exigencias.—El Frente Nacional habrá de proponerse:
a) La devolución al pueblo español de una nueva fe en su unidad de destino y de una resuelta
voluntad de resurgimiento.
b) La elevación a términos humanos de la vida material del pueblo español.
Lo primero exige una revitalización de los valores espirituales, sistemáticamente relegados o
deformados durante mucho tiempo, y, sobre todo, la insistencia en esta concepción de España como
expresión de una comunidad popular con un destino propio, diferente del de cada individuo, clase o
grupo, y superior a ellos. Lo segundo —es decir, la reconstrucción económica de la vida popular,
impuesta con doble motivo en esta época de liquidación del orden capitalista— exige urgentemente:
a) Una reforma crediticia que llegue incluso a la nacionalización del servicio de crédito en
beneficio de la economía total.
b) Una reforma agraria que determine en primer lugar las áreas cultivables de España (las
actuales y las posibles, mediante una preparación técnica), entregue al bosque o al pasto todo lo que
quede fuera de esas áreas cultivables e instale en ellas “revolucionariamente” (es decir,
indemnizando o no) a la población campesina de España, bien en unidades familiares de cultivo,
bien en grandes cultivos de régimen sindical, según lo exija la naturaleza de las tierras.
Lo que no sea la aceptación sincera y austera de un programa así, con todo lo que implica de
sacrificio, no tendrá nada de una verdadera posición contraria al bolchevismo —que descansa, sobre
todo, en una interpretación materialista del mundo—, sino que será un intento igualmente
materialista y además inútil, por conservar un orden social, económico e histórico ya herido de
muerte.”

III
“Si una política no es exigente en su planteamiento —es decir, rigurosa en lo intelectual—,
probablemente se reduce a un aleteo pesado sobre la superficie de lo mediocre.”
“La política es, ante todo, temporal. La política es una partida con el tiempo en la que no es
lícito demorar ninguna jugada. En política hay obligación de llegar, y de llegar a la hora justa. El
binomio de Newton representaría para la Matemática, lo mismo si se hubiera formulado diez siglos
antes o un siglo después. En cambio, las aguas del Rubicón tuvieron que mojar los cascos del
caballo de César en un minuto exacto de la Historia.”
“Sólo los hombres de una especie se salvaron del castigo impuesto por las masas a los que
creyeron traidores; aquéllos que, sin preocuparse de ser fieles al perifollo de la revolución, supieron
adivinar su sentido profundo y desenlazarla por caminos no sospechados por la masa.
Paradójicamente, estos “traidores” a las masas son los únicos leales y eficaces servidores del
destino del pueblo.”
“Y los conductores no tienen derecho al desencanto. No pueden entregar en capitulaciones la
ilusión maltrecha de tantas como les fueron a la zaga.”
“De ahí la imponente gravedad del instante en que se acepta una misión de capitanía. Con
sólo asumirla se contrae el ingente compromiso ineludible de revelar a un pueblo —incapaz de
encontrarlo por sí en cuanto masa— su auténtico destino. El que acierta con la primera nota en la
música misteriosa de cada tiempo ya no puede eximirse de terminar la melodía. Ya lleva sobre sí la
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ilusión de un pueblo y abierta la cuenta tremenda de cómo la administre. Cuál no ha de ser su


responsabilidad si, como el poema de Browning, arrastra a una turba infantil detrás del caramillo
para sepultarla bajo una montaña de la que no se vuelve.”

IV
“Nunca ha sido menos lícita que ahora la frivolidad. Pocas veces como ahora ha recobrado la
existencia su calidad religiosa y militante. Las brechas de nuestros días se resisten a cicatrizar en
falso. Hay que pedir socorro a las últimas reservas vitales.”
“Paz y siesta. Eso es lo que apetece, como programa máximo, las tres cuartas partes de esta
España.”
“Monte cada cual una guardia interior en estos días contra la inclinación al desaliento. Veréis
cómo gentes de fuera se afanan estos días, sin que sepáis por qué, por aparecer a vuestros ojos como
más fervientes defensores que vosotros mismos de nuestra integridad doctrinal.”
“Si alguno vacila, ablandado por esos argumentos comodones, que acuda pronto con el alma a
la comunidad de toda la Falange, tendida en cuerdas invisibles durante los meses de separación, al
través de las tierras españolas. Y oirá cómo la voz entrañable de la Falange dice:
—Todo eso es torpe palabrería de gentes cansadas y miopes. En primer lugar, ya verán, dentro
de poco, el nublado que les viene encima. Pero, en segundo lugar, nosotros no queremos vegetar en
el orden antiguo. Bajo él España soportaba la humillación internacional, la desunión interna, la
desgana de las empresas grandes, la incuria, la suciedad, la vida infrahumana de millones de seres.”
“He aquí, camaradas, cómo ahora más que nunca son necesarias las consignas de nuestra fe.
Sea cada uno de vosotros un aguijón contra la somnolencia de los que os circundan. Esta común
tarea de aguafiestas iluminados nos mantendrá unidos hasta que el otoño otra vez nos congregue
junto a las hogueras conocidas. El otoño, que acaso traiga entre sus dulzuras la dulzura magnífica de
combatir y morir por España.”
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Núm. 24, octubre de 1942

TEXTOS SOBRE UNA POLÍTICA DE ARTE


POR RAFAEL SÁNCHEZ MAZAS

Recogemos estos textos ejemplares que en diversas ocasiones compuso, sobre una política de
las Artes, Rafael Sánchez Mazas. Su alto valor intelectual y su actualidad vivísima, dictan una
lección eficaz y española.
1
EXHORTACIÓN A LOS POETAS
Os acordáis, amigos míos, de lo que nos dice San Pablo: “Vemos todas las cosas en espejo y
por enigma.” Vemos todas las cosas en nosotros mismos y todas las cosas en Dios. Así la poesía no
es más que un juego —porque los juegos son lo verdaderamente necesario— entre el espejo
humano y el enigma divino. Sus mejores prodigios son los que han logrado encerrar —circunscribir,
como Miguel Angel diría—, captar la intención o la inspiración misteriosa, en una forma cristalina.
Se verifica entonces el peregrino hallazgo: la invención, la aclaración poética. Se dijo bien “dolce
stil nuovo”. Se dijo bien “trouver”, hallar, por trovar, ya que la poesía tiene siempre de hallazgo, y
el hallazgo, de novedad y de frescura. Mientras la poesía falsa —según la distinción de Galileo—
ofrece láminas de herbario, la verdadera trae rosas frescas cubiertas de rocío. La fragancia de la
sorpresa parece indispensable a su cifrada sencillez. Ni la más rigurosa servidumbre a figuras
antiguas y estrictas de composición pone trabas a la novedad esencial, antes bien, la fija, aclara y
ennoblece. Baste recordar a qué efectos nunca oídos de innovación y gracia llega el soneto en
Mallarmé: “Reformaos —dice el Apóstol— en la novedad de vuestra mente.” La buena poesía es
siempre nueva y antiquísima como el amor. Hasta su fin último posible, su escala luminosa nos hará
ir —con las palabras del mismo Apóstol— “de claridad en claridad, reflejando como un espejo la
gloria de Dios”. Pues ¿qué dice Calixto enamorado cuando ve aparecer a Melibea? “En esto veo,
Melibea —dice—, la magnificencia de Dios.” ¿Qué se pudo decir de Elena, de Beatriz, de Laura,
sino que eran divinas y que no parecían mortales? Lo primero que dice el último enamorado de
arrabal es como lo último que dicen los primeros maestros de la poesía. Esta es una prueba de la
cristiandad esencial de lo poético, cuando aquí también los últimos acaban por ser los primeros. La
poesía se reduce a llamar divinas a las cosas, a buscarles, queriendo o sin querer, su destello de
divinidad, su partícula celeste, su razón inexplicable de amor, su naturaleza en el espejo encantado,
en aquel espejo de la gracia, que llevamos en nosotros mismos. Así, en este sentido esencial no hay
más que poesía religiosa. Ni tampoco hay más que universalidad religiosa. Por eso, la poesía,
solamente puede y debe hacer claras y universales las oscuras palabras de la tribu. Queriendo o sin
querer, la lírica se subordina siempre a una mística, y hasta se confunde con ella cuando toca los
últimos grados de su perfección. De una suprema fuente dimanan, por modo más o menos recóndito
y abstruso, todas las corrientes inspiradas e inspiradoras, aunque no se sepa fácil mente de dónde
vienen ni adonde van, mientras oímos su sonido, “porque esto sucede —dice San Juan— a todo lo
que nace del espíritu.” Solamente por virtud religiosa se transfigura nuestra total actitud
contemplativa: desde el orden cósmico, hasta la idea del amor humano o del cerco nativo. El
milagro poético se produce en el centro del ser de las cosas, y la poesía vive de milagro. A cada
momento necesita, como en las bodas de Canaá, que las cosas usuales y corrientes, como el agua, se
le conviertan en embriagadoras. Lo milagroso no es sino lo corriente en poesía.
Así, toda voluntad seria de renovar una vida poética —mucho más si se trata de una vida
poética común— está condicionada por una voluntad más o menos latente y resuelta de renovación
80

religiosa. Lo demás son Arcadias tardías, casi siempre sin Rambouillet. En nuestra poesía moderna,
desde Shelley, desde Leopardi, desde Baudelaire y Verlaine hasta los más diversos de hoy, hasta
Claudel y Stefan George o Miguel de Unamuno, la nota más profunda y decisiva está en su
estremecimiento religioso. Uno de nuestros mejores hermanos contemporáneos, Rainer María
Rilke, se hizo poeta eremita. Pero nosotros, para no ir a la isla desierta ni renunciar a la isla
irreductible, que es toda con ciencia de poeta, queremos formar un archipiélago.
Vivimos un momento enormemente doloroso e ilusionado de la historia del mundo y del
espíritu, inseparable, por necesidad, de un agudo anhelo religioso. No se sufre tanto sin grandes
ilusiones. Los grandes momentos son siempre parecidos en los siglos. Por la vía poética y heroica
de los trovadores y de los caballeros se preparaba el mundo espiritual de cortesía que Francisco de
Asís hizo popular y divino. La reforma católica y el apogeo místico de España coinciden con el
apogeo poético. La pastoral humana de Garcilaso hace pareja a la divina de San Juan de la Cruz, y
en la Francia del gran siglo, Racine, este modelo exacto —como Rilke— de conciencia poética, no
sabe si seguir escribiendo tragedias o hacerse cartujo con Rancé. No os explicaréis David, Salomón,
Isaías o Ezequiel sin la poesía; ni Mahoma tampoco, ni Lutero. Y tampoco os explicaréis Homero,
Dante o Virgilio sin la divinidad.
Toda grave tarea de reedificación, no ya del hombre, sino del tiempo y el espacio —españoles
o universales—, clama por una renovación religiosa que lleva inherente la poética. Ya se dijo “que
sólo el amor edifica”. Sin esta ardiente voluntad amorosa, religiosa, poética, sólo podrán conducir a
destrucción los movimientos de una cultura, de una política, de una técnica y de una economía, sin
imán profético ni estrella sobrenatural, motor y meta de toda unidad de destino. “Todo el orden del
universo —repite la Escolástica— se mueve, y es por el Primer Motor, y la belleza no es más que el
esplendor de este orden”.
No será en vano recordar que en el origen mismo la Falange se diferencia de todos los demás
movimientos de Europa, que puedan parecer afines, por haber establecido el primado de la
contemplación y luego la voluntad religiosa y poética —raíz de nuestro Imperio— sobre todas las
cosas mortales.
Ningún hecho esencial de la Historia se ha explicado ni se ha movido nunca por la mera
razón, sino en pro o en contra de la fe sobrenatural, o sea de la religión, con su natural compañía de
poesía y heroísmo. “Omnia religione moventur”, decía Cicerón, y de San Pablo a Juan Bautista
Vico, pasando por Bossuet, no hallaréis nunca otra explicación satisfactoria. Y Goethe os dirá
maravillosamente lo mismo, y aun Husserl, si de ello os pagáis. En las grandes crisis de la patria o
del mundo, sólo el poeta, el santo, el héroe pueden lo que el político no puede. Esto quiere decir,
con los ejemplos del valor y del sacrificio, retorno de palabras vivas, inagotables y radiantes, pero
no vanas apariencias de versificadores peritos y rezadores rutinarios, que son a veces mercaderes
del Templo de las Musas y del Templo de Dios.
Y es que, junto al fariseísmo religioso, la historia registra un fariseísmo poético, una
hipocresía literaria con los mismos caracteres de estrecho tradicionalismo preceptivo, rigor
amanerado, ampulosidad y sutileza dibujados por el Evangelio. Son los sepulcros blanqueados de la
poesía. Frente a ellos hay como una poética cristiandad llena de gracia, de frescura, de transparencia
matinal, de hermosura nueva y perdurable, de sencillez y de misterio puros.
De Francisco de Asís se dijo que después de él “las flores parecían más frescas, las estrellas
más cristalinas”. He aquí el poético milagro. De Fra Angélico de Fiesole se dijo que no mojaba el
pincel en el azul para pintar el cielo, sino el pincel en el cielo para pintar el azul y en el sol para
pintar los oros, y en la aurora para pintar las púrpuras.
Más que poetas, antes que poetas, aunque ello parezca paradójico, España y el mundo
imploran poesía, contemplación y voluntad poéticas, existencias poéticas de las que nazcan las
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obras con aquella naturalidad difícil, con aquella amarga alegría, que es propia de la aurora y de la
primavera, del amor y del árbol. Nuestro tiempo tiene ya bastantes industrias de floreros artificiales
y frutos imitados. Quiere la rosa fresca y nueva, húmeda del rocío de la noche —sea la larga noche
oscura de San Juan de la Cruz— que le perfume y remedie por entero. Esta bella, dolorida,
maltratada, semidormida época parece repetir lo del Cantar: “Sostenedme con rosas, corroboradme
con manzanas, porque estoy enferma de amor” Despertará la vida verdadera —como decía Dante—
si le damos a comer el propio corazón.
En poesía, en prosa, en política, en toda nuestra vida social y múltiple, será necesario acabar
con toda la pedantería que nos viene del Renacimiento, que se agrava en el siglo XVII y acaba su
carrera humanística en el liberalismo, en el personalismo, en el subjetivismo, que, al agotar hasta la
desesperación los males, casi suspira él mismo, desesperadamente, por los bienes.
Cuando todo se cree que perece, hay que volver a los orígenes. Por encima de la lección
clásica y la romántica licencia, el cristianismo es nuestro origen cierto y la fuente de nuestra
originalidad; nuestra revolución poética. La vida de Jesús es la más religiosa y, a la vez, la más llena
de poesía que se haya jamás conocido y jamás se pueda conocer. Después de su divinidad, su
poesía, identificada extrañamente a la realidad más simple y cruda, es lo que de manera más
inmediata nos conmueve. “Evangelio” no sólo quería decir etimológicamente “la buena”, sino
también “la bella nueva”. Eucaristía o Caridad traían la misma raíz que Caritea, diosa de la belleza
y de la gracia. Aquellas palabras de Jesús, fuertes y luminosas como un hermoso día de sol, hacían
sonreír a los niños y llenaban a los hombres de estupor y de meditación. Abrían a los ojos un paisaje
espiritual maravilloso de sencillez y de hermosura, pero las entrañas de esta tierra de promisión eran
ciertamente indescifrables, inagotables de tesoros ocultos y ritmos interiores de manantiales. Él era
en verdad el Divino Maestro de la poesía, la poesía misma hecha carne. O, como dice San Agustín:
“Et verbo caro factum est summa pulchritudo.” He aquí la suma belleza, por que nuestra humanidad
ya no sirve de espejo, sino de encarnación al enigma divino.
En su misterio y en el misterio de María, mediadora de todas las gracias, están cifradas toda la
estética, toda la poesía que nos son posibles, toda nuestra revolución, incesantemente innovadora:
aquella del último canto del Paraíso, él más ascendente de toda la Divina Comedia y el que tiene al
final hasta el respiro acelerado, sofocado por el aire lírico, encendido y enrarecido ya de estrellas.

2
CONFESIÓN A LOS PINTORES
Los anuncios dados a la prensa prometían una buena hora de oratoria; pero sólo seré capaz de
haceros una modesta confesión, en breve lectura. Se llaman estas pocas páginas que os leo
“Confesión a los pintores”, y quisieran ser el paralelo de las que en “Musa Musae” leí como
“Exhortación a los poetas”. Y o no soy, ni siquiera simulo ser, un crítico de arte ni de literatura.
Cuando hablo a pintores o a poetas, vengo pura y sencillamente a “pontificar”, en el sentido más
remoto y humilde de la palabra, porque “pontificar”, quería decir “hacer puentes”, como
“panificar”, hacer pan, y “vinificar”, hacer vino.
A las órdenes del Caudillo hoy, a las de José Antonio ayer, mi servicio mejor de artesanía se
ha cifrado en la tarea terca y oscura, en el peonaje de los puentes y de los cauces, donde, aun a
riesgo de la vida, sólo tengo una voluntad: la de cimentar cada día una piedra en la reedificación de
mi Patria. En ello me quisiera afanar a los ojos de Dios, sin engreírme, y para ello me basta meditar
cada día que allí donde yo pongo cuotidiano y pacífico sudor, otros pusieron sangre joven e
inmolaron las vidas cara al enemigo y en las mañanas de victoria, para así cimentar sillares mucho
más difíciles, obstinados y heroicos, con los que devolvieron a la Patria su fundamento y honor
inconmovibles. No hay que olvidar, amigos míos, que sobre este cimiento clásico, trágico, helénico
en su mejor sentido, se podrán labrar cara al sol, cara a la primavera, fustes, frisos y capiteles.
82

Una idea del orden nos ha sido dada, como una revelación de la victoria, después de la larga
caída: una idea total del orden, que necesariamente es una idea de razón, de amor, de justicia, o, si
queréis, una idea filosófica, religiosa, poética y política.
Puestas así las cosas, sólo quiero y sólo puedo tener un objetivo con poetas y artistas, y es el
de tender puentes entre aquella idea de orden total y las ideas del orden de la poesía, de la pintura,
de las letras y de las artes.
Todos los órdenes se aman entre sí y se quieren tener amistad. Y se aman tanto más cuanto
más ponen los ojos en las cosas divinas.
“La amistad, el orden, la razón y la justicia —decía Platón en el Gorgias— tienen juntos los
cielos y la tierra, los dioses y los hombres; he aquí por qué llaman a este conjunto el cosmos, es
decir, el buen orden.”
La Patria es para nosotros el fragmento más entrañable de este cosmos, una parte bien lograda
en el universo, que quiere vivir y realizar la armonía divina, repitiendo rítmicamente la naturaleza
del todo, en la gran traslación imperial hacia la unidad de destino, y en la rotación y revolución
nacional de su conciencia irrenunciable.
Ni la Patria es indiferente al orden universal, ni las artes pueden ser indiferentes al orden de la
Patria.
Decían los antiguos que el hombre no se relacionaba con el cosmos en justa proporción, sino a
través del templo, ya que la justa proporción necesita siempre un mediador. Así se estableció la
ecuación perfecta de que él hombre era al templo lo que el templo al cosmos. Cuando en la catedral
de la Edad Media todas las artes confluyen hacia su perfecta unidad de destino —cuando, acaso
como nunca, tienen a la vez su verdadera grandeza y su verdadera servidumbre— se ve que ellas
son como grandes mediadoras, como grandes auxiliares del hombre para acompañarle en la
contemplación de su fin último. He pensado siempre que el placer que la belleza de la pintura y de
las otras artes nos produce, reside en esta mediación, pues ellas ayudan extraordinariamente a sentir
no solamente la relación entre el hombre y el mundo, o entre el hombre y Dios, o entre los hombres
en sí, o entre el hombre y su país natal; sino también entre el cuerpo y el alma.
Pero como en la catedral medieval, donde María, mediadora entre cielos y tierra, presidía en
alto y en pie todo su coro de artes auxiliares mediatrices, así también, bajo la bóveda única y azul
del cielo patrio, como en un inmenso templo ordenado de pilares vivientes, quisiera ver las artes
renovadas, en un coro unánime de alta mediación espiritual, por obra de belleza.
Las pinturas tienen cuerpo y alma: son obras sensoriales y mentales, están hechas a imagen y
semejanza del hombre. Yo no puedo mirar sin estupor en la pintura ese pobre barro coloreado que
—al igual de mi carne— pugna por teñirse de espiritualidad. Como la tierra amarga de la aurora
pugna por empaparse de cielo. Un mismo patético drama hace a la pintura, como hija del hombre
que es, demasiado semejante al hombre: pobre, débil y opaca como él, frente a su sueño; pero,
como él, capaz, en su pequeñez y miseria, de traer el barrunto de cosas extraordinarias y aun
divinas; y todo eso ahí en la tiranía de las cuatro esquinas, en la tiranía de las dos dimensiones, en
una increíble tortura frente al tiempo y frente al espacio y frente a cuanto está más allá del tiempo y
del espacio. Pero la fuerza y la belleza vienen —lo mismo en biología que en historia— de resistir
al medio, de vivir en climas difíciles y obtener la victoria. La Falange sabe también de esto. En ese
duro clima geométrico la pintura de Europa ha logrado sus grandes prodigios, porque en él ha
vivido y ha combatido difícilmente, peligrosamente, sin darse por vencida, hasta vencer. Toda
victoria en el espacio se reduce siempre a lo mismo: llámese victoria del Ebro o Venus del
Giorgione. Ya decía Plutarco que el gemelo divino, hijo del Cisne, había inventado un paso militar
que vencía a la masa contraria por el ritmo. En el fondo se vence siempre por el ritmo de las líneas,
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de los pasos o de los latidos del alma, sea en la tela de pintar o en el campo de guerra. Se vence por
el modo de ser, y nuestro modo de ser es un ritmo indisoluble de cuerpo y alma.
Pintar es, en gran parte, traducir en el lienzo ritmos intransferibles y vitales, según una serie
de extremas exigencias sensoriales, de extremas exigencias geométricas. ¿Creéis que la política es,
en su grande y mayor estilo, cosa muy diferente? Se reduce a que una gran figura ecuestre se
mueva, capitanee un movimiento rítmico, haga sonar las vías de la historia, traiga un tono alto vital
que capte a los sentidos de los hombres, y un tono alto espiritual que sirva con la mejor geometría a
los itinerarios del espíritu. Se reduce la gran política a andar a caballo la historia.
Pero las mismas limitaciones, los mismos riesgos y la misma precaria estrechez que cercan a
la pintura, cercan a la política. Uno se siente a veces como en una cárcel, como el alma del místico
se siente en el cuerpo mortal y miserable. A tiempo viene a decir Santo Tomás primero: “Ver y
creer.” Y luego Santo Tomás segundo: “No, los sentidos no son la cárcel, sino la libertad. El cuerpo
tiene los sentidos, y son cinco ventanas libertadoras. Nada está en el entendimiento si no está
previamente en los sentidos.”
Ningún gran tema de la metafísica, de la religión, de la historia, de la política, es indiferente a
la pintura. Y si nosotros queremos predicar un orden total, no lo habremos traído a la política
haciendo caso omiso de la religión y la filosofía. Y ya José Antonio empezaba por predicar al
hombre como portador de valores eternos, y eso suponía un concepto de la relación del alma con el
cuerpo, de la relación con el mundo exterior, de lo infinito y lo finito, de la oposición de los
contrarios, del concepto del individuo y de Dios, de la armonía entre la voluntad y el entendimiento
y la memoria. Cada corriente pictórica, cada pintor, cada cuadro revela más o menos vagamente,
más o menos exactamente, su posición en estos problemas, que trascienden inmediatamente a un
entendimiento de la historia y, por tanto, de la política, que no es nada o es un entendimiento de la
historia. Sin el menor titubeo admitiréis que un positivista no puede pintar con Fra Angélico, ni un
franciscano pinta las bañistas de Renoir.
Por respeto a la pintura yo no he pensado nunca que ella sea una diversión de mandarines,
llámense estos mandarines nuevos ricos, diletantis y finos del siglo XIX, o “snobs” arrodillados del
siglo XX.
Os quiero decir que no tengo la misma actitud de admiración rendida ante las madonas de
Botticelli y ante las odaliscas del Museo Guimet. No me deleito por igual en todo mirando
solamente al virtuosismo técnico y superficial. Miro al más allá de las pinturas, y con eso reconozco
que la pintura tiene un más allá, y frente al más allá revela una actitud ante el universo, que exige a
escape en mí una posición en que mi diferencia no puede ser igual a mi simpatía. Yo puedo
reconocer que Rembrandt en pintura, Spinoza en filosofía o Maquiavelo en política, tenían un
enorme talento, pero inmediatamente he de decir que mi idea del orden en pintura, en filosofía o en
política no es de ningún modo la de Rembrandt, la de Spinoza o la de Maquiavelo.
Ahora bien; la crítica en pintura se ha reducido a amar y estimar y cotizar al fin a los que
tenían talento, lo cual no me parece crítica en todo el sentido riguroso de la palabra, que es la más
rigurosa que existe. La crítica de arte ha sido una disciplina liberal —en el peor sentido de la
palabra—, lo cual quiere decir, al fin, que no era crítica. Os confieso que jamás he entendido nada
sin poner antes rectamente unas cosas frente a las otras.
La pintura sería muy poco si no formase parte de la historia, si fuese ahistórica y apolítica. Un
cuadro es un acontecimiento histórico, un experimento psicológico, una compleja revelación de una
idea del orden o el desorden frente a la época. Un cuadro es, nada menos, una manera de recortar
alguna cosa del tiempo y del espacio. Se recorta así para tener memoria, y hay que preguntarse:
¿qué es lo que hay que recordar y lo que hay que olvidar? Dime cómo recuerdas y qué es lo que
recuerdas, y te diré quién eres, qué conoces, qué esperas. Se pintan las cosas que se quieren sacar de
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lo que muda y huye, para fijarlas en lo que permanece. Así se pintaron los santos patronos, las bien
amadas de otro tiempo, los próceres que habían servido con honor. De la diferencia del asunto a la
indiferencia del asunto, ¿no creéis que hay un abismo moral?
Todo el escalofrío de la decadencia me invade cuando veo que Velázquez —el que había
pintado la “Rendición de Breda”, ya con las luces del ocaso— pintaba interiores de magistral
melancolía, enanos, princesas hidrocéfalas. Y esto no era culpa de Velázquez, sino de la historia y la
genealogía.
Y pregunto: ¿Por qué no hubo una gran pintura del Imperio, con el Gran Capitán como
Caballo de Oros, con el sol de Italia en la mano, con el César Carlos en las vanguardias jubilosas de
la Goleta?
¿Por qué nadie pintó como hacía versos Garcilaso, como hacía Herrera edificios, como hacían
política Cisneros y Mendoza, como hacía Gonzalo la guerra o como hacía Tomás de Villanueva la
caridad? ¿Por qué aquella claridad, aquel orden, aquel amor y aquel Imperio no nos dieron las telas
claras, luminosas, de lineales contornos, puros azules, rosas, verdes claros, sin inquietud, sin
sombra, sin amargura? Invadían las sombras nuestra pintura igual que invadían nuestra vida y
nuestro destino. El Emperador se batía por la catolicidad de los antiguos azules matinales, por los
azules de Patinir y Fra Angélico, contra la nube cargada de sombra y de cálida sangre que los
tercios de España vieron el día de la batalla de Mulberga y empezaba ya a ensombrecer el cielo de
Europa. Se pintó demasiado lo que sucedía, y demasiado poco lo que es y lo que debe ser. Pintamos
demasiado las tardes mortales, y demasiado poco las inmortales mañanas en que las rosas nunca se
marchitan.
Os pido simplemente que pintéis cara al nuevo sol, cara a la primavera y a la muerte, a la
gracia, a la virtud, a la juventud, a la armonía, al orden exacto. No os pido cuadros patrióticos, ni
mucho menos patrioteros y aduladores, sino cuadros que a la mente y a los sentidos traigan un
reflejo del orden luminoso que queremos para la Patria entera.
La tradición es una experiencia a veces doloroso. No os malogréis en anécdotas oscuras,
locales, a veces torpes y canallas. No pintéis las lacras de la Patria, ni tampoco reunáis cachivaches
caseros en un desorden subversivo, que luego llaman “naturalezas muertas”.
Pero más que por el asunto, por el ritmo, el tono y el estilo, por la conjunción armoniosa del
espíritu de intuición y el espíritu de geometría, revelad los valores esenciales de la España nueva y
recibid, como Noé, la inspiración divina, acompañada de números exactos.
No olvidéis que nuestra pintura mediterránea es nuestra pintura cara al sol, cara al mar azul
por donde nos vinieron las “ideas solares” de Jonia y de la Magna Grecia, las ideas exactas e
imperiales, que todavía hoy siguen sosteniendo a la pequeña Europa en el dominio universal de las
gentes, por obra de la técnica, el arte, la razón y la política.
Aun en los peores momentos habéis querido captar en la luz limpia y en la línea pura cosas
universales y simbólicas. Y para final, una cosa os digo: que ganaréis victorias en los lienzos si
pintáis según las ideas y métodos que han ganado victoria en el campo de batalla, si servís al orden
total con un ritmo de oro. Ahora el Estado, como nunca, puede deciros: “En la lucha por el orden
patrio, yo soy vuestro hermano mayor.”

3
HERRERA, VIVIENTE
A Manuel Valdés, camarada arquitecto.
No se paró su maestría en el esfuerzo puro. Erigió su convicción viril, totalitaria y armoniosa
en claro magisterio universal. No solamente constructor —en su triple conciencia matemática, física
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y metafísica—, sino, sobre todo, hombre íntegro, hombre de una pieza, varón imperial de gran peso
y altísimo vuelo. Los querubines se posaban en los travesaños de su carpintería de imaginación.
Como al remoto artífice del Arca de la Alianza, Dios le había formado “sabio de corazón” ,
inaccesible a toda necedad, a toda falsedad, a toda vanidad. Concebía de una vez, en bloque, y regía
la obra de su fábrica a caballo, capitán general en su batalla magna de piedra sillería, que ordenó
con la doble virtud ineludible para construir entre la tierra firme y el alto firmamento, en política y
en arquitectura: corazón y sabiduría. Alcanzó la felicidad de Noé, cuándo la ingeniería del Arca,
porque tuvo la inspiración divina, acompañada de números exactos. Entre la inspiración cordial y la
pitagórica mente —entre los dos extremos del espíritu— compuso la armonía de oro, para un Siglo
de Oro, con la ciencia y el júbilo de un Sócrates cristiano. Redujo a claridad el laberinto —
descifrado dédalo— porque la profecía, la revelación del Imperio, el sibilino anuncio que venía de
la gruta de Covadonga se hizo en su mole disciplina y doctrina, articuladas y tangibles, teología de
piedra, ley armada al sol, en duro y domado granito. Hombre profundo, lúcido, abierto y alegre a las
mañanas, feliz de mediodías, ligeramente caviloso a la tarde, con la melancolía noble de la puesta
del sol hispano, circunscribía una conciencia vasta del espacio, del tiempo y de la eternidad.
Familiar de los vértices y de los abismos, hacía arquitectura como Blas Pascal filosofía. Era el más
pascaliano de los arquitectos; grave, egregio constructor de sepulcros bajo cielos de Galileo, pero
maestro de los arcos vitales, de los arcos de vida eterna, de las columnas, pilares y cimientos de la
virtud, de las torres de la esperanza, de la cúpula de la concordia, de las perspectivas a la
inmortalidad, de las explanadas como espejos solares y estelares, de las duras esquinas contra el
Malo, de la cierta, cristiana y platónica fe, que allá donde pone la certidumbre de la muerte, pone la
certidumbre de la resurrección, y así, donde se levantaba proféticamente el arca funeral y
conmemorativa del Imperio, se levantaba, también proféticamente, la escena de la Resurrección del
Imperio, el ámbito crispado de esperar las trompetas y presentir el grito: “¡Arriba España!”
La arquitectura ha perdido su rango hace siglos. Las trompetas que hacen caer los muros de
Jericó son las mismas que los reconstruyen, las mismas que devuelven a las piedras el ritmo y el
orden, el cuerpo y el alma que tuvieron.
Todavía en León Bautista Alberti, en los Sangallo, en Miguel Ángel, en Vignola, en Herrera,
siguen trazándose plantas dignas de aquella tradición milenaria, que esencialmente se mantiene
igual a sí misma en la catedral compostelana y el templo de Agrigento, en el Partenón y en Nôtre
Dame, porque, bajo las variaciones superficiales de la estilística exterior, sigue gobernando,
invariable, la dórica sabiduría. Herrera conocía hasta el fondo el “ubi consistat” de la arquitectura
—la “consistidura”, que dicen los capataces de Vizcaya—, y henchido de unidad de conciencia, pez
de grandes profundidades, salía a la flor de agua con juegos exactos de acústica, de óptica, de
perspectiva, de estereotomía, de resistencia. Lleno de un alto menosprecio por todo lo típico y
castizo —que abigarraba el plateresco—, tuvo ocasión de levantar su mole para una dinastía cuya
sangre venía de Alemania, en un paisaje sobrio y altanero, que el naturalista inglés Bowles ha
revelado casi idéntico a otro paisaje de Sajonia, para cacerías y revueltas de Grandes Electores.
Hizo tabla rasa, hasta en el paisaje, de todo tradicionalismo pintoresco, sensiblero, decorativo y
menor; de todo énfasis localista —por muy hidalgo montañés que él fuera—, y partió para su
concepción magistral e imperial de las grandes ideas universales y de su función y representación
propias, que plásticamente se logran, sobre todo, por la simple y seria conciencia de los cinco
poliedros regulares. Hay en Juan de Herrera una larga elaboración intelectual, que va de las
meditaciones del Timeo a la última finalidad práctica, histórica y moderna de su obra. Era católico:
le cantaban, ardientes, en el pecho modernidad y eternidad. Sabía, como Miguel Ángel al pintar la
Sixtina, que la plástica primigenia sale de la mano del Hacedor —la que “lanza al torrente de las
edades mundos como barcas de juego”—, y sabía que en la danza ordenada de las estrellas, en la
móvil y firme arquitectura de los cielos, radicaban el principio y el fin de todas las arquitecturas
futuras. Había educado su compás en la alegría, la humildad y el orgullo de copiar los giros
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siderales, que son como la diversión de lo eterno. Había dibujado plantas celestes, constelaciones,
órbitas y esferas para astronomías y relojes de príncipes. Se encontraba otra vez con Blas Pascal
entre la geometría de Euclides y el capítulo de San Agustín. Así aprendió lo que las Musas habían
tenido en secreto: que Urania es la señora de la Arquitectura. Sabía que su mejor signo cifrado es la
estrella de Salomón, y él no era otra cosa sino un constructor salomónico. Le tocó celebrar en el
Rey Felipe lo que Góngora comprendió después: “los años deste Salomón Segundo”. Su escuela
venía del Arca de Noé, del Arca de la Alianza, del Templo de Jerusalén. Eran sus precedentes de
conciencia, que habían estudiado Arias Montano y Desiderio Erasmo, los dos grandes humanistas
de la Real Librería Escurialense. De haber nacido siglos antes, hubiera construido para Alfonso X el
Sabio, Emperador electo de Alemania.
Puso en el Patio de los Reyes a los cuatro mayores Monarcas de la Biblia. De la danza regia
de David a la regia construcción de Salomón, había condensado todo el ritmo, toda la modulación
sacerdotal y regia, hasta convertirla en actualidad evidente, tangible, solemne, en “Te Deum” por la
victoria y “Dies Irae” por los muertos. Conocía el júbilo del triunfo y de la alianza, pero conocía
también, como David y Carlos, como Salomón y Felipe, que todas las danzas del mundo son danzas
de la muerte. “Teste David cum Sybilla”... Él sabía que en Josafat era donde se armaría de veras “la
de San Quintín”, el episodio postrimero y pavoroso de los vencedores y vencidos de su propio
pecado. Pero cantó, junto a la muerte, en el puro hermetismo de la piedra, una canción de amor: el
Cantar de los Cantares de una España, Esposa perfecta del Imperio. Y al Imperio, la piedra
escurialense le canta: “¿Adonde te escondiste, amado, y me dejaste con gemido?” Y quedó como
una gran viudez imperial y petrificada; semidesnuda, cruda beldad de España, dolorosa heroína, con
lisos lienzos de toscana labor y leves ornatos bajo tocas de un luto de Alemania. Pero ya le
cantamos:
Agora, con la aurora se levanta
mi luz.
Tenía su mole como un largo mirar a los ponientes con millares de ojos; como un largo soñar
aquel perdido paraíso de las Indias occidentales. ¡Memoria de las cartas de amor del piloto Américo
Vespucio! Pero ¿sabéis que le trajeron por dos veces, para divertir su incurable melancolía, blancos
elefantes de Asia? Subieron, amaestrados, con el intervalo de un siglo, la gran escalinata, y al
segundo le vieron desde allá arriba, bien tranquilos, desde el techo aquel de Jordán, al gusto de
Nápoles, D.ª Mariana de Austria y D. Carlos II el Hechizado. Esta no fue, con todo, ni la más
impremeditada irreverencia, ni el acto de optimismo más irrisorio, ni siquiera el más estrafalario
desfile que había de ver y soportar El Escorial. Para otro destino lo había construido Juan de
Herrera. Se había preparado con arduos ejercicios espirituales antes de ordenar su batalla cerrada en
el espacio. Por ejemplo, había castigado su entendimiento en meditar metafísicamente la forma del
cubo, según la filosofía de Raimundo Lulio. Y desde entonces, de otra manera comprendió la rosa y
la estrella. Debía imaginar también una Falange macedónica o una formación de los Tercios
españoles en aquella figura cerrada que la táctica nuestra llamó “cuadro” y la alejandrina
“silogismo”. Asociaba en esta palabra la armonía dinámica y heroica del esfuerzo y la lógica
armonía de la razón, y acaso ideó entonces solidificar y sumar en piedras exactas el cuadro militar
del esfuerzo y el cuadro polémico del entendimiento, la doble batalla española de las armas y de los
espíritus —San Quintín y Trento—, la doble virtud del Imperio contra la confusión de los hombres.
La piedra, en el sueño, se le crispaba como un argumento irrebatible de energía y de lucidez, en
formas de magistral belleza y de magistral fortaleza, como la Judith que levantara, ante los ojos del
entero pueblo, la cabeza del asiático Holofernes. Ahora, esta viudez en armas “sobre los muros
resplandece armada”.
Piedra de parangón de las Españas, ésta fue su obra, insobornable a todo lo castizo,
pintoresco, rancio y banal, inaccesible a la palabrería tocada al corazón, a las percalinas y
luminarias, e impenetrable a lo que no sea universalidad rectora y luminosa de España; insensible a
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cuanto no es total, viril y crudo; infinitamente hospitalaria e inmensamente inhabitable, porque, si


acoge a todos como huéspedes, sólo sé dejará habitar fuertemente por los que sepan regir el
universo. El Escorial nos dicta la mejor lección para las Falanges presentes y futuras. Resume toda
nuestra conciencia, ordena toda nuestra voluntad y corrige, implacable, el menor error en nuestro
estilo. Nos enseña el auténtico sentido de nuestra relación con la tierra firme de España y con los
firmes cielos. Es, acaso, la fundación más fuerte, la síntesis más clara de nuestra ejemplaridad
española, nuestra Carta Magna constitucional en piedra viva. Sólo por la lección que nos ha dado —
y hemos entendido— queremos combatir hasta la muerte, para reconquistarle, a precio alto de
Imperio, su alegría.
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CLÁSICOS DE HISTORIA
http://clasicoshistoria.blogspot.com.es/

449 Diego Abad de Santillán, Por qué perdimos la guerra


448 Nuño de Guzmán, Jornada de Nueva Galicia y otras cartas
447 Alfredo Chavero, Explicación del lienzo de Tlaxcala
446 Ramón Menéndez Pidal, Tres artículos sobre Bartolomé de las Casas
445 Américo Vespucio, Tres cartas sobre el Nuevo Mundo
444 Publilio Siro, Sentencias
443 Aulo Gelio, Noches áticas
442 Tito Lucrecio Caro, De la naturaleza de las cosas
441 Aurelio Prudencio Clemente, Psicomaquia o Pelea de las Virtudes y los Vicios
440 Luciano de Samósata, Historias verdaderas
439 Concepción Arenal, La cuestión social
438 Benjamin Constant, De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos
437 Emilio Mola Vidal, Memorias de mi paso por la Dirección General de Seguridad
436 Manuel García Morente, Idea de la Hispanidad
435 Vaclav Schaschek y Gabriel Tetzel, Viaje de León de Rosmital por España en 1466
434 Andrea Navagero, Viaje por España 1524-1528
433 Georg von Ehingen, Viaje por España en 1457
432 Francesco Guicciardini, Relación de España 1512-1513
431 Santiago Ramón y Cajal, Patriotismo y nacionalismos. Textos regeneracionistas
430 Julián Ribera, Lo científico en la historia
429 Juan Gálvez y Fernando Brambila, Ruinas de Zaragoza en su primer sitio
428 Faustino Casamayor, Diario de los Sitios de Zaragoza
427 Georges Desdevises du Dézert, Ideas de Napoleón acerca de España
426 Wenceslao Fernández Flórez, Columnas de la República 1931-1936
425 Berman, Low y otros, Antes de la catástrofe. Caricaturas políticas en Ken 1938-1939
424 Dolores Ibárruri “Pasionaria”, Artículos, discursos e informes 1936-1978
423 Gregorio Marañón, Artículos republicanos 1931-1937
422 Emil Hübner, La arqueología de España
421 Alexandre de Laborde, Grabados del Voyage pittoresque et historique de l’Espagne
420 Pompeyo Trogo, Los asuntos de España
419 Frederick Hardman, Escenas y bosquejos de las guerras de España
418 Fustel de Coulanges, Alsacia alemana o francesa, y otros textos nacionalistas
417 Theodor Mommsen, A los italianos (la guerra y la paz)
416 Fustel de Coulanges, La ciudad antigua. Estudio sobre el culto, el derecho y las instituciones
415 Historia Augusta. Vidas de diversos emperadores y pretendientes desde el divino Adriano...
414 Anténor Firmin, La igualdad de las razas humanas (Fragmentos)
413 Fermín Hernández Iglesias, La esclavitud y el señor Ferrer de Couto
412 José Ferrer de Couto, Los negros en sus diversos estados y condiciones
411 Textos antiguos sobre el mito de las edades: Hesíodo, Platón, Ovidio, Virgilio, Luciano
410 Tertuliano, Apologético
409 Flavio Arriano, Historia de las expediciones de Alejandro
408 Luciano de Samósata, Cómo ha de escribirse la Historia
407 Vasco de Quiroga, Información en derecho sobre algunas Provisiones del Consejo de Indias
406 Julián Garcés, Bernardino de Minaya y Paulo III, La condición de los indios
405 Napoleón Colajanni, Raza y delito
404 Ángel Pulido, Españoles sin patria y la reza sefardí
89

403 Ángel Pulido, Los israelitas españoles y el idioma castellano


402 George Dawson Flinter, Examen del estado actual de los esclavos de la isla de Puerto Rico
401 Vicente de la Fuente, Historia de las sociedades secretas antiguas y modernas en España
400 Francisco Guicciardini, Historia de Italia… desde el año de 1494 hasta el de 1532 (2 tomos)
399 Anti-Miñano. Folletos contra las Cartas del pobrecito holgazán y su autor
398 Sebastián de Miñano, Lamentos políticos de un pobrecito holgazán
397 Kenny Meadows, Ilustraciones de Heads of the people or Portraits of the english
396 Grabados de Les français peints par eux-mêmes (2 tomos)
395 Los españoles pintados por sí mismos (3 tomos)
394 Ramón de Mesonero Romanos, Memorias de un setentón natural y vecino de Madrid
393 Joseph-Anne-Marie de Moyriac de Mailla, Histoire generale de la Chine (13 tomos)
392 Fernando de Alva Ixtlilxochitl, De la venida de los españoles y principio de la ley evangélica
391 José Joaquín Fernández de Lizardi, El grito de libertad en el pueblo de Dolores
390 Alonso de Ercilla, La Araucana
389 Juan Mañé y Flaquer, Cataluña a mediados del siglo XIX
388 Jaime Balmes, De Cataluña (y la modernidad)
387 Juan Mañé y Flaquer, El regionalismo
386 Valentín Almirall, Contestación al discurso leído por D. Gaspar Núñez de Arce
385 Gaspar Núñez de Arce, Estado de las aspiraciones del regionalismo
384 Valentín Almirall, España tal cual es
383 Memoria en defensa de los intereses morales y materiales de Cataluña (1885)
382 José Cadalso, Defensa de la nación española contra la Carta Persiana... de Montesquieu
381 Masson de Morvilliers y Mariano Berlon, Polémica sobre Barcelona
380 Carlo Denina, ¿Qué se debe a España?
379 Antonio J. de Cavanilles, Observaciones sobre el artículo España de la Nueva Encyclopedia
378 Eduardo Toda, La vida en el Celeste Imperio
377 Mariano de Castro y Duque, Descripción de China
376 Joseph de Moyriac de Mailla, Cartas desde China (1715-1733)
375 Dominique Parennin, Sobre la antigüedad y excelencia de la civilización china (1723-1740)
374 Diego de Pantoja, Relación de las cosas de China (1602)
373 Charles-Jacques Poncet, Relación de mi viaje a Etiopía 1698-1701
372 Thomas Robert Malthus, Ensayo sobre el principio de la población
371 Víctor Pradera, El Estado Nuevo
370 Francisco de Goya, Desastres de la guerra
369 Andrés Giménez Soler, Reseña histórica del Canal Imperial de Aragón
368 Los juicios por la sublevación de Jaca en el diario “Ahora”
367 Fermín Galán, Nueva creación. Política ya no sólo es arte, sino ciencia
366 Alfonso IX, Decretos de la Curia de León de 1188
365 Codex Vindobonensis Mexicanus I. Códice mixteca
364 Sebastián Fernández de Medrano, Máximas y ardides de que se sirven los extranjeros…
363 Juan Castrillo Santos, Cuatro años de experiencia republicana 1931-1935
362 Louis Hennepin, Relación de un país que... se ha descubierto en la América septentrional
361 Alexandre Olivier Exquemelin, Piratas de la América
360 Lilo, Tono y Herreros, Humor gráfico y absurdo en La Ametralladora
359 Julián Zugazagoitia, Guerra y vicisitudes de los españoles
358 Revolución y represión en Casas Viejas. Debate en las Cortes
357 Pío Baroja, Raza y racismo. Artículos en Ahora, Madrid 1933-1935
356 Diego de Ocaña, Ilustraciones de la Relación de su viaje por América del Sur
355 Carlos de Sigüenza y Góngora, Infortunios de Alonso Ramírez
354 Rafael María de Labra, La emancipación de los esclavos en los Estados Unidos
90

353 Manuel de Odriozola, Relación... de los piratas que infestaron la Mar del Sur
352 Thomas Gage, Relación de sus viajes en la Nueva España
351 De la Peña, Crespí y Palou, Exploración de las costas de la Alta California (1774-1799)
350 Luis de Camoens, Los lusíadas
349 Sabino Arana, Artículos de Bizkaitarra (1893-1895)
348 Bernardino de Sahagún, Las ilustraciones del Códice Florentino
347 Felipe Guaman Poma de Ayala, Ilustraciones de la Nueva Crónica y Buen Gobierno
346 Juan Suárez de Peralta, Noticias históricas de la Nueva España
345 Étienne de la Boétie, Discurso de la servidumbre voluntaria
344 Tomás de Mercado y Bartolomé de Albornoz, Sobre el tráfico de esclavos
343 Herblock (Herbert Block), Viñetas políticas 1930-2000
342 Aníbal Tejada, Viñetas políticas en el ABC republicano (1936-1939)
341 Aureger (Gerardo Fernández de la Reguera), Portadas de “Gracia y Justicia” (1931-1936)
340 Paul Valéry, La crisis del Espíritu
339 Francisco López de Gómara, Crónica de los Barbarrojas
338 Cartas de particulares sobre la rebelión de Cataluña (1640-1648)
337 Alejandro de Ros, Cataluña desengañada. Discursos políticos
336 Gaspar Sala, Epítome de los principios y progresos de las guerras de Cataluña
335 La Flaca. Dibujos políticos de la primera etapa (1869-1871)
334 Francisco de Quevedo, La rebelión de Barcelona ni es por el huevo ni por el fuero
333 Francisco de Rioja, Aristarco o censura de la Proclamación Católica de los catalanes
332 Gaspar Sala y Berart, Proclamación católica a la majestad piadosa de Felipe el Grande
331 François Bernier, Nueva división de la Tierra por las diferentes especies o razas humanas
330 Cristoph Weiditz, Libro de las vestimentas (Trachtenbuch)
329 Isa Gebir, Suma de los principales mandamientos y devedamientos de la ley y sunna
328 Sebastian Münster, Cosmographiæ Universalis. Mapas y vistas urbanas
327 Joaquim Rubió y Ors, Manifiestos catalanistas. Prólogos de Lo gayter del Llobregat
326 Manuel Azaña, La velada en Benicarló. Diálogo de la guerra en España
325 François Bernier, Viajes del Gran Mogol y de Cachemira
324 Antonio Pigafetta, Primer viaje en torno del Globo
323 Baronesa D’Aulnoy, Viaje por España en 1679
322 Hernando Colón, Historia del almirante don Cristóbal Colón
321 Arthur de Gobineau, Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas
320 Rodrigo Zamorano, El mundo y sus partes, y propiedades naturales de los cielos y elementos
319 Manuel Azaña, Sobre el Estatuto de Cataluña
318 David Hume, Historia de Inglaterra hasta el fin del reinado de Jacobo II (4 tomos)
317 Joseph Douillet, Moscú sin velos (Nueve años trabajando en el país de los Soviets)
316 Valentín Almirall, El catalanismo
315 León Trotsky, Terrorismo y comunismo (Anti-Kautsky)
314 Fernando de los Ríos, Mi viaje a la Rusia Sovietista
313 José Ortega y Gasset, Un proyecto republicano (artículos y discursos, 1930-1932)
312 Karl Kautsky, Terrorismo y comunismo
311 Teofrasto, Caracteres morales
310 Hermanos Limbourg, Las muy ricas Horas del duque de Berry (Selección de las miniaturas)
309 Abraham Ortelio, Teatro de la Tierra Universal. Los mapas
308 Georg Braun y Franz Hogenberg, Civitates orbis terrarum (selección de los grabados)
307 Teodoro Herzl, El Estado Judío
306 Las miniaturas del Códice Manesse
305 Oliverio Goldsmith, Historia de Inglaterra. Desde los orígenes hasta la muerte de Jorge II.
304 Sor Juana Inés de la Cruz, Respuesta de la poetisa a la muy ilustre sor Filotea de la Cruz
91

303 El voto femenino: debate en las Cortes de 1931.


302 Hartmann Schedel, Crónicas de Nuremberg (3 tomos)
301 Conrad Cichorius, Los relieves de la Columna Trajana. Láminas.
300 Javier Martínez, Trescientos Clásicos de Historia (2014-2018)
299 Bartolomé y Lucile Bennassar, Seis renegados ante la Inquisición
298 Edmundo de Amicis, Corazón. Diario de un niño
297 Enrique Flórez y otros, España Sagrada. Teatro geográfico-histórico de la Iglesia de España.
296 Ángel Ossorio, Historia del pensamiento político catalán durante la guerra… (1793-1795)
295 Rafael Altamira, Psicología del pueblo español
294 Julián Ribera, La supresión de los exámenes
293 Gonzalo Fernández de Oviedo, Relación de lo sucedido en la prisión del rey de Francia...
292 Juan de Oznaya, Historia de la guerra de Lombardía, batalla de Pavía y prisión del rey...
291 Ángel Pestaña, Setenta días en Rusia. Lo que yo vi
290 Antonio Tovar, El Imperio de España
289 Antonio Royo Villanova, El problema catalán y otros textos sobre el nacionalismo
288 Antonio Rovira y Virgili, El nacionalismo catalán. Su aspecto político...
287 José del Campillo, Lo que hay de más y de menos en España, para que sea lo que debe ser...
286 Miguel Serviá († 1574): Relación de los sucesos del armada de la Santa Liga...
285 Benito Jerónimo Feijoo, Historia, patrias, naciones y España
284 Enrique de Jesús Ochoa, Los Cristeros del Volcán de Colima
283 Henry David Thoreau, La desobediencia civil
282 Tratados internacionales del siglo XVII. El fin de la hegemonía hispánica
281 Guillermo de Poitiers, Los hechos de Guillermo, duque de los normandos y rey de los anglos
280 Indalecio Prieto, Artículos de guerra
279 Francisco Franco, Discursos y declaraciones en la Guerra Civil
278 Vladimir Illich (Lenin), La Gran Guerra y la Revolución. Textos 1914-1917
277 Jaime I el Conquistador, Libro de sus hechos
276 Jerónimo de Blancas, Comentario de las cosas de Aragón
275 Emile Verhaeren y Darío de Regoyos, España Negra
274 Francisco de Quevedo, España defendida y los tiempos de ahora
273 Miguel de Unamuno, Artículos republicanos
272 Fuero Juzgo o Libro de los Jueces
271 Francisco Navarro Villoslada, Amaya o los vascos en el siglo VIII
270 Pompeyo Gener, Cosas de España (Herejías nacionales y El renacimiento de Cataluña)
269 Homero, La Odisea
268 Sancho Ramírez, El primitivo Fuero de Jaca
267 Juan I de Inglaterra, La Carta Magna
266 El orden público en las Cortes de 1936
265 Homero, La Ilíada
264 Manuel Chaves Nogales, Crónicas de la revolución de Asturias
263 Felipe II, Cartas a sus hijas desde Portugal
262 Louis-Prosper Gachard, Don Carlos y Felipe II
261 Felipe II rey de Inglaterra, documentos
260 Pedro de Rivadeneira, Historia eclesiástica del cisma de Inglaterra
259 Real Academia Española, Diccionario de Autoridades (6 tomos)
258 Joaquin Pedro de Oliveira Martins, Historia de la civilización ibérica
257 Pedro Antonio de Alarcón, Historietas nacionales
256 Sergei Nechaiev, Catecismo del revolucionario
255 Álvar Núñez Cabeza de Vaca, Naufragios y Comentarios
254 Diego de Torres Villarroel, Vida, ascendencia, nacimiento, crianza y aventuras
92

253 ¿Qué va a pasar en España? Dossier en el diario Ahora del 16 de febrero de 1934
252 Juan de Mariana, Tratado sobre los juegos públicos
251 Gonzalo de Illescas, Jornada de Carlos V a Túnez
250 Gilbert Keith Chesterton, La esfera y la cruz
249 José Antonio Primo de Rivera, Discursos y otros textos
248 Citas del Presidente Mao Tse-Tung (El Libro Rojo)
247 Luis de Ávila y Zúñiga, Comentario de la guerra de Alemania… en el año de 1546 y 1547.
246 José María de Pereda, Pedro Sánchez
245 Pío XI, Ante la situación social y política (1926-1937)
244 Herbert Spencer, El individuo contra el Estado
243 Baltasar Gracián, El Criticón
242 Pascual Madoz, Diccionario geográfico-estadístico-histórico de España... (16 tomos)
241 Benito Pérez Galdós, Episodios Nacionales (5 tomos)
240 Andrés Giménez Soler, Don Jaime de Aragón último conde de Urgel
239 Juan Luis Vives, Tratado del socorro de los pobres
238 Cornelio Nepote, Vidas de los varones ilustres
237 Zacarías García Villada, Paleografía española (2 tomos)
236 Platón, Las Leyes
235 Baltasar Gracián. El Político Don Fernando el Católico
234 León XIII, Rerum Novarum
233 Cayo Julio César, Comentarios de la Guerra Civil
232 Juan Luis Vives, Diálogos o Linguæ latinæ exercitatio
231 Melchor Cano, Consulta y parecer sobre la guerra al Papa
230 William Morris, Noticias de Ninguna Parte, o una era de reposo
229 Concilio III de Toledo
228 Julián Ribera, La enseñanza entre los musulmanes españoles
227 Cristóbal Colón, La Carta de 1493
226 Enrique Cock, Jornada de Tarazona hecha por Felipe II en 1592
225 José Echegaray, Recuerdos
224 Aurelio Prudencio Clemente, Peristephanon o Libro de las Coronas
223 Hernando del Pulgar, Claros varones de Castilla
222 Francisco Pi y Margall, La República de 1873. Apuntes para escribir su historia
221 El Corán
220 José de Espronceda, El ministerio Mendizábal, y otros escritos políticos
219 Alexander Hamilton, James Madison y John Jay, El Federalista
218 Charles F. Lummis, Los exploradores españoles del siglo XVI
217 Atanasio de Alejandría, Vida de Antonio
216 Muhammad Ibn al-Qutiyya (Abenalcotía): Historia de la conquista de Al-Andalus
215 Textos de Historia de España
214 Julián Ribera, Bibliófilos y bibliotecas en la España musulmana
213 León de Arroyal, Pan y toros. Oración apologética en defensa del estado... de España
212 Juan Pablo Forner, Oración apologética por la España y su mérito literario
211 Nicolás Masson de Morvilliers, España (dos versiones)
210 Los filósofos presocráticos. Fragmentos y referencias (siglos VI-V a. de C.)
209 José Gutiérrez Solana, La España negra
208 Francisco Pi y Margall, Las nacionalidades
207 Isidro Gomá, Apología de la Hispanidad
206 Étienne Cabet, Viaje por Icaria
205 Gregorio Magno, Vida de san Benito abad
204 Lord Bolingbroke (Henry St. John), Idea de un rey patriota
93

203 Marco Tulio Cicerón, El sueño de Escipión


202 Constituciones y leyes fundamentales de la España contemporánea
201 Jerónimo Zurita, Anales de la Corona de Aragón (4 tomos)
200 Soto, Sepúlveda y Las Casas, Controversia de Valladolid
199 Juan Ginés de Sepúlveda, Demócrates segundo, o… de la guerra contra los indios.
198 Francisco Noël Graco Babeuf, Del Tribuno del Pueblo y otros escritos
197 Manuel José Quintana, Vidas de los españoles célebres
196 Francis Bacon, La Nueva Atlántida
195 Alfonso X el Sabio, Estoria de Espanna
194 Platón, Critias o la Atlántida
193 Tommaso Campanella, La ciudad del sol
192 Ibn Battuta, Breve viaje por Andalucía en el siglo XIV
191 Edmund Burke, Reflexiones sobre la revolución de Francia
190 Tomás Moro, Utopía
189 Nicolás de Condorcet, Compendio de La riqueza de las naciones de Adam Smith
188 Gaspar Melchor de Jovellanos, Informe sobre la ley agraria
187 Cayo Veleyo Patérculo, Historia Romana
186 José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas
185 José García Mercadal, Estudiantes, sopistas y pícaros
184 Diego de Saavedra Fajardo, Idea de un príncipe político cristiano
183 Emmanuel-Joseph Sieyès, ¿Qué es el Tercer Estado?
182 Publio Cornelio Tácito, La vida de Julio Agrícola
181 Abū Abd Allāh Muhammad al-Idrīsī, Descripción de la Península Ibérica
180 José García Mercadal, España vista por los extranjeros
179 Platón, La república
178 Juan de Gortz, Embajada del emperador de Alemania al califa de Córdoba
177 Ramón Menéndez Pidal, Idea imperial de Carlos V
176 Dante Alighieri, La monarquía
175 Francisco de Vitoria, Relecciones sobre las potestades civil y ecl., las Indias, y la guerra
174 Alonso Sánchez y José de Acosta, Debate sobre la guerra contra China
173 Aristóteles, La política
172 Georges Sorel, Reflexiones sobre la violencia
171 Mariano José de Larra, Artículos 1828-1837
170 Félix José Reinoso, Examen de los delitos de infidelidad a la patria
169 John Locke, Segundo tratado sobre el gobierno civil
168 Conde de Toreno, Historia del levantamiento, guerra y revolución de España
167 Miguel Asín Palacios, La escatología musulmana de la Divina Comedia
166 José Ortega y Gasset, España invertebrada
165 Ángel Ganivet, Idearium español
164 José Mor de Fuentes, Bosquejillo de la vida y escritos
163 Teresa de Jesús, Libro de la Vida
162 Prisco de Panio, Embajada de Maximino en la corte de Atila
161 Luis Gonçalves da Câmara, Autobiografía de Ignacio de Loyola
160 Lucas Mallada y Pueyo, Los males de la patria y la futura revolución española
159 Martín Fernández de Navarrete, Vida de Miguel de Cervantes Saavedra
158 Lucas Alamán, Historia de Méjico… hasta la época presente (cuatro tomos)
157 Enrique Cock, Anales del año ochenta y cinco
156 Eutropio, Breviario de historia romana
155 Pedro Ordóñez de Ceballos, Viaje del mundo
154 Flavio Josefo, Contra Apión. Sobre la antigüedad del pueblo judío
94

153 José Cadalso, Cartas marruecas


152 Luis Astrana Marín, Gobernará Lerroux
151 Francisco López de Gómara, Hispania victrix (Historia de las Indias y conquista de México)
150 Rafael Altamira, Filosofía de la historia y teoría de la civilización
149 Zacarías García Villada, El destino de España en la historia universal
148 José María Blanco White, Autobiografía
147 Las sublevaciones de Jaca y Cuatro Vientos en el diario ABC
146 Juan de Palafox y Mendoza, De la naturaleza del indio
145 Muhammad Al-Jusaní, Historia de los jueces de Córdoba
144 Jonathan Swift, Una modesta proposición
143 Textos reales persas de Darío I y de sus sucesores
142 Joaquín Maurín, Hacia la segunda revolución y otros textos
141 Zacarías García Villada, Metodología y crítica históricas
140 Enrique Flórez, De la Crónica de los reyes visigodos
139 Cayo Salustio Crispo, La guerra de Yugurta
138 Bernal Díaz del Castillo, Verdadera historia de... la conquista de la Nueva España
137 Medio siglo de legislación autoritaria en España (1923-1976)
136 Sexto Aurelio Víctor, Sobre los varones ilustres de la ciudad de Roma
135 Códigos de Mesopotamia
134 Josep Pijoan, Pancatalanismo
133 Voltaire, Tratado sobre la tolerancia
132 Antonio de Capmany, Centinela contra franceses
131 Braulio de Zaragoza, Vida de san Millán
130 Jerónimo de San José, Genio de la Historia
129 Amiano Marcelino, Historia del Imperio Romano del 350 al 378
128 Jacques Bénigne Bossuet, Discurso sobre la historia universal
127 Apiano de Alejandría, Las guerras ibéricas
126 Pedro Rodríguez Campomanes, El Periplo de Hannón ilustrado
125 Voltaire, La filosofía de la historia
124 Quinto Curcio Rufo, Historia de Alejandro Magno
123 Rodrigo Jiménez de Rada, Historia de las cosas de España. Versión de Hinojosa
122 Jerónimo Borao, Historia del alzamiento de Zaragoza en 1854
121 Fénelon, Carta a Luis XIV y otros textos políticos
120 Josefa Amar y Borbón, Discurso sobre la educación física y moral de las mujeres
119 Jerónimo de Pasamonte, Vida y trabajos
118 Jerónimo Borao, La imprenta en Zaragoza
117 Hesíodo, Teogonía-Los trabajos y los días
116 Ambrosio de Morales, Crónica General de España (3 tomos)
115 Antonio Cánovas del Castillo, Discursos del Ateneo
114 Crónica de San Juan de la Peña
113 Cayo Julio César, La guerra de las Galias
112 Montesquieu, El espíritu de las leyes
111 Catalina de Erauso, Historia de la monja alférez
110 Charles Darwin, El origen del hombre
109 Nicolás Maquiavelo, El príncipe
108 Bartolomé José Gallardo, Diccionario crítico-burlesco del... Diccionario razonado manual
107 Justo Pérez Pastor, Diccionario razonado manual para inteligencia de ciertos escritores
106 Hildegarda de Bingen, Causas y remedios. Libro de medicina compleja.
105 Charles Darwin, El origen de las especies
104 Luitprando de Cremona, Informe de su embajada a Constantinopla
95

103 Paulo Álvaro, Vida y pasión del glorioso mártir Eulogio


102 Isidoro de Antillón, Disertación sobre el origen de la esclavitud de los negros
101 Antonio Alcalá Galiano, Memorias
100 Sagrada Biblia (3 tomos)
99 James George Frazer, La rama dorada. Magia y religión
98 Martín de Braga, Sobre la corrección de las supersticiones rústicas
97 Ahmad Ibn-Fath Ibn-Abirrabía, De la descripción del modo de visitar el templo de Meca
96 Iósif Stalin y otros, Historia del Partido Comunista (bolchevique) de la U.R.S.S.
95 Adolf Hitler, Mi lucha
94 Cayo Salustio Crispo, La conjuración de Catilina
93 Jean-Jacques Rousseau, El contrato social
92 Cayo Cornelio Tácito, La Germania
91 John Maynard Keynes, Las consecuencias económicas de la paz
90 Ernest Renan, ¿Qué es una nación?
89 Hernán Cortés, Cartas de relación sobre el descubrimiento y conquista de la Nueva España
88 Las sagas de los Groenlandeses y de Eirik el Rojo
87 Cayo Cornelio Tácito, Historias
86 Pierre-Joseph Proudhon, El principio federativo
85 Juan de Mariana, Tratado y discurso sobre la moneda de vellón
84 Andrés Giménez Soler, La Edad Media en la Corona de Aragón
83 Marx y Engels, Manifiesto del partido comunista
82 Pomponio Mela, Corografía
81 Crónica de Turpín (Codex Calixtinus, libro IV)
80 Adolphe Thiers, Historia de la Revolución Francesa (3 tomos)
79 Procopio de Cesárea, Historia secreta
78 Juan Huarte de San Juan, Examen de ingenios para las ciencias
77 Ramiro de Maeztu, Defensa de la Hispanidad
76 Enrich Prat de la Riba, La nacionalidad catalana
75 John de Mandeville, Libro de las maravillas del mundo
74 Egeria, Itinerario
73 Francisco Pi y Margall, La reacción y la revolución. Estudios políticos y sociales
72 Sebastián Fernández de Medrano, Breve descripción del Mundo
71 Roque Barcia, La Federación Española
70 Alfonso de Valdés, Diálogo de las cosas acaecidas en Roma
69 Ibn Idari Al Marrakusi, Historias de Al-Ándalus (de Al-Bayan al-Mughrib)
68 Octavio César Augusto, Hechos del divino Augusto
67 José de Acosta, Peregrinación de Bartolomé Lorenzo
66 Diógenes Laercio, Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres
65 Julián Juderías, La leyenda negra y la verdad histórica
64 Rafael Altamira, Historia de España y de la civilización española (2 tomos)
63 Sebastián Miñano, Diccionario biográfico de la Revolución Francesa y su época
62 Conde de Romanones, Notas de una vida (1868-1912)
61 Agustín Alcaide Ibieca, Historia de los dos sitios de Zaragoza
60 Flavio Josefo, Las guerras de los judíos.
59 Lupercio Leonardo de Argensola, Información de los sucesos de Aragón en 1590 y 1591
58 Cayo Cornelio Tácito, Anales
57 Diego Hurtado de Mendoza, Guerra de Granada
56 Valera, Borrego y Pirala, Continuación de la Historia de España de Lafuente (3 tomos)
55 Geoffrey de Monmouth, Historia de los reyes de Britania
54 Juan de Mariana, Del rey y de la institución de la dignidad real
96

53 Francisco Manuel de Melo, Historia de los movimientos y separación de Cataluña


52 Paulo Orosio, Historias contra los paganos
51 Historia Silense, también llamada legionense
50 Francisco Javier Simonet, Historia de los mozárabes de España
49 Anton Makarenko, Poema pedagógico
48 Anales Toledanos
47 Piotr Kropotkin, Memorias de un revolucionario
46 George Borrow, La Biblia en España
45 Alonso de Contreras, Discurso de mi vida
44 Charles Fourier, El falansterio
43 José de Acosta, Historia natural y moral de las Indias
42 Ahmad Ibn Muhammad Al-Razi, Crónica del moro Rasis
41 José Godoy Alcántara, Historia crítica de los falsos cronicones
40 Marcelino Menéndez Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles (3 tomos)
39 Alexis de Tocqueville, Sobre la democracia en América
38 Tito Livio, Historia de Roma desde su fundación (3 tomos)
37 John Reed, Diez días que estremecieron al mundo
36 Guía del Peregrino (Codex Calixtinus)
35 Jenofonte de Atenas, Anábasis, la expedición de los diez mil
34 Ignacio del Asso, Historia de la Economía Política de Aragón
33 Carlos V, Memorias
32 Jusepe Martínez, Discursos practicables del nobilísimo arte de la pintura
31 Polibio, Historia Universal bajo la República Romana
30 Jordanes, Origen y gestas de los godos
29 Plutarco, Vidas paralelas
28 Joaquín Costa, Oligarquía y caciquismo como la forma actual de gobierno en España
27 Francisco de Moncada, Expedición de los catalanes y aragoneses contra turcos y griegos
26 Rufus Festus Avienus, Ora Marítima
25 Andrés Bernáldez, Historia de los Reyes Católicos don Fernando y doña Isabel
24 Pedro Antonio de Alarcón, Diario de un testigo de la guerra de África
23 Motolinia, Historia de los indios de la Nueva España
22 Tucídides, Historia de la Guerra del Peloponeso
21 Crónica Cesaraugustana
20 Isidoro de Sevilla, Crónica Universal
19 Estrabón, Iberia (Geografía, libro III)
18 Juan de Biclaro, Crónica
17 Crónica de Sampiro
16 Crónica de Alfonso III
15 Bartolomé de Las Casas, Brevísima relación de la destrucción de las Indias
14 Crónicas mozárabes del siglo VIII
13 Crónica Albeldense
12 Genealogías pirenaicas del Códice de Roda
11 Heródoto de Halicarnaso, Los nueve libros de Historia
10 Cristóbal Colón, Los cuatro viajes del almirante
9 Howard Carter, La tumba de Tutankhamon
8 Sánchez-Albornoz, Una ciudad de la España cristiana hace mil años
7 Eginardo, Vida del emperador Carlomagno
6 Idacio, Cronicón
5 Modesto Lafuente, Historia General de España (9 tomos)
4 Ajbar Machmuâ
97

3 Liber Regum
2 Suetonio, Vidas de los doce Césares
1 Juan de Mariana, Historia General de España (3 tomos)

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