Nocturno - Louise Cooper
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Louise Cooper
Nocturno
Índigo - 4
ePub r1.0
serpyke 27.08.15
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Título original: Nocturne
Louise Cooper, 1990
Traducción: Gemma Gallart
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Noche y silencio. ¿Quién está ahí?
Shakespeare: El sueño de una noche de verano.
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Prólogo
En la fría región más meridional de la tierra, en el linde de los enormes peñascos
de hielo que custodian los territorios polares, Cathlor Ryensson gobierna en paz su
pequeño reino desde la enorme y antigua fortaleza de Carn Caille. En la sala de
Carn Caille, el rostro del padre de Cathlor sonríe en el retrato que cuelga —desde su
muerte acaecida cinco años antes— en el lugar de honor sobre el sillón del rey; y
junto a ese retrato cuelga otro, con los colores algo desvaídos por el aire salobre y el
humo de la chimenea, que representa un grupo familiar. Este cuadro es
particularmente hermoso; parece tan real que resultaría fácil imaginar a las cuatro
figuras de la tela a punto de alzarse y, tras desperezarse, descender del marco para
atravesar el estrado y ocupar sus lugares en la mesa real.
Pero el rey Kalig, la reina Imogen, su hijo Kirra y su hija Anghara están muertos
hace mucho tiempo. Aniquilados por la fiebre que cayó como una plaga sobre las
Islas Meridionales más de un cuarto de siglo antes, sólo se los evoca en relatos y
baladas.
O eso al menos cree la gente.
Muchos de quienes pasan ahora por esta sala no recuerdan en absoluto a Kalig
ni a su familia. Todo su interés se centra en la nueva dinastía fundada por Ryen que
se prolonga hoy en su hijo; y aunque algunos se detienen de vez en cuando a
contemplar el retrato con admiración y respeto, pocos pueden acordarse ya de la
graciosa voz de Imogen ni de la risa espontánea de Kalig.
Nadie, y mucho menos el rey Cathlor, sería capaz de imaginar siquiera en sus
más extravagantes sueños que un miembro de la familia de Kalig siga aún con vida,
ni que fuera posible volver a ver, sin que hubiera envejecido ni cambiado, el rostro
serio de la muchacha de cabellos ligeramente rojizos que se sienta a los pies de su
padre en el antiguo retrato.
La princesa Anghara no murió con los suyos; aunque muchas veces durante estos
largos años lo haya deseado. Es ella el único ser humano que conoce la auténtica
naturaleza de la plaga que aniquiló a sus seres queridos; porque fueron su mano y su
estúpida e imprudente curiosidad las que por violar una ley ancestral arrojaron siete
demonios al mundo entre alaridos y risas para que esparcieran su maldición sobre la
humanidad…
Un momento tan sólo, un impulso salvaje y rebelde; ahora Anghara tiene que
soportar una carga de culpabilidad y remordimiento que la atormenta, despierta y
dormida, desde el día en que perdió su nombre y su hogar y abandonó las Islas
Meridionales para iniciar una nueva y amarga vida como vagabunda. Sólo ella
puede reparar su culpa, buscar y eliminar a los siete demonios que ella misma liberó
de sus cadenas. Hasta que no haya terminado su tarea, no existirá el descanso para
ella ni tampoco podrá regresar a su país.
Anghara ha sido olvidada. Pero Índigo —el nuevo nombre que escogió para sí,
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que es también el color del luto entre los suyos— vive aún, y, a veces, en remotos
rincones de la tierra, hay quienes tienen motivos para conocerla y recordarla. Ha
combatido con fuego y ha combatido con agua; por su mano han muerto ya dos
demonios y los fantasmas de muchos seres inocentes la persiguen. Los recuerdos se
agolpan en su mente y en sus inquietos sueños; y cuando piensa en su hogar y en los
suyos, lo hace con una tristeza que los largos años de exilio distancian, pero no
mitigan.
A pesar de ser inmortal y de no envejecer jamás, Índigo no está sola en su
búsqueda. Con ella viaja una amiga, que, aunque no pertenece al género humano,
sabe muy bien lo que significa ser un paria entre los propios congéneres y ha
decidido compartir tanto la maldición de Índigo como su compromiso; les pisa los
talones un enemigo implacable y eterno: Némesis. Némesis acecha a Índigo como
una sombra maligna donde quiera que la muchacha vaya, ya que es parte de ella
misma, creada en las profundidades más tenebrosas de su propia alma y que ha
adquirido vida independiente: es la más peligrosa de todos sus adversarios, una
criatura sonriente que acecha a Índigo detrás de cada sombra; un ser tentador,
seductor y embaucador. Mientras Índigo viva, Némesis seguirá existiendo, y su
existencia es la mayor de las amenazas.
Guiada por la piedra-imán que le regaló la Diosa de la Tierra, Índigo viaja
ahora por todo el continente occidental. Durante un tiempo ha encontrado algo
parecido a la paz, un momento de calma en el frenesí de su vida. Pero la calma no
puede durar y sabe que muy pronto deberá retomar los hilos de su siniestro tapiz y
ponerse en movimiento de nuevo. Los nubarrones empiezan a hacer su aparición en
el horizonte; los malos augurios son cada vez más evidentes. Y en medio de la
sombra de una tierra que no es lo que parece, entre amigos y enemigos que pueden
intercambiar sus papeles, Índigo debe enfrentarse a la tercera y quizá la más
peligrosa de sus pruebas…
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Capítulo 1
Templanza Brabazon se sacudió los cabellos, empapados por la persistente
llovizna, y aguzó el oído para captar el lejano silbido que le indicaría que las presas
se dirigían hacia él. También sus ropas estaban empapadas —la corta capa de piel que
las cubría no había sido diseñada para proteger de tanta humedad— y los pies y las
manos empezaban a entumecerse a causa de la inactividad y el frío. Flexionó los
dedos de los pies, desprendiendo gran cantidad de pizarra suelta que resbaló ladera
abajo desde el arrecife donde estaba encaramado sobre el fondo del valle, y maldijo
las cuerdas deshilachadas, los ponis que se escapan y el horrible tiempo otoñal.
De pronto la señal que esperaba resonó estridente desde el extremo opuesto del
valle, hendió la húmeda neblina y se dejó oír con mucha más fuerza que cualquier
grito. El joven Templanza se inclinó hacia adelante, atisbó en la oscuridad, y a lo
lejos apenas pudo vislumbrar la mancha borrosa de la brillante cabellera roja de su
hermano Valentía que destacaba sobre el indefinido color verde grisáceo de la colina
rocosa. Val silbó de nuevo; una sucesión de cuatro notas agudas que, según el código
de los hombres del páramo, significaba prepárate. Templanza oyó el batir de cascos y
entonces tres ponis sin jinete aparecieron al galope ante sus ojos, conducidos por el
pequeño garañón zaino que resoplaba como un caballo de carrera y levantaba
terrones de turba con sus peludos cascos. Un segundo más tarde, otros dos ponis
montados por jinetes aparecieron tras los primeros, mientras lo que parecía un
enorme perro gris corría por el flanco menos escarpado del valle para disuadir al
garañón y su reducido séquito de la idea de huir por aquella ruta.
El joven Templanza saltó del arrecife en el mismo instante en que los ponis se
precipitaban hacia el estrecho cuello del valle y les cortó el paso gritando y agitando
los brazos. El garañón se detuvo en seco, se alzó sobre los cuartos traseros y agitó la
cabeza, pero su gesto de desafío era fingido; sabía muy bien que estaba atrapado, y,
cuando Templanza se le acercó, lanzó un amistoso relincho de saludo y empezó a
registrar con el hocico las manos y bolsillos del muchacho en busca de golosinas. Por
su parte, las yeguas bajaron las cabezas y empezaron a mordisquear el abundante
pasto, mientras agitaban las colas con indiferencia.
Los dos ponis y sus jinetes se acercaron por detrás del pequeño grupo; los jinetes
echaron pie a tierra. Franqueza, que tenía diecinueve años y era el mayor de los
hermanos Brabazon, se acercó al caballo y le pasó un ronzal por la cabeza, luego alzó
la mirada y le sonrió ampliamente a Templanza por entre los empapados cabellos
castaños que le caían sobre el rostro.
—Bien hecho, Lanz. Por un momento pensé que te iba a atropellar.
—Éste no. —Lanz dirigió una mirada al animal, quien a su vez lo miró con
malicia—. Es un aspaventero; un conejo lo vencería en una competición de patadas.
¿Dónde están los otros ponis?
—Los trae Val.
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Fran volvió la cabeza por encima del hombro para mirar al jinete que lo
acompañaba, una joven alta vestida con un abrigo de cuero, pantalones de montar de
lana y largos cabellos sujetos en una cuidada trenza, quien en ese momento colocaba
el ronzal a las dos yeguas. El animal de pelo gris había descendido de la ladera para
sentarse, jadeante, junto a ella. Fran se acercó a él y se inclinó para acariciarle la parte
superior de la leonada cabeza.
—¡Qué, Grimya! Ha sido una buena carrera, ¿eh?
Grimya le mostró los colmillos con sonrisa canina, y agitó la cola con fruición.
Cualquiera que no fuera natural de aquellas tierras del sudoeste habría pensado que se
trataba de una perra, a pesar de su tamaño y de su aspecto salvaje. Los Brabazon, no
obstante, estaban mejor informados; a lo largo de los muchos años que llevaban
viajando habían llegado a conocer bastante bien a las criaturas salvajes como para
distinguir un lobo del bosque de sus primos domésticos. Y durante los últimos diez
meses, desde que se encontraran por primera vez con ella y con su dueña, Grimya se
había convertido en tan buena amiga de la familia como cualquier ser humano.
Fran se irguió, y se encontró con la mirada de la muchacha cuando ésta volvió la
cabeza para sonreírla.
—Gracias, Índigo. Si hubieran conseguido salir del valle, sólo la Señora de la
Cosecha sabe el tiempo que habríamos perdido persiguiéndolos.
—Tres días —intervino Lanz—. Es lo que tardamos la última vez que se
comieron los ronzales, ¿recuerdas? No hago más que decirle a papá que necesitamos
cuerdas nuevas, pero responde que no vale la pena.
—Tiene razón. Después del próximo día de mercado, será problema de otro.
Lanz parecía todavía contrariado, pero antes de que pudiera seguir con la
discusión, Fran estiró el cuello y miró al otro lado del valle.
—Ahí viene Val con los otros ponis. ¡Deja de quejarte, Lanz, y regresemos a los
carromatos antes de que nos ahoguemos en esta lluvia!
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«Me alegro de que cogiéramos a los ponis tan deprisa. Éste es un día para
pasarlo frente al fuego, no corriendo por ahí».
El comentario hizo sonreír a Índigo, que proyectó una silenciosa respuesta.
«No tardaremos en estar de regreso junto al fuego, cariño. ¡Espero que Caridad
nos haya guardado un poco de desayuno!».
Sabía que los Brabazon ignoraban la extraordinaria conversación que tenía lugar
entre la loba y ella; la mutación que le permitía a Grimya comprender la lengua de los
humanos y el extraño vínculo telepático que ambas compartían formaban parte de un
viejo y bien guardado secreto. Durante un cuarto de siglo, Índigo y Grimya habían
sido compañeras en un viaje que las había llevado a recorrer la faz de la tierra, un
viaje cuyo término las esperaba en un lejano y desconocido futuro. El inverosímil
lazo de unión existente entre una mujer, hija por nacimiento de un rey de las Islas
Meridionales, y un animal mutante a quien sus «tribulaciones» habían convertido en
un paria entre los suyos, ocultaba un secreto más extraño y profundo. A lo largo de
todos esos años, a menudo turbulentos, que habían pasado juntas, Índigo y Grimya
habían llevado con ellas el estigma de la inmortalidad. En el caso de Grimya se
trataba de un don, otorgado a petición propia por la Diosa de la Tierra; para Índigo,
en cambio, saber que no envejecería, que no cambiaría, era casi una carga
insoportable, ya que era el eje central de la maldición que su propia estupidez había
desencadenado sobre sí misma y sobre el mundo. Y hasta que su viaje y su misión no
finalizaran, no se liberaría de ella.
Un cuarto de siglo… Parpadeó para eliminar las gotas de lluvia de sus pestañas y
contempló las tres figuras pelirrojas que cabalgaban delante de ella. El año en que
Fran, el mayor, nació, Grimya y ella estaban en las ardientes tierras situadas más al
norte, enfrentadas a un adversario corrompido y letal cuyo recuerdo aún le provocaba
horribles pesadillas de las que despertaba gritando y envuelta en sudor. Por la época
en que Lanz empezaba a andar, ellas habían iniciado su larga estancia en la zona este
de Khimiz, atrapadas por las supercherías de la Serpiente Devoradora. Y ahora,
parecía que el ciclo se iniciaba de nuevo.
Con un gesto que a través de los años se había convertido en algo tan familiar
como respirar, Índigo levantó una mano y tocó una pequeña bolsa de cuero que le
colgaba del cuello sujeta por una correa. El cuero estaba ya viejo y agrietado; en su
interior, palpó el duro contorno del guijarro que llevaba consigo desde el inicio de su
viaje: la piedra-imán, regalo de la Madre Tierra, que la conducía infalible e
incesantemente en su misión. Por tercera vez, el dorado punto luminoso que yacía en
el centro de la piedra se había despertado, para latir como un diminuto corazón vivo y
hacerle saber que el nuevo combate que tendría que librar estaba ya muy cerca.
Volvió a dejar caer la mano sobre el pomo de la silla de montar y bajó la mirada
al cuello empapado y peludo del poni que avanzaba con paso lento y torpe. Desde
que la piedra-imán le empezara a transmitir su inequívoco mensaje, Índigo rezaba con
frecuencia para que los Brabazon no se vieran envueltos en lo que pudiera acecharla
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en el camino. Habían sido primero salvadores y luego fieles amigos tanto de ella
como de Grimya desde su primer encuentro casual, y sería una amarga ironía
corresponder a su afecto conduciéndolos al peligro. Demasiados inocentes habían
muerto ya por ayudarla en su causa: no quería provocar más desgracias.
Durante un rato, la comitiva avanzó despacio y en silencio. Grimya, aunque
consciente de las preocupaciones de Índigo, sabía también que a su debido tiempo las
superaría y no decía nada; ninguno de los otros se sentía tampoco inclinado a la
conversación. El clima apagaba hasta la fogosidad del joven semental. El sendero los
conducía hacia la cima de una suave escarpadura, en la que un pequeño rebaño de
ovejas desconsoladas se apelotonaba como manchas borrosas bajo la fuerte lluvia.
Alcanzaron la cresta de la elevación, y de repente Fran alzó una mano para indicar a
los otros que se detuvieran. Se levantó sobre los estribos para escudriñar la ladera que
tenía ante él, luego se volvió y apremió a sus compañeros a que se acercaran. Cuando
estuvieron todos juntos, señaló hacia abajo.
—Mirad. —Su voz era grave, tranquila—. Allí hay otro.
Unos quince metros más abajo del lugar donde se encontraban, serpenteaba al pie
de la escarpadura un sendero abierto por el paso de los rebaños. En ese sendero había
un jinete solitario, sin abrigo, sin sombrero y que, al parecer, no advertía la lluvia que
caía con fuerza sobre su cabeza y espalda. Sujetaba su caballo con unas riendas
demasiado tirantes y su mirada estaba clavada rígidamente al frente, como si siguiera
un señuelo que sólo él pudiera ver.
Val silbó muy bajo entre dientes, pero Lanz hizo retroceder a su caballo y miró
inquieto al mayor de sus hermanos.
—Quizá no sea uno de ellos, Fran. Los que vimos se dirigían hacia el norte, no
hacia el este.
—Tú no estabas con Val y con Esti cuando vimos al tercero de ellos —dijo Fran
—. Aquella mujer se dirigía hacia el sudoeste. Te lo contamos, ¿recuerdas? No creo
que la dirección que sigan tenga mucha importancia.
—No obstante, puede que éste…
—Hay una forma de descubrirlo —interrumpió Val—. Salúdalo, Fran. Veamos si
responde.
Fran miró inquisitivo a Lanz, quien se encogió de hombros.
—De acuerdo —repuso Fran, y se volvió de nuevo sobre su silla, haciendo bocina
con ambas manos.
—¡Hola! —Los ponis, sorprendidos, dieron un respingo al oír el grito—.
¡Forastero! ¡Aquí arriba!
El grito rebotó y resonó en los páramos, pero, aunque el caballo que estaba a sus
pies agitó la cabeza inquieto, su jinete no respondió. Fran volvió a gritar, el caballo
relinchó; pero el hombre se limitó a tensar aún más las riendas, obligándole a seguir
adelante.
Lanz extendió una mano y la posó sobre el hombro de Fran.
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—Lo mejor será que lo dejes, Fran. No podemos hacer nada.
—No. —Fran sacudió la cabeza—. Voy a bajar, lo interceptaré y veré si logro
descubrir qué podemos hacer.
—No puedes ir solo, entonces.
Fran miró a los otros.
—¿Val? ¿Índigo?
—Yo iré contigo —repuso Índigo, que seguía contemplando al solitario jinete.
Aunque compartía la inquietud de Lanz, se había despertado su curiosidad; por
las profundidades de su mente rondaba una sensación nada agradable, la intuición le
decía que aquello tenía más importancia de lo que ninguno de ellos podía imaginar
aún.
Grimya, que había captado su pensamiento, le habló en silencio.
«Creo que a lo mejor tienes razón. Vayamos a ver».
Val decidió quedarse allí con Lanz, así que Fran les entregó el pequeño semental
y dio instrucciones a sus hermanos para que tomaran un sendero más fácil y se
reunieran con Índigo y con él en el cruce de caminos situado a unos dos kilómetros
de allí. Los dos jóvenes se alejaron; condujeron a los ponis hasta el borde de la
escarpadura y se inclinaron hacia atrás en sus sillas para emprender el empinado
descenso. Mientras los ponis resbalaban y patinaban por la ladera, Índigo observó con
atención al jinete que avanzaba allá abajo y recordó los anteriores y sorprendentes
encuentros a los que Fran se había referido. Había visto por sí misma a dos de los
otros viajeros. El primero, un hombre mayor que iba a pie, había pasado por el
campamento de los Brabazon cuatro días antes mientras una plomiza oscuridad se
adueñaba del terreno. Caridad y ella estaban ocupándose del fuego para preparar la
comida y, de acuerdo con la costumbre de saludar a los forasteros para demostrar que
no les deseaban mal alguno, lo habían llamado. El hombre las ignoró y siguió
adelante con un andar curiosamente rígido. En la penumbra cada vez mayor, Índigo
había observado que el rostro del hombre era de una palidez cadavérica. Dos días más
tarde, Fran, Val y su hermana Esti habían topado con un segundo caminante solitario,
esta vez una mujer, con la misma palidez mortal en la piel y que tampoco parecía
advertir lo que la rodeaba. Y aquella misma tarde el tercer viajero había pasado por el
campamento a caballo, avanzando con la firme pero aturdida determinación del
sonámbulo o de un hombre en trance. Todos tenían más aspecto de apariciones que de
seres humanos; a Índigo le causó náuseas la gélida y silenciosa aureola que los
rodeaba. No podía imaginar quiénes eran, adónde iban ni por qué. Y a pesar de su
curiosidad, tenía la desagradable convicción de que no quería saber la respuesta.
Estaban ya casi a la altura del camino. Grimya, que se movía con más seguridad
por aquel terreno que los ponis, había salido corriendo delante de ellos; al verla
acercarse, el caballo del extraño se asustó e intentó salirse del camino; por reflejo, el
jinete volvió a dar un violento tirón a las riendas para evitarlo; sin embargo, no
demostró la menor señal de advertir la presencia de los intrusos.
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El poni de Fran recorrió los últimos metros que faltaban hasta el fondo del valle,
se lanzó a medio galope, e interceptó al solitario jinete, atravesándosele en el camino.
Fran levantó una mano, con la palma hacia afuera para hacer el gesto universal de
saludo amistoso.
—¡Buen día tengáis, señor!
El caballo siguió adelante. Índigo alcanzó a Fran, atravesó su montura en el
camino y contempló al jinete a través de la lluvia. Se trataba de un hombre de
mediana edad, bien vestido, pero con ropas más apropiadas para estar al amor del
fuego que para viajar por el país bajo un aguacero. Su rostro mostraba una palidez
mortal, lo mismo que las manos que sujetaban las riendas; los ojos vidriosos, sin dar
señales de verla, la traspasaron. La muchacha había visto aquella mirada antes, aquel
horrible aire de resolución que insinuaba una obsesión lo bastante fuerte como para
haber sacado a este hombre —y al menos a otros tres antes que él— de su casa y de
entre su familia para lanzarse un día frío y lluvioso a cumplir algún inimaginable
cometido.
—Yo tenía razón. —También Fran miraba con atención al jinete, al tiempo que
sujetaba a su poni, que empezaba a ponerse nervioso a medida que el caballo del
extraño se acercaba—. Con éste son cuatro, Índigo. Cuatro, en otros tantos días. No
me gusta.
—Será mejor que lo dejemos en paz —aconsejó la muchacha—. No podemos
hacer nada para que se dé cuenta de nuestra presencia.
—Oh, no lo sé. Quizá no debiéramos dejar que éste siguiera adelante como
hicimos con los otros.
—Fran, no seas… —Pero antes de que pudiera decirlo, Fran había hecho girar su
caballo y se dirigía hacia el jinete que seguía acercándose.
—¡Señor! —Fran se colocó a su lado y extendió un brazo para tocar el del
extraño—. ¡Señor, deteneos! Quisiera…
Índigo tuvo una fuerte premonición, y gritó.
—¡Fran!
El jinete se volvió. Su rostro rígido y pálido contempló a Fran por un instante
aunque parecía que la mente del hombre no registraba lo que veían sus ojos. Luego,
con tal rapidez que Fran no tuvo tiempo de esquivarlo, un corto látigo restalló en el
aire y le alcanzó el hombro. Fran lanzó un aullido de dolor y rabia, su poni relinchó,
dio un violento y brusco salto a un lado y el muchacho salió despedido de la silla para
caer cuan largo era sobre el sendero mientras el extraño y su caballo pasaban junto a
él.
Fran pareció aturdido, pero sólo por un momento. Se arrodilló y escupió grava;
luego, soltó un primitivo y furioso juramento y se puso en pie, llevándose una mano
al afilado cuchillo curvo que llevaba al cinto.
—¡Fran! —Índigo desmontó y corrió hacia él—. ¡No! —Lo sujetó con fuerza por
el brazo, y se lo retorció hacia arriba al ver que tenía la intención de correr tras el
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jinete que se alejaba.
—¡Suéltame!
Forcejeó para soltarse pero, aunque era más menuda que él, Índigo era más
diestra en el arte de la lucha; le retorció el brazo un poco más, hizo presión, y el
cuchillo cayó de sus manos.
Fran se apartó de ella dando un traspié y se sujetó la muñeca haciendo una mueca.
—¿Por qué has hecho eso? —Respiraba con dificultad, apenas capaz de controlar
su indignación.
—¡Porque no solucionarás nada atacándolo!
—¡Él me ha atacado!
—¡No sabía lo que hacía! Tú lo has visto, Fran, has visto la expresión de su
rostro. ¡Ni siquiera sabía que estabas allí!
Poco a poco el arrebato de indignación se apagó en los ojos de Fran. Sus hombros
se relajaron y por último volvió la cabeza a un lado, murmurando una imprecación.
—Muy bien, muy bien. Lo dejaré ir. —Dejó de prestar atención a la muñeca para
fijarla en el hombro dolorido, que se frotó mientras lanzaba una mirada cargada de
veneno al extraño, que ya no era más que una forma borrosa entre la lluvia—. Pero si
no fuera por el tiempo que hace y porque los otros nos esperan lo seguiría para ver
adónde va.
Personalmente, Índigo se sintió tentada de darle la razón, pero lo pensó mejor
antes de hacerlo. Fran era impulsivo y ella tenía la fuerte intuición de que seguir al
extraño, armados como estaban sólo con cuchillos, podría no ser sensato, aunque le
era imposible racionalizar aquella sensación.
En parte para distraer a Fran y en parte para darle otro cariz a su propia inquietud,
dijo:
—Parecía enfermo. ¿Te has dado cuenta?
—Hum… Igual que los otros… pálido como un pescado. Como si algo le hubiera
chupado toda vitalidad. —Fran se echó a reír, nervioso—. Esta tierra está llena de
leyendas de fantasmas, hombres lobo y cosas así. A lo mejor a nuestro amigo lo ha
atacado un espíritu maligno. O un vampiro. —Vio la expresión de Índigo y forzó una
sonrisa—. Estoy bromeando, Índigo. Al menos, eso creo.
Ella comprendió lo que quería decirle, la referencia a la desagradable
coincidencia que ambos habían observado antes.
—Espero que así sea, Fran. —Recogió las riendas de su poni y se dispuso a
volver a montar—. Lo mejor será que sigamos nuestro camino, o los otros tendrán
que esperarnos.
Se pusieron en marcha y espolearon a sus monturas para que fueran al trote. Al
ver que el solitario jinete aparecía otra vez a lo lejos delante de ellos, Índigo condujo
su poni fuera del camino para pasar de largo a una prudente distancia y se sintió
aliviada cuando Fran la imitó sin discutir. Mientras el jinete quedaba atrás, Fran se
colocó de nuevo junto a ella e indicó con el brazo el terreno que se extendía a su
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izquierda. Las vides crecían aquí en pulcras hileras en forma de terraza que se
encaramaban por la suave ladera orientada al sur. La cosecha otoñal era inminente,
pero la lluvia había vapuleado las vides dejándolas convertidas en una lastimosa
maraña goteante. Unos cuantos días de sol antes de la vendimia las enderezarían, pero
era otro tipo de daño más insidioso el que había llamado la atención de Fran y el que
le señalaba a Índigo.
—Más o menos por la mitad de la ladera, hacia el extremo de esa terraza. —Alzó
la voz para hacerse oír por encima del siseo de la lluvia y del ruido de los cascos de
los ponis—. ¿Lo ves?
La muchacha entrecerró los ojos y lo vio. Todo un conjunto de vides parecía
haberse marchitado; había perdido su espléndido colorido y adquirido un enfermizo
tono gris blanquecino que le recordaba de forma desconcertante la palidez de la piel
del extraño jinete.
—Ya lo veo —respondió—. Entonces se extiende, como dicen los rumores.
—¿Pero en parcelas aisladas como ésa? No es natural. ¡No me extraña que los
granjeros de por aquí estén preocupados! —Fran refrenó su montura que acababa de
tropezar en un surco—. He oído que también afecta a los manzanos; y en los valles la
cosecha de lúpulo no ha sido ni sombra de lo que acostumbra ser. Y siempre la misma
cosa. Ninguna señal evidente: no hay podredumbre, no hay moho. Simplemente se
marchita y se seca…
—Como si algo les hubiera absorbido la vida. —Índigo terminó la frase por él.
—Sí —repuso Fran, sombrío—. Exactamente igual que a nuestro amigo del
camino, y a los otros que vimos antes.
Ambos se quedaron silenciosos, pero Índigo sabía que sus pensamientos seguían
por desagradables derroteros paralelos. Una plaga al parecer sin forma ni origen que
afectaba la cosecha en esta crucial época del año. Y extraños paseantes solitarios que
evidenciaban una caída en alguna forma de trance, que no parecían ser conscientes
del mundo que los rodeaba, a pie o a caballo en su solitaria marcha con aquel
inquietante aire de resolución. A simple vista, no podía existir una relación entre
aquellos dos peculiares acontecimientos; pero Fran no era el único que había
observado la preocupante similitud entre las blanquecinas cosechas que se
marchitaban y el aspecto mustio de los viajeros que se comportaban como zombis.
El cruce de caminos apareció ante ellos. Val y Lanz los esperaban ya con los otros
ponis, y cuando Índigo y él se les reunieron, Fran describió su encuentro omitiendo
—observó Índigo con cierto regocijo— cualquier referencia a su frustrada reacción
ante el ultraje recibido. Val lo escuchó muy serio, luego dijo:
—Deberíamos llegar a Bruhome dentro de dos o tres días. Si alguien sabe qué es
lo que está pasando serán sus habitantes. Y habrá mucha gente de fuera venida para la
fiesta de la cosecha. Alguien podrá decirnos qué se trama.
Los demás estuvieron de acuerdo y no se volvió a hablar del incidente. Pero
mientras se ponían en marcha para recorrer el último kilómetro que les faltaba hasta
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llegar al campamento, Índigo volvió la cabeza, inquieta. A su espalda el camino
estaba desierto —el jinete solitario aún no los había alcanzado— y contuvo un
estremecimiento que nada tenía que ver con el frío de la lluvia. Val estaba en lo
cierto: en Bruhome, que era el eje del comercio y de las fiestas de granjeros, pastores
y vendimiadores por igual, obtendrían la respuesta a sus preguntas, si es que había
respuesta.
Y supo, con un instinto infalible, que su misión, el enigma de las cosechas
arruinadas y los extraños viajeros estaban misteriosa pero inextricablemente unidos.
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Capítulo 2
Dos días más tarde, los tres carromatos que eran el eje de la vida itinerante de la
familia Brabazon rodaban sobre el puente que señala los límites de la ciudad de
Bruhome una hora antes de la puesta del sol. Otra gente que cruzaba el puente se hizo
a un lado y se detuvo para contemplar el espectáculo: los carromatos, cada uno tirado
por una pareja de bueyes de mirada acuosa y estoica —menos excitables y por lo
tanto más seguros que los caballos, declaraba el cabeza de familia— eran estructuras
de madera de techo elevado, adornadas con profusión y pintadas con gran diversidad
de colores brillantes, colocadas sobre cuatro grandes ruedas cada una. De los cortos
postes situados a cada lado de los pescantes ondeaban banderines, y en los costados
del carromato situado en cabeza se leía en enormes y floridas letras amarillas la
siguiente inscripción: COMPAÑÍA CÓMICA BRABAZON.
Constancia Brabazon, padre de Franqueza, Valentía, Templanza y sus diez
hermanos y hermanas, se sentaba muy erguido en el pescante del primer carromato;
blandía un látigo adornado de cintas multicolores y sonreía de oreja a oreja al mundo
que los rodeaba. Era un hombre de baja estatura, fornido y sólido como un roble, con
una corona de rizos de llameante color rojo que apenas empezaban a encanecer y a
escasear en las sienes. Durante sus cincuenta años de vida había sido un feriante, al
igual que su padre y su abuelo antes que él. Su lecho nupcial había sido este
carromato, todos sus hijos habían nacido en la carretera entre una ciudad y la
siguiente, y durante los seis últimos años, desde que su turbulenta pero adorada
esposa muriera al dar a luz a la más pequeña de sus hijas, había gobernado tanto a su
caótica familia como su negocio con una irresistible combinación de temible
severidad y exhaustivo buen humor. A finales del invierno de este mismo año,
mientras viajaban al sudoeste desde el Mar Interior para divertir a los asistentes a un
festival de carreras de bueyes, Constancia y su tribu se habían tropezado con una
forastera acompañada de una loba domesticada, que vivía de su ingenio y de su
ballesta sin que le fuera demasiado bien. Índigo y Grimya habían padecido un duro
invierno en un país donde los forasteros —en especial aquellos incapaces de hablar
con soltura el idioma local— no eran acogidos demasiado bien: durante cuatro meses
Índigo no había encontrado ni trabajo remunerado ni a nadie que quisiera llevarla a
las más amistosas tierras del oeste, y con la escasez de caza debido a la época del año
y ninguna otra solución que no fuera recorrer los caminos a pie, tanto ella como su
compañera habían adelgazado y perdido fuerzas hasta el punto de adquirir un aspecto
demacrado. Los Brabazon las habían recogido, alimentado, cuidado; y casi sin darse
cuenta, Índigo y Grimya se habían convertido en miembros honorarios de la familia y
en parte integrante del séquito del feriante.
La alegría de Constan al enterarse de que Índigo tocaba y cantaba se vio eclipsada
tan sólo por su excitación cuando descubrió que su loba domesticada —en sí misma
rareza suficiente como para atraer a las multitudes, dijo— parecía comprender cada
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cosa que se le decía y actuaba en consecuencia. Cuando Índigo tocó por primera vez
para él su pequeña arpa ante el fuego del campamento, una noche, el hombre
permaneció inmóvil bajo la luz de las llamas con lágrimas resbalándole por el rostro
y declaró que una música así era capaz de hacer llorar a una estatua. La Madre Tierra
le había sonreído aquel día, siguió, y llenado su cáliz hasta rebosar. ¡Qué fortuna
haber encontrado unas amigas y unos talentos como aquéllos: una muchacha
encantadora cuyas canciones podían derretir el corazón más duro, y un animal
amaestrado para maravillar y hacer reír después de las lágrimas! Era un hombre
bienaventurado, un rey tres veces coronado, al haber recibido tal regalo cuando él no
era más que un pobre e indigno comediante que se esforzaba humildemente por llevar
un poco de diversión a los buenos pobladores de su país. Índigo, mientras intentaba
no echarse a reír, había comprendido la esencia de su retórica y respondido con gran
seriedad que tanto ella como Grimya se considerarían muy honradas si se les ofrecía
un lugar en la caravana de los Brabazon. Así pues, con gran sorpresa por su parte,
habían iniciado una nueva vida como cómicos de la legua.
Y hasta ahora había sido una buena vida. Viajaban de un lugar a otro, de ciudad
en ciudad, y en cada parada presentaban uno de los espectáculos conocidos como
«variedades»: una animada mezcla de música y canciones y representaciones
teatrales. Cada uno de los miembros de la familia, desde el mismo Constan hasta la
benjamina, Piedad, de seis años, poseía algún talento o habilidad especiales, y los
Brabazon estaban muy solicitados allá donde fueran; incluso en aquellas zonas donde
las compañías ambulantes eran contempladas con la mayor suspicacia. Nada sabían
de la misión de Índigo, ni de la piedra-imán que le había hecho tomar un camino que,
afortunadamente, coincidía —al menos de momento— con el de ellos. Y por su parte
Índigo había tomado un gran cariño a sus nuevos amigos, y esperaba que, aunque el
momento de separarse llegaría de forma inevitable, estuviera aún muy lejano.
La muchacha iba sentada ahora junto a Constan en el pescante, contemplando las
nuevas imágenes que se revelaban ante ella mientras penetraban en la ciudad.
Bruhome estaba situada entre dos pequeños ríos que dividían la espectacular región
de los páramos dedicada a la cría de ovejas y cabras de las tierras de cultivo, más
bajas y verdes; aquí, los granjeros, cerveceros y vinateros que sacaban su sustento de
la tierra venían a vender el fruto de su trabajo, a elegir jefes, pagar impuestos y
discutir de política; y para disfrutar de su tiempo libre. La gente de esta región no
necesitaba más que la más simple de las excusas para organizar un festival; y ahora,
con la cosecha del lúpulo, el ganado bien cebado con los verdes pastos de los
páramos y listo para el mercado, y ya avanzada la recogida de la uva y la manzana,
era el momento de iniciar la Fiesta de Otoño. La Compañía Cómica Brabazon se
había convertido en un visitante frecuente y popular en Bruhome a través de los años
y Constan había regalado a Índigo con descripciones de las celebraciones, que
duraban siete días y era la forma local de dar las gracias a la Madre de la Cosecha por
su generosidad. Se abrirían los primeros toneles de vino de la cosecha del año
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anterior; habría desfiles, discursos, canciones y bailes, juegos y competiciones; y
cualquiera capaz de divertir a una audiencia animada sería bienvenido.
A Índigo, Bruhome le gustó nada más verla. La mayoría de los edificios eran de
madera; algunos tenían el techo de paja, otros de tejas, y aunque su disposición era
algo desordenada, el alegre revoltijo de casas y tabernas y hosterías, salpicado por un
laberinto de calles estrechas y retorcidas, le concedía una sensación de orden en lugar
de caos. Casi todas las ventanas estaban flanqueadas de postigos pintados de
brillantes colores, mientras figuras esculpidas en madera y murales adornaban los
empinados tejados de dos aguas; ante la inminencia del inicio del festival, las calles
estaban decoradas con verderón y guirnaldas de flores silvestres, lo cual añadía un
toque extra a la vívida atmósfera.
La lluvia había dado paso por fin a un tiempo más agradable, y los últimos y
suaves rayos de sol de un día glorioso caían oblicuamente sobre la escena. De cuando
en cuando, mientras atravesaban la ciudad, a Constan lo saludaban personas que
evidentemente conocían a la familia desde hacía tiempo. Pero aunque éste saludaba
con la mano y les sonreía a todos, a Índigo le pareció detectar una disminución de su
acostumbrada exuberancia; y en dos ocasiones, cuando él creyó que ella no miraba,
una débil mueca de inquietud le cruzó el rostro. Nadie más parecía darse cuenta de
nada raro: Fran, dentro del carromato con Grimya, sacaba la cabeza por una ventana
lateral y saludaba a todo el mundo sin excepción con gran entusiasmo, y proveniente
de uno de los carromatos que los seguían, Índigo podía oír el ritmo de una pandereta
y las voces de Caridad, Modestia y Armonía, las tres hijas mayores de la familia
Brabazon, ensayando una canción popular.
Sus ojos se volvieron de nuevo hacia Constan. Algo no iba bien, estaba segura;
pero no podía adivinar su causa. No veía nada inconveniente en la ciudad: muy al
contrario. Pero Constan estaba inquieto, y eso no era normal en él.
—¿Constan? ¿Sucede algo malo? —preguntó, tocándole el brazo.
La miró, y la expresión preocupada apareció de nuevo en su rostro.
—¿Lo has notado?
—¿Notado el qué?
Su mirada vagó por la escena que tenían delante. Luego suspiró, un sonido
siseante que surgió de entre sus dientes firmemente apretados.
—No sé. A lo mejor estoy equivocado. A lo mejor es tan sólo que ha sido un día
muy largo y todos necesitamos dormir. —Se inclinó y le palmeó la rodilla en un
cariñoso gesto paternal—. Ya hablaremos sobre ello más tarde y averiguaremos qué
es. Vamos, ahora; sonríele a la gente. Son nuestro público de mañana, y nuestra
comida.
En parte para apaciguar a los lugareños nerviosos ante tan grande afluencia de
recién llegados, y en parte también para poder controlar con más facilidad a cualquier
alborotador potencial, se había dispuesto un terreno en el lado oriental de la ciudad
para acomodar a la abigarrada variedad de animadores ambulantes que llegaban para
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tomar parte en las fiestas. Aquí, donde uno de los ríos se ensanchaba para convertirse
en un ancho y perezoso meandro, había espacio para dos docenas o más de carretas y
buenos pastos para los animales que tiraban de ellas, y una exclamación de alegría
brotó de los carromatos de los Brabazon cuando atravesaron la abierta entrada y
pisaron el abundante césped del otro lado.
Empezaba a oscurecer; las estrellas habían comenzado a parpadear en el
firmamento y una o dos hogueras ardían ya en el campamento. Fran y Val
desenjaezaron a los bueyes y los ataron junto con los ponis, mientras Constan se
alejaba por el prado para ver si había alguno de sus amigos o enemigos entre los
grupos que ya estaban acampados. Como a menudo le había explicado a Índigo, los
feriantes formaban un grupo tan variado como un saco de accesorios teatrales, y un
festival como éste era seguro que atraería a mucha leche agria junto con la crema de
la profesión. Mezclados con los auténticos actores, dijo, habría gran cantidad de
ladrones, rateros y vagabundos, y ellos, al igual que la buena gente de Bruhome,
harían bien en vigilar sus bolsas y sus espaldas.
Mientras estaba fuera, Índigo y dos de las niñas más pequeñas cogieron leña del
gran cesto que transportaban en la parte trasera de uno de los carromatos y
encendieron una pequeña hoguera. Todos estaban demasiado cansados para explorar
las tabernas de Bruhome aquella noche; en lugar de ello comerían alrededor del
fuego, luego se tumbarían a dormir bajo las estrellas o en las carretas para estar
descansados por la mañana.
Caridad, la mayor de los trece hijos de Constan, era la encargada de cocinar.
Había cumplido veintiún años recientemente, y se había adjudicado el papel de madre
suplente para con sus hermanos más pequeños; una responsabilidad que se tomaba
con mucha seriedad. Era una muchacha alta y esbelta con una larga melena castaña
que le llegaba hasta la cintura —todos los Brabazon, tanto padre como hijos, tenían
los cabellos de uno u otro tono rojizo— que llevaba sujeta en trenzas arrolladas
alrededor de la cabeza, y cuya naturaleza soñadora heredada de su abuela se veía
mitigada por una vena de sólido sentido práctico. Constan podría ser la piedra angular
de los Brabazon, pero Caridad era su inestimable lugarteniente, e Índigo se
preguntaba a menudo qué pasaría cuando —como seguramente sucedería— el
tranquilo encanto y la belleza de Caridad cautivaran a algún joven y ésta escogiera
abandonar a sus hermanos y hermanas por un esposo y un hogar propio. Resultaba
difícil imaginar a Modestia, la extravagante hermana que la seguía en edad y cuyo
nombre resultaba tan poco apropiado a su carácter, ocupando su puesto, y las demás
muchachas eran aún demasiado jóvenes para tal responsabilidad.
Caridad cantaba con su cálida voz de contralto mientras colocaba un caldero
abollado y viejo sobre el fuego y empezaba a introducir hierbas, verduras lavadas y
algunos pedazos de carne y hueso en el agua hirviendo. La cocina resultaba un
sacrosanto misterio para la mayoría de los Brabazon, y las habilidades de la misma
Índigo eran limitadas; pero a medida que el estofado empezaba a burbujear con
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fuerza, y mientras Caridad colocaba algunos tubérculos ensartados en afilados palos
sobre las ascuas del fuego para que se asaran, los demás empezaron a aparecer de uno
en uno o por parejas para acercarse al fuego atraídos por el aroma. La luz de las
llamas envolvió sus rostros en dramáticas sombras cuando se sentaron frente al
fuego; cabellos de color castaño, cabellos cobrizos y cabellos rojo-anaranjados
centellearon bajo su reflejo; se inició una relajada conversación entre todos. Sólo
faltaba Constan: a Índigo le pareció vislumbrar su característica cabellera entre un
grupo de hombres que charlaban junto a una de las otras hogueras.
—¿Qué hay para comer? —preguntó Lanz mientras se acomodaba sobre la
hierba.
—Cordero —le respondió Caridad.
—¿El mismo que Fran y Val…?
—¡Sí; y que no te pesque contándole nada de esto a nadie en Bruhome! —
reprendió Caridad; luego miró con expresión adusta a los dos muchachos mayores—.
Robar ovejas… ¡me avergüenzo de vosotros dos!
Fran le dedicó una amplia sonrisa.
—Pero no demasiado avergonzada para comer parte del botín, ¿eh, Cari?
La muchacha sacudió la cabeza.
—Lo que está hecho no puede deshacerse. Ahora quedaos quietos y dejad que me
asegure de que todo el mundo está aquí. —Empezó a contar: era un ritual innecesario
pero familiar—. Franqueza, Valentía, Modestia, Templanza, Entereza, Armonía,
Honestidad, Sinceridad, Gentileza, Moderación, Responsabilidad, Piedad. Luego
están Índigo, Grimya y yo: eso quiere decir que estamos todos menos papá. —
Satisfecha, empezó a repartir cucharadas de estofado dentro de los cuencos.
—Papá está allí con algunos de los otros feriantes —informó Val, señalando con
la mano—. El Burgomaestre Mischyn está ahí, también; me parece que está haciendo
una especie de discurso.
—Será mejor no molestarlo, entonces. —Cari sacó con gran destreza una de las
patatas que se asaban en las brasas y la golpeó ligeramente para ver si estaba bien
cocida—. Fran, trae un poco de cerveza, por favor. —Le pasó un cuenco lleno hasta
los bordes a Índigo.
Durante unos instantes se produjo un agradable silencio mientras todo el mundo
dedicaba su atención a la comida. Índigo saboreaba su última patata, que había
empapado en la salsa del estofado, cuando unas pisadas anunciaron la llegada de
Constan. Éste acomodó su corpulencia entre sus dos hijos mayores y gruñó sus
agradecimientos mientras Caridad llenaba otro cuenco y se lo pasaba.
Fran estudió por un momento la expresión de su padre, luego inquirió con
expresión preocupada:
—¿Papá? ¿Qué sucede?
Constan se introdujo una cucharada de estofado en la boca y la engulló junto con
un buen trago de cerveza antes de contestar:
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—Tanto da que os enteréis ahora como más tarde —dijo sombrío—. Os lo diré
ahora. La Fiesta de Otoño se ha acortado. Sólo serán tres días, empezando mañana, y
se habrá terminado.
Sólo Responsabilidad y Piedad, que eran demasiado jóvenes para comprender el
significado de las palabras de Constan, no reaccionaron. El resto se mostró
anonadado.
—¿Tres días? ¡Apenas si hay tiempo para hacer nada!
—¿Qué clase de ingresos podemos conseguir en sólo tres días?
—Nos hemos estado preparando para Bruhome durante meses…
—Confiábamos en que aquí conseguiríamos dinero suficiente para pasar el
invierno…
Y la voz de Fran, elevándose por encima de las otras con la pregunta de mayor
importancia:
—Pero ¿por qué, papá? ¿Qué ha sucedido?
—Son las cosechas. —Constan tomó otro trago de cerveza; parecía haber perdido
todo interés por la comida—. ¿Conocéis los rumores que hemos estado oyendo sobre
la plaga? Bien, pues son ciertos. El Burgomaestre Mischyn nos ha contado toda la
historia.
Se intercambiaron miradas, y Val dijo en voz baja:
—Esas vides marchitas que vimos…
—No son sólo las vides —repuso Constan—. Es el lúpulo, las manzanas…,
incluso los pastos se están viendo afectados. Y nadie sabe qué lo provoca. Las plantas
sencillamente pierden color, luego se vuelven blancas, y por fin se marchitan y
mueren. Los granjeros de por aquí han perdido ya la mitad de su cosecha de lúpulo, y
ahora parece como si le tocara el turno a las vides y a los manzanos. Y también le
está sucediendo a parte del ganado si ha pastado en las zonas afectadas. Cada día
llegan noticias nuevas sobre ello, dice el Burgomaestre Mischyn. De modo que nadie
siente demasiados deseos de celebrar nada.
Modestia se inclinó hacia adelante retorciéndose las manos.
—Pero seguramente no puede durar, papá. Quizá será un mal año, pero cuando
llegue el invierno seguro que esta enfermedad morirá junto con todo lo demás. ¿Por
qué han de reducir la fiesta? ¡La gente necesita que la animen!
—Si fuera sólo la cosecha, Esti querida, estaría de acuerdo contigo —dijo
Constan—. Pero parece que ha habido otros acontecimientos extraños en la región.
—¿Qué clase de acontecimientos?
Constan apretó los labios.
—Para empezar hay una enfermedad que afecta a la ciudad. Una especie de
enfermedad del sueño, dice Mischyn. Los que la contraen se duermen y no
despiertan.
Caridad lo miró alarmada.
—¡Papá, podemos contraerla!
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—No es del tipo contagioso. Mischyn lo sabría: su propio hijo la tiene, y su buena
esposa ha estado cuidando al muchacho día y noche sin que la haya afectado. Pero es
como la plaga de las cosechas: no saben qué es ni de dónde viene.
—Debe de haber un médico en la ciudad —intervino Índigo—. ¿Qué dice él?
—No está en condiciones de decir nada. Ha contraído la enfermedad: hace ya
nueve días que duerme. Ah, ¿cuál fue la palabra que Mischyn utilizó? —Constan
chasqueó los dedos, en busca de inspiración—. C… algo…
—¿Coma?
—Eso es. Coma. Pero no tienen ni idea de por qué. Y luego, como si eso no fuera
suficiente, ha estado desapareciendo gente.
Se hizo un profundo silencio y unos rostros asombrados lo contemplaron desde el
círculo de luz proyectado por el fuego. Por fin, Lanz dijo:
—¿Desapareciendo?
Constan asintió.
—Aquí un día, desaparecidos al siguiente. Un pastor subió a los páramos, y no
regresó al atardecer. Enviaron hombres a buscarlo pero no lo encontraron. Un hombre
salió a encontrarse con sus amigos en la taberna: no llegó a la taberna, no lo han visto
desde entonces. Otro hombre se fue a la cama con su esposa y cuando despertó a la
mañana siguiente descubrió que ella se había marchado, de sus ropas sólo faltaba un
chal. —Se encogió de hombros de forma elocuente—. Desaparecidos, todos ellos.
Sencillamente se fueron.
Índigo sintió cómo la tensión se apoderaba de ella. Miró de soslayo en dirección a
Fran y vio que, también él, parecía inquieto. Adivinó lo que el joven pensaba, y una
silenciosa comunicación de Grimya se lo confirmó.
«También él recuerda al jinete que vimos en el camino, creo», dijo la loba.
«¿Puede haber alguna relación entre ellos?».
«Es posible».
Recordó aquel rostro lívido como el de un muerto, los ojos sin expresión que
parecían mirar sin comprender a otro mundo. Y la determinación. Por encima de
todo, la terrible aura de determinación.
Constan volvía a hablar.
—Sea lo que sea lo que está pasando aquí, es algo a lo que nadie sabe cómo
enfrentarse. Conozco al Burgomaestre Mischyn desde antes de que nacierais vosotros
tres, los más pequeños, cuando acababa de heredar la cervecería de su padre, y
durante todos estos años nunca lo había visto tan agitado como ahora. Está asustado.
—Miró a Índigo y enarcó una ceja irónicamente—. Muchacha, antes me preguntaste
qué iba mal cuando atravesamos la ciudad. Ahora ya lo sabes… y si hubieras estado
en Bruhome antes de hoy, habrías notado la diferencia en la actitud de la gente. Todos
están asustados; y no puedo culparlos.
—¿Entonces qué vamos a hacer? —preguntó Val.
—Lo que siempre hacemos, hasta donde podamos. La celebración tendrá lugar de
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todas formas aunque resulte un poco atenuada, así que, como dijo Esti, haremos todo
lo que podamos para animar a esta buena gente y ayudarle a olvidar por un tiempo
sus problemas.
—Y esperemos que podamos ganar dinero suficiente para ir tirando —añadió
Caridad.
—Exactamente. —Constan bajó los ojos para mirar su cuenco de estofado. Se
había enfriado y empezaba a congelarse la grasa, de modo que lo dejó a un lado y
volvió a llenar su jarra de cerveza—. Vosotros, los más pequeños, deberíais estar en
la cama ya. Y el resto de nosotros haría bien en tomarse un buen descanso esta noche.
Por la mañana, lo mejor será que le demos un buen repaso al espectáculo que
planeamos y veamos qué cambios hay que hacer. No estaría bien representar algo que
pudiera ofender la sensibilidad de los habitantes después de todos estos
acontecimientos, ¿no es así?
Se trataba de una despedida tácita, y aunque los más mayores parecían dispuestos
a discutir, algo en el comportamiento de Constan hizo que se lo repensaran. Despacio,
de mala gana, todos se levantaron y fueron a realizar sus últimas tareas del día;
Armonía, la tercera de las hijas, empujó a las más pequeñas en dirección al segundo
carromato donde dormían todas las mujeres, e Índigo ayudó a Caridad y a Esti a lavar
los cuencos y las cucharas en el río y a apagar luego el fuego.
Mientras se extinguían los últimos rescoldos y el corro del campamento se hundía
en la oscuridad iluminada tan sólo por las estrellas, Cari levantó los ojos hacia el
cielo.
—Creo que lo mejor será que durmamos dentro esta noche —dijo pensativa—.
Cuando no hay nubes, puede hacer frío en plena noche en esta época del año.
Ésa no era su única razón para buscar la seguridad de la carreta, e Índigo lo sabía;
pero no hizo el menor comentario y se limitó a asentir con la cabeza. Empezaron a
dirigirse hacia la carreta, con Grimya andando junto a Índigo; ya casi habían llegado
a los peldaños cuando una mano surgió de la penumbra y tocó el brazo de Índigo.
—Índigo, antes de que te vayas a dormir. —Era Fran. La condujo a un lado,
pasando por alto la mirada de exasperación de Cari al pasar junto a ellos, y bajó la
voz hasta convertirla en un murmullo—. Pensabas lo mismo que yo, ¿verdad?
Cuando papá nos contó lo de la gente que se desvanece. —Se detuvo para escudriñar
su rostro—. ¿Y bien? ¿Crees que esas pobres almas que vimos en el camino pueden
ser los que han desaparecido?
Índigo vaciló, luego asintió.
—Sí, Fran; lo creo. —Miró en dirección a la carreta; Cari ya había penetrado en
su interior—. Pero no creo que debamos decir nada de ello a los otros.
—Val y Lanz ya lo han descubierto por sí mismos. También Esti, si es que la
conozco. Y papá. Lo tenía escrito en todo el rostro.
—Sin embargo…
—Lo sé; lo sé. Mira, no le diré nada a nadie a menos que sean ellos los que lo
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mencionen primero. Pero creo que deberíamos mantener ojos y oídos bien alerta
mañana en la ciudad. Y en particular, debiéramos buscar a cualquiera que muestre un
aspecto demasiado pálido para ser saludable.
Era una sugerencia muy sensata.
—Sí —repuso Índigo—. Estoy de acuerdo.
Se hubiera dirigido ya en dirección a la carreta, pero Fran parecía reacio a
terminar la conversación. De repente, dijo:
—Sobre esa enfermedad, había una palabra para definirla; sabes cuál era…
—Coma.
—Sí. ¿Qué significa?
—Es como un sueño muy profundo —le respondió—. Una especie de trance. Las
víctimas siguen vivas, pero es como si sus mentes estuvieran en algo parecido a un
limbo.
—¡Ah! —Fran se mordió el labio inferior—. ¿Quieres decir que no se dan cuenta
de nada de lo que sucede a su alrededor… igual que esos viajeros?
El pulso de Índigo se había acelerado hasta llegar a un doloroso latido muy veloz.
—Sí —dijo—. Exactamente igual que esos viajeros.
Era una noche tranquila, y el interior de la carreta oscuro y acogedor; pero Índigo
no podía dormir. Permanecía tumbada en el borde de una maraña de almohadones y
mantas ásperas extendidas sobre el suelo que formaban la cama que compartía con las
hermanas Brabazon, mientras contemplaba el paso infinitesimalmente lento de las
estrellas por el firmamento que se veía más allá de la abierta media puerta. A su
espalda, Esti roncaba suavemente; Gentileza y Piedad, las dos más pequeñas, habían
murmurado y lanzado risitas durante un rato hasta que una soñolienta pero tajante
reprimenda por parte de Cari las hizo callar; ahora no se oía otra cosa que la rítmica
respiración gutural de Esti.
Índigo no podía dejar de pensar en lo que había dicho Fran, y sobre la conexión
entre los ciudadanos desaparecidos, los cuatro viajeros en trance que habían visto en
la carretera, y la misteriosa enfermedad. Fran estaba en lo cierto: coma era la palabra
clave, y una descripción inquietantemente apropiada de los abstraídos e inmutables
vagabundos.
Se tumbó de espaldas, contemplando el techo pintado de la carreta. Cosechas y
pastos echados a perder que ofrecían el mismo aspecto que si algo les hubiera
absorbido la esencia misma de la vida. Animales que sufrían un destino parecido.
Seres humanos descoloridos, secos, que recorrían los caminos a pie o a caballo como
si estuvieran en trance. Desapariciones. Una enfermedad del sueño. Era una
progresión, pensó; cada fase conducía a la siguiente en una especie de horrible
desfile.
Y su subconsciente le gritaba que en algún lugar detrás de este misterio cada vez
más complejo, se ocultaba la mano de un demonio.
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El dibujo de sombras formado por la luz de las estrellas en el techo varió de
repente, e Índigo miró a su espalda encontrándose con que Grimya había alzado la
cabeza y la observaba. En la oscuridad, los ojos de la loba brillaban levemente.
«¿Índigo? ¿Estás despierta?».
«No puedo dormir», le transmitió. «No puedo dejar de pensar, Grimya. Los
pensamientos no me dejan tranquila».
«¿Es por lo que Fran decía?».
«Es eso, sí; y más cosas».
Grimya se incorporó despacio, una silueta reflejada en el marco de la puerta.
Levantó el hocico y olfateó el aire.
«Es una buena noche. No sopla el viento y escucho el rumor del río. ¿Por qué no
damos un paseo?».
«¿No estás cansada?».
«No. Ya sabes que adoro la noche».
Índigo miró por encima del hombro a Esti, que dormía profundamente; luego, con
mucho cuidado, se deslizó fuera de la manta que la cubría. En silencio, abrió la parte
inferior de la puerta y siguió a Grimya descendiendo los peldaños y perdiéndose en la
noche.
El aroma de hogueras apagadas, de hierba, de excrementos de animales y del río
se entremezcló en su olfato mientras extendía los brazos para aflojar los músculos
agarrotados de estar tanto rato inmóvil. El aire poseía un helor otoñal, pero la túnica
que llevaba, larga hasta la rodilla, era protección suficiente, y la hierba bajo sus pies
desnudos era suave y agradable. Esquivaron carretas y tiendas de campaña donde
dormían otros feriantes y descendieron la suave ladera que conducía a la ancha y
llana orilla del río. En la vegetación que crecía en la orilla algo crujió y chapoteó; un
ave acuática se alejó contoneándose, al tiempo que lanzaba un breve lamento. Las
orejas de Grimya se irguieron con el instinto del cazador antes de que el ave nadara
fuera de su alcance y luego se relajaron. Índigo se sentó en una mata de hierba
rodeada de juncos e introdujo los pies en el agua, observando cómo las ondas
centelleaban a la luz de las estrellas mientras se desparramaban en la perezosa
corriente.
Permanecieron en silencio durante algunos minutos, hasta que Grimya habló.
Hacía mucho tiempo la loba había decidido, a causa de un curioso pero en cierta
forma digno sentido del orgullo, que utilizaría su talento para hablar en voz alta (por
muy gutural y entrecortada que surgiera su voz) siempre que no hubiera más que
Índigo para oírla.
Articulando la pregunta que Índigo no había querido hacerse a sí misma, la loba
dijo:
—¿Has… miiiirado la piedra-imán?
—No. —Le sonrió, pero con cierta tristeza—. No he podido reunir el valor
suficiente. Sabemos que conducía hacia Bruhome, pero ahora…
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—¿Piensas que puede mostrar que hemos llega… do a nues… tro de… destino?
—Es lo que me temo. Y no quiero mezclar a los Brabazon, Grimya. Han sido
auténticos amigos para con nosotras, y recuerdo muy bien lo que le ha sucedido a
todos aquéllos con los que hemos trabado amistad.
—Ha sido una buena época ésta —repuso Grimya pesarosa—. Es tris… te pensar
que ten… tenga que ter… minar.
—Lo sé; y eso es otra parte de ello. —Índigo dirigió la vista a las lentas aguas del
río.
—A lo mejor no hará falta que se me… mezclen; al menos no aún —sugirió
Grimya—. No estamos sssseguras de lo que dice la piedra. No hasta que miremos.
Índigo se sentía reacia a mirar: sabía cuál sería la respuesta de la piedra-imán a su
pregunta. Pero la bondadosa reprimenda de Grimya era justa: no podía posponerse el
momento eternamente.
Se llevó una mano al cuello y sacó la bolsa de cuero que colgaba a su alrededor.
La piedra —pequeña, lisa y totalmente corriente— cayó sobre su palma extendida. El
dorado punto de luz de su interior era claramente visible incluso en aquella oscuridad;
al cabo de unos segundos, se la mostró a Grimya. Su rostro era inescrutable.
Grimya la miró, y dijo:
—Ah…
El diminuto ojo dorado ya no indicaba hacia el oeste; se había acomodado en el
centro exacto de la piedra.
Habían llegado al final de su viaje.
Ninguna de las dos habló durante un largo rato. Grimya observó a su amiga con
ojos preocupados, leyendo sus pensamientos pero incapaz de decir nada que pudiera
serle de algún consuelo. Había finalizado el rastreo y la caza estaba a punto de
empezar; aquí, en este apacible remanso rural, algo siniestro y diabólico las esperaba,
y ellas debían dar la espalda al tranquilo idilio del pasado reciente y, una vez más,
enfrentarse a una nueva manifestación del horror que Índigo había liberado de la
Torre de los Pesares hacía ya tanto tiempo… El tercero de los siete demonios
empezaba a agitarse. Y, sin importar a qué precio, había que encontrarlo y destruirlo.
Algo brilló en la mejilla de Índigo, y Grimya se dio cuenta de que lloraba. Pero
no había ni furia ni desesperación en sus lágrimas; eran simplemente una liberación,
un reconocimiento y una aceptación de su destino y un melancólico pesar porque el
tranquilo interludio del que habían disfrutado debiera finalizar. La loba parpadeó e
intentó pensar en alguna palabra de consuelo, pero antes de que pudiera hablar,
Índigo se secó los ojos con el dorso e la mano.
—Estoy bien, Grimya. No te preocupes.
Contempló la humedad concentrada sobre su piel, y observó distraídamente que
la luz de la luna la hacía relucir como si fuera de plata. Plata: el color de su propia
debilidad, la señal de la imperfección que anidaba dentro de ella misma que era,
quizás, el mayor peligro de todos. Cerró los ojos con fuerza por un instante,
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intentando hacer desaparecer la imagen no deseada de un rostro que había visto
demasiado a menudo ya en sus sueños. Las facciones de una criatura, dientes felinos
como perlas en la pequeña boca de sonrisa cruel, un suave halo de cabellos plateados,
ojos plateados calculadores y burlones. Había pasado mucho tiempo ya desde que la
criatura a quien ella llamaba Némesis, el impío ser simbiótico nacido de su propia
naturaleza oscura y liberado al disfrute de una vida independiente, se había cruzado
en su camino. La última vez que la había visto había sido desde la cubierta del
Orgullo de Simhara cuando zarpaban del poderoso reino oriental de Khimiz, y aún
podía recordar el odio vislumbrado en los ojos de la criatura y la sensación de una
promesa silenciosa de que aquel encuentro no sería el último. Némesis vivía tan sólo
para frustrar su misión y desviarla de su resolución, ya que con la destrucción del
último de los demonios también ella, Némesis, moriría. Y la piedra de toque de
Némesis era la plata…
De repente la noche se tornó fría, y el adormilado río que fluía con tanta suavidad
entre ambas orillas pareció adoptar un leve tono amenazador. Un poco más allá, los
juncos se agitaron; Índigo empezó a volver la cabeza, pero se detuvo, medio asustada
de que si miraba, su cansado estado de ánimo podría traducir el sonido y el
movimiento en algo menos inocente que los caprichos de la brisa. Estrellas de plata
en el firmamento; reflejos plateados sobre el agua. Se estremeció, y extendió una
mano para hundirla en el áspero y reconfortante calor del pelaje de Grimya.
—Regresemos —dijo.
Grimya comprendió. Se pusieron en pie, y pasaron despacio junto a las hogueras
apagadas y los carromatos sin luces hasta el campamento de los Brabazon. En el aire
flotaba aún un débil y agradable aroma a madera quemada; al llegar a la carreta,
Índigo volvió la cabeza para contemplar el terreno. Nada se movía, y con la loba
pisándole los talones ascendió los peldaños y regresó a la paz y seguridad de sus
dormidas compañeras.
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Capítulo 3
—¡Índigo, no encuentro mi máscara! ¡Oh, ayúdame, por favor!
Índigo estaba sentada en uno de los arcones de ropa con la cabeza inclinada sobre
el arpa, ocupada en afinar el instrumento. Sobre la elevada plataforma situada detrás
de la pantalla que formaba una exigua y provisional zona de preparación para los
artistas que participaban en la Fiesta, una compañía de acróbatas llegaba al final de su
número; el ruido en la plaza era estridente y resultaba casi imposible oír las notas que
producían sus dedos sobre las cuerdas, de modo que dejó el arpa a un lado —ya
tendría tiempo para una última comprobación más tarde— y fue a responder a la
lloriqueante súplica de Honestidad.
—¿Qué máscara has perdido, Honi?
—La de la Danza del Boyero. —Honestidad sostenía un farol con una mano sobre
una caja de madera y revolvía frenética su contenido con la otra—. Ya sé que aún no
la necesito, pero la he de tener preparada; más tarde no habrá tiempo de buscar.
Un destello de raso amarillo por entre un montón de capas lllamó la atención de
Índigo, y extendió la mano.
—¿Ésta?
—¡Ohhh! —Honestidad se llevó una mano al corazón y simuló poner los ojos en
blanco como si fuera a desmayarse—. ¡Gracias!
Constan apareció por detrás de las bambalinas. Se detuvo al tiempo que miraba
con aire profesional aquel aparente caos, luego dijo:
—¿Todo el mundo listo? Los acróbatas están a punto de terminar.
De la plaza sonaron unos cuantos aplausos, mezclados con algunos vítores y
alegres silbidos, y Fran levantó los ojos mientras terminaba de atar las polainas de la
pequeña Responsabilidad, de siete años.
—¿Qué tal el público, papá? ¿Es tan malo como temíamos?
—Podría ser mejor, pero claro, también podría ser peor —respondió Constan—.
Al menos no falta gente; desde la puesta del sol han llegado muchos más y se
amontonan en la plaza como gatitos alrededor de un plato de leche. Pero hay
demasiadas caras tristes para mi gusto.
—Bien, pues tendremos que efectuar un esfuerzo extra para animarlas. —Fran se
incorporó, terminada su tarea, y Responsabilidad flexionó las piernas de forma
experimental.
Se produjo entonces un súbito frenesí de actividad cuando los acróbatas —gente
menuda de las lejanas tierras del sudoeste, de piel pálida y cabellos casi blancos—
aparecieron corriendo por un lado de las bambalinas. Su jefe sonrió e hizo una
reverencia a Constan, luego el grupo se dejó caer sin aliento en el suelo y empezaron
a charlar entre ellos en su ininteligible lengua.
—Bien —anunció Constan—. Ahora vamos nosotros. ¿Tienes tu flauta, Cari? Y
vosotras, las pequeñas, poneos en fila, ya.
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Lanzó una protesta.
—Maldita sea, casi lo olvidaba, Fran: vamos a suprimir la Mascarada de los
Espíritus Arbóreos.
—¿Qué? —Fran lo miró boquiabierto—. Por la Diosa de la Cosecha, ¿por qué?
¡Es uno de nuestros mejores números!
—Lo sé. Pero empieza a correr un nuevo rumor; lo acabo de oír de labios del
dueño de la posada del Tonel de Manzanas. Al parecer la gente habla de una especie
de bosque que ha aparecido allí donde antes no había ninguno.
—¿Eh?
Constan meneó la cabeza.
—No me preguntes qué pasa. Todo lo que oí fue un galimatías sobre bosques
negros y árboles que se mueven. Parece como si alguien hubiera bebido más de la
cuenta y hubiera empezado a ver visiones, pero la historia se extiende como el fuego
sobre la paja. Para no disgustar a esta buena gente, dejaremos ese número.
Fran dijo algo que provocó que Cari lo mirara con profunda desaprobación.
—Muy bien. ¿Pero qué podemos poner en su lugar?
—Veremos cómo va la función, y lo discutiremos durante el descanso —
respondió su padre—. Tal y como están las cosas puede que lo mejor sea hacer que
nuestra actuación resulte más corta de lo normal.
Piedad, que había sacado la roja cabeza por un extremo de la partición, dijo:
—Vamos, nos esperan.
Y Constan hizo un gesto a Fran para que empezaran.
—Vamos, muchacho. No debemos hacer esperar al público.
Lanz tomó un tambor de cuero y, oculto todavía detrás de las bambalinas, empezó
a tocar una melodía rápida y solemne. Esti se le unió con la pandereta mientras Fran y
Cari se preparaban con sus caramillos. Constan hizo un gesto con la cabeza y todos
juntos atacaron una alegre tonada, y las cuatro Brabazon más pequeñas, con Piedad a
la cabeza, salieron de detrás de las bambalinas en fila de a una y ascendieron los
desvencijados peldaños que conducían a la plataforma.
Se produjo una oleada de fervientes aplausos, e Índigo vio cómo una débil sonrisa
cruzaba el rostro de Constan. Sabía lo acertado de iniciar su actuación con un número
del pequeño cuarteto. Piedad, que aún no había perdido por completo el ceceo de la
infancia, resultaba perfecta para el papel principal: la visión de aquella atractiva
criatura con sus pecas y sus brillantes rizos era seguro que conmovería los corazones
del público y los colocaría en una atmósfera receptiva.
La comitiva se detuvo en el centro del escenario; entonces Gentileza, Moderación
y Responsabilidad se colocaron formando una línea, de modo que Piedad quedó sola
delante de ellas. La luz de las antorchas sujetas a largos postes que iluminaban la
plataforma hacía que sus cabellos relucieran como una moneda de oro recién
acuñada, y de un grupo de mujeres de edad que se habían reunido en una sección del
público surgió un suave y afectuoso suspiro. La música se detuvo con un sonoro
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redoble, y Piedad levantó ligeramente su falda y dedicó una profunda reverencia a la
muchedumbre allí reunida.
—Buena gente del lugar, se os saluda —exclamó con voz aguda, con la seguridad
de una actriz consumada—, y se os da la bienvenida a esta reunión nocturna.
¡Acercaos, dejad a un lado las penas… y uníos a nuestra fiesta!
Las otras tres niñas mayores se tomaron de las manos, y las cuatro entonaron a
coro:
Fran, Cari y Lanz atacaron de nuevo la melodía, esta vez en forma de alegre y
vibrante tonada. Sobre el escenario, las niñas empezaron a bailar. Las tablas
resonaban y crujían de forma alarmante, pero nadie parecía advertirlo; detrás del
tabique Constan tomó su violín y Val su organillo mientras los demás ocupaban sus
puestos empujándose unos a otros. Índigo cogió su arpa —ya no tendría ocasión de
terminar de afinarla ahora, pero no importaba; cualquier nota discordante quedaría
ahogada en la alegre algarabía sonora general— y de repente la música de las flautas
se vio incrementada, convirtiéndose en un torrente al tiempo que Constan conducía al
resto de sus actores al escenario.
Esti, Honi y Armonía se unieron de inmediato a la danza, agitando las panderetas
al tiempo que giraban y hacían revolotear sus faldas de vivos colores. Dos de sus
hermanos se unieron también al baile, mientras los músicos se alineaban detrás de los
revoloteantes danzarines. Una exclamación surgió de entre la muchedumbre
entonces, cuando Grimya, en el momento exacto, describió un amplio círculo
alrededor del escenario y fue a detenerse ante Piedad; en ese momento la
exclamación se trocó en aplauso al ver cómo la loba realizaba una muy buena
imitación de una reverencia ante la niña y ambas empezaban a dar vueltas, como si
bailaran juntas.
Desde el fondo del escenario, Índigo sonrió ante las cabriolas de su amiga y la
reacción del público. La energía de la música y la excitación de estar de nuevo sobre
las tablas estaban disipando los tristes pensamientos de la noche anterior, y a pesar de
los problemas que afectaban a Bruhome, el público parecía bien dispuesto a dejar de
lado sus problemas y disfrutar del espectáculo.
La danza terminó bajo unos aplausos entusiastas, y mientras las más pequeñas
marchaban corriendo, con Piedad saludando con la mano y lanzando desvergonzados
besos, los mayores corrieron a disponer la escena para la representación de un solo
acto que seguía a continuación. Constan, muy prudente, se había decidido por «La
Dama y su Indiscreción», un melodrama cómico que permitía la sobreactuación y
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gran abundancia de insinuaciones y chistes salaces. Índigo no tenía ningún papel en
la obra, y por lo tanto se retiró detrás de las bambalinas para controlar a las pequeñas
y escuchar la marcha de la representación, que era coreada por grandes carcajadas por
parte de los espectadores. Esti, que poseía un gran talento cómico natural, resultaba
perfecta como la Dama del título, mientras Constan como su cornudo esposo y Val y
Lanz en los papeles de sus dos candidatos a pretendientes en constante disputa la
acompañaban con entusiasmo. Se escucharon vítores y aplausos cuando hicieron su
última reverencia; señal inequívoca de que el talento de la compañía de cómicos,
junto con el vino y la cerveza que ahora circulaba ya libremente por la plaza, estaban
obrando su propio y particular efecto sobre la gente.
Tras la obra vino un popurrí de canciones, seguido por la Danza del Boyero, y por
último por más canciones, esta vez melodías populares que se animó a la
concurrencia a corear, antes de un descanso de media hora para que los actores se
recuperaran. Durante esta pausa, Índigo —fortalecida por un pastel cosechero bien
picante y una jarra de cerveza— se unió a Esti y a Val para pasear por la atestada
plaza y contemplar los adornos florales. Los aromas de la comida y la bebida se
mezclaban con los olores más básicos de la naturaleza humana y el hedor de la brea
de las llameantes antorchas; mientras estudiaba rostros y captaba fragmentos de
conversaciones, Índigo detectó muy pocas señales de las preocupaciones que
acosaban Bruhome. La gente charlaba sobre cuestiones mundanas: el clima, el último
escándalo doméstico, los defectos de este nuevo aprendiz o del dueño de la taberna.
Sólo en una o dos ocasiones se interpuso una nota amarga: las palabras «bosque
siniestro» cuando una voz se destacó por un instante por encima del barullo general;
otra voz, trastornada, diciendo: «tres más se han visto afectados desde esta mañana,
según he oído»; una conversación susurrada, inaudible pero claramente apremiante
entre dos mujeres cuyos rostros estaban crispados por el dolor. Índigo no sabía si sus
compañeros eran conscientes del tenue hilo de inquietud que se iba extendiendo por
la atmósfera, y se guardó muy bien de llamarles la atención sobre ello. Constan, con
su conocimiento más profundo de la ciudad y de sus principales ciudadanos,
averiguaría qué más había que saber cuando llegara el momento. Hasta entonces,
pensó, lo mejor era olvidar aquella corriente oculta y concentrarse en los aspectos
más alegres de la noche.
Terminado el descanso, empezó lo que Val denominó con gran pesar «el auténtico
trabajo duro de la noche». La segunda parte del espectáculo de la Compañía Cómica
Brabazon consistía casi por completo en música y danza: llegado este momento, se
suponía, el público estaría demasiado excitado, o demasiado bebido (o ambas cosas)
para querer que se pusieran a prueba sus poderes de concentración en obras de teatro
y poesías. Todo lo que deseaban era corear a grandes gritos las sencillas y viejas
canciones que todo el mundo conocía, y —con un poco de estímulo por parte de los
Brabazon— tomar parte en los números de danza finales.
Las manos de Índigo estaban doloridas de tanto pulsar las cuerdas del arpa; junto
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a ella Val se encorvaba sobre su organillo, los dedos se movían a toda velocidad
mientras giraba la rueda de madera, mientras el violín de Constan y el caramillo de
Fran desarrollaban una rápida y compleja melodía por entre el retumbante fragor de
fondo. Las muchachas habían saltado de la plataforma e invitaban a los hombres del
público a formar pareja con ellas; los muchachos, imitándolas, se acercaron a un
grupo de mujeres que reían entre ellas y les dedicaron sendas reverencias,
extendiendo las manos. Cuando la desconfianza y la timidez se disiparon, y más y
más personas empezaron a unirse al baile, Índigo dirigió una rápida mirada de
soslayo en dirección a Constan y vio cómo la rápida y crispada mueca de
preocupación del día anterior aparecía otra vez en su rostro. No estuvo allí mucho
tiempo —estaba demasiado concentrado en su interpretación como para distraerse
durante más de un breve instante— pero a la muchacha le resultó fácil adivinar su
causa.
Por fin el último número tocó a su fin. Los Brabazon que bailaban dejaron a sus
parejas con besos y despreocupadas promesas que no se mantendrían, y dieron una
última vuelta al escenario, saludando al público. Los músicos, por su parte, dieron un
paso al frente y flexionaron subrepticiamente sus cansados dedos al tiempo que
sonreían y hacían reverencias. Mareada por la excitación, alegre y triste a la vez
porque los festejos y la fiesta hubieran terminado por aquel día, Índigo siguió a los
demás de regreso detrás de los bastidores; pero cuando sus ojos se posaron de nuevo
en Constan, observó que la inquietud regresaba a su rostro.
—¡Mi cuerpo y mi alma por una jarra de cerveza! —suplicó Val, y apenas dejó
caer su organillo en el suelo agitó las manos para mitigar la tensión.
Esti, que estaba sentada sobre una caja tumbada desatándose los zapatos, levantó
los ojos.
—Has iniciado los números de baile muy pronto, papá —dijo a Constan—. Unos
minutos más y los pies me hubieran empezado a arder… Hemos bailado durante más
de una hora, ¿lo sabías?
Algunos de los otros apoyaron su protesta, y Constan frunció el entrecejo.
—Mejor eso que perder a nuestro público, querida. Me di cuenta de que
empezaban a mostrarse inquietos; querían tomar parte en lo que sucedía, para quitarse
de la cabeza otras cosas.
—Pero…
—Nada de «peros». Cuando lleves tanto tiempo como yo en esto, sabrás cómo
interpretar las señales si es que tienes algo de ingenio. —Miró a su hijo mayor—.
Fran sabe de lo que hablo.
—Nos costó mucho conseguir que tomaran parte —corroboró el joven—. Lo
normal es que los hombres se peleen por bailar con las chicas, pero esta vez… —
Dejó que un expresivo encogimiento de hombros terminara su frase.
—Ése es el motivo por el que has tenido que bailar tanto rato. —Constan lanzó a
Esti una mirada furiosa—. ¿Satisfecha ahora, señorita? ¿Alguna otra queja?
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Esti volvió el rostro. Sus ojos todavía mostraban una expresión rebelde pero se
guardó muy bien de discutir.
Fran empezó a guardar el equipo en las cajas y baúles para preparar la caminata
de regreso a las carretas.
—¿Qué hay de mañana, papá? —inquirió—. No podemos ofrecer el mismo
espectáculo dos veces seguidas. Si tomamos la función de hoy como precedente
necesitaremos efectuar algunos cambios.
—Ya lo hablaremos por la mañana. —Constan se frotó los ojos—. En este
instante, estoy tan seco como un hueso y no deseo más que un buen trago de algo
decente. ¿Alguien más se viene al Tonel de Manzanas a tomar unas cuantas jarras?
Fran, Val, Lanz y Esti enseguida acordaron acompañarlo. Cari, con cierto
remilgo, rehusó, e Índigo meneó la cabeza con una sonrisa.
—Gracias, Constan, pero no he dormido bien esta noche pasada. Grimya y yo
regresaremos a las carretas con los otros.
—Como quieras. Dejad lo que no podáis llevar y nosotros ya lo recogeremos más
tarde. La milicia de la ciudad vigila para que no se robe nada.
El grupo se dividió y marchó en diferentes direcciones. En la plaza y las calles
que la rodeaban aún quedaban algunas personas, y de todas las tabernas surgía luz y
ruido, pero para la mayoría de los habitantes de Bruhome el día había finalizado. Se
había levantado una fresca brisa, y el cielo estaba despejado y negro como el
terciopelo. La noche anterior no había habido luna; esta noche había una fina y
reluciente medialuna, flotando muy baja en el este mientras iniciaba su viaje
nocturno.
—El viento sopla de la luna esta noche —dijo Cari en voz baja viendo el
campamento desde la orilla del río.
Ella e Índigo transportaban entre las dos el más grande de los baúles de ropa, e
Índigo miró la alta figura de la muchacha con curiosidad.
—¿Es eso importante? —preguntó.
Cari sonrió.
—Oh, no es más que una vieja superstición. Dice que cuando el viento sopla del
lugar donde se alza una luna nueva, anuncia grandes cambios.
—¿Para bien o para mal?
—Puede ser cualquiera de las dos cosas.
—Entonces, esperemos que sea para bien esta vez.
—Sí. —En la oscuridad, el rostro de Cari parecía una pálida máscara—.
Esperemos que así sea.
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ligeramente por la caminata desde la ciudad, se habían reunido en la carreta principal
para beber cerveza especiada caliente y charlar tranquilamente sobre los
acontecimientos de aquella noche. El sonido de unas botas en los escalones los alertó,
y al levantar la cabeza vieron a Constan en la puerta.
—Bien —dijo Constan con cierto resentimiento en la voz—. ¡Parece como si esta
noche hubiera más diversión bajo nuestro propio techo que en cualquiera de las
tabernas de Bruhome!
Se apretujaron en el reducido espacio y Cari trajo más jarras.
—¿Qué sucede, Constan? —preguntó Índigo—. ¿No habrán cerrado todas?
—No; pero lo mejor sería que lo hicieran por la diversión que pueden ofrecer.
Fuimos al Tonel de Manzanas; luego…, déjame ver. —Constan contó con los dedos
—: El Vellón, Las Cosechadoras de Lúpulo y Las Cinco Vides, y en todas partes
había lo mismo. Caras largas y ojos asustados. —Sacudió la cabeza entristecido—.
Nunca había visto nada igual.
—Y la conversación —añadió Val—. Rumores y más rumores. La historia sobre
el bosque ambulante está por todo el pueblo ahora.
Grimya irguió las orejas, e Índigo inquirió intranquila:
—¿Entonces la historia es cierta?
—La gente se comporta como si lo fuera —respondió Constan—. Cada vez son
más los que afirman haberlo visto. Árboles negros, dicen, de los que crecen espinas
tan largas como el brazo de un hombre. Y denso como la pared más gruesa que jamás
se haya construido.
—Pero si realmente hubiera algo de verdad en esto, papá, lo habríamos visto de
camino aquí —objetó Cari—. O si nosotros no lo hubiéramos visto, alguno de los
otros viajeros lo habría hecho y ya nos lo habrían contado a estas horas.
Constan le palmeó la mano.
—Lo sé, chica, lo sé. No tiene el menor sentido. Pero la gente de por aquí
empieza a creérselo.
—Y eso no es todo —añadió Fran, sombrío—. Otras cinco personas más han
contraído hoy esa misteriosa enfermedad, y otras dos han desaparecido.
Constan le dirigió una mirada furiosa.
—Te he dicho que no lo mencionaras. No delante de los más pequeños.
Fran se encogió de hombros.
—Si no se lo decimos nosotros, alguien se lo dirá pronto.
—Papá, este lugar no es saludable —dijo Lanz—. Creo que deberíamos irnos,
antes de que se vuelva peor…
Fran lanzó un bufido desdeñoso, pero Constan alzó una mano.
—No, Fran. He estado pensando lo mismo y creo que ya he decidido qué hacer.
Daremos un nuevo espectáculo mañana, tal y como hemos planeado; pero después de
esto nos despediremos de Bruhome y seguiremos adelante.
—¿Y perdernos el final de la Fiesta?
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—Sí. Para lo poco que va a valer la pena ahora. —Constan los contempló de uno
en uno—. ¿Bien?
Se produjeron murmullos, ruido de pies sobre el suelo.
—Tú sabes lo que es mejor, papá —dijo Armonía.
Y varias voces dieron su asentimiento. Fran continuó ceñudo, pero en su mayor
parte el sentimiento parecía ser de alivio. Aunque todo el mundo fingía no sentirse
afectado por la plaga que flotaba sobre Bruhome, no existía la menor duda de que la
inquieta atmósfera de la ciudad había dejado su huella.
Pero mientras que sus amigos parecían alegrarse de la decisión de Constan,
Índigo sintió como si un gran peso se hubiera instalado bajo sus costillas. Miró a
Grimya y supo que la loba compartía su aprensión. Un día más y la Compañía
Cómica Brabazon seguiría su camino. Tendría que comunicarles que ni ella ni
Grimya irían con ellos.
Desde el principio había sabido que esto acabaría por llegar, pero había alejado la
idea de su pensamiento tanto como le había sido posible, convencida de que de nada
servía preocuparse por ello hasta que llegara el momento. Y ahora que el momento
había llegado, no sabía cómo encontrar las palabras para decir adiós. No lo
comprenderían; creerían que se había cansado de ellos, que simplemente los había
estado utilizando; nunca había podido explicarles la verdad…
—¿Índigo?
Alzó la cabeza y vio que Cari la miraba con gran preocupación.
—¿Estás bien? —preguntó Cari—. Tienes un aspecto… bueno, raro.
—Estoy… bien. De veras, no es nada…
«Índigo», Grimya se dirigió a su mente con suavidad y tristeza. «Creo que debes
decírselo. Saben que algo no va bien, el momento no tardará en llegar de todas
formas. Díselo, Índigo. Será mejor para todos nosotros».
Quizá Grimya tenía razón. Si se andaba con rodeos, podría faltarle el valor, ¿y
entonces qué sucedería con ella? Cari seguía observándola, nada convencida por su
aseveración, e Índigo aspiró con fuerza.
—Constan —dijo—. Todos vosotros. Hay algo que tengo que deciros.
Se hizo el silencio. Todos la miraban ahora, y de repente el discurso que luchaba
por formar en su mente se hizo pedazos.
—Eh, vamos, muchacha. —Constan se inclinó hacia adelante y le oprimió el
brazo—. ¿Qué sucede? Vamos; puedes decírnoslo. ¿No somos acaso tus amigos?
Era lo peor que hubiera podido decir, aunque lo hubiera hecho de forma
totalmente involuntaria, e Índigo sintió una dolorosa sensación de ahogo en la
garganta. Abrió la boca, obligándose a hablar, y empezó a decir:
—Constan, yo…
Y las palabras se transformaron en una sorprendida exclamación al dejarse oír por
el prado un espantoso gemido inhumano.
Las jarras fueron a estrellarse en el suelo del carromato y sólo los reflejos
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instintivos de Lanz evitaron que el pequeño hornillo de leña se volcara cuando todos
se pusieron en pie de un salto.
—¡Por la Madre de la Cosecha! —A Fran se le pusieron de punta los cabellos—.
¿Qué fue eso?
Se dirigió hacia la puerta, pero Constan lo sujetó por el brazo.
—¡Espera, muchacho! Deja que mire.
Se adelantó y abrió la puerta superior de par en par. Al hacerlo, el terrible sonido
se inició de nuevo; fino, fantasmal, como la voz de un alma bajo atroces tormentos.
Cari gimió e intentó taparse los oídos; Armonía y Honestidad se abrazaron, y
Sinceridad olvidó sus anteriores bravatas de muchacho de doce años y corrió a
cogerse de la mano de Índigo. Mientras el espantoso sonido se desvanecía escucharon
gritos procedentes de otras partes del prado, y se recortaron siluetas contra los
rescoldos de las hogueras a medida que otros feriantes se iban reuniendo. Grimya,
con todo el pelaje erizado, empezó a gruñir; entonces, se oyó gemir por tercera vez a
aquella voz horrible que surgía de la noche, y en algún lugar cerca del río una mujer
chilló.
—Proviene de algún lugar al otro lado del río.
Constan abrió la parte inferior de la puerta y bajó corriendo la escalera, con Fran,
Val y Esti detrás; y antes de que Índigo pudiera llamarla a su lado, Grimya corrió
también tras ellos, y los cinco se precipitaron a campo traviesa en dirección a la
orilla.
—¡Papá! —gritó Cari, con voz aterrorizada—. ¡Papá, ten cuidado!
La voz excitada de Grimya penetró en la mente de Índigo por entre todo aquel
caos. La loba se había adelantado a los humanos, mucho más lentos que ella, y ya
había llegado a la orilla, donde se detuvo para olfatear el aire con el hocico.
«Oigo de dónde procede este horrible sonido», dijo. «Viene de muy lejos, del otro
lado del río, de las colinas. Y puedo oler algo; puedo hacerlo… ¡Índigo!», y la voz
de Grimya irrumpió en el mundo real al transformarse en un aullido.
—¡Madre Todopoderosa!
Índigo descendió los escalones de un salto, y mientras corría en dirección a la
orilla escuchó un temeroso lamento procedente de una de las otras dos carretas al
despertarse las dos niñas más pequeñas, pero no podía detenerse a ocuparse de ellas.
Había sentido la terrible oleada de terror surgida de la mente de Grimya cuando ésta
aulló, y en la suya empezaba a cobrar forma ese mismo pánico.
Grimya estaba agazapada junto a la orilla, las orejas echadas hacia atrás, sin dejar
de gruñir. Constan había intentado calmarla pero no se atrevía a acercarse demasiado,
y cuando Índigo llegó corriendo levantó los ojos, aliviado.
—¡Maldita sea, Índigo, está tan asustada como todos nosotros!
—¡Grimya! —Índigo se arrodilló y abrazó la leonada cabeza de la loba—.
¡Tranquila! ¡Todo está bien!
Y añadió en silencio la apremiante pregunta:
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«¿Qué has percibido?».
Grimya temblaba; lamió la mano de Índigo para luego apretar con fuerza el
hocico contra su cuerpo.
«No… lo sé. ¡Pero me dio miedo!».
—Está bien —le dijo Índigo a Constan, que seguía observándola.
—¡Entonces es la única de todos nosotros que lo está! —El rostro de Constan
mostraba un tono ceniciento.
La noche volvía a estar en silencio, pero en aquel silencio parecían resonar aún
los ecos de aquel terrible gemido. De las tiendas y carromatos salía cada vez más
gente que se aproximaba a la orilla; un caballo relinchó y poco a poco las voces
empezaron a romper la quietud. Un niño lloriqueó; se escucharon susurros, preguntas,
figuras vagas se apretujaban en pequeños grupos para discutir y señalar al otro lado
del río. Más atrás, se escuchaban los sollozos de más de una persona, una reacción
refleja al temor y la sorpresa.
Constan miró fijamente a la otra orilla. En voz baja, con los dientes apretados,
siseó:
—Por cien mil maldiciones, ¿qué es lo que hay ahí?
Val sacudió la cabeza. También él estaba pálido.
—No preguntes, papá. Mejor no saberlo.
—No —replicó Fran con fiereza—. Debiéramos saberlo. —Agitó la mano
frenéticamente para indicar las lentas aguas—. ¡Hay algo horrible al otro lado del río,
papá, y apostaría cualquier cosa a que tiene algo que ver con lo que está sucediendo
en Bruhome! No deberíamos quedarnos aquí quietos como un rebaño de ovejas…
¡deberíamos ir tras eso y averiguar qué es!
—No seas idiota, muchacho —replicó enojado Constan—. ¡Sea lo que sea esa
cosa está fuera de nuestra comprensión!
—¿Cómo podemos saberlo a menos que vayamos a ver? —persistió Fran—.
¡Papá, escúchame! Si cogemos los ponis, tú y yo y Val, y quizá también Temp si tiene
valor para ello, e Índigo y Grimya; las dos son tan buenas como cualquier hombre;
podemos ir y ver por nosotros mismos qué se ha de hacer.
«¡No!», dijo Grimya en silencio, pero con terrible énfasis.
Y de repente Índigo supo lo que la loba había estado intentando decirle pero no
había podido articular. Se puso en pie.
—No, Fran.
Fran se volvió, sobresaltado, y Constan se interrumpió en el mismo instante en
que iba a lanzar una furiosa negativa. Ninguno de los dos había oído nunca hablar a
Índigo con tanta autoridad, y Fran arrugó el entrecejo, molesto por su intervención.
—¿Qué quiere decir «no»? —exigió—. ¿De qué otra forma vamos a descubrir
qué hay ahí? ¿O es que esperas que nos quedemos quietos sin hacer nada?
—Sí —repuso Índigo—. Si tienes algo de seso, eso es exactamente lo que espero.
Constan empezó a decir:
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—Mira, chica…
Pero Fran lo interrumpió, ahora enojado.
—Escúchame a mí, Índigo…
—¡No, Fran, tú has de escucharme a mí! —Su voz sonaba llena de agresividad—.
¡Y por una vez, ten el sentido común de no discutir con aquellos que saben más que
tú! —Hizo una pausa—. Ninguno de vosotros, ninguno de vosotros, deberá salir en
persecución de lo que sea que haya allí. Ni esta noche, ni mañana, ni ninguna otra
noche. Dejadlo tranquilo. ¿Me entendéis?
Fran estaba visiblemente sorprendido. Los que estaban lo bastante cerca como
para haberla oído los observaban con curiosidad, y para ocultar su contrariedad
intentó no tomárselo en serio.
—Mira, Índigo, no te culpo por tener miedo, pero…
—Sí, tengo miedo. —Le cerró el paso—. Y estoy dispuesta a admitirlo, ¡lo cual
me convierte en un ser menos idiota que tú! —Y antes de que él pudiera responder,
dio media vuelta y se alejó a grandes zancadas de regreso a las carretas.
Fran lanzó una maldición y, decidido a no dejarle decir la última palabra, hizo
intención de ir tras ella, pero se detuvo de nuevo, sintiendo que se le revolvía el
estómago cuando el agudo y fantasmal gemido se elevó de nuevo en la noche. Esta
vez parecía que no era una sino cincuenta las voces que gemían en desolada armonía;
la gente chilló temerosa, retrocediendo lejos de la orilla, y el gemido se apagó, se
desvaneció hasta quedar tan sólo una única voz torturada. Durante un instante una
única nota de profunda agonía resonó desde los distantes páramos; luego, también
esta nota se apagó con un estremecimiento y se desvaneció.
No muy lejos, dos hombres se apretaron uno contra el otro y agacharon las
cabezas en silenciosa y ferviente plegaria. Las miradas de Fran y Constan se
encontraron, pero ninguno pudo hablar. Val y Esti estaban cogidos con fuerza de la
mano, mudos. Por fin, Constan rompió el silencio.
—Regresad a las carretas. —Había una tranquila autoridad en su voz que ninguno
de ellos se atrevió a desafiar—. Quizá ninguno de nosotros duerma esta noche, pero
cerraremos las puertas a cal y canto para mantener a la noche fuera.
Esti y Val empezaron a alejarse y Fran los habría seguido, pero Constan lo
contuvo.
—Fran. —Sus ojos lo miraron con fijeza, preocupados—. No me gusta ver
peleas.
Fran enrojeció, furioso.
—¡Ella ha empezado! Hablándome como si no fuera más que un pobre palurdo de
fiesta de pueblo…
—Quizá se ha pasado de la raya, pero pensó que tenía un buen motivo —repuso
Constan con serenidad—. Sólo intentaba hacer lo mejor; y por lo que todos nosotros
sabemos, puede que tenga razón. Haz las paces con ella, Fran, y no le guardes rencor.
Fran vaciló, luego asintió de mala gana.
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—Sí, papá.
—Buen chico.
Constan volvió la cabeza por encima del hombro para contemplar el río que fluía
tranquilo y lento. No podía explicarlo, pero tenía la fuerte convicción de que ya no se
oirían más voces fantasmales: al menos, no esta noche. Pero en cuanto a mañana…
—Esto me ha acabado de decidir del todo —dijo en voz baja.
—¿Sobre lo de abandonar Bruhome?
—Sí. Una actuación más, y nos vamos.
Se produjo un largo silencio. Luego Fran dijo:
—Me alegro, papá. Ya sé que fui el único que se opuso, pero… —También él
miró el río y contuvo un escalofrío—. Entre tú y yo, me alegro.
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Capítulo 4
A la mañana siguiente, el ambiente en el campamento del prado estaba muy
apagado. La gente se saludaba con suspicacia y parecía ansiosa por evitar mirarse
directamente a los ojos; desde luego nadie deseaba siquiera mencionar los
acontecimientos de la noche anterior, aunque su recuerdo flotaba sobre el
campamento como el humo.
En la ciudad de Bruhome, no obstante, la atmósfera era muy diferente. También
sus habitantes habían oído los fantasmales ruidos que provenían de los páramos, pero
al contrario que los forasteros, no ocultaban su miedo. Cuando Índigo, Cari y Val
llegaron al mercado matutino a comprar provisiones para la caravana, lo encontraron
atestado de gente que hablaba, hacía preguntas y especulaba. Parecía como si todos
los hombres, mujeres y niños de Bruhome hubieran salido a las calles en busca de la
confortación y la seguridad de la compañía de sus conciudadanos. O más bien, se
corrigió pesarosa Índigo, al menos todos aquellos hombres, mujeres y niños que
todavía no se habían visto afectados por la enfermedad. Se rumoreaba que otros
nueve habían enfermado durante la noche; lo que había empezado como un fenómeno
aislado amenazaba con convertirse en epidemia, y los acontecimientos de la noche
daban una fea dimensión extra a los terrores de la población. Algunos decían —y el
cuchicheo crecía, deslizándose por la ciudad— que aquel espantoso gemido eran las
voces de las almas desencarnadas que erraban perdidas por los páramos: las almas
torturadas, quizá, de las desgraciadas criaturas que habían desaparecido de sus
hogares desde que empezara la plaga.
Mientras escuchaba los rumores, las historias, los atemorizados cuchicheos,
Índigo intentaba no pensar en el enfrentamiento que había tenido con Fran en la orilla
del río. Tanto Constan como Fran —y tampoco Val ni Esti— no habían vuelto a
mencionar el incidente, pero su recuerdo aún despertaba cierta amargura en la mente
de Índigo, y las habladurías que recorrían la ciudad no hacían nada por disminuirla.
Su intención no había sido menospreciar a Fran; pero en aquel momento, con la
advertencia de Grimya resonando en su cabeza y los ecos del espantoso gemido
corrompiendo aún el aire, se había sentido asustada; y con buen motivo.
Algo horrible e impuro había llegado a Bruhome. Índigo creía conocer su esencia,
si no su forma, y estaba decidida a proteger a los Brabazon de aquello costara lo que
costase. La imprudente bravata de Fran nada podía contra esta cosa, y la curiosidad
era una trampa mortal. Tenían que seguir adelante. Tenían que dejarlas a ella y a
Grimya allí y marchar de Bruhome antes de que se vieran envueltos en algo que no
podrían comprender, y mucho menos controlar.
—¿… crees? —La voz de Val irrumpió en su mente—. ¿Índigo?
Levantó los ojos desconcertada y comprendió que el joven le había hecho una
pregunta, pero no lo había estado escuchando.
—¿Qué?
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Val hizo una mueca.
—¿Dónde estabas? ¿En la luna?
—Lo siento. —Miró a su alrededor, a las ligeramente marchitas guirnaldas que
adornaban paredes y toldos, y contuvo un estremecimiento—. Miraba las flores.
Val enarcó las cejas.
—Te he preguntado cuánta harina de avena crees que necesitaremos. ¿Un saco o
dos? No sé cuánto tiempo se conserva.
Índigo hizo un esfuerzo por regresar a las cuestiones mundanas, pero su cerebro
se negaba a responder.
—No… lo sé, Val. Lo mejor será preguntar a Cari.
El joven arrugó la frente.
—Eh, ¿qué te pasa? ¡Parece como si estuvieras en trance! —Su expresión se trocó
en una de alarma—. Índigo, ¿no estarás cogiendo la enfermedad?
—No —le aseguró—. No, Val.
Sabía de forma instintiva que la enfermedad de Bruhome no la afectaría. Hizo un
nuevo esfuerzo, mayor esta vez, y su mente se aclaró y el mundo real regresó ante
ella.
—Estoy bien.
—Uf, es la atmósfera de este lugar. —Val indicó impotente a su alrededor—. Nos
está afectando a todos, Índigo. Empiezo a pensar que papá tendría que olvidarse de la
actuación de esta noche y marchar ahora. Sé que parece cruel, porque esta gente
necesita que la animen; pero… Bueno, a veces uno tiene que anteponer el propio
interés, ¿no crees? —Clavó la mirada en el rostro de ella, ansioso por obtener su
aprobación, e Índigo asintió.
—Estoy de acuerdo contigo, Val. La verdad es que hablaría yo misma con tu
padre sobre ello si pensara que serviría de algo.
—A lo mejor sí. Es más probable que papá te escuche a ti que a cualquier otro,
con excepción quizá de Cari.
Índigo escudriñó los rostros que se apretujaban a su alrededor yendo de un lado a
otro, diciéndose que era mejor no pensar en ello, no pensar en lo que significaría; no
aún…
—¿Y dónde está Cari?
Val se volvió, mirando al lugar por el que habían venido.
—Estaba allí hace un minuto, en el puesto del quincallero. Dijo que quería un
remache nuevo para el cucharón grande; el mango se está soltando. Pero ahora no la
veo. ¿Cari? —Alzó la voz—. ¡Cari!
Algunas personas levantaron la cabeza, pero a Cari no se la veía por ninguna
parte. Val masculló algo entre dientes y se introdujo entre la multitud, entonces se
detuvo y señaló, con una mueca.
—Ahí está. En el banco que hay a la puerta de esa taberna, descansando los pies
tranquilamente, la muy perezosa. ¡Cari! ¡Ven aquí!
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Una sospecha, sólo eso; pero Índigo sintió un nudo en el estómago…
—¿Cari?
La expresión de Val cambió de repente. Empezó a moverse, abriéndose paso por
entre ciudadanos sorprendidos e indignados.
—¡Cari!
Cari estaba recostada en un banco de madera colocado contra la pared encalada
de una de las muchas cervecerías de Bruhome. Su bolsa de cáñamo, en el suelo junto
a ella, se había volcado y sus compras se desparramaban por el suelo, pero ella no
parecía darse cuenta: su cabeza colgaba como la de un borracho, con mechones de
sus brillantes cabellos cayéndole sobre el rostro, y sus manos se agitaban débilmente,
impotentes, sin que pudiera controlarlas.
—¡Cari! —Val llegó junto a ella con un patinazo final, se dejó caer de rodillas y
la sujetó con fuerza por los brazos—. Cari, ¿qué sucede? ¿Qué pasa?
Índigo, cuando por fin lo alcanzó, se inclinó sobre Cari, tomó el rostro de la
muchacha entre sus manos y la obligó a levantar la cabeza. Unos ojos total y
absolutamente vacíos se enfrentaron a su aturdida mirada, y supo, supo antes de que
la lógica pudiera hacerse con el control, de lo que se trataba.
El rostro de Cari tenía una palidez mortal. Por un momento, contempló a Índigo
sin verla, luego sus labios se torcieron hacia abajo en una expresión de inefable pesar.
—Es tan triste… —dijo, y había una gran sorpresa en su voz, una terrible e
infantil inocencia—. Ohhh… es tan triste… —Y su cuerpo cayó de lado fuera del
banco al tiempo que perdía el conocimiento.
Val la tomó en sus brazos.
—¡Cari! —Pronunció su nombre con voz chillona, desesperada, al tiempo que la
zarandeaba—. ¡Cari!
—¡No! —Índigo extendió la mano para detenerlo al ver que parecía a punto de
golpear la cabeza de Cari contra la pared en frenética insistencia—. ¡Val, no sirve de
nada! Está…
Se interrumpió, consciente de pronto de las personas que empezaban a rodearlos,
de los rostros curiosos, y a medida que el temor se transformaba en certeza, de la
sorpresa y simpatía y de la oleada de compañerismo.
—… justo igual que la muchacha de la buena señora Frene…
—… es tan repentino, nadie puede predecir cuándo…
—El pequeño del Burgomaestre Mischyn; recordáis como…
—Val… —Índigo escuchó alzarse su propia voz por entre el creciente murmullo
de voces y apenas si la reconoció—. Regresa al prado. Trae a tu padre; ¡corre! —Y al
darse cuenta de que estaba demasiado aturdido para comprender lo ocurrido, siguió
—: Val, ¿no lo comprendes? ¡Tiene la enfermedad!
—¿Qué ha hecho ella para merecer esto? Contestadme a esto: qué ha hecho nunca
mi pequeña para merecer verse fulminada así en la flor de la juventud, en plena
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belleza, en…
—Papá; papá, por favor. —Fran, que había venido corriendo con su padre desde
el prado, lo sujetó por los hombros y lo sacudió con suavidad, en un intento por
contener el farfullante torrente de palabras—. Cari no ha hecho nada. Es sólo… —
Levantó los ojos desvalido hacia el círculo de preocupados espectadores; el
Burgomaestre Mischyn, al que la conmoción había sacado de su casa situada muy
cerca de allí, meneó la cabeza con tristeza y los demás bajaron los ojos al suelo—. Es
mala suerte, papá —terminó Fran pesaroso—. No es más que mala suerte.
—¿Mala suerte? —Constan se puso en pie de un salto, furioso—. ¡Los Brabazon
no tienen mala suerte! ¡Buena suerte, eso es lo que hemos tenido siempre! ¡Incluso
cuando vuestra madre, bendita sea tres veces, nos fue arrebatada eso no fue mala
suerte, fue el deseo de la Gran Diosa y una recompensa para ella después de tantos
años de trabajo! Nosotros no tenemos mala suerte; no hasta ahora; no hasta que
vinimos a este perdido estercolero de ciudad, con sus pestes y sus enfermedades y…
—¡Papá, déjalo ya! —Fran lo zarandeó de nuevo, esta vez con más fuerza—. ¡No
piensas lo que dices, y lo sabes! ¡Esto no es culpa de Bruhome; ellos también sufren
tanto como nosotros!
El rostro de Constan estaba casi morado. Las lágrimas corrían por sus mejillas y
por un momento pareció como si fuera a golpear a Fran; pero enseguida afloró la
razón y desvió la mirada, parpadeando.
—Tú no lo comprendes —musitó—. Tú no comprendes lo que es tener hijos, y
quererlos e intentar protegerlos y…
—Constan, mi buen amigo. —El Burgomaestre Mischyn dio un paso hacia
adelante y rodeó con su brazo los hombros del aturdido padre—. Hay aquí muchas
personas que sí comprenden, y que se solidarizan con tu sufrimiento. —Lanzó un
profundo suspiro—. Si hubiera pensado por un solo instante que esta enfermedad
podría extenderse a nuestros invitados, entonces jamás habría permitido que se
celebrase el Festival; habría puesto la ciudad en cuarentena, habría hecho cualquier
cosa… Constan, es mi culpa, ¡y lo siento profundamente!
Los hombros de Constan se agitaron convulsos y éste tragó saliva. Su autocontrol
había regresado ya y asintió, teniendo buen cuidado de no mirar la figura pálida e
inmóvil de Cari tendida sobre el banco.
—Perdóname, Mischyn. El shock; la preocupación… —Hizo un gesto de
impotencia—. No quería…
—Claro que no. Y te aseguro que se hará todo lo posible por tu hija. La
llevaremos a mi propia casa, y…
—No —lo interrumpió Constan—. Me la llevaré de regreso a los carromatos.
—Como desees, claro está. Pero…
—No —repitió Constan, testarudo—. Irá a su propia casa. Allí es donde quiere
estar; conozco a mi hija. Y luego nos iremos. —Dirigió una rápida mirada a Fran y a
Val, como retándolos a que se opusieran—. ¡Me llevo a mi pequeña Cari a un
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médico, me la llevo a que la curen!
Nadie habló, pero unas pocas cabezas se agitaron muy serias. Haciendo a un lado
los intentos de Fran por ayudarlo, Constan tomó el inerte cuerpo de Cari en sus
brazos, para luego dedicar a los reunidos una última y entristecida mirada antes de
alejarse a grandes zancadas en dirección al prado. Fran miró al Burgomaestre
Mischyn pero no se le ocurrió nada que decir; en lugar de ello ensayó un gesto de
disculpa y, con Val a su lado, salieron en pos de Constan.
Índigo contempló cómo los tres Brabazon y su carga desaparecían entre la
multitud, pero no hizo el menor intento de seguirlos. Desde la llegada de Constan se
había retirado a un segundo plano; y en la confusión resultante la habían olvidado, y
ella, por su parte, no sentía el menor deseo de entrometerse. Sin embargo, al
contemplar la deprimente escena que se desarrollaba frente a la taberna, se había
visto enfrentada de forma repentina y dolorosa con la fría realidad de su propia
conciencia. Fuera lo que fuese lo que los demás dijeran o pensaran, sentía que era ella
la única culpable de la desgracia que había caído sobre los Brabazon. Debería
haberles advertido en cuanto se dio cuenta de que su objetivo estaba en Bruhome;
habría debido utilizar todas las artimañas que hubiera podido encontrar para
disuadirlos de quedarse en la ciudad. Mejor aún, debiera haberse negado a dejarse
llevar por la debilidad y abandonado la Compañía, con o sin explicaciones, cuando la
intuición le había advertido por vez primera de lo que podía haber más adelante. Pero
no: en lugar de ello había elegido posponer el momento, ocultándose tras una
complaciente ilusión mientras se prometía a sí misma que aún podía continuar en
aquella placentera situación durante un poco más, sólo un poco más, sin poner en
peligro a sus amigos. Si hubiera sido honrada, pensó con amargura, habría reconocido
la verdad mucho antes, y Cari y su familia no sufrirían ahora por culpa de su
egoísmo.
Deseó que Grimya estuviera aquí. Necesitaba el apoyo de la loba, su consejo y su
prosaica sensatez para que la ayudara a decidir qué era lo mejor que podía hacer. Pero
Grimya estaba en el campamento, había preferido jugar con las pequeñas en lugar de
deambular por el mercado atestado; y además, Índigo no necesitaba preguntarle para
saber lo que le diría. Grimya le diría lo que ya sabía: que debía despedirse de los
Brabazon ahora y asegurarse de que estaban a salvo y lejos de Bruhome antes de que
ocurriera nada peor. Por muy dolorosa que resultara la despedida para las dos partes,
debía hacerse. No había lugar para más excusas.
La bolsa volcada de Cari había quedado olvidada en la confusión y seguía allí
junto al banco, ahora vacío. Índigo se agachó para recoger lo que había caído y
colocarlo de nuevo en su interior, luego se incorporó y miró a través del gentío en la
dirección que Constan y los otros habían tomado. Una fría y siniestra premonición se
agitó en su interior, como el despertar de algo inmundo. Luego levantó la bolsa, se
pasó la correa por el hombro, y atravesó la plaza.
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Durante todo el camino de regreso al prado, Índigo ensayó en silencio lo que diría
a los Brabazon, cómo les comunicaría que no iba a irse con ellos cuando abandonaran
Bruhome. Las palabras resultaban inadecuadas y estaban muy lejos de la auténtica
verdad, pero eran las mejores que encontró y, fuera lo que fuese lo que ellos
pensaran, tendrían que bastar.
Pero cuando avistó el campamento, se dio cuenta de inmediato de que alguna otra
cosa no iba bien. Había esperado encontrarse con una gran actividad, carretas que se
cargaban, los bueyes enjaezados, los ponis sujetos en hileras detrás del último
carromato. En lugar de ello, vio a la familia —a aquellos miembros que no estaban en
la carreta de las muchachas cuidando de Cari— reunida alrededor de la carreta
principal. Se oían fuertes voces que discutían, y de repente Grimya se destacó del
grupo. Había percibido la llegada de Índigo, y fue deprisa a su encuentro.
«¿Grimya?». Índigo se dirigió a la loba con su mente. «¿Qué sucede?».
«No estoy segura», respondió Grimya. «Algo le pasa a Cari, y se habló de
abandonar la ciudad. No he comprendido todo lo que dijeron. Pero ahora parece que
una de las carretas no puede moverse. Constan dice que el eje está roto».
La siniestra premonición de Índigo se tornó de repente en algo mucho peor.
Aceleró el paso en dirección a las carretas, y Grimya, al trote a su lado, dijo:
«Índigo, ¿qué le ha sucedido a Cari? Pensaba que estabas con ella en el
mercado, pero cuando no has regresado con los otros…».
«Sí estaba con ellos. Cari… ¿sabes Grimya?, tiene la enfermedad. La enfermedad
del sueño que azota la ciudad».
Su información transmitió mucho más que palabras, y Grimya percibió de
inmediato la dolorosa autorrecriminación presente en el mensaje. Llena de lealtad,
empezó a protestar, a replicar que Índigo no podía haber previsto aquel giro en los
acontecimientos, pero antes de que pudiera transmitir más que algunas enérgicas
palabras, Fran levantó la cabeza, las vio, y se acercó enseguida. Su rostro estaba
descompuesto.
—La mala suerte nos acompaña, Índigo —le dijo sucintamente.
—¿Qué ha sucedido?
—El travesaño del eje se ha partido. Sólo la Madre sabe cómo ha podido suceder,
pero no podemos movernos hasta que esté arreglado.
—¿Cuánto tiempo tardará?
—Es difícil de decir. Por suerte, hay un magnífico carretero en la ciudad. Siempre
y cuando no haya caído enfermo o desaparecido podría…
—¡Fran!
Fran se interrumpió al llamarlo su padre desde el lugar donde estaba, agachado
junto a la averiada carreta. Constan se puso en pie y se les acercó; sudaba, pero su
rostro, bajo el bronceado, estaba pálido.
Saludó a Índigo con un rápido y seco gesto de cabeza y dijo:
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—Se necesitará medio día de trabajo para arreglarlo. No pienso esperar tanto
tiempo; no mientras mi Cari está ahí tendida como si estuviera muerta. —Se secó la
frente con manos mugrientas; el día era caluroso y amenazaba con volverse opresivo
—. Escucha, muchacho: quiero que cojas el mejor poni y te adelantes a caballo. Hay
una ciudad a unos cincuenta kilómetros al norte que es lo bastante grande como para
tener su propio médico; ve en su busca y regresa aquí con él. Nos encontraremos por
el camino.
—Muy bien, papá. —Fran parecía aliviado, agradecido por tener algo práctico y
positivo que hacer—. Cogeré el semental; es obstinado pero es veloz y tiene aguante.
Hizo intención de dirigirse a toda prisa hacia la hilera de ponis, y de pronto
Índigo dijo:
—Fran…, iré contigo.
La miró. Por un instante la muchacha vio brillar un destello de rencor, como si,
recordando su enfrentamiento de la noche anterior, Fran pensara que ella quería dar a
entender que el muchacho necesitaba protección, y rápidamente añadió:
—No hay nada que pueda hacer aquí, y quiero ayudar a Cari.
Constan replicó:
—Gracias, muchacha. ¡Gracias!
Y Fran cedió.
—De acuerdo. Vamos; no hay tiempo que perder.
Mientras corrían hacia los ponis, Índigo se preguntó si había tomado una decisión
acertada. Había sido puro impulso, alimentado por un sentimiento intuitivo de que, ya
que los Brabazon se veían obligados a permanecer en Bruhome, podrían estar más
seguros si ella no estaba entre ellos. Era una convicción sin lógica, pero había
aprendido por dura experiencia que a menudo el instinto era un guía más certero que
la lógica; y además, cualquier ayuda que pudiera proporcionar ahora podría ser una
pequeña recompensa por los problemas que había traído a aquella familia. Al diablo
la piedra-imán y sus instrucciones, pensó; el asunto que tenía que resolver en
Bruhome podía esperar un poco.
Fran ensilló dos ponis mientras Índigo llenaba odres de agua y preparaba un
pequeño paquete de raciones básicas. También dedicó un momento a recoger la
potente ballesta de cortas saetas que había adquirido hacía varios años en Davakos
después de navegar en El Orgullo de Simhara desde Khimiz al continente occidental.
Había aprendido a utilizar un arco a una temprana edad y era una tiradora excelente;
su puntería junto con la pericia de Fran en la lucha con cuchillo y la presencia de
Grimya les darían toda la protección que necesitasen durante el viaje.
Grimya aceptó su decisión de acompañar a Fran sin hacer preguntas ni
comentarios. La loba se limitó a decir que prefería la actividad a la espera, e Índigo
tuvo la sospecha de que, también ella, se sentiría mejor lejos de la caravana. También
estuvo de acuerdo con la segunda intención de Índigo, que era hablar con Fran
durante la marcha y explicarle de la mejor forma posible por qué regresaría a
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Bruhome en lugar de continuar con las carretas. Resultaría más fácil, pensaba ella,
decir lo que tenía que decir a una persona sola primero en lugar de enfrentarse a las
protestas e intentos de persuasión de toda la familia Brabazon. Fran, quizá más que
ninguno de los otros, al menos podría intentar comprender sus razones y ayudarla a
enfrentarse a los otros cuando llegara el momento.
Se pusieron en marcha sin largas despedidas, y mientras los ponis abandonaban el
prado, Índigo volvió la cabeza para echar una última mirada al campamento. Vio a
Constan y a tres de sus hijos agachados junto a la carreta averiada con Esti y Honi no
muy lejos; estaban absortos y apenas si se dieron cuenta de la marcha de los jinetes.
Tan sólo Esti levantó los ojos por un instante y los despidió con la mano antes de
volver su atención a los otros, e Índigo se sintió invadida por la tristeza.
El prado se perdió a su espalda, y Fran tomó la carretera que los llevaría lejos de
la ciudad. Índigo parpadeó para quitarse la humedad que se aferraba con tenacidad a
sus pestañas; luego, decidida, dio la espalda al campamento y a sus amigos, y espoleó
al poni para que emprendiera un rápido trote.
Durante casi una hora Índigo y Fran cabalgaron sin hablar. Fran mantenía un
ritmo rápido, ya que quería recorrer tamo terreno como fuera posible mientras los
ponis estuvieran descansados, y no había demasiada ocasión para conversar; sin
embargo Índigo era consciente de la existencia de una tensión residual entre ambos
que le indicaba que, si bien Fran podría haberle perdonado las duras palabras de la
noche anterior, no por ello las había olvidado. Y la muchacha se daba perfecta cuenta
de que la muralla que se había alzado entre ellos haría que resultara mucho más
difícil lo que tenía que decirle; pero por el momento había poco que pudiera hacer
para franquear aquel abismo, de modo que se obligó a concentrarse en el paisaje.
La carretera que discurría al norte de Bruhome se movía por entre dos clases
totalmente distintas de terreno que se mezclaban en un panorama típico de esta tierra.
Al oeste se encontraba la verde curva de los páramos que se elevaban de forma
gradual, interrumpida aquí y allá por el gris de un afloramiento de rocas o de una
escarpadura; mientras que al este había una suave extensión de manzanos de poca
altura y de campos de lúpulo que se perdían en el nebuloso horizonte. Era un día
extraordinariamente caluroso a pesar incluso de lo imprevisible del otoño: no soplaba
la menor brisa, y a medida que avanzaba la mañana el cielo perdía su nitidez y
adoptaba un tono metálico. Las sombras de los dos jinetes ya no eran visibles sobre el
camino, e Índigo supuso que no tardaría mucho en estropearse el día. Deseó que, si es
que iba a producirse una tormenta, hubieran llegado ya a su destino antes de que
descargara.
Poco después del mediodía llegaron a un vado poco profundo por donde uno de
los numerosos riachuelos del páramo atravesaba la carretera, y se detuvieron un rato
para descansar y comer, y dar de beber a los ponis. Grimya se alejó por su cuenta a
explorar madrigueras de conejos en el borde del páramo, mientras Índigo cogía un
poco de pan y queso de sus provisiones. Fran, de forma deliberada quizá, se sentó a
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tal distancia de Índigo que hacía imposible una conversación banal, y la muchacha se
dio cuenta de que si aguardaba a que la tensión entre ambos se desvaneciera por sí
sola lo que tenía que decir podría no decirse nunca. No podía aplazarlo por más
tiempo.
Se puso en pie y, tratando de que pareciera natural, paseó un poco junto al vado
antes de darse la vuelta y acercarse a donde estaba sentado Fran. Éste no la miró; por
el contrario siguió con la vista fija en la carretera que tenían delante, masticando
despacio un pedazo de pan.
—Fran, necesito hablar contigo —dijo la joven.
Esta vez sí que levantó la cabeza, y le dedicó un efusivo gesto.
—Claro.
Pero había un amago de cautelosa hostilidad en su voz.
—Cuando lleguemos a la ciudad; cuando hayamos encontrado un médico… —
Vaciló—. Fran, yo… es decir, cuando… —Maldición, pensó, maldita sea su cobardía.
Tenía que decirlo.
—Fran, escucha. —Se agachó frente a él—. Cuando hayamos encontrado un
médico y lo hayamos conducido hasta el lugar donde nos encontremos con los otros
en el camino, yo no seguiré el viaje con vosotros.
Por fin lo había dicho. Y Fran la miraba sin comprender.
—¿Qué?
—Intento decir que ha llegado el momento de que abandone a la Compañía
Cómica Brabazon.
Se produjo un profundo silencio mientras lo que había dicho penetraba por
completo en la mente de Fran. Luego, éste dijo en un tono de voz totalmente diferente
al anterior:
—¿Por qué?
Todo rastro de hostilidad se había desvanecido de repente, el rencor se había
transformado en desdichado desconcierto. Índigo clavó los ojos en el suelo a sus pies.
—Lo siento. No quería decirlo tan de sopetón; pero no creo que sirviera de mucho
envolverlo en fiorituras. Tengo que marchar. Es…
La interrumpió antes de que pudiera terminar.
—Índigo, ¿qué hemos hecho?
—¿Hecho? —Índigo levantó los ojos hacia él, y comprendió que el muchacho
había malinterpretado sus palabras—. ¡Nada! No es…
—Soy yo, ¿verdad? Anoche, cuando nosotros… ¡Índigo, te juro por la Gran
Madre que no era mi intención discutir contigo! De acuerdo; entonces estaba enojado.
Pensé que intentabas decirme cómo debía comportarme y no creía que tuvieras ese
derecho, pero…
—Fran. —Extendió una mano y le cogió por el brazo—. No es eso. Lo de anoche
no tiene nada que ver con esto.
Estaba claro que no la creía.
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—Índigo, no puedes dejar que una cosa tan banal te vuelva contra nosotros… ¡No
es justo! ¡Sea lo que sea lo que pienses de mí, no es justo para con los otros!
—¡Fran, por favor, escucha! No es a causa de ti. No tiene que ver con ninguno de
vosotros. —Índigo sentía un nudo en la garganta, pero luchó por controlarse—. En
realidad no quiero abandonaros.
—Entonces…
—Pero tengo que hacerlo. Lo he sabido desde el día en que tu padre me recogió,
aunque no he tenido el valor de decíroslo antes. Créeme, ojalá pudiera ser de otra
forma, pero no hay nada que pueda hacer para cambiarlo.
—¡No comprendo! Hablas como si…, no sé; como si tuvieras alguna obligación.
Índigo sacudió la cabeza con vehemencia.
—No puedo explicarlo, Fran. A lo mejor si hubiera habido más tiempo, podría
haber dado con las palabras adecuadas, pero tal y como están las cosas, sólo puedo
pediros que no penséis muy mal de mí.
Fran consideró todo aquello durante unos instantes. Luego, con lenta
deliberación, repuso:
—Así que te vas. Y sea lo que esto sea, sea lo que sea lo que te aparta de
nosotros, no nos lo puedes decir, y tampoco vas a cambiar de opinión.
—No puedo cambiar de opinión. Ojalá pudiera.
—Sí, ya veo. —La expresión de Fran se había tornado curiosamente pensativa;
entonces volvió a mirarla a los ojos—. ¿Adónde irás?
La muchacha calló por un instante. En teoría no podría perjudicar a nadie el
decírselo, pero la cautela, y su conocimiento de la forma de ser de Fran le advirtieron
en contra.
—No puedo decirlo.
—¿No confías en mí?
—¡Oh, Fran…! —Estaba demasiado cerca de la verdad, pero no podía
confesárselo—. No es eso.
—No. No, claro que no. Bien…, no hay nada más que yo pueda decir, ¿no es así?
Fran se balanceó hacia atrás y se puso en pie de un salto. Guiñó los ojos, mirando
en dirección a los páramos que se alzaban por el oeste.
—El cielo se está encapotando. No me sorprendería que empezara a llover antes
de la noche.
Índigo se levantó también.
—Fran…
—No. —Se volvió de nuevo hacia ella—. De nada sirve seguir hablando de ello.
Si has descansado, deberíamos seguir nuestro camino. —Por un instante la amargura
se pintó en sus ojos—. A menos que quieras regresar y recoger tus cosas ahora, y
olvidarte de Cari.
—No. —Índigo sintió cómo la vergüenza teñía sus mejillas—. Iré contigo. Es
decir, si me lo permites.
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—Es cosa tuya —dijo Fran encogiéndose de hombros.
Y se alejó a grandes zancadas en dirección a su poni.
Se pusieron en marcha de nuevo en doloroso silencio. Grimya regresó al escuchar
la llamada mental de Índigo; había tenido éxito en su cacería y se lamía aún los
últimos restos de conejo de las mandíbulas. Índigo le comunicó la esencia de su
conversación con Fran, y la loba contempló con tristeza la envarada figura del joven
que cabalgaba algunos metros por delante de ella.
«Lamento que se haya tomado tan mal la noticia», dijo. «Pero en mi opinión has
hecho lo único que podías hacer. Tenía que saberlo, y ésta era la forma más fácil».
«Sí; pero me siento tan culpable, Grimya… Como si hubiera traicionado su
confianza y su bondad».
«No lo has hecho», replicó Grimya con energía. «No decírselo a ellos habría sido
una traición aún mayor. Entonces, cuando nos encontremos de nuevo con las
carretas, ¿nos despediremos y marcharemos?».
«Sí; y regresaremos a Bruhome».
«Espero que la tormenta haya cesado para entonces», observó Grimya. «Percibo
que será muy fuerte. El aire empieza a oler con fuerza a tormenta».
Índigo miró hacia el oeste. Sobre los páramos, el cielo tenía ahora el color del
bronce pulimentado, y la humedad aumentaba con el calor de tal manera que parecía
como si faltara el aire. Extrañas ráfagas de brisa surgían de vez en cuando del este,
para estrellarse contra el avance de los nubarrones, y calculó que no faltaban más que
unas pocas horas para que descargara la tormenta.
Clavó los talones en los ijares del poni y lo guió al trote, al tiempo que llamaba a
Fran. Incluso las voces adquirían un tono extraño en el anormal silencio; demasiado
nítidas, demasiado resonantes. Fran volvió la cabeza y ella indicó con la mano en
dirección a los nubarrones que se acercaban, y empezó a hablar. Pero Fran miraba
más allá de ella, en dirección a los páramos.
—Un momento… —Alzó una mano a modo de advertencia y estiró el cuello;
observó, de pronto muy tenso, y luego dijo—: ¡Mira! ¡Allí!
Un destello de algo más pálido se movía por entre la maleza a lo lejos. Índigo
descolgó su ballesta con un movimiento instintivo y se llevó una mano a la espalda
para tomar una saeta, pero antes de que pudiera cargar el arma, Fran lanzó una
maldición entre dientes.
—¡Es otro de ellos!
—Otro…
Entonces, de repente, la muchacha comprendió a qué se refería, y se resguardó los
ojos del reflejo cobrizo del cielo para ver mejor.
Una figura solitaria avanzaba penosamente en dirección a la cresta de una
empinada elevación. Desde donde estaban no se podía distinguir si era hombre o
mujer, joven o mayor, pero su aire de inconsciente resolución era inconfundible.
Fran y ella intercambiaron una mirada; las diferencias entre ambos estaban
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repentinamente olvidadas.
—Crees… —empezó a decir Índigo.
—No puede ser otra cosa, ¿no es así? Y se dirige en la misma dirección en que
vamos nosotros.
Fran escudriñó la carretera que tenían delante. Quizás a unos cientos de metros
más allá, el límite del páramo se proyectaba sobre una elevada escarpadura alrededor
de la cual el sendero describía una curva. Lo que fuera que hubiese más allá de este
punto quedaba oculto, pero estaba claro que el camino del solitario paseante debía
cruzarse con el de ellos en el otro extremo de aquella misma colina.
Fran tiró de las riendas, haciendo que el semental agitara la cabeza, expectante.
—Vamos —dijo sucintamente—. Veamos adónde va.
El semental saltó hacia adelante antes de que Índigo pudiera protestar, y ésta
espoleó a su poni para que lo siguiera. Grimya echó a correr junto a ella, y al poco le
transmitió impaciente:
«Índigo, soy más veloz que vuestros caballos sobre este terreno accidentado: ¡me
adelantaré y averiguaré qué hay ahí detrás!».
«De acuerdo, ¡pero ten cuidado!».
«Lo tendré».
Grimya salió disparada hacia adelante, adelantó a Fran, y desapareció en la curva
de la carretera. Al cabo de un instante, Índigo sintió una llamarada de silenciosa
conmoción y alarma proveniente de la mente del animal; pronto la loba reapareció;
corría hacia ellos con las orejas pegadas a la cabeza.
Fran, al verla, tuvo la presencia de ánimo suficiente como para detener su
montura, y Grimya corrió hacia Índigo.
«¡Índigo! En el otro lado… hay…». La confusión reinaba en su mente y terminó
diciendo con desesperación: «¡Debes verlo tú misma!».
—¿Qué la ha puesto tan nerviosa? —inquirió Fran, muy agitado.
—No lo sé. Lo mejor será que sigamos adelante, pero despacio; ten mucho
cuidado.
Los ponis habían percibido su inquietud y resoplaron encabritados cuando Índigo
y Fran les instaron a seguir adelante. Dieron la vuelta a la escarpadura y el
sorprendido juramento de Fran se vio repetido en el grito de horror de Índigo cuando
vieron lo que cortaba la carretera.
El bosque se alzaba del suelo frente a ellos, recortándose contra el cielo taciturno.
Enormes árboles negros se habían abierto paso por entre la tierra y las rocas, sus
extrañas ramas, retorcidas perversamente, se enredaban unas con otras para formar
una barrera impenetrable que repelía la metálica luz diurna y parecía reflejar una
intensa oscuridad propia. Hojas negras, gruesas y cerosas con un lustre maléfico,
crujían sin que las agitara la menor brisa, y su sonido evocaba horriblemente los
susurros de voces conspiradoras. Y, a pesar de que ningún ser vivo hubiera podido
conseguir atravesar aquella barrera, los árboles parecían llamar, atraer, como si fueran
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a envolver y devorar cualquier cosa que se pusiera a su alcance.
Fran miró frenético a derecha e izquierda. El anormal bosque se extendía en
ambas direcciones, perdiéndose en la distancia hasta quedar absorbido por la cada vez
más espesa neblina. Por un instante, aquel espectáculo pareció paralizar el cerebro del
joven; luego se volvió sobre la silla y miró a Índigo desconcertado.
—¡No estaba aquí antes! —Su voz era aguda, horrorizada—. Antes de llegar a
esta curva del camino lo habríamos visto, ¡no nos habría pasado por alto! ¡No estaba
aquí!
Índigo no le respondió. Sus ojos estaban clavados en los malévolos árboles, la
mirada desorbitada, el rostro rígido. Fran dijo:
—Índigo…
Pero ella siguió mirando fijo a lo que tenía delante y ni siquiera lo oyó.
Espinas. Espinas como cuchillos, como filos de espadas; las veía claramente,
viciosas y letales por entre los sinuosos movimientos de las hojas. Espinas que podían
atravesar a un hombre, traspasarlo y sujetarlo y atraparlo igual que una mosca en una
telaraña, para que se desangrara lentamente entre atroces dolores… El recuerdo que
había atormentado sus pesadillas durante tanto tiempo, aquel que tan a duras penas
había aprendido a desterrar de su mente cuando estaba despierta, regresó de forma
brutal para sujetarla con su mano monstruosa. Ya había visto este lugar, estos árboles,
con anterioridad. No pertenecían al mundo mortal, eran cosas de otro mundo, de un
mundo de demonios.
El mundo al cual, hacía un cuarto de siglo, había sido llevado su adorado Fenran,
destrozado y sangrante, para sufrir el tormento de la muerte en vida del que sólo ella
podría liberarlo algún día.
Fran la llamaba, apremiante ahora, asustado por aquella parálisis que la convertía
en ciega y sorda a su presencia. Grimya retrocedía ante los árboles, entre roncos
gruñidos, con el lomo erizado. El poni que montaba la muchacha se estremeció, con
las patas clavadas en el suelo y los ojos desorbitados mientras se rebelaba contra el
bocado; pero Índigo no veía más que el bosque, y las imágenes que su mente
superponía sobre las mortíferas ramas negras.
De pronto, un horrible sonido surgió de su garganta: dolor, horror y miedo
mezclados en un grito ronco y sin palabras. Dio un tirón a las riendas, obligando al
poni a volver la cabeza, y los cascos del animal resbalaron y arañaron el suelo cuando
lo lanzó al galope, desandando a toda velocidad el camino que la llevaría de regreso a
Bruhome.
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Capítulo 5
—Estoy bien. —Índigo desasió sus brazos de las manos de Fran y se echó hacia
atrás los cabellos con gesto tímido y nervioso—. De veras, Fran. Estoy bien, ahora.
Fran suspiró, al tiempo que dejaba caer los hombros y el aire regresaba a sus
pulmones. Grimya no había podido alcanzar a Índigo, y Fran la había perseguido
durante casi tres kilómetros hasta que la mayor resistencia del semental empezó a
hacerse notar y consiguió adelantarla, inclinarse peligrosamente para cubrir el espacio
que los separaba y tomar las bridas del poni para obligarla a detenerse. Índigo había
perdido el equilibrio y caído de la silla, y cuando Fran fue a ayudarla a levantarse,
ante la contrariedad del muchacho ella se había echado a llorar. Jamás la había visto
llorar; a pesar de que ella era —o eso creía Fran— sólo unos pocos años mayor que
él, por algún motivo Fran siempre se consideraba un chiquillo en comparación; y el
verla sollozar con tanta amargura como a una de sus hermanas pequeñas cuando algo
les hacía daño o las asustaba resultaba desconcertante. Había intentado consolarla,
pero sabía que sus esfuerzos eran torpes y desmañados, y se sintió aliviado cuando
por fin ella recuperó el autocontrol y las lágrimas cesaron.
Índigo se secó los ojos. Grimya estaba inmóvil junto a ella; la miraba preocupada;
comprendía qué le pasaba pero no sabía qué hacer, y pasados unos instantes Índigo se
sintió capaz de mirar a Fran a la cara.
—Lo siento —dijo con voz débil—. No debería haber salido al galope de esa
forma.
—Ese lugar era más que suficiente para acobardar a cualquiera —repuso Fran con
gran sentimiento—. Pero… ¿qué fue lo que realmente te trastornó, Índigo? No es
propio de ti el mostrarte tan… —Le falló la voz, incapaz de encontrar la palabra
justa, e Índigo le sonrió pesarosa.
—¿Atemorizada? No intentes ser amable conmigo, Fran; es cierto. Estaba
aterrorizada. Pero no sé cómo explicar el porqué.
Por un momento sus ojos quedaron en blanco, como si mirara a alguna otra cosa,
algo invisible para él, extendido sobre el paisaje frente a ella. Luego aquello pasó con
un ligero estremecimiento, y cuando lo miró de nuevo, había recuperado toda su
serenidad.
—Bien —dijo Índigo—. ¿Ahora qué?
Fran comprendió a qué se refería. La carretera situada detrás de la escarpadura
resultaba intransitable: fuera cual fuese la naturaleza o el origen del diabólico bosque
ni podían atravesar la barrera que presentaba ni volar sobre él. Ni tampoco, tuvo que
admitir, quería arriesgarse a aventurarse cerca de él de nuevo. Por lo que parecía, sólo
tenían una elección.
—Lo mejor será que regresemos a Bruhome. De nada sirve intentar buscar otra
ruta, no con la tormenta tan cerca. Tendremos que regresar y aguardar a que pase. —
A pesar de su temor e incertidumbre, y su creciente preocupación por la situación de
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Cari, no pudo evitar que su boca se torciera en una maliciosa sonrisa—. Parece que
no te librarás de nosotros tan fácilmente como pensabas.
Índigo bajó la cabeza.
—¡Oh, Fran…!
—Vamos. —Temeroso de que volviera a llorar, le palmeó la espalda torpemente y
la condujo a donde aguardaban los ponis—. Será mejor que nos demos prisa, o nos
caerá encima. No queremos un buen resfriado que añadir a nuestros problemas,
¿verdad?
Índigo se limitó a asentir, pero no dijo nada. Volvieron a montar y continuaron
camino hacia el sur. Grimya, que avanzaba junto al poni de Índigo, se mantuvo en
silencio por un rato, pero por fin le envió un vacilante mensaje.
«Índigo. Ese bosque. Lo hemos visto antes, ¿verdad?».
Índigo no respondió, pero la loba percibió la rápida punzada de dolor que surgió
de su mente.
«Viene del mundo de los demonios», persistió Grimya. «El mundo retorcido en el
que nos aventuramos en una ocasión y en el que estuvimos a punto de perdernos.
¿Significa eso que tendremos que volver a penetrar en ese mundo?».
Índigo no conocía la respuesta a esa pregunta. Podría ser que la forma que había
tomado aquel bosque negro no fuera más que una diabólica coincidencia. O también
podría ser que en algún lugar más allá de aquella barrera de árboles corrompidos
existiera otra dimensión, paralela pero distante de la suya, y que allí estuviera el
objetivo de su búsqueda y el origen de la plaga que se había abatido sobre Bruhome.
Pero no quería pensar en ello. No ahora, con la imagen del bosque tan clara aún
en su memoria. Reabría demasiadas viejas heridas.
Grimya leyó sus pensamientos y no dijo nada más. Pero mientras seguían
adelante, con las amenazadoras y asfixiantes murallas de nubes que se esparcían por
el cielo en dirección a ellos, sintió que sus recuerdos despertaban también. Y en un
nivel más profundo, en formas que iban más allá del instinto mortal natural, sintió
miedo.
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—De modo que es verdad, entonces. Ese bosque… no son sólo historias de
borrachos… —Dirigió una rápida mirada al cielo cada vez más oscuro como si
representara alguna amenaza personal—. No me gusta esto. Tengo la impresión de
que las cosas por aquí empeoran con demasiada rapidez. ¿Sabíais que han dejado
correr lo de la Fiesta? No puedo decir que me sorprenda, pero demuestra lo
preocupada que está la gente ahora. Siete más han contraído la enfermedad desde que
os fuisteis; dos de ellos pertenecientes a los cómicos que aquí estamos. Y ha habido
más desapariciones. Ahora esta tormenta; dicen que es probable que sea la peor que
se ha visto por estos lugares en muchos años, y la gente empieza a temer que esté
relacionada con todas las demás desgracias.
—¿No ha mejorado Cari? —preguntó Índigo.
—No está ni mejor ni peor. Permanece allí tendida como si durmiera, pero nada la
despierta. Y su rostro muestra una sonrisa que me hiela la sangre cada vez que la
miro. —Constan se estremeció—. Todos tienen esa misma sonrisa, según me han
dicho. Es incomprensible. Horrible.
—Papá —intervino Fran—. No hay nada que podamos hacer por ella hasta que
haya pasado la tormenta. Lo mejor será que desensille los ponis y los ate junto a los
otros. A juzgar por el color del cielo, apostaría cualquier cosa a que la tendremos aquí
dentro de una hora.
Como en respuesta a sus palabras, un débil trueno resonó a lo lejos, el primer
murmullo amenazador del trueno allá a lo lejos en los páramos. Constan asintió con
la cabeza.
—Sí. Ponlos a todos juntos en un lugar resguardado, y asegúrate de que el
semental no puede romper la cuerda con los dientes esta vez. Luego ven a la carreta
principal. Es mejor que estemos todos juntos esta noche. —Elevó los hombros en
actitud defensiva, como si ya sintiera la fría dentellada de la lluvia a través de su
camisa, y añadió, más para sí que para Índigo y Fran—: No, no me gusta esto. No me
gusta nada.
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jergón situado en un rincón oscuro donde Cari yacía inmóvil y silenciosa cubierta con
una manta de retales de colores. Los frecuentes relámpagos iluminaban por completo
el rostro de la muchacha, y la sonrisa que tanto había acobardado a Constan resultaba
espeluznantemente parecida a la mueca de un cadáver bajo aquellos fogonazos. En
una ocasión, con gran sobresalto, Índigo tuvo la impresión de que los ojos de Cari se
habían abierto y miraba enloquecida a su alrededor; pero cuando el siguiente
relámpago iluminó la carreta comprendió que se había tratado tan sólo de una ilusión
momentánea. No obstante, intentó no volver a mirar a Cari.
Resultó imposible calcular cuánto tiempo duró la tormenta. Pareció seguir durante
horas, de modo que mentes y sentidos se volvieron insensibles a ella, esperando los
relámpagos y escuchando los truenos con un cansancio que bordeaba la indiferencia.
Pero por fin se dieron cuenta de que las pausas entre las explosiones de los elementos
eran cada vez mayores, hasta que el tamborileo sobre el techo se transformó en un
ligero repiqueteo y los relámpagos disminuyeron y el fragor del trueno empezó a
apagarse a medida que la tormenta se alejaba hacia el este y dejaba atrás Bruhome.
Cuando los niños, bajo la dirección de Esti, hubieron contado hasta cien cinco
veces sin que se viera ningún relámpago, Constan se puso en pie y se abrió paso hacia
la puerta de la carreta. Al abrir la mitad superior de ésta, una bocanada de aire fresco
penetró en el interior, y con ella un ligero olor a ozono. Un sonido que anteriormente
había quedado oculto por el de la tormenta se hizo audible ahora: el febril correr del
agua a no mucha distancia, y Fran se puso en pie deprisa con expresión asustada.
—Papá, el río…
—No hay problema. —Constan le hizo un gesto para que volviera a sentarse,
luego sacó la cabeza a la noche—. Está crecido, pero no se ha desbordado. Las
tiendas que están a su lado siguen allí; puedo distinguirlas.
—Demos gracias por estos pequeños milagros —dijo Fran, lleno de fervor.
—Desde luego; pero de todas formas lo mejor será que echemos una mirada por
ahí y veamos si se ha estropeado algo. —Constan volvió la cabeza al interior del
carromato—. ¿Todo el mundo está bien? Vamos, Pi; ya puedes sacar la cabeza de la
falda de Honi, la tormenta ha pasado.
La tensión se relajó con charlas y risas mientras salían de la carreta y descendían
por la escalera hasta el suelo empapado. Los Brabazon más jóvenes reaccionaron, con
gran alivio por parte de los demás, con un torrente de enérgica excitación, y se les
permitió que ayudaran a sus mayores a comprobar el estado de las carretas y los
animales. Por otro pequeño milagro no parecía que el campamento de los Brabazon
ni el de los otros cómicos que ahora salían de sus refugios hubieran sufrido el menor
daño; un rápido recuento comprobó que los ponis y los bueyes estaban todos sanos y
salvos. Y Constan anunció finalmente que ya no había nada más que hacer y que
podían retirarse todos a descansar lo que quedaba de la noche.
Índigo se durmió nada más introducirse bajo la manta y apoyar la cabeza sobre la
almohada que compartía con Esti. El día había sido largo y lo bastante agotador como
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para liberarla de pesadillas, y descansó tranquilamente hasta que una débil presencia,
una molesta sensación de inquietud, empezó a introducirse en su mente dormida.
Intentó ignorarla pero persistió, hasta que la muchacha se encontró despierta en la
oscura carreta con las siluetas de sus compañeras a su alrededor. Durante algunos
instantes, todavía soñolienta, no supo qué era lo que la había despertado: entonces vio
a la vaga silueta de Grimya recortada en la puerta semiabierta y comprendió que la
loba intentaba comunicarse con ella.
«¿Grimya?».
Todo lo que deseaba era darse la vuelta y volver a dormir, y su pregunta mental
estaba teñida de irritación.
«¿Qué sucede?».
«No lo sé». Grimya volvió la cabeza; Índigo vio cómo sus tiesas orejas se
movían. «Pero algo no va bien».
Índigo suspiró, y se sentó.
«¿Qué quieres decir con “no va bien”?».
«No lo sé», repitió Grimya con tristeza. «Pero me lo dice mi instinto…». Se
interrumpió, y un escalofrío recorrió todo su cuerpo. «Mi instinto me dice que es de
día».
«¡Grimya, está todavía oscuro como boca de lobo!».
«Sí. Pero siento que debería ser de día. La noche ha pasado. Lo siento».
Índigo contuvo su enojo. También Grimya debía de estar cansada y nerviosa aún
a causa de la tormenta; no era extraño que su sentido del tiempo, generalmente tan
fiable, se hubiera desajustado. No podía culparla por su agitación.
«Ven aquí, cariño». Extendió una mano, llamándola. «Ven y túmbate junto a mí.
Las dos estamos muy cansadas, y lo más probable es que la mente te esté haciendo
alguna mala jugada. Intenta dormir hasta que sea de día. Te sentirás mejor
entonces».
Grimya lloriqueó con suavidad, como si no estuviera muy convencida, pero fue
hacia ella no obstante y se tumbó a su lado. Índigo deslizó su brazo sobre la loba y
percibió el rápido latir de su corazón bajo el áspero pelaje; le acarició la cabeza en
tono conciliador.
«Así me gusta». Lanzó un gran bostezo. «¿Mejor?».
«Eso… creo».
«Bien. Duérmete, cariño». El mundo empezaba a desvanecerse ya en un oscuro y
suave terciopelo. «Duérmete, cariño».
No hubo pesadillas que la persiguieran, y cuando por fin, descansada ya, se
despertó de forma natural, se volvió sobre su espalda, estiró los brazos y abrió los
ojos.
Y cuando la oscuridad del sueño dio paso a la oscuridad de la realidad se dio
cuenta con creciente horror de que Grimya había tenido razón.
Índigo se sentó en el lecho con un movimiento brusco. Durante unas milésimas de
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segundo su cerebro intentó decirle que todo aquello era un error, que también ella
había sucumbido al agotamiento y aún no había amanecido. Pero sabía la verdad. Por
el mismo instinto, menos agudo que la conciencia animal de Grimya pero que se
negaba a ser refutado, supo que había dormido durante muchas horas y que la noche
debiera haber terminado ya.
Sintió cómo el miedo, sin forma pero terriblemente real, se arrastraba por su
cuerpo como un tropel de heladas arañas, y proyectó una llamada vacilante.
«¿Grimya?».
Se produjo un movimiento en la oscuridad; y la loba surgió de entre las sombras
más profundas para acercarse a ella.
«¡Índigo! ¡Por fin!».
«¿Cuánto tiempo he dormido?».
«No lo sé. También yo he dormido, y no puedo decir cuántas horas han pasado.
Pero deben de haber sido muchas».
«Y todavía es de noche…».
«Sí, he intentado decírtelo antes, pero…».
«Lo siento. Debería haber confiado en tu instinto». Después de todo el tiempo
transcurrido, pensó Índigo, debería haber aprendido al menos esa lección. «Grimya,
¿qué hora del día te dice tu instinto que debe ser ya?».
«Media mañana», respondió la loba.
Media mañana. En Bruhome el mercado debería de estar en pleno apogeo; en el
prado los acampados viajeros deberían estar empezando a encender las fogatas para
cocinar la comida del mediodía. Índigo se puso en pie y se dirigió tambaleante a la
puerta de la carreta para mirar al exterior. Algunos de los acampados se movían por el
exterior, y se escuchaba el débil murmullo de voces; pero no había nada de la agitada
actividad diurna.
«Algunos de los otros están despiertos», le dijo Grimya. «Pero están aturdidos;
aún no saben lo que ha sucedido». Miró a su amiga, muy excitada. «Cuando se den
cuenta de la verdad, les sobrevendrá el pánico».
En algún lugar junto al río, un caballo lanzó un agudo relincho, y ese sonido sacó
a Índigo de su parálisis. Lanzó una rápida mirada por encima del hombro a las
dormidas muchachas Brabazon, y abrió la parte inferior de la puerta.
«Vamos», dijo. «Lo mejor será que salgamos a ver qué podemos averiguar».
Con Grimya pegada a sus talones, descendió en silencio los peldaños de la
carreta. Apenas si habían empezado a andar cuando una sombra se movió en la
primera carreta, entonces una voz, apenas audible, siseó el nombre de Índigo.
—Constan.
La muchacha se detuvo al ver que éste emergía de la carreta y avanzaba hacia
ella.
—¿Qué hora es, muchacha?
Constan intentó dar a su pregunta una entonación despreocupada, pero su
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expresión, y un ligero temblor en su voz, lo delataron. De nada servía fingir, así que
Índigo dijo:
—No lo sé, Constan; no con seguridad. Pero…
Constan terminó la frase por ella.
—Pero el sol ya debería de haber salido. ¿Verdad?
—Sí, eso creo.
—Por la Gran Madre, Índigo, ¿qué es lo que está sucediendo aquí? —La sujetó
con fuerza por el brazo, haciéndole daño en su agitación—. ¿Qué está sucediendo?
Una nueva voz que los llamaba desde el río le evitó tener que responder. Un
hombre delgado, con una mujer y dos criaturas pequeñas que lo seguían tenaces, se
acercaba a toda prisa.
—¡Constancia! ¡Hay algo que no va bien, que no va nada bien!
—La luz del sol —gimió la mujer asustada, y uno de los niños empezó a imitarla
entre sollozos:
—¿Dónde está la luz del sol?
Otros, alertados por las voces, empezaban a mirar al cielo, acercándose. De la
carreta de los muchachos surgió un quejumbroso lamento, luego Fran apareció en el
primer escalón con Lanz detrás de él.
—¿Papá? ¿Qué sucede?
Constan lo miró.
—Lo mejor será que vengas aquí fuera, muchacho. Despierta a los otros y envía a
alguien a buscar a las chicas.
El rumor de voces aumentaba a medida que llegaba más gente, atraída por el
instinto primitivo de congregarse en momentos de incertidumbre o de peligro.
Algunos ya se habían dado cuenta de lo que sucedía pero estaban demasiado
asustados para admitirlo; otros, aún más asustados, lo rechazaban y exigían una
explicación más sensata. Las voces se volvían más estridentes, las discusiones más
enérgicas, e Índigo comprendió que dentro de poco la razón y el control
desaparecerían y darían paso, tal y como Grimya había predicho, al pánico.
De pronto una potente voz se impuso por encima del barullo. Todas las cabezas se
volvieron, e Índigo vio al hombre joven que se había acercado a Constan poco antes.
Su mujer estaba aferrada a él con el rostro enterrado en su pecho, mientras los dos
niños, ambos llorando ahora a todo pulmón, se agarraban a la falda de su madre.
—¡No son más que palabras! —gritó el joven, e Índigo percibió el timbre
inconfundible de una histeria creciente en su voz—. ¿De qué sirve hablar? ¡Sólo la
Madre sabe qué puede estarse acercando sigilosamente a nosotros mientras nos
quedamos aquí cloqueando como gallinas! ¡Hemos de salir de este lugar, marchar
antes de que suceda algo peor!
Todo el mundo lo miró fijamente. El hombre paseó la mirada con desesperación
de un rostro a otro.
—Hemos oído las historias de lo que ha estado sucediendo en esta ciudad —
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exclamó—. Enfermedades, plagas, gente que desaparece… ¡y ahora esto! ¡Os lo digo
claramente, una maldición ha caído sobre Bruhome! ¡Esto no es cosa de la Madre; es
brujería! ¡Y si no escapamos, nos vamos a ver atrapados en lo que sea que suceda
luego! —Bruscamente tomó las manos de sus hijos y los arrastró, a ellos y a su
esposa, fuera del grupo de gente—. ¡Muy bien, muy bien, quedaos, esperad a que
llegue si es que sois tan estúpidos para no huir! ¡Pero nosotros nos vamos! —Y se dio
la vuelta y se alejó corriendo en dirección a su desvencijado carromato.
Se escucharon murmullos que subieron de tono rápidamente. Otro hombre se
apartó del grupo y echó a correr por el prado; luego otros dos. Una mujer que llevaba
un tobillo vendado —una acróbata que había caído en el destartalado escenario de la
Fiesta— avanzó cojeando desde el río, llamando a alguien de nombre «Kindo» para
marchar, para marchar ya. La reunión empezó a caer en el caos, y a los pocos minutos
el primer carromato, con el hombre delgado en el pescante azotando al caballo con
una cuerda, avanzó tambaleante hacia la entrada del prado sin preocuparle si arrollaba
a alguien a su paso. Los niños salieron corriendo entre gritos; la carreta se balanceó
peligrosamente en un bache, chocó contra la puerta, astillando uno de los postes, y se
alejó con gran estrépito por la carretera. A los pocos momentos una reata de caballos
esqueléticos salieron en desbandada del prado, controlados apenas por el jinete que
montaba el animal que iba en cabeza lanzando toda clase de imprecaciones. Varias
familias recogían sus cosas deprisa; un pequeño grupo se limitó a coger todo aquello
que podía cargar y marchó a pie.
—Papá. —Fran se volvió hacia Constan; lo agarró del brazo y lo sacudió para
sacarle de la parálisis que parecía haberse apoderado de él—. ¿Qué pasa con
nosotros? ¿Qué vamos a hacer?
Un escalofrío recorrió a Constan y su mirada se aclaró. Miró a su alrededor, vio
que todos sus hijos habían salido ya de las carretas y esperaban, con los ojos muy
abiertos, su consejo.
—Sea lo que sea lo que hagamos —dijo—, no quiero histerias. ¿Comprendéis?
Brujería o no, debemos mantener las ideas claras. Fran, Lanz: quiero que ensilléis dos
ponis y cabalguéis por delante de nosotros. Nos iremos de aquí, pero con cautela. Ese
jovencito puede que fuera un cobarde, pero tenía razón en una cosa: no sabemos qué
puede haber ahí fuera, esperándonos. Y no sabemos hasta dónde llega esta oscuridad.
—Constan —lo alertó Índigo—. Allí, mira. Faroles.
Todos se volvieron. Se acercaban unas luces que parecían provenir de la ciudad,
balanceándose como una hilera de agitadas luciérnagas en la oscuridad. Al acercarse
más, el metal centelleó en el resplandor que dejaban escapar, y quedaron
perfectamente visibles las siluetas de unos diez o doce hombres.
—Es la ronda de la ciudad. —La voz de Constan denotaba alivio—. A lo mejor
traen noticias.
—¿Constancia Brabazon? ¿Constan, eres tú?
La voz del Burgomaestre Mischyn lo llamó desde las sombras, y Constan se
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adelantó, alzando una mano.
—¡Mischyn! ¡Por aquí!
—¡Por la Madre, me alegro de encontrarte bien! —Mischyn estaba sin aliento, y
su rostro mostraba un aspecto macilento bajo la inestable luz de la lámpara—. La
ciudad está presa del pánico; no sabíamos qué habría pasado con los acampados;
temimos…
—La mitad se ha ido ya. —Constan indicó con la cabeza por encima del hombro.
—¿Ido? Pero…
—¡Burgomaestre Mischyn!
Alguien más había visto a los recién llegados, y estallaron unas voces frenéticas.
—¡La ronda! ¡Es la ronda!
—¡Ayudadnos!
—Burgomaestre, ¿qué nos está sucediendo?
El disperso gentío volvió a agruparse de nuevo rápidamente, aunque ahora eran
muchas menos personas que antes. La visión de una figura conocida y con autoridad,
junto con diez hombres armados de la ronda con ella, levantaba su confianza y
estimulaba su valor, y se amontonaron alrededor de Mischyn aullando preguntas,
exigiendo respuestas.
—¡Amigos míos! —Mischyn consiguió por fin hacerse oír por encima de la
conmoción y los reunidos poco a poco fueron callando mientras él agitaba los brazos
en reclamo de silencio—. ¡Por favor, escuchadme! No puedo contestar vuestras
preguntas porque no tengo respuestas. Sé tan sólo lo que sabéis vosotros: que el sol,
que según el reloj de la ciudad debiera de haber salido hace seis horas, no lo ha
hecho.
Se produjo un nuevo clamor.
—¿Seis horas?
—Debe de ser casi mediodía… Madre Todopoderosa, ¿qué es lo que sucede?
—Brujería: alguien dijo que se trataba de brujería…
—¡Callaos! —rugió Constan.
Su voz, poderosa y mucho más potente que la de Mischyn, consiguió que se
hiciera un completo silencio, y miró a la concurrencia con ojos furiosos.
—¡Maldita sea, dejad que hable!
—Gracias —dijo Mischyn con voz débil—. Amigos míos, he venido aquí a
pediros calma. El pánico se ha apoderado de la ciudad, pero nuestra milicia hace todo
lo posible por restaurar el orden. Si hemos de enfrentarnos a lo que ha caído sobre
nosotros y descubrir la forma de combatirlo, hemos de mantener la razón. Habrá una
reunión en la Casa de los Cerveceros dentro de una hora; os ruego que asistáis y os
unáis a nosotros en la búsqueda de una solución a esta grave situación.
De la parte de atrás de la muchedumbre surgió una voz que temblaba de miedo.
—¡Al demonio con vuestra reunión! ¿De qué va a servir eso? ¡Si vosotros no
sabéis lo que sucede, entonces no pienso quedarme ni un momento más aquí!
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Se escucharon gritos de asentimiento. Mischyn intentó decir algo por encima del
repentino griterío, pero su voz resultó inaudible y se volvió hacia Constan en
demanda de ayuda.
—¡Constan, no lo comprenden! Ninguno de vosotros lo comprende; pero es eso
lo que he venido a deciros. ¡No podéis marchar!
La expresión de Constan se ensombreció, como si temiera alguna amenaza.
—¿Qué quieres decir?
—Exactamente lo que he dicho: no podéis abandonar Bruhome. Nadie puede. Lo
hemos intentado en todas direcciones… las carreteras, los senderos de los páramos,
todo. Jinetes, corredores; empezaron a salir una hora después de que debiera haber
amanecido, y cada uno de ellos ha regresado con el mismo informe. —Y al ver que
Constan aún no comprendía del todo, Mischyn añadió, su voz a punto de quebrarse
—: Constan, es el bosque. El bosque negro. ¡Nos rodea por todas partes, y no
podemos marchar!
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Capítulo 6
Los habitantes de la ciudad habían hecho todo lo posible, pero la reunión estaba
condenada al fracaso desde el principio. Al penetrar en la plaza principal de Bruhome
con los Brabazon —todos excepto Honestidad y Gentileza, que se habían quedado
para cuidar de Cari—, Índigo sintió inmediatamente la peligrosa inestabilidad que
acechaba bajo la tensión reinante como un ascua bajo un barril de pólvora. Una
chispa, una palabra o un gesto fuera de lugar, y la ciudad se amotinaría.
La plaza tenía un aspecto fantasmal. La negrura del cielo era muy intensa, la
oscuridad caía al suelo como una mortaja, espesa, asfixiante y antinatural. Ardían
antorchas en cada poste, se habían colgado faroles por toda la plaza y también se los
había colocado en todas las grietas disponibles, pero su llameante luz parecía dar muy
poca iluminación real y la aplastante impresión que se recibía, mientras el gentío
atemorizado se apretujaba y empujaba, era una escena procedente de alguna pesadilla
febril.
Índigo rodeó con un brazo a Piedad, que se abrazaba con fuerza a su cintura. Por
un instante deseó que hubieran hecho caso, después de todo, al disidente del prado, y
al menos hubieran intentado escapar de la ciudad; pero el impulso murió enseguida.
Había visto el bosque; conocía la verdad; a lo mejor la había conocido incluso antes
de la revelación hecha por el Burgomaestre Mischyn. Algo diabólico había hecho su
aparición en Bruhome. El tercer demonio de los siete. Ya no podía haber duda sobre
ello ahora, ni la menor duda. Pero si el tercer demonio estaba aquí, ¿cuál era su
naturaleza? La pregunta le produjo un escalofrío de temor, ya que parecía como si
este poder diabólico careciera de núcleo, no tuviera nada que ella pudiera identificar
y desafiar. La plaga, la enfermedad, las desapariciones, el bosque, incluso la llegada
de esta malévola y anormal noche, no eran más que manifestaciones. Había algo
maligno, algo muy maligno aquí, pero a menos que pudiera encontrar la clave, ella y
Grimya estaban tan atrapadas e indefensas como los habitantes de la ciudad.
En un balcón que colgaba sobre la plaza desde la imponente fachada de la Casa
de los Cerveceros, alguien había empezado a hablar. Índigo miró hacia arriba y vio al
Burgomaestre Mischyn flanqueado por dos de sus funcionarios; intentaba dirigirse a
la multitud, pero nada más verlo la gente había avanzado hacia él. Empezaron a
gritar, a suplicar y a arengar por turnos. Una trompa resonó ensordecedora mientras la
milicia intentaba establecer alguna forma de orden, pero fue inútil. El alboroto
aumentaba, el temor alimentándose del temor; una antorcha se estrelló contra el suelo
cuando la presión de la gente resultó ser demasiada para el elevado poste que la
sujetaba, y se escucharon gritos y alaridos de dolor antes de que un grupo de hombres
con más presencia de ánimo que la mayoría consiguieran apagar las llamas a
pisotones. Por encima de todo aquel estruendo, Índigo podía escuchar la ocasional y
desesperanzada súplica: «Amigos míos… amigos míos…» que salía de los labios de
Mischyn, pero la multitud estaba sorda a sus ruegos. Dos hileras de vigilantes
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empezaron a avanzar hacia adelante desde la puerta principal de la casa en un
valiente intento de hacer retroceder a la gente, pero el gesto, aunque bien
intencionado, no hizo más que empeorar las cosas. La oleada de pánico se
descontrolaba.
De repente un alarido rasgó la oscuridad, y un pequeño grupo en el otro extremo
de la muchedumbre empezó a gritar. Índigo percibió la naturaleza de los gritos:
horror, conmoción, incredulidad, antes de que otros muchos se hicieran eco y se
esparcieran como una oleada por la multitud.
—¿Qué pasa? ¿Qué ha sucedido? —Esti, junto al codo de Índigo, saltaba sin
cesar en un vano esfuerzo por ver por encima del océano de ondulantes cabezas.
—¡No lo sé! —Índigo tuvo que gritar para hacerse oír—. Algo allá al fondo…
A su espalda la luz se derramó sobre los adoquines al abrirse una puerta. Volvió la
cabeza de forma automática y vio que alguien salía de una de las tres casas estrechas
que se alzaban muy apretadas entre una taberna y una panadería; por un momento, al
no advertir nada extraño, hizo intención de volver otra vez en dirección al alboroto…
Entonces se quedó totalmente inmóvil al darse cuenta su mente de lo que habían
visto sus ojos.
La mujer que salía de la casa iba descalza y llevaba puesto tan sólo un camisón, y
su piel tenía la blancura enfermiza de un pescado muerto. Sus ojos estaban fijos al
frente, sin ver, y su boca estaba curvada en una sonrisa beatífica pero estúpida.
Aquellos que estaban más cerca de ella retrocedieron aturdidos; alguien reprimió una
maldición, y la mujer vaciló sólo un instante antes de darse la vuelta y desaparecer
con un terrible aire de determinación por una de las calles laterales.
—¡Índigo! —le siseó Esti al oído, aterrorizada—. ¿Has…?
—Lo he visto.
El corazón de Índigo latía con fuerza; a su lado Grimya tenía todos los pelos del
lomo erizados en señal de alarma, y la muchacha estiró el brazo para agarrar con
fuerza el collarín de la loba.
—¡Santo cielo, allí hay otro! —exclamó Esti, y señalaba—. ¡Allí, mira, mira!
Un niño, desnudo, con aquella misma palidez fantasmal en todo el cuerpo, se
movía a lo largo de un extremo de la plaza, sin prestar atención a nadie, absorto en sí
mismo. Nadie intentó detenerlo, al igual que con la mujer la gente retrocedía,
demasiado sorprendida para reaccionar. Y de la panadería situada junto a las tres
casas estrechas salió otro más, un anciano incongruente en su camisa y gorro de
dormir, con el rostro lívido, los ojos en blanco, y sonriente.
Uno a uno, bajo las miradas paralizadas de sus conciudadanos, los hombres,
mujeres y niños que habían sido víctimas de la misteriosa enfermedad de Bruhome
salían de sus casas. Poco a poco el alboroto de la plaza se transformó en un silencio
horrorizado a medida que la gente se daba cuenta de lo que sucedía, pero todos
seguían sin moverse para interceptar el paso de los sonámbulos o intentar detenerlos.
La sorpresa los había paralizado allí donde estaban: sus mentes agobiadas habían
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cerrado los postigos, incapaces de aceptar este nuevo ataque, y permanecían
inmóviles mirando, impotentes, incapaces de cualquier respuesta racional.
De pronto, una voz ronca procedente del balcón rompió el encantamiento; era el
Burgomaestre Mischyn que gritaba:
—¡Frenni! ¡No! ¡Mi pequeño Frenni no!
Giró en redondo, atravesó las puertas del balcón a toda velocidad, y mientras
corría escaleras abajo en dirección a la puerta principal, Índigo lo oyó gritar a su hijo:
—¡Frenni, no! ¡Regresa!
El hijo de Mischyn… De repente una terrible idea apareció en su mente y se
volvió, agarrando el brazo de Constan.
—¡Constan! ¿Y Cari?
Constan la miró como si fuera la primera vez que la veía. Su rostro estaba en
blanco, sin comprender, pero Fran y Esti la habían oído, y tomaron a su padre por los
hombros, zarandeándolo.
—¡Papá! ¡Papá, Índigo tiene razón!
—¡Papá, los durmientes! ¡Se despiertan: Cari está en peligro!
Como un hombre que despertase bruscamente de un oscuro sueño, la
comprensión regresó a los ojos de Constan a medida que sus súplicas penetraban en
su aturdido cerebro. Aspiró con un terrible sonido:
—¡Cari… mi Cari… Oh, Madre Poderosa!
Y se dio la vuelta, echando a correr por entre la gente.
—¡Esti…, Índigo…, traed a las pequeñas! ¡Hemos de regresar al prado!
Fran salía ya en pos de su padre. Índigo y Esti intercambiaron una mirada
horrorizada, luego Esti empezó a chillar los nombres de los niños, para que se
reunieran con ella.
—¡Cogeos de las manos! ¡Rápido! ¡Rápido! ¡Vamos!
Se pusieron en marcha en caótica confusión; pisaban los pies de la gente,
golpeaban estómagos para abrirse paso, atravesaron como pudieron todo aquel
gentío. Cuando consiguieron llegar al otro extremo de la plaza, Constan y Fran se
habían perdido ya de vista y la muchedumbre se había reducido. A Índigo le pareció
ver a lo lejos una forma pálida que avanzaba por una callejuela…
Empezó a correr.
—¿Honi?
Honestidad levantó los ojos para mirar a su hermana menor. Gentileza estaba
sentada con las piernas cruzadas en una esquina, la frente arrugada mientras
arrancaba hilos del dobladillo de su falda como obsesionada.
—¿Qué? Deja de hacer eso, Gen; vas a estropearla.
Los ojos de Gen brillaban en la mal iluminada carreta. Por un momento su labio
inferior tembló; luego dijo:
—Honi, tengo miedo.
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Honi suspiró.
—Todos estamos asustados, gatita. Excepto, a lo mejor, papá, pero incluso él…
—No quiero decir eso. No de la oscuridad. Quiero decir, sí, eso me asusta, pero…
—Dirigió una nerviosa mirada al jergón y a su silencioso ocupante—. Creo que aún
me asusta más Cari. La forma en que está ahí tumbada, como si estuviera… —Se
detuvo, incapaz de pronunciar la palabra muerta.
Honi la comprendió. También ella se había sentido inquieta desde que los demás
marcharan a la ciudad, dejándolas a las dos para que cuidaran de su hermana; pero
desde lo más profundo de sus trece años estaba decidida a no admitirlo, y menos que
a nadie a Gen, que sólo tenía diez años y no podía comprender aún las
responsabilidades propias de los adultos.
—¿Quieres ir a la otra carreta? —sugirió.
Gen sacudió la cabeza.
—No si he de ir sola. Eso es aún peor.
—Bueno… —Honi miró al exterior por la puerta semiabierta—. Te diré qué
haremos: saldremos fuera unos minutos. Podemos coger un farol, y no haría ningún
daño que echáramos una mirada a los animales, de todas formas.
Gen aceptó la propuesta agradecida, y descendieron en silencio los escalones de
la carreta. Honi dejó que Gen llevara el farol, y a su tambaleante resplandor
comprobaron que los ponis y los bueyes estaban bien. Todo parecía estar bien. Honi
volvió a llenar los cubos de agua en el río, pero eso fue todo. Por fin se dieron la
vuelta, sin que ninguna de las dos quisiera admitir su repugnancia, y desandaron sus
pasos para regresar a la carreta.
—Honi… —dijo Gen, deteniéndose.
Honi sintió que el corazón le daba un vuelco.
—¿Qué sucede? ¡Gen, no me des esos sustos!
—¡Chisst! Escucha… he oído un ruido, en la carreta…
Honi empezó a decirle enojada que no fuera tan…
Pero las palabras murieron en su garganta cuando Cari apareció en el escalón
superior.
—¡Cari!
El chillido de Gen hizo que los ponis relincharan asustados. Dio un paso atrás,
llevándose ambas manos a la boca, y Honi contempló a su hermana con incredulidad.
—¿Cari? Cari, ¿estás bien?
La esperanza y el temor se mezclaron en su voz y dio un paso hacia adelante. El
rostro de Cari mostraba una sonrisa extraña y horrible; sus ojos se clavaron en Honi y
más allá de ella, y Honi se dio cuenta con un sobresalto de que fuera lo que fuese lo
que su hermana veía, no se trataba de la noche, ni del prado, ni de las distantes luces
de Bruhome. Despacio, y con una flaccidez peculiar que hacía que sus pies desnudos
descendieran con un pesado golpe sobre cada peldaño, Cari bajó al suelo, y empezó a
alejarse con aire decidido.
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—¡Cari!
Una oleada de preocupación ahogó los temores de Honi, y ésta corrió a cortar el
paso a su hermana; la tomó por el brazo y tiró de ella.
—¡Cari, despierta! ¡Soy yo, Honi! ¡Oh, Gen, ayúdame!
Gen dejó el farol en el suelo y corrió hacia ella, pero antes de que uniera sus
fuerzas a las de Honi, Cari se volvió y miró a los ojos a su hermana. Honi retrocedió
asustada ante aquella mirada vacía, ante el rictus embelesado de sus labios; entonces
la mano libre de Cari se alzó y la golpeó con fuerza en el rostro.
Honi se tambaleó hacia atrás, perdió el equilibrio y cayó sobre el suelo húmedo
mientras Cari, con indiferencia, volvía el rostro y continuaba andando en dirección a
la puerta de acceso al prado. Gen tiró de su hermana para ponerla en pie y durante un
confuso instante las dos no se sintieron capaces de hacer otra cosa que no fuera
contemplar impotentes cómo la figura de Cari se perdía en la penumbra. Entonces
Honi aulló:
—¡Cógela, Gen! ¡Cógela, Gen, rápido!
Corrieron en pos de Cari, la alcanzaron y cada una la sujetó por un brazo, tirando
de ella hacia atrás con todas sus fuerzas; pero los pies de Cari siguieron moviéndose
como si fuera un autómata, y su fuerza resultaba increíble, tanto que Honi y Gen se
vieron arrastradas durante varios metros antes de que pudieran clavar los talones en la
blanda tierra y obligarla a detenerse. Cari se detuvo. Durante un momento
permaneció rígida, paralizada; luego, con tal rapidez y ferocidad que cogió totalmente
desprevenidas a las otras dos muchachas, giró en redondo, desasiendo sus brazos de
las manos que los sujetaban. Honi vio su rostro, y los ojos que la contemplaron por
encima de la inmutable sonrisa tenían una expresión enloquecida: gritó, horrorizada,
y Cari se abalanzó contra Gen, la levantó del suelo y la arrojó lejos. El débil grito de
Gen mientras volaba por los aires se cortó con un jadeo y un nauseabundo ruido
sordo, y Cari se volvió para mirar de nuevo a Honi como si la desafiara a arriesgarse
a recibir un tratamiento similar.
—¿Cari…? —La voz de Honi era un quejido lastimero—. Cari, ¿qué te ha
sucedido? Gen; está… ¡Oh, por la Madre! —Y, cegada por lágrimas de desconcierto,
se dio la vuelta y corrió a donde yacía Gen.
—¡Gen! Gen, gatita, ¿estás bien?
Se dejó caer de rodillas, y le apartó a Gen los cabellos del rostro. La niña estaba
inconsciente y respiraba con dificultad: se había golpeado la cabeza con una piedra
que estaba medio enterrada, y brotaba un oscuro hilillo de sangre de una fea abertura
justo debajo del nacimiento del cabello.
No podía dejar a Gen allí en el suelo. Tenía que llevarla a la carreta, luego correr
a la ciudad en busca de su padre, o de Esti, o de Índigo. Ellos sabrían qué hacer. Pero
eso significaría dejar a Gen sola. No había nadie más aquí que pudiera cuidarla; todo
el mundo había ido a la reunión. ¿Y si le sucedía algo mientras ella no estaba? ¿Qué
era lo mejor? ¿Qué debería hacer?
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Honi alzó la cabeza y contempló afligida el prado desierto. Cari había
desaparecido. Cari la había golpeado, y herido a su hermanita, y se había marchado
en medio de la oscuridad como aquellos extraños viajeros que habían encontrado en
el camino. Y ella estaba sola; y asustada, muy asustada.
—¡Oh, papá…! —Las palabras surgieron de la garganta de Honi en forma de
profundo sollozo—. ¡Papá, vuelve! ¡Por favor, vuelve…!
Cuando Constan y Fran llegaron cinco minutos más tarde, encontraron a Honi
arrodillada sobre la hierba bajo el pequeño círculo de luz de una lámpara, apretando a
Gen contra ella. Aún lloraba; estaba demasiado angustiada para resultar coherente, y
sólo cuando Fran corrió a la carreta, miró a su interior y vio el jergón vacío de Cari,
comprendieron lo que había sucedido.
—¡Cari! —gritó Constan a la oscuridad, el rostro crispado por el terror—. Cari,
¿dónde estás? ¡Cari!
—No sirve de nada, papá.
Fran levantó en brazos a Gen. Ésta, por fortuna, empezaba a moverse; y juzgó que
aparte de algunas magulladuras y una cabeza dolorida pronto se encontraría
perfectamente.
—Ni siquiera Honi sabe qué dirección tomó —siguió el joven—. ¡Podría estar en
cualquier parte!
—¿Pero adónde van todos ellos? —suplicó Constan con desesperación—.
¿Adónde?
Fran vio la luz de unos faroles que se acercaban, y escuchó el rumor de voces.
—Aquí están Índigo y los otros —dijo—. Papá, a lo mejor Grimya puede seguirle
el rastro a Cari: ¡puede ser nuestra última oportunidad para encontrarla!
A causa del paso más lento de los más pequeños, Índigo, Grimya y el resto de los
Brabazon se habían quedado muy retrasados, y en aquellos momentos cruzaban la
entrada del prado. Fran corrió a su encuentro. En pocas palabras les contó lo
sucedido, y preguntó a Índigo si Grimya podría ayudarles.
«Claro que puedo», dijo Grimya a Índigo al escuchar lo que el joven decía. «Pero
no podemos perder tiempo. ¡Creo que Cari corre un gran peligro!».
Y sin aguardar a que le dijeran nada más, corrió de regreso a la entrada y empezó
a olfatear el suelo.
Fran la miró asombrado.
—Es como si comprendiera…
—Lo hace. —Índigo no intentó negarlo; no era momento para charadas—. No me
preguntes sobre ello, Fran; limítate a seguirla. ¡Rápido!
Grimya ya había encontrado el rastro de Cari, y se alejaba cautelosa en la
oscuridad. Fran llamó a su padre, y los tres salieron en pos de la loba, mientras
Constan gritaba a los otros por encima del hombro que se quedaran cerca de las
carretas y no se movieran hasta su regreso.
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Al llegar a la carretera, Grimya se detuvo, pero sólo por un momento antes de
girar hacia el norte. Mientras la seguían, Índigo recordó el viaje que había realizado
junto con Fran el día anterior, y se estremeció mientras se preguntaba hasta dónde
pensaba ir Cari por aquella carretera, y qué la aguardaba a su fin.
—Deberíamos haber traído un farol. —La voz de Fran interrumpió sus
pensamientos cuando el muchacho se colocó a su lado—. La carretera es como un
surco arado. Es muy fácil torcerse un tobillo.
—Ahora ya es demasiado tarde.
Ambos estaban sin aliento y se comían las palabras; la carrera desde la ciudad y la
peculiar y asfixiante falta de aire de aquella oscuridad había agotado parte de sus
energías. Y la oscuridad se intensificaba a medida que las luces de Bruhome
quedaban atrás, dando más énfasis a la advertencia de Fran. Índigo apenas si podía
ver los brillantes cabellos de Constan, que iba delante de ella, y cuando,
experimentalmente, extendió una mano ante su rostro, su contorno apareció vago y
borroso.
«Grimya». Proyectó el pensamiento apremiante. «Apenas si podemos ver en esta
oscuridad. ¡No nos dejes muy atrás!».
La silenciosa voz de la loba le respondió:
«¡No me atrevo a esperar! Creo que hay alguien delante de mí a lo lejos, y podría
ser Cari».
«Entonces mantente en contacto conmigo. No dejes de decirme dónde estás».
«De acuerdo. De momento, todo lo que debéis hacer es permanecer en la
carretera». Se produjo una pausa, luego: «La figura está más cerca ahora. Creo que
es ella, pero no estoy segura. Cuando lo sepa, gritaré».
Durante un poco más —pudieron ser minutos o segundos; la negrura y su propio
nerviosismo distorsionaban cualquier juicio normal— los tres siguieron adelante a
trompicones. Entonces, de repente, un sonido que helaba la sangre resonó a lo lejos,
en la oscuridad: el potente y ululante aullido de un lobo.
—¡Que la Madre nos proteja! —exclamó Fran con furia.
—¡Es Grimya! —Índigo lo sujetó por el brazo para evitar que cayera cuando
pareció que iba a perder el equilibrio en la desigual superficie de la carretera—. ¡La
ha encontrado!
Unos segundos más tarde Grimya surgió corriendo de la penumbra.
«¡Índigo! ¡He encontrado a Cari, pero está en peligro! ¡El bosque negro
atraviesa la carretera más adelante, y ella se dirige directo hacia él!».
—¿El bosque? ¡Oh, no!
Horrorizada, Índigo habló en voz alta antes de poder contener su lengua. Constan
la miró, lanzó un inarticulado grito y echó a correr, sin preocuparle el mal estado del
sendero.
—¡Constan! —gritó Índigo—. ¡Ten cuidado! —No le hizo caso y la muchacha
lanzó una imprecación—. ¡Deprisa, Fran! ¡Grimya dice que tenemos el bosque justo
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enfrente: si Constan choca contra esas espinas, lo atravesarán!
Fran abrió los ojos de par en par.
—Grimya dice…
—¡No puedo explicarlo; no hay tiempo! ¡Vamos!
Corrieron tras Constan, que ya les llevaba cierta delantera. Grimya lo alcanzó, y
empezó a saltar sobre él para intentar desviarlo, pero la ignoró y siguió adelante,
tambaleándose como un borracho enloquecido. Y entonces Índigo vio una negrura
más intensa que se alzaba en la anormal oscuridad; una masa enorme e informe que
bloqueaba la carretera. Oyó el malévolo crujir de las hojas, el suave frotar de una
rama contra otra, el débil y siniestro entrechocar de las espinas, y gritó con toda la
fuerza de sus pulmones.
—¡Constan! ¡Constan, detente! ¡Si valoras tu vida, detente!
Constan estaba a menos de diez metros de los mortíferos árboles. Y delante de él
otra cosa se movía en la penumbra; una delgada figura, pálida, fantasmal, que
avanzaba como si estuviera en trance.
—¡Constan!
Índigo obligó a sus piernas a correr más deprisa, sin embargo sabía que no tenía
la menor esperanza de poder alcanzar a Constan antes de que llegara a las espinas. Y,
ahora sólo a dos pasos por delante de su padre, Cari se acercaba al linde del
monstruoso bosque.
Las espinas se separaron. Su entrechocar se convirtió en un repentino frenesí, y
las deformes ramas se apartaron para formar un negro túnel, como unas voraces
fauces abiertas, que conducían a las impenetrables profundidades del bosque. Cari no
titubeó y penetró sin pensárselo en las oscuras fauces. Y Constan, aullando su
nombre, se abalanzó ciegamente hacia adelante para intentar alcanzarla y saciarla de
allí.
—¡No! —gritó Índigo, desesperada—. ¡Constan, regresa! ¡Grimya! ¡Grimya,
deténlo!
Grimya se lanzó hacia adelante. Sus dientes se cerraron sobre la manga de
Constan; éste sacudió el brazo para quitársela de encima; entonces, de repente,
pareció perder el equilibrio, cayendo hacia adelante. Su mano se agarró a un mechón
de cabellos de Cari; Grimya saltó de nuevo e intentó sujetarlo otra vez…
El bosque se cerró a sus espaldas, encerrándolos a los tres tras una sólida pared de
espino.
Índigo chilló:
«¡Grimya!», y se arrojó contra la negra barrera, golpeando y pisoteando las
ramas, las hojas, las espinas, luchando por abrirse paso.
Su voz se elevó histérica, gritando el nombre de Grimya una y otra vez, hasta que
tiraron de ella hacia atrás y la arrojaron al suelo con violencia, gritando y
debatiéndose todavía. Sintió que algo pesado la aplastaba, e intentó apartarlo a
patadas, a mordiscos, arañando, escupiendo; luego, un fuerte dolor en la parte
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posterior de la cabeza se abrió paso por entre su locura, derrotándola, y de repente se
dejó caer hacia atrás, agotadas todas sus fuerzas.
Estaba tumbada panza arriba sobre la carretera, con Fran sentado sobre su
estómago. El muchacho tenía mechones de sus cabellos en las manos; presa de total
desesperación, no sabiendo de qué otra manera dominarla, le había golpeado la
cabeza —no con furia, pero lo bastante fuerte como para que le doliera— contra el
suelo hasta que dejó de gritar y debatirse; y ahora, mientras el pánico se desvanecía,
se miraron el uno al otro en mutuo y mudo horror.
—Grimya… —repitió Índigo con voz apenas audible—. ¡Oh, Fran…! —Cerró
los ojos y su boca se torció en una fea mueca mientras hacía un esfuerzo por no
echarse a llorar.
Fran se incorporó pesadamente, se palpó el cinturón y sacó el cuchillo de su
funda.
—A lo mejor puedo abrir un camino. No puede haber ido muy lejos aún.
—No. —El péndulo había regresado a su lugar; tras la histeria llegaba el frío
raciocinio—. No funcionará, Fran. Ningún cuchillo puede cortar esos árboles…
—¡Al menos puedo intentarlo!
Fran corrió hacia el bosque, con el cuchillo alzado, y empezó a golpear las ramas.
Durante varios minutos siguió así, acuchillando la negra vegetación, mientras sus
juramentos se volvían más y más sonoros y furibundos; luego, por fin se echó hacia
atrás, respirando de forma entrecortada y con el sudor bañándole el rostro.
—¡No puedo! —Su voz sonaba como la de un niño desconcertado—. ¡No le hace
el menor efecto! —Y se volvió de cara a los árboles de nuevo—. ¡Papá! ¡Cari! ¡Papá,
respóndeme! ¡Papá!
Los anormales árboles se agitaron sigilosos, pero no se escuchó ningún grito de
respuesta. Temblorosa, Índigo se levantó del suelo. Mientras se acercaba a él, Fran se
volvió hacia ella sollozante, y se abrazaron con fuerza y en silencio, en un intento de
aliviar su desdicha compartida.
Al poco Fran retrocedió. Temblaba, y sus mejillas estaban húmedas, pero su
rostro mostraba una expresión decidida a pesar de que parecía reacio a encontrarse
con los ojos de Índigo.
—Hemos de regresar —dijo—. Hemos de decírselo a los otros. —Aspiró con
fuerza, rabioso—. Regresaremos con antorchas. Quizá podamos abrir un paso
quemándolo.
—No lo creo —respondió Índigo con voz hueca—. Sean lo que sean esos árboles
y vengan de donde vengan, no creo que el fuego les afecte más que los cuchillos.
Se revolvió contra ella.
—¡Bueno, pues hemos de hacer algo! ¿No lo comprendes? ¡Papá y Cari están ahí!
—Y Grimya.
—Sí, ¡y Grimya! ¡Y hemos de sacarlos!
«Si ya no es demasiado tarde», pensó Índigo, y al instante lo lamentó. Grimya no
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podía morir: eso era una parte de su propia maldición que la loba compartía. Pero
podía sufrir. Y Constan y Cari eran otro asunto…
Levantó los ojos de nuevo hacia los árboles. Sus copas resultaban invisibles,
mezclándose con la espesa noche. Y el susurro de sus hojas sonaba a sus inflamados
sentidos como una burlona e irónica risa.
Índigo tomó la mano de Fran.
—Vamos —dijo en voz baja—. Quizá tengas razón; quizás el fuego funcionará.
Al menos vale la pena probarlo. Regresemos al campamento, deprisa.
Se alejaron por la carretera, y la risa de los árboles pareció seguirlos, hasta que
incluso los pequeños y malévolos ecos de las crujientes ramas y las susurrantes
espinas quedaron ahogados en el amenazador silencio de la oscuridad.
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Capítulo 7
—De acuerdo. —Fran contempló el círculo de rostros reunidos alrededor del
fuego del campamento, mientras su expresión desafiaba a cualquiera de ellos a que se
atreviera a contradecirle, y finalmente sus ojos se clavaron en Índigo—. Es una buena
idea y debería funcionar. Pero no vas a ir sola.
—Fran…
—He dicho no. —Fran golpeó la palma de la mano contra el suelo para dar más
énfasis a sus palabras—. Mientras papá y Cari no estén, yo soy el cabeza de familia, y
se hace lo que yo digo. Dos de nosotros iremos contigo o no irá nadie. Y no creas que
no podemos obligarte a quedarte si hemos de hacerlo.
No era cierto, pero Índigo lo dejó pasar. Fran necesitaba aquella demostración de
autoridad, no tan sólo para tranquilizar a sus hermanos y hermanas sino también para
tranquilizarse a sí mismo y restablecer su autoestima. Durante el viaje de pesadilla de
regreso a Bruhome, la muchacha lo había oído sollozar mientras corría, y él lo sabía y
se sentía avergonzado. Ella había intentado decirle que las lágrimas no significaban
afeminamiento, pero él había rechazado sus palabras de consuelo muy enojado: al
igual que con la discusión que habían tenido junto al río —que ahora parecía tan
lejana—, odiaba cualquier sospecha, por equivocada que ésta fuera, de que ella
pudiera considerarlo una criatura.
La muchacha bajó los ojos.
—Muy bien.
La muchacha se dijo que el joven tenía también ese derecho: aunque ella era la
única responsable de su situación, eran las vidas de su padre y su hermana las que
estaban en juego, no la de ella. Y, dejando de lado la conciencia, tuvo que admitir
para sí que la idea de estar acompañada ante lo que pudiera encontrar resultaba más
que consoladora.
—Bien —ahora fue Esti quien tomó la palabra—, ¿quién va y quién se queda?
—Yo iré con Índigo. —Una vez más, Fran les dedicó su retadora mirada, y nadie
disintió—. Y creo que debería venir otro más. Tres se las arreglarán mejor que dos si
surge cualquier problema, o si Cari o papá están heridos. Hemos de decidir quién es
el más adecuado.
Esti removió el puchero de la comida.
—Eso es fácil. —Levantó la mirada, y sus ojos verdes se clavaron en los de su
hermano con determinación—. Yo.
—No seas estúpida. ¡Eres una chica!
—También Índigo, y eso no la va a detener. No, Fran, calla y escucha. Ninguno
de nosotros sabe lo que puede suceder aquí mientras vosotros no estáis, y si hay más
problemas podemos necesitar fuerza física y capacidad de lucha. Eso significa Val,
Lanz y Enti. Los otros chicos son demasiado pequeños para ir. —Se produjo un
pequeño conato de protesta por parte de los tres mencionados, y Esti los amenazó con
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el cucharón—. ¡Callaos! Esto no es un juego, es serio. Son demasiado jóvenes.
Armonía y Honi son mucho mejores que yo en lo que se refiere a organizar a la
gente, y sabrán ocuparse a la perfección de que el campamento funcione. Así pues, es
obvio, ¿no? Soy la única persona que puede ir con vosotros.
Fran miró a Índigo, impotente. Estaba claro que no le gustaba la idea, pero Esti lo
había dejado sin argumentos.
—¿Índigo? ¿Qué te parece?
Índigo contempló a Esti por unos instantes. De todas las muchachas Brabazon era
la más imprevisible; no obstante había una gran fortaleza en ella. Esti era lista y sabía
cómo cuidarse; y su razonamiento estaba bien fundado. Siempre y cuando pudieran
mantenerse bajo control sus impulsivos excesos —y también los de Fran—, eran la
única elección lógica.
—Creo que Esti tiene razón. Ella es la que debería venir con nosotros.
Piedad, que no había comprendido por completo qué era lo que se discutía pero
que percibía de forma intuitiva que los problemas de la familia no habían terminado
ni mucho menos, empezó a llorar; una reacción al caos en que de una forma tan
desconcertante se había convertido su vida. Armonía, que empezaba ya a ponerse en
el papel que antes había desempeñado Cari, fue inmediatamente a su lado para
consolarla, y Fran se apartó del fuego.
—Bien. Si eso está ya decidido, no hay tiempo que perder. Voy a buscar lo que
necesite; Índigo, Esti, lo mejor será que hagáis lo mismo. Luego quiero ver a Val,
Lanz y Forti en la carreta de papá.
—Honi nos traerá algo de comer —dijo Esti—. Sería tonto marchar con el
estómago vacío cuando no sabemos cuánto tiempo pasará antes de poder hacer
nuestra próxima comida.
La clase de atmósfera que flotaba alrededor del fuego estaba cambiando. Todavía
era tensa, pero impregnada ahora de una sensación de que la situación de impotencia
de las horas anteriores se había roto por fin. No obstante, Índigo era perfectamente
consciente de que, en el entusiasmo del momento, podría resultar muy fácil pasar por
alto una cuestión vital que hasta entonces no había tenido la oportunidad de discutir
con Fran y Esti. Ninguno de ellos tenía una auténtica idea de a qué podrían
enfrentarse si el plan que ella había ideado funcionaba. Las palabras llenas de valor
estaban muy bien, pero la realidad resultaría diferente: incluso la estrategia para
penetrar a través de la barrera de espinas podía ser su perdición si los Brabazon
resultaban ser más remilgados de lo que decían; y al otro lado… ella no sabía qué
había al otro lado, pero la intuición y la experiencia le decían que podía ser peor que
cualquier pesadilla. No podía dejar que se metieran en todo aquello sin saber a lo que
iban: en conciencia, debía decirles lo que realmente les aguardaba en su misión.
Los dos Brabazon se dirigían ya a sus respectivas carretas, y ella se incorporó y
los llamó:
—¡Fran! ¡Esti! Antes de que hagáis vuestros preparativos… —Corrió hacia ellos
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y bajó la voz de modo que los otros no la oyeran—. Hay algo que tengo que deciros,
y es vital que lo sepáis antes de que nos pongamos en marcha.
Esti suspiró impaciente, pero los ojos de Fran la miraron astutos.
—¿Algo relacionado con lo que me dijiste en la carretera?
—Sí. Y tiene que ver con nuestro viaje.
—De acuerdo. No deberíamos perder más tiempo que el imprescindible, pero…
entremos en la carreta principal. Allí podemos hablar.
Y de este modo, en la intimidad de la carreta, Índigo les contó su historia; o más
bien, aquella parte de su historia que consideraba que debían saber y creerían. Les
habló de su misión para localizar y destruir a los siete demonios, y de cómo había
descubierto que el tercero de estos demonios era la causa de todos los males que
aquejaban Bruhome. Les contó también la verdad sobre Grimya. Y aunque no les dijo
nada sobre su antigua y perdida identidad, ni sobre la maldición de la inmortalidad
que era parte de su carga, sí les habló, vacilante y llena de dolor, sobre Fenran, cuya
vida dependía de si ella triunfaba o fracasaba.
Cuando hubo terminado de hablar, se hizo el silencio en la carreta durante unos
instantes. Luego, muy despacio, Esti extendió una mano y sujetó la suya.
—¡Oh, Índigo! —Los ojos de la muchacha brillaban de emoción—. No teníamos
ni idea, ninguno de nosotros. —Dirigió una rápida mirada a Fran, que contemplaba a
Índigo con una expresión tensa, pero sin decir nada—. Es una historia tan terrible…
Tan triste. Es como… no lo sé, como las leyendas que cantamos en nuestras
actuaciones, pero…
—¡No seas tan estúpida! —la interrumpió, enojado, Fran—. Eso no son más que
cuentos. Esto —miró de nuevo a Índigo, con más fijeza que nunca— es real. Le ha
sucedido a Índigo, y si todo lo que sabes decir es que recuerda a un tonto cuento de
niños…
—¡Eso no era lo que yo quería decir! —replicó Esti—. Claro que sé que es
diferente, ¿qué te crees que soy?
—Entonces sabes que Índigo quiere decir exactamente eso cuando dice que
rescatar a papá y a Cari va a resultar peligroso, ¿no es así? —La furia de Fran estaba
bajo control ahora, pero todavía bullía e Índigo sospechó que había algo más detrás
de ella que simple indignación fuera de lugar por las palabras de su hermana—.
Cuando Índigo dice que nos enfrentaremos a un demonio, quiere decir un demonio.
No un ser de mentirijillas con los que sueñas despierta, sino un…
—¡Sé lo que quiere decir! —replicó Esti con violencia—. ¡Sé lo que es un
demonio!
Índigo, que había escuchado la pelea con creciente inquietud, intervino ahora.
—Fran, Esti: no quiero ser grosera, pero dudo de que ninguno de los dos
comprenda exactamente aún qué es aquello a lo que nos enfrentaremos —dijo con
suavidad.
Ambos se volvieron para mirarla, pero ella se anticipó a sus protestas,
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continuando:
—La verdad es que ninguno de nosotros sabe qué se encontrará. Este poder, este
demonio —se sentía reacia a utilizar esta palabra ahora, ya que había colocado
demasiados prejuicios en sus mentes—, puede tomar cualquier forma, o no tener
ninguna. Puede que no sepamos reconocerlo si lo encontramos…
—Cuando lo encontremos —la corrigió Esti con fiereza.
—Muy bien, cuando lo encontremos. Os he contado mi historia porque quiero
que comprendáis mis motivos para realizar este intento, y porque sería una gran
injusticia conduciros a este peligro sin que supierais toda la verdad. —Una débil y
forzada sonrisa curvó sus labios—. Ojalá os hubiera podido contar lo del demonio sin
revelaros mi propia situación, pero eso habría dejado muchas preguntas en el aire.
Ahora, pues, sabéis tanto como yo. Todo lo que me queda es esperar que sea
suficiente.
Esti, calmada, bajó la mirada.
—Lo siento —dijo—. No era mi intención resultar frívola, Índigo. Y Fran y yo no
deberíamos habernos peleado. —Lanzó a su hermano una mirada desafiante, luego le
devolvió la sonrisa a Índigo sin mucho convencimiento—. No resulta un inicio muy
alentador, ¿verdad? ¡Seguramente te preguntarás si vale la pena llevarnos!
—Claro que no.
No era del todo verdad, pero Índigo sabía que ya era demasiado tarde para
reconsiderarlo. Lo que Fran había dicho antes lo había dicho en serio: no podía evitar
que fueran con ella. Incluso aunque se fuera sola, ellos la seguirían, y las
consecuencias de su entrada en el mundo del demonio sin ella para ayudarlos
resultaban aterradoras. Aunque resultaran una gran responsabilidad, no tenía otra
elección que llevarlos con ella.
—No hablemos ya más de ello, Esti. Aún nos queda mucho que hacer antes de
ponernos en marcha, y Fran tiene razón sobre lo de no perder tiempo. —Paseó la
mirada del uno al otro—. ¿Hacemos las paces?
—De acuerdo —asintió Esti con vehemencia.
Fran vaciló, luego asintió también:
—De acuerdo.
El plan de Índigo para penetrar en el bosque negro era muy sencillo, aunque un
poco macabro. Las cosas habían cambiado en Bruhome durante las últimas horas; por
un lado para mejor, pero por el otro habían empeorado. El temido motín en la plaza
del mercado había sido evitado, después de todo; por una sorprendente jugarreta del
destino, la aparición de los durmientes había resultado un factor atenuante, ya que
había actuado como un jarro de agua fría sobre el acaloramiento de la multitud, y
había trasladado su atención de los terrores personales a algo más aterrador y
apaciguador a la vez. El shock que los habitantes de la ciudad habían recibido los
había dejado impotentes, incapaces de hacer otra cosa que contemplar sin
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comprender cómo las víctimas de la enfermedad, como polillas atraídas por una llama
invisible, abandonaban sus lechos y sus hogares y se perdían en la noche. Algunos
espíritus más audaces habían intentado detener a algunos de los caminantes y no
habían recibido mejor tratamiento que Honi y Gen; ante su fracaso, una especie de
apatía había descendido sobre la ciudad, una aturdida aceptación de que esto, como
otros muchos acontecimientos aterradores acaecidos con anterioridad, no eran más
que otro eslabón en la cadena, otra manifestación del mal que tenía a Bruhome en la
palma de la mano. Ya no podían seguir luchando: su voluntad había desaparecido,
había muerto junto con las cosechas, se había desvanecido junto con los seres
queridos perdidos, estaba enjaulada de la misma forma que aquel extraño bosque
enjaulaba a la ciudad. Todo lo que podían hacer era aceptar con pasividad un destino
que nadie parecía capaz de alterar, y llorar su desgracia.
Pero aunque Bruhome estaba ahora tranquilo, parecía como si el mal no hubiera
terminado con sus víctimas. Una hora después de que el último caminante dormido
hubiera abandonado la ciudad, dos niños —gemelos— se habían desplomado ante la
chimenea de su propia casa y no se los había podido despertar. Al cabo de otra hora
se habían levantado del lecho con el rostro pálido y sonriente, sin prestar atención a
los gritos de su madre ni a las súplicas de su embriagado padre, y habían abandonado
la casa en dirección al este. Poco después, se vio a dos hombres y a una mujer que
avanzaban decididos por la carretera del este. Y en otras partes de la ciudad, en los
hogares, en las tabernas, e incluso en la Casa de los Cerveceros, adonde muchos
habían ido a compartir su congoja con sus vecinos, hacían su aparición nuevos seres
que no tardaban en convertirse en caminantes dormidos. Parecía como si aquello que
los llamaba, aquello que penetraba en lo más profundo de sus mentes y se los llevaba,
no fuera a darse por satisfecho hasta que no quedara nadie.
La noticia traída por Val, quien se había aventurado a ir a la ciudad antes de que
ella regresara, le había mostrado a Índigo cómo podría vencer la barrera de espinas.
Ahora ya sabía adónde iban los durmientes y por qué tomaban direcciones tan
diferentes. Se los atraía hacia el bosque, y el bosque los rodeaba por todas partes.
Cada vez que uno de aquellos paseantes sonámbulos se acercaba, el bosque se abría,
para admitir a una nueva víctima al interior del infernal mundo que aguardaba al otro
lado. E Índigo y sus compañeros pensaban seguir al próximo caminante que se
dirigiera al mismo lugar por el que Constan y Grimya habían penetrado en aquel
mundo siguiendo a Cari, y penetrar ellos también a su vez.
Se reunieron junto al fuego para despedirse. Todos estaban presentes, incluso
Gen, que se había recuperado y no mostraba otra señal de haber sido herida que un
pequeño y ligero vendaje sujeto gallardamente alrededor de su cabeza. Esti, algo
cohibida, ataviada con una camisa y unos pantalones que Índigo le había prestado —
ésta había declarado que las faldas resultaban muy poco prácticas para tal empresa—
abrazó a cada uno de ellos por turno, dedicándole un beso muy especial a Piedad,
luego pretendió comprobar el contenido de la bolsa de provisiones que colgaba de su
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hombro para que nadie pudiera observar su incertidumbre. Fran se mostró falsamente
alegre: instó a los más pequeños a que compusieran una canción sobre sus hazañas y
desafió a Val a que aprendiese una complicada canción para flauta en su organillo
durante su ausencia. Índigo se sintió incapaz de decir nada, pero cuando Val y Honi,
la emoción derrotando a la timidez, corrieron hasta ella y la abrazaron, los apretó con
fuerza tanto tiempo como pudo antes de retroceder. Luego, con gran precipitación, se
dijeron las últimas palabras de despedida y se intercambiaron los últimos besos, y los
tres abandonaron el prado y al cada vez más pequeño grupo de figuras que agitaban
los brazos junto al fuego, y se volvieron en dirección a la ciudad.
No habían recorrido ni veinte metros cuando un grito los detuvo. Se dieron la
vuelta, e Índigo vio a Val que hacía señales frenéticamente e indicaba a su espalda en
dirección al río; Fran aspiró con fuerza, y la muchacha se dio cuenta de que otra
figura venía hacia ellos.
—¡Madre Tierra! —exclamó Fran en voz baja—. Es una señal; ¡tiene que serlo!
Los viajeros que habían intentado abandonar Bruhome después de la tormenta
habían regresado todos, calmados y acobardados por lo que habían encontrado fuera
de la ciudad. La mayoría habían buscado el consuelo de las tabernas locales, pero
después de la frustrada reunión en la plaza algunos se habían escabullido de nuevo
hasta el campamento del prado a esperar temerosos lo que pudiera acontecer. Ahora,
alguien había salido de una de las tiendas situadas junto al río, y en cuanto lo vio,
Índigo supo que había caído víctima de la enfermedad, y seguía ahora el mismo e
inevitable impulso que se había llevado a otros antes que a él. Ella y sus compañeros
se quedaron inmóviles, y el hombre llegó hasta ellos y se les adelantó y cruzó la
entrada, con la mirada fija delante de él, sin darse cuenta de nada de lo que lo
rodeaba.
—Vamos a seguirlo. —La voz de Fran era un apremiante y tenso susurro—.
Rápido. ¡Cuidado que no se nos pierda de vista!
Índigo vio temor en los ojos de Esti, pero no dijo nada. Volvió la cabeza para
mirar de nuevo el campamento mientras los tres se ponían en marcha para seguir al
durmiente, e hizo una señal de reconocimiento a Val, que permanecía un poco
apartado de los otros. Levantó la mano en señal de agradecimiento por el aviso, y él
le devolvió el gesto. Pero se lo veía desolado.
El hombre en trance se había vuelto hacia el norte desde la entrada del prado y
tomado el mismo camino que Cari. Índigo deseó que su dirección resultase un buen
presagio, aunque la experiencia le había enseñado a mostrarse escéptica y no pensaba
fiarse demasiado de la esperanza. Incluso aunque penetraran en el mundo del bosque
exactamente por el mismo lugar por el que habían desaparecido Grimya, Cari y
Constan, las posibilidades de poder encontrar su rastro eran remotas; y si no los
encontraban, ¿entonces qué? Aún no se había atrevido a considerar esa pregunta.
El caminante que los precedía avanzaba con sorprendente velocidad, y no
perderlo de vista no resultaba fácil en la oscuridad a pesar del farol que llevaba Fran.
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Índigo oía cómo Esti murmuraba en voz baja a cada paso que daba; no estaba muy
segura de si las palabras eran para mantener el ritmo o un conjuro contra la mala
suerte. No había nadie más en la carretera y la fantasmal quietud planeaba sobre el
terreno, aumentada más que mitigada por el sonido de sus rápidas pisadas. Nada se
movía en la exuberante vegetación que bordeaba el camino, ningún otro sonido
alteraba el silencio. Por caprichosa que esa idea pudiera parecer, a Índigo le dio la
impresión de que la tierra contenía la respiración, a la espera de algún acontecimiento
sin especificar pero que iba a tener lugar.
Cuando la primera visión de los negros árboles que bloqueaban el camino
apareció delante de ellos, los tres se detuvieron al instante. Esti, que aún no había
visto el monstruoso bosque, lo contempló en atemorizado silencio, pero la expresión
de contrariedad de Índigo —y la de Fran, observó al mirarlo— eran motivadas por
algo diferente y más alarmante.
El bosque se había movido. Incluso unas pocas horas antes, cuando habían
seguido a Cari por aquella misma carretera, habían andado, según los cálculos de
Índigo, al menos otro kilómetro antes de encontrarse con la negra pared de árboles; y
el día de la tormenta, cuando habían salido en su frustrada misión hacia la siguiente
ciudad, el bosque había estado a bastantes más kilómetros de distancia. Ahora, estaba
muy claro que los cercaba, se cerraba sobre Bruhome de la misma forma que un lazo
se cerraba lentamente para estrangular a su víctima. ¿Cuánto faltaba, se preguntó
Índigo llena de inquietud, para que aquel bosque sobrenatural llegara a la ciudad, y la
sepultara?
Fran, que había llegado a la misma conclusión, dijo sucintamente:
—No pensemos en ello, Índigo. Hemos de seguir.
La muchacha asintió, y Esti indicó bruscamente:
—¡Está llegando a los árboles!
El durmiente había llegado casi al bosque, y, justo frente a él, las espinas
empezaban a agitarse. Sus malévolos chasquidos produjeron un escalofrío en Índigo
y la joven se volvió hacia sus compañeros.
—¡Esti, cógete de nuestras manos, rápido! —Sus dedos se entrelazaron, Esti
estaba entre Índigo y Fran—. Ya no tenemos más que unos segundos, muy pocos.
¡Ahora, a correr!
Corrieron hacia el durmiente, quien no dio la menor señal de advertir su
presencia, y cuando el negro túnel del bosque se abrió, Índigo estiró el brazo para
agarrarse a su manga. Al ver aquella negra boca, Esti perdió el valor; lanzó un
aterrorizado gemido y, automáticamente, intentó echarse hacia atrás, y por un instante
Índigo pensó que perdería contacto con su presa. Pero entonces Fran se abalanzó
hacia adelante, agarrándose con desesperación a la camisa del hombre. El farol se
balanceó violentamente mientras él intentaba sujetarlos a él y al durmiente a la vez;
los cuatro se tambalearon, vacilaron; entonces el impulso tomado los empujó hacia
adelante y cuando el durmiente penetró en el túnel que se había abierto como un
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depredador para darle la bienvenida, se zambulleron entre las espinas tras él.
—¡Hemos pasado! —El grito de Fran fue un ronco aullido de triunfo—. Lo
hemos conseguido, estamos…
Como si todo un mundo hubiera abierto la boca para rugir, un tumulto atronador
los golpeó igual que si un muro se hubiera desplomado sobre ellos. Índigo se
tambaleó hacia atrás, perdiendo contacto con Fran y Esti al apretar las palmas de las
manos contra sus oídos en un frenético e inútil esfuerzo por ahogar el ruido. Voces:
miles y miles de voces enloquecidas, inhumanas, que chillaban, aullaban y reían, y la
golpeaban y abofeteaban desde todas partes mientras ella se retorcía salvajemente de
un lado a otro como un animal aterrorizado en una trampa. Tenía la boca abierta pero
no salía ningún sonido de ella; todo lo que era capaz de hacer era jadear y dar
boqueadas. El titánico estruendo siguió creciendo y la muchacha cayó de rodillas,
boca abajo, revolviéndose ciegamente en la oscuridad.
—¡Parad! ¡Oh, haced que pare!
Alguien gritó muy cerca de su oreja y sintió unas manos que se aferraban a ella.
Índigo se agarró a su invisible compañero, sin saber ni importarle quien fuera, y en el
aturdimiento provocado por la conmoción y el dolor también ella empezó a gritar en
protesta.
El horrible ruido empezó a disminuir. En un principio la mente aturdida de Índigo
no lo advirtió, pero de pronto, aquella parte de ella que aún se aferraba con
desesperación a algún vestigio de cordura se dio cuenta de que los aullidos
disminuían. Podía incluso oír su propia voz por entre el tumulto, y sus gritos se
convirtieron en terribles jadeos mientras luchaba por levantarse del suelo. Una mano
la ayudó a incorporarse y en la oscuridad vislumbró el vago contorno oval del
asustado rostro de Esti.
—Esti.
Pero antes de que pudiera añadir nada más el horrible ruido empezó a crecer de
nuevo, rugiendo a través de la oscuridad. De repente, la chispa de un mal recuerdo se
mezcló con la intuición en la mente de Índigo, y comprendió lo que sucedía. Era un
truco —un truco malicioso para aturdir a los incautos, para intimidarlos, para destruir
sus mentes— y sujetó los hombros de Esti con fuerza, zarandeándola con violencia.
—¡Grita! —Su voz resultaba apenas audible por encima de los alaridos que se
alzaban a su alrededor como un maremoto—. ¡Esti, replica! ¡Grítale a esa cosa;
ahora, ahora!
Esti no la comprendió, pero estaba demasiado asustada para hacer otra cosa que
obedecer. Empezaron a aullar a la rugiente oscuridad; chillaron, gritaron, arrojaron
imprecaciones, sonidos, cualquier cosa que sus pulmones y gargantas pudieran
producir, para contrarrestar aquel ataque. Por un terrible instante Índigo creyó
haberse equivocado y que la estratagema no funcionaría; pero entonces, de forma
perceptible, el ruido empezó a apagarse de nuevo.
—¡Sigue gritando! —Aulló las palabras con todas sus fuerzas—. ¡No te detengas,
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hagas lo que hagas, no te detengas!
Gritaron como enloquecidos en aguda discordancia. Esti empezaba a comprender
ahora, y su voz adoptó un tono furioso cuando la rabia empezó a reemplazar el temor.
Los aullidos intentaron aumentar en dos ocasiones, pero sus gritos los derrotaron;
de repente una tercera voz se unió a ellas, al darse cuenta Fran, con cierto retraso, de
lo que sucedía, y añadir sus gritos para darles más fuerza. Y por fin llegó un momento
en el que Índigo se dio cuenta de que el sonido había cesado.
Levantó las manos y cuando sus gritos se desvanecieron cayó sobre ellos un
completo silencio. Duró sólo un momento, antes de que Esti cayera víctima de un
ataque de tos y se apartara a un lado, golpeándose el pecho con el puño y lanzando
maldiciones entre ataque y ataque de tos.
Índigo se balanceó hacia atrás en sus talones, subiendo y bajando los hombros
mientras recobraba el aliento. Cuando se hubo recuperado lo suficiente para hablar,
levantó los ojos y dijo con voz débil pero llena de sentimiento:
—¡Gracias!
Esti lanzó una última y convulsiva expectoración, luego se secó la boca y levantó
la cabeza para encontrarse con los ojos de Índigo.
—¡Madre Todopoderosa! —exclamó con voz ronca—. ¡Prometo que jamás
volveré a quejarme por tener que cantar durante demasiado tiempo!
Aquella chispa de humor resultaba grotesca en estas circunstancias, pero a pesar
de ello Índigo percibió una ligera disminución de la tensión.
—Hemos tenido suerte de poder descubrir a tiempo cómo detenerlo.
—Querrás decir que hemos tenido suerte de que tú supieras qué hacer. —Esti se
frotó la dolorida garganta, luego dejó caer la mano a un lado del cuerpo—. ¿Cómo lo
has sabido?
Índigo se encogió de hombros y miró a su alrededor. Aunque la oscuridad era
intensa, le pareció que podía vislumbrar débiles diferencias en los tonos de negro,
trazas de elevados árboles que se apiñaban a su alrededor. Bajo sus pies había hierba,
extrañamente seca pero hierba de todas formas. Eso, al menos, era físicamente real y
estable. Y por fortuna parecía que habían ido a parar lejos de las espinas.
—No lo sabía —admitió—. Fue simplemente una intuición. Pero —se estremeció
— ya he visto antes algo parecido a este bosque. No tenía el mismo aspecto pero sí
producía la misma sensación, tenía la misma atmósfera. Era un mundo de ilusiones; y
allí descubrí lo peligrosas que pueden llegar a ser las ilusiones. Entonces, cuando el
ruido nos atacó, pensé que incluso aunque no sea real, podría volvernos locos o peor,
y me sentí demasiado atemorizada para hacer otra cosa que gritar.
—Y cuando gritaste, empezó a apagarse —dijo Fran, pensativo.
—Sí. Eso es lo que me dio la idea, la esperanza. Intenté volver los gritos contra sí
mismos, responder a ellos, pero era comparar ilusión con realidad. —Sus ojos se
endurecieron—. Yo era real, eso no lo era. Eso fue lo que me dije, que yo era real.
—Y funcionó. —Fran dejó escapar un suave y siseante suspiro.
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—Sí. Esta vez, funcionó. —Un nuevo escalofrío la convulsionó, pero tenía que
decir lo que pensaba—. La próxima vez, no obstante, puede que no tengamos tanta
suerte.
Durante quizá treinta segundos nadie dijo nada más. Luego, sin advertencia
previa de modo que Esti dio un brinco como un animal nervioso, Fran se puso en pie.
—Bien —dijo, y su voz sonó extrañamente remota en la amortiguadora oscuridad
—. Una cosa sí es segura: hemos penetrado en el bosque, pero no vamos a conseguir
nada quedándonos donde estamos. —Bajó los ojos hacia Índigo y a pesar de sus
esfuerzos por parecer el jefe la muchacha percibió su indecisión y el temor que seguía
acechando en su interior—. ¿Tienes alguna idea de en qué dirección debemos ir?
Se trataba de una pregunta, pensó Índigo, que en otras circunstancias podría
haberla hecho reír. La oscuridad era tal que incluso con la visión ajustada a aquella
noche perpetua dudaba de que pudieran ver cualquier obstáculo que estuviera a más
de un palmo de distancia. El caminante dormido en pos del cual se habían catapultado
a este mundo fantasmal había desaparecido; sin siquiera percibir la espantosa
cacofonía de sonido que los había atacado a ellos, o quizá dominado de alguna
extraña forma por ella, se había desvanecido en las profundidades del bosque, y ya no
volverían a encontrarlo. Carecían de pistas, y de rastros que seguir, no tenían más que
su ingenio para guiarlos.
Se puso en pie y se sacudió las ropas.
—Primero —dijo—, creo que deberíamos comprobar nuestras pertenencias y
asegurarnos de que no hemos perdido nada. El farol, por ejemplo…
Fran se golpeó la frente con la palma de la mano.
—¡Qué estúpido soy, el farol! —Se dio la vuelta, palpando en la hierba con un pie
—. Debo de haberlo dejado caer cuando pasamos; lo había olvidado, ¡ah! —Algo
metálico tintineó en el suelo y se agachó como un halcón cayendo sobre su presa—.
¡Aquí! —Buscó a tientas el lado en el que el cristal se corría, y palpó el interior para
localizar el pedazo de vela del interior—. Todavía está entero. Debe de haberse
apagado cuando se me cayó.
Índigo rebuscó en la bolsa que llevaba al cinto para sacar la yesca y el pedernal.
El pedernal chirrió en la oscuridad; se encendió una pequeña llama, y la vela del farol
ardió, creando un pequeño círculo de luz que hizo que sus rostros se destacaran con
inusitada nitidez.
Fran se levantó, alzando el farol por encima de su cabeza, y la luz se desparramó
por todo lo que los rodeaba. Tal y como Índigo había supuesto, estaban en el linde de
un espeso bosque que parecía estar compuesto de enormes árboles de tronco negro
que surgían de entre una espesísima maleza. El dosel de hojas sobre sus cabezas
resultaba impenetrable y anormalmente silencioso; no se veía el menor movimiento
de pájaros o animales, ni se escuchaban sonidos, nada que alterara el silencio. Miró
por encima del hombro, y se estremeció al ver que a menos de dos pasos de ellos
había un matorral de espinas que era dos veces mayor que ellos, un bosque de
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siniestras lanzas que centelleaban malignas a la luz de la lámpara. El que ni uno de
ellos hubiera sido atravesado por ellas durante el caótico momento que siguió a su
llegada era poco menos que un milagro, e, instintivamente, retrocedió, apartándose de
la barrera de espinos. Sucediera lo que sucediese ahora, no podían ir por aquella
parte, lo que les dejaba tan sólo el bosque mismo.
—Me pregunto hasta dónde llega…
Lo dijo más para sí que para los otros, pero Fran la miró fijo.
—¿El bosque? No importa realmente, ¿no es así? No hay otra dirección que
podamos tomar.
—No sabemos lo que puede haber ahí dentro —repuso preocupada Esti—. Lo
menos importante podrían ser los animales salvajes. —Jugueteó con el cuchillo que
pendía de su funda en su cinturón.
—Bueno, pues no lo descubriremos a menos que vayamos.
Índigo sospechó que Fran se obligaba a sí mismo a hablar con más confianza de
la que en realidad sentía.
—A lo mejor podemos encontrar un sendero o algo parecido. —Alzó el farol aún
más y dio un cauteloso paso en dirección a los árboles, luego otro… y de pronto Esti
agarró con fuerza el brazo de Índigo.
—¡Índigo! ¡La luz!
Cuando Fran avanzó hacia adelante, la luz del farol perdió brillo, su resplandor
perdió su cálido tono amarillo para transformarse en un enfermizo destello de color
indefinido. Fran se quedó totalmente inmóvil y lo contempló horrorizado; entonces,
dio un paso hacia atrás, y de inmediato el farol volvió a brillar con más fuerza.
—¡Fran, regresa! —gritó Esti.
Fran levantó la mano que tenía libre.
—No —respondió—. Aguardad.
Avanzó hacia adelante otra vez; de nuevo el farol perdió potencia. Se detuvo,
atisbó al interior del bosque por un momento, luego se volvió rápidamente y les hizo
señales para que se acercaran.
—¡Índigo, Esti…, venid aprisa!
Corrieron a su lado, y él les indicó en dirección a los apretujados árboles.
—Mirad. Hay luz. ¡Es muy débil, pero estoy seguro de que no veo visiones!
Índigo entrecerró los ojos para ver mejor y comprobó que tenía razón. A lo lejos,
por entre las hojas, se filtraba un resplandor grisáceo opaco y que no parecía provenir
de ningún sitio.
—Da otro paso hacia adelante —dijo Fran—, y observa qué sucede.
Perpleja, Índigo le obedeció y el lejano resplandor aumentó en una ínfima parte.
Fran siguió:
—Ahora observa el farol —y avanzó para colocarse junto a ella.
La muchacha lanzó una exclamación ahogada al ver que la vela se apagaba hasta
convertirse en un rescoldo descolorido, y de repente comprendió.
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—Estamos en una especie de zona fronteriza, ¿verdad? —La voz de Fran estaba
tensa—. Medio en un mundo y medio en otro. No podemos penetrar realmente en
este otro mundo hasta que no salgamos por completo del nuestro. Y cuando
salgamos… bueno, es lo que tú decías sobre la realidad. Una vez hayamos dejado
nuestro mundo atrás dejará de ser real.
—Y así pues, los artefactos de nuestro mundo pierden realidad y poder.
La teoría tenía sentido, e Índigo se sorprendió ante la perspicacia de Fran, ya que
sabía tan poco sobre las dimensiones situadas más allá del plano físico de la tierra.
Pero antes de que pudiera decir nada más, Esti habló:
—Significa esto… —Había un ligero temblor en su voz; paseó la mirada nerviosa
de uno a otro—. ¿Significa eso que… nosotros tampoco somos reales?
Índigo lo consideró por un momento. Recordó a los caminantes dormidos, las
cosechas que se morían, la agobiante sensación de que algo se alimentaba de
Bruhome, le chupaba la vida como se chupa la médula para extraerla del hueso.
Incluso un demonio no podía sustentarse de la nada.
—No —dijo a Esti por fin—. Nosotros seguimos siendo reales, y también todo
ser vivo que penetra en este mundo.
Pero el pensamiento que acompañaba a sus palabras era mucho menos
reconfortante. Porque el demonio los encontraría con toda seguridad, de la misma
forma que encontraría a los durmientes y a sus perdidos compañeros. Y si se
alimentaba de vida, entonces podía ser que las vidas de tres personas que habían
penetrado en su reino por propia voluntad pudieran resultar una perspectiva mucho
más deseable.
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Capítulo 8
Penetraron en el bosque en fila de a uno, avanzando despacio y con cautela.
Índigo empuñaba la ballesta a la que había colocado una saeta; después del incidente
del farol dudaba de que aquella arma pudiera ser de alguna utilidad, pero sentirla
entre sus manos resultaba mucho más reconfortante.
El leve resplandor aumentaba a medida que avanzaban, hasta que les fue posible
ver lo que los rodeaba como a través de una espesa niebla bañada por la luz de la
luna. No obstante, el silencio resultaba sobrenatural; el aire no se movía y ni una sola
hoja se agitaba entre las ramas. Fran insistió en ir delante; Índigo se había sentido
reacia a permitírselo, pero al final había cedido; no quería malgastar energías
discutiendo con él, y se dijo para sí que al menos de esta forma, si iba detrás, podía
vigilar a sus compañeros. Miró atrás en una ocasión y vio que el seto de espinos había
desaparecido, dejando tan sólo los apiñados árboles que parecían extenderse hasta el
infinito. No le sorprendía demasiado que los espinos hubieran formado parte de la
confusa frontera entre su propio mundo y éste, y ahora que habían entrado en la tierra
de nadie que servía de puente a las dos dimensiones, su realidad y todo lo que ésta
contenía había quedado fuera de su alcance. Este pensamiento resultaba
desconcertante, ya que traía a colación la pregunta de cómo encontrarían el camino
de regreso, y decidió no llamar la atención de sus compañeros sobre lo que había
visto y continuar andando en silencio.
Durante algún tiempo nadie habló, hasta que Esti, que seguía saltando a cada
sombra, volvió la mirada hacia Índigo con un tímido pero esperanzado atisbo de
sonrisa.
—Es idiota —dijo—, pero siento ganas de cantar. Sólo por escuchar una voz.
Cualquier cosa.
Fran volvió la cabeza con una expresión mordaz, pero antes de que pudiera
hablar, Índigo se le adelantó.
—¿Por qué no?
Su avance por entre la maleza ya era lo bastante ruidoso como para haber alertado
a cualquier cosa que pudiera acechar su presencia en la vecindad; una canción tanto
daba y podría servir para levantarles el ánimo.
—Si pudiera manejar mi arpa al tiempo que la ballesta, te acompañaría.
—Fran lleva su flauta. —Esti dedicó una mirada maliciosa a su hermano—. Le he
visto cogerla.
Fran se sonrojó.
—Era por si la necesitábamos, no…
—¿Necesitar? —Esti se echó a reír con voz demasiado sonora—. ¿Qué ibas a
hacer con ella, Fran? ¡Aunque, todo hay que decirlo, la forma en que tocas es
suficiente para hacer huir a cualquier demonio!
Fran se detuvo y se volvió, listo para dedicarle una furibunda réplica, e Índigo
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saltó:
—¡Esti! ¡Fran! Por la Madre, ¿queréis dejar de discutir por algo tan
insignificante? —Entonces aspiró con fuerza para contener su cólera, y siguió con
más calma—. Si Esti quiere cantar, que cante, y si tú puedes tocar mientras caminas,
Fran, mucho mejor.
Fran lanzó un bufido y se dio la vuelta, pero la reprimenda había dado en el
blanco y no dijo nada. Esti, imperturbable, empezó a tararear una melodía que Índigo
reconoció como una de las canciones que cantaban a coro los más pequeños de la
familia, alegre y llena de ritmo. Al cabo de algunos compases, reuniendo valor, la
muchacha empezó a cantar la letra, e Índigo se unió a ella. Sus voces sonaban
extrañamente apagadas; el bosque no devolvía ningún eco y el efecto resultaba
desconcertante, pero era mejor, pensó Índigo, que el opresivo silencio. Tal y como
esperaba, Fran se ablandó por fin, sacó su caramillo de la bolsa y se lo llevó a los
labios.
—Adelante, Fran —dijo Esti al no unirse a la canción ningún gorjeante silbido—.
¡La conocemos desde que apenas sabíamos andar! ¡Toca el contrapunto!
Fran se detuvo y se volvió de cara a ellas.
—Estoy tocando el contrapunto —repuso débilmente—. O al menos lo intento.
Índigo lo miró fijo. Esti, sin comprender aún, masculló una imprecación sobre los
juncos que se atascan, pero su hermano meneó la cabeza.
—No le pasa nada a la flauta. Nada en absoluto. —Se la tendió, y ahora el enojo
ahogó la inquietud de sus ojos—. Toma. Compruébalo tú misma, si no me crees.
Esti tomó la flauta y le dio varias vueltas, con el entrecejo fruncido. Cuando se la
llevó a los labios y sopló, no se escuchó más que el sonido del aire que surgía de sus
pulmones. Lo intentó de nuevo, con más energía, luego miró asustada a Índigo y a
Fran.
—No funciona…
—Igual que el farol.
La voz de Fran era sombría y levantó la lámpara para subrayar sus palabras. La
vela se había convertido ya en un débil y azulado punto de luz, no más brillante que
una luciérnaga.
—¿Y tu ballesta, Índigo? ¿Qué crees que sucedería si intentases dispararla? ¿O
intentaras tocar el arpa?
La muchacha reconoció lo que el otro quería decirle con un solemne gesto de
cabeza, pero Esti protestó enojada.
—¡No tiene el menor sentido! ¿Por qué no funciona la flauta? Si nosotros
podemos cantar, entonces…
—No busques sentido a las cosas —replicó con amargura Fran—. No aquí.
Aprendía deprisa, pensó Índigo; y a Esti le dijo:
—Tiene razón. Las reglas de nuestro mundo no sirven en este lugar. Tendremos
que aprender las nuevas reglas a medida que avanzamos.
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—Si es que hay alguna —añadió Fran.
Índigo lo miró de soslayo.
—Oh, me parece que sí que las habrá. Pero si podremos o no reconocerlas, eso ya
es otro asunto. —Bajó la mirada a la ballesta que seguía empuñando, y decidió (¿de
forma irracional?) que no se la colgaría al hombro—. Lo mejor será que sigamos. Y
si todo lo que podemos hacer es cantar, pues entonces cantaremos.
—Sí —asintió Esti con energía, y se volvió en redondo para dirigir furiosas
miradas a los árboles—. ¿Lo oyes? ¿Lo oyes? ¡No te tenemos miedo!
Índigo posó una mano sobre su brazo.
—No, no lo tenemos. Pero de todas formas, me parece que sería mejor no lanzar
nuestros desafíos en voz alta aún.
Siguieron andando, pero Esti ya no estaba de humor para cantar, y así pues, el
único sonido que mancillaba la quietud era el crujir de sus pies sobre la maleza
mientras avanzaban. El tiempo, en la inmutable penumbra del bosque, no tenía
sentido, y si transcurrían realmente las horas resultaba imposible calcular su número;
pero finalmente, Índigo empezó a sentirse cansada. No había dormido desde las pocas
horas arrebatadas al sueño después de la tormenta, y sabía que con los otros había
pasado otro tanto: también ellos debían de empezar a flaquear aunque ninguno quería
ser el primero en admitirlo. Y tenía hambre. No servía de nada avanzar
obstinadamente sólo porque sí; llamó a sus compañeros y sugirió que buscasen un
lugar apropiado para acampar y descansar un rato. Esti la secundó agradecida, pero
Fran dudó.
—¿Acampar aquí, entre los árboles? —dijo—. No sé… no me gusta la idea.
Preferiría estar en algún sitio que me permitiera dominar el terreno.
—Yo también, pero podríamos andar durante días sin llegar al límite del bosque.
—Si es que había un límite—. Todos estamos cansados, Fran, y no podemos seguir
andando para siempre. —Le dedicó una débil sonrisa—. Te aseguro que soy tan
reacia como tú a detenerme aquí, pero no veo que tengamos otra elección.
Fran se mordió el labio inferior.
—Sigamos sólo un poco, entonces —dijo, ignorando el gemido de Esti—. A lo
mejor encontramos un claro. Ya hemos pasado por uno o dos. —Le dedicó una
repentina sonrisa, y en la fría penumbra la mueca adquirió un aspecto fantasmal—. O
a lo mejor, cambiaré nuestra suerte. Papá siempre dice que soy el que tiene más
suerte de toda la familia.
Índigo asintió.
—De acuerdo; sólo un poco más. Pero tendremos que descansar pronto.
Fran se dio la vuelta y siguió andando. No había recorrido más de diez metros
cuando se detuvo otra vez de forma brusca al tiempo que levantó una mano para que
las dos muchachas hicieran lo mismo. Esti lanzó un agudo siseo e Índigo susurró:
—¿Qué sucede?
—¿Recuerdas lo que dije sobre la suerte? —La voz de Fran sonaba como
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entrecortada—. Creo que estaba en lo cierto. Mirad, mirad adelante, a unos veinte
pasos quizá.
Miraron y Esti musitó:
—No puedo creerlo…
—¡Entonces estás ciega a lo que ven tus ojos!
Fran echó a correr, adelantándose a ellas, entonces se detuvo de nuevo y empezó
a hacer señales con un brazo mientras gritaba:
—¡Yo tenía razón! ¡Venid a mirar!
Índigo y Esti se apresuraron a ir, y se detuvieron en seco junto a él. Incluso en
aquella engañosa media luz no podía haber error posible: a unos pocos pasos más
allá, el bosque terminaba. Los árboles se espaciaban poco a poco hasta desaparecer;
sencillamente se acababan, como si una hoz gigante hubiera trazado una limpia línea
a través del bosque. Y más allá de los últimos troncos negros, vagamente visible
como un neblinoso océano gris, había un terreno descubierto.
Esti lanzó un chillido de dichoso alivio y abrazó a su hermano, mientras Índigo
contemplaba a Fran con renovado interés, al tiempo que se preguntaba si éste se daba
cuenta de lo significativo que podría haber sido su malicioso chiste. Afortunado…
quizá lo era. O, a lo mejor, de forma inconsciente, había ejercido una influencia sobre
lo que los rodeaba imponiendo su voluntad sobre la voluntad del poder que gobernara
en aquella estrafalaria tierra. La idea de que tal cosa fuera posible la excitaba y
preocupaba a la vez, y decidió que sería más sensato no decir nada a Fran de sus
sospechas. No aún, no hasta que pudiera analizar más el terreno.
Fran y Esti corrían ya por delante de ella y cuando los alcanzó ya habían llegado
al final del bosque. Esti, apoyada contra uno de los enormes troncos, se limitaba a
mirar el panorama que se extendía antes ellos, incapaz de decir nada, mientras Fran
se aventuraba a avanzar uno o dos pasos más allá de la frondosa bóveda de hojas
antes de detenerse. Su cabeza giró despacio mientras examinaba el paisaje, y por fin
dijo en voz baja:
—Es como los páramos que rodean Bruhome. Pero…
—Muerto —repuso Esti con tranquilo énfasis—. Sin color. Sin vida. Nada. —Se
estremeció, apartándose del árbol, al tiempo que se abrazaba a sí misma—. Ni
siquiera sopla el viento.
Índigo contempló el terreno que se extendía más allá del límite del bosque como
algo salido de un extraño sueño. Lóbrego y amenazador bajo el resplandor fríamente
difuso de la noche, era, intentó explicar Fran, casi una parodia de los páramos de
Bruhome. Pero las laderas eran más pronunciadas y las escarpaduras más angulosas,
creando profundas oquedades que se perdían en zonas de sombras bien delimitadas
que aparecían negras por completo en contraste con las ondulaciones más suaves y
plateadas de las colinas.
Desvió la mirada al lugar donde, a una distancia imposible de adivinar que tanto
podía ser un kilómetro como veinte, el terreno se juntaba con el monótono cuenco de
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estaño del firmamento. Un débil resplandor gris plateado se recortaba en el cielo,
como el anuncio de la salida de la luna, pero supo instintivamente que no había luna
allí. En lo alto, el cielo mostraba un color uniforme, monótono: no había la menor
señal del origen de aquella débil luz, ni estrellas, ni la leve sombra de una nube. Sin
color, sin vida había dicho Esti. Ni una sola señal de movimiento en todo aquel
terreno desierto.
Fran, cuyos pensamientos habían seguido unos derroteros similares a los suyos,
dijo con suavidad:
—Al menos aquí podemos ver cualquier cosa que se mueva.
—Sí…
Índigo cerró los ojos por un instante y sacudió la cabeza para aclararla; el paisaje
poseía un curioso efecto hipnótico, y se alegró de poder dirigir de nuevo los ojos
hacia la hierba a sus pies. Hierba negra. Ningún color excepto negro, gris y plata…
Apartó de su mente muchos inquietos pensamientos sobre el significado del color
plata; dejó la ballesta en el suelo y se deshizo de la bolsa que llevaba a la espalda.
—Es un lugar tan bueno como cualquier otro. Los árboles para facilitar
protección por si la necesitamos; pero tal y como dices podemos ver cualquier cosa
que se nos acerque antes de que ella nos vea a nosotros.
—No creo que nada lo haga —murmuró sombría Esti—. No creo que haya nada
aquí fuera de nosotros.
Fran le dirigió una mirada de enfado.
—Y papá, y Cari, y Grimya. Y todos esos otros. No lo olvides jamás, Esti. Ni por
un momento.
La muchacha lo miró resentida.
—Eso no era lo que yo quería decir, y lo sabes.
Con gran alivio por parte de Índigo, Fran no insistió en aquel punto; o bien se
había tomado su amonestación muy en serio, o estaba demasiado cansado para
discutir. Dejó caer sus fardos sobre el suelo y miró a su alrededor.
—Hay suficientes hojas secas y restos para poder encender un fuego —dijo—.
¿Crees que se encenderá? ¿O fracasarán nuestras yescas y pedernales igual que la
flauta y el farol?
—No lo sé. —Índigo jugueteó con la bolsa que colgaba de su cinturón—. Vale la
pena probarlo.
Fran recogió con ambos brazos un buen montón de hojas y ramas caídas —al
parecer las hojas también morían en aquel bosque; lo cual sugería la existencia de
alguna especie de estaciones— e hizo una pila sobre la hierba. Luego frotó la yesca
contra el pedernal.
Nada sucedió. El pedernal chirrió con excesiva fuerza en medio de aquel silencio,
pero no se produjo la esperada chispa. Fran lo intentó por segunda, por tercera vez;
luego se sentó sobre los talones, sacudiendo la cabeza.
—No quiere encenderse. Temí que esto iba a suceder.
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—Inténtalo de nuevo —insistió Esti.
—No. —Índigo extendió la mano para detenerlo cuando quiso volver a intentarlo
—. Déjame. —Sus ojos se encontraron en la penumbra, y la muchacha le sonrió—. A
lo mejor, esta vez soy yo la que tiene suerte.
Fran se encogió de hombros y le entregó el yesquero, e Índigo lo sostuvo sobre el
montón de hojas. «Concéntrate», se dijo en silencio. «Fran deseó que el bosque se
acabara, y éste se acabó. Esto puede salirte bien. Deséalo. Haz que suceda».
—¡Hay una chispa! —exclamó Esti con vehemencia.
Índigo frotó de nuevo; la segunda chispa prendió en las hojas secas, y una fina
lengua de fuego empezó a lamer el extremo del montón de hojas. Esti lanzó un gritito
de alegría y se inclinó sobre el precioso fuego; lo rodeó con las manos y sopló con
cuidado sobre la llama para avivarla llena de pericia. Fran clavó los ojos en Índigo.
—¿Cómo lo has hecho?
La muchacha se sentó sobre sus talones, sólo un poco menos sorprendida que él.
—No estoy muy segura —dijo—. Recordaba la forma en que llegamos al final
del bosque; y antes que eso, la manera en que derrotamos aquella voz aulladora… y
me pregunté si…
Una exclamación de Esti la interrumpió. Las hojas exteriores del montón
empezaban a chisporrotear y enroscarse, y Esti se había erguido, triunfante, mientras
el fuego tomaba fuerza… para quedarse helada de repente.
—¡Las llamas tienen el color equivocado! —El regocijo se convirtió en desilusión
al tiempo que gritaba—. ¡Miradlas… son azules!
Índigo y Fran volvieron los ojos hacia el fuego. Las llamas parecían arder con
normalidad, pero en lugar de presentar una alegre tonalidad amarilla rojiza, despedían
una llama fría e incolora, mientras las brillantes lenguas del corazón del fuego
mostraban un enfermizo tono azul verdoso.
Durante un largo y silencioso momento, sus ojos permanecieron clavados en las
llamas, y luego, con mucha cautela, Esti extendió una mano. Su rostro se iluminó con
una luz fantasmagórica, y sus dedos extendidos parecían los de un cadáver; volvió la
mano a un lado y a otro, luego levantó la vista para mirarlos.
—Ni siquiera está caliente. No siento absolutamente nada y en cambio debería
quemarme. Mirad, puedo introducir la mano en el… ¡ay!
Mientras hablaba, Esti había extendido la mano para tocar las llamas, y dio un
salto atrás con un alarido de dolor al tiempo que ponía la mano bajo la axila.
—¡Esti!
Índigo corrió a su lado.
—Que… maba —tartamudeó Esti con los dientes apretados—. Pensé que… ¡Oh,
cómo duele!
—Déjame ver.
Índigo llevaba en su bolsa hierbas medicinales y ungüentos, reliquias de las
pequeñas habilidades que había aprendido de niña. Tomó la muñeca de Esti con gran
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cuidado, haciendo girar la mano herida para examinarla. La piel en la punta de los
dedos estaba enrojecida y ya empezaban a salirle ampollas; por muy poca luz y calor
que despidiera el extraño fuego, desde luego quemaba como cualquier llama normal.
Empezó a untar los dedos de Esti con el ungüento de un pequeño frasco, y mientras lo
hacía vio por el rabillo del ojo a Fran que se acercaba al fuego con una mano
extendida.
—¡Fran, ten cuidado!
—No te preocupes, lo tendré. Pero Esti tiene razón. Incluso a un palmo de
distancia de las llamas no siento el menor calor.
Índigo no replicó, dedicándose a considerar aquel enigma. Esti no había esperado
quemarse, sin embargo el fuego la había quemado. Eso dejaba en ridículo la teoría
que había empezado a formular y había estado a punto de exponer a Fran, y daba
nuevo énfasis a su anterior comentario sobre que las leyes de aquel mundo eran
irracionales e impredecibles. Este incidente servía a la vez de confirmación y de
advertencia; y decidió estar alerta desde aquel momento. Paso a paso. O las
consecuencias del siguiente error podrían no ser tan triviales.
Bajo aquellas circunstancias, Índigo se alegró de descubrir que el accidente de
Esti había apartado de la mente de Fran el enigma del fuego. No volvió a sacar a
colación el tema, sino que se limitó a curar la mano de Esti y, agrupados alrededor de
la extraña y parpadeante luz de la hoguera, tomaron luego una comida espartana de
las raciones que llevaban. Fran montó una especie de trípode sobre el fuego e intentó
hacer hervir un cazo de agua; pero el tiempo pasaba, y el agua seguía fría, y por fin
abandonó el intento y volvió a verter con mucho cuidado el contenido del cazo dentro
de su odre.
Decepcionados al no poder obtener una bebida caliente con la que completar su
improvisado festín, se dedicaron a considerar cuál sería su siguiente paso.
—El problema es —empezó taciturno Fran, mientras arañaba la hierba con una
ramita— que no sabemos hasta dónde se extiende este lugar. Papá y Cari podrían
estar en cualquier sitio. —Levantó los ojos—. ¿Cómo esperar encontrarlos? Eso es lo
que no dejo de preguntarme.
—Lo sé. —Índigo miró más allá del apagado círculo de luz fuego a la grisácea
extensión de páramo pedregoso que se perdía en la distancia—. Lo que yo esperaba
era que hubiésemos podido seguir al durmiente tras el que entramos: si era atraído
hasta algún lugar central, es posible que Cari hubiese seguido el mismo camino.
—O cualquier otro durmiente, si vamos a eso. —Fran frunció el entrecejo—.
Pensé que recibiríamos alguna señal u otra. La Señora de la Cosecha sabe muy bien
que no faltan víctimas de la enfermedad.
—En efecto; y tampoco puedo dar respuesta a ese enigma. Pero existe un rayo de
esperanza. Si Grimya no ha quedado separada de los demás, entonces existe una
posibilidad, sólo una posibilidad, eso hay que tenerlo en cuenta, de que pueda
establecer contacto mental con ella.
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—¿Lo has intentado? —La tristeza de Fran pareció disiparse ligeramente ante la
idea, luego se hundió de nuevo en ella cuando Índigo negó con la cabeza.
—Sólo a modo de tanteo, mientras andábamos, y no conseguí nada. Pero no pude
concentrarme totalmente en ello. Más tarde, mientras monto guardia, lo intentaré de
nuevo.
—¿Qué hay de tu piedra? —preguntó Esti—. ¿Aquélla de la que nos hablaste?
¿No podría darnos una pista?
Índigo sacó la piedra-imán de su bolsa y la sostuvo en dirección al fuego,
mientras los otros estiraban el cuello para ver. En el gélido fulgor el dorado punto de
luz aparecía apagado y vacilante; señalaba en dirección a los páramos, pero mientras
miraban se estremeció y se lanzó primero hacia la izquierda y luego a la derecha
antes de detenerse en el centro del guijarro.
—¿Qué significa eso? —inquirió Esti.
Índigo se encogió de hombros.
—O bien la piedra-imán no puede funcionar en este mundo, o nos está diciendo
que el demonio nos rodea por todas partes. —Guardó de nuevo la piedra en la bolsa
de cuero e intentó contener los escalofríos que recorrían su espalda—. Ninguna de las
perspectivas es muy agradable.
Permanecieron en silencio durante un rato. Luego Fran dijo:
—Bueno, al parecer no tenemos más opción que seguir buscando hasta que
encontremos alguna pista del lugar al que han ido.
—Si alguna vez la encontramos —repuso Esti.
—No. —Índigo posó una mano sobre el brazo de la muchacha, preocupada al ver
que su anterior optimismo parecía haber desaparecido con tanta rapidez—. No
pienses de esa forma, Esti, hagas lo que hagas. Hemos de creer que los
encontraremos.
Fran le dirigió una mirada penetrante, pero ella no le respondió. No era éste el
momento de regresar a su idea respecto a la maleabilidad de este mundo; no era más
que un embrión aún y necesitaba más tiempo para recapacitar —sin mencionar la
necesidad de más evidencias— antes de decir nada. Además, en este momento dormir
era más importante que hablar. Se sentía amodorrada después de la comida, y había
visto tanto a Esti como a Fran bostezar subrepticiamente llevándose la mano a la
boca. Por la mañana —se autocorrigió al darse cuenta de que aquella frase no tenía el
menor significado aquí—… dentro de algunas horas estarían más descansados y
podrían analizar su situación con las ideas más claras. Hasta entonces, no había nada
más que decir.
Al no tener forma de medir el tiempo, se habían puesto de acuerdo en una
decisión pragmática al problema de montar guardia. Índigo haría la primera (Fran no
había estado de acuerdo, ya que quería tomar esa responsabilidad él solo, pero Índigo
se había impuesto) y cuando le pareciera que ya no podía permanecer despierta,
despertaría a su relevo. Así pues, mientras Fran y Esti apoyaban sus cabezas sobre
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sus bolsas utilizándolas como almohada, ella arrojó más hojas al fuego y clavó la
mirada en el silencioso y fantasmal paisaje.
«Grimya».
Proyectó sus pensamientos a la oscuridad, y mantuvo la mente alerta para captar
cualquier respuesta que pudiera llegar. Sólo recibió un profundo silencio y el
murmullo de su propia mente inquieta, y suspiró. Era una esperanza tan frágil…
Incluso aunque Grimya pudiera percibir su presencia puede que le resultase imposible
contestar, aunque ésa era una posibilidad que Índigo no deseaba considerar. Y qué
había sido de Constan y Cari. ¿Seguían vivos? ¿Vagaban indefensos por este mundo?,
¿o habría surgido algo de la oscuridad, del silencio, para llevárselos y absorber sus
vidas, igual que había sucedido con las cosechas de Bruhome?
Una oleada de desesperación se apoderó de repente de Índigo mientras se
preguntaba de qué manera ella y sus amigos podrían jamás encontrar a sus seres
queridos en aquel mundo nocturno. Aquí no había nada: nada que pudiera ayudarlos,
nada que los animara, nada que les diera alguna esperanza. Sólo aquella tierra muerta
y su oscuridad, y ningún camino que los condujera adelante o atrás. Estaban tan
perdidos como aquellos que de forma tan insensata habían ido a salvar; perdidos,
como los caminantes dormidos, en una pesadilla de la que no se podría salir… Una
campanilla de alerta profundamente arraigada resonó de súbito en su mente, y con un
pequeño sobresalto Índigo vio la trampa en la que había estado a punto de caer. La
desesperación. Aislada y sola, sin nadie despierto que pudiera distraerla, había estado
a punto de dejarse caer en una especie de ensoñación, seducida por la atmósfera que
impregnaba aquel mundo incoloro. La penumbra, aquella tierra desierta, el pesado
silencio, eran señuelos que actuaban sobre una mente cansada y desprevenida, y la
atraían de modo sutil hacia la misma trampa que había capturado a los durmientes de
Bruhome. Desesperación y apatía. Éstas eran las contraseñas en esta dimensión, las
fuentes de su fuerza, sus mejores armas. Y ella había estado a punto de sucumbir ante
ellas.
—¡No!
Índigo siseó la palabra en voz baja pero con furia, y antes de que la razón la
hiciera recapacitar, introdujo la mano izquierda entre las azules llamas del fuego.
Sintió un dolor abrasador en las puntas de los dedos y lanzó un juramento,
mordiéndose con fuerza el labio inferior al tiempo que retiraba la mano deprisa y la
estrellaba contra la hierba. Le dolía terriblemente, pero la estratagema había
funcionado, deshaciendo la insidiosa influencia. Índigo echó una mirada furiosa a su
alrededor, como si esperase ver escabullirse una sombra decepcionada, y rebuscó en
su bolsa para sacar el ungüento que había utilizado antes en los dedos de Esti.
Entonces se detuvo.
Fuerza de voluntad. La idea le vino de repente, impulsada quizá por su colérica
reacción al intento de aquel mundo diabólico por atrapar su mente. A causa de lo
sucedido a Esti, ella había creído que se quemaría la mano. Sin embargo aquellas
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llamas de otro mundo no despedían auténtico calor; el agua no había hervido, y Esti
sólo había sentido dolor al tocar el fuego. Índigo arrugó la frente e, intentando no
hacer una mueca de dolor, levantó la mano herida para examinarla. La piel empezaba
a cubrirse de ampollas, los nervios seguían enviando mensajes desesperados de dolor
a su cerebro. Pero —reunió energía mental al tiempo que se decía con ardor que así
tenía que ser— no se había quemado. No. Se trataba de una ilusión.
Por un momento, bajo la fría luz del fuego, pareció como si las ampollas de su
mano vacilaran y se desvanecieran casi por completo. Índigo se concentró con más
fuerza. No existía ninguna quemadura, no había dolor. Fuera, dijo a la herida con
muda decisión.
Y flexionó una mano indemne mientras el terrible escozor se apagaba y
desaparecía.
Índigo lanzó un largo y lento suspiro, en voz muy baja y llena de intensa
satisfacción. Esto corroboraba su teoría, y empezaba a comprender la extravagante
naturaleza de esta dimensión. No por completo aún, y desde luego no lo bastante bien
como para darse por satisfecha; pero la madeja empezaba a devanarse, y, tal y como
había sospechado, la clave estaba en la fuerza de voluntad. Miró a Esti, enroscada en
el suelo de espaldas al fuego, la mano quemada doblada y colocada sobre la otra
muñeca para protegerla inconscientemente del contacto con el suelo. Con un poco de
ayuda, Esti podría conseguir negar la existencia de su herida, y una vez la semilla de
la confianza quedara sembrada en las mentes de Esti y Fran éstos poseerían una
valiosa arma para ayudarlos.
Índigo flexionó la mano, satisfecha, al tiempo que cambiaba de posición y
estiraba las piernas para desentumecerlas. Ahora no se sentía cansada; la sensación
había desaparecido junto con la creciente apatía, y supo que podría permanecer
despierta unas cuantas horas más, a lo mejor incluso hasta que Fran o Esti se
despertaran por sí mismos. Era una lástima que no tuviera un catalejo. Incluso en
aquella débil luz le habría gustado escudriñar el paisaje y estudiar todos aquellos
detalles que a esta distancia resultaban invisibles al ojo desnudo.
Entonces, mientras contemplaba los negros páramos, le llegó un sonido que le
produjo un nudo en el estómago al reconocerlo. De muy lejos, escuchándose con
horripilante claridad en aquel silencio, le llegó un ladrido gutural; elevándose,
repitiéndose, para transformarse por último en el prolongado y ululante aullido de un
lobo.
—¡Grimya!
Índigo se incorporó de un salto, a punto de perder el equilibrio cuando uno de sus
pies se enredó en la correa de su bolsa. Se produjo un movimiento junto al fuego, y
Esti se sentó en el suelo.
—¿Qué…?
El aullido se había apagado y desvanecido, dejando de nuevo el silencio, e Índigo
se volvió para mirar a Esti.
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—¿Lo has oído? —le imploró con voz ronca.
Esti parpadeó.
—¡Por la Madre Todopoderosa, qué susto me has dado! —exclamó, luego siguió
—: ¿Si he oído qué?
A Índigo el corazón le palpitaba con fuerza bajo las costillas y su boca estaba
totalmente seca.
—Un lobo.
—¿Un lobo? ¿Quieres decir Grimya? —Esti se puso de pie y fue hasta Índigo,
escudriñando el engañoso paisaje plateado—. ¿Estás segura?
Índigo asintió con la cabeza. Durante algunos momentos todo permaneció en
silencio y ambas escucharon con atención, pero no volvió a escucharse el lejano grito.
Índigo había empezado a temblar como reacción a la conmoción sufrida, y Esti la
tomó del brazo y lo oprimió en un gesto tranquilizador.
—Siéntate, Índigo. De nada sirve quedarnos aquí de pie como dos pasmarotes.
Índigo obedeció, aturdida. Luego se serenó un poco y dijo:
—Lo siento, Esti. No quería despertarte.
—¡Oh, no importa! No podía dormir bien, de todas formas. —Esti dirigió una
rápida mirada al lugar donde Fran seguía durmiendo tan tranquilo—. No como él.
Una vez se ha dormido, podrías meterlo dentro de un tambor y empezar a aporrearlo
y él ni se movería. Pero… —Sus verdes ojos adoptaron de repente una expresión
seria—. ¿Estás segura de que has oído a Grimya?
Índigo volvió los ojos hacia ella con rapidez, poniéndose a la defensiva.
—No estaba soñando.
—No, no; no era eso lo que yo quería decir. Quiero decir si estás segura de que se
trataba de Grimya, y no de… bueno, de alguna otra cosa.
La idea no le había pasado por la mente, y la consternación se pintó en su rostro
al darse cuenta de lo estúpida que había sido. Había dado por seguro que el lejano
aullido de lobo no podía pertenecer más que a Grimya, pero incluso su limitado
conocimiento y experiencia de este mundo habría debido advertirle de que no podía
confiar en tal supuesto. Podría muy fácilmente haberse tratado de una ilusión. O
podría haber sido algo más tangible. Un lobo quizás —el grito había sido
inconfundible—, pero un lobo que debía su existencia a este mundo, y no a la tierra
real.
Sus hombros se hundieron y clavó los ojos en la negra hierba, avergonzada. Esti
le palmeó la espalda, luego se volvió para revolver en su bolsa.
—Ya sé lo que las dos necesitamos. —Sacó un pequeño frasco de metal y lo agitó
con aire conspirador—. Fran no sabe que he traído esto. Es alcohol de cebada. Es
bueno para los ánimos. Y luego yo me haré cargo de la guardia, y tú duermes un
poco.
Muy a pesar suyo, Índigo sonrió.
—Eres muy amable, Esti, pero no estoy cansada. Y ahora no podría dormir.
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—Tampoco yo. —Esti descorchó el frasco y lo olfateó apreciativa—. Bueno,
pues; al menos puedo hacerte compañía.
Tomó un trago del contenido de la botella y se la ofreció. Índigo negó con la
cabeza, y la muchacha volvió a colocar el tapón y se acomodó junto a ella con aire
satisfecho.
—¿Sabes? —dijo al cabo de un momento—, si no fuera por el color del fuego,
casi podría creer que estamos sentadas en un campamento auténtico, con las carretas
a nuestra espalda y Cari preparando una sustanciosa comida… —Se dio cuenta
entonces de lo que había dicho y la forzada alegría se evaporó—. ¡Oh, Índigo…!
—¿Cómo está tu mano ahora?
Índigo habló con rapidez, ya que la mención del fuego le había recordado su
descubrimiento, y se sentía ansiosa tanto de distraer a Esti como de comprobar su
teoría.
—Bueno… está bien, supongo. Todavía me duele. Pero el ungüento ha ido bien.
Índigo se inclinó hacia adelante.
—Escucha, Esti. Mientras dormías, yo… —Y se detuvo al escuchar un crujido
entre los árboles a su espalda.
Esti giró la cabeza en redondo.
—¿Qué ha sido eso?
Lo que Índigo había estado a punto de decir murió ante una tensión que se volvió
palpable mientras ambas miraban atentas la oscura barrera del bosque. La mano de
Índigo se dirigió de forma instintiva hacia la ballesta; la de Esti, a su cuchillo. Pero lo
que fuera que había agitado las hojas no pensaba, al parecer, dejarse ver.
—Lo he oído. —La mirada de Esti se deslizó furtiva hacia el rostro de Índigo—.
¿No lo has oído tú?
—Sí. Pero…
—¡Ahí!
Esti indicó una rama baja de uno de los árboles justo más allá del perímetro del
bosque que en aquel mismo instante descendía y volvía a su posición original, como
si algo la hubiera hecho a un lado. Había una sombra, le pareció a Índigo; una sombra
que no había estado allí un momento antes.
—Despierta a Fran —dijo en voz baja—. ¡Aprisa!
Esti se arrastró hasta su hermano y lo sacudió por el hombro, al tiempo que seguía
mirando temerosa los árboles.
—¡Fran! ¡Fran, despierta! Hay… —El ronco susurro murió en una ahogada
exclamación de terror.
—¿Esti?
Índigo se volvió, sorprendida, y vio a Esti agazapada e inmóvil como una estatua.
Su boca se abría y cerraba espasmódicamente, pero de ella no brotaba ningún sonido.
Y sus ojos miraban fijamente, desorbitados por un terror que era incapaz de articular.
De pronto, Esti gritó con toda la fuerza de sus pulmones. Fue un grito salvaje,
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demente, que surgió de su garganta lleno de ciego e insensato pánico, e hizo que Fran
se despertara también gritando. Índigo, con su mente debatiéndose entre el sobresalto
y el temor a lo que Esti hubiera visto, se abalanzó hacia la muchacha, para volverse
aturdida al tiempo que sus sorprendidos ojos se dirigían hacia el bosque en el mismo
instante en que algo se abría paso con gran estruendo por entre las hojas…
—¡Ahhh, no!
La imagen se estrelló contra su cerebro a la vez que escuchaba la silbante
exhalación que en un centenar de pesadillas infantiles había anunciado el ulular
maligno y lúgubre del más terrible de los horrores de la mitología de las Islas
Meridionales. Destacándose por entre los negros árboles vio el ojo que las
contemplaba desde la enorme cabeza deforme, y la única y contrahecha pierna con su
enorme pie plano que avanzaba pesadamente por entre la maleza, el brazo retorcido
que se extendía hacia ella para desgarrarla, la boca situada en el descarnado pecho
que se fruncía, se movía babeante. Se echó hacia atrás, a punto casi de caer sobre el
fuego, y se volvió a ciegas mientras intentaba incorporarse con la ayuda de manos y
pies. Los alaridos de Esti resonaron en sus oídos; luego, de repente, se escuchó un
sonido como el de una tela al rasgarse, se produjo una fuerte ráfaga de aire, y Esti
pasó corriendo junto a ella, corriendo como un ciervo ante los mastines para perderse
en la oscuridad.
—¡Detenla!
A pesar de lo aterrorizada que estaba, Índigo reconoció la voz de Fran, y su grito
la sacó de aquel torbellino de pánico. Unos pasos resonaron en la hierba; unas manos
la sujetaron, incorporándola…
Y no había nada en el bosque. Ninguna zarpa que se estirara hacia ella, ni boca
babeante, ni ningún ulular. Sólo los árboles, silenciosos e inmóviles.
La cordura regresó con vertiginoso ímpetu e Índigo sintió como si se le fueran a
doblar las piernas. Pero Fran no se daba cuenta de su estado; ya había salido
corriendo en pos de Esti, arrastrando a Índigo con él. Ésta tropezó, dio un traspié, por
un milagro consiguió mantenerse en pie y, por fin, el temor de verse abandonada allí,
sola, envió un torrente de adrenalina por todo su cuerpo y con ella renovadas
energías, y se encontró corriendo desesperada junto a Fran, detrás de la figura de Esti,
gritando su nombre como una conjura contra el mal.
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Capítulo 9
—¡No pienso regresar ahí! —exclamó Esti con violencia, apretando los dientes
—. ¡No me importa si lo dejamos todo allí para que se pudra…, no pienso ir!
Fran soltó las muñecas de su hermana y miró impotente a Índigo.
—No sirve de nada. No quiere razonar.
Habían alcanzado a Esti en la ladera de una suave escarpadura y por fin habían
conseguido tranquilizarla; permanecían sentados en un repecho, incapaces de mirar
por el borde al pozo de intensas sombras que se abría a sus pies. El fuego de su
campamento resultaba apenas visible en la distancia, y junto a él estaban todas sus
pertenencias.
Esti apartó los brazos de las manos de Fran y aspiró con fuerza, luego se secó los
ojos con la manga que le quedaba. Fran arrugó la otra, que le había arrancado al
intentar detener su huida, y la dejó caer sobre la hierba.
—Bueno, pues alguien tiene que regresar —dijo con firmeza.
—¡No, Fran! —protestó Esti—. Tú no lo has visto…
—Entonces no tengo por qué tener miedo, ¿no es así?
—¡Pero era el Jachanine! Los cabellos, los dientes… ¡Y aquellos ojos!
—Un momento —intervino Índigo de repente, sujetando el brazo de Fran—.
¿Qué es lo que ha dicho que vio?
—El Jachanine —repuso Fran sucintamente—. Es un troll que frecuenta los
pinares en nuestro país. Nuestra madre acostumbraba contarnos historias sobre él
cuando éramos pequeños. —Contuvo un estremecimiento.
—¿Qué aspecto tiene?
Fran frunció las cejas.
—Ya lo has visto por ti misma, ¿no?
—He visto algo. Pero le di otro nombre. —Se inclinó hacia adelante para que Esti
no pudiera escucharla—. En las Islas Meridionales tenemos relatos de un demonio
llamado el Caminante Pardo. Es inmensamente alto y delgado, y posee un solo brazo,
una sola pierna y un solo ojo. La boca la tiene en el estómago, y ulula. —Sintió una
sensación de náusea en la garganta al resurgir la imagen en su mente, y la reprimió
con un esfuerzo—. Eso fue lo que yo he visto. Describe al Jachanine.
—No. —Fran entrecerró los ojos—. De modo que Esti y tú no visteis la misma
cosa, ¿no es así? Ella ha creído que era el Jachanine; tú que se trataba de un demonio
de las Islas Meridionales. Y yo no he visto absolutamente nada. Entonces no era algo
real: ha sido otra ilusión.
—Sí. —Índigo volvió la cabeza pensativa en dirección al campamento y la
amenazadora pared de árboles situada más allá—. Pero ¿qué clase de ilusión? Eso es
lo que me preocupa, Fran. ¿La creamos nosotros con nuestra propia imaginación? ¿O
alguna fuerza exterior leyó nuestras mentes y conjuró las imágenes para reflejar
nuestros terrores infantiles?
El camino a través del páramo resultó mucho más fácil que el precario y
accidentado sendero del risco. Aunque el sendero en sí —real o imaginado, eso era
algo que Índigo no podía decidir aún— había desaparecido en el límite de la meseta,
no existían escollos que hicieran peligroso el trayecto. Esti intentaba compensar su
anterior melancolía mostrándose decidida aunque artificialmente alegre, lanzándose
primero a un torrente de cháchara insustancial para luego, al ver que ni Fran ni Índigo
respondían, dedicarse a canturrear una cancioncilla para sí. Aunque no deseaba en lo
más mínimo estropear el buen humor de la muchacha, a Índigo aquel canturreo le
alteraba los ya de por sí tensos nervios, y se veía obligada a reprimir de modo
constante un impulso de mirar por encima del hombro, no fuera que algo los estuviera
siguiendo. Todo estaba demasiado tranquilo, demasiado desierto. ¿Dónde estaban los
caminantes dormidos? Ya deberían de haber encontrado algún rastro de ellos. ¿Dónde
podrían haberse metido?
Siguieron andando. Esti no había parado de cantar, aunque ahora la melodía había
cambiado para transformarse en una cancioncilla indecente que Constan hacía tiempo
que había desterrado del repertorio oficial de la Compañía Cómica Brabazon. El
curioso resplandor parecía perceptiblemente más cercano ahora, a no más de un
kilómetro de distancia, calculó Índigo; e intentó escuchar el agudo silencio que se
apoderaba del terreno en los intervalos producidos entre estrofa y estrofa de la
ordinaria canción de Esti. A lo mejor era su imaginación, pero le pareció sentir una
tensión creciente en la atmósfera del páramo. Resultaba algo parecido al sofocante
silencio que se produce antes de una tormenta, pero más cerrado, más limitado. Una
sensación de espera.
—¡Esti! —Tenía que escuchar la atmósfera; era imprescindible—. Esti, lo siento,
pero podrías…
No pudo decir más. De la negrura situada más allá de su campo de visión, del otro
confín del páramo, surgió el aterrador y estremecedor aullido de un lobo.
Con gran alivio por parte de Índigo, el resto de la guardia transcurrió sin el menor
incidente. Esti, a pesar de sus anteriores protestas, se durmió al poco rato, enroscada
como un gato junto a los guijarros. Índigo la miraba de vez en cuando, e intentaba
ignorar la helada sensación que la recorría al contemplar le extraña sonrisita de los
desprevenidos labios de Esti.
No aparecieron más fantasmas, ni se oyeron lejanos aullidos de lobo. Quizá si
hubiera vuelto a mirar en el estanque, Índigo podría haber vislumbrado otra vez el
misterioso jardín y su ocupante; pero era muy consciente de los peligros latentes en
tal tentación, y se limitó a permanecer sentada mirando al negro páramo hasta que
Fran se agitó y se despertó.
Fran, descansado después de su sueño, estaba inquieto y ansioso por hacer algo.
Aceptó de inmediato la sugerencia de Índigo de renunciar a la tercera guardia —que
hubiera debido hacer Esti— y seguir adelante sin más dilación; y cuando la misma
El deseo de Fran de que Esti «se quitara de encima» sus ensoñaciones se vio
cumplido —al menos por lo que se refería a él— durante la caminata; ya que poco
después la muchacha pareció sufrir otro impredecible cambio de humor y su distraído
y soñador vagabundeo se transformó bruscamente en una nueva sensación de
propósito y dirección. Fran se sentía demasiado satisfecho por aquel cambio para
hacerse preguntas sobre la repentina renovada determinación de su hermana, e Índigo
no dijo nada; prefirió guardarse para sí lo que pensaba y se dedicó a vigilar a Esti con
más atención que nunca.
El páramo se extendía inmutable. Resultaba imposible decidir si llevaban
caminando días, horas, o simplemente minutos; el oscuro terreno que se extendía en
todas direcciones parecía desafiar tales consideraciones y convertirlas en algo sin
sentido. Durante un rato, Índigo y Fran intentaron encontrar algún tema trivial de
conversación, pero no encontraron nada que decir que no estuviera impregnado de
temores secretos y preocupaciones ocultas, y por último se quedaron callados. Esti
parecía más tranquila ahora y más segura de sí misma y ya no oscilaba de forma
caprichosa entre la prisa y el letargo. La verdad es que ahora marcaba un paso más
rápido que nunca a través de la negra hierba: parecía incansable, y muy a menudo
volvía la cabeza para mirar a los otros dos que avanzaban pesadamente detrás de ella,
y también para meterles prisa con un gesto o con una palabra. Índigo se sentía cada
vez más segura de que Esti, de forma consciente o inconsciente, los conducía
realmente en dirección a un objetivo desconocido.
¿Pero dónde podría estar este objetivo?, se preguntaba. Hasta donde llegaba la
vista, no había nada en el páramo, y debían de haber andado ya incontables
kilómetros sin ver el menor indicio de que fuera a terminarse aquel paisaje nocturno
yermo e inmutable. La comida y el agua no tardarían en escasear; y ¿qué sucedería
cuando sus raciones se agotaran? Se le ocurrió la desagradable idea de que a lo mejor
eso era precisamente lo que deseaba el demonio: conducirlos a una persecución inútil
e interminable que resultara infructuosa, hasta que finalmente sucumbieran al
hambre, la debilidad y la desesperación. Volvió a pensar en los caminantes dormidos
de Bruhome y se estremeció. ¿Por qué no habían encontrado a ninguna de aquellas
pobres criaturas desde que penetraran en este mundo? ¿Qué había sido de ellas? ¿Y
no estarían los tres siguiendo ciegamente una promesa inexistente y un sendero que
El triste relato de Fran fue muy breve. Había estado más cansado de lo que creía y
después de que Índigo y Esti se durmieran se encontró celebrando una batalla
imposible contra su propio agotamiento. Pero antes de despertar a cualquiera de las
La pista, cuando la encontraron, resultaba tan evidente que ninguno de los dos
creyó ni por un momento que se tratara de un accidente. A diez metros de donde
habían dormido vieron un destello de insólito color sobre la hierba y descubrieron un
brazalete hecho de pequeñas cuentas de cristal barato sobre el negro suelo.
—El brazalete de la suerte de Esti. —Fran lo miró sorprendido—. Y ni siquiera se
ha roto. Debe de haberlo dejado caer deliberadamente. Quería que supiéramos en qué
dirección se iba… o lo que sea que la controle quería que así fuera.
—Bien, eso, o lo dejaron para engañarnos.
El muchacho la miró de soslayo. La atmósfera entre ambos no era cómoda aún y
el menor atisbo de crítica —aunque fuera imaginado— le hacía saltar. Apretó el puño
y aplastó el brazalete.
—No me importa. Hemos perdido demasiado tiempo ya, y tanto si esto es un
engaño como si no, voy a seguirlo. —Hizo una pausa—. ¿Vienes?
Fran estaba sentado en el suelo cuando regresó junto a él. Sus ojos estaban
aturdidos, y la reacción había arrancado toda expresión a su rostro; aunque
contemplaba lo que lo rodeaba, no parecía verlo realmente. Pero al acercarse Índigo,
levantó la vista, y al ver la expresión de la muchacha, la vida empezó a regresar a sus
ojos y extendió un brazo como para tomarle la mano.
—Fui tan estúpida… —Esti se secó los ojos y la nariz en una manga y sorbió
ruidosamente—. Nunca podré perdonarme lo que hice. ¡Nunca!
Su historia era breve y desagradable. Al parecer recordaba muy poco de lo
sucedido después de escaparse del campamento; sólo había sido consciente de una
poderosa e imperativa ansia que suprimía cualquier otra cosa. Al igual que a Chalila,
cuyo papel había representado en una ocasión, el demonio enamorado la había
reclamado y ella había corrido ciegamente a su encuentro, pero al contrario que el de
Chalila, el relato de Esti no había tenido un final feliz. Sin saber cómo había llegado
allí, se encontró frente a la verja de hierro forjada, la cual se abrió para dejarla entrar
en el jardín. Y en el jardín, la esperaba el hombre de rostro pálido y ojos oscuros y
doloridos.
—Era muy hermoso —le dijo a Índigo—. Me di cuenta de que se sentía solo, y de
que sólo yo podía consolarlo. Me tendió los brazos y corrí hacia él, y… —Se cubrió
el rostro con las manos, avergonzada por el recuerdo—. Y entonces de repente
escuché una carcajada horrible, y todo cambió, y él había desaparecido, y yo estaba
allí, sola en la oscuridad, sólo que todo había cambiado y no podía encontrar el
camino de regreso al otro jardín… ¡Oh, Índigo, ha sido todo tan horrible, tan terrible!
¡Pensé que me volvía loca!
Esti no sabía cuánto tiempo había errado, sola y asustada y libre del hechizo, por
el mohoso y silencioso jardín. Al ver aparecer por primera vez la luz de Índigo en la
parte superior del muro, se había sentido aterrorizada y se había ocultado entre los
arbustos, segura de que estaban a punto de soltar sobre ella algún nuevo horror.
Incluso cuando el farol había iluminado la figura de Índigo, Esti temió que se tratara
Tan pronto como vio la puerta situada bajo el arco de piedra, Índigo supo que sus
suposiciones habían sido acertadas. El parecido tanto con la verja original como con
el arco a través del cual Fran se había evaporado resultaba descaradamente obvio:
como un letrero luminoso colocado ante ellas.
Llevaban ya rato pensándolo, pero fue Fran quien por fin rompió el silencio para
expresar su pensamiento en voz alta. Habían andado bastante desde que se detuvieran
a descansar, cada uno preocupado, cada uno consciente, como le había sucedido a
Esti antes, de que su viaje resultaba sospechosamente tranquilo de momento si se
tenía en cuenta la advertencia del demonio. El silencio y la aparente falta de peligro
los había conducido, de forma separada pero por rutas paralelas, a la conclusión de
que el peligro que les aguardaba no estaba en el desierto páramo, sino delante de
ellos, al final del sendero.
Cuando Fran pronunció sus nombres, tanto Índigo como Esti levantaron la
cabeza, sacadas por sorpresa de su ensoñación por la inesperada llamada.
—¿Verdad que os dais cuenta de que si este sendero en realidad es el mismo que
existe en el mundo real, Bruhome está a menos de medio kilómetro de distancia ahí
delante?
—¿Estás seguro? —Esti aflojó el paso; tenía el rostro tenso.
—Del todo. —Fran indicó una estribación rocosa que penetraba en la carretera un
poco más adelante, y la obligaba a torcerse para evitar el obstáculo—. Ése es el
Morro del Carnero. En cuanto doblemos el recodo, tendremos el puente que cruza el
río justo delante. —Hizo una pausa—. ¿Quiere alguien adivinar lo que podemos
encontrar?
Esti desvió la mirada del risco con un escalofrío, e Índigo dijo:
—Apostaría que problemas.
—Eso pienso yo. —Fran escudriñó el páramo con una rápida mirada—. Todo ha
estado demasiado tranquilo para esperar algo bueno, ¿no creéis? No dejo de
Durante todo el trayecto hasta llegar a la plaza principal, la historia fue la misma.
Bruhome era como una ciudad fantasma. Todo estaba limpio y bien cuidado pero
desprovisto del menor signo de vida. No ardían velas en las ventanas, ni atisbaban
rostros por puertas semientornadas. Y cuando llegaron a la plaza, se encontraron con
un lugar dominado por un terrible silencio y desolación. Los edificios, algunos con
los postigos cerrados, otros con las ventanas abiertas como ojos ciegos, contemplaban
la plaza desierta. En los postes que se alzaban como lúgubres centinelas no ardía
ninguna antorcha; no había puestos de mercado, ni estandartes, ni el improvisado
escenario para los festejos. Y tampoco se veía el más mínimo resto de desperdicio
recorriendo al azar el pavimento empujado por la brisa.
—Es horrible —Esti seguía hablando en susurros, aturdida y acobardada por la
escena—. Es como si todos los que vivían aquí se… se hubieran desvanecido de
golpe.
Ni Índigo ni Fran dijeron nada como respuesta, pero, al menos en el caso de
Índigo, las palabras de Esti dieron duramente en el blanco. ¿Podría ser esto, se
preguntó, un auténtico reflejo de lo que Bruhome era ahora? ¿Era éste el quid de la
broma que les había gastado el demonio? ¿Que habían llegado demasiado tarde, y en
el mundo real la ciudad se había quedado ya sin vida y sus habitantes atrapados y
utilizados para alimentar a un nuevo y siempre hambriento señor?
No; no debía pensarlo, no debía ni considerarlo por un instante. Volvió el rostro
Estaba asustada, pero el miedo se veía templado por una ardiente llama de
excitación que provenía de la adrenalina animal que corría por sus venas. Conocía su
propio poder y fuerza. El silencio que la recibió mientras avanzaba, con tan sólo un
débil chasquear de sus garras sobre las losas, hasta quedar a la vista de la manada
fantasma le dijo que, por el momento al menos, su transformación había producido el
efecto esperado. Los lobos no habían esperado esto, y se sentían inseguros. Índigo
tenía la ventaja durante algunos instantes, pero sabía que no duraría. Debía calcularlo
todo a la perfección, o de lo contrarío su plan terminaría en desastre.
Habían transcurrido más años de los que podía recordar desde que utilizara de
forma consciente su poder para transformarse, y temió ser incapaz de conjurarlo a
voluntad, o, peor aún, que al tomar la forma de un lobo pudiera perder el control de
su personalidad humana. Pero con la primera vertiginosa acometida del cambio, se
había dado cuenta de que todo estaba bien. Volvía a ser la loba Índigo; y la agilidad,
la velocidad, la astucia, todo había regresado a ella. Ahora, debía enfrentarse a la
Fran ahogó una risita —tensa y aguda, pero risa no obstante— y él y Esti se le
unieron para completar el verso.
Impulsada por una oleada de temeraria confianza, Esti lanzó un agudo grito
tirolés al tiempo que Fran abría la puerta de golpe, y juntos, con las manos unidas
todavía, salieron corriendo a la plaza. Por un trepidante momento Índigo casi creyó
que realmente salían al escenario, bajo la luz de las antorchas, con un mar de rostros
expectantes y manos que aplaudían esperando para darles la bienvenida. Por un
instante sintió el balanceo de las tablas de madera bajo sus pies, vio a Esti en su
vestido de baile, la pandereta levantada; escuchó el fantasmal rasgueo del violín y el
volteo del organillo…
Entonces un aullido surgió de un centenar de fantasmales gargantas y las
imágenes se desvanecieron en un remolino, demasiado débiles para mantenerse, y
oyó cómo su propia voz gritaba:
—¡Ya vienen! ¡Hacedlos retroceder! ¡Hacedlos retroceder!
Negras formas surgieron de entre las sombras que rodeaban la lúgubre plaza, los
ojos rojos refulgentes, las babeantes bocas llenas de dientes totalmente abiertas para
capturar a su presa. El momentáneo desafío de Esti se hizo añicos convirtiéndose en
un alarido de temor y sus dedos se extendieron rígidos de modo que a Índigo casi se
le escaparon de la mano. Corrían, pero los lobos eran más rápidos, y se abalanzaban
sobre ellos, cortándoles la retirada, extendiéndose como una diabólica marea, una
oleada que los hundiría y acabaría con ellos. Fran lanzó un chillido cuando el primero
Por un emocionante momento, mientras sus labios formaban las palabras, Índigo
escuchó el clamor de voces nuevas, voces infantiles que se elevaban como fantasmas
de otro mundo. El corazón le dio un brinco y se puso a latir de prisa hasta el punto de
cortarle la respiración… y de repente ya no tuvo tiempo de pensar; Constan iniciaba
ya el compás con el pie, uno, dos, y arpa y flauta se unieron a la alegre tonada del
primer baile.
Los dedos de Índigo volaban sobre las cuerdas del arpa, y giraba vertiginosa con
una nueva oleada de energía mientras Esti saltaba y daba vueltas al compás de la
música. ¡Esto era Bruhome: era la Fiesta de Otoño, y la Compañía Cómica Brabazon
ocupaba el escenario para ofrecer la mejor representación de su vida! Y en cualquier
momento aparecerían los demás actores, y la música alcanzaría todo su alegre
volumen; «¡escúchala!», se instó a sí misma, «¡haz que suceda, utiliza tu voluntad
para que suceda!».
De repente se escuchó el sonido de una segunda flauta que se entretejía en una
alegre armonía con los sones de la flauta de Fran. El rostro de Índigo se iluminó con
una sonrisa triunfal cuando a la flauta se unieron los débiles sones de un violín, un
organillo, el tamborileo de una pandereta. ¡Sí! Se acercaba, empezaba, ganaba
energía e impulso. Volvió a abrir los ojos y vio que Esti tenía ahora una pandereta en
cada mano, y que sus sucios pantalones y camisa se habían transformado en un traje
bordado, la falda revoloteando alrededor de sus muslos mientras bailaba. Constan
daba palmas, al tiempo que enumeraba las figuras de la danza como si un público
invisible se uniera a ella; e Índigo imaginó la plaza vacía llena de rostros alzados, de
gente que gritaba, que cantaba, mientras otros se balanceaban por entre la multitud
tejiendo una figura en forma de ocho. Por un instante la plaza iluminada pareció
tambalearse y parpadear, y le pareció ver… No, la vio: a la multitud, a los asistentes
al espectáculo como fantasmas en un espejo distorsionante.
De repente Esti lanzó un grito de éxtasis y bajó del escenario, saltando por encima
de la hilera de candilejas para ir a posarse grácilmente sobre el suelo de la plaza.
Empezó a girar sobre sí misma como un espíritu travieso recorriendo la plaza y de
repente extendió las manos como para ofrecérselas a un compañero imaginario. Y de
improviso un hombre enmascarado, vestido con hojas y con un elevado tocado de
astas apareció bailando con ella; sus brazos se entrelazaron mientras saltaban y
marcaban el paso.
Los ojos de Fran se abrieron de par en par y gritó a Constan una palabra que