Infierno - Louise Cooper
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Louise Cooper
Infierno
Índigo II
ePUB v1.0
Molothrus 28.01.12
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Título original: Inferno (Book 2 of Indigo)
© 1988 by Louise Cooper
© Editorial Timun Mas, S.A., 1989
Para la presente versión y edición en lengua castellana
ISBN: 84-7722-415-3 (Obra completa)
ISBN: 84-7722-417-1 (Libro 2)
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Bailamos sobre un volcán.
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PRÓLOGO
n una solitaria y yerma extensión de tundra, allí donde los límites de un
E pequeño reino se encuentran con las enormes murallas heladas de los glaciares
meridionales, las ruinas de una torre solitaria arrojan su perversa sombra sobre la
llanura. La Torre de los Pesares —no tiene ningún otro título—fue la obra de un
personaje cuyo nombre quedó olvidado hace muchísimo tiempo, ya que, según cuenta
la antigua historia barda, la suya fue una época antiquísima, anterior incluso a
aquella en la que los que ahora vivimos bajo el sol y el firmamento empezamos a
contar el tiempo.
En aquella época remota, la estupidez y la codicia de la humanidad condujeron
este mundo al borde de la ruina. Al fin, la misma Naturaleza se alzó contra ella, y la
Madre Tierra descargó su venganza sobre los hijos que habían traicionado su
confianza. Pero durante la sombría noche de su desquite, la torre permaneció
incólume. Y cuando todo hubo terminado, y una humanidad más sabia levantó la
cabeza de entre los restos de su propio desatino para iniciar la vida de nuevo en un
mundo purificado y sin mácula, la torre se convirtió en un símbolo de esperanza, ya
que entre sus muros estaban encerrados por fin los demonios que el hombre había
creado.
Así pues, durante siglos la Torre de los Pesares se alzó solitaria sobre la llanura,
y ningún hombre ni mujer se atrevió a volver la cabeza hacia ella, por temor a la
antigua maldición contenida en su interior. Y así hubiera continuado, de no haber
sido por la imprudencia de la temeraria hija de un rey.
Su título era en aquel entonces princesa Anghara hija-de-Kalig; pero ahora ha
perdido el derecho a ese nombre y a su herencia. El motivo es que violó una ley que
había perdurado desde los albores de la historia de su pueblo, al quebrantar la
santidad de aquella antiquísima torre en un intento por descubrir su secreto.
Oh, sí; la princesa consiguió lo que deseaba y descubrió el secreto. Pero, al
soltarse sus cadenas, la Torre de los Pesares se partió en dos y la antigua maldición
de la humanidad surgió profiriendo alaridos de entre las tinieblas para aferrarse de
nuevo al mundo y al espíritu de Anghara hija-de-Kalig.
En aquella lóbrega noche en que la maldición volvió a despertarse, Anghara
perdió su casa y su hogar, su familia y su amor, frente a aquel siniestro poder. Y con
la llegada del nuevo amanecer tomó sobre sus jóvenes hombros el peso que ahora la
atormenta día y noche, dormida y despierta. La Madre Tierra ha decretado que, para
reparar su crimen, la muchacha debe buscar y eliminar a los siete demonios que
cayeron, entre carcajadas obscenas, sobre el mundo cuando la Torre de los Pesares
se derrumbó.
Siete demonios; siete seres maléficos que, a menos que se los destruya, arrojarán
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a la humanidad de nuevo a la tenebrosa historia de su propia estupidez. Anghara ya
no es Anghara. Su nombre ahora es índigo —el color del luto— y su hogar es el
mundo entero, ya que ha perdido todo derecho sobre la casa en la que nació.
índigo no puede morir. Ni tampoco puede envejecer o cambiar, pues mientras su
búsqueda permanezca incompleta está condenada a la inmortalidad. Tiene una
amiga que no es humana. Y tiene una enemiga que seguirá sus pasos dondequiera
que vaya, ya que forma parte de ella misma y ha sido creada a partir de las
profundidades más tenebrosas de su propia alma. El octavo demonio es su Némesis.
Han transcurrido cinco años desde que índigo contemplara por última vez las
viejas piedras de Carn Caille, la fortaleza de los reyes de las Islas Meridionales y su
antiguo hogar. Ahora gobierna allí un nuevo señor, y la leyenda de la Torre de los
Pesares ha dejado de existir; la Madre Tierra ordenó que todo recuerdo de la caída
de la torre, así como el conocimiento de su auténtico propósito, quedase borrado de
la memoria de la gente. Es por ello que el rey Ryen pide a sus bardos que compongan
tristes baladas sobre las fiebres que acabaron con las vidas de la antigua dinastía de
Kalig. Y las llora como es justo y propio que haga, sin sospechar que un miembro de
esa vieja dinastía sigue con vida.
Pero Carn Caille le está prohibido a índigo. En su lugar ha vuelto el rostro hacia
el norte, hacia, las calurosas tierras centrales del enorme continente occidental, en
busca del primero de los demonios: la primera de sus pruebas. Guiada tan sólo por
la piedra-imán, regalo de la Madre Tierra, índigo viaja y busca.
Y allí donde la conduzcan sus vagabundeos, Némesis la sigue siempre de cerca...
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l árido calor de la noche dificultaba el sueño de la loba Grimya. Estaba tumbada
E al abrigo de un saliente de roca, el hocico sobre las patas delanteras, la cola se
agitaba, de vez en cuando, incómoda; miraba ladera abajo, más allá de las matas de
arbustos raquíticos y mal alimentados, hacia la vacía y polvorienta carretera y el lento
río, que discurría algo más lejos. Había visto salir la luna, llena y distorsionada, con
la forma y el color de una naranja ensangrentada en la reluciente atmósfera, y había
observado cómo avanzaba por el firmamento, entre un diluvio de estrellas
desconocidas, hasta quedar inmóvil en el aire, un ojo feroz y hostil, sobre su cabeza.
Entre las rocosas grietas, pequeños reptiles se movían perezosa e intermitentemente,
como si la luna molestara sus sueños. Grimya estaba hambrienta, pero la lasitud podía
más que el deseo de caza. Cerró los ojos intentando pensar en lluvia, en nieve, en los
verdes prados y los fríos e impetuosos torrentes de su país. Pero el tiempo y la
distancia se interponían entre ella y sus recuerdos: los bosques del País de los
Caballos estaban demasiado lejos y, desde hacía demasiado tiempo, se hallaban
perdidos entre recuerdos para siempre vagos y nebulosos del lejano sur.
El poni bayo, que permanecía sujeto a un matorral a pocos metros de allí, sacudió
la cola, al tiempo que arañaba la piedra con uno de los cascos, y la loba abrió los ojos
de nuevo. No había ningún motivo de alarma; el poni dormitaba, con la cabeza gacha,
y el movimiento no había sido más que un reflejo. Grimya lanzó un cavernoso
bostezo. Luego, como si la inquietase algún oscuro instinto, volvió la cabeza para
mirar por encima del hombro a la figura que se encontraba a sus espaldas, acurrucada
sobre una gastada manta.
La joven dormía con la cabeza apoyada en la silla del poni. Sus largos cabellos,
que mostraban mechones de un cálido tono castaño entre el predominante tono gris,
quedaban apartados de su rostro, y la vacilante luz de la luna le confería,
momentáneamente, un aspecto plácido. Las arrugas, producto de la tensión nerviosa,
quedaban borradas; el rictus de la boca aparecía relajado y el eco de una inocencia y
una belleza perdidas parecía brillar en los contornos de sus mejillas y mandíbula.
Pero aquella tranquilidad era una ilusión, que, en cuestión de segundos, se hizo
añicos cuando los labios de la muchacha temblaron y la vieja sombra regresó a su
rostro. Una mano se crispó de forma inconsciente y se cerró con fuerza; luego volvió
a abrirse y se extendió hacia afuera como si quisiera tomar y retener los dedos de un
compañero invisible. No encontró nada, y mientras la mano retrocedía de nuevo dejó
escapar un gemido, como si sintiera un gran dolor.
Perdida en otro mundo aún más cruel, custodiada bajo la calurosa luna por su
única amiga, índigo soñaba.
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¿Cuánto tiempo ha transcurrido, índigo, antes llamada Anghara?
—Cinco años... —El suspiro se elevó como aire gélido y se perdió en la nada.
Cinco años, criatura. Cinco años desde que tu delito colocó esta carga sobre tus
hombros. Has andado mucho desde esos días perdidos en el tiempo.
Vio los rostros, en aquel instante, igual que los había visto tantas veces con
anterioridad, moviéndose en lenta procesión en los ojos de su mente. Kalig, rey de las
Islas Meridionales, su padre. Imogen, la reina, su madre. Su hermano Kirra, que
habría sido rey cuando le hubiera llegado el momento. Y también otros: guerreros,
cazadores, sirvientes, todos los que habían muerto junto a su señor en Carn Caille.
Una triste procesión de fantasmas.
Y entonces, como ya sabía que iba a suceder, apareció otra figura: los oscuros
ojos atormentados, los negros cabellos lacios por el sudor, la energía de su cuerpo
destrozada y retorcida por el dolor. Sintió un nudo en su interior e intentó gritar
contra aquella visión y desviar la mirada. Pero no pudo. E involuntariamente sus
labios formaron un nombre.
—¿Fenran...?
Su prometido la miró a los ojos, una vez, y había tanto anhelo en su expresión que
índigo sintió cómo sus propios ojos, en su sueño, se llenaban de lágrimas. Sólo
faltaba un mes para que contrajeran matrimonio cuando lo perdió. Ahora haría mucho
tiempo que estarían casados, y serían felices, si no...
Extendió la mano, como si buscara algo que no estaba allí; y sus manos se
cerraron en el vacío mientras Fenran se desvanecía y desaparecía.
—No. —Apenas podía articular palabra; aunque la pesadilla le resultaba familiar,
nunca había conseguido acostumbrarse a ella—. No, por favor...
Así debe ser, criatura. Hasta que los siete demonios que liberaste de la Torre de
los Pesares no hayan sido destruidos, tu amor no puede quedar libre. Ya sabes que
forma parte de tu carga y de tu maldición.
Volvió la cabeza. Odiaba la voz que le hablaba, la voz del resplandeciente
emisario de la Madre Tierra, aunque sabía perfectamente que ningún poder en el
mundo podría negar la veracidad de sus palabras.
Cuando lo hayas conseguido, índigo. Cuando los demonios hayan dejado de
existir. Entonces conocerás la paz.
Sintió cómo las lágrimas se agolpaban en sus ojos, cómo la garganta le ardía y le
producía una sensación de ahogo.
—¿Hasta cuándo? ¿Gran Madre, hasta cuándo?
Todo el tiempo que sea necesario. Cinco años. Diez. Cien. Mil. Hasta que se haya
concluido.
En la penetrante luz de sus sueños la pregunta y la respuesta eran siempre las
mismas. El tiempo no tenía ningún significado, ya que ella no envejecería. Era la
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misma que había pasado aquel último día en la tundra meridional, más allá de Carn
Caille: aquel día en que la cólera, la imprudencia y la estupidez habían conspirado
para conducirla a la antigua torre y a la caprichosa destrucción de su mundo. Volvió a
escuchar la titánica voz de la piedra que se resquebrajaba mientras la Torre de los
Pesares se desplomaba; vio de nuevo la hirviente y estruendosa nube de oscuridad,
que no era humo sino algo mucho, muchísimo peor que brotaba del tambaleante caos
en que se habían convertido aquellas ruinas; sintió de nuevo el insensato aguijón del
pánico mientras huía azotando con las riendas el cuello de su caballo, de regreso a la
fortaleza, de regreso junto a los suyos, de regreso a...
La carnicería y el horror, mientras criaturas deformes que no tenían lugar en un
mundo cuerdo se arrojaban como un maremoto sobre los muros de Carn Caille para
destrozar, desgarrar y quemarlo todo. Las pesadillas, aquellas cosas repugnantes, se
acercaban. Se acercaban y no había ningún lugar donde esconderse, ningún lugar al
que huir, ningún lugar...
Salió de su sueño lanzando alaridos, su cuerpo se irguió y cayó luego hacia atrás
víctima de un espasmo muscular, de modo que su espalda fue a estrellarse con gran
fuerza contra la roca que había tras ella. El mundo de su pesadilla se hizo pedazos y,
jadeante, índigo abrió los ojos al cielo color púrpura y a las indiferentes y
desconocidas constelaciones, al abrumador silencio y al calor que se arrastraba como
un ser vivo por su torso y sus muslos y se introducía por las membranas que unían
sus dedos.
Y se encontró con la reluciente mirada dorada de la loba, de pie junto a ella,
temblorosa de preocupación.
—Grimya... —El alivio de sentir que el sueño se había roto era tan fuerte que por
un momento se sintió mareada. Se sentó con dificultad en el suelo,
desagradablemente consciente de que sus ropas estaban pegadas, empapadas por la
humedad, a su cuerpo, y extendió un brazo para rodear con él el lomo del animal.
Las extremidades de Grimya se agitaron.
—¿So... soñabas?
Las palabras que brotaban de su garganta eran entrecortadas y guturales, pero
claramente reconocibles, ya que Grimya había nacido con la extraordinaria habilidad
de comprender y hablar las diferentes lenguas de los humanos. La mutación la había
convertido en un paria entre los suyos; pero, desde su primer encuentro con Índigo —
hacía ya mucho tiempo, en una tierra que ahora era poco más que un recuerdo de
zonas verdes y arboladas en la mente de la loba—, aquella calamidad se había
transformado, por el contrario, en una bendición, porque la había unido a la única
amiga verdadera que había conocido en toda su vida.
—Soñaba. —Índigo repitió la palabra que había pronunciado Grimya y apretó su
rostro contra la suave piel de la loba hasta que la amenaza de las convulsiones
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desapareció—. Sí. Era el mismo sueño otra vez, Grimya.
—Lo... lo sé. —El animal le lamió el rostro—. Te vi... vigi... laba. Pe... pensé en
despertar... te, pero... —Su lengua se movía con un doloroso esfuerzo mientras
intentaba formar las sílabas para las que no había sido diseñada su laringe, Índigo la
abrazó de nuevo.
—Todo va bien ahora. Ya se ha marchado.
Contuvo un escalofrío que intentaba asaltarla a pesar del opresivo calor. Luego
miró a su alrededor, parpadeando a causa del escozor que sentía en sus ojos cansados.
Al este, las estrellas brillaban todavía con fuerza; no había la menor señal de claridad
en la vasta cortina aterciopelada del firmamento.
—Deberíamos intentar dormir un poco más —dijo.
—Pero y si los su... sueños reg... gresan...
—No creo que lo hagan. —No ahora; no ahora. Conocía muy bien el modelo, y
en todo el tiempo que llevaban viajando no había variado.
Pero y si...
Esta vez no pudo evitar el escalofrío, y hundió las uñas de una mano con fuerza
en el dorso de la otra, enojada consigo misma por dejar que el sombrío temor que
acechaba en el fondo de su mente la afectara de nuevo. Tal y como había hecho a
menudo durante las últimas noches, Índigo miró en dirección norte al lugar donde el
paisaje quedaba roto por las escarpadas siluetas de los picos montañosos, que se
elevaban en la distancia. Detrás de las primeras cimas, y perfilándolas con una
fosforescencia, el cielo mostraba un débil y fantasmal resplandor, como si alguna
enorme pero semicubierta fuente de luz se agazapara justo debajo de la línea del
horizonte. Pero ningún sol, luna o estrella había brillado jamás con tan frío resplandor
nacarado: aquella luz pálida parecía traicionera, anormal, una —la palabra penetró en
la mente de Índigo como lo había hecho antes, y ningún razonamiento pudo borrarla
por completo— una abominación.
Apenas consciente del gesto, se llevó una mano a la garganta y sus dedos se
cerraron alrededor de una tira de cuero muy gastada, de la que pendía una pequeña
bolsa también de cuero. En su interior había una piedra, aparentemente no era más
que un pequeño guijarro marrón con vestigios de cobre y pirita. Pero en las
profundidades del mineral había algo más, algo que se manifestaba como una
diminuta punta de alfiler que despedía una luz dorada: algo que la conducía,
inexorablemente, hacia una meta de la que no podía —ni osaba— desviarse. La
piedra era su posesión más preciada y odiada. Y cada día, mientras el sol se hundía en
el recipiente de latón que era el firmamento, aquella diminuta luz dorada empezaba a
agitarse en su prisión, llamándola, instándola a avanzar hacia el norte. En dirección a
las montañas. En dirección a aquella luz nacarada. En dirección a aquella
abominación.
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El poni golpeó en el suelo, inquieto, y rompió el incómodo trance de Índigo. Esta
apartó bruscamente la mano de la tira de cuero; la bolsa con su precioso contenido
golpeó ligeramente su esternón y le hizo desviar la mirada de las lejanas montañas.
Grimya la observaba, y cuando un nuevo escalofrío recorrió el cuerpo de Índigo la
loba le preguntó, inquieta:
—¿Ti... tienes frrrío?
La muchacha sonrió, conmovida por la inocente preocupación de su amiga.
—No. Pensaba en lo que puede aguardarnos mañana.
—Mañana será otro día. ¿Por qué pen... pensar en él hasta que sea neces... sano?
A pesar de su estado de ánimo, Índigo rió con suavidad.
—Me parece que eres más inteligente que yo, Grimya.
—N... no. Pero a veces quizá... veo con más clar... ri-dad. —La loba apretó su
hocico contra la mejilla de la joven—. Ahora debes dor... dormir. Yo vigilaré.
Sintiéndose como una criatura mimada por una nodriza afectuosa —y la
sensación era reconfortante, incluso a pesar de que despertaba viejos y tristes
recuerdos—, Índigo se tumbó de nuevo sobre la manta. Grimya dio media vuelta.
Escuchó el sonido de unas zarpas que se deslizaban suavemente sobre la piedra.
Sintió cómo la sombra de la loba, bajo la luz de la luna, se proyectaba sobre ella. Y el
perfume de la piedra seca, de la ropa polvorienta y de su propia piel sudada se
entremezclaban en su nariz. Otro amanecer, otro día. No pienses en ello hasta que sea
imprescindible...
Sus dedos se contrajeron con fuerza, se relajaron, y un árido mundo se desvaneció
cuando cerró los ojos y se hundió en un sueño sin pesadillas.
A media mañana, la quietud que cubría la tierra era total. Durante un breve
instante, una débil y caprichosa brisa había alborotado un poco el polvo, pero ahora
incluso ésta había sido derrotada por el terrible calor. Entretanto el sol, un ojo
amenazador en un firmamento del color del hierro fundido, miraba airado a través de
una atmósfera sofocante e inmóvil.
Índigo sabía que pronto deberían detenerse y buscar un lugar donde resguardarse
de las ardientes temperaturas del mediodía; pero se sentía reacia a abandonar la
carretera hasta que no hubiera más remedio. Por las piedras talladas colocadas a
intervalos a lo largo del sendero adivinaba que no les quedaba más de ocho
kilómetros de camino hasta llegar a la ciudad situada más adelante, y no deseaba
prolongar el agotador viaje. Anhelaba encontrar una sombra, algún lugar donde
descansar que no fuera una roca reseca. Y por encima de todo, ansiaba encontrar agua
fresca y limpia con la que quitarse el sudor y el polvo que sentía incrustados en cada
uno de los poros de su piel.
Habían transcurrido seis días desde que se habían puesto en camino por la
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carretera septentrional desde la ciudad de Agia, y su ruta las había llevado a través
del territorio más estéril que Índigo viera jamás. En su tierra natal, allá en el sur,
estarían celebrando ahora el Mes del Espino, la época de las hojas nuevas, de la
hierba fresca, del nacimiento y desarrollo de los animales jóvenes; pero en este país
tales conceptos no tenían el menor significado. A lo largo de varios kilómetros más
allá de las murallas de Agia se habían efectuado valientes esfuerzos para cultivar e
irrigar el delgado suelo marrón rojizo; había terrazas de vides, bosques de robustos
árboles frutales de hojas oscuras, parcelas carmesí o de un brillante tono verde allí
donde las cosechas de verduras desafiaban el abrasador calor. Pero, pronto, incluso
éstas perdían su dominio, cediendo terreno a la roca, el polvo y el matorral que se
extendían hasta las distantes estribaciones de las montañas. Y cuando los últimos
sembrados quedaron atrás y desaparecieron en la neblina provocada por el calor, no
hubo nada más que ver excepto inacabable esterilidad.
El ritmo del paso lento pero constante de su poni resultaba hipnótico y varias
veces, durante los últimos minutos, Índigo se había visto obligada a sacudir la cabeza
para salir de un pesado sopor provocado por el calor. En un intento por mantener a
raya el cansancio, cambió de posición sobre la grupa de su montura y, luego,
contempló el río que fluía a menos de veinte metros de distancia siguiendo la
trayectoria de la carretera. El día anterior, cuando el curso del río y la carretera
convergieron por primera vez, había sentido el impulso de descender por la rocosa
orilla y sumergirse en aquellas aguas; pero la apremiante advertencia de Grimya la
había contenido. Sucia —había dicho la loba—. Son aguas muertas: ¡te harán daño!
Y, al contemplar ahora el torrente marrón y revuelto de su corriente, Índigo se dio
cuenta de lo acertada que había estado su amiga. Unos extraños colores se movían en
las profundidades de las aguas, efluvios de las enormes minas que había en las
montañas volcánicas, de donde provenía el río, y que se alzaban amenazadoras en la
distancia. Nada podía vivir en aquellas aguas contaminadas: la única vida que
transportaba el río ahora eran las tripulaciones humanas de las grandes y lentas
barcazas que sacaban sus cargamentos de mineral fundido de la zona minera.
Uno de aquellos convoyes había pasado junto a ellas el día anterior: cuatro
enormes y sucias embarcaciones amarradas una detrás de otra y la barcaza que iba en
cabeza, conducida por ocho taciturnos remeros que impulsaban su navío con
habilidad por el centro de la corriente. Estos no habían dedicado más que una única
mirada desinteresada al solitario jinete de la carretera: vestida con una túnica suelta
sujeta por un cinturón —atuendo rutinario de hombres, mujeres y niños por igual en
aquellas tierras tórridas—, la cabellera oculta bajo un sombrero de ala ancha cubierto
con una tela blanca de hilo para protegerla del sol, Índigo podría pasar por cualquier
buen ciudadano de Agia dirigiéndose a un mercado, a una feria, a una boda o a un
entierro. Y la peluda criatura gris que andaba a paso rápido a la sombra del poni no
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era más que un perro extraordinariamente grande, un guardián que podía acompañar a
cualquier viajero sensato para protegerlo de ladrones o vagabundos.
Ahora, no obstante, el río y la carretera carecían de todo tráfico, y la quietud, a
medida que avanzaba el día, era intensa. No cantaba ningún pájaro; ni un lagarto se
movía entre los guijarros que flanqueaban la carretera. La luz del sol se reflejaba
centelleante sobre la resbaladiza superficie del río, e Índigo desvió la mirada del
agua, los ojos doloridos por el resplandor.
«Deberíamos detenernos pronto.»
El calor había dejado a Grimya sin resuello para hablar en voz alta; en lugar de
ello recurrió al vínculo telepático que ambas compartían. Su voz mental se introdujo
en la amodorrada mente de la muchacha y ésta se dio cuenta de que había estado a
punto de dormirse de nuevo sobre la silla.
«El poni está cansado. Y el sol está empezando a afectarte también a ti.»
Índigo bajó los ojos hacia la loba y asintió.
—Tienes razón, Grimya. Lo siento: esperaba poder llegar a la ciudad sin tener
que descansar de nuevo, pero era una idea estúpida. —Tanteó a sus espaldas y tocó el
reconfortante odre de agua—. Buscaremos alguna sombra y nos acomodaremos allí
hasta que mengüe el calor.
«Puede que haya algunos árboles detrás de aquel saliente», dijo Grimya.
«Ofrecen mejor protección que las rocas. Estoy hambrienta. Me parece que cuando
baya descansado iré...» Se interrumpió.
—¿Grimya? —Índigo tiró de las riendas del poni al ver que su amiga se había
detenido y miraba con gran atención hacia la vacía carretera que tenían delante—.
¿Qué es? ¿Qué sucede?
Las orejas de la loba estaban erguidas e inclinadas hacia adelante; mostraba los
colmillos con expresión indecisa.
«Alguien se acerca.» Ensanchó los ollares. «Los huelo. Y los oigo. ¡Esto es algo
que no me gusta!»
El pulso de la muchacha se aceleró arrítmicamente. Echó un vistazo a su
alrededor. La prudencia la instaba a buscar un sitio donde ocultarse, pero no había
ningún lugar entre las rocas donde pudiera esconderse ni siquiera Grimya, y mucho
menos un caballo. Fuera lo que fuese lo que se acercaba, tendrían que encontrarse
con ello.
Miró a la loba de nuevo y vio que los pelos del cuello se le habían erizado.
Despacio, obligándose a permanecer tranquila, extendió una mano a su espalda,
desató la ballesta que colgaba de ella y se la colocó delante, sobre el regazo. El metal
de las saetas de su carcaj estaba demasiado caliente para tocarlo; aun así consiguió
ajustar una de ellas en el arco y tensó la cuerda. El sonoro chasquido que indicaba
que la saeta había quedado bien colocada resultaba reconfortante, pero esperó no
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tener ocasión de utilizarla. Hasta ahora su viaje había sido muy tranquilo; meterse en
líos tan cerca de su destino resultaría dolorosamente irónico. Luego, con gran cautela,
espoleó el poni hacia adelante.
Oyó a los recién llegados, al igual que Grimya, antes de verlos. La primera
indicación de que venían hacia ellas llegó con los fragmentos de un peculiar y
ululante cántico que subía y bajaba en caóticas discordancias, como si un estrafalario
coro intentara entonar una canción que le era desconocida. Entonces, donde la
carretera torcía abruptamente para seguir al río, rodeando una escarpadura poco
profunda, una delgada nube de polvo rojo empezó a hincharse y agitarse en el
reluciente aire, y a los pocos momentos el grupo que se acercaba hizo su aparición.
Eran diez o doce personas, hombres, mujeres y niños, y el primer pensamiento de
Índigo fue que debía de tratarse de un grupo de cómicos de la legua, ya que iban
vestidos con ropas extraordinariamente chillonas y parecían bailar una curiosa y nada
coordinada giga: saltaban y brincaban, agitando las manos alocadamente en actitud
de súplica hacia el cielo. Luego, a medida que se iban acercando y pudo verlos algo
mejor a través del polvo que levantaban con sus pies danzarines, se dio cuenta, con
un sobresalto, de que no conocía ningún cómico parecido a aquellos.
Mendigos, religiosos, faquires... Los conceptos daban vueltas en su mente; pero
mientras se esforzaba en asimilar aquellas posibilidades, sus ojos le decían otra cosa,
y el sudor que empapaba su piel pareció convertirse en un millón de reptantes arañas
de hielo. Escuchó a Grimya gruñir junto a ella, y el sonido se cristalizó y reunió las
caóticas imágenes en su cerebro mientras la joven contemplaba, atónita, el grupo que
se acercaba.
Las abigarradas ropas que los saltarines viajeros llevaban no eran más que una
tosca colección de harapos, y cada uno de los danzantes sufría de algún repugnante
mal. Los dos hombres que encabezaban el grupo tenían la piel del color de un
pescado podrido; uno carecía por completo de pelo, el otro estaba cubierto de llagas
supurantes. Detrás de ellos iba una mujer cuya nariz parecía haberse hundido hacia
adentro y cuyos ojos estaban blancos y sin expresión a causa de las cataratas; la boca
le colgaba abierta como la de un idiota. La piel de otro mostraba grandes manchas de
un azul grisáceo, como contusiones recién hechas, sobre extensas zonas de su cuerpo;
otro mostraba unos miembros tan distorsionados como las ramas de un viejo endrino.
Incluso las criaturas —Índigo contó a tres— no estaban libres de desfiguraciones: una
tenía la piel blanquecina y carecía, de pelo, como su cabecilla; otra cojeaba: su paso,
parecido al de un cangrejo, estaba motivado por el hecho de tener una pierna la mitad
de larga que la otra; la tercera parecía haber nacido sin ojos.
—¡Que los ojos de la Madre me protejan!
El juramento de las Islas Meridionales se ahogó en la garganta de Índigo y se
mezcló con bilis, lo que casi logró que se atragantara mientras obligaba a su poni a
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girar la cabeza con un violento tirón de las riendas y lo detenía. Mentalmente escuchó
el grito silencioso de sorpresa y disgusto proveniente de Grimya, e intentó apartar la
vista de aquella visión.
Pero no podía. Una terrible fascinación se había apoderado de ella, y tenía que
mirar, tenía que ver. El grupo siguió avanzando, dando saltitos hacia ella con una
horrible inexorabilidad que hizo que su corazón se acurrucara tras sus costillas; y vio,
ahora, que mientras cantaban y chillaban se azotaban a sí mismos y entre ellos con
trallas cuyas atroces puntas parecían relucir con un tono nacarado, anormales
luciérnagas azules y verdes bajo la deslumbradora luz del sol.
El poni resopló, dando un quiebro, y percibió una carga de miedo en los músculos
cubiertos por su suave pelaje. Sujetó con fuerza las riendas, en un intento por
mantener al animal controlado sin soltar la ballesta, y lo condujo tan fuera del
camino como le permitía la acumulación de guijarros que lo bordeaban. Una
sensación de náusea se apoderó de su estómago cuando su trastornada mente
descifraba palabras en medio de los farfulleos de su canción; palabras en el monótono
sonsonete de aquella lengua que ella había aprendido a hablar de una forma aceptable
durante su estancia en Agia: gloria, gracia, los bienaventurados, los bienaventurados
—y otra palabra, una que no conocía—, ¡Charchad! ¡Charchad!
Por un instante pensó que pasarían junto a ella sin detenerse, demasiado absortos
en su propia locura privada para prestarle la menor atención. Pero su esperanza fue
efímera, ya que, en el mismo instante en que por fin consiguió tranquilizar al poni,
uno de los hombres que encabezaban la grotesca procesión alzó una mano, con la
palma hacia afuera, y gritó como en señal de triunfo. A su espalda, sus compañeros
efectuaron una caótica parada: los ciegos tropezaron con los tullidos, uno de los niños
cayó al suelo y gritos de confusión y mortificación reemplazaron el ululante cántico.
Un monstruoso escalofrío interior sacudió a Índigo, que tiró aún más de las riendas,
cuando contempló con atónita repulsión cómo el cabecilla del grupo, el hombre sin
pelo y de piel blanquecina, levantaba la cabeza, la miraba directamente a los ojos y le
dedicaba una amplia sonrisa que descubría una lengua negra y partida, como la de
una serpiente, que se balanceaba sobre su labio inferior.
—¡Hermana! —La deforme lengua convertía su habla en algo grotesco—.
¡Bienaventurada sois vos, cuyo camino se ha cruzado con el de los humildes
servidores de Charchad! —La mueca se amplió aún más, de una forma imposible y
repugnante, y de repente el hombre se separó del grupo y corrió hacia ella
moviéndose como si se tratara de un inmenso y deforme insecto. Índigo lanzó un
grito inarticulado y alzó la ballesta; el individuo se detuvo, meneó la cabeza en
dirección a la joven y le dedicó una obsequiosa reverencia.
—¡Tened fe, hermana! ¡Bienaventurados son los que tienen fe! ¡Bienaventurados
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son los elegidos de Charchad! —Al ver que la muchacha seguía sujetando con
firmeza la ballesta, retrocedió un paso—. ¡Os saludamos y os instamos a que os
dejéis iluminar, afortunada hermana! ¿Compartiréis nuestra bendición? —Y abrió las
manos, revelando algo que había permanecido oculto en una de las palmas. Era un
pedazo de piedra, pero relucía, como las puntas de sus trallas, con el mismo
resplandor cadavérico que iluminaba el cielo septentrional cuando el sol abandonaba
su puesto.
La mente de Grimya estaba paralizada por la conmoción. Índigo no podía llegar
hasta ella, no podía comunicarse. Todo lo que podía hacer era rezar para que la loba
no se dejara llevar por el pánico y atacara al hombre, porque una intuición tan certera
como nada que hubiera conocido jamás le decía que hacerlo resultaría mucho más
peligroso de lo que ninguna de las dos podía imaginar.
—¡La señal, hermana! —El demente hizo una finta con la mano que sostenía la
piedra, amuleto, sigilo, o lo que fuese. Entonces, al ver que Índigo se encogía,
cloqueó—: ¡Ah, la señal! ¡La luz eterna de Charchad! ¡Mirad la luz, hermana, y al
venerarla vos, también podéis alcanzar la bendición! ¡Mirad y dad!
Podía matar a dos, quizás a tres, antes de que el resto cayera sobre ella..., pero
Índigo se tragó el pánico, consciente de que tal acción sería una completa locura.
Creía tener lo que aquella grotesca criatura quería: sus palabras eran una amenaza
disimulada como una súplica de limosna. Tenía comida, algunas monedas; un
donativo con aparente buena fe podría persuadirlos de seguir su camino y dejarla
tranquila.
Tragándose el amargo sabor de las náuseas que le subían por la garganta, asintió
con la cabeza y llevó la mano a su alforja.
—Os... doy las gracias..., hermano, por vuestra bondad... —Su voz no era firme
—. Y yo... lo consideraría un privilegio si me permitierais que... que hiciera una
ofrenda... —Sus dedos buscaban a tientas, sin saber apenas lo que hacían; un rincón
de su mente registraba los objetos sobre los que se cerraba su mano. Una pequeña
hogaza de pan ázimo, un pedazo de miel solidificada, tres pequeñas bolsas con
monedas: no sabía cuántas contenían y no le importaba.
—¡Hermana, Charchad os bendice tres veces! —Se abalanzó hacia adelante y le
arrebató las cosas antes, incluso, de que ella se las pudiera mostrar. El hedor de un
osario asaltó la nariz de Índigo y ésta se sintió a punto de vomitar, al tiempo que el
poni golpeaba el suelo con los cascos y Grimya lanzaba un gañido. El hombre
retrocedió, mostrando todavía su horrible sonrisa; detrás de él sus seguidores
permanecían inmóviles, los ojos clavados en la muchacha y en su caballo—.
¡Bienaventurada! —repitió el cabecilla—. La luz de Charchad os ha bendecido. ¡La
luz, hermana, la luz! —Y con un agudo alarido se dio la vuelta, alzando ambos brazos
en dirección al cielo y mostrando sus trofeos al resto del grupo, que empezó a
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murmurar, luego a farfullar, y por fin a cantar como lo habían hecho antes.
—¡Charchad! ¡Charchad!
Índigo ya no pudo soportarlo más. Fuera o no un acto inteligente, tenía que
alejarse de allí, y hundió los talones con fuerza en los flancos del poni, de modo que
el animal salió al galope con Grimya tras él. Tan sólo cuando llegaron al contrafuerte
donde la carretera y el río torcían, detuvo el caballo y miró atrás. El corazón le
palpitaba con fuerza.
A sus espaldas se alzaba una nube de polvo, y la carretera quedaba oculta. Pero
por entre la roja nube pudo distinguir las figuras, afortunadamente ahora tan sólo
formas borrosas, de aquellas ruinas humanas que, arrastrando los pies, dando brincos
y canturreando, seguían su camino.
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implicaba que hubiera preferido permanecer despierta. «¿Y tú?»
—No. —Índigo sacudió la cabeza.
La loba parpadeó.
«Quizás eso fue lo mejor.»
Fue la única referencia, aunque muy indirecta, que pasó entre ambas con respecto
al encuentro sufrido con anterioridad, antes de ponerse de nuevo en camino. Y una
hora más tarde, mientras el sol empezaba a deslizarse por el cobrizo cielo, llegaron a
los primeros puestos avanzados de la ciudad minera de Vesinum.
Índigo detuvo el poni y giró la cabeza de modo que el ala de su sombrero ocultó
el sol que se ponía. Desde lejos, la ciudad parecía componerse tan sólo de una
destartalada colección de edificios bajos, desperdigados sin orden ni concierto y
divididos por la polvorienta carretera. Más allá de estas extensas afueras, no obstante,
pudo distinguir los contornos más consistentes de almacenes que bordeaban el río,
aunque cada detalle estaba oscurecido por una neblina producida por el polvo
mezclado con los cada vez más bajos rayos del sol. Sonidos demasiado distantes para
identificarlos llegaban a sus oídos; bajó la mirada hacia Grimya, que permanecía
sentada junto al poni contemplando con interés la escena que tenían delante.
—El final de nuestro viaje. —Sentía menos alivio del que hubiera experimentado
horas antes—. Buscaremos alojamiento para pasar la noche; luego veremos qué
puede hacerse por la mañana.
Las mandíbulas de Grimya se abrieron en una cavernosa sonrisa.
«Me alegraré de poder descansar de verdad», le comunicó. «¿Podemos seguir
adelante ya?»
Índigo chasqueó la lengua y el poni se puso en marcha de nuevo. Iba tan absorta
en la contemplación de la ciudad que tenía delante que no vio la pequeña estructura
de madera situada junto al camino hasta que estuvieron casi encima de ella; cuando
finalmente apareció en la periferia de su campo de visión, tiró de las riendas con tal
violencia que su montura lanzó un relincho de protesta.
—¿Ín... digo? —Sobresaltada por la inoportuna acción de su amiga, Grimya lanzó
un gutural gruñido—. ¿Qu... qué sssu... cede?
Índigo no le contestó. Sus ojos estaban clavados en los pedazos rotos y astillados
de lo que en una ocasión había sido una pequeña plataforma cubierta, alzada sobre un
poste de madera entre la carretera y el río. Para cualquiera que no estuviera
familiarizado con las costumbres religiosas de aquella región, su utilidad habría
resultado un misterio; pero, a pesar de que había sido casi convertido en astillas, ella
sabía lo que era, o más bien lo que había sido. Y un jirón de deshilachada tela roja
que sobresalía por entre dos galos rotos lo confirmó.
—¿Índigo? —inquinó Grimya de nuevo—. ¿Qué...?
—Es una capilla. —La boca de la joven se quedó reseca de repente—. En honor
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de Ranaya. ¿Recuerdas la fiesta a la que asistimos en la ciudad? Ranaya es el nombre
que estas gentes dan a la Madre Tierra...
Grimya comprendió lo que le decía y contempló con atención la destrozada
estructura.
—Pero... —La lengua golpeó inquieta su hocico—. Es... tá rrrota. De... destruida:
no... no conozco la palabra exacta...
—Profanada.
Y un nombre, Charchad, resonó de nuevo en la mente de Índigo. Miró
rápidamente por encima de su hombro, como si esperara ver al grupo de enloquecidos
y deformes celebrantes danzando carretera abajo y dirigiéndose hacia ellas una vez
más.
Los ojos de Grimya se habían tornado de color naranja a causa de una rabia que
no podía articular.
—¿Por qué? —gruñó.
—No lo sé. Pero es un mal augurio, Grimya. —Índigo tocó la piedra-imán
suavemente con el dedo, y se estremeció interiormente—. Si estos hombres han
abandonado el culto a la Madre Tierra, entonces quién sabe qué clase de poder anda
suelto por aquí.
—¿Cómo pu... puede al... guien dar la espal... da a la Tierra? —Una dolorosa
confusión se había deslizado ahora en el tono de voz de Grimya—. La Tierra es... vi...
vida. —Se lamió el hocico de nuevo—. Nnno comprendo a los humanos. Cre... creo
que nunca podré.
Índigo empezó a desmontar.
—Debo repararlo —dijo con voz áspera—. No puedo dejar un lugar sagrado
mancillado de esta forma...
—¿De qué servirá?
—¿Qué? —Se detuvo.
La loba sacudió la cabeza apenada.
—He dicho: ¿de qué servirá?, Índigo. Lo... hecho, hecho es... tá. No pu... puedes
cambiarlo. —Y, de repente, sus pensamientos aparecieron con toda claridad en la
mente de la muchacha.
«¿Crees que por decir algunas palabras o esparcir un poco de sal, agua o
monedas de oro, lo solucionarás? Puede que tranquilice tu conciencia, pero no
conseguirás nada más. La enfermedad que ha hecho que esto suceda necesita una
medicina más fuerte.»
Los ojos de la muchacha se cruzaron con los de su amiga por un instante; luego
desvió la mirada al suelo.
—Me avergüenzas, Grimya.
«No es ésa mi intención. Sólo te digo lo que pienso que es la verdad.»
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—Y tienes razón. —Miró de nuevo a la profanada capilla; comprendió que no
había nada que pudiera hacer—. Vamos. —Hizo girar al poni—. Lo mejor será que
prosigamos nuestro camino.
Mientras dejaban la pequeña y triste ruina a sus espaldas, no volvió ni una sola
vez la cabeza para mirar atrás.
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arecía como si Vesinum hiciera muy poco para justificar su reputación y
P posición como centro de próspera actividad. Tras pasar por una primera zona de
feos edificios, habían llegado a los muelles, donde enormes malecones de piedra se
introducían en la lisa corriente del río, y almacenes construidos sin prestar la menor
atención a la estética se elevaban desafiando el tórrido cielo. Aquí, aunque había
suficiente ruido y actividad para satisfacer al más duro de los capataces, Índigo
percibió una atmósfera de sumisión. Los hombres se apresuraban en el cumplimiento
de sus tareas con la cabeza gacha y la espalda encorvada, apartando los ojos de un
innecesario contacto con los de sus compañeros; los capataces gritaban sus órdenes
de forma concisa; y no había la menor señal de las gentes ociosas, mirones,
buhoneros o prostitutas de puerto que casi siempre frecuentaban las vías fluviales.
Trastornada por aquella atmósfera, Índigo se desvió y penetró en el centro de la
ciudad. Los edificios de aquella zona resultaban más agradables a la vista: casas de
comerciantes que se abrían paso en las anchas calles entre posadas, pequeños
almacenes, soportales de pizarra donde los vendedores de comestibles, ropas, arreos y
utensilios exponían sus mercancías sobre esteras tejidas... Pero la atmósfera
predominante era la misma. Se respiraba inquietud, inseguridad, la sensación de que
el vecino desconfiaba del vecino. No había niños jugando en las calles, no resonaban
risas en los soportales y nadie demostraba el menor vestigio de lo que hubiera sido
una curiosidad natural hacia un forastero aparecido entre ellos. Era como si —aunque
Índigo no pudo definir qué la incitó a escoger tal palabra— toda la ciudad estuviera
asustada.
Detuvo al poni en el extremo de una amplia plaza dominada por una estrafalaria
escultura central hecha de muchos metales diferentes. En el otro extremo, un hostal
—sólo el segundo que había visto— se proclamaba a sí mismo como la Casa del
Cobre y del Hierro. Era un edificio bajo, construido en el severo estilo anguloso de la
región, con la fachada quebrada por una serie de arcos ribeteados de descuidado
mosaico; pero, aparte de eso, no tenía el menor adorno. Índigo se deslizó por el lomo
del poni y, doblando los entumecidos músculos, miró a Grimya.
«Esto servirá tanto como cualquier otro sitio, supongo.» Proyectó su pensamiento
en lugar de hablar en voz alta; a pesar de su aparente indiferencia, los habitantes de la
ciudad podrían no reaccionar muy bien ante una forastera que al parecer hablaba sola.
Grimya tenía la cola entre las patas.
«No me gusta este lugar», gimió suavemente.
«A mi tampoco. Pero se nos ha conducido hasta aquí por un motivo, Grimya.» Se
llevó la mano a la tira de cuero que rodeaba su cuello y sintió la familiar mezcla de
tranquilidad y resentimiento que la piedra-imán siempre provocaba en ella. «No
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podemos volvernos atrás ahora.»
Grimya olfateó con cautela el aire.
«El aire huele a cosas malas.»
«Son las minas; el polvo es...»
«No», la loba la interrumpió con energía. «No es eso. Conozco esos olores, y
aunque no me gustan he aprendido a aceptarlos. Esto es algo más. Algo...» Luchó
durante un breve instante por encontrar la palabra adecuada, luego añadió con
énfasis: «Corrupto».
Corrupto. La inquietud de Índigo cristalizó de repente y comprendió que la
interpretación de Grimya del sentimiento que compartían era muy acertada. La
oprimida atmósfera de la ciudad, la imperante sensación de temor, la capilla
profanada, los enloquecidos celebrantes de la carretera... Algo no iba nada bien en
Vesinum.
Posó una mano sobre la cabeza de la loba con la esperanza de tranquilizarla con
su caricia.
—Vamos. Comeremos y descansaremos; luego veremos qué más podemos
averiguar.
Empezaron a andar en dirección a la Casa del Cobre y del Hierro, y estaban en
medio de la plaza cuando las sobresaltó un repiqueteo, como si una docena de
diminutas campanas repicaran discordantes a la vez. Los pelos del cuello de Grimya
se erizaron, e Índigo se dio cuenta de que el ruido provenía de la estrafalaria escultura
situada en el centro de la plaza. En la cara norte de la estatua dos pesos de bronce se
movían lentamente, uno hacia arriba y otro hacia abajo, colgados de cadenas;
mientras que en la parte superior una serie de pequeños discos metálicos habían
empezado a girar. Hileras de diminutos martillos colocados sobre pequeñas palancas
golpeaban los discos a medida que éstos giraban, y el fino e irregular sonido de su
campanilleo resonaba por toda la plaza.
«¿Qué es esto?»
Mostrando los dientes Grimya se apartó de la escultura, e Índigo se echó a reír.
—Es una especie de reloj.
El alivio se reflejó en su voz tras la momentánea sorpresa; toda la estructura,
ahora podía verlo, era un complicado mecanismo de relojería, obra de un hábil e
ingenioso artesano.
—No puede hacerte daño, Grimya. No es más que un juguete.
La loba no estaba tan convencida.
«Un juego es correr, o perseguir hojas en el otoño, o fingir una pelea. ¿A qué se
puede jugar con algo así?»
Divertida por la ingenuidad de su amiga, la muchacha abrió la boca para
explicárselo lo mejor que pudiera; pero se detuvo al escuchar el sonido de muchos
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pies que se arrastraban por el suelo. Se volvió y pudo ver a un grupo de hombres que
hacían su entrada en la plaza y se dirigían apresuradamente hacia una calle que salía
de la ciudad en dirección norte. Por sus andrajosas ropas y sus rostros mal
alimentados dedujo que debían de ser mineros; sin lugar a dudas se dirigían a cumplir
con su turno de trabajo en las montañas. Y con un frío sobresalto interior se dio
cuenta de que cada uno de ellos mostraba alguna señal de enfermedad o deformidad.
Sus males no eran tan repugnantes como los que arrostraban los celebrantes de
Charchad, pero, de todas formas, las señales estaban muy claras: caída de cabello,
ojos nublados, desfiguraciones en la piel que parecían enormes y feas señales de
nacimiento, aunque no lo eran. Y el reloj, como un frío capataz de metal, los había
convocado.
Involuntariamente se echó hacia atrás mientras los mineros arrastraban los pies
por la plaza y pasaban a pocos metros de ellas. Ni uno solo levantó la vista para
mirarlas. Índigo y la loba se quedaron contemplando en silencio cómo desaparecía el
grupo.
—Charchad... —dijo, por fin, la joven en voz baja.
«¿Charchad?» —Grimya olvidó la desconfianza que le producía la escultura.
La muchacha sacudió la cabeza, negando el pensamiento antes de que pudiera
materializarse, y consciente de una sensación de cólera indeterminada que se
encendía en lo más profundo de su mente.
—No importa. No importa...
La Casa del Cobre y el Hierro, al parecer, tenía pocos huéspedes. A pesar del
poco negocio que hacía, el delgado y obsequioso propietario aún se sintió inclinado a
poner alguna objeción con respecto a Grimya.
—... No es nuestra costumbre —dijo mientras se retorcía las manos como si se las
lavase— permitir la entrada de animales en nuestra casa.
Pero, al darse cuenta de la apasionada chispa de enojo que se ocultaba tras la
sugerencia de su cliente de que podría ir a alojarse a cualquier otro sitio, cedió con
tanta amabilidad como fue capaz de reunir. Las condujo a una habitación pequeña,
pero aceptablemente cómoda, con una ventana con postigos que daba a la plaza.
Grimya, que jamás había podido superar la antipatía natural que le producía
permanecer entre las paredes de cualquier edificio, se puso a pasear por la habitación.
Detestaba el encierro y el calor que las sombras de la habitación convertían en
sofocante.
La cocina de la casa se ponía en funcionamiento a la puesta del sol, había dicho el
posadero, y sonarían unas campanillas para anunciar que empezaban a servirse las
comidas. Índigo, sintiéndose más limpia, aunque no completamente descansada, se
sentó sobre el jergón relleno de paja que hacía las veces de cama y sacó la piedra-
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imán para mirarla una vez más. En la penumbra de la habitación, el pequeño punto de
luz del interior de la piedra parecía anormalmente brillante; mientras lo sostenía en su
palma vio que la chispa se agitaba violentamente, como si fuera un ser vivo lo que
estaba atrapado allí dentro e intentara escapar. Y la luz seguía señalando el norte.
Desde la ventana, Grimya dijo:
«Hay mucha actividad en la plaza. Hay hombres que transportan leña. Colocan
antorchas. Creo que preparan alguna celebración.»
La idea de que los habitantes de Vesinum desearan celebrar alguna cosa resultaba
improbable, pero Índigo se puso en pie y cruzó la habitación. Se agachó junto a la
loba y apoyó los brazos en el repecho de la ventana. El sol ya no era más que un
rojizo resplandor detrás de los cada vez más oscuros tejados de las casas; las tiendas
de los soportales parecían haber cerrado, y la plaza estaba envuelta en sombras sin
ninguna lámpara que las mitigara. Debido a que sumisión no era tan aguda como la
de Grimya, todo lo que Índigo pudo vislumbrar fueron unas pocas figuras humanas
algo borrosas que se movían en la penumbra, aunque sus oídos captaron el ocasional
murmullo de voces o el ruido sordo producido al levantar algún objeto pesado.
Un repiqueteo de discordantes campanillas resonó de repente desde abajo. Índigo
se volvió al escuchar la señal, aliviada al darse cuenta de lo hambrienta que estaba.
La dieta de un viajero a base de fruta seca y tiras de carne salada —todo lo demás
convertido en rancio después de un día bajo el abrasador calor; Grimya sólo había
podido cazar lo suficiente para alimentarse ella durante el camino— podía ser
nutritiva, pero cansaba enseguida. Incluso la más mediocre de las comidas resultaría
un cambio agradable.
Grimya se apartó de la ventana mientras la joven se preparaba para abandonar la
habitación.
—¿Me que... quedo aquí?
—No. También tú necesitas alimentarte; me ocuparé de que nos den de comer a
las dos.
—Pu... puedo c... cazar. Más tarde, cuando todo esssté qui... quieto.
—¿Por qué has de hacerlo, cuando no hay necesidad? Además, creo que debemos
permanecer juntas. —Índigo sonrió y luego dirigió la vista hacia la puerta—. Yo, la
verdad, me sentiría mejor acompañada.
Índigo se sorprendió al descubrir que no era, de ningún modo, el único comensal
de la taberna del hostal. Casi la mitad de los huecos terminados en arco que
bordeaban la sala estaban ya ocupados, y se estaban sirviendo jarras de vino o de
cerveza a un grupo de comerciantes que ocupaban una de las bien fregadas mesas
centrales. Una muchacha delgada de ojos cansados y recelosos hizo una pequeña
reverencia y preguntó a Índigo en qué podía servirla; ésta la miró fijamente y le quitó
de la cabeza cualquier objeción que hubiera podido hacer, en nombre de su amo, por
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la presencia de Grimya. Acto seguido fue conducida a un reservado separado de sus
vecinos por una reja de filigrana de cobre.
Aunque quizá no tuviera muchas otras cosas positivas, la Casa del Cobre y el
Hierro por lo menos ofrecía a sus huéspedes una buena comida. Índigo escogió un
plato de carne con especias cocinada con aceitunas y albaricoques en conserva. Como
su bolsa estaba lo bastante llena, decidió permitirse el lujo de pedir también un
acompañamiento de legumbres frescas traídas de los campos irrigados artificialmente
de Agia, y algo muy escaso. Saboreando su comida, con Grimya devorando muy
satisfecha una bandeja de carnes variadas, colocada a sus pies, empezó a relajarse un
poco por primera vez en muchos días. La atmósfera de la habitación era soporífera y
la conversación de los otros ocupantes de la sala se convirtió en un sordo murmullo
de fondo; retirado su plato, empezó a caer en un agradable ensueño...
—Bienaventurada seáis, hermana, en esta noche propicia.
Índigo dio un respingo, levantó los ojos y se encontró con tres hombres y una
mujer que bloqueaban la entrada del reservado en el que se hallaba. Iban vestidos con
sobriedad, y —al igual que los celebrantes y que los mineros de la plaza— cada uno
sufría algún tipo de mal, aunque sus defectos eran menos escandalosos que los que
había visto antes. De sus cinturones pendían amuletos parecidos al extraño y
reluciente talismán que llevaba el demente de la carretera; bajo la luz de las lámparas
de la taberna su fosforescencia resultaba apagada y enfermiza.
La joven sintió cómo la pelambrera de Grimya le rozaba, las piernas al
incorporarse el animal, con los pelos erizados. Deslizó una mano por debajo de la
mesa para calmar a su amiga, proyectando mentalmente una advertencia para que se
mantuviera en silencio y se comportara con cautela. Luego saludó con un gesto de
cabeza al grupo.
—Buenas noches a todos.
—¿Sois forastera en Vesinum?
El más alto de los tres hombres, cuya piel parecía desprenderse en escamas,
sonrió; pero aquel gesto no se extendió a sus ojos, que permanecían fijos en ella y
desagradablemente fríos.
—Pues sí. —Índigo sintió que algo en su interior se erizaba al tiempo que la
chispa de furia indefinida se hacía sentir una vez más.
—Entonces sed bienvenida como forastera, y como buscadora de ilustración. —
La sonrisa desapareció y el rostro del hombre adoptó una expresión astuta—. ¿No
sois de Charchad, hermana?
Aquella palabra otra vez. Índigo reprimió un escalofrío.
—Lo lamento —respondió con calma—. No sé nada del Charchad, quienquiera o
lo que quiera que sea.
La mujer lanzó un siseo, como si la muchacha hubiera pronunciado una
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blasfemia, y la expresión de su interrogador se endureció.
—¡Hermana, os aconsejo que observéis el respeto apropiado! ¡No se debe
pronunciar el nombre de Charchad a la ligera y os insto a retractaros de vuestro error!
Desesperada, Índigo miró a su alrededor con la intención de llamar al propietario
y exigir que echara de allí a aquellos intrusos. Pero cuando lo encontró su rostro
estaba vuelto hacia otro lado, y comprendió que no tenía la menor intención de
intervenir.
Uno de los otros hombres habló entonces. Su boca estaba muy deformada, lo cual
le producía un defecto en el habla que hacía casi ininteligibles sus palabras.
—Nuegtra hergmmana... jierra... pego... sólo pog omi-jión. A...un huede veg la uz
de la vegdad, y jecibig la ben-dijión.
Índigo advirtió que Grimya se ponía en tensión y le siseaba en silencio:
«¡Peligro!»
«Espera.» Los dedos de la muchacha se cerraron sobre su lomo. «No hagas nada
aún.»
El rostro de su interrogador se relajó de nuevo adoptando una gélida sonrisa.
—Desde luego, hermano, desde luego. ¡La luz de la verdad! Hermana, sois
afortunada, porque nosotros, los que pertenecemos a Charchad, estamos dotados de
un grado de misericordia y justicia que está ausente en el no iniciado. —La sonrisa se
amplió; Índigo tuvo la impresión de que adoptaba la traicionera mueca de un reptil—.
Se diría que vuestra llegada es muy oportuna, ya que podemos ofreceros una
oportunidad sin precedentes para alzaros de la oscuridad en la que os movéis y dar
vuestros primeros pasos por el auténtico sendero.
Grimya se agitó de nuevo, los músculos dispuestos.
«¡Esto no me gusta! Este hombre amenaza...»
«Chisst.»
Índigo la acarició de nuevo, consciente de que su propio corazón empezaba a latir
demasiado deprisa: no de miedo, sino por aquella rabia sin forma que por fin
empezaba a converger en algo. Sus ojos se encontraron con la mirada firme del
portavoz de Charchad, y repuso con helada formalidad:
—Señor, no tengo la menor duda de que vuestras intenciones son buenas y de que
sois sincero en vuestras creencias. Pero no me gusta que se me den órdenes cuando
deseo tranquilidad y soledad, y tampoco me gustan las amenazas veladas. —La
cólera brilló con repentina violencia en sus ojos—. Os desearé, por tanto, buenas
noches.
La mujer siseó de nuevo —Índigo se preguntó por un breve instante si podría
hablar— y la apariencia de amistad desapareció abruptamente de los modales del
cabecilla.
—¡Hermana, pagaréis muy cara vuestra descortesía!
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Dio un paso hacia adelante y sus compañeros se arrastraron detrás de él hasta
queja salida del reservado quedó completamente bloqueada. Índigo empezó a
incorporarse, mientras su mano se dirigía veloz al cuchillo que pendía de su
cinturón...
—¡Cenato!
La nueva voz estaba llena de autoridad, y los cuatro personajes se volvieron en
redondo como si los hubieran golpeado. Un hombre alto y moreno atravesaba la
habitación hacia ellos; apartó a la mujer a un lado con malos modos, empujó a uno de
los hombres detrás de ella y miró furioso al vacilante cabecilla del grupo.
—Deja a la dama en paz, Cenato. ¿Cuántas veces tengo que advertirte sobre este
tipo de comportamiento?
Cenato abrió la boca.
—Yo... estábamos...
—¡Estabais siendo una molestia! ¿Qué impresión creéis que le causará esto a un
extraño? —Indicó en dirección a la puerta—. Fuera. Y que no vuelva a ver vuestras
caras por aquí de nuevo.
Bajaron la vista hacia el suelo; murmuraron algo, se volvieron arrastrando los pies
y se alejaron. El recién llegado se los quedó mirando mientras se dirigían hacia la
puerta, y sólo cuando hubieron salido se volvió hacia Índigo de nuevo.
—Saia. —Hizo una pequeña inclinación, llevándose una palma al hombro según
la costumbre de la región—. Me amo Quinas, y estoy a vuestro servicio. Os pido
disculpas por la conducta de Cenato y sus amigos: son gente buena y piadosa, pero su
forma de abordar a los recién llegados es a veces demasiado entusiasta.
Índigo había vuelto a sentarse en su silla, el cuchillo todavía en su funda, pero al
mirar a su salvador vio que también él llevaba uno de aquellos curiosos amuletos
relucientes sujeto al cinturón. Otro de ellos... El alivio y la gratitud se encogieron en
su interior, y cuando respondió su voz era hostil.
—«Buenos y piadosos» no son las cualidades que yo hubiera atribuido a sus
amigos, señor, si hemos de atenernos a sus modales.
El hombre hizo un gesto de impotencia.
—Me temo que esto es lo que sucede, a menudo, con aquellos que han visto hace
poco tiempo la luz de Charchad. Su entusiasmo hace que adopten una actitud que
puede asustar al no iniciado; necesitan tiempo y guía para aprender a templar su
entusiasmo con consideración hacia los demás. Por favor, aceptad mi garantía de que
no os molestarán de nuevo.
—Espero que no, señor. No estoy acostumbrada a este trato, y no lo encuentro
nada divertido.
—Naturalmente que no. —Levantó los ojos y chasqueó los dedos en dirección a
una de las muchachas que atendían las mesas—. ¡Eh, tú! ¡Una botella de cinco años,
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ahora mismo! —Y, volviéndose de nuevo hacia Índigo, añadió—: Es una pequeña
compensación, saia, pero es lo mínimo que puedo hacer.
Hacía todo lo posible por resultar conciliador, y aunque a la joven le produjo una
inmediata aversión, no podía mantener su hostilidad sin parecer grosera.
—Os lo agradezco, señor. Aprecio de veras vuestra amabilidad. —Vaciló un
instante, pero se dio cuenta de que por simple educación no tenía más remedio que
añadir—: ¿Me acompañaréis?
—Por unos momentos, tan sólo. —Sonrió—. No tengo el menor deseo de
inmiscuirme aún más en vuestra intimidad.
La moza se acercó rápidamente al reservado con una jarra llena hasta el borde;
mientras la depositaba sobre la mesa, Índigo advirtió miedo en su expresión. Quinas,
quienquiera que fuese, tenía influencia en más de un lugar. Envió a la muchacha a
buscar otra copa, y mientras la traía, tomó asiento frente a Índigo.
—Por vuestra continuada salud y prosperidad —dijo cuando la joven le trajo lo
que había pedido. Llenó las copas de ambos y bebieron.
Grimya se había tranquilizado —su amiga notaba el cuerpo de la loba, tendida
bajo la mesa, apoyado contra sus piernas—, pero su mente seguía inquieta. Índigo se
tomó un momento para inspeccionar a su acompañante. Tendría, imaginó, entre
treinta y cuarenta años, y poseía la negra cabellera y la piel aceitunada típicas de las
gentes nacidas y criadas en la región. Iba demasiado bien vestido y estaba, a todas
luces, demasiado bien educado para ser un minero o un marinero, aunque sus manos
parecían acostumbradas al trabajo manual y la piel de su rostro estaba curtida por el
sol y el viento. Le resultaba un hombre bastante atractivo, a su manera, hasta que, por
primera vez, al exponer a la luz de las lámparas su rostro con más claridad, vio sus
ojos. Estaban curiosamente cubiertos y, cuando parpadeaba —la primera vez no
estuvo segura, pero la segunda lo confirmó—, una película carmesí caía sobre ellos
durante un brevísimo instante, como una extraña segunda lente, para cubrirlos.
Otra deformidad... Índigo dominó el deseo de echarse hacia atrás con
repugnancia, y bajó la mirada con rapidez hacia su copa. Cuando Quinas le habló
tuvo que contener un escalofrío.
—¿Puedo preguntaros vuestro nombre?
Se obligó a levantar los ojos otra vez.
—Mi nombre es Índigo.
—Índigo..., muy poco corriente. No sois, supongo, de esta zona...
—No.
—¿Puedo preguntaros qué os ha traído aquí? —Vio cómo su expresión se volvía
recelosa, y sonrió disculpándose—. Por favor, perdonad mi curiosidad. Pregunto
simplemente porque tengo el privilegio de ser el capataz de la mina Escarpadura
Norte; en el transcurso de mis deberes, a menudo conduzco a comerciantes a
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inspeccionar nuestras operaciones. Si tenéis algún negocio en las minas, me sentiría
muy honrado de poder ofreceros mis servicios.
Índigo se relajó un poco.
—Entiendo. Gracias, Quinas, pero no tengo nada que ver con el comercio de
minerales. Vesinum no es más que una parada en mi ruta.
—Una lástima. —Al igual que ocurrió con Cenato, su sonrisa no llegó a sus ojos
—. No obstante, vuestra llegada es una casualidad. ¿Os ha hablado alguien de nuestro
festival?
—¿Festival?
—En la plaza de la ciudad; debéis de haber visto los preparativos. Esta noche, los
seguidores de Charchad lo celebramos, y la ciudad lo celebra con nosotros. Es una
ocasión para purificarse, renovarse y reafirmarse. —Una nueva nota hizo su aparición
en la voz de Quinas, e Índigo captó un marcado y desagradable eco del fanatismo del
celebrante loco y del grupo que la había abordado en la taberna—. Ése es también,
creo, uno de los motivos por los que Cenato se mostró tan insistente al abordaros. —
Levantó los ojos; su rostro era tan cándido que por un momento la muchacha sintió
que su equilibrio mental se deshacía—. La fiesta se iniciará a medianoche. Espero
que nos haréis el honor de asistir, de modo que podamos enmendar la mala impresión
que tenéis de nosotros.
Quizá valdría la pena que lo hiciera, pensó Índigo, si ello la ayudaba a averiguar
algo más sobre el Charchad. Asintió.
—Gracias. Me encantará asistir.
Quinas vació su copa y se puso en pie.
—Entonces me despido y os permito que terminéis vuestra cena sin que se os
interrumpa. —Salió del reservado y le dedicó una inclinación de cabeza—. Me alegro
de haberos conocido, Índigo. Y confío en que aún pueda desempeñar algún papel por
pequeño que sea que os ayude a alcanzar la comprensión y la iluminación. Buenas
noches. —Se dio la vuelta y atravesó la sala en dirección a la puerta.
La joven lo contempló cuando se alejaba, mientras intentaba asimilar la
extraordinaria mezcla de sentimientos que él había provocado en su interior.
Sorpresa, contrariedad, un elemento de confusión... Pero, pasando por encima de
todos ellos, existía una poderosa y casi violenta sensación de aversión. De momento
no podía definirla más que así; pero era suficiente para ponerle la carne de gallina y
añadir leña a la cólera que ardía lentamente en su interior.
Debajo de la mesa, Grimya se agitó inquieta. Índigo oyó los pensamientos de la
loba.
«No me gusta ese hombre.»
—No —respondió Índigo en voz baja—. A mí tampoco.
«Todos los demás le tienen miedo. Eso no es bueno.»
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Se dio cuenta de que los sentidos más agudos de Grimya habían captado lo que
los de ella no podían: que no eran simplemente Cenato y su secuaz quienes temían la
influencia de Quinas. La actitud de la muchacha que los había servido, las
expresiones en los rostros de los otros comensales cuando salió de la sala... Para ser
el capataz de una mina, ejercía un poder desproporcionado.
Contempló la jarra, que estaba aún medio llena, e hizo el gesto de servirse otra
copa de vino. Antes de que llegara a tocar el recipiente la camarera apareció junto a
ella.
—Dispensadme, saia. El dueño me encarga que os diga que no se os cobrará nada
por la comida y la bebida esta noche. Gracias, saia.
Índigo contempló, anonadada, la espalda de la muchacha que se alejaba. Luego
dirigió la mirada más allá de ella, hasta el dueño, quien se dio cuenta y le dedicó una
respetuosa inclinación de cabeza. Era cosa de Quinas o se trataba de un intento de
complacerla... De repente ya no quiso el vino, deseó incluso no haberse comido la
cena.
Todo lo que quería era escapar de la sala y de la influencia insidiosa del
autoproclamado campeón.
Se inclinó y deslizó una mano bajo la mesa para acariciar la cabeza de Grimya.
«Marchémonos» —proyectó en silencio.
«¿Ahora? ¡Estupendo! ¿Qué quieres hacer?»
Índigo sonrió con apagado cinismo al darse cuenta de que la auténtica respuesta a
la pregunta de la loba era: desaparecer, emborracharme, olvidarme de la existencia de
Vesinum.
«Estoy cansada», le transmitió. «Si hemos de asistir a la celebración a
medianoche, me gustaría descansar un rato.»
«No creo que yo pudiera descansar. Esta habitación huele a miedo; me altera.»
Grimya se agitó. «Me gustaría salir al exterior un rato, al aire libre. Pero no quiero
dejarte sola.»
Índigo sonrió al recordar cuánto odiaba su amiga permanecer encerrada. Paseó la
mirada por la habitación. El propietario estaba inmerso en una conversación con un, a
todas luces, buen cliente. Las camareras corrían por entre las mesas con bandejas bien
repletas. Y la influencia de Quinas, que la había favorecido con su compañía, todavía
flotaba, como una invisible pero decidida presencia, en el aire.
«No correré ningún peligro», le dijo a Grimya. «No aún, al menos.»
Varias cabezas se volvieron subrepticiamente mientras atravesaban la sala, y se
intercambiaron algunos cuchicheos. Índigo ignoró las miradas, los murmullos; ignoró
al propietario cuando éste intentó, zalamero, llamar su atención; observó cómo
Grimya se escabullía por la decorada puerta que daba directamente a la plaza; y, por
un momento, respiró el cálido pero todavía relativamente fresco aire nocturno.
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Luego, mientras la loba desaparecía en la oscuridad, se dio la vuelta y abandonó la
taberna en dirección a las escaleras.
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ndigo había dejado una lámpara encendida en su habitación, pero su luz quedaba
Í eclipsada por el extraño y penetrante resplandor del cielo septentrional, un reflejo
fantasmagórico que penetraba por la ventana. Cerró violentamente los porticones; la
presencia de la luz la hacía sentirse sucia y no podía estar tranquila hasta haberla
dejado fuera, no importaba lo sofocante que pudiera resultar la habitación.
La quietud y la mala ventilación resultaban soporíferas, e Índigo no tardó en
quedarse dormida, aunque su descanso fue ligero y estuvo interrumpido por curiosos
sueños que no parecían tener la menor conexión, ni con el presente ni con el pasado.
Finalmente la despertó el sonido de su puerta al crujir. Abrió los ojos y vio a Grimya
que avanzaba hacia ella con pasos quedos.
La loba se dejó caer junto a la cama.
«Hace calor», proyectó, con la lengua colgando. «Me altera. No encuentro alivio
en ningún sitio.»
Índigo se incorporó en el lecho y extendió la mano en dirección a la botella de
agua para darle algo de beber a Grimya.
—¿Has descubierto algo?
«Nada importante.» Llena de agradecimiento, Grimya lamió el plato que la
muchacha había colocado ante ella. «Me desplacé por las calles laterales, por las
zonas de sombra; no quería que me vieran.» Hizo una pausa para lamerse el hocico.
«Eso está bien. ¡Sabías que el río aquí brilla por la noche, igual que el cielo?»
—No. —La idea resultaba desagradable, pues sugería que el origen de la luz
estaba cercano y que, quizás, era más físico de lo que había imaginado—. ¿Y qué hay
de la plaza? ¿Del festival?
Grimya terminó de beber y sacudió la cabeza; algunas gotas de agua salieron
despedidas de su hocico.
«Me parece que deben de haber terminado los preparativos. No hay nadie por
allí. Sólo algunos montones de leña: no sé para qué serán.»
—No debe de faltar mucho para la medianoche. —Índigo abrió unos centímetros
el porticón. Un soplo de aire ligeramente más fresco se coló en el interior, y con él el
apagado y anormal reflejo del cielo. La plaza que se veía abajo estaba, tal y como
Grimya dijera, vacía, y las sombras eran demasiado densas para ver los detalles.
Levantó la cabeza, para mirar en dirección al revoltijo de tejados del otro extremo de
la pavimentada plaza. No brillaba ninguna lámpara, ni en las casas ni en los
soportales, y el único sonido que se percibía era el débil murmullo de voces que
surgían de la taberna situada debajo de ellas. Toda actividad parecía estar en
suspenso, como si la ciudad contuviera la respiración expectante.
O inquieta...
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En aquel momento, un apagado zumbido rompió el silencio y, de repente, el reloj
situado en el centro de la plaza empezó a sonar tal y como lo había hecho horas antes.
Índigo vio cómo los discos giraban, reflejando la fría luz del cielo como ojos
parpadeantes y pálidos. Y, mientras retumbaban aquellas disonancias parecidas a
campanillazos, una antorcha se encendió de súbito en las oscuras fauces de una de las
calles laterales. Luego otra, y otra; se encendían y llameaban a medida que se las
prendía y arrojaban sombras grotescas sobre las paredes y el pavimento. En una
ventana se encendió una vela; en otra casa se abrió una puerta y derramó la luz de un
farol sobre la plaza...
Unos furtivos golpecitos sonaron en la puerta de Índigo. Ésta se volvió en
redondo, el corazón latiéndole con fuerza.
—¿Sí? ¿Quién es?
Se escuchó una voz femenina, que murmuraba algo; entendió sólo la palabra sais,
y colocó una mano sobre Grimya para calmarla.
—Entre —dijo.
La puerta se abrió y vio a la muchachita de grandes ojos que la había servido en la
taberna. La joven le dedicó una nerviosa reverencia.
—Por favor, saia, empieza el festival. Todos debemos asistir, de modo que la
taberna se cerrará. El dueño me dijo que os lo comunicara.
Estaba atemorizada. Índigo se dio cuenta de ello; y la emoción se debía a algo
más que a un jefe malcarado.
—Gracias. —Se puso en pie y recordó los términos en los que se había expresado
Quinas al hacer su invitación. ¿Una cortesía?, se preguntó. ¿O una amenaza?
La rabia volvió a agitarse en ella, y el aire adquirió de repente un sabor amargo y
podrido en su garganta. Miró de nuevo a la muchacha y se obligó a sonreír.
—Si sois tan amable de dejar una vela encendida en las escaleras, no tendré
problemas para llegar.
—Sí, saia. —La muchacha desapareció; se escucharon unos pasos apresurados e
Índigo miró a Grimya.
—¿Estás lista?
Grimya ensanchó los ollares y dijo en voz alta:
—Lisssta. —La palabra sonó como un desafío al mundo exterior.
La loba desapareció por la puerta, y alzó una sombra enorme y distorsionada por
el rellano y el hueco de la escalera. Índigo se entretuvo un momento, meditando.
Luego tomó el cuchillo que llevaba guardado en la funda y que había dejado a un
lado mientras dormía. Lo sujetó a su cinturón y lo cubrió con un pliegue de su túnica.
Hecho esto, siguió a Grimya escaleras abajo.
Al salir del hostal escucharon música en la plaza. Cushmagar, el anciano bardo de
las Islas Meridionales, se hubiera tapado los oídos horrorizado ante aquel discordante
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barullo: címbalos repiqueteando, flautas chirriantes, una docena de diferentes
aparatos de percusión sin, al parecer, la menor idea del tiempo o del ritmo. En los
oídos de la muchacha, todo ello sonaba como el estrépito producido por los mozos de
las granjas a los que se enviaba a espantar cuervos y palomas de los campos de
labranza de sus amos; a medida que sus ojos se acostumbraban al juego de sombras y
luces, intentó localizar el origen del ruido, pero en el espacio de algunos minutos la
plaza se había llenado de gente de tal manera que no podía ver nada a causa del
apiñamiento de los cuerpos.
—Mantente junto a la pared —le dijo a Grimya, inclinándose para que la loba
pudiera oírla por encima de aquel mare magnum de ruido—. Intentaremos encontrar
un lugar desde donde se vea mejor.
Empezaron a deslizarse a lo largo del estrecho corredor que quedaba entre los
edificios y la muchedumbre que se abría paso a empellones, pero el avance era lento,
ya que cada vez convergía más gente en la plaza, procedente de todas las direcciones.
En algún lugar, hacia el centro de aquel cruce, danzaban unas luces brillantes; de vez
en cuando Índigo vislumbraba la parpadeante llama de una antorcha alzada sobre las
cabezas de la gente. Algunas personas también reaccionaban ante la discordante
música, y empezaban a arrastrar los pies en una curiosa danza lateral que los llevaba
despacio alrededor de la plaza, en el sentido contrario al de las manecillas de un reloj.
Índigo comprobó que muchos de los danzantes llevaban los amuletos relucientes que
parecían ser el distintivo del culto de Charchad, y no podía sacarse de la cabeza la
molesta sensación de que aquellos símbolos habían unido a sus portadores de una
forma indefinible, como una entidad masificada, para un único e insensato propósito.
De repente la música cesó. La corriente de danzantes se rompió en un centenar de
pequeños remolinos mientras se detenían torpemente, y por un momento el silencio
fue total. Entonces brilló de nuevo la luz de las antorchas, la muchedumbre se echó
hacia atrás y un apagado pero intenso murmullo recorrió la plaza. Índigo se
aguantaba de puntillas, pero no podía ver nada; frustrada, miró a su alrededor en
busca de algún lugar desde donde pudiera ver bien y descubrió una adornada
balaustrada de hierro, a pocos pasos de donde estaba. La señaló con el dedo para
indicar a Grimya lo que pensaba hacer, se abrió paso a codazos entre la gente, se
subió un poco la túnica y se encaramó a la pared. La sillería empezaba a
desmoronarse, pero la balaustrada parecía bastante sólida; se sujetó con fuerza y se
encaramó hasta ella, hasta que por fin pudo contemplar la plaza en su totalidad.
El estrafalario reloj relucía, como si estuviera al rojo vivo, a la luz de una docena
de enormes antorchas que lo rodeaban. Cada antorcha se sostenía por una figura,
encapuchada y vestida con una túnica, que se mantenía en posición de firme; y cada
figura lucía un amuleto que proclamaba su lealtad a Charchad. Detrás del grupo de
centinelas. Índigo vio por primera vez los montones de leña que Grimya había
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descrito; a menos que los celebrantes planearan concluir su festival con hogueras, no
podía imaginarles otro propósito.
Estaba a punto de descender y describirle la escena a la loba cuando un sector de
la multitud se dividió en dos para dejar llegar al centro de la plaza a un recién
llegado. Por su estatura y ropas. Índigo lo identificó al instante: Quinas. Avanzó con
largas zancadas hacia los portadores de las antorchas, quienes retrocedieron
respetuosamente, y contempló a la muchedumbre con aire de autoritaria satisfacción.
Luego empezó a hablar.
En un principio sus palabras eran las que podían esperarse de cualquier dignatario
en una celebración así: ensalzó la prosperidad de la ciudad, las virtudes del trabajo
honrado y las recompensas de la diligencia; pero tras algunos minutos el tono de su
oratoria empezó a cambiar. La palabra Charchad ganó predominio. Había que dar las
gracias a Charchad. Se le debía alabar, honrar... y obedecer. Aquellos que no
obedecían iban desencaminados y, hasta que sus errados espíritus no comprendieran y
admitieran su error, aquellos que habían alcanzado la luz debían conducirlos por el
camino de la verdad. Índigo sintió cómo la comida que había tomado se le agriaba en
el estómago; aquello no era más que una repetición de la fanática homilía con que los
seguidores del culto la habían abordado en la taberna. Pero mientras escuchaba se dio
cuenta, de repente, que algo mucho más peligroso se ocultaba en las palabras de
Quinas: un escalofrío recorrió sus venas cuando le oyó pronunciar la palabra herejía.
Herejía. Recordó el temor en los ojos de los otros comensales de la taberna
cuando Quinas penetró en la Casa del Cobre y el Hierro, como si fuera un ángel
vengador que, sin advertencia previa, pudiera volverse y señalarlos con el dedo del
destino. Se dio cuenta, también, con un sobresalto, de que su estimación estaba
peligrosamente cerca de la verdad. Un hereje, según las palabras de Quinas y tal y
como él mismo subrayaba con energía, era aquel que rehusaba reconocer y aceptar la
autoridad de Charchad. Y los herejes que no se retractaban y arrepentían de su pecado
debían ser castigados.
—Hermanos y hermanas: nosotros, los seguidores de Charchad, hemos sido
pacientes. —Quinas, pensó Índigo con un escalofrío, hubiera podido ser un bardo
muy persuasivo; su voz poseía un delicado y convincente timbre, y había tenido buen
cuidado de evaluar el estado de ánimo de su audiencia y utilizarlo—. Pero nuestra
paciencia no es infinita, y Charchad pide lo que es suyo por derecho. —Inspeccionó a
la muchedumbre, con ojos relucientes—. Ha llegado el momento, hermanos y
hermanas, de demostrar vuestra lealtad y fidelidad. Ha llegado el momento de
renovar nuestra fe. Y para aquellos que no han visto la luz de Charchad —ahora
levantó un brazo con el puño cerrado, y sus palabras resonaron por toda la plaza—,
¡ha llegado el momento de arrepentirse!
De una forma tan repentina que Índigo sufrió tal sobresalto que estuvo a punto de
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caer de su precaria posición, la cacofónica música estalló de nuevo, y a su señal los
portadores de antorchas que rodeaban a Quinas se dispersaron y empezaron a
moverse por parejas hacia la multitud. Del otro extremo de la plaza Índigo escuchó
un alarido y, al momento, una figura harapienta surgió de entre la multitud y corrió
hacia la parte central. El hombre —le pareció que se trataba de un hombre, pero la
criatura era tal infame espantajo que era imposible estar seguro— agitaba las manos
alocadamente, y su rostro, bajo una masa revuelta de pelo canoso, aparecía
distorsionado por una estática paranoia. Sobre su flaco pecho se balanceaba un
refulgente amuleto del extremo de una larga cadena.
—¡Charchad! —aulló la criatura—. ¡Charchad, sálvame! ¡Charchad bendíceme!
—Y se arrojó sobre las losas, donde permaneció retorciéndose a los pies de Quinas.
El capataz elevó ambos brazos hacia el cielo, con su propio rostro casi tan
retorcido como el del farfullador celebrante del suelo.
—¡Ved cómo se eleva nuestro hermano! —rugió—. ¡Contemplad la gloria de su
inquebrantable fe y mirad al interior de vuestros corazones! ¿Os falta fe? ¿Quién de
vosotros se atreverá a fallarle al Charchad?
Otra figura, una mujer esta vez, se abrió paso tambaleante por entre la gente para
arrojarse al suelo, tirándose de los cabellos. Luego otra, otra..., cada vez más y más
gente se abría paso por entre la muchedumbre, chillando, empujándose y peleando en
sus esfuerzos por superarse los unos a los otros en la demostración de su fe. Quinas
observaba el creciente caos con una sonrisa en el rostro, que resultaba ligeramente
desdeñosa. De vez en cuando inclinaba la cabeza como señal de reconocimiento a un
adorador; ocasionalmente se dignaba hacer un gesto como de bendición hacia otro,
mientras sus acólitos se movían majestuosos entre la muchedumbre exhortando a la
gente a nuevos extremos de adulación. Y todo el tiempo, incitada por las frenéticas
discordancias de la música, iluminada por las llameantes antorchas, la escena se
convertía cada vez más en algo que parecía sacado de un monstruoso infierno. En el
cielo, sobre sus cabezas, la fantasmagórica luz proveniente del norte relucía,
añadiendo su propia y terrible dimensión a las sombras, a los rostros desencajados y a
la figura de Quinas, que, iluminada por las antorchas, dirigía toda aquella anarquía
como un demonio presidiendo su corte.
Horrorizada. Índigo empezó a descender rápidamente de la pared para reunirse
con Grimya, que gruñía, los pelos erizados y los ojos rojos de temor. La loba no podía
ver lo que ocurría, pero había oído las exhortaciones de Quinas en medio del furor y
percibía la onda de choque psíquica que había estallado en la plaza. Cuando la
muchacha se preparaba para saltar al suelo, estuvo a punto de ser derribada por la
encorvada figura de una mujer que se escabullía del gentío y pasaba junto a ella a
toda velocidad en dirección a una de las oscuras callejuelas. Y de algún lugar cerca al
centro de la multitud surgió un grito: esta vez no de éxtasis, sino de terror.
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Se izó de nuevo a toda velocidad, al tiempo que hacía un gesto a Grimya para que
aguardase, y atisbo por encima del mar de bamboleantes cabezas. La luz de las
antorchas iluminaba un sector de la muchedumbre, lo que le permitió distinguir a dos
de los acólitos de Quinas forcejeando con un joven, que luchaba contra ellos con
todas sus fuerzas. La gente se empujó entre sí para abrir paso, y el cautivo fue
arrastrado hasta el círculo central, donde se le ataron manos y pies y se lo obligó a
arrodillarse. Ni una sola persona de entre los presentes hizo el menor movimiento de
protesta, y ahora Índigo pudo ver que tenían lugar otras escaramuzas semejantes:
otras víctimas, escogidas al parecer al azar, eran arrastradas del anonimato de la
multitud para yacer temblorosas sobre el suelo de piedra.
Pero la elección no era tan arbitraria como parecía en un principio. Quinas
permanecía aún como un diabólico semidiós en el centro de la plaza: observaba a la
muchedumbre con atención, luego lanzaba un grito y apuntaba a alguien. A su señal,
dos nuevos acólitos se lanzaban sobre la gente, y otra forcejeante figura era arrastrada
hacia el centro. Nueve, diez, una docena: y ni uno solo de los cautivos, pudo
comprobar Índigo, llevaba el amuleto de Charchad.
Por fin pareció que Quinas se daba por satisfecho con su colecta. A otra señal
suya los acólitos obligaron a las maniatadas figuras a ponerse en pie. Mientras las
empujaban con malos modos hacia los montones de leña situados detrás del reloj
central. Índigo comprendió —con un repentino y nauseabundo sobresalto— cuál iba
a ser su suerte, ya que uno de los hombres que sostenían las antorchas se había
adelantado y acercaba su tea a la primera de las piras.
—¡Madre de toda la vida, cegad mis ojos! —musitó.
Se agarró con fuerza a la balaustrada de hierro, paralizada por su incapacidad para
creer que nadie fuera capaz de cometer tal demencial barbaridad. Uno de los
prisioneros lanzó un quejido repetitivo e irracional que sus capturadores ignoraron.
Amarillas lenguas de fuego empezaban a lamer la madera de la pira, iluminando la
escena; y Quinas, que había estado observando con satisfacción, se volvió de nuevo
hacia la multitud.
—¡De esta forma ejecutamos el justo castigo de Charchad contra el descreído! —
Los alaridos del prisionero se apagaron en una serie de temblorosos gemidos—. ¡Yo
os exhorto, hermanos y hermanas, a abrir vuestros corazones y preocuparos de
vuestra propia salvación, no sea que perdáis vuestra última esperanza de obtener
gracia y bendición, y compartáis el destino de los irremediablemente condenados!
¡Yo os exhorto a mirar vuestras almas! ¿Quién más de entre vosotros se atreverá a
girarle la cara a Charchad, que todo lo ve?
Alguien en la multitud chilló: «¡Charchad!», y otros continuaron el grito con una
especie de desesperada urgencia. Unas cuantas personas que estaban cerca de Índigo
empezaron a saltar y a agitar los brazos, lanzando gritos y procurando llamar la
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atención hacia ellos, como si temieran las consecuencias de no conseguir atraer la
mirada de aprobación de Quinas. Pero la mayoría se limitó a permanecer inmóvil y
contemplar en silencio lo que sucedía.
Índigo miró con ojos desorbitados los rostros que la rodeaban. Apatía, temor a
duras penas contenido, cuidadosa indiferencia: ni una sola persona protestaría contra
aquella locura, ni una sola daría un paso para pararla, aunque superaban ampliamente
en número a Quinas y a sus secuaces. Y, de repente, el autocontrol de la joven se
rompió.
—¡Haced algo!
Algunas cabezas se volvieron, algunas expresiones registraron una perpleja
sorpresa, y se dio cuenta de que en su agitación les había gritado en su propia lengua.
Saltó de la pared y corrió hacia la persona que tenía más cerca, un hombre fornido.
—¡Tenéis que parar esto! —Cambió a la lengua de aquel hombre y lo sujetó por
el brazo—. No podéis dejar que lo hagan: es un asesinato, es demencial...
El individuo la apartó con un violento gesto, como si hubiera sido tocado por algo
impuro. Por un instante, ella vislumbró el más absoluto terror en sus ojos; luego su
expresión se endureció.
—¡Extranjera! —escupió—. ¿Qué sabéis vos de nada? ¡Ocupaos de vuestras
cosas!
Una mujer que estaba junto a él agitó su puño frente al rostro de Índigo.
—¡Alejaos de nosotros! ¡Hereje! ¡Hereje!
Enfurecida, Grimya gruñó y se agazapó para saltar sobre la mujer, pero Índigo
exclamó:
—¡Grimya, no!
Extendió una mano para detener a la loba, al tiempo que se alejaba de la pareja.
«No comprenden, Grimya. Están demasiado atemorizados.»
Los gruñidos de la loba se apagaron hasta quedar convenidos en un amenazador
murmullo, pero se contuvo. Índigo volvió a mirar, pero, antes de que pudiera hablar,
de la parte delantera de la muchedumbre surgió una exclamación de asombro y un
alarido inhumano de agonía. Una llamarada se elevó en el centro de la plaza e,
incluso por encima de los gritos. Índigo pudo oír el ávido crepitar del fuego...
—¡Por favor! —Extendió ambas manos en un gesto de súplica, con la voz
entrecortada por la emoción—. ¡No es posible que queráis ver cómo gente inocente
muere de esta forma! Podríais evitarlo, todos vosotros podríais evitarlo, si tan sólo...
La mujer la interrumpió con voz estridente.
—¡Déjanos solos, extranjera! ¡Vuelve al lugar del que viniste y déjanos en paz!
Era inútil. Índigo se volvió de espaldas, tapándose los oídos para no escuchar los
alaridos de las víctimas de Quinas que ardían en las hogueras; y, con Grimya pegada
a sus talones, se alejó corriendo por entre el gentío, luchando por regresar a la Casa
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del Cobre y el Hierro. Era incapaz de reflexionar, incapaz de detenerse a pensar. Todo
lo que sentía era una irresistible necesidad de huir del escenario de la carnicería y
esconderse en algún sitio antes de que, también ella, se viera embrutecida por la
locura de Charchad.
Cerca del hostal, el gentío era más denso, ya que era donde se reunían más
individuos y donde se mezclaban con los rezagados que intentaban avanzar desde una
calle lateral. Índigo se abrió paso como pudo, mientras Grimya lanzaba dentelladas a
tobillos recalcitrantes, hasta que por fin dejaron atrás lo peor de la congestión y la
puerta de la posada quedó sólo a pocos metros de ellas. Índigo echó a correr hacia
aquel refugio, pero al llegar a la zona más despejada la muchedumbre se dividió de
repente, formando un corredor desde el centro de la plaza. La luz de unas antorchas
se balanceó llameante, y un pequeño cortejo se acercó a grandes pasos desde el lugar
donde estaban las piras, con Quinas a la cabeza.
La expresión de fanática autosatisfacción que se reflejaba en el rostro del capataz
hizo que Índigo se detuviera en seco. Se lo quedó mirando y sintió que una oleada de
furia se alzaba en su interior. En aquel momento su atención se vio desviada, de
repente, por una pequeña conmoción que se había producido en el extremo de la
multitud. Una mujer vestida con ropas gastadas y sucias, la negra cabellera sujeta en
una gruesa trenza, surgió de entre la gente y se arrojó delante de Quinas. Lo agarró
por las vestiduras y lo obligó a detenerse.
—¡Por favor! —La voz de la mujer era aguda e histérica—. ¡Señor, tened piedad!
No me echéis de nuevo; escuchadme, os lo suplico...
—¡Fuera de mi camino, mujer! —Quinas intentó quitársela de encima, pero ella
se aferró a él, sin importarle que la arrastrase violentamente por el suelo. —¡No!
¡Escuchadme, tenéis que escucharme! Señor, mi... No pudo decir más, ya que el
capataz se volvió y con el dorso de la mano la golpeó en pleno rostro. La mujer se
soltó y cayó de espaldas con un grito de dolor. Uno de los acólitos que seguía a
Quinas la pateó con rabia en los riñones.
Índigo no se detuvo a pensar con lógica. Su furia precisaba de una salida y corrió
hacia adelante sacando su cuchillo.
—¡Eh, vos! —Le cerró el paso a Quinas, con los ojos encendidos y consciente de
que a la menor provocación le hundiría el cuchillo en el estómago—. ¿Es ésta vuestra
idea de misericordia y justicia, ser abominable?
—Saia Índigo. —El la contempló con calma—. Bien, bien. ¿Detecto acaso un
cambio en vuestros modales desde nuestro primer encuentro?
—¡Desde luego que sí! Me disteis la impresión de ser un hombre civilizado.
¡Ahora veo que no sois mejor que un gusano! —Señaló a la mujer, que yacía todavía
en el suelo y lloraba en silencio—. Ayudadla a ponerse en pie. Creo que tiene algo
que deciros. Una fría sonrisa curvó la boca de Quinas. —Por vuestro propio bien,
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saia, os recomiendo firmemente que dejéis de interferir en los asuntos de los demás.
De hecho, debo insistir en ello. —Extendió una mano para sujetarla del brazo y
apartarla de su camino, y ella alzó el cuchillo hasta hacerlo centellear frente a su
rostro. —¡Tocadme y os sacaré las entrañas! Quinas detuvo su mano, pero su rostro
se volvió amenazador. Parpadeó; una vez más, las lentes carmesí cayeron por un
breve instante sobre sus ojos, y el renovado sobresalto que le produjo aquella
deformidad hizo que Índigo perdiera por un momento la concentración. El cuchillo
vaciló, y tres de los acólitos de Charchad saltaron sobre ella. Lanzó un aullido de
sorpresa, que se transformó en un resoplido cuando un puño fue a hundirse en su
estómago. Otro de los hombres la sujetó por los cabellos, obligándola a volver la
cabeza. La joven perdió el equilibrio y cayó al suelo bajo una lluvia de patadas y
golpes. «¡Índigo!»
Grimya lanzó un aullido y saltó sobre los asaltantes de su amiga, por lo que
recibió una patada que la lanzó rodando, entre gañidos, sobre las losas. Con ojos
llorosos por el dolor. Índigo vio cómo Grimya se preparaba para saltar de nuevo, y
distinguió un cuchillo en la mano de uno de los acólitos... —¡No, Grimya! ¡Quieta!
La loba gimoteó, frustrada, pero su instinto la obligaba a obedecer. Unas manos
pusieron en pie a Índigo con brutalidad. La muchacha se dobló hacia adelante,
luchando por no completar su humillación vomitando ante toda la gente, y vio los
pies de Quinas plantados frente a ella. —Muy prudente, saia; y es mejor para vos que
vuestro perro sea obediente. —Levantó los ojos e hizo un gesto a sus seguidores—.
Soltadla. No creo que esté en condiciones de causarnos más molestias.
Las manos la dejaron libre, pero antes una de ellas le propinó un último y
doloroso pellizco. Índigo se desplomó de rodillas sobre el suelo, demasiado enferma
y mareada para ponerse en pie sin ayuda.
—Es una forastera —dijo Quinas con sarcástico desdén—, y, como tal, su
ignorancia es más digna de lástima que de castigo. Pero descubrirá lo disparatado de
su comportamiento, hermanos y hermanas. Charchad se ocupará de ello.
Es posible que perdiera el conocimiento por un momento; Índigo no estaba
segura. Cuando abrió los ojos de nuevo ya no la rodeaban, y Grimya estaba a su lado,
intentando lamerle el rostro, inquieta.
«¡Índigo! ¡Debiera haberlos detenido, debiera haberles abierto la garganta! ¡Te
he fallado!» —No..., no.
Hizo intención de sacudir la cabeza pero se lo pensó mejor. Una de las patadas
debía de haberla alcanzado justo en la parte inferior del cráneo... Su cuchillo estaba
sobre las losas, delante de ella; lo recogió con mano temblorosa, luego se apartó un
sucio mechón de pelo de los ojos y levantó la vista.
Quinas y sus compañeros habían desaparecido. Varias personas de entre la
multitud la miraban fijamente; cuando sus ojos se encontraron con los de ellas, éstas
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le dieron la espalda y se alejaron para evitarla. Cualquier pensamiento que hubiera
tenido de pedir a alguien que la ayudara a ponerse en pie se esfumó de inmediato. Al
igual que con las anteriores víctimas de Quinas, no harían nada por ayudarla.
La estridente música había cesado. Las llamas de las piras aún empañaban la
escena, pero ya no se escuchaban más gritos ahora: las hogueras habían realizado su
trabajo y el festival de Charchad había concluido. Índigo miró a su alrededor en busca
de la mujer que había intentado defender, pero no se la veía por ninguna parte, y al
cabo de algunos momentos se arriesgó a intentar incorporarse. El suelo parecía
hundirse y balancearse bajo sus pies, pero con un esfuerzo consiguió dar los pocos
pasos que la separaban de la puerta del hostal e introducirse en su interior. La taberna
estaba, afortunadamente, vacía. Subió lenta y penosamente hasta su habitación,
mientras Grimya, llena de preocupación, iba pisándole los talones. Se le iban pasando
las náuseas, pero aún no se encontraba del todo bien. Cuando se tocó con cuidado el
rostro descubrió varios arañazos, y había algunas partes doloridas en sus mejillas y
mandíbula que se convertirían en cardenales por la mañana.
Se sentó con cuidado sobre la cama y se tumbó. Grimya empezó a pasear por la
habitación, moviendo la cola y las orejas espasmódicamente, todavía alterada.
«¡Ojalá los hubiera matado!», dijo la loba. «Te han hecho daño.»
—No, Grimya; no me han lastimado mucho, en realidad. Podrían haber hecho
cosas peores, y eran demasiados para que te enfrentaras a ellos sola. Además, no
importa. Esa pobre gente... ¡Lo que Quinas hizo fue monstruoso!
«Ese hombre llamado Quinas está loco, pude oler su demencia. Índigo, ¿es él el
origen de la maldad que hay aquí? ¿Es él el demonio?»
La joven no había considerado la posibilidad de que la fuerza diabólica que
buscaba pudiera estar encarnada en un único ser humano, pero la sugerencia de
Grimya poseía una desagradable lógica. Llevó la mano a la bolsa que pendía de su
cuello y sacó la piedra-imán para mirarla.
—Está en reposo. —Había un tono de desilusión en su voz—. Pero sigue
indicando el norte.
«Cuando ese Quinas se marchó, lo hizo en dirección sur desde aquí. Estaba
equivocada: no puede ser él»
—Quizá no..., pero forma parte de él, Grimya. —Imágenes no deseadas de las
piras y de sus forcejeantes víctimas aparecieron en la mente de Índigo, que se
concentró desesperadamente en sus manos en un esfuerzo por borrar aquel recuerdo
—. El corazón de Charchad —sea lo que sea— está en el norte. Y Quinas posee una
llave de acceso a él, aunque puede que no sea la única llave. —Se estremeció—. Me
vengaré de ese hombre. No sólo por mí, sino por los que han muerto esta noche.
Grimya iba a contestarle, pero se detuvo de improviso, miró en dirección a la
puerta y lanzó un sordo gruñido.
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«Alguien viene.»
Se escucharon unos pesados pasos en el rellano. Índigo se puso en tensión, pero
inmediatamente dio un respingo cuando, sin el menor preámbulo, la puerta se abrió y
el propietario de la Casa del Cobre y el Hierro penetró en la habitación.
Las mejillas de la joven se encendieron de rabia.
—¡Cómo os atrevéis a entrar aquí sin tan siquiera llamar a la puerta! ¿Qué os
habéis creído?
—Ahorraos vuestra refinada indignación, saia. —El propietario había dejado de
lado su obsequiosidad, y pronunció el calificativo de cortesía con una marcada ironía
—. No me gusta malgastar palabras. Ya no sois bien recibida bajo mi techo, y os
agradecería que os marchaseis tan pronto como sea de día.
—¿Qué? . .
—Me habéis oído perfectamente. Esta es una ciudad pacífica, y no nos gusta que
vengan forasteros a causar problemas.
—¿Problemas? —repitió Índigo, incrédula—. ¿Habéis presenciado un asesinato
en esa plaza de ahí fuera y ahora tenéis la osadía de acusarme a mí de causar
problemas? —Se puso en pie, todo su cuerpo temblando de rabia y frustración—.
¿Qué es lo que sucede aquí? ¿Tanto miedo le tenéis a ese desecho humano, que se
llama a sí mismo capataz de mina, que...?
—¡No toleraré que se mancille el nombre de nuestro buen hermano Quinas! —El
propietario levantó la voz para ahogar sus palabras, y la joven vio gotas de sudor en
su frente—. No sois bienvenida aquí, ¿comprendéis? ¡Tomad vuestros sucios modales
extranjeros y a vuestro sucio animal extranjero y salid de mi casa al amanecer! —Su
voz se apagó; aspiró profundamente varias veces, con el pecho jadeante. Se negaba,
observó Índigo con tristeza, a mirarla directamente a los ojos—. Marchaos, mujer. ¡O
tendréis más motivos para arrepentiros de los que se os han dado esta noche!
Índigo, furiosa, estuvo a punto de replicarle, pero se contuvo. De nada servía
discutir con aquel hombre; no obtendría nada con ello. Tanto si le movía el miedo o
una genuina lealtad a Charchad, el resultado era el mismo; la suya era sólo una voz
entre muchas. Ella no podía enfrentarse a toda una ciudad.
Se volvió de espaldas y le respondió con frío desdén:
—Muy bien. —Su bolsa de dinero tintineó, y arrojó dos monedas de oro al suelo
—. Eso, creo, cubrirá mi deuda por vuestra hospitalidad.
—No quiero vuestro dinero.
—Entonces podéis dejar que se pudra ahí, ya que no quiero tener que agradecerle
nada a un completo cobarde.
Se produjo un penetrante silencio. Luego el propietario dijo:
—Vuestro poni estará ensillado y dispuesto al amanecer —y el desigual suelo
tembló cuando cerró la puerta de golpe al salir.
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media mañana. Índigo y Grimya estaban ya lo bastante lejos de Vesinum como
A para que el hedor físico, si no el psíquico, del festival de Charchad hubiera
desaparecido de su olfato. Se habían puesto en marcha bajo un pálido amanecer que
aún no había desterrado por completo del cielo el resplandor nocturno, y habían
salido de la ciudad por la carretera que iba hacia el norte.
Pocos ojos las habían visto marchar. Índigo se dio cuenta de que el propietario de
la posada la contemplaba desde una de las ventanas superiores de la Casa del Cobre y
el Hierro mientras montaba en el poni, pero no había nadie por las calles, y el ruido
de los cascos de la montura al echar a andar había sido el único sonido que rompiera
el silencio de la mañana. También la plaza estaba desierta; la muchacha había vuelto
el rostro para no ver el horroroso y carbonizado legado del festival y había seguido su
camino sin volver la cabeza. Ahora, mientras el sol ascendía por el firmamento y el
calor aumentaba hasta alcanzar la intensidad de un horno, apresuraba al poni tanto
como le permitía el sentido común, ansiosa por interponer la mayor distancia posible
entre ella y los desagradables recuerdos que evocaba la ciudad.
Ella y Grimya habían hablado poco sobre su experiencia. Las palabras parecían
inadecuadas; aunque Índigo no sabía nada de las víctimas que habían muerto en las
piras de Charchad, lloraba, no obstante, su pérdida. Y su rabia, que parecía a punto de
estallar, seguía sin mostrar la menor señal de calmarse. Su mente estaba más tranquila
ahora, pero se conocía lo suficientemente bien como para saber que se necesitaría
muy poco para provocar en ella un ataque de furia contra Charchad y todo lo que
representaba.
Era consciente, sin embargo, de que de momento no tenía aún una idea clara de lo
que significaba Charchad. Todo lo que sabía era lo poco que había visto en Vesinum;
y, aunque lo acaecido la había alterado y enfermado, no había revelado nada sobre los
orígenes del culto, ni sobre su objetivo final. Pero cualquiera que fuese la naturaleza
de Charchad, había visto mas que suficiente para convencerla, sin el menor lugar a
dudas, de que el culto tenía un vínculo directo e inextricable con el demonio que
buscaba.
Un enorme carromato cargado de leña y tirado por dos esforzados bueyes vino
hacia ella rodando con gran estrépito, y echó a su poni a un lado de la polvorienta
carretera para cederle el paso al convoy. El conductor le dio las gracias con voz ronca
y uno de los dos jinetes de la escolta la saludó y le dirigió una sonrisa. Mientras
aguardaba a que la nube de polvo levantada a su paso se disipase. Índigo dedicó
algunos instantes a examinar el camino que tenía delante.
Estaba todavía en la principal ruta comercial que corría paralela al río, pero por
sus mapas sabía que tres o cuatro kilómetros más adelante, la carretera se encontraba
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con la barrera de las montañas volcánicas y que allí giraba bruscamente hacia el este.
Las cumbres color marrón rojizo dominaban el horizonte ahora, marchitas y
quemadas por el sol e indefiniblemente amenazadoras; y el cielo, más allá de las
primeras elevaciones, aparecía teñido con la sulfurosa contaminación amarillenta de
las excavaciones y de las operaciones de fundido que tenían lugar en el centro de la
cordillera. Grimya se había quejado ya de los olores malsanos que asaltaban su
olfato; incluso Índigo, cuyos sentidos eran menos agudos por su condición de ser
humano, había percibido aquella atmósfera corrupta.
Sacó la piedra-imán y volvió a mirarla. El diminuto punto de luz dorada que había
en su interior seguía indicando sin la menor vacilación hacia el norte. La muchacha
agarró las riendas para seguir su camino. Grimya, que se había dejado caer sobre una
diminuta parcela de hierba seca y marchita, se incorporó de mala gana, con la lengua
colgando, y dijo vacilante:
«Me gustaría descansar pronto...»
—No falta mucho para las montañas. —Índigo bajó los ojos hacia su amiga y
sonrió—. Encontraremos una sombra enseguida.
Durante el siguiente kilómetro, la circulación en la carretera aumentó hasta
convertirse en una corriente continua que pasaba junto a ellas proveniente del norte.
Caravanas de comerciantes, carretas de suministros, pequeños grupos de jinetes,
incluso algunos caminantes cubiertos de polvo. Nadie dedicó más que una mirada
indiferente a Índigo y Grimya, y por fin llegaron a las primeras estribaciones y al
cruce donde la carretera giraba para atravesar el río y transportar su tráfico hacia el
este. Un feo y enorme puente de hierro atravesaba la corriente, flanqueado por unos
toscos cobertizos, y en ambas orillas un cierto número de caldereros oportunistas y de
pequeños comerciantes habían instalado puestos y proclamaban a grandes voces sus
mercancías a los viajeros.
Índigo detuvo su montura y contempló la escena. Se dirigía hacia el norte, no al
este; sin embargo, parecía que no podía hacer otra cosa que no fuera seguir la
carretera, ya que el único camino hacia el norte era un ancho sendero lleno de baches,
que seguía el río hasta donde éste se desvanecía entre las montañas. Y el sendero
estaba cortado al paso por altas y bien guardadas verjas.
Se dirigió a Grimya en voz baja:
—Esa debe de ser la entrada a las minas. Sin la documentación adecuada, esos
guardas no nos dejarán pasar. Tengo la impresión de que no les gustan los visitantes
ocasionales.
El hocico de Grimya se arrugó y ésta olfateó la cargada atmósfera.
«No puedo creer que nadie quiera ir ahí si no es por un buen motivo.»
—Ni yo. Pero no podemos discutir lo que nos dice la piedra-imán.
Escudriñó la ladera que tenía ante ella, pero no vio nada que la animara. Las
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montañas parecían infranqueables; a cada lado del sendero de las minas la roca
volcánica se alzaba en pliegues casi verticales allí donde, mucho tiempo atrás, había
aparecido una falla en el terreno. Nadie en su sano juicio se atrevería a escalar tal
pared, y mucho menos esperaría conseguirlo. Y no obstante, si continuaba por la ruta
comercial sería improbable encontrar un camino hacia el interior de la cordillera más
adelante, ya que pasado el río la carretera torcía y se alejaba cada vez más de las
montañas, separada de ellas por una llanura de lava llena de hoyos que ningún caballo
podía atravesar.
Dos jinetes muy bien vestidos pasaron ruidosamente por su lado, obligando a sus
caballos a ir más deprisa de lo que cualquier hombre, con un ápice de bondad,
hubiera pretendido con aquel calor, y abandonaron la carretera para ir en dirección a
las puertas de la mina. Un guarda les salió al paso, e Índigo vio que uno de los jinetes
agitaba una pequeña ficha metálica bajo las narices del hombre antes de que se
abrieran las rejas y la pareja espoleara sus caballos para franquearlas. La muchacha se
pasó la lengua por los labios, que estaban resecos y doloridos a causa del sol, y
comprendió que no podía quedarse allí indecisa mucho más tiempo. Sólo era
mediodía; necesitaban algún tipo de cobijo y una oportunidad para descansar hasta
que el día refrescara. Apartó la mirada del sendero de la mina, y examinó el terreno
otra vez. Entonces vio algo que, deslumbrada por el sol, no había advertido antes:
otro sendero, tan viejo y abandonado que apenas si era visible, que se separaba de la
carretera principal y se alejaba serpenteando en dirección oeste. A primera vista
parecía terminar allí donde se encontraba con la pared volcánica; pero, mirándolo con
más atención, a Índigo le pareció descubrir una fisura en los macizos pliegues de la
roca, en el interior de la cual se perdía el sendero.
¿Un antiguo camino de los mineros, que había caído en desuso? Era posible: y era
su única oportunidad.
Bajó la mirada hacia Grimya y le proyectó un pensamiento.
«Grimya, ¿ves ese sendero que va hacia el oeste?»
La loba miró hacia donde le indicaba.
«Lo veo.» Percibió la ansiedad de Índigo y prosiguió: «¿Crees que puede
llevarnos adonde queremos ir?»
«No lo sé. Pero tengo un presentimiento, una intuición...»
Inconscientemente jugueteó con la piedra-imán. Grimya abrió sus fauces en una
sonrisa lobuna y lamió el aire.
«¡Por lo menos puede ofrecernos algo de sombra!»
La joven se echó a reír.
—¡Grimya, eres muy perseverante! —dijo en voz alta—. Vamos, pues.
¡Investiguemos antes de que nos asemos bajo este sol!
Se preguntó, con cierta inquietud, si los guardas de la mina no les darían el alto o
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les impedirían seguir adelante antes de que pudieran llegar al sendero, pero al parecer
el interés de los centinelas se extendía tan sólo a cualquiera que pusiera los pies en la
carretera de la mina. Y el calor también les afectaba; de los cuatro hombres que había
de guardia, sólo uno se atrevía a estar a pleno sol, mientras que sus compañeros se
refugiaban en una desvencijada cabaña situada junto a una de las verjas. Cuando
Índigo y Grimya pasaron junto a la entrada no les dirigió ni una mirada.
Se internaron en el sendero abandonado y, a medida que la pared de la montaña se
alzaba junto a ellas. Índigo tuvo la impresión de que se había introducido en un
horno. El sol golpeaba contra la superficie rocosa y se reflejaba en sofocantes
oleadas, calcinando cualquier rastro de humedad en el aire y convirtiendo el mero
acto de respirar en un tormento. El poni tenía la cabeza gacha y se negaba a avanzar
si no era arrastrando las patas pesadamente; Grimya jadeaba junto a sus cascos,
intentando mantenerse bajo su sombra, e Índigo rezaba en silencio pidiendo no
haberse equivocado con respecto al sendero. No soportaría aquello más que unos
minutos.
De repente la loba se detuvo y lanzó un aullido. Índigo se volvió y la vio mirar
atrás, las orejas bien erguidas.
—¿Grimya? ¿Qué pasa?
«Algo detrás de nosotros, un alboroto.»
¿Habían sido alertados los guardas y venían tras ellas? Índigo se llevó la mano al
cuchillo e hizo una mueca de dolor cuando tocó el metal de la empuñadura, que
estaba tan caliente como para producir una quemadura. Pero Grimya desandaba ya el
camino corriendo y, al cabo de unos momentos, le gritó en voz alta:
—¡Ín... digo! ¡Le están ha... haciendo daño!
Ella arrugó la frente, sin entender. Entonces el animal volvió a llamarla, más
apremiante, y, comprendiendo que algo sucedía. Índigo desmontó y fue corriendo tras
él.
Desde la posición en la que se encontraba Grimya, la entrada de la mina era
apenas visible. Junto a las rejas tenía lugar una disputa. Una mujer, que gritaba y
suplicaba, luchaba por desasirse de las manos de dos guardas, mientras que un tercero
la golpeaba furiosamente con una barra metálica. Escandalizada. Índigo la reconoció
como la misma mujer que había pretendido defender la noche anterior; la que había
intentado pedir algo a Quinas.
La agredida se liberó con un tirón que casi le dislocó el hombro; pero fue sólo un
instante, ya que uno de los centinelas la agarró de la ropa —Índigo oyó cómo la
gastada tela se rasgaba— y su compañero la golpeó con la pesada barra en el hombro,
con terrible fuerza. La mujer vaciló, dio un traspié, y cayó; los guardas la tomaron
por debajo de los brazos y la arrastraron lejos de las puertas, antes de arrojarla sobre
el polvo a un lado del camino.
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Índigo se quedó mirando a los tres hombres sonrientes que regresaban a sus
puestos pavoneándose. Sintió que la boca se le llenaba de bilis, pero se obligó a
contener el furioso instinto que la impelía a salir corriendo tras ellos y exigir
explicaciones en nombre de la mujer. Había cometido ese error antes, y las
condiciones no eran mucho mejores ahora.
La mujer, entretanto, había intentado ponerse en pie, aunque no lo consiguió, y se
arrastraba despacio y penosamente hacia la pared rocosa donde empezaba el sendero
abandonado. Llegó al muro, se dejó caer contrapeste, se dobló hacia adelante y
empezó a toser secamente. Índigo maldijo en voz baja e, indicándole a Grimya que
no se acercara, corrió hacia la mujer. Cuando se inclinó para ayudarla, ésta se
sobresaltó e intentó protegerse el rostro con un brazo, mientras gritaba cosas
incoherentes.
—Todo va bien. —La joven la sujetó por los hombros e intentó calmarla—. No os
haré daño, soy una amiga. Venid, ¿podéis poneros en pie si os ayudo?
Unos ojos muy abiertos y aterrorizados en un rostro enrojecido le devolvieron la
mirada, y el labio de la mujer tembló.
—Es... estoy bien... —Intentó apartar las manos de Índigo, pero fue una tentativa
débil—. No deberíais tocarme; estoy...
—Chisst. —Índigo le habló con suavidad pero con firmeza—: Lo que necesitáis
es resguardaros del sol. Venid conmigo. —Volvió la cabeza sobre el hombro y gritó
—: ¡Grimya, trae el poni! No creo que pueda dar más que unos pocos pasos.
La loba se alejó a toda prisa y regresó al poco rato con las riendas del poni entre
sus dientes y el animal marchando de mala gana a sus espaldas. La visión provocó
una ligera y aturdida sonrisa en la mujer, que no protestó cuando Índigo la ayudó a
subir a la silla.
Grimya le dijo a la muchacha:
«Yo me adelantaré y veré si el sendero conduce hasta alguna sombra.» Se detuvo
y añadió: «Está muy enferma, me parece».
«Se recobrará cuando encuentre refugio, y agua y comida.»
«No estoy tan segura. Hay algo más... Bueno, no importa.»
La loba sacudió la cabeza y, antes de que Índigo pudiera interrogarla, se dio la
vuelta y echó a correr por el sendero.
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que el camino parecía seguir una enorme falla del terreno que rodeaba las laderas
exteriores de las montañas; no había encontrado ninguna forma de penetrar más en el
interior de la cordillera, pero el sendero tampoco mostraba la menor señal de
desaparecer. El cañón era también lo bastante ancho como para permitirles descansar
con relativa comodidad, e Índigo extendió una manta sobre el pedregoso suelo antes
de bajar a la mujer de los lomos del poni. El agua era lo más importante allí, y se
ocupó de que tanto Grimya como el poni bebieran lo suficiente de su provisión del
líquido elemento antes de llevar la botella a los labios de la mujer. Ésta bebió, pero
parecía experimentar alguna dificultad en tragar; mientras la contemplaba en sus
esfuerzos por beber. Índigo se dio cuenta, con gran sorpresa por su parte, de que era
mucho más joven de lo que en un principio había pensado. De hecho, parecía que
acabara de dejar la adolescencia, aunque las penalidades la habían envejecido
prematuramente. Además, en algunas zonas su piel estaba llena de manchas de un
rojo desagradable, y había llagas en su cuello y la parte interior de los brazos;
recordando la enigmática observación de Grimya. Índigo se preguntó si a los
problemas de la muchacha no se le añadiría también el de la fiebre. Pero cuando por
fin terminó de beber y levantó la vista, no había la menor señal de delirio en sus ojos.
Posó una mano en el brazo de Índigo y musitó:
—Gra... gracias, saia.
Índigo sonrió con cierto pesar.
—Espero haberos compensado por mi incapacidad para ayudaros anoche.
La joven pareció perpleja por un momento, pero luego su rostro se animó.
—Claro..., estabais en la plaza: intentasteis conseguir que dejasen de hacerme
daño.
—Y fracasé, me temo.
—No. Fuisteis tan amable, tan buena, y ahora... —La mujer tosió y expulsó un
poco de saliva—. Os debo tanto, saia, y no puedo recompensaros... —Enredó las
manos, que eran delgadas y callosas, en un mechón de sus cabellos, y empezó a llorar
con angustiados y profundos sollozos. Había una terrible desesperación en aquel
sonido, e Índigo se sintió muy conmovida; se pasó la mano rápidamente por sus
propios ojos y dijo:
—No necesito ninguna recompensa. Por favor, no lloréis. Decidme vuestro
nombre, y por qué os maltrataban los guardas de la mina.
Al principio no le pudo contestar. Se limitó a sacudir la cabeza y a seguir
llorando. Pero Índigo insistió y, por fin, se calmó un poco. Su nombre, dijo, era
Chrysiva, y era la esposa de un minero. Al poco rato la dominó un nuevo ataque de
llanto y, entre sus jadeantes esfuerzos por continuar, se distinguió una palabra.
Charchad.
Un frío gusanillo se agitó en el interior de Índigo, y sujetó a Chrysiva por los
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hombros.
—¿Qué tiene que ver Charchad con vuestros problemas? —preguntó apremiante
—. ¿Qué os han hecho?
Chrysiva aspiró con fuerza, estremeciéndose, y levantó la mirada: sus ojos
estaban enrojecidos y velados por las lágrimas.
—Ellos se lo llevaron...
—¿A vuestro esposo?
Asintió con la cabeza, y se mordió con fuerza el labio inferior hasta que apareció
en él una gota de sangre.
—Ellos..., ellos dijeron que había insultado a un capataz. Era una mentira, era
inocente..., pero no querían escuchar; ¡ni siquiera le dejaron hablar! Dijeron que
debía ser castigado, y... ¡y lo enviaron a Charchad!
—¿Lo enviaron a Charchad? Chrysiva, ¿qué significa eso?
Ella no prestó atención a la pregunta.
—Les he suplicado, les he rogado; ¡lo he intentado todo, pero no quieren dejarlo
en libertad!
—Chrysiva...
—Dos meses hace que se lo llevaron..., ¡dos meses y siguen sin tener piedad! ¡No
sobrevivirá, sé que no podrá!
—Chrysiva, por favor, préstame atención...
«No sirve de nada», dijo Grimya con tristeza. «Está demasiado alterada para
contestar a tus preguntas. En lo único que puede pensar es en su pena.»
Con un suspiro. Índigo se apartó y se sentó sobre sus talones. Grimya tenía razón;
no sabrían nada más de Chrysiva hasta que ésta no se hubiera sacado de encima la
parte más terrible de su dolor y se sintiera más calmada. Y ella misma sentía la
necesidad de descansar; aunque estaban fuera del alcance del sol, el cañón era
terriblemente caluroso, y valdría más que durmieran unas cuantas horas hasta que
refrescara el día.
Chrysiva se había acurrucado sobre la manta, el rostro hundido en el ángulo del
brazo. El poni dormitaba ya; Índigo lo desensilló y luego se acomodó lo mejor que
pudo en el suelo; y, con Grimya a su lado, se dispuso a dormir.
Durmió, pero las pesadillas vinieron a perseguirla, entremezcladas con una vaga y
febril conciencia del calor y de la dura incomodidad de la roca sobre la que estaba
tumbada. En sus sueños volvió a ver a Fenran, pero su rostro estaba desfigurado por
cicatrices horribles y la piel abrasada por una enfermedad que bullía en su interior y
que no había forma de contener. Índigo se dio cuenta de que sin una atención rápida y
eficaz su prometido moriría, y en su pesadilla llamó a Imyssa, la prudente y anciana
bruja que la había cuidado en su infancia. Pero su grito se limitó a resonar inútilmente
por las habitaciones vacías de Carn Caille, pues Imyssa no contestó. Y cuando ella se
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volvió e intentó tomar los recipientes de las pociones y compuestos simples que se
hallaban colocados en una estantería junto a ella, éstos se convirtieron en un
hediondo polvo negro que se desvaneció entre sus manos. Y Fenran la llamaba desde
el lecho de retorcidos espinos en que yacía tendido, y se desvanecía, y ella no podía
ayudarlo, y él se moría...
Se despertó dando un grito que resonó por el cañón e hizo que Grimya se pusiera
en pie de un salto, los pelos de punta, alarmada. Entonces llegó a la familiar
conclusión de que no había sido más que un sueño. Sintió la pegajosa sensación del
sudor secándose sobre su cuerpo y luego, por fin, el reconfortante contacto de la piel
de la loba que intentaba consolarla.
«¿Otra pesadilla?», preguntó Grimya, comprensiva.
La muchacha asintió y luego miró por encima del hombro a Chrysiva. La joven
parecía seguir durmiendo; su rostro estaba vuelto hacia el otro lado. Índigo suspiró.
—Volví a soñar con Fenran, Grimya. Pero esta vez se estaba muriendo a causa de
unas fiebres.
La loba lanzó un ahogado gañido.
«Fue la historia que te contó esta mujer la que te metió en la cabeza estas cosas.
También ella ha perdido a su compañero y suspira por él. » Vaciló. «Nunca he tenido
un compañero. Pero tengo una amiga y creo que lo comprendo. »
Existían paralelismos entre la tragedia de Chrysiva y la suya propia, pensó Índigo
con amargura, y ello intensificaba aún más el sentimiento de compañerismo que
despertaba en ella la muchacha. Se miro las manos, que tenía entrelazadas con fuerza,
y dijo:
—Sólo espero que ella tenga más posibilidades de encontrar a su amor de las que
yo tengo de encontrar al mío.
«No deberías decir tales cosas», la reprendió Grimya con ansiedad. «Mientras
hay vida hay esperanza. »
—¿Esperanza? —El rostro de Índigo adoptó, de repente, una expresión
extraviada; luego se endureció hasta convertirse en una máscara—. Sí; hay esperanza.
—Se volvió bruscamente y se incorporó, quitándose el polvo con innecesaria energía
—. Hace más fresco ahora. La peor parte del día ya ha pasado: deberíamos seguir.
Grimya no hizo ningún otro comentario, pero mientras su amiga iba hacia el poni
para ensillarlo —rehusando mirar a la loba a los ojos—, el animal se acercó en
silencio al lugar donde yacía Chrysiva y le dio unos suaves golpecitos con el hocico
para despertarla.
—Ín... digo...
Su voz mostraba una velada alarma. Índigo se frotó los ojos rápidamente y volvió
la cabeza.
—¿Qué sucede?
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—No... se des... despierta. Creo que esssstá... mal.
Índigo se reunió con ella inmediatamente y le dio la vuelta a Chrysiva. Había
saliva seca en los labios de la muchacha; ésta gimió y farfulló algo ininteligible, pero
no podía, o no quería, abrir los ojos. Su piel estaba más caliente de lo que era normal,
incluso en aquel clima.
—Tiene fiebre. —Índigo se maldijo en silencio por sus pocos conocimientos
médicos; tenía una pequeña colección de hierbas en sus alforjas, pero su experiencia
se reducía a poco más que saber cómo restañar una hemorragia, entablillar un hueso o
aliviar el dolor. Darle a la muchacha la poción equivocada, o incluso la dosis
equivocada de la poción adecuada, podía hacerle más mal que bien.
Si hubiera escuchado con más atención las enseñanzas de Imyssa... La idea
resultaba amargamente irónica y la rechazó furiosa, enderezándose y contemplando
con atención las cimas volcánicas que se alzaban hacia el cielo delante de ellas.
—Precisa cuidados mejores de los que yo puedo darle —dijo con voz áspera—.
Tenemos dos posibilidades, Grimya. O bien la llevamos de regreso a la ciudad, o bien
seguimos adelante como teníamos planeado, con la esperanza de que la fiebre se
extinga por sí sola.
—No podemos... regre... sar.
—Lo sé. Pero si no...
—Puede que muera. —Grimya se acercó más a Chrysiva y le olfateó el rostro—.
Pero hay al... algo... —Alzó la cabeza perpleja—. Este mal no es... normal.
—¿Qué quieres decir?
—Es... ah, no tengo las palabr... palabrras... —La loba hizo una mueca de
frustración, luego abandonó sus jadeantes esfuerzos por hablar en voz alta. Sus
pensamientos penetraron en la mente de Índigo.
«Lo que la aflige es algo que ningún médico de seres humanos puede curar. »
Índigo se puso en cuclillas y estudió a Chrysiva con más cuidado. Las manchas,
las llagas..., recordó las desfiguraciones de tantos de los seguidores de Charchad, y
los mineros de la plaza con sus espantosos males. Y, de repente, sintió frío.
—Debemos seguir adelante —dijo—. Tienes razón; no hay otra elección.
—¿Y la muj... mujer?
Índigo no temía ni a las fiebres ni a la enfermedad. Aquello también formaba
parte de la maldición que pesaba sobre ella.
—Esperaremos y rezaremos por ella —repuso con pausada amargura—. No
podemos hacer más que eso.
El sol empezaba a descender y no habían encontrado aún un sendero que las
adentrara más en las montañas. La esperanza que Índigo había abrigado se había ido
enfriando hasta convertirse en desanimado pesimismo. El camino que atravesaba la
falla rocosa seguía alzándose de forma perceptible, pero aparte de esto no mostraba la
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menor señal de variación. Cuando las últimas luces del día se apagaron, se detuvieron
junto al sendero y montaron un improvisado campamento.
Índigo se sentó en el suelo, se sujetó las rodillas con las manos y clavó los ojos en
la oscuridad que tenían ante ellas, no queriendo compartir ni siquiera con Grimya sus
lúgubres pensamientos. A sus espaldas, Chrysiva estaba apoyada contra la pared
rocosa: durante la última hora se había recuperado un poco y ahora estaba consciente,
aunque demasiado débil y desorientada para resultar coherente.
Un débil gañido proveniente de Grimya la sobresaltó y la hizo mirar por encima
del hombro. La loba estaba tendida cuan larga era a unos pocos pasos de ella y, en la
penumbra. Índigo pudo apenas distinguir el temblor de su roja lengua cuando estiró
hacia atrás la cabeza, mientras una de las patas se crispaba. Grimya estaba casi
completamente dormida, el sonido no era más que una expresión de sus lobunos
sueños, y la muchacha sonrió levemente. También ella debería intentar descansar,
pero tenía tantas posibilidades de dormirse como de que le crecieran alas y saliera
volando. Era una noche calurosa, el cañón estaba anormalmente silencioso, y no
podía aplacar la intranquilidad que reinaba en su interior, la frustrada necesidad de
hacer algo más positivo que esperar tranquilamente el amanecer.
Levantó los ojos hacia la estrecha franja de cielo visible por encima del cañón. La
luz de la luna quedaba eclipsada por el resplandor frío y sobrenatural que, desde
aquel lugar privilegiado, dominaba la atmósfera superior y proyectaba peculiares
sombras carentes de dimensiones sobre los picos. Desde aquel lugar esperaba sentir
alguna vibración procedente de las masivas operaciones de extracción que se
efectuaban día y noche y que no podían estar a más de tres o cuatro kilómetros de
allí; pero no había nada. Sólo la quietud y el silencio.
Llevó una mano a la piedra-imán, pero no la sacó para examinarla. Hacerlo
parecía inútil; sabía muy bien lo que le diría.
«Pero ¿cómo?» se preguntó mentalmente. O quizá fue a la piedra a quien se lo
preguntó. «¿Cómo vamos a penetrar en las montañas, si no hay un camino, ni un
sendero, sólo este interminable cañón?»
Algo parpadeó por un brevísimo instante en la periferia de su campo de visión;
una luciérnaga, quizás, atravesando el aire a toda velocidad y lanzando su rojo y
dorado destello. Índigo se frotó los ojos, que le escocían por el calor y el polvo; luego
sacudió la cabeza para despejarse, mientras la imagen de la luciérnaga danzaba sobre
sus retinas. Extendió los brazos, flexionó los dedos para desentumecerlos..., se
detuvo, y clavó los ojos en el sendero que discurría ante ella.
Había más chispas diminutas flotando en el cañón, pero no eran luciérnagas. La
forma en que estaban dispuestas resultaba demasiado artificial, demasiado regular. Al
mirarlas con más atención observó que formaban un reluciente y desigual dibujo, casi
una tosca representación de un perfil humano...
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Despacio, con mucho cuidado. Índigo empezó a ponerse en pie. Otra rápida
mirada a sus espaldas le mostró a Grimya —ahora profundamente dormida, al parecer
— y a Chrysiva, que tenía la cabeza vuelta hacia el otro lado y los hombros hundidos
con aire indiferente. Índigo pasó los dedos por su cuchillo y, siguiendo un impulso, se
deslizó en silencio hasta donde estaban sus alforjas y desató la ballesta de las correas
que la sujetaban. Colocó una saeta en el arco, otras tres más en su cinturón, y luego
volvió a mirar al otro extremo del cañón.
La danzarina imagen resultaba menos clara ahora, pero todavía era visible.
Grimya hizo un brusco movimiento con la cola y lanzó un curioso y gutural sonido,
pero no se despertó. Chrysiva no prestó la menor atención cuando Índigo regresó en
silencio al sendero y empezó a avanzar hacia las extrañas luces. Sus ojos estaban tan
amoldados a la oscuridad como les era posible. La joven juzgó que los destellos
estaban a unos quince o veinte metros de distancia, sin acercarse ni retroceder. Se
aproximó y, por un momento, la casi humana silueta pareció brillar con más fuerza,
como si estuviera a punto de adquirir una forma tridimensional. Luego de repente,
cuando se preparaba para salir corriendo hacia ella, se desvaneció.
Sorprendida. Índigo no pudo detener el movimiento reflejo que ya había
empezado a impulsarla hacia adelante, y lanzó un juramento entre dientes cuando uno
de sus pies se estrelló contra una roca que sobresalía del suelo. Las fantasmagóricas
luciérnagas centellearon ante sus ojos, confundiéndola; extendió una mano en
dirección a la rocosa pared para recuperar el equilibrio... y se precipitó por una
abertura. Allí permaneció tendida en el suelo.
Índigo se sentó, escupiendo polvo y sujetándose una mano dolorida. Durante unos
instantes fue incapaz de asimilar lo que había sucedido; pero no tardó en comprender,
y sintió una punzada de excitación.
Había una abertura en la pared de roca. Apenas si era lo suficientemente ancha
como para que pudiera pasar un hombre fornido, pero, aunque pareciera imposible,
había ido a dar con ella. La joven se puso en pie, con el corazón latiendo con fuerza,
y se dio la vuelta, extendiendo las manos delante de ella. Estaba segura de que se
llevaría una desilusión y encontraría una sólida barrera: que la grieta no tendría más
de un metro o metro y medio de profundidad; pero la desilusión no llegó. Y cuando,
con gran cautela, empezó a avanzar tanteando con las manos, siguió sin encontrar
ninguna barrera. El suelo bajo sus pies empezó a elevarse de forma pronunciada.
Un barranco que penetraba en las montañas. Y a no más de treinta pasos del lugar
en el que habían abandonado la búsqueda. La excitación le provocó una sensación de
ahogo, y se obligó a respirar profundamente varias veces para calmarse. Si —si, se
recalcó— el barranco conducía a algún sitio, resultaría un sendero penoso para el
poni, especialmente con la carga añadida de Chrysiva. La brecha entre las paredes
apenas era lo bastante grande para que pasara el animal; si se estrechaba algo más
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resultaría infranqueable. Cuando se hiciera de día lo mejor que podían hacer Grimya
y ella era explorar un poco antes de someterlos a todos a una caminata que podía
resultar infructuosa.
Cuando se hiciera de día... Índigo volvió la cabeza en dirección al sendero, luego
hacia el barranco de nuevo. La corroía la impaciencia; no le hacía ninguna gracia la
perspectiva de pasar la noche tumbada sin poder dormir e inquieta, contando los
minutos que faltaban para el amanecer. No podría dormir, no con aquel
descubrimiento tan cerca y tan frustrantemente fuera de su alcance. Y no quería
esperar hasta la mañana.
¿No podría, al menos, penetrar un poco más para realizar una pequeña
exploración? La marcha resultaría lenta y difícil, pero el fantasmagórico resplandor
del cielo aliviaba un poco la oscuridad, y si tema cuidado no le pasaría nada. Grimya
lo desaprobaría, pero con un poco de suerte seguiría durmiendo hasta su regreso y no
se enteraría. Sólo se adentraría un poco, pensó. Para asegurarse.
Volvió la cabeza una vez más, pero sus compañeras no eran visibles, y su
impaciencia la impelía a seguir adelante. Se colgó la ballesta al hombro y con una
mano en permanente contacto con la pared que la flanqueaba para poder guiarse.
Índigo inició el recorrido por el ascendente barranco.
Había decidido no avanzar más de cincuenta pasos y luego dar media vuelta.
Pero, después de aquella cifra, el barranco seguía ascendiendo vertiginosamente, y se
había ensanchado un poco, haciendo la marcha más fácil de lo que había temido. De
modo que los cincuenta se convirtieron en cien, y luego vinieron otros veinte, y otros
veinte más, hasta que se dijo que si seguía un poco más era posible que fuera a salir
por encima de las laderas volcánicas más bajas, donde la luz del cielo sería suficiente
para mostrarle el camino con más claridad.
Se detuvo en un lugar donde el barranco torcía para volver a colocar en su sitio la
ballesta que había estado resbalando de su hombro y amenazaba con hacerle perder el
equilibrio. Sudaba, y el aire nocturno tenía un ligero sabor metálico; por el tacto a
piedra pómez de la roca bajo sus dedos supuso que el sendero serpenteaba a través
del curso petrificado de un antiguo torrente de lava. Índigo sabía poco de geología,
pero parecía lógico conjeturar que la corriente había tenido su origen en el centro de
las montañas, y, por lo tanto, podía ser su única posibilidad de encontrar un acceso al
interior de la cordillera.
Sólo unos pasos más y daría la vuelta. El camino de regreso resultaría más
sencillo; podía llegar al campamento en cuestión de minutos. Y entonces tendría algo
que contarle a Grimya cuando despertase...
Índigo lanzó un gran grito de sorpresa cuando, saliendo de ningún sitio y sin
previo aviso, una abrasadora luz roja estalló de repente en el barranco. Una oleada de
intensísimo calor surgió del suelo y la dejó sin aliento. La zanja de la torrentera dio
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una sacudida y ella giró sobre sí misma perdiendo el equilibrio; tropezó contra la
pared para luego caer de rodillas en el suelo. Empezó a levantarse, pero se quedó
paralizada cuando, con ojos medio cegados por el resplandor, sus aturdidos sentidos
registraron la imagen de algo enorme, que se elevaba hirviente, ardiendo al rojo vivo,
y que bajaba rodando desde las circundantes montañas hacia ella. Lava, lava
derretida, ardiente y siseante, coronada de rugientes llamas, que la noche vomitaba en
forma de río monstruoso y lento.
Todo pensamiento coherente se transformó en caos total, y un sudor frío invadió
el cuerpo de Índigo. Era imposible: los volcanes estaban extinguidos desde hacía
siglos; sus caudales de lava estaban fosilizados, petrificados. ¡Aquello no podía estar
sucediendo!
El crepitante rugido del fuego resonó en sus oídos, con el contrapunto de una
poderosa y atronadora vibración, y el calor del río de material fundido que se
acercaba azotó su piel con la fuerza de un terrible oleaje. Imposible o no, la corriente
de lava era real: ¡y se abría paso por el barranco, justo en la dirección en la que ella
estaba!
Se volvió, resbalando sobre el esquisto y los pedazos sueltos de piedra pómez, al
tiempo que luchaba por controlar el pánico que amenazaba con apoderarse de ella.
No debía perder la cabeza, de lo contrario...
El terror la golpeó como un puñetazo en el estómago cuando vio el llameante
afluente color naranja que se había separado de la corriente principal y describía una
curva detrás de ella para abrirse paso por entre los peñascos a sus espaldas. Las rocas
que había en el barranco empezaban ya a derretirse: perdían forma y solidez, y
brillaban con un resplandor rojizo, luego escarlata, y por fin dorado. Su retirada
quedaría cortada en cuestión de segundos.
Índigo echó a correr. La parte cuerda de su mente le gritó que era inútil, que no
conseguiría llegar a lugar seguro antes de que la lava se cruzara en su camino; pero la
desesperación la hizo arrojar aquel pensamiento a un lado mientras se precipitaba por
la ladera. Bajo sus pies el suelo resultaba abrasador, el calor atravesaba incluso las
suelas de sus zapatos; corrió más aprisa y su falda, que se había subido hasta los
muslos en su ascensión, se soltó de repente en una maraña de tela que se enredó en
uno de sus pies y la hizo caer al suelo. Se golpeó contra una roca sólida y rodó por el
suelo, sintiendo cómo el calor la abrasaba, cuando un brillo amarillo apareció en su
camino. Sus ojos lo enfocaron de nuevo y lanzó un alarido.
Una criatura gigantesca y fantasmal se alzó en el sendero frente a la joven,
agitando unas patas delanteras de reptil y dando latigazos con su cola bífida, mientras
unas alas enormes y membranosas golpeaban el aire hacia ella en oleadas sofocantes.
Una corona de fuego brillaba a su alrededor y aquella cosa rugía: el sonido
transmutaba las dimensiones transformando la realidad en pesadilla.
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¡Un dragón!, aulló su mente. Pero era un mito, una leyenda, una imposibilidad.
¡No existían los dragones! Y, de repente, por entre aquella cacofonía de pánico, un
seguro y terrible instinto le dijo a Índigo lo que ocurría. Hechicería. ¡Y ella se había
introducido tranquilamente en la trampa!
Rodó de nuevo por el suelo. Se puso en pie de un salto y dio la vuelta para salir
corriendo barranco arriba, lejos del vociferante fantasma que se alzaba ante ella.
No había dado ni tres zancadas cuando la escena que tenía delante estalló. De las
cimas de las montañas cayó sobre ella una barrera de sonido, trueno, terremoto y
tornado a la vez. Una oleada de poder abrasador la zarandeó y la arrojó dando tumbos
desfiladero abajo, como si fuera una hoja azotada por un vendaval. Oyó cómo el
dragón lanzaba un furioso desafío, y, mientras el mundo se fragmentaba a su
alrededor, tuvo una momentánea y enloquecedora visión de una figura humana, los
brazos alzados hacia el cielo, envuelta en llamas que la perfilaban haciéndola destacar
contra el ardiente firmamento.
Calor... un nuevo ataque de poder... dolor... La conciencia de Índigo se precipitó
en la oscuridad y se estrelló contra la nada.
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ntentó mover los brazos, aliviar la presión que sentía en la región lumbar; pero
I éstos se negaron a responder. Tenía los dedos de alguien cerrados alrededor de sus
muñecas, sujetándolas... Se retorció, en un intento por desasirse, pero sólo consiguió
perder el equilibrio y resbalar como la muñeca de trapo de una chiquilla, para yacer
indefensa sobre el costado.
No eran dedos. Su mente aún no estaba despejada, pero supo que no eran dedos lo
que la sujetaba. No eran manos: era una cuerda. Le arañaba la piel, y cuando intentó
mover los brazos sintió el áspero mordisco de las hebras sobre su piel llena de
ampollas.
Hacía calor. Podía sentir cómo el sudor resbalaba por entre sus pechos y por la
espalda; sus cabellos estaban húmedos y pegados a sus mejillas y a su frente. El aire
era caliente y el suelo sobre el que estaba tumbada también. No podía recordar dónde
estaba, o cómo había llegado hasta allí.
Abrió los ojos y parpadeó en un esfuerzo por aclarar su visión. Había luz, y
aunque no era intolerablemente brillante, al principio no pudo enfocar nada que
estuviera en su campo visual. Luego, al cabo de algunos segundos, su visión se aclaró
un poco y se encontró directamente de cara a un pequeño altar. Se habían colocado
diferentes piedras de colores delante de él con mucho cuidado, formando un perfecto
semicírculo, y en el centro del altar, iluminada por una humeante lámpara votiva,
había una figura del tamaño de la mano de un hombre, tallada en lo que parecía ser
un pedazo de basalto. En las cuencas de sus ojos brillaban ágatas y la lengua que
sobresalía de su boca abierta estaba esculpida en forma de llama, al igual que sus
cabellos. La rodeaba un halo de fuego, como una estilizada corona solar, y entre las
extendidas manos sostenía un rayo. La figura representaba una mujer desnuda. Con
un sobresalto. Índigo reconoció la obra de un experto artesano de Rayana, la diosa del
fuego.
Y, con un segundo sobresalto, la feroz imagen volvió a reunir los enmarañados
hilos de su memoria.
—Grimya...
En su repentina alarma la muchacha se olvidó de las ataduras de sus muñecas e
intentó ponerse en pie, para caer de nuevo torpemente de espaldas. Cerca de ella, algo
lanzó un furioso siseo. Permaneció inmóvil; luego, muy despacio, volvió la cabeza.
A cincuenta metros de distancia, algo que ella había creído que existía tan sólo en
las leyendas se agazapaba sobre el desigual suelo de roca, mirándola con insólitos
ojos amarillos. Una salamandra. Su cuerpo era, quizá, tan largo como el brazo de ella,
y estaba hecho de una llama verde tan translúcida que podía ver las diminutas arterias
de fuego escarlata que palpitaban bajo su ardiente piel. Unas garras doradas arañaban
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la piedra, y allí donde su cuerpo tocaba el suelo, éste humeaba y lanzaba
chisporroteos.
Índigo lanzó una exclamación ahogada y se encogió hacia atrás. La salamandra
abrió su flamígera boca y siseó de nuevo, adoptando una postura hostil, como si fuera
a arrojarse sobre ella. Entonces, de algún lugar de detrás de la cabeza de Índigo, una
voz que mostraba un peligroso tono de furia y aversión a la vez chirrió:
—¡Si haces de nuevo el menor movimiento sin mi permiso, mi criado te quemará
el corazón!
Una sombra cayó sobre la joven. Levantó los ojos y vio a su raptor de pie junto a
ella.
Era alto, y su estatura quedaba acentuada por el hecho de que una mala nutrición
había reducido su cuerpo a una esquelética delgadez bajo sus viejas y andrajosas
ropas. Cabellos que en su juventud habían sido negros, pero que ahora se volvían
grises —en algunos lugares casi blancos—, caían en completo desorden sobre sus
hombros y espalda; la impresión general resultaba doblemente curiosa por el hecho
de que la maraña de cabellos estaba cubierta de complicadas trenzas. Algo de aquel
estilo peculiar le resultó familiar a Índigo. Pero no tuvo tiempo de rebuscar en su
memoria, ya que el extraño se inclinó sobre ella, los hombros y el pecho palpitantes a
causa de su rápida y enojada respiración. Unos enloquecidos ojos de un castaño
verdoso se clavaron en los suyos desde un rostro arrugado a causa de una tensión
anormal, y el hombre siseó:
—Me comprendes, ¿verdad?
Índigo controló su excitado corazón y reprimió su propia cólera, consciente de
que cualquier tentativa de discutir podría resultar peligrosa.
—Sí, comprendo.
La salamandra se acomodó sobre sus cuartos traseros; notaba el calor que
emanaba de ella, como si estuviera tumbada demasiado cerca de una hoguera...
—Entonces debes comprender, también, que tendré respuestas. —El hombre
empezó a alejarse, luego se volvió en redondo para volver a mirarla, señalándola
amenazador con un dedo—. ¡Respuestas! ¡Y si te atreves a mentirme, arderás!
Índigo se retorció incómoda en sus ataduras. Aunque era lo suficientemente
prudente como para darse cuenta de que a la menor provocación él podría hacerle
daño y, desde luego, lo haría, no podía reprimir su furia. Estaba allí, y cada vez era
más fuerte.
Apretó los dientes para contener su natural instinto de dar rienda suelta a una
furiosa diatriba, y le espetó:
—¡Ya os he dicho que os comprendo! ¡Haced vuestras malditas preguntas y
acabemos!
Él continuó mirándola durante algunos segundos más. Entonces, tan rápido que la
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cogió desprevenida, agarró un mechón de sus cabellos y tiró de ellos. La obligó a
incorporarse y la arrojó de espaldas contra la pared de la cueva.
La cabeza de la muchacha pegó contra la piedra y una vertiginosa sensación de
náusea la hizo jadear; cuando sus sentidos dejaron de dar vueltas y pudo volver a
abrir los ojos, el hombre estaba agachado con la mirada clavada en ella, enloquecido,
como si intentara ver en el interior de su alma.
—¿Por qué viniste aquí? —Su voz estaba ronca a causa de la rabia reprimida—.
¿Qué tortuosos motivos te han conducido a arrastrarte furtivamente por mis terrenos
como una serpiente por el arroyo? —Una mano salió disparada y le sujetó la
mandíbula, apretándosela con fuerza—. ¿Cómo supiste encontrar mi santuario?
—¡Maldito seáis! —Índigo liberó su mandíbula con una violenta sacudida,
jadeante—. ¿Qué, en el nombre de todo lo más sagrado, os hace pensar que yo
buscaba vuestro santuario? ¡Ni siquiera sé quién sois!
—¡Embustera! —Echó hacia atrás la mano como si fuera a golpearla, pero se
detuvo—. ¡No hay ningún otro ser vivo en estas laderas, y tú lo sabes! ¡Sabías que yo
estaba aquí! ¡Me buscabas!
—¡No es cierto! —le espetó Índigo.
—¿No? —Se levantó, flexionando las manos—. Ya lo veremos, saia. Ya lo
veremos. —Una torcida sonrisa distorsionó su rostro, y sus ojos adquirieron una
curiosa y distante expresión—. No eres un intruso vulgar, eso puedo verlo muy bien.
Posees algo de poder. ¿No es así?
Índigo volvió la cabeza.
—Sí —continuó él pensativo—. Un poco de poder. Pero no el suficiente. —La
sonrisa se ensanchó—. No puede competir con mis ilusiones, mis ríos de lava, mis
dragones, mis mascotas.
La salamandra se levantó sobre sus cuartos traseros, y un agudo y sobrenatural
sonido vibró en su garganta.
—Espera, pequeña. En su momento; en su momento. —Vio cómo la mirada de
Índigo se deslizaba muy a pesar suyo hacia aquel ser elemental, y cloqueó en voz
baja—. Cuando se los llama, se los tiene que alimentar antes de poderlos echar de
nuevo. Y cuando se alimentan, carbonizan tanto la carne como el hueso. Es un
proceso rápido, pero, según tengo entendido, muy doloroso. —Dio algunos pasos
despacio, alejándose; se detuvo, dio la vuelta y regresó junto a ella—. Bien. La
verdad. ¿Cómo me encontraste? ¿Y por qué viniste?
La mirada de Índigo se deslizó subrepticiamente por encima de él, en un intento
por estudiar el lugar donde se encontraba. Al parecer estaban en una enorme caverna,
modesta pero adecuadamente iluminada por velas colocadas en toscos huecos en las
paredes. En el extremo opuesto se abría la boca de un túnel, pero no podía ver nada
en la oscuridad que había más allá; y, desde luego, no se veía ningún lugar por el que
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pudiera escapar, incluso en el supuesto de que pudiera soltarse las manos o eludir a la
salamandra.
Miró de nuevo al autor de su interrogatorio, y comprendió que no estaba en su
sano juicio. La cólera que ardía en él, fuera cual fuese su causa, buscaba una salida:
quería hacerle daño, y sólo esperaba que ella le diera un motivo. Su mirada se posó
de nuevo en la pequeña estatua de Ranaya, que le dio un atisbo de esperanza donde
de otro modo no habría nada. Fuera quien fuese, aquel hombre no era, desde luego,
ningún devoto de Charchad. Poseía poder; lo había demostrado de forma
estremecedora con las ilusiones que la habían atrapado en el barranco. Pero su diosa
era un avatar de la Madre Tierra, por lo tanto el poder que él utilizaba era un poder
puro.
El hombre dijo:
—Espero tu respuesta.
Tenía que decirle la verdad. Y además no tenía nada que perder.
—Mi presencia en estas montañas no tiene ninguna conexión con vos —repuso,
con la garganta seca—. No sabía nada de vuestra existencia hasta que utilizasteis
vuestra hechicería para capturarme, y no tenía la menor intención de penetrar en
vuestro santuario ni en el de nadie. La pura verdad es que buscaba una forma de
llegar a las minas sin que los que trabajan allí advirtieran mi presencia. —Parpadeó y
se pasó la lengua por los labios—. Eso es todo; y podéis creerme o no, como
prefiráis.
El silencio siguió a su declaración. No podía saber si el hombre consideraba o no
seriamente sus palabras; su expresión resultaba inescrutable. El único sonido que se
percibía en la cueva era un débil chisporroteo proveniente de la salamandra, que cada
vez se mostraba más inquieta.
Por fin su raptor habló:
—Una forma de llegar a las minas. —El hombre se llevó un huesudo dedo a la
barbilla; luego, repentinamente, su mirada regresó a ella, demente—. ¿Por qué? ¿Qué
tenías que hacer allí que debía llevarse en secreto?
«Madre Tierra», pensó la muchacha, «ayúdame ahora, si puedes. »
... Y en voz alta dijo:
—Busco el origen de Charchad.
La salamandra lanzó un agudo silbido, y una blanca llamarada surgió de su
hocico. Su furia se vio reflejada en los ojos del hechicero, que, de repente, parecieron
encenderse con una oleada de cólera demente. Por un breve instante se quedó
inmóvil, rígido; luego se abalanzó sobre ella y la obligó a ponerse en pie,
zarandeándola igual que un tiburón enloquecido por el olor de la sangre sacudiría a su
presa.
—¿Qué tienes tú que ver con esa inmundicia? —Su voz era un chirrido que
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resonaba horriblemente en la caverna; golpeó a Índigo una y otra vez contra la pared
—. ¡Contéstame! ¡Dímelo antes de que te haga pedazos con mis propias manos!
Serpiente, ser miserable, aborto berreón: ¿qué significan esos demonios para ti?
Índigo gritó. Los sonidos surgieron de su garganta de forma involuntaria cuando,
con una energía que contradecía su constitución y escualidez, el hombre la arrojó al
suelo. La salamandra saltó en dirección a su cabeza, los ojos ardiendo al rojo vivo, la
boca bien abierta, pero el hombre le ordenó con brusquedad: «¡No!», y la criatura
retrocedió. Índigo se quedó tumbada en el suelo dando boqueadas, cada uno de sus
nervios inflamado por el dolor, y, desde una enorme y turbulenta distancia, escuchó la
voz del hombre que rechinaba cerca de su oído cuando se agachó junto a ella.
—¡Dime la verdad! Esa pobre mujer que está contigo... ¿Adónde la llevabas?
¿Qué le has hecho?
—¡Uhhh... ! —Le era imposible articular palabra, ni siquiera podía pensar; sus
sentidos estaban ardiendo—. Chrys... iva. Ella... ¡Oh, Gran Diosa, ayúdame! —Y a
través de su aturdimiento sintió cómo venía, se alzaba y crecía: la cólera, la furia, el
odio y la repugnancia que habían acechado como una enfermedad en su estómago
desde que escuchara por vez primera el nombre de Charchad. Había bilis en su
garganta; la tragó con un esfuerzo y su odio se concentró en su torturador, en el
hombre que la había herido, que había arruinado su plan, amenazado a sus amigas...
—¡Dejadme en paz, hedionda inmundicia! —Su voz se elevó aguda, cercana a la
histeria, mientras cualquier consideración por su seguridad se hacía pedazos y la furia
surgía salvaje de su interior—. ¡Cómo os atrevéis a acusarme de tal blasfemia! ¡Que
la Madre Tierra os maldiga y reseque vuestra alma! ¡Desatadme! ¡Desatadme,
cobarde, canalla... !
Una mano se estrelló contra su sien derecha y se balanceó hacia atrás,
mordiéndose la lengua al interrumpir su diatriba. Mientras luchaba por enderezarse,
con la cabeza dándole vueltas, vio que había aparecido una soga en las manos de su
atormentador; una soga hecha de llamas azules que crepitaban y se estremecían y, sin
embargo, no parecían quemarle.
—Oh, es muy fácil para la escoria de Charchad jurar por la Gran Diosa. —Su voz
era tranquila, amenazadora—. ¡Pero ya veremos, saia, cómo les va a tus justas
protestas cuando se las ponga a prueba! —Tensó la soga de fuego entre sus dedos—.
¡En pie!
Los hombros de Índigo se estremecieron en sus esfuerzos por llevar aire a sus
pulmones.
—¡No lo haré!
El otro sonrió.
—Entonces muere entre atroces dolores, aquí, a merced de mi pequeño sirviente,
y demuestra así que tienes miedo a la verdad.
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«¿La verdad?», pensó Índigo, mareada. Pero fue suficiente para incitarla.
—¡No! —Intentando mantener una cierta apariencia de dignidad, se puso en pie
con un esfuerzo y lo miró cara a cara—. Vuestra mascota puede esperar. Probadme, si
eso complace a vuestra deformada mente. ¡Y verdad es lo que encontraréis!
La miró durante unos instantes; luego, una ligera y agria sonrisa intensificó las
arrugas de su rostro.
—Por aquí. —Señaló el oscuro túnel que la muchacha había visto antes—. La
salamandra irá detrás de ti; si vacilas o corres, sentirás su aliento. ¿Me explico?
—Muy bien. —Le dirigió una mirada fulminante, y se volvió en dirección a la
boca del túnel.
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y esta segunda constatación le llegó de forma muy parecida a cuando se daba cuenta
de que pasaba de la vigilia al sueño— pensar con claridad. La conciencia iba y venía,
subía y bajaba como si siguiera el ritmo de un latido lento e inexorable. Su raptor —
atormentador, hechicero, némesis (ese concepto tenía un significado crucial. Pero
¿cuál? ¿Cuál? No lo recordaba)— era una silueta negra ante ella, un contorno
dibujado por las llamas. Hablaba, pero las palabras carecían de sentido.
—Ya ves el poder de la cuerda de fuego, que ata la muerte a la vida, el sueño a la
vigilia, la realidad a la ilusión. Y la verdad a la mentira. Ahora sabremos la verdad,
saia. Ahora la sabremos.
Una columna de humo se elevó de la fumarola, y la joven olió de nuevo a sulfuro
y sintió el calor de las chisporroteantes rocas que la rodeaban. Pero había algo más
que sulfuro y calor. Había un sonido en su cabeza, como el tintineo de un extraño
reloj mecánico. Había el murmurante siseo de las llamas; se percibía el murmullo
más apagado de una corriente de agua, que fluía despacio por las resecas tierras del
sur. Y, más allá, estaba el mar, susurrando eternamente, con un ritmo fresco y lento,
contra los elevados acantilados. Había barcos y también el agudo aguijón de la
espuma salada. Había una orilla, bosques, llanuras y...
Y los antiguos terrores de las supersticiones de su país, cuando una afectuosa
criatura que se sentía sola y proscrita lloraba en la noche pidiendo un amigo y dijo
loba en su mente adormecida...
Y allí estaba Carn Caille. El viejo y querido Carn Caille, la fortaleza de las Islas
Meridionales, donde el sol nunca se ponía en verano y las nieves invernales se
arremolinaban durante los días de oscuridad total, procedentes de las laderas de los
glaciares. Y allí estaba el rey Kalig, cuyos ancestros se habían hecho con el poder y
fundado una dinastía entre los gastados y viejos muros de Carn Caille. Y la reina
Kalig, y sus hijos: Kirra, que sería rey cuando llegara el momento, y...
Y...
—Nnnn...
La palabra no quería salir; sus labios estaban paralizados y no podía pronunciarla.
Pero la negativa estaba en su mente, junto con el miedo y el terror, mientras el rostro
moribundo de Fenran le gritaba desde la carnicería de la batalla, mientras la Torre de
los Pesares se derrumbaba en la tundra, mientras los horrores que no debieran haber
paseado por la tierra eran vomitados de las ruinas para abatirse sobre hogares, vidas y
amores, y destrozar su mundo...
Y Fenran no estaba muerto, sino en el limbo, en un mundo de demonios donde los
espinos le desgarraban la carne y las pesadillas acechaban sus interminables horas
de vigilia. Y sólo ella podía salvarlo. Pero sólo podría hacerlo cuando su misión
hubiera terminado, aunque le tomara diez años o un millar...
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—¡No!
Las cadenas que sujetaban la mente de Índigo se estremecieron y se rompieron.
Ella lanzó un alarido terrible y se revolvió sobre el suelo del túnel. La salamandra
chilló, su figura empezó a brillar con más fuerza hasta rivalizar con el brillo de la luz
que surgía de la fumarola. El humo salió despedido hacia arriba para formar una
negra nube sobre la cabeza de la muchacha; ésta intentó librarse de las manos que la
sujetaban, que la retenían, hasta que vislumbró un rostro blanco por la consternación
flotando frente a ella como una visión enloquecida, y... Y...
Alguien sostenía una copa contra sus labios. El agua era caliente y algo salobre,
pero la bebió de buen grado, sintiendo que aliviaba la sensación de ahogo de su
garganta. Una parte del líquido se le atragantó y la hizo toser; instintivamente levantó
una mano para taparse la boca y, sólo entonces, al hacer memoria, se dio cuenta de
que le habían cortado las ataduras.
Le dolían las muñecas, pero apañe de esto no parecía haber sufrido ningún daño.
Le acercaron el agua de nuevo; bebió más y su cabeza empezó a aclararse
bruscamente. El recuerdo de las últimas horas se le hizo presente. Había esperado
morir o que el tormento continuase: en lugar de ello parecía que algo o alguien había
intervenido para salvarla.
Confundida y sin saber qué esperar. Índigo abrió los ojos.
Estaba de vuelta en la caverna. La luz de las velas seguía brillando, pero la
salamandra había desaparecido. Y una voz le dijo con suavidad:
—Saia Índigo. ¿Podréis perdonarme alguna vez?
Estaba arrodillado a su lado y sostenía la copa con una mano visiblemente
temblorosa. Algunas de las trenzas de sus cabellos se habían deshecho, lo cual le
daba aún más el aspecto de un espantapájaros loco, y su rostro estaba manchado de
hollín. Pero la demencia de sus ojos había desaparecido, y en su lugar había temor y
vergüenza.
Extendió la copa de nuevo e Índigo, involuntariamente, se echó hacia atrás,
conteniendo el aliento.
—¡No me toquéis!
Mortificado, dejó el agua en el suelo. La muchacha vio que había varias bandejas
de comida —un poco de carne guisada, una mezcla de verduras que empezaban a
pasarse y un pequeño pastel de frutos secos— colocadas en semicírculo ante ella, de
forma muy parecida a como un peticionario colocaría sus ofrendas delante del altar
de un templo. Lo miró de nuevo, con la sospecha a flor de piel.
—¿A qué estáis jugando conmigo ahora?
El hombre sacudió la cabeza con energía.
—No es un juego, saia. Es un intento, lastimoso, lo sé, pero un intento, de pediros
disculpas. —Su mirada se encontró con la de ella, llena de candidez—. Si tal cosa es
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posible.
Con mucha cautela. Índigo estudió su rostro mientras intentaba calibrar hasta qué
punto podía confiar en aquel aparente cambio de actitud. Si el hombre estaba tan loco
como le había parecido antes, podría muy bien intentar atraerla como preludio a un
nuevo y mortífero ataque.
Entonces, a lo lejos, y ahogado por el gran espesor de la roca que los separaba,
escuchó el espeluznante aullido de un lobo furioso.
—¡Grimya! —Hizo intención de incorporarse, pero entonces se dio cuenta de que
no podía saber la dirección de la que provenía el sonido. Se giró hacia el hombre—.
¿Dónde está? ¿Qué le habéis hecho?
—Por favor. —Extendió ambas manos para apaciguarla—. El animal está
perfectamente. Tiene comida y agua, y está totalmente a salvo. —Le sonrió con ironía
—. No tuve más elección que utilizar mis artes de hechicería para confinarla en otra
caverna, o me hubiera desgarrado la garganta. Pero os aseguro que no ha sufrido el
menor daño.
Rápidamente. Índigo dirigió su energía mental en la dirección por la que le
parecía que había venido el aullido, y de inmediato sintió el ardor de la cólera de
Grimya. La mente de la loba estaba en tal estado de confusión que le era imposible
establecer contacto telepático, pero el hombre había dicho la verdad: su amiga no
había sufrido ningún daño.
Miró al hechicero de nuevo.
—¿Y qué hay de Chrysiva? —exigió.
—¿Chrysiva?
—La muchacha que estaba con nosotras. Está enferma, si le...
—También ella está bien, saia. Por favor... —Extendió una mano indecisa y,
aunque Índigo siguió sin bajar la guardia, esta vez no se apartó. El hombre apretó con
fuerza el puño—. Tengo que daros una explicación y justificaros por qué reaccioné de
forma tan violenta a vuestra llegada. Puede que me consideréis loco, saia, pero os
ruego que me creáis cuando os digo que no lo estoy. —Se detuvo, y los músculos de
su rostro adquirieron una curiosa expresión que no pudo llegar a interpretar—.
Atormentado, sí. Y enojado; tan enojado... Pero no loco.
Reservándose su juicio. Índigo repuso:
—¿Y justifica ese enojo y tormento vuestro comportamiento con los forasteros?
—Bajo circunstancias normales, no. —Reconoció aquel punto con una mirada
esquiva—. Pero las circunstancias aquí no son normales, saia; ni lo han sido durante
los últimos cinco años. Cuando se me alertó de vuestra presencia en las montañas,
pensé que erais uno de ellos, que me buscabais...
—¿Ellos? —interrumpió Índigo.
—Los seguidores de esa repugnante abominación que ha blasfemado contra
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Ranaya, y ha tomado todo lo que es bueno y fuerte y... —Las furiosas palabras se
apagaron bruscamente y tuvo que controlarse—. Digamos que la amarga experiencia
me ha enseñado que cualquier extraño es más probable que sea un enemigo que no lo
contrario.
Índigo empezó a comprender y dijo en voz baja:
—¿Charchad?
El hombre asintió, con el rostro muy tenso.
—Apenas puedo soportar oír pronunciar ese nombre en voz alta, incluso ahora. Y
cuando me dijisteis que estabais aquí para buscarlos, yo... —Lanzó un violento
suspiro—. No me detuve a considerar cuáles podrían ser vuestros motivos; la cólera
que me dominaba era demasiado fuerte y quería obtener venganza en vos. Fue tan
sólo cuando utilicé la cuerda de fuego y vi lo que había en vuestro corazón que me di
cuenta del error que había cometido.
Una mano fría y muerta se aferró al estómago de Índigo, cuando se dio cuenta, de
repente, de lo que aquel hombre estaba dándole a entender. Y recordó la terrible
experiencia sufrida junto a la fumarola, en el túnel. Un hechicero con tal poder —y
era poderoso; había visto más que suficiente para convencerse de ello— podía
penetrar en las profundidades de la mente de otro, sacar todo lo que allí hubiera y ver
el alma desnuda que había detrás.
Le devolvió la mirada y sus temores se vieron instantánea y horriblemente
confirmados por la piedad que vio oculta en sus ojos. Sabía quién era ella.
Inconscientemente, sin quererlo, se lo había mostrado todo: su pasado, su delito, la
maldición que la Madre Tierra había lanzado sobre ella. Él lo sabía.
Volvió la cabeza mientras una oleada enfermiza de miseria y vergüenza la
recorría; se llevó un puño a la boca y se mordió los nudillos.
—Yo...
—Por favor, saia. —Le tocó el brazo con una suavidad que la sorprendió—. Lo
que está hecho, hecho está, y ninguno de nosotros puede cambiarlo. No pretendo
comprender lo que hay detrás de vuestra misión, y no pienso intentarlo. No hablemos
más de ello, si eso es lo que deseáis. ¿Pero no os dais cuenta de que somos dos almas
gemelas?
Bajó el puño y lo miró indecisa.
—¿Lo somos?
—¡Sí! Sé lo que habéis perdido. Y conozco el dolor que tal pérdida produce,
porque yo he sufrido de la misma forma. ¡Compartimos un objetivo, saia, y creo que
el capricho del destino que nos ha unido es nada más y nada menos que la voluntad
de la misma Ranaya!
Sus ojos empezaban a arder de nuevo con el inconfundible brillo del fanatismo.
Índigo se sintió abrumada por su ansiedad, aunque no totalmente de forma
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involuntaria, ya que súbitamente aquel hombre había tocado uno de sus puntos
sensibles.
—No estoy segura de comprender... —dijo.
—¡Debéis comprenderlo! ¡Está tan claro! La Diosa quería que nos
encontrásemos. Tiene una tarea para nosotros. Vuestra misión y la mía son una sola y
la misma: y allí donde por separado nuestros poderes son limitados, juntos podemos
trabajar para hacer su voluntad y alcanzar el éxito.
Un tenso e incómodo nudo de excitación creció bruscamente en el interior de
Índigo.
—¿Charchad?
—¡Sí! —La sujetó por las manos, apretándolas con tanta fuerza que la joven hizo
una mueca de dolor—. Ranaya ha contestado a mis oraciones, vos sois Su
instrumento. Juntos. Índigo, podemos enfrentarnos a Charchad y destruirlo!
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ndigo dijo:
Í —Jasker, lo siento. Siento pena por vos. —Levantó la cabeza y sus ojos se
encontraron con los agitados ojos castaño verdosos del hombre que estaba sentado
frente a ella—. De verdad, siento pena por vos.
A su lado, Grimya se removió inquieta y añadió su comprensivo asentimiento con
un débil gañido. El hechicero dirigió una rápida mirada a la loba, luego sonrió con
tristeza y bajó los ojos.
—Vuestra amiga posee más misericordia y bondad en su corazón de la que yo
tengo derecho a esperar —dijo.
—Grimya no se ve determinada por las debilidades humanas. Pero sus
sentimientos son tan fuertes como los de cualquier hombre o mujer.
Índigo contempló la fuente de piedra toscamente tallada que tenía delante, luego
la apartó despacio. La historia de Jasker había reducido su apetito al punto en que tan
sólo pensar en comida provocaba una extraña sensación en su estómago; en lugar de
comer, tomó el odre de agua que el hombre había dejado junto al plato y volvió a
llenar la copa de él y la suya.
Jasker —no tenía apellido, por lo que parecía; no era costumbre en aquellos
lugares— había hecho todo lo posible por compensarlas, tanto a ella como a Grimya,
por la prueba que les había hecho pasar en su primer encuentro. Al dar a conocer la
verdad. Índigo se sintió bien dispuesta a perdonar y olvidar; sin embargo, calmar a
Grimya lo suficiente como para hacerla comprender que ya no debía contemplar a
aquel hombre como una amenaza no había resultado fácil. Índigo había conseguido,
finalmente, establecer contacto telepático con ella, y con mucha paciencia la había
convencido para que no se lanzase a la garganta de Jasker en cuanto éste retirara la
barrera mágica que la mantenía encerrada en una cueva más pequeña. Cuando por fin
salió, Grimya tenía los ojos rojos de furia y su pelambrera estaba erizada, por la
desconfianza; pero las palabras tranquilizadoras de su amiga y un plato de carne
cruda la habían apaciguado, por fin, y aceptó reunirse con ellos en la caverna
principal y escuchar el relato de Jasker.
La historia, tal y como el hechicero la había contado, no resultaba agradable de
escuchar. Con tranquila e inflexible determinación, que no había podido enmascarar
el dolor evocado por sus recuerdos, Jasker explicó que era —o, con más precisión,
había sido— uno de los respetados sacerdotes-hechiceros Ranaya, de la Diosa del
Fuego, avatar de la Madre Tierra que había sido adorada en la región durante
generaciones. Pero con la llegada del Charchad habían llegado también violentos y
terribles cambios. El culto —y hasta ahora Jasker no le había dicho nada de sus
orígenes— había crecido con aterradora rapidez, hasta que sus dignatarios se
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sintieron lo bastante poderosos como para desafiar el reinado de Ranaya, deponiendo
a su clero.
Quizá, dijo el hechicero lleno de amargura, él y sus compañeros de religión
habían sido unos estúpidos por resistirse. Quizás hubieran debido darse cuenta antes
de que fuera demasiado tarde de que una confrontación directa con el Charchad no
acarrearía más que el desastre; los devotos del culto habían utilizado el temor y la
tortura para extender su influencia por el territorio minero y ningún hombre ni mujer
corriente se atrevía a protestar, y mucho menos a levantar una mano contra ellos. Pero
se habían resistido; y su ferviente esperanza de que las gentes por las que durante
tanto tiempo habían intercedido ante Ranaya se levantarían con ellos resultó ser falsa.
Los amigos de Jasker, sus queridos compañeros, fueron masacrados. Intentaron
utilizar su magia, pero el Charchad poseía sus propios poderes que ellos no podían ni
comprender ni combatir. Y cuando las torturas y las matanzas terminaron, la propia
esposa de Jasker, a quien éste adoraba, estaba entre los cuerpos destrozados que el
culto dejó tras de sí.
La fría objetividad con que el hechicero relató la forma en que había muerto su
esposa conmocionó vivamente a Índigo, ya que podía percibir la titánica tensión que
la repetición del relato ocasionaba a aquel hombre. Un momentáneo lapso, una
mínima pizca de emoción, y Jasker se habría derrumbado incontrolable. Su esposa —
no quiso decirle su nombre; según su tradición era una descortesía pronunciar en voz
alta los nombres de los difuntos— había sido torturada durante toda una noche. No
reveló los detalles de su tortura, e Índigo no preguntó. Pero describió cómo,
despojado de su poder y sin la menor posibilidad de ayudarla, había sido obligado a
presenciar su lento y agonizante trayecto hacia la muerte.
El propio fin de Jasker hubiera llegado al atardecer del día siguiente. El Charchad,
al parecer, quería reservar algunas víctimas para ofrecer un ejemplo público a los
indecisos y los incrédulos, y por eso lo encerraron, con dos compañeros apenas
conscientes, en su propio templo. Cómo había escapado era algo que en aquellos
momentos no podía recordar; lo único que sabía era que, de repente, se vio poseído
por una furia como jamás había sentido, una furia enloquecida que aniquiló toda
razón y todo temor. Había escapado de su prisión y había matado a dos hombres,
quizá tres; a partir de ese instante su mente estaba en blanco hasta el momento en que
recuperó el juicio en las montañas volcánicas, mientras el sol se ponía, a sus espaldas,
con un enfurecido resplandor rojizo.
La matanza había tenido lugar hacía dos años, y desde entonces Jasker había
vivido allí solo, proscrito y fugitivo. Las viejas montañas estaban acribilladas de
cuevas, túneles y pozos, todos ellos excavados por la lava derretida en la época en
que la actividad volcánica estaba al máximo. No había habido ninguna erupción
durante las tres últimas generaciones y, por lo tanto, la red de pasillos y cavernas
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resultaba un refugio ideal y casi inexpugnable. No obstante, y según le contó a
Índigo, los volcanes no estaban de ningún modo apagados. Existía vida en los pozos
más profundos de las montañas de fuego —pozos como la fumarola que ella había
visto—, pero estaba adormecida, dijo con una curiosa sonrisa. No estaban
extinguidos; sólo inactivos. Era como si aguardaran a que algo interrumpiera su largo
reposo.
No sabía si su presencia era conocida por los cabecillas del Charchad. Durante su
exilio, sólo cuatro extraños antes que Índigo habían ido a parar a la zona donde tenía
su fortaleza, y ninguno de ellos había vivido lo suficiente para que Jasker pudiera
comprobar si su presencia era puro accidente o algo más siniestro. Ella le preguntó
por qué permanecía en las montañas en lugar de intentar buscar una nueva vida en
algún otro sitio, y la sonrisa que le dedicó a modo de respuesta la dejó helada.
—Por venganza. —Sus ojos brillaron en la penumbra de la cueva y advirtió un
repentino resurgimiento de la vieja locura—. El mundo no tiene nada que ofrecerme.
Índigo, ya que nada podría reemplazar lo que poseí y perdí. Por lo tanto, he dedicado
mi vida a un solo propósito y sólo a éste: desquitarme. —Inconscientemente apretó
un puño y los nudillos se pusieron totalmente blancos—. No puedo explicar el
auténtico significado de la cólera a alguien que no ha experimentado sus mayores
extremos. Pero me he disciplinado, preparado y endurecido, hasta el punto en que me
he convertido en un arma viviente; como, bebo y respiro venganza, y la venganza se
ha encarnado en mi carne, mis huesos, mi alma. Yo soy la venganza. —Aspiró con
fuerza y miró en dirección al altar, añadiendo en un apagado murmullo—: ¡Ranaya
me ha concedido ese don, y no le fallaré!
Índigo había bajado la vista hacia sus propias manos, que mantenía cruzadas,
consciente de los inquietos pensamientos que corrían por la mente de Grimya y,
también, de una extraña sensación en su interior que respondía involuntariamente a
las palabras de Jasker. Ella había probado la cólera, había sentido su ardor en las
venas; y las atrocidades que la habían provocado eran tales que no haría falta
demasiado para dispararla otra vez. Compartía la cólera de Jasker, y aquello era
peligroso; ya que, a pesar del cambio en su comportamiento, era muy consciente de
que el hombre no estaba en su sano juicio. Puede que fuera inteligente y lúcido, pero
su insaciable rabia contra el Charchad lo había desquiciado, y ahora alimentaba sus
ya considerables habilidades en el campo de la hechicería. Resultaría muy fácil
sucumbir a la misma oleada de emociones que lo empujaban, abandonar cautela y
razonamiento y arrojarse de cabeza a su causa común. Eso. Índigo lo sabía, podría
resultar un error fatal, ya que de una cosa estaba ahora segura: el odiado Charchad de
Jasker y el demonio que ella buscaba para destruirlo eran la misma cosa.
Habían transcurrido algunos minutos ya sin que ninguno de ellos dijera nada. En
aquella cueva era imposible saber la hora; Índigo supuso que en el exterior empezaría
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a hacerse de día, pero aquí el día y la noche eran la misma cosa, y la sensación de
eternidad parecía formar parte de un sueño; era algo un poco fantástico. Grimya
estaba sumida en un inquieto sopor; la loba seguía sin confiar en Jasker y, de vez en
cuando, sus ojos ambarinos se abrían y le dirigía una mirada de desconfianza antes de
volverse a dormir. También Chrysiva dormía, sobre el saco de tela áspera relleno de
hojas secas y ramas que servía de cama al hechicero. Algunas horas antes, éste había
estudiado el contenido de la bolsa de medicinas de Índigo y seleccionado dos hierbas
con las que preparar una poción para aliviarle la fiebre a la muchacha. La decocción
parecía haberla calmado y su sueño era más natural que antes. Pero Índigo seguía
muy preocupada por Chrysiva, y ahora se volvió para contemplarla. Su piel mostraba
una palidez cadavérica, casi del color de un pescado muerto. Y las señales de sus
brazos y rostro, las manchas, las llagas, parecían estar empeorando.
—Dormirá bastantes horas todavía —dijo Jasker con calma.
—Lo sé. —La joven se volvió hacia él—. Pero esas cicatrices que tiene... no
muestran la menor señal de mejora.
—No. —Se detuvo, contemplándola con atención, y luego añadió—: No se
curarán. Ya no. Si la hubiera encontrado hace dos días, quizás habría habido alguna
esperanza, pero ya es demasiado tarde.
Índigo le miró con fijeza y sintió como si por su estómago se pasearan gusanos.
—¿Demasiado tarde?
—¿No os contó lo que le hicieron?
—No... Todo lo que sé es que a su esposo lo habían «enviado al Charchad» —sea
lo que sea lo que esto signifique— y que ella había ido a las minas para interceder por
él cuando la encontré.
—¡Ah! —Jasker juntó las manos, luego se las quedó mirando—. Hay muchas
más cosas que debo contaros. Índigo, y la historia de esta pobre mujer es sólo una
mínima parte de ello. —Levantó de nuevo los ojos hacia ella; éstos relucían como
frío cristal—. Antes de que recuperaseis el conocimiento, hablé con Chrysiva y
averigüé la parte de su relato que, al parecer, no os ha contado. —Se sirvió otra copa
de agua y tomó un sorbo como si quisiera ahogar un mal sabor de boca—. «Enviado
al Charchad»... ¡Ja! Ni siquiera tienen el valor o la honradez de llamarlo por su
nombre: ¡asesinato!
—Qué... —empezó Índigo pero, antes de que pudiera continuar, Jasker extendió
la mano y la sujetó por la muñeca, agarrándola con tal fuerza que sus dedos quedaron
entumecidos. Se inclinó hacia adelante y el brillo de sus ojos se convirtió en una
llamarada cuando las sombras dieron paso a la luz de las velas.
—¿Sabéis qué es lo que tiene esa mujer? ¿Lo sabéis?
—No...
Con su mano libre el hechicero señaló a Chrysiva, y todo su brazo empezó a
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temblar con una rabia que apenas si podía controlar.
—¡Se le ha concedido el honor y la gloria de alcanzar un estado de gracia! —Tiró
de la muñeca de Índigo y casi le hizo perder el equilibrio—. ¡El estado de gracia
según Charchad! ¿Sabéis lo que eso significa? No, no lo sabéis; sois forastera, una
extranjera. Se os ha ahorrado la bendición de ese conocimiento, ¿no es así? ¡Orad a
Ranaya para que nunca tengáis que averiguarlo en vuestra propia carne!
Su furiosa voz despertó a Grimya, que levantó la cabeza asustada. Al ver lo que
sucedía, el animal se puso en pie de un salto, gruñendo, pero Índigo liberó su mano
de la de Jasker e hizo un gesto apaciguador.
—No, Grimya; todo va bien. —Sus ojos no abandonaron el rostro del hechicero
—. ¿Qué queréis decir, Jasker? ¿Qué le hicieron?
El hombre se calmó, pero le costó un gran esfuerzo. Durante algunos instantes
intentó controlar su respiración. Por fin dijo:
—Los habéis visto. Si pasasteis una sola noche en aquella ciudad inmunda, tenéis
que haberlos visto. Los exaltados; los favorecidos por Charchad. ¡Esos monstruos
mutantes, llenos de cicatrices y supurantes llagas!
Los celebrantes de la carretera, las criaturas que la habían asaltado en la Casa del
Cobre y el Hierro... Horrorizada. Índigo miró a Chrysiva, frenética.
—Pero ella no es...
—¿Uno de ellos? Oh, lo es. Índigo, lo es. ¡Pero no por voluntad propia! —Jasker
cerró los ojos con fuerza y se pasó con ferocidad ambas manos por los cabellos; su
sombra se balanceó enloquecida sobre la pared de la cueva. Índigo lo oyó aspirar con
fuerza, luego hundió los hombros.
—Existe una sustancia —dijo, luchando por contener su furia—. Metal o piedra,
no conozco su naturaleza. Pero resplandece.
Grimya gruñó por lo bajo y su amiga le rodeó el lomo con un brazo.
—La hemos visto.
—Entonces sabréis, sin duda, que es un símbolo de poder para esos demonios de
Charchad.
—¿Sus amuletos?
—Sí, sus amuletos. Un distintivo de categoría, de favor. Y mata. Índigo.
Despacio, y con tanta certeza como que el sol sigue un recorrido concreto por el
cielo. ¡Esa infernal abominación pervierte y corroe los cuerpos de todo lo que entra
en contacto con ella, hasta que no queda más que la muerte!
Índigo abrazó a Grimya con más fuerza.
—Entonces las desfiguraciones que vimos, las mutaciones..., ¿las causaba esa...
esa piedra, ese mineral?
—Visteis las menos terribles. Visteis a los que pueden andar, a los que todavía
pueden hablar, a aquellos cuyas bocas aún no se han descompuesto de manera que se
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mueren de hambre incluso antes de que las últimas etapas de la enfermedad acaben
con ellos. No habéis visto los horrores de esas etapas finales, la agonía, las
convulsiones, los moribundos lanzando alaridos de dolor.. ¡Ah, Ranaya! —Se cubrió
el rostro con las manos.
—Jasker. —Índigo se inclinó hacia él, posando una mano sobre su hombro y
sintiéndose inútil ante su tormento—. Jasker, por favor...
Se la quitó de encima con suavidad, sin demostrar hostilidad.
—Perdonadme, saia —dijo con forzada formalidad—. Algunas veces es muy
difícil no recordar.
—¿Recordar?
Él sacudió la cabeza, pero no para negar sino para aclarar sus ideas. La furia y la
emoción estaban de nuevo bajo control, al menos por el momento.
—El esposo de esta criatura fue castigado por un supuesto crimen —continuó—.
Pero el crimen fue una excusa, una invención. La verdad es que se lo castigó por
negarse a jurar lealtad al Charchad. Existen todavía algunos que se resisten al culto,
aunque deben de ser ya muy pocos.
Índigo recordó el «festival» en la plaza del pueblo, los rostros asustados, las
mentes cerradas.
—Sí —repuso con forzada calma—. Muy pocos.
—Entonces esta mujer y su esposo han sido más valientes que la mayoría.
Debieran de haber sabido que no podían hacerlo. Al hombre lo escogieron como
cabeza de turco, como ejemplo para despertar el temor en los corazones de aquellos
que pudieran haber pensado en seguir su ejemplo; pero su sufrimiento no fue
suficiente para esos reptiles. Consideraron que su esposa debía compartir su estado de
gracia. Y por lo tanto la obligaron... —Su voz titubeó hasta casi quebrarse; luego
volvió a recuperar el control—. La obligaron a comer un pedazo de esa maldita
piedra, a infectarse con la enfermedad que, para ellos, es una señal de la bendición
del Charchad.
—Tierra bendita... —Índigo volvió rápidamente la cabeza para mirar a Chrysiva
por encima del hombro—. Entonces, ¿morirá?
—Sí. La fiebre y las desfiguraciones no son más que el principio, pero una vez se
han afianzado no hay esperanza. Chrysiva morirá. Índigo. Ellos la han asesinado. —
Se interrumpió—. De la misma forma que asesinaron a mi esposa.
La muchacha volvió la cabeza en redondo y clavó los ojos en él.
—¿Es así como la mataron?
Jasker asintió con la cabeza.
—Puede hacerse en pocas horas —respondió, y la terrible y objetiva frialdad
regresó a su voz—. Si tienen suficiente cantidad de la piedra, y se obliga a la víctima
a... —Sacudió la cabeza violentamente, incapaz de decir más.
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Índigo miró hacia el suelo con ojos nublados, al tiempo que sentía cómo las
ardientes y amargas vibraciones de la cólera se agitaban en su interior de nuevo. La
sola idea de que un ser vivo pudiera ser capaz de tales atrocidades, pudiera
regocijarse en su ejecución, le provocaba náuseas en lo más profundo de su alma. ¿Y
todo para qué? Poder. Poder, y una demencia tal que convertía, en comparación, la
loca ansia de venganza de Jasker en apenas una débil e insignificante lucecita.
Sintió un suave contacto en su mente, y oyó el mudo pensamiento de Grimya:
«En realidad no son hombres los que cometen estas atrocidades. Índigo. Es el
demonio. Los hombres son tan sólo su... instrumento. »
Aquello era cierto. Pero...
«Son instrumentos bien dispuestos, Grimya. Eso es lo que resulta tan difícil de
comprender y aceptar. »
«Lo sé. Pero estoy segura de que el demonio los ha corrompido. Sin su influencia,
las cosas que han sucedido aquí no habrían existido. » Grimya se detuvo, luego
prosiguió: «Tú y yo sabemos lo poderosa que puede ser esa corrupción. ¿No
recuerdas a la criatura de los ojos plateados?».
—Némesis...
Una fría punzada interna hizo que Índigo olvidara la cautela, y pronunció el
nombre en voz alta sin darse cuenta. La cabeza de Jasker se alzó.
—¿Qué?
—Na... nada —El rostro de Índigo había palidecido—. Una palabra sólo; sim...
simplemente pensada en voz alta, por un momento...
—Dijisteis...
—Por favor. —Levantó las manos, con las palmas hacia fuera—. No tiene la
menor importancia.
La miró pensativo, luego se encogió de hombros.
—Como deseéis, saia.
Índigo y Grimya intercambiaron una secreta mirada, y cada una supo sin
necesidad de palabras lo que la otra pensaba. Némesis. Era la amenaza siempre
presente. El gusano en la envoltura de la propia alma de Índigo. Se había enfrentado a
ella en dos ocasiones, y en la segunda tan sólo la intervención de Grimya la había
salvado de cometer una estupidez que hubiera transformado en cenizas toda
esperanza. Pero en la primera ocasión, Grimya no estaba allí; Índigo había caído
víctima del orgullo, la arrogancia y la ambición que habitaban en su interior, todo lo
cual había llevado al mundo al borde de la condenación.
Si no fuera por la corruptora influencia del Charchad, las atrocidades que se
cometían en la región no se habrían producido. Sin embargo, si no hubiera sido por
ella, el Charchad no existiría, ya que los siete demonios producto de la humanidad
seguirían aún recluidos, como lo habían estado durante tantos siglos, en la destruida
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Torre de los Pesares. Siete demonios, de los cuales este pervertido diablo no era más
que el primero. Y la suya era la mano que los había liberado...
—¿Índigo?
Levantó la vista y advirtió que Jasker seguía mirándola. Sus ojos estaban más
calmados ahora y le dijo:
—Estáis angustiada. ¿No podéis confiármelo?
Aunque estuviera loco, pensó, era un buen hombre. Y aunque no podía contarle
toda su historia, sus objetivos eran los mismos.
Le contestó:
—No puedo confiarme a vos, Jasker; no en la forma en que pensáis. Pero poseo
mis propias razones para compartir vuestra necesidad de obtener el desquite. —
Involuntariamente sus puños se apretaron con fuerza y se inclinó hacia él—.
Habladme del Charchad. Contadme todo lo que sabéis de ellos, todo lo que sabéis del
poder que poseen. Quiero destruirlos, Jasker. ¡Quiero verlos desaparecer de la faz de
la tierra!
Una lenta sonrisa apareció en la boca del hechicero, y asintió.
—Creo que os comprendo, saia. Quizás en la misma medida en que Ranaya os ha
enviado para que me ayudéis en mi causa, también me ha encomendado a mí que os
ayude en la vuestra. —Vaciló, luego se puso en pie—. Queréis que os cuente todo lo
que sé del Charchad. Haré mucho más que eso: os lo mostraré. Desde aquí, hay
varios senderos que conducen al corazón de las montañas, donde están las minas. Y
hay algo más; algo que debéis ver con vuestros propios ojos. —Su rostro adoptó una
expresión torva—. Ello os dirá más sobre el Charchad de lo que podrían hacerlo las
palabras.
Ella empezó a incorporarse.
—Entonces no perdamos tiempo. Quiero...
—No aún. —Alzó una mano—. No debemos arriesgarnos a que nos vean;
debemos esperar hasta que el sol se ponga y la luz empiece a desvanecerse. —Sonrió
con un ligero vestigio de irónico humor—. Además, es una ardua ascensión para
alguien que no está acostumbrado a ello, y no resulta aconsejable con el calor de la
mañana. ¡No tengo intención de perder a mi única aliada por una insolación! No; lo
mejor que podemos hacer es dormir algunas horas y recuperar nuestras energías.
La voz de Grimya en la mente de Índigo se unió al razonamiento.
«Tiene razón», dijo la loba enfáticamente. «Apenas si hemos dormido desde que
abandonamos Vesinum. Estoy cansada. Tú estás cansada. Lo que este hombre quiere
mostrarnos no se escapará mientras descansamos. »
Índigo hubiera querido discutir, pero comprendió que tanto Jasker como Grimya
le aconsejaban lo más prudente. Y de este modo, después de inspeccionar al poni que
estaba atado a la sombra de un pasadizo exterior, se acomodó sobre su manta doblada
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con Grimya a su lado. Jasker, con un decoro que la conmovió, insistió en que se
encontraría igual de bien en otra cueva, y marchó con la promesa de despertar a
Índigo tan pronto como fuera el momento oportuno para partir.
Cuando se fue. Índigo apagó todas las velas excepto una, y la caverna se sumió en
una profunda penumbra. Se tumbó de espaldas, no muy segura de poder dormir, pero
decidida a intentarlo, y Grimya se instaló con el hocico sobre las patas delanteras.
Durante algunos minutos se produjo un completo silencio; luego la loba proyectó un
pensamiento.
«Sigo sin confiar en él. »
La joven levantó la cabeza.
—¿En quién? ¿En Jasker?
«Sí. Hay algo que no está bien. Puedo olerlo, pero aún no puedo verlo. »
—Todavía estás enojada con él porque piensas que nos quería hacer daño, eso es
todo. No hacía más que defender su territorio, Grimya, como haría cualquier lobo.
«No es sólo eso. Hay algo más. » La cola del animal se agitó. «Está loco. He visto
colores en su mente que no debieran estar allí; colores malos. » Levantó los ojos con
expresión desdichada. «Ten cuidado. Índigo. Existe un gran peligro aquí, y no está
donde podríamos esperar encontrarlo. »
—¡Oh, Grimya... ! —Índigo se estiró hacia ella y le acarició el pelaje, en un
intento por animarla—. Sí, Jasker está loco, en cierta forma; pero ha sufrido mucho.
Lo que importa es que puede ayudarnos a encontrar y destruir al demonio. —Hundió
los dedos aún más en el pelaje de Grimya—. Solas, no creo que fuéramos lo bastante
fuertes. Lo necesitamos. Lo mismo que él nos necesita a nosotras.
«Lo sé. Pero de todas formas... debes tener cuidado. »
—Lo tendré.
«Promételo. »
—Lo prometo. Duérmete, ahora.
La loba se removió; luego apoyó de nuevo la cabeza en las patas. La respiración
de Índigo no tardó en volverse más superficial y lenta a medida que se hundía en el
sueño, pero durante un rato el animal permaneció despierto, sumido en sus ideas y
vigilando a su amiga con ojos preocupados.
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engrasada y limpia, y la naturaleza mecánica de aquella tarea lo ayudaba cuando
necesitaba, igual que ahora, pensar.
Las imágenes que habían surgido tempestuosamente del subconsciente de Índigo
durante la prueba de la verdad, junto a la fumarola, lo habían aturdido y horrorizado a
la vez. Y Jasker era lo bastante honrado como para reconocer que, mezclado con su
respeto y sentido del compañerismo por la muchacha, había también una buena dosis
de temor, ya que había visto con toda claridad la mano de la Madre Tierra sobre ella.
Y, sin embargo, percibía que la visita de la diosa era un castigo más que un don. Lo
que Índigo hubiera hecho para merecer la carga que sobrellevaba no era problema
suyo, e investigar más de lo que ya había hecho resultaría casi un sacrilegio. Pero, de
todas formas, existían preguntas en su mente cuya respuesta hubiera dado mucho por
conocer.
Una palabra que Índigo había pronunciado carcomía su mente. Némesis. Jasker
no sabía si tenía algún equivalente en su lengua, pero estaba claro que su significado
era mucho más importante de lo que la muchacha estaba dispuesta a admitir. Había
tenido una visión fugaz de la misma palabra como una imagen fragmentada en la
oscuridad que rodeaba la parte más íntima de su ser, y con ella una fugaz impresión
de un rostro malvado, que era y a la vez no era Índigo. Eso, y una sensación de algo
plateado.
Plata. No tenía sentido. No obstante, de una forma indefinible aquello era el
terrible y eterno vínculo de Índigo con los espíritus de amigos queridos y perdidos, y
con uno en particular. Jasker había oído su nombre en forma de agonizante grito en Ja
mente de la joven, y éste había enviado por respuesta una cuchillada de dolor que
había atravesado el ánima del hechicero. También él había conocido la tortura de ver
morir al ser amado; pero en el espíritu de aquella muchacha de las tierras
meridionales, de cabellos prematuramente encanecidos y ojos cansados, acechaba
algo que iba más allá del dolor, la culpa y la amargura, un sufrimiento que jamás
comprendería.
Jasker se dio cuenta, de repente, de que corría peligro de romper su propia
tradición. Con un gesto tan rápido y familiar que apenas advirtió, pasó la palma de
una mano por la hoja de la recién bruñida cimitarra. La sangre brotó del largo y
superficial corte y el dolor lo devolvió rápidamente a la tierra. Apretó el puño con
fuerza. La mano le escocía y unas pocas gotas de sangre cayeron sobre el suelo de
piedra. Mejor. Penetrar más en la vida de Índigo de lo que ya había hecho significaba
una violación de su propia disciplina, y no debía tolerar más errores: podría ofender a
la diosa.
Depositó la cimitarra en el suelo y se apoyó en la pared. Una extranjera que
deambulaba por el mundo y una loba que, evidentemente, comprendía la lengua de
los humanos y —no estaba seguro, pero tenía grandes sospechas— era capaz de
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comunicarse telepáticamente. Extraños aliados para su causa; pero él no era quién
para cuestionar las decisiones de Ranaya. Contempló de nuevo el corte de su mano y
esbozó una ligera sonrisa.
—Sois una dama misteriosa, ¡oh Ranaya, Señora del Fuego! —dijo, su voz llena
de amor y reverencia.
De algún lugar en lo más profundo de aquel conjunto volcánico escuchó un débil
fragor, como si las viejas rocas fundidas que dormían en las entrañas de la tierra lo
hubieran oído y le contestasen. El sonido se desvaneció y todo quedó en silencio. El
hechicero dejó que su cabeza se recostara contra la cálida pared de la cueva al tiempo
que cerraba los ojos para dormir.
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l sol era un malicioso ojo rojo que lo contemplaba todo a través de una calina
E que oscurecía la perspectiva y convertía en irreal la distancia, cuando Índigo y
Jasker —con Grimya a poca distancia— salieron de un estrecho desfiladero y
llegaron a las descubiertas laderas situadas cerca de la cima de la Vieja Maia. La
Vieja Maia, había explicado Jasker, era el más meridional de los tres gigantescos
cráteres, conocidos como Las Hijas de Ranaya, que dominaban la zona volcánica, y
desde sus enormes estribaciones era posible divisar todo el valle minero situado en el
centro de las montañas.
A aquella altura la atmósfera estaba relativamente limpia, y un viento caliente y
árido soplaba desde el sur. Jasker se sentó al abrigo de un afloramiento de magma
petrificado que la brisa había erosionado hasta convertir en una fantástica escultura, e
hizo una señal para que Índigo y Grimya hicieran lo mismo.
—Unos minutos de descanso nos vendrán bien ahora —dijo—. Y preferiría que el
sol descendiera un poco más antes de avanzar hacia la cara norte.
La loba se dejó caer al suelo inmediatamente, pero Índigo permaneció en pie
durante algunos momentos inspeccionando los alrededores. Por todas partes el cielo
mostraba un color azufre y resultaba inquietantemente monótono. La calina había
reducido el sol hasta alcanzar el tamaño de una borrosa y distorsionada bola de fuego.
Más cerca no se veía nada, excepto las montañas desnudas, un paisaje
sobrenatural de contornos ásperos, colores fuertes y afiladas sombras. No había ni
una brizna de hierba, ni una hoja, ni la menor señal de movimiento. Tan sólo los
huesos pelados de una tierra muerta.
Encogió los hombros para reprimir un escalofrío y comentó con asombro:
—Ni siquiera hay pájaros.
Jasker levantó la cabeza.
—¿Pájaros? —Lanzó una corta y amarga carcajada que sonó como un ladrido—.
No, ya no existen pájaros ahora. Los pocos que conseguían sobrevivir aquí: en su
mayoría aves de presa, o carroñeros, se extinguieron, porque salir del cascarón sin
ojos, sin plumas o sin alas no ayuda mucho a volar. Y aquellos que hubieran podido
llegar del exterior pronto descubrieron que era mejor no hacerlo.
Índigo dirigió una rápida mirada a Grimya, que escuchaba con gran atención las
palabras de Jasker.
—¿Y animales? —preguntó.
Él se encogió de hombros.
—Existen todavía algunos, aunque dudo que pudierais reconocerlos. Y algo de
vegetación, aunque no en las laderas más altas. La mayoría de las cosas que crecen o
corren por aquí son todavía comestibles, si uno toma ciertas precauciones y no es
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excesivamente delicado.
Grimya comentó en silencio a la joven:
«Vi algo mientras subíamos por el desfiladero. En un principio pensé que se
trataba de una cabra, pero era muy pequeña y no tenía más que un cuerno; además,
carecía por completo de pelo en la cabeza. » Se detuvo unos instantes. «No era algo
agradable de contemplar, y no hubiese querido comérmela. »
Índigo no contestó, pero el comentario de la loba dio en el blanco. Mutación,
envenenamiento, muerte... Miró de nuevo al cielo y descubrió que el sol era apenas
visible sobre la parte más lejana de las montañas. La perspectiva variaba a medida
que la luz se desvanecía; y ahora, rivalizando con la puesta de sol, pudo ver las
primeras señales de una luminiscencia más fría en el norte, un resplandor anormal
que se reflejaba desde el cielo y adquiría fuerza poco a poco.
Jasker la vio entrecerrar los ojos mientras contemplaba el misterioso y lejano
reflejo.
—Ah, sí —dijo en voz baja—. Nuestro visitante nocturno. El poder y la gloria de
Charchad. —Se puso en pie, mirando con fijeza hacia las laderas cada vez más
oscuras—. Es hora, creo, de completar nuestro viaje. Índigo. Y cuando lleguemos a
nuestro definitivo punto de observación, podréis ver por vos misma lo que el
Charchad es en realidad.
La muchacha se puso en pie. Por encima de sus cabezas el frío resplandor
empezaba a extenderse ahora, y cuando miró hacia el oeste vio cómo el último y
llameante borde del sol desaparecía bajo las desiguales cumbres. Las sombras que los
rodeaban se entremezclaron y desembocaron en una uniforme penumbra gris pálida.
Mientras sus ojos se adaptaban a la nueva oscuridad, advirtió que el aire parecía
teñido de una débil fosforescencia que oscilaba en el límite del espectro visible. Y de
repente, a pesar del polvoriento calor, sintió frío.
Las laderas que los condujeron a la cima de la Vieja Maia eran lo bastante suaves
como para no representar ningún peligro real, ni siquiera con el engañoso resplandor
del cielo septentrional que iluminaba su camino. Y cuando, por fin, llegó detrás de
Jasker a la estrecha cresta de la cumbre más elevada del volcán. Índigo no pudo hacer
otra cosa que contemplar asombrada, en silencio, la escena que se ofrecía ante sus
ojos.
Inmediatamente a sus pies, la cara norte de la Vieja Maia se hundía en una pared
de roca pelada cubierta de grotescas señales que ríos de magma derretido habían
grabado en ella siglos atrás. El cráter, algo a la derecha, abría una enorme y
estrambótica cicatriz a medio camino de la ladera de la montaña: una garganta
vertiginosa que culminaba en una inmensa y amenazadora boca negra, la cual parecía
colgar sobre el valle.
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Pero fue el inmenso valle lo que paralizó la atención de Índigo y eclipsó por
completo el dramático cráter: al bajar la mirada hacia él hubiera fácilmente creído
que contemplaba una escena inspirada en el infierno.
Se veía luz abajo: la sulfurosa luz amarillenta de las antorchas que se hallaban
colocadas en lo alto de postes de hierro, un centenar o más de ardientes faros de luz.
Y éstos iluminaban un caos hirviente y humeante de niebla mezclada con humo, de
vapores y de agotadora actividad. Formas enormes y anormales surgían del miasma;
masivos entramados de puntales y vigas, grandes pescantes de hierro que se alzaban
hacia el cielo como monstruos sobrenaturales, plataformas móviles, sostenidas por
titánicas ruedas, que traían a la mente imágenes de creaciones prehistóricas de
pesadilla. Y, apenas visibles por entre aquella nube de humo, brigadas de figuras
humanas trabajaban en medio de aquella neblina repugnante y de su resplandor
fantasmagórico, como habitantes irracionales de un enorme hormiguero.
La roca vibraba bajo los pies de Índigo. Antes no se había dado cuenta de ello,
pero ahora lo percibía: un gigantesco y subterráneo latido por debajo de la capacidad
auditiva, que palpitaba en la montaña como un fantasmal e irregular corazón. Estaban
contra el viento que soplaba del valle y el ruido de las minas se alejaba de ellos; pero
el sordo tronar subterráneo le dijo a la muchacha que, desde algún lugar más cercano,
aquel caos de sonido haría temblar la tierra.
Sintió la mano de Jasker sobre su hombro y notó que había empezado a tiritar de
forma incontrolada. Se sobrepuso con un esfuerzo, para luego mirar con atención más
allá del humo, de la maquinaria y de las diminutas figuras que trabajaban sin cesar, en
dirección a la parte más lejana del valle. Allí había también más máquinas, extrañas
siluetas que vomitaban nubes de vapor hirviendo saturado de colores nauseabundos.
Detrás de ellas, el rugiente calor que emanaba de tres gigantescos hornos al rojo vivo
teñía la noche, reflejándose violentamente en las brillantes aguas del río que cruzaba
el valle en su viaje hacia el sur.
Y más allá de los hornos, de las máquinas y del río, detrás de la imponente pared
que cerraba el extremo más lejano de aquel valle volcánico, relucía el lúgubre y
fantasmagórico resplandor de aquella misteriosa luz septentrional.
Índigo apretó con fuerza los dedos de Jasker.
—El origen...
—Sí. Está justo detrás de aquella cordillera de allí, en el Valle de Charchad.
La joven apartó la mirada de la turbulenta escena que se desarrollaba a sus pies.
Grimya seguía con los ojos clavados en las minas y las orejas pegadas a la cabeza, los
ojos enrojecidos por el reflejo de la luz. De la mente de la loba no le llegaba ningún
pensamiento coherente, sólo una muda sensación de angustia, e Índigo sintió una
oleada de amargo remordimiento cuando de nuevo la asaltó la misma sensación de
culpa: Si no hubiera sido por mí...
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—Habladme de esto, Jasker. —Su voz sonaba ronca a causa de la furia contenida
—. Contadme qué es esa cosa y cómo nació.
El hechicero miraba al valle otra vez. Al cabo de unos instantes asintió con la
cabeza y se agachó sobre una repisa de lava que sobresalía de la ladera. La muchacha
siguió su ejemplo, y el hombre inició su historia.
—Hace cinco años se produjo un corrimiento de tierras en uno de los valles más
alejados, más allá de aquella barrera de montañas. El valle recibía el nombre de
Charchad; no hacía mucho se habían descubierto allí varias vetas de cobre muy
prometedoras, y había muchos hombres: mineros concesionarios, en su mayoría,
aunque algunos de los consorcios más importantes empezaban a interesarse, haciendo
prospecciones para ver hasta dónde llegaban los filones. Sea como fuere, el valle se
derrumbó, y se abrió un pozo enorme en su fondo. —La miró de soslayo—. El pozo
relucía. No como una hoguera o como un horno, sino con un cegador brillo verde.
Hablé con algunos de los que fueron a verlo durante los primeros días después de su
aparición, y me dijeron que era como si el mismo sol hubiera caído a la tierra; no
podían mirarlo directamente. —Se detuvo y se pasó la lengua por los resecos labios
—. Algunos lo intentaron y, como resultado, se quedaron ciegos.
—¿Y los hombres que trabajaban en el valle? —preguntó Índigo.
—En un principio se creyó que nadie había sobrevivido a la catástrofe. Nos
llamaron a nosotros, los sacerdotes, para que rezáramos por el alma de los muertos y
los ayudásemos a llegar cuanto antes a los brazos de Ranaya. —Jasker se estremeció
—. Hubo tanto dolor, tanta aflicción... En aquel momento pensé que nunca volvería a
presenciar tanta desgracia. Si hubiera sabido lo que iba a suceder después... —El
hombre lanzó un suspiro, luego su expresión se endureció—. Pero hubo un
superviviente: un individuo llamado Aszareel. Salió del valle al día siguiente del
desastre, y llevaba una vara hecha de una sustancia que nadie había visto nunca. Un
mineral brillante, una cosa que relucía con un frío resplandor verdoso. No tenía ni un
rasguño. Y fuera lo que fuese lo que le hubiera sucedido, lo que hubiera
experimentado en aquel lugar, yo, por lo menos, creo que ya no era un ser humano.
»Aszareel anunció que había tenido una revelación. El pozo, dijo, era la fuente de
un nuevo poder en la región: el poder de Charchad, y él era el avatar elegido. Su
milagrosa supervivencia probaba las intenciones de Charchad; éste le había ordenado
que regresara y exigiera que todos le juraran lealtad. Aquellos que no lo hicieran, dijo
Aszareel, serían condenados para siempre.
Índigo lo miró de hito en hito.
—¿Y la gente le creyó?
Jasker sonrió gravemente.
—Lo que fuera que cambió a Aszareel le proporcionó también un carisma que
resultaba increíble. Vi al hombre en varias ocasiones: era como un torbellino. Índigo;
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un torbellino de intensa energía que atraía las miradas y las mentes, incluso quizá los
espíritus, de todos los que se cruzaban en su camino. Si todos los hombres, mujeres y
niños de Vesinum se hubieran arrojado a sus pies no me habría asombrado.
»Pero no fue así. Con carisma o sin él, se necesitó algo más que Aszareel para
apartar a los mineros y a sus familias de Ranaya. Hubo algunos, desde luego, que se
contagiaron de su entusiasmo desde el principio, pero su número era reducido... hasta
que empezaron las enfermedades y las muertes.
La joven inspeccionó de nuevo el valle. La noche había caído por completo ahora,
aunque el paisaje quedaba teñido por el resplandor mortecino de las antorchas, el
brillo de los hornos de fundición y el macilento fulgor que emanaba del lejano valle
de Charchad.
—Empezó con los hombres que trabajaban en los accesos de las minas de las
laderas situadas más al norte —continuó Jasker—. Sus cuerpos se deformaron, la piel
se les caía, los ojos se les pudrían en las cuencas. Ningún médico podía ayudarlos.
Luego, los que trabajaban en los hornos empezaron a sucumbir. Las aves y los
insectos desaparecieron; los animales morían o sufrían procesos de mutación. La
hierba dejó de crecer. Y la gente se asustó. Mineros y fundidores se negaron a trabajar
en las montañas, y durante un tiempo pareció como si todos los trabajos fueran a
abandonarse por falta de hombres dispuestos a desempeñarlos.
»Pero entonces Aszareel empezó a predicar en Vesinum. Declaró que aquella
enfermedad no era una plaga, sino una bendición; que los que caían víctimas de ella
eran los predilectos de Charchad, porque tenían la fe y el valor de desafiar a los valles
donde sus cobardes compañeros habían fracasado. Empezó a demostrar poderes —
eran trucos de prestidigitador, apenas dignos de un neófito, pero que para el
ignorante, el supersticioso y el atemorizado resultaban más que suficiente— que,
según dijo, eran el regalo de Charchad a los favorecidos. Y exhortó a los mineros a
regresar a las montañas, a ofrecer sus mentes y cuerpos a la gloria del nuevo poder y
de esta forma salvarse. —Se interrumpió, luego se volvió y escupió de forma
deliberada sobre la piedra a algunos centímetros de distancia.
»¿Qué elección tenían estos hombres? Sin las minas, sin mineral para fundir y
vender, su única perspectiva era morir de hambre. Sin embargo, si regresaban, si se
exponían a lo que existía en el valle de Charchad, ellos también enfermarían o
sufrirían mutaciones. De modo que empezaron a creer lo que Aszareel les había
dicho; que la enfermedad era una señal de bendición, que mediante el sufrimiento
serían elevados, transformados, salvados. Se vieron obligados a creerle, ya que era su
única esperanza.
Índigo asintió con la cabeza. Seguía con la vista fija en el valle, aunque sus ojos
no miraban nada en concreto.
—Así que el culto creció —dijo en voz baja.
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—No creció simplemente; entró en erupción. Los mineros regresaron al valle y
dieron de comer a sus familias; y cuando la enfermedad los azotó y sus hijos nacieron
mutantes, escucharon a Aszareel y a sus acólitos, que les decían que ellos eran los
elegidos. A los que disentían se los hizo callar a gritos; y antes de que pasara mucho
tiempo el culto era lo bastante fuerte para empezar a exigir lealtad. —Los labios de
Jasker se contrajeron—. Siempre existen oportunistas, hombres que se aferrarían a
cualquier posibilidad de obtener poder sobre sus compatriotas para su propia
exaltación. A Aszareel no le faltaron lugartenientes que continuaran su causa con el
más ardiente celo.
Con un aguijonazo de repugnancia. Índigo recordó al capataz, Quinas. Empezó a
decir:
—Había un hombre que encontré...
Pero se interrumpió en mitad de la frase, cuando un rayo de una luz intensísima
iluminó de repente la cara de la Vieja Maia a sus pies. Grimya lanzó un aullido de
alarma. La joven maldijo en voz alta y se echó hacia atrás involuntariamente cuando
la luz pasó rozando junto a ellos y recorrió las laderas superiores del volcán. Por un
instante la montaña bostezó como un monstruo al que se acabara de despertar bajo la
luz del rayo; luego ésta se desvaneció.
—¡Que Ranaya incinere sus huesos: están barriendo las montañas! —Jasker gateó
hacia atrás y se tumbó plano sobre el suelo; al ver que Índigo parecía estar a punto de
ponerse en pie la agarró por el brazo y tiró de ella con fuerza—. ¡Echaos al suelo!
¿Queréis que os vean?
Un segundo rayo acuchilló la noche, más arriba esta vez. La muchacha lo vio
venir y agachó la cabeza justo un momento antes de que brillara sobre el lugar donde
ella había estado de pie. Grimya gruñó, y los pelos se le erizaron en actitud defensiva;
Índigo miró al hechicero.
—En el nombre de la Madre, ¿qué demonios era eso?
—Están dirigiendo haces de luz hacia las montañas, para descubrir si hay alguien
en sus cimas.
—¿Haces de luz? —preguntó incrédula—. Pero ¿cómo pueden hacerlo?
Un nuevo y resplandeciente rayo atravesó la oscuridad. Índigo se agachó y se
pegó al suelo instintivamente, pero esta vez la luz barrió en dirección este, pasando
por alto el lugar donde se encontraban.
—Mirad con atención el círculo exterior de antorchas —repuso Jasker—. Junto a
cada una de ellas veréis un enorme disco de metal... ¡Ahí! —Un nuevo rayo hizo su
aparición e inició su vacilante búsqueda—. ¿Lo veis? Están hechos de cobre muy
pulimentado, y los utilizan para reflejar la luz sobre las rocas.
Tuvo el tiempo justo de vislumbrar una momentánea refracción cegadora cuando
el resplandor de la antorcha cayó sobre una gigantesca lámina de metal, allá abajo.
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Los discos giraban —apenas era posible distinguir las diminutas y esforzadas figuras
que giraban alrededor del gran cabrestante—, y se dio cuenta de que la escala de
aquellas cosas debía de ser enorme si podían enviar la luz con tanta fuerza y a tanta
distancia.
—Pero no tiene el menor sentido —dijo—. ¡Aunque los haces de luz revelaran la
presencia de alguien en las montañas, no podrían esperar verlo desde tan lejos!
—Oh, claro que podrían. Con la gran lente. —Y al advertir su expresión de
desconcierto, se removió en el sitio y hurgó en su cintura hasta que consiguió
desenganchar lo que parecía un cilindro de latón.
Índigo lo había visto colgar de su cinturón cuando abandonaron la caverna, pero
no le había concedido demasiada importancia, dando por sentado que se trataría de
algún símbolo sacerdotal: una enseña de su cargo, quizás.
Ahora, no obstante, lo contempló con más atención, y dio un brinco de sorpresa
cuando Jasker hizo girar un extremo del cilindro y extrajo otro interior, que dobló la
longitud del instrumento.
—Un catalejo —dijo—. ¿Seguro que habéis visto alguno antes? Si se sostiene
frente al ojo le permite a uno ver objetos que están muy lejos.
Aquello le trajo a la memoria un viejo recuerdo: una curiosidad que su padre
había recibido en una ocasión como regalo por parte de los parientes de su madre, en
el este. Un pequeño tubo de plata, con filigranas y piedras preciosas incrustadas... Lo
llamaban de otra manera, pero el principio era el mismo. El rey Kalig lo había
considerado tan sólo un juguete complicado, sin el menor valor práctico; para cuando
uno hubiera acabado de ajustarlo, enfocarlo y encontrar lo que buscaba —había dicho
—, la presa probablemente estaría ya a más de un kilómetro del alcance de las
flechas. No obstante, lo había conservado, ya que no deseaba parecer descortés ante
los parientes de su esposa; pero jamás lo había utilizado, ni tampoco había permitido
a sus hijos que jugaran con él, por si perjudicaba la salud de sus ojos.
—He visto uno, sí —respondió Índigo.
—Bien, pues imaginad la misma cosa pero a una escala enorme. Un tubo tan
largo como la estatura de un hombre, montado sobre una mesa que puede girar. —
Hizo una mueca—. Podrían distinguir una mosca sobre la ladera de la Vieja Maia con
eso, si aún quedaran moscas.
Pero ella todavía no lo comprendía del todo.
—Pero ¿por qué quieren escudriñar las montañas? Ya sé que no les gusta la
presencia de intrusos, pero...
—Los intrusos no tienen nada que ver con ello. Es a sus propios hombres a
quienes vigilan, a los mineros que intentan huir.
—¿Huir?
El rostro de Jasker tenía una expresión severa.
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—Ya os he dicho que el Charchad es ahora lo bastante poderoso como para
obtener conversos por la fuerza allí donde la persuasión fracasa. Todavía existen
algunos que aman a Ranaya y se niegan a jurar lealtad a la monstruosidad de ese
valle, hombres como el esposo de Chrysiva. Pero ahora que toda pretensión de libre
albedrío ha sido dejada de lado, tales «infieles» se ven obligados a trabajar junto a sus
compañeros quieran o no. Unos pocos tienen el valor de intentar escapar. Ninguno,
por lo que yo sé, lo ha conseguido aún.
Índigo permaneció en silencio. Junto a ella, Grimya se hallaba tumbada con la
cabeza sobre las patas delanteras. Parecía tener los ojos clavados en la oscuridad,
pero la joven tuvo la sensación de que la loba no veía nada, de que su mente no
estaba totalmente pendiente de las palabras de Jasker. No muy segura, proyectó una
pregunta con suavidad.
«¿Grimya? ¿Qué te preocupa?»
El animal parpadeó y, a pesar de que su cabeza no se movió, sus ojos se clavaron
en el rostro de la muchacha.
«¿Por qué hacen cosas así? Hombres que envían a otros hombres a la muerte.
Hombres que se alegran de su propia enfermedad. ¿Por qué. Índigo? ¿Qué poder
puede desear que sucedan tales cosas? Se lo preguntaría a este hombre, pero es
inútil; no sabe que puedo hablar a los humanos. Pregúntale por mí. Quiero
comprenderlo. »
«Lo haré. »
Era exactamente lo que ella había querido preguntar, pero Grimya lo había
articulado de una forma mucho más simple de lo que ella hubiera podido hacerlo.
Miró al hechicero.
—¿Qué es el Charchad, Jasker? —Con una mano indicó el lúgubre paisaje que se
extendía a sus pies—. Poseen un dominio absoluto; obligan a los hombres a trabajar
contra su voluntad; castigan a los supuestos pecadores encerrándolos en ese valle
diabólico. Pero ¿por qué? ¿Qué esperan obtener con ello?
Jasker meneó la cabeza.
—No lo sé. ¿Poder? ¿Dominio? ¿Quién puede decir lo que mueve a tales mentes
depravadas? —Jugueteó con el catalejo—. También nos podríamos preguntar sobre la
auténtica naturaleza de lo que se oculta en el valle.
La muchacha sintió como un nudo en la garganta; la respuesta estaba clara,
aunque no quiso reconocerlo.
—¿De modo que no lo habéis visto por vos mismo?
—No. Un pozo resplandeciente; eso es todo lo que sé sobre él. Pero hay algo
maligno ahí, algo más siniestro de lo que alcanzo a comprender, y es poderoso. —Sus
ojos se iluminaron con fuerza—. Podéis llamarlo demonio.
Un demonio. Jasker tenía más razón de lo que pensaba... Recuerdos recientes se
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agitaron con fuerza en la mente de Índigo, y se volvió de nuevo hacia el hechicero,
hablando con más brusquedad de lo que pretendía.
—Vuestro aparato, el catalejo. Dejadme mirar por él, Jasker. Dejadme ver lo que
puede hacer.
El hombre hizo un gesto de asentimiento y le entregó el tubo de latón.
—Como queráis. Pero no posee nada parecido al poder de las grandes lentes que
utilizan allá abajo.
—No importa. —Tomó el instrumento y se lo acercó al ojo derecho—. Decidme
qué hay que hacer.
La mano de él se cerró alrededor de la suya.
—Hay que dirigirlo, de esta forma, hacia la zona que se quiere inspeccionar.
Cuando se tiene una imagen a la vista, se hace girar el cilindro exterior hasta que ésta
resulte clara.
Grimya inquirió:
«Índigo, ¿qué sucede? ¿Por qué tanta prisa?»
Pero la muchacha no le pudo contestar. Estaba absorta en las complejidades del
catalejo, fascinada y no poco atemorizada por todo lo que alcanzaba a ver a través de
su lente. Dirigió el instrumento hacia los lejanos hornos de fundición, y tuvo que
hacer un esfuerzo para no echarse atrás cuando enfocó, de repente, la oleosa
superficie del río: reflejaba con tanta fuerza las llamas de los hornos que daba la
impresión de que las mismas aguas poseían vida. Enfocó un poco más allá —se
arrastró sobre los codos, sin darse cuenta siquiera de que la roca le arañaba la piel— y
vio la pared norte del valle, resquebrajada y agujereada, con un malsano resplandor
verdoso derramándose por sus laderas. Levantó la lente un poco, y lanzó un
juramento cuando la imagen quedó absorbida por una luminiscencia nacarina que
inundó su campo visual y borró todo detalle. El fulgor proveniente del valle de
Charchad. Pero no consiguió ver lo que había más allá de sus límites, no pudo
vislumbrar la menor señal que le diera una idea sobre la naturaleza del demonio que
buscaba.
—Índigo. —Jasker posó su mano sobre el brazo de ella y la sacó de sus
preocupaciones—. Hay que tener cuidado. Incluso la luz de Charchad resulta
peligrosa.
Ella hubiera querido responderle con amargura: No para aquel que no puede
morir, pero se mordió la lengua, y dejó que la lente se deslizara de nuevo sobre el río,
sobre el infernal resplandor de los hornos, y regresara otra vez a la principal zona de
excavación. Una antorcha se reflejó por un instante en una esquina de la lente y le
hizo pestañear; mantuvo firme la mano, hizo retroceder un poco más el punto de
mira...
Y se detuvo.
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Hombres, moviéndose por entre la basura y los escombros de una de las laderas
inferiores. Aumentados a proporciones humanas, se los veía encorvados, arrastrando
los pies para formar una larga hilera desigual, como guerreros poco dispuestos que se
reúnen antes de la batalla. Movió el catalejo unos centímetros y vio otras figuras
humanas con lo que parecían látigos de trallas largas colgando descuidadamente de
sus cintos; uno, dos... El cuerpo y la mente se le paralizaron cuando una de las figuras
adquirió la forma de un hombre de cabellos negros y actitud arrogante.
—¡Quinas! —Siseó el nombre en voz alta sin darse cuenta, y todos los músculos
del rostro de Jasker se tensaron.
—¿Qué?
A punto de repetir lo que había dicho. Índigo se contuvo. No podía estar segura;
el fosforescente resplandor nocturno atravesado por la luz de las antorchas resultaba
engañoso, y muchos hombres de aquella región tenían los cabellos negros.
—¡Índigo! —Jasker la agarró por el hombro y la sacudió con tal fuerza que el
catalejo se le escapó de la mano y rodó sobre las rocas produciendo un cierto
estrépito—. Ese nombre... ¿Cuál era?
Asustada y desorientada, lo miró parpadeando como un durmiente que acabara de
salir de su letargo.
—¿Qué... ?
—¿Dijisteis Quinas?
La atmósfera se cargó de repente.
—Un capataz de las minas —repuso Índigo—. Pensé... —Una ardiente e
indefinible emoción crepitó entre ambos—. ¿Lo conocéis?
El rostro del hechicero tenía un aspecto extraviado.
—Es el reptil que asesinó a mi esposa.
Grimya se incorporó de un salto y lanzó un aullido de angustia. Tanto ella como
Índigo sintieron la repentina oleada de ciega y ardiente cólera que brotó de la mente
de Jasker. Por un horrible instante la silueta del hechicero pareció arder; luego se dejó
caer otra vez sobre las rocas, cubriéndose el rostro con ambas manos.
—¡Nunca pensé que volvería a escuchar ese nombre! —Su voz sonaba
distorsionada por el dolor—. Lo creía muerto, pensé que Ranaya se habría vengado
de ese diabólico...
—Jasker!
Índigo lo sujetó por los hombros y lo sacudió con todas sus fuerzas, hasta que le
hizo perder el equilibrio. Unos ojos como brasas al rojo vivo se encontraron con los
suyos y la muchacha sintió una renovada oleada de furia demente: entonces Jasker
consiguió dominarse, y la miró con una expresión de desconcertado sobresalto.
—Quinas... —Su voz era un susurro áspero y apagado.
—Está vivo. Lo conocí en Vesinum; yo... —Se interrumpió, ya que no deseaba
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relatar las circunstancias de su encuentro—. Es un capataz de las minas, Jasker; eso
es lo que me dijo. Se están reuniendo hombres allá abajo, y hay otros con látigos.
—Está a punto de cambiar el turno. Antes de enviar de vuelta a los mineros, los
cuentan, por si... —El hechicero meneó la cabeza con violencia—. Quinas...
—Es el lugarteniente de Aszareel, ¿no es así? ¿No es así? —Lo sacudió de
nuevo, con furia.
—Sí. Uno de los que gozan de más favor.
—Entonces él sabrá el secreto de lo que se oculta en ese valle. Y él... —Se
detuvo, pensando con rapidez—. Jasker, ¿dónde está Aszareel ahora? ¿Todavía
predica?
Sacudió de nuevo la cabeza; parecía que el hombre empezaba a volver en sus
cabales.
—No..., no lo creo. Poco antes de que ellos..., poco antes de que yo huyera de
Vesinum, Aszareel desapareció. Se dijo que había ido al valle de Charchad para
recibir la gracia y ser transformado. —Hizo una mueca—. Eso es lo que dicen sus
acólitos, es la bendición final para los que le son fieles.
—Entonces, sin Aszareel para guiarlos, Quinas ocupa uno de los puestos más
altos en la jerarquía del Charchad.
—Sí.
Una desagradable sonrisa apareció muy despacio en el rostro de Índigo. Ella
también tenía una cuestión personal que arreglar con Quinas, aunque mucho menos
importante que la de Jasker. El capataz había sido el artífice de la desgracia de
Chrysiva...
Dijo entonces:
—Cuando cambia el turno, ¿se van los capataces junto con los hombres?
—No se van hasta al cabo de una media hora, más o menos.
—Entonces puede que lleguemos a tiempo. Jasker, debemos tenderle una trampa
a Quinas cuando abandone las montañas. Yo facilitaré el cebo, y vuestra hechicería
creará la trampa.
Los ojos de Jasker se iluminaron feroces.
—Daría cualquier cosa por vengarme de ese putrefacto engendro infernal... —Se
quedó mirando su mano cerrada—. Las cosas que le haría, cómo lo haría sufrir antes
de que muriera...
—No. —Índigo posó una mano conciliadora sobre su brazo—. Lo quiero vivo,
Jasker.
La miró con ojos atormentados.
—¿Vivo?
—Vivo y sin el menor rasguño. —Sintió cómo una perversa emoción se agitaba
en su interior, y sus dedos se cerraron con fuerza alrededor de los bíceps del hombre
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—. Cuando haya acabado con él, podéis matarlo tan despacio y dolorosamente como
os permitan vuestras habilidades. Pero primero quiero que me diga cómo encontrar a
Aszareel, ¡y cómo llegar al valle de Charchad!
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«¡No me importa el motivo!», dijo Grimya con desdichada vehemencia. «Debe de
existir otro modo. No puedes hacerlo. Índigo, ¡no puedes penetrar en ese valle!»
«Cálmate. » La joven intentó tranquilizar en silencio a la loba. «Si encontramos a
Aszareel, quizá no haya necesidad de tomar medidas tan drásticas. No veas
fantasmas donde puede que no haya ninguno. »
«Pero si no lo encontramos... »
«Entonces haré lo que deba hacer. Ya lo sabes, Grimya. No existe otra elección,
si es que queremos eliminar al demonio. »
—¿Índigo?
El susurro de Jasker interrumpió su privado intercambio. Índigo volvió la cabeza,
medio incorporándose del lugar donde estaba agachada al abrigo de un pliegue
rocoso. El hechicero surgió de la oscuridad y la muchacha vio una débil aureola
dorada que brillaba, como diminutas llamas espectrales, a su alrededor.
—Ya las he llamado. ¿Estáis lista?
Ella asintió.
—Decidme qué debo hacer.
Un sonido, tan tenue que podría haberlo imaginado, chocó contra sus oídos; era
un débil silbido, como si el aire a su alrededor se hubiera visto desplazado por manos
invisibles. Sintió un soplo cálido que pasó rozándole el rostro, y se irguió totalmente.
Jasker sonrió.
—Extended los brazos, como si fuerais un halconero que llamase a sus aves. No
os acobardéis: sentiréis algo de calor, pero nada más.
Hizo lo que se le decía y el hechicero cerró también los ojos, murmurando entre
dientes. Al cabo de unos instantes se produjo un vivo resplandor en el aire, y una
brillante bola de fuego verde se materializó sobre su cabeza. Estuvo flotando allí
durante unos segundos antes de retorcerse en pleno aire, dividirse y adquirir la
parpadeante forma de dos salamandras verdes y rojizas que se acomodaron en sus
extendidos antebrazos. Tal y como Jasker le había advertido, sintió una oleada de
calor procedente de sus cuerpos translúcidos; pero no era más que el hormigueante
calorcillo que se siente al estar sentado cerca de un buen fuego en el invierno. Unas
garras doradas se clavaron ligeramente en su piel; diminutos ojos, como piedras
preciosas, la miraron con una inteligencia diferente a la suya; y ardientes lenguas
color escarlata, de punta bífida, lamieron el aire y lo hicieron chisporrotear.
Índigo vio cómo Grimya retrocedía ante aquellos luminosos seres, pero ella, por
su parte, no sentía el menor temor; más bien una sensación de admiración por el
hecho de que tales criaturas estuvieran dispuestas a aceptarla de tal forma. Miró a
Jasker, con ojos brillantes, y el hechicero dijo:
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—Id, pues. Índigo. Estaré esperando.
Grimya lanzó un gañido: no le gustaba nada la repentina carga eléctrica que
adquirió la atmósfera cuando las salamandras alzaron la cabeza y sisearon. La joven
bajó los ojos hacia ella y sonrió tranquilizadora.
«Todo va bien, querida. No nos harán daño. Vamos ya: ve delante por el sendero.
»
Por un momento Grimya la contempló dubitativa, pero no respondió. En lugar de
ello dio la vuelta y se alejó corriendo. Índigo le dirigió un último saludo con la cabeza
a Jasker y la siguió.
Tomaron la ruta más corta que descendía por la ladera de la Vieja Maia; luego
subieron por el barranco en el que Índigo se había encontrado, en un principio, con la
fortaleza de Jasker y resiguieron a toda prisa el sendero que conducía de regreso al río
y a la carretera. Otras salamandras convocadas por el hechicero —diminutas llamas
vivientes que flotaban y danzaban a lo largo del camino las iban iluminando.
Avistaron las puertas de acceso a las minas justo cuando los últimos mineros subían
al carromato descubierto que les conduciría de regreso a Vesinum. Los capataces,
había dicho Jasker, saldrían dentro de una media hora, e Índigo y Grimya se sentaron
a esperar mientras el hechicero se retiraba para realizar sus preparativos.
El corazón de la joven latía de forma muy irregular cuando la entrada de la mina
apareció en su campo visual. Durante todo el trayecto montaña abajo, Grimya había
intentado persuadirla de su plan, e incluso Jasker le había aconsejado en un principio
que tuviera paciencia. Le dijo que si no dedicaba más tiempo a cuidar los detalles y
tomar precauciones correría un gran riesgo. Pero Índigo había hecho caso omiso de
ambos. Se les ofrecía una ocasión inesperada de coger por sorpresa a Quinas, y ella
no pensaba dejarla escapar. Al final había costado poco convencer a Jasker para que
aceptara su punto de vista; su propio odio por el capataz fue acicate suficiente.
Grimya, no obstante, seguía sin sentirse muy feliz: temía por la seguridad de su
amiga, y tan sólo la promesa de Índigo de que tomaría todas las precauciones posibles
había aplacado lo suficiente a la loba como para que consintiera, finalmente y de
mala gana, en tomar parte.
Delante de ella, el animal se había detenido en un lugar desde el que tenía una
buena visión del sendero que llevaba a la mina. La loba volvió la cabeza e Índigo oyó
su silenciosa llamada.
«Puedo ver el lugar. No se distingue a nadie aún. »
«Muy bien. Me acercaré más. »
Avanzó hasta que pudo vislumbrar la cabaña del guarda, una silueta angulosa
entre las sombras naturales de la pared rocosa; entonces Grimya le advirtió:
«No más cerca. Los pequeños dragones despiden mucha luz y te verían. »
La muchacha asintió y se agazapó detrás de un promontorio. El plan que le había
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esbozado a Jasker era muy simple, pero debía resultar efectivo; y, tal y como había
dicho, ella sería un cebo ideal para la trampa. Cuando se enfrentaron en Vesinum, fue
muy consciente de que Quinas la habría matado de buen grado, si no hubiera sido por
el hecho de que era una forastera, una desconocida que pudiera poseer más
influencias de las que las apariencias daban a entender. Delante de toda la población
de la ciudad no se hubiera arriesgado a cometer tal acto; esta vez, no obstante, sin
testigos y bajo la provocación a la que pensaba someterlo, contaba con una reacción
muy diferente.
La luz de una antorcha brilló de repente junto a la cabaña, y largas sombras se
proyectaron sobre el irregular suelo. Índigo se echó hacia atrás, apretando con fuerza
su espalda contra la pared, mientras Grimya, el vientre casi pegado al suelo, cruzaba
como una sombra a toda velocidad el sendero de la mina para desaparecer en la
oscuridad del otro lado. Unas voces y el ahogado golpear de cascos rompió el
silencio; luego se escuchó el metálico gemido de las puertas al abrirse. Al cabo de
unos momentos, tres hombres a caballo y con unos hachones salieron de las minas.
Reconoció a Quinas de inmediato. Iba en cabeza, con sus compañeros siguiéndolo
con aire deferente; a la luz de la antorcha su rostro era claramente visible. Una de las
salamandras lanzó un agudo y excitado chillido, e Índigo se plantó en el camino.
—¡Quinas!
Su voz resonó con fuerza entre las rocas. Los jinetes se sobresaltaron y detuvieron
en seco sus monturas. El aludido buscó el lugar del que procedía la voz; y su rostro se
quedó helado.
—Vos...
Índigo le sonrió con ferocidad.
—Tenemos una cuenta que saldar, capataz Quinas. ¡Pienso obtener una
satisfacción aquí y ahora!
Uno de los compañeros de Quinas siseó:
—En el nombre de Charchad, ¿qué son esas cosas?
El capataz levantó una mano, exigiendo silencio. Su caballo golpeó inquieto el
suelo, temeroso de las salamandras; él tiró con furia de las riendas para calmarlo y
dijo:
—Bien, saia Índigo. ¿Qué clase de truco es éste?
—No es ningún truco, escoria. ¡Son simplemente siervos de la Diosa Ranaya,
cuyo nombre vos y los de vuestra ralea habéis blasfemado!
Retrocedió, orquestando sus movimientos como ella y Jasker habían preparado de
antemano con mucho cuidado. Un paso, dos, tres; se detuvo.
—¿Qué sucede, Quinas? ¿Tenéis miedo de mis amigas? ¿Teméis que puedan
quemar vuestra retorcida y negra alma si os acercáis demasiado? —Las salamandras,
al escuchar la frase convenida, se alzaron sobre sus patas traseras, siseantes, e Índigo
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levantó los brazos—. ¡No esperaba menos de un cobarde seguidor de Charchad!
Los mutados ojos de Quinas brillaron enfurecidos.
—¡Hereje cachorro de furcia! —Espoleó su caballo hacia adelante, forzando al
animal cuando éste se mostró reacio—. Debiera haber acabado contigo en Vesinum...
—¿Arriesgar vuestro rastrero pellejo ante una mujer con un cuchillo? —se mofó
Índigo—. ¡No vos! Preferís mostrar vuestra hombría con niños indefensos, ¿no es así,
Quinas? Preferís patear e injuriar a pobres criaturas como la esposa del minero. ¡Le
resultan más fáciles de dominar a los gusanos de cloaca como vos!
Uno de los otros hombres dijo colérico:
—Quinas, dejadme...
Pero el capataz le hizo un nuevo gesto para que callara.
—Guarda silencio, Reccho —repuso, y sonrió fríamente—. Esta perra parece
decidida a buscar pleito tan sólo conmigo, y resultaría grosero no complacer a una
dama. —Tenía dominado el caballo, ahora, y empezó a hacerlo andar despacio y con
firmeza hacia Índigo—. Si está decidida a suicidarse es cosa suya; cuando haya
terminado con ella, puedes quedarte con sus restos, si es que te interesan.
«Grimya. » Índigo proyectó una silenciosa llamada. «¿Estás preparada?»
«¡Preparada!», llegó con rapidez la respuesta.
La muchacha dio otros dos pasos hacia atrás y dijo en voz alta:
—Lindas palabras, Quinas. ¡Pero carecéis del valor para ponerlas en práctica!
Las salamandras sisearon de nuevo, amenazadoras, y sus lenguas llameantes se
precipitaron fuera de sus bocas, Quinas hizo una mueca burlona:
—Vuestras amiguitas no me impresionan, perra. ¡Y no tardarán en abandonaros
cuando sufráis el castigo de Charchad por vuestra blasfemia!
Mientras hablaba, hundió con fuerza los talones en los costados de su caballo y el
animal saltó hacia adelante, relinchando en señal de protesta. Índigo había estado
esperando su intento de tomarla por sorpresa, y retrocedió a toda velocidad, mientras
las salamandras se alzaban sobre sus patas y lanzaban agudos chillidos, en el mismo
instante en que Quinas espoleó su caballo contra ella.
—Jasker! —resonó la voz de la joven—. ¡Ahora!
Una oleada de tremendo calor la golpeó hacia atrás cuando una blanca llamarada
surgió de la nada con la velocidad del rayo, chisporroteando por el sendero que se
abría frente a Quinas. Su caballo relinchó y empezó a dar vueltas. Al advertir el
peligro, el capataz torció la cabeza y les gritó a sus amigos que se alejaran.
«¡Grimya!»
Índigo utilizó toda la energía que pudo reunir en su grito telepático, y al instante
se escuchó un aullido de respuesta que salía de la oscuridad: el grito del lobo en
busca de presa. El caballo de Quinas se encabritó, atrapado entre el terror al fuego y
el terror a los depredadores, y de repente los dos compañeros del capataz penetraron a
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toda velocidad en el cañón, sus monturas desbocadas, mientras Grimya gruñía y
lanzaba dentelladas a sus patas. Los caballos chocaron, un hombre cayó al suelo, e
Índigo escuchó gritos procedentes de la entrada de la mina, los centinelas echaron a
correr para investigar lo que sucedía.
Las salamandras estaban al borde del histerismo ahora: chillaban y escupían
fuego. La joven se volvió para gritar en la oscuridad.
—Jasker! ¡Sólo Quinas..., sólo Quinas!
De la pared rocosa surgió una llamarada, dos columnas de fuego que atraparon a
los tres jinetes en una abrasadora jaula. Uno de los centinelas lanzó un alarido de
dolor al chocar contra la pared de fuego y retrocedió al momento. De repente, las
salamandras saltaron de los brazos de Índigo y atravesaron el aire. Por un instante se
convirtieron en veloces bolas de fuego verde, cegadoramente incandescentes; luego,
sus cuerpos recuperaron su forma, y con alaridos de triunfo cayeron sin piedad sobre
los atrapados hombres.
Aullidos inhumanos desgarraron el aire cuando las salamandras atacaron, el
sonido de hombres y caballos presas de un terrible dolor. La joven giró en redondo y,
en las tinieblas del cañón, detrás de ella, vio un contorno humano rodeado por un halo
de chispas, con los brazos levantados y la cabeza echada hacia atrás, mientras el
fuego chisporroteaba en sus manos extendidas.
—¡No, Jasker! —aulló, forzando al máximo sus pulmones—. ¡Lo quiero vivo!
Una salvaje negativa se estrelló contra su mente, y echó a correr hacia adelante,
precipitándose en dirección a la reluciente figura del hechicero.
—¡No, Jasker, no! ¡Decidle que se marchen! ¡Grimya, ayúdame!
Una forma oscura y delgada apareció sobre su cabeza, ascendiendo penosamente
la empinada ladera, y escuchó el aullido de respuesta de la loba. Llegaron hasta
Jasker a la vez y se arrojaron sobre él, sin prestar atención a las chispas y las llamas.
Cayó al suelo rugiendo enfurecido, e Índigo gritó:
—¡Salvad a Quinas! ¡En el nombre de Ranaya, salvad a Quinas!
Por un momento el hechicero se quedó inmóvil donde ellas lo sujetaban; su
atolondrada expresión mostraba sorpresa. Luego, como si alguien lo hubiera
abofeteado en pleno rostro, la inteligencia regresó a sus ojos.
—Ranaya...
Echó a Índigo a un lado, se incorporó como pudo y lanzó un agudo silbido. Unos
gritos de respuesta le llegaron desde el interior de la pared de fuego, y el hechicero
corrió, dando traspiés, hacia el pandemónium. La muchacha lo vio acercarse a la
pared y arrojarse a través de ella; al cabo de un momento reapareció sin el menor
rasguño, con un bulto informe sobre los hombros. Sus ojos se encontraron con los de
Índigo y ésta vio odio, veneno... Luego arrojó el chamuscado cuerpo de Quinas sobre
el suelo y se volvió de nuevo hacia el fuego. Alzó los brazos, gritó una palabra y un
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río de lava en forma de llamas cayó desde lo alto del despeñadero sobre los hombres,
penetrando en el cañón con un titánico y atronador rugido. Pedazos de llameante
magma salieron despedidos por los aires, girando sobre sí mismos; la roca fundida se
alzó como una enorme ola marina. Y, de repente, las llamas desaparecieron, y todo lo
que quedó fue una pared de seis metros de altura de sólida piedra pómez que relucía
con un apagado tono rojizo.
Índigo retrocedió tambaleante hasta apoyarse en la pared del cañón, tanteando en
busca de algún punto de apoyo que evitara que sus piernas se doblaran bajo su peso.
Grimya corrió a su lado y la muchacha apretó la cabeza de la loba contra su muslo. El
corazón le retumbaba bajo las costillas y le pareció como si no hubiera bastante aire
en el mundo para respirar. Por fin consiguió absorber una bocanada de oxígeno, y vio
a Jasker que se acercaba a ella despacio.
—Esos hombres... —Sentía la garganta irritada; tosió, intentando aclararse la
sensación de ahogo—. Ellos...
—Están bien muertos ahora. —La voz del hechicero carecía de toda emoción—.
Y los guardas de la mina no lograrán atravesar esa pared, incluso aunque no teman
intentarlo.
Algo parpadeó en la parte superior de la barrera que se solidificaba rápidamente,
y apareció una de las salamandras. Pareció escurrirse fuera de la roca, como un
conejo saliendo de un agujero, y durante un breve instante se quedó allí inmóvil,
contemplándolos. Luego, melindrosamente, mordisqueó algo que sujetaba entre dos
de sus garras, levantó la cabeza, y con su oscilante lengua se lamió el hocico. Emitió
un chirrido, un sonido conciliador, y después desapareció lanzando un destello.
Índigo sintió náuseas.
—Yo no tenía nada contra ellos...
—Eran seguidores de Charchad. Y las salamandras deben recibir su recompensa.
—Pero los caballos...
Los ojos de Jasker se clavaron en los suyos, y su voz se apagó cuando vio la
expresión del hombre.
—Tenéis a vuestro prisionero. Índigo —dijo con calma—. ¿No es eso lo que
queríais?
—Yo... —Pero era cierto; ella había hecho su elección y la responsabilidad era
suya—. Sí —murmuró.
Jasker golpeó con un pie la figura caída de Quinas.
—Lo mejor será ocuparse de él —dijo distante.
Ahora que todo había terminado. Índigo apenas podía decidirse a examinar a su
prisionero. Conteniendo las ganas de vomitar, se agachó a su lado y le dio la vuelta.
Sus manos, rostro y ropas estaban chamuscados y las puntas de sus cabellos
quemadas; aparte de esto parecía ileso.
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—Está inconsciente, pero vivirá —dijo Jasker.
—Sí. —La muchacha se incorporó—. Hemos tenido éxito..., la verdad es que
parece difícil de creer.
El hombre bajó los ojos hacia el inconsciente prisionero, luego meneó la cabeza.
—Fue sólo el primer paso. Tenemos un largo camino que recorrer todavía. —
Contempló el cañón que se perdía en la oscuridad delante de ellos—. No sirve de
nada perder más tiempo. Lo llevaremos a las cuevas; luego averiguaremos qué puede
decirnos. —Una siniestra sonrisa hizo que su rostro resultase más tétrico que nunca
en la penumbra—. Ése será un auténtico principio.
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ojos preocupados; mientras Chrysiva bebía, la loba dijo:
«Su lengua se ha vuelto negra. ¿No hay nada que el hombre pueda hacer por
ella?»
Índigo iba a responder, pero se detuvo cuando unas fuertes pisadas en el corredor
de acceso a la cueva anunciaron la llegada de Jasker. Este dejó caer su carga sobre el
suelo y anunció:
—Empieza a moverse. Lo mejor será que me asegure de que está bien sujeto
antes de ir a ver a la muchacha.
Quinas empezaba realmente a recuperar el sentido. Sus piernas y brazos se
movieron débilmente, luego lanzó un gemido y dejó escapar un ahogado juramento.
Al verlo allí, los llorosos ojos de Chrysiva se abrieron aún más e intentó sentarse,
apartando la copa de agua.
—Todo está bien, calmaos. —Con mucho cuidado Índigo la obligó a permanecer
tendida, y miró a Jasker por encima del hombro—. Atadlo, rápido. ¡Cuanto más
fuerte mejor!
El capataz seguía aún demasiado débil y confundido para protestar cuando el
hechicero lo obligó a poner los brazos a la espalda y le ató muñecas y tobillos con
una áspera cuerda. Luego, izándolo por el cuello de la camisa, lo arrojó con fuerza
contra la pared.
—Nnnn... —Un desagradable sonido gutural surgió de la garganta de Chrysiva,
que clavó una mano sobre el antebrazo de Índigo, hundiendo con fuerza las uñas en él
—. El... él es... él es...
—¡Callaos! No lo miréis, Chrysiva, no permitáis que os altere. —Índigo hizo
girar a la muchacha de cara a ella y la miró a los ojos, con expresión severa—. Va a
morir, Chrysiva. ¡Vengaremos a vuestro esposo por vos!
Una risa cínica interrumpió sus palabras. Levantó la cabeza y vio a Quinas,
totalmente consciente ahora, que la miraba con frialdad desde el otro extremo de la
cueva.
—Qué preocupación tan fraternal —dijo el capataz con sequedad—. La verdad,
me siento conmovido. —Sonrió—. Si queréis «vengar» al esposo de esta mocosa,
saia, lo mejor que podéis hacer es elevar una oración o dos por ella mientras lo
hacéis. Tiene todo el aspecto de necesitar toda la ayuda que pueda conseguir.
Chrysiva se echó a llorar e Índigo se volvió veloz hacia Jasker.—¡Sacadle de la
cueva! —le espetó—. ¡Sacadle de mi vista, antes de que le corte el cuello!
Quinas repuso:
—Ah, saia, vuestra compasión no conoce... —y las palabras se vieron
interrumpidas por un juramento cuando el puño de Jasker se estrelló contra su
mandíbula.
—Tengo el lugar apropiado para esta basura —dijo el hechicero.
Para desaliento de Grimya, el rastro de Índigo estaba casi destruido por el calor y
la contaminación procedente de las minas. Salió de la red de túneles al abrasador sol
de primera hora de la tarde, y se vio asaltada al instante por los hedores sulfurosos
que un viento del noroeste arrojó sobre su rostro y que convirtieron la atmósfera que
la rodeaba en una neblina de color cobre. La roca era demasiado árida para reflejar ni
siquiera una pisada, y durante varios minutos Grimya se dedicó a olfatear el suelo,
luchando por interpretar y separar los olores de la piedra caliente, el viejo magma y el
hedor aún más desagradable del lejano valle. Por fin, no obstante, su hocico encontró
algo que reconoció. Una insinuación tan sólo, pero la condujo por un antiguo lecho
de lava, montaña arriba.
Él calor la hacía jadear y el suelo rocoso le quemaba las patas, pero hizo caso
omiso de las molestias y corrió por la torrentera; de vez en cuando se detenía para
comprobar que el rastro, débil pero todavía perceptible, no había desaparecido.
Intentaba moverse por la sombra siempre que podía encontrarla, pero a medida que
ascendía más y más hacia las cumbres, las zonas umbrías se hicieron cada vez más
escasas, hasta que se encontró en una loma que se cocía bajo el ardiente sol.
Grimya se detuvo para orientarse. El viento era más fuerte allí y agitaba su pelaje,
pero mitigaba muy poco el calor; allá a lo lejos, a sus pies, pudo ver la espesa y sucia
niebla fosforescente que flotaba sobre las minas. Hogueras tenebrosas relucían por
entre la mezcla de humo y niebla allí donde ardían los hornos de fundición, y el aire
vibraba, pesado y amenazador, con el hedor y el ruido que subía del valle.
Grimya se estremeció y no quiso seguir contemplando la escena. Volvió la cabeza
para examinar la loma y vio, algo más adelante, allí donde la cresta se hundía para
formar un estrecho desnivel entre dos conos volcánicos idénticos, a dos figuras que se
movían con lentitud.
Al oír el sonido de unas patas que arañaban el suelo, Jasker se puso en pie de un
salto y se volvió en el mismo instante en que Grimya penetraba a toda velocidad en la
cueva. La loba se detuvo en seco y se desplomó, jadeante, los costados agitándose
convulsionados mientras intentaba llevar el aire a sus pulmones. Consternado, se
apresuró a traerle un plato con agua, y la contempló mientras, jadeando su gratitud, lo
lamía una y otra vez hasta que sació parte de su sed y fue capaz de hablar con
coherencia.
Jasker escuchó su relato con una sensación de siniestra desesperación que creció a
medida que la narración progresaba. Cuando Grimya terminó, empezó a pasear por la
cueva y finalmente se detuvo mirando al altar.
A esas horas el sol estaría a punto de ponerse y, por lo que la loba le había
contado, Jasker comprendió que no tenía la menor posibilidad de alcanzar a Índigo
antes de que llegara al valle de Charchad. Cualquier intento de seguirla al interior de
aquel infierno sería poco menos que suicida; y, aunque no tenía en demasiada estima
su propia vida, una tentativa de rescate condenada al fracaso de antemano resultaría
un sacrificio inútil. Tenía que haber otro modo.
Y entonces, mientras contemplaba la pequeña estatua de Ranaya, una voz interior
le dijo que ese otro modo existía.
No era posible. Lo había intentado, se había esforzado, se había llevado a sí
—Despertadla.
Una cierta cantidad de agua salobre se estrelló contra el rostro de Índigo. Intentó
protestar, pero sus cuerdas vocales no la obedecieron. Todo lo que pudo hacer fue
volver la cabeza en un esfuerzo por evitar el ataque, pero no le sirvió de mucho.
Había un insistente y ahogado tronar en sus oídos y el suelo parecía temblar bajo ella.
Olía a algo espeso, pesado, metálico, que taponaba su nariz.
—Más.
Conocía la voz, pero no podía atribuirle un nombre. Alguien que había...
Un nuevo torrente de agua la golpeó, y una sensación de náusea estalló en lo más
profundo de su ser. Rodó a un lado de forma instintiva, consiguiendo volver la cabeza
justo antes de que una mezcla de bilis y esputo empezara a brotar de su boca. Dando
boqueadas, se arrastró hacia atrás sobre los codos, desorientada todavía y reacia a
abrir los ojos.
—Muy bien: es suficiente. Está consciente ahora. Dadle la vuelta.
Unos dedos manosearon el cuerpo de Índigo, pero ésta carecía de la coordinación
suficiente para luchar contra ellos. Entonces una sombra se proyectó sobre ella y le
Antes de que se pusieran en marcha, Jasker le dio a Grimya los últimos restos de
su comida. La loba protestó diciendo que estaba demasiado preocupada para sentir
hambre, pero él insistió. Las provisiones, alegó, se habrían vuelto rancias mucho
antes de que ellos estuvieran de regreso, y necesitaban alimentarse de cara a la tarea
que les esperaba. El ya había comido todo lo que necesitaba; ahora Grimya debía
tomar lo que quedaba.
Por fin, aunque de mala gana, el animal cedió. Mientras comía, Jasker se dedicó a
estudiar detenidamente un pequeño mapa a la luz de una vela; aquel mapa era el
resultado de seis meses de exploraciones de los túneles, pozos y galerías que
infestaban los volcanes. Con un gran esfuerzo, lo había dibujado sobre un pellejo
ahumado con una pasta hecha de hollín y cera aceitosa, y en ningún caso estaba
completo: Jasker era muy consciente de que en sus paseos subterráneos no había
Cuando llegaron al final del desfiladero. Índigo no pudo hacer otra cosa que mirar
fijamente con embotada estupefacción las enormes puertas que impedían seguir
adelante. La fila de prisioneros se detuvo tambaleante, pero ella instintivamente
intentó seguir adelante, sus reflejos paralizados a todo lo que no fuera la indiscutida
aceptación de lo que parecía una caminata interminable; un capataz se dio cuenta de
ello cuando las cadenas que sujetaban sus tobillos se tensaron, gritó una furiosa orden
para que se detuviera y la correa de un látigo restalló contra su pecho indefenso. Pero
la muchacha no sintió el dolor, se limitó a parpadear como un animal que saliera poco
a poco de un estado de hibernación y volvió a ocupar su lugar en la fila.
¿Cuánto tiempo habían estado arrastrando los pies hasta llegar a aquel punto? Su
sentido del tiempo estaba destrozado; podrían haber transcurrido minutos u horas
Las antorchas periféricas empezaban a ser apagadas. Faltaban menos de dos horas
para el amanecer, y mientras las potentes sirenas resonaban en la noche anunciando el
final del turno de trabajo, las antorchas exteriores empezaron a ser bajadas de sus
caballetes para ser apagadas. En los pozos de las minas, los hombres dejaban sus
herramientas y apartaban la mirada de las vetas de mineral con silencioso
agradecimiento. Aquellos que se demoraran, o que tuvieran que recorrer las galerías y
túneles más profundos para alcanzar el mundo exterior, tendrían que salvar las
abruptas laderas hasta llegar a los senderos cubiertos de cenizas y al punto de reunión
en total oscuridad, se arriesgaban a que un tobillo torcido los obligara a guardar cama
y redujera sus ingresos a cero durante los días siguientes.
Quinas debía regresar a Vesinum en la carreta de la mañana. No era un medio
muy decoroso de transporte para un capataz de su categoría, pero hacer venir un
vehículo privado hubiera llevado su tiempo, y sus compañeros estaban ansiosos por
Grimya lo presintió, pero la única advertencia física que tuvo fue la repentina
explosión de luz roja en la fumarola, y un sonido que, para su aterrorizada mente, fue
como el anuncio del fin del mundo. La repisa sobre la que estaban se estremeció bajo
la embestida de la marea de fuego que se alzaba, y un viento huracanado atravesó el
pozo y la arrojó al suelo. Mientras luchaba por recuperar el equilibrio, la loba se
sintió golpeada por una oleada de calor, y con el pelaje chamuscado y los ojos
llorosos vio a Jasker, envuelto en llamas, de pie en el borde del pozo. Tenía los brazos
extendidos, como si recibiera a una amante perdida durante mucho tiempo; los
cabellos le humeaban y sus manos brillaban mientras la cuerda de fuego que sostenía
adquiría un nuevo fulgor. Un poco más allá de su centelleante silueta, las salamandras
entonaban una tétrica melodía por encima de la voz de la Vieja Maia.
—¡Corre! —La voz del hechicero tronó en los oídos de Grimya al tiempo que el
volcán lanzaba su último aviso—. ¡¡¡Corre!!!
Sus ojos ardían en sus cuencas cuando miró por la fumarola, más allá de la
corteza terrestre, al corazón fundido del volcán. Y mientras el torrente de magma se
alzaba hacia él, tuvo una visión de una multitud de venas subterráneas, de abismos y
de túneles que unían a la Vieja Maia con sus hermanas. Y escuchó la inmensa voz de
Ranaya, Madre de estas tres vengadoras, origen, inspiradora y verdugo, que rugía
desde el centro de la tierra para pronunciar su nombre y llamarlo al hogar.
Grimya, cuyos instintos había devuelto a la vida el último grito desesperado del
hechicero, saltó en dirección a la boca del túnel y escaló la pendiente de cascotes que
llevaba a la estrecha abertura. Al llegar arriba se detuvo y, cuando volvía la cabeza, el
primer destello cegador convirtió la figura de Jasker en una silueta, y una columna de
fuego sólido subió por la fumarola. En el centro de la llamarada había un rostro
Jasker avanzaba hacia ella. Su figura estaba envuelta en una cálida luz difusa,
como el resplandor del fuego de una chimenea, y parecía andar no sobre terreno
sólido sino sobre una nube de humo que se arremolinaba alrededor de sus pies.
Índigo se incorporó. Su cuerpo parecía ligero e irreal; sentía una sed terrible, pero
aparte de esto su única sensación era la de una extraordinaria paz. Todavía estaba
oscuro, la única luz provenía de la aureola que rodeaba a Jasker, y extendió una mano
hacia el hechicero.
—Jasker? Pensé que...
Pero no pudo terminar, ya que no sabía qué era lo que necesitaba decirle.
Él le sonrió, y sus labios se movieron como si le contestara, pero ella no escuchó
ningún sonido. Y sus ojos, observó, no eran los ojos de un hombre mortal, sino