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Infierno - Louise Cooper

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Siete demonios, siete seres maléficos, arrojarán otra vez a la humanidad a la

tenebrosa historia de su propia necedad, a menos que sea destruidos. Y


Anghara, hija-de-Kalig, ya no es Anghara. Ahora su nombre es Índigo —el
color del luto— y su hogar es el mundo entero porque ha perdido todo
derecho sobre el reino en el que nació. En éste gobierna otro señor y la
leyenda de la Torre de los Pesares ha dejado de existir por expreso deseo de
la Madre Tierra, que ordenó que todo recuerdo de la caída de la Torre se
borrase de la memoria de las gentes. Es por eso que el nuevo rey pide a sus
bardos que compongan tristes baladas sobre las fiebres que acabaron con
las vidas de la antigua dinastía de Kalig, sin sospechar que un miembro de
ella sigue con vida.
Pero Carn Caille le está vedado a Índigo y en su lugar se dirige hacia el
norte, hacia una región donde unos amenazadores fuegos volcánicos hierven
lentamente en las profundidades de la tierra, y donde espera encontrar al
primero de los demonios al que debe someter. Índigo, sin poder envejecer ni
morir y guiada tan sólo por la piedra-imán, regalo de la Madre Tierra, inicia su
búsqueda con una única amiga que ni siquiera es humana —la loba Grimya
— y con una enemiga que seguirá sus pasos dondequiera que vaya, ya que
forma parte de ella misma pues ha sido creada a partir de lo más tenebroso
de su propia alma: su Némesis, el octavo demonio.

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Louise Cooper

Infierno
Índigo II

ePUB v1.0
Molothrus 28.01.12

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Título original: Inferno (Book 2 of Indigo)
© 1988 by Louise Cooper
© Editorial Timun Mas, S.A., 1989
Para la presente versión y edición en lengua castellana
ISBN: 84-7722-415-3 (Obra completa)
ISBN: 84-7722-417-1 (Libro 2)

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Bailamos sobre un volcán.

Narcisse Achille Salvandy,


1795-1856

Para Gary, quien consigue que


el baile merezca la pena.

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PRÓLOGO
n una solitaria y yerma extensión de tundra, allí donde los límites de un
E pequeño reino se encuentran con las enormes murallas heladas de los glaciares
meridionales, las ruinas de una torre solitaria arrojan su perversa sombra sobre la
llanura. La Torre de los Pesares —no tiene ningún otro título—fue la obra de un
personaje cuyo nombre quedó olvidado hace muchísimo tiempo, ya que, según cuenta
la antigua historia barda, la suya fue una época antiquísima, anterior incluso a
aquella en la que los que ahora vivimos bajo el sol y el firmamento empezamos a
contar el tiempo.
En aquella época remota, la estupidez y la codicia de la humanidad condujeron
este mundo al borde de la ruina. Al fin, la misma Naturaleza se alzó contra ella, y la
Madre Tierra descargó su venganza sobre los hijos que habían traicionado su
confianza. Pero durante la sombría noche de su desquite, la torre permaneció
incólume. Y cuando todo hubo terminado, y una humanidad más sabia levantó la
cabeza de entre los restos de su propio desatino para iniciar la vida de nuevo en un
mundo purificado y sin mácula, la torre se convirtió en un símbolo de esperanza, ya
que entre sus muros estaban encerrados por fin los demonios que el hombre había
creado.
Así pues, durante siglos la Torre de los Pesares se alzó solitaria sobre la llanura,
y ningún hombre ni mujer se atrevió a volver la cabeza hacia ella, por temor a la
antigua maldición contenida en su interior. Y así hubiera continuado, de no haber
sido por la imprudencia de la temeraria hija de un rey.
Su título era en aquel entonces princesa Anghara hija-de-Kalig; pero ahora ha
perdido el derecho a ese nombre y a su herencia. El motivo es que violó una ley que
había perdurado desde los albores de la historia de su pueblo, al quebrantar la
santidad de aquella antiquísima torre en un intento por descubrir su secreto.
Oh, sí; la princesa consiguió lo que deseaba y descubrió el secreto. Pero, al
soltarse sus cadenas, la Torre de los Pesares se partió en dos y la antigua maldición
de la humanidad surgió profiriendo alaridos de entre las tinieblas para aferrarse de
nuevo al mundo y al espíritu de Anghara hija-de-Kalig.
En aquella lóbrega noche en que la maldición volvió a despertarse, Anghara
perdió su casa y su hogar, su familia y su amor, frente a aquel siniestro poder. Y con
la llegada del nuevo amanecer tomó sobre sus jóvenes hombros el peso que ahora la
atormenta día y noche, dormida y despierta. La Madre Tierra ha decretado que, para
reparar su crimen, la muchacha debe buscar y eliminar a los siete demonios que
cayeron, entre carcajadas obscenas, sobre el mundo cuando la Torre de los Pesares
se derrumbó.
Siete demonios; siete seres maléficos que, a menos que se los destruya, arrojarán

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a la humanidad de nuevo a la tenebrosa historia de su propia estupidez. Anghara ya
no es Anghara. Su nombre ahora es índigo —el color del luto— y su hogar es el
mundo entero, ya que ha perdido todo derecho sobre la casa en la que nació.
índigo no puede morir. Ni tampoco puede envejecer o cambiar, pues mientras su
búsqueda permanezca incompleta está condenada a la inmortalidad. Tiene una
amiga que no es humana. Y tiene una enemiga que seguirá sus pasos dondequiera
que vaya, ya que forma parte de ella misma y ha sido creada a partir de las
profundidades más tenebrosas de su propia alma. El octavo demonio es su Némesis.
Han transcurrido cinco años desde que índigo contemplara por última vez las
viejas piedras de Carn Caille, la fortaleza de los reyes de las Islas Meridionales y su
antiguo hogar. Ahora gobierna allí un nuevo señor, y la leyenda de la Torre de los
Pesares ha dejado de existir; la Madre Tierra ordenó que todo recuerdo de la caída
de la torre, así como el conocimiento de su auténtico propósito, quedase borrado de
la memoria de la gente. Es por ello que el rey Ryen pide a sus bardos que compongan
tristes baladas sobre las fiebres que acabaron con las vidas de la antigua dinastía de
Kalig. Y las llora como es justo y propio que haga, sin sospechar que un miembro de
esa vieja dinastía sigue con vida.
Pero Carn Caille le está prohibido a índigo. En su lugar ha vuelto el rostro hacia
el norte, hacia, las calurosas tierras centrales del enorme continente occidental, en
busca del primero de los demonios: la primera de sus pruebas. Guiada tan sólo por
la piedra-imán, regalo de la Madre Tierra, índigo viaja y busca.
Y allí donde la conduzcan sus vagabundeos, Némesis la sigue siempre de cerca...

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l árido calor de la noche dificultaba el sueño de la loba Grimya. Estaba tumbada
E al abrigo de un saliente de roca, el hocico sobre las patas delanteras, la cola se
agitaba, de vez en cuando, incómoda; miraba ladera abajo, más allá de las matas de
arbustos raquíticos y mal alimentados, hacia la vacía y polvorienta carretera y el lento
río, que discurría algo más lejos. Había visto salir la luna, llena y distorsionada, con
la forma y el color de una naranja ensangrentada en la reluciente atmósfera, y había
observado cómo avanzaba por el firmamento, entre un diluvio de estrellas
desconocidas, hasta quedar inmóvil en el aire, un ojo feroz y hostil, sobre su cabeza.
Entre las rocosas grietas, pequeños reptiles se movían perezosa e intermitentemente,
como si la luna molestara sus sueños. Grimya estaba hambrienta, pero la lasitud podía
más que el deseo de caza. Cerró los ojos intentando pensar en lluvia, en nieve, en los
verdes prados y los fríos e impetuosos torrentes de su país. Pero el tiempo y la
distancia se interponían entre ella y sus recuerdos: los bosques del País de los
Caballos estaban demasiado lejos y, desde hacía demasiado tiempo, se hallaban
perdidos entre recuerdos para siempre vagos y nebulosos del lejano sur.
El poni bayo, que permanecía sujeto a un matorral a pocos metros de allí, sacudió
la cola, al tiempo que arañaba la piedra con uno de los cascos, y la loba abrió los ojos
de nuevo. No había ningún motivo de alarma; el poni dormitaba, con la cabeza gacha,
y el movimiento no había sido más que un reflejo. Grimya lanzó un cavernoso
bostezo. Luego, como si la inquietase algún oscuro instinto, volvió la cabeza para
mirar por encima del hombro a la figura que se encontraba a sus espaldas, acurrucada
sobre una gastada manta.
La joven dormía con la cabeza apoyada en la silla del poni. Sus largos cabellos,
que mostraban mechones de un cálido tono castaño entre el predominante tono gris,
quedaban apartados de su rostro, y la vacilante luz de la luna le confería,
momentáneamente, un aspecto plácido. Las arrugas, producto de la tensión nerviosa,
quedaban borradas; el rictus de la boca aparecía relajado y el eco de una inocencia y
una belleza perdidas parecía brillar en los contornos de sus mejillas y mandíbula.
Pero aquella tranquilidad era una ilusión, que, en cuestión de segundos, se hizo
añicos cuando los labios de la muchacha temblaron y la vieja sombra regresó a su
rostro. Una mano se crispó de forma inconsciente y se cerró con fuerza; luego volvió
a abrirse y se extendió hacia afuera como si quisiera tomar y retener los dedos de un
compañero invisible. No encontró nada, y mientras la mano retrocedía de nuevo dejó
escapar un gemido, como si sintiera un gran dolor.
Perdida en otro mundo aún más cruel, custodiada bajo la calurosa luna por su
única amiga, índigo soñaba.

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¿Cuánto tiempo ha transcurrido, índigo, antes llamada Anghara?
—Cinco años... —El suspiro se elevó como aire gélido y se perdió en la nada.
Cinco años, criatura. Cinco años desde que tu delito colocó esta carga sobre tus
hombros. Has andado mucho desde esos días perdidos en el tiempo.
Vio los rostros, en aquel instante, igual que los había visto tantas veces con
anterioridad, moviéndose en lenta procesión en los ojos de su mente. Kalig, rey de las
Islas Meridionales, su padre. Imogen, la reina, su madre. Su hermano Kirra, que
habría sido rey cuando le hubiera llegado el momento. Y también otros: guerreros,
cazadores, sirvientes, todos los que habían muerto junto a su señor en Carn Caille.
Una triste procesión de fantasmas.
Y entonces, como ya sabía que iba a suceder, apareció otra figura: los oscuros
ojos atormentados, los negros cabellos lacios por el sudor, la energía de su cuerpo
destrozada y retorcida por el dolor. Sintió un nudo en su interior e intentó gritar
contra aquella visión y desviar la mirada. Pero no pudo. E involuntariamente sus
labios formaron un nombre.
—¿Fenran...?
Su prometido la miró a los ojos, una vez, y había tanto anhelo en su expresión que
índigo sintió cómo sus propios ojos, en su sueño, se llenaban de lágrimas. Sólo
faltaba un mes para que contrajeran matrimonio cuando lo perdió. Ahora haría mucho
tiempo que estarían casados, y serían felices, si no...
Extendió la mano, como si buscara algo que no estaba allí; y sus manos se
cerraron en el vacío mientras Fenran se desvanecía y desaparecía.
—No. —Apenas podía articular palabra; aunque la pesadilla le resultaba familiar,
nunca había conseguido acostumbrarse a ella—. No, por favor...
Así debe ser, criatura. Hasta que los siete demonios que liberaste de la Torre de
los Pesares no hayan sido destruidos, tu amor no puede quedar libre. Ya sabes que
forma parte de tu carga y de tu maldición.
Volvió la cabeza. Odiaba la voz que le hablaba, la voz del resplandeciente
emisario de la Madre Tierra, aunque sabía perfectamente que ningún poder en el
mundo podría negar la veracidad de sus palabras.
Cuando lo hayas conseguido, índigo. Cuando los demonios hayan dejado de
existir. Entonces conocerás la paz.
Sintió cómo las lágrimas se agolpaban en sus ojos, cómo la garganta le ardía y le
producía una sensación de ahogo.
—¿Hasta cuándo? ¿Gran Madre, hasta cuándo?
Todo el tiempo que sea necesario. Cinco años. Diez. Cien. Mil. Hasta que se haya
concluido.
En la penetrante luz de sus sueños la pregunta y la respuesta eran siempre las
mismas. El tiempo no tenía ningún significado, ya que ella no envejecería. Era la

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misma que había pasado aquel último día en la tundra meridional, más allá de Carn
Caille: aquel día en que la cólera, la imprudencia y la estupidez habían conspirado
para conducirla a la antigua torre y a la caprichosa destrucción de su mundo. Volvió a
escuchar la titánica voz de la piedra que se resquebrajaba mientras la Torre de los
Pesares se desplomaba; vio de nuevo la hirviente y estruendosa nube de oscuridad,
que no era humo sino algo mucho, muchísimo peor que brotaba del tambaleante caos
en que se habían convertido aquellas ruinas; sintió de nuevo el insensato aguijón del
pánico mientras huía azotando con las riendas el cuello de su caballo, de regreso a la
fortaleza, de regreso junto a los suyos, de regreso a...
La carnicería y el horror, mientras criaturas deformes que no tenían lugar en un
mundo cuerdo se arrojaban como un maremoto sobre los muros de Carn Caille para
destrozar, desgarrar y quemarlo todo. Las pesadillas, aquellas cosas repugnantes, se
acercaban. Se acercaban y no había ningún lugar donde esconderse, ningún lugar al
que huir, ningún lugar...
Salió de su sueño lanzando alaridos, su cuerpo se irguió y cayó luego hacia atrás
víctima de un espasmo muscular, de modo que su espalda fue a estrellarse con gran
fuerza contra la roca que había tras ella. El mundo de su pesadilla se hizo pedazos y,
jadeante, índigo abrió los ojos al cielo color púrpura y a las indiferentes y
desconocidas constelaciones, al abrumador silencio y al calor que se arrastraba como
un ser vivo por su torso y sus muslos y se introducía por las membranas que unían
sus dedos.
Y se encontró con la reluciente mirada dorada de la loba, de pie junto a ella,
temblorosa de preocupación.
—Grimya... —El alivio de sentir que el sueño se había roto era tan fuerte que por
un momento se sintió mareada. Se sentó con dificultad en el suelo,
desagradablemente consciente de que sus ropas estaban pegadas, empapadas por la
humedad, a su cuerpo, y extendió un brazo para rodear con él el lomo del animal.
Las extremidades de Grimya se agitaron.
—¿So... soñabas?
Las palabras que brotaban de su garganta eran entrecortadas y guturales, pero
claramente reconocibles, ya que Grimya había nacido con la extraordinaria habilidad
de comprender y hablar las diferentes lenguas de los humanos. La mutación la había
convertido en un paria entre los suyos; pero, desde su primer encuentro con Índigo —
hacía ya mucho tiempo, en una tierra que ahora era poco más que un recuerdo de
zonas verdes y arboladas en la mente de la loba—, aquella calamidad se había
transformado, por el contrario, en una bendición, porque la había unido a la única
amiga verdadera que había conocido en toda su vida.
—Soñaba. —Índigo repitió la palabra que había pronunciado Grimya y apretó su
rostro contra la suave piel de la loba hasta que la amenaza de las convulsiones

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desapareció—. Sí. Era el mismo sueño otra vez, Grimya.
—Lo... lo sé. —El animal le lamió el rostro—. Te vi... vigi... laba. Pe... pensé en
despertar... te, pero... —Su lengua se movía con un doloroso esfuerzo mientras
intentaba formar las sílabas para las que no había sido diseñada su laringe, Índigo la
abrazó de nuevo.
—Todo va bien ahora. Ya se ha marchado.
Contuvo un escalofrío que intentaba asaltarla a pesar del opresivo calor. Luego
miró a su alrededor, parpadeando a causa del escozor que sentía en sus ojos cansados.
Al este, las estrellas brillaban todavía con fuerza; no había la menor señal de claridad
en la vasta cortina aterciopelada del firmamento.
—Deberíamos intentar dormir un poco más —dijo.
—Pero y si los su... sueños reg... gresan...
—No creo que lo hagan. —No ahora; no ahora. Conocía muy bien el modelo, y
en todo el tiempo que llevaban viajando no había variado.
Pero y si...
Esta vez no pudo evitar el escalofrío, y hundió las uñas de una mano con fuerza
en el dorso de la otra, enojada consigo misma por dejar que el sombrío temor que
acechaba en el fondo de su mente la afectara de nuevo. Tal y como había hecho a
menudo durante las últimas noches, Índigo miró en dirección norte al lugar donde el
paisaje quedaba roto por las escarpadas siluetas de los picos montañosos, que se
elevaban en la distancia. Detrás de las primeras cimas, y perfilándolas con una
fosforescencia, el cielo mostraba un débil y fantasmal resplandor, como si alguna
enorme pero semicubierta fuente de luz se agazapara justo debajo de la línea del
horizonte. Pero ningún sol, luna o estrella había brillado jamás con tan frío resplandor
nacarado: aquella luz pálida parecía traicionera, anormal, una —la palabra penetró en
la mente de Índigo como lo había hecho antes, y ningún razonamiento pudo borrarla
por completo— una abominación.
Apenas consciente del gesto, se llevó una mano a la garganta y sus dedos se
cerraron alrededor de una tira de cuero muy gastada, de la que pendía una pequeña
bolsa también de cuero. En su interior había una piedra, aparentemente no era más
que un pequeño guijarro marrón con vestigios de cobre y pirita. Pero en las
profundidades del mineral había algo más, algo que se manifestaba como una
diminuta punta de alfiler que despedía una luz dorada: algo que la conducía,
inexorablemente, hacia una meta de la que no podía —ni osaba— desviarse. La
piedra era su posesión más preciada y odiada. Y cada día, mientras el sol se hundía en
el recipiente de latón que era el firmamento, aquella diminuta luz dorada empezaba a
agitarse en su prisión, llamándola, instándola a avanzar hacia el norte. En dirección a
las montañas. En dirección a aquella luz nacarada. En dirección a aquella
abominación.

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El poni golpeó en el suelo, inquieto, y rompió el incómodo trance de Índigo. Esta
apartó bruscamente la mano de la tira de cuero; la bolsa con su precioso contenido
golpeó ligeramente su esternón y le hizo desviar la mirada de las lejanas montañas.
Grimya la observaba, y cuando un nuevo escalofrío recorrió el cuerpo de Índigo la
loba le preguntó, inquieta:
—¿Ti... tienes frrrío?
La muchacha sonrió, conmovida por la inocente preocupación de su amiga.
—No. Pensaba en lo que puede aguardarnos mañana.
—Mañana será otro día. ¿Por qué pen... pensar en él hasta que sea neces... sano?
A pesar de su estado de ánimo, Índigo rió con suavidad.
—Me parece que eres más inteligente que yo, Grimya.
—N... no. Pero a veces quizá... veo con más clar... ri-dad. —La loba apretó su
hocico contra la mejilla de la joven—. Ahora debes dor... dormir. Yo vigilaré.
Sintiéndose como una criatura mimada por una nodriza afectuosa —y la
sensación era reconfortante, incluso a pesar de que despertaba viejos y tristes
recuerdos—, Índigo se tumbó de nuevo sobre la manta. Grimya dio media vuelta.
Escuchó el sonido de unas zarpas que se deslizaban suavemente sobre la piedra.
Sintió cómo la sombra de la loba, bajo la luz de la luna, se proyectaba sobre ella. Y el
perfume de la piedra seca, de la ropa polvorienta y de su propia piel sudada se
entremezclaban en su nariz. Otro amanecer, otro día. No pienses en ello hasta que sea
imprescindible...
Sus dedos se contrajeron con fuerza, se relajaron, y un árido mundo se desvaneció
cuando cerró los ojos y se hundió en un sueño sin pesadillas.

A media mañana, la quietud que cubría la tierra era total. Durante un breve
instante, una débil y caprichosa brisa había alborotado un poco el polvo, pero ahora
incluso ésta había sido derrotada por el terrible calor. Entretanto el sol, un ojo
amenazador en un firmamento del color del hierro fundido, miraba airado a través de
una atmósfera sofocante e inmóvil.
Índigo sabía que pronto deberían detenerse y buscar un lugar donde resguardarse
de las ardientes temperaturas del mediodía; pero se sentía reacia a abandonar la
carretera hasta que no hubiera más remedio. Por las piedras talladas colocadas a
intervalos a lo largo del sendero adivinaba que no les quedaba más de ocho
kilómetros de camino hasta llegar a la ciudad situada más adelante, y no deseaba
prolongar el agotador viaje. Anhelaba encontrar una sombra, algún lugar donde
descansar que no fuera una roca reseca. Y por encima de todo, ansiaba encontrar agua
fresca y limpia con la que quitarse el sudor y el polvo que sentía incrustados en cada
uno de los poros de su piel.
Habían transcurrido seis días desde que se habían puesto en camino por la

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carretera septentrional desde la ciudad de Agia, y su ruta las había llevado a través
del territorio más estéril que Índigo viera jamás. En su tierra natal, allá en el sur,
estarían celebrando ahora el Mes del Espino, la época de las hojas nuevas, de la
hierba fresca, del nacimiento y desarrollo de los animales jóvenes; pero en este país
tales conceptos no tenían el menor significado. A lo largo de varios kilómetros más
allá de las murallas de Agia se habían efectuado valientes esfuerzos para cultivar e
irrigar el delgado suelo marrón rojizo; había terrazas de vides, bosques de robustos
árboles frutales de hojas oscuras, parcelas carmesí o de un brillante tono verde allí
donde las cosechas de verduras desafiaban el abrasador calor. Pero, pronto, incluso
éstas perdían su dominio, cediendo terreno a la roca, el polvo y el matorral que se
extendían hasta las distantes estribaciones de las montañas. Y cuando los últimos
sembrados quedaron atrás y desaparecieron en la neblina provocada por el calor, no
hubo nada más que ver excepto inacabable esterilidad.
El ritmo del paso lento pero constante de su poni resultaba hipnótico y varias
veces, durante los últimos minutos, Índigo se había visto obligada a sacudir la cabeza
para salir de un pesado sopor provocado por el calor. En un intento por mantener a
raya el cansancio, cambió de posición sobre la grupa de su montura y, luego,
contempló el río que fluía a menos de veinte metros de distancia siguiendo la
trayectoria de la carretera. El día anterior, cuando el curso del río y la carretera
convergieron por primera vez, había sentido el impulso de descender por la rocosa
orilla y sumergirse en aquellas aguas; pero la apremiante advertencia de Grimya la
había contenido. Sucia —había dicho la loba—. Son aguas muertas: ¡te harán daño!
Y, al contemplar ahora el torrente marrón y revuelto de su corriente, Índigo se dio
cuenta de lo acertada que había estado su amiga. Unos extraños colores se movían en
las profundidades de las aguas, efluvios de las enormes minas que había en las
montañas volcánicas, de donde provenía el río, y que se alzaban amenazadoras en la
distancia. Nada podía vivir en aquellas aguas contaminadas: la única vida que
transportaba el río ahora eran las tripulaciones humanas de las grandes y lentas
barcazas que sacaban sus cargamentos de mineral fundido de la zona minera.
Uno de aquellos convoyes había pasado junto a ellas el día anterior: cuatro
enormes y sucias embarcaciones amarradas una detrás de otra y la barcaza que iba en
cabeza, conducida por ocho taciturnos remeros que impulsaban su navío con
habilidad por el centro de la corriente. Estos no habían dedicado más que una única
mirada desinteresada al solitario jinete de la carretera: vestida con una túnica suelta
sujeta por un cinturón —atuendo rutinario de hombres, mujeres y niños por igual en
aquellas tierras tórridas—, la cabellera oculta bajo un sombrero de ala ancha cubierto
con una tela blanca de hilo para protegerla del sol, Índigo podría pasar por cualquier
buen ciudadano de Agia dirigiéndose a un mercado, a una feria, a una boda o a un
entierro. Y la peluda criatura gris que andaba a paso rápido a la sombra del poni no

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era más que un perro extraordinariamente grande, un guardián que podía acompañar a
cualquier viajero sensato para protegerlo de ladrones o vagabundos.
Ahora, no obstante, el río y la carretera carecían de todo tráfico, y la quietud, a
medida que avanzaba el día, era intensa. No cantaba ningún pájaro; ni un lagarto se
movía entre los guijarros que flanqueaban la carretera. La luz del sol se reflejaba
centelleante sobre la resbaladiza superficie del río, e Índigo desvió la mirada del
agua, los ojos doloridos por el resplandor.
«Deberíamos detenernos pronto.»
El calor había dejado a Grimya sin resuello para hablar en voz alta; en lugar de
ello recurrió al vínculo telepático que ambas compartían. Su voz mental se introdujo
en la amodorrada mente de la muchacha y ésta se dio cuenta de que había estado a
punto de dormirse de nuevo sobre la silla.
«El poni está cansado. Y el sol está empezando a afectarte también a ti.»
Índigo bajó los ojos hacia la loba y asintió.
—Tienes razón, Grimya. Lo siento: esperaba poder llegar a la ciudad sin tener
que descansar de nuevo, pero era una idea estúpida. —Tanteó a sus espaldas y tocó el
reconfortante odre de agua—. Buscaremos alguna sombra y nos acomodaremos allí
hasta que mengüe el calor.
«Puede que haya algunos árboles detrás de aquel saliente», dijo Grimya.
«Ofrecen mejor protección que las rocas. Estoy hambrienta. Me parece que cuando
baya descansado iré...» Se interrumpió.
—¿Grimya? —Índigo tiró de las riendas del poni al ver que su amiga se había
detenido y miraba con gran atención hacia la vacía carretera que tenían delante—.
¿Qué es? ¿Qué sucede?
Las orejas de la loba estaban erguidas e inclinadas hacia adelante; mostraba los
colmillos con expresión indecisa.
«Alguien se acerca.» Ensanchó los ollares. «Los huelo. Y los oigo. ¡Esto es algo
que no me gusta!»
El pulso de la muchacha se aceleró arrítmicamente. Echó un vistazo a su
alrededor. La prudencia la instaba a buscar un sitio donde ocultarse, pero no había
ningún lugar entre las rocas donde pudiera esconderse ni siquiera Grimya, y mucho
menos un caballo. Fuera lo que fuese lo que se acercaba, tendrían que encontrarse
con ello.
Miró a la loba de nuevo y vio que los pelos del cuello se le habían erizado.
Despacio, obligándose a permanecer tranquila, extendió una mano a su espalda,
desató la ballesta que colgaba de ella y se la colocó delante, sobre el regazo. El metal
de las saetas de su carcaj estaba demasiado caliente para tocarlo; aun así consiguió
ajustar una de ellas en el arco y tensó la cuerda. El sonoro chasquido que indicaba
que la saeta había quedado bien colocada resultaba reconfortante, pero esperó no

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tener ocasión de utilizarla. Hasta ahora su viaje había sido muy tranquilo; meterse en
líos tan cerca de su destino resultaría dolorosamente irónico. Luego, con gran cautela,
espoleó el poni hacia adelante.
Oyó a los recién llegados, al igual que Grimya, antes de verlos. La primera
indicación de que venían hacia ellas llegó con los fragmentos de un peculiar y
ululante cántico que subía y bajaba en caóticas discordancias, como si un estrafalario
coro intentara entonar una canción que le era desconocida. Entonces, donde la
carretera torcía abruptamente para seguir al río, rodeando una escarpadura poco
profunda, una delgada nube de polvo rojo empezó a hincharse y agitarse en el
reluciente aire, y a los pocos momentos el grupo que se acercaba hizo su aparición.
Eran diez o doce personas, hombres, mujeres y niños, y el primer pensamiento de
Índigo fue que debía de tratarse de un grupo de cómicos de la legua, ya que iban
vestidos con ropas extraordinariamente chillonas y parecían bailar una curiosa y nada
coordinada giga: saltaban y brincaban, agitando las manos alocadamente en actitud
de súplica hacia el cielo. Luego, a medida que se iban acercando y pudo verlos algo
mejor a través del polvo que levantaban con sus pies danzarines, se dio cuenta, con
un sobresalto, de que no conocía ningún cómico parecido a aquellos.
Mendigos, religiosos, faquires... Los conceptos daban vueltas en su mente; pero
mientras se esforzaba en asimilar aquellas posibilidades, sus ojos le decían otra cosa,
y el sudor que empapaba su piel pareció convertirse en un millón de reptantes arañas
de hielo. Escuchó a Grimya gruñir junto a ella, y el sonido se cristalizó y reunió las
caóticas imágenes en su cerebro mientras la joven contemplaba, atónita, el grupo que
se acercaba.
Las abigarradas ropas que los saltarines viajeros llevaban no eran más que una
tosca colección de harapos, y cada uno de los danzantes sufría de algún repugnante
mal. Los dos hombres que encabezaban el grupo tenían la piel del color de un
pescado podrido; uno carecía por completo de pelo, el otro estaba cubierto de llagas
supurantes. Detrás de ellos iba una mujer cuya nariz parecía haberse hundido hacia
adentro y cuyos ojos estaban blancos y sin expresión a causa de las cataratas; la boca
le colgaba abierta como la de un idiota. La piel de otro mostraba grandes manchas de
un azul grisáceo, como contusiones recién hechas, sobre extensas zonas de su cuerpo;
otro mostraba unos miembros tan distorsionados como las ramas de un viejo endrino.
Incluso las criaturas —Índigo contó a tres— no estaban libres de desfiguraciones: una
tenía la piel blanquecina y carecía, de pelo, como su cabecilla; otra cojeaba: su paso,
parecido al de un cangrejo, estaba motivado por el hecho de tener una pierna la mitad
de larga que la otra; la tercera parecía haber nacido sin ojos.
—¡Que los ojos de la Madre me protejan!
El juramento de las Islas Meridionales se ahogó en la garganta de Índigo y se
mezcló con bilis, lo que casi logró que se atragantara mientras obligaba a su poni a

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girar la cabeza con un violento tirón de las riendas y lo detenía. Mentalmente escuchó
el grito silencioso de sorpresa y disgusto proveniente de Grimya, e intentó apartar la
vista de aquella visión.
Pero no podía. Una terrible fascinación se había apoderado de ella, y tenía que
mirar, tenía que ver. El grupo siguió avanzando, dando saltitos hacia ella con una
horrible inexorabilidad que hizo que su corazón se acurrucara tras sus costillas; y vio,
ahora, que mientras cantaban y chillaban se azotaban a sí mismos y entre ellos con
trallas cuyas atroces puntas parecían relucir con un tono nacarado, anormales
luciérnagas azules y verdes bajo la deslumbradora luz del sol.
El poni resopló, dando un quiebro, y percibió una carga de miedo en los músculos
cubiertos por su suave pelaje. Sujetó con fuerza las riendas, en un intento por
mantener al animal controlado sin soltar la ballesta, y lo condujo tan fuera del
camino como le permitía la acumulación de guijarros que lo bordeaban. Una
sensación de náusea se apoderó de su estómago cuando su trastornada mente
descifraba palabras en medio de los farfulleos de su canción; palabras en el monótono
sonsonete de aquella lengua que ella había aprendido a hablar de una forma aceptable
durante su estancia en Agia: gloria, gracia, los bienaventurados, los bienaventurados
—y otra palabra, una que no conocía—, ¡Charchad! ¡Charchad!

Por un instante pensó que pasarían junto a ella sin detenerse, demasiado absortos
en su propia locura privada para prestarle la menor atención. Pero su esperanza fue
efímera, ya que, en el mismo instante en que por fin consiguió tranquilizar al poni,
uno de los hombres que encabezaban la grotesca procesión alzó una mano, con la
palma hacia afuera, y gritó como en señal de triunfo. A su espalda, sus compañeros
efectuaron una caótica parada: los ciegos tropezaron con los tullidos, uno de los niños
cayó al suelo y gritos de confusión y mortificación reemplazaron el ululante cántico.
Un monstruoso escalofrío interior sacudió a Índigo, que tiró aún más de las riendas,
cuando contempló con atónita repulsión cómo el cabecilla del grupo, el hombre sin
pelo y de piel blanquecina, levantaba la cabeza, la miraba directamente a los ojos y le
dedicaba una amplia sonrisa que descubría una lengua negra y partida, como la de
una serpiente, que se balanceaba sobre su labio inferior.
—¡Hermana! —La deforme lengua convertía su habla en algo grotesco—.
¡Bienaventurada sois vos, cuyo camino se ha cruzado con el de los humildes
servidores de Charchad! —La mueca se amplió aún más, de una forma imposible y
repugnante, y de repente el hombre se separó del grupo y corrió hacia ella
moviéndose como si se tratara de un inmenso y deforme insecto. Índigo lanzó un
grito inarticulado y alzó la ballesta; el individuo se detuvo, meneó la cabeza en
dirección a la joven y le dedicó una obsequiosa reverencia.
—¡Tened fe, hermana! ¡Bienaventurados son los que tienen fe! ¡Bienaventurados

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son los elegidos de Charchad! —Al ver que la muchacha seguía sujetando con
firmeza la ballesta, retrocedió un paso—. ¡Os saludamos y os instamos a que os
dejéis iluminar, afortunada hermana! ¿Compartiréis nuestra bendición? —Y abrió las
manos, revelando algo que había permanecido oculto en una de las palmas. Era un
pedazo de piedra, pero relucía, como las puntas de sus trallas, con el mismo
resplandor cadavérico que iluminaba el cielo septentrional cuando el sol abandonaba
su puesto.
La mente de Grimya estaba paralizada por la conmoción. Índigo no podía llegar
hasta ella, no podía comunicarse. Todo lo que podía hacer era rezar para que la loba
no se dejara llevar por el pánico y atacara al hombre, porque una intuición tan certera
como nada que hubiera conocido jamás le decía que hacerlo resultaría mucho más
peligroso de lo que ninguna de las dos podía imaginar.
—¡La señal, hermana! —El demente hizo una finta con la mano que sostenía la
piedra, amuleto, sigilo, o lo que fuese. Entonces, al ver que Índigo se encogía,
cloqueó—: ¡Ah, la señal! ¡La luz eterna de Charchad! ¡Mirad la luz, hermana, y al
venerarla vos, también podéis alcanzar la bendición! ¡Mirad y dad!
Podía matar a dos, quizás a tres, antes de que el resto cayera sobre ella..., pero
Índigo se tragó el pánico, consciente de que tal acción sería una completa locura.
Creía tener lo que aquella grotesca criatura quería: sus palabras eran una amenaza
disimulada como una súplica de limosna. Tenía comida, algunas monedas; un
donativo con aparente buena fe podría persuadirlos de seguir su camino y dejarla
tranquila.
Tragándose el amargo sabor de las náuseas que le subían por la garganta, asintió
con la cabeza y llevó la mano a su alforja.
—Os... doy las gracias..., hermano, por vuestra bondad... —Su voz no era firme
—. Y yo... lo consideraría un privilegio si me permitierais que... que hiciera una
ofrenda... —Sus dedos buscaban a tientas, sin saber apenas lo que hacían; un rincón
de su mente registraba los objetos sobre los que se cerraba su mano. Una pequeña
hogaza de pan ázimo, un pedazo de miel solidificada, tres pequeñas bolsas con
monedas: no sabía cuántas contenían y no le importaba.
—¡Hermana, Charchad os bendice tres veces! —Se abalanzó hacia adelante y le
arrebató las cosas antes, incluso, de que ella se las pudiera mostrar. El hedor de un
osario asaltó la nariz de Índigo y ésta se sintió a punto de vomitar, al tiempo que el
poni golpeaba el suelo con los cascos y Grimya lanzaba un gañido. El hombre
retrocedió, mostrando todavía su horrible sonrisa; detrás de él sus seguidores
permanecían inmóviles, los ojos clavados en la muchacha y en su caballo—.
¡Bienaventurada! —repitió el cabecilla—. La luz de Charchad os ha bendecido. ¡La
luz, hermana, la luz! —Y con un agudo alarido se dio la vuelta, alzando ambos brazos
en dirección al cielo y mostrando sus trofeos al resto del grupo, que empezó a

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murmurar, luego a farfullar, y por fin a cantar como lo habían hecho antes.
—¡Charchad! ¡Charchad!
Índigo ya no pudo soportarlo más. Fuera o no un acto inteligente, tenía que
alejarse de allí, y hundió los talones con fuerza en los flancos del poni, de modo que
el animal salió al galope con Grimya tras él. Tan sólo cuando llegaron al contrafuerte
donde la carretera y el río torcían, detuvo el caballo y miró atrás. El corazón le
palpitaba con fuerza.
A sus espaldas se alzaba una nube de polvo, y la carretera quedaba oculta. Pero
por entre la roja nube pudo distinguir las figuras, afortunadamente ahora tan sólo
formas borrosas, de aquellas ruinas humanas que, arrastrando los pies, dando brincos
y canturreando, seguían su camino.

Más tarde, ni Índigo ni Grimya se sintieron capaces de discutir el extraño


encuentro. Detrás del saliente, tal y como Grimya había pensado, un pequeño grupo
de árboles intentaba combatir el calor; allí se detuvieron y refugiaron hasta que el sol
empezara a declinar. La conversación resultaba conspicua por su ausencia; Índigo no
podía desterrar de su mente las imágenes del grupo de fanáticos religiosos y, en
particular, la del loco de piel blanquecina y negra lengua partida. El recuerdo hizo
que el agua que bebía adquiriese un sabor nauseabundo en su garganta. Por su parte,
Grimya, a pesar de sus anteriores declaraciones sobre el hambre que sentía, había
perdido las ganas de cazar y yacía tumbada cuan larga era sobre el ardiente suelo, las
orejas gachas y los ojos centelleando furiosos, como si mirara a otro mundo y no le
gustara lo que veía.
De vez en cuando, mientras descansaban, Índigo sacaba la piedra-imán de su
bolsa y la estudiaba de nuevo. El diminuto ojo dorado estaba más quieto ahora de lo
que había estado durante los últimos días. Tan sólo se movía cuando volvía la piedra,
para señalar en dirección norte. Las montañas situadas detrás de la ciudad que había
más adelante quedaban ahora ocultas por el espeso follaje y los polvorientos árboles;
pero, no obstante, la joven era consciente de su omnipresencia en el horizonte y del
extraño resplandor frío que, cuando la noche cayera de nuevo, teñiría el cielo con su
peligrosa fosforescencia.
Y no podía librarse de la sensación de que el talismán que llevaba el hombre de la
lengua bífida que había encontrado en la carretera compartía un origen común con
aquella luz sobrenatural.
Pasaron las horas y llegó el momento en que las sombras empezaron a alargarse
de forma perceptible. Índigo se puso en pie y colocó de nuevo la manta sobre el lomo
del poni. Grimya despertó de su ligero sueño, se relamió, se incorporó y sacudió con
fuerza todo su cuerpo.
«Me dormí.» No había la menor satisfacción en su declaración; en el fondo

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implicaba que hubiera preferido permanecer despierta. «¿Y tú?»
—No. —Índigo sacudió la cabeza.
La loba parpadeó.
«Quizás eso fue lo mejor.»
Fue la única referencia, aunque muy indirecta, que pasó entre ambas con respecto
al encuentro sufrido con anterioridad, antes de ponerse de nuevo en camino. Y una
hora más tarde, mientras el sol empezaba a deslizarse por el cobrizo cielo, llegaron a
los primeros puestos avanzados de la ciudad minera de Vesinum.
Índigo detuvo el poni y giró la cabeza de modo que el ala de su sombrero ocultó
el sol que se ponía. Desde lejos, la ciudad parecía componerse tan sólo de una
destartalada colección de edificios bajos, desperdigados sin orden ni concierto y
divididos por la polvorienta carretera. Más allá de estas extensas afueras, no obstante,
pudo distinguir los contornos más consistentes de almacenes que bordeaban el río,
aunque cada detalle estaba oscurecido por una neblina producida por el polvo
mezclado con los cada vez más bajos rayos del sol. Sonidos demasiado distantes para
identificarlos llegaban a sus oídos; bajó la mirada hacia Grimya, que permanecía
sentada junto al poni contemplando con interés la escena que tenían delante.
—El final de nuestro viaje. —Sentía menos alivio del que hubiera experimentado
horas antes—. Buscaremos alojamiento para pasar la noche; luego veremos qué
puede hacerse por la mañana.
Las mandíbulas de Grimya se abrieron en una cavernosa sonrisa.
«Me alegraré de poder descansar de verdad», le comunicó. «¿Podemos seguir
adelante ya?»
Índigo chasqueó la lengua y el poni se puso en marcha de nuevo. Iba tan absorta
en la contemplación de la ciudad que tenía delante que no vio la pequeña estructura
de madera situada junto al camino hasta que estuvieron casi encima de ella; cuando
finalmente apareció en la periferia de su campo de visión, tiró de las riendas con tal
violencia que su montura lanzó un relincho de protesta.
—¿Ín... digo? —Sobresaltada por la inoportuna acción de su amiga, Grimya lanzó
un gutural gruñido—. ¿Qu... qué sssu... cede?
Índigo no le contestó. Sus ojos estaban clavados en los pedazos rotos y astillados
de lo que en una ocasión había sido una pequeña plataforma cubierta, alzada sobre un
poste de madera entre la carretera y el río. Para cualquiera que no estuviera
familiarizado con las costumbres religiosas de aquella región, su utilidad habría
resultado un misterio; pero, a pesar de que había sido casi convertido en astillas, ella
sabía lo que era, o más bien lo que había sido. Y un jirón de deshilachada tela roja
que sobresalía por entre dos galos rotos lo confirmó.
—¿Índigo? —inquinó Grimya de nuevo—. ¿Qué...?
—Es una capilla. —La boca de la joven se quedó reseca de repente—. En honor

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de Ranaya. ¿Recuerdas la fiesta a la que asistimos en la ciudad? Ranaya es el nombre
que estas gentes dan a la Madre Tierra...
Grimya comprendió lo que le decía y contempló con atención la destrozada
estructura.
—Pero... —La lengua golpeó inquieta su hocico—. Es... tá rrrota. De... destruida:
no... no conozco la palabra exacta...
—Profanada.
Y un nombre, Charchad, resonó de nuevo en la mente de Índigo. Miró
rápidamente por encima de su hombro, como si esperara ver al grupo de enloquecidos
y deformes celebrantes danzando carretera abajo y dirigiéndose hacia ellas una vez
más.
Los ojos de Grimya se habían tornado de color naranja a causa de una rabia que
no podía articular.
—¿Por qué? —gruñó.
—No lo sé. Pero es un mal augurio, Grimya. —Índigo tocó la piedra-imán
suavemente con el dedo, y se estremeció interiormente—. Si estos hombres han
abandonado el culto a la Madre Tierra, entonces quién sabe qué clase de poder anda
suelto por aquí.
—¿Cómo pu... puede al... guien dar la espal... da a la Tierra? —Una dolorosa
confusión se había deslizado ahora en el tono de voz de Grimya—. La Tierra es... vi...
vida. —Se lamió el hocico de nuevo—. Nnno comprendo a los humanos. Cre... creo
que nunca podré.
Índigo empezó a desmontar.
—Debo repararlo —dijo con voz áspera—. No puedo dejar un lugar sagrado
mancillado de esta forma...
—¿De qué servirá?
—¿Qué? —Se detuvo.
La loba sacudió la cabeza apenada.
—He dicho: ¿de qué servirá?, Índigo. Lo... hecho, hecho es... tá. No pu... puedes
cambiarlo. —Y, de repente, sus pensamientos aparecieron con toda claridad en la
mente de la muchacha.
«¿Crees que por decir algunas palabras o esparcir un poco de sal, agua o
monedas de oro, lo solucionarás? Puede que tranquilice tu conciencia, pero no
conseguirás nada más. La enfermedad que ha hecho que esto suceda necesita una
medicina más fuerte.»
Los ojos de la muchacha se cruzaron con los de su amiga por un instante; luego
desvió la mirada al suelo.
—Me avergüenzas, Grimya.
«No es ésa mi intención. Sólo te digo lo que pienso que es la verdad.»

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—Y tienes razón. —Miró de nuevo a la profanada capilla; comprendió que no
había nada que pudiera hacer—. Vamos. —Hizo girar al poni—. Lo mejor será que
prosigamos nuestro camino.
Mientras dejaban la pequeña y triste ruina a sus espaldas, no volvió ni una sola
vez la cabeza para mirar atrás.

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arecía como si Vesinum hiciera muy poco para justificar su reputación y
P posición como centro de próspera actividad. Tras pasar por una primera zona de
feos edificios, habían llegado a los muelles, donde enormes malecones de piedra se
introducían en la lisa corriente del río, y almacenes construidos sin prestar la menor
atención a la estética se elevaban desafiando el tórrido cielo. Aquí, aunque había
suficiente ruido y actividad para satisfacer al más duro de los capataces, Índigo
percibió una atmósfera de sumisión. Los hombres se apresuraban en el cumplimiento
de sus tareas con la cabeza gacha y la espalda encorvada, apartando los ojos de un
innecesario contacto con los de sus compañeros; los capataces gritaban sus órdenes
de forma concisa; y no había la menor señal de las gentes ociosas, mirones,
buhoneros o prostitutas de puerto que casi siempre frecuentaban las vías fluviales.
Trastornada por aquella atmósfera, Índigo se desvió y penetró en el centro de la
ciudad. Los edificios de aquella zona resultaban más agradables a la vista: casas de
comerciantes que se abrían paso en las anchas calles entre posadas, pequeños
almacenes, soportales de pizarra donde los vendedores de comestibles, ropas, arreos y
utensilios exponían sus mercancías sobre esteras tejidas... Pero la atmósfera
predominante era la misma. Se respiraba inquietud, inseguridad, la sensación de que
el vecino desconfiaba del vecino. No había niños jugando en las calles, no resonaban
risas en los soportales y nadie demostraba el menor vestigio de lo que hubiera sido
una curiosidad natural hacia un forastero aparecido entre ellos. Era como si —aunque
Índigo no pudo definir qué la incitó a escoger tal palabra— toda la ciudad estuviera
asustada.
Detuvo al poni en el extremo de una amplia plaza dominada por una estrafalaria
escultura central hecha de muchos metales diferentes. En el otro extremo, un hostal
—sólo el segundo que había visto— se proclamaba a sí mismo como la Casa del
Cobre y del Hierro. Era un edificio bajo, construido en el severo estilo anguloso de la
región, con la fachada quebrada por una serie de arcos ribeteados de descuidado
mosaico; pero, aparte de eso, no tenía el menor adorno. Índigo se deslizó por el lomo
del poni y, doblando los entumecidos músculos, miró a Grimya.
«Esto servirá tanto como cualquier otro sitio, supongo.» Proyectó su pensamiento
en lugar de hablar en voz alta; a pesar de su aparente indiferencia, los habitantes de la
ciudad podrían no reaccionar muy bien ante una forastera que al parecer hablaba sola.
Grimya tenía la cola entre las patas.
«No me gusta este lugar», gimió suavemente.
«A mi tampoco. Pero se nos ha conducido hasta aquí por un motivo, Grimya.» Se
llevó la mano a la tira de cuero que rodeaba su cuello y sintió la familiar mezcla de
tranquilidad y resentimiento que la piedra-imán siempre provocaba en ella. «No

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podemos volvernos atrás ahora.»
Grimya olfateó con cautela el aire.
«El aire huele a cosas malas.»
«Son las minas; el polvo es...»
«No», la loba la interrumpió con energía. «No es eso. Conozco esos olores, y
aunque no me gustan he aprendido a aceptarlos. Esto es algo más. Algo...» Luchó
durante un breve instante por encontrar la palabra adecuada, luego añadió con
énfasis: «Corrupto».
Corrupto. La inquietud de Índigo cristalizó de repente y comprendió que la
interpretación de Grimya del sentimiento que compartían era muy acertada. La
oprimida atmósfera de la ciudad, la imperante sensación de temor, la capilla
profanada, los enloquecidos celebrantes de la carretera... Algo no iba nada bien en
Vesinum.
Posó una mano sobre la cabeza de la loba con la esperanza de tranquilizarla con
su caricia.
—Vamos. Comeremos y descansaremos; luego veremos qué más podemos
averiguar.
Empezaron a andar en dirección a la Casa del Cobre y del Hierro, y estaban en
medio de la plaza cuando las sobresaltó un repiqueteo, como si una docena de
diminutas campanas repicaran discordantes a la vez. Los pelos del cuello de Grimya
se erizaron, e Índigo se dio cuenta de que el ruido provenía de la estrafalaria escultura
situada en el centro de la plaza. En la cara norte de la estatua dos pesos de bronce se
movían lentamente, uno hacia arriba y otro hacia abajo, colgados de cadenas;
mientras que en la parte superior una serie de pequeños discos metálicos habían
empezado a girar. Hileras de diminutos martillos colocados sobre pequeñas palancas
golpeaban los discos a medida que éstos giraban, y el fino e irregular sonido de su
campanilleo resonaba por toda la plaza.
«¿Qué es esto?»
Mostrando los dientes Grimya se apartó de la escultura, e Índigo se echó a reír.
—Es una especie de reloj.
El alivio se reflejó en su voz tras la momentánea sorpresa; toda la estructura,
ahora podía verlo, era un complicado mecanismo de relojería, obra de un hábil e
ingenioso artesano.
—No puede hacerte daño, Grimya. No es más que un juguete.
La loba no estaba tan convencida.
«Un juego es correr, o perseguir hojas en el otoño, o fingir una pelea. ¿A qué se
puede jugar con algo así?»
Divertida por la ingenuidad de su amiga, la muchacha abrió la boca para
explicárselo lo mejor que pudiera; pero se detuvo al escuchar el sonido de muchos

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pies que se arrastraban por el suelo. Se volvió y pudo ver a un grupo de hombres que
hacían su entrada en la plaza y se dirigían apresuradamente hacia una calle que salía
de la ciudad en dirección norte. Por sus andrajosas ropas y sus rostros mal
alimentados dedujo que debían de ser mineros; sin lugar a dudas se dirigían a cumplir
con su turno de trabajo en las montañas. Y con un frío sobresalto interior se dio
cuenta de que cada uno de ellos mostraba alguna señal de enfermedad o deformidad.
Sus males no eran tan repugnantes como los que arrostraban los celebrantes de
Charchad, pero, de todas formas, las señales estaban muy claras: caída de cabello,
ojos nublados, desfiguraciones en la piel que parecían enormes y feas señales de
nacimiento, aunque no lo eran. Y el reloj, como un frío capataz de metal, los había
convocado.
Involuntariamente se echó hacia atrás mientras los mineros arrastraban los pies
por la plaza y pasaban a pocos metros de ellas. Ni uno solo levantó la vista para
mirarlas. Índigo y la loba se quedaron contemplando en silencio cómo desaparecía el
grupo.
—Charchad... —dijo, por fin, la joven en voz baja.
«¿Charchad?» —Grimya olvidó la desconfianza que le producía la escultura.
La muchacha sacudió la cabeza, negando el pensamiento antes de que pudiera
materializarse, y consciente de una sensación de cólera indeterminada que se
encendía en lo más profundo de su mente.
—No importa. No importa...

La Casa del Cobre y el Hierro, al parecer, tenía pocos huéspedes. A pesar del
poco negocio que hacía, el delgado y obsequioso propietario aún se sintió inclinado a
poner alguna objeción con respecto a Grimya.
—... No es nuestra costumbre —dijo mientras se retorcía las manos como si se las
lavase— permitir la entrada de animales en nuestra casa.
Pero, al darse cuenta de la apasionada chispa de enojo que se ocultaba tras la
sugerencia de su cliente de que podría ir a alojarse a cualquier otro sitio, cedió con
tanta amabilidad como fue capaz de reunir. Las condujo a una habitación pequeña,
pero aceptablemente cómoda, con una ventana con postigos que daba a la plaza.
Grimya, que jamás había podido superar la antipatía natural que le producía
permanecer entre las paredes de cualquier edificio, se puso a pasear por la habitación.
Detestaba el encierro y el calor que las sombras de la habitación convertían en
sofocante.
La cocina de la casa se ponía en funcionamiento a la puesta del sol, había dicho el
posadero, y sonarían unas campanillas para anunciar que empezaban a servirse las
comidas. Índigo, sintiéndose más limpia, aunque no completamente descansada, se
sentó sobre el jergón relleno de paja que hacía las veces de cama y sacó la piedra-

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imán para mirarla una vez más. En la penumbra de la habitación, el pequeño punto de
luz del interior de la piedra parecía anormalmente brillante; mientras lo sostenía en su
palma vio que la chispa se agitaba violentamente, como si fuera un ser vivo lo que
estaba atrapado allí dentro e intentara escapar. Y la luz seguía señalando el norte.
Desde la ventana, Grimya dijo:
«Hay mucha actividad en la plaza. Hay hombres que transportan leña. Colocan
antorchas. Creo que preparan alguna celebración.»
La idea de que los habitantes de Vesinum desearan celebrar alguna cosa resultaba
improbable, pero Índigo se puso en pie y cruzó la habitación. Se agachó junto a la
loba y apoyó los brazos en el repecho de la ventana. El sol ya no era más que un
rojizo resplandor detrás de los cada vez más oscuros tejados de las casas; las tiendas
de los soportales parecían haber cerrado, y la plaza estaba envuelta en sombras sin
ninguna lámpara que las mitigara. Debido a que sumisión no era tan aguda como la
de Grimya, todo lo que Índigo pudo vislumbrar fueron unas pocas figuras humanas
algo borrosas que se movían en la penumbra, aunque sus oídos captaron el ocasional
murmullo de voces o el ruido sordo producido al levantar algún objeto pesado.
Un repiqueteo de discordantes campanillas resonó de repente desde abajo. Índigo
se volvió al escuchar la señal, aliviada al darse cuenta de lo hambrienta que estaba.
La dieta de un viajero a base de fruta seca y tiras de carne salada —todo lo demás
convertido en rancio después de un día bajo el abrasador calor; Grimya sólo había
podido cazar lo suficiente para alimentarse ella durante el camino— podía ser
nutritiva, pero cansaba enseguida. Incluso la más mediocre de las comidas resultaría
un cambio agradable.
Grimya se apartó de la ventana mientras la joven se preparaba para abandonar la
habitación.
—¿Me que... quedo aquí?
—No. También tú necesitas alimentarte; me ocuparé de que nos den de comer a
las dos.
—Pu... puedo c... cazar. Más tarde, cuando todo esssté qui... quieto.
—¿Por qué has de hacerlo, cuando no hay necesidad? Además, creo que debemos
permanecer juntas. —Índigo sonrió y luego dirigió la vista hacia la puerta—. Yo, la
verdad, me sentiría mejor acompañada.
Índigo se sorprendió al descubrir que no era, de ningún modo, el único comensal
de la taberna del hostal. Casi la mitad de los huecos terminados en arco que
bordeaban la sala estaban ya ocupados, y se estaban sirviendo jarras de vino o de
cerveza a un grupo de comerciantes que ocupaban una de las bien fregadas mesas
centrales. Una muchacha delgada de ojos cansados y recelosos hizo una pequeña
reverencia y preguntó a Índigo en qué podía servirla; ésta la miró fijamente y le quitó
de la cabeza cualquier objeción que hubiera podido hacer, en nombre de su amo, por

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la presencia de Grimya. Acto seguido fue conducida a un reservado separado de sus
vecinos por una reja de filigrana de cobre.
Aunque quizá no tuviera muchas otras cosas positivas, la Casa del Cobre y el
Hierro por lo menos ofrecía a sus huéspedes una buena comida. Índigo escogió un
plato de carne con especias cocinada con aceitunas y albaricoques en conserva. Como
su bolsa estaba lo bastante llena, decidió permitirse el lujo de pedir también un
acompañamiento de legumbres frescas traídas de los campos irrigados artificialmente
de Agia, y algo muy escaso. Saboreando su comida, con Grimya devorando muy
satisfecha una bandeja de carnes variadas, colocada a sus pies, empezó a relajarse un
poco por primera vez en muchos días. La atmósfera de la habitación era soporífera y
la conversación de los otros ocupantes de la sala se convirtió en un sordo murmullo
de fondo; retirado su plato, empezó a caer en un agradable ensueño...
—Bienaventurada seáis, hermana, en esta noche propicia.
Índigo dio un respingo, levantó los ojos y se encontró con tres hombres y una
mujer que bloqueaban la entrada del reservado en el que se hallaba. Iban vestidos con
sobriedad, y —al igual que los celebrantes y que los mineros de la plaza— cada uno
sufría algún tipo de mal, aunque sus defectos eran menos escandalosos que los que
había visto antes. De sus cinturones pendían amuletos parecidos al extraño y
reluciente talismán que llevaba el demente de la carretera; bajo la luz de las lámparas
de la taberna su fosforescencia resultaba apagada y enfermiza.
La joven sintió cómo la pelambrera de Grimya le rozaba, las piernas al
incorporarse el animal, con los pelos erizados. Deslizó una mano por debajo de la
mesa para calmar a su amiga, proyectando mentalmente una advertencia para que se
mantuviera en silencio y se comportara con cautela. Luego saludó con un gesto de
cabeza al grupo.
—Buenas noches a todos.
—¿Sois forastera en Vesinum?
El más alto de los tres hombres, cuya piel parecía desprenderse en escamas,
sonrió; pero aquel gesto no se extendió a sus ojos, que permanecían fijos en ella y
desagradablemente fríos.
—Pues sí. —Índigo sintió que algo en su interior se erizaba al tiempo que la
chispa de furia indefinida se hacía sentir una vez más.
—Entonces sed bienvenida como forastera, y como buscadora de ilustración. —
La sonrisa desapareció y el rostro del hombre adoptó una expresión astuta—. ¿No
sois de Charchad, hermana?
Aquella palabra otra vez. Índigo reprimió un escalofrío.
—Lo lamento —respondió con calma—. No sé nada del Charchad, quienquiera o
lo que quiera que sea.
La mujer lanzó un siseo, como si la muchacha hubiera pronunciado una

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blasfemia, y la expresión de su interrogador se endureció.
—¡Hermana, os aconsejo que observéis el respeto apropiado! ¡No se debe
pronunciar el nombre de Charchad a la ligera y os insto a retractaros de vuestro error!
Desesperada, Índigo miró a su alrededor con la intención de llamar al propietario
y exigir que echara de allí a aquellos intrusos. Pero cuando lo encontró su rostro
estaba vuelto hacia otro lado, y comprendió que no tenía la menor intención de
intervenir.
Uno de los otros hombres habló entonces. Su boca estaba muy deformada, lo cual
le producía un defecto en el habla que hacía casi ininteligibles sus palabras.
—Nuegtra hergmmana... jierra... pego... sólo pog omi-jión. A...un huede veg la uz
de la vegdad, y jecibig la ben-dijión.
Índigo advirtió que Grimya se ponía en tensión y le siseaba en silencio:
«¡Peligro!»
«Espera.» Los dedos de la muchacha se cerraron sobre su lomo. «No hagas nada
aún.»
El rostro de su interrogador se relajó de nuevo adoptando una gélida sonrisa.
—Desde luego, hermano, desde luego. ¡La luz de la verdad! Hermana, sois
afortunada, porque nosotros, los que pertenecemos a Charchad, estamos dotados de
un grado de misericordia y justicia que está ausente en el no iniciado. —La sonrisa se
amplió; Índigo tuvo la impresión de que adoptaba la traicionera mueca de un reptil—.
Se diría que vuestra llegada es muy oportuna, ya que podemos ofreceros una
oportunidad sin precedentes para alzaros de la oscuridad en la que os movéis y dar
vuestros primeros pasos por el auténtico sendero.
Grimya se agitó de nuevo, los músculos dispuestos.
«¡Esto no me gusta! Este hombre amenaza...»
«Chisst.»
Índigo la acarició de nuevo, consciente de que su propio corazón empezaba a latir
demasiado deprisa: no de miedo, sino por aquella rabia sin forma que por fin
empezaba a converger en algo. Sus ojos se encontraron con la mirada firme del
portavoz de Charchad, y repuso con helada formalidad:
—Señor, no tengo la menor duda de que vuestras intenciones son buenas y de que
sois sincero en vuestras creencias. Pero no me gusta que se me den órdenes cuando
deseo tranquilidad y soledad, y tampoco me gustan las amenazas veladas. —La
cólera brilló con repentina violencia en sus ojos—. Os desearé, por tanto, buenas
noches.
La mujer siseó de nuevo —Índigo se preguntó por un breve instante si podría
hablar— y la apariencia de amistad desapareció abruptamente de los modales del
cabecilla.
—¡Hermana, pagaréis muy cara vuestra descortesía!

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Dio un paso hacia adelante y sus compañeros se arrastraron detrás de él hasta
queja salida del reservado quedó completamente bloqueada. Índigo empezó a
incorporarse, mientras su mano se dirigía veloz al cuchillo que pendía de su
cinturón...
—¡Cenato!
La nueva voz estaba llena de autoridad, y los cuatro personajes se volvieron en
redondo como si los hubieran golpeado. Un hombre alto y moreno atravesaba la
habitación hacia ellos; apartó a la mujer a un lado con malos modos, empujó a uno de
los hombres detrás de ella y miró furioso al vacilante cabecilla del grupo.
—Deja a la dama en paz, Cenato. ¿Cuántas veces tengo que advertirte sobre este
tipo de comportamiento?
Cenato abrió la boca.
—Yo... estábamos...
—¡Estabais siendo una molestia! ¿Qué impresión creéis que le causará esto a un
extraño? —Indicó en dirección a la puerta—. Fuera. Y que no vuelva a ver vuestras
caras por aquí de nuevo.
Bajaron la vista hacia el suelo; murmuraron algo, se volvieron arrastrando los pies
y se alejaron. El recién llegado se los quedó mirando mientras se dirigían hacia la
puerta, y sólo cuando hubieron salido se volvió hacia Índigo de nuevo.
—Saia. —Hizo una pequeña inclinación, llevándose una palma al hombro según
la costumbre de la región—. Me amo Quinas, y estoy a vuestro servicio. Os pido
disculpas por la conducta de Cenato y sus amigos: son gente buena y piadosa, pero su
forma de abordar a los recién llegados es a veces demasiado entusiasta.
Índigo había vuelto a sentarse en su silla, el cuchillo todavía en su funda, pero al
mirar a su salvador vio que también él llevaba uno de aquellos curiosos amuletos
relucientes sujeto al cinturón. Otro de ellos... El alivio y la gratitud se encogieron en
su interior, y cuando respondió su voz era hostil.
—«Buenos y piadosos» no son las cualidades que yo hubiera atribuido a sus
amigos, señor, si hemos de atenernos a sus modales.
El hombre hizo un gesto de impotencia.
—Me temo que esto es lo que sucede, a menudo, con aquellos que han visto hace
poco tiempo la luz de Charchad. Su entusiasmo hace que adopten una actitud que
puede asustar al no iniciado; necesitan tiempo y guía para aprender a templar su
entusiasmo con consideración hacia los demás. Por favor, aceptad mi garantía de que
no os molestarán de nuevo.
—Espero que no, señor. No estoy acostumbrada a este trato, y no lo encuentro
nada divertido.
—Naturalmente que no. —Levantó los ojos y chasqueó los dedos en dirección a
una de las muchachas que atendían las mesas—. ¡Eh, tú! ¡Una botella de cinco años,

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ahora mismo! —Y, volviéndose de nuevo hacia Índigo, añadió—: Es una pequeña
compensación, saia, pero es lo mínimo que puedo hacer.
Hacía todo lo posible por resultar conciliador, y aunque a la joven le produjo una
inmediata aversión, no podía mantener su hostilidad sin parecer grosera.
—Os lo agradezco, señor. Aprecio de veras vuestra amabilidad. —Vaciló un
instante, pero se dio cuenta de que por simple educación no tenía más remedio que
añadir—: ¿Me acompañaréis?
—Por unos momentos, tan sólo. —Sonrió—. No tengo el menor deseo de
inmiscuirme aún más en vuestra intimidad.
La moza se acercó rápidamente al reservado con una jarra llena hasta el borde;
mientras la depositaba sobre la mesa, Índigo advirtió miedo en su expresión. Quinas,
quienquiera que fuese, tenía influencia en más de un lugar. Envió a la muchacha a
buscar otra copa, y mientras la traía, tomó asiento frente a Índigo.
—Por vuestra continuada salud y prosperidad —dijo cuando la joven le trajo lo
que había pedido. Llenó las copas de ambos y bebieron.
Grimya se había tranquilizado —su amiga notaba el cuerpo de la loba, tendida
bajo la mesa, apoyado contra sus piernas—, pero su mente seguía inquieta. Índigo se
tomó un momento para inspeccionar a su acompañante. Tendría, imaginó, entre
treinta y cuarenta años, y poseía la negra cabellera y la piel aceitunada típicas de las
gentes nacidas y criadas en la región. Iba demasiado bien vestido y estaba, a todas
luces, demasiado bien educado para ser un minero o un marinero, aunque sus manos
parecían acostumbradas al trabajo manual y la piel de su rostro estaba curtida por el
sol y el viento. Le resultaba un hombre bastante atractivo, a su manera, hasta que, por
primera vez, al exponer a la luz de las lámparas su rostro con más claridad, vio sus
ojos. Estaban curiosamente cubiertos y, cuando parpadeaba —la primera vez no
estuvo segura, pero la segunda lo confirmó—, una película carmesí caía sobre ellos
durante un brevísimo instante, como una extraña segunda lente, para cubrirlos.
Otra deformidad... Índigo dominó el deseo de echarse hacia atrás con
repugnancia, y bajó la mirada con rapidez hacia su copa. Cuando Quinas le habló
tuvo que contener un escalofrío.
—¿Puedo preguntaros vuestro nombre?
Se obligó a levantar los ojos otra vez.
—Mi nombre es Índigo.
—Índigo..., muy poco corriente. No sois, supongo, de esta zona...
—No.
—¿Puedo preguntaros qué os ha traído aquí? —Vio cómo su expresión se volvía
recelosa, y sonrió disculpándose—. Por favor, perdonad mi curiosidad. Pregunto
simplemente porque tengo el privilegio de ser el capataz de la mina Escarpadura
Norte; en el transcurso de mis deberes, a menudo conduzco a comerciantes a

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inspeccionar nuestras operaciones. Si tenéis algún negocio en las minas, me sentiría
muy honrado de poder ofreceros mis servicios.
Índigo se relajó un poco.
—Entiendo. Gracias, Quinas, pero no tengo nada que ver con el comercio de
minerales. Vesinum no es más que una parada en mi ruta.
—Una lástima. —Al igual que ocurrió con Cenato, su sonrisa no llegó a sus ojos
—. No obstante, vuestra llegada es una casualidad. ¿Os ha hablado alguien de nuestro
festival?
—¿Festival?
—En la plaza de la ciudad; debéis de haber visto los preparativos. Esta noche, los
seguidores de Charchad lo celebramos, y la ciudad lo celebra con nosotros. Es una
ocasión para purificarse, renovarse y reafirmarse. —Una nueva nota hizo su aparición
en la voz de Quinas, e Índigo captó un marcado y desagradable eco del fanatismo del
celebrante loco y del grupo que la había abordado en la taberna—. Ése es también,
creo, uno de los motivos por los que Cenato se mostró tan insistente al abordaros. —
Levantó los ojos; su rostro era tan cándido que por un momento la muchacha sintió
que su equilibrio mental se deshacía—. La fiesta se iniciará a medianoche. Espero
que nos haréis el honor de asistir, de modo que podamos enmendar la mala impresión
que tenéis de nosotros.
Quizá valdría la pena que lo hiciera, pensó Índigo, si ello la ayudaba a averiguar
algo más sobre el Charchad. Asintió.
—Gracias. Me encantará asistir.
Quinas vació su copa y se puso en pie.
—Entonces me despido y os permito que terminéis vuestra cena sin que se os
interrumpa. —Salió del reservado y le dedicó una inclinación de cabeza—. Me alegro
de haberos conocido, Índigo. Y confío en que aún pueda desempeñar algún papel por
pequeño que sea que os ayude a alcanzar la comprensión y la iluminación. Buenas
noches. —Se dio la vuelta y atravesó la sala en dirección a la puerta.
La joven lo contempló cuando se alejaba, mientras intentaba asimilar la
extraordinaria mezcla de sentimientos que él había provocado en su interior.
Sorpresa, contrariedad, un elemento de confusión... Pero, pasando por encima de
todos ellos, existía una poderosa y casi violenta sensación de aversión. De momento
no podía definirla más que así; pero era suficiente para ponerle la carne de gallina y
añadir leña a la cólera que ardía lentamente en su interior.
Debajo de la mesa, Grimya se agitó inquieta. Índigo oyó los pensamientos de la
loba.
«No me gusta ese hombre.»
—No —respondió Índigo en voz baja—. A mí tampoco.
«Todos los demás le tienen miedo. Eso no es bueno.»

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Se dio cuenta de que los sentidos más agudos de Grimya habían captado lo que
los de ella no podían: que no eran simplemente Cenato y su secuaz quienes temían la
influencia de Quinas. La actitud de la muchacha que los había servido, las
expresiones en los rostros de los otros comensales cuando salió de la sala... Para ser
el capataz de una mina, ejercía un poder desproporcionado.
Contempló la jarra, que estaba aún medio llena, e hizo el gesto de servirse otra
copa de vino. Antes de que llegara a tocar el recipiente la camarera apareció junto a
ella.
—Dispensadme, saia. El dueño me encarga que os diga que no se os cobrará nada
por la comida y la bebida esta noche. Gracias, saia.
Índigo contempló, anonadada, la espalda de la muchacha que se alejaba. Luego
dirigió la mirada más allá de ella, hasta el dueño, quien se dio cuenta y le dedicó una
respetuosa inclinación de cabeza. Era cosa de Quinas o se trataba de un intento de
complacerla... De repente ya no quiso el vino, deseó incluso no haberse comido la
cena.
Todo lo que quería era escapar de la sala y de la influencia insidiosa del
autoproclamado campeón.
Se inclinó y deslizó una mano bajo la mesa para acariciar la cabeza de Grimya.
«Marchémonos» —proyectó en silencio.
«¿Ahora? ¡Estupendo! ¿Qué quieres hacer?»
Índigo sonrió con apagado cinismo al darse cuenta de que la auténtica respuesta a
la pregunta de la loba era: desaparecer, emborracharme, olvidarme de la existencia de
Vesinum.
«Estoy cansada», le transmitió. «Si hemos de asistir a la celebración a
medianoche, me gustaría descansar un rato.»
«No creo que yo pudiera descansar. Esta habitación huele a miedo; me altera.»
Grimya se agitó. «Me gustaría salir al exterior un rato, al aire libre. Pero no quiero
dejarte sola.»
Índigo sonrió al recordar cuánto odiaba su amiga permanecer encerrada. Paseó la
mirada por la habitación. El propietario estaba inmerso en una conversación con un, a
todas luces, buen cliente. Las camareras corrían por entre las mesas con bandejas bien
repletas. Y la influencia de Quinas, que la había favorecido con su compañía, todavía
flotaba, como una invisible pero decidida presencia, en el aire.
«No correré ningún peligro», le dijo a Grimya. «No aún, al menos.»
Varias cabezas se volvieron subrepticiamente mientras atravesaban la sala, y se
intercambiaron algunos cuchicheos. Índigo ignoró las miradas, los murmullos; ignoró
al propietario cuando éste intentó, zalamero, llamar su atención; observó cómo
Grimya se escabullía por la decorada puerta que daba directamente a la plaza; y, por
un momento, respiró el cálido pero todavía relativamente fresco aire nocturno.

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Luego, mientras la loba desaparecía en la oscuridad, se dio la vuelta y abandonó la
taberna en dirección a las escaleras.

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ndigo había dejado una lámpara encendida en su habitación, pero su luz quedaba
Í eclipsada por el extraño y penetrante resplandor del cielo septentrional, un reflejo
fantasmagórico que penetraba por la ventana. Cerró violentamente los porticones; la
presencia de la luz la hacía sentirse sucia y no podía estar tranquila hasta haberla
dejado fuera, no importaba lo sofocante que pudiera resultar la habitación.
La quietud y la mala ventilación resultaban soporíferas, e Índigo no tardó en
quedarse dormida, aunque su descanso fue ligero y estuvo interrumpido por curiosos
sueños que no parecían tener la menor conexión, ni con el presente ni con el pasado.
Finalmente la despertó el sonido de su puerta al crujir. Abrió los ojos y vio a Grimya
que avanzaba hacia ella con pasos quedos.
La loba se dejó caer junto a la cama.
«Hace calor», proyectó, con la lengua colgando. «Me altera. No encuentro alivio
en ningún sitio.»
Índigo se incorporó en el lecho y extendió la mano en dirección a la botella de
agua para darle algo de beber a Grimya.
—¿Has descubierto algo?
«Nada importante.» Llena de agradecimiento, Grimya lamió el plato que la
muchacha había colocado ante ella. «Me desplacé por las calles laterales, por las
zonas de sombra; no quería que me vieran.» Hizo una pausa para lamerse el hocico.
«Eso está bien. ¡Sabías que el río aquí brilla por la noche, igual que el cielo?»
—No. —La idea resultaba desagradable, pues sugería que el origen de la luz
estaba cercano y que, quizás, era más físico de lo que había imaginado—. ¿Y qué hay
de la plaza? ¿Del festival?
Grimya terminó de beber y sacudió la cabeza; algunas gotas de agua salieron
despedidas de su hocico.
«Me parece que deben de haber terminado los preparativos. No hay nadie por
allí. Sólo algunos montones de leña: no sé para qué serán.»
—No debe de faltar mucho para la medianoche. —Índigo abrió unos centímetros
el porticón. Un soplo de aire ligeramente más fresco se coló en el interior, y con él el
apagado y anormal reflejo del cielo. La plaza que se veía abajo estaba, tal y como
Grimya dijera, vacía, y las sombras eran demasiado densas para ver los detalles.
Levantó la cabeza, para mirar en dirección al revoltijo de tejados del otro extremo de
la pavimentada plaza. No brillaba ninguna lámpara, ni en las casas ni en los
soportales, y el único sonido que se percibía era el débil murmullo de voces que
surgían de la taberna situada debajo de ellas. Toda actividad parecía estar en
suspenso, como si la ciudad contuviera la respiración expectante.
O inquieta...

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En aquel momento, un apagado zumbido rompió el silencio y, de repente, el reloj
situado en el centro de la plaza empezó a sonar tal y como lo había hecho horas antes.
Índigo vio cómo los discos giraban, reflejando la fría luz del cielo como ojos
parpadeantes y pálidos. Y, mientras retumbaban aquellas disonancias parecidas a
campanillazos, una antorcha se encendió de súbito en las oscuras fauces de una de las
calles laterales. Luego otra, y otra; se encendían y llameaban a medida que se las
prendía y arrojaban sombras grotescas sobre las paredes y el pavimento. En una
ventana se encendió una vela; en otra casa se abrió una puerta y derramó la luz de un
farol sobre la plaza...
Unos furtivos golpecitos sonaron en la puerta de Índigo. Ésta se volvió en
redondo, el corazón latiéndole con fuerza.
—¿Sí? ¿Quién es?
Se escuchó una voz femenina, que murmuraba algo; entendió sólo la palabra sais,
y colocó una mano sobre Grimya para calmarla.
—Entre —dijo.
La puerta se abrió y vio a la muchachita de grandes ojos que la había servido en la
taberna. La joven le dedicó una nerviosa reverencia.
—Por favor, saia, empieza el festival. Todos debemos asistir, de modo que la
taberna se cerrará. El dueño me dijo que os lo comunicara.
Estaba atemorizada. Índigo se dio cuenta de ello; y la emoción se debía a algo
más que a un jefe malcarado.
—Gracias. —Se puso en pie y recordó los términos en los que se había expresado
Quinas al hacer su invitación. ¿Una cortesía?, se preguntó. ¿O una amenaza?
La rabia volvió a agitarse en ella, y el aire adquirió de repente un sabor amargo y
podrido en su garganta. Miró de nuevo a la muchacha y se obligó a sonreír.
—Si sois tan amable de dejar una vela encendida en las escaleras, no tendré
problemas para llegar.
—Sí, saia. —La muchacha desapareció; se escucharon unos pasos apresurados e
Índigo miró a Grimya.
—¿Estás lista?
Grimya ensanchó los ollares y dijo en voz alta:
—Lisssta. —La palabra sonó como un desafío al mundo exterior.
La loba desapareció por la puerta, y alzó una sombra enorme y distorsionada por
el rellano y el hueco de la escalera. Índigo se entretuvo un momento, meditando.
Luego tomó el cuchillo que llevaba guardado en la funda y que había dejado a un
lado mientras dormía. Lo sujetó a su cinturón y lo cubrió con un pliegue de su túnica.
Hecho esto, siguió a Grimya escaleras abajo.
Al salir del hostal escucharon música en la plaza. Cushmagar, el anciano bardo de
las Islas Meridionales, se hubiera tapado los oídos horrorizado ante aquel discordante

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barullo: címbalos repiqueteando, flautas chirriantes, una docena de diferentes
aparatos de percusión sin, al parecer, la menor idea del tiempo o del ritmo. En los
oídos de la muchacha, todo ello sonaba como el estrépito producido por los mozos de
las granjas a los que se enviaba a espantar cuervos y palomas de los campos de
labranza de sus amos; a medida que sus ojos se acostumbraban al juego de sombras y
luces, intentó localizar el origen del ruido, pero en el espacio de algunos minutos la
plaza se había llenado de gente de tal manera que no podía ver nada a causa del
apiñamiento de los cuerpos.
—Mantente junto a la pared —le dijo a Grimya, inclinándose para que la loba
pudiera oírla por encima de aquel mare magnum de ruido—. Intentaremos encontrar
un lugar desde donde se vea mejor.
Empezaron a deslizarse a lo largo del estrecho corredor que quedaba entre los
edificios y la muchedumbre que se abría paso a empellones, pero el avance era lento,
ya que cada vez convergía más gente en la plaza, procedente de todas las direcciones.
En algún lugar, hacia el centro de aquel cruce, danzaban unas luces brillantes; de vez
en cuando Índigo vislumbraba la parpadeante llama de una antorcha alzada sobre las
cabezas de la gente. Algunas personas también reaccionaban ante la discordante
música, y empezaban a arrastrar los pies en una curiosa danza lateral que los llevaba
despacio alrededor de la plaza, en el sentido contrario al de las manecillas de un reloj.
Índigo comprobó que muchos de los danzantes llevaban los amuletos relucientes que
parecían ser el distintivo del culto de Charchad, y no podía sacarse de la cabeza la
molesta sensación de que aquellos símbolos habían unido a sus portadores de una
forma indefinible, como una entidad masificada, para un único e insensato propósito.
De repente la música cesó. La corriente de danzantes se rompió en un centenar de
pequeños remolinos mientras se detenían torpemente, y por un momento el silencio
fue total. Entonces brilló de nuevo la luz de las antorchas, la muchedumbre se echó
hacia atrás y un apagado pero intenso murmullo recorrió la plaza. Índigo se
aguantaba de puntillas, pero no podía ver nada; frustrada, miró a su alrededor en
busca de algún lugar desde donde pudiera ver bien y descubrió una adornada
balaustrada de hierro, a pocos pasos de donde estaba. La señaló con el dedo para
indicar a Grimya lo que pensaba hacer, se abrió paso a codazos entre la gente, se
subió un poco la túnica y se encaramó a la pared. La sillería empezaba a
desmoronarse, pero la balaustrada parecía bastante sólida; se sujetó con fuerza y se
encaramó hasta ella, hasta que por fin pudo contemplar la plaza en su totalidad.
El estrafalario reloj relucía, como si estuviera al rojo vivo, a la luz de una docena
de enormes antorchas que lo rodeaban. Cada antorcha se sostenía por una figura,
encapuchada y vestida con una túnica, que se mantenía en posición de firme; y cada
figura lucía un amuleto que proclamaba su lealtad a Charchad. Detrás del grupo de
centinelas. Índigo vio por primera vez los montones de leña que Grimya había

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descrito; a menos que los celebrantes planearan concluir su festival con hogueras, no
podía imaginarles otro propósito.
Estaba a punto de descender y describirle la escena a la loba cuando un sector de
la multitud se dividió en dos para dejar llegar al centro de la plaza a un recién
llegado. Por su estatura y ropas. Índigo lo identificó al instante: Quinas. Avanzó con
largas zancadas hacia los portadores de las antorchas, quienes retrocedieron
respetuosamente, y contempló a la muchedumbre con aire de autoritaria satisfacción.
Luego empezó a hablar.
En un principio sus palabras eran las que podían esperarse de cualquier dignatario
en una celebración así: ensalzó la prosperidad de la ciudad, las virtudes del trabajo
honrado y las recompensas de la diligencia; pero tras algunos minutos el tono de su
oratoria empezó a cambiar. La palabra Charchad ganó predominio. Había que dar las
gracias a Charchad. Se le debía alabar, honrar... y obedecer. Aquellos que no
obedecían iban desencaminados y, hasta que sus errados espíritus no comprendieran y
admitieran su error, aquellos que habían alcanzado la luz debían conducirlos por el
camino de la verdad. Índigo sintió cómo la comida que había tomado se le agriaba en
el estómago; aquello no era más que una repetición de la fanática homilía con que los
seguidores del culto la habían abordado en la taberna. Pero mientras escuchaba se dio
cuenta, de repente, que algo mucho más peligroso se ocultaba en las palabras de
Quinas: un escalofrío recorrió sus venas cuando le oyó pronunciar la palabra herejía.
Herejía. Recordó el temor en los ojos de los otros comensales de la taberna
cuando Quinas penetró en la Casa del Cobre y el Hierro, como si fuera un ángel
vengador que, sin advertencia previa, pudiera volverse y señalarlos con el dedo del
destino. Se dio cuenta, también, con un sobresalto, de que su estimación estaba
peligrosamente cerca de la verdad. Un hereje, según las palabras de Quinas y tal y
como él mismo subrayaba con energía, era aquel que rehusaba reconocer y aceptar la
autoridad de Charchad. Y los herejes que no se retractaban y arrepentían de su pecado
debían ser castigados.
—Hermanos y hermanas: nosotros, los seguidores de Charchad, hemos sido
pacientes. —Quinas, pensó Índigo con un escalofrío, hubiera podido ser un bardo
muy persuasivo; su voz poseía un delicado y convincente timbre, y había tenido buen
cuidado de evaluar el estado de ánimo de su audiencia y utilizarlo—. Pero nuestra
paciencia no es infinita, y Charchad pide lo que es suyo por derecho. —Inspeccionó a
la muchedumbre, con ojos relucientes—. Ha llegado el momento, hermanos y
hermanas, de demostrar vuestra lealtad y fidelidad. Ha llegado el momento de
renovar nuestra fe. Y para aquellos que no han visto la luz de Charchad —ahora
levantó un brazo con el puño cerrado, y sus palabras resonaron por toda la plaza—,
¡ha llegado el momento de arrepentirse!
De una forma tan repentina que Índigo sufrió tal sobresalto que estuvo a punto de

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caer de su precaria posición, la cacofónica música estalló de nuevo, y a su señal los
portadores de antorchas que rodeaban a Quinas se dispersaron y empezaron a
moverse por parejas hacia la multitud. Del otro extremo de la plaza Índigo escuchó
un alarido y, al momento, una figura harapienta surgió de entre la multitud y corrió
hacia la parte central. El hombre —le pareció que se trataba de un hombre, pero la
criatura era tal infame espantajo que era imposible estar seguro— agitaba las manos
alocadamente, y su rostro, bajo una masa revuelta de pelo canoso, aparecía
distorsionado por una estática paranoia. Sobre su flaco pecho se balanceaba un
refulgente amuleto del extremo de una larga cadena.
—¡Charchad! —aulló la criatura—. ¡Charchad, sálvame! ¡Charchad bendíceme!
—Y se arrojó sobre las losas, donde permaneció retorciéndose a los pies de Quinas.
El capataz elevó ambos brazos hacia el cielo, con su propio rostro casi tan
retorcido como el del farfullador celebrante del suelo.
—¡Ved cómo se eleva nuestro hermano! —rugió—. ¡Contemplad la gloria de su
inquebrantable fe y mirad al interior de vuestros corazones! ¿Os falta fe? ¿Quién de
vosotros se atreverá a fallarle al Charchad?
Otra figura, una mujer esta vez, se abrió paso tambaleante por entre la gente para
arrojarse al suelo, tirándose de los cabellos. Luego otra, otra..., cada vez más y más
gente se abría paso por entre la muchedumbre, chillando, empujándose y peleando en
sus esfuerzos por superarse los unos a los otros en la demostración de su fe. Quinas
observaba el creciente caos con una sonrisa en el rostro, que resultaba ligeramente
desdeñosa. De vez en cuando inclinaba la cabeza como señal de reconocimiento a un
adorador; ocasionalmente se dignaba hacer un gesto como de bendición hacia otro,
mientras sus acólitos se movían majestuosos entre la muchedumbre exhortando a la
gente a nuevos extremos de adulación. Y todo el tiempo, incitada por las frenéticas
discordancias de la música, iluminada por las llameantes antorchas, la escena se
convertía cada vez más en algo que parecía sacado de un monstruoso infierno. En el
cielo, sobre sus cabezas, la fantasmagórica luz proveniente del norte relucía,
añadiendo su propia y terrible dimensión a las sombras, a los rostros desencajados y a
la figura de Quinas, que, iluminada por las antorchas, dirigía toda aquella anarquía
como un demonio presidiendo su corte.
Horrorizada. Índigo empezó a descender rápidamente de la pared para reunirse
con Grimya, que gruñía, los pelos erizados y los ojos rojos de temor. La loba no podía
ver lo que ocurría, pero había oído las exhortaciones de Quinas en medio del furor y
percibía la onda de choque psíquica que había estallado en la plaza. Cuando la
muchacha se preparaba para saltar al suelo, estuvo a punto de ser derribada por la
encorvada figura de una mujer que se escabullía del gentío y pasaba junto a ella a
toda velocidad en dirección a una de las oscuras callejuelas. Y de algún lugar cerca al
centro de la multitud surgió un grito: esta vez no de éxtasis, sino de terror.

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Se izó de nuevo a toda velocidad, al tiempo que hacía un gesto a Grimya para que
aguardase, y atisbo por encima del mar de bamboleantes cabezas. La luz de las
antorchas iluminaba un sector de la muchedumbre, lo que le permitió distinguir a dos
de los acólitos de Quinas forcejeando con un joven, que luchaba contra ellos con
todas sus fuerzas. La gente se empujó entre sí para abrir paso, y el cautivo fue
arrastrado hasta el círculo central, donde se le ataron manos y pies y se lo obligó a
arrodillarse. Ni una sola persona de entre los presentes hizo el menor movimiento de
protesta, y ahora Índigo pudo ver que tenían lugar otras escaramuzas semejantes:
otras víctimas, escogidas al parecer al azar, eran arrastradas del anonimato de la
multitud para yacer temblorosas sobre el suelo de piedra.
Pero la elección no era tan arbitraria como parecía en un principio. Quinas
permanecía aún como un diabólico semidiós en el centro de la plaza: observaba a la
muchedumbre con atención, luego lanzaba un grito y apuntaba a alguien. A su señal,
dos nuevos acólitos se lanzaban sobre la gente, y otra forcejeante figura era arrastrada
hacia el centro. Nueve, diez, una docena: y ni uno solo de los cautivos, pudo
comprobar Índigo, llevaba el amuleto de Charchad.
Por fin pareció que Quinas se daba por satisfecho con su colecta. A otra señal
suya los acólitos obligaron a las maniatadas figuras a ponerse en pie. Mientras las
empujaban con malos modos hacia los montones de leña situados detrás del reloj
central. Índigo comprendió —con un repentino y nauseabundo sobresalto— cuál iba
a ser su suerte, ya que uno de los hombres que sostenían las antorchas se había
adelantado y acercaba su tea a la primera de las piras.
—¡Madre de toda la vida, cegad mis ojos! —musitó.
Se agarró con fuerza a la balaustrada de hierro, paralizada por su incapacidad para
creer que nadie fuera capaz de cometer tal demencial barbaridad. Uno de los
prisioneros lanzó un quejido repetitivo e irracional que sus capturadores ignoraron.
Amarillas lenguas de fuego empezaban a lamer la madera de la pira, iluminando la
escena; y Quinas, que había estado observando con satisfacción, se volvió de nuevo
hacia la multitud.
—¡De esta forma ejecutamos el justo castigo de Charchad contra el descreído! —
Los alaridos del prisionero se apagaron en una serie de temblorosos gemidos—. ¡Yo
os exhorto, hermanos y hermanas, a abrir vuestros corazones y preocuparos de
vuestra propia salvación, no sea que perdáis vuestra última esperanza de obtener
gracia y bendición, y compartáis el destino de los irremediablemente condenados!
¡Yo os exhorto a mirar vuestras almas! ¿Quién más de entre vosotros se atreverá a
girarle la cara a Charchad, que todo lo ve?
Alguien en la multitud chilló: «¡Charchad!», y otros continuaron el grito con una
especie de desesperada urgencia. Unas cuantas personas que estaban cerca de Índigo
empezaron a saltar y a agitar los brazos, lanzando gritos y procurando llamar la

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atención hacia ellos, como si temieran las consecuencias de no conseguir atraer la
mirada de aprobación de Quinas. Pero la mayoría se limitó a permanecer inmóvil y
contemplar en silencio lo que sucedía.
Índigo miró con ojos desorbitados los rostros que la rodeaban. Apatía, temor a
duras penas contenido, cuidadosa indiferencia: ni una sola persona protestaría contra
aquella locura, ni una sola daría un paso para pararla, aunque superaban ampliamente
en número a Quinas y a sus secuaces. Y, de repente, el autocontrol de la joven se
rompió.
—¡Haced algo!
Algunas cabezas se volvieron, algunas expresiones registraron una perpleja
sorpresa, y se dio cuenta de que en su agitación les había gritado en su propia lengua.
Saltó de la pared y corrió hacia la persona que tenía más cerca, un hombre fornido.
—¡Tenéis que parar esto! —Cambió a la lengua de aquel hombre y lo sujetó por
el brazo—. No podéis dejar que lo hagan: es un asesinato, es demencial...
El individuo la apartó con un violento gesto, como si hubiera sido tocado por algo
impuro. Por un instante, ella vislumbró el más absoluto terror en sus ojos; luego su
expresión se endureció.
—¡Extranjera! —escupió—. ¿Qué sabéis vos de nada? ¡Ocupaos de vuestras
cosas!
Una mujer que estaba junto a él agitó su puño frente al rostro de Índigo.
—¡Alejaos de nosotros! ¡Hereje! ¡Hereje!
Enfurecida, Grimya gruñó y se agazapó para saltar sobre la mujer, pero Índigo
exclamó:
—¡Grimya, no!
Extendió una mano para detener a la loba, al tiempo que se alejaba de la pareja.
«No comprenden, Grimya. Están demasiado atemorizados.»
Los gruñidos de la loba se apagaron hasta quedar convenidos en un amenazador
murmullo, pero se contuvo. Índigo volvió a mirar, pero, antes de que pudiera hablar,
de la parte delantera de la muchedumbre surgió una exclamación de asombro y un
alarido inhumano de agonía. Una llamarada se elevó en el centro de la plaza e,
incluso por encima de los gritos. Índigo pudo oír el ávido crepitar del fuego...
—¡Por favor! —Extendió ambas manos en un gesto de súplica, con la voz
entrecortada por la emoción—. ¡No es posible que queráis ver cómo gente inocente
muere de esta forma! Podríais evitarlo, todos vosotros podríais evitarlo, si tan sólo...
La mujer la interrumpió con voz estridente.
—¡Déjanos solos, extranjera! ¡Vuelve al lugar del que viniste y déjanos en paz!
Era inútil. Índigo se volvió de espaldas, tapándose los oídos para no escuchar los
alaridos de las víctimas de Quinas que ardían en las hogueras; y, con Grimya pegada
a sus talones, se alejó corriendo por entre el gentío, luchando por regresar a la Casa

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del Cobre y el Hierro. Era incapaz de reflexionar, incapaz de detenerse a pensar. Todo
lo que sentía era una irresistible necesidad de huir del escenario de la carnicería y
esconderse en algún sitio antes de que, también ella, se viera embrutecida por la
locura de Charchad.
Cerca del hostal, el gentío era más denso, ya que era donde se reunían más
individuos y donde se mezclaban con los rezagados que intentaban avanzar desde una
calle lateral. Índigo se abrió paso como pudo, mientras Grimya lanzaba dentelladas a
tobillos recalcitrantes, hasta que por fin dejaron atrás lo peor de la congestión y la
puerta de la posada quedó sólo a pocos metros de ellas. Índigo echó a correr hacia
aquel refugio, pero al llegar a la zona más despejada la muchedumbre se dividió de
repente, formando un corredor desde el centro de la plaza. La luz de unas antorchas
se balanceó llameante, y un pequeño cortejo se acercó a grandes pasos desde el lugar
donde estaban las piras, con Quinas a la cabeza.
La expresión de fanática autosatisfacción que se reflejaba en el rostro del capataz
hizo que Índigo se detuviera en seco. Se lo quedó mirando y sintió que una oleada de
furia se alzaba en su interior. En aquel momento su atención se vio desviada, de
repente, por una pequeña conmoción que se había producido en el extremo de la
multitud. Una mujer vestida con ropas gastadas y sucias, la negra cabellera sujeta en
una gruesa trenza, surgió de entre la gente y se arrojó delante de Quinas. Lo agarró
por las vestiduras y lo obligó a detenerse.
—¡Por favor! —La voz de la mujer era aguda e histérica—. ¡Señor, tened piedad!
No me echéis de nuevo; escuchadme, os lo suplico...
—¡Fuera de mi camino, mujer! —Quinas intentó quitársela de encima, pero ella
se aferró a él, sin importarle que la arrastrase violentamente por el suelo. —¡No!
¡Escuchadme, tenéis que escucharme! Señor, mi... No pudo decir más, ya que el
capataz se volvió y con el dorso de la mano la golpeó en pleno rostro. La mujer se
soltó y cayó de espaldas con un grito de dolor. Uno de los acólitos que seguía a
Quinas la pateó con rabia en los riñones.
Índigo no se detuvo a pensar con lógica. Su furia precisaba de una salida y corrió
hacia adelante sacando su cuchillo.
—¡Eh, vos! —Le cerró el paso a Quinas, con los ojos encendidos y consciente de
que a la menor provocación le hundiría el cuchillo en el estómago—. ¿Es ésta vuestra
idea de misericordia y justicia, ser abominable?
—Saia Índigo. —El la contempló con calma—. Bien, bien. ¿Detecto acaso un
cambio en vuestros modales desde nuestro primer encuentro?
—¡Desde luego que sí! Me disteis la impresión de ser un hombre civilizado.
¡Ahora veo que no sois mejor que un gusano! —Señaló a la mujer, que yacía todavía
en el suelo y lloraba en silencio—. Ayudadla a ponerse en pie. Creo que tiene algo
que deciros. Una fría sonrisa curvó la boca de Quinas. —Por vuestro propio bien,

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saia, os recomiendo firmemente que dejéis de interferir en los asuntos de los demás.
De hecho, debo insistir en ello. —Extendió una mano para sujetarla del brazo y
apartarla de su camino, y ella alzó el cuchillo hasta hacerlo centellear frente a su
rostro. —¡Tocadme y os sacaré las entrañas! Quinas detuvo su mano, pero su rostro
se volvió amenazador. Parpadeó; una vez más, las lentes carmesí cayeron por un
breve instante sobre sus ojos, y el renovado sobresalto que le produjo aquella
deformidad hizo que Índigo perdiera por un momento la concentración. El cuchillo
vaciló, y tres de los acólitos de Charchad saltaron sobre ella. Lanzó un aullido de
sorpresa, que se transformó en un resoplido cuando un puño fue a hundirse en su
estómago. Otro de los hombres la sujetó por los cabellos, obligándola a volver la
cabeza. La joven perdió el equilibrio y cayó al suelo bajo una lluvia de patadas y
golpes. «¡Índigo!»
Grimya lanzó un aullido y saltó sobre los asaltantes de su amiga, por lo que
recibió una patada que la lanzó rodando, entre gañidos, sobre las losas. Con ojos
llorosos por el dolor. Índigo vio cómo Grimya se preparaba para saltar de nuevo, y
distinguió un cuchillo en la mano de uno de los acólitos... —¡No, Grimya! ¡Quieta!
La loba gimoteó, frustrada, pero su instinto la obligaba a obedecer. Unas manos
pusieron en pie a Índigo con brutalidad. La muchacha se dobló hacia adelante,
luchando por no completar su humillación vomitando ante toda la gente, y vio los
pies de Quinas plantados frente a ella. —Muy prudente, saia; y es mejor para vos que
vuestro perro sea obediente. —Levantó los ojos e hizo un gesto a sus seguidores—.
Soltadla. No creo que esté en condiciones de causarnos más molestias.
Las manos la dejaron libre, pero antes una de ellas le propinó un último y
doloroso pellizco. Índigo se desplomó de rodillas sobre el suelo, demasiado enferma
y mareada para ponerse en pie sin ayuda.
—Es una forastera —dijo Quinas con sarcástico desdén—, y, como tal, su
ignorancia es más digna de lástima que de castigo. Pero descubrirá lo disparatado de
su comportamiento, hermanos y hermanas. Charchad se ocupará de ello.
Es posible que perdiera el conocimiento por un momento; Índigo no estaba
segura. Cuando abrió los ojos de nuevo ya no la rodeaban, y Grimya estaba a su lado,
intentando lamerle el rostro, inquieta.
«¡Índigo! ¡Debiera haberlos detenido, debiera haberles abierto la garganta! ¡Te
he fallado!» —No..., no.
Hizo intención de sacudir la cabeza pero se lo pensó mejor. Una de las patadas
debía de haberla alcanzado justo en la parte inferior del cráneo... Su cuchillo estaba
sobre las losas, delante de ella; lo recogió con mano temblorosa, luego se apartó un
sucio mechón de pelo de los ojos y levantó la vista.
Quinas y sus compañeros habían desaparecido. Varias personas de entre la
multitud la miraban fijamente; cuando sus ojos se encontraron con los de ellas, éstas

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le dieron la espalda y se alejaron para evitarla. Cualquier pensamiento que hubiera
tenido de pedir a alguien que la ayudara a ponerse en pie se esfumó de inmediato. Al
igual que con las anteriores víctimas de Quinas, no harían nada por ayudarla.
La estridente música había cesado. Las llamas de las piras aún empañaban la
escena, pero ya no se escuchaban más gritos ahora: las hogueras habían realizado su
trabajo y el festival de Charchad había concluido. Índigo miró a su alrededor en busca
de la mujer que había intentado defender, pero no se la veía por ninguna parte, y al
cabo de algunos momentos se arriesgó a intentar incorporarse. El suelo parecía
hundirse y balancearse bajo sus pies, pero con un esfuerzo consiguió dar los pocos
pasos que la separaban de la puerta del hostal e introducirse en su interior. La taberna
estaba, afortunadamente, vacía. Subió lenta y penosamente hasta su habitación,
mientras Grimya, llena de preocupación, iba pisándole los talones. Se le iban pasando
las náuseas, pero aún no se encontraba del todo bien. Cuando se tocó con cuidado el
rostro descubrió varios arañazos, y había algunas partes doloridas en sus mejillas y
mandíbula que se convertirían en cardenales por la mañana.
Se sentó con cuidado sobre la cama y se tumbó. Grimya empezó a pasear por la
habitación, moviendo la cola y las orejas espasmódicamente, todavía alterada.
«¡Ojalá los hubiera matado!», dijo la loba. «Te han hecho daño.»
—No, Grimya; no me han lastimado mucho, en realidad. Podrían haber hecho
cosas peores, y eran demasiados para que te enfrentaras a ellos sola. Además, no
importa. Esa pobre gente... ¡Lo que Quinas hizo fue monstruoso!
«Ese hombre llamado Quinas está loco, pude oler su demencia. Índigo, ¿es él el
origen de la maldad que hay aquí? ¿Es él el demonio?»
La joven no había considerado la posibilidad de que la fuerza diabólica que
buscaba pudiera estar encarnada en un único ser humano, pero la sugerencia de
Grimya poseía una desagradable lógica. Llevó la mano a la bolsa que pendía de su
cuello y sacó la piedra-imán para mirarla.
—Está en reposo. —Había un tono de desilusión en su voz—. Pero sigue
indicando el norte.
«Cuando ese Quinas se marchó, lo hizo en dirección sur desde aquí. Estaba
equivocada: no puede ser él»
—Quizá no..., pero forma parte de él, Grimya. —Imágenes no deseadas de las
piras y de sus forcejeantes víctimas aparecieron en la mente de Índigo, que se
concentró desesperadamente en sus manos en un esfuerzo por borrar aquel recuerdo
—. El corazón de Charchad —sea lo que sea— está en el norte. Y Quinas posee una
llave de acceso a él, aunque puede que no sea la única llave. —Se estremeció—. Me
vengaré de ese hombre. No sólo por mí, sino por los que han muerto esta noche.
Grimya iba a contestarle, pero se detuvo de improviso, miró en dirección a la
puerta y lanzó un sordo gruñido.

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«Alguien viene.»
Se escucharon unos pesados pasos en el rellano. Índigo se puso en tensión, pero
inmediatamente dio un respingo cuando, sin el menor preámbulo, la puerta se abrió y
el propietario de la Casa del Cobre y el Hierro penetró en la habitación.
Las mejillas de la joven se encendieron de rabia.
—¡Cómo os atrevéis a entrar aquí sin tan siquiera llamar a la puerta! ¿Qué os
habéis creído?
—Ahorraos vuestra refinada indignación, saia. —El propietario había dejado de
lado su obsequiosidad, y pronunció el calificativo de cortesía con una marcada ironía
—. No me gusta malgastar palabras. Ya no sois bien recibida bajo mi techo, y os
agradecería que os marchaseis tan pronto como sea de día.
—¿Qué? . .
—Me habéis oído perfectamente. Esta es una ciudad pacífica, y no nos gusta que
vengan forasteros a causar problemas.
—¿Problemas? —repitió Índigo, incrédula—. ¿Habéis presenciado un asesinato
en esa plaza de ahí fuera y ahora tenéis la osadía de acusarme a mí de causar
problemas? —Se puso en pie, todo su cuerpo temblando de rabia y frustración—.
¿Qué es lo que sucede aquí? ¿Tanto miedo le tenéis a ese desecho humano, que se
llama a sí mismo capataz de mina, que...?
—¡No toleraré que se mancille el nombre de nuestro buen hermano Quinas! —El
propietario levantó la voz para ahogar sus palabras, y la joven vio gotas de sudor en
su frente—. No sois bienvenida aquí, ¿comprendéis? ¡Tomad vuestros sucios modales
extranjeros y a vuestro sucio animal extranjero y salid de mi casa al amanecer! —Su
voz se apagó; aspiró profundamente varias veces, con el pecho jadeante. Se negaba,
observó Índigo con tristeza, a mirarla directamente a los ojos—. Marchaos, mujer. ¡O
tendréis más motivos para arrepentiros de los que se os han dado esta noche!
Índigo, furiosa, estuvo a punto de replicarle, pero se contuvo. De nada servía
discutir con aquel hombre; no obtendría nada con ello. Tanto si le movía el miedo o
una genuina lealtad a Charchad, el resultado era el mismo; la suya era sólo una voz
entre muchas. Ella no podía enfrentarse a toda una ciudad.
Se volvió de espaldas y le respondió con frío desdén:
—Muy bien. —Su bolsa de dinero tintineó, y arrojó dos monedas de oro al suelo
—. Eso, creo, cubrirá mi deuda por vuestra hospitalidad.
—No quiero vuestro dinero.
—Entonces podéis dejar que se pudra ahí, ya que no quiero tener que agradecerle
nada a un completo cobarde.
Se produjo un penetrante silencio. Luego el propietario dijo:
—Vuestro poni estará ensillado y dispuesto al amanecer —y el desigual suelo
tembló cuando cerró la puerta de golpe al salir.

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media mañana. Índigo y Grimya estaban ya lo bastante lejos de Vesinum como
A para que el hedor físico, si no el psíquico, del festival de Charchad hubiera
desaparecido de su olfato. Se habían puesto en marcha bajo un pálido amanecer que
aún no había desterrado por completo del cielo el resplandor nocturno, y habían
salido de la ciudad por la carretera que iba hacia el norte.
Pocos ojos las habían visto marchar. Índigo se dio cuenta de que el propietario de
la posada la contemplaba desde una de las ventanas superiores de la Casa del Cobre y
el Hierro mientras montaba en el poni, pero no había nadie por las calles, y el ruido
de los cascos de la montura al echar a andar había sido el único sonido que rompiera
el silencio de la mañana. También la plaza estaba desierta; la muchacha había vuelto
el rostro para no ver el horroroso y carbonizado legado del festival y había seguido su
camino sin volver la cabeza. Ahora, mientras el sol ascendía por el firmamento y el
calor aumentaba hasta alcanzar la intensidad de un horno, apresuraba al poni tanto
como le permitía el sentido común, ansiosa por interponer la mayor distancia posible
entre ella y los desagradables recuerdos que evocaba la ciudad.
Ella y Grimya habían hablado poco sobre su experiencia. Las palabras parecían
inadecuadas; aunque Índigo no sabía nada de las víctimas que habían muerto en las
piras de Charchad, lloraba, no obstante, su pérdida. Y su rabia, que parecía a punto de
estallar, seguía sin mostrar la menor señal de calmarse. Su mente estaba más tranquila
ahora, pero se conocía lo suficientemente bien como para saber que se necesitaría
muy poco para provocar en ella un ataque de furia contra Charchad y todo lo que
representaba.
Era consciente, sin embargo, de que de momento no tenía aún una idea clara de lo
que significaba Charchad. Todo lo que sabía era lo poco que había visto en Vesinum;
y, aunque lo acaecido la había alterado y enfermado, no había revelado nada sobre los
orígenes del culto, ni sobre su objetivo final. Pero cualquiera que fuese la naturaleza
de Charchad, había visto mas que suficiente para convencerla, sin el menor lugar a
dudas, de que el culto tenía un vínculo directo e inextricable con el demonio que
buscaba.
Un enorme carromato cargado de leña y tirado por dos esforzados bueyes vino
hacia ella rodando con gran estrépito, y echó a su poni a un lado de la polvorienta
carretera para cederle el paso al convoy. El conductor le dio las gracias con voz ronca
y uno de los dos jinetes de la escolta la saludó y le dirigió una sonrisa. Mientras
aguardaba a que la nube de polvo levantada a su paso se disipase. Índigo dedicó
algunos instantes a examinar el camino que tenía delante.
Estaba todavía en la principal ruta comercial que corría paralela al río, pero por
sus mapas sabía que tres o cuatro kilómetros más adelante, la carretera se encontraba

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con la barrera de las montañas volcánicas y que allí giraba bruscamente hacia el este.
Las cumbres color marrón rojizo dominaban el horizonte ahora, marchitas y
quemadas por el sol e indefiniblemente amenazadoras; y el cielo, más allá de las
primeras elevaciones, aparecía teñido con la sulfurosa contaminación amarillenta de
las excavaciones y de las operaciones de fundido que tenían lugar en el centro de la
cordillera. Grimya se había quejado ya de los olores malsanos que asaltaban su
olfato; incluso Índigo, cuyos sentidos eran menos agudos por su condición de ser
humano, había percibido aquella atmósfera corrupta.
Sacó la piedra-imán y volvió a mirarla. El diminuto punto de luz dorada que había
en su interior seguía indicando sin la menor vacilación hacia el norte. La muchacha
agarró las riendas para seguir su camino. Grimya, que se había dejado caer sobre una
diminuta parcela de hierba seca y marchita, se incorporó de mala gana, con la lengua
colgando, y dijo vacilante:
«Me gustaría descansar pronto...»
—No falta mucho para las montañas. —Índigo bajó los ojos hacia su amiga y
sonrió—. Encontraremos una sombra enseguida.
Durante el siguiente kilómetro, la circulación en la carretera aumentó hasta
convertirse en una corriente continua que pasaba junto a ellas proveniente del norte.
Caravanas de comerciantes, carretas de suministros, pequeños grupos de jinetes,
incluso algunos caminantes cubiertos de polvo. Nadie dedicó más que una mirada
indiferente a Índigo y Grimya, y por fin llegaron a las primeras estribaciones y al
cruce donde la carretera giraba para atravesar el río y transportar su tráfico hacia el
este. Un feo y enorme puente de hierro atravesaba la corriente, flanqueado por unos
toscos cobertizos, y en ambas orillas un cierto número de caldereros oportunistas y de
pequeños comerciantes habían instalado puestos y proclamaban a grandes voces sus
mercancías a los viajeros.
Índigo detuvo su montura y contempló la escena. Se dirigía hacia el norte, no al
este; sin embargo, parecía que no podía hacer otra cosa que no fuera seguir la
carretera, ya que el único camino hacia el norte era un ancho sendero lleno de baches,
que seguía el río hasta donde éste se desvanecía entre las montañas. Y el sendero
estaba cortado al paso por altas y bien guardadas verjas.
Se dirigió a Grimya en voz baja:
—Esa debe de ser la entrada a las minas. Sin la documentación adecuada, esos
guardas no nos dejarán pasar. Tengo la impresión de que no les gustan los visitantes
ocasionales.
El hocico de Grimya se arrugó y ésta olfateó la cargada atmósfera.
«No puedo creer que nadie quiera ir ahí si no es por un buen motivo.»
—Ni yo. Pero no podemos discutir lo que nos dice la piedra-imán.
Escudriñó la ladera que tenía ante ella, pero no vio nada que la animara. Las

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montañas parecían infranqueables; a cada lado del sendero de las minas la roca
volcánica se alzaba en pliegues casi verticales allí donde, mucho tiempo atrás, había
aparecido una falla en el terreno. Nadie en su sano juicio se atrevería a escalar tal
pared, y mucho menos esperaría conseguirlo. Y no obstante, si continuaba por la ruta
comercial sería improbable encontrar un camino hacia el interior de la cordillera más
adelante, ya que pasado el río la carretera torcía y se alejaba cada vez más de las
montañas, separada de ellas por una llanura de lava llena de hoyos que ningún caballo
podía atravesar.
Dos jinetes muy bien vestidos pasaron ruidosamente por su lado, obligando a sus
caballos a ir más deprisa de lo que cualquier hombre, con un ápice de bondad,
hubiera pretendido con aquel calor, y abandonaron la carretera para ir en dirección a
las puertas de la mina. Un guarda les salió al paso, e Índigo vio que uno de los jinetes
agitaba una pequeña ficha metálica bajo las narices del hombre antes de que se
abrieran las rejas y la pareja espoleara sus caballos para franquearlas. La muchacha se
pasó la lengua por los labios, que estaban resecos y doloridos a causa del sol, y
comprendió que no podía quedarse allí indecisa mucho más tiempo. Sólo era
mediodía; necesitaban algún tipo de cobijo y una oportunidad para descansar hasta
que el día refrescara. Apartó la mirada del sendero de la mina, y examinó el terreno
otra vez. Entonces vio algo que, deslumbrada por el sol, no había advertido antes:
otro sendero, tan viejo y abandonado que apenas si era visible, que se separaba de la
carretera principal y se alejaba serpenteando en dirección oeste. A primera vista
parecía terminar allí donde se encontraba con la pared volcánica; pero, mirándolo con
más atención, a Índigo le pareció descubrir una fisura en los macizos pliegues de la
roca, en el interior de la cual se perdía el sendero.
¿Un antiguo camino de los mineros, que había caído en desuso? Era posible: y era
su única oportunidad.
Bajó la mirada hacia Grimya y le proyectó un pensamiento.
«Grimya, ¿ves ese sendero que va hacia el oeste?»
La loba miró hacia donde le indicaba.
«Lo veo.» Percibió la ansiedad de Índigo y prosiguió: «¿Crees que puede
llevarnos adonde queremos ir?»
«No lo sé. Pero tengo un presentimiento, una intuición...»
Inconscientemente jugueteó con la piedra-imán. Grimya abrió sus fauces en una
sonrisa lobuna y lamió el aire.
«¡Por lo menos puede ofrecernos algo de sombra!»
La joven se echó a reír.
—¡Grimya, eres muy perseverante! —dijo en voz alta—. Vamos, pues.
¡Investiguemos antes de que nos asemos bajo este sol!
Se preguntó, con cierta inquietud, si los guardas de la mina no les darían el alto o

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les impedirían seguir adelante antes de que pudieran llegar al sendero, pero al parecer
el interés de los centinelas se extendía tan sólo a cualquiera que pusiera los pies en la
carretera de la mina. Y el calor también les afectaba; de los cuatro hombres que había
de guardia, sólo uno se atrevía a estar a pleno sol, mientras que sus compañeros se
refugiaban en una desvencijada cabaña situada junto a una de las verjas. Cuando
Índigo y Grimya pasaron junto a la entrada no les dirigió ni una mirada.
Se internaron en el sendero abandonado y, a medida que la pared de la montaña se
alzaba junto a ellas. Índigo tuvo la impresión de que se había introducido en un
horno. El sol golpeaba contra la superficie rocosa y se reflejaba en sofocantes
oleadas, calcinando cualquier rastro de humedad en el aire y convirtiendo el mero
acto de respirar en un tormento. El poni tenía la cabeza gacha y se negaba a avanzar
si no era arrastrando las patas pesadamente; Grimya jadeaba junto a sus cascos,
intentando mantenerse bajo su sombra, e Índigo rezaba en silencio pidiendo no
haberse equivocado con respecto al sendero. No soportaría aquello más que unos
minutos.
De repente la loba se detuvo y lanzó un aullido. Índigo se volvió y la vio mirar
atrás, las orejas bien erguidas.
—¿Grimya? ¿Qué pasa?
«Algo detrás de nosotros, un alboroto.»
¿Habían sido alertados los guardas y venían tras ellas? Índigo se llevó la mano al
cuchillo e hizo una mueca de dolor cuando tocó el metal de la empuñadura, que
estaba tan caliente como para producir una quemadura. Pero Grimya desandaba ya el
camino corriendo y, al cabo de unos momentos, le gritó en voz alta:
—¡Ín... digo! ¡Le están ha... haciendo daño!
Ella arrugó la frente, sin entender. Entonces el animal volvió a llamarla, más
apremiante, y, comprendiendo que algo sucedía. Índigo desmontó y fue corriendo tras
él.
Desde la posición en la que se encontraba Grimya, la entrada de la mina era
apenas visible. Junto a las rejas tenía lugar una disputa. Una mujer, que gritaba y
suplicaba, luchaba por desasirse de las manos de dos guardas, mientras que un tercero
la golpeaba furiosamente con una barra metálica. Escandalizada. Índigo la reconoció
como la misma mujer que había pretendido defender la noche anterior; la que había
intentado pedir algo a Quinas.
La agredida se liberó con un tirón que casi le dislocó el hombro; pero fue sólo un
instante, ya que uno de los centinelas la agarró de la ropa —Índigo oyó cómo la
gastada tela se rasgaba— y su compañero la golpeó con la pesada barra en el hombro,
con terrible fuerza. La mujer vaciló, dio un traspié, y cayó; los guardas la tomaron
por debajo de los brazos y la arrastraron lejos de las puertas, antes de arrojarla sobre
el polvo a un lado del camino.

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Índigo se quedó mirando a los tres hombres sonrientes que regresaban a sus
puestos pavoneándose. Sintió que la boca se le llenaba de bilis, pero se obligó a
contener el furioso instinto que la impelía a salir corriendo tras ellos y exigir
explicaciones en nombre de la mujer. Había cometido ese error antes, y las
condiciones no eran mucho mejores ahora.
La mujer, entretanto, había intentado ponerse en pie, aunque no lo consiguió, y se
arrastraba despacio y penosamente hacia la pared rocosa donde empezaba el sendero
abandonado. Llegó al muro, se dejó caer contrapeste, se dobló hacia adelante y
empezó a toser secamente. Índigo maldijo en voz baja e, indicándole a Grimya que
no se acercara, corrió hacia la mujer. Cuando se inclinó para ayudarla, ésta se
sobresaltó e intentó protegerse el rostro con un brazo, mientras gritaba cosas
incoherentes.
—Todo va bien. —La joven la sujetó por los hombros e intentó calmarla—. No os
haré daño, soy una amiga. Venid, ¿podéis poneros en pie si os ayudo?
Unos ojos muy abiertos y aterrorizados en un rostro enrojecido le devolvieron la
mirada, y el labio de la mujer tembló.
—Es... estoy bien... —Intentó apartar las manos de Índigo, pero fue una tentativa
débil—. No deberíais tocarme; estoy...
—Chisst. —Índigo le habló con suavidad pero con firmeza—: Lo que necesitáis
es resguardaros del sol. Venid conmigo. —Volvió la cabeza sobre el hombro y gritó
—: ¡Grimya, trae el poni! No creo que pueda dar más que unos pocos pasos.
La loba se alejó a toda prisa y regresó al poco rato con las riendas del poni entre
sus dientes y el animal marchando de mala gana a sus espaldas. La visión provocó
una ligera y aturdida sonrisa en la mujer, que no protestó cuando Índigo la ayudó a
subir a la silla.
Grimya le dijo a la muchacha:
«Yo me adelantaré y veré si el sendero conduce hasta alguna sombra.» Se detuvo
y añadió: «Está muy enferma, me parece».
«Se recobrará cuando encuentre refugio, y agua y comida.»
«No estoy tan segura. Hay algo más... Bueno, no importa.»
La loba sacudió la cabeza y, antes de que Índigo pudiera interrogarla, se dio la
vuelta y echó a correr por el sendero.

Ante el enorme alivio de Índigo, el sendero no terminaba, como había temido, en


una desnuda pared rocosa. En lugar de ello, serpenteaba hacia el interior de una
grieta, en el acantilado, allí donde se unían dos pliegues de lava petrificada. Cuando
penetraron en aquella hendidura, el sol, a Dios gracias, quedó oculto por la elevada
pared.
Grimya, que había efectuado una exploración de una parte de la grieta, informó

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que el camino parecía seguir una enorme falla del terreno que rodeaba las laderas
exteriores de las montañas; no había encontrado ninguna forma de penetrar más en el
interior de la cordillera, pero el sendero tampoco mostraba la menor señal de
desaparecer. El cañón era también lo bastante ancho como para permitirles descansar
con relativa comodidad, e Índigo extendió una manta sobre el pedregoso suelo antes
de bajar a la mujer de los lomos del poni. El agua era lo más importante allí, y se
ocupó de que tanto Grimya como el poni bebieran lo suficiente de su provisión del
líquido elemento antes de llevar la botella a los labios de la mujer. Ésta bebió, pero
parecía experimentar alguna dificultad en tragar; mientras la contemplaba en sus
esfuerzos por beber. Índigo se dio cuenta, con gran sorpresa por su parte, de que era
mucho más joven de lo que en un principio había pensado. De hecho, parecía que
acabara de dejar la adolescencia, aunque las penalidades la habían envejecido
prematuramente. Además, en algunas zonas su piel estaba llena de manchas de un
rojo desagradable, y había llagas en su cuello y la parte interior de los brazos;
recordando la enigmática observación de Grimya. Índigo se preguntó si a los
problemas de la muchacha no se le añadiría también el de la fiebre. Pero cuando por
fin terminó de beber y levantó la vista, no había la menor señal de delirio en sus ojos.
Posó una mano en el brazo de Índigo y musitó:
—Gra... gracias, saia.
Índigo sonrió con cierto pesar.
—Espero haberos compensado por mi incapacidad para ayudaros anoche.
La joven pareció perpleja por un momento, pero luego su rostro se animó.
—Claro..., estabais en la plaza: intentasteis conseguir que dejasen de hacerme
daño.
—Y fracasé, me temo.
—No. Fuisteis tan amable, tan buena, y ahora... —La mujer tosió y expulsó un
poco de saliva—. Os debo tanto, saia, y no puedo recompensaros... —Enredó las
manos, que eran delgadas y callosas, en un mechón de sus cabellos, y empezó a llorar
con angustiados y profundos sollozos. Había una terrible desesperación en aquel
sonido, e Índigo se sintió muy conmovida; se pasó la mano rápidamente por sus
propios ojos y dijo:
—No necesito ninguna recompensa. Por favor, no lloréis. Decidme vuestro
nombre, y por qué os maltrataban los guardas de la mina.
Al principio no le pudo contestar. Se limitó a sacudir la cabeza y a seguir
llorando. Pero Índigo insistió y, por fin, se calmó un poco. Su nombre, dijo, era
Chrysiva, y era la esposa de un minero. Al poco rato la dominó un nuevo ataque de
llanto y, entre sus jadeantes esfuerzos por continuar, se distinguió una palabra.
Charchad.
Un frío gusanillo se agitó en el interior de Índigo, y sujetó a Chrysiva por los

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hombros.
—¿Qué tiene que ver Charchad con vuestros problemas? —preguntó apremiante
—. ¿Qué os han hecho?
Chrysiva aspiró con fuerza, estremeciéndose, y levantó la mirada: sus ojos
estaban enrojecidos y velados por las lágrimas.
—Ellos se lo llevaron...
—¿A vuestro esposo?
Asintió con la cabeza, y se mordió con fuerza el labio inferior hasta que apareció
en él una gota de sangre.
—Ellos..., ellos dijeron que había insultado a un capataz. Era una mentira, era
inocente..., pero no querían escuchar; ¡ni siquiera le dejaron hablar! Dijeron que
debía ser castigado, y... ¡y lo enviaron a Charchad!
—¿Lo enviaron a Charchad? Chrysiva, ¿qué significa eso?
Ella no prestó atención a la pregunta.
—Les he suplicado, les he rogado; ¡lo he intentado todo, pero no quieren dejarlo
en libertad!
—Chrysiva...
—Dos meses hace que se lo llevaron..., ¡dos meses y siguen sin tener piedad! ¡No
sobrevivirá, sé que no podrá!
—Chrysiva, por favor, préstame atención...
«No sirve de nada», dijo Grimya con tristeza. «Está demasiado alterada para
contestar a tus preguntas. En lo único que puede pensar es en su pena.»
Con un suspiro. Índigo se apartó y se sentó sobre sus talones. Grimya tenía razón;
no sabrían nada más de Chrysiva hasta que ésta no se hubiera sacado de encima la
parte más terrible de su dolor y se sintiera más calmada. Y ella misma sentía la
necesidad de descansar; aunque estaban fuera del alcance del sol, el cañón era
terriblemente caluroso, y valdría más que durmieran unas cuantas horas hasta que
refrescara el día.
Chrysiva se había acurrucado sobre la manta, el rostro hundido en el ángulo del
brazo. El poni dormitaba ya; Índigo lo desensilló y luego se acomodó lo mejor que
pudo en el suelo; y, con Grimya a su lado, se dispuso a dormir.
Durmió, pero las pesadillas vinieron a perseguirla, entremezcladas con una vaga y
febril conciencia del calor y de la dura incomodidad de la roca sobre la que estaba
tumbada. En sus sueños volvió a ver a Fenran, pero su rostro estaba desfigurado por
cicatrices horribles y la piel abrasada por una enfermedad que bullía en su interior y
que no había forma de contener. Índigo se dio cuenta de que sin una atención rápida y
eficaz su prometido moriría, y en su pesadilla llamó a Imyssa, la prudente y anciana
bruja que la había cuidado en su infancia. Pero su grito se limitó a resonar inútilmente
por las habitaciones vacías de Carn Caille, pues Imyssa no contestó. Y cuando ella se

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volvió e intentó tomar los recipientes de las pociones y compuestos simples que se
hallaban colocados en una estantería junto a ella, éstos se convirtieron en un
hediondo polvo negro que se desvaneció entre sus manos. Y Fenran la llamaba desde
el lecho de retorcidos espinos en que yacía tendido, y se desvanecía, y ella no podía
ayudarlo, y él se moría...
Se despertó dando un grito que resonó por el cañón e hizo que Grimya se pusiera
en pie de un salto, los pelos de punta, alarmada. Entonces llegó a la familiar
conclusión de que no había sido más que un sueño. Sintió la pegajosa sensación del
sudor secándose sobre su cuerpo y luego, por fin, el reconfortante contacto de la piel
de la loba que intentaba consolarla.
«¿Otra pesadilla?», preguntó Grimya, comprensiva.
La muchacha asintió y luego miró por encima del hombro a Chrysiva. La joven
parecía seguir durmiendo; su rostro estaba vuelto hacia el otro lado. Índigo suspiró.
—Volví a soñar con Fenran, Grimya. Pero esta vez se estaba muriendo a causa de
unas fiebres.
La loba lanzó un ahogado gañido.
«Fue la historia que te contó esta mujer la que te metió en la cabeza estas cosas.
También ella ha perdido a su compañero y suspira por él. » Vaciló. «Nunca he tenido
un compañero. Pero tengo una amiga y creo que lo comprendo. »
Existían paralelismos entre la tragedia de Chrysiva y la suya propia, pensó Índigo
con amargura, y ello intensificaba aún más el sentimiento de compañerismo que
despertaba en ella la muchacha. Se miro las manos, que tenía entrelazadas con fuerza,
y dijo:
—Sólo espero que ella tenga más posibilidades de encontrar a su amor de las que
yo tengo de encontrar al mío.
«No deberías decir tales cosas», la reprendió Grimya con ansiedad. «Mientras
hay vida hay esperanza. »
—¿Esperanza? —El rostro de Índigo adoptó, de repente, una expresión
extraviada; luego se endureció hasta convertirse en una máscara—. Sí; hay esperanza.
—Se volvió bruscamente y se incorporó, quitándose el polvo con innecesaria energía
—. Hace más fresco ahora. La peor parte del día ya ha pasado: deberíamos seguir.
Grimya no hizo ningún otro comentario, pero mientras su amiga iba hacia el poni
para ensillarlo —rehusando mirar a la loba a los ojos—, el animal se acercó en
silencio al lugar donde yacía Chrysiva y le dio unos suaves golpecitos con el hocico
para despertarla.
—Ín... digo...
Su voz mostraba una velada alarma. Índigo se frotó los ojos rápidamente y volvió
la cabeza.
—¿Qué sucede?

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—No... se des... despierta. Creo que esssstá... mal.
Índigo se reunió con ella inmediatamente y le dio la vuelta a Chrysiva. Había
saliva seca en los labios de la muchacha; ésta gimió y farfulló algo ininteligible, pero
no podía, o no quería, abrir los ojos. Su piel estaba más caliente de lo que era normal,
incluso en aquel clima.
—Tiene fiebre. —Índigo se maldijo en silencio por sus pocos conocimientos
médicos; tenía una pequeña colección de hierbas en sus alforjas, pero su experiencia
se reducía a poco más que saber cómo restañar una hemorragia, entablillar un hueso o
aliviar el dolor. Darle a la muchacha la poción equivocada, o incluso la dosis
equivocada de la poción adecuada, podía hacerle más mal que bien.
Si hubiera escuchado con más atención las enseñanzas de Imyssa... La idea
resultaba amargamente irónica y la rechazó furiosa, enderezándose y contemplando
con atención las cimas volcánicas que se alzaban hacia el cielo delante de ellas.
—Precisa cuidados mejores de los que yo puedo darle —dijo con voz áspera—.
Tenemos dos posibilidades, Grimya. O bien la llevamos de regreso a la ciudad, o bien
seguimos adelante como teníamos planeado, con la esperanza de que la fiebre se
extinga por sí sola.
—No podemos... regre... sar.
—Lo sé. Pero si no...
—Puede que muera. —Grimya se acercó más a Chrysiva y le olfateó el rostro—.
Pero hay al... algo... —Alzó la cabeza perpleja—. Este mal no es... normal.
—¿Qué quieres decir?
—Es... ah, no tengo las palabr... palabrras... —La loba hizo una mueca de
frustración, luego abandonó sus jadeantes esfuerzos por hablar en voz alta. Sus
pensamientos penetraron en la mente de Índigo.
«Lo que la aflige es algo que ningún médico de seres humanos puede curar. »
Índigo se puso en cuclillas y estudió a Chrysiva con más cuidado. Las manchas,
las llagas..., recordó las desfiguraciones de tantos de los seguidores de Charchad, y
los mineros de la plaza con sus espantosos males. Y, de repente, sintió frío.
—Debemos seguir adelante —dijo—. Tienes razón; no hay otra elección.
—¿Y la muj... mujer?
Índigo no temía ni a las fiebres ni a la enfermedad. Aquello también formaba
parte de la maldición que pesaba sobre ella.
—Esperaremos y rezaremos por ella —repuso con pausada amargura—. No
podemos hacer más que eso.
El sol empezaba a descender y no habían encontrado aún un sendero que las
adentrara más en las montañas. La esperanza que Índigo había abrigado se había ido
enfriando hasta convertirse en desanimado pesimismo. El camino que atravesaba la
falla rocosa seguía alzándose de forma perceptible, pero aparte de esto no mostraba la

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menor señal de variación. Cuando las últimas luces del día se apagaron, se detuvieron
junto al sendero y montaron un improvisado campamento.
Índigo se sentó en el suelo, se sujetó las rodillas con las manos y clavó los ojos en
la oscuridad que tenían ante ellas, no queriendo compartir ni siquiera con Grimya sus
lúgubres pensamientos. A sus espaldas, Chrysiva estaba apoyada contra la pared
rocosa: durante la última hora se había recuperado un poco y ahora estaba consciente,
aunque demasiado débil y desorientada para resultar coherente.
Un débil gañido proveniente de Grimya la sobresaltó y la hizo mirar por encima
del hombro. La loba estaba tendida cuan larga era a unos pocos pasos de ella y, en la
penumbra. Índigo pudo apenas distinguir el temblor de su roja lengua cuando estiró
hacia atrás la cabeza, mientras una de las patas se crispaba. Grimya estaba casi
completamente dormida, el sonido no era más que una expresión de sus lobunos
sueños, y la muchacha sonrió levemente. También ella debería intentar descansar,
pero tenía tantas posibilidades de dormirse como de que le crecieran alas y saliera
volando. Era una noche calurosa, el cañón estaba anormalmente silencioso, y no
podía aplacar la intranquilidad que reinaba en su interior, la frustrada necesidad de
hacer algo más positivo que esperar tranquilamente el amanecer.
Levantó los ojos hacia la estrecha franja de cielo visible por encima del cañón. La
luz de la luna quedaba eclipsada por el resplandor frío y sobrenatural que, desde
aquel lugar privilegiado, dominaba la atmósfera superior y proyectaba peculiares
sombras carentes de dimensiones sobre los picos. Desde aquel lugar esperaba sentir
alguna vibración procedente de las masivas operaciones de extracción que se
efectuaban día y noche y que no podían estar a más de tres o cuatro kilómetros de
allí; pero no había nada. Sólo la quietud y el silencio.
Llevó una mano a la piedra-imán, pero no la sacó para examinarla. Hacerlo
parecía inútil; sabía muy bien lo que le diría.
«Pero ¿cómo?» se preguntó mentalmente. O quizá fue a la piedra a quien se lo
preguntó. «¿Cómo vamos a penetrar en las montañas, si no hay un camino, ni un
sendero, sólo este interminable cañón?»
Algo parpadeó por un brevísimo instante en la periferia de su campo de visión;
una luciérnaga, quizás, atravesando el aire a toda velocidad y lanzando su rojo y
dorado destello. Índigo se frotó los ojos, que le escocían por el calor y el polvo; luego
sacudió la cabeza para despejarse, mientras la imagen de la luciérnaga danzaba sobre
sus retinas. Extendió los brazos, flexionó los dedos para desentumecerlos..., se
detuvo, y clavó los ojos en el sendero que discurría ante ella.
Había más chispas diminutas flotando en el cañón, pero no eran luciérnagas. La
forma en que estaban dispuestas resultaba demasiado artificial, demasiado regular. Al
mirarlas con más atención observó que formaban un reluciente y desigual dibujo, casi
una tosca representación de un perfil humano...

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Despacio, con mucho cuidado. Índigo empezó a ponerse en pie. Otra rápida
mirada a sus espaldas le mostró a Grimya —ahora profundamente dormida, al parecer
— y a Chrysiva, que tenía la cabeza vuelta hacia el otro lado y los hombros hundidos
con aire indiferente. Índigo pasó los dedos por su cuchillo y, siguiendo un impulso, se
deslizó en silencio hasta donde estaban sus alforjas y desató la ballesta de las correas
que la sujetaban. Colocó una saeta en el arco, otras tres más en su cinturón, y luego
volvió a mirar al otro extremo del cañón.
La danzarina imagen resultaba menos clara ahora, pero todavía era visible.
Grimya hizo un brusco movimiento con la cola y lanzó un curioso y gutural sonido,
pero no se despertó. Chrysiva no prestó la menor atención cuando Índigo regresó en
silencio al sendero y empezó a avanzar hacia las extrañas luces. Sus ojos estaban tan
amoldados a la oscuridad como les era posible. La joven juzgó que los destellos
estaban a unos quince o veinte metros de distancia, sin acercarse ni retroceder. Se
aproximó y, por un momento, la casi humana silueta pareció brillar con más fuerza,
como si estuviera a punto de adquirir una forma tridimensional. Luego de repente,
cuando se preparaba para salir corriendo hacia ella, se desvaneció.
Sorprendida. Índigo no pudo detener el movimiento reflejo que ya había
empezado a impulsarla hacia adelante, y lanzó un juramento entre dientes cuando uno
de sus pies se estrelló contra una roca que sobresalía del suelo. Las fantasmagóricas
luciérnagas centellearon ante sus ojos, confundiéndola; extendió una mano en
dirección a la rocosa pared para recuperar el equilibrio... y se precipitó por una
abertura. Allí permaneció tendida en el suelo.
Índigo se sentó, escupiendo polvo y sujetándose una mano dolorida. Durante unos
instantes fue incapaz de asimilar lo que había sucedido; pero no tardó en comprender,
y sintió una punzada de excitación.
Había una abertura en la pared de roca. Apenas si era lo suficientemente ancha
como para que pudiera pasar un hombre fornido, pero, aunque pareciera imposible,
había ido a dar con ella. La joven se puso en pie, con el corazón latiendo con fuerza,
y se dio la vuelta, extendiendo las manos delante de ella. Estaba segura de que se
llevaría una desilusión y encontraría una sólida barrera: que la grieta no tendría más
de un metro o metro y medio de profundidad; pero la desilusión no llegó. Y cuando,
con gran cautela, empezó a avanzar tanteando con las manos, siguió sin encontrar
ninguna barrera. El suelo bajo sus pies empezó a elevarse de forma pronunciada.
Un barranco que penetraba en las montañas. Y a no más de treinta pasos del lugar
en el que habían abandonado la búsqueda. La excitación le provocó una sensación de
ahogo, y se obligó a respirar profundamente varias veces para calmarse. Si —si, se
recalcó— el barranco conducía a algún sitio, resultaría un sendero penoso para el
poni, especialmente con la carga añadida de Chrysiva. La brecha entre las paredes
apenas era lo bastante grande para que pasara el animal; si se estrechaba algo más

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resultaría infranqueable. Cuando se hiciera de día lo mejor que podían hacer Grimya
y ella era explorar un poco antes de someterlos a todos a una caminata que podía
resultar infructuosa.
Cuando se hiciera de día... Índigo volvió la cabeza en dirección al sendero, luego
hacia el barranco de nuevo. La corroía la impaciencia; no le hacía ninguna gracia la
perspectiva de pasar la noche tumbada sin poder dormir e inquieta, contando los
minutos que faltaban para el amanecer. No podría dormir, no con aquel
descubrimiento tan cerca y tan frustrantemente fuera de su alcance. Y no quería
esperar hasta la mañana.
¿No podría, al menos, penetrar un poco más para realizar una pequeña
exploración? La marcha resultaría lenta y difícil, pero el fantasmagórico resplandor
del cielo aliviaba un poco la oscuridad, y si tema cuidado no le pasaría nada. Grimya
lo desaprobaría, pero con un poco de suerte seguiría durmiendo hasta su regreso y no
se enteraría. Sólo se adentraría un poco, pensó. Para asegurarse.
Volvió la cabeza una vez más, pero sus compañeras no eran visibles, y su
impaciencia la impelía a seguir adelante. Se colgó la ballesta al hombro y con una
mano en permanente contacto con la pared que la flanqueaba para poder guiarse.
Índigo inició el recorrido por el ascendente barranco.
Había decidido no avanzar más de cincuenta pasos y luego dar media vuelta.
Pero, después de aquella cifra, el barranco seguía ascendiendo vertiginosamente, y se
había ensanchado un poco, haciendo la marcha más fácil de lo que había temido. De
modo que los cincuenta se convirtieron en cien, y luego vinieron otros veinte, y otros
veinte más, hasta que se dijo que si seguía un poco más era posible que fuera a salir
por encima de las laderas volcánicas más bajas, donde la luz del cielo sería suficiente
para mostrarle el camino con más claridad.
Se detuvo en un lugar donde el barranco torcía para volver a colocar en su sitio la
ballesta que había estado resbalando de su hombro y amenazaba con hacerle perder el
equilibrio. Sudaba, y el aire nocturno tenía un ligero sabor metálico; por el tacto a
piedra pómez de la roca bajo sus dedos supuso que el sendero serpenteaba a través
del curso petrificado de un antiguo torrente de lava. Índigo sabía poco de geología,
pero parecía lógico conjeturar que la corriente había tenido su origen en el centro de
las montañas, y, por lo tanto, podía ser su única posibilidad de encontrar un acceso al
interior de la cordillera.
Sólo unos pasos más y daría la vuelta. El camino de regreso resultaría más
sencillo; podía llegar al campamento en cuestión de minutos. Y entonces tendría algo
que contarle a Grimya cuando despertase...
Índigo lanzó un gran grito de sorpresa cuando, saliendo de ningún sitio y sin
previo aviso, una abrasadora luz roja estalló de repente en el barranco. Una oleada de
intensísimo calor surgió del suelo y la dejó sin aliento. La zanja de la torrentera dio

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una sacudida y ella giró sobre sí misma perdiendo el equilibrio; tropezó contra la
pared para luego caer de rodillas en el suelo. Empezó a levantarse, pero se quedó
paralizada cuando, con ojos medio cegados por el resplandor, sus aturdidos sentidos
registraron la imagen de algo enorme, que se elevaba hirviente, ardiendo al rojo vivo,
y que bajaba rodando desde las circundantes montañas hacia ella. Lava, lava
derretida, ardiente y siseante, coronada de rugientes llamas, que la noche vomitaba en
forma de río monstruoso y lento.
Todo pensamiento coherente se transformó en caos total, y un sudor frío invadió
el cuerpo de Índigo. Era imposible: los volcanes estaban extinguidos desde hacía
siglos; sus caudales de lava estaban fosilizados, petrificados. ¡Aquello no podía estar
sucediendo!
El crepitante rugido del fuego resonó en sus oídos, con el contrapunto de una
poderosa y atronadora vibración, y el calor del río de material fundido que se
acercaba azotó su piel con la fuerza de un terrible oleaje. Imposible o no, la corriente
de lava era real: ¡y se abría paso por el barranco, justo en la dirección en la que ella
estaba!
Se volvió, resbalando sobre el esquisto y los pedazos sueltos de piedra pómez, al
tiempo que luchaba por controlar el pánico que amenazaba con apoderarse de ella.
No debía perder la cabeza, de lo contrario...
El terror la golpeó como un puñetazo en el estómago cuando vio el llameante
afluente color naranja que se había separado de la corriente principal y describía una
curva detrás de ella para abrirse paso por entre los peñascos a sus espaldas. Las rocas
que había en el barranco empezaban ya a derretirse: perdían forma y solidez, y
brillaban con un resplandor rojizo, luego escarlata, y por fin dorado. Su retirada
quedaría cortada en cuestión de segundos.
Índigo echó a correr. La parte cuerda de su mente le gritó que era inútil, que no
conseguiría llegar a lugar seguro antes de que la lava se cruzara en su camino; pero la
desesperación la hizo arrojar aquel pensamiento a un lado mientras se precipitaba por
la ladera. Bajo sus pies el suelo resultaba abrasador, el calor atravesaba incluso las
suelas de sus zapatos; corrió más aprisa y su falda, que se había subido hasta los
muslos en su ascensión, se soltó de repente en una maraña de tela que se enredó en
uno de sus pies y la hizo caer al suelo. Se golpeó contra una roca sólida y rodó por el
suelo, sintiendo cómo el calor la abrasaba, cuando un brillo amarillo apareció en su
camino. Sus ojos lo enfocaron de nuevo y lanzó un alarido.
Una criatura gigantesca y fantasmal se alzó en el sendero frente a la joven,
agitando unas patas delanteras de reptil y dando latigazos con su cola bífida, mientras
unas alas enormes y membranosas golpeaban el aire hacia ella en oleadas sofocantes.
Una corona de fuego brillaba a su alrededor y aquella cosa rugía: el sonido
transmutaba las dimensiones transformando la realidad en pesadilla.

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¡Un dragón!, aulló su mente. Pero era un mito, una leyenda, una imposibilidad.
¡No existían los dragones! Y, de repente, por entre aquella cacofonía de pánico, un
seguro y terrible instinto le dijo a Índigo lo que ocurría. Hechicería. ¡Y ella se había
introducido tranquilamente en la trampa!
Rodó de nuevo por el suelo. Se puso en pie de un salto y dio la vuelta para salir
corriendo barranco arriba, lejos del vociferante fantasma que se alzaba ante ella.
No había dado ni tres zancadas cuando la escena que tenía delante estalló. De las
cimas de las montañas cayó sobre ella una barrera de sonido, trueno, terremoto y
tornado a la vez. Una oleada de poder abrasador la zarandeó y la arrojó dando tumbos
desfiladero abajo, como si fuera una hoja azotada por un vendaval. Oyó cómo el
dragón lanzaba un furioso desafío, y, mientras el mundo se fragmentaba a su
alrededor, tuvo una momentánea y enloquecedora visión de una figura humana, los
brazos alzados hacia el cielo, envuelta en llamas que la perfilaban haciéndola destacar
contra el ardiente firmamento.
Calor... un nuevo ataque de poder... dolor... La conciencia de Índigo se precipitó
en la oscuridad y se estrelló contra la nada.

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ntentó mover los brazos, aliviar la presión que sentía en la región lumbar; pero
I éstos se negaron a responder. Tenía los dedos de alguien cerrados alrededor de sus
muñecas, sujetándolas... Se retorció, en un intento por desasirse, pero sólo consiguió
perder el equilibrio y resbalar como la muñeca de trapo de una chiquilla, para yacer
indefensa sobre el costado.
No eran dedos. Su mente aún no estaba despejada, pero supo que no eran dedos lo
que la sujetaba. No eran manos: era una cuerda. Le arañaba la piel, y cuando intentó
mover los brazos sintió el áspero mordisco de las hebras sobre su piel llena de
ampollas.
Hacía calor. Podía sentir cómo el sudor resbalaba por entre sus pechos y por la
espalda; sus cabellos estaban húmedos y pegados a sus mejillas y a su frente. El aire
era caliente y el suelo sobre el que estaba tumbada también. No podía recordar dónde
estaba, o cómo había llegado hasta allí.
Abrió los ojos y parpadeó en un esfuerzo por aclarar su visión. Había luz, y
aunque no era intolerablemente brillante, al principio no pudo enfocar nada que
estuviera en su campo visual. Luego, al cabo de algunos segundos, su visión se aclaró
un poco y se encontró directamente de cara a un pequeño altar. Se habían colocado
diferentes piedras de colores delante de él con mucho cuidado, formando un perfecto
semicírculo, y en el centro del altar, iluminada por una humeante lámpara votiva,
había una figura del tamaño de la mano de un hombre, tallada en lo que parecía ser
un pedazo de basalto. En las cuencas de sus ojos brillaban ágatas y la lengua que
sobresalía de su boca abierta estaba esculpida en forma de llama, al igual que sus
cabellos. La rodeaba un halo de fuego, como una estilizada corona solar, y entre las
extendidas manos sostenía un rayo. La figura representaba una mujer desnuda. Con
un sobresalto. Índigo reconoció la obra de un experto artesano de Rayana, la diosa del
fuego.
Y, con un segundo sobresalto, la feroz imagen volvió a reunir los enmarañados
hilos de su memoria.
—Grimya...
En su repentina alarma la muchacha se olvidó de las ataduras de sus muñecas e
intentó ponerse en pie, para caer de nuevo torpemente de espaldas. Cerca de ella, algo
lanzó un furioso siseo. Permaneció inmóvil; luego, muy despacio, volvió la cabeza.
A cincuenta metros de distancia, algo que ella había creído que existía tan sólo en
las leyendas se agazapaba sobre el desigual suelo de roca, mirándola con insólitos
ojos amarillos. Una salamandra. Su cuerpo era, quizá, tan largo como el brazo de ella,
y estaba hecho de una llama verde tan translúcida que podía ver las diminutas arterias
de fuego escarlata que palpitaban bajo su ardiente piel. Unas garras doradas arañaban

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la piedra, y allí donde su cuerpo tocaba el suelo, éste humeaba y lanzaba
chisporroteos.
Índigo lanzó una exclamación ahogada y se encogió hacia atrás. La salamandra
abrió su flamígera boca y siseó de nuevo, adoptando una postura hostil, como si fuera
a arrojarse sobre ella. Entonces, de algún lugar de detrás de la cabeza de Índigo, una
voz que mostraba un peligroso tono de furia y aversión a la vez chirrió:
—¡Si haces de nuevo el menor movimiento sin mi permiso, mi criado te quemará
el corazón!
Una sombra cayó sobre la joven. Levantó los ojos y vio a su raptor de pie junto a
ella.
Era alto, y su estatura quedaba acentuada por el hecho de que una mala nutrición
había reducido su cuerpo a una esquelética delgadez bajo sus viejas y andrajosas
ropas. Cabellos que en su juventud habían sido negros, pero que ahora se volvían
grises —en algunos lugares casi blancos—, caían en completo desorden sobre sus
hombros y espalda; la impresión general resultaba doblemente curiosa por el hecho
de que la maraña de cabellos estaba cubierta de complicadas trenzas. Algo de aquel
estilo peculiar le resultó familiar a Índigo. Pero no tuvo tiempo de rebuscar en su
memoria, ya que el extraño se inclinó sobre ella, los hombros y el pecho palpitantes a
causa de su rápida y enojada respiración. Unos enloquecidos ojos de un castaño
verdoso se clavaron en los suyos desde un rostro arrugado a causa de una tensión
anormal, y el hombre siseó:
—Me comprendes, ¿verdad?
Índigo controló su excitado corazón y reprimió su propia cólera, consciente de
que cualquier tentativa de discutir podría resultar peligrosa.
—Sí, comprendo.
La salamandra se acomodó sobre sus cuartos traseros; notaba el calor que
emanaba de ella, como si estuviera tumbada demasiado cerca de una hoguera...
—Entonces debes comprender, también, que tendré respuestas. —El hombre
empezó a alejarse, luego se volvió en redondo para volver a mirarla, señalándola
amenazador con un dedo—. ¡Respuestas! ¡Y si te atreves a mentirme, arderás!
Índigo se retorció incómoda en sus ataduras. Aunque era lo suficientemente
prudente como para darse cuenta de que a la menor provocación él podría hacerle
daño y, desde luego, lo haría, no podía reprimir su furia. Estaba allí, y cada vez era
más fuerte.
Apretó los dientes para contener su natural instinto de dar rienda suelta a una
furiosa diatriba, y le espetó:
—¡Ya os he dicho que os comprendo! ¡Haced vuestras malditas preguntas y
acabemos!
Él continuó mirándola durante algunos segundos más. Entonces, tan rápido que la

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cogió desprevenida, agarró un mechón de sus cabellos y tiró de ellos. La obligó a
incorporarse y la arrojó de espaldas contra la pared de la cueva.
La cabeza de la muchacha pegó contra la piedra y una vertiginosa sensación de
náusea la hizo jadear; cuando sus sentidos dejaron de dar vueltas y pudo volver a
abrir los ojos, el hombre estaba agachado con la mirada clavada en ella, enloquecido,
como si intentara ver en el interior de su alma.
—¿Por qué viniste aquí? —Su voz estaba ronca a causa de la rabia reprimida—.
¿Qué tortuosos motivos te han conducido a arrastrarte furtivamente por mis terrenos
como una serpiente por el arroyo? —Una mano salió disparada y le sujetó la
mandíbula, apretándosela con fuerza—. ¿Cómo supiste encontrar mi santuario?
—¡Maldito seáis! —Índigo liberó su mandíbula con una violenta sacudida,
jadeante—. ¿Qué, en el nombre de todo lo más sagrado, os hace pensar que yo
buscaba vuestro santuario? ¡Ni siquiera sé quién sois!
—¡Embustera! —Echó hacia atrás la mano como si fuera a golpearla, pero se
detuvo—. ¡No hay ningún otro ser vivo en estas laderas, y tú lo sabes! ¡Sabías que yo
estaba aquí! ¡Me buscabas!
—¡No es cierto! —le espetó Índigo.
—¿No? —Se levantó, flexionando las manos—. Ya lo veremos, saia. Ya lo
veremos. —Una torcida sonrisa distorsionó su rostro, y sus ojos adquirieron una
curiosa y distante expresión—. No eres un intruso vulgar, eso puedo verlo muy bien.
Posees algo de poder. ¿No es así?
Índigo volvió la cabeza.
—Sí —continuó él pensativo—. Un poco de poder. Pero no el suficiente. —La
sonrisa se ensanchó—. No puede competir con mis ilusiones, mis ríos de lava, mis
dragones, mis mascotas.
La salamandra se levantó sobre sus cuartos traseros, y un agudo y sobrenatural
sonido vibró en su garganta.
—Espera, pequeña. En su momento; en su momento. —Vio cómo la mirada de
Índigo se deslizaba muy a pesar suyo hacia aquel ser elemental, y cloqueó en voz
baja—. Cuando se los llama, se los tiene que alimentar antes de poderlos echar de
nuevo. Y cuando se alimentan, carbonizan tanto la carne como el hueso. Es un
proceso rápido, pero, según tengo entendido, muy doloroso. —Dio algunos pasos
despacio, alejándose; se detuvo, dio la vuelta y regresó junto a ella—. Bien. La
verdad. ¿Cómo me encontraste? ¿Y por qué viniste?
La mirada de Índigo se deslizó subrepticiamente por encima de él, en un intento
por estudiar el lugar donde se encontraba. Al parecer estaban en una enorme caverna,
modesta pero adecuadamente iluminada por velas colocadas en toscos huecos en las
paredes. En el extremo opuesto se abría la boca de un túnel, pero no podía ver nada
en la oscuridad que había más allá; y, desde luego, no se veía ningún lugar por el que

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pudiera escapar, incluso en el supuesto de que pudiera soltarse las manos o eludir a la
salamandra.
Miró de nuevo al autor de su interrogatorio, y comprendió que no estaba en su
sano juicio. La cólera que ardía en él, fuera cual fuese su causa, buscaba una salida:
quería hacerle daño, y sólo esperaba que ella le diera un motivo. Su mirada se posó
de nuevo en la pequeña estatua de Ranaya, que le dio un atisbo de esperanza donde
de otro modo no habría nada. Fuera quien fuese, aquel hombre no era, desde luego,
ningún devoto de Charchad. Poseía poder; lo había demostrado de forma
estremecedora con las ilusiones que la habían atrapado en el barranco. Pero su diosa
era un avatar de la Madre Tierra, por lo tanto el poder que él utilizaba era un poder
puro.
El hombre dijo:
—Espero tu respuesta.
Tenía que decirle la verdad. Y además no tenía nada que perder.
—Mi presencia en estas montañas no tiene ninguna conexión con vos —repuso,
con la garganta seca—. No sabía nada de vuestra existencia hasta que utilizasteis
vuestra hechicería para capturarme, y no tenía la menor intención de penetrar en
vuestro santuario ni en el de nadie. La pura verdad es que buscaba una forma de
llegar a las minas sin que los que trabajan allí advirtieran mi presencia. —Parpadeó y
se pasó la lengua por los labios—. Eso es todo; y podéis creerme o no, como
prefiráis.
El silencio siguió a su declaración. No podía saber si el hombre consideraba o no
seriamente sus palabras; su expresión resultaba inescrutable. El único sonido que se
percibía en la cueva era un débil chisporroteo proveniente de la salamandra, que cada
vez se mostraba más inquieta.
Por fin su raptor habló:
—Una forma de llegar a las minas. —El hombre se llevó un huesudo dedo a la
barbilla; luego, repentinamente, su mirada regresó a ella, demente—. ¿Por qué? ¿Qué
tenías que hacer allí que debía llevarse en secreto?
«Madre Tierra», pensó la muchacha, «ayúdame ahora, si puedes. »
... Y en voz alta dijo:
—Busco el origen de Charchad.
La salamandra lanzó un agudo silbido, y una blanca llamarada surgió de su
hocico. Su furia se vio reflejada en los ojos del hechicero, que, de repente, parecieron
encenderse con una oleada de cólera demente. Por un breve instante se quedó
inmóvil, rígido; luego se abalanzó sobre ella y la obligó a ponerse en pie,
zarandeándola igual que un tiburón enloquecido por el olor de la sangre sacudiría a su
presa.
—¿Qué tienes tú que ver con esa inmundicia? —Su voz era un chirrido que

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resonaba horriblemente en la caverna; golpeó a Índigo una y otra vez contra la pared
—. ¡Contéstame! ¡Dímelo antes de que te haga pedazos con mis propias manos!
Serpiente, ser miserable, aborto berreón: ¿qué significan esos demonios para ti?
Índigo gritó. Los sonidos surgieron de su garganta de forma involuntaria cuando,
con una energía que contradecía su constitución y escualidez, el hombre la arrojó al
suelo. La salamandra saltó en dirección a su cabeza, los ojos ardiendo al rojo vivo, la
boca bien abierta, pero el hombre le ordenó con brusquedad: «¡No!», y la criatura
retrocedió. Índigo se quedó tumbada en el suelo dando boqueadas, cada uno de sus
nervios inflamado por el dolor, y, desde una enorme y turbulenta distancia, escuchó la
voz del hombre que rechinaba cerca de su oído cuando se agachó junto a ella.
—¡Dime la verdad! Esa pobre mujer que está contigo... ¿Adónde la llevabas?
¿Qué le has hecho?
—¡Uhhh... ! —Le era imposible articular palabra, ni siquiera podía pensar; sus
sentidos estaban ardiendo—. Chrys... iva. Ella... ¡Oh, Gran Diosa, ayúdame! —Y a
través de su aturdimiento sintió cómo venía, se alzaba y crecía: la cólera, la furia, el
odio y la repugnancia que habían acechado como una enfermedad en su estómago
desde que escuchara por vez primera el nombre de Charchad. Había bilis en su
garganta; la tragó con un esfuerzo y su odio se concentró en su torturador, en el
hombre que la había herido, que había arruinado su plan, amenazado a sus amigas...
—¡Dejadme en paz, hedionda inmundicia! —Su voz se elevó aguda, cercana a la
histeria, mientras cualquier consideración por su seguridad se hacía pedazos y la furia
surgía salvaje de su interior—. ¡Cómo os atrevéis a acusarme de tal blasfemia! ¡Que
la Madre Tierra os maldiga y reseque vuestra alma! ¡Desatadme! ¡Desatadme,
cobarde, canalla... !
Una mano se estrelló contra su sien derecha y se balanceó hacia atrás,
mordiéndose la lengua al interrumpir su diatriba. Mientras luchaba por enderezarse,
con la cabeza dándole vueltas, vio que había aparecido una soga en las manos de su
atormentador; una soga hecha de llamas azules que crepitaban y se estremecían y, sin
embargo, no parecían quemarle.
—Oh, es muy fácil para la escoria de Charchad jurar por la Gran Diosa. —Su voz
era tranquila, amenazadora—. ¡Pero ya veremos, saia, cómo les va a tus justas
protestas cuando se las ponga a prueba! —Tensó la soga de fuego entre sus dedos—.
¡En pie!
Los hombros de Índigo se estremecieron en sus esfuerzos por llevar aire a sus
pulmones.
—¡No lo haré!
El otro sonrió.
—Entonces muere entre atroces dolores, aquí, a merced de mi pequeño sirviente,
y demuestra así que tienes miedo a la verdad.

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«¿La verdad?», pensó Índigo, mareada. Pero fue suficiente para incitarla.
—¡No! —Intentando mantener una cierta apariencia de dignidad, se puso en pie
con un esfuerzo y lo miró cara a cara—. Vuestra mascota puede esperar. Probadme, si
eso complace a vuestra deformada mente. ¡Y verdad es lo que encontraréis!
La miró durante unos instantes; luego, una ligera y agria sonrisa intensificó las
arrugas de su rostro.
—Por aquí. —Señaló el oscuro túnel que la muchacha había visto antes—. La
salamandra irá detrás de ti; si vacilas o corres, sentirás su aliento. ¿Me explico?
—Muy bien. —Le dirigió una mirada fulminante, y se volvió en dirección a la
boca del túnel.

Aquel lugar no estaba iluminado, pero el danzante resplandor verdoso de la


salamandra era suficiente para alumbrar su camino. Índigo sintió cómo el calor
aumentaba a medida que andaba, hasta que, por fin, se le ordenó detenerse. Entonces
tuvo la impresión de que se encontraba al borde de un horno abierto. Medio asfixiada
por la sofocante atmósfera, se volvió para mirar a su raptor.
—¿Ahora qué?
Su voz resonó horriblemente: intentó inyectarle un tono de desafío, pero resultó
un pobre esfuerzo. Padecía claustrofobia, y su cólera anterior había disminuido.
Ahora se sentía vulnerable y atemorizada.
—¡Permanece callada!
Pasó junto a ella con la salamandra pisándole los talones, y por la luz que
emanaba del cuerpo de la criatura vio que el túnel terminaba un poco más adelante, al
parecer en el borde de un pozo profundo que se hundía en las tinieblas. Un humo
sulfuroso se alzaba en la oscuridad en espesas y perezosas espirales, y comprendió
que el pozo era la fumarola de uno de los antiguos volcanes.
Pero, sin duda, aquellos volcanes se habían extinguido...
—Siéntate.
Una mano la empujó hacia atrás; dio un traspié y cayó de rodillas. De algún lugar
en las profundidades de la fumarola parpadeó de repente una luz. Las paredes del
túnel parecían pintadas de un rojo violento; recortado en el resplandor, su raptor era
una silueta esquelética cuando se volvió hacia ella y le tendió la cuerda ardiente.
Pronunció cinco discordantes sílabas extranjeras y la cuerda tomó vida, saltó de sus
manos y serpenteó como un trallazo en dirección a Índigo. Con un gesto involuntario,
ella se echó hacia atrás, pero su reacción fue demasiado lenta; la llameante soga se
enredó a su alrededor y sintió como si algo enorme y caliente hubiera lanzado un
enorme y potente suspiro. Un calor que lo envolvía todo y que, sin embargo,
permanecía en el umbral del dolor se apoderó de ella. La cuerda no quemaba. Pero
mientras la rodeaba se dio cuenta de que estaba bien sujeta, no podía ni moverse ni —

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y esta segunda constatación le llegó de forma muy parecida a cuando se daba cuenta
de que pasaba de la vigilia al sueño— pensar con claridad. La conciencia iba y venía,
subía y bajaba como si siguiera el ritmo de un latido lento e inexorable. Su raptor —
atormentador, hechicero, némesis (ese concepto tenía un significado crucial. Pero
¿cuál? ¿Cuál? No lo recordaba)— era una silueta negra ante ella, un contorno
dibujado por las llamas. Hablaba, pero las palabras carecían de sentido.
—Ya ves el poder de la cuerda de fuego, que ata la muerte a la vida, el sueño a la
vigilia, la realidad a la ilusión. Y la verdad a la mentira. Ahora sabremos la verdad,
saia. Ahora la sabremos.
Una columna de humo se elevó de la fumarola, y la joven olió de nuevo a sulfuro
y sintió el calor de las chisporroteantes rocas que la rodeaban. Pero había algo más
que sulfuro y calor. Había un sonido en su cabeza, como el tintineo de un extraño
reloj mecánico. Había el murmurante siseo de las llamas; se percibía el murmullo
más apagado de una corriente de agua, que fluía despacio por las resecas tierras del
sur. Y, más allá, estaba el mar, susurrando eternamente, con un ritmo fresco y lento,
contra los elevados acantilados. Había barcos y también el agudo aguijón de la
espuma salada. Había una orilla, bosques, llanuras y...
Y los antiguos terrores de las supersticiones de su país, cuando una afectuosa
criatura que se sentía sola y proscrita lloraba en la noche pidiendo un amigo y dijo
loba en su mente adormecida...
Y allí estaba Carn Caille. El viejo y querido Carn Caille, la fortaleza de las Islas
Meridionales, donde el sol nunca se ponía en verano y las nieves invernales se
arremolinaban durante los días de oscuridad total, procedentes de las laderas de los
glaciares. Y allí estaba el rey Kalig, cuyos ancestros se habían hecho con el poder y
fundado una dinastía entre los gastados y viejos muros de Carn Caille. Y la reina
Kalig, y sus hijos: Kirra, que sería rey cuando llegara el momento, y...

Y...
—Nnnn...
La palabra no quería salir; sus labios estaban paralizados y no podía pronunciarla.
Pero la negativa estaba en su mente, junto con el miedo y el terror, mientras el rostro
moribundo de Fenran le gritaba desde la carnicería de la batalla, mientras la Torre de
los Pesares se derrumbaba en la tundra, mientras los horrores que no debieran haber
paseado por la tierra eran vomitados de las ruinas para abatirse sobre hogares, vidas y
amores, y destrozar su mundo...
Y Fenran no estaba muerto, sino en el limbo, en un mundo de demonios donde los
espinos le desgarraban la carne y las pesadillas acechaban sus interminables horas
de vigilia. Y sólo ella podía salvarlo. Pero sólo podría hacerlo cuando su misión
hubiera terminado, aunque le tomara diez años o un millar...

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—¡No!
Las cadenas que sujetaban la mente de Índigo se estremecieron y se rompieron.
Ella lanzó un alarido terrible y se revolvió sobre el suelo del túnel. La salamandra
chilló, su figura empezó a brillar con más fuerza hasta rivalizar con el brillo de la luz
que surgía de la fumarola. El humo salió despedido hacia arriba para formar una
negra nube sobre la cabeza de la muchacha; ésta intentó librarse de las manos que la
sujetaban, que la retenían, hasta que vislumbró un rostro blanco por la consternación
flotando frente a ella como una visión enloquecida, y... Y...
Alguien sostenía una copa contra sus labios. El agua era caliente y algo salobre,
pero la bebió de buen grado, sintiendo que aliviaba la sensación de ahogo de su
garganta. Una parte del líquido se le atragantó y la hizo toser; instintivamente levantó
una mano para taparse la boca y, sólo entonces, al hacer memoria, se dio cuenta de
que le habían cortado las ataduras.
Le dolían las muñecas, pero apañe de esto no parecía haber sufrido ningún daño.
Le acercaron el agua de nuevo; bebió más y su cabeza empezó a aclararse
bruscamente. El recuerdo de las últimas horas se le hizo presente. Había esperado
morir o que el tormento continuase: en lugar de ello parecía que algo o alguien había
intervenido para salvarla.
Confundida y sin saber qué esperar. Índigo abrió los ojos.
Estaba de vuelta en la caverna. La luz de las velas seguía brillando, pero la
salamandra había desaparecido. Y una voz le dijo con suavidad:
—Saia Índigo. ¿Podréis perdonarme alguna vez?
Estaba arrodillado a su lado y sostenía la copa con una mano visiblemente
temblorosa. Algunas de las trenzas de sus cabellos se habían deshecho, lo cual le
daba aún más el aspecto de un espantapájaros loco, y su rostro estaba manchado de
hollín. Pero la demencia de sus ojos había desaparecido, y en su lugar había temor y
vergüenza.
Extendió la copa de nuevo e Índigo, involuntariamente, se echó hacia atrás,
conteniendo el aliento.
—¡No me toquéis!
Mortificado, dejó el agua en el suelo. La muchacha vio que había varias bandejas
de comida —un poco de carne guisada, una mezcla de verduras que empezaban a
pasarse y un pequeño pastel de frutos secos— colocadas en semicírculo ante ella, de
forma muy parecida a como un peticionario colocaría sus ofrendas delante del altar
de un templo. Lo miró de nuevo, con la sospecha a flor de piel.
—¿A qué estáis jugando conmigo ahora?
El hombre sacudió la cabeza con energía.
—No es un juego, saia. Es un intento, lastimoso, lo sé, pero un intento, de pediros
disculpas. —Su mirada se encontró con la de ella, llena de candidez—. Si tal cosa es

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posible.
Con mucha cautela. Índigo estudió su rostro mientras intentaba calibrar hasta qué
punto podía confiar en aquel aparente cambio de actitud. Si el hombre estaba tan loco
como le había parecido antes, podría muy bien intentar atraerla como preludio a un
nuevo y mortífero ataque.
Entonces, a lo lejos, y ahogado por el gran espesor de la roca que los separaba,
escuchó el espeluznante aullido de un lobo furioso.
—¡Grimya! —Hizo intención de incorporarse, pero entonces se dio cuenta de que
no podía saber la dirección de la que provenía el sonido. Se giró hacia el hombre—.
¿Dónde está? ¿Qué le habéis hecho?
—Por favor. —Extendió ambas manos para apaciguarla—. El animal está
perfectamente. Tiene comida y agua, y está totalmente a salvo. —Le sonrió con ironía
—. No tuve más elección que utilizar mis artes de hechicería para confinarla en otra
caverna, o me hubiera desgarrado la garganta. Pero os aseguro que no ha sufrido el
menor daño.
Rápidamente. Índigo dirigió su energía mental en la dirección por la que le
parecía que había venido el aullido, y de inmediato sintió el ardor de la cólera de
Grimya. La mente de la loba estaba en tal estado de confusión que le era imposible
establecer contacto telepático, pero el hombre había dicho la verdad: su amiga no
había sufrido ningún daño.
Miró al hechicero de nuevo.
—¿Y qué hay de Chrysiva? —exigió.
—¿Chrysiva?
—La muchacha que estaba con nosotras. Está enferma, si le...
—También ella está bien, saia. Por favor... —Extendió una mano indecisa y,
aunque Índigo siguió sin bajar la guardia, esta vez no se apartó. El hombre apretó con
fuerza el puño—. Tengo que daros una explicación y justificaros por qué reaccioné de
forma tan violenta a vuestra llegada. Puede que me consideréis loco, saia, pero os
ruego que me creáis cuando os digo que no lo estoy. —Se detuvo, y los músculos de
su rostro adquirieron una curiosa expresión que no pudo llegar a interpretar—.
Atormentado, sí. Y enojado; tan enojado... Pero no loco.
Reservándose su juicio. Índigo repuso:
—¿Y justifica ese enojo y tormento vuestro comportamiento con los forasteros?
—Bajo circunstancias normales, no. —Reconoció aquel punto con una mirada
esquiva—. Pero las circunstancias aquí no son normales, saia; ni lo han sido durante
los últimos cinco años. Cuando se me alertó de vuestra presencia en las montañas,
pensé que erais uno de ellos, que me buscabais...
—¿Ellos? —interrumpió Índigo.
—Los seguidores de esa repugnante abominación que ha blasfemado contra

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Ranaya, y ha tomado todo lo que es bueno y fuerte y... —Las furiosas palabras se
apagaron bruscamente y tuvo que controlarse—. Digamos que la amarga experiencia
me ha enseñado que cualquier extraño es más probable que sea un enemigo que no lo
contrario.
Índigo empezó a comprender y dijo en voz baja:
—¿Charchad?
El hombre asintió, con el rostro muy tenso.
—Apenas puedo soportar oír pronunciar ese nombre en voz alta, incluso ahora. Y
cuando me dijisteis que estabais aquí para buscarlos, yo... —Lanzó un violento
suspiro—. No me detuve a considerar cuáles podrían ser vuestros motivos; la cólera
que me dominaba era demasiado fuerte y quería obtener venganza en vos. Fue tan
sólo cuando utilicé la cuerda de fuego y vi lo que había en vuestro corazón que me di
cuenta del error que había cometido.
Una mano fría y muerta se aferró al estómago de Índigo, cuando se dio cuenta, de
repente, de lo que aquel hombre estaba dándole a entender. Y recordó la terrible
experiencia sufrida junto a la fumarola, en el túnel. Un hechicero con tal poder —y
era poderoso; había visto más que suficiente para convencerse de ello— podía
penetrar en las profundidades de la mente de otro, sacar todo lo que allí hubiera y ver
el alma desnuda que había detrás.
Le devolvió la mirada y sus temores se vieron instantánea y horriblemente
confirmados por la piedad que vio oculta en sus ojos. Sabía quién era ella.
Inconscientemente, sin quererlo, se lo había mostrado todo: su pasado, su delito, la
maldición que la Madre Tierra había lanzado sobre ella. Él lo sabía.
Volvió la cabeza mientras una oleada enfermiza de miseria y vergüenza la
recorría; se llevó un puño a la boca y se mordió los nudillos.
—Yo...
—Por favor, saia. —Le tocó el brazo con una suavidad que la sorprendió—. Lo
que está hecho, hecho está, y ninguno de nosotros puede cambiarlo. No pretendo
comprender lo que hay detrás de vuestra misión, y no pienso intentarlo. No hablemos
más de ello, si eso es lo que deseáis. ¿Pero no os dais cuenta de que somos dos almas
gemelas?
Bajó el puño y lo miró indecisa.
—¿Lo somos?
—¡Sí! Sé lo que habéis perdido. Y conozco el dolor que tal pérdida produce,
porque yo he sufrido de la misma forma. ¡Compartimos un objetivo, saia, y creo que
el capricho del destino que nos ha unido es nada más y nada menos que la voluntad
de la misma Ranaya!
Sus ojos empezaban a arder de nuevo con el inconfundible brillo del fanatismo.
Índigo se sintió abrumada por su ansiedad, aunque no totalmente de forma

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involuntaria, ya que súbitamente aquel hombre había tocado uno de sus puntos
sensibles.
—No estoy segura de comprender... —dijo.
—¡Debéis comprenderlo! ¡Está tan claro! La Diosa quería que nos
encontrásemos. Tiene una tarea para nosotros. Vuestra misión y la mía son una sola y
la misma: y allí donde por separado nuestros poderes son limitados, juntos podemos
trabajar para hacer su voluntad y alcanzar el éxito.
Un tenso e incómodo nudo de excitación creció bruscamente en el interior de
Índigo.
—¿Charchad?
—¡Sí! —La sujetó por las manos, apretándolas con tanta fuerza que la joven hizo
una mueca de dolor—. Ranaya ha contestado a mis oraciones, vos sois Su
instrumento. Juntos. Índigo, podemos enfrentarnos a Charchad y destruirlo!

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ndigo dijo:
Í —Jasker, lo siento. Siento pena por vos. —Levantó la cabeza y sus ojos se
encontraron con los agitados ojos castaño verdosos del hombre que estaba sentado
frente a ella—. De verdad, siento pena por vos.
A su lado, Grimya se removió inquieta y añadió su comprensivo asentimiento con
un débil gañido. El hechicero dirigió una rápida mirada a la loba, luego sonrió con
tristeza y bajó los ojos.
—Vuestra amiga posee más misericordia y bondad en su corazón de la que yo
tengo derecho a esperar —dijo.
—Grimya no se ve determinada por las debilidades humanas. Pero sus
sentimientos son tan fuertes como los de cualquier hombre o mujer.
Índigo contempló la fuente de piedra toscamente tallada que tenía delante, luego
la apartó despacio. La historia de Jasker había reducido su apetito al punto en que tan
sólo pensar en comida provocaba una extraña sensación en su estómago; en lugar de
comer, tomó el odre de agua que el hombre había dejado junto al plato y volvió a
llenar la copa de él y la suya.
Jasker —no tenía apellido, por lo que parecía; no era costumbre en aquellos
lugares— había hecho todo lo posible por compensarlas, tanto a ella como a Grimya,
por la prueba que les había hecho pasar en su primer encuentro. Al dar a conocer la
verdad. Índigo se sintió bien dispuesta a perdonar y olvidar; sin embargo, calmar a
Grimya lo suficiente como para hacerla comprender que ya no debía contemplar a
aquel hombre como una amenaza no había resultado fácil. Índigo había conseguido,
finalmente, establecer contacto telepático con ella, y con mucha paciencia la había
convencido para que no se lanzase a la garganta de Jasker en cuanto éste retirara la
barrera mágica que la mantenía encerrada en una cueva más pequeña. Cuando por fin
salió, Grimya tenía los ojos rojos de furia y su pelambrera estaba erizada, por la
desconfianza; pero las palabras tranquilizadoras de su amiga y un plato de carne
cruda la habían apaciguado, por fin, y aceptó reunirse con ellos en la caverna
principal y escuchar el relato de Jasker.
La historia, tal y como el hechicero la había contado, no resultaba agradable de
escuchar. Con tranquila e inflexible determinación, que no había podido enmascarar
el dolor evocado por sus recuerdos, Jasker explicó que era —o, con más precisión,
había sido— uno de los respetados sacerdotes-hechiceros Ranaya, de la Diosa del
Fuego, avatar de la Madre Tierra que había sido adorada en la región durante
generaciones. Pero con la llegada del Charchad habían llegado también violentos y
terribles cambios. El culto —y hasta ahora Jasker no le había dicho nada de sus
orígenes— había crecido con aterradora rapidez, hasta que sus dignatarios se

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sintieron lo bastante poderosos como para desafiar el reinado de Ranaya, deponiendo
a su clero.
Quizá, dijo el hechicero lleno de amargura, él y sus compañeros de religión
habían sido unos estúpidos por resistirse. Quizás hubieran debido darse cuenta antes
de que fuera demasiado tarde de que una confrontación directa con el Charchad no
acarrearía más que el desastre; los devotos del culto habían utilizado el temor y la
tortura para extender su influencia por el territorio minero y ningún hombre ni mujer
corriente se atrevía a protestar, y mucho menos a levantar una mano contra ellos. Pero
se habían resistido; y su ferviente esperanza de que las gentes por las que durante
tanto tiempo habían intercedido ante Ranaya se levantarían con ellos resultó ser falsa.
Los amigos de Jasker, sus queridos compañeros, fueron masacrados. Intentaron
utilizar su magia, pero el Charchad poseía sus propios poderes que ellos no podían ni
comprender ni combatir. Y cuando las torturas y las matanzas terminaron, la propia
esposa de Jasker, a quien éste adoraba, estaba entre los cuerpos destrozados que el
culto dejó tras de sí.
La fría objetividad con que el hechicero relató la forma en que había muerto su
esposa conmocionó vivamente a Índigo, ya que podía percibir la titánica tensión que
la repetición del relato ocasionaba a aquel hombre. Un momentáneo lapso, una
mínima pizca de emoción, y Jasker se habría derrumbado incontrolable. Su esposa —
no quiso decirle su nombre; según su tradición era una descortesía pronunciar en voz
alta los nombres de los difuntos— había sido torturada durante toda una noche. No
reveló los detalles de su tortura, e Índigo no preguntó. Pero describió cómo,
despojado de su poder y sin la menor posibilidad de ayudarla, había sido obligado a
presenciar su lento y agonizante trayecto hacia la muerte.
El propio fin de Jasker hubiera llegado al atardecer del día siguiente. El Charchad,
al parecer, quería reservar algunas víctimas para ofrecer un ejemplo público a los
indecisos y los incrédulos, y por eso lo encerraron, con dos compañeros apenas
conscientes, en su propio templo. Cómo había escapado era algo que en aquellos
momentos no podía recordar; lo único que sabía era que, de repente, se vio poseído
por una furia como jamás había sentido, una furia enloquecida que aniquiló toda
razón y todo temor. Había escapado de su prisión y había matado a dos hombres,
quizá tres; a partir de ese instante su mente estaba en blanco hasta el momento en que
recuperó el juicio en las montañas volcánicas, mientras el sol se ponía, a sus espaldas,
con un enfurecido resplandor rojizo.
La matanza había tenido lugar hacía dos años, y desde entonces Jasker había
vivido allí solo, proscrito y fugitivo. Las viejas montañas estaban acribilladas de
cuevas, túneles y pozos, todos ellos excavados por la lava derretida en la época en
que la actividad volcánica estaba al máximo. No había habido ninguna erupción
durante las tres últimas generaciones y, por lo tanto, la red de pasillos y cavernas

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resultaba un refugio ideal y casi inexpugnable. No obstante, y según le contó a
Índigo, los volcanes no estaban de ningún modo apagados. Existía vida en los pozos
más profundos de las montañas de fuego —pozos como la fumarola que ella había
visto—, pero estaba adormecida, dijo con una curiosa sonrisa. No estaban
extinguidos; sólo inactivos. Era como si aguardaran a que algo interrumpiera su largo
reposo.
No sabía si su presencia era conocida por los cabecillas del Charchad. Durante su
exilio, sólo cuatro extraños antes que Índigo habían ido a parar a la zona donde tenía
su fortaleza, y ninguno de ellos había vivido lo suficiente para que Jasker pudiera
comprobar si su presencia era puro accidente o algo más siniestro. Ella le preguntó
por qué permanecía en las montañas en lugar de intentar buscar una nueva vida en
algún otro sitio, y la sonrisa que le dedicó a modo de respuesta la dejó helada.
—Por venganza. —Sus ojos brillaron en la penumbra de la cueva y advirtió un
repentino resurgimiento de la vieja locura—. El mundo no tiene nada que ofrecerme.
Índigo, ya que nada podría reemplazar lo que poseí y perdí. Por lo tanto, he dedicado
mi vida a un solo propósito y sólo a éste: desquitarme. —Inconscientemente apretó
un puño y los nudillos se pusieron totalmente blancos—. No puedo explicar el
auténtico significado de la cólera a alguien que no ha experimentado sus mayores
extremos. Pero me he disciplinado, preparado y endurecido, hasta el punto en que me
he convertido en un arma viviente; como, bebo y respiro venganza, y la venganza se
ha encarnado en mi carne, mis huesos, mi alma. Yo soy la venganza. —Aspiró con
fuerza y miró en dirección al altar, añadiendo en un apagado murmullo—: ¡Ranaya
me ha concedido ese don, y no le fallaré!
Índigo había bajado la vista hacia sus propias manos, que mantenía cruzadas,
consciente de los inquietos pensamientos que corrían por la mente de Grimya y,
también, de una extraña sensación en su interior que respondía involuntariamente a
las palabras de Jasker. Ella había probado la cólera, había sentido su ardor en las
venas; y las atrocidades que la habían provocado eran tales que no haría falta
demasiado para dispararla otra vez. Compartía la cólera de Jasker, y aquello era
peligroso; ya que, a pesar del cambio en su comportamiento, era muy consciente de
que el hombre no estaba en su sano juicio. Puede que fuera inteligente y lúcido, pero
su insaciable rabia contra el Charchad lo había desquiciado, y ahora alimentaba sus
ya considerables habilidades en el campo de la hechicería. Resultaría muy fácil
sucumbir a la misma oleada de emociones que lo empujaban, abandonar cautela y
razonamiento y arrojarse de cabeza a su causa común. Eso. Índigo lo sabía, podría
resultar un error fatal, ya que de una cosa estaba ahora segura: el odiado Charchad de
Jasker y el demonio que ella buscaba para destruirlo eran la misma cosa.
Habían transcurrido algunos minutos ya sin que ninguno de ellos dijera nada. En
aquella cueva era imposible saber la hora; Índigo supuso que en el exterior empezaría

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a hacerse de día, pero aquí el día y la noche eran la misma cosa, y la sensación de
eternidad parecía formar parte de un sueño; era algo un poco fantástico. Grimya
estaba sumida en un inquieto sopor; la loba seguía sin confiar en Jasker y, de vez en
cuando, sus ojos ambarinos se abrían y le dirigía una mirada de desconfianza antes de
volverse a dormir. También Chrysiva dormía, sobre el saco de tela áspera relleno de
hojas secas y ramas que servía de cama al hechicero. Algunas horas antes, éste había
estudiado el contenido de la bolsa de medicinas de Índigo y seleccionado dos hierbas
con las que preparar una poción para aliviarle la fiebre a la muchacha. La decocción
parecía haberla calmado y su sueño era más natural que antes. Pero Índigo seguía
muy preocupada por Chrysiva, y ahora se volvió para contemplarla. Su piel mostraba
una palidez cadavérica, casi del color de un pescado muerto. Y las señales de sus
brazos y rostro, las manchas, las llagas, parecían estar empeorando.
—Dormirá bastantes horas todavía —dijo Jasker con calma.
—Lo sé. —La joven se volvió hacia él—. Pero esas cicatrices que tiene... no
muestran la menor señal de mejora.
—No. —Se detuvo, contemplándola con atención, y luego añadió—: No se
curarán. Ya no. Si la hubiera encontrado hace dos días, quizás habría habido alguna
esperanza, pero ya es demasiado tarde.
Índigo le miró con fijeza y sintió como si por su estómago se pasearan gusanos.
—¿Demasiado tarde?
—¿No os contó lo que le hicieron?
—No... Todo lo que sé es que a su esposo lo habían «enviado al Charchad» —sea
lo que sea lo que esto signifique— y que ella había ido a las minas para interceder por
él cuando la encontré.
—¡Ah! —Jasker juntó las manos, luego se las quedó mirando—. Hay muchas
más cosas que debo contaros. Índigo, y la historia de esta pobre mujer es sólo una
mínima parte de ello. —Levantó de nuevo los ojos hacia ella; éstos relucían como
frío cristal—. Antes de que recuperaseis el conocimiento, hablé con Chrysiva y
averigüé la parte de su relato que, al parecer, no os ha contado. —Se sirvió otra copa
de agua y tomó un sorbo como si quisiera ahogar un mal sabor de boca—. «Enviado
al Charchad»... ¡Ja! Ni siquiera tienen el valor o la honradez de llamarlo por su
nombre: ¡asesinato!
—Qué... —empezó Índigo pero, antes de que pudiera continuar, Jasker extendió
la mano y la sujetó por la muñeca, agarrándola con tal fuerza que sus dedos quedaron
entumecidos. Se inclinó hacia adelante y el brillo de sus ojos se convirtió en una
llamarada cuando las sombras dieron paso a la luz de las velas.
—¿Sabéis qué es lo que tiene esa mujer? ¿Lo sabéis?
—No...
Con su mano libre el hechicero señaló a Chrysiva, y todo su brazo empezó a

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temblar con una rabia que apenas si podía controlar.
—¡Se le ha concedido el honor y la gloria de alcanzar un estado de gracia! —Tiró
de la muñeca de Índigo y casi le hizo perder el equilibrio—. ¡El estado de gracia
según Charchad! ¿Sabéis lo que eso significa? No, no lo sabéis; sois forastera, una
extranjera. Se os ha ahorrado la bendición de ese conocimiento, ¿no es así? ¡Orad a
Ranaya para que nunca tengáis que averiguarlo en vuestra propia carne!
Su furiosa voz despertó a Grimya, que levantó la cabeza asustada. Al ver lo que
sucedía, el animal se puso en pie de un salto, gruñendo, pero Índigo liberó su mano
de la de Jasker e hizo un gesto apaciguador.
—No, Grimya; todo va bien. —Sus ojos no abandonaron el rostro del hechicero
—. ¿Qué queréis decir, Jasker? ¿Qué le hicieron?
El hombre se calmó, pero le costó un gran esfuerzo. Durante algunos instantes
intentó controlar su respiración. Por fin dijo:
—Los habéis visto. Si pasasteis una sola noche en aquella ciudad inmunda, tenéis
que haberlos visto. Los exaltados; los favorecidos por Charchad. ¡Esos monstruos
mutantes, llenos de cicatrices y supurantes llagas!
Los celebrantes de la carretera, las criaturas que la habían asaltado en la Casa del
Cobre y el Hierro... Horrorizada. Índigo miró a Chrysiva, frenética.
—Pero ella no es...
—¿Uno de ellos? Oh, lo es. Índigo, lo es. ¡Pero no por voluntad propia! —Jasker
cerró los ojos con fuerza y se pasó con ferocidad ambas manos por los cabellos; su
sombra se balanceó enloquecida sobre la pared de la cueva. Índigo lo oyó aspirar con
fuerza, luego hundió los hombros.
—Existe una sustancia —dijo, luchando por contener su furia—. Metal o piedra,
no conozco su naturaleza. Pero resplandece.
Grimya gruñó por lo bajo y su amiga le rodeó el lomo con un brazo.
—La hemos visto.
—Entonces sabréis, sin duda, que es un símbolo de poder para esos demonios de
Charchad.
—¿Sus amuletos?
—Sí, sus amuletos. Un distintivo de categoría, de favor. Y mata. Índigo.
Despacio, y con tanta certeza como que el sol sigue un recorrido concreto por el
cielo. ¡Esa infernal abominación pervierte y corroe los cuerpos de todo lo que entra
en contacto con ella, hasta que no queda más que la muerte!
Índigo abrazó a Grimya con más fuerza.
—Entonces las desfiguraciones que vimos, las mutaciones..., ¿las causaba esa...
esa piedra, ese mineral?
—Visteis las menos terribles. Visteis a los que pueden andar, a los que todavía
pueden hablar, a aquellos cuyas bocas aún no se han descompuesto de manera que se

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mueren de hambre incluso antes de que las últimas etapas de la enfermedad acaben
con ellos. No habéis visto los horrores de esas etapas finales, la agonía, las
convulsiones, los moribundos lanzando alaridos de dolor.. ¡Ah, Ranaya! —Se cubrió
el rostro con las manos.
—Jasker. —Índigo se inclinó hacia él, posando una mano sobre su hombro y
sintiéndose inútil ante su tormento—. Jasker, por favor...
Se la quitó de encima con suavidad, sin demostrar hostilidad.
—Perdonadme, saia —dijo con forzada formalidad—. Algunas veces es muy
difícil no recordar.
—¿Recordar?
Él sacudió la cabeza, pero no para negar sino para aclarar sus ideas. La furia y la
emoción estaban de nuevo bajo control, al menos por el momento.
—El esposo de esta criatura fue castigado por un supuesto crimen —continuó—.
Pero el crimen fue una excusa, una invención. La verdad es que se lo castigó por
negarse a jurar lealtad al Charchad. Existen todavía algunos que se resisten al culto,
aunque deben de ser ya muy pocos.
Índigo recordó el «festival» en la plaza del pueblo, los rostros asustados, las
mentes cerradas.
—Sí —repuso con forzada calma—. Muy pocos.
—Entonces esta mujer y su esposo han sido más valientes que la mayoría.
Debieran de haber sabido que no podían hacerlo. Al hombre lo escogieron como
cabeza de turco, como ejemplo para despertar el temor en los corazones de aquellos
que pudieran haber pensado en seguir su ejemplo; pero su sufrimiento no fue
suficiente para esos reptiles. Consideraron que su esposa debía compartir su estado de
gracia. Y por lo tanto la obligaron... —Su voz titubeó hasta casi quebrarse; luego
volvió a recuperar el control—. La obligaron a comer un pedazo de esa maldita
piedra, a infectarse con la enfermedad que, para ellos, es una señal de la bendición
del Charchad.
—Tierra bendita... —Índigo volvió rápidamente la cabeza para mirar a Chrysiva
por encima del hombro—. Entonces, ¿morirá?
—Sí. La fiebre y las desfiguraciones no son más que el principio, pero una vez se
han afianzado no hay esperanza. Chrysiva morirá. Índigo. Ellos la han asesinado. —
Se interrumpió—. De la misma forma que asesinaron a mi esposa.
La muchacha volvió la cabeza en redondo y clavó los ojos en él.
—¿Es así como la mataron?
Jasker asintió con la cabeza.
—Puede hacerse en pocas horas —respondió, y la terrible y objetiva frialdad
regresó a su voz—. Si tienen suficiente cantidad de la piedra, y se obliga a la víctima
a... —Sacudió la cabeza violentamente, incapaz de decir más.

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Índigo miró hacia el suelo con ojos nublados, al tiempo que sentía cómo las
ardientes y amargas vibraciones de la cólera se agitaban en su interior de nuevo. La
sola idea de que un ser vivo pudiera ser capaz de tales atrocidades, pudiera
regocijarse en su ejecución, le provocaba náuseas en lo más profundo de su alma. ¿Y
todo para qué? Poder. Poder, y una demencia tal que convertía, en comparación, la
loca ansia de venganza de Jasker en apenas una débil e insignificante lucecita.
Sintió un suave contacto en su mente, y oyó el mudo pensamiento de Grimya:
«En realidad no son hombres los que cometen estas atrocidades. Índigo. Es el
demonio. Los hombres son tan sólo su... instrumento. »
Aquello era cierto. Pero...
«Son instrumentos bien dispuestos, Grimya. Eso es lo que resulta tan difícil de
comprender y aceptar. »
«Lo sé. Pero estoy segura de que el demonio los ha corrompido. Sin su influencia,
las cosas que han sucedido aquí no habrían existido. » Grimya se detuvo, luego
prosiguió: «Tú y yo sabemos lo poderosa que puede ser esa corrupción. ¿No
recuerdas a la criatura de los ojos plateados?».
—Némesis...
Una fría punzada interna hizo que Índigo olvidara la cautela, y pronunció el
nombre en voz alta sin darse cuenta. La cabeza de Jasker se alzó.
—¿Qué?
—Na... nada —El rostro de Índigo había palidecido—. Una palabra sólo; sim...
simplemente pensada en voz alta, por un momento...
—Dijisteis...
—Por favor. —Levantó las manos, con las palmas hacia fuera—. No tiene la
menor importancia.
La miró pensativo, luego se encogió de hombros.
—Como deseéis, saia.
Índigo y Grimya intercambiaron una secreta mirada, y cada una supo sin
necesidad de palabras lo que la otra pensaba. Némesis. Era la amenaza siempre
presente. El gusano en la envoltura de la propia alma de Índigo. Se había enfrentado a
ella en dos ocasiones, y en la segunda tan sólo la intervención de Grimya la había
salvado de cometer una estupidez que hubiera transformado en cenizas toda
esperanza. Pero en la primera ocasión, Grimya no estaba allí; Índigo había caído
víctima del orgullo, la arrogancia y la ambición que habitaban en su interior, todo lo
cual había llevado al mundo al borde de la condenación.
Si no fuera por la corruptora influencia del Charchad, las atrocidades que se
cometían en la región no se habrían producido. Sin embargo, si no hubiera sido por
ella, el Charchad no existiría, ya que los siete demonios producto de la humanidad
seguirían aún recluidos, como lo habían estado durante tantos siglos, en la destruida

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Torre de los Pesares. Siete demonios, de los cuales este pervertido diablo no era más
que el primero. Y la suya era la mano que los había liberado...
—¿Índigo?
Levantó la vista y advirtió que Jasker seguía mirándola. Sus ojos estaban más
calmados ahora y le dijo:
—Estáis angustiada. ¿No podéis confiármelo?
Aunque estuviera loco, pensó, era un buen hombre. Y aunque no podía contarle
toda su historia, sus objetivos eran los mismos.
Le contestó:
—No puedo confiarme a vos, Jasker; no en la forma en que pensáis. Pero poseo
mis propias razones para compartir vuestra necesidad de obtener el desquite. —
Involuntariamente sus puños se apretaron con fuerza y se inclinó hacia él—.
Habladme del Charchad. Contadme todo lo que sabéis de ellos, todo lo que sabéis del
poder que poseen. Quiero destruirlos, Jasker. ¡Quiero verlos desaparecer de la faz de
la tierra!
Una lenta sonrisa apareció en la boca del hechicero, y asintió.
—Creo que os comprendo, saia. Quizás en la misma medida en que Ranaya os ha
enviado para que me ayudéis en mi causa, también me ha encomendado a mí que os
ayude en la vuestra. —Vaciló, luego se puso en pie—. Queréis que os cuente todo lo
que sé del Charchad. Haré mucho más que eso: os lo mostraré. Desde aquí, hay
varios senderos que conducen al corazón de las montañas, donde están las minas. Y
hay algo más; algo que debéis ver con vuestros propios ojos. —Su rostro adoptó una
expresión torva—. Ello os dirá más sobre el Charchad de lo que podrían hacerlo las
palabras.
Ella empezó a incorporarse.
—Entonces no perdamos tiempo. Quiero...
—No aún. —Alzó una mano—. No debemos arriesgarnos a que nos vean;
debemos esperar hasta que el sol se ponga y la luz empiece a desvanecerse. —Sonrió
con un ligero vestigio de irónico humor—. Además, es una ardua ascensión para
alguien que no está acostumbrado a ello, y no resulta aconsejable con el calor de la
mañana. ¡No tengo intención de perder a mi única aliada por una insolación! No; lo
mejor que podemos hacer es dormir algunas horas y recuperar nuestras energías.
La voz de Grimya en la mente de Índigo se unió al razonamiento.
«Tiene razón», dijo la loba enfáticamente. «Apenas si hemos dormido desde que
abandonamos Vesinum. Estoy cansada. Tú estás cansada. Lo que este hombre quiere
mostrarnos no se escapará mientras descansamos. »
Índigo hubiera querido discutir, pero comprendió que tanto Jasker como Grimya
le aconsejaban lo más prudente. Y de este modo, después de inspeccionar al poni que
estaba atado a la sombra de un pasadizo exterior, se acomodó sobre su manta doblada

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con Grimya a su lado. Jasker, con un decoro que la conmovió, insistió en que se
encontraría igual de bien en otra cueva, y marchó con la promesa de despertar a
Índigo tan pronto como fuera el momento oportuno para partir.
Cuando se fue. Índigo apagó todas las velas excepto una, y la caverna se sumió en
una profunda penumbra. Se tumbó de espaldas, no muy segura de poder dormir, pero
decidida a intentarlo, y Grimya se instaló con el hocico sobre las patas delanteras.
Durante algunos minutos se produjo un completo silencio; luego la loba proyectó un
pensamiento.
«Sigo sin confiar en él. »
La joven levantó la cabeza.
—¿En quién? ¿En Jasker?
«Sí. Hay algo que no está bien. Puedo olerlo, pero aún no puedo verlo. »
—Todavía estás enojada con él porque piensas que nos quería hacer daño, eso es
todo. No hacía más que defender su territorio, Grimya, como haría cualquier lobo.
«No es sólo eso. Hay algo más. » La cola del animal se agitó. «Está loco. He visto
colores en su mente que no debieran estar allí; colores malos. » Levantó los ojos con
expresión desdichada. «Ten cuidado. Índigo. Existe un gran peligro aquí, y no está
donde podríamos esperar encontrarlo. »
—¡Oh, Grimya... ! —Índigo se estiró hacia ella y le acarició el pelaje, en un
intento por animarla—. Sí, Jasker está loco, en cierta forma; pero ha sufrido mucho.
Lo que importa es que puede ayudarnos a encontrar y destruir al demonio. —Hundió
los dedos aún más en el pelaje de Grimya—. Solas, no creo que fuéramos lo bastante
fuertes. Lo necesitamos. Lo mismo que él nos necesita a nosotras.
«Lo sé. Pero de todas formas... debes tener cuidado. »
—Lo tendré.
«Promételo. »
—Lo prometo. Duérmete, ahora.
La loba se removió; luego apoyó de nuevo la cabeza en las patas. La respiración
de Índigo no tardó en volverse más superficial y lenta a medida que se hundía en el
sueño, pero durante un rato el animal permaneció despierto, sumido en sus ideas y
vigilando a su amiga con ojos preocupados.

La de Grimya no era la única mente inquieta en la red de pasadizos de la


montaña. A poca distancia, en una pequeña y desnuda cueva iluminada por una única
vela, Jasker estaba apoyado sobre la pared de roca, limpiando distraídamente la hoja
curvada de una vieja cimitarra. Era la única arma que poseía, aunque durante su
exilio sólo había sido utilizada como una herramienta para cortar y pulir. Jasker no
era ningún diestro espadachín, prefería luchar utilizando conjuros en lugar de armas;
sin embargo, encontraba una cierta satisfacción en mantener la cimitarra bien

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engrasada y limpia, y la naturaleza mecánica de aquella tarea lo ayudaba cuando
necesitaba, igual que ahora, pensar.
Las imágenes que habían surgido tempestuosamente del subconsciente de Índigo
durante la prueba de la verdad, junto a la fumarola, lo habían aturdido y horrorizado a
la vez. Y Jasker era lo bastante honrado como para reconocer que, mezclado con su
respeto y sentido del compañerismo por la muchacha, había también una buena dosis
de temor, ya que había visto con toda claridad la mano de la Madre Tierra sobre ella.
Y, sin embargo, percibía que la visita de la diosa era un castigo más que un don. Lo
que Índigo hubiera hecho para merecer la carga que sobrellevaba no era problema
suyo, e investigar más de lo que ya había hecho resultaría casi un sacrilegio. Pero, de
todas formas, existían preguntas en su mente cuya respuesta hubiera dado mucho por
conocer.
Una palabra que Índigo había pronunciado carcomía su mente. Némesis. Jasker
no sabía si tenía algún equivalente en su lengua, pero estaba claro que su significado
era mucho más importante de lo que la muchacha estaba dispuesta a admitir. Había
tenido una visión fugaz de la misma palabra como una imagen fragmentada en la
oscuridad que rodeaba la parte más íntima de su ser, y con ella una fugaz impresión
de un rostro malvado, que era y a la vez no era Índigo. Eso, y una sensación de algo
plateado.
Plata. No tenía sentido. No obstante, de una forma indefinible aquello era el
terrible y eterno vínculo de Índigo con los espíritus de amigos queridos y perdidos, y
con uno en particular. Jasker había oído su nombre en forma de agonizante grito en Ja
mente de la joven, y éste había enviado por respuesta una cuchillada de dolor que
había atravesado el ánima del hechicero. También él había conocido la tortura de ver
morir al ser amado; pero en el espíritu de aquella muchacha de las tierras
meridionales, de cabellos prematuramente encanecidos y ojos cansados, acechaba
algo que iba más allá del dolor, la culpa y la amargura, un sufrimiento que jamás
comprendería.
Jasker se dio cuenta, de repente, de que corría peligro de romper su propia
tradición. Con un gesto tan rápido y familiar que apenas advirtió, pasó la palma de
una mano por la hoja de la recién bruñida cimitarra. La sangre brotó del largo y
superficial corte y el dolor lo devolvió rápidamente a la tierra. Apretó el puño con
fuerza. La mano le escocía y unas pocas gotas de sangre cayeron sobre el suelo de
piedra. Mejor. Penetrar más en la vida de Índigo de lo que ya había hecho significaba
una violación de su propia disciplina, y no debía tolerar más errores: podría ofender a
la diosa.
Depositó la cimitarra en el suelo y se apoyó en la pared. Una extranjera que
deambulaba por el mundo y una loba que, evidentemente, comprendía la lengua de
los humanos y —no estaba seguro, pero tenía grandes sospechas— era capaz de

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comunicarse telepáticamente. Extraños aliados para su causa; pero él no era quién
para cuestionar las decisiones de Ranaya. Contempló de nuevo el corte de su mano y
esbozó una ligera sonrisa.
—Sois una dama misteriosa, ¡oh Ranaya, Señora del Fuego! —dijo, su voz llena
de amor y reverencia.
De algún lugar en lo más profundo de aquel conjunto volcánico escuchó un débil
fragor, como si las viejas rocas fundidas que dormían en las entrañas de la tierra lo
hubieran oído y le contestasen. El sonido se desvaneció y todo quedó en silencio. El
hechicero dejó que su cabeza se recostara contra la cálida pared de la cueva al tiempo
que cerraba los ojos para dormir.

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l sol era un malicioso ojo rojo que lo contemplaba todo a través de una calina
E que oscurecía la perspectiva y convertía en irreal la distancia, cuando Índigo y
Jasker —con Grimya a poca distancia— salieron de un estrecho desfiladero y
llegaron a las descubiertas laderas situadas cerca de la cima de la Vieja Maia. La
Vieja Maia, había explicado Jasker, era el más meridional de los tres gigantescos
cráteres, conocidos como Las Hijas de Ranaya, que dominaban la zona volcánica, y
desde sus enormes estribaciones era posible divisar todo el valle minero situado en el
centro de las montañas.
A aquella altura la atmósfera estaba relativamente limpia, y un viento caliente y
árido soplaba desde el sur. Jasker se sentó al abrigo de un afloramiento de magma
petrificado que la brisa había erosionado hasta convertir en una fantástica escultura, e
hizo una señal para que Índigo y Grimya hicieran lo mismo.
—Unos minutos de descanso nos vendrán bien ahora —dijo—. Y preferiría que el
sol descendiera un poco más antes de avanzar hacia la cara norte.
La loba se dejó caer al suelo inmediatamente, pero Índigo permaneció en pie
durante algunos momentos inspeccionando los alrededores. Por todas partes el cielo
mostraba un color azufre y resultaba inquietantemente monótono. La calina había
reducido el sol hasta alcanzar el tamaño de una borrosa y distorsionada bola de fuego.
Más cerca no se veía nada, excepto las montañas desnudas, un paisaje
sobrenatural de contornos ásperos, colores fuertes y afiladas sombras. No había ni
una brizna de hierba, ni una hoja, ni la menor señal de movimiento. Tan sólo los
huesos pelados de una tierra muerta.
Encogió los hombros para reprimir un escalofrío y comentó con asombro:
—Ni siquiera hay pájaros.
Jasker levantó la cabeza.
—¿Pájaros? —Lanzó una corta y amarga carcajada que sonó como un ladrido—.
No, ya no existen pájaros ahora. Los pocos que conseguían sobrevivir aquí: en su
mayoría aves de presa, o carroñeros, se extinguieron, porque salir del cascarón sin
ojos, sin plumas o sin alas no ayuda mucho a volar. Y aquellos que hubieran podido
llegar del exterior pronto descubrieron que era mejor no hacerlo.
Índigo dirigió una rápida mirada a Grimya, que escuchaba con gran atención las
palabras de Jasker.
—¿Y animales? —preguntó.
Él se encogió de hombros.
—Existen todavía algunos, aunque dudo que pudierais reconocerlos. Y algo de
vegetación, aunque no en las laderas más altas. La mayoría de las cosas que crecen o
corren por aquí son todavía comestibles, si uno toma ciertas precauciones y no es

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excesivamente delicado.
Grimya comentó en silencio a la joven:
«Vi algo mientras subíamos por el desfiladero. En un principio pensé que se
trataba de una cabra, pero era muy pequeña y no tenía más que un cuerno; además,
carecía por completo de pelo en la cabeza. » Se detuvo unos instantes. «No era algo
agradable de contemplar, y no hubiese querido comérmela. »
Índigo no contestó, pero el comentario de la loba dio en el blanco. Mutación,
envenenamiento, muerte... Miró de nuevo al cielo y descubrió que el sol era apenas
visible sobre la parte más lejana de las montañas. La perspectiva variaba a medida
que la luz se desvanecía; y ahora, rivalizando con la puesta de sol, pudo ver las
primeras señales de una luminiscencia más fría en el norte, un resplandor anormal
que se reflejaba desde el cielo y adquiría fuerza poco a poco.
Jasker la vio entrecerrar los ojos mientras contemplaba el misterioso y lejano
reflejo.
—Ah, sí —dijo en voz baja—. Nuestro visitante nocturno. El poder y la gloria de
Charchad. —Se puso en pie, mirando con fijeza hacia las laderas cada vez más
oscuras—. Es hora, creo, de completar nuestro viaje. Índigo. Y cuando lleguemos a
nuestro definitivo punto de observación, podréis ver por vos misma lo que el
Charchad es en realidad.
La muchacha se puso en pie. Por encima de sus cabezas el frío resplandor
empezaba a extenderse ahora, y cuando miró hacia el oeste vio cómo el último y
llameante borde del sol desaparecía bajo las desiguales cumbres. Las sombras que los
rodeaban se entremezclaron y desembocaron en una uniforme penumbra gris pálida.
Mientras sus ojos se adaptaban a la nueva oscuridad, advirtió que el aire parecía
teñido de una débil fosforescencia que oscilaba en el límite del espectro visible. Y de
repente, a pesar del polvoriento calor, sintió frío.

Las laderas que los condujeron a la cima de la Vieja Maia eran lo bastante suaves
como para no representar ningún peligro real, ni siquiera con el engañoso resplandor
del cielo septentrional que iluminaba su camino. Y cuando, por fin, llegó detrás de
Jasker a la estrecha cresta de la cumbre más elevada del volcán. Índigo no pudo hacer
otra cosa que contemplar asombrada, en silencio, la escena que se ofrecía ante sus
ojos.
Inmediatamente a sus pies, la cara norte de la Vieja Maia se hundía en una pared
de roca pelada cubierta de grotescas señales que ríos de magma derretido habían
grabado en ella siglos atrás. El cráter, algo a la derecha, abría una enorme y
estrambótica cicatriz a medio camino de la ladera de la montaña: una garganta
vertiginosa que culminaba en una inmensa y amenazadora boca negra, la cual parecía
colgar sobre el valle.

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Pero fue el inmenso valle lo que paralizó la atención de Índigo y eclipsó por
completo el dramático cráter: al bajar la mirada hacia él hubiera fácilmente creído
que contemplaba una escena inspirada en el infierno.
Se veía luz abajo: la sulfurosa luz amarillenta de las antorchas que se hallaban
colocadas en lo alto de postes de hierro, un centenar o más de ardientes faros de luz.
Y éstos iluminaban un caos hirviente y humeante de niebla mezclada con humo, de
vapores y de agotadora actividad. Formas enormes y anormales surgían del miasma;
masivos entramados de puntales y vigas, grandes pescantes de hierro que se alzaban
hacia el cielo como monstruos sobrenaturales, plataformas móviles, sostenidas por
titánicas ruedas, que traían a la mente imágenes de creaciones prehistóricas de
pesadilla. Y, apenas visibles por entre aquella nube de humo, brigadas de figuras
humanas trabajaban en medio de aquella neblina repugnante y de su resplandor
fantasmagórico, como habitantes irracionales de un enorme hormiguero.
La roca vibraba bajo los pies de Índigo. Antes no se había dado cuenta de ello,
pero ahora lo percibía: un gigantesco y subterráneo latido por debajo de la capacidad
auditiva, que palpitaba en la montaña como un fantasmal e irregular corazón. Estaban
contra el viento que soplaba del valle y el ruido de las minas se alejaba de ellos; pero
el sordo tronar subterráneo le dijo a la muchacha que, desde algún lugar más cercano,
aquel caos de sonido haría temblar la tierra.
Sintió la mano de Jasker sobre su hombro y notó que había empezado a tiritar de
forma incontrolada. Se sobrepuso con un esfuerzo, para luego mirar con atención más
allá del humo, de la maquinaria y de las diminutas figuras que trabajaban sin cesar, en
dirección a la parte más lejana del valle. Allí había también más máquinas, extrañas
siluetas que vomitaban nubes de vapor hirviendo saturado de colores nauseabundos.
Detrás de ellas, el rugiente calor que emanaba de tres gigantescos hornos al rojo vivo
teñía la noche, reflejándose violentamente en las brillantes aguas del río que cruzaba
el valle en su viaje hacia el sur.
Y más allá de los hornos, de las máquinas y del río, detrás de la imponente pared
que cerraba el extremo más lejano de aquel valle volcánico, relucía el lúgubre y
fantasmagórico resplandor de aquella misteriosa luz septentrional.
Índigo apretó con fuerza los dedos de Jasker.
—El origen...
—Sí. Está justo detrás de aquella cordillera de allí, en el Valle de Charchad.
La joven apartó la mirada de la turbulenta escena que se desarrollaba a sus pies.
Grimya seguía con los ojos clavados en las minas y las orejas pegadas a la cabeza, los
ojos enrojecidos por el reflejo de la luz. De la mente de la loba no le llegaba ningún
pensamiento coherente, sólo una muda sensación de angustia, e Índigo sintió una
oleada de amargo remordimiento cuando de nuevo la asaltó la misma sensación de
culpa: Si no hubiera sido por mí...

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—Habladme de esto, Jasker. —Su voz sonaba ronca a causa de la furia contenida
—. Contadme qué es esa cosa y cómo nació.
El hechicero miraba al valle otra vez. Al cabo de unos instantes asintió con la
cabeza y se agachó sobre una repisa de lava que sobresalía de la ladera. La muchacha
siguió su ejemplo, y el hombre inició su historia.
—Hace cinco años se produjo un corrimiento de tierras en uno de los valles más
alejados, más allá de aquella barrera de montañas. El valle recibía el nombre de
Charchad; no hacía mucho se habían descubierto allí varias vetas de cobre muy
prometedoras, y había muchos hombres: mineros concesionarios, en su mayoría,
aunque algunos de los consorcios más importantes empezaban a interesarse, haciendo
prospecciones para ver hasta dónde llegaban los filones. Sea como fuere, el valle se
derrumbó, y se abrió un pozo enorme en su fondo. —La miró de soslayo—. El pozo
relucía. No como una hoguera o como un horno, sino con un cegador brillo verde.
Hablé con algunos de los que fueron a verlo durante los primeros días después de su
aparición, y me dijeron que era como si el mismo sol hubiera caído a la tierra; no
podían mirarlo directamente. —Se detuvo y se pasó la lengua por los resecos labios
—. Algunos lo intentaron y, como resultado, se quedaron ciegos.
—¿Y los hombres que trabajaban en el valle? —preguntó Índigo.
—En un principio se creyó que nadie había sobrevivido a la catástrofe. Nos
llamaron a nosotros, los sacerdotes, para que rezáramos por el alma de los muertos y
los ayudásemos a llegar cuanto antes a los brazos de Ranaya. —Jasker se estremeció
—. Hubo tanto dolor, tanta aflicción... En aquel momento pensé que nunca volvería a
presenciar tanta desgracia. Si hubiera sabido lo que iba a suceder después... —El
hombre lanzó un suspiro, luego su expresión se endureció—. Pero hubo un
superviviente: un individuo llamado Aszareel. Salió del valle al día siguiente del
desastre, y llevaba una vara hecha de una sustancia que nadie había visto nunca. Un
mineral brillante, una cosa que relucía con un frío resplandor verdoso. No tenía ni un
rasguño. Y fuera lo que fuese lo que le hubiera sucedido, lo que hubiera
experimentado en aquel lugar, yo, por lo menos, creo que ya no era un ser humano.
»Aszareel anunció que había tenido una revelación. El pozo, dijo, era la fuente de
un nuevo poder en la región: el poder de Charchad, y él era el avatar elegido. Su
milagrosa supervivencia probaba las intenciones de Charchad; éste le había ordenado
que regresara y exigiera que todos le juraran lealtad. Aquellos que no lo hicieran, dijo
Aszareel, serían condenados para siempre.
Índigo lo miró de hito en hito.
—¿Y la gente le creyó?
Jasker sonrió gravemente.
—Lo que fuera que cambió a Aszareel le proporcionó también un carisma que
resultaba increíble. Vi al hombre en varias ocasiones: era como un torbellino. Índigo;

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un torbellino de intensa energía que atraía las miradas y las mentes, incluso quizá los
espíritus, de todos los que se cruzaban en su camino. Si todos los hombres, mujeres y
niños de Vesinum se hubieran arrojado a sus pies no me habría asombrado.
»Pero no fue así. Con carisma o sin él, se necesitó algo más que Aszareel para
apartar a los mineros y a sus familias de Ranaya. Hubo algunos, desde luego, que se
contagiaron de su entusiasmo desde el principio, pero su número era reducido... hasta
que empezaron las enfermedades y las muertes.
La joven inspeccionó de nuevo el valle. La noche había caído por completo ahora,
aunque el paisaje quedaba teñido por el resplandor mortecino de las antorchas, el
brillo de los hornos de fundición y el macilento fulgor que emanaba del lejano valle
de Charchad.
—Empezó con los hombres que trabajaban en los accesos de las minas de las
laderas situadas más al norte —continuó Jasker—. Sus cuerpos se deformaron, la piel
se les caía, los ojos se les pudrían en las cuencas. Ningún médico podía ayudarlos.
Luego, los que trabajaban en los hornos empezaron a sucumbir. Las aves y los
insectos desaparecieron; los animales morían o sufrían procesos de mutación. La
hierba dejó de crecer. Y la gente se asustó. Mineros y fundidores se negaron a trabajar
en las montañas, y durante un tiempo pareció como si todos los trabajos fueran a
abandonarse por falta de hombres dispuestos a desempeñarlos.
»Pero entonces Aszareel empezó a predicar en Vesinum. Declaró que aquella
enfermedad no era una plaga, sino una bendición; que los que caían víctimas de ella
eran los predilectos de Charchad, porque tenían la fe y el valor de desafiar a los valles
donde sus cobardes compañeros habían fracasado. Empezó a demostrar poderes —
eran trucos de prestidigitador, apenas dignos de un neófito, pero que para el
ignorante, el supersticioso y el atemorizado resultaban más que suficiente— que,
según dijo, eran el regalo de Charchad a los favorecidos. Y exhortó a los mineros a
regresar a las montañas, a ofrecer sus mentes y cuerpos a la gloria del nuevo poder y
de esta forma salvarse. —Se interrumpió, luego se volvió y escupió de forma
deliberada sobre la piedra a algunos centímetros de distancia.
»¿Qué elección tenían estos hombres? Sin las minas, sin mineral para fundir y
vender, su única perspectiva era morir de hambre. Sin embargo, si regresaban, si se
exponían a lo que existía en el valle de Charchad, ellos también enfermarían o
sufrirían mutaciones. De modo que empezaron a creer lo que Aszareel les había
dicho; que la enfermedad era una señal de bendición, que mediante el sufrimiento
serían elevados, transformados, salvados. Se vieron obligados a creerle, ya que era su
única esperanza.
Índigo asintió con la cabeza. Seguía con la vista fija en el valle, aunque sus ojos
no miraban nada en concreto.
—Así que el culto creció —dijo en voz baja.

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—No creció simplemente; entró en erupción. Los mineros regresaron al valle y
dieron de comer a sus familias; y cuando la enfermedad los azotó y sus hijos nacieron
mutantes, escucharon a Aszareel y a sus acólitos, que les decían que ellos eran los
elegidos. A los que disentían se los hizo callar a gritos; y antes de que pasara mucho
tiempo el culto era lo bastante fuerte para empezar a exigir lealtad. —Los labios de
Jasker se contrajeron—. Siempre existen oportunistas, hombres que se aferrarían a
cualquier posibilidad de obtener poder sobre sus compatriotas para su propia
exaltación. A Aszareel no le faltaron lugartenientes que continuaran su causa con el
más ardiente celo.
Con un aguijonazo de repugnancia. Índigo recordó al capataz, Quinas. Empezó a
decir:
—Había un hombre que encontré...
Pero se interrumpió en mitad de la frase, cuando un rayo de una luz intensísima
iluminó de repente la cara de la Vieja Maia a sus pies. Grimya lanzó un aullido de
alarma. La joven maldijo en voz alta y se echó hacia atrás involuntariamente cuando
la luz pasó rozando junto a ellos y recorrió las laderas superiores del volcán. Por un
instante la montaña bostezó como un monstruo al que se acabara de despertar bajo la
luz del rayo; luego ésta se desvaneció.
—¡Que Ranaya incinere sus huesos: están barriendo las montañas! —Jasker gateó
hacia atrás y se tumbó plano sobre el suelo; al ver que Índigo parecía estar a punto de
ponerse en pie la agarró por el brazo y tiró de ella con fuerza—. ¡Echaos al suelo!
¿Queréis que os vean?
Un segundo rayo acuchilló la noche, más arriba esta vez. La muchacha lo vio
venir y agachó la cabeza justo un momento antes de que brillara sobre el lugar donde
ella había estado de pie. Grimya gruñó, y los pelos se le erizaron en actitud defensiva;
Índigo miró al hechicero.
—En el nombre de la Madre, ¿qué demonios era eso?
—Están dirigiendo haces de luz hacia las montañas, para descubrir si hay alguien
en sus cimas.
—¿Haces de luz? —preguntó incrédula—. Pero ¿cómo pueden hacerlo?
Un nuevo y resplandeciente rayo atravesó la oscuridad. Índigo se agachó y se
pegó al suelo instintivamente, pero esta vez la luz barrió en dirección este, pasando
por alto el lugar donde se encontraban.
—Mirad con atención el círculo exterior de antorchas —repuso Jasker—. Junto a
cada una de ellas veréis un enorme disco de metal... ¡Ahí! —Un nuevo rayo hizo su
aparición e inició su vacilante búsqueda—. ¿Lo veis? Están hechos de cobre muy
pulimentado, y los utilizan para reflejar la luz sobre las rocas.
Tuvo el tiempo justo de vislumbrar una momentánea refracción cegadora cuando
el resplandor de la antorcha cayó sobre una gigantesca lámina de metal, allá abajo.

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Los discos giraban —apenas era posible distinguir las diminutas y esforzadas figuras
que giraban alrededor del gran cabrestante—, y se dio cuenta de que la escala de
aquellas cosas debía de ser enorme si podían enviar la luz con tanta fuerza y a tanta
distancia.
—Pero no tiene el menor sentido —dijo—. ¡Aunque los haces de luz revelaran la
presencia de alguien en las montañas, no podrían esperar verlo desde tan lejos!
—Oh, claro que podrían. Con la gran lente. —Y al advertir su expresión de
desconcierto, se removió en el sitio y hurgó en su cintura hasta que consiguió
desenganchar lo que parecía un cilindro de latón.
Índigo lo había visto colgar de su cinturón cuando abandonaron la caverna, pero
no le había concedido demasiada importancia, dando por sentado que se trataría de
algún símbolo sacerdotal: una enseña de su cargo, quizás.
Ahora, no obstante, lo contempló con más atención, y dio un brinco de sorpresa
cuando Jasker hizo girar un extremo del cilindro y extrajo otro interior, que dobló la
longitud del instrumento.
—Un catalejo —dijo—. ¿Seguro que habéis visto alguno antes? Si se sostiene
frente al ojo le permite a uno ver objetos que están muy lejos.
Aquello le trajo a la memoria un viejo recuerdo: una curiosidad que su padre
había recibido en una ocasión como regalo por parte de los parientes de su madre, en
el este. Un pequeño tubo de plata, con filigranas y piedras preciosas incrustadas... Lo
llamaban de otra manera, pero el principio era el mismo. El rey Kalig lo había
considerado tan sólo un juguete complicado, sin el menor valor práctico; para cuando
uno hubiera acabado de ajustarlo, enfocarlo y encontrar lo que buscaba —había dicho
—, la presa probablemente estaría ya a más de un kilómetro del alcance de las
flechas. No obstante, lo había conservado, ya que no deseaba parecer descortés ante
los parientes de su esposa; pero jamás lo había utilizado, ni tampoco había permitido
a sus hijos que jugaran con él, por si perjudicaba la salud de sus ojos.
—He visto uno, sí —respondió Índigo.
—Bien, pues imaginad la misma cosa pero a una escala enorme. Un tubo tan
largo como la estatura de un hombre, montado sobre una mesa que puede girar. —
Hizo una mueca—. Podrían distinguir una mosca sobre la ladera de la Vieja Maia con
eso, si aún quedaran moscas.
Pero ella todavía no lo comprendía del todo.
—Pero ¿por qué quieren escudriñar las montañas? Ya sé que no les gusta la
presencia de intrusos, pero...
—Los intrusos no tienen nada que ver con ello. Es a sus propios hombres a
quienes vigilan, a los mineros que intentan huir.
—¿Huir?
El rostro de Jasker tenía una expresión severa.

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—Ya os he dicho que el Charchad es ahora lo bastante poderoso como para
obtener conversos por la fuerza allí donde la persuasión fracasa. Todavía existen
algunos que aman a Ranaya y se niegan a jurar lealtad a la monstruosidad de ese
valle, hombres como el esposo de Chrysiva. Pero ahora que toda pretensión de libre
albedrío ha sido dejada de lado, tales «infieles» se ven obligados a trabajar junto a sus
compañeros quieran o no. Unos pocos tienen el valor de intentar escapar. Ninguno,
por lo que yo sé, lo ha conseguido aún.
Índigo permaneció en silencio. Junto a ella, Grimya se hallaba tumbada con la
cabeza sobre las patas delanteras. Parecía tener los ojos clavados en la oscuridad,
pero la joven tuvo la sensación de que la loba no veía nada, de que su mente no
estaba totalmente pendiente de las palabras de Jasker. No muy segura, proyectó una
pregunta con suavidad.
«¿Grimya? ¿Qué te preocupa?»
El animal parpadeó y, a pesar de que su cabeza no se movió, sus ojos se clavaron
en el rostro de la muchacha.
«¿Por qué hacen cosas así? Hombres que envían a otros hombres a la muerte.
Hombres que se alegran de su propia enfermedad. ¿Por qué. Índigo? ¿Qué poder
puede desear que sucedan tales cosas? Se lo preguntaría a este hombre, pero es
inútil; no sabe que puedo hablar a los humanos. Pregúntale por mí. Quiero
comprenderlo. »
«Lo haré. »
Era exactamente lo que ella había querido preguntar, pero Grimya lo había
articulado de una forma mucho más simple de lo que ella hubiera podido hacerlo.
Miró al hechicero.
—¿Qué es el Charchad, Jasker? —Con una mano indicó el lúgubre paisaje que se
extendía a sus pies—. Poseen un dominio absoluto; obligan a los hombres a trabajar
contra su voluntad; castigan a los supuestos pecadores encerrándolos en ese valle
diabólico. Pero ¿por qué? ¿Qué esperan obtener con ello?
Jasker meneó la cabeza.
—No lo sé. ¿Poder? ¿Dominio? ¿Quién puede decir lo que mueve a tales mentes
depravadas? —Jugueteó con el catalejo—. También nos podríamos preguntar sobre la
auténtica naturaleza de lo que se oculta en el valle.
La muchacha sintió como un nudo en la garganta; la respuesta estaba clara,
aunque no quiso reconocerlo.
—¿De modo que no lo habéis visto por vos mismo?
—No. Un pozo resplandeciente; eso es todo lo que sé sobre él. Pero hay algo
maligno ahí, algo más siniestro de lo que alcanzo a comprender, y es poderoso. —Sus
ojos se iluminaron con fuerza—. Podéis llamarlo demonio.
Un demonio. Jasker tenía más razón de lo que pensaba... Recuerdos recientes se

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agitaron con fuerza en la mente de Índigo, y se volvió de nuevo hacia el hechicero,
hablando con más brusquedad de lo que pretendía.
—Vuestro aparato, el catalejo. Dejadme mirar por él, Jasker. Dejadme ver lo que
puede hacer.
El hombre hizo un gesto de asentimiento y le entregó el tubo de latón.
—Como queráis. Pero no posee nada parecido al poder de las grandes lentes que
utilizan allá abajo.
—No importa. —Tomó el instrumento y se lo acercó al ojo derecho—. Decidme
qué hay que hacer.
La mano de él se cerró alrededor de la suya.
—Hay que dirigirlo, de esta forma, hacia la zona que se quiere inspeccionar.
Cuando se tiene una imagen a la vista, se hace girar el cilindro exterior hasta que ésta
resulte clara.
Grimya inquirió:
«Índigo, ¿qué sucede? ¿Por qué tanta prisa?»
Pero la muchacha no le pudo contestar. Estaba absorta en las complejidades del
catalejo, fascinada y no poco atemorizada por todo lo que alcanzaba a ver a través de
su lente. Dirigió el instrumento hacia los lejanos hornos de fundición, y tuvo que
hacer un esfuerzo para no echarse atrás cuando enfocó, de repente, la oleosa
superficie del río: reflejaba con tanta fuerza las llamas de los hornos que daba la
impresión de que las mismas aguas poseían vida. Enfocó un poco más allá —se
arrastró sobre los codos, sin darse cuenta siquiera de que la roca le arañaba la piel— y
vio la pared norte del valle, resquebrajada y agujereada, con un malsano resplandor
verdoso derramándose por sus laderas. Levantó la lente un poco, y lanzó un
juramento cuando la imagen quedó absorbida por una luminiscencia nacarina que
inundó su campo visual y borró todo detalle. El fulgor proveniente del valle de
Charchad. Pero no consiguió ver lo que había más allá de sus límites, no pudo
vislumbrar la menor señal que le diera una idea sobre la naturaleza del demonio que
buscaba.
—Índigo. —Jasker posó su mano sobre el brazo de ella y la sacó de sus
preocupaciones—. Hay que tener cuidado. Incluso la luz de Charchad resulta
peligrosa.
Ella hubiera querido responderle con amargura: No para aquel que no puede
morir, pero se mordió la lengua, y dejó que la lente se deslizara de nuevo sobre el río,
sobre el infernal resplandor de los hornos, y regresara otra vez a la principal zona de
excavación. Una antorcha se reflejó por un instante en una esquina de la lente y le
hizo pestañear; mantuvo firme la mano, hizo retroceder un poco más el punto de
mira...
Y se detuvo.

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Hombres, moviéndose por entre la basura y los escombros de una de las laderas
inferiores. Aumentados a proporciones humanas, se los veía encorvados, arrastrando
los pies para formar una larga hilera desigual, como guerreros poco dispuestos que se
reúnen antes de la batalla. Movió el catalejo unos centímetros y vio otras figuras
humanas con lo que parecían látigos de trallas largas colgando descuidadamente de
sus cintos; uno, dos... El cuerpo y la mente se le paralizaron cuando una de las figuras
adquirió la forma de un hombre de cabellos negros y actitud arrogante.
—¡Quinas! —Siseó el nombre en voz alta sin darse cuenta, y todos los músculos
del rostro de Jasker se tensaron.
—¿Qué?
A punto de repetir lo que había dicho. Índigo se contuvo. No podía estar segura;
el fosforescente resplandor nocturno atravesado por la luz de las antorchas resultaba
engañoso, y muchos hombres de aquella región tenían los cabellos negros.
—¡Índigo! —Jasker la agarró por el hombro y la sacudió con tal fuerza que el
catalejo se le escapó de la mano y rodó sobre las rocas produciendo un cierto
estrépito—. Ese nombre... ¿Cuál era?
Asustada y desorientada, lo miró parpadeando como un durmiente que acabara de
salir de su letargo.
—¿Qué... ?
—¿Dijisteis Quinas?
La atmósfera se cargó de repente.
—Un capataz de las minas —repuso Índigo—. Pensé... —Una ardiente e
indefinible emoción crepitó entre ambos—. ¿Lo conocéis?
El rostro del hechicero tenía un aspecto extraviado.
—Es el reptil que asesinó a mi esposa.
Grimya se incorporó de un salto y lanzó un aullido de angustia. Tanto ella como
Índigo sintieron la repentina oleada de ciega y ardiente cólera que brotó de la mente
de Jasker. Por un horrible instante la silueta del hechicero pareció arder; luego se dejó
caer otra vez sobre las rocas, cubriéndose el rostro con ambas manos.
—¡Nunca pensé que volvería a escuchar ese nombre! —Su voz sonaba
distorsionada por el dolor—. Lo creía muerto, pensé que Ranaya se habría vengado
de ese diabólico...
—Jasker!
Índigo lo sujetó por los hombros y lo sacudió con todas sus fuerzas, hasta que le
hizo perder el equilibrio. Unos ojos como brasas al rojo vivo se encontraron con los
suyos y la muchacha sintió una renovada oleada de furia demente: entonces Jasker
consiguió dominarse, y la miró con una expresión de desconcertado sobresalto.
—Quinas... —Su voz era un susurro áspero y apagado.
—Está vivo. Lo conocí en Vesinum; yo... —Se interrumpió, ya que no deseaba

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relatar las circunstancias de su encuentro—. Es un capataz de las minas, Jasker; eso
es lo que me dijo. Se están reuniendo hombres allá abajo, y hay otros con látigos.
—Está a punto de cambiar el turno. Antes de enviar de vuelta a los mineros, los
cuentan, por si... —El hechicero meneó la cabeza con violencia—. Quinas...
—Es el lugarteniente de Aszareel, ¿no es así? ¿No es así? —Lo sacudió de
nuevo, con furia.
—Sí. Uno de los que gozan de más favor.
—Entonces él sabrá el secreto de lo que se oculta en ese valle. Y él... —Se
detuvo, pensando con rapidez—. Jasker, ¿dónde está Aszareel ahora? ¿Todavía
predica?
Sacudió de nuevo la cabeza; parecía que el hombre empezaba a volver en sus
cabales.
—No..., no lo creo. Poco antes de que ellos..., poco antes de que yo huyera de
Vesinum, Aszareel desapareció. Se dijo que había ido al valle de Charchad para
recibir la gracia y ser transformado. —Hizo una mueca—. Eso es lo que dicen sus
acólitos, es la bendición final para los que le son fieles.
—Entonces, sin Aszareel para guiarlos, Quinas ocupa uno de los puestos más
altos en la jerarquía del Charchad.
—Sí.
Una desagradable sonrisa apareció muy despacio en el rostro de Índigo. Ella
también tenía una cuestión personal que arreglar con Quinas, aunque mucho menos
importante que la de Jasker. El capataz había sido el artífice de la desgracia de
Chrysiva...
Dijo entonces:
—Cuando cambia el turno, ¿se van los capataces junto con los hombres?
—No se van hasta al cabo de una media hora, más o menos.
—Entonces puede que lleguemos a tiempo. Jasker, debemos tenderle una trampa
a Quinas cuando abandone las montañas. Yo facilitaré el cebo, y vuestra hechicería
creará la trampa.
Los ojos de Jasker se iluminaron feroces.
—Daría cualquier cosa por vengarme de ese putrefacto engendro infernal... —Se
quedó mirando su mano cerrada—. Las cosas que le haría, cómo lo haría sufrir antes
de que muriera...
—No. —Índigo posó una mano conciliadora sobre su brazo—. Lo quiero vivo,
Jasker.
La miró con ojos atormentados.
—¿Vivo?
—Vivo y sin el menor rasguño. —Sintió cómo una perversa emoción se agitaba
en su interior, y sus dedos se cerraron con fuerza alrededor de los bíceps del hombre

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—. Cuando haya acabado con él, podéis matarlo tan despacio y dolorosamente como
os permitan vuestras habilidades. Pero primero quiero que me diga cómo encontrar a
Aszareel, ¡y cómo llegar al valle de Charchad!

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«¡No me importa el motivo!», dijo Grimya con desdichada vehemencia. «Debe de
existir otro modo. No puedes hacerlo. Índigo, ¡no puedes penetrar en ese valle!»
«Cálmate. » La joven intentó tranquilizar en silencio a la loba. «Si encontramos a
Aszareel, quizá no haya necesidad de tomar medidas tan drásticas. No veas
fantasmas donde puede que no haya ninguno. »
«Pero si no lo encontramos... »
«Entonces haré lo que deba hacer. Ya lo sabes, Grimya. No existe otra elección,
si es que queremos eliminar al demonio. »
—¿Índigo?
El susurro de Jasker interrumpió su privado intercambio. Índigo volvió la cabeza,
medio incorporándose del lugar donde estaba agachada al abrigo de un pliegue
rocoso. El hechicero surgió de la oscuridad y la muchacha vio una débil aureola
dorada que brillaba, como diminutas llamas espectrales, a su alrededor.
—Ya las he llamado. ¿Estáis lista?
Ella asintió.
—Decidme qué debo hacer.
Un sonido, tan tenue que podría haberlo imaginado, chocó contra sus oídos; era
un débil silbido, como si el aire a su alrededor se hubiera visto desplazado por manos
invisibles. Sintió un soplo cálido que pasó rozándole el rostro, y se irguió totalmente.
Jasker sonrió.
—Extended los brazos, como si fuerais un halconero que llamase a sus aves. No
os acobardéis: sentiréis algo de calor, pero nada más.
Hizo lo que se le decía y el hechicero cerró también los ojos, murmurando entre
dientes. Al cabo de unos instantes se produjo un vivo resplandor en el aire, y una
brillante bola de fuego verde se materializó sobre su cabeza. Estuvo flotando allí
durante unos segundos antes de retorcerse en pleno aire, dividirse y adquirir la
parpadeante forma de dos salamandras verdes y rojizas que se acomodaron en sus
extendidos antebrazos. Tal y como Jasker le había advertido, sintió una oleada de
calor procedente de sus cuerpos translúcidos; pero no era más que el hormigueante
calorcillo que se siente al estar sentado cerca de un buen fuego en el invierno. Unas
garras doradas se clavaron ligeramente en su piel; diminutos ojos, como piedras
preciosas, la miraron con una inteligencia diferente a la suya; y ardientes lenguas
color escarlata, de punta bífida, lamieron el aire y lo hicieron chisporrotear.
Índigo vio cómo Grimya retrocedía ante aquellos luminosos seres, pero ella, por
su parte, no sentía el menor temor; más bien una sensación de admiración por el
hecho de que tales criaturas estuvieran dispuestas a aceptarla de tal forma. Miró a
Jasker, con ojos brillantes, y el hechicero dijo:

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—Id, pues. Índigo. Estaré esperando.
Grimya lanzó un gañido: no le gustaba nada la repentina carga eléctrica que
adquirió la atmósfera cuando las salamandras alzaron la cabeza y sisearon. La joven
bajó los ojos hacia ella y sonrió tranquilizadora.
«Todo va bien, querida. No nos harán daño. Vamos ya: ve delante por el sendero.
»
Por un momento Grimya la contempló dubitativa, pero no respondió. En lugar de
ello dio la vuelta y se alejó corriendo. Índigo le dirigió un último saludo con la cabeza
a Jasker y la siguió.
Tomaron la ruta más corta que descendía por la ladera de la Vieja Maia; luego
subieron por el barranco en el que Índigo se había encontrado, en un principio, con la
fortaleza de Jasker y resiguieron a toda prisa el sendero que conducía de regreso al río
y a la carretera. Otras salamandras convocadas por el hechicero —diminutas llamas
vivientes que flotaban y danzaban a lo largo del camino las iban iluminando.
Avistaron las puertas de acceso a las minas justo cuando los últimos mineros subían
al carromato descubierto que les conduciría de regreso a Vesinum. Los capataces,
había dicho Jasker, saldrían dentro de una media hora, e Índigo y Grimya se sentaron
a esperar mientras el hechicero se retiraba para realizar sus preparativos.
El corazón de la joven latía de forma muy irregular cuando la entrada de la mina
apareció en su campo visual. Durante todo el trayecto montaña abajo, Grimya había
intentado persuadirla de su plan, e incluso Jasker le había aconsejado en un principio
que tuviera paciencia. Le dijo que si no dedicaba más tiempo a cuidar los detalles y
tomar precauciones correría un gran riesgo. Pero Índigo había hecho caso omiso de
ambos. Se les ofrecía una ocasión inesperada de coger por sorpresa a Quinas, y ella
no pensaba dejarla escapar. Al final había costado poco convencer a Jasker para que
aceptara su punto de vista; su propio odio por el capataz fue acicate suficiente.
Grimya, no obstante, seguía sin sentirse muy feliz: temía por la seguridad de su
amiga, y tan sólo la promesa de Índigo de que tomaría todas las precauciones posibles
había aplacado lo suficiente a la loba como para que consintiera, finalmente y de
mala gana, en tomar parte.
Delante de ella, el animal se había detenido en un lugar desde el que tenía una
buena visión del sendero que llevaba a la mina. La loba volvió la cabeza e Índigo oyó
su silenciosa llamada.
«Puedo ver el lugar. No se distingue a nadie aún. »
«Muy bien. Me acercaré más. »
Avanzó hasta que pudo vislumbrar la cabaña del guarda, una silueta angulosa
entre las sombras naturales de la pared rocosa; entonces Grimya le advirtió:
«No más cerca. Los pequeños dragones despiden mucha luz y te verían. »
La muchacha asintió y se agazapó detrás de un promontorio. El plan que le había

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esbozado a Jasker era muy simple, pero debía resultar efectivo; y, tal y como había
dicho, ella sería un cebo ideal para la trampa. Cuando se enfrentaron en Vesinum, fue
muy consciente de que Quinas la habría matado de buen grado, si no hubiera sido por
el hecho de que era una forastera, una desconocida que pudiera poseer más
influencias de las que las apariencias daban a entender. Delante de toda la población
de la ciudad no se hubiera arriesgado a cometer tal acto; esta vez, no obstante, sin
testigos y bajo la provocación a la que pensaba someterlo, contaba con una reacción
muy diferente.
La luz de una antorcha brilló de repente junto a la cabaña, y largas sombras se
proyectaron sobre el irregular suelo. Índigo se echó hacia atrás, apretando con fuerza
su espalda contra la pared, mientras Grimya, el vientre casi pegado al suelo, cruzaba
como una sombra a toda velocidad el sendero de la mina para desaparecer en la
oscuridad del otro lado. Unas voces y el ahogado golpear de cascos rompió el
silencio; luego se escuchó el metálico gemido de las puertas al abrirse. Al cabo de
unos momentos, tres hombres a caballo y con unos hachones salieron de las minas.
Reconoció a Quinas de inmediato. Iba en cabeza, con sus compañeros siguiéndolo
con aire deferente; a la luz de la antorcha su rostro era claramente visible. Una de las
salamandras lanzó un agudo y excitado chillido, e Índigo se plantó en el camino.
—¡Quinas!
Su voz resonó con fuerza entre las rocas. Los jinetes se sobresaltaron y detuvieron
en seco sus monturas. El aludido buscó el lugar del que procedía la voz; y su rostro se
quedó helado.
—Vos...
Índigo le sonrió con ferocidad.
—Tenemos una cuenta que saldar, capataz Quinas. ¡Pienso obtener una
satisfacción aquí y ahora!
Uno de los compañeros de Quinas siseó:
—En el nombre de Charchad, ¿qué son esas cosas?
El capataz levantó una mano, exigiendo silencio. Su caballo golpeó inquieto el
suelo, temeroso de las salamandras; él tiró con furia de las riendas para calmarlo y
dijo:
—Bien, saia Índigo. ¿Qué clase de truco es éste?
—No es ningún truco, escoria. ¡Son simplemente siervos de la Diosa Ranaya,
cuyo nombre vos y los de vuestra ralea habéis blasfemado!
Retrocedió, orquestando sus movimientos como ella y Jasker habían preparado de
antemano con mucho cuidado. Un paso, dos, tres; se detuvo.
—¿Qué sucede, Quinas? ¿Tenéis miedo de mis amigas? ¿Teméis que puedan
quemar vuestra retorcida y negra alma si os acercáis demasiado? —Las salamandras,
al escuchar la frase convenida, se alzaron sobre sus patas traseras, siseantes, e Índigo

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levantó los brazos—. ¡No esperaba menos de un cobarde seguidor de Charchad!
Los mutados ojos de Quinas brillaron enfurecidos.
—¡Hereje cachorro de furcia! —Espoleó su caballo hacia adelante, forzando al
animal cuando éste se mostró reacio—. Debiera haber acabado contigo en Vesinum...
—¿Arriesgar vuestro rastrero pellejo ante una mujer con un cuchillo? —se mofó
Índigo—. ¡No vos! Preferís mostrar vuestra hombría con niños indefensos, ¿no es así,
Quinas? Preferís patear e injuriar a pobres criaturas como la esposa del minero. ¡Le
resultan más fáciles de dominar a los gusanos de cloaca como vos!
Uno de los otros hombres dijo colérico:
—Quinas, dejadme...
Pero el capataz le hizo un nuevo gesto para que callara.
—Guarda silencio, Reccho —repuso, y sonrió fríamente—. Esta perra parece
decidida a buscar pleito tan sólo conmigo, y resultaría grosero no complacer a una
dama. —Tenía dominado el caballo, ahora, y empezó a hacerlo andar despacio y con
firmeza hacia Índigo—. Si está decidida a suicidarse es cosa suya; cuando haya
terminado con ella, puedes quedarte con sus restos, si es que te interesan.
«Grimya. » Índigo proyectó una silenciosa llamada. «¿Estás preparada?»
«¡Preparada!», llegó con rapidez la respuesta.
La muchacha dio otros dos pasos hacia atrás y dijo en voz alta:
—Lindas palabras, Quinas. ¡Pero carecéis del valor para ponerlas en práctica!
Las salamandras sisearon de nuevo, amenazadoras, y sus lenguas llameantes se
precipitaron fuera de sus bocas, Quinas hizo una mueca burlona:
—Vuestras amiguitas no me impresionan, perra. ¡Y no tardarán en abandonaros
cuando sufráis el castigo de Charchad por vuestra blasfemia!
Mientras hablaba, hundió con fuerza los talones en los costados de su caballo y el
animal saltó hacia adelante, relinchando en señal de protesta. Índigo había estado
esperando su intento de tomarla por sorpresa, y retrocedió a toda velocidad, mientras
las salamandras se alzaban sobre sus patas y lanzaban agudos chillidos, en el mismo
instante en que Quinas espoleó su caballo contra ella.
—Jasker! —resonó la voz de la joven—. ¡Ahora!
Una oleada de tremendo calor la golpeó hacia atrás cuando una blanca llamarada
surgió de la nada con la velocidad del rayo, chisporroteando por el sendero que se
abría frente a Quinas. Su caballo relinchó y empezó a dar vueltas. Al advertir el
peligro, el capataz torció la cabeza y les gritó a sus amigos que se alejaran.
«¡Grimya!»
Índigo utilizó toda la energía que pudo reunir en su grito telepático, y al instante
se escuchó un aullido de respuesta que salía de la oscuridad: el grito del lobo en
busca de presa. El caballo de Quinas se encabritó, atrapado entre el terror al fuego y
el terror a los depredadores, y de repente los dos compañeros del capataz penetraron a

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toda velocidad en el cañón, sus monturas desbocadas, mientras Grimya gruñía y
lanzaba dentelladas a sus patas. Los caballos chocaron, un hombre cayó al suelo, e
Índigo escuchó gritos procedentes de la entrada de la mina, los centinelas echaron a
correr para investigar lo que sucedía.
Las salamandras estaban al borde del histerismo ahora: chillaban y escupían
fuego. La joven se volvió para gritar en la oscuridad.
—Jasker! ¡Sólo Quinas..., sólo Quinas!
De la pared rocosa surgió una llamarada, dos columnas de fuego que atraparon a
los tres jinetes en una abrasadora jaula. Uno de los centinelas lanzó un alarido de
dolor al chocar contra la pared de fuego y retrocedió al momento. De repente, las
salamandras saltaron de los brazos de Índigo y atravesaron el aire. Por un instante se
convirtieron en veloces bolas de fuego verde, cegadoramente incandescentes; luego,
sus cuerpos recuperaron su forma, y con alaridos de triunfo cayeron sin piedad sobre
los atrapados hombres.
Aullidos inhumanos desgarraron el aire cuando las salamandras atacaron, el
sonido de hombres y caballos presas de un terrible dolor. La joven giró en redondo y,
en las tinieblas del cañón, detrás de ella, vio un contorno humano rodeado por un halo
de chispas, con los brazos levantados y la cabeza echada hacia atrás, mientras el
fuego chisporroteaba en sus manos extendidas.
—¡No, Jasker! —aulló, forzando al máximo sus pulmones—. ¡Lo quiero vivo!
Una salvaje negativa se estrelló contra su mente, y echó a correr hacia adelante,
precipitándose en dirección a la reluciente figura del hechicero.
—¡No, Jasker, no! ¡Decidle que se marchen! ¡Grimya, ayúdame!
Una forma oscura y delgada apareció sobre su cabeza, ascendiendo penosamente
la empinada ladera, y escuchó el aullido de respuesta de la loba. Llegaron hasta
Jasker a la vez y se arrojaron sobre él, sin prestar atención a las chispas y las llamas.
Cayó al suelo rugiendo enfurecido, e Índigo gritó:
—¡Salvad a Quinas! ¡En el nombre de Ranaya, salvad a Quinas!
Por un momento el hechicero se quedó inmóvil donde ellas lo sujetaban; su
atolondrada expresión mostraba sorpresa. Luego, como si alguien lo hubiera
abofeteado en pleno rostro, la inteligencia regresó a sus ojos.
—Ranaya...
Echó a Índigo a un lado, se incorporó como pudo y lanzó un agudo silbido. Unos
gritos de respuesta le llegaron desde el interior de la pared de fuego, y el hechicero
corrió, dando traspiés, hacia el pandemónium. La muchacha lo vio acercarse a la
pared y arrojarse a través de ella; al cabo de un momento reapareció sin el menor
rasguño, con un bulto informe sobre los hombros. Sus ojos se encontraron con los de
Índigo y ésta vio odio, veneno... Luego arrojó el chamuscado cuerpo de Quinas sobre
el suelo y se volvió de nuevo hacia el fuego. Alzó los brazos, gritó una palabra y un

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río de lava en forma de llamas cayó desde lo alto del despeñadero sobre los hombres,
penetrando en el cañón con un titánico y atronador rugido. Pedazos de llameante
magma salieron despedidos por los aires, girando sobre sí mismos; la roca fundida se
alzó como una enorme ola marina. Y, de repente, las llamas desaparecieron, y todo lo
que quedó fue una pared de seis metros de altura de sólida piedra pómez que relucía
con un apagado tono rojizo.
Índigo retrocedió tambaleante hasta apoyarse en la pared del cañón, tanteando en
busca de algún punto de apoyo que evitara que sus piernas se doblaran bajo su peso.
Grimya corrió a su lado y la muchacha apretó la cabeza de la loba contra su muslo. El
corazón le retumbaba bajo las costillas y le pareció como si no hubiera bastante aire
en el mundo para respirar. Por fin consiguió absorber una bocanada de oxígeno, y vio
a Jasker que se acercaba a ella despacio.
—Esos hombres... —Sentía la garganta irritada; tosió, intentando aclararse la
sensación de ahogo—. Ellos...
—Están bien muertos ahora. —La voz del hechicero carecía de toda emoción—.
Y los guardas de la mina no lograrán atravesar esa pared, incluso aunque no teman
intentarlo.
Algo parpadeó en la parte superior de la barrera que se solidificaba rápidamente,
y apareció una de las salamandras. Pareció escurrirse fuera de la roca, como un
conejo saliendo de un agujero, y durante un breve instante se quedó allí inmóvil,
contemplándolos. Luego, melindrosamente, mordisqueó algo que sujetaba entre dos
de sus garras, levantó la cabeza, y con su oscilante lengua se lamió el hocico. Emitió
un chirrido, un sonido conciliador, y después desapareció lanzando un destello.
Índigo sintió náuseas.
—Yo no tenía nada contra ellos...
—Eran seguidores de Charchad. Y las salamandras deben recibir su recompensa.
—Pero los caballos...
Los ojos de Jasker se clavaron en los suyos, y su voz se apagó cuando vio la
expresión del hombre.
—Tenéis a vuestro prisionero. Índigo —dijo con calma—. ¿No es eso lo que
queríais?
—Yo... —Pero era cierto; ella había hecho su elección y la responsabilidad era
suya—. Sí —murmuró.
Jasker golpeó con un pie la figura caída de Quinas.
—Lo mejor será ocuparse de él —dijo distante.
Ahora que todo había terminado. Índigo apenas podía decidirse a examinar a su
prisionero. Conteniendo las ganas de vomitar, se agachó a su lado y le dio la vuelta.
Sus manos, rostro y ropas estaban chamuscados y las puntas de sus cabellos
quemadas; aparte de esto parecía ileso.

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—Está inconsciente, pero vivirá —dijo Jasker.
—Sí. —La muchacha se incorporó—. Hemos tenido éxito..., la verdad es que
parece difícil de creer.
El hombre bajó los ojos hacia el inconsciente prisionero, luego meneó la cabeza.
—Fue sólo el primer paso. Tenemos un largo camino que recorrer todavía. —
Contempló el cañón que se perdía en la oscuridad delante de ellos—. No sirve de
nada perder más tiempo. Lo llevaremos a las cuevas; luego averiguaremos qué puede
decirnos. —Una siniestra sonrisa hizo que su rostro resultase más tétrico que nunca
en la penumbra—. Ése será un auténtico principio.

Cerca de la entrada de la cueva de Jasker les salieron al encuentro tres nuevas


salamandras, diminutas bolas de fuego azules que saltaban agitadamente en el aire
por encima de la cabeza del hechicero. Este se detuvo, y escuchó algo que sólo él
podía oír; luego informó a Índigo:
—El estado de esa pobre muchacha, Chrysiva, ha empeorado. Puse a estas
criaturas para que la vigilaran mientras estábamos fuera, y me dicen que está enferma
de muerte. —Suspiró—. No es más que lo que esperaba.
Índigo miró con malevolencia a Quinas, a quien Jasker había transportado sin el
menor miramiento montaña arriba como un saco de harina.
—Yo me adelantaré —dijo la muchacha—. A lo mejor puedo hacer algo por ella.
—Muy bien. —Aunque la expresión de los ojos del hombre le dijo que éste lo
dudaba—. Al menos le podéis dar algo de agua. Debe de sentir ya una sed febril.
La joven asintió, y empezó a correr ladera arriba.
Habían dejado a Chrysiva dormida en la caverna principal. Cuando entró, la
muchacha se movió e intentó sentarse; Índigo palideció al ver su rostro a la luz de las
velas.
Chrysiva estaba a las puertas de la muerte. La enrojecida piel de su rostro parecía
haberse hundido y encogido sobre su cabeza, confiriéndole un aspecto arrugado y
cadavérico; sus ojos estaban muy abiertos y desorbitados, y sus pupilas parecían
cabezas de alfiler inyectadas en sangre. Tenía grandes extensiones de piel escamada,
que dejaban al descubierto la enrojecida carne de debajo, y el cabello le empezaba a
caer, dando a su cuero cabelludo un grotesco aspecto moteado.
—¿Chrysiva... ? —Índigo luchó por mantener el horror que sentía alejado de su
voz, pero sabía que era un esfuerzo inútil.
—A... ag... —La muchacha tosió; un hilillo de saliva rosada se deslizó por su
barbilla—. Podéis... darme ag... agua...
—Desde luego. —Corrió al lugar donde Jasker guardaba sus odres y llenó una
copa.
Grimya, que la había seguido, se quedó a unos pasos de distancia observando con

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ojos preocupados; mientras Chrysiva bebía, la loba dijo:
«Su lengua se ha vuelto negra. ¿No hay nada que el hombre pueda hacer por
ella?»
Índigo iba a responder, pero se detuvo cuando unas fuertes pisadas en el corredor
de acceso a la cueva anunciaron la llegada de Jasker. Este dejó caer su carga sobre el
suelo y anunció:
—Empieza a moverse. Lo mejor será que me asegure de que está bien sujeto
antes de ir a ver a la muchacha.
Quinas empezaba realmente a recuperar el sentido. Sus piernas y brazos se
movieron débilmente, luego lanzó un gemido y dejó escapar un ahogado juramento.
Al verlo allí, los llorosos ojos de Chrysiva se abrieron aún más e intentó sentarse,
apartando la copa de agua.
—Todo está bien, calmaos. —Con mucho cuidado Índigo la obligó a permanecer
tendida, y miró a Jasker por encima del hombro—. Atadlo, rápido. ¡Cuanto más
fuerte mejor!
El capataz seguía aún demasiado débil y confundido para protestar cuando el
hechicero lo obligó a poner los brazos a la espalda y le ató muñecas y tobillos con
una áspera cuerda. Luego, izándolo por el cuello de la camisa, lo arrojó con fuerza
contra la pared.
—Nnnn... —Un desagradable sonido gutural surgió de la garganta de Chrysiva,
que clavó una mano sobre el antebrazo de Índigo, hundiendo con fuerza las uñas en él
—. El... él es... él es...
—¡Callaos! No lo miréis, Chrysiva, no permitáis que os altere. —Índigo hizo
girar a la muchacha de cara a ella y la miró a los ojos, con expresión severa—. Va a
morir, Chrysiva. ¡Vengaremos a vuestro esposo por vos!
Una risa cínica interrumpió sus palabras. Levantó la cabeza y vio a Quinas,
totalmente consciente ahora, que la miraba con frialdad desde el otro extremo de la
cueva.
—Qué preocupación tan fraternal —dijo el capataz con sequedad—. La verdad,
me siento conmovido. —Sonrió—. Si queréis «vengar» al esposo de esta mocosa,
saia, lo mejor que podéis hacer es elevar una oración o dos por ella mientras lo
hacéis. Tiene todo el aspecto de necesitar toda la ayuda que pueda conseguir.
Chrysiva se echó a llorar e Índigo se volvió veloz hacia Jasker.—¡Sacadle de la
cueva! —le espetó—. ¡Sacadle de mi vista, antes de que le corte el cuello!
Quinas repuso:
—Ah, saia, vuestra compasión no conoce... —y las palabras se vieron
interrumpidas por un juramento cuando el puño de Jasker se estrelló contra su
mandíbula.
—Tengo el lugar apropiado para esta basura —dijo el hechicero.

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—Entonces lleváoslo. Deprisa, antes de que me olvide de mis intenciones.
Chrysiva contempló cómo Quinas —prudentemente callado ahora— era
arrastrado fuera de allí y desaparecía por el oscuro túnel. Grimya, ansiosa por
asegurarse de que nada fuera mal, acompañó a Jasker, e Índigo vertió más agua en la
copa.
—Bebed —dijo, tendiéndosela—. Y luego debéis descansar, Chrysiva.
—No... —La muchacha parpadeó como si saliera de un trance, vio que la boca
del túnel estaba ahora vacía y se volvió para mirar a su benefactora—. No —repitió, y
había una inesperada energía en su voz—. No quiero descansar; al menos, no en esa
forma... Saia Índigo, habéis sido muy buena y amable conmigo, qui... quiero daros
algo a cambio. Es una recompensa muy pobre, pero... —Una mano hurgó entre los
pliegues de sus ropas, pero sus movimientos carecían de coordinación—. No puedo
encontrarlo... Por favor, aquí, cogido a mi corpiño...
Índigo tocó la prenda —bajo la tela podía sentir el latir irregular del vacilante
corazón de Chrysiva— y encontró algo duro y metálico. Un broche. Ante la
insistencia de la muchacha lo desprendió y se lo depositó sobre la palma de la mano.
—Por favor, saia. Quiero que os lo quedéis. Fue un regalo que... —las lágrimas
inundaron sus ojos—, que me hizo mi esposo. Sé que es muy poca cosa, sin
embargo... ha significado mucho para mí. Por favor, sé que lo mantendréis a salvo.
Los ojos de Índigo se nublaron al contemplar el broche. Era, como había dicho
Chrysiva, algo de muy poco valor: un pequeño pájaro toscamente forjado en estaño;
las alas eran desiguales y mal labradas, la aguja estaba torcida. Debía de ser obra,
pensó, de algún aprendiz de artesano; y era, sin duda, la única clase de regalo que un
pobre minero podía permitirse para su esposa. Pero para Chrysiva, significaba más
que todos los diamantes y esmeraldas de las profundidades de la tierra.
Le respondió con voz ronca:
—No puedo tomarlo, Chrysiva. Es vuestro, y debe seguir siéndolo. Además, no
quiero ninguna recompensa...
—Por favor. —La muchacha introdujo el broche en la mano de Índigo y apretó
sus dedos con fuerza cerrándoselos alrededor de él—. Muy pronto... no lo necesitaré,
saia. Y quiero..., quiero pedir...
—¿Qué? Pedid. Os concederé cualquier cosa, si me es posible.
—Yo... —Los labios de la joven temblaron, su rostro enfermo adoptó una
expresión tensa y reservada. Luego cerró los ojos y musitó—: Enviadme a los brazos
de Ranaya, saia Índigo. Dejad que me reúna con mi esposo en sus llanuras de fuego.
Sé que iré allí muy pronto, pero ya no deseo sufrir más. —Aspiró con fuerza y sus
ojos se abrieron de nuevo, doloridos y desesperados—. Por favor..., ¡matadme, y
haced que descanse de una vez!
Consternada. Índigo se echó hacia atrás. No sabía cómo responder, qué decir.

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Entonces oyó a Jasker y a Grimya que regresaban, y se puso en pie con rapidez.
«¿Índigo?» —Grimya percibió su angustia inmediatamente y corrió hacia ella—.
«¿Qué sucede?»
—Chrysiva... ella... —Su voz se quebró y sacudió la cabeza, apretando con más
fuerza los dedos alrededor del broche de estaño. El hechicero posó su mano sobre el
hombro de ella con suavidad; Índigo se encogió en un gesto involuntario y luego lo
miró desesperada—. Jasker, ¿no podemos hacer nada por ella?
La respuesta estaba en sus ojos. Y la muchacha pensó en lo que sufriría Chrysiva
antes de morir, en el lento y terrible horror de su muerte...
—Me ha pedido que la mate —susurró.
—Ah, dulce Ranaya... —El hombre se dio la vuelta, con expresión de gran dolor
—. Criatura... —Se acercó a Chrysiva y se agachó junto a ella—. Criatura, ¿es eso lo
que realmente queréis?
La muchacha asintió.
—Sois un sacerdote. Vos comprendéis estas cosas. Os lo ruego, concededme el
vino y el fuego, como sólo un sacerdote puede hacerlo. Dadme la bendición de
Ranaya y dejadme ir hacia Ella.
Jasker se levantó y se dirigió despacio hacia donde estaban Índigo y Grimya. De
repente parecía viejo, agotado y cansado.
—No puedo hacerlo. —Lo dijo con voz tan baja que la enferma apenas pudo oírlo
—. Sería una suerte para ella y Ranaya daría su bendición de buena gana, pero....
Índigo, no puedo hacerlo. Mi propia esposa, cuando ella... —Se detuvo, aspiró con
fuerza—. Esos recuerdos son demasiado fuertes y demasiado terribles. Vacilaría, me
echaría atrás en el último momento. ¡Que la Madre me ayude, le fallaría!
Índigo tenía los ojos fijos en Chrysiva. El pequeño broche de estaño que sostenía
en la mano despedía un suave calorcillo, y parecía simbolizar algo que su mente no
podía captar por completo ni retener. Y pensó en Fenran.
Dolor, miseria y un largo y torturado camino hacia la oscuridad... Comprendía los
sentimientos de Jasker, porque los compartía. Quitarle la vida a alguien como
Chrysiva a sangre fría...
Pero no sería a sangre fría. Sería, como había dicho el hechicero, un acto de
misericordia. ¿Podía su conciencia anteponer sus delicados sentimientos a la
desesperada necesidad de una mujer, víctima de la más profunda y desesperanzada de
las angustias? Cerró los ojos, y le pareció ver el rostro de Fenran ante sus párpados:
Fenran sonriendo y extendiendo los brazos hacia ella. «¿Qué harías tú, mi amor?»,
preguntó en silencio. «¿Tendrías el coraje de conceder tal deseo, o tampoco
podrías?» Y creyó conocer la respuesta.
Se alejó de Chrysiva y dijo con mucha calma:
—Tengo una ballesta...

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—Índigo —el hombre posó una mano sobre su brazo—. No puedo permitir que
mi cobardía os obligue...
—No. —Sus dedos se cerraron sobre los de él, en un intento por tranquilizarlo—.
No es eso, Jasker. De verdad que no es eso. —Avanzó con paso algo tambaleante
hasta la muchacha, y se arrodilló—. ¿Chrysiva?
La esperanza brilló vacilante en los enrojecidos ojos.
—¿Sí, saia?
—Guardaré vuestro broche, lo juro. Será tan precioso para mí como... como lo ha
sido para vos. —Haciendo acopio de valor, se inclinó para besar con suavidad la
frente de la muchacha—. Pronto estaréis allí, Chrysiva.
Los agudos sonidos metálicos que produjo mientras colocaba y fijaba una flecha
en la ballesta le parecieron una obscenidad en comparación con el tranquilo trasfondo
de la voz de Jasker murmurando oraciones. Índigo estaba demasiado alejada del lecho
para escuchar las palabras de bendición que pronunciaba, pero podía advertir una
cierta impaciencia en las apenas audibles respuestas de Chrysiva, una esperanza
renovada, y —aunque sólo servía para acrecentar la sensación de irrealidad—
también alegría. Grimya permanecía sentada en silencio, observando, e Índigo se
sintió en cierta forma reconfortada al saber que la loba no condenaba lo que iba a
hacer; era mucho mejor, había dicho Grimya con tristeza, que todos ellos se sintieran
apenados durante un tiempo que no que Chrysiva tuviera que sufrir.
Jasker se puso en pie bruscamente, sobresaltando a Índigo. Ésta volvió la cabeza
y, cuando el hechicero asintió, sus manos tensaron la ballesta.
Los ojos de Chrysiva estaban cerrados y ella sonreía. Índigo se colocó a su lado y,
sintiéndose extrañamente aparte, como si en un sueño se contemplara a sí misma
desde una gran distancia, apuntó el arco al corazón de la muchacha.
Eran épocas pasadas, otras épocas, cuando su padre le había dado las primeras
lecciones en el uso de las armas. Ahora recordó sus enseñanzas. La mirada fija,
apuntar con cuidado, el pulso firme. Y calma. Por encima de todo, mucha calma.
Disparó.

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9
as últimas notas de la Isla Pibroch resonaron en la cueva y se desvanecieron en
L un lejano eco. Índigo depositó el arpa en el suelo.
—Ha sido una pobre elegía —dijo en voz ronca—. Hace tantos años que no la
tocaba que casi la había olvidado...
Jasker, sentado con las piernas cruzadas ante el altar de Ranaya, contestó sin
levantar los ojos.
—Ha sido hermosa. —Su voz estaba llena de emoción—. Me trajo imágenes de
cosas que yo no sabía que existieran bajo el gran sol. Enormes extensiones de agua,
lugares donde el día no termina jamás y, sin embargo, el aire es frío y límpido... Vi
interminables bosques verdes, y montañas blancas que brillaban como el cristal...
—Los glaciares del sur. —Una tenue sonrisa llena de melancolía apareció en los
labios de Índigo; la imagen calmaba un poco la hirviente furia que bullía en su
interior, pero fue sólo por un momento, y su voz volvió a endurecerse—. Pero ¿de
qué le sirve una elegía a Chrysiva ahora?
—La apresurará en su viaje hasta Ranaya —Jasker realizó una última reverencia
ante el altar, luego retrocedió—. Vuestra música y mis oraciones. No podemos hacer
más. Índigo.
El arpa lanzó una discordante cadencia, cuando con un arranque de desaliento la
joven la empujó brutalmente a un lado. Se controló —el instrumento no le había
hecho ningún mal, y descargar su rabia en él resultaba infantil— y hundió las manos
en los pliegues de su túnica. Le era imposible mirar en dirección al bulto inmóvil,
envuelto ahora en un pedazo de tela de hilo que Jasker había utilizado como manta.
Ahora yacía junto a la entrada del túnel, listo para su último viaje. El hechicero le
había contado algo sobre los ritos funerarios de Ranaya, la devolución del cuerpo a la
tierra y al fuego, pero no quería pensar en eso aún. Chrysiva todavía seguía
demasiado viva en su mente.
Sin pensar, sus manos se cerraron sobre el broche de estaño que la muchacha le
había regalado, y sintió como un aguijonazo mental de violenta cólera. Cuando Jasker
hubiera finalizado con todas las formalidades tendrían otro asunto que atender, y la
impaciencia empezaba a corroerla. Quería la sangre de Quinas. Quería sus huesos
para roerlos y sorber su médula. Quería su alma.
Jasker se puso en pie y el movimiento interrumpió el torbellino de sus
pensamientos.
—La llevaré a la fumarola inmediatamente —dijo con voz tranquila—. ¿Vendréis
conmigo?
—No. —Sacudió la cabeza—. Creo que prefiero quedarme sola por un rato.
«Me gustaría ir», dijo Grimya. «Para despedirme. »

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«Ve, pues, querida. Y ofrécele una oración por mí. » En voz alta Índigo añadió:
—Cuando regreséis, Jasker, tendremos trabajo que hacer.
—No creáis que lo he olvidado. —Se detuvo junto a la envuelta figura de
Chrysiva y volvió la cabeza para mirar a Índigo con una compasión en sus ojos que
ésta no quiso reconocer, y mucho menos aceptar.
Una aureola danzó alrededor de la silueta del hombre cuando se desvaneció en el
interior del oscuro túnel con la muchacha muerta en sus brazos. Una vez se hubo ido,
con Grimya como una silenciosa sombra siguiendo sus pasos. Índigo dejó escapar un
gran estremecimiento que pareció retorcer su columna vertebral e hizo vibrar todo su
ser.
Quinas. El odio se abrió como una flor envenenada en su interior al pensar en el
capataz. Jasker lo había confinado en una estrecha chimenea en las profundidades de
los túneles volcánicos: una celda de roca ardiente y vapores sulfurosos donde, según
palabras del hechicero, sobreviviría el tiempo suficiente como para desear la muerte.
Ya lo había obligado a pasar la prueba de la cuerda de fuego, pero el experimento
había fracasado: al contrario de Índigo, cuyo subconsciente había estado dispuesto a
revelarle la verdad, Quinas luchó mentalmente contra la influencia de la cuerda con
una energía que el hechicero encontró sorprendente; y sin, al menos, una pequeña
muestra de colaboración la cuerda resultaba inútil. Se precisarían otros métodos para
persuadir al capataz de que hablase.
Índigo no sabía qué tipo de torturas era capaz de infligir Jasker a su prisionero,
pero admitía sin la menor chispa de remordimiento que ningún precio sería
demasiado alto para la información que querían obtener de él. Si algún ser vivo podía
conducirlos a Aszareel y al auténtico corazón del culto a Charchad, era Quinas. Y lo
haría. Aunque tuviera que hacerlo pedazos, miembro a miembro, tendón por tendón,
con sus propias manos, él le diría lo que quería saber. Y cuando le hubieran sacado
toda la información, tendría lugar la dulce y salvaje alegría de la venganza en nombre
de Chrysiva, de su esposo y de las incontables personas cuyas vidas, esperanzas y
sueños se habían visto destrozados por la maldad que habitaba en aquel valle
envenenado.
—¡Ahhh!
No fue una palabra, sino un informe grito de protesta, un intento de articular algo
que ni siquiera podía comprender. Una energía encadenada hizo poner en pie a Índigo
de un salto y recorrer la cueva a grandes zancadas; no se detuvo hasta que no estuvo a
punto de chocar con la pared opuesta. Apretó las palmas de las manos contra la roca y
sintió cómo el calor subterráneo que brotaba del corazón del volcán, allá en las
profundidades, palpitaba a través de sus dedos. Cerró los ojos para protegerse de la
oleada de furia que amenazaba con trastornar su mente.
El poder del fuego. Jasker le había dicho muchas cosas sobre la naturaleza de sus

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poderes mágicos, la energía que extraía de los palpitantes mares de magma situados
en el centro de la tierra. El fuego era su elemento: era hermano de las salamandras,
primo de los dragones, señor de las llamas y del humo, y del magma fundido. Le
había contado su gran ambición: establecer contacto con los titánicos espíritus del
fuego, surgidos de la misma Ranaya, que dormían en lo más profundo de los
inactivos conos de los volcanes; aprovechar su terrible poder y orquestar su definitiva
venganza sobre el Charchad y todo lo que éste representaba. Pero aunque había
llevado su mente y su espíritu hasta los límites de la resistencia de cualquier ser
humano, Jasker no había podido despertar aquellos tremendos poderes. Y...
Y no era suficiente. Lo que ardía en el interior de Índigo era más que fuego, más
que la furia contenida de las Hijas de Ranaya hundidas en su profundo letargo. Desde
su primer encuentro con el hechicero no había consultado la piedra-imán, ya que no
la necesitaba: sabía sin el menor asomo de duda lo que le diría. Al norte. Al valle
llamado Charchad. Al incandescente y putrefacto corazón de la corrupción que era su
misión, y sólo suya, erradicar del mundo.
Una amarga sensación de hastiada futilidad la inundó entonces, una sensación de
inutilidad que ningún tipo de buena voluntad podía despejar. Se sentó en el suelo,
apoyó la espalda con desánimo contra la pared, y sacó el broche de Chrysiva para
contemplarlo. El apagado estaño de la pequeña figura de pájaro centelleó a la luz de
las velas, y recordó una antigua creencia de las Islas Meridionales, según la cual en el
momento de la muerte el ánima abandonaba el cuerpo en la forma de una blanca y
espectral ave marina que echaba a volar sobre el mar, cantando una última y hermosa
canción, para seguir al sol y finalmente unirse a él. Si hubiera podido ver el ave del
ánima de Chrysiva, pensó, no hubiera visto una orgullosa gaviota blanca, sino un
pobre y lisiado gorrión.
Una lágrima cayó de improviso sobre el broche de estaño y se estremeció allí
durante un momento antes de deslizarse sobre la mano de Índigo. Había empezado a
llorar sin darse cuenta; se pasó rápidamente la mano por los ojos y cerró con fuerza
los párpados. Llorando no conseguiría nada. Era la cólera lo que debía recuperar
ahora, la rabia que había tenido controlada, pero que ardía en su interior,
corroyéndola, desde que pusiera los pies en Vesinum. El broche era el foco de su
cólera, ya que simbolizaba toda la inocencia, la esperanza, la vida que el Charchad
había corrompido en aquella región. Y en el origen de esta corrupción, el suelo del
que se alimentaba, estaba el demonio que ella, por su proceder, había soltado sobre el
mundo.
Su mano se cerró sobre el broche en un repentino e involuntario gesto, mientras la
rabia estallaba en su mente con una ardiente desesperación que la hizo sentir
mareada. El símbolo de Chrysiva; y el suyo también, ¿no era acaso un amargo y
conmovedor emblema de la maldición que había hecho caer sobre sí misma? Había

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prometido conservar el pequeño pájaro de estaño y guardarlo. Y mantendría esa
promesa a toda costa, ya que el broche era ahora para ella lo que había sido en una
ocasión para Chrysiva: un símbolo de algo perdido que lucharía por recuperar, sin
importarle a qué precio.
Se oyeron pisadas en el túnel: Índigo levantó la cabeza rápidamente y pudo ver a
Jasker que penetraba en la cueva. La carga del hechicero había desaparecido, y sus
ojos estaban vacíos de toda emoción. Detrás de él, Grimya avanzaba con la cabeza
gacha y arrastrando la cola; su mente estaba cerrada y parecía reacia a encontrarse
con la mirada de la joven. Se recluyó en el extremo más alejado de la caverna, donde
se dejó caer en el suelo y pareció no desear otra cosa que dormir.
—Ya está. —Jasker tomó el odre de agua y se llenó una copa—. Su cuerpo y su
alma están con Ranaya.
Índigo se puso en pie. Una arista afilada del broche le había producido un corte en
la mano allí donde lo había apretado con demasiada fuerza, pero no se dio cuenta.
—¿Qué hora es? —preguntó.
—Estará amaneciendo, más o menos. Quizá sea un poco más tarde. —Jasker
levantó los ojos con rostro inexpresivo—. ¿Por qué?
—Quinas.
Se dio cuenta ahora del dolor que sentía en su mano y éste hizo que sus
pensamientos adquirieran mayor nitidez. El hombre estudió su rostro durante unos
segundos, luego dijo:
—Dudo de que esté dispuesto a cooperar con nosotros todavía. Dejémoslo un
poco más: que su prisión nos facilite el trabajo.
—No. —Sacudió la cabeza—. Ya he esperado bastante, Jasker. En nombre de
Chrysiva, quiero lo que Quinas pueda darnos... ¡ahora!
El hechicero siguió contemplándola.
—¿Es por Chrysiva? —repitió en voz baja—. ¿O por vos?
—Por ella, por mí, por nosotros, ¿cuál es la diferencia? —Se volvió, hundiendo la
cabeza entre los hombros llena de rabia; al cabo de un instante se giró de nuevo—.
Dijisteis que podíais hacerlo hablar, lo prometisteis. ¡Si ahora no tenéis el valor de
hacerlo, decidlo, y haré el trabajo yo misma!
—Índigo. —Se adelantó y posó ambas manos sobre sus hombros. Furiosa por su
intento de apaciguarla, probó a desasirse, pero él la sujetó con fuerza, obligándola a
mirarle.
—Muy bien —dijo el hombre al fin—. Puesto que vuestra paciencia se ha
agotado, iremos ahora y haremos lo que deba hacerse. Hubiera preferido esperar, pero
no importa.
La muchacha temblaba bajo sus manos, con todos sus músculos en tensión.
—Cada minuto que lo retrasemos puede significar la muerte de otro ser inocente

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como Chrysiva —replicó vehemente—. ¿Es eso lo que queréis?
—Sabéis que no.
—Entonces...
—Entonces no hay nada más que decir.
Los ojos de Jasker eran muy elocuentes ahora, y lo que vio allí hizo que se
sintiera avergonzada, aunque luchó violenta y silenciosamente contra aquella
sensación. Por fin el hechicero la soltó y dio un paso atrás.
—Si estáis lista, venid conmigo —dijo—. Aunque preferiría que me dejarais
hacer esto solo.
Ella le dirigió una tosca mirada y él se encogió de hombros.
—Vamos, pues.
Grimya alzó la cabeza cuando se dirigían hacia la boca del túnel. Índigo se detuvo
y se volvió para mirar a la loba.
«¿Grimya? ¿Quieres venir con nosotros?», preguntó en silencio.
«No. » La respuesta fue tajante y desconsolada. «No quiero verlo. » Se produjo
una pausa. «Hay tinieblas aquí. Índigo; una oscuridad cruel que no puedo
comprender y que no me gusta. Por favor..., ¿estás segura de que esto es lo
correcto?»
«Claro que sí. » Podía simpatizar con la ingenuidad de Grimya, que daba pie a
tales temores. Forzó una sonrisa, pero no resultó convincente. «Duerme un rato.
Regresaré pronto. »
«Lo sé. Pero cuando... » La loba vaciló.
«Cuando ¿qué?» Había un ligero matiz de impaciencia en los pensamientos de
Índigo.
«No importa. » Grimya la miró, entristecida pensó ella. «Intentaré dormir, tal y
como sugieres. »
Se tumbó de nuevo con la cabeza vuelta hacia el otro lado, mientras Índigo seguía
a Jasker fuera de la cueva.

—Es más fuerte de lo que había esperado.


El hechicero regresó al lugar donde aguardaba Índigo en la parte superior de la
ladera que descendía hasta el estrecho pozo que se hundía en las montañas. Su torso
desnudo estaba cubierto por una película de sudor, y sus manos y brazos estaban
ennegrecidos hasta los codos por el humo. Sus ojos eran como pedacitos de hielo
petrificado en el interior de sus cuencas; y cuando sonrió, su gesto no poseía el menor
vestigio de humanidad.
—Unos cuantos minutos más —prosiguió—, y creo que notaremos un cambio.
No deseando encontrarse con sus ojos. Índigo miró detrás de él al lugar donde
Quinas yacía con los miembros extendidos sobre el suelo del pozo. El capataz seguía

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consciente —a Jasker le preocupaba que perdiera sus facultades mentales—, pero la
boca le colgaba abierta; respiraba con dificultad, en silencio, como un pez varado en
la playa, y sus ojos carecían de expresión a causa de la conmoción sufrida.
Lo que la muchacha había presenciado en aquel lugar caluroso y claustrofóbico,
lleno de vapores de sulfuro, había puesto a prueba su determinación de conseguir
información a cualquier precio. Jamás hubiera creído que un ser humano pudiera ser
capaz de infligir torturas como las que Jasker había hecho sufrir a Quinas, y mucho
menos con tal inflexible y desinteresada dedicación. El hechicero había recurrido a
los más sutiles matices de su arte, y durante algo más de tres horas Quinas se había
retorcido, aullado y padecido bajo el contacto del fuego en todas sus manifestaciones
imaginables. Se había abrasado, sangrado, sofocado; se había balanceado sobre el
abismo de la demencia total y se lo había traído de vuelta con la mente intacta, pero
monstruosamente lleno de cicatrices. Su cuerpo era ahora una carcasa maltrecha, el
pelo quemado, la piel llena de ampollas, los dedos fundidos unos con otros allí donde
la carne se había derretido y reformado. Y durante todo aquel proceso, Jasker se había
comportado como si fuera de piedra, como el experto, preciso y por completo
indiferente orquestador del tormento de su víctima. Los peores asesinatos cometidos
por los seguidores de Charchad, no importaba lo demenciales o depravados que
pudieran ser, no eran más que una pálida sombra en comparación.
Índigo sabía que debía sentir náuseas por lo que había presenciado. No compartía
la locura de Jasker, ni su personal necesidad de venganza. Ninguno de sus seres
queridos había sido víctima de Quinas. Hubiera debido interceder, pedir misericordia
y justicia, y rogar al hechicero que buscara otro modo. Pero incluso ahora, al
contemplar el armazón destrozado de un hombre que se estremecía sobre el ardiente
suelo de piedra, le resultaba imposible encontrar algo de piedad en su corazón por él;
sólo hallaba un núcleo lleno de odio y repulsión, duro como el diamante.
Por fin sus ojos se encontraron con los del hechicero, y sintió un destello de
satisfacción en su interior.
—¿Unos minutos?
Él se encogió de hombros descuidadamente.
—Quizá debiera de haberlo puesto en práctica antes; pero tengo aún otro pequeño
truco guardado en mi manga...
—Utilizadlo, Jasker. —Sintió cómo un hilillo de sudor se deslizaba por su espalda
y la sensación le produjo una oleada de furia—. Hacedlo hablar.
El hombre le sonrió de nuevo.
—Lo mejor será que os mantengáis bien alejada del fondo del pozo. Y si os
queréis marchar.. —Unas cejas enarcadas hicieron una muda pregunta, e Índigo negó
con la cabeza.
—Muy bien. Pero tened cuidado; el calor puede resultar mayor de lo que esperáis.

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Se giró y empezó a descender por la ladera. Quinas volvió la cabeza para
contemplarlo, y la joven vio cómo los músculos del rostro del capataz se tensaban
llenos de agitación, aunque intentó mantener el temor alejado de su rostro.
Jasker sonrió de nuevo. Levantó los brazos como si fuera a abrazar a su amante;
al cabo de un instante el calor aumentó en la caverna y estalló como una tormenta,
una muralla de abrasador y sofocante color rojo que hizo que Índigo se tambaleara
hacia atrás, jadeante al sentir que el aire le era arrebatado de los pulmones.
En las sombras del otro extremo de la cueva surgió de la nada una nube de humo
negro y fétido, y algo cobró vida en su interior.
La criatura era tres veces más alta que Índigo, pero tan delgada como un arbolillo.
No era ni un dragón ni una salamandra gigante, aunque su reluciente forma mostraba
elementos de ambos seres. Unos ojos sorprendentemente humanos los contemplaron
desde un afilado rostro de reptil; alas membranosas estaban dobladas sobre un cuerpo
que parecía derretido y que palpitaba muy despacio; y una mano —una mano
humana, pero cubierta de escamas en lugar de piel— se extendió en un gesto que
imitó al de Jasker.
Entre aquel ser elemental y el hechicero chisporroteó una lengua de fuego, e
Índigo vio cómo el segundo retrocedía involuntariamente cuando un rayo de energía
se estrelló contra su brazo extendido. Quinas tenía la cabeza totalmente echada hacia
atrás y los ojos a punto de saltarle de las órbitas, mientras intentaba descubrir el
origen de aquella nueva amenaza. Y de nuevo, Jasker sonrió.
—Hermana del magma, hija de la tierra fundida: se te da la bienvenida.
El monstruo siseó, y el sonido retumbó en el limitado espacio de la cueva. A los
oídos de Índigo el silbido tenía la distorsionada pero inconfundible forma de una
palabra concreta: comida; y sintió cómo el estómago se le revolvía.
El hechicero dio dos pasos hacia atrás, con mucho cuidado, y una cuerda de fuego
apareció en sus manos. La tensó con fuerza; luego, con una inclinación de cabeza,
señaló al hombre que yacía tumbado en el suelo y pronunció cinco sílabas en una
lengua extraña que parecía compuesta de inflexiones más que de palabras.
El ser elemental se deslizó hacia adelante, el humo del que estaba formado
moviéndose con él. Se cernió, balanceándose, sobre la cabeza de Quinas. Después,
tan deprisa que los sentidos de Índigo apenas si registraron el movimiento, una
lengua de fuego surgió veloz de su boca y cayó sobre el ojo derecho del capataz.
Éste lanzó un alarido y su cuerpo empezó a debatirse con violencia, pero
inútilmente, ya que estaba bien sujeto. Índigo tuvo una momentánea visión de una
piel ennegrecida y de carne fundida allí donde había estado el ojo, antes de que el ser
se doblara de nuevo hacia adelante para volver a atacar...
—¡No, hermana! —Jasker levantó la cuerda de fuego, que brilló repentinamente
con una luz azulada—. ¡Es suficiente!

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La criatura lanzó un agudo silbido de protesta, pero se vio obligada a obedecer. Se
echó hacia atrás y permaneció suspendida en el aire, balanceándose como una
serpiente que intentara hipnotizar a su presa. El hechicero dio un paso hacia adelante.
—Quinas. —Su voz era tranquila, persuasiva, escalofriantemente indiferente—.
Habéis visto... —soltó una leve risita al darse cuenta de su involuntario y
desagradable chiste— la forma en que a mi hermanita del magma le gusta
alimentarse. Un mortal es un manjar exquisito que tardaría mucho tiempo en devorar;
muchos días, quizá. De modo que os dejo elegir. Decidme lo que quiero saber, y
recordad que poseo mis propios métodos para comprobar la verdad, y la enviaré de
nuevo a dormir a la roca fundida de la que procede. Rehusad y aflojaré mi control
sobre ella y dejaré que escoja un nuevo bocado antes de formular mis preguntas de
nuevo; y lo haremos así una y otra vez. —Le dedicó una sonrisa—. Me da la
impresión de que vos os cansaréis del juego mucho antes que ella o yo.
El ser silbó de nuevo, como para dar su aprobación, y Quinas miró una vez más al
hechicero. El ojo que le quedaba estaba totalmente encarnado. Índigo no sabía si a
causa de la sangre o por efecto de su curiosa lente. Su convulsionado cuerpo parecía
estar totalmente fuera de su control. Cuando por fin intentó hablar no pudo hacer otra
cosa que jadear, mientras su chamuscada boca se abría y cerraba espasmódicamente.
Jasker aguardó, indiferente a sus esfuerzos, y por fin una voz que sonó como si la
laringe que la formaba estuviera hecha jirones graznó:
—Con... testaré...
Índigo sintió cómo sus propios pulmones dejaban escapar un abrasador suspiro, y
el hechicero asintió.
—Muy bien. —Tensó la cuerda de fuego otra vez—. Entonces, mientras mi
hermanita aguarda para asegurarnos vuestra continuada cooperación, empezaremos.

No necesitaron volver a torturarlo. Quinas apenas podía hablar y cada palabra le


producía nuevos dolores. Pero despacio, con voz titubeante, la información que
deseaban les fue revelada, hasta que Jasker se convenció de que su prisionero no
podía contarles nada más.
—Tenemos todo lo que puede facilitarnos —dijo, y regresó despacio hasta el
lugar donde Índigo permanecía agachada cerca de la entrada de la cueva—. Y es
suficiente.
—Sabemos que Aszareel sigue vivo y que reside en el valle de Charchad —
repuso con calma.
—Sí. No sé cómo interpretar eso; ningún hombre normal podría sobrevivir en ese
lugar durante más de unos pocos días. Pero es la verdad, por lo que sabe Quinas.
—Aszareel no es normal —apuntó Índigo con voz venenosa—. Es... —se
interrumpió y meneó la cabeza.

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El hombre se dejó caer sobre la roca a su lado y se cubrió los ojos con los dedos.
Estaba agotado y, aunque el ser elemental se había ido, la cueva seguía resultando
sofocante; el calor y los vapores estaban acabando con las pocas energías que le
quedaban.
—Esa basura ya no nos sirve de nada —musitó cansino, señalando en dirección al
pozo—. Hay una fumarola cerca; lo mataré y entregaré el cuerpo a las salamandras
que viven allí. Podrán alimentarse durante un tiempo.
La cabeza de Índigo se alzó bruscamente y la muchacha contempló al capataz,
que, por suerte para él, había perdido el conocimiento. Luego respondió llena de
rencor:
—No. Lo llevaremos de regreso con nosotros. Quiero que viva un poco más aún.
—¿Para qué? No puede decirnos nada nuevo, y ya no lo necesitamos.
—No me importa. Quiero que viva. Quiero que sufra.
Jasker la contempló, inquieto. Su propia sed de venganza personal estaba más que
satisfecha: de hecho había encontrado desagradable gran parte de la tortura; prefería
métodos más limpios cuando se trataba de desquitarse. Una ejecución rápida y la
eliminación del cuerpo le parecían ahora lo más justo. Pero Índigo opinaba de otra
manera. Para ella, la muerte de Quinas no sería suficiente.
Un tardío destello de humanidad intentó abrirse paso por entre el paralizante
cansancio, e intentó razonar con ella.
—Dejadlo morir. Dejad que se vaya al infierno que merece y acabemos con esto.
Índigo no respondió de inmediato, sino que se quedó contemplando al hombre del
pozo. Pero no veía el cuerpo destrozado de Quinas; en su mente, veía el rostro
desfigurado de Chrysiva, y sintió cómo el pequeño broche de estaño le quemaba la
piel bajo los pliegues de sus ropas. Entonces el rostro de la difunta se transformó y se
convirtió en el de Fenran, su propio amor, desgarrado, sangrante, los ojos
inexpresivos por el dolor y el horror. Finalmente sus facciones se deshicieron para
transformarse en el semblante depravado y de ojos plateados de otro ser, uno que
jamás había sido humano, pero que —sin embargo— derivaba su maligna existencia
de la humanidad; un ser del que no se liberaría hasta que su misión hubiera
terminado. Su Némesis.
—¡No! —exclamó con vehemencia.
Jasker suspiró. No tenía fuerzas para discutir más: que hiciera lo que quisiese, si
es que ello aliviaba el terrible sufrimiento que la corroía interiormente.
—Muy bien —concedió resignado—. Haremos lo que queréis. —Se puso en pie
—. Dudo, no obstante, que recobre el conocimiento durante algunas horas, y puede
que para entonces...
—¿Para entonces pensáis que habré cambiado de opinión? —La cólera centelleó
en los ojos de Índigo—. ¡No presumáis de conocerme, Jasker!

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—Saia, no presumo de nada. —Se volvió de nuevo hacia el pozo y luego se
detuvo—. Sencillamente me siento un poco desconcertado al descubrir que vuestra
capacidad para desquitaros excede incluso a la mía.
El broche pareció arder aún con más fuerza sobre su piel, e Índigo replicó:
—Tengo mis propias razones, Jasker.
—Sí. —Reconoció aquel punto con una irónica mueca de sus labios—. Estoy
seguro de ello.
La muchacha volvió la cabeza mientras él iba a buscar a su prisionero.

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10
rimya se puso en pie de un salto cuando penetraron en la caverna principal. Por
G un instante. Índigo sintió la cálida oleada mental de su bienvenida: entonces la
loba vio lo que transportaban, y la cordialidad se hizo pedazos para convertirse en un
torbellino de sorpresa y confusión.
«¡Índigo!» La angustia del animal fue como una cuchillada psíquica en la mente
de la muchacha. «¿Qué habéis hecho?»
La joven se quedó mirando con fijeza a su amiga. Por un instante vio un reflejo de
la imagen, tanto física como mental, que representaba para Grimya, y los helados
dedos del remordimiento se cerraron sobre su estómago. Luego arrojó aquel
sentimiento a un lado, como si se tratara de una prenda gastada e inútil.
«Hicimos lo que era necesario», respondió lacónica.
«Pero el hombre sigue vivo... »
«Sí. Y así seguirá. »
«Índigo... »
—¡No!
No había sido su intención pronunciar la enojada réplica en voz alta, pero surgió
antes de que pudiera evitarlo. Jasker la miró rápidamente, luego a la loba.
—¿No... ? —interrogó, con suavidad.
Índigo sacudió la cabeza con fuerza, rehusando explicarse, y el hechicero las
observó con curiosidad mientras Grimya se daba la vuelta. Aventuró que se habían
comunicado por un breve instante y no en muy buenos términos, lo cual había
provocado la explosión de Índigo. A modo de experimentación envió una suave onda
mental hacia Grimya. No obtuvo ninguna respuesta —ni siquiera pestañeó— y Jasker
suspiró interiormente, dándose cuenta de que el animal o bien no podía o no quería
responderle. La loba se dirigía ya hacia la salida de la cueva, con la cabeza gacha.
Miró atrás en una ocasión, como si esperara que su amiga fuera a hablarle; pero la
muchacha la ignoró, y Grimya, muy despacio y llena de desaliento, abandonó la
cueva en silencio.
El hechicero depositó el cuerpo inconsciente de Quinas en el suelo, en un extremo
de la cueva. Índigo se sentó, con la espalda vuelta hacia él y los hombros encogidos
en una clara señal de que deseaba que la dejaran tranquila. Existía una peculiar
mezcla de estar a la defensiva y de agresión en aquella postura, y Jasker sospechó que
el equilibrio mental de la muchacha pendía de un hilo. Éste podía romperse en
cualquier momento y arrojarla a una situación de agotamiento total o en las garras de
una cólera incontrolable.
Con un sentido práctico, dijo en un tono tan casual como le fue posible ofrecer:
—Deberíamos comer. De nada sirve descuidar las necesidades físicas.

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—No tengo hambre.
—Tampoco yo. —Dirigió otra rápida mirada a su prisionero—. Si os he de decir
la verdad, no tengo el menor deseo de comer por el momento; estoy demasiado
cansado. Pero me obligaré a hacerlo, porque es necesario. Y vos también deberíais
tomar algo.
Ella volvió la cabeza, con una expresión llena de veneno.
—Maldita sea, Jasker, ¡he dicho que no tengo hambre! Parecéis mi vieja
nodriza...
Se interrumpió en mitad de la frase y volvió la cabeza con brusquedad. A Jasker
le pareció oír un débil gemido, como si la joven intentara contener las lágrimas.
Suspiró a su vez y, demasiado cansado para proseguir con la cuestión, se dirigió a su
pequeña reserva de alimentos y empezó a prepararse una improvisada comida. Sus
existencias —jamás abundantes en el mejor de los casos, ya que la comida era escasa
y se echaba a perder con rapidez— eran muy reducidas, pero consiguió reunir unos
pocos restos de verdura medio seca y algunos pedazos de carne, que podía
ablandarse, si era necesario, con un poco de agua. Cuando hubo terminado se volvió
y advirtió que Índigo se había levantado y había atravesado la cueva para ir a
contemplar a Quinas. Su expresión era fría y distante, pero a la vacilante luz de las
velas le pareció detectar el anormal brillo de las lágrimas en sus ojos.
—Índigo. —Dejó la comida y se dirigió despacio hacia ella. La muchacha no se
apartó cuando le pasó el brazo alrededor de los hombros y, animado, continuó
hablando—: Índigo, seguís llorando a Chrysiva, y tenéis que comprender que
entiendo perfectamente cómo os sentís. Pero, en venganza, le hemos sacado a esta
criatura todo lo que era posible. —Miró al hombre inconsciente que tenía delante, sus
cabellos quemados, la piel llena de ampollas, las manos destrozadas, el horripilante
cráter negro y rojo que ocupaba el lugar en el que había estado su ojo derecho—. ¿No
sería más sencillo ahora dejarle morir?
La joven cerró con fuerza los ojos y sus dientes se clavaron en su labio inferior.
—Sí. —Su voz sonaba extraña—. Sería más sencillo. Pero quiero que viva.
—¿Por qué?
—Porque... —Aspiró con fuerza—. Porque cada momento que sigue con vida,
cada momento que sufre, significa una nueva venganza. ¿No lo comprendéis? —
Levantó la mirada hacia él, y Jasker se quedó estupefacto ante la terrible expresión de
sus ojos. La muchacha tenía el mismo aspecto que si hubiera abierto la puerta de un
mundo tan perversamente maligno que le había arrebatado los últimos vestigios de
humanidad a su alma, y hubiera decidido fría y deliberadamente penetrar por aquella
puerta. Entonces, con un rápido movimiento, introdujo la mano en su túnica y le
mostró algo que lanzó un apagado destello—. Ella me dio esto, Jasker. Era lo más
valioso que poseía, y me lo dio como prueba de gratitud antes de que la matara.

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¡Miradlo! ¡Miradlo!
Lo contempló, pero no intentó tocarlo. Índigo siguió hablando con voz ronca:
—Cada momento, Jasker, cada momento que Quinas sufra, ¡será por Chrysiva! —
Su mano se cerró con fuerza alrededor del pequeño pájaro de estaño—. Y sufrirá. Ya
lo creo.
—¿Por Chrysiva? —inquirió Jasker—. ¿O por alguna otra persona?
Ella se quedó como paralizada, mirándolo fijamente.
—¿Qué queréis decir?
—Sabéis lo que quiero decir. —La sujetó por los hombros; sus dedos se cerraron,
inconscientemente, con tanta fuerza que la lastimaron, pero ninguno de los dos se dio
cuenta de la violencia de aquel gesto—. No es por Chrysiva, ¿no es así. Índigo? Lo
sé, porque yo también he sufrido esa pérdida. Es por Fenran.
Los ojos de la joven se abrieron de par en par. No se había dado cuenta de que él
conocía el nombre de Fenran, y oír pronunciarlo en voz alta fue un choque que le
trajo a la mente todos los recuerdos, todos los horrores, en la forma de una horda de
aullantes demonios. Sintió un nudo en la garganta y dejó escapar un entrecortado
sollozo.
—No —susurró—. No, es... —Empezó a temblar—. No podéis comprender, no
podéis... —Las lágrimas se le agolparon en los ojos, ardientes y punzantes; y con
ellas llegó un enorme y violento arrebato provocado por los sentimientos contenidos
en su interior. Intentó controlar sus emociones, luchó por evitar que salieran a la
superficie, hasta que, de repente, su autocontrol se hizo añicos para convertirse en un
torrente de lágrimas.
—¡Índigo!
Jasker la sujetó mientras ella caía de rodillas. La muchacha extendió a ciegas los
brazos hacia él, y el broche de estaño se desprendió de su mano al asirse al hombre en
una desesperada y muda súplica de consuelo. Incapaz de razonar, sin detenerse a
pensar, la abrazó con fuerza contra él y su visión se nubló al alzarse en su mente
recuerdos que eran crueles parientes de los de la muchacha. Una cabellera larga,
espesa y sedosa rozando su rostro, los contornos más menudos y flexibles de un
cuerpo de mujer, la suavidad de su piel... Imaginación y anhelo se agolparon en el
hechicero, y besó su rostro, sus hombros, la parte superior de su cabeza; sintió cómo
ella le respondía y se aferraba a él como si ambos se pertenecieran y bajo la
benevolente sonrisa de Ranaya no hubiera sido jamás de otra forma.
—No llores. —Su voz estaba ronca por la emoción; las palabras brotaron
amortiguadas mientras apretaba su mejilla contra la de ella—. Mi amor, mi dulce rosa
en un desierto yermo, no llores. —Y entonces pronunció un nombre que durante dos
años no había sido más que una puñalada de silenciosa agonía en su corazón.
Algo en su interior se bloqueó, y la conmoción que le produjo su comportamiento

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aclaró su mente con la misma brusquedad como si alguien le hubiera arrojado un
cubo de agua helada al rostro. Trastornado, bajó la mirada hacia Índigo. La muchacha
permanecía en silencio, inmóvil, y supo que lo había oído y había comprendido el
significado de lo que había dicho.
Ella levantó la cabeza, entonces, muy despacio. Las mejillas estaban húmedas a
causa de las lágrimas y los ojos irritados. Sus manos, que le habían sujetado con
fuerza los hombros, se soltaron lentamente y se restregó los nudillos por el enrojecido
rostro.
—Jasker... —Se detuvo, luego se apartó de él y se dejó caer hasta quedar sentada
en el suelo de la caverna—. Lo siento. Estaba...
Él negó con la cabeza.
—No, saia, no. Soy yo quien debiera disculparse. No lo pensé, no lo consideré:
por un breve instante casi creí que vos...
—Sí. Yo sentí lo mismo. —Jasker creyó que iba a volver a llorar, pero recuperó el
control—. Nos hemos comportado de una forma muy estúpida, ¿no es así? —
Parpadeó rápidamente—. Sois un buen hombre, Jasker, y nuestra causa nos ha
proporcionado mucho en común. Amistad, simpatía, empatía incluso. Pero...
Él sonrió con tristeza y terminó la frase por ella.
—Pero yo no soy Fenran.
—No. Y yo no soy vuestra esposa muerta. Sería muy fácil fingirlo, pero la
simulación no estaría bien.
—Sería peor que eso. —Jasker se inclinó y le tomó las manos. No hubo tensión
en el gesto, sólo una amabilidad casi fraternal—. Sería una parodia.
Índigo asintió. Ya no le quedaban lágrimas, y mientras se secaban sintió cómo el
arrebato de emoción se marchitaba con ellas, dejando un oscuro y tranquilo vacío. En
las profundidades de aquel vacío hervía alguna cosa, pero era algo demasiado remoto
para tener significado y ella estaba demasiado agotada para seguirle la pista.
Jasker le soltó las manos y se quedó mirando al suelo. Sus ojos permanecieron
ocultos y sus pensamientos, secretos, y el silencio se adueñó de la cueva durante un
minuto o dos. Luego, el hechicero se irguió por fin.
—Os dejaré para que descanséis —dijo—. Creo que quizá los dos necesitamos
estar solos por un rato. —Bajó la mirada hacia ella, el rostro macilento y demacrado
—. Y lo siento. Índigo. De veras que lo siento.
Ella no levantó los ojos cuando él salió muy despacio de la cueva. Aunque se
sentía totalmente exhausta, el sueño estaba fuera de su alcance. Se sentó con las
piernas cruzadas delante de la única vela que aún ardía en la caverna, con los ojos
fijos en la vacilante llama y respirando tan despacio y superficialmente que un
observador no hubiera estado muy seguro de si estaba viva o muerta. Detrás de ella,
Quinas seguía echado sin moverse, las destrozadas manos atadas a la espalda y el

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cuerpo colocado de tal forma que su rostro estaba enfocado de cara a la pared. No lo
miró ni una sola vez, pero era fría y cruelmente consciente de su presencia.
Podrían haber transcurrido minutos u horas; Índigo no lo sabía, ni le importaba.
En su santuario privado, en lo más profundo del volcán, Jasker estaría meditando o
rezando, intentando reparar la falta que atribuía a su estupidez y el sacrilegio que
había cometido al pronunciar el nombre de su esposa muerta. Sin embargo, para
Índigo, la chispa que se había encendido por tan breves instantes entre ellos no había
sido un disparate, sino más bien un desesperado intento de dos personas solitarias y
desgraciadas de buscar consuelo en medio del vacío. No amaba a Jasker, como
tampoco él la amaba. Pero por un amargo y, a la vez, dulce momento, habían
superpuesto las imágenes de sus amores perdidos, y la ilusión casi los había
convencido.
Pero casi era justamente eso: casi. Las ilusiones no duraban, y Jasker ni podía ni
pretendía ocupar el lugar de Fenran. Sus manos eran las únicas que ella quería sentir
sobre su piel, sus labios los únicos que deseaba rozar con los suyos. Habían
transcurrido cinco años desde que lo perdiera... ¿Cuántos más pasarían antes de que
pudiera verlo de nuevo?
En el suelo, delante de ella, el broche de estaño de Chrysiva relucía con una
pátina brillante a la luz de la vela. Lo había dejado allí al recogerlo del lugar donde
había caído; por fin, muy despacio, como si se tratara de un sueño, extendió la mano
y lo levantó, sopesándolo distraídamente. Chrysiva. Fenran. La esposa de Jasker.
Todos ellos vivían en aquel menudo y tosco símbolo del amor de un minero; era la
materialización de lo que el poder que ella odiaba con tanta fuerza le hacía a su
mundo.
Odio. El tranquilo vacío que el arrebato emocional había dejado tras de sí se llenó
de improviso con algo perverso, ardiente y mortífero. Aunque no mostró ningún
signo externo de ello. Índigo sintió que un horno se había abierto en lo más profundo
de su ser y que sus abrasadoras llamas la devoraban desde dentro. Pero conocía la
sensación y le dio la bienvenida, ya que era la furia que la había sostenido desde
aquella noche en Vesinum, la cólera que la había conducido a las montañas y a
Jasker, el aborrecimiento que la había llevado a contemplar impasible cómo Quinas
aullaba bajo la agonía de la tortura. Odio. Era un vino fuerte, muy fuerte. Y aún no
había terminado de beber.
Se puso en pie, y mientras se enderezaba le pareció por un instante como si la
cueva se llenara de una neblina roja que casi la cegó. Se disipó rápidamente —no era
más, comprendió, que un pequeño mareo producido por el cansancio y la falta de
comida—, pero pareció cristalizar la furia de su interior en un rayo estrecho, maligno
y perfectamente claro que repentinamente encontró su foco en una única dirección.
Índigo se dio la vuelta y vio que Quinas había rodado sobre sí mismo y la miraba

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con el único ojo que le quedaba.
El odio se encrespó. Sonrió y alzó las manos, los puños apretados como si tensara
una cuerda invisible.
—Bien. —Si hubiera podido escuchar objetivamente su propia voz no la hubiera
reconocido—. El durmiente regresa al mundo. ¿Con qué soñasteis, Quinas? ¿Con
mujeres atormentadas? ¿Con enfermedades? ¿Con esclavitudes? —Sus labios se
torcieron inefablemente en una cruel sonrisa—. ¿O con el beso del fuego?
No le respondió —ella dudó de que fuese capaz de hablar—, pero despacio, muy
despacio, la roja lente descendió sobre su ojo, y un músculo de su hundido rostro se
crispó espasmódicamente.
La sonrisa de Índigo se ensanchó.
—¿Os duele algo? Si; creo que sí. Bien, pronto habrá terminado, Quinas. No
demasiado pronto para vos, diría yo, pero pronto. —Se agachó, inclinándose sobre el
prisionero. Sus espantosos y desfigurados miembros no la repelieron; había dejado
muy atrás tales reacciones humanas—. El dolor terminara, Quinas, cuando hayáis
realizado un pequeño trabajo para mí. Hacedlo y os permitiré morir. No lo hagáis, y
pasaré muchos, muchos meses disfrutando del espectáculo de vuestros nuevos
tormentos. Me comprendéis, ¿verdad?
El ojo cubierto por la lente roja continuó contemplándola sin verla, pero esta vez
la abrasada boca del capataz se contrajo y un murmullo apagado y reseco surgió de su
garganta.
—Lo... lo... lo... ca...
Índigo se echó a reír, rompiendo el silencio con su voz.
—¿Loca? No, Quinas. No estoy loca. Estoy furiosa. ¡Y mi furia aún no se ha visto
satisfecha, ni lo estará hasta que ese ser maligno al que servís no se debata
gimoteante a mis pies hasta quedar convertido en cieno primigenio!
Se incorporó con un brusco movimiento, y se volvió para dirigirse hacia donde
sus posesiones permanecían cuidadosamente amontonadas junto a la pared, a poca
distancia de allí. Tomó la ballesta, la armó con una saeta y se dio la vuelta hacia
Quinas. Sus manos acariciaron el arma, moviéndose despacio pero con mortífera
determinación, y dijo:
—Nos habéis hablado de vuestro amo Aszareel, y nos habéis dicho dónde se lo
puede encontrar. Pero no es suficiente, Quinas. Quiero más de vos. —Lo apuntó de
repente con la ballesta—. ¡En pie!
Quinas vaciló, luego hizo un gesto de negación con la cabeza, apenas perceptible.
Intentó hacerle una mueca burlona, pero resultó un esfuerzo patético y espantoso en
su rostro deforme.
—Y si... no quiero —susurró—. ¿Qué ha... haréis entonces, saia?
Índigo lanzó una carcajada con cierta suavidad.

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—Mirad de nuevo, amigo mío. Comprobad adonde apunta la flecha.
La mirada del hombre se dirigió hacia la ballesta, y resiguió la imaginaria línea
que iba de ella hasta su cuerpo. La saeta iba dirigida directamente a su ingle.
—No, no os matará —le confirmó la joven en voz baja—. Pero os provocará
mucho dolor. Más dolor aún, Quinas. ¿Me explico?
No pudo adivinar qué pensamientos cruzaban por la mente del capataz mientras
contemplaba el arco que ella sostenía con firmeza. Pero por fin, aunque despacio y
con patente mala gana, que era el único resto de dignidad que le quedaba, Quinas
empezó a incorporarse con dificultad.
—¡Ín-di-go!
La aludida se giró en redondo, alzando la ballesta en un rápido movimiento
reflejo para apuntar a la inesperada pero, sin embargo, familiar voz que acababa de
sonar a sus espaldas. Quinas se dejó caer torpemente en el suelo, y la muchacha se
encontró en el punto de mira de su arco la figura de Grimya, inmóvil en la boca del
túnel.
Los ojos de la loba brillaron con expresión triste en la penumbra.
«¿Me matarás también a mí?», preguntó en silencio el animal.
—Me has sobresaltado... —A la defensiva. Índigo convirtió sus palabras en una
acusación, y bajó el arma—. Pensé...
Grimya volvió los ojos hacia Quinas.
«¿Pensaste que yo era otro enemigo?»
El capataz la contemplaba con atención; su curiosidad derrotaba el dolor y la
confusión. Al instante. Índigo cambió a la conversación telepática.
«¡No deberías acercarte a mí sin hacer ruido!»
«Intenté hablar contigo, tal y como estamos hablando ahora. Pero tu mente
estaba cerrada a la mía. » Grimya penetró un poco más en el interior de la cueva,
luego vaciló. «Está prácticamente cerrada, ahora. Intercambiamos palabras, pero no
puedo ver tus pensamientos. Índigo, ¿qué haces? ¿Dónde está Jasker? ¿Y por qué
ibas a matar a este hombre cuando dijiste que no lo harías?»
«No iba a matarlo. ¡Maldita sea, Grimya, no lo comprenderías!»
La loba soltó un ahogado gañido, y bajó la cabeza.
«Podría; pero tú no me dejas intentarlo. »
La cólera se apoderó de Índigo, y con un violento gesto arrojó a un lado la
ballesta. Ésta se estrelló contra la pared e hizo que Grimya se encogiera asustada; la
muchacha atravesó la cueva a grandes zancadas antes de volverse y mirar a la loba de
nuevo.
—Muy bien —dijo en voz alta—. ¡Muy bien, si es que quieres saberlo todo! —Ya
no le importaba que Quinas la oyera; ya no le importaba nada, excepto sus propias
intenciones, aquello que pensaba hacer y que el animal había interrumpido—. Ven

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aquí, Grimya. Ven aquí y mira.
«Índigo, por favor..., haces que tenga miedo de lo que hay en tu cabeza... »
El rostro de la joven se deformó hasta convertirse en una perversa máscara, y
repitió con ferocidad:
—¡He dicho que vengas a ver esto!
Grimya se acercó despacio y de mala gana. Al acercarse vio que su amiga
sostenía algo en la mano que le tendía. La loba ya lo había visto antes. Un adorno,
como los que a los humanos les gusta lucir, hecho de un metal de color plateado.
Había pertenecido a la pobre mujer enferma, y ella se lo había dado a Índigo como
regalo, justo antes de... Pero no quería recordar aquello, ya que la muerte de la mujer
había señalado el inicio de aquel comportamiento extraño en su amiga. Y aunque no
podía entender el motivo, presentía que el pequeño adorno era en cierta forma
responsable.
—¿Y bien? —La voz de Índigo poseía un desagradable tono interrogante—.
¿Sabes lo que es esto?
Grimya parpadeó, sintiéndose muy desgraciada.
«Sé de dónde vino, pero no sé cómo se le llama. Índigo... »
Se vio interrumpida.
—Es un broche. El broche de Chrysiva. ¡Algo que se le dio en señal de amor, y
que se le quitó, de la misma forma en que se le quitó la vida, mediante la enfermedad,
el odio y la corrupción! ¿Eres capaz de comprender lo que eso significa?
«Pero si no es más que una pieza de metal», razonó Grimya.
—¡No! Es mucho más que eso; es un símbolo, un... —se quedó sin palabras y
sacudió la cabeza con violencia—. ¿Cómo puedes tú comprender estas cosas? ¿Cómo
podrías tú comprender lo que significa este broche? Era de ella: de Chrysiva. Y ahora
Chrysiva está muerta, asesinada por el Charchad. ¡Y el Charchad es el demonio, y ese
demonio habita en este repugnante y hediondo valle, y propaga su basura y su
corrupción por todo el mundo! —Aspiró con fuerza, jadeante, y su cuerpo empezó a
temblar con una cólera apenas controlada—. Quiero que ese demonio y todo lo que
significa muera —siseó llena de veneno—. Cueste lo que cueste, por peligroso que
sea; no me importa. —Sus ojos se clavaron en los de Grimya, y la loba se echó hacia
atrás atemorizada por la furia demente que ardía, tan nacarada, anormal y devastadora
como la luz del mismo valle de Charchad, en su salvaje mirada—. ¡Vengaré a
Chrysiva!
La luz de la vela se reflejó en el pequeño broche cuando Índigo echó la mano
hacia atrás en un gesto brusco, y durante un instante el estaño centelleó con el mismo
brillo que...
Con el mismo brillo que la plata.
En ese momento, Grimya comprendió lo que le había sucedido a su amiga.

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Némesis. En el cerebro de la loba aparecieron imágenes de la diabólica criatura
con sus inhumanos ojos sonrientes. El álter ego de Índigo, quintaesencia del mal que
había liberado de la Torre de los Pesares. Una influencia que aspiraba a destruirla, y
de la que la muchacha no podía liberarse hasta que hubiera muerto el último de los
siete demonios. Y aunque Némesis podía tomar la forma que quisiera, una constante
la traicionaría siempre ante los ojos vigilantes.
Esa constante era el color plateado.
Horrorizada, Grimya clavó los ojos en el broche de Chrysiva. Debiera haberse
dado cuenta, cuando Índigo empezó a concentrar su atención en el regalo que la
mujer le había hecho en sus últimos momentos de vida, de que la influencia bajo la
que se encontraba su amiga no era normal. Pero el hecho de que el metal fuera bajo y
su brillo apagado la había engañado, y ni ella ni Índigo habían considerado ni por un
momento que otros peligros aparte del Charchad pudieran aguardarles. Ahora, no
obstante, la loba estaba segura de ello. Plata. Un momentáneo destello bajo la tenue
luz de la vela. Némesis había regresado para desafiarlas.
Alzó la cabeza para mirar a Índigo a los ojos, y vio que era demasiado tarde para
intentar razonar. Sin saberlo, la muchacha estaba en poder de Némesis. Y el dominio
que sobre ella ejercía aquel demonio era demasiado fuerte para que Grimya pudiera
romperlo.
La loba sintió un espasmódico estremecimiento en la garganta, un reflejo que la
hizo desear alzar el hocico y aullar su pena al cielo. Se sentía sola, abandonada,
perdida; pero una nueva sabiduría se abría paso a través de su instinto animal y le
decía que, ahora, quizá como nunca antes, debía actuar por cuenta propia. Índigo no
la escucharía; su mente estaba encerrada en otro plano, envuelta en la siniestra ira que
la impulsaba. Pero existía alguien más. Grimya recelaba de él, ya que sabía que
estaba loco y era reacia a confiar en él por completo. Ahora, no obstante, parecía que
era su única esperanza.
Lanzó un débil gañido, esperando todavía que Índigo parpadeara y la mirara, y
que la demencia de sus ojos hubiera desaparecido. Pero la joven no la oyó. En lugar
de ello se agachó, el broche apretado con fuerza en su mano, y miró hacia adelante,
como si contemplara un mundo extraño y terrible, y le gustara.
Ni siquiera levantó la cabeza cuando el animal abandonó la cueva corriendo.

Un total agotamiento se había apoderado de Jasker, pero su descanso se veía


interrumpido por pesadillas inconexas y desagradables. Éstas culminaron en un sueño
durante el cual, en otro nivel de conciencia, le pareció oír una voz que pronunciaba su
nombre una y otra vez, y cuando se despertó con un sobresalto se quedó
momentáneamente desorientado por el silencio que reinaba en su santuario. Se
incorporó en su lecho, frotándose los irritados párpados; entonces dio un nuevo

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respingo al ver a Grimya en la entrada de la caverna.
Los ojos de la loba estaban enrojecidos por la congoja. Jadeante, el animal miró al
hechicero con una expresión de muda súplica; luego, ante su asombro, resolló de
forma gutural, pero clara:
—¡Por favor, ayú... dame!
Jasker se la quedó mirando boquiabierto, preguntándose por un fugaz instante si
no estaría soñando todavía. Había conjeturado que la loba era capaz de comunicarse
telepáticamente, pero no se había imaginado aquello. Por fin recuperó la voz, aunque
apagada por la incredulidad.
—Grimya..., puedes hablar...
El animal hundió la cabeza en un gesto que daba a entender confusión e incluso
vergüenza.
—Sí. No..., no quería que lo sup... pieras. Pero ahora, no pppuedo... ocultar... lo
más. ¡Necesito tu ay... ayuda, Jasker!
A causa de la sorpresa que le produjo el descubrimiento, Jasker no había prestado
demasiada atención a lo que Grimya había dicho. Pero ahora, aunque con cierto
retraso, se dio cuenta, y sintió una aguda punzada de aprensión que borró los últimos
restos de su cansancio.
—¿Qué sucede? —Con los músculos en tensión, empezó a ponerse en pie—. ¿Ha
ocurrido algo?
—A... ún no. Pero me temo que sucederá. Es Índigo. Ella... —Grimya golpeó el
suelo con la pata llena de desaliento ante sus limitadas facultades—. Está enferma.
Un temor nauseabundo convulsionó el estómago de Jasker.
—Por la lengua de Ranaya, ¿no querrás decir que padece la enfermedad de
Charchad?
—No, no es e... so. En su cabeza. En su mmmente. Tiene que ver con el hombre,
el hombre he... rido. Intenté hab-blar con ella, pero no qu... quiso escuchar. Por
favor..., no pppuedo explicarlo bi... bien. Ven y verás.
No precisó que lo apremiaran. Para que Grimya hubiera roto su secreto —y podía
comprender muy bien por qué deseaba que nadie, excepto Índigo, conociera su
peculiar talento— algo debía de andar muy mal.
—Ve delante —le dijo—. Sólo Ranaya sabe si yo podré conseguir algo allí donde
tú has fracasado, pero lo intentaré.
Abandonaron la cueva y Grimya fue por delante de él a través del laberinto de
túneles por los que había seguido la pista del hechicero. Le costaba controlar su
impaciencia ante los movimientos más lentos del hombre, y al final echó a correr
cuando avistaron la entrada de la caverna principal. Jasker la vio desaparecer por allí
y su corazón casi se detuvo cuando le llegó por el túnel el eco de un lastimero aullido.
—¡Grimya!

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Recorrió a la carrera los últimos metros y se precipitó al interior de la cueva. La
loba estaba clavada en el centro de la habitación, las orejas pegadas a la cabeza; al
entrar él se volvió y lloriqueó una palabra llena de desesperación.
—¡I... do!
La caverna estaba vacía. El suelo se hallaba lleno de cosas, la mayoría
pertenecían a Índigo, aunque también había una buena cantidad de objetos personales
de Jasker mezclados con ellas. Daba toda la impresión de que alguien había
registrado la cueva frenéticamente antes de dejarlo todo abandonado al caos. Grimya
tenía razón: Índigo se había ido.
Y también Quinas.

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asker maldijo entre dientes y se sentó en el suelo, ya que sus piernas parecían no
J querer aguantarlo. Grimya corrió a su lado con la lengua colgando.
—¿Qué... vamos a ha... hacer?
La idea de que Quinas pudiera haber recuperado fuerzas suficientes para dominar
a Índigo resultaba ridícula; sólo podía haber abandonado la cueva como su prisionero
y no viceversa. Pero si el estado mental de la muchacha era tal y como daba a
entender la loba, aquella idea no era ningún consuelo.
—Grimya. —Se volvió hacia ella con la intención de tomar sus manos, pero
entonces recordó que no era un ser humano—. ¿Por qué querría llevarse a Quinas de
la cueva? ¿Se te ocurre alguna razón?
La cabeza del animal se balanceó negativamente.
—No... qu... quiso hablar... me. Pero estaba... estaba... —lanzó un desdichado
gruñido—. No ppuedo explicar. ¡No sé la pa... palabra apro... apropiada!
—¿Enojada?
—Sssí. Pero más. Como si hubiera... co... conseguido una presa, pero no pupu...
diera creer que la había mat... matado, y por lo tan... tanto intentara ma... matarla una
y otra vez.
Jasker comprendió la analogía.
—Obsesionada —repuso.
Era lo que había temido.
—Ob... se... sesio... nada. —La loba repitió la palabra con grandes dificultades.
—Sí. Yo también lo he advertido, Grimya; y lo comprendo. Verás, yo también
estoy obsesionado con la idea de destruir al Charchad, y por eso puedo comprender
los sentimientos de Índigo. Pero —lanzó una risa forzada, sin la menor alegría—,
aunque parezca extraño, no creo que mi obsesión pueda equipararse a la suya. Algo la
empuja; algo que ni siquiera puedo empezar a entender y que hace que mis
sentimientos parezcan superficiales en comparación. Cuando trajimos a Quinas a la
cueva... —Se contuvo bruscamente—. No. No tienes por qué saber eso; no es justo
que te cargue con ello. Baste con decir que creo que deberíamos encontrar a Índigo y
pronto.
—Puedo seguir... le el rrrastro —dijo Grimya—. Igual que se... guí el tuyo. Será
fácil. Pero...
—¿Pero qué?
—Hay algo másss, Jasker. A... algo que no te he dicho.
Aunque la voz de la loba no podía matizar demasiadas modulaciones, su tono
alertó al hechicero. Arrugó la frente.
—¿Qué es, Grimya? ¿Qué es lo que no me has dicho?

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—Yo... —Se lamió el hocico preocupada—. No debería decirlo. Se me ha
advertido que no lo... diga. Pero si no te a... viso...
El hombre se dio cuenta de que estaba muy angustiada, el deber y el instinto
luchaban en su interior y eso la confundía terriblemente. Extendió la mano y le
acarició la parte superior de la cabeza, en un intento de calmarla y de convencerla de
que su preocupación era auténtica.
—Grimya, si has prometido guardar un secreto, entonces lo comprendo y lo
respeto; es algo muy noble. Pero hay momentos en que las cosas cambian de forma
imprevisible, y si eso sucede, entonces guardar el secreto a veces provoca más daño
que bien. ¿Me entiendes?
—Essso creo...
—¿No te parece que éste puede ser uno de esos momentos que no pueden
preverse?
—Yo... —Insegura de sí misma, la loba se alejó. Bajó el hocico casi hasta rozar el
suelo, pensativa, luego levantó por fin la mirada hacia él—. No sé si lo que dices es
ver... dad, pero c... creo que debo decir... telo. Por Índigo. —Se detuvo un instante—.
Debo ha... blarte de Né-me-sis.
Jasker sintió un escalofrío.
—¿Némesis? —preguntó con brusquedad.
Grimya parpadeó.
—¿Sa... sabes lo que es?
Era la palabra que había visto en la mente de Índigo, el fragmentado concepto de
un demonio peculiarmente personal que no había comprendido del todo. El corazón
de Jasker se puso a latir con más fuerza.
—Sólo he oído hablar de ello una vez —le respondió—. Pero de alguna manera
es importante para ella, ¿verdad?
—Sí —admitió Grimya sintiéndose muy desdichada.
—¿Y tiene alguna conexión con la plata?
Los ojos de la loba lanzaron un destello rojo y echó hacia atrás los labios,
mostrando los colmillos en actitud defensiva.
—¿Cómo sabes eso?
Ansioso por no perder más tiempo con explicaciones detalladas, Jasker disimuló.
—Fue algo que Índigo me dijo. Una insinuación, nada más. Grimya, debes
hablarme de Némesis; cuéntame todo lo que sepas. —Levantó la cabeza y paseó la
mirada por la vacía cueva, como si algún sonido o sombra lo hubiera asustado; luego
se estremeció a pesar del calor—. Mi instinto me dice que es de vital importancia.
—Comprendo el ins... tinto —repuso el animal—. Y el mío habla con la misma
voz. Pero... ¡ahhh! ¡Ojalá p... pudiera hablar a tu mente! Lo he int... tentado, y no
pppue-des oírme.

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Así que tenía poderes telepáticos, como él había adivinado. Jasker maldijo en
silencio sus propias deficiencias, las habilidades periféricas que nunca había
desarrollado. «Si hubiera sido un sirviente más aplicado... », pensó; pero ahora ya era
demasiado tarde.
Miró de nuevo a la loba y dijo:
—Sé que es muy duro para ti, Grimya, pero debemos hacer todo lo que podamos.
Por favor, dime lo que sepas.
Y así, a trompicones, pero tan deprisa como le fue posible, Grimya le explicó la
diabólica amenaza que seguía los pasos de Índigo, y cómo se había manifestado a
través del broche de Chrysiva, que había dado origen a la salvaje y extraña locura de
su amiga. Jasker la escuchó, intentando ayudarla cuando no podía encontrar la
palabra que le faltaba, y por fin consiguió reconstruir la historia lo suficiente como
para tener una idea clara, y nada agradable, de ella.
Pensó en las imágenes que había visto en la mente de Índigo durante la prueba de
la verdad. Ahora quedaban explicadas muchas cosas: desde su casi inhumana
perseverancia hasta su depravada resolución de prolongar el sufrimiento de Quinas, y
la compadeció profundamente. Pero mezclada con su compasión había la certeza total
de que dejar que la simpatía nublara su juicio podría resultar un error muy peligroso.
Índigo había perdido el control de sus propias motivaciones, y Jasker supuso que en
aquellos momentos la influencia del demonio sobre ella era ya demasiado fuerte
como para que fuera capaz de razonar. Había que acabar con aquel dominio o, de lo
contrario, impulsada por la furia demente que Némesis había orquestado con tanta
astucia. Índigo se arrojaría de cabeza y sin considerarlo de forma racional contra el
enemigo que intentaba destruir; y aquella imprudente obsesión sería su ruina.
Aquello era precisamente lo que deseaba Némesis.
Grimya había empezado a pasear de un lado a otro de la cueva. Estaba ansiosa
por actuar en vez de hablar, y Jasker se daba perfecta cuenta de que habían perdido
mucho tiempo mientras ella relataba su historia. Pero era de vital importancia
enterarse de la verdad; Némesis no era un poder al que se podía tomar a la ligera, y
sin la advertencia de Grimya no hubiera estado preparado para enfrentarse a él.
La loba dijo:
—Quiero ir tras ella. Si es... pero mucho más, no habrá ras-trro que seguir.
—Iré contigo.
—Nnno. Tú sólo me... re-trasarías. —Lo miró como pidiendo disculpas—. Sola,
puedo encon... trrrar... la sin ser vista.
Tenía razón; él no era ningún cazador, ni rastreador. Pero poseía otras
habilidades...
—Muy bien —repuso—. Pero ten muchísimo cuidado. Ranaya sabe muy bien
que no me gusta tener que decir esto, pero si Índigo ha caído, como tú dices, presa de

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ese demonio, puede que ya no te considere una amiga.
Viejos recuerdos se agitaron en los ojos de la loba, y agachó la cabeza.
—Lo... sé.
—Entonces encuéntrala y regresa junto a mí tan rápido como puedas.
—Lo ha... re.
Y sin decir nada más, Grimya salió corriendo de la cueva. Jasker oyó cómo sus
garras arañaban el suelo de piedra mientras recorría el túnel a toda velocidad; luego
se dirigió rápidamente al altar de Ranaya. La magia no podía ayudarle ahora; nunca
había poseído talento para ver mentalmente, y el olfato de Grimya podía localizar a
Índigo allí donde sus poderes no conseguirían nada. Hasta que la loba regresara con
información sobre su paradero, no podía hacer otra cosa que rezar a su deidad.
Jasker se arrodilló ante el altar y empezó a suplicar en silencio y con gran fervor
en busca de consejo.

Para desaliento de Grimya, el rastro de Índigo estaba casi destruido por el calor y
la contaminación procedente de las minas. Salió de la red de túneles al abrasador sol
de primera hora de la tarde, y se vio asaltada al instante por los hedores sulfurosos
que un viento del noroeste arrojó sobre su rostro y que convirtieron la atmósfera que
la rodeaba en una neblina de color cobre. La roca era demasiado árida para reflejar ni
siquiera una pisada, y durante varios minutos Grimya se dedicó a olfatear el suelo,
luchando por interpretar y separar los olores de la piedra caliente, el viejo magma y el
hedor aún más desagradable del lejano valle. Por fin, no obstante, su hocico encontró
algo que reconoció. Una insinuación tan sólo, pero la condujo por un antiguo lecho
de lava, montaña arriba.
Él calor la hacía jadear y el suelo rocoso le quemaba las patas, pero hizo caso
omiso de las molestias y corrió por la torrentera; de vez en cuando se detenía para
comprobar que el rastro, débil pero todavía perceptible, no había desaparecido.
Intentaba moverse por la sombra siempre que podía encontrarla, pero a medida que
ascendía más y más hacia las cumbres, las zonas umbrías se hicieron cada vez más
escasas, hasta que se encontró en una loma que se cocía bajo el ardiente sol.
Grimya se detuvo para orientarse. El viento era más fuerte allí y agitaba su pelaje,
pero mitigaba muy poco el calor; allá a lo lejos, a sus pies, pudo ver la espesa y sucia
niebla fosforescente que flotaba sobre las minas. Hogueras tenebrosas relucían por
entre la mezcla de humo y niebla allí donde ardían los hornos de fundición, y el aire
vibraba, pesado y amenazador, con el hedor y el ruido que subía del valle.
Grimya se estremeció y no quiso seguir contemplando la escena. Volvió la cabeza
para examinar la loma y vio, algo más adelante, allí donde la cresta se hundía para
formar un estrecho desnivel entre dos conos volcánicos idénticos, a dos figuras que se
movían con lentitud.

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Se controló con un esfuerzo para no lanzar un aullido de alivio. Una de aquellas
lejanas figuras era, sin lugar a dudas. Índigo; aunque la neblina obstaculizaba su
visión, la loba reconoció la cabellera de su amiga. Y la otra figura, que arrastraba los
pies, andando a trompicones, como si cada paso le produjera un dolor indescriptible,
era el hombre malvado, el hombre al que habían hecho daño porque servía al
Charchad.
El animal se deslizó por la ladera de la loma hasta un nivel en el que resultaría
invisible si alguna de las dos personas que había más allá volvía la cabeza y miraba a
su espalda. Con el cuerpo pegado al suelo, avanzó furtivamente y con cierta dificultad
por la empinada ladera, hasta que juzgó que sus presas habrían llegado ya al pico más
alejado y estarían demasiado ocupadas en la ascensión como para prestar atención a
lo que pudieran tener detrás. Se escabulló de nuevo hasta la cima de la loma y vio que
no se había equivocado; estaban a unos cincuenta pasos de ella ahora, penetrando
despacio en los pliegues color marrón rojizo de las laderas inferiores de la cima.
Grimya vaciló. Jasker le había dicho que regresara en cuanto tuviera noticias del
paradero de Índigo; pero la lealtad y la preocupación la impulsaban a desobedecer la
orden. Conocía las intenciones de Némesis tan bien como cualquier otro, y estaba
terriblemente preocupada por su amiga. No podía dejarla bajo la indiscutible
influencia del demonio, debía intentar hacerla razonar. Tenía que hacerlo.
Echó a correr y recorrió la cresta a toda velocidad, llamando a Índigo.
La muchacha se detuvo y giró en redondo, alzando la ballesta que sostenía entre
las manos. Durante un instante sus ojos miraron sin comprender, sin dar la menor
señal de reconocerla; luego, de forma repentina, la presencia de la loba penetró en su
cerebro y lo espetó:
—¡Tú! ¿Qué es lo que estás haciendo aquí?
«¡Índigo, tienes que escucharme! Hay peligro aquí... »
El urgente mensaje mental se hundió en el más completo desconcierto al darse
cuenta de que la mente de Índigo estaba totalmente cerrada a ella. No podía
comunicarse, ya que su amiga se negaba a escucharla.
Cambiando rápidamente al lenguaje hablado, jadeó:
—He... ve-nido a buscar... te. ¡Índigo, hay pe... peligro!
Quinas se había desplomado sobre la roca pelada, estremeciéndose aturdido por el
agotamiento, pero la joven no se movió. Se quedó contemplando a la loba; ésta se
sintió horrorizada por el frío desprecio que veía en sus ojos y por la aureola de odio
que emanaba de ella en forma casi tangible. De repente, con el telón de fondo de las
lúgubres cimas desnudas y el palpitante cielo sulfuroso. Índigo se había convertido en
una criatura de otro mundo. Y el opaco broche, sujeto como una orgullosa insignia de
jerarquía en su pecho, alimentaba el fuego que ardía en su interior.
—Por favor —resolló Grimya—, ¡tie... nes que escucharme! ¡El brro-che es

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Némesis, es el de... monio! No lo vimos al principio, pero ahora...
No pudo seguir, ya que el rostro de la muchacha se contrajo en una mueca y le
gruñó:
—¿Lo vimos? De modo que ahora has transferido tu lealtad a Jasker, ¿verdad?
¡No debiera haber esperado otra cosa de ti!
—¡No. Índigo! —gritó Grimya, desesperada—. ¡Es... cúchame! ¡Abre los ojos,
mira lo que el demonio ha hecho! No de... bes seguir adelante, o estarás en un grr-an
peligro!
—¡Malditas sean tus censuras y tu cobardía! —Los ojos de Índigo estaban llenos
de rabia; de repente alzó la ballesta hasta que la saeta apuntó directamente a la loba
—. Escúchame tú a mí, y llévale este mensaje a tu buen amigo Jasker. Tú y él puede
que no tengáis el valor de hacer lo que ha de hacerse, ¡pero yo lo tengo! Dile que me
dirijo al valle del Charchad, con esta basura como rehén, y que pienso matar al
demonio, cosa que él no ha podido hacer a pesar de todas sus lindas palabras y
fanfarroneos! ¡Díselo!
Grimya balanceó la cabeza de un lado a otro angustiada.
—¡Por favor, Ín-digo! No soy tu enemiga.
—Enemiga o amiga, tanto me da. ¡Vete!
—¡No! Regresa conmigo, escucha lo que Jasker tiene qu... que decir...
—¡He dicho que te vayas! —gritó la joven, y sus manos se cerraron sobre el arco
—. O te mataré.
Su dedo se apoyaba sobre el disparador. Sus miradas se encontraron y Grimya,
con gran horror por su parte, vio la muerte en los ojos de Índigo. Lanzó un gañido,
retrocediendo un paso, e Índigo le espetó despectiva:
—Contaré hasta tres. Y si no me has obedecido para entonces, te mataré. ¡Lo digo
en serio!
Desconsolada, la loba comprendió que aquello no era un farol. Su amiga, la
persona en quien confiaba, se había vuelto loca, y si no se daba la vuelta y corría
perdería la vida en aquella ladera yerma atravesado su corazón por la saeta de una
ballesta. Incapaz casi de creer en aquella traición, clavó los ojos en Índigo por un
último instante, suplicando en silencio, pero se encontró tan sólo con el muro al rojo
vivo de la furia de la muchacha.
—Uno —empezó a contar.
Grimya lloriqueó.
—Dos. —Su dedo se tensó sobre la palanca y la loba dio media vuelta y huyó.
El desdichado animal se deslizó ladera abajo, casi perdiendo el equilibrio; no le
importaba caerse al pie del volcán y partirse el cuello. El dolor la abrumaba: dolor
por su propio fracaso, dolor por Índigo y aquello en lo que se había convertido... Pero
más fuerte aún que el dolor, sentía un temor que le destrozaba el ánima, mientras

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corría con todas las fuerzas y velocidad que era capaz de reunir de regreso a la cueva
y a Jasker.

Índigo contempló cómo la loba desaparecía en la distancia; y sólo cuando ésta se


perdió de vista, bajó por fin la ballesta e, impávida, se dio la vuelta. Quinas yacía en
el mismo sitio sobre el que se había derrumbado; cuando se acercó para detenerse
junto a él, éste levantó los ojos hacia ella e intentó esbozar una sonrisa de desdén.
—Una sola palabra y terminaréis el viaje con una saeta clavada en la pierna. —
Índigo se dirigió a él con remota indiferencia—. En pie. —Aguardó mientras él
gateaba penosa y lentamente hasta conseguir incorporarse; luego le dio un golpecito
en la espalda con el arco—. Andando. Nos queda un buen trecho aún.
El capataz vaciló y volvió el destrozado rostro para mirarla. Por un instante
pareció como si fuera a hablar; entonces la expresión de la muchacha le hizo
pensárselo mejor y apretó los dientes para poder soportar el terrible dolor que lo
torturaba a cada paso que daba. Empezó a andar laboriosamente montaña arriba.
Índigo lo siguió, observando sus esfuerzos indiferente y acoplando su paso al de
él. Durante la primera parte de su viaje había intentado hacerlo ir más deprisa,
amenazándolo con nuevos tormentos si la desobedecía; pero finalmente había
aceptado que el hombre no podía avanzar a otro paso que no fuera el de tortuga. Muy
bien, pues; quedaba una hora o más de luz aún, y para cuando el sol se pusiera
estarían lo bastante cerca del valle de Charchad como para que su maligno fulgor
nacarado iluminara el camino.
No se había detenido ni una sola vez para interrogarse sobre el impulso que la
había obligado a sacar a Quinas a rastras de la cueva y ordenarle que la condujera al
valle. Todo lo que sabía —o le importaba— era que no aceptaría ningún retraso.
Cuando el capataz se rindió finalmente bajo la hábil tortura de Jasker y les contó la
verdad sobre su señor y mentor Aszareel, ella había experimentado aquella sensación:
el ardiente y cegador deseo de huir de la cámara de tortura, ascender la ladera de la
Vieja Maia y desde allí seguir la ruta que, según la agonizante y ahogada confesión
de Quinas, la conduciría cerca de las minas y al interior del valle de Charchad.
Entonces había controlado su deseo, consciente de que actuar sin haberlo meditado ni
preparado resultaría temerario; pero más tarde, cuando los acicates combinados del
fingimiento de Jasker y su propia concentración airada sobre el broche de estaño
empezaron a hacer mella en su espíritu, decidió no esperar más.
Quinas había intentado protestar, pero ella poseía sus propios métodos de
coacción, y el prisionero lucía ahora varias cicatrices nuevas —producto de un
cuchillo, en lugar del fuego elemental de Jasker— como testimonio de sus poderes de
persuasión. Lo más probable era que no fuera a necesitarlo, pero si la suerte le volvía
la espalda podía resultar valioso, y, por lo tanto, había considerado que las molestias

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de llevarlo con ella merecían la pena.
No sabía con qué se encontraría al alcanzar su destino. Quinas había revelado
todo lo que sabía, pero se había sentido frustrada al descubrir que sus conocimientos
eran limitados. Jamás había penetrado en el valle de Charchad, jamás había cruzado
el último y bien protegido cerro que daba al resplandeciente pozo del que había
surgido aquella religión retorcida. Ese privilegio estaba reservado a aquellos a
quienes el Charchad consideraba pecadores necesitados de su más terrible forma de
iluminación. Pero, como uno de los acólitos de Aszareel con más influencia, Quinas
conocía los senderos que conducían al valle, y ahora había llegado el momento de
que siguiera el ejemplo que había impuesto a otros con tanta crueldad. Como su guía,
Quinas llevaría a Índigo al corazón del Charchad, y como rehén, la ayudaría a
materializar su deseo de enfrentarse al avatar del demonio que deseaba destruir.
En una o dos ocasiones, una vocecita en su interior había luchado por hacerse oír,
diciendo: ¿Y luego qué. Índigo? Cuando encuentres a Aszareel, ¡cómo lo matarás a
él y al demonio que representa? Pero la había ignorado, silenciándola bajo una
avalancha de enojado desprecio. Titubear sería actuar como un ser timorato; no caería
víctima de las dudas que habían provocado que Jasker se acobardara y no hiciera lo
que debía hacerse. El demonio moriría, se dijo a sí misma: eso era lo que importaba.
Y en su cólera, en su ansia de venganza, en su locura, lo creía.

Al oír el sonido de unas patas que arañaban el suelo, Jasker se puso en pie de un
salto y se volvió en el mismo instante en que Grimya penetraba a toda velocidad en la
cueva. La loba se detuvo en seco y se desplomó, jadeante, los costados agitándose
convulsionados mientras intentaba llevar el aire a sus pulmones. Consternado, se
apresuró a traerle un plato con agua, y la contempló mientras, jadeando su gratitud, lo
lamía una y otra vez hasta que sació parte de su sed y fue capaz de hablar con
coherencia.
Jasker escuchó su relato con una sensación de siniestra desesperación que creció a
medida que la narración progresaba. Cuando Grimya terminó, empezó a pasear por la
cueva y finalmente se detuvo mirando al altar.
A esas horas el sol estaría a punto de ponerse y, por lo que la loba le había
contado, Jasker comprendió que no tenía la menor posibilidad de alcanzar a Índigo
antes de que llegara al valle de Charchad. Cualquier intento de seguirla al interior de
aquel infierno sería poco menos que suicida; y, aunque no tenía en demasiada estima
su propia vida, una tentativa de rescate condenada al fracaso de antemano resultaría
un sacrificio inútil. Tenía que haber otro modo.
Y entonces, mientras contemplaba la pequeña estatua de Ranaya, una voz interior
le dijo que ese otro modo existía.
No era posible. Lo había intentado, se había esforzado, se había llevado a sí

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mismo a extremos que bordeaban los límites de la cordura y de la vida misma para
conseguirlo, y cada vez había fracasado. Dos años de lucha, y la puerta había
permanecido cerrada a él. No podía intentarlo de nuevo. No poseía los recursos, la
capacidad ni la resistencia.
Entonces —le preguntó la vocecita interior—, ¿cuál es la alternativa?
Jasker se estremeció cuando su propia mente respondió a la pregunta con sombría
certidumbre. Por vez primera tenía una oportunidad —quizá la única oportunidad que
tendría jamás— de cambiar las cosas, de acabar con aquello que se había apoderado
de su tierra y la destruía despacio, pero sin el menor asomo de duda. Unidos, él e
Índigo hubieran podido levantar un poder suficiente para aplastar el dominio de
Charchad, hasta que las maquinaciones de Némesis habían roto el vínculo que los
unía. Pero era posible, sólo posible, que el vínculo pudiera forjarse de nuevo, si él
tenía el coraje y la voluntad de hacerlo.
El remedio estaba en sus propias manos y era un remedio que hasta ahora había
fracasado. Pero esta vez tenía un aliado inesperado e inverosímil, que podría
inconscientemente tener la clave del éxito...
Se volvió y miró a Grimya. El animal levantó la cabeza y, al ver su especulativa
mirada, se puso en pie como pudo y se acercó a él. La lengua le colgaba y sus ojos
aparecían vidriosos a causa del agotamiento, pero estaba decidida a no dejar que el
cansancio la dominara.
—¿Jas-ker? —Levantó la vista hacia él, suplicante—. ¿Has pen... sado algo?
—No... estoy seguro; aún no. Necesitaré tiempo...
—¡Pero no te-nemos tiempo! ¡Índigo está en pe... ligro!
—Lo sé. Pero no la puedo traer de vuelta por la fuerza, debo encontrar otro modo.
Las orejas de la loba se agitaron.
—¿Uti-li-za-rás ma... magia? —inquirió dudosa.
«Por favor, Ranaya, haced que sea capaz de ello», pensó Jasker, y en voz alta
repuso:
—Sí. Es el único medio que nos queda, Grimya.
—Com... prendo. Pero... —miró en dirección al túnel, inquieta—. Si fuera tras
ella de nuevo, a lo mejor...
—No. Arriesgarías la vida para nada. —Se agachó y acarició con suavidad el
hocico de la loba—. Grimya, por favor, confía en mí. Creo que conozco la forma de
salvar a Índigo; pero si existe una posibilidad de que salga bien, necesitaré tu ayuda,
y deberás hacer lo que te pida. ¿Lo harás?
Estaba indecisa, dos instintos se debatían en su interior.
—Por favor, Grimya —repitió Jasker—. Hazlo por Índigo. —Una sombra cruzó
su rostro, como si viejos recuerdos se hubieran despertado por un breve pero
conmovedor instante—. Al igual que tú, yo tampoco quiero que muera.

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Quizás el animal percibió parte de sus pensamientos, o quizá sus palabras fueron
suficiente para convencerla; él no lo sabía. Pero por fin la loba levantó la cabeza y
dijo, aunque todavía con una sombra de duda:
—Ssssí..., con-fío en ti. Y haré lo que sea nece... sario.
La hubiera abrazado, pero todo lo que respondió fue:
—Gracias.
—¿Qu... qué quieres ha... cer? —preguntó ella.
—Antes de pensar en rescatar a Índigo, debemos eliminar la influencia que
Némesis ejerce sobre ella —dijo Jasker mientras se incorporaba—. Y eso significa
utilizar poderes mayores que los de ese demonio, para penetrar en su mente y hacer
que se dé cuenta de la verdad. Ahí es donde tú desempeñas un papel de vital
importancia.
—Pero yo no pu... puedo llegar a ella —le recordó Grimya.
—Tal y como está ahora, no. Pero creo que podré poner en marcha una fuerza que
se abrirá paso por entre las defensas del demonio, y canalizaré esa fuerza hasta la
mente de Índigo a través de ti.
—Una fuerza... ¿como los dra-dragones de fu-fuego?
—No. —La voz de Jasker sonó lúgubre—. No como los dragones de fuego. Es
algo mucho más grande, mucho más antiguo. —Bajó los ojos hacia ella con simpatía
y respeto—. Se necesitará valor, pequeña loba; todo el valor que tú y yo podamos
reunir. Pero lo conseguiremos.
—No tengo miedo. Pero, ¿qué poder es éste, Jasker? ¿Qu... qué es lo que pi-
piensas hacer?
Los ojos del hechicero adoptaron una expresión extraña y distante, que Grimya no
había visto nunca en ellos con anterioridad. Luego, con calma, replicó:
—Pienso despertar a las Hijas de Ranaya de su largo sueño.

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12
—No sirve de nada. —La boca de Quinas se dilató en un penoso rictus que quería
ser una sonrisa irónica—. Podéis hacerme lo que queráis, saia, pero no cambiaréis el
simple hecho de que no puedo seguir adelante.
Índigo bajó los ojos para mirarlo. En la creciente oscuridad, el rostro del hombre
era una espantosa mezcla moteada de cicatrices y sombras, y su único ojo, que
reflejaba la fría luz verdosa que inundaba ahora el firmamento sobre la estrecha
hondonada, parecía burlarse de ella. Sintió bullir la cólera en su interior y reprimió un
impulso de extender el pie y ponerlo a prueba por el método de aplastar su muñeca
bajo el talón. La verdad es que le creía, ya que casi era un milagro que hubiera
conseguido llegar tan lejos en las condiciones en que estaba. Durante los últimos cien
metros, más o menos, se había visto obligado a arrastrarse apoyado en codos y
rodillas —había intentado utilizar sus manos fundidas y destrozadas, pero el dolor
había resultado excesivo— y sólo había cubierto los últimos diez pasos cuando ella
agarró el extremo de la cuerda que rodeaba sus hombros y lo arrastró físicamente
sobre el accidentado terreno. Pero ahora no dudaba de que estuviera acabado.
Levantó la mirada y la dirigió hacia adelante, donde la hondonada se elevaba para
convertirse en una loma. La última cresta. Se lo había dicho él. La última cresta, y en
el extremo opuesto estaba el valle de Charchad.
Se volvió de nuevo hacia su prisionero. Su ojo se había cerrado y permanecía
inmóvil; le golpeó con la punta del pie.
—Despertad, despertad, rata de cloaca. No he acabado con vos aún.
La lente roja parpadeó levemente.
—Agua... —Quinas tosió al hablar—. Si tenéis... un poco desagua...
Índigo le hubiera escupido al rostro, pero no pudo reunir la saliva necesaria. Sabía
que, también ella, sufría de deshidratación, pero era reacia a malgastar más cantidad
de su reducida provisión de la que fuera estrictamente necesaria. Al menos, ahora,
con el sol bajo la línea del horizonte, la temperatura había descendido un grado o dos.
Todo lo que necesitaba era un poco más de energía para subir a la siguiente loma;
luego descansaría.
—¿Ahora qué, saia? —La voz reseca de Quinas interrumpió sus pensamientos.
Había comprendido que ella no iba a darle agua, y aquella evidencia lo hizo estar
menos atento a su situación de lo que debiera. De nuevo le dedicó una crispada
sonrisa—. No hay buitres en estas montañas para comerse mi cuerpo y darme la
muerte lenta que habéis ordenado. ¿Me dejaréis, pues, aquí para que mi carne se
derrita bajo el sol?
El odio centelleó en los ojos de Índigo.
—Dudo de que el sol se dignara tocar vuestro corrompido pellejo —replicó—.

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No, Quinas. Tengo en mente un final mucho mejor para vos. —Volvió la vista de
nuevo hacia el cerro que tenía delante—. Si no podéis andar, se os llevará. Pero, por
vuestro propio pie, de rodillas o sobre mi espalda, de una forma u otra, penetraréis en
el valle de Charchad.
—No... —La protesta salió de sus labios antes de que pudiera evitarlo, y por vez
primera Índigo advirtió auténtico temor en la voz de Quinas.
—¿Qué es esto? ¿Tiene miedo el noble seguidor de Charchad? —Lo desafió con
dureza, llena de mala intención, al tiempo que daba tirones a la cuerda haciendo que
el hombre se retorciera de dolor.
El capataz clavó sus dientes rotos en el labio inferior para no gritar y musitó:
—Sí...
—Hablad más fuerte, Quinas. ¡No os oigo con suficiente claridad!
Él aspiró con fuerza, luego repitió:
—He dicho que ¡sí! —Su ojo se clavó en ella, de una manera fija y espantosa,
llena de horror—. No podéis llevarme. No, a menos que yo coopere, y eso no lo haré
jamás. Podéis hacerme daño, apuñalarme, quemarme o desollarme; podéis
arrastrarme físicamente al interior del valle. Pero yo intentaré impedirlo, saia. De
algún lugar sacaré las fuerzas necesarias, ¡y os lo impediré! ¡Y cuando ya no pueda
luchar más, entonces me destrozaré las arterias de las muñecas con mis propios
dientes, si es necesario! ¡Pero jamás, jamás, penetraré en el valle de Charchad,
porque me da miedo!
Se dejó caer de espaldas, agotado por el esfuerzo que le había costado articular
sus vehementes palabras. Índigo se lo quedó mirando. Así que Quinas se sentía tan
aterrorizado por lo que se ocultaba en aquel valle como sus pobres víctimas. Quinas,
acólito de Charchad, leal sirviente de Aszareel, no se atrevía a enfrentarse a su señor;
y por fin se había visto obligado a admitirlo.
Empezó a reír. El sonido era desagradable y anormal, pero subió borboteando por
su garganta y no vio motivo para detenerlo.
—Quinas —dijo—. Quinas, el azote de los pecadores, el que enciende las piras
funerarias, el torturador de mujeres. —Se llevó una mano a la boca para contener el
vendaval de enloquecida hilaridad. Luego la risa se apagó de repente y su tono se
convirtió en hiriente desprecio—. ¡Quinas, el cobarde rastrero!
—Sí —repuso con calma el capataz—. Pero lo bastante honesto como para
admitirlo.
Meditabunda. Índigo jugueteó con el broche que llevaba sujeto a su pecho.
Aquello la divertía. La confesión de último momento por parte de un hombre que se
auto-proclamaba valeroso y fuerte resultaba graciosa. Estaba demasiado asustado
para enfrentarse a aquello que, con tanto celo, había obligado a otros a adorar...
Suprimió con un bufido una nueva carcajada y se secó los ojos, sintiéndose

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inexplicablemente excitada. La situación era deliciosamente irónica: Quinas, el
acólito de Charchad, se acurrucaría allí entre las piedras y rehuiría a su dios; mientras
ella, sola y sin miedo, ascendía la última cresta para escupir en el rostro de esa misma
deidad. Jasker lo hubiera encontrado muy divertido...
La joven frunció el entrecejo e intentó controlarse. No quería pensar en Jasker, ya
que había demostrado no ser mejor que Quinas. Que permaneciera, también él,
acurrucado en la seguridad de sus cuevas. Que siguiera farfullando sus plegarias por
las almas de Chrysiva y de otros como ella, plegarias que no servían de nada. Había
llegado el momento en que ella debía actuar. Era su momento, y el de nadie más.
Levantó la mirada hacia la cresta, especulando, calculando. Según Quinas, aquél
era uno de los senderos menos frecuentados para penetrar en el valle; y aunque cada
acceso estaba constantemente vigilado, no habría más que dos, o quizá tres,
centinelas de guardia. Mirarían hacia adentro, vigilantes ante cualquier pecador que
intentara huir, ya que nadie penetraba en el valle de Charchad por su propia voluntad.
Hasta ahora.
Se colgó la ballesta a la espalda, la sujetó y luego se volvió hacia Quinas por
última vez. Otro cruel tirón de la cuerda; una nueva mueca de dolor. Índigo sonrió
con desprecio.
—Bien, mi cobarde amigo, he decidido otorgaros un poco de la misericordia que
le negáis a otros. Ya no os necesito, de modo que os quedaréis aquí y veréis el inicio
de mi victoria. —Se inclinó acercando su rostro al de él—. El fin de Charchad,
Quinas. Pensad en ello, mientras esperáis a que salga el sol y apure los últimos restos
de vida de vuestro despreciable cuerpo. ¡El fin!
—saia... —Hizo intención de alzarse hacia ella, pero se dejó caer de nuevo al
suelo, demasiado débil para conseguirlo. Su respiración era rápida y le costaba hablar
—. ¡Os lo ruego..., no lo hagáis!
—Estoy sorda a vuestras súplicas, Quinas. Implorad a la luna, implorad a las
montañas, implorad al sol cuando salga. Puede que os escuchen. ¡Yo no lo haré!
—Índigo. —Utilizó su nombre por primera vez desde que lo capturaran—. ¡Por
favor, vais a sacrificar inútilmente vuestra vida!
La sonrisa que le dedicó como respuesta fue una mueca de frío desprecio.
—Ocupaos de la vuestra, Quinas, mientras aún la tenéis. ¡Sacadle el máximo
provecho a lo poco que os queda de vida!
Quiso dedicarle un último gesto de desdén, pero no se le ocurrió nada apropiado.
Sus acciones serían suficiente, pues; mucho antes de que ella regresara, el capataz no
sería más que un pedazo de carne sin vida. Se colocó mejor el arco sobre el hombro,
sacó el cuchillo de su funda y se alejó hondonada arriba hacia la cresta y el mortífero
resplandor que brillaba tras ella.
Quinas no se movió hasta que los últimos y débiles sonidos del avance de Índigo

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no se desvanecieron en el omnipresente trasfondo de las palpitantes vibraciones
subterráneas procedentes de las minas. Incluso entonces, cuando hubo alterado su
posición por una más soportable, se obligó a esperar otro minuto antes de arriesgarse
a sentarse en el suelo.
La cabeza le daba vueltas por efecto de la falta de agua y comida, y por un
momento temió perder el conocimiento; pero luchó contra los espasmos y, al fin,
consiguió controlarlos. Su respiración era áspera en el caluroso aire nocturno y el
dolor era como un fuego constante que recorría todo su cuerpo. Pero su voluntad se
hallaba indemne. Y sus fuerzas no estaban de ningún modo tan agotadas como le
había dejado pensar a Índigo.
Ahora sabía que la joven estaba completamente loca. En comparación con ella, el
hechicero que lo había torturado no era más que una tenue sombra; la locura de
Índigo era de un orden que trascendía cualquier cosa remotamente humana. Y había
sido esa locura la que le había permitido a Quinas utilizar su arma más poderosa, y
utilizarla bien. Porque en medio de lo que ella consideraba su triunfo, cegada por su
obsesión de venganza. Índigo había estado totalmente dispuesta a creer su pequeña
farsa.
Calculó que en aquellos instantes estaría cerca del final de la hondonada. Si no se
había equivocado, eso le proporcionaría justo el tiempo que precisaba; retorció su
cuerpo, consiguiendo primero colocarse de rodillas y luego, con grandes dificultades,
en pie. Durante el trayecto desde las cuevas había intentado varias veces
subrepticiamente aflojar las cuerdas que sujetaban sus antebrazos a sus costados, pero
no lo había conseguido. No importaba; las ataduras le estorbarían, pero se las
arreglaría.
Deteniéndose para recuperar el aliento, paseó de nuevo la mirada por el cañón y
esbozó una sonrisa. Siempre había sido un buen orador, un buen actor; pero esta vez
había superado sus propias expectativas. Índigo había sido presa fácil de su fingido
agotamiento y terror, y su última súplica de que no penetrara en el valle —un toque
refinado que se le había ocurrido de improviso— lo había sellado a la perfección. Tan
convencida estaba de que había vencido y avergonzado a un cobarde, que se había
alejado llena de satisfacción, dejándole a él allí, pensaba ella, para que muriera.
Quinas lanzó una ahogada risita. No tenía la menor intención de morir aún. Y a
Índigo, junto con sus confiados compañeros —aunque su castigo llegaría más tarde
—, le esperaba una lección. Una lección que le satisfaría muchísimo impartir.
Placas de esquisto sueltas resbalaron bajo sus pies cuando se dio la vuelta,
apoyándose en la pared rocosa. Unos diez pasos más atrás, en la misma hondonada,
había una estrecha hendidura lateral —horadada por la lava en la época en que
aquellos viejos volcanes estaban activos—, que torcía vertiginosamente colina abajo.
Índigo no la había advertido, pero Quinas sí, y sabía adonde conducía. Era lo bastante

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ancha como para recorrerla, e, ignorando con decisión el dolor que lo atenazaba, el
capataz deslizó el magullado cuerpo por la abertura y se fundió con la oscuridad.

Índigo se detuvo bruscamente cuando el sendero que había estado siguiendo


terminó, de repente, ante la sólida pared de la elevación. A su derecha, la ladera de la
hondonada había quedado obstruida por un derrumbamiento de rocas de una época
pasada, y los últimos metros del sendero se perdían en una traicionera pendiente con
pocos puntos de apoyo. Contuvo la respiración —introducir aire en sus pulmones le
resultaba cada vez más penoso— y se detuvo para orientarse.
Desde donde se encontraba hasta la cima de la cresta había una subida de unos
quince metros, y aunque la ladera era muy empinada no previo ningún problema.
Sonrió salvajemente, luego tomó unos pocos y disciplinados sorbos de su odre —lo
suficiente para humedecer su garganta, pero poco más—, antes de agarrarse a la
pared rocosa que tenía a la izquierda y balancearse impulsándose hacia adelante para
cruzar la última y accidentada sección del sendero. Por un instante, permaneció con el
rostro presionado contra la cresta, todavía sonriente, saboreando la excitación, la
creciente sensación de triunfo provocada por la descarga de adrenalina. Estaba tan
cerca ahora... Unos minutos más y tendría su meta ante los ojos.
Índigo pensó en Quinas y se echó a reír en voz baja con demencial alegría. Quizá
debería de haberlo matado, pero le había parecido mucho más apropiado dejarlo para
que los elementos acabaran con él en su momento y para que meditara, entretanto,
sobre su fracaso y la destrucción inminente de su depravado culto. La risita ahogada
se desvaneció y se le secó la boca. Lamió algunas gotas de saliva que habían ido a
parar a su mano. Luego levantó la mirada hacia la cresta de la cordillera y ahogó una
exclamación de sorpresa.
La cima era una silueta que se recortaba violentamente contra un fondo de
reluciente fosforescencia. Una línea brillante bordeaba la roca como una aureola
fantasmal, y a través de la ladera de la montaña. Índigo percibió una peculiar
vibración rítmica que penetraba la piel, la carne y los huesos. Aquello alimentó su
sentido de la anticipación y, con el corazón latiéndole apresuradamente, puso el pie
sobre la ladera e inició la ascensión a la cima.
La vibración y la luz aumentaron a medida que subía y, cuando llegó a la mitad de
la ladera, la joven estaba bañada de reflejos del extraño resplandor. A medida que se
acercaba a la cima fue avanzando con más cautela, manteniendo el cuerpo aplastado
contra las rocas allí donde le era posible. No sabía lo cerca que podían estar los
centinelas y le preocupaba correr el riesgo de denunciar su presencia con un
movimiento o un sonido imprudente. La bien destacada silueta de su meta se fue
acercando, cada vez más...; entonces, unas manos que tanteaban ensucio alcanzaron
la cima y, muy despacio, sin aliento. Índigo alzó la cabeza por encima del borde.

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Una abrasadora luz verde le estalló en el rostro. Se echó hacia atrás violentamente
con una involuntaria exclamación, volviendo la cabeza a un lado cegada por el
resplandor. Se cubrió los ojos con una mano para protegerlos, y por entre el enrejado
de sus dedos vio su mano, el brazo pegado a ella y la roca que tenía delante, todo ello
brillando con un frío fuego verde, en el cual centelleaban diminutas motas que
parecían partículas de polvo plateado. La piel le escocía; se arriesgó a apartar los
dedos poco a poco del rostro y dejó que su visión se acostumbrara gradualmente al
increíble resplandor... Por fin pudo contemplar, por primera vez, el valle de Charchad.
Pero no podía moverse, no podía lanzar el menor sonido mientras sus sentidos
luchaban por asimilar lo que veían sus ojos. El valle era como una gigantesca
fumarola, un enorme pozo que se hundía vertiginosamente en las entrañas de la tierra.
De sus profundidades, una incandescencia titánica y monstruosa se abría camino
hacia el cielo, decolorando las paredes del valle hasta convertirlas en esqueletos de un
blanco verdoso que arrojaban su terrible resplandor a la oscuridad de la noche.
Espantosas sombras se movían en las cimas opuestas; haces de una luz nacarada que
ridiculizaban los reflectores de la mina bailaban sin orden ni concierto por el enorme
y reluciente espacio. Y allá abajo, donde la increíble luz se hundía en un rugiente
infierno, le pareció ver unas figuras de pesadilla que se movían por entre aquel
torbellino con siniestra e implacable determinación.
Índigo se agarró con fuerza a la desigual roca. Como si el mismo sol hubiera
caído a la. tierra. Las palabras de Jasker le vinieron a la mente de forma espontánea
y notó cómo los dientes empezaban a castañetearle incontroladamente. No podía
apartar la mirada del valle; sentía calor y frío a la vez sobre su piel, y todo lo que
podía hacer era mirar y mirar la espantosa escena que se extendía ante ella.
Era una abominación. Era un aborto de pesadilla, un cáncer sobre la faz del
mundo y en el cuerpo de la Madre Tierra. Y Quinas y los suyos adoraban aquella
monstruosidad, se deleitaban con su poder, la veneraban...
Sintió como una llamarada en el cerebro, la llamarada de una furia renovada,
cuando los sentimientos que habían corroído su espíritu desde la muerte de Chrysiva
volvieron a aparecer. No temía a lo que se ocultaba en el valle de Charchad. Tenía
fuerzas suficientes, y quizá más, aún para enfrentarse a Aszareel, el demonio,
cualquiera que fuera el auténtico nombre o naturaleza del poder bastardo que había
dado vida a aquel horror. Índigo apretó con fuerza los dientes, acabando con el
castañeteo. Se sintió sedienta de sangre; en lo más profundo de su ser experimentó el
despertar salvaje y vehemente de un instinto asesino. Maldijo mil veces a los
cobardes y timoratos cuya resolución se había venido abajo en el último instante. Ella
no fracasaría. Se enfrentaría al demonio del valle, y el demonio moriría. Moriría por
Chrysiva y por todos los demás.
Un movimiento en la periferia de su campo de visión la alertó. Se echó hacia atrás

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con brusquedad, apretando el cuerpo contra la roca y mostrando los dientes en una
inconsciente mueca lobuna. La fantasmal luz pasó sobre sus manos, destacando los
huesos de tal modo que por un momento se vio como un esqueleto viviente; hizo caso
omiso del fenómeno y con mucha cautela volvió la cabeza unos centímetros hacia la
izquierda.
Dos figuras se movían por la estrecha repisa, un poco más abajo de donde estaba
ella. Bajo el resplandor aparecían borrosas y sin forma, y hasta que no estuvieran más
cerca —lo cual, debido a su andar pausado, les llevaría algunos minutos— sería
imposible distinguirlas con claridad. Pero parecía lógico suponer que eran los
centinelas de los que Quinas había hablado.
Una amplia y salvaje sonrisa apareció en su rostro. Retrocedió, moviéndose con
tanta rapidez y agilidad como una serpiente, hasta que su cabeza quedó por debajo de
la cima de la loma; luego giró sobre sí misma y se quitó la ballesta. Colocó una saeta
en ella y tensó la cuerda. Podía disparar, cargar y disparar de nuevo en cuestión de
segundos, y los acólitos de Charchad morían igual que cualquier criatura mortal. Sólo
dos guardas: resultaría muy fácil. Y cuando ellos hubieran desaparecido, nada la
estorbaría.
Se arrastró hacia adelante de nuevo y atisbo por encima de la cresta. Los dos
vigilantes estaban más cerca ahora, tan cerca que podía distinguir su forma real. Y el
corazón casi le dejó de latir, ya que fuera lo que fuese lo que hubieran sido, no eran
humanos.
En alguna ocasión, quizá cuando se los sacó chillando del vientre de sus madres,
habían poseído el potencial para convertirse en hombres; pero el Charchad había
deformado aquel potencial y lo había convertido en algo tan distante de lo humano
que Índigo sintió cómo se le revolvía el estómago de repugnancia. Todavía mantenían
la estructura humana básica de dos brazos, dos piernas y una cabeza; pero la similitud
era muy precaria, ya que eran más parecidos a los fetos ambulantes de algún
espantoso troll que a cualquier otra cosa remotamente mortal. Una piel seca y delgada
como el pergamino cubría tirante sus cabezas desnudas y enormes; unas bocas
colgantes, llenas de carcomidos colmillos, babeaban sobre papadas que se
balanceaban abotargadas sobre torsos tan descarnados y flaccidos como los cuerpos
de pescados podridos. Y de sus atrofiados brazos y piernas crecían unos apéndices de
seis dedos, terminados en unas garras rotas y ennegrecidas que arañaban y escarbaban
en la piedra mientras desplazaban por la repisa sus cuerpos deformes.
A pesar de su deshidratación, la bilis obstruyó la garganta de Índigo y abrasó su
lengua con un sabor de metal oxidado. Le resultaba imposible seguir mirando a
aquellos grotescos centinelas. Sin preocuparse de si estaban a tiro ni de calcular el
tiempo, cerró un ojo y dirigió el otro al punto de mira de la ballesta; apuntó con
rapidez, sin importarle cuál de las dos figuras tambaleantes ofrecía mejor blanco, y

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disparó.
El retroceso le golpeó el brazo. La cuerda dejó escapar una nota mortífera y la
saeta de acero se estrelló contra el rostro del centinela más cercano. El —aquello—
lanzó un alarido, un sonido que le recordó horriblemente el de un cerdo degollado, y,
mientras su compañero se volvía a un lado y a otro lleno de confusa contrariedad,
cayó de la repisa y se precipitó en el interior de la brillante luz y en el olvido.
Febril, buscó a tientas una segunda saeta. Sus manos parecían las zarpas de un
oso, torpes y sin coordinación; por fin consiguió colocar la flecha e hizo girar el arco
para apuntar al otro centinela, que seguía girando sobre sí mismo en la repisa,
totalmente desconcertado. La muchacha escuchó su propia respiración jadeante
resonando en sus oídos; tiró hacia atrás la cuerda...
Y algo la golpeó con fuerza en la cabeza.
Abrió la boca para lanzar un grito de dolor y de protesta, pero no salió el menor
sonido. En lugar de ello se vio atenazada por un enorme torbellino de náuseas que se
abalanzó sobre ella procedente de la nada, haciendo que lo que la rodeaba empezara a
dar vueltas como un tiovivo enloquecido. La ballesta chocó contra las rocas e Índigo
se dobló hacia adelante, mientras sus brazos y piernas, sin ninguna coordinación, se
agitaban como los de una criatura que pierde el equilibrio de improviso. Vio unos
rostros que la contemplaban, balanceándose, borrosos como imágenes de un sueño, y
sintió un irracional arrebato de indignación. Entonces, algo que le pareció como
fuego y hielo a la vez centelleó en la oscuridad y le saltó al rostro como el aguijón de
una abeja monstruosa, y perdió el conocimiento.

—Despertadla.
Una cierta cantidad de agua salobre se estrelló contra el rostro de Índigo. Intentó
protestar, pero sus cuerdas vocales no la obedecieron. Todo lo que pudo hacer fue
volver la cabeza en un esfuerzo por evitar el ataque, pero no le sirvió de mucho.
Había un insistente y ahogado tronar en sus oídos y el suelo parecía temblar bajo ella.
Olía a algo espeso, pesado, metálico, que taponaba su nariz.
—Más.
Conocía la voz, pero no podía atribuirle un nombre. Alguien que había...
Un nuevo torrente de agua la golpeó, y una sensación de náusea estalló en lo más
profundo de su ser. Rodó a un lado de forma instintiva, consiguiendo volver la cabeza
justo antes de que una mezcla de bilis y esputo empezara a brotar de su boca. Dando
boqueadas, se arrastró hacia atrás sobre los codos, desorientada todavía y reacia a
abrir los ojos.
—Muy bien: es suficiente. Está consciente ahora. Dadle la vuelta.
Unos dedos manosearon el cuerpo de Índigo, pero ésta carecía de la coordinación
suficiente para luchar contra ellos. Entonces una sombra se proyectó sobre ella y le

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azotaron la mejilla, sin demasiada fuerza, pero con determinación.
—Saia. Índigo. Os sugeriría que me miraseis. Me parece que no tiene ningún
sentido prolongar esta farsa innecesariamente.
Sus párpados temblaron y se abrieron. Por un instante, sus ojos lo vieron todo
borroso; luego, de forma brusca, la escena se aclaró.
Estaba en el interior de una especie de edificio, una cabaña tosca y sin ventanas
hecha de planchas de hierro, cortadas sin el menor cuidado, que empezaban a
oxidarse.
El aire apestaba y, a la grasienta luz de la lámpara que colgaba de un gancho del
techo, pudo distinguir la tosca mesa y las dos sillas, el tablero de la pared con hileras
de números escritos con tiza y —en una esquina— los montones de pizarras y
bastones de plomo que servían para llevar las cuentas. La oficina de un capataz de
mina, ocupada ahora por media docena de personas. Debían de haberla bajado al
valle mientras estaba inconsciente, y ahora el ruido, la peste, y el polvo contaminado
que llenaba el aire le dijeron que estaba en el corazón de la zona minera, sin la más
mínima esperanza de ser rescatada. Y en medio de sus secuestradores, con su
mutilada sonrisa brillando a la lóbrega luz de la lámpara, estaba Quinas.
Un violento juramento se escapó por entre los labios de Índigo. Quinas estaba
muerto; lo había abandonado en la hondonada, incapaz de moverse, esperando tan
sólo a que el sol saliera y consumiera lo poco que le quedaba de vida. No podían
volverse las tornas.
Pero lo imposible había sucedido, y ahora Quinas presidía un grupo de hombres
desde una especie de camilla improvisada. Un vendaje ocultaba su pelado cuero
cabelludo y el ojo inútil, y se había untado pomada en las quemaduras menos
importantes, lo que daba a su rostro un brillo oleoso. Una sonrisa de genuino triunfo
quebraba su chamuscada boca.
—Bien, saia. —Hablaba con suavidad, y una obscena parodia de afecto adornaba
su voz—. Al parecer, hemos capturado a un pecador en plena falta, por así decirlo.
Sus compañeros le dedicaron una desagradable sonrisa. A juzgar por sus ropas y
actitud. Índigo supuso que también ellos eran encargados de las minas; capataces
como Quinas, quizás, o mayorales, o jefes de equipo. Cada uno lucía la refulgente
enseña de un acólito de Charchad, y cada uno padecía de alguna forma la misma
enfermedad: escamación de la piel, pérdida de cabello, dedos palmeados, una nariz
que empezaba a deshacerse... Uno de ellos llevaba una tira de cuero trenzada; era
aquello, comprendió, lo que la había golpeado en el rostro y había dejado su mejilla
dolorida y sangrante. La joven no dudó de que, a la menor provocación, el que
blandía el látigo se sentiría muy feliz de utilizarlo.
¡Estúpida!, la reprendió una voz interior. ¡Deberías haberlo matado! ¡Deberías
haber hundido tu cuchillo en su podrido corazón y contemplado cómo vomitaba su

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vida a tus pies! ¡Deberías.., !
Alguien la agarró por los cabellos y la obligó a sentarse con tanta brusquedad y
violencia que la cabeza le dio vueltas; su autorrecriminación desapareció bajo una
nueva barrera de náuseas. Esta vez reprimió el espasmo, negándose a perder los
últimos y patéticos restos de su dignidad, y apretó los dientes.
—Debiera haberos eliminado...
—Desde luego. —Quinas inclinó la cabeza—. Esa fue vuestra debilidad, querida
Índigo. Pero desear no es lo mismo que hacer, ¿verdad?
Su cabeza empezaba a despejarse ahora, y tras la recuperación física vino algo
más que no pudo captar por completo. Charchad. Había llegado a..., pero no; no era
eso. Otra cosa. Algo que Grimya había dicho. La había visto en una loma cerca de la
cima de la Vieja Maia. ¿O lo había soñado?
—Nos habéis ofendido. Índigo. —La voz suave y lisonjera de Quinas interrumpió
sus esfuerzos por recordar—. Y aunque nosotros, los siervos de Charchad, somos
misericordiosos, aquellos que nos ofenden repetidamente deben ser castigados. Lo
comprendéis, ¿no es así?
Sus palabras carecían de sentido. Había algo más, algo mucho más importante...
Némesis.
—No os oye, Quinas —dijo alguien lacónicamente.
—Oh, sí que lo hace. ¿Verdad. Índigo?
El broche. Grimya había dicho algo sobre el broche.
—¿Verdad?
Unos dedos sujetaron su mandíbula apretando con fuerza, y en ese mismo instante
lo recordó. El broche. Némesis.
—¡Nooo!
Fue un grito de dolor, de angustia y de amargo remordimiento, al tiempo que las
últimas ataduras que esclavizaban a Índigo se hacían pedazos y la muchacha se daba
cuenta de lo que había hecho.
«¡Grimya!», gritó su mente en silencio. «Grimya, Jasker, os traicioné, he
fracasado... »
El grito se desvaneció en un frío silencio. Con un gran esfuerzo, la joven se
obligó a mirar el rostro de Quinas de nuevo; lo que vio la acobardó, al darse cuenta
de que el deseo de venganza del hombre era tan grande como el suyo. Ella, más que
ninguna otra persona, era la responsable de aquellas desfiguraciones que lo obligarían
a enfrentarse a lo que le quedase de vida como un ser mutilado. Ahora, gracias a su
delirante estupidez, él había conseguido que se volvieran las tornas. El, y su Némesis.
Y ahora era ella su víctima. Quinas se ocuparía de que sus sufrimientos igualaran a
los padecidos por él.
Y todo por una despreciable pieza de metal bajo...

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Una de las manos mutiladas del capataz se estiró para tocar su mejilla tan
suavemente como una hoja que cayera del árbol. La muchacha vio los muñones
fundidos de sus dedos, y sintió un nudo en el estómago ante la caricia. Quinas sonrió.
—Sois una pecadora. Índigo. Nos duele presenciar pecados como los que habéis
cometido contra Charchad; pero sabemos cuál es nuestro deber. —Otras voces
murmuraron algo en señal de asentimiento—. Pecado. Índigo. Pecado. ¿Y cuál es el
castigo al pecado?
Silencio. Esperaban que ella contestase, pero no podía, no se atrevía...
—El valle. El camino hacia la iluminación definitiva. —Los atrofiados dedos
acariciaron su rostro de nuevo y ella cerró los ojos con fuerza. Pero no podía dejar de
oír su voz, aquella voz suave, burlona y persuasiva.
—Buscabais a nuestro señor Aszareel. Índigo. Lo buscabais cuando tan sólo los
escogidos de Charchad pueden disfrutar de tal honor. —Un silencio terrible flotó en
el aire por un instante, luego la dulce voz de Quinas continuó—: Pero hemos decidido
tener piedad. —Algo rozó sus párpados y tuvo que hacer un gran esfuerzo para no
gritar—. Hemos decidido concederos la iluminación que ansiáis. Es un privilegio que
se otorga a muy pocos, pero creemos que os lo habéis ganado. ¿No os sentís
agradecida?
Alguien lanzó una risita ahogada, que enseguida reprimió. La joven abrió los ojos
otra vez y vio el rostro del capataz inclinado muy cerca del suyo. En su cara brillaba
una sonrisa obscenamente sepulcral.
—Vais a emprender un viaje, querida. Un viaje del que no se regresa.
Escuchó otra risa ahogada que sonó como veneno en sus oídos. La repugnante
sonrisa de Quinas se ensanchó.
—A las zonas más profundas del pozo de Charchad. Índigo. ¡Para contemplar,
justo antes de morir, el rostro de nuestro señor Aszareel!

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a obligaron a beber de un tazón de hojalata, abriéndole la boca a la fuerza y
L vertiendo el amargo líquido en ella cuando intentó desasirse. Se necesitaron tres
acólitos de Charchad para sujetarla y todavía consiguió escupirles al rostro la mayor
parte de la poción; pero, de todas formas, su garganta tragó la cantidad suficiente
como para que la droga que contenía surtiera efecto.
El entumecimiento hizo su aparición. Lo sintió primero en manos y pies; luego
ascendió despacio por sus miembros hacia el pecho, y aunque ejercitó toda su fuerza
de voluntad no pudo hacer nada para frenarlo. Diez minutos después de haberse
tomado la poción, la pusieron en pie, y cuando intentó resistirse, sus músculos
sencillamente se negaron a responder. Todavía podía mantenerse erguida sin ayuda,
pero aparte de esto poseía el mismo autocontrol físico que una muñeca. Cuando sus
raptores la arrastraron hasta la puerta de la cabaña, en una parodia grotesca y
desgarbada de la acción de andar, sintió que sus facultades mentales también
empezaban a fallarle a medida que la droga comenzaba a actuar en su sangre. Un
terror enfermizo que le paralizaba, el ánima estaba alojado como un parásito en su
estómago, pero era incapaz de responder a él; se sentía lejana, como si se
contemplara a sí misma desde una gran distancia que aumentaba a cada momento que
pasaba. Sin embargo, en otro nivel, sus sentidos seguían siendo penosamente suyos y
funcionaban a una velocidad terrible. Y pasando por encima de todo lo demás, en su
mente había una sensación de total desolación y remordimiento.
Había fracasado. Arrastrada por emociones que no había tenido la inteligencia de
examinar ni controlar, se había dejado atrapar por la mayor de las estupideces: la
temeridad; y Némesis había estado al acecho para explotar su insensatez. Debiera
haber visto el peligro que contenía el broche de Chrysiva, la correlación entre su
apagado brillo plateado y la siempre presente amenaza de su demonio. Y cuando
Grimya demostró ser más inteligente que ella, debiera haberla escuchado.
Pero el debiera y el si no le servían de nada ahora. Había despreciado a sus únicos
amigos por una furia ciega y vana, y aquella vanidad la había conducido al loco
convencimiento de que podía enfrentarse y acabar con el demonio del valle de
Charchad sin ellos. Ahora todo lo que podía esperar era una muerte relativamente
rápida, y no podía culpar a nadie por su situación; sólo ella era responsable.
En su siniestro reino astral de espinas envenenadas y estrellas negras, pensó
Índigo, Némesis debía de estar riendo en aquellos momentos.
La puerta se abrió de golpe, chocó contra la pared de hierro e hizo que toda la
cabaña se estremeciera. Una humareda oleosa se arremolinó contra el rostro de
Índigo; los ojos empezaron a llorarle y notó un sabor a sulfuro y polvo quemado en la
garganta cuando fue empujada al exterior, al horripilante y resplandeciente paisaje

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nocturno de las minas.
Fue recibida por un atronador caos de sonidos. La mugrienta atmósfera palpitaba
con el casi subconsciente tronar de las máquinas, desde las enormes grúas sobre sus
elevados pescantes, hasta las grandes palas de las excavadoras y los enormes
martillos operados por equipos de hombres sudorosos que atacaban las rocosas
paredes. Grupos de esclavos encorvados remolcaban hileras de vagonetas de mineral
por una chirriante y ruidosa red de vías; aquellos hombres cantaban mientras
trabajaban para mantener el ritmo de sus pasos, entonando un lastimero y
quejumbroso canto fúnebre como una saloma de inspiración diabólica. El vapor
siseaba y rugía, voces sin cuerpo lanzaban órdenes; en algún lugar, alguien dejó
escapar un grito de dolor, de temor o de ambas cosas. Por entre aquella siniestra
fetidez centelleaban las antorchas en sus elevados postes, su luz diluida por el humo
en informes y fantasmales manchas blanquecinas, en medio de aquel torbellino
nocturno.
Arrastraron a Índigo por el desigual suelo. Las lágrimas caían ya a raudales de sus
ojos y no podía ver más que lo que tenía justo delante de ella. Pasaron junto al
elevado caballete de una de las antorchas, y bajo el repentino resplandor que ésta
arrojaba distinguió las formas borrosas de otras figuras que parecían esperarlos.
Alguien que llevaba un látigo y cuyas vestiduras despedían un brillo metálico se
apartó de la luz para salir al encuentro de los que conducían a la joven. Se
intercambiaron algunas palabras, pero el ruido de fondo las ahogó; el único sonido
reconocible fue una áspera carcajada. Luego, unas manos la empujaron hacia adelante
con brutalidad; incapaz de controlar sus músculos, cayó cuan larga era entre pies
enfundados en botas, pero tiraron de ella al instante para volver a ponerla en pie. Se
escuchó el chasquido de un objeto metálico; notó que algo le atenazaba los tobillos y
se dio cuenta, con embotada sorpresa, que la estaban atando al extremo de una doble
fila de hombres harapientos. Intentó protestar, pero su paralizada lengua sólo pudo
lanzar un peculiar lloriqueo que atrajo tan sólo una breve y apática mirada del
prisionero que tenía delante.
Se escuchó un nuevo ruido metálico, y un segundo juego de argollas se cerró
sobre sus muñecas. Le soltaron los brazos; se mantuvo erguida, aunque a duras penas,
guiñando los ojos confusa ante sus torturadores. Se produjo un revuelo entre el grupo
de capataces, y entonces apareció Quinas, sostenido por dos de los seres que habían
transportado su camilla desde la cabaña.
—Bien, saia Índigo.
La familiar y odiada voz se deslizó como un helado cuchillo en la maraña de sus
pensamientos. No tenía fuerzas suficientes para volver la cabeza, y alguien tuvo que
sujetarle la barbilla y girarla a un lado hasta que sus ojos se posaron vagamente sobre
el rostro de Quinas.

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—Es costumbre en estos momentos ofrecer la bendición de Charchad a aquellos
que están a punto de ser iluminados. —Bajo el ardiente resplandor de la antorcha que
se alzaba sobre su cabeza, las deformidades de Quinas le daban un aspecto macabro
—. Vuestros compañeros ya han recibido este sacramento; pero parece, por desgracia,
que vos. Índigo, no estáis en condiciones de compartir la dicha de los demás.
Ella siguió mirándolo fijamente. Aunque hubiera podido hablar no se le habría
ocurrido nada que decir.
Quinas sonrió.
—Parece un poco decepcionante que nuestra despedida definitiva carezca de la
ceremonia adecuada, pero he aprendido a tomar estas pequeñas contrariedades con
filosofía. De modo. Índigo, que tan sólo me queda deciros adiós. Por última vez. —
Hizo un gesto en dirección a los carceleros que aguardaban—. Llevadlos al valle.
Un capataz que iba a la cabeza de la hilera de prisioneros dio un fuerte tirón a la
cadena que sostenía, y los hombres empezaron a avanzar tambaleantes. La muchacha
fue arrastrada con ellos mientras su cabeza se bamboleaba sobre sus hombros. Por un
momento, la infernal escena pareció ladearse cuando ella estuvo a punto de perder el
equilibrio; luego, mientras conseguía enderezarse, pudo vislumbrar por última vez a
Quinas antes de que éste se diera la vuelta. Su rostro estaba en sombras, fuera del
alcance de la luz de la antorcha, y no pudo ver su expresión; sólo el ojo que le
quedaba captó un reflejo errante, y resplandeció como el ojo de un demonio
reencarnado.
Índigo sintió cómo sus dientes empezaban a castañetear; fue un movimiento
reflejo, impulsivo y convulso. No podía hablar, pero cuando la hilera de prisioneros
empezó a desplazarse en la oscuridad, sus labios se movieron vagamente para formar
una única y silenciosa palabra que sonó como una confusa y desesperada súplica en
su mente destrozada. ¿Gr... Grimya... ?

Antes de que se pusieran en marcha, Jasker le dio a Grimya los últimos restos de
su comida. La loba protestó diciendo que estaba demasiado preocupada para sentir
hambre, pero él insistió. Las provisiones, alegó, se habrían vuelto rancias mucho
antes de que ellos estuvieran de regreso, y necesitaban alimentarse de cara a la tarea
que les esperaba. El ya había comido todo lo que necesitaba; ahora Grimya debía
tomar lo que quedaba.
Por fin, aunque de mala gana, el animal cedió. Mientras comía, Jasker se dedicó a
estudiar detenidamente un pequeño mapa a la luz de una vela; aquel mapa era el
resultado de seis meses de exploraciones de los túneles, pozos y galerías que
infestaban los volcanes. Con un gran esfuerzo, lo había dibujado sobre un pellejo
ahumado con una pasta hecha de hollín y cera aceitosa, y en ningún caso estaba
completo: Jasker era muy consciente de que en sus paseos subterráneos no había

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explorado más que una diminuta porción de la enorme red de túneles. Pero el mapa
sería suficiente para guiarlos hasta su destino. Lo que pudiera pasar más allá de aquel
punto era un tema en el que prefería no ahondar, consciente de que la cuestión estaría
en manos superiores. Pero —y miró de soslayo a Grimya, quien, a pesar de sus
protestas, estaba lamiendo el plato hasta dejarlo reluciente— si la suerte les daba la
espalda y resultaba ser un viaje sólo de ida, al menos se habrían ahorrado la
ignominia de morir hambrientos.
Con un suspiro, Jasker dobló el mapa y lo introdujo en un pequeño saco de cuero
que se colgó a la espalda. No quería cargarse innecesariamente, pero penetrar en la
red de túneles del volcán con las manos vacías resultaría suicida. Había empaquetado,
tan sólo, algunas cosas esenciales, como cuerda, velas, un cuchillo, junto con un odre
lleno por completo de agua. Se había aprendido de memoria la primera parte de la
ruta; ya no había ninguna necesidad de posponer la partida.
Grimya estaba ansiosa por ponerse en marcha, pero se sorprendió cuando, en
lugar de dirigirse por el túnel interior de la cueva, Jasker la condujo al exterior, a la
calurosa noche, y la hizo subir por un empinado y difícil sendero que no había visto
antes. El camino lo formaba una veta de obsidiana, que se había fundido adquiriendo
la suavidad del cristal y resultaba peligrosamente resbaladiza. La loba se las ingenió
valientemente para no perder pie y mantener su ritmo, pero cuando por fin llegaron a
la cima estaba casi sin aliento.
Jasker señaló una grieta profunda y oscura en la ladera de la montaña que tenían
delante.
—Al otro lado de esa abertura, hay una cueva que conduce a un pasadizo. Allí es
donde está el camino que debemos seguir.
A Grimya no le gustaban las cuevas. Su elemento natural eran los frescos
espacios abiertos de los bosques y las llanuras; el confinamiento la angustiaba, y
aunque se había adaptado lo mejor que había podido al claustrofóbico escondite de
Jasker, encontraba su atmósfera opresiva. La idea de introducirse por aquella estrecha
abertura al interior de una oscuridad sofocante y llena de vapores sulfurosos hacía
que su corazón latiera a una velocidad muy poco agradable. A pesar de su
determinación de ser valiente, tenía que admitir que sentía miedo de lo que les
esperaba más adelante. Hubiera dado mucho por no tener que continuar aquel viaje,
pero se quitó la idea de la cabeza, con un supremo esfuerzo, incluso antes de que
acabara de tomar forma. Por el bien de Índigo, debía entrar.
Jasker se había agachado ya y se internaba en aquellos momentos por la grieta.
Grimya levantó la vista para contemplar el titánico cono de la Vieja Maia que se
alzaba hacia el maligno resplandor del firmamento, y los pelos del lomo se le
erizaron. La mayor y la más vieja de las Hijas de Ranaya, un gigante dormido pero
letal. Y ellos iban en busca de su corazón.

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Un apagado grito, que surgía de la grieta, le indicó que el hechicero había
conseguido pasar. Grimya sacudió todo el cuerpo, de la cabeza a los pies, en un
intento por deshacerse de algo más que el pegajoso calor de la noche; luego se aplastó
contra el suelo y franqueó la abertura en pos de Jasker.

Anduvieron durante un tiempo incalculable en una oscuridad casi total. En un


principio, Jasker había sacado una vela de su saco y había intentado encenderla; pero
por el túnel zumbaban y resonaban extrañas corrientes de aire caliente, y la vacilante
llama se negó a permanecer encendida durante más de algunos minutos. Al cabo de
un rato, el hechicero abandonó sus intentos de mantener la vela encendida. Por un
instante consideró la posibilidad de llamar a una salamandra, una de sus pequeñas
hermanas ígneas; pero hacer venir y dominar a aquella criatura precisaría de la
utilización de poder, y no quería arriesgarse a reducir sus reservas aunque fuera en
una mínima parte. Por el momento, tendrían que apañárselas sin luz.
Resultó un viaje alucinante. El aire olía a sulfuro y sabía a hierro; el bochorno
aumentaba a medida que el túnel giraba y se retorcía siempre en sentido descendente.
Había momentos en que el techo del pasadizo se elevaba tanto que sus pasos
producían atemorizantes ecos; en otros, las paredes se juntaban tanto que se veían
obligados a introducirse de lado por aberturas apenas practicables. De vez en cuando,
un vago y distante centelleo de luz entre roja y naranja surgía de alguna rendija en la
pared del túnel y reflejaba sus sombras por un breve instante sobre la roca, antes de
desvanecerse. Asimismo, de algún lugar muy por debajo de ellos brotaba una
vibración constante y apagada que ni siquiera el sensible oído de Grimya podía
escuchar con claridad, pero que ambos sentían en su interior.
A la loba le era imposible ocultar su miedo. El más mínimo sonido, el menor
soplo de aire era suficiente para hacerla saltar a un lado y pegarse al suelo, y cuanto
más penetraban en la montaña, peor se sentía. Cruzaron una galería natural,
avanzando con cuidado por una estrecha repisa que sobresalía por encima de un
tremendo y negro precipio; luego se introdujeron en otro túnel, cuya tremenda
acústica hacía que sus pisadas resonaran como el avance de un ejército, y siguieron
por una cresta de basalto que cruzaba una enorme fumarola. Ésta arrojaba bocanadas
de aire caliente y sulfuroso a sus rostros y brillaba con vida propia. Jasker se detuvo
varias veces para consultar su mapa, pero se trataba de una mera precaución; la
memoria y el instinto estaban demostrando ser buenos guías, y sabía que cada vez se
encontraban más cerca de su destino.
El hechicero se daba perfecta cuenta del miedo que sentía Grimya, y lo cierto es
que lo compartía; aquellos túneles subterráneos no eran lugar apropiado para ningún
ser vivo, humano o animal. Lo único que esperaba era alcanzar su objetivo. Había
visto el lugar en una ocasión, durante su primera exploración, pero desde aquella

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visita imprevista no había tenido motivo —no, se corrigió con severidad, no había
tenido el valor— de regresar. No tenía ningún mérito que se engañase a sí mismo con
aquello, pues el temor que sentía era plenamente justificado. Pero ahora que debía
enfrentarse a ello otra vez, rezaba en silencio para que durante el tiempo transcurrido
ningún suceso natural hubiera convertido el lugar en inaccesible, ya que si así era, sus
planes tendrían la misma relevancia que un puñado de polvo volcánico.
Se preguntó lo cerca que estaría Índigo ahora del mortífero valle. Sabía que
mucho dependería de si todavía tenía a Quinas con ella. Si el capataz seguía vivo, su
presencia aminoraría su marcha y aquello aumentaba las posibilidades de Jasker de
llegar a su destino antes de que ella llegara al suyo. Pero si Quinas había sucumbido
al agotamiento, o Índigo había simplemente perdido la paciencia y lo había matado,
podría ser ya demasiado tarde.
Sin darse cuenta, apresuró el paso, lo cual obligó a Grimya a trotar rápidamente
para poder seguirlo. Por lo que sabía —y Jasker estaba dispuesto a admitir que tanto
sus conocimientos como el mapa podían andar errados—, estaban ahora muy cerca de
su meta. El aire del pasadizo por el que avanzaban a toda prisa estaba viciado por los
vapores que emanaban del polvo volcánico, las piedras calientes y el metal
semifundido: bajo sus pies, y no a demasiada profundidad, las leyes naturales de la
geología estaban siendo trastornadas por el descomunal calor procedente del núcleo
hirviente del volcán. Intentaba calcular cuánto más deberían seguir adelante cuando
de repente las orejas de Grimya se irguieron.
—¡Luz! —exclamó con voz ronca—. ¡Ve... o luz!
En la oscuridad del túnel, el hechicero se había concentrado en no perder el
equilibrio sobre el desigual suelo, y la loba había vislumbrado el primer resplandor
revelador antes de que su mente lo registrara. Ahora, no obstante, sus ojos captaron el
débil y vacilante reflejo en la pared de delante.
Habían llegado. Viejos recuerdos volvieron a la vida en la mente de Jasker, y
sintió una profunda sensación de ahogo en la garganta que no era provocada por la
apestosa atmósfera. Intentó tragar, pero no pudo generar saliva, y se detuvo, con los
ojos clavados en el inflamado resplandor mientras apoyaba una mano en la roca que
tenía a su lado.
La superficie de la pared estaba caliente, y notó cómo a través de ella vibraba un
lento pero insistente latido. La luz que tenían delante iluminaba una curva cerrada del
túnel, y justo después de la curva, recordó, el techo se había hundido para crear una
pared inclinada de cascotes cuya única salida era una estrecha abertura en la parte
superior. Detrás de aquella barrera estaba el final del túnel y su punto de destino.
El hechicero aspiró con fuerza y energía por cuatro veces, en un intento de calmar
los inquietos latidos de su corazón. Luego, tras echar una rápida ojeada a su alrededor
para asegurarse de que Grimya lo seguía, se encaminó hacia la curva del túnel.

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Nada había alterado las rocas caídas. La ardiente luz brillaba con fuerza a través
de la abertura de la cima, dejando la ladera sumida en profundas sombras y
provocando que resultara difícil juzgar las distancias y los ángulos para una
ascensión. Grimya contempló los escombros indecisa.
—¿Puedes subirla? —preguntó Jasker.
La loba inclinó la cabeza.
—Sssí. Pero... ¿qué es esa luz? ¿Y los ru... ruidos? No son nada...
tranquilizadores.
El hombre había estado intentando ignorar los inquietantes ruidos que se
incrustaban en su mente desde el otro lado de la barrera, pero la pregunta del animal
lo obligó a tomar conciencia de ellos. Si cerraba los ojos y daba rienda suelta a su
imaginación —algo que no estaba excesivamente ansioso por hacer— podría
fácilmente creer que los discordantes sonidos eran una especie de música
sobrenatural, el canto de extraños espíritus en una escala tonal y en una lengua que
ninguna mente humana podía interpretar. Peculiares armonías que desafiaban la
comprensión, susurros imposibles, estremecedoras cadencias sin tono ni ritmo, que,
sin embargo, poseían su propia y espectral integridad. Como era lógico, Jasker sabía
que aquellos ruidos eran debidos al desplazamiento de corrientes de aire fortuitas por
la enorme red de túneles de la roca; pero la lógica no podía competir contra el efecto
de aquellos ecos espeluznantes, ni podía hacer desaparecer la convicción que se había
apoderado de él la primera vez que llegara a aquel imponente lugar: creía escuchar la
inmensa e inhumana voz de la mismísima Vieja Maia. Grimya, que carecía de las
deficiencias auditivas del oído humano, debía de estar sintiendo aquella voz en su
mismo tuétano...
Le respondió con suavidad.
—No son más que movimientos del aire, Grimya, No hay por qué asustarse.
Hubiera deseado poder confiar en sus propias palabras tranquilizadoras cuando
inició el ascenso por la pared de cascotes. Las piedras caídas estaban más calientes
que la pared del túnel, tanto que no podía sujetarse a ellas durante más de algunos
segundos cada vez. Y la ascensión era más complicada de lo que recordaba; los
pedruscos sueltos convertían la marcha en algo muy peligroso, y el avance resultaba
frustrantemente lento. Pero ya casi estaba a medio camino de la parte superior
cuando, percibiendo que algo no iba bien, volvió la cabeza para mirar sobre su
hombro y descubrió que Grimya no lo seguía. En vez de ello se había dado la vuelta y
miraba al lugar por donde habían venido. Sus orejas estaban totalmente echadas hacia
adelante y alerta, y su postura era tensa.
—¿Grimya?—Una nerviosa impaciencia dio a la voz de Jasker una nota de
irritación; si tenían que enfrentarse a la ascensión y a lo que había detrás de ella, no
deseaba prolongar la prueba durante más tiempo del estrictamente necesario.

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Grimya gruñó, con un temblor inquieto, pero no lo miró.
—¡Grimya! ¿Qué sucede?
La loba volvió por fin la cabeza. Sus ojos, brillantes por el reflejo de la luz,
mostraban una expresión fiera y repentinamente ajena a todo aquello, y echó hacia
atrás los labios mostrando los colmillos.
—¡Algo vaaa mal!
Una fría mano espectral se cerró en torno al estómago de Jasker.
—¿Mal?
—En mi mente. Una alte... alteración. ¡La... essscuché! Pero ahora se ha ido.
Su primer temor irracional de que alguien o algo los había estado siguiendo por el
laberinto de túneles desapareció, pero fue reemplazado al instante por otro
presentimiento. En mi mente, había dicho Grimya. ¿Era posible que la loba hubiera
captado algún olor psíquico a algún peligro?
Aferrándose a su precario asidero, y sin prestar atención a sus manos que
empezaban a chamuscarse, Jasker la instó apremiante:
—Intenta escucharlo de nuevo, Grimya. ¡Inténtalo!
—No... puedo... —Sacudió la cabeza con fuerza, como si intentara deshacerse de
algún asaltante invisible, y dio un paso atrás, con todo el cuerpo temblando—. No
quiere... venir... no. Espera. Es... —De repente levantó los ojos hacia él y esta vez su
mirada estaba llena de temor—. ¡Es Índigo! ¡Jasker, es su voz! ¡In... tenta llamar...
me!
El hombre se sintió como si la sangre de sus venas hubiera sido reemplazada por
agua helada. No era posible; no, a menos que...
—¡Escucha de nuevo! —Su voz se quebró en la última sílaba, y le costó un gran
esfuerzo conseguir recuperar algo de coherencia—. ¿Qué es lo que dice? ¿Qué?
—¡No lo sé! No pu-puedo oírla con clari... dad; es como si... —Grimya no
encontraba las palabras; lanzó un gañido de angustia, luego recurrió desesperada a su
primera advertencia—. ¡Algo vaaa maaal!
El hechizo que había encadenado a Índigo a su obsesión y a su manía debía de
haberse roto. Por lo tanto, las barreras que la muchacha había alzado entre ella y
Grimya se habían derrumbado y ahora éstas podían restablecer su contacto telepático.
Pero el contacto tenía un defecto, y la loba no había podido interpretarlo con
coherencia.
La comprensión penetró en su mente, tan aguda como una cuchillada en el
estómago. Sólo una cosa podía haber liberado a Índigo del control de Némesis; y el
hedor del aire, la cambiante luz y los lejanos susurros de la Vieja Maia se
convirtieron de repente en tan sólo un remoto telón de fondo para el terrible temor
que bloqueaba la mente de Jasker.
—Grimya, escúchame. —Intentó mantener la voz tranquila, consciente de la

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facilidad con que la angustia del animal —y la suya propia— podían transformarse en
pánico—. Tenemos muy poco tiempo. Debemos seguir adelante y deprisa. Sígueme...
¡Y si quieres a Índigo, no tengas miedo de lo que estás a punto de ver!
El animal le dirigió una mirada desesperada que obviaba la necesidad de más
palabras; luego sus garras arañaron la piedra al saltar en dirección a la cuesta.
Completaron la ascensión jadeantes y casi gateando. Jasker se obligó a sí mismo a
no pensar más que en el siguiente y precario punto de apoyo, pero, como una lúgubre
letanía, se dedicó constantemente a maldecir en silencio su propia autocomplacencia.
Sabía que el tiempo iba en su contra; sin embargo, no había hecho más que hablar
sobre la urgencia de su causa en lugar de actuar. Ahora, la constatación de cada
minuto perdido, de cada segundo desperdiciado, lo impulsó como a un depredador en
pos de su víctima, hasta que, con una boqueada que casi le vació los pulmones,
consiguió franquear, arrastrándose, los últimos metros que le faltaban para llegar
arriba.
Cuando su cabeza alcanzó la abertura, una luz poderosísima le azotó el rostro y
un fuerte hedor a sulfuro ardiente atravesó el agujero. Jasker no se detuvo, sino que
introdujo el cuerpo por la estrecha salida y pasó al otro lado con un gran esfuerzo.
Sus sentidos se vieron asaltados repentina y violentamente desde todas las
direcciones, cuando los sonidos, el calor, los olores y el sabor de antiguos minerales
fundidos en su lengua se combinaron todos en un único ataque. Inconscientemente, el
hechicero había cerrado con fuerza los ojos al introducirse en la abertura; no quería
mirar, necesitaba conservar su última defensa. Pero entonces sintió a su lado la
delgada forma de Grimya —que también se había abierto paso por el agujero— y
escuchó su asustado gemido cuando, sin estar preparada, se encontró con lo que él
aún no se había atrevido a mirar.
Titubear ahora sería un acto de cobardía. Y con una brusca oleada de amargura,
Jasker comprendió que era la falta de valor lo que se había interpuesto durante tanto
tiempo entre él y su deber.
¡Ranaya, Madre del Magma, Señora de las Llamas, perdonad mi flaqueza y
concededme vuestra bendición!
Pronunció esta letanía con silenciosa desesperación, como un condenado gritaría
a las alturas cuando toda esperanza terrena se ha agotado.
Entonces abrió los ojos.

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n su mapa lo había apodado sencillamente «el corazón», ya que desafiaba todo
E intento racional de definirlo de forma más grandilocuente. Cuando Ranaya
había dado a luz a la mayor de sus tres hijas, en una titánica explosión de fuego,
humo y magma que sacudió hasta las raíces todos los terrenos circundantes, el poder
de esta primera erupción se había abierto paso como un puño gigantesco por entre
millones de toneladas de roca, mientras las fuerzas contenidas bajo la corteza terrestre
buscaban una salida. El núcleo de la montaña se había derretido durante la violenta
embestida, y cuando el demoledor rayo de energía salió disparado hacia arriba en
busca de una espectacular libertad, abrió un tremendo pozo vertical a través de la
montaña, una vena aorta desde el corazón fundido de la Vieja Maia.
Ningún artista en sus peores pesadillas hubiera podido imaginar la vista que se
presentó ante los ojos de Jasker y de Grimya cuando salieron del túnel para poner el
pie en la red de retorcidas repisas que formaba las paredes de la inmensa fumarola.
Por encima de ellos, los muros se alzaban vertiginosamente hacia arriba, agujereados
por arcos en forma de bóveda que la roca había formado al solidificarse, cuando el
volcán volvió a su estado de letargo. Vetas minerales, fundidas mediante el calor y
presiones inimaginables, formaban puentes relucientes entre los arcos; piroxenita,
magnetita y horoblenda constituían una enorme tela de araña de tétricos y relucientes
colores que vibraban con los espectrales ecos —mucho más potentes aquí, pues no
había escombros que los ahogaran— de las erráticas corrientes de aire abrasador que
ululaban y silbaban entre su tracería.
Los dedos de Jasker estaban hundidos en el pelaje de Grimya. Se aferraba con
fuerza a él mientras luchaba por apartarse del terror en el que sus agitados sentidos
amenazaban con precipitarlo. Sentía las enormes y ardientes corrientes que ascendían
de profundidades inimaginables, como las exhalaciones de un titán dormido, y
contuvo un demente y vertiginoso impulso de arrojarse de la repisa a aquellos fuertes
vientos, para ser transportado en sus corrientes y planear entre las relucientes telas de
araña que colgaban sobre su cabeza. Cayó de rodillas —las oraciones que había
preparado en silencio para aquel momento las olvidó por completo— y su mano libre
se aferró a la caliente piedra de la pared mientras luchaba, o eso le pareció, con todos
los músculos de su cuerpo para obligarse a mirar abajo.
Un enorme y borroso espectro de luz se abrió ante él cuando su mirada se dirigió
por fin a las profundidades del pozo. Un pausado fuego naranja surcado de blancas
lenguas de calor y de los profundos y siniestros tonos rojos del magma ardiente se
alzó de un lugar en el que la solidez no tenía significado, donde el calor, las llamas y
el lento movimiento de los elementos fundidos eran las únicas leyes que gobernaban.
Miraba a lo más profundo de la Vieja Maia; a través de sus huesos y tendones

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contemplaba su corazón, que latía eternamente. Y mientras clavaba los ojos en aquel
lugar inhumano, Jasker sintió en sus propios huesos el murmullo amortiguado y
rugiente de la voz de su diosa.
La pared rocosa le había quemado la mano. Se dio cuenta de ello cuando la
sensación física se abrió paso por entre el trance en el que había caído. Apartó la
mano y se la quedó mirando, sin comprender en un principio el significado de la
carne enrojecida y de las ampollas que empezaban a formarse en la base de cada
dedo. Cuando recupero la lucidez, pensó al instante en Grimya; se volvió y encontró
al animal temblando de dolor, las patas bien apuntaladas en el suelo y la boca abierta
de par en par mientras jadeaba desesperadamente.
—Jasker... —Su voz se quebró cuando intentó hablarle—. No pu... puedo respirar.
Tengo mi... edo. ¡Y do... lor!
—Madre Omnipotente...
Musitó las palabras para evitar que el eco las repitiera en un griterío discordante,
e introdujo la mano en su saco para sacar una capa de piel que había guardado junto
con sus cosas. Doblada debajo del animal le ofrecería al menos un poco de protección
contra el calor. Y agua... Ambos debían beber, antes de que se evaporara la provisión
que llevaba. Descolgó rápidamente el odre que colgaba de su hombro. No había
traído ningún recipiente, pero consiguió verter en la boca de Grimya la suficiente
cantidad como para saciar en gran parte su sed. Cuando ella hubo bebido, se llevó el
odre a sus labios... Entonces se detuvo, cuando, con repentina e intensa claridad, se
dio cuenta de que había estado a punto de cometer un sacrilegio.
Había llegado a un momento decisivo de su vida. Aquél era el momento para el
que se había estado preparando durante mucho tiempo, en el que las diferentes tramas
de toda su vida se entremezclaban al fin para formar una única hebra. Su juventud en
Vesinum; su desarrollo hasta llegar a la edad adulta y el descubrimiento de que tenía
vocación; su matrimonio y la breve y dulce satisfacción que le había ofrecido éste; la
espantosa muerte de su esposa; la inexorable ascensión del Charchad... Todos
aquellos acontecimientos tan dispares lo habían ido conduciendo a aquel lugar y a
aquella oportunidad.
Pensó en Índigo, encadenada a un yugo que él, en el interminable tormento de sus
últimos años, comprendía perfectamente, y dispuesta a pagar cualquier precio por
liberarse de aquella tortura. ¿Podía él hacer menos de lo que había hecho ella? Jasker
no necesitaba contestar a su propia pregunta, ya que en aquel instante de revelación
creyó ver el propósito para el que la excelsa mano de Ranaya había unido la maraña
de sus destinos.
Señora de las Llamas, Madre del Magma, Hermana del Ardiente Sol. Beber ahora
sería fallarle, ya que significaría menospreciar el elemento al que estaba dedicada
toda su existencia. Debía confiar en Su poder y en Su energía, ya que si aún quedaba

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esperanza, Ella la tomaría, la moldearía y le insuflaría vida.
Los dorados ojos de Grimya brillaron por la sorpresa que le produjo ver a Jasker
echar la cabeza atrás y lanzar una carcajada, un violento repiqueteo de júbilo que las
ardientes ráfagas de aire arrebataron y lanzaron a lo alto del pozo de la gran fumarola,
para que resonara a través de sus bóvedas. La mano del hechicero se cerró sobre el
odre y lo arrojó a las profundidades. Observó con atención cómo caía girando sobre sí
mismo, una partícula insignificante en el estremecido aire, describiendo una espiral
mientras descendía muy despacio, chisporroteando a medida que el agua se convertía
en vapor, en átomos, en nada, al aceptar la diosa de los volcanes la ofrenda y
transformarla en fuego.
Jasker rió de nuevo, y Grimya vio cómo un tembloroso haz de luz surgía de él
para flotar sobre el gigantesco pozo. La luz estalló y adoptó la forma de una
reluciente salamandra, que escupió llamas escarlata y lanzó un desafío sobrenatural
en dirección a la sencilla y resonante bóveda. Una segunda criatura hizo entonces su
aparición a su lado, y luego una tercera; resplandecían a la vibrante luz de la
fumarola. Una cuerda de fuego de un color azul blanquecino apareció en las manos
del hechicero; la sostuvo bien tensada, las palmas ardiendo a su contacto, luego se
volvió hacia la aterrorizada loba que permanecía junto a él.
—Grimya. —La voz de Jasker estaba anormalmente tranquila, pero el animal
percibió la soterrada nota de locura que se abría paso tras aquella fachada. Los ojos
del hechicero parecían mirar, agraves de ella, a otro mundo—. Tienes que encontrar a
Índigo otra vez, y unir tu mente a la suya. Debes convertirte en el medio a través del
cual yo pueda canalizar mi poder, y entre los dos debemos traspasarle ese poder a
ella. ¿Comprendes?
Un prolongado escalofrío sacudió el cuerpo de la loba.
—Com... prendo —susurró con voz ronca.
—Ayúdame, Grimya. Cuando la energía empiece a crecer quizá no pueda
controlarla. No me falles, pequeña, ¡encuentra a Índigo rápido y reza para que pueda
oírte!
La cuerda que sujetaba entre las manos llameó lívida cuando se volvió de nuevo
de cara a la fumarola, y las salamandras que danzaban en el aire sobre sus cabezas
lanzaron un salvaje grito. Grimya cerró los ojos, con las orejas pegadas a la cabeza y
el cuerpo convulsionado. Mientras jadeaba con una mezcla de dolor y temor, luchó
por dirigir su mente hacia Índigo. Su conciencia huyó del pozo, voló por los túneles y
sobre las rocas y laderas de la Vieja Maia, buscando, registrando; y, de repente, sintió
la temblorosa oleada de otra conciencia lejana que centelleaba por un instante en su
camino. Se puso en tensión, concentrándose con más fuerza, y la sensación le llegó
de nuevo; esta vez más fuerte, pero distorsionada, como si hubiera perdido la
capacidad de concentrarse.

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«¡Índigo!»
Su silenciosa proyección mental se mezcló en su cabeza con el ronco canturreo
que emanaba ahora de la garganta de Jasker al iniciar éste su conjuro. Una luz
ardiente centelleó contra los párpados de Grimya y, poco a poco, el canturreo empezó
a transformarse en palabras de sílabas vibrantes y arrastradas.
«¡Índigo!», gritó mentalmente Grimya. «¡Escúchame! ¡Escúchame!»
De las profundidades, un penetrante y lejano tronar respondió a la insistente
salmodia de Jasker. Las salamandras empezaron a entonar un contrapunto, en una
octava tan alta que incluso Grimya apenas podía oírla. Llena de frenesí, la loba se
esforzó por captar y mantener la esquiva conexión con la conciencia de Índigo, que se
agitaba trémula fuera de su alcance.
«¡Índigo!»
Lanzó toda la energía que su mente pudo reunir en la llamada, mientras su cuerpo
se estremecía por la tensión del esfuerzo. De repente, una pared pareció derrumbarse
ante ella, y un poderoso torrente de temor, rabia y desesperación se estrelló contra su
conciencia desde el exterior y convirtió sus pensamientos en un caos.
En el corazón de la Vieja Maia el trueno gritó con un vozarrón siniestro. Jasker
permanecía con los brazos levantados, el cuerpo envuelto en un resplandor azul
blanquecino procedente de la cuerda de fuego que seguía brillando en sus manos. A
sus pies, la luz naranja empezaba a adquirir un profundo y violento tono carmesí. La
temperatura se elevaba y el viento soplaba en violentas ráfagas por el pozo y rugía
por entre las brillantes vetas de mineral, ahogando la letanía del hechicero, mientras
que las antiguas fuerzas de Ranaya empezaban a encresparse en su interior.
Y Grimya, sin darse cuenta, su mente encadenada y perdida en la de Índigo, aulló
a través de la distancia que las separaba al ver, en aquel momento, adonde había ido a
parar su amiga y aquello a lo que se enfrentaba.
«¡Es demasiado tarde!»

Cuando llegaron al final del desfiladero. Índigo no pudo hacer otra cosa que mirar
fijamente con embotada estupefacción las enormes puertas que impedían seguir
adelante. La fila de prisioneros se detuvo tambaleante, pero ella instintivamente
intentó seguir adelante, sus reflejos paralizados a todo lo que no fuera la indiscutida
aceptación de lo que parecía una caminata interminable; un capataz se dio cuenta de
ello cuando las cadenas que sujetaban sus tobillos se tensaron, gritó una furiosa orden
para que se detuviera y la correa de un látigo restalló contra su pecho indefenso. Pero
la muchacha no sintió el dolor, se limitó a parpadear como un animal que saliera poco
a poco de un estado de hibernación y volvió a ocupar su lugar en la fila.
¿Cuánto tiempo habían estado arrastrando los pies hasta llegar a aquel punto? Su
sentido del tiempo estaba destrozado; podrían haber transcurrido minutos u horas

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desde aquella última visión del rostro triunfante de Quinas a la luz de la antorcha. El
recuerdo de todo lo que había visto y oído desde entonces no era más que un revoltijo
de imágenes fortuitas en su cabeza. Recordaba un camino ancho cuya superficie
parecía estar cubierta de cenizas que los pies de los prisioneros levantaban
convirtiéndolas en sucias nubes de polvo a cada paso que daban; y había visto una
turbulencia resbaladiza y oleosa que, estaba segura, debía de ser el río, ya que corría
paralelo al sendero. Luego se había producido un sonido terrible y atronador, que
cada vez era más fuerte y la aturdía; finalmente, se transformó en el rugido de los
hornos de fundición, cerca de los cuales discurría la carretera. Había sentido el calor
de sus imponentes fuegos y había visto las nubes de vapor que se alzaban de los
pozos de enfriamiento para espesar y saturar la oscuridad. Había hombres
moviéndose entre toda aquella confusión abrasadora y llena de humos y vapores,
diminutas figuras empequeñecidas por su entorno; los que vieron pasar a aquellas
criaturas condenadas desviaron la mirada rápidamente.
Luego, mientras los hornos quedaban atrás, el valle había empezado a estrecharse
hasta que no hubo más edificios, ni más máquinas, ni más hombres. El camino de
cenizas desapareció e iniciaron una penosa caminata por un empinado desfiladero que
ascendía hacia las montañas circundantes por entre dos elevadas cumbres. Ahora, la
única luz era el frío resplandor verdoso que iluminaba el cielo sobre sus cabezas,
creando anormales sombras cambiantes sobre las piedras. La imprecación lanzada por
un capataz para apresurar a los prisioneros resonó extrañamente e hizo que Índigo
pensara por un momento que otras voces les gritaban desde los riscos. Entonces, algo
enorme, oscuro y anguloso surgió de la noche delante de ellos, y llegaron al final de
su camino.
Las puertas, de unos diez metros de altura, sujetas a gigantescas bisagras clavadas
en la roca cerraban el desfiladero. No hacía más de cuatro años que habían sido
colocadas, pero su superficie de hierro estaba ya ennegrecida y podrida, el metal
corroído por el corrompido aire. La barra que las mantenía cerradas prácticamente
hubiera soportado cualquier tipo de ataque proveniente del otro lado. Cuando los
capataces avanzaron para sacar, con grandes esfuerzos, la barra de sus soportes, la
mente lastimada de Índigo comprendió por primera vez lo que debía ocultarse allí
detrás.
Volvió la cabeza muy despacio —con un gran esfuerzo era capaz de ejercer un
muy limitado control sobre sus músculos— y miró al prisionero que estaba a su lado.
Este contemplaba las puertas con lo que parecía una mezcla de reverente temor y
resignación; la boca le colgaba entreabierta y un lento hilillo de saliva le resbalaba
por la barbilla sin que él pareciera darse cuenta. Delante de él, otro hombre también
observaba aquella entrada; el resto concentraba su atención con fijeza en el suelo.
Nadie se movía, nadie dejó escapar la menor señal de temor o protesta.

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Un fuerte estrépito metálico, que resonó ensordecedor entre los riscos, anunció el
sonido de la barra al caer. Mientras el eco se desvanecía y regresaba el silencio, las
puertas chirriaron amenazadoras, e Índigo sintió un escalofrío en la base de la
espalda. No estaba asustada —la droga la había vuelto incapaz de sentir nada
parecido—, pero, por un instante tan sólo, la inquietud se había agitado en su interior
como un gusanillo.
Se escuchó un sonoro ruido metálico. El eco retumbó con menos fuerza, ahora,
pero aún con la suficiente como para sobresaltarla, y las puertas empezaron a abrirse
hacia ellos. Una delgada línea vertical de un violento fulgor verde hizo su aparición y
se ensanchó rápidamente, hasta que la joven se vio obligada a desviar la vista;
entonces sintió un tirón en las argollas y escuchó el crujir de las piedras bajo el peso
de los pies cuando los cautivos empezaron a avanzar hacia la entrada del siniestro
valle situado al otro lado.
—¡Tú no!
Una mano se cerró sobre su antebrazo y tiró de ella hacia atrás cuando, demasiado
atontada para razonar o discutir. Índigo iba a seguir a sus compañeros de cautiverio.
Sin comprender, clavó la mirada en el rostro de uno de los guardas, que se había
interpuesto entre ella y los demás. El hombre sonreía, y ella no entendió nada.
—Ansiosa, ¿eh?
Otro de los vigilantes fue hacia ella, soltando unos gruesos cortadores que
colgaban de su cinturón.
—Ya le tocará el turno. Pero no con este miserable grupo de gusanos.
El primero de los capataces jugueteó con su amuleto de Charchad, luego hizo un
ademán impaciente.
—Acabemos deprisa con éstos; no quiero dejar la puerta abierta más tiempo del
necesario.
Su compañero se agachó, y el metal soltó un chasquido cuando cortó las cadenas
que la sujetaban a los otros cautivos. La empujaron a un lado con malos modos. La
muchacha perdió el equilibrio y se arañó el codo al caer al suelo. Mientras intentaba
sentarse, aturdida, vio cómo los capataces conducían a la hilera de hombres hacia el
brillante espacio situado entre las dos puertas. Un resplandor frío cayó sobre ellos y
los rodeó con una aureola de intensa luz verde; uno —el hombre que había tenido
delante en la fila— vaciló por un momento y miró hacia atrás. A la muchacha le fue
imposible decidir si su expresión era de lástima o de súplica. Luego, el desfiladero
volvió a resonar al cerrarse las puertas detrás del último de los hombres, y éstos
desaparecieron.
Los ecos se apagaron y, de repente, la noche pareció inquietantemente silenciosa.
Las montañas habían amortiguado el bullicio de las minas convirtiéndolo en apenas
un débil murmullo nebuloso en la distancia, y el desfiladero estaba en silencio. Índigo

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no intentó incorporarse, sencillamente permaneció sentada donde había caído, con los
ojos fijos en los capataces que en aquellos momentos regresaban de la entrada.
Sólo eran tres. No había registrado este dato antes, pero ahora, mientras la
información se filtraba en su mente, se preguntó por qué los prisioneros habían
aceptado su destino tan estoicamente. Si hubieran decidido luchar, sus guardianes se
habrían visto totalmente sobrepasados en número; sin embargo, no habían protestado
en absoluto. Se habían limitado a penetrar en el valle de Charchad como ovejas
ignorantes camino del matadero. ¿Qué les sucedería ahora?, se preguntó. ¿Morirían,
rápida y brutalmente, antes de que la enfermedad del valle se deslizara al interior de
sus cuerpos? ¿O vagarían por aquel verdoso mundo de pesadilla hasta que la carne se
les pudriera en los huesos y se convirtieran en lo que Chrysiva había sido, antes de
que la saeta de una ballesta pusiera fin a su sufrimiento?
Al pensar en Chrysiva, la boca de Índigo se crispó en una mueca. No pudo evitar
aquel movimiento reflejo, ni la peculiar sensación que le siguió al momento y la
empujó a querer hablar. Pero las palabras que buscaba la eludieron. Bastante antes,
antes de que los acólitos de Charchad la obligaran a beber su repugnante brebaje,
sabía que había recibido una espantosa revelación con respecto a los acontecimientos
que la habían conducido a su actual situación, pero ahora no podía recuperar su
capacidad de razonamiento lo suficiente para recordarla. Sentía miedo, sí; pero
carecía de sentido, como si perteneciera a alguna otra persona y ella lo experimentara
indirectamente, ¿Era miedo a la muerte? Eso pensaba, pero no podía recordar por qué
la muerte resultaba tan importante.
Unas botas arañaron la roca, y el débil sonido hizo que Índigo se diera cuenta de
que había estado a punto de caer en un letárgico trance. Sus ojos volvieron a
aclararse, y vio a uno de los capataces de pie junto a ella. Sus compañeros se
apoyaron contra la pared del risco, contemplando la escena con hastiado interés.
—Bien, bien. —La puntera de metal de una bota la golpeó en la rodilla; Índigo
hizo una mueca, pero fue una reacción lenta—. Todavía en el limbo, ¿eh? —Introdujo
la mano en su camisa y la cerró alrededor de algo que llevaba guardado en un bolsillo
interior. La muchacha no pudo ver lo que era.
—¿Una última petición antes de que nos abandones?
Uno de los hombres lanzó una carcajada que parecía un bufido.
—Es bastante joven y bonita —gritó—. ¡Te apuesto a que sé qué le gustaría antes
de irse!
Una mirada especulativa brilló por un momento en los ojos del capataz. Miró a
Índigo de arriba abajo y sus ojos descansaron por algunos instantes en sus pechos y
bajo vientre. Luego sacudió la cabeza.
—No merece la pena. Todos nosotros tenemos esposas en casa que saben cómo
complacernos y cómo resultar agradables. Ésta no lo haría, ¿y dónde está el placer en

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eso? Además, es una extranjera. Nunca se sabe lo que puedes pescar con un
extranjero. No: seguiremos las órdenes de Quinas y la dejaremos así. —Sopesó en su
mano cerrada el pequeño objeto que había sacado del bolsillo, luego añadió—:
¿Sabéis?, casi me da pena.
—¿Pena? —Otro de los hombres se apartó perezosamente de la pared rocosa y
avanzó despacio hacia ellos—. ¿Por recibir la bendición de Charchad?
—Tal y como he dicho, es una forastera. Intenta mostrar a uno de fuera la Luz y
no la verá; ya lo sabemos. —Se encogió de hombros—. Parece una pérdida de
tiempo, eso es todo.
Su compañero había llegado ahora a su lado, y se inclinó para escupir a pocos
centímetros de Índigo.
—Te estás volviendo viejo y blando, Piaro. La herejía debe castigarse,
¿recuerdas? Eso es lo que nos dice Charchad. —Posó una mano en el brazo del
hombre. Era un gesto de camaradería, pero llevaba implícita una inquietante
insinuación—. Por tu bien, y por el de tu familia, no lo olvides jamás.
—No pienso hacerlo. —Entonces Piaro se sacudió algún pensamiento privado—.
Los otros deben de haber sido conducidos abajo ya. Acabemos con esto, y todos
podremos regresar a Vesinum en la carreta de la mañana y dormir un poco. —Se
agachó y, al abrir la mano. Índigo vio que sostenía un pequeño frasco de metal. El
tapón saltó con un sonido sordo y desagradable, y Piaro hizo un gesto a su
compañero.
—Puede que tengas que sujetarle la barbilla mientras se lo traga. No dejes que se
derrame; es el único que tenemos.
Esperaban que ella luchara, pero no lo hizo, ya que se sentía terriblemente
sedienta y no veía razón para rehusar un trago si se le ofrecía. Se sintió decepcionada
cuando, en lugar de agua, sintió un sabor muy dulce y empalagoso; pero era mejor
que nada y lo tragó con avidez.
—¿Qué es lo que hará esto? —preguntó el compañero de Piaro.
—Es un antídoto para la primera droga que le dimos, eso es todo lo que se me
dijo. —Se enderezó y guardó el frasco—. Quinas quiere que tenga la cabeza muy
clara cuando entre.
—¿Por qué?
—¿Cómo quieres que lo sepa? Quizá sea una última lección. —Tenía las manos
sudorosas; se las secó sobre los muslos y luego se inclinó para tomar uno de los
brazos de Índigo—. Vamos. No tiene ningún sentido que perdamos el tiempo aquí
innecesariamente, y el otro lado estará esperando.
El mundo se tambaleó cuando tiraron de Índigo para ponerla en pie, y ésta pensó
aturdida: ¿un antídoto? Los dos hombres la arrastraban tan deprisa que apenas podía
avanzar con un cierto ritmo. Las puertas se alzaron ante ella, y el tercer hombre se

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acercó para asir el enorme tirador. Vio la luz. Verdosa y horrible, con un fulgor tan
lívido que lanzó una exclamación ahogada e intentó sacudir la cabeza en señal de
protesta. La impelían hacia ella, y su cuerpo empezaba a estremecerse a causa de los
calambres que sentía al recuperar la sensibilidad.
Una voz se incrustó en su cerebro. Era Piaro, que decía:
—Me gustaría saber qué se ha hecho del perro.
—¿Qué... perro?
Su compañero jadeaba por el esfuerzo. Paralizada por los calambres. Índigo se
había convertido en un peso muerto.
—Me dijeron que iba con un perro. Allá, en Vesinum.
«¿Perro?», pensó Índigo. Y algo surgió de su confusa memoria para apoderarse de
ella...
El hombre lanzó un gruñido.
—No durará mucho por aquí. Carne fresca, eso es lo que será, para algún bastardo
con suerte.
«Grimya... »
El segundo capataz lanzó una imprecación cuando la parálisis de Índigo
desapareció de repente y la muchacha empezó a retorcerse en manos de sus
enemigos.
—¡Por la Luz, esta zorra empieza a espabilarse! Sujétala bien, Piaro; intenta
escapar... —y lanzó un nuevo juramento cuando ella volvió la cabeza e intentó
morderlo. Fue un vano esfuerzo, pues sus dientes se cerraron en el vacío; un segundo
más tarde una mano se estrelló contra su rostro y la muchacha se apaciguó.
—Déjalo ya —dijo Piaro con aspereza cuando el otro hizo intención de golpearla
de nuevo—. ¡Limítate a pasarla al otro lado, y cerremos esas malditas puertas!
Índigo hizo un último esfuerzo por resistirse, mientras el antídoto, que actuaba
con rapidez, recorría todo su cuerpo, pero fue demasiado tarde y resultó muy mal
coordinado. Una barrera de luz abrasadora le dio de lleno mientras las puertas se
hacían a un lado y se elevó por encima de su cabeza. Entonces la empujaron hacia
adelante y sintió cómo caía y rodaba por una abrupta pendiente, mientras un
inarticulado grito de protesta le arrebataba el aire de los pulmones, al tiempo que las
puertas del valle de Charchad se cerraban con un estremecedor sonido a su espalda.
Durante un tiempo —no pudo saber cuánto, y cuando intentó contar los segundos
que pasaban, su capacidad de concentración se vino abajo en una total confusión—.
Índigo permaneció totalmente inmóvil. Los calambres habían dado paso a un
hormigueo que recorrió todos sus miembros; el instinto le dijo que el control
regresaba con rapidez a su cuerpo, pero no se atrevió a comprobarlo. Y a la vez que
los efectos de la droga eran eliminados de músculos y nervios, también su mente se
aclaraba, y junto con ella la memoria.

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Por un momento se vio consumida por un violento ataque de rabia contra sí
misma por la ciega estupidez que la había conducido hasta allí. Pero la sensación
desapareció cuando comprendió que nada conseguiría con recriminaciones, y después
del enojo vino una extraordinaria sensación de calma. Lo hecho, hecho estaba: el
sonido de las puertas al cerrarse tras ella había sido la confirmación definitiva de la
inutilidad de los lamentos. Ahora tenía una elección muy clara. Podía abandonar toda
esperanza, o podía enfrentarse a lo que tenía ante ella y, mientras le quedara vida y
energía, luchar contra ello con todo el poder que poseía.
Índigo no sabía si tendría el valor de poner en práctica las valerosas palabras que
predicaba; pero intentó consolarse con el pensamiento de que si su resolución fallaba
—como temía que sucedería— ello no afectaría en lo más mínimo su destino. Nada
tenía que perder ahora. Quinas había jugado su última carta.
Si tan sólo hubiera podido establecer contacto con Grimya...
No. No podía ni considerarlo. En el valle de Charchad estaba fuera del alcance de
Grimya o de Jasker; y aun en el supuesto de que consiguieran llegar hasta ella, no
podrían hacer nada para ayudarla, y no quería ser la causa de la muerte de sus
amigos, además de la suya propia. Ahora estaba sola. Y sólo había una dirección en la
que pudiera ir.
Índigo levantó la cabeza del desigual suelo, y abrió los ojos para contemplar el
valle de Charchad.
Estaba mejor preparada de lo que lo había estado la primera vez, pero de todos
modos nada podía atenuar la oleada de sorpresa y de nauseabundo horror que la
dominó cuando la enorme e incandescente vista apareció ante ella. Desde el risco, el
primer lugar desde donde lo había divisado, el valle la había espantado; pero
aquello... Le pareció como si su caja torácica se estrechara en su interior, amenazando
con aplastarle el corazón mientras sus ojos se clavaban en lo más profundo del
enorme pozo. Monstruosas oleadas de luz surgían palpitantes de las profundidades
para abrasar las laderas del valle y empaparla en un fuego verde. La piel le escocía,
como si se bañara en una solución de algún extraño ácido bastante diluido; las
lágrimas fluían a raudales de sus ojos, y mientras contemplaba impotente la ladera
situada al otro extremo —donde las sombras se movían y cambiaban, dibujando
horrendas formas—, se dio cuenta de lo totalmente insignificante que era en aquel
lugar: una partícula diminuta y perdida en un titánico decorado.
Repentinamente el mundo pareció perder todo realismo, y la atenazó una
sensación de náusea. La escala era demasiado enorme, el poder demasiado grande: no
podría enfrentarse a él, no podría...
Un sonido aislado, muy cercano, hizo su aparición en el rugido remoto y caótico
de Charchad, y se abrió paso por entre el pánico que amenazaba con aplastar su
decisión por completo. El cuerpo de Índigo se convulsionó con espasmos y se puso a

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gatas apresuradamente, agazapándose como un animal inquieto mientras sus ojos
llorosos intentaban ver con claridad.
Unas figuras borrosas, deformadas por la luz, se movían por la ladera más abajo
de donde estaba ella. Por un instante pensó que debían de ser los hombres a los que se
había obligado a atravesar las puertas del valle de Charchad, vagando sin rumbo bajo
el mortífero resplandor. Pero cuando parpadeó para eliminar las lágrimas de sus ojos
y su visión se aclaró un poco, momentáneamente, comprendió que estaba equivocada.
Eran sólo dos figuras, y desde luego sus movimientos no eran los de alguien que vaga
sin rumbo mientras ascendían la ladera hacia ella. La razón intentó negarlo, pero el
instinto le dijo a Índigo que ella era su objetivo.
El otro lado estará esperando. Sintió un nudo en el estómago. No podía haber la
menor duda ahora: aquellos seres, fueran lo que fuesen, venían a por ella. Empezó a
temblar, y un terrible impulso de ponerse en pie y echar a correr pasó por su mente
como una exhalación; luego se desvaneció. ¿Correr? ¿Hacia dónde? ¿De regreso a las
puertas de hierro, para golpearlas con los puños y pedir que las abrieran? No. Debía
enfrentarse a aquello que surgía del infierno para reclamarla. No había ningún otro
lugar al que ir.
Un nuevo torrente de luz surgió del torbellino que hervía allá abajo, y un enorme
y distorsionado haz luminoso se deslizó sobre las laderas del valle, envolviendo a las
figuras que se acercaban en un repugnante arco iris de colores, de modo que Índigo
pudo verlos con toda claridad por primera vez.
Los centinelas del risco podían haber sido seres humanos en alguna ocasión:
aquellas pesadillas ambulantes no lo habían sido jamás. Aunque su apariencia era una
parodia de la forma humana, los planos y los ángulos de sus cuerpos estaban
horriblemente desproporcionados, como si debieran su existencia a algún mundo
repulsivo diferente de éste del que habían surgido deformes e incompletos. aquellos
no eran servidores terrenales de Charchad. Eran las sombras diabólicas que había tras
el demonio mortal, la primera progenie del monstruo que se había comprometido a
destruir, ¡los auténticos hijos de Aszareel!
Cinco pasos más, seis, siete... Índigo los contó como una criatura que repitiera en
silencio la lección, hasta que, sólo a un paso de ella, aquellos seres se detuvieron.
Unos ojos blancos, carentes de párpados, se clavaron en los suyos; y cuando se
inclinaron para tomar la cadena que pendía de sus muñecas, no protestó, sino que se
puso en pie despacio, desviando la mirada de sus rostros distorsionados para
contemplar con calma el paisaje de locura que se abría ante ella. Había aceptado lo
inevitable, y la aceptación poseía su propio poder narcótico.
Los demonios no hablaron. Quizá, pensó Índigo utilizando una fracción de su
mente, carecían de voz. El metal tintineó, sintió un ligero tirón en la cadena y, con la
serenidad irreal del sonámbulo, se colocó entre los centinelas e inició la marcha por el

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largo y empinado sendero que descendía al valle de Charchad.

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15
—¡Grimya! ¡Grimya, abre los ojos! —La voz de Jasker se alzó por encima del
creciente tronar de la fumarola, y sacudió la figura inmóvil y acurrucada de la loba—.
¡Vuelve!
Grimya gimió como un cachorro asustado, pero no dio otra respuesta. Jasker dudó
incluso de que pudiera oírlo, ya que su mente estaba absorta en el horror que veía en
la mente de Índigo. Tenía que romper aquel trance, el animal era el único vínculo, el
único.
—¡Grimya! —Aguijoneado por un acceso de frustración y miedo, la voz del
hechicero se elevó en un rugido que resonó estridente por todo el pozo—. ¡En el
nombre de Ranaya, te lo ordeno, mírame!
Un gran estremecimiento recorrió el cuerpo de la loba, y sus ojos dorados se
abrieron de golpe. Por un instante su mirada se fundió con la del hombre, y una
imagen demencial y distorsionada cruzó por la mente de él. Un cegador resplandor
verde, horribles formas que no pertenecían a este mundo, una pendiente traicionera
que se hundía en el infierno... Una décima de segundo antes de que la imagen se
desvaneciera, Jasker supo que veía el valle de Charchad a través de los ojos de
Índigo.
El sentimiento de frustración se redobló, y sintió un incontenible deseo de gritar.
La desesperación de Grimya había intensificado su poder telepático hasta el punto de
romper, por un momento, el bloqueo de su mente, permitiendo que su visión se
fundiera con la de ella. Pero ese instante había resultado fugaz e incompleto. Debía
retomarlo.
Jasker miró frenético por encima del hombro hacia la fumarola. Vio que la luz se
había intensificado hasta adoptar un tono rojo sangre, y palpitaba ahora con el ritmo
de un enorme y lento corazón. La Vieja Maia estaba viva: empezaba a despertarse de
su sueño, despacio, con firmeza, inexorable; y esperaba. Pero su paciencia se agotaba.
Se asió al pelaje de la loba; su rostro, empapado en sudor, estaba distorsionado
por una furiosa energía.
—¡Grimya, escúchame! ¡Debes mantener la puerta de acceso abierta en tu mente!
¡Úneme a Índigo, déjame ir hasta ella de nuevo!
Un grito terrible surgió de la garganta del animal; no era ni un aullido ni un
gañido, pero poseía un poco de ambos.
—¡Nnno... pu... edo!
—¡Tienes que hacerlo! ¡Inténtalo!
La abrazó, pero en su confusión y angustia la loba se debatió para liberarse de él,
y lo arrojó a un lado. No servía de nada: no podía razonar con ella, pero tampoco
podía contener aquella fuerza ahora; se había celebrado la invocación y nada podía

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revocarla. ¡Con Grimya o sin ella, debía retomar el contacto!
Jasker se volvió y gateó sobre la repisa hasta regresar al borde del pozo. El
ardiente aire rasgó sus pulmones mientras gritaba enloquecido en dirección a la vasta
bóveda.
—¡Madre del Fuego, ayudadme y prestadme Vuestro poder! —La desesperación
hizo que su voz se quebrara; el eco le devolvió el grito y las salamandras chillaron.
Y en lo más profundo de la tierra, la Vieja Maia lanzó un titánico suspiro.
De la fumarola surgió una potente ráfaga de aire que los sacudió con la misma
fuerza que si una pared se hubiera desplomado sobre ellos. Jasker fue alzado del
suelo como si se tratara de una hoja seca y se sintió arrojado hacia atrás. Vio cómo
Grimya iba a estrellarse, entre gañidos, contra los cascotes de la entrada del túnel.
Luego la ráfaga pasó, dejándolo tumbado en el suelo boca abajo, con los pulmones
sin aire y los ecos de la sacudida resonando en sus oídos.
¡Ranaya lo había escuchado, y le había respondido! Su piel chamuscada se arrugó
y agrietó al arrodillarse, pero el dolor no significaba nada. La Diosa había hablado.
Alzó la cabeza despacio, y se dio cuenta de que el espectro a través del cual
contemplaba el mundo había quedado alterado. Rojo, naranja, amarillo; Grimya, que
ahora había conseguido por fin incorporarse y sacudía la cabeza aturdida, era una
sombra rojiza con ojos como tizones. La repisa había adoptado el sombrío y
llameante tono de la lava fundida. Y él... giró las palmas de las manos hacia arriba,
tembloroso, los ojos fijos en su incandescente contorno, viendo a través de ellas las
doradas venas que palpitaban bajo la carne, bombeando fuego a todo su cuerpo...
El poder estaba en su interior. Podía sentir cómo germinaba, cómo invadía su ser,
y sintió deseos de gritar, reír y llorar. Aquello era lo que había deseado y a la vez
temido conseguir, y fue el miedo lo que lo hizo fracasar tantas veces en el pasado.
Pero, ahora, el término fracaso no existía para él. El poder era suyo y sabía cómo
usarlo.
Se levantó, y sus ojos tenían una expresión ardiente, orgullosa y vengativa cuando
se volvió para mirar a la agazapada loba.
—Grimya —la voz de Jasker tembló mientras su cuerpo intentaba a duras penas
controlar las fuerzas desencadenadas en su interior—. ¿Me ayudarás en lo que debo
hacer?
Ella le devolvió la mirada. El corazón le palpitaba con fuerza todavía, debido a la
conmoción ocasionada por la poderosa y enfática declaración de la Vieja Maia, pero
el poder que había paralizado su mente se había deshecho.
El hombre ya no era un hombre. La figura de Jasker estaba rodeada por una
reluciente aureola dorada, y aunque en el interior de su estructura el cuerpo y el rostro
permanecían inmutables, la loba percibió los caóticos movimientos de algo
gigantesco e inmortal, una energía que resplandecía y corría por la esencia misma del

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hechicero. ¡Demonio!, aulló su mente. Pero Grimya sabía cómo eran los demonios, y
echó a un lado el aviso en el mismo instante en que penetró en su mente. No era un
demonio. No era pariente de Némesis, no era algo maligno. No podía darle un
nombre, y su instinto no era suficiente para permitirle comprender, pero sabía en lo
que Jasker se había convertido. Y sintió cómo la veneración y la piedad brotaban en
su interior como una oleada de tranquilidad.
—Jas-ker... —Pronunció su nombre con voz ronca, aunque no pudo por menos
que preguntarse si significaría algo para él ahora. Ignorando el calor abrasador que
desprendía la piedra y que chamuscaba el suave pelaje de su vientre, se arrastró hacia
él. Tenía las orejas echadas hacia atrás, indicando su incertidumbre, pero la cola se
agitó en una convulsiva e involuntaria expresión de esperanza—. Sal... sálvala. Salva
a Índigo. Pu... edo ayudarte. Puedo. ¡Y lo haré!
—Criatura. —Le sonrió, y el cuerpo de Grimya empezó a temblar de forma
incontrolada—. Ranaya te bendecirá por lo que harás esta noche. —E, inclinándose,
posó una mano sobre la cabeza de la loba.
La Vieja Maia, la primera de las hijas de Ranaya, lanzó un suspiro. Y mientras su
magnífica y suave exhalación hacía que la maraña de minerales de la bóveda
empezara a zumbar y canturrear como un coro fantasmal, Jasker se volvió hacia la
fumarola, los brazos alzados y relucientes en su halo de resplandor sobrenatural.
Aunque Grimya no podía ver su rostro, su expresión era de éxtasis, de triunfo. Las
profundas señales de amargura, odio y privaciones se desvanecieron poco a poco
cuando, con ojos repentinamente anegados por las lágrimas, levantó la mirada hacia
la parte superior del pozo en dirección al invisible cielo nocturno.
Ranaya, la Madre del Fuego, se agitó en la esencia misma de Jasker cuando éste
empezó a hablar.

Las antorchas periféricas empezaban a ser apagadas. Faltaban menos de dos horas
para el amanecer, y mientras las potentes sirenas resonaban en la noche anunciando el
final del turno de trabajo, las antorchas exteriores empezaron a ser bajadas de sus
caballetes para ser apagadas. En los pozos de las minas, los hombres dejaban sus
herramientas y apartaban la mirada de las vetas de mineral con silencioso
agradecimiento. Aquellos que se demoraran, o que tuvieran que recorrer las galerías y
túneles más profundos para alcanzar el mundo exterior, tendrían que salvar las
abruptas laderas hasta llegar a los senderos cubiertos de cenizas y al punto de reunión
en total oscuridad, se arriesgaban a que un tobillo torcido los obligara a guardar cama
y redujera sus ingresos a cero durante los días siguientes.
Quinas debía regresar a Vesinum en la carreta de la mañana. No era un medio
muy decoroso de transporte para un capataz de su categoría, pero hacer venir un
vehículo privado hubiera llevado su tiempo, y sus compañeros estaban ansiosos por

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ponerlo bajo el cuidado de un buen médico lo antes posible. Le habían instado para
que intentara dormir, pero se había negado a hacerles caso, insistiendo con ferocidad
en que pensaba esperar el informe de Piaro. Aquél había regresado, por fin, y
confirmado que todo había salido según el plan. Ahora, Quinas estaba instalado,
como mejor pudieron, en la cabaña del marcador, y no haría falta despertarlo hasta
que la carreta estuviera ante las puertas de la mina.
Simein, un fiel devoto de Charchad y miembro de la camarilla de más confianza
de Quinas, había decidido ocuparse personalmente de que nada molestara a su amigo
y mentor durante las pocas horas que faltaban para la partida de la carreta.
Permanecía a pocos pasos de la puerta de la cabaña, observando cómo se apagaban
las primeras antorchas y jugueteando con el mango del látigo, que colgaba, enrollado,
de su cinto. En su pecho, el amuleto de Charchad pendía de su delgada cadena y
brillaba como un diminuto ojo sin cuerpo, más resplandeciente ahora que las luces de
la mina se apagaban; el habitual destello de la piedra sagrada arrojaba peculiares
sombras angulosas sobre las facciones del rostro de Simein y resaltaba su piel picada
y escamada, que era el primer estigma de su iluminación.
Las minas permanecían anormalmente silenciosas. A lo lejos, los hornos de
fundición rugían, pero el estrépito más inmediato de las excavadoras y los martillos y
del rodar de las vagonetas de mineral parecía apagado, como si la noche lo hubiera
envuelto en un enorme y sofocante chal. La luna se había puesto; los únicos haces de
luz que destacaban eran los arrojados por las antorchas que permanecían aún en sus
elevados postes. Y, aunque no podía decir por qué, Simein se sentía intranquilo.
Levantó la mirada, más allá del grupo de edificios, sobre las pilas de escombros
extraídos de las montañas y dejados allí para que se pudrieran bajo el sol abrasador,
hasta donde la más alta de las cimas dominaba en silencio sobre la escena. Por un
breve instante le pareció ver un resplandor sobre aquella amenazadora montaña, pero
después de mirar con atención durante algunos segundos, sus ojos no descubrieron
nada y volvió la cabeza de nuevo. Un reflejo de las antorchas; sólo eso. Tenía cosas
mejores que hacer que perder el tiempo en tonterías.

En las montañas, donde los hombres habían excavado, a través de infinitas


toneladas de roca, una galería de techo muy alto, algo habló con una voz inhumana
que hizo retumbar los túneles. El último grupo de mineros que había respondido a la
sirena y se dirigía al exterior y a un día o dos de libertad, se detuvo, sintiendo el
temblor que sacudía los viejos pasadizos. Se intercambiaron miradas, pero nadie
habló. Tales movimientos, en las profundidades rocosas, eran riesgos normales. No
había nada raro en aquella nueva manifestación; eran tan sólo los familiares
temblores de un gigante dormido, y los mineros dejaron de lado el incidente para
concentrarse en sus hogares mientras proseguían su camino.

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Fuera, brillaban chispas en la apestosa atmósfera, en la penumbra previa al
amanecer. Nadie las advirtió; y nadie prestó atención al nuevo retumbo que añadió un
arrítmico sonido de fondo al estruendoso latir de las minas, mientras el turno
siguiente se dirigía en silencio y con expresión hosca a cumplir con su trabajo.
Una y otra vez había intentado recuperar alguna sensación de realidad, pero en el
aullante torbellino del valle de Charchad, la realidad no tenía significado. Arrastrada
por sus diabólicos apresadores, cegada por la impresionante radiación, azotada por
vientos rugientes y monstruosos. Índigo luchó por mantener la cordura mientras aquel
descenso de pesadilla se prolongaba sin fin. La razón se había desmoronado bajo el
ataque de las retorcidas fuerzas que azotaban el valle; la forma y la perspectiva
estaban tan desfiguradas que resultaba imposible reconocerlas, de modo que en un
momento dado le parecía avanzar por un encrespado mar de cristal líquido y al
siguiente flotar indefensa sobre un vacío tan enorme que sus desconcertados sentidos
no podían asimilar sus dimensiones. Formas horribles se movían a su alrededor: cosas
aladas que parpadeaban en los abrasadores haces de luz; inflados horrores deformes
tambaleándose como espectros por el palpitante resplandor; algo enorme y traslúcido,
ondulante... El crepitante ruido de las profundidades del valle se batía constantemente
contra su cabeza. Mezclándose con él, se escuchaban voces humanas que aullaban de
dolor y otras voces, no humanas, que lanzaban alaridos de furia, satisfacción o de
total e incontrolada demencia.
Índigo sabía que sus sentidos no podrían soportar aquel bombardeo durante
mucho más tiempo sin que, también ella, se volviera tan loca como los habitantes de
aquel valle monstruoso. Luchaba por mantener el control de su mente, pero su
dominio empezaba a aflojarse, amenazando con escapar a su control y arrojarla a un
estado de disparatada demencia del que no podría regresar. Su cuerpo se había
convertido en una llameante estrella de dolor, como si la radiación nacarada le
corroyera la carne y la consumiera lentamente; hielo y fuego ardían juntos en sus
venas, y cada vez que respiraba sentía una insoportable sensación de asfixia. El valor
al que había jurado aferrarse se había hecho trizas ya: empezaba a perder la
esperanza, la decisión se debilitaba...
La cadena sujeta a las argollas de sus muñecas se tensó de repente. Índigo se
tambaleó y perdió el equilibrio; cayó de rodillas cuando, como adiestradores que
quieren evitar que el perro siga andando, sus diabólicos guardas dieron un tirón para
detenerla.
Una luz deslumbrante y lívida, más brillante y mortífera incluso que los
palpitantes haces que llenaban el valle, estalló ante sus ojos. Lanzó un grito de
sorpresa y terror al darse cuenta de que había caído al borde de un pozo cuyas
verticales paredes se hundían en un abismo invisible y centelleante. Sintió una oleada
de vértigo; sintió cómo manos inhumanas la sujetaban por los brazos y la empujaban

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hacia adelante; sintió cómo el suelo desaparecía bajo sus pies dando paso a la nada...
Como si el sol hubiera caído a la tierra: el corazón de Charchad, la última
fortaleza, el territorio de Aszareel. Índigo gritó una incipiente protesta mientras el
mundo se tambaleaba frenético y su bamboleante cuerpo se hundía en el pozo.
Chocó contra terreno sólido con un impacto que cortó de golpe su grito y la dejó
sin respiración. Un olvidado y fortuito resto de lógica le hizo comprender con gran
sorpresa que había caído de poca altura; no la suficiente para romperse un hueso o
atontarla. Y sin embargo...
La piedra sobre la que había caído —si es que todavía era piedra, y no había sido
deformada y convertida en algo inimaginable— respiraba, moviéndose debajo de
ella, viva y espantosamente ajena a este mundo. Y debajo de la palpitante superficie
pétrea, algo gimoteaba una obscena parodia de risa.
La roca se partió en dos. Por entre la cegadora luminosidad vio cómo el suelo del
pozo se agrietaba a pocos centímetros de donde estaba ella, y se echó hacia atrás al
tiempo que una enorme y espesa oscuridad brotaba de la grieta y se transformaba en
una compacta columna que se elevaba por encima de su cabeza. De ella fluía un
resplandor negro que tino su piel. Índigo levantó los ojos hacia allí, comprendiendo
asombrada que aquello no era una simple manifestación, sino algo consciente.
La columna se estremeció súbitamente, y apareció una hendidura en su palpitante
centro. La joven sintió un violento tirón en su conciencia, como si, fuera cual fuese la
monstruosa inteligencia que acechaba en el interior de la columna, ésta estuviera
proyectándose hacia ella, apoderándose de su mente y haciendo añicos su fuerza de
voluntad. Su mirada se vio obligada a dirigirse hacia la fisura que iba ensanchándose;
intentó luchar contra aquella coacción y volver la cabeza a un lado, pero la fuerza era
demasiado poderosa...
Un ojo sin párpado, de iris blanco y atravesado de venas del color de la carne
descompuesta, se abrió en la hendidura y la contempló. Y una voz que carecía de
tono y de timbre, pero que no obstante estaba impregnada de la corrupción de la pura
maldad, resonó con energía en su mente.
Índigo.
El estómago se le encogió lleno de repugnancia; se llevó una mano a la boca
reprimiendo un espasmo de náusea que amenazaba con dominarla.
Te esperaba.
Mientras la voz hablaba sintió como si en su cabeza hubiera gusanos que se
retorcieran; imágenes de inmundicia y podredumbre clamaban en su interior, y tras
ellas hizo su aparición el miedo. Aquélla era la máxima monstruosidad de Charchad,
en cuyas manos Némesis y su propia ceguera la habían entregado. Y aquel horror
contenía la corrompida y mutada forma de lo que en una ocasión había sido un ser
humano.

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Su mente empezaba a desintegrarse. Lo sentía, de la misma forma que sentía
cómo se deslizaban los gusanos conjurados por la voz: no se trataba de un violento
resquebrajamiento y una caída en picado en la demencia, sino de una lenta pérdida de
su sentido de la realidad. Desarmada, indefensa, estaba sola frente a un devorador
viviente. Ningún poder del mundo podía ayudarla ahora; estaba condenada. Y frente a
esta realidad, su terror perdió de repente su significado.
Índigo se puso en pie despacio, consciente de que el suelo se movía y respiraba
bajo sus pies. Sus manos se crisparon como si inconscientemente sujetara y tensara
una cuerda invisible entre ellas, y dirigió la mirada hacia el palpitante y anormal ojo
que tenía delante.
—Aszareel.
Repugnancia, desprecio, acusación: eran como una nueva droga en sus venas, y la
empujaban aún más en dirección a la locura. Agradeció aquella sensación, ya que le
ofrecía una ilusión de fuerza.
La obscena voz crujió en su cerebro:
Sí, soy aszareel, y aún más que aszareel. me buscabas Y ME HAS
ENCONTRADO. ¿QUÉ VAS A HACER AHORA. Índigo?
Ella sonrió, sus ojos vidriosos y enloquecidos.
—He venido a matarte.
CLARO. Un sonido parecido a la risa retumbó en algún lugar bajo sus pies.
ENTONCES MÁTAME, SI PUEDES. será INTERESANTE OBSERVAR TUS
ESFUERZOS. Y CUANDO SE HAYAN AGOTADO, ME TOCARÁ EL TURNO.
No puedes morir, le había dicho el emisario de la Madre Tierra. Pero un demonio
podía infligir cosas peores que la muerte... Índigo bajó la vista hasta sus manos. Bajo
el negro resplandor parecían las manos de un cadáver, sombras sin sustancia.
Sombras sin sustancia. Levantó los ojos de nuevo.
—No. He venido a destruir a Aszareel, no a una falsa sombra. —Temeraria,
impulsada por el delirante fatalismo que empezaba a reemplazar rápidamente toda
apariencia de razón, dio un paso en dirección a la negra columna—. ¡Guarda tus
disfraces para tus abyectos esbirros, demonio, y muéstrame tu auténtica forma!
Era una locura, un desafío que no tenía la menor esperanza de llevar hasta su
inevitable conclusión, pero a Índigo ya no le importaba. Si tenía que morir sin
completar su misión, al menos moriría enfrentándose al demonio en toda su
integridad.
El ojo centelleó con colores que no pudo identificar, y Aszareel rió de nuevo.
Bajo los pies. Índigo sintió una sacudida que casi la arrojó al suelo.
¡ah! ¿así que te gustaría verme tal como soy? nadie ha tenido ese privilegio desde
hace mucho TIEMPO. PERO CONTIGO. Índigo, HARÉ UNA EXCEPCIÓN.
La negra columna empezó a vibrar, como si una enorme fuerza intentara abrirse

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paso desde su interior, y su estructura empezó a pandearse. El ojo se deformó,
hinchándose hasta alcanzar el doble de tamaño que la cabeza de Índigo, y un hedor
fétido inundó su olfato.
MÍRAME. El aire empezó a espesarse. mira AQUELLO A LO QUE TÚ EN TU
ARROGANCIA QUIERES ENFRENTARTE. El negro resplandor se intensificaba y
la terrible voz no estaba ya sólo en su cabeza, sino que reverberaba a su alrededor,
resonando entre las paredes verticales del pozo.
La columna empezó a desintegrarse. Era como contemplar la fusión de un
alquitrán apestoso bajo un calor abrasador: el gigantesco pilar perdió su forma,
estremeciéndose; luego se derrumbó muy despacio sobre sí mismo, hirviente,
burbujeante, apartándose del ojo incorpóreo que continuaba mirándola por entre el
miasma. Pero ahora Índigo podía ver que había algo más detrás del ojo: una forma
que se materializaba en la lóbrega oscuridad y generaba una enfermiza luminosidad
propia. El perfil se reconocía como humano: no obstante, algo en sus dimensiones
resultaba espantosamente fuera de lugar...
La forma se solidificó y adquirió perspectiva. Un hombre pequeño y arrugado
estaba sentado con las piernas cruzadas en una charca de negros deshechos. No tenía
cabello, y allí donde su carne debiera de estar cubierta de piel, escamas blancas con la
fosforescente aureola de un pescado podrido brillaban y se agitaban sobre su cuerpo.
Su estómago estaba obscenamente hinchado y negras venas se arrastraban por su
superficie, palpitando, congestionadas por algo que no era sangre. Un ojo, colocado
sobre la desigual cavidad que había dejado su nariz al descomponerse, miraba a
Índigo, y en sus gelatinosas profundidades se movía una pavorosa inteligencia de otro
mundo.
Y la joven pudo ver más allá de los restos descompuestos y mutados de lo que en
una ocasión había sido un ser humano. Contempló una dimensión donde enormes
corrientes desnaturalizadas se movían en mares gangrenosos, donde la enfermedad, la
necrosis y la podredumbre se arrastraban fuera de primitivos abismos para deformar y
devorar cualquier cosa que poseyera vida. Sintió cómo los dedos corrompidos y
deformados de una maldad incontrolada rozaban su mente, sintió cómo sus músculos
y tendones quedaban bloqueados por una parálisis glacial...
Aszareel sonrió. Una saliva rojiza resbaló de las comisuras de sus labios, y una
lengua de sapo, negra y putrefacta, surgió entre los amarillentos raigones que
quedaron al descubierto al separar los labios. La sonrisa se ensanchó cada vez más,
llegando a extremos imposibles; la deformada cabeza empezó a partirse en dos y, con
un siseo de gases fétidos liberados de un cuerpo que llevaba mucho tiempo muerto, la
mandíbula del demonio se quebró y una cegadora luz de un verde nacarino surgió de
su garganta.
Índigo.

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Las dimensiones terrenales no podían contener la voz; ensordeció sus oídos,
haciendo añicos su dominio del desesperado desafío que la había mantenido y había
golpeado su mente y su cuerpo como una colosal ola.
Contempla el rostro de charchad, ¡Índigo, la que quería matar demonios! ¡mira
aquello en lo que se ha convertido aszareel, y ten por seguro que tú compartirás su
suerte!
La marchita figura alzó una mano. Su brazo creció y se estiró hasta alcanzar una
longitud imposible, desafiando a la naturaleza y a la razón para dirigirse por entre la
agitada oscuridad en dirección a Índigo. La muchacha intentó echarse hacia atrás,
pero no pudo moverse: los pies no la obedecían, algo sujetaba con fuerza su cuerpo...
El demonio iba a atraparla. Su mano se había hinchado hasta alcanzar proporciones
de pesadilla y vio cómo los dedos se estiraban, cerrándose, doblándose hacia adentro
para cogerla y rodearla. Y su forma cambiaba. El deforme ser parecido a algo
humano se hacía pedazos y, a través de la cáscara de lo que había sido Aszareel,
surgió una inmensidad y oscuridad que violaba las dimensiones para irrumpir en el
mundo y dirigirse hacia ella. Índigo se había quedado sin voz, se ahogaba; su cerebro
aullaba, pero era incapaz de superar la parálisis, hasta que —finalmente y de forma
irrevocable— su cordura empezó a derrumbarse y las últimas barreras fueron
demolidas...
En el corazón de la Vieja Maia, el autocontrol de Grimya se vio inundado de
repente por una oleada de terror. En el mismo instante en que las defensas de Índigo
se derrumbaban, el contacto entre ellas se restableció de forma brusca y la loba
percibió el flujo del triunfo de Aszareel, el horror y la desesperación de su amiga.
Echó hacia atrás la cabeza, aullando por encima de la furia del viejo volcán. Su queja
se metamorfoseó en un grito frenético:
—Jas-ker! Jas-ker!
La oleada psíquica de su miedo golpeó a Jasker como un puñetazo y desató un
torrente de energía que surgió de lo más profundo de su ser al derrumbarse en su
mente el último muro de contención. Por un estático instante fue omnipresente —fue
Grimya, fue Índigo, fue el hirviente y furioso corazón de la Vieja Maia— y lanzó un
alarido de gloriosa locura ante su logro, al sentir cómo el poder corría, arrollador,
demoledor, por sus venas en el mismo instante en que la primera y titánica oleada
brotaba atronadora de la fumarola en un crescendo de luz y ruido.
—¡Ahora! —Su voz enloquecida ensordeció a la loba—. ¡El poder, Grimya!
¡AHORA!
Una barrera de energía se estrelló contra la mente de Grimya como la embestida
de una catarata gigantesca. Volvió a aullar, con todos los pelos de su cuerpo erizados,
y sintió cómo el poder penetraba en su cuerpo, la llenaba, se abría paso a través de
ella al convertirse en un canal viviente para la arrolladura furia del volcán. Su grito y

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el alarido de Jasker se alzaron junto con el ensordecedor sonido de la Vieja Maia.
Y una nueva voz se unió a las suyas, chillando a través de sus mentes unidas,
cuando, en el pozo que era el corazón del valle de Charchad. Índigo se encendió.

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16
«¡Índigo!»
Las voces de Jasker y Grimya, y el rugido del volcán estallaron en su mente
surgidos de la nada, y lanzó un grito cuando la primera oleada de energía la alcanzó.
Una brillante luz roja estalló a su alrededor, llamaradas de fuego astral alzándose en
forma de cegadora corona en derredor de su cuerpo; y por entre su salvaje resplandor
vio cómo la mano monstruosa de Aszareel retrocedía y escuchó la exclamación de
sorpresa del demonio.
¡Poder! Puro, indomable, irrumpió en su cerebro en un único y glorioso instante
de revelación. Intentó chillar el nombre de Jasker, un himno de esperanza, de
reivindicación, de furiosa alegría; pero la primaria energía estaba descontrolada, y el
grito se desgarró en su garganta en forma de mudo alarido fantasmal, que arrancó
todo el odio, la furia y la creciente locura de su mente en un instante de puro éxtasis.
Aszareel rugió. Lanzó los brazos hacia el cielo, arañándolo como si quisiera hacer
caer el agitado torbellino verdoso del valle sobre ellos. Índigo vio cómo algunas
lenguas de fuego prendían en los dedos que se habían extendido para aplastarla. El
demonio echó la cabeza hacia atrás con fuerza; un negro y fétido vendaval surgió de
su boca en dirección a la muchacha. Ésta se echó a reír salvajemente mientras el
torrente de inmundicia chocaba con las llamas que ardían a su alrededor y se
evaporaba con un fogonazo. El poder aumentaba, abriéndose paso a paso por entre
los efluvios nocivos del pozo; aspiró con fuerza, transportando las enormes energías a
su sangre y a su esqueleto, recreándose en ellas...
«¡Índigo!»
La voz era a la vez de Jasker y Grimya, y flotaba en el infierno que llenaba la
mente de Índigo y también su cuerpo. A través de unos ojos anegados por las
lágrimas producidas por el calor, el dolor y la alegría, vio cómo la cosa que era
Aszareel se enroscaba sobre sí misma, cambiando de forma; la vio crecer hasta ser
cinco veces más alta que ella. Luego se alzó sobre la joven, mientras la nauseabunda
esfera del ojo del demonio se volvía primero amarilla y después verde, al tiempo que
un resplandor letal empezó a emanar de ella en enormes y palpitantes oleadas.
«¡Toma el poder. Índigo!»
Esta vez era sólo Grimya la que aullaba en su mente, y su grito estuvo a punto de
quedar eclipsado por un sonido que brotó de dimensiones astrales para penetrar en el
mundo físico, un chillido ensordecedor que hizo estremecer las paredes del valle.
«¡Tómalo, ahora!»
El fuego que envolvía a Índigo pasó del rojo a un cegador tono blanco. Sintió
cómo se acercaba, lo sintió surgir del corazón fundido de la Vieja Maia: el martillazo
que sacudía a Jasker y a Grimya hasta penetrar en su cuerpo. No podía contenerlo, las

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energías eran demasiado fuertes para resistirlas y se dio cuenta de que estaba a punto
de ser hecha pedazos...
«¡No intentes contenerlo. Índigo!¡Utilízalo!... ¡Utilízalo!»
Un rayo atravesó el valle de Charchad, desgarrando el malsano resplandor con un
poderoso crujido. Se estrelló sobre el ojo de Aszareel, y el demonio lanzó un agudo
chillido mientras su cuerpo estallaba en llamas. Se retorció, y su piel putrefacta
empezó a ennegrecerse, a chisporrotear al tiempo que un fuego físico saltaba de su
rostro a sus brazos y a su obsceno pecho. Sus alaridos se convirtieron en un estridente
aullido cuando el fuego astral se apoderó del tumor maligno que había más allá de su
forma terrena. Otros gritos se mezclaron con los chillidos de muerte del demonio;
voces inhumanas que aullaban de temor, indicando su protesta y su incredulidad,
mientras, unidos inextricablemente con su señor, los infernales esbirros de Aszareel
eran atrapados en la corriente de fuego y ardían allí donde se encontraban: cosas
aladas, horrores serpeteantes y parodias de seres humanos se consumían bajo la
embestida de las llamas que atravesaban dimensiones para devorarlos. Índigo oyó su
espantoso coro y cayó de rodillas, sacudida por terribles convulsiones, mientras los
ecos del poder inundaban el valle de Charchad. Echó la cabeza hacia atrás, arrojando
fuera de sí la energía en un último espasmo, y escuchó el grito de Aszareel, sintió
cómo se consumía, derritiéndose, muriendo, mientras su pervertida alma se hundía en
las últimas agonías de la desintegración...
Entonces una nueva voz resonó en la noche.
En las minas, donde los hombres sudaban en el claustrofóbico laberinto de pozos
y túneles, las viejas piedras temblaron y tronaron con ecos que no se habían
escuchado en la región durante milenios. Treinta mineros tuvieron apenas unos
segundos de tiempo antes de que el techo de la galería donde trabajaban se hundiera y
los enterrara bajo diez mil toneladas de roca. Junto a la cabaña del marcador, donde
Quinas dormía todavía hasta el momento de la llegada de la carreta de la mañana, el
suelo tembló con una gigantesca vibración subterránea que hizo caer uno de los
caballetes de las antorchas. Su llameante farol se estrelló contra el suelo en una
explosión de chispas. A lo lejos, un alarido atravesó la vibrante atmósfera. Entonces
el cielo meridional se iluminó con un resplandor anaranjado, y unos segundos más
tarde el primer rugido del volcán que se despertaba ahogó el estruendo de las minas
con su gran estrépito.
La Vieja Maia se agitó, un gigante que se despertaba después de siglos de letargo.
En su cono, el magma se alzó en refulgente torbellino de energías desatadas mientras
la erupción arrojaba al cielo una columna de trescientos metros de fuego, cenizas y
roca fundida. Y en el extremo opuesto del valle, las fraguas, lagos y escoriales de los
hornos de fundición se vieron iluminados por otra explosión de fuego que surgía de
aquel lado; y luego una tercera, cuando las enormes cimas que formaban el

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triunvirato de las Hijas de Ranaya contestaron a su hermana en aterradora armonía.
En el valle de Charchad, el letal resplandor que había sido la mayor arma del
demonio estalló en un instante de terrible y cegador pandemónium, y el cielo se
volvió negro mientras se consumían los últimos restos de la ardiente esencia de
Aszareel. Índigo sintió cómo el poder la abandonaba con una dolorosa sacudida, y
mientras la blanca corona se extinguía se dejó caer sobre el suelo del pozo, brazos y
piernas temblando, el cuello convulsionado, los pulmones jadeantes, mientras
luchaba por recuperar el aliento, por vivir, por evitar seguir a Aszareel y a su hueste
infernal al interior de la frenética vorágine de destrucción que los había succionado
de este mundo como hojas secas en un vendaval. Sintió cómo el terreno se inclinaba
bajo su cuerpo, escuchó el tronar de la Vieja Maia y de sus hermanas mientras el
fuego rasgaba la oscuridad. Y en su mente aturdida y atormentada, oyó la última
palabra que Jasker, su amigo, su salvador, el servidor de Ranaya, pronunciaría en el
mundo mortal. «¡¡¡Corre!!!»

Grimya lo presintió, pero la única advertencia física que tuvo fue la repentina
explosión de luz roja en la fumarola, y un sonido que, para su aterrorizada mente, fue
como el anuncio del fin del mundo. La repisa sobre la que estaban se estremeció bajo
la embestida de la marea de fuego que se alzaba, y un viento huracanado atravesó el
pozo y la arrojó al suelo. Mientras luchaba por recuperar el equilibrio, la loba se
sintió golpeada por una oleada de calor, y con el pelaje chamuscado y los ojos
llorosos vio a Jasker, envuelto en llamas, de pie en el borde del pozo. Tenía los brazos
extendidos, como si recibiera a una amante perdida durante mucho tiempo; los
cabellos le humeaban y sus manos brillaban mientras la cuerda de fuego que sostenía
adquiría un nuevo fulgor. Un poco más allá de su centelleante silueta, las salamandras
entonaban una tétrica melodía por encima de la voz de la Vieja Maia.
—¡Corre! —La voz del hechicero tronó en los oídos de Grimya al tiempo que el
volcán lanzaba su último aviso—. ¡¡¡Corre!!!
Sus ojos ardían en sus cuencas cuando miró por la fumarola, más allá de la
corteza terrestre, al corazón fundido del volcán. Y mientras el torrente de magma se
alzaba hacia él, tuvo una visión de una multitud de venas subterráneas, de abismos y
de túneles que unían a la Vieja Maia con sus hermanas. Y escuchó la inmensa voz de
Ranaya, Madre de estas tres vengadoras, origen, inspiradora y verdugo, que rugía
desde el centro de la tierra para pronunciar su nombre y llamarlo al hogar.
Grimya, cuyos instintos había devuelto a la vida el último grito desesperado del
hechicero, saltó en dirección a la boca del túnel y escaló la pendiente de cascotes que
llevaba a la estrecha abertura. Al llegar arriba se detuvo y, cuando volvía la cabeza, el
primer destello cegador convirtió la figura de Jasker en una silueta, y una columna de
fuego sólido subió por la fumarola. En el centro de la llamarada había un rostro

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gigantesco, de líneas duras y angulosas, y, sin embargo, poseedor de una belleza
terrible y serena. Una cabellera de fuego se agitaba a su alrededor como llamaradas
solares, y los ojos eran infiernos gemelos. Los resplandecientes labios se movieron, y
una voz pareció reverberar a través de la antigua montaña, resonando en la mente de
Grimya con una fuerza que la hizo lloriquear de temor y asombro.
«Eres el más querido de mis hijos. »
Jasker cayó de rodillas, con los brazos extendidos. Sus cabellos se encendieron y
brillaron en una aureola salvaje que casi rivalizaba con el fulgor de la Diosa. Y por un
sorprendente instante, Grimya vio cómo su forma se alteraba para convertirse en la de
un dragón dorado, el cuerpo resplandeciente, las enormes alas agitándose como
llamas, antes de que una columna de fuego blanco surgiera de la nada en el lugar
donde él estaba y lo engullera.
El trueno retumbó en el pozo, y bajo las patas de la loba los cascotes se agitaron
violentamente. De algún lugar en la red de túneles llegó otro estruendo como
respuesta al primero. El pánico se apoderó de Grimya; no podía asimilar lo que había
visto, ni conseguir que sus sentidos actuaran con coherencia. Instinto y sólo instinto
despertó sus músculos y nervios, y se retorció mientras los escombros, bajo ella, se
estremecían de nuevo, arrojándose hacia la abertura. Cuando la alcanzó, la fumarola
pareció hincharse y contraerse como una enorme garganta lanzando un suspiro. Y
siguiendo a las violentas llamaradas, la lava surgió torrencial del corazón de la Vieja
Maia.
Con una energía que no sabía que poseía, las patas traseras del animal lo
impulsaron a través de la hendidura, y saltó en dirección al túnel que había al otro
lado. El suelo se tambaleó cuando aterrizó sobre él; rodó, se puso en pie de un salto y,
con las orejas pegadas a la cabeza, la cola aleteando a su espalda, echó a correr como
una centella mientras las primeras oleadas de hirviente y revuelto magma empezaban
a abrirse paso por entre la pared de escombros. No tenía ni idea de adonde iba, ni
recuerdo consciente de la ruta por la que habían llegado a la fumarola, pero la
intuición la impelía hacia adelante, hacia arriba. El calor, cada vez más fuerte a su
espalda, era un acicate letal mientras buscaba un camino —cualquier camino— hacia
el mundo exterior. Un cataclismo de sonido ensordeció sus oídos, resonando por
túneles y galerías; tuvo una fugaz visión de llamaradas enormes, de rocas que se
disolvían en magma. Corrió a través de un humo cegador y asfixiante en el que
danzaban las chispas como enloquecidas luciérnagas, saltó sobre siseantes arroyos de
metales fundidos, huyó frenética atravesando grietas segundos antes de que sus
paredes se juntaran para bloquearle el paso. Y por fin se produjo una disminución del
calor, sintió el sabor del aire fresco: sucio, pero fresco, no obstante; y aunque sus
pulmones y garganta estaban demasiado resecos para dejar escapar algún sonido,
deseó gritar y aullar de alegría al darse cuenta de que había llegado a la primera

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cueva, a través de su pequeña hendidura de acceso.
Se aplastó contra el suelo y se abrió paso por la estrecha abertura, hasta emerger
en pleno pandemónium.
Muy por encima de su cabeza, el cielo se había convertido en un demencial mar
de negros y rojos mientras el cono de la Vieja Maia vomitaba fuego. Por las laderas
superiores del volcán empezaban a bajar ríos de lava, extendiéndose por entre las
cumbres como una red de refulgentes arterias. Tremendas explosiones rasgaban la
noche, terribles oleadas de calor sacudían las montañas y revolvían la atmósfera en
un arrollador caos, mientras a lo lejos las hermanas de la Vieja Maia respondían a su
desafío.
Grimya se dejó caer en la pendiente, los costados palpitantes mientras luchaba por
recuperar el aliento. Su cuerpo estaba casi paralizado por el dolor y el agotamiento, y
en su mente chocaban y se retorcían imágenes en un frenesí incontrolable. La
fumarola, el calor, el increíble poder; Jasker aullando triunfante mientras su cuerpo
ardía, el pavoroso rostro de Ranaya; e Índigo, hundiéndose en la locura definitiva al
tiempo que el demonio de Charchad se alzaba para matarla...
La razón regresó con terrible fuerza, y Grimya se incorporó de un salto. Por un
instante permaneció totalmente inmóvil, la cabeza alzada, intentando proyectar su
conciencia por encima de la demencia de la noche.
«¡Índigo!» Todo su cuerpo se estremeció por el esfuerzo de su silenciosa llamada,
«¡Índigo! ¡Escúchame! ¡Si estás viva, escúchame!»
En su mente no vio más que fuego, y desesperada lo intentó de nuevo.
Un centelleo en el límite del caos de su mente, una chispa de vida, humana,
moviéndose, débilmente consciente de su presencia, pero incapaz de tender el puente
y ayudarla a establecer la conexión...
—¡Índigo!
Esta vez, Grimya gimió en voz alta, aunque el sonido se perdió en el tronar de las
Hijas de Ranaya. ¡Índigo estaba viva! La esperanza irrumpió en la mente de la loba,
eclipsando su cansancio y terror. Entonces se escuchó un crujido y un retumbo, y a
unos tres metros de distancia, la ladera se partió en dos, destruyendo el sendero de
obsidiana. Una luz deslumbrante surgió de la grieta, y las llamas aparecieron en la
noche al tiempo que la lava se abría paso por entre la fisura. Los ojos de Grimya se
encendieron al darse cuenta del alcance del peligro en el que ambas, ella e Índigo, se
encontraban. Si querían tener la menor oportunidad de escapar de aquel infierno,
debía encontrar a su amiga antes de que se acabara el tiempo y los valles fueron
engullidos.
Giró sobre sí misma. Sus patas arañaron la roca buscando un punto de apoyo en la
traicionera superficie. El aire se volvía cada vez más denso; nubes de ceniza
revoloteaban contra su rostro impelidas por bocanadas de aire caliente. Y ante ella

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sólo tenía un ardiente paisaje nocturno, peligroso y desconocido. El miedo se apoderó
del corazón de la loba, pero lo rechazó violentamente, sabedora de que no podía
arriesgarse a perder ni un segundo. Saltó hacia adelante como una sombra fugaz, y se
alejó corriendo en la agitada oscuridad.

Índigo no deseaba incorporarse. El apestoso polvo del pozo le taponaba la boca y


la nariz, y pedazos de roca se le clavaban dolorosamente en el estómago y las piernas;
el retumbante tronar era cada vez más fuerte, y podía oler a fuego. Pero aunque sabía
que debía levantar la cabeza, cada una de las partes de su mente y cuerpo apaleados
protestaba ante tal idea. No quería abrir los ojos y mirar; sólo deseaba permanecer
tendida allí donde estaba, el rostro apretado contra el suelo, hasta que el mundo
desapareciera o la inconsciencia se apoderara de ella. Y no quería prestar atención a
la diminuta y lejana voz de su cabeza, aquella voz que pronunciaba su nombre cada
vez con mayor urgencia, suplicándole que escuchara, que oyera.
Los desesperados intentos de Grimya para establecer contacto podrían haber
llegado demasiado tarde si el suelo del valle no se hubiera sacudido de repente y con
gran fuerza bajo Índigo, haciéndola rodar de lado y sacándola de su
semiinconsciencia. Sus manos se agitaron convulsionadas; instintivamente se lanzó
hacia afuera para salvarse y recuperó por completo sus sentidos. Se encontró
acurrucada en el pozo, con la mirada —entre jirones de humo y la maraña de sus
propios cabellos— en un círculo de ennegrecidas cenizas.
Aszareel., Mientras los últimos rastros de estupor se desvanecían. Índigo recordó.
El demonio estaba muerto. Jasker lo había conseguido: había despertado el antiguo
poder aletargado de la Diosa del Fuego y lo había canalizado a través de su mente
justo cuando los últimos fragmentos de su cordura empezaban a derrumbarse. Con
Aszareel se habían ido todos los demonios del valle de Charchad: y algo más, algo
que aún no podía recordar...
Un titánico fragor interrumpió el caos de su mente, retumbando ensordecedor por
el valle. Índigo levantó la mirada frenética, y la comprensión la golpeó como un
mazazo. Humo que cubría el cielo, revueltas nubes de cenizas y chispas que caían
sobre el valle... El resplandor verde de Charchad había sido destruido, y en su lugar la
noche estaba iluminada por tres enormes columnas de fuego. El rugido de una nueva
explosión la hizo balancearse hacia atrás, y por un instante quedó bañada en un
resplandor rojizo que iluminó toda la escena. Luego, la primera oleada de lava rebasó
el borde del valle y se precipitó como una avalancha hacia ella.
La joven se puso en pie de un salto y corrió. La pared del pozo surgió de entre las
tinieblas y empezó a trepar. Sus ropas se rasgaron, se hizo un corte en la pierna, pero,
por fin, consiguió llegar arriba e incorporarse de nuevo. Del cielo empezaban a caer
ahora bolas de fuego de magma incandescente; vio cómo una de ellas cayo donde se

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encontraba e incendió el sucio humo que flotaba por todas partes. Se apartó de su
trayectoria mientras esta iba a estrellarse contra el suelo. Llameantes fragmentos
salieron despedidos en todas direcciones y lanzó un grito cuando uno de ellos le dio
en el brazo y encendió su manga. Apagó las llamas a golpes mientras seguía
corriendo, quemándose la mano y el antebrazo. Más bolas de fuego brillaron en lo
alto; las chispas saltaban centelleantes por los aires y le chamuscaban los cabellos. A
su izquierda, el río de lava se ensanchaba, aumentando su velocidad y alterando su
curso, y ella se desvió a un lado, tomando una ruta más empinada pero que la alejaría
de la mortífera corriente. Cenizas ardientes, que en algunos lugares le llegaban hasta
los tobillos, le quemaban los pies, y apenas si podía respirar; cada vez que inhalaba,
su garganta y sus pulmones se llenaban de humo. Se levantó el borde de la falda para
cubrirse boca y nariz, pero daba lo mismo. Medio asfixiada, sin poder ver, ni sabía ni
le importaba adonde se dirigía, estaba demasiado desesperada por alejarse del humo y
de las cenizas para pensar en algo que no fuera el siguiente paso tambaleante. En una
ocasión, le pareció oír voces no muy distantes que la llamaban; se detuvo y resbaló
por la pendiente, mientras atisbaba frenética a su alrededor. Pero el humo era
demasiado espeso para que pudiera ver nada; los atronadores ecos de la erupción
ahogaron cualquier otro grito y ella no tenía aliento para gritar, a su vez, en la
oscuridad. Si había otros seres vivos en el valle de Charchad, no tenía la menor
posibilidad de ir en su busca y sobrevivir. Se volvió de nuevo hacia la ladera y avanzó
a tientas, pendiente arriba.
De repente apareció una abertura en la roca, sobre su cabeza. No era el sendero
desde el que había visto por primera vez el valle de Charchad, ni era el lugar donde
las enormes puertas de hierro barraban cualquier esperanza de salida, sino una
escarpada abertura entre dos de los picos inferiores. Sus bordes resaltaban con fuerza
en el llameante cielo. Jadeando. Índigo se arrojó hacia adelante y cayó cuan larga era
sobre el espinazo de un empinado y estrecho risco. El impacto liberó sus pulmones de
los restos de aire fétido que quedaban en ellos, y boqueó, mareada por las náuseas. Se
puso de rodillas con un supremo esfuerzo, levantó la cabeza como pudo y miró al
otro extremosa los hornos de fundición y a las minas.
Los valles estaban envueltos en un caos total. Los hombres huían de los hornos y
de los lagos de enfriamiento: corrían por la carretera cubierta de cenizas en un intento
desesperado por llegar a las puertas de la mina antes de ser engullidos. Algunos
podrían llegar a lugar seguro, pero la mayoría no tenía la menor posibilidad, ya que
nueve enormes torrentes de lava convergían sobre ellos procedentes de todas partes,
zambulléndose desde las cumbres y dividiéndose en cincuenta afluentes que se abrían
paso hacia el valle para cortar todas, con la excepción de unas pocas, rutas de escape.
Vio cómo una bola de fuego iba a estrellarse en medio de un grupo de hombres que
huían; figuras diminutas escaparon de la devastación, retorciéndose y revolviéndose

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mientras ardían; algunas se arrojaron al río, pero también éste ardía, al haberse
incendiado su contaminada superficie. Cabañas, máquinas y caballetes se quemaban;
enormes lenguas de fuego azulado brotaban de las aberturas al estallar los gases
atrapados en las rocas. Y, enormes y siniestras bajo el cielo, avalares de destrucción,
las tres cimas gigantescas de las Hijas de Ranaya vomitaban fuego y lava y atronaban
con furia en la noche.
Con ojos llorosos. Índigo apartó la mirada de los horrores que tenían lugar a sus
pies. Nada podía salvar a aquellos hombres condenados, y seguirlos hasta el valle
resultaría suicida. Debía de haber otra forma de salir...
Y de repente, por entre toda aquella confusión, una voz familiar penetró en su
mente.
«¡Índigo!»
La joven chilló:
—¡Grimya!
Luego empezó a toser medio asfixiada cuando la sorpresa la hizo tragar una
bocanada del apestoso humo. Durante casi un minuto permaneció doblada sobre sí
misma; luego, a medida que lo peor del espasmo desaparecía, empezó a mirar
enloquecida en derredor suyo, el corazón latiéndole con renovada esperanza. Grimya
estaba viva, e intentaba localizarla...
«¡Grimya!» Se concentró, furiosa, y lanzó su llamamiento mental con toda la
energía que pudo reunir. «¡Grimya, estoy aquí! ¡Te escucho!»
Un ensordecedor chillido de la Vieja Maia sacudió los riscos, y a través de él oyó
el grito de respuesta de la loba.
«¡Al este. Índigo! ¡Ve hacia el este! ¡Ya te encontraré!»
Índigo no necesitó que le insistieran más. Se puso en pie y se dio la vuelta;
tambaleándose, se dirigió por la colina hasta una escarpada pero escalable ladera de
guijarros y piedras que conducía a una cima cercana. Las piernas le dolían
terriblemente; sus manos, pies y rostro chamuscados le ardían de dolor y parecía
como si todo el aire del mundo se hubiera consumido convirtiéndose en cenizas: pero
gateó y se deslizó sobre la roca hasta llegar a la piedra más firme del otro lado, y
empezó a cruzar la estribación.
Estaba a medio camino de la siguiente loma cuando una llamarada de luz sobre su
cabeza le hizo levantar los ojos. Lo que vio casi detuvo su corazón.
La segunda de las hijas de Ranaya era, desde aquí, una violenta pero lejana
amenaza detrás de una cadena de riscos. La muchacha se había considerado bastante
a salvo, pero las fuerzas liberadas por la erupción habían resquebrajado la ladera sur
del volcán y una catarata de magma fundido brotaba fuera de su prisión para fluir por
el costado de la montaña. Cayó sobre las cimas que la rodeaban, atravesó barrancos y
abismos, y franqueó rocas, abriéndose paso abrasadora en dirección al fondo del

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valle. Tres ríos de lava diferentes refulgían ahora bajando por las laderas a las que se
aferraba Índigo. Y ella estaba justo en su camino.
No podía moverse. El terror tenía clavados sus manos y pies, y su cerebro estaba
paralizado; no podía hacer otra cosa que mirar con horror aquel peligro. Podría
superar el primero de los devastadores ríos, pero quedaría atrapada entre éste y el
segundo. Y si convergían, o si otro afluente más caía en cascada sobre los riscos
situados más arriba, entonces se vería aplastada y moriría envuelta en llamas...
Bajo sus pies la roca tembló con una enorme y atronadora vibración. Sin pensar,
sin detenerse a razonar. Índigo echó a correr en zigzag, saltando de un punto de apoyo
a otro en una desesperada y fútil tentativa de aventajar la avalancha de lava. Sabía
que no lo conseguiría; la ladera era demasiado empinada, estaba segura de que en
cualquier momento perdería pie y rodaría por la pendiente...
«¡Índigo! ¡Loba!»
Grimya chillaba en su mente, su voz salvaje y frenética. Pero no podía ayudarla;
la lava se acercaba; sentía su devastador calor, sentía cómo la temblorosa ladera
estaba a punto de ceder bajo ella...
«¡Loba. Índigo! ¡LOBA!»
Con un sobresalto que casi le hizo perder el equilibrio, la joven recordó, y se dio
cuenta de lo que Grimya intentaba comunicarle. Loba. El poder, el poder de cambiar
de forma que había aprendido de manera tan cruel e inesperada en el mundo astral de
los demonios. Pero no podría hacerlo, no aquí, no ahora; era imposible. No tenía las
fuerzas que necesitaba, su mente estaba en desorden; no le quedaban más que unos
segundos antes de que la muerte cayera sobre ella. Y aterrorizada, más allá de todo
control, abrió la boca y chilló.
El grito se metamorfoseó en un aullido ululante y sintió el cambio como un
terrible impacto de energía que surgió de su subconsciente y penetró en su cuerpo. Su
equilibrio se esfumó; se tambaleó, tropezó, cayó hacia adelante...
Y se encontró corriendo con cuatro patas que la impulsaban sobre la roca, la
leonada cabeza baja, las mandíbulas escarlata abiertas. Escuchaba a Grimya, a su
hermana, a su pariente, que la instaba a seguir mientras corría como el rayo, más
deprisa de lo que podría haberlo hecho ningún ser humano, hacia lugar seguro.

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abía humo y calor, y había también violentas llamas que rasgaban la oscuridad.
H Apenas si podía respirar y el cuerpo le dolía terriblemente, pero siguió
corriendo. Había dejado de ser Índigo para convertirse en un lobo, un animal,
impulsado por instintos que nada tenían que ver con la lógica ni el razonamiento,
pero que la impelían hacia el objetivo primordial de la supervivencia. La acometían
hedores insoportables, sabores repugnantes abrasaban su boca, pero siguió adelante,
hasta que el mundo se convirtió en un torbellino rojo que golpeaba sus sentidos,
interminable, demencial.
Grimya la encontró un minuto después de que se desplomara en las estribaciones
de un cerro que conducía a las cumbres situadas más al este. Aunque la roca estaba
caliente, y de vez en cuando se estremecía como respuesta a los lejanos temblores de
los volcanes, los ríos de lava no habían alcanzado aquellas laderas; allí estaban a
salvo.
Índigo estaba en el suelo, con las patas completamente estiradas y la cabeza
torcida a un lado. Sus ojos se habían vuelto vidriosos a causa del agotamiento y la
lengua colgaba fuera de su boca mientras intentaba respirar; su pelaje chamuscado
estaba cubierto de un gruesa capa de cenizas, y cuando Grimya intentó reanimarla,
apenas consiguió levantar el hocico unos centímetros.
No podían quedarse en el cerro. Faltaba poco para el amanecer; el sol no podría
atravesar la espesa capa de cenizas y humo que flotaba ahora sobre todo el valle, pero
cuando saliera, el calor —casi insoportable ahora— mataría a todo ser vivo que no
hubiera encontrado refugio. Grimya había descubierto una cueva a poca distancia; era
pequeña, pero les serviría. Obligó a Índigo a alzarse, mordisqueándole el lomo y el
cogote hasta que se levantó tambaleante. Sus pensamientos resultaban incoherentes;
aunque ella también estaba casi completamente exhausta, sabía que, sola, su amiga no
habría sobrevivido mucho más, y en silencio dio las gracias a la Madre Tierra por
haberla podido encontrar a tiempo.
Ríos de fuego rojo como la sangre surcaban el cielo mientras las dos lobas
avanzaban penosa y lentamente por el cerro para alcanzar un sendero, cubierto por
varios centímetros de ceniza, que serpenteaba por la ladera de la montaña. La cueva
era poco más que una hendidura en la roca, pero la ceniza no había penetrado en su
interior y estaba relativamente limpia de humo. Grimya. persuadió a Índigo para que
entrara y la observó con ansiedad mientras ésta se dejaba caer en el suelo.
—Podemos des... cansar a... salvo. —Le habló en voz alta, no muy segura de que
su amiga pudiera oír su voz telepática—. Hasta qu... que nos... recu... peremos.
Índigo se estremeció. Por un instante su figura pareció flotar estrambóticamente
entre lo animal y lo humano. Luego suspiró, y Grimya se encontró contemplando el

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cuerpo acurrucado de una muchacha que, quemada, chamuscada, con la ropa echa
pedazos y agotada hasta extremos insospechados, se había hundido ya en un sueño
parecido a un estado de coma.
La loba volvió la cabeza en dirección a la entrada de la cueva. Las chispas
seguían danzando en el aire allí fuera, y avanzó despacio hacia la abertura para
contemplar aquella noche de locura. El tronar, pensó, parecía haber menguado ahora,
y la furia de las erupciones disminuía, como si las Hijas de Ranaya hubieran desatado
ya toda su cólera. Se estremeció intentando no recordar las cosas que había visto
aquella noche, el miedo, el horror y el dolor. También ella debiera dormir, pero antes
de descansar quería contemplar por última vez el mortífero valle en el que Índigo
había estado a punto de perecer, y las ruinas del maligno poder por el que Jasker
había sacrificado su vida con tal de destruirlo.
Sintió un fuerte deseo de aullar que hizo que sus costados y lomo temblaran. Y
aunque sus pulmones apenas tenían fuerzas suficientes para aspirar aire, levantó el
hocico hacia el cielo y lanzó su grito nocturno a las invisibles estrellas. Era su propio
réquiem por Jasker, y aunque sabía que no era el adecuado, le proporcionó un cierto
consuelo.
El aullido se apagó en un débil gañido, y Grimya se lamió el hocico. Un
vagabundo remolino de humo se le metió en los ojos; parpadeó para aclarar su visión,
luego volvió la mirada a través del mar de cumbres hacia el último pico elevado que
marcaba los límites del valle de Charchad.
No había valle. En lugar de ello había un dentado boquete allí donde un enorme
risco se había partido en dos. Y más allá de los destrozados restos del risco,
reluciendo ahora no con el fulgor verdoso de la radiación sino con los oscuros y
abrasadores tonos rojos y dorados de las llamas, el valle de Charchad y todos los
horrores que contenía permanecían enterrados bajo incalculables toneladas de piedra
y magma que se enfriaba lentamente.

Jasker avanzaba hacia ella. Su figura estaba envuelta en una cálida luz difusa,
como el resplandor del fuego de una chimenea, y parecía andar no sobre terreno
sólido sino sobre una nube de humo que se arremolinaba alrededor de sus pies.
Índigo se incorporó. Su cuerpo parecía ligero e irreal; sentía una sed terrible, pero
aparte de esto su única sensación era la de una extraordinaria paz. Todavía estaba
oscuro, la única luz provenía de la aureola que rodeaba a Jasker, y extendió una mano
hacia el hechicero.
—Jasker? Pensé que...
Pero no pudo terminar, ya que no sabía qué era lo que necesitaba decirle.
Él le sonrió, y sus labios se movieron como si le contestara, pero ella no escuchó
ningún sonido. Y sus ojos, observó, no eran los ojos de un hombre mortal, sino

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calmados y nebulosos pozos de un color entre naranja y oro.
Entonces comprendió cuál había sido la suerte de Jasker, pero no quería aceptarlo
y no acababa de resignarse a hacer la pregunta que se lo confirmaría más allá de toda
duda. El hechicero sonrió de nuevo, y su aspecto empezó a cambiar. Los cabellos
canos se oscurecieron hasta volverse negros, el rostro demacrado se suavizó,
rejuveneciéndose y volviéndose de repente desgarradoramente familiar, hasta que
Fenran, su propio amor, la contempló desde el halo de luz. Sólo los vacíos ojos
dorados permanecieron inmutables: y entonces la voz de Jasker habló a su mente con
suavidad y afecto.
«Estoy con mi Señora ahora. »
El halo empezó a disolverse. Se desvaneció, como ascuas que se enfriaran
lentamente, hasta que el rostro que pertenecía a la vez a Jasker y a Fenran se diluyó
con las suaves sombras y desapareció.
—¿Fenran... ? —musitó Índigo—. Jasker... ?
Sólo el eco le respondió. La oscuridad era total y se sintió abandonada. En aquel
momento una voz a su espalda pronunció su nombre, y, con el corazón palpitándole
con irracional esperanza, se dio la vuelta.
Una alta y elegante figura estaba de pie tras ella, claramente visible, incluso en la
aterciopelada oscuridad. Índigo contempló el rostro severo y hermoso, el ondulante
cabello del color de la tierra removida, los ojos lechosos que la miraban inmóviles
con una inhumana mezcla de objetividad y compasión. Y recordó Carn Caille y al ser
resplandeciente que había ido a verla después de la batalla, y un claro del bosque
donde la nieve caía con silenciosa intensidad y donde su auténtica búsqueda había
dado comienzo.
Ella dijo, entonces, y sus palabras fueron a la vez un desafío y una súplica:
—El demonio ha muerto.
El emisario de la Madre Tierra, su mentor, su juez, no respondió, y el miedo se
aferró al corazón de Índigo.
—Lo hemos matado. —Su voz se elevó aguda, chillona—. Lo hemos destruido.
¡Está muerto! —El miedo amenazó con convertirse en pánico—. ¿No es... ?
Una triste sonrisa apareció en los labios del ser.
—Sí. Índigo: está muerto. Esta pesadilla se ha acabado ya, y es hora de que se
inicie otra.
La muchacha inclinó la cabeza mientras un desordenado torrente de emociones se
agitaba en su interior. Alivio, pena, amargura... y, presidiendo todo ello, un cansancio
que llenaba de desconsuelo su alma. El emisario bajó los ojos hacia la enmarañada
corona de sus cabellos y dijo:
—Has aprendido mucho, criatura, y eres más fuerte ahora. Intenta obtener
consuelo de ello, ya que aligerará tu carga cuando llegue el momento.

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Índigo sintió cómo las lágrimas empezaban a deslizarse por sus mejillas, y las
secó con la mano. No lloraría, pero tenía que aflojar el tirante nudo de dolor que
sentía en su interior, debía dar alguna expresión a sus emociones. Levantó los ojos y
dijo, lastimera:
—Pensé... Vi a Fenran. Esperaba... —Pero las palabras no querían salir, porque
sabía que aquella esperanza era infundada.
La voz del ser resplandeciente sonó llena de dulzura.
—Con cada victoria que obtienes, el tormento de Fenran se ve ligeramente
aliviado, ya que las fuerzas que lo retienen se debilitan. No lo olvides. Índigo, y ten
fe.
La joven volvió a bajar la mirada. Sabía que debiera hallar consuelo en las
palabras del emisario, pero resultaba duro, muy duro.
El ser prosiguió:
—Despierta ahora, criatura. Es hora de ponerse en marcha.
—Yo...
Acalló su lengua al darse cuenta de que no había más que oscuridad allí donde
había estado el resplandeciente ser. Las tinieblas se estremecieron, relucieron. Abrió
los ojos y se encontró frente a una débil y sulfurosa luz diurna que se filtraba, a través
de la entrada, hasta el interior de la cueva.
«¡Índigo!»
Algo cálido y del género de los mamíferos se colocó rápidamente a su lado. La
muchacha contempló ante ella los ojos ambarinos de Grimya. Las lágrimas
aparecieron de nuevo y arrojó los brazos alrededor del cuello de la loba; la abrazó con
fuerza, incapaz de hablar durante algunos minutos, hasta que al fin la sofocante
intensidad de sus emociones disminuyó un poco y se sentó de nuevo.
Grimya frotó su hocico contra el rostro de ella.
«Has estado durmiendo durante mucho tiempo», dijo preocupada. «Me parece
que las dos hemos dormido, ya que recuerdo que sucedían muchas cosas extrañas,
pero tengo la impresión de que deben de haber sido sueños. »
—¿Cuánto... ? —La garganta de Índigo estaba hinchada y reseca, y la voz se le
ahogó cuando intentó hablar; lo probó de nuevo—. ¿Cuánto tiempo?
«No lo sé. Los truenos se apagaron hace mucho tiempo, muchos días, creo, y las
rocas de fuego y las cenizas ya no caen. Pero el sol aún no ha dispersado las nubes.
»
Índigo recordaba muy poco de aquellas últimas y enloquecidas horas. El recuerdo
regresaría, estaba segura, pero no aún; y se alegraba de aquel pequeño respiro.
—Aszareel... —dijo—. Está muerto, Grimya.
«Lo sé. » La loba se lamió el hocico, como hacía a menudo cuando se sentía
preocupada o confusa—. «El... ser brillante me lo dijo. »

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—¿El ser brillante?
«El que vino a nosotras en el bosque de mi tierra natal y me concedió la
bendición. Lo volví a ver en mi sueño. »
Así que el emisario no se había olvidado de Grimya... Y, de repente, la joven
sintió el resurgir de una vieja amargura al recordar aquel lejano encuentro. Una
bendición, decía Grimya. ¿Qué clase de bendición era enfrentarse a un futuro infinito
bajo la sombra de su misión, sin envejecer, sin cambiar, destinadas a vagar por el
mundo hasta que los siete demonios que ella había liberado fueran finalmente
suprimidos? El animal no tenía ningún crimen que expiar, y tampoco ningún amor
perdido que intentar recuperar. Sin embargo, había abandonado su hogar y todo lo
que conocía para compartir la carga de Índigo: y la había conducido a esto...
La tranquila voz mental de la loba interrumpió sus lúgubres pensamientos, y
comprendió que había leído lo que pasaba por su mente.
«¿Piensas que mi respuesta sería diferente, si se me ofreciera la bendición de
nuevo? No cambiaría. Soy tu amiga. Índigo, y adonde tú vayas, yo iré. »
—Me avergüenzas, Grimya. Tu fe es mayor que la mía.
«No lo es. Quizá sea más sencilla, ya que la forma de ser de los humanos me
recuerda muy a menudo a un árbol de ramas enmarañadas. Pero no mayor. Tú lo
sabes. En el fondo de tu corazón, lo sabes. »
¿Era así?, se preguntó Índigo. Pensó en Fenran: Con cada victoria que obtienes,
su tormento se ve ligeramente aliviado, había dicho el emisario, y se dio cuenta de
que Grimya tenía razón. Sí que tenía fe. Y, a lo mejor, como creía la loba, la fe era
suficiente...
La muchacha se puso en pie despacio, y anduvo vacilante hacia la entrada de la
cueva y hacia la mañana anegada en sucio humo que había al otro lado. Su cuerpo
había sido maltratado hasta el límite de su resistencia. Sin embargo, todo lo que
sentía era una embotada sensación de dolor. Tenía sed, pero era una sed soportable,
aunque tanto Grimya como ella ya debieran de estar muertas por la falta de agua. La
inmortalidad, al parecer, poseía sus irónicas compensaciones...
Llegó a la entrada, y salió a la ladera de la montaña. Estaban cerca de la cima de
un pico elevado, y a través de las nubes de azufre distinguía la cordillera que se
extendía en todas direcciones. Ennegrecidas por la ceniza, vacías, silenciosas, las
cumbres se alzaban por entre la fantasmal luz como imágenes de una pesadilla. No se
oía ningún sonido procedente de las minas, y no había ningún resplandor verdoso que
ensuciara el cielo con su corrompido fulgor. Sólo se percibía una tenue luz en la
distancia, un parpadeo de fuegos rojo anaranjados, mientras veteados ríos de magma
todavía fundido se movían con lentitud por los arrasados valles.
¿Cuántos habían muerto en aquel infierno? La venganza de la Diosa del Fuego no
había hecho distinciones entre los culpables y los inocentes; aunque se había

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erradicado del mundo un terrible mal, el precio de la victoria era feroz. E Índigo supo
que los fantasmas de aquellas víctimas se pasearían por sus sueños durante mucho
tiempo.
Escuchó el suave sonido de las patas de Grimya sobre la piedra, y al bajar los ojos
vio a la loba erguida junto a ella.
«Tenía que ser así», dijo el animal, y sus ojos estaban llenos de pesar. «Sin todo
esto, no hubiera podido acabarse con el dominio del demonio, y la enfermedad y el
sufrimiento hubieran continuado eternamente. »
—Lo sé.
Índigo recordó a Chrysiva, y el tormento que la inocente criatura había soportado
mientras esperaba la llegada de la muerte. Pero en su actual estado de ánimo, le
resultaba difícil consolarse con el hecho de que ya no habría más víctimas como ella.
«Creo que Jasker lo comprendió», siguió Grimya. «El sabía lo que significaría la
venganza de la diosa. Pero sabía también que no existía ninguna otra forma de
salvar a su tierra y a su gente. » Parpadeó. «Creo que debe de haberlos amado
mucho. »
Las lágrimas afloraron a los ojos de Índigo y enturbiaron la deprimente vista que
se ofrecía ante ella. Sí; Jasker había comprendido: sabía cuál debía ser el sacrificio, y
por su diosa, y por aquellos cuyas vidas estaban siendo destrozadas por el horror que
habitaba en el valle de Charchad, había estado dispuesto a convertirse en parte de
aquel sacrificio.
Repuso en voz baja:
—¿Me hablarás de Jasker, Grimya? ¿Me contarás cómo murió?
«Te lo contaré. Pero, no aún. No creo que pudiera encontrar las palabras. »
—No. Aún no.
Índigo se secó los ojos, y durante unos instantes contempló el revuelto cielo. Allá
en lo alto, una débil mancha de un color más claro se proyectaba por entre las nubes
de ceniza, y comprendió que se trataba del sol, perdido todavía detrás del espeso
manto, pero dispersando —despacio pero inexorable— la lóbrega oscuridad para
traer de nuevo la luz a la tierra. Y volvió a escuchar las palabras que el hechicero, que
había probado ser un amigo auténtico e inquebrantable, pronunciara en su mente
durante su sueño.
Estay con mi Señora ahora...
Deseó haberlo podido llorar en la forma adecuada, con música y una elegía para
despedir a su espíritu en su último viaje. Pero su arpa, junto con todas sus posesiones
materiales —excepto la ballesta y el cuchillo, que los secuaces de Quinas le habían
quitado— estaban enterradas bajo una montaña de escombros y lava en las ruinas de
la caverna de Jasker. El pensamiento le hizo sentir ganas de llorar otra vez. Llorar por
el arpa era vergonzoso, cuando había mayores pérdidas que soportar; pero había sido

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muy valiosa para ella, pues se trataba de un regalo de Cushmagar, el bardo ciego que
fue a la vez su tutor y su mentor, y el único lazo de unión que le quedaba con el hogar
que había perdido.
Índigo lanzó un suspiro, y apartó la mirada de la lejana mancha de luz para
dirigirla ladera abajo, donde unas apenas perceptibles sombras empezaban a rozar las
rocas. Y lo que vio allí la dejó atónita y sin respiración.
Su arpa. Estaba intacta, sin el menor rasguño, sobre el sendero cubierto de ceniza,
y las cuerdas temblaban con la más débil de las vibraciones, como si tan sólo hiciera
unos segundos que la había depositado allí. La joven la miró asombrada, convencida
de que debía tratarse de un espejismo, una ilusión producto de su cansada mente.
Pero la imagen del arpa no se desvaneció ni vaciló, y de repente se encontró bajando
a trompicones la cuesta y llegando al sendero. Cayó de rodillas junto al instrumento,
sin prestar atención a las nubes de ceniza que se alzaron perezosas a su alrededor. Por
un terrible instante no se atrevió a extender la mano para tocar el precioso
instrumento, temerosa de encontrar tan sólo el vacío y el eco de una ilusión: pero
entonces sus dedos se agitaron temblorosos, casi en contra de su voluntad, y percibió
la suavidad de la madera pulida bajo ellos.
El arpa era real. Las cuerdas dejaron escapar un dulce sonido melancólico cuando
las pulsó, y mientras los ecos del acorde resonaban suavemente por las montañas
supo que aquel pequeño milagro era urja señal y un tributo del emisario de la Madre
Tierra, un símbolo de esperanza en un lugar que no había conocido más que
desolación.
Mientras las últimas notas del arpa se desvanecían, el rostro preocupado de
Grimya. apareció sobre su cabeza, intentando ver en la semioscuridad.
—¿Índigo? —llamó la loba en voz alta.
Ella no pudo responderle. Estaba doblada sobre sí misma, con el instrumento
entre sus brazos. Las lágrimas se derramaban sobre la madera pulida y las cuerdas
relucientes, mientras lloraba por Jasker, por Chrysiva y por tantos otros cuyos
nombres y rostros jamás había llegado a conocer. Grimya la observó con angustiada
piedad, pero contuvo el instinto de correr hacia ella e intentar ofrecerle algo de
consuelo. Sabía que durante algunos minutos. Índigo necesitaba aliviar su dolor a
solas. La loba lanzó un suave gañido, luego se retiró al interior de la cueva y se
tumbó con el morro entre las patas delanteras, mirando al exterior sin ver e intentando
no pensar en todo lo que había sucedido. Por fin, la muchacha levantó la cabeza y
supo que la tormenta había pasado. Sus lágrimas se secaban, y aunque la garganta y
los pulmones estaban sofocados y su corazón parecía como vacío, se sentía
extrañamente tranquila. Mientras se ponía en pie, tomando el arpa con mucho
cuidado entre sus brazos, pensó que quizás, al igual que la asolada tierra que la
rodeaba, también ella había sido purificada; y que después del dolor, le llegaría la

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paz, en cierto modo.
Levantó los ojos en dirección a la cueva. Grimya apareció al oír su dulce llamada
mental y echó a correr montaña abajo hacia ella. La loba presionó su cabeza contra el
muslo de la joven, sin hablar, transmitiendo con su contacto un sentimiento que no
podía expresar con palabras.
Las borrosas sombras eran cada vez más largas; tras el dosel de nubes el sol
empezaba a deslizarse hacia el oeste. Índigo se llevó una mano al pecho, percibiendo
la familiar forma de la piedra-imán que colgaba en su bolsita, y recordó las palabras
del emisario de la Madre Tierra. Esta pesadilla se ha acabado ya, y es hora de que se
inicie otra...
Sacó la bolsa y depositó el pequeño guijarro sobre la palma de la mano.
Diminuto, intensamente brillante bajo la tenebrosa luz, la dorada mota relucía en el
corazón de la piedra y señalaba en dirección este. Siguiendo el sendero y más allá de
la última colina, lejos de las montañas, de la devastación y de las sepulturas anónimas
de tantas personas, hacia el distante mar y hacia una nueva búsqueda.
¿Cuánto tiempo tardaría esta vez?, se preguntó. ¿Cuántos años más debería vagar
y buscar hasta que un nuevo demonio proyectara su sombra sobre otra tierra y ella
debiera enfrentarse de nuevo a las consecuencias de su estúpida y temeraria acción?
Incluso la Madre Tierra, en Su sabiduría, no conocía la respuesta a tal pregunta.
Índigo suspiró y se estremeció como si se deshiciera de un fantasma propio. Luego
bajó la mirada hacia Grimya. Los dorados ojos de la loba se encontraron con los
suyos, y el animal dijo con suavidad, mentalmente:
«No hay motivo para permanecer aquí por mas tiempo. Lo mejor será que
prosigamos nuestro camino y dejemos que este lugar cure sus heridas. »
«Si. »
También Índigo se comunicó en silencio, pues no quería mancillar la quietud que
había descendido sobre el lugar. Se giró para contemplar por última vez el arrasado
paisaje que se extendía a sus pies. Todavía flotaban nubes de ceniza sobre la desolada
vista, y las relucientes venas de lava —arterias que transportaban la sangre de los
ahora inactivos corazones de la Vieja Maia y de sus hermanas— avanzaban despacio
y aparentemente sin rumbo por el valle que antes había temblado bajo el estruendo
del trabajo humano.
¿Una victoria? Quizá. Pero la corona del vencedor era una corona de amargura, y
no habría gloria en sus sueños.
Índigo suspiró, tan bajo que ni siquiera Grimya la oyó:
—Adiós, Jasker. Ojalá encontréis la paz que se os negó mientras vivíais.
Luego se colgó el arpa al hombro y, con la loba andando a su lado, volvió la
espalda a aquella tierra asolada y empezó a caminar despacio, fatigada, por el sendero
que se elevaba suavemente en dirección al lejano destello de las primeras estrellas

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que empezaban a aparecer por el este.
La ceniza que seguía cayendo del cielo, sin parar y en silencio, cubrió sus pisadas
como los granos que caen implacables en el interior de los relojes de arena. Al cabo
de unos minutos, no quedaba la menor señal de que algún ser vivo hubiera pasado por
allí, excepto un último rastro que sólo el observador más agudo no hubiera pasado
por alto. Y poco a poco, la suave, oscura e implacable lluvia iba enterrando también
aquel diminuto objeto, como sí le concediera, por fin, su propia solitaria y eterna
sepultura.
Se trataba de un broche de estaño de tosca confección...

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