Location via proxy:   [ UP ]  
[Report a bug]   [Manage cookies]                

Pavese - El Bello Verano

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 212

El bello verano lo escribió Pavese entre el 2 de marzo y el 6 de

mayo de 1940. Con la ciudad como fondo único, sórdido y gris, el


autor nos ofrece un relato del horror a lo adulto: el paso de la
adolescencia a la madurez, la transición del verano hacia el invierno
que trae el frío tiempo de la desesperanza.
Cesar Pavese

El bello verano
Título original: La bella estate
Cesar Pavese, 1949
Edición de Manuel Carrera
Traducción: Carmen García Lecha, 2003

Revisión: 1.0
16.08.2022
CESARE PAVESE

S E viene registrando en España, desde hace algunos años, un


notable interés por la obra literaria de Cesare Pavese, como lo
demuestran las numerosas ediciones y traducciones de la misma
que han ido apareciendo en el mercado. En nuestro país este
hecho, a diferencia de lo sucedido en Italia, y por motivos que
resultan fácilmente comprensibles, se ha presentado con la lógica
atenuación, debida en buena parte al tiempo y a la distancia, de ese
cúmulo de fragmentarias pero recurrentes y a veces casi morbosas
noticias y apreciaciones que, más cercanas a veces a la página de
sucesos que al rarefacto Olimpo de la crítica, han configurado en
Italia lo que muchos denominaron «el caso Pavese». Aprovechando
algunas frases de Alberto Moravia, podría decirse que durante
mucho tiempo en Italia —y no sólo allí—, mientras que Hemingway
fue considerado como un gran escritor que, desgraciadamente, se
suicidó, Pavese fue para muchos un famoso suicida que, entre otras
cosas, dejó una obra literaria. A nuestro entender no es éste,
repetimos, el carácter fundamental de la recepción en España de la
literatura pavesiana. Paradójicamente, la menor densidad crítica ha
resultado en parte una ventaja: nuestra mayor lejanía geográfica y
cultural nos ha enfrentado directamente con ojos vírgenes a una
textualidad que tal vez de otra manera hubiéramos contemplado con
la ofuscación de los prejuicios extraliterarios.
No es nuestra intención, por supuesto, pretender modificar este
carácter al menos aparentemente neutro de la recepción de Pavese
en nuestro país, ni desde luego podríamos ni querríamos intentarlo
desde la modestia de estas páginas introductorias. Nos limitaremos,
pues, a suministrar los datos que a nuestro entender puedan
contribuir a un sencillo aunque, a ser posible, correcto acercamiento
a la obra de nuestro autor. Empezaremos por una referencia a su
biografía, y ello no simplemente por la aparente obviedad con que la
circunstancia vital suele imponerse como plataforma previa en la
historiografía literaria tradicional. Se da el caso de que en pocos
escritores como en Pavese se produce una tan clara interferencia —
mejor sería decir interrelación— entre vida y obra: vida como
germen nuclear que irradia capilarmente sus excrecencias por entre
el tejido literario, y obra que se desarrolla como proceso de
clarificación y defensa ante la permanente presencia de los hitos del
fluir vital; arte, en definitiva, en razón de la vida.
Cesare Pavese nació el 9 de septiembre de 1908 en Santo
Stefano Belbo, pueblo del Piamonte italiano enclavado en una
comarca de suaves colinas marcadas por interminables hileras de
vid, donde la vida de los campesinos se regía por los tiempos,
ritmos y ritos que imponía la dependencia de la naturaleza y las
inmutables fases del trabajo en el campo. Pavese no nació como
campesino, no fue de familia de campesinos, ni sería nunca, como a
veces él quiso presentarse, un labrador en la ciudad. Nació
accidentalmente en ese lugar, durante un periodo de vacaciones
que allí pasaba, como en otras ocasiones, su familia, que para la
ocasión se trasladaba desde su lugar de residencia habitual en
Turin. Su padre era empleado de los tribunales en esta ciudad, y su
madre procedía de una acomodada familia de Casale Monferrato.
Tenía una hermana seis años mayor que él, María, de la que
hablará poco en sus escritos, tratándola como una leve y suave
presencia, pese a que vivirá en casa de ella, ya trabajando en Turin,
hasta el día de su muerte.
Los primeros años de la vida de Pavese transcurren entre la
ciudad —largos inviernos escolares— y el campo —no muy breves
temporadas vacacionales. La mayoría de sus biógrafos señalan que
estas últimas fueron los periodos más intensamente vividos por
nuestro autor, para quien, de esta manera, el sucesivo paso a la
ciudad representaba el momento de repliegue, de pérdida de
contacto con lo vital y lo verdaderamente vivido. No es ociosa la
rememoración de esta circunstancia, que en un principio puede
parecer trivial por su aparente insignificancia y su absoluta carencia
de excepcionalidad. Y no lo es porque para Pavese sí que fue
significativa y excepcional. Son periodos de vacaciones aquellos
que el escritor recordará siempre, y no como anécdotas amables de
un pasado perdido, sino como momentos aurorales de un mundo
interior que entonces empieza a configurarse. Pero sobre ello
tendremos ocasión de volver en páginas posteriores.
En 1914, cuando Pavese cuenta seis años, muere su padre,
víctima de un cáncer cerebral, quedando aquél al cuidado de su
madre, mujer templada por el dolor y de carácter adusto, que dio
una educación rigurosa a sus dos hijos. Parece superfluo subrayar
que aquel acontecimiento turbó profundamente el espíritu del niño,
que al decir de sus biógrafos sufrió calladamente una desgracia que
había de incidir profundamente en su vida de hombre y de escritor.
Inicia en ese mismo año sus estudios primarios, que dejarán
paso a los de bachillerato cuatro años después, concluyendo este
en 1926. El último trienio fue decisivo tanto en el aspecto humano
como en el de su formación cultural. En el Instituto tuvo ocasión de
entablar amistad con compañeros como Elico Baraldi, Cario
Predella, Tullio Pinelli y con profesores como Augusto Monti. Los
dos primeros morirán suicidas en, respectivamente, 1926 y 1929, y
quizás habría que buscar en estas dos muertes el germen de esa
permanente tentación que Pavese sintió hacia el «vicio absurdo» —
el suicidio— a lo largo de toda su vida. El profesor Monti, de
extracción ideológica crociana, demócrata y antifascista, amigo de
Gobetti y admirador de Gramsci, era un excelente educador en torno
al cual se agrupaban jóvenes turineses ansiosos de una libertad
espiritual que el régimen fascista ahogaba, y que con su magisterio
de vida y doctrina ejerció un notable influjo sobre las jóvenes
promociones a las que enseñaba, y concretamente sobre Pavese,
con quien luego mantendría una amistad no exenta de contrastes.
De los años del Instituto, y concretamente de 1925, data una
experiencia que vista desde hoy puede parecer anecdótica y
perteneciente a los usos casi folklóricos de la juventud de la época:
a sus poco más de dieciséis años, Pavese se enamora de una
bailarina, una artista de variedades llamada Pucci que actuaba en
teatrillos y cafés-concierto. Siguiéndola, o quizás esperándola
vanamente un día de lluvia, contrajo una pulmonía que lo tuvo
enfermo y alejado del Instituto durante un largo trimestre, dejándole
como secuela no sólo el sentimiento del fracaso de su primera
empresa amorosa, sino un principio de asma que se mantendría
duraderamente.
Consigue, de todas maneras, terminar el bachillerato, y se
matricula en 1926 en la Facultad de Letras de la Universidad de
Turin, para estudiar filología moderna. No todo, naturalmente, se
reducía al estudio: los antiguos alumnos del Instituto —el «Massimo
d’Azeglio»— fundan una cofradía, como la denominó su impetuoso
líder, Leone Ginzburg (al que cariñosamente sus compañeros
llamaban «el barbudo león de los Urales» y «Agencia Tass», por su
origen ruso y por estar siempre enterado de todo)[1] y a la que
pertenecían, además de Pavese, Norberto Bobbio, Massimo Mila,
Giulio Cario Argan, Lodovico Geymonat y otros. La cofradía se
reunía periódicamente para discutir de política (y, en este sentido,
había bastante de qué hablar: en 1924 había tenido lugar el
asesinato de Matteotti, mientras Gobetti era víctima de la violencia
fascista en Turin; en 1925, Mussolini inicia la transformación del
Estado en régimen fascista; en 1926, se ilegalizan los partidos
contrarios al fascismo y se instaura la pena de muerte para los
delitos políticos); para hablar de literatura, escuchando los
comentarios de Ginzburg sobre los grandes autores rusos o las
disertaciones de Bobbio y Pavese sobre Croce y Gramsci; o,
simplemente, para dar un paseo en barca por el Po o acudir a algún
cine de barrio a ver películas americanas de aventuras.
Mientras sufre un nuevo desengaño amoroso (otra artista de
variedades también en esta ocasión, Milly), comienza a interesarse,
cada vez en mayor profundidad, por la literatura norteamericana, sin
descuidar el aspecto lingüístico, sobre el que mantendría largas
conversaciones con Antonio Chiuminatto, un músico americano de
origen piamontés. La atención a América —por la que en este caso
hemos de entender exclusivamente los Estados Unidos— fue un
elemento fundamental y constante en el mundo cultural e ideológico
de Pavese. Tal vez, como quieren algunos autores, hayan sido
ciertos acontecimientos concretos, como la visión ingenua y
entusiasmada de aquellas películas donde el inmenso Middle West
contrastaba con las colinas piamontesas, o su interés por la poesía
de Walt Whitman, lo que empezó a encaminar a Pavese hacia aquel
mundo. Pero, en todo caso, esta circunstancia se inscribe en un
fenómeno mucho más amplio. Hacia los años treinta, y durante un
par de decenios, tuvo lugar en Italia un complejo fenómeno de
recepción e interpretación de la cultura norteamericana que se
conoce con el nombre de «el mito de América», el cual ha sido
detenidamente estudiado, entre otros, por el italianista francés
Dominique Fernandez[2]. Desde principios del siglo XX los
trabajadores italianos, acosados por la amenaza de la
superpoblación y el paro, miraron a América como a la tierra de
salvación. Grandes masas de emigrantes italianos afluyeron al
Nuevo Continente, y los Estados Unidos se convirtieron, para una
buena parte de la mentalidad italiana, en el mítico lugar donde eran
posibles la libertad y la riqueza. Con el paso de los años y el efecto
de los acontecimientos subsiguientes a la marcha fascista sobre
Roma, un nuevo sentimiento de estrechez y miseria vino a unirse al
que se había sentido y se continuaba advirtiendo por las
condiciones materiales de la vida y que había impulsado a la
emigración: el del ahogo cultural, favorecido por la opresión de la
censura fascista y la cerrazón optimista del exacerbado
nacionalismo oficial. Es entonces cuando la clase intelectual se
inserta en el ciclo del mito, pese alas trabas que se le ponían desde
las instancias del poder, y, quizás, precisamente a causa de ellas. A
propósito de la condición de los intelectuales en aquella época, D.
Fernandez señala cómo se pone en guardia a los artistas contra
Picasso, Joyce, Stravinski y los novelistas norteamericanos, entre
otros; en 1926, el subsecretario de Bellas Artes declara que quien
imite a un extranjero desde el punto de vista artístico es culpable de
un delito de lesa patria; en 1929, la crítica oficial ataca
violentamente Los indiferentes, de un desconocido Moravia; se
acude incluso a curiosos subterfugios para eludir la censura, como
el seguido por el propio Pavese, orgulloso de haber conseguido
permiso para publicar la Antología de Spoon Rivers, de Edgar Lee
Masters, presentándola al censor bajo el título de Antología di S.
Rivers, como si contuviera las composiciones de un nuevo santo de
la Iglesia[3].— Pero nada frenó aquel interés por América. Ni las
disposiciones oficiales del gobierno italiano, ni algunos dolorosos y
traumáticos acontecimientos ocurridos en la propia Norteamérica,
como la ejecución en 1927 de los emigrantes italianos Sacco y
Vanzetti o la catástrofe de la Bolsa en 1929. Al gran público italiano
le interesaban como nunca las películas, la música y los contrastes
y turbulencias del mundo americano, del lugar mítico donde todo
podía ocurrir y ocurría. La literatura norteamericana, hasta entonces
coto cerrado de los americanistas, pasa a convertirse en centro de
interés de otros intelectuales italianos, que no necesaria ni un
unánimemente comparten la positiva valoración popular de lo
americano. Emilio Cecchi sobre todo, y junto con él Mario Paz, aun
entusiasmándose con los grandes autores norteamericanos —T. S.
Eliot, principalmente—, dan una visión pesimista, desazonada y
crítica de América, vista, desde lo alto de su europea y refinada
educación humanística, como un lugar de contradicciones, de
desequilibrios en el límite de lo monstruoso, con una sensibilidad en
cierto modo paralela a aquella de la que dio muestra García Lorca
en su Poeta en Nueva York. Por su parte, Elio Vittorini y Pavese
representan precisamente la concepción opuesta; todo lo que
aquellos veían como negativo, para estos es positivo: el cemento,
las grandes construcciones, la vida hormigueante y enfebrecida de
la ciudad, los agudos contrastes humanos y paisajísticos. Vittorini
escribe sobre diversos novelistas americanos y traduce algunas de
sus obras; en 1941, publica Americana, una monumental antología
que comprende a los principales narradores americanos y que
marca históricamente el momento culminante del mito.
Pavese abre las puertas de su particular mito americano con su
tesis de licenciatura sobre Walt Whitman, que era probablemente la
figura literaria americana más conocida en Italia incluso antes de
que estallara el fervor americanista a que nos venimos refiriendo, y
sobre la que ya habían tratado Papini y Marinetti y los futuristas,
considerándolo como el símbolo del antiacademicismo. En sus
Hojas de hierba descubrió nuestro autor, a la vez, la poesía
moderna y América: en ese momento enraizó su mito de América y
desde entonces creció en su espíritu hasta que fue cortado por la
muerte. Para D. Fernandez, el mito de América dura exactamente
veinte años: se inicia oficialmente en 1930, con el ensayo de Pavese
sobre Sinclair Lewis, y termina en 1950 con la muerte de nuestro
autor, porque «no hay duda de que la personalidad de Pavese actuó
de manera determinante sobre el nacimiento, el desarrollo y la
orientación del mito»[4].
Mil novecientos treinta es un año crucial para Pavese: obtiene la
licenciatura en filología moderna con su tesis sobre Whitman.
Intenta conseguir una beca para proseguir sus estudios en la
Columbia University, pero se le ofrece sólo la matrícula como
alumno libre, sin dotación económica alguna, y se ve obligado a
rechazarla. Solicita sin resultado una plaza de profesor ayudante en
la Facultad de Letras de la Universidad de Turin. Comienza a
traducir a Sinclair Lewis, publicando al mismo tiempo en la revista
La Cultura el ensayo a que antes hacíamos referencia sobre este
autor. Muere su madre, quedándose él a vivir en casa de su
hermana. A su amigo Chiuminatto, de vuelta ya en Chicago, le
escribe en estos términos: «Pero hay malas noticias. Amigo, sabes,
mi madre ha muerto. Estaría solo como un perro si no fuera por mi
buena hermana casada, con la que ahora vivo. Naturalmente, yo
estoy bastante bien… Quería sólo que lo supieras.»
A partir de ese momento, alterna las traducciones del inglés con
algunas suplencias temporales en centros de enseñanza media de
la provincia y de Turin, tras haberse inscrito por consejo de sus
familiares en el partido nacional fascista, requisito en aquel entonces
prácticamente indispensable para obtener trabajo en centros
oficiales, y tras haber sido declarado inútil para el servicio militar a
causa del asma que padecía. En 1931, es publicada su traducción
de Nuestro señor Wrenn, de Sinclair Lewis; en 1932, Moby Dick y
Arroz negro, de Herman Melville y Sherwood Anderson,
respectivamente.
Por esa época Pavese, que sostenía que «no entendía nada de
política», se relaciona con algunos exponentes antifascistas —casi
todos amigos de otros tiempos— reunidos en el grupo «Justicia y
Libertad» (Monti, Ginzburg, Carlo Levi, Massimo Mila, Arrigo Cajumi,
etc.), la mayoría de los cuales son detenidos por la policía en 1934.
Durante un año asume la dirección de la revista La Cultura, más
bien teóricamente, puesto que el verdadero director en la sombra
era Arrigo Cajumi, quien por problemas políticos no podía aparecer
oficialmente como tal.
Un íntimo amigo suyo ha señalado que «no sólo Cesare
[Pavese] amaba siempre a las mujeres equivocadas, que no lo
querían, sino que en particular deseaba a las que ya estaban atadas
a otros, como si eso confirmase su deseabilidad»[5]. Pues bien, en
esta época se había enamorado de Tina («la mujer de la voz
ronca»), militante del partido comunista, quien le había pedido que
aceptase a su nombre y dirección las cartas que desde la cárcel le
escribía a ella un joven correligionario. Así lo hizo Pavese,
limitándose a recogerlas y entregarlas a su destinataria real. Pero un
día llega la policía a su domicilio, registra la casa y encuentra
algunas de esas misivas dirigidas nominalmente a él. Es detenido y
trasladado a la cárcel de Turin primero y a la de Roma después. Se
le procesa y condena a tres años de destierro en Brancaleone
Catabro, un pueblo del Sur de Italia. Una petición de gracia le vale el
perdón de dos años de destierro, y regresa a su ciudad en marzo de
1936. Apenas llegado a la estación, se entera de que la mujer por la
que había ido a la cárcel y al destierro está a punto de casarse con
otro.
La decepción, lógicamente, es grande, y Pavese cae en una
profunda crisis. Se sume en una intensa introspección, se complace
en una descamada autocrítica y vuelve a pensar en ese suicidio que
lo atrae ante cualquier evento doloroso pero del que no se siente
capaz y del que ahora se escapa, dice, por la curiosidad de vivir. En
1936, durante su destierro, habían aparecido publicados los poemas
de Lavorare stanca (Trabajar cansa), que pasaron casi
completamente desapercibidos. Se trataba de un libro singular para
su época, radicalmente distinto de la línea entonces dominante
representada por la poesía hermética; el tradicional «yo» lírico
comienza cediendo su voz a una tercera persona, con un lenguaje
modulado sobre esquemas cercanos a la prosa y al lenguaje
coloquial e insertado en estructuras fuertemente rítmicas; es la
«poesia-racconto», una poesía de tono narrativo, susceptible de
hacerse intérprete de más contenidos que los pura y subjetivamente
líricos.
En medio de su crisis, Pavese madura su decisión de dedicarse
con exclusividad a la prosa y se impone un programa de vida y
literatura donde no tuviera cabida lo voluptuoso, lo pasional y casi ni
siquiera lo externo, cerrándose en una desesperada autosuficiencia
hecha de una soledad vivida al mismo tiempo como liberación y
como condena. Se impone un trabajo extenuante, disciplinado,
guiado por ese ideal de «monotonía» que se convertirá en uno de
los principios de su poética.
En 1937, entra a trabajar en la editorial Einaudi de Turin, lo que
supone para él, que hasta entonces no había desempeñado una
actividad laboral fija y ahora se veía imposibilitado para optar a
empleos en la docencia oficial por sus antecedentes políticos, una
cierta estabilidad económica. Sale publicada su traducción de Un
montón de dinero, de John Dos Passos, en la editorial Mondadori,
que ya en 1935 había dado también a la luz su versión de El
paralelo 42, del mismo autor. Lleva adelante, aunque no con total
periodicidad, un meticuloso y lúcido diario, y escribe algunos relatos
breves, con no poca carga autobiográfica. En 1938, empieza a
redactar Il carcere (La cárcel), una novela corta donde, evocando su
experiencia como desterrado político, configura un ambiente de
soledad y aislamiento elevados casi a la categoría de condición
existencial. En 1939, termina otra novela, Paesi tuoi (De tu tierra),
que publicará dos años más tarde, con gran escándalo de la crítica,
que, por la aparente crudeza y violencia del libro, lo consideró como
rudamente realista y abiertamente americanizante, cuando en
realidad, como bien ha visto la crítica posterior, debe ser leído en
clave metafórica.
En parte por obligaciones de trabajo en la editorial, y en parte
sobre todo por la necesidad que experimentaba de introducir el
orden en el caos interior, Pavese refuerza intensamente a partir de
esos años su acercamiento a determinados aspectos de la cultura
europea, como son la etnología, la historia de las religiones y las
teorías de Freud y Jung, que terminarán empujándolo al análisis de
lo inconsciente, de lo «primitivo y salvaje», del mito. Probablemente,
la primera lectura etnológica de nuestro autor había sido la
monumental obra de Sir James Frazer, La rama dorada, en la que el
etnólogo británico trata de los ritos iniciáticos y propicitarios de
diversos pueblos y muestra cómo la naturaleza, para la mentalidad
primitiva, es un ser físico; la lectura de esta obra fue temprana,
puesto que Pavese hace alusión a ella en una nota de 1933. En
1936, lee a Lévy-Bruhl, y concretamente L’áme primitive, la conocida
reconstrucción prelógica del pensamiento primitivo, de la que a
Pavese le interesa especialmente el concepto de imagen no como
simple proyección o juego expresivo, sino como valor real y
absoluto. Pavese cita poco a Freud, y tardíamente (por primera vez,
en una carta de noviembre de 1940), pero por testimonio de amigos
suyos y estudiosos de su obra, y por ciertos aspectos, de ésta,
sabemos que lo conocía bien, y desde antes[6]; fundamentalmente,
en Freud descubre Pavese la importancia del «descenso a los
infiernos», del bajar mediante la memoria a lo más profundo del
mundo de los recuerdos para ejercer sobre ellos un exorcismo
clarificador (pero nuestro autor no quiere llegar realmente al fondo
de sí mismo, dejando siempre una parte del misterio por explorar);
en la omnipresencia del sexo encontró Pavese una coincidencia con
su personal y permanente atracción o curiosidad por lo erótico: su
idea de que la verdadera vida de un hombre se revela a través de
las constantes que se manifiestan en modo más o menos simbólico
y metafórico en la sucesión de gestos; su convicción de que la
infancia es una etapa determinante de la vida adulta y el gran
interés prestado al mundo de los sueños, unido a la conciencia de
que estos son susceptibles de una interpretación racional, parecen
también derivados freudianos. El mayor estudioso del influjo del
psicoanálisis en la cultura italiana, Michel David, señala que Pavese
asimiló de Freud más de lo que comúnmente se piensa, y que fue,
junto con Saba, el escritor italiano contemporáneo que más
profundizó en las teorías del psicoanálisis, como se advierte en
relatos como Paesi tuoi, La spiaggia, Suicidi, Vocazione, La famiglia,
etc. Durante la época de la guerra, en el periodo de su estancia en
Serralunga, al que más adelante volveremos a referirnos, Pavese
empieza a separarse de Freud para acercarse progresivamente a
Jung y su escuela, hecho comprensible si pensamos que Jung era
entre los psicoanalistas el más interesado en la ciencia del mito,
siendo nuestro autor uno de los poquísimos, si no el único escritor
italiano que haya experimentado la influencia de Jung antes de
1945[7]; éste, con su distinción entre subconsciente personal y
colectivo —el primero conteniendo los «sucesos psíquicos»
susceptibles de convertirse en conscientes y el segundo constituido
por la potencialidad de las imágenes arquetípicas—, se convierte en
un importante punto de referencia para nuestro autor.
Pavese tendía a buscar la explicación de sus problemas en los
estudios sobre el mito directamente ligados a la etnología. Esta
corriente, de la que más tarde Mircea Eliade será un ilustre
exponente, se basaba en el carácter del mito como precedente o
ejemplo. Para Eliade, «el hombre arcaico no conoce actos que no
hayan sido ya experimentados o realizados por otro, por otro que no
era hombre. Lo que él hace ha sido ya hecho anteriormente. Su vida
es la ininterrumpida repetición de gestos acuñados por otros»[8]. C.
G. Jung y K. Kerényi expresaban esta idea mediante una metáfora
de Ortega y Gasset usada por Thomas Mann en Freud und die
Zukunft (1936), diciendo que «el hombre antiguo, antes de actuar,
daba siempre un paso atrás, como hace el torero que se prepara
para la suerte final. Buscaba en el pasado un modelo en el que
sumergirse como en una campana de buzo, para afrontar así,
protegido y transfigurado a la vez, el problema del presente»[9]; nace
de aquí, probablemente, la idea de la segunda vuelta de Pavese —a
la que más tarde habremos de referirnos— al haber conectado este
autor el desarrollo espiritual de la humanidad con el de cada
individuo concreto.
Acabamos de citar a Thomas Mann. Pavese apreció
profundamente la obra del alemán, máxime teniendo en cuenta que
éste poseía una elaborada doctrina del mito. Conceptos como los de
la primera vez, el eterno presente, las relaciones entre mito y poesía
y los contenidos del expresionismo alemán filtrados a través de la
obra de Mann no podían dejar de interesar a nuestro autor. Claro
que la diferencia es radical entre ambos por lo que respecta a la
actitud ante la materia mítica. Para Mann, como advierte P.
Chiarini[10], la literatura es una suma de humanismo y política, unión
espontánea en la que el humanismo es política en sí, porque el arte
es crítica constructiva de la realidad, y la política es humanismo, es
decir, política entendida como pedagogía. Mann puede así observar
el mito desde una perspectiva irónica, manteniéndolo alejado,
porque para él el conocimiento mítico es sólo del espectador, no del
que se ve envuelto en el proceso mítico. Pero Pavese, pese a sus
intentos, nunca logró adoptar y hacer propia esa perspectiva; como
advierte un crítico, «Pavese no conseguirá ser simplemente un
espectador. Se convertirá en actor, protagonista, se encarnará, al
final, en un terreno mítico propio»[11]. El propio Mann, en una carta
dirigida al editor Einaudi, criticó a Pavese por lo que consideraba
una ingenua relación del mito y de la doctrina mítica con las
estructuras sociales. Así, nuestro autor no consigue salir de su
mónada desde el momento en que concibe la literatura como
centrada exclusivamente en evidenciar gérmenes míticos propios. Y
si tras todo el trabajo de clarificación, al final sigue existiendo un
reducto de misterio, «ya sólo queda accesible la muerte, depositaría
de mitos».[12]
En 1940, y antes de la publicación de Paesi tuoi, Pavese escribe
otra novela corta, de tono y contenido radicalmente distintos. Se
trata, precisamente, de la que se ofrece en este volumen. Titulada
inicialmente La tenda (La cortina), se convirtió en La bella estate (El
bello verano) cuando el autor, nueve años más tarde, decidió
publicarla junto con los otros dos relatos. Se trata de la historia de
una joven que «había querido ser mujer y no lo consiguió», un
personaje en el que el autor quizás se reconocía en parte. En su
desinterés por publicar inmediatamente la novela influyó tal vez un
hecho nuevo: se enamoró de Fernanda Pivano, una ex alumna suya
del Instituto D’Azeglio, ahora estudiante de letras, que le fue
presentada en una ocasión por Norberto Bobbio; la relación, que al
parecer la joven siempre entendió como puramente amistosa pese a
las dos propuestas de matrimonio que le hizo Pavese, terminará
cinco años más tarde, coincidiendo con la segunda de éstas. El de
1940 es también el primer año de la segunda guerra mundial, y
Pavese en su diario anota al respecto: «La guerra eleva el tono de la
vida porque organiza la vida interior de todos en torno a un esquema
de acción simplicísimo —los dos campos— y sobrentendiendo la
idea de la muerte siempre dispuesta suministra a las acciones más
triviales un marchamo de gravedad más que humana. (…) Una
declaración de guerra es como una declaración de amor. Uno se
iguala con el enemigo, elevándose o rebajándose con él. Se le
reprochan al enemigo las mismas barbaridades despectivas que, al
enamorarnos, nosotros mismos estamos dispuestísimos a cometer,
y se le reprochan por el mismo motivo de lesa humanidad.»
En 1941, aparece publicada, además de Paesi tuoi —escrita,
como decíamos, dos años antes—, otra novela, La spiaggia (La
playa), junto a otras dos traducciones (La revolución inglesa de
1688-89, de Trevelyan, y El caballo de Troya, de Christopher
Morley). En 1942, es enviado a Roma para organizar una nueva
sucursal de la editorial Einaudi. En septiembre de 1943, se
encuentra temporalmente en Turin cuando la ciudad es
bombardeada y ocupada por los alemanes, pero consigue alcanzar
a su hermana en su refugio de Serralunga di Crea, un pueblo de la
región piamontesa. Pasará allí dieciséis meses, que empleará en
lecturas intensas de muy variada índole y en dar clases a los
muchachos de un colegio que unos religiosos tenían en la zona; con
uno de éstos, el padre Baravalle, entablará una amistad hecha de
amable trato personal y largas conversaciones. De tales lecturas
surgirán los cimientos básicos sobre los que ahora procederá a la
elaboración definitiva de su teoría del mito; y a través de esas
conversaciones y de las reflexiones por ellas suscitadas, Pavese se
situará en los umbrales de la conversión a la fe católica. En su diario
anota: «Un periodo empezado y terminado con Dios, con
meditaciones asiduas sobre lo primitivo y lo salvaje, ha visto alguna
creación notable. Podría ser el año más importante que has vivido.
Si perseveras en Dios, desde luego…» Sobre la posición religiosa
de Pavese dirá años más tarde el padre Baravalle: «Tenía un fondo
de religiosidad. Los avatares de la vida y las lecturas desordenadas
lo habían llevado a la duda, por lo que asumía a menudo actitudes
de escepticismo, que sin embargo eran superficiales. No tenía una
preparación filosófica, había empezado a tenerla durante su
estancia en Casale, pero desgraciadamente luego no continuó».[13]
En 1945, tras la Liberación, regresa a Turin. La guerra ha hecho
estragos entre sus amigos: Giaime Pintor, el joven antifascista sardo
al que Pavese había ayudado a entrar en la editorial Einaudi y que
se había revelado como un valiosísimo colaborador, había muerto
en 1943 al intentar atravesar las líneas alemanas; Leone Ginzburg
había muerto en la cárcel en 1944 como consecuencia de las
torturas infligidas por los alemanes; otros habían caído fusilados o
ahorcados. Y había muerto también, en un enfrentamiento con las
SS, el joven Gaspare Pajetta, a quien Pavese había dado clases
particulares y al que había animado a alistarse para ir a la guerra. El
dolor por la desaparición de tantos y la sombra del remordimiento
por la muerte de este último, y quizás cierto sentimiento de culpa por
no haber luchado como todos ellos durante esos meses, fueron
quizás de las primeras sensaciones que Pavese experimentó al
reincorporarse a la vida de la Italia libre.
Ya durante su estancia en Serralunga le había confesado al
padre Baravalle sus simpatías por el comunismo, al que
consideraba como el movimiento más vivo y el único que podría
guiar a Italia. Ahora, sin pedir consejo a nadie, se inscribe en el PCI,
el partido comunista italiano, y precisamente en la sección dedicada
a Gaspare Pajetta, lo que parece sugerir no poco de acto expiatorio
en alguien que siempre se había confesado como inútil para la
política. Empezará a colaborar en L’Unità, el periódico del partido, al
mismo tiempo que reemprende su trabajo en la editorial Einaudi.
Sobre la controvertida cuestión del compromiso político de Pavese,
parecen acertadas las consideraciones que al efecto hace Mauro
Ponzi: «Las cuatro últimas novelas de Pavese tenían también su
coté sociológico (…). Pero si se afronta el análisis de los escritos
pavesianos bajo este aspecto, luego resultan incomprensibles
muchos motivos recurrentes en sus cuentos y novelas. Resulta
incomprensible, sobre todo, su interés por la wilderness, por el mito,
con todos los reflejos de tal poética que se pueden rastrear en sus
obras. (…) En los últimos años de su vida su interés por el mito (…)
era mucho más importante que el compromiso político como
compromiso militante. A Pavese se le escapaba el carácter concreto
de algunos problemas (reconstrucción, antifascismo, etc.),
precisamente porque los había vivido y afrontado marginalmente
(…). Basta leer sus artículos en L’Unità para comprender que,
cuando afronta temas directamente políticos, Pavese arranca
inmediatamente por la vertiente humanística a la busca de mitos, de
perdones ecuménicos, de hermandades y de diálogos que, en la
inmediata postguerra, precisamente porque no tomaban en
consideración el estado real de las cosas, se presentaban como
extremadamente problemáticos».[14]
Se traslada durante unos meses a la sucursal romana de la casa
editorial. Allí conoce a otra mujer para la que escribe los nueve
poemas de La terra e la morte; era un episodio más en esa
trayectoria del eterno adolescente, del consciente buscador de
imposibles, del ser complacido en su propio tormento que, según
algunos de sus biógrafos, fue Pavese en el campo sentimental.
Publica el libro de cuentos Feria d’agosto. Resume así en su diario
el año 1945: «También esto se ha acabado. Las colinas, Turin,
Roma. Quemadas cuatro mujeres, impreso un libro, escritas
hermosas poesías, descubierta una nueva forma que sintetiza
muchos filones (el diálogo de Circe). ¿Eres feliz? Sí, eres feliz.
Tienes fuerza, tienes genio, tienes qué hacer. Estás solo. Dos veces
has rozado el suicidio este año. Todos te admiran, te felicitan, bailan
a tu alrededor. ¿Y qué? Nunca has combatido, recuérdalo. No
combatirás jamás. ¿Cuentas algo para alguien?»
Restablecida la normalidad laboral en la sucursal romana, vuelve
de nuevo Pavese a la capital en 1946. Con Bianca Garufi,
compañera de trabajo, escribe a capítulos alternos Fuoco grande,
que quedará inacabado. Pavese vive sumido en una permanente
tensión nerviosa, al día, sintiéndose vacío. El 27 de junio anota en
su diario: «Haber escrito algo que te deja aún tembloroso y ardiente,
vaciado de todo ti mismo, habiendo descargado no sólo todo lo que
sabes de ti mismo, sino también lo que sospechas y supones —(…)
— darse cuenta de que todo esto es como nada si un signo
humano, una palabra, una presencia no lo acoge, lo calienta, y morir
de frío, hablar al desierto, estar solo noche y día como un muerto.»
A mediados de año -1946- deja Roma y, tras algunas semanas
en la sucursal milanesa de Einaudi, regresa definitivamente a Turin.
Sus reflexiones sobre el mito, iniciadas con las lecturas etnológicas
a que nos hemos referido, maduradas durante la estancia en
Serralunga y maceradas en el último periodo romano se plasman en
el que será su libro más querido, los Dialoghi con Leucó (Diálogos
con Leucó), que se publica en 1947, despertando escaso
entusiasmo. Ese año había publicado también Il compagno (El
compañero), por el que se le había concedido el premio «Salento».
Empieza a redactar La casa in colima (La casa en la colina), que
publicará en noviembre de 1948 junto con otra narración escrita diez
años antes, Il carcere, bajo el título común de Prima che il gallo canti
(Antes de que el gallo cante), sin con ello interrumpir su normal
actividad en la casa editorial. Se siente insatisfecho por la acogida
que se da a algunos de sus libros, y aparece cada vez más alejado
y extrañado con respecto al clima social y cultural de la postguerra.
En 1949 aparece la trilogía La bella estate, integrada por el relato
(de 1940) que aquí presentamos y que da título al volumen, por Il
diavolo sulle colline (El diablo en las colinas), de 1948 y, finalmente,
por Tra donne sole (Entre mujeres solas), de 1949.
A comienzos de 1950, durante una breve estancia en Roma,
conoce a las hermanas Doris y Constance Dowling, dos actrices
norteamericanas que habían venido a Europa a probar fortuna en el
mundo cinematográfico italiano. Pavese se enamora de Constance,
y escribe: «Palpitaciones, temblores, infinito suspirar. ¿Será posible
a mi edad? Igual que cuando tenía veinticinco años.» Siguen
viéndose en Turín; luego Constance regresa a Roma prometiendo
escribirle. No lo hace, y en abril, agotadas probablemente sus
expectativas de éxito en Italia, regresa definitivamente a los Estados
Unidos. De poco vale el afecto que le demuestra Doris, la hermana
que aún permanece en Italia. Pavese cae en un terrible estado de
ansiedad, desesperación y tendencia al aniquilamiento; al asma se
añade el insomnio, fugaces momentos de exaltación se alternan con
profundas caídas depresivas, la idea del suicidio se hace más
presente que nunca: «Ahora he entrado en el torbellino: contemplo
mi impotencia, la siento en los huesos, y me he comprometido en la
responsabilidad política, que me aplasta. La respuesta es una sola:
suicidio.» El fracaso amoroso, en esta como en anteriores
ocasiones, no es la causa última de la desesperación de Pavese; es
solamente una chispa, un estímulo que rompe el velo de algo más
profundo, como el propio autor señala en su diario: «Uno no se mata
por el amor de una mujer. Se mata porque un amor, cualquier amor,
le revela su desnudez, su miseria, su inermidad, su nada.»
Publica la que será su última novela, La luna e i falò (La luna y
las hogueras). En la revista Cultura e realta, ligada al movimiento de
la izquierda cristiana, aparecen dos artículos de Pavese —uno sobre
el mito y otro sobre cuestiones etnológicas—, que no gustan, como
tampoco la línea general de la revista, al partido comunista, que la
acusa de revisionista. Pavese, mientras tanto, no ha recibido el
último carnet anual del partido, ni él lo ha solicitado. Se siente
víctima de intrigas, y señala que se dice de él que «Pavese no es un
buen compañero», mientras algunos recensores critican su realismo
como poco objetivo y su denuncia social como poco explícita o
inexistente.
En junio de ese año de 1950, y por La bella estate, se le concede
el codiciado premio literario «Strega», en competencia, entre otros,
con Curzio Malaparte. Pavese se presenta en Roma a recogerlo con
aspecto sereno y casi festivo, acompañado por una deslumbrante
Doris Dowling, pero el diario de los meses sucesivos, al igual que
las cartas enviadas a sus amigos, revelan que la tendencia
autodestructiva, lejos de aplacarse, se va agudizando. Su diario
termina con estas frases: «Todo esto da asco. No más palabras. Un
gesto. Ya no escribiré más.»
El 26 de agosto de 1950 sale de casa de su hermana María con
un maletín, diciéndole a aquella que parte para uno de sus
habituales viajes de fin de semana.
Sin embargo, se encierra en una habitación del hotel Roma de
Turin, hace varias llamadas telefónicas a personas a las que no
encuentra en casa —estamos a finales de agosto— o a otras que,
como Fernando Pivano, tenían compromisos que
momentáneamente les impedían acudir a su encuentro. Llama a una
joven a la que había conocido pocos días antes en una sala de
baile, quien le responde de una forma humillante. Al atardecer del
día siguiente, 27 de agosto, la gerencia del hotel, alarmada porque
el cliente no daba señales de vida, ordena forzar la puerta de la
habitación, y se encuentra a Pavese tendido en la cama, muerto; en
la mesita de noche había unos veinte sobres vacíos de aquellos
somníferos con los que venía combatiendo el insomnio desde hacía
tiempo. Había también un ejemplar de los Dialoghi con Leucó, el
libro preferido del escritor, en cuya primera página se leía, escrito de
su propia mano: «Perdono a todos y a todos pido perdón. ¿Vale? No
cotilleéis demasiado.»

LA POÉTICA

2.1. Consciente de su oficio de escritor, Pavese hizo que la


composición de sus obras fuese acompañada a lo largo del tiempo
por un continuo discurrir sobre su producción literaria y los principios
que la sustentaban.
El 6 de octubre de 1935, había comenzado la redacción de unas
notas agrupadas en un conjunto que en un principio denominó
Secretum professionale. Continuó con esta labor hasta el 15 de
marzo de 1936, precisamente el día en que abandonó el destierro
en Brancaleone Calabro. Aquellas páginas pasarían luego a
constituir la primera parte del diario del autor, el Mestiere di vivere
(El oficio de vivir), que se extenderá hasta el 18 de agosto de 1950.
En este libro fundamental para la delimitación de la poética de
Pavese confluyen heterogéneas experiencias vitales e
importantísimas anotaciones teóricas, y la importancia del mismo
desde el punto de vista de las referencias literarias ha sido
repetidamente señalada por los estudiosos de su obra.[15]
El hecho literario le interesó a Pavese en toda la amplia
multiplicidad de sus varios aspectos: desde la pura creación literaria
tenazmente ejercida a lo largo de toda su vida, hasta la traducción,
crítica o recensión de obras desconocidas en aquel entonces por la
mayoría de los lectores italianos. Y desde la esencia misma del
hecho literario hasta las relaciones de éste con la sociedad,
pasando por el análisis de la misión del escritor dentro de ella. Bajo
estos aspectos, la mayoría de los cuales deben entrar por derecho
propio en un estudio de su poética, son de valor inapreciable los
artículos recogidos en el volumen que en su primera edición de
1951 se publicó bajo el título de Letteratura americana e altri saggi
(Literatura americana y otros ensayos), y en las posteriores como
Saggi letterari (Ensayos literarios). Este libro recoge todos los
artículos y ensayos que Pavese escribió entre 1930 y 1950, y como
señala Italo Calvino en el prólogo del mismo, su valor reside no
solamente en la documentación de un itinerario individual y
concreto, sino también en los datos que aporta para comprender los
problemas y motivaciones de toda una generación literaria, y más
concretamente, la formada en el periodo fascista. Los artículos
están ordenados en tres grandes líneas; la primera se refiere al
descubrimiento y estudio del horizonte cultural norteamericano,
digno contrapunto del estrecho panorama intelectual de
entreguerras; la segunda, a las relaciones entre literatura y
sociedad. La tercera, a la necesidad y urgencia de conocer la
naturaleza más profunda del hecho poético. Será esta tercera parte
la que trataremos más detenidamente. Muchos aspectos del interés
literario de Pavese han quedado reflejados también en su
abundante correspondencia epistolar, recogida por la editorial
Einaudi en dos volúmenes bajo el título genérico de Lettere (Cartas),
y que abarcan el periodo 1926-1950.
2.2. El punto crucial de la meditación y de la poética de Pavese
es el mito. La doctrina la fue elaborando el autor paciente y
obstinadamente entre 1938 y 1943, a lo largo de un itinerario que
podemos seguir mediante las obras citadas anteriormente. Y era
una teoría que, como señaló Eugenio Corsini, «venía por fin a dar
respuesta, definitiva a los ojos de Pavese, a su problema de la
unidad de la obra literaria»[16]. El mito vino a constituir la columna
sobre la que se iría vertebrando su producción; sería el filón único
del que la obra, coloreada por tonalidades diversas pero no
opuestas, vendría a ser una sola y única expresión pese a
presentarse bajo facetas diversas.
A la procedencia y origen de la concepción del mito en Pavese
ya hemos hecho alusión al tratar el tema de sus lecturas
etnológicas. La teoría desciende, en efecto, de las originadas por el
contacto de la mitología con la etnología o, por decirlo de otra
manera, de las concepciones del mito maduradas a la luz de
consideraciones etnológicas. Para los autores de esta corriente —y
esta es la teoría que asumió Pavese— el mito era un precedente
ocurrido fuera del tiempo, ab initio, que se había conservado como
esquema de comportamiento de la mentalidad primitiva. Según
Mircea Eliade, «el mito narra una historia sagrada: relata un suceso
que ha tenido lugar en el tiempo primordial, el tiempo fabuloso de
los orígenes. En otras palabras, el mito narra cómo, gracias a la
gesta de los Seres sobrenaturales, una realidad ha empezado a
existir»[17]. Así, dado que el mito es el esquema de comportamiento
de los seres sobrenaturales y la manifestación de sus potencias
sagradas, se convierte en modelo normativo de todas las
actividades humanas. Los pueblos primitivos se comportan en la
historia repitiendo lo que han hecho los dioses, fuera del tiempo, y
por extensión, lo que han visto hacer a sus antepasados. En la
suma de los mitologemas está, así, escrito todo el futuro
comportamiento humano. Esa historia narrada en el mito, sigue
señalando Eliade, constituye un conocimiento esotérico, no sólo
porque es secreto y se transmite en el curso de una iniciación, sino
también porque va acompañado de una potencialidad mágico-
religiosa, ya que, dentro de la concepción mítica, conocer el origen
de un ser equivale a conquistar sobre él un poder mágico gracias al
cual es posible dominarlo o reproducirlo[18]. El hombre primitivo está
así condenado a vivir según la repetición de unos esquemas míticos
prefijados en un tiempo fuera de la historia, y lo único en lo que
puede progresar es en el conocimiento de los mismos,
dominándolos, para alcanzar la categoría de «hombre», de superior
a los no iniciados.
Pues bien, Pavese, considerando que la ontogenia repite la
filogenia, efectúa una traslación del esquema de comportamiento
colectivo que hemos descrito al elemento individual, al hombre
concreto. Así, la pauta de comportamiento del individuo no es más
que una repetición, un calco de la pauta del comportamiento
histórico de la humanidad. Según nuestro autor, cada persona en la
infancia vive un periodo mítico en el que quedan prefijados los
esquemas de su comportamiento futuro; de la misma manera que
los pueblos primitivos tienen sus mitologías, cada persona tiene su
mundo mítico, y su vida adulta será una repetición de esas
manifestaciones iniciales.
El trabajo de cada hombre, y concretamente del artista,
consistirá en el descubrimiento y clarificación de esa mitología
infantil como único medio para dominarla y destruirla. En los mitos
está el fuego vital, la «ratio ultima» de la vida; la vida de un artista,
como la de cada pueblo, consiste en el incesante esfuerzo de
reducir a claridad los mitos propios.
Para Pavese el mito es una norma, es el esquema extraído de
algo que ha ocurrido una vez y que vale para siempre. Es algo que
ha tenido lugar fuera del tiempo normalmente aprehendido por la
conciencia. Los mitos colectivos, que dominan la vida de los
pueblos, han tenido lugar en un momento ante-histórico, ab initio,
fuera del tiempo, es decir, en la época irracional de aquel pueblo,
antes de que tuviera conciencia de su ser y de su devenir. Los mitos
individuales, los que rigen la vida de cada hombre, han tenido lugar
antes de que la conciencia y la razón formaran parte de la psique
individual, antes de la época histórica de cada vivencia concreta, es
decir, en la infancia, cuando el ser humano vive inserto en el mundo,
inmerso en él, dominado por él, cuando aún no utiliza la conciencia
para filtrar los datos que le llegan del exterior. El mito, para Pavese,
tiene valor simbólico; no posee nunca un significado unívoco, sino
que su unicidad y valor absolutos pueden expandirse y manifestarse
en floraciones diversas[19].
En las mitologías primitivas, el lugar donde había ocurrido una
epifanía, la aparición de un dios, un suceso mítico, quedaba
consagrado: era un santuario. De esa misma manera en cada
persona los lugares donde han ocurrido las experiencias míticas
quedan elevados, según Pavese, a la categoría de lugares únicos:
son los santuarios personales. Lo que ocurre es que estos lugares,
al pasar a la esfera mítica, pierden sus características concretas
para asumir una forma absoluta; pasan, de ser inicialmente espacios
reales, a formas simbólicas comunes y universales; así, el lugar
simbólico no será un prado, una viña, sino el prado, la viña. Serán
formas primordiales que se nos revelaron y dieron forma a nuestra
imagen. Estas formas primitivas, según Pavese, pueden
enriquecerse merced a los sedimentos sucesivos del recuerdo, pero
estos constituirán una simple riqueza poética diversa de su
significado originario.
Así pues, los dos términos en cuya colisión se plantea el
problema artístico —y humano— de Pavese son los de mito-
conciencia. En la labor de ésta sobre aquél reside la suerte del
proceso de «civilización» del hombre. Porque —y con esto entramos
en otro concepto fundamental de nuestro autor— lo que el hombre
aún no conoce es salvaje, y salvaje es la parte oscura de la
mitología personal que aún no ha sido aclarada; lo que nos falta por
desmitificar, lo que aún no sabemos, eso es lo salvaje en nosotros
mismos. Es la parte de la personalidad infantil que aún no ha sido
desflorada, que aún no ha sufrido el proceso de clarificación. Es lo
prohibido, lo nefando, lo supersticioso: la superstición nace de ahí,
de la desvirtuación mistificatoria de elementos aún misteriosos.
Pues bien, en esa reducción de lo salvaje a lo civilizado reside
precisamente la labor de la poesía: «la poesía participa de todo lo
prohibido por la conciencia —ebriedad, amor, pecado—, pero todo lo
rescata con su exigencia contemplativa, es decir, cognoscitiva» [20].
La poesía es así la gran arma de que se vale la conciencia para
reducir lo que de salvaje hay en cada hombre, para purificarlo.
Cuánto hay de clásico —de catártico— y de psicoanalítico —la
elevación de lo inconsciente a la conciencia— en esta concepción,
huelga decirlo.
Claro está que de estos conceptos deriva una consecuencia a la
que veladamente ya hemos venido haciendo alusiones. Hemos
dicho que el hombre primitivo está condenado a la repetición de un
esquema que ha sido fijado independientemente de su voluntad.
Pues bien, esta es la conclusión a la que fatalmente llegará Pavese
con respecto al devenir individual: si en la infancia han quedado
impresos los esquemas del comportamiento futuro, éste se
encontrará fijado a un destino, entendido no como procedente de
una potencia superior, sino del interior de uno mismo. Desaparece
así la posibilidad de una libertad y una capacidad realizadoras, y de
ahí la tragedia que viven los personajes de Pavese, incapaces
siempre de progresar, de romper el círculo que los atenaza e
inmoviliza, condenados a repetir siempre los mismos gestos. «Lo
que ha sido, será», dice Pavese[21]. Ahí es donde la infancia cobra
todo su valor y tremendo tragicismo. Indagar en ella será descubrir
los propios mitos, lo que de salvaje se esconde en el fondo de cada
uno de nosotros, pero comportará también el cobrar conciencia del
destino que nos espera, puesto que fatalmente seremos lo que
hayamos sido.
2.3. Así, para Pavese el arte moderno es un retorno a la infancia.
Su motivo conductor es el descubrimiento de las cosas realizado a
través de los recuerdos de la época infantil, que constituye el
momento crucial en el que se gestan en embrión todas las facetas
del ser que posteriormente irá desarrollándose.
En el periodo de la infancia, el niño absorbe ingenuamente todo
lo que hay a su alrededor. Así, el artista, al iniciar su tarea, se
encuentra ante dos tipos de conocimiento: por una parte, el
adquirido en esa época infantil, y por otra, el logrado posteriormente,
ya en plena posesión de la conciencia, conocimiento éste que irá
depositándose sobre los sedimentos anteriores. Pues bien, para
Pavese lo único que en arte puede expresarse bien es precisamente
lo impreso en la primera época de la vida. De ahí que el artista deba
inspirarse precisamente en esa época auroral. La vida adulta, con el
ejercicio de la conciencia, no añade nada a ese tesoro de
descubrimientos realizados en la época infantil[22].
Es en la infancia cuando se aprende a conocer el mundo. Pero
ese conocimiento no se realiza a través del contacto íntimo y directo
con las cosas, sino precisamente a través de los signos de ellas:
«palabras, viñetas, cuentos»[23]. El niño vive inmerso en un mundo
lleno de cosas que sólo sucesivamente van impresionándose en su
espíritu. Para que una cosa deje su huella en el alma infantil, es
necesario que por cualquier motivo resalte y se destaque, en un
cierto momento, de todas las demás. Y para que se efectúe ese
resalte, es necesario que previamente algo —un cuento, un dibujo—
lo hayan hecho presente ante sus ojos. Es decir, el niño conoce el
mundo a través de la fantasía, que de este modo adquiere, por
tanto, características de instrumento de conocimiento. La fantasía
no es para Pavese una facultad ligada a la imaginación evasiva y a
la invención, sino al conocimiento.
Sin embargo, son pocas las cosas que llega a conocer el niño,
merced a la efectiva escasez de sus contactos profundos con el
mundo. Sólo muy de tarde en tarde llega algo al espíritu infantil:
entre un «descubrimiento» y otro se intercalan larguísimas pausas.
Es esta la causa fundamental por la que Pavese concibe la
narración como algo monótono —con una monotonía no peyorativa
—, al verse obligado el artista a volver continuamente sobre los
mismos temas. Se trata siempre de dar vueltas a las mismas cosas,
en busca de unos pocos núcleos esenciales. Es una continua
excavación sobre los mismos filones. Nuestro autor ha tratado esta
característica detalladamente: precisamente uno de sus artículos se
titula Narrar es monótono[24].
El conocimiento que adquiere el niño, según nuestro autor, se
transforma inmediatamente en formas míticas; es decir, aquellas
impresiones se idealizan y pasan a convertirse en puntos de
referencia. Ese mundo de la infancia, como señala J. Hösle, es para
Pavese el mundo del mito, no el de la poesía: ésta llegará más
tarde, con el intento del hombre de recuperar y aclarar, al menos en
parte, esos esquemas míticos[25]. Pero el niño no tiene conciencia
de vivir en un mundo mítico, sino que en realidad pasa por la época
de la infancia sin darse cuenta de lo que ocurre.
Ese contacto inconsciente del niño con el mundo presupone el
hecho de que nunca «vemos» las cosas por primera vez: es siempre
la segunda, ya que la primera tuvo lugar en la época de los primeros
años, sin que fuéramos conscientes de ello. Nuestras reacciones de
ahora no son más que la repetición de un esquema impreso en los
primeros años: no hay nada nuevo, pues, en la conducta del adulto.
Resumiendo su teoría, dice el propio autor: «La concepción mítica
de la infancia es, en definitiva, la elevación a la esfera de los
acontecimientos míticos y absolutos de las sucesivas revelaciones
de las cosas, de modo que estas vivirán en la conciencia como
esquemas normativos de la imaginación afectiva»[26].
Pero con la caducidad de la infancia y el progresivo desarrollo de
la conciencia, la existencia pasa a oscilar entre dos polos[27]: por
una parte, ese desarrollo de la conciencia lleva al individuo a
ponerse en contacto con otras realidades ignoradas en la época
infantil, y que por lo tanto le resultan extrañas; por otra, el instinto
emotivo es atraído, mediante la memoria, hacia la época infantil:
este último debe ser el motivo central de cada artista, porque de
acuerdo con las experiencias personales vividas y con las
características de las impresiones míticas infantiles, cada hombre
tiene su propia mitología personal. Se trata, por lo tanto, de buscar y
explorar aquellos acontecimientos del pasado que constituyen el
germen y núcleo esencial de su personalidad. Así, llegamos a la
conclusión de que para Pavese la más esencial necesidad del
hombre maduro es poseer de nuevo las formas míticas de las
primitivas intuiciones.
2.4. En definitiva, según Pavese lo que empuja o debe empujar a
un literato a escribir es siempre el deseo de reducir a claridad lo
indistinto e irracional que se oculta en el fondo de la conciencia.
Ahora bien, pese a que el poeta tienda a esa operación
iluminante, ello no significa que necesariamente deba llegar a una
claridad extrema. Si así lo hiciera, el resultado sería, en opinión de
nuestro autor, una suma de conceptos y abstracciones, de ciencia y
filosofía. Tiene razón G. Pullini cuando señala que para Pavese
narrar es expresar de un modo alusivo la tensión existente entre el
sujeto y su mundo mítico-infantil, entre el yo y la realidad
trascendental de las primeras impresiones condensadas en forma
de fantasía[28]; no hace falta, en definitiva, que las cosas queden
completamente claras; dicho de otro modo, interesa más la
consideración de la tensión como efecto que su relación como
causa.
Así que, en ese material amorfo e irracional que el artista somete
a la luz de su conciencia, queda siempre, pese a la decantación
narrativa, un fondo de misterio. Para Pavese esto no constituye un
factor negativo, ni supone la introducción de un elemento
contradictorio. Al contrario, cumple una doble función: por una parte,
confiere un atractivo particular a la narración, y por otro, sirve de
estímulo al artista. Naturalmente que esto no significa que haya que
valorar el juego con el misterio: al contrario, se trata de algo de lo
que siempre huyó Pavese, y es ésta la causa fundamental de su
repulsa hacia movimientos literarios como el hermetismo. Misterio
hay en el material básico inicial, y una parte de él escapa a la labor
clarificadora del artista; pero su existencia es sólo admisible cuando
puede con el artista en el «tour de forcé» a que éste lo somete.
Jugar con el misterio sin intentar sacar sus raíces a la luz de la
conciencia atenta contra la misión básica que Pavese atribuye al
artista, desde el momento en que supone una inadmisible frivolidad
que no aporta provecho alguno a la clarificación del mito.
2.5. Si para nuestro autor el escribir era un oficio, en su opinión
el modo de ejercerlo estaba inevitablemente sujeto a una técnica
determinada: «El hombre es la técnica, desde el momento en que
empuñó un hacha para combatir a las fieras o un estilo para
escribir»[29]. El quehacer literario es para él la expresión de una
inspiración racional y ordenada, un trabajo duro ejercido mediante el
uso de unos instrumentos precisos; y así a lo largo de su diario
vemos siempre la preocupación constante por el modo de acercarse
al mito, a la realidad que debe ser plasmada en la forma poética.
Para nuestro autor el arte es construcción, por distancia, de la
vida; construcción que se realiza mediante una técnica. Y por cierto
que tenía su carga de acento polémico el introducir el concepto de
técnica en la cultura italiana de aquel tiempo: en un periodo
dominado por la crítica de corte crociano, hablar de técnica,
suponiéndola algo fundamental, era ponerse frente a la concepción
crítica dominante en la época. Esta idea de la necesidad del escritor
de dominar unos precisos instrumentos técnicos antes de dedicarse
a la composición de la obra supone, a nuestro entender, una de las
grandes novedades que Pavese introdujo en la cultura literaria de su
tiempo. Nuestro autor niega implícitamente el concepto de
«inspiración» como momento auroral de la obra literaria: ésta nace y
se desarrolla a través de un complejo problema de reflexión en el
que la conciencia va sacando a la luz lentamente detalle tras detalle.
Usando una imagen amada por Pavese, escribir es «excavar» en un
material informe con unos instrumentos bien precisos.
Es evidente que esta convicción de nuestro autor arranca de su
particular idea sobre la función del arte, tan distinta de la mantenida
por los ideólogos que seguían a Croce. Pero el hecho es que con
ello Pavese es el primero en Italia que cobra conciencia de la
importancia del empleo de unos elementos que en aquella época, y
sobre todo algunos años más tarde, revolucionarán algunos
sectores del mundo literario, y concretamente la narrativa. Desde el
inicio de la década de los años veinte, con el Ulises de Joyce, hasta
prácticamente el momento actual, la novela ha sido un continuo
sucederse de técnicas diversas, de experimentación permanente,
prueba del acierto y modernidad de Pavese al dar tanta importancia
a este aspecto de la obra literaria.
En el proceso de la reducción del mito a logos, nuestro autor
observa, pues, la necesidad de poseer unos instrumentos a cuyo
juego concede una importancia de primer plano. La reducción de la
intuición mítica a una visión clara puede tener lugar solamente sobre
el terreno de un frío dominio técnico[30]. De ahí la necesidad de
ampliar los propios horizontes culturales y de tomar contacto con los
más variados autores y obras, cosa que, como hemos apuntado,
Pavese ha hecho puntualmente.
Pero el artista, además, debe ser consciente de su técnica, debe
desmontarla y conocerla para superarla, porque así lo imponen las
leyes dialécticas de la historia: «La historia de un artista es la
sucesiva superación de la técnica usada en la obra anterior, con una
creación que supone una ley estética más compleja. La autocrítica
es un medio de superarse a sí mismo. El artista que no analiza y
destruye continuamente su técnica es un pobre hombre»[31]. Y como
decíamos más atrás, esta idea no se quedó para el autor en meras
palabras, sino que fue sometiendo a revisión sus sistemas
expresivos ya desde la época de Lavorare stanca, su temprana y
fundamental obra poética.
2.6. Ya desde el inicio de la composición de Lavorare stanca,
Pavese intuye la idea de una «poesia-racconto» o poesía narrativa,
es decir, de una forma de poetizar que contase hechos, que no fuera
una oscura y gratuita forma de sumergirse en el misterio. Se trata de
la postulación de un tipo de poesía en la que lo fundamental fuese la
adhesión a lo real; es decir, de una poesía que contase algo
concreto, que no fuera un mero juego estético[32]. Era un tipo de
poesía que debía prescindir de la imagen para evitar la tentación
lírico-subjetiva. El ritmo de la misma fue una tirada de trece versos
que, según cuenta el propio autor, descubrió por casualidad,
recordando un tipo de cadencia rítmica que le había llamado la
atención ya desde la infancia[33].
La teoría de la «poesia-racconto» cobra todo su significado si
pensamos que la poesía de aquellos años estaba influida por las
tendencias herméticas, y la concepción de Pavese suponía la
adopción de una actitud radicalmente opuesta. Los críticos han
enjuiciado esta cuestión desde puntos de vista diversos. Cario
Salinari, por ejemplo, ve en ello una polémica implícita ante la
poesía de aquella época[34], mientras que Gianni Pozzi la considera
simplemente un camino diferente del seguido por el hermetismo y
tendencias afines, originado también sobre la base de una sólida
preparación cultural, pero de unos intereses intelectuales diferentes
de los herméticos[35]. Nosotros, por nuestra parte, nos adherimos a
esta segunda propuesta: Pavese, ya desde el comienzo de su
itinerario artístico, estableció una sólida conexión entre el arte y la
vida; la postulación de una poesía íntimamente ligada a la realidad
concreta no es más que una conexión derivada de la concepción a
que acabamos de referirnos.
Sin embargo, esta teoría de nuestro autor no estaba destinada a
durar mucho, porque Pavese, a la postre, no supo desprenderse de
la atracción de la imagen. O, mejor dicho, llegó a convencerse de
que podía hacer de ella un uso adecuado a sus propósitos. Pero
entiéndase bien, no se trata de la aceptación incondicional de la
metáfora, de la imagen como elemento más o menos arbitrario de
decoración, superpuesta a la objetividad narrativa, sino como
elemento fantástico de relación que llega a constituir el argumento
mismo de la narración[36]. Se trata de utilizar las imágenes de modo
que al nivel más o menos prosaico de la narración se añade otro
que constituye en realidad el sentido fundamental de la misma.
Así, llega un momento en que la poética se plantea en términos
diametralmente opuestos —por lo que a este aspecto se refiere— a
los iniciales. El cambio se observa ya en una poesía titulada
Paesaggio I (Paisaje I), de 1913. La meditación de Pavese sobre las
imágenes de Shakespeare y de los poetas isabelinos no fue
probablemente ajena a la consideración de que el objeto de la
poesía debe ser la trama de imágenes, la imagen como ritmo
poético. Pavese, indudablemente, se da cuenta de que el material
bruto de la poesía, la palabra, no es un elemento frío y amorfo, sino
que está dotado de unas posibilidades alusivas que no es posible
destruir o ignorar. De ahí que invierta su concepción poética para
tratar de aprovechar al máximo ese elemento que ahora se le
impone con tal fuerza. Esa «immagine-racconto», como decíamos
anteriormente, no es necesario establecerla sobre analogías o
equivalencias; se puede dar una imagen al aludir a una experiencia
directa que sirve para definir la figura o situación proyectándola
sobre un fondo.
Esta nueva posición suponía, naturalmente, la exclusión de todo
naturalismo. Escribir, para Pavese, no consistirá en efectuar una
copia naturalística de lo real, ni en penetrar mediante la indagación
psicológica en los resquicios más oscuros del carácter de un
personaje, sino en sembrar a lo largo del relato una serie de
«señales» que evidenciarán un significado conceptual distinto al que
se cree ver a primera vista.
Estas imágenes, en el meditar de Pavese, se irán cargando
progresivamente de valor simbólico, asumiendo significados que
trascienden el objeto inmediatamente designado. Se llegará así al
símbolo de los cuentos y novelas, que será ya el elemento de
máxima eficacia de que dispone Pavese para explorar el mito.
Ahora bien, al tratar esta cuestión Pavese opera una
diferenciación bien clara entre dos tipos de símbolo, el alegórico y el
imaginativo. El primero tiene carácter estático, despoja de vida a la
realidad; un ejemplo dado por el propio autor: la Prudencia, mujer
con tres ojos. El segundo es dinámico, tiene aptitud para expresar la
fantasía; añade algo a la realidad, en lugar de dejarla reducida a un
esqueleto; también Pavese da un ejemplo expresivo de este
aspecto: si un autor se refiere a una colina denominándola «teta»,
queda inmediatamente expresada la evocación determinada por
aquel elemento topográfico.[37]
El símbolo que utiliza Pavese, naturalmente, es el segundo. Con
él busca precisamente la potencialidad máxima de la evocación de
la realidad. El símbolo no debe embalsamar una realidad, sino
reenviar a la atmósfera primordial (de ahí el carácter dinámico del
mismo). El símbolo sirve, en cierto modo, y valga la paradoja, para
expresar lo inefable. Gracias a esa trama tendida por los elementos
simbólicos, la materia narrativa reenviará a algo que no está
expresamente en ella, a algo que está debajo y sin embargo la
impregna. De ahí que Pavese gustase de definir su modo de escribir
como «realismo simbólico», queriendo, como señala M. Ponzi,
individuar en la realidad «los elementos que remitían a hechos
anteriores, arquetípicos, que servían de modelo inconsciente a las
acciones de cada uno, intentando una síntesis, que no podía no
revelarse sincrética, entre realismo y simbolismo» [38].
2.7. Dice D. Fernández que «Pavese fue ante todo un
piamontés, y ya se sabe hasta qué punto una provincia determinada
ha dejado muchas veces su huella sobre los escritores italianos.
Pavese es piamontés como Vittorini es siciliano, Pratolini toscano o
Moravia romano»[39]. En efecto, Pavese permaneció siempre
apegado a su provincia, cuyos escenarios naturales hacen
indefectiblemente de fondo a su producción literaria. Si sus
personajes se mueven en un paisaje campestre, tras ellos se
perfilan las siluetas de las colinas y las villas de las Langhe. Si
deciden salir a dar un paseo en barca, su río es el Po, si quieren
bañarse lejos de la gente, van a los torrentes Sangone o Dora. El
propio exilio no sirvió más que para descubrirle cuán extraños le
resultaban los ambientes que no eran los suyos de siempre, y cómo
no comprendía aquel mundo tan diverso del suyo.
Pavese se pregunta en una ocasión por qué él no puede escribir
«sobre las rocas rojas lunares»[40]. Y se responde a sí mismo
diciendo que ello se debe a que esas rocas no reflejan nada suyo,
no están ligadas a su conciencia prepoética; sólo si estuvieran en el
Piamonte le dirían algo. Idea ésta que vuelve a depender,
naturalmente, de la conexión arte-vida del artista, que constituye
uno de los pilares básicos de la poética de nuestro autor. Así pues,
sus escenarios narrativos quedan reducidos al ambiente vital
conocido por el autor: en definitiva, al mundo del Piamonte. Sólo en
algunas novelas este espacio se amplía (La luna e i jaló, con
América; Il compagno, con Roma).
Ahora bien, ¿cómo tratar en la obra literaria los detalles del
espacio? ¿Retratarlos minuciosamente o dejarlos casi olvidados? La
posición de Pavese a este respecto es clara: los ambientes no
deben ser descritos, sino vividos a través de los sentidos de los
personajes[41]. Ni siquiera los paisajes excepcionalmente hermosos
merecen la descripción detallada; el gusto por describir paisajes
estetizantes es algo que Pavese no tiene, porque conscientemente
lo rechaza, considerándolo naturalismo, mero objetivismo. El
narrador no debe presentar los detalles de un ambiente de modo
impersonal: debe filtrarlos a través de la psicología de un personaje.
El fundamento de esta idea reside en la concepción de Pavese
del arte como no-mímesis impersonal. El arte es ritmo, no simple
copia. Es más, Pavese trata, en su poesía, de eliminar cada vez
más los objetos, de que se imponga como objeto ella misma, como
«sustancia de palabras»[42]. Las impresiones subjetivas del
personaje quedan así transformadas en materia objetiva: no
mimesis, sino creación.
2.8. Otro problema que preocupó a Pavese fue el de cómo tratar
el tiempo de la narración. Que a nuestro autor le interesó ya desde
muy temprano esta cuestión lo demuestra el hecho de que para la
composición de Paesi tuoi había estudiado cuidadosamente la
técnica de tratamiento del tiempo que había seguido James Cain en
El cartero siempre llama dos veces.
Ha señalado Claudio Varese que los escritores contemporáneos
—italianos y no italianos— son particularmente sensibles al sentido
del ritmo y al tiempo de la narración, dado que para gran parte de
ellos los acontecimientos adquieren significación, más que por su
sucesión, por las relaciones que los ligan y por la cualidad de las
mismas[43]. Y, ciertamente, Pavese en este sentido no fue una
excepción. Ya en una nota de 1938 se ocupa de esta cuestión. En
su opinión, la dificultad del tempo narrativo radica en transformar el
tiempo material, monótono y bruto, en un tiempo imaginario que
tenga la misma consistencia que el primero. Ahí caracteriza Pavese
la falsedad eterna de la poesía, a causa de que sus hechos tienen
lugar en un tiempo distinto del real[44].
En Pavese, como en otros autores contemporáneos, el estilo, la
forma y la técnica ya no están concebidos en función exclusiva de
los contenidos. La escritura debe tender a una pureza narrativa y a
una esencialidad que le eviten transformarse en una simple
mimesis, en una duplicación gratuita de la realidad. La escritura es
manera, estilo, ritmo, construcción lingüística autónoma y regida por
sus propias leyes internas, cuya función no es «revivir» el detalle del
mundo en su forma objetiva; hay, al contrario, que separarse de ésta
para asumirla en la esfera del mito, aludiendo a una realidad más
rica que hay bajo la realidad objetiva. A Pavese, ya desde un
principio, no le interesó reproducir según una mimesis fiel todos los
acontecimientos ocurridos desde un momento temporal A a otro Al.
De muchos de sus personajes no sabemos quiénes son, cómo se
llaman, en qué trabajan, cómo han empezado su vida o cómo
terminará ésta. Ello resulta particularmente evidente en sus cuentos,
de los que aquí, por razones de espacio, no podemos ocuparnos
con la amplitud suficiente, pero que constituyen una parte notable de
la producción literaria
de nuestro autor. Para Pavese, repetimos, el tiempo histórico
carece de validez, de luz propia. Hay acontecimientos primordiales,
ocurridos en un tiempo no histórico, que se manifiestan en el tiempo
histórico; la imagen de la piedra arrojada en la superficie de un lago
y las ondas que se forman alrededor constituyen un claro ejemplo
de esta teoría. Así, a nuestro autor lo que le interesa es, a través de
la captación de esos movimientos ondulares, llegar al centro, al
mito. Estilo, forma y ritmo tienen, pues, una función cognoscitiva, no
meramente estética.
Ha señalado recientemente M. Rusi que una constante del
personaje pavesiano es «la particular relación que mantiene con el
presente, con lo que tiene delante —un objeto, una situación, una
persona—, la condición de extrañamiento que sufre y por la que es
incapaz de afrontar y percibir directamente una realidad, debiendo
mediar el contacto con la misma a través de otra ausente»[45]. Pues
bien, ese extrañamiento, según la misma estudiosa, lo sufre Pavese
también con respecto al normal fluir del tiempo, no consiguiendo
vivirlo en su continuidad.
No le interesan a nuestro autor las grandes representaciones
históricas que abarcan largos periodos de tiempo, sino
determinados «trozos de vida» que reflejan lo que le interesa de
esos personajes a los que observa. Pero es que, además, en esos
fragmentos a los que Pavese se aplica, se produce un fuerte
proceso de «adelgazamiento» de la fábula narrativa, limitada a
recoger solamente determinadas acciones significativas. Esto
confiere a la narrativa de nuestro autor un ritmo rápido, como si se
tratara de ir quemando etapas. Las escasas descripciones están
esbozadas con trazos simples y enérgicos. Los acontecimientos,
aunque monótonos, se suceden rápidamente. Sólo hay dos
momentos en que la narración aminora su marcha: cuando los
personajes hablan y cuando alguno de ellos reflexiona. El primer
caso se explica porque, como hemos apuntado, Pavese no adopta
nunca la perspectiva omnisciente, no describe desde lo alto. Los
diálogos, así, le sirven para que los personajes se manifiesten, para
que se describan a sí mismos. Para lograr el efecto completo, el
autor intercala rápidas observaciones a lo largo del diálogo. Es una
especie de diálogo sincopado que confiere un especial ritmo a la
prosa. Por una parte, esas observaciones no son lo suficientemente
consistentes como para romper la impresión de diálogo continuado,
actuando como una especie de acotaciones escénicas, y por otra,
impiden esa fluidez narrativa del «todo diálogo» que se observa, por
ejemplo, en obras como las de Y. Crompton-Burnett. No sólo la
materia narrativa, sino también las formas están al servicio, en
Pavese, de la reflexión.
El ritmo rápido se detiene, decíamos también, cuando un
personaje reflexiona. Y es lógico que Pavese lo hiciera así, si
tenemos en cuenta, como ya hemos indicado, que lo que le interesa
es el reflejo de los hechos en la psicología de sus personajes.
Todo esto suscita en el lector una impresión de fragmentarismo y
manipulación temporal que han llevado a posiciones contrarias
sobre el asunto en el mundo de la crítica: mientras D. Fernández
sostiene que la escritura de Pavese es «asmática», renqueante,
conseguida sólo si se la considera fragmentariamente[46], su
compatriota Ph. Rénard la considera fluida, negando en absoluto
que nuestro autor pueda ser antologizado.[47]
2.9. Otra de las cuestiones que interesó profundamente a
Pavese fue la de la «voz» que cuenta, la de la persona verbal que
conduce la narración, y es curiosa en este sentido la variedad que
se observa en su obra. Su producción narrativa está escrita en
primera persona del singular (ejemplos: Il diavolo sulle colline),
primera del plural (ejemplo: Sogni al campo) y tercera del singular
(ejemplo: Temporale d’estate); en el Mestiere di vivere, el autor
habla en segunda persona del singular refiriéndose a sí mismo.
En su opinión, el modo de narrar lleva, sin embargo, a que se
den resultados sustancialmente diversos, sea cualquiera la persona
verbal a la que se haga llevar la voz cantante en la narración; a
Pavese lo que le interesa no es contar cómo un personaje piensa lo
que piensa, sino el contenido de lo que efectivamente se desarrolla
en su mente, y eso, juzga él, se puede lograr tanto con la primera
como con la tercera persona[48].
Nuestro autor se da cuenta de que la forma más normal de
exponer lo que un personaje piensa es hacerle hablar en nombre
propio, en primera persona. Pero puede hacerse también en tercera;
la única diferencia entre una y otra es que esta última es «un
refinamiento de técnica»[49], y que por ello el empleo de la primera
da la sensación de una mayor normalidad y sencillez.
Para lo que se presta mejor la tercera persona, siempre según
Pavese, es para lograr una más precisa caracterización del
personaje, al poder observarlo desde el exterior a la vez que se le
obliga a mostrarse interiormente mediante el diálogo. Es, en
definitiva, una forma de crearlo como personaje, como ser diferente
del autor, como ente con individualidad propia.
Sin embargo, para lograr una significación simbólica del entorno,
del paisaje, para trascender el puro nivel realístico y naturalístico,
Pavese sentirá cada vez más la preferencia por la primera persona,
que le permite filtrar mejor los datos externos, al introducir un punto
de vista que le permite analizar los datos suministrados por la
realidad[50].
2.10. Interesante es también en Pavese el problema del
personaje. La concepción del autor con respecto a este punto
también fue variando con el tiempo, y refleja el progresivo
deslizamiento del autor hacia la vertiente simbólica. En una nota de
1938, señalaba que el personaje debe ser considerado como un
ente real al que hay que dejar vivir en la obra[51]. Esta idea suponía
conceder una notable autonomía a la materia narrativa. Escribir
sería trasladar al papel un mundo regido por unas leyes
independientes en cierto modo del escritor, que en la reducción
literaria se subordinaría a ellas.
En 1941, sin embargo, los términos se han invertido. Pavese ha
meditado mucho, en ese intervalo, sobre Melville y su mundo, y
señala, a propósito de él, que en un libro debe haber solamente un
personaje: el autor. Y que a él deben referirse todas las reflexiones,
todas las descripciones parciales de ambientes y personajes que
concurren a la construcción[52]. Ahora, pues, son los personajes y
demás elementos literarios los que se subordinan al autor: no serán
éstos quienes vivan ante él, sino que pasarán a representar lo que
él vive.
En 1950, nuestro autor reconoce ya el papel meramente
simbólico de los personajes de sus obras. Los personajes serán un
medio, no un fin; son simplemente elementos sumarios, situados «al
mismo nivel que un árbol, una casa, una tormenta o una incursión
aérea»[53]. Pavese no se preocupa de crear auténticos tipos, de
dotarlos de unas características psicológicas y físicas que los hagan
inconfundibles y casi vivos. En realidad, no representan más que
ideas. De ahí que algunos críticos, al referirse a esta cuestión,
hayan hablado de la eliminación del personaje. Porque, en efecto, el
personaje no interesará como tipo, como figura. No importará saber
cómo es físicamente, cómo va vestido. Interesa, pura y
simplemente, como símbolo.
2.11. No es nuestra intención entrar aquí en el estudio
pormenorizado de la lengua de Pavese; nos limitaremos a dejar
constancia del problema sin volver ulteriormente sobre él.
El problema fundamental de Pavese bajo el aspecto lingüístico
es, inicialmente —y en esto tuvieron mucho que ver sus lecturas de
los grandes autores norteamericanos y su interés por el slang—, el
de la conexión lengua-dialecto. El escritor, en los primeros
momentos de su carrera literaria, cree que la lengua de su tiempo es
un instrumento excesivamente rígido y falto de colorido. La primera
solución que se le ocurre para obviar el problema es la de insertar
elementos dialectales sobre la trama de la lengua literaria usual o
normalizada. Evidentemente, y como señala C. Salinari, Pavese, en
esta creencia, se deja llevar por la ilusión leopardiana de que al
inicio de las grandes literaturas no existe una distinción neta entre
lengua literaria y dialecto, puesto que el paso de dialecto a lengua
tenía lugar directamente en nombre de la poesía[54].
Ahora bien, nuestro autor no tardó en darse cuenta de que las
condiciones de su tiempo eran muy diferentes a las de, pongamos
por caso, los comienzos de la literatura italiana. Ahora el dialecto y
la lengua son dos realidades bien distintas, con límites
perfectamente definidos. Introducir el primero en la segunda no lleva
ya a conseguir un instrumento más dúctil. La operación se resolvería
en la simple introducción de un cuerpo extraño dentro de la lengua,
sin mayores resultados positivos.
¿Cómo conseguir, entonces, una nueva vivacidad de la lengua?
Pavese soluciona el problema sustituyendo el segundo término de la
adición lengua literaria + dialecto, transformándola en lengua
literaria + lengua coloquial. Operando con la lengua hablada, con el
sector más vivo del acervo lingüístico, Pavese no se sale fuera del
marco de su tiempo.
La característica fundamental de la lengua de Pave estriba
precisamente en la feliz combinación de esos dos factores. No es
una lengua florida y ampulosa ni tampoco un modo de expresión
chabacano. Consiste precisamente en la utilización armónica de los
dos elementos, ocupando una posición intermedia entre ambos[55].
La combinación de esos elementos da al estilo de Pavese un fuerte
dinamismo. Es, en general, una prosa fluida, en movimiento; una
prosa que no se complace en sí misma; a veces, quizás,
excesivamente seca y descarnada.

«EL BELLO VERANO»

El relato que aquí presentamos, El bello verano, fue escrito entre


el 2 de marzo y el 6 mayo de 1940, con el título originario de La
tenda. El fondo genérico escénico del relato es una ciudad, Turin,
vista bajo la luz cambiante del paso de estación del otoño al
invierno. La referencia a este fondo ciudadano y a ese momento
cronológico no constituye, en absoluto, un detalle trivial u ocioso. La
ciudad, en Pavese, se define no sólo por ella misma, sino
fundamentalmente por su relación con el polo contrario, el campo.
Este aparece en su obra fuertemente mitificado; no es un simple
escenario donde sucede la acción, ni un pretexto para descripciones
estetizantes; en su mundo literario el campo no es nunca objeto de
contemplación puramente deleitosa ni mucho menos de visión
sentimental y bucólica. El ambiente campestre es, para nuestro
autor, el lugar mítico de las grandes experiencias donde los
personajes viven el oscuro mundo de los instintos y de las internas
ceremonias iniciáticas. Con estas connotaciones aparece por
primera vez en cuento de 1937, titulado Las tres muchachas; allí la
primera etapa de la vida de la protagonista, Lidia, se caracterizaba
precisamente por un cúmulo de vivencias instintivas, casi
animalescas, para las que el campo actuaba como fondo
inseparable. El campo queda así definido en el relato como el lugar
del sexo, de lo salvaje e instintivo opuesto a la ciudad civilizada,
entendida como el reino de la conciencia. El campo está ligado a lo
dionisiaco, al calor, a lo sangriento, a lo expansivo, a lo infantil, a lo
diurno, a lo irresponsable. La ciudad, por el contrario, es el lugar
mítico del repliegue y la derrota, de la soledad e incomunicación, de
la noche y el invierno, de la madurez y el deber.
El paso de un mundo a otro, del campo a la ciudad, no es para
los personajes de Pavese un mero e inocuo cambio geográfico. Ese
paso simboliza el abandono de la infancia-adolescencia y el acceso
al mundo adulto; dicho de otra manera, el traspaso de lo salvaje a lo
consciente, de la pulsión de la irracionalidad a la frialdad de la
madurez; es decir, de la pérdida de la inocencia, de la comunicación
pánica con el mundo, de pasar a la desilusión y la soledad y al
aislamiento en el mundo de los hombres.
En El bello verano se ha eliminado el primero de los dos polos, el
campo, y aparece la ciudad como fondo único sobre el que se sitúa
el proceso de paso de la protagonista, Ginia, de la adolescencia a la
madurez. La trama es deliberadamente simple, incluso pobre. Ginia,
con sus dieciséis años, vive en Turín con su hermano y trabaja en
un atelier de modas. A través de su amiga Amelia, una modelo que
posa para pintores de poca monta, y de la que más tarde sabrá que
es sifilítica y lesbiana, conoce a Guido, un joven pintor al que se
entrega. El juvenil entusiasmo inicial se transforma, a través del rito
iniciático amoroso, que en la novela funciona como diafragma y
umbral entre la adolescencia y la madurez, en sentimiento de
esterilidad y fracaso, de ruptura con las ilusiones del bello verano
juvenil para entrar en el frío invierno de una madurez estéril en la
que se han perdido las pulsiones de vitalidad y de comunicación
pánica con el mundo de la época anterior. Es el momento de la
muerte de las ilusiones, de cobrar conciencia de la necesidad de
endurecerse espiritualmente, de afrontar una realidad de soledad y
aislamiento para la que nunca se está preparado, de la aceptación
resignada de un destino de soledad. El paso de la adolescencia a la
madurez tiene su contrapunto, o mejor dicho, su paralelo, en la
transición del verano (aquí, simbólicamente, la estación de las
ilusiones) hacia el invierno, que es también el frío tiempo de la
desesperanza.
La novela podría definirse, pues, como un relato del horror de lo
adulto. A configurarla así contribuyen no sólo los elementos
argumentales, sino la gris y esquemática atmósfera descriptiva que
los envuelve, y el fondo sórdido en el que se desarrollan, como es el
caso de la buhardilla de los pintores con su roja y emblemática
cortina.
La traducción de El bello verano que ofrecemos en este volumen
es de María del Carmen García Lecha, y fue publicada por Salvat
Editores y Alianza Editorial en 1971. Para esta edición, el texto ha
sido revisado y modificado en diversos puntos por el autor de esta
introducción, con el objeto de acercarlo lo más posible al original.
BIBLIOGRAFÍA

GlRARDI, E. N., «Il mito Pavese», Vita e Pensiero (Milán), abril de


1951.
MANACORDA, G., «Pavese poeta, saggista e narratore», Società
(Roma), año VIII, núm. 2, 1952, págs. 220-237.
MUSCETTA, C., «Per una storia di Pavese e dei suoi racconti»,
Società (Roma), año VIII, núm. 4, 1952, páginas 614-641.
BERGEL, L., «L’estetica di Cesare Pavese», Lo spettatore italiano
(Roma), año VIII, núm. 10, 1955, págs. 407-421.
SALINARI, C, La poetica di Pavese (1955), en Preludio e fine del
realismo in Italia, Nápoles, Morano, 1967, páginas 87-97.
CHASE, R. M., «Cesare Pavese and the american novel», Studi
americani (Roma), núm. 3, 1957, págs. 347-369.
GRANA, G., Cesare Pavese, en Orientamenti Culturali. Letteratura
Italiana. I contemporanei, Milán, Marzorati, 1958, vol. II, págs.
1451-1473.
PREMUDA, M. L., «I Dialoghi con Leuco e il realismo simbólico di
Cesare Pavese», Annali della Scuola Normale Superiore di
Pisa, vol. XXVI, fase. III-IV, 1957, páginas 224-249.
BARBERI SQUAROTTI, G., «Appunti sulla técnica poética di
Pavese», Questioni (Turin), año VIII, núms. 1-2, 1959.
Reproducido en Astrazione e realta, Milán, Rusconi e Paolazzi,
1960, págs. 311-335.
AMORUSO, V., «Cecchi, Vittorini, Pavese e la letteratura
americana», Studi americani (Roma), núm. 6, 1960, páginas 9-
73.
FERNANDEZ, D., Cesare Pavese, en Il romanzo italiano e la crisi
della coscienza moderna, Milán, Lerici, 1960, págs. 115-167.
LAJOLO, D., Il vizio assurdo, Milán, Il Saggiatore, 1960.
MONDO, Lorenzo, Cesare Pavese, Milán, Mursia, 1961.
MlZZAU, M., «Técnica e conoscenza nella narrativa di Cesare
Pavese», 11 Verri (Turin), año V, núm. 6, 1961. Reproducido en
Tecniche narrative e romanzo contemporáneo, Milán, Mursia,
1965, págs. 111-123.
PULETTI, R., La maturitd impossibile. Saggio su Cesare Pavese,
Padua, Rebellato, 1961.
TREVISANI, G., Cesare Pavese, Milán, Trevi, 1961.
PAMPALONI, G., «Cesare Pavese», Terzo Programma (Roma),
núm. 3, 1962, págs. 63-136.
Revista Sigma (Génova), año I, núms. 3-4, 1964, con ensayos de G.
Barberi Squarotti, G. L. Beccaria, E. Corsini, M. Forti, C. Gorlier,
C. Grassi, M. Guglielminetti, J. Hösle, F. Jesi, L. Mondo, R.
Paris, S. Pautasso.
PULLINI, G., Cesare Pavese, en Il romanzo italiano del dopoguerra,
Padua, Marsilio, 1965, págs. 11-35.
TONDO, M., Itinerario di Cesare Pavese, Padua, Liviana, 1965.
FERNÁNDEZ, D., L’échec de Pavese, París, Grasset, 1967.
GUIDUCCI, A., Il mito Pavese, Florencia, Vallecchi, 1967.
BIASIN, G. P., The Smile of the Gods (A Thematic Study of Cesare
Pavese’s work), Nueva York, Cornell University Press, 1968.
FONTANA, P., Il noviziato di Pavese, Milán, Vita e pensiero, 1968.
STELLA, V., L’elegia trágica di Cesare Pavese, Rávena, Longo,
1969.
VENTURI, G., Pavese, Florencia, La Nuova Italia, 1969.
GlOANOLA, E., Cesare Pavese. La poética dell'essere, Milán,
Marzorati, 1971.
KANDUTH, E., Cesare Pavese im Rahmen der pessimistischen
italienischen Literatur, Wien-Stuttgart, Braumüller, 1971.
CASERTA, G., Realtà e miti nella lírica di Pavese, Matera, BMG
Editrice, 1972.
ClLLO, G., La distruzione dei miti, Florencia, Vallecchi, 1972.
ROSA, J. M. de la, Cesare Pavese, Madrid, Epesa, 1973.
PAPPALARDO LA ROSA, F., Cesare Pavese e il mito
dell’adolescenza, Milán, Laboratorio delle Arti, 1973.
GUIDUCCI, A., Invito alia lettura di Pavese, Milán, Mursia, 1972.
RENARD, Ph., Pavese, prison de I’immaginaire, lieu de l’écriture,
Paris, Larousse, 1972.
ALTEROCCA, B., Pavese dopo un quarto di secolo, Turin, SEI,
1975.
LORENZI DAVITTI, P., Pavese e la cultura americana fra mito e
razionalitd, Mesina-Florencia, D’Anna, 1975.
CATALANO, E., Cesare Pavese fra política e ideología, Bari, De
Donato, 1976.
ANDREOLI, A., Il mestiere della letteratura. Saggio sulla poética di
Pavese, Pisa, Pacini, 1977.
MUTTERLE, A. M., L’immagine arguta: lingua, stile e retorica di
Pavese, Turin, Einaudi, 1977.
STELLA, M., Cesare Pavese traduttore, Roma, Bulzoni, 1977.
PONZI, M., La critica e Pavese, Bolonia, Cappelli, 1977.
PAUTASSO, S., Guida a Pavese, Milán, Rizzoli, 1980.
MUSUMECI, A., L’impossibile ritorno. La fisiología del mito in Cesare
Pavese, Rávena, Longo, 1980.
PERRELLA, A., Dittico: Pavese, Pasolini, Milán, SugarCo, 1980
GUIDOTTI, A., Tra mito e retorica. Tre saggi sulla poesía di Pavese,
Palermo, Flaccovio, 1981.
PAMPALONI, G., Trent’anni con Cesare Pavese, Milán, Rusconi,
1981.
RUSI, M., Il tempo-dolore. Per una fenomenología della percezione
temporale in Pavese, Abano Terme, Francisci, 1985.
WLASSICS, T., Pavese falso e vero. Vita, poética, narrativa, Turín,
Centro Studi Piemontesi, 1985.
EL BELLO VERANO
CAPÍTULO I

E N aquellos tiempos siempre era fiesta[56]. Bastaba salir de


casa y atravesar la calle para volvernos locas, y todo era tan
bonito, especialmente de noche, cuando al regresar, muertas de
cansancio, esperábamos que aún sucediese algo, que estallase un
incendio, que naciera un niño, o quizá que llegara el día antes de lo
debido para que la gente pudiera salir a la calle y continuar
andando, andando hacia los prados, hasta más allá de las colinas.
—Sois sanas, jóvenes, unas muchachas —decían—, se nota
que no tenéis preocupaciones.
Incluso, una de ellas, aquella Tina que había salido coja del
hospital y no tenía qué comer en casa, reía, como las demás, por
nada. Una noche, trotando tras las otras se detuvo y se echó a llorar
porque decía que dormir era una estupidez y robaba tiempo y
alegría.
Pero Ginia, si le atacaban crisis parecidas, no lo demostraba.
Acompañaba a casa a las otras y hablaban, hablaban hasta que no
sabían qué decir. Llegaba, por fin, el momento de separarse; hacía
ya un buen rato que se habían quedado solas, y Ginia volvía a casa
tranquila, sin echar de menos la compañía. Las noches más bonitas,
desde luego, eran las del sábado, cuando iban a bailar, porque al
día siguiente podían dormir cuanto quisieran. Pero ni eso era
necesario y algunas mañanas, Ginia salía de casa para dirigirse al
trabajo, feliz y contenta de aquel trozo de calle que la esperaba
antes de llegar. Las otras decían: «Si vuelvo tarde por la noche
luego tengo sueño, y, además, me riñen.» Pero Ginia no estaba
nunca cansada y su hermano, que trabajaba de noche, la veía sólo
a la hora de la cena porque durante el día dormía. Al mediodía
(Severino daba una vuelta en la cama cuando ella llegaba del
trabajo) Ginia preparaba la mesa y comía con hambre, masticando
despacio, escuchando los ruidos de la casa. El tiempo pasaba lento,
como sucede en las casas vacías y así ella tenía tiempo de lavar los
platos que la esperaban en el fregadero y de limpiar un poco;
después se tumbaba en el sofá bajo la ventana y se adormecía
mecida por el tictac del despertador que le llegaba desde la otra
habitación. Alguna vez cerraba las contraventanas para estar más a
oscuras y sentirse más sola; al fin y al cabo, Rosa, a las tres, al
bajar, arañaría la puerta despacio para no despertar a Severino,
hasta que ella respondiera. Entonces salían juntas y se separaban
al llegar al tranvía.
De común, Ginia y Rosa no tenías más que aquellos metros de
calle y una estrella de perlitas en el cabello, pero una vez que
pasaban ante un escaparate dijo Rosa: «Parecemos hermanas.»
Ginia entonces se dio cuenta de que aquella estrella era ordinaria y
comprendió que era mejor llevar un sombrerito si no quería parecer
una obrera como Rosa. Tanto más que su amiga, sujeta a un padre
y a una madre, no se hubiera podido comprar un sombrero hasta
quien sabe cuándo.
Si no era tarde cuando Rosa pasaba a despertarla, entraba y
ayudaba a Ginia a poner un poco de orden, riéndose en voz baja de
Severino, quien, como todos los hombres, no sabía lo que significa
llevar una casa. Rosa lo llamaba «tu marido» para continuar la
broma pero, a veces, Ginia se enfadaba y rebatía que tener todos
los inconvenientes de una casa pero no el hombre, no era muy
divertido. Bromeaba Ginia —porque su gusto era estar sola en casa
a aquella hora, como si fuera la dueña—, pero era necesario decir a
Rosa, de vez en cuando, que ya no eran niñas. Ni siquiera sabía ir
por la calle y hablaba, reía, se volvía mil veces. Ginia la hubiera
pegado, pero cuando iban juntas a bailar Rosa era muy necesaria
porque trataba a todos de tú, y con sus locuras demostraba que
Ginia era más fina. En aquel año tan bonito, cuando empezaron a
vivir, Ginia se dio cuenta de que su diferencia de las otras consistía
también en que ella estaba sola en casa —Severino no contaba— y
que podía, a los dieciséis años, vivir como una mujer de más edad.
Mientras llevó la estrella en los cabellos se dejó acompañar por
Rosa, que la divertía. No había otra tan tonta en el barrio como
Rosa cuando quería. Desarmaba a cualquiera riendo y mirándolo y,
durante tardes enteras, todo lo que hacía o decía era pura comedia.
Reñía como un gallo. —¿Qué te pasa, Rosa? —le preguntaban
mientras esperaban que empezase la orquesta. —Miedo (y le salían
los ojos de las órbitas); he visto un viejo que me mira, me espera
afuera y tengo miedo—. El otro no la creía. —Será tu abuelo. —
¡Estúpido! —Anda, vamos a bailar, tonta. —No, porque tengo miedo
—. A mitad del baile, Ginia oía gritar al otro: —¡Eres una mal
educada, una bruja! ¡Escóndete, vuelve a la fábrica!— Entonces
Rosa se echaba a reír y hacía también reír a los demás, mientras
Ginia, bailando, pensaba que es la fábrica la que obliga a una chica
a ser así; era suficiente ver a los mecánicos, que empezaban con
bromas como éstas cuando querían conocer a una de ellas.
Si entre los del grupo había algún mecánico[57], se podía estar
segura de que antes de medianoche una de las chicas acabaría
enfadándose y hasta lloraría. Bromeaban como Rosa, querían
siempre llevarlas al prado. No se podía hablar con ellos y había que
estar a la defensiva, pero en cambio, algunas noches cantaban, y
cantaban bien, especialmente Ferruccio con su guitarra, uno alto,
rubio, que estaba siempre sin trabajo, pero que aún tenía los dedos
negros y quemados de grasa. Parecía imposible que aquellas
manos tan gruesas fueran tan ágiles y Ginia, que se las sintió una
noche bajo las axilas cuando volvían todos juntos de la colina,
procuraba no mirarlas, sobre todo cuando tocaba la guitarra. Rosa le
dijo un día que Ferruccio había preguntado por ella dos o tres veces
y Ginia le contestó: —Dile que antes vaya a la manicura—.
Esperaba que al primer encuentro Ferruccio se echara a reír, pero ni
siquiera la miró.
Llegó el día en que Ginia salió del taller ajustándose el sombrero
con las dos manos y se encontró en el portal a Rosa. —¿Qué te
pasa? —Me he escapado de la fábrica—. Fueron juntas por la acera
hasta la parada del tranvía, Rosa no hablaba y Ginia, molesta, no
sabía qué decir. Fue al bajar del tranvía, cerca de casa, cuando
Rosa, balbuceando, le dijo despacio que tenía miedo de estar
encinta. Ginia la llamó estúpida y riñeron en la esquina. Luego todo
pasó porque la otra se hallaba en aquel estado a causa del susto y,
Ginia, en cambio, se había excitado más. Le parecía haber sido
engañada, dejada aparte como una niña mientras los otros se
divertían, sobre todo engañada por Rosa, que ni siquiera tenía
ambición: «Yo valgo más», se decía Ginia. «A los dieciséis años aún
es pronto, peor para ella si quiere perderse.» Decía eso porque se
sentía humillada y por la idea de que las otras, a la chita callando,
hubieran pasado por el prado mientras ella, que vivía sola, apenas
una mano de hombre la rozaba sentía los latidos del corazón más
fuertes que nunca. Eso le daba rabia. —¿Por qué me lo viniste a
decir aquel día? —pregunto otra tarde a Rosa. —¿Y a quién querías
que se lo dijera? ¡Estaba apañada! —Pero, ¿por qué no me lo dijiste
antes? —Rosa, que ahora estaba más tranquila y se reía, cambió el
paso: —Porque si no se dice es mejor, trae mala suerte hablar de
ello—. Ginia pensaba: «Es una estúpida; ahora se ríe, pero antes
quería matarse. Lo que pasa es que aún no es una verdadera
mujer.» Pero aunque fuera y viniera sola por la calle, pensaba que
todas somos jóvenes y que convendría tener cuanto antes veinte
años para saber cómo comportarse.
Durante toda una noche entera Ginia no perdió de vista al
enamorado de Rosa. Se llamaba Pino, nariz torcida, pequeño, lo
único que sabía hacer era jugar al billar, no hacía otra cosa y
hablaba por un ángulo de la boca. Ginia no comprendía por qué
Rosa iba aún al cine con él cuando le había demostrado lo cobarde
que era. No podía olvidar aquel domingo que habían ido juntos en
barca[58] y había visto la espalda de Pino, tan llena de pecas, que
parecía oxidada. Ahora que sabía todo, recordaba que Rosa había
ido con él y desaparecido por entre las matas, ¡qué estúpida había
sido no comprendiéndolo entonces! Pero más estúpida aún Rosa y
se lo dijo una vez más en la puerta del cine.
¡Y pensar que habían ido tantas veces en barca y bromeaban y
se burlaban de las otras parejas! Ginia, mirando a los otros, no se
había fijado en Rosa y en Pino. Bajo el calor del mediodía se habían
quedado solas, ella y Tina, la coja. Los otros, incluida Rosa, habían
saltado a la orilla y se les oía reír y gritar. Tina, que llevaba falda y
blusa, dijo: —Si no viene nadie me desnudo y me pongo a tomar el
sol—. Ginia le dijo que ella vigilaría y, mientras, tendía la oreja a las
voces y al silencio de la orilla, Tina se había extendido bajo el sol
con una toalla alrededor de la cintura. Entonces Ginia saltó a la
hierba y dio algunos pasos con los pies desnudos. No se oía
siquiera la voz de Amelia, que había arrastrado consigo a todos los
demás. Ginia, tonta, imaginando que jugaban al escondite, no los
buscó y volvió a subir a la barca.
CAPÍTULO II

D E Amelia, al menos, se sabía que hacía otra clase de vida. Su


hermano era mecánico y en las noches de aquel verano ella
aparecía de vez en cuando; aunque no daba confianza a ninguno,
tenía diecinueve o veinte años y reía con todos. A Ginia le hubiera
gustado tener su estatura, pensaba que con las piernas de Amelia
las medias finas estaban muy bien. De todos modos, en traje de
baño las caderas eran prominentes y en conjunto parecía un
caballo. —No trabajo —le dijo un día a Ginia cuando ésta le
admiraba un vestido—, así que tengo todo el tiempo que quiero para
estudiar un modelo. He aprendido a cortar cuando trabajaba como
tú, en un taller. ¿Tú sabes cortar? —Ginia pensó que lo mejor era
que le hicieran el vestido, pero no se lo dijo. Dieron juntas unas
vueltas y luego la acompañó hasta su casa porque no tenía sueño ni
ganas de irse a dormir.
Había llovido y el asfalto y las plantas estaban mojados; se
sentía el fresco en las mejillas.
—¿Te gusta ir de paseo? —le preguntaba Amelia riendo. —¿Qué
dice tu hermano Severino? —Severino a esta hora está trabajando.
Enciende y vigila los faroles. —Entonces, ¿es tu hermano quien
ilumina a las parejas? ¿Y cómo va vestido? ¿De gasista? —No,
mujer —respondió Ginia riendo—, está al cuidado de los
interruptores de la central. Se pasa la noche ante una máquina. —
¿Vivís solos? ¿No te sermonea?
Amelia hablaba y hablaba con la alegría de quien conoce a
todos. Ginia la trataba de tú. —¿Hace mucho que no trabajas? —
Tengo un trabajo: me pintan.
Ginia creyó, por el tono de voz de la otra, que le tomaba el pelo.
—Pintar, ¿cómo?
—De perfil, de cara, vestida, desnuda. En una palabra: soy
modelo.
Ginia la escuchaba fingiendo estupor para que así la otra
hablara, pero sabía muy bien lo que quería decir.
Sabía perfectamente que Amelia no le había dicho nada a nadie,
y por eso se extrañó un poco de que se lo confesara, pero Rosa
había descubierto un día aquel secreto. Se lo había dicho la portera.
—¿De verás vas al estudio de un pintor?
—Iba —contestó Amelia—. Pero en verano les gusta pintar al
aire libre. Cuesta menos, y como en invierno hace demasiado frío
para posar desnudas, resulta que no trabajo casi nunca.
—¿Te desnudabas?
—¡Claro!
Tomó a Ginia por el brazo y le dijo: —Como trabajo, es bonito
porque no haces nada y oyes todo lo que dicen. Antes iba a uno que
tenía un estudio magnífico y la gente que acudía tomaba el té. Se
aprende a estar en el mundo con ellos mejor que en el cine.
—¿Entraban mientras posabas?
—Pedían permiso. Lo mejor de todo son las mujeres. ¿Sabías
que también las mujeres pintan cuadros? ¡Mira que pagar a una
chica por copiarla desnuda! ¿Por qué no se pondrán ellas ante un
espejo? Lo comprendería mejor si se tratara de copiar a un hombre.
—A lo mejor lo hacen —comentó Ginia.
—No digo que no —dijo Amelia deteniéndose ante el portal y
guiñando un ojo—. Algunas modelos cobran el doble. En fin, que lo
bueno del mundo es que hay de todo.
Ginia le dijo que fuera a su casa alguna vez y se volvió sola
caminando por entre los reflejos del asfalto que la tibieza de la
noche casi había secado. «Tan vieja como es —murmuró para sí—
y no tiene escrúpulo en contar sus cosas. ¡Si yo llevara esa vida
sería más astuta!»
Sufrió una desilusión cuando vio que pasaban los días y Amelia
no iba a visitarla. Pensó entonces que aquella noche no había
intentado hacer amistad alguna con ella. «¿Quiere decir eso que
cuenta sus intimidades a la primera que encuentra? Me parece una
tontería. Quizá me toma por una niña de esas que se lo creen todo.»
Y así, Ginia contó a sus amigas de una noche que había visto en
una tienda cierto cuadro en el que se veía claramente que la modelo
era Amelia. La creyeron todas, pero intentó decir que la había
reconocido por la forma del cuerpo porque cuando la modelo posa
desnuda, los pintores le cambian la cara a propósito. —¡Figúrate! —
se echó a reír Rosa. —¡Figúrate si tienen esos miramientos! —
Todas le tomaron el pelo por su ingenuidad: —Bien contenta estaría
yo —añadió Clara— si un pintor me hiciera un retrato y encima me
pagara. —Discutieron sobre si Amelia era o no guapa, y el hermano
de Clara, que había ido en la barca con ellas, dijo que él, desnudo,
estaba mejor que Amelia. Se echaron todas a reír, y aunque nadie la
escuchó, dijo Ginia: —Si no estuviera bien hecha no la tomarían
como modelo—. Aquella noche la humillaron y estuvo a punto de
llorar de rabia, pero los días pasaron y la vez que, por fin, encontró
de nuevo a Amelia —al bajar del tranvía— fueron juntas charlando.
Ginia se dio cuenta de que iba incluso más elegante que ella, pues
Amelia llevaba el sombrero en la mano y reía enseñando los
dientes.
Volvió a la tarde siguiente. Apareció acalorada y se plantó ante el
umbral de la puerta abierta. Ginia la vio desde su oscuridad sin que
la otra la viera a ella. Se hicieron fiestas y, una vez abiertas las
contraventanas, Amelia miró a su alrededor mientras se hacía aire
con el sombrero. —La idea de la puerta me gusta —comentó—,
tienes suerte. En casa no podemos dejarla abierta porque vivimos
en una planta baja—. Miró la otra habitación en la que dormía
Severino.
—Mi casa es una feria. Somos cinco para dos habitaciones, sin
contar los gatos.
Cuando fue la hora salieron juntas y Ginia le dijo: —Cuando te
canses de tu planta baja ven a mi casa, aquí siempre se está en paz
—. Quería con ello demostrar a Amelia, no que hablaba mal de los
suyos, sino que estaba contenta de que se hubieran comprendido.
Sin decir sí o no, Amelia la invitó a un café antes de subir al tranvía.
Ni al día siguiente ni al otro se dejó caer por casa de Ginia. Fue, en
cambio, cierta noche, apareció sin sombrero y se sentó en el sofá
mientras, riendo, pedía un cigarrillo. Ginia acababa de fregar los
platos y Severino se estaba afeitando. Él le dio el cigarrillo y se lo
encendió con los dedos mojados. Bromearon todos acerca de los
faroles. Severino tenía que marcharse, pero antes recomendó a su
hermana que no se pasara la noche en blanco. Amelia lo vio
alejarse divertida.
—¿No cambias nunca de sala de baile? —le preguntó—.
Aquellos chicos son simpáticos pero me cargan, y también tus
amigas.
Fueron hacia el centro, sin sombrero, siguiendo el fresco de las
calles. Para empezar tomaron helados y, chupándolos, miraban a la
gente y se reían. Con Amelia todo era más fácil y se divertía una
muy a gusto, como si no importase nada y aquella noche hubieran
de suceder las cosas más inverosímiles. Con Amelia, que tenía
veinte años y miraba con desfachatez, Ginia iba confiada. A causa
del calor, Amelia no se había puesto las medias y cuando pasaron
cerca de una sala de baile, de aquellas con orquesta a sordina y
lamparitas sobre las mesas, Ginia tuvo miedo de entrar. Nunca
había estado allí. Amelia preguntó: —¿Quieres entrar?
—Hace mucho calor y, además, no vamos vestidas —se excusó
—. Paseemos, es mejor.
—Tampoco yo tengo muchas ganas —dijo Amelia—, pero ¿qué
podemos hacer? ¿Pararnos en una esquina y reírnos de la gente
que pasa?
—¿Tú qué quieres hacer?
—Si no fuéramos mujeres tendríamos coche y a estas horas
estaríamos bañándonos en el lago.
—Podemos hablar mientras paseamos… —apuntó Ginia.
—O podríamos ir a la colina, bebemos un litro de vino y
cantar[59]. ¿Te gusta el vino?
Mientras Ginia decía que no, Amelia miraba la puerta del baile.
—Al menos una copa hemos de tomarnos. Vamos, Ginia, quien se
aburre es por su culpa. —Tomaron una copa en el primer café que
encontraron y, apenas bebieron, Ginia sintió en el aire un fresquito
que antes no existía. Pensó que era curioso que los licores
refrescaran la sangre en verano. Amelia le decía que quien no hace
nada en todo el día tiene derecho a divertirse por la noche, pero
llega un momento en que una tiene miedo del tiempo que pasa y se
pregunta si realmente merece la pena correr tanto. —¿A ti no te
sucede? —Yo corro sólo cuando voy a trabajar —dijo Ginia—; me
divierto tan poco, que no tengo tiempo de pensar. —Tú eres joven
—dijo Amelia—; a mí me pasa que no sé estar quieta ni cuando
trabajo.
—Pero cuando posas tienes que estarlo.
Amelia se echó a reír: —No lo creas. Las mejores modelos son
las que hacen enloquecer a los pintores. Si tú no te mueves de vez
en cuando, se olvidan de ti y te tratan como una esclava. Quien
oveja se hace, el lobo se la come.
Ginia respondió con una sonrisa, pero le quemaba en los labios
una palabra con más fuego que el licor. Fue entonces cuando le
preguntó por qué no se sentaban al fresco y tomaban otra copa. —
Sí, mujer —dijo Amelia—. La tomaron en la barra porque era más
barato. Ginia empezó a sentir calor y mientras salían dijo a Amelia:
—Quisiera pedirte una cosa. Me gustaría verte posar.
Hablaron de ello durante un rato. Amelia reía a carcajadas
comentando que, en general, vestida o desnuda, una modelo
interesa a los hombres, no a otra chica como ella. —La modelo está
como un poste, ¿qué quieres ver? —Me gustaría ver pintar al artista,
nunca he visto manejar los colores y debe de ser bonito. No digo
hoy ni mañana —añadió—, porque ahora no tienes trabajo, pero si
te llaman me has de prometer que me llevarás contigo—. Amelia rió
de nuevo y le dijo que lo de menos eran los pintores, porque ella
sabía dónde encontrarlos: —Pero hay que estar muy atenta, son
unos sinvergüenzas.
Más tarde se sentaron en un banco. No pasaba nadie porque no
era ni pronto ni tarde. Terminaron por ir a bailar a una sala de baile
de la colina.
CAPÍTULO III

A partir de entonces Amelia fue a menudo a buscarla para salir


o simplemente para charlar. Entraba gritando en la habitación
y no dejaba dormir a Severino. Cuando Rosa iba después de comer
a llamar a Ginia, las encontraba ya a punto de salir. Amelia
terminaba el cigarrillo —cuando tenía— y aconsejaba a Rosa sobre
el modo como debía comportarse con Pino, del cual le había
contado la historia. Se veía a las claras que, como en su portería no
se hallaba muy a gusto y no tenía nada que hacer en todo el día, se
contentaba con la compañía de las chicas, incluso con Rosa, a la
cual tomaba el pelo cuando estaban solas. Amelia se reía de ella
fingiendo no creer en sus historias.
Ginia empezó a tener confianza con ella cuando se convenció de
que, aun siendo tan alegre y llena de vida, no era más que una
pobre chica. Le bastaba mirarla a los ojos para comprenderlo, o
fijarse en su boca mal pintada. Iba siempre sin medias, pero era
porque no tenía; llevaba siempre el mismo vestido, bonito, sí, pero
porque no tenía otro. Se convenció de ello en cierta ocasión en que
se dio cuenta de que ella misma, cuando no se ponía el sombrero,
hacía más locuras que de ordinario. Quien la ponía nerviosa era
Rosa, que la había entendido en seguida.
—No vale la pena hacer la vida —decía Rosa— para tener que
meterte en la cama cuando se te rompe el vestido.
Varias veces le preguntó por qué no volvía a posar y Amelia
contestaba que para encontrar trabajo lo mejor es no estar
desocupada.
Lo bonito sería no hacer nada en todo el día y salir juntas y
pasear cuando refresca al caer la tarde, pero, al mismo tiempo, ser
tan elegantes que la gente las mirara cuando ellas se detenían ante
los escaparates.
—Ser libre como lo soy yo es algo que da rabia —decía Amelia.
Ginia hubiera pagado con tal de oírla contar con interés aquellas
cosas que tanto le gustaban a ella, porque la verdadera confianza
entre dos personas es saber los deseos del otro y cuando gustan las
mismas cosas ya no hay sujeción de una a otra. Ginia no estaba
muy segura de que a Amelia, cuando por la noche paseaban por los
soportales[60], le gustaran las mismas cosas que a ella. No se podía
nunca esperar que le gustase aquel sombrero o aquella tela, porque
a lo mejor se echaba a reír sin ton ni son, como hacía con Rosa.
Sola como estaba todo el día, no se sabía si hablaba en serio ni si
decía lo que hubiera querido hacer.
—¿Nunca te has fijado, cuando esperas a alguien, cuántas caras
de cerdo o patas de gallina pasan ante ti? Es muy divertido.
Probablemente bromeaba o quizás era que pasaba así sus
cuartos de hora y Ginia pensaba que había sido una tonta dándole a
entender aquel día los deseos que tenía de ver pintar.
Ahora, cuando iban a algún sitio, era Amelia quien lo elegía.
Ginia se dejaba llevar. Cuando volvieron otra vez a aquella sala de
baile, Ginia no la reconoció, ni reconoció las lamparitas ni la
orquesta; le gustó, eso sí, el fresquito que llegaba a través de los
balcones abiertos. Quería decir a Amelia que no se atrevía a bajar
con aquel vestidito que llevaba, pero ya la otra se había puesto a
hablar con un joven al que decía de tú y, al terminar la pieza, llegó
otro que la saludó con la mano. Amelia, volviendo la cabeza,
preguntó:
—¿Te saludaba a ti?
Ginia se puso contenta de que alguien la hubiera reconocido,
pero el joven ya había desaparecido y otro antipático que había
bailado con ella pasó sin mirarla.
Le pareció a Ginia que la primera noche habían estado muy poco
rato sentadas, lo justo para descansar un ratito; en cambio, ahora
esperaron un buen rato bajo la ventana y Amelia, que fue la primera
en sentarse, comentó:
—También esto es muy divertido.
Las otras chicas que frecuentaban aquella sala no iban, por
cierto, mejor vestidas que ellas, y muchas tampoco llevaban medias,
pero Ginia miraba especialmente las chaquetas de los camareros y
pensaba que afuera estaba lleno de coches aparcados. Sin saber
por qué, esperaba que allá en medio se encontrase el pintor de
Amelia.
Aquel año hacía tanto calor que se hacía necesario salir todas
las noches y a Ginia le pareció que nunca había comprendido antes
el significado del verano, tan maravilloso le parecía salir todos los
días a pasear bajo los árboles. A veces pensaba que el verano no
se acabaría nunca y que lo mejor era disfrutar de él porque al
cambio de estación algo tenía que suceder. Por eso no iba con Rosa
a la vieja sala de baile o al cine de siempre; algunas veces salía sola
y corría a algún cine del centro. Si lo hacía Amelia —pensaba—,
también podía hacerlo ella. Un día Amelia le dijo:
—Por fin he encontrado trabajo.
Ginia no se asombró, se lo esperaba. Preguntó con tranquilidad
si empezaba en seguida.
—Ya he empezado esta mañana —contestó la otra—. Dos
horas.
—¿Estás contenta? —preguntó Ginia, y luego quiso saber qué
clase de cuadro era.
—Ninguno. Sólo dibujos. Me copia la cara. Yo hablo y él dibuja el
perfil o lo que sea. No dura mucho este trabajo, pero es mejor que
nada.
—¿No posas entonces?
—Pero, ¿tú qué crees —dijo Amelia—, que posar es sólo
desnudarse y estar allí?
—¿Vuelves mañana? —preguntó Ginia.
Amelia volvió al día siguiente y al otro. Se reía contando que el
pintor no estaba nunca quieto y le preguntaba si alguno la había
pintado de aquella manera, andando siempre como hacía él.
—Esta mañana me ha hecho un desnudo. Ese se las sabe todas
y es de los que llegan poco a poco a lo que quieren. Con cuatro
dibujos lo hacen todo y luego te dicen que ya no te necesitan.
Ginia le preguntó cómo era y Amelia dijo:
—Un hombrecillo.
—¿Cómo lo has encontrado?
—Por casualidad.
—Ven a buscarme mañana —dijo Amelia.
Acordaron ir juntas la tarde del sábado.
Mientras iban bajo el sol, Amelia la hizo reír con sus cosas.
Subieron luego por una escalera de caracol hasta una habitación
medio a oscuras y en la que sólo al fondo, por entre una fisura en
las cortinas, entraba un poco de luz. Ginia, angustiada, se detuvo en
los últimos escalones. Amelia gritó: «¡Buenas tardes!», y entró hacia
el centro. De la penumbra, por entre las cortinas, salió un hombre —
grueso, barbita gris—, que dijo abriendo los brazos—: «¡Por hoy
nada, chicas! ¡Me marcho!» Llevaba una bata clara que se convirtió
en amarillo sucio cuando él, al volverse, corrió un poco las cortinas
para que entrara más luz.
—¡Hoy no se trabaja, hoy se va a tomar el aire!
Ginia no se había movido de las escaleras. Veía a distancia, a
contraluz, las piernas de Amelia. Se decía a sí misma, despacio:
«Vámonos, Amelia.»
—¿Es ésta la amiguita que quiere conocerme? ¡Pero si aún es
una niña! Acércate más a la luz.
Subió de mala gana el último escalón, sintiendo sobre sí los ojos
grises y curiosos del viejo. Oyó la voz de Amelia, cortante y molesta,
que decía:
—¡Usted me había citado!
—¡Qué quieres! —decía el otro—. También vosotras estaréis
cansadas. El trabajo es algo que tiene que hacerse con calma. ¿No
te alegras de que te dé vacación?
Amelia se sentó en una silla a la sombra de las cortinas. A Ginia
le pareció que estaba allí desde quién sabe cuándo sin saber qué
decir ante las ojeadas de aquellos dos que se miraban entre sí y la
miraban a ella. Le pareció que el tipo bromeaba, pero no con ellas;
hablaba a empujones con Amelia, decía siempre: «¡Qué quieres!»
Hubo un momento en que dio un salto hacia atrás, pequeño como
era, y abrió aún más las cortinas. En la estancia vacía se notaba el
olor a cal fresca y a pintura.
—Estamos sudando —se quejó Amelia—; déjenos descansar un
poco. ¿No te parece, Ginia?
Dijo eso mientras el viejo se volvía de nuevo para abrir los
grandes ventanales que daban al cielo. Amelia, con las piernas
cruzadas, reía entre dientes. Ante la ventana abierta había un
caballete con una tela cubierta de manchas de color rascadas.
—Si no trabaja ahora que hay luz… —insistió Amelia—, ¿cuándo
quiere hacerlo? Apuesto a que va a traicionarme con otra modelo.
—¡Con todo el mundo te traiciono! —gritó el pintor, inclinándose
hacia el suelo—. ¿Crees que vales más que una planta o un
caballo? Yo trabajo incluso cuando paseo, ¿qué te piensas? —
Mientras, hurgaba en una caja que había debajo del caballete y
arrojaba papeles, cajas, pinceles.
Amelia saltó de la silla, se quitó el sombrero y dijo señalando a
Ginia:
—¿Por qué no le hace un dibujo a mi amiga? —preguntó riendo
—. Jamás ha posado para nadie.
El pintor se volvió hacia ella:
—Es lo que voy a hacer. Me interesa su expresión.
Con el lápiz en la mano empezó a dar pasos alrededor de Ginia,
la cabeza inclinada, acariciándose la barba, mirándola como un
gato. Ginia no se atrevía a moverse. Le dijo que se pusiera más a la
luz y, sin perderla de vista, puso un papel sobre la tela del caballete
y empezó a dibujar. Afuera había una nube amarilla y tejados. Ginia,
acongojada, miraba aquella nube y oyó que Amelia decía alguna
cosa; la oyó soplar y pasear, pero no la miró. Cuando la llamó para
ver el dibujo, Ginia tuvo que cerrar los ojos para habituarse a la
penumbra. Luego, despacio, se inclinó sobre el papel y reconoció su
sombrero, pero le pareció que la cara era de otra, una cara
adormilada, sin sentido, con la boca abierta, como si hablase
durmiendo.
—Me preocupas —dijo Barbetta—. ¿En serio no te han dibujado
nunca?
Le quitó el sombrero y le dijo que se sentara a hablar con
Amelia. Sentadas, se miraron las dos con deseos de echarse a reír,
pero, mientras, el pintor iba llenando folios. Amelia, con gestos, le
decía que no pensara en la pose.
—Me preocupas, sí —repitió Barbetta, mirándola de reojo—. Se
diría que ese perfil tuyo, virgen, es informe.
Ginia preguntó a Amelia si no posaba ella, y Amelia le contestó:
—Hoy te ha encontrado a ti y no te deja.
Luego Ginia preguntó si podía ver sus retratos. Amelia se levantó
y fue a coger una carpeta que había al fondo del estudio. La abrió y
dijo: —Mira.
Ginia miró varios folios; al llegar al cuarto o al quinto sudaba. No
se atrevía a hablar porque sentía los ojos grises de aquel hombre
fijos sobre sí. Amelia esperaba. Finalmente dijo: —¿Te gustan?
Levantó el rostro intentado sonreír:
—No te conozco —dijo.
Luego, uno a uno, se los devolvió y, al terminar, se había
calmado. Después de todo, Amelia se hallaba vestida ante ella y
reía, reía. Dijo como una estúpida:
—¿Los ha hecho él?
Amelia contestó en voz alta:
—¡Yo no, seguro!
Cuando Barbetta terminó, a Ginia le hubiera gustado estar
deslumbrada como antes para tener que cerrar los ojos, pero Amelia
le gritó que se acercara y ante el gran folio ella quedó maravillada.
Había muchas cabecitas suyas así, dibujadas a capricho, alguna
torcida, otra con muecas que jamás había hecho, pero los cabellos,
las mejillas, la nariz eran las suyas. Miró a Barbetta, que reía
también, y le pareció imposible que aquellos ojos fueran los de
antes.
Luego hubiera querido matar a Amelia, quien en voz baja
empezó a decir que una hora era una hora y que Ginia trabajaba
para vivir. Replicó que había ido con ella por casualidad y que no
quería robarle la profesión. Barbetta reía entre dientes y dijo que
tenía que salir:
—Vamos, os invito a un helado, pero luego me voy.
CAPÍTULO IV

V OLVIERON juntas al día siguiente por la mañana. Amelia


debía posar.
—¡Ay de ti —le dijo—, si me robas otra vez el puesto! Aquel vivo
sabe que te conformas con un helado, y con la historia de que eres
virgen se quiere aprovechar.
No se sintió muy contenta Ginia aquel día, y lo primero que hizo
al despertarse fue pensar en sus retratos, mezclados en el estudio
con los desnudos de Amelia, y en aquella congoja que había
sentido. Alimentaba un hilo de esperanza de que le regalase el
pintor los dibujos, no tanto por tenerlos, sino por miedo a que fueran
expuestos a la curiosidad de la gente. No podía hacerse a la idea de
que el artista —Barbetta—, aquel viejo y gordo pánfilo, fuera el
mismo que había pintado, borrado, chapuceado en fin, las piernas,
la espalda, el vientre y los pezones de Amelia. No se atrevía a
mirarle a la cara. Aquellos ojos grises y aquel lápiz la habían
observado, medido y hurgado con más desfachatez que un espejo y
ella se había estado quieta, ¿o quizá se movía y hablaba?
—¿No molesto esta mañana? —preguntó a Amelia entrando en
el portal.
—Óyeme bien —respondió la otra—. ¿Quieres o no quieres
verme posar? Otra vez tendré más cuidado de hacer amistad con
hijas de familia.
Las ventanas del estudio estaban abiertas y corridas las cortinas.
Mientras esperaban a Barbetta apareció en la escalera una vieja
sirvienta con intención de vigilarlas. Ginia se preguntaba dónde se
colocaría Amelia, pero ésta discutía con la vieja y le hacía cerrar las
ventanas porque el aire de la mañana era fresco. La mujer no
hablaba, refunfuñaba, y tenía una cara tan aviejada y peluda, que
Amelia se le reía en sus propias narices.
Llegó finalmente Barbetta y, poniéndose la bata, empezó a gritar.
Trasladaron el caballete a otro lado del estudio y compareció la
paleta. Al fondo había un sofá-cama y cerraron todas las cortinas
menos una, de modo que la luz caía toda sobre aquel ángulo. Ginia,
en el desbarajuste, se sentía de más y por un momento creyó que la
vieja la miraba aviesamente. Cuando se fue la mujer, Amelia se
estaba ya desnudando junto al sofá y Ginia se detuvo a mirar la
mano gruesa de Barbetta, quien, sosteniendo un ligero carboncillo
entre los dedos, ennegrecía, sobre el caballete, el fondo de un papel
blancuzco. Sin mirarla, le dijo el pintor que se sentara y se oyó
responder a Amelia. Ginia miró a los tejados que se veían desde la
ventana, como si posase otra vez, y pensó que era una tonta. Hizo
una mueca y se volvió hacia ellos.
La primera idea fue que Amelia debía de tener frío, que Barbetta
apenas miraba a su modelo y que, en realidad, allí la que estorbaba
era ella, que había ido por simple curiosidad. Morena como era,
Amelia parecía sucia y daba pena verla. Se hallaba sentada en el
sofá con los brazos apoyados en el respaldo de una silla y la cara
escondida. Mostraba la pierna desde los muslos a los talones y toda
la cadera y la axila.
Al cabo de un rato Ginia se aburría. Miraba a Barbetta, que
borraba y pintaba; se le veía concentrado en su trabajo. Cambió una
sonrisa con Amelia, pero, decididamente, se aburría. Le volvió de
nuevo aquella angustia del día anterior, cuando Amelia se levantó
por vez primera para estirarse y recoger las bragas, que se habían
caído del sofá. Era una angustia estúpida, que hubiera sentido
igualmente de haber estado sola; la angustia de darse cuenta de
que todas somos iguales y de que cualquiera que hubiese visto
desnuda a Amelia era como si la hubiera visto a ella. Cambió de
posición. Con la cabeza apoyada en el brazo, Amelia le sonrió:
—¡Hola, Ginia!
… Bastaron aquellas dos palabras para que entrara en ella la
calma. Un momento antes se había dado cuenta de que Amelia
tenía los tobillos enrojecidos y pensó si también ella, teniendo que
desnudarse, tendría aquellas señales. «Yo tengo la piel más joven»,
pensó. Y luego añadió en voz alta:
—¿Nunca te ha pintado en color?
Le respondió el propio Barbetta:
—Los colores no se estudian. Entran por la ventana, con el sol.
No hay colores aquí dentro.
—¡Claro! —añadió Amelia con ironía—. Es demasiado avaro.
Los colores cuestan caros.
—¡Por favor! —dijo el viejo—. Lo que pasa es que el color hay
que respetarlo. Tú no sabes siquiera lo que significa. Aparte de eso
que llevas en la cara, no entiendes nada. Tiene mucho más esta
rubita.
Amelia se encogió de hombros sin mover la cabeza. Se oyó más
tarde una sirena, quién sabe dónde, más allá de los tejados. Ginia
se levantó al fin y encontró en la ventana, aquellos retratos suyos;
sin embargo, no se atrevió a pedirlos. Mientras los repasaba vio
también los de Amelia y, a medida que los comparaba, se
preguntaba si era la propia Amelia quien había hecho aquellas
poses, algunas de las cuales parecían ejercicios gimnásticos. «¿Es
posible —se preguntaba— que un viejo como Barbetta se divierta
aún pintando las chicas y estudiando cómo están hechas?» Luego
pensó que la pintura lo era todo para él.
Salieron después de mediodía; daba gusto encontrarse de nuevo
entre la gente y pasear completamente vestidas y ver los bonitos
colores de la calle que, no se sabía bien cómo, era verdad que
venían del sol, ya que no existían por la noche. Incluso a Amelia se
le había pasado el nerviosismo, la invitó a un aperitivo y no le volvió
a hablar de pintores.
Pensó en ello durante un buen rato, cuando se hallaba sola en
casa en su sofá. Y no solamente aquella tarde, sino otras. Veía de
nuevo, en aquella oscuridad de su habitación, el vientre negro de
Amelia, su rostro indiferente y los pechos que le colgaban. ¿No
había acaso mucho más para pintar si la mujer se hallaba vestida?
Claro que si los pintores las preferían desnudas era porque el
motivo era otro. Y si no, ¿por qué no pintaban hombres? Hasta
Amelia, desnuda, sin sentir vergüenza alguna, parecía otra. Ginia,
pensando estas cosas, casi lloraba.
Pero luego, cuando estaba con Amelia, no decía nada, sino que
estaba contenta de que trabajase y ganara algún dinero y de que
fuera al cine con ella. Más tarde, Amelia se compró medias y se
peinó mejor y de nuevo volvieron a pasear juntas, cada vez con más
alegría, porque Amelia llamaba la atención y muchos se volvían a
mirarla. Terminó el verano y una noche Amelia le dijo:
—Tu Barbetta se va al campo. Va en busca de sus colores y a
vendimiar. Empezaba ya a hartarme.
Aquella noche, Amelia llevaba un bolso nuevo.
—¿Te ha hecho un regalo de despedida? —preguntó Ginia.
—¿Ese? —se echó a reír Amelia—. ¡No me hagas reír! Lo que
quería es que volvieras tú para no pagarte.
Discutieron porque Amelia no se lo había dicho y, al final, se
separaron ofendidas. «Ha encontrado un amante —pensó cuando
volvía sola a casa—. Un amante que le hace regalos.» Decidió que
sólo en el caso de que Amelia se lo rogara haría las paces con ella.
Con poca gana, para no aburrirse, volvió con las viejas
amistades. Después de todo —pensaba—, el próximo verano
tendría ya diecisiete años y le parecía saber tanto como Amelia.
Sobre todo, no viéndola durante aquellas frescas noches, cuando
iba de paseo con Rosa, procuraba imitar a Amelia. Se rió de ella y la
llevó de paseo charlando. Volvió a hablarle de Pino, sin atreverse a
llevarla al baile de la colina.
Amelia debía de salir con alguien, pues nadie la vio durante un
tiempo. «Mientras una mujer tiene con qué vestirse —pensaba Ginia
—, hace su efecto. Lo que hay que tener es cuidado de que no la
vean a una desnuda.» Pero eran conversaciones que no se podían
sostener con Rosa ni con Clara, ni siquiera con sus hermanos, pues
en seguida hubieran pensado mal o intentado ponerle las manos
encima, y Ginia no quería eso, pues comprendía que en el mundo
hay algo mejor que un Ferruccio o un Pino. Las noches que se
encontraba con ellos, bailaban, bromeaban y hasta hablaban, pero
ella sabía que era como la alegría de antes, de aquellos domingos
que salían a pasear en barca; cosa de chicos, sin consecuencias,
efecto del sol y de los cánticos. Bastaba que uno de ellos se pusiera
una toalla alrededor de la cintura e imitara los gestos de una mujer
para que todos se echaran a reír. Pero, ahora, los domingos y las
noches eran un completo aburrimiento porque ella sola no sabía
decidirse por nada y se dejaba arrastrar por las otras. En donde a
veces se divertía era en el atelier,[61] cuando la señora la llamaba
para poner alfileres en el vestido de alguna cliente. Daba risa oír
ciertas historias que alguna de ellas contaba, pero aún más divertido
era cuando la señora fingía creerlo y permanecía seria, seria,
mientras los espejos la reflejaban maliciosamente. En cierta ocasión
una rubia comentó que tenía el coche abajo, pero «si hubiera sido
cierto —pensó Ginia— hubiera ido a otra modista de más lujo». La
cliente era joven, alta, no llevaba anillo de casada, guapa —le
pareció a Ginia—, esbelta, incluso cuando se quedó en bragas y
sostén y nada más. Aquélla sí que, de haber posado, hubiera hecho
un cuadro bonito. A lo mejor era una modelo porque se paseaba por
delante de los espejos de la misma manera que Amelia. Días
después vio la factura, pero sólo pudo saber el apellido.
Decididamente, para ella, la cliente rubia era una modelo.
Cierta noche aceptó la invitación de un amigo de Severino que
pasó por su casa a llevarle una lámpara. Al día siguiente fue ella a
su tienda. Era un joven de la edad de su hermano y no la intimidaba
porque iba siempre vestido con el mono y porque pocos años antes
aún la cogía a ella por las muñecas preguntándole si quería sentir
un calambre. Ahora la miraba sacando la lengua entre los dientes.
Ella fue porque desde aquel portal se veía el de Amelia; claro que
Máximo no podía imaginar por qué se paraba allí a darle
conversación y a reír, y volvía al día siguiente.
Contemplaba las lámparas rosa y azul. Desde el escaparate se
veía pasar a la gente. Ginia preguntó si era cierto que Amelia iba por
ahí vestida de blanco, como le habían dicho.
—¿Y qué sé yo? —respondió Máximo—. ¡Vosotras las chicas
sois todas iguales! Eso lo sabrá tu hermano Severino.
—¿Por qué mi hermano? —preguntó asombrada.
—Porque a él le gustan del tipo de Amelia, a lo caballo. ¿No
preguntas por ésa que va siempre sin medias?
—¿Te lo ha dicho él? —preguntó a su vez Ginia.
—¡Cómo! ¿Tú eres su hermana y no lo sabes? —respondió
Máximo riendo—. ¡Que te lo diga la propia Amelia! ¿No iba siempre
por tu casa?
En eso no había pensado ella. La idea de que a Severino le
gustara Amelia, de que ellos se lo hubieran dicho y de que quizá se
veían le estropeó el día. Si aquello era cierto, la amistad que sentía
Amelia por ella era pura ficción. «Soy de verdad una niña» —
pensaba y, para contener su rabia, recordó los escalofríos que sintió
cuando la vio desnuda. «¿Pero, será verdad?» No conseguía
imaginar a Severino enamorado de ninguna y estaba segura de que,
de haber visto a Amelia posando desnuda, no le hubiera gustado.
«O ¿quizás sí?, pero ¿por qué nos desnudamos?», pensó con
desesperación.
Por la noche se hallaba algo más tranquila y casi se convenció
de que Máximo había dicho aquello por decir. Mientras cenaba con
Severino le miraba las manos y las uñas rotas y se decía que
Amelia estaba acostumbrada a otra cosa. Después se quedó sola
en la penumbra y empezó a recordar aquellas noches tan bonitas de
agosto cuando Amelia iba a buscarla. Fue entonces cuando oyó su
voz detrás de la puerta.
CAPÍTULO V

—V
ENÍA a buscarte —dijo Amelia.
Ginia no respondió en seguida.
—¿Sigues enfadada? —insistió la otra—. Déjalo correr,
mujer… ¿Y tu hermano?
—Ha salido hace poco.
Amelia llevaba el vestido viejo, pero iba bien peinada y llevaba
un collar de coral. Se sentó en el sofá y le preguntó si salía. Hablaba
con la misma voz de antes aunque en tono más bajo, como si
estuviera acatarrada.
—¿Vienes por mí o por mi hermano? —preguntó.
—¡Ah! ¡La gente! No hagas caso de nada, Ginia. Tenía deseos
de divertirme y he venido por ti.
Ginia se puso las medias y echaron a correr escaleras abajo.
Amelia quiso saber qué había hecho durante aquel mes.
—¿Y tú qué has hecho? —preguntó Ginia.
—¿Qué quieres? —se echó a reír—. ¡Nada! No he hecho nada.
Esta noche me he dicho: Vamos a ver a Ginia, vamos a ver si aún
se acuerda de Barbetta.
Aunque Amelia no añadía otra cosa, Ginia se hallaba igualmente
contenta. Finalmente, dijo:
—¿Vamos a echar un traguito?
Mientras bebían, Amelia le preguntó por qué no había ido a verla
durante todo aquel tiempo.
—No sabía dónde estabas.
—¡Figúrate! ¿Dónde podía estar? ¡En el café!
—Nunca lo hubiera creído —respondió Ginia.
Así que al día siguiente fue a buscarla al café. Era nuevo, bajo
los soportales, y ella miró a su alrededor buscándola. Fue Amelia la
que la llamó, a gritos, como si estuviera en su casa. La vio
enfundada en un abrigo gris y con un sombrerito con un velo, así
que tardó en reconocerla. Estaba sentada con las piernas cruzadas
y el puño bajo la barbilla como si estuviera posando:
—Así que has venido —le dijo riendo apenas la vio.
—¿Esperas a alguien? —preguntó Ginia.
—Yo espero siempre —dijo la otra haciéndole sitio—. Es mi
trabajo. Para desnudarse ante un pintor, antes hay que hacer cola.
Como tenía sobre la mesita un periódico y un paquete de
cigarrillos, pensó que algún dinero había ganado.
—Es bonito este sombrero, pero te hace más vieja —le dijo
mirándola a los ojos.
—Soy vieja —contestó Amelia—. ¿No te gusta?
Apoyaba la cabeza en el espejo como si fuera el respaldo de un
sofá. Miraba ante sí, al otro espejo de enfrente donde Ginia se veía
a sí misma, pero más baja. Parecían madre e hija.
—¿Siempre estás aquí? ¿Es que los pintores vienen a este
café?
—Cuando tienen gana. Hoy, por ejemplo, no se han dejado ver.
Las lámparas estaban encendidas y mucha gente pasaba ante la
cristalera. El ambiente se hallaba lleno de humo, pero, a la vez, tan
claro y pacífico, que ruidos y voces parecían llegar de lejos. Ginia
observó a dos chicas que se hallaban en un rincón y hablaban con
un camarero.
—¿Son también modelos? —preguntó.
—No las conozco —respondió Amelia—. ¿Tomas café o
aperitivo?
Ginia siempre había creído que al café se iba siempre de pareja
con un hombre, y no comprendía por qué Amelia se pasaba allí las
tardes sola, pero le gustó tanto aquello, que volvió a la tarde
siguiente. Lo importante era que Amelia la recibiera con agrado, eso
le bastaba. Esta vez Amelia la vio desde dentro y le hizo señas de
que salía. Cogieron juntas el tranvía.
No habló mucho aquella tarde.
—Son unos mal educados —fue lo único que dijo.
—¿Esperabas a alguien? —preguntó entonces Ginia.
Siguieron charlando y, antes de separarse, se citaron de nuevo
para el día siguiente. Ginia se convenció de que Amelia se hallaba a
gusto con ella y de que, si algo le había salido mal, no era por su
causa.
—Cuéntame cómo se hace. ¿Viene un pintor y te pregunta si
quieres posar?
—¡Oh! Vienen también aquellos que no te dicen nada —le
explicó—. Esos no quieren saber nada de las modelos.
—Entonces, ¿qué es lo que pintan?
—¿Lo sabes tú? Hay uno que dice que él pinta como nosotras
cuando nos damos los colores en la cara. «¿Tú qué pintas cuando
te maquillas? Pues lo mismo hago yo.»
—Tú, por ejemplo, te pintas los labios.
—Y él la tela. Adiós, Ginia, y Cuando bromeaba sin una sonrisa,
Ginia sentía miedo. Miedo de que pudiera suceder algo. Entonces
volvía a casa sintiéndose muy sola. Menos mal que, al llegar, tenía
que darse prisa en hacer la pasta y preparar la cena para Severino.
Después de la cena era otra cosa, porque era ya de noche y llegaba
el momento de salir, o sola o con Rosa. A veces pensaba para sí:
«¡Qué vida hago, es que no estoy quieta un minuto!» Pero a ella le
gustaba porque sólo así encontraba maravilloso el momento de paz
que tenía por la tarde o por la noche cuando pasaba ante el café de
Amelia y descansaba unos minutos. Pensó que de no haber sido por
Amelia se hubiera sentido más libre, pero para hacer ¿el qué?
Ahora los días se hacían cada vez más cortos y no era muy
agradable ir por la calle. Si algo había de suceder aquel invierno —y
Ginia lo presentía— vendría de Amelia, no de estúpidas como Rosa
o como Clara.
Empezó a conocer a gente en el café. Había cierto señor que se
parecía a Barbetta y que cuando se iban saludaba con la mano. Las
trataba de usted y Amelia dijo que no era pintor. Un joven alto que
se detenía con el coche ante la cristalera, e iba con una señora muy
elegante, se les acercó también alguna vez, pero Amelia dijo que no
lo conocía y que tampoco era pintor.
—No vayas a pensar que hay tantos —aclaró—. Los que
trabajan de veras no se ven por el café.
En resumen, Amelia conocía más camareros que clientes, pero
Ginia, aunque se divertía oyéndolos bromear, no dio nunca
confianza a ninguno. Había un joven que se sentó varias veces junto
a Amelia. Tenía mucho pelo, llevaba corbata blanca y se llamaba
Rodrigues. No parecía italiano y hablaba rascando las palabras.
Amelia lo trataba como si fuera un muchacho y le decía que si en
vez de gastar aquella lira en el café, la hubiera ahorrado, en diez
días se hubiera podido pagar una modelo. Ginia escuchaba divertida
porque el otro, con su voz incierta, trataba a Amelia como a una niña
caprichosa. Ella se reía, pero luego acababa por hartarse y le decía
que se fuera. Rodrigues, entonces, cambiaba de mesa, sacaba la
pluma y se ponía a escribir mirándolas de reojo.
—No le hagas caso —decía Amelia—; eso es lo que él quiere.
Así que, poco a poco, Ginia se acostumbró a no prestarle
atención alguna.
Salieron juntas cierta noche. Iban sin rumbo fijo. Pasearon un
rato, pero luego se puso a llover y se refugiaron en un portal. Hacía
frío, sobre todo porque tenían que estar quietas y llevaban las
medias mojadas. Amelia dijo de pronto:
—Si estuviera Guido en casa podríamos ir a verle, ¿quieres?
—¿Y quién es Guido?
Amelia sacó la cabeza y, torciendo el cuello, miró a las ventanas
de enfrente.
—Está encendida, vamos; al menos allí no nos mojaremos.
Después de subir seis pisos, Amelia se detuvo jadeando para
preguntarle:
—¿Tienes miedo?
—¿Miedo? ¿Por qué? ¿No lo conoces?
Mientras llamaban a la puerta se oyeron risas; una era
desagradable, una carcajada que a Ginia le recordó a Rodrigues. Se
oyeron pasos y se entreabrió la puerta, pero no se vio a nadie.
—Con permiso —dijo Amelia, entrando.
Rodrigues se hallaba tumbado en un sofá arrimado contra la
pared. La luz del estudio era cruda. Ginia vio otro chico de pie; era
un soldado en mangas de camisa, rubio y lleno de barro. El soldado
las miró riendo, y Ginia parpadeó ante aquella luz, que parecía de
acetileno. Cuadros y cortinas cubrían tres paredes, la cuarta era
toda ella una ventana.
Amelia, entre seria y divertida, dijo a Rodrigues:
—Usted está en todos los sitios.
Él la saludó con la mano y murmuró:
—La segunda se llama Ginia, Guido.
Entonces el soldado le tendió la mano mirándola con
impertinencia mientras le sonreía.
A Ginia le pareció que allí se requería desenvoltura, y por encima
de las cabezas de Amelia y de Guido empezó a mirar aquellos
cuadros colgados de las paredes. Parecían paisajes con árboles y
montañas, y vio también algún retrato, pero la bombilla, colgada del
techo, sin lámpara, como en las casas sin terminar, cegaba sin dar
luz. Vio que allí no había tantas cortinas como en el estudio de
Barbetta, pues sólo había una —grande y roja— que tapaba la
habitación del fondo. Pensó que allí había otra habitación.
Guido preguntó si querían tomar algo. Sobre la mesa, en medio
del estudio, había una botella y vasos.
—Hemos venido a calentarnos —dijo Amelia—. Estamos
empapadas hasta las rodillas.
Guido alargó un vaso —un vino negro— a Ginia, y Amelia llevó
otro a Rodrigues; éste se incorporó. Mientras bebían dijo Amelia:
—Lo siento por Guido, Rodrigues, pero ahora se levanta usted y
me deja la cama para calentarme las piernas. Las camas son para
las mujeres. ¡Ven tú también, Ginia!
Ella no quiso y dijo que el vino ya la había calentado bastante.
Se sentó en una silla. Amelia se quitó los zapatos y la chaqueta y
luego se metió bajo las mantas. Rodrigues permaneció sentado al
borde del sofá.
—Por mí podéis seguir hablando —dijo Amelia—, pero me
fastidia la luz. —Y, sin esperar respuesta, alargó el brazo y la apagó
—. Ahora, dadme un cigarrillo.
Ginia, estupefacta, permaneció en la oscuridad sin moverse. Se
dio cuenta de que Guido se acercaba al sofá y rascaba una cerilla,
vio las dos caras a la luz de la llamita en un bailoteo de sombras,
luego volvió de nuevo la oscuridad y, durante unos instantes, nadie
dijo una palabra. Sobre los cristales tamborileaba la lluvia.
Alguien dijo algo, pero Ginia no se dio cuenta. Vio fumar a Guido,
lo sintió pasear en la oscuridad. Veía la punta encendida del
cigarrillo y oía sus pasos. Luego comprendió que Amelia y el otro
habían empezado a reñir. Fue algo más tarde, al acostumbrarse
poco a poco a las tinieblas, cuando empezó a distinguir la mesa, los
contornos de los otros y algún cuadro en la pared. Entonces se
tranquilizó. Amelia hablaba ahora con Guido y comentaba que una
vez que se sintió enferma había dormido en aquel sofá.
—¿Entonces no tenías este socio, Guido? ¿Qué haces con él?
¿Desnudarlo?
Todo era tan extraño, que Ginia comentó:
—Me parece que estoy en el cine.
—Sólo que aquí no se paga la entrada —dijo Rodrigues desde
su rincón.
Guido seguía paseando arriba y abajo y con las botas hacía
vibrar el delgado suelo. Ginia se dio cuenta de que Amelia había
callado —sólo veía el cigarrillo— y que tampoco Rodrigues decía
nada. Sólo la voz de Guido llenaba la estancia mientras explicaba
algo que ella no entendía porque se hallaba pendiente de lo que
ocurría en el sofá. Una luz nocturna entraba por la ventana, como un
reflejo eléctrico de la lluvia, y se sentían las gotas resbalar por los
tejados y los canalones. Cada vez que la lluvia y la voz de Guido
callaban, le parecía a Ginia que hacía más frío en la estancia.
Entonces ella abría los ojos aún más para distinguir el cigarrillo de
Amelia.
CAPÍTULO VI

C UANDO se separaron ante la puerta de casa, había ya


cesado de llover. Ginia no podía olvidar aquella habitación tan
sucia y la lluvia tras los cristales bajo la luz cruda de la bombilla.
Varias veces la había encendido Guido para echar vino o buscar
alguna cosa, y Amelia, desde el sofá, se había tapado los ojos
gritando que apagase. En aquellos breves instantes había visto a
Rodrigues, inmóvil a los pies del sofá, encogido contra el muro.
—¿No tienen a nadie que les limpie el estudio? —preguntó
mientras volvían a casa.
Amelia le dijo que Guido se fiaba demasiado dejando la llave a
Rodrigues.
—¿Ha pintado Guido aquellos cuadros?
—Yo, en su lugar —prosiguió la otra—, tendría miedo de que el
portugués me los vendiese.
—Dime, Amelia, ¿tú has posado para Guido?
Entonces ella le contó cómo había conocido a Rodrigues,
cuando era más joven y posaba para uno. El portugués iba, como
ahora, al estudio del pintor y se sentaba allí como si estuviera en el
café. Se quedaba en un rincón mirándola a ella y al pintor, pero sin
abrir la boca. Entonces ya llevaba la corbata blanca. Hacía lo mismo
con otra modelo que conocía.
—¿Él no pinta?
—¿Y quién es la desesperada que se le pone delante desnuda?
A Ginia le hubiera gustado volver a ver los cuadros de Guido,
porque sabía que sólo de día se aprecian bien los colores. Si
hubiera estado segura de que Rodrigues, al día siguiente, no se
hallaría en el estudio, se atrevería a ir sola. Se imaginaba ya
subiendo la escalera, llamar, encontrar a Guido con sus calzones de
soldado y luego echarse a reír para romper el hielo. Lo bueno de
aquel pintor era que no lo parecía. Ginia se acordaba de aquella
sonrisa suya cuando le había estrechado la mano, su voz en la
habitación a oscuras, su rostro cuando encendía la luz, un rostro
que la miraba como si ellos dos fuesen una pareja distinta a
Rodrigues y Amelia. Ahora Guido no estaba y había que pensar en
otra cosa.
Cuando se encontraron al día siguiente en el café, preguntó a
Amelia si al menos los domingos Guido estaba libre.
—Antes lo sabía —dijo Amelia—, pero ahora hace tiempo que no
lo veía.
—Rodrigues me ha dicho que vaya al estudio cuando quiera.
—¡No me digas…! —se burló Amelia.
Pero durante varios días tampoco vieron al portugués en el café.
—¿Apuestas a que está esperando que vayamos al estudio,
ahora que tiene toda una cama a su disposición? Eso es muy de
Rodrigues.
—Pues está listo —contestó Ginia.
Dando vueltas sobre lo mismo llegó a convencerse de que el que
Amelia se hubiera metido en la cama y apagado la luz en presencia
de otro no podía considerarse como una desfachatez por su parte,
pues ni Guido ni Rodrigues habían hecho mucho caso de ello. Lo
que la atormentaba era lo que Amelia hubiera podido hacer en
aquella cama cuando en el estudio se hallaba solamente Guido.
—¿Cuántos años tiene Guido? —preguntó.
—Antes tenía los míos —dijo la otra con una sonrisa.
Pero Rodrigues seguía sin aparecer. En cierta ocasión Ginia
pasó por la calle de aquella noche, miró a lo alto y reconoció la
fachada triangular del estudio. Casi sin pensar en lo que hacía subió
las escaleras —no terminaban nunca—, pero al llegar al último
pasillo y ver varias puertas no supo por cuál decidirse. Pensó que
Guido no era tan famoso después de todo, pues ni siquiera tenía su
tarjeta en la puerta. Al bajar recordó enternecida la bombilla del
estudio y se dijo que para un pintor aquella luz debía ser como la
muerte. Después, cuando se encontró con Amelia no le dijo nada de
lo que había hecho.
Un día preguntó por qué los hombres se dedicaban a la pintura.
—Porque hay otros que compran los cuadros que ellos hacen.
—Bien, pero ¿y los que no venden nada?
—Es un gusto como otro cualquiera, pero se mueren de hambre.
—Pero sienten satisfacción.
—¡Vamos, mujer…! ¿Tú te harías un vestido para luego no
llevarlo? El más listo de todos es Rodrigues. Se da aires de pintor,
pero nadie le ha visto nunca con el pincel en la mano.
Precisamente aquel día lo encontraron en el café; dibujaba algo
en un bloc.
—¿Qué hace? —preguntó Amelia mientras le cogía el folio.
Ginia alargó también el cuello, pero lo único que vieron fue un lío
de líneas que parecían los bronquios de un hombre.
—¿Qué es eso? ¿Una lechuga?
Rodrigues no dijo ni sí ni no y siguieron pasando las hojas del
bloc.
Algunos de aquellos dibujos parecían esqueletos de plantas, y
otros semejaban caras sin ojos, aunque en realidad aquellos trazos
negros no se sabía si eran rostros o paisajes.
—Estas son modelos vistas de noche a la luz de gas —dijo
Amelia.
Rodrigues se echó a reír y Ginia sintió más pena que rabia.
—A mí no me gusta —prosiguió Amelia—; si me hiciera un
retrato así, le negaría el saludo.
El otro seguía sin hablar.
—Una buena modelo va mal empleada en usted. ¿Dónde las
encuentra? ¿En… aquel sitio?
—Yo no utilizo modelos —dijo por fin Rodrigues—; conservo un
profundo respeto por el papel.
Intervino Ginia diciendo que le gustaría volver a ver los cuadros
de Guido. Rodrigues se metió el bloc en el bolsillo y dijo:
—A sus órdenes.
Convinieron que al domingo siguiente irían las dos juntas y Ginia
se saltó parte de la misa en su afán de llegar a tiempo. Habían
quedado en reunirse en el portal, pero, como no vio a nadie, se
decidió a subir. De nuevo se detuvo incierta ante las cuatro puertas
del pasillo y otra vez bajó las escaleras hasta la mitad. Luego se dijo
que era una estúpida y las volvió a subir, puso el oído en la última
pero no oyó nada. Mientras, de una puerta salió una mujer
despeinada, enfundada en una bata y llevando un cubo. Ginia
apenas tuvo tiempo de enderezarse y le preguntó cuál era la puerta
del pintor. La mujer ni siquiera se molestó en darle una respuesta y
salió por el pasillo. Ginia, sofocada y temblando, esperó a que todo
estuviera en silencio y luego corrió escaleras abajo.
Entraba y salía gente que la miraba con cierta curiosidad. Ginia
empezó a pasear con desesperación, sobre todo porque al otro lado
de la acera el chico de la carnicería, apoyado en el dintel de la
puerta, la miraba con malicia. Pensó preguntarle a la portera dónde
estaba el estudio, pero ahora ya era lo mismo esperar a Amelia. Era
casi mediodía. Lo peor era que aquella tarde no tenía que ver a
Amelia y tendría que pasarla completamente sola: «Todo, todo me
sale mal», pensaba. En aquel momento Rodrigues apareció en el
portal.
—Amelia está arriba —dijo—; sube.
Lo siguió sin hablar. La puerta era precisamente la última,
aquella en la que no había oído a nadie. Amelia, en el sofá, fumaba
como si se hallara en el café.
—¿Por qué no subías? —le preguntó con tranquilidad.
Ginia la llamó estúpida, pero, como tanto ella como Rodrigues le
dijeron que, estaban convencidos de que subiría, fue imposible reñir
con ellos. Tampoco podía decir que había escuchado y no había
oído voces. Le bastaba ver a aquellos dos, quietos y concentrados,
para comprender que algo podría contar el sofá. «Me creen una
estúpida» —pensó. Intentó penetrar en los ojos de Rodrigues y
comprobar si Amelia estaba despeinada.
El sombrero de ella —aquel del velito— estaba sobre la mesa y
Rodrigues, de pie, apoyado contra la ventana, lo miraba con sorna.
—¡Quién sabe cómo le sentaría el sombrero a Ginia! —dijo de
pronto Amelia.
Ella hizo una mueca y, sin moverse, empezó a mirar los
cuadritos que estaban sobre la cabeza de Amelia, pero aquellos
leves colores ya no le interesaban. Levantando la nariz, olfateó en el
frío el perfume de Amelia, pero no consiguió recordar qué olor tenía
el estudio la otra vez.
Paseó mirando los cuadros de las paredes. Se fijaba en un
paisaje o en un plato de fruta, se detenía, no se decidía a apartar los
ojos de allí; ninguno hablaba. Había algún retrato de mujer; ella no
conocía aquellas caras. Al llegar al fondo de la habitación se detuvo
ante la cortina de paño deshilachado y pesado que cubría la pared.
Recordó que Guido había cogido de allí detrás los vasos y dijo:
«¿Puedo?»; lo dijo tan bajo, que los otros no la oyeron porque en
aquel momento Rodrigues estaba diciendo algo a Amelia. Ginia miró
a través de una fisura pero no vio más que una cama deshecha y un
lavabo. También allí flotaba el olor de Amelia. Ginia se puso a
pensar en lo delicioso que debía de ser dormir sola en aquel
rinconcito.
CAPÍTULO VII

—R
ODRIGUES está deseando que tú poses para él —
dijo Ginia al volver a casa.
—¿Y qué?
—¿No lo has visto cómo saltaba a tu alrededor y te miraba las
piernas?
—¡Que mire lo que quiera!
—¿Nunca has posado para Guido?
—No, nunca.
Al atravesar la plaza vieron a Rosa. Iba del brazo con uno que no
era Pino. Se agarraba a él como si estuviera coja.
—Tienen miedo a perderse —dijo Ginia.
—El domingo todo está permitido —dijo Amelia—. Pero debían
tener un poco más de cuidado. Hacen el ridículo.
—Todo depende de la gana que uno tenga. Cuando se es
estúpida como Rosa y encima se muere de gana, hace el ridículo y
lo que sea —replicó Amelia.
Ginia se había enterado por Rodrigues de que cuando Guido
obtenía permiso pasaba las tardes en el estudio.
—Ese pintaría hasta de noche —añadió Rodrigues—. Le pasa
como a los toros, pierde la luz de los ojos apenas ve una tela. —Y, al
decir eso, se había echado a reír de aquel modo suyo que parecía
estar siempre acatarrado.
Sin decir nada, cierta tarde en que sabía que Rodrigues estaba
en el café, Ginia fue al estudio. En esta ocasión, los latidos
apresurados de su corazón, mientras subía las escaleras, eran por
otro motivo, pero esta vez no se detuvo ante la puerta porque la
encontró abierta.
—Adelante —dijo Guido.
Ginia, apurada, la cerró. Se detuvo, jadeante, bajo los ojos de
Guido; quizás era efecto de la hora, pero la cortina de terciopelo,
herida por el sol, enrojecía toda la estancia. Guido, sin alzar la
cabeza de lo que estaba haciendo, le preguntó:
—¿Qué hay?
—¿No me reconoce?
Como de costumbre, se hallaba en mangas de camisa y
pantalón caqui.
—¿Ha venido también la otra?
Ginia contestó que había ido sola y que Amelia estaba en el
café.
—Rodrigues me dijo que podía venir a ver los cuadros. Vinimos
una mañana, pero usted no estaba.
—Siéntate. Estoy terminando un trabajo.
Fue hacia la ventana y se puso a rascar una tabla con un
cuchillo. Ginia se sentó en el sofá y tuvo la sensación de caerse, tan
bajo era. Se sentía algo confusa por aquel «tú» y sentía deseos de
echarse a reír al pensar que todos, pintores o mecánicos,
empezaban de aquel modo. Le parecía maravilloso cerrar los ojos
bajo la luz suave de aquel atardecer. Guido dijo algo acerca de
Amelia.
—Somos amigas, pero yo trabajo en un atelier.
Oscurecía cuando Ginia se levantó para admirar un cuadrito. Era
el de las rajas de melón, que parecían de agua, tan transparentes
eran. Vio que el cuadro tenía un reflejo rojo, parecido al color del
estudio cuando ella había llegado. Comprendió que para pintar
había que saber todas esas cosas, pero no lo comentó con Guido.
Este la siguió, mirando los cuadros con ella.
—Son cosas viejas —dijo él.
—A mí me gustan, son bonitos.
En aquel momento se sintió el corazón en la garganta porque él
estaba a su lado y esperaba que, de un momento a otro, le pusiera
las manos encima. Dio un paso lateral, pero Guido no se movió.
Mientras él encendía un cigarrillo, Ginia, apoyada en la mesa, le
preguntó quiénes eran los personajes de los retratos y si había
pintado alguna vez a Amelia.
—Ella es modelo.
Guido pareció caer de las nubes y dijo que no sabía nada.
—Yo la he visto posar —añadió Ginia.
—¡Esta sí que es buena! ¿Con qué pintor?
—No sé cómo se llama.
—¿Desnuda?
—Sí.
Guido se echó a reír.
—Esa ha encontrado por fin su verdadera profesión. Siempre le
gustó enseñar las piernas. ¿Tú también eres modelo?
—No, ya le he dicho que trabajo en un atelier.
Se sintió ofendida de que Guido ni siquiera pensara en hacerle
un retrato. Si su perfil le había gustado a Barbetta, ¿por qué no a él?
—Amelia cuenta muchas historias —prosiguió—, y le gusta
armarlas buenas. En realidad, no se sabe lo que quiere.
—Antes se divertía uno con ella —dijo alegremente Guido—.
Este estudio podría contar muchas cosas.
—Y continúa. Ni Amelia ni Rodrigues pierden el tiempo.
Él la miró entre serio y alegre. La penumbra era tan densa, que
apenas se adivinaba su expresión. Ginia esperó una respuesta que
no llegó. Después de un largo silencio dijo Guido:
—Me gustas, Ginetta[62], ¿sabes por qué? Porque no fumas. Las
chicas que fuman suelen ser muy complicadas.
—Aquí no se nota el olor a pintura que hay en otros estudios.
Guido se levantó y empezó a ponerse la chaqueta.
—Ese olor que dices es el de la esencia de trementina. Es un
buen olor, no creas.
Ella no supo cómo, pero se lo vio ante sí; sintió que le acariciaba
la nuca mientras ella le miraba con los ojos desorbitados, como una
estúpida, y tropezaba con la mesa al echarse atrás. Colorada como
una brasa, oyó a Guido que le decía:
—El olor de tus axilas es mucho mejor que el de la trementina.
Ginia le dio un empujón, encontró la puerta y echó a correr
escaleras abajo. Se detuvo solamente al llegar a la parada del
tranvía y, después de cenar, se metió en un cine para no pensar en
lo sucedido por la tarde.
Pero cuanto más pensaba en ello más convencida se hallaba de
que volvería al estudio. Por eso se desesperaba, porque sabía que
se había comportado ridículamente, cosa que no podía hacer una
mujer a su edad. Esperaba que Guido se hubiera ofendido y no
intentara abrazarla de nuevo. Se hubiera dado de bofetadas porque
cuando corría escaleras abajo él le había gritado algo y no estaba
segura si le había dicho que volviera. Durante todo aquel tiempo, en
la oscuridad del cine, pensó que, fuera lo que fuera, ella volvería al
estudio. Sabía que el deseo de ver a Guido y pedirle excusas y
decirle que se había comportado estúpidamente la haría enloquecer.
No fue al otro día, pero se lavó bien las axilas y se perfumó porque
estaba convencida de que lo ocurrido había sido por su culpa. Había
momentos en que se sentía contenta de haber tenido el valor
suficiente de ir al estudio, porque ahora sabía qué es lo que
enamora a los hombres.
«Estas cosas —se dijo— las sabe muy bien Amelia, aunque ella,
para saberlas, haya tenido que perderse.»
La encontró con Rodrigues en el café. Tuvo miedo de que ellos
sospecharan algo, ya que Amelia la miró de un modo especial, pero
al cabo de un momento se tranquilizó y fingió estar cansada y
aburrida mientras, pensando en la voz de Guido, escuchaba a
Rodrigues las tonterías de costumbre. Ahora comprendía muchas
cosas; por ejemplo, el porqué Rodrigues, al hablar, se doblaba sobre
Amelia y por qué cerraba los ojos como un gato y por qué ella se
entendía con él. «Tiene gustos de hombre —pensó—; es peor que
Guido, Amelia.» Y se echaba a reír de la manera que uno ríe
cuando está solo.
Volvió al estudio al día siguiente. Por la mañana la señora Bice,
la dueña del atelier, les había dicho que tenían la tarde libre porque
era fiesta. En casa había encontrado a Severino cambiándose la
camisa para ir a una reunión. Era una fiesta patriótica, con las
banderas al aire. Ginia comentó:
—También darán permiso a los soldados.
—Lo mejor que podrían hacer —dijo su hermano— es dejarme
dormir.
Ginia se sentía tan feliz que se marchó sin esperar ni a Amelia ni
a Rosa. Más tarde, en el portal del estudio, se arrepintió de no
haberse hecho acompañar por Amelia. Se dijo: «Voy un momento a
buscar a Amelia» —y subió despacio las escaleras. No creía en que
la otra estuviera en el estudio, porque era la hora en que estaba en
el café. Al llegar ante la puerta se detuvo y, al pararse para respirar,
oyó la voz de Rodrigues.
CAPÍTULO VIII

L A puerta estaba abierta y se veía la ventana en el cielo. La voz


de Rodrigues era fuerte e insistente. Al asomarse vio a Guido,
apoyado en la mesa.
—¿Se puede? —preguntó despacio, pero no la oyeron. Con su
camisa caqui de soldado, Guido le pareció un obrero. La miró sin
verla.
—Buscaba a Amelia —dijo con un hilo de voz. Rodrigues cesó
entonces de hablar y Ginia lo vio en el sofá con una rodilla entre las
manos. La miraba fijamente.
—¿No está Amelia?
—Esto no es el café —contestó Rodrigues.
Ginia miraba a Guido. Lo vio echarse hacia atrás apoyando las
manos sobre la mesa. La miró con los ojos semicerrados.
—Antes no venían aquí todas estas chicas. ¿Eres tú quien las
atrae?
Ginia bajó la cabeza, pero comprendió por su voz que Guido no
se hallaba enfadado.
—Entra —le dijo—, no seas tonta.
Aquella fue la tarde que Ginia pasó mejor en su vida. Sólo temía
la llegada de Amelia y que ésta hiciera de las suyas, pero el tiempo
pasaba y Guido y Rodrigues seguían discutiendo. De vez en cuando
el primero la miraba riendo y le decía que ella también tenía que
considerar estúpido a Rodrigues. Hablaban de pintura y Guido se
exaltaba diciendo que los colores son los colores. Rodrigues,
sujetándose la rodilla, gritaba a veces, luego callaba o reía como un
gallito, con maldad. No entendía bien el sentido de aquella
conversación, pero daba gusto oír a Guido, dijera lo que dijera.
Tenía una voz seca y a Ginia se le cortaba la respiración cada vez
que la miraba directamente a los ojos.
Afuera, sobre los tejados, aún brillaba un poco el sol y sentada
junto a la ventana dirigía su mirada, del cielo a aquellos dos; veía al
fondo la cortina de color granate y pensaba en lo bonito que hubiera
sido, escondida allí, espiar a alguno que se creyese solo en el
estudio. En aquel momento dijo Guido:
—Hace frío, ¿queda algo de té?
—Sí, sólo faltan las pastas.
—Que lo prepare Ginetta —dijo Guido dirigiéndose a ella—.
Detrás de esa cortina encontrarás el hornillo.
—¿Y por qué no va a comprar las galletas? —dijo Rodrigues.
—¡Ni hablar! —respondió ella—. Vaya usted, que para eso es
hombre.
Mientras los dos seguían hablando, Ginia buscó el infiernillo de
alcohol. Estaba detrás de la cortina. Halló también las tazas y la
caja. Puso a hervir el agua y enjuagó las tazas en el lavabo, a
oscuras, apenas iluminada por la llamita del infiernillo. Oía a sus
espaldas las voces de los otros dos y le parecía estar sola en aquel
rincón, como si estuviera en una casa vacía y reinara una gran
calma a su alrededor para así recogerse mejor y pensar. Se veía
apenas, a través de aquella rayita de luz, una cama deshecha en
aquel estrecho pasillo entre la cortina y la pared. Ginia se imaginó a
Amelia echada sobre las sábanas.
Al salir vio que la miraban con curiosidad. Se había quitado el
sombrero. Echó hacia atrás la cabeza y cogió un gran plato de la
ventana, pero estaba tan lleno de pintura como una paleta. Guido
comprendió al vuelo, buscó entre las cajas y le dio uno limpio. Sobre
este plato Ginia colocó las tazas aún húmedas, luego volvió a su
infiernillo y echó el té.
Mientras lo bebían, Guido contó que aquellas tazas eran regalo
de una chica como ella, que iba al estudio para hacerse un retrato.
—¿Dónde está el cuadro?
—¡Oh, ella no era una modelo! —contestó Guido riendo.
—¿Estará aún mucho tiempo en el cuartel? —preguntó,
bebiendo su té despacio.
—Con gran dolor de corazón del amigo Rodrigues, dentro de un
mes estaré completamente libre —luego añadió—: ¿No estás
enfadada?
Ginia apenas tuvo tiempo de enviarle una sonrisa negando con
la cabeza.
—Entonces, podemos tratarnos de tú.
Después de cenar, sobre todo, fue algo extraordinario. Amelia
fue a buscarla a casa y ella también estaba contenta.
—Porque cuando es fiesta y la gente no hace nada —dijo—, soy
feliz.
Salieron de paseo bromeando como niñas.
—¿Dónde has estado hoy? ¿Qué has hecho? —le preguntó
Amelia.
—Nada especial —respondió evasiva—. ¿Por qué no vamos a
bailar a la colina?
—Porque hay demasiado barro, ya no estamos en verano.
Como por encanto se encontraron en la calle del estudio.
—Yo no subo —dijo Ginia—. Basta ya de esos pintores tuyos.
—¿Y quién te dice que subamos? Esta noche somos libres.
Cuando llegaron al puente se detuvieron a mirar los reflejos del
agua.
—He visto a Barbetta y me ha preguntado por ti —dijo Amelia.
—¿Aún no se ha cansado de pintarte?
—Lo he visto en el café.
—¿No me dará mis retratos?
Pero mientras Amelia hablaba, ella pensaba en otra cosa.
—¿Qué hacías el año pasado, cuando ibas al estudio de Guido?
—¿Qué querías que hiciéramos? Reírnos y romper vasos.
—¿Reñiste luego?
—¿Reñir? No, ¿por qué? Él se marchó al campo, cerró todo con
llave y si te he visto no me acuerdo.
—¿Cómo lo conociste?
—¿Y quién se acuerda de eso? ¿Soy o no soy una modelo?
Hubiera sido imposible reñir con ella aquella tarde. Sintió frío por
estar quieta sobre el agua. Amelia encendió un cigarrillo y fumó
apoyada en la piedra del parapeto.
—¿También fumas por la calle?
—Esto es como si fuera el café.
Aquella noche no fueron al café porque Amelia dijo que estaba
harta de estar sentada todo el día. Volvieron hacia casa y se
detuvieron ante el cine. Era demasiado tarde para entrar. Mientras
miraban las fotografías vieron salir a Severino con cara de aburrido.
Saludó a Amelia con un movimiento de cabeza y se detuvo a hablar
con ellas. Ginia nunca lo había visto tan galante. Alabó, incluso, el
velito del sombrero de Amelia y les contó la película, intentado
hacerlas reír. Amelia reía, pero no como en el café cuando los
camareros le decían algo; reía con los labios abiertos, enseñando
los dientes, como se hace entre chicas y como hacía mucho tiempo
que no reía. Su voz era ronca. «Debe ser el humo» —pensó Ginia.
Severino las acompañó hasta el bar y les pagó el café; luego dijo a
Amelia que un domingo tenían que salir.
—¿A bailar?
—Claro.
—Quizá venga también Ginia —dijo Amelia. Y Ginia se moría de
risa.
La acompañaron hasta el portal de su casa y volvieron juntos.
«Guido tiene casi la misma edad que Severino —pensaba—, podría
ser hermano mío.» «¡Qué cosas tiene la vida! Guido, a quien
apenas conozco, me cogería del brazo y nos pararíamos en todas
las esquinas, me diría bajito que ya soy una mujer y nos miraríamos
a los ojos. Para él soy Ginetta. Estoy convencida de que no es
necesario conocerse mucho para quererse.» Pensando así, trotaba
junto a su hermano con la impresión de ser aún una niña. Le
preguntó si le gustaba Amelia y se dio cuenta de haber dicho algo
que él no esperaba.
—¿Qué hace durante el día? —preguntó Severino.
—Es modelo.
Severino no entendió lo que quería decir porque señaló que,
efectivamente, los vestidos sabía llevarlos bien. Ginia cambió de
conversación y le dijo que ya era medianoche.
—Ten cuidado —dijo Severino—. Esa es muy lista y tú a su lado
haces el papel de la estúpida.
Ginia dijo que se veían poco y entonces su hermano se calló.
Luego encendió un cigarrillo y así fueron hasta el portal, cada uno
embebido en sus propios pensamientos.
Durmió poco aquella noche; le pesaban las mantas y pensó en
muchas cosas extravagantes. Se imaginaba estar sola en aquella
cama deshecha del cuartucho de Guido y oír que él se movía al otro
lado de la cortina, que vivía con él, le besaba, le hacía las comidas.
¿Dónde comería Guido cuando no era soldado? Jamás hubiera
creído encapricharse con un soldado, pero Guido, sin el uniforme,
debía de ser un hombre muy guapo, tan rubio y tan fuerte. Quería
recordar su voz, que ya había olvidado, mientras se acordaba muy
bien de la de Rodrigues. Tenía que verlo de nuevo, aunque nada
más fuera para hablarle. Cuanto más pensaba en ello, menos
entendía por qué Amelia se había puesto con Rodrigues en vez de
con él. Al mismo tiempo se alegraba de no saber qué es lo que
habían hecho juntos en aquel tiempo en que rompían los vasos en
el estudio.
Cuando sonó el despertador aún no había logrado dormirse;
seguía pensando en todas aquellas cosas, arropada por el calor de
la cama. A las primeras luces del día recordó con tristeza que ya era
invierno y no podían verse los bonitos colores del sol. Quién sabe si
Guido estaba pensando en lo mismo, ya que decía que los colores
lo eran todo: «¡Qué hermosura!», exclamó, y al decir esto se levantó
de la cama.
CAPÍTULO IX

A L mediodía siguiente, Amelia pasó por casa de Ginia, pero


como aquel día Severino comía en casa, se habló de cosas
intrascendentes. Al salir, Amelia le dijo que aquella mañana había
ido a casa de una pintora que iba a darle trabajo; ¿por qué no iba
también ella? Aquella imbécil quería hacer un cuadro de dos
mujeres abrazadas y hubieran posado juntas.
—¿Por qué no se copia ella delante de un espejo? —preguntó
Ginia.
—¿Quieres que se ponga a pintar desnuda?
Ginia le dijo que no podía salir del taller siempre que quería.
—Pero aquélla paga, ¿sabes? Y es un cuadro que durará
mucho. Si no vienes tú, tampoco me contrata a mí.
—Pero ¿no le bastas tú sola?
—Tienen que ser dos mujeres como si estuvieran luchando,
¿comprendes? Se necesitan dos. Es un gran cuadro. Parecerá que
estamos bailando.
—Yo no quiero posar —dijo Ginia.
—¿De qué tienes miedo? Ella es también una mujer como
nosotras.
—No quiero.
Discutieron hasta la parada del tranvía y Amelia le dijo,
enfadada, que qué creía tener debajo del vestido, para conservarlo
como una reliquia. Hablaba con rabia, sin mirarla. Ginia no decía
nada. Pero cuando la otra le dijo que para Barbetta, de habérselo
pedido, sí se hubiera desnudado, se echó a reír en su cara.
La separación fue tan desagradable esta vez, que estaba segura
de que Amelia no se lo perdonaría jamás. Al principio se encogió de
hombros, pero luego tuvo miedo de que la otra se burlase de ella
cuando se encontrara con Guido y Rodrigues e incluso que Guido
se riera también. «Para él, sí que posaría si me lo pidiera» —
pensaba, pero sabía muy bien que, como Amelia estaba mejor
hecha, un pintor siempre la preferiría a ella. Era más mujer, ésa era
la realidad.
Al caer la tarde pasó un momento por el estudio procurando
llegar antes que Amelia. Era la hora en que Guido le había dicho
que allí se encontraba siempre, pero la puerta estaba cerrada y
pensó que se hallaría en el café con los otros dos. Fue y miró un
momento a través de los cristales; sólo vio a Amelia, con la barbilla
entre las manos: «Pobrecita», pensó, y se marchó a casa.
Después de cenar vio, desde la calle, la ventana iluminada del
estudio. Subió contenta pero Guido no estaba. Le abrió Rodrigues
invitándola a entrar y pidiéndole excusas porque estaba cenando y
tenía hambre. Comía un trozo de embutido, de pie contra la mesa y
bajo aquella luz melancólica de la primera vez. Masticaba como un
muchacho mordiendo el pan; de no haber sido por aquellos ojos
falsos y la piel oscura, Ginia hubiera bromeado a gusto con él. La
invitó, pero ella preguntó únicamente por Guido.
—Cuando no viene, es que lo han arrestado —respondió
Rodrigues— y tiene que quedarse en el cuartel.
«Entonces me voy» —pensó Ginia, pero no se atrevía a decirlo
porque Rodrigues la miraba con aquellos ojos fijos y hubiera
comprendido que había ido allí sólo por Guido. Miró la habitación y,
con aquella luz, le pareció nauseabunda, con papeles y colillas
esparcidos por el suelo. Preguntó si él esperaba a alguien.
—Sí —contestó dejando de masticar.
Pero ni aun así fue capaz de marcharse. Le preguntó si había
visto a Amelia.
—Vosotras no hacéis otra cosa que correr la una detrás de la
otra —y al decir esto la miraba fijamente—; ¿por qué, si las dos sois
mujeres?
—¿Por qué? —repitió ella.
Rodrigues le hacía guiños.
—¿Por qué? A ti te toca saberlo. Por intuición. ¿No se hace así
entre mujeres?
Ginia se debatió dudosa e insistió:
—¿Me ha buscado ella?
—Algo mejor —contestó el otro—. Te quiere.
Se abrió la cortina del fondo y apareció Amelia. Se adelantó con
ímpetu hacia Rodrigues, dio un mordisco a su bocadillo y se
persiguieron alrededor de la mesa como si fuesen dos chiquillos.
Ella reía nerviosamente. Dijo:
—No sabíamos que eras tú.
—Estabais cenando —dijo contrariada.
—Una cenita íntima —respondió Rodrigues—, pero ahora,
contigo, será más íntima aún.
—Buscaba a Guido —dijo Amelia.
—Pasaba por aquí, pero me está esperando Rosa. Es tarde ya.
Amelia le gritó:
—¡Quédate, estúpida!
Ginia contestó:
—¡No soy ninguna estúpida! —y echó a correr escaleras abajo.
Creía estar sola al dar la vuelta a la esquina, pero oyó unos
pasos precipitados detrás de sí y vio a Amelia que corría; no llevaba
el sombrero.
—¿Por qué te marchas? No habrás creído a Rodrigues.
Ginia respondió sin detenerse.
—¡Déjame en paz!
Fueron días de angustia. Cuando pensaba en aquellos dos y en
el estudio, cerraba los puños con rabia. No sabía cómo hacer para
volver a ver a Guido. Estaba convencida de haberlo perdido
también.
«Soy una estúpida. ¿Por qué siempre he de echar a correr? No
he aprendido aún a vivir sola. ¡Que vengan a buscarme ellos si
quieren!»
A partir de aquel día pareció tranquilizarse y pensaba en Guido
con algo menos de emoción; empezó a fijarse en el modo de
proceder de Severino, quien, cuando le decían algo, miraba al suelo
antes de responder y no daba nunca la razón a quien había
hablado; prefería estar callado. Aunque fuese hombre, después de
todo, no era tan estúpido. En cambio ella, hasta ahora, se había
comportado ni más ni menos como Rosa y, claro, la gente la trataba
como a Rosa.
No fue a esperar a nadie ni tampoco al cine o al baile. Se
conformó con pasear sola por las calles e ir de vez en cuando al
centro. Era noviembre y algunas noches tomaba el tranvía, bajaba
en los soportales, daba una vuelta y volvía a casa. Esperaba
siempre tropezarse con Guido y miraba de reojo a todos los
soldados que pasaban por su lado. En cierta ocasión se arriesgó a
pasar por delante del café de Amelia y vio a mucha gente, pero no a
ella.
Los días pasaban despacio pero como hacía frío se estaba bien
en casa. Ginia pensaba con melancolía en el pasado verano y en
que, como aquellos días, no habría otros jamás. «Era otra clase de
chica —pensaba—; ¿cómo podía ser entonces tan loca? Me fue
bien por verdadero milagro.» Que volviera otro verano le parecía
increíble y se veía ya por las calles, sola, durante la noche, con los
ojos encarnados, de casa al trabajo, del trabajo a casa, bajo aquel
aire tibio como si ya fuera una mujer de treinta años. Lo peor de
todo es que ahora no encontraba gusto al estar a oscuras en la
cama como antes. Incluso cuando se hallaba en la cocina, siempre
pensaba en Guido y aún le sobraba tiempo para perder la mirada en
el vacío.
Se dio cuenta de que desde entonces sólo habían transcurrido
quince días. Esperaba siempre que, al salir del taller, sucediera
alguna novedad, que alguien estuviera abajo esperándola en el
portal, pero al ver que nada de eso sucedía tenía la impresión de
haber pasado un día vacío, de ser ya el día siguiente, o el otro,
esperar algo que nunca llegaría. «Aún no tengo diecisiete años.
Tengo mucho tiempo por delante.» No comprendía por qué Amelia,
que había echado a correr tras ella, sin sombrero, no se había
dejado ver. Quizá lo que pasaba es que tenía miedo de que ella
hablase.
Cierta tarde la señora Bice la avisó que la llamaban al teléfono:
—Es una mujer con voz de hombre —le dijo.
Era Amelia.
—Oye, Ginia: di que Severino no se encuentra bien y ven al
estudio. Está Guido y cenaremos juntos.
—¿Y Severino?
—Ve a casa, hazle la pasta y luego ven. Te esperamos.
Obedeció y corrió a decir a Severino que cenaba con Amelia. Se
peinó con cuidado y al salir vio que llovía: «Desde luego, Amelia
tiene voz de tísica —pensaba—. ¡Pobrecilla!»
Estaba decidida a marcharse si Guido no se hallaba en el
estudio. Encontró a Rodrigues y a Amelia encendiendo en la sombra
una estufa de petróleo.
—¿Y Guido? —preguntó.
Amelia se incorporó y pasándose la mano por la frente indicó la
cortina. Guido sacó la cabeza y la saludó:
—¡Hola!
Ginia le sonrió. La mesa se hallaba en completo desorden, platos
de papel, paquetes. En aquel momento, en el techo, se vio el reflejo
circular de la estufa.
—¡Encended la luz! —gritó Guido.
—No, ¡es más bonito así! —dijo Amelia.
Como no hacía calor, no estorbaba el abrigo. Ginia fue al lavabo
y, apartando la cortina, preguntó en voz alta:
—¿Qué fiesta se celebra esta noche?
—La tuya, si quieres —dijo Guido despacio secándose las
manos—. ¿Por qué no has venido más a vernos?
—Vine, pero usted no estaba.
—Dime de tú. Esta noche nos decimos todos de tú.
—¿Ha estado arrestado?
—«Has» estado arrestado —corrigió acariciándole los cabellos.
Encendieron las luces y Ginia, al dejar caer la cortina, fijó su
mirada en el cuadro del melón. Esperaron a que el ambiente se
caldease para empezar a comer. Con el abrigo puesto y las manos
en los bolsillos creía estar en el café. Rodrigues se echó de beber y
llenó otros tres vasos.
—No empecéis aún —dijo Amelia.
Pero Rodrigues no le hizo caso.
—Ya es hora.
Llevaron la mesa junto al sofá, despacio, para no tirar los vasos,
y Ginia llegó a tiempo de sentarse junto a Amelia.
Había embutidos, fruta, dulce y dos botellas de vino. Ginia pensó
si eran así las fiestas que antes hacía Amelia con Guido; se lo dijo
después del primer vaso y los otros se echaron a reír; luego
recordaron todo lo que había sucedido allá dentro. Ella escuchaba
con cierta envidia y le parecía haber nacido demasiado tarde, por lo
que se llamaba mil veces tonta. Comprendía que a los pintores
había que tratarlos así porque hacen una vida distinta a la de los
demás. Tan verdad era, que Rodrigues, que no pintaba, se estaba
quieto, o comía, o si decía algo era para tomarle el pelo a alguien.
La miraba con malicia y Ginia sentía una rabia intensa porque
Amelia se había divertido anteriormente con Guido.
—No está bien —dijo— que contéis cosas de cuando yo no
estaba.
—Pero esta noche estás —dijo Amelia—. ¡Diviértete!
Sintió un deseo terrible de quedarse a solas con Guido y, sin
embargo, sabía que todo aquel valor suyo se debía a que Amelia
estaba allí. De no haber sido así, ya hubiera echado a correr como
otras veces. «Aún no he aprendido a controlarme. Debo aparentar
tranquilidad.»
Luego los otros encendieron los cigarrillos y le ofrecieron a ella.
No quería, pero Guido se puso a su lado y, después de encenderle
uno, le dijo que no respirara. Los otros dos se acariciaban en el otro
extremo del sofá. Entonces Ginia, apartando las manos de Guido,
dejó el cigarrillo y atravesó el estudio sin hablar. Levantó la cortina y
se detuvo en la penumbra. Oía el rumor de las voces de los otros.
—Guido —murmuró sin volverse. Y se arrojó de bruces en la
cama.
CAPÍTULO X

S ALIERON los cuatro juntos sin hablar. Guido y Rodrigues las


acompañaron hasta el tranvía. Guido, con la gorra en los ojos,
no parecía el mismo; de vez en cuando le apretaba la mano y le
decía: «Ginetta, querida Ginetta.» Mientras paseaban, a ella le
parecía que la tierra iba a abrirse a sus pies. Amelia la tomó del
brazo.
Como el tranvía no llegaba, en la espera se pusieron a hablar de
bicicletas; luego Guido se puso otra vez a su lado y le dijo en voz
muy baja: «¡Ay de ti si cambias de idea! No te haría el retrato.»
Ginia le sonrió tendiéndole la mano.
Ya en el tranvía ella miraba fijamente la espalda del conductor.
No pronunció una sola palabra durante todo el trayecto.
—Cuando llegues a casa —le dijo Amelia—, métete en la cama.
Todo es culpa del vino.
—No estoy borracha —contestó Ginia.
—¿Quieres que me quede contigo?
—¡Déjame en paz!
Y aunque Amelia continuó hablando, ella sólo escuchaba el ruido
del tranvía.
Sola en casa, empezó a sentirse mejor. Al menos, no tenía
encima las miradas de nadie. Se sentó sobre la cama y permaneció
así durante una hora con los ojos fijos en el suelo; luego, como
atacada por exaltado frenesí, se desnudó, se metió entre las
sábanas y apagó la luz. Lucía el sol al día siguiente y a Ginia,
vistiéndose, le pareció haber estado enferma. Al pensamiento de
que desde hacía tres horas Guido estaba en pie, sonrió y besó su
propia imagen en el espejo. Salió de casa antes de que volviera
Severino.
Era ya una sorpresa caminar como siempre, tener hambre; todo
había sido tan asombroso, que decidió que de ahora en adelante
sus entrevistas con Guido debían ser a solas, sin la presencia de los
otros dos. Guido le había dicho únicamente que se dejara caer por
el estudio, pero no había dicho nada de verse fuera de él. «Tengo
que quererlo y quererlo mucho —pensó—; si no, estoy perdida.» Le
pareció que, de un golpe, el verano había vuelto otra vez y con el
verano el deseo de andar, de reír, de hacer fiesta. No le parecía
verdad lo que había sucedido. Sentía unos inmensos deseos de reír
pensando que, en la oscuridad del cuarto, ella hubiera podido ser,
para Guido, Amelia, y hubiera sido lo mismo. «Pero yo le gusto
como soy, como hablo; estoy segura de que él también me quiere,
aunque sólo sea como una amiga.» «No quería creer que tenga
diecisiete años y me besaba en los ojos. Ya soy una mujer.»
Era estupendo trabajar todo el día pensando en el estudio y
esperar con ansia la hora de salida. «Yo soy para él más que una
modelo —pensaba—; somos buenos amigos.» Por Amelia, más que
otra cosa, sentía compasión, porque ni siquiera entendía lo que
había de bonito en los cuadros de Guido. Cuando fue a buscarla, a
las dos, ella tenía a flor de labios una pregunta, pero no sabía como
empezar.
—¿Has visto a alguno? —le dijo.
Amelia se encogió de hombros.
—¿Sabes? Cuando ayer apagaste la luz, la cabeza me daba
vueltas; creo que grité. ¿Me oíste tú?
La otra escuchaba con seriedad.
—No oí nada. Lo único que sé es que desapareciste como si
Guido te estuviera degollando. ¿Os divertisteis al menos?
Ginia hizo una mueca y siguió mirando ante sí. Fueron hasta la
otra parada.
—¿Quieres a Rodrigues?
Amelia suspiró:
—No tengas miedo, mujer; no me gustan los rubios. Si acaso,
prefiero a las rubias.
Ginia sonrió y guardó silencio. Estaba contenta de ir con Amelia
y estar de acuerdo con ella. Se separaron en los soportales. La vio
alejarse desde la esquina preguntándose si iría a posar al estudio de
la pintora.
A las siete se dirigió a casa de Guido y subió despacio los cinco
pisos para no acalorarse. Iba despacio, sí, pero subía de dos en dos
los escalones y pensaba que si no encontraba a Guido no era culpa
suya, pero la puerta se hallaba abierta y Guido, al oír sus pasos,
salió a recibirla al pasillo. Se sintió completamente feliz.
Hubiera querido decirle tantas cosas, pero él cerró la puerta y lo
primero que hizo fue abrazarla. A través de la vidriera llegaba aún
un poco de luz. Ella escondió su rostro en el hombro de Guido y
percibió el calor de la piel a través de la camisa. Se sentaron en el
sofá y, sin decir palabra, Ginia se echó a llorar. Mientras lloraba
pensaba: «Si al menos Guido también llorara.» Sentía como si una
garra le apretara el corazón hasta tal punto que creyó perder el
sentido. Le faltó el apoyo porque él se levantó, y entonces abrió los
ojos. Estaba mirándola con curiosidad. Cesó entonces de llorar
porque le parecía hacerlo en público. Bajo aquella mirada, las
lágrimas afluyeron de nuevo a sus ojos.
—Vamos —dijo Guido medio en broma—, se viene al mundo por
tan poco tiempo, que no hay necesidad de llorar.
—Lloro porque estoy contenta —dijo ella despacio.
—Eso es otra cosa, pero otra vez dilo en seguida.
En aquella media hora hubiera querido preguntarle tantas cosas,
de Amelia, de él, de sus cuadros, qué era lo que hacía durante la
noche, si la quería. Pero no tuvo valor, y lo único que ocurrió fue que
pasaron detrás de las cortinas porque bajo la luz de aquella bombilla
le parecía que todo el mundo la miraba. Allí, mientras se besaban,
Ginia le dijo bajito que el día anterior le había hecho un daño como
para ponerse a chillar, y entonces Guido se comportó mejor con ella,
la animó, le hizo muchas caricias y le susurró al oído: «Ya verás
cómo se te pasa. ¿Te hago daño?»
Más tarde, mientras seguían tendidos en aquella tibieza,
calentándose, le explicó muchas cosas y le dijo que con una chica
como ella había que tener mucho cuidado, y que podía sentirse
segura. Ginia le tomó la mano en la oscuridad y se la beso.
Ahora que tenía la certeza de lo bueno que era con ella, se
sentía más valiente y, apoyando la cabeza en su hombro, le dijo que
prefería verlo solo, porque con él estaba bien, pero con los otros
dos, no.
—Pero por la noche Rodrigues viene a dormir. No querrás que
duerma en el tejado. Además, aquí se trabaja, ¿sabes?
Ella le dijo que se contentaba con una hora por el momento,
porque también ella trabajaba. Haría una escapada cada noche,
siempre a la misma hora, pero quería que él estuviera solo.
—Cuando acabes el servicio, ¿seguirá Rodrigues contigo? —
preguntó—. Me gustaría mucho verte pintar, pero sin testigos.
Después le dijo que un día posaría para él, pero había de ser
con aquella condición. Seguían tendidos a oscuras y ni siquiera se
dio cuenta de que ya era de noche.
Aquella noche a Severino le tocó ir a trabajar con el estómago
frío, pero tampoco era la primera vez y jamás se había quejado.
Solamente cuando llegó Rodrigues ella se marchó del estudio.
Los últimos días antes de la licencia, Guido se pasaba las
noches preparando telas y dejándolas secar, ajustando el caballete,
poniendo un poco de orden. No salía nunca. Era ya cosa hecha que
Rodrigues seguiría viviendo allí con él, pero el portugués lo único
que sabía era desordenar y ponerse a hablar cuando Guido tenía
más prisa. A Ginia le hubiera gustado ayudar a Guido, limpiar el
estudio, pero como estaba Rodrigues de por medio comprendió que
más que otra cosa les molestaría, así que empezó otra vez a salir
con Amelia. Fueron una tarde al cine, pero ambas escondían un
secreto y no era fácil pasar la tarde charlando. Amelia perseguía
alguna cosa, porque no hacía más que burlarse a costa de los
rubios y las rubias; sin embargo, como Ginia la apreciaba
verdaderamente, decidió hablar antes de entrar en casa. Le
preguntó se había llegado a un acuerdo con la pintora; la otra
pareció sorprenderse y cambió de conversación.
—No —dijo Ginia a una pregunta suya—, yo no he posado
nunca, lo sabes, pero siento que hayas perdido aquel trabajo por
culpa mía.
—No te creo —saltó Amelia—, tú has encontrado el amor y no te
importa ya nadie. Haces bien, Ginia, pero yo en tu lugar estaría
atenta.
—¿Por qué? —preguntó.
—¿Qué dice Severino? ¿Le gusta el cuñado? —preguntó Amelia
riendo.
—Dime —insistió—. ¿Por qué debo estar atenta?
—¿Me robas mi pintor o me lo pides prestado?
Creyó que el corazón se le paraba de golpe. Sentía sobre sí los
ojos de Amelia.
—¿Has posado para Guido? —le preguntó.
Amelia la tomó del brazo y le dijo:
—Vamos, mujer; estaba bromeando. —Continuó tras un largo
silencio—: ¿No encuentras más bonito ir de paseo nosotras dos
juntas, mujeres, que hacerse mala sangre por culpa de dos mal
educados que nunca han sabido qué es una chica y que a la
primera que encuentran le hacen la corte?
—Pero tú bien vas con Rodrigues.
Amelia se encogió de hombros e hizo «pf».
—Dime una cosa: ¿Guido es cariñoso?
—No lo sé —contestó Ginia.
Amelia la detuvo y la tomó de la barbilla.
—Mírame a la cara —le dijo.
Estaban a la sombra de un portal. Ginia no hizo resistencia
alguna porque pensó que iba a decirle algo de Guido, pero Amelia le
dio un rápido beso en los labios.
CAPÍTULO XI

F UERON juntas durante un rato. Ginia sonreía asustada, bajo la


mirada aguda de Amelia.
—Limpiate el carmín —le dijo con toda tranquilidad.
Ginia, sin detenerse, se fue mirando en el espejo hasta llegar al
otro farol; no se atrevía a dejar de hacerlo y, mientras se miraba a
los ojos, se arreglaba el pelo.
—Que tú sepas —preguntó Amelia después que hubieron
pasado el farol—, ¿he bebido esta noche?
Ginia guardó el espejo y no respondió. Sus pasos resonaban en
la acera. Al llegar a la esquina, Amelia quiso detenerse, pero Ginia
dijo:
—Por aquí.
Frente al portal se despidieron.
—Adiós. Adiós.
Y Ginia continuó sola.
Al entrar ella al día siguiente en el estudio, Guido encendió la luz
porque había tanta niebla fuera que, a través de las grandes
vidrieras, parecía inundar toda la estancia.
—¿Por qué no enciendes la estufa?
—Ya está —dijo Guido, que esta vez llevaba chaqueta—. No
tengas miedo; este invierno encenderemos la chimenea.
Dando vueltas, Ginia levantó una tela clavada en la pared y vio la
chimenea llena de libros y trastos.
—¡Qué bonita! Dime, Guido, la modelo que posa, ¿se pone aquí
delante?
—Si resiste desnuda, sí.
Luego, de debajo de la cama sacaron una maleta en donde
estaba la ropa de Guido.
—¿Has tenido muchas modelos? ¿Por qué no me enseñas las
carpetas de tus dibujos?
Guido la tomó por un brazo.
—¿Qué es lo que sabes tú de los pintores? ¿A cuántos
conoces?
Entre risas ella se puso un dedo en la boca y se debatió
intentando liberarse.
—Enséñame las carpetas de tus dibujos. Te oí comentar con
Amelia que antes venían aquí muchas chicas.
—Naturalmente —dijo Guido—, ése es mi trabajo.
Luego, para retenerla, la besó.
—¿A quién conoces? —insistió.
—A ninguno —dijo Ginia abrazándolo a su vez—. Y quisiera
conocerte únicamente a ti y no ver a nadie en el estudio.
—Nos aburriríamos.
Aquella noche Ginia quiso barrer el estudio, pero no había
escoba; intentó hacer la cama, que se hallaba tan revuelta como
madriguera de lobo.
—¿Dormirás aquí?
Pero Guido dijo que de noche le gustaba ver las estrellas y que
dormiría en el sofá.
—Entonces, no hago la cama.
Al día siguiente le llevó un regalo: era una corbata. Guido se la
puso, bromeando, sobre la camisa caqui de soldado.
—Estará bien cuando te pongas de paisano.
Pasaron detrás de la cortina, se abrazaron en la cama deshecha
y se taparon con las mantas porque hacía frío. Guido dijo que era a
él a quien correspondía hacer regalos y Ginia le propuso comprarle
una escoba a fin de limpiar el estudio.
Aquellos días en que casi se veían a escondidas fueron los más
bonitos, a pesar de todo; no tenían tiempo para hablar en paz
porque de un momento a otro aparecía Rodrigues, y Ginia no quería
que la encontrasen sin zapatos. Una de las últimas noches Guido
dijo que tenía con ella una deuda y quería pagarla, así que
acordaron salir después de cenar.
—Iremos al cine —propuso Guido.
—¿Al cine? ¿Por qué? ¡Es más bonito pasear!
—Pero hace frío —dijo Guido.
—Podríamos ir al café o a un salón de baile.
—No me gusta bailar.
Le producía un extraño efecto pasear junto a un sargento; luego
pensaba que el sargento era Guido. Él la tomó por la axila como si
hubiera sido una niña, pero como tenía que saludar continuamente a
los oficiales, Ginia se pasó al otro lado y fue ella quien se colgó de
su brazo. La calle le parecía distinta.
«Si nos encontráramos a Amelia», pensaba Ginia y hablaba con
Guido de la señora Bice, la dueña del atelier, y él bromeaba:
—Dentro de tres días ya no tendré que saludar a estos macacos.
Fíjate qué cara de tontos tienen.
Ginia se echaba a reír.
—También a Amelia le gusta reírse de todos.
—Amelia exagera. ¿Hace mucho que la conoces?
—Somos vecinas, ¿y tú?
Guido le habló entonces del año en el que cogió el estudio, y de
cómo venían sus amigos estudiantes a visitarlo. Entre ellos había
uno que luego se hizo fraile. Amelia no era aún modelo, pero ya le
gustaba divertirse e invadían el estudio tanto de día como de noche,
mientras él intentaba hacer algo. No recordaba cómo había sido la
primera vez con Amelia. Luego, uno había ido al servicio, otro había
terminado sus estudios y alguno se había casado, así que se acabó
también la alegría de aquellos días.
—¿Lo sientes? —preguntó Ginia mirándolo fijamente.
—Más lo siente el fraile. De vez en cuando me escribe y me
pregunta si pinto y si veo a los otros.
—¿Pueden escribir los frailes?
—Mujer, el convento no es una cárcel. A aquél era al único que
le gustaban mis cuadros. Si lo vieras… Es un hombre tan fuerte
como yo, con los ojos como los de una chica. Entendía de todo.
Lástima.
—Tú no te harás fraile, ¿verdad?
—No hay peligro.
—A Rodrigues no le gustan tus cuadros. Él sí que tiene cara de
cura.
Guido defendió a Rodrigues diciendo que era un pintor
extraordinario, pero que antes de tomar un pincel pensaba y no
hacía nada sin meditarlo; lo que pasaba era que le faltaba el color.
—En su país hay demasiados colores[63] y él cuando era
pequeño cogió una indigestión, por eso ahora quiere pintar sin ellos.
Pero es inteligente.
—¿Me dejarás verte cuando utilices los colores? —le dijo Ginia
estrechándole el brazo.
—Si cuando deje este uniforme aún soy capaz de manejar el
color, te lo prometo. Antes trabajaba de veras. Hacía un cuadro a la
semana. Aquella vida me excitaba, pero ya se ha acabado el buen
tiempo.
—¿No te importa nada de mí? —preguntó mohína.
Ahora fue Guido quien le estrechó el brazo:
—Tú no eres el verano. No sabes lo que significa hacer un
cuadro. Si yo fuera inteligente me enamoraría de ti, pero entonces
perdería tiempo. Has de saber que un hombre como yo sólo trabaja
cuando tiene amigos que le comprenden.
—¿Nunca has estado enamorado? —no lo miró al hacer esta
pregunta.
—¿De vosotras? No, no tengo tiempo.
Cansados de dar vueltas se sentaron en el café como dos
enamorados. Guido encendió un cigarrillo y escuchó a Ginia
mirando la gente que entraba y salía. Luego, por darle gusto, dibujó
su perfil en el mármol. Ginia dijo aprovechando un momento en que
estaban solos:
—Me alegro de que no te hayas enamorado nunca.
—Si eso te complace…
Terminó la noche melancólicamente porque Guido dijo que
apenas obtenida la licencia tenía que hacer una escapada al pueblo
a ver a su madre. Ginia se consoló como pudo haciéndole hablar de
sus padres, de su casa, del trabajo de su padre y de él mismo
cuando era chico. Supo así que Guido tenía una hermana que se
llamaba Luisa, pero le disgustó que Guido fuera, en realidad, un
campesino.
—Cuando era un chaval iba descalzo —le confesó riendo.
Comprendió entonces el porqué de aquellas manos tan fuertes y
aquel especial tono de voz. Ella no creía que un campesino pudiera
ser pintor y le extrañaba que Guido se vanagloriase de ello. Cuando
Ginia se lo hizo notar, él contestó:
—La verdadera pintura se hace en el campo.
—Pero tú estás aquí.
—Es cierto, pero cuando me siento verdaderamente bien es en
lo alto de una colina.
A partir de entonces, quién sabe por qué, pensó mucho en
aquella Luisa y sintió envidia de que fuera su hermana. Intentaba
imaginar las conversaciones de los hermanos cuando eran unos
chicos. Comprendió también por qué Amelia no lo había querido: «Si
no fuera pintor, sería un paleto cualquiera.» Se lo imaginaba como
un recluta de esos que pasan en marzo con un pañuelo al cuello
cuando van a ser soldados. «Pero él está aquí y ha sido estudiante
y tenemos el mismo color de cabellos.» A lo mejor también su
hermana era rubia. Apenas entró en casa aquella noche cerró la
puerta con llave, se miró desnuda ante el espejo y se contempló,
preocupada, comparando su color con el de la nuca de Guido.
Ahora el mal había pasado y le parecía extraordinario que no
hubiera dejado ningún rastro. Le parecía extraordinario que no
quedaran huellas. Se imaginó posar ante Guido y se sentó en una
silla como hizo Amelia aquel día en el estudio de Barbetta. ¡Quién
sabe cuántas chicas habría visto Guido! A la única que no había
visto bien del todo era a ella. Sólo pensar en ello la acongojaba. Lo
bonito hubiera sido convertirse de golpe y porrazo en una chica
como Amelia: morena, esbelta, indiferente. Tal como era no podía
permitir que Guido la viera desnuda. Antes tendría que casarse.
Pero sabía muy bien que jamás se casaría con ella aunque
llegara a quererla. Lo supo ya la noche en que se había perdido por
él. Guido ahora se comportaba con extrema bondad y dejaba los
pinceles por ir con ella a la cama. Podría continuar viéndolo
únicamente si se convertía en su modelo. De otra forma, un buen
día él se buscaría otra.
Sintió frío ante el espejo y se echó el abrigo por los hombros
desnudos, ya con piel de gallina. «Así estaría yo si posase» —y
envidió a Amelia, que no tenía vergüenza alguna.
CAPÍTULO XII

V IO a Guido por última vez la noche antes de que él se


marchara al pueblo y se dio cuenta de que hacer el amor
como le gustaba a él era algo como para morirse, y se sintió tan
atontada que cuando Guido apartó la cortina para mirarla, ella se
cubrió la cara con las manos. Cuando llegó Rodrigues dejó que
hablaran ellos dos y comprendió qué significaba no estar casados, y
no poder estar juntos noche y día. Bajó la escalera aturdida y esta,
vez convencida de que ella no era ella y de que todo el mundo se
daba cuenta. «Por eso está prohibido hacer el amor —pensaba—,
por eso.» Se preguntaba si Amelia y Rosa habían pasado por lo
mismo. Veía su imagen al pasar por delante de los escaparates,
caminaba como borracha y le parecía que aquella imagen reflejada
en los cristales no era la suya, sino la sombra de otra. Se decía que
ahora sabía por qué las actrices tienen siempre aquellos ojos tan
extraviados, pero no debía ser eso lo que las dejaba encintas,
porque las actrices no tienen nunca niños.
Apenas se fue Severino ella cerró la puerta y se miró como otras
veces en el espejo. Le pareció imposible ser la misma de siempre.
Se notaba la piel como separada del cuerpo y aún la recorría un
resto de estremecimiento. No había cambiado, estaba pálida y
blanca como de costumbre. «Si ahora me viera él, dejaría que me
mirase a su gusto —pensó en un arrebato—. Le diría que soy
verdaderamente una mujer.»
Llegó el domingo y pensó que sin Guido era un día vacío. Amelia
apareció por su casa, pero a Ginia ahora no le infundía miedo
alguno porque tenía en quien pensar, no necesitaba enfadarse ni
tomar en serio a Amelia. La dejó hablar mientras pensaba en su
secreto. Amelia, ¡pobrecilla!, estaba más sola que ella.
Tampoco la otra sabía adónde ir. Era una tarde corta y fría,
húmeda de niebla, que quitaba las ganas incluso de ir a pasear por
el campo o ver el partido de fútbol. Amelia le pidió un café y dijo que
prefería quedarse tumbada en el sofá, hablando, pero Ginia se puso
el sombrero y dijo:
—Yo, en cambio, quiero salir. Me gustaría ir hasta la colina.
Amelia, caso extraño, se dejó llevar; dijo que tenía pereza aquel
día. Tomaron el tranvía para llegar antes, sin saber por qué. Ginia
hablaba, andaba, elegía las calles como si tuviese un fin
predeterminado. Cuando empezaron la cuesta llovía y Amelia se
quejaba porque deseaba volver.
—Es sólo un poco de niebla, mujer —dijo Ginia—; no es nada.
Se hallaban ya en el parque, en aquel paseo vacío donde les
parecía estar fuera del mundo. Sólo se oía el murmullo del agua de
una acequia y más lejos, a sus espaldas, algún tranvía que pasaba.
Se respiraba aire mojado y abierto, y más que frío se sentía olor a
hojas marchitas. Pareció que Amelia se despertaba poco a poco,
trotaban del bracete sobre el asfalto y reían comentando que con
aquel tiempo ni siquiera las parejas se atrevían a ir hasta allí.
Las alcanzó un coche magnífico y al pasar junto a ellas aminoró
la marcha.
—Si fuera nuestro ese coche —dijo Amelia.
Por la ventanilla, un brazo gris les hizo señas.
—¿Puedo llevarlas a algún sitio? —se asomó una cara con
monóculo.
—¿Subimos, Amelia? —susurró Ginia riendo.
—Ese nos lleva al infierno y luego nos deja a pie, no te fíes.
Así que siguieron adelante mientras el coche iba tras ellas a
paso de hombre. El conductor decía estupideces y sonaba la
bocina.
—Yo subo —dijo Amelia—, siempre es mejor que gastar las
suelas de los zapatos.
—¿La rubita, no? —preguntó el hombre bajando del coche.
Tendría unos cuarenta años y era muy delgado.
Subieron. Amelia en medio, Ginia aplastada contra la portezuela.
El señor delgado se insinuó bajo el volante y para empezar alargó el
brazo sobre los hombros de Amelia. Al ver aquella mano oscura y
huesuda junto a la oreja, Ginia pensó: «Si me toca lo muerdo.»
Arrancó el coche y el perfil del conductor, que tenía una fea cicatriz
en la sien, se concentró en la carretera. Ginia, apoyando la frente en
la ventanilla, pensaba en lo bonito que hubiera sido viajar
constantemente durante aquellos días en que Guido no estaba. El
viaje acabó en seguida, el coche se detuvo en la plaza. Ya no se
veían los árboles verdes, sino un vacío lleno de niebla y de hilos de
telégrafo. La colina parecía ahora una montaña pelada.
—¿Veníais aquí? —preguntó el señor sin dejar caer el monóculo.
Ginia, en un arranque, dijo:
—Vayan ustedes al café, yo me vuelvo a pie.
Amelia la detuvo con la mirada.
—Es una locura —dijo el otro.
—He dicho que vuelvo a pie. Ustedes son dos y se bastan.
—Estúpida —le susurró Amelia al bajar del coche—. ¿No
comprendes que éste no habla, pero paga?
Ginia gritó mientras se alejaba:
—¡Gracias por todo! Acompañe luego a mi amiga a casa.
Al llegar a la carretera, en el silencio de la niebla, escuchó un
momento para ver si el motor se ponía en marcha de nuevo. «Guido
—pensaba—, así me perdonarás.» Mientras bajaba la cuesta
miraba los ribazos y olía el frío del campo. También Guido se
hallaba entonces en medio de la tierra descubierta, en pleno campo.
Quizás estaba junto al fuego, fumando un cigarrillo como hacía en el
estudio cuando quería calentarse. Le hirió tanto aquel recuerdo que
se detuvo porque casi veía ante sí el rinconcito de detrás de la
cortina, tan tibio y oscuro como si ella estuviera allí. «¡Oh, Guido,
vuelve!» —decía apretando los puños en los bolsillos.
Llegó pronto a casa, con los cabellos húmedos y las medias
mojadas. El mismo cansancio le sirvió de compañía. Se quitó los
zapatos y se tendió en la cama caliente, pensando divertida en
Amelia e imaginando que ya conocía antes al señor del monóculo.
Cuando entró Severino le dijo que estaba harta de trabajar en el
atelier.
—Cambia —dijo su hermano, lacónico—, pero no me dejes sin
comer. Búscate un horario de personas normales.
—¡Hay tantas cosas que hacer!
—Mamá decía siempre que para lo que ganas, mejor harías
quedándote en casa.
Ginia dio un salto:
—Este año no hemos ido al camposanto.
—He ido yo —dijo Severino—. Embustera. Lo sabías
perfectamente.
Lo había dicho por decir. De no ser por lo poco que ganaba no
hubiera podido comprarse nada que ponerse, ni los guantes de
goma para lavar los platos para que no se le estropearan las manos.
La colonia, el sombrero, las cremas y los regalos de Guido tampoco
hubiera podido comprarlos de no ser por su pequeño sueldo;
hubiera terminado por ser una obrera como Rosa. Lo que le faltaba
era tiempo, tenía que buscarse un trabajo que sólo la ocupase por la
mañana.
Trabajar tenía también su lado positivo. ¿Qué hubiera hecho
aquellos días sin Guido de no haber ido al atelier? Quedarse en
casa o vagabundear todo el día pensando constantemente en él. En
cambio, al día siguiente volvió al taller y las horas pasaron
rápidamente. Al volver a casa preparó una buena cena para
Severino. Tomó la decisión de tratar bien a su hermano en aquellos
días, porque después se quedaría más de una noche sin cenar.
De Amelia llevaba días sin saber nada. Varias noches estuvo a
punto de salir, pero luego recordaba la promesa que se había hecho
a sí misma y esperaba que Amelia fuera a su casa. Rosa estuvo un
día para

enseñarle la muestra de la tela con la que se iba a hacer un vestido.


Ginia no sabía qué decirle. Hablaron de Pino, pero Rosa no dijo que
había cambiado de novio. Se quejaba, en cambio, de que se aburría
mortalmente e insistía:
—¿Qué quieres? Si una se casa, está fresca.
De tanto pensar en Guido no podía dormir. Se enfadaba a veces
porque él no pensaba que ya era hora de volver. «A lo mejor vuelve
el lunes, o quizá no vuelva nunca más.» Odiaba especialmente a
Luisa, que sólo era su hermana pero tenía el privilegio de verlo todo
el día. Se puso tan nerviosa, que pensó ir al estudio a preguntar a
Rodrigues si Guido era un hombre que mantenía su palabra.
Pero pasó por el café, en donde encontró a Amelia.
—¿Cómo terminó el domingo? —preguntó.
Amelia fumaba; no sonrió, pero contestó despacio:
—Bien.
—¿Te acompañó?
—Sí. ¿Por qué te fuiste?
—¿Se ofendió?
—¿Por qué se había de ofender? Lo único que dijo fue:
«Graciosa, la pequeña.» Dime, ¿por qué te fuiste?
Ginia se ruborizó:
—Porque estaba ridículo con aquel monóculo.
—Estúpida.
—¿Y Rodrigues?
—Se acaba de ir.
Volvieron juntas a casa, y Amelia dijo:
—Esta noche pasaré a verte.
Aquella noche nadie habló de salir.
Cuando Ginia terminó de fregar los platos se sentó al borde del
sofá donde Amelia se había echado. Estuvieron un rato sin hablar.
Luego, Amelia repitió con su voz ronca:
—Graciosa, la pequeña.
Ginia miró a otro lado. Amelia alargó el brazo y le acarició los
cabellos.
—¡Déjame! —dijo Ginia.
Con un suspiro, Amelia se incorporó sobre el codo.
—Estoy enamorada de ti —dijo con voz ronca.
Ginia, entonces, se volvió de golpe a mirarla.
—Pero no puedo besarte. Tengo sífilis.
CAPÍTULO XIII

—¿ S
ABES lo que es?
Ginia afirmó con los ojos sin hablar.
—Yo, en cambio, no lo sabía.
—¿Quién te lo ha dicho?
—¿No oyes mi voz?
—Creí que era porque fumas mucho.
—También lo creía yo. Pero el hombre del coche del domingo
pasado es un médico. Mira. —Se abrió la blusa y sacó un pecho.
Ginia le dijo:
—No lo creo.
Amelia alzó los ojos, con el pecho entre los dedos, mirándola.
—Entonces, bésame aquí encima —dijo despacio—, donde está
la inflamación.
Se miraron durante un momento. Luego Ginia cerró los ojos y se
inclinó sobre el pecho.
—Ah, no —dijo Amelia—, ya te besé yo una vez Ginia sudaba,
sonrió estúpidamente y se ruborizó. Amelia la miraba ahora sin
hablar.
—¿Ves como eres una estúpida? —dijo finalmente—. Ibas a
besarme ahora, cuando estás enamorada de Guido y no te importa
nada de mí. —Se abrochó la blusa con aquella mano delgada—. Sí,
la verdad, di que no te importo nada.
No sabía qué contestar porque ni ella misma entendía lo que
había estado a punto de hacer, pero se alegraba de que Amelia la
hubiera maltratado. Ahora comprendía el significado de los
desnudos, las poses y todas aquellas habladurías. Dejó que Amelia
se desahogara y sintió náuseas como cuando de pequeña se
bañaba y desnudaba junto a la estufa.
Pero cuando Amelia le dijo que la enfermedad se conocía por la
sangre sintió miedo.
—¿Cómo hacen? —preguntó.
Amelia deseaba hablar porque así sufría menos que estando
callada. Le dijo que tomaban una sangre negra del brazo con la
aguja. Que la hacían desnudar y estar así, al frío, una media hora.
El médico se enfadaba amenazando encerrarla en el hospital.
—Pero no puede —protestó Ginia.
—Tú eres muy joven aún, amiga mía. Hasta en la cárcel puede
encerrarme si quiere. Tú no sabes lo que es la sífilis.
—Pero ¿dónde te has contagiado?
Amelia la miró de reojo.
—Haciendo el amor.
—Bueno, pero para cogerla la ha de tener uno de los dos.
—Claro.
A Ginia le vino al pensamiento Guido y se puso tan pálida que no
añadió nada más. Amelia se había sentado y se sostenía el pecho
con la mano a través de la blusa.
Miraba fijamente y así sin su sombrerito de velo y desesperada
como estaba, no parecía la misma. De vez en cuando apretaba los
dientes mostrando las encías. Ni siquiera el perfume que llevaba
lograba calmarla.
—Tenías que haber visto a Rodrigues —dijo con aquella extraña
voz—. Él decía que esta enfermedad produce la ceguera y le
invaden a uno las costras hasta que se muere. Cuando se enteró se
puso pálido hasta el cuello —hizo una mueca como si escupiese—.
Siempre sucede lo mismo. Él no tiene nada.
Ginia le preguntó apresuradamente si estaba segura.
—Sí, puedes estar tranquila. Le han analizado también la
sangre. Esos tienen la piel dura. ¿Tienes miedo por Guido?
Ginia intentó sonreír y parpadeó. Amelia estuvo callada durante
una eternidad y luego dijo:
—No tengas miedo, él no me ha tocado.
Ginia se sintió tan feliz, que puso la mano sobre el hombro de
Amelia. Esta hizo una mueca.
—¿No tienes miedo de tocarme? —dijo.
—Pero nosotras —balbuceó Ginia— no hacemos el amor.
La congoja fue pasando a medida que Amelia hablaba de Guido.
Le dijo que ni siquiera la había besado, porque no se puede hacer el
amor con todos. Guido le gustaba, era cierto, y no comprendía cómo
podía gustarle a ella, puesto que los dos eran rubios. Ginia,
oyéndola, se sentía completamente feliz.
—Pero si Rodrigues no tiene nada —dijo—, quiere decir que tú
tampoco. Así que se han equivocado.
Amelia bajó los ojos:
—Pero, ¿qué te creías, que me lo había pegado él?
—No lo sé —dijo Ginia.
—Si ese tiene más miedo que un niño —dijo Amelia entre
dientes—. El no. Pero el Señor castiga. La que me ha hecho el
regalo está peor que yo. Aún no lo sabe, y dejaré que se vuelva
ciega.
—¿Es una mujer? —preguntó Ginia en voz baja.
—Hace dos meses. Esta señal es un regalo suyo. —Y se tocó la
blusa.
Durante toda la tarde Ginia trató de consolarla, pero tuvo buen
cuidado en no dejarse tocar; se infundía valor diciéndose que en los
últimos tiempos ni siquiera habían ido del bracete; además, Amelia
le había dicho que para que exista contagio se necesita una herida,
porque la infección está en la sangre.
Sin atreverse a decirlo, Ginia estaba segura de que aquellas
cosas le sucedían a Amelia por los pecados que hacía. Al llegar a
esta conclusión cesaba de pensar y se decía que entonces todos
tendríamos que estar enfermos.
Al bajar las escalera le dijo, en cambio, que no debía vengarse
de la mujer que se lo había pegado, la cual, no sabiendo lo que
tenía, tampoco era culpable.
Amelia se detuvo en la escalera y preguntó con ironía:
—¿Y qué tengo que hacer? ¿Enviarle un ramito de flores?
Se despidieron con la promesa de verse al día siguiente en el
café, y Ginia la vio alejarse con la angustia en el corazón.
Al día siguiente salió de casa una hora antes. Aún estaban los
faroles encendidos. Corrió al estudio. No se atrevió a subir porque
Rodrigues debía de estar durmiendo, así que paseó un rato hasta
que sintió frío. Subió las escaleras temblando y llamó a la puerta.
Abrió Rodrigues, que iba en pijama; la miró turbiamente. Dando
saltitos se sentó en el borde de la cama. Todo estaba tan sucio y
luminoso como siempre. Ginia comenzó a balbucear y Rodrigues a
rascarse los tobillos hasta que ella, al fin, le dijo que si había ido al
médico. Pusieron a Amelia a bajar de un burro y a Ginia le temblaba
la voz mientras miraba a otro lado por no ver los pies tan feos de
Rodrigues.
Luego, él dijo:
—Tengo frío, Ginia; perdona, pero yo me meto en la cama.
Y así lo hizo arrebujándose en las mantas.
Cuando Ginia le dijo que Amelia la había besado, el otro se echó
a reír y se incorporó apoyándose en el codo.
—Entonces somos compañeros, ¿sólo te ha dado un beso?
—Sí. ¿Hay peligro?
—¿Cómo fue ese beso?
Ginia no entendía y Rodrigues se lo explicó; entonces ella juró
que había sido un beso como los que se suelen dar entre chicas.
—¡Tonterías! Puedes estar tranquila.
Al levantarse vio sobre la mesa un vaso sucio y peladuras de
naranjas.
—¿Cuándo vuelve Guido?
—El lunes. ¿Ves eso? —e indicaba el vaso—. Es una naturaleza
muerta.
Ginia sonrió:
—Siéntate, Ginia; acércate, siéntate en la cama.
—No puedo, yo trabajo. He de irme.
Rodrigues se quejó de que lo había despertado y de que ni
siquiera le daba los buenos días.
—Al menos —dijo— para celebrar un peligro que se aleja.
Ginia se sentó al borde de la cama, bajo la cortina corrida.
—Estoy preocupada por Amelia. Pobre chica. Está desesperada.
¿Es cierto que se vuelve uno ciego?
—Qué va, se cura. La agujerearán por todos lados, le cortarán
algún trozo de piel y ya verás cómo ese médico aún se la lleva a la
cama. Hazme caso.
Ginia trató de sonreír, y Rodrigues continuó:
—¿Os ha llevado a la colina?
Y mientras hablaba le acariciaba las manos como si se tratara
del lomo de un gato.
—¡Qué manos tan frías! —continuó—. ¿Por qué no vienes a
calentártelas?
Ginia se dejó besar en el cuello, murmurando: —Pórtese bien—.
Luego se levantó, ruborizada, y echó a correr.
CAPÍTULO XIV

P OR la noche, también vino Rodrigues al café y se sentó junto


a Ginia.
—¿Cómo va la voz? —dijo medio en serio y medio en broma.
Ella intentaba consolar a Amelia diciéndole que podía curarse.
Apenas miró a Rodrigues. Amelia callaba y Ginia ya estaba
pensando en preguntar la hora cuando Rodrigues se burló:
—De modo, Amelia, que también seduces a las menores.
La otra no comprendió en seguida. Entonces Ginia cerró los ojos.
Al abrirlos oyó la voz amenazadora de Amelia.
—¿Qué te ha dicho esta estúpida?
Rodrigues sintió piedad:
—Fue esta mañana al estudio. Quería saber de ti. —Por lo visto,
tiene tiempo que perder.
Ginia, durante aquellos días, intentó ser extremadamente buena;
le parecía que comportándose así Guido volvería antes. Fue de
nuevo a ver a Rodrigues pero no al estudio, porque el recuerdo la
asustaba y porque además Rodrigues era un dormilón, sino al
restaurante donde comía al mediodía y donde también, de estar,
hubiera comido Guido. Al fin y al cabo le cogía de paso y así
bromeaban un poco y se enteraba de alguna novedad. Le tomaba el
pelo, como hacía Amelia, pero Rodrigues había comprendido a
Ginia y tenía las manos quietas. Acordaron que el domingo por la
mañana iría ella al estudio para limpiarlo de forma que Guido, al
volver, lo encontrara todo en orden.
—Nosotros, los sifilíticos —bromeó Rodrigues—, no tenemos
miedo a nada.
Amelia no fue más al estudio. Ginia estuvo con ella la tarde del
sábado y la acompañó al doctor que le ponía las inyecciones. Se
detuvieron indecisas en la puerta:
—No subas tú —dijo Amelia—, sería capaz de encontrarte
también algún mal —y ya desde el escalón se volvió—: Hasta luego,
Ginia.
Aquella despedida fue tan patética que volvió a casa
desesperada; ni siquiera la consoló el pensamiento que tuvo de que,
un día después, Guido estaría a su lado.
Pasó el domingo como un sueño. Ella estuvo toda la tarde en el
estudio: barrió, fregó, puso algo de orden. Rodrigues no la molestó,
la ayudó a recoger inmundicias y peladuras, sacaron los libros de
debajo de la chimenea y los pusieron en una caja. Lavaron los
pinceles y Ginia los miró encantada; el olor a trementina le
recordaba a Guido como si estuviera a su lado. Sonrió porque
Rodrigues no se había dado cuenta.
—Tiene suerte el cerdo ese —dijo él cuando salió de detrás de la
cortina secándose las manos—. Ni siquiera espera esta sorpresa.
Tomaron el té junto a la estufa y repasaron algunos dibujos de
Guido que habían encontrado bajo los libros. Ginia sufrió una
desilusión porque sólo había paisajes y la cabeza de un viejo.
—Espera, espera —dijo Rodrigues—; sé lo que estás buscando.
Al cabo de un rato salieron los dibujos femeninos. Parecían
figurines. Ginia los miraba divertida porque se trataba de una moda
de dos años atrás. Luego aparecieron los desnudos, tanto de mujer
como de hombre, y ella los pasó precipitadamente porque
Rodrigues, apoyado en la pared, observaba. Finalmente encontró el
busto de una mujer vestida; de una chica pueblerina de rostro
cuadrado.
—¿Quién es? —preguntó.
—Debe de ser su hermana.
—¿Luisa?
—No lo sé.
Estudió atentamente aquellos ojos gruesos, la boca delgada. No
se parecía a nadie.
—Es bonita —dijo—. Y no tiene ese aire adormilado que ponéis
siempre vosotros, los pintores.
—Habla por él. Yo no tengo nada que ver.
De haber sabido Rodrigues lo contenta que estaba Ginia la
hubiera podido besar, pero él, en aquel momento, estaba encogido
melancólicamente en el sofá. De no haber sido porque aún entraba
un poco de luz a través de las vidrieras, Ginia hubiera pensado que
era Guido quien estaba cerca de ella y le hubiera hecho una caricia.
Cerró los ojos.
—¡Qué bonito es! —dijo en voz alta. Luego preguntó de nuevo a
Rodrigues si sabía la hora de llegada de Guido. Contestó que a lo
mejor volvía en bicicleta. Hablaron del pueblo de Guido y aunque
Rodrigues no había estado nunca lo describió como un paraíso de
cerdos y gallinas, con las carreteras tan estropeadas en aquella
estación que a lo mejor no se podía salir de allí. Ginia se enfadó y le
dijo que no se burlara más del pueblo de Guido. Al salir, Rodrigues
prometió que no arrojaría las colillas al suelo.
—Y esta noche dormiré en un banco, ¿estás contenta?
Fueron riendo hasta el tranvía y ya en él Ginia pensó de nuevo
en Amelia y en las chicas de los dibujos, comparándose
mentalmente con ellas. Le parecía que era ayer cuando habían
subido a la colina y, sin embargo, Guido estaba a punto de volver.
Se despertó al día siguiente consternada. El mediodía se echó
encima. Había acordado con Rodrigues que, si Guido llegaba, se
verían en el café. Llegó hasta él casi a hurtadillas, y desde la
cristalera los vio en el mostrador. Guido, con gabardina, parecía
delgado, y estaba con el pie en la barra. No lo habría reconocido de
estar solo. Por la gabardina abierta le vio una corbata gris, no la
suya. Así de paisano, Guido ya no parecía un chico joven.
Se reían él y Rodrigues y Ginia pensó: «Si estuviera Amelia
haría como que entraba a buscarla.» Para decidirse a entrar tuvo
que recordar que había limpiado el estudio.
Aún no había entrado cuando ya Guido la vio, pero ella fue a su
encuentro como si hubiera pasado por allí casualmente. Nunca
como entonces la había turbado tanto. Entre la gente que iba y
venía, Guido le tendió la mano mientras seguía hablando con
Rodrigues.
No se dijeron apenas nada. Guido tenía más prisa que ella
porque alguien le esperaba. Le preguntó con una sonrisa: —¿Estás
bien?—. Y ya desde la puerta gritó: —¡Hasta la vista!
Se fue hacia el tranvía como una estúpida. En aquel momento
alguien la tomó del brazo y una voz, la de Guido, le dijo al oído:
«¡Ginetta!»
Se detuvieron y ella tenía los ojos llenos de lágrimas.
—¿Adónde ibas? —le preguntó Guido.
—A casa.
—¿Sin despedirte? —Y él la atrajo hacia sí y la miró con
aquellos ojos suyos.
—¡Oh, Guido! —dijo Ginia—. ¡Si supieras cuánto he esperado tu
vuelta!
Siguieron por la acera sin hablar. Luego dijo Guido: —Vete a
casa, pero por favor, cuando vengas a verme nada de lágrimas.
—¿Esta noche? —balbuceó.
—Esta noche.
Aquella noche Ginia, antes de salir se lavó expresamente para
él. Se le doblaban las rodillas sólo de pensarlo y subió la escalera
llena de miedo. Al llegar a la puerta escuchó, había luz pero nadie
hablaba. Tosió como había hecho otra vez, pero como nadie se
movía, decidió llamar.
CAPÍTULO XV

A BRIÓ Guido riendo y una voz de chica preguntó:


—¿Quién es?
Guido le tendió la mano y le dijo que entrara.
Bajo la luz pálida, junto a la cortina, una muchacha se ponía el
impermeable. No llevaba sombrero y miró a Ginia de arriba abajo,
como si ella fuera la dueña del estudio.
—Es una colega, Ginia —aclaró Guido.
La otra fue hacia la ventana mordiéndose los labios. Se miró en
el cristal negro. Caminaba como Amelia. Ginia la miraba a ella y a
Guido.
—Pasa, Ginia —dijo él.
Por fin la otra se fue, no sin echarle una nueva mirada desde la
puerta, que cerró con ira. Oyeron sus pasos alejarse.
—Es una modelo —dijo Guido.
Aquella noche se quedaron en el sofá con la luz encendida.
Ginia no intentó esconderse. Habían acercado la estufa pero hacía
frío igualmente. Al cabo de un momento que Guido la miraba, ella se
arrebujó entre las mantas. Lo más bonito de todo fue, abrazada a él,
pensar que aquello era verdaderamente el amor. Guido se levantó
para coger el vino, desnudo como estaba, y volvió dando saltitos por
el frío. Pusieron los vasos en la estufa para que se calentasen.
Luego comprobó que entre el sabor a vino y el olor cálido de la piel
prefería este último. El pelo del pecho de Guido era rizado y le hacía
cosquillas en la mejilla y cuando alguna vez se destapaban Ginia
comparaba aquel color rubio con el suyo. Aunque sentía vergüenza,
al mismo tiempo le gustaba. Le dijo al oído que tenía miedo de
mirarlo y él respondió que no mirara.
Abrazados bajo las mantas hablaron de Amelia y Ginia dijo que
la causa de todo era una mujer.
—Se lo merece —dijo Guido—, son bromas que no deben
hacerse.
—Sabes a vino —dijo Ginia.
—Es el mejor olor que puede sentirse en la cama.
Pero Ginia le tapó la boca con la mano.
Apagaron la luz y estuvieron callados durante un rato. Ginia
miraba el techo incierto y pensaba en tantas cosas mientras Guido
respiraba sobre ella. A través de los cristales se veían las luces
lejanas. Aquel olor a vino y el aliento cálido le hacían pensar en el
pueblo de Guido. Se preguntaba si a él le gustaba su cuerpo, tan
menudo, y si no hubiera preferido a Amelia, morena y bella como
era. Guido, sin hablar, la había besado completamente.
Se dio cuenta de que él dormía y le pareció imposible que se
pudiera dormir así, abrazados como estaban. Se separó despacio
hasta encontrar un sitio más fresco y de nuevo sintió inquietud
porque se vio desnuda y sola. Sintió pena y un estremecimiento le
recorrió todo el cuerpo, como cuando de niña se lavaba. Se
preguntó por qué Guido hacía el amor con ella y qué pasaría al día
siguiente; pensó en los días que había esperado y los ojos se le
llenaron de lágrimas. Lloró despacio, en silencio, para que él no la
oyese.
Se vistieron a oscuras. Preguntó quién era aquella modelo.
—Una pobre chica a la que han dicho que he vuelto.
—¿Es guapa?
—¿No la has visto?
—Pero ¿cómo se puede posar con el frío que hace?
—Las chicas no tenéis frío. Estáis hechas para estar desnudas.
—Yo no podría.
—Pero has estado esta noche —y la miró sonriendo bajo la luz
—. ¿Estás contenta? —le preguntó.
Se sentaron en el sofá y Ginia puso su cabeza sobre los
hombros de él para no mirarlo a los ojos.
—Tengo miedo —le dijo— de que tú no me quieras.
Más tarde hicieron el té y Guido fumaba sentado mientras ella
iba y venía por el estudio.
—¡Si te dejo hacer lo que quieres!… Hasta he mandado a paseo
al pobre Rodrigues.
—¿Volverá pronto?
—Lo malo es que no tiene la llave del portal. Tendré que bajar a
abrirle.
Se despidieron, no quería ver a Rodrigues. Volvió a casa en el
tranvía, intentando no pensar en nada.
Empezó así su verdadera vida de enamorada, porque ahora que
ambos se habían visto desnudos, todo le parecía distinto. Ahora sí
que era como si estuviera casada y, aunque sola en su habitación,
le bastaba recordar cómo la habían mirado aquellos ojos para no
sentir la soledad: «Eso quiere decir casarse.» Quién sabe si su
madre había hecho lo mismo; le parecía imposible que otras parejas
en el mundo tuvieran tanto valor. Ninguna mujer, ninguna otra chica
podía haber visto a un hombre desnudo como ella había visto a
Guido. Una cosa así no puede suceder dos veces.
Pero no era tampoco estúpida y sabía que todas dicen lo mismo;
incluso Rosa lo decía aquella vez que quería matarse. La diferencia
era que Rosa hacía el amor en la hierba y no sabía lo bonito que era
hablar abrazada a Guido.
Pero con él también hubiera sido maravilloso en la hierba. Ginia
pensaba a menudo en ello. Maldecía la nieve y el frío que no
permitían hacer nada y pensaba, atontada por el placer, en el
próximo verano cuando fueran a la colina, y en los paseos por la
noche y en los ventanales abiertos del estudio. Guido le había dicho:
«Tendrías que verme en el campo. Sólo allí pinto verdaderamente.
No hay chica tan hermosa como una colina.» Ginia estaba contenta
porque no había tomado la modelo y porque él quería hacer un
cuadro que pudiera colocarse entero alrededor de la pared de una
habitación, como una hendidura a través de la cual se vieran las
montañas y el cielo claro. Estudiaba aquello desde que era soldado
y ahora manejaba tiras de papel dando pinceladas sobre ellas,
probando una y otra vez. Un día le dijo a Ginia: «No te conozco aún
lo bastante para hacerte el retrato.»
Rodrigues no le veía casi nunca porque antes de cenar, cuando
ella llegaba al estudio, él ya se había marchado. En cambio acudían
otras personas, mujeres también, porque un día Ginia encontró la
colilla de un cigarrillo manchada de carmín. Le dijo que tenía miedo
de molestarlo con su presencia porque aquella gente la aterrorizaba.
Le propuso que dejara la puerta abierta cuando estuviera solo y
quisiera verla.
—Yo vendría siempre, Guido —añadió—, pero comprendo que tú
tienes tu vida. Yo quiero estar sola contigo y no quiero hacerme
antipática.
Decirle estas cosas le producía tanto placer como cuando él la
abrazaba, pero la primera vez que encontró la puerta cerrada no
pudo contenerse y llamó, con el corazón en un puño.
Amelia la visitaba a veces después de comer, con cara de
enfado y los ojos hinchados. Salían en seguida porque Ginia no le
daba tiempo a sentarse en la cama y paseaban hasta las tres. Sin
preocupación alguna tomaban el café en cualquier bar y Amelia
dejaba la marca de los labios en la taza. Se pintaba mucho para
disimular su palidez. Cuando Ginia le hizo observar que podía
infectar las tazas, ella respondió:
—¡Que las limpien! ¿Qué te piensas? El mundo está lleno de
gente como yo; la única diferencia es que no lo saben.
—Pero estás mejor. Al menos tienes la voz más clara.
—¿Tú crees?
No se atrevía a preguntarle algunas cosas que le hubiera
gustado saber. La única vez que intentó hablar de Rodrigues,
Amelia contestó con una mueca.
—Déjalos estar a aquellos dos.
Cierta noche cayó por su casa y le preguntó:
—¿Vas a ver a Guido esta noche?
—No lo sé, debe de tener gente.
—¿Y tú le das el gustazo de no ir a molestarlo? ¡Estúpida!
Mientras se te suban los colores a la cara no harás nunca nada.
Ginia dijo que creía que ella había reñido con Rodrigues.
—Sigue siendo el mismo cerdo de siempre —dijo Amelia—. ¿Te
lo ha dicho él? ¡Y pensar que le ha salvado la piel!
—Él dice que es una excusa que tú has puesto para hacer el
amor con el médico.
La otra lanzó una carcajada. Al llegar al portal, Ginia vio la
ventana iluminada y sufrió una desilusión porque hasta aquel
momento había esperado que Guido no estuviera en el estudio.
—No hay nadie —dijo—; es mejor no entrar.
Pero Amelia no hizo caso.
Encontraron a Guido y a Rodrigues encendiendo la chimenea.
Amelia entró la primera seguida de Ginia, que intentaba sonreír.
—¡Mira quién viene! —dijo Guido.
CAPÍTULO XVI

A L preguntar Ginia si molestaban, Guido le lanzó una ojeada


tan cómica, que la dejó perpleja. Junto a la chimenea había
un fajo de leña. Amelia, con toda tranquilidad, se sentó en el sofá
comentando el frío que hacía.
—Depende de la sangre —murmuró Rodrigues desde la
chimenea.
Ginia pensaba quién podía ir al estudio aquella noche que
incluso habían encendido el fuego. Nadie habló durante unos
momentos y ella se asombró una vez más de la desfachatez de
Amelia. Cuando al final prendió la llama, Guido, sin volverse, le dijo
a Rodrigues:
—Siempre tira, ¿eh?
Amelia lanzó una carcajada y hasta Rodrigues hizo una mueca
de placer. Luego, Guido apagó la luz y el estudio fue otro, lleno de
sombras que bailaban.
—Seguimos siendo los mismos —dijo Amelia desde el sofá—.
¡Qué bien se está aquí!
—Faltan sólo las castañas —dijo Guido—. Vino tenemos
suficiente.
Entonces Ginia se quitó el sombrero, feliz, y dijo que las
castañas las vendía la vieja de la esquina.
—Le toca a Rodrigues —dijo Amelia.
Pero Ginia echó a correr como alma que lleva el diablo, contenta
porque ellos no estuvieran enfadados. Tuvo que dar varias vueltas
en el frío de la calle porque la vieja de la esquina aquel día no
estaba, mientras pensaba que Amelia no se hubiera molestado tanto
como ella.
Cuando volvió al estudio, estaba helada. En la estancia que
bailaba vio a Rodrigues, encogido como antes, al fondo del sofá, a
los pies de Amelia, y Guido, de pie, en la sombra rojiza, hablando y
fumando.
Habían llenado los vasos y charlaban de cuadros. Guido decía
que quería pintar la colina y que su intención era tratarla como a una
mujer, con las tetas al sol y darle el sabor y fluidez que tienen las
mujeres. Rodrigues intervino:
—Puedes cambiar de idea. Ya lo han hecho otros.
Se enzarzaron en una discusión acerca si lo habían o no lo
habían hecho otros y, mientras, comían las castañas arrojando las
peladuras al fuego, menos Amelia, que las tiraba al suelo, Guido
dijo:
—Que no, que nadie ha hecho las dos cosas juntas. Yo te cojo
una mujer y la extiendo en el suelo como si fuese una colina en cielo
neutro.
—Pintura simbólica. Entonces pinta la mujer y deja la colina —
dijo Rodrigues irritado.
De momento, Ginia no se dio cuenta, pero luego vio que, sin más
ni más, Amelia se había ofrecido a posar para Guido y que él no la
había rechazado.
—¿Con este frío? —preguntó.
No se molestaron siquiera en contestarle, antes bien, se
pusieron a discutir adonde tenía que trasladarse el sofá a fin de
combinar la luz y el calor del fuego.
—Pero si Amelia está enferma… —insinuó Ginia.
—¿Qué tiene eso que ver? —saltó ella—. Mi trabajo consiste en
estar quieta.
—Será un cuadro moral —se burló Rodrigues—, el cuadro más
moral del mundo.
Rieron y se dijeron de todo. Amelia, que no bebía por prudencia,
acabó por aceptar un vasito, luego explicó que bastaba lavarlo con
agua y jabón, que ella hacía lo mismo en casa y contó, con todo lujo
de detalles, la cura que estaba siguiendo por mandato del médico,
bromeando acerca de las inyecciones. Amelia dijo a Guido que
estuviera tranquilo porque la piel estaba sana. Ginia, vengativa, le
preguntó si aún tenía el pecho inflamado y Amelia, con rabia, le
contestó que tenía los senos más bonitos que los suyos. Guido
intervino: «Enséñalos.» Todos se miraron riendo y Amelia se
desabrochó la blusa y luego el sostén. Habían encendido la luz y
Ginia, que miraba de reojo, se detuvo en los ojos de Amelia,
triunfantes y malignos.
—Vamos —apremió Rodrigues—, enseña ahora las tuyas.
Pero Ginia movió la cabeza con desesperación y bajó los ojos
ante la mirada de Guido. Transcurrió un largo momento. Guido no
decía nada.
—Brindemos —insistió Rodrigues—. ¡Brindemos por las tuyas!
Guido seguía callado. Ginia se volvió hacia la chimenea y les oyó
decir: «¡Estúpida!»
Así al día siguiente fue al atelier sabiendo a Amelia desnuda y
sola con Guido. Creía morir. Veía continuamente el rostro de él fijo
en el cuerpo de Amelia. Esperaba que también estuviera Rodrigues
con ellos.
Pudo salir por la tarde porque tenía que llevar una factura. Corrió
al estudio y lo encontró cerrado. Tendió el oído pero no oyó rumor
alguno. Entonces bajó la escalera con más tranquilidad.
A las siete los encontró a todos en el café. Guido llevaba la
corbata que ella le había regalado y se hacía el interesante. Amelia
escuchaba fumando. Hablaban de tiempos pasados y de los
pintores que ella había conocido.
—Y tú, ¿qué nos cuentas? —preguntó Rodrigues al oído de
Ginia.
Ella, sin volverse, respondió:
—Pórtese bien.
Pasearon todos por los soportales y en un aparte pudo preguntar
a Guido si podían verse después de cenar.
—Hoy estará Rodrigues en el estudio.
Ella le miró, desesperada, y acordaron verse en la calle un
momento.
Nevaba aquella noche y fue el propio Guido quien propuso entrar
en un café a tomar un ponche. Lo tomaron de pie en la barra. Ginia,
temblando de frío, preguntó cómo hacía Amelia para posar con
aquel tiempo.
—Algo calienta la chimenea, mujer. Además, ella está
acostumbrada.
—Yo no podría resistirlo.
—¿Y quién te pide que lo hagas?
—¡Oh, Guido! —exclamó ella—, ¿por qué me tratas así? Yo lo
decía porque ella está enferma.
Salieron del café. Guido la llevaba del bracete. Tenían nieve en
los ojos, en la boca, por todos lados.
—Oye, Ginia —dijo él—. Lo sé todo. Sé que hacíais cosas
vosotras dos, pero no hay nada malo en ello. A todas las chicas les
gusta besarse. Vive y deja vivir.
—¿Ha sido Rodrigues…? —empezó Ginia.
—No. Lo que pasa es que todas sois iguales. Si quieres posar
para Rodrigues, adelante, ven mañana. Al fin y al cabo, yo no te
pregunto qué haces durante todo el día.
—¡Yo no quiero posar para Rodrigues!
Se separaron en el portal y ella volvió a casa pisando la nieve y
envidiando a los ciegos que piden limosna y no piensan en nada.
A las diez en punto del día siguiente se plantó en el estudio. Le
dijo a Guido, en la puerta, que se había despedido del atelier.
—¡Es Ginia! —dijo Guido, dirigiéndose dentro.
Afuera en los tejados brillaba la nieve. Amelia, sentada desnuda
en el sofá colocado ante la chimenea encendida, se encogía de
hombros suplicando que cerrasen la puerta.
—Así que has venido —dijo Guido volviendo al caballete—. ¿De
quién tienes celos?
Se fue junto al fuego. Ni miró a Amelia ni se acercó a Guido. Él
arrojó más leña en la chimenea y era tal el calorcillo que, de verdad,
uno podía estar allí desnudo. Al volver él al caballete le dio una
palmadita en la nuca y mientras ella apartaba la cabeza, acarició la
rodilla de Amelia como se toca una llama. Ésta, tendida ahora de
espaldas, presentaba un lado al calor. Dejó que Guido volviera junto
a la ventana y preguntó roncamente:
—¿Has venido a verme?
—¿Ha salido Rodrigues? —preguntó Ginia.
Guido, desde su sitio, gritó:
—¡Levanta un poco la rodilla!
Hasta entonces no se había vuelto Ginia. Miró a Amelia con
envidia, apartándose del fuego porque la reverberación era
demasiado intensa. Desde el caballete, Guido de vez en cuando les
lanzaba una rápida mirada que luego dirigía al papel.
Finalmente dijo:
—Puedes vestirte, he terminado.
Amelia se sentó y se puso el abrigo sobre los hombros.
—Hecho —dijo riendo a Ginia.
Ella fue poco a poco hacia el caballete. En una faja estrecha de
papel Guido había trazado con el carboncillo el perfil del cuerpo de
Amelia. Eran rayas trazadas en modo muy simple que a veces se
cruzaban entre sí. Era como si Amelia se hubiera convertido en
agua y pasado así al papel.
—¿Te gusta? —preguntó Guido.
Ella afirmó con la cabeza intentando reconocer a Amelia. Él se
burlaba de ella.
Entonces, con ansia, dijo:
—Píntame a mí.
Guido levantó los ojos:
—¿Quieres posar? ¿Desnudarte?
Miró hacia Amelia y respondió simplemente:
—Sí.
—¿Has oído? Ginia quiere posar desnuda —dijo en voz alta
Guido.
La otra lanzó una carcajada. Saltó del sofá envuelta en el abrigo;
fue hacia la cortina.
—Desnúdate junto al fuego —dijo—; yo voy a vestirme.
Ginia miró de nuevo a los tejados cubiertos de nieve y balbuceó:
—¿Tengo que hacerlo?
—¡Adelante! —animó Guido—. Nos conocemos demasiado bien.
Se desnudó despacio, con un corazón furioso que la hacía
temblar; agradecía con toda su alma que Amelia se hubiera ido a
vestir detrás de la cortina y no la viera en aquel momento. Guido
quitó el papel del caballete y puso otro. Ginia puso la ropa, pieza por
pieza, en el sofá. Él se acercó a atizar el fuego.
—De prisa —apremió—; si no, se gasta demasiada leña.
—¡Valor! —gritó Amelia al otro lado de la cortina.
Cuando estuvo desnuda, Guido la recorrió despacio con aquellos
ojos claros, sin sonreír. La tomó por la mano y extendió en el suelo
un lado de la manta.
—Ponte encima y mira al fuego. Te copio de pie.
Ella miró las llamas. Se preguntaba si Amelia habría salido ya. El
calor del fuego le mordía y doraba la piel. Lanzó una ojeada hacia la
nieve de los tejados, sin mover el cuello.
—No te tapes con las manos; levántalas como si te apoyases en
un balcón —dijo Guido.
CAPÍTULO XVII

M IRABA la llama sonriendo. Le corrió un escalofrío por la


espalda. Oyó los pasos ligeros de Amelia y la vio aparecer
junto a Guido, ajustándose el cinturón. Sonrió sin mirarla.
Pero oyó otro paso junto al sofá. Quiso, entonces, bajar los
brazos.
—Ponte natural —le dijo Guido.
—Qué pálida estás —dijo Amelia—. No pienses en nada.
En aquel instante lo comprendió todo y el temor no le permitió
volverse. Durante todo aquel tiempo Rodrigues la había
contemplado desde detrás de la cortina y ahora la miraba desde el
centro del estudio. Le pareció incluso sentir su aliento. Fijó la vista
estúpidamente en la llama y un nuevo estremecimiento le recorrió la
médula de los huesos, pero no se volvió.
Hubo un largo silencio. El único que movía la mano era Guido.
—Tengo frío —balbuceó casi sin voz.
—Vuélvete y échate la chaqueta encima —dijo finalmente él.
—Pobrecilla —dijo Amelia.
Se volvió de repente y vio a Rodrigues con la boca abierta. Cogió
su ropa. Rodrigues, apoyado con una rodilla en el sofá, inclinado
hacia adelante, lanzó un ¡oh! como si fuera un pez, luego hizo una
mueca:
—No está mal —dijo con la voz de siempre.
Mientras los demás reían, intentando consolarla, ella,
desesperada, con los pies descalzos, corrió detrás de la cortina y se
vistió. Nadie intentó seguirla. Rompió la goma de las bragas en su
intento de ir más de prisa. Luego permaneció de pie en la oscuridad
llena de repulsión por las sábanas de la cama deshecha. Afuera
todos callaban.
—Ginia —dijo la voz de Amelia junto a la cortina—. ¿Se puede?
Aferró la cortina, pero no contestó.
—Déjala —oyó decir a Guido—, es una estúpida.
Entonces empezó a llorar en silencio, agarrada a la cortina.
Lloraba de corazón, como aquella noche en que Guido dormía. Le
parecía que no había hecho otra cosa que llorar desde que conocía
a Guido. De vez en cuando se preguntaba: «¿Por qué no se irán?»
Los zapatos y las medias se habían quedado en el sofá.
Lloraba desde hacía un rato y se sentía algo atontada cuando la
cortina se abrió bruscamente y Rodrigues le dio los zapatos. Los
cogió sin decir nada y entrevió apenas su cara y el estudio.
Comprendió que había hecho una estupidez en sentirse tan
aterrorizada. Los otros ni siquiera reían ya. Rodrigues seguía ante la
cortina.
Le invadió un miedo loco a que Guido la avergonzase sin piedad.
Pensaba: «Es un pueblerino y me tratará mal. Ojalá hubiera
bromeado con ellos.» Se puso las medias y los zapatos.
Al salir no miró a Rodrigues, no miró a nadie. Vio la cabeza de
Guido detrás del caballete y la nieve en los tejados. Amelia se
levantó del sofá sonriendo. Ginia cogió el abrigo y el sombrero, abrió
la puerta y echó a correr.
Sola en la nieve le parecía aún estar desnuda. Las calles
estaban vacías, no sabía adónde ir. Pensó que no la apreciaban
mucho arriba cuando ni siquiera se habían molestado en detenerla.
Se divirtió pensando en que el verano tan esperado no llegaría
jamás, porque ahora estaba sola y ya no hablaría nunca con nadie.
Trabajaría el día entero y la señora Bice estaría contenta. De pronto
se dio cuenta de que quien menos culpa tenía de todo era
Rodrigues, porque él dormía siempre hasta el mediodía y le habían
despertado los otros. Es natural que hubiese mirado. «Si hubiera
hecho como Amelia —se decía— los hubiera asombrado a todos.
En cambio, como siempre, me he echado a llorar.» Y pensando en
ello lloraba otra vez.
Sin embargo, no se desesperaba por completo; comprendía que
la estúpida había sido ella. Durante toda la mañana pensó en
matarse o al menos en coger una pulmonía, así la culpa sería de los
otros y tendrían remordimiento. Matarse no merecía la pena; era ella
la que quería comportarse como una mujer hecha y derecha y no lo
había conseguido. Era como matarse por haber entrado en una
tienda de lujo. Cuando una es estúpida lo mejor que puede hacer es
volver a casa. «Soy una pobre desgraciada», pensaba rozando con
la mano las paredes.
Sintió un placer enorme cuando la señora Bice, al verla, gritó:
—Pero ¿qué clase de vida hacéis vosotras? Tienes una cara
como si esperaras un hijo.
Le dijo que había tenido fiebre por la mañana y se alegró de que
se notase que sufría. Al llegar a casa se pasó la borla de los polvos
por la cara porque se avergonzaba de que Severino pudiera verla de
aquella manera.
Aquella noche esperó en vano a Rosa, a Amelia, incluso a
Rodrigues. Hubiera querido darle con la puerta en las narices. No
fue nadie. Severino, para hacerla rabiar, le arrojó un par de
calcetines rotos diciendo si quería mandarlo descalzo al trabajo.
—Estará bien fresco el tipo que se llegue a casar contigo. Si
estuviera mamá, ya verías.
Ginia riendo, con los ojos enrojecidos, dijo que prefería morir
antes que casarse. Aquella noche no fregó los platos, se puso
delante de la puerta y escuchó. Después paseó por la cocina, sin
arrimarse a la ventana para no ver los tejados blancos de nieve.
Encontró unos cigarrillos en un bolsillo de Severino y probó a fumar
uno. Al conseguirlo se tendió en el sofá respirando como si tuviera
fiebre. Decidió que, a partir del día siguiente, fumaría.
Sintió alivio aquellos días al no tener que correr de una parte a
otra, pero, al mismo tiempo, le daba rabia porque en los últimos
tiempos había aprendido a hacer las cosas de prisa y ahora le
sobraban horas para pensar. No le bastaba haber empezado a
fumar; si lo hacía era para que alguien la viese y ahora ni siquiera
Rosa iba a verla. Lo terrible era la noche, cuando Severino se
marchaba a trabajar y ella esperaba, esperaba a alguien, sin
decidirse a salir.
Cierta noche, al ir a la cama, sintió un estremecimiento. Se puso
desnuda ante el espejo, se miró sin miedo y levantó los brazos por
encima de la cabeza, volviéndose despacio, con el corazón en un
puño: «Si ahora entrara Guido, ¿qué diría?» Sabía muy bien que
Guido no pensaba en ella. «Ni siquiera nos hemos dicho adiós»,
balbuceó, y corrió a la cama para no llorar desnuda.
En algunos momentos, al ir por la calle, se detenía de pronto
porque sentía finalmente el olor de las noches de verano, los
colores, los ruidos y la sombra de los plátanos. Pensaba en todo ello
en medio del barro y la nieve y se detenía en las esquinas con el
deseo aferrándole la garganta. «Tiene que llegar, todos los años se
repiten las estaciones.» A pesar de todo le parecía inverosímil ahora
que se hallaba sola. «No soy más que una vieja —se decía—, todo
lo hermoso y bello se ha terminado.»
Una noche, volviendo a casa a toda prisa, encontró a Amelia que
la esperaba en el portal. Fue un encuentro brusco y aunque no se
saludaron, Ginia se detuvo. Amelia, con su sombrero de velito,
paseaba:
—¿Qué haces?
—Espero a Rosa —dijo Amelia muy ronca.
Se miraron. Ginia hizo una mueca y corrió escaleras arriba.
—¿Qué te pasa esta noche? —preguntó su hermano—. ¿Te han
dado plantón?
Al quedarse sola de nuevo le invadió la desesperación y el
desconsuelo; no lloraba, pero daba vueltas por la habitación como
una loca. Luego se echó en el sofá.
Aquella noche apareció Amelia. No pensaba que pudiera ser ella
cuando salió a abrir. Entró como siempre, preguntó por Severino y
se sentó en el sofá.
Ginia no se acordó de fumar. Hablaron de lo que hacían,
lentamente, por decir algo. Amelia se había quitado el sombrero y
cruzado de piernas. Ginia, apoyada en la mesa, con el rostro junto a
la lámpara, no le veía bien la cara. Comentaron el frío que hacía, y
Amelia dijo:
—Esta mañana he pasado mucho.
—¿Sigues con la cura? ¿Cómo estás?
—¿Por qué? ¿Notas algún cambio?
—No lo sé.
Amelia pidió un cigarrillo: sobre la mesa se hallaba el paquete.
—Yo también fumo —dijo Ginia.
Mientras encendían le preguntó Amelia:
—¿Se te ha pasado?
Ginia enrojeció hasta la raíz y no contestó.
Amelia miró el cigarrillo y dijo:
—Me lo pensaba.
—¿Vienes de allá? —balbuceó.
—No tiene importancia —contestó la otra levantándose—.
¿Vamos al cine?
Mientras terminaban el cigarrillo, Amelia dijo riendo:
—Has impresionado a Rodrigues. Quería saber si me gustas.
Guido está celoso de él —continuó.
Mientras, Ginia procuraba sonreír.
—Estoy contenta porque en primavera me habré curado
completamente. Ese médico tuyo dice me ha cogido a tiempo.
¿Sabes una cosa? En el cine no hay nada que merezca la pena.
—Vamos a donde tú quieras —murmuró Ginia—. Llévame tú.
Notas
[1]
Bona Alterocca, Pavese dopo un quarto di secolo, Turín, SEI,
1975, pág. 42. <<
[2]
Dominique Fernandez, Il mito d‘America negli intellettuali italiani,
Caltanisetta-Roma, Sciascia, 1969. <<
[3]
Fernando Pivano, La balena blanca e altri miti, Milán, 1961, pág.
72. <<
[4] D. Fernandez, op. cit., pág. 12. <<
[5] B. Alterocca, op. cit., pág. 58. <<
[6]
Véase Michel David, La psicanalisi nella cultura italiana, Turin,
Boringhieri, 1966, págs. 511-527. <<
[7]M. David, op. cit., pág. 525. El influjo de Jung en Pavese está
exhaustivamente tratado por A. Guiducci en Il mito Pavese,
Florencia, Vallecchi, 1967. <<
[8]En Le mythe de l’eternal retour, París, Gallimard, 1949. Citamos
por Ernesto de Martino, «Etnología e cultura nazionale negli ultimi
dieci anni», en Società (Roma), año IX, núm. 3, septiembre de 1952,
pág. 327. <<
[9]C. Jung-K. Kerényi, Prolegomeni alio studio scientifico della
mitología, Turin, Einaudi, 1948, pág. 18. <<
[10]
Véase Paolo Chiarini, «Cultura e poesía nell’opera di Thomas
Mann», Società (Roma), año VIII, núm. 4, diciembre de 1952, págs.
624-665. <<
[11] A. Guiducci, op. cit., pág. 257. <<
[12] Eurio Jesi, Letteratura e mito, Turin, Einaudi, 1968. <<
[13] En B. Alterocca, op. cit., pág. 126. <<
[14]Mauro Ponzi, La critica e Pavese, Bolonia, Cappelli, 1977, pág.
13. <<
[15]Véase Sergio Pautasso, «Il laboratorio Pavese», en Sigma, año
I, núms. 3-4, 1964, pág. 149, y Giovanni Cilio, La distruzione dei miti,
Florencia, Vallecchi, 1972, pág. 54. Para la prehistoria poética de
Pavese son también interesantes sus escritos Il mestiere di poeta
(1934) y A proposito di certe poesie non ancora scritte (1940). <<
[16]Eugenio Corsini, «Orfeo senza Euridice», Sigma, cit., página
140. Véase, a este respecto, E. Dolce, «Il problema dell’unitá
poética in Cesare Pavese», Rivista di Estética (Turin), año XIII,
fascículo II, mayo-agosto de 1968, págs. 252-289. <<
[17] M. Eliade, Mito e realta, Milán, Rusconi, 1974, pág. 20. <<
[18] M. Eliade, ibidem, pág. 20. <<
[19]Véase C. Pavese, «Del mito del símbolo e d’altro», Feria
d’agosto, Turin, Einaudi, 1968, págs. 140-141. <<
[20] C. Pavese, Il mestiere di vivere, Turin, Einaudi, 1968. <<
[21] C. Pavese, ibidem, pág. 59. <<
[22] C. Pavese, Mal di mestiere, en Saggi letterari, 1968, pág. 289.
<<
[23] C. Pavese, Del mito, del símbolo e d’altro, op. cit., pág. 273. <<
[24] Véase C. Pavese, Saggi letterari, op. cit., págs. 305-309. <<
[25] J. Hösle, «I miti dell’infanzia», Sigma, núm. cit., pág. 202. <<
[26]
C. Pavese, Del mito, del simbolo e d’altro, op. cit., páginas 273-
274. <<
[27]
Véase Giorgio Pullini, Il romanzo italiano del dopoguerra, Padua,
Marsilio, 1970, pág. 13. <<
[28] Ibidem, pág. 14. <<
[29] C. Pavese, Il comunismo degli intellettuali, en Saggi letterari, op.
cit., pág. 213. <<
[30]
G Pavese, Poesía é liberta, en Saggi letterari, op. cit., página
301. <<
[31] C. Pavese, Il mestiere di vivere, op. cit., pág. 152. <<
[32]
Se trata, en definitiva, de un tipo de poesía de carácter épico,
más cercana a la narrativa que a la lírica. <<
[33]Es un endecasílabo de acentuación ternaria, seguido de seis
sílabas que más tarde se reducirán a tres: «Ho veduto inseguiré
balene / tra schiume di sangue» ("He visto perseguir a las ballenas /
entre roja espuma"). <<
[34]C. Salinari, La poetica di Pavese (1955), en La questione del
realismo, Florencia, Parenti, 1959, pág. 94. <<
[35]
G. Pozzi, La poesía italiana del Novecento, Turin, Einaudi, 1965,
págs. 363-364. <<
[36] Véase C. Salinari, La poetica di Pavese, op. cit., pág. 95. <<
[37] C. Pavese, Il mestiere di vivere, op. cit., pág. 152. <<
[38] M. Ponzi, La critica e Pavese, op. cit., pág. 12. <<
[39]
D. Fernandez, Le roman italien e la crisi de la concierne
moderne, París, 1958, pág. 151. <<
[40] C. Pavese, Il mestiere di vivere, op. cit., pág. 12. <<
[41] Ibidem, pág. 211. <<
[42] Ibidem, pág. 270. <<
[43] Claudio Varese, Occasioni e valori della letteratura
contemporanea, Bolonia, Cappelli, 1967, pág. 191. <<
[44] C. Pavese, 11 mestiere di vivere, op. cit., pág. 111. <<
[45]
Michela Rusi, 11 tempo-dolore, Abano Terme, Francisci, 1985,
pág. 65. <<
[46]
D. Fernandez, L’échec de Pavese, París, Grasset, 1967, página
180. <<
[47]
Ph. Rénard, Pavese, prison de l’immaginaire, lieu de l’écriture,
París, Larousse, 1972, pág. 15. <<
[48] C. Pavese, ll mestiere di vivere, op. cit., pág. 55. <<
[49] Ibidem, pág. 71. <<
[50] Sobre esta cuestión, véanse Franco Mollia, Cesare Pavese,
Florencia, La Nuova Italia, 1963, pág. 67; A. Guiducci, Il mito
Pavese, op. cit., pág. 428; S. Pautasso, Il laboratorio di Pavese, op.
cit., pág. 155, y Giuseppe Trevisani, Cesare Pavese, Milán, Trevi,
1961, pág. 65. <<
[51] En Il mestiere di vivere, op. cit., pág. 115. <<
[52]
Véase C. Pavese, Herman Melville, en Saggi letterari, op. cit.,
pág. 87. <<
[53]
C. Pavese, Intervista alta radio, en Saggi letterari, op. cit., pág.
266. <<
[54] C. Salinari, La poética di Pavese, op. cit., pág. 97. <<
[55] Existe una amplia bibliografía sobre la cuestión lingüística en
Pavese, de la que en el espacio de una breve nota no podemos dar
ni siquiera una breve referencia. <<
[56]Son característicos de Pavese estos comienzos de narración en
que se hace referencia a un pasado indefinido. Véanse, en la
Introducción, los párrafos dedicados al tiempo narrativo. <<
[57]
La acción de la novela se sitúa en la industriosa ciudad de Turín,
sede de la Fiat. Esa circunstancia y los ambientes que frecuentan
estas jóvenes parecen suficientes para explicar tal presencia de
mecánicos en estas páginas. <<
[58] Se entiende que por el río Po, que atraviesa la ciudad de Turin.
<<
[59]A lo largo de la novela se hacen frecuentes referencias a las
colinas: «ir a la colina, pasear por la colina, etc.» Ello se debe a que
la ciudad de Turin, donde está ambientado el relato, se halla
franqueada por una franja de colinas que, además de zona
residencial y paseo, era en esta época, y aún siguen siéndolo hoy,
emplazamiento de salas de baile y mesones a los que la juventud de
la época acudía a beber y cantar. <<
[60]Bastantes de las mejores y más vivas calles del centro de Turin
están flanqueadas por largos soportales, lo que explica las
frecuentes referencias que a los mismos se hacen en el relato,
sobre todo en conexión con los paseos que dan algunos de los
personajes. <<
[61] El taller de modas donde la joven trabaja. <<
[62] Ginetta es, como resulta fácil deducir, el diminutivo de Ginia. <<
[63] Recuérdese que Rodrigues es portugués. <<

También podría gustarte