Pavese - El Bello Verano
Pavese - El Bello Verano
Pavese - El Bello Verano
El bello verano
Título original: La bella estate
Cesar Pavese, 1949
Edición de Manuel Carrera
Traducción: Carmen García Lecha, 2003
Revisión: 1.0
16.08.2022
CESARE PAVESE
LA POÉTICA
—V
ENÍA a buscarte —dijo Amelia.
Ginia no respondió en seguida.
—¿Sigues enfadada? —insistió la otra—. Déjalo correr,
mujer… ¿Y tu hermano?
—Ha salido hace poco.
Amelia llevaba el vestido viejo, pero iba bien peinada y llevaba
un collar de coral. Se sentó en el sofá y le preguntó si salía. Hablaba
con la misma voz de antes aunque en tono más bajo, como si
estuviera acatarrada.
—¿Vienes por mí o por mi hermano? —preguntó.
—¡Ah! ¡La gente! No hagas caso de nada, Ginia. Tenía deseos
de divertirme y he venido por ti.
Ginia se puso las medias y echaron a correr escaleras abajo.
Amelia quiso saber qué había hecho durante aquel mes.
—¿Y tú qué has hecho? —preguntó Ginia.
—¿Qué quieres? —se echó a reír—. ¡Nada! No he hecho nada.
Esta noche me he dicho: Vamos a ver a Ginia, vamos a ver si aún
se acuerda de Barbetta.
Aunque Amelia no añadía otra cosa, Ginia se hallaba igualmente
contenta. Finalmente, dijo:
—¿Vamos a echar un traguito?
Mientras bebían, Amelia le preguntó por qué no había ido a verla
durante todo aquel tiempo.
—No sabía dónde estabas.
—¡Figúrate! ¿Dónde podía estar? ¡En el café!
—Nunca lo hubiera creído —respondió Ginia.
Así que al día siguiente fue a buscarla al café. Era nuevo, bajo
los soportales, y ella miró a su alrededor buscándola. Fue Amelia la
que la llamó, a gritos, como si estuviera en su casa. La vio
enfundada en un abrigo gris y con un sombrerito con un velo, así
que tardó en reconocerla. Estaba sentada con las piernas cruzadas
y el puño bajo la barbilla como si estuviera posando:
—Así que has venido —le dijo riendo apenas la vio.
—¿Esperas a alguien? —preguntó Ginia.
—Yo espero siempre —dijo la otra haciéndole sitio—. Es mi
trabajo. Para desnudarse ante un pintor, antes hay que hacer cola.
Como tenía sobre la mesita un periódico y un paquete de
cigarrillos, pensó que algún dinero había ganado.
—Es bonito este sombrero, pero te hace más vieja —le dijo
mirándola a los ojos.
—Soy vieja —contestó Amelia—. ¿No te gusta?
Apoyaba la cabeza en el espejo como si fuera el respaldo de un
sofá. Miraba ante sí, al otro espejo de enfrente donde Ginia se veía
a sí misma, pero más baja. Parecían madre e hija.
—¿Siempre estás aquí? ¿Es que los pintores vienen a este
café?
—Cuando tienen gana. Hoy, por ejemplo, no se han dejado ver.
Las lámparas estaban encendidas y mucha gente pasaba ante la
cristalera. El ambiente se hallaba lleno de humo, pero, a la vez, tan
claro y pacífico, que ruidos y voces parecían llegar de lejos. Ginia
observó a dos chicas que se hallaban en un rincón y hablaban con
un camarero.
—¿Son también modelos? —preguntó.
—No las conozco —respondió Amelia—. ¿Tomas café o
aperitivo?
Ginia siempre había creído que al café se iba siempre de pareja
con un hombre, y no comprendía por qué Amelia se pasaba allí las
tardes sola, pero le gustó tanto aquello, que volvió a la tarde
siguiente. Lo importante era que Amelia la recibiera con agrado, eso
le bastaba. Esta vez Amelia la vio desde dentro y le hizo señas de
que salía. Cogieron juntas el tranvía.
No habló mucho aquella tarde.
—Son unos mal educados —fue lo único que dijo.
—¿Esperabas a alguien? —preguntó entonces Ginia.
Siguieron charlando y, antes de separarse, se citaron de nuevo
para el día siguiente. Ginia se convenció de que Amelia se hallaba a
gusto con ella y de que, si algo le había salido mal, no era por su
causa.
—Cuéntame cómo se hace. ¿Viene un pintor y te pregunta si
quieres posar?
—¡Oh! Vienen también aquellos que no te dicen nada —le
explicó—. Esos no quieren saber nada de las modelos.
—Entonces, ¿qué es lo que pintan?
—¿Lo sabes tú? Hay uno que dice que él pinta como nosotras
cuando nos damos los colores en la cara. «¿Tú qué pintas cuando
te maquillas? Pues lo mismo hago yo.»
—Tú, por ejemplo, te pintas los labios.
—Y él la tela. Adiós, Ginia, y Cuando bromeaba sin una sonrisa,
Ginia sentía miedo. Miedo de que pudiera suceder algo. Entonces
volvía a casa sintiéndose muy sola. Menos mal que, al llegar, tenía
que darse prisa en hacer la pasta y preparar la cena para Severino.
Después de la cena era otra cosa, porque era ya de noche y llegaba
el momento de salir, o sola o con Rosa. A veces pensaba para sí:
«¡Qué vida hago, es que no estoy quieta un minuto!» Pero a ella le
gustaba porque sólo así encontraba maravilloso el momento de paz
que tenía por la tarde o por la noche cuando pasaba ante el café de
Amelia y descansaba unos minutos. Pensó que de no haber sido por
Amelia se hubiera sentido más libre, pero para hacer ¿el qué?
Ahora los días se hacían cada vez más cortos y no era muy
agradable ir por la calle. Si algo había de suceder aquel invierno —y
Ginia lo presentía— vendría de Amelia, no de estúpidas como Rosa
o como Clara.
Empezó a conocer a gente en el café. Había cierto señor que se
parecía a Barbetta y que cuando se iban saludaba con la mano. Las
trataba de usted y Amelia dijo que no era pintor. Un joven alto que
se detenía con el coche ante la cristalera, e iba con una señora muy
elegante, se les acercó también alguna vez, pero Amelia dijo que no
lo conocía y que tampoco era pintor.
—No vayas a pensar que hay tantos —aclaró—. Los que
trabajan de veras no se ven por el café.
En resumen, Amelia conocía más camareros que clientes, pero
Ginia, aunque se divertía oyéndolos bromear, no dio nunca
confianza a ninguno. Había un joven que se sentó varias veces junto
a Amelia. Tenía mucho pelo, llevaba corbata blanca y se llamaba
Rodrigues. No parecía italiano y hablaba rascando las palabras.
Amelia lo trataba como si fuera un muchacho y le decía que si en
vez de gastar aquella lira en el café, la hubiera ahorrado, en diez
días se hubiera podido pagar una modelo. Ginia escuchaba divertida
porque el otro, con su voz incierta, trataba a Amelia como a una niña
caprichosa. Ella se reía, pero luego acababa por hartarse y le decía
que se fuera. Rodrigues, entonces, cambiaba de mesa, sacaba la
pluma y se ponía a escribir mirándolas de reojo.
—No le hagas caso —decía Amelia—; eso es lo que él quiere.
Así que, poco a poco, Ginia se acostumbró a no prestarle
atención alguna.
Salieron juntas cierta noche. Iban sin rumbo fijo. Pasearon un
rato, pero luego se puso a llover y se refugiaron en un portal. Hacía
frío, sobre todo porque tenían que estar quietas y llevaban las
medias mojadas. Amelia dijo de pronto:
—Si estuviera Guido en casa podríamos ir a verle, ¿quieres?
—¿Y quién es Guido?
Amelia sacó la cabeza y, torciendo el cuello, miró a las ventanas
de enfrente.
—Está encendida, vamos; al menos allí no nos mojaremos.
Después de subir seis pisos, Amelia se detuvo jadeando para
preguntarle:
—¿Tienes miedo?
—¿Miedo? ¿Por qué? ¿No lo conoces?
Mientras llamaban a la puerta se oyeron risas; una era
desagradable, una carcajada que a Ginia le recordó a Rodrigues. Se
oyeron pasos y se entreabrió la puerta, pero no se vio a nadie.
—Con permiso —dijo Amelia, entrando.
Rodrigues se hallaba tumbado en un sofá arrimado contra la
pared. La luz del estudio era cruda. Ginia vio otro chico de pie; era
un soldado en mangas de camisa, rubio y lleno de barro. El soldado
las miró riendo, y Ginia parpadeó ante aquella luz, que parecía de
acetileno. Cuadros y cortinas cubrían tres paredes, la cuarta era
toda ella una ventana.
Amelia, entre seria y divertida, dijo a Rodrigues:
—Usted está en todos los sitios.
Él la saludó con la mano y murmuró:
—La segunda se llama Ginia, Guido.
Entonces el soldado le tendió la mano mirándola con
impertinencia mientras le sonreía.
A Ginia le pareció que allí se requería desenvoltura, y por encima
de las cabezas de Amelia y de Guido empezó a mirar aquellos
cuadros colgados de las paredes. Parecían paisajes con árboles y
montañas, y vio también algún retrato, pero la bombilla, colgada del
techo, sin lámpara, como en las casas sin terminar, cegaba sin dar
luz. Vio que allí no había tantas cortinas como en el estudio de
Barbetta, pues sólo había una —grande y roja— que tapaba la
habitación del fondo. Pensó que allí había otra habitación.
Guido preguntó si querían tomar algo. Sobre la mesa, en medio
del estudio, había una botella y vasos.
—Hemos venido a calentarnos —dijo Amelia—. Estamos
empapadas hasta las rodillas.
Guido alargó un vaso —un vino negro— a Ginia, y Amelia llevó
otro a Rodrigues; éste se incorporó. Mientras bebían dijo Amelia:
—Lo siento por Guido, Rodrigues, pero ahora se levanta usted y
me deja la cama para calentarme las piernas. Las camas son para
las mujeres. ¡Ven tú también, Ginia!
Ella no quiso y dijo que el vino ya la había calentado bastante.
Se sentó en una silla. Amelia se quitó los zapatos y la chaqueta y
luego se metió bajo las mantas. Rodrigues permaneció sentado al
borde del sofá.
—Por mí podéis seguir hablando —dijo Amelia—, pero me
fastidia la luz. —Y, sin esperar respuesta, alargó el brazo y la apagó
—. Ahora, dadme un cigarrillo.
Ginia, estupefacta, permaneció en la oscuridad sin moverse. Se
dio cuenta de que Guido se acercaba al sofá y rascaba una cerilla,
vio las dos caras a la luz de la llamita en un bailoteo de sombras,
luego volvió de nuevo la oscuridad y, durante unos instantes, nadie
dijo una palabra. Sobre los cristales tamborileaba la lluvia.
Alguien dijo algo, pero Ginia no se dio cuenta. Vio fumar a Guido,
lo sintió pasear en la oscuridad. Veía la punta encendida del
cigarrillo y oía sus pasos. Luego comprendió que Amelia y el otro
habían empezado a reñir. Fue algo más tarde, al acostumbrarse
poco a poco a las tinieblas, cuando empezó a distinguir la mesa, los
contornos de los otros y algún cuadro en la pared. Entonces se
tranquilizó. Amelia hablaba ahora con Guido y comentaba que una
vez que se sintió enferma había dormido en aquel sofá.
—¿Entonces no tenías este socio, Guido? ¿Qué haces con él?
¿Desnudarlo?
Todo era tan extraño, que Ginia comentó:
—Me parece que estoy en el cine.
—Sólo que aquí no se paga la entrada —dijo Rodrigues desde
su rincón.
Guido seguía paseando arriba y abajo y con las botas hacía
vibrar el delgado suelo. Ginia se dio cuenta de que Amelia había
callado —sólo veía el cigarrillo— y que tampoco Rodrigues decía
nada. Sólo la voz de Guido llenaba la estancia mientras explicaba
algo que ella no entendía porque se hallaba pendiente de lo que
ocurría en el sofá. Una luz nocturna entraba por la ventana, como un
reflejo eléctrico de la lluvia, y se sentían las gotas resbalar por los
tejados y los canalones. Cada vez que la lluvia y la voz de Guido
callaban, le parecía a Ginia que hacía más frío en la estancia.
Entonces ella abría los ojos aún más para distinguir el cigarrillo de
Amelia.
CAPÍTULO VI
—R
ODRIGUES está deseando que tú poses para él —
dijo Ginia al volver a casa.
—¿Y qué?
—¿No lo has visto cómo saltaba a tu alrededor y te miraba las
piernas?
—¡Que mire lo que quiera!
—¿Nunca has posado para Guido?
—No, nunca.
Al atravesar la plaza vieron a Rosa. Iba del brazo con uno que no
era Pino. Se agarraba a él como si estuviera coja.
—Tienen miedo a perderse —dijo Ginia.
—El domingo todo está permitido —dijo Amelia—. Pero debían
tener un poco más de cuidado. Hacen el ridículo.
—Todo depende de la gana que uno tenga. Cuando se es
estúpida como Rosa y encima se muere de gana, hace el ridículo y
lo que sea —replicó Amelia.
Ginia se había enterado por Rodrigues de que cuando Guido
obtenía permiso pasaba las tardes en el estudio.
—Ese pintaría hasta de noche —añadió Rodrigues—. Le pasa
como a los toros, pierde la luz de los ojos apenas ve una tela. —Y, al
decir eso, se había echado a reír de aquel modo suyo que parecía
estar siempre acatarrado.
Sin decir nada, cierta tarde en que sabía que Rodrigues estaba
en el café, Ginia fue al estudio. En esta ocasión, los latidos
apresurados de su corazón, mientras subía las escaleras, eran por
otro motivo, pero esta vez no se detuvo ante la puerta porque la
encontró abierta.
—Adelante —dijo Guido.
Ginia, apurada, la cerró. Se detuvo, jadeante, bajo los ojos de
Guido; quizás era efecto de la hora, pero la cortina de terciopelo,
herida por el sol, enrojecía toda la estancia. Guido, sin alzar la
cabeza de lo que estaba haciendo, le preguntó:
—¿Qué hay?
—¿No me reconoce?
Como de costumbre, se hallaba en mangas de camisa y
pantalón caqui.
—¿Ha venido también la otra?
Ginia contestó que había ido sola y que Amelia estaba en el
café.
—Rodrigues me dijo que podía venir a ver los cuadros. Vinimos
una mañana, pero usted no estaba.
—Siéntate. Estoy terminando un trabajo.
Fue hacia la ventana y se puso a rascar una tabla con un
cuchillo. Ginia se sentó en el sofá y tuvo la sensación de caerse, tan
bajo era. Se sentía algo confusa por aquel «tú» y sentía deseos de
echarse a reír al pensar que todos, pintores o mecánicos,
empezaban de aquel modo. Le parecía maravilloso cerrar los ojos
bajo la luz suave de aquel atardecer. Guido dijo algo acerca de
Amelia.
—Somos amigas, pero yo trabajo en un atelier.
Oscurecía cuando Ginia se levantó para admirar un cuadrito. Era
el de las rajas de melón, que parecían de agua, tan transparentes
eran. Vio que el cuadro tenía un reflejo rojo, parecido al color del
estudio cuando ella había llegado. Comprendió que para pintar
había que saber todas esas cosas, pero no lo comentó con Guido.
Este la siguió, mirando los cuadros con ella.
—Son cosas viejas —dijo él.
—A mí me gustan, son bonitos.
En aquel momento se sintió el corazón en la garganta porque él
estaba a su lado y esperaba que, de un momento a otro, le pusiera
las manos encima. Dio un paso lateral, pero Guido no se movió.
Mientras él encendía un cigarrillo, Ginia, apoyada en la mesa, le
preguntó quiénes eran los personajes de los retratos y si había
pintado alguna vez a Amelia.
—Ella es modelo.
Guido pareció caer de las nubes y dijo que no sabía nada.
—Yo la he visto posar —añadió Ginia.
—¡Esta sí que es buena! ¿Con qué pintor?
—No sé cómo se llama.
—¿Desnuda?
—Sí.
Guido se echó a reír.
—Esa ha encontrado por fin su verdadera profesión. Siempre le
gustó enseñar las piernas. ¿Tú también eres modelo?
—No, ya le he dicho que trabajo en un atelier.
Se sintió ofendida de que Guido ni siquiera pensara en hacerle
un retrato. Si su perfil le había gustado a Barbetta, ¿por qué no a él?
—Amelia cuenta muchas historias —prosiguió—, y le gusta
armarlas buenas. En realidad, no se sabe lo que quiere.
—Antes se divertía uno con ella —dijo alegremente Guido—.
Este estudio podría contar muchas cosas.
—Y continúa. Ni Amelia ni Rodrigues pierden el tiempo.
Él la miró entre serio y alegre. La penumbra era tan densa, que
apenas se adivinaba su expresión. Ginia esperó una respuesta que
no llegó. Después de un largo silencio dijo Guido:
—Me gustas, Ginetta[62], ¿sabes por qué? Porque no fumas. Las
chicas que fuman suelen ser muy complicadas.
—Aquí no se nota el olor a pintura que hay en otros estudios.
Guido se levantó y empezó a ponerse la chaqueta.
—Ese olor que dices es el de la esencia de trementina. Es un
buen olor, no creas.
Ella no supo cómo, pero se lo vio ante sí; sintió que le acariciaba
la nuca mientras ella le miraba con los ojos desorbitados, como una
estúpida, y tropezaba con la mesa al echarse atrás. Colorada como
una brasa, oyó a Guido que le decía:
—El olor de tus axilas es mucho mejor que el de la trementina.
Ginia le dio un empujón, encontró la puerta y echó a correr
escaleras abajo. Se detuvo solamente al llegar a la parada del
tranvía y, después de cenar, se metió en un cine para no pensar en
lo sucedido por la tarde.
Pero cuanto más pensaba en ello más convencida se hallaba de
que volvería al estudio. Por eso se desesperaba, porque sabía que
se había comportado ridículamente, cosa que no podía hacer una
mujer a su edad. Esperaba que Guido se hubiera ofendido y no
intentara abrazarla de nuevo. Se hubiera dado de bofetadas porque
cuando corría escaleras abajo él le había gritado algo y no estaba
segura si le había dicho que volviera. Durante todo aquel tiempo, en
la oscuridad del cine, pensó que, fuera lo que fuera, ella volvería al
estudio. Sabía que el deseo de ver a Guido y pedirle excusas y
decirle que se había comportado estúpidamente la haría enloquecer.
No fue al otro día, pero se lavó bien las axilas y se perfumó porque
estaba convencida de que lo ocurrido había sido por su culpa. Había
momentos en que se sentía contenta de haber tenido el valor
suficiente de ir al estudio, porque ahora sabía qué es lo que
enamora a los hombres.
«Estas cosas —se dijo— las sabe muy bien Amelia, aunque ella,
para saberlas, haya tenido que perderse.»
La encontró con Rodrigues en el café. Tuvo miedo de que ellos
sospecharan algo, ya que Amelia la miró de un modo especial, pero
al cabo de un momento se tranquilizó y fingió estar cansada y
aburrida mientras, pensando en la voz de Guido, escuchaba a
Rodrigues las tonterías de costumbre. Ahora comprendía muchas
cosas; por ejemplo, el porqué Rodrigues, al hablar, se doblaba sobre
Amelia y por qué cerraba los ojos como un gato y por qué ella se
entendía con él. «Tiene gustos de hombre —pensó—; es peor que
Guido, Amelia.» Y se echaba a reír de la manera que uno ríe
cuando está solo.
Volvió al estudio al día siguiente. Por la mañana la señora Bice,
la dueña del atelier, les había dicho que tenían la tarde libre porque
era fiesta. En casa había encontrado a Severino cambiándose la
camisa para ir a una reunión. Era una fiesta patriótica, con las
banderas al aire. Ginia comentó:
—También darán permiso a los soldados.
—Lo mejor que podrían hacer —dijo su hermano— es dejarme
dormir.
Ginia se sentía tan feliz que se marchó sin esperar ni a Amelia ni
a Rosa. Más tarde, en el portal del estudio, se arrepintió de no
haberse hecho acompañar por Amelia. Se dijo: «Voy un momento a
buscar a Amelia» —y subió despacio las escaleras. No creía en que
la otra estuviera en el estudio, porque era la hora en que estaba en
el café. Al llegar ante la puerta se detuvo y, al pararse para respirar,
oyó la voz de Rodrigues.
CAPÍTULO VIII
—¿ S
ABES lo que es?
Ginia afirmó con los ojos sin hablar.
—Yo, en cambio, no lo sabía.
—¿Quién te lo ha dicho?
—¿No oyes mi voz?
—Creí que era porque fumas mucho.
—También lo creía yo. Pero el hombre del coche del domingo
pasado es un médico. Mira. —Se abrió la blusa y sacó un pecho.
Ginia le dijo:
—No lo creo.
Amelia alzó los ojos, con el pecho entre los dedos, mirándola.
—Entonces, bésame aquí encima —dijo despacio—, donde está
la inflamación.
Se miraron durante un momento. Luego Ginia cerró los ojos y se
inclinó sobre el pecho.
—Ah, no —dijo Amelia—, ya te besé yo una vez Ginia sudaba,
sonrió estúpidamente y se ruborizó. Amelia la miraba ahora sin
hablar.
—¿Ves como eres una estúpida? —dijo finalmente—. Ibas a
besarme ahora, cuando estás enamorada de Guido y no te importa
nada de mí. —Se abrochó la blusa con aquella mano delgada—. Sí,
la verdad, di que no te importo nada.
No sabía qué contestar porque ni ella misma entendía lo que
había estado a punto de hacer, pero se alegraba de que Amelia la
hubiera maltratado. Ahora comprendía el significado de los
desnudos, las poses y todas aquellas habladurías. Dejó que Amelia
se desahogara y sintió náuseas como cuando de pequeña se
bañaba y desnudaba junto a la estufa.
Pero cuando Amelia le dijo que la enfermedad se conocía por la
sangre sintió miedo.
—¿Cómo hacen? —preguntó.
Amelia deseaba hablar porque así sufría menos que estando
callada. Le dijo que tomaban una sangre negra del brazo con la
aguja. Que la hacían desnudar y estar así, al frío, una media hora.
El médico se enfadaba amenazando encerrarla en el hospital.
—Pero no puede —protestó Ginia.
—Tú eres muy joven aún, amiga mía. Hasta en la cárcel puede
encerrarme si quiere. Tú no sabes lo que es la sífilis.
—Pero ¿dónde te has contagiado?
Amelia la miró de reojo.
—Haciendo el amor.
—Bueno, pero para cogerla la ha de tener uno de los dos.
—Claro.
A Ginia le vino al pensamiento Guido y se puso tan pálida que no
añadió nada más. Amelia se había sentado y se sostenía el pecho
con la mano a través de la blusa.
Miraba fijamente y así sin su sombrerito de velo y desesperada
como estaba, no parecía la misma. De vez en cuando apretaba los
dientes mostrando las encías. Ni siquiera el perfume que llevaba
lograba calmarla.
—Tenías que haber visto a Rodrigues —dijo con aquella extraña
voz—. Él decía que esta enfermedad produce la ceguera y le
invaden a uno las costras hasta que se muere. Cuando se enteró se
puso pálido hasta el cuello —hizo una mueca como si escupiese—.
Siempre sucede lo mismo. Él no tiene nada.
Ginia le preguntó apresuradamente si estaba segura.
—Sí, puedes estar tranquila. Le han analizado también la
sangre. Esos tienen la piel dura. ¿Tienes miedo por Guido?
Ginia intentó sonreír y parpadeó. Amelia estuvo callada durante
una eternidad y luego dijo:
—No tengas miedo, él no me ha tocado.
Ginia se sintió tan feliz, que puso la mano sobre el hombro de
Amelia. Esta hizo una mueca.
—¿No tienes miedo de tocarme? —dijo.
—Pero nosotras —balbuceó Ginia— no hacemos el amor.
La congoja fue pasando a medida que Amelia hablaba de Guido.
Le dijo que ni siquiera la había besado, porque no se puede hacer el
amor con todos. Guido le gustaba, era cierto, y no comprendía cómo
podía gustarle a ella, puesto que los dos eran rubios. Ginia,
oyéndola, se sentía completamente feliz.
—Pero si Rodrigues no tiene nada —dijo—, quiere decir que tú
tampoco. Así que se han equivocado.
Amelia bajó los ojos:
—Pero, ¿qué te creías, que me lo había pegado él?
—No lo sé —dijo Ginia.
—Si ese tiene más miedo que un niño —dijo Amelia entre
dientes—. El no. Pero el Señor castiga. La que me ha hecho el
regalo está peor que yo. Aún no lo sabe, y dejaré que se vuelva
ciega.
—¿Es una mujer? —preguntó Ginia en voz baja.
—Hace dos meses. Esta señal es un regalo suyo. —Y se tocó la
blusa.
Durante toda la tarde Ginia trató de consolarla, pero tuvo buen
cuidado en no dejarse tocar; se infundía valor diciéndose que en los
últimos tiempos ni siquiera habían ido del bracete; además, Amelia
le había dicho que para que exista contagio se necesita una herida,
porque la infección está en la sangre.
Sin atreverse a decirlo, Ginia estaba segura de que aquellas
cosas le sucedían a Amelia por los pecados que hacía. Al llegar a
esta conclusión cesaba de pensar y se decía que entonces todos
tendríamos que estar enfermos.
Al bajar las escalera le dijo, en cambio, que no debía vengarse
de la mujer que se lo había pegado, la cual, no sabiendo lo que
tenía, tampoco era culpable.
Amelia se detuvo en la escalera y preguntó con ironía:
—¿Y qué tengo que hacer? ¿Enviarle un ramito de flores?
Se despidieron con la promesa de verse al día siguiente en el
café, y Ginia la vio alejarse con la angustia en el corazón.
Al día siguiente salió de casa una hora antes. Aún estaban los
faroles encendidos. Corrió al estudio. No se atrevió a subir porque
Rodrigues debía de estar durmiendo, así que paseó un rato hasta
que sintió frío. Subió las escaleras temblando y llamó a la puerta.
Abrió Rodrigues, que iba en pijama; la miró turbiamente. Dando
saltitos se sentó en el borde de la cama. Todo estaba tan sucio y
luminoso como siempre. Ginia comenzó a balbucear y Rodrigues a
rascarse los tobillos hasta que ella, al fin, le dijo que si había ido al
médico. Pusieron a Amelia a bajar de un burro y a Ginia le temblaba
la voz mientras miraba a otro lado por no ver los pies tan feos de
Rodrigues.
Luego, él dijo:
—Tengo frío, Ginia; perdona, pero yo me meto en la cama.
Y así lo hizo arrebujándose en las mantas.
Cuando Ginia le dijo que Amelia la había besado, el otro se echó
a reír y se incorporó apoyándose en el codo.
—Entonces somos compañeros, ¿sólo te ha dado un beso?
—Sí. ¿Hay peligro?
—¿Cómo fue ese beso?
Ginia no entendía y Rodrigues se lo explicó; entonces ella juró
que había sido un beso como los que se suelen dar entre chicas.
—¡Tonterías! Puedes estar tranquila.
Al levantarse vio sobre la mesa un vaso sucio y peladuras de
naranjas.
—¿Cuándo vuelve Guido?
—El lunes. ¿Ves eso? —e indicaba el vaso—. Es una naturaleza
muerta.
Ginia sonrió:
—Siéntate, Ginia; acércate, siéntate en la cama.
—No puedo, yo trabajo. He de irme.
Rodrigues se quejó de que lo había despertado y de que ni
siquiera le daba los buenos días.
—Al menos —dijo— para celebrar un peligro que se aleja.
Ginia se sentó al borde de la cama, bajo la cortina corrida.
—Estoy preocupada por Amelia. Pobre chica. Está desesperada.
¿Es cierto que se vuelve uno ciego?
—Qué va, se cura. La agujerearán por todos lados, le cortarán
algún trozo de piel y ya verás cómo ese médico aún se la lleva a la
cama. Hazme caso.
Ginia trató de sonreír, y Rodrigues continuó:
—¿Os ha llevado a la colina?
Y mientras hablaba le acariciaba las manos como si se tratara
del lomo de un gato.
—¡Qué manos tan frías! —continuó—. ¿Por qué no vienes a
calentártelas?
Ginia se dejó besar en el cuello, murmurando: —Pórtese bien—.
Luego se levantó, ruborizada, y echó a correr.
CAPÍTULO XIV