Contestador. Liliana Heker
Contestador. Liliana Heker
Contestador. Liliana Heker
Contestador
Los artefactos no me son propicios. Puedo resolver con cierta elegancia un sistema de
ecuaciones con n incógnitas y ni siquiera le temo al producto vectorial pero basta que
ensaye multiplicar veintitrés por ocho en una vulgar calculadora de bolsillo para que
cifras altamente improbables invadan la pantallita y, pese a mis intentos desesperados,
perseveren en quedarse ahí. Para decirlo de una vez por todas, aún la más arcaica de las
batidoras eléctricas tiende a insubordinarse apenas la toco.
Pero el contestador era otra cosa. para mí. Lo creía un artefacto benévolo, un
amortiguador gentil entre el mundo exterior y yo. Confieso que mi primer -remoto-
contacto con uno de ellos no fue amable: yo estaba llamando por teléfono a un poeta
melancólico; olvidé (o no tuve en cuenta) que además era veterinario. Luego de unos
segundos irrumpió su voz, sólo que solemne y odiosa, y dijo: "Soy el contestador
telefónico del doctor Julio César Silvain; tiene treinta segundos para contarme su
problema".
Ahora las cosas han cambiado. Sin que nada lo haga prever, Bach o Los Redonditos
pueden irrumpir en nuestra oreja y atenuarnos toda angustia, y una voz amistosa o
seductora, o el escueto anuncio: "Flacos, no estoy o me zarpé; llamen después"
anticipan con bastante aproximación qué vamos a encontrar cuando por fin nos atienda
un humano.
Concientes de esta cualidad anticipatoria, Ernesto y yo, apenas tuvimos un contestador,
pusimos singular esmero en la grabación. Verano porteño fue el resultado de un análisis
minucioso: yo redacté el mensaje (distante pero cordial) y él lo leyó con voz grata. Todo
parecía benigno. No sólo por la libertad que el contestador nos otorgaría en el futuro y
por su virtud poética -¿no hay cierta belleza en la sucesión arbitraria de mensajes, en el
contraste a veces violento entre los tonos, y los propósitos, de uno y otro?-; era benigno
sobre todo por la esperanza. Sí. Aunque nunca hablábamos de eso, nos pasaba que al
regresar de un viaje o de una mera tarde fuera de casa, apenas encendíamos el playback
había un suspenso, un instante brevísimo pero embriagador en el que los dos sabíamos
que una noticia afortunada podía saltar sobre nosotros y catapultarnos a la alegría.
Cierto que muchas veces un acreedor o una madre nos traían tristemente a la realidad,
pero quién nos quitaba ese instante privilegiado en que el mensaje era puro futuro y la
felicidad podía estar al acecho.
Hasta que el lunes 28 de abril todo cambió. Llegamos a casa, encendimos el playback y,
como siempre, esperamos la salvación. justo después del mensaje de un estudioso de
Texas apareció la voz. Era una voz de mujer, sonriente y aliviada, como de quien se ha
liberado de una carga pertinaz. Decía: "Nico, habla Amanda; lo estuve pensando todos
estos meses y, tenías razón: no podemos vivir separados. Llamame". Me inquieté; era
evidente que Amanda no dudaba del amor de Nico, ¿cuánto tardaría en deponer su
orgullo y volver a llamar (esta vez al número correcto) así se aclaraba todo? Después
me olvidé, hasta que el miércoles, mientras me estaba bañando volví a escuchar la voz:
"Nico, habla Amanda; hace dos días que estoy... ". Salí chorreando del baño; cuando
llegué al teléfono Amanda había cortado. El mensaje del sábado ya aportaba algunos
detalles oscuros sobre el carácter de Nico; según Amanda, él también había hecho lo
suyo para que esto terminara, ¿qué se venía a hacer el ofendido ahora? Ernesto y yo nos
miramos con desaliento; el amor es un estado excelso e infrecuente, no podíamos dejar
que estos dos se desencontraran. Decidimos desconectar el contestador y quedarnos en
casa todo el fin de semana. Inútil: Amanda no llamó. Dos veces, eso sí, atendí yo y me
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cortaron con violencia; el mensaje del martes nos indicó que mi voz no había hecho más
que empeorar las cosas. Probó Ernesto; durante dos días se dedicó nada más que a
atender el teléfono con voz desdibujada pero, al parecer, Amanda también le cortó a él.
Creí entender la razón: a esta altura, ella no tenía el menor interés en facilitarle las cosas
a Nico. Si estaba en casa, que se tomase el trabajo de llamar él, qué diablos, si todavía
creía que este amor "tan exaltado por él en otros tiempos" (tonito irónico de Amanda)
seguía valiendo la pena.
El quinto mensaje nos decidió: era desolador y vengativo. Se están destruyendo,
pensamos. Había que idear una solución. Calculamos que, si Amanda recordaba mal el
número, era probable que el teléfono de Nico se pareciera al nuestro. Empezamos por
variar un número cada vez. Cuarenta y cinco posibilidades, y otras diez incluyendo
aquellas características que podrían confundirse con la nuestra. Nos llevó dos días.
Encontramos a dos personas llamadas Nicolás pero no conocían a ninguna Amanda. En
dieciocho casos nos respondió un contestador. Nos pareció que ahí lo más sencillo, sería
que yo misma, imitando lo mejor que podía la voz de Amanda, grabase el primer
mensaje. Por Amanda, cada vez más despiadada, supimos que mi mensaje no había
llegado a destino. Encaramos la variación simultánea de dos cifras. Para ordenar el
trabajo hice un cálculo previo: hay 6.075 combinaciones posibles, sin contar las
variantes por característica. A razón de sesenta llamados por día, antes de cuatro meses
terminábamos. El amor de esos dos y la recuperación de nuestra alegría ¿no valían el
esfuerzo? Ernesto se encargó de los humanos; yo, de grabar el primer mensaje en los
contestadores. Todo en vano; Amanda seguía registrando detalles cada vez más
oprobiosos sobre los hábitos de Nico. Un día Ernesto tuvo lo que creyó una revelación.
Dijo:
- No sé si yo hubiese contestado al primer llamado de Amanda. Al fin y al cabo, fue ella
la que lo dejó.
Me agobió el porvenir pero tuve que darle la razón. Mientras seguíamos avanzando con
los primerizos empecé a grabar, en los contestadores ya registrados y con odio creciente,
los mensajes sucesivos de Amanda. Mientras, la ferocidad de Amanda seguía
aumentando en nuestro propio contestador. Ayer tuve un desfallecimiento. El mensaje
de Amanda relataba un suceso particularmente repugnante de la relación entre ellos dos.
-No hay nada que hacer -le dije a Ernesto-; Amanda, a esta altura, ya no podría volver
con Nico. Ahora lo único que quiere es destruirlo.
Nos miramos con fatiga. Habíamos entendido que era inútil seguir buscando a Nico;
aunque lo encontrásemos ya nada detendría los mensajes sangrientos de Amanda.
Entonces recibimos un nuevo mensaje en el contestador. Era una voz de mujer,
sonriente y aliviada. Decía: "Nico, habla Amanda; lo estuve pensando todos estos meses
y tenías razón, no podemos vivir separados. Llamame". No era la voz de Amanda: la
conozco demasiado bien. Era la imitación de mi propia voz imitándola. Dios, alguien a
quien yo había llamado (y cuántos vendrían detrás) iniciaba el infructuoso trabajo de
unir a Amanda y Nico. Algo irreparable está desencadenado. Ahora, el acto de activar
los mensajes del contestador nos da verdadero terror: ¿con cuál etapa del odio de
Amanda nos vamos a encontrar? Ya no hay paz para nosotros.
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