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SEGUNDA PARTE

Impreso en P. E. WINGE
MDCCCXXVII

Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
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Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
CAPITULO XI
VIAJE POR LOS ANDES

Una tarde agradable y reposada inundaba el espacio, llenan-


do de romanticismo la atmósfera, mientras el sol bañaba por
completo la bodega existente en Juntas.
El sol, como en un descenso apresurado, estaba ya sobre las
copas de los árboles que además de cubrir las espaldas de la
cordillera constituían la ribera izquierda del río Verde. En la
lejanía una pálida luz anunciaba la llegada de la luna, que pronto
se erguía con su magnífica belleza por sobre las escarpadas pa-
redes rocosas, reflejándose en el Nare, ubicado a los pies y en
cuya agitada corriente de remolinos y aguas inquietas parecía
un trazado de plata enclavado entre los montes oscuros, cubier-
tos de espesos bosques.
El silencio era el amo de la situación; nada se movía. Ni
aun el sonido constante de las aguas que recorrían las faldas de
estas alturas era capaz de entorpecerlo. En realidad el lugar era
un altar erigido al profundo silencio de la naturaleza.
Sentado en el portón de la bodega durante un largo rato
estuve gozando de tales delicias. Me felicitaba por haber acaba-
do el largo y agotador viaje por el río. El clima me sentaba muy
bien.
De improviso todo se interrumpió. Me levanté a observar
qué producía el alboroto y descubrí que era la despedida de la
piragua que me había traído hasta aquí. Así comprobé que mi
relación con ellos había tocado a su fin.

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La pequeña embarcación se esfumó pronto en la lejanía;
tan solo se escuchaban las voces de sus tripulantes, que poco a
poco fueron debilitándose hasta desaparecer por completo. Nue-
vamente volvió la paz y el murmullo del ríu.
Pese a lo maravilloso del sitio debía prepararme para rea-
nudar el viaje, por lo cual traté de encontrar a mi muchacho
de servicio, al que no veía desde hacia un buen rato. Lo busqué
inútilmente y al preguntar por él al empleado del bodeguero,
me contestó fríamente: "Se fue con la piragüita".
Tal acto me sorprendió, más aún si el muchacho en la tra-
vesía no demostró nunca tal actitud. En definitiva lo que causó
tal separación fueron las respuestas que este mozo le entregó
a mi muchacho acerca del tipo de viaje por las montañas y del
frío existente. Es claro que como nacido y criado en las bajas
y ardientes temperaturas del Magdalena, haya preferido volver
en secreto a su querida tierra, con mosquitos y calor.
Al encontrarme privado de toda la compañía anterior, tuve
que buscar el acercamiento con los residentes de la bodega, que
eran el encargado y dos sirvientes indígenas.
El encargado era un criollo bastante simpático, con una
cara alegre y una respetable barriga. Al saber la deserción de
mi sirviente se ofreció a acompañarme el tiempo que fuera ne-
cesario, y cuando se enteró de mi nacionalidad, la amistad se
estrechó puesto que conocía a todos mis compatriotas que ante-
riormente cruzaron por este sitio.
Era un individuo bastante alegre y educado; por eso nunca
nos faltó el tema de conversación. El estudio favorito del viejo
era la geografía, en la que, honestamente, no estaba suficiente-
mente instruido. Al no tener un mapa nos dimos a la tarea de
dibujar los continentes sobre el piso de la bodega, con el filo
de un machete. El mayor debate se centró acerca de la ubicación
de N orteamérica.
Para el viejo, que realizaba sus viajes desde Cartagena ha-
cia el punto motivo del conflicto, la ubicación correcta era virar

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hacia la derecha. Por mi parte tenía todas las energías concen-
tradas en demostrarle lo contrario. Finalmente le convencí, pero
puso la condición de que pasara a un papel todo Jo que dibujé
en la arena, para no dejar algún punto de América colocado
en un lugar inconveniente.
El tema siguiente se aventuró hacia la politica y tras com-
padecerme por no vivir yo en una nación lihre, comenzó a hablar
del actual poderío colombiano luego de haber expulsado a los
"pendejos" españoles, sintiéndose feliz de vivir en la "República
de Colombia". Pendejo es uno de los peores epítetos que se le
pueda dar a un español. Corresponde a nuestro truhán. Una vez
escuché a un francés explicar el significado de tal palabra, pero
al revisar todo su vocabulario, no logró encontrar alguna que le
complaciera, por lo que, con gran justeza, me señaló : "Señor,
pendejo es un mote o palabra que ningún español puede digerir".
Ante el desconocimiento de nuestra realidad por parte de
mi interlocutor, tuve que asegurarle que la nación sueca no solo
es una de las más libres de Europa sino que se jacta de ser la
más antigua de las naciones libres actuales. El gritaba de admi-
ración y sorprendido preguntaba: "¿Cómo pueden ser libres si
no son republicanos?".
De ahí que me viera obligado a convencerlo a través de
razones y de datos concretos, aclarándole que auncuando en el
nombre no lo éramos, en la realidad resultábamos mejores que
los colombianos; máxime si éstos carecen de la cultura suficiente
para gozar de las libertades que la Constitución les asegura.
En seguida la conversación giró hacia el aspecto religioso.
El interrogó si los suecos son mahometanos, lo cual por supuesto
causó hilaridad en mi y al preguntarle la razón para que pudié-
ramos tener tal creencia, afirmó: "Su rey Carlos XII era muy
amigo de los turcos".
Ante semejante testimonio hube de contestar que el hecho
de que nuestro rey habitara un tiempo junto a los turcos se
debió a que tuvo que demostrar su rencor contra los rusos más
que su aprecio real a los musulmanes. Además de argumentar

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que ningún sueco creía en Mahoma, la Meca o el Corán, y que
si alguno hubiera tenido que escuchar las largas explicaciones
sobre el Islam, con toda seguridad que no habría sido Carlos
XII, ya que este era tan cristiano como el que más.
Con todo, la conversación fue cambiando constantemente
de tema, lo cual resultaba explicable pues demostraba el interés
de mi interlocutor por aprender y enterarse de otras realidades.
Tal forma de discutir, tan variada, era muestra típica de todas
las capas sociales de este país.
Al atardecer del día siguiente llegó una gran cantidad de
peones, lo que me permitía programar mi salida para el nuevo
amanecer.
El camino por las montañas tenía grandes dificultades, por
lo cual era complicado y prácticamente imposible transitar con
mulas. Para ello se encuentran tipos que se dedican a cargar
tanto a personas como mercancías por las alturas cordillera-
nes. Acostumbrados desde la niñez a cargar mercancías subiendo
montañas, son capaces de llevar sobre sus hombros a personas
como si fueran bultos de carga. Su fortaleza de soportar fardos
de cerca de setenta kilos es largamente superada, ya que nor-
malmente hacen reposar sobre sus hombros casi el doble de
tal peso.
Con tamaño lastre caminan entre cuatro y cinco días, casi
sin descanso, desde la mañana hasta el atardecer, por caminos
dificultosos de recorrer para cualquier otra persona, a la que le
sería difícil sortear las trabas y obstáculos que ellos presentan.
Debido a tal práctica, su cuerpo posee una complexión atlé-
tica, especialmente en la parte inferior, que se acerca mucho a
una descripción de Hércules. La fuerza que poseen es fabulosa.
Estos verdaderos habitantes de los montes componen una
raza especial, harto separados del resto de la población, no solo
en lo referente a su aspecto moral sino al físico.
Poseen una piel clara, de un amarillo sucio, producto del
clima que deben soportar y de la falta de mezcla de su sangre

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con la de los negros. En sus rostros, un tanto alargados, los
rasgos son muy expresivos y muestran un aire de bondad y
melancolía que contrasta con el orgullo porfiado de los nativos.
Creo que en pasajes posteriores, a medida que les vaya cono-
ciendo más, estaré en condiciones de dar una mejor imagen de
estos personajes.
Aquella misma tarde mi amigo el bodeguero eligió tres
peones considerados por él como "muy buenos silleteros" y
"muy buenos cargueros". La distinción clasificaba separada-
mente a uno y a otros. O sea, uno de ellos era bueno para monta
y los otros como caballos de carga.
Por "silletero" se entiende a quien lleva sobre sus espaldas
a las personas. Como "carguero", al encargado de soportar el
mayor rigor de peso.
El silletero usa una especie de montura amarrada a los
hombros, hecha de piezas de bambú aplanadas y liadas entre sí
por varas de mimbre, cuyo largo es de unos tres pies y su
ancho de uno; todo esto va sujeto a los pies.
En la parte baja de la silla se amarra una tabla, en ángulo
recto, que tiene las mismas dimensiones del ancho y la mitad
de su largo. Vista así, toda la estructura semeja una silla sin
patas.
La primera parte mencionada forma el respaldo y la última
el asiento. Dos fuertes bandas o cintas situadas en los extremos
de ambas piezas mantienen todo en ángulo recto, sirviendo al
propio tiempo de brazos a los que el viajero puede asirse. Un
pedazo de bambú de un pie de largo, que cuelga, le sirve como
apoyo para los pies, si es que quiere considerarse un jinete de
caballería.
Toda esta armazón cuelga del peón mediante tres cuerdas
fuertes, dos de las cuales van amarradas desde los hombros,
cruzando el pecho y retornando por la parte trasera de los bra-
zos. Una tercera pita atraviesa por la mitad del espaldar y

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cruza luego por la frente del peón. Es en este punto donde se
centra el mayor peso, ya que él carga mejor con la cabeza que
con los músculos del cuello.
Entre la espalda y la montura los silleteros colocan una
tela de lana doblada. Fuera de esa pieza van completamente
desnudos. Solo llevan unos pantaloncillos cortos, de lino, con
un dobladillo sobre las rodillas, de modo que nada les pueda
impedir el libre movimiento de sus piernas.
La tarde se dedicó a comprar y preparar las sillas de los
peones. Los implementos usados por los cargueros son mucho
más simples de lo que se ha descrito. Generalmente consisten
en un espaldón cuyo largo y ancho varían según el peso y tipo
de carga. Muchas veces no son más que los ya mencionados, ter-
ciados en forma de cubos, y ese peso no debe exceder los sesenta
y tres kilos, ciento veinticinco libras, aproximadamente. Claro
que se les paga, más o menos, según el peso que deban llevar.
Un transporte de ese tipo, desde Juntas hasta Cejas, a tres
o cuatro días de viaje, equivale para un peón a un jornal de
cinco a ocho piastras. En Ceja todo vuelve a ser cargado en
mulas, pero en muchas ocasiones los peones transportan hasta
el interior de la provincia, hasta Medellín, Santa Rosa y Antio-
quia, esta última ubicada en la margen del río Cauca.
Esta medida de distancia es siempre indefinida, más aún
en Colombia y especialmente en sus cordilleras, debido a las
dificultades del camino, ya que se debe subir y bajar a todo
momento. Para la presente ocasión puede evitarse tal dificultad
pues se calcula la distancia por recorrer en poco más de treinta
y dos kilómetros.
Cuando mis maletas y mi persona fueron pesadas, acorda-
mos el precio, que fue de cinco piastras para los cargueros y
nueve para el silletero. Debo observar que uno no puede compa-
decerse de la persona que ha de transportar tanto peso, pues de
ser así, al propio interesado le corresponderia subir los cerros
o distribuir la carga entre varios Peones, lo que resultaría de-

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masiado costoso, y además el conformar una caravana dema-
siado numerosa entorpecería el avance, ya que muchos lugares
permiten tan solo el paso de un solo hombre cada vez.
A las siete de la mañana del día 23 de febrero los tres peones
estaban dispuestos para la salida y para complacer el gusto del
bodeguero, que deseaba verme montado en la silla. Debo decir,
excusando la expresión, que por primera vez subí a caballo en
una persona.
Uno debe sentarse con la espalda hacia el peón y colocar los
pies en los estribos. Aproveché la oportunidad de despedirme
de mi amigo el bodeguero cuando mi cargador avanzando muy
rápido inició su marcha. Pronto perdimos de vista la bodega y
su celador, quien me gritaba : "Cuidado, caballero, olvidó usted
el freno y las espuelas".
Luego de haber satisfecho mi curiosidad, decidí apearme y
prometí que no volvería a sentarme mientras no estuviera ver-
daderamente agotado.
El sendero conducía por angostos pasajes o desfiladeros
hacia una mayor altura. Producto del constante pisoteo y del
arrastre de las aguas en épocas de lluvias, el terreno se agrieta-
ba cada vez más, de modo que todo se enterraba en ese barro
gredoso que se formaba. Tal estado de los caminos impide avan-
ces rápidos y en muchos puntos se atraviesa por lugares profun-
dos y angostos, con sus bordes casi verticales, de modo que para
cualquiera se hace complicado pasar con su carga.
En raras ocasiones el camino era recto; nunca en sentido
descendente. De allí que siempre que se alcanzaba una altura
esta se encontraba inmediatamente unida a cerros más altos.
Desde estas alturas la vista sobre los valles era mínima. La in-
terminable fila de cerros que se entrecruzan, cuyas laderas
están cubiertas de bosques, impiden poder extender mucho la
visión.
Lograr subir era una verdadera proeza. El terreno lleno de
barro solo permitía ser usado siguiendo las huellas que dejaba
el pisoteo de los peones en sus interminables viajes. En otro

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punto del ascenso el agua formaba pequeños torrentes que se
llevaban a su paso los puntos de sostén para afirmarse, encon-
trándose en su lugar un conjunto de piedras de diversas formas
y tamaños que habían sido ubicadas en forma de escalinata.
Subir por ellas requería pericia. Era preciso usar las manos y
dar grandes rodeos para encontrar mejores sitios de apoyo,
máxime si las piedras tenían una inclinación de cuarenta y
cinco grados hacia la pendiente.
Es sorprendente ver a Jos peones subir con tanta agilidad
usando una fuerza increíble, tranquilos, balanceando el peso y
sin perder en ningún momento el equilibrio.
Cuando disponen de instantes de reposo, nunca descargan
sus pesos; todos descansan en una misma posición, y si desean
hacer altos más prolongados, tienen sus lugares preferidos. Ge-
neralmente es una subida donde un muro de pasto o algunas
piedras forman un sitio propicio para acomodarse y descargarse
de sus fardos.
Llegamos a uno de estos apeaderos cerca de las diez de la
mañana, donde nos dispusimos a desayunar. Es de imaginarse
que si todo lo que se lleva va recargado en el precio, la comida
no es abundante.
Una pequeña bolsa con un pan de maíz seco, un trozo de
queso, otro de panela y algunas bolitas de chocolate constituyen
habitualmente la provisión para el viaje. Todo lo envuelven en
un pañuelo que se amarran en la cabeza. En ocasiones agregan
una ollita de greda, considerada como propiedad común, la que
se deja en los paraderos que son juzgados aptos para ese tipo
de cocina.
Que cada cual se limite en sus raciones, es una cuestión ele-
mental, ya que durante el primer día no se encuentra un lugar
donde se pueda conseguir algo que ayude a continuar alimen-
tándose. En la estación de Juntas apenas se adquiere lo necesario
para iniciar el viaje. Tendremos que esperar arribar a algún
poblado donde podamos abastecernos de huevos cocidos y pollo
frío.

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El único artículo extra que portaba era una botella de coñac,
que resultaba buena ayuda, pues beber estas heladísimas aguas
viniendo de atravesar por el calor del Magdalena resultaba un
cambio demasiado brusco, por lo cual era conveniente beberlas
mezcladas con coñac, y así evitaba enfriar me. Como los envases
de vidrio eran apetecidos, por su valor, en la provincia, y su
transporte era fácil y liviano, los peones aceptaban cargarlos.
con la sola condición de quedarse con ellos una vez que hubier an
quedado vacíos.
Al finalizar el desayuno, compuesto de pan de maíz, queso
y azúcar, reanudamos el viaje. La hora del almuerzo nos sor-
prendió en Rancho. Con este nombre se conocía una pequeña
ramada de hojas de palmera, con espacio suficiente para un pe-
queño número de peones y sus cargas. Estos ranchos son levan-
tados como lugares de descanso y para esperar a que la lluvia
detenga su furia. En algunos puntos encontré que existían varios
contiguos, siempre construidos sobre un plano elevado y cubier to
de hierba.
Estos paraderos son considerados de pertenencia y uso co-
lectivos, por lo que en muchas ocasiones se encuentra en ellos
una olla y una vasija para el agua, además de un depósito para
ésta, fabricado con los bambús más grandes, para sacar o echar
agua, según se desee.
Tras recuperar algo las fuerzas con un trozo de panela,
pan, agua mezclada con coñac y descansar un rato, seguimos la
caminata, ya que planeábamos llegar antes de la caída del sol
al primer lugar habitado desde que salimos de Juntas. El pueblo
donde pensábamos llegar era Canoas.
La poca costumbre de caminar minó mi resistencia, ya
debilitada por aquella larga travesía en canoa. Todo se unió para
que yo no pudiera subir tan rápido como las circunstancias lo
exigían, de modo que, muy a mi pesar, tuve que aceptar el lla-
mado de mi peón, que decía: "Monte ahora, señor, su merced no
irá a pagarme por nada". El término "su merced" es muy usado
por los sectores sociales más bajos cuando uno de ellos se dirige

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a una persona de estado superior, y forma parte del legado
cultural español que da mucha preferencia a expresiones de esta
índole.
Finalmente debí aceptar. Lamentando que dos personas,
cada una con sus propios medios, fueran más lentas para avanzar
que una de ellas haciendo el trabajo de las dos. Solo me consola-
ba que los peones estuvieran de acuerdo en que ningún viajero
había caminado tanto el primer día de viaje como yo lo había
hecho.
Para la escarpada y larga jornada me equipé con alparga-
tas, que es un calzado indígena confeccionarlo con pita y algodón.
Con la pita se tejen los hilos de la planta del calzado, es decir la
suela, y encima de ella una especie de cubierta hecha con hilo
de algodón, lugar en que se meten los dedos. Con esta misma tela
se fabrica la parte correspondiente al talón, el cual se mantiene
sujeto por una cinta que arranca de la parte trasera y cruza el
empeine. Como mejor ejemplo puedo decir que la parte superior
de este calzado es similar a la de un patín para el hielo.
La alpargata es bastante liviana y resistente; además, la
humedad se seca rápidamente. Tales cualidades la convierten
en un elemento irremplazable para esta clase de viajes. Fuera
de esto, adquiere con el uso un ajuste perfecto al pie, lo que
evita los resbalones y caídas en el barro y las piedras lisas de
los lugares altos. Normalmente se usa sin medias.
El resto de la indumentaria lo forman un pantaloncillo de
lino, un saco liviano y un sombrero de raíces. Los peones no usan
alpargatas y se acomodan con la suela natural de sus pies, para
lo cual están bastante acostumbrados. Es tanto su hábito, que
posiblemente no lograrían adaptarse a otro tipo de protección
y ese calzado les estorbaría en lugar de ayudarles. De ahí que
sus pies tomen el aspecto de un cuero muy bien curtido como el
de buey antes que parecer los pies de un set· humano.
Luego de bregar durante toda la tarde con el barro de las
montañas, los riscos y los profundos desfiladeros, el camino
se abrió. Alrededor de las cuatro de la tarde divisamos el pueblo

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de Canoas, situado en un flanco de montaña cubierto de yerba
fresca y verde a cuyos pies corría un riachuelo, que presentaba
un grato aspecto a la vista, acostumbrada a estar limitada por
montañas y bosques impenetrables.
Al contemplarle, se notaba una belleza tranquila en medio
de un impresionante y fresco verdor, que convertía este sitio en
un lugar de fuerte contraste con todo lo observado en la travesía
subre el Magdalena. El aire mucho más agradable convertía en
pesadilla la anterior vivencia. Resultaba claro y evidente que nos
encontrábamos en otro clima. Por su parte el pueblo se encarga,
con su aspecto, de formular una grata invitación al foras-
tero, como premiando todos los pasos que hubo de dar para al-
canzar tamaño premio. Cada vez que un viajero contemple este
paisaje debe sentir algo parecido a lo que yo estaba sintiendo.
Todo se me hacía magnífico debido a mi condición de extran-
jero y me hizo recordar a mi bella y montañosa Suecia.
Con alguna anticipación a la caída del sol llegamos al po-
blado. Este corto trayecto lo hice con verdadera satisfacción.
Gracias a la pertinaz preocupación del silletero, fuimos re-
cibidos en la casa de una señora de edad que nos proporcionó
todo lo que sirviera para el descanso y alimento de nuestros
cuerpos. A los pocos instantes se agregaron a la mesa una buena
cantidad de huevos cocidos y un pollo frito, que en el intervalo
preparó el peón.
No es fácil imaginar lo útil y necesario que resulta esta
clase de sujetos. El papel que juegan en todo momento los hace
de enorme necesidad. Un silletero es la condición primaria, el
todo de un viaje como este. Mejor expresado, la posibilidad para
un extraño de ingresar a este mundo está personüicada en dicho
sujeto.
Para quien viaja, no es exclusivamente la cabalgadura, el
que indica el camino o un simple acompañante. Resulta ser,
además, mayordomo, cocinero y sirviente.
Después de que el peón ha cargado al viajero durante el
camino y descrito las particularidades de éste como pasatiempo

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e información, en cuanto llegar al lugar de descanso se saca su
montura y sale corriendo en busca de las bebidas del lugar para
ofrecerlas al "señor". Enciende fuego, cocina el chocolate, des-
pluma el pollo, lo prepara y al cabo de media hora está en con-
diciones de decir: "Su merced, ¿quiere comer un poquito?".

Cuando la cena ha terminado, alista al viajero un lugar para


dormir. Por la mañana se le observa temprano levantarse silen-
ciosamente, preparar el chocolate y luego acercarse a despertar
al patrono diciendo: "Todo está listo, señor". Mientras uno se
viste y desayuna, él ya ha empacado la frazada y la colchoneta
de paja y preparado la montura para adosar a sus espaldas. Es
decir, dispone todo para la salida.

Es imposible negar la importancia de una persona de tales


características. Su compañía, por lo demás, resulta muy grata,
y así, existen motivos suficientes al finalizar el viaje, para dar
algunos centavos extras a este hombre tan esforzado y servicial.

Me hice bastante amigo de ese peón, de tal modo que le


prometí hacerle saber, por intermedio del bodeguero, la fecha
de mi regreso a Juntas. Dos meses más tarde tuve la ocasión de
ver a mi viejo peón con su misma silla venir a encontrarme a
Ceja para llevarme a Juntas.
Era un hombre de edad madura, muy despierto, con la piel
color amarillo sucio y pelo negro liso. Ojos grandes y vivaces.
Todo estaba en concordancia con la rapidez y agilidad que ca-
racterizaban todos sus movimientos. Su figura enjuta, de casi
tres varas de largo, de hombros anchos y delgados, con unos
brazos y piernas y un par de pantorrillas dignos de una figura
de la mitologia, formaba un cuadro que pondria envidioso a
cualquier héroe de playa.

Al preguntar por su nombre, respondió: "Fernando López,


para servir a su merced". Jamás pude escucharle una frase vacia
de contenido; por todo ello, era mucho más que un "sirviente
humilde".

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Tras pasar una noche agradable, gracias al clima más
templado y al duro ejercicio de la jornada anterior, estuvimos
otra vez sobre la senda a eso de las seis y media de la mañana.
Durante la noche había caído una fuerte neblina y la her-
mosa mañana la anunció el frio que yo sentía por falta de cos-
tumbre, ya que el termómetro marcaba veinte grados, tempera-
tura excelente para la dura jornada. El camino, como en el día
anterior, continuaba siendo ascendente, pero cambió al llegar
a una cumbre escarpada, luego de la cual comenzó a descender.
Al final de una de sus tantas vueltas logramos observar un
puente de madera bajo el cual pasaba una fuerte corriente. Como
la gran mayoría de los que hallamos en la ruta, éste pare-
cía, con su techo de paja y sus paredes de madera, una verdadera
casa construída sobre el río profundo que bramaba allá abajo.
Pero este era raro, ya que pese a ser tan extenso no poseía pilares
ni arcos y toda la construcción, reposaba en las vigas largas
unidas por el centro del puente en un ángulo casi imperceptible.
El puente se 11amaba Balsadero, lo mismo que las casas de
las cercanías, en una de las cuales vivía el inspector, quien cobra-
ba una pequeña tarifa por todo lo que pasaba por el sitio.
Se podía ver un rancho grande para los peones y sus cosas.
Este sitio puede considerarse como uno de los más destacados
entre Juntas y Ceja. Nos detuvimos para desayunar y descansar
en compañía de muchos peones que estaban reunidos cerca de la
bodega para tratar de conseguir algunas cargas.
Reemprendimos viaje antes del mediodía, bajo un cielo que
prometía descargar su contenido de mal tiempo, y en el camino
alcanzamos a unos peones cargados y a otros que regresaban
desocupados.
Al observar a estos individuos tenaces en el esfuerzo; do-
blados bajo las enormes cargas que llevan, subiendo uno tras
otro, saltando piedras por los cerros escarpados, o resbalando
por un cañón profundo mezclado de barro, balanceándose bajo
el peso con sus brazos y piernas; o viéndoles trotar por los ca-

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minos llanos y arribar a los lugares de difícil acceso con una
fuerza increible, y al unirlos con lo salvaje del paraje, no se
puede dejar de comparar a tales individuos con las hormigas,
ya que muchas veces van arrastrando un peso igual al de sus
cuerpos, por una senda de árboles y piedras.

Interesante era también mirar a los peones sin carga que


saltaban de una roca a otra, ágilmente, semejando un grupo de
chicos en un recreo de la escuela. Parecían competir por los
cerros y no estar realizando un viaje que duraba tres días, en
medio de una zona montañosa con muchas complicaciones. Como
la costumbre era efectuar el viaje con carga, el no sentirla sobre
sus cuerpos transformaba el camino en un liviano paseo; resulta-
ba un buen pasatiempo, mientras se dirigían a otro sitio a re-
cibir nuevas cargas.
El presagio del mal tiempo se cumplió por la tarde al desen-
cadenarse un fuerte aguacero, seguido de truenos, cuyo ruido
rebotaba de roca en roca, a la vez que los relámpagos llenaban
de luz los vados existentes entre ellas.
No queda ocasión para contemplar tal belleza, debido a que
el camino se torna imposible de recorrer. Es, en parte, la res-
puesta de la naturaleza a quienes reclaman por la mala calidad
de las vías. Parece ser una venganza o un intento para que el que
protesta tenga mejores bases de critica.
Ser cogido por una lluvia de tal estilo es una de las cosas
que más temen los peones. En muchas ocasiones se ven obligados
a permanecer en medio del camino e instalar un rancho provi-
sional para protegerse a sí mismos y a las cosas que transportan.
El barro que se forma ni siquiera logra ser derrotado por sus
pies de felinos.
Los mejores lugares de la ruta, aquellos ubicados en las
lomas de los cerros, pronto dejan de ser aptos para el descanso
porque se llenan de agua, la misma que demuestra una extra-
ordinaria capacidad para desplazarse en todas direcciones sobre
un plano horizontal.

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Por otro lado, las piedras y troncos del camino cumplen
ahora el papel de guías, que nos permiten mantenernos en la
senda. Con un poco de atención y algo de esfuerzo llego a la
conclusión de que auncuando no podemos seguir una línea recta,
vadeando hay posibilidades de avanzar, dependiendo tan solo
del largo de nuestras piernas. Mojarse no es mayor problema,
ya que la ducha recibida nos ha empapado completamente.
Cuando vemos saltar el agua de una piedra a otra la escena
resulta interesante y llamativa, pero no en nuestra situación.
El romanticismo queda de lado. El murmullo del agua que
corre por entre las rocas se ha transformado en una espesa
cortina que nubla y confunde la vista, impidiendo ver el sendero
más conveniente.
Los pies se niegan a reposar con seguridad suficiente para
subir por estas escaleras tan alucinantes como mortales.
La peor experiencia es tener que cruzar los profundos agrie-
tamientos del camino. En sus paredes el agua corre a torrentes,
rápida e intermitentemente. Tal sendero más parece una cons-
trucción destinada a llevar el agua hasta algún molino, que para
el tránsito humano.
Por supuesto que se corre el riesgo de ser arrastrados hacia
abajo, en medio del resbaloso fondo de barro que todo lo cubre,
y tal arrastre puede ser beneficioso o fatal.

En el caso de ser arrastrado no quedará la más mínima po-


sibilidad de volver a subir o de asirse a alguna rama o arbusto
que le impida seguir cayendo, y si cae al camino necesitará de
la ayuda de sus compañeros o elegir otra ruta de ascenso.
Aquí también se nota la cuidadosa preocupación del peón
por el viajero, ya que auncuando no puede llevarlo sobre sus
espaldas, lo agarra de la mano, conduciéndolo a través del barro.
Para el silletero era un verdadero conflicto comprobar que sus
ágiles y acostumbrados pies no tuvieran la fuerza suficiente
para agarrarse con firmeza y avanzar.

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Por fortuna pronto llegamos a una pequeña casa abando-
nada, situada en una altura de la montaña; era el "Alto de la
Aguada". Tras nosotros llegaron otros peones buscando protec-
ción contra la fuerte lluvia.
Esta acabó al poco tiempo y transcurrida una hora de des-
canso reanudamos nuestro viaje, que continuaba en descenso.
A lo lejos podíamos distinguir algunas casas y veíamos "La
Aguada", donde pasamos la noche.
Nos situamos en la casa de unos huéspedes muy amables
pero pobres, cuya pequeña residencia, aunque no ofrecia muchas
comodidades, nos permitió abrir las maletas y sacar nuestras
pertenencias, entre éstas, ropas secas, y las mojadas las pusimos
a secar en el fuego de la cocina. En ese instante volvió a mi
mente el recuerdo de un calentador.
Mi peón apareció con una pequeña olla de chocolate caliente,
que fue muy bien recibido porque apagaba la sed y ayudaba a
combatir el hambre y el frío, necesidades bastante sentidas luego
de la anfibia caminata.
La temperatura resultó bastante más baja que en la locali-
dad anterior, pues a la hora del ocaso el termómetro marcaba
catorce grados. A tal fenómeno ayudaban la mayor altura y el
enfriamiento del aire después de la lluvia caída por la tarde.
Aquí comenzó a prestar gran ayuda la frazada, tan menos-
preciada hasta el momento. Pausadamente tal implemento había
empezado a relegar en importancia al mosquitero, que solo llevaba
como agradecimiento por los servicios prestados o para que
sirviera de almohada. Esta nueva situación de esa pieza era com-
parable al reposo de un guerrero, para quien se ha ideado una
ocupación descansada como recompensa por los favores que
prestó durante la guerra.
Eran las seis de la mañana cuando los peones estaban dis-
puestos a continuar la travesía por las montañas. Los húmedos
vapores bajaban por los cerros aprovechando el calor que el
sol les daba, permitiéndoles enrollarse en nubes de vapor,

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descender por las pendientes boscosas y detenerse en los valles
más angostos, donde empezaban a reunirse espesamente unos
sobre otros, hasta que la acción solar los volvía a distribuir en
lluvia o los esparcfa en la atmósfera como tibias nubecillas.
El camino que se abría ante nosotros, en medio de un cerro
sin vegetación, nos proporcionó desde esta altura un espectáculo
que no habíamos tenido la oportunidad de disfrutar.
Allá abajo se veían valles profundos y escarpados, total-
mente tejidos por una gruesa alfombra de bosque cuyas tonali-
dades variaban desde las más fuertes hasta unas muy tenues,
producto de las sombras y del efecto de la distancia.
Podía verse un oscuro tono entre negro y verde, pertene-
ciente al valle más lejano y profundo, que empezaba a diluirse
a medida que subía hacia los picos montañosos. Alli era dorado
por el sol y finalmente se transformaba en un tono claro, mezcla
de verde y amarillo.
De ese modo en la enorme cadena de cerros el azul del cielo
adquiera un esmalte oscuro, contrastando con el gris de estos,
cuyos aspectos variaban según la altura y la lejanía, hasta que
desaparecían en un horizonte azul claro, que como un marco
brillante encerraba el inmenso, oscuro y monótono cuadro.
El camino de hoy era más parejo y soportable de recorrer,
lo que nos ayudó a realizar un viaje tranquilo. Por la mañana
descansamos en algunas casas extraordinariamente agradables,
llamadas tutumbas, donde desayunamos con gran apetito. Por
lo demás logramos adquirir algunos huevos y un pollo, el que se
destinó para ser consumido más adelante, ya que en toda la
tarde no encontraríamos otra residencia.
Me llamó la atención ver a uno de mis peones retirar del
techo del paradero una bolsa con una buena cantidad de panes
de maíz, sin haberle dicho nada a la dueña del lugar. Pronto nos
explicó de qué se trataba: tanto en esa casa como en otras dise-
minadas por el trayecto los peones suelen dejar bolsas con algo
de comida para evitarse tener que cargarlas constantemente.

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La medida en sí era inteligente y cómoda, pero no seria
lo mi~mo de eficiente en otros países, donde podría suceder que
las bolsas no se encontraran por haberlas cogido alguien por
error o simplemente por hacer una broma y llevárselas, más
aún si los dueños del lugar jamás se fijan en quién las cuelga
o descuelga, ya que estos no se hacen responsables de ellas.
Que alguien robe una de estas, no sucede nunca; y si así
ocurriera, su valor es tan mínimo que no vale la pena hacerlo.
Esto muestra el carácter honrado de estas gentes y lo hace más
plausible debido a su pobreza. No se puede olvidar que en otros
lugares personas del mismo bajo nivel no tienen ningún reato
de conciencia en tomar lo que no les pertenece y llenar su panza
con el sacrificio de otros.
Pronto comprendería que, en general, los habitantes de
Antioquia tienen esta cualidad. Existe la seguridad de poder
hacerles entrega del efecto más valioso y siempre se recobrará.
Escuché decir en diversas oportunidades a bodegueros y grandes
comerciantes que a un peón puede entregársele la maleta con
toda confianza, pues se encargará de llevarla a su destino; y ella
puede ir abierta o cerrada, y el dinero puede estar o no contado,
y todo el contenido llegará a la meta sin haber sido hurgado ni
sustraído.
El camino proseguia en descenso y esa mañana pasamos
por un riachuelo donde no existía ningún puente, no obstante lo
cual podía vadearse sin mayores problemas, mediante el uso de
las piedras que se encontraban distribuidas. Pese a esa ayuda el
agua sobrepasaba nuestras rodillas.
Debido a la insistencia del silletero para que me quedara
sentado a sus espaldas, ya que podía enfriarme al mojar mis
pies -lo que yo traducía como el interés de mostrar su capaci.
dad de equilibrio- acepté quedarme sentado.
Los peones siempre tienen sus maneras y ayudas para sor-
tear tales escollos. En esta ocasión se servían de unas varas de
cierto largo, una de las cuales tomó mi peón y comenzó a saltar
de una piedra a otra. Lo hizo con gran rapidez, que me sorpren-

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día ya que muchas de las piedras ni siquiera se veían, pues esta-
ban cubiertas por el agua. De alli que el palo jugara un papel
tan importante, como que se usaba a modo de una tercera pierna.
Dicho palo impedía que fuéramos arrastrados por la co-
rriente o que resbaláramos por las piedras. Luego de esta arries-
gada cabalgata, el peón botó inmediatamente el palo, a fin de
que lo pudiera usar otro que cruzara por aquí. Por lo demás
nunca utilizaban varas para su marcha sino que se les veía
constantemente con las manos cruzadas sobre el pecho, y en
difíciles ocasiones gateaban para seguir avanzando.
Cuando dicho lugar quedó atrás, el silletero se detuvo en
seco y me dijo: "Mire el tigre". En ese momento vi un tigre
de buen tamaño trotar despacio y despreocupadamente por el
camino, en medio de los espesos bosques, a través de los cuales
se nos perdió.
Este tipo de sorpresa no es extraña en estos parajes. Du-
rante el día el tigre no es un animal peligroso, pero al llegar la
noche es común verle rondar las casas e inundar el espacio con
sus rugidos. No se atreve a atacar un rancho, pero sí lo bloquea.
Es así como frecuentemente da muerte a perros y demás anima-
les que encuentre en esas cercanías.
Aparte de micos, no se ve ningún otro animal de cuatro
patas. En cuanto a aves, se encuentran papagayos, faisanes,
cigüeñas y una cantidad impresionante de pájaros de miel, que
generalmente tienen sus nidos en los arbustos o en las paredes
de lodo de los barrancos. Es una avecilla realmente hermosa,
que ante la presencia de seres humanos se asusta y emprende
el vuelo, llenando con éste la vista del intruso.
Me dediqué a recoger algunos de estos nidos, que estaban
hechos de yerba seca y una fina pasta en uno de los cuales en-
contré un par de huevecillos, redondos, que no pasaban del tamaño
de una arveja común.
Durante la tarde tuvimos que sortear un nuevo chaparrón.
Nos detuvimos a las cuatro para poder comer algo. En esta

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ocaswn pudimos beber agua fresca y cristalina. Nuevamente
seguimos nuestra caminata, pues deseábamos arribar a buena
hora al albergue nocturno, que estaba situado en unas casas
solitarias y se llamaba Bijagual.
Tal intención no logró ser concretada, pues al poco rato
nos sorprendió una fuerte lluvia que, aun cuando no tan cauda-
losa como la ya narrada, puso el camino en condiciones intran-
sitables. Así que hubimos de resignarnos a esperar que escam-
para en una choza ruinosa, Falditas, ubicada a un lado del sende-
ro, la cual nos ofreció dos cosas buenas: techo para que nuestras
cabezas y cuerpos no se mojaran y un lote de madera seca que
nos permitió encender fuego y neutralizar el frío.
De ese modo muy pronto flameaba en medio de la choza
una llama chisporroteante, que el viento ayudó a crecer. Además
nada impedía el libre paso de éste, ya que no existían puertas ni
paredes.
Una vez que la lluvia pasó pudimos comprobar que no
éramos ya los únicos pues en el transcurso de ella se habían
agregado los peones que hacían la misma ruta. En ese tiempo
compartido se hizo hervir chocolate, que fue aportado de la
ración de cada uno de los presentes, por lo cual para todos
alcanzó una buena porción.
La escena resultaba de gran nobleza. Imaginaba uno de
esos cuadros flamencos al ver a estos hombres musculosos, semi-
desnudos, habitantes de la montaña, acostados o sentados en un
apretado círculo cuyo centro era el fuego. Les veía confiada-
mente hacer pasar, de boca en boca, el chocolate en esa olla
caliente y sacar de sus bolsitas arepas con queso para acompañar
el liquido. El orden que reinaba en esta comida era extraordinario.
El circulo era llamativo y si yo no hubiera preparado mi propia
sopa, de buena gana les habría acompañado. Ahora, desde un
fardo cercano, me entretenía mirando cómo ya habian consumido
toda la bebida.
Entre tanto saqué algunos cigarrillos y tras haber ofrecido
a quienes deseaban fumar, tomé mi lugar junto al brasero. El

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haberles regalado tabaco constituyó un buen motivo de acerca-
miento con ellos, ya que es realmente caro en esta provincia;
tanto, que para el peón es considerado un articulo de lujo. Los
encendieron, dando paso a una interesante conversación, cuyo
tema central fueron las eternas aventuras vividas por cada uno
de ellos a través de las montañas.
Al debilitarse la fogata fue extendiéndose el silencio. Todos
se dispusieron a dormir. Por supuesto que mi gentil y diligente
peón ya había dispuesto para mí el mejor sitio de la choza, colo-
cando la colchoneta y la frazada sobre cañas de bambú, que,
sostenidas en las vigas, formaban una especie de cielo raso,
donde dormí bastante bien, pese a que tuve que soportar un
intenso frío.
Era domingo a la mañana siguiente. Decidimos salir antes
de la salida del sol, y como la leña se consumió durante la noche
fue preciso reanudar la marcha con el estómago vacío, lo que
no nos importó mucho pues pronto debíamos llegar a Bijagual.
Por lo demás, las complicaciones se alivianaron por el solo
hecho de recordar que era nuestro último día de viaje. Luego de
pasar varios riachuelos, a las siete llegamos al poblado, donde
nos vendieron un pollo, huevos y chocolate. Este último pronto
reemplazó la falta de bebida de la mañana. La comida fue deci-
siva, ya que nos disponíamos a realizar la parte más dura de la
travesía. Era el sitio de la más alta unión de montañas, llamado
Cuesta del Páramo.
Mi peón me babia preparado para este trayecto, deseando
siempre que el clima complaciera nuestros deseos de buen viaje,
lo cual se estaba cumpliendo pues teníamos un bello día, con un
sol esplendoroso. Así que empezamos, poco a poco, después del
desayuno, el lento ascenso.
El camino era uno de los más terribles que se puede imagi-
nar y resultaba complicado subirlo aun sin lluvias. Estaba lleno
de profundos y angostos barrancos, altos y escarpados bloques de
piedras, cuestas de barro muy pendientes, resbalosas y con todas

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las posibles variantes, pues unos a otros se iban reemplazando en
el trayecto. Por fin, tras un trabajo arduo, logramos llegar a la
cima a las once de la mañana.
Desde esta altura dedicamos un breve instante a contemplar
las bellezas del paisaje y seguimos casi inmediatamente, pues
aspirábamos a llegar a la vista que nos afrecería el camino un
poco más adelante, la cual era descrita por el peón como "la más
linda del mundo". Al llegar a ella no puedo decir que correspon-
de a la categoría que el silletero le daba, pero sin lugar a dudas
se puede considerar entre las mejores del planeta.
Quizás sea posible que uno pierda la imparcialidad para
juzgar después de haber vivido durante cuatro días caminando
por estos cerros solitarios, angostos y cubiertos de bosques, es
decir, tanto tiempo prisionero entre tal monotonía del paisaje
y de las paredes vegetales del Magdalena.

Tal vez me suceda lo mismo que a los españoles, que con


la sola visión del salvaje istmo de Panamá olvidaron todas las
penalidades del viaje, pues el Mar del Sur les había dejado en-
cantados.
Es posible que todo esto ocurra, pero la vista que tenía ante
mí, llena de entusiasmo y sorprende mucho. De un golpe se
presenta al observador un cuadro que, por lo inesperado de su
aparición, semeja una bellísima pintura a la que se le haya des-
corrido de una sola vez el velo que la cubría.
Un extenso campo, cuyo cerco lo componían las montañas
naturales, se abría ante los ojos deslumbrados por tan grande
amalgama de formas y colores. Los ojos, rápidamente, comien-
zan a desmenuzar el espectáculo y observan con mucho cuidado
para no omitir ni un solo detalle.
La yerba y los bosquecillos adornan las colinas que cruzan
por este plano en todas las direcciones posibles y las sombras de
las laderas, con sus cambios de tonos, dan un efecto de ensoña-
ción.

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Encima de toda esta belleza corre un río impetuosamente
y en su trayecto reúne numerosos ar royos y riachuelos que mez-
clan sus aguas, dándole fuerza suficiente para abrirse paso
por entre los cerros ubicados al lado derecho.
Con la misma claridad se distinguen muchos caminos y
senderos que dan al ambiente un fuerte tono amarillo e inte-
rrumpen el intenso verdor que todo lo domina. Tales caminos
buscan por los cerros las posibilidades de su prolongación más
allá de las blancas casas y de los pueblos que se esparcen en el
valle.
Desde esta altura se observan los pueblos de Ceja y Peño!,
además de Río Negro y Marinilla. Esta última no se distingue
muy bien debido a que se encuentra en el fondo del cuadro, al
pie de la cordillera que pone límite a la vista.
Girando hacia la izquierda del espectáculo, se levanta una
roca inmensa, alta y angosta, que semeja una gris torre riendo
de la verde pampa que la rodea. Por su misma soledad parece
pertenecer a las rarezas que la naturaleza creadora comúnmente
coloca trastornando un tanto su orden, o como si las diseñara
por un extraño antojo. En verdad parece ser algo inexplicable.
Una vez saciados de tamaña obra teatral, que había subido
sus tonos gracias al hermoso sol que todo lo iluminaba, empe-
zamos el descenso por este rico paisaje, que se ocultaba y volvía
a asomar a nuestros ojos, según el orden de las profundas vuel-
tas de las montañas que nos ofrecían o nos quitaban la vista.
Aunque la bajada por esta escarpada montaña no era cosa
fácil, especialmente debido a la gran cantidad de energías gasta-
das en la subida, realizamos el descenso en forma rápida, movi-
dos por los deseos de acercarnos más y más al paisaje que se
nos ofrecía.
Finalmente el camino comenzó a abrirse hasta hacerse un
sendero amplio y recto, y en verdad no resultó ser más que una
prolongación del cerro.

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Un sentimiento muy agradable empezó a agitarse a medida
que avanzábamos por el camino, con la vista fija en la maravilla
que se nos entregaba. El ambiente tenía olor. Todo emanaba
aromas de primavera y el aire se respiraba con gusto.
En otras palabras, los sentidos se colman de tal placer que
ya no cuentan ni la ruta de cerros ni los sitios que se han cono-
cido en este país tropical, ni el intenso calor, ni la gigantesca
vegetación, pues es como si se ahogara uno en tanta hermosura.
Puede ser comparado este sentimiento al del enfermo que,
tras larga temporada, ha dejado su pieza pequeña y parecida
a una prisión, y disfruta de un paseo por el campo en un día de
verano. El entusiasmo lo arrastra y la belleza que durante mucho
tiempo no pudo gozar, lo embriaga; deseaba estar cerca de ella,
pero no podía. Ahora olvida su enfermedad y las complicaciones,
así como la debilidad que le ha acompañado. Deja de lado sus
pesares y se renueva para vivir intensamente.
De esta manera estaba sucediendo con nosotros. El goce que
sentíamos expulsaba los pensamientos de la travesía del Magda-
lena y de los Andes y hacía olvidar el cansancio debido a la
reciente subida. Por todo ello íbamos bajando muy rápidamente.
Pronto, apenas pasado el mediodía, nuestra caravana puso
sus pies en el agradable pueblo de Ceja.

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CAPITULO XII

VIAJE A TRAVES DE LA PROVINCIA DE ANTIOQUIA

Hacia el lado oriental de esta inmensa y pareja llanura,


como una isla flotando en medio de los altos Andes, se halla el
pequeño pueblo de Ceja. Parece un puerto, pues en él las mer-
cancías vuelven a cargarse para ser llevadas hasta el interior
de la provincia.
Peones y piernas son reemplazados por mulas y caballos,
tornando de este modo el viaje en algo más normal y cómodo.
En espera de hacer un cambio en el transporte de mis per-
tenencias y de descansar un tanto, mediante las indicaciones de
mi peón, procedí a tomar una habitación.
La conseguí en una casa que, sin ser hostería ni pensión,
resultó tan buena como si lo fuera. Su dueña me preparó la
cena, al tiempo que su esposo salió en busca de los caballos, con
los que emprendería el nuevo camino que iba a recorrer,
todo esto realizado con gran amabilidad y gusto, lo que vino a
confirmar las tan mentadas cualidades de los residentes de la.
región. Era la continuación feliz de mi trato con los peones.
Los habitantes de este poblado tenían el cuerpo robusto,
gruesas sus extremidades y los rasgos faciales muy expresivos,
aumentados por la claridad de su piel, en contraste con la de los
peones, a causa de que estos últimos debían exponerse a demasia-
dos cambios climáticos.

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Tuve ocasión de hacer una buena comparación en la primera
asistencia a la iglesia, donde la mayor parte de los lugareños
vestían trajes de tonos rojos, atavío habitual de los domingos.
Observar este conjunto de personas resultaba agradable,
especialmente por formar un contraste tan fuerte con lo con-
templado en las provincias bajas, ya en cuanto a sus vestimentas
como al color de su piel. Tras vivir las delicias de un nuevo
clima, estas personas convencen a cualquiera de que uno se en-
cuentra en otro país.
Hombres y mujeres se distinguen de todo lo visto hasta
ahora. Fuera de trajes hechos de lino, los varones usan una
prenda denominada ruana, consistente en una tela de gran ta-
maño, cuadrada, de algodón o lana, que tiene en su centro un
hueco por el cual se introduce la cabeza. Dicha prenda queda así
descansando sobre los hombros y cae hasta cerca de las rodillas.
Tiene un gran parecido con las capas usadas por los sacerdotes
en sus misas.

Generalmente están hechas de telas de colores fuertes, rojo,


azul, amarillo, y tejidas a rayas, lo que les da una gran belleza.
A esto se une el hecho de que sus dobladillos con flecos dan un
aspecto antiguo a dicha vestimenta.

Las mujeres llevan una falda de algodón de tono azul, que


junto con una tela de lino cubre sus figuras en mucho mejor
forma que las indígenas residentes en las tierras bajas.
Sobre su cabeza llevan un sombrero de paja adornado con
una cinta multicolor, que sería mucho más bonito si semejara
en menor medida un sombrero de varón diseñado por nuestros
cortadores de sombreros, con su alta copa y las alas angostas
dobladas hacia arriba.
Los hombres, por otra parte, poseen en sus cabezas una
comodidad superior, toda vez que resulta mucho más apto para
el clima y hasta más cómodo el sombrero de paja con sus alas
más anchas.

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Al contemplar todas estas prendas comienza a notarse que
si bien no implican una cultura superior, por lo menos se viven
otras formas de vida y otras costumbres, y empiezan a encon-
trarse mayores semejanzas con Europa. Pero la imagen me de-
vuelve a Suramér ica a medida que voy viendo los pies descalzos
que transitan frente a mi, y es así como me doy cuenta de que
solamente las personas más pudientes usan medias y calzado.
Incluso la común alpargata, ya descrita, solo es llevada por los
criollos y aquellos indígenas de mejores posibilidades económi-
cas, y las medias siguen siendo privilegio de pocos.

A las tres de la tarde aparecieron mis cabalgaduras. Des-


pués de despedir a los peones y prometer a mi silletero hacerle
saber el día de mi regreso, proseguí el viaje. Poco a poco fui de-
jando atrás a Ceja hasta perderla de vista.
Montar nuevamente sobre un caballo resultaba tan extraño
como agradable. Recordé que no lo hacía desde el momento en
que llegué a Barranca. Por supuesto que este modo de viajar
es superior a la incomodidad de una canoa o al penoso recorrido
a través de las montañas.
El viaje se ofrecía como de placer, a lo que ayudaban el
hermoso paisaje, el clima agradable y un buen camino, que a
medida que ascendía descubría todas sus bellezas, por lo que se
hacia más palpable que es dificil comparar la zona entre Ceja y
Río Negro con algún otro paraje.

Aunque en su totalidad es un campo demasiado uniforme, se


levanta entre las mesetas, la misma que para los franceses es
"plato" y para los ingleses "campo de mesas". Toda esa silueta
se entrecruza con pequeñas y bajas colinas, en cuyas lomas solo
se ve desolación o pequeñas zonas con pasto. Entre una colina
y otra, sin embargo, se pueden divisar bosques espesos y los
prados que adornan sus laderas y vallecitos. También es posible
notar que a los pies de estos muchas veces les acompaña un
arroyo que insistentemente va buscando su camino hacia nuevas
bellezas.

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Todo este cuadro hace que el perder la orientación del sende-
ro no sea demasiado difícil. Es sentir la sensación marina de andar
dando vueltas sin encontrar el rumbo, como si la brújula estu-
viera loca. Tal inseguridad queda demostrada al tratar de co-
rregir el rumbo guiándose por el sol de mediodía.
Existe acá un objeto único de referencia para el viajero.
Es una alta roca, que sirve como puente del viaje y alza mágica-
mente su frente, desnuda y gris, por encima de los bajos cerros
que la acompañan.
Pero pronto empieza el aventurero a darse cuenta de que
más que un corrector u orientador ese rocoso emblema resulta
un faro desviador de rutas, pues como coqueteando empieza a
mostrarse por todos lados, apareciendo y desapareciendo, sin
saber si la próxima vez lo tendrá delante o detrás de él.
Es así como yo lo veía a mi lado derecho, a gran distancia,
y luego muy cerca de mi pero sobre el costado izquierdo. Extra-
ñado sobre tal fantasma conductor, se toma la resolución de no
volver a ser sorprendido y la vista comienza a dedicarse a otras
cuestiones.
Absorto en las nuevas contemplaciones, la roca empieza
a ser olvidada. El camino tiene una enorme cantidad de vueltas.
De improviso, nuevamente tengo a la roca guia frente a los ojos.
La pregunta a quien va mostrando el sendero no se deja esperar¡
solo que la sospecha no ha sido cierta. La respuesta de mi con-
ductor me tranquiliza, y su explicación es que este sendero es
uno de los más curvos que puedan darse. En estas alturas lo
que se ha avanzado no se puede medir por los pasos que se
vayan dando.
Lo grato del viaje se prolongó por toda la tarde. En varias
ocasiones nos encontramos con personas que se dirigían a Ceja
y Peñol, a pie o a caballo, y cuyas vestimentas de intenso colori-
do me causaban impresión.
Cuando eran las cinco de la tarde arribamos a Peñol. Gra-
cias a la mediación del guía, pude albergarme en la casa de un

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criollo de buena posición, donde encontré, por supuesto, mayores
comodidades que en la choza incompleta de la noche anterior.
Pese a lo agotadora que resultó la jornada, no pude dejar de
hacer una visita por el atractivo caserío, cuya ubicación pinto-
resca me impulsó a conocerlo.
Subí a uno de los cerros cercanos para tener una visión má~
amplia de las hermosuras de este poblado. Sus construcciones
eran todas bastante regulares y una plaza grande se extendía
en la mitad del mismo, encima de un plano verde situado en las
márgenes del serpenteante río Nare, que acá adquiere el nombre
de Río Negro.
Un puente largo, que mostraba debilidad por estar levanta-
do con cañas de bambú, unía las extensas playas de este ancho
río. Sus aguas flotaban sin conocer el intenso ímpetu que luego
alcanzarían para poder sortear los escollos que la cordillera iba
a colocarles al llegar a su eterno compañero de viaje, el espacioso
y tranquilo Magdalena.
La marcha del sol hacía subir los bellos tonos de esta natu-
raleza que nos rodeaba. En este momento el pensamiento co-
menzaba a jugar un papel nostálgico. El clima fresco era muy
semejante a nuestros veranos allá en el norte. Era en estas oca-
siones cuando me sentía trasladado hasta mi antiguo hogar. Los
cortos atardeceres y sus noches oscuras me devolvían a los sue-
ños del trópico, donde trataba, sin éxito, de encontrar las claras
noches de verano de mi patria, las que durante aquella parte
del año convierten a la naturaleza en una de las más bellas que
puedan encontrarse.
Al retornar al albergue me dirigí a mi cama, que ya había
dejado de consistir en una hamaca y ahora estaba compuesta
por muchas partes de cuero, sobre las que se colocaban cobijas
de paja y algunas ruanas que nos protegían del frio.
Las casas se encuentran mucho mejor protegidas. Todas las
puertas y ventanas están bien cerradas. Por supuesto que dormí
mucho más plácidamente que en el infierno de mosquitos, mur-

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ciélagos y otros inquietos visitantes nocturnos que en el viaje
debí soportar, y aunque el frío de la mañana se hace sentir,
gracias al sueño durante la noche uno se despierta fortalecido y
descansado. Todo era tan diferente a esas calurosas noches de
clima caliente.
Cuando el astro rey hizo su nueva aparición nos encontra-
mos en camino al Río Negro, donde deberíamos estar cerca del
mediodía.

La ruta era buena y pareja. Las lomas anteriores empezaron


a desaparecer, cosa que ocurría al otro lado de la ciudad donde
nos dirigíamos.
Tras desayunar en una de las casas del camino, cruzamos el
pueblo de Marinilla, el que pasamos teniendo apenas ocasión de
ver sus bonitas casas de barro pintadas de blanco. Sus puertas
y ventanas mostraban bellos adornos y los balcones alegre co-
lorido. Una limpieza poco común parecía reinar en la pequeña
y agradable ciudad, tan acorde con el aire puro y la dichosa
natura que la rodeaba.

A la una de la tarde y después de haber realizado uno de los


mejores viajes, arribamos a la ciudad de Río Negro, a la cual
se ingresaba por un puente de madera que se levantaba sobre el
río de igual nombre y era la puerta de ingreso por uno de sus
extremos.
El aspecto del lugar era más simpático que el de Marinilla
y sus casas más grandes y cómodas. Esto fue lo que comprobé
en el hogar del comerciante más importante de esta ciudad.
En mis manos tenía yo una carta de recomendación que me
dio el señor Hauswolff dirigida a este comerciante, un notable
criollo. El recibimiento que éste me hiciera concordaba perfecta-
mente con la descripción que de él tenía. Todos mis compatrio-
tas ensalzaban su carácter, hospitalidad y benevolencia, cuali-
dades que él mostraba hacia sus invitados y aún seguía mani-
festando.

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Esta amistad con los suecos es importante de valorar, más
aún, tratándose de uno de los comerciantes más prósperos y
excelente ciudadano no solo de la provincia de Antioquia sino
de toda la República; así es como el nombra de don Pedro Sáenz
es tan conocido por la solidez de sus negocios y por su excelente
atención y amistad.
Una vez instalado en mi habitación, situada en un lugar
preferencial y muy bien equipada, fui llamado a comer. El al-
muerzo siempre se sirve aquí más temprano que en los climas
calientes. Cosa importante era la costumbre de servir sopa, que
antes no había vivido.
En el transcurso de la comida me p1·esentaron al conjunto
familiar, que consistía en la dueña de casa, dos bijas mayores
y algunos niños de menor edad. Toda la familia, pero en especial
sus componentes más pequeños, se distinguían por la blancura de
s u piel y el colorido de sus mejillas, cosas que no había notado
en Colombia, ni siquiera en los extranjeros residentes en esta
nación.
Sin embargo, tal hecho pudiera ser explicado porque el fres-
cor del clima otorgaba una blancura y rubor ya casi impercep-
tibles en sus propios antepasados. Tal efecto pude comprobarlo
en un paseo que realicé por la tarde. En varias ocasiones con-
templé caras de niños y mujeres mirando por las ventanas sin
vidrios, que me hicieron pensar en que serían un excelente ador-
no en las ventanas del norte de Europa.
Dejándome llevar por una de las calles más amplias llegué
hasta el otro extremo de la ciudad, desde donde un camino
se prolongaba hacia una loma cubierta de pasto, en que
se levantaba un cementerio. Un muro blanco rodea el lugar, Jo
mismo que una que otra casa pequeña. Era de una grandiosa
hermosura y de un orden y cuidado esmerados. Indudablemento
debe admitirse que es uno de los cementerios más lindos que se
pueden encontrar.
De regreso a la casa del señor Sáenz encontré a toda su
familia reunida en un salón excelentemente amoblado y destina-

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do a dejar transcurrir la tarde bajo amena charla. Dicho salón
se convertía en una necesidad, ya que debido al frescor de las
tardes no era posible reunirse a conversar fuera de las casas,
como era la constante observada hasta ahora.
Encontrar un salón de tal exquisitez, enclavado tan al inte-
rior de Suramérica, amoblado y decorado con una pompa cerca-
na a la europea, resultó verdaderamente inesperado. Especial-
mente cuando se comenzaron a contemplar un sinnúmero de es-
pejos, lámparas de colgar, mesas, sillas y un piano de cola. Mue-
bles y cosas que solo pueden haber llegado hasta aquí en las
espaldas de los peones. Recordar lo dificultoso del trayecto, que
permanecía demasiado fresco en mi memoria, y encontrarse en
medio de tal lujo, era algo inexplicable. Era como oír aquel
cuento infantil que narraba que luego de recorrer tierras salva-
jes y atravesar el oscuro bosque se llegaba al castillo brillante
y hechizado.
Lo que más me sorprendió hallar fue el inmenso piano de
cola. De una parte por la tremenda dificultad que era el traerlo,
pues llegar hasta estas tierras con un mueble de tal proporción
constituía empresa de titanes; y de otra, porque aún no había
logrado ver ninguno de ellos en Colombia.
Consideré que era un lujo innecesario, ya que nadie podía
sacar notas diáfanas del instrumento y todo cuanto lograban
tocar eran unos ritmos de valses aprendidos al oído, por lo cual
el piano desafinado demostraba que se estaba exhibiendo la
riqueza del dueño más que las virtudes de aquel.
Pronto el piano cedió su lugar a una caja musical alemana
que comenzó a deleitarnos con su bello sonido, la cual no necesi-
taba de ningún talento para ser manejada, y por lo demás re-
sultaba más adecuada para este país, tanto más si estaban ini-
ciando sus pasos en el mundo del arte.
La noche que pasé junto al círculo familiar resultó muy
agradable. Cuando me despedía para retirarme a mi habitación,
el dueño me llevó a contemplar un libro semejante a la Biblia
que se encontraba sobre una mesa, al tiempo que me preguntaba
sonriendo si lo conocia.

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La pregunta me sorprendió bastante, ya que la educación
y conocimientos de quien la hacía no ofrecía sospechas como la
de aquel bodeguero de Juntas, al consultarme si yo era cristiano.
Afortunadamente me vi exonerado de responder cuando al abrir
la gruesa tapa de cuero quedó al descubierto una hoja con gran-
des títulos en letras rojas que decían : "El ingenioso hidalgo Don
Quij ote de La Mancha".
Lo que ante mis ojos se ofrecía era una pomposa edición,
con gran cantidad de grabados, que daba a conocer las aventuras
de este universal personaje. Hube de decir que si bien era cierto
había leído las aventuras del caballero de Cervantes, no había
tenido anteriormente la ocasión de tener en mis manos tal obra
escrita en su lenguaje original. Ante esto el dueño de casa me
dijo que la llevara a la habitación para poder hojearla, cosa que
hice hasta que el llamado del sueño me obligó a cambiar la obra
maestra de Cervantes, con sus esquinas d~ cobre, por la cama,
más atractiva con sus sábanas, colchón y frazadas.
A las siete de la mañana me despedí de mi honorable anfi-
trión, que ya estaba ocupado en su sala de estudio. Otra cosa
que resultaba extraña en este país era que aquel tenía una exce-
lente biblioteca compuesta de libros en español, francés e inglés,
idiomas los dos últimos que comprendía bastante bien y hablaba
de manera aceptable.
Tras recibir los envíos de saludos para mis compatriotas,
con los cuales partía a reunir me, dejé esta hospitalaria mansión,
y pronto estuve en las afueras de Río Negro. Olvidaba men-
cionar que esta ciudad poseía una población de seis mil habi-
tantes, algunas casas grandes, muchas iglesias y una hermosa
catedral recién levantada. En definitiva se podía considerar a
Río Negro, después de Medellin, como la ciudad más importante
de la provincia. Su clima era el más agradable, puesto que el
termómetro a mediodía raras veces superaba los veintidós gra-
dos y a medianoche no bajaba más que hasta doce grados.
En sus comienzos el camino se extendía por un vasto campo
con espacios para el pastoreo de animales. Esta zona mostraba
cierto bienestar, ya que en todas direcciones podían verse casas

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con sus trozos de tierra, rodeadas de jardines, plantíos y campos
de maíz, además de algunos animales, protegidos por cercos que
deslindaban las tierras de uno con las del vecino. En todo, re-
sultaba ser un paisaje simpático para el viajero.
El camino comenzó a subir por las laderas cordilleranas,
ya empezaban a aparecer los ribetes andinos del nuevo tramo.
Posteriormente el sendero fue adquiriendo mayor complejidad,
por lo que tuvimos que hacer el trayecto lentamente, incluso
detenernos en una de las casas encontradas a la orilla, donde se
hizo necesario el descanso.
En un principio se tiene una amplia vista sobre Río Negro,
Marinilla y toda la planicie hasta los cerros cercanos a Ceja,
pero pronto los bosques y la montaña dominan el paisaje. Casi
al mediodía llegamos a la cumbre, donde e! camino se extendía
sobre un plano más parejo y horizontal, en medio de árboles y
arbustos que debido a su menor tamaño le daban un aspecto
más rígido a la escasa vegetación que existía. Además de todo
el frío que hacía, debido a la altura, empecé a darme cuenta de
que aún quedaba un tramo por ascender.
Cuando llegamos al cerro de Santa Helena, desde donde se
tenía una visión impresionante sobre el valle, nos embargó una
emoción de belleza inenarrable. Esto era inmensamente más
hermoso que lo observado en Ceja, tanto por la altitud como por
la riqueza del cuadro que allá abajo se exponía. Si el valle del
Río Negro parece el compromiso del país con la hermosura, el
que se me ofrecía a la vista era el paraíso. Desde aquí me parecía
uno de los escenarios más bellos en que pudiera descansar la
vista humana.
Su descripción resulta imposible, lo que ocurre cuando de-
bemos usar el lápiz en reemplazo del pincel. Como si el borrador
de un cuento inconcluso complementara los detalles de una pin-
tura acabada.
Desde ambos costados del mirador se extendían montañas,
bosques, paredes rocosas y abismos que formaban un semicirculo
en intenso contraste con la uniformidad de la cordillera lejana,

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que a medida que avanzaba tomaba tonos de claridad mayor.
La vista empezaba a descender por las pendientes y sembrados
que alcanzaban tonos de verde claro hasta llegar a los pies de
las casas, alamedas y plantaciones que rodean el valle como un
anfiteatro que reposa con sonrisa infantil en medio de este jar.
dín ideal.
Como si tuviéramos en las manos un mapa, se ven los pra-
dos, arroyos, alamedas, cuestas, bosques, campos de cultivo, plan-
taciones, casas de campo y chozas, mezclándose en forma tan
exuberante que Jos ojos no saben dónde detenerse y avanzan
siguiendo el recorrido del río Nechí que, cual una cinta de plata,
descansa a un lado de Medellín, enclavado con sus casas rojas y
blancas en el centro del paraje.
El viajero sorprendido desearía solamente extasiarse con ta-
maño abanico de belleza, pero debe iniciar el descenso, que ten-
drá como duración cerca de dos horas, durante las cuales este
despliegue se desarrolla más cercano y hermoso. Es de este modo
como se llega a la contemplación de una gran cascada que, des-
pués de recolectar otras menores, deposita sus aguas en el Nechí.
Al llegar a un puente situado más abajo comienzan a distin-
guirse las diferentes especies de árboles y plantíos. Así, se en-
cuentran alamedas, arboledas compuestas por limoneros y na-
ranjales y campos sembrados de plátano, maíz y caña de azúcar.
El aire que en las alturas era frío, ha adquirido un suave
calor primaveral y los árboles y arbustos de mayor altura anun-
cian un clima más suave. A pesar de la impaciencia por llegar
pronto al valle, nos detuvimos muy poco, apenas Jo necesario
para que los caballos tomaran aliento. Do¡:¡ horas después bor-
deábamos la antesala de tantos atractivos.
Un sendero con menos pendiente y más ancho, acompañado
por altos cactus y flores silvestres nos conducía a la ciudad.
Pasábamos por naranjales, dulces y agrios, que con su aroma
perfumaban el aire tibio. Pronto las casas comenzaron a encon-
trarse unas con otras hasta que se perdieron en las calles de la
ciudad de Medellín. Pasando algunas que nos condujeron hasta

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la plaza principal, se llegaba a una larga y recta donde estaba
la residencia del señor Hauswolff, que entonces vivía en una
grande y bien situada. Allá llegué a las tres de la tarde, teniendo
el placer de encontrar al matrimonio Hauswolff y a dos compa-
triotas, los señores Nisser y Zimmerman.
Para no interrumpir la descripción de este viaje no me
detendré a narrar lo indescriptible de tal encuentro, ni la mane-
ra tan simpática de vivir que existía en la casa colombo-sueca.
Dejaré estas apreciaciones para una segunda visita, esperando
que una estada más larga me ponga en mt-jores condiciones de
analizar tanto a la colonia sueca de residentes como a su cuartel
general que era la ciudad de Medellin.
Transcurridos tres días de permanencia aquí segui viaje
hacia el interior, a las ciudades de Antioquia y Santa Rosa, en
compañía de un compatriota. En la tarde del 4 de marzo tuvimos
cargadas nuestras mulas y dejamos a Medellín para alcanzar a
llegar al municipio de Alto Viejo antes del ocaso.
Este último se halla ubicado en la parte norte del valle;
luego de pasar un puente de piedra construido en uno de los
extremos de la ciudad sobre las aguas del Bocana, se sigue la
ruta sembrada por todas partes de árboles que forman una pre-
ciosa alameda.
Más distante se encuentra una construcción con base de
piedra, un tanto abatida por el tiempo, donde al comienzo de la
revolución de la Independencia existía una fábrica de pólvora,
que ahora está cerrada, debido a que el gobierno considera mejor
monopolizar el producto y comercializarlo por cuenta propia.
Desde este punto se tiene una vista impresionante del her-
moso valle de Medellin, donde la ciudad capital muestra sus
torres, iglesias y casas con una mejor perspectiva que la tenida
desde el cerro de Santa Helena. Abandonando esta altura, el
camino se curva a la izquierda pasando por un puente de madera
sobre el Nechí, que corre inclinado hacia el noroeste, separán-
dose del que lleva a Alto Viejo, sitio al cual llegamos al tiempo
con el ocaso.

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Este pueblo está asentado en tierras fértiles, limitadas por
el Nechí y por la cordillera que le separa del río Cauca. Se puede
considerar como una prolongación del valle de Medellín, y lo
rodean grandes pastizales y productivos campos de maíz y ba-
nanos. Un arroyo claro buscaba su salida hacia el Nechi.
Todo el lugar mostraba, junto con el bienestar y la amabili-
dad, una limpieza y cuidado que caracterizan a los poblados
grandes de Antioquia y tanta falta hacen a los situados en las
márgenes del Magdalena y en las tierras bajas de la costa, don-
de el clima caluroso -unido a la pereza de los habitantes-
ayuda al desaseo y descuido de ellos.
Nos hospedamos en una de las mejores residencias de aquí.
Pasamos una noche muy agradable, en conversación amena con
los dueños de casa, y aunque el clima no era tan frío como en Río-
negro, se requería estar precavido, por lo cual era necesario an-
dar siempre con ruana y alguna frazada. La primera es un im-
plemento necesario en las ciudades cordilleranas, así como lo es
la hamaca en las tierras calientes, hoy convertida en una pren-
da sobrante.
La ruana también puede ser usada como frazada y resulta
una excelente compañía por estas tierras de clima un poco más
frío, ya que colgada sobre los hombros no causa molestia, y pro-
tege tanto al jinete como a la montura. Arlemás su tejido es lo
suficientemente tupido como para evitar bastante el paso del
agua lluvia. Encontrar un jinete sin su ruana sería algo verda-
deramente inusitado.
A la mañana siguiente, a eso de las cinco y media, estábamos
transitando otra vez nuestro sendero, que nos llevaba a Copa-
cabana, un bellfsimo municipio, que se alza al otro lado del
Nechi, sembrado de bananeras y cañaverales. Frente a este el
camino se dividía en dos, uno hacia Santa Rosa y el otro hacia An-
tioquia.
Tomamos el segundo de ellos, que se adentraba semejando
una extensión de la loma del cerro Cantador. Poco a poco este

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empieza a hacerse más escarpado, hasta que se llega a su cima,
la cual alcanzamos luego de dos arduas horas de subida. En esta
cumbre existía un amplio campo, llamado Sabana de Ovejas,
nombre que no era exacto, pues no se encontraban ovejas por
ningún sitio. Tal vez la altura y el clima serían buenos para la
crianza de éstas. Por lo demás, nuestras mulas se acostumbraron
bastante bien al clima; al igual que nosotros, que pronto tuvimos
que desayunar, pues la altura cordillerana despertó con gran
fuerza nuestro apetito.
Tras una hora de descanso, seguimos el viaje. Pasamos por
el Cerro Gallinazo cerca del mediodía, desde el cual teníamos
una buena vista del valle del Cauca, que verdaderamente opa-
caba la belleza del valle de Medellín. Quizás éste último presenta
mayor riqueza, o atractivo, pero el valle del Cauca es mucho
más extenso, sublime y majestuoso. Si bien es cierto que la
vista del de Medellin infundía deseos de un pronto arribo a él,
la del Cauca era de gozosa admiración, al tiempo que causaba
una gran aversión tratar de bajar de estas alturas que tanta
belleza presentan.
Hacer una comparación de las vision~s relatadas, de Ceja,
Santa Helena y esta del Gallinazo, produce una sensación muy
parecida a la de un inteligente vendedor de objetos valiosos que
comienza ofreciendo sus artículos pequeños, para ir en seguida
sobrepasándolos en calidad y tamaño, pero siempre mantenien-
do en alto el interés del comprador. De igual forma la presencia
de este valle es una obra maestra para el viajero. Todo lo que
observaba me parecía fastuoso: las diferentes profundidades
de los valles me recordaban aquel campo frío situado a un cos-
tado de Ceja, la tibieza de Medellín y la calidez del clima del
Cauca. Era una verdadera escala.
En Ceja no se producían los frutos de tierras calientes. En
Medellin ya se veía prosperar los plátanos, y en el último, recién
conocido, se observaban las palmeras. Esto parecía verdadera-
mente algo natural. De tal comparación se puede subentender
que jamás he tenido ocasión de dar una mejor descripción de la
naturaleza.

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Cerca del mediodía se levantó una delgada neblina sobre
las alturas. Al principio era uniforme, entre blanca y gris, que
impedía mirar; pero poco a poco se dividía por una débil brisa
y al final semejaba pequeñas nubecillas albas flotando alrededor
de un cielo nítido. Se deslizaba hasta las profundidades del valle,
por entre aquellas inmensas paredes rocosas que se erguían en
el horizonte.

Estas formas montañosas permitían distinguir y apreciar


la diferencia climática, que dependía de la altura, por lo que iba
variando desde lo más alto y frío hasta lo bajo y caluroso. De
allí que pudiera notarse que las cimas de zonas heladas general-
mente estaban peladas, cubiertas apenas por delgados y finos
trazos de pasto, o adornadas con arbustos bajos y espinosos y
algunos árboles parecidos a enanitos que extendían sus ramas
torcidas.

Más abajo el verdor empieza a mostrar frescura y abundan-


cia. Los árboles resultan ser hidalgos. Cuando llegamos allá al
fondo, a lo más bajo, notamos que Ceja y Rionegro han quedado
atrás. Encontramos vastos pastizales y numerosos animales pa-
ciendo; extensos maizales y bien cuidadas plantaciones que ha-
cen coro a ias casas amplias y alegres que se acercan, casi to-
cándose, hasta finalmente fundirse junto a los pequeños pobla-
dos que uno va descubriendo a orillas de los torrentes, ahora con
mayor afluencia y belleza.

Finalmente el clima es más caluroso y en los espacios entre


los cerros y el valle empiezan a verse las hananeras extensas y
los arrozales, sombreados por limoneros y naranjales, compi-
tiendo con el valle de Medellín.

En el centro del lugar, rodeado de álamos, se ve la ciudad


de San J erónimo, que con sus techos rojos hace una grata inte-
rrupción a la exuberante vegetación de sus alrededores, y se
torna más notoria una vez que se alcanza el valle hondo, recono-
cido por ese escenario tropical de la caña de azúcar tierna y los
enormes cedros que toman su vida de las aguas del ancho río

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Cauca, al otro lado del cual se halla Antioquia, con sus paredes
y techumbres brillantes que reflejan los rayos solares, anuncio
del intenso calor concentrado en el fondo del valle.
Como asustados de seguir tanta belleza, la misma que se
prolongaba hasta su desaparición allá en el horizonte, nos limi-
tamos a frenar nuestra hambrienta vista, y nos vimos obligados
a regresar a la realidad de nuestro derredor. De ese modo volvi-
mos a encontramos en esta cima, desde la que gozáramos tanto
con tal cuadro, extendido sin egoísmos.

El placer que sentimos cuando nos pusimos a intercambiar


opiniones fue inmenso. Nos correspondió hacer realidad la máxi-
ma de aquel autor que dijera: "La contemplación de un paraje
bello siempre estará acompañada de la necesidad de exclamar:
¡Ah, qué hermoso paisaje 1". La realidad sea dicha, que toda la
escena se vio aumentada porque ahora ya no solo se comentaba
con un amigo, sino que en vez de hablar con un nativo podía
hacerlo con un compatriota y en la lengua natal.
El descanso fue corto y nuestra cabalgata tuvo que prose-
guir. El descenso nos fue mostrando nuevos mundos de hermo-
sura. Ahora estábamos leyendo en el mismo libro. Aquí entraban
en función todos los sentidos. La vista comparaba las distintas
especies de plantas y árboles; el olfato se encargaba de la di-
versidad de perfumes, clasificando los olores del pasto de la
cordillera, de los prados más bajos y de los penetrantes que
emanaban los rosales, los limoneros y naranjos; y dejando estos
para analizar las düerencias climáticas entre la altura y esta
zona baja, que ya alcanzaba los matices del verano y pronto ya
no se consideraba tan agradable debido al calor que bacía.
Así fue como entretenidos con el paisaje, nuestro descenso
se hizo muy alegre y después de haber pasado varias casitas y
algún pequeño poblado, entramos a San Jerónimo, donde decidi-
mos interrumpir la jornada, debido al intenso calor que nos
acompañaba. De este modo nuestro viaje a Antioquia se suspen-
dió hasta el día siguiente.

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Nos dirigimos hacia la casa crual, en la cual encontramos al
párroco y a sus hermanos religiosos, como miembros de una fa-
milia que debería estar prohibida por lo numerosa. Luego de
cenar ocupamos los lugares respectivos en las hamacas, trans-
formadas otra vez en artículos necesarios, toda vez que la tem-
peratura fácilmente alcanzaba los treinta grados.
Las tierras de San Jerónimo están consideradas como de
las más fértiles y son muy conocidas por las excelentes cosechas
de arroz. Sus casas presentan fachadas graciosas pintadas de
blanco, con puertas y ventanas de colores muy fuertes. El lugar,
después de acostumbrarse a su calor, es uno de los más simpá-
ticos de la región.
Serían cerca de las seis de la mañana cuando ya estábamos
montados. Habíamos cambiado nuestras mulas por caballos, pues
el camino no se adentraba por montañas, así que muy pronto
perdimos de vista al Gallinazo y la perspectiva del valle del
Cauca.
La actual vista, si bien no resultaba tan amplia como la de
ayer, era también agradable y dejaba frente a mi la gran ciudad
de Antioquia, con su soberbio paisaje que hacía relucir con
mayor fuerza los sectores ricos de la ciudad, todo ello acompa-
ñado por la salida del sol que ya hacía sentir sus fuerzas. Nos
detuvimos a descansar brevemente bajo la sombra de un enorme
cedro cuya copa era tan grande que perfectamente podría haber
dado sombra a un escuadrón completo. A las nueve de la mañana
llegamos a la margen derecha del río Cauca, que con velocidad
uniforme transportaba su masa de agua gris y amarilla por
entre sus bajas playas.
Este lugar, pese a ser llamado Paso Real de Antioquia, no
está de acuerdo con su nombre. La anchur~ no es excesiva, pero
al no existir puente ni balsa, debe hacerse el paso a la otra orilla
a bordo de una embarcación impulsada mediante dos remos to-
talmente deformados, en la que solo pueden ir personas y no
animales. Estos deben realizar el cruce a nado, para lo cual se
les une con un cabestro a la barca.

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Apenas entramos al agua nos cogió la corriente que llevaba
una velocidad poderosa, por lo cual debíamos hacer grandes es-
fuerzos, al igual que las cabalgaduras, para no ser arrastrados.
La navegación duró algunos momentos y cuando al fin llega-
mos a la orilla opuesta, resultó que nos encontrábamos por lo
menos a unas cinco veces la distancia del lugar del embarque
respecto del de desembarque del ancho del río.
Una vez cargados nuestros caballos, reanudamos el viaje
a través de una ruta ancha y pareja que pasaba por lugares de
abundancia y bien cuidadas plantaciones rle azúcar, arroz, plá-
tano y maíz. Las casas estaban sombreadas por frondosos árbo-
les: cedros y palmeras, además de algunos limoneros y naranjos
agrios.
Después de una hora de cabalgata llegamos a Antioquia,
bañados en sudor, casi al filo de las doce y nos dirigimos a reci-
bir la hospitalidad de un comerciante criollo, de nombre Fermín.
Dicha ciudad, también llamada Santa Fe de Antioquia,
está situada en la margen izquierda del Cauca. Tiene cerca de
cuab·o mil habitantes y hasta el año de 1825 fue capital de la
provincia. Posee cuatro iglesias, además dl3 hermosas y grandes
construcciones. Muchas de sus casas tienen amplios patios plan-
tados de árboles. Su clima es caliente y muchas veces el termó-
metro supera los treinta y cinco grados. A pesar de esto, es un
sitio saludable, mucho más sano que las orillas del Magdalena,
y el aire no es tan húmedo como en éstas.
No se encuentra mayor cantidad de mosquitos, y así, al no
necesitarse mosquitero, es este lugar uno de los más agradables
de tierra caliente. Un pequeño río, el Tonusco, recorre la ciudad,
a la vez que la provee de agua. Su corriente es tan impetuosa,
que fuera de los bueyes no hay otros animales capaces de atra-
vesarla.
El comercio no tiene gran importancia y todas las mercan-
das deben ser traídas desde Zaragoza o Juntas. De ahí que han
proyectado abrir una ruta desde el golfo Darío, • a través del

• Golfo del Darién (N. del t.).

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río Sucio, por el cual se podría solucionar el problema del trans-
porte.
Tan importante plan parece que no se realizará pues el
Congreso no quiere permitir esa comunicación porque piensa
que se abriría un sendero que puede ser aprovechado por los es-
pañoles. Si el gobierno tomara en cuenta tal aspecto defensivo y
se hiciera extensivo a todo el país, habría que proceder a la
destrucción de todas las ciudades y pueblos que se encuentran
en las riberas del Magdalena, ya que ante la imposibilidad de
secar este para evitar la invasión española solo quedaría la solu-
ción de la destrucción de los poblados. No se puede negar que
las razones del Congreso van demasiado lejos y negar las posi-
bilidades de desarrollo por el solo argumento de que puede ser
usado por el enemigo, termina siendo una locura tan grande
como la justificación. Es como si un general no llevara sus ca-
ñones al campo de batalla porque podrían caer en manos ene-
migas y ser usados más tarde contra sus propias fuerzas.
Nos quedamos un día más en Antioquia, y de ahí salimos al
amanecer del 8 de marzo en dirección a Medellin, pasando por
Santa Rosa. Cruzamos el Cauca por el mismo punto anterior y
al encontrar un desvío del camino tomamos la ruta de Sopetrán.
Una serie de plantaciones fueron quedando a nuestras es-
paldas, y llegamos a dicho pueblo cerca de las nueve de la ma-
ñana. Entregamos los caballos a fin de ser reemplazados por
mulas, ya que para el sendero montañoso que nos esperaba eran
de mayor provecho estas últimas. Descansamos unos instantes
en Sopetrán, que nos pareció muy semejante a San Jerónimo.
Una vez reanudada la marcha, el camino comenzó a tomar
un carácter de subida muy pendiente, a través de un cerro cu-
bierto de verdor que nos acompañó por espacio de una hora.
Aquí arriba ni un árbol o arbusto impedía la vista hacia el Valle,
Antioquia y el Cauca, así como a Sopetrán, San Jerónimo y el
cerro Gallinazo.
Si no nos hubiéramos alegrado íntimamente de las bellezas
que se presentaban ante nosotros, nos qut!daría el consuelo de
que en cada tramo donde debíamos hacer descansar las mulas

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quedaba la posibilidad de gozar observando el paisaje, ya que
a cada instante se descubría un nuevo detalle. Finalmente llega-
mos a las alturas que estaban protegidas por la sombra verde
de las copas de los árboles, la misma que nos impedía extender
a mayor distancia nuestra visión. Asi caminamos hasta que nos
detuvimos en una pequeña casa solitaria, donde el calor era
menor, ya por la altitud o por los árboles que la rodeaban y
protegían.
Después de que almorzamos y nos refrescamos seguimos
avanzando. La ruta era bastante escarpada, con muchas curvas
y recovecos, que nos hizo recordar el camino entre Juntas y Ceja.
De modo que en varias ocasiones tuvimos que apearnos para
que las mulas lograran avanzar, ya que de otra manera no hu-
biera sido posible hacerlas caminar por Entre tantas piedras
y dificultades.
La situación duró hasta cerca de las tres de la tarde, cuando
el plano volvió a ocupar nuevamente su puesto. Transcurrido un
pequeño lapso, el sendero comenzó casi imperceptiblemente a
descender, llevándonos hasta unas casas que daban nombre al
sitio de Santo Domingo.
Como albergue tomamos una choza pequeña, en donde, tras
comprar maíz para las mulas y algunos huevos para nosotros,
nos dispusimos a reemplazar la comodidad de las camas de cue-
ro por la nueva cama de hermanos apretados en gran estrechez.
Por supuesto que el frio nos impidió dormir bien. El tiempo
estaba tan helado por la mañana que apenas faltaba un paso
para formarse la escarcha. Esto se comprueba llevando el ter-
mómetro al punto de congelación, para lo que ayuda mucho el
rocío matinal que forma en el suelo pequeñas capas de escarcha.
Imposible sería negar que en esta provincia no puedan co-
nocerse en un mismo día todos los tipos posibles de clima. Aqui
cambiar de temperatura es como encender o apagar un horno,
ya que quien desea desayunar en una habitación bien tibia, al-
morzar en un comedor atemperado y pasar la noche en un dormi-
torio helado, necesita solamente hacer el viaje que nosotros hemos
realizado: desayunar en Antioquia, almorzar en una casa monta-

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ñesa y dormir en una de Santo Domingo. De esta manera no ten-
drá que preocuparse de corrientes ni de humo, de falta de apetito
ni de ganas de dormir, pues el ejercicio le ayudará a vencer algu-
nos de esos deseos.

Ahora bien, analizado desde un punto de vista filosófico, el


viaje no tendría tanta atracción si no se viviera la experiencia
de conocer tal variedad de climas y tanta exuberancia natural.
Muy temprano abandonamos la choza y después de bajar
algún trecho por los cerros húmedos nos encontramos frente al
Valle de los Osos, en medio del cual está situada la ciudad de
Santa Rosa.
Todo el valle está cubierto de minas de oro que fueron clau-
suradas. En algunas se continuaba trabajando, aunque a niveles
mínimos. La soledad del paraje encuadraba la búsqueda de ese
esquivo metal precioso.
La vegetación era escasa, solo se encontraba un pasto del-
gado, seco y muy de vez en cuando algún arbusto doblado por
la acción del tiempo, como soportando una enorme carga. Las
lomas altas están absolutamente limpias de vegetación y tienen
hoyos cavados por todos lados que muestran al viento su tierra
amarilla, con tonalidades de greda, de donde sacan la arena que
emplean para descubrir el oro.
Por el momento diré que este trabajo ya no es tan f ructífero
como pudiera creerse. En general se puede rlecir que los buscado-
res de oro no son los más ricos de la provincia sino muy por el
contrario.
Una vez atravesado el río Chico, cuyo curso que domina
el valle trajo una agradable interrupción a esta sequedad del
paisaje, alcanzamos la ciudad de Santa Rosa, cuyas casas no
estaban tapadas por bosques ni nada que se les pareciera.
Cuando habíamos atravesado la mayor parte de la ciudad,
nos detuvimos frente a una de las casas más elegantes, donde
fuimos recibidos por su amable dueño, el que al saber quiénes

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éramos nos atendió con excelente comida, que vino a aplacar el
apetito surgido tras la larga espera y la bondad del clima.
Con un poco más de mil habitantes, es una ciudad hermosa,
aunque pequeña. Su ubicación es una de las de mayor altitud del
país, como que está a nueve mil pies sobre el nivel del mar. Por
supuesto el clima es frío y el termómetro jamás pasa de los
veinte grados al mediodía, pero por las noches baja más allá de
cero grados.
Durante la temporada de lluvias y temporales los rayos sue-
len causar más de un accidente. Por su escasez vegetativa debe
traerse hasta acá la mayor parte de los alimentos. Su único ar-
ticulo de valor es la arena de oro. Es casi seguro que esta debe
haber sido la razón de la fundación de una ciudad con caracte-
rísticas tan limitadas.
Cuando ya habíamos recuperado las fuerzas reanudamos
la marcha para dirigirnos hacia Medellín. Al pasar algunas
casas entablamos conversación con un viejo que vivía del lavado
de oro y cuyo tema favorito eran las minas, vetas, oro, etc. Apro-
vechó la oportunidad para mostrarnos un poco de arena aurífera
guardada en una bolsita de cuero que escondía en un viejo arma-
rio. Este último además de una mesa y unos pocos asientos com-
ponían los muebles de esta vieja casa. Compartía sus pertenen-
cias y las horas con otro minero, de edad avanzada, avaro y soli-
tario, que era su propio yo, y se acompañaba de algunos traba-
jadores que tenían a su cargo el laboreo de la mina.
Debimos soportar una noche tan fría como desagradable,
por lo que sentimos cierto alivio cuando emprendimos nuestro
camino en dirección a los pueblitos de Trinidad y La Pastora,
que eran residencias de mineros y de sus patronos. Estos últimos
permanecían cortas temporadas, ya que solamente venían acá
para supervisar el trabajo, y su estada dependía de ello.
Por la tarde nos entrevistamos con uno de los capataces de
la mina, el cual ordenó a uno de sus obreros que nos hiciera una
demostración de lavado de oro.

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Para esta labor se usa un plato grande de madera, llamado
batea, con un diámetro de unos cincuenta centimetros, donde
se deposita la arena. A continuación le echan agua encima y
empiezan a hacer movimientos circulares, con los cuales se van
separando las partículas de tierra. Algunas resbalan y se desli-
zan por fuera de la batea mientras que la arena más pesada
permanece en el centro o va depositándose en el fondo.
La operación de agua y movimiento circular se repite hasta
que solo quedan arena y tierra, de un color gris oscuro, entre
las que se separan las partes brillantes, que son el oro, con la
sola inclinación del plato de madera. Claro que la cantidad re-
cogida es verdaderamente insignificante comparada con la gran
porción de tierra que se coloca en él para limpiar.
El valor de todo este trabajo no alcanza a un real. La arena
que se ha escurrido también tiene su valor, que alcanza a unas
cuatro o cinco piastras por cada veinticinco libras de peso. Como
descripción general diré que el único artículo de exportación de
Antioquia es el polvo y la arena de oro.
Volvimos a pasar una noche helada en Trinidad, pero con-
tinuamos hacia Medellín, por. una zona cubierta de bosques que
bajaba hasta el valle, sobre el que se deslizaba el río Grande,
cuyo torrente pasa por entre inmensas rocas que aglutinan y
compactan sus masas de agua. En uno de esos sitios funciona
una mina de sal bastante rica, que produce unas setenta y cinco
libras de sal por día.
Desanduvimos un trecho más de camino, pasando por un
puente desde el cual podía verse la fuerza de las aguas y la im-
perfección de este. De alH que en lugar de dinamitar rutas hayan
pensado en abrir nuevas brechas transitables, que ayudarían
además a llegar al fondo del salto que debe contener mucha arena
de oro.
El sendero comenzó de nuevo a ascender. Atravesamos un
paisaje bello hasta que en las horas de la tarde llegamos a San
Pedro, ubicado en la cima. Descansamos unos instantes y co-

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menzamos el descenso por El Cantador, el mismo que tres días
antes habíamos subido, solo que un tanto más desviado hacia el
flanco derecho.
Después de dos horas de constante zigzagueo, tomamos nue-
vamente el sendero en dirección a Alto Viejo, ciudad que pasa-
mos algo antes del ocaso.
Bajo un cielo estruendoso, señal de aviso de un próximo
temporal, hicimos nuestra llegada. Envueltos en ruanas e ilu-
minados por los intensos relámpagos, a las siete de la tarde
estábamos caminando por las calles de Medellín.

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CAPITULO XIII

MEDELLIN

A los pocos días de nuesrta llegada a Medellín apareció el


señor Hauswolff, proveniente de Remedios, y luego el señor
Plageman que venía desde San Bartoloreé. Así empezaron a
reunirse todos los suecos que estaban en esta provincia. El con-
junto era extraño, pero se aumentó con dos compatriotas más
que venían para Colombia y se encontraban próximos a llegar.
Ellos eran el Capitán Greiff y su señora.
Fue así como el 11 de marzo nos dirigimos todos en grupo,
a caballo, por el camino hacia Rionegro para recibir a nuestros
viajeros, tan esperados como bienvenidos. A lo lejos, casi en la
cúspide del cerro de Santa Helena, comenzamos a distinguir la
caravana que devoraba las curvas de la ruta. En la mitad de la
senda nos reunimos con ellos.
Un encuentro de esa índole con compatriotas, anteriormen-
te desconocidos, tan lejos de la patria, es algo que emociona;
comparable al encuentro largamente postergado con un familiar,
tanto que éste llega a resultar casi desconocido. Por supuesto
que no se necesita demasiado rato para que el protocolo quede
olvidado, a raíz de la natural confianza que se despierta. Parece
que existiera esta desde mucho tiempo atrás. Así, antes de gra-
bar en la memoria los rasgos y gestos del rostro, uno se da a la
tarea de conocer sus voces.
El encuentro se inició con una charla que era más bien un
cuestionario, pues se desarrollaba entre preguntas y respuestas

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acerca de la patria tan lejana y recordada; conversación que se
veía interrumpida con las expresiones de arlmiración por el pai-
saje que proferían los recién llegados. El viaje seguía en direc-
ción a la ciudad, adonde llegamos en las horas de la tarde, atra-
vesando un cerco de curiosos que miraban sorprendidos, desde
puertas y ventanas, a la comitiva que ingresaba, en la que les
llamaba especialmente la atención "la señora extranjera".
De modo que ahora la colonia sueca se veía aumentada con
dos nuevos miembros y estaba formada por ocho personas, pues
además habitaban en la casa un sirviente y un herrero suecos,
una niña inglesa y una muchacha de Escania que acompañaba
a la señora de Greiff. Quien aparentemente decidía en este dúo
la situación legal, parecía ser el marido, pero en la práctica daba
la impresión de que ella era quien había impulsado determinada
acción. No existiendo entre ellos problemas de tipo económico, ni
reproches de ninguna de las complicaciones que, se supone, trae
el matrimonio.
Al ver la colonia tan numerosa, sentíamos que nada nos
faltaba para hacer una vida que se asemejara a la sueca. Durante
todo el tiempo el grupo estuvo reunido en la casa y en otros sitios
de Medellín, lo que permitía la compañía habitual de todos los
compatriotas, con la cual le parecía a uno trasladarse a Suecia,
a lo que ayudaban el clima y los hermosos parajes que rodean a
esa ciudad, donde se goza de la región natural más agradable de
Colombia.
Puedo decir que, en cierta medida, estábamos habitando en
ambos países, ya que durante el día organizábamos un paseo
hacia algún rincón del valle o por la ciudad, o bien una visita
a alguna casa familiar; es decir, nos colombianizábamos. Pero
durante las jornadas vespertinas en la casa, el modo de vivir,
las ocupaciones, los pasatiempos y el idioma nos transportaban
a nuestra querida patria.
El señor Hauswolff poseía varios caballos, lo que nos per-
mitía realizar habitualmente excursiones, más o menos largas,
hacia diferentes lugares. Conocimos un sitio cuya hermosura

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sobrepasó todos los limites, por lo que unánimemente decidimos
que Envigado, pueblo ubicado a dos horas de camino en direc-
ción al sur de la ciudad, por su paisaje incomparable, era uno
de los sitios del mundo de mayor belleza.
El río sigue un camino que pronto se separa del que lleva
al pueblo, y mientras comienza a subir, el río se va quedando
abajo; de allí que el poblado esté más arriba que la ciudad, lo
cual nos ofrece una vista mucho más amplia y libre. Nos dirigi-
mos hacia un connotado criollo de apellido Santa María, desde
cuyas tierras se lograba gozar, en su máxima dimensión, del
panorama.
El valle en este sector es algo estrecho. Está formado por
las pendientes que bajan de los cerros, alrededor de los cuales
buscan su unión con el río, que se enlaza con ellos. Por tanto, la
vista que recorre el valle, si bien es bella, resulta un tanto limi-
tada. Al seguir los ojos el curso de las aguas del río empieza
uno a sentirse más libre, ya que este inicia una ruta que se am-
plía y hace más ancha, llegando sus vueltas a abarcar todo el
valle. Al final la vista se deleita con la gama de colores que se
le brinda.
.....,
El valle me recuerda una quilla de barco. Sus costados están
formados por los cerros; en su cúspide está Envigado, y en su
base, Medellín. Sus casas rojas, y verdes é:lamedas limitan por
un costado el paisaje alegre de prados, arboledas, sembradíos,
arbustos y pueblos desparramados a ambos lados de la cordillera
bañados por las curvas del río. Esto nos hace sentir que nada
falta para que sea el lugar ideal y fomenta el deseo de vivir y
morir en esta libertad. Si no es así, al menos hará surgir el si-
guiente interrogante : "¿Será posible encontrar un paraje más
hermoso en la tierra?".
Al observar ese jardín sombreado por limoneros y naranjos
y la abundancia de frutas exóticas y deliciosas como lá piña, el
mango, la chirimoya, no sería aventurado sospechar que aquí
pudo estar ubicado el Edén, tanto como en Mesopotamia, y que
nuestros primeros padres pudieron haber sido americanos lo

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mismo que asiáticos, sobre todo viendo la existencia del cuerpo
del delito del Paraíso: el fruto prohibido, que con tanta abun-
dancia y riqueza se da acá.
La chirimoya es una fruta grande, parecida a un melón
verde. Su pulpa es blanca y blanda, con un gusto mezcla de fresa
silvestre, crema y azúcar; posiblemente es la fruta más deliciosa
del mundo. Con seguridad Humboldt hubiera dicho: "Valdría la
pena un viaje a Suramérica por el solo hecho de comer chiri-
moya".
Mas para probar y tocar los excelentes frutos que se produ-
cen en el trópico no teníamos necesidad de hacer nunca una sa-
lida, ya que la casa del señor Hauswolff nos lo ofrecía todo, pues
era una verdadera casa-quinta. La calle que nacía de la plaza
mayor, frente de esta casa, se convertía en una abundante ala-
meda lo que daba lugar al paseo más elegante y concurrido de
Medemn.
La casa contribuía mucho a ello, y desde sus ventanas se
podía contemplar, durante los domingos, a casi toda la gJnte de
mayor edad de la ciudad caminar por este bello paseo. Al otro
lado de la casa estaba el jardín particular, que por su construc-
ción, conservación y calidad era interesante y hermoso. Podían '
distinguirse plantas de interior del norte de Europa, junto a las
más bellas, enormes y abundantes de América del Sur.
El exotismo estaba presente en todo. Podía verse una siem-
bra de papas al lado de una de piñas, mientras que el campo
de frijoles limitaba con la siembra de melones, y el perejil se
cobijaba a la sombra de un pimiento. El azúcar tenía su sitio
entre los yams y las rafees de arracacha. Mis ojos tropezaban
con limones, naranjas y mangos. Estos últimos son una fruta
larga y amarilla, de cuesco grande y carne anaranjada y fibrosa
protegida por una cáscara elástica. Dicha pulpa tiene un sabor dul-
zón y su olor semeja al de la trementina. Con mucha razón está
considerado como uno de los frutos tropicales más finos y sa-
ludables.
El café no podía estar ausente. El plantío era extenso y sus
granos me recordaban a las guindas. Un tanto separada había

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una pileta de baño, levantada con piedras y alimentada por un
pequeño hilito de agua que recorre todo el jardín. El agrado sube
de tono cuando se ve que esta construcción está protegida y
semicubierta por un enorme rosal.
En pocas palabras, nada parecía faltar en este jardín. No
hacía más que seguir pensando que todo lo visto era uno de los
sitios más agradables del mundo.
Medellín, la ciudad capital de Antioquia, está situada aliado
derecho del río Nechí, casi en el centro mismo del valle que este
recorre. Un torrente menor, el Bocaná, se lanza a través de las
faldas del cerro de Santa Helena, cruza la ciudad y lleva el agua
fresca y cristalina que llena la fuente de la plaza, para pasar
por las calles de la ciudad en pequeños hilos, ayudando a la
limpieza de su presentación.

Las calles, por su trazado, se cortan en ángulos rectos, y


en su mayor parte están cubiertas de piedras y provistas de
aceras angostas. Las casas son generalmente de un solo piso,
aunque existen algunas de dos con sus respectivos balcones, todas
cubiertas con techos de tejas y hechas de adobe, mezcla de tierra
y barro. La madera no puede ser muy usada pues es carcomida
por los insectos, lo cual hace que se deban reconstruir cada cierto
tiempo, cosa que no las hace muy económicas.
La ciudad tiene siete iglesias, una de las cuales posee un
órgano; un convento de monjas llamado Santa Clara y una ca-
sona de piedra, además de un colegio. Su población llega a las
nueve mil persosas que en gran parte son comerciantes. Las
clases más pobres están formadas casi en su totalidad por na-
tivos, y negros casi no se ven.
El clima es templado y el termómetro, en las temporadas
secas, no pasa de los veinticinco grados, y en períodos de lluvia,
de los veinte grados. En las épocas de sequía no existen nubes
en el cielo, mientras que en las de lluvia no es raro creer que
las nubes que acarician los picos de la cordillera vendrán a des-
cargar sus masas de agua antecedidas por truenos.

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Infortunadamente, demasiado pronto se llegaba a conocer los
cambios del clima, de modo que nunca lograban sorprendernos,
ya que teníamos el cuidado suficiente de no desprotegernos. Esto
hacía que, con gusto, en las mañanas estuviéramos vestidos de
manera liviana, con ropas de lino, que cambiábamos por unas
de lana cuando se acercaba la hora de la comida.
El frescor de la noche, aunque no alcanzaba a los fríos que
tuve que soportar en Rionegro, asegura un sueño plácido y sin
transpiración. La preocupación por los mosquitos no existe, lo
que lleva a decir, precipitadamente, que nada se encarga de
molestar las noches.
Sin embargo, fácil resulta engañarse, pues aun cuando no
se encuentran ni mosquitos ni murciélago3, aparecen otros per-
turbadores, a saber, las pulgas y chinches, las cuales, sin entrar
en ninguna investigación entomológica, puedo decir que son las
mismas que nosotros conocemos; su forma y gustos coincidentes
me permiten asegurarlo.
Por supuesto que, como en todas partes, estos insectos son
consecuencia del desaseo y del descuido de piezas y dormitorios ;
situación que es más molesta en las casas de los campesinos que
en las de los adinerados de la ciudad. Pero el caso grave lo re-
presenta un insecto llamado nigua, que se agarra en la planta
de los pies, entre los dedos y las uñas. Una vez instalado, se de-
dica a colocar sus huevos, que al empollar, pueden producir una
buena cantidad de gusanillos (hongos), loa que con sus constan-
tes esfuerzos perforan la piel, llegando hasta los huesos y produ-
ciendo una inflamación que, si no es tratada a tiempo, puede
degenerar en gangrena. El intruso es fácil de sacar al principio,
pero si no se elimina a tiempo, se torna bastante peligroso.
Este fue uno de los motivos por los cuales los españoles en
su primera invasión a la provincia fueron perdiendo sus vidas
ya que como no conocían las niguas ni sabían cómo tratarlas
para su cura, se fueron pudriendo sus huesos. En el tiempo
actual no se corren tales riesgos, pues apenas hallado el insecto
se saca con un cuchillo; él mismo delata su presencia por el esco-
zor que produce.

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También esta tarea suele dejárseles a los nativos, ya que
éstos, con habilidad y maestría, descubren v destruyen esos nidos
infecciosos. Sus implementos quirúrgicos consisten en un alfiler
y un cigarro encendido. Luego de hacer una minuciosa búsqueda
en la planta y en los dedos, comienzan a abrir un hueco hacia
el fondo del nido. Su profundidad dependerá del tiempo que
baya tenido para su germinación. Una vez localizados, se ex-
traen los insectos con la cabeza del alfiler y luego se saca el resto
de sangre dañada que queda. Hecho eso, aplican la punta del
cigarro encendido a la herida; la ceniza y esa cicatrización se
encargarán de destruir los huevos que puedan haber quedado.
Como en el interior del país, el comercio de Medellín no 'l
puede considerarse insignificante; debe ser visto como un depó-
sito para la mayor parte de la provincia. Las casas extranjeras
de comercio casi no existen, pero sí una buena cantidad de ricos
comerciantes criollos que consiguen sus artículos en Cartagena ,
o Santa Marta, o viajan a Jamaica para adquirirlos.
Un viaje de esos no es posible realizarlo en menos de cuatro
meses; equivale a lo que para nosotros supone desplazarse a
América. Por ello el comerciante se da infulas de "haber estado
en Jamaica", con una ostentación superior a la de algún comer-
ciante nuestro que pueda jactarse de haber viajado a Londres
tomando la ruta de Hamburgo. Sinembargo, los productos se en-
carecen demasiado debido al transporte. No obstante, hace su
aparición una cantidad inesperada de artículos europeos. Es así
como las bodegas comerciales de la plaza mayor, si bien no tan
ricas y surtidas como las de Kingston, se ven llenas y coloridas.
lo que explica el lujo que muestran las clases pudientes de la
ciudad.
Entusiasmados con la idea de vestirse al estilo de sus com-
pañeros de la Costa, los habitantes de Medellin tienen muchas
y mejores ocasiones de hacerlo, ya que el clima templado les
permite usar ropas y prendas que más se acercan a lo que es la
moda europea, mientras que los costeños, en sus grandes fiestas
o en las procesiones religiosas, sudan copiosamente y no pueden
hacer del frac su vestido habitual. Acá ocurre lo opuesto, ya que

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el calor permite usar tanto ropas de lana como de lino. Por eso,
de las personas elegantes se dice que "usa ropa de paño", lo cual
suena idéntico a nuestros piropos al hombre bien vestido.

f Ver jóvenes mostrando ropas tan ricas como las europeas,


no sorprende; y para un petimetre de Medellín es importante,
si desea causar sensación, llevar un sombrero de Europa, usar
botas inglesas o francesas y un traje confeccionado en el exte-
rior, ya que los sastres y zapateros del lugar no se caracterizan
por la perfección de sus acabados. Estas extravagancias no pue-
den dar lugar a que se las tache de esnobismo, ya que están por
debajo de los caprichos de nuestros jóvenes que mandaban su
ropa a lavar a Inglaterra para tenerla "fascinadoramente im-
'1 pecable".
En reemplazo de la ruana se usa una capa oscura, algo más
corta, que permite echarse una de sus puntas sobre los hombros,
con lo cual se facilitan las posibilidades de saludar a los demás,
y de deshacerse de ella al llegar de visita a una casa, ya que
conservarla en una habitación es considerado como muestra de
mala educación.

Por su parte, la ropa femenina, muy usual en las tierras


bajas, consiste en vestidos de mangas cortas confeccionados de
telas de algodón, muselina o seda, unidos a un pañuelo de diverso
tamaño. Para las ceremonias en la iglesia llevan una falda negra
de seda, y sobre sus cabezas una prenda que causa muchas sor-
presas. Es un sombrero con una copa redonda y alas anchas,
como los de algunos campesinos de Escania, pero tan pequeño
que descansa en la parte superior de la cabeza. Entre el sombre-
ro y el cuello llevan atado un velo azul y transparente que cuelga
por la espalda y los hombros, tapando el cuello y las mejillas y
dejando solamente una pequeña abertura por la que pueden verse
los ojos.

Hombres y mujeres usan durante el tiempo de lluvia, encima


y protegiendo los zapatos, unas botas de agua confeccionadas
con un fondo grueso de madera que se amarra por encima del

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empeine. Algo semejante se usaba en Inglaterra. Impropiamente
el apelativo se trasladó al calzado llamándolo burlescamente
"suecos".
El modo de vivir guarda apreciables diferencias con el resto
de las provincias bajas y calurosas, que se aprecian más en el
número de las comidas y en su preparación.
En tierras calientes basta comer dos veces al día, es decir,
desayuno y cena. Acá se hacen tres o cuatro comidas diariamen-
te, y como se sirve almuerzo al mediodía, es necesaria la cena
nocturna. Esta distribución de las comidas se parece mucho a
la usada por nosotros, aunque en su preparación no se parecen
ni a las suecas ni a las inglesas ni a las francesas. Con relación a
la extraña mezcla de artículos y al modo de servirlos, se parecen
mucho más a las comidas preparadas por los niños cuando se
les da cierta cantidad de alimentos para sus juegos, en los cuales
lo importante no es la calidad sino la cantidad. Por esto la des-
cripción debe ser bien detallada para que no pierda interés.
Se empieza a comer después de las ocho de la mañana y el
comienzo está enmarcado por no menos de cuatro platos dife·
rentes, para lo que se necesitará cuchillo, tenedor y cuchara, ya
que el primer plato es sopa.
La sopa de pan consiste en pan de trigo mojado en agua,
pimienta, cebolla y grasa de cerdo, todo freído y hervido for-
mando una cosa intermedia entre sopa de leche y papilla. Luego
sigue un plato de carne frita, hervida anteriormente, que s·~
corta en pequeñas tiras para ser freídas en grasa de cerdo. Este
verdadero producto químico tiene un olor, sabor y color que en
nada se parece a la carne de res. En seguida se comen huevos
fritos, que nadan en un mar de grasa oscura, acompañados de
delgados trozos de plátano, que con su carne rosada hacen un
contraste con el castaño oscuro y el blanco de aquellos. Para
finalizar llega una taza de chocolate con harina de maíz, que
se le agrega para hacerlo más espeso y el cual se sirve caliente,
recién salido de la olla, acompañado de plátanos cocidos en la
ceniza. Toda la comida se pasa con una jarra de agua fría.

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Avanzando el día se toman las onces. Un plato de frutas:
piña, chirimoyas, naranjas, limones dulces, etc., y luego un
trago de aguardiente, ron o coñac.
La comida -podría decirse el almuerzo- se sirve a las
dos, comenzando con sopa de arroz y carne; a falta de esta se
emplea manteca o la tan temible grasa de cerdo, que juega un
papel importante en la cocina colombiana, así como la mante-
quilla en la nuestra. Después se acerca una olla con la sopa, que
se sirve en tazas. Le siguen las frituras, que muchas veces con-
sisten en pavo o gallina, las que también se pueden reemplazar
por la grasa de cerdo untada.
A continuación un plato de fríjoles en salsa blanca, aliñados
en aceite y vinagre. Para el final se deja la carne asada, pero
no se crea que tiene la presentación normal de la carne, ya que
trozos tan grandes jamás dejan los carniceros, aunque si lo ha-
cen con los huesos. Tampoco podría decirse que se trata de un
"Rostbeef" inglés, o un "Róti" francés, untado en salsa blanca
o preparado en otra forma. Lo solo uniforme de las tajadas
fritas son las quemaduras; la manteca de color amarillo claro
que baila en sus costados nos hace decir cualquier cosa de ella;
por lo menos a la carne no se le puede quitar el mérito de reunir
a su alrededor una gran cantidad de mezclas extrañas e impo-
sibles de reconocer.
Le ha tocado el turno a un plato llamado mazamorra, pala-
bra usada para distinguir una mezcla parecida a la papilla, pero
que en este caso significa una sopa espesa con granos de maíz,
agua y leche. El postre consiste en dulces y conservas fabricadas
con miel, azúcar, etc., que se comen con oueso. Las conservas
más comunes son las de piña, preparadas en miel y azúcar y
siempre acompañadas con una gran jarra de agua helada.
Se vuelve a servir la comida entre las siete y ocho de la
noche, y al comienzo se parece al desayuno. Se pone sopa de pan,
carne picada o frita, huevos fritos y chocolate, reforzado esto
con mazamorra y conservas. A esta hora se acompaña todo con
dos clases de pan, pan de trigo y arepas. El primero se parecería
mucho al nuestro si fuese menos ácido y tuviera algo más de sal.

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Este pan se consigue en diversas formas, ya sea blando o
duro, este último bajo el nombre de bizcocho. El pan de maíz
-arepa- se hace en las mismas casas, y resulta ser la más
complicada de las tareas domésticas. Se deben mojar los granos
de maíz y colocarlos en un mortero donde sa les suelta la cáscara.
Luego se limpian y colocan en una olla para sancocharlos.
Se les ralla y al agregarles agua se forma con todo una masa
gruesa, a la que se le da forma de tajadas planas y redondas.
Finalmente estas son horneadas encima del fuego en una sartén
de greda. Lo que quita bastante tiempo es el rallado, ya que el
grano de maíz es duro. Por eso al observar a una indígena su-
dando, de pie, durante más de una hora y agachada sobre la
piedra en el corredor, preparando la masa para el pan de la
comida siguiente, no parece que exista nadie que personifique
mejor la idea de: "Ganarás el pan con el sudor de tu frente".
Cuestión que adquiere importancia en este país donde nadie
parece tener noticias del Juicio Final.
Apar te de la diaria compra de los alimentos, cada viernes
la población tiene un mercado, con muchas más mercancías, insta-
lado en la plaza mayor, al que concurre mucha gente de los lugares
más apartados de la provincia. Junto a los productos típicos de
la mesa, como el arroz, trigo, plátanos y frutas, se pueden adqui-
rir otros manufacturados, como fuentes de greda, pitas, alpar-
gatas, sombreros, alfombras, cajas de paja y ruanas.
De los sombreros de paja hay un tipo fino que cuesta hasta
ocho piastras y está hecho de la hiraca, que es una planta de
palma, los cuales son tan fuertes como livianos, aunque no de
tanto valor como los que vienen de Guayaquil o Panamá, los
jipi-japa, que se compran con doblones o con dieciséis piastras,
pero que son indestructibles.
Las ruanas varían de color y finura, por lo que se puede
elegir entre las que valen cuatro o cinco piastras o las que su
valor debe pagarse en doblones. Estas últimas no son vendidas
en la plaza, sino en las bodegas adyacentes a ella. Las de mejor
calidad provienen de Méjico y son muy buenas; tanto, que sus
colores resisten todos los climas.

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También se encuentran para la venta caballos y mulas. To-
dos los viernes se reúne en esta plaza una diversidad tal de per-
sonajes y mercancías, que resulta una obra tan variada como
interesante, que muestra un mapa con todos los tipos de habi-
tantes de la provincia, sus animales, obras naturales y los pro-
ductos artísticos que nacen de sus manos.
La provincia de Antioquia, ubicada entre los grados sexto
y octavo de latitud norte, limita al este con el Magdalena y al
oeste con la Cordillera Occidental de la provincia del Chocó.
Hacia el norte y el sur, sus límites son mucho menos definidos,
ya que se encuentran las provincias de Mompós y Mariquita,
Cartagena y Popayán.
Se halla cruzada por la rama media de los Andes que va a
perderse en el extremo sur de la región, formando uno de los
paisajes más montañosos de Colombia. Desde sus alturas hela-
das bajan hacia el Magdalena y el Cauca diversos torrentes, que
por su fuerza y tamaño no logran contribuir a facjlitar el trans-
porte en la provincia, a lo sumo entregan sus aguas a los dos ya
mencionados, los que sí ayudan a la comunicación interna del
país.
Entre los torrentes más notables figuran el Rionegro y el
río Verde que se unen bajo el nombre de río Nare al Magdalena,
el que más abajo recibe los caudales del Regla y el Cimitarra.
Al otro lado del lomo cordillerano se unen las aguas del río
Grande y el Porce con las del Nechí, que después va a caer al
Cauca. Desde la cordillera oeste bajan además del Bocaná nu-
merosos raudales menores.
De este modo, lleno de altas montañas, bosques salvajes,
profundos valles y fuertes y pequeñas corrientes, se encuentran
aquí las características que diferencian un país montañoso y
tropical de los demás, donde las direcciones que toma el viento
son decididas por las alturas; al paso que en el resto del mundo
esas direcciones son determinadas por los mayores o menores
grados de latitud.
Esa es la razón del intenso calor en las profundidades de
los valles del Magdalena y del Cauca y lo agradable en el sector

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del Nechf; mientras que en la plataforma de Rionegro el clima
resulta ser más fresco, y en el lado de Santa Rosa, si bien
los días son agradables, las noches alcanzan un frío notable.
Obviamente que un país con tal variedad climática debe
producir muchos ejemplares de productos y si bien la provincia
antioqueña es menos conocida por los vegetales, el contraste
habría que explicarlo por la abundancia de minerales, en detri-
mento de aquellos. Por otra parte, crecen todos los productos de
tierra caliente, y una buena cantidad de los de clima templado,
como también prosperan la ganadería y la siembra de diferentes
clases de cereales. Estos niveles podrían impulsarse no solo para
abastecer la región sino para llevarlos al resto de las comarcas.
El que no sea así, tiene sus razones. En primer Jugar, la
dificil comunicación de la provincia y la fnlta de caminos hacia
el Cauca y Magdalena, lo que hace que estos productos sean muy
düiciles de transportar. En segundo lugar, la inmensa cantidad
de minas de oro, cuya segura rentabilidad es suficiente para
pagar las mercaderías llegadas desde otros lugares. Además,
como este producto no pierde valor y es de :fácil movilización,
se considera mejor enviar unas cuantas bolsas de polvo o arena
de oro, por el correo, que transportar productos de alimentación.
Por lo que la descripción de Jos productos exportables está
remitida al trabajo y explotación de las minas y aunque no
pretendo hacer un análisis científico de doctorado en mineralo-
gía, sino apenas una nota técnica de un hombre de cerros, voy a
decir cuanto he tenido ocasión de aprender.
Mucho antes de la conquista y descubrimiento por parte de
Jos españoles, esta región era conocida por su inmensa riqueza
en oro. La tradición cuenta que los habitantes entre el Cauca y
el Magdalena bajaban al segundo de estos rios para cambiar
su polvo dorado por las mercancías que les ofrecían los indios,
cuyo producto más cotizado era la sal.
Ambos pueblos vivían en eternos conflictos, los que no per-
mitían una amistad firme. De allí que existía el acuerdo de que
un grupo colocaba primero el polvo de oro, en pequeños monto-

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nes, en algunos lugares convenidos a las orillas del río, después
de lo cual se retiraba. Apenas entonces hacían su aparición los
poseedores de la sal, que iban amontonando según lo que se hu-
biera tratado. Cuando estos se alejaban, retornaban los dueños
del oro a retirar sus montones de sal, que orgullosamente lle-
vaban a su casa.
Extraño negocio, en donde predominaban la desconfianza
y la confianza, en una rara unión. Lo que nos hace suponer que
para esos intercambiadores los valores de esos elementos eran
un tanto diferentes a los dados por nosotros, ya que al menos
no pagaríamos la sal, por anticipado, en oro.

Lo triste del caso es que la leyenda no nos comente nada


acerca de las proporciones convenidas. Hemos de contentarnos
con saber que existía un intercambio de tal especie, lo cual viene
a demostrar que el oro se encontraba a verdaderos raudales.
Buena prueba de ello es la gran cantidad de piezas de oro que
aún pueden sacarse de la tierra después de que los indios las
.
escondieran de los españoles .

Las obras encontradas demuestran que aquellos poseían


cierto sentido del arte. Yo be visto algunas figuras de persona-
jes, posiblemente sus dioses, hechas con una habilidad que de-
muestra que los indios sabían derretir, trabajar y dar forma al
noble metal. Pero los hispanos se reservaron el derecho de otorgar
valor a tales piezas y además dieron una expansión inusitada a
la explotación de las minas. Creo que en esto fueron demasiado
lejos, como un profesor histérico que movido por su excesiva
pasión por los conocimientos es capaz de inmolar a sus alumnos.
Los españoles muchas veces sacrificaron vidas indígenas por
sus ansias doradas.
Desde el momento de su llegada, los conquistadores sacarou
una buena tajada del oro de Antioquia; esla es una de las razo-
nes de su familiaridad con el territorio, el cual anteriormente
estaba prohibido para todos los extraños. Por lo demás era me-
nos que imposible que los habitantes del lugar permitieran el

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ingreso a él de un forastero. Además no debe dejar de mencio-
narse que física y políticamente la zona estaba aislada del resto
del país.
El que esta provincia haya rebajado la producción de sus
minas se debe a la explotación excesiva que de estas se ha hecho.
Aunque también hay una gran diferencia entre el modo de tra-
bajar en la colonia española, y en el actual estado libre de Colom-
bia, ya que antes se obligaba a laborar a una cantidad de esclavos
fáciles de manejar y en la etapa actual solo trabajan mineros
libres y con una paga alta.
Trataré de hacer las respectivas distinciones en cuanto a la
extracción del oro, para comprender la situación de las minas.
El oro tiene dos estados: oro corrido y oro de veta. El pri-
mero se encuentra en pequeños granos mezclados con tierra, are-
na y barro; el único proceso que necesita es el lavado. El oro de
veta está incrustado en diversos tipos de piedras y en combina-
ción con otros metales, y es preciso moler todo ello con una lim-
pieza exhaustiva. Por esto resulta su extracción más complicada
y costosa que la de los aluviones, especialmente en un país en
que no existe la maquinaria adecuada. De alli que prime el labo-
reo del oro corrido.
Este último se encuentra en tres difE:rentes formaciones:
desparramado en la superficie misma, oculto en las profundida-
des de los cerros barrosos y mezclado en el fondo de los ríos;
por consiguiente, el trabajo debe dividirs~ según esas caracte-
rísticas; es decir, lavado de partes completas de tierra y cavado
y sacado de los lechos de los ríos.
De todos los modos descritos el primero es el que fue usado
con preferencia durante la época indigenista y española, ya que
resultaba de menor complicación y mayorea frutos.
Una vez elegido el sitio que se consideraba poseer una ri-
queza suficiente y con pendiente para poder desaguar, se abría
una serie de canales menores, hacia los cuales se dirigía el agua.
En esos canales se hacían diques de algunas pulgadas de alto,

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con una pequeña distancia entre unos y otros. Hacia ambos cos-
tados del canal se escarbaba la superficie a una profundidad de
dos a tres pulgadas y se echaba a correr el agua por los surcos.
Los mineros se manteni'an en permanente actividad con todo esto.
La arena que contenía el oro, más pesada que el resto de la
tierra, se hundía, quedando apretada y retenida en los diques.
Reuniéndola en cada uno de estos se formaba una masa espesa
que contenía el oro en grandes cantidades y listo para ser lim-
piado, según el procedimiento ya explicado de la batea. Este
estilo ha sido usado tan indiscriminadamente, que ya casi no
queda en toda la provincia lugar posible para esta técnica, pues
no solo es necesaria la sola presencia del minero en una super-
ficie, sino que debe estar en cierto plano inclinado y cercano de
un caudal potente desde el cual puedan deslizarse las aguas de
lluvia en cantidades aceptables.
El actual modo de trabajar el oro es uno en que mediante
unas barras de hierro comienza a perforarse la tierra que se
supone contiene el metal, la que después se lleva a un gran
estanque, para pasar el lavado más grueso. El estanque es un
cuadrado grande, hacia el cual se llevan aguas de algún torrente
cercano o donde se almacena agua de lluvia. En uno de sus cos-
tados tiene una abertura con una especie de rastra, por la cual
sale el agua.
De este modo se hace un nuevo lavado, en el que se sacan
las partículas de barro y tierra. Una vez acabado ese procedi-
miento se cierra la entrada del agua y se abren las compuertas
del dique, con lo que vuelve a quedar la gran masa lista para ser
limpiada por el método de la batea. Es la forma de limpieza y
extracción que se practica en todas las minas del valle, espe-
cialmente en la zona que rodea a Santa Rosa.
El tercer método de separar el oro ha resultado el más
ventajoso para su extracción, aunque los mejores sitios ya están
agotados. Como base de partida deben ser terrenos con muchas
subidas y bajadas, caudales a los pies de rocas, bancos de arena
en pendientes y pronunciadas curvas, las que ayudan a que las

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aguas tengan cierta profundidad y dirección detenninada. Es
decir, son verdaderos diques naturales en donde las aguas tienen
mucha quietud, razón por la cual el polvo y las piedrecillas de
oro se hunden. Para lograr obtener esa riqueza se pueden utili-
zar dos modos distintos: uno a través del buceo y el otro por
intermedio de un cambio en la dirección de las aguas. El más
empleado de estos es el buceo, ya que el otro requiere conoci-
mientos sobre hechura de canales, que no son técnicas conocidas
en este país.
Para bucear se escoge el punto que permita esperar épocas
secas, ya que entonces la profundidad de las aguas es la menor
y su fuerza muy reducida. Poco más arriba del sector elegido se
construye un dique a base de bambú, donde se montan algunos
pilares, el que se dirige hacia el centro del río formando un
ángulo agudo con la orilla más cercana, para luego tomar la
dirección hacia el lugar elegido, allí donde están las aguas de-
tenidas, lo que hace el trabajo más simple y fructífero. Asf, ape-
nas se inicia la verdadera sacada del mineral. A tal efecto un
indígena se lanza a las aguas, llena su batea con polvo y arena,
para Jo cual cava la tierra con un instrumento corvo; mientras
más profundo es el corte, tanto mejor, y vuelve a la superficie
dejando la acción a otro hombre.
Toda la labor se hace en equipo, así ruando emerge quien
está en el fondo, el anterior compañero ya está presto para arro-
jarse al buceo, y ha aprovechado para limpiar la anterior sacada.
De esa manera comienza el dragado y lavado de la tierra, hasta
que lo único que queda es el oro.
Tal técnica es bastante fructífera y muy empleada por los
habitantes de las márgenes del Cauca y el Nechf. Pero el sector
donde más se usa este estilo es el de la ciudad de Zaragoza. Como
dato interesante se menciona que en 1824 unos ciento cincuenta
obreros extrajeron oro por valor de ciento cuarenta mil piastras.
El modo más adecuado de cambiar la dirección de un río es
solo posible en torrentes de escaso caudal, y -con todo-- se hace
muy pocas veces. Si se generalizara sería uno de los más prove-

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chosos para los especuladores europeos que, con obreros especia-
lizados y equipos aptos para la tarea -incluyendo dinamita, que
no es conocida acá- obtendrían resultados espectaculares.
En cuanto al laboreo de oro de veta, es complicadísimo,
tanto para extraerlo de los cerros como para molerlo. Se necesita
que un individuo se ocupe de sacar una piedra, de unas cuatro o
cinco libras de peso, lo que se realiza con ayuda de una barra de
metal. Para romper la piedra, si es dura, puede tardar todo un día;
la labor se parece al molino de los granos d~ maíz. Se hace sobre
una piedra plana. Con la ayuda del agua se va formando una
pasta que posteriormente se lava en la batea.
Una piedra de esas puede no tener más valor que un real,
por lo que juega un papel importante la fuerza del moledor.
Muchas veces el trabajo de todo un día no da más que para
cuatro o cinco reales. Con algunas piedras más blandas se da el
caso de que la cantidad deba ser contada en piastras.

El método es usado con asiduidad en el cordón cordillerano


a la orilla izquierda del Cauca, que posee ricas vetas, entre las
que sobresale la de la mina Quina. Como los impedimentos ma..
yores surgen por el precario modo de laboreo y las herramientas
poco adecuadas, parece que este podría ser otro campo apropia-
do para la industria europea, la cual, con sus molinos de pie y
maquinaria precisa, lograría mayor producción.

De cualquier forma no podemos adelantarnos en los juicios


ya que hay una cantidad de problemas que deben ser tenidos en
consideración. Mencionaré solo los más importantes: el trans-
porte (casi imposible para cumplir con los mínimos resultados) ,
la dificultad de obtener alimentos suficientes y lo costoso para
conseguir y traer obreros hasta estos lugares. Aunque puedan
vencerse tales obstáculos, de todas maneras subsiste la inseguri-
dad de encontrar el metal precioso en cantidades que justifiquen
la traída desde Europa de tanta maquinaria, ya que el costo es
inmenso y además juegan factores como los comentarios de mi-
neros e indígenas que manifiestan que nunca se ha logrado en-

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contrar el oro en cantidades suficientes, en un solo sitio, como
para que se emprenda una empresa de tanta envergadura me-
diante la traída de capitales europeos.
La misma apreciación se tiene del resto de los métodos tra-
tados, ya que el oro, con la sola excepción de los caudales de
ríos, no se encuentra en espacios reducidos sino que está repar-
tido en toda la región. Es como si la naturaleza, para otorgar un
modo de supervivencia, quisiera entregar a todos sus habitantes
una fuente punto menos que interminable, evitando así que el
más poderoso pueda obtener una riqueza demasiado grande.
Es el caso que se presenta con los esclavos, ya que estos,
después del triunfo de la revolución independentista, empiezan
a hacerse más escasos y muy pocos emplean gente a paga fija,
por lo que los indios trabajan lo necesario para satisfacer sus
necesidades mínimas.
Por supuesto que esto no impide que unos pocos dueños de
minas reúnan una fortuna considerable, pero eso entra en el
terreno de las excepciones, y como esas minas pertenecen a fami-
lias ricas de antiguo, la ganancia no está destinada a la satisfac-
ción de ciertas necesidades. Mejor dicho, se les podría considerar
meros fideicomisos, porque es como si tuvieran un capital pres-
tado, por el cual hacen entrega de cierta renta, lo que no permite
la especulación extranjera. Así, proponen precios tan excesiva-
mente altos para la venta de las minas, que nadie los puede
pagar y menos si el comprador no tiene la seguridad de conse-
guir un crédito o de mantener el existente, si la mina comienza
a necesitar mayor inversión.
Respecto de los esclavos tengo que aclarar que según la
Constitución de 1821, nadie nace esclavo; su importación se
prohibió, todo lo cual Uevó a que desaparecieran completamente
en la nueva república.
Siguiendo con el tema, señalo que existen varias minas de
oro para la venta, y el nombre lo llevan con justeza.
Tras la Independencia, las tierras pertenecían únicamente
al gobierno y podían ser entregadas en propiedad a cualquier

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individuo con el solo compromiso de sembrarlas o usarlas para
la minería. Como luego se desató la fiebre del oro y la plata, esta
dio lugar a que una serie de charlatanes y especialistas en "pro-
yectos", ya colombianos o ingleses, vinieran a hacer inspeccio-
nes a este sector. Para tal efecto se necesitaba solamente conse-
guir un título de propiedad sobre un trozo de tierra en algún
paraje abandonado que decía contener oro.
Los papeles se expedían en la Gobernación, bajo el nombre
de registros, en cantidades que fueron pasando a las manos de
comisionados ingleses, acompañados de una descripción atracti-
va sobre la calidad del oro, su excelente ubicación, etc., para lo
cual se invitó a Humboldt a fin de que diera mayor seriedad al
negocio.
Todo esto era enviado, en inmensas partidas, a Inglaterra,
donde debido al estilo de abreviaturas y nomenclaturas, española-
indígena, parecían verdaderos jeroglíficos. Registros tan difíciles
de descifrar para los funcionarios de allá, como deben de haberlo
sido para los comisionados acá, en cuanto a precisar los sitios
de emplazamiento, o sea, a los que estaban vinculados los dere-
chos de propiedad.
A pesar de las dificultades, tuvieron durante cierto tiempo
un éxito extraordinario en la Bolsa de Londres y formaron la
base de una serie de compañías mineras que en su gran mayoría
fenecieron junto con sus nacimientos, ya que el frenesí de querer
llenar de minas a Suramérica y a Méjico murió ahogado en sus
propias aguas. Tras haber pasado el estado de paroxismo se
descubrió que la mayoría de esos negocios se convirtieron en un
descalabro en el mercado de las acciones.
Los habitantes de la provincia de Antioquia se acercan a
los cien mil, encerrados por las alturas montañosas, y han logrado
conservar sus costumbres típicas, a diferencia de lo que ocurre
con los de las provincias cercanas. Por lo demás, su ubicación les
salvó de la mayor parte de la guerra y de su mala influencia,
como también de las corrientes migratoria8 de tipos que se des-
plazaban en busca de la paz posterior. Por eso se encuentran

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las características centrales de los montañeses, al tiempo que
en las clases pobres se observa un sentido de la honestidad y del
buen servicio. Los grados de educación y formación son bastante
elevados pero poco frecuentes.
Republicanos entusiastas, en el mejor sentido de la expre-
sión, muchos se han mostrado hombres capaces, no solo como
oficiales de guerra sino como delegados al Congreso o desempe-
ñando altos puestos civiles o diplomáticos. Se puede decir, en
general, tanto en el aspecto físico como político, que Antioquia
es una de las provincias más extraordinarias de Colombia.

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CAPITULO XIV

VIAJE DESDE MEDELLIN A BOGOTA

Repartiendo nuestra estada, por espacio de dos meses, entre


Medellín y sus alrededores, esperamos al 1Q de mayo para aban-
donar la entretenida colonia sueca, el simpático lugar de su resi-
dencia y esta linda ciudad con el fin de dirigirnos a la capital
de la nación : Bogotá.

Casi al filo del mediodía y acompañado, por espacio de una


hora, de algunos de mis compatriotas, comencé a subir solitario
las alturas del cerro de Santa Helena. Cuando me acerqué a su
cumbre volví a sentir el goce de la impresionante vista sobre el
valle. Proseguí mi viaje, llegando a Rionegro en las horas de la
tarde, donde fui bien recibido por el ya conocido señor Sáenz.

Luego del desayuno continué hacia Marinilla, lugar que dejé


atrás a las doce del día; sobrepasé el Peñol a las tres de la tarde
y finalmente hice mi entrada a Ceja, a las cinco. Me albergué
donde mis antiguos conocidos. Al otro día tuve la alegr ia de
abrazar a mi viejo peón Cristóbal López, quien se presentó con
su silla dispuesto a guiarme por los cerros. Contratamos a un
par de cargadores, con los que completamos nuestra cuota para
el viaje, el que no pudo iniciarse al día siguiente, como estaba
previsto, pues una lluvia torrencial lo impidió.

El jueves 4 de mayo planeábamos comenzar la marcha a la


madrugada, pero el alcalde del pueblo se opuso a que cualquier
peón abandonara el lugar antes de la hora de misa, ya que ese

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día era uno de los innumerables días santos. Así es que no quedó
otra cosa que esperar hasta casi empezar la tarde para lograr
iniciar el largo recorrido.
A las dos estábamos en la cima del cerro y tras deleitarnos
con la visión de la despedida de la provincia de Antioquia, nos
dispusimos a empezar el viaje hacia nuevos lugares. Al caer la
tarde nos encontramos al pie de las montañas, en las casas de
Bijagual, donde decidimos albergarnos.
La salida fue de madrugada; aún el sol dormitaba cuando
ya formábamos parte del camino y su paisaje. La caminata tuvo
de todo: vados, montura, trepadas, etc. Todo complicado, ya que
la lluvia mantenía el camino húmedo y era difícil conservarse
firme en la tierra y transitar sin inconvenientes. Por eso nos
alegramos al llegar a Tutumba, donde había sitio para proteger
nuestras cabezas, en el mismo instante en que se desataba un
aguacero formidable.
Pese a que el cielo se encontraba nubladísimo, anunciando
lluvia, decidimos continuar adelante. La mañana aclaró, ayu-
dando a nuestro avance de modo más que aceptable. Nuestra
meta de llegar a Valsadera antes de la tarde fue plenamente
lograda.
Aquí comimos algo y nos enfrascamos en una larga discu-
sión sobre si nos quedábamos a esperar la noche en este sitio o
si continuábamos la ruta para llegar a Canoas antes del
anochecer.
La discusión tenía mucha validez, máxime si yo deseaba
estar en Juntas a la noche siguiente, a fin de alcanzar a tomar
una embarcación, cuya llegada se calculaba para entonces, pero
que zarpaba a la medianoche. Pero no podía dejarse de lado el
riesgo que significaba salir de Valsadera tan tarde y con las
complicaciones del tiempo. Iniciar el viaje significaba tratar de
alcanzar obligadamente a Canoas, situada a cuatro horas de
aquí, sin mediar casas, ni pueblos.
Una vez estudiadas cuidadosamente las condiciones climá-
ticas se decidió proseguir nuestra marcha. El cielo parecía no

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querer descargar su furia lluviosa antes de la llegada de la noche.
El camino fue recorrido con una rapidez poco común, así que
alcanzamos nuestra meta del día al tiempo con la caída del sol,
felices por el exitoso intento y cansados por el viaje anormal-
mente largo.
Aunque la mañana siguiente era domingo, dejamos también
el pueblo a horas tempranas. Ayudó mucho a ello el no existir
un alcalde que pudiera evitar la salida de alguien antes de la
hora de la misa dominical.
Como consecuencia de la lluvia caída durante la noche el
terreno estaba intransitable y apenas antes de las once de la
mañana logramos llegar -unos sucios y mojados viajeros- a
las mencionadas chozas de protección que usan los peones para
la ruta entre Canoas y Juntas. Hervimos nuestro chocolate, des-
ayunamos, descansamos unos instantes y reanudamos la cami-
nata. En horas de la tarde estábamos en esta última estación del
viaje, es decir, en la bodega de Juntas.
En la ruta y en dicha estación pude contar a más de cien peo-
nes. El intenso ajetreo se debe a que en la primera semana de
cada mes pueden conseguir algo de las cargas llegadas durante
toda la treintena. Cada cual viene preparado para la empresa;
con sus sacos para las mercancías comerciales o con bolsas de
cuero, redondas, en las que transportan tabaco y cacao. Algunos
vienen con unos raros artefactos de metal rlonde las mercaderías
se transportan entre peones y mulas, por igual.
As[ fue durante todo el resto del camino, el cual noté que
se estrechaba aún más, toda vez que pasar por los angostos pasos
que quedaban entre éste y las rocas era más complicado por la
gran cantidad de interesados en hacerlo. Con todo, tuve la oca-
sión de volver a presenciar la agilidad con que se mueven y la
gentileza de dejar a mis peones cruzar con sus maletas, abrién-
doles el paso.
Tras muchos saludos y cortas conversaciones -ya que nin-
gún peón se cruza con uno de sus iguales sin antes haberle
dirigido unas pequeñas frases sentenciosas y de saludo- pareció

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alcanzarles un arrebato de aliento, que nos hizo llegar a eso de
las cinco de la tarde a la solitaria bodega de Juntas, donde el
encuentro con mi buen amigo el bodeguero constituyó un inmenso
gusto. Este se hallaba bastante ocupado por la distribución
de la peonada, pero me atendió con gran deferencia.
La actividad en los contornos de la bodega era permanente,
pues había una buena cantidad de peones que se entretenían en
terminar de acomodar sus cargas en las máquinas traídas para
tal efecto; en amarrarlas convenientemente y probar su estabili-
dad en sus hombros, midiendo de este modo el largo adecuado
de sus correas. Pese al ánimo que ponían en ello no daban abasto
para poder emprender el viaje inmediatamente, por lo que se
hacía necesario esperar hasta la madrugada siguiente. Así era
que disponiendo del tiempo que les quedaba, se dedicaron a hervir
sus chocolates, formando círculos, y al tiempo que corria la
bebida por todas las manos, se pusieron a charlar y cenar.
Entre todos los grupos formados logré reconocer a varios
de los que habían estado conmigo en la abandonada choza de
Falditas, en mi anterior subida. Justamente cuando charlaba
con uno de ellos se me acercó un peón que puso en mis manos
algo envuelto en un papel, al tiempo que decía: "¿No es esta la
navaja de su merced?".
Al desenvolver el papel me percaté de que efectivamente
era la navaja que había extraviado en mi subida a la provincia.
La encontró en el camino y al enterarse por sus compañeros de
que un extranjero recorrió aquella ruta, la guardó cuidadosa-
mente en espera de encontrarse con su dueño para entregársela.
Dicho gesto no dejó de extrañarme, aunque no pusiera en duda
la honestidad del peón. Como sabía el valor inapreciable que para
uno de esos trabajadores tenía un cuchillo de esa naturaleza, no
pude menos de pedirle que se quedara con él.
Esa no fue la única sorpresa que debía llevarme. Existe un
detalle que aún no be narrado pero que las circunstancias hacen
que deba hacerlo. En el viaje desde Mompós hacia Antioquia me
había llevado uno de aquellos pajaritos negriamarillos, un tur-

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pial, de los que existían en estado salvaje en las zonas montaño-
sas, donde por su canto y por su belleza son muy cotizados. Le
llevaba en una jaula pequeña que se acomodaba tan bien en la
canoa como en las espaldas del peón, donde le daba sitio sobre
una de las maletas que transportaba.
Al llegar a la parada de Ceja encontré quebrado uno de los
palitos de la jaula. El peón no logró darme mayores detalles de
ello, por lo cual tuve que presumir que algún gancho de un árbol
lo había roto, situación para escapar que la avecilla no desperdi-
ció. Por supuesto que ya veía totalmente esfumadas las posibi-
lidades de ver mi pajarito.
Cuando llegué al albergue de El Peñol y estaba a punto de
acostarme, se acercó un peón joven que llevaba un enorme som-
brero en la cabeza. Se lo quitó y al volverlo pude ver que en su
fondo y piando estaba mi añorado pajarillo. Lo que ocurrió fue
que el peón recorrió el mismo camino y se encontró al pajarito
entumecido de frío, echado en el camino sin saber qué hacer y
muerto de hambre, por lo que no puso reparos en dejarse coger.
Al preguntar en Ceja por el posible dueño, se apresuró a venir
hasta acá a devolverlo.
No podía dejar de valorar este hecho, puesto que bastante
bien sabía cuánto era el valor que una avecilla de estas tenía por
estos lados, y nadie habría podido formular una acusación contra
ese peón en caso de que hubiera decidido no devolverla. Aunque
pequeños ambos rasgos, probaban la honestidad de los habitan-
tes de esas cordilleras de que ya hablara.
La embarcación no llegaba, y era la esperanza constante
que mantenía el bodeguero todos los días. La única posibilidad
de salir de alU se reducía a los champanes y las canoas del río,
que eran poco frecuentes en llegar y cuando lo hacían se devol-
vían inmediatamente vacíos, por lo que solo existia la posibili-
dad de quedarse hasta que la dichosa embarcación decidiera lle-
gar, o hacer la travesía por el Nare.
Esta especie de arresto podía durar bastantes días si así lo
decidía la lluvia, ya que el Nare traía tal caudal que ninguna

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nave era capaz de intentar y lograr su cruce hacia Juntas. Por
lo tanto, a cada momento se hacia más agradable escuchar al
bodeguero suponer con gran seguridad que ya pronto vendría
el barco, y de allí que la peonada decidiera mantener el mayor
silencio para escuchar la llegada de tan ansiado personaje.
Pasó la mañana en una espera vana. Los ruidos que se es-
cuchaban provenían de los micos o de las habladurías de los pa-
pagayos, que lanzaban sus voces desde la alta espesura de los
bosques. Del mismo modo pasó la tarde hasta que se perdieron
las esperanzas de que algo llegara. Pero casi coincidiendo con la
caída del sol, cuando estábamos enfrascados en una larga char-
la, escuchamos unos débiles gritos que venían desde el río: "Aho-
ra viene ... ", gritó el bodeguero. La conversación se suspendió
en el acto, para poder asegurarnos de tal cosa.
A los pocos momentos se dejaron oír los cantos tradiciona-
les de los bogas, que anunciaban la llegada de una embarcación,
al tiempo que recibía la convicción de que pronto abandonaría
las soledades de estas tierras y de la bodega misma. Tales cantos,
junto con la verificación que hacía mi amigo de que era lo que
esperaba, se me asemejaban a la sensación que siente el viajero
cuando, tras esperar varias horas un carruaje en una alejada
hostería, después de haber hojeado innumerables veces su dia-
rio de vida y aprendido de memoria la tarifa colgada en la pared,
comienza a escuchar los sonoros golpes de las patas de los caba-
llos, que anteceden al mensaje del conductor: "Ha llegado el
coche".
Salimos al encuentro de los cantos y gritos de los bogas y
pronto les distinguíamos. Era un bongo, dirigido por cuatro bo-
gas, que se acercaba lentamente por la orilla del Nare, cuyo
serpenteo a través de las aguas y la maleza no resultaba muy
diferente a un gusanito tratando de encontrar un sendero por
entre el pasto que a su derredor se levanta.
La misma tarde llegó una canoa que también venía desde
Mompós, la que, por traer pequeña carga y solo llevar algunos
bultos de cacao, retornaba a la mañana siguiente, por lo cual
acordamos con su patrono que yo sería su pasajero en el regreso.

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N os despedimos del bodeguero por la mañana, bebiendo
chocolate. A las ocho estaba embarcado. La incesante lluvia que
azotaba la cordillera había aumentado el caudal del río conside-
rablemente, que se deslizaba a una velocidad vertiginosa y en-
demoniada en algunos puntos. En varios de ellos la corrientt:!
alcanzaba los sesenta kilómetros y en otros superaba los cien.
Debido a tal situación los remos caai no se usaban y las
varas desempeñaban la función más de dirigir que de impulsar
la canoa. En esas labores cumplían un papel de máxima impor-
tancia, ya que con ellas se hacía el quite a los remolinos y rocas,
contra lo cual conspiraba la corriente.
Hubo un lugar que nos dio bastante trabajo, pues exigía la
experiencia tanto del timonel como de sus remeros. En un recodo
el agua rebotaba contra una pared rocosa que la obligaba a de-
volverse con mucha fuerza. El peligro estaba no solo en dirigir la
nave en medio de los remolinos, sino en evitar chocar contra los
peñascos.
Tanto el timonel como los bogadores mostraron su práctica
y habilidad, unidas a sus silencios, ya que no gritaban como
otros. Pasado el escollo, cogieron sus remos, con lo que la em-
barcación alcanzó una velocidad desenfrenada, pues parecía vo-
lar, cual una flecha cortando el aire, por sobre las espumosas
aguas que la mojaban, a ella y a los pasajeros, como si estuviera
contrariada por no habernos logrado causar mayor daño.
La velocidad parecía aumentar y la canoa trató de dirigirse
otra vez a una t·oqueda, pero se evitó mediante una hábil manio-
bra. Con la ayuda del timón volvió a encauzarse su dirección y
la velocidad se hizo más pareja, hasta que se consiguió llegar a la
amplitud mayor del río, donde sus aguas eran menos diabólicas.
Aunque la velocidad inicial había aminorado un tanto, la
que llevaba ahora nos trasladó en un plazo de media hora a la
Bodega de Nuz. Lo radiante del día empezó a hacerme pensar
que un viaje por el Nare resultaba grato. A todo se le sumaba el
hecho de que nunca antes había vivido la experiencia de descen-
der por canoa en una corriente tan violenta.

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La diferencia entre ambas formas d~ navegar es notoria
debido a lo primitivo de ellas, y la tristeza de la subida y el
placer por el descenso están en directa r elación con el torrente
de las aguas. Por ello, como difícil resultó la subida fue placen-
tera la bajada. La rapidez era tanta que casi no podía distinguir
los paisajes antes observados. El sentimiento quizás tenga algo
en común con la sensación de leer después de mucho tiempo el
mismo libro que antes resultara desagradable o aburrido. Cuan-
do lo volvemos a tener en las manos notamos su verdadero valor;
ya no es el texto tortuoso que debía leerse acompañado de dic-
cionarios, donde muchas inquietudes quedaban sin resolver. Aho-
ra se podían seguir linealmente todos los hilos de la trama.
Así me parecía ahora. Deslizándonos por el centro del río
comenzaba a tener una vista amplia, desde la cual, con alguna
facilidad, comencé a gozar de nuevas delicias. La diferencia es-
tribaba en que a la subida se estaba más preocupado de gatear
por las orillas que de anotar cuidadosamente los puntos y vueltas
del paraje; más ocupado en afirmarse con manos y alma a las
rocas o arbustos, que en tratar de unir todos estos detalles y
registrarlos.
Al rato nos encontramos con un champán fuertemente car-
gado, cuyos tripulantes hacían un griterío ensordecedor, traba-
jando muchísimo para poder acortar las distancias y a una velo-
cidad casi imperceptible.
A nosotros que veníamos raudos nos pareció ver la silueta
de un caracol deslizándose. Nuevamente sentí alegría e hice una
comparación. Recordaba -así me parecía- ver un trineo livia-
no viajando por una colina resbalosa y encontrarse con un trineo
cargado, tratando de avanzar en la dirección contraria, bajo un
griterío por hacer caminar a los perros, en esas alturas escar-
padas.
El río se nos ofrecía más ancho y su corriente era menos
intensa. En sus orillas podían verse muchas estancias y se sentia
el intenso calor que nos golpeaba. A las once de la mañana con-
fluimos al viejo río Magdalena con su calma y sofocamiento y
esa extensa masa de agua amarilla-gris, tibia y sucia.

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Aunque se trataba de un VIeJO conocido, no le JIDre con
simpatía. Era como ingresar al colegio, para un muchachito
perezoso que no veía con buenos ojos cómo sus vacaciones se
trocaban en libros y cuadernos, en el mismo plantel que tanto le
hicieron sudar y sufrir; el mismo donde tanto se aburría y donde
reconocía demasiado bien todos los objetos y rincones como para
sentir sensaciones nuevas de alegría.
Con la ayuda de las varas, durante tanto t iempo quietas,
empezamos a abrirnos camino por las impenetrables orillas.
Transcurrida media hora de trabajo, casi al mediodía, llegamos
a la ciudad de Nare.
En mi anterior estada acá había contratado un timonel con
su tripulación, para ser llevado hasta Honda, o bien al último
puerto del Magdalena. Solo tuve que acordar el precio y presen-
tar mi carta de recomendación al dueño de la canoa para que el
negocio quedara cerrado, estableciéndose que la partida sería
a la mañana siguiente.
Nare no es un lugar demasiado importante, por lo que se
hace difícil encontrar alguna embarcación durante las épocas
de lluvia como la presente, con lo cual todo se encarecía dema-
siado. El precio convenido fue de cuatro piastras, incluyendo la
tripulación y la comida para llevar.
Consideré el trato bastante ventajoso, como que general-
mente quien desea viajar debe quedarse esperando hasta que
aparezca algún champán en el que se hace un viaje hasta Honda
tan aburridor como lento. La razón es que estos siempre van
demasiado cargados resultando la travesía perezosa, aparte de
que en muchos tramos se ven obligados a separarse de la ruta
para evitar corrientes fuertes. Un viaje en uno de ellos requiere,
en tiempo lluvioso, hasta un mes.
El calendario señalaba que era el 10 de mayo cuando sali-
mos de Nare y enfilamos rumbo por una brecha que no se dife-
renciaba en nada de todas las que poseía el Magdalena.
La corriente era un poco rápida, el agua alcanzaba una
altura que no permitía ver ningún banco de arena, ya que llegaba

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hasta las ramas de los arbustos existentes. El conjunto se orna-
mentaba con grandes troncos que fueron arrancados de sus
asientos naturales y flotaban por el río con gran libertad hasta
que unidos a otros, construían un refugio o balneario, en las
épocas secas, a caimanes, bogadores y tortugas. Podía suceder,
a la vez, que estos árboles no fueran interceptados en su trave-
sía y con mayor amplitud navegaran hacia el amplio océano.
Muchas veces es posible encontrarse con troncos en alta mar,
semejando a un inválido en una pista de baile, que solo se man-
tiene en pie por los movimientos de los danzarines. Tales troncos
no parecen tener otra actividad que obligar a los barcos a variar
el rumbo y evitar la colisión.
El viaje se mantuvo invariable durante todo el día, usando
una u otra orilla según la necesidad y las características que
ofrecieran. Cuando eran casi las cuatro de la tarde llegamos a
una choza mísera que fue nuestro refugio nocturno. Los lugares
que pudieran ser habitados se tornaban más escasos cada vez,
por lo que hubimos de quedarnos acá y evitar ser cogidos por las
torrenciales lluvias que se desataban durante la noche y no per-
mitían que nos quedáramos en algún banco de arena, como
antes.
Un nuevo insecto empezó a hacer su aparición; era una
especie de mosca grande: un tábano, parecido al nuestro, pero
con sus alas más cortas. Más que picar, este muerde, dejando
una herida grande y molesta.
En ese lugar nos encontramos un bongo que transportaba
a dos comerciantes criollos hacia Honda, en cuya compañía ce-
namos y charlamos hasta que la oscuridad hizo aparecer las
deficiencias de cómo pasar la noche. El cielo amenazador de
lluvia no permitía que se usara la canoa; todo el lugar presenta-
ba inconvenientes. La choza era demasiado estrecha para con-
tener a tanto pasajero.
La familia dormía junto con los perros, lo que esfumó las
intenciones de colgar la hamaca en un sitio de su interior, más
aún cuando se nos informó: "Tengan cuidado, hay muchos mur-

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ciélagos", lo que ayudó a quitar las ganas de meternos allá aden-
tro, pues el mejor nido para ellos era el bajo techo de paja de
la choza. Todo ello disminuía los deseos de compartir habitación
con tantos huéspedes inesperados.
Excepto el gallinero y el chiquero de los cerdos, no existían
otras defensas contra el aguacero; además, la cocina ni siquiera
tenía techo de protección; es decir, no había lugar donde colgar
la hamaca y mucho menos para protegerse.
Así es que, a pesar nuestro, tuvimos que tirarnos en la
tierra húmeda. El campamento pronto comenzó a ser invadido,
de modo que esa noche se convirtió en un auténtico tormento.
Nos azotó la lluvia que entraba por todos lados. Luego empeza-
ron los mosquitos que traían sed por el banquete que se les brin-
daba. Le siguieron los chillidos de los murciélagos. Para los
cerdos se convirtió en gran alegría y aunque sus dependencias
eran tan deficientes como la nuestra, se mostraban conformes.
El problema fue cómo hacerlos desaparecer de nuestras narices.
Pero la copa no estaba llena. Vino a completarse con el in-
greso de la especie acuática-anfibia. Si antes teníamos que agi-
tar nuestros brazos para espantar insectos, pájaros y animales,
la coalición enemiga vio aumentada sus fuerzas con los sapos
que pesada y alegremente saltaban por la tierra húmeda.
Sumar todas estas cosas, en una noche oscura y lluviosa,
iluminada apenas por uno que otro relámpago, le hace dudar a
uno si denominarla de aventura, o la más miserable o la más
ridícula. Por supuesto que no pegamos los ojos en toda la noche.
Nos dedicamos a luchar contra los invasores, a reír y gritar
groserías.
La mañana, con el sol largamente añorado, desparramó las
nubes, acabando con este tragicómico espectáculo. Desatranca-
mos nuestra canoa de su lugar de guarda y emprendimos la des-
pedida de tal sitio.
Los bogadores trabajaron fuertemente durante todo el dia.
En las horas de la tarde llegamos a una recta excepcional que

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roe permitió contemplar una de las vistas más amplias y libres
que tiene el Magdalena. Era muy agradable, ya que las paredes
de hojas disminuyeron su follaje y bajaron su altura permitién-
dome observar los lejanos cerros que se alzaban para unirse a
la cordillera de Honda.
La canoa devoró una gran distancia, pues no se detuvo sino
hasta las siete de la tarde en una pequeña y abandonada choza,
situada en la margen derecha del río, apenas sobrepasando la
boca del río Miel, que baña el interior de la provincia de Mari-
quita, antes de desembocar en el Magdalena.
Ocupamos la choza vacía, durmiendo mucho mejor que en
la noche anterior, ya que acá nada nos impedía elegir los mejores
sitios para colgar nuestras hamacas y no había animales domés-
ticos, ni gente, ni los repugnantes murciélagos.
La madrugada del día 12 cruzamos por el río Miel y por la
hermosura de un pueblo muy bien llamado Bellavista. Al no
tener nada que hacer en su interior no nos detuvimos, a fin de
alcanzar antes de la media tarde la desembocadura del rio Ne-
gro. Este lleva su nombre con mucha propiedad pues sus aguas
son totalmente negras, casi como tinta, si está en movimiento,
pero el color desfallece cuando se hallan detenidas, ya que el
negro se escapa hasta el fondo y deja en la superficie un agua
cristalina. Al seguir avanzando llegamos a una roza grande don-
de nos dispusimos a pasar una noche tan tranquila como los
mosquitos y murciélagos lo permitieran.

La monotonía se mantuvo durante el día 13. El calor co-


menzaba a ser menos intenso y los mosquitos no tan frecuentes.
Pero ahora la lluvia y los tábanos eran el martirio. Con todo, in-
dudablemente no se puede considerar un viaje por el río entre
Nare y Honda como algo llamativo, porque se confabulan la
violencia de las aguas y la lluvia, que no permiten realizar viajes
largos, sino apenas recorrer diariamente trayectos reducidos.

En el día alcanzamos a avanzar hasta un techo que nos


ofreció Conejos, lugar donde había un paradero de champanes

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y en el cual descargaban sus mercancías cuando por la fuerte
corriente no podían llegar hasta su punto de destino, un tanto
más allá.
El día siguiente era el de Pentecostés. Pero también empe-
zamos el viaje muy temprano ya que la intención era llegar a
nuestra meta antes del anochecer. El tramo se desenvolvía con
bastante normalidad, ya que durante la noche el río no aumentó
su caudal, lo cual nos permitió pasar con relativa facilidad una
serie de saltos más pequeños, entre ellos uno llamado Perrito,
donde alcanzamos un champán que necesitaba usar de cuerdas
para poder avanzar.
Me extrañó el hecho de que esa tripulación estuviera tra-
bajando en un día como el de hoy, y así se Jo hice saber a nuestro
timonel, quien me dio como argumento que esa embarcación
hacía tres meses estaba realizando el camino entre Mompós y
Honda, y muy probablemente no habría avanzado tanto si no
estuviera a bordo el dueño del barco. Seguramente el que se en-
contrara navegando ahora era obra de su persuasión.
El paisaje que empezaba a envolvernos variaba en gran
forma. Muchas de sus partes eran rectas, ralas y arenosas. Tan
solo las adornaba de vez en cuando una solitaria palmera. Las
cordilleras se acercaban a las orillas, ciñendo el valle y sus rau-
dales. Tras pasar varias estancias llegamos, a las cinco, a nues-
tra última parada: la bodega cubierta situada en Honda.
Todo esto fue una verdadera alegría, ya que veía la canoa
por última vez. Al entrar a tierra me invadió una sensación de
gozo comparable a una obra que acaba de terminarse después
de costoso trabajo y de vencer múltiples dificultades.
Me despedí del timonel y de los bogadores, de cuyo compor-
tamiento no podía quejarme, más aún si estos tipos son tan re-
beldes como todos sus compañeros de profesión. En seguida me
dirigí hacia el encargado de la bodega, un hombre servicial que
vivía aquí con su familia y me ofreció todas las comodidades que
ella podía ofrecer. No olvidaba que cualquier techo se valora
mucho por estos lugares, ya que no molestan la lluvia, ni mos-

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quitos, ni murciélagos, y es un lugar donde podía apreciar la
bondad de un sueño tranquilo y reparador, que tanto echaba de
menos.

A la segunda mañana mi anfitrión se ofreció a acompañar-


me a la ciudad de Honda, distante apenas cinco kilómetros. Peli-
grosos saltos y remolinos impiden que las naves lleguen hasta
ella, de ahí que la bodega se encuentre, junto a la de Santa Fe,
un tanto retirada de la vida agitada de la ciudad y al otro lado
del río, el cual vuelve a ofrecer su navegabilidad cuando se le ha
cruzado y presenta la imagen del Magdalena. Este tramo del río
es navegable por embarcaciones menores en un trayecto de mil
kilómetros.
La zona que rodea a Honda es de lo más pintoresco que se
pueda imaginar. A la mañana salimos, avanzando por un camino
ancho y plano que nos llevó por entre bosques pequeños hasta la
ciudad. La vista se encontraba limitada por muros de rocas
altísimas que formaban contra el horizonte las figuras más va-
riadas entre las cuales cruza el río espumo&o, hasta que aparece
la agradable interrupción de la ciudad, con sus ruinas, casas de
piedra e iglesias. El sonido melodioso de algunos saltos da una
nota musical sobre el silencioso paraje. La altura no era dema-
siada, por lo que todo resultaba agradable. Tras media hora de
lenta caminata y después de pasar un arco que era un puente de
piedra, ingresamos a Honda.
Esta última se halla ubicada en la margen izquierda del
Magdalena y por ambos costados la cruza el río Gualí; es la
capital de la provincia de Mariquita; en tiempos pasados era
una de las ciudades más lindas del país, pero fue afectada por el
fuerte terremoto de 1807 que destruyó gran parte de ella. El
temblor ocurrió por la noche, lo que hizo que más de quinientas
personas perdieran su vida. Aún se pueden ver en ruinas la
iglesia central y muchas de sus casas distinguidas. En la misma
catástrofe resultó destruido el bello puente de piedra sobre el
GuaH. En su reemplazo se alza uno largo y delgado de bambú
que une los dos extremos de la ciudad.

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Todas las ruinas muestran la grandeza que debió alcanzar
Honda en la época de la ocupación española. Por aquel entonces
cobijaba a diez mil habitantes, y ahora no alcanza ni a la mitad
de esa cif ra. Es probable que ahora, ya terminada la guerra,
recupere su sitio y reputación. Para ello ha de ayudar su exce-
lente ubicación, como último puerto de este lado del Magdalena:
lo que la hace almacenar las mercaderías que van o vienen de
Mariquita, Popayán, Neiva y Bogotá.
Pese a estar a mil ochocientos metro3 de la superficie del
mar, es una de las ciudades más calurosas de Colombia. La ex-
plicación se encuentra en que las altas cumbres que la rodean
evitan toda circulación de las brisas. Como en Mompós, las
mujeres se ven deformadas por enormes bolsas en el cuello. La
vista que presenta sobre el violento Gualí con sus rocas, árboles
y ruinas, rodeadas de arbustos y plantas, podría hacer que Hon-
da extendiera eternamente una invitación al pintor y sus pince-
les.
Después de haber arrendado un par de mulas y un guía, en
el local de un comerciante criollo de apellido Agudelo, para quien
traía una carta de recomendación, seguí el16 de mayo mi viaje
hacia Bogotá. Tomé un t ransbordador en la estación, ya que ahí
la corriente es menos fuerte y peligrosa, e hice el cruce tal como
lo practicara en el Cauca, o sea, las mulas tuvieron que nadar
detrás de aquel con grave riesgo de ahogarse, pero nada de eso
ocurrió.
Tras ascender un terreno escarpado, continuamos por un
camino bastante bueno y ancho. Frente a Honda tenía una exce-
lente vista sobre el prado que cubre el espacio entre ella y Ma-
riquita, cuyas casas también lograba ver, allá abajo contra la
oscuridad de los cerros.
El camino continúa ascendiendo, alejándose del Magdalena.
Era f recuente que las mulas debieran trepar por rocas de grani-
to, con una seguridad que movía a elogio. La cabalgata que pu-
diera parecer aventura de principiantes, aun para aquellos que
han transitado por lugares más peligrosos, resultaba no ser tal,

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ya que todo podía confiarse a los seguros pasos de las mulas, que
iban subiendo de una roca a otra con gran seguridad y firmeza.
Por eso el uso de las riendas y espuelas solo las lastimaría y
estorbaría, sin prestar ninguna ayuda. En estos lugares un in-
dígena sobre su pequeña mula realiza saltos infinitamente más
bellos y seguros que los que ejecuta un experimentado oficial de
caballería sobre su caballo favorito y entrenado para ello.
Cuando se ha cruzado el caudal del río Seco el sendero sigue
ascendiendo lentamente hasta que, girando a la derecha, se hace
más pendiente y peligroso y enlaza con el cerro Sargento que
separa al valle situado al lado de Guaduas. A las cuatro comenzó
el lento trabajo de subida, por entre piedras y cañadas. La cima
logramos alcanzarla poco antes de la caída del sol y tuvimos
desde alli una vista inolvidable sobre el ancho valle del Magda-
lena, que se prolonga hasta las cordilleras que lo separan del
Cauca. Fácil seria seguir con la vista la inmensa extensión hasta
alcanzar todo el sur y el rumbo sinuoso del río, que observado
desde allá resulta hermoso y tentador, haciendo olvidar todas las
penalidades en él pasadas. Ya las distancias y las apariencias no
engañan pues se las ha conocido y vivido. La vista podría pro-
seguir y al quitarla de esas aguas la despedida resulta fácil y
alegre, como se le diera a una persona insoportable y de cuyo
alejamiento no pudiéramos decir que nos entristecemos.
Realizados bastantes esfuerzos, llegamos finalmente, ya
anocheciendo, a algunas viviendas en mal estado que existían
en la cumbre. Allí nos albergamos y dormimos, aunque la noche,
debido a la altura, era fría.
Había en ellas alojados algunos hombres dedicados a captu-
rar mulas salvajes y cuyos animales, descargados y sueltos, pa-
cían en las cercanías.
Los corraleros de mulas abundan entre Honda y Bogotá,
lugar al que se transporta la mayor cantidad de productos, usan-
do para eso los cerros. Quizás existan peones por aquí, pero no
son indispensables como entre Juntas y Ceja. Un corralero es el
individuo encargado de transportar unos veinticinco de estos

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animales, repartidos en divisiones, para cada una de las cuales
se destina a un arriero. Toda la comitiva está a cargo de un
caporal, que siempre va montado. Como equipaje provisional
llevan una carpa donde descargan las mercancías para evitar
que se dañen. Estas cuelgan sobre las ancas de la mula, acomo-
dadas sobre una especie de montura o colchoneta delgada, rellena
de paja, que va ligada a dos barrigueras. Para los sitios escar-
pados las proveen de protección en la cola y en el pecho, lo cual
es necesario acá para todo tipo de cabalgadura, ya que de lo
contrario se corre el riesgo de pasar por encima de la montura y
de la cabeza de la mula en una bajada demasiado vertical.
Como complemento se usan unos extraños estribos metáli-
cos que cubren la primera mitad del pie, como si fueran una
pantufla, y evitan los golpes que se pudieran recibir por las pie-
dras salientes. En lugar de una funda para revólver se encuentran
dos bolsillos amplios, con tapas, en los que se pueden llevar las
pertenencias traídas.
En el primero de estos compartimientos se puede encontrar
un plato grande que accidentalmente sirve como una pequeña
mesa en casos de emergencia. El equipo se completa con espuelas
de discos fuertes y un látigo grande.
El camino nos encontró en él cuando eran las siete de la
mañana, avanzando por una loma repleta de árboles envueltos
en una gruesa, húmeda y helada neblina matinal que anulaba
totalmente la visión. Media hora más tarde hallé algo descono-
cido para mí en el país: era una piedra que indicaba tanto la
distancia de Bogotá como su altura sobre el nivel del mar. La
primera era de dieciocho leguas y la segunda de ochocientas
brazas (1).
La llegada del astro rey comenzó a despejar la espesa nebli-
na quedando al descubierto el valle de Guaduas a nuestros pies,
que se presentaba como un parque de recreo en medio de las al-
turas. Sus prados, alamedas, riachuelos y plantios, indicaban
que en el centro se encontraba la ciudad de Guaduas.
(1) Aproximadamente noventa kilómetros y más de tres mil metros.
N. del T.

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Pasada una hora exacta en el descenso, tuvimos mejor oca-
sión de contemplar las bellezas del paisaje. En el valle una tem-
peratura más suave reemplazaba a los fríos sentidos en las mon-
tañas. Llegamos a las nueve de la mañana a la ciudad, luego de
pasar por prados muy prósperos sobre los que pastaba un her.
moso ganado y de cruzar pequeños riachuelos que, extrañamen-
te, estaban provistos de puente.
Me dirigí donde el Coronel Acosta, conocido de todos los
viajeros a Bogotá por su extraordinaria amabilidad y hospitali-
dad, que resultaba de mayor valía, pues era un funcionario no-
ble y muy querido en el lugar, además de poseer una enorme
fortuna. Residía en una casa grande y muy bella con todas las
comodidades del caso y siempre abiertas sus puertas para todo
el que lo deseara, incluyendo al extraño que no estuviera pro-
visto de una recomendación personal hacia él.
Guaduas está en un valle fértil, posee uno de los climas más
agradables que se puedan escoger, con una temperatura que va-
ría entre los veinte y los veinticinco grados. Su población alcanza
a las tres mil personas, que en una gran mayoría son adineradas,
como producto de sus ventas de café, azúcar y bananos, comple-
mentadas ahora con las de ganado, ovinos y mulas que se dedican
a criar en sus abundantes pastizales.
Como los de la provincia de Antioquia, sus habitantes son
relativamente rubios y bien educados. La ciudad tiene dos calles
rectas y una plaza central con su respectiva fuente. Hay una
construcción antigua y grande que alguna vez fue convento de
frailes franciscanos, hoy transformada en una de las escuelas
Lancaster. El edificio tiene una bella ubicación al lado de un
raudal que corre por toda la ciudad.
Debo decir que para quien llega aquí procedente del río
Magdalena, la sola observación de todo esto tiene que parecerle
un paraíso.
Desayuné junto con mi amable anfitrión y luego de brindar
con vino por el éxito del viaje, salí un poco antes de las doce del
día, con dos mulas arrendadas acá. Nuevamente empezamos el

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ascenso por el cerro que separa a Guaduas de Villeta. El camino
no era muy bueno y en algunas de sus cuestas barrosas había
senderos de piedras, pero como estos no recibían el cuidado de-
bido, se encontraban en condiciones tales que más que favorecer
el desplazamiento lo dificultaban.
Cada media legua se encuentran piedras que informan sobre
las distancias a la capital. Todo hacía pewar que la ruta había
sido bien mantenida durante la época hispana, a diferencia de
todas las existentes en el país. Esta se descuidó a causa de la
guerra de la Independencia y decayó de tal manera que en las
épocas de lluvia se consideraba una de las más dificultosas de
transitar. No debe olvidarse que es el camino más corto y más
importante entre la Costa y la capital de la República.
De ahí que en cada sitio habitado exista un puesto donde
expenden aguardiente y chicha, preparada ésta con maíz molido
y agua, que después de hervirlos se dejan enfriar en una fuente,
para su fermentación. Es tomada con asiduidad por peones y
arrieros. Su sabor es parecido al de una que nosotros hacemos,
y se aprecia mejor en cantidades grandes. De todas formas es
demasiado fría para el estómago y causa acidez ; se aconseja a
los forasteros no beberla muy seguido. Al no ser atractivo su
sabor, no resulta apetecible para las clases superiores.
Pasadas dos horas de duro batallar por un camino bastante
quebrado, volvimos a encontrarnos con las lomas que nos brin-
daban un espectáculo muchas veces limitado, desde donde se veía
la naturaleza salvaje de las montañas y sus valles cubiertas de
bosques, que ayudaban a formar el paraje típicamente andino
El cielo limpio que se nos ofrecía permitía que miráramos sin
limitaciones y aunque la temporada de lluvias ya comenzaba,
tuvimos la alegría de no ser atacados por un aguacero.
Al fin iniciamos el descenso, y a eso de las cinco de la tarde
llegamos a Villeta donde, por recomendación de mi guía, me
hospedé en la casa de unos nativos de buena situación.
Villeta está enclavada en un valle lindo pero demasiado
apretado, que baña el río Dulce, a una altura no muy elevada

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sobre el nivel del mar. Su clima se considera algunos grados más
alto que el de Guaduas y sus tierras fértiles producen un arroz
de gran exquisitez, que es llevado en grandes cantidades al mer-
cado bogotano. Sus habitantes son famosos por su hermosura.
Observé varias mujeres, las cuales se distinguen por la pureza
de sus rasgos, que unidos a sus ojos castaños, les daban una
belleza muy superior a la de las indígenas que antes había con-
templado. Parece reinar un bienestar general y sus habitantes
conviven en un clima de absoluta armonía.
Solamente tarde pudimos reanudar nuestra marcha, ya que
una lluvia caía durante la noche no quería escampar, quedan-
do por supuesto el camino en condiciones deplorables. Por un
puente hecho con cañas de bambú atravesamos el oscuro y cau.
daloso río Negro. El camino que tuvimos que emprender era
malo y más complicado de lo imaginable; en vez de mejorar iba
empeorando, ya que todo estaba cubierto de barro y constante-
mente teníamos que desmontar y echar las mulas adelante, res-
balando en ese barro acumulado entre las piedras sueltas. Fi-
nalmente, luego de una jornada ardua, llegamos, iluminados
por la luz de la luna y cubiertos de barro, a las casas existentes
en la cima, que forma el muro oeste por donde se extiende la
Sabana de Bogotá. La temperatura era helada. La frazada y la
r uana volvieron a ejercer su cometido.
El clima del sector no permite el uso de las hamacas, por lo
que al albergarse en una casa, hay que esperar a que los bancos
de bambú no estén ocupados por la familia. En caso contrario
hay que conformarse con extender la colchoneta -si se ha traí-
do-- en el lugar más seco de la habitación y estirar en ella el
cuerpo. Si no es así, la única comodidad habrá que lograrse me-
diante los articulos que se traigan, que se ubicarán de modo que
brinden alguna.
Era ya el 19 de mayo, día viernes, cuando montamos nues-
tras mulas por vez última y a las ocho dejamos el frescor mati
nal para alcanzar la cuesta que se abría ante nuestros ojos con
tal inmensidad que resultaba eterna para estos. Se extendía
como un infinito mar verde, rodeado por montañas hasta donde

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la vista ya no alcanzaba más. Calculaba unos quinientos kilóme-
tros de largo por veinte de ancho. Aunque 6staba bien sembrado
y habitado, su falta de naturaleza verde y sus continuos quiebres
no alcanzaban a decir que el cuadro era bello, y pasado el mo-
mento inicial y llena la visión, uno se percata que reina una
gran monotonía y que esta llanura no puede ser comparada con
los inolvidables valles de la magnífica Antioquia.
Tras dejar a Facatativá, a doscientos kilómetros de Bogotá,
nos situamos en el ancho sendero que marca el paso hacia la
capital. Extensos pastizales donde pacían grandes manadas de
reses y ovinos; vastos campos de trigo, maíz y avena; pueblos
y caserones solitarios rodeados por sauces y manzanos; el clima
templado y una fresca brisa, todo, todo recordaba a mi Europa
y me parecía estar trasladado al norte de Francia o, aún mejor,
a la parte suroeste de Escandinavia.
Un trecho más adelante nos encontramos pasando un bonito
poblado, Fontibón, desde donde descubrimos las torres blancas
de las iglesias de la gran ciudad, todo con un fondo de montaña
que formaba la par te sureste. El camino tenía mayor vida por
la gran cantidad de personas y animales que lo transitaban.
Podía verse a los comerciantes con sus productos de las re-
giones cercanas: plátanos, limones, naranjas, arroz, etc., lleva-
dos por sus mulas o bueyes, además de las mulas sueltas que
retornaban con sus arrieros a Honda en busca de nuevos carga-
mentos. A lo lejos unos jinetes, con sus rt1anas al aire y en un
galope frenético, devoraban la distancia de la recta sabana.
Una vez que traspasamos los ríos Bogotá y Común, por
muelles y puentecillos en sus lugares panta11osos, llegamos a una
piedra que señalaba que nos encontrábamos a mil trescientos
setenta pies sobre la superficie del mar.
Las casas de la ciudad comenzaron a ser más visibles y la
torre de la catedral sobresaHa nítidamente, al igual que dos
conventos que penden de modo gracioso sobre la ciudad, ya que
están levantados en dos cimas escarpadas. Las casas al costado
del sendero aumentan y el tráfico es mayor hacia las horas de

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la tarde. Una fila de campesinos descendía ce la ciudad, a la cual
se habían dirigido para participar en el gran mercado de los
viernes, y a medida que seguía nuestro avance nos dábamos cuen-
ta del ambiente de festividad, a veces de embriagadora alegría.
Comenzamos a imaginar cuanto restaba.
Cuando íbamos encontrando más y más gente, ganado,
mulas y mejores jinetes que hacían su paseo vespertino, el cami-
no empezó a confundirse en una ancha calle de piedras, y des-
pués de pasar por otras de ese estilo, poco antes del ocaso, nos
hallamos en la plaza mayor de la capital de Colombia.

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CAPITULO XV

BOGOTA
Pese a tener en mis carteras algunas cartas de recomenda-
ción, me fue necesario buscar una casa donde poder hospedarme.
Por las indicaciones que me diera el guía, elegí la ubicada lo más
cerca que se pudo de la Posada de Boyacá, en uno de los sectores
de la gran plaza.
Este sitio ha tomado su nombre del lugar donde se realizó
una de las jornadas más brillantes de la historia independentista
de Colombia. Cuando uno entendía las razones, llegaba a entu-
siasmarse, pero con lo que seguía a continuación, la satisfacción
disminuía mucho.
Me hicieron pasar por una angosta y oscura puerta y luego
entrar a un patio sucio, en el cual una estrecha escalera me
condujo al balcón que rodeaba la casa y que para el caso servía
como galería del segundo piso. Allí me fue indicada la habita-
ción, la cual era tan pequeña que, después de una cabina de
barco, se me antojaba el más pequeño dormitorio que pudiera
existir. No tenía ventanas y su aspecto no era muy superior al
de un estante que cubriera las paredes. Recordé al sabio pastor
que decia: "La gente no acostumbra vivir en muebles".
Todo el inventario de muebles consistía en una cama, una
mesa y una silla, pero, aún así, no era posible decir que la pieza
estuviera vacía, ya que nada podía caber en ella. Todo el es-
pacio que pudiera estar sobrando se llenó con mis dos maletas.
Una botella, mal ubicada, me hacía dudar acerca del ver-

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dadero uso que debiera darle. Pese a que no se encontraban ador-
nos menores, bastaba observar que la cama estaba bien cuidada,
para olvidarse de ellos. Solo importaba lograr dormir y que los
eternos perturbadores del sueño no tuviesen cabida; pienso que
nos mereciamos el descanso luego de un día de viaje tan largo
y agitado.

Un ruido agudo de campanillas me despertó a la mañana


siguiente. Provenía de un convento de monjas de las cercanías.
Esa mañana me dediqué a hacer un largo paseo por la gran
ciudad, acompañado del doctor Hoyos, quien era profesor de uno
de los colegios de Bogotá y, tal vez, el criollo mejor informado y
educado que encontré en este país. Esa amistad debo agradecer-
la a una carta que me extendiera su padre, un viejo adminis-
trador de correos de Medellin, muy querido de todos por su ho-
nestidad y patriotismo.

Como deseara yo tener una pronta visión de la capital, de-


cidimos seguir la larga y amplia calle que se nos ofrecía, por la
cual llegamos a una capilla situada en las afueras de la ciudad
desde donde se apreciaba una impresionante panorámica de Bo-
gotá. La ciudad está construida entre la serranía que le cubre
las espaldas y la extensa sabana que le muestra el horizonte; es
decir, su ubicación recuerda un anfiteatro.

Casi en su centro está la plaza mayor, cobijando a la Cate-


dral. De allí las calles rectas, con sus empedrados y sus aceras.
recortadas en ángulos rectos, forman un conjunto de cerca de
doscientas cuadras. Las casas son muy similares, la distinción
se basa en los tamaños. Tienen uno o dos pisos levantados en
piedra, cuyos muros blancos contrastan con el rojo ladrillo de
los techos. Están premunidas de grandes ventanales forrados
en hierro, ya que los vidrios no abundan.

Gran cantidad de iglesias muestran sua torres, que sobrepa-


san las techumbres de las casas y de los conventos, de los cuales
puede encontrarse cerca de una docena. Con todo, el volumen
llega a unas treinta y dos construcciones religiosas, suficientes

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para atender a una ciudad con treinta y cinco mil habitantes.
La solidez de todas esas construcciones parece un desafío a los
movimientos de tierra que puedan presentarse.
Cuando ya veníamos de regreso comenzamos a apreciar la
belleza de la catedral, que había terminado de construirse en
1814. Pocas iglesias católicas pueden comparársele, ya que en
su gusto sencillo equilibraba la riqueza pura de su arquitectura
y el ornamento interior. Por supuesto que riqueza no le faltaba.
El oro brillaba por todas partes. Una imagen de la Virgen, rica
en perlas y joyas, demostraba que su valor era bastante grande.
Una capilla interior mostraba una inmensa cantidad de cuadros
pintados al óleo, haciendo un bello efecto con la pintura que de-
coraba el cielo raso.
La fachada da hacia la plaza, de la que está separada por
un paseo muy solicitado en los atardeceres especialmente por
los personajes más prestantes de la ciudad, cuyos exponentes
masculinos se pasean de un lado a otro con sus grandes cigarros.
Frente a ella se halla el antiguo palacio de los Virreyes que
actualmente es la residencia de Jos presidentes, hoy habitado
por el vicepresidente, ya que el presidente se encuentra ausente.
Pudiera decir que tal palacio no tiene belleza exterior ni interior.
Consiste en una casona de piedra, de dos pisos, pintada de blan-
co, de techo plano, con dos plantas adicionales, una de ellas ocu-
pada por el canciller y la otra por la guardia.
Más allá de la plaza, en una de las calles principales, está
el Senado, edificio que antaño era una parte del gran convento
de los Dominicos. Entrando en su inmenso patio encontramos
una escalera de piedra que nos lleva a una amplia galería que
rodea el interior de la construcción y sirve de pasillo a las salas
ubicadas en el piso superior.
Por una de las diversas puertas se ingresa a la sala de sesio-
nes de los senadores, que es un recinto largo y angosto donde
una barrera de madera separa a estos del público, que posee libre
entrada. Arriba de esta sala, es decir en su parte más alta, está
el asiento del presidente, pintado en un tono de damasco intenso,
sobre el cual cuelga el retrato de Bolívar, en tamaño natural.

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A su lado se encuentra la mesa del secretario. En todo el
espacio que separa la barrera se encuentran cuarenta y ocho
sillas, donde toman asiento los senadores. Hoy una cantidad ín-
fima de esas sillas estaba ocupada, pues la sesión parecía no
tener demasiada importancia. Solo se trataba de la lectura de
una serie de materias que luego deberían ser discutidas.
Mi compañero me mostró a los delegados de mayor impor-
tancia, entre los que estaban el presidente Baralt, el senador
Balarino y el doctor Soto, todos considerados liberales de tomo
y lomo, y el último de ellos uno de los mejores oradores.
Una vez que escuchamos y vimos una sesión del Senado,
que no resultaba impresionante, nos marchamos a la Cámara de
Diputados, que se encontraba al frente del recinto donde en estos
momentos estábamos.
Seguimos la senda que nos situó en la sala de los diputados,
la cual resultó ser más estrecha e incómoda que la del Senado.
Una valla de madera pintada de azul encerraba igual cantidad
de diputados y de sillas, del mismo color, dejando un espacio
mínimo para los asistentes y oyentes. La propia silla del presi-
dente debía sufrir las consecuencias de la estrechez de la sala.
Frente a la mesa del secretario colgaba una pintura de Bolívar,
bastante mal hecha. El actual presidente se llamaba Arbelo y
entre sus asistentes más notables se encontraban los señores
Martín, Mosquera, Torres y Pardo. A este último inmediata-
mente lo reconocí como al Administrador de Correos de Carta-
gena. Se acercó prontamente a mi y sonriendo me saludó con un
fuerte apretón de manos, al tiempo que decía: "¿Cómo está,
amigo mio?".
El orden no parecía ser la máxima en estas sesiones, pues
constantemente se interrumpen. Tal como vcurría en la Conven
ción Nacional francesa, se podían encontrar aquí la montaña y
la llanura; el monte y la playa; ya que se dividían entre liberales
y conservadores. (A este último partido pertenece casi todo el
clero).
Ahora seguía la elección de una comisión que se encargaría
de tratar algunos temas de importancia. Esto ocurriría durante

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el período de receso de la Cámara. Esta no proporcionaba mu-
chas comodidades, por lo que era común ver a sus diputados
levantarse para dirigirse a la mesa presidencial y solicitar un
lápiz con el cual poder escribir el nombre de su elegido. Luego
de esto, pasaba el secretario recogiendo, en una fuente de vidrio,
las papeletas para proceder a su recuento.

El paseo y las visitas nos ocuparon toda la mañana, por lo


que se acercaba la hora de comer. Al pasar frente a una casa en
la que colgaba un letrero que decia "Fonda", nos detuvimos a
hacerlo. En Bogotá, además de las posadas, que equivalen a
nuestras hospederías, se encuentran numerosos lugares que son
las fondas, donde se encuentra comida y refrescos. Así fue que
entramos en una habitación bastante grande en la que se veían
un mesón, un mostrador y una pared llena de estantes, donde
los licores y las fuentes despertaban una grata sorpresa.

Aproveché la ocasión para preparar de antemano una res-


puesta que resultara aceptable, así es que al serme consultado
respondería con un "sí, señor". En las fondas era común una
mesa de billar, la que raramente se encontraba desocupada. Siem-
pre apuestan dinero, tanto los jugadores como los mirones. Al
fondo se ven unas mesas ocupadas por jugadores de naipes. Tuve
la oportunidad, incluso, de ver cómo caballeros de buena posición
sacaban de sus bolsillos un naipe y empezaban a jugar. Por su-
puesto que en Bogotá son aficionados a los juegos ~omo en la
mayor parte del país- y se encuentran muchas casas de juego
secretas, es decir, ilegales, donde se juegan altas sumas, que
están prohibidas por el gobierno actual.

Por sobre todos esos juegos de azar emergen las riñas de


gallos que se realizan, sagradamente, todos los domingos en la
tarde, acá en la capital. Para ellas usan un teatro especialmente
construido a tal fin. Cobran una entrada al público, cuyo valor
es de medio real. Cuando se ha pasado por un grupo de charla-
tanes, hombres de juego y gallos cantando se llega a una verda-
dera pista de circo, cercada con una doble fila de palcos y una
barrera de madera que separa a los espectadores del lugar de la

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pelea. Esta se encuentra formando un círculo menor, cubierta
con fina arena. En uno de los mejores palcos está sentado el
director del espectáculo, quien con una campanilla da la señal
para el comienzo de cada pelea.
Cuando así ocurre, ingresan los dueños de los gallos con
estos bajo el brazo. Al encuentro les salen dos tipos que con un
limón rebanado, primero, y luego con agua y una toalla secan
cuidadosamente las patas y el espolón o arma del gallo para asi
evitar las posibles puntas envenenadas. Por último amarran a
las patas de los "luchadores" un afilado trozo de metal, de tres a
cuatro pulgadas de largo, muy bien pulirlo. Los gallos están
criados especialmente para estas competenc!as. A temprana edad
les quitan la cresta y sus partes sensibles y fácilmente ataca-
bles; incluso a algunos se les corta la cola. Son bien alimentados
y los tienen en grupos para hacerlos más agresivos. A las
patas se les amarra una cuerda lo que impide que se queden
agarrados entre si.
A la otra señal de la campanilla todos se alejan del ruedo
e inmediatamente son soltados los gallos, n cierta distancia uno
del otro. Parecen ser conscientes de que se trata de una riña de
vida o muerte, por lo que durante un instante se contemplan, se
estudian. En este momento se hacen casi todas las apuestas.
Cuando la pelea empieza, generalmente no dura más de algunos
segundos, antes que uno de ellos, o ambos, queden tirados en la
pista chorreando sangre. Para asegurarse de cuál es el triunfa-
dor sus dueños los cogen y colocan uno frente al otro. Se supone
que el que esté más fuerte tratará de dar el último golpe a su
rival, el que procurará evitarlo.
Cuando ya ha pasado ese momento comienza la liquidación
de las apuestas; las más importantes suelen llegar a cien onzas
o dieciséis piastras. Es común durante la disputa escuchar los
gritos de: "Veinticinco onzas por el colorado . .. , cincuenta onzas
por el negro ... ". La pasión por este espectáculo es tal que puede
verse a un esclavo negro llevar una gran bolsa repleta de onzas,
con la que los dueños de los gallos hacen sus apuestas, así como
también a señores del mejor linaje sacar su gallo favorito, oculto

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bajo unas mantas. Ese era el caso de Arrubla, un rico comer-
ciante, extraordinariamente apasionado y que poseía una ga-
llería con más de doscientos gallos, criados para peleadores,
todos dedicados a ser masacrados en este extraño, ridículo e
inhumano espectáculo.
Aparte de esto los habitantes de Bogotá no tienen ningún
posible espectáculo, y aunque existe un teatro grande y bien
decorado, desde la salida de los españoles no se hacen representa-
ciones. Las únicas que pueden realizarse están en manos de
grupos de estudiantes, los que, auncuando actúan bien, tratan
de reemplazar la falta de elenco en las edades y sexos por una
brillante variedad de trajes.
Lo otro que podría mencionarse son las corridas de toros,
aunque estas parecen haber sido deformadas en toda la repú-
blica en cuanto a su naturaleza verdadera. Comparadas con las
españolas, estas parecen fábulas realizadas por niños, acostum-
brados a divertirse e imitar luego la presentación de un teatro
móvil, o una obra destinada a entretener a los actores más que
a los espectadores.
Al toro, mejor dicho al buey, se le amarra una cuerda a los
cuernos y comienza a ser molestado por negros que, con pañuelos
y frazadas, actúan como banderilleros, mientras que los picado-
res solo están armados de palos cortos, y los sonadores, o sea
los petardos, se encargan de asustar un poco más al animal,
acompañado esto de gritos del público y ejecutantes.
Lo mejor de todo es la resultante de que no se les puede acu-
sar de derramar sangre, ya que cuando el torero tiene algunos
problemas, basta que al animal se le cambie la dirección con un
simple tirón de la cuerda amarrada a sus cuernos. En cuanto al
toro, no corre peligro de que algún matador le haga su víctima;
esa única posibilidad está en las manos de un carnicero común.
Estas clases de corridas se llevan a efecto en la plaza mayor de
Bogotá. Se comenta que están pasando de moda y quizás acaben
en el total olvido.
En el centro de la referida plaza se alza una fuente de pie-
dra. El agua se lleva hasta ella desde Jos cerros cercanos median-

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te un acueducto subterráneo. Dicha plaza tiene toda su superficie
empedrada y con variedad de veredas o caminos angostos que
nacen de la bella fuente. Por las veredas de mayor amplitud se
deslizan profundas cunetas que aprovechando la pendiente de
las calles se encargan de transportar el agua a través de la ciu-
dad. En épocas de lluvia, como la actual, se hace imposible cru-
zarlas sin la ayuda de los puentes peatonalea que para ello se han
levantado, los cuales están ubicados en las esquinas de cada bo-
cacalle.
Naturalmente que todo este cuadro hace que la ciudad esté
limpia la mayor parte del tiempo. Comprende uno, cuando re-
cuerda, que tenía mucha razón ese Virrey que decía : "El agua
de lluvia es uno de los más nobles agentes de policía".
Varias de las calles principales tienen protección contra la
lluvia mediante los techos y balcones sobresalientes de las casas.
Lo otro llamativo, pese a su deficiencia, es la iluminación noc-
turna que se hace con los farolitos instalados en las esquinas.
Las casas cercanas al centro o a la plaza generalmente tie-
nen dos pisos. El de abajo está ocupado por pequeños negocios,
talleres o depósitos, y el superior se destina a vivienda. Hacia
este se llega por anchas escaleras de piedra que conducen a ga-
lerías que miran al centro de los patios y hacia el conjunto de
plantas que adornan la balaustrada. Aquí se hallan las puertas
que dan acceso a las habitaciones, las cuales están compuestas
por pequeñas piezas y dormitorios, el comedor y la sala.
Muy llamativos son los tapetes del piso, en su mayoría
gruesos trenzados de paja, que son reemplazados, en las casas
de los más pudientes y adinerados, por alfombras europeas.
Estos tapetes son considerados indispensables para prote-
gerse del frío, que acá es persistente; suele ocurrir que el termó-
metro baje hasta diez grados en tiempos como el actual, es decir,
de lluvias. No se ven estufas de azulejos. Las piezas están forra-
das con papel y en pocas casas hay tragaluces. Las ventanas nCJ
son de vidrios sino que están protegidas con rejas de madera.
La única ventilación que tienen las habitaciones pequeñas es la
puerta misma.

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Los muebles, sin ser de gran belleza, son los más cercanos a
los nuestros que haya visto en las ciudades colombianas. La sala
de recepción de las visitas tiene un diseño de conjunto; se pueden
ver sillones, un sofá, algunas mesas, un enorme espejo y posi-
blemente algunos cuadros pendiendo de las paredes color ladri-
llo, todo lo cual forma un esbozo que, sin ser fastuoso, es increí-
blemente grato para el forastero.
El clima es más bien frío. El termómetro en raras ocasiones
sube de los treinta grados, lo que ayuda bastante a notar las di-
ferencias del vestir de las personas, que parecieran depender de
la sensibilidad innata y la oportunidad de mostrar la debilidad
que se tiene por los colores fuertes. Al pasearme por la calle real,
la principal de Bogotá, me he entretenido mirando los contrastes
del vestuario, que me llevaban a pensar que mediante esa apre-
ciación pueden encontrarse los hábitos característicos de cada
zona.
Es así como puede observarse a un f.eñor envuelto en su
capa azul y cubierto con un negro sombrero muy bien puesto en
su cabeza, avanzar suelto y pausadamente, al tiempo que a su
lado camina un personaje cuyo sombrero de rafees livianas y
saco sencillo de lino parecen dar a entender que no lo considera
molesto. Para ellos tampoco tiene importancia.
En sentido contrario veo venir grupos de mujeres que traen
sus cabezas libres y llevan vestidos livianos, a pie descalzo o con
alpargatas, las que parecen mirar con envidia el vestuario de las
damas elegantes que caminan delante de ellas. Estas últimas traen
sobre sus cabelleras un sombrero, visten falda negra de seda
como las medias, una mantilla y zapatos. Miro más adelante y
contemplo algunas señoras que se visten a la usanza europea. El
sombrero tan tradicional ha dejado su lugar a uno de gran colo-
rido y plumas teñidas del mismo color que éste, o bien usan som-
breros con flores artificiales, al tiempo que la mantilla ha sido
reemplazada por una vivaz pañoleta de colores que se anuda lo
mismo que las mantillas, con una de sus puntas metida bajo el
sombrero, la del medio mantenida sobre el pecho y la de más
abajo colgando coquetamente por la espalda.

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Cerca de esas señoras veo dos especímenes, dispares entre
sí. Uno brillaba por el sudor, pues vestía cuello de piel, gorro
con forro y gruesas botas, y el otro se envolvía en un traje de
pantalones de lino, medias de seda y zapatos. Si no fuera porque
hablan el mismo idioma, tan fuerte como vulgarmente, y fuman
sus tabacos con gracia nativa, podría pensarse que se está frente
a un ruso y un francés que tuvieron la ocurrencia de mostrar
en este suelo sus respectivos trajes.
Pero esto no es lo único. También podían notarse las dife-
rencias entre los oficiales, que daban pie para que cada uno
tuviera ocasión de mostrar un tipo de traje ideado por su mente.
En general resultaban vestidos más adecuados para los paseos
callejeros en Bogotá que para llevar a la práctica una campaña
por el desierto o los llanos, fuera de que el traje casi nunca va
acompañado de sus armas.

Sin desear polemizar, considero que los referidos trajes es-


tán recargados de costuras, colores y adornos policromos, para
lo cual hacen resaltar demasiado el oro, la plata, las medallas,
los botones, etc., en una mezcla tan brillante como ridícula, a
lo cual se agregan sus gorros y sombrero;; de tres puntas con
penachos y plumas de excesivo colorido. Nunca vi a estos perso-
najes sin pensar si esta manía de vestirse tan multicolor y bri-
llante pudiera ser considerada como una de las consecuencias del
trópico, lugar en donde se manifiesta esta variedad en los ani-
males y las personas.

De este modo puede verse a un dragón y a un húsar sobre-


cargados de trenzas de plata y botones, mientras que sus
largos mamelucos rojos escarlatas ven correr dobles galones
dorados hacia las horribles botas con espuelas, bajo un sombrero
de tres puntas provisto de recargados penachos. Toda esta chu-
chería la cubre un largo plumón que el uniformado hace tam-
balear en el aire.
A su lado es posible que camine un representante de la in-
fantería, que no tiene el gusto en la confección de los trajes del

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anteriormente reseñado. Sinembargo su colorido y diseño mues-
tran que por lo menos ha intentado lucir tanto como su com-
pañero.
Ante tamaña diversidad, el gobierno se vio obligado hace
algún tiempo a establecer un reglamento más rígido sobre los
uniformes del ejército, con el fin de impedir que cada cual se
vista de acuerdo con su gusto propio y personal. Esta medida se
implantó mientras yo me encontraba en Bogotá, lo que me dio
ocasión de escuchar la casi unanimidad de criterios que se mos-
traban disconformes con ella, y muchas veces fui testigo de
debates sobre detalles insignificantes del traje. Los más discre-
pantes pertenecían a los recién nombrados tenientes. Aquellos
que acompañaron al Libertador en la campaña, no discutían.
Bolívar es el personaje más renombrado de Colombia y
Surarnérica. General y estadista, al que no había tenido ocasión
de ver, pues se encontraba en el Perú. Por lo que, momentánea-
mente, tuve que limitarme a conocer a su hombre más cercano,
el vicepresidente Santander, también general, y ante quien llegué
por intermedio del ministro mejicano que se encontraba en Bo-
gotá, el señor Torrens, que conocí durante mi estada en esta
ciudad.
Para la presentación se acordó un domingo en la mañana,
aprovechando las audiencias concedidas por el general. A las
once estuvimos en el palacio presidencial, cuyo interior era tan
poco pretencioso corno su aspecto exterior. Al cruzar una patr u-
lla de húsares que formaba la guardia personal del presidente,
se encuentran unas escaleras de piedra que llevan a la galería
que se alza en el segundo piso. Un húsar abre las puertas hacia
un pequeño recinto, antesala de la que corresponde a las audien-
cias.
Este es un salón bastante amplio, decorado con muebles de
tonos rojos, una alfombra europea, tres lámparas de lágrimas,
algunas mesas y ventanas con vidrios. En la parte superior de
esta habitación se halla el dormitorio del presidente. Desde ahí
descendió el general Santander, vestido muy sobriamente, con
tonos rojos y azules.

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Es un hombre de gran estatura, que sobresale de la normal
altura colombiana. Se encontraba en sus mejores años, con una
cara alegre, que le otorgaba un aspecto noble y una categoría
.mucho más cercana a la de un general europeo que la que se
pudiera tener de un vicepresidente suramericano. Aunque no
estuvo nunca en Europa, mostraba conocimiento avanzado sobre
ella y uno muy profundo sobre nuestro país.
Así fue que al entregarle un retrato de Su Majestad nuestro
Rey, empezó a hacerme preguntas concernientes a nuestra capi-
tal, Estocolmo, y a nuestro soberano.
Poco a poco fue llegando gente, por lo que nos despedimo
y abandonamos la sala de audiencias, en la cual no existía eti
queta estricta, como que incluso varias personas eran presenta.
das en forma simple y descuidada. El único sirviente que se
veía, a excepción de los mal vestidos húsares, era un mulato que
calzaba alpargatas, sin medias, y estaba al servicio del general.
La guarnición de Bogotá consiste de dos batallones de in-
fanteria y uno de los mencionados Húsares Rojos, dieciséis de
los cuales formaban parte de la caballería. Estas tropas son las
más descuidadas y poco ejercitadas que hasta ahora conozco en
esta nación. La ocasión ideal para ver las tropas mejor presen-
tadas y relucientes era la fiesta del 25 de mayo, que hace recor-
dar los momentos en que cumplían órdenes en los cálidos y
enardecidos campos de batalla, durante las marchas forzadas.
Era entonces cuando no se podía dejar de recordar sus hazañas,
pese a que su figura se viera un tanto empequeñecida en esta
gran parada, en la capital de la República.
Con excepción del pequeño escuadrón provisto de bototos, •
en donde se colocaban las espuelas, la guarnición no poseía me-
dias ni zapatos; el calzado eran solo alpargatas. Y aunque todos
usaban uniformes, era fácil ver que no correspondían a la talla
de cada uno. Los sacos largos y rojos, con sus reversos azules y
su corte inglés, daban al espectador la posibilidad de suponer

• Calabazas (N. del T.).

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que, con toda seguridad, anteriormente esos uniformes habían
adornado los cuerpos de un regimiento inglés de mayor estatura
para luego ser vendidos a los colombianos de menor cuerpo.
El otro cuerpo de la guarnición mostraba diversidad tanto
en la indumentaria como en los grados. La tropa vestía con las
tradicionales ropas; los suboficiales llevaban trajes de lino blan-
co, y los oficiales, amarillos de casimir. Poco antes de dar co-
mienzo a la ceremonia se practicaban ejercicios de mano y ritmo,
que mostraban un poco los que el ejército español babia legado
al colombiano, y luego prácticas con las armas, todos dirigidos
por el oficial de mando o por la batuta del tambor mayor. La
impresión que daba a la vista era la de un excelente teatro de
títeres, donde el movimiento de uno hacía que todos le siguieran.
Me llamó poderosamente la atención un paso que consistía
en algo como una arrodillada frente a una procesión religiosa.
Toda la fila bajaba sus armas, colocándolas delante, quitaba sus
sombreros y descansando en una rodilla esperaba el paso de sus
compañeros. Todos estos complicados giros y pasos serían muy
hermosos realizados por tropas que no sean estas. Esta guarni-
ción se halla muy por debajo de la de Cartagena, y al hacer una
comparación más rígida entre ellas tendría que señalar que el
criterio del gobierno parece ser que como la guarnición de la
Costa está más a la vista del forastero se hubiera contentado con
tratar de mostrar allá lo mejor, descuidando la de la capital.
Es como imaginar una obra de teatro en que los personajes cen-
trales están representados por los actores de mejor vestuario y
el resto del elenco debe llevar trajes inadecuados, pero que mues-
tren todo lo que el teatro posee en vestimentas.
La fiesta anteriormente mencionada corresponde al Corpus
Christi, que la Iglesia Católica celebra con mayor pompa que
la misma Navidad. Trataré de hacer -pues parece el sitio apro-
piado- una descripción de lo que esta fiesta representa.
Ocho días antes de comenzar los festejos oficiales empeza-
ban los preparativos de la celebración. En la plaza -lugar cen-
tral de la festividad- y en las esquinas de sus calles adyacentes
se alzaban altares ricamente adornados, provistos de ruedas para

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su desplazamiento, que no eran descubiertos hasta que la fiesta
se daba por iniciada. La tarde de la víspera una guerra de fuegos
artificiales anunciaba que todo estaba comenzando. Este ejemplo
de fanatismo por la pirotecnia duraba un rato prolongado: era
un verdadero bombardeo.
La oscuridad de la tarde resultaba un marco apropiado para
tal efecto. La multitud se apretaba y casi no podía ser conteni-
da por el espacio existente entre la plaza y las casas de los alre-
dedores. Fácil es imaginar la confusión que se forma cuando un
cohete escapado de la guerra pirotécnica pasa por entre tanta
gente.
Temprano, en la mañana del día siguiente, se procedió a
descubrir los altares. Allí se podía observar la diversidad de
cosas brillantes que se encontraban en el interior de los taber-
náculos. Sin gusto ni selección, era una mezcla de objetos reli-
giosos y profanos, o masa heterogénea situada una encima de la
otra. Así, podía verse al lado de la imagen de la Virgen, lujosa-
mente adornada, un cuadro francés que mostraba a Venus en el
baño; un cáliz religioso rodeado de fuentes de plata, jarros, copas
doradas y otros objetos profanos, un crucifijo en el centro de
espejos y numerosos retratos. Todas las paredes eran un mosaico
de tesoros, imágenes de santos y apóstoles, pinturas poco serias,
grabados, coronas de rosas, flores, cintas, etc., etc. En pocas pa-
labras, es difícil comprender tanta mezcolanza, donde lo brillan-
te y profano no deja apreciar lo divino y sagt·ado. Parece como
si el objetivo fuera deslumbrar la vista antes que conmemorar
una fiesta religiosa.
Por otro lado, los balcones de la plaza están cubiertos de
riquezas, telas de colores fuertes, pañoletas, cobijas, etc. Es como
un intento por ennoblecer la fiesta. Todo reluce, todo brilla ... ,
pero sin religión.
En un momento previamente acordado todas las iglesias
echan a volar las campanas, anunciando que comienza la proce-
sión desde la catedral. Es ahora cuando a los ojos de un protes-
tante el espectáculo adquiere dimensiones inexplicables, aunque
la vista de los tabernáculos había sido un buen aviso de esto.

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En sus comienzos tenía bastante parecido con nuestras fies-
tas religiosas, pero el clima y el carácter tropical de la gente
hicieron que degenerara en una procesión carnavalesca o, mejor
dicho, en una farsa religiosa, cuya idea, nacida en la mente de un
sacerdote católico, solamente puede haber sido incubada bajo el
sol tropical. La escena más se asemeja al feto de una fantasía
sobrada de humor.
La procesión comienza dejando paso a las adornadas carre-
tas en las que van niños disfrazados que representan diferentes
personajes históricos y bíblicos, vestidos de jinetes con cascos
negros, lanzas y escudos. Se puede distinguir a David y su arpa
a cuyo lado está Betsabé. Se ve a José armado de un látigo do-
rado y espuelas con broche de oro, a quien le siguen dos jinetes
que escoltan su paso como una verdadera guardia personal.

Todos los personajes están representados por hijos de las
familias más ricas, lo cual lleva a una verdadera demostración
de joyas y vestimentas. Se ven diamantes, oro, plata y piedras
valiosas. Podría decirse que Ester, en ese momento, tenía un valor
de diez mil piastras.
Inmediatamente seguía un aspecto diferente de la fiesta.
Una gran cantidad de lagartos, tortugas, tigres, serpientes y
caimanes, representados por ciudadanos, que producían un efec-
to de mal gusto. El ejemplar que más llamaba la atención era
una enorme tortuga en cuyo lomo iba sentado un negrito. Causa-
ba sensación entre la gente del pueblo porque efectuaba unas
maniobras con su cabeza y cuello, de gran movilidad. Otro favo-
rito era un caimán que se encargaba de morder a todos aquellos
que se le acercaban.
Luego seguía un grupo de horribles enmascarados, que ha-
cían un r uido atronador con pitos, tambores y castañuelas y
danzaban como si representaran un baile de demonios. Venían
equipados con colas largas, cuernos y patas de caballo. Verda-
deramente se defendían de la persecución que a sus espaldas les
hacía el arcángel Miguel, vestido de seda blanca y grandes alas
púrpuras, al tiempo que con una espada repartía golpes al dra-

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gón, que era seguido de ocho hombres vestidos de negro. El ángel
conseguía arrastrar tras de sí a los diablillos y al dragón, con lo
que aprovechaba para abrir paso a los nuevos actores: numero-
sos niños vestidos de pastores y envueltos en ramas y flores a
quienes acompañaban rebaños de ovejas.

Otro grupo importante estaba compuesto por el de los tres


Reyes Magos, que avanzaban mirando al cielo con mucha aten-
ción en dirección a la estrella, la que era llevada en una larga
caña de bambú. La escena era seguida por un cuadro en que
venía la Virgen María adornada del modo más reluciente y se-
guida por el viejo José, con una hacha y su barba que le daba
acentuado toque de distinción.

A espaldas de este grupo aparecia la procesión como tal.


Una cantidad interminable de sacerdotes, monjes, acólitos, ni-
ños de coro, etc., todos portando velas encendidas. Entre ellos
una fila de bellas jovencitas, con rosas blancas y vestidos deco-
rados con flores, llevaban sahumerios, canastillos con flores,
etc. Les seguía un grupo de muchachos indígenas que bailaban
en círculos al derredor de un palo que en su punta tenía una
copa de cintas de seda de fuertes colores.
En seguida venían los invitados del Perú, que, como tales,
debían también formar parte de la procesión. Eran dos llamas;
lindos animales de cabezas erguidas y cuello largo y recto que
dificultosamente eran arrastrados por su dueño.

Tras ellos seguía la banda de músicos vestida de soldados


romanos y sirviendo de antesala a la presencia del vicepresiden-
te, los ministros y altas personalidades del gobierno, todos muy
bien engalanados. La guardia con sus armas terminaba esta
parte, tan extensa como extraña.

Al momento en que el arzobispo llega al primer altar el


ruido y la música se acallan. La gente se arrodilla mientras un
sacerdote lee y ora. Al terminar éste se encienden los fuegos
artificiales, situados detrás del altar, con lo que la comitiva

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sigue su camino hacia otro lugar de orac10n. Es así durante
varias horas, y una vez que se ha visitado el último de los altares
la gente retorna a la plaza.
Lo que sigue ya no tiene relación con lo anteriormente deta-
llado. Se han colocado en la plaza varios postes encebados y en
sus extremos superiores penden premios que serán ganados por
el que logre llegar a ellos. La fiesta se despide con una de las
corridas de toros ya descritas.
Todo el espectáculo torna a ser vivido ocho días más tarde.
El teatro vuelve a hacer la representación. Ya se han preparado
las decoraciones, cada actor sabe su papel y el espectador tendrá
mejor ocasión para observar y criticar la obra puesta en escena.
Pero todo me recuerda a aquel crítico que esconde sus verdade-
ros juicios y se descarga con la sola mención de las escenas más
notables.
Todos los días se vive el jolgorio del mercado en la plaza,
que en general no se diferencia de los ya conocidos, aunque sobre-
pasa en tamaño, mercancías y personas a los que había visto.
Se dice que en él se venden más de diez mil piastras al día. Entre
los personajes que deambulan puede verse el criollo rubicundo, el
oscuro mestizo, el indígena amarillento, el mulato oscuro y el
negro. Por lo demás, llama la atención encontrar, a solo cuatro
grados del Ecuador, manzanas, guindas y fresas silvestres, aun-
que sus tamaños son menores de los que conocí en mi patria,
aparte de que tanto en el sabor como en su aspecto no presentan
iguales características.
Si tuviera que dar una justa razón de esta diferencia men-
cionaría el clima caliente de estas regiones tropicales y, por otro
lado, el clima contradictorio que ofrece Bogotá. El problema del
calor podría suplirse usando invernaderos; pero esa seria una
solución artificial. Ahora, tratándose de un lugar como la sabana
de Bogotá que por su ubicación en cuanto a la superficie terres-
tre debería ser uno de los más calurosos de la tierra, en estricta
verdad es un sitio frío y no está en condiciones de tomar el calor
del sol que normalmente debiera recibir. Se concluye entonces

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que son las diferencias climáticas las que cambian el natural
sabor de los productos que se encuentran en distintos puntos
del globo.
Cuando observé esos productos me pareció que me encon-
traba con uno de mis amigos de la infancia. Pero al desaparecer
la sorpresa inicial causada por esos rasgos tantas veces soñados,
empieza la decepción al comprobarse que nada es igual a como
antes y ·que uno está obligado a reconocer que prefiere y debe
relacionarse con los que ha conocido en estos lugares.
Las aceras que salen de la fuente da la plaza se dividen
en cuatro triángulos proporcionales, cada uno de los cuales está
ocupado por una sección bien específica. En el primero de ellos
se ve a los carniceros y sus negocios de carne, grasa, manteca y
longanizas. Otro está destinado a la gente del campo y sus pro-
ductos: arroz, maíz, trigo, cebada, yuca, papas, plátanos, repo-
llos, limones, naranjas, zanahorias, piñas, etc. En estos también
se venden lindas flores, entre las que se pueden distinguir rosas
y claveles. El tercer espacio está dedicado a la venta de pavos,
gallinas, palomas y pájaros de gran colorido. En el cuarto se
venden productos manufacturados, distinguiéndose la ropa grue-
sa de lana y algodón, muy similar a nuestras telas destinadas a
la confección de vestidos para las clases más bajas. Aquí es
posible encontrar para la venta caballos, mulas y diversos ani-
males que serán sacrificados para el consumo.
El ver esta plaza repleta de personas, productos y animales
es un entretenimiento, que alcanza ribetes de mayor agrado si
se mira desde las alturas de un balcón. La mejor muestra de
Bogotá se puede descubrir desde sus balcones. . . Allí se nos
ofrece la verdadera Colombia.
Si bien es cierto que el comercio bogotano no es demasiado
floreciente, tiene a lo menos un tráfico intenso, para lo cual usa
el Magdalena y los numerosos arrieros que realizan el transporte
de mercaderías desde las bodegas de Honda. Todos sus depósitos
pueden verse abarrotados de mercancías inglesas y norteameri-
canas, aunque ahora se encuentran preferentemente las france-

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sas recién llegadas en un champán que les ofrecía un treinta por
ciento de descuento por pérdida, en tanto que los comerciantes
pedían les fuera declarado un cuarenta por ciento. Esto hace
ver que no se puede creer en los precios de las mercaderías euro-
peas, pues en pocos países del mundo son tan caras como en
Colombia. Debe contribuir bastante también el hecho de que en
otros lugares no se siente tanto la necesidad de tener productos
lujosos, sin considerar los problemas del transporte que resultan
de traer artículos desde la costa hasta el interior.
Buena prueba de ello es que un sombrero de castor, fino,
alcance un precio de un doblón, es decir, liieciséis piastras; un
frac, cincuenta piastras; un par de medias, doce; una caja de
vino de Burdeos, con doce botellas, quince piastras. Así se po-
dría seguir y seguir. Aun con todo eso no se encuentran comer-
ciantes nativos que tengan una gran riqueza. Los que obtienen
mayor provecho son los comerciantes extranjeros, que se aso-
cian generalmente con sus iguales de Cartagena.
La mayor parte de los grandes comerciantes tienen sus tien-
das en las calles centrales, y ellas solo poseen como ventanas la
propia puerta, por lo que son bastante oscuras y llenas de humo
/
de cigarrillo, el mismo que expulsa el tendero sentado en un
estante, con los brazos cruzados. Es la postura de un negligente
colombiano que satura de humo su local.
Pues bien, si los viernes ponen una nota agradable con la
presencia del mercado, los sábados hay inundación de mendigos
recorriendo calles y casas. En su gran mayoría muestran heridas
en sus brazos y piernas, o enormes y deformes pies a consecuen-
cia de la elefantiasis. La escena suele ser dura, ya que antes el
país no me la había mostrado. A esto también contribuye el clima
frío con la ayuda de las instituciones de beneficencia, que son
muy malas y burocráticas.
En esta ciudad es posible encontrar pequeños hospitales que
dependen de los conventos, entre ellos el más grande e impor-
tante es el de los hermanos franciscanos. Además existe un hos-
pital militar, que es el más ordenado, hasta el punto de que para

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despachar cualquier receta de medicinas se necesita la autori-
zación de un comisario de control. Tan estricto resulta esto,
que si no se encuentra ese funcionario debe esperarse hasta su
llegada para que le sean entregadas al paciente a quien fueron
formuladas.
El clima de la capital, sin ser insalubre, es uno de los más
peligrosos del país, en especial para los extranjeros, y no son
pocos los casos que se cuentan de viajeros que acá encontraron
el último de sus paseos. El motivo de esto parece ser la brusca
interrupción del calor del Magdalena y su cambio por el frío de
esta sabana montañosa. Debe advertirse que un cuidado adecua-
do no está de más en esta tierra, pues el cambio de un clima de
treinta y cinco o cuarenta grados por uno de quince o veinte es
un riesgo muy grande.
Por ello la enfermedad más común es la fiebre con escalo-
fríos unida a una creciente dificultad para respirar, que, al fin
de cuentas, afectará los pulmones. Muchos jovencitos han parti-
do hacia sus tumbas con mayor rapidez de la prevista porque
después de haberse salvado de los peligros de las tierras calien-
tes se han descuidado en la sabana bogotana.
Una buena medida de precaución que para el cambio de
clima han adoptado los viajeros es la de detenerse un par de
jornadas en Guaduas o Villeta, que tienen una temperatura in-
termedia. Otra es arroparse convenientemente durante el viaje
por las cumbres, con ropas de lana, y tornar bebidas que les
ayuden a recuperar las fuerzas. Un vaso de vino de madera com-
binado con quinina resulta lo mejor. Finalmente, dentro de los
cuidados debe buscarse la realización y práctica de un ejercicio
adecuado, para lo cual las alamedas situadas en las afueras de
la ciudad brindan una buena oportunidad.
Uno de los paseos más lindos de Colombia lo tiene Bogotá
en la alameda que se encuentra en el camino a Tunja. Ancha,
pareja y casi en línea recta, se extiende por casi veinte kilóme-
tros en las afueras de la ciudad. A sus costados se encuentran
frondosos y antiquísimos álamos, cuyos troncos se unen por una
red impenetrable de arbustos y rosales.

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Aunque a los habitantes de la capital no les agrada mucho
la excursión -en esto no se comparan al resto del país- sino
que limitan sus paseos a la calle real, pueden verse muchos de
ellos, los días domingos, desfilar por las delicias de esta alameda.
Quienes la frecuentan en mayor número son los jóvenes, que en
sus cabalgaduras la recorren a todo trote. Esta costumbre de
montar es muy bien vista en Bogotá, ya que la calidad de "mejor
señor" no tiene sentido si éste no posee un caballo de montar.
Los caballos, pese a ser pequeños como las jacas noruegas,
son fuertes y vivaces, entrenados en un paso común y siempre
guiados con riendas cortas. Aquí hay una caballeriza cuya única
tarea es adiestrar al animal en el paso de ambladura, lo que se
consigue amarrando a las patas pequeñas cuerdas que no le
permiten andar de modo normal sino mover las patas en sentido
coordinado. Para el caballo se transforma en un paso corriente y
pronto puede trotar. Este estilo produce una especie de movi-
miento hacia los lados, que da un efecto raro pero lindo.
Un caballo ya enh·enado tiene un valor que alcanza a las
mil piastras, especialmente si es negro, color que es el más apre-
ciado.
Al igual que en su propio vestuario, los jinetes muestran
sus gustos en los atuendos del animal. Brillantes monturas y
paños escarlatas de bordes dorados o plateados y riendas con
decorados brillantes conforman el aspecto que se les da. Las
espuelas, generalmente de plata, las portan tanto los grandes
señores como los de clase inferior. Resulta divertido ver a los
campesinos de edad, calzados con alpargatas, entretenerse en
hacer sonar sus grandes espuelas de agradable tintineo como si
fuese una protesta a un recluta joven, en su primera llegada
al regimiento.
Hacia la izquierda de este paseo se encuentra la "Quinta de
Bolívar", donada por la nación al presidente y único regalo que
éste ha recibido por tantos favores hechos en bien de la Repú-
blica. Siguiendo una angosta senda que da vueltas por la orilla
oriental de la ciudad, en los cerros, se llega a un jardín cercado

'
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por un muro de tierra y arbustos que rodea la pequeña vivienda.
Una cantidad inmensa de rosas silvestres, alelíes y claveles acom.
pañan a cuadras de fresas. Otro sector está sembrado de césped
que muestra inscripciones como: "Viva Bolívar. . . Boyacá ...
Carabobo", etc. Los dos últimos nombres corresponden a sitios
donde Bolívar alcanzó grandes triunfos militares sobre los es-
pañoles.
Una grata vista tiene la construcción erigida en esa pen-
diente de Jos cerros, donde se observan las espaldas de Bogotá
y una amplia perspectiva de la ciudad y la sabana que se extien-
den a sus pies, lo mismo que los montes muestran sus alturas
y vertientes andinas, aún vírgenes.
La planta inferior de esta construcción es una casa destina-
da al baño y mantenida con las cristalinas aguas del arroyo cer-
cano. Es este el sitio que el Libertador acostumbra visitar en
Jos pocos momentos en que él se encuentra en Bogotá. Por todo
lo detallado no resulta extraño que prefiera esta casita al ya
descrito palacio presidencial, en el sector de la plaza principal
de la capital.
Bogotá, que antes de la Independencia se llamaba Santa Fe
de Bogotá o comúnmente Santa Fe, siempre ha sido una de las
ciudades principales de Suramérica.
Fundada en la mitad del siglo XVI, (en 1588), por el espa-
ñol Gonzalo Jiménez de Quesada, pronto aumentó en tamaño e
importancia. Poco tiempo medió antes de que fuera nombrada
como la capital de Nueva Granada y asiento de los Virreyes.
Mediante la Constitución de 1821 se la declaró capital de la
República y centro del Gobierno y del Congreso. Por ello y por
ofrecer un punto de partida para la visión general del país, es
la ciudad más llamativa e interesante para el forastero.
Como el análisis es rápido e incompleto, dejaré muchas apre-
ciaciones y resultados para el capitulo siguiente.

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CAPITULO XVI

COLOl\ffiiA ANTES DE SU El\IANCIPACION

Esta parte de la región sur de América era anteriormente


conocida como Venezuela y Nueva Granada, donde se encontra-
ban los primeros territorios conocidos por el Viejo Mundo y que
visitó Colón en su tercer viaje a estos lugares. Alrededor de los
comienzos del siglo dieciséis es cuando podemos iniciar un ma-
yor reconocimiento de ellos, ya que empieza su conquista y co-
lonización.
En 1536 arriba el español Quesada con setecientos hombres
a la Costa colombiana, un trecho antes de alcanzar la boca del
Magdalena. Este conquistador viene hasta aquí por las informa-
ciones que tiene de llegar a un territorio rico y poderoso. Sigue
la ruta del río y tras increíbles esfuerzos y tormentos, finalmen-
te alcanza al año siguiente, con un ejército diezmado, la sabana
de Bogotá, donde se encuentra con los muiscas, quienes se dis-
tinguen por su avanzada civilización, para esa época, y son re-
primidos sin consideraciones.
Tal victoria es asegurada aún más por las tropas de Benal-
cázar, quien llegó desde Quito, pasó los Andes y el Magdalena
para alcanzar esta meta, Bogotá, que debe su nombre al ingenio
de uno de los conductores de la tribu muisca.
Gran parte del oeste del país de Nueva Granada fue con-
quistada a represión abierta. Los intentos no iban a detenerse
acá y es así como se inician los proyectos de colonizar las costas
y el territorio de Venezuela.

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La tarea para los españoles no resultó tan complicada en
las otras tierras, ya que su población no presentó gran proble-
ma, por lo menos no tanto como sus vecinos. De allí que al go-
bierno español le resultara fácil entregar esas tierras a una colo-
nia de comerciantes alemanes, quienes a cambio de una gran
cantidad de dinero consiguieron ganar la hipoteca de esa nación.
Poco a poco el dominio sobre esas tierras se extendió hasta que
llegaron a formar dos países diferentes: el Virreinato de Nueva
Granada y la Capitanía General de Caracas. Generalmente se la
nombraba de este modo; correspondía a Venezuela.
El pueblo nativo era valiente, por eso la ocupación no po-
día pasar inadvertida y los españoles se dieron a la tarea de
reprimir encarnizadamente al país invadido. El derramamiento
de la sangre indígena no fue poco. El motivo central era el ansia
de la riqueza del oro que traía el conquistador; tanto era así,
que consideraba a estos terrenos expropiados como botin de
guerra tomado a un enemigo que debía pagar la osadía de sus
constantes revueltas. Esto daba rienda libre para todo tipo de
tropelias: solo importaba la riqueza que se podía obtener.
Pronto encontraron factible la posibilidad de traer hasta
el país esclavos negros africanos, que podían soportar de mejor
manera el trato de explotación inhumana que recibían los nati-
vos en el campo y en el trabajo de las minas. De este modo se
introduce un elemento nuevo en las costumbres propias del país:
el color y la lengua. Es así como puede verse un cuadro escénico
con la representación de casi todos los colores de razas, sobre la
superficie de este territorio. Se mezclaban las costumbres de
América, Europa y Africa bajo un solo gobierno, ley y religión
y se daba a conocer un idioma único, el español. Pudiera decirse
que los españoles no solamente constituyeron colonias sino con-
formaron un nuevo Estado con nueva raza.
En otras épocas estas conquistas eran organizadas y diri-
gidas con una verdadera política colonial, pero el sentido dado
por la madre patria era muy diferente y su furia por los habi-
tantes de los lugares conquistados no tiene --con mucha seguri-

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dad- pares en la historia. Su única equivalencia podría estar
en la Inquisición, fenómeno perteneciente a la misma nación.
El sentido de monopolio y extracción de las riquezas de estos
pueblos se hacía sin la menor consideración con los países afecta-
dos. Las ganancias eran arrastradas hacia España y jamás se
otorgaba algún bienestar a las provincias; solo tenia valor el
mantenimiento de esta situación y la dependencia de España, que
se basaba en el sometimiento y la ignorancia en que se tenía a
las colonias y en su desconocimiento del resto del mundo.
En relación con esa política de monopolios se instauró un
comercio exclusivo con la patria de los conquistadores, la cual
se reservaba el derecho de proveer a las colonias de mercaderías
y productos manufacturados europeos. Es decir, España era un
tutor ávido de ganancias y exclusivamente por sus manos de-
bían pasar todas las necesidades del pupilo, sin dejarle a éste
la posibilidad ni la responsabilidad; lo que mejor le pareciera,
según sus propios intereses. Para ellos era acertado, además,
asumir esas posibilidades de sus naciones vecinas, con lo cual
se hacían cargo de las jugosas comisiones que les reportaba tal
estilo de comercio.
Por otra parte, el dominio español imponía prohibiciones
aberrantes, como la de sembrar los productos primarios de esta
América, que habrían podido satisfacer algunas necesidades a
España. La afición de los criollos por el vino, el aceite, etc., debió
postergarse ante esas prohibiciones, que llegaban en muchos casos
a impedir el cuidado y provecho de los productos que la misma
naturaleza se encargaba de colocar al servicio del hombre. La
razón, no cabe duda, era una sola: mantener la costumbre de la
dependencia de los colonos hacia la corona.
No deben sorprender entonces algunos claros ejemplos. En
Méjico no se permitía el desarrollo de la industria o la agricultu-
ra; lo importante era extraer el metal de valor: la plata. En
Nueva Granada no eran las minas de plata las que debían ex-
plotarse, sino las de oro. Para Cuba se dejaba la siembra de
tabaco y solo en las cantidades necesarias para su comercio, pues

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los excedentes para el consumo personal no eran permitidos.
Otra de las arbitrarias prerrogativas que se reservaba el do-
minador.
En pocas palabras y más gráficamente, España trataba a
sus colonias americanas del mismo modo que un relojero a sus
trabajadores. En una gran fábrica existen operarios dedicados
a hacer los resortes, otros las cadenas, un tercero fabrica rue-
decillas. Así, la cadena sigue sin que nadie llegue a hacer un
reloj entero. El dueño se asegura de que no tendrá que sufrir
las consecuencias de la dependencia de algún operario y, mucho
menos, del maestro mismo.
El problema mayor estaba en conseguir aislar a las colonias
del resto del mundo. Los esfuerzos que debían realizarse eran
mayúsculos, ya que no se trataba exclusivamente de evitar el
crecimiento de unas pocas plantas, sino de erradicar y destruir
para las ciencias el avance de una parte del mundo. España
pretendía detener la información impidiendo, incluso, que a los
territorios conquistados tuvieran ingreso forasteros. El único
que podía permitir la entrada a un extraño -léase no español,
ni conquistador- era el gobierno. Los viajes solo eran autori-
zados en determinadas provincias, y que un criollo quisiera
viajar al extranjero era punto menos que imposcible.
Dentro de la dominación jugaba un papel de protagonista el
clero. Este se encargaba de sembrar entre los nativos e indíge-
nas todo lo contrario de lo que era su ministerio. Antes que en-
tregar la luz y el descanso espiritual se dedicaba a dar ignoran-
cia y oscuridad a través de ese poder inquisitorio, en el cual se
encontraba entrometida la mano del gobierno. Las acciones o
los actos de fe eran muy poco vistos; en nmgún caso extendían
la educación a la formación científica, a los idiomas, la geogra-
fía, y eran muy escasas las enseñanzas de estadística, políti-
ca, etc.
La consecuencia inmediata de ello era que todos los libros
que dedicaban sus páginas a tratar estos temas estaban termi-
nantemente prohibidos. A dichas obras se las consideraba del
mismo modo que nosotros a un billete falsificado : nulo.

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Otra prohibición absurda era la concerniente a la confec-
ción de mapas y anotaciones geográficas. A todo el que fuera
sorprendido pasando una nota de tal estilo a los vecinos de su
comarca, se le buscaba el modo de que perdiera esos deseos, o
podía seguirlo haciendo pero dibujando en las paredes de la
cárcel. Y si esto ocurría con algún extranjero, o si, por uno u
otro motivo, llegaba este a las costas de la colonia, su suerte
estaba decidida. Si no le daban muerte en seguida, era por el
miedo al qué dirán de la nación a la que pertenecía; pero nada
le escapaba de la suerte de pasar el resto de su vida en la cárcel,
pagando la osadía de pisar las santas tierras de la corona espa-
ñola.
Para ello no se consideraban los casos de naufragio, falta
de agua o todos aquellos estimados como accidentes, que obligan
al marino a buscar una costa o puerto fuera del destinado en la
ruta y que le permitieran superar sus problemas. La ley del lugar
era una sola, inamovible e inalterable. Todos sabían que era
un crimen y un desacato acercarse a estas costas; los hispanos
hubieran deseado proteger este mar con una niebla tan gr uesa
que solo resultara penetrable para sus galeones.
Situado el asunto en tal terreno, las conquistas que efectua-
ban en el continente no eran muy distintas de las que mantienen
los bandidos en sus escondrijos. Ni siquiera había la posibilidad
de que un viajero extraviado pudiera retornar con vida a sus
tierras para narrar lo visto y vivido.
Fue de este modo como España conservó un dominio y di-
rección de esta colonia por casi trescientos años, que terminaron
con la lucha de la Independencia. Estas situaciones prolongadas
aquí por tanto tiempo hacen que uno llegue a extrañarse de que
no se hubiera llevado a cabo una revolución con mucha más
anticipación. Tal vez la única explicación se encuentre en la
lejanía de Europa, por el problema de sus influencias, el pequeño
volumen de la población con respecto a la extensión de los terri-
torios, la impresionante cantidad de sacerdotes, cuyos intereses
no contemplaban los cambios, el carácter parsimonioso y gentil
de los nativos, y por sobre todo, el clima.

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Es indudable que el clima caliente y la existencia de tierras
tan fértiles desatan en el individuo despreocupación y negligen-
cia que, unidas a la poca necesidad de realizar actividades, llevan
a vivir solo del eterno sueño de las cosas nuevas y mejores sin
que se levante un dedo por hacerlas realidad.

Frente a tamaño cuadro es innegable que se necesitaba un


cambio y la gran debilidad que padecía la corona ayudó a
que la situación germinara. Es posible que con mejor dirección
España hubiera mantenido su dominio. Para lograr clarificar esto
conviene analizar una época de la historia observando el desarro-
llo de ambos paises, desde el descubrimiento del último y la ger-
minación de la primera semilla revolucionaria que fue causa de
las raíces independentistas.

Al momento de conquistar a América, España podía mos-


trarla como el punto culminante de su desarrollo como Estado,
de su madurez política. En ese instante era considerada la na-
ción más poderosa de Europa, gracias a su armada y ejército, y
el país más rico, por su desarrollo económico. Con raras excep-
ciones de competencia, era también España el país manufactu-
rero de Europa. El desarrollo y grandeza de su economía pueden
verse demostrados en el hecho de que fue capaz de afrontar la
inmensa construcción colonial del Nuevo Mundo, que a los cin-
cuenta almanaques de iniciada estaba cimentada en sus bases
principales.

Su economía le permitió tener durante casi un siglo, como


preocupación fundamental, todos sus intereses dedicados a le-
vantar sus grandes ocupaciones: las colonias. Para ello era
preciso atender a la recién descubierta América con la exquisi-
tez que sus futuras riquezas le retribuirían.

No era difícil imaginar el gran impulso que significa-


ría para España esta actividad, ya que así como el gobierno
real aumentaba en poder y renombre, la proporción de sus valo-
res en la producción de las minas de oro y plata, extraídos del
Nuevo Mundo, le prolongarían su autoridad y existencia.

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Kstóricamente no ocurrió ninguno de los objetivos perse-
guidos. Al pasar un siglo de dominación, España dio al mundo
un claro ejemplo de lo que la riqueza puede afectar a un Estado
cuando no se comparten los sabores del triunfo en partes iguales.

No se invirtieron bien tantas ganancias, no se estimuló


al ritmo necesario la instalación de la industria, los modos de
vivir variaron y no dio al conjunto de la población un bienestar
que fuera provechoso para la convivencia interna. Todo se usaba
para las maquinaciones políticas y las satisfacciones de interés
personal.

Las masas trabajadoras veían con poca simpatía a sus com-


patriotas que regresaban a la patria cargados de riqueza de fácil
obtención, a lo que se agregaba el descontento que les producían
sus escuálidos ingresos, con lo cual se aumentaban sus ansias de
marchar hacia aquellas tierras que tanto bienestar podían traer-
les y donde tan velozmente se alcanzaba la riqueza.

La debilidad de la corona comenzaba por aquel antonces,


especialmente bajo el reinado de Carlos V, ya que movidos los
españoles por una insuperable idea de grandeza y una in-
exhausta tesorería comenzaron a entremeterse en todos los
asun,tos políticos de Europa, .costeando costosas guerras que
empezaron a menguar los tesoros y la población.

Colmando los desaciertos, se dio el golpe de gracia, a la


alicaída industria manufacturera española. Felipe III expi-
dió un editcto por el cual dispuso la expulsión de más de un
millón de inmigrantes, comerciantes e industriales. De este mo-
do todo el esfuerzo creativo del país quedó en mal pie y España
se vio obligada a contratar y comprar las manufacturas en otros
países, quedando convertida en un mero agente comercial.

Por sus manos pasaban las riquezas del Nuevo Mundo y


con estas pagaba la industria de ufanos competidores, que de-
bían ser mantenidos a todo precio. Incluso su armada, que le
había permitido ser el único agente con sus colonias, debió so-

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portar la presencia competitiva de otras naciones, tanto más
peligrosas cuanto que ahora contaban con el apoyo de las pro-
pias colonias.

Por otro lado ya se había iniciado la composición de una


clase social propia de las colonias. Los criollos eran producto
de la mezcla de pacíficos indígenas, esclavos negros y algunos
españoles provenientes de las primeras familias de coloniza-
dores, que entonces eran considerados los habitantes de mayor
nobleza del país y tenían la oculta intención de ser mirados de
igual modo en su tierra materna, con lo cual no quedaban exentos
de los beneficios y cargos otorgados en ésta.
Estos criollos, sin embargo, demostraban recelo frente a la
política de su gobierno, pues preveían que solo llevaría a la for-
mación de una clase aristocrática nacional, lo cual constituía una
aventura para las pretensiones de su país. Con el transcurso del
tiempo se daban cuenta de que perdían las ilusiones de alcanzar
reputación y que la lista de los meritorios era lo suficientemente
larga para que la "Corte de Madrid" nunca les tomara en cuenta.

Este tipo de relación mellaba a la larga el sueño por sus


propias ideas -las de la corona- y como ya la colonia que
habían logrado conformar era una verdadera reunión de razas
y necesidades, su inserción con el medio era la garantía de su
propia existencia. Fue así como cualquier mal trato que recibían
despertaba en ellos la idea de la rebelión, convirtiéndose
en los mejores defensores de la colonia oprimida. Para esto ayu-
daban sus mejores conocimientos de la política, y aunque el largo
trabajo del clero rendía sus frutos y adormecía los ideales, tenía
que llegar el momento en que la situación cambiara. Si bien es
verdad que el gobierno podía evitar el ingreso de productos ex-
tranjeros, no había razón para que este despotismo simple basta
ra para dejar fuera del escenario las más finas particulas de luz
intelectual y libertaria.
El conocimiento del peso ejercido por España sobre las co-
lonias y sobre la balanza de la política mundial jamás tuvo rea-

300

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les efectos en el criollo, más aún cuando su patria ya no podía
sostener el papel de poder excesivo sobre las colonias de la Amé-
rica Latina.

El peso hegemónico de España había comenzado a perder


su fuerza debido a la debilidad política e industrial que mostraba
y a su dependencia manufacturera de otras naciones. A ello se
unió el hecho de que la armada ya no era la poderosa de antaño
y las colonias pronto establecieron comercio clandestino con
otras naciones, especialmente en la zona del Caribe, que debido
a la inteligencia y valentia con que emprE:ndían esas acciones,
enfrentándose a los guardacostas españoles, no encontraba pa-
rangón en el mundo. Más aún, ya eran capaces de realizar el
lucrativo negocio del mercado de esclavos entre Africa y las An-
tillas.

Por supuesto que para todos estos negocios se contó con la


complicidad de los colonos y una unión de tal naturaleza no
debía ser muy saludable para sus loables ideales.

España recibió el golpe más duro cuando la guerra entre


ella e Inglaterra cortó las comunicaciones con las colonias, al
tiempo que la obligó a defender sus puertos y los de las colonias
contra los ataques ingleses. La situación no resultó en beneficio
de los hispanos, ya que se ofreció a las colonias la ocasión de
comprobar la verdadera capacidad de sus fuerzas. Fue así como
del conocimiento saltaron al convencimiento y a la necesidad de
la unidad para combatir al enemigo común externo. Esa convic-
ción les llevaría a protegerse contra el despotismo interno que
les acosaba.

Por supuesto que todas las anotaciones anteriores son de


carácter general y, en mayor o menor medida, aplicables a los
diversos países sometidos al dominio español y que se liberaron
para edificar sus propios gobiernos independientes, sobre las
ruinas del poder hispano en América. El asunto es que para el
conocimiento más completo del ejemplo que ahora tenemos a la
mano, Colombia, seguiremos la evolución en el plano político.

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Ya hacia fines del siglo pasado comenzaban los primeros
brotes de rebelión, tanto en Venezuela como en Nueva Granada,
ocasionados en su gran mayoría por el descontento que provoca
ban las medidas comerciales y las insoportables tarifas arance-
larias impuestas a las colonias. Existía una medida que se dis-
tinguía sobre todas, la alcabala, consistente en un derecho, para
el gobierno, del cinco por ciento del valor de cada propiedad, que
se originaba en la venta de ella y su posterior cambio de dueño.

Pero aún el gobierno era fuerte y lograba sofocar rápida-


mente tales brotes de insurrección. Con las noticias de la Revo-
lución Francesa empezaron a agitarse en Bogotá las manifesta-
ciones liberales. Ante tal avance estas alcanzaban mayor serie-
dad. Hacia 1808 la noticia de la prisión de Fernando VII desató
toda una reacción de los revolucionarios que proclamaban los
derechos del rey por sobre los del designado José Bonaparte. Se
colocaban los intereses de España sobre los de Francia, siempre
y cuando que é&ta reconociera la independencia de sus colonias,
lo que se logró pese a la rigidez de las Cortes.

España ya no solo estaba en guerra contra Inglaterra sino


también contra Francia, por lo que se planteó la necesidad de la
conformación de las Juntas de Gobierno. Al conocerse la prisión
de Fernando VII se formó en Caracas un Congreso que entregó
la comentada petición a las Cortes.

La respuesta que éstas dieron fue tan extraña como dura


y errada: que las colonias debían ser pasivas y en todo seguir el
destino de la madre patria, cualquiera que este fuera. Tal res-
puesta y el descontento generado a raíz del bloqueo de la costa
de Caracas, declarado por las Cortes, motivaron sentimientos que
llevarían a plantearse la separación definitiva de la tutela his-
pana. El primer acto de insurrección ocurrió en Caracas en julio
de 1810, mediante la proclama a todo el mundo del modo como
España recibía la oferta de las colonias, ayuda frente al enemigo
común, y la instalación de un gobierno libre y soberano bajo el
nombre de Provincias Confederadas de Venezuela.

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Por ese entonces hizo su ingreso efectivo a la historia un
criollo caraqueño, Francisco Miranda, quien durante bastante
tiempo había tratado de servir a su patria. Ya antes de la Re-
volución Francesa recurrió a la ayuda del gobierno inglés, luego
a la de los norteamericanos y los franceses, siempre solicitando
apoyo para arrojar el yugo español que oprimía sus tierras.
Inglaterra, al principio, escuchó con atención las peticiones
de este luchador, pero después de la firma de la paz con España
no siguió haciéndolo, ya que el objetivo de Europa era evitar el
ejemplo de la Revolución Francesa e impedir la formación de
nuevos países de ese tipo. Los Estados Unidos eludieron el com-
promiso a través de las disposiciones de su Constitución que
impedían el uso de la fuerza a no ser que estuviera en peligro la
defensa del país. La Convención Nacional francesa, que tenía
mucho interés en sembrar en Sur América el árbol jacobino de
la revolución, ofreció a Miranda el mando de una expedición con
tal fin, pero éste no acogió el proyecto, pues debió haber sospe-
chado que una revolución a la francesa no beneficiaría a su pa-
tria, quedando postergada la empresa hasta una mejor oportu-
nidad.
Con la formación de la Confederación de Provincias, Miran-
da aprovechó la coyuntura de desplazarse hasta Caracas para
dirigir el ejército rebelde en contra de Monteverde, quien se vio
obligado a retirarse a Maracaibo. Lamentablemente las fuerzas
patriotas tuvieron que soportar el terremoto de 1812, que en el
lapso de unos minutos destruyó la mayor parte de Caracas y
causó la muerte a dos mil de sus habitantes.
Este drama fue utilizado en contra de los independentistas,
y para ello el clero se encargó de hacer una buena comedia, se-
ñalando que la causa del desastre era la desobediencia al rey y a
la corona. Estas eran palabras dirigidas hacia Monteverde, con
las cuales, veladamente, se le daba carta blanca para que mar-
chara sobre Caracas. Los españoles lograron varias victorias, lo
que hizo que Miranda tuviera que decidir el retiro de sus tropas.
Estas últimas habían sufrido un grave deterioro con el te-
rremoto; tanto, que uno de los mejores batallones de Miranda

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encontró la muerte en el derrumbe de un sitio donde se alberga-
ba. Por ello se vio en la obligación de firmar una capitulación,
en la que se hizo constar que nadie sería perseguido por sus ideas
y que cualquiera podría abandonar el país si así lo deseare. Por
supuesto, los españoles no cumplieron el pacto, basados en su
teoría de que no negociaban con los rebeldes, de manera que apre-
saron a Miranda cuando se disponía a partir a Europa. Lo man-
tuvieron en La Guaira y posteriormente lo enviaron a Cádiz,
donde, en una cárcel, este valiente hombre terminó la actividad
de sus días. Sin embargo, dejó el legado y un digno sucesor, Si-
món Bolivar, coronel del ejército, quien logró escapar hacia
Curazao.
Tales acontecimientos, si bien era cierto que aminoraban
la suerte de la independencia, no conseguían apagar su llama.
Bastó que los sentidos se recuperaran de la catástrofe de la na-
turaleza para que volviera el ímpetu, aun cuando el territorio
seguía ocupado por las tropas invasoras.
En 1813 el general patriota Nariño formó una fuerza en
Cumaná, la que estaba en condiciones de enfrentar a las realis-
tas, y con el retorno de Bolivar, a quien le había sido entregado
el mando de los ejércitos de Nueva Granada, seguidora del ejem-
plo de Venezuela, y la marcha de esas tropas desde Cartagena a
Mompós se desataron ofensivas contra los españoles. El primer
encuentro con éstos ocurrió en Cúcuta, en el cual los patriotas
alcanzaron el triunfo y la marcha creció en número y en inten-
ciones. Bolivar se consideró lo suficientemente fuerte como para
buscar el encuentro con Monteverde, en Valencia. La victoria
lograda obligó al general español a retirar sus tropas y encerrar-
se en Puerto Cabello. La capital estaba abierta para los patrio-
tas. En agosto de 1813 Bolivar se presentó en Caracas.
La campaña había tenido una duración de casi un año. Las
divisiones de los americanos fueron comandadas por Bolivar,
Nariño, Páez, Bermúdez y Urdaneta. Las tropas realistas tuvie-
ron como jefes a Monteverde, Morales, Cajegal, Boves y Rosette.
La guerra empezó a mostrar sus cambios y después del anterior
triunfo patriota comenzaron los avances de los realistas.

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En Caracas Bolívar renunció al mando de las tropas que le
confiara el congreso de Nueva Granada, pero en enero de 1814
se formó una dirección militar cuyo mando le fue dado a él, lo
cual debe comprenderse porque la situación misma determinaba
la existencia de tal tipo de gobierno.
La racha triunfal y los logros alcanzados no lograron ser
mantenidos durante mucho tiempo, pues Bolívar fue derrotado
en dos ocasiones por el general Boves, en La Puerta y Arigüita,
y obligado a dejar a Caracas y embarcarse para Cartagena.
Lo espeluznante aparece en esta etapa de la reconquista, en
que las crueldades cometidas se repartieron en forma equitativa.
El solo mencionarlo hace temblar a la humanidad. La responsa-
bilidad, fuera de toda duda, corresponde a los españoles, que
desataron el horror de la guerra. Por lo tanto, esperar que no
existieran represalias, era una utopía. Fue así como la contienda
resultó una verdadera barbarie digna de las épocas más oscuras
y primitivas de la humanidad.
En la lucha no se daban cuartel y los prisioneros que se
hadan en cada retirada eran masacrados en el acto o llevados
al cuartel general donde se les asesinaba en masa. Parecía que
esta guerra quería erradicar del léxico la palabra "prisioneros".
No eran éstos los únicos desafortunados, pues también se
extendía a las personas que pensaban de un modo diferente a la
de la política imperante en el gobierno. Cuando se reunieron
gran cantidad de ellos en las cárceles se emuló a la Revolución
Francesa: se les mató.
Entre esas "hazañas" pueden mencionarse la de Montever-
de, que ordenó matar al Coronel Briceño junto con siete oficiales
de Bolívar, y la masacre que hicieron las tropas realistas en
Barinas. Bolívar encontró una buena manera de vengarse y or-
denó el fusilamiento de los prisioneros que se mantenían en
Caracas y La Guaira; de este modo fueron ejecutados más de
ochocientos infelices españoles.
Después de la ocupación de Puerto Bellota, lugar donde
Monteverde debió defenderse, se implantó la práctica, aceptada

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por ambos bandos, de colocar a sus respectivos prisioneros en
los primeros lugares de combate: así, recibían el fuego graneado
de las balas de sus propios compañeros. Eran los conejillos dd
indias de la táctica enemiga.
Después de todos estos acontecimientos Nueva Granada se
vio afectada por escisiones. Hacia 1808 se habían formado dife-
rentes Juntas Regionales que empezaron a disputar entre sí. La
discusión central se refería al tipo de gobierno que debían aco-
ger; para unos era el federal, para otros el central. El desacuer-
do casi les lleva a una guerra interna entre el sector del congreso
de Nueva Granada que funcionaba en Tunja y el del sur o Junta
de Cundinamarca, cuyas sesiones se celebraban en Bogotá, de
donde en 1810 fue expulsado el último virrey español.
La posibilidad de continuar la guerra resultaba así tan irri-
soria como incomprensible. La decisión, afortunadamente, fue
alterada debido a que los españoles entraban desde el Perú y
los sectores en discordia tuvieron que colocarse a las órdenes
del gobierno central hasta cuando quedara en claro cuál sería
el tipo de gobierno que más les favorecía y se lograra la destruc-
ción del enemigo, los realistas.
El joven criollo Antonio Nariño, uno de los más grandes
genios político-militares que haya formado la revolución de Sur-
américa, recibió el mando de las tropas de la coalición y durante
un año no solo resistió a los españoles sino que les causó duros
reveses, expulsándolos de la provincia de Popayán; pero sufrió
una grave derrota en Pasto, región montañosa, y fue tomado
prisionero.
Por esta época regresó Bolívar, tras la derrota de Arigüita,
usando nuevamente la vía de Cartagena. A su llegada a Tunja
el congreso de Nueva Granada le confirió el mando de las tropas,
por segunda vez, ahora para reprimir a la Junta de Cundinamar-
ca, con la cual subsistían los desacuerdos. Derrotó al General
Alvarez, disolvió esa Junta y unió los ejércitos bajo la perspec-
tiva de expulsar de Santa Marta a los realistas, que fue la de-
cisión y responsabilidad que recibiera del Congreso.

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A tal fin se dirigió, con cerca de tres mil hombres, sin armas
y casi sin municiones, hasta Cartagena, en donde no recibió apo-
yo de su gobernador Castillo, quien no quiso entregarle los per-
trechos necesarios, por ser éste oriundo de Caracas, asi que Bo-
lívar no pudo hacer nada.
Este último pensaba hacer uso de las atribuciones que le
otorgara el Congreso, cuando hizo su aparición el General Mori-
llo. Este traía una fuerza muy superior, con lo que puso fin
a todas las desavenencias de los patriotas. Bolívar se vio
obligado a dejar el país y escapar a Jamaica, no sin antes entre-
gar el mando de las tropas a Castillo para que este procediera
a la defensa de Cartagena.
El nuevo general español era enviado por Fernando VII,
quien, como consecuencia del triunfo aliado, logró en 1814 que-
dar en libertad y volver a sentarse en el trono. Tenía puestas
sus esperanzas en que bastaría una Constitución en la que otor-
gara a las colonias iguales derechos que a los españoles. P ero la
realidad era que solo quería hacerles alimentar ilusiones, ya
que, en estricta verdad, no tenía intención de aplicar esta norma
sino que, por el contra1·io, se dedicó a obtener la sumisión in-
condicional de los colonos. Esto parecía un premio a la lealtad
demostrada durante el cautiverio del rey. Fernando VII les re-
galaba un decreto que prometía el olvido de todo lo ocurrido en
su tiempo de ausencia, y noblemente ofrecía a los patriotas que
se colocaran las cadenas que a fuerza de tanta lucha se estaban
quitando. Al ver que la respuesta no era la esperada, decidió
usar otros métodos. De ahi el envío de Morillo al frente de diez
mil hombres. Así haría valer sus derecho al otro lado del océano.
Cartagena resistió heroicamente durante cuatro meses, pero
finalmente tuvo que rendirse. El avance del general triunfador
siguió por Nueva Granada, sin que existiera fuerza capaz de
resistirle. La huella de la furia de este español era fácil de se-
guir; para ello solo bastaba recorrer los rastros de la destruc-
ción que indicaban su paso.
Cada criollo conocido por alguna habilidad o por sus cono-
cimientos fue perseguido y fusilado al instante. El propio gene-

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ral se jactaba en sus informes al rey de que no dejaría, en toda
la Nueva Granada, un solo sospechoso con vida y acompañaba la
promesa de actuar según el espíritu de los españoles conquista-
dores.
La guerra que llevaba adelante España era tan cruel y san-
guinaria que resultaba comparable a la desatada por Jos turcos
en Grecia. Morillo no necesitaba ser musulmán para emular a
Ibrahim Pachá.

Pero Bolívar no estaba inactivo en las Antillas. Después


de lograr escapar al ansia de un asesino a sueldo de los españoles,
recibió en Santo Domingo el apoyo de Boyer, presidente de esa
nación, y pasó luego a Curazao, donde encontró a Brion, quien
le entregó dinero y una pequeña escuadra. Reunió después una
cantidad importante de emigrados, en la isla Margarita, que le
fuera arrebatada a los españoles por un jefe patriota de apellido
Arismendi. Reclutó a más gente y se dirigió hacia la costa vene-
zolana, tocando tierra firme en Cumaná. De nuevo encontró
problemas y al ser atacado por Morales, se vio obligado a em-
barcarse en dirección a las islas.

Bolívar permaneció un tiempo en Santo Domingo. Allí con-


siguió nuevas fuerzas y retornó a su tierra por tercera vez. Lle-
vaba t:!l _propósitv de no abandonarla mientras existiera un solo
invasor en ella. Tuvo una corta estada en Barcelona; atravesó
los llanos entre la Costa y el río Orinoco y ocupó a Angostura, la
ciudad más importante del sector y capital de la provincia espa-
ñola de Guayana. Allí estableció el nuevo gobierno, en espera de
que condiciones más favorables le permitieran trasladarlo al
punto central de la futura república.

Al ocupar esta ciudad quedó en condiciones de abrir una


ruta utilizando las aguas del Orinoco, que le pondría en comuni-
cación con Europa y especialmente con Inglaterra. Esto tuvo
una vital importancia, pues comenzó a recibir gran cantidad de
refuerzos, tanto de oficiales como de soldados y utensilios. Pron-
to, para evitar las especulaciones se inició el envío de patriotas.

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Parecía que la planta de la libertad estaba echando sus raí-
ces en Venezuela. Pero la verdad era que Morillo continuaba
haciendo estragos en Nueva Granada, aunque muy pronto le
llamaría la atención la serie de triunfos que Bolívar y sus tropas
alcanzaban. Entonces se decidió a actuar. Dejó hombres en Car-
tagena, Santa Marta y Bogotá, en la última de las cuales se ins-
taló nuevamente un Virrey, Sámano; marchó hacia Caracas, y
tras reunirse con un refuerzo español de mil seiscientos nuevos
hombres, partió a atacar a Bolívar.
Se encontraron a comienzos de 1817. Entre estos generales
se desarrolló un estilo de guerra complicado y destructor. Du-
rante dieciocho meses el transcurso de las batallas fue cam-
biante.
Finalmente las tropas patriotas se cansaron de este verda-
dero sacrificio de vidas y decidieron una marcha, basta ese en-
tonces considerada imposible de efectuar. Se trataba de atrave-
sar la cordillera del este, que separa a Venezuela de Nueva Gra-
nada, y caer sorpresivamente sobre las tropas españolas que allí
se encontraban, para continuar abriéndose paso hacia la capital.
Con tal idea en la cabeza, Bolívar dejó que Morillo se en-
cargara de los movimientos de Páez, el general patriota, quien
serviría de distracción al hispano, mientras que el grueso de las
fuerzas marchaba con Bolívar lejos de ese escenario. Este se
unió con Santander en Tame y después de trasmontar la cordi-
llera cortaron la senda al otro lado de la provincia de Tunja.
Tras un recorrido de dos meses y con unas tropas muy can-
sadas, 11egaron éstas al pie de los cerros y empezaron su ascen-
sión, la que se veía entorpecida por las lluvias constantes que
aumentaban los torrentes. Las aguas por donde debían pasar en
varias ocasiones arrastraron a soldados y mulas.
El tiempo se confabulaba contra las intenciones libertarias,
causaba daño a las armas y las municiones; la lluvia y la nieve
impedían a los hombres dar reposo a sus cansados cuerpos. No
encontraban el reparador fuego que les permitiera cocinar sus

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alimentos ni secar sus ropas. Pero la llama seguia alta y un
ejército fogueado en duras pruebas -aunque bastante diezma-
do- alcanzó la cumbre, gozando de la inolvidable vista que las
aguas del Gallinazo le ofrecían a los pies de las alturas, allá en
Tunja. Este fue el lugar que permitió descansar a un agotado
ejército que marchaba en dirección a Bogotá. Dos dias bastaron
para que la marcha prosiguiera.
Las tropas no alcanzaron a avanzar mucho cuando se en-
contraron con las fuerzas del Virrey, avisadas de la increíble
marcha que aquellas realizaran en las alturas andinas. El 25 de
julio fue sobrepasada la vanguardia que rlirigia el coronel Ba-
rreiro, en Vargas, y con fuerza incontenible siguieron hasta
Boyacá.
Los patriotas, bajo las órdenes de BoUvar, obtuvieron, el 7
de agosto, una de las victorias más grandes y decisivas. Casi todo
el ejército español cayó en la batalla o fue tomado prisionero.
Ningún realista con armas se interpuso en el camino del ejército
victorioso hasta Bogotá. Entonces, con excepción de Cartagena
y Santa Marta, no quedaban fuerzas realistas en el territorio
de Nueva Granada.
En los encuentros reseñados asi como en las batallas libra-
das en las playas del Orinoco, las tropas patriotas estuvieron
reforzadas por un cuerpo de ingleses que, bajo el nombre de
Batallón de Albión, ayudó en gran medida al triunfo. Bolivar
estaba tan contento con sus cualidades que después de Boyacá
les distinguió con grados de generales y honró a todo el batallón
con la Orden de los Libertadores, la más grande muestra de ho-
nor en el pais. Por lo demás, fue un cuerpo que se ganó el respeto
de todos, que se inició con la travesía de la cordillera, donde
bregó como uno más sin desfallecer. Poco después tendrían de
nuevo la oportunidad de mostrar sus virtudes y complacer a
Bolívar. Al año siguiente ellos fueron quienes iniciaron la bata-
lla de Carabobo, en la cual perdieron la mitad de sus fuerzas,
contando entre estas a su valiente jefe el Coronel Ferrier.
En 1820 se preparó una expedición para liberar a la ciudad
y provincia de Santa Marta. Con este fin se envió un destaca-

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mento que se uniría al recién llegado cuerpo del coronel Monti-
lla, quien estaba en Sabanilla. Luego se les juntó el almirante
Brion, procediendo a instalarse en Barranquilla. Dos batallones
se colocaron bajo el mando del coronel Carreño, los mismos que
poco antes habían aniquilado al cuerpo español enviado desde
Ciénaga. Una rara escuadra, compuesta de pequeñas embarca-
ciones equipadas con un cañón de calibre menor, se envió por el
archipiélago de Cuatro Bocas, realizándose un ataque conjunto
por mar y tierra. Santa Marta, tomada sorpresivamente y con
mucha fuerza, se rindió.
Esto permitió a los patriotas alcanzar una posición fija en
la costa, además de abrirles las compuertas de una excelente
comunicación con las islas del Caribe.
En 1820 se firmó un armisticio entre Bolívar y Morillo, tras
el cual el general español se marchó a su tierra dejando el mando
de las tropas a Latorre y Morales. El Libertador consideró que
ese pacto no le favorecía y lo rompió, disponiéndose luego a li-
brar la batalla definitiva: la de Carabobo, en la que los realistas,
si bien mayores en número, sufrieron una derrota estruendosa.
Los sobrevivientes casi no alcanzaron a encerrarse en Puerto
Cabello, ciudad que era la única que España mantenía en todo
el territorio. Los patriotas en seguida ocuparon la zona.
En octubre del mismo año fue tomada Cartagena, operación
en la cual cupo papel importante al coronel Padilla, quien con
sus pequeños cañones seguía cooperando al éxito de los patriotas.
Era así como las fuerzas hispanas solo ocupaban a Puerto
Cabello, en toda la extensión comprendida entre el limite de
Méjico y la boca del río Orinoco. Pero aún mantenían sus pies
firmes en el Perú, por lo que Bolívar envió un destacamento para
reforzar al general Sucre, quien alH conseguía algunos éxitos.
La batalla de Pichincha, en 1822, dio a los patriotas -hoy
llamados colombianos- el temible dominio sobre todo el territo-
rio que se cobijaba bajo el nombre de Nueva Granada.
Morales, con la ayuda de algunos refuerzos, consiguió ini-
ciar una nueva ofensiva. Para ello se afirmó en Puerto Rico y

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Cuba y desembarcando con cerca de quinientos hombres logró,
ayudado por la inexperiencia del encargado militar, tomar la
ciudad y su fortaleza. Con esto alcanzó una posición que le per-
mitía marchar a Caracas, Bogotá y Santa Marta. Morales no
demostró mayor interés en abandonar sus posiciones, no en vano
era el militar más capaz de España y el enemigo más peligroso
de Colombia. Durante un año mantuvo la 8ituación y habría se-
guido mayor tiempo si hubiera recibido apoyo de su patria y
aprovechado la ausencia de Bolívar que se encontraba luchando
en el Perú.
Nuevamente los laureles históricos le fueron favorables al in-
trépido y sagaz coronel Padilla, quien, con una reducida escuadra
de pequeños barcos de guerra y sus ya famosos cañones de pe-
queño calibre, logró vencer a la flotilla de Morales, consistente
en treinta embarcaciones de pequeño calado.
En este combate naval los colombianos se colocaron a la
altura de sus mayores éxitos. Padilla destruyó la flota española
y Morales viose obligado a capitular en Maracaibo, con la sola
condición de que le dejaran libre, se embarcara a España y ja-
más volviera a servir en contra de Colombia.
Con esto se comprobó la importancia vital que Puerto Cabe-
llo tenía para los españoles y la seguridad colombiana, por lo
que se decidió ocupar esa fortaleza. El asalto tuvo tal fuerza que
ellO de noviembre de 1823 capituló la ciudadela de la guarnición,
perdiendo asi los españoles el último punto de apoyo que les
quedaba en este país. Habían pasado trece años de feroz, san-
grienta y heroica lucha libertaria.

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CAPITULO XVII
LA REPUBLICA DE COLOMBIA

Como ya se ha mencionado, en el año de 1811 Venezuela


adoptó una Constitución que, debido a la misma guerra, no tuvo
mayor valor, como ocurrió con la toma de la capital, cuyo go-
bierno consistió en una especie de dictadura, de la que se hizo
cargo Bolívar. Poco a poco las Juntas se expandieron por toda
la Nueva Granada y en cada una de ellas dictaban constitucio-
nes especiales, a las que las unía un punto común: la indepen-
dencia de España y una forma republicana de gobierno.
Al notar los patriotas, por el año 1821, que tenían en su
poder el control de casi la totalidad de Nueva Granada y Vene-
zuela, decidieron reunirse en Cúcuta -ciudad limítrofe de am-
bos territorios- y otorgarse una ley fundamental, el 12 de julio
del año mencionado. Así ambos estados, Nueva Granada y Vene-
zuela, se unieron en una sola, indivisible y soberana república,
la República de Colombia, con capital en Bogotá. Esta mientras
se erigiera una con el nombre de su primer presidente: Ciudad
Bolivar.
Este mismo congreso tuvo a su cargo la elaboración de la
nueva Constitución, que fue proclamada como oficial el 20 de
agosto del mismo año. Dicha Constitución parecía tener como
modelo la de los Estados Unidos de Norteamérica, con todas las
similitudes que es posible encontrar y permitir entre un gobierno
federal y uno de carácter central. De cualquier forma aparecían
inmediatamente las diferencias, especialmente en lo relativo al
modo de elegir los representantes de la Nación.

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Los norteamericanos designan, ellos mismos, a sus represen-
tantes al Congreso. El pueblo de Colombia debía hacerlo a través
de las elecciones, nombrando electores. Este mecanismo era el
señalado por la Constitución. El mal radicaba en que luego estos
mismos escogían a los representantes, ya que no se consideraba
al pueblo con la capacidad suficiente para elegirlos.
Con una medida como esta se obtenía como resultado poner
a la voluntad popular bajo un cuerpo de tutores, lo que rompía
la comunidad que debía existir entre ellas y creaba dependencia.
Es decir, más parecía estarse formando un estado de tipo repre-
sentativo, pues los elegidos debían rendir sus cuentas a ese cuer-
po de tutores.
Estos electores eran nombrados en proporción de uno por
cada cuatro mil ciudadanos; su período tenía una extensión de
cuatro años; con grandes derechos para elegir representantes y
senadores, además del Vice-Presidente y el Presidente. No deja
de inquietar el hecho de que tal institución pudiera estar alte-
rando el pensamiento y espíritu democrático establecido en la
Constitución, llevándolo a un campo aristocrático no contempla-
do, o bien, a una deformación del régimen republicano, donde
obtuvieran ganancias las oligarquías. Al observar estas desvia-
ciones se llega a la conclusión de que durante bastante tiempo
las diversas clases y colectividades no contarán con amplias
libertades políticas.
Con el fin de facilitar el respeto y aplicación de las leyes y
para el fomento y control de las elecciones, la república se en-
cuentra dividida en doce departamentos, los que, a su vez, se.
subdividen en provincias, cantones y parroquias.
La dirección de cada departamento (que corresponden a
nuestras provincias) está confiada a un intendente, el que es
nombrado por el Presidente, pero para su aprobación se necesi-
ta la sanción del Congreso. En virtud de la ley fundamental, el
poder de que goza abarca solamente la administración juridica
del departamento. En casos de excepción -como la guerra- o
cuando el Presidente lo estime preciso para la seguridad nacio-

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nal, puede otorgar a dicho funcionario el mando militar. Para
que esta excepción pueda ser cumplida, el intendente debe poseer
el rango de general. Actualmente en muchos casos el intendente
es un general de la República. Los decretos destinados a las go-
bernaciones, pasan por sus manos, ya que los gobernadores están
subordinados a su mando.
Suele suceder que ambos cargos están ocupados por milita-
res. En tal situación se les hace asesorar o asistir. En el rango
inmediatamente inferior a los gobernadores se encuentran los
dirigentes de los cantones que, bajo el nombre de juez-político,
son a quienes corresponde juzgar en los actos jurídicos y policía-
cos. Les siguen los alcaldes (muy parecidos a nuestros f iscales
o comisarios distritales), que en número de dos están a cargo de
la parroquia.
El sueldo de los alcaldes -quienes son nombrados por el
cantón- y el de los jueces políticos, es el honor de servir. Es
decir, no cobran remuneración alguna. Por otro lado, el sueldo
de un gobernador está en relación directa con el tamaño del te-
rritorio bajo su control; puede calcularse en unas tres mil pias-
tras. Un intendente dobla esa suma en sus ingresos.
Cada departamento elige cuatro senadores. Las provincias
designan un representante por cada treinta mil habitantes.
El modo de elegir estos representantes es el siguiente. El
último domingo de julio, cada cuatro años, se reúne a todos los
ciudadanos de las parroquias, con derecho a voz y voto. Para ob-
tener tal derecho se requiere ser colombiano, casado, de veintiún
años de edad y que sepa leer y escribir. Por un artículo de la
Constitución se ha suspendido esta exigencia hasta el año de
1840, puesto que de cumplirse ella, muchos ciudadanos no ten-
drían el derecho de voto.
Además el votante debe ser dueño de una. propiedad por
valor mínimo de cien piastras o ejercer el comercio o un oficio
de artesano. Quienes reúnan la.les características designan a los
electores del cantón, en proporción de uno por cada cuatro mil
habitantes. Si la población del cantón no alcanza a reunir ese
número, mantiene el derecho de elegir un representante elector.

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Para llegar a ser elegido como tal, se requiere tener derecho
a voto, saber leer y escribir, tener veinticinco años cumplidos,
vivir en alguna de las parroquias del cantón, tener una propie-
dad fija cuyo valor sea de quinientas piastras, o bien tener un
ingreso anual de trescientas piastras. En r,aso de no cumplir con
estos requisitos se puede optar a uno de esos cargos si se es
investigador científico o se tiene un grado de tal calidad.
Al llegar el primer día de octubre, cada cuatro años, los
electores se reúnen en la capital de la provincia y al constituirse
el quórum de dos tercios de sus miembros se procede a las elec-
ciones de rigor. La jornada comienza con la designación del
Presidente de la República. Le sigue la del Vice-Presidente, para
pasar luego a la de los senadores para el departamento, y final-
mente los representantes de la provincia.
El Congreso consta de cuarenta y ocho senadores y cerca
de cien representantes, los que, de acuerdo con la Constitución,
deben reunirse en Bogotá el 2 de enero de cada año. El período
de sesiones se prolonga por noventa días, pero si en ese lapso
no han sido agotados los temas por estudiar -lo más normal
en estos casos- aquel se extiende durante treinta días más. En
todo este tiempo los miembros del Congreso reciben nueve pias-
tras para gastos de estada y media piastra por cada cinco kiló-
metros de distancia de su provincia. Con esto se pretende entre-
garles una cuota que les permita subvenir a sus gastos. En gene-
ral se tiene la impresión de que tales recursos son mínimos y que
con el dinero entregado para los gastos de hospedaje, etc., se
ayuda a los del traslado, ya que con esa cantidad no alcanzan
a ninguna parte.
El salario que percibe el Presidente es de treinta mil pias-
tras anuales, y el del Vice-Presidente de dieciocho mil piastras
anuales, las que pueden verse aumentadas en seis mil más, en
caso de ausencia del Presidente, cuando entra a representar al
Ejecutivo. El gabinete consta de seis secretarios de Estado, que
actualmente son: Asuntos Exteriores, señor Revenga; del In-
terior: I. Restrepo ; Finanzas : Castillo; Justicia : F. Restrepo.

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Encargado del Ejército: General Soublette; y para la Armada :
Almirante Clementi. Cada uno de ellos recibe un salario de seis
mil piastras anuales.
La Suprema Corte de Justicia está compuesta por cinco de-
legados, cuya elección proviene de la propuesta que el Presidente
hace a la Cámara de Representantes, mediante el envío de una
lista compuesta por quince candidatos. La Cámara elige a diez;
sigue su curso el trámite en el Senado, y de esta instancia sale
una lista de cinco personas, que, en definitiva, son las elegidas.
Aparte de cumplir con los requisitos estipulados para los electo-
res, los miembros de la Corte deben tener treinta años de edad
y ser juristas. Su salario alcanza anualmente a las cuatro mil
piastras y permanecen ejerciendo esas funciones mientras cuen-
ten con la confianza del gobierno. Este tribunal tramita los jui-
cios de última instancia que han llegado hasta él para su fallo
definitivo. Hay también tribunales en las provincias, cuyos
miembr os son designados por el Poder Ejecutivo previa propo-
sición que hace la Corte Suprema de Justicia. Tales f uncionarios
gozan de un sueldo de tres mil piastras anuales.
Cuando se van uniendo tantos valores, además de los funcio-
narios de aduana, correos, etc., nos encontramos con que los
gastos de la Administración son demasiado elevados. Esto sin
mencionar los altos ingresos que deben destinarse al ejército y a
la armada, máxime si al tiempo sus miembros ocupan altos pues-
tos en la burocracia estatal.
Hasta el momento Colombia cuenta con veintiseis mil hom-
bres de infantería, cinco mil de caballería y dos mil de artillería.
La constitución otorga facultad de modificar estas fuerzas en la
medida de las necesidades del país, lo que lleva a suponer que
deberán pronto disminuir en parte importante.
Los salarios señalados durante la guerra (cuando eran entre-
gados y recibidos) tenían el siguiente orden: un coronel obtenía
doscientas piastras mensuales; un subteniente, treinta piastras
y un soldado diez piastras. El Congreso actual ha rebajado esas
cantidades, y así un coronel percibe ciento treinta piastras men-
suales, en tanto que el soldado seis piastras.

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En 1825 el ejército costaba a la administración pública cerca
de tres mil1ones de piastras. Otra medida tomada es la de hacer
más selectivo el reclutamiento, ya que las nuevas necesidades no
exigen la conscripción masiva obligatoria. Hoy todos los colom·
bianos, entre dieciocho y treinta años, están en un grado de cons·
cripción donde la quinta parte de sus miembros es reemplazada
por sorteo. Mediante este sistema el máximo período de obliga-
ción militar puede alcanzar cinco años, pero siempre queda la
posibilidad de colocar otro nombre en reemplazo.
Además existe una milicia formada por toda la población
masculina del pais, entre los dieciseis y los cuarenta años, pero
esta fuerza aún no está organizada. En la actualidad continuar
con los reclutamientos no es tan necesario, más aún cuando se
observan los batallones que regresan de la campaña del Perú. El
verlos nos hace decir que Colombia tiene un ejército más que
suficiente para defenderse de la invasión española.
Sin embargo, cuando se pasa revista a la situación de la
armada, el cuadro cambia en muchos aspectos. Grandes han sido
los esfuerzos por llevarla a un sitio de respeto, pero no se har..
obtenido Jos resultados ansiados. En octubre de 1826 la armada
estaba compuesta por tres fragatas, cuatro corbetas, algunos ber-
gantines y unos pocos cañones de bajo calibre. Una de esas cor-
betas y varias emba1·caciones menores se encuentran varadas
en la costa del Pacífico.
Esta fuerza podría tener grados de desarrollo si estuviera
bien equipada y ejercitada su tripulación. Al no ocurrir esto salta
el interrogante de por qué el gobierno insiste en mantenerla, si en
verdad jamás, podrá estar a la altura que sus costas requieren.
De todas maneras no puede culparse al gobierno de no tratar de
conseguir logros.
Recientemente se ha fundado en Cartagena la Escuela de
Cadetes Navales de donde egresaron los dos primeros oficiales, en
1825. Fuera de esto, el último congreso dictó una ley mediante la
cual todos los colombianos, entre catorce y cuarenta años de edad,
que viajen por mar o ríos, como medio de trabajo, tienen la posi-
bilidad de ser miembros de la tripulación de un barco de guerra.

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En verdad la primera medida mencionada puede contribuir
bastante al mejoramiento de la calidad de los oficiales, pero la
última no asegura tal avance, ya que no contempla un problema
de calidad sino solo el aspecto cuantitativo. No se necesita discutir
mucho para convenir en que un bogador de río no reemplaza a
un marinero experimentado. Es como establecer semejanza direc-
ta entre un pájaro vadeando los pantanos con un ave acuática
deslizándose en el mar. En cuanto a los gastos, el Ministro de
Marina estimó necesaria la suma de cuatro millones de piastras,
para el período de 1826, con lo que atenderá a gastos de alimenta-
ción y mejoramiento.
Del cuadro expuesto se desprenden los apuros por los que
debe pasar la caja fiscal, más aún si a todo se le suman los prés-
tamos e intereses contraídos en el extranjero.
Cuando la colonia inició la guerra contra los españoles, los
medios de que disponían los patriotas eran bastante escuálidos,
y pese a que los gastos de una guerra en Suramérica son menores
comparados con los de un conflicto en Europa, se hacía necesario
tener dinero o créditos para la compra de armas y municiones.
Por lo tanto debían recurrir a la mano extranjera.
Por supuesto que nadie quería arriesgar por el solo hecho
romántico de la libertad de un pueblo o cosa por el estilo. Todos
quedan obtener ganancias, la guerra les ofrecia una inversión.
Especuladores de tal calibre se podían conseguir en Inglaterra o
en las Antillas. Los precios eran altos, los intereses subidos y las
condiciones, en general, una verdadera carga, casi imposible de
resistir.
Cuando la República comenzaba apenas a sacudirse de la
pesadilla de la guerra, empezaron a tomarse medidas para la can-
celación de las deudas contraídas. Con este fin se obtuvieron prés-
tamos en Inglaterra, entre los años 1822 y 24, por un monto cer-
cano a los treinta y cuatro millones de piastras, con interés anual
del seis por ciento y plazo de pago de treinta años, en cuotas se-
mestrales. Además de esta deuda se encontraban los sueldos atra-
sados que el gobierno adeudaba a sus veteranos de la guerra.

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La nación, entre sus ingresos más importantes, cuenta con
los de la aduana, el monopolio del tabaco, las contribuciones di-
rectas, la sal, el papel sellado, las minas de oro y plata y el correo.
Todos aportan en ese estricto orden, pero al momento no son su-
ficientes para cubrir los gastos estatales. Según un plan trazado
por el Ministro de Finanzas, se confía aumentar esos aportes en
tal medida que el país podrá cancelar puntualmente sus deudas
de interés en un plazo de seis meses. Actualmente se ha dedicado
a cancelar sus deudas internas.
Ahora se está a la espera del pago que adeuda el Perú a Co-
lombia por los servicios de guerra, lo cual hace presagiar que las
finanzas del país tendrán un incremento aliviador y que a un
plazo no muy largo podrá Colombia sacar sus finanzas del punto
bajo donde se han mantenido por largo período.
Indudablemente que para la economía de un país es de gran
importancia el comercio con el exterior. Colombia cuenta con
recursos estupendos como para mantener un comercio de ex-
portación de mucho valor. Las tierras de Suramérica no solo son
aptas para producir mercancías tropicales, sino que, a la vez, en
sus regiones montañosas se pueden dar la mayoría de los pro-
ductos de clima templado. Tampoco deben dejarse de lado los
aportes que hacen los metales preciosos como el oro y la plata,
aunque también se encuentran minerales como el hierro, cobre,
plomo, etc., además de sal y carbón de piedra. En el momento
y por algún tiempo más, el valor del oro y la plata motivarán el
desprecio por estos últimos. El estudiar esta amplitud de posi-
bilidades es lo que hace decir que este país, con una industria-
lización adecuada y el aumento de población, será capaz de sa-
tisfacer sus necesidades sin requerir de la ayuda extranjera;
incluso podrá desarrollar una política amplia de exportaciones.
Pero debido a la urgencia de la situación presente, me dedicaré
a enumerar y comentar los productos que actualmente tiene Co-
lombia.
Sin lugar a duda el lugar primero entre ellos le corresponde
al cacao, que se cosecha en buenas cantidades y en excelente ca-
lidad. Este producto, con la excepción de Guatemala, solo se

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encuentra en estas tierras, por lo que se presta para su expor-
tación. Este árbol de pequeño tamaño necesita tierras bajas y
calientes, con la sombreada protección de árboles de mayor tama-
ño. Tal característica hace de las provincias bajas de Colombia
el paraje ideal para su producción. Las tierras donde se está
dando se encuentran en la costa de Venezuela, en los alrededores
del lago de Maracaibo y en ambas orillas de los ríos Magdalena
y Orinoco.
Aunque este árbol no da sus productos hasta los ocho o nue-
ve años, representa con largueza un negocio, ya que otorga tres
cosechas al año, en un lapso de vida de veinte a treinta años.
Necesita tan pocas atenciones que se considera que basta un
hombre para el cuidado de mil árboles. La cosecha de un año
alcanza a unas veinticinco fanegas de granos de cacao y cada
uno de ellos tiene un valor de veinticinco piastras. Es dificil dar
datos de la exportación durante la guerra, pero antes de la re-
volución de la Independencia Venezuela obtuvo un ingreso por
las ventas de este producto por valor de tres y medio millones
de piastras.
La inseguridad provocada por la guerra anglo-española hizo
que las exportaciones de cacao no se mantuvieran normalmente,
lo que trajo la consiguiente merma en sus cosechas, con lo cual
se propiciaron las condiciones para la siembra de cafetos, ya que
estos se mantienen por mucho mayor tiempo y sus frutos se pue-
den almacenar en depósitos hasta que los precios resulten conve-
nientes para su venta. Los venezolanos son quienes más auge e im-
portancia le han dado al café. Ahora comenzó éste a cobrar fuer-
za en las provincias de Nueva Granada, cuyas tierras se prestan
para su cultivo ya que necesita menos calor y humedad que el
cacao. En 1812 Venezuela exportó cuatro millones de libras de
granos de café. Por el aumento alcanzado puede decirse que ac-
tualmente forma el articulo de exportación de mayor importan-
cia para Colombia.
En tiempos pretéritos el índigo ocupaba un puesto impor-
tante en las exportaciones del pais, pero su producción ha dis-
minuido considerablemente. El valor, encarecido por los costos

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de transporte, contratación de personal y sus cuidados, llevó a
que cayera en tal decadencia que aún no se ha repuesto. Tales
razones hicieron que los europeos miraran hacia el producto que
ofrecían las Indias Orientales. Si bien se reconoce que el índigo
de estas tierras es más fino y de tonos más brillantes, se observa
que no se mantiene tanto tiempo como el de las Indias. Pero no
debe desconocerse que el sueldo de un obrero en éstas es incom-
parablemente más bajo que uno de Suramérica, lo cual permite
abaratar los costos y entrar con mejor pie a la competencia en
el mercado. Desde estas tierras, poco antes de la guerra, se ex-
portó casi un millón de libras, avaluadas en cerca de trescientas
mil piastras.

Otro producto que se encuentra en las provincias bajas es el


algodón. La caída de su precio en el mercado europeo ha redu-
cido considerablemente su producción actual, máxime si se con-
sidera que no puede entrar en competencia con el algodón de los
Estados Unidos, considerado de mejor calidad. En Cartagena
se llegó a pagar entre veinte y treinta piastras por cien libras,
pero ahora no ofrecen más que ocho, e incluso seis piastras, lo
cual hace que el interés se desplace hacia la siembra de otros
productos más rentables. Una causa que no puede dejar de men-
cionarse y ha tenido incidencia directa en la calidad del algodón
es el descuido de las tierras y la mala limpieza que se hace de la
cosecha. Para la preparación del terreno se limitan a cortar los
bosques y a quemar lo que de ellos queda. Sin arar, se hace la
siembra de granos de maíz en hileras distanciadas a diez pies.
Cuando las semillas han brotado, se procede a la siembra del
algodón, el que crece protegido por las matas de maíz. Cuando
el algodón ha alcanzado fuerza suficiente, se corta el maíz; he-
cho lo cual el producto futuro no tendrá ningún otro cuidado.

La limpieza de lo recolectado queda a cargo de las mujeres,


quienes con palos, lo trillan en el suelo. En Norteamérica los
campos algodoneros se preparan cada año y la cosecha se limpia
con máquinas, que sí logran liberar a la flor de sus semillas. Al
analizar ambos métodos salta a la vista cuál es el de mayor co-

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rrección y, por supuesto, que si los colombianos decidieran ser
tan cuidadosos como sus competidores pronto recobrarían el
prestigio en el mercado mundial.
De los productos que Colombia posee, el tabaco es el que
menos aporta a la economía interna, ya que el gobierno lo ha
monopolizado a tal grado que no es un artículo de exportación.
El es el único vendedor de tabaco en el territorio y toda la pro-
ducción que se obtiene es almacenada en las bodegas que para
ello destina. Ningún otro colombiano distinto de los agentes de-
signados puede dedicarse a la siembra de tabaco. Los "matricula-
dos" establecen acuerdos con el gobierno, en los que se fijan con
anticipación los precios y se establece el compromiso de entregar
toda la cosecha. En seguida dividen el tabaco en rollos de una
libra de peso cada uno y en esta forma se envía a los estancos de
tabaco, donde se vende. Estos depósitos de venta se encuentran
a lo largo del país.
El pueblo tiene que abonar un precio mucho más elevado
que el pagado por el gobierno. Así es como éste cancela entre
doce y quince piastras por las cien libras y las vende a cincuenta
y hasta a sesenta piastras. En los comienzos de la república y
como despreciando los monopolios hispanos, se quiso liberar al
Estado de la fiscalización del tabaco, pero resultó ser una me-
dida precipitada y ante la urgencia de contar con ingresos esta-
bles para las arcas, se decidió mantenerla. El tabaco otorga dos
millones de piastras al tesoro.
Desde cualquier perspectiva queda flotando la idea de que,
tal vez, cuando el Estado no necesite tan urgentemente los in-
gresos, debe abandonar su tutela y contro! monopolista y pro-
mover una cosecha general, lo que permitirá tener otro producto
de exportación capaz de competir con Cuba y Virginia, y al mis-
mo tiempo evitar el contrabando que se hace con el tabaco cuba-
no, que resulta mucho más barato que el vendido por el gobierno.
Para Europa, los árboles de bellos colores que se producen
en América son un producto apetecido. En el Nuevo Mundo no
existe otro lugar que los produzca en mayor abundancia que

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Colombia. Entre esas especies se encuentran el bresilje y el Ar-
bol de Nicaragua, de los cuales se ha exportado gran cantidad,
especialmente desde los puertos de Nueva Granada. El último
de los mencionados se encuentra en abundancia en Riohacha,
Santa Marta y Ocaña. Su único costo está en cortarlo y trans-
portarlo.
El transporte de ellos se hace a lomo de burros hasta llegar
a alguna ciudad de tránsito fluvial expedito y así se llevan hasta
las ciudades con puertos marítimos, desde donde zarpan con des-
tino a Europa. Son manifiestas las probabilidades de que junto
a la ampliación de las comunicaciones internas del país aumente
esta rama de la producción.
Al desarrollar esa posibilidad, ampliación de caminos y me-
joramiento de los elementos de transporte aparecerá otra buena
perspectiva económica por la calidad de las maderas, tan aptas
para la construcción de embarcaciones como para la creación
artística. Una inmensa cantidad de cedros, ceibas, etc., árboles
tan hermosos como resistentes, se pudren en los bosques y sen-
deros impenetrables debido a la falta de medios de transporte.
A ello debe atribuirse que esta fuente de riqueza no haya apor-
tado todavía nada a las arcas estatales.
En este inmenso abanico de riqueza, Colombia tiene dos
productos que, por el momento, solo explota para satisfacer nece-
sidades de la población interna, pero que a corto plazo se pueden
transformar en importantes mercancías de exportación : el azú-
car y el arroz.
El azúcar se cultiva en tierras que no están a más de seis-
cientos metros sobre el nivel del mar. Los lugares donde, hoy
en día, más se le encuentra son Cartagena, Mompós, Santa Mar-
ta, Mariquita y Barinas. Los molinos donde se le procesaba fue-
ron destruidos durante la guerra y no han sido restaurados en su
totalidad. En ellos se hierve la panela junto con un azúcar ama-
rillento y sucio que en el interior del país se cotiza mejor que
el blanco y refinado. Este solo existe en la Costa, pues llega de
contrabando desde las Antillas.

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En lo que se refiere al arroz, producto de gran co~sumo
entre la población, es posible, sin mayores esfuerzos, llegar a
convertirlo en un importante artículo de exportación. Las zonas
cercanas al río Sinú, al sur de Cartagena, muestran grandes
plantaciones de este cereal. Se comenta bastante que las razones
de que el azúcar no sea tan rico y bien cosechado como el de
otros países, radican en las mismas señaladas para el algodón.
Entre los productos que este país ofrece para la exportación
no pueden dejar de mencionarse sus caballos y vacunos, que abun-
dan en enormes rebaños y manadas en las extensas praderas
ubicadas en la parte noroeste del territorio, entre el Orinoco, la
Cordillera Oriental y la Costa.
Cuando llegaron los españoles esas tierras húmedas estaban
cubiertas de bosques y pastizales cuya altura alcanzaba el tama-
ño de un hombre y habitadas por tigres y caimanes. Los equinos
y vacunos que ellos trajeron ayudaron a cambiar el paisaje y se
han multiplicado considerablemente. Hoy es muy dificil saber
la cantidad exacta de ellos.
Durante la época anterior a la guerra independentista se
embarcaron desde los puertos venezolanos hacia las Antillas,
anualmente, cerca de ciento ochenta mil pieles y grandes canti-
dades de carne de res salada y en tasajos que en esas tierras
eran usadas como alimento para los esclavos. Considerando que
existía medio millón de cabezas, el número puede haberse am-
pliado. Por otra parte, se exportaban caballos y mulas de los
que se supone que existían unos doscientos mil de los primeros
y cien mil de las segundas.
Las cantidades existentes no son, en modo alguno, las que
debiera haber, ya que múltiples razones llevaron a que se mata-
ran animales y entorpeciera su aumento natural.
En el transcurso de las batallas se solia sacrificar a los ani-
males para alimentar a los soldados. En muchos casos dos hom-
bres daban muerte a un buey para solo comerse su lengua y
dejar el resto para el banquete de gallinazos y otras aves de ra-
piña. Del mismo modo se usaban Jos caballos para marchas for-

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zadas, y casi no alcanzaban a desmontarse cuando aquellos caían
muertos de agotamiento. Entonces se les dejaba abandonados y
se proseguia el viaje con las nuevas cabalgaduras que se conse-
guían. De manera que la cantidad de estas bestias disminuyó
bastante por las razones anotadas pero su capacidad de repro-
ducción encuentra buen eco en las condiciones climáticas tan
benignas para ello.
Como hemos visto, Colombia debe mucho a Venezuela en su
producción vegetal y animal, pero tratándose de minerales hay
que trasladarse a la parte oeste, es decir, a Nueva Granada, esa
región cruzada por los Andes, y en este examen nos limitaremos
a mencionar los productos preciosos, que son los que se destinan
a la exportación. Esta es la razón de que se les ponga tanta
atención, a diferencia del descuido en que se tienen los minerales
menos preciosos, que ya mencionamos.
El oro ha sido uno de los principales productos de Colombia
y se encuentra, en mayor o menor cantidad, en todos los parajes
montañosos, especialmente en las provincias de Antioquia, Cho-
có, Popayán y Pamplona. En cuanto a la proporción de la super-
ficie, se considera al Chocó la zona aurífera más rica del mundo.
Por lo que hace a la calidad, Pamplona, con su oro de veintitrés
kilates, ocupa las preferencias. Por último, Antioquia es la más
rentable, ya que entrega en solo un par de años más de un millón
de piastras.
El laboreo de este mineral ya fue descrito. Ahora corres-
ponde señalar que en los tiempos de la ocupación española el
rendimiento anual de estas minas alcanzaba a más de tres millo-
nes de piastras, cálculo que está tomado de la parte que fue ta-
sada y pasó por la vigilancia gubernamental. Por supuesto que
se escapa a ésta toda la cantidad extraída con fines de lucro per-
sonal, al mismo tiempo que no se tiene control sobre la estafa que
se hace con el polvo de oro. Ambos elementos reunidos aumentan
la producción anual en otro medio millón de piastras.
Por motivos como la reducción del trabajo esclavista y
otros, la extracción del mineral ha decaído notablemente. Tanto,

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Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
que según cálculos del ministro de Finanzas, las sumas ingre-
sadas al Tesoro, por este concepto, apenas bordean el medio
millón.

En cuanto a la plata, aunque se encuentra en muchos luga-


res del cordón montañoso, hasta ahora nunca ha podido igualar
su cantidad a la del metal dorado; de allí que su valor sea com-
parativamente menor. Las más conocidas minas de plata se en-
cuentran situadas en Pamplona, Mariquita y Chocó. El trabajo
ha sido tan mal ejecutado, que antes de la revolución produjeron
apenas diez mil piastras al año, cifra que hoy está rebajada a
menos de la mitad. Tal vez en un futuro cercano puedan dar
mayores rendimientos, ya que en su mayor parte son trabajadas
por los ingleses.

El suelo colombiano tiene un tercer metal precioso, que


resulta valioso no por sus cantidades sino por su escasez en el
resto del mundo. Se t rata del platino. Acompañando al oro se le
encuentra en el Chocó, entre la Cordillera Occidental y el Océano
Pacífico. Dar un dato acerca de los montos de extracción, es
complicado, más todavía cuando las mayores cantidades son em-
barcadas hacia Jamaica, que paga este metal a un precio supe-
rior al de acá, que solo da ocho piastras por libra. Por supuesto
que mientras el gobierno no aumente su precio de compra segui-
rá escapándosele el grueso de Ja producción y extracción del pla-
tino.
En cuanto a la población colombiana, se calculaba en cerca de
cuatro millones, pero una vez acabada la guerra se piensa que
no alcanza a más de los dos millones y medio.
De todas maneras, no se tiene una información detallada y
certera sobre el tema porque además no se ha realizado nmgún
censo de población desde la época de los españoles. Daremos al-
gunos datos generales, redondeando las cifras de los departa-
mentos (doce en total) y una lista de la división política del país
en sus ya mencionados departamentos y sus treinta y ocho pro-
vincias.

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1 - Maturín, con las Provincias de Cumaná, Barcelona y Mar-
garita. Capital: Cumaná. Total de habitantes: ciento vein-
tinueve mil.
2 - Venezuela, con las Provincias de Caracas y Carabobo. Ca-
pital: Caracas. Total de habitantes trescientos setenta mil.
3- Orinoco, con sus Provincias de Barinas, Apure y Guyana.
Capital: Barinas. Total de habitantes: ciento ochenta mil.
4 - Zulia, con las Provincias de Maracaibo, Coro, Mérida y
Trujillo. Capital: Maracaibo. Total de habitantes: ciento
sesenta y tres mil.
5- Boyacá, y las Provincias de Tunja, Socorro, Pamplona y
Casanare. Capital: Tunja. Total de habitantes: cuatro-
cientos cuarenta y cuatro mil.
6 - Cundinamarca y sus Provincias de Bogotá, Antioquia, Ma-
riquita y Neiva. Capital: Bogotá. Total de habitantes: tres-
cientos setenta y un mil.
7 - Magdalena, con las Provincias de Cartagena, Santa Marta,
Mompós y Riohacha. Capital: Cartagena. Total de habi-
tantes: doscientos cuarenta y nueve mil.
8 - Cauca y las Provincias de Popayán, Chocó, Pasto y Buena-
ventura. Capital: Popayán. Total de habitantes: ciento
noventa y dos mil.
9 - Istmo, con las Provincias de Panamá y Veragua. Capital:
Panamá. Total de habitantes: ochenta mil.
10- Ecuador y sus Provincias de Pichincha, Imbabura y Chim-
borazo. Capital: Quito. Total de habitantes: ciento noven-
ta mil.
11- Asuay, con sus Provincias de Cuenca, Loja y Juan de Bra-
camoro. Capital: Cuenca. Total de habitantes: doscientos
diez mil.
12 - Guayaquil y sus Provincias de Guayaquil y Manabí. Capi-
tal: Guayaquil. Total de habitantes: ciento cincuenta mil.

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De todos los departamentos mencionados, los cuatro prime-
ros corresponden a la antigua patria general, Caracas o Vene-
zuela. Los restantes pertenecían al Virreinato de Nueva Grana-
da. Este volvió a ser dividido, formándose la Audiencia de Nue-
va Granada, integrada por las cinco provincias intermedias y la
Audiencia de Quito, compuesta por las tres últimas provincias
citadas.
Tras este cálculo, la población total de la República bordea
los dos millones setecientos veintiocho mil habitantes, con un
territorio tal que la densidad de población alcanza a unos cinco
kilómetros por cada persona, lo que hace de Colombia, entre los
poco poblados países del trópico, uno de los que cuenta con po-
blación menos numerosa.

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CAPITULO XVIII

LOS HABITANTES Y LA POBLACION DE COLOMBIA

El origen de la población colombiana tiene tres raíces di-


versas: América, Africa y Europa. Los antepasados se r emontan
a las épocas de los indígenas, negros y españoles. Hoy en día no
se puede hacer una clasificación tan rígida y esquemática.
La mezcla de estas razas ha provocado tal dispersión de to-
nos y uniones, que se hace imposible en muchas oportunidades
señalar a cuál raza pertenece, o cuál es el origen. Más parece
un hermoso arco iris, que ha visto la luz a través del tiempo y las
generaciones.
Con todo, la mezcla ha llegado a casi todos los sectores pero
no evita que algunos de éstos aún guarden su pureza y t radición.
Seguir el desarrollo de todas las uniones es interesante, pero
complicado de analizar en sus diferentes y numerosas ramifica-
ciones. Por el momento nos conformaremos con mencionar el
primer grado de las herencias con base en las razas auténtica-
mente criollas, la unión de indígenas y negros: es decir, mestizos,
mulatos y zambos.
Los criollos, denominados popularmente blancos, son hijos
de padres europeos o de antepasados de ese nivel. Si su color se
ha logrado mantener, serán motivo de envidia; pero si sus tonos
se oscurecen un tanto, serán catalogados como mestizos.
Los mestizos son descendientes de padres de raza blanca y
madres de piel oscura. Para el caso de la madre no se diferencia
si es indígena o mulata. Por tanto, los productos de esa unión

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Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
tienen una piel algo amarilla o castaño claro. Sus cabellos son
crespos; la cara tiene ciertos rasgos europeos. Son altos, en es-
pecial cuando la madre es mulata.
Siguiendo en este orden, los mulatos, o hijos de blanco y
negra, con su cabello corto y crespo, su tono de piel castaño os-
curo y un hermoso conjunto de rasgos faciales africanos y eu-
ropeos, unido a su elevada estatura, determinan una presenta-
ción que es difícil de superar en lo que respecta a belleza.
El verdadero dueño del país es el nativo, que se distingue
por una menor estatura, piel bronceada, cara ancha, poca frente
y cejas unidas. El cabello es negro y liso y su raíz comienza casi
junto al terminar la nariz.
Otra especie es la formada por los zambos, descendientes de
la unión entre mulato y negra, o viceversa; se diferencian del
negro solo porque su piel es un tanto más clara y su cabello me-
nos crespo.
Por último aparece el africano, fácilmente reconocible de-
bido a su intenso color negro. Un cuerpo ágil y fuerte, cara re-
donda y labios gruesos, nariz chata y unos ojos anchos y gran-
des adornan toda su presencia. La cabeza muestra un corto y
encrespado cabello.
He mencionado las razas en el orden de consideración ge-
neral. Los extremos son el blanco y el negro, y sus intermedios
se encuentran en la medida de mayor o menor proporción de
europeo, africano o nativo. Esa es la sangre que fluye por las
venas de estos individuos. Es como una exposición de telas, que
van subiendo de precio mientras más se aclara el color, o en la
medida en que aumenta su finura y abolengo.
Se considera que los blancos forman el quince por ciento de
la población. Los indigenas, un tercio de ella, y los negros las dos
quintas partes. Las demás razas se reparten el porcentaje res-
tante.
La clase superior está representada en los criollos, lo que
considero justo pues con la sola excepción de unos cuantos mula-

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Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
tos y mestizos, son los únicos que pueden mostrar un nivel de
formación y conocimiento sobre la patria y su gobierno. Cultu-
ralmente y en cierto sentido son los que deben ser llamados co-
lombianos. Ellos hicieron despertar el sentimiento libertario y
dirigieron la revolución. Las demás clases solo participaron obe-
deciendo ciegamente, como soldados. En estos momentos, mane-
jan casi exclusivamente el gobierno. Los generales Páez y Pa-
dilla son excepciones. Fuera de ellos no conozco otro que ocupe
un cargo importante civil ni militar, como intendente, general,
gobernador, senador o representante. Ninguno de ellos desem-
peña un alto puesto en el clero y mucho menos se conoce a alguno
que sea científico o literato de t·enombre.
La riqueza también les excluye, pues no tienen propiedades
importantes. En una palabra, los poderosos, informados y ricos
de la población son los "blancos". Ellos forman la aristocracia
natural del país, y son, en suma, los exponentes dignos de ser
presentados ante la historia.
Los mestizos son la raza de la clase que sigue después de los
blancos. En muchos casos se les encuentra de alcaldes, adminis-
tradores de correos e incluso de jueces políticos. Forman la sub-
oficialidad del ejército y la mayoría de los rangos subalternos.
A su estrato pertenecen pequeños comerciantes y ocupan los
puestos de escribientes en la administración pública. N o tienen
el mismo prestigio que los criollos, lo cual no les excluye de al-
canzar reputación y cierta cuota de poder. Siempre les queda la
esperanza de seguir escalando. Por su actuación, se dice que for-
man el puente entre las capas altas y bajas de la población.
Entre las clases postergadas se considera al mulato como el
más noble y el indígena le mira con la certeza de saber que por
las venas de quien tiene delante corre sangre europea. Se le en-
cuentra en la industria mostrando una capacidad para el trabajo
mayor que la de cualquier otro de distinta condición.
En su gran mayoría son artesanos, marineros y cultivado-
res de plantaciones. Los timoneles de los champanes y los dueños
de bares pertenecen a esa categoría. Durante la guerra hubo

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muchos que, gracias a sus actos de valentía y arrojo, alcanzaron
altos grados militares. Los ejemplos más brillantes corresponden
a Padilla y Páez. Potencialmente son un sector en ebullición y
ascenso. Su rebeldía es posible que haga rebajar las diferencias
entre los distintos tonos de la piel humana. En cuanto a todas
las diferencias que pueden manifestarse, estas no se hallan con-
templadas en la Constitución, sino que corresponden al libre
juego de opiniones.
El carácter tranquilo y pasivo del nativo le continuará man-
teniendo como el sector postergado y más descontento en su pro-
pia patria. Se le ve de preferencia en los pueblos apartados y
en las estancias a orillas de los ríos y caminos, cultivando la
tierra que no le exige demasiado trabajo. Cumplió un papel im-
portante en el transcurso de la guerra y aunque no se le conside-
ra tan valiente como el zambo o el negro, combatió con altivez
demostrando capacidad para soportar fatigas y privaciones de
todo tipo. Con un arma al hombro y algunos bananos, se le veía
llenar todas sus necesidades a través de las marchas forzadas,
atravesando los bosques impenetrables o las pampas ardientes
del país. La mayor parte del ejército venía de sus filas. Se dis-
tinguen los nativos por su fidelidad y disciplina. En general, son
silenciosos, dignos de confianza y bastante sobrios.

De un color oscuro más intenso, mayor fortaleza y madurez


que el indígena es el zambo, quien reúne cualidades combinadas
del negro y el nativo. Tiene el carácter propio de los bogadores y
son la rama de la sociedad más indomable. Son marineros, prác-
ticos, pescadores, soldados u obreros, pero suelen ser y son la
especie más remolona y desobediente. Generalmente se les ve
dando vueltas por las calles.
Cerrando la descripción vienen los negros. En el Jugar en
que se encuentren estarán ocupando el puesto inferior. Aún se
les considera esclavos; son un sector muy marginado y no se les
ve deambular libremente por las calles sino realizando ocupa-
ciones en el interior de las casas, donde desempeñan labores de
mozo o cocinero. En las plantaciones de grandes extensiones son

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los trabajadores más sacrificados. Una buena cantidad de ellos
ha logrado su libertad gracias a sus servicios como soldados o a
través de otros medios. Pese a muchos factores en contra, se
puede decir que la tierra que mejor les trata es Colombia.
El Gobierno ha fijado algunos procedimientos para casos
de herencia y testamentos. En los carnavales de Navidad es posi-
ble comprar la libertad de muchos de ellos, y las consideraciones
mayores son hacia aquellos más laboriosos y honestos. Además
se les permite ingresar al ejército tras c1erto tiempo y una vez
que se hAn cumplido las exigencias y se ha fijado el precio, se
recompP.nsa al dueño con los medios de manumisión que señala
la ley.
Con la sola excepción de algunas tribus salvajes (indios
bravos) que habitan en los cerros nevados de Santa Marta, la
Costa y al sur del Orinoco, y de algunos sectores en Pasto y el
Chocó (que no están bajo el control del gobierno), todo el espa-
cioso territorio y sus habitantes profesan la misma religión y
hablan el mismo idioma.
Se ha declarado a la religión católica, apostólica y romana
como la única del Estado, y aunque no se persigue a nadie que
profese una diferente, no se permite practicarla en lugares pú-
blicos. Esto se entiende como una parte del poderío que los sa-
cerdotes hispanos han alcanzado. Por supuesto que esto aparece
como inconsecuente en una Constitución de corte republicano.
Solo tienen tolerancia restringida los ingleses, a los que, según
el último tratado celebrado con Colombia, se les otorga autoriza-
ción para reunirse en sus residencias privadas y realizar sus
ritos y ceremonias según sus propias costumbres.
Un botón de muestra de la influencia que tienen los sacer-
dotes en el pueblo y sus feligreses, y de la profunda molestia que
estos han demostrado por tal autorización, es el hecho reciente-
mente ocurrido y que, a no ser por la atinada actitud del go-
bierno, pudo haber desatado consecuencias imprevisibles.
Por la tarde del 15 de junio, la mayor parte de las provin-
cias fue conmovida por un fuerte sismo; la ciudad más afectada

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fue Bogotá, donde varias construcciones se vinieron al suelo e
incluso la catedral sufrió los embates del movimiento telúrico.
Pese a la intensidad de éste, las pérdidas de vidas fueron escasas.
Los sacerdotes ya no tenían en sus manos la argumentación
esgrimida en Caracas, pero aprovecharon este fenómeno natural
para desahogar sus propósitos de intolerancia. Ya no podían de-
cir que era un castigo divino por el alzamiento contra el rey, pero
declararon que era un aviso del cielo, dirigido al gobierno y al
pueblo, para que no se permitiera tanta "herejía". La primera
consecuencia de esto fue la reunión de las gentes en las afueras
de las casas de los extranjeros; afortunadamente el gobierno
evitó que los desmanes fueran mayores y no permitió que la
Iglesia siguiera exhortando a los fanáticos. De todas formas los
ingleses y norteamericanos residentes no se consideraban segu-
ros, por lo que decidieron andar en grupos y siempre armados.
Afortunadamente la tempestad pasó y todo el escándalo acabó
por reducirse a las cabezas que habían iniciado el conflicto.
Si en un país pueden ocurrir acontecimientos como el rese-
ñado, y en el mismo sitio de residencia del gobierno, la capital,
es porque la información no puede ser de las mejores y porque
exceptuando a algunos criollos educados y muy al día en los
acontecimientos, se respira un desconocimiento casi infantil de
los asuntos religiosos y de los demás temas de la situación mun-
dial. Esto se aumenta con el analfabetismo existente en la po-
blación.
Para las amplias masas solo se conocen tres religiones:
"cristianos", "paganos" y "judíos". El primer nombre se lo dan
a sí mismos; con el segundo denominan a las tribus de indios
salvajes, y con el tercero honran a todos los forasteros que no
profesan la fe cristiana.
En ese mismo esquema solo conocen tres tipos de naciona-
lidades: "colombianos libres", "pendejos españoles" y "amigos
ingleses". Los términos "extranjero" e "inglés" son empleados
como sinónimos. En esas acepciones se incluye a los norteame-
ricanos, pues estos y los ingleses son considerados los mismos,
más aún si con ese criterio ven la independencia norteamericana.

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La razón de tanta ignorancia es imputable a los españoles.
No puede decirse que se deba a falta de interés por conocer la
situación del mundo. Las personas que saben leer muestran
extraordinario gusto y placer por la lectura, pero no tienen los
sistemas que actualicen sus conocimientos. Por ello manifiestan
mucho interés en escuchar las opiniones de un extranjero, el que
siente gran complacencia de tener un auditorio inquieto e intere-
sado, a la vez que se sorprende por la agilidad e inteligencia de
las preguntas a que le someten. El diálogo es una forma de apren-
dizaje para ellos.
Todo cambio en ese aspecto que se realice acá va en directa
mejoría de la situación, cultura y apreciación de las capas pos-
tergadas del país, ya que los criollos forman una verdadera se-
lección. Estos ciudadanos tienen una extraordinaria facilidad
para aprender y comprender.
El clima es un elemento que ayuda a permitir que las apti-
tudes de aprendizaje sean mejor aprovechadas. En las provin-
cias de clima templado es donde mejor se desarrolla la libertad
del espíritu. Es en esos sitios donde han aprovechado los jóvenes
para educarse, formando la reserva necesaria para dar más lus-
tre y brillo a la construcción y definitiva instalación de la na-
ciente República.

Las bases iniciales de esta elevación están en algo que cobra


mucha importancia en estos casos, a saber, el orgullo nacional.
Esta cualidad es la que otorga las herramientas para alimentar
un sentido patrio más amplio, en especial cuando se trata de
conformar una república.

Con ese sentimiento miran su libertad, la Constitución, sus


héroes, sus fuerzas armadas, etc. Para sus adentros consideran
que no existe nación cuyas libertades y Constitución puedan
compararse con la "República de Colombia", y para desacreditar
a otros ofrecen el ejemplo de los países que son regidos por un
rey, frente a cuya mención siempre le consideran como una des-
honra.

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En muchas ocasiones resulta cómico observar cómo siempre
tratan de mostrar esta actitud. Es así como se cuidan de escribir
las palabras rey, reino, etc., en minúsculas, lo que contrasta
con las de Presidente, República, etc., que llevan grandes ca-
racteres. De este modo ejercen su pequeña venganza frente al
odiado mandato que ejercieron los españoles.
Así para quien dude que el general Páez es el más capacita-
do de los generales de caballería o que el almirante Padilla es el
mejor del mundo, será tomado como un forastero envidioso o
ignorante. Cuando el asunto cobra dimensiones absurdas es al
mencionar a Bolívar. Tratar de comparar a Napoleón o a Wash-
ington con el Gran Libertador es verdaderamente un crimen de
lesa majestad. Así es que cuidado con aquel que se atreva a co-
locarles por sobre Bolívar.

Sin pretender hacer comparaciones entre estos tres grandes


y con la debida venia y el profundo respeto por su memoria, es
indudable que a todos debemos dar las gracias por su grandeza.
Es un grave problema tratar de colocar al primer presidente
de Colombia junto al de los Estados Unidos, o a quien expulsó
las tropas españolas de América del Sur al lado del que derrotó
a todos los ejércitos de Europa.

Nada de esto se ha dicho para querer rebajar el enorme


valor del Gran Libertador de América. Solo que al tratar de
enaltecer la figura de Bolívar no se puede pretender oscurecer
a todo el mundo, a todos los que han dado brillo a la huma-
nidad a través de los tiempos. Sabido es que toda exageración
necesariamente causa una reacción, que más que un paralelo
equitativo causa mucho daño a la figura de otros que también
han dado su aporte a la edificación de la historia.

Para mí eso es lo que ha ocurrido con Bolivar. Sin ser un


Washington en la Cámara o un Napoleón en el campo de batalla,
sus servicios han sido los mayores que puedan prestarse en aras
de la patria, y observado dentro de las perspectivas del tiempo,
será a no dudarlo uno de los hombres más grandes de la historia.

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Simón Bolívar, proveniente de una de las más ricas familias
y de mejor reputación de Caracas, nació en 1780. Mediante auto- ·
rización del régimen español, terminó su formación en Madrid,
concluida la cual se dedicó a recorrer Europa. Cuando cumplió
los veintitrés años de edad retornó a su patria. En su espíritu
habían germinado ya las ideas liberales y se sintió indignado por
la condición humillante en que tenían a su pueblo.
Cuando Miranda inicia su carrera en pos de la libertad,
Bolívar se le presenta y le hace saber su modo de pensar. Se
incorpora a la causa y entrega a esta, de modo brillante, el resto
de su vida. Entusiastamente lucha por la liberación de los escla-
vos, sacrificando en esa empresa toda la fortuna de su padre.
A la muerte de Miranda las esperanzas de los patriotas venezo-
lanos son depositadas en Bolivar, que se ve investido de un poder
casi ilimitado. Desde ese instante hasta la toma del juramento
mantiene, por lo menos de facto, esa autoridad. La ha ejercido
con verdadera audacia e inteligencia. Nunca ha tenido intereses
egoístas.
Y aunque en la larga lucha emprendida muchos dudaban
llegar a feliz término, él nunca desechó las perspectivas del triun-
fo. Debe considerarse que gracias a su indomable persistencia y
empuje se obtuvo la victoria finaL Para lograr entender la ver-
dadera dimensión de su trabajo debe enmarcarse dentro de las
condiciones que debió soportar y sortear: la gente con la que
compartió y las tierras en las cuales se desenvolvió.
Bolívar, al principio, debió rodearse de colaboradores que
bien pudieron haberle traicionado. La posibilidad de evitar per-
der ese terreno estaba en poseer una fortaleza a toda prueba y
un carácter que permitiera la toma de decisiones rápidas. Ade-
más se necesitaba una dirección que llegara a unificar las pasio-
nes y a todos los combatientes.
En ocasiones era necesario una adecuada asistencia perso-
nal a los luchadores, ya fuera para alentarles o evitar la indis-
ciplina entre las filas, tan desperdigadas en el extenso territo-
rio. Las dificultades que las pampas y montañas ofrecían al

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ejército obligaban a que el comando tuviera que compartirlo con
sus soldados. Todos los sacrificios debían repartirse. Se necesi-
taba no solo energía física para soportar los esfuerzos. Era más
importante la fuerza moral, la creencia en lo que se estaba ha-
ciendo. Estos fueron algunos de los motivos que llevaron a que
muchos de su ayudantes resultaran incapaces de soportarlo.
Bolívar no tuvo mayor formación militar, pero la reempla-
zó con un ardiente fervor por las actividades que asumió como
su profesión. Tal dedicación le llevó a adquirir grandes conoci-
mientos tácticos que mucho le sirvieron para las batallas en las
que tomó parte activa. De allí que en una primera experiencia
el ejército independentista sufriera muchas derrotas, lo cual
puede imputarse a la poca habilidad y nula experiencia de sus
capitanes, que estaban en desventaja con relación a los oficiales
enemigos. Los últimos siete años, bajo el mando de Bolívar, los
colombianos jamás perdieron una batalla; la autoridad de Bo-
lívar había crecido y é1 había adquirido importantes conoci-
mientos.
Hasta el momento presente ha tenido más oportunidades de
demostrar su genio militar que el talento y brillo político, cues-
tión que no parece importarle demasiado. Por lo demás, todos
los intentos que ha realizado por avanzar y mostrarse en ese
plano no le han aportado progresos significativos.
Bolivar no tiene más de cuarenta y cinco años, pero se ve
bastante más viejo; la explicación es la vida que ha tenido que
llevar. Su figura es más bien pequeña y delgada, aunque sus
extremidades son bien proporcionadas. Es dueño de una fuerza
y agilidad poco comunes. Su cara es alargada y está adornada
con unos ojos oscuros, llenos de vigor y penetrantes y una nariz
grande y curva. Su pelo es liso y negro, al igual que sus bigotes
y patillas. La piel está curtida por los vientos. En general reina
en todo su aspecto una seriedad segura y de grandeza, mezclada
con algo de meditación. Su figura, cuando se encuentra rodeado
por amigos, resalta por su bondad y viva alegría.
En ocasiones como esas se le ve desenvuelto, conversador y
anecdótico. Le gusta bailar y además lo hace bien; suele ser muy

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galante con las damas, las que, de cualquier forma, no muestran
demasiadas reservas ante el Libertador. Hace ya tiempo, an-
tes de que regresara de Europa, falleció su esposa, española. Así
es que hoy día es viudo y no tiene hijos.
Además de francés e italiano, habla algo de inglés, idioma
que aprendió durante la guerra gracias a la ayuda de un subal-
terno y un médico de cabecera de esa nacionalidad. Lleva una
vida muy medida. Come poco, no bebe licores fuertes y consume
muy poco vino. Raras veces se le ve fumar. Duerme poco. Le
encanta ser el primero en levantarse y el úitimo en acostarse.
Entre sus fallas se puede señalar el humor demasiado cam-
biante, que muchas veces le lleva a excesos que llegan a herir
a sus interlocutores. Tras recuperarse, suele apenarse y pedir
disculpas a quien haya sido ofendido por sus arrebatos. Tiene
demasiada debilidad por el sexo débil, lo que podría Hevarle a
acabar sus días de modo trágico.
Al igual que el resto de sus compatriotas, muestra inclina-
ción por el brillo de sus vestimentas. En una primera época
cayó en situaciones ridículas; tanto es así, que en los comienzos
de la guerra constantemente llevaba varias mulas cargadas con
una enorme cantidad de vestuario lujoso. Pero su visión le per-
mitió enmendar ese error, lo que ayudó bastante a las relacio-
nes con sus oficiales y su ejército.
A poco de la Batalla de Boyacá, una vez situados en Bogotá,
Bolívar brindó una gran fiesta a las familias más distinguidas,
juntamente con sus oficiales. En ella le ocurrió una anécdota
simpática y humana.
Cuando ya casi se servia la cena, se presentó ante él un
coronel británico, quien al hacer los cumplidos de rigor recibió
de Bolívar la siguiente pregunta: "Usted es mi mejor coronel;
-
¿cómo es posible que tenga la camisa tan sucia en una cena de
tanta esplendidez?". El coronel respondió que lo lamentaba mu-
cho pero que no tenía otra camisa. El Libertador se sonrió y
ordenó a su mayordomo que le entregara una camisa a su oficial.
El mayordomo dudó y miró avergonzado a Bolívar. Al notar éste

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tal duda, se molestó y preguntó por qué no se hacia lo que él
ordenaba. El sirviente ya no pudo evitar dar una respuesta y
balbuceó: "Su excelencia no tiene más que dos camisas: la que
lleva puesta y la que está en el lavado".
Esta respuesta desató la risa de Bolívar, en la que parti-
cipó el resto de la compañía que tenía enfrente, de modo que
dirigiéndose al coronel le anotó: "Los españoles huyeron tan de
prisa, que tuve que anticipar mi llegada y me vi precisado a
dejar mi equipaje en custodia".
Gracias a su extraordinaria habilidad, energía desplegada
y entrega completa sin egoísmos, Bolívar es dueño de la popula-
ridad en el país, de modo que jamás ha existido jefe o persona
que haya contado con un afecto como el que su pueblo le ofrece.
Esta popularidad ha hecho que algunos generales le miren con
ojos de envidia, pero la mayoría de sus subalternos y funciona-
rios le expresan su fidelidad y lealtad junto con la admiración
por sus extraordinarias cualidades. En lo que respecta a sus
soldados y a las amplias masas del pueblo, no se podría decir
que lo quieran, sino que debe agregarse que lo idolatran.
Ninguno de los generales ni civiles que le acompañaron en
la revolución llega a ocupar verdaderamente el segundo lugar.
Todo está sujeto a la influencia del Libertador por el cariño que
se le profesa, de manera que él solo está a la cabeza de Colombia
y de su gobierno. La influencia que tiene sobre la Nación le hace
ajustarse a la frase célebre de Luis XIV: "El Estado soy Yo".
Además, no es posible dejar de considerar que Bolívar es capaz
de encarnar todo lo que hacia el futuro pueda hacerse. En ese sen-
tido se comenta que podría organizar la nación liberada como
una Monarquía, República, Dictadura, o lo que a Bolívar le
agrade.
En la actualidad, la forma que adquiera el gobierno central
es la piedra de toque y causa de disputas para los colombianos.
Por otro lado no puede desconocerse la profunda antipatía exis-
tente entre los habitantes de Venezuela y Nueva Granada, que
data de muy antiguos tiempos y tiene raíces politicas y geográ-
ficas.

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En lo que concierne a los aspectos políticos, deben explicar-
se a través de las actuaciones erradas y egoístas de los españo-
les, que perseguían la enemistad y aislamiento de las provincias.
Con respecto a los problemas físicos y geográficos, se fundan en
una base natural, que tiene su expresión en las costumbres y
modos de cada país. Venezuela posee un territorio compuesto de
pampas ardientes, y Nueva Granada en su gran mayoría está
rodeada por frías cordilleras, lo cual hace que en muchas regio-
nes se alcance un clima templado.

Volvemos a notar cómo el clima influye en el hombre. Por


eso se nota en los venezolanos mayor brío y ansias de trabajo;
lo que en los nuevagranadinos se transforma en orgullo arro-
gante, valentía a toda prueba, mejor comprensión y conocimien-
tos. Así, se acusan mutuamente de lentitud y artimañas, y de
temerarios y explosivos.

En general puede decirse que los rasgos que caracterizan


al colombiano son su orgullo y lentitud. El orgullo es herencia
de los españoles, y la lentitud y pereza una consecuencia natural
de sus actuales constituciones y desvíos. A todo unen una gota
de prudencia y cuidado para evitar ser sorprendidos. El que
una emoción les llegue a conturbar es asunto de sorpresa, pues
parecen ser inconmovibles. Para algunos forasteros esto no es
más que frialdad sentimental.
Llegan a exagerar en el orden que ponen en sus negocios
y en su manera de conducirse, y demuestran una debilidad rayana
en lo absurdo hacia los juegos de azar. Tanto es así, que el mismo
personaje que se asoleó fuertemente por la mañana para regatear
medio real en alguna compra, por la noche suele tirar sus do-
blones con ligereza y frialdad.

Alcanzan una sobriedad que puede ponerse corno ejemplo


para otras naciones. J arnás se les ve bebidos en exceso y todo el
que alguna vez haya recibido el apelativo de "borracho" se que-
dará así para siempre y no podrá separarse de él, perdiendo su
prestigio y el respeto de sus compatriotas.

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En la vida social son alegres y nunca dejan morir las con-
versaciones. Por el contrario, las mantienen y alimentan con una
serie de hipérboles acompañadas de gestos, que a veces resultan
verdaderas declamaciones. De cualquier manera no puede de-
jarse de lado que muchas de esas charlas son verdaderas pláticas
hiladas o, como dicen acá, "pura paja".
Demasiado corteses para creer en su honestidad, llevan al
forastero a la duda respecto de su amistad, especialmente si esta
se refiere a asuntos de negocios, ya que siempre prómeten un gra-
do de actividad y movimiento que sobrepasan sus aptitudes y ca-
pacidades normales. El extranjero tiene que ser cuidadoso en sus
apreciaciones. Así aprenderá que los conceptos cambian y que
el calor o entusiasmo que muestran los colombianos para una
atenta prestación de servicios se transforma en excusas vacías y
total inactividad.
Para terminar. Esta esquemática pintura de rasgos y ca-
racteres de los habitantes de Colombia no resulta válida para el
resto de los países, ya que las descripciones restringidas son siem-
pre inseguras e incompletas, y por mucho que uno trate de pe-
netrar y fijar sus detalles, siempre incurre en la posibilidad de
caer en egoísmos y parcialidades al generalizar o pretender dar
definiciones de temas poco precisos y en muchos aspectos dife-
rentes, como es el caso del carácter de un pueblo, y especialmen-
te cuando los grados de civilización y organización sobrepasan
la condición desordenada y bruta de una tribu de indios salvajes.
Lo que se ha tratado de esbozar es el cuadro de la mezcla de
distintas razas, colores y climas, con las características y varia-
ciones tan propias de la población colombiana.

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CAPITULO XIX

VISITANDO EL SALTO DE TEQUENDAMA

A poco más de doscientos kilómetros al suroeste de Bogotá


se encuentra uno de los más fascinantes, naturales y grandes
miradores del mundo. Se trata del Salto de Tequendama, forma-
do con las aguas del río Bogotá, que nace en un extremo del nor-
oeste de la Sabana de Bogotá y que corre por toda ésta reco-
giendo pequeños torrentes hasta alcanzar, en este punto, la reu-
nión de todos ellos y deslizarse- flOr una cascada, para continuar
su camino hacia el río Magdalena.
El tiempo de lluvias que actualmente tenía que soportar no
era el más apropiado para realizar visitas; pero mi pronta sali-
da de la capital no me permitía elegir otro día.

Fue así como el 29 de mayo monté en dirección al pueblo de


Soacha. Mi amigo el doctor Hoyos no pudo acompañarme, ya que
no podía perder sus conferencias del colegio, y ningún forastero
quiso ir conmigo pues preferían esperar la temporada seca para
hacer un viaje de tal especie. Por esto me vi obligado a hacerme
acompañar solamente por un muchacho indígena. Su padre era
el dueño de las dos cabalgaduras que nos llevaban a todo galope
por la sabana lodosa y embarrada.
Pese a que el clima era agradable y el sol se mostraba en el
espacio que dejaban las nubes, que se habían presentado ame-
nazadoras durante la mañana, nos apuramos para llegar al pue-
blo antes que el sol alcanzara su ocaso. Además, deseábamos es-

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tar en él antes de que nos fuéramos a quedar sin habitación.
Soacba es un pueblo ubicado a ciento veinte kilómetros de Bo-
gotá.
El campo y el paisaje que se extendían a ambos costados
del camino eran de las mismas características y monotonía que
el tramo ya descrito entre Facatativá y Bogotá. Estaba com-
puesto por interminables pastizales y campos de cereales, en cu-
yos intermedios se encontraban pueblos y casas solitarias rodea-
das por sauces y levemente sombreadas de árboles frutales.
A nuestras espaldas se quedó la capital, cuyas iglesias y
conventos sobresalian frente a los picos montañosos iluminados
por los rayos del sol crepuscular. A la izquierda se extendía la
sabana pareja y visible, interrumpida por las formaciones mon-
tañosas de la cordillera, las que, cada vez más al sur, terminaban
por absorberla completamente. Observando hacia la derecha, la
sabana se extendía casi ilimitantemente yendo a unirse a un
lejano cerro gris cuyas lomas oscuras se alzan como un muro
protector que la envuelve por el este y norte, en donde se puede
descubrir la uniformidad del río Bogotá que flota hacia la dere-
cha del sendero y tras grandes vueltas y rodeos busca una salida
por entre los cerros, como sospechando lo complicado que puede
resultarle conseguir una salida a través del terrible salto.
Cuando ya se veía la caída del astro rey y con bastante su-
ciedad en nuestras ropas y en el cuerpo, entramos al pequeño
poblado de Soacha, donde mi compañero encontró albergue en
la casa de una señora anciana de gran simpatía, que respondía
al nombre de Josefina y era conocida anfitriona de todos los
visitantes. Desde luego se enteró del motivo de mi viaje hasta
allá, encargándose de presentarme como "un inglés que desea
ver el Salto", ya que, de no ser colombiano, a todos se les deno-
mina como ingleses, puesto que es una característica de los vi-
sitantes.
Ya se me babia informado antes que no tenía sentido pre-
tender sacarla de su error, pues el auditorio quedaría tan igno-
rante como de costumbre, aunque agregara que mi nacionalidad

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era la sueca. La señora parecía manejar la opinión que los demás
eran capaces de tener. Cuando ella decia que yo deseaba ver el
Salto y que era inglés, procedí a anotarle que lo primero era
cierto pero que no era inglés. Ella creyó corregirlo al decir :
"Entonces debe ser un francés", lo cual causó buena impresión
entre quienes la escuchaban, pues demostró conocer más de una
nacionalidad.
La sorpresa que casi la nevó a la desesperación fue cuando
observé : "Tampoco señora". Tras pensar un instante, se repuso
del choque inicial para replicar con una expresión triunfante :
"Pues señor, usted viene de los Estados Unidos". El recibir por
segunda vez un "tampoco, señora", la dejó absolutamente sor-
prendida y luego de colocar su tabaco en las orejas me consultó
en un tono extrañado: "Pero, ¿de dónde viene usted entonces?".
Indudablemente tenía que consolar a la señora, ya que no
podía comprender que sus conocimientos geográficos no tuvieran
en consideración algún sitio distinto de Suramérica, España,
Inglaterra o Norteamérica, que eran todos los sitios que ella
había oído mencionar. Como fuera el asunto, no perdí el tiempo
gastando energías para convencer a mis oyentes de lo que era
Suecia. Lo que me impresionó fue que no cometieran el mismo
error que tuve ocasión de escuchar en una conversación en
Francia, donde una persona que se jactaba de tener mucha cul-
tura, ser muy viajada y pertenecer a las gentes de bien, infor-
maba haber estado en la capital de Suecia "acompañando a la
división del general Mortier, hasta Stralsound".
Cuando la mañana llegó, nosotros ya estábamos levantados.
Luego de bebernos una taza de chocolate, montamos a caballo
con la intención de llegar al Tequendama a buena hora, para
evitar alguna posible sorpresa con el tiempo. Este era hermoso
y el sol apareció sobre un horizonte casi despoblado de nubes,
pero tal aspecto cambió en el transcurso de las horas matinales
y se cubrió el cielo de algunas pesadas e inquietantes.
En las interminables praderas se extendían los pastizales
que alimentaban a caballos y otras especies de animales. Sobre

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un camino indefinido discurría el río Bogotá. A las seis y media
estábamos frente a un paso de bambúes, donde las aguas se en-
sanchan y tranquilizan. Después de hacer el río un gran rodeo
gira hacia la izquierda siguiendo la línea de la montaña y no
vuelve a verse sino cuando llega al Tequendama. Allá reaparece
en un estado absolutamente distinto.
Al atravesar el puente se observa una gran hacienda llama-
da Canoas, ubicada a treinta kilómetros de Soacha y a sesenta
del Salto. En este punto el sendero comienza a subir las largas
laderas de pastos situadas entre la Sabana de Bogotá y la cordi-
llera del suroeste. A cada paso la vista se ampliaba, de modo
que pronto se ofreció como un mapa ante los ojos del viajero.
Desde este punto se observaba la capital con los oscuros
cerros a sus espaldas, los pueblos cercanos a Soacha, casas aban-
donadas y ranchos campestres y el Bogotá dando sus vueltas de
fantasía por las praderas. Finalmente se presentaban varios
lagos menores y unos cuantos riachuelos que se unían a dicho río.
La visión seguía penetrando hasta reposar en los cerros
situados en las alturas superiores. donde s~ cubrían de bosques,
y la vista, antes ilimitada, se encerraba por las rocas de menor
altura completamente pobladas de arboledas elevadas y espesas,
entre las que se veían valles angostos con el verdor de los pastos
y el riego de riachuelos cristalinos que aprovechaban la oportu-
nidad para dar vida a una que otra estancia pequeña y solitaria,
oculta del camino sucio y difícil, más soportable por la visión
que de él podía obtenerse.
Cuando ya habíamos recorrido por este trayecto durante
media hora la ruta comenzó a descender, hasta que alcanzó tra-
mos intransitables y estrechos. A toda esta incomodidad se unían
las dificultades que presentaban las gruesas y espesas ramas y
la gran cantidad de arbustos. Por fin estuvimos en un sitio plano
donde mi acompañante me informó que tendríamos que dejar
los caballos y amarrarlos. La senda, en pendiente, indicaba que
no podían ser utilizados en el tramo restante que nos separaba
de la catarata.

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Al tiempo de apearnos empecé a escuchar el estruendo de
la caída de las aguas en el Salto, del que no me había percatado
antes porque lo acallaba el ruido de las patas de los caballos
unido al chapoteo que salía del sendero repleto de agua y mugre
y por las ramas que se iban quebrando a nuestro paso.
Amarramos las bestias a cuyo fin elegimos un árbol, e iniciamos
el ascenso para en seguida tomar la ruta que caía abruptamente
sobre un terreno sucio y resbaloso, que mostraba sus escarpados
y salientes repletos de agua de lluvia como coqueteando con el
salto cercano.
Y aunque este aún no era visible, se podía percibir, tanto
más si se escuchaba su caída nítidamente. El aire comenzó a
llenarse de vapor de agua, que ascendía para luego caer en finas
y heladas lloviznas. Ambas cosas, ruido y lluvia, aumentaban
a cada vuelta o recodo, como si la naturaleza -asustada de mos-
trar el Salto, que podía ofrecer un efecto demasiado fuerte para
los sentidos- quisiera mediante otras manifestaciones minimi-
zar la sorpresa involuntaria que causa siempre una escena de
tal carácter.
Impacientes por llegar al mirador que la naturaleza prome-
tía a cada paso, y ciertamente algo mareados por el estruendo
de las aguas y la lluvia que caía, apuramos la marcha. Corrimos,
zigzagueamos por entre las curvas y hojas que casi cubrían el
sendero y luego de doblar una pronunciada abertura de éste se
nos apareció en todo su esplendor el bello Tequendama.
Describir una emoción de tal magnitud es algo imposible
para un espectador. La presente era una magnífica oportunidad
para los que se dedican a describir sus impresiones sobre los
paisajes.
Se podría empezar con un: "Vista extasiante ... ", "Pal·ali-
za los sentidos ... ", "Es imposible decir lo hermoso que es ... ",
etc., y continuar con: "Gran angustia mezclada con sorpre-
sa ... ", "sitio extraordinariamente rico ... ", "la visión de-
sata una tormenta de sentimientos ... ". Los elogios e impresio-
nes seguirían en ese tono. Para acabar con el bosquejo se diría:

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"El lápiz resulta demasiado débil. .. ", "lo que se ofrece es im-
posible de describir ... ", "se requiere que uno vea con sus pro-
pios ojos esta imagen para saber lo bella que es ... ", etc.

Personalmente no tengo deseos de caer en ello para luego


tener que confesar que la descripción no es completa y se nece-
sita que el viajero llegue hasta aquí para poder tener el cuadro
de este lugar. Y si cabe la honradez en quien describe, con toda
seguridad quedará conforme con sus exclamaciones, tan llenas
de patetismo y semejantes a la confesión de los pecados. Creo
que resulta ingenuo hacer tanto dramatismo para en seguida se-
ñalar que es mejor visitarlo personalmente, y sería fácil caer en
la descortesía, en especial después de un viaje tan duro y pro-
longado.
Vamos a elegir otro método. Antes de pretender que el lec-
tor prepare sus cosas para tal viaje, consideraremos que ya está
aquí y al lado nuestro. Nos cogeremos con mi guía de las manos,
para colocarnos, arriesgadamente, al borde del abismo mareante
que tiene esta increíble catarata.

Envueltos en ventisca y llovizna y abrumados por el ruido


de algo semejante a los truenos nos encontramos sobre una roca
de granito, a escasos metros de la masa de agua que cae a nuestra
derecha. El agua pasa a velocidad vertiginosa y desciende hacia
las profundidades para luego desaparecer completamente de la
vista. A ambos lados aparecen desde las entrañas de la tierra
inmensas rocas que van a depositar sus puntas en la confusión
de los árboles, conformando una armonía que realza la grandeza
de toda la escena.

En medio de dos de esos árboles, en la planicie de la roca,


se sitúa el espectador, quien para lograr gozar plenamente de
estas visiones se ase con una mano de un árbol y con la otra coge
a sus acompañantes y empieza a inclinarse para poder seguir con
su vista admirada a las moles de agua que, con un terrible ruido,
deslizan sus cuerpos hacia las eternas profundidades, confundí-

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das con los vapores que salen desde el fondo para venir a cubrir
todo con una niebla semejante al caos, lo que impide que la
visión pueda llegar plenamente hasta el fondo.
Alcanzar y mantener la concentración ante una escena de
tal naturaleza, es casi un imposible. La unidad de los pensamien-
tos se ve arrastrada, para desaparecer en una conjunción de
vapores, ruido y oscuridad.
Otra cuestión difícil, una vez que se ha tomado el aliento
suficiente para ello, es levantar la vista, recorrer con ella el es-
pectáculo del Salto y moverla por todo el escenario hasta de-
jarla detenida en el punto destinado a la observación del es-
pectador, basta donde ha sido llevado como en éxtasis, que es
el estado en que se ha encontrado durante todo el tiempo de per-
manencia frente a tamaña belleza. Es en estos momentos cuando
se hace necesario cambiar de posición para retomar fuerzas y
poder observar todo con mayor tranquilidad.
El Salto de Tequendama es uno de los más grandes del
mundo en cuanto se refiere a su volumen de agua, y casi con
seguridad es también uno de los que arrojan su caudal desde
mayor altura. Poco antes de depositarlo en el Salto, el río Bo-
gotá tiene casi ciento cincuenta metros de ancho, los que se
estrechan al pasar por entre las paredes rocosas, reduciéndose a
unos ochenta metros.
Así comprimido recorre una distancia de quince metros has-
ta llegar al escarpado, donde forma una masa de casi veintiocho
metros de ancho por diez de profundidad, cayendo sobre un es-
pacio de ¡casi doscientos metros 1
La fricción que deben soportar las partículas de agua es tan
fuerte, que gran parte se transforma en vapor neblinoso que
asciende y origina la lluvia que constantemente moja los parajes
de las cercanías. Esto, por supuesto, lleva a que grandes canti-
dades de agua pierdan su estructura original para convertirse
en vapor, lo cual se realiza, esencialmente, en la parte superior
del Salto. Los cambios provocados al chocar de las aguas en el
fondo son mucho menores.

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Para dar una pincelada de la fuerza y distancia que el agua
recorre, basta decir que desde estas alturas se hizo el intento de
arrojar un toro vivo, y al llegar al final de su recorrido solo
se encontraron trozos de huesos molidos. Ello muestra que este
es el mejor precipicio que uno puede encontrar y que es difícil
ha1lar una manera más eficaz de aniquilarse instantáneamente.
Solo basta comprar un pasaje para el Salto de Tequendama.
Por instantes muy cortos, los suficientes para deslizar los
ojos hasta el hermoso valle de árboles y arbustos que visten de
verde el paisaje, el sol dio el calor y brillo de sus rayos. El río
Bogotá, angosto y en calma, daba sus vueltas como aprovechan-
do para descansar después de la violenta caída. El Salto había
ganado en hermosura. Los rayos le penetraban formando una
serie de pequeños arcoiris, que le quitaban la tristeza y melan-
colía que antes mostraba.
El momento no duró mucho, puesto que una inmensa nube
cubrió al astro, envolviéndolo en una extensa pesadumbre. Di
una mirada de despedida a la inolvidable escena y después de
separarme de su encanto caminé pensativamente detrás del guía,
en dirección al sendero que nos trajera hasta este lugar.
Medio año más tarde tuve la oportunidad de contemplar el
mundialmente conocido Niágara. Reconoceré que mis sentimien-
tos al observarlo no fueron de la misma fuerza de los que me
causara el Tequendama. Las Cataratas del Niágara podrán ser
consideradas la obra más grandiosa de la naturaleza, como ho-
menaje a su mole de agua, semejante a olas de mar que golpean
tras deslizarse por sus acantilados y chocar en una plataforma
que acalla el estrépito de sus propios truenos. Ese paisaje es
como el ideal de la naturaleza, expresado en su máxima furia
salvaje y convulsiva. Pero para mi eso era el Tequendama. El ver
a esas moles chocar contra las paredes rocosas coloca al ser huma-
no en una situación de sorpresa, admiración y temor.
El Niágara se puede comparar con una hermosa e impre-
sionante ópera. El Tequendama se asemeja a una tragedia vio-
lenta, capaz de alterar los nervios al más templado. El primero

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es la entretención excitante y agradable; el otro produce temor
y, a la larga, cansancio. Uno podría estarse el día completo go-
zando del paisaje del Niágara, pero no soportaría más de una
hora en compañía del Salto de Tequendama.

Soñando con todo lo visto, emprendí el retorno a Bogotá.


Cuando mi acompañante me pidió la impresión acerca del Salto,
le respondí con una rima, ideada durante el camino, lo que de-
mostraba la riqueza y facilidad que posee el idioma castellano
para hacer versos y resaltar lo bello de su sonoridad. Además
con ella la pregunta quedaba plenamente contestada:
Por mis sentidos siempre ha sido gustoso
sentir lo que la Naturaleza tiene de maravilloso;
pero el sentimiento no sé cómo se llama
con que yo estaba admirando el Tequendama.

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CAPITULO XX

VIAJE DE VUELTA A LA COSTA

Tras muchas complicaciones y pérdidas de tiempo logramos


arrendar dos mulas con las que hicimos el viaje que nos alejó
de Bogotá. Fue así como lo iniciamos el 2 de junio por la maña-
na, en compañia de mi viejo amigo el senador Tallferro. Mi ami-
go volvía a su lugar de residencia, Panamá, tras haber termina-
do el período de sesiones ordinarias del Congreso. Otro amigo, el
señor Pardo, no nos pudo acompañar pues fue nombrado miem-
bro de la comisión que se encargaría de terminar los asuntos
que no lograron ser tratados en el período ordinario.
En el día alcanzamos a recorrer algo así como cien kilóme-
tros y poco antes de la caída del sol decidimos aprovechar la pre-
sencia de unas casas solitarias que encontramos para pasar la
noche. La cantidad de pulgas que nos acompañó nos hizo pro-
meter que no volveríamos a realizar la experiencia.
Temprano, estuvimos de nuevo en el camino. La mañana era
muy agradable: el sol brillaba con nitidez, el aire nos entregaba
todo su frescor y las gotas de lluvia caídas durante la noche bri-
llaban en el pasto. Todo lo que nos rodeaba semejaba una maña-
na de septiembre en Suecia. Esta fuga en el pensamiento siem-
pre lleva a la añoranza del hogar, que se acompaña de las carac-
terísticas reflexiones que se le agolpan al viajero cuando se
apresta a dejar lugares que, tal vez, nunca volverá a contemplar.
Pese a lo corto de la estada y a la superficialidad de las relacio-
nes, siempre queda el sabor de que algo se realizó.

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Dejar atrás esto es como cerrar lentamente una puerta.
Las cosas d~saparecen, como por gotas, hasta que se llega a su
desaparición total. En ese instante la puerta se cierra con llave,
dejando afuera al viajero. El sitio conocido ha quedado atrás.
Es posible que vuelva a abrirse, ya que siempre el destino entre-
ga la llave y la variabilidad de sus caprichos es imprevisible.
Pero en este caso las probabilidades son nulas y no se vivirá ese
capricho.
Al recordar la estada en el lugar que se abandona se hace
la comparación con aquellos en que se ha estado anteriormente
y se trata de suponer cómo serán los nuevos paisajes que se re-
correrán. Tampoco quedan fuera las relaciones y amistades he-
chas. Con todo, uno no desea comparar la vida con un caleidos-
copio. Esta marcha es como un terremoto que ha alterado total-
mente el orden del rompecabezas. Caben las posibilidades de que
una nueva sacudida coloque todo en orden y las piezas queden
puestas según la disposición original. Esto sería una casualidad
demasiado extraña.
Así, con estos pensamientos, vamos avanzando. Ya es el
momento de terminarlos. La extensa Sabana de Bogotá nos espera
delante.
Cuando eran las nueve, la cima de un cerro nos recordó que
habíamos 11egado a Facatativá. Descansamos un momento, para
proseguir un viaje que mi compañero se encargaba de hacer
verdaderamente interesante con sus narraciones acerca del Go-
bierno y del Congreso. Continuamente volvía sobre un tema que
le causaba verdadera aversión: los largos y complicados viajes
que tenían que efectuar los congresistas. Yo le daba la razón,
ya que durante cuatro años debía realizar una travesía de ida
y vuelta entre Panamá y Bogotá, distantes, aproximadamente,
seis mil kilómetros. Es decir, anualmente recorría doce mil kiló-
metros.
En este momento se dirigía a Honda; de allí abordaría un
champán que le llevaría por el Magdalena a Barrancas. Luego
proseguiría a caballo a Cartagena, desde donde volvería a ero-

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barcarse, en un velero, hasta Puerto Bello. De este punto se
transportaría en canoa por el río Chagre, y a Panamá llegaría en
mula. Si a este viaje se le agregan las variaciones climáticas, el
mal estado de los caminos, los peligrosos ríos y lo prolongado
del recorrido (no menos de tres meses), no se puede negar que
un funcionario de gobierno tiene un viaje más aburrido y com-
plicado que los nuestros, aunque para ello eligiera hacerlo en los
meses de octubre o septiembre.
Contra todos nuestros pronósticos, no llegamos a Villeta
ese día. Una casa solitaria nos suministró albergue y un mundo de
cucarachas, las que no lograron impedir nuestro descanso.
El viaje lo reanudamos después de las ocho de la mañana,
bajo un persistente calor. Al cabo de dos horas llegamos a Ville-
ta, donde teníamos que hacer cambio de mulas. Como era
domingo, debimos aguardar hasta el otro día, demora esta que
no nos ayudó mucho, pues con las lluvias el camino se me parecía
uno de los más intransitables que haya conocido en Colombia.
En su trecho casi total la ruta estaba rodeada de cerros, los
que se encontraban tan resbaladizos que las pobres bestias ne-
cesitaban hacer esfuerzos supremos para vencer tantas dificul-
tades. Lo que las ayudaba eran su increíble fuerza y habilidad.
Se puede afirmar que un hombre a pié no sería capaz de hacer el
mismo esfuerzo y vencerlo. Tratar de pasar por este lodazal cons-
tituía un martirio, ya que era düícil mantener el equilibrio. Con
muchos problemas logramos alcanzar un sitio más elevado. Desde
él se veían muchas curvas y para llegar hasta lugares un tanto
seguros era preciso hacer verdaderas piruetas, y por supuesto,
al llegar hasta una altura se comprobaba lo rendido que uno que-
daba.
Una vez recuperadas las fuerzas se inicia el descenso, me-
nos forzado y lento, lo que resulta mucho más grato. Desde luego
los animales no podían desarrollar velocidad, por lo que este
viaje de bajada parecía que estuviera haciéndose en trineo. Si
el equipaje llega a voltearse, solo será culpa del jinete, ya que
éste debe permanecer lo más quieto posible. Cuando se llega al

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fondo de esa bajada uno se encuentra con un profundo canal
donde se han acumulado el lodo y el barro, que las cantidades
de agua que contiene transforman en una papilla fangosa. El
lugar era paso forzoso para la bestia, la que, debido a la profun-
didad existente, no sabe si debe nadar o solamente vadear. El
asunto es que moverse entre esa masa no es cosa que resulte muy
agradable. El animal se transforma, por las circunstancias, en
un anfibio.
Al mirarla desde arriba, la mula no presenta demasiadas
diferencias con una mosca laboriosa que se desenvuelve dentro
de una espesa crema. La cabeza, parte de sus espaldas y la cola
que arrastra son lo único visible y que recuerda su color natural.
El resto del cuerpo está cubierto bajo un nivel de agua y lodo
que nada deja imaginar ni definir. Por supuesto que el jinete
vive la misma sensación, lo que lleva a que uno no se dé cuenta
de la dimensión de la odisea que vive. El color de las ropas y las
orejas es cuestión de adivinanza.
En estas condiciones llegamos a Guaduas y nos alojamos en
la casa del hospitalario coronel Acosta. A las once del nuevo dia
reemprendimos la marcha. El sol matinal nos ayudaba a hacer
menos dificultoso el camino. En las horas de la tarde, desde la
cima del cerro Sargento, contemplamos el Magdalena y sus ori-
llas. En una de ellas -Bodeguita- arrendamos una canoa y luego
de saludar al viejo Magdalena empezamos a deslizarnos río abajo,
con la esperanza de no encontrar una ruta como la anterior. A
lo lejos veiamos a los guías y a las mulas trepar por el difícil
sendero. Al desembarcar, nos dirigimos a Pesquería y llegamos
por la tarde a la Bodega de Santa Fe, donde esperamos un cham-
pán que nos permitiera trasladarnos por el Magdalena hacia un
punto má~ abajo.
Por la mañana fuimos a observar el puerto, dirigiendo nues-
tra vista hacia la bodega de enfrente donde se encontraba un
champán. Mi compañero de viaje estaba sumido en un letargo
colombiano (para cuya superación se conoce un remedio llamado
hamaca), por lo que tuve que encargarme de acordar lo del pasa-
je. Al hacer el trato fui informado de que la nave estaba espe-

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rando a un senador con su familia, quien debía de encontrarse
en camino. Averiguando más en la ciudad, supe que tal senador
estaba enfermo, por lo que aún continuaban esperándolo.
Al informar de esto a mi acompañante, me observó que,
por fin, tendríamos transporte seguro hasta Barrancas y que
solamente debíamos aguardar la llegada del senador, cuyo nom-
bre, con mucha pena, no recuerdo. Este señor, según mi compa-
ñero, era buen amigo suyo. Por el momento yo le conocía como
"el senador enfermo".
Al día siguiente por la mañana me dirigí hacia Honda con el
fin de saber si nuestro esperado senador había llegado. Para mi
alegría me señalaron el lugar donde se hospedaba. Pregunté por
él y me indicaron el segundo piso, donde un hombre de mediana
edad, pálido, descansaba y fumaba, en su hamaca. Por supuesto
que antes de tratar mis asuntos fue necesario hacer los saludos
acostumbrados, además de agregar una que otra pregunta ama-
ble acerca del camino, el calor, etc. El caballero lo recibió todo
con mucha complacencia, e hizo en seguida una descripción de las
dificultades y de sus propios padeceres, en especial de aquellos
que provenían de su pecho.
Ya me encontraba algo acostumbrado a estos detalles un
tanto raros en un primer encuentro con un forastero, pero con-
sideré que era un deseo del viejo sentirse animado a narrar sus
peripecias y conversarme. Como deseaba caerle simpático, ador-
naba la charla con un apoyo a sus gemidos, lanzando de véz en
cuando una que otra exclamación, a la vez que efectuaba pre-
guntas cortas, Jo cual le daba una animación mayor a la conver-
sación. La confianza llegaba rápidamente, tanto que pronto me
solicitó que le tomara el pulso. Como no viera problema en ello.
le aseguré -sin engaños ni charlatanerías- que su pulso era
excelente. Por lo demás, así me lo había indicado la fuerza de
sus golpes.
Todo lo anterior había convencido al viejo senador de una
cosa que yo no preveía en mi visita, a saber: la enorme confian-
za que en estas tierras se tenía en las experiencias de un europeo.

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De allí que él me señalara que en vista de esa confianza, debía
ayudarle. Esa era la razón de la gran cantidad de consultas que
me lanzaba, suponiendo que tenía yo respuesta y alivio a todas
ellas. Por supuesto que le aseguré sentirme adulado y que trata-
ría de ayudarle.
Fue así como comencé a recalcarle lo bien que le haría la
brisa marina de Cartagena, a diferencia del clima frío de Bogo-
tá; que no debería comer frutos ácidos ni fumar. No terminaba
de decir esto cuando el habano que tenía entre sus labios salió
volando, ventana afuera. Todo iba bien, pero el problema apa-
reció cuando el senador llevó mi papel de médico hasta pedirme
una receta de drogas. En ese momento me vi obligado a expli-
carle, con una sonrisa en los labios, que yo no era ningún mé-
dico. Al escuchar esta confesión, se puso totalmente fuera det
sí y sin esperar mis disculpas comenzó con una larga conferencia
sobre el papel que los forasteros jóvenes desempeñaban al bur-
larse de la gente de edad y enferma, a la que le tomaban el pulso
sin ser médicos, daban consejos sin saber nada de medicina, etc.
Yo no podía negar mi sorpresa ante el histerismo del senador,
pero de cualquier forma deseaba esperar el desenlace de todo
ello, por lo cual me quedé, sin interrumpirlo.

El final11egó al tiempo con el mensaje de mi amigo, quien


enviaba la solicitud de poder acompañarlo, con un foras-
tero, en su viaje do abajo. Este me pareció el instante de dar
explicaciones y al señalar que aquel forastero mencionado era
yo, le dije que provenía de un país donde las personas sin ser
licenciadas en facultades médicas podían tomar el pulso y dar
consejos comunes para enfermedades comunes. No surtieron
efecto mis aclaraciones y mi interlocutor siguió tan furioso como
antes, al tiempo que decía al mensajero que mi amigo tendría
un lugar en la nave, pero no así ningún forastero.
Al ver una descortesía tan abierta, me sentí ofendido, cogí
mi sombrero y me levanté. Al hacerlo le pregunté si había leído
a Gil Bias. La pregunta le sorprendió y así lo manifestó en su
respuesta. Al instante le aseguré que la próxima vez que un co-

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lombiano me solicitara tomarle el pulso, le recetaría algo seme-
jante a lo indicado por el médico-personaje de esa obra, es decir,
solo sangrías y agua caliente.
Al bajar las escaleras me encontré con el médico, a quien
representé tan inconscientemente, y tras felicitarle por su en-
fermo me despedí de él, seguro de que se trataba de uno tan
ignorante como aquel doctor de Mompós, y de que solo recetaría
yerbas, ante la imposibilidad de prescribirle remedios de la far-
macia.
Ese día supe que se estaba en espera de una embarcación
y que ésta, Juego de lo vivido, me ofrecería mejor morada y se-
guridad que la del viejo senador, quien dejó en mí una sensación
desagradable y ridícula.
Bajo este embrujo sentimental narré a mi compañero de
ruta lo acontecido con el senador, al tiempo que me despedía de
él, ya que había decidido junto con unos ingleses realizar un
viaje hasta Mariquita en espera de la embarcación. Mariquita,
ciudad ubicada a ciento veinte kilómetros, me pondría en comu-
nicación con unos extranjeros conocidos que laboraban en las
minas de plata allí existentes.
Al atardecer del día ocho y tras recorrer extensos prados
con pastizales que llegaban a la altura de un hombre, llegamos a
Mariquita, que está protegida por una saliente de la orilla dere-
cha del río Guali y se encuentra al pie de la cordillera que la
separa de las provincias de Antioquia y Popayán.
Acá se encontraba una de las minas más grandes que poseen
los capitales ingleses: la "Colombian Mining Association". Tiene
un enorme establecimiento y labora las cercanas minas de plata
de Santa Ana y La Manta. En este lugar se encontraban unos
cuarenta y ocho obreros europeos y se esperaban sesenta más.
Ya se había localizado la veta, por lo que esperaban comenzar
pronto la explotación. La pregunta que saltaba inmediatamente
era si estas minas serían colocadas en la misma situación de las
de oro, más aún si estas tendrían transporte libre desde Londres

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hasta las bodegas de Honda. Por supuesto que podían sacar con
suma facilidad todo desde acá. Por lo demás solo se encontraban
a cuatro horas de camino de las bodegas.
Después de dos días de agradable permanencia, durante los
cuales los ingleses aprovecharon la compañía de las damas resi-
dentes para entretenerse con juegos familiares colombianos,
muy semejantes a los nuestros de Navidad, viajé a Honda en
compañía del Coronel Young, inglés, quien recientemente fue
nombrado gobernador de Imbabura, zona situada abajo del Ecua-
dor y de la Costa del Pacífico. Hacia allá se dirigía, debiendo
avanzar por el río y luego por mar, desde Cartagena y Panamá.
Esta era la ruta más fácil. Por lo tanto, esperaba también el
"stimbote". Al segundo día supimos que éste se encontraba en
la Bodega de Conejo, hacia donde embarcamos en la mañana
del día 12, en una pequeña canoa, y tras cuatro horas de camino
llegamos allá. Cuando averiguamos acerca de su salida tuvimos
la desagradable sorpresa de que no lo haría hasta que no llegaran
unos pasajeros que venían en camino desde Bogotá. De esta ma-
nera tendríamos ocho días para conocer más de cerca este ver-
dadero fénix, el río Magdalena.
Por un contrato que duraba veinte años, un rico comercian-
te alemán residente, de nombre Elbers, tenía la exclusividad de
navegar comercialmente, en "stimbotes", por el Magdalena. Exis-
tia en aquel una condición que, sin embargo, no cumplía Elbers:
la de mantener tantas embarcaciones como fueran necesarias
para el transporte de los pasajeros. El primer viaje se realizó en
1825. Un año más tarde solo alcanzaba a su tercer viaje, para
lo cual daba como razones principales las partes tan escasas en
que este río tiene suficiente profundidad y los constantes cam-
bios de sus bancos de arena ..
El "General Santander", construido el citado año para el
primer viaje de los "stimbotes", soporta una carga que le lleva
a una profundidad de seis pies y tiene cincuenta caballos de
fuerza. Es un barco americano, muy bien construido, con su
máquina de vapor que trabaja liviana y uniformemente y desa-
rrolla una velocidad bastante apreciable contra la corriente. Está

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bien equipado para el transporte de pasajeros, pero t iene la gran
falla de ser demasiado bajo, lo cual hace que sufra muchos con-
tratiempos, pues se queda varado por los continuos choques con
los bancos de arena.
Cuando abordamos, notamos que aún quedaban algunos pa-
sajeros que no lograban conseguir mulas para proseguir viaj e
basta Bogotá. Entre ellos se encontraba el almirante Clementi,
quien después de la expedición a Cuba terminó en el mismo pun-
to de donde saliera, es decir, Cartagena. Ahora había recibido
el nombramiento de Ministro de Marina, por lo que viajaba
basta la capital para hacerse cargo de su puesto. Como siempre,
se le veía cortés y conversador y aprovechó la oportunidad para
darme los saludos que me enviaran unos amigos que partieron
en barcos suecos.
Por fin llegaron los tan esperados pasajeros, entre quienes
se encontraba el Ministro de los Estados Unidos, de apellido
Anderson. El cónsul inglés en Maracaibo, Soutberland, y el señor
Martín y su señora. Este último era representante por Carta-
gena y hermano de nuestro comisionado allá. Con todos ellos
hacíamos un grupo bastante numeroso los que esperábamos con
impaciencia la salida que estaba fijada para el día siguiente,
en definitiva resultó ser para el sábado venidero.
Durante el tiempo de espera ocurrieron dos acontecimientos
poco comunes, lo que equivale a decir típicos del país. Uno fue la
vista de un enorme caimán que nadaba cerca del navío mientras
en su hocico llevaba el cadáver de una negra; y el otro, que al día
siguiente, por la tarde, se sintió un temblor mucho más intenso
que el comentado en Bogotá. En el barco los movimientos alcan-
zaron hasta cierta sensación agradable.
Finalmente el domingo 18 de junio, por la mañana, dejamos
a Conejo e iniciamos el viaje río abajo, a una velocidad que
variaba entre los setenta y ochenta kilómetros por hora. De estos,
casi unos treinta eran debidos a la intensidad de la corriente.
Resultaba un grato placer este viaje. En un buen barco y
con una excelente compañía nos deslizábamos por el río, ya tan
conocido. Al momento saltaban los recuerdos de aquellos días en

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que hice el viaje en canoas miserables acompañado de dos boga-
dores semisalvajes. Nacía un sentimiento grato para todos, in-
cluso los extranjeros, quienes eran, en definitiva, los que más
gozaban con el paisaje. Era la recompensa a los sacrificios rea-
lizados, a los medios de transporte soportados y a todos los es-
fuerzos que se hicieron.
Qué contraste era observar el paisaje del Magdalena, que
me recordaba lo bien que idealiza la suprema grandeza de las
zonas calientes, en su máximo salvajismo y natural simplicidad,
aquí, desde la cubierta de este hermoso navío, que volaba como
emblema del avance industrial y estético y con una muestra del
desarrollo logrado en las zonas templadas.
Esto no era lo único que parecía extraño y fascinante. Lo
era ver los caimanes, asustados, salir de los bancos de arena de-
bido a la acción de las olas que formaba la proa del barco. Lo
era el escuchar a los tripulantes de un champán luchar contra la
corriente y notar cómo sus gritos eran acallados por las ruedas
que, uniformemente, chapoteaban sobre el agua. Lo era el ver
a los negros dar órdenes traducidas al inglés. Lo era el oír darlas
a un marino blanco, que me recordaba a los prácticos negros.
Ahora se sentía la calma del río alterada por la velocidad de la
nave, la cual, al cortar el aire, transforma éste en una brisa re-
frescante.

Porque resulta extraño observar los fulminantes rayos sola-


res, a los cuales se opone una carpa levantada en el centro de la
cubierta mientras se sirve la mesa al estilo europeo, y que traen
el recuerdo de una orilla, en un banco de arena, donde se ve
algún resto de las comidas que uno se sirvió allí. Nuevamente
aparecen los recuerdos cuando, bajo la carpa, uno se mueve y
parece estar recordando los palos que alguna vez sujetaron el
mosquitero, en una noche en que no se logró conciliar el sueño.
En pocas palabras: este viaje por el río resultaba extraño, pues-
to que no lograba uno imaginar que se estuviera viajando por
el mismo Magdalena, aquel que se identificara como la máxima
concentración de dificultades y fatiga.

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Pero la grata velada no podía durar demasiado. De ser así
el Magdalena perdería totalmente su reputación. Este paisaje
ya se encargaría de demostrar que no renuncia a ella tan fácil-
mente. Nadie podrá pasar tan libre y despreocupadamente sin
antes ser castigado por su despotismo. Muy pronto nos demostró
por qué nadie puede disputar su fuerza decisiva.
Temprano, por la tarde, tocamos fondo en un banco de are-
na. Quedamos tan adheridos que solo logram~s salir dos días
después. A11í estuvimos expuestos al calor, los mosquitos, etc.
En esos momentos uno verüicaba que no había comprado un pa-
saje que le librara de esas incomodidades, llegando a envidiar a
los bogadores que flotaban corriente abajo en un mísero champán.
Apenas el día 20 por la tarde logramos salir del estanca-
miento. De ahí en adelante vino lo peor. No pasamos un día sin
tocar fondo; fue solo el 25 de junio cuando 11egamos a San Pa-
blo, casi sin provisiones, por lo que se hicieron grandes compras
de reabastecimiento de pollos, cerdos y huevos.
Acá se había celebrado la fiesta de San Juan, de acuerdo
con las costumbres del país. En nuestro banco de arena se vivió
un día de absoluta inactividad. El sol golpeaba tan intensamente
que deseábamos hubiese llegado a un punto menos alto que en el
que se encontraba. Por las noches abundaban los mosquitos, la
lluvia y los truenos, lo cual no evitaba que el cielo perdiera algo
de lo sublime que es contemplarle desde una hamaca, escuchando
los intensos estallidos que parecían concentrarse en las orillas
plenas de bosques que bordean el río, yendo a caer muy cerca
del barco. La fuerza era tal que parecía pretender sacar a éste
del encallamiento en que se encontraba. En el fondo era una
suerte que tales rayos no fueran a depositarse sobre el solitario
barco, lo que no hubiera resultado una sorpresa.
El calor durante el dia era verdaderamente insoportable, en
especial cuando se calentaban las máquinas de vapor. En el viaje
por el río el termómetro llegaba a marcar los cuarenta y cinco
grados de temperatura, en la popa. Por supuesto que esto no
hacía muy agradable la permanencia en el barco, y cuando ya

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soportábamos tres días en el banco de arena se notaba lo des-
agradable que resultaba, más aún si a ello se unía la escasez de
víveres.

El capitán de la nave, un joven y hábil norteamericano que


anteriormente llevó este navío por el río Hudson, comentaba
con tristeza: "La diferencia entre el Hudson y el Magdalena la
hace el diablo" Ya le resultaba difícil distraer a sus pasajeros,
procurando mantener las relaciones para evitar el rompimiento
entre ellos. Para mi representaba al comerciante en bancarro-
ta tratando de obtener un acuerdo de consenso. Afortunadamen-
te ellos en forma unánime reconocieron que el capitán no
tenía culpa alguna, pues todo se debía a las malas maniobras
del práctico, a lo demasiado bajo que era el barco y a la poca
profundidad de las aguas del río. Con esto se le dio total apoyo
al capitán. Entre sus esfuerzos contempló la posibilidad de de-
volver el costo del pasaje entre Mompós y Barranca, así como
la de transportar a los pasajeros mediante el apoyo de canoas.
Fue así como se envió un bote hasta Puerto Ocaña con la inten-
ción de arrendar las canoas necesarias, además de colocar un
vigía para que ningún champán pasara sin ponerse al habla con
la nave.

Por la tarde pasó un champán en el que subieron los demás


pasajeros colombianos que no habían logrado alcanzar nuestro
barco y casi todo nuestro cupo. Solo nos quedamos el capitán, dos
norteamericanos, dos ingleses y yo. Todos decidimos que seguía-
mos en el barco y esperábamos a los botes que salieran hacia
Puerto Ocaña.

Esa mafiana bajamos a tierra y cazamos tres pequeños fai-


sanes, con los que tuvimos carne asada para la cena. Lo que si
debimos soportar fue la escasez de bebidas, ya que el agua del
Magdalena -producto del intenso calor- no es apta para beber.
se, además de resultar poco saludable. La sed llegaba a tal punto
que un inglés ofrecía cinco piastras a quien encontrara una bo-
tella de ron, con la que celebrarían el sábado nocturno. La noche

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del sábado es festejada por los oficiales en barcos ingleses y
norteamericanos, y en ella son habituales la buena compañia y
las copas llenas.
Más tarde un marinero se acercó con media botella de ese
licor, que tenía para satisfacer su placer, pero ahora la ofrecía
vender por dos piastras, las que le fueron pagadas con gusto.
Esa noche, inesperadamente, nuestro alegre amigo nos invitó a
la mesa que preparó con cigarros, agua, vasos y la media botella
de licor en la mano, al tiempo que exclamaba triunfalmente:
"Acérquense, señores. Acá hay un trago para nuestra noche de
sábado. Vamos a brindar por nuestro viejo, querido y caprichoso
Magdalena". (En inglés en el original) .
Al segundo día por la tarde apareció de vuelta el bote en
compañía de una piragua muy pequeña, en la que, aparte de sus
dos bogadores, solo podía entrar un pasajero con sus efectos per-
sonales. Nadie quiso tomarla, por lo que la cogí con mucho entu-
siasmo, máxime siendo muy inseguro que volviera a pasar otra.
A la mañana siguiente dejamos, con los bogadores, el barco
en que estuve durante tres semanas. En ese tiempo pasamos
desde Conejo basta la altura de Morales, lo que no hablaba bien
de su rapidez. Siempre habrá que recalcar que un barco de tres
a cuatro pies de calado es bastante apto para deslizarse por el
Magdalena, más aún si no se encuentran caídas ni remolinos que
dificulten la marcha. Además de que la poca profundidad del río
no molestará, con lo que un barco de tales características puede
sortear sin mayores complicaciones los bancos de arena.
Ahora me encontraba en otra embarcación. Si la anterior
era demasiado grande, la actual era una de las más pequeñas
que yo había visto jamás. No alcanzaba a medir un tercio del
largo de un hombre, su ancho no tenía el de un adulto, y una
persona obesa habría tenido muchas complicaciones para ingre-
sar a ella. Todo su largo estaba ocupado por mis dos maletas y
mi propia persona, quedando apenas un vacío insignificante en
sus extremos, uno de los cuales ocupaba un bogador sentado. La
posición que este tomaba en la piragua ayudaba a que se aumen-

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tara la velocidad. Algo que llamaba la atención era su pelo largo,
que no nos acompañaba dentro de la piragua sino que parecía
que nos escoltara de remolque.

Una pequeña carpa nos protegía del sol; su construcción, a


base de palos y hojas verdes de plátano, aumentaba la inestabili-
dad de la canoa, que se balanceaba a cada movimiento, lo que
me inquietaba muchísimo, en especial cuando el nivel del agua
chocaba con el borde mismo. De este modo viajamos todo el día.
Almorzamos en Regidos, llegando esa noche a San Pedro, donde
obtuvimos hospedaje.

En este sitio fui testigo de la audacia de los caimanes. Ese


día dos indígenas en una canoa se fueron a pescar; estaban con
las redes tendidas cuando un caimán saltó sobre estas y le mor-
dió una pierna a uno de los pescadores. Un rápido golpe de remo
de su compañero habría evitado un mal mayor, pero el hombre
estaba herido de gravedad.
En la nueva jornada pasamos por Tamalameque, Peñón 3
Banco. Hacia la tarde quedó atrás Chioya. Una lluvia nos impi.
dió entrar a tierra en una estancia situada algo más arriba de
Guama. El 5 de julio llegamos a Mompós. En el trayecto de
cien kilómetros nos habíamos demorado casi cinco semanas.

Otro imprevisto atrasó nuestra estada en Mompós. En este


lapso ocurrió algo que puede agregarse como información para
la historia del clero colombiano y su fanatismo. Un comerciante
norteamericano, Galt, enfermó durante algún tiempo y estaba
muy débil. Hallándose así decidió visitar a un amigo. En la calle
se encontró con una procesión religiosa que llevaba sus sacra-
mentos escoltados por una guardia de soldados. Al pasar frente
al comerciante éste se quitó su sombrero, reverentemente, pero
en ese instante se le acercó un sacerdote y le dijo que debía
también arrodillarse. Por supuesto que recibió la respuesta de
que no podía hacerlo, ni lo quería, por no ser él católico y estar
muy debilitado por su enfermedad, por lo que si se arrodillaba
no tendría fuerzas para levantarse.

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El sacerdote ordenó entonces a un soldado que lo obligara
con la culata de su arma. Este le dio una serie de golpes hasta
que el comerciante cayó de rodillas. Insatisfecho aún, el sacerdo-
te le dijo que debía dejar caer ambas rodillas, lo cual consiguió
cuando el soldado volvió a golpearle, quedando rendido, tanto
de vergüenza como de debilidad. La procesión siguió y allí quedó
tirado el comerciante, quien fue ayudado por algunos, quizás
menos religiosos pero más justos.
El asunto fue llevado hasta el Embajador norteamericano
en Bogotá, quien debió haber exigido una explicación por parte
del Gobierno, ya que este se vio obligado a despedir al párroco,
que se hacía el ofendido.
El 24 de julio se celebró en Mompós la festividad de San-
tiago, en la que se hacían competencias a caballo por sus largas
calles. Estas consisten en que dos jinetes se toman por la cintura
y en esa posición se lanzan a la carrera. No deben soltarse, ni
caerse de las cabalgaduras; el que cae, debe soportar las ruido-
sas risotadas de la concurrencia. Quienes más se divierten son
los de baja condición social.
El19 de agosto me reuní con el señor Travers, mi anfitrión,
y nos fuimos hasta el pueblo de San Sebastián a una cacería de
pájaros, por los valles pantanosos entre el Magdalena y el lago
Zapatosa, donde los cisnes, especialmente los de cuello negro, en
grandes cantidades nadaban de un lado a otro. La caza debía
hacerse a caballo, ya que los terrenos no podían vadearse, pero
el problema estaba en que los caballos no lograban sujetarse lo
suficientemente bien para moverse con libertad, pues se hundían
en el blando terreno.
La caza era un poco simple porque de un solo tiro caían
varios cisnes, los que colgábamos en la montura. Cuando cada
uno tuvo una buena cantidad de ellos, comenzamos a devolver-
nos muertos de hambre y de cansancio. Pronto nuestros trofeos
de caza nos ayudaron a sentirnos satisfechos.
El 16 de agosto, en compañía del señor Hauswolff, dejaba a
Mompós. Ahora tenía una canoa grande y cómoda. Un toldo, un

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timonel, dos bogadores y un sirviente. Es decir, todas las como-
didades que se pueden desear para un viaje hasta Santa Marta.
El trayecto se hacia lo más grato. Por lo demás, era la última
etapa del viaje.
La temporada seca que acababa de iniciarse nos mostraba
un cielo limpio y la brisa refrescaba por las tardes. Durante las
noches la luna se elevaba con brillantez y al llegar a su punto
más alto eclipsaba a todas las estrellas. Todo se contemplaba con
gozo y placer. El río era como mirar un espejo por donde se des-
lizaba la tranquila canoa. Furtivamente se pasaban los bancos
de arena y sus orillas. Esto era como una silente devoción de
medianoche a la madre naturaleza. La solemnidad de una noche
de luna tropical solo se puede comprender en una cálida de
agosto. Era como si se hubiese puesto un mantel brillante su-
biendo lentamente a su trono. Una vez allá la luna ilumina todo
el escenario. El brillo es fantástico, no molesta a la vista.
Durante una noche de luna como esta es cuando el forastero
siente lo hermoso y agradable del clima tropical. Sentados en el
techo de palmas de la canoa disfrutamos de esos atractivos. Se
respiraba un aire agradable y tranquilo que se combinaba con
el exquisito olor de los árboles en flor. La vista se perdía entre
la suavidad del globo de plata de la luna y el enorme espejo que
repartia los brillantes destellos. Un caimán se encargaba de per-
turbar la tranquilidad del río. El silencio se interrumpía por el
sordo aullido de algún tigre lejano que se perdía en las lejanías.
Uno que otro zumbido de un insecto o los vuelos meteóricos de
una mosca terminaban de susunar a las personas que no están
gozando solas de la increíble función del universo: el maravilloso
espectáculo de una noche de luna.
Con todos estos elementos el viaje resultó tan rápido como
grato. Así, sin pisar tierra, pasamos el día 17 por Plato y Tene-
rife; el 18 Barranca, Cerro y Punta Gorda y el 19 llegamos a
Barranquilla. Allí nos quedamos hasta el otro día para ingresar
-tras abandonar las aguas del Magdalena- en el archipiélago
Cuatro Bocas. El 21 llegamos a Pueblo Viejo.

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En este sitio dejamos nuestra canoa para tomar un bongo
que nos llevó por la costa hasta Santa Marta. La nueva embar-
cación, ya antes descrita, con sus velas y timón presentaba ma-
yor atractivo. Así salimos al encuentro del vivo mar y sus olas.
La vista, tanto a la izquierda como a la derecha, se encontraba
limitada por los escarpados de rocas, producto de las últimas
prolongaciones de la Sierra Nevada, desde cuyas alturas bajaba
un viento fresco que llenaba nuestras velas, dándole impulso
al velero para deslizarse por encima de las espumantes olas.
Pasamos la última saliente de la costa muy cerca de Gaira. Pron-
to teníamos a nuestros pies la Bahía de Santa Marta.

El 11 de septiembre anclaba en el puerto la corbeta inglesa


"Arlequín", a cargo del capitán Elliot. Cuando el 14 prosiguió
su viaje, gracias a la buena voluntad de su capitán nos encontrá-
bamos a bordo.
En ese momento aparecieron las intensas e interminables
reflexiones y observaciones, las mismas que es tan necesario se
haga el viajero cuando se encuentra alejándose de la costa
colombiana. Todo empieza a languidecer: la nave, las embarca-
ciones sobre el Magdalena. Ahora, sobre un buque de guerra,
se siente trasladado a otro mundo, donde todo le parece que toma
otros aspectos. Todas las reflexiones iban mucho más allá que
los límites colombianos (los que no se extendían en el mar por
más de diez kilómetros, según la Constitución).

Todas estas consideraciones decidí reservarlas para otra


ocasión. Por ahora diré que el 18 de septiembre llegamos a Car-
tagena, bastante impresionados por la excelente recepción, cor-
tesía y amistad que se nos brindó en este estupendo viaje. Mis
agradecimientos son tanto para el capitán Elliot como para to-
dos sus oficiales.

Finalmente, el 8 de octubre me despedí de mis dos compa-


triotas, el Conde Adelcreutz y el señor Hauswolff, y cargado de
saludos para Suecia me embarqué en el bergantín inglés "Count-
ess of Chichester", que estaba bajo el mando del Teniente James.

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Los pasajeros éramos de diferentes nacionalidades. Esa noche el
barco salió a las afueras de Bocachica. Por la mañana temprano
nos hacíamos a la mar.
El clima era bueno, el mar tranquilo cruzaba de un lado a
otro y era mecido por un suave vientecillo proveniente de tierra,
que moría antes de alcanzar del todo las velas, que impotentes
colgaban en los mástiles. Poco a poco comenzó a cobrar mayor
fuerza hasta convertirse en una firme brisa del este, bajo la cual
sorteamos los cabos de Punta Canoa y Punta Galera. La costa se
alejaba cada vez más. El aumento de la fuerza en el viento nos
indicaba que pronto la perderíamos totalmente de vista, al tiem-
po que nos decía que aprovecháramos para dar nuestras últimas
ojeadas a la tierra que atrás se quedaba.
Cuando uno ha estado por cierto tiempo en las tierras que
se van perdiendo, dirige sus miradas con sentimientos muy di-
versos y además tiene vivo el recuerdo de algo que tal vez no
vuelva a ver. Allí es donde radican las diferencias con el mari-
nero que normalmente se despide de un puerto o de la costa don-
de ha permanecido corto tiempo y que siempre tendrá la posibi-
lidad de ver de nuevo. Sus viajes rápidos le impiden quedarse
el tiempo suficiente que le permita conocer la naturaleza del pais,
el verdadero carácter de sus habitantes y sus diversos modos de
vida. En definitiva, no llega a conocer el pais, ya que la mayor
parte de las ciudades marítimas no muestran con certeza los
aspectos de la vida en el interior, y muchas veces presentan
un toque familiar que hace que el marinero se imagine todo el
resto sin ninguna variación, lo cual le hace sentirse como en su
casa.
Creo que no es igual esa impresión si decide ingresar al in-
terior, alejándose del mar, que siempre une y alinea todo lo que
pueda verse. Además nunca mostrará las características diferen-
tes del país, las mismas que se amplían a medida que se va
ingresando por el territorio. Cada opinión que con esta experien-
cia se tome diferirá notablemente de las que él se habría forma-
do en una larga o corta temporada en la costa o en el puerto.

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Si antes yo pensaba lo mismo, debía reconocer que si mi
permanencia en Colombia la hubiera limitado a las ciudades de
Cartagena y Santa Marta, al abandonarla tendria opiniones tan
torcidas como injustas sobre ella y sus habitantes, porque no
creo que exista un lugar más diferente entre sus provincias cor-
dilleranas y las costeñas, en toda esta zona.
Era ese interés el que me hacía observar esa nación tan bella,
con una naturaleza tan rica y variada. Un país así solo es posible
encontrarlo en una región situada más abajo del Ecuador, con
sus altas montañas y la riqueza de sus grandes ríos, que com-
pletan el esqueleto quebrado de un territorio como el colombiano,
en ese sentido sin parangón en el mundo.
El viento de la tarde era más fresco. Al pasar frente al alto
de Sabanilla pudimos contemplar los borrosos picos de la Sierra
Nevada de Santa Marta, que cada vez se hundían más por la
popa. Por la tarde el viento alisio nos empujaba con fuerza. En
ese momento comenzó el espectáculo que tanto agrada al mari-
nero, aquel en que puede forzar su nave para obtener altas velo-
cidades y al mismo tiempo gozar de las escenas de una vida para
él llena de cambios. Tal experiencia no es tan grata para el
pasajero común. En estos momentos se vivía una de ellas. El sol
se mostraba rojo y claro, bajo un horizonte limpio de nubes. No
se veía tierra, solo una parte del blanco pico nevado de la Sierra
que aparecía por la popa. El curso ya estaba puesto hacia J a-
maica y las velas hinchadas por el viento se balanceaban sobre
un mar muy excitado.
El barco rompía las olas que, en su furia, escupían por sobre
las barandas. Las velas menores estaban recogidas y los marine-
ros prestos para acortar los juanetes, esperando tan solo el pito
del contramaestre con la orden. El timonel informaba que se iba
a ciento diez kilómetros de las correderas. El capitán lanzaba
preguntas tratando de ordenar los juanetes según la dirección
del viento.
Algunos pasajeros se encontraban reunidos en la popa, asi-
dos de las barandas para no perder el equilibrio y dedicando

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sus atenciones al ocaso que, allá a sotavento, enviaba sus últimos
encendidos rayos sobre la cima de la Sierra Nevada.
En el barco reinaba un profundo silencio, que se interrum-
pía por la acción de la proa al introducirse en las aguas, murmu-
rando entre los aparejos. Todos en una tensa espera. De pronto
en el reloj sonaron las seis y el sol se ocultó en el ma,r púrpura.
Un último rayo hacía equilibrio sobre el nevado pico ... Una
voz gritaba: "Adiós Colombia", al tiempo que desaparecía la
única y postrera punta visible de Suramérica ...

-FIN-

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Ediciones del
Banco de la República
Talleres GrMicos
Bogot6, Colombia
1981

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