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Amalia I II y III Parte

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Amalia

I, II y III Parte

José Mármol
Explicación

La mayor parte de los personajes históricos de esta novela existe aún, y ocupa la
posición política o social que al tiempo en que ocurrieron los sucesos que van a leerse.
Pero el autor, por una ficción calculada, supone que escribe su obra con algunas
generaciones de por medio entre él y aquéllos. Y es ésta la razón por que el lector no
hallará nunca los tiempos presentes empleados al hablar de Rosas, de su familia, de
sus ministros, etc.

El autor ha creído que tal sistema convenía tanto a la mejor claridad de la narración,
cuanto al porvenir de la obra, destinada a ser leída, como todo lo que se escriba,
bueno o malo, relativo a la época dramática de la dictadura argentina, por las
generaciones venideras; con quienes entonces se armonizará perfectamente el
sistema aquí adoptado, de describir bajo una forma retrospectiva personajes que viven
en la actualidad.

Montevideo, mayo de 1851.


Parte I

Capítulo I

Traición

El 4 de mayo de 1840, a las diez y media de la noche, seis hombres atravesaban el


patio de una pequeña casa de la calle de Belgrano, en la ciudad de Buenos Aires.

Llegados al zaguán, oscuro como todo el resto de la casa, uno de ellos se para, y
dice a los otros:

-Todavía una precaución más.

-Y de ese modo no acabaremos de tomar precauciones en toda la noche -contesta


otro de ellos, al parecer el más joven de todos, y de cuya cintura pendía una larga
espada, medio cubierta por los pliegues de una capa de paño azul que colgaba de sus
hombros.

-Por muchas que tomemos, serán siempre pocas -replica el primero que había
hablado-. Es necesario que no salgamos todos a la vez. Somos seis; saldremos
primeramente tres, tomaremos la vereda de enfrente; un momento después saldrán
los tres restantes, seguirán esta vereda, y nuestro punto de reunión será la calle de
Balcarce, donde cruza con la que llevamos.

-Bien pensado.

-Sea, yo saldré delante con Merlo, y el señor -dijo el joven de la espada a la cintura,
señalando al que acababa de hacer la indicación. Y diciendo esto, tiró el pasador de la
puerta, la abrió, se embozó en su capa, y atravesando a la vereda opuesta con los
personajes que había determinado, enfiló la calle de Belgrano, con dirección al río.

Los tres hombres que quedaban salieron dos minutos después, y luego de haber
cerrado la puerta, tomaron la misma dirección que aquéllos, por la vereda
determinada.

Después de caminar en silencio algunas cuadras, el compañero del joven que


conocemos por la distinción de una espada a la cintura, dijo a éste, mientras aquel otro
a quien habían llamado Merlo, marchaba adelante embozado en su poncho:

-¡Es triste cosa, amigo mío! Esta es la última vez quizá que caminamos sobre las
calles de nuestro país. ¡Emigramos de él para incorporarnos a un ejército que habrá de
batirse mucho, y Dios sabe qué será de nosotros en la guerra!

-Demasiado conozco esa verdad, pero es necesario dar el paso que damos... Sin
embargo -continuó el joven después de algunos segundos de silencio-, hay alguien en
este mundo de Dios que cree lo contrario que nosotros.

-¿Cómo lo contrario?

-Es decir, que piensa que nuestro deber de argentinos es el de permanecer en


Buenos Aires.

-¿A pesar de Rosas?

-A pesar de Rosas.

-¿Y no ir al ejército?
-Eso es.

-¡Bah, pero es un cobarde o un mashorquero!

-Ni lo uno, ni lo otro. Al contrario, su valor raya en temeridad, y su corazón es el más


puro y noble de nuestra generación.

que quiere que hagamos, pues?

-Quiere-contestó el joven de la espada- que todos permanezcamos en Buenos Aires,


porque el enemigo a quien hay que combatir está en Buenos Aires, y no en los
ejércitos, y hace una hermosísima cuenta para probar que menos número de hombres
moriremos en las calles el día de una revolución, que en los campos de batalla en
cuatro o seis meses, sin la menor probabilidad de triunfo... Pero dejemos esto porque
en Buenos Aires el aire oye, la luz ve, y las piedras o el polvo repiten luego nuestras
palabras a los verdugos de nuestra libertad.

El joven levantó al cielo unos grandes y rasgados ojos negros, cuya expresión
melancólica se convenía perfectamente con la palidez de su semblante, iluminado con
la hermosa luz de los veinte y seis años de la vida.

A medida que la conversación se había animado sobre aquel tema, y que se


aproximaban a las barrancas del río, Merlo acortaba el paso, o parábase un momento
para embozarse en el poncho que lo cubría.

Llegados a la calle de Balcarce:

-Aquí debemos esperar a los demás -dijo Merlo.

-¿Está usted seguro del paraje de la costa en que habremos de encontrar la


ballenera? -preguntóle el joven.
-Muy seguro -contestó Merlo-. Yo me he convenido a ponerlos a ustedes en ella, y
sabré cumplir mi palabra, como han cumplido ustedes la suya, dándome el dinero
convenido; no para mí, porque yo soy tan buen patriota como cualquiera otro, sino
para pagar los hombres que los han de conducir a la otra Banda; ¡y ya verán ustedes
qué hombres son!

Clavados estaban los ojos penetrantes del joven en los de Merlo, cuando llegaron
los tres hombres que faltaban a la comitiva.

-Ahora es preciso no separarnos más -dijo uno de ellos. Siga usted adelante, Merlo,
y condúzcanos.

Merlo obedeció, en efecto, y siguiendo la calle de Venezuela, dobló por la callejuela


de San Lorenzo, y bajó al río, cuyas olas se escurrían tranquilamente sobre el manto de
esmeralda que cubre de ese lado las orillas de Buenos Aires.

La noche estaba apacible, alumbrada por el tenue rayo de las estrellas, y una brisa
fresca del sur empezaba a dar anuncio de los próximos fríos del invierno.

Al escaso resplandor de las estrellas se descubría el Plata, desierto y salvaje como la


Pampa; y el rumor de sus olas, que se desenvolvían sin violencia y sin choque sobre las
costas planas, parecía más bien la respiración natural de ese gigante de la América,
cuya espalda estaba oprimida por treinta naves francesas en los momentos en que
tenían lugar los sucesos que referimos.

Los que alguna vez hayan tenido la fantasía de pasearse en una noche oscura a las
orillas del Río de la Plata, en lo que se llama el Bajo en Buenos Aires, habrán podido
conocer todo lo que ese paraje tiene de triste, de melancólico, y de imponente al
mismo tiempo. La mirada se sumerge en la extensión que ocupa el río, y apenas puede
divisar a la distancia la incierta luz de alguno que otro buque de la rada interior. La
ciudad, a dos o tres cuadras de la orilla, se descubre informe, oscura, inmensa. Ningún
ruido humano se percibe, y sólo el rumor monótono y salvaje de las olas anima
lúgubremente aquel centro de soledad y de tristeza.
Pero aquellos que hayan llegado a ese paraje, entre las sombras de la noche, para
huir de la patria cuando el desenfreno de la dictadura arrojó a la proscripción
centenares de buenos ciudadanos, ésos solamente podrán darse cuenta de las
impresiones que inspiraba ese lugar, y en esas horas, en que se debía morir al puñal de
la Mashorca si eran sentidos; o decir ¡adiós!, a la patria, a la familia, al amor, si la
fortuna les hacía pisar el débil barco que debía conducirlos a una tierra extraña, en
busca de un poco de aire libre, y de un fusil en los ejércitos que operaban contra la
dictadura.

En la época a que nos referimos, además, la salud del ánimo empezaba a ser
quebrantada por el terror: por esa enfermedad terrible del espíritu, conocida y
estudiada por la Inglaterra y por la Francia, mucho tiempo antes que la conociéramos
en la América.

A las cárceles, a las personerías, a los fusilamientos, empezaban a suceder los


asesinatos oficiales ejecutados por la Mashorca; por ese club de bandidos, a quien los
primeros partidarios de Cromwell habrían mirado con repugnancia, y los amigos de
Marat con horror.

El terror, pues, que empezaba a apoderarse de todos los espíritus, no podía dejar de
obrar su influencia eficaz en el ánimo de esos hombres que caminaban en silencio por
la costa del río, en dirección a Barracas, a las once de la noche, y con el designio de
emigrar de la patria, crimen de lesa tiranía que con la muerte se castigaba
irremediablemente.

Nuestros prófugos caminaban sin cambiarse una sola palabra; y es ya tiempo de dar
a conocer sus nombres.

Aquel que iba delante de todos, era Juan Merlo: hombre del vulgo; de ese vulgo de
Buenos Aires, que se hermana con la gente civilizada por el vestido, con el gaucho por
su antipatía a la civilización, y con el pampa por sus habitudes holgazanas. Merlo,
como se sabe, era el conductor de los demás.
A pocos pasos seguíalo el coronel Don Francisco Lynch, veterano desde 1813;
hombre de la más culta y escogida sociedad, y de una hermosura remarcable.

En pos de él caminaba el joven Don Eduardo Belgrano, pariente del antiguo general
de este nombre, y poseedor de cuantiosos bienes que había heredado de sus padres;
corazón valiente y generoso, e inteligencia privilegiada por Dios y enriquecida por el
estudio. Este es el joven de los ojos negros y melancólicos, que conocen ya nuestros
lectores.

En seguida de él, marchaban Oliden, Riglos y Maisson, argentinos todos.

En este orden habían llegado ya a la parte del Bajo que está entre la Residencia y la
alta barranca que da a Barracas en la calle de la Reconquista; es decir, se hallaban en
paralelo con la casa que habitaba el ministro de Su Majestad Británica, caballero
Mandeville.

En ese paraje, Merlo se para y les dice:

-Es por aquí donde la ballenera debe atracar.

Las miradas de todos se sumergieron en la oscuridad, buscando en el río la


embarcación salvadora; mientras que Merlo parecía que la buscaba en tierra, pues que
su vista se dirigía hacia Barracas, y no a las aguas donde estaba clavada la de los
prófugos.

-No está -dijo Merlo-; no está aquí, es necesario caminar algo más.

La comitiva le siguió, en efecto; pero no llevaba dos minutos de marcha cuando el


coronel Lynch, que iba en pos de Merlo, divisó un gran bulto a treinta o cuarenta varas
de distancia, en la misma dirección que llevaban; y en el momento en que se volvía a
comunicárselo a sus compañeros, un ¡quién vive! interrumpió el silencio de aquellas
soledades, trayendo un repentino pavor al ánimo de todos.
-No respondan; yo voy a adelantarme un poco a ver si distingo el número de
hombres que es -dijo Merlo, que sin esperar respuesta caminó algunos pasos primero,
y tomó en seguida una rápida carrera hacia las barrancas, dando al mismo tiempo un
agudo silbido.

Un ruido confuso y terrible respondió inmediatamente a aquella señal: el ruido de


una estrepitosa carga de caballería, dada por cincuenta jinetes, que en dos segundos
cayeron como un torrente sobre los desgraciados prófugos.

El coronel Lynch apenas tuvo tiempo para sacar de sus bolsillos una de las pistolas
que llevaba, y antes de poder hacer fuego, rodó por tierra al empuje violento de un
caballo.

Maisson y Oliden pueden disparar un tiro de pistola cada uno, pero caen también
como el coronel Lynch.

Riglos opone la punta de un puñal al pecho del caballo que le atropella, pero rueda
también a su empuje irresistible, y caballo y jinete caen sobre él. Este último se levanta
al instante, y su cuchillo, hundiéndose tres veces en el pecho de Riglos, hace de este
infeliz la primera víctima de aquella noche aciaga.

Lynch, Maisson, Oliden, rodando por el suelo, ensangrentados y aturdidos bajo las
herraduras de los caballos, se sienten pronto asir por los cabellos, y que el filo del
cuchillo busca la garganta de cada uno, al influjo de una voz aguda e imperante, que
blasfemaba, insultaba y ordenaba allí; los infelices se revuelcan, forcejean, gritan;
llevan sus manos hechas pedazos ya a su garganta para defenderla... ¡todo es en
vano!... El cuchillo mutila las manos, los dedos caen, el cuello es abierto a grandes
tajos; y en los borbollones de la sangre se escapa el alma de las víctimas a pedir a Dios
la justicia debida a su martirio.

Y, entretanto que los asesinos se desmontan y se apiñan en derredor de los


cadáveres para robarles alhajas y dinero; entretanto que nadie se ve ni se entiende en
la oscuridad y confusión de esta escena espantosa, a cien pasos de ella se encuentra
un pequeño grupo de hombres que, cual un solo cuerpo expansivamente elástico,
tomaba, en cada segundo de tiempo, formas, extensión y proporciones diferentes: era
Eduardo que se batía con cuatro de los asesinos.

En el momento en que cargaron sobre los prófugos; en aquel mismo en que cayó el
coronel Lynch, Eduardo, que marchaba tras él, atraviesa casi de un salto un espacio de
quince pies en dirección a las barrancas. Esto sólo le basta para ponerse en línea con el
flanco de la caballería, y evitar su empuje; plan que su rápida imaginación concibió y
ejecutó en un segundo; tiempo que le había bastado también para desenvainar su
espada, arrancarse la capa que llevaba prendida al cuello, y recogerla sobre su brazo
izquierdo.

Pero si había librádose del choque de los caballos, no había evitado el ser visto, a
pesar de la oscuridad de la noche, que por momentos embozaba la débil claridad de
las estrellas. El muslo de un jinete roza por su hombro izquierdo; y ese hombre y otro
más hacen girar sus caballos con la prontitud del pensamiento, y embisten, sable en
mano, sobre Eduardo.

Este no ve, adivina, puede decirse, la acción de los asesinos, y, dando un salto hacia
ellos, se interpone entre los dos caballos, cubre su cabeza con su brazo izquierdo
envuelto entre el colchón que le formaba la capa, y hunde su espada hasta la
guarnición en el pecho del hombre que tiene a su derecha. Cadáver ya, aún no ha
caído ese hombre de su caballo, cuando Eduardo ha retrocedido diez pasos, siempre
en dirección a la ciudad.

En ese momento, tres asesinos más se reúnen al que acababa de sentir caer el
cuerpo de su compañero a los pies de su caballo, y los cuatro cargan entonces sobre
Eduardo.

Este se desliza rápidamente hacia su derecha para evitar el choque, tirando al


mismo tiempo un terrible corte que hiere la cabeza del caballo que presenta el flanco
de los cuatro. El animal se sacude, se recuesta súbitamente sobre los otros, y el jinete,
creyendo que su caballo está herido de muerte, se tira de él para librarse de su caída; y
los otros se desmontan al mismo tiempo, siguiendo la acción de su compañero, cuya
causa ignoran.
Eduardo entonces tira su capa y retrocede diez o doce pasos más. La idea de tomar
la carrera pasa un momento por su imaginación; pero comprende que la carrera no
hará sino cansarlo y postrarlo, pues que sus perseguidores montarán de nuevo y lo
alcanzarán pronto.

Esta reflexión, súbita como la luz, sim embargo no había terminádose en su


pensamiento, cuando los asesinos estaban ya sobre él, tres de ellos con sables de
caballería y el otro armado de un cuchillo de matadero. Tranquilo, valiente, vigoroso y
diestro, Eduardo los recibe a los cuatro parando sus primeros golpes, y evitando con
ataques parciales que le formasen el círculo que pretendían. Los tres de sable lo
acometen con rabia, lo estrechan y dirigen todos los golpes a su cabeza; Eduardo los
para con un doble círculo, y haciendo dilatar la rueda que le formaban, con cortes de
primera y tercera, comienza a ganar hacia la ciudad largas distancias, conquistando
terreno en los cortes con que ofendía, y en los círculos dobles con que paraba.

Los asesinos se ciegan, se encarnizan, no pueden comprender que un hombre solo


les resista tanto; y en sus vértigos de sangre y de furor no perciben que se hallan ya a
doscientos pasos de sus compañeros; cumpliéndose más en cada momento la
intención de alejarlos, que desde el principio tuvo Eduardo para perderse con ellos
entre la oscuridad de la noche.

Eduardo, sin embargo, sentía que la fuerza le iba faltando, y que era ya difícil la
respiración de su pecho. Sus contrarios no se cansan menos y tratan de estrecharlo por
última vez. Uno de ellos incita a los otros con palabras de demonio; pero al momento
de descargar sus golpes sobre Eduardo, éste tira dos cortes a derecha e izquierda con
toda la extensión de su brazo, amaga a todos, y pasa como un relámpago de acero por
el centro de sus asesinos, ganándoles algunos pasos más hacia la ciudad.

El hombre del cuchillo acababa de perder éste y parte de su mano al filo de la


espada de Eduardo, y otro de los de sable empieza a perder la fuerza en la sangre
abundante que se escurría de una honda herida en su cabeza.

Los cuatro lo hostigan con tesón, sin embargo. El hombre mutilado, en un acceso de
frenesí y de dolor, se arroja sobre Eduardo y lanza sobre su cabeza el inmenso poncho
que tenía en su mano izquierda. Este último, que no había comprendido la intención
de su contrario, cree que lo atropella con el puñal en la mano, y lo recibe con la punta
de su espada, que le atraviesa el corazón. El poncho había llegado a su destino: la
cabeza y el cuerpo de Eduardo quedan cubiertos en él; no se turba su espíritu, sin
embargo: da un salto atrás; su mano izquierda, libre de su capa que había arrojado
desde el principio del combate, coge el poncho y empieza a desenvolverlo de la
cabeza, mientras su diestra describe círculos con su espada en todas direcciones. Pero
en el momento en que su vista quedaba libre de aquella nube repentina y densa que la
cubrió, la punta de un sable penetra a lo largo de su costado izquierdo, y el filo de otro
le abre un honda herida sobre el hombro derecho.

-¡Bárbaros -dice Eduardo-, no conseguiréis llevarle mi cabeza a vuestro amo, sin


haber antes hecho pedazos mi cuerpo!

Y, recogiendo todas las pocas fuerzas que le quedaban, para en tercia una estocada
que le tira su contrario más próximo; y, desenganchando, se va a fondo, en cuarta, con
toda la extensión de su cuerpo: dos hombres caen a la vez al suelo: el contrario de
Eduardo, atravesado el pecho, y Eduardo que no ha tenido fuerzas para volver a su
primera posición, y que cae sin perder, empero, su conocimiento, ni su valor.

Los dos asesinos que peleaban aún se precipitan sobre él.

-¡Aún estoy vivo! -grita Eduardo con una voz nerviosa y sonora; la primera voz
fuerte que había resonado en ese lugar e interrumpido el silencio de esa terrible
escena; y los ecos de esa voz se repitieron en mucha extensión de aquel lugar solitario.

Eduardo se incorpora un poco; fija el codo de su brazo derecho sobre el vientre del
cadáver que tenía a su lado, y tomando la espada con la mano izquierda, quiere
todavía sostener su desigual combate.

Aun en ese estado, los asesinos se le aproximan con recelo. El uno de ellos se acerca
por los pies de Eduardo y descarga un sablazo sobre su muslo izquierdo, que el infeliz
no tuvo tiempo, ni posición, ni fuerza para parar. La impresión del golpe le inspira un
último esfuerzo para incorporarse; pero a ese tiempo la mano del otro asesino lo toma
de los cabellos, da con su cabeza en tierra, e hinca sobre su pecho una rodilla.
-¡Ya estás, unitario, ya estás agarrado! -le dice, y volviéndose al otro que se había
abrazado de los pies de Eduardo, le pide su cuchillo para degollarlo. Aquél se lo pasa al
momento. Eduardo hace esfuerzos todavía por desasirse de las manos que le oprimen,
pero esos esfuerzos no sirven sino para hacerle perder por sus heridas la poca sangre
que le quedaba en sus venas.

Un relámpago de risa feroz, infernal, ilumina la fisonomía del bandido cuando


empuña el cuchillo que le da su compañero. Sus ojos se dilatan, sus narices se
expanden, su boca se entreabre, y tirando con su mano izquierda los cabellos de
Eduardo casi exánime, y colocando bien perpendicular su frente con el cielo, lleva el
cuchillo a la garganta del joven.

Pero en el momento que su mano iba a hacer correr el cuchillo sobre el cuello, un
golpe se escucha, y el asesino cae de boca sobre el cuerpo del que iba a ser su víctima.

-¡A ti también te irá tu parte! -dice la voz fuerte y tranquila de un hombre que,
como caído del cielo, se dirige con su brazo levantado hacia el último de los asesinos
que, como se ha visto, estaba oprimiendo los pies de Eduardo, porque, aun medio
muerto, temía acercarse hasta sus manos. El bandido se para, retrocede, y toma
repentinamente la huida en dirección al río.

El hombre, enviado por la Providencia al parecer, no lo persigue ni un solo paso: se


vuelve a aquel grupo de heridos y cadáveres en cuyo centro se encontraba Eduardo.

El nombre de éste es pronunciado luego por el desconocido con toda la expresión


del cariño y de la incertidumbre. Toma entre sus brazos el cuerpo del asesino que
había caído sobre Eduardo, lo suspende, lo separa de él, e hincando una rodilla en
tierra suspende el cuerpo del joven y reclina su cabeza contra su pecho.

-¡Todavía vive! -dice, después de haber sentido su respiración. Su mano toma la de


Eduardo, y una leve presión le hace conocer que vive, y que le ha conocido.
Sin vacilar alza entonces la cabeza, gira sus ojos con inquietud; se levanta luego,
toma a Eduardo por la cintura con el brazo izquierdo, y, cargándole al hombro, marcha
hacia la próxima barranca, en que estaba situada la casa del señor Mandeville.

Su marcha segura y fácil hace conocer que aquellos parajes no eran extraños a su
planta.

-¡Ah! -exclama de repente-, apenas faltará media cuadra y... tengo que descansar
porque... -y el cuerpo de Eduardo se le escurre de los brazos entre la sangre que a los
dos cubría-. ¡Eduardo! -le dice poniéndole sus labios en el oído-; ¡Eduardo! Soy yo,
Daniel; tu amigo, tu compañero, tu hermano Daniel.

El herido mueve lentamente la cabeza y entreabre los ojos. Su desmayo, originado


por la abundante pérdida de su sangre, empezaba a pasar, y la brisa fría de la noche a
reanimarle un poco.

-Huye... ¡Sálvate, Daniel! -fueron las primeras palabras que pronunció.

Daniel lo abraza.

-No se trata de mí, Eduardo; se trata de... a ver... pasa tu brazo izquierdo por mi
cuello; oprime lo más fuerte que puedas... pero ¿qué diablos es esto? ¿Te has batido
acaso con la mano izquierda, que conservas la espada empuñada con ella? ¡Ah, pobre
amigo, esos bandidos te habrán herido la derecha!... ¡Y no haber estado contigo yo!

Y durante hablaba así, queriendo arrancar de los labios de su amigo alguna


respuesta, alguna palabra que le hiciese comprender el verdadero estado de sus
fuerzas, ya que temblaba de conocer la gravedad de sus heridas, Daniel cargó de
nuevo a Eduardo, que, vuelto en sí de su primer desmayo, hacía una débil fuerza sobre
los hombros de su libertador, y lo llevó en sus brazos segunda vez, en la misma
dirección que la anterior.
El movimiento y la brisa vuelven al herido un poco de la vida que le había
arrebatado la sangre; y con un acento lleno de cariño:

-Basta, Daniel -dice-, apoyado en tu brazo creo que podré caminar un poco.

-No hay necesidad -le responde éste, poniéndole suavemente en tierra-; ya estamos
en el lugar a donde quería conducirte.

Eduardo quedó un momento de pie; pero su muslo izquierdo estaba cortado casi
hasta el hueso, y al tomar esa posición todos los músculos heridos se resintieron, y un
dolor agudísimo hizo doblar las rodillas del joven.

-Ya me imaginaba que no podrías estar de pie -dijo Daniel, fingiendo naturalidad en
su voz, pues que toda su sangre se había helado sospechando entonces que las heridas
de Eduardo eran mortales-. Pero, felizmente -continuó-, ya estamos aquí, aquí donde
podré dejarte en seguridad mientras voy a buscar los medios de conducirte a otra
parte.

Y diciendo esto había vuelto a cargar a su amigo, descendiendo con él, a fuerza de
gran trabajo, a lo hondo de una zanja de cuatro o cinco pies de profundidad, que dos
días antes habían empezado a abrir a distancia de veinte pies del muro lateral de una
casa sobre la barranca que acababa de subir Daniel con su pesada pero querida carga;
casa que no era otra que la del ministro de Su Majestad Británica, caballero
Mandeville.

Daniel sienta a su amigo en el fondo de la zanja, lo recuesta contra uno de los lados
de ella, y le pregunta dónde se siente herido.

-No sé; pero aquí, aquí siento dolores terribles -dice Eduardo tomando la mano de
Daniel y llevándola a su hombro derecho y a su muslo izquierdo.

Daniel respira entonces con libertad.


-Si solamente estás herido ahí -dice-, no es nada, mi querido Eduardo -oprimiéndolo
en sus brazos con toda la efusión de quien acaba de salir felizmente de una
incertidumbre penosa; pero a la presión de sus brazos, Eduardo exhala un ¡ay!, agudo
y dolorido.

-Debo estar también... sí... estoy herido aquí... -dice llevando la mano de Daniel a su
costado izquierdo-... Pero sobre todo, el muslo... el muslo me hace sufrir
horriblemente.

-Espera -dice Daniel, sacando un pañuelo de su bolsillo, con el cual venda


fuertemente el muslo herido-. Esto, a lo menos-continúa-,podrá contener algo la
hemorragia, ahora venga la cintura; ¿es aquí donde sientes la herida?

-Sí.

-Entonces... aquí está mi corbata -y con ella oprime fuertemente el pecho de su


amigo.

Todo esto hace y dice fingiendo una confianza que había empezado a faltarle desde
que supo que había una herida en el pecho, que podría haber interesado alguna
entraña. Y dice y hace todo entre la oscuridad de la noche, y en el fondo de una zanja
estrecha y húmeda. Y como un sarcasmo de esa posición terriblemente poética en que
se encontraban los dos jóvenes, porque Daniel lo era también, los sonidos de un piano
llegaron en ese momento a sus oídos: el señor Mandeville tenía esa noche una
pequeña tertulia en su casa.

-¡Ah! -dice Daniel, acabando de vendar a su amigo-. Su Excelencia inglesa se


divierte.

-¡Mientras a sus puertas se asesina a los ciudadanos de este país! -exclama Eduardo.
-Y es precisamente por eso que se divierte. Un ministro inglés no puede ser buen
ministro inglés sino en cuanto represente fielmente a la Inglaterra; y esta noble señora
baila y canta en derredor de los muertos como las viudas de los hotentotes; con la sola
diferencia, que éstas lo hacen de dolor, y aquélla de alegría.

Eduardo se sonrió de esa idea nacida de una cabeza cuya imaginación él conocía y
admiraba tanto; e iba a hablar cuando de repente Daniel le pone su mano sobre los
labios.

-Siento ruido -le dice al oído, buscando a tientas la espada.

Y en efecto no se había equivocado. El ruido de las pisadas de dos caballos se


percibía claramente, y un minuto después el eco de voces humanas llegó hasta los dos
amigos.

Todo se hacía más perceptible por instantes; entendiéndose al fin clara y


distintamente la voz de los que venían conversando.

-Oye-dice uno de ellos, a diez o doce pasos de la zanja-, saquemos fuego y a la luz
de un cigarro podremos contar, porque yo no quiero ir hasta la Boca, sino volverme a
casa.

-Bajemos entonces -responde aquel a quien se había dirigido, y dos hombres se


desmontan de sus caballos, sonando la vaina de latón de sus sables al pisar en tierra.

Cada uno de ellos tomó la rienda de su caballo, y, caminando hacia la zanja, vinieron
a sentarse a cuatro pasos de Daniel y Eduardo.

Uno de los dos recién llegados sacó sus avíos de fumar, encendió la yesca, luego un
grueso cigarro de papel, y dijo al otro:
-A ver, dame los papeles uno por uno.

El otro se quitó el sombrero, sacó de él un rollo de billetes de banco, y dio uno de


ellos a su compañero; quien tomándolo con la mano izquierda lo aproximó a la brasa
del cigarro que tenía en la boca, y aspirando con fuerza iluminó todo el billete con los
reflejos de la brasa activada por la aspiración.

-¡Cien! -dice aquel que había entregado el billete, y cuya cara se había juntado con
la del otro para ver junto con él el número.

-¡Cien! -dice el del cigarro, arrojando por la boca una gruesa nube de humo.

Y la misma operación que con el primer billete, se hace con treinta de igual valor; y
después de repartirse 1.500 pesos cada uno de los dos hombres, mitad de los 3.000
que sumaban los treinta billetes de cien pesos, dice aquel que alumbraba los papeles:

-¡Yo creía que sería más! ¡Si hubiésemos degollado al otro nos hubiese tocado la
bolsa de onzas!

-¿Y adónde se iban esos unitarios? Al ejército de Lavalle, ¿no es verdad?

-¡Pues! ¿Y adónde se habían de ir? Lo que yo siento es que no se quieran ir todos


para que tuviéramos de éstas todas las noches.

-¡Pero, y si alguna vez entra Lavalle y alguien nos delata!

-¡Qué! Nosotros somos mandados; y cuando veamos la cosa mal, nos pasaremos;
entretanto yo me he de hacer matar por el Restaurador, y por eso soy de la gente de
confianza del comandante.

-¡Fíate mucho! ¡Que nos eche de menos luego, y verás tú y yo lo que nos pasa!
-¡Oh!, ¿y él no nos mandó por este lado, y a Morales por el Retiro, y a Diego con
cuatro más por las calles, a buscar al que se escapó? Entonces, le decimos mañana que
hemos pasado la noche buscándolo, y no nos dirá nada.

-Pero, ¡qué susto llevaba Camilo cuando fue a avisarle al comandante! Le dijo que
salieron cuatro a proteger al unitario, pero no le ha de haber creído porque sabe que
es flojo.

-Sí, pero los otros no eran flojos, y uno solo no los había de matar. Por mi parte, yo
no los busco.

¡Qué buscarlos! Yo me voy a la Boca -dijo aquel que había traído los billetes en el
sombrero, levantándose y montando tranquilamente en su caballo, mientras el otro se
dejó estar sentado.

-Bueno -dice éste-, ándate no más; yo voy a acabar mi cigarro antes de irme a casa,
mañana te iré a buscar de madrugada para que nos vayamos al cuartel.

-Entonces, hasta mañana -dice aquél, dando vuelta su caballo, y tomando al trote el
camino de la Boca.

Algunos minutos después, el que se había quedado mete la mano al bolsillo, saca
una cosa que aproxima a su cigarro en la boca, y la contempla a la claridad que
esparcía la brasa.

-¡Y es de oro el reloj! -dice-. Esto nadie me lo vio sacar; y la plata que me den por él
no la parto con ninguno.

Y veía y volvía a ver el reloj a la luz de su cigarro.


-¡Y está andando! -dice, aplicándoselo al oído-; pero yo no sé... yo no sé cómo se
sabe la hora... -y volvía a iluminar su preciosa alhaja-... ¡Esta es cosa de unitarios!... La
hora que yo sé es que serán las doce, y que...

-Esa es la última de tu vida, bribón dice Daniel dando sobre la cabeza del bandido,
que cayó al instante sin dar un solo grito, el mismo golpe que había dado en la cabeza
de aquel que puso el cuchillo sobre la garganta de Eduardo: golpe que produjo el
mismo sonido duro y sin vibración, ocasionado por un instrumento que Daniel tenía en
sus manos, muy pequeño y que no conocemos todavía, el cual parece que hacía sobre
la cabeza humana el mismo efecto que una bala de cañón que se la llevase, pues que
los dos que hemos visto caer no habían dado un solo grito.

Daniel, que había salido de la zanja, y llegádose como una sombra hasta el bandido,
luego que le dio el golpe en la cabeza, tomó la brida del caballo, lo trajo hasta la zanja,
y sin soltarla, bajó y dio un abrazo a su amigo.

-¡Valor! ¡valor!, mi Eduardo; ¡ya estás libre... salvo... la Providencia te envía un


caballo que era lo único que necesitábamos!

-Sí, me siento un poco reanimado, pero es necesario que me sostengas... no puedo


estar de pie.

-No hagas fuerza -dice Daniel, que carga otra vez a Eduardo y lo sube al borde de la
zanja. En seguida salta él, y con esfuerzos indecibles consigue montar a Eduardo sobre
el caballo que se inquietaba con las evoluciones que se hacían a su lado. En seguida
recoge la espada de su amigo, y de un salto se monta en la grupa; pasa sus brazos por
la cintura de Eduardo, toma de sus débiles manos las riendas del caballo, y lo hace
subir inmediatamente por una barranca inmediata a la casa del señor Mandeville.

-Daniel, no vamos a mi casa porque la encontraríamos cerrada. Mi criado tiene


orden de no dormir en ella esta noche.
-No, no por cierto, no he tenido la idea de querer pasearte por la calle del Cabildo a
estas horas, en que veinte serenos alumbrarían nuestros cuerpos federalmente
vestidos de sangre.

-Bien, pero tampoco a la tuya.

-Mucho menos, Eduardo; yo creo que nunca he hecho locuras en mi vida: y llevarte
a mi casa sería haber hecho una por todas las que he dejado de hacer.

-¿Y adónde, pues?

-Ese es mi secreto por ahora. Pero no me hagas más preguntas. Habla lo menos
posible.

Daniel sentía que la cabeza de Eduardo buscaba algo en que reclinarse, y con su
pecho le dio un apoyo que bien necesitaba ya, porque en aquel momento un segundo
vértigo le anublaba la vista y lo desfallecía; pero felizmente le pasó pronto.

Daniel hacía marchar al paso su caballo. Llegó por fin a la calle de la Reconquista, y
tomó la dirección a Barracas; atravesó la del Brasil y Patagones y tomó a la derecha por
una calle encajonada, angosta y pantanosa, y en cuyos lados no había edificio alguno
sino los fondos de ladrillo o de tunas de aquellas casas con que termina la ciudad sobre
las barrancas de Barracas.

Al cabo de seiscientos pasos, la callejuela da salida a la empinada y solitaria


barranca de Marcó, cuya pendiente rápida y estrechísimas sendas causan temor de día
mismo a los que se dirigen a Barracas, que prefieren la barranca empedrada de Brown,
o la de Balcarce, antes que bajar por aquel medio precipicio, especialmente si el
terreno está húmedo. A esa barranca llegó Daniel, y las mismas calidades de mala y
solitaria fueron para él en ese momento una garantía por la que le daba preferencia.
Además, él conocía perfectamente los senderos, y bajó por ella, dirigiendo hábilmente
su caballo sin el mínimo contratiempo.
Llegado a la calle traviesa entre Barracas y la Boca, dobló a la derecha, y
recostándose a la orilla del camino, llegó al fin a la calle Larga de Barracas sin haber
hallado una sola persona en su tránsito. Tomó la derecha de la calle, enfiló los
edificios, lo más aproximado a ellos que le fue posible, e hizo tomar el trote largo a su
caballo, como que quisiera salir de ese camino frecuentado de noche por algunas
patrullas de policía.

Al cabo de pocos minutos de marcha, detiene su caballo, gira sus ojos, y convencido
de que no veía ni oía nada, hace tomar el paso a su caballo, y dice a Eduardo:

-Ya estás en salvo, pronto estarás en seguridad y curado.

-¿Dónde? -le pregunta Eduardo con voz sumamente desfallecida.

-Aquí -le responde Daniel, subiendo el caballo a la vereda de una casa por cuyas
ventanas, cubiertas con celosías y los vidrios por espesas cortinas de muselina blanca
en la parte interior, se trasparentaban las luces que iluminaban las habitaciones; y al
decir aquella palabra, arrima el caballo a las rejas, e introduciendo su brazo por ellas y
las celosías, tocó suavemente en los cristales. Nadie respondió, sin embargo. Volvió a
llamar segunda vez, y entonces una voz de mujer preguntó con un acento de recelo:

-¿Quién es?

-Yo soy, Amalia, yo, tu primo.

-¡Daniel! dijo la misma voz, aproximándose más a la ventana la persona del interior.

-Sí, Daniel.
Y en el momento, la ventana se abrió, la celosía fue alzada, y una mujer joven y
vestida de negro inclinó su cuerpo hasta tocar las rejas con su mano. Pero al ver dos
hombres en un mismo caballo retiróse de esa posición, como sorprendida.

-¿No me conoces, Amalia? Oye: abre al momento la puerta de la calle; pero no


despiertes a los criados; ábrela tú misma.

-¿Pero, qué hay, Daniel?

-No pierdas un segundo, Amalia, abre en este momento en que está solo el camino;
me va la vida, más que la vida, ¿lo entiendes ahora?

¡Dios mío! -exclama la joven, que cierra la ventana, que se precipita a la puerta de la
sala, de ésta a la de la calle, que abre sin cuidarse de hacer poco o mucho ruido, y que
saliendo hasta la vereda dice a Daniel:

-¡Entra! -pronunciando esta palabra con ese acento de espontaneidad sublime que
sólo las mujeres tienen en su alma sensible y armoniosa, cuando ejecutan alguna
acción de valor, que siempre es en ellas la obra, no del raciocinio, sino de la
inspiración.

-Todavía no -dice Daniel, que ya estaba en tierra con Eduardo sostenido por la
cintura; y de ese modo, y sin soltar la brida del caballo, llega a la puerta.

-Ocupa mi lugar, Amalia; sostén a este hombre que no puede andar solo.

Amalia, sin vacilar, toma con sus manos un brazo de Eduardo, que, recostado contra
el marco de la puerta, hacía esfuerzos indecibles por mover su pierna izquierda que le
pesaba enormemente.

¡Gracias, señorita, gracias! -dice con voz llena de sentimiento y de dulzura.


-¿Está usted herido?

-Un poco.

-¡Dios mío! -exclama Amalia, que sentía en sus manos la humedad de la sangre.

Y mientras se cambiaban estas palabras, Daniel había conducido el caballo al medio


del camino, y poniéndolo en dirección al puente, con la rienda al cuello, diole un fuerte
cintarazo en la anca con la espada de Eduardo, que no había abandonado un
momento. El caballo no esperó una segunda señal, y tomó el galope en aquella
dirección.

-¡Ahora -dice Daniel-, adentro! -acercándose a la puerta, levantando a Eduardo por


la cintura hasta ponerlo en el zaguán, y cerrando aquélla. De ese mismo modo lo
introdujo a la sala, y puso, por fin, sobre un sofá a aquel hombre a quien había salvado
y protegido tanto en aquella noche de sangre; aquel hombre lleno de valor moral y de
espíritu todavía, y cuyo cuerpo no podía, sin embargo, sostenerse por sí solo un
momento.
Capítulo II

La primera curación

Cuando Daniel colocó a Eduardo sobre el sofá, Amalia, pues ya distinguiremos por
su nombre a la joven prima de Daniel, pasó corriendo a un pequeño gabinete contiguo
a la sala, separado por un tabique de cristales, y tomó de una mesa de mármol negro
una pequeña lámpara de alabastro, a cuya luz la joven leía las Meditaciones de Mr.
Lamartine cuando Daniel llamó a los vidrios de la ventana, y volviendo a la sala, puso la
lámpara sobre una mesa redonda de caoba, cubierta de libros y de vasos de flores.

En aquel momento Amalia estaba excesivamente pálida, efecto de las impresiones


inesperadas que estaba recibiendo, y los rizos de su cabello castaño claro, echados
atrás de la oreja pocos momentos antes, no estorbaron a Eduardo descubrir, en una
mujer de veinte años, una fisonomía encantadora, una frente majestuosa y bella, unos
ojos pardos llenos de expresión y sentimiento, y una figura hermosa, cuyo traje negro
parecería escogido para hacer resaltar la reluciente blancura del seno y de los
hombros, si su tela no revelase que era un vestido de duelo.

Daniel se aproximó a la mesa en el acto en que Amalia colocaba la lámpara, y


tomando las pequeñas manos de azucena de su hermosa prima la dijo:

-Amalia, en las pocas veces que nos vemos, te he hablado siempre de un joven con
quien me liga la más íntima y fraternal amistad; ese joven, Eduardo, es el que acabas
de recibir en tu casa, el que está ahí gravemente herido. Pero sus heridas son oficiales,
son la obra de Rosas, y es necesario curarlo, ocultarlo, y salvarlo.

-¿Pero qué puedo hacer yo, Daniel? -le pregunta Amalia toda conmovida y
volviendo sus ojos hacia el sofá donde estaba acostado Eduardo, cuya palidez parecía
la de un cadáver, contrastada por sus ojos negros y relucientes como el azabache, y
por su barba y cabellos del mismo color.

-Lo que tienes que hacer, mi Amalia, es una sola cosa; ¿dudas que yo te haya
querido siempre como un hermano?
-¡Oh, no, Daniel; jamás lo he dudado!

-Bien -dice el joven poniendo sus labios sobre la frente de su prima-, entonces lo
que tienes que hacer, es obedecerme en todo por esta noche; mañana vuelves a
quedar dueña de tu casa, y de mí, como siempre.

-Dispón; ordena lo que quieres; yo no podría tampoco concebir una idea en este
momento -dijo Amalia, cuya tez iba volviendo a su rosado natural.

-Lo primero que dispongo es que traigas tú misma, sin despertar a ningún criado
todavía, un vaso de vino azucarado.

Amalia no esperó oír concluir la última sílaba y corrió a las piezas interiores.

Daniel se acercó luego a Eduardo, en quien el momentáneo descanso que había


gozado empezaba a dar expansimiento a sus pulmones, oprimidos hasta entonces por
el dolor y el cansancio, y le dijo:

-Esta es mi prima, la linda viuda, la poética tucumana de que te he hablado tantas


veces, y que después de su regreso de Tucumán hace cuatro meses que vive solitaria
en esta quinta. Creo que si la hospitalidad no agrada a tus deseos, no les sucederá lo
mismo a tus ojos.

Eduardo se sonrió, pero al instante volviendo su semblante a su gravedad habitual, -


exclamó:

-¡Pero es un proceder cruel; voy a comprometer la posición de esta criatura!

-¿Su posición?
-Sí, su posición. La policía de Rosas tiene tantos agentes cuantos hombres ha
enfermado el miedo. Hombres, mujeres, amos y criados, todos buscan su seguridad en
las delaciones. ¡Mañana sabrá Rosas dónde estoy, y el destino de esta joven se
confundirá con el mío!

-Eso lo veremos -dijo Daniel arreglando los cabellos desordenados de Eduardo-. Yo


estoy en mi elemento cuando me hallo entre las dificultades. Y, si en vez de
escribírmelo, me hubieses esta tarde hablado de tu fuga, ciento contra uno a que no
tendrías en tu cuerpo un solo arañazo.

-Pero, tú ¿cómo has sabido el lugar de mi embarque?

-Eso es para despacio -contestó Daniel sonriéndose.

Amalia entró en ese momento trayendo sobre un plato de porcelana una copa de
cristal con vino de Burdeos azucarado.

-¡Oh, mi linda prima -dijo Daniel-, los dioses habrían despedido a Hebe, y dádote
preferencia para servirles su vino, si te hubiesen visto como te veo yo en este
momento! Toma, Eduardo; un poco de vino te reanimará mientras viene un médico.

Y en tanto que suspendía la cabeza de su amigo y le daba a beber el vino azucarado,


Amalia tuvo tiempo de contemplar por primera vez a Eduardo, cuya palidez y
expresión dolorida del semblante le daba un no sé qué de más impresionable, varonil y
noble; y al mismo tiempo para poder fijarse en que, tanto Eduardo como Daniel,
ofrecían dos figuras como no había imaginádose jamás: eran dos hombres
completamente cubiertos de barro y sangre.

-Ahora -dice Daniel, tomando el plato de las manos de Amalia-, ¿el viejo Pedro está
en casa?

-Sí.
-Entonces ve a su cuarto, despiértalo y dile que venga.

Amalia iba a abrir la puerta de la sala para salir, cuando la dice Daniel:

-Un momento, Amalia, hagamos muchas cosas a la vez para ganar tiempo, ¿dónde
hay papel y tintero?

-En aquel gabinete -responde Amalia señalando el que estaba contiguo a la sala.

-Entonces, anda a despertar a Pedro.

Y Daniel pasó al gabinete, tomó una luz de una rinconera, pasó a otra habitación,
que era la alcoba de su prima, de ésta a un pequeño y lindísimo retrete, y allí invadió el
tocador, manchando las porcelanas y cristales con la sangre y el lodo de sus manos.

-¡Oh! -exclamó mirándose en el espejo del tocador mientras se lavaba las manos-; si
Florencia me viese así, bien creería me acababa de escapar de los infiernos, y con
aquellas carreras que ella sabe dar cuando la quiero robar un beso y está enojada se
me escaparía hasta la Pampa. ¡Bueno! -continuó, secándose sus manos en un
riquísimo tejido del Tucumán-, ¡allí está la botella del vino que ha tomado Eduardo; y
también beberé, porque el diablo se lleve a Rosas, porque Eduardo sane pronto, y
porque mi Florencia haga mañana lo que habré de decirla!

Y diciendo esto, se echó a la garganta media docena de tragos de vino en una


magnífica copa que estaba sobre el tocador de Amalia, y cuyas flores arrojó dentro de
la palangana.

Volvió inmediatamente al gabinete, sentóse delante de una pequeña escribanía, y


tomando su semblante una gravedad que parecía ajena del carácter del joven, escribió
dos cartas, las cerró, púsolas el sobre, y entró a la sala donde Eduardo estaba
cambiando algunas palabras con Amalia sobre el estado en que se sentía. Al mismo
tiempo, la puerta de la sala abrióse y un hombre como de sesenta años de edad, alto,
vigoroso todavía, con el cabello completamente encanecido, con barba y bigotes en el
mismo estado, vestido con chaqueta y calzón de paño azul, entró con el sombrero en
la mano y con un aire respetuoso, que cambió en el de sorpresa al ver a Daniel de pie
en medio de la sala, y sobre el sofá un hombre tendido y manchado de sangre.

-Yo creo, Pedro, que no es a usted a quien puede asustarle la sangre. En todo lo que
usted ve no hay más que un amigo mío a quien unos bandidos acaban de herir
gravemente. Aproxímese usted. ¿Cuánto tiempo sirvió usted con mi tío el coronel
Sáenz, padre de Amalia?

-Catorce años, señor; desde la batalla de Salta hasta la de Junín, en que el coronel
cayó muerto en mis brazos.

-¿A cuál de los generales que lo han mandado ha tenido usted más cariño y más
respeto: a Belgrano, a San Martín o a Bolívar?

-Al general Belgrano, señor -contestó el viejo soldado sin hesitar.

-Bien, Pedro, aquí tiene usted en Amalia y en mí, una hija y un sobrino de su
coronel, y allí tiene usted un sobrino del general Belgrano, que necesita de sus
servicios en este momento.

-Señor, yo no puedo ofrecer más que mi vida, y esa está siempre a la disposición de
los que tengan la sangre de mi general y de mi coronel.

-Lo creo, Pedro, pero aquí necesitamos, no sólo valor, sino prudencia, y sobre todo
secreto.

-Está bien, señor.


-Nada más, Pedro. Yo sé que tiene usted un corazón honrado, que es valiente, y,
sobre todo, que es patriota.

-Sí, señor; patriota viejo -dijo el soldado, alzando la cabeza con cierto aire de
orgullo.

-Bien; vaya usted -continuó Daniel-, y sin despertar a ningún criado ensille usted
uno de los caballos del coche, sáquelo hasta la puerta con el menor ruido posible,
ármese, y venga.

El veterano llevó su mano a la sien derecha, como si estuviese delante de su


general, y dando media vuelta marchó a ejecutar las órdenes recibidas.

Cinco minutos después, las herraduras del caballo se sintieron, luego se oyó girar
sobre sus goznes el portón de la quinta, y en seguida apareció en la sala cubierto con
su poncho el viejo soldado de quince años de combates.

-¿Sabe usted, Pedro, la casa del doctor Alcorta?

¿Tras de San Juan?

-Allí.

-Sí, señor.

-Pues irá usted a ella; llamará hasta que le abran, y entregará esta carta diciendo
que, mientras se prepara el doctor, usted va a una diligencia, y volverá a buscarlo. En
seguida pasará usted a mi casa, llamará despacio a la puerta, y a mi criado, que ha de
estar esperándome, y que abrirá al momento, le dará usted esta otra carta.
-Bien, señor.

-Todo esto lo hará usted a escape.

-Bien, señor.

-Otra cosa más. Le he dado a usted una carta para el doctor Alcorta; mil incidentes
pueden sobrevenirle en el camino, y es necesario que se haga usted matar antes que
dejarse arrancar esa carta.

-Bien, señor.

-Nada más, ahora. Son las doce y tres cuartos de la noche -dijo Daniel mirando un
reloj que estaba colocado sobre el marco de una chimenea-, a la una y media usted
puede estar de vuelta con el doctor Alcorta.

El soldado hizo la misma venia que anteriormente, y salió. Algunos segundos


después sintieron desde la sala la impetuosa carrera de un caballo que conmovía con
sus cascos la solitaria calle Larga.

Daniel hizo señal a su prima de pasar al gabinete inmediato y, después de


recomendar a Eduardo que hiciese el menor movimiento posible en tanto que llegaba
el médico, le dijo:

-Ya sabes cuál ha sido mi elección; ¿a quién otro podría llamar, tampoco, que nos
inspirase más confianza?

-¡Pero, Dios mío, comprometer al doctor Alcorta! -exclamó Eduardo-. Esta noche,
Daniel, te has empeñado en confundir con mi mala suerte el destino de la belleza y del
talento. Mi vida vale muy poco en el mundo para que se expongan por ella una mujer
como tu prima, y un hombre como nuestro maestro.
¡Estás sublime esta noche, mi querido Eduardo! Tu sangre se ha escurrido por las
heridas, pero tu gravedad y tus desconfianzas se quedaron dueñas de casa. Alcorta no
se comprometerá más que mi prima; y aunque no fuera así, hoy estamos todos en un
duelo, en que los buenos nos debemos a los buenos, y los pícaros se deben a los
pícaros. La sociedad de nuestro país ha empezado a dividirse en asesinos y víctimas, y
es necesario que los que no queramos ser asesinos, si no podemos castigarlos, nos
conformemos con ser víctimas.

-Pero Alcorta no se ha comprometido, y sin embargo, con hacerlo venir aquí puedes
comprometerlo gravemente.

-Eduardo, tu cabeza no está buena. Oye: tú, yo, cada joven de nuestros amigos,
cada hombre de la generación a que pertenecemos, y que ha sido educado en la
universidad de Buenos Aires, es un compromiso vivo, palpitante, elocuente del doctor
Alcorta. Somos sus ideas en acción; somos la reproducción multiplicada de su virtud
patricia, de su conciencia humanitaria, de su pensamiento filosófico. Desde la cátedra,
él ha encendido en nuestro corazón el entusiasmo por todo lo que es grande: por el
bien, por la libertad, por la justicia. Nuestros amigos que están hoy con Lavalle, que
han arrojado el guante blanco para tomar la espada, son el doctor Alcorta. Frías es el
doctor Alcorta en el ejército; Alberdi, Gutiérrez, Irigoyen son el doctor Alcorta en la
prensa de Montevideo. Tú mismo, ahí bañado en tu sangre, que acabas de exponer tu
vida por huir de la patria antes que soportar en ella la tiranía que la oprime, no eres
otra cosa, Eduardo, que la personificación de las ideas de nuestro catedrático de
filosofía, y... pero, ¡bah!, ¡qué tonterías estoy hablando! -exclamó Daniel al ver dos
gruesas lágrimas que corrían sobre el rostro cadavérico de Eduardo-. ¡Vaya! ¡Vaya! No
hablemos más de esto. Déjame hacer las cosas a mí solo, que si nos lleva el diablo nos
llevará a todos juntos; y a fe, mi querido Eduardo, que no hemos de estar peor en el
infierno que en Buenos Aires. Descansa un momento, mientras hablo con Amalia
algunas palabras.

Y diciendo esto, se dirigió al gabinete, pestañeando rápidamente para enjugar con


los párpados una lágrima que, al ver las de su amigo, había brotado de la exquisita
sensibilidad de este joven, que más tarde haremos conocer mejor a nuestros lectores.
-Daniel -le dice Amalia al entrar al gabinete, parada y apoyando su mano de
alabastro sobre la mesa de mármol negro-, yo no sé qué hacer, tú y tu amigo estáis
cubiertos de sangre, necesitáis mudaros, y yo no tengo más trajes que los míos.

Que nos sentarían perfectamente, si nos dieses también un poco de la belleza que
te sobra, mi hermosa prima. No te aflijas; dentro de un rato tendremos vestidos,
tendremos todo. Por ahora, ven acá.

Y llevando a su prima a un pequeño sofá de damasco punzó, la sentó a su lado y


continuó:

-Dime, Amalia, ¿cuáles son los criados en que tienes una perfecta confianza?

-Pedro, Teresa, una criada que he traído de Tucumán, y la pequeña Luisa.

-¿Cuáles son los demás?

-El cochero, el cocinero, y dos negros viejos que cuidan de la quinta.

-¿El cochero y el cocinero son hombres blancos?

-Sí.

-Entonces, a los blancos por blancos, y a los negros por negros, es necesario que los
despidas mañana en cuanto se levanten.

¿Pero crees tú?...


-Si no lo creo, dudo. Oye, Amalia: tus criados deben quererte mucho, porque eres
buena, rica y generosa. Pero en el estado en que se encuentra nuestro pueblo, de una
orden, de un grito, de un momento de mal humor se hace de un criado un enemigo
poderoso y mortal. Se les ha abierto la puerta a las delaciones, y bajo la sola autoridad
de un miserable, la fortuna y la vida de una familia reciben el anatema de la Mashorca.
Venecia, en tiempo del consejo de los Diez, se hubiese condolido de la situación actual
de nuestro país. Sólo hay en la clase baja una excepción, y son los mulatos; los negros
están ensoberbecidos, los blancos prostituidos, pero los mulatos, por esa propensión
que hay en cada raza mezclada a elevarse y dignificarse, son casi todos enemigos de
Rosas, porque saben que los unitarios son la gente ilustrada y culta, a que siempre
toman ellos por modelo.

-Bien, los despediré mañana.

-La seguridad de Eduardo, la mía, la tuya propia, lo exigen así. Tú no puedes


arrepentirte de la hospitalidad que has dado a un desgraciado, y...

¡Oh, no, Daniel, no me hables de eso! ¡Mi casa, mi fortuna, todo está a la
disposición tuya y de tu amigo!

-No Puedes arrepentirte, decía, y debes, sin embargo, poner todos los medios para
que tu virtud, tu abnegación, no dé armas contra ti a nuestros opresores. Del sacrificio
que haces en despedir tus criados, te resarcirás pronto. Además, Eduardo no
permanecerá en tu casa, sino los días indispensables que determine el médico; dos,
tres a lo más.

-¡Tan pronto! ¡Oh, no es posible! Sus heridas son quizá graves, y sería asesinarlo el
levantarlo de su cama. Yo soy libre; vivo completamente aislada, porque mi carácter
me lo aconseja así; recibo rara vez las visitas de mis pocas amigas, y en las habitaciones
de la izquierda podremos disponer un cómodo aposento para Eduardo, y
completamente separado de las mías.

¡Gracias, gracias, mi Amalia! Bien sé que tienes en tus venas la sangre generosa de
mi madre. Pero quizá no convenga que Eduardo permanezca aquí. Eso dependerá de
muchas cosas que yo sabré mañana. Ahora, es necesario que vayamos a preparar la
cama en que se habrá de acostar después de su primera curación.

-Sí.., por acá; ven -y tomando una luz pasó con Daniel a su alcoba, y de ésta a su
tocador.

Pero antes de seguir nosotros el paso y el pensamiento de Amalia, echemos una


mirada sobre estas dos últimas habitaciones.

Toda la alcoba estaba tapizada con papel aterciopelado de fondo blanco, matizado
con estambres dorados, que representaban caprichos de luz entre nubes ligeramente
azuladas. Las dos ventanas que daban al patio de la casa, estaban cubiertas por dobles
colgaduras, unas de batista hacia la parte interior, y otras de raso azul muy bajo, hacia
los vidrios de la ventana, suspendidas sobre lazos de metal dorado, y atravesadas con
cintas corredizas que las separaban, o las juntaban con rapidez. El piso estaba cubierto
por un tapiz de Italia, cuyo tejido verde y blanco era tan espeso que el pie parecía
acolchonarse sobre algodones al pisar sobre él. Una cama francesa de caoba labrada,
de cuatro pies de ancho, y dos de alto, se veía en la extremidad del aposento, en
aquella parte que se comunicaba con el tocador, cubierta con una colcha de raso color
jacinto, sobre cuya relumbrante seda caían los albos encajes de un riquísimo
tapafundas de cambray. Una pequeña corona de marfil, con sobrepuestos de nácar
figurando hojas de jazmines, estaba suspendida del cielo raso por una delgadísima
lanza de metal plateado, en línea perpendicular con la cama, y de la corona se
desprendían las ondas de una colgadura de gasa de la India con bordaduras de hilo de
plata, tan leve, tan vaporosa, que parecía una tenue neblina abrillantada por un rayo
del sol. Entre la cama y el muro de la pared, había una pequeña mesa cuadrada,
cubierta por un terciopelo verde, sobre la que se veían algunos libros, un crucifijo de
oro incrustado en ébano, una pequeña caja de música sobre una magnífica copa de
cristal; una caja de sándalo, en forma de concha, con algunos algodones empapados
en agua de Colonia, y una lámpara de alabastro cubierta por una pantalla de seda
verde. Al otro lado de la cama se hallaba una otomana cubierta de terciopelo azul,
marcado a fuego, y delante de la cama, estaba extendida una alfombra de pieles de
conejo, blancas como el armiño, y con la suavidad de la seda. A los pies de la cama, se
veía un gran sillón, forrado en terciopelo del mismo color que la otomana. Luego una
papelera con incrustaciones de plata; y en los dos ángulos del aposento, que daban al
gabinete contiguo a la sala, se descubrían dos hermosos veladores de alabastro en
forma de piras, que contenían dentro las luces con que se alumbraba aquel pequeño y
solitario templo de una belleza. Y por último: una mesa de palo de naranjo apenas de
dos pies de diámetro, colocada a la extremidad de la otomana, contenía, sobre una
bandeja de porcelana de la India, un servicio de té para dos personas, todo él de
porcelana sobredorada. Otra cosa, la más preciosa de todas, completaba el ajuar de
este aposento, y era un par de zapatitos de cabritilla oscura bordados de seda blanca,
de seis pulgadas de largo apenas, y de una estrechez proporcionada: eran los zapatos
de levantarse Amalia de la cama, colocados sobre las pieles blancas que estaban junto
a ella.

El retrete de vestirse estaba empapelado del mismo modo que la alcoba, y


alfombrado de verde. Dos grandes roperos de caoba, cuyas puertas eran de espejos, se
veían a un lado y al otro del espléndido tocador, cuyas porcelanas y cristales había
desordenado Daniel pocos momentos antes. Frente al tocador, estaba una chimenea
de acero bruñido, guarnecida de un marco de mármol blanco completamente liso; y en
continuación a ella, una bañadera de aquella misma piedra, cuya agua era conducida
por caños que pasaban por los bastidores del empapelamiento. Un sillón de paja de la
India, y dos taburetes de damasco blanco con flecos de oro, estaban, el primero, al
lado de la bañadera; y los otros, frente a los espejos de los guardarropas; y un sofá
pequeño, elástico y vestido del mismo modo que los taburetes, se hallaba colocado
hacia un ángulo del retrete. Dos grandes jarras de porcelana francesa estaban sobre
dos pequeñas mesas de nogal, con un ramo de flores cada una; y sobre cuatro
rinconeras de caoba, brillaban ocho pebeteros de oro cincelado, obra del Perú, de un
gusto y de un trabajo admirable. Seis magníficos cuadros de paisaje, y cuatro jilgueros
dentro de jaulas de alambre dorado, completaban el retrete de Amalia, en el que la luz
del día penetraba por los cristales de una gran ventana que daba a un pequeño jardín
en el patio principal, y que era moderada por un juego doble de colgaduras de crespón
celeste y de batista. Al lado de uno de los roperos, había una puerta que se
comunicaba con el pequeño aposento en que dormía Luisa, joven destinada por
Amalia a su servicio inmediato.

Ahora, sigámosla que entra al aposento de Luisa, dormida dulce y tranquilamente, y


que tomando una llave de sobre una mesa, abre la puerta de ese aposento que da al
patio, y atravesándolo con Daniel, llega al frente opuesto a sus habitaciones, y
abriendo con el menor ruido posible una puerta, en un corredor que cuadraba a aquél,
entra, siempre con la luz en la mano y con Daniel al lado suyo, a un aposento
amueblado.
-Aquí ha estado habitando cierto individuo de la familia de mi esposo, que vino del
Tucumán y partió de regreso hace tres días. Este aposento tiene todo cuanto puede
necesitar Eduardo.

Y diciendo esto, Amalia abrió un ropero, sacó mantas de cama, y ella misma
desdobló los colchones, y arregló todo en la habitación, mientras Daniel se ocupaba de
examinar con esmero un cuarto contiguo, y el comedor que le seguía, cuya puerta al
zaguán estaba enfrente de aquélla de la sala, por donde una hora antes había entrado
él con Eduardo en los brazos.

-¿A dónde mira esta ventana? -preguntó a su prima, señalando una que estaba en el
aposento que iba a ocupar Eduardo.

-Al corredor por donde se entra de la calle a la quinta, por el gran portón. Sabes que
todo el edificio está separado, hacia el fondo, por una verja de hierro; y cerrada, los
criados pueden entrar y salir por el portón, sin pasar al interior de la casa. Es por ahí
que ha salido Pedro.

-Es verdad, lo recuerdo... pero... ¿no oyes ruido?

-Sí... Son...

-Son caballos a galope... -y el corazón de Amalia le batía en el pecho con violencia.

-Es probable que... Se han parado en el portón -dijo Daniel súbitamente, llevando la
luz al cuarto inmediato, volviendo como un relámpago, y abriendo un postigo de la
ventana que daba al corredor de la quinta.

-¡Quién será, Dios mío! -exclamó Amalia, pálida y bella como una azucena en la
tarde.
-Ellos -dice Daniel, que había pegado su cara a los vidrios de la ventana.

-¿Quiénes?

-Alcorta y Pedro.., ¡oh! ¡el bueno, el noble, el generoso Alcorta! -y corrió a traer la
luz que había ocultado.

En efecto, era el viejo veterano de la Independencia, y el sabio catedrático de


filosofía, médico y cirujano al mismo tiempo. Pedro hízole entrar por el portón, llevó
los caballos a la caballeriza, y luego lo condujo por la verja de hierro, de cuya puerta él
tenía la llave.

-¡Gracias, señor! -dice Daniel, saliendo a encontrar al doctor Alcorta en el medio del
patio, y oprimiéndole fuertemente la mano.

-Veamos a Belgrano, amigo mío -dijo Alcorta apresurándose a cortar los


agradecimientos de Daniel.

-Un momento -dijo éste, conduciéndole de la mano al aposento donde permanecía


Amalia, mientras el viejo Pedro los seguía con una caja de jacarandá debajo del brazo-.
¿Ha traído usted, señor, cuanto cree necesario para la primera curación, como se lo
supliqué en mi carta?

-Creo que sí -respondió Alcorta, haciendo una reverencia a Amalia-, lo único que
necesitaré son vendajes.

Daniel miró a Amalia, y ésta partió volando a sus habitaciones.

-Este es el aposento que ha de ocupar Eduardo. ¿Cree usted que lo debemos traer
aquí antes del reconocimiento?
-Es necesario -respondió Alcorta, tomando la caja de instrumentos de las manos de
Pedro, y colocándola sobre una mesa.

-Pedro -dijo Daniel-, espere usted en el patio; o más bien, vaya usted a enseñar a
Amalia cómo se cortan vendas para heridas: usted debe saber esto perfectamente.
Ahora, señor, ya debo decir a usted lo que no le he dicho en mi carta: las heridas de
Eduardo son oficiales.

Una triste sonrisa vagó por el rostro noble, pálido y melancólico de Alcorta, hombre
de treinta y ocho años apenas.

-¿Cree usted que no lo he comprendido ya? -respondió, y una nube de tristeza


empañó ligeramente su semblante-... Veamos a Belgrano, Daniel -dijo después de
algunos segundos de silencio.

Y Daniel atravesó con él el patio, y entró a la sala por la puerta que daba al zaguán.

En ese momento, Eduardo estaba al parecer dormido, aunque propiamente no era


el sueño, sino el abatimiento de sus fuerzas lo que le cerraba sus párpados.

Al ruido de los que entraban, Eduardo vuelve penosamente la cabeza, y, al ver a


Alcorta de pie junto al sofá, hace un esfuerzo para incorporarse.

Quieto, Belgrano -dijo Alcorta con voz conmovida y llena de cariño-; quieto, aquí no
hay otro que el médico.

Y, sentándose a la orilla del sofá, examinó el pulso de Eduardo por algunos


segundos.

¡Bueno! -dijo al fin-, vamos a llevarlo a su aposento.


A ese tiempo, entraban a la sala por el gabinete Amalia y Pedro. La joven traía en
sus manos una porción de vendas de género de hilo no usado todavía, que habla
cortado según las indicaciones del veterano.

-¿Le parecen a usted bien de este ancho, doctor? -preguntó Amalia.

-Sí, señora. Necesitaré una palangana con agua fría, y una esponja.

-Todo hay en el aposento.

-Nada más, señora -dijo tomando las vendas de las manos de Amalia, cuyos ojos
vieron en los de Eduardo la expresión del reconocimiento a sus oficiosos cuidados.

Inmediatamente Alcorta y Daniel colocaron a Eduardo en una silla de brazos, y ellos


y Pedro lo condujeron a la habitación que se le había destinado, mientras Amalia
quedó de pie en la sala sin atreverse a seguirlos.

Pálida, bella, oprimida por las sensaciones que habían invadido su espíritu esa
noche, se echó en un sillón y empezó a separar con sus pequeñas manos los rizos de
sus sienes, cual si quisiese de ese modo despejar su cabeza de la multitud de ideas que
habían puesto en confusión su pensamiento. Hospitalidad, peligros, sangre,
abnegación, trabajo, compasión, admiración, todo esto había pasado por su espíritu en
el espacio de una hora; y era demasiado para quien no había sentido en toda su vida
impresiones tan improvisas y violentas; y a quien la naturaleza, sin embargo, había
dado una sensibilidad exquisita, y una imaginación poéticamente impresionable, en la
cual las emociones y los acontecimientos de la vida podían ejercer, en el curso de un
minuto, la misma influencia que en el espacio de un año, sobre otros temperamentos.

Y mientras ella comienza a darse cuenta de cuanto acaba de pasar por su espíritu,
pasemos nosotros al aposento de Eduardo.

Desnudado con gran trabajo, porque la sangre había pegado al cuerpo sus vestidos,
Alcorta pudo al fin reconocer las heridas.
-No es nada -dijo, después de sondar la que encontró sobre el costado izquierdo-, la
espada ha resbalado por las costillas sin interesar el pecho.

-Tampoco es de gravedad -continuó después de inspeccionar la que tenía sobre el


hombro derecho-, el arma era bastante filosa y no ha destrozado.

-Veamos el muslo -prosiguió.

Y a su primera mirada sobre la herida, de diez pulgadas de extensión, la expresión


del disgusto se marcó sobre la fisonomía elocuente del doctor Alcorta. Por cinco
minutos a lo menos examinó con la mayor prolijidad los músculos partidos en lo
interior de la herida, que corría a lo largo del muslo.

-¡Es un hachazo horrible! -exclamó-, pero ni un solo vaso ha sido interesado; hay
gran destrozo solamente.

Y en seguida lavó él mismo las heridas, e hizo en ellas la curación que se llama de
primera intención no haciendo uso del cerato simple, ni de las hilas, que había traído
en su caja de instrumentos, sino simplemente de las vendas.

En este momento se sintieron parar caballos contra el portón, y la atención de


todos, a excepción de Alcorta, que siguió imperturbable el vendaje que hacía sobre el
hombro de Eduardo, quedó suspendida.

-¿A él mismo entregó usted la carta? -preguntó Daniel dirigiéndose a Pedro.

-Sí, señor, a él mismo.

-Entonces, salga usted a ver. Es imposible que sea otro que mi criado.
Un minuto después, volvió Pedro acompañado de un joven de diez y ocho a veinte
años, blanco, de cabellos y ojos negros, de una fisonomía inteligente y picaresca, y
que, a pesar de sus botas y corbata negra, estaba revelando cándidamente, ser un hijo
legítimo de nuestra campaña; es decir, un perfecto gauchito, sin chiripá ni calzoncillos.

-¿Has traído todo, Fermín? -le preguntó Daniel.

-No ha de faltar nada, señor -le contestó, poniendo sobre una silla un grueso atado
de ropa.

Daniel se apresuró entonces a sacar del lío la ropa interior que necesitaba Eduardo,
y a vestirle con ella, pues en aquel momento el doctor Alcorta terminaba la primera
curación. Y en seguida, entre los dos, colocaron a Eduardo sobre su lecho.

Daniel pasó al cuarto inmediato con Pedro y Fermín, y en pocos momentos se lavó y
mudó de pies a cabeza, con las ropas que le acababan de traer, sin dejar un minuto de
dar a Pedro disposiciones sobre cuanto debía de hacer, relativas a los demás criados, a
limpiar la sangre de la sala, a quemar las ropas ensangrentadas, etc.

Eduardo, entretanto, comunicaba a Alcorta en breves palabras los acontecimientos


de tres horas antes, y Alcorta, reclinada su cabeza sobre su mano, apoyando su codo
en la almohada, oía la horrible relación que le auguraba el principio de una época de
sangre y de crímenes, que debía traer el duelo y el espanto a la infeliz Buenos Aires.

-¿Cree usted que ese Merlo ignore su nombre? -le preguntó a Eduardo.

-No sé si alguno de mis compañeros me nombró delante de él; no lo recuerdo. Pero


si no es así, él no puede saberlo porque Oliden fue el único que se entendió con él.

-Eso me inquieta un poco -dijo Daniel, que acababa de oír la relación que hacía
Eduardo-, pero todo lo aclararemos mañana.
-Es preciso mucha circunspección, amigos míos -dijo Alcorta-, y sobre todo, la
menor confianza posible con los criados. A este acontecimiento pueden sobrevenir
muchos otros.

-Nada sobrevendrá, señor. Sólo Dios ha podido conducirme al lugar en que Eduardo
iba a perder la vida; y Dios no hace las cosas a medias. El acabará su obra tan
felizmente como la ha empezado.

-¡Sí, creamos en Dios y en el porvenir! -dijo Alcorta paseando sus miradas de


Eduardo Belgrano a Daniel Bello, dos de sus más queridos discípulos de filosofía, tres
años antes, y en quienes veía en ese momento brotar los frutos de virtud y de
abnegación, que en el espíritu de ellos habían sembrado sus lecciones.

-Es necesario que Belgrano descanse -continuó-. Antes del día sentirá la fiebre
natural en estos casos. Mañana, al mediodía, volveré -dijo, pasando su mano por la
frente de Eduardo, como pudiera hacerlo un padre con un hijo, y tomando y
oprimiendo su mano izquierda.

Después de esto, salió al patio acompañado de Daniel.

¿Cree usted, señor, que no corre peligro la vida de Eduardo?

-Ninguno absolutamente; pero su curación podrá ser larga.

Y cambiando estas palabras llegaron a la sala, donde Alcorta había dejado su


sombrero.

Amalia estaba en el mismo sillón en que la dejamos, apoyada su cabeza en su


pequeña mano, cuyos dedos de rosa se perdían entre los rizos de su cabello castaño
claro.
-Señor, esta señora es una prima hermana mía, Amalia Sáenz de Olabarrieta.

-En efecto -dijo Alcorta, después de cambiar con Amalia algunos cumplimientos, y
sentándose al lado de ella-, en la fisonomía de entrambos hay muchos rasgos de
familia; y creo no equivocarme al asegurar que entre ustedes hay también mucha
afinidad de alma, pues observo, señora, que usted sufre en este momento porque ve
sufrir; y esta impresionabilidad del alma, esta propensión simpática, es especial en
Daniel.

Amalia se puso colorada sin comprender la causa, y respondió con palabras


entrecortadas.

Daniel aprovechó el momento en que aquélla recibía de Alcorta las instrucciones


higiénicas relativas al enfermo para ir de un salto al aposento de éste.

-Eduardo, yo necesito retirarme, y voy a acompañar a Alcorta. Pedro va a quedarse


en este mismo aposento, por si algo necesitas. No podré volver hasta mañana a la
noche. Es forzoso que me halle en la ciudad todo el día; pero mandaré a mi criado a
saber de ti. ¿Me permites que dé al tuyo todas las instrucciones que yo considere
necesarias?

-Haz cuanto quieras, Daniel, con tal que no comprometas a nadie en mi mala
fortuna.

-¿Volvemos? Tú tienes más talento que yo, Eduardo, pero hay ciertas cosas en que
yo valgo cien veces más que tú. Déjame hacer. ¿Tienes algo especial que
recomendarme?

-Nada, ¿has hecho que tu prima se recoja?


-¡Adiós! ¿Ya empezamos a tener cuidados por mi prima?

-¡Loco! -dijo Eduardo sonriendo. Vete y consérvate para mi cariño.

-¡Hasta mañana!

-¡Hasta mañana!

Y los dos amigos se dieron un beso como dos hermanos.

Daniel hizo señas a Pedro y a Fermín, que permanecían en un rincón del aposento, y
salió al patio con ellos.

-Fermín, toma esa caja de madera del doctor, y ten listos los caballos. Pedro, dejo al
cuidado de mi prima la asistencia de Eduardo, y dejo confiada al valor de usted la
defensa de su vida si sobreviniese algún accidente. Puede ser que los que asaltaron a
Eduardo sean miembros de la Sociedad Popular; y puede ser también que algunos de
ellos quieran vengar a los que ha muerto Eduardo, si por desgracia supiesen su
paradero.

-Puede ser, señor, pero a la casa de la hija de mi coronel no se entra a degollar a


nadie, sin matar primero al viejo Pedro, y para eso es necesario pelear un poco.

-¡Bravo! Así me gustan los hombres -dijo Daniel apretando la mano del soldado-.
Cien como usted, y yo respondería de todo. Hasta mañana, pues. Cierre usted la verja
y el portón cuando hayamos salido; ¡hasta mañana!

-¡Hasta mañana, señor!


Alcorta estaba ya de pie despidiéndose de Amalia, cuando volvió Daniel.

-¿Nos vamos ya, señor?

-Me voy yo; pero usted, Daniel, debe quedarse.

-Perdón, señor, tengo necesidad de ir a la ciudad, y aprovecho esta circunstancia


para que vayamos juntos.

-¡Bien, vamos, pues! -dijo Alcorta.

-Un momento, señor. Amalia, todo queda dispuesto; Fermín vendrá a mediodía a
saber de Eduardo y yo estaré aquí a las siete de la noche. Ahora, recógete. Muy
temprano haz lo que te he prevenido, y nada temas.

¡Oh! ¡Yo no temo sino por ti y por tu amigo! -le contestó Amalia, llena de animación.

-Lo creo, pero nada sucederá.

-¡Oh! ¡El señor Daniel Bello tiene grande influencia! -dijo Alcorta con una graciosa
ironía, fijos sus ojos dulces y expresivos en la fisonomía de su discípulo, chispeante de
imaginación y de talento.

-¡Protegido de los señores Anchorenas, consejero de Su Excelencia el señor ministro


Don Felipe y miembro corresponsal de la Sociedad Popular Restauradora! -dijo Daniel
con tan afectada gravedad que no pudieron menos de soltar la risa Amalia y el doctor
Alcorta.

-Ríanse ustedes -continuó Daniel-, pero yo no, que sé prácticamente lo que esas
condecoraciones en mí sirven para...
-Vamos, Daniel.

-Vamos, señor. Amalia, ¡hasta mañana!

El imprimió un beso en la mano que le extendió su prima.

-Buenas noches, doctor -dijo Amalia acompañándolos hasta el zaguán, de donde


atravesaron el patio, y salieron por la puerta de hierro que daba a la quinta, doblando
luego a la izquierda, y llegando al corredor del portón donde Fermín los esperaba con
los caballos. Al pasar Daniel por la ventana del aposento de Eduardo, que daba a la
quinta, como se sabe, paróse y vio al viejo veterano de la Independencia sentado a la
cabecera del herido.

Amalia, entretanto, no pudo volver a la sala sin echar desde el zaguán una mirada
hacia el aposento en que reposaba su huésped. En seguida, volvióse paso a paso a sus
habitaciones a esconder, entre la batista de su lecho, aquel cuerpo cuyas formas
hubieran podido servir de modelo al Ticiano, y cuyo cutis, luciente como el raso, tenía
el colorido de las rosas y parecía tener la suavidad de los jazmines.

Entretanto, maestro, discípulo y criado habían enfilado, a gran galope, la oscura y


desierta calle Larga, y subiendo a la ciudad por aquella barranca de Balcarce, que, doce
años antes, había visto descender los escuadrones del general Lavalle para ir a sellar
con sangre el origen de los males futuros de la patria, tiraron las riendas de sus
caballos, a la puerta de la casa del señor Alcorta, tras de San Juan, en la calle del
Restaurador.

Allí, maestro y discípulo se despidieron, cambiando algunas palabras al oído: y


Daniel, seguido de Fermín, tomó por el Mercado, salió a la calle de la Victoria, dobló a
la izquierda, y, a poco andar, Fermín bajó de su caballo y abrió la puerta de una casa
donde entró Daniel sin desmontarse. Era su casa.
Capítulo III

Las cartas

En el patio de su casa, Daniel dio su caballo a Fermín, y orden de no acostarse, y


esperar hasta que le llamase.

En seguida, alzó el picaporte de una puerta que daba al patio, y entró en un vasto
aposento alumbrado por una lámpara de bronce; y tomándola, pasó a un gabinete
inmediato, cuyas paredes estaban casi cubiertas por los estantes de una riquísima
librería: eran el aposento y el gabinete de estudio de Daniel Bello.

Este joven, de veinte y cinco años de edad; de mediana estatura, pero


perfectamente bien formado; de tez morena y habitualmente sonrosada; de cabello
castaño, y ojos pardos; frente espaciosa, nariz aguileña; labios un poco gruesos, pero
de un carmín reluciente que hacía resaltar la blancura de unos lindísimos dientes; este
joven, de una fisonomía en que estaba el sello elocuente de la inteligencia, como en
sus ojos la expresión de la sensibilidad de su alma, era el hijo único de Don Antonio
Bello, rico hacendado del Sur, cuyos intereses giraban en sociedad con los señores
Anchorenas, quienes por su inmensa fortuna y por sus relaciones de parentesco y de
política con Rosas, gozaban, a esa época, de una alta reputación en el partido federal.

Don Antonio Bello era un hombre de campo, en la acepción que tiene entre
nosotros esa palabra, y, al mismo tiempo, hombre honrado y sincero. Sus opiniones
eran, desde mucho antes que Rosas, opiniones de federal; y por la Federación había
sido partidario de López primeramente, de Dorrego después, y últimamente de Rosas;
sin que por esto él pudiese explicarse la razón de sus antiguas opiniones; mal común a
las nueve décimas partes de los federalistas, desde 1811, en que el coronel Artigas
pronunció la palabra federación para rebelarse contra el gobierno general, hasta 1829,
en que se valió de ella Don Juan Manuel Rosas para rebelarse contra Dios y contra el
diablo.

Don Antonio Bello, sin embargo, tenía un amor más profundo que el de la
Federación: y era, el amor por su hijo. Su hijo era su orgullo, su ídolo; y, desde niño,
empezó a prepararlo para la carrera de las letras, para hacerlo doctor, como decía el
buen padre.

A la edad en que lo conocemos, Daniel había llegado de sus estudios al segundo año
de jurisprudencia. Pero, por motivos que más tarde trataremos de conocer, hacía ya
algunos meses que no asistía a la universidad.

Vivía completamente solo en su casa, a excepción de aquellos días en que, como al


presente, tenía huéspedes de la campaña que le recomendaba su padre.

Es probable que los sucesos nos vayan dando a conocer, en adelante, la vida y las
relaciones de este joven, que después de entrar a su gabinete, y colocar la lámpara
sobre un escritorio, se dejó caer en un sillón volteriano, echó atrás su cabeza, y quedó
sumergido en una profunda meditación por espacio de un cuarto de hora.

-¡Sí! -dijo de repente, poniéndose de pie y separando con su mano los cabellos
lacios de su frente. ¡No hay remedio, de este modo les tomo todos los caminos!

Y, sin precipitación, pero como ajeno a la mínima duda, ni hesitación, sentóse a su


escritorio y escribió las siguientes cartas, que leía con atención después de concluir
cada una.

5 de mayo, a las dos y media de la mañana.

Hoy tengo necesidad de tu talento, Florencia mía, como tengo siempre necesidad
de tu amor, de tus caprichos, de tus enojos y reconciliaciones para conocer una
felicidad suprema en mi existencia. Tú me has dicho, en algunos momentos en que
sueles hablar con seriedad, que yo he educado tu corazón y tu cabeza; vamos a ver
qué tal ha salido la discípula.

Necesito saber, cómo se explica en lo de Doña Agustina Rosas y en lo de Doña María


Josefa Ezcurra, un suceso ocurrido anoche por el Bajo de la Residencia: qué nombres
se mezclan a él; de qué incidentes lo componen; de todo, en fin, cuanto sea relativo a
ese acontecimiento.
A las dos de la tarde yo estaré en tu casa, donde espero encontrarte de vuelta de tu
misión diplomática.

Ten cuidado de Doña María Josefa; especialmente, no dejes delante de ella asomar
el menor interés en conocer lo que deseas y que harás que te revele ella misma: he ahí
tu talento.

Tú comprendes ya, alma de mi alma, que algo muy serio envuelve este asunto para
mí; y tus enojos de anoche, tus caprichos de niña, no deben hacer parte en lo que
importa al destino de

Daniel.

-¡Mi pobre Florencia! exclamó el joven después de leer esta carta-. ¡Oh! ¡Pero ella
es viva como la luz, y nadie penetra en su pensamiento cuando ella no lo quiere!
Vamos a otra carta -continuó-, pero a ésta es necesario que el reloj esté adelantado
algunas horas.

Y escribió y leyó lo que sigue:

5 de mayo de 1840, a las nueve de la mañana.

Señor Don Felipe Arana, etc., etc.

Mi distinguido amigo y señor: Mientras usted se desvela, y arrostra, con la energía


propia de su carácter, todos los peligros de que está rodeado el gobierno, por la
oposición y la intriga de sus enemigos, ciertas autoridades, que estando bajo la
dependencia de usted no dejan, sin embargo, de hacerle una guerra disfrazada,
descuidan el cumplimiento de sus deberes.

La policía, por ejemplo, tiene más empeño en ostentar independencia de usted, que
en velar aquello que únicamente la compete.

Sabe usted que en la semana anterior han emigrado cuarenta y tantos individuos,
sin que la policía lo haya estorbado, a pesar de sus poderosos medios; y que Su
Excelencia el Restaurador lo ha sabido por avisos de usted, a quien tuve el honor de
comunicarle tal suceso. Pero basta que fuese usted quien lo comunicó a Su Excelencia
para que el señor Victorica se manifieste indolente.

Anoche, a las diez y media, me retiraba de la Boca para la ciudad, por el camino del
Bajo; y a la altura de la casa del señor Mandeville, he visto una numerosa reunión de
hombres que, por su inmediación a la orilla del río, creo que tenían el pensamiento de
embarcarse, y que lo habrán efectuado. Y es el momento en que usted tome su
desquite del señor Victorica, informando de esto a Su Excelencia, que, casi me
atrevería a asegurarlo, si tiene conocimiento del hecho, no lo ha de tener del nombre
de los prófugos, que a estas horas debería saberlo, si la policía imitase a usted en su
actividad y celo.

Después de mediodía tendré el honor de hablar a usted personalmente, y me asiste


la esperanza de poder ratificarme más en la alta idea que tengo de su talento y de su
actividad, al ver que a esas horas ya sabrá usted, sin necesidad de la policía, todo
cuanto ha ocurrido anoche, con detalles y nombres, si, como lo creo, mi presunción no
es equivocada.

Y, hasta entonces, saluda a usted con su acostumbrado respeto su atento y seguro


servidor Q. B. S. M.

Daniel Bello.

-¡Ah, mi buen Don Felipe! -exclamó Daniel, riéndose como un niño después de la
lectura de esta carta-, ¡quién te diría alguna vez que, ni en chanza, te hablarían de
actividad y de talento! Pero no hay nadie inútil en este mundo, y tú me has de servir
para grandes cosas todavía. Vamos a la otra.

5 de mayo 1840.

Señor Coronel Salomón

Paisano y amigo: A mí me consta, como al que más, que la Federación no tiene una
columna más robusta que usted, ni el heroico Restaurador de las Leyes, un amigo más
fiel y decidido. Y es por eso que me disgusta oír entre ciertas de las relaciones que
frecuento, y que usted sabe poco más o menos quiénes son, que la Sociedad Popular,
de que usted es digno Presidente, no ayuda a la policía con toda la actividad que
debiera, en perseguir los unitarios, que fugan todas las noches para ir a incorporarse al
ejército de Lavalle.

El Restaurador debe estar disgustadísimo de esto; y yo, como amigo de usted,


quisiera aconsejarle, que hoy mismo reuniese en su casa los mejores federales que
tiene la Sociedad, tanto para que le diesen cuenta de cuanto sepan respecto de los que
se han ido últimamente, cuanto para acordar los medios de perseguir y escarmentar a
los que quieran irse en adelante.

Yo mismo tendría mucho gusto en asistir a la reunión, y en prepararle a usted un


discurso federal para que entusiasmase a los defensores del Restaurador, como lo he
hecho otras veces, aun cuando usted es muy capaz de desempeñarse por sí solo, toda
vez que se trate de nuestra santa causa de la Federación, y de la vida del ilustre
Restaurador de las Leyes.

Si usted dispone la reunión federal, sírvase contestarme antes de las doce, y


disponga de éste su atento servidor que lo saluda federalmente,

Daniel Bello.

-Este hombre hará cuanto le digo -dijo Daniel después de escribir la carta, con un
acento de completa confianza-. Este hombre y todos los demás de su especie,
devorarían a Rosas sin saberlo ellos, si solamente hubiera tres hombres como yo que
me ayudasen a conducirlos: uno en la campaña, otro en el ejército, otro cerca de
Rosas, y yo en todas partes como Dios, o como el diablo... Me falta otra carta todavía -
continuó abriendo un secreto de su escritorio y sacando un papel lleno de signos
convencionales, que consultaba a medida que escribía con ellos lo siguiente:

Buenos Aires, 5 de mayo de 1840.

Anoche han sido sorprendidos cinco de nuestros amigos a tiempo de embarcarse.


Lynch, Riglos, Oliden, Maisson han sido víctimas, a lo menos así lo creo hasta este
momento; uno ha escapado milagrosamente. Si por algún otro conducto tienen
ustedes conocimiento de este suceso, no hagan uso absolutamente de ningún otro
nombre que no sea de los que dejo escritos.

Y firmando con un signo especial, cerró esta carta y escribió en el sobre:

A. de G3-Montevideo.

Y poniendo esta carta bajo otro sobre, la colocó bajo su tintero de bronce, y tiró del
cordón de una campanilla.

Fermín apareció en el acto.

-Las cosas no andan buenas, Fermín -dijo Daniel fingiendo cierto aire de distracción y
de indolencia mientras hablaba-. El enrolamiento es general y voy a tener que
empeñarme otra vez con el general Pinedo por tu papeleta de excepción, a no ser que
tú quieras servir.
-¡Y cómo he de querer, señor! -dijo el criado, con esa entonación perezosa, habitual
en los hijos del campo.

-Y sobre todo -continuó Daniel-, el servicio va a ser terrible. Es probable que el


ejército tenga que andar por toda la república; y tú no estás acostumbrado a tales
fatigas. Has nacido en la estancia de mi padre y te has criado a mi lado con todas las
comodidades posibles. Yo creo que nunca te he dado que sentir.

-¡Que sentir, señor! -dijo Fermín con lágrimas en los ojos.

-Te tengo a mi servicio inmediato, porque deposito en ti una completa confianza. Tú


eres en mi casa el amo de mis criados, gastas cuanto dinero quieres; y yo creo que
nunca te he reconvenido, ¿no es verdad?

-Es verdad, señor.

-Nunca hago venir un caballo para mí, sin pedir a mi padre otro para Fermín; y hay
pocos hombres en Buenos Aires que no tengan envidia de los caballos que montas. Así
es que tendrías que sufrir mucho si te separasen de mi lado.

-Yo no sirvo, señor. Primero me hago matar que dejar a usted.

-¿Y te harías matar por mí en cualquier trance apurado en que yo me encontrase?

-¿Y cómo no, señor? -contestó Fermín con el acento más cándido y sincero de un
joven de diez y ocho años, y que tiene en su pecho esa conciencia de su valor, que
parece innata a los que han respirado con la vida el aire de la Pampa.

-Así lo creo -dijo Daniel-, y si yo no hubiese penetrado en el fondo de tu corazón


hace mucho tiempo, sería bien digno de una mala fortuna, porque los tontos no deben
conspirar.
Y pronunciando Daniel como para sí mismo esas últimas palabras, tomó las tres
primeras cartas que había escrito, y continuó:

-Bien, Fermín, no te llevarán al servicio. Oye lo que voy a decirte: mañana a las
nueve llevarás un ramo de flores a Florencia, y cuando salga a recibirlo le pondrás en la
mano esta carta. Pasarás en seguida a casa del señor Don Felipe Arana, y entregarás
esta otra. Irás después a casa del coronel Salomón y entregarás también esta otra
carta. Ten mucho cuidado de leer los sobres al entregar las cartas.

-No hay cuidado, señor.

-Oye más.

-Diga usted, señor.

-De vuelta de tus diligencias, pasarás por lo de Marcelina.

-Aquella de...

-Aquélla, sí; aquella a quien prohibiste que entrase de día a mi casa, y que tuviste
razón para ello: le dirás, sin embargo, que venga inmediatamente a verme.

-Está muy bien.

-A las diez de la mañana estarás de vuelta, y, si no me he levantado aún, me


despertarás tú mismo.

-Sí, señor.
-Antes de salir, da orden que se me despierte si viene alguien a buscarme, cualquiera
que sea.

-Muy bien, señor.

-Ahora, una sola palabra más, y vete a acostar. ¿No adivinas qué palabra será ésa?

-Ya sé, señor -dijo Fermín con una marcada expresión de inteligencia en su
fisonomía.

-Me alegro mucho que lo sepas y que no lo olvides jamás. Para merecer mi confianza
y mi generosidad, se necesita no tener boca, o tener una cabeza de hierro para
libertarse de un momento de mal humor debido a alguna indiscreción.

-No hay cuidado, señor.

-Bien, vete ahora.

Y Daniel cerró la puerta de su aposento que daba al patio, a las tres y cuarto de la
mañana, de esa noche en que su espíritu y su cuerpo habían trabajado más que
algunos otros hombres, de gran nombre, en el espacio de algunos años.
Capítulo IV

La hora de comer

A la vez que ocurrían los sucesos que se acaban de conocer, en la noche del 4 de
mayo, otros de mayor importancia tenían lugar en una célebre casa en la calle del
Restaurador. Pero a su más completa inteligencia, es necesario hacer revivir en la
memoria del lector el cuadro político que representaba la república en esos
momentos.

Era la época de crisis para la dictadura del general Rosas; y de ella debía bajar a su
tumba, o levantarse más robusta y sanguinaria que nunca, según el desenlace futuro
de los acontecimientos.

De tres fuentes surgían los peligros que rodeaban a Rosas: de la guerra civil, de la
guerra oriental, de la cuestión francesa.

La Revolución del Sur, acaecida seis meses antes de la época con que da principio
esta historia, había conducido repentinamente a Rosas al más eminente peligro de que
se ha visto amenazado en su vida política. Pero el desgraciado suceso de esa
revolución espontánea, sin plan y sin dirección, había, como sucede en tales casos,
dado más vigor y petulancia al vencedor Rosas, a ese hijo predilecto de las
casualidades, que debe su poder y su fortuna a las aberraciones de sus contrarios.

Dos fuertes golpes, sin embargo, hacían temblar desde su base el edificio de su
poder: la derrota de su ejército en el Estado Oriental, y la empresa del general Lavalle
sobre la provincia de Entre Ríos.

La victoria del Yeruá lleva al general libertador a imprimir el movimiento


revolucionario en Corrientes; y, en efecto, el 6 de octubre de 1839, Corrientes se alza
como un solo hombre, y proclama la revolución contra Rosas.
Los derrotados en Cagancha se refugian, entretanto, en la provincia de Entre Ríos,
hacia la parte del Paraná, y, con los refuerzos precipitados que les envía Rosas, un
nuevo ejército se organiza, donde se encontraba con sus orientales el ex presidente
Don Manuel Oribe.

El general Lavalle vuelve de la provincia de Corrientes, y con su ejército aumentado


en número, en disciplina y en entusiasmo, da y gana la batalla de Don Cristóbal el 10
de abril de 1840: y arrincona en la Bajada los restos de ese segundo ejército, a quien
una tempestad de dos días, que sobrevino en la noche de la batalla, salvó de una total
derrota sobre el campo mismo del combate.

De otra parte, la tempestad revolucionaria centellaba el Tucumán, Salta, La Rioja,


Catamarca y Jujuy.

La Sala de Representantes de Tucumán, en ley de 7 de abril de ese año 1840, había


cesado de reconocer en el carácter de gobernador de Buenos Aires al dictador Don
Juan Manuel Rosas; y retirádole la autorización que, por parte de esa provincia, se le
había conferido para el ejercicio de las relaciones exteriores.

El 13 de abril, el pueblo salteño depone a su antiguo gobernador, elige otro


provisoriamente, y desconoce a Rosas en el carácter de gobernador de Buenos Aires.

La Rioja, Catamarca y Jujuy, de un momento a otro, debían hacer igual declaración


que las provincias de Tucumán y Salta.

Así pues, de las catorce provincias que integran la república, siete de ellas estaban
contra Rosas.

La provincia de Buenos Aires presentaba otro aspecto.


El sur de la campaña estaba debilitado por la copiosa emigración que sucedió al
desastre de la revolución, y por las sangrientas venganzas de que acababa de ser
víctima.

Al norte, la campaña estaba intacta, y rebosaba de descontentos. Rosas lo conocía, y


no podía, sin embargo, dar un golpe sobre ella: porque no había allí caudillos ni
campeones conocidos; había ese rumor sordo, ese malestar sensible que indica
siempre la cercanía de las grandes conmociones publicas, y que tiene su origen en
alguna situación común que pesa sobre todos.

Rosas quería atender a todas partes, pero en todas partes era más pequeño que los
sucesos que afrontaba, y sólo su audacia le inspiraba confianza.

En los últimos días de marzo, el general La Madrid había sido enviado por Rosas a
solidar su quebrantado poder en las provincias revolucionadas. Pero, casi solo, el valor
personal del antiguo contendor de Quiroga no era suficiente para la empresa que se le
confiaba, y tuvo que demorarse en Córdoba para reclutar algunos soldados.

Para auxiliar a Echagüe y a Oribe en la provincia de Entre Ríos, acaba Rosas por tirar
el guante a la paciencia del pueblo de Buenos Aires; y, en los meses de marzo y abril,
hace ejecutar esa escandalosa leva de ciudadanos de todas las clases, de todas las
edades, de todas las profesiones, que no fuesen federales conocidos; y que debían
elegir entre marchar al ejército como soldados veteranos, o dar en dinero el valor de
dos, diez y hasta cuarenta personeros; debiendo, entretanto, permanecer en las
cárceles, o en los cuarteles.

Este primer anuncio de la época del terror, que comenzaba, por una parte; y por
otra, el entusiasmo, la fiebre patria que agitaba el espíritu de la juventud, al ruido de
las victorias del Ejército Libertador y a la propaganda de la prensa de Montevideo,
daban origen a la numerosa y distinguida emigración, que dejaba las playas de Buenos
Aires por entre los puñales de la Mashorca.

La ciudad estaba desierta. Los que huían de los personeros, se ocultaban; los que
tenían valor y medios, emigraban.
Para resistir a Lavalle, vencedor en dos batallas, Rosas tenía apenas unos restos de
ejército encajonados contra el Paraná, en la provincia de Entre Ríos.

Para contener las provincias, sólo podía enviar en auxilio de sus partidarios en ellas,
al general La Madrid en el estado en que se ha visto.

Para la provincia de Buenos Aires, sólo contaba con su hermano Prudencio, Granada,
González, Ramírez, al frente de pequeñas divisiones sin moral y sin disciplina.

Y para aterrorizar la capital, sólo contaba con la Mashorca.

Otros peligros todavía mayores le amenazaban aún, hasta la época en que nos
encontramos.

El general Rivera, embelesado con su victoria de Cagancha, no hacía sino pasearse


con su ejército de un punto al otro en la República Uruguaya, sin ir a buscar sobre el
territorio de su enemigo los resultados provechosos de aquella acción. Pequeñeces de
carácter quizá, que la historia sabrá revelar más tarde, estorbaban la unidad de acción
entre los dos generales a quienes la victoria acababa de favorecer. Pero el
pronunciamiento del pueblo oriental era inequívoco. Desde el primer hombre de
Estado hasta el último ciudadano, comprendían la necesidad de obrar enérgicamente
contra Rosas; y el noble deseo de contribuir a la libertad argentina, no entusiasmaba
menos a los orientales en esos momentos, que a los mismos hijos de la república. Era
sólo el general Rivera el responsable de su inacción. Pero aquella opinión tan
pronunciada hacía esperar que de un momento a otro se diese principio a la
simultaneidad de las operaciones militares, y Rosas no podía menos de creerlo así.

Últimamente, estaba el poder de la Francia delante del dictador.


Desde la ascensión del general Rivera a la presidencia de la república, una alianza de
hecho se había establecido entre ese general y las autoridades francesas en el Plata,
para resistir y hostilizar al enemigo común.

Las concesiones más importantes habían tenido lugar recíprocamente entre ambos;
y, hasta ese momento, la buena fe y la lealtad eran los distintivos del gobierno de la
república y de aquellas autoridades, en sus operaciones contra Rosas.

La susceptibilidad nacional de los emigrados argentinos habíase alarmado al


principio de la cuestión francesa. Creían de su deber, los más moderados, mantenerse
neutrales en una cuestión internacional que se discutía con el gobierno de su país,
fuese cual fuese el sistema interior de ese gobierno, y los más celosos de su
nacionalidad, como el cantor de Ituzaingó, por ejemplo, hablaban sin reserva de la
audacia extranjera.

Las repetidas y francas declaraciones del gobierno y los agentes de la Francia en el


Plata, no tardaron, sin embargo, en traer el convencimiento a los emigrados, de que no
se trataba de ofender a la dignidad de la nación argentina; ni de querer atentar a
ninguno de sus derechos permanentes; que se trataba solamente de obligar a un
déspota a respetar principios universalmente reconocidos: y empezó a establecerse
entonces, primero la amistad, y después una verdadera alianza de hecho, entre las
autoridades francesas y los emigrados, contra el enemigo común.

La República Oriental, pues; la emigración argentina y el poder francés en el Plata


obraban de acuerdo en sus operaciones contra Rosas.

Pero a la época en que presentamos los sucesos de esta obra, la política francesa en
el Plata empezaba a sufrir ciertas variaciones alarmantes.

Al señor Roger había reemplazado el señor Bouchet de Martigny, y al almirante Le


Blanc, el contraalmirante Dupotet.
Bajo el mando de este último, el bloqueo había sido levantado de todo el litoral de
Buenos Aires, fuera del Río de la Plata, y limitádose a lo que quedaba dentro de su
embocadura en el Océano.

Esta medida debilitaba prodigiosamente los efectos del bloqueo. Y, durante el


mando de aquel jefe, se sintieron los primeros síntomas de desconfianza en los
enemigos de Rosas.

Desde la mediación del comodoro americano Nicholson, en abril de 1839, no se


había hablado de proposiciones de arreglo. Pero a bordo del buque de Su Majestad
Británica la Acteon tuvo lugar una entrevista, el 28 de febrero de 1840, del señor
Mandeville, Don Felipe Arana y el contraalmirante francés. Y de este triunvirato
nacieron alarmantes sospechas. Sin embargo, el señor Bouchet de Martigny era el
encargado de entenderse diplomáticamente con Rosas, y él no tenía instrucciones que
pudieran hacer declinar las proposiciones del ultimatum de Mr. Roger. Y así se le vio,
un mes después de la entrevista en la Acteon, desechar las proposiciones atrevidas del
dictador de Buenos Aires, sobre una transacción. Y era el señor Martigny quien, a la
vez que sabía defender intransigiblemente en estas regiones los derechos y el crédito
de su país, cuyo gobierno les prestaba tan débil atención, cooperaba y fomentaba, con
indecible actividad y entusiasmo, las empresas de los aliados de la Francia contra
Rosas.

Y él, poniendo en acción los elementos de la Francia en el Plata; la República


Oriental, amenazando con la invasión de sus armas; el general Lavalle sobre el Paraná,
precedido de dos victorias; al norte de la república, Tucumán, Salta y Jujuy; al oeste,
hasta la falda de la Cordillera, Catamarca y La Rioja, en pie proclamando y sosteniendo
la revolución; el norte de la provincia de Buenos Aires, pronto a conmoverse a la
aparición del primer apoyo que se le presentase; la ciudad, hostigada por la opresión, y
desbordándose sobre el Plata para emigrar a la ribera opuesta, eran todos estos los
rasgos de ese inmenso cuadro de peligros que se ofrecía a los ojos del dictador. Todo
el horizonte de su gobierno se encapotaba. Y sólo alguna que otra palabra consoladora
recibía de la Inglaterra, por boca del caballero Mandeville, en lo que hacía relación con
el bloqueo francés. Pero la Inglaterra, a pesar de los mejores deseos hacia Rosas que
animaban a su representante en Buenos Aires, no podía desconocer el derecho de la
Francia para mantener su bloqueo en el Plata, aun cuando el comercio inglés se
resentía de esa larga interdicción que sufría uno de los más ricos mercados de la
América Meridional.
De una situación semejante sólo la fortuna podía libertar a Rosas; pues de aquélla no
se podía deducir lógica y naturalmente sino su ruina próxima.

Él trabajaba sin embargo; acudía a todas partes con los elementos y los hombres de
que podía disponer. Pero, se puede repetir, que sólo esa reunión de circunstancias
prósperas e inesperadas que se llama fortuna, era lo único con que podía contar Rosas
en los momentos que describimos; pues tal era su situación en la noche en que
acaecieron los sucesos que se conocen ya. Y es durante ellos, es decir, a las doce de la
noche del 4 de mayo de 1840, que nos introducimos con el lector a una casa, en la
calle del Restaurador.

En el zaguán de esa casa, completamente oscuro, había, tendidos en el suelo, y


envueltos en su poncho, dos gauchos y ocho indios de la Pampa, armados de tercerola
y sable, como otros tantos perros de presa que estuviesen velando la mal cerrada
puerta de la calle.

Un inmenso patio cuadrado y sin ningún farol que le diese luz, dejaba ver la que se
proyectaba por la rendija de una puerta a la izquierda, que daba a un cuarto con una
mesa en el medio, que contenía solamente un candelero con una vela de sebo, y unas
cuantas sillas ordinarias, donde estaban, más bien tendidos que sentados, tres
hombres de espeso bigote, con el poncho puesto y el sable a la cintura, y con esa cierta
expresión en la fisonomía que dan los primeros indicios a los agentes de la policía
secreta de París o Londres, cuando andan a caza de los que se escapan de galeras, o de
forajidos que han de entrar en ellas.

Del zaguán doblando a la derecha, se abría el muro que cuadraba el patio, por un
angosto pasadizo con una puerta a la derecha, otra al fondo, y otra a la izquierda. Esta
última daba entrada a un cuarto sin comunicación, donde estaba sentado un hombre
vestido de negro, y en una posición meditabunda. La puerta del fondo del pasadizo
daba entrada a una cocina estrecha y ennegrecida; y la puerta de la derecha, por fin,
conducía a una especie de antecámara que se comunicaba con otra habitación de
mayores dimensiones, en la que se veía una mesa cuadrada, cubierta con una carpeta
de bayeta grana, unas cuantas sillas arrimadas a la pared, una montura completa en un
rincón; y algo más que describiremos dentro de un momento. Esta habitación recibía
las luces por dos ventanas cubiertas por celosías, que daban a la calle; y por el tabique
de la izquierda se comunicaba con un dormitorio, como éste a su vez con varias otras
habitaciones que cuadraban el patio a la derecha. En una de ellas, alumbrada, como
todas las otras, por algunas velas de sebo, se veía una mujer dormida sobre una cama,
pero completamente vestida, y cuyo traje abrochado hacía dificultosa su respiración.

En el cuarto de la mesa cuadrada había cuatro hombres en derredor de ella.

El primero era un hombre grueso, como de cuarenta y ocho años de edad, sus
mejillas carnudas y rosadas, labios contraídos, frente alta pero angosta, ojos pequeños
y encapotados por el párpado superior, y de un conjunto, sin embargo, más bien
agradable pero chocante a la vista. Este hombre estaba vestido con un calzón de paño
negro, muy ancho, una chapona color pasa, una corbata negra con una sola vuelta al
cuello, y un sombrero de paja cuyas anchas alas le cubrirían el rostro, a no estar en
aquel momento enroscada hacia arriba la parte que daba sobre su frente.

Los otros tres hombres eran jóvenes de veinte y cinco a treinta años, vestidos
modestamente, y dos de ellos excesivamente pálidos y ojerosos.

El hombre de sombrero de paja leía un montón de cartas que tenía delante, y los
jóvenes escribían.

En un ángulo de esta habitación se veía otra figura humana, y al parecer con vida.
Era ella la de un viejecito de setenta a setenta y dos años de edad, de fisonomía enluta,
escuálida, sobre la que caían los cadejos de un desordenado cabello casi blanco todo
él, y cuyo cuerpo flaco, y algo contrahecho, por la elevación del hombro izquierdo
sobre el derecho, estaba vestido con una casaca militar de paño grana, cuyas
charreteras cobrizas, con sus canelones más decrépitos que el portador de ellas, caían
de los hombros, la una hacia el pecho y la otra hacia la espalda. Una faja de seda roja,
rala y mugrienta como la casaca, le ataba a la cintura un espadín, que parecía
heredado de los primeros cabildantes del virreinato; y un pantalón de color indefinible,
y unas botas lustradas con barro, completaban la parte ostensible del vestido de aquel
hombre, que sólo mostraba señales de vida por las cabezadas que daba, en la terrible
lucha que había emprendido con el sueño.
En el ángulo opuesto, hacia espaldas del hombre del sombrero de paja, había en el
suelo el cuerpo de un hombre, enroscado como una boa. Era ese hombre un mulato
gordo y bajo al parecer, pero indudablemente vestido con el manteo de un sacerdote,
y que dormía, tendido y pegando sus rodillas contra el pecho, un sueño profundísimo y
tranquilo.

El silencio era sepulcral. Pero de repente uno de los escribanos levanta la cabeza y
pone la pluma en el tintero.

-¿Acabó usted? -dice el hombre del sombrero de paja dirigiéndose al joven.

-Sí, Excelentísimo Señor.

-A ver, lea usted.

-En la provincia de Tucumán: Marco M. de Avellaneda, José Toribio del Corro,


Piedrabuena (Bernabé),José Colombres. Por la provincia de Salta: Toribio Tedín, Juan
Francisco Valdez, Bernabé López Sola.

-¿No hay más?

-No, Excelentísimo Señor. Esos son los nombres de los salvajes unitarios que firman
los documentos de 7 y 10 de abril, de la provincia de Tucumán; y 13 del mismo, de la
provincia de Salta.

-¡En que se me desconoce por gobernador de Buenos Aires, y se me despoja del


ejercicio de las relaciones exteriores! -dijo con una sonrisa indefinible ese hombre a
quien daban el título de Excelentísimo, y que no era otro que el general Don Juan
Manuel Rosas, dictador argentino.

-Lea usted los extractos de las comunicaciones recibidas hoy -continuó.


-De La Rioja, con fecha 15 de abril, se comunica que los traidores Brizuela, titulado
Gobernador, y Francisco Ersilbengoa, titulado Secretario, en logia con Juan Antonio
Carmona, y Lorenzo Antonio Blanco, titulados Presidente y Secretario de la Sala, se
preparan a sancionar una titulada ley, en la cual se desconocerá en el carácter de
Gobernador de Buenos Aires, Encargado de las Relaciones Exteriores, al Ilustre
Restaurador de las Leyes, Gobernador y Capitán General de la Provincia de Buenos
Aires, Brigadier Don Juan Manuel de Rosas; y todo esto por sugestiones del cabecilla
unitario Marco Avellaneda, titulado jefe de la Liga del Norte.

-¡Brizuela! ¡Ersilbengoa! ¡Carmona! ¡Blanco! -repitió Rosas con los ojos clavados en
la carpeta colorada, como si quisiera grabar con fierro en su memoria los nombres que
acababa de oír y repetía...-. Continúe usted -dijo después de un momento de silencio.

-De Catamarca, con fecha 16 de abril, comunican que el salvaje unitario Antonio
Dulce, titulado Presidente de la Sala, y José Cubas, titulado Gobernador, se proponen
publicar una titulada ley en la que se llamará tirano al Ilustre Restaurador de las Leyes,
Gobernador y Capitán General de la Provincia de Buenos Aires, Brigadier Don Juan
Manuel de Rosas.

-¡Yo les daré dulces! -exclamó Rosas, contrayendo sus labios, y dilatándose las
ventanas de su nariz-. A ver -continuó dirigiéndose a otro de los escribientes que
acababa de poner la pluma sobre el tintero-; a ver, déme usted la acta de Jujuy, de 13
de abril. Muy bien; lea usted ahora la copia de los nombres que la firman.

Y el escribiente leyó los siguientes nombres, mientras Rosas hacía el cotejo con los
que estaban en la acta que tenía en su mano: Roque Alvarado, Rufino Valle, Francisco
N. Carrillo, Pedro José de Sarverri, Pedro Sáenz, Benito S. de Bustamante, José Ignacio
de Guerrico, Ignacio Segurola, Isidro Graña, José Tello, Pedro Ferreira, Juan Arroyo,
José Rodríguez, Pedro Jerez, Pascual Blas, Juan Bautista Pérez, Manuel Sagardia,
Mariano Fernández, Manuel J. de Moral, José L. Villar, Hilarión Echenique, Blas Agudo,
Pedro Antonio Gogénola, Pedro Alberto Puch, Restituto Zenarruza, Juan Manuel
Gogénola, Tomás Games, Estanislao Echavarría, Gavino Pérez, Policarpo del Moral,
Jacinto Guerrero, Rafael Alvarado, Dr. Andrés Zenarruza, Gabriel Marquierguy, José
Cuevas Aguirre, Antonio Valle, Sandalio Ferreira, Prudencio Estrada, Natalio Herrera,
José Pío Ramo, Pedro Antonio de Aguirre, (Secretario) Carlos Aguirre.
-Está bien -dijo Rosas volviendo el acta al escribiente. ¿Bajo qué rótulo va usted a
poner esto?

«Comunicaciones de las provincias dominadas por los unitarios», como Vuecelencia


lo ha dispuesto.

-Yo no he dispuesto eso; vuelva usted a repetirlo.

de las provincias dominadas por los traidores unitarios» -dijo el joven


empalideciendo hasta los ojos.

-Yo no he dicho eso; vuelva usted a repetirlo.

-Pero, señor.

-¡Qué señor! A ver, diga usted fuerte para que no se le olvide más: «Comunicaciones
de las provincias dominadas por los salvajes unitarios».

-«Comunicaciones de las provincias dominadas por los salvajes unitarios» -repitió el


joven con un acento nervioso y metálico que hizo abrir los ojos al viejecito de la casaca
colorada, que en aquel momento se había dormido profundamente.

-Así quiero que se llamen en adelante; así lo he mandado ya, salvajes, ¿oye usted?

-Sí, Excelentísirno Señor, salvajes.

-¿Concluyó usted? -preguntó Rosas dirigiéndose al tercer escribiente.

-Ya está, Excelentísimo Señor.


-Lea usted.

Y el escribiente leyó:

¡Viva la Confederación Argentina!

¡Mueran los salvajes unitarios!

Buenos Aires, 4 del mes de América de 1840, año 31 de la Libertad, 25 de la


Independencia, y 11 de la Confederación Argentina.

El General Edecán de Su Excelencia al Comandante en jefe del número 2, coronel


Don Antonio Ramírez.

El infrascripto ha recibido orden del Excelentísimo Gobernador de la Provincia,


nuestro Ilustre Restaurador de las Leyes, Brigadier Don Juan Manuel de Rosas, para
avisar a Usía que Su Excelencia ha dispuesto, que al comunicar Usía el número de
tropas de que se compone la división, diga siempre el doble, debiendo informar que la
mitad es de línea, y que toda se halla animada de un santo entusiasmo federal.

Lo que deberá Usía tener muy presente en adelante.

Dios guarde a Usía muchos años.

-Eso es -dijo Rosas tomando el oficio que le presentaba el escribiente. ¡Eh! -gritó en
seguida dirigiendo sus ojos y su voz al lugar donde cabeceaba el viejo de la casaca
grana, que, como tocado por una barra eléctrica, se puso de pie y se encaminó a la
mesa, con el espadín hacia el espinazo, y una charretera sobre el pecho y la otra sobre
la espalda-. Ya se había dormido, vicio flojo, ¿no es verdad?

-Su Excelencia, perdone...

-Déjese de perdón, y firme acá.

Y tomando el viejo la pluma que le presentaba Rosas, escribió al pie del oficio, y con
una letra trémula:
Manuel Corvalán.

-Bien pudo aprender a escribir mejor cuando estuvo en Mendoza -dijo Rosas,
riéndose de la letra de Corvalán, quien no le contestó una sola palabra, quedándose de
pie como una estatua al lado de la mesa-. Dígame, señor general Corvalán -continuó
Rosas todavía sonriéndose-, ¿qué le contestó Simón Pereira?

-Que los paños de tropa no se podían conseguir hoy al mismo precio que los
anteriores, sino a un treinta por ciento más.

-¡Mire! -dijo Rosas dándose vuelta en la silla y poniéndose cara a cara con Corvalán-.
Mañana a las doce vaya usted a verlo, y, delante de todos los que están con él, hágale
así de mi parte, repitiéndole en cada vez, que yo se lo mando. ¿Ha oído?

-Sí, Excelentísimo Señor.

-¿A ver, cómo lo va a hacer?

-El Señor Gobernador le manda a usted esto... El Señor Gobernador le manda a


usted esto... El Señor Gobernador le manda a usted esto...

Y al fin de la oración, Corvalán daba un golpe con la mano abierta sobre la mitad del
brazo opuesto, con la más profunda y respetuosa gravedad. Rosas soltó una carcajada;
los escribientes sonrieron, pero el edecán de Su Excelencia permaneció con una
fisonomía inconmovible.

-Dígame, general, ¿a qué hora vino el médico que está ahí?

-A las doce del día, Excelentísimo Señor.


-¿Ha pedido algo?

-Un vaso de agua una vez, y fuego dos veces.

-¿Ha dicho algo?

-Nada, señor.

-Bueno; llévele este oficio que me pasó ayer, y dígale que lo rehaga y ponga la raya
marginal que le falta, y que otra vez no se olvide de las disposiciones del gobierno.

-¿Y lo dejo retirarse?

-Sí, ya ha estado doce horas sin comer, y con miedo, para que aprenda a respetar
otra vez lo que yo mando

Y Corvalán salió a cumplir las órdenes recibidas con aquel hombre vestido de negro
que encontramos en el cuarto a la izquierda del pasadizo.

-¿Las comunicaciones de Montevideo están extractadas? -preguntó Rosas a uno de


los escribientes.

-Sí, Excelentísimo Señor.

-¿Los avisos recibidos por la policía?

-Están apuntados.
-¿A qué hora debía ser el embarque esta noche?

-A las diez.

-¡Son las doce y cuarto! -dijo Rosas mirando su reloj y levantándose, habrán tenido
miedo. Pueden ustedes retirarse. Pero ¿qué diablos es esto? -exclamó reparando en el
hombre que dormía enroscado en un rincón del cuarto envuelto en un mantee-. ¡Ah!
¡Padre Viguá! Recuérdese Su Reverencia -dijo, dando una fuertísima patada sobre los
lomos del hombre a quien llamaba Su Reverencia, que, dando un chillido espantoso, se
puso de pie enredado en el manteo. Y los escribientes salieron uno en pos de otro,
festejando con un semblante risueño la gracia de Su Excelencia el Gobernador.

Rosas quedó cara a cara con un mulato de baja estatura, gordo, ancho de espaldas,
de cabeza enorme, frente plana y estrecha, carrillos carnudos, nariz corta, y en cuyo
conjunto de facciones informes estaba pintada la degeneración de la inteligencia
humana, y el sello de la imbecilidad.

Este hombre, tal como se acaba de describir, estaba vestido de clérigo, y era uno de
los dos estúpidos con que Rosas se divertía.

Dolorido, y estupefacto el pobre mulato, miraba a su amo y se rascaba la espalda, y


Rosas se reía al contemplarlo, cuando entró de vuelta el general Corvalán.

-Qué le parece a usted, Su Paternidad estaba durmiendo mientras yo trabajaba.

-Muy mal hecho -contestó el edecán con su siempre inamovible fisonomía.

-Y porque lo he despertado se ha puesto serio.

-Me pegó -dijo el mulato con voz ronca y quejumbrosa, y abriendo dos labios color
de hígado, dentro los cuales se veían unos dientes chiquitos y puntiagudos.
-Eso no es nada, padre Viguá, ahora con lo que comamos se ha de mejorar Su
Paternidad. ¿Se fue el médico, Corvalán?

-Sí, señor.

-¿No dijo nada?

-Nada.

-¿Cómo está la casa?

-Hay ocho hombres en el zaguán, tres ayudantes en la oficina, y cincuenta hombres


en el corralón.

-Está bueno; retírese a la oficina.

-¿Si viene el jefe de policía?

-Que le diga a usted lo que quiere.

-Si viene...

-Si viene el diablo, que le diga a usted lo que quiere -le interrumpió Rosas
bruscamente.

-Está muy bien, Excelentísimo Señor.


-Oiga usted.

-¿Señor?

-Si viene Cuitiño, avíseme.

-Está muy bien.

-Retírese ¿Quiere comer?

-Doy las gracias a Su Excelencia; ya he cenado.

-Mejor para usted.

Y Corvalán fuese con sus charreteras y su espadín a reunir con los hombres que
estaban tendidos sobre las sillas, en aquel cuarto de la izquierda del patio, que ya el
lector conoce, y al que el edecán de Su Excelencia acababa de dar el nombre de
oficina; tal vez porque al principio de su administración, Rosas había instalado en ese
cuarto la comisaría de campaña, aun cuando al presente sólo servía para fumar y
dormitar los ayudantes de ese hombre, que como invertía los principios políticos y
civiles de una sociedad, invertía el tiempo, haciendo de la noche día para su trabajo, su
comida y sus placeres.

-¡Manuela! -gritó Rosas luego que salió Corvalán, entrando al cuarto contiguo,
donde ardía una vela de sebo cuya pavesa carbonizada dejaba esparcir apenas una
débil y amarillenta claridad.

-¡Tatita! -contestó una voz que venía de una pieza interior. Un segundo después
apareció aquella mujer que encontramos durmiendo sobre una cama, sin desvestirse.
Era esa mujer una joven de veinte y dos a veinte y tres años, alta, algo delgada, de
un talle y de unas formas graciosas, y con una fisonomía que podría llamarse bella, si la
palabra interesante no fuese más análoga para clasificarla.

El color de su tez era ese pálido oscuro que distingue comúnmente a las personas de
temperamento nervioso, y en cuyos seres la vida vive más en el espíritu que en el
cuerpo. Su frente, poco espaciosa, era, sin embargo, fina, descarnada y redonda; y su
cabello castaño oscuro, tirado tras de la oreja, dejaba descubrir los perfiles de una
cabeza inteligente y bella. Sus ojos, algo más oscuros que su cabello, eran pequeños
pero animados e inquietos. Su nariz recta y perfilada, su boca grande pero fresca y
bien rasgada, y, por último, una expresión picante en la animada fisonomía de esta
joven, hacía de ella una de esas mujeres a cuyo lado los hombres tienen menos
prudencia que amor, y más placer que entusiasmo. Se ha observado generalmente,
que las mujeres delgadas, pálidas, de formas ligeramente pronunciadas, y de
temperamento nervioso, poseen cierto secreto de voluptuosidad instintiva que
impresiona fácilmente la sangre y la imaginación de los hombres; en contrario de esa
impresión puramente espiritual, que reciben de las mujeres en quienes su tez blanca y
rosada, sus ojos tranquilos y su fisonomía cándida revelan cierta lasitud de espíritu, por
la cual los profanos las llaman indiferentes, y los poetas, ángeles.

Su vestido de merino color guinda, perfectamente ceñido al cuerpo, le delineaba un


talle redondo y fino, y le dejaba descubiertos unos hombros, que sin ser los hombros
poetizados de María Stuart, bien pudieran pasar por hombros tan suaves y redondos,
que la sien del más altivo unitario no dejaría de aceptarlos para reclinarse en ellos un
momento, en horas de aquel tiempo en que la vida era fatigada por tantas y tan
diversas impresiones.

Y fue así que se le presentó a Rosas esa mujer; esa mujer que era su hija; y a quien
saludó diciéndola:

-Ya estabas durmiendo, ¿no? Todavía te he de casar con Viguá para que duerman
hasta que se mueran. ¿Estuvo María Josefa?

-Sí, tatita, estuvo hasta las diez y media.


-¿Y quién más?

-Doña Pascuala y Pascualita.

-¿Con quién se fueron?

-Mansilla las acompañó.

-¿Nadie más ha venido?

-Picolet.

-¡Ah! El carcamán te hace la corte.

-A usted, tatita.

-¿Y el gringo no ha venido?

-No, señor. Esta noche tiene una pequeña reunión en su casa para oír tocar el piano
no sé a quien.

-¿Y quiénes han ido?

-Creo, que son ingleses todos.

-¡Bonitos han de estar a estas horas!


-¿Quiere usted comer, tatita?

-Sí, pide la comida.

Y Manuela volvió a las piezas interiores, mientras Rosas se sentó a la orilla de una
cama, que era la suya, y con las manos se sacó las botas, poniendo en el suelo sus pies
sin medias, tales como habían estado entre aquéllas; se agachó, sacó un par de
zapatos debajo la cama, volvió a sentarse, y, después de acariciar con sus manos sus
pies desnudos, se calzó los zapatos. Metió luego la mano por entre la pretina de los
calzones, y levantando una finísima cota de malla que le cubría el cuerpo hasta el
vientre, llevó la mano hasta el costado izquierdo, y se entretuvo en rascarse esa parte
del pecho, por cuatro o cinco minutos a lo menos; sintiendo con ello un verdadero
placer, esa organización en quien predominan admirablemente todos los instintos
animales.

No tardó en aparecer la joven hija de Rosas, a prevenir a su padre que la comida


estaba en la mesa.

En efecto, estaba servida en la pieza inmediata, y se componía de un grande asado


de vaca, un pato asado, una fuente de natas y un plato de dulce. En cuanto a vinos,
había dos botellas de Burdeos delante de uno de los cubiertos. Y una mulata vieja, que
no era otra que la antigua y única cocinera de Rosas, estaba de pie para servir a la
mesa.

Rosas llamó con un fuerte grito a Viguá, que había quedado durmiéndose contra la
pared del gabinete de Su Excelencia, y fue a sentarse con su hija a la mesa de su
comida nocturna.

-¿Quieres asado? -dijo a Manuela cortando una enorme tajada que colocó en su
plato.

-No, tatita.
-Entonces come pato.

Y mientras la joven cortó un alón del ave y lo descarnaba más bien por
entretenimiento que otra cosa, su padre comía tajada sobre tajada de carne, rodeando
los bocados con repetidos tragos.

-Siéntese Su Paternidad -dijo a Viguá, que con los ojos devoraba las viandas, y que
no esperó segunda vez la invitación que se le hacía.-Sírvelo, Manuela.

Y ésta puso en un plato una costilla de asado, que pasó al mulato, quien al tomarla
miró a Manuela con una expresión de enojo salvaje, que no pasó inapercibida de
Rosas.

-¿Qué tiene, padre Viguá? ¿Por qué mira a mi hija con esa cara tan fea?

-Me da un hueso -contestó el mulato, metiéndose a la boca un enorme pedazo de


pan.

-¡Cómo es eso! ¿Tú no cuidas al que te ha de echar la bendición cuando te cases con
el ilustrísimo señor Gómez de Castro, fidalgo portugués, que le dio ayer dos reales a Su
Paternidad? Has hecho muy mal, Manuela; levántate y bésale la mano para
desenojarlo.

-Bueno, mañana le besaré la mano a Su Paternidad -dijo Manuela sonriendo.

-No, ahora mismo.

-¡Qué ocurrencia, tatita! -replicó la joven entre seria y risueña, como dudando de la
verdadera intención de su padre.
-Manuela, dale un beso en la mano a Su Paternidad.

-Yo, no.

-Tú, sí.

-¡Tatita!

-Padre Viguá, levántese Su Reverencia y déle un beso en la boca.

El mulato se levantó, arrancando con los dientes un pedazo de carne de la costilla


que tenía en sus manos, y Manuela clavó en él sus ojos chispeantes de altanería, de
despecho, de rabia; ojos que habrían fascinado aquella máquina de estupidez y
abyección, sin la presencia alentadora de Rosas. El mulato se acercó a la joven, y ella,
pasando de la primera inspiración del orgullo al abatimiento de la impotencia,
escondió su rostro entre sus manos para defenderle con ellas de la profanación a que
le condenaba su padre. Pero esta débil y pequeña defensa de su rostro no alcanzaba
hasta su cabeza, y el mulato, que tenía más gana de comer que de besar, se contentó
con poner sus labios grasientos sobre el fino y lustroso cabello de la joven.

-¡Qué bruto es Su Reverencia! -exclamó Rosas riéndose a carcajada suelta-. Así no se


besa a las mujeres. ¿Y tú? ¡Bah! ¡La mojigata! Si fuera un buen mozo no le tendrías
asco.

Y se echó un vaso de vino a la garganta, mientras su hija, colorada hasta las orejas,
enjugaba con los párpados una lágrima que el despecho le hacía brotar por sus claros y
vivísimos ojos.

Rosas comía entretanto con un apetito tal, que revelaba bien las fibras vigorosas de
su estómago, y la buena salud de aquella organización privilegiada, en quien las tareas
del espíritu suplían la actividad que le faltaba al presente.
Luego del asado comióse el pato, la fuente de natas y el dulce.

Y siempre cambiando palabras con Viguá, a quien de vez en cuando tiraba una
tajada, acabó por dirigirse a su hija, que guardaba silencio con los labios, mientras bien
claro se descubría en las alteraciones fugitivas de su semblante, la sostenida
conversación que entretenía consigo misma.

-¿Te ha disgustado el beso, no?

-¿Y cómo podrá ser de otro modo? Parece que usted se complace en humillarme con
la canalla más inmunda. ¿Qué importa que sea un loco? Loco es también Eusebio, y
por él he sido el objeto de la risa pública, empeñado que estuvo, como lo sabe usted,
en abrazarme en la calle; sin que nadie se atreviese a tocarlo porque era el loco
favorito del Gobernador -dijo Manuela con un acento tan nervioso, y con una tal
animación de semblante y de voz, que ponía en evidencia el esfuerzo que había hecho
en sufrir sin quejarse la humillación por que acababa de pasar.

-Sí, pero has visto ya que le he hecho dar veinte y cinco azotes, y que le tendré en
Santos Lugares hasta la semana que viene.

-¿Y qué importa? ¿Es por ese castigo que se olvidarán del ridículo en que me puso
ese imbécil? ¿Porque usted le mande dar veinte y cinco azotes, dejarán, y con razón,
de hacerme el objeto de las conversaciones y la burla? Yo bien comprendo que usted
se divierte con sus locos; que son, puede decirse, las únicas distracciones que usted
tiene; pero la libertad que usted les consiente conmigo en su presencia, les da la idea
de que están autorizados para desmandarse donde quiera que me hallan. Yo
consentiría en que me dijesen cuanto quisieran, pero ¿qué diversión halla usted en
que me toquen y me irriten?

-Son tus perros que te acarician.


-¡Mis perros! -exclamó Manuela, en quien la animación se aumentaba a medida que
se desprendían las palabras de sus labios rojos como el carmín-: los perros me
obedecerían; un perro le sería a usted más útil que ese estúpido, porque siquiera un
perro cuidaría de la persona de usted, y la defendería si llegase ese caso horrible que
todos se empeñan en profetizarme con palabras ambiguas, pero cuyo sentido yo
comprendo sin dificultad.

Manuela cesó de hablar, y una nube sombría cubrió la frente de Rosas, con las
últimas palabras de su hija.

-¿Y quiénes te lo dicen? -preguntó con calma después de algunos instantes de


silencio.

-Todos, señor -contestó Manuela volviendo su espíritu a su natural estado-, todos


cuantos vienen a esta casa parece que complotan para infundirme temores sobre los
peligros que rodean a usted.

-¿De qué clase?

-¡Oh!, nadie me habla, nadie se atreve a hablar de peligros de guerra, ni de política,


pero todos pintan a los unitarios como capaces de atentar en cada momento a la vida
de usted... Todos me recomiendan que le vele, que no le deje solo, que haga cerrar las
puertas: acabando siempre por ofrecerme sus servicios, que, sin embargo, nadie tiene
quizá la sinceridad de ofrecérmelos con lealtad, pues sus comedimientos son más una
jactancia que un buen deseo.

-¿Y por qué lo crees?

-¿Por qué lo creo? ¿Piensa usted que Garrigós, que Torres, que Arana, que García,
que todos esos hombres que el deseo de ponerse bien con usted trae a esta casa, son
capaces de exponer su vida por ninguna persona de este mundo? Si temen que suceda
una desgracia, no es por usted, sino por ellos mismos.
-Puede ser que no te equivoques -dijo Rosas con calma, y haciendo girar sobre la
mesa el plato que tenía por delante-, pero si los unitarios no me matan en este año, no
me han de matar en los que vienen. Entre tanto, tú has cambiado la conversación. Te
has enojado porque Su Paternidad te quiso dar un beso, y yo quiero que hagas las
paces con él. Fray Viguá -continuó dirigiéndose al mulato que tenía pegado el plato de
dulce contra la cara, entreteniéndose en limpiarlo con la lengua-: Fray Viguá, déle un
abrazo y dos besos a mi hija para desenojarla.

-¡No, tatita! -exclamó Manuela levantándose, y con un acento de temor y de


irresolución, difícil de definir porque era la expresión de la multitud de sentimientos
que en aquel momento se agitaban en su alma de mujer, de joven, de señorita, a la
presencia de aquel objeto repugnante a cuya monstruosa boca quería su padre unir los
labios delicados de su hija, sólo por el sistema de no ver torcido un deseo suyo por la
voluntad de nadie.

-Bésela, Padre.

-Déme un beso -dijo el mulato dirigiéndose a Manuela.

-No -dice Manuela corriendo.

-Déme un beso -repite el mulato.

-Agárrela, Padre -le grita Rosas.

-¡No, no! -exclamaba Manuela con un acento lleno de indignación.

Pero en medio de las carreras de la hija, de las carcajadas del padre, y de la


persecución que hacía el mulato a su presa, que siempre se le escapaba de entre las
manos, pálida, despechada, impotente para defenderse de otro modo que con la
huida, el rumor trepitoso que hacían sobre las piedras de la calle las herraduras de un
crecido número de caballos, suspendió de improviso la acción y la atención de todos.
Capítulo V

El comandante Cuitiño

Los caballos pararon a la puerta de la casa de Rosas, y después de un momento de


silencio, Rosas hizo una seña con la cabeza a su hija, que comprendió al momento que
su padre la mandaba a saber qué gente había llegado. Y salió, en efecto, por el cuarto
de escribir, alisando con sus manos el cabello de sus sienes, cual si quisiese con esa
acción despejar su cabeza de cuanto acababa de pasar, para entregarse, como era su
costumbre, a cuidar y velar por los intereses y la persona de su padre.

-¿Quién es, Corvalán? -le dijo al encontrarse con el edecán en el pasadizo oscuro que
daba al patio.

-El comandante Cuitiño, señorita.

Y volvió Manuela con Corvalán adonde estaba su padre.

-El comandante Cuitiño -dijo Corvalán luego que pisó la puerta del comedor.

-¿Con quién viene?

-Con una escolta.

-No le pregunto eso. ¿Cree usted que soy sordo para no haber oído los caballos?

-Viene solo, Excelentísimo Señor.

-Hágalo entrar.
Rosas permaneció sentado en una cabecera de la mesa; Manuela se sentó a su
derecha en uno de los costados de ella, dando la espalda a la puerta por donde había
salido Corvalán; Viguá frente a Rosas, en la cabecera opuesta; y la criada, poniendo
otra botella de vino sobre la mesa a una señal que le hizo Rosas, se retiró para las
habitaciones interiores.

La rodaja de las espuelas de Cuitiño se sintió bien pronto sobre el suelo desnudo del
gabinete y de la alcoba de Rosas; y este célebre personaje de la Federación apareció
luego en la puerta del comedor, trayendo en la mano su sombrero de paisano con una
cinta roja de dos pulgadas de ancho, luto oficial que hacía vestir el gobernador por su
finada esposa; y cubierto con un poncho de paño azul, que no permitía descubrir su
vestido sino de la rodilla al pie. Su cabello desgreñado caía sobre su tostado
semblante, haciendo más horrible aquella cara redonda y carnuda, donde se veían
dibujadas todas las líneas con que la mano de Dios distingue las propensiones
criminales sobre las facciones humanas.

-Entre, amigo -le dijo Rosas examinándolo con una mirada fugitiva como un
relámpago.

-Muy buenas noches. Con permiso de Vuecelencia.

-Entre. Manuela, ponle una silla al comandante. Retírese, Corvalán.

Y Manuela puso una silla en el ángulo de la mesa, quedando así Cuitiño entre Rosas
y su hija.

-¿Quiere tomar alguna cosa?

-Muchas gracias, Su Excelencia.


-Manuela, sírvele un poco de vino.

A tiempo que Manuela extendía su brazo para tomar la botella, Cuitiño sacó su
mano derecha, doblando la halda del poncho sobre el hombro, y tomando un vaso, sin
soltarlo, se lo presentó a Manuela para que le echase el vino, pero al poner sus ojos en
el vaso, un movimiento nervioso le hizo temblar el brazo, y temblando hasta hacer
golpear la botella contra el vaso, echó una parte de vino en éste, y otra en la mesa: la
mano y el brazo de Cuitiño estaban enrojecidos de sangre. Rosas lo echó de ver
inmediatamente y un relámpago de alegría animó súbito aquella fisonomía
encapotada siempre bajo la noche eterna y misteriosa de la conciencia. Manuela
estaba pálida como un cadáver; y maquinalmente retiró su sillón del lado de Cuitiño
cuando acabó de derramar el vino.

-¡A la salud de Vuecelencia y de Doña Manuelita! -dijo Cuitiño haciendo una


profunda reverencia y tomándose el vino, mientras Viguá se desesperaba haciendo
señas a Manuela para que se fijase en la mano de Cuitiño.

-¿Qué anda haciendo? -preguntó Rosas con una calma estudiada, y con los ojos fijos
en el mantel.

-Como Vuecelencia me dijo que volviese a verlo después de cumplir mi comisión...

-¿Qué comisión?

-¡Pues!, como Vuecelencia me encargó...

-¡Ah!, sí, que se diese una vuelta por el Bajo. Es verdad, Merlo le contó a Victorica no
sé qué cosas de unos que se iban al ejército del salvaje unitario Lavalle, y ahora
recuerdo que le dije a usted que vigilase un poco, porque este Victorica es buen
federal, pero no puede negar que es gallego, y a lo mejor se echa a dormir.

-¡Pues!
-¿Y usted anduvo por el Bajo?

-Fui por ese lado de la Boca, después de haber convenido con Merlo lo que teníamos
que hacer.

-¿Y los halló?

-¡Sí, fueron con Merlo, y, a la seña que me hizo, los cargué!

-¿Y los trae presos?

-¡Y que los traía! ¿No se acuerda Vuecelencia lo que me dijo?

-¡Ah, es verdad! Como estos salvajes me tienen la cabeza como un horno.

-¡Pues!

-Yo estoy ya cansado; no sé ya qué hacer con ellos. Hasta ahora no he hecho más
que arrestarlos, y tratarlos como un padre trata a sus hijos calaveras. Pero no
escarmientan; y yo dije a usted que era preciso que los buenos federales los tomasen
por su cuenta, porque, al fin, es a ustedes a los que han de perseguir si triunfa Lavalle.

-¡Qué ha de triunfar!

-A mí no me harán sino un favor en sacarme del mando. Yo estoy en él porque


ustedes me obligan.
-Su Excelencia es el padre de la Federación.

-Y, como le decía, a ustedes es a quienes toca ayudarme. Hagan lo que quieran con
esos salvajes que no los asusta la cárcel. ¡Ellos han de fusilar a ustedes si triunfan!

-¡Qué han de triunfar, señor!

-Y ya le he dicho que esto mismo les diga, como cosa suya, a los demás amigos.

-En cuanto nos reunamos, Su Excelencia.

-¿Y eran muchos?

-Eran cinco.

-¿Y los ha dejado con ganas de volver a embarcarse?

-Ya los llevaron en una carreta a la policía, pues Merlo me dijo que así se lo había
encargado el jefe.

-A eso se exponen. Yo bien lo siento; pero ustedes tienen razón: ustedes no hacen
sino defenderse, porque si ellos triunfan los han de fusilar a ustedes.

-Estos no, Su Excelencia -dijo Cuitiño, vagando una satisfacción feroz sobre su
repulsiva fisonomía.

-¿Los ha lastimado?
-En el pescuezo.

-¿Y vio si tenían papeles? -preguntó Rosas, en cuyo semblante no pudo conservarse
por más tiempo la careta de la hipocresía, brillando en él la alegría de la venganza
satisfecha, al haber arrancado con maña la horrible verdad que no le convenía
preguntar de frente.

-Ninguno de los cuatro tenía cartas -respondió Cuitiño.

-¿De los cuatro? ¿Pues no me dijo que eran cinco?

-Sí, señor, pero como uno se escapó...

-¡Se escapó! -exclamó Rosas hinchando el pecho, irguiendo la cabeza, y haciendo


irradiar en sus ojos todo el rayo magnético de su poderosa voluntad, que dejó
fascinados, como el influjo de una potestad divina, o infernal, los ojos y el espíritu del
bandido.

-Se escapó, Excelentísimo -contestó inclinando su cabeza, porque sus ojos no


pudieron soportar más de un segundo la mirada de Rosas.

-¿Y quién se escapó?

-Yo no sé quien era, Su Excelencia.

-¿Y quién lo sabe?

-Merlo lo ha de saber, señor.


-¿Y dónde está Merlo?

-Yo no lo he visto después que hizo la seña.

-¿Pero cómo se escapó el unitario?

-Yo no sé... Y le diré a Su Excelencia... Cuando cargamos, uno corrió hacia la


barranca... algunos soldados lo siguieron... echaron pie a tierra para atarlo; pero dicen
que él tenía espada y mató a tres... Después, dicen que lo vinieron a proteger... y fue
por ahí cerca de la casa del cónsul inglés.

-¿Del cónsul?

-Allá por la Residencia.

-Sí; bien ¿y después?

-Después vino un soldado a dar aviso, y yo mandé en su persecución por todas


partes... pero yo no lo vi cuando se escapó.

-¿Y por qué no vio? -dijo Rosas con un acento de trueno, y dominando con el rayo de
sus ojos la fisonomía de Cuitiño, en que estaba dibujada la abyección de la bestia feroz
en presencia de su domador.

-Yo estaba degollando a los otros -contestó sin levantar los ojos.

Y Viguá, que durante este diálogo había ido poco a poco retirando su silla de la
mesa, no bien escuchó esas últimas palabras, cuando dio tal salto para atrás, con silla y
todo, que hizo dar silla y cabeza contra la pared. En tanto que Manuela, pálida y
trémula, no hacía el menor movimiento, ni alzaba su vista por no encontrarse con la
mano de Cuitiño, o con la mirada aterradora de su padre.

El golpe que dio la silla de Viguá hizo volver hacia aquel lado la cabeza de Rosas, y
esta fugitiva distracción bastó, sin embargo, para que él imprimiese un nuevo giro a
sus ideas, y una nueva naturaleza a su espíritu, que cambiaba, según las circunstancias,
de ser, de animación y de expresión en el espacio de un segundo.

-Yo le preguntaba todo esto -dijo, volviendo a su anterior calma-, porque ese
unitario es el que ha de tener las comunicaciones para Lavalle, y no porque me pese
que no haya muerto.

-¡Ah, si yo lo hubiera agarrado!

-¡Si yo lo hubiera agarrado! Es preciso ser vivo para agarrar a los unitarios. ¿A que no
encuentra al que se escapó?

-Yo lo he de buscar aunque esté en los infiernos, con perdón de Vuecelencia y de


Doña Manuelita.

-¡Qué lo ha de hallar!

-Puede que lo encuentre.

-Sí, yo quiero que me encuentren ese hombre, porque las comunicaciones han de
ser de importancia.

-No tenga cuidado Su Excelencia; yo lo he de hallar, y hemos de ver si se me escapa a


mí.
-Manuela, llama a Corvalán.

-Merlo ha de saber cómo se llama; si Su Excelencia quiere...

-Váyase a ver a Merlo. ¿Necesita algo?

-Por ahora, nada, señor. Yo le sirvo a Vuecelencia con mi vida, y me he de hacer


matar donde quiera. Demasiado nos da a todos Su Excelencia con defendernos de los
unitarios.

-Tome, Cuitiño, lleve esto para la familia -y Rosas sacó del bolsillo de su chapona un
rollo de billetes de banco, que Cuitiño tomó ya de pie.

-Los tomo porque Vuecelencia me los da.

-Sirva a la Federación, amigo.

-Yo sirvo a Vuecelencia, porque Vuecelencia es la Federación, y también su hija Doña


Manuelita.

-Vaya, busque a Merlo. ¿No quiere más vino?

-Ya he tomado suficiente.

-Entonces, vaya con Dios -y extendió el brazo para dar la mano a Cuitiño.

-Está sucia -dijo el bandido hesitando en dar su mano ensangrentada a Rosas.


-Traiga, amigo; es sangre de unitarios.

Y, como si se deleitase en el contacto de ella, Rosas tuvo estrechada entre la suya,


por espacio de algunos segundos, la mano de su federal Cuitiño.

-Me he de hacer matar por Su Excelencia.

-Vaya con Dios, Cuitiño.

Y mientras salía del cuarto, con una mirada llena de vivacidad e inteligencia, midió
Rosas aquella guillotina humana que se movía al influjo de su voluntad terrible, y cuyo
puñal, levantado siempre sobre el cuello del virtuoso y el sabio, del anciano y el niño,
del guerrero y la virgen, caía, sin embargo, a sus plantas, al golpe fascinador y eléctrico
de su mirada. Porque esa multitud oscura y prostituida que él había levantado del lodo
de la sociedad para sofocar con su aliento pestífero la libertad y la justicia, la virtud y el
talento, había adquirido desde temprano el hábito de la obediencia irreflexiva y ciega,
que presta la materia bruta en la humanidad al poder físico y a la inteligencia
dominatriz, cuando se emplean en lisonjearla por una parte, y en avasallarla por otra.

Ciencia infernal cuyos primeros rudimentos los enseña la naturaleza, y que las
propensiones, el cálculo y el estudio de los hombres complementan más tarde. Ciencia
única y exclusiva de Rosas, cuyo poder fue basado siempre en la explotación de las
malas pasiones de los hombres, haciendo con los unos perseguir y anonadar a los
otros, sin hacer otra cosa que azuzar los instintos y lisonjear las ambiciones de ese
pueblo ignorante por educación, vengativo por raza y entusiasta por clima.

Y si hubiera sido posible que en medio de la epopeya dramática de nuestra


revolución, las utopías no hubiesen herido la imaginación de nuestros mayores, el
porvenir les habría debido grandes bienes, si en vez de sus sueños constitucionales, y
de su quimérica república, hubiesen consultado la índole y la educación de nuestro
pueblo para la aceptación de su forma política de gobierno; y su ignorancia y sus
instintos de raza para la educación de moral y de hábitos que era necesario comenzar
a darle. Español puro y neto, sólo la religión y el trono habían echado raíces en su
conciencia oscura; y las lanzas tumbando el trono, y la demagogia sellando el
descrédito y el desprecio en los pórticos de nuestros templos católicos, dejaron sin
freno ese potro salvaje de la América, a quien llamaron pueblo libre, porque había roto
a patadas, no el cetro, sino la cadena del rey de España; no la tradición de la metrópoli,
sino las imposiciones inmediatas de sus opresores; no por respirar el aire de libertad
que da la civilización y la justicia, sino por respirar el viento libre que da la Naturaleza
salvaje.

Y así, ese mismo pueblo, ese mismo potro que se revuelca desde la Patagonia a
Bolivia, dio de patadas a la civilización y a la justicia, desde que ellas quisieron poner
un límite a sus instintos naturales. Rosas lo comprendió, y, sin la corona de oro en su
cabeza, puso su persona de caudillo donde faltaba el monarca, y un ídolo imaginario
con el nombre «Federación», donde faltaban el predicador y el franciscano.

Pasar del siglo XVI de la España, a los primeros días del siglo XIX de la Francia, era
más bien un sueño de poetas pastoriles, que una concepción de hombres de Estado; y
los resultados de ese sueño están ahí vivos y palpitantes en la reacción que representa
Rosas: ese Mesías de sangre que esperaba la plebe argentina, hija fanática de la
superstición española, para entonar himnos de muerte en alabanza del absolutismo y
la ignorancia: ¡ahí está Cuitiño, la mejor expresión de esa plebe, y ahí está su mano
ensangrentada, el mejor canto en loor de su rey, y en homenaje de su fanatismo!
Capítulo VI

Victorica

-¡Buenas noches, Doña Manuelita! -dijo Cuitiño a la hija de Rosas, encontrándola


que entraba con Corvalán en el gabinete de su padre.

-¡Buenas noches! -dijo la joven refugiándose al lado de Corvalán, cual si temiese el


contacto de aquel demonio de sangre que pasaba junto a ella.

-Corvalán -dijo Rosas viéndole entrar con Manuela-, vaya usted a llamar a Victorica.

-Acaba de entrar, y está en la oficina. En este momento me preguntaba si podría


hablar con Vuecelencia.

-Que entre.

-Voy a llamarlo.

-Oiga usted.

-¿Señor?

-Monte usted a caballo, vaya a lo del ministro inglés, hable con él, y dígale que lo
necesito ahora mismo.

-¿Si está durmiendo?


-Que se despierte.

Corvalán saludó; y fue a cumplir sus comisiones, levantándose la faja de seda punzó
que en aquel momento se le había resbalado a la barriga, al peso del espadín que ya
tocaba en tierra.

-¿Qué miedo le ha tenido Su Paternidad a Cuitiño? Acérquese a la mesa, que está allí
pegado a la pared como una araña. ¿De qué se asustó?

-De la mano -contestó Viguá acercándose con su silla a la mesa, y con aire de
contentamiento al verse libre de Cuitiño, que tan mal momento le había dado.

-No te has portado bien, Manuela.

-¿Por qué, tatita?

-Porque has tenido repugnancia de Cuitiño.

-¿Pero usted vio?

-Todo lo vi.

-¿Y entonces?

-¡Entonces! Tú debes disimular. Oye: a los hombres como el que acaba de salir, es
necesario darles muy fuerte, o no tocarlos: un golpe recio los anonada; un alfilerazo los
hace saltar como víboras.
-Pero tuve miedo, señor.

-¡Miedo!... A ese hombre lo mataría yo con sólo mirarlo.

-Miedo de lo que había hecho.

-Lo que había hecho era por mi conservación y por la tuya; y nunca te expliques de
otro modo cuanto veas y oigas en derredor de mí. Yo les hago comprender una parte
de mi pensamiento, aquella que únicamente quiero; ellos la ejecutan, y tú debes
manifestarte contenta, y popularizarte con ellos; primero, porque así te conviene; y
segundo, porque yo te lo mando. Entre usted, Victorica -continuó Rosas, dando vuelta
su cabeza hacia la puerta, al ruido que hacían las pisadas del que entraba.

Victorica era un hombre de cincuenta a cincuenta y dos años de edad, de estatura


mediana, y regularmente formado. La tez quebrantada era algo cobriza; su cabello
negro, empezando a pintar en canas; su frente ancha pero carnuda hacia la parte de
sus espesas cejas; sus ojos oscuros, pequeños y de una mirada encapotada y fuerte;
dos líneas profundas le quebraban el rostro desde las ventanas de la nariz hasta las
extremidades del labio superior; y una expresión dura y repulsiva estaba sellada en su
rostro, donde se notaba más el estrago que hacen las pasiones fuertes, que el que
habían hecho los años; y se cuenta que sobre ese rostro se vio rara vez una sonrisa. El
jefe de la policía de Rosas estaba vestido de pantalón negro, chaleco grana y una
chaqueta de paño azul con alamares negros de seda; y de uno de los ojales de ella,
colgaba una divisa federal de doce pulgadas de largo. En la mano derecha traía
colgado, en la muñeca, un rebenque de cabo de plata, y en la izquierda su sombrero de
paisano, con el luto punzó por la finada esposa del Restaurador de las Leyes.

Después de una reverencia profunda, pero sin afectación, ocupó, a invitación de


Rosas, la misma silla en que había estado Cuitiño.

-¿Viene usted de la casa de policía? -le preguntó Rosas.

-En este momento.


-¿Ha ocurrido algo?

-Han traído los cadáveres de los que iban a embarcarse esta noche; es decir, tres
cadáveres y un hombre expirando.

-¡Y ése!

-Ya no existe. Me pareció que debía sufrir la suerte de sus compañeros.

-¿Quién era?

-Lynch.

-¿Tiene usted los nombres de los otros?

-Sí, señor.

-¿Y eran?

-Además de Lynch, se ha reconocido a un tal Oliden, a Juan Riglos, y al joven


Maisson.

-¿Papeles?

-Ningunos.
-¿Hizo usted firmar a Merlo la delación?

-Sí, señor, todas se firman, como Vuecelencia lo ha ordenado.

-¿La trae usted?

-Aquí está -contestó el jefe de policía sacando del bolsillo exterior de su chaqueta
una cartera de cuero de Rusia, conteniendo multitud de papeles, y sacando de entre
ellos uno que desdobló sobre la mesa.

-Léala usted -dijo Rosas.

Y Victorica leyó lo siguiente:

Juan Merlo, natural de Buenos Aires, de ejercicio carnicero, miembro de la


Sociedad Popular Restauradora, enrolado en los abastecedores, con licencia temporal
por recomendación de Su Excelencia el Ilustre Restaurador de las Leyes, se presentó al
jefe de Policía en la tarde de 2 del corriente, y declaró: Que, sabiendo por una criada
del salvaje unitario Oliden, con quien él tenía relaciones secretas, que aquél se
preparaba a fugar para Montevideo, se presentó en la mañana siguiente al mismo
salvaje unitario Oliden, a quien conocía desde muchos años, diciéndole que venía a
pedirle quinientos pesos prestados porque quería desertar y pasar a Montevideo, no
pudiendo efectuarlo sin tener aquella cantidad para pagar su pasaje en un bote de un
conocido suyo, que hacía el negocio de conducir emigrados. Que con este motivo,
Oliden le hizo muchas preguntas, acabando por convencerse que realmente quería
fugar el declarante, comunicándole entonces el pensamiento que él y cuatro amigos
más tenían de emigrar, pero que no conocían ninguno de los hombres dueños de las
balleneras que conducían emigrados: que entonces se le ofreció el declarante a
arreglar la fuga de todos, mediante la cantidad de ocho mil pesos, a lo que se convino
aquél inmediatamente: que fingió muchas idas y venidas, acabando por citarlos para el
día 4 a las diez de la noche; debiendo ir, el mismo día 4 a las seis de la tarde, a saber de
Oliden el paraje, o la casa en que se habían de reunir todos a la hora indicada.
Lo que ponía en conocimiento de la policía para que se lo comunicase a Su
Excelencia, como un fiel cumplimiento de sus deberes de defensor de la sagrada causa
de la Federación; agregando, que en todo este asunto, había tenido el cuidado
escrupuloso de consultarlo con Don Juancito Rosas, el hijo de Su Excelencia, y
aconsejádose de él.

Y lo firmó en Buenos Aires a 3 de mayo de 1840.

Juan Merlo.

-Fue en virtud de esta declaración, que recibí anoche de Vuecelencia las órdenes que
debía dar a Merlo para que se entendiese con el comandante Cuitiño.

-¿Cuándo volvió usted a hablar con Merlo?

-Hoy, a las ocho de la mañana.

-¿Y no le dijo a usted si sabía algunos de los nombres de los compañeros de Oliden?

-Hasta esta mañana, no conocía a ninguno.

-¿Y hay algo de particular en el suceso de esta noche?

-Uno de los unitarios ha logrado escaparse, según me han referido los que
escoltaban la carreta.

-Sí, señor, uno se ha escapado, y es forzoso hallarlo.

-Espero que lo hallaremos, Excelentísimo Señor.

-Sí, señor, es preciso hallarlo, porque una vez que la mano del gobierno toque la
ropa de un unitario, es necesario que el unitario no pueda decir que la mano del
gobierno no sabe apretar. En estos casos, la cantidad de hombres poco importa; tanto
mal hace a mi gobierno un hombre solo que se burle de él, como doscientos, como mil.

-Vuecelencia tiene mucha razón.

-Sé bien que la tengo. Además, según la relación que se me ha hecho, el unitario que
se ha escapado ha peleado, y, lo que es más, ha recibido protección de alguien; la una
como la otra cosa no debe suceder, no quiero absolutamente que suceda. ¿Sabe usted
por qué ha estado el país siempre en anarquía? Porque cada uno sacaba el sable para
pelear con el gobierno el día que se le antojaba. ¡Pobre de usted, y pobres de todos los
federales, si yo doy lugar a que los unitarios los peleen cuando van a cumplir una
orden mía!

-¡Es un caso nuevo! -dijo Victorica, que en realidad comprendía bien toda la
importancia futura de las reflexiones de Rosas, y del suceso acaecido esa noche.

-Es nuevo; y es por eso que es necesario darle atención, porque en el estado actual
yo no quiero que haya más novedades que las mías. Es nuevo, pero antes de mucho
tiempo podrá ser viejo, si no se hace pronto un ejemplar.

-Pero Merlo debe haber ido con ellos, y ha de conocer al que se ha escapado.

Eso falta saber.

-Lo haré buscar ahora mismo.

-No hay necesidad. Otro ha ido en su busca.

-Está bien, señor.


-Otro se ha encargado de Merlo; y usted sabrá mañana si se conoce o no el nombre
que deseo saber. En uno u otro caso tomará usted el camino que deba.

-Sin pérdida de tiempo.

-Vamos a ver, y si Merlo no sabe el nombre, ¿qué hará usted?

-¿Yo?...

-Usted, sí, mi jefe de policía.

-Daré órdenes a los comisarios, y a los principales agentes de la policía secreta, para
que ellos multipliquen entre sus subalternos la disposición de encontrar un hombre
que...

-¡Un hombre unitario en Buenos Aires! -dijo Rosas interrumpiendo a Victorica, con
una sonrisa sardónica y despreciativa, que puso en confusión al pobre hombre, que
creía estar desenvolviendo el más perfecto plan inquisitorial para la persecución de un
hereje.

-¡Y va usted fresco! -continuó Rosas-; ¿todavía no sabe usted cuántos unitarios hay
en Buenos Aires?

-Debe de haber...

-Los que bastan para colgar a usted y a todos los federales, si no estuviera yo para
trabajar por todos, haciendo hasta de jefe de policía.

-Señor, yo hago por Vuecelencia cuanto puedo.


-Puede ser que haga usted cuanto puede, pero no cuanto conviene hacer; y si no
véalo usted en este caso: quiere usted echarse a buscar un unitario por la ciudad,
como si dijésemos un grano de trigo en una parva, y tiene en su bolsillo, si no el
nombre del unitario, el camino más corto de encontrarlo.

-¡Yo! -exclamó Victorica cada vez más turbado, pero dominándose fuertemente para
conservar la serenidad de su semblante.

-Usted, sí, señor.

-Aseguro a Vuecelencia que no comprendo.

-Y es eso por que me quejo de tener que enseñarle todo. ¿Por quién supo Merlo la
proyectada fuga del salvaje unitario Oliden?

-Por una criada.

-¿En dónde servía esa negra, mulata, o lo que sea?

-En la familia de Oliden, según la declaración.

-En la familia del salvaje unitario Oliden, señor Don Bernardo Victorica.

-Perdone Vuecelencia.

-¿Con quién se iba a embarcar el que se ha escapado?


-Con el salvaje unitario Oliden, y con los demás salvajes que lo acompañaban.

-Y usted cree que Oliden salió a la calle a recoger los primeros salvajes que encontró,
para embarcarse con ellos.

-No, Excelentísimo Señor.

-Entonces, ¿esos salvajes eran amigos de Oliden?

-Es muy natural-dijo Victorica, que empezaba a comprender el punto a donde se


dirigía Rosas.

-Entonces, ¿si eran amigos se debían visitar?

-Sin duda.

-Entonces, la criada que delató a Oliden debe saber quiénes lo visitaban con más
frecuencia.

-Es muy cierto.

-Quienes estuvieron con él, hoy, ayer y antes de ayer.

-Así es, debe saberlo.

-Estuvieron, tal y tal y tal; han muerto Maisson, Lynch y Riglos; entonces, rastree por
los nombres que no sean ésos, y si por ahí no da con lo que busca, no pierda el tiempo
en incomodarse más.
-El genio de Vuecelencia no tiene igual. Haré exactamente lo que Vuecelencia me
indica.

-Mejor fuera que lo hiciese sin necesidad de indicaciones; que por no tener nadie
que me ayude, tengo que trabajar por todos -respondióle Rosas.

Victorica bajó los ojos, en cuya pupila se había clavado como una flecha de fuego la
mirada imperatriz, y en ese momento despreciativa, de Rosas.

-¿Y sabe usted, pues, lo que ha de hacer?

-Sí, Excelentísimo Señor.

-¿Ha ocurrido alguna cosa particular esta noche?

-Una señora, Doña Catalina Cueto, viuda, y de ejercicio costurera, ha ido a quejarse
de haber dado Gaitán de rebencazos a un hijo de esa señora, que paseaba a caballo
por la plaza del Retiro.

-¿Quiénes el hijo?

-Un estudiante de matemáticas.

-¿Y qué motivos le dio a Gaitán?

-Gaitán se acercó a preguntarle por qué no usaba la testera federal en su caballo. El


muchacho, de diez y seis o diez y siete años, le respondió que no la usaba porque su
caballo era un buen federal que no necesitaba divisa; y Gaitán, entonces, le dio de
rebencazos hasta voltearlo del caballo.

-¡Hoy son peores los unitarios muchachos! -dijo Rosas reflexionando un momento.

-Ya se lo he dicho a Vuecelencia muchas veces: la universidad y las mujeres son


incorregibles. No hay forma de que los estudiantes usen la divisa con letrero; me ven
venir por una calle, y, casi a mi vista, desatan la cintita que llevan al ojal, y se la
guardan en el bolsillo. Tampoco hay medio para que las mujeres usen el moño fuera
de la gorra, y, aun sin gorra, la mayor parte de las unitarias, especialmente las jóvenes,
se presentan en todas partes sin la divisa federal. Yo en lugar de Vuecelencia haría
prohibir las gorras en las mujeres.

-Han de obedecer -dijo Rosas, con cierto acento de reticencia, cuya reserva sólo él
podía comprender-: han de obedecer, pero no es tiempo todavía de hacer uso de ese
medio que usted echa de menos, y que yo sé cuál es. Gaitán ha hecho muy bien.
Despache usted a la viuda, y dígale que se ocupe en curar a su hijo. ¿Hay alguna otra
cosa?

-Nada absolutamente, señor. ¡Ah!, he recibido una presentación de tres federales


conocidos, pidiendo el permiso para la rifa de cedulillas en las fiestas Mayas.

-Que la rifa sea por cuenta de la policía.

-¿Vuecelencia dispone algunas funciones particulares?

-Póngales los caballitos y la cucaña.

-¿Nada más?
-No me pregunte tonterías. ¿Usted no sabe que ese 25 de Mayo es el día de los
unitarios? ¡Es verdad que como usted es de España!

-Vuecelencia se equivoca, yo soy oriental ¿Dispone Vuecelencia alguna cosa


particular esta noche?

-Nada, puede usted retirarse.

-Mañana cumpliré las órdenes de Vuecelencia relativas a la criada.

-Yo no le he dado órdenes: yo le he enseñado lo que no sabe.

-Doy las gracias a Vuecelencia.

-No hay de qué.

Y Victorica, haciendo una profunda reverencia al padre y a la hija, salió de aquel


lugar después de haber pagado, como todos los que entraban a él, su competente
tributo de humillación, de miedo, de servilismo; sin saber positivamente si dejaba
contento o disgustado a Rosas; incertidumbre fatigosa y terrible en que el sistemático
dictador tenía constantemente el espíritu de sus servidores, porque el temor podría
hacerlos huir de él, y la confianza podría engreírlos demasiado.

Un largo rato de silencio sucedió a la salida del jefe de policía, pues mientras Rosas y
su hija lo guardaban despiertos, absorto cada uno en bien distintas ideas, el repleto
Viguá lo guardaba durmiendo profundamente, cruzados los brazos sobre la mesa, y
metida entre ellos su cabeza.

-Vete a acostar -dijo Rosas a su hija.


-No tengo sueño, señor.

-No importa, es muy tarde ya.

-¡Pero usted va a quedarse solo!

-Yo nunca estoy solo. Va a venir Mandeville y no quiero que pierda el tiempo en
cumplimientos contigo; anda.

-Bien, tatita, llámeme usted si algo necesita.

Y Manuela se le acercó, le dio un beso en la frente, y tomando una vela de sobre la


mesa, entró a las habitaciones interiores.

Rosas se paró entonces, y, cruzando sus manos a la espalda, empezó a pasearse al


largo de su habitación, desde la puerta que conducía a su alcoba, por donde habían
entrado y salido los personajes que hemos visto, hasta aquella por donde había ídose
Manuela.

Diez minutos habrían durado los paseos, en cuyo tiempo Rosas parecía sumergido
en una profunda meditación, cuando se sintió el ruido de caballos que se aproximaban
a la casa. Rosas paróse un momento, precisamente al lado de Viguá, y luego que
conoció que los caballos habían parado en la puerta de la calle, dio tan fuerte palmada
sobre la nuca del mulato, que a no tener en aquel momento posada la frente sobre sus
carnudos brazos, se habrían roto sus narices contra la mesa.

-¡Ay! -exclamó el pobre diablo parándose lo más pronto posible.

-No es nada; despiértese Su Paternidad que viene gente, y oiga: cuidado como se
vuelva a dormir; siéntese al lado del hombre que entre, y cuando se levante, déle un
abrazo.
El mulato miró a Rosas un instante e hizo luego lo que se le había ordenado, con
muestras inequívocas de disgusto.

Rosas sentóse en la silla que ocupaba antes, a tiempo que Corvalán entraba.
Capítulo VII

El caballero Juan Enrique Mandeville

-¿Vino el inglés? -preguntó Rosas a su edecán, viéndole entrar.

-Ahí está, Excelentísimo Señor.

-¿Qué hacía cuando llegó usted?

-Iba a acostarse.

-¿La puerta de la calle estaba abierta?

-No, señor.

-¿Abrieron en cuanto se dio usted a conocer?

-Al momento.

-¿Se sorprendió el gringo?

-Me parece que sí.

-¡Me parece! ¿Para qué diablos le sirven a usted los ojos?... ¿Preguntó algo?

-Nada. Oyó el recado de Vuestra Excelencia y mandó aprontar su caballo.


-Que entre.

El personaje que va a ser conocido del lector es uno de esos que, en cuanto a su
egoísmo inglés, presenta con frecuencia la diplomacia británica en todas partes, pero
que, respecto al olvido de su representación pública y de su dignidad de hombre, sólo
se pueden encontrar en una sociedad cuyo gobierno sea parecido al de Rosas, y como
esto último no es posible, se puede decir entonces, que sólo se encuentran en Buenos
Aires.

El caballero Juan Enrique Mandeville, plenipotenciario inglés cerca del gobierno


argentino, había conseguido de Rosas lo que éste mismo negó a su predecesor Mr.
Hamilton; es decir, la conclusión de un tratado sobre la abolición del tráfico de
esclavos. Y de este triunfo sobre Mr. Hamilton, nacieron las primeras simpatías de Mr.
Mandeville hacia la persona de Rosas. El no podía desconocer, sin embargo, que quien
arrastraba al dictador a la celebración de aquel pacto el 24 de mayo de 1839, era la
necesidad de buscar en la amistad y protección del gobierno de Su Majestad Británica
un apoyo que le era necesario desde el 23 de setiembre de 1838. Pero cualesquiera
que fuesen las causas, era ese tratado un triunfo para aquel plenipotenciario, recogido
de las manos de Rosas.

Pero los hombres como Rosas, esas excepciones de la especie que no reconocen
iguales en la tierra, jamás quieren amigos, ni lo son de nadie: para ellos, la humanidad
se divide en enemigos y siervos, sean éstos de la nación que sean, e invistan una alta
posición cerca de ellos, o se les acerquen con la posición humilde de un simple
ciudadano.

El prestigio moral de los tiranos, esa fuerza secreta que fascina y enferma el espíritu
de los hombres, en unión con la voluntad intransigible del dictador argentino,
empezaron por insinuarse, y acabaron por dominar el espíritu del enviado británico,
que, fiado en sus buenas disposiciones personales hacia Rosas, no temió de cultivar y
estrechar su relación individual con él, sin alcanzar a prever, que hay ciertos contactos
en la vida, de que no se sale jamás sino postrado el ánimo y avasallada la voluntad.

Una vez dominado moralmente, todo lo demás era lo menos; y las humillaciones
personales vinieron luego a complementar la obra, haciendo del representante de la
poderosa Inglaterra el más sumiso federal, si no de la Mashorca, a lo menos de la clase
tribunicia de Rosas, cuya misión era propagar sus virtudes cívicas, dentro y fuera del
país.

Instrumento ciego, pero al mismo tiempo poderoso y con medios eficaces, Rosas vio
en él su primer caballo de batalla en la cuestión francesa; y, en obsequio de la verdad
histórica, es preciso decir que si Rosas no sacó de él todo el provecho que esperaba
sacar, no fue por omisión del señor Mandeville, sino por la naturaleza de la cuestión,
que no permitía al gabinete de San James obrar según las insinuaciones de su ministro
en Buenos Aires, a pesar de sus comunicaciones informativas sobre la preponderancia
que adquiría la Francia en el Plata, y sobre los perjuicios que infería al comercio isleño
la clausura de los puertos de la república por el bloqueo francés.

La Europa tenía fija su atención política en una cuestión actual que afectaba el
sistema de equilibrio de sus grandes naciones; y ella era la cuestión de Oriente. La
Rusia, la Prusia, el Austria, la Inglaterra y la Francia, atendían a esa cuestión, no
queriendo, por otra parte, en sus más altas miras, sino la continuación de la paz
europea.

Esa cuestión era simplemente una querella hereditaria entre el Sultán y el Pachá de
Egipto.

La Francia insistía en que se accediese a las pretensiones de Mehemet-Alí; y la


Inglaterra resistía al pensamiento de la Francia, conviniendo solamente en que se
agregase al bajalato de Egipto una parte de la Siria hasta el monte Carmelo. Pero,
entretanto, la Rusia se declaraba protectora natural de Constantinopla contra todo
enemigo que avanzase por el Asia Menor. «Obren la Francia y la Inglaterra contra
Mehemet-Alí, y dejen a la Rusia que guarde a Constantinopla» decía el emperador.
Pero la Inglaterra, cuyo gabinete era dirigido por lord Palmerston, tenía la suficiente
perspicacia política para no comprender todo el peligro que se corría en dejar el
tulipán del Bósforo bajo la planta del Oso del Norte. Y entonces, velando con todos los
adornos de la más hábil diplomacia su negativa a las proposiciones del gabinete de San
Petersburgo, lord Palmerston procuró convencerle, y logró reducirle, a que la
protección que necesitaba Constantinopla se le diese por medio de una escuadra rusa
en el Bósforo, y de otra escuadra combinada anglo-francesa en los Dardanelos.
Así pues, el estado de la cuestión de Oriente, en los primeros meses del año 40, era
el siguiente: la Rusia, la Inglaterra, el Austria y la Prusia habían convenido en que
Mehemet-Alí quedase reducido a la posesión hereditaria del Egipto; pero la Francia se
negaba a consentir en esta resolución. Todas las potencias, no obstante, estaban
convenidas en proteger en combinación a Constantinopla; sin dejar de observarse unas
a otras, con esa desconfianza que marca siempre el carácter de la política internacional
de la Europa, de que los Americanos no podemos aprender sino lecciones que, si
enseñan la virtud de la circunspección, enseñan también el vicio de la mala fe, porque
aquélla no existiría en tan alto grado, si en tan alto grado no se temiesen los efectos
del otro.

En tal estado de cosas, fácil es ahora comprender que la Inglaterra no estaba en


disposición de prestar grande atención a sus mercaderes del Río de la Plata, cuando
tenía, por temor de la Rusia, que estrechar su alianza con la Francia, en presencia de la
más grave cuestión de la actualidad.

El señor Mandeville, sin embargo, no desmayaba por eso. Y, decididamente en favor


de los intereses personales de Rosas, trabajaba, cuanto le era posible, en una posición
como la suya, por imprimir un movimiento contrario a los negocios del Plata; y obra
suya fueron las proposiciones de Rosas a Monsieur Martigny, y obra exclusivamente
suya la entrevista en la Acteon.

Rosas tenía en él una completa confianza; es decir, conocía que Mandeville sentía,
como todos, la enfermedad del miedo; y contaba con su inteligencia cuando
necesitaba de un enredo político, como contaba con el puñal de sus mashorqueros
cuando había una víctima que sacrificar a su sistema.

Tal es el personaje que atraviesa el gabinete y la alcoba de Rosas, y que entra al


comedor donde éste le espera. Era un hombre todo vestido de negro; de sesenta años
de edad; de baja estatura; de frente espaciosa y calva; de fisonomía distinguida, y de
ojos pequeños, azules, pero inteligentes y penetrantes, y en ese momento algo
encendidos, como lo estaba también el color blanquísimo de su rostro. Esto era
natural, pues habían dado ya las tres de la mañana, hora demasiado avanzada para un
hombre de aquella edad; y que poco antes se había irritado al calor de una hirviente
ponchera, con algunos de sus amigos.
-¡Adelante, señor Mandeville! -dijo Rosas levantándose de su silla, pero sin dar un
solo paso a recibir al ministro inglés, que en ese momento entraba al comedor.

-Tengo el honor de ponerme a las órdenes de Vuestra Excelencia-dijo el señor


Mandeville haciendo un saludo elegante y sin afectación, y acercándose a Rosas para
darle la mano.

-¡He incomodado a usted, señor Mandeville! -le dijo Rosas con un acento suave e
insinuante e indicándole con un movimiento de mano, que un francés llamaría comme
il faut, la silla a su derecha en que debía sentarse.

¡Oh no, señor general! Vuestra Excelencia me da, por el contrario, una verdadera
satisfacción cuando me hace el honor de llamarme a su presencia. ¿La señora
Manuelita lo pasa bien?

-Muy buena.

-No lo pensé así, desgraciadamente.

-¿Y por qué, señor Mandeville?

-Porque siempre acompaña a Vuestra Excelencia a la hora de su comida.

-Cierto.

-Y no tengo en este momento el placer de verla.

-Acaba de retirarse.
-¡Ah, soy bastante desgraciado en no haber llegado unos minutos antes!

-Ella lo sentirá también.

-¡Oh, ella es la más amable de las argentinas!

-A lo menos hace cuanto es posible por ser amable.

-Y lo consigue.

-Doy a usted las gracias por ella. Sin embargo, no tiene usted por qué quejarse de
esta noche.

-¿Por qué no, general?

-Porque usted la ha pasado agradablemente en su casa.

-Vuestra Excelencia tiene razón, hasta cierto punto.

-Que Vuestra Excelencia tiene razón en decir que he pasado agradablemente


algunas horas, pero yo no soy completamente feliz, sino cuando estoy en sociedad con
las personas de la familia de Vuestra Excelencia.

-Es usted muy amable, señor Mandeville -dijo Rosas con una sonrisa tan sutil y tan
maliciosa que no habría podido ser distinguida de otro hombre menos perspicaz y
acostumbrado al lenguaje de la acentuación y de la fisonomía que el señor Mandeville.
-Si usted lo permite -continuó Rosas-, daremos por concluidos los cumplimientos, y
hablaremos de algo más serio.

-Nada puede serme más satisfactorio que ponerme en armonía con los deseos de
Vuestra Excelencia -contestó el diplomático aproximando su silla a la mesa, y
acariciando, más bien por costumbre que por ocasión, los cuellos de batista de su
camisa, no más blancos que la mano que los tocaba, prolijamente cuidada, y cuyas
uñas rosadas y perfiladas eran el mejor testimonio de la raza a que pertenecía el señor
Mandeville: esa raza sajona que se distingue especialmente por los ojos, por los
cabellos y por las uñas.

-¿Para qué día piensa usted despachar el paquete? -le preguntó Rosas cruzando su
brazo sobre el respaldo de una silla.

-Por la legación quedará despachado para mañana; pero si Vuestra Excelencia desea
que se demore por más tiempo...

-Precisamente lo deseo.

-Entonces yo daré mis órdenes para que se demore todo el tiempo que necesite
Vuestra Excelencia para concluir sus comunicaciones.

-¡Oh, mis comunicaciones han quedado concluidas desde ayer!

-¿Vuestra Excelencia me permitirá hacerle una pregunta?

-Cuantas usted quiera.

-¿Podría saber qué motivo hay para detener el paquete, no siendo para esperar
comunicaciones de Vuestra Excelencia?
-Es bien sencillo, señor Mandeville.

-¿Vuestra Excelencia despacha algún ministro?

-No hay para qué.

-Entonces no alcanzo a comprender.

-Mis comunicaciones están prontas, pero las de usted no lo están.

-¿Las mías?

-Ya lo ha oído usted.

-Creo haber dicho a Vuestra Excelencia que están

terminadas, hasta cerradas, desde ayer, y sólo me faltan algunas cartas particulares.

-No hablo de cartas.

-Si Vuestra Excelencia se dignase explicarme...

-Yo creo que la obligación de usted es informar fielmente y con datos verdaderos al
gobierno de Su Majestad, sobre la situación en que quedan los negocios del Río de la
Plata a la salida del paquete para Europa. ¿No es así?
-Exactamente, Excelentísimo Señor.

-Pero usted no ha podido hacerlo porque carece de aquellos datos.

-Yo hablo a mi gobierno de las cuestiones generales de los sucesos públicos, pero no
puedo informarle de actos que pertenezcan a la política interior del gabinete
argentino, porque me son totalmente desconocidos.

-Eso es muy cierto, ¿pero sabe usted bien lo que valen esas cuestiones generales,
señor Mandeville?

-¿Lo que valen? -dijo el ministro repitiendo la frase para dar un poco de tiempo a
sus ideas y no aventurar una respuesta, pues Rosas iba ya pisando su terreno habitual,
es decir, el campo de las ideas sólidas y desnudas de palabreo, con quienes se iba a
fondo sobre el espíritu de los otros, cuando discutía alguna materia grave, o cuando
quería domeñar su inteligencia con golpes súbitos y recios.

-Lo que valen, sí, señor; lo que valen para ilustrar al gobierno a quien tales
generalidades se escriben.

-Valen...

-Nada, señor ministro.

-¡Oh!

-Nada. Ustedes los europeos abundan siempre en generalidades cuando quieren


aparentar que conocen a fondo una cosa que totalmente ignoran. Pero ese sistema les
da un resultado contrario del que se proponen, porque habitualmente generalizan
sobre principios falsos.
-Vuestra Excelencia quiere decir...

-Quiero decir, señor ministro, que habitualmente hablan ustedes de lo que no


entienden, a lo menos en mi país.

-Pero un ministro extranjero no puede saber las individualidades de una política en


que no toma parte.

-Y es por eso que el ministro extranjero, si quiere informar con verdad a su


gobierno, debe acercarse al jefe de aquella política y escuchar y apreciar sus
explicaciones.

-Esa es mi conducta.

-No siempre.

-A pesar mío.

-Puede ser... Vamos: ¿conoce usted el verdadero estado de los negocios


actualmente? O más bien, y hablando en las generalidades que gustan a usted tanto,
¿cuál es el espíritu de las comunicaciones que dirige a su gobierno, respecto del mío?

-¿El espíritu?

-Justamente; o, con más claridad, ¿en esas comunicaciones me determina usted en


buena o mala situación?; ¿espera usted el triunfo de mi gobierno, o el triunfo de la
anarquía?
-Oh, señor.

-Eso no es contestar.

-Ya lo veo.

-¿Luego?

-Luego ¿qué?, Excelentísimo Señor.

-Luego ¿qué me responde usted?

-¿Sobre la situación en que se encuentra el gobierno de Vuestra Excelencia en la


actualidad?

-Precisamente.

-Me parece...

-Hable usted con franqueza.

-Me parece que todas las probabilidades están por el triunfo de Vuestra Excelencia.

-¿Pero ese parecer lo funda usted en algo?

-Sin duda.
-¿Y es en qué, señor ministro?

-En el poder de Vuestra Excelencia.

-¡Bah! ¡Esa es una frase muy vaga en el caso de que nos ocupamos!

-¡Vaga, señor!

-Indudablemente, pues si yo en efecto tengo poder y medios, también poder y


medios tienen los anarquistas. ¿No es verdad?

-¡Oh, señor!

-Por ejemplo: ¿sabe usted el estado de Lavalle en el Entre Ríos?

-Sí, señor: está imposibilitado para moverse después de la batalla de Don Cristóbal,
en que las armas de la Confederación obtuvieron tan completo triunfo.

-Sin embargo, el general Echagüe está en inacción por falta de caballos.

-Pero Vuestra Excelencia, que todo lo puede, hará que el general tenga los caballos
que le faltan.

-¿Sabe usted el estado de Corrientes?

-Creo que, derrotado Lavalle, la provincia de Corrientes volverá a la liga federal.


-Entretanto, Corrientes está en armas contra mi gobierno, y ya son dos provincias.

-En efecto, son dos provincias, pero...

-¿Pero qué?

-Pero la Confederación tiene catorce.

-¡Oh, no tantas!

-¿Decía Vuestra Excelencia?

-Que hoy no son catorce; porque no pueden contarse como provincias federales las
que están en sublevación con los unitarios.

-Cierto, cierto, Excelentísimo Señor, pero el movimiento de esas provincias no es de


importancia, en mi opinión a lo menos.

-¿No dije a usted que sus generalidades habían de estar fundadas sobre datos
falsos?

-¿Lo cree Vuestra Excelencia?

-Yo creo lo que digo, señor ministro. Tucumán, Salta, La Rioja, Catamarca y Jujuy son
provincias de la mayor importancia; y ese movimiento de que usted ha hablado, no es
otra cosa que una verdadera revolución con muchos medios y con muchos hombres.
-¡Sería una cosa lamentable!

-Como usted lo dice. Tucumán, Salta y Jujuy me amenazan por el norte hasta la
frontera de Bolivia; Catamarca y La Rioja, por el oeste hasta la falda de la Cordillera,
Corrientes y Entre Ríos por el litoral, y todavía ¿quién más, señor ministro?

-¿Quién más?

-Sí, señor, eso pregunto; pero yo lo diré, ya que usted tiene miedo de nombrar a mis
enemigos: a más de aquellos, me amenaza Rivera.

-¡Bah!

-No vale tan poco como usted piensa, pues hoy tiene un ejército sobre el Uruguay.

-Que no pasará.

-Es probable, pero es preciso creer que ha de pasar; y entonces me ve usted


rodeado por todas partes de enemigos, alentados, favorecidos y protegidos por la
Francia.

-¡En efecto, la situación es grave! -dijo el señor Mandeville, soltando palabra por
palabra, en una verdadera perplejidad de ánimo, no pudiendo explicarse el objeto que
se proponía Rosas con descubrir él mismo los peligros que le amenazaban, cosa que en
la astucia del dictador no podía menos que tener alguna segunda intención muy
importante.

-¡Es muy grave! -repitió Rosas, con un aplomo y una sangre fría que acabó de
intrigar el espíritu del diplomático-. Y después que conoce usted los elementos de ese
peligro -continuó Rosas-, querrá usted decirme ¿en qué fundará ante su gobierno la
esperanza de mi completo triunfo sobre los unitarios? Porque no dude usted que yo
habré de obtener ese completo triunfo.

-¿Pero en qué más, Excelentísimo Señor, que en el poder, en el prestigio, en la


popularidad de Vuestra Excelencia que le han dado su renombre y su gloria?

-¡Bah, bah, bah! -exclamó Rosas riéndose naturalmente como hombre que
compadece o que desprecia a otro por su ignorancia.

-Yo no sé, señor general -dijo Mandeville, descompuesto al ver el inesperado


resultado de su cortesana lisonja, o más bien, de la expresión de sus creencias-, en cuál
de las palabras que acabo de tener el honor de pronunciar está el origen desgraciado
de la risa de Vuestra Excelencia.

-En todas, señor diplomático de Europa -respondió Rosas con ironía descubierta.

-¡Pero, señor!

-Oigame usted, señor Mandeville; todo cuanto acaba usted de decir está muy bueno
para repetirlo entre el pueblo, pero muy malo para escribírselo a lord Palmerston, a
quien llaman los unitarios de Montevideo el eminente ministro.

-¿Me haría el honor Vuestra Excelencia de explicarme el porqué?

-A eso voy. He detallado a usted todos los peligros que en la actualidad rodean a mi
gobierno, es decir, al orden y a la paz de la Confederación Argentina. ¿No es cierto?

-Muy cierto, Excelentísimo Señor.


-¿Y sabe usted por qué acabo de enumerarle esos peligros? ¡Oh!, ¡usted no lo ha
comprendido, no se ha dado cuenta de la causa de mi franqueza que lo ha dejado
vacilante y perplejo! Pero yo se la explicaré. He dicho a usted lo que ha oído, porque sé
bien que de esta entrevista extenderá un protocolo que enviará luego a su gobierno; y
esto es precisamente lo que yo más deseo.

-¡Vuestra Excelencia quiere eso! -dijo el señor Mandeville más admirado ahora, que
intrigado antes.

-Lo quiero, y la razón es que me conviene que el gobierno inglés sepa aquellos
detalles por mí mismo, antes que por los órganos de mis enemigos, o a lo menos, que
lo sepa al mismo tiempo por ambos. ¿Entiende usted ahora mi pensamiento? ¿Qué
haría, qué ganaría yo con ocultar al gobierno inglés una situación que él habrá de saber
pública y oficialmente por mil distintos conductos? Ocultarla, sería descubrir temores
de mi parte, y no temo, absolutamente no temo a mis actuales enemigos.

-Es por eso que dije a Vuestra Excelencia que con su poder...

-¡Dale con el poder, señor Mandeville!

-Pero si no es con el poder.., si Vuestra Excelencia no tiene poder...

-Tengo poder, señor ministro -le interrumpió Rosas bruscamente, con lo que acabó
el señor Mandeville de perder la última esperanza de comprender en aquella noche a
Rosas; y sin saber qué le convenía decir, pronunció la palabra:

-¡Entonces!...

-¡Entonces, entonces! Una cosa es tener poder, y otra es contar con el poder para
libertarse de una mala situación. ¿Cree usted que lord Palmerston no sabe sumar y
restar? ¿Cree usted que si suma el número de enemigos y elementos que, con el
poderoso auxilio de la Francia, amenazan el gobierno y el sistema federal del país, el
ministro eminente tenga mucha confianza en el triunfo mío, aun cuando le presente
usted una igual suma de poder a mis órdenes? ¿Y cree usted, entonces, que se tomase
mucho empeño en apoyar a un gobierno cuya situación no le ofrecía probabilidades de
existencia más allá de algunos meses, de algunas semanas? ¿Piensa usted que se anda
más pronto, dado el caso que su gobierno quisiera protegerme contra mis enemigos
auxiliados por la Francia, de Londres a París, y de París a Buenos Aires, que de Entre
Ríos al Retiro, y de Tucumán a Santa Fe, y que esto no lo conocería lord Palmerston?
¡Bah, señor Mandeville, yo nunca he esperado gran cosa del gobierno inglés en mi
cuestión con la Francia, pero ahora espero menos, desde que las informaciones que
van a ese gobierno son escritas por usted sobre los cálculos de mi poder!

-Pero, señor general -dijo Mandeville, desesperado, porque cada vez comprendía
menos el pensamiento de Rosas, oculto entre aquella nube de ideas que, al parecer, la
daba vida el mismo Rosas para anunciar con ella la tempestad que lo rodeaba y que
debía quebrantarlo y postrarlo-, si no es con el poder, con los ejércitos, con los
federales, en fin, ¿con quien piensa Vuestra Excelencia vencer a los unitarios?

-Con ellos mismos, señor Mandeville -dijo Rosas con una flema alemana, fijando su
mirada escudriñadora en la fisonomía de aquél, para observar la impresión causada al
levantar de súbito el telón de boca que cubría el misterioso escenario de su
pensamiento.

-¡Ah! -exclamó el ministro, dilatándosele los ojos cual acababa de expandirse su


imaginación en el inmenso círculo que habíanle trazado aquellas tres palabras, en
cuyas veía la explicación de todas las reticencias y paradojas que un momento antes no
podía explicarse, a pesar de su experiencia y talento de gabinete con que de vez en
cuando solía adivinar las reservas de Rosas.

-Con ellos mismos -continuó éste tranquilamente. -Y ése es hoy mi principal


ejército, mi poder más irresistible, o mejor dicho, más destructor de mis enemigos.

-En efecto, Vuestra Excelencia me conduce a un terreno en el que, francamente, yo


no había pensado.
-Ya lo sé -contestóle Rosas, que no perdonaba ocasión de hacer sentir a los otros
sus errores o su ignorancia-. Los unitarios -continuó- no han tenido hasta hoy, ni
tendrán nunca lo que les falta para ser fuertes y poderosos, por más que sean muchos
y con tan buen apoyo. Tienen hombres de gran capacidad, tienen los mejores militares
de la república, pero les falta un centro de acción común: todos mandan, y por lo
mismo, ninguno obedece. Todos van a un mismo punto, pero todos marchan por
distinto camino, y no llegarán nunca. Ferré no obedece a Lavalle, porque es el
gobernador de una provincia, y Lavalle no obedece a Ferré, porque es el general de los
unitarios, el general Libertador, como ellos le llaman. Lavalle necesita de la
cooperación de Rivera, porque Rivera entiende nuestras guerras, pero su amor propio
le hace creer que él solo se basta, y desprecia a Rivera. Rivera necesita obrar en
combinación con Lavalle, porque Lavalle es un jefe del país, y sobre todo, porque la
oficialidad de éste no la tiene Rivera, pero Rivera desprecia a Lavalle porque no es
montonero, y lo aborrece porque es porteño. Los hombres de pluma, los hombres de
gabinete, como ellos se llaman, aconsejan a Lavalle; Lavalle quiere seguir esos
consejos, pero los hombres de espada que le acompañan desprecian a los que no
están en el ejército, y Lavalle, que no sabe mandar, da oídos a la gritería, a sus
subalternos, y por no disgustarlos, se pone en anarquía con los hombres de saber que
hay en su partido. Todos los nuevos unitarios de las provincias, por lo mismo que son
unitarios, están enfermos del mismo mal que aquéllos, es decir, cada uno se cree un
jefe, un ministro, un gobernador, y nadie quiere creerse ni soldado, ni empleado, ni
ciudadano. Entonces, señor ministro de Su Majestad la Reina inglesa, cuando se tienen
tales enemigos, el modo de destruirlos es darles tiempo a que se destruyan ellos
mismos, y eso es lo que hago yo.

-¡Oh, muy bien! ¡Es un magnífico plan! -dijo alborozado el señor Mandeville.

-Permítame usted, que no he concluido -dijo Rosas con la misma flema-. Cuando se
tiene tales enemigos, decía, no se les cuenta por el número, sino por el valor que
representa cada fracción, cada círculo, cada hombre; y comparando esas fracciones
luego con el poder contrario, sólido, organizado, donde nadie manda sino uno solo, y
donde todos los demás obedecen como los brazos a la voluntad, se deduce entonces
que el triunfo de este último poder es seguro, infalible aun cuando aparezca más
pequeño comparado con el total de sus enemigos en masa. ¿Está usted enterado
ahora del modo como se debe apreciar la situación de mis enemigos y la mía? -
preguntó Rosas, que no había perdido ni un momento el aplomo con que había
empezado a desenvolver su original plan de campaña, que era el resultado de ese
estudio prolijo que, en su vida pública, había hecho de los enemigos que lo habían
combatido, y que, queriendo destruirlo, le dieron esa grandeza de poder y de medios
que lo hicieron tan respetable a los ojos del mundo, y que él por sí solo no tuvo nunca,
ni el talento, ni el valor de conquistarla.

-¡Oh! ¡Lo comprendo, lo comprendo, Excelentísimo Señor! -dijo el ministro


frotándose sus blancas y cuidadas manos, con esa satisfacción viva que tiene todo
hombre que acaba de salir venturosamente de una incertidumbre, o de un conflicto-.
Reformaré mis comunicaciones y haré que el pensamiento de lord Palmerston se fije
ilustradamente en la situación de los negocios, bajo el punto de vista que tan hábil, tan
acertadamente acaba de determinar Vuestra Excelencia.

-Haga usted lo que quiera. Lo único que yo deseo es que se escriba la verdad -dijo
Rosas con cierto aire de indiferencia, a través del cual el señor Mandeville, si hubiese
estado con menos entusiasmo en ese momento, habría descubierto que la escena del
disimulo comenzaba.

-El saber la verdad, en el gabinete inglés, importa hoy tanto como a Vuestra
Excelencia el que haga saber esa verdad.

-¿A mí?

-¡Cómo! ¿Vuestra Excelencia no miraría como el mas grande apoyo posible el auxilio
de la Inglaterra?

-¿En qué sentido?

-Por ejemplo, si la Inglaterra obligase a la Francia a la terminación de su cuestión en


el Plata, ¿no sería para Vuestra Excelencia la mitad del triunfo sobre todos sus
enemigos?

-Pero esa interposición de la Inglaterra, ¿no me la ha ofrecido usted desde el


comenzamiento del bloqueo?
-Es muy cierto, Excelentísimo Señor.

-Y de paquete a paquete, ¿no se ha pasado el tiempo sin recibir usted las


instrucciones que siempre pide y que nunca le llegan?

-Cierto, Excelentísimo Señor, pero esta vez, a la menor insinuación del gobierno
inglés, el gobierno de Su Majestad el Rey de los Franceses despachará un
plenipotenciario que arregle con Vuestra Excelencia esta malhadada cuestión. Hoy no
puedo ponerlo en duda.

-¿Y por qué?

-El gobierno francés se encuentra hoy en una posición terrible, Excelentísimo Señor.
En la Argelia, la guerra se ha encendido con más vigor que nunca; Abd-el-Kader se
presenta hoy como un enemigo formidable. En la cuestión de Oriente, la Francia sola
tiene pretensiones diferentes y contrarias a las otras cuatro grandes potencias que se
interponen entre el Sultán y el Pachá de Egipto; quince navíos, cuatro fragatas, y otros
buques menores han sido enviados por el gobierno francés a los Dardanelos, y si él
insiste en sus pretensiones, o si la Rusia se sostiene en proteger Constantinopla,
dentro de poco el Rey Luis Felipe tendrá necesidad de enviar todas sus escuadras al
Bósforo y a los Dardanelos. En el interior, la Francia no está más tranquila, ni más
segura. La tentativa de Strasburgo ha puesto en acción a todos los napoleonistas, y los
antiguos partidos empiezan a levantar su bandera parlamentaria. El ministerio Soult, si
no ha caído ya, caerá pronto, y la oposición mina y trabaja por colocar en la
presidencia del consejo a alguno de sus miembros eminentes. En tal situación, la
Francia necesita consolidar más que nunca su alianza con la Inglaterra, y por una
cuestión, para ella de tan poco interés, como es la del Plata, el gabinete francés no
querrá hacer a lord Palmerston un desaire bien peligroso en estas circunstancias.

-Hágalo o no lo haga, para mí es indiferente, señor ministro. Yo no corro peligro en


Constantinopla, ni en África, y por lo que hace al bloqueo, no es a mí a quien más
perjudica, como usted lo sabe.
-Ya lo sé, ya lo sé, Excelentísimo Señor: es el comercio británico el que sufre por
este prolongado bloqueo.

-¿Sabe usted qué capital inglés está encerrado en Buenos Aires porque la escuadra
francesa no lo deja salir?

-Dos millones de libras en frutos del país que se deterioran cada día.

-¿Sabe usted cuánto es el gasto mensual que se hace por el cuidado de esos frutos?

-Veinte mil libras, Excelentísimo Señor.

-Exactamente.

-Todo eso acabo de comunicarlo a mi gobierno.

-¿Sabe usted qué capital británico en manufacturas ha sido interrumpido en su


tránsito y depositado la mayor parte en Montevideo?

-Un millón de libras. También lo he comunicado a mi gobierno.

-Me alegro que lo sepa, ya que quiere sufrir esos perjuicios. Son ustedes los
interesados. Por lo que hace a mí yo sé cómo defenderme del bloqueo.

-Yo he repetido muchas veces que Vuestra Excelencia lo puede todo -dijo el ministro
con una sonrisa, la más insinuativa y cortesana, pero al mismo tiempo con la expresión
de una verdad sentida.
-No todo, señor Mandeville -dijo Rosas echándose para atrás en su silla y fijando sus
ojos corno dos flechas sobre la fisonomía de aquel en quien al parecer iba a estudiar el
fondo de su conciencia-, no todo, por ejemplo, cuando algún ministro extranjero abre
las puertas de su casa a un unitario perseguido por la justicia y me lo oculta, yo no
puedo contar con la franqueza de él para que venga a darme cuenta de tal suceso, y
pedirme una gracia que yo concedería sin esfuerzo.

-¡Cómo! ¿Ha sucedido tal cosa? Por mi parte yo no se a qué ministro se refiere
Vuestra Excelencia.

-¿Usted no lo sabe, señor Mandeville? -dijo Rosas acentuando una por una sus
palabras, con sus ojos clavados, sin pestañear, en la fisonomía de Mandeville.

-Doy a Vuestra Excelencia mi palabra de...

-Basta -le interrumpió Rosas, que antes de que hablase Mandeville se había
convencido de que en efecto ignoraba aquello que a él le interesaba saber, y por que
únicamente lo había llamado a su presencia-. Basta, repitió, y se levantó para no
descubrir en su rostro el sentimiento de rabia que en aquel momento le conmovía.

Mandeville había vuelto a sus perplejidades anteriores cerca de aquel hombre de


quien jamás otro alguno podía estar, ni retirarse satisfecho y tranquilo.

Rosas acababa de dar un paseo por la habitación cuando de repente paráse, y


poniendo su mano sobre el respaldo de la silla de Viguá, que había estado batallando
horriblemente con el sueño durante esta larga conversación de que no había
entendido una sola palabra, quedó en la actitud de un hombre que reconcentra en su
oído toda la sensibilidad de su alma. El motivo era ya perceptible: un caballo a todo
galope se sentía venir del oeste por la calle del Restaurador; y en un minuto, el ruido
de sus cascos vibraba en la cuadra de la casa de Rosas.

-Algún parte de la policía -dijo el señor Mandeville, que quería de algún modo
anudar la conversación tan bruscamente rota, y que comprendía la atención de Rosas.
Rosas lo bañó con una mirada de desprecio, y le dijo:

-No, señor ministro inglés: ese caballo viene de la campaña y el hombre que lo ha
sentado contra la puerta de mi casa, no es celador, ni comisario de policía, sino un
buen gaucho.

El ministro hizo un ligero movimiento de hombros y se levantó.

A este tiempo, el general Corvalán entró al comedor con un pliego en la mano.

Rosas lo abrió, y no bien hubo leído las primeras líneas cuando una expresión de
furor salvaje inundó su rostro, pero tan súbita que el señor Mandeville, que había
percibídola con facilidad, quedó en duda si había sido acaso una ilusión de óptica o una
realidad.

-Conque, señor Mandeville, usted se retira -dijo Rosas interrumpiendo la lectura del
pliego, y extendiendo la mano al señor Mandeville que ya estaba con el sombrero en la
suya.

-Vuestra Excelencia descanse en sus amigos.

-¿Cuándo piensa usted despachar el paquete? -preguntó Rosas sin haber oído
siquiera las palabras del ministro.

-Pasado mañana, Excelentísimo Señor.

-Es mucho tiempo. Haga usted trabajar bien a su secretario, y que el paquete salga
mañana a la tarde, o más bien, hoy a la tarde, porque ya son las cuatro de la mañana.
-Saldrá a las seis de la tarde, Excelentísimo Señor.

-Buenas noches, señor Mandeville.

Y se retiró este ministro después de tres o cuatro profundas reverencias.

-Corvalán, que acompañen al señor, y vuelva usted.

-¡Señor! ¡Señor! ¿Qué le hago al gringo? -dijo Viguá.

Pero Rosas sin oírle se sentó, extendió el pliego sobre la mesa, y, apoyando la frente
sobre sus dos manos, continuó leyendo, mientras a cada palabra sus ojos se
inyectaban de sangre, y pasaban por su frente todas las medias tintas de la grana, del
fuego y de la palidez.

Un cuarto de hora después, él mismo había cerrado la puerta exterior de su


gabinete y se paseaba por él a pasos agitados, impelido por la tormenta de sus
pasiones que se hubieran podido definir y contar en los visibles cambios de su
fisonomía.
Capítulo VII

El caballero Juan Enrique Mandeville

-¿Vino el inglés? -preguntó Rosas a su edecán, viéndole entrar.

-Ahí está, Excelentísimo Señor.

-¿Qué hacía cuando llegó usted?

-Iba a acostarse.

-¿La puerta de la calle estaba abierta?

-No, señor.

-¿Abrieron en cuanto se dio usted a conocer?

-Al momento.

-¿Se sorprendió el gringo?

-Me parece que sí.

-¡Me parece! ¿Para qué diablos le sirven a usted los ojos?... ¿Preguntó algo?

-Nada. Oyó el recado de Vuestra Excelencia y mandó aprontar su caballo.


-Que entre.

El personaje que va a ser conocido del lector es uno de esos que, en cuanto a su
egoísmo inglés, presenta con frecuencia la diplomacia británica en todas partes, pero
que, respecto al olvido de su representación pública y de su dignidad de hombre, sólo
se pueden encontrar en una sociedad cuyo gobierno sea parecido al de Rosas, y como
esto último no es posible, se puede decir entonces, que sólo se encuentran en Buenos
Aires.

El caballero Juan Enrique Mandeville, plenipotenciario inglés cerca del gobierno


argentino, había conseguido de Rosas lo que éste mismo negó a su predecesor Mr.
Hamilton; es decir, la conclusión de un tratado sobre la abolición del tráfico de
esclavos. Y de este triunfo sobre Mr. Hamilton, nacieron las primeras simpatías de Mr.
Mandeville hacia la persona de Rosas. El no podía desconocer, sin embargo, que quien
arrastraba al dictador a la celebración de aquel pacto el 24 de mayo de 1839, era la
necesidad de buscar en la amistad y protección del gobierno de Su Majestad Británica
un apoyo que le era necesario desde el 23 de setiembre de 1838. Pero cualesquiera
que fuesen las causas, era ese tratado un triunfo para aquel plenipotenciario, recogido
de las manos de Rosas.

Pero los hombres como Rosas, esas excepciones de la especie que no reconocen
iguales en la tierra, jamás quieren amigos, ni lo son de nadie: para ellos, la humanidad
se divide en enemigos y siervos, sean éstos de la nación que sean, e invistan una alta
posición cerca de ellos, o se les acerquen con la posición humilde de un simple
ciudadano.

El prestigio moral de los tiranos, esa fuerza secreta que fascina y enferma el espíritu
de los hombres, en unión con la voluntad intransigible del dictador argentino,
empezaron por insinuarse, y acabaron por dominar el espíritu del enviado británico,
que, fiado en sus buenas disposiciones personales hacia Rosas, no temió de cultivar y
estrechar su relación individual con él, sin alcanzar a prever, que hay ciertos contactos
en la vida, de que no se sale jamás sino postrado el ánimo y avasallada la voluntad.

Una vez dominado moralmente, todo lo demás era lo menos; y las humillaciones
personales vinieron luego a complementar la obra, haciendo del representante de la
poderosa Inglaterra el más sumiso federal, si no de la Mashorca, a lo menos de la clase
tribunicia de Rosas, cuya misión era propagar sus virtudes cívicas, dentro y fuera del
país.

Instrumento ciego, pero al mismo tiempo poderoso y con medios eficaces, Rosas vio
en él su primer caballo de batalla en la cuestión francesa; y, en obsequio de la verdad
histórica, es preciso decir que si Rosas no sacó de él todo el provecho que esperaba
sacar, no fue por omisión del señor Mandeville, sino por la naturaleza de la cuestión,
que no permitía al gabinete de San James obrar según las insinuaciones de su ministro
en Buenos Aires, a pesar de sus comunicaciones informativas sobre la preponderancia
que adquiría la Francia en el Plata, y sobre los perjuicios que infería al comercio isleño
la clausura de los puertos de la república por el bloqueo francés.

La Europa tenía fija su atención política en una cuestión actual que afectaba el
sistema de equilibrio de sus grandes naciones; y ella era la cuestión de Oriente. La
Rusia, la Prusia, el Austria, la Inglaterra y la Francia, atendían a esa cuestión, no
queriendo, por otra parte, en sus más altas miras, sino la continuación de la paz
europea.

Esa cuestión era simplemente una querella hereditaria entre el Sultán y el Pachá de
Egipto.

La Francia insistía en que se accediese a las pretensiones de Mehemet-Alí; y la


Inglaterra resistía al pensamiento de la Francia, conviniendo solamente en que se
agregase al bajalato de Egipto una parte de la Siria hasta el monte Carmelo. Pero,
entretanto, la Rusia se declaraba protectora natural de Constantinopla contra todo
enemigo que avanzase por el Asia Menor. «Obren la Francia y la Inglaterra contra
Mehemet-Alí, y dejen a la Rusia que guarde a Constantinopla» decía el emperador.
Pero la Inglaterra, cuyo gabinete era dirigido por lord Palmerston, tenía la suficiente
perspicacia política para no comprender todo el peligro que se corría en dejar el
tulipán del Bósforo bajo la planta del Oso del Norte. Y entonces, velando con todos los
adornos de la más hábil diplomacia su negativa a las proposiciones del gabinete de San
Petersburgo, lord Palmerston procuró convencerle, y logró reducirle, a que la
protección que necesitaba Constantinopla se le diese por medio de una escuadra rusa
en el Bósforo, y de otra escuadra combinada anglo-francesa en los Dardanelos.
Así pues, el estado de la cuestión de Oriente, en los primeros meses del año 40, era
el siguiente: la Rusia, la Inglaterra, el Austria y la Prusia habían convenido en que
Mehemet-Alí quedase reducido a la posesión hereditaria del Egipto; pero la Francia se
negaba a consentir en esta resolución. Todas las potencias, no obstante, estaban
convenidas en proteger en combinación a Constantinopla; sin dejar de observarse unas
a otras, con esa desconfianza que marca siempre el carácter de la política internacional
de la Europa, de que los Americanos no podemos aprender sino lecciones que, si
enseñan la virtud de la circunspección, enseñan también el vicio de la mala fe, porque
aquélla no existiría en tan alto grado, si en tan alto grado no se temiesen los efectos
del otro.

En tal estado de cosas, fácil es ahora comprender que la Inglaterra no estaba en


disposición de prestar grande atención a sus mercaderes del Río de la Plata, cuando
tenía, por temor de la Rusia, que estrechar su alianza con la Francia, en presencia de la
más grave cuestión de la actualidad.

El señor Mandeville, sin embargo, no desmayaba por eso. Y, decididamente en favor


de los intereses personales de Rosas, trabajaba, cuanto le era posible, en una posición
como la suya, por imprimir un movimiento contrario a los negocios del Plata; y obra
suya fueron las proposiciones de Rosas a Monsieur Martigny, y obra exclusivamente
suya la entrevista en la Acteon.

Rosas tenía en él una completa confianza; es decir, conocía que Mandeville sentía,
como todos, la enfermedad del miedo; y contaba con su inteligencia cuando
necesitaba de un enredo político, como contaba con el puñal de sus mashorqueros
cuando había una víctima que sacrificar a su sistema.

Tal es el personaje que atraviesa el gabinete y la alcoba de Rosas, y que entra al


comedor donde éste le espera. Era un hombre todo vestido de negro; de sesenta años
de edad; de baja estatura; de frente espaciosa y calva; de fisonomía distinguida, y de
ojos pequeños, azules, pero inteligentes y penetrantes, y en ese momento algo
encendidos, como lo estaba también el color blanquísimo de su rostro. Esto era
natural, pues habían dado ya las tres de la mañana, hora demasiado avanzada para un
hombre de aquella edad; y que poco antes se había irritado al calor de una hirviente
ponchera, con algunos de sus amigos.
-¡Adelante, señor Mandeville! -dijo Rosas levantándose de su silla, pero sin dar un
solo paso a recibir al ministro inglés, que en ese momento entraba al comedor.

-Tengo el honor de ponerme a las órdenes de Vuestra Excelencia-dijo el señor


Mandeville haciendo un saludo elegante y sin afectación, y acercándose a Rosas para
darle la mano.

-¡He incomodado a usted, señor Mandeville! -le dijo Rosas con un acento suave e
insinuante e indicándole con un movimiento de mano, que un francés llamaría comme
il faut, la silla a su derecha en que debía sentarse.

¡Oh no, señor general! Vuestra Excelencia me da, por el contrario, una verdadera
satisfacción cuando me hace el honor de llamarme a su presencia. ¿La señora
Manuelita lo pasa bien?

-Muy buena.

-No lo pensé así, desgraciadamente.

-¿Y por qué, señor Mandeville?

-Porque siempre acompaña a Vuestra Excelencia a la hora de su comida.

-Cierto.

-Y no tengo en este momento el placer de verla.

-Acaba de retirarse.
-¡Ah, soy bastante desgraciado en no haber llegado unos minutos antes!

-Ella lo sentirá también.

-¡Oh, ella es la más amable de las argentinas!

-A lo menos hace cuanto es posible por ser amable.

-Y lo consigue.

-Doy a usted las gracias por ella. Sin embargo, no tiene usted por qué quejarse de
esta noche.

-¿Por qué no, general?

-Porque usted la ha pasado agradablemente en su casa.

-Vuestra Excelencia tiene razón, hasta cierto punto.

-Que Vuestra Excelencia tiene razón en decir que he pasado agradablemente


algunas horas, pero yo no soy completamente feliz, sino cuando estoy en sociedad con
las personas de la familia de Vuestra Excelencia.

-Es usted muy amable, señor Mandeville -dijo Rosas con una sonrisa tan sutil y tan
maliciosa que no habría podido ser distinguida de otro hombre menos perspicaz y
acostumbrado al lenguaje de la acentuación y de la fisonomía que el señor Mandeville.
-Si usted lo permite -continuó Rosas-, daremos por concluidos los cumplimientos, y
hablaremos de algo más serio.

-Nada puede serme más satisfactorio que ponerme en armonía con los deseos de
Vuestra Excelencia -contestó el diplomático aproximando su silla a la mesa, y
acariciando, más bien por costumbre que por ocasión, los cuellos de batista de su
camisa, no más blancos que la mano que los tocaba, prolijamente cuidada, y cuyas
uñas rosadas y perfiladas eran el mejor testimonio de la raza a que pertenecía el señor
Mandeville: esa raza sajona que se distingue especialmente por los ojos, por los
cabellos y por las uñas.

-¿Para qué día piensa usted despachar el paquete? -le preguntó Rosas cruzando su
brazo sobre el respaldo de una silla.

-Por la legación quedará despachado para mañana; pero si Vuestra Excelencia desea
que se demore por más tiempo...

-Precisamente lo deseo.

-Entonces yo daré mis órdenes para que se demore todo el tiempo que necesite
Vuestra Excelencia para concluir sus comunicaciones.

-¡Oh, mis comunicaciones han quedado concluidas desde ayer!

-¿Vuestra Excelencia me permitirá hacerle una pregunta?

-Cuantas usted quiera.

-¿Podría saber qué motivo hay para detener el paquete, no siendo para esperar
comunicaciones de Vuestra Excelencia?
-Es bien sencillo, señor Mandeville.

-¿Vuestra Excelencia despacha algún ministro?

-No hay para qué.

-Entonces no alcanzo a comprender.

-Mis comunicaciones están prontas, pero las de usted no lo están.

-¿Las mías?

-Ya lo ha oído usted.

-Creo haber dicho a Vuestra Excelencia que están

terminadas, hasta cerradas, desde ayer, y sólo me faltan algunas cartas particulares.

-No hablo de cartas.

-Si Vuestra Excelencia se dignase explicarme...

-Yo creo que la obligación de usted es informar fielmente y con datos verdaderos al
gobierno de Su Majestad, sobre la situación en que quedan los negocios del Río de la
Plata a la salida del paquete para Europa. ¿No es así?
-Exactamente, Excelentísimo Señor.

-Pero usted no ha podido hacerlo porque carece de aquellos datos.

-Yo hablo a mi gobierno de las cuestiones generales de los sucesos públicos, pero no
puedo informarle de actos que pertenezcan a la política interior del gabinete
argentino, porque me son totalmente desconocidos.

-Eso es muy cierto, ¿pero sabe usted bien lo que valen esas cuestiones generales,
señor Mandeville?

-¿Lo que valen? -dijo el ministro repitiendo la frase para dar un poco de tiempo a
sus ideas y no aventurar una respuesta, pues Rosas iba ya pisando su terreno habitual,
es decir, el campo de las ideas sólidas y desnudas de palabreo, con quienes se iba a
fondo sobre el espíritu de los otros, cuando discutía alguna materia grave, o cuando
quería domeñar su inteligencia con golpes súbitos y recios.

-Lo que valen, sí, señor; lo que valen para ilustrar al gobierno a quien tales
generalidades se escriben.

-Valen...

-Nada, señor ministro.

-¡Oh!

-Nada. Ustedes los europeos abundan siempre en generalidades cuando quieren


aparentar que conocen a fondo una cosa que totalmente ignoran. Pero ese sistema les
da un resultado contrario del que se proponen, porque habitualmente generalizan
sobre principios falsos.
-Vuestra Excelencia quiere decir...

-Quiero decir, señor ministro, que habitualmente hablan ustedes de lo que no


entienden, a lo menos en mi país.

-Pero un ministro extranjero no puede saber las individualidades de una política en


que no toma parte.

-Y es por eso que el ministro extranjero, si quiere informar con verdad a su


gobierno, debe acercarse al jefe de aquella política y escuchar y apreciar sus
explicaciones.

-Esa es mi conducta.

-No siempre.

-A pesar mío.

-Puede ser... Vamos: ¿conoce usted el verdadero estado de los negocios


actualmente? O más bien, y hablando en las generalidades que gustan a usted tanto,
¿cuál es el espíritu de las comunicaciones que dirige a su gobierno, respecto del mío?

-¿El espíritu?

-Justamente; o, con más claridad, ¿en esas comunicaciones me determina usted en


buena o mala situación?; ¿espera usted el triunfo de mi gobierno, o el triunfo de la
anarquía?

-Oh, señor.
-Eso no es contestar.

-Ya lo veo.

-¿Luego?

-Luego ¿qué?, Excelentísimo Señor.

-Luego ¿qué me responde usted?

-¿Sobre la situación en que se encuentra el gobierno de Vuestra Excelencia en la


actualidad?

-Precisamente.

-Me parece...

-Hable usted con franqueza.

-Me parece que todas las probabilidades están por el triunfo de Vuestra Excelencia.

-¿Pero ese parecer lo funda usted en algo?

-Sin duda.
-¿Y es en qué, señor ministro?

-En el poder de Vuestra Excelencia.

-¡Bah! ¡Esa es una frase muy vaga en el caso de que nos ocupamos!

-¡Vaga, señor!

-Indudablemente, pues si yo en efecto tengo poder y medios, también poder y


medios tienen los anarquistas. ¿No es verdad?

-¡Oh, señor!

-Por ejemplo: ¿sabe usted el estado de Lavalle en el Entre Ríos?

-Sí, señor: está imposibilitado para moverse después de la batalla de Don Cristóbal,
en que las armas de la Confederación obtuvieron tan completo triunfo.

-Sin embargo, el general Echagüe está en inacción por falta de caballos.

-Pero Vuestra Excelencia, que todo lo puede, hará que el general tenga los caballos
que le faltan.

-¿Sabe usted el estado de Corrientes?

-Creo que, derrotado Lavalle, la provincia de Corrientes volverá a la liga federal.


-Entretanto, Corrientes está en armas contra mi gobierno, y ya son dos provincias.

-En efecto, son dos provincias, pero...

-¿Pero qué?

-Pero la Confederación tiene catorce.

-¡Oh, no tantas!

-¿Decía Vuestra Excelencia?

-Que hoy no son catorce; porque no pueden contarse como provincias federales las
que están en sublevación con los unitarios.

-Cierto, cierto, Excelentísimo Señor, pero el movimiento de esas provincias no es de


importancia, en mi opinión a lo menos.

-¿No dije a usted que sus generalidades habían de estar fundadas sobre datos
falsos?

-¿Lo cree Vuestra Excelencia?

-Yo creo lo que digo, señor ministro. Tucumán, Salta, La Rioja, Catamarca y Jujuy son
provincias de la mayor importancia; y ese movimiento de que usted ha hablado, no es
otra cosa que una verdadera revolución con muchos medios y con muchos hombres.

-¡Sería una cosa lamentable!


-Como usted lo dice. Tucumán, Salta y Jujuy me amenazan por el norte hasta la
frontera de Bolivia; Catamarca y La Rioja, por el oeste hasta la falda de la Cordillera,
Corrientes y Entre Ríos por el litoral, y todavía ¿quién más, señor ministro?

-¿Quién más?

-Sí, señor, eso pregunto; pero yo lo diré, ya que usted tiene miedo de nombrar a mis
enemigos: a más de aquellos, me amenaza Rivera.

-¡Bah!

-No vale tan poco como usted piensa, pues hoy tiene un ejército sobre el Uruguay.

-Que no pasará.

-Es probable, pero es preciso creer que ha de pasar; y entonces me ve usted


rodeado por todas partes de enemigos, alentados, favorecidos y protegidos por la
Francia.

-¡En efecto, la situación es grave! -dijo el señor Mandeville, soltando palabra por
palabra, en una verdadera perplejidad de ánimo, no pudiendo explicarse el objeto que
se proponía Rosas con descubrir él mismo los peligros que le amenazaban, cosa que en
la astucia del dictador no podía menos que tener alguna segunda intención muy
importante.

-¡Es muy grave! -repitió Rosas, con un aplomo y una sangre fría que acabó de
intrigar el espíritu del diplomático-. Y después que conoce usted los elementos de ese
peligro -continuó Rosas-, querrá usted decirme ¿en qué fundará ante su gobierno la
esperanza de mi completo triunfo sobre los unitarios? Porque no dude usted que yo
habré de obtener ese completo triunfo.
-¿Pero en qué más, Excelentísimo Señor, que en el poder, en el prestigio, en la
popularidad de Vuestra Excelencia que le han dado su renombre y su gloria?

-¡Bah, bah, bah! -exclamó Rosas riéndose naturalmente como hombre que
compadece o que desprecia a otro por su ignorancia.

-Yo no sé, señor general -dijo Mandeville, descompuesto al ver el inesperado


resultado de su cortesana lisonja, o más bien, de la expresión de sus creencias-, en cuál
de las palabras que acabo de tener el honor de pronunciar está el origen desgraciado
de la risa de Vuestra Excelencia.

-En todas, señor diplomático de Europa -respondió Rosas con ironía descubierta.

-¡Pero, señor!

-Oigame usted, señor Mandeville; todo cuanto acaba usted de decir está muy bueno
para repetirlo entre el pueblo, pero muy malo para escribírselo a lord Palmerston, a
quien llaman los unitarios de Montevideo el eminente ministro.

-¿Me haría el honor Vuestra Excelencia de explicarme el porqué?

-A eso voy. He detallado a usted todos los peligros que en la actualidad rodean a mi
gobierno, es decir, al orden y a la paz de la Confederación Argentina. ¿No es cierto?

-Muy cierto, Excelentísimo Señor.

-¿Y sabe usted por qué acabo de enumerarle esos peligros? ¡Oh!, ¡usted no lo ha
comprendido, no se ha dado cuenta de la causa de mi franqueza que lo ha dejado
vacilante y perplejo! Pero yo se la explicaré. He dicho a usted lo que ha oído, porque sé
bien que de esta entrevista extenderá un protocolo que enviará luego a su gobierno; y
esto es precisamente lo que yo más deseo.

-¡Vuestra Excelencia quiere eso! -dijo el señor Mandeville más admirado ahora, que
intrigado antes.

-Lo quiero, y la razón es que me conviene que el gobierno inglés sepa aquellos
detalles por mí mismo, antes que por los órganos de mis enemigos, o a lo menos, que
lo sepa al mismo tiempo por ambos. ¿Entiende usted ahora mi pensamiento? ¿Qué
haría, qué ganaría yo con ocultar al gobierno inglés una situación que él habrá de saber
pública y oficialmente por mil distintos conductos? Ocultarla, sería descubrir temores
de mi parte, y no temo, absolutamente no temo a mis actuales enemigos.

-Es por eso que dije a Vuestra Excelencia que con su poder...

-¡Dale con el poder, señor Mandeville!

-Pero si no es con el poder.., si Vuestra Excelencia no tiene poder...

-Tengo poder, señor ministro -le interrumpió Rosas bruscamente, con lo que acabó
el señor Mandeville de perder la última esperanza de comprender en aquella noche a
Rosas; y sin saber qué le convenía decir, pronunció la palabra:

-¡Entonces!...

-¡Entonces, entonces! Una cosa es tener poder, y otra es contar con el poder para
libertarse de una mala situación. ¿Cree usted que lord Palmerston no sabe sumar y
restar? ¿Cree usted que si suma el número de enemigos y elementos que, con el
poderoso auxilio de la Francia, amenazan el gobierno y el sistema federal del país, el
ministro eminente tenga mucha confianza en el triunfo mío, aun cuando le presente
usted una igual suma de poder a mis órdenes? ¿Y cree usted, entonces, que se tomase
mucho empeño en apoyar a un gobierno cuya situación no le ofrecía probabilidades de
existencia más allá de algunos meses, de algunas semanas? ¿Piensa usted que se anda
más pronto, dado el caso que su gobierno quisiera protegerme contra mis enemigos
auxiliados por la Francia, de Londres a París, y de París a Buenos Aires, que de Entre
Ríos al Retiro, y de Tucumán a Santa Fe, y que esto no lo conocería lord Palmerston?
¡Bah, señor Mandeville, yo nunca he esperado gran cosa del gobierno inglés en mi
cuestión con la Francia, pero ahora espero menos, desde que las informaciones que
van a ese gobierno son escritas por usted sobre los cálculos de mi poder!

-Pero, señor general -dijo Mandeville, desesperado, porque cada vez comprendía
menos el pensamiento de Rosas, oculto entre aquella nube de ideas que, al parecer, la
daba vida el mismo Rosas para anunciar con ella la tempestad que lo rodeaba y que
debía quebrantarlo y postrarlo-, si no es con el poder, con los ejércitos, con los
federales, en fin, ¿con quien piensa Vuestra Excelencia vencer a los unitarios?

-Con ellos mismos, señor Mandeville -dijo Rosas con una flema alemana, fijando su
mirada escudriñadora en la fisonomía de aquél, para observar la impresión causada al
levantar de súbito el telón de boca que cubría el misterioso escenario de su
pensamiento.

-¡Ah! -exclamó el ministro, dilatándosele los ojos cual acababa de expandirse su


imaginación en el inmenso círculo que habíanle trazado aquellas tres palabras, en
cuyas veía la explicación de todas las reticencias y paradojas que un momento antes no
podía explicarse, a pesar de su experiencia y talento de gabinete con que de vez en
cuando solía adivinar las reservas de Rosas.

-Con ellos mismos -continuó éste tranquilamente. -Y ése es hoy mi principal


ejército, mi poder más irresistible, o mejor dicho, más destructor de mis enemigos.

-En efecto, Vuestra Excelencia me conduce a un terreno en el que, francamente, yo


no había pensado.

-Ya lo sé -contestóle Rosas, que no perdonaba ocasión de hacer sentir a los otros
sus errores o su ignorancia-. Los unitarios -continuó- no han tenido hasta hoy, ni
tendrán nunca lo que les falta para ser fuertes y poderosos, por más que sean muchos
y con tan buen apoyo. Tienen hombres de gran capacidad, tienen los mejores militares
de la república, pero les falta un centro de acción común: todos mandan, y por lo
mismo, ninguno obedece. Todos van a un mismo punto, pero todos marchan por
distinto camino, y no llegarán nunca. Ferré no obedece a Lavalle, porque es el
gobernador de una provincia, y Lavalle no obedece a Ferré, porque es el general de los
unitarios, el general Libertador, como ellos le llaman. Lavalle necesita de la
cooperación de Rivera, porque Rivera entiende nuestras guerras, pero su amor propio
le hace creer que él solo se basta, y desprecia a Rivera. Rivera necesita obrar en
combinación con Lavalle, porque Lavalle es un jefe del país, y sobre todo, porque la
oficialidad de éste no la tiene Rivera, pero Rivera desprecia a Lavalle porque no es
montonero, y lo aborrece porque es porteño. Los hombres de pluma, los hombres de
gabinete, como ellos se llaman, aconsejan a Lavalle; Lavalle quiere seguir esos
consejos, pero los hombres de espada que le acompañan desprecian a los que no
están en el ejército, y Lavalle, que no sabe mandar, da oídos a la gritería, a sus
subalternos, y por no disgustarlos, se pone en anarquía con los hombres de saber que
hay en su partido. Todos los nuevos unitarios de las provincias, por lo mismo que son
unitarios, están enfermos del mismo mal que aquéllos, es decir, cada uno se cree un
jefe, un ministro, un gobernador, y nadie quiere creerse ni soldado, ni empleado, ni
ciudadano. Entonces, señor ministro de Su Majestad la Reina inglesa, cuando se tienen
tales enemigos, el modo de destruirlos es darles tiempo a que se destruyan ellos
mismos, y eso es lo que hago yo.

-¡Oh, muy bien! ¡Es un magnífico plan! -dijo alborozado el señor Mandeville.

-Permítame usted, que no he concluido -dijo Rosas con la misma flema-. Cuando se
tiene tales enemigos, decía, no se les cuenta por el número, sino por el valor que
representa cada fracción, cada círculo, cada hombre; y comparando esas fracciones
luego con el poder contrario, sólido, organizado, donde nadie manda sino uno solo, y
donde todos los demás obedecen como los brazos a la voluntad, se deduce entonces
que el triunfo de este último poder es seguro, infalible aun cuando aparezca más
pequeño comparado con el total de sus enemigos en masa. ¿Está usted enterado
ahora del modo como se debe apreciar la situación de mis enemigos y la mía? -
preguntó Rosas, que no había perdido ni un momento el aplomo con que había
empezado a desenvolver su original plan de campaña, que era el resultado de ese
estudio prolijo que, en su vida pública, había hecho de los enemigos que lo habían
combatido, y que, queriendo destruirlo, le dieron esa grandeza de poder y de medios
que lo hicieron tan respetable a los ojos del mundo, y que él por sí solo no tuvo nunca,
ni el talento, ni el valor de conquistarla.
-¡Oh! ¡Lo comprendo, lo comprendo, Excelentísimo Señor! -dijo el ministro
frotándose sus blancas y cuidadas manos, con esa satisfacción viva que tiene todo
hombre que acaba de salir venturosamente de una incertidumbre, o de un conflicto-.
Reformaré mis comunicaciones y haré que el pensamiento de lord Palmerston se fije
ilustradamente en la situación de los negocios, bajo el punto de vista que tan hábil, tan
acertadamente acaba de determinar Vuestra Excelencia.

-Haga usted lo que quiera. Lo único que yo deseo es que se escriba la verdad -dijo
Rosas con cierto aire de indiferencia, a través del cual el señor Mandeville, si hubiese
estado con menos entusiasmo en ese momento, habría descubierto que la escena del
disimulo comenzaba.

-El saber la verdad, en el gabinete inglés, importa hoy tanto como a Vuestra
Excelencia el que haga saber esa verdad.

-¿A mí?

-¡Cómo! ¿Vuestra Excelencia no miraría como el mas grande apoyo posible el auxilio
de la Inglaterra?

-¿En qué sentido?

-Por ejemplo, si la Inglaterra obligase a la Francia a la terminación de su cuestión en


el Plata, ¿no sería para Vuestra Excelencia la mitad del triunfo sobre todos sus
enemigos?

-Pero esa interposición de la Inglaterra, ¿no me la ha ofrecido usted desde el


comenzamiento del bloqueo?

-Es muy cierto, Excelentísimo Señor.


-Y de paquete a paquete, ¿no se ha pasado el tiempo sin recibir usted las
instrucciones que siempre pide y que nunca le llegan?

-Cierto, Excelentísimo Señor, pero esta vez, a la menor insinuación del gobierno
inglés, el gobierno de Su Majestad el Rey de los Franceses despachará un
plenipotenciario que arregle con Vuestra Excelencia esta malhadada cuestión. Hoy no
puedo ponerlo en duda.

-¿Y por qué?

-El gobierno francés se encuentra hoy en una posición terrible, Excelentísimo Señor.
En la Argelia, la guerra se ha encendido con más vigor que nunca; Abd-el-Kader se
presenta hoy como un enemigo formidable. En la cuestión de Oriente, la Francia sola
tiene pretensiones diferentes y contrarias a las otras cuatro grandes potencias que se
interponen entre el Sultán y el Pachá de Egipto; quince navíos, cuatro fragatas, y otros
buques menores han sido enviados por el gobierno francés a los Dardanelos, y si él
insiste en sus pretensiones, o si la Rusia se sostiene en proteger Constantinopla,
dentro de poco el Rey Luis Felipe tendrá necesidad de enviar todas sus escuadras al
Bósforo y a los Dardanelos. En el interior, la Francia no está más tranquila, ni más
segura. La tentativa de Strasburgo ha puesto en acción a todos los napoleonistas, y los
antiguos partidos empiezan a levantar su bandera parlamentaria. El ministerio Soult, si
no ha caído ya, caerá pronto, y la oposición mina y trabaja por colocar en la
presidencia del consejo a alguno de sus miembros eminentes. En tal situación, la
Francia necesita consolidar más que nunca su alianza con la Inglaterra, y por una
cuestión, para ella de tan poco interés, como es la del Plata, el gabinete francés no
querrá hacer a lord Palmerston un desaire bien peligroso en estas circunstancias.

-Hágalo o no lo haga, para mí es indiferente, señor ministro. Yo no corro peligro en


Constantinopla, ni en África, y por lo que hace al bloqueo, no es a mí a quien más
perjudica, como usted lo sabe.

-Ya lo sé, ya lo sé, Excelentísimo Señor: es el comercio británico el que sufre por
este prolongado bloqueo.
-¿Sabe usted qué capital inglés está encerrado en Buenos Aires porque la escuadra
francesa no lo deja salir?

-Dos millones de libras en frutos del país que se deterioran cada día.

-¿Sabe usted cuánto es el gasto mensual que se hace por el cuidado de esos frutos?

-Veinte mil libras, Excelentísimo Señor.

-Exactamente.

-Todo eso acabo de comunicarlo a mi gobierno.

-¿Sabe usted qué capital británico en manufacturas ha sido interrumpido en su


tránsito y depositado la mayor parte en Montevideo?

-Un millón de libras. También lo he comunicado a mi gobierno.

-Me alegro que lo sepa, ya que quiere sufrir esos perjuicios. Son ustedes los
interesados. Por lo que hace a mí yo sé cómo defenderme del bloqueo.

-Yo he repetido muchas veces que Vuestra Excelencia lo puede todo -dijo el ministro
con una sonrisa, la más insinuativa y cortesana, pero al mismo tiempo con la expresión
de una verdad sentida.

-No todo, señor Mandeville -dijo Rosas echándose para atrás en su silla y fijando sus
ojos corno dos flechas sobre la fisonomía de aquel en quien al parecer iba a estudiar el
fondo de su conciencia-, no todo, por ejemplo, cuando algún ministro extranjero abre
las puertas de su casa a un unitario perseguido por la justicia y me lo oculta, yo no
puedo contar con la franqueza de él para que venga a darme cuenta de tal suceso, y
pedirme una gracia que yo concedería sin esfuerzo.

-¡Cómo! ¿Ha sucedido tal cosa? Por mi parte yo no se a qué ministro se refiere
Vuestra Excelencia.

-¿Usted no lo sabe, señor Mandeville? -dijo Rosas acentuando una por una sus
palabras, con sus ojos clavados, sin pestañear, en la fisonomía de Mandeville.

-Doy a Vuestra Excelencia mi palabra de...

-Basta -le interrumpió Rosas, que antes de que hablase Mandeville se había
convencido de que en efecto ignoraba aquello que a él le interesaba saber, y por que
únicamente lo había llamado a su presencia-. Basta, repitió, y se levantó para no
descubrir en su rostro el sentimiento de rabia que en aquel momento le conmovía.

Mandeville había vuelto a sus perplejidades anteriores cerca de aquel hombre de


quien jamás otro alguno podía estar, ni retirarse satisfecho y tranquilo.

Rosas acababa de dar un paseo por la habitación cuando de repente paráse, y


poniendo su mano sobre el respaldo de la silla de Viguá, que había estado batallando
horriblemente con el sueño durante esta larga conversación de que no había
entendido una sola palabra, quedó en la actitud de un hombre que reconcentra en su
oído toda la sensibilidad de su alma. El motivo era ya perceptible: un caballo a todo
galope se sentía venir del oeste por la calle del Restaurador; y en un minuto, el ruido
de sus cascos vibraba en la cuadra de la casa de Rosas.

-Algún parte de la policía -dijo el señor Mandeville, que quería de algún modo
anudar la conversación tan bruscamente rota, y que comprendía la atención de Rosas.

Rosas lo bañó con una mirada de desprecio, y le dijo:


-No, señor ministro inglés: ese caballo viene de la campaña y el hombre que lo ha
sentado contra la puerta de mi casa, no es celador, ni comisario de policía, sino un
buen gaucho.

El ministro hizo un ligero movimiento de hombros y se levantó.

A este tiempo, el general Corvalán entró al comedor con un pliego en la mano.

Rosas lo abrió, y no bien hubo leído las primeras líneas cuando una expresión de
furor salvaje inundó su rostro, pero tan súbita que el señor Mandeville, que había
percibídola con facilidad, quedó en duda si había sido acaso una ilusión de óptica o una
realidad.

-Conque, señor Mandeville, usted se retira -dijo Rosas interrumpiendo la lectura del
pliego, y extendiendo la mano al señor Mandeville que ya estaba con el sombrero en la
suya.

-Vuestra Excelencia descanse en sus amigos.

-¿Cuándo piensa usted despachar el paquete? -preguntó Rosas sin haber oído
siquiera las palabras del ministro.

-Pasado mañana, Excelentísimo Señor.

-Es mucho tiempo. Haga usted trabajar bien a su secretario, y que el paquete salga
mañana a la tarde, o más bien, hoy a la tarde, porque ya son las cuatro de la mañana.

-Saldrá a las seis de la tarde, Excelentísimo Señor.


-Buenas noches, señor Mandeville.

Y se retiró este ministro después de tres o cuatro profundas reverencias.

-Corvalán, que acompañen al señor, y vuelva usted.

-¡Señor! ¡Señor! ¿Qué le hago al gringo? -dijo Viguá.

Pero Rosas sin oírle se sentó, extendió el pliego sobre la mesa, y, apoyando la frente
sobre sus dos manos, continuó leyendo, mientras a cada palabra sus ojos se
inyectaban de sangre, y pasaban por su frente todas las medias tintas de la grana, del
fuego y de la palidez.

Un cuarto de hora después, él mismo había cerrado la puerta exterior de su


gabinete y se paseaba por él a pasos agitados, impelido por la tormenta de sus
pasiones que se hubieran podido definir y contar en los visibles cambios de su
fisonomía.
Capítulo IX

El ángel y el diablo

No será largo el tiempo que sostengamos la curiosidad del lector sobre el nuevo
personaje que acaba de introducirse en nuestros asuntos. Pero entretanto,
separándonos algo bruscamente de la calle de la Victoria, y pidiendo a nuestro buen
viejo Saturno el permiso de no seguirlo esta vez en su mesurada carrera, daremos un
salto desde el alba hasta las doce del día, de uno de esos días del mes de mayo, en que
el azul celeste de nuestro cielo es tan terso y brillante que parece, propiamente
hablando, un cortinaje de encajes y de raso; y apresurémonos a seguir un coche
amarillo, tirado por dos hermosos caballos negros, que dejando la casa del general
Mansilla, marcan a gran trote sus gruesas herraduras sobre el empedrado de la calle
de Potosí. Y por cierto que no seremos únicamente nosotros los que nos proponemos
seguirle, pues no es difícil que la curiosidad se incite, y las imaginaciones de veinte
años florezcan más improvisamente que la primavera, cuando el pasaje fugitivo de ese
coche da tiempo, sin embargo, a mirar por uno de los postigos abiertos una mano de
mujer, escondida entre un luciente guante de cabritilla color paja, que más bien parece
dibujado que calzado en ella, y un puño de encajes blancos como la nieve,

que acarician con sus pequeñas ondas aquella mano, cuya delicadeza no es difícil
adivinar. Pero la mujer a quien pertenece, reclinada en un ángulo del carruaje, no
quiere tener la condescendencia que su mano, y la mirada de los paseantes no puede
llegar hasta su rostro.

El coche dobló por la calle de las Piedras, y fue a parar tras de San Juan, en una casa
cuya puerta parecía sacada del infierno, tal era el color de llamas rojas que ostentaba.

Entonces, una joven bajó del coche, o más bien salvó los dos escalones del estribo,
poniendo ligeramente su mano sobre el hombro de su lacayo. Y su gracioso salto dio
ocasión por un momento a que asomase, de entre las anchas haldas del vestido, un
pequeñito pie, preso en un botín color violeta. Y era esta joven de diez y siete a diez y
ocho años de edad, y bella como un rayo del alba, si nos es permitida esta tan etérea
comparación. Los rizos de un cabello rubio y brillante como el oro, deslizándose por las
alas de un sombrero de paja de Italia, caían sobre un rostro que parecía haber robado
la lozanía y colorido de la más fresca rosa. Frente espaciosa e inteligente, ojos límpidos
y azules como el cielo que los iluminaba, coronados por unas cejas finas, arqueadas y
más oscuras que el cabello; una nariz perfilada, casi trasparente, y con esa ligerísima
curva apenas perceptible, que es el mejor distintivo de la imaginación y del ingenio; y
por último, una boca pequeña, y rosada como el carmín, cuyo labio inferior la hacía
parecer a las princesas de la casa de Austria, por el bello defecto de sobresalir algunas
líneas al labio superior, completaban lo que puede describirse de aquella fisonomía
distinguida y bella, en que cada facción revelaba delicadezas de alma, de organización
y de raza, y para cuyo retrato la pluma descriptiva es siempre ingrata.

Agregad a esto un talle de doce pulgadas de circunferencia, sosteniendo un delicado


vaso de alabastro en que parecía colocada, como una flor, aquella bellísima cabeza, y
tendréis una idea medianamente aproximada de la joven del coche, vestida con un
traje de seda color jacinto, y un chal de cachemira blanco, con guardas color naranja.

Había algo de aéreo, de vaporoso en esta criatura, que esparcía en torno suyo un
perfume que sólo era perceptible al alma -al alma de los que tienen el sentimiento de
la belleza. Fisonomía de perfiles, formas ligerísimamente dibujadas por el pincel
delicado de la Naturaleza, más parecía la idealización de un poeta, que un ser viviente
en este prosaico mundo en que vivimos. La joven pisó el umbral de aquella puerta y
tuvo que recurrir a toda la fuerza de su espíritu, y a su pañuelo perfumado, para
abrirse camino por entre una multitud de negras, de mulatas, de chinas, de patos, de
gallinas, de cuanto animal ha criado Dios, incluso una porción de hombres vestidos de
colorado de los pies a la cabeza, con toda la apariencia y las señales de estar, más o
menos tarde, destinados a la horca, que cuajaba el zaguán y parte del patio de la casa
de Doña María Josefa Ezcurra, cuñada de Don Juan Manuel Rosas, donde la bella joven
se encontraba.

No con poca dificultad llegó hasta la puerta de la sala, y, tocando ligeramente los
cristales, entró a ella esperando hallar alguien a quien preguntar por la dueña de casa.
Pero la joven no encontró en esa sala sino dos mulatas, y tres negras que,
cómodamente sentadas, y manchando con sus pies enlodados la estera de esparto
blanca con pintas negras que cubría el piso, conversaban familiarmente con un
soldado de chiripá punzó, y de una fisonomía en que no podía distinguirse dónde
acababa la bestia y comenzaba el hombre.

Los seis personajes miraron con ojos insolentes y curiosos a esa recién venida en
quien no veían de los distintivos de la Federación, de que ellos estaban cubiertos con
exuberancia, sino las puntas de un pequeñito lazo de cinta rosa, que asomaba por bajo
el ala izquierda de su sombrero.

Un momento de silencio reinó en la sala.

-¿La señora Doña María Josefa está en casa? -preguntó la joven, sin dirigirse
directamente a ninguna de las personas que se acaban de describir.

-Está, pero está ocupada -respondió una de las mulatas, sin levantarse de su silla.

La joven vaciló un instante; pero tomando luego una resolución para salir de la
situación embarazosa en que se hallaba, llegóse a una de las ventanas que daban a la
calle, abrióla, y llamando a su lacayo, diole orden de entrar a la sala.

El lacayo obedeció inmediatamente, y luego de presentarse en la puerta de la sala le


dijo la joven:

-Llama a la puerta que da al segundo patio de esta casa, y di que pregunten a la


señora Doña María Josefa si puede recibir la visita de la señorita Florencia Dupasquier.

El tono imperativo de esta orden y ese prestigio moral que ejercen siempre las
personas de clase sobre la plebe, cualquiera que sea la situación en que están
colocadas, cuando saben sostenerse a la altura de su condición, influyó
instantáneamente en el ánimo de los seis personajes que, por una ficción repugnante
de los sucesos de la época, osaban creerse, con toda la clase a que pertenecían, que la
sociedad había roto los diques en que se estrella el mar de sus clases oscuras, y
amalgamádose la sociedad entera en una sola familia.

Florencia -en quien ya habrán conocido nuestros lectores al ángel travieso que
jugaba con el corazón de Daniel- esperó un momento.
No tardó en efecto, en aparecer una criada regularmente vestida, que la dijo,
tuviese la bondad de esperar un momento.

En seguida anunció a las cinco damas de la Federación allí sentadas, que la señora
no podía oírlas hasta la tarde, pero que no dejasen de venir a esa hora. Ellas
obedecieron en el acto; pero al salir, una de las negras no pudo menos de echar una
mirada de enojo sobre la que causaba aquel desaire que se les acababa de hacer;
mirada que perdióse en el aire, porque, desde su entrada a la sala, Florencia no se
dignó volver sus ojos hacia aquellas tan extrañas visitas de la hermana política del
gobernador de Buenos Aires, o más bien, a aquellas nubes preñadas de aire malsano
que hacían parte del cielo rojo-oscuro de la Federación.

La criada salió; pero el soldado, que no había recibido orden ninguna para retirarse,
y que estaba allí por llamamiento anterior, creyóse bien autorizado para sentarse,
cuando menos en el umbral de la puerta del salón, y Florencia quedó al fin
completamente sola.

Al instante sentóse en el único sofá que allí había, y oprimiendo sus lindos ojos con
sus pequeñas manos, quedóse de ese modo por algunos segundos, como si quisiesen
reposar su espíritu y su vista del rato desagradable y violento por que acababan de
pasar.

Entretanto, Doña María Josefa se daba prisa en una habitación contigua a la sala, en
despachar dos mujeres de servicio con quienes estaba hablando, mientras ponía una
sobre otra veinte y tantas solicitudes que habían entrado ese día, acompañadas de sus
respectivos regalos, en los que hacían no pequeña parte los patos y las gallinas del
zaguán, para que por su mano fuesen presentadas a Su Excelencia el Restaurador, aun
cuando Su Excelencia el Restaurador estaba seguro de no ser importunado con
ninguna de ellas. Y se apresuraba, decíamos, porque la señorita Florencia Dupasquier,
que se le había anunciado, pertenecía por su madre a una de las más antiguas y
distinguidas familias de Buenos Aires, relacionada desde mucho tiempo con la familia
de Rosas; aun cuando en la época presente, con pretexto de la ausencia de Mr.
Dupasquier, su señora y su hija aparecían muy rara vez en la sociedad.
El lector querría saber, qué clase de negocios tenía Doña María Josefa con las negras
y las mulatas de que estaba invadida su casa. Más adelante lo sabremos. Basta decir,
por ahora, que en la hermana política de Don Juan Manuel Rosas, estaban refundidas
muchas de las malas semillas, que la mano del genio enemigo de la humanidad arroja
sobre la especie, en medio de las tinieblas de la noche, según la fantasía de Hoffmann.
Los años 33 y 35 no pueden ser explicados en nuestra historia, sin el auxilio de la
esposa de Don Juan Manuel Rosas, que sin ser malo su corazón, tenía, sin embargo,
una grande actividad y valor de espíritu para la intriga política; y 39, 40 y 42 no se
entenderían bien si faltase en la escena histórica la acción de Doña María Josefa
Ezcurra.

Esas dos hermanas son verdaderos personajes políticos de nuestra historia, de los
que no es posible prescindir, porque ellas mismas no han querido que se prescinda; y
porque, además, las acciones que hacen relación con los sucesos públicos, no tienen
sexo.

La Naturaleza no predispuso la organización de la hermana política de Rosas para


las impresiones especiales de la mujer. La actividad y el fuego violento de pasiones
políticas debían ser el alimento diario del alma de esa señora. Circunstancias
especiales de su vida habían contribuido a desenvolver esos gérmenes de su
naturaleza. Y la posición de su hermano político, y las convulsiones sangrientas de la
sociedad argentina, le abrían un escenario vasto, tumultuario y terrible, tal cual su
organización lo requería. Sin vistas y sin talento, jamás un ser oscuro en la vida del
espíritu ha prestado servicios más importantes a un tirano que los que a Rosas la mujer
de que nos ocupamos; por cuanto la importancia de los servicios para Rosas, estaban
en relación con el mal que podía inferir a sus semejantes; y su cuñada con un tesón,
una perseverancia y una actividad inauditas le facilitaba las ocasiones en que saciar su
sed abrasadora de hacer el mal.

Esta señora, sin embargo, no obraba por cálculo, no; obraba por pasión sincera, por
verdadero fanatismo por la Federación y por su hermano; y ciega, ardiente, tenaz en
su odio a los unitarios, era la personificación más perfecta de esa época de
subversiones individuales y sociales, que había creado la dictadura de aquél. Época que
no ha sido estudiada todavía, y que causará asombro cuando se haga conocer en ella
todo cuanto puede relajarse la moral de una sociedad joven, cuando esa relajación es
impelida por una mano poderosa que se empeña en ello; encontrando por resistencia
apenas la moral y la virtud privada, que se dejan arrastrar indefensas y fácilmente en el
torbellino de los cataclismos públicos, porque les falta la potencia irresistible de la
asociación de ellas mismas. La asociación de las ideas, de las virtudes, de los hombres,
en fin, no existía en ese pueblo, que creía con el candor del niño, que bastaba para ser
libre, grande y poderoso, el haber sido valiente en las batallas.

Desasociados los hombres, aislados los sentimientos de la justicia y de la moral, de


la virtud y del decoro, fueron aniquilados al empuje violento del crimen asociado y
organizado por un gobierno, cuyo objeto era ése únicamente, y que explotaba para
conseguirlo todos los malos instintos de una plebe ignorante y apasionada, que
buscaba el momento de reaccionarse contra un orden de cosas civilizado, que
empezaba a oprimir en ella la expansión de sus habitudes salvajes.

La puerta contigua a la sala abrióse al fin, y la mano de la elegante Florencia fue


estrechada entre la mano descuidada de Doña María Josefa: mujer de pequeña
estatura, flaca, de fisonomía enjuta, de ojos pequeños, de cabello desaliñado y canoso,
donde flotaban las puntas de un gran moño de cinta color sangre; y cuyos cincuenta y
ocho años de vida estaban notablemente aumentados en su rostro por la acción de las
pasiones ardientes.

-¡Qué milagro es éste! ¿Por qué no ha venido también Doña Matilde? -preguntó
sentándose en el sofá a la derecha de Florencia.

-Mamá se halla un poco indispuesta, pero no pudiendo saludar a Vuesa Merced


personalmente, me manda ofrecerla sus respetos.

-Si yo no conociera a Doña Matilde y su familia, creería que se había vuelto unitaria;
porque ahora se conocen a las unitarias por el encerramiento en que viven. ¿Y sabe
usted por qué se encierran esas locas?

-¿Yo? No, señora. ¿Cómo quiere usted que yo lo sepa?

-Pues se encierran por no usar la divisa como está mandado, o porque no se la


peguen con brea, lo que es una tontería, porque yo se la remacharía con un clavo en la
cabeza para que no se la quitasen ni en su casa; y... pero también usted, Florencita, no
la trae como es debido.

-Pero al fin la traigo, señora.

-¡La traigo, la traigo! Pero eso es como no. traer nada. Así la traen también las
unitarias; y aunque usted es la hija de un francés, no por eso es inmunda y asquerosa
como son todos ellos. Usted la trae, pero...

-Y eso es cuanto debo hacer, señora -dijo Florencia interrumpiéndola y queriendo


tomar la iniciativa en la conversación para domar un poco aquella furia humana, en
quien la avaricia era una de sus primeras virtudes.

-La traigo -continuó-, y traigo también esta pequeña donación que, por la respetable
mano de usted, hace mamá al Hospital de Mujeres, cuyos recursos están tan agotados,
según se dice.

Y Florencia sacó del bolsillo de su vestido una carterita de marfil en donde había
doblados cuatro billetes de banco, que puso en la mano de Doña María Josefa, y que
no era otra cosa que ahorros de la mensualidad para limosnas y alfileres que desde el
día de sus catorce años le pasaba su padre.

Desdobló los billetes, y dilató sus ojos para contemplar la cifra 100, que
representaba el valor de cada uno; y enrollándolos y metiéndolos entre el vestido
negro y el pecho, dijo, con esa satisfacción de la avaricia satisfecha, tan bien pintada
por Moliére:

-¡Esto es ser federal! Dígale usted a su mamá que le he de avisar a Juan Manuel de
este acto de humanidad que tanto la honra; y mañana mismo mandaré el dinero al
señor Don Juan Carlos Rosado, ecónomo del Hospital de Mujeres -y apretaba con su
mano los billetes, como si temiera se convirtiese en realidad la mentira que acababa
de pronunciar.
-Mamá quedaría bien recompensada con que tuviese usted la bondad de no referir
este acto, que para ella es un deber de conciencia. Sabe usted que el Señor
Gobernador no tiene tiempo para dar su atención a todas partes. La guerra le absorbe
todos sus momentos; y, si no fuesen usted y Manuelita, difícilmente podría atender a
tantas cargas como pesan sobre él.

La lisonja tiene mas acción sobre los malos que sobre los buenos, y Florencia acabó
de encantar a la señora con esta segunda ofrenda que la hacía.

-¡Y bien que le ayudamos al pobre! -contestó arrellanándose en el sofá.

-Yo no sé cómo Manuelita tiene salud. Pasa en vela las noches, según se dice, y esto
acabará por enfermarla.

-Anoche, por ejemplo, no se ha acostado hasta las cuatro de la mañana.

-¿Hasta las cuatro?

-Y dadas ya.

-Pero ahora, felizmente creo que no tenemos ocurrencias ningunas.

-¡Bah! Cómo se conoce que no está usted en la política. Ahora más que nunca.

-Cierto. Yo no puedo estar en unos secretos que sólo usted y Manuelita poseen muy
dignamente; pero pensaba que estando tan lejos el Entre Ríos, donde es el teatro de la
guerra, los unitarios de aquí no molestarían mucho al gobierno.
-¡Pobre criatura! Usted no sabe sino de sus gorras y de sus vestidos; ¿y los unitarios
que quieren embarcarse?

-¡Oh, eso no se les podrá impedir! ¡La costa es inmensa!

-¿Que no se les puede impedir?

-Me parece que no.

-¡Bah, bah, bah! -y soltó una carcajada infernal mostrando tres dientes chiquitos y
amarillos, únicos que le habían quedado en su encía inferior-. ¿Sabe usted a cuántos se
agarraron anoche? -preguntó.

-No lo sé, señora -contestó Florencia, ostentando la más completa indiferencia.

-A cuatro, hija mía.

-¿A cuatro?

-Justamente.

-Pero esos ya no podrán irse, porque supongo que estarán presos a estas horas.

-¡Oh!, de que no se irán yo le respondo a usted, porque se ha hecho con ellos algo
mejor que ponerlos en la cárcel.

-¡Algo mejor! exclamó Florencia como admirada, disimulando que sabía ya la suerte
de aquellos infelices; pues que acababa de estar con la señora de Mansilla, y sabía ya
las desgracias de la noche anterior, aun cuando ni una palabra sobre el que había
tenido la dicha de libertarse de la muerte.

-Mejor; por supuesto. Los buenos federales han dado cuenta de ellos; los han... los
han fusilado.

-¡Ah, los han fusilado!

-Y muy bien hecho; ha sido una felicidad aunque con una pequeña desgracia.

-¡Oh!, pero usted dice que es pequeña, señora, y las cosas pequeñas no dan mucho
que hacer a las personas como usted.

-A veces. Uno logró escaparse.

-Entonces no tendrán mucho que molestarse para encontrarle, porque la policía es


muy activa según creo.

-No mucho.

-Dicen que en este ramo el señor Victorica es un genio -insistió la traviesa


diplomática, que quería picar el amor propio de Doña María Josefa.

-¡Victorica! No diga usted disparates, yo, yo Y nadie más que yo lo hace todo.

-Así lo he creído siempre, y en el caso actual casi estoy segura que será usted más
útil que el señor jefe de policía.
-Puede usted jurarlo.

-Aunque por otra parte, las muchas atenciones de usted le impedirán acaso...

-Nada, nada me impiden. Yo no sé muchas veces cómo me basta el tiempo. Hace


dos horas que salí de lo de Juan Manuel, y ya sé más sobre el que se ha fugado que lo
que sabe ese Victorica que tanto ponderan.

-¡Es posible!

-Lo que usted oye.

-¡Pero eso es increíble... en dos horas... una señora!

-Lo que usted oye -repitió Doña María Josefa, cuyo flaco era contar sus hazañas,
criticar a Victorica y procurar que la admirasen los que la oían.

-Lo creeré porque usted lo dice, señora -continuó Florencia, que iba entrando a
carrera por la cueva en que aquella fanática mujer guardaba mal velados sus secretos.

-¡Oh!, créamelo usted como si lo viera.

-Pero habrá puesto usted cien hombres en persecución del prófugo.

-Nada de eso. ¡Qué! Mandé llamar a Merlo que fue quien los delató; vino, pero ese
animal no sabe ni el nombre ni las señas del que se ha escapado. Entonces mandé
llamar a varios de los soldados que se hallaron anoche en el suceso; y allí está sentado
en la puerta de la sala el que me ha dado los mejores informes. Y... ¡verá usted qué
dato! ¡Camilo! -gritó, y el soldado entró a la sala y se acercó a ella con el sombrero en
la mano.

-Dígame usted, Camilo -continuó aquélla-, ¿qué señas puede usted dar del inmundo
asqueroso salvaje unitario que se ha escapado anoche?

-Que ha de tener muchas marcas en el cuerpo, y que una de ellas yo sé dónde está -
contestó con una expresión de alegría salvaje en su fisonomía.

-¿Y dónde? -preguntóle la vieja.

-En el muslo izquierdo.

-¿Con qué fue herido?

-Con sable, es un hachazo.

-¿Está usted cierto de lo que dice?

-¡Y qué no estaba cierto! Yo fui quien le pegué el hachazo, señora.

Florencia se echó atrás, hacia el ángulo del sofá.

-¿Y lo conocería usted si lo viera? -continuó Doña María Josefa.

-No, señora, pero si lo oigo hablar le he de conocer.


-Bien, retírese usted, Camilo.

-Ya lo ha oído usted -prosiguió la hermana política de Rosas dirigiéndose a la


señorita Dupasquier que no había perdido una sola palabra de la declaración del
bandido-:!ya lo ha oído usted!, ¡herido en un muslo! ¡Oh, es un descubrimiento que
vale algunos miles! ¿No le parece a usted?

-¡A mí! Yo no alcanzo, señora, de qué importancia pueda serle a usted el saber que
el que se ha escapado tiene una herida en el muslo izquierdo.,

-¿No lo alcanza usted?

-Ciertamente que no; pues supongo que el herido a estas horas estará curándose en
su casa o en alguna otra, y no se ven las heridas a través de las casas.

-¡Pobre criatura! exclamó Doña María Josefa riéndose, alzando y dejando caer su
mano descarnada y huesosa sobre la rodilla de Florencia-, ¡pobre criatura! Esa herida
me da tres medios de averiguación.

-¡Tres medios!

-Justamente. Oigalos usted y aprenda algo: los médicos que asistan a un herido; los
boticarios que despachen medicamentos para heridas, y las casas en que se note
asistencia repentina de un enfermo. ¿Qué le parece a usted?

-Si usted los halla buenos, señora, así serán, pero en mi opinión no es gran cosa lo
que se podrá adelantar con esos medios.

-¡Oh!, pero tengo otro de reserva para cuando con ésos no logre nada.
-¿Otro medio más?

-¡Por supuesto! Los que he indicado son para las diligencias de hoy y de mañana;
pero el lunes ya tendré cuando menos una pluma del pájaro.

-Me parece que ni el color de las plumas ha de ver usted, señora -respondióle
Florencia con una sonrisa llena de picantería y de gracia, calculada para irritar y dar
movimiento a aquella máquina de cuchillos que tenía a su lado.

-¡Que no! Ya verá usted el lunes.

-¿Y por qué el lunes y no otro día cualquiera?

-¿Por qué? ¿Usted cree, señorita, que las heridas de los unitarios no vierten sangre?

-Sí, señora, vierten sangre como las de cualquier otro; quiero decir, deben verterla;
porque yo no he visto jamás la sangre de ningún hombre.

-Pero los salvajes unitarios no son hombres, niña.

-¿No son hombres?

-No son hombres; son perros, son fieras, y yo andaría pisando sobre su sangre sin la
menor repugnancia.

Un estremecimiento nervioso conmovió toda la organización de la joven, pero se


dominó.
-¿Conviene usted, pues, en que sus heridas vierten sangre? -continuó Doña María
Josefa.

-Sí, señora, convengo.

-Entonces, ¿convendrá usted también en que la sangre mancha las ropas con que se
está vestido?

-Sí, señora, también convengo en ello.

-¿Que mancha las vendas que aplican a las heridas?

-También.

-¿Las sábanas de la cama?

-Así debe ser.

-¿Las toallas en que se secan las manos los asistentes del enfermo?

-También puede ser.

-¿Cree usted todo esto?

-Sí, señora, lo creo, pero todas esas cosas me intrigan, y lo que más puedo asegurar
a usted es que no entiendo una palabra de lo que quiere usted decirme.
Y en efecto, Florencia, con toda la vivacidad de su imaginación hacía vanos
esfuerzos por alcanzar el pensamiento maldito a que precedían aquellos preámbulos.

-¡Toma! Vamos a ver. ¿Qué día reciben la ropa sucia las lavanderas?

-Generalmente el primer día de la semana.

-A las ocho o las nueve de la mañana, y a las diez van con ella al río, ¿entiende usted
ahora?

-Sí -contestó Florencia asustada de la imaginación endemoniada de aquella mujer,


que le sugería recursos que no habrían pasado por la suya en todo el curso de su vida.

-La lavandera no ha de ser unitaria, y aunque lo fuese, ella ha de lavar la ropa


delante de otras, y yo daré mis órdenes a este respecto.

-¡Ah, es un plan excelente -dijo la joven que ya hacía un gran esfuerzo sobre sí
misma para soportar la presencia de aquella mujer, cuyo aliento le parecía que estaba
tan envenenado como su alma.

-¡Excelente! Y sé que no se le habría ocurrido a Victorica en un año.

-Lo creo.

-Ni mucho menos a ninguno de esos unitarios fatuos y botarates que creen que
todo lo saben y que para todo sirven.

-De eso no me cabe la mínima duda -exclamó la señorita Dupasquier con tal
prontitud y alegría, que cualquiera otra persona que Doña María Josefa, habría
comprendido la satisfacción que animó a la joven al hacer esa justicia a los unitarios: a
esa clase distinguida a que ella pertenecía por su nacimiento y educación.

-¡Oh! ¡Florencita, no vaya usted a casarse con ningún unitario! Además de


inmundos y asquerosos, son unos tontos, que el más ruin federal se puede jugar con
todos ellos. Y, a propósito de casamiento, ¿cómo está el señor Don Daniel, que no se
deja ver en parte alguna de algún tiempo a aquí?

-Está perfectamente bueno de salud, señora.

-Me alegro mucho. Pero cuidado, abra usted los ojos; mire usted que le doy un buen
consejo.

-¡Que abra los ojos! ¿Y para ver qué, señora? -interrogó Florencia, cuya curiosidad
de mujer amante no había dejado de picarse un poco.

-¿Para qué? ¡Oh, usted lo sabe bien! Los enamorados adivinan las cosas.

-¿Pero qué quiere usted que yo adivine?

-¡Toma!¿No ama usted a Bello?

-¡Señora!

-No me oculte usted lo que yo sé muy bien.

-Si usted lo sabe...


-Si yo lo sé, debo prevenir que hay moros en la costa, que tenga cuidado de que no
la engañen, porque yo la quiero a usted como a una hija.

-¡Engañarme! ¿Quién? Aseguro a usted, señora, que no la comprendo -replicó


Florencia algo turbada, pero haciendo esfuerzos sobre sí misma para arrancar de Doña
María Josefa el secreto que le indicaba poseer.

-¡Pues es gracioso! ¿Y a quién he de referirme sino al mismo Daniel?

-¡Oh!, eso es imposible, señora; Daniel no me ha engañado jamás -contestó con


altivez Florencia.

-Yo he querido creerlo así, pero tengo datos.

-¿Datos?

-Pruebas. ¿No ha pensado usted en Barracas más de una vez? Vamos, la verdad; a
mí no me engaña nadie.

-Alguna vez habló de Barracas, pero no veo que relación tenga Barracas conmigo.

-Con usted, indirecta; con Daniel, directamente.

-¿Lo cree usted?

-Y mejor que yo, lo sabe y lo cree una cierta Amalia, prima hermana de un cierto
Daniel, conocido y algo más de una cierta Florencia. ¿Comprende usted ahora, mi
paloma sin hiel? -dijo la vieja riéndose y acariciando con su mano sucia la espalda tersa
y rosada de Florencia.
-Comprendo algo de lo que usted quiere decirme, pero creo que hay alguna
equivocación en todo esto -contestó la joven con fingido aplomo, pues que su corazón
acababa de recibir un golpe para el cual no estaba preparado, aun cuando le era
perfectamente conocida la maledicencia de la persona con quien hablaba; ¡qué mujer
no está pronta siempre a creerse engañada y olvidada del ser a quien consagra su
corazón y sus amores!

-No me equivoco, no, señorita. ¿A quien ve esa Amalia, viuda, independiente y


aislada en su quinta? A Daniel solamente. ¿Qué ha de hacer Daniel, joven y buen
mozo, al lado de su prima joven, linda y dueña de sus acciones? No han de ponerse a
rezar, según me parece. ¿De qué proviene la vida retirada que hace Amalia? Daniel lo
sabrá, porque es el único que la visita. ¿Qué se hace Daniel que no se le ve en ninguna
parte? Es porque Daniel va todas las tardes a ver a su prima, y a la noche a ver a usted.
Esta es la moda de los mozos de ahora: dividir el tiempo con cuantas pueden. Pero,
¿qué es eso? ¡Se pone usted pálida!

-No es nada, señora -dijo Florencia que en efecto estaba pálida como una perla,
porque toda su sangre se detenía en su corazón.

-¡Bah! -exclamó Doña María Josefa, soltando una carcajada estridente. ¡Bah, bah,
bah! Y eso que no le digo todo; ¡lo que son las muchachas!

-¡Todo! exclamó Florencia.

-No, no quiero poner mal a nadie -y seguía riéndose a carcajada tendida, gozando
de los tormentos con que estaba torturando el corazón de su víctima.

-Señora, yo me retiro -dijo Florencia levantándose casi trémula.

-¡Pobrecita! Tírele bien las orejas; no se deje engañar -y sin levantarse soltaba de
nuevo sus malignas carcajadas, y era la risa del diablo la que estaba contrayendo y
dilatando la piel gruesa, floja y con algunas manchas amoratadas de la fisonomía de
esa mujer, que en ese momento hubiera podido servir de perfecto tipo para reproducir
las brujas de las leyendas españolas.

-Señora, yo me retiro -repitió Florencia extendiendo la mano a quien acababa de


enturbiar en su alma el cristal puro y transparente de su felicidad, con la primera
sombra de una sospecha horrible sobre la fidelidad de su amante.

-Bien, mi hijita, adiós. Memorias a mamá y que se mejore para que nos veamos
pronto. Adiós, ¡y abrir los ojos, eh! -y riéndose todavía acompañó a la señorita
Dupasquier hasta la puerta de la calle.

La infeliz joven subió a su carruaje, y tuvo que desprender los broches del vestido
que oprimía su cintura de sílfide, para poder respirar con libertad, pues en ese
momento estaba a punto de desmayarse. En Florencia había una de esas
organizaciones desgraciadas que carecen de esa triste consolación del llanto, que
indudablemente arrebata en sus gotas una gran parte de la opresión física en que
ponen al corazón las impresiones improvistas y dolorosas.

La reflexión, esa facultad que levanta al hombre a la altura de la Divinidad, que lo ha


creado, y que, sin embargo, suele servirnos muchas veces para dar amplificación a los
males de que queremos libertarnos con ella, vino a llenar de sombras el espíritu
impresionable de aquella joven.

-En efecto -se decía Florencia-, Daniel monta a caballo con frecuencia; nunca he
sabido dónde pasa las tardes. Muchas noches, la de ayer por ejemplo, se ha retirado
de mi casa a las nueve. Nunca me ha ofrecido la relación de su prima. Por otra parte,
esta mujer que lo sabe todo; que tiene a su servicio todos los medios que le sugiere su
espíritu perverso para saber cuanto pasa, y cuanto se dice en Buenos Aires. Esta mujer
que me ha hablado con tal seguridad; que posee pruebas, según me ha dicho. Esta
mujer que no tiene ningún motivo para aborrecerme y engañarme. ¡Oh! ¡Es cierto, es
cierto, Dios mío! -exclamaba Florencia, oprimiendo con una de sus manos su perfilada
frente cuyo color de rosa huía y reaparecía en cada segundo. Y su cabeza se perdía en
un mar de recuerdos, de reflexiones y de dudas, sin tener el vigor necesario para
sacudirse de esa especie de vértigo que la anonadaba, porque en ella la sensibilidad, el
corazón, como se dice vulgarmente, era más poderoso y activo que su viva y brillante
inteligencia, y la absorbía toda en las situaciones en que un pesar o una felicidad
profunda la conmovían.

Agitada, pálida, no pensando ya sino en las conversaciones de Daniel relativas a


Amalia, en que tantas veces había ponderado su belleza, su talento y la delicadeza de
sus gustos, Florencia llegó a su casa a la una y media de la tarde, decidida a referir a su
madre cuanto acababa de oír, porque Florencia no había tenido en la vida más amor
que el de Daniel, ni más amistad que la de su madre. Felizmente, la señora Dupasquier
acababa de salir y Florencia se encontró sola en su salón, en tanto que se aproximaba
el momento de recibir la visita de Daniel, según la hora que le había anunciado en su
carta de la mañana.
Capítulo X

Una agente de Daniel

A las nueve de la mañana, Daniel se vestía tranquilamente ayudado por su fiel


Fermín, que había cumplido ya todas las comisiones de que había sido encargado por
su señor.

-¿Florencia misma recibió las flores? -le preguntó mientras pasaba la escobilla por
su cabello castaño oscuro y por su patilla rala, que se abría artificialmente en la barba,
según las prescripciones federales de la época.

-Ella misma, señor.

-¿Y la carta?

-Junto con las flores.

-¿Observaste si estaba contenta?

-Me parece que sí, pero se sorprendió cuando le di la carta. Me preguntó si había
ocurrido alguna novedad.

-¡Pobrecita! Vamos a ver, ¿cómo estaba vestida? Cuéntame todo; pero primero, lo
que estaba haciendo cuando llegaste.

-Estaba bajo la planta de jazmines que hay en el patio, desenvolviendo los papelitos
de los rizos.
-¡De sus rizos de oro, de sus rizos cuyas hebras tienen atado mi corazón al suyo!
Continúa -dijo Daniel, acabando de atar con negligencia una corbata de seda negra a
su cuello.

-No hacía nada más.

-Pero te he preguntado cómo estaba vestida.

-Con un vestido blanco con listas verdes, todo abierto por delante y atado a la
cintura.

-¡Bellísima descripción! Eso se llama un batón de mañana, Fermín. ¡Qué linda


estaría! Y bien, ¿que más?

-Nada más.

-Eres un tonto.

-Pero, señor, si no tenía otro vestido.

-Sí, pero tenía zapatos o botines, tenía algún pañuelo, alguna cinta, alguna otra cosa
en fin, que tú has debido ver para contármelo todo.

-¡Y cuándo iba a fijarme en todo eso, señor! -respondió el criado de Daniel, con esa
calma y esa expresión burlona en la fisonomía, peculiares al gaucho; porque Fermín lo
era por su primera educación, aun cuando los hábitos de la ciudad habían corregido
mucho aquellos de su niñez.

-Peor para ti. Vamos a otra cosa. ¿Quiénes están ahí?


-La mujer a quien fui a llamar de parte de usted, y Don Cándido.

-¡Ah!, mi maestro de palotes; ¡el genio de los adjetivos y de las digresiones! ¿Y qué
motivo lo trae por esta casa? ¿Sabes algo de eso, Fermín?

-No, señor. Me ha dicho que tiene precisión de hablar a usted; que hoy a las seis
vino y halló la puerta cerrada, que volvió a las siete, y desde esa hora está esperando a
que usted se levante.

-¡Diablo! ¡Mi antiguo maestro de escritura no ha perdido la costumbre de


incomodarme, y habría querido que me levantase a las seis de la mañana! Hazlo entrar
a mi escritorio, pero después que se haya retirado Doña Marcelina, y ésta puede entrar
ya -dijo Daniel poniéndose una bata de tartán azul, que hacía resaltar la blancura de
sus lindas manos, porque eran en efecto manos que podrían dar envidia a una
coqueta.

-¿La hago entrar aquí? -preguntó Fermín como dudando.

-Aquí, mi casto señor Don Fermín. Me parece que no hablo en griego. Aquí, a mi
alcoba, y ten cuidado de cerrar la puerta del escritorio que da a la sala, y también la de
este aposento cuando entre esa mujer.

Un momento después un ruido como el que hace el papel de una pandorga cuando
acaba de secarse al sol, y el niño lo sacude para ver si está en estado de pegarse al
armazón, anunció a Daniel que las enaguas de Doña Marcelina venían caminando a par
de ella por el gabinete contiguo.

Ella apareció, en efecto, con un vestido de seda color borra de vino y un pañuelo de
merino amarillo con guardas negras, del cual la punta del inmenso triángulo que
formaba a sus espaldas la caía regiamente sobre el tobillo izquierdo. Un pañuelo
blanco de mano, muy almidonado y tomado por el medio para que las cuatro puntas
pudiesen mostrar libremente unos cupidos de lana color rosa que resplandecían en
ellas, y un gran moño de cinta colorada en la parte izquierda de la cabeza,
completaban la parte visible de los adornos de esa mujer en cuyo semblante moreno y
carnudo, donde lo mejor que había eran unos grandes ojos negros que debieron ser
bellos cuando conservaban su primitivo brillo, estaban muy claramente definidos y
sumados unos cuarenta y ocho inviernos con sus correspondientes tempestades;
declaración que se empeñaban en disimular en vano los gruesos rulos que caían hasta
la barba, y de un cabello grueso, áspero, y cuyo color estaba apostando a que no lo
distinguirían entre el chocolate y el café aguado. Agregando a esto una estatura más
bien alta que baja, un cuerpo más bien gordo que flaco, donde lo más notable era un
pecho que parecía un vientre, ya se podrá tener una idea aproximada de Doña
Marcelina, a quien Daniel saludó sin levantarse del sillón, y con esa sonrisa que nada
tiene de familiar, aun cuando mucho de animador, que es un atributo de las personas
de calidad acostumbradas a tratar con inferiores.

-La necesito a usted, Doña Marcelina -la dijo haciéndola señas de que ocupase una
silla frente a él.

-Siempre estoy a las órdenes de usted, señor Don Daniel -contestó la recién venida,
sentándose y estirando el vestido por los lados, tomándolo con la punta de los dedos,
como si fuese a bailar el circunspecto y gentil minuet de nuestros padres; haciendo
que la silla desapareciese bajo tan voluminosa nube.

-Ante todas cosas, ¿cómo va la salud y cómo están en casa? -preguntó Daniel, que
era hombre que jamás pisaba fuerte sin haber tanteado antes el terreno, aun cuando
sobre él hubiese caminado la víspera.

-Aburrida, señor; hoy se hace una vida en Buenos Aires capaz de purgar todos los
pecados que una tenga.

-Eso habrá adelantado usted para cuando pase a la vida eterna -respondióla Daniel
mirando sus manos y como si ellas solas le preocupasen.
-Otros tienen más pecados que yo y ganarán el cielo -dijo Doña Marcelina
meneando la cabeza.

-¿Por ejemplo?

-Por ejemplo, los que usted sabe.

-Hay ciertas cosas que yo las olvido con facilidad.

-Pues yo no, y si viviera doscientos años no dejaría un día de recordarlas.

-Mal hecho; perdonar a nuestros enemigos es un precepto de nuestra religión.

-¡Perdonarlos! ¿Perdonarlos después del bochorno que me hicieron sufrir, después


de haberme hecho perder mi reputación, confundiéndome con las mujeres públicas?
Jamás. Yo tengo un corazón de Capuleto.

-¡Bah! -exclamó Daniel conteniendo la risa al oír la comparación de Doña Marcelina-


, usted exagera siempre cuando habla de esas cosas.

-¿Qué dice usted? ¡Exagerar! ¡Pues no es nada! ¡Meterme en una carreta junto con
las demás; confundirme con ellas; a mí, que jamás había recibido en mi casa sino la flor
y nata de Buenos Aires! No, no crea usted que fue por mi conducta; fue una venganza
política, porque mis opiniones eran conocidas de todos. Mis primeras relaciones
fueron con unitarios. Me visitaban ministros, abogados, poetas, médicos, escritores; lo
mejor que había en Buenos Aires; y por eso el tirano de Perdriel me puso en lista,
cuando Tomás Anchorena decretó el destierro de las mujeres públicas; ese viejo
tartufo y usurero que bien hacían en decirle:

El inmortal macuquino,
Gran sacerdote apostólico,

No gastará un real en vino

Aunque reviente de cólico.

-Hermosos versos, Doña Marcelina.

-Magníficos. Eran los que le componían el año 33. Ese insulto lo recibí en tiempo de
la primera administración de este gaucho asesino que me hizo víctima de mis
opiniones políticas, y quizá también de mi amor a la literatura, porque este salvaje
proscribió a todos los que nos dedicábamos a ella. Todos mis amigos fueron
desterrados. ¡Ah, época fausta de los Varelas y Gallardos! Pasó, pasó a la nada, como
dice... ¡Acuérdese usted, señor Don Daniel, acuérdese usted! -y Doña Marcelina, que
empezaba a sudar después de su discurso, se pasó el pañuelo con pinos por la frente, y
se echó a los hombros el que le cubría el pecho.

-Fue una injusticia atroz -la respondió Daniel con una cara en cuya grave y magistral
seriedad estaba pintada la más franca expresión de la risa que estaba agitando su
espíritu.

-¡Atroz!

-Y de que sólo las relaciones de usted pudieron salvarla.

-Así fue, ya se lo he referido a usted muchas veces; me salvó uno de mis más
respetables amigos, que se condolió de la inocencia ultrajada por la barbarie, que es lo
más inhumano, como dice Rousseau -exclamó con énfasis Doña Marcelina, cuyo flaco
eran las citas literarias, y cuyo fuerte eran las citas de otra especie.

-Rousseau tuvo razón en escribir esa admirable novedad -dijo Daniel conteniendo la
risa que le hervía en el pecho al oír aquel nombre y aquella citación en los labios de
Doña Marcelina.
-Pues eso fue lo que dijo. ¡Oh! ¡Si supiese usted la memoria que tengo! Sabía la
Argia y la Dido, verso por verso, al otro día de representarse por primera vez.

-¡Admirable memoria!

-Pues así es. ¿Quiere usted que le recite el sueño de Dido, o el delirio de Creón, que
tiene unas diez páginas y que empieza así:

¡Triste fatalidad! Dioses supremos...

-No, no, gracias -la dijo Daniel interrumpiéndola, temblando de que quisiera
continuar hasta el fin aquel eterno delirio, que hace delirar de fastidio en la tragedia
del poeta clásico de los unitarios.

-Muy bien, como usted quiera.

-¿Y ahora qué lee usted, señora Doña Marcelina?

-Ahora estoy leyendo El hijo del Carnaval, para luego leer la Lucinda, que está
concluyendo mi sobrina Tomasita.

-¡Excelentes libros! ¿Y quién le presta a usted esa escogida colección de obras? -


preguntóla Daniel reclinándose en un brazo del sillón y fijando sus ojos tranquilos y
penetrantes en la fisonomía de aquella desacordada mujer.

-A mí no me los prestan; es a mi sobrinita Andrea a quien se los lleva el señor cura


Gaete.

-¡El cura Gaete! -dijo Daniel no pudiendo ya contener la risa a que dio salida
libremente.
-Y yo se lo agradezco mucho; porque las personas que tienen instrucción saben que
es necesario que las jóvenes lean lo malo como lo bueno para que no las engañen en el
mundo.

-Perfectamente pensado, Doña Marcelina. Pero lo que no entiendo es cómo una


persona con los principios políticos de usted acepta la amistad de ese honrado
sacerdote que es hoy la más brillante joya de la Federación.

-¡Qué! ¡Si a él mismo le canto la cartilla todos los días!

-¿Y la sufre a usted?

-La echa de tolerante. Se ríe, me da la espalda, y se va al cuarto de Gertruditas a leer


los libros que lleva.

-¡Gertruditas! También tiene usted otra joven de ese nombre en su casa.

-Es una sobrina mía a quien he recogido hace un mes.

-¡Santa Bárbara! ¡Tiene usted más sobrinas que nietos tuvo Adán por la línea de
Seth, hijo de Caín y de Ada! ¿Ha leído usted la Biblia, Doña Marcelina?

-No.

-¿Pero habrá leído usted a Don Quijote?

-Tampoco.
-Pues ese Don Quijote, que era un buen hombre, muy parecido en la figura y en
otras cosas a Su Excelencia el general Oribe, declaraba que no podía haber una
república bien constituida sin cierto empleo, y ese empleo es el que usted ejerce
dignamente.

-¿El de protectora de mis sobrinas desgraciadas, querrá usted decir?

-Exactamente.

-Hago por ellas lo que puedo.

-Pero ¿qué haría usted, si el reverendo Cura de la Piedad hallase en casa de usted lo
que yo encontré el día que por primera vez entré en ella, bajo la recomendación de
Mr. Douglas?

-¡Oh, Dios mío, sería perdida! Pero el cura Gaete no será tan curioso como lo fue el
señor Don Daniel Bello -dijo Doña Marcelina con cierto aire de reconvención cariñosa.

-Tiene usted razón, y yo la tengo también. Fui a su casa para entregarle una carta
que debía llevar usted a donde yo se lo indicase. La pedí un tintero para poner la
dirección de la carta; a ese tiempo llamaron a la puerta; me dijo usted que me ocultase
en la alcoba y que en la mesa hallaría un tintero; lo busqué sin hallarlo, abrí el cajón y...

-Usted no debió haber leído lo que allí había, picaruelo -dijo interrumpiéndolo Doña
Marcelina con un tono cada vez más cariñoso, que tomaba siempre cuando Daniel
hablaba de este asunto, cosa que sucedía cada vez que se veían.

-¿Y cómo resistir a la curiosidad? ¡Periódicos de Montevideo!


-Que me mandaba mi hijo, como se lo he dicho a usted.

-¡Sí, pero la carta!

-¡Ah, sí, la carta! Por ella me habrían fusilado sin compasión estos bárbaros. ¡Qué
imprudencia la mía! ¿Y qué ha hecho usted de esa carta, mi buen mozo, la conserva
usted siempre?

-¡Oh! ¡Eso de decir usted que les había de cortar la trenza a todas las mujeres de la
familia de Rosas cuando entrase Lavalle, eso es muy grave, Doña Marcelina!

-¡Qué quiere usted! ¡El entusiasmo! ¡Las ofensas recibidas! ¡Pero qué! ¡Yo soy
incapaz de hacerlo! ¿Y la carta la conserva usted, tunante? -preguntó de nuevo Doña
Marcelina, haciendo un notable esfuerzo para sonreírse.

-Ya le he dicho a usted que tomé esa carta para librarle de un peligro.

-Pero usted debió romperla.

-Y habría hecho una inaudita bestialidad.

-¿Pero para qué la conserva usted?

-Para tener un documento con que hacer valer el patriotismo de usted, si alguna vez
sufren un cambio las cosas. Yo quiero que los servicios que suele prestarme sean bien
recompensados más tarde.

-¿Para ese solo objeto la guarda usted?


-No me ha dado usted motivos hasta ahora de mudar la idea -respondió Daniel
marcando pausadamente sus palabras.

-¡Ni los daré jamás! -exclamó la pobre mujer descargando sus pulmones de una
inmensa columna de aire que se había comprimido en ellos durante la conversación de
la carta, que era su pesadilla diaria.

-Así lo creo. Y ahora vamos a lo que tenemos que hacer. ¿Ha visto usted a Douglas?

-Hace tres días que lo vi. Antenoche embarcó a cinco individuos, de los cuales dos le
fueron proporcionados por mí.

-Muy bien. Hoy tiene usted que volver a verlo.

-Ahora mismo.

-Iré en el acto.

Daniel pasó a su escritorio, levantó su tintero de bronce, tomó la carta que había
escrito y guardado bajo de él la noche anterior; púsole en seguida una nueva cubierta,
y tomando una pluma volvió a su aposento.

-Ponga usted el sobre de esta carta.

-¿Yo?

-Sí, usted: a Mr. Douglas.


-¿Nada más?

-Nada más.

-Ya está -dijo la tía de todas las sobrinas, después de haber escrito aquel nombre,
sirviéndole de mesa su maciza rodilla.

-Irá usted a lo de Mr. Douglas, le hablará a solas y le entregará esa carta de mi


parte.

-Así lo haré.

-Guarde usted la carta en el seno.

-Ya está. No tenga usted el mínimo cuidado.

-A otra cosa.

-Lo que usted ordene.

-Necesito estar solo en casa de usted, mañana o pasado mañana a la tarde, por
media hora solamente.

-Por el tiempo que usted quiera. Saldré con las muchachas a pasear; pero ¿y la
llave?
-Hoy mismo hará usted hacer otra igual, y me la mandará mañana temprano
determinándome el día y la hora en que saldrá usted; prefiero que sea a la oración,
porque quiero evitar el que me vean.

-¡Oh! ¡La calle de mi casa es un desierto! Sólo en verano, como está la casa a media
cuadra del río, suele pasar alguna gente a bañarse.

-Quiero también que deje usted abiertas las puertas interiores.

-Hay poco que robar.

-Algún día habrá más, No exijo de usted sino discreción y silencio; la menor
imprudencia, sin costarme a mí un cabello, le costaría a usted la cabeza.

-Mi vida está en manos de usted hace mucho tiempo, señor Don Daniel; pero
aunque así no fuera yo me haría matar por el último de los unitarios.

-Aquí no se habla de unitarios, ni yo le he dicho a usted nunca lo que soy. ¿Está


usted informada de todo?

-No hay dos que tengan la memoria que yo -respondió Doña Marcelina, que se
hallaba algo turbada por el tono tan serio con que Daniel acababa de hablarla.

-Bien, hágase usted cargo que la he enseñado un trozo de versos, y despidámonos.

Y Daniel entrando a su gabinete abrió su escritorio y sacó un billete de quinientos


pesos.
-Ahí tiene usted para la llave y para comprar dulces en el paseo que hará con las
sobrinas.

-¡Vale usted un Perú! -exclamó la recitadora de la Argia-. En sola una vez, y sin
interés, es usted más generoso -continuó- que el fraile Gaete en todo un mes con mi
sobrina Gertrudis.

-Sin embargo, guárdese usted de indisponerse con él; y hasta más ver.

-Hasta siempre, señor Don Daniel -y haciendo un saludo que no dejaba de tener
cierto airecillo de buen tono, salió Doña Marcelina moviéndose como una polacra
hamburguesa cuando navega con viento en popa.
Capítulo XI

Donde aparece el hombre de la caña de la India

Apenas Doña Marcelina estuvo fuera de la sala, cuando Fermín introdujo al hombre
del paseo matinal, en el gabinete de su señor.

Con el sombrero en la mano izquierda y la caña de la India en la derecha, entró con


paso magistral, poniendo luego sombrero y bastón en una silla, y dirigiéndose a Daniel
con la mano estirada.

-Buenos días, mi Daniel querido y estimado. Por ser el día en que más he necesitado
hablarte parece que se me han puesto mayores dificultades para conseguirlo, ¡a mí, a
tu primer maestro! Pero en fin, ya estoy a tu lado, y, con tu permiso, me siento.

-Sabe usted, señor, que yo me levanto tarde generalmente.

-Siempre tuviste esa costumbre intrínseca, ese instinto innato; más de una vez te
puse en penitencia severa por haber faltado a las horas improrrogables de clase.

-Y con todas las penitencias, no logró usted enseñarme a escribir, que es lo peor que
pudo sucederme, mi querido señor Don Cándido.

-De lo que yo me lisonjeo mucho.

-¡Es posible! Mil gracias, señor.

-En los treinta y dos años que he ejercido la noble, ardua y delicada tarea de
maestro de primeras letras, he observado que sólo los tontos adquieren una forma de
escritura hermosa, clara, fácil, limpia, en poquísimo tiempo; y que todos los niños de
grandes y brillantes esperanzas, como tú, no aprenden jamás una escritura regular,
mediana siquiera.

-Gracias por la lisonja, pero declaro a usted que yo me avendría mucho con tener
menos talento y mejor letra.

-Pero eso no obsta a que me tengas cariñoso y sincero afecto, ¿no es verdad?

-Cierto que no, señor; respeto a usted como a todas las personas que dirigieron mi
infancia.

-¿Y me prestarías un servicio el día que tuviese necesidad de ti?

-En el acto, si estaba en mi mano. Hábleme usted con franqueza.

-¿Sí?

-Hoy los quebrantos en la fortuna, por ejemplo, son casi generales. Nada más
común que los apuros de dinero en épocas como la que atravesamos. Hábleme usted
con franqueza -le repitió Daniel, cuya delicadeza había querido ahorrar a su maestro el
disgusto de amplificar la situación pública en cuanto al estado de las fortunas, por si
acaso era asunto de dinero el que le traía a su casa.

-No, no es dinero metálico, ni en papel moneda lo que necesito; felizmente con mis
ahorros junté un pequeño capital de cuya renta vivo pasablemente, cómodamente. Es
otra cosa de mayor importancia la que quiero de ti. Hay épocas terribles en la vida.
Épocas de calamidad, de trastornos, cuando las revoluciones nos ponen en peligro a
inocentes y a culpables. Porque las revoluciones son como las tormentas desatadas,
furiosas, que al bajel que toman en alta y procelosa mar lo ponen a pique de zozobrar
con todos los hombres que lleva adentro, buenos o malos, judíos o cristianos.
Recuerdo un viaje que hice a las Vacas. ¡Qué viaje! Iba con nosotros un padre
franciscano. ¡Excelente hombre! Porque mira, Daniel, por más que se diga de los
sacerdotes, los hay ejemplares; los hemos tenido aquí mismo que eran un modelo de
caridad y de virtud. Hay otros malos, es verdad; pero todo es así en la vida, y...

-Perdone usted, señor, creo que usted se ha distraído de su asunto especial -le dijo
Daniel, que conocía prácticamente ser el hombre con quien hablaba uno de aquellos
que no acabarían jamás sus digresiones, si no se les cortase el discurso.

-A eso voy.

-Lo mejor de este mundo, señor, es empezar las cosas por el principio y marchar de
prisa en línea recta para llegar pronto a donde vamos. Al asunto, pues -insistió Daniel,
que a pesar de que solía divertirse algunas veces con la multitud de adjetivos,
extravagantes los más, con que amenizaba las digresiones su antiguo maestro de
escritura, ese día no tenía su espíritu para juegos, ni tiempo para perder.

-Bien; voy a hablarte como a un hijo tierno, cariñoso, discreto y racional.

-Con lo último, basta, señor; adelante.

-Yo sé bien que tú estás a buenas anclas -prosiguió Don Cándido, en quien los
circunloquios formaban, juntos con los adjetivos, el carácter distintivo de su oratoria.

-No entiendo.

-Quiero decir que tus relaciones encumbradas, tus amigos distinguidos, tus lazos
estrechos y continuamente rozados por el trato frecuente, familiar y poderoso de tus
asuntos propios, y las recomendaciones de tu señor padre...

-Por el amor de Dios, señor: créame usted que no está en mi organización el resistir
mucho tiempo a ciertas situaciones. ¿Qué es lo que quiere usted decirme?
-A eso iba, genio de pólvora. Lo mismo, lo mismo eras cuando te sentabas a mi
derecha con tus rizos hasta los hombros y tu polaquita azul. En cuanto te mandaba
escribir, si encontrabas la puerta abierta, dejabas la gorrita y echabas a correr hasta tu
casa. Decía pues, que tu posición distinguida a que te han abierto camino dilatado,
llano y florido las amistades de tu padre honrado, generoso y patriota, como a la vez tu
talento exquisito y tu gusto extremado por el trato franco y cordial de los hombres...

-Muy bueno, ¿y qué puedo hacer por usted?

-Óyeme.

-Oigo.

-Yo sé que a medida que los sucesos apuran, que las circunstancias apremian, es
mejor...

-¿Pero no es mucho mejor que me diga usted lo que quiere?

-A ello voy.

-¡Paciencia! -dijo Daniel entre sí mismo, dominándose como era su costumbre


después de algunos años.

-¿Tú tienes relaciones?

-Muchas, adelante.

-Y entre ellas la del señor jefe de policía Don Bernardo Victorica. ¿No es verdad?
-Es cierto, y ¿qué es lo que usted quiere?

-Óyeme, Daniel. Yo te he enseñado a escribir, yo te quise como a un hijo por lo vivo,


alegre, travieso, inteligente, activo...

-Gracias, gracias, señor.

-Tú eres casi el único de mis discípulos antiguos cuya amistad cultivo al presente; a
este desgraciado presente, que envuelto en la nube iracunda, tormentosa y fosfórica
de las convulsiones ocultas, de las pasiones desencadenadas, hace o está para hacer la
desgracia completa, irremisible y fatal de mi existencia.

-Conque ¿qué es lo que usted deseaba? -preguntóle Daniel mordiéndose los labios,
pero sin dejar asomar a su fisonomía la más leve señal de la impaciencia que le
agitaba.

-Deseaba, pues, que me hicieras un grande y no menos importante servicio, Daniel.

-Pero eso es lo mismo que me dijo usted al empezar la conversación, señor.

-Despacio, vamos por partes.

-Vamos como usted quiera, vamos.

-¿Tú tienes relaciones?

-Sí, señor.
-¿Poderosas?

-Sí, señor.

-¿Y con Victorica también?

-Sí, señor.

-Entonces Daniel, hazme...

-¿Qué?

-Daniel, en nombre de tus primeras planas que yo corregía con tanto gusto,
hazme... ¿estamos solos?

-Perfectamente solos -le contestó Daniel algo sorprendido al ver que Don Cándido
se ponía pálido a medida que hablaba.

-Entonces, Daniel querido y estimado, hazme...

-¿Qué?, por todos los santos del cielo.

-Hazme poner en la cárcel, Daniel -dijo Don Cándido, pegando su boca a la oreja de
su discípulo, que se dio vuelta, y con toda la fuerza de su alma, clavó los ojos en su
fisonomía para ver si descubría algo que le convenciera que realmente su maestro
estaba loco.
-¿Te sorprendes? -continuó Don Cándido-. Sin embargo, yo exijo de ti ese servicio
eminente, como el más valioso, importante y caro que puedo recibir de hombre
nacido.

-Y ¿qué objeto se propone usted con estar en la cárcel? -interrogó Daniel, que no
podía formarse una idea que lo calmase sobre el estado moral de su interlocutor.

-¿Qué objeto? Vivir con seguridad, tranquilo, descansado, mientras pasa la


tormenta espantosa y horrísona que nos amenaza.

-¿La tormenta?

-Sí, joven, tú no comprendes nada todavía de las terribles y sangrientas revoluciones


de los hombres, y sobre todo, de las equivocaciones fatales que hay comúnmente en
ellas. El año 20, en aquel terrible año en que todos parecían locos en Buenos Aires, yo
fui preso dos veces por equivocación; y estoy temblando de que en el año 40, en que
todos parecen demonios, me corten la cabeza por equivocación también. Yo sé lo que
hay, sé lo que va a suceder, y quiero estar en la cárcel por alguna causa civil, por
alguna causa que no sea política.

-¿Pero qué hay? ¿Qué va a suceder? -preguntó Daniel empezando a traslucir alguna
cosa de importancia en el pensamiento de Don Cándido.

-¡Qué hay!¿No lees la Gaceta? ¿No lees todos los días esas terríficas amenazas del
furor popular, de sangre, de exterminio, de muerte?

-Pero eso es contra los unitarios, y según creo, usted no ha contraído compromisos
políticos.

-Ningunos; pero esas amenazas aterrantes, fulmíneas e incendiarias, no son contra


los unitarios, sino contra todos; y además yo tiemblo de las equivocaciones.
-¡Aprensiones, señor!

-¡Aprensiones! ¿No ves esos hombres de aspecto tremebundo y sangriento, que de


algunos meses a aquí han salido, creo que de los infiernos, y que se encuentran en los
cafés, en las calles, en las plazas, en las puertas sacras y puríficas de los templos, con
sus inmensos puñales a la cintura, afilados corno el perfil de la A mayúscula?

-¿Y bien? ¿Usted no sabe que el puñal ha sido y será siempre la espada de la
Federación?

-Pero ésos son los síntomas primeros, atronadores y centellantes de la tempestad


que he profetizado. El momento faltaba, pero el momento va a llegar.

-¿Y por qué va a llegar ese momento? Hable usted, señor.

-¡Oh! Ese es el secreto que traigo en el pecho como una rueda de puñales desde hoy
a las cuatro de la mañana.

-Señor, confieso a usted que si no me habla con claridad y sin secretos en el pecho,
no podré entenderle una palabra, y tendré el disgusto de decirle que tengo una
forzosa diligencia que hacer a estas horas.

-No, no te irás. Oye.

-Oigo, pues.

Don Cándido se levantó, fue a la puerta del gabinete que daba a la sala, miró por la
boca llave, y después de convencerse que no había nadie al otro lado de la puerta,
volvió a Daniel y le dijo al oído con tono misterioso:
-¡La Madrid se ha declarado contra Rosas!

Daniel dio un salto en la silla, un relámpago de alegría brilló en su semblante, pero


que súbitamente apagóse al influjo de la poderosa voluntad de ese joven, que se
ejercía especialmente sobre las revelaciones con que el semblante humano hace
traición con frecuencia a las situaciones del espíritu.

-Usted delira, señor -le respondió volviendo a sentarse tranquilamente.

-Cierto, Daniel, cierto como que los dos estamos ahora conversando juntos y solos.
¿No es verdad que estamos solos?

-Y tanto, que si usted no me refiere cuanto dice saber, creeré que todavía me
reputa como a un niño y que se burla de mí.

Y los ojos de Daniel bañaron con su lumbre activa toda la fisonomía de aquel
hombre que iba a ser observado hasta en lo más secreto de su pensamiento.

-No te incomodes, mi Daniel querido y estimado. Óyeme y te convencerás de lo que


digo. Tú sabes que después que dejé la clase de escritura, es decir, hace cuatro años,
me retiré a mi casa a vivir tranquilamente del fruto de mi pequeño capital. Y, para que
cuidase de la casa y de mi ropa, conservé a mi servicio una mujer de edad, blanca,
arribeña; muy buena mujer, aseada, prolija, económica...

-Pero, señor, ¿qué tiene que ver esa mujer con el general La Madrid?

-Ya lo verás. Esa mujer tiene un hijo, que después de diez años trabajaba de peón en
Tucumán; ¡hijo excelente, jamás deja de mandarle una parte de sus ahorros a su
madre! Habiéndote dicho esto, ¿lo has oído bien?

-Demasiado bien, señor.


-Entonces vamos a lo que hace a mí. Mi casa tiene una puerta de calle. ¡Ah!, se me
olvidaba decirte que el hijo de la mujer que me sirve vino de chasque a mediados del
año pasado, ¿estás?

-Estoy.

-Mi casa, pues, tiene una puerta de calle, y el cuarto de mi sirvienta una ventana sin
reja que da a la calle. Después de estos últimos meses, en que todos vivimos
temblando en Buenos Aires, el sueño ha huido fugitivo de mis ojos, y no es dormir,
sino estar en pesadilla lo que yo hago. Yo concurría a una tertulia de malilla, en casa de
unos amigos antiguos, honrados, leales, que no hablan jamás de la recóndita política
de nuestro tiempo adverso, desgraciado y calamitoso; pero ya no concurro, y desde la
oración me encierro en mi casa.

-¡Válgame Dios, señor! Pero ¿qué tiene que ver la tertulia de malilla con...?

-A eso voy.

-¿Adónde? ¿A la tertulia de malilla?

-No, al acontecimiento.

-Al de La Madrid.

-Sí.

-¡Gracias a Dios!
-Anoche, a las cuatro de la mañana, estaba yo desvelado como de costumbre,
cuando de repente siento que un caballo para a la puerta, y que el ruido de un latón
decía claramente que el hombre que se desmontaba era un oficial, o un soldado. Yo no
soy hombre de armas; tengo horror a la sangre, y te lo confesaré todo, mi cuerpo se
puso a temblar y un sudor frío me bañó de los pies a la cabeza, la cosa no era para
menos, ¿no es verdad?

-Prosiga usted, señor.

-Prosigo. Me tiré de la cama, abrí sin hacer ruido el postigo de la ventana; después
una rendija de ésta; la noche estaba oscura, pero distinguí que al otro lado de la
puerta, en la ventana de Nicolasa, mi sirvienta, el hombre de a caballo estaba
llamando sin mucho ruido, y que en seguida, y después de cambiadas algunas palabras
que no oí, la ventana se abrió y el hombre entró en el cuarto. Mis

ideas se confundieron, mi cabeza era un horno volcanizado y ardiente, me creí


vendido, y sin perder un momento salí descalzo al patio, y fui a mirar por el ojo de la
llave en el cuarto de Nicolasa. Y ¿a quién te parece que reconocí?

-Dígalo usted, y lo sabré con más propiedad.

-Al hijo obediente, sumiso y cariñoso de Nicolasa, que la estaba abrazando. Sin
embargo, yo no me retiré por eso, quise convencerme bien de que no me amenazaba
ningún peligro eminente, y escuché atento. Nicolasa ofreció hacerle una cama, pero él
rehusó, diciéndola que tenía que volver en el acto a la casa del gobernador, que venía
de chasque de la provincia de Tucumán, y hacía un momento que había entregado los
pliegos.

-Prosiga usted, pero sin olvidar cosa alguna -le dijo Daniel, a quien ya no
importunaban los adjetivos, los episodios, ni los circunloquios.

-Todas las palabras las tengo en la memoria como grabadas con candente fierro. La
dijo que los pliegos eran de unos señores muy ricos de Tucumán, en que le anunciarían
al gobernador, probablemente, lo que había hecho el general La Madrid. Nicolasa,
curiosa, indagadora, como toda mujer, le hizo preguntas a este respecto, y el hijo,
conjurándola a que guardase el más profundo silencio, la refirió que luego de llegar La
Madrid a Tucumán se pronunció públicamente contra Rosas, que todo el pueblo lo
había recibido en fiesta, y que el gobierno lo había nombrado, y hecho reconocer,
general en jefe de todas las tropas de línea y milicia de la provincia, como también por
jefe del estado mayor al coronel Don Lorenzo Lugones, y jefe de coraceros del orden al
coronel Don Mariano Acha. ¡Imagínate, hijo mío, la impresión que todo esto me
causaría, desnudo como estaba yo en la puerta de Nicolasa!

-Sí, sí, prosiga usted -dijo Daniel, que estaba devorando palabra por palabra cuantas
salían de la boca de Don Cándido, que hubiese querido pagar con toda su fortuna, y
que, sin embargo, no obraban la menor alteración en su exterior, pues que estaba
oprimiendo los movimientos de su fisonomía, con la potencia irresistible de su
voluntad.

-¿Qué he de proseguir, qué más necesitamos saber? Todo lo que en seguida contó a
su madre no fue sino sobre fiestas, sobre alegría y sobre movimientos militares en las
provincias, declarándose casi todas contra Rosas.

-Pero pronunciaría algún otro nombre, alguna cosa especial.

-Ninguna. Estuvo apenas diez minutos con su madre; y se fue después de darla
algún dinero y de besarla la mano, prometiéndola que hoy volvería, si no lo
despachaban de madrugada; porque ese hijo, ¡oh!, te voy a contar toda la historia.

-¿Qué edad tiene ese hombre?

-Es joven, veinte y dos o veinte y tres años a lo más; alto, rubio, nariz aguileña, buen
mozo, gallardo, fuerte, varonil.

-«A los veinte y dos años un hombre no es comúnmente malo. Un hijo que atiende a
su madre desde lejos, es un hombre de corazón. No tenía interés ninguno en engañar a
su madre. Don Cándido no ha mentido en una palabra de cuanto me ha dicho, luego el
suceso es cierto. ¡Providencia divina!»-dijo Daniel para sí mismo, sin dar atención a los
últimos adjetivos de Don Cándido.

-Y bien -continuó-, será muy cierto cuanto usted me dice del general La Madrid,
pero no alcanzo la consecuencia personal que saca usted para sí mismo.

-¿Para mí? Para todos, debes decir. Mira, hablemos con franqueza: a pesar de todas
las apariencias, es imposible que seas amigo del gobierno, que quieras los desórdenes
y la sangre. ¿No es verdad?

-Señor, yo tendré mucho honor en recibir todas las confianzas que quiera usted
hacerme, dando a usted la más completa seguridad en mi secreto, pero no es esta una
ocasión que me inspire la necesidad de hacer confidencias sobre mis opiniones
políticas.

-Bien, bien, esa es prudencia, pero yo sé lo que me digo; y te decía también, o


quería decirte, que el suceso del general La Madrid va a irritar exuberantemente al
señor gobernador; que su irritación sanguínea va a comunicarse rápida y sutilmente a
todos esos caballeros a quienes, ni tú ni yo, tenemos el honor de conocer, y que no
debes tener la menor duda que han sido mandados por el diablo. Quiero decir
también, que todas las amenazas de la Gaceta van a cumplirse; que van a herir y matar
a diestra y siniestra; y que aunque tenga yo la convicción profunda, religiosa y santa de
mi inocencia, no tengo la seguridad de que no me maten por equivocación cuando
menos. Y es esto lo que es preciso evitar; lo que es preciso que evites tú, mi Daniel
querido y estimado. ¿Estás ahora?

-Lo único que pienso es que, con tales temores, lo mejor que podrá usted hacer,
será no salir de su casa mientras llega y se acaba la tormenta horrísona, como usted la
llama.

-Y ¿qué sacamos con eso? Se entrarán a mi casa por entrarse a la del vecino, y por
matar a Juan de los Palotes, matarán a Don Cándido Rodríguez, antiguo maestro de
primeras letras, hombre honrado, pacífico, caritativo y moral.
-¡Oh! ¡Pero eso sería una cosa horrible!

-Sí, señor, horrible para mí, espantosa, cruel, pero que no por eso dejaría yo de
sufrirla inocente y doloridamente.

-¿Pero qué hacer entonces?

-Evitarla, impedirla, estorbarla, repelerla, escaparla, huirla.

-¿Y cómo?

-Escucha. Entrando en la cárcel, no por orden del señor gobernador, sino por alguna
otra orden subalterna, el gobernador que no me conoce y que no sabrá nada, porque
no se me pondrá preso por causas políticas, no dará orden ninguna contra mi persona.
La cárcel no ha de ser invadida, y si lo fuese, el alcaide tendrá tiempo de informar
sobre los motivos de mi prisión. Viviré en la cárcel tan felizmente como en mi casa, una
vez que viva tranquilo. Los soldados no me asustarán, al contrario, ellos serán mi
garantía contra todo asalto de la Sociedad Popular, sobre todo contra toda
equivocación.

-Todo eso no pasa de ser un desatino, pero suponiendo que fuese una cosa muy
racional, ¿cómo quiere usted, señor Don Cándido, que lo haga yo poner en la cárcel?,
¿de qué pretexto valerme?

-¡Pero eso es lo más fácil! Yo te lo diré: te vas a ver ahora mismo a Victorica y le
dices que yo te acabo de insultar groseramente, y que mientras entablas tu acción
criminal, pides mi prisión en el día; me llevan preso, yo no reclamo, tú no das paso
alguno, y heme aquí en la cárcel, hasta que yo te pida que me saques de ella.
-Pero señor, no es costumbre entre nosotros que los hombres de mi edad vayan a
quejarse a las autoridades cuando reciben un insulto privado. Sin embargo la situación
de usted me interesa -continuó Daniel, cuya cabeza, preocupada por la noticia
importante que acababa de recibir tan accidentalmente, no dejaba, empero, de
calcular el partido que podría sacarse de aquel hombre enfermado por el terror, que a
todo se prestaría con la mayor docilidad, a cambio de adquirir un poco de confianza
sobre los peligros que su imaginación le creaba.

-¡Oh!, yo bien sabía que te interesarías por mí, tú el más noble, bondadoso y fino de
mis antiguos discípulos. Me salvarás, ¿no es verdad?

-Creo que sí. ¿Se contentaría usted con un empleo privado al lado de una persona
cuya posición política en la actualidad es la mejor recomendación de federalismo para
los individuos que la sirven?

-¡Ah!, eso sería el colmo de mis deseos. Yo nunca he sido empleado, pero lo seré. Y
además, seré empleado sin sueldo. Cedo desde ahora mis emolumentos al objeto que
quiera mi noble y distinguido patrón, a quien desde ahora también profeso el más
íntimo, profundo y leal respeto. ¡Tú me salvas, Daniel!

Y Don Cándido se levantó y abrazó a su discípulo, con una efusión de cariño a que él
habría llamado entusiástica, ardiente, espontánea y simpática.

-Retírese usted tranquilo, señor Don Cándido, y tenga usted la bondad de volver a
verme mañana.

-¡Sin falta, sin falta!

-No siendo a las seis de la mañana, bien entendido.

-No, vendré a las siete.


-Tampoco. Venga usted a las diez de la mañana.

-Bien; vendré a las diez, seré exacto y puntual a la cita.

-Una palabra: guarde usted el más profundo silencio sobre el asunto del general La
Madrid.

-He determinado no dormir esta noche para no hablar de él soñando. Te lo juro a fe


de honrado y pacífico ciudadano.

-Nada de juramentos, señor, y hasta mañana -dijo Daniel sonriendo, dando la mano,
y acompañando a su maestro hasta la puerta del gabinete.

-Hasta mañana, mi Daniel querido y estimado, el más bueno y generoso de mis


antiguos discípulos. Hasta mañana.

Y Don Cándido Rodríguez salió de la casa de Daniel, con su caña de la India bajo el
brazo, sin tomar las precauciones que a su entrada en ella, por cuanto pocas horas
faltaban para que fuese empleado cerca de un gran señor de la Federación de 1840.

-Son las doce, Fermín. Pronto, un frac o una levita, cualquier cosa -dijo Daniel a su
criado, que entró al gabinete en el momento de salir Don Cándido.

-Han venido de casa del coronel Salomón -le dijo Fermín.

-¿Han traído una carta?


-No, señor. El coronel Salomón mandó decir a usted, que no le contestaba por
escrito porque no hallaba el tintero en ese momento, pero que hoy a las cuatro de la
tarde se iba a reunir la Sociedad, y que esperaba a usted a las tres y media.

-Bien, dame la ropa.


Capítulo XII

Florencia y Daniel

Pocos minutos faltaban para que el gran reloj del cabildo marcase las dos horas de
la tarde, cuando Daniel Bello dejó la casa del señor ministro de Relaciones Exteriores,
Don Felipe Arana, en la calle de Representantes, por la cual siguió en dirección al sur,
hasta encontrarse con la calle de Venezuela, que cruza la ciudad de este a oeste; y
doblando por ella en dirección al Bajo, caminó hasta la calle de la Reconquista.

Daniel no había adelantado nada en aquella visita sobre lo que hacía relación con su
amigo Eduardo, o más bien, mucho había ganado en contentamiento desde que se
impuso de que el señor ministro Arana no sabía una palabra de los sucesos de la noche
anterior, aun cuando, al llegar Daniel, el señor ministro venía de dejar la casa de Su
Excelencia el Gobernador, y puesto de su parte todos los medios que estaban a su
alcance para saber, antes que Victorica, lo que había ocurrido en el Bajo de la
residencia, según las propias palabras del señor ministro.

Y era esto precisamente cuanto Daniel deseaba en lo demás, es decir, una


ignorancia completa, o una confusión de relaciones en todos aquellos a quienes se
había dirigido, y cuyos informes debía recoger en el resto de ese día.

Ya sabía que el ministro estaba ajeno de cuanto había pasado. Iba a saber, por la
linda boca de su Florencia, lo que hablaban Doña Agustina Rosas de Mansilla y Doña
María Josefa Ezcurra sobre aquel incidente, cuya relación que de él hicieran, debía
provenir directamente de la casa de Rosas, adonde habrían afocádose los informes de
Victorica y sus agentes, y adonde esas señoras concurrían todas las mañanas; y por
último, esa tarde sabría lo más o menos informada que estaba la Sociedad Popular y su
presidente, sobre las ocurrencias de la noche anterior, con lo cual habría tomado
entonces todos los caminos oficiales y semioficiales por donde podía andar, más o
menos oculta, en la capital de Buenos Aires, una noticia de la clase de aquella que
tanto le interesaba saber.

Entretanto, él no había perdido el tiempo en su ministerial visita, pues había


conseguido que el señor ministro Arana se envolviese en una red, primorosamente
tejida por las manos de ese joven que, casi solo, sin más armas que su valor, y sin más
auxiliares que su talento, en una época en que todos los vínculos y todas las
consideraciones de honor y de amistad empezaban a ser relajadas prodigiosamente
por el terror en ese pueblo sorprendido por la tiranía; pero en el cual, es preciso
decirlo, no había desenvuéltose nunca ese espíritu de asociación que sus necesidades
morales reclamaron siempre; por ese joven decíamos, que era una especie de
conspiración viva contra Rosas, admirable por su temeridad, aun cuando reprensible
por su petulancia al querer trastornar, con la sola potencia de su espíritu, un orden de
cosas constituido más bien por la educación social del pueblo argentino, que por los
esfuerzos y los planes del dictador.

Don Felipe Arana, que tenía grande respeto a los talentos de Daniel, a quien más de
una vez consultaba sobre alguna redacción de fórmula, o alguna traducción del
francés, cosas ambas de muy grave importancia y de no menor dificultad para el señor
ministro de Relaciones Exteriores, había consentido en aceptar un consejo de Daniel,
con la candidez que le era característica, y con aquella inocencia que empezó a
revelarse en él desde el año de 1804, en que se afilió en la Hermandad del Santísimo
Sacramento, y cubierto con su pelliza de terciopelo punzó, y con la campanilla en la
mano, marchaba delante de la custodia, cuando en el primer domingo de cada mes
salía de la Santa Iglesia Catedral la procesión que se llamaba de la renovación, por ser
el día en que se renovaba la hostia consagrada.

Y aquella aceptación de aquel consejo iba a convertirse en un árbol de excelentes


frutos para aquel joven, a quien sólo faltaba apoyo para ser uno de los actores
principales del drama revolucionario por que pasaba el pueblo de Buenos Aires, y en
cuya cabeza, a pesar de su aislamiento, se desenvolvía, después de algunos meses, un
plan todo él de conspiración activa contra Rosas, que irá conociéndose más tarde, a
medida que los acontecimientos sobrevengan; como dentro de poco habrá ocasión
también de saberse algo sobre esa tan importante concesión que acababa de
conseguir de Don Felipe Arana.

Y entretanto, diremos que Daniel había doblado por la calle de la Reconquista, y


caminaba con ese aire negligente, pero elegante, que la Naturaleza y la educación
regalan a los jóvenes de espíritu y de gustos delicados, y que los elegantes por artificio
no alcanzan a reproducir jamás. Con su levita negra abotonada, y sus guantes blancos,
en la edad más bella de la vida de un hombre, y con su fisonomía distinguida, y ese
color americano que sirve a marcar tan bien las pasiones del alma y la fuerza de la
inteligencia, Daniel era acreedor muy privilegiado a la mirada de las mujeres, y a la
observación de los hombres de espíritu, que no podían menos de reconocer un igual
suyo en aquel joven en cuyos hermosos ojos chispeaba el talento, y que revelaba la
seguridad y la confianza en sí mismo, propiedad exclusiva de las organizaciones
privilegiadas, en su aire medio altanero y medio descuidado.

Llegado a la calle de la Reconquista, nuestro joven no tardó mucho en pisar la casa


de la bien amada de su corazón.

De pie junto a la mesa redonda que había en medio del salón, y sus ojos fijos en un
ramo de flores que había en ella, colocado en una hermosa jarra de porcelana,
Florencia no veía las flores, ni sentía la impresión de sus perfumes, aletargada por la
influencia de su propio pensamiento, que la estaba repitiendo, palabra por palabra,
cuantas acababa de oír salir de boca de Doña María Josefa; al mismo tiempo que
dibujaba a su capricho la imagen de esa Amalia a quien creía estar viendo bajo sus
verdaderas formas.

La abstracción de su espíritu era tal, que sólo conoció que habían abierto la puerta
del salón, a cuya daba la espalda, y entrado alguien en él, cuando la despertó de su
enajenamiento el calor de unos labios que imprimieron un tierno beso sobre su mano
izquierda, apoyada en el perfil de la mesa.

-¡Daniel!- exclamó la joven volviéndose y retrocediendo súbitamente.

Y ese movimiento fue tan natural, y tan marcada la expresión, no de enojo, sino de
disgusto, que asomó a su semblante, y tan notable la palidez de que se cubrió, en vez
de esos ramos de rosas con que asoma el pudor de las mejillas de una joven en tales
casos, que Daniel quedó petrificado por algunos instantes.

-Caballero, mi mamá no está en casa- dijo luego Florencia con un tono tranquilo y
lleno de dignidad.

-¡Mi mamá no está en casa, caballero!- repitió Daniel como si fuera necesario
decirse él mismo esas palabras para creer que salían de los labios de su querida-.
Florencia -continuó-, juro por mi honor, que no comprendo el valor de esas palabras,
ni cuanto acabo de ver en ti.

-Quiero decir, que estoy sola, y que espero querrá usted usar para conmigo de todo
el respeto que se debe a una señorita.

Daniel se puso colorado hasta las orejas.

-Florencia, por el amor de Dios, dime que estás jugando conmigo, o dime si es
verdad que yo he perdido la cabeza.

-La cabeza no, pero ha perdido usted otra cosa.

-¿Otra cosa?

-Sí.

-¿Y cuál, Florencia?

-Mi estimación, señor.

-¡Tu estimación! ¿Yo?

-¡Y qué le importa a usted el cariño, ni la estimación mía! -dijo Florencia con una
fugitiva sonrisa, y marcando ese gesto de desdén que era el más bello juguete de su
pequeña boca.

-¡Florencia! -exclamó Daniel dando un paso hacia ella.


-¡Quieto, caballero! -dijo la joven sin moverse de su puesto; y alzando su cabeza y
extendiendo su brazo hacia Daniel, que casi tocaba con sus labios la palma de la linda
mano de su amada. Pero fue tal la dignidad y la resolución que acompañaron la
palabra y acción de la señorita Dupasquier, que Daniel quedó como clavado en el lugar
que pisaba. Y en seguida retrocedió algunos pasos, y afirmó su brazo izquierdo sobre el
respaldo de una silla, mientras Florencia apoyaba su mano sobre la mesa redonda.

Los dos amantes se estuvieron mirando algunos segundos, creyendo tener cada uno
el derecho de esperar explicaciones. La escena empezaba a cambiar.

-Creo, señorita -dijo Daniel rompiendo el silencio-, que si he perdido la estimación


de usted, a lo menos me queda el derecho de preguntar por la causa de esa desgracia.

-Y yo, señor, si no tengo el derecho, tendré la arbitrariedad de no responder a esa


pregunta -repuso Florencia con esa altanería regia que es una peculiaridad de las
mujeres delicadas cuando están, o creen estar, ofendidas por su amado, mientras
poseen la conciencia de no tener él nada que reprocharlas.

-Entonces, señorita, me tomaré la libertad de decir a usted, que si en todo esto no


hay una burla que ya se prolonga demasiado, hay una injusticia que está ofendiendo a
usted en el concepto mío -replicó Daniel con seriedad.

-Lo siento, pero me conformo.

Daniel se desesperaba.

Otro momento de silencio volvió a reinar.

-Florencia, si anoche me retiré a las nueve, fue porque un asunto importante


reclamaba mi presencia lejos de aquí.
-Señor, es usted muy libre para entrar a mi casa y retirarse de ella a las horas que
mejor le plazca.

-Gracias, señorita -dijo Daniel mordiéndose los labios.

-Gracias, caballero.

-¿De qué, señorita?

-De vuestra conducta.

-¡De mi conducta!

-¿Se ha levantado usted sordo, caballero? Repite usted mis palabras como si las
estuviera aprendiendo de memoria -dijo Florencia riéndose y bañando a Daniel con
una mirada la más desdeñosa del mundo.

-Hay ciertas palabras que yo necesito repetirlas para entenderlas.

-Es un trabajo inútil esa repetición.

¿Puedo saber por qué, señorita?

-Porque bien tiene obligación de oír lo que se le dice, y comprender las cosas, aquel
que tiene dos oídos, dos ojos y dos almas.
-¡Florencia! -exclamó Daniel con voz irritada-: aquí hay una injusticia horrible, y yo
exijo una explicación ahora mismo.

-Exijo, ¿ha dicho usted?

-Sí, señorita, lo exijo.

-¿Me hace usted el favor de volver a repetirlo?

-¡Florencia!

-¿Señor?

-¡Oh! Basta, esto ya es demasiado.

-¿Le parece a usted?

-Me parece, señorita, que esto o es una burla indigna, o es buscar un pretexto de
rompimiento, bien incompatible con personas de nuestra clase; y tres años de
constancia y de amor me dan derecho a interrogar por la causa de un procedimiento
semejante; y a pedir la razón del modo por que así se me trata.

-¡Ah! Ya no exige usted, pide, ¿no es verdad? Eso es otra cosa, mi apreciable señor-
dijo Florencia midiendo a Daniel de pies a cabeza con una mirada la más altiva y
despreciativa posible.

Toda la sangre de Daniel subió a su rostro. Su amor propio, su honor, la conciencia


de su buena fe, todo acababa de ser herido por la mirada punzadora de Florencia.
-Exijo o pido, como usted quiera; pero quiero, ¿entiende usted, señorita?, quiero
una explicación de esta escena -dijo volviendo a apoyar su mano en el respaldo de la
silla.

-Calma, señor, calma: necesita usted mucho de su voz, y hace mal en gastarla
alzándola tanto. ¿Supongo no querrá usted olvidar que es a una mujer a quien está
hablando?

Daniel se estremeció. Esa reconvención le era más amarga todavía que las
anteriores palabras de Florencia.

-¡Yo estoy loco, debo estar loco, Dios mío! -exclamó bajando la cabeza y apretando
sus ojos con la mano.

Un momento de silencio volvió a reinar en la sala. Daniel lo interrumpió al fin.

-Pero, Florencia, el proceder de usted es injusto, inaudito; ¿me negará usted el


derecho que tengo para solicitar una explicación?

-¡Una explicación! ¿Y de qué, señor? ¿De mi proceder injusto?

-Eso es lo que pido, señorita.

-¡Bah! Eso es pedir una necedad, caballero. En la época en que vivimos no se piden
explicaciones de las injusticias que se reciben.

-Sí, pero eso será muy bueno cuando se trate de asuntos de política, pero creo que
ahora...
-¿Qué cree usted?

-Que no tratamos de política.

-Usted se engaña.

-¡Yo!

-Cierto. Creo que conmigo son los únicos asuntos que le conviene a usted tratar; a lo
menos, tengo mis razones de creer que son los únicos para que le sirvo a usted.

Daniel comprendió que Florencia le echaba en cara el servicio que la había pedido
en su carta de la víspera, y este golpe dado en su delicadeza agitó visiblemente sus
facciones, mientras que Florencia lo miraba con una expresión más bien de lástima que
de resentimiento.

-Yo pensaba que la señorita Florencia Dupasquier -dijo Daniel con sequedad- tenía
algún interés en el destino de Daniel Bello, para tomarse alguna incomodidad por él
cuando algún peligro amenazaba la existencia de sus amigos, o la suya propia quizá.

-¡Oh!, esto último, caballero, no puede inquietar mucho a la señorita Dupasquier.

-¡De veras!

-Desde que la señorita Dupasquier sabe perfectamente que si algún peligro


amenaza al señor Bello, no le faltará algún lugar retirado, cómodo y lleno de felicidad,
donde ocultarse y evitarlo.

-¡Yo!
-Me parece que es con usted con quien estoy hablando.

-Un paraje lleno de felicidad donde ocultarme -repitió Daniel cada vez más
extraviado en aquel laberinto.

-¿Quiere usted que hable en francés, señor, ya que en español parece que hoy no
entiende usted una palabra? He dicho en muy buen castellano y lo repito, un paraje
lleno de felicidad, una gruta de Armida, una isla de Ednido, un palacio de Hadas; ¿no
sabe usted dónde es esto, señor Bello?

-Esto es insufrible.

-Por el contrario, señor, esto es muy ameno. Le estoy a usted hablando de lo que
más le interesa en este mundo.

-¡Florencia, por Dios!

-¡Ah!, ¿no le ha parecido a usted bien la comparación de la gruta de Armida y la isla


de Ednido? Vamos, compararé entonces su lugar encantado por la isla de Calipso;
usted será su Telémaco; ¿le parece a usted bien?

-Por el cielo, o por el infierno, ¿dónde es ese paraje a que está usted haciendo esas
alusiones insoportables?

-¿De veras?

-¡Florencia, esto es horrible!


-No tal; es bien divertido.

-¿Qué?

-Hablo de la gruta. ¿Son muy bellos los jardines, señor?

-¿Pero dónde, dónde?

-En Barracas, por ejemplo -y diciendo estas palabras la joven dio la espalda a Daniel
y empezó a pasearse por la sala con el aire más negligente del mundo, mientras en su
inexperto corazón ardía la abrasadora fiebre de los celos; esa terrible enfermedad del
amor cuyos mayores estragos se obran a los diez y ocho años y a los cuarenta años en
la vida de las mujeres.

-¡En Barracas! -exclamó Daniel dando precipitadamente algunos pasos hacia


Florencia.

-Y bien, ¿no estaría usted perfectamente allí? -continuó la joven volviéndose a


Daniel-. Además -continuó moviendo la cabeza y repitiendo su gesto favorito-, usted
tendría cuidado de que no le hiriesen, para evitar el que su retiro fuese descubierto
por los médicos, los boticarios o las lavanderas.

-¡En Barracas, herido! Florencia, me matas si no te explicas.

-¡Oh!, no se morirá usted; a lo menos hará usted lo posible por no morirse en la


época más venturosa de su vida. Ni siquiera temo que se deje usted herir en el muslo
izquierdo, que debe ser una terrible herida cuando es hecha por un sable enorme.

-¡Son perdidos, Dios mío! -exclamó Daniel cubriéndose el rostro con sus manos.
Un momento de silencio reinó entre aquellos dos jóvenes que, amándose hasta la
adoración, estaban, sin embargo, torturándose el alma, al influjo del genio perverso
que había soplado la llama de los celos en el corazón de una mujer joven y sin
experiencia.

Pero ese silencio cesó pronto. Sin dar tiempo a que Florencia lo evitase, Daniel se
precipitó a sus pies, y de rodillas, oprimió entre sus manos su cintura.

-Por el amor del cielo, Florencia -la dijo alzando los ojos hacia ella, pálido como un
cadáver-, por ti, que eres mi cielo, mi dios y mi universo en este mundo, explícame el
misterio de tus palabras. Yo te amo. Tú eres el primer amor, el último amor de mi
existencia. Ella te pertenece como tu alma, luz de mi vida, encanto angelicado de mi
corazón. Mujer ninguna es en el mundo más amada que tú. Pero, ¡oh Dios mío!, no es
el amor lo que debe ocuparnos en este momento solemne en que está pendiente la
muerte sobre la cabeza de muchos inocentes, y quizá yo entre ellos, alma del alma
mía. Pero no es mi vida, no, lo que me inquieta; hace mucho tiempo que la juego en
cada hora del día, en cada minuto; mucho tiempo que sostengo un duelo a muerte
contra un brazo infinitamente superior al mío; es la vida de... Oye, Florencia, porque tu
alma es la mía, y yo creo hacerlo en Dios cuando deposito en tu pecho mis secretos y
mis amores; oye: es la vida de Eduardo y la de Amalia la que peligra en este momento;
pero la sangre de ellos no puede correr sino mezclada con la mía, y el puñal que
atraviese el corazón de Eduardo ha de llegar también hasta mi pecho.

-¡Daniel! -exclamó Florencia inclinándose sobre su amante y oprimiéndole la cabeza


con sus manos, como si temiera que la muerte se lo arrebatase en ese momento. La
espontaneidad, la pasión, la verdad estaban reflejándose en la fisonomía y en las
palabras de Daniel, y el corazón de Florencia empezaba a regenerarse de la presión de
los celos.

-Sí -continuó Daniel teniendo siempre oprimida con sus manos la cintura de
Florencia-, Eduardo ha debido ser asesinado anoche; yo pude salvarlo moribundo, y
era preciso ocultarlo porque los asesinos eran agentes de Rosas. Pero ni mi casa ni la
de él podían servirnos.
-¡Eduardo asesinado! ¡Dios mío! ¡Qué día espantoso es este para mi corazón! ¿Pero
no morirá, no es cierto?

-No, está salvado. Oye; oye todavía: era necesario conducirlo a alguna parte y lo
conduje a lo de Amalia. Amalia, que es el único resto de la familia de mi madre;
Amalia, la única mujer a quien después de ti quiero en el mundo, como se quiere a una
hermana, como se debe querer a una hija. ¡Gran Dios, yo la habré precipitado a su
ruina, a ella que vivía tan tranquila y feliz!

-¿Su ruina? ¿Y por qué, Daniel? ¿Por qué? -y Florencia agitaba con sus manos los
hombros de Daniel, porque su palidez y sus palabras imprimían el miedo en su
corazón.

-Porque para Rosas la caridad es un crimen. Eduardo está en Barracas, y tú has


nombrado ese lugar, Florencia; Eduardo está herido en el muslo izquierdo y...

-¡Nada saben, nada saben! -exclamó Florencia radiante de alegría, y palmeándose


sus pequeñitas manos-, nada saben, pero pueden saberlo todo; ¡oye!

Y Florencia, que ya no se acordaba de sus celos desde que tantas vidas estaban
pendientes de sus palabras, levantó ella misma a su querido, y sentándolo, y ella a su
lado, en las primeras sillas que encontró, refirióle en cinco minutos su conversación
con la señora de Mansilla y Doña María Josefa. Pero a medida que iba llegando al
punto de la conversación sobre Amalia, su semblante se descomponía, y sus palabras
iban siendo más marcadas.

Daniel la oyó hasta el fin sin interrumpirla, y en su semblante no apareció la mínima


alteración al escuchar el episodio sobre sus visitas a Barracas, lo que no escapó a la
penetración de la joven.

-¡Infames! -exclamó luego que aquélla había concluido su narración-. Toda esa
familia es una raza del infierno. Toda ella, y todo el partido que pertenece a Rosas,
tiene veneno en vez de sangre, y cuando no mata con el puñal, habla y mata el honor
con el aliento. ¡Infame! ¡Complacerse en torturar el corazón de una criatura!
¡Florencia! -continuó Daniel volviéndose a ésta-, yo te insultaría si creyese que puedes
poner en competencia mis palabras con las de esa mujer. Cuanto te ha dicho no es más
que una calumnia con que ha querido martirizarte; porque el martirio de los demás es
el placer de cuantos componen la familia de Rosas. Es una calumnia, lo repito; y yo
creo que no puedes poner en balanza la palabra de esa mujer y la mía.

-Así es en general; pero en este caso, Daniel, lo más que puedo hacer es suspender
mi juicio.

Florencia no dudaba ya; pero ninguna mujer confiesa que ha procedido con ligereza
en una acusación hecha a su amante.

-¿Dudas de mí, Florencia?

-Daniel, yo quiero conocer a Amalia, y ver las cosas por mis propios ojos.

-La conocerás.

-Quiero frecuentar su relación.

-Bien.

-Quiero que sea en esta semana el primer día en que nos veamos.

-Bien, ¿quieres más? -contestó Daniel con seriedad.

-Nada más -respondió Florencia, y extendió su mano a Daniel, que la conservó entre
las suyas. En cualquier otra ocasión habría impreso un millón de besos en esa mano
tan querida, pero en ésta, fuerza es decirlo, su espíritu estaba preocupado con los
peligros que amenazaban a sus amigos de Barracas.

-¿Estás segura que el bandido no dio ninguna seña particular de Eduardo? -la
preguntó Daniel.

-Cierta; ninguna.

-Necesito retirarme, Florencia mía, y, lo que es más cruel, hoy no podré volver a
verte.

-¿Ni a la noche?

-Ni a la noche.

-¿Acaso irá usted a Barracas?

-Sí, Florencia, y no regresaré hasta muy tarde. ¿Crees tú que no debo estar al lado
de Eduardo, velar por su vida y por la suerte de mi prima, a quien he comprometido en
este asunto de sangre? ¿Que debo abandonar a Eduardo, a mí único amigo, a tu
hermano, como tú le llamas?

-Anda, Daniel -contestó Florencia levantándose de la silla y bajando los ojos, cuyo
cristal acababa de empañarse por una lágrima fugitiva, cosa rarísima en esa joven.

-¿Dudas de mí, Florencia?

-Anda, cuida de Eduardo; es cuanto hoy puedo decirte.


-Toma, no nos veremos hasta mañana y quiero que quede en ti lo que jamás se ha
separado de mi pecho -y Daniel se quitó del cuello una cadena tejida con los cabellos
de su madre y que Florencia conocía bien. Este rasgo de la nobleza de su amante hizo
vibrar la cuerda más delicada de la sensibilidad de su alma; y cubriéndose el rostro
mientras Daniel le colocaba la cadena, las lágrimas aliviaron al fin las angustias que
acababan de oprimir su tierno corazón. Ya no dudaba; ya no tenía sino amor y ternura
por Daniel; porque un instante después de haber llorado en una tierna reconciliación,
una mujer ama doblemente a su querido.

Dos minutos después, Florencia, sentada en un sofá, besaba la cadena de pelo, y


Daniel volvía a tomar la calle de Venezuela.
Capítulo XIII

El presidente Salomón

En la vereda en frente al costado derecho de la pequeña iglesia de San Nicolás,


donde se cruzan las calles de Corrientes y del Cerrito, se encontraba una casa antigua,
de pequeñas ventanas muy salientes, puerta de calle de una sola hoja, con umbral de
madera a media vara del nivel del suelo, donde todas las tardes a la oración era cosa
segura que se hallaría sentado en él al habitante y propietario de aquella casa, en
mangas de camisa, con los calzones levantados hasta más arriba de las botas, con un
cigarro de papel en la mano derecha, y en la izquierda un mate cuya agua se renovaba
cada dos minutos por el espacio de una hora. Era este hombre como de cincuenta y
ocho a sesenta años de edad, alto y de un volumen que podría muy bien poner en
celos al más gordo buey de los que se presentan en las exposiciones anuales de los
Estados Unidos: cada brazo era un muslo, cada muslo un cuerpo y su cuerpo diez
cuerpos.

Hijo de un antiguo español pulpero de Buenos Aires, él y su hermano Jenaro


recibieron por herencia de su padre la pulpería contigua a la casa que se acaba de
conocer, y el oscuro apellido de González.

Jenaro, que era el mayor de los dos hermanos, se puso al frente del establecimiento
de pulpería, y la tradición no cuenta por qué ocurrencia los muchachos del barrio le
daban el sobrenombre de Salomón. Pero lo que hay de positivo es que a este nombre
nuestro Don Jenaro se ponía furioso como una pantera, y que en sus arrebatos hizo
prodigios de puño y de leñazos con aquellos que, por más o menos vino o aguardiente,
le daban en su cara aquel ilustre nombre de la Biblia.

Este Don Jenaro era, al mismo tiempo que pulpero, capitán de milicias, y tuvo la
desgracia de morir fusilado allá por los años 22 ó 23, por complicación en un motín
militar, dejando en prematura viudedad a su esposa Doña María Riso y en orfandad a
su hija Quántica.

A su muerte, quedó dueño de la pulpería su hermano menor Julián González. Y por


un rasgo de filosofía popular o acaso porque el nombre de Salomón sonaba mejor a su
oído que el de González, desde la muerte de su hermano Jenaro, el Don Julián empezó
a firmarse y hacerse llamar por todos sus amigos Julián González Salomón.

Y he ahí desde entonces adherido a su nombre de bautismo el nombre ilustre que


solía fermentar la bilis de su hermano mayor, el padre de Quántica.

Este Don Julián empezó a crecer en volumen como en nombre, y en dignidades


como en nombre y volumen, pues que de pulpero empezó a elevarse con diferentes
grados en la milicia cívica, sin que las ocupaciones de uno y otro destino le impidiesen
por las tardes su rato de solaz en el umbral de la puerta de su casa; pues Don Julián
González Salomón, y el hombre en mangas de camisa que hemos descrito tomando
mate, era un solo viviente verdadero e indivisible.

La ráfaga que levantó el polvo argentino a la entrada del general Rosas al gobierno
fue demasiado fuerte para que encontrase pesado aquel enorme terrón de carne y
barro, y, desde el umbral de su puerta, lo levantó a la altura de coronel de milicias, y
más tarde a la de presidente de la Sociedad Popular Restauradora, de quien la unión
de sus miembros fue simbolizada por una mazorca de maíz, a imitación de una antigua
sociedad española, cuyo símbolo era aquél, y cuyo objeto era la propaganda de Más-
horca: equívoco de pronunciación que servía para determinar el símbolo y la idea, y
que fue aplicado también a la Sociedad Popular de Buenos Aires.

A las cuatro de la tarde del día en que han ocurrido los anteriores sucesos, toda la
cuadra de la casa del coronel Salomón estaba obstruida por caballos vestidos de
federales, es decir, con sobrepuestos punzós; testeras de pluma o de lana color rosa, y
baticolas con borlas del mismo color, con lucientes sobrepuestos de plata en las
cabezadas del recado y en el pretal; y riendas y cabezadas del freno con pasadores de
ese mismo metal. Y a pesar de ser este un espectáculo muy común en aquel paraje,
todo el vecindario de San Nicolás estaba como de fiesta en las azoteas y ventanas.

La sala de la casa de Salomón estaba cuajada por los jinetes a quienes pertenecían
aquellos caballos, y todos ellos uniformemente vestidos en lo más ostensible de su
traje, es decir, sombrero negro con una cinta punzó de cuatro dedos de ancho,
chaqueta azul oscuro con su correspondiente divisa de media vara, chaleco colorado, y
un enorme puñal a la cintura, cuyo mango salía por sobre la chaqueta un poco hacia el
costado derecho: espada de la Federación, como lo llama Daniel. Y, del mismo modo
que el traje, las caras de aquellos hombres parecían también uniformadas: bigote
espeso; patilla abierta por bajo de la barba, y fisonomía de esas que sólo se
encuentran en los tiempos aciagos de las revoluciones populares, y que la memoria no
recuerda haberlas encontrado antes en ninguna parte de la tierra.

Sentados unos en las sillas de madera y de paja que había desordenadamente


colocadas en la sala, otros en el banco de las ventanas, y otros en fin sobre la mesa de
pino cubierta con una bayeta punzó, donde solía echar su firma el señor presidente
Salomón, haciendo traer antes un tarrico de pomada que servía de tintero en la
heredada pulpería, cada uno de esos señores era un incensario de tabaco que estaba
despidiendo una densa nube, a través de cuyos celajes se descubrían sus tostados y
repulsivos semblantes. Pero su ilustre presidente no estaba entre ellos. Estaba en la
pieza contigua a la sala, sentado a los pies de un gran catre que le servía de cama,
aprendiendo de memoria una especie de discurso en veinte palabras que le repetía por
la vigésima vez un hombre que era precisamente el antítesis en cuerpo y alma del
coronel Salomón: y este hombre era Daniel y el diálogo el siguiente:

-¿Cree que ya estoy?

-Perfectamente, coronel. Tiene usted una memoria prodigiosa.

-Pero mire: usted me hará el favor de sentarse a mi lado, y cuando se me olvide


algo, me lo dice despacio.

Ya había pensado pedirle a usted eso mismo. Pero usted no se olvide, coronel, que
tiene que presentarme a nuestros amigos, y advertirles lo que le he dicho.

-Eso corre de mi cuenta. Vamos a entrar.

-Espere usted un momento. Luego que usted se siente, haga que el secretario lea la
lista de los presentes, porque es preciso, coronel, que demos a nuestra sociedad
federal el mismo orden que hay en la Sala de Representantes.
-Sí, ya se lo he dicho a Bobeo, pero es un haragán que no sabe más que hablar.

-No importa, vuelva usted a decírselo, y lo hará.

-Bueno, entremos.

Y el presidente Salomón, y Daniel Bello, vestido con su misma levita negra


abotonada, pero con una divisa algo más larga y sin sus guantes blancos, entraron en
la sala de la sesión.

-Buenas tardes, señores -dijo Salomón con el tono más serio y magistral del mundo,
encaminándose a ocupar la silla que había delante de la mesa de pino.

-Buenas tardes, presidente, coronel, compadre, etc. -contestó cada uno de los
presentes, según el título que acostumbraba a dar a Don Julián Salomón; lanzando
todos a la vez una mirada sobre aquel hombre que acompañaba al presidente y en el
que echaban de menos los principales atributos federales en el vestido, y hallaban de
más una cara y unas manos demasiado finas.

-Señores -dijo Salomón-, el señor es Don Daniel Bello, hijo del hacendado Don
Antonio Bello, patriota federal, a quien yo le debo muchos servicios. El señor, que es
tan buen federal como su padre, quiere entrar en nuestra Sociedad Restauradora, y
está esperando que llegue su padre para incorporarse con él, y entretanto quiere venir
algunas veces a participar de nuestro entusiasmo federal. ¡Viva la Federación! ¡Viva el
Ilustre Restaurador de las Leyes! ¡Mueran los inmundos asquerosos franceses! ¡Muera
el rey guarda chanchos Luis Felipe! ¡Mueran los salvajes asquerosos unitarios,
vendidos al oro inmundo de los franceses! ¡Muera el pardejón Rivera!

Y esas exclamaciones, lanzadas por la atronadora voz del presidente Salomón,


fueron repetidas en coro por todos los asistentes, que, a par que gritaban, hacían
círculos por sobre su cabeza con el puñal que desenvainaron desde el primer grito de
su presidente; y esta grita que se oía en cuatro cuadras a la redonda fue repetida por la
turba que transitaba la calle; no cuidándose mucho en decir ¡Viva! cuando Salomón
gritaba ¡Muera!, y viceversa.

Calmado el huracán, Salomón se sentó en su silla, su secretario Bobeo a su izquierda


y nuestro joven Daniel a su derecha.

-Señor secretario -dijo Salomón echándose hacia atrás en el respaldo de su silla-, lea
usted la lista de los señores presentes.

Bobeo tomó el primer papel de unos que había sobre la mesa, y leyó en voz alta los
nombres que había apuntado antes con un lápiz; dijo así:

-Presentes: Los señores, Presidente, Casiopea, Parra, Parra (hijo), Maestre, Ale,
Alvarado, Moreno, Gaetano, Larrazábal, Merlo, Moreira, Díaz, Amoroso, Viera,
Amores, Maciel, Romero, Bobeo.

-¿No hay más? -preguntó Salomón.

-Son los presentes, señor presidente.

-Lea usted la lista de los ausentes.

-¿De toda la Sociedad?

-Sí, señor. ¿Pues qué, somos menos que los representantes? Somos tan buenos
federales como ellos y debemos saber los que están y los que no están, como se hace
en la Sala de Representantes. Lea usted la lista.
-Socios ausentes -dijo Bobeo, y leyó la lista de la Sociedad Popular Restauradora,
que constaba de 175 individuos de todas las jerarquías sociales.

-«¡Bravo! Ahora ya nos conocemos todos, aun cuando en esa lista hay hombres por
fuerza» -dijo Daniel para sí mismo, luego que el secretario concluyó la lectura de los
socios; y en seguida dio un tironcito de los anchos calzones de Salomón.

-Señores -dijo entonces el presidente de la Sociedad Popular-, la Federación es el


Ilustre Restaurador de las Leyes; luego nosotros nos debemos hacer matar por nuestro
Ilustre Restaurador, porque somos las columnas de la santa causa de la Federación.

-¡Viva el Ilustre Restaurador de las Leyes! -gritó uno de los socios federales, a quien
todos los demás hicieron coro.

-¡Viva su digna hija la señorita Manuelita de Rosas y Ezcurra!

-¡Viva el héroe del desierto, Restaurador de las Leyes, nuestro padre, y padre de la
Federación!

-¡Mueran los franceses inmundos y su rey guardachanchos!

-Señores -continuó el presidente-, para que nuestro Ilustre Restaurador pueda


salvar la Federación del... pueda salvar la Federación del... para que nuestro Ilustre
Restaurador de las Leyes pueda salvar la Federación del...

-Del eminente peligro -le dijo Daniel casi al oído.

-Del eminente peligro en que se halla, debemos perseguir a muerte a los unitarios,
luego todo unitario debe ser perseguido a muerte por nosotros.
-¡Mueran los inmundos salvajes asquerosos unitarios! -gritó otro de los socios
populares que se llamaba Juan Manuel Larrazábal, a cuyas palabras todos los socios
hicieron coro con el puñal en la mano.

-Señores, es preciso que persigamos a todos sin compasión.

-Hembras y machos -grita el mismo Juan Manuel Larrazábal, que parecía el más
entusiasta de los concurrentes.

-Nuestro Ilustre Restaurador no puede estar contento de nosotros porque no le


servimos como debemos -continuó Salomón.

-Ahora entra lo de anoche -le dijo Daniel haciendo que se limpiaba el rostro con el
pañuelo.

-Ahora entra lo de anoche -repitió Salomón, como si esa advertencia fuera parte de
su discurso.

Daniel le pegó un fuerte tirón de los calzones.

-Señores -continuó Salomón-, ya sabemos todos que anoche han querido escaparse
unos salvajes unitarios, y no lo han conseguido porque el señor comandante Casiopea
se ha portado como buen federal; pero entretanto, uno se ha escondido no sé en
dónde, y así ha de ir sucediendo todos los días, si no nos portamos como defensores
de la santa causa de la Federación. Yo he llamado a ustedes para que juremos otra vez
perseguir a los inmundos salvajes unitarios que quieren fugar para Montevideo y
unirse al pardejón Rivera y venderse al oro asqueroso de los franceses. ¡Esto es lo que
quiere nuestro Ilustre Restaurador de las Leyes! He dicho, y ¡viva el Ilustre Restaurador
de las Leyes!, ¡y mueran todos los enemigos de la santa causa de la Federación!
-¡Mueran a puñal los salvajes inmundos unitarios! -gritó otro de los entusiastas
federales, y este grito y todos los de costumbre se repitieron por diez minutos tanto en
la sala de sesión, como en la calle, dónde había apiñada a las ventanas una multitud
tan entusiasta y honrada como la que daba la fiesta en la casa del coronel Salomón.

-Pido la palabra-dijo el comandante Casiopea levantándose.

-Tiene la palabra -contestó Salomón, deshaciendo el tabaco de un cigarrillo en la


palma de su inmensa mano.

-Yo anoche he cenado con el Restaurador de las Leyes y su hija Doña Manuelita
Rosas y Ezcurra. El Restaurador es más que Dios porque es el padre de la Federación, y
cuantos unitarios caigan en mis manos les ha de suceder lo mismo que a los que agarré
anoche. Es verdad que uno se escapó, pero va bien marcado, y ya esta mañana le
mandé un hombre a Doña María Josefa que le ha de dar buenas señas, porque
hombres y mujeres, siendo federales, todos debemos ayudar a Su Excelencia, que es el
padre de todos. Para ser un buen federal, es preciso mostrar esto -y Casiopea sacó su
puñal, y con el dedo índice de la mano izquierda señalaba en la lámina de acero
algunas manchas de sangre, de aquella en que se había empapado la noche anterior.

A esta acción todos los mashorqueros contestaron desenvainando el puñal y


prorrumpiendo en alaridos espantosos contra los unitarios, contra los franceses,
contra Rivera y especialmente contra Luis Felipe, el rey guardachanchos, según lo
llamaban, por inspiración de Rosas.

En toda esta escena, Daniel era el único de los personajes en cuya fisonomía no
hubiera podido distinguirse por nadie la mínima alteración, la mínima expresión, ni de
entusiasmo, ni de miedo, ni de afección, ni enojo. Frío, tranquilo, imperturbable, él
observaba hasta lo íntimo del pensamiento y la conciencia de cuantos le rodeaban, sin
dejar de calcular las ventajas que podría sacar del frenesí de los otros.

Apagada la tormenta de gritos, Daniel pidió la palabra al presidente con el aire más
resuelto del mundo, y obtenida, dijo:
-Señores, yo no tengo todavía el honor de pertenecer a esta ilustre y patriótica
sociedad, aun cuando espero incorporarme a ella dentro de poco tiempo; pero mis
opiniones y amistades son conocidas de todos, y espero con el tiempo poder prestar a
la Federación y al Ilustre Restaurador de las Leyes servicios tan distinguidos como los
que le prestan los miembros de la Sociedad Popular Restauradora, que ya son
conocidos tanto en la república como en toda la América.

Nuevos aplausos y nuevos gritos siguieron a este tan lisonjero exordio.

-Pero, señores -continuó Daniel-, es a las personas presentes a las que yo debo dar
las enhorabuenas que se merecen de todo buen federal, porque, sin querer negar a los
demás socios su entusiasmo por nuestra santa causa, yo veo que sois vosotros los que
dais la cara de frente para sostener al Ilustre Restaurador de las Leyes, mientras que
los demás no asisten a las sesiones federales. La Federación no reconoce privilegios.
Abogados, comerciantes, empleados, todos aquí somos iguales, y cuando haya sesión,
o cuando haya algo que hacer en beneficio de Su Excelencia, todos deben concurrir al
llamamiento del presidente, o adonde haya peligros, sin dejar a unos pocos los
compromisos y los trabajos. Todos serán muy buenos federales, pero a mí me parece
que los que están aquí no son unitarios para que se desdeñen de juntarse con ellos.
Esto lo digo, porque yo creo que ésta debe ser la opinión de Su Excelencia el Ilustre
Restaurador, la cual debemos hacer que sea más respetada en adelante.

Daniel no dio su golpe en falso. El entusiasmo producido por este discurso


sobrepasó a lo que él mismo había osado esperar. Todos los miembros de la sociedad
allí presentes gritaron, juraron y blasfemaron contra todos aquellos que no habían
asistido a la sesión y cuyos nombres había leído el secretario Bobeo. Empezaron a
circular nombres de los inasistentes, no ya como tales, sino como unitarios disfrazados,
y Daniel aprobaba estas clasificaciones con sonrisas maliciosas o movimientos de
cabeza.

-«Así, así; más os he de azuzar en adelante, mis lebreles, para que os devoréis unos
a otros» -decía Daniel para sí mismo.
El presidente Salomón volvió a proclamar a los socios para que vigilasen mucho a los
unitarios, y sobre todo los lugares del río por donde era presumible que se
embarcasen; y después de nuevo entusiasmo y nuevos gritos, dio por concluida la
sesión a las cinco y media de la tarde.

Daniel recibió apretones de mano y abrazos federales, y se despidió de todos,


siendo acompañado hasta la puerta de la calle por el presidente Salomón, que no cabía
en la inmensa epidermis que lo cubría, después de su portentoso discurso, cuya
satisfacción le inspiraba los mas amables comedimientos por el hijo de Don Antonio
Bello.

Nada sabían sobre Eduardo. Daniel salió contento; dobló por la calle de las Artes y
en la esquina de la de Cuyo encontró a Fermín, que lo esperaba con un caballo de la
brida. La calle estaba llena de gente, y sin mirar al criado, Daniel le dijo al montar estas
solas palabras:

-A las nueve.

-¿Allá?

-Sí.

Y el magnífico caballo blanco sobre que acababa de montar Daniel tomó el trote por
la plaza de las Artes en dirección a Barracas. Llegó luego a la calle del Buen Orden, que
es la prolongación de aquélla, y llegó a la barranca de Balcarce en el momento en que
empezaban a apagarse los últimos crepúsculos del día.

El joven, cuyo espíritu había pasado por tantas impresiones en el curso de ese día
como en la noche que había precedídole, no pudo menos de parar su caballo y
extasiarse desde aquella altura en contemplar el bellísimo panorama que se
desenvolvía a sus pies, matizado con los últimos rayos de la tarde. Porque a los
veinticinco años de la vida el corazón del hombre se encadena mágicamente a los
espectáculos poéticos de la Naturaleza, que descubren en su imaginación fértil y
robusta todo el poder de atracción que Dios le ha impreso ante lo que se muestra bello
y armónico a sus ojos. Porque los valles floridos de Barracas, al fin de ellos el gracioso
riachuelo, y a la izquierda la planicie esmeraltada de la Boca, son una de las más bellas
perspectivas que se encuentran en los alrededores de Buenos Aires, contemplada
desde la alta barranca de Balcarce.

Ya Daniel empezaba a descender por esa barranca cuando sintió hacia atrás una voz
que lo llamaba por su nombre, y dando vuelta la cabeza conoció a veinte pasos de él a
su benemérito maestro de escritura, que venía a gran carrera, faltándole ya las fuerzas
para proseguir en ella, con su caña de la India en una mano y su sombrero en la otra.

Llegado que fue al estribo se agarró del muslo de su discípulo y permaneció así dos
o tres minutos sin poder hablar, tal era la opresión de sus pulmones.

-¿Qué hay, qué le pasa a usted, señor Don Cándido? -le preguntó al fin Daniel,
alarmado de la palidez de su semblante.

-Es una cosa horrible, bárbara, atroz, sin ejemplo en los anales del crimen.

-Señor, estamos en un camino público, dígame usted lo que quiere, pero que sea
pronto.

-¿Recuerdas del bueno, del noble y generoso hijo de mi antigua y hacendosa


sirvienta?

-Sí.

-Recuerdas que vino anoche y...

-Sí, sí, ¿qué le ha sucedido al hijo?


-Lo han fusilado, mi Daniel querido y estimado, lo han fusilado.

-¿A qué hora?

-A las siete. Tan luego como se supo que había salido anoche de casa del
gobernador, Temieron sin duda...

-Que revelase o que hubiera revelado lo que sabía; le ahorro a usted las palabras.

-Pero yo estoy perdido, sentenciado. ¿Qué hago, mi Daniel querido? ¿Qué hago?

-Preparar sus plumas para entrar mañana a ocupar el empleo de copista privado del
señor ministro de Relaciones Exteriores.

-¿Yo?; ¡Daniel! -y en su arrebato de alegría Don Cándido llenó de besos la mano de


su discípulo.

-Ahora, tome usted cualquier otra calle y retírese a su casa.

-Sí, yo fui a la tuya a tiempo que salía Fermín con tu caballo, le seguí, después te
seguí a ti y...

-Bien, otra cosa: ¿tiene usted alguna persona de su íntima confianza, hombre o
mujer, donde alguna vez haya usted pasado la noche?

-Sí.
-Pues ahora mismo vaya usted a convenir con ella en que usted ha pasado en su
compañía la noche de ayer, por lo que pueda suceder. Adiós, señor

Y Daniel picó el caballo, y, corriendo un gran riesgo, bajó a galope la barranca de


Balcarce, y tomó la calle Larga cuando ya estaba oscura por la sombra de los edificios o
de los árboles, en cuyas copas morían desmayadas las últimas claridades de la tarde.

Era ése el mismo camino por donde diez y ocho horas antes había pasado con el
cuerpo exangüe de su amigo; y era a la casa de la hermosa Amalia, en que había
recibido hospitalidad y vuelto a la vida, donde ahora se dirigía el valiente y generoso
Daniel.
Parte II

Capítulo II

Amalia Sáenz de Olavarrieta

«Tucumán es el jardín del universo, en cuanto a la grandeza y sublimidad de su


naturaleza», escribió el capitán Andrews en su Viaje a la América del Sur, publicado en
Londres en 1827; y el viajero no se alejó mucho de la verdad con esa metáfora al
parecer tan hiperbólica.

Todo cuanto sobre el aire y la tierra puede reunir la Naturaleza tropical de gracias,
de lujo y poesía se encuentra confundido allí, como si la provincia de Tucumán fuese la
mansión escogida de los genios de esa desierta y salvaje tierra que se extiende desde
el Estrecho hasta Bolivia, y desde el Andes al Uruguay.

Suave, perfumada, fértil, y rebosando gracias y opulencia de luz, de pájaros y flores,


la Naturaleza armoniza allí el espíritu de sus creaturas, con las impresiones y
perspectivas poéticas en que se despierta y desenvuelve su vida.

El corazón especialmente es en el hombre la obra perfecta de su clima, a quien


después la educación aumenta o desfigura el grabado de su primitivo molde. Y en
Tucumán, como en todas esas latitudes privilegiadas, entibiadas por la luz de los
trópicos, el corazón participa con el aire, con la luz, con la vegetación, de esa
abundancia de calor y de vida, de armonía y de amor, que exhala allí superabundante
la Naturaleza.

Y es entre ese jardín de pájaros y flores, de luz y perspectivas, que se repite con
frecuencia ese fenómeno fisiológico de que los ingleses se ríen y los alemanes dudan,
como dice el novelista Bulwer, que acontece bajo el tibio cielo de la Italia, y entre los
pueblos más meridionales de la península española; es decir, esas pasiones de amor
que nacen, se desenvuelven y dominan en el espacio de algunas horas, de algunos
minutos también, decidiendo luego del destino futuro de toda una existencia.

Y entre ese jardín de pájaros y flores, de luz y perspectivas, nació Amalia, la


generosa viuda de Barracas, con quien el lector hizo conocimiento en los primeros
capítulos de esta historia, y nació allí como nace una azucena o una rosa, rebosando
belleza, lozanía y fragancia.

El coronel Sáenz, padre de Amalia, murió cuando ésta tenía apenas seis años; y en
uno de los viajes que su esposa, hermana de la madre de Daniel Bello, hacía a Buenos
Aires, sucedió esa desgracia.

Amalia aspiró hasta en lo más delicado de su alma todo el perfume poético que se
esparce en el aire de su tierra natal, y cuando a los diez y siete años de su vida dio su
mano, por insinuación de su madre, al señor Olavarrieta, antiguo amigo de la familia,
el corazón de la joven no había abierto aún el broche de la purísima flor de sus afectos,
y los hálitos de su aroma estaban todavía velados entre las lozanas hojas mal abiertas.

Más que un esposo, ella tomó un amigo, un protector de su destino futuro.

Pero el de Amalia parecía ser uno de esos destinos predestinados al dolor que
arrastran la vida a la desgracia, fija, poderosa, irremediablemente, como la vorágine de
Moskoe a los impotentes bajeles.

¡El coronel Sáenz amaba a su pequeña hija con un amor que rayaba en idolatría, y el
coronel Sáenz bajó a la tumba cuando su hija aún no había salido de la niñez!

¡El señor Olavarrieta amaba a Amalia como su esposa, como su hermana, como su
hija, y el señor Olavarrieta murió un año después de su matrimonio, es decir, año y
medio antes de la época en que comienza esta historia!

¡Ya no le quedaba a Amalia sobre la tierra otro cariño que el de su madre, cariño
que suple a todos cuantos brotan del corazón humano; único desinteresado en el
mundo y que no se enerva ni se extingue sino con la muerte; y la madre de Amalia
murió en sus brazos tres meses después de la muerte del señor Olavarrieta!

Los espíritus poéticos, en quienes la sensibilidad domina prodigiosamente la


organización y la vida, tienen en sí mismos el germen de una melancolía innata que se
desenvuelve en el andar del tiempo y los sucesos, y llega a enseñorearse tanto de
aquellos espíritus, que, sin saberlo ellos, llegan a ser melancólicos hasta en los sueños
o en las realidades de su propia felicidad.

Sola, abandonada en el mundo, Amalia, como esas flores sensitivas que se contraen
al roce de la mano o a los rayos desmedidos del sol, se concentró en sí misma a vivir
con las recordaciones de su infancia, o con las creaciones de su imaginación,
alumbradas con los rayos diáfanos y dorados de las ilusiones, que de vez en cuando se
escapan de la luz íntima de los espíritus poetizados y cruzan por ese mundo sin forma,
ni color, que los sentidos no palpan, pero que existe, sin embargo, para la imaginación
y para el alma.

Sola, abandonada en el mundo, quiso también abandonar su tierra natal, donde


hallaba a cada instante los tristísimos recuerdos de sus desgracias, y vino a Buenos
Aires a fijar en ella su residencia.

Ocho meses hacía que se encontraba allí, tranquila si no feliz, cuando nos la dieron
a conocer los acontecimientos del 4 de mayo. Y veinte días después de aquella noche
aciaga, volvemos a encontrarnos con ella en su misma quinta de Barracas.

Eran las diez de la mañana, y Amalia acababa de salir de un baño perfumado.

La luz de la mañana entraba al retrete, que los lectores conocen ya, a través de las
dobles cortinas de tul celeste y de batista, e iluminaba todos los objetos con ese
colorido suave y delicado que se esparce sobre el oriente cuando despunta el día.

La chimenea estaba encendida, y la llama azul que despedía un grueso leño que
ardía en ella se reflectaba, como sobre el cristal de un espejo, en las láminas de acero
de la chimenea; formándose así la única luz brillante que allí había.
Los pebeteros de oro, colocados sobre las rinconeras, exhalaban el perfume suave
de las pastillas de Chile que estaban consumiendo; y los jilgueros, saltando en los
alambres dorados que los aprisionaban, hacían oír esa música vibrante y caprichosa
con que esos tenores de la grande ópera de la Naturaleza hacen alarde del poder
pulmonar de su pequeña y sensible organización.

En medio de este museo de delicadezas femeniles, donde todo se reproducía al


infinito sobre el cristal, sobre el acero, y sobre el oro, Amalia, envuelta en un peinador
de batista, estaba sentada sobre un sillón de damasco caña, delante de uno de los
magníficos espejos de su guardarropas; su seno casi descubierto, sus brazos desnudos,
sus ojos cerrados, y su cabeza reclinada sobre el respaldo del sillón, dejando que su
espléndida y ondeada cabellera fuese sostenida por el brazo izquierdo de una niña de
diez años, linda y fresca como un jazmín, que, en vez de peinar aquéllos, parecía
deleitarse en pasarlos por su desnudo brazo para sentir sobre su cutis la impresión
cariñosa de sus sedosas hebras.

En ese momento, Amalia no era una mujer: era una diosa de esas que ideaba la
poesía mitológica de los griegos. Sus ojos entredormidos, su cabello suelto, sus
hombros y sus brazos descubiertos, todo contribuía a dar mayor realce a su belleza.
Era así, dormida y cubierta por un velo más descuidado que ella misma, que algunos
escritores de Roma antigua describen a Lucrecia, cuando se ofreció por primera vez a
los ojos de Sextus, de quien el bárbaro crimen debía perder la mujer y salvar la patria,
509 años antes de Cristo. Y cuando Cleopatra llegó hasta su vencedor, en su galera con
popa de oro, con velas de púrpura y remos de plata, venía dormida sobre cojines
egipcios, sirviendo de velo a su seno de alabastro, sus cabellos negros como la noche, y
Antonio olvidó a Roma y sus legiones y se hizo esclavo de la diosa dormida. Así, en ese
momento, y de ese modo, Amalia, repetimos, no era una mujer, sino una diosa.

Había algo de resplandor celestial en esa criatura de veinte y dos años, en cuya
hermosura la Naturaleza había agotado sus tesoros de perfecciones, y en cuyo
semblante perfilado y bello, bañado de una palidez ligerísima, matizada con un tenue
rosado en el centro de sus mejillas, se dibujaba la expresión melancólica y dulce de una
organización amorosamente sensible.
En ese momento no era el sueño quien cerraba los párpados de Amalia,
entrelazando sus largas y pobladas pestañas; no era el sueño, era un éxtasis delicioso
que embriagaba de amor aquella naturaleza armoniosa e impresionable, bajo la tibia
temperatura que la acariciaba, y en medio a los perfumes, a la música y a los rayos
blancos y celestinos de luz que la inundaban blandamente.

Imágenes blancas y fugitivas, como esas mariposas del trópico que vuelan y sacuden
el polvo de oro de sus alas sobre las flores que acarician, parece que volaban
jugueteando por el jardín de su fantasía; pues dos veces su Fisonomía animóse y la
sonrisa entreabrió sus labios, que cerráronse luego como dos hojas de rosa a quien
halaga y conmueve el aliento fugaz que se escapa de los labios de un amante que pone
un beso sobre ella, en recordación de la mano que se la envía.

De repente, Amalia hizo un ligero movimiento con su cabeza, huyendo como un


perfume un ligero suspiro de su pecho, y Luisa, la pequeña compañera de Amalia, más
que su ayuda de tocador, viendo llegar el momento en que iba a concluirse su placer,
más bien que su tarea, dejó caer suavemente los cabellos sobre el respaldo del sillón,
los miró todavía un instante, y deslizándose como una sombra sobre el tapiz del
retrete, puso nuevas pastillas en los pebeteros, agitó sus manecitas junto a las jaulas
de los jilgueros, y corrió una pantalla de raso verde en la boca de la chimenea. La luz,
entonces, quedó completamente amortiguada; los pájaros trinaron más alegres, y un
ambiente dulce y perfumado se esparció de nuevo alrededor de Amalia.

Luisa conocía, por la práctica, la organización de su señora, y al acercarse a ella,


después de sus rápidas y silenciosas operaciones, la miró con una sonrisa encantadora
de triunfo, y comenzó a pasar su mano, casi imperceptiblemente, por las sienes y los
cabellos de la diosa dormida, acabando así de magnetizarla sin saberlo: porque en
Amalia había una de esas organizaciones perfectas y sensibles en quienes la armonía
de la Naturaleza o del espíritu obra esa influencia magnética y voluptuosa que postra
el alma bajo el imperio de un encantamiento indefinible y misterioso, en los momentos
en que está conmovida por impresiones simpáticas con su organización.

Luisa acababa de formar una corona con los cabellos de Amalia en torno de su
bellísima cabeza, cuando la hija del jardín argentino abrió los ojos y derramó de ellos,
húmedos y melancólicos, un mar de luz parecida a la que vierten los crepúsculos de
una tarde lánguida del mes de enero,
Sus labios, rojos como la flor del granado, se abrieron para dejar libertad a un
suspiro aromado con las esencias de su corazón, que acababa de despertarse entre el
jardín de las ilusiones.

Sus brazos, que habrían dado envidia al cincel que labró la Venus de los Médicis, y
cuya encarnación casi trasparente sólo habría podido imitarse en alguna veta
privilegiada del mármol de Carrara, desnudos hasta los hombros, sobre los que había
apenas una pulgada de encaje para sostener el cambray que coqueteaba sobre su
seno, se extendían descuidados sobre los del sillón; y su pequeño pie, desnudo, entre
una chinela de cabritilla, se escapaba del peinador de batista, de cuyas ondas,
semejantes a una tenue neblina, se podría decir:

Porem nem tudo esconde, nem descobre

como de la gasa que cubría a la hermosa Dione del príncipe de los poetas lusitanos.

Sin embargo, en aquel modelo de perfecciones mujeriles, radiante en aquel


momento de cuanto puede animar la voluptuosidad humana, se reflejaba algo que los
sentidos no alcanzaban a comprender, porque pertenecía a lo más ideal de la poesía y
del amor.

Aquella fisonomía tan dulce a par de bella estaba bañada por una luz tenue de
melancolía y sentimiento; y en el cristal límpido de aquellos ojos, que se entreabrían
en medio de un éxtasis del alma, había más de ilusión que de mirada mundanal;
mezcla indefinible de abstracción de la vida y de esa claridad sobrenatural que se
difunde en la pupila cuando el espíritu está más arriba de la tierra, y absorbe, en sus
raptos de poesía, los destellos de la luz del cielo. Y puede decirse que en ese raudal de
luz que se desprendía de sus ojos, las gracias, la belleza material de esa mujer, se
espiritualizaban a su vez; sublimándose de ese modo cuanto la Naturaleza tiene de
más perfecto y encantador en los pinceles con que delinea y pinta ese hermoso ángel
de tentación que se llama mujer.
En la mujer, los encantos físicos dan resplandor, colorido, vida a las bellezas y
gracias de su espíritu; y las riquezas de éste a su vez dan valor a los encantos
materiales que la hermosean. Y es de esta unión armónica del alma y los sentidos, que
resalta siempre la perfección de una mujer; ante quien los sentidos entonces dejan de
ser audaces por respeto a su alma, y el amor deja de ser una espiritualización
extravagante por respeto a la belleza material que lo fomenta, si no precisamente lo
origina.

Y era Amalia, pues, una de esas privilegiadas creaturas que reúnen en sí aquella
doble herencia del cielo y de la tierra, que consiste en las perfecciones físicas, y en la
poesía o abundancia de espíritu en el alma.

Perezosa como una azucena del trópico a quien mueve blandamente la brisa de la
tarde, su cabeza se inclinó a un lado del respaldo del sillón, fijó sus ojos tiernos en la
pequeña Luisa, y con una sonrisa encantadora la preguntó:

-¿He dormido, Luisa?

-Sí, señora -le contestó la niña sonriendo a su vez.

-¿Mucho tiempo?

-Mucho tiempo no, pero más que otras veces.

-¿Y he hablado?

-Ni una palabra; pero ha sonreído usted dos veces.

-Es verdad; sé que no he hablado, y que me he sonreído.


-¡Cómo! ¿Lo que hace usted dormida, lo recuerda cuando se despierta?

-Pero yo no duermo cuanto tú lo piensas, Luisa mía -contestóle Amalia mirando con
una expresión llena de cariño a su inocente compañera.

-¡Oh, sí que duerme usted! -replicó la niña sonriendo otra vez.

-No, Luisa, no. Yo estoy perfectamente despierta cuando tú crees que duermo. Pero
una fuerza superior a mi voluntad cierra mis párpados, me domina, me desmaya; no sé
nada de cuanto pasa en derredor de mí, y, sin embargo, no estoy dormida. Veo cosas
que no son realidades; hablo con seres que me rodean, siento, gozo o sufro según las
impresiones que me dominan, según los cuadros que me dibuja la imaginación, y, sin
embargo, no estoy soñando. Vuelvo de esa especie de éxtasis y recuerdo
perfectamente cuanto ha pasado en mí; aún más: conservo por mucho tiempo el
influjo poderoso que me ha dominado y creo estar aún en medio de las imágenes que
acaba de crear mi fantasía; como en este momento, por ejemplo, creo verlo como
hace un instante lo estaba viendo aquí, aquí a mi lado...

-¡Viendo! ¿A quién, señora? -preguntó la niña, que no podía explicarse lo que


acababa de oír.

-¿A quién?

-Sí, señora. aquí no ha habido nadie más que nosotras, y usted dice que lo estaba
viendo.

-A mi espejo...-contestó Amalia sonriendo y mirándose por primera vez en el espejo


que tenía delante.

-¡Ah, pues si no veía usted más que el espejo!...


-Sí, Luisa, solamente a mi espejo... vísteme pronto... y, entretanto, dime: ¿qué me
referiste al despertarme?

-¿Del señor Don Eduardo?

-Sí; eso era; del señor Belgrano.

-¡Pero, señora, todo lo olvida usted! Es ésta la cuarta vez que voy a hacer la misma
relación.

-¡Ah, la cuarta vez! Bien, mi Luisa, después de la quinta yo no te lo preguntaré más -


dijo Amalia parada delante de su espejo, ajustándose un batón de merino color violeta
con guarniciones de cisne.

-¡Vaya, pues! -prosiguió Luisa-, cuando salí al patio, fui, como me ha ordenado usted
que lo haga todas las mañanas, a preguntar al criado cómo se hallaba su señor; pero ni
el uno ni el otro estaban en sus habitaciones. Yo me volvía, cuando a través de la verja
los descubrí en el jardín. El señor Don Eduardo cogía flores y hacía un ramillete cuando
me acerqué a él. Nos saludamos y estuvimos hablando mucho rato de...

-¿De quién?

-De usted, señora, casi todo el tiempo; porque ese señor es el hombre más curioso
que he visto en mi vida. Todo lo quiere saber; si usted lee de noche, qué libros lee, si
usted escribe, si le gustan más las violetas que los jacintos, si usted misma cuida de sus
pájaros, si... ¡qué sé yo cuántas cosas!

-¿Y de todo eso hablaron hoy?

-De todo eso.


-Y de la salud de él no hablaste nada, tontuela.

-¡Pues! Tonta sería si le hubiese preguntado sobre lo mismo que estaba viendo con
mis ojos.

-¡Sólo que estuviese ciega! Me parece que hoy cojea más que ayer, que fue el
primer día que salió al patio; y a veces al asentar la pierna izquierda se conoce que
sufre horriblemente.

-¡Oh, Dios mío! Si no debe caminar todavía, ¡es terco!..., ¡es terco! -exclamó Amalia
como hablando consigo misma y dando un golpe con su preciosa mano sobre el brazo
aterciopelado del sillón-. ¡Y quiere salir! -continuó Amalia después de un momento de
silencio-. ¡Este Daniel quiere perderlo, y quiere enloquecerme, está visto! Acaba, Luisa,
acaba de vestirme y después...

-Y después tomará usted su vaso de leche azucarada, porque está usted muy pálida.
¡Ya se ve, está usted en ayunas y ya es tan tarde!

-¡Pálida!¿Te parezco muy mal, Luisa? -preguntó Amalia delante de su espejo,


mirándose de pies a cabeza, mientras sujetaba con una cinta azul el cuello de encajes
con que pretendía velar el delicado alabastro de su garganta.

-¿Mal? No, señora, hoy está usted tan bella como siempre. Está usted un poco
pálida y nada más.

-¿De veras?

-Cierto que sí, señora; y esta noche...


-¡Ah, no me hables de esta noche!

-¿Cómo? ¿No le gustará a usted el estar bien para esta noche?

-Por el contrario, Luisa, querría estar enferma.

-Como lo oyes.

-Pues, señora, cuando yo tenga más edad y me conviden para un baile, desearé
estar muy buena, y muy buena moza.

-Ya lo ves, hija mía -dijo Amalia sonriendo de la ingenuidad de Luisa-. Ya lo ves, tú
desearías estar buena, y yo deseo estar enferma.

-¡Ah, eso yo sé por qué es!

-¿Tú?

-Yo, sí, señora, ¿piensa usted que yo no la conozco?

-¿Tú sabes por qué deseo enfermarme?

-¡Toma! ¿A que acierto?

-A ver, dilo.

-Por no ponerse la divisa, ¿acerté?


Amalia se rió, y dijo:

-En la mitad has acertado.

-Bien, ¿a qué acierto en la otra mitad?

-Vamos a ver.

-Porque no va usted a poder tocar su piano a las doce, como lo hace todas las
noches antes de acostarse, ¿es eso?

-No.

-¿No?

-No has acertado.

-Entonces... no importa; pero usted está lindísima, que es lo que más interesa.

-Gracias, mi Luisa, gracias -dijo Amalia pasando su mano por la cabeza de la niña-.
Sin embargo, yo quiero creer lo que me dices, porque por la primera vez de mi vida
tengo la pueril ambición de parecer bien a los demás..., pero -y como arrepintiéndose
al momento de lo que acababa de pronunciar, prosiguió-: No hablemos de estas
tonterías, Luisa. ¿Sabes una cosa?

-¿Qué, señora?
-Que estoy enojada contigo -respondió Amalia mirando los jilgueros.

-Será la primera vez -replicó Luisa entre cierta y dudosa de las palabras de su
señora, que jamás la había reconvenido.

-¿La primera vez? Es verdad, pero es porque ésta es la primera vez que mis pájaros
no tienen agua.

-¡Ah! -exclamó Luisa, dándose una palmadita en la frente.

-Y bien, ¿confiesas que tengo razón?

-No, señora.

-¿Pues no ves?

-No, señora, no tiene usted razón.

-Pero ¿y la copa con el agua?

-No está en la jaula.

-Luego...

-¿Luego qué, señora?

-Luego tú tienes la culpa.


-No, señora; la tiene el señor Don Eduardo.

-¿Belgrano? Estás loca, Luisa.

-No, señora, estoy en mi juicio.

-Explícate entonces.

-Es muy fácil. Esta mañana cuando fui a saber de la salud del enfermo, llevaba las
copitas para limpiarlas, y como ese señor es tan curioso, quiso saber de quién y para
qué eran, y luego que le dije la verdad, las tomó, se puso él mismo a limpiarlas, y ahora
recuerdo que mientras su criado traía agua, él las puso junto a una planta de jacintos.
En esto fue que sentí la campanilla, vine, y olvidé las copitas.

-¿Ves?-dijo Amalia, sin saber lo que decía, pues mientras sus dedos de rosa y leche
jugaban con las alas de sus pájaros, su imaginación se había preocupado de mil ideas
diversas, y que sólo Dios y su espíritu podrían explicarnos, al escuchar la sencilla
relación de Luisa.

-Ves, ¿qué?, señora -insistió ésta-. Si el señor Don Eduardo no hubiera sido tan
curioso, yo no hubiera olvidado...

-Luisa.

-Me va usted a retar por otra cosa.

-No... oye... ¿qué horas son?


-Las once.

-Bien, irás a decir al señor Belgrano que dentro de media hora tendré mucha
satisfacción en recibirle, si le es posible llegar hasta el salón.
Capítulo II

Cómo una sola puerta tenía tres llaves

Acababan de dar las cinco de la tarde en el reloj de San Francisco; y el sol, próximo a
su ocaso, no prometía por mucho tiempo ese recuerdo de su pasado esplendor que se
llama crepúsculo, porque la tarde estaba nebulosa, cargado el aire de esos vapores
densos y húmedos tan comunes en Buenos Aires, en la estación del invierno, que en el
año de 1840 había anticipado sus rigores desde los últimos días del mes de abril.

La calle de Comercio, donde no hay, sin embargo, comercio ni comerciantes, estaba


casi desierta en ese momento, y de las pocas personas que la transitaban eran dos
hombres que venían caminando a prisa en dirección al río: uno de ellos cubierto con
una capa azul, corta y sin cuello, como la que usaban los antiguos caballeros españoles
y los nobles venecianos; y el otro vestía un sobretodo blanco que le llegaba hasta el
tobillo.

-De prisa, mi querido maestro, de prisa, porque la tarde se nos va -dijo el personaje
de la capa azul a su compañero de levitón blanco.

-Si hubiéramos salido más temprano, no tendríamos que andar a este paso fatigoso,
precipitado, incómodo que llevamos -contestó aquel último, poniendo bajo su brazo
izquierdo una larga caña de la India con un puño de marfil que llevaba en su mano, y
siguiendo el paso ligero de su compañero.

-No tengo yo la culpa; esta naturaleza del Plata, más veleidosa que sus hijos, es la
que me ha engañado: hace dos horas que el cielo estaba limpio; contaba con media
hora de crepúsculo, y de repente el cielo se ha cargado, se ha embozado el sol, y he
perdido en mi cálculo; pero no importa, ya estamos cerca y trabajará usted de prisa.

-Trabajará usted de prisa.

-Eso he dicho.
-¿Pero en qué especie de ocupación?

-Adelante, mi querido maestro, adelante.

-¿Quieres que te diga una cosa, mi estimado y querido Daniel?

-Pero sin pararnos.

-Sin pararnos.

-Sin digresiones.

-Sin digresiones.

-¿A ver, qué cosa?

-Que tengo un miedo justísimo, razonable, profundo.

-¡Ah!, señor, usted tiene dos cosas que lo acompañan siempre.

-¿Y cuáles, mi Daniel querido y amado?

-Un caudal inagotable de adjetivos, y una dosis de miedo entre el cuerpo, que no
acabará usted de digerirla en su vida.
-Bien, bien: de lo primero hago alarde, porque eso no prueba otra cosa que los
vastos estudios que he hecho en nuestro rico, fecundo y elocuente idioma. En cuanto a
lo segundo, te diré que yo no he tomado la dosis sino cuando, poco más o menos,
todos nos hemos enfermado de un mismo mal en Buenos Aires, y...

-Silencio y despacio -dijo el individuo de la capa, en quien los lectores habrán


reconocido a su amigo Daniel, como en su interlocutor al antiguo maestro de primeras
letras, empleado en otro tiempo por la Comisión Topográfica, según la hoja de sus
servicios públicos.

-Silencio y despacio -había dicho Daniel al llegar con su acompañante a la


prolongación de la calle de Balcarce, cuya línea irregular son los tres últimos ángulos
de las calles de San Lorenzo, de la Independencia y de Luján, según se llamaban
entonces.

Los dos personajes siguieron por ella en dirección a Barracas muy tranquilamente;
llegaron a la de Cochabamba, y, siendo Daniel quien dirigía la marcha, doblaron hacia
el río y se pararon a la puerta de una casa, al principio de esa calle de Cochabamba, a
la derecha.

-Dé usted vuelta con precaución y vea si alguien viene -dijo Daniel a su compañero
en el momento de llegar a la puerta.

La caña de la India cayó al suelo inmediatamente, como era la costumbre del señor
Don Cándido Rodríguez, cuando a costa del puño de marfil, policeaba con sus ojos el
camino que acababa de andar.

-Nadie, mi querido Daniel.

Y el joven, con la mayor calma y sangre fría, abrió la puerta con una llave que traía
en su bolsillo; hizo entrar a su acompañante, y, cerrando otra vez la puerta, volvió a
guardar su llave en el bolsillo.
Don Cándido, entretanto, se había puesto más blanco que la alta y almidonada
corbata de estopilla, tan adherida siempre a su persona como su caña de la India.

-¿Pero qué es esto? ¿Qué casa misteriosa y recóndita es ésta a que me conduces, mi
querido Daniel?

-Es una casa como otra cualquiera, mi querido señor -dijo Daniel levantando el
picaporte de una puerta al zaguán y entrando a una pieza que servía de sala, yendo el
señor Don Cándido casi pegado a los pliegues de la capa de su discípulo.

-Espere usted aquí -le dijo Daniel, pasando a una habitación contigua a la sala,
donde había una de esas camas de matrimonio que necesitan una escalera para su
ascensión. Daniel levantó la colcha de zaraza que la cubría, se convenció de que no
había nadie oculto bajo aquella mole inmensa; pasó en seguida a otras dos
habitaciones en que repitió la misma operación que con la colcha de la cama, en
cuatro catres de lona muy pobremente cubiertos, pero con mucho aseo y con algunas
mallas en las fundas, últimos restos de una pasada opulencia en la reina de aquella
Roma; registró en fin todo cuanto en aquella casa podía ocultar una persona, y,
saliendo al pequeño patio, afirmó a la pared una escalera de mano, y subió a la azotea:
no quedaba ya sino un cuarto de hora o veinte minutos de claridad.

Daniel recorrió con una mirada de águila toda la extensión que descubría desde
aquel punto. No había en derredor de él ninguna eminencia que dominase el lugar en
que se encontraba. Al frente de la casa se descubría una hermosa quinta; al fondo, el
hueco y las casuchas de donde comienza la calle de San Juan; a la derecha, unos
cuartos en ruina; a la izquierda, una casa antigua y vacía que daba a la barranca, y a la
cual se abría una pequeña ventana en la cocina de la casa. Daniel examinó todo esto
en un minuto y descendió al patio.

-¡Mi querido y estimado y bien amado señor Don Cándido! -gritó desde allí.

-¿Daniel? -contestó con voz trémula desde la sala el maestro de primeras letras.
-Ha llegado el momento de trabajar -le dijo el discípulo-, y sobre todo, de no tener
miedo -continuó al verlo pálido como un cadáver.

-¡Pero Daniel, esta casa! ¡Esta soledad! ¡Este misterio! ¡En las circunstancias en que
vivimos!... Mi posición de empleado secreto de Su Excelencia el señor Ministro y...

-Señor Don Cándido, usted ha desparramado la noticia de la rebelión del general La


Madrid.

-¡Daniel! ¡Daniel!

-Es decir, me lo dijo usted a mí, y tanto vale decir estas cosas a uno solo, como a mil.

-Pero tú no me perderás, Daniel -exclamó el pobre Don Cándido, próximo a caer de


rodillas delante del joven.

-Al contrario, para salvar a usted le hice dar un empleo que hoy comprarían con cien
mil pesos muchos otros.

-Es por eso que yo te daría mi borrascosa, huérfana y trémula existencia -exclamó
Don Cándido abrazando fuertemente a Daniel.

-Bien, eso era lo que, yo quería que usted me repitiera; vamos ahora al trabajo:
trabajo de cinco minutos solamente.

-De un año, de dos, no importa.

-Suba usted -dijo Daniel señalando la escalera a Don Cándido.


-Hasta la azotea.

-¿Y qué quieres que haga en la azotea?

-Suba usted.

-¡Pero nos van a ver!

-Suba usted con mil...

-Ya estoy en la azotea.

-Y yo también -dijo el joven poniéndose en tres saltos al lado de su compañero-,


ahora sentémonos en el suelo.

-Pero hombre...

-¡Señor Don Cándido!

-Ya estoy, Daniel.

El joven sacó del bolsillo de su levita un pliego de papel marquilla, un compás, un


lápiz; desdobló el papel, lo extendió sobre el piso de la azotea, y dijo con una voz que
no admitía réplica:

-Señor Don Cándido: un croquis de todos los alrededores de esta casa, en diez,
minutos, porque no tenemos sino quince de luz.
-Pero...

-A grandes líneas: no necesito detalles: distancias y límites solamente. Dentro de


diez minutos baje usted a la sala, donde me encontrará.

Un sudor frío inundaba la frente de Don Cándido, porque a medida que la escena se
hacía mis misteriosa, creía ver más cerca de sí el cuchillo de la Mashorca. Pero de otro
lado estaba la mirada fascinadora de Daniel, su influencia moral que le dominaba en
cuerpo y alma, y el secreto de la imprudente revelación.

Don Cándido era un vulgar ingeniero, pero lo que se le exigía en ese momento era
una cosa demasiado fácil, Y antes de los diez minutos todo su trabajo estaba
perfectamente concluido. Las distancias eran tan cortas, que la vista pudo suplir la
falta de instrumentos.

Concluido el croquis, descendió Don Cándido, cuando empezaba a apagarse la luz


del crepúsculo en el cielo, y cuando, por consiguiente, todo el interior de la casa
empezaba a estar en tinieblas. Con la caña de la India, el plano, el lápiz y el compás en
las manos, el buen hombre no pudo menos de llamar a su querido Daniel antes de
decidirse a entrar en las habitaciones oscuras.

-¿Está hecho? -le preguntó aquél, saliendo a recibirlo al patio.

-Ya, ya está. Pero es necesario ponerlo en limpio, arreglarlo y...

-Concluir todo lo que haya que hacer en él, en el curso de esta noche para
entregármelo mañana antes de las diez.

-Bien, mi querido Daniel. Pero ahora nos iremos de esta casa, ¿no es verdad?
-Ya no tenemos nada que hacer en ella -dijo Daniel encaminándose al zaguán,
completamente oscuro.

Pero en el momento de ir a poner la llave en la cerradura, otra llave entró en ella


por la parte exterior de la puerta, y la abrió con tanta prontitud que apenas dio tiempo
a Don Cándido para pegarse como una sombra a la pared del zaguán, y a Daniel para
retroceder dos Pasos y llevar su mano a uno de los bolsillos de su levita. Esta acción fue
instintiva sin embargo, porque Daniel hacía algunos minutos ya que esperaba por
momentos sentir abrir aquella puerta, pero él esperaba ver entrar por ella una mujer,
varias mujeres quizá, pero no un hombre. Entretanto, era un hombre el que entró, y
Daniel sacó entonces de su bolsillo aquel mismo instrumento mortífero con que salvó a
Eduardo en la noche del 4 de mayo, y que todavía no hemos podido ver a clara luz para
dar su nombre o su definición.

El individuo recién llegado hizo la misma operación que había hecho Daniel, es
decir, cerró por dentro la puerta y se guardó la llave.

Don Cándido temblaba de pies a cabeza y hacía esfuerzos inauditos por rarificar su
cuerpo contra la pared, pero todo esto eran flores.

El zaguán estaba oscurísimo.

Al darse vuelta el recién llegado y caminar el primer paso hacia adentro, rozó su
brazo contra el pecho de Don Cándido, y dando un salto hacia el ángulo de la puerta:

-¿Quién está ahí? -exclamó con una voz pujante, tirando al mismo tiempo de un
cuchillo de quince pulgadas, cuya aguzada punta fue a tocar el hombro de Don
Cándido al estirarse el brazo que la dirigía.

La oscuridad era sepulcral, y un silencio profundo sucedió a la interrogación del


desconocido.
-¿Quién está ahí? -repitió-. Conteste usted o le mato por unitario, porque sólo los
unitarios hacen emboscadas a los defensores de la Federación...

Nadie respondió.

-¿Quiénes? Conteste porque le mato -repitió el amable interrogador que, sin


embargo, lejos de querer dar un paso hacia adelante, se perfilaba lo más que le era
posible en el ángulo de la puerta, extendiendo el brazo, armado de su cuchillo, hacia
adelante.

-Servidor de usted, mi distinguido y estimado señor, a quien no tengo el honor de


conocer, pero a quien aprecio muchísimo -contestó Don Cándido con una voz tan
trémula y meliflua que inspiró al desconocido todo el valor que le faltaba y de que
había querido hacer alarde un momento antes.

-¿Pero quiénes usted?

-Un humilde servidor suyo.

-¿Su nombre?

-¿Tiene usted la bondad de abrirme la puerta y dejarme pasar, mi distinguido y


apreciable señor?

-Ah, no quiere usted decir su nombre, porque es algún unitario, algún espía, ¿eh?

-Señor de toda mi estimación, yo soy capaz de hacerme ahorcar en servicio del


Ilustre Restaurador de las Leyes, gobernador y capitán general de la provincia de
Buenos Aires, encargado de las Relaciones Exteriores de la Confederación, Brigadier
Don Juan Manuel de Rosas, marido de su difunta esposa la señora heroína Doña
Encarnación Ezcurra de Rosas; que en paz descanse, padre de la señorita federal Doña
Manuelita de Rosas y Ezcurra, hermano del señor ilustre federal Don Prudencio, Don
Gervasio, Don...

-Acabe usted con todos los diablos, ¿cómo se llama, le he preguntado?

-Y también soy capaz de hacerme ahorcar en servicio de usted y de su amable


familia; ¿tiene usted familia, mi estimado señor?

-Yo le voy a dar familia: a ver...

-¿A ver qué? -preguntó Don Cándido, yerto y ya sin fuerza para sostenerse sobre sus
piernas.

-A ver: bata usted las manos.

-¿Qué bata las manos, mi querido señor?

-Pronto, porque si no le mato.

-Nuestro Don Cándido no esperó oír segunda vez esta amenaza, y se puso abatir las
manos sin saber lo que aquella pantomima significaba.

Luego que el desconocido comprendió que no tenía armas en las manos, se lanzó
sobre él, y poniéndole al pecho la punta del cuchillo:

-Confiéseme usted -le dijo- por cuál de ellas viene, o le clavo contra la pared.

-¿Yo?
-Sí, usted.

-¿Por cuál de ellas?

-Sí;¿viene usted por Andrea?

-¿Por misia Andreíta?... ¡Señor!...

-Acabe usted, ¿viene por Gertrudis?

-Pero señor, si yo no conozco a misia Gertrudis ni a misia Andrea, ni a su digna y


respetable familia ni...

-Confiese: confiese, o le mato.

-Confiéseme usted por cuál de ellas viene, o le astillo el cráneo -dijo junto al
desconocido la voz de un hombre que con una mano le tenía sujeto por el brazo
derecho, y con la otra martillaba suavemente en la cabeza con una cosa durísima y
pesada; hombre que, como se comprende, no era otro que nuestro Daniel, que había
presenciado tranquilo la cómica escena entre el desconocido y Don Cándido, hasta que
vio llegado el momento de tomar parte en ella para darla fin.

-¡Socorro!

-Silencio u os mando a los infiernos -le dijo Daniel, dando un poco más fuerte con su
instrumento; cosa que dejó aturdido por un momento a quien recibió el golpe.

-¡Piedad! ¡Piedad! ¡Soy un sacerdote, el mejor federal, el cura Gaete! ¡No cometáis
el sacrilegio de derramar mi sangre!
-Soltad el cuchillo, mi reverendo padre.

-Dádmelo a mí -exclamó Don Cándido buscando a tientas el brazo que tanto le había
hecho temblar y recogiendo de él el formidable puñal.

-Soltad.

-¡Ya lo he dado, ya lo he dado!-exclamó el cura Gaete, según que éste era el nombre
que acababa de darse. ¡Soltadme ahora! -continuó, haciendo esfuerzos por desasirse
de la mano de fierro de Daniel-. ¡Soltadme! Ya os he dicho que soy un sacerdote.

-¿Y por cuál de ellas viene a esta casa, reverendo padre? -dijo Daniel parodiando la
pregunta que había hecho el dignísimo cura de la Piedad a Don Cándido.

-¿Yo?

-Usted, mal sacerdote, federal inmundo, hombre canalla: usted a quien yo debería
ahora mismo pisarlo como a un reptil ponzoñoso y libertar de su aspecto a la sociedad
de mi país, pero cuya sangre me repugna derramar, porque me parece que su olor me
infectaría. Os siento temblar, miserable, mientras mañana levantaréis vuestra cabeza
de demonio para buscar sobre todas las otras la que no podéis ver en este momento, y
que, sin embargo, es bastante fuerte por sí sola, pues que os hace temblar: a vos que
subís a la cátedra del Espíritu Santo con el puñal en la mano, y lo mostráis al pueblo
para excitarlo al exterminio de los unitarios, de quienes el polvo de su planta es más
puro y limpio que vuestra conciencia...

-¡Piedad, piedad, soltadme!-exclamó el fraile a quien más arredraba la entonación


de la voz y las palabras de Daniel, que caían como gotas de plomo derretido sobre su
cancerosa conciencia, que el peligro material de su posición entre las manos de aquel
hombre a quien no conocía, y que, como un juez terrible, tenía en sus palabras el sello
de la inexorabilidad y la justicia.
-¡De rodillas, miserable!-exclamó Daniel tomando al cura Gaete por el cuello,
inclinándolo hacia el suelo y consiguiendo ponerlo de rodillas sin dificultad.

-Así -dijo después de una breve pausa-. ¡Así!, sacrílego: ministro de ese culto de
sangre con que hoy profanan en mi patria la libertad y la justicia. ¡En mi persona, pide
perdón a los buenos del mal que les haces, y sea el anatema que descargo sobre tu
cabeza, un presagio del que te espera en el cielo! Así, de rodillas; y representa en este
momento la imagen de la horda maldita a que perteneces, cuando esté de rodillas en
el cadalso pidiendo misericordia a Dios, misericordia a los hombres, misericordia al
verdugo; y Dios vuelva su vista, y los hombres cierren sus oídos, y el verdugo
descargue el golpe de la justicia humana sobre la cabeza de los bandidos heroificados
en ese reino de sangre y de delitos que llamáis Federación. De rodillas, así, como
estará ante la historia desde el primero hasta el último de cuantos de vosotros habéis
contribuido a la desgracia de la patria, y al extravío de las generaciones todavía. Así,
fraile apóstata, de rodillas.

Y Daniel sacudió con fuerza la cabeza del cura Gaete, que se apoyó maquinalmente
sobre el joven, porque un vértigo terrible estaba próximo a desmayarle.

-Ahora, otra cosa -dijo Daniel alzándolo de la ropa como un fardo.

-¡No!¡No más! ¡Piedad! -exclamó con voz desfallecida.

-¿Piedad? ¿La tenéis vosotros, sacerdotes ensangrentados de esa herejía política a


que llamáis Federación? ¿Qué habéis dejado sin ofender? ¿Qué habéis dejado sin
humillar y ensangrentar? ¿Qué piedra no os ha pedido piedad en la terrible noche de
delitos que habéis levantado sobre el cielo de vuestra patria?

-¡Piedad!¡Piedad!

-En pie, miserable, en pie -dijo Daniel sacudiendo a Gaete y arrimándolo contra la
pared.
-La llave de esta puerta que tenéis en vuestro bolsillo -dijo Daniel con una voz que
no admitía réplica, y en el acto la llave empezó a martillar sobre su brazo, pues que la
mano que la entregaba temblaba horriblemente.

Daniel tomó la llave, arrastró a Gaete hacia la puerta de la sala, que daba al zaguán,
la abrió y diole a su reo un empujón tal, que le hizo ir rodando y caer estrepitosamente
en medio de la pieza. Cerró la puerta y:

-Pronto, ahora... ¿dónde está usted? -dijo.

-Aquí -contestó Don Cándido, desde el medio del patio.

-Venga usted, con mil diablos.

-Salgamos de esta casa -dijo Don Cándido, acercándose a su discípulo y tomándose


de su brazo.

Daniel tocaba ya la puerta de la calle y buscaba la cerradura para abrirla, cuando de


la parte exterior otra llave entró en ella y abrióse la puerta.

-¡Santos y querubines del cielo! -exclamó Don Cándido abrazándose de la cintura de


Daniel.

-Afuera, afuera -dijo Daniel casi al oído de la persona que acababa de abrir la puerta,
a quien había conocido a la escasa claridad de la noche, como a tres otras más que
venían con ella: las cuatro eran mujeres. Y arrastrando hacia la vereda a Don Cándido,
cerró la puerta, y dando la llave a la persona primera a quien había hablado:

-Es necesario que no entre usted a su casa hasta dentro de un cuarto de hora: el
cura Gaete está en la sala -le dijo.
-¡El cura Gaete! ¡Dios mío! ¡Una tragedia en mi estancia!

-No sabe quién soy; pero si se le abre la puerta podrá seguirme.

-¡Dioses inmortales!

-Sostendrá usted -continuó Daniel embozándose en la capa y hablando quedo para


no ser visto ni oído de las otras mujeres- que no sabe ni quién soy, ni cómo he entrado:
un solo mal rato sobre mí lo comprará usted bien caro, Doña Marcelina, pero, como
hemos de ser siempre buenos amigos, mientras el reverendo cura descansa en la sala,
vuelva usted a las tiendas y compre algo a las niñas -dijo Daniel, poniendo un rollo de
billetes de banco en la mano de Doña Marcelina, y en seguida atravesó la calle, se
reunió a Don Cándido, que lo esperaba en la vereda opuesta, y tomándolo del brazo,
se sumergió en la oscura y solitaria calle de Cochabamba.
Capítulo III

Treinta y dos veces veinte y cuatro

-¡Despacio, Daniel, más despacio, porque me ahogo! -dijo Don Cándido al llegar a la
esquina de la calle de Chacabuco.

-Adelante, adelante -le contestó Daniel, doblando por esa calle, tomando en seguida
la de San Juan, y enfilando luego la de las Piedras.

-Bien -dijo entonces Daniel, acortando el paso-, ya hemos maniobrado en cuatro


calles, y es demasiado gordo el buen fraile para que no hubiera reventado ya, en caso
de que el diablo le hubiera hecho salir por la bocallave de la puerta.

-¡Qué fraile!; ¡Daniel, qué fraile!-exclamó Don Cándido, aspirando todo el aire que
podía caber en sus pulmones, y apoyándose, al caminar, en su inseparable caña de la
India.

-¡Oh, mi buen amigo, usted no lo conoce todavía!

-Y Dios me libre de conocerlo jamás.

-¿Un sacerdote con cuchillo, eh?

-Sí, Daniel; pero convendrás en que nos hemos portado maravillosamente.

-¡Pues!
-Yo me he desconocido.

-¿Cómo?

-Decía que me he desconocido.

-Pero usted siempre se portará lo mismo, mi querido amigo.

-No, mi amado, mi protector, mi salvador Daniel: no, porque en cualquiera otra


ocasión me habría caído muerto al sentir la punta del puñal contra mi pecho.

-¡Bah!

-Créelo, créelo, Daniel. Es efecto de mi organización sensible, delicada,


impresionable. Tengo horror a la sangre, y ese demonio de fraile...

-Despacio.

-¿Qué hay? -preguntó Don Cándido girando su cabeza a todos lados.

-Nada, no hay nada; pero las calles de Buenos Aires tienen oídos.

-Sí, sí; mudemos de conversación, Daniel. Iba a decirte solamente que...

-Que tú tienes la culpa del peligro en que me he encontrado.

-¿Yo?
-Pues, ¿y quién?

-Sea, pero no le debo a usted nada.

-¿Cómo?

-Decía que si lo puse a usted en tal peligro, he sido al mismo tiempo quien le ha
salvado de él.

-Es cierto, Daniel, y eres ya desde hoy mi amigo, mi protector, mi salvador.

-Amén.

-¿Pero crees que el fraile?...

-Silencio, y andemos -dijo Daniel doblando por la calle de los Estados Unidos, luego
por la de Tacuarí, en seguida por la del Buen Orden, por donde caminó hasta llegar a la
de Cangallo. Paróse en la esquina de ella, reclinó su codo en un poste, y mirando, con
una expresión picante de burla y de cariño, la pálida fisonomía de Don Cándido,
alumbrada en aquel momento por la claridad de uno de los faroles de la calle, soltó la
risa en las barbas de su respetable maestro de primeras letras.

-¿Te sonríes, Daniel?

-No, señor, me río con todas ganas, como lo ve usted.

-¿Y de qué?
-De ver atribuirle a usted empresas amorosas, querido maestro.

-¿A mí?

-¿Pues no se acuerda usted de la pregunta de su rival?

-Pero tú sabes...

-No, señor, no sé, y es por eso que me he parado aquí.

-¿Cómo? ¿No sabes que no conozco a nadie en esa casa?

-Ya lo sé.

-¿Y qué es, pues, lo que no sabes?

-Una cosa que va usted a decírmela ya -le contestó Daniel, que se entretenía en las
perplejidades de Don Cándido, y a la vez descansaba un momento su fatigado cuerpo,
pues que acababa de andar con su compañero más de media legua por las calles más
pésimas de la ciudad.

-¿Qué puedo yo negarte, Daniel? Habla, interroga.

-Una cosa muy simple quiero saber: y es en cuál de estas calles inmediatas está la
casa de usted.

-¡Ah! ¿Querrías hacerme el honor de venir a mi casa?


-Precisamente; ése es mi deseo.

-¡Oh!, nada más fácil, estamos a dos cuadras de ella solamente.

-Sí, yo sabía que era por este barrio, ¿quiere usted guiarme?

-Por acá -dijo Don Cándido atravesando la plaza de las Artes y entrando en la calle de
Cuyo.

A pocos pasos, llamó a la puerta de una casa cuyo aspecto le daba un respetable
carácter de antigüedad, revelando que si no era hija, era cuando más nieta de las que
allí empezaron a edificarse desde el miércoles 11 de junio del año de gracia de 1580,
en que el teniente de gobernador Don Juan de Garay fundó la ciudad de la Trinidad y
Puerto de Buenos Aires, haciendo el repartimiento de la traza de esa ciudad en ciento
cuarenta y cuatro manzanas; de las cuales tocó a Don Juan de Basualdo aquella en que
estaba la casa de nuestro Don Cándido Rodríguez.

Una mujer, a quien no haremos injusticia en atribuirla cincuenta inviernos, pues que
las primaveras no se distinguían en ella, y a quien un buen español llamaría ama de
llaves, pero a quien nosotros, buenos americanos, distinguiremos con el nombre de
señora mayor, alta, flaca y arrebozada en un gran pañuelo de lana, abrió la puerta, y
echó sobre Daniel su correspondiente mirada de mujer vieja: es decir, mirada sin
egoísmo, pero curiosa.

-¿Hay luz en mi cuarto, Doña Nicolasa? -la preguntó Don Cándido.

-Desde la oración está encendida -le contestó la buena mujer con esa entonación
acentuada, peculiar a los hijos de las provincias de Cuyo, que no la pierden jamás,
pasen los años que pasen lejos de ellas, pues que es al parecer un pedazo de su tierra
que traen en la garganta.
Doña Nicolasa atravesó el patio, y Don Cándido entró con Daniel a una sala en cuyo
suelo desnudo, embaldosado con esos ladrillos que nuestros antiguos maestros
albañiles sabían escoger para divertirse en formar con ellos miniaturas de precipicios y
montañas, dio Daniel un par de excelentes tropezones, aun cuando sus pies de
porteño estaban habituados a las calles de la «Muy Heroica Ciudad», donde las gentes
pueden sin el menor trabajo romperse la cabeza, a pesar de todos los títulos y
condecoraciones de la orgullosa libertadora de un mundo, menos de ella.

Todo lo demás de la sala correspondía naturalmente al piso; y las sillas, las mesas y
un surtido estante de obras en pergamino, pero esencialmente históricas y
monumentales, confesaban, sin ser interrogadas, que la ocupación de su dueño era, o
había sido, la de enseñar muchachos, quienes lo primero que aprenden es el modo de
sacar astillas de los asientos, y escribir sobre las mesas con el cortaplumas, o con la
tinta derramada.

Sin embargo, la mesa revelaba que Don Cándido no era un hombre habitualmente
ocioso, sino, por el contrario, dedicado a los trabajos de pluma: se veía en ella mucho
papel, algunos croquis, un enorme diccionario de la lengua, un tintero y un arenillero
de estaño, y todo en ese honroso desorden de los literatos, que tienen las cosas como
tienen generalmente la cabeza.

-Siéntate, descansa, reposa, Daniel -dijo Don Cándido, echándose en una gran silla
de baqueta, mueble tradicional y hereditario, colocado delante de la mesa.

-Con mucho gusto, señor secretario -le contestó

Daniel sentándose al otro lado de la mesa.

-¿Y por qué no me dices como siempre, mi querido maestro?

-¡Toma!, porque hoy tiene usted una posición más esclarecida.


-De que yo reniego todos los días.

-Y que, sin embargo, es preciso que usted la conserve.

-¡Oh, sin duda, hoy es mi áncora de salvación!

Además, yo tengo buenos pulmones, fuertes, vigorosos, y no me ha de cansar el


señor doctor Don Felipe Arana.

-Ministro de Relaciones Exteriores del gobierno de la Confederación Argentina.

-Esto es, Daniel. Sabes de memoria todos los títulos de Su Excelencia.

-¡Oh! ¡Yo tengo mejor memoria que usted, señor secretario!

-¿Esa es ironía, eh? ¿Adónde vas con ella?

-A una friolera: a decir a usted que en ocho días de secretaría, no me ha mostrado


usted sino dos notas del señor Don Felipe, que bien poco valían a fe mía.

-Pero no ha sido por olvido, Daniel. Te he dicho yo que Don Felipe me ocupa
actualmente en poner en limpio las cuentas que debe presentar al gobierno sobre
consumos hechos en sus estancias por tropas de la provincia, pero nada, nada
absolutamente de política, después de las dos notas que te mostré bajo la más
completa reserva. Pero, a propósito, Daniel, ¿qué empeño tienes tú, qué interés en
tomar parte en los secretos de Estado? Mira, oye, Daniel: entrometerse en la política
en tiempos calamitosos y aciagos, es exponerse a lo que me pasó a mi el año 20. Salía
yo de casa de una comadre mía, natural de Córdoba, donde se hacen las mejores
empanadas y los mejores confites de este mundo, y donde mi padre aprendió el latín.
¡Qué hombre tan instruido era mi padre, Daniel! Sabía de memoria la gramática de
Quintiliano, el Ovidio, al cual un día, siendo yo muchacho, le eché encima un tintero
que tenía mi padre por herencia de mi abuelo, que vino...

-Que vino de cualquier parte; es lo mismo.

-Bien; no quieres que prosiga; ya te conozco. Te preguntaba, pues, ¿qué interés


tienes en saber los secretos de Don Felipe?

-¡Bah! Curiosidad de hombre desocupado, nada más.

-¿Nada más?

-Cierto. Pero soy tan intolerante cuando no se satisface a mi curiosidad, que suelo
olvidarme de todos los vínculos que me ligan a los que me irritan. Además, beneficio
por beneficio, ¿no es esto justo, mi querido maestro? -dijo Daniel dominando con su
fuertísima mirada el pobre espíritu de Don Cándido, como era su costumbre cuando le
veía hesitar.

-¡Oh! justo, muy justo -le contestó el secretario de Don Felipe, apresurándose con
una sonrisa paternal a borrar la mala impresión que hubiera podido hacer con sus
últimas palabras en el ánimo de aquel joven cuya influencia lo avasallaba tanto; le
había dado un puerto de seguridad en la borrasca que empezaba a correr en el pueblo
de Buenos Aires, y que era poseedor al mismo tiempo de algunas indiscreciones suyas,
cuya revelación le traería infaliblemente su ruina.

-Estamos de acuerdo entonces -prosiguió Daniel-, y como prenda de nuestra firme


alianza, tenga usted la bondad, mi buen amigo, de tomar la pluma de su tintero, y
darme a mí un pliego de papel.

-¿Qué yo tome una pluma y te dé a ti papel?


-Eso es.

-¿Y vamos a escribir?

-A escribir.

-Pues, hijo, con una mesa de por medio, tú con el papel y yo con la pluma, te juro
que será un verdadero prodigio nuestra escritura; sin embargo, ahí tienes el papel.

Daniel se reía, y empezó a doblar y multiplicar los dobleces en el papel que le dio
Don Cándido. En seguida, tomó un cortaplumas y cortó el papel por todos los dobleces,
formando pequeños cuadros, poco más o menos del tamaño de una carta de visita. Y
contando de ellos hasta el número 32, tomó ocho papelitos y se los dio a Don Cándido,
que lo estaba mirando y devanándose los sesos por comprender la ocupación de su
discípulo.

-¿Y bien, qué hago con esto?

-Una cosa muy fácil y muy sencilla. ¿Es ésa la mejor pluma del tintero?

-Está cortada para perfiles -le contestó el antiguo maestro de escuela, levantando la
pluma a la altura de sus ojos.

-Bien; ponga usted en cada uno de esos papelitos el número 24, en forma de
escritura inglesa.

-El número 24 es un mal número, Daniel.

-¿Por qué, señor?


-Porque era el máximum de los palmetazos que han llevado de mi mano todos los
muchachos remolones; muchachos que ya hoy son hombres de gran valía en la
actualidad, por lo mismo que no me dieron grandes esperanzas en nada, y que pueden
querer vengarse de mí, y sin embargo...

-Escriba usted 24, señor Don Cándido.

-¿Y nada más?

-Nada más.

-24, 24, 24... Ya está -dijo Don Cándido, después de haber escrito y repetido ocho
veces aquella cifra.

-Muy bien; ahora escriba usted en el reverso del papel: Cochabamba.

-¡Cochabamba!

-¿Qué hay, señor? -le preguntó Daniel con mucha calma al oír la exclamación de Don
Cándido.

-Que esta palabra me recordará siempre la casa de esta tarde, y, como las ideas se
ligan instantáneamente, ese nombre me recordó la calle, luego la casa, y con la casa
ese fraile impío, renegado, asesino y...

-Escriba usted Cochabamba, mi querido maestro.

-Cochabamba, Cochabamba, Cochabamba... Ya están los ocho.


-Tome usted la pluma más gruesa del tintero.

-Pero si ésta está excelente, superior.

-Tome usted la más gruesa.

-Vaya pues. Aquí está una de rayar.

-Perfectamente. Escriba usted con escritura española el mismo número y la misma


palabra en estos otros papelitos -y Daniel dio a Don Cándido ocho papeles más.

-¿Es decir, que quieres que desfigure la letra?

-Justamente.

-Pero, Daniel, eso está prohibido.

Señor Don Cándido, ¿me hace usted el favor de escribir lo que le dicto?

-Bien; ya está -dijo Don Cándido después de haber escrito con la pluma gruesa, y en
forma española, el número y la palabra.

-¿Tiene usted tinta de color?

-Aquí hay punzó de la mejor clase, superior, brillante.


-Úsela usted, pues, para estos otros-papeles.

-¿El mismo número?

-Y la misma palabra.

-¿En qué escritura?

-Francesa.

-La peor de todas las escrituras posibles, ya esta.

-Ahora, los últimos ocho papelitos.

-¿Conqué tinta?.

-Moje usted en la negra la pluma que ha usado con la punzo.

-¿En qué forma?

-En forma sui generis; es decir, en forma de letra de mujer.

-¿Todo de mismo?

-Exactamente.
-Ya está; y son treinta y dos papelitos.

-Eso es: treinta y dos veces veinte y cuatro.

-Y treinta y dos Cochabambas -dijo Don Cándido, que no podía despreocuparse de


este nombre.

-Doy a usted repetidísimas gracias, mi querido amigo -dijo Daniel contando y


guardando los papeles dentro de su cartera.

-¿Es algún juego de prendas, Daniel?

-Esto es lo que es, mi buen señor, y nada más.

-Esto me huele a alguna intriga amorosa, Daniel; ¡cuidado, hijo mío, cuidado!
¡Buenos Aires está perdido en ese sentido, como en muchos otros!

-Amén. Y para que la perdición no se extienda hasta mi antiguo maestro y mi


presente amigo, usted me hará el favor de olvidarse para siempre jamás de lo que
acaba de escribir.

-Palabra de honor, Daniel -dijo Don Cándido apretando la mano de su discípulo, que
acababa de levantarse y se disponía a retirarse. Palabra de honor, yo he sido joven, y
sé lo que importa el honor de las mujeres y la reputación de los hombres. Palabra de
honor. Vete tranquilo, y sé feliz, favorecido, acatado, como bien lo mereces.

-Gracias mil, amigo mío. Pero mientras yo sigo sus consejos de cuidarme, usted no
olvidará mi recomendación del plano. ¿No es verdad?.
-¿No me has dicho que para mañana lo necesitas?

-Para mañana.

-No habrán dado las doce del día, cuando lo tendrás en tu poder.

-¡Llevado por usted mismo, bien entendido!

-Por mí mismo.

-Entonces, buenas noches, mi querido maestro.

-¡Adiós, mi Daniel, mi amigo, mi salvador, hasta mañana!

Y Don Cándido acompañó hasta la puerta de calle a aquel discípulo de primeras


letras, que más tarde debía ser su protector y salvador, como acababa de llamarlo. Y
Daniel, embozado en su capa, siguió tranquilamente por la calle de Cuyo, preocupado
en el recuerdo de ese hombre que, mucho más allá de la mitad de su vida, conservaba,
sin embargo, la candidez y la inexperiencia de la infancia, y que reunía al mismo
tiempo cierto caudal de conocimientos útiles y prácticos en la vida; uno de esos
hombres en quienes jamás tienen cabida, ni la malicia, ni la desconfianza, ni ese
espíritu de acción y de intriga, de inconsecuencia y de ambición, peculiar a la
generalidad de los hombres, y que forman esa especie excepcional, muy diminuta, de
seres inofensivos y tranquilos, que viven niños siempre, y que no ven en cuanto les
rodea sino la superficie material de las cosas.
Capítulo IV

Quinientas onzas

Reflexionando iba Daniel sobre las raras condiciones de su primer maestro, más que
sobre otros asuntos de mayor importancia que le preocupaban después de algunos
días, en la vida agitada a que lo conducía su organización, a la vez que su entusiasta
patriotismo. Este joven reunía dos condiciones morales, opuestas diametralmente, y
que, a pesar de eso, se hallan reunidas alguna vez en un mismo individuo; es decir,
había en él el talento y la circunspección de un grande hombre, y el espíritu frívolo y
sutil de un joven común. Y así se le veía en las circunstancias más difíciles, en los
trances más apurados, mezclar a lo serio la ironía, a lo triste la risa, y lo más grave,
aquello que era la obra misma de su alta inteligencia, picarlo un poco con los alfileres
del ridículo.

En este momento acababa por ejemplo de guardar una sentencia de muerte contra
su vida en los treinta y dos papelitos que llevaba en su pecho, pues cualquiera que
fuese el objeto que se proponía con ellos, el mismo misterio que encerraban habría
sido en aquella época un asunto de pena capital. Y sin embargo, Daniel caminaba
reflexionando y riéndose de Don Cándido sin acordarse de tales papelitos.
Organización rara; corazón frío y valiente en los peligros; débil y ardiente para el amor;
imaginación altísima para las más vastas concepciones; sutil y ligera para encontrar
siempre los contrastes del sello de las cosas.

Ni más ni menos que como un joven indolente, embriagado por esa voluptuosidad
del alma y los sentidos a los veinte y cinco años de la vida, que nos hace perezosos
exteriormente, porque toda nuestra actividad se reconcentra entonces en los deseos y
en los recuerdos, Daniel llegó a su casa en la calle de la Victoria, en cuya puerta
encontró a su fiel Fermín, que le esperaba con impaciencia, porque eran ya las ocho y
media de la noche, es decir, una hora más tarde de aquella en que Daniel volvía a su
casa generalmente, a ponerse en estado, como decía, de no ser satirizado por su
Florencia; verdadero afecto, única ilusión amorosa en su corazón; único hálito de
felicidad que refrescaba el alma de ese joven, abrasada por la fiebre de la desgracia
pública, y de la cual él no había conocido aún el más terrible de sus estragos, y por que
habían pasado ya millares de hombres de la generación a que él pertenecía: y tal era la
separación repentina y sin término del objeto amado.
A esa época de la dictadura, la mayor parte de los jóvenes argentinos, en esa edad
en que la vida rebosa su sensibilidad y su energía en las fuentes secretas de los afectos,
había tenido que decir un ¡adiós! a alguna mujer querida, a alguna realización bella de
los sueños dorados de su juventud; y al sentimiento de la patria, de la familia, del
porvenir, se mezclaba siempre la ausencia de una mujer amada en esa segunda
generación que se levantó contra la dictadura, y que, para combatirla, tuvo que dejar
de improviso las playas de la patria.

La mano de Rosas interrumpía en el corazón de esos jóvenes el curso natural de las


afecciones más sentidas: la de la patria y la del amor. Y en la peregrinación del
destierro, en los ejércitos, en el mar, en el desierto, los emigrados alzaban su vista al
cielo para mandar en las nubes un recuerdo a su patria y un suspiro de amor a su
querida.

A la época que atravesamos, las esperanzas del triunfo radiaban en la imaginación


de los emigrados; pero por halagüeña que sea una promesa, si posible es tener la
paciencia de esperar su logro en la edad más inquieta de la vida, cuando esa promesa
hace relación con la política, no es lo mismo cuando ella hace parte de la vida de
nuestro corazón, porque entonces cada hora es un siglo que pesa lleno de fastidio y
zozobra sobre el alma; así con el dolor de la proscripción los emigrados sufrían, en su
mayor parte, los terribles martirios del amor en la ausencia de la mujer amada.

Pero en este sentido Daniel era feliz. Él, el más devorado por el deseo de la libertad
de su patria, el más dolorido por sus desgracias, el más activo por su revolución, podía,
sin embargo, a los veinte y cinco años de su vida, respirar paz y felicidad en el aliento
de su amada y ver a su lado esa luz divina, recuerdo o revelación del paraíso, que se
derrama en la mirada tierna y amorosa de ese ángel de purificación y de armonía que
se encarna en la mujer amada de nuestro corazón.

Así Daniel entró contento a su casa; pues pronto debía salir de ella para volar al lado
de su Florencia.

-¿Ha venido alguien? -preguntó Daniel, dirigiéndose a sus habitaciones.


-Sí, señor, hay un caballero en la sala.

-¿Y quién es ese caballero? -prosiguió Daniel sin manifestar la menor curiosidad y
entrando a su escritorio por la puerta que daba al patio.

-El señor Don Lucas González -respondió Fermín, entrando al escritorio junto con su
señor.

-¡Ah, ah, el señor Don Lucas González! Por ahí debías haber comenzado, tonto: los
hombres honrados, y sobre todo los amigos de mi padre, no deben hacer antesala
mucho tiempo -dijo Daniel, dirigiéndose a su sala de recibo, pasando por su alcoba y
dos habitaciones más, todas iluminadas y adornadas con sencillez, pero con elegancia.

-Cuánto siento, señor, que se haya usted incomodado en esperarme. Rara vez falto
de mi casa a las siete, pero hoy una ocurrencia imprevista me ha detenido fuera de ella
-dijo el joven, dando la mano a un hombre anciano y de un aspecto noble y respetable,
a quien colocó a su derecha en uno de los sofás de la sala.

-Hace apenas algunos minutos que he llegado, y de ningún modo me incomodaba el


esperar a usted, señor Bello -contestó con amabilidad el señor Don Lucas González,
antiguo vecino de Buenos Aires; español, hombre acaudalado y de una honradez y
buena fe conocidas.

-Es justo que los hijos hereden las afecciones de los padres; y yo siento, señor,
perder un minuto de sociedad con aquellos hombres a quienes estima el mío, y que yo
sé que son bien dignos de esa estimación.

-Gracias, señor Don Daniel. Yo también tengo por el señor Don Antonio una
verdadera estimación: fue de los primeros argentinos que conocí en Buenos Aires. ¿Y
cuándo viene a la ciudad?
-No lo sé, señor. Sin embargo, me parece que para setiembre u octubre tendré el
placer de darle un abrazo; y espero entonces que tendremos el honor de ver a usted
con más frecuencia en esta casa.

-¡Oh sí, sí! Yo salgo poco. Pero por el señor Don Antonio se hacen excepciones con
gusto. Somos antiguos amigos. Y, fiado en esta amistad, es que vengo a pedir al hijo
una disculpa.

-¿A mí, señor? Los hombres como usted no se ven nunca en el caso de pedir
disculpas.

-Sin embargo, me hallo en ese caso -dijo el anciano con cierta expresión de disgusto.

-Veamos, señor, ¿qué falta es ésa de que habla la escrupulosa delicadeza de usted?

-Sabe usted, señor Bello, que he respondido a usted por los ciento cuarenta y cinco
mil pesos que importan las tropas de ganado vendidas al abastecedor Núñez.

-Es cierto, señor, y en el acto de recibir la carta de usted, di orden para que fuese
entregado el ganado.

-Es verdad, pero el plazo se vence mañana.

-No lo recuerdo ciertamente.

-Sí, mañana: mañana, 19 de mayo.

-¿Y bien, señor?


-Es el caso que Núñez no ha reunido el dinero, que recién me lo avisa hoy, y que no
tengo en caja esa cantidad, que no podré realizarla antes de una semana.

-¿Y qué necesidad que sea en una semana? ¿Por qué no decir ocho, diez, veinte
semanas, las que usted quiera? Al presente no tengo ninguna letra urgente de mi
padre, y aun cuando así no fuera, sabe usted que los señores Arichorenas la cubrirían
en el acto. No me fije usted tiempo, señor González. Su palabra de usted me vale tanto
como si aquella cantidad estuviese en mis gavetas.

-Gracias, amigo mío -dijo el señor González, con una expresión marcada de ese
reconocimiento que es peculiar en los corazones sanos, cuando reciben un servicio-; yo
tenía en mi caja -continuó- quinientas onzas de oro. Podía con ellas cubrir a usted;
pero anteayer me he encontrado en uno de esos compromisos... de esos compromisos
de esta época... pues... de que un hombre no sabe cómo libertarse.

-¡Ya! -exclamó Daniel, que al oír compromiso y época, olvidó el respeto que debía
guardar a los asuntos privados de un extraño, y quiso, por el contrario, incitarlo a su
explicación-. ¡Ya!, ¡tanta suscripción, tanto donativo a hospitales, expósitos,
universidad, guerra! Sobre todo, tantos préstamos, de que un hombre pacífico no
puede eximirse por la posición de los que piden.

-¡Pues! Eso mismo es lo que acaba de sucederme.

-Préstamos que no vuelven -continuó Daniel echándose hacia un brazo del sofá,
como si sólo quisiera hablar de las generalidades de la época.

-No; felizmente, creo que esto no me sucederá esta vez, porque Mansilla me
hipoteca su casa.

-¡Oh, es una hermosa finca! -dijo Daniel, que al oír el nombre de Mansilla conoció
que el asunto era más interesante de lo que al principio creyó.
-¡Hermosísima! Pero de todos modos, es dinero parado, porque ni pagará intereses
ni yo le haré vender la finca cuando llegue el plazo.

-¡Oh, y hará usted muy bien! Usted conoce la posición del general Mansilla: con el
préstamo, usted se hace de él un buen apoyo; con el reclamo se haría usted de él un
mal enemigo quizá: los hombres colocados muy alto no gustan de que les reclamen
nada.

-Ha acertado usted, señor Bello. La amistad de Mansilla me cuesta ya mucho, como
la de otros señores; pero me daré por bien servido con tal de que me dejen vivir
tranquilo, gozando con mi familia de esa poca o mucha fortuna que tengo y que es el
fruto del trabajo personal de toda mi vida.

-¡Triste estado por cierto, señor González: tener que comprar como un favor lo que
se nos debe en justicia! ¡Pero cómo ha de ser!, no se puede hacer de otro modo, y es
muy prudente lo que usted hace.

-Así lo creo.

-Sin embargo, si las sumas se multiplican en esa proporción de quinientas onzas, la


cosa irá muy mal al fin de algún tiempo. ¿No es usted de mi opinión?

-¿Y qué he de hacer? Sin embargo, esta vez me garanto a lo menos con una
hipoteca.

-¿Se ha extendido ya?

-Todavía no.

-¿Pero ha entregado usted el dinero?


-Anteayer: una sobre otra, quinientas onzas de oro.

-¿Y no habría sido mejor que anteayer se hubiera extendido la escritura de hipoteca,
y dar después una sobre otra las quinientas onzas de oro al general Mansilla?

-Esa era mi idea. Pero fue a casa; el dinero me lo pidió para cubrir un compromiso
del momento, y quedó conmigo en que ayer se labraría la hipoteca.

-¿Y se hizo así?

-No, no le he visto la cara en todo el día de ayer.

-¿Y hoy?

-Tampoco.

-Entonces, señor González, siento decir a usted que mañana sucederá lo mismo que
ayer y que hoy.

-¡Cómo! ¿Cree usted?...

-Yo creo muy pocas cosas en la vida, señor; pero dudo de muchas.

-¡Ah! Entonces duda usted que Mansilla...

-No dudo del general; dudo de la época: época esencialmente excepcional, todas las
acciones deben serlo.
-Pero...

-Eso es lo único de que dudo, señor. Pero no es sino una idea mía, que puede ser
extravagante...; ¡qué se yo!, tantas veces nos equivocamos al cabo del día.

-Hombre, ¡por Dios! Si Mansilla hiciera eso, sería una ingratitud, una felonía indigna
de un hombre decente.- dijo el honrado español esforzándose en persuadirse que el
joven Bello se excedía en sus dudas, porque, mas que la pérdida de sus quinientas
onzas, le lastimaba la idea de ser burlado por un hombre a quien prestaba un servicio.

-Señor González, usted es un anciano respetable; un hombre lleno de probidad y de


experiencia; y yo no soy otra cosa que un joven que comienza la vida; sin embargo, yo
le hablo a usted con la lealtad que uso siempre con aquellos que la merecen: haga
usted lo posible porque se firme esa escritura; pero si encuentra usted resistencia, no
lleve usted adelante este negocio: hágase usted cargo que ha perdido aquella cantidad
en cualquiera especulación.

-¿Pero qué resistencia puede haber?

-No pregunte usted eso, señor González. Raciocinemos sobre los hechos, y no
preguntemos si deben o no suceder; bástenos saber que suceden. ¿Cree usted que un
cuñado de Rosas se deje demandar impunemente? ¿No cuenta usted por nada el
orgullo de los hombres, nunca más resentido que cuando les hieren en su altanería?

-Conque entonces, si le quitan a uno...

-Y bien, señor González, ¿usted quiere decir que si le quitan a uno lo suyo, uno tiene
el derecho de quejarse?

-Claro está.
-Pues no, señor, no está claro, sino muy oscuro. Por ejemplo, pongámonos en el caso
que el general Mansilla no le hipoteca a usted la casa.

-Pero si ya ha recibido las quinientas onzas.

-Bien, bien, señor González, pero pongámonos en ese caso.

-¿En el que no me extienda la escritura?

-Justamente.

-En ese caso habría...

-En ese caso habría cometido una mala acción, ¿no es eso?

-Hombre...

-Sí, eso es lo que quiso usted decir... ¿Pero no estamos rodeados de ejemplos de esa
naturaleza de cinco años a esta parte, dados por el gobierno, por el clero, por los
diputados, y por todos, señor, cuantos viven a la sombra de Rosas?

-¿Y bien? La autoridad haría entonces que se me extendiera la escritura.

-La autoridad judicial, puede ser; pero la autoridad popular tiene también sus
trámites muy expeditivos, y hay noventa y nueve probabilidades contra una, a que
tomaría la parte del cuñado de Su Excelencia. ¿Entiende usted ahora todo lo que tiene
de grave este asunto, señor González?
-Sí.

-¿Perfectamente bien?

-Sí -contestó el anciano bajando la cabeza como avergonzado de no poder alzarla a


la altura de sus derechos.

-Entonces repito a usted, señor, que si no nace del general Mansilla el cumplimiento
de su obligación, no se presente a la autoridad, ni le hostilice.

-Respetaré ese consejo -dijo el anciano algo pálido y descompuesto su rostro, al


descubrir en las palabras de Daniel cierta reserva que no podía menos de alarmarle, en
aquella época en que la confianza y la seguridad estaban expirando, y comenzando a
nacer la incertidumbre y el terror.

-Si no es un consejo, a lo menos es una opinión de un buen amigo.

-Gracias, señor Bello, gracias. Yo respeto mucho la opinión de los hombres de bien,
sean viejos o jóvenes. Los ciento cuarenta y cinco mil pesos los tendrá usted la semana
que viene -dijo el anciano levantándose.

-El día que usted quiera, señor.

Y Daniel acompañó hasta la puerta de la calle al señor Don Lucas González, antiguo
amigo de su padre, y cuyo nombre, por desgracia, debía inscribirse muy pronto en el
martirologio de 1840.

Daniel dio algunos paseos en el patio, y, después de haber conversado consigo


mismo, aquella cabeza jamas tranquila plegó sus alas y dejó un poco de tiempo a la
vida del corazón, que en aquella organización febriciente estaba en continua lucha con
la vida de la inteligencia.

-Un frac, Fermín -dijo Daniel, entrando a su aposento, donde lo esperaba, tranquilo
como buen hijo de la Pampa, el gauchito civilizado en quien depositaba toda su
confianza, porque realmente la merecía.

-¡Bien! -continuó Daniel después de vestirse su frac y de guardar en su escritorio su


cartera con los treinta y dos papelitos, de acepillarse su cabello castaño, y de calzarse
un par de guantes de cabritilla blanca.

-¿Lleva usted la capa?

-No.

-¿Saco lo que está en la levita?

-No, no habrá necesidad de él.

-¿Las pistolas?

-Tampoco, dame un bastón solamente.

-¿Las llevo luego?

-Sí: a las once; me llevarás también mi caballo y mi poncho.

-¿Lo he de acompañar a usted?


-Sí, vendrás conmigo a Barracas... a las once en punto.

-¿A lo de Doña Florencia, señor?

-¿Y a qué otra casa, tonto? -dijo Daniel, disgustado de ver que alguien ponía en duda
que sus únicas horas de recreo pudieran ser pasadas al lado de otra mujer que de
aquella tan bien amada de su corazón.
Capítulo V

La rosa blanca

Ahora el lector tendrá la bondad de volver con nosotros a nuestra conocida quinta
de Barracas, en la mañana del 24 de mayo, y una hora después de aquella en que
dejamos a la señora Amalia Sáenz de Olavarrieta acabando de arreglar su traje de
mañana en su primoroso tocador.

Ella es, otra vez, la primera que se nos presenta.

Está sentada en un sofá de su salón, donde los dorados rayos de nuestro sol de
mayo penetran tibios y descoloridos a través de las celosías y las colgaduras.

Está sentada en un sofá; su rostro más encendido que de costumbre, y fijos sus ojos
en una magnífica rosa blanca que tiene en su mano, y a quien acaricia distraída con sus
manos más blancas y suaves que sus hojas.

A su izquierda está Eduardo Belgrano, pálido como una estatua, con sus ojos negros,
rasgados y melancólicos, jaspeados sus párpados por una sombra azul que los circunda
contrastando con la palidez de su semblante, sus ojos, su patilla, y cabellos renegridos
y rizados, que caen sobre sus sienes descarnadas y redondas con que la Naturaleza
descubre la finura de espíritu de aquel joven, como en su ancha frente la fuerza de su
inteligencia.

-¿Y bien, señora? -preguntó Eduardo con una voz armoniosa y tímida, después de
algunos momentos de silencio.

-Y bien, señor, usted no me conoce -dijo Amalia levantando su cabeza y fijando sus
ojos en los de Eduardo.

-¿Cómo, señora?
-Que usted no me conoce; que usted me confunde con la generalidad de las
personas de mi sexo, cuando cree que mis labios puedan decir lo que no sienta mi
corazón, o más bien, porque no hablamos del corazón en este momento, lo que no es
la expresión de mis ideas.

-Pero yo no debo, señora...

-Yo no hablo de los deberes de usted -le interrumpió Amalia con una sonrisa
encantadora-, hablo de mis deberes: he cumplido para con usted una obligación
sagrada que la humanidad me impone, y con la cual mi organización y mi carácter se
armonizan sin esfuerzo. Buscaba usted un asilo, y le he abierto las puertas de mi casa.
Entró usted a ella moribundo, y le he asistido. Necesitaba usted atención y consuelos,
y se los he prodigado.

-¡Gracias, señora!

-Permítame usted, no he concluido. En todo esto, no he hecho otra cosa que cumplir
lo que Dios y la humanidad me imponen. Pero yo cumpliría a medias estos deberes, si
consintiese en la resolución de usted: quiere usted retirarse de mi casa, y sus heridas
se volverán a abrir, mortales, porque la mano que las labró volverá a sentirse sobre su
pecho en el momento que se descubra el misterio que la casualidad y el desvelo de
Daniel han podido tener oculto.

-Usted sabe, Amalia, que no han podido conseguir ni indicios del prófugo de aquella
fatal noche.

-Los tendrán. Es necesario que usted salga perfectamente bueno de mi casa; y quizá
será necesario que emigre usted -dijo Amalia bajando los ojos al pronunciar estas
últimas palabras-. Y bien-continuó volviendo a levantar su preciosa cabeza-, yo soy
libre, señor, perfectamente libre; no debo a nadie cuenta de mis acciones, sé que
cumplo, y sin el mínimo esfuerzo, un riguroso deber que me aconseja mi conciencia, y
sin prohibirlo, porque no tengo derecho para ello, digo a usted otra vez que será
contra toda mi voluntad si usted se aleja de mi casa como lo desea, sin salir de ella
perfectamente bueno y en seguridad.

-¡Como lo deseo! ¡Oh no, Amalia, no! -exclamó Eduardo aproximándose a la


seductora beldad que se empeñaba en retenerlo-; no, yo pasaría una vida, una
eternidad en esta casa. En los veinte y siete años de mi existencia yo no he tenido vida,
sino cuando he creído perderla; mi corazón no ha sentido el placer, sino cuando mi
cuerpo ha sido atormentado por el dolor; no he conocido en fin la felicidad, sino
cuando la desgracia me ha rodeado. Amo de esta casa el aire, la luz, el polvo de ella,
pero temo, tiemblo por los peligros que usted corre. Si hasta ahora la providencia ha
velado por mí, ese demonio de sangre que nos persigue a todos, puede descubrir mi
paradero y entonces..., ¡oh! ¡Amalia, yo quiero comprar con mi felicidad el sosiego de
usted, como compraría con toda la sangre de mi cuerpo cada momento de la
tranquilidad de su alma!

-¿Y qué habría de noble y de grande en el alma de una mujer, si no arrastrase


también algún peligro por la salvación del hombre a quien... a quien ha llamado su
amigo?

-¡Amalia! -exclamó Eduardo tomando entusiasmado una de las manos de la joven.

-¿Cree usted, Eduardo, que bajo el cielo que nos cubre no hay también mujeres que
identifiquen su vida y su destino a la vida y el destino de los hombres? ¡Oh! Cuando
todos los hombres han olvidado que lo son en la patria de los argentinos, deje usted a
lo menos que las mujeres conservemos la generosidad de nuestra alma y la nobleza de
nuestro carácter. Si yo tuviera un hermano, un esposo, un amante; si fuese necesario
huir de la patria, yo le acompañaría en el destierro; si peligraba en ella, yo interpondría
mi pecho entre el suyo y el puñal de sus asesinos; y si le fuere necesario subir al
cadalso por la libertad, en la tierra que le vio nacer en la América, yo acompañaría a mi
esposo, a mi hermano, o a mi amante, y subiría con él al cadalso.

-¡Amalia! ¡Amalia! ¡Yo seré blasfemo: yo bendeciré las desgracias de nuestra patria
desde que ellas inspiran todavía bajo su cielo el himno mágico que acaba de salir de las
inspiraciones de vuestra alma! -exclamó Eduardo, oprimiendo entre sus manos la de
Amalia-. Perdón, yo la he engañado a usted; perdón mil veces. Yo había adivinado todo
cuanto hay de noble y generoso en su corazón; yo sabía que ningún temor vulgar
podría tener cabida en él. Pero mi separación es aconsejada por otra causa, por el
honor... Amalia, ¿nada comprende usted de lo que pasa en el corazón de este hombre
a quien ha dado una vida para conservarla en un delirio celestial que jamás hubo
sentido?

-¿Jamás?

-Jamás, jamás.

-¡Oh! Repítalo usted, Eduardo -exclamó Amalia, oprimiendo a su vez entre las suyas
la mano de Belgrano y cambiando con los ojos de él esas miradas indefinibles,
magnéticas, que trasmiten los fluidos secretos de la vida entre las organizaciones que
se armonizan, cuando, en ciertos momentos, están templadas en el mismo fuego
divinizado del alma.

-Cierto, Amalia, cierto. Mi vida no había pertenecido jamás a mi corazón, y ahora...

-¿Ahora? -le preguntó Amalia, agitando convulsiva entre las suyas la mano de
Eduardo.

-Ahora, vivo en él: ahora, amo, Amalia.

Y Eduardo, pálido, trémulo de amor y de entusiasmo, llevó a sus labios la preciosa


mano de aquella mujer en cuyo corazón acababa de depositar, con su primer amor, la
primera esperanza de felicidad que había conmovido su existencia; y durante esa
acción precipitada, la rosa blanca se escapó de las manos de Amalia, y, deslizándose
por su vestido, cayó a los pies de Eduardo.

A las últimas palabras del joven el semblante de Amalia se coloreó radiante de


felicidad; pero instantáneo, rápido como el pensamiento, ese relámpago de su alma
evaporóse, y la reacción del rubor vino después a inclinar, como una hermosa flor
abatida por la brisa, la espléndida cabeza de la tucumana.

Las manos de los jóvenes no se separaron, pero el silencio, ese elocuente emisario
del amor, a quien se debe tanto en ciertos momentos, vino a hacer que el corazón
saborease en secreto las últimas palabras de los labios.

-¡Perdón, Amalia! -dijo Eduardo sacudiendo su cabeza y despejando las sienes de los
cabellos que las cubrían-, perdón, he sido un insensato; pero no, yo tengo orgullo de
mi amor y lo declararía a la faz de Dios: amo y no espero, he ahí mi defensa si la he
ofendido a usted.

Dulces, húmedos, aterciopelados, los ojos de Amalia bañaron con un torrente de luz
los ojos ambiciosos de Eduardo. Esa mirada lo dijo todo.

-Gracias, Amalia -exclamó Eduardo arrodillándose delante de la diosa de su paraíso


hallado-. Pero, en nombre de Dios, una palabra, una sola palabra que pueda yo
conservar eterna en mi corazón.

-¡Oh, levántese usted, por Dios! -exclamó Amalia obligando a Eduardo a volver al
sofá.

-Una palabra solamente, Amalia.

-¿Sobre qué, señor? -dijo Amalia colorada como un carmín; pretendiendo


retrogradar en un terreno en que se había avanzado demasiado.

-Una palabra que me diga lo que mi corazón adivina -continuó Eduardo volviendo a
tomar entre las suyas la mano de Amalia.
-¡Oh, basta, señor, basta! -dijo la joven retirando su mano y cubriéndose los ojos. Su
corazón sufría esa terrible lucha que se establece en las mujeres en ciertos momentos
en que su corazón quiere hablar, y sus labios se empeñan en callarse.

-No -prosiguió Eduardo-, déjeme usted al menos por la primera, por la última vez
quizá hacer a sus pies el juramento santo de la consagración de mi vida al amor de la
única mujer que ha inspirado en mi alma, con mi primera pasión, la primera esperanza
de mi felicidad en la tierra. Amo, Amalia, amo y Dios es testigo que mi corazón es
estrecho para la extensión de mi cariño.

Amalia puso la mano sobre el hombro de Eduardo. Sus ojos estaban desmayados de
amor. Sus labios, rojos como el carmín, dejaron escurrir una fugitiva sonrisa. Y
tranquila, sin volver sus ojos de la contemplación extática en que estaban, su brazo
extendióse, y el índice de su mano señaló la rosa blanca que se hallaba en el suelo.

Eduardo volvió los ojos al punto señalado, y...

-¡Ah! exclamó, recogiendo la rosa y llevándola a sus labios-. No, Amalia, no es la


beldad la que ha caído a mis pies, soy yo quien viviré de rodillas: yo, que tendré su
imagen en mi corazón, como tendré esta rosa, lazo divino de mi felicidad en la tierra.

-¡Hoy no! -dijo Amalia, arrebatando la rosa de la mano de Eduardo-. Hoy necesito
esta flor, mañana será de usted.

-Pero esa flor es mi vida, ¿por qué quitármela, Amalia?

-¿Vida, Eduardo? Basta, ni una palabra más, por Dios -dijo Amalia retirándose del
lado de Eduardo-. Sufro -prosiguió-: esta flor, caída en el momento que se me habla de
amor, ya ha sido interpretada. Bien, se ha interpretado la verdad; pero en mi espíritu
supersticioso acaba de pasar una idea horrible. Basta, basta ya.

-¿Y quién estorbaría hoy nuestra felicidad en el mundo?...


-Cualquier locura, cosa muy fácil de hacer por ciertas personas en ciertos estados de
la vida, sobre este mundo, el mejor de los mundos posibles, como decía no sé quién -
dijo Daniel Bello, que entraba a la sala sin que le hubieran sentido venir por las piezas
interiores.

-No hay que incomodarse -continuó, al ver el movimiento que hizo Eduardo para
retirarse un poco del lugar tan inmediato a Amalia que ocupaba en el sofá-. Pero ya
que me dejas espacio, me sentaré en medio de los dos.

Y como lo dijo, Daniel sentóse en el sofá en medio de su prima y su amigo, y


tomando la mano de cada uno, dijo:

-Empiezo por confesar a ustedes que no he oído más que las últimas palabras de
Eduardo, y que tanto valdría que no las hubiera oído, porque hace muchos días que me
las estaba imaginando. He dicho.

Y saludó con una gravedad llena de burla a su prima, colorada como un carmín, y a
Eduardo, que fruncía el entrecejo.

-¡Ah! Como ustedes no me quieren contestar -prosiguió Daniel-, seré yo el que


continúe hablando. ¿Cómo dispone usted, mi señora prima: vendrá el coche de la
señora Dupasquier a buscar a usted, o irá usted en el suyo a casa de la señora
Dupasquier?

-Iré yo -dijo Amalia sonriendo con esfuerzo.

-¡Gracias a Dios que veo una sonrisa! ¡Ah! ¿Y usted también, señor Don Eduardo?
¡Alabado sea Baco, santo de la alegría! Yo pensaba que de veras se habían enojado
porque yo hubiese oído un poquito de lo mucho
que naturalmente tienen ustedes que decirse en este solitario palacio encantado
donde, aunque sea un año, he de venir a habitarlo algún día con mi Florencia. ¿Me le
prestará usted, señora Doña Amalia?

-Concedido.

-En hora buena. Recapitulemos, pues. Horas fijas, como hacen los ingleses, que
jamás yerran sino en la América: a las diez; ¿te parece buena esa hora?

-Preferiría más tarde.

-¿Alas once?

-Más todavía -contestó Amalia.

-¿A las doce?

-Bien, a las doce.

-En hora buena. A las doce de la noche, pues, estarás en casa de Florencia, para
conducirla al baile, pues la señora Dupasquier sólo de este modo consiente en que
vaya su hija.

-Eso es.

-¿Quién te acompañará en el coche?

-Yo -dijo Eduardo precipitadamente.


-Despacio, despacio, caballero. Usted se guardará muy bien de andar acompañando
a nadie hoy a las doce de la noche.

-¿Y cómo ha de ir sola?

-¿Y cómo ha de ir usted con ella, en la noche del 24 de mayo? -contestó Daniel
mirando fijamente a Eduardo y recargando la voz sobre las palabras veinte y cuatro.

Eduardo bajó los ojos, pero Amalia, que con su vivísima imaginación había
comprendido que aquellas palabras encerraban algún misterio, se dirigió a su primo
con esa prontitud de las mujeres, cuando les hieren alguna de las cuerdas de esa arpa
de celosos afectos que se llama su corazón, y le preguntó:

-¿Puedo saber por qué no es lo mismo la noche del 24 de mayo que otra cualquiera,
para que el señor me haga el honor de acompañarme?

-Es justísima tu interrogación, mi querida Amalia, pero hay ciertas cosas que los
hombres tenemos que reservar de las señoras.

-Pero aquí hay algo de política, ¿no es verdad?

-Puede ser.

-Yo no tengo ningún derecho para exigir de este caballero el que me acompañe;
pero a lo menos, creo tenerlo sobre él y sobre ti para recomendarles un poco de
prudencia.

-Yo te respondo de Eduardo.


-De los dos -se apresuró a decir Amalia.

-Bien, de los dos. Quedamos, pues, en que a las doce irás a lo de Florencia. Pedro te
servirá de cochero, y el criado de Eduardo de lacayo. Una vez en casa de Madama
Dupasquier, montarás con ella en su coche para ir al baile, y el tuyo volverá a buscarte
a las cuatro de la mañana.

-¡Oh; es mucho! ¡Cuatro horas! Una solamente.

-Es muy poco.

-Me parece que para el sacrificio que hago, es demasiado.

-Lo sé, Amalia; pero es un sacrificio que haces por la seguridad de tu casa, y con ella
por la tranquila permanencia de Eduardo. Te lo he dicho diez veces: no asistir a este
baile dado a Manuela, en que recibes una invitación de ella, solicitada por Agustina, es
exponerte a que lo consideren como un desaire, y estamos mal entonces. Agustina
tiene un especial empeño en tratarte, y ha buscado este medio. Entrar al baile y salirte
de él antes que ninguna otra, es hacerte notable en mal sentido a los ojos de todos.

-¿Y qué me importa de esa gente? -dijo Amalia con un acento marcado de desprecio.

-Muy cierto; a esta señora, ni le deben dar cuidado los resentimientos de esa gente,
ni he sido nunca de tu opinión, Daniel, de que le haga el honor de concurrir a su baile -
dijo Eduardo dirigiéndose a su amigo.

-¡Bravo! ¡Superior! exclamó Daniel saludando a Amalia y a Eduardo sucesivamente-.


Estáis inspirados y me habéis convencido -continuó-, es una locura que mi querida
prima vaya al baile. Que no vaya, pues. Pero hará muy bien en empezar a quemar sus
colgaduras celestes, para no ofender los delicados ojos de la Mashorca, cuando tenga
el honor de recibir su visita dentro de algunos días.

-¡Esa canalla en mi casa! -exclamó Amalia, resplandeciendo sus ojos con todo el
brillo de su orgullo, e irguiendo su cabeza, que parecía en aquel momento querer
reclamar la majestad de una corona-. Y bien -prosiguió-, mis criados harán con ella lo
que se hace con los perros: la echarán a la calle.

-¡Superior! ¡Sublime! -exclamó Daniel frotándose las manos; y, echando luego su


cabeza hacia el respaldo del sofá y mirando al cielo raso, preguntó con una calma
glacial:

-¿Cómo van las heridas, Eduardo?

Un estremecimiento nervioso y súbito como el que ocasiona el golpe eléctrico,


conmovió la organización de Amalia. Eduardo no respondió. Él y ella habían
comprendido en el acto todo el horrible recuerdo que encerraba la interrogación de
Daniel, y todo cuanto, al mismo tiempo, quería presagiarles con ella.

-Iré al baile, Daniel -dijo Amalia, humedecidos sus ojos por una lágrima brotada de su
orgullo.

-¡Pero es terrible que yo sea la causal -dijo Eduardo levantándose y paseándose


precipitadamente por la sala, sin sentir el dolor agudísimo que le ocasionaban esos
violentos pasos en su pierna izquierda, que apenas podía se afirmar en tierra.

-¡Vamos!¡Por amor de Dios! -dijo Daniel levantándose, tornando del brazo a Eduardo
y volviéndole al sofá-, vamos, tengo que hacer con vosotros como con dos niños.
¿Puedo tener otro objeto en lo que hago, que vuestra propia seguridad? ¿No he hecho
lo mismo, no he puesto el mismo empeño en que Madama Dupasquier asista con mi
Florencia a este baile? ¿Y por qué, Amalia? ¿Por qué, Eduardo? Por despejar en algo el
porvenir de todos de esas prevenciones, de esas sospechas que hoy fermentan el rayo
sobre la cabeza en que se amontonan. La muerte se cierne sobre la cabeza de todos; el
acero y el rayo están en el aire, y a todos es preciso salvar. A trueque de estos
pequeños sacrificios yo proporciono la única garantía para todos, y a la sombra de ellos
también me garanto yo mismo. Yo, que hoy necesito la libertad, la garantía, la
estimación, puedo decir, de esa gente, para más tarde, de un día, de un momento a
otro, poder arrancar la máscara de mi semblante, y... pero estamos convenidos, ¿no es
verdad? -dijo Daniel interrumpiéndose a sí mismo, y, a merced de aquella potencia
admirable que ejercía sobre su espíritu, haciendo vagar la risa en su semblante, un
momento antes grave y serio, por no acabar de descubrir a su prima algo de los
misterios de su vida política.

-Convenido, sí -dijo Amalia-. A las doce a casa de Madama Dupasquier; de estas


nuevas amigas que tú me has dado, y que pareces tener empeño en que las sea
importuna desde temprano.

-¡Bah! La señora Dupasquier es una santa señora, y Florencia está encantada de ti,
desde que sabe que no eres su rival...

-Y Agustina; Agustina ¿qué motivos, qué interés tiene para querer tratarme?
¿También es por celos?

-También.

-¿De ti?

-No; desgraciadamente.

-¿Y de quién?

-De ti.
-¿De mí?

-Sí, de ti; ha oído hablar de tu belleza, de tus muebles y trajes exquisitos, y la reina
de la belleza y los caprichos quiere conocer a su rival en ellos: he ahí todo.

-¡Bah! Pero, ¿y Eduardo?

-Me lo llevo.

-¿Tú?

-Yo.

-¿Ahora mismo?

-Ahora mismo. ¿No hemos convenido en que me lo prestarías por hoy?

-¡Pero salir de día! Tú me habías hablado de llevarlo esta noche por algunas horas a
tu casa.

-Ciertísimo, pero no podré volver a esta casa hasta mañana.

-¿Y bien?

-Y bien, Eduardo no saldrá sino conmigo.

-¿De día?
-De día; ahora mismo.

-Pero le verán.

-No, señora, no le verán: mi coche está a la puerta.

-¡Ah! No lo había sentido llegar -dijo Amalia.

-Ya lo sabía.

-¿Tú?

-Yo.

-¿Tienes también el don de segunda vista como los escoceses?

-No, mi linda prima, no; pero tengo la ciencia de las fisonomías, y cuando entré a
esta sala...

-Señora, ¿me hace usted el favor de mandar callar a su primo para que no nos diga
algún disparate? -dijo Eduardo cortando la frase de Daniel, y acompañando sus
palabras con una sonrisa la más inteligible para Amalia.

-¡Toma! Nuestro querido Eduardo, Amalia mía, cree que yo iba a cometer el
desatino de repetir lo que él probablemente te estaría diciendo al entrar yo, pues que
ha clasificado de disparate la frase que me dejó entre la boca.
-¡Hola! También es usted mordaz, caballero -dijo Amalia acompañando sus palabras
con una mímica poco agradable para Daniel; es decir, arrancándole dos o tres hebras
de sus lacios cabellos, sin que Eduardo lo notase y con tal prontitud que obligó a Daniel
a hacer una exclamación.

-¿Qué hay? -preguntó Amalia con la cara más seria del mundo, y fijando sus
bellísimos ojos en los de su primo.

-Nada, hija, nada. Me imaginaba en este momento que tú y Florencia serán las más
lindas mujeres de esta noche.

-¡Gracias a Dios que te oigo decir una cosa razonable! -dijo Eduardo.

-Gracias, y para que sean dos, te diré que es hora de que pidas tu sombrero y me
acompañes.

-¿Ya?

-Sí, ya.

-Pero es temprano aún.

-No, señor; por el contrario, es tarde.

-Bien, ahora.

-No, ya.
-¡Oh!

-¿Qué?

-Nada.

-Cáspita, el huésped parece sueco, pues, según el vulgo, donde entran, allí se
quedan los compatriotas de Carlos XII, actuales súbditos del bravo Bernadotte, cuya
mirada cuentan que nadie puede resistir. ¡Hace veinte días que está de visita en esta
casa, y todavía le parece poco!

-Daniel, ¿me haces el favor de visitar temprano a Florencia? -dijo Amalia.

-¿Y para qué, señora?

-Para recibir tu audiencia de despedida.

-¿Cómo? ¿Cómo?

-Tu audiencia de despedida.

-¿Yo?

-Sí, tú.

-¿Despedirme de Florencia?
-Justamente.

-¿Ha hablado con ella Doña María Josefa?

-No.

-¿Entonces?

-Entonces, seré yo quien hable, yo.

-¿Para decirla que me despida?

-Eso es.

-¡Diablo!

-¿No te parece bien?

-No, por cierto, ni en broma.

-Pues lo haré.

-¿Quieres decir?

-Quiero decir: que esta noche haré ver a esa pobre criatura todo lo que la espera con
marido tan insufrible.
-¡Ah! ¡Bueno! Tomarás la revancha. Eduardo, ¿me haces el favor de despedirte de
Amalia?

-Es irresistible, señora -dijo Eduardo levantándose y tomando la mano que le


extendía Amalia.

-¡Bah! Esa es condición de todos los de mi familia: somos irresistibles -dijo Daniel
sonriéndose y dando un paseo del sofá a las ventanas, mientras las manos de Amalia y
Eduardo parecían querer estar despidiéndose todo el día.

Ni él ni ella se dijeron una sola palabra: sus ojos habían pronunciado largos
discursos. Cuando Daniel dio vuelta, Eduardo se dirigía a la puerta, y los ojos de Amalia
estaban clavados sobre su rosa blanca.

-Mi Amalia -dijo Daniel, solo ya con su prima-, nadie en el mundo velará por Eduardo
más que yo. Yo velo por todos, mientras a mí sólo me guarda la providencia. Nadie
tampoco desea más que yo tu felicidad en este mundo. Todo lo adivino y todo lo
apruebo. Dejadme hacer. ¿Quedas contenta?

-Sí -dijo Amalia con los ojos llenos de lágrimas.

-Eduardo te ama, y yo también estoy contento de eso.

-¿Lo crees tú?

-¿Lo dudas tú?

-¿Yo?
-Sí, tú.

-Dudo de mí.

-¿No eres feliz con ese amor?

-Sí, y no.

-Es como no decir nada.

-Y sin embargo, digo cuanto siento en mi alma.

-¿Le amas y no le amas entonces?

-No; le amo, le amo, Daniel.

-¿Y entonces, Amalia?

-Entonces, soy feliz con el amor que le profeso, y tiemblo, sin embargo, de que él me
ame.

-¡Supersticiosa!

-Puede ser; pero la desgracia me ha enseñado a serlo.


-La desgracia suele conducirnos a la felicidad, amiga mía.

-Bien, anda, te espera Eduardo.

-¡Hasta luego! -dijo Daniel poniendo sus labios sobre la frente de su prima.

Un momento después, los dos amigos subieron coche, y, a tiempo de romper a gran
trote los caballos, alzóse una de las celosías de las ventanas del salón de Amalia, y dos
miradas se cambiaron un expresivo adiós.
Capítulo VI

Veinte y cuatro

El sol del 24 de mayo de 1840 había llegado a su ocaso, y precipitado en la eternidad


aquel día que recordaba en Buenos Aires la víspera del aniversario de su grandiosa
revolución. Treinta años antes se había despedido de la tierra, viendo desaparecer
para siempre la autoridad del último de nuestros virreyes, de quien, en tal día como
ese en 1810, el cabildo de la ciudad había hecho un presidente de una junta
gubernativa, y cuya autoridad limitada descendió más, pocas horas después, contra la
voluntad del cabildo, pero por la voluntad del pueblo.

La noche había velado el cielo con su manto de estrellas, y del palacio de los
antiguos delegados del rey de España se esparcía una claridad que sorprendía los ojos
del pueblo bonaerense, habituados después de muchos años a ver oscura e imponente
la fortaleza de su buena ciudad, residencia de sus pasados gobernantes, antes y
después de la revolución, pero abandonada y convertida en cuartel y caballeriza,
después del gobierno destructor de Don Juan Manuel Rosas.

Los vastos salones en que la señora marquesa de Sobremonte daba sus espléndidos
bailes, y sus alegres tertulias de revesino, radiantes de lujo en tiempo de la
Presidencia, y testigos de intrigas amorosas y de disgustos domésticos en tiempo del
gobernador Dorrego, derruidos y saqueados en tiempo del Restaurador de las Leyes,
habían sido barridos, tapizados con las alfombras de San Francisco, y amueblados con
sillas prestadas por buenos federales para el baile que dedicaba al señor gobernador y
a su hija su guardia de infantería, al cual no podría asistir Su Excelencia, por cuanto en
ese día honraba la mesa del caballero Mandeville, que celebraba en su casa el natalicio
de su soberana. Y la salud de Su Excelencia podría alterarse pasando indiscretamente
de un convite a un baile, por lo que estaba convenido que la señorita su hija lo
representase en la fiesta.

Las luminarias de la plaza de la Victoria, la iluminación interior del palacio, que al


través de sus largas galerías de cristales proyectaba su claridad hasta la plaza del 25 de
Mayo, la rifa pública, los caballitos, y sobre todo la aproximación de ese 25 que jamás
deja de obrar su influencia mágica en el espíritu de sus hijos, arrastraban en oleadas
hacia las dos grandes plazas a ese pueblo porteño que pasa tan fácilmente del llanto a
la risa, de lo grave a lo pueril, y de lo grande a lo pequeño: pueblo de sangre española
y de espíritu francés, aunque no era esta la opinión de Dorrego, cuando desde la
tribuna gritó a la barra que le interrumpía: «silencio, pueblo italiano»; pueblo, en fin,
cuyo estudio sicológico seria digno de hacerse, si alguien pudiera estudiar en las
páginas desencuadernadas del libro sin método y sin plan que representa su historia.

Los coches que se dirigían a las casas de los convidados al baile empezaban a correr
con dificultad por las calles paralelas a las plazas de la Victoria y de 25 de Mayo; los
cocheros tenían que contener los caballos; y los lacayos, que habérselas con esos
muchachos de Buenos Aires que parecen todos discípulos del diablo; y que se
entretienen-en asaltar a aquéllos y disputarles su lugar, en lo más rápido del andar del
coche.

De repente, uno de los coches que venía del Retiro hacia la plaza de la Victoria pasa
sus ruedas por encima de una especie de confitería ambulante colocada bajo la vereda
de la Catedral, y una grita espantosa se alza en derredor del coche, acusando al
cochero de haber muerto media docena de personas; porque para el pueblo no hay
una cosa más divertida que tener a quien acusar en los momentos en que todo lo que
le rodea es inferior a la potencia soberana que representa.

Los vigilantes acudieron. El coche estaba entre un mar de pueblo. Se buscan los
muertos, los heridos; no se halla nada de esto, sin embargo; pero las mujeres lloran,
los muchachos gritan, los vigilantes regalan cintarazos a derecha e izquierda y el coche
no puede moverse.

-¡Adelante! Rompe por el medio de todos. Rompe la cabeza a cuantos halles, pero
anda, con mil demonios -dice al cochero uno de los personajes que conducía el
carruaje.

-Señor vigilante -dice otro de los que estaban dentro, sacando la cabeza por uno de
los postigos del coche, y dirigiéndose a uno de los agentes de policía, que en ese
momento hacía más heroicidades sobre las espaldas de los pobres diablos que allí
había, que las que hizo Eneas en la terrible noche-; señor vigilante, creo que no se ha
hecho mal a nadie; reparta usted este dinero entre los que hayan perdido algunas
frutas, y haga usted que podamos pasar, pues que vamos de prisa.
-Sí, eso mismo decía yo. ¡Es gritería, nada más! -dijo el servidor del señor Victorica,
guardando los billetes en su bolsillo-. ¡Campo, señores -gritó en seguida-, campo!, que
son buenos federales y puede que vayan en servicio de la causa.

La trompeta de Josué tuvo menos magia para derribar las murallas de Jericó, que las
palabras de nuestro hombre para arrinconar la multitud contra las paredes del templo,
y despejar en un minuto la bocacalle de la plaza.

-Dobla por la calle de la Federación, y toma en seguida la de Representantes -dijo al


cochero el primero de los que habían hablado.

Momentos después, el coche pasaba libremente por la puerta de Su Excelencia el


señor Don Felipe Arana, en la calle de Representantes, y a los diez minutos de marcha,
se paró en el ángulo donde se cruzan las calles de la Universidad y de Cochabamba.

Cuatro hombres bajaron del carruaje, y de uno de ellos recibió orden el cochero, de
estar en ese mismo lugar a las diez y media de la noche.

En seguida los cuatro desconocidos, embozados en sus capas, siguieron en dirección


al río por la misma calle de Cochabamba, oscura en esos momentos, y solitaria como el
desierto.

Marchaban de dos en dos, cuando, al desembocar la última calle que les faltaba para
llegar a la casa aislada que se encontraba sobre la barranca, se hallaron de manos a
boca con tres hombres, encapados también, que venían en la dirección de la calle de
Balcarce.

Las dos comitivas se pararon instantáneamente, y, contemplándose sin duda,


guardaron por algún tiempo un profundo silencio.
-Es preciso salir de esta posición; en todo caso somos cuatro contra tres -dijo a sus
compañeros uno de los hombres que habían bajado del coche. Y con su última palabra
dio su primer paso hacia los tres desconocidos.

-¿Puedo saber, señores, si es por nosotros que se han tomado ustedes la molestia de
interrumpir su camino?

Una carcajada en trino fue la respuesta que recibió el que había hecho aquella
paladina interrogación.

-¡Al diablo con todos vosotros! ¡No ganamos para sustos! -dijo el mismo que había
hablado antes, a quien ya se habían reunido sus compañeros, pues que todos se
habían reconocido recíprocamente por la voz y por la risa: todos eran unos. Y todos
marcharon en dirección al río.

A pocos pasos llegaron a una puerta que nuestros lectores recordarán, aun cuando
un poco menos que el maestro de primeras letras de Daniel.

Ninguno de los siete golpeó la puerta; pero uno de ellos puso sus labios en la
bocallave, y pronunció las palabras: Veinte y cuatro.

La puerta abrióse en el acto, y cerróse luego de pasar por ella el último de los recién
venidos.

Algunos minutos después, las mismas palabras fueron pronunciadas en el mismo


paraje, y dos individuos más entraron a la casa. Y, sucesivamente por un cuarto de
hora, fueron llegando comitivas de a dos, y de a tres individuos, usando todos de las
mismas palabras y de las mismas precauciones.
Capítulo VII

Escenas de un baile

Entretanto, desde las nueve de la noche, los convidados al baile dedicado a Su


Excelencia el Gobernador, y a su hija, empezaban a llegar al palacio de gobierno, y a las
once los salones estaban llenos, y la primera cuadrilla se acababa.

El gran salón estaba radiante. El oro de las casacas militares y los diamantes de las
señoras resplandecían a la luz de centenares de bujías, malísimamente dispuestas,
pero que al fin despedían una abundante claridad.

Un no sé qué, sin embargo, se encontraba allí de ajeno al lugar en que se daba la


fiesta, y a la fiesta misma; es decir, se veían con excesiva abundancia esas caras
nuevas, esos hombres duros, tiesos y callados que revelan francamente que no se
hallan en su centro, cuando se encuentran confundidos con la sociedad a que no
pertenecen; esas mujeres que no hacen sino abanicarse, no hablar nada, y levantar
muy serias y duras la cabeza, cuando quieren dar a entender que están muy
habituadas a ocupar asientos en las sociedades de gran tono, sintiendo empero, lo
contrario de lo que quieren indicar. Todo esto, en cuanto al lugar del baile, pues que
en esos salones no se habían encontrado nunca sino las personas de esa sociedad
elegante de Buenos Aires, tan democrática en política, y tan aristocrática en tono y en
maneras. Y en cuanto al contraste con la fiesta misma, había allí ese silencio exótico,
que en las grandes concurrencias revela siempre algo de menos, o algo de más.

Se bailaba en silencio.

Los militares de la nueva época, reventando dentro de sus casacas abrochadas,


doloridas las manos con la presión de los guantes, y sudando de dolor a causa de sus
botas recién puestas, no podían imaginar que pudiera estarse de otro modo en un
baile que muy tiesos y muy graves.

Los jóvenes ciudadanos, salidos de la nueva jerarquía social, introducida por el


Restaurador de las Leyes, pensaban, con la mejor buena fe del mundo, que no había
nada de más elegante, ni cortés, que andar regalando yemas y bizcochitos a las
señoras.

Y por último, las damas, unas porque allí estaban a ruego de sus maridos, y éstas
eran las damas unitarias; otras, porque estaban allí enojadas de no encontrarse entre
las personas de su sociedad solamente, y éstas, eran las damas federales; todas
estaban con un malísimo humor: las unas despreciativas, y celosas las otras.

La señorita hija del gobernador acababa de llegar, y estruendosos aplausos federales


la acompañaron por las galerías y salones.

Su asiento en la testera del salón quedó al punto rodeado por una espesa muralla de
buenos defensores de la santa causa, que alentados con la presencia de la hija de su
Restaurador, empezaron a sacarse los guantes que habían encarcelado por tanto
tiempo sus manos habituadas al aire puro de la libertad.

Las buenas hijas de la restauración, unas en pos de otras, se acercaban a


cumplimentar al primer eslabón de su cadena social.

Otras de las damas, se les ocurría pasar al tocador, al entrar la señorita Manuela,
otras dar un paseo por las salas, otras, en fin, menos disimuladas, se dejaban estar
graciosamente en sus sillas, sin cuidarse de la entrada de nadie.

Manuela, sin embargo, ni se fijaba en el despego de las unas, ni se envanecía con las
adulaciones de las otras.

Amable con todos, comunicativa y sencilla, Manuela se atraía también las miradas y
el aprecio de los pocos hombres que allí había capaces de juzgar sin pasión esa pobre y
primera víctima de su padre.

Vistiendo un traje de tul blanco sobre otro de raso color rosa, con adornos de cintas
del mismo color en su cabeza y en su seno, ella no radiaba de lujo como otras, pero
estaba elegante y buena moza, como se dice para definir ese término medio entre lo
bello y lo regular.

A pocos minutos de la llegada de Manuela, se presentó la señora Doña Agustina


Rosas de Mansilla; y todas las miradas se volvieron a ella. Aquí no era el temor ni la
adulación, era la expresión franca de la admiración por la belleza, lo que inspiraba
entusiasmo a los hombres, y admiración a las damas.

Aquí debemos especializar la ligerísima observación que estamos haciendo, porque


el objeto bien merece la pena de escribirse y de leerse.

«Doña Agustina Rosas de Mansilla fue la mujer más bella de su tiempo», es


necesario que escriba la crónica contemporánea, para que algún día lo repita la
historia de nuestro país, fiada en la verdad de escritores independientes e imparciales,
y de bastante altura de espíritu para descender a animosidades pequeñas por
afiliaciones de partido o de creencias políticas. Y hemos nombrado la historia, porque
ella no podrá prescindir de ocuparse de toda la familia de Don Juan Manuel Rosas,
cuyos miembros han figurado, más o menos, en los diversos cuadros y episodios del
gran drama de su gobierno. Y la misma Agustina, si bien en la época de los
acontecimientos que narramos vivía completamente ajena a la política, embebida en
su vida misma, rodeada de admiradores y lujo, pasó a ser, más tarde, cuando el
gobierno de su hermano se dio una exterioridad diplomática y regia, uno de los
personajes más espectables de la época, y cuyo nombre, como el de Manuela, ocupó
los libros, los diarios y la conversación de cuantos trataron de los asuntos del Plata,
grandes o pequeños, amigos o enemigos.

A la época que describimos, la hermana menor de Rosas, esposa del general Don
Lucio Mansilla, no tenía la mínima importancia política, ni se ocupaba un instante de
unitarios ni de federales. Y a esa época también su espíritu, o por falta de ocasión, o
por un tardío desenvolvimiento, no había manifestado toda la actividad y extensión
con que más tarde se hizo remarcable, en la nueva faz del gobierno de su hermano,
que comenzó con Palermo y con las complicaciones exteriores.

La importancia de esa joven, en 1840, no se la daba su hermano, ni su marido, ni


nadie en la tierra; se la había dado Dios.
En 1840 tenía apenas veinte y cinco años. La Naturaleza, pródiga, entusiasmada de
su propia obra, había derramado sobre ella una lluvia de sus más ricas gracias, y a su
influjo había abierto sus hojas la flor de una juventud que radiaba con todo el
esplendor de la belleza. De una belleza de estatuario, de pintor, y a quien ni el uno ni el
otro podrían imitar exactamente. El cincel quebraría los detalles del mármol antes de
dar a la estatua los contornos del seno y de los hombros de esa mujer; y el pincel no
encontraría cómo combinar en las tintas el color indefinible de sus ojos, brillantes y
aterciopelados unas veces, y otras con la sombra indecisa de la media luz de ese color;
ni dónde hallar tampoco el carmín de sus labios, el esmalte de sus dientes, y el color de
leche y rosa de su cutis. Rebosando en ella la vida, la salud, la belleza, esa flor del Plata
ostentaba la lozanía de su primera aurora, y debía ser, y lo era en efecto, el
encantamiento de las miradas de los hombres, y aun de las mismas mujeres, que, con
sus ojos perspicaces, y tan interesadas en este caso, no podían señalar otro defecto en
Agustina, sino que sus brazos eran algo más gruesos de lo que debían ser, y no bien
redonda su cintura.

Pero magnífica Diana para la escultura; espléndida Rebeca para el lienzo, la belleza
de Agustina no estaba, sin embargo, en armonía con el bello poético del siglo XIX:
había en ella demasiada bizarría de formas, puede decirse, y muy pocas de esas líneas
sentimentales, de esos perfiles indefinibles, de esa expresión vaga y dulce, tierna y
espiritual que forma el tipo de la fisonomía propiamente bella en nuestro siglo, en que
el espíritu y el sentimiento campean tanto en las condiciones del gusto y del arte: tal
era Doña Agustina Rosas de Mansilla en 1840, y que entraba al baile que se describe
aquí resplandeciente de belleza y de lujo. Sus brazos, su cuello y su cabeza estaban
cubiertos de diamantes; y la presión que sufría su talle daba al rosado subido de su
rostro una animación que sólo a las unitarias pareció chocante. Pero habituada la
mayor parte de los que se encontraban en los salones, especialmente los hombres, a
mirar en Agustina la reina de las bellezas porteñas, creyó que en esa noche
conquistaba Agustina, y para siempre, aquel indisputable rango.

Su vestido era de blonda blanca sobre raso del mismo color, y su peinado a la griega
daba lugar, no a que resaltasen los perfiles o la redondez de su bella cabeza, sino un
lazo de diamantes que sujetaba su moño federal.

La maga paseaba los salones, sin haber tomado asiento todavía, al brazo de su
esposo el general Mansilla, que en esos momentos parecía recuperar algo de su
perdida juventud, al influjo del aire gentil y elegante que este antiguo caballero había
aprendido y ostentado en la culta sociedad que había frecuentado, cuando pertenecía
en alma y cuerpo al partido unitario.

Las miradas seguían a Agustina; la seguían, la devoraban. Pero de repente un


murmullo sordo se escucha en todos los ángulos del salón. Las miradas se vuelven
hacia la puerta; y la misma Agustina, arrebatada por la impresión general, lanza los
rayos de sus lindos ojos hacia el centro común de la mirada universal: dos jóvenes, del
brazo una de la otra, acaban de entrar al salón: la señora Amalia Sáenz de Olavarrieta,
la señorita Florencia Dupasquier.

La primera, siguiendo la rigurosa etiqueta de la viudedad, vestía un traje de raso


color lila muy bajo, o más bien color torcaz, y sobre él, otro de blonda negra, más corto
que el primero. Su talle, redondo y fino como el de la estatua griega, estaba ajustado
por una cinta del mismo color que el viso, cuyas puntas tocaban con la orilla del
vestido negro. Su escote era también de blonda; y en el centro del pecho, un pequeño
lazo de cinta igual a la del talle completaban los adornos de su sencillo y elegante traje.
Sus cabellos estaban rizados, y sus rizos finos y lucientes caían hasta su cuello de
alabastro; y entre ellos, en su sien derecha, estaba colocada una linda rosa blanca. El
resto de sus hermosos cabellos castaños circundaba la parte posterior de su cabeza, en
una doble trenza que parecía sujetada solamente por un alfiler de oro a cuya
extremidad se veía una magnífica perla; y bajo la trenza, en el lado izquierdo de la
cabeza, se descubría apenas la punta de la cintita roja, adorno oficial impuesto bajo
terribles penas por el Restaurador de las libertades argentinas.

Florencia vestía un traje de crespón blanco con alforzas, adornado con dos
guirnaldas de pequeños pimpollos de rosas, que, bajando de la cintura en forma de
delantal, hasta tocar en la última alforza, daban vuelta en derredor de ella por todo el
vestido. Las mangas de éste eran extremadamente cortas; y un escote de finísimo
encaje era cerrado en medio del pecho por una rosa punzó.

Los cabellos de la joven, partidos en medio de la frente, caían, como los de Amalia,
en flexibles rizos sobre la mejilla; y su trenza, entretejida con hilos de perlas, daba tres
vueltas sobre su cabeza, y dos hilos de aquéllas se escapaban de la trenza e iban a
adornar la blanca y casta frente de la joven; y un ramito de pimpollos, semejantes a los
del vestido, estaba colocado, bella y maliciosamente, en el lado izquierdo de la cabeza;
para que el lindo adorno de la Naturaleza hiciera las veces del repulsivo símbolo de la
Federación.

Agustina estaba perdida. Acababa de caer de su trono al impulso de una revolución


obrada en la admiración universal por la belleza de Amalia.

La señorita Dupasquier estaba encantadora, pero era una belleza conocida ya, en
tanto que Amalia era la primera vez que se presentaba en público. Y la novedad, esta
reina despótica de la sociedad, hacía alianza con la radiante hermosura de Amalia para
cautivar la mirada y el entusiasmo de todos.

La misma Agustina no pudo prescindir de contemplarla y admirarla largo tiempo.

Varios jóvenes se apresuraron a ofrecer su brazo a las recién llegadas y conducirlas a


los asientos que eligieran; porque en ese baile ninguna señora hacía los honores del
recibimiento.

Pero, fuera casualidad, o la obra de ese instinto pocas veces equivocado entre las
personas de una misma clase para encontrar sus iguales sin conocerlos, Amalia fue a
sentarse con Florencia en un ángulo del salón, donde habíanse reunido todas las
damas que allí había por la voluntad de sus maridos, tan poco federales como ellas,
pero, en obsequio de la verdad, con mucho más miedo que sus nobles esposas.

Florencia fue levantada en el acto por un joven amigo de Daniel para las cuadrillas
que comenzaban en aquel momento. Pero Amalia, sin ser olvidada, no fue invitada a
las cuadrillas; sucede generalmente que a la primera impresión que hace una mujer
bella y desconocida al presentarse en un baile, se apodera del espíritu de los hombres
cierto temor, cierta desconfianza de solicitar su compañía en la danza, porque no
pueden imaginarse que tal mujer no tenga veinte compromisos para esa noche, y
temen recibir una negativa en la primera solicitud.

Pero la pobre Amalia no conocía a nadie, con nadie estaba comprometida; los
jóvenes se chasquearon, y ella quedó sola al lado de una señora anciana, con todos los
aires de una de aquellas viejas marquesas de tiempo de Luis XIII en Francia, o del virrey
Pezuela en la ciudad de los Incas.

-Ha venido usted muy tarde, señorita -dijo a Amalia la señora anciana, haciéndola
uno de esos saludos casi imperceptibles, pero elegantes, que sólo saben hacer las
personas de calidad, que han aprendido desde niñas el manejo de los ojos y de la
cabeza.

-En efecto, pero me ha sido imposible venir antes -contestó Amalia volviendo el
saludo a su vecina, en cuya fisonomía y en cuyo traje descubrió al momento una
persona de distinción, como al mismo tiempo su poca exaltación por la causa federal,
en el moño pequeñísimo que traía, casi oculto, entre un adorno de blondas negras en
su cabeza. Porque hasta los días en que estamos del año de 1840, el más o menos
federalismo se calculaba por el mayor o menor tamaño de las divisas; y dos personas
que se encontraban, sabían perfectamente la opinión a que ambas pertenecían con
sólo mirarse el ojal de la casaca, si eran hombres, o la cabeza, si eran señoras.

-Creo que es esta la primera vez que tengo el honor de ver a usted. ¿Acaso ha
llegado usted de Montevideo?

-No, señora, resido en Buenos Aires hace algún tiempo.

-¡Algún tiempo! Entonces ¿no es usted de Buenos Aires?

-No, señora, soy tucumana.

-¡Ah! Bien me lo decía yo, ¡era imposible que usted no hubiera llamado mi atención,
si fuera usted mi compatriota!

-Sin embargo, creo que tengo el honor de ser compatriota de usted, señora.
-Sí, sí, en cuanto a argentina; quise decir de Buenos Aires.

-Es cierto, soy provinciana, como nos llaman aquí -dijo Amalia con una sonrisa tan
amable que acabó de seducir a la buena señora, que desde ese momento conoció que
tenía por interlocutora a una persona de espíritu y de clase.

-Conozco mucho -la dijo- a la madre de Florencia. ¿Acaso será usted parienta de
ella?

-No, señora. Tengo el honor de ser su amiga solamente, me llamo Amalia Sáenz de
Olavarrieta -dijo Amalia anticipándose a satisfacer la curiosidad de su compañera, en
quien ya había descubierto la propensión de hablar y preguntar que nunca es más
común que en los bailes entre ciertas señoras que ya han perdido la esperanza de
danzar en ellos.

-¡Ah! ¿Es usted la señora viuda de Olavarrieta? Tengo mucho gusto en conocer a
usted. He oído su nombre muchas veces; y por cierto que en cuanto he oído, no hay
nada de exagerado.

-Yo creía, señora, que en Buenos Aires había sobradas cosas de que ocuparse para
hacer a una pobre viuda el honor de acordarse de ella.

-¡Una pobre viuda, que no tiene rival en belleza, y que, según dicen, ha hecho de su
casa un templo de soledad y buen gusto! ¡Ah, señora! ¡Si usted supiera qué pocas son
las cosas bellas y de buen gusto que nos han quedado en Buenos Aires, no se resentiría
entonces la modestia de usted!

-Pero, señora -contestó Amalia-, yo veo aquí el ejemplo contrario de lo que usted me
dice.

-¿Aquí?
-Aquí, sí, señora.

-¿Aquí?¿De buen gusto? ¡Por Dios, no me haga usted perder parte de la admiración
que me ha causado! -dijo la señora, con una sonrisa la más picante y despreciativa del
mundo-. El buen gusto -prosiguió- hace muchos años que ha desaparecido de Buenos
Aires. ¡Oh! ¡Si usted hubiera visto nuestros bailes de otro tiempo! ¡Qué hombres! ¡Qué
mujeres! ¡Oh, eso era elegancia y buen gusto, señora! ¡Pero hoy!

-¿Podría saber, señora, si no es indiscreción, con quién tengo el honor de hablar?

-Soy la señora de N...

-¡Ah! Me felicito por esta ocasión en que tengo el honor de saludar a la señora de
N...

-Parece que usted quedó admirada sobre mi juicio respecto a este baile, ¿no es
verdad? -prosiguió la señora de N.... que al parecer estaba empeñada en criticar
cuanto allí había.

-Confieso a usted que yo no echo de menos ese buen tono que extraña usted -la
respondió Amalia, que todo quería oír, sin decir nada.

-¡Oh, por Dios!

-¡Cómo! ¿No halla usted de buen tono la concurrencia de esta noche? -le preguntó
Amalia, que empezaba a encontrar que su vecina podría distraerla del malhumor que
sentía.
-¡Buen tono! -dijo la señora riéndose, echando negligentemente su brazo al respaldo
de la silla, y aproximándose a Amalia-. ¿Conoce usted -continuó- ciertas calidades
físicas en los hombres, que revelan perfectamente su buena o su mala raza?

-Quizá.

-Fíjese usted un momento en el pie de los hombres.

-¿Y bien? Ya está.

-¿Qué nota usted?

-¿Qué noto?

-Sí; con franqueza.

-Nada.

-No es cierto.

-Pues, señora, no comprendo.

-Yo se lo explicaré a usted: son hombres de pies anchos y botas cortas; ¿se ríe usted?

-De la ocurrencia, señora.


-Pues ésa es la primera señal de la clase a que esos hombres pertenecen. ¡Oh, de
ésos no había por cierto en nuestros pasados bailes! ¡Botas en un baile! ¿Ve usted
aquel frente del salón? ¿Ve usted la primera cuadrilla?

-Sí, todo lo veo.

-Pues las señoras sentadas, y las que están bailando, son esposas o hermanas de
estos modernos caballeros.

-¿De manera, señora, que usted tiene la suerte de conocer a todos?

-En general los distingo por clases; en particular conozco a algunos.

-¡Ah, es una verdadera fortuna! ¡Yo que estoy aquí como si me hallara en
Constantinopla!

-Tanto mejor.

-Tanto peor, señora, porque siquiera usted puede saber con quién habla, cuando
alguna de esas damas, o caballeros, se le acerquen.

-¿Pero qué, no tiene usted ningún pariente en Buenos Aires? -preguntó la señora,
fijando sus ojos como para conocer la verdad de la respuesta que iba a recibir.

-Ninguno al servicio, o en la amistad del gobierno -contestó Amalia, comprendiendo


que la señora buscaba seguridades.

-¡Ah! Pues entonces, sólo ganaría usted una cosa con conocer lo que desea.
-¿Y cuál es, señora?

-Un poco de risa.

-Es algo.

-En esta época especialmente. ¿Qué le parece a usted aquel caballero que está
recostado contra el marco de aquella puerta estirándose su hermoso chaleco
colorado?

-Me parece bien.

-No, señora, le parece a usted mal.

-¿Mal?

-Sí, mal, yo quiero defender a usted contra usted misma.

-Vaya, pues, señora; me parecerá mal, si usted se empeña.

-Ese es el señor Don Pedro Ximeno, comandante interino del puerto.

-¡Ah!, ¿ése es el señor Ximeno?

-El mismo. Uno de los hombres más afortunados en su carrera.

-¡Es posible!
-Figúreselo usted: en 1821 fue mozo de servicio en el Café de la Victoria.

-¡Ah!

-Sí, señora, mozo de café.

-Por algo se empieza en este mundo, señora.

-Y después se va adelante, ¿no es cierto?

-Así es en general.

-Pues eso mismo le pasó a Ximeno.

-¿Ascendió a la capitanía?

-No; de mozo de café, ascendió a mercachifle.

-¡Hola! La cosa va en progreso -dijo Amalia sin poder contener su risa.

-¡Oh! Pero ascendió todavía.

-¿En el mismo orden?

-Oigalo usted: de mercachifle pasó a ser empleado en nuestro teatro viejo.


-¡Hola, se hizo cómico!

-Menos que eso.

-¿Apuntador?

-Menos que eso.

-¿Menos que apuntador?

-Sí, señora.

-¿Entonces, qué fue?

-Uno de los peones encargados de levantar el telón de boca.

-¡Oh, es admirable la carrera de ese señor! ¿Y cómo ha llegado hasta el lugar donde
se halla?

-Muy sencillamente: el general Zapiola lo empleó de escribiente en la capitanía del


puerto, y la Federación lo hizo comandante de ella.

-Y aquel otro caballero que en este momento conversa con el señor Ximeno, ¿quién
es?

-Ese es el señor general Mansilla.


-¡Ah, el general Mansilla!

-Uno de los más furiosos unitarios que ocuparon un banco en el Congreso


Constituyente. ¿Ve usted ese otro personaje que se les acerca?

-Si, ¿quién es?

-Torres, Don Lorenzo Torres. ¡Dios los cría y ellos se juntan!

-¿Por qué dice usted eso, señora?

-Porque Torres también fue unitario, hasta mucho después de la revolución de


Lavalle -contestó la señora de N.., que parecía saber de memoria la biografía de todo el
mundo.

-¿De suerte -dijo Amalia-, que hoy hay muchos federales que no lo han sido
siempre?

-Cierto. Sin embargo, aquí hay algunos que lo han sido toda su vida. Por ejemplo, allí
tiene usted uno -dijo

la señora de N... señalando a un caballero de cuarenta años poco más o menos, de tez
morena y de ceño zonzo.

-Y ese caballero ¿quién es? -preguntó Amalia.


-Ese es Don Baldomero García, federal toda su vida; hombre de carácter más duro
que su figura, y tan tartamudo de ideas como de lengua. ¡Hola! ¡Hola! Y se da la mano
con un excelente personaje de la actualidad. ¿Lo ve usted?

-Sí, pero no conozco a ese señor.

-¡Por Dios, que usted no conoce a nadie! ¡Ese es Juan Manuel Larrazábal! ¡Dios me
libre de creerlo! Pero dicen que es un espía del señor gobernador.

-Voces de partido quizá -dijo Amalia, fijando sus ojos rápidamente en un hombre
que hacía rato la estaba contemplando con unas miradas trasversales, pues que salían
de dos ojos al sesgo.

-¿Y podrá usted decirme -preguntó Amalia a la señora de N...- quién es aquel
caballero que está haciendo molinete con un guante blanco, y que se distingue por el
tamaño exagerado de su divisa punzó?

-¡Cómo! ¿Pues que no lee usted La Gaceta?

-¡La Gaceta!

-Sí, La Gaceta Mercantil

-No la leo jamás, pero aun cuando así fuera...

-Sí así fuera, habría comprendido usted que aquel caballero no podría ser otro que el
redactor de La Gaceta. Se llama Nicolás Mariño. Es el que predica el degüello de los
unitarios. El 1º de diciembre de 1828, lo vi desde los balcones de mi casa andar por las
calles prodigando abrazos a los revolucionarios. Después entró de oficial en el
ministerio Guido, bajo la administración Viamonte. En 1833, escribió algunos
mamarrachos en El Clasificador. Después escribió El Restaurador de las Leyes. A esa
época

ya no abrazaba sino a los federales. Ahora escribe La Gaceta, y abraza al diablo. ¡Qué
ojos! ¿Le ha reparado usted los ojos?

-Sí, señora -contestó Amalia riendo de la pregunta, del calor y de las indiscreciones
de la señora de N.., una de aquellas intransigibles unitarias, con quienes la dictadura
no pudo jamás, y que las súplicas y el llanto de sus maridos arrastraban a las fiestas
federales, donde ellas se desquitaban de la violencia que se hacían en estar en ellas
midiendo con su inflexible rigorismo las categorías de la nueva época que se
presentaban a sus ojos.

-¿Y sabe usted una cosa? -continuó la señora de N...

-¿Qué cosa, señora?

-Que observo que Nicolás Mariño la mira a usted demasiado, y que mira con los ojos
que él tiene, que es lo peor que puede sucederle a una joven de la belleza de usted.

-Gracias, señora.

-Y sobre todo, de sus principios, porque ¿no es verdad que usted no haría a ese
hombre el honor de recibirle en su casa?

-Yo tengo formadas ya mis relaciones, y con dificultad contraería otras nuevas -
respondió Amalia esquivando el dar una contestación directa.

-Y sobre todo, la de este hombre -prosiguió la señora de N...-. Y la mira, la mira a


usted, no hay duda. ¡Oh! Y ¡es un honor! ¡El redactor de La Gaceta! ¡El comandante del
ilustre cuerpo de serenos! Pero, ¡vaya!, al fin la esposa lo distrae de sus melancólicas
miradas.

-¿Aquella señora de vestido de raso colorado con guarniciones amarillas y negras, y


un adorno de fleco de oro en la cabeza, es la esposa del señor Mariño?

-Sí.

-¡Ah!

-¡Qué bailes!

-A propósito, ¿me dice usted, señora, quiénes son aquellos cuatro caballeros
vestidos de uniforme que están allí, que los veo parados hace tan largo rato sin
conversar ni hacer un movimiento?

-¿Aquéllos? ¡Ah!, el primero es el coronel Santa Coloma, carnicero a la vez que


coronel.

-¿Sí?

-Carnicero de animales y de gente.

-Degeneración del oficio.

-El otro, es el señor coronel Salomón, pulpero.

-Vaya, eso es menos malo.


-El otro, es el comandante Maestre, forajido de profesión.

-Vamos, no falta sino que el otro pertenezca a tan nobles jerarquías.

-Pues no, señora, el otro es el general Pintos, verdadero caballero, verdadero


soldado de la república; pero para manchar los galones de él y de los que se le
parecían, la Federación moderna puso los galones militares en hombres como los tres
primeros.

-Sabe usted, señora -dijo Amalia-, que sin negar que son interesantes las biografías
que usted hace en tan pocas palabras, me interesaría más el saber ¿cuál de estas
señoras es Manuelita y cuál Agustina?

-Las dos están en este momento bailando en la otra sala; ¿le habrán dicho a usted
que Agustina es una belleza?

-Cierto, esa es la opinión universal. ¿No es así en la opinión de usted?

-Cierto que sí; solamente que yo la llamo belleza federal.

-¿Lo que quiere decir?

-Que es una belleza con la cara punzó.

Amalia se rió.

-Ese no es un defecto, señora; ése es el color de las rosas-dijo a la señora de N...


-Usted lo ha dicho: es el color de las rosas.

-Pero en fin, ¿es una linda mujer?

-No.

-¿No?

-Es una linda aldeana, pero aldeana; es decir, demasiado rosada, demasiado gruesos
sus brazos y sus manos, demasiado silvestre para el buen tono, y demasiado frívola
entre la gente de espíritu.

-«Está visto -dijo Amalia para sí misma- que esta señora es un tesoro en un baile;
pero hay un gran riesgo en dejarse ver de ella, porque está enojada con la humanidad
entera.»

-Desgracia sería para usted, señora -dijo Amalia-, que Agustina supiese que tan mal
trata usted a su belleza, porque en general las personas de nuestro sexo no perdonan
ese alfilerazo.

-¡Bah!, ¿cree usted que no lo sabe? ¿Cree usted que toda esa gente no comprende
de qué modo es mirada por nosotras?

-¿Por nosotras?

-Sí, por nosotras. Saben ellas que si nos presentamos en sus fiestas es por nuestros
hijos, o por nuestros maridos.
-Es expuesto, sin embargo.

-Ese es nuestro único desquite: que lo sepan: que comprendan la diferencia que hay
entre ellas y nosotras. Por lo demás, el riesgo no es mucho, porque ¿qué pueden
hacernos? Por otra parte, no hablamos sino entre nosotras mismas.

-¿Siempre? -preguntó Amalia con una sonrisa la más maliciosa del mundo.

-Siempre, como ahora mismo, por ejemplo -contestó la señora de N... con el mayor
aplomo.

-Perdón, señora, yo no he tenido el honor de decir a usted cómo pienso.

-¡Qué gracia! ¡Si desde que se sentó usted a mi lado me lo dijo!

-¿Yo?

-Usted, sí, señora, usted. Fisonomías como la suya, maneras como las suyas,
lenguaje como el suyo, trajes como el suyo, no tienen, ni usan, ni visten las damas de la
Federación actual. Es usted de las nuestras, aunque no quiera.

-Gracias, señora, gracias -dijo Amalia con su sonrisa habitual.

En ese momento la señora de N... saludó cariñosamente a otra señora que tomaba
asiento frente a ella.

-¿Sabe usted quién es aquélla?


-Ya he dicho a usted, señora, que no conozco a nadie.

-¡Válgame Dios!

-¿Y qué he de hacer, señora?

-Esa es la esposa del general Rolón: buen corazón, excelente amiga; pero las nuevas
amistades a que la ha conducido la posición de su marido, la han hecho perder el poco
de buen tono que tenía, y convida a sus tertulias de invierno, anunciando, ¿qué le
parece a usted que anuncia en las esquelas de invitación?

-Anunciará la hora y el día, supongo.

-Bien, ¿pero además de eso?

-¿Además? Si dice que es una tertulia, el día y la hora del recibimiento, no sé qué
más...

-Pues bien, oiga usted: anuncia que la tertulia se abre con café con leche; ¡pobre
Juana!

Amalia no pudo menos que soltar la risa con menos conveniencia que la que
requería el lugar en que se encontraba; y a tiempo de volver su cabeza para no hacerse
notable por su risa, un relámpago de alegría brilló en sus ojos; acababa de descubrir a
Daniel en la puerta del salón. Daniel entraba en aquel momento; y se dirigía a su
prima, después de haber divisado a su Florencia paseando los salones con uno de sus
mejores amigos, con quien acababa de bailar.

Pero antes de que los primos y los amantes se cambien una palabra, salgamos del
baile con el lector y vamos un momento a recoger los pormenores de otra escena bien
diferente en otra parte, en nada parecida a la que dejamos; y del brazo con el lector
hagamos también lo posible para volver pronto a los salones de nuestro viejo fuerte.
Capítulo VIII

Daniel Bello

El joven Daniel entraba al baile a las doce y media de la noche, pero antes de
seguirlo en él, veamos lo que era y lo que hacía tres horas antes en la casa misteriosa
de la calle de Cochabamba, a cuya puerta hemos visto acercarse varios individuos, dar
una seña, entrar en la casa, y cerrarse luego la puerta de la calle.

Entre el lector con nosotros a esa casa, a las nueve y media de la noche, y
encontraremos una reunión de hombres bien interesante, pero bien en peligro al
mismo tiempo.

La sala de Doña Marcelina, cuyas ventanas daban a la calle, se había convertido esa
noche en campamento general. La cama matrimonial y los catres de lona de sus
distinguidas sobrinas habían sido trasportados de la alcoba a la sala.

Y todas las sillas de ésta, las del comedor, tres baúles, y un banco que parecía haber
tenido el honor en algún tiempo de ser colocado en la portería de algún convento,
estaban cuidadosamente colocados en el círculo que permitía el estrecho aposento
convertido improvisadamente en sala de recepción para esa noche, estando colocada
en uno de sus testeros una mesa de pino con dos velas de sebo, y delante de ella una
silla que parecía la presidencia de aquel lugar.

Parados unos, otros sentados, y otros cómodamente acostados en los catres y en la


cama, una crecida reunión de hombres ocupaba la sala de Doña Marcelina, sin más luz
que la escasa claridad de las estrellas que entraba a través de los pequeños y
empañados vidrios de las ventanas.

Las palabras eran dichas al oído, y de cuando en cuando alguno de los que allí
estaban se aproximaba a las ventanas, y con la mayor atención paseaba sus miradas
por la lóbrega y desierta calle de Cochabamba.
El reloj del Cabildo hizo llegar hasta esta reunión misteriosa la vibración metálica de
su campana.

-Son las nueve y media de la noche, señores, y nadie puede equivocarse en una hora
de tiempo cuando le espera una cita importante. Los que no han venido no vendrán
ya. Vamos a reunirnos.

Al concluirse la última de esas palabras, dichas por una voz muy conocida nuestra,
los postigos de las ventanas se cerraron, y la luz de la pieza inmediata penetró a la sala
por la puerta de la habitación contigua.

Un minuto después, el señor Don Daniel Bello ocupaba la silla colocada delante de la
mesa de pino, teniendo a su derecha al señor Don Eduardo Belgrano; ocupados los
demás asientos por veinte y un hombres, de los cuales el de más edad contaría apenas
veinte y seis o veinte y siete años, y cuyas fisonomías y trajes revelaban la clase
inteligente y culta a que pertenecían.

-Amigos míos -dijo Daniel paseando sus miradas por la reunión-, hemos debido
reunirnos esta noche treinta y cuatro jóvenes; y, sin embargo, no estamos aquí sino
veinte y tres. Pero cualesquiera que sean las causas por que nuestros amigos nos
abandonan, no hagamos a ninguno la ofensa de creerlo traidor, y no abriguemos el
menor recelo sobre su secreto. Treinta y dos nombres fueron elegidos por mí. Cada
uno recibió su aviso anticipado para concurrir a esta casa en esta noche, y yo sé bien,
señores, quiénes son los hombres con cuyo honor puede contarse en Buenos Aires.
Ahora dos palabras más para inspiraros la más completa confianza en esta casa.
Sorprendidos en ella por los asesinos del tirano, nuestra sentencia estaría pronunciada
en el acto. Pero si él tiene la fuerza, yo tengo la astucia y la previsión. Esta casa da
sobre la barranca del río. El agua está a una cuadra de ella, y a su orilla hay en este
momento dos balleneras prontas para recibirnos. En caso de ser sorprendidos,
saldremos a la barranca por la ventana de una habitación interior que da sobre ella; y
si aun allí fuésemos atacados, me parece que veinte y tres hombres, más o menos bien
armados, pueden llegar sin dificultad hasta la orilla del río. Una vez en las balleneras,
los que quieran volver a la ciudad tienen algunas leguas de costa donde poder
desembarcarse, y los que quieran emigrar, tienen las costas orientales a pocas horas
de viaje. En la puerta de la calle está mi fiel Fermín. En la ventana que da a la barranca,
está el criado de Eduardo, de cuya fidelidad tenemos todos repetidas pruebas; y
últimamente, sobre la azotea está una persona de mi más completa confianza, y cuyo
poco valor es nuestra mejor garantía, pues si el miedo le impidiese hablar, no le
impediría hacer temblar el techo de esta sala con sus carreras: es un antiguo maestro
de casi todos nosotros, que ignora los que están aquí, pero que sabe que estoy yo, y
eso le basta, ¿Estáis satisfechos?

-El exordio ha sido un poco largo, pero en fin, ya se acabó, y no creo que haya nadie
aquí que después de haberle oído no se crea tan seguro como si se hallase en París -
dijo un joven de ojos negros, de fisonomía alegre y cándida, y que, durante hablaba
Daniel, se había entretenido en jugar con una cadena de pelo que tenía al cuello.

-Yo conozco la tierra en que aro, mi querido amigo; yo sé que ninguno de vosotros
está tranquilo; y sé además que soy el responsable de cuanto pueda sucederos. Ahora,
vamos al objeto de nuestra reunión.

-Aquí tenéis, señores -prosiguió Daniel sacando una cartera llena de papeles-, el
primer documento de que quiero hablaros: es una lista de las personas que en el mes
de abril y la primera quincena de este mayo han llegado emigrados de nuestro país a la
República Oriental. Representan un número de ciento sesenta hombres, todos
jóvenes, patriotas y entusiastas. Contamos, pues, con ciento sesenta hombres menos
en Buenos Aires. Tengo motivos para aseguraros que los que hacen hoy el negocio de
conducir emigrados a la Banda Oriental tienen solicitados más de trescientos pasajes, y
esto después de los asesinatos del 4 de mayo.

«Resulta, pues, que para el mes de julio vamos a tener cuatrocientos o quinientos
patriotas de menos en Buenos Aires, y esto después que en los años anteriores de 38 y
39 han salido del país las dos terceras partes de la juventud.

»Entretanto, oíd ahora el estado del Ejército Libertador y de las provincias interiores,
para poder comprender mejor aquel hecho anterior:

»Después de la acción de Don Cristóbal, en que se ganó la batalla y se perdió la


victoria, el Ejército Libertador se encuentra en las puntas del Arroyo Grande, sitiando
al ejército de Echagüe arrinconado en las Piedras, todo esto, a pocas leguas de la
Bajada, y todas las probabilidades parecen estar en favor del general Lavalle, en el caso
de una nueva batalla. Si él triunfa en ella, el paso del Paraná será la consecuencia
inmediata, y la campaña se emprenderá entonces sobre Buenos Aires. Si él es
derrotado, los restos de su ejército vendrán a reorganizarse sobre el norte de nuestra
provincia, pues tienen para el tránsito de los ríos las embarcaciones bloqueadoras; y
veis entonces que en uno u otro caso, la provincia de Buenos Aires está esperando al
general Lavalle.

»En las provincias, la Liga se ha extendido como un incendio. Tucumán y Salta, La


Rioja, Catamarca y Jujuy ya no pertenecen al tirano; se han proclamado contra él, y
aprontan sus ejércitos. El fraile Aldao no es bastante a sofocar la revolución, y Córdoba
se plegará al primero que la amenace. Rosas tenía una esperanza en La Madrid; La
Madrid ya no le pertenece.

-¿Cómo? -preguntaron a la vez todos los jóvenes levantándose de sus asientos,


menos Eduardo, que parecía sumergido en los misterios de su corazón.

-Vais a saberlo, señores; pero, despacio, no alcéis la voz, todavía no es tiempo de dar
gritos en Buenos Aires.

»He dicho la verdad: el general La Madrid, comisionado por Rosas para apoderarse
del parque de Tucumán, ha dejado que la revolución se apodere de él, y el 7 de abril se
ha puesto sobre su pecho la cinta azul y blanca de la libertad, y ha pisado la
ignominiosa marca de la Federación de Rosas.

-¡Bravo! ¡Bravo!

-Silencio, silencio, señores; aquí tenéis este documento, oídlo:

Libertad o muerte

Orden general del 9 de abril de 1840


De orden del excelentísimo gobierno se reconoce por general tropas de línea y
milicia de la provincia, general Don Gregorio Araoz de La Madrid y por jefe del estado
mayor, al coronel Don Lorenzo Lugones, y jefe de coraceros del orden, al coronel Don
Mariano Acha.

La explosión del sentimiento fue espontánea. No hubo gritos; no hubo vivas, pero las
fisonomías hablaban, y los abrazos pronunciaron discursos y juramentos. Daniel midió
aquella escena con su mirada de águila: estaba entusiasmado, estaba estudiando en el
complicado libro de la naturaleza moral.

-Ya lo veis, señores -continuó con su imperturbable sangre fría-, en todas partes la
revolución se levanta gigantesca, pero esa revolución tiene un fin; ¿por qué no hemos
de creer que la revolución sea lógica y que vendrá a buscar ese fin en el lugar en que se
esconde? Ese fin es una cabeza y esa cabeza está en Buenos Aires. Si todos los
esfuerzos se han de dirigir a este punto, ¿no es cierto, señores, que debemos cooperar
al triunfo, cuando se aproxime a él?

-Sí, sí -exclamaron todos los jóvenes.

-Despacio, señores, despacio. Tengamos lógica antes que entusiasmo. Decís que sí;
pero he aquí que el modo como vosotros deseáis cooperar es aquel precisamente con
el que yo estoy en oposición continua.

»He empezado por mostraros el crecido número de hombres nuestros que han
emigrado del país, y ese número lo veréis aumentar con el vuestro... Oídme, señores:

»Cuando hay que vencer un principio difundido en la conciencia de una clase o de un


pueblo, es necesario batirse con esa clase o con ese pueblo, con las armas de la razón
o con el acero.

»Cuando hay que batir a un gobierno cuya existencia reposa en su poder moral, es
necesario entonces minar las bases de ese poder, arrebatándole su popularidad, bien
sea en la tribuna, en la prensa, o en los ejércitos. Pero, señores, cuando lo que hay que
combatir no es un principio, sino un sistema encarnado en un hombre; no un influjo
moral, sino un poder material que se mueve, como una máquina de puñales, al resorte
de la voluntad de aquel hombre, es necesario entonces extinguir con el hombre el
prestigio, la máquina y voluntad.

»Contad los hombres patriotas que han salido de Buenos Aires; calculad los que
habrán de salir en adelante, si no ponemos un dique a ese torrente de emigración, y
decidme luego, si ese número de hombres no es suficiente para cooperar en la ciudad
a la revolución que traigan a la provincia las armas del general Lavalle, o las armas de
la coalición de Cuyo.

»La emigración deja en poder de las mujeres, de los cobardes y de los mashorqueros
la ciudad de Buenos Aires, es decir, señores, el punto céntrico de donde parten los
rayos del poder de Rosas.

»¿Tres o cuatrocientos hombres aseguran acaso el triunfo del general Lavalle,


alistados en las filas de su ejército? Pues bien, señores, tres o cuatrocientos hombres
de corazón son bastantes para levantar la ciudad y colgar de los faroles de las calles a
Rosas y su mashorca el día que los aturda la noticia de la aproximación de cualquiera
de los ejércitos libertadores.

»No podemos reconquistar los que se han ido; pero a lo menos paremos el curso de
esa copiosa emigración que va a buscar lejos una libertad que puede encontrarla a su
lado, cuando alce su brazo armado sobre la cabeza del tirano.

»¿Hay peligros en permanecer en Buenos Aires? ¿Habrá peligros y sangre el día que
demos el primer grito de libertad? Pero, señores, ¿no hay peligros y sangre en los
ejércitos?, ¿no hay miseria y humillación en el destierro?

»Creedme, amigos míos; yo estoy más cerca de Rosas que ninguno de vosotros; yo
expongo más que mi vida, porque expongo mi honor a las sospechas de mis
compatriotas; creedme, pues, que el peor sistema que la juventud de Buenos Aires
puede adoptar en el deseo que la anima de la libertad de su patria, es el ausentarse de
ella. ¿Sería tan desgraciado que no hubiese ninguno de vosotros que pensase como yo
pienso?
-Esa es mi opinión, esa es mi fe; yo moriré al puñal de la mashorca antes que dejar la
ciudad. Rosas está en ella, y es a Rosas a quien debemos buscar el día en que uno de
nuestros ejércitos pise la provincia. Muerto Rosas, volveremos a todas partes los ojos y
no hallaremos un enemigo -dijo uno de los jóvenes que se encontraba en la reunión.

-¿Sois vosotros también de esa misma opinión, amigos míos? -preguntó Daniel.

-Sí, sí, es necesario quedarnos, respondieron con entusiasmo todos los jóvenes.

-Señores -dijo Eduardo Belgrano luego que se restableció el silencio-, no hay una
sola palabra de las que ha pronunciado el señor Bello que no esté perfectamente en
armonía con mis opiniones, y, sin embargo, yo he sido uno de los que han querido
emigrar del país, y aun no sé todavía, si de un momento a otro renovaré mi resolución.
Os revelo, pues, una contradicción entre mis opiniones y mi conducta, y en este caso,
os debo una explicación que voy a dárosla:

»Es cierto que debemos quedarnos; es cierto que lejos de abandonar, debemos
estrechar cada vez más un círculo de fierro en derredor de Rosas, para ahogarlo en el
día oportuno a la libertad argentina. Esta teoría no puede ser, ni más racional, ni
conveniente, dicha en general, aplicada a cualquier otro pueblo de la tierra en iguales
circunstancias que el nuestro. Pero nosotros los argentinos, señores, representamos
una excepción bien práctica respecto de lo que nos ocupa. Vamos a verlo:

»El señor Bello ha dicho que tres o cuatrocientos hombres serían bastantes para
concluir con Rosas en la ciudad. Yo quiero creer que es bastante ese número; quiero
más: quiero creer que están en Buenos Aires todavía todos los hombres de nuestra
generación que han emigrado; más aún, todos los emigrados unitarios del año 29 y 30,
y que somos dos, tres, cuatro mil hombres enemigos de Rosas. ¿Pero sabéis, señores,
lo que esta cifra representa en Buenos Aires? Representa un hombre.
»Un partido no es poderoso por el número de sus hombres, sino por la asociación
que lo compacta. Un millón de hombres individualizados no vale más, señores, que dos
o tres hombres asociados por las ideas, por la voluntad y por el brazo.

»Estúdiese como se quiera la filosofía de la dictadura de Rosas, y se averiguará que


la causa de ella está en la individualización de los ciudadanos. Rosas no es dictador de
un pueblo; esto es demasiado vulgar para que tenga cabida en hombres como
nosotros: Rosas tiraniza a cada familia en su casa, a cada individuo en su aposento; y
para tal prodigio no necesita por cierto, sino un par de docenas de asesinos.

»Sociedades pequeñas, sin clases, sin jerarquías; sin prestigio en ellas la virtud, la
ciencia y el patriotismo; ignorantes a la vez que vanas, susceptibles a la vez que
celosas, las sociedades americanas no tienen entre sí y para sí mismas otros principios
de asociación, que el catolicismo y la independencia política.

»Sin comprender todavía las ventajas de la asociación en ningún género, en los


partidos políticos es en los que ella existe menos.

»Un espíritu de indolencia orgánica de raza viene a complementar la obra de nuestra


desorganización moral, y los hombres nos juntamos, nos hablamos, nos convenirnos
hoy, y mañana nos separamos, nos hacemos traición o cuando menos, nos olvidamos
de volver a juntarnos.

»Sin asociación, sin espíritu de ella, sin esperanza de poder organizar


improvisadamente esa palanca del poder y del progreso europeo que se llama
asociación, ¿con qué contar para la obra que nos proponemos?¿Con el sentimiento de
todos? ¡Ah, señores, ese sentimiento existe hace muchos años en nuestro pueblo, y la
mashorca, sin embargo, es decir, un centenar de miserables, nos toma en detalle y
hace de nosotros lo que quiere. Esto es lo práctico, y yo prefiero ir a morir en el campo
de batalla, a morir en mi casa esperando una revolución que los porteños todos juntos
no podremos efectuar jamás, porque todos no representamos sino el valor de un solo
hombre.
»Entretanto, es una verdad indisputable lo que ha dicho mi querido amigo: es decir,
que sería más oportuno y eficaz buscar en la persona única de Rosas el exterminio de
la tiranía. Decidme sí es posible establecer la asociación y seré el primero en desechar
toda idea de abandonar el país.

Un silencio general sucedió a este discurso.

Todos los jóvenes tenían fijos sus ojos en el suelo. Sólo Daniel tenía su cabeza
erguida, y sus miradas estudiaban una por una la fisonomía de los jóvenes.

-Señores -dijo al fin-, mi querido Belgrano ha hablado por mí en cuanto al espíritu de


individualismo que por desgracia de nuestra patria ha caracterizado siempre a los
argentinos. Pero los males que ha traído esa falta de nuestra vieja educación, es la
mejor esperanza de que nos enmendaremos de ella, y el incitaros a la asociación,
después de iniciaros la necesidad de permanecer en Buenos Aires, era la segunda parte
del pensamiento que me ha conducido a este lugar. Habéis convenido conmigo en que
debemos esperar los sucesos en Buenos Aires; justo es convengáis también en que si
esos sucesos nos encuentran desasociados, en bien poca parte les podremos ser útiles.

»Además, nos encontramos hoy sobre el cráter de un volcán, que fermenta, que
ruge, y cuya explosión no está distante.

»Los asesinatos cometidos ya, no son un fin; son el principio de una cadena de
crímenes que, como los anillos de una serpiente, va a desenvolver sus eslabones en
torno a la cabeza de todos.

»Rosas, por medio de su Gaceta y de sus representantes, hace muchos meses que
está azuzando a sus lebreles.

»La embriaguez del crimen ha perturbado ya el cerebro de nuestros asesinos, y dado


a su sangre la irritación febriciente que es necesaria para el desbocamiento en los
delitos populares.
»Los puñales se aguzan; los brazos se levantan, las víctimas están señaladas, y el
momento terrible se aproxima.

»No es una venganza espontánea; es una combinación reflexionada para enervar,


por medio del terror, los esfuerzos del espíritu público.

»Bien, pues, si ese momento terrible nos encuentra aislados, todos -no lo dudéis,
señores- vamos a ser víctimas de Rosas.

»Unidos, sistematizada nuestra defensa; solidarios todos para la venganza del


primero que caiga, o suspenderemos el brazo de los asesinos o provocaremos a la
revolución, o podremos emigrar en masa, cuando se pierda para todos la última
esperanza de exterminar la tiranía, o por último, moriremos en las calles de nuestro
país habiendo antes dejado una lección honrosa a las generaciones futuras.

»Asociados, una vez que tengamos en la provincia alguno de nuestros ejércitos


libertadores, que obran en Entre Ríos, o que se organizan a la falda de la Cordillera, yo
mismo haré cuanto esté de mi parte por precipitar la hora de la San Bartolomé que se
prepara. No os alarméis, mis amigos; en las revoluciones, toda combinación abortada
da siempre un resultado contrario. Piensan degollarnos después de haber aterrorizado
nuestro espíritu por medio de esa sostenida predicación de amenazas con que se nos
saluda todos los días desde la tribuna y la prensa; y si yo logro que los puñales se alcen
prematuramente, y que en vez de encontrar un pueblo de individuos aterrorizados se
hallen con un pueblo asociado y fuerte, yo habré entonces preparado el terror para
que obre su influencia sobre el ánimo de los asesinos, en vez de obrarse, como ellos
pensaron, en el ánimo de las víctimas.

»Hay ciertos momentos en que el medio seguro, infalible de hacer fracasar un plan
político, consiste en facilitar rápidamente el espacio en que quiere desenvolverse. Con
su sistema de economías, el ministro Necker habría conseguido suspender la marcha
de la Revolución Francesa que caminaba sordamente; pero el ministro Calonne,
sucesor de Necker, y que quería la revolución del pueblo contra la aristocracia y el
clero, prodigaba el tesoro para los placeres de la corte, irritando más de esta manera el
espíritu revolucionario del pueblo empobrecido y oprimido, y facilitando el camino de
la revolución.

»Yo, que compro con mi sosiego y mi nombre los secretos todos de mis enemigos;
yo, que palpitando de rabia mi corazón, junto mi mano con las manos ensangrentadas
de los asesinos de nuestra patria, yo irritaré con mis palabras su corazón envenenado y
los excitaré al crimen cuando crea que ese mismo crimen ha de sublevar contra ellos la
venganza de los oprimidos. Porque el día, el instante en que la mano de un hombre de
corazón, a la luz del sol, clave su puñal en el pecho de uno de los asesinos, ese
instante, señores, será el postrero del tirano; porque los pueblos oprimidos no
necesitan sino un hombre, un grito, un momento para pasar estrepitosamente de la
esclavitud a la libertad, del marasmo a la acción.

La fisonomía de Daniel estaba radiante, sus ojos chispeaban, sus labios gruesos, y
rosados habitualmente, estaban encendidos como el carmín. Las miradas de todos
estaban fijas sobre él. Solamente Eduardo, pensamiento profundo y filosófico, y
corazón altivo, franco y valiente, tenía apoyado el codo sobre la mesa, y su frente
reposaba en su mano.

-Sí, la asociación -dijo uno de los jóvenes-, la asociación hoy para defendernos de la
mashorca, para esperar la revolución, para colgar a Rosas.

-La asociación mañana -dijo Daniel, alzando por primera vez la voz, y sacudiendo su
altiva, fina e inteligente cabeza-: la asociación mañana para organizar la sociedad de
nuestra patria.

»La asociación en política para darla libertad y leyes.

»La asociación en comercio, en industria, en literatura y en ciencia para darla


ilustración y progreso.

»La asociación en todas las doctrinas del cristianismo para conquistar la moral y
virtudes que nos faltan.
»La asociación en todo y siempre para ser fuertes, para ser poderosos, para ser
europeos en América.

»La asociación de los individuos y de los pueblos para estudiar filosófica y


prácticamente, si esta república que improvisó la Revolución de Mayo fue una
inconveniencia política, hija de las necesidades del momento, o si debe ser un hecho
definitivo y duradero.

»Asociación de estudio sobre los elementos constitutivos del país para alcanzar a
saber exactamente, si no fue un error de la Revolución de Mayo el excomulgar el
principio monárquico, cuando esa revolución desprendió a estos pueblos del yugo de
fierro que le imponía un rey extraño; para estudiar en fin los efectos por que hemos
pasado, en las causas generales que los han motivado.

»¿Queréis patria, queréis instituciones y libertad, vosotros que os llamáis herederos


de los regeneradores de un mundo? Pues bien, recordad que ellos y la América toda
fue una asociación de hermanos durante la larga guerra de nuestra independencia,
para lidiar contra el enemigo común; y asociaos vosotros para lidiar contra el enemigo
general de nuestra reforma social: ¡la ignorancia!; contra el instigador de nuestras
pasiones salvajes: ¡fanatismo político!; contra el generador de nuestra desunión, de
nuestros vicios, de nuestras pasiones rencorosas, de nuestro espíritu vanidoso y terco:
el escepticismo religioso. Porque, creedme: nos falta la religión, la virtud y la
ilustración, y no tenemos de la civilización sino sus vicios.

Durante ese discurso, Daniel había levantádose poco a poco de su asiento, y, como
arrebatados por la energía de sus palabras, todos los jóvenes habían hecho lo mismo.
La última palabra se escapó de los labios del joven orador, y los brazos de Eduardo lo
estrecharon contra su corazón.

-Mirad, señores -dijo Belgrano, paseando sus ojos por la reunión de sus amigos, y
conservando su brazo izquierdo sobre el hombro derecho de Daniel-: mirad, mi
semblante está bañado de lágrimas, y los ojos que las vierten habían con la niñez
perdido su recuerdo. ¿Las adivináis? No. La sensibilidad de todos vosotros está
conmovida por las palabras de mi amigo, y la mía lo está por el porvenir de nuestra
patria. Yo creo en su regeneración, creo en su grandeza y su futura gloria; pero esa
asociación que las ha de germinar en el Plata no será, no, la obra de nuestra
generación, ni de nuestros hijos; y mis lágrimas nacen de la terrible creencia que me
domina de que no seré yo ni vosotros los que veamos levantarse en el Plata la brillante
aurora de nuestra libertad civilizada, porque nos falta para ello naturaleza, hábitos y
educación para formar esa asociación de hermanos que sólo la grandeza de la obra
santa de nuestra independencia pudo inspirar en la generación de nuestros padres.

-Sí, sí, nos asociaremos -gritaron muchos jóvenes.

-Silencio, Eduardo, silencio por Dios -dijo Daniel al oído de Eduardo.

-Sí, amigos míos, nos asociaremos -continuó Daniel-, y bajo el entusiasmo de esa
idea debemos separarnos ya. Yo redactaré nuestro estatuto. Será sencillo, la expresión
de una necesidad bien simple: la de poder juntarnos en un cuarto de hora cuando la
defensa o la iniciación revolucionaria lo requieran.

»Hoy es el 24 de mayo. Separémonos antes que la luz del 25 sorprenda a tantos


argentinos reunidos, que no pueden, sin embargo, saludarla libres.

»El 15 de junio nos volveremos a reunir en esta misma casa y a las mismas horas.

»Una sola palabra más: ponga cada uno de vosotros sus medios, su influencia toda
para evitar que nuestros amigos emigren; pero si decididamente lo quieren, que se
acerquen a mí; yo respondo de la seguridad en su embarque. Pero sólo para este caso
buscad mi persona. Fuera de él, huid de mí; censurad mi conducta entre los
indiferentes; enturbiad mi nombre con vuestra censura, pues llegará el momento en
que yo lo purifique en el crisol de la libertad patria. ¿Estáis satisfechos, tenéis en mí
una completa confianza?»

Los jóvenes se precipitaron a Daniel y un fuerte abrazo fue la respuesta que recibió
de cada uno.
En seguida, abrióse la puerta que daba a la sala, luego los postigos a la calle; y, diez
minutos después, no quedaban de los jóvenes de la reunión, sino Daniel y Eduardo.

Ellos volvieron de la sala al cuarto en que había tenido lugar la sesión; y allí, parado
junto a la mesa, con su sombrero puesto, y una capa color pasa sobre sus hombros,
Daniel y Eduardo encontraron a un personaje que durante la escena anterior había
oído todo desde el cuarto contiguo al de la reunión, y cuya puerta había estado
intencionalmente entreabierta.

-¿Y bien, señor?

-¿Y bien, Daniel?

-¿Está usted satisfecho?

-No.

Eduardo se sonrió y se puso a pasear.

-¿Pero qué opinión ha formado usted, señor? -preguntó Daniel al nuevo personaje.

-Que todos han salido conmovidos por esa virtud santa del entusiasmo patrio; que
todos serían capaces en este momento del más heroico y grande sacrificio; pero que
antes del 15 de junio ya no estará la mitad de ellos en Buenos Aires, y la otra mitad se
habrá olvidado de la asociación.

-Pero entonces, ¿qué hacer, señor, qué hacer? -exclamó Daniel dando un fuerte
golpe de puño sobre la mesa, olvidando por un momento el respeto con que parecía
tratar a ese personaje, en cuya ancha y noble fisonomía estaba dibujada la
superioridad y el talento.

-¿Qué hacer? Insistir, insistir siempre, y dejar comenzada una obra que acabarán
nuestros nietos.

-Pero, ¿y Rosas? -preguntó Daniel.

-Rosas es la expresión ingenua de nuestro estado social, y ese estado mismo se


opone a nosotros y lo sostiene a él.

-Sin embargo, si conseguimos matarlo...

-¿Quiénes? -preguntó sonriendo el interlocutor de Daniel.

-Cualquier hombre de corazón, señor.

-No, Daniel, no: para ser tiranicida se necesita una de dos cosas: o una grande
venalidad de alma para vender su puñal, y hombres de éstos no existen en nuestro
partido, o un gran fanatismo republicano, y esto último no existe en nuestro siglo,

-Y entonces ¿qué hacer?

-Trabajar, trabajar siempre: un hombre que se consiga ganar para la libertad y la


civilización, es al fin un triunfo por pequeño que sea. ¿No es así, Belgrano?

-Así es, señor.


-Entonces hemos hecho bastante por esta noche. Marchemos, mis amigos, mis hijos.
Dios a lo menos os dará el premio que se merece la sanidad de vuestra conciencia.

-Vamos, señor-dijeron los dos jóvenes pasando a la sala con aquel hombre que
parecía tener sobre ellos una influencia moral ejercitada desde mucho tiempo.

Él mismo dio su brazo a Eduardo, que movía su pierna izquierda con visible
dificultad.

El fiel Fermín estaba sentado en la puerta de calle observando si alguien se


aproximaba a la casa.

-¿Ha llegado el coche? -le preguntó Daniel.

-Hace media hora que está en la bocacalle.

El sereno acababa de cantar las once.

A una palabra de Daniel, Fermín marchó al interior de la casa y volvió con el criado
de Eduardo, que hacía la centinela de retaguardia; y Eduardo, el nuevo personaje y el
criado se dirigieron a la bocacalle para tomar el coche.

Una vez solo Daniel con su criado en la casa, dio en el patio un ligero silbido, y una
voz meliflua, resfriada, trémula, le respondió de la azotea:

-Aquí estoy. ¿Bajo ya de esta altura frígida, sombría y terrible, mi querido y estimado
Daniel?
-Sí, baje usted, mi querido y estimado maestro -dijo Daniel imitando la voz y el estilo
de nuestro buen amigo Don Cándido Rodríguez.

-Daniel, tú precipitas mi salud y mi alma...

-Marchemos, señor, que alguien nos espera en el coche.

Y Daniel, arrastrando a Don Cándido, salió de la casa de Doña Marcelina, cuya puerta
cerró Fermín, guardándose la llave. Don Cándido y Daniel subieron al coche, que luego
de saltar Fermín y Manuel a la zaga, se sumergió en la oscurísima calle de
Cochabamba; parando, quince minutos después, en la calle del Restaurador, tras de
San Juan, donde bajó el personaje que hemos mencionado, siguiendo en seguida el
carruaje hasta la casa de Daniel, donde bajaron todos cerca de las once y media de la
noche.
Capítulo IX

Promesas de la imaginación

-A la plaza Nueva -dijo Daniel a su cochero inglés, que hizo partir los caballos a gran
trote dirigiéndose al lugar indicado para dejar en él a Don Cándido, que, como se sabe,
vivía a pocos pasos de allí; y luego los dos jóvenes, seguidos de sus criados, entraron
en la casa de Daniel.

Por la sala de ella iba Daniel, y ya su levita estaba desabrochada, y deshecho el lazo
de su corbata, para no perder sino el muy necesario tiempo en cambiar su traje
ordinario en uno de baile; que para aquella organización inquieta, para aquella
existencia tormentosa no había en el tiempo un solo minuto inútil, pues todos estaban
consagrados a la actividad de su inteligencia y de su corazón.

-Piensa que no puedo seguirte a ese paso -le dijo Eduardo, que sólo con gran
dificultad andaba.

-Piensa que son cerca de las doce; y que a esa hora deben entrar Amalia y mi
Florencia al baile; y que yo debo estar allí para velar por ellas, y para ciertas
presentaciones muy necesarias hoy -le respondió Daniel, entrando a su alcoba y
desvistiéndose, mientras Fermín, que adivinaba sus pensamientos, ponía luces delante
de un espejo y le preparaba un traje.

-¿Ah, eres muy feliz, Daniel! -dijo Eduardo echándose en un sillón y estirando su
débil y dolorida pierna, al mismo tiempo que desabrochaba su levitón, porque en ese
momento su herida del hombro derecho le incomodaba demasiado.

-¿Decías, mi querido Eduardo?

-Decía que la Naturaleza ha hecho de ti el ser más original y más feliz al mismo
tiempo.
-¿Creeslo que dices?

-Lo juraría. Tienes una facilidad inaudita para dejar tu pensamiento en los sucesos
que quedan tras de ti, y fijarlo a tu antojo en los sucesos nuevos que procuras. Juegas
tu vida; te entregas en cuerpo y alma a la intriga política, a los peligrosos
acontecimientos del día; tu espíritu se levanta, hace grande, altiva, dominatriz, tu
inteligencia; y dos minutos después de ser el primero en el poder de tu voluntad y en
la grandeza de tus ideas, pasas con una puerilidad, con una hilaridad sorprendente, de
lo más alto de la vida a las vulgaridades de ella. Sabes de dónde venimos, lo que
acabamos de ser, y, sin embargo, ahí estás delante de tu espejo como el más frívolo de
nuestros jóvenes, preparando tu cabello para ir a lucir a un baile, como si tal cosa
acabaras de hacer, como si tal hombre acabaras de ser. Esto es, mi amigo, lo que se
llama ser feliz en la vida.

-¿Está bien así? -preguntó Daniel dándose vuelta, dirigiéndose a Eduardo y


señalando el lazo de una corbata de batista que acababa de ponerse.

-Vete al diablo -le contestó Eduardo haciendo un gesto de malísimo humor al oír la
burlona contestación de su amigo acompañada de una gravedad la más irónica posible.

-Me voy al diablo -dijo Daniel volviéndose al espejo y continuando su tocador-.


Prosigue, mi querido Eduardo -continuó-, los estudios sicológicos son habitualmente tu
fuerte; pero yo creo que después que concluyas tu discurso voy a darte apenas la
clasificación de mediano... ¡Ah, no respondes! Pues bien: yo continuaré por ti.

Y Daniel, que concluía su tocador, vino y sentóse al lado de su amigo apoyando su


brazo sobre uno de los del sillón en que estaba.

-No hay nada, mi querido Eduardo, que se explique con más facilidad que mi
carácter, porque él no es otra cosa que una expresión cándida de las leyes eternas de
la Naturaleza. Todo en el orden físico como en el orden moral es inconstante,
transitorio y fugitivo: los contrastes forman lo bello y armónico en cuanto ha salido de
la mano de Dios; y en nada se ostenta más esa variedad infinita que reina en el
universo, que en el alma humana. En un día, en una hora, en un minuto, Eduardo, el
corazón, la inteligencia y el espíritu se modifican y cambian tan improvisamente como
los colores sobre la superficie del ópalo. Al lado de un gran pensamiento, la pluma con
que lo escribimos, el fuego, o el libro en que tenemos fijos los ojos al meditar, la risa de
un niño, el ala de un insecto, la mínima cosa hace que aparezca al lado de aquel gran
pensamiento una pequeñísima idea que se apodera tanto de la mente, como otra
cualquiera de mayor importancia. En medio de la felicidad, cruza fugitiva una idea; el
cristal de nuestra dicha se empaña un momento, y una lágrima cae al corazón en
medio mismo de la embriaguez de su ventura. De la ocupación más seria se desciende
instintivamente a los goces, o a los pasatiempos más frívolos; y en medio de esas
grandezas de alma que suelen deificar la vida de un mortal, la vulgaridad viene a poner
de repente su rasgo en el grande y luminoso cuadro de esa vida. Los hombres que
temen la espontaneidad de su naturaleza se cubren con el velo de la hipocresía, denso
para el vulgo, trasparente para los hombres que tienen inteligencia en sus miradas.
Esos hombres eternamente graves en la expresión de su semblante, en sus discursos y
en sus maneras, esos hombres mienten, o su gravedad no es efecto de la importancia
filosófica de su alma, sino de una inflexibilidad de su espíritu, que los hace incapaces
para la mayor parte de las situaciones de la vida, o que los hace de condición mala en
la sociedad. Los que no son hipócritas, son como yo: siguen el curso de las diferentes
impresiones que los rodean. Además, Eduardo, yo soy porteño; hijo de esta Buenos
Aires cuyo pueblo es por carácter el más inconstante y veleidoso de la América; donde
los hombres son, desde que nacen hasta que se mueren, mitad niños y mitad hombres,
condición por la cual buscaron el despotismo por el gusto de hacer una inconstancia a
la libertad. Y esto mismo lo piensas tú, Eduardo. Pero ¿quieres que yo te enseñe a
profundizar el corazón humano con una sola mirada, o a interpretarlo a una sola
palabra que pronuncian los labios? ¿Quieres que te pruebe cómo las inteligencias más
altas descienden de las ideas más sociales a un sentimiento de individualidad y de
egoísmo? Pues bien, en ti mismo tengo el ejemplo.

-¿En mí? -contestó Eduardo volviendo sus ojos a Daniel.

-En ti, Eduardo, en ti. No te ha chocado el verme pasar de una ocupación política,
grave y difícil, a la compostura de un vestido de baile, no; lo que te ha chocado es tu
mala fortuna; es decir, el no poder tú también venir conmigo.

-¿Yo, Daniel?
-Tú, Eduardo. Tú que acabas de hablar como un gran filósofo en nuestra reunión, y
unos minutos después no haces sino sentir como cualquier pobre diablo enamorado
de una mujer. Acabas de pensar en la patria, y estás pensando en Amalia. Acabas de
pensar cómo conquistar la libertad, y estás pensando cómo conquistar el corazón de
una mujer. Acabas de echar de menos la civilización en tu patria, y echas de menos los
bellísimos ojos de tu amada. Esa es la verdad, Eduardo. Ese es el hombre, esa es la
Naturaleza.

Eduardo bajó su cabeza y llevó la mano a sus cabellos.

-Y ¿crees que te hago la mínima inculpación, amigo mío? -prosiguió Daniel-. No.
Pocas veces he sentido mayor contentamiento que cuando he llegado a conocer que
amabas a mi prima. Esa mujer tan delicada, tan poética, tan bella, es la que mejor
conviene a tu corazón y a tu carácter. Ella te ama, ¿qué más puedes desear?

-No, Daniel, no puede ser: ella me compadece solamente.

-No; ella te ama. Tu misma situación dramática ha sido un incentivo a su corazón.

-¿Lo crees? Repítemelo, ¿crees que soy amado de Amalia? -preguntó Eduardo con
esa ansiedad de los corazones locamente enamorados, que no se satisfacen jamás de
oír repetir las seguridades de su felicidad.

-Lo creo, y creo más: creo que antes de un año habrá cuatro personas
verdaderamente felices en Buenos Aires: Amalia y tú, Florencia y yo.

-Sí, Daniel, yo la amo. Tú conoces mi vida, sabes esa existencia árida en que ha
vegetado mi corazón; este corazón tan rebelde a las vulgaridades de la vida; este
corazón que parecía guardar toda su savia, toda la virginidad de sus afectos, para
alguna mujer privilegiada que yo creía que existía solamente en los sueños de mi
imaginación; este corazón la ha hallado y la ama, Daniel, con el entusiasmo que se ama
la gloria, con la sensibilidad que se ama a una hermana, con la adoración que se ama a
Dios. Mi naturaleza abatida, amortiguada por el desencanto de mi época, ha revivido
en todo el esplendor de mi juventud, y mi vida parece extenderse en el espacio
celestino de la felicidad. Mi sueño es poseerla; vivir a su lado, cubrirla con mis manos
para que la luz del día no marchite la delicada flor de su hermosura; descubrir en el
cristal de sus ojos los deseos recónditos de su alma para complacerla. Como mortal, yo
llegaré por ella hasta el límite donde no hay más allá para la inteligencia humana, y
buscaré gloria y nombre para que se abrillante su destino en el mundo; y si fuera un
Dios, yo escogería el más radiante de mis astros y la diría: Amalia, reina aquí...

-Bien, mi Eduardo -exclamó Daniel, pasando su mano por la pálida y noble frente de
su amigo-, donde no hay esa exaltación poética del corazón, no hay verdadero amor a
los veinte y siete años de la vida.

-La amo, Daniel -continuó Eduardo, casi sin oír las palabras de su amigo-, la amo y
quiero ser su esposo; mi corazón, mi vida, mi fortuna, todo es de ella. Viviremos
siempre en el campo, siempre en la misma casa donde cambiamos nuestra primera
mirada. ¿No es verdad que esa felicidad me espera, Daniel?

-Sí, Eduardo, y más que ésa todavía, oye: dentro de poco tendremos libertad, y con
ella un campo inmenso a los trabajos de la inteligencia. La felicidad la buscaremos en
nuestra familia, la gloria la buscaremos en la patria. Viviremos juntos. Haremos en
Barracas una magnífica casa, en una parte de ella vivirás tú y Amalia; en la otra mi
Florencia y yo; y cuando necesitemos extraños ojos para que admiren nuestra
felicidad, los buscaremos recíprocamente entre nosotros cuatro.

-¡Perfecto, perfecto plan, Daniel! Nosotros mismos educaremos nuestros hijos, ¿no
es verdad? Y olvidaremos esos días pálidos de nuestra juventud; esa época terrible en
que hemos vivido con el puñal al pecho, viendo deshojarse las mejores ramas de la
existencia de la patria y...

-¿Lo ves? ¿No te lo dije? Eramos muy felices hace un instante con las promesas de
nuestra imaginación, y, sin saber cómo, arrojas tú mismo en nuestra copa de néctar
esa gota amarga de los recuerdos patrios. ¡Bah! Dejemos esto -dijo Daniel
levantándose y mirando el reloj-, van a dar las doce, Eduardo.
-Bien, anda.

-Amalia no ha de querer estar sino hora y media o dos horas en el baile.

-¿Y para qué más? Mira: no permitas que baile con ninguno de esa canalla inmunda,
para que no la manche ninguno con su aliento, ¿oyes?

-Bien, ¿qué más?

-Cuando salga, dale tú el brazo hasta el coche.

-Eso es, y que Florencia vaya con el primero que la tome.

-Pero tienes dos brazos.

-Sea en hora buena, ¿qué más?

-Después del baile llevarás a Florencia hasta su casa, ¿no es cierto?

-A no ser que quieras que Florencia se vaya sola.

-Bien, a las dos de la mañana en punto, yo estaré en tu coche, cerca de la casa de


Florencia; cuando hayan dejado a ésta, nos cambiaremos: tu pasarás a tu coche, y yo
subiré en el de Amalia, para acompañarla a Barracas.

-¡Ah! Yo pensaba, caballero, que usted me haría el honor de cenar conmigo.


-¡Daniel, hace diez horas que no la veo! Mañana pasaremos todo el día juntos en
Barracas. ¿Me perdonas?

-A condición de una cosa.

-La que quieras.

-Que mañana te dejarás estar en cama todo el día.

-¡Diablo! ¿Y qué quieres que haga en la cama después de haber pasado en ella
veinte días eternos?

-Calmar la irritación que se haya producido hoy en tus heridas. No puedes tenerte,
loco, hace doce horas que andas caminando en un pie; y un amante así es lo más
ridículo posible -dijo Daniel sonriendo.

-Sí, pero es que... no se me conoce -contestó Eduardo, colorado hasta las orejas y
tratando de poner muy derecha su pierna izquierda.

-¡Oh mundo! ¡Oh mundo! -exclamó Daniel echando al aire una bendición.

-¡Vete al diablo! -dijo Eduardo arrellanándose en el sillón.

-No; me voy al baile; y lo primero que haré será bailar en tu nombre con... ¿quieres
que sea con Doña María Josefa?

-Estás de un humor insoportable, Daniel.


-¡Ah!, entonces será con Amalia. ¿Te parece bien?

Eduardo extendió la mano y apretando muy fuerte la de su amigo, le dijo:

-Para Amalia.

Y, separados los dos jóvenes, Eduardo quedó meditando en el sillón, y Daniel subió a
su coche, cuyos caballos hicieron chispear las piedras de la calle de la Victoria,
partiendo en dirección a la plaza de ese nombre.
Capítulo X

Donde continúan las escenas de un baile

Daniel entraba a los salones del baile a las doce de la noche, como se ha visto al final
del capítulo VII.

Florencia paseaba los salones, y Daniel se dirigió a su prima, sentada al lado de


aquella intransigible señora que parecía saber de memoria la biografía de cuantos allí
estaban.

La señora de N... contestó algo fría al saludo de Daniel, y éste tomó la mano de
Amalia, le dio su brazo, y la dijo, paseándola por la sala:

-¿Has conversado mucho con esa señora?

-No. Pero ella ha hablado desmedidamente.

-¿Sabes quién es?

-Es la señora de N...

-No; es el marido de la señora N...

-¿Cómo?

-Digo que en ese matrimonio están invertidos los sexos, ella es él, y él es ella.
-En cuanto a la mitad no tengo duda.

-Es la unitaria más intransigible; la porteña más altiva que creo ha existido jamás.
Algo muy picante te decía al entrar yo, pues que te reías tanto.

-Sí, me refería que la señora de Rolón convida a sus tertulias anunciando que se
abren con café con leche.

-¡Oh!

-¿No es cierto?

-No, no, Amalia; son invenciones de las unitarias, cuya imaginación está irritada. No
tienen otras armas que el ridículo, y se valen de ello a las mil maravillas. La señora de
Rolón es de lo mejor que hay en el círculo federal; su corazón siempre tiene
sensibilidad para todos, y su mano no se cierra nunca a los desgraciados. Pero a otra
cosa: ¿hace mucho tiempo que has llegado?

-Veinte minutos apenas.

-¿Te han presentado a Manuela?

-No.

-¿A Agustina?

-Tampoco. No conozco a nadie-dijo Amalia con toda candidez.


-¡Válgame Dios! Y Florencia ¿qué ha hecho?

-Bailar.

-¡Ah, bailar!

-Aún no se había sentado, y ya estaba en baile, y ahora...

-Sí, sí, ahora, mírala, allá anda.

-¿Quién es el que la acompaña?

-Es un amigo mío; pero ven, allí está Manuela, voy a presentarte a ella.

-Dime, ¿tengo que gritar: ¡Viva la Federación! al saludarla? -preguntó Amalia


mirando a su primo con una sonrisa la más picante del mundo.

-Manuela es lo único bueno de toda la familia de los Rosas, quizá lleguen a hacerla
mala, pero la Naturaleza la ha hecho excelente -dijo Daniel casi al oído de su prima, y
cuando estaban ya a cuatro pasos de la hija del dictador argentino.

-Mi prima, la señora Amalia Sáenz de Olavarrieta, quiere tener la satisfacción de


ofrecer a usted sus respetos, señorita -dijo Daniel a Manuela, dándola la mano y
haciéndola una elegante cortesía.

Manuela se levantó de su asiento, cambió con Amalia los cumplimientos de estilo,


en el mejor tono posible, y ella misma le ofreció un asiento a su lado.
Daniel pidió permiso a Amalia de dejarla un instante y fue a buscar a su Florencia,
perdida entre la multitud de parejas que cuajaban los salones.

-¿Sabe usted, señorita, dónde podré hallar a la señorita Florencia Dupasquier? -


preguntó Daniel a la misma Florencia, luego que consiguió llegar hasta ella.

-Allí -respondió Florencia, señalando un grande espejo donde se reproducía en ese


momento su preciosa figura.

-¡Ah!, mil gracias, pero está tan lejos, que me veo privado a pesar mío de invitarla
para lo primero que se baile.

-Es una felicidad, caballero, porque esa señorita está comprometida. ¿No es verdad,
señor? -preguntó Florencia dirigiéndose a su compañero, que no era otro que uno de
los amigos íntimos de Daniel.

-¿Y puedo saber quién es el feliz caballero que acompañará a usted?

-¿A usted?

-A la señorita Florencia.

-Un servidor de usted -dijo otro joven que se aproximaba a los interlocutores en ese
momento, y que era uno de los que habían asistido a la reunión secreta pocas horas
antes.

-¡Ah! Está visto, es una verdadera conspiración contra mí -dijo Daniel paseando
encantado sus miradas por el rostro y el talle de su novia.
-Usted lo ha dicho -dijo Florencia.

-Está bien, yo buscaré algo que se asemeje a la señorita Florencia -le contestó
Daniel, haciéndola un gracioso saludo, cambiando una sonrisa que quería decir en cada
uno, estoy contento, y volviendo adonde estaba Amalia en sostenida conversación con
la señorita Manuela Rosas.

Por predispuesto que estuviese el ánimo de Amalia contra el apellido de aquella


joven, su amabilidad y sencillez habíanse insinuado en su carácter naturalmente bueno
y generoso. Manuela a su vez impresionada por la belleza de Amalia, por la suavidad
de su acentuación, y por ese buen tono sin esfuerzo que se descubría en ella, dejó
arrastrar fácilmente sus simpatías hacia la hermosa prima de Daniel, cuyo talento
había sabido apoderarse del buen querer de cuantos rodeaban a Rosas, apareciendo a
los ojos de las mujeres, como frívolo y enamorado solamente, cosas de gran valor
entre ellas, y a los ojos de los hombres, como un joven que preparaba su inteligencia
para ser útil algún día a la Santa Causa de la Federación.

Una y otra, pues, conversaban con interés, si no con amistad, cuando Daniel se llegó
a su prima, y el coronel Don Mariano Maza a la señorita Manuela, a tiempo también
que se paraba delante de las dos jóvenes el redactor de la Gaceta y comandante de
serenos Don Nicolás Mariño.

Un vals empezaba.

El coronel Maza presentó su mano a la hija de su gobernador, y ésta la aceptó y


levantóse en el acto: estaba comprometida para ese vais.

El redactor de la Gaceta quiso imitar la pantomima de Maza: estiró la mano hacia


Amalia balbuciendo algunas palabras.

Daniel, sin hablar una sola, tomó de la mano a su prima, la levantó, y dándose vuelta
hacia Mariño, que permanecía con la mano estirada, le dijo con la sonrisa más
diplomática del mundo:
-Está comprometida, señor Mariño.

Y como el anuncio no tenía contestación, el redactor se quedó en su puesto mientras


los primos se colocaron entre las parejas del vals.

Dos de ellas quedaron al fin dueñas del campo: Florencia y su compañero, Amalia y
Daniel.

Florencia y Amalia, eran, más bien que dos mujeres, dos ángeles que volaban
rozando la tierra con sus alas.

Florencia, radiante, animada.

Amalia, tranquila, impulsada por la voluptuosidad de la música y del movimiento.

Una y otra, sostenidas en el brazo de su compañero, no pisaban la alfombra, se


deslizaban en ella como dos sombras, como dos creaciones del espíritu.

Las miradas de todos las seguían, se perdían con ellas en los giros fugitivos del vals, y
se afanaban en vano por descubrir, bajo las nubes de seda y blondas, el pie delicado y
flexible en que se apoyaban aquellos céfiros de amor, que pasaban junto a todos como
suspiros de la música, como emanaciones de la luz.

De improviso cesó la música, y de improviso, como paradas por una voluntad


superior, las dos jóvenes cesaron en su rápido movimiento, y las dos, al brazo de su
compañero, dieron una vuelta por el salón, tan tranquilas, como si acabasen de
levantarse de su asiento.

Florencia tenía pintadas de rosas sus mejillas.


Amalia estaba bañada de la palidez del nácar.

Florencia estaba bellísima.

Amalia, divina.

Las dos amigas sentáronse juntas en un ángulo del salón, y a pocos instantes
Manuela, del brazo de Agustina, se acercó a Amalia.

Daniel permanecía de pie delante de su amada y de su prima.

Manuela presentó a Agustina, quien con los labios se dirigía a Amalia y con los ojos a
la hermosa perla que sujetaba los espléndidos cabellos de la tucumana.

Sentáronse juntas las cuatro jóvenes, y mientras Manuela entretenía la conversación


con Florencia, Agustina se ocupaba en hacer pregunta sobre pregunta a Amalia, sobre
el vestido, sobre las cintas, los encajes, etc., etc.

Amalia estaba aturdida de la candidez de la bella porteña, y de cuando en cuando


con los ojos interrogaba a Daniel sobre la especie de señora que tenía a su lado.
Agustina, sin embargo, nada notaba de semejantes miradas. Las suyas inspeccionaban
hasta la costura del vestido de Amalia.

-Yo quiero que seamos muy amigas -le dijo Agustina después de haberla preguntado,
si sabía dónde encontraría para comprar una perla semejante a la que tenía en su
cabeza.

-Será para mí un grande honor, señora, el disfrutar de la amistad de usted -le


contestó Amalia.
-Hace mucho tiempo que deseaba esta ocasión -prosiguió Agustina-, y ya había
pensado el ir a casa de usted aunque nadie me presentase; porque yo soy así, soy muy
franca con mis amigas. Y me ha de mostrar usted todo cuanto tiene, ¿no es verdad?

-Con el mayor placer.

-Aquí no hay nada hoy; las tiendas están vacías, y si no hubiera sido por Florencia, no
hubiera hoy tenido un vestido con que venir al baile. Ahora sólo llegan de encomienda
los vestidos de Francia. Pero es preciso tener quien los mande de allí, ¿no es verdad?

-¡Ah, sin duda!

-Pues eso mismo le digo yo a Mansilla todos los días; ¡pero qué! ¡Si es lo mismo que
si hablara con la pared! ¡Qué feliz fue usted con su marido! Dicen que todo lo que
usted tiene se lo hizo traer de Francia, ¿es cierto?

-Sí, señora, es cierto.

-¡Oh, qué felicidad!

La conversación siguió, poco más o menos, sobre los asuntos que hacían en esa
época el mundo, el paraíso de Agustina. Daniel iba a tomar parte en la conversación
para darle otro giro cuando se interpusieron entre él y Agustina un caballero negro y
gordo y bajo, y una señora alta y gorda y blanca, que eran nada menos que el señor
Rivera, doctor en medicina y cirugía, y su esposa Doña Mercedes Rosas, hermana
también de Su Excelencia el Gobernador.

No lucía tanto en esa señora el vestido de raso color sangre que traía puesto, con
guarniciones de terciopelo negro, ni los grandes zarzillos de topacio, ni los hilos de
coral que traía al cuello, como lucían sobre la blanquísima cutis de su rostro unos
rizados lunares rubios, cuya exuberancia se ostentaba con más esplendidez en la
redonda y turgente barba.

Esta señora, cuya vocación eran las Musas, y cuyos instintos eran por la democracia,
paróse entre Agustina y Amalia, no como si acabara de beber un vaso de agua de la
fuente Hipocrene, sino como si acabase de sorber cuatro grandes tazas de la ponchera
de Hoffmann; es decir, que la buena señora del médico Rivera tenía la cara roja y no
rosada, y que por los carrillos, que habrían dado envidia al mejor guardián del buen
economista San Francisco, caían en hilo unas líquidas perlas que, filtrando por los
abiertos poros de las sienes, bajaban como rocío a humedecer los redondos y
blanquísimos hombros.

-¡Che!, te he andado buscando por todas partes -le dijo a su hermana Agustina.

-Bien, ya me has hallado, ¿qué quieres?

-Sudando estoy, mujer; vamos a la mesa.

-¿Ya?

-Sí, ya, ¿cómo está usted, señor Bello?

-Señora, estoy a los pies de usted.

-Y ¿qué se ha hecho que no se le ve en ninguna parte? Enamorando a todas; ¿ésta es


su prima?

-Sí, señora, la señora Amalia Sáenz de Olavarrieta, y tengo el honor de presentársela


a usted.
-Me alegro mucho de conocer a usted -dijo Doña Mercedes dando la mano a Amalia,
que se había puesto de pie a la presentación de Daniel-. Yo tendré mucho gusto en que
usted me trate -continuó-. No espere que Bello la lleve a mi casa, vaya no más a comer
cuando guste. Si quiere, mi marido la irá a buscar, porque yo no soy tan celosa como
él; este es mi marido, Rivera, el médico Rivera; ¿no le conocía usted?

-No tenía ese honor, señora.

-Si, mucho honor; ¡si usted supiera lo que es! No me deja ni respirar, en su cara se lo
digo para que se avergüence; ¿lo oyes?

-Lo oigo, Mercedes; pero estás embromando.

-¡Sinvergüenza! Con que ya sabe, cuando quiera se va no más como a su casa.

Amalia no sabía qué contestar. Estaba aturdida, perdida. No había ni imaginádose


que existieran personas semejantes en el mundo, y mucho menos el que tuviera que
entenderse con ellas. Y, sin embargo, el carácter de esta hermana de Rosas, tan
originalmente cándida, era el mejor y mas inofensivo de la familia.

Felizmente, el comandante Maza, que parecía el caballero de Manuela en esa noche,


se presentó a invitarla para llevarla a la mesa, y la escena cambió súbitamente.

Pararse Manuela y pararse todo el mundo, fue obra de un instante.

Las damas federales se precipitaban a seguir de satélites el astro radiante de la


Federación de 1840. Cada una quería acercársele y marchar junto a ella para colocarse
a su lado en la mesa.

Las damas unitarias, al contrario, o se dejaban estar en su asiento, o se separaban lo


más posible de las otras, cambiando entre ellas miradas conversadoras y significativas.
Daniel, en el momento de levantarse Manuela y Agustina, hizo señas a uno de sus
amigos; se acercó, le habló dos palabras al oído, y el joven presentó su brazo a Amalia,
mientras Florencia tomó el de Daniel.

Así marchaban al gran comedor del palacio, atravesando los salones y las galerías,
cuando la señora de N.., conducida por un caballero joven, se acercó a Amalia y la dijo
al oído:

-La felicito a usted por sus nuevas amistades.

Amalia contestó con una sonrisa.

-Comprendo esa sonrisa. Estamos de acuerdo. Pero hay una cosa grave.

-¿Una cosa grave? -dijo Amalia parándose, y sintiendo un fuerte latido en su


corazón, porque allí lo que no la asustaba, la inquietaba.

-Sí.

-¿Y cuál?

-Mariño está en el asunto.

-¿Aquél hombre de los ojos?...

-Aquel hombre de los ojos.


-Pero bien, ¿qué hay?

-¿Qué hay?

-Sí

-Que la sigue a usted con las miradas en todas partes: que la devora a usted, y que
acaba de decir a un amigo mío, que ha de ser usted suya, o que el diablo se lo ha de
llevar.

-¡Ah! Entonces felicitémonos, señora, y vamos a la mesa -dijo Amalia volviendo a


tomar el brazo de su compañero.

-No, no, despacio -dijo la señora de N...-. Usted no sabe, mi querida, qué hombre es
ése.

-¡Ese hombre! Ese hombre es un loco y nada más, señora -contestó Amalia haciendo
un imperceptible movimiento de hombros y saludando con una graciosísima sonrisa a
la señora de N...

Daniel estaba en ascuas por la demora de Amalia, reservándola en la mesa una silla
al lado de Florencia, y temiendo por momentos que la ocupase alguna otra.

Felizmente, Amalia entró al comedor cuando aún no había sido ocupado aquel
asiento, y se colocó en él: Daniel y su amigo permanecieron tras de las sillas de ambas
jóvenes.

El sempiterno maestro de ceremonias, coronel Erézcano, había determinado ciertos


asientos en la mesa, según el rango de ciertas de las personas que allí estaban. Los
demás asientos se ocuparon por las señoras indistintamente.
Capítulo XI

Escenas de la mesa

La señorita de Rosas ocupaba una de las cabeceras de la mesa; a su izquierda estaba


el señor ministro de Hacienda Don Manuel Insiarte, y a su derecha el señor ministro de
Su Majestad Británica caballero Mandeville, que poco antes había dejado en su casa a
Su Excelencia el señor Gobernador, después de haber tenido el placer de verlo en su
mesa en el convite diplomático dado en celebración del natalicio de Su Majestad la
reina Victoria, igualmente que al señor ministro Arana, que después del banquete
hubo retirádose a su casa, algo incomodado del estómago.

En seguida del señor Mandeville estaba Doña Mercedes Rosas de Rivera, y frente a
ella su hermana Agustina, teniendo a su izquierda al señor Picolet de Hermillon, cónsul
general de Cerdeña; seguían después todas las principales señoras de aquella reunión
federal, colocados entre ellas algunos personajes notables de la época, y
conservándose los demás caballeros, unos de pie tras las sillas de las señoras, otros
formando grupos en los ángulos del comedor.

Frente a la señorita Manuela, en la cabecera opuesta de la mesa, estaba sentado el


general Mansilla.

Un silencio, apenas interrumpido por el ruido de la porcelana y los cubiertos,


inspiraba un no sé qué de ajeno al lugar y al objeto de aquella reunión, y ponía en
conflicto a la parte más crecida de los asistentes, en medio de ese silencio de
funerales. ¡Era de verse la pantomima de aquellas señoras esposas de los heroicos
defensores de la santa causa, al llevar cada bocado a su boca!

El tenedor se levantaba del plato con una delicadeza tal que parecía entre los dedos
el fiel de una celosa balanza, pronto a inclinarse al más ligero accidente. El pedacito de
ave o de pastel era llevado a los labios con la misma delicadeza con que una persona
de buen gusto lleva a las narices una delicada flor del aire, y los indecisos labios lo
tomaban tiernamente, después que los ojos habían girado a derecha e izquierda para
ver si alguien notaba el pecado capital de comer cuando se está para ello en una mesa.
Todos los preceptos del catón éranse allí escrupulosamente cumplidos: el cubierto,
siempre sobre el plato, y sobre el plato siempre lo que en él se había servido;
esperando todos que alguien preguntase, para contestar; y como nadie preguntaba,
ninguno de los convidados hablaba una palabra.

Había allí, sin embargo, una dama que comía más libremente que las otras; y era la
señora esposa de Don Antonio Díaz, personaje célebre de la emigración oriental que
acompañó a Buenos Aires al ex presidente Oribe. Esta señora, madre de preciosas hijas
que allí estaban, se entretenía en comerse medio budín, como postre de una piernita
de pavo y de una tierna pechuga de gallina, que había saboreado para quitar de sus
labios el gusto salado que habían dejado en ellos dos o tres rebanadas de jamón, con
que la señora quiso neutralizar el gusto a manteca que había dejado en su boca un
plato de mayonesa con que había empezado a preparar su apetito.

Los coroneles Salomón, Santa Coloma, Crespo, el comandante Mariño; los doctores
Torres, García, González Peña; los diputados Garrigós y Beláustegui, eran de los
personajes más notables que servían de caballeros federales a las damas de la mesa.
Pero los coroneles y el comandante especialmente maldecían con toda buena fe al
maestro de ceremonias Erézcano, que colocádolos había en aquel lugar en que cada
bocado se les atragantaba como una nuez. Salomón sudaba; Santa Coloma se retorcía
el bigote, y Crespo tosía.

El general Mansilla, que mejor que nadie conocía la ridiculez de aquel silencio y de
aquella tirantez aldeánica, se fue de repente a fondo sobre el flanco de sus federales
amigos:

-Bomba, señores -dijo levantándose con una copa en la mano, y con esa gracia y
zafaduría peculiares al carácter del entusiasta unitario del Congreso.

Damas y caballeros se pusieron de pie.

-Brindo, señores -dijo Mansilla-, por el primer hombre de nuestro siglo, por el que ha
de aniquilar para siempre el bando de los salvajes unitarios; por el que ha de hacer que
la Francia se ponga de rodillas delante del gobierno de la Confederación Argentina; por
el ínclito héroe del desierto; por el Ilustre Restaurador de las Leyes, Brigadier Don Juan
Manuel Rosas; y brindo también, señores, por su digna hija, que en tal día como éste,
vino al mundo para honor y gloria de la América.

Las palabras del general Mansilla fueron la mecha, y el pulmón de los ilustres
convidados fue el cañón que dio salida a la detonación de su fulminante entusiasmo.

Se acabó el silencio, se acabó la tirantez, se acabó la aldea; y comenzó el bullicio, la


elasticidad y la bacanal.

-Bomba, señores -gritó el diputado Garrigós, poniéndose de pie con la copa en la


mano-. Bebamos -dijo-, por el héroe americano que está enseñando a la Europa que
para nada necesitamos de ella, como ha dicho muy bien hace muy pocos días en
nuestra Sala de Representantes el dignísimo federal Anchorena; bebamos porque la
Europa aprenda a conocernos, y que sepa que quien ha vencido en toda la América los
ejércitos y las logias de los salvajes unitarios, vendidos al oro inmundo de los franceses,
puede desde aquí hacer temblar los viejos y carcomidos tronos de la Europa. Bebamos
también por su ilustre hija, segunda heroína de la Confederación, la señorita Doña
Manuelita Rosas y Ezcurra.

Si el brindis del general Mansilla despertó el entusiasmo en el ánimo de los


federales, el del diputado Garrigós despertó la locura dormida momentáneamente en
su cerebro. Las copas se apuraron, no quedando una gota de licor, ni aun en la del
caballero Mandeville, después de esa amable y lisonjera salutación a la Europa y al
trono.

-Bomba, señores -dijo el presidente de la Sociedad Popular, después de haber visto


las señas que le hacía su consultor Daniel Bello, que se hallaba frente a él tras las sillas
de Florencia y Amalia.

-Brindo, señores -dijo Salomón-, porque nuestro Ilustre Restaurador de las Leyes viva
toda la vida, para que no muera nunca la Federación, ni la América, y para que... y para
que... en fin, señores, viva el Ilustre Restaurador de las Leyes; su ilustre hija que hoy ha
nacido; y mueran los salvajes unitarios, y todos los gringos y carcamanes del mundo.
Todos aplaudieron federalmente la improvisación de aquel digno apoyo de la santa
causa. El mismo ministro británico, como también el cónsul sardo, no pudieron menos
de admirar la espontaneidad de aquel discurso, y dejaron los cálices vacíos del
espumoso champaña que contenían.

Sólo había una persona que nada comprendía de cuanto allí pasaba; o dicho de otro
modo: que no comprendía que en parte alguna de la tierra pudiese acontecer lo que
aconteciendo estaba: y esa persona era Amalia.

Amalia estaba aturdida. Sus ojos se volvían a cada momento hacia Daniel, y sus
miradas, esas miradas de Amalia que parecían tocar los objetos y descansar sobre
ellos, le preguntaban con demasiada elocuencia: «¿Dónde estoy, qué gente es ésta;
esto es Buenos Aires, ésta es la culta ciudad de la República Argentina?» Daniel la
contestaba con ese lenguaje de la fisonomía y de los ojos que le era tan familiar:
«Después hablaremos.»

Amalia se volvía a Florencia algunas veces, y sólo encontraba en la picaruela cara de


la joven la expresión de una burla finísima, sin que con eso quedase Amalia más
adelantada que antes en sus interrogaciones.

Ni una, ni otra de las dos jóvenes había llevado a sus labios una gota de vino.

Daniel, que estaba en todo, que hacía seña a Salomón, que acababa de hacerlas
también a Santa Coloma, que aplaudía con sus miradas a Garrigós, que se sonreía con
Manuela, que le enviaba una flor a Agustina, un dulce a Mercedes, etc.; Daniel,
decíamos, echó vino en las copas de Amalia y de su Florencia inclinándose entre las
dos sillas y diciendo muy bajito:

-Es preciso beber.

-¿Yo? -le preguntó Amalia con una altivez y una prontitud, con una dignidad y un
enojo, que hubieran podido despertar los celos de Catalina de Médicis, si esa
interrogación hubiera sido hecha en un salón del Louvre, en el reinado de cualquiera
de sus hijos, o más propiamente dicho en los reinados de ella.

Daniel no contestó.

Florencia se tomó por él ese trabajo.

-Usted, sí, señora, usted beberá, y beberá conmigo -le dijo Florencia-. Solamente que
cuando esos caballeros beban por lo que ellos quieran, muy despacito beberemos
nosotras por nuestros amigos... Pero, mire usted, Amalia, Manuela hace a usted señas.

En efecto, Manuela hizo a Amalia un elegante saludo con su copa, que en el acto fue
contestado con no menos buen tono por la bellísima tucumana.

-Señores -dijo el comandante y redactor Mariño, que de cuando en cuando giraba


sus oblicuas miradas hacia Amalia-: ¡por el grande héroe de la América, por su inmortal
hija, por la muerte de todos los salvajes unitarios, sean gringos o nacionales, y por las
bellas de la República Argentina! -y los ojos de Mariño dieron media vuelta por delante
de Amalia.

Era ya necesario gritar mucho para hacerse oír. Los generales Rolón y Pinedo
consiguieron después de grandes esfuerzos el hacer entender su brindis. El coronel
Crespo tuvo que ponerse sobre su silla para llamar la atención sobre sus palabras. Pero
la voz potente del coronel Salomón dominó de repente la algaraza y dijo:

-Señores, me manda decir la ilustre hermana de su Excelencia nuestro padre, la


señora Doña Mercedes, que pida un momento de silencio al entusiasmo federal,
porque va a leer unos versos que ha compuesto.

El silencio se estableció súbitamente. Todas las miradas se dirigieron a la poetisa.


La Safo federal daba un papel a su marido, colocado a sus espaldas como era su
costumbre.

El marido se resistía a tomar y leer el misterioso canto; y una gresca al oído, pero
que parecía ser terrible, furibunda, espantosa, como diría el señor Don Cándido
Rodríguez, tenía lugar entre aquellos cónyuges modelo de contraste.

El desamparado papel pasó por fin a las manos de un criado, y de éstas a las del
general Mansilla, con un recado de la autora.

El general desdobló el papel; lo leyó primeramente para sí mismo, y luego, y con


toda la socarronería tan natural en su espíritu burlón y travieso, se paró con semblante
grave, y con el tono más magistral del mundo, leyó en medio de un profundísimo
silencio:

Soneto

Brillante el sol sobre el alto cielo

Ilumina con sus rayos el suelo;

Y descubriéndose de sus sudarios

Grita el suelo: ¡que mueran los salvajes unitarios!

Llena de horror, y de terrible espanto

Tiembla la tierra de polo a polo,

Pero el buen federal se levanta solo

Y la patria se alegra y consuela su llanto.

Ni gringos, ni la Europa, ni sus reyes

Podrán imponemos férreas leyes,

Y donde quiera que haya federales


Temblarán en sus tumbas sepulcrales

Los enemigos de la santa causa

Que no ha de tener nunca tregua ni pausa.

Mercedes Rosas de Rivera.

La lectura de estos versos originó una sensación en los concurrentes, poco común en
los banquetes: dio origen a un temblor general; los unos, como Salomón y su
comparsa, Garrigós y la suya, temblaban de entusiasmo; los otros como Mansilla,
como Torres, como Daniel, etc., temblaban de risa.

Para las damas federales los versos estaban pindáricos; pero todas las unitarias
tuvieron la desgracia en ese momento de ser atacadas por accesos de tos, que las
obligaron a llevar sus pañuelos a la boca.

Los brindis se sucedieron luego: todos iguales en el fondo, y casi hermanos carnales
en la forma.

Los señores Mandeville y Picolet bebieron también a la salud de Su Excelencia el


Gobernador y su joven hija.

Y como tienen su fin todas las cosas de este mundo, llegó también el de la suntuosa
cena del 24 de mayo de 1840.

Las señoras volvieron a los salones del baile, y mientras la música y los jóvenes las
recibían alegres, y mientras Amalia, Florencia, Agustina, Manuela, etc., fueron sacadas
en el acto para unas cuadrillas, alegres se quedaron en el comedor, continuando sus
entusiastas brindis federales, los heroicos defensores de la santa causa, que no había
de tener tregua ni pausa, según el último verso del soneto de Doña Mercedes Rosas de
Rivera.

Fue entonces cuando el entusiasmo subió a sus noventa grados, porque nada hay
que dé tanta energía a la expresión de ciertas pasiones en ciertas gentes, como el buen
vino, el ruido de las copas y los brindis.
Fue entonces también cuando se vertió una idea, cuya expresión sencilla y reducida
a sus términos más precisos, hizo resaltar el fondo de ella, y que se grabara con acero
en la imaginación de los concurrentes: esa idea fue de Daniel.

Este joven, después de haber conducido a Amalia y a Florencia al salón, y dejándolas


en baile con dos de sus amigos, volvió al comedor, y, tranquilo, imponente podemos
decir, se colocó en una cabecera de la mesa en medio del general Mansilla y del
coronel Salomón, tomó una copa y dijo:

-Señores, bebo por el primer federal que tenga la gloria de teñir su puñal en la
sangre de los esclavos de Luis Felipe que están entre nosotros, de espías unos, de
traidores otros, y de salvajes unitarios todos, esperando el momento de saciar sus
pasiones feroces en la sangre de los nobles defensores del héroe de la América,
nuestro Ilustre Restaurador de las Leyes.

Nadie había tenido el valor de definir y expresar tan claramente el sentimiento de la


mayor parte de los que allí estaban; y, como sucede siempre cuando alguien consigue
interpretar los deseos informes de la multitud, cuyo labio no se presta comúnmente a
darles vida y colorido con los incompletos recursos del lenguaje, aquellas palabras
arrebataron la admiración de todos, cuya aprobación se manifestó espontáneamente
con el coro de estrepitosos aplausos que sucedió al brindis de aquel joven que lanzaba
ese anatema de muerte sobre la cabeza de hombres culpables ante la susceptible
aunque santa Federación, por el hecho de ser ciudadanos de un país con cuyo
gobierno estaba en cuestión el héroe esclarecido de aquella época de subversión y
sangre, salvajería y vandalismo.

El mismo general Mansilla no creyó ni por un momento que hubiese una segunda
idea en el brindis de aquel joven, y en los secretos de su pensamiento admiró la locura
de aquella alma a quien las doctrinas de la época habían extraviado tanto y tan
temprano.

¡Providencia divina! Daniel, que azuzaba las pasiones salvajes de aquellos hombres;
Daniel, que en efecto habría dado los mejores años de su vida porque su sanguinario
deseo no se cumpliese en algunos de los inocentes extranjeros que residían en Buenos
Aires; Daniel, decíamos, era el hombre más puro de aquella reunión, y el hombre más
europeo que había en ella. Pero él quería buscar en esas gotas de sangre la ocasión de
que la Francia, la Europa entera descargase un golpe mortal sobre la frente del
poderoso bandido de la Federación, para contener de este modo el río de lágrimas y
sangre que veía pronto a desbordarse sobre toda una sociedad cristiana e inocente:
era la aplicación de esa terrible, pero en muchos casos imprescindible ley de la filosofía
y la moral, que autoriza el sacrificio de los menos para la conservación de los más: era
un holocausto de intereses individuales en las aras de la salvación general, lo que
buscaba aquel joven consagrado con toda su conciencia a la liberación de su patria, y a
reivindicar la humanidad tan ultrajada en ella; y buscaba esto a costa de su nombre, a
costa de su porvenir quizá; arrostrando el odio de los hombres honrados, y la
imaginación de los malvados, que es todavía peor que aquello para los hombres de
virtud y de corazón.

Y como todo el que acaba de cumplir un grande, pero penoso deber, Daniel salió del
comedor tranquilo y triste; se dirigió al salón y dijo a su prima:

-Vamos.

Amalia notó que el semblante de Daniel estaba algo descompuesto, y no vaciló en


preguntarle por la causa de ello.

-No es nada -la contestó el joven-, acabo de jugar mi nombre a la salud de mi patria.

-Vamos, Florencia -prosiguió Daniel dirigiéndose a su amada, que en aquel momento


se acercaba a Amalia.
Capítulo XII

Después del baile

Durante que Daniel estaba en la mesa, la señora Doña Agustina Rosas de Mansilla de
nuevo había restablecido sus reales sobre los vestidos, alhajas y demás de su nueva
amiga, como ya la llamaba; y no había separádose de ella sin prometerla muchas
visitas, esperando, decía, que su íntima amiga la señorita Dupasquier la acompañase
en ellas.

Manuela Rosas no había hecho preguntas, ni ofrecido visitas, pero estaba inspirada
de sincero cariño por Amalia, y deseaba que la casualidad la ofreciera el momento de
estrechar su relación con ella.

Algunos minutos después que Amalia, Florencia y Daniel habían salido del baile, el
coche paraba a la puerta de la casa de Madama Dupasquier, calle de la Reconquista.

Luego de dejar a Florencia, a cincuenta pasos de su casa, paróse el coche junto a


otro en la misma calle de la Reconquista. De este último bajó Eduardo Belgrano a
tiempo que Daniel descendió del de Amalia. Ambos jóvenes se cambiaron algunas
palabras, y en seguida Daniel subió a su coche, que era aquel en que Eduardo había
estado esperándole, y éste fue a ocupar el lugar de su amigo al lado de la hermosa
Amalia.

El carruaje de ésta, cuyo cochero no era otro que el viejo Pedro, teniendo por lacayo
al criado de Belgrano, siguió al trote de los caballos la empedrada calle de la
Reconquista en dirección a Barracas.

Mientras el coche descendía lentamente la empinada barranca que lleva el nombre


del bravo almirante que sostuvo la guerra marítima de la República con el Imperio del
Brasil, porque estaba cerca de ella la casa de su habitual residencia, Amalia refería a
Eduardo todas las ocurrencias del baile; todas las cosas incomprensibles que se habían
presentado a sus ojos, las trepidaciones en que se había encontrado su espíritu; y la
violencia que se había hecho para sobrellevar aquellas dos largas horas en que por la
primera vez de su vida se había encontrado entre gentes y ocurrencias tan ajenas de
sus gustos y de su educación.

Tal era el asunto de la conversación de los dos jóvenes y ya el carruaje se


aproximaba a la capilla de Santa Lucía, para tomar la calle Larga, cuando cerca al
ángulo que forman allí los dos caminos que se encuentran, fue alcanzado por tres
jinetes que, a todo el correr de sus caballos, habían bajado la barranca del general
Brown y seguido la misma dirección que traía el coche.

La intención de estos hombres se hizo bien manifiesta desde el momento: dos de


ellos flanquearon los caballos del coche y cruzaron los suyos con tal prontitud, que
Pedro tuvo que tirar la rienda a los que dirigía.

El otro de aquéllos acercó su caballo al estribo del coche, y con una voz blanda, pero
algo trémula por la agitación de la carrera, dijo:

-Somos gente de paz, señora; yo sé que va usted perfectamente acompañada con el


señor Bello; pero los caminos están muy solos, y me he apresurado a correr tras el
carruaje para tener el honor de ofrecer a usted mi compañía hasta su casa.

El coche estaba parado.

El viejo Pedro se inclinaba sobre el pescante cuanto posible le era, midiendo bien la
cabeza de uno de los dos hombres a caballo que estaban junto a los del coche, para
hacerle el obsequio de introducirle en ella una onza de plomo perfectamente esférica,
que traía guardada entre el cañón de una pistola de caballería que hizo su buen papel
en media docena de ciertos dramas que se representaran veinte años antes.

El criado de Eduardo estaba ya pronto a tirarse de la zaga y tomar la medida del


primero que llegase a sus manos, con un grueso bastón de tala que previsoramente
había colocado entre las presillas del estribo, y que de ellas había pasado a sus manos
desde el momento en que se paró el coche.
Eduardo no tenia más armas que un pequeño puñal en el bastón en que se apoyaba
al andar.

El individuo que había hablado estaba cubierto con un poncho oscuro y, vuelto hacia
los faroles del coche, ninguna claridad daba en su rostro.

Ni Amalia, ni Eduardo conocieron la voz que había hablado. Pero hay en las mujeres
todas de este mundo una facultad de adivinación admirable, que las hace comprender
entre un millón de hombres, cuál es aquel en que han hecho impresión con su belleza;
y en las circunstancias más difíciles y más extrañas una mujer sabe al momento
adivinar, si ella hace parte allí, y de dónde o de quién podrá surgir el misterio que los
demás no comprenden.

Y no bien acabó el desconocido de pronunciar su última palabra, cuando Amalia se


inclinó al oído de Eduardo y le dijo:

-Es Mariño.

-¡Mariño! -exclamó Eduardo.

-Sí, Mariño... es un loco.

-No; es un pícaro... Señor -dijo Eduardo alzando la voz-, esta señora va


perfectamente acompañada y suplico a usted tenga la bondad de retirarse, y ordenar
que hagan lo mismo los que han detenido los caballos.

-No es a usted a quien yo me he dirigido, señor Bello.

-Aquí no hay nadie de ese nombre; aquí no hay mas que...


-¡Silencio, por Dios! Señor -continuó Amalia dirigiéndose a Mariño-, doy a usted las
gracias por su atención, pero repito las palabras de este caballero, y suplico a usted
quiera tener la bondad de retirarse.

-Esto es demasiado. Se ha empleado dos veces la palabra suplicar -dijo Eduardo


sacando la mano por uno de los postigos del coche para abrir la puerta; pero Amalia
asióse de su brazo, y por un esfuerzo sobrenatural lo volvió a su asiento.

-Me parece que ese señor está poco habituado a tratar con caballeros -dijo Mariño.

-Caballeros que paran los carruajes a media noche bien pueden ser tratados como
ladrones. Pedro, adelante -gritó Eduardo con una voz metálica y tan entera, que los
dos hombres que estaban al lado de los caballos no se atrevieron a pararlos, sin nueva
orden del que parecía comandarlos, cuando Pedro dio un latigazo a los caballos, muy
dispuesto a hacer uso de su pistola si alguien continuaba a estorbar la marcha del
carruaje de su señora.

El comandante Mariño, pues que no era otro que él, picó su caballo en el acto de
romper el coche, y siguiendo a su lado a gran galope, pudo hacer oír de Amalia estas
palabras.

-Sepa usted, señora, que no he querido hacer a usted ningún mal, pero se me ha
tratado indignamente, y esto no lo olvida con facilidad el hombre que ha recibido ese
insulto.

Dichas estas palabras Mariño suspendió su caballo y volvió a la ciudad por la


barranca de Balcarce, mientras Amalia, cinco minutos después, entraba a su salón del
brazo de Eduardo, algo pálida y descompuesta por la reciente escena.
II

En el gabinete contiguo al salón, y que se comunicaba con la alcoba de Amalia,


dormida estaba sobre un pequeño sofá la tierna compañera de la joven, halagada por
el dulce calor de la chimenea en aquella noche cruda de los últimos días de mayo,
sobre el que tanto se había precipitado el invierno de 1840.

A un lado de la chimenea estaba preparado el té en el rico servicio de porcelana de


la India que hemos descrito en la alcoba de Amalia, sobre la pequeña mesa de nogal.

El mismo Eduardo quitó de los hombros alabastrinos de la joven la capa de


terciopelo azul que los cubría, y quedóse extasiado largo rato, contemplando aquella
belleza casi ideal, cuyos encantos acababan de ser admirados y ambicionados por
tantos hombres, y de cuya posesión él abrigaba en su alma una risueña esperanza
desde la mañana de ese mismo día.

¿Qué mujer no se envanece de descubrir la admiración que hacen sus gracias en los
ojos del ser predilecto de su corazón?

Amalia olvidó la escena del camino y se halló contenta y feliz al descubrir en la


contemplación de Eduardo el enajenamiento inefable que le ocasionaba su belleza.

Ella misma sirvió el té, refiriendo a Eduardo las escenas más notables de la cena del
baile, tratando de distraerlo y de enmendar una imprudencia que acababa de cometer:
había referídole las miradas de Mariño, y las palabras de él que le había trasmitido la
señora de N... Eduardo entonces dio otro valor al acontecimiento de la calle Larga, y no
se perdonaba el haber dejado ir a Mariño sin haberle hecho recibir por su mano el
castigo que se merecía.

Pero Amalia, si era una divinidad en su belleza y en su espíritu, había pasado


también por las manos de la naturaleza femenil, y poseía, como todas las de su sexo,
ese repertorio de artes y secretos con los cuales tienen una facilidad exclusiva para
volver el contentamiento al corazón de los hombres, mientras que poseen la virtud del
Leteo para hacerles olvidar los sucesos o las ideas que quieren; y diez minutos
después, Eduardo no se acordaba de Mariño, y el pasado y el porvenir, Buenos Aires y
el universo, habían desaparecido de su memoria, absorta toda la acción y la
sensibilidad de su alma en ver, en escuchar, en beber el aliento y las sonrisas de su
amada.

Si alguien hubiese tenido el poder de las sibilas, y, como los alientos de aquella
criatura que dormía tranquila a dos pasos de Amalia y de Eduardo, hubiese podido
difundirse en la atmósfera tibia y perfumada de amor de aquel gabinete, habría
comprendido entonces todo lo que hay de bello, de sentimental y de divino en ese
amor del alma que sólo sienten los corazones nobles, y en esa lucha terrible, obra del
mundo y de los cielos, que se establece entre los sentidos y el espíritu, entre los
deseos de la naturaleza y los deberes de la religión y la moral, entre las impresiones de
la organización física, y el sentimiento de respeto por el ser amado y por sí propio,
cuando dos jóvenes, enamorados uno de otro, se encuentran en lo más fuerte de la
impresión de su entusiasmo, instados por todo el incentivo de la soledad y del
misterio, y que, sin embargo, cada uno se vence a sí mismo, y deja sobre la frente casta
de la mujer el purísimo cendal de ángel con que bajó del cielo.

-¡Sí, soy feliz! -exclamó Amalia después de un momento de éxtasis en que sus ojos
habían estado bebiendo amor y felicidad en los de Eduardo.

-¡Amalia! ¡Si yo hubiera perdido por usted los más bellos años de mi vida; si yo
hubiera derramado toda mi sangre, si estuviera en la tumba, esas solas palabras serían
la corona de mi felicidad y de mi gloria! -exclamó Eduardo oprimiendo entre las suyas
la delicada mano de su Amalia.

-¡Sí, soy feliz! ¿Por qué negarlo? -prosiguió Amalia-. Un destino cruel parece que
esperó mi nacimiento para conducirme en el mundo. Todo cuanto puede hacer la
desgracia de una mujer en la vida, lo selló en la mía la Naturaleza. La intolerancia de mi
carácter con las frivolidades de la sociedad; los instintos de mi alma a la libertad y a la
independencia de mis acciones; una voluntad incapaz de ser doblegada por la
humillación ni por el cálculo; una sensibilidad que me hace amar todo lo que es bello,
grande o noble en la Naturaleza; todo esto, Eduardo, todo esto es comúnmente un mal
en las mujeres; pero en nuestra sociedad americana tan atrasada, tan vulgar, tan
aldeánica puedo decir, es más que un mal, es una verdadera desgracia. Yo tuve la dicha
de comprenderla, y entonces quise aislarme en mi patria. Para vivir menos
desgraciada, he vivido sola después que quedé libre: y acompañada de mis libros, de
mi piano, de mis flores, de todas esas cosas que otros llaman puerilidades, y que son
para mí necesidades como el aire y como la luz, he vivido tranquila y... tranquila
solamente. Me faltaba algo... sí, algo.

-¿Y bien?

-Hoy, ya no pido a Dios en mis oraciones, sino que conserve mi corazón sin más
ambición que la que hoy siento.

-Amalia, ídolo angelicado de mi alma; sí, es necesario mezclar a Dios en este


momento, porque de su aliento divino salieron separadas nuestras almas para
buscarse y encontrarse en el mundo. Ellas tuvieron un mismo origen; se han hallado;
se han conocido, y se han atado para siempre rápida y espontáneamente, como por la
obra de una inspiración de Dios. En ambos han sido necesarias las desgracias para
alcanzar una felicidad suprema. Amalia, serás mía, mía para siempre, ¿no es verdad?

-Sí, sí; con el alma, con el pensamiento, en todos los instantes de mi vida... pero,
nada más ¡por Dios!-exclamó Amalia cubriéndose el rostro con sus manos.

-¡Amalia!

-No, no, jamás... Perdón, Eduardo, no me arranque usted una promesa de que
tiemblo... No hay un ser que me haya amado, que me haya pertenecido, que no haya
sido pronto presa del infortunio. El genio del mal parece que se suspende sobre la
cabeza de aquellos que se identifican en mi suerte.., he perdido a cuantos me han
amado..., hay en mis sueños una especie de voz profética, un alarido de predestinación
terrible que ha sacudido mi pobre corazón toda vez que he llegado a imaginar una
felicidad futura en mi existencia. Por compasión, Eduardo..., yo acepto ese amor que
hace hoy toda la felicidad de mi vida. Ya he sido amada como era la ambición de mi
alma; no más, pues... separémonos, lleve usted consigo el regalo del primer amor que
he sentido en mi vida; y después... después olvídeme. Yo conservaré estas horas, todas
las palabras de usted, como el retrato de una felicidad cuyo original hallé en la tierra, y
viviré feliz con la seguridad de volver a contemplarlo en el cielo. Pero no más que esto,
Eduardo. Yo sé; tengo fija, encarnada en la vida la idea de que mí amor se convierte en
lágrimas y desgracias; y es porque yo amo, que quiero evitar la desgracia en el ser
elegido de mi corazón.

Los ojos de Amalia estaban húmedos, radiantes; había algo de inspiración celeste en
su mirada; su frente y sus mejillas estaban pálidas; sus labios, rojos como el coral, y sus
manos, oprimidas entre las de Eduardo, trémulas como las hojas de una azucena
abatida.

-Amalia -la respondió Eduardo-, ya no hay amor en mi corazón: hay la adoración que
tienen los mortales por las obras de Dios sobre la tierra; la adoración que tiene un
corazón como el mío por todo lo que es grande y sublime en la Naturaleza. A la mujer
a quien creía feliz, hube ofrecido tímidamente mi corazón; a la mujer que teme la
desgracia, yo le doy mi corazón y mi destino, mi mano y mi porvenir. Yo sé que la
muerte está pendiente hace mucho tiempo sobre mi cabeza, moriré a tu lado, tu
última mirada me reconciliará con el mundo, y en el cielo recibiré, como un perfume
de tu amor, los suspiros que dé tu corazón a mi memoria. Hace un momento que te
hablaba el amante; ahora te habla el hombre: un corazón para amarte, un brazo para
defenderte, una vida a la consagración de tu ventura, he ahí, Amalia, lo que te ofrezco
de rodillas.

-No, jamás.

Eduardo en efecto hizo la acción de arrodillarse, pero los brazos de Amalia se lo


impidieron. Y en ese momento de entusiasmo y de olvido, la frente de la joven sintió el
calor de los abrasados labios de su amado.

Ella no hizo ninguno de esos movimientos violentos y generalmente mentidos de las


personas de su sexo en tales casos, recibió sobre su frente el primer beso de Eduardo;
oprimió su mano fuertemente entre las suyas; lo miró tiernamente, y fue tranquila, en
apariencia, a despertar a la pequeña Luisa.

El amor había recibido el beso, el deber ponía fin a aquella escena.


Eduardo comprendió toda la delicadeza de la conducta de Amalia, y sintió en su
alma todo el orgullo de su exquisita elección.

Cuando la niña hubo despertádose, alegre con la presencia de su señora, Eduardo


extendió su mano de despedida a Amalia. Ella entonces se quitó de sus cabellos la rosa
blanca que había llevado al baile, y se la presentó a Eduardo.

Un minuto después, su mirada estaba fija aún en la puerta por donde había
retirádose el primer hombre que había llamado a la que guarda los secretos afectos en
el corazón de una mujer, que responden siempre, pero que rara vez la abren.

En seguida, Luisa echó las llaves, y Amalia entró a su alcoba, a velar las
recordaciones de esa noche, a la luz dulce y poética de su alma enamorada.
Parte III

Capítulo I

En Montevideo

El lector tendrá que acompañarnos esta vez a un paseo de pocas horas a la parte
septentrional del Plata, siguiendo con nosotros a uno de los actores principales de
nuestra historia; y después volveremos a tomar el hilo de los acontecimientos
históricos.

Era una noche de los últimos días del mes de julio.

El cielo del Plata estaba argentado con toda su magnífica pedrería; y la luna, como
una perla entre un círculo de diamantes, alumbraba con su luz de plata las olas
alborotadas del gran río, sacudido pocas horas antes por las alas poderosas del
pampero.

Doscientos bajeles se balanceaban dentro del ancho puerto de Montevideo,


imitando a un vasto y espeso bosque de palmeras, sacudidas en una noche del otoño
por vientos que las azotan y despojan.

El Cerro, ese cíclope que vigila la más joven de las hijas de América, parecía esa
noche, a la claridad de la luna, levantar más alta que nunca su cabeza, jugando con los
eclipses de su inmensa farola.

Como saliendo del pie de esa inmensa montaña, desde las siete de la noche se
divisaba allá en el horizonte una cosa parecida a esas palomas del mar del sur que,
arrebatadas por el viento de las costas de la Patagonia, vuelan sobre las ondas de esos
mares, las mayores del mundo, rozando las aguas con sus alas, inclinándose ora sobre
una, ora sobre otra, mostrándose y perdiéndose a la vez entre las montañas flotantes,
hasta encontrar el mástil de algún buque, o las escarpadas rocas de Malvinas.

Como una blanca pluma del ala del pampero, el pequeño bajel, que tenía la audacia
de surcar las ondas de ese río que desafía al mar en los días que da curso libre a sus
enojos, se deslizaba rápidamente sobre ellas, y por instantes se aproximaba al puerto.
Los buques de guerra distinguieron pronto que era una ballenera de Buenos Aires;
embarcaciones que hacían diariamente el contrabando durante el bloqueo francés
sobre aquel puerto.

Esta pequeña embarcación descubierta sólo traía cuatro hombres. Dos de ellos,
sentados en el medio prontos a cazar la gran vela tiriana que la hacía volar sobre las
ondas; de los otros dos, el uno estaba al timón, cubierto con un capote de barragán y
un gran sombrero de hule, el otro reclinado sobre la pequeña borda, envuelto en una
capa de goma, teniendo en su cabeza una gorra de paño con visera. El primero sólo
movía sus ojos de la vela a la onda, y de la onda a la vela; el segundo no los separaba
de un solo punto: hacía media hora que estaba contemplando la ciudad, plateada con
los clarísimos rayos de la luna, y que se presentaba a sus ojos en forma de anfiteatro,
descendiendo sus edificios de una leve colina, como se ven las piedras cristalizadas del
hielo desde las orillas del mar Pacífico, sobre la Cordillera de los Andes.

Pero no era simplemente la bella perspectiva de la ciudad lo que absorbía la


atención de ese hombre, sino los recuerdos que en 1840 despertaba en todo corazón
argentino la presencia de la ciudad de Montevideo: contraste vivo y palpitante de la
ciudad de Buenos Aires, en su libertad y en su progreso; y más que esto todavía,
Montevideo despertaba en todo corazón argentino que llegaba a sus playas el
recuerdo de una emigración refugiada en él por el espacio de once años, y la
perspectiva de todas las esperanzas sobre la libertad argentina, que de allí surgían,
fomentadas por la acción incansable de los emigrados, y por los acontecimientos que
fermentaban continuamente en ese elaboratorio vasto y prolijo de oposición a Rosas,
en ese Montevideo en donde sólo con dejar hacer, la población se había triplicado en
pocos años, desenvuéltose un espíritu de comercio y de empresas sorprendente, y
amontonádose cuanto elemento parecía suficiente paradar en tierra con la vecina
dictadura.
Pero la imaginación humana abulta siempre el tamaño de las cosas y de los hombres
a medida que los ve de lejos, y aquellos hechos verdaderos eran hiperbolizados, sin
embargo, en la fantasía de aquel hombre que contemplaba la ciudad desde la popa del
pequeño batel.

-«Se han hecho fuertes, porque se han asociado -decía entre sí mismo-. Nueva Tiro,
allí no se pregunta al hombre de dónde es, sino qué es lo que sabe, y el hombre de
cualquier punto del mundo llega allí, las instituciones le protegen, y el comercio o la
industria le abren sus copiosos canales al momento: y es así como se han hecho
fuertes y ricos. La dictadura argentina les es fatal a su paz, a su libertad y a su
comercio, y todos se han unido y marchan juntos contra el obstáculo común: y es así
como conseguirán pronto derrocar ese coloso formado con el barro y la sangre de
nuestras pasadas disensiones.»

Y pensando así, los vivísimos ojos de ese hombre, cuya fisonomía joven e inteligente
estaba alumbrada en ese momento por el argentino rayo de la luna, parecían querer
penetrar al través de los edificios de la ciudad cercana ya, para confirmarse, en el
examen de los hombres, de las virtudes que en aquel momento les atribuía su
imaginación, bien distante, sin embargo, de la triste realidad de las cosas.

-¿Falta mucho, Douglas, para llegar al puerto? -preguntó al hombre de capote de


barragán, mirando su reloj, que apuntaba las nueve y media de la noche.

-No, señor Don Daniel -contestó con una franca acentuación inglesa el hombre a
quien se había llamado Douglas-. Vamos a desembarcar un poco a la derecha de
aquella fortaleza.

-¿Qué fortaleza es esta?

-El fuerte de San José.

-¿Hay próximo a ella algún muelle?


-No, señor, pero hay un desembarcadero que se llama Baño de los Padres, donde
atracan los botes de las estaciones de guerra, y donde podremos desembarcar sin
mojarnos, porque la marea está muy alta.

Cinco minutos después, Daniel Bello pisaba las piedras del Baño de los Padres, y,
sacudiendo su capa de goma, rociada a menudo por las aguas del río, seguía a Mr.
Douglas, quien después de haber dado algunas órdenes a los marineros, dijo a Daniel:

-Por aquí, señor, tomando al sur, doblando luego para San Francisco, y tomando en
seguida por la calle de San Benito.

A dos minutos de marcha, en la segunda cuadra de esa calle, paróse Mr. Douglas en
la primera puerta a mano derecha, y dijo a Daniel:

-Esta es la casa, señor.

-Bien, irá usted a esperarme a la fonda; ¿cómo me dijo usted?

-La Fonda del Vapor.

-Bien, me esperará usted en la Fonda del Vapor. Tome usted una habitación para mí,
por si tenemos que pasar la noche.

-¿Pero cómo se irá usted solo? Usted no sabe las calles.

-De aquí me conducirán.


-¿No será bueno preguntar si está la persona a quien usted viene a ver, antes de
retirarme yo?

-No hay necesidad, si no está, la esperaré; puede usted retirarse.

Mr. Douglas se retiró en efecto; Daniel dio dos fuertes aldabazos, y preguntó al
criado que salió a abrir:

-¿Está en casa el señor Bouchet de Martigny?

-Está, señor -contestó el criado, mirando a Daniel de pies a cabeza.

-Entonces, entréguele usted esto ahora mismo -dijo, dándole al criado la mitad de
una tarjeta de visita, cosa que el criado tomó con cierto embarazo, no sabiendo si
cerrar o dejar abierta la puerta de la calle, porque

Daniel al abrir su levitón, y sacar del chaleco la media tarjeta que iba a servir de seña,
había puesto de manifiesto a los ojos del criado un par de hermosas pistolas de dos
tiros que traía a su cintura, pasaporte con que quince horas antes se había embarcado
en Buenos Aires.

El criado no tuvo, sin embargo, la impertinencia de cerrar la puerta, y, algunos


segundos después, volvió muy atencioso a decir a Daniel que pasara adelante.

Capítulo II

Conferencias

Daniel dejó su capa, su sobretodo y sus pistolas en una pequeña antesala, arregló un
poco su cabello, y pasó a la sala donde el señor Martigny, al lado de la chimenea, leía
algunos periódicos.
Los ojos del agente francés, joven aún y de una fisonomía distinguida, estudiaron
por algunos segundos la inteligente y expresiva de Daniel, pálida y ojerosa entonces, y
no pudo menos de revelar cierta sorpresa que no pasó inapercibida de Daniel: éste
quiso entonces dar su primer golpe sobre el espíritu del señor Martigny, y al cambiarse
con él un apretón de mano, le dijo en perfecto francés, sonriéndose, mostrando bajo
sus labios gruesos y rosados sus hermosos y blanquísimos dientes:

-Os sorprendéis, señor, de hallar tan joven a vuestro viejo corresponsal, ¿no es así?

-Pero esa sorpresa cede el lugar a la que me causa vuestra penetración, señor...
Perdonad que no os dé vuestro nombre: pues que para mí es un misterio aún.

-Que dejará de serlo en el momento, señor: las cartas podían comprometerme; las
palabras fiadas a vuestra circunspeccion de ningún modo: mi nombre es Daniel Bello.

El señor Martigny hizo un elegante saludo, y él y Daniel sentáronse junto a la


chimenea.

-Os esperaba con impaciencia, señor Bello, después de vuestra carta del 20, que he
recibido el 21.

-El 20 os pedía una conferencia para el 23, y hoy estamos a 23 de julio, señor
Martigny.

-Guardáis en todo una exactitud admirable.

-Los relojes políticos deben estar siempre perfectamente arreglados, señor; porque
de lo contrario suelen perderse las mejores oportunidades que marca el tiempo,
siempre tan fugaz en los acontecimientos públicos: os prometí estar el 23 en
Montevideo, y heme aquí; debo estar en Buenos Aires el 25 a las doce de la noche, y
estaré.
-¿Y bien, señor Bello?

-Y bien, señor Martigny: la batalla se ha perdido.

-¡Oh, no!

-¿Lo dudáis? -preguntó Daniel un poco admirado.

-No tenemos todavía detalles oficiales, pero, según algunas cartas, tengo motivos
para creer que la batalla no ha sido perdida.

-¿Entonces creéis que ha sido ganada por el genetal Lavalle?

-Tampoco, creo que se ha derramado sangre inútilmente para los combatientes.

-Os equivocáis, señor -dijo Daniel con una entonación de voz tan grave y tan segura
que no pudo menos que intrigar fuertemente el espíritu de M. Martigny.

-Pero vos, señor, no podéis tener otros datos que los rumores de Buenos Aires,
donde todos los sucesos se repiten siempre bajo un carácter próspero al gobierno del
general Rosas.

-Olvidáis, señor Martigny, que hace un año os suministro a vos, y, como debéis
saberlo, a la Comisión Argentina y a la prensa, todo cuanto es necesario para
ilustraros, no sólo sobre la situación de Buenos Aires, sino sobre los actos más
reservados del gabinete de Rosas. Olvidáis esto, señor, cuando creéis, que yo haya
recogido en los rumores públicos la certidumbre de un suceso tan grave como el que
nos ocupa. No lo dudéis, la batalla del Sauce Grande, el 16 del corriente, ha sido
perdida por el Ejército Libertador. El parte del general Echagüe, que traigo conmigo,
me está ratificado por cartas particulares de persona adicta que tengo a mi ser-vicio en
el ejército de Rosas.

-¿Traéis el parte, señor? -preguntó el señor Martigny algo perplejo.

-Helo aquí, señor -y Daniel le entregó un papel, que el agente francés desdobló sin
precipitación, y que leyó, parado junto a la chimenea.

¡Viva la Federación!

El General en Jefe del

Ejército unido de operaciones de

la Confederación Argentina

Cuartel General en las


Puntas del Sauce Grande, julio 16 de 1840. Año 31 de la Libertad, 26 de la Federación
Entrerriana, 25 de la Independencia y 11 de la Confederación Argentina.

Al Excmo. Señor Gobernador y Capitán General de la Provincia de Buenos Aires, Ilustre


Restaurador de las Leyes, Brigadier General Don Juan Manuel de Rosas, encargado de
los negocios nacionales de la República.

Dueño del campo de batalla por segunda vez, después de un combate de dos horas,
en que los bravos defensores de la independencia nacional han rivalizado en valor y
esfuerzo contra los infames esclavos del oro extranjero, tengo la satisfacción de
comunicar a Vuestra Excelencia tan plausible acontecimiento, y congratularle por los
inmensos resultados que debe producir.

Habiendo empleado el enemigo el día de ayer en un furioso pero inútil cañoneo,


que fue vigorosamente contestado, se resolvió al fin hoy a la una de la tarde a traernos
el ataque. Para este fin marchó sobre nuestro flanco derecho casi toda su caballería,
mientras que su artillería asestaba sus fuegos, pero no impunemente, al centro de la
línea, por cuyo motivo el choque de nuestros escuadrones tuvo lugar a retaguardia de
la posición que ocupábamos. Allí fueron acuchilladas esas ponderadas legiones de los
traidores: quedando tendidos más de seiscientos, entre ellos dos coroneles y varios
oficiales, y se tomaron veinte y seis prisioneros, incluso un capitán. Se dispersaron
unos hacia el norte, buscando la selva de Montiel, y otros a varias direcciones, hasta
donde permitía perseguirlos el estado de nuestros caballos.
Entretanto nuestra artillería no estaba ociosa, repeliendo con suceso los tiros de la
enemiga, y nuestros batallones aguardaban con imperturbable serenidad la
aproximación de los contrarios que venían haciendo fuego, para descargar sus armas,
como lo hicieron con tal acierto, que acobardados los infames correntinos que
escaparon con vida, se entregaron a la fuga antes de llegar a la bayoneta, arrojando las
armas. Ya se me han presentado más de cien fusiles.

Nuestra pérdida es corta, y creo que no pasan de sesenta individuos fuera de


combate, muertos y heridos. Sólo me resta asegurar a Vuestra Excelencia que los
señores generales, jefes, oficiales y tropa se han conducido con bizarría, y espero
completar en breve la destrucción de los restos del enemigo, para recomendarlos
como merecen al aprecio de sus compatriotas y de todos los amigos de la
independencia americana.

Dios guarde a Vuestra Excelencia muchos años

Pascual Echagüe.

Adición.-En la batalla nos presentó el enemigo una fuerza de extranjeros,


que acompañó a los traidores correntinos a la ignominiosa fuga en que se pusieron.

Echagüe.

José Francisco Benites.

Secretario militar.

-En ese parte -dijo Daniel, luego que el señor Martigny hubo acabado su lectura-,
hay todas las exageraciones, y toda la insolencia que caracterizan los documentos del
gobierno de Rosas, pero en el fondo de él hay una verdad: que la batalla ha sido
perdida por el general Lavalle.

-Sin embargo, las cartas recibidas...

-Perdón, señor Martigny, yo no he hecho el viaje de Buenos Aires a Montevideo para


discurrir sobre la verdad de este documento, pues que estoy perfectamente
convencido de la desgracia que han sufrido las armas libertadoras: he venido en la
persuasión de encontrar aquí la misma certidumbre, y poder entonces, sobre ese
hecho establecido, discurrir y combinar lo que podría hacerse aún.
-Y bien, ¿qué podría hacerse, señor Bello? -contestó el señor Martigny, no
encontrando dificultad en ponerse en el caso de que efectivamente hubiese sido
perdida la batalla.

-¿Qué podría hacerse? Os lo diré, señor, pero tened entendido que no es de la pobre
cabeza de un joven de donde salen las ideas que vais a oír, sino de la situación misma,
de los hechos que hablan siempre con más elocuencia que los hombres.

-Hablad, señor, hablad -dijo el agente francés, seducido por la palabra firme, y por la
fisonomía de aquel joven, radiante de inteligencia.

-Se conoce aquí el estado de las provincias interiores; las más fuertes de ellas
pertenecen a la revolución. En el litoral, Corrientes y Entre Ríos levantan también las
armas de la libertad. El Estado Oriental se armó igualmente contra el gobierno de
Rosas. La Francia extendió una poderosa escuadra sobre los puertos y costas de
Buenos Aires. Todos estos acontecimientos, señor Martigny, unos cuentan dos años
ya, otros uno, otros seis meses. Bien: ¿en todo ese tiempo se ha progresado, o se ha
retrogradado en el camino del triunfo sobre Rosas, camino común a la República, al
Estado Oriental y a la Francia? De los puertos y costas de la provincia, el bloqueo
francés ha limitádose a lo que queda en el Plata dentro de su embocadura en el
Océano. En las provincias del interior la revolución no ha marchado adelante, y toda
revolución que se para en su marcha instantánea, tiene todas las probabilidades en su
contra. Las armas orientales se enmohecen en el territorio de la República, y pierden
un tiempo que aprovecha Rosas. Teníamos a Corrientes y Entre Ríos, hoy no tenemos
sino a la primera en peligro de ser dominada más tarde por las armas vencedoras en la
segunda. Se retrocede, pues, lejos de adelantar. El porqué de este mal es muy sencillo:
porque el esfuerzo de los contrarios de Rosas no ha sido dirigido aún sobre Buenos
Aires; es ahí, señor Martigny, donde está la resistencia, y es ahí adonde se debe dar el
golpe. Una batalla se ha perdido, pero no el ejército. En el estado de entusiasmo de los
libertadores una retirada no es una derrota. Y si el general Lavalle pasase el Paraná,
marchase inmediatamente sobre Buenos Aires, y en día y hora convenida atacase la
ciudad la parte del campo, al mismo tiempo que una división por oriental, en que
entrase toda la emigración argentina que hay en esta ciudad, desembarcase y atacase
la ciudad por el Retiro, Rosas, entonces, o tendría que embarcarse o entregarse a los
invasores, porque la ciudad no podría ofrecer sino una débil resistencia en el estado
actual. Tomada la ciudad, ya no hay que pensar en Echagüe, en López y en Aldao: el
poder de Rosas es Rosas mismo; la República es Buenos Aires: ausentemos a Rosas;
tomemos posesión de la ciudad, y no hay guerra, señor Martigny, o si la hay será
insignificante y por corto tiempo.

-Bien, señor, raciocináis admirablemente, y me complazco en anunciaros que el


general Lavalle tiene la misma opinión que vos, sobre la invasión a Buenos Aires.

-Bien, señor, raciocináis admirablemente, y me complazco en anunciaros que el


general Lavalle tiene la misma opinión que vos, sobre la invasión de Buenos Aires.

-¿Ya?

-Desde antes de la batalla.

Los ojos de Daniel vertieron relámpagos de alegría.

El señor Martigny se aproximó a una mesa, y de una papelera de tafilete verde tomó
un papel, volvió al lado de Daniel, y le dijo:

-Ved aquí, señor, un extracto de carta del general Lavalle comunicada a M. Pétion,
jefe de las fuerzas francesas en el Paraná, por el señor Carril:

Que su posición puede llegar a ser muy crítica. Que los soldados del enemigo
son de una fidelidad inconcebible hacia Rosas; que lo sufren todo; y que no hay que
contar con una defección. Que, por consecuencia, el ejército de Echagüe, que es tan
fuerte en número como el suyo, es bastante para ocuparlo; pero que a retaguardia
suya se forma otro ejército temiendo el quedar de un momento a otro entre las
operaciones de ambos. Que por esto solicita saber de M. Pétion, si sus buques podrán
trasportarlo con dos mil hombres a la otra costa.

-Y bien -dijo Daniel-, si esa era la opinión del general Lavalle antes de la batalla,
mucho más lo será después de ella. ¿Cree usted que sería fácil combinar la operación
simultánea de que he hablado?
-No sólo no es fácil, sino que es imposible.

-¿Imposible?

-Sí, señor, imposible. Lo que acabo de leeros, la opinión del general, se ha hecho
pública, y los orientales amigos de Rivera, que es más enemigo de Lavalle que el
mismo Rosas, hacen valer aquella opinión como una traición de Lavalle a compromisos
que ellos inventan, pues que el verdadero compromiso de todos es el de operar en
sentido de la ruina de Rosas. El general Rivera, que no quiere que termine el mal
gobierno de la República Argentina, no sólo no consentiría que fuerzas orientales
operasen contra Buenos Aires en combinación con Lavalle, sino que pondría
obstáculos a la sola invasión de éste, si en su mano estuviera.

-¡Pero están locos, señor!

M. Martigny se encogió de hombros.

-¡Pero están locos! -continuó Daniel-. ¿No sabe el general Rivera que en esta
cuestión se juega la vida de su país más que la de la República?

-Sí, lo sabe.

-¿Y entonces?

-¿Entonces? Eso es menos grave para el general Rivera que un triunfo del general
Lavalle sobre Rosas. Es una escisión espantosa, señor, la que hay entre cierto círculo de
orientales amigos de Rivera, y la emigración argentina. Explotan las susceptibilidades
de ese general, le irritan y le exasperan sus amigos; oíd este fragmento de carta de un
joven de gran talento, pero muy apasionado en esta cuestión; es una carta al general
Rivera:
Aquí estamos agobiados, y en cierto modo tiranizados, por una reunión de
hombres entre los que hay algunos orientales que toleran y autorizan el descrédito del
país en cambio de ensalzar a los honrados caballeros que pisan la fe de los tratados y
se ocupan en infames seducciones y en desleales manejos. Esto no es exageración,
general, nosotros vemos que aquí, el que puede hacerlo, de todo se ocupa, menos del
crédito y de los intereses del país.

Nosotros vemos aquí, que los agentes franceses no oyen más que a los argentinos
alborotadores como..., etc., y que de nuestra parte no hay nadie que haga ni la
tentativa de defender a usted, En fin, general, vemos todo, menos lo que deseáramos.
Los que se irán a vivir a Buenos Aires son los que dan el tono y la dirección.

-Vos lo veis -continuó M. Martigny-, los intereses generales, lejos de estar asociados
en estos países, están en anarquía permanente, y no hay que contar sino con el
esfuerzo parcial de cada fracción. La Francia, a su vez, se prepara a desentendeise de
esta cuestión; las instrucciones que me sirven de regla política, tienen su límite; y toda
la confianza que me inspira el talento del señor Thiers, me la desvanece la situación de
la Francia, que presta toda su atención a la cuestión de Oriente, al mismo tiempo que
la guerra de Africa la distrae de nuevo.

Daniel estaba pálido como un cadáver.

-¿Pero quién manda en Montevideo, señor? -preguntó el joven.

-Rivera.

-Sí, Rivera es el presidente, pero está en campaña, hay un gobierno delegado, ¿no
manda este gobierno?

-No; manda Rivera.

-¿Y la asamblea?
-No hay asamblea.

-¿Pero hay pueblo?

-No hay pueblo; los pueblos no tienen voz todavía en la América; hay Rivera; nada
más que Rivera. Hay algunos hombres de talento como Vásquez, Muñoz, etc, y hay
muchas inferioridades que rodean al general Rivera, y hostilizan a aquéllos porque son
amigos de los porteños.

El telón de un escenario nuevo se levantaba a los ojos de Daniel. Por su cabeza jamás
había pasado ni una sombra de las realidades que le refería el señor Martigny. Él, cuyo
sueño de oro era la asociación política, como la asociación en todo; él, que hacía poco
creía que Montevideo, con todos los hombres que lo habitaban, no encerraba sino un
solo cuerpo con una sola alma política para la guerra a Rosas; él, que creía llegar a una
ciudad donde los intereses del pueblo tenían voz más poderosa que los intereses de
caudillo y de círculo, se encontraba de repente con que todas sus ilusiones se
evaporaban, y que no debía conservar otra esperanza sobre la ruina de Rosas, que
aquella que le inspiraban los últimos esfuerzos que haría el ejército que mandaba el
general Lavalle, destinado a convertirse en una cruzada de héroes o de mártires.

-Bien, señor -dijo Daniel-: yo soy hombre que jamás pierdo el tiempo en discurrir
contra los hechos establecidos. Recapitulemos: el general Rivera no quiere marchar de
acuerdo con el general Lavalle; no se podrá conseguir que se efectúe una operación
combinada sobre Buenos Aires; una batalla se ha perdido; la opinión del general
Lavalle es de invadir la provincia de Buenos Aires; ¿no son éstos los hechos?

-Verdaderamente.

-Entonces, yo os digo que es necesario trabajar en el ánimo del general Lavalle para
persuadirle a que invada a Buenos Aires sobre el punto más próximo a la ciudad; que
marche sobre ella inmediatamente; que no se distraiga sino el tiempo necesario en la
provincia para deshacer las pequeñas fuerzas que tiene Rosas en ella; que ataque la
ciudad y juegue allí la vida o la muerte de la patria: la reacción será operada por la
audacia misma de la empresa; y yo me comprometo, con cien de mis amigos, a ser de
los primeros que salgan a las calles a abrir paso a las tropas libertadoras, o a
apoderarme del parque, de la fortaleza, o de la plaza que se me indique.

-Sois un valiente, señor Bello -dijo M. Martigny, apretando la mano de Daniel-, pero
vos sabéis que mi posición oficial me impone una circunspección tal en estos
momentos indecisos, que para una operación así, sólo podría dar mi opinión privada al
general Lavalle. Puedo, sin embargo, hacer más que esto: hablaré con algunas
personas de la Comisión Argentina, y si, como ya lo creo, la batalla se ha perdido y el
general Lavalle se decide a invadir la provincia de Buenos Aires, yo sostendré con
vuestra opinión las ventajas probables de un ataque rápido sobre la capital.

-Eso es todo, señor, eso es todo; en ella está Rosas, en ella está su poder, en ella
están todas las cuestiones pendientes de la actualidad; no hay que equivocarse,
Buenos Aires es la República Argentina para la libertad como para la tiranía, para el
triunfo como para la derrota: subamos un día al gobierno de Buenos Aires, y habremos
dado en tierra con el poder de Rosas para siempre.

El señor Martigny iba a responder, cuando un criado entró a la sala y dijo:

-Los señores Agüero y Varela.

-Que pasen adelante -contestó el señor Martigny.

-Me retiro, señor -dijo Daniel.

-No, no, al contrario, os quedaréis.

-Una palabra, ante todo.

-Hablad.
-Yo no conozco de estos caballeros sino el talento; ¿conocéis vos su circunspección?

-Yo respondo de ella.

-Entonces no hay inconveniente en nombrarme, porque yo me respondo de la


seguridad que me dais -dijo Daniel, parándose junto a la chimenea, habiendo acabado
de ganarse la voluntad del agente francés, con la cortesía que encerraron sus últimas
palabras.

Capítulo III

Continuación del anterior

Por la primera vez de su vida, Daniel sintió cierta timidez en su espíritu, cierto no sé
qué de desconfianza en sí mismo al ver entrar a la sala del señor Martigny aquellos dos
personajes, cuyos nombres figuraban, uno en todos los grandes acontecimientos
ocurridos en la República desde 1821 hasta 1829, y el otro en los sucesos tan serios de
la actualidad; el uno como hombre de Estado, el otro como literato; el uno,
encarnación viva del partido unitario; el otro, término medio entre el partido unitario y
la nueva generación, que ni era federal ni unitaria, y a que Daniel pertenecía por su
edad y por sus principios.

La tradición popular por una parte, que siempre agranda los hombres y las cosas a
medida que los años pasan; el espíritu de partido por otra parte; la desgracia, en fin,
que había echado por tierra y combatido tantos años ese orgulloso partido creado en
el gobierno de Las Heras, organizado en la Presidencia; ilustrado y altivo en el
Congreso, y derrotado, sin ser vencido, entre los escombros del templo constitucional
que él supo levantar, pero no sostener; todo esto contribuía a que los nombres
célebres de ese partido circulasen entre la juventud a que pertenecía Daniel, con una
superabundancia de exageraciones que hacía reír a los federales viejos, y que hería la
imaginación de los jóvenes, siempre dispuestos a creer las epopeyas y las historias del
pueblo desde que ellas glorifican la patria, y heroifican a los que murieron por ella en
el cadalso y en las batallas, o sufrieron la desgracia santa de la proscripción, que todo
hombre envidia como una gloria, en la edad en que toda desgracia es una corona de
poesía para el hombre.
Así, los nombres de los viejos emigrados en 1829, en los que figuraban en primer
línea los Varelas, los Agüeros, eran los favoritos a la admiración y al respeto de todos
los jóvenes de Buenos Aires, no tanto por lo que habían hecho ya, sino por lo que eran
capaces de hacer, según la opinión popular, llegado el día de la regeneración
argentina.

La legislación, la literatura, la política, todo tenía sus representantes legítimos entre


los emigrados unitarios; y con el candor característico de su edad, creían los jóvenes
que de la boca de aquéllos no se desprendía una palabra que no fuese una sentencia,
una ley en política, o en literatura, o en ciencia; todos deseaban conocer de cerca a
esos varones monumentales de la ilustración argentina, y todos temían, sin embargo,
el caso de tener que habérselas con ellos en cualquier asunto que hiciese relación a los
intereses de su país, o más bien, todos temían el tener que pronunciar una palabra
delante de ellos, tan persuadidos estaban de su indisputable suficiencia. Tales eran las
creencias populares de la juventud argentina a la época de nuestra historia.

Daniel, espíritu fuerte e inteligencia altiva, era de los pocos que no se dejaban
arrastrar fácilmente de aquel torrente de opinión; sin embargo, más o menos, él
estaba seducido como los demás, y no pudo sacudir de su espíritu cierta impresion
nueva, avasalladora, puede decirse, al hallarse cara a cara por la primera vez de su vida
con el señor Don Julián Agüero, ministro del señor Rivadavia, y el señor Don Florencio
Varela, hermano del poeta clásico de ese nombre, y el primer literato del numeroso e
ilustrado partido que se llamó unitario.

Daniel miró con una rápida mirada los dos personajes que se le presentaban.

El señor Agüero era un hombre como de setenta años de edad, de una estatura
regular, no grueso, pero sí fuerte y musculoso. Su color, blanco en su juventud, estaba
morenizado por los años. En su fisonomía dura y encapotada, sus ojos se escondían
bajo las salientes, pobladas y canas cejas que los cubrían, y uno de ellos especialmente,
por un defecto orgánico, quedaba más oculto que el otro, bajo su espeso pabellón; de
allí, sin embargo, despedían una mirada firme y penetrante de una pupila viva y
pequeña. La frente era notablemente alta, sin ninguna arruga, y de la parte posterior
de la cabeza venían a juntarse sobre la frente algunos cabellos blancos como la nieve,
que cubrían un poco la parte superior, completamente calva.
Tal era todo cuanto pudo la primera mirada de Daniel descubrir en la persona del
señor Agüero, que entró a la sala del señor de Martigny, caminando un poco inclinado
hacia la derecha como era su costumbre, vistiendo una levita color pasa abotonada,
corbata y guantes negros, con un pequeño bastón en su mano izquierda, que no le
servía de apoyo, sino de juguete.

El otro personaje, el señor Varela, se presentó a la mirada de Daniel como el tipo


contrario del señor Agüero: alto, delgado, una fisonomía pálida, animada y franca; una
boca donde la sonrisa constante revelaba la dulzura del temperamento, al mismo
tiempo que la expresión ingenua del semblante respondía por la lealtad de esa sonrisa;
ojos pequeños, pero vivísimos e inteligentes; una frente poco alta, pero bien
redondeada, poblada de un cabello oscuro y lacio que caía sobre unas sienes
descarnadas, y que más revelaban las disposiciones del poeta que del político; tales
fueron las primeras impresiones que recibió Daniel de la fisonomía del señor Varela,
que entró a la sala perfectamente vestido de negro, y cuyo bien acomodado traje no
hacía más elegante, sin embargo, el cuerpo alto y poco airoso que le dio la Naturaleza.

-Señores -les dijo el señor Martigny, después de saludarlos cordialmente-, voy a


tener el honor de presentaros un antiguo amigo de todos nosotros, y a quien, sin
embargo, no habíamos visto nunca.

El señor Agüero y Varela miraron a Daniel.

-Es un compatriota vuestro -dijo el señor Martigny.

Daniel y los recién llegados se hicieron un saludo. El señor Agüero no perdió la


gravedad de su fisonomía. El señor Varela, por el contrario, parecía felicitar la llegada
de Daniel con su expresiva sonrisa, y dijo:

-¿Y podremos saber el nombre de este caballero?


-Poco adelantaríais con eso -continuó el señor Martigny-, pero os daré mucha luz
preguntándoos si no habéis visto nunca una escritura de esta forma.

Y el señor Martigny tomó una carta de su papelera y se la presentó al señor Varela.

-¡Ah!.-exclamó éste, pasando su mirada vivísima de la carta a la fisonomía de Daniel.

-El señor es nuestro antiguo corresponsal -prosiguió el señor Martigny-, que por
tanto tiempo hemos admirado y deseado conocer.

El señor Varela dejó la carta y sin hablar una palabra, se fue a Daniel y lo estrechó
largo rato contra su pecho. Cuando se separaron estos dos jóvenes, porque Varela
tenía apenas treinta y tres años, sus ojos estaban empañados y sus semblantes más
pálidos que de costumbre: cada uno había creído estrechar la patria contra su corazón.

El señor Agüero apretó fuertemente la mano de Daniel, y fue a sentarse, con su


tranquilidad y seriedad habitual, al lado de la chimenea, cerca de la cual tomaron
asiento los otros personajes.

-¿Ha sido usted perseguido? -preguntó a Daniel el señor Varela.

-Felizmente no, y más que nunca estoy garantizado actualmente de toda


persecución en Buenos Aires.

-¿Pero usted ha emigrado? -continuó Varela, mirando sorprendido a Daniel, en tanto


que el señor Agüero miraba el fuego y se golpeaba la bota con el bastoncito que tenía
en la mano.

-No, señor, no he emigrado; he venido a Montevideo por algunas horas solamente.


-¿Y se vuelve usted?

-Mañana sin falta.

El señor Varela miró a monsieur Martigny, quien comprendió la mirada, y le dijo:

-No comprendéis, señor Varela, y eso es bien natural. Yo os lo explicaré: hace tres
días que recibí una carta de este caballero, anunciándome que hoy llegaría a
Montevideo a tener conmigo una conferencia y que se volvería luego: me pedía una
seña para hacerse conocer de mí, le mandé la mitad de una carta de visita; ha
cumplido exactamente su palabra, hace una hora que estamos juntos, y mañana parte;
ved ahí todo. Cuando habéis llegado, no he creído deber ocultaros este suceso porque
conozco vuestra circunspección, y para daros una prueba del concepto que de ella
tengo, os diré que este caballero se llama Daniel Bello. Después de esta noche todos
debemos olvidar este nombre por algún tiempo.

-Señor Bello -dijo Varela-, hace mucho tiempo que os admiramos; habéis hecho
grandes servicios a nuestro país en la comunicación continua y segura que sostenéis
con los que trabajan por su libertad, pero el interés que me inspiráis me autoriza para
deciros que corréis grandísimo peligro en volver a Buenos Aires después de haber
salido de él, aunque sea por tan pocas horas.

Daniel hizo un gesto, uno de esos movimientos indefinibles de la fisonomía que


equivalen a veces a un discurso elocuente, y en el cual la mirada perspicaz del señor
Varela comprendió que el joven le decía:

-No me cuido de mí, no hablemos de mí.

-Y bien, ¿qué hay?, ¿qué hay? ¿Continúan las persecuciones? ¿Ha habido nuevas
víctimas? -preguntó Varela.

-Sí, señor -respondió Daniel.


El señor Agüero volvió sus ojos a Daniel, lo miró un instante y los volvió a fijar en el
fuego de la chimenea.

-¿Y son quiénes, señor Bello?

-Tened la bondad de leer esta lista -dijo Daniel entregando un papel al señor Varela.

Este leyó:

Nombres de los individuos que han sido presos en la semana anterior:

P. Bernal, M. Sarratea, L. Martínez, S. Molina, S. Maza, Galazada, C. Codorac, Cornet,


Dr. Tagle, F. Elías, S. M. Achábal, F. Pico, R. Lista, S. Raya, M. Pineda, D. Pita, S. Álvarez,
Viedma, S. Borches, S. M. Pizarro, C. Grimaco, S. Hesse (inglés), Chapeaurouge
(hamburgués). Dos sobrinos del difunto Villafañe. Un fraile dominico. Se le llevó
amarrado a la cárcel por haber dicho que el guardián de su convento era tan tirano
como Rosas.

-¿Se dice algo sobre el motivo de esas prisiones? -preguntó el señor Agüero, luego
que el señor Varela hubo acabado de leer la lista.

-Se habla algo de agio -respondió Daniel-, pero el señor Viñales no era agiotista -
continuó.

-¿Viñales?

-Sí, señor Varela: el anciano Don Martín Viñales, antiguo alcalde de la hermandad en
Lobos, ha sido fusilado en Buenos Aires el día 15 del corriente, sin decirse por qué,
pero las causas de las prisiones y de ese nuevo crimen las tenéis establecidas en toda
mi correspondencia desde el mes de mayo, porque desde esa fecha, señores, no lo
dudéis, ha comenzado para nuestro país la época que alguna vez se llamará del terror;
sigue su curso a medida que los acontecimientos políticos siguen el suyo, y dará sus
últimos y terribles resultados cuando los sucesos se lo aconsejen a Rosas.

-Luego ¿está apurado? -dijo Varela.

El señor Agüero meneó afirmativamente la cabeza, sin quitar los ojos del fuego, y
haciendo circulitos en el aire con su bastón.

Aquella afirmativa no se escapó a Daniel, y dijo:

-No, señores, el cuerpo político de su gobierno se siente en mayor espacio, y por eso
obra en aquel sentido. He llegado a comprender, por vuestros periódicos, que estáis
persuadidos que Rosas hará mayor el número de sus víctimas a medida que sea mayor
el peligro que le amenace, y debo deciros que estáis equivocados.

El señor Agüero miró a Daniel: la palabra equivocados le sentó mal. El señor


Martigny admiraba cada vez más en Daniel el tono de firme convicción con que
expresaba sus ideas.

-Pero no es concebible que los triunfos irriten a un hombre -dijo el señor Varela.

-Exactamente; pero si a Rosas no le irritan los triunfos, tampoco le irritan los reveses
de su fortuna; es inirritable, señor Varela. Su dictadura es reflexiva; sus golpes todos
son calculados; no calcula matar a este o al otro hombre, pero calcula cuándo es
necesario que corra sangre, y entonces le es indiferente la clase o el nombre de la
víctima. Bajo este sistema recordad su conducta después de tres años, y hallaréis que
durante el peligro jamás exaspera a los oprimidos, que se vale de ellos como de otros
tantos elementos de solidificación, y que luego que se ha libertado del riesgo, descarga
sus golpes para que no se ensoberbezcan con el apoyo que le han prestado. Así lo
encontraréis antes y después de la Revolución del Sur, antes y después de lo más
crítico de la cuestión francesa; y así lo encontraréis hoy mismo, en que, amagado de un
peligro, no hace sino preludiar el golpe formidable que dará si la fortuna lo liberta de
él, hiriendo de cuando en cuando alguna cabeza, algún derecho, a medida que de
cuando en cuando conquista alguna ventaja en su situación.

Y a medida que hablaba, decimos nosotros, nuestro Daniel, esa organización


nerviosa, ese pedernal que, a semejanza del coronel Dorrego, la discusión era el acero
que le arrancaba chispas, iba perdiendo la timidez que pocos momentos antes lo había
descompuesto algo, y entraba a paso de carrera a reconquistar en la discusión la
energía de su espíritu y la lucidez de sus ideas.

-Pero sucede lo contrario de lo que decís, señor Bello -dijo Varela con esa sonrisa
amable con que hacía olvidar frecuentemente las heridas en el amor propio ajeno,
cuando sus ideas triunfaban.

-¿Lo contrario?

-Me parece que sí: acaba de dar un golpe de autoridad sobre todos esos ciudadanos
respetables que han sido presos; acaba de derramar la sangre de un anciano, y eso, ya
lo veis, en los momentos en que su ejército ha sufrido un contraste.

El señor Agüero movió afirmativamente la cabeza, y se puso a tocar los fierros de la


chimenea con la punta de su bastón. Varela, uno de los hombres a quien más quería,
acababa, según él, de tronchar por su base el discurso de ese joven que se atrevía a
pensar de diferente modo que como pensaba el señor Agüero y el señor Varela;
porque unitarios y federales viejos, todos han sido lo mismo en cuanto a esa ridícula
aristocracia con que han querido presentarse siempre ante los jóvenes.

-¿Conque decís que Rosas ha hecho lo que ha hecho en los momentos de un


contraste?

-Claro está -contestó Varela.


-Pues bien: Rosas ha hecho lo que acabáis de saber en la tarde del día, en cuanto a
las prisiones, es decir, seis horas después de haber recibido la noticia del buen suceso
de sus armas en el Sauce Grande.

-Pero venís en error, Rosas ha perdido la batalla.

-¿Conocéis el parte, señor Varela? -dijo monsieur Martigny.

-¿El parte publicado por Rosas?

-Sí.

-Precisamente veníamos a hablar de él. Hace tres horas que lo hemos recibido.

-¿Y tenéis algún documento que lo desmienta?

-Lea, lea usted -dijo el señor Agüero, volviendo hacia él su cabeza y haciendo una
señal al pecho de Varela.

Este sacó en el acto un papel del bolsillo de su levita y dijo, dirigiéndose a monsieur
Martigny:

-¿Conocéis el parte?

-Lo acabo de leer.


-Oíd entonces si puede haber una demostración más acabada de la falsedad de ese
documento, en este artículo que se publicará mañana, y que acabamos de recibir en la
Comisión.

Daniel y monsieur Martigny pusieron su espíritu en la más seria atención.

El señor Varela leyó:

Dueño del campo de batalla: Esto sólo se dice cuando la batalla es en campo
raso y no cuando uno es atacado en su propio campo, como Echagüe confiesa que lo
ha sido él. ¿No sería ridículo que el jefe de una plaza asaltada dijera que ha quedado
dueño del campo de batalla, dada en la misma plaza? Por segunda vez. Eso recuerda la
primera, Don Cristóbal. Entonces dijo Echagüe que había vencido y que iba en
persecución. Ahora, a los noventa y cinco días, salimos con que está en el Sauce, esto
es, a tres leguas de su capital, habiendo de consiguiente retrocedido después de Don
Cristóbal; y con que el derrotado y perseguido Lavalle ha ido y lo ha atropellado en sus
posiciones. Luego Echagüe mintió al hablar de Don Cristóbal. Y si mintió entonces, ¿por
qué no ahora?

Ha vencido, y, sin embargo, no sale de sus posiciones ni aun después de vencer. En


efecto, nótese que no dice que va en persecución, como era natural. Dice solamente
que espera acabar con el resto del enemigo. ¿Cómo es esto? ¿Lo quiere más acabado?
Si habla verdad, murieron seiscientos y el resto huye, unos para el norte y otros para
Montiel: esto es, la derrota y dispersión no puede ser más completa. Y, no obstante,
no se atreve Echague a asegurar que los perseguirá, ni se atreve a decir que ha
triunfado completamente.

Según ese parte, la infantería de Echagüe no ha cargado; pues no hizo sino dejar
acercar a la de Lavalle para aprovechar sus tiros, como lo hicieron, y añade, que
entonces huyó la de Lavalle. De aquí se deduce: 1º. Que quien cargó fue nuestra
infantería. 2º. Que ni aun después de huir ésta, cargó la enemiga, ni se atrevió a salir
de sus posiciones. 3º. Que no hubo entrevero de infanterías y de consiguiente no pudo
haber mortandad por este motivo.

Mas si los seiscientos muertos son de caballería, nuevas dificultades. Si seiscientos


murieron peleando, del enemigo debe de haber muerto igual número y no el que
Echagüe un entrevero no hay la menor razón para que caigan más de una parte que de
otra. La mortandad, en estos casos, es en la fuga y dispersión: más aquí no ha habido
persecución; al menos lo dice Echagüe. ¿Cuándo, pues, y cómo murieron esos
seiscientos? Y si murieron en las cargas y entreveros, ¿cómo pudieron morir tan pocos
de Echagüe? Por lo demás, Echagüe confiesa que el combate de las caballerías fue a
retaguardia de él. Atentas sus posiciones, sus zanjones, sus montes, su infantería y
cañones, que defienden los pasos, el haber pasado nuestra caballería a retaguardia de
él, es una maniobra difícil, sabia y atrevida, que honra al ejército y a su general.

Ya que Echagüe venció enteramente por el frente con su infantería y artillería,


quiere decir que nuestra caballería quedó cortada a su retaguardia: encerrada, pues,
entre la infantería de Echagüe y la costa del Paraná, y además sableada por la
caballería enemiga, no ha debido escapar uno solo; ¿cómo, pues, huyen para Montiel?
¿Pasaron por el aire?

Tomó cien fusiles; ¿cómo los ha de tomar cuando según su parte las infanterías no
se han entreverado, ni la suya se ha movido de sus posiciones? Según esto, armas de
caballería ha debido tomar miles; al menos debió tomar las de los seiscientos muertos.
¿Cómo, pues, no dice que haya tomado armas de caballería?

Tampoco dice que haya tomado un solo cañón en la destrucción de la infantería,


que debió dejar indefensos los cañones: ni caballos, ni carretas, ni nada. Dedúcese,
pues, de esto que Echagüe no se ha movido de su posición después del combate. Y si
no se movió, si no persiguió, ¿cómo conciliar esto con una victoria?

Indecible es la sorpresa que causa a Daniel el ver a aquellos dos tan notables
personajes empeñados en convencerse y en persuadir a los demás que el general
Lavalle no había perdido la batalla del Sauce Grande, cuando el sabía, a no poder
dudarlo, que el suceso era desgraciadamente cierto, y sobre todo, el verlos
empeñados en querer desvanecer un hecho con sólo el poder de la argumentación.
Nada de esto era extraño, sin embargo: Daniel no era emigrado; no conocía esa vida
de ilusión, de esperanza, de creaciones fantásticas que despotizan las más altas
inteligencias, cuando la fiebre de la libertad las irrita, y cuando viven delirando por el
triunfo de una causa en cuyas aras han puesto, con toda la fe de su alma, su felicidad,
su reposo, y el presente y el porvenir de su vida. Daniel, además, no era unitario,
usando esta voz como distintivo del partido rivadavista, y no podía comprender todo el
orgullo de los miembros de ese partido, que no sirvió sino para perderlos. Pero le
faltaba oír más todavía.

-Esto es poco aún -continuó el señor Varela-; oíd, señor Martigny, oíd, señor Bello,
un fragmento de un diario que se lleva prolijamente en el ejército, y que hace pocas
horas acabamos de recibir.
El señor Varela leyó:

Día 14. Las guerrillas fuertes. El enemigo se movió a una distancia de media
legua, y desde las cuatro de la tarde lo seguimos con ánimo de batirlo. El general en
jefe, el estado mayor y todas las divisiones de caballerías, mantienen sus caballos
ensillados, pues todo hace creer que mañana debe darse la batalla. Hemos tenido diez
y siete pasados del enemigo.

Día 15. A las tres de la mañana marchó toda nuestra infantería y artillería,
situándose a menos de tiro de cañón de la columna enemiga: antes de asomar el sol,
nuestra artillería rompió el fuego sobre las baterías enemigas, y después de haberles
muerto algunos individuos, fueron obligados a abandonar su primera posición,
volviéndose hacia su retaguardia. Nuestra línea de batalla estaba ya formada, pero
este movimiento del enemigo ha hecho que la batalla se demore hasta mañana, pues
siempre se mantienen encerrados entre zanjones impasables. Creímos que hoy sería
un día de victoria, lo será mañana.

Día 16. El fuego de nuestra artillería de ayer duró más de media tarde. Hubo una
junta de guerra, y resultó que debíamos batirlos hoy en sus mismos atrincheramientos.
Desde anoche lo pasó el ejército con la línea de batalla formada, esperando la aurora,
que llegaba demasiado tarde.

Amaneció por fin, pero el cielo estaba nublado, no se distinguía a distancia de cien
pasos. Luego que aclaró un poco, se avivó el fuego de las guerrillas y a eso de las nueve
y media de la mañana se replegó cada una a su respectiva línea, y se anunció el
combate por un cañoneo de nuestra artillería; la enemiga contestaba con una
sostenida energía. Veinte piezas de artillería de ambas partes se contestaban sin
interrupción.

Llegó el momento de que nuestra caballería cargase, y lo hizo con el mayor


denuedo, pero el enemigo estaba guardado por zanjones insuperables. El escuadrón
Yeruá, el Cuyen, el Maza y otros atropellaron tres zanjones, de donde casi tenían que
salir uno a uno los caballos, y cargaron al enemigo lanceándolo por la espalda, como lo
hizo el bravo comandante Saavedra, y Baltar, que manda el Cuyen.

El comandante Don Zacarías Álvarez, que mandaba el escuadrón Maza, quedó


muerto en esta terrible carga, y nuestra caballería tuvo que retroceder a los obstáculos
del terreno y al sostenido fuego de artillería e infantería que recibía de atrás de los
zanjones.
Nuestra artillería seguía sus fuegos siempre con éxito, pero nada se adelantaba, y el
valiente oficial de artillería, Don Jacinto Peña, tuvo la desgracia de que se inutilizase
una de las dos piezas de más alcance.

Nuestra infantería avanzó a bayoneta calada, pero tuvo también que retroceder
porque le fue insuperable el obstáculo de las grandes zanjas de que estaba rodeado el
enemigo.

En fin, el fuego duró desde las nueve y media de la mañana hasta más de las cuatro
de la tarde, en cuya hora se dispuso que marchásemos a Punta Gorda, tanto para
remediar los daños de la artillería, como para que se nos reuniesen algunos dispersos
que se habían separado en las diferentes cargas que se dieron. Nuestro ejército está
entero y lleno de entusiasmo, y el enemigo permanece siempre en su escondrijo,
donde no ha hecho más que sostenerse amparado de zanjones, y su caballería ha
fugado la mayor parte.

Tenemos sólo el sentimiento de que habrá pasado Echagüe el parte de que ha


ganado una batalla, como es de su costumbre, pero no se pasarán muchos días sin que
tenga un desmentido elocuente.

El valor de todos los individuos del ejército no se puede expresar; era preciso haber
estado en el combate.

-Siguen ahora algunos detalles personales -dijo el señor Varela después de concluir
la lectura del diario.

Un momento de silencio reinó en la sala. Daniel lo interrumpió, diciendo:

-¿Y bien, señor Varela?

-¿Y bien qué? -dijo inmediatamente el señor Agüero, haciendo un movimiento de


hombros que marcaba bien su disgusto, con un poco de impertinencia.

-Quise decir, señor -respondió Daniel, dominando su fisonomía con su poderosa


voluntad para no dar a conocer en ella la impresión que le había hecho la súbita
pregunta del doctor Agüero, y para conservar el aplomo necesario cuando se hablaba
con personajes tan distinguidos por su inteligencia, y con quienes todo hacía
comprender al joven que se iba a entrar en una arriesgada polémica-, quise decir,
señor, que no comprendo la deducción que se saca de los dos documentos que se
acaban de leer.

-Es bien clara, sin embargo -respondió el señor Agüero.

-Puede ser, señor, pero repito que no la comprendo.

Todo esto, mi querido Bello -dijo el señor Varela, apresurándose a tomar parte en la
conversación-, nos hace creer casi positivamente que la batalla no ha sido ganada, ni
por el uno, ni por el otro; esto cuando menos.

Daniel se mordió los labios.

-Señores -dijo, parándose, poniéndose de espaldas contra la chimenea, sus manos a


la espalda, y paseando sobre todos su mirada tranquila, pero brillante. Señores, la
batalla la ha perdido el general Lavalle. Yo no comprendo qué importe menos que un
triunfo para el general Echagüe, la retirada de nuestro ejército de las posiciones que ha
ocupado por tanto tiempo, en el día mismo de la batalla. No queramos con
argumentaciones destruir los hechos: evitemos el medir los acontecimientos por los
deseos que nos animan. Desgraciadamente yo estoy convencido de lo contrario que
vosotros; pero convendré, si lo queréis, en que nuestras armas están vencedoras,
tanto mejor. ¿Pero creéis como yo que la actualidad reclama la rápida invasión del
general Lavalle sobre la provincia de Buenos Aires? Si lo creéis, señores, he aquí
entonces lo único que debe ser hoy en cada hora, en cada instante, el móvil
privilegiado del pensamiento de todos: pensar el modo de que nuestras armas
obtengan un próximo triunfo de esa invasión, sea que ellas pisen la provincia
victoriosas, o derrotadas. Si no sois vosotros, no sé quiénes pueden tener influencia
hoy en las resoluciones del general Lavalle, y pues que de esta campaña depende la
vida de nuestra patria, yo creo que no perderéis un momento en poner en acción
vuestra alta inteligencia, en el sentido que la actualidad lo reclama. Perdonad, señores,
que os hable así, pues debéis creer que sólo el sentimiento de la patria me da el valor
necesario para emitir una opinión delante de vosotros.
El señor Varela estaba encantado, sus ojos y su fisonomía tan dulce y expresiva
reflejaban la admiración y el contentamiento, más por la animación y la elocuencia de
su joven compatriota, que por la novedad de sus ideas.

El señor Martigny se estregaba las manos, contento íntimamente.

El señor Agüero había alzado dos veces su altiva frente para mirar aquel joven que
no era unitario y que osaba emitir tan libremente sus opiniones, marcándole, al
parecer, la línea de conducta que le convenía seguir.

-Señor Bello -dijo Varela-, el general Lavalle obra en campaña según sus ideas, según
sus planes militares; ¿qué quiere usted que le digamos nosotros desde aquí?

-¡Oh!, señor, las guerras más complicadas del mundo, las campañas más difíciles y
peligrosas se han concebido y dirigido muchas veces, desde el fondo de los gabinetes,
por hombres que jamás tuvieron en sus manos otra cosa que una pluma -respondió
Daniel dudando que la contestación del señor Varela tuviese alguna reserva que
ignoraba y le convenía saber; y no se equivocó.

El señor Varela, en cuya alma no había sino sinceridad y franqueza, dijo con una
expresión de ingenuidad tocante:

-Cierto, mi querido, cierto; pero el general Lavalle obra por sí, por sí únicamente.

Daniel llevó su mano derecha a la frente, y cerrando sus ojos, se estregó dos o tres
veces las sienes.

Varela comprendió perfectamente lo que pasaba en aquel momento en el espíritu


del joven, y se apresuró a decirle:
-Cualquiera que sea el plan de campaña del general Lavalle en la provincia de
Buenos Aires, su triunfo es infalible: no hallará resistencia, porque todo el mundo
volará a su encuentro. El triunfo es nuestro, no lo dudéis; ¿es posible concebir que
todo el mundo no se levante contra Rosas, en la campaña y en la ciudad, en el primer
momento que tengan el apoyo de nuestro ejército? Vos, que llegáis de Buenos Aires,
¿no creéis que el pueblo entero va a reventar entre sus brazos el poder de Rosas, no
bien se haya sentido la marcha del general Lavalle?

-No, señor, no lo creo -contestó Daniel con una admirable seguridad.

El señor Agüero alzó la cabeza y miró a Daniel.

El señor Martigny miró a Varela como diciéndole:

-Contestad, señor.

-Pero lo que decís, señor Bello -respondió Varela algo serio-, es incompatible con el
patriotismo de nuestros compatriotas, y sobre todo con la situación terrible que pesa
sobre ellos, y de que desean libertarse.

-Señor Varela, yo creo que voy a tener el disgusto de dejaros recuerdos


desagradables míos, pero prefiero esto a la ligereza de hablar lo que no es cierto; en
asuntos tan graves ¿me permitiréis que os diga la verdad aun cuando ella lastime
vuestras más bellas esperanzas?

-Hablad, señor Bello.

-Pues bien, señor, en nuestro Buenos Aires no se moverán los hombres, sino cuando
sientan, positivamente hablando, el ruido de las armas libertadoras contra las puertas
de sus casas, o cuando un centenar de hombres decididos que puede haber quedado
aún, vaya de casa en casa sacando por fuerza a los ciudadanos para que contribuyan a
la defensa de ellos mismos y de su patria.
-¡Oh!, pero eso es increíble, señor -replicó Varela, mientras que el señor Agüero
hacía violentos círculos con su bastón, siendo ya su impaciencia más poderosa que su
sangre fría.

-Es increíble, y sin embargo, es cierto -prosiguió Daniel-; pero la explicación de este
fenómeno moral, no la busquéis, señor Varela, no la busque nadie que desee
encontrarla, en el más o menos alto grado de patriotismo, en el más o menos valor,
no; ni la organización de nuestros compatriotas se ha modificado, ni ha degenerado su
espíritu todavía; pero hay otra causa que los tiene quietos bajo la dictadura, y que los
hace impotentes para la libertad; ¿sabéis cuál es, señor Varela?

-Proseguid, señor.

-El individualismo: esa es la causa de que os hablo. Veo que el señor Agüero se
sonríe, pero es en mí tan profunda la convicción de lo que os digo, que arrostro
tranquilo el reproche de esa sonrisa.

-Usted se equivoca, señor, no es un reproche -dijo el ministro de la Presidencia.

-Me lisonjeo de ello, señor Doctor Agüero.

-Proseguid, proseguid -dijo prontamente el nervioso Varela.

-El individualismo, no trepido en repetirlo, esa es la causa de la inacción de nuestros


compatriotas. Rosas no encontró clases, no halló sino individuos cuando estableció su
gobierno; aprovechóse de este hecho establecido, y tomó por instrumentos de
explotación en él, la corrupción individual, la traición privada, la delación del
doméstico, del débil y del venal, contra el amo, contra el fuerte y contra el bueno.
Fundó de este modo el temor y la desconfianza en las clases aparentemente solidarias,
y hasta en el recinto mismo de la familia. Un hombre en Buenos Aires desconfía de
todos, porque en ninguno tiene confianza; y al andar que han tomado los sucesos en
este año, antes de poco hemos de ver relajados también los vínculos de la Naturaleza,
y que el hermano teme del hermano, y el esposo hasta de las confianzas con la esposa.
Se tirará un cañonazo en nuestra fortaleza; se tocará la campana de alarma; se gritará
¡muera Rosas! en la plaza de la Victoria; y cada ciudadano se dejará estar en su casa
esperando que su vecino salga el primero para ver si es cierta la novedad que ocurre.

El señor Varela se pasó las manos por la cara.

-¿Os afligís, señor? -prosiguió Daniel después de un momento de silencio-; es natural


porque tenéis un corazón muy noble y muy patriota, pero dejemos el corazón y
recurramos a la inteligencia solamente: ella nos dice, señor, que cuanto os acabo de
referir no es otra cosa que una consecuencia de causas muy anteriores a Rosas,
encarnadas en la sociedad en que hemos nacido, y a las cuales no dieron atención
nuestros primeros médicos políticos. Desviémonos de esto, sin embargo, y decidme si
después de lo que acabáis de oír, ¿podremos tener esperanzas de esa cooperación
súbita del pueblo de Buenos Aires, cuando el general Lavalle haya desembarcado en la
provincia? Yo ya he tenido el honor de decir mis ideas al señor Martigny a este
respecto.

-Repetídmelas, amigo mío -dijo el señor Varela.

-En bien pocas palabras, señor. Si el general Lavalle se distrae en el interior de la


provincia, corre un gran riesgo su empresa; si se viene inmediatamente sobre la
ciudad, si la ataca, si busca el combate a muerte con Rosas en las mismas calles de
Buenos Aires, tiene entonces toda la probabilidad del triunfo, primero: porque Rosas
no tiene un ejército de línea en la ciudad; segundo: porque la sorpresa y la presencia
de los libertadores provocará la reacción pública desde que cada hombre vea, a no
dudarlo, que allí está Lavalle y que no tiene para reunírsele el peligro de la delación y el
aislamiento. Y si esta operación puede ser combinada con un desembarco simultáneo
de orientales o de argentinos emigrados, la probabilidad del triunfo asciende entonces
al grado de certidumbre. Ved ahí mis ideas, señor, ved ahí el objeto principal de mi
viaje: revelaros la situación de nuestro país, desvaneceros muy bellas esperanzas,
dándoos en cambio hechos y seguridades importantes. Ahora yo me vuelvo a mi
Buenos Aires, a que los sucesos me aconsejen la conducta que yo y algunos pocos
amigos debemos seguir en ellos. Quizá no nos volveremos a ver... ¡quién sabe! La vida
de nuestra patria está en su momento de crisis: si triunfan nuestras armas, seré el
primero, señor Varela, en daros un abrazo; si son desgraciadas, nos veremos alguna
vez en el cielo -dijo Daniel con una sonrisa llena de candor, que no pudo, sin embargo,
cubrir la melancolía que bañó en ese momento su semblante.

El señor Varela estaba conmovido.

El señor Agüero, pensativo.

El señor Martigny se levantó y tocando suavemente el hombro de Daniel, le dijo:

-Si la providencia no quiere separar sus ojos de vuestro bello país, vos viviréis mucho
tiempo, señor, porque vuestra cabeza le hace falta.

-Sin embargo, temo mucho que Rosas dé con ella -dijo Daniel sonriendo, apretando
la mano de monsieur Martigny, y preparándose a retirarse.

-¿Nos volveremos a ver mañana, a todas horas? -dijo el señor Varela tomando la
mano de Daniel.

-No, no conviene que nos volvamos a ver: creo poder ser útil todavía, y quiero
conservarme. Mañana a las ocho de la noche haré una visita que me falta hacer, y al
salir de ella, saldré también de Montevideo. Pero nos veremos en Buenos Aires.

-Sí, sí, en Buenos Aires -dijo el señor Varela abrazando fuertemente a Daniel.

Varela lo había comprendido, pensaba como él, y aquellas dos almas grandes y
generosas, parecían querer aunarse para siempre en ese abrazo sincero, dado en
medio de la vida, de la desgracia, y de las esperanzas.
-Adiós, pues -dijo Varela-; ¿nuestra correspondencia siempre del mismo modo?

-Siempre. ¡Adiós, adiós, señor doctor Agüero; hasta Buenos Aires!

-Adiós, señor Bello, hasta Buenos Aires -repitió el adusto anciano apretando
fuertemente la mano de Daniel, que pasó en seguida a la antesala acompañado de
monsieur Martigny.

-¿Pero nosotros nos volveremos a ver? -dijo éste a Daniel, que tomaba su levitón, su
capa de goma y sus pistolas.

-Tampoco, mi querido señor. Sabéis ya todo cuanto hay que saber de Buenos Aires
en este momento. Conocéis ya el terreno, desenvolved, pues, vuestra política, según
os lo aconseje vuestra posición y vuestros nobles deseos. Mi correspondencia será
ahora más prolija que antes.

-Sí, sí, por días, si es posible.

-No perderé ocasión. Tengo ahora que pediros un servicio.

-Pedid lo que queráis, amigo mío -dijo con prontitud el señor Martigny.

-Que mañana me mandéis una carta de introducción para el señor Don Santiago
Vásquez.

-La tendréis sin falta. ¿Dónde vais a parar?

-A la Fonda del Vapor, donde tendréis la bondad de darme un criado que me


conduzca.
-Al momento.

-Pero es necesario que prevengáis al señor Vásquez a fin de que me espere solo a las
ocho de la noche.

-Bien, lo haré, y así lo hará él también. Pedidme más.

-Un abrazo, señor Martigny, porque no os riáis de lo que voy a deciros: me parece
que estoy viendo por última vez en el mundo a las personas con quienes hablo en
Montevideo.

-¡Oh!

-Superstición, poesía de los veinte y siete años de la vida, quizá... ¡Adiós, adiós, señor
Martigny!

Y Daniel pasó al patio donde el distinguido y generoso agente de la Francia, en 1840,


dio orden a un criado de conducir hasta la Fonda del Vapor al caballero que salía,
volviendo él al salón, donde lo esperaban, agitados por diversas, pero igualmente
fuertes impresiones, los señores Agüero y Varela, después de la conferencia con aquel
joven que parecía comprenderlo todo, dominarlo todo, y aventurarlo todo.

Capítulo IV

Indiscreciones

El café de Don Antonio era la bolsa política de Montevideo en 1840, desde las siete
hasta las once de la noche, en cuyas horas se sucedían dos géneros de concurrentes;
unos que iban de las seis a las ocho de la noche, a hablar de política y tomar café;
otros, de las ocho a las once, a hablar de política, jugar y cenar.
En esa época, la época de oro de Montevideo, parecía que el metal precioso pesaba
demasiado en el bolsillo de los habitantes de la capital oriental, que buscaban un lugar
cualquiera donde ir a derramarlo con profusión, quedando tan tranquilos en las
pérdidas como en la fortuna, pues todos sabían que la bolsa que hoy se agotaba, se
llenaba mañana sin gran trabajo, en esos días del movimiento y de la riqueza de
Montevideo.

A las siete de la noche del día siguiente a aquel que ha pasado ya por nuestra pluma,
el café de Don Antonio estaba cuajado de concurrentes, siendo la mayor parte de ellos
jóvenes argentinos y orientales que iban allí a tomar su café, a hablar de política y
pasar en seguida a sus visitas diarias, al teatro, al baile, contentos los primeros con la
esperanza de estar al siguiente mes en Buenos Aires; y más contentos los segundos,
con estar en su patria muy convencidos de que de ella no les arrojaría jamás el
vendaval de las revoluciones que estaban azotando con sus alas frenéticas las nubes
que se amontonaban sobre la frente del Plata, prontas a precipitar, más o menos
tarde, su abundante lluvia de lágrimas y sangre.

Pero todo esto no se veía entonces. La ciudad oriental estaba en sus quince años;
bella, radiante, envanecida, su vida era un delirio perpetuo, jugando entre el jardín de
sus esperanzas, cubierta con las lujosas galas de su presente; pisando sobre el oro,
deslumbrada con el mar de grana en que mostrábase su aurora sobre el magnífico
horizonte que la circundaba, sus oídos parecían no buscar otra cosa que el canto de los
poetas, y los halagos sinceros de sus envanecidos hijos; porque la verdad filosófica, esa
triste verdad que descarna la vida social para encontrar en la savia de la existencia los
principios de la vida futura, era demasiado severa, demasiado dura para entrar al oído
de la joven beldad, que cantaba llena de esa noble presunción de la edad primera de
los pueblos:

Si enemigos la lanza de Marte,

Si tiranos de Bruto el puñal.

En un ángulo del gran salón del café dos hombres ocupaban una pequeña mesa.

El uno, cubierto con una capa de goma cuyo alto cuello le cubría hasta las orejas, a la
vez que su sombrero tocaba con las cejas, tomaba una taza de té, dando la espalda a la
pared y su rostro al centro del salón.
El otro, con gorra y un capote de barragán azul, tenía por delante un gran vaso de
ponche, y se entretenía en exprimir las rebanadas de limón con la pequeña cuchara de
platina.

Ninguno de esos dos personajes se hablaban una palabra.

A derecha e izquierda de ellos había varias mesas, ocupadas todas por hombres que
jugaban al dominó, que tomaban café, o fumaban y conversaban solamente,

De estos últimos eran cinco individuos que estaban a dos pasos de los primeros que
hemos descrito.

De repente abrióse la puerta del café y cuatro personas entraron al salón.

Los ojos del personaje de la capa de goma radiaron de alegría.

-Alberdi, Gutiérrez, Irigoyen, Echeverría -dijo aquel individuo, siguiendo con los ojos
a los cuatro que acababa de nombrar, no saciándose de mirarlos.

-¿Los conoce usted, señor Don Daniel? -le preguntó el hombre de la gorra.

-¡Oh!, sí, sí, y crea usted, Mr. Douglas, que pocos esfuerzos más violentos he hecho
en mi vida, que el que hago en este instante sobre mí mismo para contener mi deseo
de abrazarlos.

-¡Diablo! Déjese usted estar; acuérdese usted que esta noche nos vamos y...
-Esté usted tranquilo -dijo Daniel alzándose los cuellos de su capa para cubrirse más
el rostro.

Mr. Douglas iba a hablar, cuando hízole Daniel una seña de silencio. Uno de los
cuatro hombres que estaban fumando en la mesa a su derecha acababa de decir:

-Son porteños.

Daniel siguió tomando su té, aparentando no dar la mínima atención a lo que se


hablaba.

-¿Y qué necesidad tiene usted de decimos que son porteños? ¿Hay acaso otra cosa
que ellos en todas partes? -dijo otro de los individuos.

-Por ellos vivimos como vivimos.

-Cabal.

-Que no nos entendemos.

-Deje que venga el viejo -dijo un militar de bigotes canos.

-¿Sabe usted a quién llama el viejo, Mr. Douglas?

-A Rivera.

¿Qué tenemos nosotros que ver con Rosas? -dijo otro-. Si no fuera por ellos no
estaríamos en guerra, porque a nosotros no es a quienes busca Rosas.
-Cabal.

-Ellos no más, con los franceses, son los que meten toda esta bulla, y después se han
de ir a vivir a su tierra y nos han de dejar en el pantano. ¡Porteños al fin! Si no los
hubieran dejado entrar nunca, viviríamos mucho mejor. Pero el viejo, el viejo es quien
tiene la culpa de todo esto.

-¡Así le han dado el pago! Véalos ahora, están furiosos con él, porque no pasa el
Uruguay, y se va a hacer matar por ellos.

-¡Era lo que faltaba!

-Y ahora dicen que los franceses reclaman los cien mil pesos que le dieron para que
pasase.

-¡Sí, yo les había de dar cien mil pesos!

-No pasó porque, mire usted, hizo muy bien en no pasar, porque con los porteños
nadie puede entenderse, y el viejo no había de ir a ponerse a las órdenes de Lavalle.

-Claro está.

-Y ahora ya saben la falta que les ha hecho. Se los ha llevado el diablo en el Sauce
Grande.

-Sí, pero todos estos de aquí han de decir que es mentira.

-¡Cabal!¡Como se han hecho dueños de la prensa!


-¡Yo había de ser el gobierno, y habían de venir a escribir diarios!

-¡Pero como tienen quien los proteja! Vásquez, por ejemplo.

-Y como Muñoz, y muchos otros.

-¡Por supuesto, orientales en el nombre!

-¡Si se han criado entre ellos!

El diálogo de los cinco personajes continuó, poco más o menos bajo ese mismo
espíritu.

Daniel estaba absorto. De cuando en cuando miraba a Mr. Douglas, que entendía y
hablaba perfectamente el español, y el buen escocés, contrabandista de emigrados y
que residía indistintamente en Buenos Aires o Montevideo, se reía de la admiración de
Daniel y tomaba su ponche.

-Sólo Vásquez puede enderezar esto -dijo a otro un individuo que tomaba café en
una mesa a la izquierda de Daniel.

-No, ni Vásquez, ni nadie, porque la causa del mal está en Rivera -le contestó su
interlocutor.

-Pero a lo menos la Asamblea.

-¿Y no sabe usted que los partidarios personales de Rivera se oponen a las
elecciones so pretexto de que no deben hacerse sin estar él aquí?
-Ya lo sé, pero el gobierno los vencerá y las elecciones tendrán lugar.

-Esto es peor que lo otro, porque vendrá el conflicto, nuevas disidencias, nuevos
enconos de partido, y entre tanto los blancos se ríen, mientras nosotros nos
anarquizamos en nuestro partido, nos peleamos con los argentinos, cuya causa nos es
común, nos indisponemos con los franceses, y en todo y para todo perdemos tiempo,
dinero y amigos, mientras Rosas marcha adelante, y los blancos esperan.

-¡Gracias a Dios que oigo un hombre racional! -dijo Daniel.

-«Pero aquí hay más que espíritu de partido -dijo el joven conversando consigo
mismo-, aquí hay espíritu de rivalidad nacional; ¿y por qué? Probablemente no hay
porqué» -se respondió Daniel, que como todos los hijos de Buenos Aires, jamás había
oído en su país hablar de Montevideo sino como se habla de cualquiera de las
provincias o de las repúblicas hermanas: siempre con los mejores deseos por la
felicidad de sus hijos, y sin el mínimo espíritu de celos o de encono.

-«¡Pero en qué momento pasan estas cosas! -se decía Daniel-. En este drama hay
alguien que no lo entiende, y es probable que ése soy yo, porque no me atrevo a decir
que son los otros.»

-Vamos, Mr. Douglas, van a dar las ocho de la noche -dijo mirando la grande péndola
del café.

Pero antes de dejar aquel lugar, en que según sus matemáticas acababa de ganar
algunos desengaños más, miro uno por uno, con los ojos enternecidos, y el corazón
desconsolado, sus cuatro amigos que quedaban hablando de la patria sin sospechar
que había allí uno que corría por ellos y por todos, en la orilla del resbaladizo
precipicio, en que estaban luchando brazo a brazo en ese instante la libertad y la
tiranía, la prosperidad y la ruina de dos pueblos dormidos, el uno bajo el sopor de la
desgracia, el otro bajo el beleño de una transitoria pero halagüeña felicidad; dormidos
al arrullo de las salvajes ondas del gran río, cuyo rumor debía pasar inapercibido en
una próxima década, ahogada su poderosa voz por el estrépito de la pólvora, por el
grito terrible del combate, y por el quejido lastimero de una sociedad espirante.

Capítulo V

Monólogo en el mar

A las diez de la noche, la ballenera de Mr. Douglas partía como una flecha, o más
bien se deslizaba como un pájaro acuático sobre las olas de la hermosa bahía de
Montevideo; y a las once se había perdido a la vista de los buques más lejanos del
puerto, sumergida allá entre el horizonte lejano del gran río, alumbrado por los rayos
de plata que vertía de su tranquila frente la huérfana viajera de la noche.

Envuelto en su capa, reclinado en la popa de la ballenera, Daniel ya no fijaba sus ojos


impacientes en la joven ciudad de la orilla septentrional del Plata, como lo había hecho
veinte y cuatro horas antes: los tenía fijos en la bóveda azul del firmamento, sin ver,
sin embargo, los vívidos diamantes que la tachonaban, abstraído su espíritu en las
recordaciones de su corta pero aprovechada residencia en Montevideo.

-«Restemos, porque la política tiene también sus matemáticas -se decía a sí mismo.

»Restemos.

»Creí encontrar asociados en Montevideo todos los intereses políticos de la


actualidad, y los encuentro en anarquía: gano un desengaño.

»Creí hallar que el pueblo era más poderoso que las entidades que lo mandan; y
encuentro que aquí el pueblo tiene también su caudillo, no sanguinario como Rosas,
pero que al fin hace lo que quiere, y no lo que conviene al pueblo: gano otro
desengaño, y ya son dos.

»Pensé que los viejos unitarios eran hombres prácticos, en quienes la ciencia de los
hechos y de las altas vistas dominaba su espíritu; y hallo que son hombres de ilusiones
como cualesquiera otros, o más bien, con más ilusiones que los demás: gano otro
desengaño, y ya son tres.

»Creí que ellos me enseñarían a conocer mi país, y veo que yo lo conozco mejor que
ellos: otro desengaño, y ya son cuatro.

»Creí que el general Lavalle y la Comisión Argentina obraban de acuerdo; y veo que
cada uno marcha por donde puede: gano otro desengaño, y ya son cinco.

»¡Malo!, son muchas ganancias para que no me vuelva loco, o me lleve el diablo.

»Clasifiquemos.

»El señor Martigny, hombre de talento, corazón francés, lleno de entusiasmo por
nuestra causa, pero gira en el círculo estrecho de sus instrucciones, y desconfía de su
gobierno.

»El señor Agüero no ha hablado nada y me ha dicho mucho: es poco flexible para la
democracia, y demasiado serio para la libertad. Los años del destierro habrán pasado
muy lentos por su corazón; pero los años del pueblo han pasado como un relámpago
por su inteligencia, y no ha visto que otra generación se ha levantado en los catorce
años que cuenta ya la caída de la Presidencia.

»El señor Varela, espíritu fecundo, activo; inteligencia de concepciones rápidas;


corazón ingenuo y apasionado; vida colocada en los límites de dos generaciones
totalmente diferentes en sus tendencias; y de las miras de una y de otra podrá venir a
ser el contemporizador algún día. Si él se separara de los principios de la nueva
generación, sería necesario conquistarlo, porque su conquista sería un triunfo.

»Veamos de otra parte:


»Don Santiago Vásquez; no olvidaré jamás nuestra conversación de esta noche; es
una gran cabeza; si la República Oriental llegase a poseer alguna vez media docena de
hombres como ése, podría decir entonces que tenía cuanto le era necesario para
constituir un gran todo, de tantos elementos que la Naturaleza y la revolución le han
dado, y de que todavía no ha sacado partido.

»¿Qué puedo deducir de nuestra entrevista? Que Vásquez no está en su centro; que
sus vistas son demasiado extensas para que puedan caber en el estrecho círculo de los
pequeños partidos que se han empeñado en amontonar obstáculos donde más tarde
ha de tropezar el progreso de este bello país. Que él trabaja por la unidad de intereses
políticos entre las Repúblicas Oriental y Argentina, y sus enemigos le hostilizan y le
separan de los negocios, so pretexto de que es amigo de los porteños.

»Su modo de definir al general Lavalle es nuevo para mí, y me da mucha luz sobre
cosas que no podía explicarme: Lavalle es valiente, caballeresco, desinteresado, pero
no tiene las calidades necesarias, dice, para estar al frente de los sucesos de la época.
Le falta perseverancia en sus combinaciones, y le sobra susceptibilidad cuando sus
amigos quieren darle un consejo, o memorarle una línea de conducta; su espíritu altivo
se resiente entonces de que lo quieren gobernar, y obra luego por sí solo y bajo la
inspiración de sus ideas: los obstáculos le irritan, y cuando no puede vencerlos en el
momento al golpe de su fuerte espada, cambia de ideas y de plan, separándose
rápidamente del obstáculo, sin pensar en las consecuencias de tal conducta.

»Ahora me explico muchas cosas, especialmente las palabras de Varela: ''Lavalle


obra por sí mismo''.

»Bien, ya están hechas mis cuentas; ¿he ganado, o perdido? He ganado; pues en
política un hombre está en pérdida cuando tiene ilusiones; me he desengañado de
muchos errores y he ganado muchas verdades; les he pintado la situación de Rosas,
ellos me han dibujado la situación de sus enemigos. Ahora, ¡Dios nos proteja, porque
espero muy poco de los hombres!

»Sí, ¡Dios nos proteja! -dijo después de algunos minutos de silencio, en que sus ojos
habían estado extasiados en el firmamento bordado con su luna y sus estrellas, y en
que sus ideas parecían que habían tomado diferente rumbo en aquella alma
espontánea, impetuosa y al mismo tiempo tierna y sensible; y después de esa
exclamación, continuó, en el silencio de su pensamiento, reclinada su cabeza en la
popa de la ballenera, y fijos sus ojos en la bóveda espléndida del cielo-: Dios, que es la
sabiduría y la unidad del universo.

»Dios, que sostiene pendientes en las hebras impalpables de su voluntad soberana


esos mundos espléndidos que giran, como chispas de su inteligencia, sobre esa bóveda
infinita y diáfana que parece formada con el aliento de los ángeles.

»¡Eternos como la mirada que los ilumina, esos astros verán alguna vez sobre estas
olas la realización de los bellos ensueños de mi mente! Sí. El porvenir de la América
está escrito sobre las obras de Dios mismo: es en una magnífica y espléndida alegoría,
en que ha revelado los destinos del nuevo mundo el gran poeta de la creación
universal.

»Esas inmensas praderas donde brota una flor de cada gota de rocío que cae en
ellas.

»Estos ríos inmensos como el mar, que se cruzan como arterias del cuerpo
gigantesco de la América, y refrescan por todas partes sus entrañas, abrasadas con el
fuego de sus metales.

»Esos espesos bosques donde la salvaje orquesta de la Naturaleza está convidando a


la armonía del arte y de la voz humana.

»Esta brisa suave y perfumada que pasa por la frente de estas regiones como el
suspiro enamorado del genio protector que las vigila.

»Estas nubes matizadas siempre con los colores más risueños y suaves de la
Naturaleza.
»Sí; todos esos magníficos espectáculos son palabras elocuentes del lenguaje
figurado de Dios, con que revela el porvenir de estas regiones.

»Las generaciones se suceden en la humanidad, como las olas de este río, inmenso
como el mar.

»Cada siglo cae sobre la frente de la humanidad como un torrente aniquilador que
se desprende de las manos del tiempo, sentado entre los límites del principio y el fin
de la eternidad: se desprende, arrasa, arrebata en su cauce las generaciones, las ideas,
los vicios, las grandezas y las virtudes de los hombres, y desciende con ellos al caos
eterno de la nada. Pero la creación, esa otra potencia que vive y lucha con el tiempo,
va sembrando la vida donde el tiempo acaba de sembrar la muerte.

»Ese torrente indestructible arrebatará de las riberas de este río esta generación
amasada con el polvo, la sangre y las lágrimas de ella misma. Vendrá otra, y otra, como
las olas que se van sucediendo y desapareciendo a mis ojos.

»Vendrán.

»Cada pueblo tiene su siglo, su destino y su imperio sobre la tierra. Y los pueblos del
Plata tendrán al fin su siglo, su destino y su imperio, cuando las promesas de Dios, fijas
y escritas en la Naturaleza que nos rodea, brillen sobre la frente de esas generaciones
futuras, que verterán una lágrima de compasión por los errores y las desgracias de la
mía.

»Sí, tengo fe en el porvenir de mi patria. Pero se necesita que la mano del tiempo
haya nivelado con el polvo de donde hemos salido la frente de los que hoy viven.

»Sí; tengo fe; pero fe en tiempos muy lejanos de los nuestros. ¡Patria! ¡Patria! ¡La
generación presente no tiene sino el nombre de sus padres!
»¡Y tú, Florencia, ídolo amado de mi corazón; tú, ángel conciliador de mi alma con la
vida, de mi corazón con los hombres, de mi destino con mi patria; tú, hebra de luz que
me pones en la relación con Dios, extendida desde el cielo al lodo terrenal en que me
ahogo; tú, tú eres el único ser de todos los que he visto sobre la tierra a quien quisiera
volver a hallar en el cielo, para que nuestras almas volviesen de cuando en cuando,
entre los rayos pálidos de la luna, a contemplar la tierra que fue testigo de nuestro
amor, como es testigo de tanto desengaño; de tanta virtud mentida; de tanto crimen y
miserias reales!»

La luna escondió en este momento su faz de nácar entre los velos de una parda
nube, y Daniel inclinó su cabeza sobre el pecho, embriagado en el éxtasis de su
espíritu, y cerró sus ojos, arrullado por las olas del poderoso Plata, soñolientas y
perezosas bajo el tranquilo e iluminado pabellón del cielo.

Capítulo VI

Doña María Josefa Ezcurra

Después del cuadro político que acaba de leerse, y que la necesidad de dejar
dibujada a grandes rasgos la época en que pasan los acontecimientos de esta historia,
con sus hombres, sus vicios y sus virtudes, nos obligó a delinearlo y distraer a nuestros
lectores, separándolos un momento de nuestros conocidos personajes, justo es que
volvamos ahora en busca de ellos, retrocediendo algunos días, hasta volver a
encontrarnos con aquel de que nos separamos ya.

El lector querrá acompañarnos a una casa donde ha entrado otra vez en la calle del
Restaurador; y por cierto que habrá de encontrar allí escenas de que la imaginación
duda y de que la historia responde.

La cuñada de Su Excelencia el Restaurador de las Leyes estaba de audiencia, en su


alcoba; y la sala contigua, con su hermosa estera de esparto blanco con pintas negras,
estaba sirviendo de galería de recepción, cuajada por los memorialistas de aquel día.

Una mulata vieja, y de cuya limpieza no podría decirse lo mismo que de la ama, por
cuanto es necesario siempre decir que las amas visten con mas aseo que las criadas,
aun cuando la regla puede ser accesible a una que otra excepción acá o allá, hacía las
veces de edecán de servicio, de maestro de ceremonias y de paje de introducción.

Parada contra la puerta que daba a la alcoba, con una mano agarrado tenía el
picaporte, en señal de que allí no se entraba sin su correspondiente beneplácito, y con
la otra mano recibía los cobres o los billetes que, según su clase, le daban los que a ella
se acercaban en solicitud de obtener la preferencia de entrar de los primeros a hablar
con la señora Doña María Josefa Ezcurra. Y jamás audiencia alguna fue compuesta y
matizada de tantas jerarquías, de tan varios colores, de tan distintas razas.

Estaban allí reunidos y mezclados el negro y el mulato, el indio y el blanco, la clase


abyecta y la clase media, el pícaro y el bueno; revueltos también entre pasiones,
hábitos, preocupaciones y esperanzas distintas.

El uno era arrastrado allí por el temor, el otro por el odio; uno por la relajación, otro
por una esperanza, otros en fin por la desesperación de no encontrar a quien ni en
dónde recurrir en busca de una noticia, o de una esperanza sobre la suerte de alguien
caído en la desgracia de Su Excelencia. Pero el edecán de aquella emperatriz de un
nuevo género, si no es en nosotros una profanación escandalosa el aplicar ese cesáreo
nombre a la señora Doña María Josefa, tenía fija en la memoria su consigna, y cuando
salía de la alcoba la persona a quien hacía entrar, elegía otra de las que allí estaban,
siguiendo las instrucciones de su ama, sin cuidarse mucho de las súplicas de unos, y de
las reclamaciones de otros, que habían puesto en su mano alguna cosa para conquistar
la prioridad en la audiencia: y era de notarse que precisamente la audiencia no se daba
a aquellos que la solicitaban, sino a los que nada decían ni pedían, por cuanto estos
últimos habían sido mandados llamar por la señora, en tanto que los otros venían en
solicitud de alguna cosa.

El pestillo de la puerta fue movido de la parte interior, y en el acto la mulata vieja


abrió la puerta y dio salida a una negrilla como de diez y seis a diez y ocho años, que
atravesó la sala, tan erguida como podría hacerlo una dama de palacio que saliera de
recibir las primeras sonrisas de su soberana en los secretos de su tocador.
Inmediatamente la mulata hizo señas a un hombre blanco, vestido de chaqueta y
pantalón azul, chaleco colorado, que estaba contra una de las ventanas de la sala, con
su gorra de paño en la mano.

Ese hombre pasó lentamente por en medio de la multitud, se acercó a la mulata;


habló con ella, y entró a la alcoba, cuya puerta se cerró tras él.

Doña María Josefa Ezcurra estaba sentada en un pequeño sofá de la India, al lado de
su cama, tapada con un gran pañuelo de merino blanco con guardas punzoes, y
tomaba un mate de leche que la servía y la traía por las piezas interiores una negrilla
joven.

-Entre, paisano; siéntese -dijo al hombre de la gorra de paño, que sentóse todo
embarazado en una silla de madera de las que estaban frente al sofá de la India.

-¿Toma mate amargo, o dulce?

-Como Usía le parezca -contestó aquél, sentado en el borde de la silla, dando vuelta
a su gorra entre las manos.

-No me diga Usía. Tráteme como quiera, no más. Ahora todos somos iguales. Ya se
acabó el tiempo de los salvajes unitarios, en que el pobre tenía que andar dando
títulos al que tenía un fraque o sombrero nuevo. Ahora todos somos iguales, porque
todos somos federales. ¿Y sirve ahora, paisano?

-No, señora. Hace cinco años que el general Pinedo me hizo dar de baja por
enfermo, y después que sané trabajo de cochero.

-¿Usted fue soldado de Pinedo?

-Sí, señora; fui herido en servicio y me dieron la baja.


-Pues ahora Juan Manuel va a llamar a servicio a todo el mundo.

-Así he oído; sí, señora.

-Dicen que va a invadir Lavalle, y es preciso que todos defiendan la Federación,


porque todos son sus hijos. Juan Manuel ha de ser el primero que ha de montar a
caballo, porque él es el padre de todos los buenos defensores de la Federación. Pero
se han de hacer sus excepciones en el servicio, porque no es justo que vayan a las
fatigas de la guerra los que pueden prestar a la causa servicios de otro género.

-¡Pues!

-Ya tengo una lista de más de cincuenta a quienes he de hacer que les den papeletas
de excepción por los servicios que están prestando. Porque ha de saber, paisano, que
los verdaderos servidores de la causa son los que descubren las intrigas y los manejos
de los salvajes unitarios de aquí adentro, que son los peores; ¿no es verdad?

-Así dicen, señora -contestó el soldado retirado, volviendo el mate a la negrilla que
lo servía.

-Son los peores, no tenga duda. Por ellos, por sus

intrigas es que no tenemos paz, y que los hombres no pueden trabajar y vivir con sus
familias, que es lo que quiere Juan Manuel; ¿no le parece que ésta es la verdadera
Federación?

-¡Pues no, señora!

-Vivir sin que nadie los incomode para el servicio.


-Pues.

-Y ser todos iguales, los pobres como los ricos, eso es Federación, ¿no es verdad?

-Sí, señora.

-Pues eso no quieren los salvajes unitarios; y por eso, todo el que descubre sus
manejos es un verdadero federal, y tiene siempre abierta la casa de Juan Manuel y la
mía, para poder entrar y pedir lo que le haga falta; porque Juan Manuel no niega nada
a los que sirven a la patria, que es la Federación; ¿entiende, paisano?

-Sí, señora, y yo siempre he sido federal.

-Ya lo sé, y Juan Manuel también lo sabe; y por eso lo he hecho venir, segura de que
no me ha de ocultar la verdad si sabe alguna cosa que pueda ser útil a la causa.

-¿Y yo qué he de saber, señora, si yo vivo entre federales nada más?

-¡Quién sabe! Ustedes los hombres de bien se dejan engañar con mucha facilidad.
Dígame, ¿dónde ha servido últimamente?

-Ahora estoy conchabado en la cochería del inglés.

-Ya lo sé, ¿pero antes de estar en ella, dónde servía?

-Servía en Barracas, en casa de una señora viuda.


-Que se llama Doña Amalia, ¿no es verdad?

-Sí, señora.

-¡Oh, si por aquí todo lo sabemos, paisano! ¡Pobre del que quiera engañar a Juan
Manuel o a mí! -dijo Doña María Josefa clavando sus ojitos de víbora en la fisonomía
del pobre hombre, que estaba en ascuas sin saber qué era lo que le iba a preguntar.

-Por supuesto -contestó.

-¿En qué tiempo entró usted a servir a esa casa?

-Por el mes de noviembre del año pasado.

-¿Y salió usted de ella?

-En mayo de este año, señora.

-¿En mayo, eh?

-Sí, señora.

-¿En qué día, lo recuerda?

-Sí, señora; salí el 5 de mayo.


-¿El 5 de mayo, eh? -dijo la vieja meneando la cabeza, y marcando palabra por
palabra.

-Sí, señora.

-El 5 de mayo... ¿Conque ese día? ¿Y por qué salió usted de esa casa?

-Me dijo la señora que pensaba economizar un poco sus gastos, y que por eso me
despedía, lo mismo que al cocinero, que era un mozo español. Pero antes de
despedirnos nos dio una onza de oro a cada uno, diciéndonos que tal vez más adelante
nos volvería a llamar, y que fuésemos a ella siempre que tuviésemos alguna necesidad.

-Qué señora tan buena: quería hacer economías y regalaba onzas de oro! -dijo Doña
María Josefa con el acento más socarrón posible.

-Sí, señora, Doña Amalia es la señora más buena que yo he conocido, mejorando la
presente.

Doña María Josefa no oyó estas palabras; su espíritu estaba en tirada conversación
con el diablo.

-Dígame, paisano -dijo de repente-, ¿a qué horas lo despidió Doña Amalia?

-De las siete a las ocho de la mañana.

-¿Y ella se levantaba a esas horas siempre?

-No, señora, ella tiene la costumbre de levantarse muy tarde.


-¿Tarde, eh?

-Sí, señora.

-¿Y usted vio alguna novedad en la casa?

-No, señora, ninguna.

-¿Y sintió usted algo en la noche?

-No, señora, nada.

-¿Qué criados quedaron con ella, cuando usted y el cocinero salieron?

-Quedó Don Pedro.

-¿Quién es ése?

-Es un soldado viejo que sirvió en las guerras pasadas, y que ha visto nacer a la
señora.

-¿Quién más?

-Una criada que trajo la señora de Tucumán, una niña, y dos negros viejos que
cuidan de la quinta.
-Muy bien: en todo eso me ha dicho usted la verdad; pero cuidado, mire usted que
le voy a preguntar una cosa que importa mucho a la Federación y a Juan Manuel, ¿ha
oído?

-Yo siempre digo la verdad, señora -contestó el paisano, bajando los ojos, que no
pudieron resistir a la mirada encapotada y dura con que acompañó Doña María Josefa
sus últimas palabras.

-Vamos a ver: en los cinco meses que usted estuvo en casa de Doña Amalia, ¿qué
hombres entraban de visita todas las noches?

-Ninguno, señora.

-¿Cómo ninguno?

-Ninguno, señora. En los meses que he estado, no he visto entrar a nadie de visita
de noche.

-¿Y estaba usted en la casa a esas horas?

-No salía de casa, porque muchas noches, si había luna, enganchaba los caballos y
llevaba a la señora a la Boca, donde se bajaba a pasear a orillas del riachuelo.

-¿A pasear? ¡Qué señora tan paseandera!.

-Sí, señora, llevaba la niña Doña Luisa y paseaba con ella sola.

-¡La niña Doña Luisa! ¿Y la cuida mucho a esa niña Doña Luisa?
-Sí, señora, como si fuera de la familia.

-¿Será de la familia, pues?

-No, señora, no es nada de ella.

-No; pues las malas lenguas dicen que es su hija.

-¡Jesús, señora! Si Doña Amalia es muy moza, y la niña tiene doce años.

-¿Muy moza, eh? ¿Y cuántos años tiene?

-Ha de tener de veinte y dos a veinte y cuatro años. -¡Pobrecita! Fuera de los que
mamó y anduvo a gatas. Bien, ¿y con quién decía usted que paseaba?

-Sola con la niña.

-¿Con ella sola, eh? ¿Y a nadie encontraba por allí? -A nadie, no, señora.

-Y las noches que no paseaba, ¿no recibía visitas?

-No, señora, no iba nadie.

-¿Estaría rezando?

-Yo no sé, señora, pero a casa no entraba nadie -respondió el antiguo cochero de
Amalia, que, a pesar de toda la vocación por la santa causa, estaba comprendiendo
que se trataba de algo relativo a la honradez, o a la seguridad de Amalia, y se estaba
disgustando de que le creyesen capaz de querer comprometerla, por cuanto él estaba
persuadido de que en el mundo no había una mujer más buena ni generosa que ella.

Doña María Josefa reflexionó un rato.

-«Esto echa por tierra todos mil cálculos»- se dijo a sí misma.

-¿Y dígame usted, de día tampoco no entraba nadie? -preguntó.

-Solían ir algunas señoras, una que otra vez.

-No, de hombres, le pregunto a usted.

-Solía ir el señor Don Daniel, un primo de la señora.

-¿Todos los días?

-No, señora, una o dos veces por semana.

-¿Y después que ha salido usted de la casa ha vuelto a ella a ver a la señora?

-He ido tres o cuatro veces.

-Vamos a ver: cuando usted ha ido, ¿a quién ha visto en ella, a más de la señora?

-A nadie.
-¿A nadie, eh?

-No, señora.

-¿No había algún enfermo en la casa?

-No, señora, todos estaban buenos.

Doña María Josefa reflexionaba.

-Bueno, paisano; Juan Manuel tenía algunos informes sobre algo de esa casa pero
yo le diré cuanto usted me ha dicho, y si es la verdad, usted le habrá hecho un servicio
a la señora, pero si usted me ha ocultado algo, ya sabe lo que es Juan Manuel con los
que no sirven a la Federación.

-Yo soy federal, señora; yo siempre digo la verdad.

-Así lo creo: puede retirarse no más.

Inmediatamente a la salida del ex cochero de Amalia, Doña María Josefa llamó a la


mulata de la puerta y le dijo:

-¿Está ahí la muchacha que vino ayer de Barracas?

-Está, sí, señora.

-Que entre.
Un minuto después entró a la alcoba una negrilla de diez y ocho a veinte años,
rotosa y sucia.

Doña María Josefa la miró un rato, y la dijo:

-Tú no me has dicho la verdad: en casa de la señora que has denunciado, no vive
hombre ninguno, ni ha habido enfermos.

-Sí, señora, yo le juro a su merced que he dicho la verdad. Yo sirvo en la pulpería


que está en la acera de la casa de esa unitaria; y de los fondos de casa, yo he visto
muchas mañanas un mozo que nunca usa divisa y que anda en la quinta de la unitaria
cortando flores. Después yo los he visto a él y a ella pasear del brazo en la quinta
muchas veces; y a la tarde suelen ir a sentarse bajo de un sauce muy grande que hay
en la quinta, y allí les llevan café.

-¿Y de dónde ves esto, tú?

-Los fondos de casa dan a los de la casa de la unitaria, y yo les suelo ir a espiar de
atrás del cerco, porque les tengo rabia.

-¿Por qué?

-Porque son unitarios.

-¿Cómo lo sabes?

-Porque nunca que pasa Doña Amalia por la pulpería, saluda al patrón, ni a la
patrona, ni a mí; porque los criados de ella nunca van a comprar nada a casa, cuando
ellos saben que el patrón y todos nosotros somos federales; y porque la he visto
muchas veces andar con vestido celeste entre la quinta. Y cuando vi estas noches que
el ordenanza del señor Mariño y otros dos más andaban rondando la casa, y tomando
informes en la pulpería, yo vine a contarle a su merced lo que sabía, porque soy buena
federal. Es unitaria, sí, señora.

-¿Y qué más sabes de ella, para decir que es unitaria?

-¿Qué más sé?

-¿Sí, qué más sabes?

-Mire, su merced: una comadre mía supo que Doña Amalia buscaba lavandera, fue a
verla, pero no la quiso y le dio la ropa a una gringa.

-¿Cómo se llama?

-No sé, señora; pero si su merced quiere yo lo preguntaré.

-Sí, pregúntalo.

-Y también tengo que decir a su merced que yo la he oído tocar el piano y cantar a
media noche.

-¿Y qué hay con eso?

-Yo digo que ha de ser la canción de Lavalle.

-¿Y por qué lo crees?


-Yo digo no más.

-¿Y no puedes pasar de noche a la quinta y acercarte a la casa para oír lo que canta?

-Veré a ver, sí, señora.

-Mira, si puedes entrarte a la casa, escóndete y no te muevas de allí hasta que


venga el día.

-¿Y qué hago, señora?

-¿No dices que allí hay un mozo?

-Sí, señora, ya entiendo.

-¡Pues!

-Yo creo que se ha de entrar desde temprano.

-No; si entra a las piezas de ella, ha de ser tarde, y ha de salir antes que venga el día.

-Yo los he de espiar, sí, señora.

-¡Cuidado con no hacerlo!


-Sí, lo he de hacer.

-¿Y qué más has visto en esa casa?

-Ya le dije ayer a su merced todo lo que había visto. Va casi siempre un mozo que
dicen que es primo de la unitaria; y estos meses pasados iba casi todos los días el
médico Alcorta, y por eso le dije a su merced que allí habla algún enfermo.

-¿Y recuerdas algo más que me has dicho ayer?

-Ah, sí, señora: le dije a su merced que el enfermo debía ser el mozo que anda
cortando flores, porque al principio yo lo veía cojear mucho.

-¿Y cuándo es el principio? ¿Qué meses hará de esto?

-Hará cerca de dos meses, señora; después ya no cojea, y ya no va el médico; ahora


pasea horas enteras con Doña Amalia, sin cojear.

-¿Sin cojear, eh? -dijo la vieja con la expresión más cínica en su fisonomía.

-Sí, señora, está bueno ya.

-Bien: es necesario que espíes bien cuanto pasa en esa casa, y que me lo digas a mí,
porque con eso haces un gran servicio a la causa, que es la causa de ustedes los
pobres, porque en la Federación no hay negros ni blancos, todos somos iguales, ¿lo
entiendes?

-Sí, señora; y por eso yo soy federal y cuanto sepa se lo he de venir a contar a su
merced.
-Bueno, retírate no más.

Y la negra salió muy contenta de haber prestado un servicio a la santa causa de


negros y blancos, y por haber hablado con la hermana política de Su Excelencia, el
padre de la Federación.

Sucesivamente entraron a la presencia de Doña María Josefa varias criadas de toda


edad, y de todo linaje de malignidad, a deponer oficiosamente cuanto sabían o se
imaginaban saber de la conducta de sus amos, o de los vecinos a sus casas, dejando en
la memoria de aquella hiena federal una nomenclatura de individuos y familias
distinguidas, que debían ocupar más tarde un lugar en el martirologio de ese pueblo
infeliz, entregado por el más inmoral de los gobiernos al espionaje recíproco, a la
delación y la calumnia, armas privilegiadas de Rosas para establecer el aislamiento y el
terror en todos.

En seguida de las delatoras entró en esa oficina del crimen una pequeñísima parte
de los que habían llegado ese día con ruegos y solicitudes al gobierno; a cuyo invisible
despacho querían que llegasen por conducto de la hermana política del gobernador,
que a todos ofrecía su interposición, no obstante que jamás solicitud alguna pasaba de
sus manos a Rosas; por cuanto ella sabía que su digno cuñado sólo le prestaba su
atención para escuchar los informes que le interesaba saber sobre el estado del
pueblo, de las familias y de los individuos; no siendo esto, sin embargo, un obstáculo
para que Doña María Josefa tomase los regalos de cuanto pobre y rico se le acercaba
en busca de su protección, diciendo a todos: que Juan Manuel iba a despachar de un
momento a otro la solicitud muy favorablemente, por los empeños de ella.

La pluma del romancista no puede entrar en las profundidades filosóficas del


historiador; pero hay ciertos rasgos, leves y fugitivos, con que puede delinear, sin
embargo, la fisonomía de toda una época; y este pequeño bosquejo de la inmoralidad
en que ya se basaba el gobierno de Rosas en el año de 1840, fácilmente podrá explicar,
lo creemos, los fenómenos sociales y políticos que aparecieron en pos de esa fecha, en
lo más dramático y lúgubre de la dictadura.
Los abogados del dictador han presentado siempre al extranjero la parte ostensible
de su gobierno, y han dicho: si el general Rosas fuese un tirano; si su gobierno fuese tal
como lo pintan sus enemigos, no hubiese sido soportado por el pueblo, después de
tantos años.

Pero ¿cómo ha existido?, ¿cómo se ha sostenido contra el torrente de la voluntad


de todos? He ahí la cuestión; he ahí el estudio filosófico de ese gobierno.

Una labor inaudita, empleada con perseverancia en el espacio de muchos años para
relajar todos los vínculos sociales, poniendo en anarquía las clases, las familias y los
individuos, estableciendo y premiando la delación como virtud cívica en la clase
ignorante e inclinada al mal de sus semejantes; escudándose siempre con esa palabra
Federación, encubridora de todos los delitos, de todos los vicios, de todas las
subversiones morales, en el sistema de Rosas; tales han sido los primeros medios
empleados por él para debilitar la fuerza sintética del pueblo, cortando en él todos los
lazos de comunidad, y dejando una sociedad de individuos aislados para ejercer sobre
ellos su bárbaro poder.

La fortuna quiso también que ese hombre funesto encontrase en su propia familia
caracteres a propósito para ayudarle en su diabólico plan. Y entre ellos el de Doña
María Josefa Ezcurra era un minero inagotable de recursos para la facilitación de sus
fines.

La historia, más que nosotros, sabrá pintar a esa mujer y a otras personas de la
familia del tirano con las tintas convenientes para hacer resaltar toda la deformidad de
su corazón, de sus habitudes y de sus obras.

Capítulo VII

La pareja

Ya Doña María Josefa Ezcurra se disponía para hacer a su Juan Manuel la segunda
visita de las tres que le hacía diariamente, y de las cuales mucho era que consiguiese
hablarle una sola, contentándose con haber estado en las piezas interiores de la casa y
poder salir de ellas aparentando que dejaba el gabinete de Su Excelencia, a los ojos de
los servidores de segundo orden que cuajaban el zaguán del patio, haciéndose ante
ellos, por esa ficción grosera, la agente intermediaria y necesaria a los infelices que
tenían algo que suplicar, o a los pícaros que tenían algo que contar; recibiendo
oblaciones de los primeros, y atando a los segundos al yugo de su servicio personal por
esa esclavitud que la prostitución se labra a sí misma desde el momento en que se
descubre a los ojos de un superior; ya llegaba el momento, decíamos, de salir de su
casa cuando entró muy familiarmente en ella el comandante Mariño, redactor de La
Gaceta Mercantil, vasto albañal por donde pasaban todas las inmundicias de la
dictadura y de su partido; pasquín diario donde se difamaba individualmente, hasta en
lo más recóndito de la vida privada, a cuanto hombre se había pronunciado contra la
tiranía de Rosas; inventando las más torpes calumnias, hasta sobre los hombres
jóvenes que no tenían un sólo antecedente público en su vida.

La dueña de la casa no se hizo esperar mucho tiempo de su digna visita, y salió a la


sala a recibirla diciéndole:

-Sólo a usted lo recibo, porque ya me iba a lo de Juan Manuel; y empiezo por decirle
que estoy muy enojada.

-Y yo también -le contestó Mariño, sentándose en el sofá de la sala, al lado de ella.

-Sí, pero usted no ha de tener los motivos que yo.

-También lo creo; empiece usted por los suyos, que yo después explicaré los míos -
le contestó el redactor, hombre a quien la Naturaleza había tenido el capricho de
envolverle el alma entre un velo negrísimo, tejido con las peores fibras de que brotan
las malas pasiones en las degeneraciones de la raza humana, al mismo tiempo que
salpicándole la inteligencia con algunas brillantes chispas de imaginación y de talento.

-¿Que empiece los míos?


-Eso he dicho.

-Pues bien: tengo motivos de queja contra usted, porque nos está sirviendo a
medias solamente.

-¡Nos está sirviendo! ¿A quiénes, señora Doña María Josefa?

-¡A quiénes! A Juan Manuel, a la causa, a mí, a todos.

-¡Ah!

-¡Pues! Y a Juan Manuel, no le puede gustar esto.

-Respecto a eso yo me entiendo con el señor gobernador -contestó Mariño,


mirando a la vieja, aun cuando nadie lo hubiera creído por cuanto sus ojos miraban
siempre al sesgo.

-¡Sí, como ahora lo ve usted todas las noches!

-Mientras usted lo ve tres o cuatro veces al día, señora -contestó Mariño queriendo
lisonjear a Doña María Josefa, pues aun cuando Mariño no la quería, por la razón de
que a nadie quería en el mundo, sabía cuánto importaba el estar bien con ella siempre,
y especialmente en esos momentos en que interés individual le aconsejaba buscar su
auxilio.

-¿Cuatro? No, tres veces no más lo suelo ver.

-Es mucha suerte. Pero vamos a esto: ¿en qué sirvo yo a medias?
-En que está usted predicando en la Gaceta el degüello de los unitarios, y se olvida
de las unitarias, que son peores.

-Pero es preciso empezar por los hombres.

-Es preciso empezar y acabar por todos, hombres y mujeres; y yo empezaría por las
mujeres porque son las peores, y después hasta por sus inmundas crías, como ha dicho
muy bien el juez de paz de Monserrat, Don Manuel Casal Gaete, que es un modelo de
federal.

-Bien, hemos de tratar a su tiempo de las unitarias, pero por ahora es preciso que yo
le diga a usted que también hay damas federales que no son buenas amigas.

-No, pues por lo que hace a mí...

-Precisamente es a usted a quien me refiero.

-¡Vaya! Esa es broma.

-No, señora, es serio: yo le confié a usted un secreto hace quince días, ¿recuerda
usted?

-¿Lo de Barracas?

-Sí, lo de Barracas; y en alma y cuerpo se lo ha embutido usted a mi mujer.

-¡Qué! Si fue una broma que yo tuve con ella.


-Pero una broma que me cuesta caro, pues mi mujer me saca los ojos.

-¡Bah!

-No, no ¡bah! La cosa es seria.

-¡Qué!

-Muy seria.

-No diga eso.

-Sí; lo repito, muy seria, porque no tenía usted para qué dar este disgusto a mi
señora, ni a mí.

-¡Qué! Mire usted... ¡qué ocurrencia, Mariño!... Como ella lo había de saber por otro
conducto, yo le dije que a usted le parecía muy buena moza la viuda de Barracas, pero
nada más, ¡qué ocurrencia!, ¿cómo cree usted que había de querer yo indisponerlos?

-Bien, ya el mal está hecho y olvidémoslo -dijo Mariño revolviendo los ojos,
proponiéndose sacar partido de la traición de esa mujer, para quien no había tales
hombres ni mujeres unitarias en el mundo, sino hombres y mujeres a quienes quería
hacer mal.

-Bueno, suponga usted que esté hecho el mal, Mariño, pero también es preciso que
usted sepa que ya está hecho el bien.

-¿Cómo!
-¡Toma! ¿Qué me dijo usted?

-Dije a usted que me interesaba saber algo sobre tal señora que vivía en Barracas:
qué especie de vida era la suya, quién la visitaba, y sobre todo, quién era un hombre
que vivía con ella y que parecía estar oculto, porque no salía a la calle, ni se asomaba
siquiera a las ventanas; y dije a usted, también, que yo no tenía en todo esto sino un
interés político; es decir, un interés de nuestra causa.

-¡Pues, un interés político!

-Cierto.

-Ya.

-¿Porqué lo duda usted?

-¿Yo?

-Sí, usted, se sonríe maliciosamente.

-¡Qué! Si yo soy así.

-Sí, señora, es usted así.

-Mire; yo soy como soy.

-La conozco.
-Y yo también lo conozco.

-¿Es decir que nos conocemos?

-Pues, prosiga, Mariño.

-Eso fue lo único que dije a usted, creyendo que no me rehusaría usted este
servicio; usted, que todo lo sabe y que todo lo puede.

-Pues bien, ahora va usted a oír todo lo que yo he hecho y conocerá usted si soy su
amiga. Hace mucho tiempo que sé que esa mujer de Barracas vive muy retirada, y, por
consiguiente, debe ser unitaria.

-¡Oh, quién sabe!

-No, unitaria, fijo.

-Bien, prosiga usted.

-Me dijo usted que creía que había un hombre oculto.

-Lo sospeché solamente.

-No, claro, oculto; yo sé lo que me digo.

-Adelante.
-Mandé una de las personas de mi servicio a indagar por el barrio con ciertas
instrucciones mías. En la acera de la casa hay una pulpería, en la pulpería una negrilla
criolla; mi emisario habló con ella; le dijo que la casa de la viuda era sospechosa; que
se fijase que de noche andaba gente vigilando la casa.

-¿Y cómo lo sabía su emisario de usted?

-Porque yo se lo dije.

-Pero usted ¿cómo lo sabía?

-¡Bah!, porque yo conozco a usted, y desde que vi que usted tenía interés político
en ese asunto -dijo Doña María Josefa, marcando irónicamente las últimas palabras-,
me presumí que no se había de estar usted durmiendo en las pajas.

-Prosiga usted -dijo Mariño, admirando en su interior la astucia de aquella mujer.

Mi emisario dijo a la negrilla, pues, que la casa era sospechosa, que la vigilaban, y
que si ella sabía alguna cosa, se congraciaría mucho conmigo viniendo a avisármela;
pudiendo decir después que era más federal que muchas blancas que tratan de
humillar a la pobre gente de color, sin prestar ningún servicio a la Federación. La
negrilla no se hizo de esperar: se vino a verme, y, como si la cosa naciera de ella
misma, me refirió cuanto sabía.

-¿Y qué es lo que sabe?

-Que allí hay un hombre joven y muy buen mozo -contestó Doña María Josefa,
poniendo de su parte aquellas calidades para no perder la ocasión de mortificar al
prójimo.

-¿Y bien?
-Que es muy buen mozo; que se pasea por la quinta abrazado con la viuda.

-¿Abrazado, o del brazo?

-Abrazado, o del brazo, no me acuerdo cómo dijo la negrilla. Que toman café juntos
bajo de un sauce, que él mismo le tiene la taza para que ella lo tome; y que allí se
están hasta que viene la noche, y...

-¿Y qué? -dijo Mariño, ardiéndole la sangre e inyectados de ella sus oblicuos ojos.

-Y que...

-Prosiga usted, señora.

-Pues viene la noche y...

-¿Y?

-Y que después ya no los ve más -dijo Doña María Josefa, con una expresión de un
contentamiento indefinible.

-Bien -dijo Mariño-, pero hasta ahora no sacamos en limpio sino que en esa casa hay
un hombre, y es lo mismo que yo dije a usted hace quince días.

-Eso de que nada sacamos en limpio, no es del todo cierto. Hace quince días que
usted deseaba saber algo de esa casa y quién era ese hombre; usted sólo era el
interesado, pero desde ayer el asunto es de los dos, la mitad mío, y la mitad de usted.
-Desde ayer, ¿y por qué?

-Porque desde ayer he tomado varios informes, y se me ha fijado una idea en la


cabeza; no sé por qué me parece que voy a dar con cierto pájaro; en fin, éste es un
asunto mío; y por mí, por mí sola lo he de saber, y pronto.

-Pero más que saber quién es ese hombre, me interesa saber qué especie de
relación tiene con la viuda; y éste es el servicio que yo espero de usted; porque es
preciso que usted sepa que esa casa es un convento; no se ven jamás, ni las puertas, ni
las ventanas abiertas, y para mayor misterio, los criados parecen mudos. En tres
semanas no han entrado a ella más personas que la joven de Dupasquier, tres veces;
Bello, el primo de la viuda, casi todas las tardes, y Agustina, cuatro veces.

-Y ¿por qué no se ha hecho usted amigo de Bello?

-Es un muchacho buen federal, pero muy orgulloso; no me gusta.

-Y ¿por qué no ha visto usted a Agustina para que lo lleve?

-No quiero dar tanta publicidad a este asunto. Es una ganancia política que yo
quiero hacer con usted sola.

-¿Política, eh? ¡Ah, tunante! Pero hace bien; tiene buen gusto; dicen que la viudita
es preciosa.

-Ah, señora, no hablemos de eso.

-¿Y qué más quiere la zonza?


-¡Oh!

-¡Bah! Es usted un pobre hombre lleno de melindres. Vamos a ver: ¿se contenta
usted con que ella venga a pedirme algún servicio dentro de pocos días, y con que yo
se la recomiende a usted, y se la envíe a la imprenta, o a alguna casita por ahí?

-¿Me habla usted de veras? -preguntó Mariño acercándose más a la vieja,


relampagueándole los ojos.

-¡Ah, picarón, cómo se alegra! Así ha de ser, y nada será más fácil si yo no me he
equivocado en cierta sospechita que tengo. Déjeme usted hacer solamente, y dentro
de tres o cuatro días, asunto concluido; o salimos bien, o salimos mal.

-Mi amiga -dijo Mariño con un tono lleno de amabilidad-, yo sólo quería de usted el
que, con su poderosa influencia, con su talento que no tiene rival, se hiciera usted
necesaria a esa señora, y usted parece que ha adivinado mis deseos. Hoy por mí, y
mañana por ti, como dice el refrán.

-No, pues mire usted, Mariño: en este asunto me parece que voy a hacer menos por
usted que por mí; si me sale cierto lo que sospecho, creo que le voy a dar un golpe de
muerte a Victorica en la opinión de Juan Manuel.

-¿Luego aquí hay algo serio? -dijo Mariño un poco intrigado.

-Puede ser, pero no tema usted nada por la viudita; la hemos de sacar en palmas;
entretanto, ¿con qué va usted a pagarme mi servicio?

-¿Quiere usted que le mande desde mañana cien ejemplares de la Gaceta, para
distribuirlos entre nuestros buenos servidores?
-Ya lo entiendo, picaruelo, me ha comprendido usted, y les va a dar duro a ellos y a
ellas, ¿eh?

-Creo que quedará usted contenta.

-Y si no, no me contente.

-Otra cosa, hágame usted el favor, señora, de no hablarle una palabra de estos
asuntos a mi mujer.

-¡No sea criatura! Si son bromas mías -y soltó una de aquellas estrepitosas
carcajadas que el diablo la inspiraba, haciéndola gozar del mal que hacía.

-Bien, bromas o no bromas, es mejor que no se repitan: yo se lo suplico a usted -dijo


Mariño, quien, a pesar del favor en que estaba con el dictador, creía muy conveniente
el suplicar a aquella mujer, cuyas armas eran generalmente irresistibles.

-Bueno: vaya no más, no tenga cuidado, si yo doy con cierta cosa, usted ha de dar
con la viuda; pero con una condición.

-Póngala usted.

-¿Palabra de honor?

-Palabra de honor.

-Pues bien; si yo doy con cierta cosa con que no ha podido dar Victorica, yo se la
mando a usted a su cuartel de serenos, y usted la recibe, ¿entiende usted?
-¿A quién? ¿A la viudita?

-¡No, qué a la viuda!

-Pues ¿a quién mandará usted a mi cuartel?

-A la cosa que ando buscando, y que espero hallar.

-!Ah!

-¿Entiende usted ahora?

-Entiendo -contestó Mariño con una sonrisa indefinible, comprendiendo que se


trataba de alguna víctima, pues que el hombre que entraba a su cuartel de serenos, no
salía de allí sino para la eternidad.

-¿No digo? Si hemos de ser muy amigos, Mariño.

-Hace tiempo que lo somos -contestó éste levantándose.

-Sí, y de todo corazón. ¿Conque se va?

-Y volveré, ¿cuándo?

-Dentro de cuatro o cinco días.

-Hasta entonces, pues.


-Adiós, Mariño, hasta entonces; memorias a su mujer, y no haga caso de las
zoncerías que le diga.

-Adiós, señora -le dijo el redactor casi admirado de no ver salir de aquellos labios
sino palabras empapadas en algún veneno diferente.

Amalia

José Mármol ; edición preparada por Teodosio Fernández Rodríguez

Capítulo VIII

Preámbulo de un drama

Después de la noche del 24 de mayo en que cerramos la segunda parte de los


acontecimientos de esta historia, los asuntos individuales, y los sucesos políticos, de
sus personajes, y de su época, hasta los últimos días de julio, habían sufrido cambios
progresivos.

Con el tiempo, este agente poderoso del trastorno de cuanto hay creado, la poética
quinta de Barracas había ido, poco a poco, arrojando de su recinto de flores las
incertidumbres y las supersticiones, y convirtiéndose en un Edén cuyas puertas,
cerradas algún tiempo, se abrieron lentamente, pero al fin se abrieron a los dos
ángeles sin alas arrodillados ante ellas.

Solos, entre el misterio y el peligro, entre la Naturaleza y la soledad, almas formadas


para lo más sublime y tierno de la poesía y del amor; noble, valiente y generosa la una;
tierna, poética y armoniosa la otra, Eduardo y Amalia habían atado para siempre su
destino en el mundo con las fibras más íntimas y sensibles de su corazón; y si la
felicidad en la tierra no es un sueño con el cielo, que domina la imaginación en el
tránsito fugitivo de la cuna a la tumba, la felicidad, con todo el esmalte caprichoso con
que la engalana la fantasía, había aletargado el espíritu de los dos jóvenes, y hécholes
oír, ver, tocar, en sus raptos de poesía y entusiasmo, todo cuanto la mente concibe
que puede encontrarse en la existencia soñada de la felicidad eterna, porque, en
medio de la ventura, Eduardo había respetado a Amalia y Amalia no veía una sombra
en el cristal purísimo de su conciencia.

Sin embargo, estaba convenido entre ambos, que Eduardo volvería a la ciudad,
debiendo dentro de pocos meses reunirse para siempre. Pero él no estaba
perfectamente bueno de su herida en el muslo. Podía caminar sin dificultad, pero
conservaba aún gran sensibilidad en la herida, y esto y los ruegos de Daniel habían
demorado un poco más el día de la separación, si cabía separación en quienes debían
volverse a ver a cada instante.

Madama Dupasquier y su hija sentían por Amalia el cariño que ella inspiraba a
cuantos tenían la felicidad de acercársele y comprenderla; pero el riguroso invierno de
1840, que había puesto intransitables los caminos, impedía que Madama Dupasquier
fuese a Barracas tan a menudo como lo deseaba.

Por su parte, Daniel, el hombre para quien no había obstáculos en la Naturaleza, ni


en los hombres, veía a su prima y a su amigo casi todos los días; y era en Barracas y en
lo de su Florencia donde su corazón y su carácter podían explayarse tales como la
Naturaleza los hizo: allí era tierno, alegre, espirituoso, burlón y mordaz a veces; fuera
de allí Daniel era el hombre que conocemos en política.

Por último, la señora Doña Agustina Rosas de Mansilla había repetido su visita a
Barracas cuatro veces, teniendo la indulgencia de aceptar las disculpas de Amalia por
no haberla pagado ninguna de sus visitas todavía. Amalia no buscaba esta relación, la
disgustaba al principio, pero últimamente había conocido que Agustina era una mujer
inofensiva, cuya amistad en nada la comprometía, en tanto que Agustina la divertía, al
mismo tiempo que la daba ocasión para admirar una obra casi perfecta de la
Naturaleza, porque el sentimiento de lo bello era el más desenvuelto en el espíritu de
Amalia.

Para el carácter circunspecto de Amalia era una diversión el ver a Agustina


revolviéndole las cómodas, sacando y mirando cosa por cosa de cuantas allí había, y
exigiéndole la historia de cada una, desde su fábrica hasta su precio; poniéndose en
seguida cuanta capa, cuanto chal, cuanto encaje, cuanto chiche y cuanta alhaja
guardaba en sus gavetas la bella tucumana, y pasando luego a mirarse y contonearse
en los grandes espejos del tocador; siendo para Amalia una verdadera curiosidad el ver
aquella mujer tan linda de fisonomía y de formas, entregada como una niña de ocho
años a los placeres más pueriles y ajenos de su edad, pues que Agustina era tres o
cuatro años mayor que Amalia. Sin embargo, esto la divertía, y sin la mínima violencia
la regalaba lo que más veía que había llamado su atención. En cambio de todo esto
Agustina había enviado a Amalia un enorme gallo de porcelana. Pero a los tres días de
habérselo regalado, le escribió pidiéndoselo bajo pretexto de que no se hallaba sin él.

En cuanto a los acontecimientos políticos, hasta el 16 de julio en que tuvo lugar la


batalla del Sauce Grande, no se había alterado la situación pública: situación de
expectativa para Rosas, de inacción en el Entre Ríos, de preparativos lentos en las
provincias de Cuyo, de irresolución en los agentes franceses, de intrigas locales en la
República Oriental.

Daniel, entretanto, había tenido un tristísimo desengaño: el 15 de junio, en que


debió tener lugar la segunda reunión de jóvenes en la casa de Doña Marcelina, se
encontró con que el número de los asistentes no pasaba de siete. La mayor parte de
los que concurrieron a la primera reunión, ya no estaba en Buenos Aires, sino en
Montevideo, o en el Ejército Libertador.

Daniel sufría mucho por el modo con que sus amigos entendían sus deberes patrios;
lo dejaban solo; pero en su aislamiento esa alma de privilegiado temple, lejos de
desmayar, parecía cobrar nuevas fuerzas con los reveses, y trabajaba con una febril
actividad por precipitar el desborde sangriento de los odios de la Mashorca,
contenidos por el dique de una primera señal que les faltaba. Y he ahí lo que buscaba
Daniel: que rompiera la Mashorca por en medio de la voluntad de Rosas, a ver si de
esa prematura erupción resultaba una reacción del pueblo al sentir el puñal de algunas
docenas de bandidos sobre la garganta de tantos inocentes. Pero Daniel no podía con
esos lebreles atados con cadena de fierro a la voluntad de su amo, y sólo conseguía el
ganar en la opinión de ellos el título del más entusiasta y decidido federal.

Fue en este estado de cosas, y al siguiente día de recibirse la noticia de la batalla,


que Daniel se embarcó para Montevideo, donde tuvieron lugar las entrevistas que se
conocen ya. Y es pocos días después de su regreso a Buenos Aires que vamos a
encontrarnos con él en la encantada quinta de Barracas, cuyos dos habitantes
ignoraban aquella partida, aun cuando Daniel se había despedido de ellos por tres días,
llegándola a saber solamente cuando los estrechó en sus brazos, libre ya de los
peligros que había corrido, y de cuya penosa incertidumbre quiso libertar a sus amigos
ocultándoles su arriesgadísimo viaje. El secreto había sido revelado a su Florencia
solamente, de quien los ruegos, como los de un ángel, habían subido hasta Dios, y
acompañado al bien amado de su alma en los momentos en que arriesgaba la vida por
su patria.

Eran las cinco de una tarde fría y nebulosa, y al lado de la chimenea, sentado en un
pequeño taburete a los pies de Amalia, Eduardo le traducía uno de los más bellos
pasajes del Manfredo de Byron; y Amalia, reclinado su brazo sobre el hombro de
Eduardo y rozando con sus rizos de seda su alta y pálida frente, le oía, enajenada, más
por la voz que llegaba hasta su corazón que por los bellos raptos de la imaginación del
poeta; y de cuando en cuando Eduardo levantaba su cabeza a buscar, en los ojos de su
Amalia, un raudal mayor de poesía que el que brotaban los pensamientos del águila de
los poetas del siglo XIX.

Ella y él representaban allí el cuadro vivo y tocante de la felicidad más completa:


felicidad de ellos, que se escondía en los misterios de su corazón, que a nadie costaba
una lágrima en el mundo, y que no dejaba en sus almas el torcedor secreto de los
remordimientos, que tan frecuentemente trae consigo esa dicha vulgarizada o
comprada a costa de alguna mala acción entre los hombres.

El mundo se encerraba, para ellos, en ellos solos, y al contemplarlos se hubiera


podido decir, que la desgracia tendría compasión de echar una gota de acíbar en la
copa purísima de la felicidad que gozaban aquellos dos seres que a nadie habían hecho
mal en la vida, y que respondían, amándose, a las leyes de una Providencia superior a
ellos mismos.

De repente, un coche paró a la puerta, y un minuto después Madama Dupasquier,


su hija y Daniel entraron a la sala.

Amalia y Eduardo habían conocido el coche a través de las celosías de las ventanas,
y como para los que llegaban no había misterios, Eduardo permaneció al lado de
Amalia, lo que sólo una vez había hecho en las visitas de Agustina.
Daniel entró, como entraba siempre, vivo, alegre, cariñoso, porque al lado de su
Florencia o de su prima su corazón sacudía sus penas y sus ambiciones de otro género,
y daba expandimiento a sus afectos y a su carácter, en lo que él llamaba su vida de
familia.

-Café, mi prima, café, porque nos morimos de frío; nos hemos levantado de la mesa
para venirlo a tomar contigo; pero ha sido inspiración mía, no tienes que agradecer la
visita ni a la madre ni a la hija, sino a mí -dijo.

-Pides tan poco por el servicio, que bien merecerías no ser pago por no saber
conocer la importancia de lo que haces -le contestó Amalia, después de haber
cambiado besos bien sinceros con sus amigas.

-No le crea usted, Amalia, yo he sido quien he dispuesto este paseo, el perezoso se
habría dejado estar hasta mañana al lado de la chimenea -dijo Madama Dupasquier,
señora de cuarenta a cuarenta y dos años, de una fisonomía y de un aire de los más
distinguidos; pero en cuyo semblante había algo de enfermizo y melancólico, que en la
época del terror se descubría muy generalmente en las señoras de distinción que,
soterradas en sus casas, y temblando siempre por la suerte de los suyos o de sus
amigos, su salud se alteraba por la excitación moral en que vivían.

-Está bien, yo diré menos verdad que Madama Dupasquier, pero no hay lógica
humana que de ahí deduzca que yo no deba tomar café los viernes.

-Amalia, yo me empeño porque se lo haga usted servir -dijo la madre de Florencia-,


de lo contrario no nos va a hablar sino de café toda la tarde.

-Sí, Amalia, déle café, déle cuanto pida a ver si deja de hablar un poco, porque hoy
está insufrible -dijo Florencia, a quien Eduardo estaba mostrando los grabados que
ilustran las obras completas de lord Byron.

Amalia, entretanto, había tirado el cordón de la campanilla y ordenado al criado de


Eduardo que sirviera café.
-¿Qué obra es ésa, Eduardo? -preguntó Daniel.

-La de uno que en ciertas cosas tenía tanto juicio como tú.

-Ah, es Voltaire, porque este buen señor decía que una taza de café valía más que
un vaso de agua del Hipocrene.

-No, no es Voltaire -dijo Amalia-, adivina.

-¡Ah!, entonces es Rousseau, porque el buen ginebrino tenía el exquisito gusto de


pararse a respirar el olor del café tostado, donde quiera que lo percibía.

-Ya usted ve, está empeñado en buscar similitudes con los grandes hombres por
medio del café -dijo Madama Dupasquier.

-Pero no adivina -observó Amalia.

-No me doy por vencido.

-¿A ver, pues?

-Napoleón, de quien la enfermedad de familia se le agravó a causa de los toneles de


café que había tomado en su vida.

-Nada, nada; no adivinas.


-¡Vaya! No adivinaré quién es el autor de ese libro, ¿pero a que adivino quién no es
el autor?

-¿A ver? -dijo Florencia desde la ventana a cuya luz estaba viendo los grabados.

-Don Pedro de Angelis, porque este autor no puede parecerse a mí desde que no
toma café; toma agua de pozo, la más indigesta de todas las aguas de este mundo,
razón por la cual no ha podido digerir todavía el primer volumen de sus documentos
históricos; ¿acerté?

-Es Byron, loco, es Byron -le dijo Eduardo, enseñando a Florencia el retrato de la hija
del poeta.

-¡Ah, Byron! Ese no tomaba café por la razón que era la bebida favorita de
Napoleón; porque has de saber, mi Amalia, que Byron no aborrecía a Napoleón, pero
tenía celos de su gloria, por cuanto sabía, el taimado inglés, que con él y con Napoleón
debían morir las dos grandes glorias de su siglo, y con toda su alma hubiese querido
que no muriese más gloria que la suya. ¿Me parece que he hablado con juicio?

-Por la primera vez esta tarde -contestó Florencia.

-Cosa que no le sucedía con frecuencia al tal poeta; pues si en vez de querer tanto a
su mujer, hubiese tenido el juicio de quererla más cuando ello lo tuvo por loco, no
hubiese pasado después la miserable vida que llevó en este mundo.

-No he entendido -dijo Florencia.

-Ni nadie -agregó Amalia.

-Quise decir -dijo Daniel, hamacándose en el sillón en que estaba-, que si a mi me


tuviese mi mujer por loco, por sólo la ocurrencia de echar un reloj al fuego en un rato
de delirio poético, y se me escapase, como hizo la mujer de Byron, en vez de escribirla
cartas como él hizo, haría...

-¿Qué? -preguntó Florencia con viveza.

-Haría lo que cualquier buen hijo de España, que son los que mejor entienden las
materias de hecho; pero antes, a ver ¿qué harías tú, Eduardo?

-¿Yo?

-Sí, tú. ¿Si tu mujer se te escapase, y tú la quisieras?

-¿Qué había de hacer? Lo que hizo Byron, escribirla, querer traerla al buen sendero
de que se había extraviado en un momento de ilusión.

-¡Bah! Eso no vale nada.

-¿Y qué harías tú?

-¿Yo? Montar en un coche, y si no había coche, a caballo, y si no había caballo,


sobre mis propias botas; irme muy tranquilo a la casa donde estaba mi fugitiva,
tomarla del brazo muy cariñosamente, y decir a los que allí estuvieran: paso, señores,
que ésta es mi mujer y me la llevo a mi casa.

-¿Y si no quería ir, caballero? -dijo Florencia.

-Entonces... Claro está, entonces me quedaría donde ella estuviese. Toda la


dificultad estaría en que me echasen los dueños de casa, pero entonces me salía con
mi mujer y asunto concluido. Pero... el café, mis queridas señoras -dijo Daniel,
levantándose y señalando con su mano el gabinete contiguo a la sala donde acababan
de servirlo, y donde entraron todos.

El criado, al servir el café, había colocado una hermosa lámpara solar en la mesa
redonda del gabinete, y cerrado los postigos de la ventana que daba a la calle Larga,
pues que ya comenzaba a anochecer.

Sentados alrededor de la mesa, todos se entretenían en ver a Daniel saborear el


café como un perfecto conocedor.

-Es una lástima -dijo Madama Dupasquier-, que nuestro Daniel no haya hecho un
viaje a Constantinopla.

Es cierto, señora -contestó el joven-, allí se toma el café por docenas de tazas, pero
hace poco tiempo que he jurado no hacer más viajes en mi vida.

-Y especialmente, si para ir a Constantinopla fuera necesario hacer el viaje en una


ballenera -dijo Amalia.

-Y pasar media noche con el agua hasta el cuello para volver a su casa -agregó
Florencia, mirando con ojos de reconvención a Daniel.

-Y exponerse a ser recibido por algún oficioso guardacosta que lo tome por
contrabandista -observó Eduardo.

-¡Hola! ¿También tú, mi querido? ¡Por supuesto, tú el más circunspecto de los


hombres para hacer viajes, que eres capaz de embarcarte sin que te cueste un
alfilerazo!

-En todo caso contaría contigo -respondió Amalia a su primo, mirando tiernamente
a Eduardo.
-Por aviso de la providencia, se entiende, que en cuanto a los que había de recibir
de él, tengo mis antecedentes a este respecto.

-Sí, tiene razón Daniel -dijo Madama Dupasquier.

-Pero, Daniel, siempre ha sido para nosotros un misterio cómo apareciste cerca de
tu amigo en aquella terrible noche -dijo Amalia.

-¡Vaya! Hoy estoy de buen humor, y te lo diré, hija mía. Es muy sencillo.

Todos se pusieron a escuchar a Daniel, que prosiguió:

-El 4 de mayo a las cinco de la tarde recibí una carta de este caballero, en que me
anunciaba que esa noche dejaría Buenos Aires. Entró en la moda, dije para mí; pero
como yo tengo algo de adivino empecé a temer alguna desgracia. Fui a su casa; nada,
cerrada la puerta. Fui a diez o doce casas de amigos nuestros; nada tampoco. A las
nueve y media de la noche ya no podía estar en casa de esta señora, primera vez de mi
vida en que he pecado contra el buen gusto. Me salí, pues, exponiéndome...
exponiéndome, etc., esta señorita concluirá mi frase, me salí, pues, y fui a dar por las
barrancas de la Residencia en donde vive cierto escocés amigo mío, que parece ha
hecho sociedad con Rosas en cuanto a querer dejarnos sin hombres en Buenos Aires:
él, llevando unos a Montevideo, y Rosas, mandando otros a otra parte. Pero mi
escocés dormía como si estuviese en sus montañas, esperando a que viniese a
describirle Walter Scott. Esa noche era de asueto para él. ¿Qué hacer entonces? Acudí
a la lógica: nadie se embarca sino por el río; es así que Eduardo va a embarcarse, luego
por la costa del río puedo encontrarlo; y después de este silogismo que envidiaría el
señor Garrigós, que es el más lógico de nuestros representantes, bajé la barranca y me
eché a andar por la costa del río.

-¡Y solo! -exclamó Florencia, empezando a palidecer.


-¡Vaya! Si no, me callo.

-No, no, siga usted -dijo la joven, esforzándose para sonreírse.

-Bien, pues; empecé a andar hacia el Retiro, y al cabo de algunas cuadras, cuando ya
me desesperaba la soledad y el silencio, percibí primero un ruido de armas, me fui en
esa dirección, y a pocos instantes conocí la voz del que buscaba. Después... después ya
se acabó el cuento -dijo Daniel, viendo que Amalia y Florencia estaban excesivamente
pálidas.

Eduardo se disponía a dar un nuevo giro a la conversación cuando al ruido que se


sintió en la puerta de la sala dieron vuelta todos y, a través del tabique de cristales que
separaba el gabinete, vieron entrar a las señoras Doña Agustina Rosas de Mansilla y
Doña María Josefa Ezcurra, cuyo coche no se había sentido rodar en el arenoso
camino, distraídos como estaban todos con la narración de Daniel.

Eduardo, pues, no tuvo tiempo de retirarse a las piezas interiores, como era su
costumbre cuando llegaba alguien que no era de las personas presentes.

Capítulo IX

El primero acto de un drama

De todos cuantos allí había, Amalia era la única que no conocía a Doña María Josefa
Ezcurra; pero cuando al pasar al salón vio de cerca aquella fisonomía estrecha, enjuta y
repulsiva; aquella frente angosta sobre cuyo cabello alborotado estaba un inmenso
moño punzó, armonizándose diabólicamente con el color de casi todo el traje de
aquella mujer, no pudo menos de sentir una impresión vaga de disgusto, un no sé qué
de desconfianza y temor que la hizo dar apenas la punta de sus dedos cuando la vieja
le extendió la mano. Pero cuando Agustina la dijo: «Tengo el gusto de presentar a
usted a la señora Doña María Josefa Ezcurra», un estremecimiento nervioso pasó
como un golpe eléctrico por la organización de Amalia, y sin saber por qué, sus ojos
buscaron los de Eduardo.
-¿No me esperaría usted con esta tarde tan mala? -prosiguió Agustina, dirigiéndose
a Amalia, mientras todos se sentaban en redor de la chimenea.

Pero fuera casual o intencionalmente, Doña María Josefa quedó sentada al lado de
Eduardo, dándole la derecha. Amalia se guardó bien de presentar a Eduardo. Todos los
demás se conocían desde mucho tiempo.

-En efecto, es una agradable sorpresa -contestó Amalia a la señora de Mansilla.

-Misia María Josefa se empeñó en que saliéramos; y como ella sabe cuán feliz soy
cuando vengo a esta casa, ella misma le dio orden al cochero de conducirnos aquí.

Daniel empezó a rascarse una oreja, mirando el fuego como sí él sólo absorbiese su
atención.

-Pero, vamos -prosiguió Agustina-, no somos nosotras solas las que se acuerdan de
usted; aquí está Madama Dupasquier, que hace más de un año que no me visita; aquí
está Florencia, que es una ingrata conmigo, y, por consiguiente, aquí está el señor
Bello. Además, aquí tengo el gusto de ver también al señor Belgrano, a quien hace
años no se le ve en ninguna parte -dijo Agustina, que conocía a toda la juventud de
Buenos Aires.

Doña María Josefa miraba a Eduardo de pies a cabeza.

-Es una casualidad; mis amigos me ven muy poco -respondió Amalia.

-Y si yo no veo a usted, Agustina, a lo menos no negará usted que mi hija hace mis
veces muy frecuentemente -dijo Madama Dupasquier.

-Desde el baile, no la he visto sino dos veces.


-Pero usted vive aquí tan perfectamente que casi es envidiable su soledad -dijo
Doña María Josefa, dirigiéndose a Amalia.

-Vivo pasablemente, señora.

-¡Oh, Barracas es un punto delicioso! -Prosiguió la vieja-, especialmente para la


salud -y señalando a Eduardo, dijo a Amalia:

-¿El señor se estará restableciendo?

Amalia se puso encendida.

-Señora, yo estoy perfectamente bueno -la contestó Eduardo.

-¡Ah, dispense usted! Como lo veía tan pálido.

-Es mi color natural.

-Además, como lo veía a usted sin divisa; y con esa corbata de una sola vuelta, en un
día tan frío, creí que vivía usted en esta casa.

-Mire usted, señora -se apresuró a decir Daniel para evitar una respuesta que por
fuerza, o había de ser una mentira, o una declaración demasiado franca, que convenía
evitar-: en esto de frío es según uno se acostumbra; los escoceses viven en un país de
hielo y andan desnudos hasta medio muslo.

-¡Cosas de gringos; pero como aquí estamos en Buenos Aires! -replicó Doña María
Josefa.
-Y en Buenos Aires donde este invierno es tan riguroso -agregó Madama
Dupasquier.

-¡Ha hecho usted poner chimenea, misia María Josefa? -preguntó Florencia que,
como todos, parecía empeñarse en distraerla de la idea que había tenido sobre
Eduardo, y que todos parecían adivinar.

-Demasiado tengo que hacer, hija, para ocuparme de esas cosas; cuando ya no haya
unitarios que nos den tanto trabajo, pensaremos un poco en nuestras comodidades.

-Pues yo no hago poner una chimenea en cada cuarto, porque Mansilla se resfría al
salir del lado del fuego -dijo Agustina.

-Demasiado calor ha de tener hoy Mansilla -continuó Doña María Josefa.

-¿Cómo? ¿Está enfermo el señor general? -preguntó Amalia.

-El nunca está sano -contestó Agustina-, pero hoy no lo he sentido quejarse.

-No, no tiene calor de enfermedad -repuso la vieja-, tiene calor de entusiasmo. ¿No
saben ustedes que hace tres días se está festejando la derrota de los inmundos
unitarios en Entre Ríos? Pues no hay un solo federal que no lo sepa.

-Precisamente hablábamos de eso cuando ustedes entraron -dijo Daniel-; ha sido


una terrible batalla.

-¡En que bien las han pagado!


-¡Oh, de eso yo le respondo a usted! -dijo Daniel.

-Y yo también -agregó Eduardo-; y si no hubiera sido que la noche era tan oscura...

-¿Cómo la noche? Si la batalla fue de día, señor Belgrano -observó Doña María
Josefa.

-Eso es; fue de día, pero quiso decir mi amigo que si no hubiera sido la noche no se
escapa ninguno.

-¡Ah!, por supuesto. ¿Y ha asistido usted a alguna de las fiestas, señor Belgrano?

-Hemos paseado juntos las calles admirando la embanderación -contestó Daniel,


que temblaba de que Eduardo hablase.

-¡Y qué lindas banderas hay! ¿De dónde sacarán tantas, señora? -dijo la picaruela de
Florencia, dirigiéndose a Doña María Josefa.

-Las compran, niña, o las hacen las buenas federales.

-Sí, pues yo soy muy buena federal, y me guardaré muy bien de emplear mis manos
en eso. Cuando Mansilla me lo pidió el año pasado, se las mandé pedir prestadas al
señor Mandeville, y desde entonces las tengo, y son las que uso: ni se las vuelvo más.
¿Y usted ha puesto, Amalia?

-No, Agustina, ¡esta casa está tan retirada!


-¡Bien hecho, hacen un ruido las malditas banderas! Y después de eso, los
muchachos: Eduardita casi se cayó hoy de la azotea por querer subir hasta una
bandera.

-¡Oh, esta casa no está tan lejos! -dijo Doña María Josefa.

-Pero como las del teatro, no hay ningunas; ¿ha ido usted al teatro, Doña María
Josefa?

-No, Florencita, yo no voy al teatro. Pero he sabido que ha habido mucho


entusiasmo; ¿ha estado usted, señor Belgrano?

-Pues mire usted, el día que yo vaya, por fuerza la voy a usted a buscar, y hemos de
ir, ¿no es verdad?

-No te incomodes, niña, yo no voy al teatro -contestó la vieja con un gesto de mal
humor al ver que nadie, y especialmente Florencia, la dejaba conversar con Eduardo.

-El teatro es el centro más a propósito para expresarse el entusiasmo de los pueblos
-dijo Daniel.

-Sí, pero con tanta gritería no dejan oír la música -agregó Agustina.

-Esa grita es la más bella música de nuestra santa causa -dijo Daniel con una cara la
más seria del mundo.

-Cabal, eso es hablar, -dijo la vieja.

-¿Florencia, por qué no toca usted el piano un momento?


-Ha tenido usted una buena idea, Amalia. Florencia, ve a tocar el piano.

-Bien, mamá. ¿Qué le gusta a usted, Doña Josefa?

-Cualquiera cosa.

-Pues bien, venga usted. Yo canto muy mal, pero por usted voy a cantar delante de
gente mi canción favorita, que es el Natalicio del Restaurador. Venga usted junto al
piano -y Florencia se puso de pie delante de Doña María Josefa, para dar más
expresión a su invitación.

-¡Pero, hija, si ya me cuesta tanto levantarme de donde me siento!

-¡Vaya que no es así! Venga usted.

-¡Qué niña ésta! -dijo la vieja con una sonrisa satánica-. Vaya; vamos pues; dispense
usted, señor Belgrano -y al decir estas palabras la vieja, fingiendo que buscaba un
apoyo para levantarse, afirmó su mano huesosa y descarnada sobre el muslo izquierdo
de Eduardo, haciendo sobre él tal fuerza con todo el peso de su cuerpo, que transido
de dolor hasta los huesos, porque la mano se había afirmado precisamente en lo mas
sensible de la profunda herida, Eduardo echó para atrás su cabeza, sin poder encerrar
entre sus labios esta exclamación:

-¡Ay, señora! -quedando en la silla casi desmayado, y pálido como un cadáver.

Daniel llevó su mano derecha a los ojos, y se cubrió el rostro.


Todos, a excepción de Agustina, comprendieron al momento que en la acción de
Doña María Josefa podía haber algo de premeditación siniestra, y todos quedaron
vacilantes y perplejos.

-¿Le he hecho a usted mal? Dispense usted, caballero. Si yo hubiera sabido que
tenía usted tan sensible el muslo izquierdo, le hubiera a usted pedido su brazo para
levantarme. ¡Lo que es ser vieja! Si hubiera sido una muchacha no le habría dolido a
usted tanto su muslo izquierdo. Dispense usted, buen mozo -dijo mirando a Eduardo
con una satisfacción imposible de ser definida por la pluma de un hombre; y fue luego
a sentarse junto al piano, donde ya estaba Florencia.

Por una reacción natural en su altiva organización, Amalia se despejó súbitamente


de todo temor, de toda contemporización con la época y las personas de Rosas que allí
estaban; levantóse, empapó su pañuelo en agua de Colonia; se lo dio a Eduardo que
empezaba a volver en sí del vértigo que había trastornádolo un momento; y separando
bruscamente la silla en que había estado sentada Doña María Josefa, tomó otra y
ocupó el lugar de aquélla al lado de su amado, sin cuidarse de que daba la espalda a la
cuñada y amiga del tirano.

Agustina nada había comprendido, y se entretenía en hablar con Madama


Dupasquier sobre cosas indiferentes y pueriles, como era su costumbre.

Florencia tocaba y cantaba algo sin saber lo que hacía. Doña María Josefa miraba a
Eduardo y a Amalia, y sonreía y meneaba la cabeza.

Daniel parado, dando la espalda a la chimenea, tenía en acción todas las facultades
de su alma.

-No es nada, ya pasó, no es nada -dijo Eduardo al oído de Amalia, cuando pudo
reanimarse un poco.
-¡Pero está endemoniada esta mujer! Desde que ha entrado no ha hecho otra cosa
que hacernos sufrir -le contestó Amalia, bañando con su mirada tan tierna y amorosa
la fisonomía de Eduardo.

-Muy bueno está el fuego -dijo Daniel alzando la voz, y mirando con algo de
severidad a Amalia.

-Excelente -dijo Madama Dupasquier-, pero...

-Pero, perdone usted, señora, los disfrutaremos solamente hasta las diez o las once
-la interrumpió Daniel, alcanzando que Madama Dupasquier iba a hablar de retirarse,
dirigiéndola al mismo tiempo una mirada que la inteligente porteña comprendió con
facilidad.

-Justamente, ésa es mi idea -repuso la señora-; es preciso que saboreemos bien el


gusto de esta visita, ya que tan pocas veces nos damos este placer.

-Gracias, señora -dijo Amalia.

-Tiene usted razón -agregó Agustina-, y yo también me estaría hasta esas horas, si
no tuviera que ir a otra parte.

-Es muy justo -dijo Amalia, cambiando con Madama Dupasquier una mirada bien
inteligente sobre la razón algo impertinente que acababa de dar Agustina.

-¿Qué tal, lo he hecho bien? -preguntó Florencia a Doña María Josefa, levantándose
del piano.

-¡Oh, muy bien! ¿Se le pasó a usted el dolor, señor Belgrano?


-Ya, sí, señora -respondió Amalia con prontitud y sin dar vuelta la cabeza para mirar
a Doña María Josefa.

-No me vaya usted a guardar rencor, ¿eh?

-Si no hay de qué, señora -dijo Eduardo, violentándose en dirigirle una palabra.

-Lo que prometo es no decir a nadie que tiene usted tan sensible el muslo izquierdo,
a lo menos a las muchachas, porque si lo saben todas van a querer pellizcarle ahí para
verlo desmayarse.

-¿Quiere usted sentarse, señora? -dijo Amalia girando la cabeza hacia Doña María
Josefa, sin alzar los ojos y señalando una silla que había en el extremo del círculo que
formaban en rededor de la chimenea.

-No, no -dijo Agustina-, ya nos vamos, tengo que hacer una visita y estar en mi casa
antes de las nueve de la noche.

Y la hermosa mujer del general Mansilla se levantó, ajustándose las cintas de su


gorra de terciopelo negro, que hacía resaltar la blancura y la belleza de su rostro.

En vano quiso Amalia violentarse; no pudo conseguir despejar su ánimo de la


prevención que la dominaba ya contra Doña María Josefa Ezcurra: aún no había
traslucido la maldad de sus acciones, pero le era bastante la grosería de la parte
ostensible de ellas para hacérsele repugnante su presencia; y jamás despedida alguna
fue hecha con más desabrimiento a esa mujer toda poderosa en aquel tiempo: Amalia
la dio a tocar apenas la punta de sus dedos, y ni la dio gracias por su visita, ni la ofreció
su casa.

Agustina no pudo ver nada de esto, entretenida en despedirse y mirarse


furtivamente en el grande espejo de la chimenea, tomando en seguida el brazo de
Daniel, que las condujo hasta el coche. Pero todavía desde la puerta de la sala, Doña
María Josefa volvió su cabeza, y dijo dirigiéndose a Eduardo:

-No me vaya a guardar rencor, ¿eh? Pero no se vaya a poner agua de Colonia en el
muslo, porque le ha de hacer mal.

El coche de Agustina había partido ya, y aún duraba en el salón de Amalia el silencio
que había sucedido a la salida de ella y de su compañera.

Amalia fue la primera que lo rompió, mirando a todos, y preguntando con una
verdadera admiración:

-Pero ¿qué especie de mujer es ésta?

-Es una mujer que se parece a ella misma -dijo Madama Dupasquier.

-¿Pero qué le hemos hecho? -preguntó Amalia-. ¿A qué ha venido a esta casa, si
debía ser para mortificar a cuantos en ella había, y esto cuando no me conoce, cuando
no conoce a Eduardo?

-¡Ah, prima mía! ¡Todo nuestro trabajo está perdido; esta mujer ha venido
intencionalmente a tu casa; ha debido tener alguna delación, alguna sospecha sobre
Eduardo, y desgraciadamente acaba de descubrirlo todo!

-Pero ¿qué, qué ha descubierto?

-Todo, Amalia; ¿crees que haya sido casual el oprimir el muslo izquierdo de
Eduardo?
-¡Ah! -exclamó Florencia-, ¡sí, sí, ella sabía de un herido en el muslo izquierdo!

Las señoras y Eduardo se miraron con asombro.

Daniel prosiguió tranquilo y con la misma gravedad:

-Cierto, esa era la única seña que ella tenía del escapado en los asesinatos del 4 de
mayo. Ella no ha podido venir a esta casa sin algún fin siniestro. Desde el momento de
llegar ha examinado a Eduardo de pies a cabeza; sólo a él se ha dirigido, y cuando ha
comprendido que todos le cortábamos la conversación, ha querido de un solo golpe
descubrir la verdad, y ha buscado el miembro herido para descubrir en la fisonomía de
Eduardo el resultado de la presión de su mano. Sólo el demonio ha podido inspirarla
tal idea, y ella va perfectísimamente convencida de que sólo habiendo oprimido una
herida mal cerrada aún, ha podido originar en Eduardo la impresión que le hizo, y que
ha devorado con placer.

-Pero ¿quién ha podido decírselo?

-No hablemos de eso, mi pobre Amalia. Yo tengo un perfecto conocimiento de lo


que acabo de decir, y sé que ahora estamos todos sobre el borde de un precipicio.
Entretanto, es necesaria una cosa en el momento.

-¿Qué? -exclamaron todas las señoras, que estaban pendientes de los labios de
Daniel.

-Que Eduardo deje esta casa inmediatamente y se venga conmigo.

-Oh, no -exclamó Eduardo levantándose, iluminados sus ojos por un relámpago de


altivez, y parándose al lado de su amigo junto a la chimenea.
-No -prosiguió-. Alcanzo ahora toda la malignidad de las acciones de esa mujer, pero
es por lo mismo que me creo descubierto, que debo permanecer en esta casa.

-Ni un minuto -le contestó Daniel con su aplomo habitual en las circunstancias
difíciles.

-¿Y ella, Daniel? -le replicó Eduardo nerviosamente.

-Ella no podrá salvarte.

-Sí, pero yo puedo libertarla de una ofensa.

-Con cuya liberación se perderían los dos.

-No; me perdería yo solo.

-De ella me encargo yo.

-¿Pero vendrían aquí? -preguntó Amalia toda inquieta, mirando a Daniel.

-Dentro de dos horas, dentro de una quizá.

-¡Ah, Dios mío! Sí, Eduardo, al momento váyase usted, yo se lo ruego -dijo Amalia
levantándose y aproximándose al joven; acción que instintivamente imitó Florencia.

-Sí, con nosotros, con nosotros se viene usted, Eduardo -dijo la bellísima y tierna
criatura.
-Mi casa es de usted, Eduardo, mi hija ha hablado por mí -agregó Madama
Dupasquier.

-¡Por Dios, señoras! No, no. Cuando no fuera más que el honor, él me ordena
permanecer al lado de Amalia.

-Yo no puedo asegurar -dijo Daniel- que ocurra alguna novedad esta noche, pero lo
temo, y para ese caso, Amalia no estará sola, porque dentro de una hora yo volveré a
estar a su lado.

-Pero Amalia puede venir con nosotros -dijo Florencia.

-No, ella debe quedar aquí, y yo con ella -replicó Daniel-; si pasamos la noche sin
ocurrencia alguna, mañana trabajaré yo, ya que hoy ha trabajado tanto la señora Doña
María Josefa. De todos modos no perdamos tiempo; toma, Eduardo, tu capa y tu
sombrero, y ven con nosotros.

-No.

-¡Eduardo! Es la primera cosa que pido a usted en este mundo; entréguese a la


dirección de Daniel por esta noche, y mañana... mañana nos volveremos a ver,
cualquiera que sea la suerte que nos depare Dios.

Los ojos de Amalia al pronunciar estas palabras, húmedos por el fluido de su


sensibilidad, tenían una expresión de ruego tan tierna, tan melancólica, que la energía
de Eduardo se dobló ante ella, y sus labios apenas modularon las palabras:

-Bien, iré.

Florencia batió las manos de alegría y atravesó corriendo el salón a tomar del
gabinete su sombrero y su chal, repitiendo al volver:
-A casa, a casa, Eduardo.

Daniel la miró encantado de la espontaneidad de su alma, y con una sonrisa llena de


cariño y dulzura, la dijo:

-No, ángel de bondad, ni a vuestra casa, ni a la de él. En todas ellas puede ser
buscado. Irá a otra parte; eso es de mi cuenta.

Florencia quedó triste.

-Pero bien -dijo Eduardo-, ¿dentro de una hora estarás al lado de Amalia?

-Sí, dentro de una hora.

-Amalia, es el primer sacrificio que hago por usted en mi vida, pero créame usted,
por la memoria de mi madre, que es el mayor que podría hacer yo sobre este mundo.

-¡Gracias, gracias, Eduardo! ¿Hay alguien que pudiera creer que en su corazón de
usted cabe el temor? Además, si se necesita un brazo para defenderme, usted no
puede poner en duda que Daniel sabría hacer sus veces.

Felizmente Florencia no escuchó estas palabras, pues había ido al gabinete a buscar
la capa de su madre.

Algunos minutos después, la puerta de la casa de Amalia estaba perfectamente


cerrada; y el viejo Pedro, a quien Daniel había dado algunas instrucciones antes de
partir, se paseaba desde el zaguán hasta el patio, estando perfectamente acomodadas
contra una de las paredes de éste la escopeta de dos tiros de Eduardo y una tercerola
de caballería, mientras a la cintura del viejo veterano de la independencia estaba un
hermoso puñal.

El criado de Eduardo, por su parte, estaba sentado en un umbral de las puertas al


patio, esperando las órdenes del soldado, quien, según las instrucciones de Daniel, no
debía abrir a nadie la puerta de la calle hasta su regreso.
Capítulo X

Una noche toledana

Por muy de prisa que anduviese Daniel, le era imposible volver a Barracas en el
término de. una hora, teniendo que ir en coche a dejar a la señora Dupasquier y su
hija; conducir a Eduardo, muy lejos de la calle de la Reconquista, y a pie para no poner
al cochero en el secreto de su refugio; volver a su casa, dar algunas órdenes a su
criado, hacer ensillar y volver a Barracas.

Así es que eran ya las nueve y media de la noche, es decir, hora y media después de
dejar a su prima, cuando descendía por la barranca de Balcarce reflexionando y
convenciéndose de que la visita de Doña María Josefa había sido el resultado de
alguna delación sobre aquello que por, tanto tiempo se había velado entre el misterio,
y que la vieja espía de su hermano político, había adquirido el convencimiento de la
verdad que le habrían revelado.

»En la pérdida de Eduardo está interesado Rosas, porque ha sido el primero que ha
burlado una resolución suya en esta época -se decía Daniel.

»Está interesado Cuitiño y por consiguiente la Mashorca, porque con la cabeza de


Eduardo dan una prueba de su celo que fue burlado por el valor de éste.

»Está interesada Doña María Josefa, por el espíritu endemoniado que anima sus
acciones, cuando se obstina en labrar el mal que le han evitado por algún tiempo.

»Para todos, pues, Eduardo es un delincuente puesto fuera de toda ley.

»Pero ese delincuente tiene sus cómplices.

»Esos cómplices son Amalia, los que rodean a Amalia, yo, quizá también la señora
Dupasquier y Florencia.
»¡Cómo conjurar, Dios mío, esta tormenta!» -exclamaba Daniel en lo interior de su
alma, inquieto y con miedo por la primera vez de su vida, al considerar en peligro los
seres más amados de su corazón.

Por un contraste original de la Naturaleza, los corazones de voluntad poderosa,


inconmovibles para los grandes arrojos en la lid de la política o de las armas, suelen ser
débiles en los inconvenientes de la vida íntima, tímidos hasta el afeminamiento en los
peligros que amenazan los seres ligados a su vida por los vínculos del amor o de la
amistad. Y Daniel, alma templada para arrostrar serena todos los azares de la vida
política en una época de revolución y de sangre, o la metralla de un campo de batalla,
sufría en aquel momento inquietud y temor por las personas cuya suerte o cuya
existencia peligraba.

-Pero, en fin, dejemos venir los acontecimientos y chispearé a sus golpes, porque si
ellos son de acero, yo soy de pedernal -dijo, y, como sacudiendo las impresiones
nuevas que lo asaltaban, dio riendas a su brioso corcel en dirección a la quinta; y en
medio de una de esas noches frías, nebulosas, en que las nubes parecen tener algo de
fatídico que impresiona al espíritu.

Pero al llegar al camino que viene de la Boca a Santa Lucía, vio doblar hacia la calle
Larga seis hombres que la enfilaron a todo el galope de sus caballos.

Un presentimiento secreto pareció anunciarle que aquellos hombres tenían algo de


relación con sus asuntos; y por una combinación de su pensamiento, vivo como la luz,
tiró la rienda a su caballo y los dejó pasar en el momento de enfrentarse a ellos. Pero
apenas se había adelantado cincuenta pasos, cuando volvió a tomar el galope,
llevándolos siempre a esa distancia.

Y era de verse y de admirar, en medio a la solitaria calle Larga, y bajo el manto


oscuro de la noche, de improviso alumbrada de vez en cuando por algún súbito
relámpago, aquel joven sin más garantía que sus pistolas, corriendo a disputar quizá
una víctima al poderoso asesino que la Federación tenía a su frente, y los federalistas
sobre su espalda.
-¡Ah!, no me engañé exclamó al ver a los seis jinetes sentar sus caballos a la puerta
de Amalia, desmontarse y dar fuertes golpes en ella, con el llamador, y con el cabo de
los rebenques.

Aún no habían tenido tiempo de repetir los golpes, cuando Daniel pasó por entre el
grupo de caballos, y con una voz entera y resuelta preguntó:

-¿Qué hay, señores?

-¿Qué hay? ¿Y quién es usted?

-Yo soy el que puede hacerles a ustedes esa pregunta. Ustedes vienen en comisión,
¿no es cierto?

-Sí, señor, en comisión -dijo uno de ellos acercándose a Daniel y mirándole de pies a
cabeza, en los momentos en que el joven bajó resueltamente de su caballo, y gritó con
una voz imperiosa:

-Pedro, abra usted.

Los seis hombres tenían rodeado a Daniel, sin saber qué hacer, esperando cada uno
que otro tomase la iniciativa.

La puerta abrióse en el acto, y separando a los dos que estaban contra ella, pasó
Daniel resueltamente, diciéndoles:

-Adelante, señores.
Todos entraron bruscamente tras él.

Daniel abrió la puerta de la sala y entró a ella.

Los seis hombres entraron también, arrastrando sus sables sobre la rica alfombra en
que hacían surcos con las rodajas de sus espuelas.

Amalia, parada junto a la mesa redonda, pálida al abrirse la puerta de la sala, quedó
de repente colorada como el carmín al ver acercarse a ella aquellos hombres con el
sombrero puesto, y puesto sobre su fisonomía el repugnante sello de la insolencia
plebeya. Pero una rápida mirada de Daniel la hizo comprender que debía guardar el
más profundo silencio.

El joven se quitó su poncho, lo tiró sobre una silla, y haciendo ostentación del
chaleco punzó que a esa época comenzaba a usarse entre los más entusiastas
federales, y la gran divisa que traía al pecho, dijo, dirigiéndose a los seis hombres, que
todavía no podían formar una idea completa de lo que debían hacer:

-¿Quién manda esta partida?

-Yo la mando -dijo uno de aquellos, acercándose a Daniel.

-¿Oficial?

-Ordenanza del comandante Cuitiño.

-¿Vienen ustedes a prender a un hombre en esta casa?

-Sí, señor; venimos a registrar la casa, y a llevarlo.


-Bien; lea usted -dijo Daniel al ordenanza de Cuitiño, sacando un papel de su bolsillo
y entregándoselo.

El soldado desdobló el papel, lo miró, vio por todos lados un sello que había en él, y
dándoselo a otro de los soldados, le dijo:

-Lee tú, que sabes.

El soldado se acercó a la lámpara, y deletreando sílaba por sílaba leyó al fin:

¡Viva la Federación!

¡Viva el Ilustre Restaurador de las Leyes!

¡Mueran los inmundos asquerosos unitarios!

¡Muera el pardejón Rivera y los inmundos franceses!

Sociedad Popular Restauradora

El portador Don Daniel Bello está al servicio de la Sociedad Popular Restauradora, y


todo lo que haga, debe ser en favor de la Santa Causa de la Federación, porque es uno
de sus mejores servidores.

Buenos Aires, junio 10 de 1840.

Julián González Salomón.

Presidente.

Boneo.

Secretario.

-Ahora -dijo Daniel, mirando a los soldados de Cuitiño, que estaban ya en la más
completa irresolución-, ¿qué hombre es el que buscan en esta casa, que es como si
fuera la mía, y en que no se han escondido nunca salvajes unitarios?
El ordenanza de Cuitiño iba a responder, cuando todos volvieron la cabeza al gran
ruido que hicieron cuatro o seis caballos que entraron de improviso al zaguán
enlosado, haciendo un ruido infernal con las herraduras sobre las losas, y con los
sables y espuelas de los jinetes que se desmontaron, y entraron en tropel a la sala.

Maquinalmente Amalia vino a ponerse al lado de Daniel, y la pequeña Luisa se


agarró del brazo de su señora.

-Vivo o muerto -gritó al entrar a la sala el que venía delante de todos.

-Ni vivo, ni muerto, comandante Cuitiño -dijo Daniel.

-¿Se ha escapado?

-No, los que se escapan, señor comandante -contestó Daniel-, son los unitarios que
no pudiendo mostrársenos de frente, están trabajando para enredarnos e
indisponernos a nosotros mismos. Con sus logias y con sus manejos que están
aprendiendo de los gringos, ya la casa de un federal no está segura; y al paso que
vamos, mañana han de avisar al Restaurador que en la casa del comandante Cuitiño, la
mejor espada de la Federación, se esconde también algún salvaje unitario. Esta es mi
casa, comandante; y esta señora es mi prima. Yo vivo aquí la mayor parte del tiempo, y
no necesito jurar para que se me crea que adonde estoy yo, no puede haber unitarios
escondidos. Pedro, lleve usted a todos esos señores, que registren la casa por donde
quieran.

-Ninguno se mueva de ahí -gritó Cuitiño a los soldados que se disponían a seguir a
Pedro-: la casa de un federal no se registra -continuó-; usted es tan buen federal como
yo, señor Don Daniel. Pero dígame, ¿cómo es que Doña María Josefa me ha engañado?

-¿Doña María Josefa? -dijo Daniel, fingiendo que no comprendía ni una palabra.
-Sí, Doña María Josefa.

-Pero ¿qué le ha dicho a usted, comandante?

-Me acaba de mandar decir que aquí estaba escondido el unitario que se nos escapó
aquella noche; que ella misma lo ha visto esta tarde, y que se llama Belgrano.

-¡Belgrano!

-Sí, Eduardo Belgrano.

-Es verdad, Eduardo Belgrano ha estado de visita esta tarde, porque suele visitar de
cuando en cuando a mi prima; pero ese mozo, a quien yo conozco mucho, lo he visto
en la ciudad sano y bueno durante todo este tiempo; y el de aquella noche no debió
quedar para andarse paseando muy contento -dijo Daniel con cierta sonrisa muy
significativa para Cuitiño.

-Y entonces, ¿cómo diablos es esto? ¿Pues qué, yo soy hombre para que se jueguen
conmigo?

-Son los unitarios, comandante, nos quieren enredar a los federales; y le han de
haber metido algún cuento a Doña María Josefa, porque las mujeres no los conocen
como nosotros que tenemos que estar lidiando con ellos todos los días. Pero no
importa, usted busque a ese mozo que vive en la calle del Cabildo, y si él es el unitario
de aquella noche, no le ha de faltar cómo conocerlo. Entretanto, yo he de ver a Doña
María Josefa y al mismo Don Juan Manuel, para saber si ya nos andamos registrando
las casas unos a otros.

-No, Don Daniel, no dé paso ninguno, si son los unitarios, como usted ha dicho -le
contestó Cuitiño, que creía a Daniel hombre de gran influencia en la casa de Rosas.
-¿Qué quiere tomar, comandante?

-Nada, Don Daniel. Lo que yo quiero es que esta señora no se quede enojada
conmigo, porque nosotros no sabíamos qué casa era ésta.

Amalia hizo apenas un ligero movimiento con la cabeza, porque estaba


completamente atónita, menos por la presencia de Cuitiño, que por el inaudito coraje
de Daniel.

-¿Entonces se retira, comandante?

-Sí, Don Daniel, y ni la contestación le voy a llevar a Doña María Josefa.

-Hace bien; son cosas de mujeres y nada más,

-Señora, muy buenas noches -dijo Cuitiño saludando a Amalia, y marchando con
toda su comitiva, acompañado de Daniel, a tomar sus caballos.
Capítulo XI

Continuación del anterior

Amalia permanecía parada aún junto a la mesa, cuando Daniel, después de haberse
retirado Cuitiño, entró a la sala, riéndose como un muchacho, dirigiéndose a su prima,
a quien abrazó con el cariño de un hermano.

-Perdóname, mi Amalia -la dijo-, son herejías políticas y morales que tengo que
cometer a cada paso en esta época de comedia universal, en que yo hago uno de sus
más extraordinarios papeles. ¡Pobre gente! Ellos tienen toda la fuerza del bruto, pero
yo tengo la inteligencia del hombre. Ahora ya están extraviados, mi Amalia; y sobre
todo ya están en anarquía; Cuitiño ya no le hará caso a Doña María Josefa sobre este
asunto, y la vieja vase a enojar con Cuitiño.

-¿Pero dónde está Eduardo?

-Perfectamente seguro.

-¿Pero van a ir a su casa?

-Por supuesto que irán.

-¿Tiene papeles?

-Ningunos.

-¿Pero tú y yo, cómo quedamos?

-Mal.
-¿Mal?

-Mal, malísimamente estamos ya desde esta tarde. Pero, ¿qué hemos de hacer, sino
esperar los sucesos y buscar en ellos mismos los medios de salvarnos de cualquier
peligro?

-¿Pero bien, cuando veré a Eduardo?

-Dentro de algunos días.

-¡De algunos días! Pero ¿no hemos quedado en que mañana nos volveríamos a ver?

-Sí, pero no habíamos quedado en que Cuitiño nos visitase esta noche.

-No importa, si él no viene aquí, yo quiero ir donde él esté.

-Despacio. Nada puedo prometerte ni negarte. Todo dependerá de los resultados


que tenga la visita del diablo que hemos tenido esta tarde. No creas que la vieja queda
satisfecha con lo que le ha sucedido a Cuitiño; al contrario, va a irritarse más e
incomodarnos a todos. Hay una cosa, sin embargo, que me tranquiliza.

-¿Cuál, Daniel?

-Que a estas horas tienen mucho en que pensar Rosas y todos sus amigos.

-¿Y qué hay? ¡Acaba, por Dios!


-Nada, una friolera, mi querida Amalia -dijo Daniel alisando los cabellos sobre la
frente de su prima, sentada al lado suyo, junto a la chimenea.

-¿Pero qué hay? Estás insufrible.

-Gracias.

-Lo mereces. Te estás riendo.

-Es que estoy contento.

-¿Contento?

-Sí.

-¿Y tienes valor de decírmelo?

-Sí.

-¿Pero contento de qué? ¿De que todos estemos sobre un volcán?

-No: estoy contento... Óyeme bien lo que voy a decirte.

-Te oigo.

-Bien; pero antes, Luisa, di al criado de Eduardo que ya que no está su amo, yo
tomaré por él una taza de té.
-Te lo repito, estás insufrible -dijo Amalia, después de haber salido Luisa.

-Ya lo sé; pero te decía que estaba contento, y quedé en explicarte el porqué, ¿no es
así?

-No sé -dijo Amalia con gesto de mal humor.

-Pues bien: estoy contento, primero porque Eduardo está escondido en una buena
casa; y segundo, porque Lavalle está a la vista y paciencia de todo el mundo en la
buena villa de San Pedro.

-¡Ya! exclamó Amalia radiantes sus ojos de alegría, y tomando entre las suyas la
mano de su primo.

-Sí, ya. Ya ha pisado la provincia de Buenos Aires el Ejército Libertador. Está a treinta
leguas solamente del tirano, y me parece que éste es un asunto bien importante para
no llamar la atención de nuestro Restaurador.

-¡Ah, pero vamos a estar libres entonces! -exclamó Amalia sacudiendo la mano de
su primo.

-¡Quién sabe, hija mía, quién sabe! Eso dependerá del modo como se opere.

-¡Oh, Dios mío! ¡Pensar que dentro de pocos días ya no hay peligros para Eduardo!
¿Es verdad, Daniel, que dentro de tres días puede estar Lavalle en Buenos Aires?

-No, no tan pronto. Pero puede estarlo dentro de ocho, dentro de seis. Pero puede
también no estarlo nunca, Amalia mía.
-¡Oh, no, por Dios!

-Sí, Amalia, sí. Si se aprovecha la impresión de este momento, y la ciudad es


invadida por cualquier punto de ella, Rosas no sale a la campaña a ponerse al frente de
las pocas fuerzas que lo sostienen. No, si la ciudad es atacada, Rosas se embarca y
huye. Pero si el general Lavalle se demora en operaciones en la campaña, entonces la
suerte puede serle adversa. ¿Quieres oír unos fragmentos de la orden de] ejército?

-Sí, sí -exclamó Amalia llena de entusiasmo.

Daniel sacó un papel de su cartera y leyó:

Cuartel general de San Pedro.

El ejército va a decidir en estos días la suerte de todos los pueblos de la República,


va a resolver el gran problema de la libertad de veinte pueblos, cuyas ansiosas miradas
se dirigen a las lanzas de sus bravos soldados.

El general en jefe exhorta a todos los jefes, oficiales y soldados del ejército, para
que se penetren de la importante y gloriosa misión que están llamados a cumplir en su
patria

Señores jefes, oficiales y soldados del Ejército Libertador, en estos días se va a


decidir la suerte de la República. Dentro de poco nos veremos bendecidos por
seiscientos mil argentinos, y cubiertos de gloria, o moriremos en los cadalsos del
tirano, o arrastraremos una vida infeliz en países extranjeros, mientras la rabia del
déspota se satisface con nuestros padres, esposas e hijos. Elegid, mis bravos
compañeros. Media hora de coraje es bastante para la gloria y felicidad de la
República.

En la próxima batalla el enemigo nos presentará probablemente un ejército


numeroso. Es preciso no sorprenderse. Si el general en jefe manda atacar, la victoria es
segura. Para ello es preciso que los libertadores desplieguen todo su coraje, que la
caballería cargue con ímpetu a estrellarse contra el enemigo, el cual no resistirá. Las
legiones que el general en jefe señale, es preciso que se reúnan luego que el enemigo
haya dado la espalda; las demás perseguirán.
El general en jefe tiene una gran confianza en su ejército.

Juan Lavalle.

-¡Sublime, sublime! -exclamó la entusiasta Amalia, luego que Daniel hubo acabado
de leer la orden del ejército.

-Sí, mi Amalia; yo he encontrado siempre que todas las proclamas y órdenes de


ejército se parecen mucho, y que son sublimes; pero lo que yo deseo ver siempre es la
sublimidad de las acciones: será sublime la empresa del general Lavalle si él viene a
estrellar sus escuadrones sobre las calles de Buenos Aires.

-Pero vendrá.

-Dios lo quiera.

-Y, dime, ¿cómo tienes, imprudente, este papel en tu bolsillo?

-Lo acabo de recibir en la misma casa donde he dejado a Eduardo.

-¿Pero qué casa es ésa?

-Oh, nada menos que la de un empleado.

-¡Dios mío! ¿En la casa de un empleado de Rosas has puesto a Eduardo?

-No, señora: en la casa de un empleado mío.

-¿Tuyo?
-Sí.. pero silencio... un caballo ha parado a la puerta... Pedro -gritó Daniel saliendo al
zaguán.

-¿Señor? -contestó el fiel veterano de la independencia.

-Hay gente en la puerta.

-¿Abro, señor?

-Sí, llaman ya: abra usted -y Daniel volvió a sentarse al lado de su prima.

Amalia empalideció.

Daniel, tranquilo, fiado en sí mismo como siempre, esperó la nueva ocurrencia que
parecía venir a complicar la situación de sus amigos y de él propio; porque a esas
horas, cerca ya de las doce de la noche, nadie podía venir a aquella casa, sino haciendo
relación a los sucesos que lo preocupaban,

El fiel Pedro entró a la sala con una carta en la mano.

-Un soldado trae esta carta para la señora -dijo.

-¿Viene solo? -preguntó Daniel.

-Solo.

-¿Ha mirado usted al fondo del camino?


-No hay nadie.

-Bien, vuelva usted y observe.

-Ábrela -dijo Amalia entregando la carta a su primo.

-¡Ah! -exclamó Daniel después de abrirla-. Mira, esta firma es de un gran personaje,
conocido tuyo.

-¡Mariño! -exclamó Amalia, poniéndose colorada como el carmín.

-Sí, Mariño; ¿debo leerla aún?

-Lee, lee.

Daniel leyó:

Señora:

Acabo de saber que se halla usted complicada en un asunto muy desagradable y


peligroso hasta cierto punto para su tranquilidad. Las autoridades tienen aviso que ha
ocultado usted en su casa, largo tiempo, a un enemigo del gobierno, perseguido por la
justicia.

Se sabe que esa persona ya no está en casa de usted; pero como es de suponer que
sepa usted su paradero, no tengo dificultad en creer que va usted a ser el objeto de
muy serios requerimientos de la autoridad.

En tan difícil situación, yo no dudo que tendrá usted necesidad de un amigo; y como
en mi posición yo tengo algunos amigos de valor, me apresuro a ofrecer a usted mis
servicios, en la entera confianza de que una vez que sean aceptados,; a no correrá
usted ningún peligro.
Para conseguir esto último, bastará que deposite usted en mí su confianza,
dignándose decirme a qué horas me concederá usted mañana el honor de pasar a
combinar con usted lo que debernos hacer en el caso presente. Advirtiendo a usted
que su carta, como mi visita y las que en adelante le hiciere, serán cubiertas por el
mayor misterio...

-¡Eh! ¡Basta, basta! -exclamó Amalia haciendo acción de arrebatar la carta.

-No, no, espera. Hay algo más. Daniel continuó:

Hace tiempo que motivos muy poderosos, que su talento habrá comprendido
quizá, me han hecho buscar, pero en vano, la ocasión que hoy se me presenta de
poder prestar a usted mis servicios con la más profunda sumisión y respeto, y con la
amistad con que saluda a usted su afmo. S. Q. B. S. P.

Nicolás Mariño.

-No hay más -dijo Daniel, mirando a su prima con la expresión más burlona que
puede estamparse en la fisonomía humana.

-¡Pero es lo que sobra para decir que ese hombre es un insolente! -exclamó Amalia.

-Así será. Pero como toda carta requiere una respuesta, será bueno saber qué se
contesta a este hombre.

-¿Qué se contesta? A ver, dame esa carta.

-No.

-Oh, dámela.
-¿Y bien, para qué?

-Para contestarle con los pedazos de ella.

-¡Bah!

-¡Oh, Dios mío, insultada también! ¡Pedirme cartas y visitas en secreto! -exclamó
Amalia cubriéndose los ojos con sus lindas manos.

Daniel se levantó, pasó al gabinete contiguo a la sala, y algunos minutos después


volvió al lado de Amalia y la dijo:

-Esto es lo que tenernos que hacer, oye:

Señor:

Autorizado por mi prima, la señora Doña Amalia Sáenz de Olavarrieta, para


responder a su carta, me complazco en decir a usted que todos sus temores relativos a
la seguridad de mi prima deben dejar de alarmarlo en adelante, porque ella está ajena
a todo cuanto se le atribuye; y perfectamente tranquila en la justicia de su Excelencia
el Señor Gobernador, a quien yo tendré el honor de hacer presente mañana todo
cuanto ha ocurrido esta noche, sin ocultarle cosa alguna, en el caso de que se lleve
adelante esta desagradable ocurrencia.

Con este motivo saluda a usted respetuosamente, etc.

-Pero esa carta...

-Esta carta lo dejará sin dormir el resto de esta noche, temblando de que vaya
mañana a parar a manos de Rosas; y para evitarlo, trabajará mañana porque no se
toque más este negocio. Y es de este modo que hago que nuestros propios enemigos
se conviertan en nuestros mejores servidores.
-Oh, bien, sí. Manda esa carta.

Daniel cerró el billete, y lo hizo llegar al soldado que esperaba a la puerta.

Media hora después, Daniel se recostaba sin desvestirse en el aposento de Eduardo;


y Amalia oraba de rodillas delante de su crucifijo de oro incrustado en ébano, y rogaba
al Dios de las bondades eternas por la seguridad de los que amaba y por la libertad de
su patria.
Capítulo XII

De cómo se leen cosas que no están escritas

En la mañana siguiente a la noche en que ocurrieron los sucesos que acaban de


conocerse, es decir, en la mañana del 6 de agosto, la casa del dictador estaba invadida
de una multitud de correos de la campaña que se sucedían sin interrupción.

A ninguno de ellos se le detenía en la oficina. El general Corvalán tenía orden de


hacer entrar a todos al despacho de Rosas. Y el edecán de Su Excelencia, con la faja a la
barriga, las charreteras a la espalda, y el espadín entre las piernas, iba y venía por el
gran patio de la casa, cayéndose de sueño y de cansancio.

La fisonomía del dictador, sombría, estaba como la noche lóbrega de su alma. El leía
los partes de sus autoridades de campaña, en que le anunciaban el desembarco del
general Lavalle, los hacendados que pasaban a encontrarlo con sus caballadas, etc., y
daba las órdenes que creía convenientes para la campaña, para su acampamento
general de Santos Lugares, y para la ciudad. Pero la desconfianza, esa víbora roedora
en el corazón de los tiranos, infiltraba la incertidumbre y el miedo en todas sus
disposiciones, en todos los minutos que rodaban sobre su vida.

Expedía una orden para que el general Pacheco se replegase al sur, y media hora
después hacía alcanzar al chasque, y volaba una orden contraria.

Ordenaba que Maza marchase con su batallón a reforzar a Pacheco; y diez minutos
después ordenaba que Maza se dispusiese a marchar con toda la artillería a Santos
Lugares.

Nombraba jefes de día para el comando interior de las fuerzas de la ciudad; y cada
nombramiento era borrado y sustituido veinte veces en el trascurso de un día, todo
era así.
Su pobre hija, que había pasado en vela toda la noche, se asomaba de cuando en
cuando al gabinete de su padre, a ver si adivinaba en su fisonomía algún suceso feliz
que lo despejase del mal humor que le dominaba después de tantas horas.

Viguá había asomado dos veces su deforme cabeza por la puerta del gabinete que
daba al cuarto contiguo al angosto pasadizo que cortaba el muro, a la derecha del
zaguán de la casa; y el bufón de Su Excelencia había conocido en la cara de los
escribientes que ese no era día de farsas con el amo; y se contentaba con estar
sentado en el suelo del pasadizo, comiéndose los granos de maíz que saltaban hasta él
del gran mortero en que la mulata cocinera del dictador machacaba el que había de
servir para la mazamorra; que era de vez en cuando uno de los manjares exquisitos
con que regalaba el voraz apetito de su amo.

Rosas escribía una carta, y los escribientes muchas otras, cuando entró Corvalán, y
dijo:

-¿Su Excelencia quiere recibir al señor Mandeville?

-Sí, que entre.

Un minuto después el ministro de Su Majestad Británica entró haciendo profundas


reverencias al dictador de Buenos Aires, que, sin cuidarse de responder a ellas, se
levantó y le dijo:

-Venga por acá -pasando del gabinete a su alcoba.

Sentóse Rosas en su cama, y Mandeville en una silla a su izquierda.

-¿La salud de Vuestra Excelencia está buena? -le preguntó el ministro.

-No estoy para salud, señor Mandeville.


-Sin embargo, es lo más importante -contestó el diplomático pasando la mano por la
felpa de su sombrero.

-No, señor Mandeville, lo más importante es que los gobiernos y sus ministros
cumplan lo que prometen.

-Sin duda.

-¿Sin duda? Pues su gobierno y usted, y usted y su gobierno, no han hecho sino
mentir y comprometer mi causa.

-¡Oh, Excelentísimo Señor, eso es muy fuerte!

-Eso es lo que usted merece, señor Mandeville.

-¿Yo?

-Sí, señor, usted. Hace año y medio que me está usted prometiendo, a nombre de
su gobierno, mediar o intervenir en esta maldita cuestión de los franceses. Y es su
gobierno, o usted, el que me ha engañado.

-Excelentísimo Señor, yo he mostrado a Vuestra Excelencia los oficios originales de


mi gobierno.

-Entonces será su gobierno el que ha mentido. Lo cierto es que ustedes no han


hecho un diablo por mi causa; y que por culpa de los franceses hoy está Lavalle a
veinte leguas de aquí, y toda la república en armas contra mi gobierno.
-¡Oh, es inaudita la conducta de los franceses!

-No sea usted zonzo. Los franceses hacen lo que deben, porque están en guerra
conmigo. Son ustedes los ingleses los que me han hecho traición. ¿Para qué son
enemigos de los franceses? ¿Para qué tienen tanto barco y tanta plata, si cuando llega
el caso de proteger un amigo, les tienen miedo?

-Miedo no, Excelentísimo Señor; es que la conveniencia de la paz europea, los


principios del equilibrio continental...

-¡Qué equilibrio, ni qué diablos! Usted y sus paisanos pierden a menudo el equilibrio
y nadie les dice nada. Traición y nada más que traición, porque todos son unos, o quizá
porque usted y todos sus paisanos son también unitarios como los franceses.

-Eso no, eso no, Excelentísimo Señor. Yo soy un leal amigo de Vuecelencia y de su
causa. Y la prueba de ello la tiene Vuecelencia en mi conducta.

-¿En qué conducta, señor Mandeville?

-En mi conducta de ahora mismo.

-¿Y qué hay ahora mismo?

-Ahora mismo estoy acá para ofrecer a Vuecelencia mis servicios personales en
cuanto quisiera ocuparme.

-¿Y qué haría usted si llegase el caso en que yo me viese perdido?


-Haría desembarcar fuerzas de los buques de Su Majestad para venir a proteger la
persona de Vuecelencia y su familia.

-¡Bah! ¿Y usted cree que los treinta o cuarenta ingleses que bajasen habrían de ser
respetados por el pueblo si se levantase contra mí?

-Pero si no fueran respetados, las consecuencias serían terribles.

-¡Sí! ¡Y a mí me habría de importar mucho que los ingleses bombardeasen la ciudad


después que me hubiesen fusilado! Así no se protegen los amigos, señor Mandeville.

-Sin embargo...

-Sin embargo, si yo fuera ministro inglés, si fuera Mandeville, y usted Juan Manuel
Rosas, lo que yo haría sería tener una ballenera a todas horas a la orilla del bajo de la
casa en que viviera, para cuando mi amigo Rosas llegase a ella, poder embarcarlo con
facilidad.

-Oh, bien, bien, así lo haré.

-No, si yo no le digo que lo haga. Yo no necesito a ustedes para nada. Yo digo lo que
haría en lugar de usted.

-Bien, Excelentísimo Señor. Los amigos de Vuecelencia velarán por su seguridad,


mientras el genio y el valor de Vuecelencia velan por los destinos de este hermoso
país, y de la causa tan justa que sostiene. ¿Vuecelencia ha tenido noticias de las
provincias del interior?

-¿Y qué me importan las provincias, señor Mandeville?


-Sin embargo, los sucesos en ellas...

-Los sucesos en ellas no me importan un diablo. ¿Usted cree que si yo venzo a


Lavalle y lo echo derrotado a las provincias, tengo mucho que temer de los unitarios
que se han levantado allá?

-Que temer, no; ¡pero la prolongación de la guerra!

-Es lo que me daría el triunfo, señor Mandeville; contra mi sistema no hay más
peligros que los inmediatos a mi persona; pero los que están lejanos y duran mucho,
ésos me hacen bien, lejos de hacerme mal.

-Vuecelencia es un genio.

-A lo menos valgo más que los diplomáticos de Europa. ¡Pobre de la Federación si


hubiera de ser defendida por hombres como ustedes! ¿Usted sabe por qué a los
unitarios se los llevó el diablo?

-Creo que sí, Excelentísimo Señor.

-No, señor, no sabe.

-Puede que esté equivocado.

-Sí, señor, lo está. Se los llevó el diablo porque se habían hecho franceses e ingleses.

-¡Ah, las guerras locales!


-Las guerras nuestras, diga usted.

-Pues, las guerras americanas.

-No, las guerras argentinas.

-Pues, las guerras argentinas.

-Esas requieren hombres como yo.

-Indudablemente.

-Si yo venzo a Lavalle aquí, me río de todo el resto de la república.

-¿Vuestra Excelencia sabe que el general Paz ha marchado para Corrientes?

-¿No ve? ¿No ve si son zonzos los unitarios?

-Cierto, el general Paz no hará nada.

-No, no es que no hará nada. Puede hacer mucho. Son zonzos por otra cosa. Son
zonzos porque uno se va por un lado, otro se va por otro, y están todos divididos y
peleados, en vez de juntarse todos y venírseme encima como lo ha hecho Lavalle.

-Es la providencia, Excelentísimo Señor.

-O el diablo. Pero usted quiso decirme algo de las provincias.


-Es verdad, Excelentísimo Señor.

-¿Y qué hay?

-Vuestra Excelencia no puede perder su tiempo en esas cosas.

-¿Pero en qué cosas, señor Mandeville?

-¿Vuestra Excelencia no ha tenido noticias de La Madrid, ni de Brizuela?

-Son viejas las que tengo.

-Yo he recibido algunas por Montevideo.

-¿Cuándo?

-Anoche.

-¿Y viene usted a las doce del día a decírmelo?

-No, señor. Son las diez.

-Bueno, las diez.


-Yo siempre soy perezoso para lo que no dice relación con la prosperidad de Vuestra
Excelencia.

-Luego, ¿son malas las noticias?

-Exageraciones de los unitarios.

-¿Y qué hay? Acabe usted -dijo Rosas con una inquietud malísimamente disimulada
en su semblante.

-En mi correspondencia particular se me dice lo siguiente -dijo Mandeville sacando


unos papeles de su bolsillo-. Pero antes, ¿quiere Vuestra Excelencia que lea? -agregó.

-Lea, lea.

El señor Mandeville leyó:

A principios de julio el general La Madrid pisó el territorio de Córdoba.

Una carta datada el 9 de julio, en Córdoba, da el siguiente resumen de las


operaciones del ejército de los unitarios:

Madrid viene a la cabeza de tres mil quinientos hombres y diez piezas de artillería.

El coronel Acha a la cabeza de nueve cientos catamarqueños ha campado en la


Loma Blanca, estancia del finado Reynafé, limítrofe con Catamarca.

El coronel Casanova se ha alzado con las milicias de Río Seco y el Chañar.

El coronel Sosa, con los coraceros de Santa Catalina, ha hecho igual movimiento.

-Hasta aquí lo que hay en la carta relativo a las provincias.


-No es poco. Pero están muy lejos -contestó Rosas, a quien en efecto los sucesos de
las provincias inquietaban poco, por cuanto tenía a sus puertas un peligro mayor en
esos momentos.

-¡Oh, muy lejos! -contestó el señor Mandeville.

-¿Y qué más le escriben a usted?

-Me adjuntan esta proclama de Brizuela.

-A ver, léala.

¡Dios y libertad!

El Gobernador y Capitán General de la Provincia de la Rioja, Brigadier D. T. Brizuela, a


sus compatriotas.

¡Hermanos y compatriotas! Las heroicas provincias de Tucumán, Salta, Jujuy y


Catamarca, irritadas con la presencia de los males que el tirano de Buenos Aires hace
pesar sobre la república entera, y queriendo preservarla para siempre de las perfidias y
asechanzas de aquél, han levantado su tremenda voz, y dicho: ¡Viva la libertad
argentina! ¡Muera el usurpador Rosas! Este grito tan análogo al corazón de los riojanos
fue la chispa eléctrica que los inflamó, y el 5 del corriente mes de América, por el
órgano de sus R. R. respondieron y han jurado no permitir que los malvados osen
poner su inmunda planta sobre el altar santo de la patria.

¡Compatriotas! El usurpador D. J. M. Rosas, allá en el sangriento laboratorio de una


alma depravada, tenía decretado el exterminio de la república: todas las provincias
debían ser convertidas en hordas de salvajes habitantes del desierto. Los campeones
de la libertad: los que dieron patria a tantos pueblos con su espada y su saber: los que
hicieron clásica la tierra del sol, presentarían un espectáculo admirable al mundo viejo,
por la perfidia del tirano Rosas quedarían errantes y sin término; y donde sobran
recursos a las fieras y a las aves de rapiña, nuestros valientes, sus esposas y sus hijos,
no encontrarían un solo árbol que los consolase con su sombra. Entretanto, volved la
vista hacia el tirano: él ríe cuando la naturaleza y la humanidad lloran a su lado. Él
duerme tranquilo cuando la injusticia y el puñal alevoso le hacen la centinela; él por fin
se divierte y entretiene creando escarapelas y divisas de la sangre misma que hace
verter. Esta pintura es horrible pero exacta.

¡Paisanos! No permitamos que el sol de América, su Dios en otro tiempo, desde su


alto cenit nos diga: «dejad esa tierra que no debéis pisar, no merecéis que os alumbre:
los sepulcros que ha más de trescientos años abristeis son más dignos que vosotros de
mi claridad y esplendor». Amigos: no, no es posible; hagamos por no merecer tan
humillante como justa reconvención; principiemos por ser libres, abramos las puertas
a todos los desgraciados, enjuguemos las lágrimas de tantas madres y esposas
abandonadas a la orfandad y miseria, consolémoslas en su amargo llanto; pero
enristremos nuestras lanzas contra los desnaturalizados que intentan sofocar en
nuestro corazón tan dulce sentimiento. No confiemos más la suerte de nuestra patria a
los caprichos y venganzas de un hombre solo; carguemos sobre nuestros propios
hombros el peso grave de nuestros destinos. Nos falta mucho, es verdad, pero sabed
que la sinceridad y la buena fe son preferibles a las letras dolosas y a la filosofía
armada: premunidos con aquellas cualidades, arrojémonos a plantar el árbol santo de
la libertad, garantizada por una constitución, ante la cual el grande, el pequeño, el
fuerte, el débil, queden asegurados en sus derechos y propiedades.

Tales son los votos que animan a vuestro compatriota y amigo.

Tomás Brizuela.

Está conforme -Ersilvengoa.

-¡Bah, palabras bonitas de los unitarios!

-¡Oh, nada más! -contestó el dócil ministro de la Gran Bretaña.

-¿Sabe algo más?

-La anarquía entre Rivera y los emigrados argentinos; entre Rivera y Lavalle; entre
los amigos del gobierno delegado y Rivera, y entre todo el género humano continúa
haciendo prodigios en la república vecina.

-Ya lo sé, ¿y de Europa?


-¿De Europa?

-Sí, no hablo en griego.

-Creo, Excelentísimo Señor, que la cuestión de Oriente se ha complicado más, y que


las oficiosidades del gobierno de mi Soberana darán una pronta y feliz solución a la
injusta cuestión promovida por los franceses al gobierno de Vuecelencia.

-Eso mismo me decía usted hace un año.

-Pero ahora tengo datos positivos.

-Los de siempre.

-La cuestión de Oriente...

-No me hable más de eso, señor Mandeville.

-Bien, Excelentísimo Señor.

-Que se los lleve el diablo a todos, es lo que yo deseo.

-Los negocios están muy gravemente complicados.

-Sí, está bueno, ¿y no sabe más?

-Por ahora nada más, Excelentísimo Señor. Espero el paquete.


-Entonces usted me dispensará porque tengo que hacer -dijo Rosas levantándose.

-Ni un minuto quiero que pierda Vuecelencia su precioso tiempo.

-Sí, señor Mandeville, tengo mucho que hacer, porque mis amigos no me saben
ayudar en nada.

Y Rosas salió del cuarto llevando en pos de sí al señor Mandeville, más débil y
sumiso y humillado que el último lacayo de la Federación de entonces.

Más por un efecto de distracción que por civilidad, Rosas acompañó al ministro
hasta la puerta de su antegabinete, que daba al pasadizo, en cuya salida encontraron a
Manuela dando órdenes a la mulata cocinera, que continuaba en su faena del maíz.

Se deshacía Mandeville en cortesías y cumplimientos a la hija del Restaurador,


cuando Rosas, por una de esas súbitas inspiraciones de su carácter, mitad tigre y mitad
zorro, mitad trágico y mitad cómico, con los ojos y con las manos hacía violentas señas
a su hija, que con trabajo pudo al fin comprender la pantomima de su padre.

Pero la perplejidad quedó pintada en el semblante de la joven cuando comprendió


lo que se le ordenaba hacer; no sabiendo, ni lo que contestaba al señor Mandeville, ni
si debía o no ejecutar la voluntad de su padre. Una mirada de él, sin embargo, amilanó
el espíritu domeñado de Manuela, y esta primera víctima de su padre tomó de manos
de la mulata la maza con que machacaba el maíz, y, enrojecido su semblante y
trémulas sus manos, continuó en el mortero la operación de la criada.

-¿Usted sabe para qué es ese maíz que pisa mi hija, señor Mandeville?

-No, Excelentísimo Señor -respondió el ministro paseando sus ojos alternativamente


de Manuela a su padre, y de la cocinera a Viguá, sentado al pie del mortero.
-Eso es para hacer mazamorra -dijo Rosas.

-¡Ah!

-¿Usted no ha comido mazamorra?

-No, Excelentísimo Señor.

-Pero esta muchacha no tiene fuerzas. Toda la mañana se la ha llevado en eso, y el


maíz todavía está entero. Mírela, ya no puede de cansada. ¡Vaya!, levántese Su
Reverencia, padre Viguá, y ayude un poco a Manuela, porque el señor Mandeville
tiene las manos muy delicadas, y es ministro.

-¡Oh, no, Señor Gobernador! Yo ayudaré con mucho gusto a la señorita Manuelita -
dijo Mandeville acercándose al mortero y tomando la maza de manos de Manuela, que
a una seña de su padre se la entregó sin vacilar, comprendiendo entonces la idea que
había tenido, y sonriendo de ella.

El ministro de Su Majestad Británica caballero Mandeville se dobló los puños de


batista de su camisa, y empezó a machacar el maíz a grandes golpes.

-Así; nadie diría que es inglés, sino criollo; así se pisa, ¿ves Manuela? Aprende -decía
Rosas, saltándole el alma y la risa en el cuerpo.

-¡Oh, es una ocupación muy fuerte para una señorita! exclamó el señor Mandeville,
siempre machacando y haciendo saltar una lluvia de fragmentos de maíz sobre el
padre Viguá, que se los devoraba con mucho gusto.
-Más fuerte, señor Mandeville, más fuerte. Si el maíz no se quiebra bien, la
mazamorra sale muy dura.

Y el ministro plenipotenciario y enviado extraordinario de Su Majestad la Reina del


Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda continuaba machacando el maíz para la
mazamorra del dictador argentino.

-¡Tatita!

Rosas le tiró del vestido a su hija para que se callase y prosiguió:

-Si se cansa, deje, no más.

-¡Oh, no, Señor Gobernador, no! -le contestó Mandeville dando cada vez más
fuerte, y empezando a sudar por todos sus poros.

-¿A ver? Espérese un poquito -dijo Rosas acercándose al mortero y revolviendo los
granos con su mano-. Ya está bueno -prosiguió después de examinar el maíz-, esto es
saber hacer las cosas.

Y a tiempo de concluir esas palabras, Doña María Josefa Ezcurra apareció en la


escena.

-¿Le parece bien a Vuecelencia? -preguntó Mandeville desdoblándose sus puñitos


de batista, después de haber saludado a la recién venida.

-Muy bueno está, señor ministro. Manuela, acompaña al señor Mandeville, o llévalo
a la sala si quiere. Conque, hasta siempre, mi amigo. Estoy muy ocupado, como usted
sabe, pero yo siempre soy su amigo.
-Tengo mucho honor en creerlo así, Excelentísimo Señor, y yo no olvidaré lo que
Vuecelencia haría en mi lugar si yo estuviera en lugar de Vuecelencia -dijo el ministro
marcando sus palabras para recordar a Rosas que tenía presente su proyecto de la
ballenera,

-Haga usted lo que quiera. Buenos días.

Y Rosas se volvió a su gabinete acompañado de su cuñada, mientras el señor


Mandeville daba el brazo a Manuela y pasaba con ella al gran salón de la casa.

-Buenas noticias -le dijo Doña María Josefa al entrar.

-¿De quién?

-De aquella ánima que se nos había escapado el 4 de mayo.

-¿Lo han agarrado? -preguntó Rosas resplandeciéndole los ojos.

-No.

-¿No?

-Pero la agarraremos. Cuitiño es un bruto.

-¿Pero dónde está? -A sentarnos primero -dijo la vieja.

-A sentarnos primero -dijo la vieja, pasando con Rosas del gabinete a la alcoba.
Capítulo XIII

Cómo sacamos en limpio que Don Cándido Rodríguez se parecía a Don Juan Manuel
Rosas

En esa misma mañana en que su señoría el señor ministro plenipotenciario de Su


Majestad Británica machacaba el maíz para la mazamorra de Rosas, nuestro antiguo
amigo Don Cándido Rodríguez se paseaba en el largo zaguán de su casa, cerca de la
Plaza Nueva, metido entre su sobretodo color pasa que lo había acompañado en sus
sustos del año de 1820; con un gorro blanco metido hasta las orejas; dos grandes hojas
de naranjo pegadas con sebo en las sienes; unos viejos zapatos de paño que te servían
de pantuflas, y las manos en los bolsillos del sobretodo.

Lo irregular de su paso, las ojeras que bordaban sus párpados, y las gesticulaciones
repentinas en su fisonomía, daban a entender que había pasado mala noche, y que se
hallaba en momentos de un diálogo elocuente consigo mismo.

Dos golpes dados a la puerta lo pararon súbitamente en sus paseos.

Se acercó a ella, miró por la boca llave antes de preguntar quién era, y no viendo
sino el pecho de una persona, se atrevió a interrogar con una voz notablemente
trémula.

-¿Quién es?

-Soy yo, mi querido maestro.

-¿Daniel?

-Sí, Daniel; abra usted.


-¿Que abra?

-Sí, con todos los santos del cielo, eso es lo que he dicho.

-¿Eres tú, en efecto, Daniel?

-Creo que sí, hágame usted el favor de abrir y me verá.

-Oye: pon tu cara en línea recta, horizontal con el ojo de la llave, pero separado a
una tercia o media vara de él, para que yo pueda dirigir mi visual y conocerte.

Daniel tuvo intención de dar una patada en la puerta y hacer saltar el picaporte,
pero no pasó de intención y tuvo que hacer lo que su intransigible maestro le
ordenaba.

-¡Ah, eres tú, en efecto! -dijo Don Cándido, y abrió la puerta.

-Sí, señor, yo soy; yo, que tengo demasiada paciencia con usted.

-Espera, detente, Daniel, no sigas más adelante -exclamó Don Cándido tomando la
mano a su discípulo.

-¿Qué diablos significa esto, señor Don Cándido? ¿Por qué no puedo seguir más
adelante?

-Porque quiero que entres aquí a este cuarto de Nicolasa -respondió Don Cándido
señalando la puerta de una habitación que daba al zaguán.
-Ante todas cosas, ¿ha sucedido algo?

-Nada, pero ven al cuarto de Nicolasa.

-¿Es usted el que va a hablarme ahí?

-Yo, yo mismo,

-Malo.

-Cosas muy serias.

-Peor.

-Ven, Daniel.

-Con una condición.

-Impón, ordena.

-Que la conversación no pasará de dos o tres minutos.

-Ven, Daniel.

-¿Acepta usted?
-Acepto, ven.

-Vamos allá.

Y Daniel, llevado por la mano de su antiguo maestro, entró al cuarto de la


provinciana sirvienta de él, y sentóse sobre una vieja silla de vaqueta.

Don Cándido se paró a su lado y extendiendo el brazo le dijo:

-Tómame el pulso, Daniel.

-¿Yo? ¿Y qué diablo quiere usted que haga yo con su pulso?

-Ver la fiebre que me devora, que me consume, que me abrasa desde anoche. ¿Qué
quieres hacer de mí, Daniel? ¿Qué hombre es éste que has metido en mi casa?

-¡Ahora salimos con ésas! ¿No lo conoce usted ya?

-Lo conocí de niño, como te conocí a ti y a tantos otros, cuando era infante, tierno, e
inocente como todos los niños. ¿Pero sé yo acaso cuál es su vida actual, cuáles sus
opiniones, cuáles sus compromisos? ¿Puedo creer que es un inocente cuando me lo
traes entre el lóbrego misterio de la noche, y cuando me ordenas que nadie lo vea y
que a nadie hable de este asunto? ¿Puedo creer que es un amigo del gobierno cuando
lo veo sin una sola de las divisas federales, y con una corbata blanca y celeste? ¿No
debo deducir de todo esto, por una lógica concluyente, que aquí hay alguna intriga
política, alguna conspiración, algún complot, alguna revolución en que yo estoy
tomando parte sin saberlo y sin quererlo; yo, un hombre pacífico, tranquilo y
sosegado; yo, que por mi grave y circunspecta posición actual como secretario de Su
Excelencia el señor ministro Arana, que es un hombre excelente como su señora y toda
su respetabilísima familia y hasta sus criados, debo ser por fuerza, por necesidad,
circunspecto y leal a mis deberes oficiales? ¿Te parece?...

-Me parece que usted ha perdido el juicio, señor Don Cándido, y como yo no quiero
perder el mío, ni perder mi tiempo, bueno será que demos por concluida nuestra
conferencia, y me permita usted pasar a ver a Eduardo.

-¿Pero hasta cuándo va a estar en mi casa?

-Hasta que Dios quiera.

-Pero eso no puede ser.

-Eso será, sin embargo.

-¡Daniel!

-Señor Don Cándido, mi distinguido maestro, recapitulemos en dos palabras la


posición de todos.

-Sí, recapitulemos.

-Oigame usted: para escudarse de los peligros que la Federación le pudiera hacer
correr a usted en la época actual, lo he colocado de secretario privado del señor Arana,
¿no es cierto?

-Exactamente.
-Bien, pues; el señor Arana y todos sus secretarios, es muy probable que sean
colgados de un día a otro, no por orden de las autoridades, sino por orden del pueblo
que puede levantarse contras Rosas de un momento a otro.

-¡Oh! -exclamó Don Cándido, abriendo tamaños ojos.

-Colgados, sí, señor -repitió Daniel.

-¿Los secretarios también?

-También.

-¿Sin ser por equivocación?

-Sin ser por equivocación.

-¡Es espantoso!

-Los secretarios junto con el ministro.

-De manera que si dejo mi empleo de secretario, la Mashorca me degüella; y si no lo


dejo, el pueblo me ahorca; y todavía, en cualquiera de los dos casos, me puede
suceder una desgracia por equivocación.

-Exactamente, eso sí es lógica.

-¡Lógica de los infiernos, Daniel; lógica que me va a costar la vida, por tu causa!
-No, señor, no le costará a usted nada, si usted hace cuanto yo quiero.

-¿Y qué he de hacer? Habla.

-Voy a ponerle a usted el dilema en otro sentido: estamos en el momento de crisis;


en ella, o Rosas ha de triunfar de Lavalle, o Lavalle de Rosas, ¿no es así?

-Cierto, así es.

-Bien, pues: en el primer caso, usted tiene en Don Felipe Arana un apoyo para
continuar en su próspera fortuna; y en el segundo, usted tiene en Eduardo la mejor
tijera para cortar la soga del pueblo.

-¿En Eduardo?

-Sí, y no hay más que hablar sobre esto, ni repetirlo.

-De modo que...

-De modo que usted tiene que guardar a Eduardo en su casa hasta que yo
determine.

-Pero...

-Otro hombre menos generoso que yo compraría el secreto de usted, diciéndole:


Señor Don Cándido, muy buena está la orden del ejército de Lavalle que me ha dado
usted anoche copiada de su puño y letra, y a la menor indiscreción suya, ese
documento irá a manos de Rosas, señor Don Cándido...
-¡Basta, basta, Daniel!

-Bien, basta. ¿Entonces estamos de acuerdo?

-De acuerdo. ¡Oh, Dios mío, yo estoy como Rosas; soy igual a él en organización,
está visto! -exclamó Don Cándido paseándose precipitadamente por el cuarto de
Nicolasa, y apretándose contra las sienes los parches de naranjo.

-¿Que usted es igual a Rosas en organización?

-Sí, Daniel, idéntico.

-¡Diablo! ¿Me hace usted el favor de explicarme eso, señor Don Cándido? Porque si
es así, entre Eduardo y yo podríamos hacer ahora mismo un gran servicio a la
humanidad.

-Sí, Daniel, igual, igual -dijo Don Cándido, sin comprender la burla de Daniel.

-¿Pero igual en qué?

-En que tengo miedo, Daniel; miedo de cuanto me rodea.

-¡Hola! ¿Y usted sabe que el Señor Gobernador tiene miedo?

-Sí, lo sé. Ayer a la oración, mientras yo escribía, es decir, mientras sacaba copias de
los documentos que te enseñé más tarde; porque siguiendo tus órdenes, saco siempre
una copia de más, el señor ministro conversaba muy quedito con el señor Garrigós, y
¿sabes lo que le decía?
-Si usted no me lo dice, no creo que podré adivinarlo.

-Le decía que el Señor Gobernador había hecho poner a bordo de la Acteon cuatro
cajones de onzas; y que estaba viendo el momento en que Su Excelencia se embarcaba
porque tiene miedo de la situación que le rodea.

-¡Hola!

-Esas son las palabras textuales del señor ministro.

-¡Diablo!

-Y eso es lo mismo que siento yo: miedo de la situación que me rodea.

-¿También, eh?

-También, sí. Y es por eso que he dicho que me parezco a Su Excelencia, porque es
muy explicativo, muy elocuente, muy terminante, el que en unos mismos momentos él
y yo sintamos unas mismas impresiones.

-Cierto -dijo Daniel pensando en las palabras de Don Cándido.

-Y ese fenómeno no tendría lugar si él y yo no tuviésemos organizaciones idénticas,


iguales, igualmente impresionables.

-¿Conque cuatro cajones de onzas, a bordo de la Acteon?

-Cuatro cajones.
-¿Y que tiene miedo?

-Miedo, eso fue lo que dijo.

-¿Y el señor Arana, no dijo alguna cosa relativa a él?

-Claro está que dijo, porque el señor ministro tiene una lógica tan concluyente como
la mía: «Es preciso que pensemos también en nosotros, amigo mío -le dijo a Garrigós-.
Nosotros no hemos hecho mal a nadie; al contrario, hemos hecho todo el bien que
hemos podido; pero será bueno que tratemos de embarcarnos inmediatamente que el
Señor Gobernador lo haga.» Y esto es lógico, Daniel; así como yo digo, que si siento
que el ministro se embarca, me embarco yo, aunque sea por el Riachuelo, y para ir a la
isla de Casajema.

-¿Y Garrigós dijo algo?

-Fue de distinta opinión.

-¿Opinaba el quedarse?

-No: trató de demostrar a Don Felipe, al señor ministro quise decir, que lo más
prudente era no esperar a que el gobernador se embarcase, en el caso que la situación
se fuera haciendo más peligrosa. Pero a lo último continuaron hablando tan despacio
que no pude oír más.

-Sin embargo, es preciso que otra vez tenga usted los oídos más abiertos.

-¿Estás incomodado, mi querido y estimado Daniel?


-No, señor, no. Pero así como yo lleno a usted de garantías presentes y futuras,
quiero de usted circunspección y servicios activos.

-Cuanto yo pueda, Daniel. ¿Pero crees que corro peligro actualmente?

-Ninguno.

-¿Eduardo estará muchos días aquí?

-¿Tiene usted completa confianza en Nicolasa?

-Como de mí mismo. Odia a toda esta gente desde que le mataron a su hijo, a su
bueno, a su leal, a su tierno hijo; y desde que ha sospechado que Eduardo está
escondido, le sirve con más prolijidad que a mí, con más esmero, con más puntualidad,
con...

-Vamos a ver a Eduardo, señor Don Cándido.

-Vamos, mi querido y estimado Daniel; está en mi gabinete.


Capítulo XIV

Los dos amigos

-Vamos, pero hasta la puerta del gabinete solamente, porque yo soy el médico del
alma de este hombre, y sabe usted que los médicos tienen siempre que hablar solos
con sus enfermos.

-¡Ah, Daniel!

-¿Qué hay, señor?

-Nada, entra; pasa adelante; yo me voy a la sala -dijo Don Cándido al entrar Daniel
al lugar clasificado de gabinete, y volviendo sobre sus pasos.

-Buen día, mi querido Eduardo -dijo Daniel a su amigo, sentado en la vieja poltrona
de Don Cándido, delante de su mesa de escribir.

-Bien podías haberme tenido hasta mañana en esta maldita cárcel sin saber una
palabra de nadie -dijo Eduardo.

-¡Ah!, ¿empezamos por reconvenciones?

-Me parece que tengo razón: son las diez de la mañana.

-Cierto, las diez.

-Y bien, ¿qué es de Amalia?


-Muy buena está, gracias a Dios, pero no gracias a ti, que haces todo lo posible
porque lo pase mal.

-¿Yo?

-Tú, sí; y ahí está la prueba -dijo Daniel señalando ocho o diez pliegos de papel
dispersos sobre la mesa, en cada uno de los cuales había el nombre de Amalia veinte o
treinta veces escrito a lo ancho, a lo largo, al sesgo, de todos modos, y con infinitas
formas de letra.

-¡Ah! exclamó Eduardo poniéndose colorado y juntando todos los papeles.

-Tú te entretenías en esto, mi querido Eduardo, nada más natural; pero en tu


situación es preciso que a lo conveniente ceda el lugar lo natural; y como conviene que
nadie sepa que tienes tanto amor a ese nombre, bueno será hacer esto -dijo Daniel
tomando los papeles de mano de Eduardo, enrollándolos y tirándolos a una vieja
chimenea que se encendía quince o veinte días en cada invierno en el gabinete de Don
Cándido, para secar la humedad de las paredes, según él decía, porque el fuego
continuo le hacía mal; encendida ese día por consideraciones a su huésped por fuerza.

-Bien, te concedo que tienes razón, Daniel, pero yo quiero volver a Barracas ahora
mismo.

-Comprendo que lo quieras.

-Y lo haré.

-No, no lo harás.

-¿Y quién me lo impedirá?


-Yo.

-¡Oh!, caballero, eso es abusar demasiado de la amistad.

-Si usted lo cree así, señor Belgrano, nada más sencillo entonces.

-¿Cómo?

-Que usted puede irse a Barracas cuando quiera, pero debo prevenirle que cuando
usted llegue, se encontrará solo en la casa, porque mi prima no estará en ella.

-¡Por Dios! Daniel, por Dios, ¡no mortifiques más mi situación! Yo no sé lo que digo.

-¡Vaya!, al cabo has dicho una cosa racional, y ahora que has empezado a tener
razón, oye todo lo que hay.

Y Daniel refirió sucintamente a Eduardo todas las ocurrencias de la noche anterior,


como también la invasión del general Lavalle.

-Cierto, cierto. ¡Yo no puedo ya habitar en Barracas sin comprometerla! -dijo


Eduardo poniendo el codo sobre la mesa y reclinada su frente en la palma de su mano.

-Eso es hablar con juicio, Eduardo. Hoy no hay otro medio de salvar a Amalia que
poniéndote lejos de la mano de Rosas, porque aun cuando yo pudiera salvarla de los
insultos de la Mashorca, o de una medida torpe del tirano, yo no tendría poder para
libertarla de los rigores de su propia organización, si te acaeciera una desgracia. Amalia
está apasionada. Su naturaleza sensible y su imaginación exaltada la llevarían al último
extremo de la vida, o del infortunio, si llegase hasta su corazón una sola gota de tu
sangre.
-¿Y qué hago, Daniel, qué hago?

-Desistir de la idea de verla por algunos días.

-Imposible.

-La pierdes entonces.

-¿Yo?

-Tú.

-¡Oh, no puedo, no!

-No la amas, entonces.

-¡Que no la amo! ¡Oh!, sí, sí: no la amo como ella se merece ser amada, porque para
Amalia se necesita un Dios, y yo soy un hombre; ella se merece el amor del cielo y de la
tierra, y yo no puedo darla sino el amor de mi alma. ¡Ah!, Daniel, desde anoche me
parece que falta luz, porque sus ojos no la derraman sobre los míos; me parece que
me falta el aire de mi existencia, porque no lo aspiro en sus alientos. ¡Que no la amo!
¡Oh, Dios mío, Dios Mío! -exclamó Eduardo ocultando su frente entre sus manos.

Un momento de silencio se estableció entre los jóvenes. Daniel respetaba en ese


momento esa noble pasión del amor, obra de Dios para las almas generosas y grandes,
que él sentía también aunque sin la exaltación de su amigo; porque ni el amor por su
Florencia tenía obstáculos que le irritasen, ni su espíritu estaba ajeno a otras nobles y
grandes impresiones que le distraían; ni él tenía tampoco la organización
reconcentrada de Eduardo, en la cual, por esa desgraciada condición, las pasiones, la
felicidad y la desgracia obraban sus efectos con más poder.

-Pero no; esto es ser demasiado débil. ¿Qué es lo que decías que debo hacer,
Daniel? -dijo Eduardo sacudiendo su cabeza, echando atrás las hebras de sus cabellos
de ébano que caían sobre sus sienes pálidas, y mirando tranquilamente a su amigo.

-No ver a Amalia en algunos días.

-Bien.

-Si los sucesos políticos alcanzan pronto el fin que les deseamos, entonces todo está
ganado en tus negocios.

-Sí, cierto.

-Si, por el contrario, los sucesos no alcanzan ese fin, es necesario entonces que
emigres.

-¿Solo?

-No, no irás solo.

-¿Irá Amalia? ¿Crees que quiera seguirme?

-Sí, lo creo perfectamente. Pero además de Amalia irán otras personas de tu


relación.
-¡Oh! Sí, vamos al extranjero, Daniel, el aire de la patria mata a sus hijos hoy, nos
sofoca.

-No importa, es necesario respirarlo como se pueda hasta haber perdido toda
esperanza.

-¿Pero, y si los sucesos se demoran mucho tiempo?

-No es posible.

-Nada más fácil de suceder, sin embargo. Un contratiempo cualquiera puede


detener las operaciones de Lavalle, y entonces...

-Entonces todo se habrá perdido; porque la demora es la ruina para Lavalle, en el


estado actual de las cosas.

-Pero, no, amigo mío, no estará perdido; y porque no estará, estaremos todos los
días esperando que al siguiente entre Lavalle.

-Lo esperarán otros, pero yo no, Eduardo. El personal del Ejército Libertador es
infinitamente inferior en número al de Rosas. Y los recursos de éste son en relación de
mil a uno, comparados con los de nuestro bravo general. En favor de éste, pues, no
hay más que la impresión moral que ha causado su inesperada presencia en la
provincia, y los antecedentes casi romancescos de su valor personal, y del entusiasmo
de sus jóvenes soldados. Pero si el momento de esa impresión se pierde, todas las
probabilidades estarán entonces en contra de la cruzada.

-Pero bien, supongamos el caso de una prolongación de tiempo en la guerra, ¿cómo


vivir entonces separado de Amalia tanto tiempo, Daniel?

-Si llegara ese caso, la verías, pero no en Barracas.


-¿Puedo entrar un momento, mis queridos y estimados discípulos? -dijo Don
Cándido, asomando la borlita de su gorro blanco por la puerta del gabinete, que
entreabrió.

-Adelante, mi querido y estimado maestro -dijo Daniel.

-Hay una novedad, Daniel, una ocurrencia, una cosa...

-¿Usted me hará el favor de decírmela de una vez, señor Don Cándido?

-Es el caso que yo me paseaba en el zaguán, porque cuando tengo un poco de dolor
de cabeza como al presente, me hace bien el pasearme, como también el ponerme
unos parches de hojas de naranjo. Porque habéis de saber, hijos míos, que las hojas de
naranjo con sebo tienen sobre mi organización la virtud específica...

-De mejorar a usted y enfermar a los otros. ¿Qué es lo que hay? -preguntó el
impaciente Daniel.

-A eso camino.

-¡Pero llegue usted de una vez, con todos los santos!

-Ya llego, genio de pólvora; ya llego. Me paseaba en el zaguán, decía, cuando sentí
que alguien se paró a la puerta. Me acerqué indeciso, vacilante, dudoso. Pregunté
quién era. Me convencí de la identidad de la persona que me respondió, y entonces
abrí: ¿quién te parece que era, Daniel?

-No sé, pero me alegraría de que hubiese sido el diablo, señor Don Cándido -dijo
Daniel dominando su impaciencia como era su costumbre.
-No, no era el diablo, porque ese parece que no se desprende de mi levita hace
tiempo. Era Fermín, tu leal, tu fiel, tu...

-¿Fermín está ahí?

-Sí. Está en el zaguán, dice que quiere hablarte.

-¡Acabara usted, con mil bombas! -exclamó Daniel saliendo apresuradamente del
gabinete.

-¡Qué genio! Se ha de perder, se ha de estrellar contra el destino. Oye tú, Eduardo;


tú que pareces más circunspecto, aun cuando después que saliste de la escuela en que
eras quieto, tranquilo, estudioso, no he tenido la satisfacción de tratarte; es necesario
que tengas mucha cautela en la situación actual. Dime: ¿por qué no entras hoy mismo
a estudiar con los jesuitas y te entregas a la carrera eclesiástica?

-¿Señor, me hace usted el favor de dejarme el alma en paz?

-¡Ay, malo! ¿También eres tú como tu amigo? ¿Y qué pretendéis, jóvenes


extraviados en la carrera tortuosa, en la pendiente rápida en que os habéis lanzado?

-Pretendemos que nos deje usted solos un momento, señor Don Cándido -dijo
Daniel, que entraba al gabinete a tiempo que su respetable maestro de primeras letras
empezaba la interrumpida frase de su valiente apóstrofe.

-¿Nos amenaza algún peligro, Daniel? -preguntó Don Cándido, mirando


tímidamente a su discípulo.

-Ninguno absolutamente. Son asuntos míos y de Eduardo.


-Pero es que nosotros tres estamos hoy formando un solo cuerpo indivisible.

-No importa, lo dividiremos momentáneamente. Háganos usted el favor de dejarnos


solos.

-Quedad -dijo Don Cándido extendiendo su mano en el aire en dirección a los dos
jóvenes y saliendo pausadamente del gabinete.

-El negocio se vuelve más serio, Eduardo.

-¿Qué hay?

-Algo de Amalia.

-¡Oh!

-Sí, de Amalia. Acaba de recibir aviso de que dentro de una hora la policía la hará
una visita domiciliaria, y me lo manda decir con Fermín, a quien yo había mandado a
Barracas antes de venir a verte.

-¿Y qué hacemos, Daniel? ¡Pero, oh, cómo pregunto qué hacemos!... Daniel, me voy
a Barracas.

-Eduardo, no es tiempo de hacer locuras. Yo amo mucho a mi prima para permitir a


nadie el que arroje sobre ella la desgracia -dijo Daniel con un tono y una mirada tan
seria que hicieron una fuerte impresión en el ánimo de Eduardo.
-Pero yo soy la causa de los insultos a que esa señora se ve expuesta, y soy yo,
caballero, quien deba protegerla -contestó Eduardo con sequedad.

-Eduardo, no hagamos locuras -repitió Daniel, volviendo a la dulzura natural con que
trataba a su amigo-, no hagamos locuras. Si se tratase de defenderla de un hombre, de
dos hombres, de más que fuesen, con la espada en mano, yo te dejaría muy tranquilo
el placer de entretenerte con ellos. Pero es del tirano y de todos sus secuaces de
quienes debemos defenderla; y para con ellos tu valor es impotente: tu presencia les
daría mayores armas contra Amalia, y no conseguirías libertar, ni tu cabeza, ni la
tranquilidad de mi prima.

-Tienes razón.

-Déjame obrar. Yo voy a Barracas en el acto; y a la fuerza yo opondré la astucia, y


trataré de extraviar el instinto de la bestia con la inteligencia del hombre.

-Bien, anda, anda pronto.

-Tardaré diez minutos en llegar a mi casa a tomar mi caballo, y en un cuarto de hora


estaré en Barracas.

-Bien: ¿y volverás?

-Esta noche.

-Dila...

-Que te conservas para ella.


-Dila lo que quieras, Daniel -dijo Eduardo, dándose vuelta, porque sin duda en sus
ojos había algo que quería ocultar a la mirada de su amigo. Jamás un hombre
apasionado como Eduardo, con su valor y su generosidad, puede haberse encontrado
en situación más difícil: veía en peligro a la bien amada de su alma, en peligro por él, y
no podía defenderla sin agravar su desgracia.

Cuando volvió de su primer paseo en la habitación, ya no halló a Daniel en el


gabinete.

Eran las once de la mañana, y Don Cándido empezó a vestirse para ir a la secretaría
privada del señor Don Felipe.
Capítulo XV

Amalia en presencia de la policía

Daniel llegó a su casa, montó en su soberbio alazán, partió a gran galope para
Barracas, tomando las peores calles de la ciudad para no encontrar obstáculos de
tránsito que lo detuviesen, pues los del terreno los salvaba siempre sin dificultad el
superior caballo que montaba; pero todo era inútil, porque iba a llegar tarde a la
quinta.

Cuando a las nueve de la mañana Daniel había dejado a su prima, para dirigirse a la
ciudad, había dado orden a Fermín que lo esperase en Barracas, previniéndole las
casas en que lo encontraría en caso que ocurriese alguna novedad.

Una ocurrió en efecto. Poco rato después de su partida llegó a la quinta una carta
para Amalia, en que se le anunciaba una visita de la policía; y la joven mandó dar aviso
a Daniel de este suceso, por cuanto ella desconfiaba de su prudencia en presencia del
insulto que iba a hacerse a su casa.

Pasó inmediatamente al cuarto que ocupaba Eduardo. Tomó de sobre una mesa
algunas traducciones del inglés en que solía entretenerse el joven; y convencida de
que no había un solo objeto que pudiese revelar en ese aposento lo que
probablemente venía a buscar la policía, volvió a la sala, echó los papeles a la
chimenea, y se paseaba con esa inquietud natural a los que esperan de un momento a
otro ser actores en una escena desagradable, cuando sintió parar varios caballos a la
puerta de la quinta. Y esto sucedió cinco o seis minutos después de la partida de
Fermín; mucho antes, pues, de lo que Amalia creía.

Mujer, sola, rodeada de peligros que se extendían desde ella hasta el ser amado de
su corazón, la Naturaleza se expresó en ella con sinceridad: pálida y débil, se echó en
un sillón, haciendo esfuerzos, sin embargo, para sobreponerse a sí misma.

Don Bernardo Victorica, un comisario de policía y Nicolás Mariño se presentaron en


la sala, introducidos por Pedro.
Victorica, ese hombre aborrecido y temido de todos los que en Buenos Aires no
participaban de la degradación de la época, era, sin embargo, menos malo de lo que
generalmente se creía. Y sin faltar jamás a la severidad que le prescribían las órdenes
del dictador, se portaba, toda vez que podía hacerlo sin comprometerse, con cierta
civilidad, con una especie de semitolerancia, que hubiera sido un delito a los ojos de
Rosas, pero que era empleada por el jefe de policía, especialmente cuando tenía que
ejercer sus funciones sobre personas a quienes creía comprometidas por alguna
delación interesada, o por el excesivo rigorismo del gobierno.

Con el sombrero en la mano, y después de hacer una profunda reverencia, dijo a


Amalia:

-Señora, soy el jefe de policía: tengo que cumplir el penoso deber de hacer un
escrupuloso registro en esta casa: es una orden expresa del Señor Gobernador.

-¿Y estos otros señores vienen también a registrar mi casa? -preguntó Amalia
señalando hacia Mariño y al comisario de policía.

-El señor, no -contestó Victorica indicando a Mariño-, este otro señor es un


comisario de policía.

-¿Y puedo saber a quién, o qué se viene a buscar a mi casa, de orden del Señor
Gobernador?

-Dentro de un momento se lo diré a usted -respondió Victorica, con una fisonomía


muy seria, pues que él y sus compañeros estaban de pie, sin haber recibido de Amalia
la mínima indicación de sentarse.

Ella tiró del cordón de la campanilla, y dijo a Luisa, que apareció al momento:
-Acompaña a este señor, y ábrele todas las puertas que te indique.

Victorica hizo un saludo a Amalia, y siguió a Luisa por las piezas interiores.

Acompañado del comisario pasó al gabinete de lectura, y luego al suntuoso


aposento de la joven. El jefe de policía no era hombre de tan delicado gusto, que
pudiese fijarse en todos los primores que encerraba aquel adoratorio secreto donde
había penetrado más de una vez la mirada enamorada de Eduardo, a través de las
tenues neblinas de batista y tul que cubrían los cristales. Pero entretanto, Victorica
tenía muy buenos ojos para no ver que cuanto allí había estaba descubriendo el poco
amor de los dueños de aquella casa a la santa causa de la Federación.

Tapices, colgaduras, porcelanas, todo se presentaba a los ojos del jefe de policía con
los colores blanco y celeste, blanco y azul; celeste o azul solamente. Y las pobladas
cejas del intransigible federal empezaban a juntarse y endurecerse.

-«Bien puede ser que aquí no haya nadie oculto, como me lo asegura Mariño; pero
a lo menos no será porque en esta casa no haya unitarios» -se decía a sí mismo.

Pasó luego al tocador de Amalia, y sus ojos quedaron deslumbrados con la


magnificencia que se le presentaba.

-A ver, niña, abre esos roperos -dijo a Luisa.

-Y ¿qué va usted a ver en los roperos de la señora? -preguntó la pequeña Luisa,


alzando su linda cabeza y mirando cara a cara a Victorica.

-¡Hola! Abre esos roperos te he dicho.


-¡Pues es curiosidad! Vaya, ya están abiertos -dijo Luisa abriendo las puertas de los
guardarropas con una prontitud y una acción de enojo, que hubiera hecho sonreír a
otro cualquiera que no fuese el adusto personaje que la miraba.

-Bien, ciérralos.

-¿Quiere usted ver si hay alguien escondido en los bebederos de los pájaros? -dijo
Luisa señalando las jaulas doradas de los jilgueros.

-Niña, eres muy atrevida, pero tu edad me hace perdonarte. A ver, abre esta puerta.

-¿Esta?

-Sí.

-Esta puerta da a mi aposento.

-Bien, ábrela.

-No hay nadie en él.

-No importa, ábrela.

-¿Yo? No, señor, no la abro. Ábrala usted, ya que no cree en mi palabra.

Victorica miró largo rato a aquella criatura de diez u once años que osaba hablarle
de ese modo, y en seguida levantó el picaporte de la puerta, y entró al dormitorio de
Luisa.
-Ven, niña -la dijo viéndola que se quedaba en el tocador.

-Iré si manda usted a este señor que vaya también con nosotros -dijo Luisa
señalando al comisario, que se entretenía en examinar los pebeteros de oro.

El comisario echó sobre ella una mirada aterradora, que no consiguió, sin embargo,
aterrar a la intrépida Luisa, y volviendo el pebetero a la rinconera, volvió a seguir los
pasos de Victorica.

-Señor, no me revuelva usted mi cama. Después no se vaya usted a enojar si le


quiero enseñar el bebedero de los pajaritos -dijo a Victorica al verlo levantando la
colcha de la cama y mirando bajo de ella.

-¿Adónde da esta puerta?

-Al patio.

-Ábrela.

-Tire usted no más, está abierta.

Una vez en el patio, Victorica hizo una señal al comisario, que por la verja de fierro
se dirigió a la quinta; y él y Luisa se dirigieron a aquella parte del edificio en que
estaban las habitaciones de Eduardo, y el comedor.

-¿Quién habita en ese cuarto? -preguntó Victorica examinando el de Eduardo.


-El señor Don Daniel cuando viene a quedarse -contestó Luisa sin la mínima
turbación.

-Y ¿cuántas veces por semana sucede eso?

-La señora me ha mandado que le enseñe a usted la casa, y no que le dé cuenta de


lo que pasa en ella. Puede usted preguntárselo a la señora.

Victorica se mordió los labios no sabiendo qué hacer con aquella muchacha, y pasó
a otra habitación, y, por último, al comedor, sin haber encontrado cosa alguna que le
diese indicios de lo que buscaba.

Durante se ejecutaba esta pesquisa policial, en el modo y forma adoptada por la


dictadura, una escena bien diferente, pero no menos interesante, tenía lugar en la
sala.

Luego que Victorica y el comisario pasaron a las piezas interiores, Amalia, sin
levantar los ojos a honrar con su mirada la fisonomía de Mariño, le dijo:

-Puede usted sentarse, si tiene la intención de esperar al señor Victorica.

Amalia no estaba rosada, estaba punzó en aquel momento. Y Mariño, por el


contrario, estaba pálido y descompuesto en presencia de aquella mujer cuya belleza
fascinaba, y cuyas maneras imperiosas y aristocráticas, podemos decir, imponían.

-Mi intención -dijo Mariño, sentándose a algunos pasos de Amalia-, mi intención ha


sido la de prestar a usted un servicio, señora, un gran servicio en estas circunstancias.

-¡Mil gracias! -contestó Amalia con sequedad.


-¿Ha recibido usted mi carta esta mañana?

-He recibido un papel firmado por Nicolás Mariño, que supongo será usted.

-Bien -contestó el comandante de serenos, dominando la impresión que le causó la


desdeñosa respuesta de la joven-. En esa carta, en ese papel, como usted lo llama, me
apresuré a participar a usted lo que iba a ocurrir.

-¿Y puedo saber con qué objeto se tomó usted esa incomodidad, señor?

-Con el objeto de que tomase usted las medidas que su seguridad le aconsejase.

-Es usted demasiado bueno para conmigo; pero demasiado malo para con sus
amigos políticos, pues que les hace usted traición.

-¡Traición!

-Me parece que sí.

-Eso es muy fuerte, señora.

-Sin embargo, ése es el nombre.

-Yo trato de hacer siempre todo el bien que puedo. Además, yo sabía que desde
anoche no podía haber ningún hombre en esta casa, después de la visita de Cuitiño.

Doña María Josefa Ezcurra, sin embargo, que tiene un empeño especial en perseguir
esta casa, mientras yo lo tengo en protegerla, fue esta mañana a dar parte al Señor
Gobernador de que aquí se ocultaba una persona que se buscaba ha mucho tiempo
por la autoridad. Su Excelencia mandó llamar al señor Victorica, le dio la orden que
está cumpliendo, y yo, que tuve la suerte de saber lo que ocurría, no perdí un instante
en comunicárselo a usted, decidiéndome también a acompañar al señor Victorica, por
si tenía la suerte de poder librar a usted de algún compromiso. Esta es mi conducta,
señora; y si hago una traición a mis amigos, la causa por que así procedo me justifica
plenamente. Esa causa es santa; nace de una simpatía instantánea que sentí por usted
desde que tuve la dicha de conocerla. Desde entonces mi vida entera está consagrada
a buscar los medios de acercarme a esta casa; y mi posición, mi fortuna, mi influencia...

-Su posición y su influencia de usted no impedirán que yo le deje solo, cuando no


comprenda que su presencia me fastidia -dijo Amalia parándose, separando la silla en
que estaba sentada, y pasando al gabinete de lectura, y de éste a su alcoba, donde
sentóse en su sofá, radiante de belleza y de orgullo.

-¡Ah, yo me vengaré, perra unitaria! -exclamó Mariño pálido de rabia.

Pocos momentos hacía que la altanera tucumana estaba sola en su aposento por no
sufrir las impertinencias de Mariño, cuando Victorica, que volvía con Luisa, por el
mismo camino que había andado ya, se encontró de nuevo con Amalia.

-Señora -la dijo-, he cumplido ya la primera parte de las órdenes recibidas; y


felizmente para usted, podré decir a Su Excelencia que no he encontrado en esta casa
la persona que he venido a buscar.

-¿Y puedo saber qué persona es ésa, señor jefe de policía? ¿Puedo saber por qué se
me hace el insulto de registrar mi casa?

-¿Quiere usted decir a esta niña que se retire?

Amalia hizo una seña a Luisa, que se retiró, no sin torcerle los ojos a Victorica.
-Señora, debo tomar a usted una declaración, pero deseo evitar con usted las
formalidades de estilo, y que sea más bien una conferencia leal y franca.

-Hable usted, señor.

-¿Conoce usted a Don Eduardo Belgrano?

-Sí, lo conozco.

-¿Desde qué tiempo?

-Hará dos o tres semanas -contestó Amalia, rosada como una fresca rosa, y bajando
la cabeza, avergonzada de tener que mentir por la primera vez de su vida.

-Sin embargo, hace más tiempo que lo han visto en esta casa.

-Ya he contestado a usted, señor.

-¿Podría usted probar que Don Eduardo Belgrano no ha estado oculto en esta casa,
desde el mes de mayo hasta el presente?

-No me empeñaría en probar semejante cosa.

-¿Luego es cierto?

-No he dicho tal.


-Pero, en fin, usted dice que no probaría que no estuvo.

-Porque es usted, señor, quien debe probar lo contrario.

-¿Y sabe usted dónde se encuentra actualmente?

-¿Quién?

-Belgrano.

-No lo sé, señor; pero si lo supiera no lo diría -contestó Amalia alzando la cabeza,
contenta y altiva porque se le presentaba la ocasión de decir la verdad.

-¿Ignora usted que estoy cumpliendo una orden del Señor Gobernador? -dijo
Victorica empezando a arrepentirse de su indulgencia con Amalia.

-Ya me lo ha dicho usted.

-Entonces debe usted guardar más respeto en las contestaciones, señora.

-Caballero, yo sé bien el respeto que debo a los demás, como sé también el que los
demás me deben a mí misma. Y si el Señor Gobernador, o el señor Victorica, quieren
delatores, no es esta casa, por cierto, donde podrán hallarlos.

-Usted no delata a los demás, pero se delata a sí misma.

-¿Cómo?
-Que usted se olvida que está hablando con el jefe de policía, y está revelándole
muy francamente su exaltación de unitaria.

-¡Ah, señor, yo no haría gran cosa en serio en un país donde hay tantos miles de
unitarios!

-Por desgracia de la patria y de ellos mismos -dijo Victorica levantándose sañudo-,


pero llegará el día en que no haya tantos; yo se lo juro a usted.

-O en que haya más.

-¡Señora! -exclamó Victorica mirando con ojos amenazantes a Amalia.

-¿Qué hay, caballero?

-Que usted abusa de su sexo.

-Como usted de su posición.

-¿No teme usted de sus palabras, señora?

-No, señor. En Buenos Aires sólo los hombres temen; pero las señoras sabemos
defender una dignidad que ellos han olvidado.

-«Cierto, son peores las mujeres» -dijo Victorica para sí mismo-. A ver, concluyamos
-continuó, dirigiéndose a Amalia-, tenga usted la bondad de abrir esa papelera.

-¿Para qué, señor?


-Tengo que cumplir ese último requisito, abra usted.

-¿Pero, qué requisito?

-Tengo orden de inspeccionar sus papeles.

-Oh, esto es demasiado, señor, usted ha venido en busca de un hombre a mi casa;


ese hombre no está, y debo decir a usted que nada más consentiré que se haga en ella.

Victorica se sonrió y dijo:

-Abra usted, señora, abra usted por bien.

-No.

-¿No abre usted?

-No, no.

Victorica se dirigía a la papelera cuya llave estaba puesta, cuando Mariño, que había
oído el interrogatorio desde el gabinete, se precipitó en el aposento, para ver si con un
golpe teatral conquistaba el corazón de la altanera Amalia.

-Mi querido amigo -dijo a Victorica-, yo salgo garante de que en los papeles de esta
señora no hay ninguno que comprometa a nuestra causa; ni diario, ni carta de los
inmundos unitarios.
Victorica retiraba su mano de la llave de la papelera, y ya Mariño creía conquistado
el derecho a la gratitud de aquel corazón rebelde a sus ternuras, cuando Amalia se
precipitó a la papelera, la abrió estrepitosamente, tiró cuatro pequeñas gavetas que
contenían algunas cartas, alhajas y dinero, y con una expresión marcada de despecho,
se volvió a Victorica, dando la espalda a Mariño, y le dijo:

-He ahí cuanto encierra esta papelera, registradlo todo.

Mariño se mordió los labios hasta sacarse sangre.

Victorica paseó sus miradas por los objetos que le descubrió Amalia, y sin tocar
ninguno, dijo:

-He concluido, señora.

Amalia le contestó apenas con un movimiento de cabeza, y volvió al sofá, pues


sentía que después del violento esfuerzo que acababa de hacer, una especie de vértigo
le anublaba la vista.

Victorica y Mariño hicieron una profunda reverencia y salieron por el gabinete a


encontrar al comisario que los estaba esperando.

Y fue en el momento en que todos montaban a caballo, que Daniel bajó del suyo, y
después de un cortés saludo a Victorica y Mariño entró a la casa de su prima,
diciéndose a sí mismo.

-Malo. Empiezo a llegar tarde, y es mal agüero.

A su vez Mariño decía a Victorica:


-Este lo debe saber todo. Este es unitario, a pesar de su padre y de todo lo que hace.

-Sí, es necesario poner los ojos sobre él.

-Y el puñal -agregó Mariño, y tomaron el galope para la ciudad.


Capítulo XVI

Todos comprometidos

Una hora después el soberbio alazán que había llegado a la quinta a gran galope,
volvía paso a paso en dirección a la ciudad, llevando a su dueño, no con la cabeza
erguida y los ojos vivísimos como una hora antes, sino con la cabeza inclinada al pecho
y casi cerrados sus hermosos ojos. Al verlo así, cualquiera diría que era un joven
indolente, cuya organización voluptuosa salía a gozar de los rayos acariciadores del sol
de agosto en aquel rigoroso invierno de 1840, prefiriendo el paseo a caballo, para no
poner sus delicados pies sobre las húmedas arenas de Barracas.

Pero lo cierto era que Daniel no se acordaba si estaba en invierno o en verano, ni


gozaban solazamiento alguno sus sentidos, ni su espíritu.

Dominado por sus propias ideas, Daniel iba en abstracción completa de cuanto le
rodeaba; meditando sobre cuanto medio le sugería su fecunda imaginación para ver de
encontrar aquel que le hiciese señor de la difícil situación en que se hallaban las
personas cuya suerte le estaba, casi exclusivamente, confiada. Situación que le
mortificaba tanto más, cuanto que por ella se veía distraído a cada momento de los
sucesos públicos a que quería consagrar toda la actividad de su espíritu.

Además, Daniel era supersticioso como su prima, o mejor dicho más supersticioso
que ella, por cuanto era más exaltada su imaginación y más profundas sus convicciones
sobre el fatalismo de las cosas. Y una inquietud vaga se había apoderado de su espíritu
desde el momento en que vio que no había llegado a tiempo para encontrarse en la
visita domiciliaria de Victorica, de quien él se proponía sacar un inmenso partido en
favor de Amalia.

Sin embargo, él se había manifestado contento a su prima inspirándola toda cuanta


confianza sobre la suerte de Eduardo podía dar tranquilidad a su corazón. Había
también convenido con ella, en que si los sucesos se prolongaban más de ocho días, se
le buscaría alguna pequeña y solitaria casa sobre la costa de San Isidro, o cualquier
otro punto distante, donde poder vivir retirada, sin desalojar su casa de Barracas;
facilitándose de este modo la felicidad de ver a Eduardo, y la de poder embarcarse en
un momento dado. Y por último, había concluido por hacerla reír, como era su
costumbre cuando él sufría y quería ocultarlo a los demás.

Así, meditando, aceptando y desechando ideas, llegó, al fin, a la barranca del


general Brown, y enfilando la calle de la Reconquista llegó a la casa de su Florencia, a
respirar un poco de esencia de amor y de ventura en los alientos de aquella flor
purísima del cielo, caída sobre la tierra argentina para ser velada por el amor, en la
noche frígida de las desgracias de ese pueblo infeliz.

Pero ese día era fatal.

Al entrar a la sala halló a la señora Dupasquier desmayada en un sillón, y a Florencia


sentada en un brazo de él, suspendiendo con su brazo izquierdo la cabeza de su
madre, y humedeciendo sus sienes con agua de Colonia.

-¡Daniel, ven! -exclamó la joven.

-¿Pero, qué hay, Dios mío? -preguntó Daniel acercándose a aquella pintura del dolor
y del amor filial.

-Despacio, no hables fuerte. Es su desmayo.

Daniel se arrodilló delante del sillón y tomó la mano pálida y fría de Madama
Dupasquier.

-No es nada, volverá en sí -dijo después de haber observado el pulso de la señora.

-Sí, empieza a traspirar. Entra a la alcoba, alcanza una capa o un pañuelo, cualquiera
cosa, Daniel.
El joven obedeció, y después de cubrir él mismo a su futura madre, y de arrodillarse
delante de ella con su Florencia, cada uno teniéndola una mano, fijos sus ojos en
aquellos cuya primer mirada esperaban con impaciencia, Daniel se atrevió a preguntar
a su Florencia, con palabras dichas casi al oído:

-¿Pero, qué ha habido? Este desmayo no le da sino después de algún disgusto.

-Lo ha habido.

-¿Hoy?

-Ahora mismo. ¿Has encontrado a Victorica?

-No.

-Acaba de salir de aquí.

-¿De aquí?

-Sí. Ha venido con un comisario y dos soldados, y ha registrado toda la casa.

-¿Pero a quién buscaba?

-No lo ha dicho, pero creo que a Eduardo, porque ha querido hacer sobre él algunas
preguntas a mamá.

-¿Y?...
-Mamá se negó a responderle.

-Bien.

-Se negó también a abrir la puerta de un cuarto interior que casualmente se hallaba
cerrada, y Victorica la hizo echar abajo.

-¿Pero por qué no se abrió esa puerta?

-Porque mamá dijo desde el principio a Victorica que no se quería prestar a


conducirlo al interior de su casa; que él obrase como quisiese, pues que tenía la fuerza
para hacerlo. Mamá se ha sostenido con un valor y una dignidad propia de ella. Pero
luego que ha quedado sola me ha hablado mucho de nuestro casamiento, me ha dicho
que es necesario salir del país y para siempre. En mis brazos la he sentido sufrir, y la he
sentido desmayarse. Mírala: parece que vuelve... Sí... sí -y Florencia levantóse
súbitamente, tomó la cabeza de su madre y llenó de besos aquellos ojos que acababan
de derramar sobre ella la primera mirada.

Madama Dupasquier había vuelto de su desmayo.

Esa mujer, tipo perfecto de lo más delicado, de lo más culto de la sociedad


bonaerense, reunía en sí todo el orgullo, toda la altivez, todo el espíritu de las nobles
descendientes de los héroes de nuestra independencia que, enorgullecidas por su
origen, fueron siempre intransigibles con todo lo que no era gloria, talento o nobleza
en la república; de esas mujeres que sufrían más que los hombres por la humillación
que la dictadura hacía sufrir al país; y que más que los hombres tenían el valor para
afrontar los enojos del tirano y de la plebe armada e insolentada por él.

Las páginas de sangre del gobierno de Rosas revelan las víctimas de su tiranía, que
han caído al puñal o al plomo de los asesinos públicos. Al lado de los nombres de
Rosas, de Maza, de Oribe, de todos esos famosos verdugos del pueblo argentino, se
escribe continuamente el martirologio de los que se negaron a la ruina y a la
degradación de su patria. Pero sólo Dios puede haber escrito en las páginas santas del
libro eterno de su justicia la vasta nomenclatura de los que han muerto al influjo de los
rigores de esos bandidos, ejercido sobre la organización y la moral. ¡Sólo Dios sabe
cuántas madres han ido a la tumba por las huellas ensangrentadas de sus hijos;
cuantas esposas han ido al cielo a buscar el compañero de su existencia, arrebatado de
ella por el plomo de Rosas, o por el cuchillo voraz de aquel mendigo de poder, que,
arrojado de su patria, fue a vender su mano y su alma a un tirano extranjero, para
saciar en la sangre de pueblos inocentes su instinto innato a los delitos, y cuya cabeza
sabrá marcar la posteridad con el sello indeleble de su reprobación y de su desprecio!

¡Sólo Dios, sí, sabe cuántas nobles mujeres argentinas han bajado al sepulcro paso a
paso, llevadas por la mano de esa época de sangre, y de impresiones rudas sobre su
corazón sensible!

-Daniel -dijo Madama Dupasquier-, es preciso salir del país; usted y Eduardo,
mañana, hoy si es posible. Amalia, yo y mi hija los seguiremos pronto.

-Bien, bien, señora. Ahora no hablemos de eso. Necesita usted reposo.

-¿Y cree usted posible tenerlo en este país? ¿No cree usted que en cada minuto
tiemblo por su seguridad? Además, una vez que se han fijado las sospechas de Rosas
sobre mi casa, ya está sentenciada a continuos insultos; y cada persona que entre a
ella, espiada y perseguida también.

-Dentro de ocho días quizá estaremos libres de esta situación.

-No, Daniel, no. La mirada de Dios se ha separado de nuestra patria, y no tenemos


que prever sino desgracias. No quiero ni que Amalia pise esta casa.

-Amalia acaba de sufrir la misma visita que usted.

-¿También?
-Sí; hace dos horas.

-¡Ah, ésta es Doña María Josefa, mamá!

La señora Dupasquier hizo un gesto como si le hubiesen nombrado el más


repugnante objeto de la tierra.

Daniel hizo entonces la relación de cuanto había ocurrido en la quinta de Barracas


desde las diez de la noche anterior.

-Pero en todo esto -agregó- no hay ningún peligro real todavía. Nadie podrá dar con
Eduardo, yo respondo de ello. Voy a trabajar en sentido de prevenir el ánimo de
Victorica contra las delaciones falsas que ha recibido Rosas de su cuñada, con la
intención de dejar desairada la diligencia de la policía. De ese modo, doy seguridad a
Amalia y a esta casa. Y en cuanto a mí, no tengo nada absolutamente que temer -dijo
Daniel, queriendo inspirar a su amada y a su madre una confianza de que él empezaba
a carecer.

-Mamá -dijo Florencia-, pues que ya no hay motivo para que Amalia no venga, yo
querría mandarla buscar a que nos acompañase a comer; Daniel lo hará también, y así
pasaremos juntos todo el día.

-Sí, sí -dijo Daniel-. Quisiera que todos estuviésemos juntos, y que no nos
separásemos nunca.

Una especie de presentimiento terrible empezaba a oprimir el corazón de Daniel.

-Bien, hazlo -le contestó Madama Dupasquier.


Florencia salió volando, le escribió cuatro líneas a Amalia, y dio orden de poner el
coche para mandar traer a su amiga.

Florencia volvía a la sala por las piezas interiores, cuando llamaban a la puerta
exterior de la sala.

Todos se inmutaron.

Daniel se levantó, abrió y dijo:

-Es Fermín.

-¿Qué hay? -le preguntó a su criado sin permitirle entrar a la sala, porque no oyeran
las señoras si ocurría algo desagradable en ese día en que todo parecía conspirarse
contra todos.

-Ahí está el señor Don Cándido -respondió Fermín.

-¿Dónde?

-En el zaguán.

Daniel se puso de un salto al lado de su maestro.

-¿Qué hay de Eduardo? -le preguntó con la voz, con los ojos y con la fisonomía.

-Nada.
Daniel respiró.

-Nada -prosiguió Don Cándido-; está bueno, tranquilo, sosegado; pero hay de ti.

-¿De mí?

-Sí; de ti, joven imprudente, que te precipitas en un...

-En un infierno, está bien. Pero, ¿qué hay?

-Oye.

-Pronto.

-Despacio, oye: Victorica habló con Mariño.

-Bien.

-Mariño habló con Beláustegui.

-Adelante.

-Beláustegui habló con Arana.

-¿Y de ahí?
-De ahí resulta que Beláustegui le ha dicho a Arana, que Mariño le ha dicho a él, que
Victorica le ha dicho en la policía, que ha dicho al comisario de tu sección, que desde
esta noche vigile tu casa, y te haga seguir, porque hay sospechas terribles sobre ti.

-¡Hola! Muy bien, y ¿qué más?

-¡Qué más! ¿Te parece poco el enorme, el monstruoso peligro que está pesando
sobre tu frente, y, naturalmente, sobre la mía, desde que todos saben nuestras
estrechas, íntimas y filiales relaciones? ¿Quieres?...

-Quiero que me espere usted aquí un momento, con eso seguimos esta
conversación en el coche que para en este momento a la puerta, en el tránsito hasta
mi casa.

-¿Yo a tu casa, insensato?

-Espere usted, mi querido amigo -dijo Daniel dejándole en el zaguán.

-Fermín, monta en mi caballo y vete a casa -dijo a su criado, que lo esperaba en el


patio.

-¿Qué hay? -preguntaron madre e hija al entrar Daniel a la sala.

-Nada. Noticias de Eduardo. Está impaciente. Está loco por salirse de su escondite y
volar a Barracas. Pero yo parto a casa a escribirle y ponerlo en juicio.

-Sí, no vaya usted en persona -dijo Madama Dupasquier.

-Daniel, prométamelo usted -dijo Florencia parándose delante de su amado.


-Lo prometo -dijo Daniel sonriendo y oprimiendo las manos de su Florencia.

-¿Se va usted ya?

-Sí, y me voy en el coche que está pronto para ir a buscar a Amalia, porque acabo de
mandar mi caballo.

-¿Y vuelve usted?

-A las tres.

-Bien, a las tres -dijo Florencia apretando fuertemente entre sus manitas de azucena
la mano que debía recibir más tarde ante el pie del altar.

Daniel besó la de Madama Dupasquier, y salió de la sala aparentando un


contentamiento que desgraciadamente empezaba a alejarse de su corazón.

-¿Sabes, Daniel, una cosa? -dijo Don Cándido, que se paseaba en el zaguán
esperándole.

-Después, después. Vamos al coche.

Daniel salió tan precipitadamente de la casa, que al bajar de la puerta dio un fuerte
hombrazo sobre un hombre grueso, que a paso mesurado y con la cabeza muy erguida
y el sombrero echado a la nuca, pasaba casualmente en aquel momento.

-Dispense usted, caballero -dijo Daniel sin mirarle a la cara, acercándose a la


portezuela del coche, abriéndola él mismo y diciendo al cochero:
-A mi casa.

-¡Hombre, esta voz! -dijo el personaje del sombrero a la nuca, parándose y mirando
a Daniel, que subía al estribo.

-Caballero, me hace usted el favor de oírme una palabra -prosiguió el desconocido,


dirigiéndose a Daniel.

-Las que usted quiera, señor mío -dijo el joven con un pie en el estribo y otro en
tierra, dándose vuelta hacia aquel hombre cuya cara no había visto todavía; mientras
Don Cándido, pálido como un cadáver, se escurrió hasta el coche por entre las piernas
de Daniel, y se acurrucó en un ángulo de los asientos, fingiendo limpiarse el rostro con
un pañuelo, pero evidentemente enmascarándose.

-¿Me conoce usted?

-¡Ah! Me parece que es el señor cura Gaete con quien he tenido la desgracia de
tropezar -contestó Daniel con la mayor naturalidad.

-Y yo creo que he oído la voz de usted en alguna otra parte. Y aquel otro señor que
está adentro del coche será... ¿Cómo está usted, señor?

Don Cándido hizo tres o cuatro saludos con la cabeza sin desplegar los labios, y sin
acabar de limpiarse el rostro con el pañuelo.

-¡Ah es mudo! -prosiguió el fraile.

-¿Quería usted alguna cosa, señor Gaete?


-Me gusta mucho oír la voz de usted, señor... ¿quiere usted decirme...?

-Que tengo que hacer, señor -dijo Daniel saltando al coche y haciendo una señal al
cochero, que hizo partir los caballos a trote largo en dirección a la plaza de la Victoria;
mientras el reverendo cura Gaete se quedó sonriendo, con una expresión de gozo
infernal en su fisonomía, y mirando el número de la casa de Madama Dupasquier.

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