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La Metamorfosis de Piktor

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LA METAMORFOSIS DE PIKTOR

Apenas había caminado unos pasos por el paraíso cuando Píktor se dio de bruces con un árbol que era
hombre y mujer a la vez. Saludo al árbol con deferencia y dijo:
- ¿Eres tú el árbol de la vida?
Pero cuando vio que quien se aprestaba a responder era la serpiente en lugar del árbol, dio media
vuelta y prosiguió su camino. Era todos ojos: ¡Le gustaba todo tanto! Sintió intensamente que se
encontraba en la fuente y origen de la vida.
Se topó con otro árbol, que era sol y luna a la vez. Y dijo Píktor:
- ¿Eres tú el árbol de la vida?
El sol asintió riendo, la luna asintió sonriendo.
Las flores más maravillosas os miraban, con los colores y reflejos más variados, con los ojos y los
rostros más diversos. Algunas asentían riendo, otras asentían sonriendo, otras ni sonreían: callaban
arrobadas, ensimismadas, como en su propio aroma ahogadas. Una cantaba la canción de las lilas, otra
la canción de cuna azul marino. Una flor tenía unos inmensos ojos azules, otra le recordó su primer
amor. Otra olía al jardín de la infancia, su perfume suave resonaba como la voz de su madre. Otra se
burló de él y le sacó la lengua, una lengua muy roja y arqueada. La lamió, tenía un sabor fuerte y
silvestre, sabía a resina y a miel, y también a beso de mujer.
Allí estaba Píktor, entre todas las flores desbordantes de nostalgia y de temerosa alegría. Su corazón
apesadumbrado latía con fuerza, como si fuera una campana; ardía en deseo por lo desconocido,
presintiendo un encantamiento.
Píktor vio un pájaro sentado, lo vio en la hierba posado, y de mil colores pintado; de todos los colores
parecía el hermoso pájaro estar dotado. Preguntó al hermoso pájaro multicolor:
-Dime, ¡oh, pájaro! ¿Dónde está la felicidad?
-La felicidad- dijo el hermoso pájaro riendo con su pico de oro-, la felicidad, amigo mío, no hay donde
no se halle, en la montaña y en el valle, y se encuentra por igual en la flor y en el cristal.
Tras estas palabras, el pájaro risueño sacudió su plumaje, estiró el cuello, meneó la cola, guiñó el ojo,
volvió a reír, y después permaneció inmóvil, sentado en la hierba y, mira por dónde, el pájaro quedó
convertido en una flor multicolor, sus plumas transformadas en hojas y sus patas en raíces. Con sus
resplandores, y el fulgor de sus colores, era ahora flor entre las flores. Píktor se lo quedó mirando
maravillado.
Y justo después, el pájaro-flor sacudió sus hojas y sus hilos de polvo, ya estaba harto del reino de las
flores. Dejó de tener raíces, se movió con suavidad, y lentamente se elevó por los aires; se había
convertido en una mariposa que se balanceó sin peso ni luz, como un ente reluciente. Píktor se quedó
maravillado.
Pero la nueva mariposa, el risueño pájaro-flor-mariposa multicolor de rostros resplandeciente,
revoloteó en torno al asombrado Píktor, relampagueó como el sol, y después se dejó caer suavemente
como un copo ingrávido a tierra, pegadito a los pies de Píktor, respiró tiernamente, se estremeció
ligeramente agitando sus alas deslumbrantes, y en el acto se transformó en un cristal de colores cuyas
aristas desprendían una luz rojiza. Sobre la hierba verde, la gema rojiza resplandecía maravillosamente
con la claridad de un alegre repique de campanas. Pero parecía como si su hogar, las entrañas de la
tierra, la estuviera llamando, pues muy pronto se volvió diminuta, a punto de desaparecer.
Entonces Píktor, presa de un deseo irresistible, se apoderó de la piedra minúscula. Maravillado
contemplaba su mágico resplandor que parecía un anticipo de todas las dichas que iban a colmar su
corazón.
De repente, la serpiente se enrosco en la rama de un árbol muerto y le susurró al oído:
-Esta piedra te metamorfoseará en lo que tú quieras. Dile rápido tu deseo, ¡antes de que sea tarde!
Píktor se sobresaltó y tuvo miedo de que se le escapara su felicidad. Rápidamente pronunció la palabra
y se metamorfoseó en árbol. Pues ya había soñado alguna vez con ser árbol, porque los árboles le
parecían la encarnación de la placidez y de la fuerza, de la dignidad.
Píktor se convirtió en árbol. Sus raíces se hundieron en la tierra y creció en altura, y de sus miembros
brotaron ramas y hojas. Estaba la mar de satisfecho con su suerte. Sus fibras sedientas absorbieron el
frescor profundo de la tierra y sus hojas ligeras se mecieron allá arriba en el azul del cielo. Los insectos
instalaron su morada en su corteza, a sus pies anidaron liebres y erizos y pájaros en sus ramas.
El árbol Píktor era feliz y no contaba los años que iban transcurriendo. Pasaron muchos años antes de
que se diera cuenta de que su felicidad no era perfecta. Poco a poco, sólo lentamente, fue
aprendiendo a considerar las cosas con los ojos de un árbol. Por fin, acabó viéndolo todo claro y se
puso triste.
Vio que casi todos los seres a su alrededor, en el paraíso, se metamorfoseaban con frecuencia, e
incluso que todo discurría con una corriente mágica de eterna metamorfosis. Vio flores que se
transformaban en piedras preciosas, o que alzaban el vuelo convertidas en resplandecientes pájaros.
Vio muy cerca de él a muchos árboles que de repente desaparecían: uno se había fundido en un
manantial, otro se había transformado en cocodrilo, otro, convertido en pez, nadaba alegre y feliz,
desbordante de voluptuosos deseos, y pletórico se lanzaba a nuevos juegos con renovadas energías.
Había elefantes que intercambiaban su ropaje con rocas, y jirafas su cuerpo con flores.
Pero él, el árbol Píktor, permanecía inalterable, él no podía ya metamorfosearse. Desde que había
tomado conciencia de su inmutabilidad, toda su felicidad se había volatilizado; empezó a envejecer, y
cada vez fue adoptando esa actitud cansada, seria y preocupada que suele observarse en la mayoría de
los árboles viejos. También suele observarse en los caballos, los pájaros, los humanos y en todas las
criaturas: cuando no poseen el don de metamorfosearse, se sumen en el tiempo con tristeza y en la
preocupación y acaban perdiendo su belleza y hermosura.
Pero un día pasó por aquel rincón del paraíso una joven de rubios cabellos vestida de azul. Entre
canciones y bailes, la hermosa rubia corría entre los árboles, y hasta entonces jamás se le había
ocurrido plantearse si deseaba poseer el don de la metamorfosis.
Más de un monosabio sonreía a sus espaldas, algunos matorrales la acariciaban con sus ramas, algún
que otro árbol le tiraba una flor, o una nuez, o una manzana sin que ella le hiciera el más mínimo caso.
Cuando el árbol Píktor vio a la joven, una nostalgia inmensa se apoderó de él, un ansia de felicidad
como no la había conocido hasta entonces. Y al mismo tiempo se sumió en una profunda reflexión,
pues le pareció oír su propia sangre que le gritaba:
-¡Acuérdate! Acuérdate de toda tu existencia en este momento. Encuéntrale el sentido, si no será
demasiado tarde y nunca jamás volverás a encontrar la felicidad.
Y obedeció. Lo recordó todo, su origen, sus años de ser humano, su mudanza al paraíso y muy
particularmente aquel instante en el que se había metamorfoseado en árbol, aquel instante
maravilloso en el que había tenido la piedra mágica en la palma de la mano. En aquel momento,
cuando todas las posibilidades de metamorfosis se abrían ante él, ¡nunca antes había ardido así en su
interior la vida! Pensó en el pájaro que se había reído, en el árbol que era sol y luna a la vez.
Tuvo entonces la intuición de que antaño algo se le había escapado, de que había olvidado algo y de
que la serpiente no le había aconsejado bien.
La muchacha oyó un murmullo en las hojas del árbol Píktor. Alzó la mirada y la embargaron, con un
repentino dolor de corazón, nuevos pensamientos, nuevas ansias, nuevos sueños que despertaban
dentro de su ser. Impulsada por una fuerza desconocida, se sentó al pie del árbol. Le pareció muy
solitario, solitario y triste, no obstante, hermoso, conmovedor y noble en su silenciosa tristeza.
Seductora le sonó la suave melodía del murmullo tembloroso de su copa. Apoyó su cuerpo contra el
tronco rugoso, sintió que el árbol se estremecía profundamente, sintió el mismo estremecimiento en
su propio corazón. Un extraño dolor percibió en su corazón; corrían las nubes por el cielo de su alma; y
lentamente unas lágrimas pesadas fluyeron de sus ojos. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué tanto
sufrimiento? ¿Por qué anhelaba su corazón salírsele del pecho para saltar hacia él y fundirse en él, en
el hermoso árbol solitario?
El árbol se estremeció suavemente hasta la raíz, debido al esfuerzo realizado para concentrar toda su
fuerza vital y proyectarla hacia la muchacha, en el abrazador anhelo de la unión. ¡Ay! ¡Haberse dejado
engañar por la serpiente y haberse convertido para siempre en un árbol solitario!¡ Qué ciego, qué
insensato había sido! ¿Acaso tan ignorante había sido, tan ajeno al secreto de la vida había
permanecido? No, ya lo había intuido oscuramente entonces, confusamente ya lo había presentido -
¡Ay, con qué pesar recordó y comprendió entonces al árbol que era hombre y mujer a la vez!
Pasó volando un pájaro, era rojo y verde el pájaro que pasó, y alrededor del árbol voló, el hermoso y
valiente pájaro. La muchacha lo siguió con la mirada, vio que de su pico caía algo, rojo como la sangre,
rojo como las brasas, que caía y relucía en la hierba verde, con unos destellos rojos tan poderosos que
la muchacha se agachó, y en la hierba la piedra roja recogió. Era un carbunclo, era un rubí, y donde hay
un carbunclo, oscuridad no puede haber allí.
Apenas la muchacha hubo recogido la piedra mágica en su mano blanca que el deseo anhelado que
henchía su corazón se realizó. La joven se volatilizó, se fundió, formó una sola cosa con el árbol. Una
rama joven y vigorosa brotó del tronco y deprisa se disparó hacia arriba hasta él.
Ahora todo estaba como ha de estar, todo estaba en su lugar, el mundo estaba en orden, por fin había
encontrado el paraíso. Píktor dejó de ser árbol viejo y preocupado. Ahora cantaba a voz en grito:
¡Piktoria! ¡Victoria!
Estaba metamorfoseado. Y debido a que, esta vez, por fin había sabido encontrar la metamorfosis
eterna, debido a que una mitad se había hecho un todo, a partir de aquel momento podía seguir
metamorfoseándose cuanto quisiera. La corriente mágica del devenir fluyó perenne por sus venas y
para siempre formó parte de la constante y permanente creación eterna.
Se transformó en ciervo, se transformó en pez, se transformó en ser humano y en serpiente y también
en nube y en pájaro. Pero bajo cualquier apariencia, siempre formó un todo, una pareja, sol y luna,
hombre y mujer, y como ríos gemelos fluyó a través de las tierras y como estrellas gemelas brilló en el
firmamento.

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