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La Cáscara Del Huevo

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ILUSTRACIONES

Arens, Germán
La cáscara del huevo / Germán Arens; ilustrado por Malena
Arens. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Barnacle, 2019.
110 p.: il.; 21 x 15 cm.

ISBN 978-987-4044-36-5

1. Narrativa Argentina Contemporánea. 2. Cuentos de Ciencia


Ficción. I. Arens, Malena, ilus. II. Título.
CDD A863

Editora General:
Diseño de tapa: y

Primera edición: Julio de 2019


(c) 2019, Germán Arens
Buenos Aires- Argentina

ISBN 978-987-4044-

BARNACLE

barnacle.cia @gmail.com
www.barnacle.com.ar

Impreso en la Argentina

Queda hecho el depósito que previene la ley 11723


E l tren se detuvo a las tres de la mañana. Subimos a
un vagón de clase turista. En el portaequipajes dor-
mían tres hombres; les ordené abrir los ojos. Una mujer
apartó un bolso de mi camino. Tenía el pelo rojo y sus
ojos eran dignos de ser idealizados. (El amor es un proce-
so de selección de pareja). Dije que no le haría daño, que
rastreábamos alienígenas, que todos los pasajeros estaban
sospechados. Le pedí que levantara su brazo izquierdo.
La temperatura media de los invasores está cinco grados
por debajo de la nuestra. En el interior de. bolso además
de ropa llevaba una pistola Walther CP99.

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C omenzó a temblar sin motivo aparente. Un aura
verde rodeó su cuerpo y en la cara ya no tuvo fac-
ciones. Nadie se detuvo, cada quien siguió su camino
percibiendo la realidad de manera homogénea. En poco
más de siete meses, los ojos de cualquier sobreviviente
han presenciado más decesos que las ocurridas en diez
años. La sintomatología de la muerte se manifiesta sin
intermitencias.El ADN de los seres humanos se ha
fragmentado y la piel de los habitantes del planeta pro-
media en apariencia los noventa años.

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E l bombero fue como todos, cabeza y cuerpo. Siem-
pre decía que la vida era una aventura interminable.
Sin embargo su viuda lo recuerda sedentario. Tuvo una
vida silenciosa, eso es cierto, y hasta casi entrados los
cincuenta años nunca había salido del pueblo. Quienes
lo conocimos supimos de su carácter afable y todos coin-
cidimos en que era un gran pescador, podía estar horas y
horas lanzando moscas al río. Nadie se sorprendió el día
que la Secretaría de Turismo le propuso dictar un taller
de atado. De ahí en más todas fueron buenas noticias.
Fue reconocido instructor por la Asociación Argentina
de Pesca, fue disertante y panelista en infinidad de con-
gresos y, quizás su máximo orgullo, instructor asistente
nada más y nada menos que de Mel Krieger. Después,
alejado del agua, se recluyó en su casa y escribió un ma-
nual de doscientas cincuenta páginas en el cual, median-
te un desarrollo teórico ilustrado y un estilo muy ameno,
enseña a pescar. Contra lo que dicen algunos, sería un
desacierto confundir con soberbia el cúmulo de conoci-
mientos que nos dejó en su obra.

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E ntro en un baño público. Suspendidos en un campo
de amapolas blancas hay cinco mingitorios con
detalles rojos. La sensación de limpieza es muy agradable.
Descubro una boca humana en cada detalle. Pienso en
el subconsciente. Hace unos días, en una revista, leí una
nota acerca de una polémica surgida a raíz de mingitorios
similares instalados en un restaurante australiano. Al-
guien abre la puerta. Un hombre se ubica a mi derecha
Tiene puesta una boina negra y en el cuello un pañuelo
a tono. Reconozco sus facciones. Con expresión ausente
se lava las manos. Una pastilla perfumada se llena de
burbujas amarillas.

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O loviniek estaba por bajar la persiana de su ferre-
tería, cuando advirtió que en la vereda el extra-
terrestre miraba hacia la punta de la antena de teleco-
municaciones. Habiendo visto elefantes rosados, ver a
una persona mirar hacia arriba no lo distrajo de su ru-
tina; pero el tiempo es lo que duran las cosas sujetas a
cambio y, en menos que canta un gallo, el extraterrestre
comenzó a subir los peldaños de la torre. Oloviniek sa-
lió justo en el momento en que un grupo de skaters se
detenía y observaba la escena. Los vecinos uno a uno
fueron abriendo las puertas de sus casas. (La curiosidad
es como el universo, no tiene límites). En medio del tu-
multo aparecieron dos oficiales de policía: “No vayas a
cometer ninguna locura. Nosotros podemos ayudarte”.
El extraterrestre continuó su ascenso hasta que desde el
murmullo generalizado una voz se alzó sobre las demás:
“¡Hijo, bajá!... por favor te lo pido, bajá”. Por un instan-
te todos la miramos. “No mamá. Acá nadie me quiere”.
Después ya no se detuvo. Cuando llegó a lo más alto
algunos curiosos le pedían que se tire.

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E l muro se extiende paralelo a la ruta. Diseñado para
separar a pobres de ricos en un principio conta-
ba con cruces habilitados y vigilancia constante. Hay
quienes dicen que el proyecto tuvo su origen en la ne-
gociación del gobierno con productores inmobiliarios
que no aceptaban la inseguridad como variable en sus
inversiones; otros, que fueron los mismos vecinos quie-
nes financiaron lo que tendría que haber sido provisto
por el estado. Voces, se escucharon de todos los tenores.
Desde el consabido “Es necesario trabajar para incluir a
los sectores más postergados y achicar la brecha entre
clases”, al “Hay que aumentar el presupuesto social pa-
ra intensificar las políticas de inclusión”. El colmo de la
arbitrariedad llegó cuando el gobierno ordenó ataques
aéreos de prevención.

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C uando en una familia cada miembro es reconocido
como tal todo funciona mejor. Horacio vive con sus
padres. La madre es un cuerpo que deambula por la casa
y se llama Julia. Su padre sale ni bien amanece y vuelve del
trabajo entrada la noche; su nombre es Armando. Hora-
cio siempre dispuso de libertad. De niño se relacionaba
muy bien, fue en la adolescencia cuando comenzó a re-
traerse. Hoy tiene cuarenta años y se traslada en zancos.
Más allá de sus excentricidades, casi todas ridículas a los
ojos del pueblo, Horacio, debido a su interés en temas
poco convencionales, tiene una conversación entreteni-
da y es grato compartir tiempo con él. Hace unos días me
dijo que apoyar la lengua sobre carne cruda es una de las
sensaciones más placenteras del mundo.

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L os generadores de dolor están por todo el pueblo.
No hace falta más que un mínimo pensamiento
solidario para que una sensación insoportable se adueñe
de nosotros. Los hombres nunca destacamos por nues-
tra inteligencia, sí por la facultad innata de ser sensibles;
razón por la cual entre otras medidas, los gobernantes,
en su afán de disciplinar a los ciudadanos, ordenaron la
cauterización de la conciencia a todo niño nacido a par-
tir del año 2021.

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U n grupo de insectos recorre una naranja. El calor
es agobiante. A pocos metros una empresa cons-
tructora derriba un edificio. Miro hacia el sol. Una ban-
dada de pájaros cruza el cielo. La voz de un vendedor
ambulante me induce a adivinar si la campera que ofer-
ta es de cuero natural o sintético.

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D i jo que entre los organismos que ha conocido
represento al menos evolucionado, también que
vivo aislado como una anémona. Después tomó su car-
tera y se dirigió a la puerta. Le pedí que no vuelva. Ter-
miné de comer y apagué la televisión. Levanté un coco-
drilo que mi hija había dejado en el piso dos días atrás.
Fui al baño. Abrí la canilla de la bañadera. Levanté los
ojos hacia el botiquín y tuve la sensación de ver pasar
a alguien por el espejo. Sea lo que haya sido no le di
importancia. Mañana será otro día y debo inyectarme
el refuerzo de la vacuna antitetánica.

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E l Bajo de los Loros se encuentra situado entre el
Salitral de la Vidriera y el pueblo de Chapalcó. Hace
cientos de miles de años esa extensión de tierra pertenecía
al océano Atlántico. Se dice que en el lugar, debido a la
existencia de fuertes campos magnéticos, las ondas de
radio no pueden ser transmitidas normalmente; también
que ya no existe vida animal. El sitio cobró relevancia en
el año 2012 cuando una nave cayó sobre el campo de los
Migliavacca. Desde ese día el acceso al área se encuentra
restringido y es frecuente la visita de investigadores,
razón por la que los lugareños han elaborado infinidad de
teorías disparatadas. Los más instruidos hablan de una
puerta dimensional que conecta a un pozo gravitatorio
del que nadie vuelve, pero los misterios no son más que
la ausencia de datos.

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L a pata de cordero estaba cortada en rodajas y
acompañada por cebollas, almendras y pasas de
uva. La cena se sirvió en platos de porcelana blanca con
ribetes dorados. El vino, tinto y de un sabor exquisito,
en copas de cristal. Eugenia se sentó a la mesa con no-
sotros pero no probó bocado. Cuando irrumpieron los
ruidos conversábamos intrascendencias. Todos reac-
cionamos de la misma manera, interrogándonos unos a
otros; hasta que el silencio como un páramo de paz nos
devolvió a la normalidad y Eugenia, con voz pausada,
dijo que nunca había querido volver a la ciudad, que en
las calles sólo pulula la escoria.

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E n el pueblo nadie lo sabía. ¿A quién se le hubiera
ocurrido relacionarlos si nunca se los vio juntos?
La tarde en que los sorprendimos, Flavia, como todas
las primaveras, se disponía a plantar una combinación
de bulbos y desmenuzaba la tierra. Sin nada que hacer,
yo dormitaba en una reposera; por eso pude escuchar
el grito de mi mujer cuando su cuerpo desapareció. De
inmediato acudí a socorrerla. Por suerte Flavia estaba
bien: “¡Por favor, bajá! no vas a creer lo que estoy vien-
do”. Un túnel perfectamente construido se perdía en las
entrañas de la Tierra. Su altura era variable, en algunos
tramos debimos arrastrarnos. Así llegamos a un habitá-
culo acondicionado para vivir teniendo en cuenta hasta
el más mínimo detalle. “Por favor, no se lo cuenten a
nadie, moví cinco mil toneladas de tierra solo para en-
contrarme con ella”, pidió en tono de ruego el ingeniero
Pilkowicz en compañía de su amante.

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E l jardín está descuidado, quedan dos de los muchos
rosales que hubo. Sobreviven además un árbol de
granadas y un laurel. La abuela murió hace dieciséis años.
Transcurridos tres meses dimos la casa en alquiler a una
empresa que por esos días trabajaba en la zona constru-
yendo un gasoducto. Finalizado un contrato de tres años
casi por otros diez se instaló una abogada. Después la
casa quedó vacía. Recorro el patio. No es extraño que la
puerta del galpón de atrás esté sin llave. El cuadro azul
de una bicicleta inglesa que fuera de mi madre es lo pri-
mero que veo. Pienso en llevarlo conmigo cuando tengo
la sensación de que hay alguien a mis espaldas. Me vuel-
vo y veo que Lali, la perra de mi infancia, camina hacia
mí. Sus pasos son torvos, inarticulados.

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D esde el cielo llegaron todos los colores. La tormen-
ta alteró la órbita de algunos satélites y los siste-
mas de telecomunicación se interrumpieron. Siguiendo
las indicaciones dadas por la Dirección de Defensa Civil,
la gente se resguarda en sus casas. Algo me dice que de
un momento a otro todo será caótico.

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D ías después de la muerte de Mariano, su madre
me preguntó si quería tener conmigo algunas
fotografías. En una de ellas los dos estamos bajo la lluvia y
se nos ve contentos. A continuación hizo una pausa. Dijo
que esa imagen era un testimonio de nuestro pasado; que
ella nunca había tenido conciencia de la muerte, pero que
Mariano, por algunas actitudes, pudo haber presentido
la suya; que con eso no quería decir que su muerte fuera
predecible, sino que nadie es inmortal. Mientras estuvo
vivo no hizo más que contemplar la realidad entre su
existencia y el más allá. Siempre solo, nada ni nadie pudo
con su aislamiento. Siendo como fue ¿quién querría
apropiarse de su lugar?

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E n: podrán escuchar la canción
que mi papá cantaba esa mañana de verano. El día
anterior me habían comunicado que las oficinas de la
Subsecretaría de Control Comercial permanecerían ce-
rradas debido a tareas de desinfección. Acostumbrado a
mi rutina lo olvidé por completo, razón por la que volví
de trabajar mucho antes de la hora en que lo hago. Ya
en casa, me pareció extraño no encontrar a mi papá en
la cocina. Supuse que estaría en el patio y, al mirar por
la ventana, lo descubrí sobre la mesa en que comemos
cuando el clima es agradable. Que despuntaba las ramas
del sauce fue lo primero que pensé, pero cuando chas-
queó los dedos de su mano izquierda y a continuación
con el índice marcó el inicio de algo que mis sentidos no
percibieron me sentí desconcertado. Después sonrió, se
acomodó una corbata imaginaria y comenzó a cantar es-
ta canción desconocida por mi: “Tanto adiós vieron mis
ojos que ya no pueden llorar”. Fue entonces que abrí la
puerta y caminé hacia él. “Si te vas no habrá más lágrimas
de amor”. Su voz estaba dotada de una rara cualidad pun-
zante. La imaginé recorriendo un teatro con la facilidad
de una trompeta. “Tantas veces te has marchado que una
más me da igual”. Cuando le pregunté qué hacía me miró
y en sus ojos no pude diferenciar el iris de la pupila.

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L os visitantes no dejan de asombrarse cuando nos
escuchan afirmar que nuestro cuerpo está hecho a
imagen y semejanza de un dios. El universo existe desde
antes de la formación del cielo y la tierra y, aunque la
mente humana se corresponda con el, existe más allá
de nuestros sentidos. Cuando la noche llega me gusta
subir al techo y contemplar el cosmos expulsando de
mi mente toda influencia humana, hundiéndome en una
ilimitada ensoñación sin necesidad de recordar el pasa-
do ni planear el mañana.

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E l fondo marino, lugar donde sólo la fantasía ha re-
flexionado. Lugar adonde no llega el sol y los más
pequeños, cabezas con dientes que no caben en la boca,
devoran a los más grandes. Las aguas abisales casi no tie-
nen movimiento. Sus habitantes son raquíticos y es in-
necesario llevar un esqueleto. Nunca hubiera imaginado
estrellas de mar con más de cincuenta brazos, tampoco
a bailarinas de color escarlata y piernas semejantes a
culebras. De acuerdo al modelo cosmológico derivado
de la teoría de la relatividad se dice que no existen privi-
legios, que el universo es igual en todas sus direcciones;
pero quien como yo ha subsistido alimentándose de la
lluvia de organismos y materia que provee la superficie,
sabe que no existe la más remota posibilidad de vivir
dando vueltas en círculo.

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D e Laura, dicen los vecinos que si la madre no la
obligara a salir permanecería encerrada de por vida,
que es común verla mirar las estrellas como si viera la vida
desde lejos. No podría determinar si ella es una buena o
mala influencia para mi hija. Me consuela pensar que to-
dos los seres humanos tenemos características comunes.
Después de todo, mi hija pasa las noches mirando ven-
tanas iluminadas; ojos abiertos de los edificios, les dice.

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E l componente principal de todo placebo es el psi-
cológico. Johnny Acuña, después de inhalar las pas-
tillas que previamente molimos por puro divertimento,
reaccionó como era previsible: segregando gran cantidad
de dopamina, neurohormona que libera el hipotálamo
y genera ilusiones ópticas. Johnny tiene el pelo de los
puercoespines. Sus piernas son muy cortas. Los labios
parecen haberle crecido hacia adentro y tiene los dientes
incisivos muy afilados. Su nariz, redondeada en la punta,
se asemeja a un hocico. En las mejillas tiene bolsas, es
corriente verlo con barba para disimularlas. Acusado de
piromaníaco estuvo preso tres años, pero anoche, mien-
tras Horacio agitaba el insecticida echando fuego por
toda la casa, se nos hizo inadmisible creer que habiendo
incendiado tres aserraderos, Johnny le temiera a los dra-
gones a tres días de libertad condicional.

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L a casa está ubicada en las afueras del pueblo. Es la
última de todas y en ella no vive nadie, ni siquiera
un árbol. Es cuadrada y blanca, muy sencilla. El último
en habitarla fue Mario, un biólogo muerto durante el pri-
mer intento de colonizar el delta del río Rojo. Entre los
nativos se lo recuerda como a un hombre bueno aunque
proclive al pensamiento fatuo. Decía, por ejemplo, que
los seres vivos somos excepciones, que nada en nosotros
tiene sentido, que el universo todo tiende a expulsarnos.

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T res moscas vuelan en círculo. Miro la hora, el
tiempo coincide con mi realidad. El patio está va-
cío. Detrás de una puerta doy con un salón de actos
al que mi memoria ubica en el pasado. Mis sentidos
rastrean un foco de peligro. El silencio es orgánico. No
hay nadie en las aulas. Vuelvo hacia un pasillo que me
regresa al hall de entrada. Cinco maestras bloquean mi
paso. Todas tienen los ojos amarillos. La más baja pre-
gunta si estoy dispuesto a obedecer. Le respondo que
sí, que solo pondré una condición: saber por qué estoy
en ese lugar. Es entonces que mis ojos dejan de ver y
comienza la caída. Primero por un color similar al de
una mente vacía. Después, sin antes percibir un cam-
bio de dirección en el estómago, por la oscuridad más
absoluta. Pienso en gritar y pedir ayuda. ¿Qué o quién
acudiría a mí? Sin embargo lo hago y espero. No hay
respuestas. Reanudo los llamados, y desde algún lugar
que solo puedo asociar a la nada llega un indescifrable
rumor (Para quien tiene miedo todos son ruidos). In-
tento acurrucarme. Ya no puedo razonar en términos
físicos. ¿Estoy desintegrándome? La sensación es la de
caer volviéndome más y más pequeño, cuando de re-
pente, alguien o algo articula palabras de bienvenida.

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E n un árbol identifiqué ciento trece variedades de
plantas parásitas. La zona es riquísima en especies.
La humedad hace que gran cantidad de estratos vegeta-
les busquen la luz que solo alcanzan gigantes. Desde las
bases, en las sombras, crecen líquenes y estranguladoras.
En el río pude ver una planta similar a un irupé terrestre.
Su diámetro es de casi dos metros y soporta mi peso.
Su flor, de unos setenta centímetros, es de color celeste.
También existe una pequeñísima planta del tamaño de
una mosca que así y todo posee un estambre y un pistilo.
Otra se parece a una cabeza de pato en carne viva. Aquí
todo es extraño, podría seguir contándoles de plantas
que crecen bajo tierra y solo sus flores, llegando a per-
manecer abiertas dos mil quinientos años, son visibles.

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F ue cuestión de tentarlo y esperar a que cayera en la
trampa. Era uno de los últimos ejemplares humanos
que liberaba óvulos y espermatozoides y después buscaba
el mar, por eso lo considerábamos una criatura oceánica.
Las crías de estos hombres eran similares a renacuajos.
Con los años se confundían entre los nuestros y hablaban
de nosotros como de un exquisito manjar.

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F abián, como muchos en el pueblo, después de ter-
minar sus estudios secundarios se mudó a la ciu-
dad. Meses después, de regreso y decidido a quedarse
en el pueblo se casó con su novia de siempre. Desde
entonces, hasta la adjudicación de un crédito bancario
trabajó en una agencia de juego. A días de renunciar, un
empresario le ofreció la posibilidad de convertirse en
el mayor comprador de cueros de la provincia sin po-
ner un centavo. El argumento era sencillo: El cuero en
bruto se obtiene de cualquiera de los animales criados
en la zona; llámese vaca, oveja, cabra o caballo. Fabián
quedaría a cargo del trabajo de planta y el empresario se
ocuparía de las compras y ventas. En el tiempo de casi
un mes concertaron varias reuniones pero nunca llega-
ron a un acuerdo total. En una de ellas, Fabián conoció a
la prometida de su posible socio, una hermosa mujer de
la que se enamoró a primera vista y, es de conocimiento
público, que lo más saludable antes de comenzar una
nueva relación es terminar con la anterior.

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E l efecto de los rayos del sol sobre la salina me de-
vuelve imágenes del planeta Júpiter. Después de fo-
tografiar vuelvo al auto sobre el recorrido de un batallón
de hormigas negras; cada cual con su colecta marchan
hacia un hormiguero que por haber llovido tanto sospe-
cho destruido. Sin embargo un montículo de tierra con
forma de volcán ha evitado los embates del agua. Me
maravillo al imaginar un sistema subterráneo de túneles.
En algunos hormigueros debe haber más hormigas que
hombres en un pueblo. Quizás la interacción de con-
ductas simples resulte compleja. El logro colectivo es
mayor que el de la suma de partes.

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s e alimentan de semillas descompuestas. Son peque-
ños y ligeramente redondeados.Las hembras en su
período de vida pueden llegar a poner hasta cien huevos
que, dependiendo de la temperatura, eclosionan entre
los noventa y ciento diez días. La duración del ciclo
biológico de la especie varía de acuerdo al medio
alimenticio; bajo condiciones favorables es de diez
a doce semanas. Los adultos viven aproximadamente
ciento treinta años. Los bebés son verdosos y de cuerpo
grueso. En nuestro pueblo se los considera plaga primaria.

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E n los marcos de las puertas del departamento había
manchas provocadas por el roce de su cuerpo. Dis-
frutaba de tres cosas: cocinar, nadar y leer. De niña había
sido hermosa; con el tiempo, a pesar de su feminidad,
se le hizo muy difícil interrelacionar con los hombres.
Nadie la reconocía por sus ojos o su pelo. Por las maña-
nas desayunaba con su hermana, alguien le había dicho
que comer en compañía ayuda la digestión. “Si algún día
un hombre se enamorase de mí viviríamos en la cama.
Nunca nos alejaríamos el uno del otro, seríamos indi-
ferentes a los llamados del mundo. Nos levantaríamos
para cocinar, ir al baño y nadar tres veces por semana”,
decía, mientras con los nudos de los dedos se daba gol-
pecitos en el centro del pecho: uno fuerte y dos débiles,
entre cinco y siete minutos; respirando en armonía, ob-
servando la vibración de su tórax, llenando el pecho de
optimismo, aguardando una mirada de reconocimiento.

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A simple vista sólo es posible observar una región
muy pequeña del universo, y como a esa hora el
pueblo dormía, todo era nuestro. Caminamos hacia el
río. Fabián dijo que la luna era uno de los ojos de dios. En
la costa nos sentamos en círculo: “¿Hay alguien entre no-
sotros?”, preguntó Mario. Las voces que hasta entonces
habíamos captado hablaban fuera de tiempo y parecían
desvanecerse. Cuando logramos comprenderlas dedu-
jimos que todas provenían de la muerte. “También nos
espían a través de los televisores y monitores de pc”, dijo
Horacio, poniéndose de pié y enfilando hacia el río. In-
tentamos detenerlo, pero al ver lo que vimos quedamos
totalmente absortos. Amparado en su convencimiento
Horacio caminaba sobre el agua. Fabián, inexpresivo,
supuso que se dirigía hacia Telequinesis, isla que salvo
nosotros nadie conocía. Mi única reacción fue gritarle,
decirle que el valor por si solo no es suficiente, que debe
estar acompañado por discernimiento. Fue entonces que
Horacio nos habló por última vez. Dijo que no respon-
día al sinsentido, sino a un auténtico llamado. Después
desapareció. No tuvimos más alternativa que darlo por
muerto. Días después el agua devolvió su cabeza.

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¿ Q Algunos hablaban de la zona estéril. Si bien es
ién hubiera imaginado que aquí existiera la vida?

cierto que somos una comunidad poco numerosa, he-


mos sabido prosperar en este medio bajo condiciones
adversas. Hasta que llegaron los humanos nos comíamos
unos a otros. Desde entonces, pese a que nuestros mús-
culos son débiles, los hombres se han transformado en
nuestro principal alimento. Seres en apariencia ineptos
para una vida activa; tan duros como la piedra nuestros
cuerpos larguísimos, invisibles para ellos que solo van
detrás de pequeñas criaturas que el ojo identifica como
piedras preciosas.

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M i viejo sillón amarillo sufre la ausencia de esos
amigos que ya no vienen. Tres mosquitos se refu-
giaron en mi casa. Uno de ellos parece una pequeña pie-
dra de coral. Alguien me dijo que tienen cuarenta y siete
dientes y son las hembras las que pican. Debo matarlos
antes de dormir. Siempre es de noche cuando percibi-
mos los cambios. Sin embargo, a pesar de no ser uno de
los momentos más apropiados para manifestar inteligen-
cia, me observo con indiferencia en una situación que
pocos soportarían.

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J orge fue normal hasta cumplido el año; después le
crecieron flores por todo el cuerpo. La madre atribu-
ye las diferencias fisiológicas de su hijo a la luna de miel
que con su marido pasaron en una isla desconocida.
Además de incluir playas paradisíacas, arenas blancas y
atardeceres de ensueño, la empresa de turismo contra-
tada les ofreció en el paquete la posibilidad de acampar
por una noche entre árboles cuyas hojas al caer volvían
a la vida. En homenaje al amor guardó en un alhajero a
la más linda. Después de nueve años, cuando lo abrió,
no tuvo ni tiempo de mirar como corría buscando una
mejor manera de vivir.

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L a tranquera está encadenada. Francisco es el prime-
ro en saltar. Una lechuza nos mira desde un poste.
La laguna no está lejos. El cielo se despeja. En la distan-
cia se asoma un molino. Francisco saca una fotografía del
bolsillo interno de su campera. Dice que es igual. ¿Igual
a qué? pregunto, mientras llevo mis ojos hacía una to-
ma nocturna del centro comercial de alguna ciudad des-
conocida. Caminamos. A nuestro paso se levanta una
bandada de mixtos. A continuación desde atrás de un
piquillín sale un hombre con el pecho lleno de sangre, di-
ciendo, casi gritando, que ningún trabajador rural mere-
ce la muerte por exigir trabajar de manera digna. No nos
detenemos. Francisco avanza moviendo el cuello hacia
delante y atrás como hacen las gallinas felices. El suelo se
vuelve salitroso. Francisco le apoya la oreja y dice que son
muchas; cuando por el camino, hacia nosotros se aproxi-
man vacas de todos los colores. Las miro, incrédulo, más
cuando una de ellas con voz humana y en nuestro idioma
se dirige a nosotros para decirnos que buscarán un lugar
donde vivir mejor, que alguien les habló maravillas del
campo bonaerense. Mugidos de dolor se hacen eco en
las bardas. Cinco toros negros levantan sus cabezas hacia
el sol y lloran como lloran los hombres. Pensativos bus-
camos una explicación en el silencio. Minutos después
llegamos a la laguna. Nos quitamos la ropa. El agua está
cálida. Desde la profundidad emergen borbotones que
por el tamaño me hacen pensar que si algo respira ahí
abajo debe ser muy grande.

72 GERMÁN ARENS
LA CÁSCARA DEL HUEVO 73
V olví a pedirle a Gustavo que pise el acelerador. No
hagas caso me dijo, no hay mar, es sólo una cris-
talización de tu mente; el día está hermoso. Sin insistir
abrí la puerta de la camioneta y me tiré a la banquina.
Al dar contra el suelo sentí dolor, no puedo expresarlo
de otra manera: dolor. Mi brazo derecho se desarticuló
por completo. Giré la cabeza buscando auxilio, y otra
vez el mar perdiendo su liquidez, levantándose como
una cobra gigante.

74 GERMÁN ARENS
LA CÁSCARA DEL HUEVO 75
N o es de criadero, aclaró Guillermo. Duerme todas
las noches, no consume anabólicos y está alimen-
tado a bichitos y raíces. Le respondí que hubiera pre-
ferido comer un buen asado de vaca. Guillermo, para
estos asuntos siempre utiliza un cuchillo de hoja calada
que le regaló su padre. Servíte unos vinos mientras lo
desvisto, dijo y largó una carcajada. Con una mano sos-
tuvo al animal contra la mesa, con la otra comenzó a
tirar de las plumas de la cola. Le pedí que lo mate. Res-
pondió que ese detalle no aparecía en la receta. Cuando
al pollo sólo le quedaban plumas en la cabeza le untó
un pan de manteca sobre el cuerpo (Las manos son las
partes visibles del cerebro). A una de las patas ató un
alambre largo como un brazo y anudó en una estaca la
otra punta. Alrededor encendió un círculo de fuego, no
sin antes colocar latas con agua y gajos de naranja. El
pollo, desesperado, buscó una salida; también intentó
volar. Cuando su piel comenzó a dorarse, bebió agua y
picoteó los gajos. Guillermo dijo que si todo iba bien, en
unos minutos, cuando su corazón ya no tuviera hume-
dad, comenzaría a tropezar y estaría listo, que al cortar
la primera presa lo escucharíamos gritar.

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C erré un archivo en el que escribía intrascendencias
y salí a la calle, tenía turno con el dentista. Ni bien
di dos vueltas de llave me encontré con un bebé de apro-
ximadamente dos metros y medio de altura. El pequeño
caminaba a tientas y lloraba. Estaba vestido de la manera
en que las madres visten en verano a sus bebés: camiseta
blanca sin costuras, pantalón corto, calcetines, y gorro.
Supuse que quizás al dar pasos tan grandes se alejaba de
una madre distraída. Se dirigía a la calle y el tránsito era
incesante. Por eso corrí hacia él y me lancé a sus rodi-
llas como si fuera a dejar la vida en un tackle. El llanto
fue desgarrador, me miró y noté la incomprensión en sus
ojos; hubiera querido encontrar la manera de explicarle
que no había tiempo ni alternativas. Pensaba en rein-
corporarme cuando desesperada llegó la madre. Volví a
mirar al niño con detenimiento y noté que los pliegues
de su cuello estaban escamados. En ese instante tuve la
sensación de haber pasado por esta sucesión de hechos
en algún otro momento de mi vida. Algo me dijo que el
final no sería feliz, razón por la que preferí disimular y de
manera cordial me despedí de la mujer diciéndole que
la piel de los bebés es más fina que la de los adultos, que
en los más rellenitos son frecuentes las irritaciones, que
tendría que limpiar la zona afectada con un algodoncito
mojado en aceite Johnson.

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E lla cortaba un racimo de uvas cuando algo cayó de
la parra. Sacudíte la cabeza, le dije, tenés un bicho
en el pelo. Creyó que era broma y pasó por alto mi suge-
rencia. Minutos después entramos a la cocina y pude ver
que algo similar a una chinche se metía en su oreja dere-
cha. Preferí callar, no quise decirle que podía tratarse de
un parásito que buscaría en su organismo completar su
ciclo larval, que si bien algunos se alimentan de insectos,
otros atacan a todo tipo de animales y se nutren de los
órganos del ser en que se hospedan.

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P uede sonar pretencioso y hasta poco creíble, pero no
tengo dudas, se trataba de un templo. Salvo detalles
rojos y azules tenía el color de la piedra caliza. Sus co-
lumnas delimitaban los cuatro lados. Entre lo vertical y
lo horizontal, lo lleno y lo vacío, quedaba manifestada la
búsqueda de equilibrio; lo divino claramente separado de
lo humano. Como quien va al encuentro de algo inespe-
rado subí por la escalera de acceso. La puerta era de oro y
estaba abierta. Una mujer de marfil se alzaba imponente.
Maravillado pensé en la composición perfecta de la be-
lleza. Supuse que la distancia entre sus orejas era exacta-
mente el doble de la distancia que separaba sus pupilas.
Observé con detenimiento la simetría de sus facciones,
sin dejar de recordar que lo bello es solo un concepto
abstracto determinado por preceptos culturales.

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E l viejo está en sus últimos días. Ella, con vocación
religiosa, después de higienizarlo con toallas moja-
das y por partes, le seca los pliegues del cuerpo con suma
delicadeza. El olor humano depende del funcionamiento
de las glándulas epidérmicas y cambia con la edad. Cuan-
to más transpiración hay en la piel, más lípidos deberán
descomponer las bacterias. Por eso los jóvenes huelen
peor que los ancianos, piensa, mientras le ayuda a poner-
se de pie para pasarle un pañal entre las piernas.

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B uscábamos a alguien. No conocíamos su fisonomía,
tenía muchas. Era el único habitante de la última
gran obra del hombre. Caminando llegamos al final de
una galería. Una cornisa que se perdía en el horizonte
era la única alternativa para continuar. Al apoyar las ma-
nos en el cemento tomé conciencia de la vacuidad del
cielo. El espacio nos empujaba, nos debíamos a nues-
tros pies. Nada nos faltaba para ser los más desafortu-
nados de los mortales. Por fi n llegamos a una pequeña
ventana. Mi hermano fue el primero en entrar. El silen-
cio era absoluto. Sobre una mesa cubierta por un mantel
delicadamente bordado, había un juego de té dispuesto
con detalle. Tomé una de las tazas, casi no pesaba y era
del grosor de una cáscara de huevo. En el fondo crema,
un grupo de mujeres descansaba a la sombra de un ár-
bol de frutos rojos. Pensaba en alguien con una pasión
obsesiva por lo trivial, cuando desde la nada aparecieron
cinco caras. Mi hermano abrió una puerta que daba ha-
cia adentro. Entramos en ella. Después corrimos por un
túnel que supusimos el corazón de algo.

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L o encontré en la laguna. Era muy pequeño. En
principio lo asocié a un gusano; después pensé que
se trataba de un feto abortado por algún animal. Su co-
lor por unos días fue rosado, a la semana se tornó oscu-
ro. Lo cuidé como se cuida a una mascota. Lo guarecí
en una caja de cartón e intenté alimentarlo con moscas.
Durante trece días abrió los ojos pero nunca se puso
de pié. A poco de morir mostró síntomas de descom-
posición. Decidí congelarlo. Quizás enfermó a causa de
algún virus terrestre y sus compañeros lo abandonaron
por temor al contagio.

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M e despertó la voz de un hombre. Busqué mi linter-
na y alumbré su cara. Atiné a ponerme de pie. El
extraño dijo que no era necesario, que había creído que
estaba muerto. Más allá de su buena disposición su voz
sonó presuntuosa. Después que se marchó me lavé la ca-
ra en el río y retomé mi camino. Los árboles se cubrieron
de escarcha. El día en que dejé mi casa puse mi vida en
manos de la suerte. De nada vale desear sin actuar.

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E lla mira sus uñas recién esmaltadas. Mañana cum-
ple años y quiere verse bien. Antes de acostarse
pasa por la cocina y verifica que la llave de gas esté
cerrada. Baja las persianas y mira el cielo. Piensa que
Júpiter es extraordinario en el más profundo significa-
do de la palabra, que de haber acumulado más materia
podría ser un sol. Ella tiene una sólida formación físi-
comatemática. Desde hace dos años vive en pareja con
un organismo cibernético llamado Matías.

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D espierto con acidez. Miro el reloj, no pasan diez
minutos de las tres de la mañana. Busco Almax
en el botiquín del baño. Vierto en medio vaso de agua la
dosis recomendada para un adulto. Pienso en el doctor
Elizari; después de un parto cortaba pedacitos de pla-
centa y los licuaba junto a naranjas. Vuelvo a mi cama.
Cierro los ojos. Examino en detalle el funcionamiento
de mi organismo. Los pulmones vistos desde afuera se
parecen a una esponja. La velocidad del flujo sanguí-
neo es la indicada. Los glóbulos rojos liberan dióxido de
carbono y recogen oxígeno Estoy por retomar el sueño
cuando reacciono y deduzco que mi sistema respirato-
rio, al estar dispuesto en circuito cerrado, no permitirá
la eliminación correcta del dióxido y otros desechos. Es
entonces que decido cortar una arteria y trasvasar mi
sangre de la misma manera en que de joven trasvasaba
gasoil de los camiones.

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A noche pude ver a la palabra suprema. Nos habíamos
reunido como siempre, pasada la medianoche. No
voy a entrar en detalles en torno a la manera en que me
hice de ella. Solo puedo decir que la palabra, fuera de mi
mente, no representa un mero razonamiento carente de
realidad. Tampoco es incorpórea ni está concebida como
creadora o supervisora del universo. La tuve en la punta
de mi lengua muy pocos segundos, después desapareció.
En ella estaban todos y el único concepto. Pude haber
sido el dueño del mundo.

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¿ Q cie fue censada en todo el mundo y dos razas de
uién controla la evolución del hombre? La espe-

seres humanos han desaparecido. Mientras tanto, otra,


hasta ahora desconocida, es identificada y se descubre
que genera electricidad a través de la mente. Todas en al-
gún momento emprendieron movimientos migratorios
buscando las condiciones necesarias para nacer, crecer
y reproducirse. Unas buscaron el calor y se alejaron de
la montaña; otras, ocupando el lugar de los anteriores
escaparon del calor. El ADN humano evoluciona. Las
plantas suelen no trasladarse; aunque en condiciones ad-
versas sus poblaciones también pueden moverse.

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L as naves se aproximan a la Tierra. Algunas protegi-
das por campos eléctricos de color rojo; otras, de
cabinas transparentes y alas ojivales, dejan ver a sus pi-
lotos así como en una rana de cristal veríamos el tracto
digestivo. Lo terrestres creíamos vivir en libertad pero
nuestras democracias y sistemas financieros eran contro-
lados por seres que pese a tener una estructura anatómi-
ca conformada por varias espinas dorsales, ojos amarillos
y dos corazones estaban entre nosotros, desapercibidos;
pasando por estrellas de cine, deportistas, religiosos, etc.

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S ubía y no paraba de subir, debería vernos cada vez
más pequeños; la tierra se le escapaba. ¿Qué sentiría
en sus pies al perder todo punto de apoyo?... ¿Imagina-
ría un tope horizontal que lo detuviera? Tres o cuatro
veces miró hacia arriba como buscando la piedad del
universo. Su cuerpo, por efecto del sol, se volvió negro.
Estaba por perderse en una nube cuando el aire trajo
hacia nosotros sonidos ahogados.

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L a boca es una zona delicada, motivo por el que deci-
dí borrarla de mi cara y dar protagonismo a mis ojos
por el tiempo que duró el paseo. Sabido es que Caronte,
el más grande de los satélites de Plutón, es de hielo; y
los labios se secan con el frío. No es cuestión de ponerse
un traje y saltar al espacio. Una vez intervenido disimulé
las imperfecciones con un corrector del color de mi piel.

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U n resplandor áureo delineaba el horizonte. Tenía-
mos la sensación de aproximarnos a un lugar al que
nunca llegábamos. Sabíamos muy poco de astrofísica, sin
embargo habíamos develado que la densidad de Saturno
es muy baja, tanto que flotaría si lo pusiéramos en una
palangana gigante y llena de agua. Todo cambió el día en
que detectamos un punto móvil avanzando directamente
hacia la nave. Un sonido muy suave y tranquilizador en-
volvió la inmensidad. Nos acercamos a las escotillas co-
mo hipnotizados. Algunos creyeron que se trataba de una
alucinación auditiva, ya que en el vacío no hay sonido.

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L a entrada a la ciudad está delimitada por un arco
de medio punto: “Busque personas, lugares y cosas”,
anuncia en tipografía Tahoma. Debajo, así como en el ini-
cio de un juego de PC, después de marcar una contraseña
valido mi acceso. No percibo nada que suponga la pre-
sencia de alguien, pienso en una urbanización fantasma.
Las calles son angostas. Todo está en estado de perfecta
limpieza, no hay árboles ni animales. Las casas, al me-
nos hasta donde puedo ver, son todas iguales: cubos de
color gris similares a cajas. Golpeo la puerta de una de
ellas cuando para mi sorpresa, en la placa domiciliaria,
veo la foto y el nombre de Fabián Alberdi. Una sensación
de desconcierto me alerta. Prevenido me dirijo hacia la
casa de al lado, reconozco a Pablo Cruz Aguirre. Y en la
siguiente a Omar Chauvié. Luego a mi madre, mi padre
y mis hermanos Después a Ana Claudia Díaz y a Michel
Peyronel. A Celeste Dieguez, Ernesto González Barnert
y a muchos, muchos más.

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