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Descartes Meditaciones 1 y 2

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PRIMERA DE LAS MEDITACIONES SOBRE LA METAFÍSICA, EN LAS QUE SE


DEMUESTRA LA EXISTENCIA DE DIOS Y LA DISTINCIÓN DEL ALMA Y DEL CUERPO

Ya me percaté hace algunos años de cuántas opiniones falsas admití


como verdaderas en la primera edad de mi vida y de cuán dudosas eran
las que después construí sobre aquéllas, de modo que era preciso
destruirlas de raíz para comenzar de nuevo desde los cimientos si
quería establecer alguna vez un sistema firme y permanente; con todo,
parecía ser esto un trabajo inmenso, y esperaba yo una edad que fuese
tan madura que no hubiese de sucederle ninguna más adecuada para
comprender esa tarea. Por ello, he dudado tanto tiempo, que sería
ciertamente culpable si consumo en deliberaciones el tiempo que me
resta para intentarlo. Por tanto, habiéndome desembarazado
oportunamente de toda clase de preocupaciones, me he procurado un
reposo tranquilo en apartada soledad, con el fin de dedicarme en
libertad a la destrucción sistemática de mis opiniones.
Para ello no será necesario que pruebe la falsedad de todas, lo que
quizá nunca podría alcanzar; sino que, puesto que la razón me persuade
a evitar dar fe no menos cuidadosamente a las cosas que no son
absolutamente seguras e indudables que a las abiertamente falsas, me
bastará para rechazarlas todas encontrar en cada una algún motivo de
duda. Así pues, no me será preciso examinarlas una por una, lo que
constituiría un trabajo infinito, sino que atacaré inmediatamente los
principios mismos en los que se apoyaba todo lo que creí en un tiempo,
ya que, excavados los cimientos, se derrumba al momento lo que está
por encima edificado.
Todo lo que hasta ahora he admitido como absolutamente cierto lo he
percibido de los sentidos o por los sentidos; he descubierto, sin
embargo, que éstos engañan de vez en cuando y es prudente no confiar
nunca en aquellos que nos han engañado aunque sólo haya sido por una
sola vez. Con todo, aunque a veces los sentidos nos engañan en lo
pequeño y en lo lejano, quizás hay otras cosas de las que no se puede
dudar aun cuando las recibamos por medio de los mismos, como, por
ejemplo, que estoy aquí, que estoy sentado junto al fuego, que estoy
vestido con un traje de invierno, que tengo este papel en las manos y
cosas por el estilo. ¿Con qué razón se puede negar que estas manos y
este cuerpo sean míos? A no ser que me asemeje a no sé qué locos
cuyos cerebros ofusca un pertinaz vapor de tal manera atrabiliario que
aseveran en todo momento que son reyes, siendo en realidad pobres, o
que están vestidos de púrpura, estando desnudos, o que tienen una
jarra en vez de cabeza, o que son unas calabazas, o que están creados

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de vidrio; pero ésos son dementes, y yo mismo parecería igualmente


más loco que ellos si me aplicase sus ejemplos.
Perfectamente, como si yo no fuera un hombre que suele dormir por la
noche e imaginar en sueños las mismas cosas y a veces, incluso, menos
verosímiles que esos desgraciados cuando están despiertos. ¡Cuán
frecuentemente me hace creer el reposo nocturno lo más trivial, como,
por ejemplo, que estoy aquí, que llevo puesto un traje, que estoy
sentado junto al fuego, cuando en realidad estoy echado en mi cama
después de desnudarme! Pero ahora veo ese papel con los ojos abiertos,
y no está adormilada esta cabeza que muevo, y consciente y
sensiblemente extiendo mi mano, puesto que un hombre dormido no lo
experimentaría con tanta claridad; como si no me acordase de que he
sido ya otras veces engañado en sueños por los mismos pensamientos.
Cuando doy más vueltas a la cuestión veo sin duda alguna que estar
despierto no se distingue con indicio seguro del estar dormido, y me
asombro de manera que el mismo estupor me confirma en la idea de
que duermo.
Pues bien: soñemos, y que no sean, por tanto, verdaderos esos actos
particulares; como, por ejemplo, que abrimos los ojos, que movemos la
cabeza, que extendemos las manos; pensemos que quizá ni tenemos
tales manos ni tal cuerpo. Sin embargo, se ha de confesar que han sido
vistas durante el sueño como unas ciertas imágenes pintadas que no
pudieron ser ideadas sino a la semejanza de cosas verdaderas y que,
por lo tanto, estos órganos generales (los ojos, la cabeza, las manos y
todo el cuerpo) existen, no como cosas imaginarias, sino verdaderas;
puesto que los propios pintores ni aun siquiera cuando intentan pintar
las sirenas y los sátiros con las formas más extravagantes posibles,
pueden crear una naturaleza nueva en todos los conceptos, sino que
entremezclan los miembros de animales diversos; incluso si piensan
algo de tal manera nuevo que nada en absoluto haya sido visto que se le
parezca ciertamente, al menos deberán ser verdaderos los colores con
los que se componga ese cuadro. De la misma manera, aunque estos
órganos generales (los ojos, la cabeza, las manos, etc.) puedan ser
imaginarios, se habrá de reconocer al menos otros verdaderos más
simples y universales, de los cuales como de colores verdaderos son
creadas esas imágenes de las cosas que existen en nuestro
conocimiento, ya sean falsas, ya sean verdaderas.
A esta clase parece pertenecer la naturaleza corpórea en general en su
extensión, al mismo tiempo que la figura de las cosas extensas. La
cantidad o la magnitud y el número de las mismas, el lugar en que
estén, el tiempo que duren, etc. En consecuencia, deduciremos quizá
sin errar de lo anterior que la física, la astronomía, la medicina y todas
las demás disciplinas que dependen de la consideración de las cosas
compuestas, son ciertamente dudosas, mientras que la aritmética, la
geometría y otras de este tipo, que tratan sobre las cosas más simples y

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absolutamente generales, sin preocuparse de si existen en realidad en


la naturaleza o no, poseen algo cierto e indudable, puesto que, ya esté
dormido, ya esté despierto, dos y tres serán siempre cinco y el cuadrado
no tendrá más que cuatro lados; y no parece ser posible que unas
verdades tan obvias incurran en sospecha de falsedad.
No obstante, está grabada en mi mente una antigua idea, a saber, que
existe un Dios que es omnipotente y que me ha creado tal como soy yo.
Pero, ¿cómo puedo saber que Dios no ha hecho que no exista ni tierra,
ni magnitud, ni lugar, creyendo yo saber, sin embargo, que todas esas
cosas no existen de otro modo que como a mí ahora me lo parecen? ¿E
incluso que, del mismo modo que yo juzgo que se equivocan algunos en
lo que creen saber perfectamente, así me induce Dios a errar siempre
que sumo dos y dos o numero los lados del cuadrado o realizo cualquier
otra operación si es que se puede imaginar algo más fácil todavía? Pero
quizá Dios no ha querido que yo me engañe de este modo, puesto que
de él se dice que es sumamente bueno; ahora bien, si repugnase a su
bondad haberme creado de tal suerte que siempre me equivoque,
también parecería ajeno a la misma permitir que me engañe a veces; y
esto último, sin embargo, no puede ser afirmado.
Habrá quizás algunos que prefieran negar a un Dios tan potente antes
que suponer todas las demás cosas inciertas; no les refutemos, y
concedamos que todo este argumento sobre Dios es ficticio; pero ya
imaginen que yo he llegado a lo que soy por el destino, ya por
casualidad, ya por una serie continuada de cosas, ya de cualquier otro
modo, puesto que engañarse y errar parece ser una cierta imperfección,
cuanto menos potente sea el creador que asignen a mi origen, tanto
más probable será que yo sea tan imperfecto que siempre me
equivoque. No sé qué responder a estos argumentos, pero finalmente
me veo obligado a reconocer que de todas aquellas cosas que juzgaba
antaño verdaderas no existe ninguna sobre la que no se pueda dudar, no
por inconsideración o ligereza, sino por razones fuertes y bien
meditadas. Por tanto, no menos he de abstenerme de dar fe a estos
pensamientos que a los que son abiertamente falsos, si quiero encontrar
algo cierto. Con todo, no basta haber hecho estas advertencias, sino
que es preciso que me acuerde de ellas; puesto que con frecuencia y
aun sin mi consentimiento vuelven mis opiniones acostumbradas y
atenazan mi credulidad, que se halla como ligada a ellas por el largo y
familiar uso; y nunca dejaré de asentir y confiar habitualmente en ellas
en tanto que las considere tales como son en realidad, es decir, dudosas
en cierta manera, como ya hemos demostrado anteriormente, pero, con
todo, muy probables, de modo que resulte mucho más razonable
creerlas que negarlas. En consecuencia, no actuaré mal, según confío,
si cambiando todos mis propósitos me engaño a mí mismo y las
considero algún tiempo absolutamente falsas e imaginarias, hasta que
al fin, una vez equilibrados los prejuicios de uno y otro lado, mi juicio no

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se vuelva a apartar nunca de la recta percepción de las cosas por una


costumbre equivocada; ya que estoy seguro de que no se seguirá de
esto ningún peligro de error, y de que yo no puedo fundamentar más de
lo preciso una desconfianza, dado que me ocupo, no de actuar, sino
solamente de conocer. Supondré, pues, que no un Dios óptimo, fuente
de la verdad, sino algún genio maligno de extremado poder e
inteligencia pone todo su empeño en hacerme errar; creeré que el cielo,
el aire, la tierra, los colores, las figuras, los sonidos y todo lo externo no
son más que engaños de sueños con los que ha puesto una celada a mi
credulidad; consideraré que no tengo manos, ni ojos, ni carne, ni
sangre, sino que lo debo todo a una falsa opinión mía; permaneceré,
pues, asido a esta meditación y de este modo, aunque no me sea
permitido conocer algo verdadero, procuraré al menos con resuelta
decisión, puesto que está en mi mano, no dar fe a cosas falsas y evitar
que este engañador, por fuerte y listo que sea, pueda inculcarme nada.
Pero este intento está lleno de trabajo, y cierta pereza me lleva a mi
vida ordinaria; como el prisionero que disfrutaba en sueños de una
libertad imaginaria, cuando empieza a sospechar que estaba
durmiendo, teme que se le despierte y sigue cerrando los ojos con estas
dulces ilusiones, así me deslizo voluntariamente a mis antiguas
creencias y me aterra el despertar, no sea que tras el plácido descanso
haya de transcurrir la laboriosa velada no en alguna luz, sino entre las
tinieblas inextricables de los problemas suscitados.

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MEDITACIÓN SEGUNDA: SOBRE LA NATURALEZA DEL ALMA HUMANA Y DEL HECHO


DE QUE ES MÁS COGNOSCIBLE QUE EL CUERPO

He sido arrojado a tan grandes dudas por la meditación de ayer, que ni


puedo dejar de acordarme de ellas ni sé de qué modo han de
solucionarse; por el contrario, como si hubiera caído en una profunda
vorágine, estoy tan turbado que no puedo ni poner pie en lo más hondo
ni nadar en la superficie. Me esforzaré, sin embargo, en adentrarme de
nuevo por el mismo camino que ayer, es decir, en apartar todo aquello
que ofrece algo de duda, por pequeña que sea, de igual modo que si
fuera falso; y continuaré así hasta que conozca algo cierto, o al menos,
si no otra cosa, sepa de un modo seguro que no hay nada cierto.
Arquímedes no pedía más que un punto que fuese firme e inmóvil, para
mover toda la tierra de su sitio; por lo tanto, he de esperar grandes
resultados si encuentro algo que sea cierto e inconcuso.
Supongo, por tanto, que todo lo que veo es falso; y que nunca ha
existido nada de lo que la engañosa memoria me representa; no tengo
ningún sentido absolutamente: el cuerpo, la figura, la extensión, el
movimiento y el lugar son quimeras. ¿Qué es entonces lo cierto? Quizá
solamente que no hay nada seguro. ¿Cómo sé que no hay nada diferente
de lo que acabo de mencionar, sobre lo que no haya ni siquiera ocasión
de dudar? ¿No existe algún Dios, o como quiera que le llame, que me
introduce esos pensamientos? Pero, ¿por qué he de creerlo, si yo mismo
puedo ser el promotor de aquéllos? ¿Soy, por lo tanto, algo? Pero he
negado que yo tenga algún sentido o algún cuerpo; dudo, sin embargo,
porque, ¿qué soy en ese caso? ¿Estoy de tal manera ligado al cuerpo y a
los sentidos, que no puedo existir sin ellos? Me he persuadido, empero,
de que no existe nada en el mundo, ni cielo ni tierra, ni mente ni
cuerpo; ¿no significa esto, en resumen, que yo no existo? Ciertamente
existía si me persuadí de algo. Pero hay un no sé quién engañador
sumamente poderoso, sumamente listo, que me hace errar siempre a
propósito. Sin duda alguna, pues, existo yo también, si me engaña a mí;
y por más que me engañe, no podrá nunca conseguir que yo no exista
mientras yo siga pensando que soy algo. De manera que, una vez
sopesados escrupulosamente todos los argumentos, se ha de concluir
que siempre que digo «Yo soy, yo existo» o lo concibo en mi mente,
necesariamente ha de ser verdad. No alcanzo, sin embargo, a
comprender todavía quién soy yo, que ya existo necesariamente; por lo
que he de procurar no tomar alguna otra cosa imprudentemente en
lugar mío, y evitar que me engañe así la percepción que me parece ser
la más cierta y evidente de todas. Recordaré, por tanto, qué creía ser en

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otro tiempo antes de venir a parar a estas meditaciones; por lo que


excluiré todo lo que, por los argumentos expuestos, pueda ser
combatido, por poco que sea, de manera que sólo quede en definitiva lo
que sea cierto e inconcuso. ¿Qué creí entonces ser? Un hombre,
naturalmente. Pero ¿qué es un hombre? ¿Diré que es un animal
racional? No, puesto que se habría de investigar qué es animal y qué es
racional, y así me deslizaría de un tema a varios y más difíciles, y no me
queda tiempo libre como para gastarlo en sutilezas de este tipo. Con
todo, dedicaré mi atención en especial a lo que se me ocurría
espontáneamente siguiendo las indicaciones de la naturaleza siempre
que consideraba que era. Se me ocurría, primero, que yo tenía cara,
manos, brazos y todo este mecanismo de miembros que aún puede
verse en un cadáver, y que llamaba cuerpo. Se me ocurría además que
me alimentaba, que comía, que sentía y que pensaba, todo lo cual lo
refería al alma. Pero no advertía qué era esa alma, o imaginaba algo
ridículo, como un viento, o un fuego, o un aire que se hubiera difundido
en mis partes más imperfectas. No dudaba siquiera del cuerpo, sino que
me parecía conocer definidamente su naturaleza, la cual, si hubiese
intentado especificarla tal como la concebía en mi mente, la hubiera
descrito así: como cuerpo comprendo todo aquello que está
determinado por alguna figura, circunscrito en un lugar, que llena un
espacio de modo que excluye de allí todo otro cuerpo, que es percibido
por el tacto, la vista, el oído, el gusto, o el olor, y que es movido de
muchas maneras, no por sí mismo, sino por alguna otra cosa que le
toque; ya que no creía que tener la posibilidad de moverse a sí mismo,
de sentir y de pensar, podía referirse a la naturaleza del cuerpo; muy al
contrario, me admiraba que se pudiesen encontrar tales facultades en
algunos cuerpos.
Pero, ¿qué soy ahora, si supongo que algún engañador potentísimo, y si
me es permitido decirlo, maligno, me hace errar intencionadamente en
todo cuanto puede? ¿Puedo afirmar que tengo algo, por pequeño que
sea, de todo aquello que, según he dicho, pertenece a la naturaleza del
cuerpo? Atiendo, pienso, doy más y más vueltas a la cuestión: no se me
ocurre nada, y me fatigo de considerar en vano siempre lo mismo. ¿Qué
acontece a las cosas que atribuía al alma, como alimentarse o andar?
Puesto que no tengo cuerpo, todo esto no es sino ficción. ¿Y sentir? Esto
no se puede llevar a cabo sin el cuerpo, y además me ha parecido sentir
muchas cosas en sueños que he advertido más tarde no haber sentido
en realidad. ¿Y pensar? Aquí encuéntrome lo siguiente: el pensamiento
existe, y no puede serme arrebatado; yo soy, yo existo: es manifiesto.
Pero ¿por cuánto tiempo? Sin duda, en tanto que pienso, puesto que aún
podría suceder, si dejase de pensar, que dejase yo de existir en absoluto.
No admito ahora nada que no sea necesariamente cierto; soy por lo
tanto, en definitiva, una cosa que piensa, esto es, una mente, un alma,
un intelecto, o una razón, vocablos de un significado que antes me era

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desconocido. Soy, en consecuencia, una cosa cierta, y a ciencia cierta


existente. Pero, ¿qué cosa? Ya lo he dicho, una cosa que piensa.
¿Qué más? Supondré que no soy aquella estructura de miembros que
se llama cuerpo humano; que no soy un cierto aire impalpable difundido
en mis miembros, ni un viento, ni un fuego, ni un vapor, ni un soplo, ni
cualquier cosa que pueda imaginarme, puesto que he considerado que
estas cosas no son nada. Mi suposición sigue en pie, y, con todo, yo soy
algo. ¿Sucederá quizá que todo esto que juzgo que no existe porque no
lo conozco no difiera en realidad de mí, de ese yo que conozco? No lo
sé, ni discuto sobre este tema: ya que solamente puedo juzgar aquello
que me es conocido. Conozco que existo; me pregunto ahora ¿quién,
pues, soy yo que he advertido que existo? Es indudable que este
concepto, tomado estrictamente así, no depende de las cosas que
todavía no sé si existen, y por lo tanto de ninguna de las que me figuro
en mi imaginación. Este verbo «figurarse» me advierte de mi error;
puesto que me figuraría algo en realidad en el caso de que imaginase
que yo soy algo, puesto que imaginar no es otra cosa que contemplar la
figura o la imagen de una cosa corpórea. Pero sé ahora con certeza que
yo existo, y que puede suceder al mismo tiempo que todas estas
imágenes y, en general, todo lo que se refiere a la naturaleza del cuerpo
no sean sino sueños. Advertido lo cual, no me parece que erraré menos
si digo: «imaginaré, para conocer con más claridad quién soy», que si
supongo: «ya estoy despierto, veo algo verdadero, pero puesto que no lo
veo de un modo definido, me dormiré intencionadamente para que los
sueños me lo representen con más veracidad y evidencia». Por lo tanto,
llego a la conclusión de que nada de lo que puedo aprehender por
medio de la imaginación atañe al concepto que tengo de mí mismo, y de
que se ha de apartar la mente de aquello con mucha diligencia, para
que ella misma perciba su naturaleza lo más definidamente posible.
¿Qué soy? Una cosa que piensa. ¿Qué significa esto? Una cosa que
duda, que conoce, que afirma, que niega, que quiere, que rechaza, y
que imagina y siente. No son pocas, ciertamente, estas cosas si me
atañen todas. Pero ¿por qué no han de referirse a mí? ¿No dudo acaso
de casi todas las cosas; no conozco algo, sin embargo, y afirmo que esto
es lo único cierto y niego lo demás; no deseo saber algo, aunque no
quiero engañarme; no imagino muchas cosas aun sin querer, y no
advierto que muchas otras proceden como de los sentidos? ¿Qué hay
entre estas cosas, aunque siempre esté dormido, y a pesar de que el
que me ha creado me haga engañarme en cuanto pueda, que no sea
igualmente cierto que el hecho de que existo? ¿Qué es lo que se puede
separar de mi pensamiento? ¿Qué es lo que puede separarse de mí
mismo? Tan manifiesto es que yo soy el que dudo, el que conozco y el
que quiero, que no se me ocurre nada para explicarlo más claramente.
Por otra parte, yo soy también el que imagino, dado que, aunque
ninguna cosa imaginada sea cierta, existe con todo el poder de

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imaginar, que es una parte de mi pensamiento. Yo soy igualmente el que


pienso, es decir, advierto las cosas corpóreas como por medio de los
sentidos, como, por ejemplo, veo la luz, oigo un ruido y percibo el calor.
Todo esto es falso, puesto que duermo; sin embargo, me parece que
veo, que oigo y que siento, lo cual no puede ser falso, y es lo que se
llama en mí propiamente sentir; y esto, tomado en un sentido estricto,
no es otra cosa que pensar.
A partir de lo cual empiezo a conocer un poco mejor quién soy; sin
embargo, me parece (y no puedo dejar de creerlo) que las cosas
corpóreas, cuyas imágenes forma el pensamiento, son conocidas con
mayor claridad que este no sé qué mío que no se halla bajo mi
imaginación, aunque sea en absoluto asombroso que pueda aprehender
con mayor evidencia las cosas desconocidas, ajenas a mí, y que
reconozco que son falsas, que lo que es verdadero, lo que es conocido,
que yo mismo, en definitiva. Pero ya veo lo que ocurre: mi mente se
complace en errar y no soporta estar circunscrita en los límites de la
verdad. Sea, pues, y dejémosle todavía las riendas sueltas para que
pueda ser dirigida si se recogen oportunamente poco después.
Pasemos a las cosas que, según la opinión general, son aprehendidas
con mayor claridad entre todas: es decir, los cuerpos que tocamos y
vemos; no los cuerpos en general, ya que estas percepciones generales
suelen ser un tanto más confusas, sino tan sólo en particular. Tomemos,
por ejemplo, esta cera: ha sido sacada de la colmena recientemente, no
ha perdido todo el sabor de su miel y retiene algo del olor de las flores
con las que ha sido formada; su color, su figura y su magnitud son
manifiestos; es dura, fría, se toca fácilmente y si se la golpea con un
dedo emitirá un sonido; tiene todo lo que en resumidas cuentas parece
requerirse para que un cuerpo pueda ser conocido lo más claramente
posible. Pero he aquí que mientras hablo se la coloca junto al fuego;
desaparecen los restos de sabor, se desvanece la figura, su magnitud
crece, se hace líquida y cálida; apenas puede tocarse y no emitirá un
sonido si se la golpea. ¿Queda todavía la misma cera? Se ha de confesar
que sí: nadie lo niega ni piensa de manera distinta. ¿Qué existía, por
tanto, en aquella cera que yo aprehendía tan claramente? Con
seguridad, nada de lo que aprecié con los sentidos, puesto que todo lo
que excitaba nuestro gusto, el olfato, la vista, el tacto y el oído se ha
cambiado; pero con todo, la cera permanece. Quizás era lo que pienso
ahora: que la cera misma no consiste en la dulzura de la miel, en la
fragancia de las flores ni en su blancura, ni en su figura ni en el sonido,
sino que es un cuerpo que hace poco se me mostraba con unas
cualidades y ahora con otras totalmente distintas. ¿Qué es
estrictamente eso que así imagino? Pongamos nuestra atención y,
dejando aparte todo lo que no se refiera a la cera, veamos qué queda:
nada más que algo extenso, flexible y mudable. ¿Qué es ese algo flexible
y mudable? ¿Quizá lo que imagino, es decir, que esa cera puede pasar

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de una forma redonda a una cuadrada y de ésta a su vez a una


triangular? De ningún modo, puesto que me doy cuenta de que la cera
es capaz de innumerables mutaciones de este tipo y de que yo, sin
embargo, no puedo imaginarlas todas; por tanto, esa aprehensión no se
realiza por la facultad de imaginar. ¿Qué es ese algo extenso? ¿No es
también su extensión desconocida? Puesto que se hace mayor si la cera
se vuelve líquida, mayor todavía si se la hace hervir, y mayor aún si el
calor aumenta; y no juzgaría rectamente qué es la cera si no
considerase que ésta admite más variedades, según su extensión, de las
que yo haya jamás abarcado con la imaginación. Hay que conceder, por
tanto, que yo de ninguna manera imagino qué es esta cera, sino que la
percibo únicamente por el pensamiento. Me refiero a este pedazo de
cera en particular, ya que ello es más evidente todavía en la cera en
general. Así pues, ¿qué es esta cera que no se percibe sino mediante la
mente? La misma que veo, que toco, que imagino, la misma finalmente
que creía que existía desde un principio. Pero lo que se ha de notar es
que su percepción no es visión, ni tacto, ni imaginación, ni lo ha sido
nunca, sino solamente una inspección de la razón, que puede ser
imperfecta o confusa como era antes, o clara y definida como ahora,
según atiendo más o menos a los elementos de que consta.
Me admira ver cuán propensa es mi mente a los errores, porque,
aunque piense esto calladamente y sin emitir sonidos, me confundo sin
embargo en los propios vocablos y me engaño en el uso mismo de la
palabra. Afirmamos, en efecto, que nosotros vemos la cera en sí si está
presente, y que no deducimos que está presente por el color o la figura;
de donde yo concluiría al punto que la cera es aprehendida por los ojos
y no únicamente por la razón, si no viese desde la ventana los
transeúntes en la calle, que creo ver no menos usualmente que la cera.
Pero, ¿qué veo excepto sombreros y trajes en los que podrían ocultarse
unos autómatas? Sin embargo, juzgo que son hombres. De este modo lo
que creía ver por los ojos lo aprehendo únicamente por la facultad de
juzgar que existe en mi intelecto.
Pero un hombre que desea saber más que el vulgo debe avergonzarse
de encontrar duda en las maneras de hablar del vulgo; atendamos, por
tanto, a la pregunta: ¿En qué momento percibí la cera más perfecta y
evidentemente, cuando la vi por primera vez y creí que la conocía por el
mismo sentido externo o al menos por el sentido común, es decir, por la
potencia imaginativa, o cuando investigué con más diligencia no sólo
qué era sino de qué modo era conocida? Dudar de esto sería necio, pues
¿qué hubo definido en la primera percepción? ¿Y qué hubo que no se
admita que lo pueda tener otro animal cualquiera? Por el contrario,
cuando separo la cera de las formas externas y la considero como
desnuda y despojada de sus vestiduras, entonces, aunque todavía pueda
existir algún error en mi juicio, no la puedo percibir sin el espíritu
humano.

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¿Qué diré por último de ese mismo espíritu, es decir, de mí mismo? En


efecto, no admito que exista otra cosa en mí a excepción de la mente.
¿Qué diré yo, por tanto, que creo percibir con tanta claridad esa cera?
¿Es que no me conozco a mí mismo no sólo con mucha más certeza y
verdad sino también más definida y evidentemente? Pues si juzgo que la
cera existe a partir del hecho de que la veo, mucho más evidente será
que yo existo a partir del mismo hecho de que la veo. Puede ser que lo
que veo no sea cera en realidad; puede ser que ni siquiera tenga ojos
con los que vea algo, pero no puede ser que cuando vea o —lo que ya no
distingo— cuando yo piense que vea, yo mismo no sea algo al pensar.
Del mismo modo, si juzgo que la cera existe del hecho de que la toco, se
deducirá igualmente que yo existo. Lo mismo se concluye del hecho de
imaginar de cualquier otra causa. Esto mismo que he hecho constar de
la cera es posible aplicarlo a todo lo demás que está situado fuera de
mí. Por tanto, si la percepción de la cera parece ser más clara una vez
que me percaté de ella no sólo por la vista y por el tacto sino por más
causas, ¡con cuánta mayor evidencia se ha de reconocer que me
conozco a mí mismo, puesto que no hay ningún argumento que pueda
servirme para la percepción, ya de la cera, ya de cualquier otro cuerpo,
que al mismo tiempo no pruebe con mayor nitidez la naturaleza de mi
mente! Ahora bien, existen tantas cosas en la propia mente mediante
las cuales se puede percibir con mayor claridad su naturaleza, que todo
lo que emana del cuerpo apenas parece digno de mencionarse. He aquí
que he vuelto insensiblemente a donde quería, puesto que, conociendo
que los mismos cuerpos no son percibidos en propiedad por los sentidos
o por la facultad de imaginar, sino tan sólo por el intelecto, y que no son
percibidos por el hecho de ser tocados o vistos, sino tan sólo porque los
concebimos, me doy clara cuenta de que nada absolutamente puede ser
conocido con mayor facilidad y evidencia que mi mente; pero, puesto
que no se puede abandonar las viejas opiniones acostumbradas, es
preferible que profundice en esto para que ese nuevo concepto se fije
indeleblemente en mi memoria por la reiteración del pensamiento.

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