Gras y Hernandez - Modelo Productivo y Actores Del Agro Argentino
Gras y Hernandez - Modelo Productivo y Actores Del Agro Argentino
Gras y Hernandez - Modelo Productivo y Actores Del Agro Argentino
2008
Resumen
Este artículo aborda las transformaciones del paisaje social rural argentino como resultado
del cambio de modelo productivo de la década de los noventa. A partir del análisis de
historias de vida de productores que comparten una posición de origen similar (la pertenencia
a las franjas de familiares capitalizados), reflexionamos sobre algunos rasgos materiales y
simbólicos centrales de los procesos ligados a dichas transformaciones: el rol del
conocimiento, la relación con la tierra, y los vínculos familia–explotación.
Abstract
This article deals with the transformations expressed in the Argentinian rural social landscape
as a result of the change of the productive model in the 90's. Taking as a point of departure
the producers' life stories who share a similar origin position —to belong to capitalized
relatives segments, we reflect on some key material and symbolic features in the processes
linked to such transformations: the role played by knowledge, the relationship with the land
as well as the family–explotation bonds.
Tales cambios fueron acompañados por otros de tipo tecnológico, ligados fundamentalmente
a dos factores: tanto la introducción de cultivos transgénicos como la incorporación de las
nuevas tecnologías de la información y la comunicación como instrumento de una agricultura
de precisión (los sistemas de GPS, internet y otros). La biotecnología moderna entra en el
paisaje rural argentino en 1996, de la mano de la soja resistente al glifosato (soja RR de
Monsanto, comercializada inicialmente por la semillera Nidera). En ese momento, buena parte
de los pequeños y medianos agricultores se encontraban fuertemente endeudados y con una
oferta crediticia escasa. La estrategia de las semilleras fue financiar la compra
del paquete (soja RG/glifosato). Por un lado, ello facilitó el acceso de los productores a estas
tecnologías; por el otro, trajo consigo una dependencia cada vez mayor respecto de dichos
proveedores (Hernández, 2007).
El panorama general del campo argentino presenta, así, procesos propios del capitalismo
contemporáneo,1 que acarrearon el fortalecimiento del gran capital y el empobrecimiento de
campesinos y trabajadores rurales. No obstante, como señalara Murmis (1998) —en un
artículo que tempranamente conceptualizaba las transformaciones ligadas a la globalización
capitalista—, junto con el proceso de concentración coexisten otros movimientos. Por un lado,
la producción de cortes entre quienes logran mantener un ritmo de cambio y quienes no; tal
movimiento entraña una mayor diversidad vertical, lo cual profundiza la clásica
heterogeneidad del agro argentino. Por el otro, la existencia de constantes movimientos de
diferenciación social que traen consigo la ampliación de la diversidad dentro de capas
anteriormente homogéneas. En definitiva, una concentración que acentúa la diversidad
vertical y la heterogeneización dentro de cada categoría social.
La consideración de estos tres movimientos constituye un soporte teórico básico para nuestro
análisis. Los casos etnográficos que presenta mos pertenecen a un sector de productores
anteriormente incluido en los procesos de modernización capitalista y que habían participado
de la modernización tecnológica operada en las décadas de los setenta y los ochenta. Nos
referimos a los productores familiares capitalizados, cuya presencia caracterizó el desarrollo
agrario de la Argentina en la rica región pampeana, pero también en las llamadas áreas
extrapampeanas.2 El rasgo característico de dichos sujetos ha sido la presencia de la familia
en la gestión de la unidad agropecuaria, la propiedad de la tierra, y la interconexión entre
acumulación de capital y bienestar familiar.
Entre tales productores se verifica un fuerte proceso de heterogeneización que trajo consigo
la ampliación de la diversidad en relación con los niveles de mecanización y de incorporación
de trabajo asalariado, el grado de compromiso de la familia con las tareas de la explotación
(entre el trabajo físico y el de gestión), la expansión de superficie, el acceso a insumos o
financiamiento.3 Y más importante: en ellos se puede observar la medida en que la
heterogeneización culmina en la expulsión de productores. En este sentido, en el presente
artículo nos centraremos en productores que habiendo compartido una posición de origen
similar (la pertenencia a las franjas de productores familiares capitalizados), recorrieron
trayectorias sociales divergentes, cuyos puntos de llegada los ubican en categorías sociales
diferentes; ellas mismas manifestaciones de aquel proceso de diferenciación social al que
hicimos referencia. Así, consideraremos tanto los perfiles que se dinamizaron como los que se
vieron debilitados, incluso excluidos por las nuevas coordenadas productivas, situaciones
contrastantes que nos permitirán rastrear trazos centrales de los procesos de descomposición
y recomposición de la producción familiar capitalizada en el agro argentino. Como veremos,
la relación entre la familia, la organización–gestión de la unidad productiva y la propiedad de
la tierra se transforma de variadas maneras, proceso que no puede ser analizado como mero
reflejo de las tendencias estructurales. Al contrario, para comprenderlo en toda su
complejidad resulta fundamental restituir el protagonismo de los sujetos, así como estudiar
sus lógicas de acción y sus consecuencias materiales y simbólicas en la constitución de
categorías diferenciales. La propia autodefinición de los sujetos: unos como empresarios
familiares, otros como chacareros4 o productores familiares, son en sí mismos indicativos del
proceso que han atravesado y de las consecuencias que han acarreado en la producción de
identidades.
Nuestro material de análisis serán las historias de vida registradas durante dos trabajos de
campo realizados en las provincias de Entre Ríos y Santa Fe, entre 2005 y 2006. La primera
integra un área históricamente marginal de la región pampeana; la segunda se halla en el
núcleo agrícola de dicha región, tempranamente integrada al mercado capitalista mundial. Si
bien el valor y la productividad de las tierras en Santa Fe es muy superior al de Entre Ríos,5 a
partir de la adopción del nuevo paquete tecnológico el perfil productivo entrerriano se ha
visto profundamente afectado: de ser una provincia tradicionalmente ganadera, es hoy un
ejemplo del proceso de agriculturización del país.
Focalizando así nuestra atención —por un lado— en los actores que se apropiaron con éxito
del nuevo modelo de explotación agropecuaria, y —por el otro— en quienes se vieron
desplazados de la actividad, nos proponemos reflexionar sobre ciertos rasgos que comienzan
a ser evocados de manera recurrente por los entrevistados como singularidades de una
determinada identidad social, rasgos que dan lugar a la dinámica ellos/nosotros, lo cual
muestra la presencia de un proceso de reformulación del mapa simbólico rural. Con el
objetivo de dar cuenta de este proceso de producción de alteridades, presentaremos, en
primer lugar, a quienes se reconocen como empresarios y subrayan la evolución de su
propio métier y del sector agropecuario hacia un nuevo tipo de concepción de lo rural. Se
trata de un grupo de productores entrerrianos que han logrado consolidar el pasaje de
la explotación familiar a una empresa exitosa.
El ritmo cotidiano de estos productores se organiza —en parte— en función del calendario
agrícola–ganadero. La mayoría es capaz de programar dos ciclos anuales con antelación, así
como incorporar el conocimiento científico para realizar una previsión eficaz. La adopción de
la siembra directa (SD) y del paquete biotecnológico a ella relacionado no sólo permitió que
campos ganaderos se transformaran en agrícolas, sino que además posibilitó el doble cultivo
pues permitió el control más ajustado de los periodos de siembra. Por otra parte, la agenda
de actividades también incorpora variables novedosas. Un tiempo considerable se dedica a
eventos de formación/información de diverso tipo (ferias agropecuarias, seminarios de
capacitación, congresos), mediante los cuales esperan obtener saberes certificados,
inputs preciosos para la organización de su trabajo. Así —además de la experiencia y de los
saberes heredados—, la capacidad de previsión que hoy detentan estos productores se nutre
de la información y de los sistemas expertos a los que procuran acceder en sus recorridos por
los sitios de circulación del conocimiento.
En síntesis, el campo (la explotación) es sólo uno de los múltiples ámbitos en los que ellos
participan; para algunos, incluso ni siquiera es el referente principal. Se trata de productores
cuyo dinamismo e interés por el conocimiento científico y técnico es notable. A la imagen más
bien tradicional del agricultor —cuyo saber deriva de su relación práctica con la Naturaleza—,
viene a yuxtaponerse una segunda: la del experto, preocupado por actualizar sus
conocimientos sobre el agro por todos los medios a su alcance.
En este plano, las asociaciones técnicas desempeñan un rol fundamental, desplazando a otras
centradas en la acción sindical o corporativa. Tal es el caso de la Asociación Argentina de
Productores en Siembra Directa (Aapresid), la cual pasaría de ser en los años ochenta una
pequeña asociación que promocionaba la siembra directa, a un referente ideológico a finales
de los noventa.6
Tomemos ahora la trayectoria de dos integrantes del Grupo Cristóbal (Sebastián y Cacho),
mediante la cual podremos dimensionar prácticas relacionadas con el nuevo modelo.
Así las cosas, Sebastián optó por la vía comercial, mientras esperaba que le llegara el turno
de recibir, administrar y hacer perdurar "la herencia familiar". Junto con un amigo, abrió
una agronomía7 en el pueblo más cercano al campo familiar. Ello no impidió que aliado a un
primo (hijo de uno de los tíos administradores) fueran insistiendo frente a sus respectivos
padres para que la sociedad de familia se disolviera y se repartiera, a cada rama, la parte que
le tocaba de la tierra acumulada originalmente por el abuelo común. En 1978 lo consiguieron,
y Sebastián se hizo cargo (a los 33 años) de la herencia de su grupo familiar (actualmente
compuesto por él, dos hermanos, una hermana y su madre). Pasa a administrar 600 cabezas
de ganado, 550 hectáreas en donde funciona un tambo. Asimismo, arrienda otras 200
hectáreas de "regular calidad" a unos colonos de la zona.
A partir de 1978, no sólo llevó adelante la administración del campo, sino que continuó con la
agronomía, ahora como único patrón. Un año más tarde, abrió una segunda agronomía y
dejó la otra al cuidado de un empleado. De allí en más, la articulación entre la actividad
productiva primaria y la comercial irá puliéndose, hasta instalar una dinámica de
complementación bien aceitada. En la primera etapa hubo que rearmar la infraestructura del
campo, lo cual consumió todas las ganancias obtenidas con la explotación. La veta comercial
fue entonces central para la subsistencia familiar. Luego, a partir de los años noventa, la
relación se invirtió: el campo empezó a rendir un usufructo relativamente más importante
que la agronomía, lo cual llevó a Sebastián a dedicarse cada vez más a la producción
agropecuaria. Sostener en el tiempo ambas actividades de manera exitosa no es dato menor,
pues supone una polivalencia cognitiva por parte del agente. Sebastián ha logrado —en
efecto— superar los "periodos de crisis", que son casi un continuum, sin que ninguno de los
dos negocios quedara en el camino:
Cuando empezó ese problema de la "bendita crisis" [fundamentalmente, desde 1998 hasta el
quiebre de 2001], los bancos empezaron a cerrar las puertas al productor agropecuario [...]
[no hubo más] crédito [...] porque pasó a ser gente "no confiable", gente "despreciable"
dentro del banco [...]. [Entonces], ¿quién financió todo eso? Las multinacionales. ¿A través
de quién? De las cooperativas, de las agronomías, de los acopios. Entonces nosotros pasamos
a ser los bancos del sector agropecuario.
Frente a esta reacomodación de roles, Sebastián decidió cambiar su perfil comercial pues ello
le permitía conservar su autonomía respecto de las multinacionales:
SEBASTIÁN: No, con las multinacionales no. Sí tengo la distribución de otras empresas
nacionales, más chicas, que me vinieron a ver y ¿cuál es la condición? La condición es que si
usted viene a verme a mí, es porque cree en mí y yo creo en usted. Entonces acá no hay
ningún tipo de aval de por medio ni ningún tipo de garantías ni nada por el estilo: [...] si
ustedes confían en eso [entonces sí] [...].
Tal pluralidad de inserciones le ha permitido cultivar un contacto cotidiano con actores que
intervienen localmente en el juego del mercado: la oferta y la demanda. Obtuvo así
beneficios indiscutibles. Por ejemplo, sus compañeros del Grupo Cristóbal no sólo le permiten
enriquecer la información, conocimiento, experiencia, para mejorar su gestión de la
explotación familiar sino que, además, le permiten tener una llegada directa a
los oferentes de semillas en el mercado local. Así explica que, entre su propia producción y la
que le venden estos productores, tiene garantizado el abastecimiento de su agronomía en
todo lo que se refiere a semillas: trigo, soja, maíz, lino, forrajeras. Sebastián resume esta
situación de intercambio con una frase: "Todos me deben, les debo, nos debemos [...]". Así,
mantiene las relaciones mercantiles dentro de un marco de interconocimiento personal, en
donde la confianza sigue siendo un factor que crea lazos sociales; incluso constituye una base
para transacciones comerciales exitosas a escala local. Esta capacidad de negociación que se
puede permitir Sebastián en el ámbito de su agronomía no está desconectada de su otra
actividad: la gestión agropecuaria; se verifica nuevamente la complementariedad del sistema
integral que fue construyendo, basado en la flexibilidad social y la polivalencia cognitiva. Se
hace frente a las crisis de otro modo cuando los distintos rubros se hallan interconectados
bajo una gestión empresarial que los asocia mutuamente como reaseguro.
Este estatus simbólico diferencial que atribuye a cada ámbito económico (el campo/la
agronomía) también repercute en la organización familiar del trabajo: su hijo no ha sido
incorporado a la agronomía (creación individual de Sebastián), sino que secunda a su padre
en la conducción de la explotación como un modo de garantizar la continuidad familiar del
patrimonio heredado. Así, padre e hijo, más un encargado y un peón, llevan adelante la
explotación. Se corrobora aquí nuevamente la imbricación de dimensiones que contiene y
estructura este espacio–objeto particular que es el campo: en él se realiza no sólo la
capacidad de gerenciamiento, el conocimiento del medio agropecuario y la formación
individual recibida (agrónomo, veterinario, y de otro tipo), sino que también se pone en juego
la competencia/solidaridad intergeneracional; en ello queda íntima y afectivamente
comprometida la propia subjetividad: "[...] si mi abuelo y mi padre lo lograron, yo debo
lograrlo; así como también mis hijos y sus hijos".
Cacho (60 años, casado, tres hijos) es el único del Grupo Cristóbal que comienza su
presentación personal inscribiéndose en una línea familiar: "Nosotros somos familia de
campo"; quizá porque sus credenciales profesionales son frágiles o atípicas. En efecto, a los
15 años decidió abandonar sus estudios secundarios y emplearse en una cooperativa
agropecuaria. Estamos pues frente al único miembro del Grupo que no ha completado su
formación escolar y —como veremos— esta característica jugará a lo largo de todo su relato.
Subrayará, por ejemplo, que sus capacidades y habilidades las ha aprendido "en la
universidad de la calle y de la vida"; o, al compararse con sus colegas, dirá que debió "suplir
muchas cosas con esfuerzo" personal, haciendo alusión a los saberes ausentes por la falta de
estudios formales.
En 1988 [...] empezamos a sembrar 100 hectáreas [el resto era ganadería]. Y cuando vino la
siembra directa, hubo una explosión que —como me pasó a mí— le pasó a casi todos los
productores. Empezamos a sembrar cada vez más. [...] pero yo tenía la experiencia de la
cooperativa: mucha gente [...] por querer agrandarse dejaba de ser eficiente en su campo.
Vos tenés que agrandarte a medida de que las cosechadoras que tenés te sirvan: que no
tengas que salir a comprarlas, que no tengas que ir a comprar tractores. [...] Cuando ya
estás en deficiencia, me parece que habría que parar. Y nosotros creo que estamos ahí [...].
El equilibrio (entre inversión y eficiencia) al que alude Cacho no es fácil de lograr ni está
presente en todos los productores agropecuarios. La capacidad de anticipación sobre la que
reflexiona es un rasgo específico del nuevo perfil socio–productivo que dichos actores
encarnan y que, además, reivindican como parte del perfil
identitario moderno e innovador, diferenciándose así de otros productores más tradicionales.
Nos referimos a la importancia que otorgan a los números o —de un modo más general— a la
gestión. Por ejemplo, cuando Sebastián nos explicó —durante una de las reuniones
mensuales del grupo— cómo se evaluaba la oportunidad (o no) de invertir en infraestructura,
nos comunicó una serie de criterios compartidos por todos sus colegas:
[...] hacer por administración es una expresión que usamos en el sector agropecuario y
significa que vos tenés un costo por administración y otro por terceros. Entonces, ¿cómo
manejamos la gestión? La gestión hace que a la maquinaria agrícola [vos la tomás] como si
fuera contratada, de tercero; eso te permite saber si tu maquinaria agrícola es rentable o no,
si económicamente te conviene tenerla o contratarla. Por supuesto, eso en los números fríos.
Ahora, si lo llevas a la parte productiva en sí, tenés que tener en cuenta el momento
oportuno de uso y disponibilidad de la máquina. Por ejemplo: ¿por qué no tengo trilladora?
Porque si yo la llevo a la parte numérica, me da negativa; me dice que me conviene
contratarla y no tenerla yo, en mi campo. [...] Eso es otra cosa que te muestra la gestión
[...]: los números dicen que no puedo tener camión propio [para transportar la producción] y,
entonces, se contrata.
Para estos productores, los números hablan; y ellos deben estar atentos para poder descifrar
el mensaje, interpretarlo correctamente para asegurar un buen manejo, una gestión
empresarial correcta. Entonces, la gestión, los números y la siembra directa (SD) aparecen
en estos relatos como marcadores de una particularidad, la que los diferencia de otros
productores: la introducción del conocimiento tecnocientífico y relacional para lograr un
manejo racional y eficiente de los campos.
Si bien todos los miembros del Grupo Cristóbal convocan a la SD para explicar el cambio del
perfil productivo de su explotación, quizá sea Cacho quien ilustre de manera más radical el
rol detonador otorgado. En su caso, el relato adopta el tono de una saga, donde la lucha por
sostener la SD lo enfrenta al saber oficial y legítimo (representado por los universitarios y
científicos), mostrando una vez más que no todo pasa por los estudios formales:
Sin embargo, cuando utiliza una categoría para definirse a sí mismo, no apela a la
de empresario rural ni habla de empresa familiar, sino que se describe como un productor
agropecuario. La figura promocionada por Aapresid de la empresa rural innovadora supera la
tradicional empresa familiar, pues el nuevo modelo productivo incorpora en la administración
las relaciones salariales, la tercerización y la contratación de servicios.
Para Cacho —como para sus colegas del Grupo Cristóbal—, el modelo propuesto por Aapresid
constituye —en ese sentido— un horizonte al cual tienden, más que una realidad
definitivamente instalada en su presente. La figura de empresario innovador tiene la función
—digamos— de alter ego: un ejemplo para emularse. Esta posición de aspirantes se relaciona
con el carácter de generación testigo que comparten tanto los productores entrerrianos como
los santafecinos, que veremos en breve: todos están haciendo la experiencia de reemplazar
el modelo productivo tipificado como agricultura familiar por el que hemos calificado de nuevo
modelo empresarial innovador, relacionado —por una parte— con las transformaciones
macro–económicas y —por la otra— con el cambio que trajeron consigo las biotecnologías y
las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación. Para unos, tal experiencia
supuso una promoción hacia la franja social superior; para otros, significó perder su condición
de propietarios y su inscripción como productores agropecuarios.
Como cierre de su presentación, Cacho se explaya sobre el modo de gestión que utiliza
actualmente en su campo. Su estrategia empresarial muestra cómo se combinan diversos
elementos ya observados: articulación con otras actividades; inversión en infraestructura;
alquiler de tierras; prestación/contratación de servicios. En su caso, no ha desarrollado en
paralelo una actividad comercial (como Sebastián) o profesional (tipo consultor o
administrador de campos ajenos), sino que ha optado por fortalecer su posición mediante la
ampliación de la escala productiva. Cacho trabaja más, proporcionalmente, sobre tierra
alquilada (1 400 hectáreas) que propia (900 hectáreas), poniendo en práctica el nuevo
modelo promovido por Aapresid (Hernández, 2007). Para llevar adelante dicha estrategia,
Cacho ha ido modernizando su parque automotor, su estructura edilicia, su sistema
informático de gestión. Actualmente posee tres tractores, dos sembradoras, una cosechadora,
una fumigadora, dos camiones, una embolsadora y varios lugares de almacenamiento (silos y
otros). También dispone (desde 2002) del sistema de control por GPS y (desde 2000) de una
antena parabólica que le permite tener conexión a internet propia y una instalación de tres
computadoras en red: la suya, la de su hijo y la de su nuera (esposa del otro hijo, quien es la
contadora de la empresa). Con este dispositivo técnico e informático, ha logrado organizar no
sólo su propia producción sino que, además, puede prestar servicios a terceros.
El segundo trabajo de campo tiene como epicentro un pueblo del sur santafecino. Se trata de
una zona agrícola con fuerte presencia histórica de la producción familiar, y una de las más
importantes de producción de soja del país. Estas franjas de productores han estado
históricamente integradas a la economía de exportación pampeana y —aunque
heterogéneos— han tenido vínculos con los mercados financieros, de tierras, compra de
insumos y comercialización. Se los conoce como chacareros para aludir no sólo a su ubicación
en los estratos de menor superficie o al aporte decisivo del trabajo familiar, sino también para
referir a sus identidades sociales y políticas, vinculadas con la defensa tanto de la propiedad
familiar como de la acción reguladora del Estado.
Entrevistamos a 16 ex propietarios, quienes vendieron sus campos durante los años noventa.
Entre ellos, una parte (cinco) se dedicó posteriormente a actividades no agrarias; otros
(cuatro) pasaron de ser productores a contratistas de servicios; finalmente, un tercer grupo
(siete) reingresó a la actividad agropecuaria mediante el arriendo de tierras o tomando
parcelas bajo esquemas de contratos de producción.
Más allá de tal diversidad, la venta de la tierra familiar apareció como elemento común a
todas estas trayectorias; ello nos llevó a enfocar el problema de la expulsión como problema
de desplazamiento de una forma de agricultura familiar a otra donde la propiedad pasa a ser
secundaria. Los entrevistados vendieron sus campos como consecuencia de un denominador
común: las deudas contraídas con bancos y cooperativas. Como observamos, la deuda es
el hito que condensa ciertos requisitos de las nuevas coordenadas productivas: la ampliación
de la escala, la incorporación de tecnologías. Frente a ellas, los relatos hablan de estrategias
recurrentes con las que buscaron encontrar un nuevo punto de equilibrio para seguir
produciendo: la reducción de la superficie operada (dejando de tomar tierras a terceros y
concentrándose en las propias); el despliegue de otras actividades laborales para desligar el
funcionamiento de la explotación agropecuaria del sostenimiento del hogar; la venta de
maquinarias y herramientas.
No aparecen, sin embargo, entre dichas estrategias la consulta a los organismos técnicos
públicos, las cooperativas o asesores privados, para ensayar otras opciones productivas; ello
sí sucede entre los entrerrianos. Por el contrario, los productores santafecinos persistieron en
la idea de un conocimiento técnico fundado en la experiencia. Las dificultades que
observaban eran de otra índole (precios, tasas de interés), causadas exclusivamente por
variables macroeconómicas. La puesta en duda de su saber hacer sólo aparece como
reflexión posterior, muchas veces producto del espacio reflexivo que propone la entrevista.
Ello nos invitó a abordar los procesos de expulsión no sólo como producto de problemas de
escala o de incorporación tecnológica, sino a abordar los elementos que informan acerca de la
transformación de identidades y de las prácticas a ellas vinculadas, en particular en relación
con el vínculo con la tierra y con los saberes necesarios al trabajo y a la gestión de la
explotación.
Nuestros interlocutores son varones; la mayoría tiene menos de 65 años y son hijos o nietos
de productores, de aquellos primeros gringos que se instalaron en la zona a principios del
siglo XX. La mayoría eran propietarios de explotaciones de menos de 200 hectáreas
(herencias familiares) y en distinta medida trabajaban también tierras alquiladas. Las
diferencias relativas al tamaño de las explotaciones así como también a la magnitud de otros
recursos controlados (el capital disponible tanto en ganado como en maquinarias), son
indicativos de los distintos grados de capitalización alcanzados por nuestros entrevistados.
Partiendo de esquemas productivos mixtos (agricultura–ganadería), en los años noventa
adoptaron el doble cultivo (trigo–soja), con una tendencia al monocultivo sojero. Tal
estrategia los dejaría sin opciones productivas, peligrosamente dependientes de la soja y las
multinacionales.
Creo que la diferencia estaba en cómo se vivía antes en el campo. Hoy tenés una demanda
de tecnología, que se tradujo en un costo fijo que en 1930, como puede ser mi papá [no la
tenía] [...]. Ellos [papá y mamá] no necesitaban plata: agarraban un pollo, lo comían; [...]
agarraban el sulky, no necesitaban ni un litro de combustible: era todo. Hoy si no tenés
teléfono, no marchás; si no tenés una camioneta, si no tenés un tractor [...] (Juan, 45 años).
La pérdida del patrimonio familiar acarrearía para estos productores algo más que la sola
enajenación de un capital, pues tierra y apellido se han correspondido y fusionado
históricamente. Por otro lado, nuestros entrevistados estaban conscientes de que el alza del
precio de la tierra registrada por esos años volvía remota la posibilidad de reconstruir aquel
patrimonio. Desprenderse del campo era —entonces— una decisión trascendental, evocada
como una situación en la que se quedan sin nada, aun cuando —objetivamente— dispusiesen
todavía de algún recurso material (casa, maquinarias, y otros). La pérdida de ese capital
particular —de semejante pilar simbólico y social— comprometió la capacidad de comprensión
de la situación como totalidad.
En síntesis, el desplazamiento vivido por estos productores puede ser entendido como un
proceso de transformación del perfil social que opera en el marco más amplio de la
descomposición y recomposición de la agricultura familiar. Profundicemos ahora siguiendo las
trayectorias de Lucas y Juan, las cuales reflejan consecuencias diferentes de dicho proceso de
desplazamiento.
A. Fundirse trabajando
Lucas (45 años), como otros chacareros, heredó el campo (70 hectáreas, básicamente
dedicadas a la ganadería) que había estado en manos de la familia desde la llegada de su
abuelo inmigrante. Desde cuando era adolescente, trabajó en la explotación ayudando a su
padre; al fallecer éste en 1980, Lucas y su hermano quedaron a cargo de la misma. Casi
inmediatamente, los dos jóvenes decidieron cambiar el sistema productivo y ampliar la
superficie agrícola; también comenzaron a arrendar campos (110 hectáreas). A finales de los
años ochenta, la soja tenía una fuerte expansión, y Lucas y su hermano —atentos a los altos
precios del mercado— buscaron participar de ese proceso. Así, tomaron créditos bancarios
para adquirir las maquinarias necesarias; pero la hiperinflación —que se desataría a finales
de esa década— complicaría su situación financiera: "Compramos herramientas y las
pagamos. Al otro año nos metimos más, y cuando hubo que pagar los intereses del crédito,
se nos escapó de las manos. En esa época, cuando se te escapaba de las manos, para
alcanzarlo era muy difícil".
Lograron finalmente devolver el crédito, pero a costa de comprometer su producción: puesto
que las ganancias estaban destinadas al banco, no tuvieron más remedio que comenzar a
endeudarse con la cooperativa para financiar el capital operativo año con año. Buscando
generar mayor margen, decidieron aumentar la superficie trabajada; arrendaron así más
tierra (180 hectáreas en total), pero los porcentajes de pago que negociaron en esos
acuerdos no resultaron favorables. En dicho marco, lograrían cubrir apenas los intereses de la
deuda que habían contraído con la cooperativa. En 1992 comenzaron a vender alguna
maquinaria; luego otra; pero seguían contrayendo préstamos para volver a comenzar la
campaña de soja. Finalmente, en 1995, ahogados, vendieron el campo para evitar el remate.
Aquí se halla sin duda el nudo problemático, el punto donde la experiencia previa, resultante
de la interiorización de valores vinculados con la figura del chacarero (como el trabajo
sacrificado, "hacer uno mismo las cosas") ofrece pocos recursos, no sólo para comprender la
situación sino también para reflexionar sobre qué y cómo hacer para encauzar la situación en
carriles positivos. En otras palabras, "trabajar duro", "estar en el campo", "aguantar" a que
pase la mala racha (como antaño), conduce —en la nueva configuración— a una situación
impensable: "perder todo trabajando".
Llega el momento en que te tapa el agua y [...]. Yo pensaba que, al estar en un grupo
cooperativo, se le daba una mano al que está caído: se le da la semilla para que siga
trabajando y todos los años se iría devolviendo [...]. Ahí [cuando estas caído], tienen que
agarrar y darte una mano, ¿entendés? Pero empiezan a cerrarte la puerta y empiezan los
retos, empieza el maltrato y te hieren más.
[...] cuando vos venís bien, está todo de primera: asado, una atención bárbara; después,
cuando empezás a caer, empiezan los agravios: que no te sabías administrar, que no sabías
[...]. [Nunca hubo], por ejemplo, un consejo, alguien que venga a decir: "Miren, muchachos:
se les está escapando de las manos". O gente que diga: "Lo que están haciendo está bien,
pero ojo que acá es así". A lo mejor nos pegábamos igual una pifiada, pero no a tal extremo.
[...] había un abogado de la cooperativa, un tipo muy estricto; cuando te decía las cosas te
daba miedo porque lo que decía era drástico, pero era la realidad. Por ejemplo, decir: "De
acuerdo a la deuda que tenés, vendiendo el campo llegás a saldarla". ¿Viste? Que te digan así
[uno piensa]: "Éste está loco. Vámonos; qué sabe él". Y era así. Al año siguiente tuvimos que
vender y, encima, nos quedamos con deudas.
Tomar tal tipo de decisiones comportaba una manera de pensar la gestión de la explotación y
la relación con la tierra radicalmente diferente: marcada por la eficiencia y la racionalidad
técnica, la de los números. El pasado perdía valor en este nuevo espacio de significaciones,
en el que determinados saberes quedaban caducos al tiempo que tomaba cuerpo la exigencia
de una mayor profesionalización, la cual incluía gestión financiera, organización flexible de
recursos productivos, gestión profesionalizada de aspectos económicos y contables,
planeamiento. Dichas nuevas aptitudes no se adquirían vía la transmisión "de padre a hijo".
La repercusión de los cambios tecnológicos, los aleatorios márgenes de rentabilidad —que
requerirían una planificación más ajustada—, los nuevos modos de gestión, diluyen la eficacia
de los saberes prácticos acumulados o —más exactamente— demandan por parte del
productor una revisión y actualización de dichos saberes en función del nuevo contexto.
En su relato no se advierte cuál debería haber sido su conducta para que resultase exitosa en
la nueva realidad. No puede explicar(se) qué debería haber hecho. Por el contrario, establece
una oposición con los nuevos actores que surgen en las últimas décadas, sintetizados en la
caracterización de los inversionistas extra agrarios: "Acá ha aparecido gente ofertando buena
plata en quintales y lo mata al que trabaja. A lo mejor le está haciendo un beneficio al dueño
del campo, si vos fueras dueño de campo".
LUCAS: Acá hay una competencia bárbara con eso [el arrendamiento]: se empezó con 10
quintales fijos [por hectárea]; después se fueron a 12; a 14; y ahora hay ofrecimientos de
hasta 16 quintales la hectárea. Si tenés el campo, por ahí lo pensás y guardás tus
herramientas.
ENTREVISTADORA: ¿Hay mucha gente por aquí que dio sus campos para que los trabajen
otros?
LUCAS: Claro, te llaman y sacás las cuentas, ¿viste? Acá hay gente que quiere trabajar el
campo de puro campechano: ¡de puro gente de campo que lo llevan en el alma! ¡Porque es
como una raza eso! A lo mejor, este año, una soja en la zona está en un promedio de 22/23
quintales; y vos pagaste 15: te queda poco. Si vos sos dueño del campo, la pensás; decís:
"Que me la trabaje el que me da tantos quintales y listo".
Lucas contrapone así la racionalidad del chacarero, tal como él la entiende, y la del rentista.
Se enfrentan el ser agricultor —en el que se encarnan lógicas económicas, sentimientos y
pertenencias previas— a la racionalidad del agente económico, donde estos otros saberes se
entremezclan con la profesionalidad.
También aparecen las tensiones respecto de otro tipo de actor experto: el ingeniero que
muestra la distancia simbólica mantenida con el discurso científico. En efecto, en el modelo
de la agricultura familiar, la traducción del conocimiento técnico en términos accesibles y su
asimilación práctica se hacían mediante relaciones interpersonales, en la cooperativa o en el
bar, espacios donde las cuestiones técnicas se conversaban. La confianza operaba así como
elemento fundamental para la transmisión y apropiación de saberes, primando sobre el
sistema experto. De hecho, nuestros interlocutores no circulaban por espacios de sociabilidad
como los que proponen congresos, ferias, jornadas. El acceso a tales ámbitos no sólo es
costoso sino también visualizado como algo totalmente lejano a sus necesidades.
Hace más de 10 años Lucas vendió el campo, instaló un taller de herrería y adquirió un
camión para transporte de cereales. Apenas en 2004 logró saldar las deudas con la
cooperativa. Entre tanto, su hermano se mudó a otro pueblo, donde consiguió arrendar
tierras.
Lucas no se define como ex productor; habla de sí mismo como "hombre de campo": sigue al
tanto de las novedades del sector, discute con otros productores sobre lo que sucede en la
actividad. No obstante, esa adscripción identitaria (la raza, como lo refirió en un momento de
la entrevista) reconoce el cambio de perfil y —al hacerlo— muestra también una resultante
material y simbólica de su trayectoria de desplazamiento, una suerte de desdoblamiento de
difícil gestión: "Estoy al tanto, pero al mismo tiempo separado de [...] sé lo que pasa del otro
lado del río".
Juan (43 años) trabajó desde joven en el campo familiar junto a su padre. Su abuelo y su
padre comenzaron arrendando campos; luego fueron comprando, "parcela a parcela", las 260
hectáreas que conformaban la propiedad familiar, de explotación mixta. El primer hito
temporal fue el catastrófico año 1991, cuando una inundación en la zona lo hizo perder toda
la cosecha. Sin dinero para iniciar la campaña siguiente, su única opción fue pedir un crédito
al banco, hipotecando el campo. La espiral de intereses y obligaciones atrasadas (sumada a
nuevas inclemencias climáticas) dificultó la devolución del capital. En su relato aparece
claramente el extrañamiento frente al desenlace impensable que tuvo el endeudamiento,
pues nada indicaba que "tomar créditos" pudiese conducirlo a la enajenación total de su
patrimonio:
Siempre hemos tomado créditos. Veníamos acostumbrados a pagar un interés ¡del 20, 30%!
Entonces, cuando aparece esto [se refiere a las cédulas hipotecarias], al 9, 11, o 7% [de
interés], ¡era la panacea! Resulta que la rentabilidad era cero, entonces no lo podíamos
pagar: ni al 7 ni al 2% [...].
Frente a esa situación compleja y, sobre todo, desconocida —nuestro entrevistado calcula que
su deuda ascendía a cerca de 200 mil dólares—, en 1997 decidió vender el campo para pagar
al banco:
Entonces tomamos una decisión: salvamos una parte o jugamos a "Que sea lo que Dios
quiera". Y dijimos: "Salvemos lo que nos queda; vendamos, paguemos y nos quedamos con
algo, y vemos qué hacemos". Y ahí, arrancamos con la prestación de servicios.
En el momento de reconstruir —desde su posición actual— el modo como tal decisión fue
delineándose, observamos la puesta en juego de un sujeto que expresa una racionalidad
económica pura, se demarca de legados previos (la tierra familiar puede ser hipotecada mas
no embargada) para mantener cierto control sobre la situación.
Nosotros siempre fuimos fierreros; no es que nos sacaron la tierra y nos quedamos sin saber
qué hacer. Nosotros salimos haciendo servicios de verificación, de siembra. [...] Nosotros
salimos con la sembradora de SD en un momento en que no había [ese tipo de servicios].
Antes, habíamos salido con los rollos de pasto, que tampoco prácticamente había. Entonces,
siempre fuimos pegando [para] adelante.
Sin embargo, tal movimiento hacia "adelante" requirió de un capital que no tenían y
—nuevamente— recurrieron al crédito. En su análisis del emprendimiento de "prestar
servicios", Juan deja ver los trazos de una nueva flexibilidad, rasgo central de los
jugadores exitosos del nuevo escenario:
Tenía dos cosechadoras chicas y las cambié por una grande. Compré la sembradora de SD.
Porque la pregunta era: "¿Me compro un pedacito de campo, que podían haber sido 60
hectáreas, o me juego por este otro lado?". Yo decía: "Si con 200 hectáreas no pude pagar el
crédito, con 60 me va a quedar el mismo agujero". Entonces, si lo mirás desde el punto de
vista de la inversión, decís: "La tierra siempre es tierra"; pero esto [prestar servicios] dejaba
ganancia. Entonces, si con esto tengo ganancia, a lo mejor puedo.
En el 2001 se volvió a producir un quiebre para lo que era lo nuestro. ¿Por qué? Porque todo
mejoró y lo que nosotros hacemos ahora, hay 200 mil [que lo hacen]. Entonces, ya tenemos
que cambiar. Por eso te decía: lo mejor es cambiar. Nunca te podés dedicar, decir yo soy, yo
hago esta actividad. Tenés que venir a los golpes, viendo dónde está el negocio.
El desplazamiento adquiere, entonces, otra connotación: es algo así como un modo de vida.
Juan nos habla de un proceso en el que ser y hacer se diferencian, distancian y tensionan.
Reconstruir ese hacer deviene una tarea permanente para el actor. La "actividad" es resultado
de una creación individual, no exenta de incertidumbres y "golpes", fruto de un proceso en el
cual la identidad del sujeto que se construye no remite a las formas estabilizadas por el
clásico mercado de trabajo agrario: peón, productor. En el nuevo sistema, la trayectoria de
Juan ilustra la disposición requerida en tanto "emprendedor": alguien siempre abierto a
revisar el contenido de su perfil, demostrando la flexibilidad material y simbólica que debe
aceptar —en adelante— quien se desempeña en este paisaje tan dinámico. De la venta de
servicios pasa a trabajar tierras de terceros a porcentaje o a administrar campos de
productores ganaderos; combina dichas actividades o las desarrolla de manera alternativa,
según las "oportunidades" que se presenten.
VII. CONCLUSIONES
Las transformaciones que atravesó el agro argentino en las últimas décadas comprometieron
todos los niveles posibles: escalas productivas, requisitos de capitalización, niveles de
rentabilidad. Los cambios no han sido sólo de magnitud; más importante aún, se han
redefinido relaciones básicas: las que estructuraban la constitución y la dinámica de la
estructura agraria argentina en torno a la propiedad de la tierra.
Como señalamos en las páginas anteriores, el nuevo modelo vinculado con la expansión
biotecnológica requiere de una organización flexible de los recursos, los cuales ya no sólo
incluyen la tierra, el trabajo y la tecnología: también interviene de manera no mediada el
conocimiento. Este último se afirmó como factor de producción central y es todavía necesario
plantear el debate sobre la medida en que ello altera el modo de producción de valor y su
apropiación. En tal contexto es de subrayar que la propiedad de la tierra cambia de estatus:
despojada de la dimensión social (soporte de identidades familiares; fundamento de
jerarquías sociales y relaciones de poder; expresión material de una geografía social local, y
otros factores), la tierra tiende a devenir pura mercancía.
El modo como los distintos actores se relacionan con los condicionamientos del nuevo
modelo, tiene consecuencias sobre sus posibilidades de persistencia o expansión. En tal
sentido, se reactualizan interrogantes clásicos: ¿Qué tipo de actores queda excluido? ¿Cuáles
pierden centralidad? ¿Cómo persisten los que siguen en la producción? ¿En qué medida se
mantienen o modifican sus rasgos preexistentes? Los casos analizados en este trabajo nos
permiten abordar tales interrogantes en relación con un sector social: los productores
familiares, que otorgó características particulares al desarrollo capitalista agrario en
Argentina. Con toda su heterogeneidad, la presencia de explotaciones basadas en la
propiedad familiar de la tierra y en el empleo de la fuerza de trabajo doméstica, tuvo como
rasgo distintivo su capacidad para participar en procesos de cambio tecnológico, insertarse en
los circuitos de capitales y en los mercados internacionales. De allí que debamos destacar
una vez más el origen común de los productores cuyas trayectorias y perfiles diversos hemos
analizado.
Los procesos que afectaron a este sector social aumentaron su heterogeneidad característica,
a la vez que generaron una fuerte recomposición de perfiles socioproductivos. No se trata
únicamente de plantear que algunos de tales productores se dinamizaron, mientras que otros
persistieron o aun fueron expulsados de la actividad agropecuaria. Más bien hemos intentado,
mediante los registros particulares, estudiar tal heterogeneidad de comportamientos
mostrando en qué medida ella es indicadora de nuevos cortes que se producen en la
estructura social agraria argentina.
La actitud que los "empresarios innovadores" tienen respecto del conocimiento experto puede
ser caracterizada como acrítica; la ubican en su universo simbólico como parámetro unívoco
de la realidad (otros, como los políticos, los morales o emocionales, quedan subordinados o
directamente anulados). En este modo de representación se evidencia la doble función de la
tecnociencia: como factor de producción y como norma ideológica (Habermas, 1973;
Hernández, 2006). Un ejemplo esclarecerá el punto. Nuestros interlocutores justificaron la
adopción de la SD mediante un discurso puramente científico. Hablaron de sus facultades
para conservar las propiedades del suelo, de los beneficios en materia orgánica. Sin embargo,
la adopción de dicha técnica no sólo hace jugar elementos técnicos y científicos: también
acarrea nuevas relaciones laborales; trae consigo costos sociales; y cambia los contenidos de
la ecuación inversión/beneficio. Sin embargo, tales otros factores no fueron tematizados por
ellos como si la sola dimensión tecnocientífica bastase para legitimar el cambio emprendido.
Así expulsados del debate, los argumentos de tipo social, económico y político quedan
enmascarados, y queda expuesto en toda su eficacia el rol ideológico de la norma
tecnocientífica.
Los santafecinos también evocaron el cambio técnico como factor esencial para crecer en la
producción; señalan asimismo la dificultad que experimentaron al recorrer ese sendero.
Recordaron la caducidad de sus equipos, las dificultades para controlar las deudas contraídas
y el desconocimiento de la gestión correcta para saldarlas. Si bien podemos reconocer en
ellos el carácter normativo de la tecnociencia (la SD es evocada del mismo modo que lo
hacen los empresarios), también se corrobora la parcialidad del orden experto para dar
cuenta de todos los aspectos de su realidad. En efecto, para significar la situación vivida
debieron incluir además de criterios técnicos, otros de tipo social, afectivo, político y aun
moral, implicados en el proceso de salida. Tematizaron de diversas maneras la transformación
del rol de la cooperativa, el lazo establecido con un patrimonio que no puede ser reducido a
su dimensión meramente económica, la representación de su actividad en tanto chacareros y
no como empresarios, la llegada de actores extra agrarios, portadores de una relación
estrictamente económica con la tierra.
No obstante, las mismas reglas de juego pueden tener efectos diferenciales para los
participantes: dadas determinadas condiciones, hay quienes logran instrumentar
reflexivamente los elementos a su disposición para responder de manera exitosa al nuevo
contexto; y quienes tienen menos recursos objetivos y subjetivos para hacerlo. Hay aquí un
problema de distribución desigual de esos recursos que complejiza la práctica reflexiva, tal
como nuestro análisis ha permitido apreciar. En este sentido, al postular la autonomía relativa
de los campos sociales —construida mediante la acción intersubjetiva— es posible dar cuenta
de los cambios observados en el tiempo largo en función de la dinámica concreta de los
agentes.
BIBLIOGRAFÍA
NOTAS
1
Concentración de la producción (fenómeno que no fue seguido en la misma proporción por
una concentración de la propiedad de la tierra); expansión de la frontera agrícola;
tercerización de servicios y transnacionalización de la oferta de insumos y maquinarias; y,
finalmente, resignificación del mapa institucional (roles y representación de las asociaciones
tradicionales y aparición de otras).
2
Referencias sobre este tipo de productores en las zonas cañeras y tabacaleras del noroeste
argentino pueden consultarse en Giarracca y Aparicio (1992); Aparicio y Gras (1995) y Gras
(2005).
3
Véase Murmis (1998).
4
El término chacarero remite al proceso histórico de conformación de la agricultura familiar
en la región pampeana argentina, signado por las luchas por el acceso a la tierra, que tienen
un punto de inflexión con el llamado Grito de Alcorta en 1912. Aquella huelga agraria señala
el pasaje de la identidad de arrendatario a la de chacarero (Bidaseca, 2005). Desde entonces,
esa categoría identificó a los pequeños y medianos propietarios familiares que basaban su
organización productiva en el trabajo de la familia.
5
Ambas provincias están ubicadas en zonas con diferencias agroecológicas; ello determina
que los rendimientos por hectárea en el sur de Santa Fe sean significativamente superiores
que en Entre Ríos. En consecuencia, el valor de mercado de las tierras en una y otra provincia
difiere sustancialmente. De allí que la escala de las explotaciones en uno y otro caso no
pueda ser comparada sin tener en cuenta tales elementos.
6
Aapresid fue la primera organización del sector que promovió sin ambages los cultivos
transgénicos; representa los intereses de un sector no menor de productores, semilleras
nacionales e internacionales y empresas de agroquímicos.
7
Suerte de negocio de ramos generales para el sector agropecuario (venta de agro–químicos,
semillas, herramientas).
8
Una suerte de fundación que permite colectar fondos para el Instituto Nacional de
Tecnología Agropecuaria.
9
Por ejemplo, la realización de análisis estadísticos de la relación entre cantidad de
fertilizantes utilizados y rendimientos por hectárea por campaña, parcela, cultivo; o la
organización de series de información para evaluar la relación entre peso/consumo de
alimentos/hectáreas en la ganadería.