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Gras y Hernandez - Modelo Productivo y Actores Del Agro Argentino

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Rev. Mex. Sociol vol.70 no.2 Ciudad de México abr./jun.

2008

Modelo productivo y actores sociales en el agro argentino


Carla Gras* y Valeria Hernández**

* Doctora en Sociología de la Universidad de Buenos Aires; Investigadora del Consejo


Nacional de Investigaciones Científicas (Conicet). Universidad de General Sarmiento (UNGS)
[Cramer 2240, 1° Piso/1428, Buenos Aires, Argentina. Número de teléfono y de fax: (5411)
4469–7506. Correo electrónico: blason@arnet.com.ar; sgras@ungs.edu.ar.

** Doctora en Antropología de l'École des Hautes Études en Sciences Sociales (Francia).


Investigadora del Institut pour le Recherche et le Développement (IRD), Francia. Esmeralda
2043/1602, Buenos Aires, Argentina. Correos
electrónicos: hernande@bondy.ird.fr; hernandez.vale@yahoo.com.

Recibido: 3 de noviembre de 2006.


Aceptado: 25 de febrero de 2008.

Resumen

Este artículo aborda las transformaciones del paisaje social rural argentino como resultado
del cambio de modelo productivo de la década de los noventa. A partir del análisis de
historias de vida de productores que comparten una posición de origen similar (la pertenencia
a las franjas de familiares capitalizados), reflexionamos sobre algunos rasgos materiales y
simbólicos centrales de los procesos ligados a dichas transformaciones: el rol del
conocimiento, la relación con la tierra, y los vínculos familia–explotación.

Palabras clave: estructura agraria; innovación tecnológica; empresarios familiares;


productores familiares; perfiles identitarios.

Abstract

This article deals with the transformations expressed in the Argentinian rural social landscape
as a result of the change of the productive model in the 90's. Taking as a point of departure
the producers' life stories who share a similar origin position —to belong to capitalized
relatives segments, we reflect on some key material and symbolic features in the processes
linked to such transformations: the role played by knowledge, the relationship with the land
as well as the family–explotation bonds.

Key words: agrarian structure; technological innovation; family–related entrepreneurs;


family–related producers; identity profiles.

Durante la década de los noventa, la Argentina consolidó el proceso de liberalización político y


económico iniciado con el gobierno militar en 1976. El conjunto de sus instituciones se vieron
remodeladas, y sus consecuencias se hicieron sentir en todos los niveles y esferas de
intervención social. En el sector agropecuario, se eliminaron casi todos los impuestos a las
exportaciones (lo cual favoreció la producción orientada al mercado internacional), los
aranceles a la importación de bienes de capital (lo que impulsó la renovación del parque de
maquina rias) y una serie de organismos públicos reguladores del sector que habían
permitido la coexistencia de actores económica y socialmente heterogéneos. La competencia
intrasectorial adquirió entonces una nueva lógica, donde el peso de las reglas del mercado
internacional resultó determinante. Por otro lado, el Estado se retiró del mercado financiero;
asimismo, dejó a los sectores más frágiles sin créditos blandos y —como único recurso— el
mercado de capital privado: bancos, cooperativas.

Tales cambios fueron acompañados por otros de tipo tecnológico, ligados fundamentalmente
a dos factores: tanto la introducción de cultivos transgénicos como la incorporación de las
nuevas tecnologías de la información y la comunicación como instrumento de una agricultura
de precisión (los sistemas de GPS, internet y otros). La biotecnología moderna entra en el
paisaje rural argentino en 1996, de la mano de la soja resistente al glifosato (soja RR de
Monsanto, comercializada inicialmente por la semillera Nidera). En ese momento, buena parte
de los pequeños y medianos agricultores se encontraban fuertemente endeudados y con una
oferta crediticia escasa. La estrategia de las semilleras fue financiar la compra
del paquete (soja RG/glifosato). Por un lado, ello facilitó el acceso de los productores a estas
tecnologías; por el otro, trajo consigo una dependencia cada vez mayor respecto de dichos
proveedores (Hernández, 2007).

Al modificar los umbrales tecnológicos mínimos para permanecer en la producción, el nuevo


modelo impulsó la intensificación en el uso del capital en los procesos productivos. Ello
—sumado a la apertura externa, con la consecuente exposición de los productores a las
oscilaciones en los precios internacionales y a las transformaciones en los precios relativos—
reorganizó la estructura de costos de las explotaciones agropecuarias y llevó a la
configuración de nuevas escalas de rentabilidad. Así, durante toda la década se observaría un
incremento sostenido del tamaño mínimo para una explotación rentable. Estos cambios
repercutirían sobre la estructura agraria: entre 1988 y 2002 la cantidad total de unidades
productivas pasó de 421 mil a 331 mil, lo cual significa una disminución de alrededor de 88
mil explotaciones, que en términos relativos alcanza 21%. Conjuntamente, el tamaño
promedio de las mismas aumentó 25%, para alcanzar 587 hectáreas en 2002.

El panorama general del campo argentino presenta, así, procesos propios del capitalismo
contemporáneo,1 que acarrearon el fortalecimiento del gran capital y el empobrecimiento de
campesinos y trabajadores rurales. No obstante, como señalara Murmis (1998) —en un
artículo que tempranamente conceptualizaba las transformaciones ligadas a la globalización
capitalista—, junto con el proceso de concentración coexisten otros movimientos. Por un lado,
la producción de cortes entre quienes logran mantener un ritmo de cambio y quienes no; tal
movimiento entraña una mayor diversidad vertical, lo cual profundiza la clásica
heterogeneidad del agro argentino. Por el otro, la existencia de constantes movimientos de
diferenciación social que traen consigo la ampliación de la diversidad dentro de capas
anteriormente homogéneas. En definitiva, una concentración que acentúa la diversidad
vertical y la heterogeneización dentro de cada categoría social.

La consideración de estos tres movimientos constituye un soporte teórico básico para nuestro
análisis. Los casos etnográficos que presenta mos pertenecen a un sector de productores
anteriormente incluido en los procesos de modernización capitalista y que habían participado
de la modernización tecnológica operada en las décadas de los setenta y los ochenta. Nos
referimos a los productores familiares capitalizados, cuya presencia caracterizó el desarrollo
agrario de la Argentina en la rica región pampeana, pero también en las llamadas áreas
extrapampeanas.2 El rasgo característico de dichos sujetos ha sido la presencia de la familia
en la gestión de la unidad agropecuaria, la propiedad de la tierra, y la interconexión entre
acumulación de capital y bienestar familiar.

Entre tales productores se verifica un fuerte proceso de heterogeneización que trajo consigo
la ampliación de la diversidad en relación con los niveles de mecanización y de incorporación
de trabajo asalariado, el grado de compromiso de la familia con las tareas de la explotación
(entre el trabajo físico y el de gestión), la expansión de superficie, el acceso a insumos o
financiamiento.3 Y más importante: en ellos se puede observar la medida en que la
heterogeneización culmina en la expulsión de productores. En este sentido, en el presente
artículo nos centraremos en productores que habiendo compartido una posición de origen
similar (la pertenencia a las franjas de productores familiares capitalizados), recorrieron
trayectorias sociales divergentes, cuyos puntos de llegada los ubican en categorías sociales
diferentes; ellas mismas manifestaciones de aquel proceso de diferenciación social al que
hicimos referencia. Así, consideraremos tanto los perfiles que se dinamizaron como los que se
vieron debilitados, incluso excluidos por las nuevas coordenadas productivas, situaciones
contrastantes que nos permitirán rastrear trazos centrales de los procesos de descomposición
y recomposición de la producción familiar capitalizada en el agro argentino. Como veremos,
la relación entre la familia, la organización–gestión de la unidad productiva y la propiedad de
la tierra se transforma de variadas maneras, proceso que no puede ser analizado como mero
reflejo de las tendencias estructurales. Al contrario, para comprenderlo en toda su
complejidad resulta fundamental restituir el protagonismo de los sujetos, así como estudiar
sus lógicas de acción y sus consecuencias materiales y simbólicas en la constitución de
categorías diferenciales. La propia autodefinición de los sujetos: unos como empresarios
familiares, otros como chacareros4 o productores familiares, son en sí mismos indicativos del
proceso que han atravesado y de las consecuencias que han acarreado en la producción de
identidades.

Nuestro material de análisis serán las historias de vida registradas durante dos trabajos de
campo realizados en las provincias de Entre Ríos y Santa Fe, entre 2005 y 2006. La primera
integra un área históricamente marginal de la región pampeana; la segunda se halla en el
núcleo agrícola de dicha región, tempranamente integrada al mercado capitalista mundial. Si
bien el valor y la productividad de las tierras en Santa Fe es muy superior al de Entre Ríos,5 a
partir de la adopción del nuevo paquete tecnológico el perfil productivo entrerriano se ha
visto profundamente afectado: de ser una provincia tradicionalmente ganadera, es hoy un
ejemplo del proceso de agriculturización del país.

Focalizando así nuestra atención —por un lado— en los actores que se apropiaron con éxito
del nuevo modelo de explotación agropecuaria, y —por el otro— en quienes se vieron
desplazados de la actividad, nos proponemos reflexionar sobre ciertos rasgos que comienzan
a ser evocados de manera recurrente por los entrevistados como singularidades de una
determinada identidad social, rasgos que dan lugar a la dinámica ellos/nosotros, lo cual
muestra la presencia de un proceso de reformulación del mapa simbólico rural. Con el
objetivo de dar cuenta de este proceso de producción de alteridades, presentaremos, en
primer lugar, a quienes se reconocen como empresarios y subrayan la evolución de su
propio métier y del sector agropecuario hacia un nuevo tipo de concepción de lo rural. Se
trata de un grupo de productores entrerrianos que han logrado consolidar el pasaje de
la explotación familiar a una empresa exitosa.

En el segundo apartado, recurriremos a las trayectorias de quienes vendieron sus campos en


los años noventa como consecuencia de una situación de crisis que no pudo ser superada.
Observaremos los procesos generados en las unidades familiares que hicieron frente a las
mayores dificultades para insertarse en la expansión agrícola reciente, y cómo en ese proceso
significan sus modos de practicar la actividad agropecuaria. La estrategia metodológica que
utilizamos consiste en contrastar modos de apropiación de los distintos elementos que
componen el nuevo modelo socioproductivo, lo cual no supone proponer un análisis
comparativo entre quienes ganaron/perdieron, sino que intenta subrayar las disposiciones
subjetivas y objetivas (así como sus interrelaciones) que habrían operado positiva o
negativamente en el proceso de apropiación de dicho modelo. Construiremos así una suerte
de diálogo imaginario entre estos actores, en el que unos y otros expondrán —mediante sus
trayectorias— los dispositivos materiales y simbólicos con los que hicieron frente al cambio de
modelo.

Concluiremos con algunos conceptos en torno al horizonte de acción en el que se sitúan (o


aspiran a situarse) los distintos perfiles identificados, el estatus otorgado al conocimiento
como factor fundamental para la gestión de la explotación, las formas de construir su
autonomía respecto de los sistemas autorregulados (lo político, económico, y otros), las redes
de relaciones en las que se inscriben (familiares, asociativas. . .), así como la condición
de testigos que poseen todos ellos al experimentar de modo directo el reemplazo de un
modelo socioproductivo por otro.

I. EL MANEJO MODERNO DE LA ACTIVIDAD AGROPECUARIA: HACIA UN PERFIL


EMPRESARIAL
En Entre Ríos seguimos la actividad del Grupo Cristóbal, constituido por ocho miembros
permanentes más una decena de invitados que se reúnen mensualmente para compartir
información, conocimientos y experiencias en la gestión de sus respectivas explotaciones
(entre 500 y 2 600 hectáreas). La economía familiar de estos productores depende —en
porcentajes variables— de la renta agropecuaria y —en todos los casos— diversifican su
actividad económica.

Todos nuestros interlocutores son varones, responsables de la gestión de las explotaciones


(sean familiares o personales); tienen entre 55 y 65 años; y corresponden a la tercera o
cuarta generación de productores. De las entrevistas individuales surge la referencia más o
menos explícita a un pasado chacarero, y mencionan una figura promotora (generalmente un
abuelo italiano), quien de la nada logró construir un patrimonio, el campo. Dicho patrimonio
no se reduce a su sola dimensión económica; por medio de la tierra, el individuo logra
inscribirse en la dinámica familiar: el campo se recibe de —y se entrega a— un pariente. No
se trata de un mero espacio productivo: constituye también un lugar de construcción
simbólica colectiva e individual. Por todo ello, estamos frente a un patrimonio económico,
social y afectivo esencial que cristaliza la pertenencia a un linaje. Es un capital que entraña
diferentes dimensiones, cuya articulación está ligada de manera directa en las estrategias
socio–productivas elaboradas por estos productores.

Al mismo tiempo —y a pesar de lo paradójico que pueda parecer a primera vista—, la


mayoría de nuestros interlocutores elige iniciar su relato mostrando sus credenciales
profesionales y no tanto su adscripción parental. Así, la trayectoria comienza situando al
protagonista en un universo social amplio; además, informa acerca del modo como fue
construyendo su formación actual. Se establece entonces una dialéctica particular entre —por
un lado— la pertenencia familiar y —por otro— la voluntad de demarcarse en tanto individuo
con su profesión; a la imagen tradicional del grupo familiar opone su propia
identidad moderna, que expone como portadora de saberes nuevos. Retomaremos en nuestro
análisis tal ambivalencia entre ruptura con lo viejo y construcción de una continuidad
simbólica, bajo la idea de generación testigo.

II. TEMPORALIDAD Y ESPACIOS DE ACCIÓN

El ritmo cotidiano de estos productores se organiza —en parte— en función del calendario
agrícola–ganadero. La mayoría es capaz de programar dos ciclos anuales con antelación, así
como incorporar el conocimiento científico para realizar una previsión eficaz. La adopción de
la siembra directa (SD) y del paquete biotecnológico a ella relacionado no sólo permitió que
campos ganaderos se transformaran en agrícolas, sino que además posibilitó el doble cultivo
pues permitió el control más ajustado de los periodos de siembra. Por otra parte, la agenda
de actividades también incorpora variables novedosas. Un tiempo considerable se dedica a
eventos de formación/información de diverso tipo (ferias agropecuarias, seminarios de
capacitación, congresos), mediante los cuales esperan obtener saberes certificados,
inputs preciosos para la organización de su trabajo. Así —además de la experiencia y de los
saberes heredados—, la capacidad de previsión que hoy detentan estos productores se nutre
de la información y de los sistemas expertos a los que procuran acceder en sus recorridos por
los sitios de circulación del conocimiento.

También es de subrayar la presencia cotidiana de las nuevas tecnologías de la información y


de la comunicación (NTIC), tanto en su versión instrumento de gestión (programas de
informática para llevar adelante la contabilidad, el control del stock, el seguimiento de la
utilización de agro–químicos, fertilizantes, y otros) como en su faceta interactiva y productora
de información (internet, correo electrónico, red, y así por el estilo).

En síntesis, el campo (la explotación) es sólo uno de los múltiples ámbitos en los que ellos
participan; para algunos, incluso ni siquiera es el referente principal. Se trata de productores
cuyo dinamismo e interés por el conocimiento científico y técnico es notable. A la imagen más
bien tradicional del agricultor —cuyo saber deriva de su relación práctica con la Naturaleza—,
viene a yuxtaponerse una segunda: la del experto, preocupado por actualizar sus
conocimientos sobre el agro por todos los medios a su alcance.
En este plano, las asociaciones técnicas desempeñan un rol fundamental, desplazando a otras
centradas en la acción sindical o corporativa. Tal es el caso de la Asociación Argentina de
Productores en Siembra Directa (Aapresid), la cual pasaría de ser en los años ochenta una
pequeña asociación que promocionaba la siembra directa, a un referente ideológico a finales
de los noventa.6

Los miembros del Grupo Cristóbal valorizan particularmente el aporte en conocimientos


técnicos, agronómicos y de gestión brindado por este tipo de asociaciones, aspecto que
resulta de capital importancia para la caracterización del perfil identitario al que aspiran:
de empresarios rurales innovadores. Este modelo (promovido fundamentalmente por
Aapresid) supone una plasticidad comercial que —sumada al manejo de los saberes
expertos aplicados a la producción— permite una apropiación ultramoderna de los diversos
recursos (materiales, cognitivos, naturales, humanos) y lleva a maximizar la relación
costos/beneficios, lo cual hace viable en términos del mercado una determinada explotación.
Dicha capacidad de gestionar factores de diverso orden, cuenta como uno de los elementos
importantes del cambio socioproductivo que se dio en los años noventa. Que esta gestión sea
eficaz pasa —fundamentalmente— por incorporar un nuevo marco interpretativo que anuda
diferentemente factores que ya estaban presentes y otros que hacen su entrada al sector de
la mano de las biotecnologías y de las NTIC. Por ejemplo, ese nuevo marco interpretativo
supone saber hacer números, saber que los números dicen cosas y que es
necesario escucharlos.

Tomemos ahora la trayectoria de dos integrantes del Grupo Cristóbal (Sebastián y Cacho),
mediante la cual podremos dimensionar prácticas relacionadas con el nuevo modelo.

III. FLEXIBILIDAD PRODUCTIVA Y POLIVALENCIA COGNITIVA

Sebastián (61 años) comenzó su presentación personal situándose en un dispositivo de


trayectoria profesional: "Yo comienzo en el 69, cuando voy a Córdoba a estudiar agronomía".
Dado que con su título de técnico agrónomo le bastaba para su proyecto laboral (entrar a
trabajar en la explotación familiar), decidió finalizar su carrera antes de recibirse de ingeniero
(dos años más de estudio). No obstante, Sebastián sólo duró un año como empleado en la
sociedad de familia pues sus tíos paternos (los administradores) eran "gente de campo por
tradición y por historia", que tenían su propia concepción acerca de cómo debía administrarse
la explotación, y no había cabida para las ideas que pudiera aportar la nueva generación,
dotada de formaciones profesionales.

Así las cosas, Sebastián optó por la vía comercial, mientras esperaba que le llegara el turno
de recibir, administrar y hacer perdurar "la herencia familiar". Junto con un amigo, abrió
una agronomía7 en el pueblo más cercano al campo familiar. Ello no impidió que aliado a un
primo (hijo de uno de los tíos administradores) fueran insistiendo frente a sus respectivos
padres para que la sociedad de familia se disolviera y se repartiera, a cada rama, la parte que
le tocaba de la tierra acumulada originalmente por el abuelo común. En 1978 lo consiguieron,
y Sebastián se hizo cargo (a los 33 años) de la herencia de su grupo familiar (actualmente
compuesto por él, dos hermanos, una hermana y su madre). Pasa a administrar 600 cabezas
de ganado, 550 hectáreas en donde funciona un tambo. Asimismo, arrienda otras 200
hectáreas de "regular calidad" a unos colonos de la zona.

A partir de 1978, no sólo llevó adelante la administración del campo, sino que continuó con la
agronomía, ahora como único patrón. Un año más tarde, abrió una segunda agronomía y
dejó la otra al cuidado de un empleado. De allí en más, la articulación entre la actividad
productiva primaria y la comercial irá puliéndose, hasta instalar una dinámica de
complementación bien aceitada. En la primera etapa hubo que rearmar la infraestructura del
campo, lo cual consumió todas las ganancias obtenidas con la explotación. La veta comercial
fue entonces central para la subsistencia familiar. Luego, a partir de los años noventa, la
relación se invirtió: el campo empezó a rendir un usufructo relativamente más importante
que la agronomía, lo cual llevó a Sebastián a dedicarse cada vez más a la producción
agropecuaria. Sostener en el tiempo ambas actividades de manera exitosa no es dato menor,
pues supone una polivalencia cognitiva por parte del agente. Sebastián ha logrado —en
efecto— superar los "periodos de crisis", que son casi un continuum, sin que ninguno de los
dos negocios quedara en el camino:
Cuando empezó ese problema de la "bendita crisis" [fundamentalmente, desde 1998 hasta el
quiebre de 2001], los bancos empezaron a cerrar las puertas al productor agropecuario [...]
[no hubo más] crédito [...] porque pasó a ser gente "no confiable", gente "despreciable"
dentro del banco [...]. [Entonces], ¿quién financió todo eso? Las multinacionales. ¿A través
de quién? De las cooperativas, de las agronomías, de los acopios. Entonces nosotros pasamos
a ser los bancos del sector agropecuario.

Frente a esta reacomodación de roles, Sebastián decidió cambiar su perfil comercial pues ello
le permitía conservar su autonomía respecto de las multinacionales:

ENTREVISTADORA: Entonces, ¿usted no tiene contratos de distribución con las


multinacionales?

SEBASTIÁN: No, con las multinacionales no. Sí tengo la distribución de otras empresas
nacionales, más chicas, que me vinieron a ver y ¿cuál es la condición? La condición es que si
usted viene a verme a mí, es porque cree en mí y yo creo en usted. Entonces acá no hay
ningún tipo de aval de por medio ni ningún tipo de garantías ni nada por el estilo: [...] si
ustedes confían en eso [entonces sí] [...].

La complementariedad entre ambas actividades no viene dada solamente por la alternancia


en la función de sostén que acabamos de subrayar: también se construye en torno a las
redes sociales que cada una de ellas entraña, lo cual da cuenta de la flexibilidad
social necesaria para integrarlas, pues cada tipo de red supone modos de comunicación
específicos. En tanto productor agropecuario, forma parte de la cooperadora del Instituto
Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA),8 integra el Grupo Cristóbal y accede a la
información–conocimiento que circula en los ámbitos del sector (seminarios del INTA, de
Aapresid, y de otros). En tanto comerciante, participa en la dirección de la Bolsa de Cereales
de Entre Ríos; ello habla de una posición relativamente reconocida en el ámbito local.

Tal pluralidad de inserciones le ha permitido cultivar un contacto cotidiano con actores que
intervienen localmente en el juego del mercado: la oferta y la demanda. Obtuvo así
beneficios indiscutibles. Por ejemplo, sus compañeros del Grupo Cristóbal no sólo le permiten
enriquecer la información, conocimiento, experiencia, para mejorar su gestión de la
explotación familiar sino que, además, le permiten tener una llegada directa a
los oferentes de semillas en el mercado local. Así explica que, entre su propia producción y la
que le venden estos productores, tiene garantizado el abastecimiento de su agronomía en
todo lo que se refiere a semillas: trigo, soja, maíz, lino, forrajeras. Sebastián resume esta
situación de intercambio con una frase: "Todos me deben, les debo, nos debemos [...]". Así,
mantiene las relaciones mercantiles dentro de un marco de interconocimiento personal, en
donde la confianza sigue siendo un factor que crea lazos sociales; incluso constituye una base
para transacciones comerciales exitosas a escala local. Esta capacidad de negociación que se
puede permitir Sebastián en el ámbito de su agronomía no está desconectada de su otra
actividad: la gestión agropecuaria; se verifica nuevamente la complementariedad del sistema
integral que fue construyendo, basado en la flexibilidad social y la polivalencia cognitiva. Se
hace frente a las crisis de otro modo cuando los distintos rubros se hallan interconectados
bajo una gestión empresarial que los asocia mutuamente como reaseguro.

En la actualidad, Sebastián evalúa su recorrido con un prisma resueltamente optimista: ha


recibido un bien de su padre que no sólo ha sabido conservar, sino que ha logrado articular
con eficacia un circuito comercial más amplio. No obstante, tal unidad sistémica está
compuesta por elementos que Sebastián significa de modo diferencial: si la agronomía
es suya, el campo es un patrimonio familiar, cuya posesión individual es transitoria. Si bien
ambas contribuyen a la reproducción material de la unidad doméstica, sólo el campo tiene
una función de reproducción simbólica de la familia en sentido amplio (ascendentes y
descendientes), lo cual asegura el eslabonamiento temporal entre generaciones: "[...] el
campo es de mi hijo; y así como yo lo recibí, se lo tengo que dar a mi hijo; y espero que mis
hijos también hagan lo mismo. Con la prioridad que no debe faltarle a mis hermanos el
arriendo".

Este estatus simbólico diferencial que atribuye a cada ámbito económico (el campo/la
agronomía) también repercute en la organización familiar del trabajo: su hijo no ha sido
incorporado a la agronomía (creación individual de Sebastián), sino que secunda a su padre
en la conducción de la explotación como un modo de garantizar la continuidad familiar del
patrimonio heredado. Así, padre e hijo, más un encargado y un peón, llevan adelante la
explotación. Se corrobora aquí nuevamente la imbricación de dimensiones que contiene y
estructura este espacio–objeto particular que es el campo: en él se realiza no sólo la
capacidad de gerenciamiento, el conocimiento del medio agropecuario y la formación
individual recibida (agrónomo, veterinario, y de otro tipo), sino que también se pone en juego
la competencia/solidaridad intergeneracional; en ello queda íntima y afectivamente
comprometida la propia subjetividad: "[...] si mi abuelo y mi padre lo lograron, yo debo
lograrlo; así como también mis hijos y sus hijos".

En suma, por ser la administración del campo objetiva y subjetivamente comprometedora


para nuestros interlocutores, no debe extrañar el hincapié puesto por ellos durante las
entrevistas en la problemática de la gestión. Sólo reconociendo la presencia de esta doble
dimensión resulta posible dar sentido a las largas meditaciones sobre las inversiones
necesarias para mejorar la explotación, garantizar su rentabilidad, conservar la empresa
familiar, distribuyendo equitativamente las ganancias. Podemos volver, por ejemplo, sobre la
importancia acordada a la siembra directa: al incorporar esta técnica, logran una
simplificación sustancial del manejo financiero y productivo del campo, con lo que —al mismo
tiempo— dan continuidad al compromiso subjetivo implicado en estos factores; queda así
asegurada la reproducción simbólica tanto de la identidad familiar como la personal.

IV. PARADIGMA DEL EMPOWERMENT: UN NUEVO SELF–MADE MAN

Cacho (60 años, casado, tres hijos) es el único del Grupo Cristóbal que comienza su
presentación personal inscribiéndose en una línea familiar: "Nosotros somos familia de
campo"; quizá porque sus credenciales profesionales son frágiles o atípicas. En efecto, a los
15 años decidió abandonar sus estudios secundarios y emplearse en una cooperativa
agropecuaria. Estamos pues frente al único miembro del Grupo que no ha completado su
formación escolar y —como veremos— esta característica jugará a lo largo de todo su relato.
Subrayará, por ejemplo, que sus capacidades y habilidades las ha aprendido "en la
universidad de la calle y de la vida"; o, al compararse con sus colegas, dirá que debió "suplir
muchas cosas con esfuerzo" personal, haciendo alusión a los saberes ausentes por la falta de
estudios formales.

Luego de este inicio familiar, se concentrará en explicar su "carrera en la cooperativa", donde


ocupará sucesivamente todos los puestos: desde cadete hasta subgerente. A los 45 años, ya
tenía detrás de sí una importantísima experiencia en casi todos los rubros que debe manejar
un administrador moderno en una explotación agrícola. En ese momento, su suegro decidió
transmitir en vida la herencia a sus hijos. Siguiendo el ejemplo, su propio padre hizo lo
mismo. De resultas, Cacho se inició como productor trabajando 573 hectáreas de su esposa
(en Entre Ríos) y 650 hectáreas heredadas junto con su hermano (en Córdoba).

Una vez recibida la herencia y renunciado a la cooperativa, no le fue difícil adaptarse al


nuevo métier. Durante los ocho primeros años, conservaron la residencia familiar en la
provincia de Córdoba; luego —para concentrar sus esfuerzos— delegó en su hermano la
administración del campo cordobés, radicó definitivamente en Entre Ríos —con su esposa y
sus tres hijos— y se dedicó exclusivamente a dicha explotación. Al primer cúmulo de tierras
heredadas (573 hectáreas), Cacho sumó otras 350 compradas entre 1989 y 1997, más 1 400
que tomó en alquiler; total: unas 2 323 hectáreas bajo su gestión. Al contar cómo operó este
proceso, la adopción de la siembra directa aparece como el hito explicativo:

En 1988 [...] empezamos a sembrar 100 hectáreas [el resto era ganadería]. Y cuando vino la
siembra directa, hubo una explosión que —como me pasó a mí— le pasó a casi todos los
productores. Empezamos a sembrar cada vez más. [...] pero yo tenía la experiencia de la
cooperativa: mucha gente [...] por querer agrandarse dejaba de ser eficiente en su campo.
Vos tenés que agrandarte a medida de que las cosechadoras que tenés te sirvan: que no
tengas que salir a comprarlas, que no tengas que ir a comprar tractores. [...] Cuando ya
estás en deficiencia, me parece que habría que parar. Y nosotros creo que estamos ahí [...].
El equilibrio (entre inversión y eficiencia) al que alude Cacho no es fácil de lograr ni está
presente en todos los productores agropecuarios. La capacidad de anticipación sobre la que
reflexiona es un rasgo específico del nuevo perfil socio–productivo que dichos actores
encarnan y que, además, reivindican como parte del perfil
identitario moderno e innovador, diferenciándose así de otros productores más tradicionales.
Nos referimos a la importancia que otorgan a los números o —de un modo más general— a la
gestión. Por ejemplo, cuando Sebastián nos explicó —durante una de las reuniones
mensuales del grupo— cómo se evaluaba la oportunidad (o no) de invertir en infraestructura,
nos comunicó una serie de criterios compartidos por todos sus colegas:

[...] hacer por administración es una expresión que usamos en el sector agropecuario y
significa que vos tenés un costo por administración y otro por terceros. Entonces, ¿cómo
manejamos la gestión? La gestión hace que a la maquinaria agrícola [vos la tomás] como si
fuera contratada, de tercero; eso te permite saber si tu maquinaria agrícola es rentable o no,
si económicamente te conviene tenerla o contratarla. Por supuesto, eso en los números fríos.
Ahora, si lo llevas a la parte productiva en sí, tenés que tener en cuenta el momento
oportuno de uso y disponibilidad de la máquina. Por ejemplo: ¿por qué no tengo trilladora?
Porque si yo la llevo a la parte numérica, me da negativa; me dice que me conviene
contratarla y no tenerla yo, en mi campo. [...] Eso es otra cosa que te muestra la gestión
[...]: los números dicen que no puedo tener camión propio [para transportar la producción] y,
entonces, se contrata.

Para estos productores, los números hablan; y ellos deben estar atentos para poder descifrar
el mensaje, interpretarlo correctamente para asegurar un buen manejo, una gestión
empresarial correcta. Entonces, la gestión, los números y la siembra directa (SD) aparecen
en estos relatos como marcadores de una particularidad, la que los diferencia de otros
productores: la introducción del conocimiento tecnocientífico y relacional para lograr un
manejo racional y eficiente de los campos.

Si bien todos los miembros del Grupo Cristóbal convocan a la SD para explicar el cambio del
perfil productivo de su explotación, quizá sea Cacho quien ilustre de manera más radical el
rol detonador otorgado. En su caso, el relato adopta el tono de una saga, donde la lucha por
sostener la SD lo enfrenta al saber oficial y legítimo (representado por los universitarios y
científicos), mostrando una vez más que no todo pasa por los estudios formales:

Y el tema de la Directa —que es un tema bastante puntual y lógicamente es un desafío


grande— porque prácticamente nosotros [él y su hijo Juan] teníamos la Facultad y el INTA de
Paraná en contra. [Nos decían] que eso no andaba y —en el caso nuestro— por más que yo
tuviera alguna experiencia de mis amigos de que eso andaba, si yo me fundía [...], ¡me
fundía! [...] Mario, un amigo nuestro, había escuchado en Estados Unidos a un chileno que
hablaba de la Siembra Directa, un enloquecido del sistema. [...] Ahí se hizo una reunión;
habremos ido 30 o 35 personas, de los cuales los cinco o seis pioneros de la SD estaban en
esa reunión.

Cacho se posiciona como un pionero de la SD en un medio hostil. Su combate por defender


esta técnica ante los otros productores y los colegas universitarios será —al mismo tiempo—
el que le permitirá encontrar su propio lugar en el escenario social. Al integrar la asociación
que promueve la SD: Aapresid, Cacho se convierte en un productor con perfil
de innovador, identificado con la ciencia y la técnica; aunque su diploma más alto certifique
estudios primarios. Como miembro del Consejo Directivo y primer presidente de la regional
Paraná de dicha Asociación, pasa a ocupar un papel importante en el medio local: participa
en conferencias y seminarios, tanto en ámbitos académicos como productivos. Así, adoptar la
SD significó integrar una red social y económica no menor, cuyas repercusiones tanto
materiales como simbólicas en su vida cotidiana serán considerables.

En su presentación personal, este rasgo de innovador aparece regularmente. Dicho perfil de


innovador viene relacionado con el de empresario, tal como se promociona desde su
asociación de pertenencia: Aapresid. En su relato, además de hacer jugar factores
agropecuarios, expresa la necesidad de articularlos tanto con los derivados de la lógica
financiero–mercantil como con la observación de los comportamientos de la competencia
(supervisar los sucesivos cambios de los competidores para estar siempre en una posición de
ventaja comparativa).

Sin embargo, cuando utiliza una categoría para definirse a sí mismo, no apela a la
de empresario rural ni habla de empresa familiar, sino que se describe como un productor
agropecuario. La figura promocionada por Aapresid de la empresa rural innovadora supera la
tradicional empresa familiar, pues el nuevo modelo productivo incorpora en la administración
las relaciones salariales, la tercerización y la contratación de servicios.

Para Cacho —como para sus colegas del Grupo Cristóbal—, el modelo propuesto por Aapresid
constituye —en ese sentido— un horizonte al cual tienden, más que una realidad
definitivamente instalada en su presente. La figura de empresario innovador tiene la función
—digamos— de alter ego: un ejemplo para emularse. Esta posición de aspirantes se relaciona
con el carácter de generación testigo que comparten tanto los productores entrerrianos como
los santafecinos, que veremos en breve: todos están haciendo la experiencia de reemplazar
el modelo productivo tipificado como agricultura familiar por el que hemos calificado de nuevo
modelo empresarial innovador, relacionado —por una parte— con las transformaciones
macro–económicas y —por la otra— con el cambio que trajeron consigo las biotecnologías y
las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación. Para unos, tal experiencia
supuso una promoción hacia la franja social superior; para otros, significó perder su condición
de propietarios y su inscripción como productores agropecuarios.

Como cierre de su presentación, Cacho se explaya sobre el modo de gestión que utiliza
actualmente en su campo. Su estrategia empresarial muestra cómo se combinan diversos
elementos ya observados: articulación con otras actividades; inversión en infraestructura;
alquiler de tierras; prestación/contratación de servicios. En su caso, no ha desarrollado en
paralelo una actividad comercial (como Sebastián) o profesional (tipo consultor o
administrador de campos ajenos), sino que ha optado por fortalecer su posición mediante la
ampliación de la escala productiva. Cacho trabaja más, proporcionalmente, sobre tierra
alquilada (1 400 hectáreas) que propia (900 hectáreas), poniendo en práctica el nuevo
modelo promovido por Aapresid (Hernández, 2007). Para llevar adelante dicha estrategia,
Cacho ha ido modernizando su parque automotor, su estructura edilicia, su sistema
informático de gestión. Actualmente posee tres tractores, dos sembradoras, una cosechadora,
una fumigadora, dos camiones, una embolsadora y varios lugares de almacenamiento (silos y
otros). También dispone (desde 2002) del sistema de control por GPS y (desde 2000) de una
antena parabólica que le permite tener conexión a internet propia y una instalación de tres
computadoras en red: la suya, la de su hijo y la de su nuera (esposa del otro hijo, quien es la
contadora de la empresa). Con este dispositivo técnico e informático, ha logrado organizar no
sólo su propia producción sino que, además, puede prestar servicios a terceros.

En fin, notemos que Cacho ha invertido parte de la ganancia obtenida en su explotación en


los dos emprendimientos biotecnológicos que promueve Aapresid: Bioceres SA e Indear. Al
igual que otro miembro del Grupo Cristóbal, se ha convertido en accionario de estas
empresas, cuyo objetivo es lograr patentar productos biotecnológicos para el mercado
agrícola regional. Los argumentos para explicar la decisión de invertir 15 mil dólares (entre
ambos proyectos) son los mismos para ambos casos: fundamentalmente, se trata de
participar en un proyecto innovador prometedor y de apoyar la ciencia nacional. No tenemos
espacio para profundizar aquí sobre tales procesos, pero nos parece una decisión significativa
que ilustra nuevamente el espíritu empresarial que este tipo de actor encarna en el escenario
agrario emergente.

V. LOS DESPLAZADOS: ¿EX ACTORES O NUEVOS ACTORES DEL SECTOR RURAL?

El segundo trabajo de campo tiene como epicentro un pueblo del sur santafecino. Se trata de
una zona agrícola con fuerte presencia histórica de la producción familiar, y una de las más
importantes de producción de soja del país. Estas franjas de productores han estado
históricamente integradas a la economía de exportación pampeana y —aunque
heterogéneos— han tenido vínculos con los mercados financieros, de tierras, compra de
insumos y comercialización. Se los conoce como chacareros para aludir no sólo a su ubicación
en los estratos de menor superficie o al aporte decisivo del trabajo familiar, sino también para
referir a sus identidades sociales y políticas, vinculadas con la defensa tanto de la propiedad
familiar como de la acción reguladora del Estado.

Entrevistamos a 16 ex propietarios, quienes vendieron sus campos durante los años noventa.
Entre ellos, una parte (cinco) se dedicó posteriormente a actividades no agrarias; otros
(cuatro) pasaron de ser productores a contratistas de servicios; finalmente, un tercer grupo
(siete) reingresó a la actividad agropecuaria mediante el arriendo de tierras o tomando
parcelas bajo esquemas de contratos de producción.

Más allá de tal diversidad, la venta de la tierra familiar apareció como elemento común a
todas estas trayectorias; ello nos llevó a enfocar el problema de la expulsión como problema
de desplazamiento de una forma de agricultura familiar a otra donde la propiedad pasa a ser
secundaria. Los entrevistados vendieron sus campos como consecuencia de un denominador
común: las deudas contraídas con bancos y cooperativas. Como observamos, la deuda es
el hito que condensa ciertos requisitos de las nuevas coordenadas productivas: la ampliación
de la escala, la incorporación de tecnologías. Frente a ellas, los relatos hablan de estrategias
recurrentes con las que buscaron encontrar un nuevo punto de equilibrio para seguir
produciendo: la reducción de la superficie operada (dejando de tomar tierras a terceros y
concentrándose en las propias); el despliegue de otras actividades laborales para desligar el
funcionamiento de la explotación agropecuaria del sostenimiento del hogar; la venta de
maquinarias y herramientas.

No aparecen, sin embargo, entre dichas estrategias la consulta a los organismos técnicos
públicos, las cooperativas o asesores privados, para ensayar otras opciones productivas; ello
sí sucede entre los entrerrianos. Por el contrario, los productores santafecinos persistieron en
la idea de un conocimiento técnico fundado en la experiencia. Las dificultades que
observaban eran de otra índole (precios, tasas de interés), causadas exclusivamente por
variables macroeconómicas. La puesta en duda de su saber hacer sólo aparece como
reflexión posterior, muchas veces producto del espacio reflexivo que propone la entrevista.
Ello nos invitó a abordar los procesos de expulsión no sólo como producto de problemas de
escala o de incorporación tecnológica, sino a abordar los elementos que informan acerca de la
transformación de identidades y de las prácticas a ellas vinculadas, en particular en relación
con el vínculo con la tierra y con los saberes necesarios al trabajo y a la gestión de la
explotación.

VI. REDEFINICIÓN DEL HACER Y DEL SER AGRICULTOR

Nuestros interlocutores son varones; la mayoría tiene menos de 65 años y son hijos o nietos
de productores, de aquellos primeros gringos que se instalaron en la zona a principios del
siglo XX. La mayoría eran propietarios de explotaciones de menos de 200 hectáreas
(herencias familiares) y en distinta medida trabajaban también tierras alquiladas. Las
diferencias relativas al tamaño de las explotaciones así como también a la magnitud de otros
recursos controlados (el capital disponible tanto en ganado como en maquinarias), son
indicativos de los distintos grados de capitalización alcanzados por nuestros entrevistados.
Partiendo de esquemas productivos mixtos (agricultura–ganadería), en los años noventa
adoptaron el doble cultivo (trigo–soja), con una tendencia al monocultivo sojero. Tal
estrategia los dejaría sin opciones productivas, peligrosamente dependientes de la soja y las
multinacionales.

A lo largo de las entrevistas, evocaron los cambios en su actividad; en especial la mayor


necesidad de capital para sostener la explotación derivada de nuevas demandas: el pago de
semillas e insumos, de rentas cuando se tomaban tierras, la contratación de servicios, los
nuevos consumos familiares derivados del traslado de la residencia a los pueblos cercanos.
Estos cambios en los modos de vida del campo cobran sentido como contrastes entre
un antes y un después; entre la transmisión heredada de lo que era ser agricultor y el
escenario en el cual fueron desplegando su accionar:

Creo que la diferencia estaba en cómo se vivía antes en el campo. Hoy tenés una demanda
de tecnología, que se tradujo en un costo fijo que en 1930, como puede ser mi papá [no la
tenía] [...]. Ellos [papá y mamá] no necesitaban plata: agarraban un pollo, lo comían; [...]
agarraban el sulky, no necesitaban ni un litro de combustible: era todo. Hoy si no tenés
teléfono, no marchás; si no tenés una camioneta, si no tenés un tractor [...] (Juan, 45 años).

Aquí aparecen elementos indicativos de la transformación de una forma de agricultura


familiar, cuya lógica de reproducción se articulaba estrechamente con la de la unidad
doméstica. Debemos ir más atrás en el tiempo para encontrar los trazos iniciales de estos
cambios; empero, en los años noventa —a la par de la evolución tecnológica y de los nuevos
modos de flexibilidad del trabajo— se profundizaron y aceleraron. Desde allí, debieron hacer
frente al cambio de escenario macroeconómico y, posteriormente, a la veloz expansión del
nuevo modelo socio–productivo. Estas condiciones reforzarían subordinaciones previas, a la
vez que instalarían nuevos resortes de vulnerabilidad. A diferencia de otras crisis que
nuestros interlocutores evocaron, la particular configuración de los noventa llevaría a
que esta vez la crisis terminara en la liquidación de sus explotaciones.

En efecto, en primer lugar, participar de la expansión de la soja entrañaba asumir


riesgos sin la protección que durante décadas había ofrecido el marco institucional de
desarrollo agrario en el país. Quienes habían operado al amparo de políticas públicas más o
menos proteccionistas, se encontraban ahora en una Argentina que desregulaba todas las
actividades económicas. Incluso los tradicionales espacios cooperativistas cambiaron su
dinámica interna, y pasaron a funcionar bajo la ecuación costos/beneficios. Con una
institucionalidad tan cambiada, el paisaje rural se volvió árido para nuestros interlocutores.

En segundo lugar, el nuevo modelo productivo suponía otros modos de apropiarse de


antiguos factores. De tal manera, si la tierra para los productores del Grupo Cristóbal
adquiere un nuevo estatus al inscribirse dentro de una gestión integral de la explotación
—donde la distinción entre propiedad, herencia y arrendamiento cambia de contenido—, etre
los ex propietarios santafecinos dicha distinción se mantiene en los términos clásicos: tierras
con origen diferencial se manejan con criterios específicos.

La pérdida del patrimonio familiar acarrearía para estos productores algo más que la sola
enajenación de un capital, pues tierra y apellido se han correspondido y fusionado
históricamente. Por otro lado, nuestros entrevistados estaban conscientes de que el alza del
precio de la tierra registrada por esos años volvía remota la posibilidad de reconstruir aquel
patrimonio. Desprenderse del campo era —entonces— una decisión trascendental, evocada
como una situación en la que se quedan sin nada, aun cuando —objetivamente— dispusiesen
todavía de algún recurso material (casa, maquinarias, y otros). La pérdida de ese capital
particular —de semejante pilar simbólico y social— comprometió la capacidad de comprensión
de la situación como totalidad.

En síntesis, el desplazamiento vivido por estos productores puede ser entendido como un
proceso de transformación del perfil social que opera en el marco más amplio de la
descomposición y recomposición de la agricultura familiar. Profundicemos ahora siguiendo las
trayectorias de Lucas y Juan, las cuales reflejan consecuencias diferentes de dicho proceso de
desplazamiento.

A. Fundirse trabajando

Lucas (45 años), como otros chacareros, heredó el campo (70 hectáreas, básicamente
dedicadas a la ganadería) que había estado en manos de la familia desde la llegada de su
abuelo inmigrante. Desde cuando era adolescente, trabajó en la explotación ayudando a su
padre; al fallecer éste en 1980, Lucas y su hermano quedaron a cargo de la misma. Casi
inmediatamente, los dos jóvenes decidieron cambiar el sistema productivo y ampliar la
superficie agrícola; también comenzaron a arrendar campos (110 hectáreas). A finales de los
años ochenta, la soja tenía una fuerte expansión, y Lucas y su hermano —atentos a los altos
precios del mercado— buscaron participar de ese proceso. Así, tomaron créditos bancarios
para adquirir las maquinarias necesarias; pero la hiperinflación —que se desataría a finales
de esa década— complicaría su situación financiera: "Compramos herramientas y las
pagamos. Al otro año nos metimos más, y cuando hubo que pagar los intereses del crédito,
se nos escapó de las manos. En esa época, cuando se te escapaba de las manos, para
alcanzarlo era muy difícil".
Lograron finalmente devolver el crédito, pero a costa de comprometer su producción: puesto
que las ganancias estaban destinadas al banco, no tuvieron más remedio que comenzar a
endeudarse con la cooperativa para financiar el capital operativo año con año. Buscando
generar mayor margen, decidieron aumentar la superficie trabajada; arrendaron así más
tierra (180 hectáreas en total), pero los porcentajes de pago que negociaron en esos
acuerdos no resultaron favorables. En dicho marco, lograrían cubrir apenas los intereses de la
deuda que habían contraído con la cooperativa. En 1992 comenzaron a vender alguna
maquinaria; luego otra; pero seguían contrayendo préstamos para volver a comenzar la
campaña de soja. Finalmente, en 1995, ahogados, vendieron el campo para evitar el remate.

En la reconstrucción que hace Lucas, la deuda y la incorporación tecnológica aparecen


claramente vinculadas: "[...] la colonada [los descendientes de los chacareros o colonos
inmigrantes] se desespera por tener esas tecnologías nuevas, y hay veces que esas
tecnologías nuevas son las que te pueden llegar a hacer caer, como me pasó a mí".

En el relato de Lucas, la comprensión de tal conexión requiere recurrir a elementos de


distinto orden: desde las políticas del gobierno hasta la fiebre por arrendar de los
productores, que resultó en el sobrecalentamiento del mercado de tierras, pasando por el
funcionamiento de los bancos, los cuales impusieron complejos requisitos burocráticos. Sin
embargo, dichos elementos no están jerarquizados en su discurso, y las causas se exponen
de modo deshilvanado, con titubeos acerca del verdadero peso que hay que asignarles en la
explicación del proceso de endeudamiento.

Aquí se halla sin duda el nudo problemático, el punto donde la experiencia previa, resultante
de la interiorización de valores vinculados con la figura del chacarero (como el trabajo
sacrificado, "hacer uno mismo las cosas") ofrece pocos recursos, no sólo para comprender la
situación sino también para reflexionar sobre qué y cómo hacer para encauzar la situación en
carriles positivos. En otras palabras, "trabajar duro", "estar en el campo", "aguantar" a que
pase la mala racha (como antaño), conduce —en la nueva configuración— a una situación
impensable: "perder todo trabajando".

Lucas continúa con un elemento sumamente significativo: la falta de apoyo de la cooperativa:

Llega el momento en que te tapa el agua y [...]. Yo pensaba que, al estar en un grupo
cooperativo, se le daba una mano al que está caído: se le da la semilla para que siga
trabajando y todos los años se iría devolviendo [...]. Ahí [cuando estas caído], tienen que
agarrar y darte una mano, ¿entendés? Pero empiezan a cerrarte la puerta y empiezan los
retos, empieza el maltrato y te hieren más.

Así relata el distanciamiento respecto de la institución madre, el cual refleja —a su vez— el


cambio de escenario macroeconómico y político. En efecto, la cooperativa
—que siempre había sostenido a los productores en momentos críticos— ahora era la que le
exigía responder —desde el signo de la racionalidad del mercado— por sus deudas. El
tradicional soporte de una forma de agricultura familiar cambiaba en sus exigencias,
acompañando con un (mal)trato hasta allí desconocido por estos productores, reflejo de
procesos más amplios de transformación:

[...] cuando vos venís bien, está todo de primera: asado, una atención bárbara; después,
cuando empezás a caer, empiezan los agravios: que no te sabías administrar, que no sabías
[...]. [Nunca hubo], por ejemplo, un consejo, alguien que venga a decir: "Miren, muchachos:
se les está escapando de las manos". O gente que diga: "Lo que están haciendo está bien,
pero ojo que acá es así". A lo mejor nos pegábamos igual una pifiada, pero no a tal extremo.

Incluso los interlocutores de la cooperativa y sus marcos de referencia cambian: en vez de


otros chacareros, Lucas tiene en frente a un profesional, cuyo discurso pertenece a una
retórica desconocida y que le provoca estupor:

[...] había un abogado de la cooperativa, un tipo muy estricto; cuando te decía las cosas te
daba miedo porque lo que decía era drástico, pero era la realidad. Por ejemplo, decir: "De
acuerdo a la deuda que tenés, vendiendo el campo llegás a saldarla". ¿Viste? Que te digan así
[uno piensa]: "Éste está loco. Vámonos; qué sabe él". Y era así. Al año siguiente tuvimos que
vender y, encima, nos quedamos con deudas.

Tomar tal tipo de decisiones comportaba una manera de pensar la gestión de la explotación y
la relación con la tierra radicalmente diferente: marcada por la eficiencia y la racionalidad
técnica, la de los números. El pasado perdía valor en este nuevo espacio de significaciones,
en el que determinados saberes quedaban caducos al tiempo que tomaba cuerpo la exigencia
de una mayor profesionalización, la cual incluía gestión financiera, organización flexible de
recursos productivos, gestión profesionalizada de aspectos económicos y contables,
planeamiento. Dichas nuevas aptitudes no se adquirían vía la transmisión "de padre a hijo".
La repercusión de los cambios tecnológicos, los aleatorios márgenes de rentabilidad —que
requerirían una planificación más ajustada—, los nuevos modos de gestión, diluyen la eficacia
de los saberes prácticos acumulados o —más exactamente— demandan por parte del
productor una revisión y actualización de dichos saberes en función del nuevo contexto.

Ante la intervención y sugerencia del abogado de la cooperativa, Lucas se extraña: "¡Qué


sabe él!". Los problemas radicaban —según su interpretación— en otro nivel: el
macroeconómico (inflación, tasas de interés, precios), y hacerles frente requería de otra
lógica de acción, como la institucional. Desde ese modo de definir los escenarios, las
situaciones críticas no parecían cuestionar la capacidad de los chacareros, aunque sin dudas
definieran su suerte.

En su relato no se advierte cuál debería haber sido su conducta para que resultase exitosa en
la nueva realidad. No puede explicar(se) qué debería haber hecho. Por el contrario, establece
una oposición con los nuevos actores que surgen en las últimas décadas, sintetizados en la
caracterización de los inversionistas extra agrarios: "Acá ha aparecido gente ofertando buena
plata en quintales y lo mata al que trabaja. A lo mejor le está haciendo un beneficio al dueño
del campo, si vos fueras dueño de campo".

Y más adelante insiste sobre este modo de desplazamiento y lo que en él va implícito:

LUCAS: Acá hay una competencia bárbara con eso [el arrendamiento]: se empezó con 10
quintales fijos [por hectárea]; después se fueron a 12; a 14; y ahora hay ofrecimientos de
hasta 16 quintales la hectárea. Si tenés el campo, por ahí lo pensás y guardás tus
herramientas.

ENTREVISTADORA: ¿Hay mucha gente por aquí que dio sus campos para que los trabajen
otros?

LUCAS: Claro, te llaman y sacás las cuentas, ¿viste? Acá hay gente que quiere trabajar el
campo de puro campechano: ¡de puro gente de campo que lo llevan en el alma! ¡Porque es
como una raza eso! A lo mejor, este año, una soja en la zona está en un promedio de 22/23
quintales; y vos pagaste 15: te queda poco. Si vos sos dueño del campo, la pensás; decís:
"Que me la trabaje el que me da tantos quintales y listo".

Lucas contrapone así la racionalidad del chacarero, tal como él la entiende, y la del rentista.
Se enfrentan el ser agricultor —en el que se encarnan lógicas económicas, sentimientos y
pertenencias previas— a la racionalidad del agente económico, donde estos otros saberes se
entremezclan con la profesionalidad.

También aparecen las tensiones respecto de otro tipo de actor experto: el ingeniero que
muestra la distancia simbólica mantenida con el discurso científico. En efecto, en el modelo
de la agricultura familiar, la traducción del conocimiento técnico en términos accesibles y su
asimilación práctica se hacían mediante relaciones interpersonales, en la cooperativa o en el
bar, espacios donde las cuestiones técnicas se conversaban. La confianza operaba así como
elemento fundamental para la transmisión y apropiación de saberes, primando sobre el
sistema experto. De hecho, nuestros interlocutores no circulaban por espacios de sociabilidad
como los que proponen congresos, ferias, jornadas. El acceso a tales ámbitos no sólo es
costoso sino también visualizado como algo totalmente lejano a sus necesidades.
Hace más de 10 años Lucas vendió el campo, instaló un taller de herrería y adquirió un
camión para transporte de cereales. Apenas en 2004 logró saldar las deudas con la
cooperativa. Entre tanto, su hermano se mudó a otro pueblo, donde consiguió arrendar
tierras.

Lucas no se define como ex productor; habla de sí mismo como "hombre de campo": sigue al
tanto de las novedades del sector, discute con otros productores sobre lo que sucede en la
actividad. No obstante, esa adscripción identitaria (la raza, como lo refirió en un momento de
la entrevista) reconoce el cambio de perfil y —al hacerlo— muestra también una resultante
material y simbólica de su trayectoria de desplazamiento, una suerte de desdoblamiento de
difícil gestión: "Estoy al tanto, pero al mismo tiempo separado de [...] sé lo que pasa del otro
lado del río".

B. Formas precarias del nuevo espíritu empresarial

Juan (43 años) trabajó desde joven en el campo familiar junto a su padre. Su abuelo y su
padre comenzaron arrendando campos; luego fueron comprando, "parcela a parcela", las 260
hectáreas que conformaban la propiedad familiar, de explotación mixta. El primer hito
temporal fue el catastrófico año 1991, cuando una inundación en la zona lo hizo perder toda
la cosecha. Sin dinero para iniciar la campaña siguiente, su única opción fue pedir un crédito
al banco, hipotecando el campo. La espiral de intereses y obligaciones atrasadas (sumada a
nuevas inclemencias climáticas) dificultó la devolución del capital. En su relato aparece
claramente el extrañamiento frente al desenlace impensable que tuvo el endeudamiento,
pues nada indicaba que "tomar créditos" pudiese conducirlo a la enajenación total de su
patrimonio:

Siempre hemos tomado créditos. Veníamos acostumbrados a pagar un interés ¡del 20, 30%!
Entonces, cuando aparece esto [se refiere a las cédulas hipotecarias], al 9, 11, o 7% [de
interés], ¡era la panacea! Resulta que la rentabilidad era cero, entonces no lo podíamos
pagar: ni al 7 ni al 2% [...].

Frente a esa situación compleja y, sobre todo, desconocida —nuestro entrevistado calcula que
su deuda ascendía a cerca de 200 mil dólares—, en 1997 decidió vender el campo para pagar
al banco:

Entonces tomamos una decisión: salvamos una parte o jugamos a "Que sea lo que Dios
quiera". Y dijimos: "Salvemos lo que nos queda; vendamos, paguemos y nos quedamos con
algo, y vemos qué hacemos". Y ahí, arrancamos con la prestación de servicios.

En el momento de reconstruir —desde su posición actual— el modo como tal decisión fue
delineándose, observamos la puesta en juego de un sujeto que expresa una racionalidad
económica pura, se demarca de legados previos (la tierra familiar puede ser hipotecada mas
no embargada) para mantener cierto control sobre la situación.

Juan plantea entonces el desplazamiento —desde su inscripción como propietario a la


de prestador de servicios— como un tránsito hacia otra posición que también había estado
presente en su historia:

Nosotros siempre fuimos fierreros; no es que nos sacaron la tierra y nos quedamos sin saber
qué hacer. Nosotros salimos haciendo servicios de verificación, de siembra. [...] Nosotros
salimos con la sembradora de SD en un momento en que no había [ese tipo de servicios].
Antes, habíamos salido con los rollos de pasto, que tampoco prácticamente había. Entonces,
siempre fuimos pegando [para] adelante.

Sin embargo, tal movimiento hacia "adelante" requirió de un capital que no tenían y
—nuevamente— recurrieron al crédito. En su análisis del emprendimiento de "prestar
servicios", Juan deja ver los trazos de una nueva flexibilidad, rasgo central de los
jugadores exitosos del nuevo escenario:
Tenía dos cosechadoras chicas y las cambié por una grande. Compré la sembradora de SD.
Porque la pregunta era: "¿Me compro un pedacito de campo, que podían haber sido 60
hectáreas, o me juego por este otro lado?". Yo decía: "Si con 200 hectáreas no pude pagar el
crédito, con 60 me va a quedar el mismo agujero". Entonces, si lo mirás desde el punto de
vista de la inversión, decís: "La tierra siempre es tierra"; pero esto [prestar servicios] dejaba
ganancia. Entonces, si con esto tengo ganancia, a lo mejor puedo.

Vemos en dicha reflexión el cambio de estatus de la tierra: ya no entraña un símbolo familiar


sino que —inserta en el nuevo sistema— se ha transformado en pura mercancía (deja o no
una renta). También su propia posición en el sistema debe ser revisada: si pretende
mantenerse dentro del "sector", deberá aceptar el nuevo rol de "prestador de servicios". La
evolución del modelo productivo obliga a flexibilizar y reasignar valores a los distintos
elementos: los servicios, la presencia del capital financiero y el rol del capital
fijo tierra; incluso algo tan duro como "los números" ya no pueden leerse de la misma
manera, pues no se hallan sometidos a las mismas reglas operatorias:

En el 2001 se volvió a producir un quiebre para lo que era lo nuestro. ¿Por qué? Porque todo
mejoró y lo que nosotros hacemos ahora, hay 200 mil [que lo hacen]. Entonces, ya tenemos
que cambiar. Por eso te decía: lo mejor es cambiar. Nunca te podés dedicar, decir yo soy, yo
hago esta actividad. Tenés que venir a los golpes, viendo dónde está el negocio.

El desplazamiento adquiere, entonces, otra connotación: es algo así como un modo de vida.
Juan nos habla de un proceso en el que ser y hacer se diferencian, distancian y tensionan.
Reconstruir ese hacer deviene una tarea permanente para el actor. La "actividad" es resultado
de una creación individual, no exenta de incertidumbres y "golpes", fruto de un proceso en el
cual la identidad del sujeto que se construye no remite a las formas estabilizadas por el
clásico mercado de trabajo agrario: peón, productor. En el nuevo sistema, la trayectoria de
Juan ilustra la disposición requerida en tanto "emprendedor": alguien siempre abierto a
revisar el contenido de su perfil, demostrando la flexibilidad material y simbólica que debe
aceptar —en adelante— quien se desempeña en este paisaje tan dinámico. De la venta de
servicios pasa a trabajar tierras de terceros a porcentaje o a administrar campos de
productores ganaderos; combina dichas actividades o las desarrolla de manera alternativa,
según las "oportunidades" que se presenten.

La trayectoria de Juan —como la de otros ex propietarios entrevistados— permite vislumbrar


la aceleración del tiempo entre cambio y cambio, así como también la fluidez entre ellos.
Ninguno entraña en sí una ruptura radical o un "pasaje a otra cosa" totalmente diferente. Por
el contrario, Juan vuelve, retoma, reacomoda las distintas actividades, según su análisis le
vaya indicando. Aquí también pueden entonces suponerse los rasgos de los nuevos actores
que van surgiendo en la agricultura familiar.

VII. CONCLUSIONES

Las transformaciones que atravesó el agro argentino en las últimas décadas comprometieron
todos los niveles posibles: escalas productivas, requisitos de capitalización, niveles de
rentabilidad. Los cambios no han sido sólo de magnitud; más importante aún, se han
redefinido relaciones básicas: las que estructuraban la constitución y la dinámica de la
estructura agraria argentina en torno a la propiedad de la tierra.

Como señalamos en las páginas anteriores, el nuevo modelo vinculado con la expansión
biotecnológica requiere de una organización flexible de los recursos, los cuales ya no sólo
incluyen la tierra, el trabajo y la tecnología: también interviene de manera no mediada el
conocimiento. Este último se afirmó como factor de producción central y es todavía necesario
plantear el debate sobre la medida en que ello altera el modo de producción de valor y su
apropiación. En tal contexto es de subrayar que la propiedad de la tierra cambia de estatus:
despojada de la dimensión social (soporte de identidades familiares; fundamento de
jerarquías sociales y relaciones de poder; expresión material de una geografía social local, y
otros factores), la tierra tiende a devenir pura mercancía.

El modo como los distintos actores se relacionan con los condicionamientos del nuevo
modelo, tiene consecuencias sobre sus posibilidades de persistencia o expansión. En tal
sentido, se reactualizan interrogantes clásicos: ¿Qué tipo de actores queda excluido? ¿Cuáles
pierden centralidad? ¿Cómo persisten los que siguen en la producción? ¿En qué medida se
mantienen o modifican sus rasgos preexistentes? Los casos analizados en este trabajo nos
permiten abordar tales interrogantes en relación con un sector social: los productores
familiares, que otorgó características particulares al desarrollo capitalista agrario en
Argentina. Con toda su heterogeneidad, la presencia de explotaciones basadas en la
propiedad familiar de la tierra y en el empleo de la fuerza de trabajo doméstica, tuvo como
rasgo distintivo su capacidad para participar en procesos de cambio tecnológico, insertarse en
los circuitos de capitales y en los mercados internacionales. De allí que debamos destacar
una vez más el origen común de los productores cuyas trayectorias y perfiles diversos hemos
analizado.

Los procesos que afectaron a este sector social aumentaron su heterogeneidad característica,
a la vez que generaron una fuerte recomposición de perfiles socioproductivos. No se trata
únicamente de plantear que algunos de tales productores se dinamizaron, mientras que otros
persistieron o aun fueron expulsados de la actividad agropecuaria. Más bien hemos intentado,
mediante los registros particulares, estudiar tal heterogeneidad de comportamientos
mostrando en qué medida ella es indicadora de nuevos cortes que se producen en la
estructura social agraria argentina.

Un primer punto que hemos de destacar es el arrinconamiento y debilitamiento de cierta


forma de producción familiar. Hay relación entre la expulsión de productores, la escala de sus
explotaciones y las dificultades para la incorporación tecnológica. Sin embargo, es necesario
recuperar la dinámica de dicha relación. Como vimos en el caso de los productores
santafecinos, la ampliación de la escala —así como la incorporación de equipos modernos—
no estuvo ausente en sus trayectorias. Sin embargo, tales decisiones no se inscribieron en un
nuevo marco de interpretación de la actividad, de la cual da cuenta la noción de gestión
empresarial. Ella supone —al menos— la incorporación de una administración contable
rigurosa; el manejo de recursos y procesos organizativos en términos expertos;9 la
planificación y la articulación comercial y financiera. En definitiva, si hablamos de un nuevo
marco de interpretación es porque se ha operado un cambio en el modo de entender y
practicar la actividad: del oficio a la profesión, y de allí a la gestión managerial.

No obstante, la expulsión no sólo se traduce en la venta o cesión de tierras y en la


constitución de una capa de rentistas, como han señalado distintos autores. También puede
significar el reingreso, tal como hemos mostrado aquí. De acuerdo con lo que fuimos
subrayando, dicho reingreso no supone reponer la condición de agricultor con características
similares a las preexistentes sino que —por el contrario— parece asumir la radicalidad de la
ruptura que el nuevo modelo instala en la agricultura familiar, cristalizando la inestabilidad y
la flexibilidad como sus rasgos constitutivos. Así, se toman campos cuando el mercado de
tierras ofrece posibilidades; se venden servicios debiendo innovar permanentemente en su
oferta en la búsqueda de clientes. Encontramos ejemplos de productores que —suerte de
trashumantes— año con año deben desplazarse de sus lugares de residencia para arrendar
tierras más baratas o simplemente disponibles; o bien para prestar servicios.

La segunda cuestión que subrayamos en la presente conclusión concierne al fortalecimiento


de una franja de tales productores de origen familiar: los empresarios. El elemento más
interesante en este caso no es, sin embargo, su expansión en términos de los recursos que
controlan, sino el modo como dicha expansión acarreó modificaciones sustantivas en el perfil
de los productores mencionados. En efecto, los empresarios rurales desplegaron ante
nosotros una cantidad importante de emprendimientos que muestran la flexibilidad social y
la polivalencia cognitiva que poseen (Hernández, 2007). El valor que otorgan al conocimiento
como factor productivo central se refleja en sus prácticas cotidianas: renovación permanente
de las técnicas agronómicas y ganaderas utilizadas; flexibilidad productiva; amplitud para
integrar y articular nuevos negocios, sean éstos típicos o no típicos del sector; dedicación de
tiempo, dinero y energía a la participación en espacios donde se concentra el "saber
experto"; concepción de la educación y de la formación personal.

Tales actores explican su dinamismo a partir de la incorporación de una nueva manera de


entender la actividad agropecuaria, desde la profesionalización del viejo oficio que
desarrollaban sus padres. El criterio de gestión, antes que el de propiedad, deviene
fundamental. Es decir, para ellos la gestión y el manejo experto de los recursos (basados en
criterios científicos) constituyen un verdadero patrimonio. Sin embargo, ello opera en un
contexto no exento de tensiones respecto de su procedencia social; como vimos, la herencia
familiar y el manejo de las tierras de ese origen aún constituyen un asunto que los
compromete. De este modo, construyen su perfil y definen sus prácticas entre dos figuras:
por un lado, buscando distanciarse de la del chacarero, a quien ven hoy arrinconado pero que
también es su origen; por el otro, teniendo en su horizonte a los nuevos empresarios, a los
que buscan emular.

La actitud que los "empresarios innovadores" tienen respecto del conocimiento experto puede
ser caracterizada como acrítica; la ubican en su universo simbólico como parámetro unívoco
de la realidad (otros, como los políticos, los morales o emocionales, quedan subordinados o
directamente anulados). En este modo de representación se evidencia la doble función de la
tecnociencia: como factor de producción y como norma ideológica (Habermas, 1973;
Hernández, 2006). Un ejemplo esclarecerá el punto. Nuestros interlocutores justificaron la
adopción de la SD mediante un discurso puramente científico. Hablaron de sus facultades
para conservar las propiedades del suelo, de los beneficios en materia orgánica. Sin embargo,
la adopción de dicha técnica no sólo hace jugar elementos técnicos y científicos: también
acarrea nuevas relaciones laborales; trae consigo costos sociales; y cambia los contenidos de
la ecuación inversión/beneficio. Sin embargo, tales otros factores no fueron tematizados por
ellos como si la sola dimensión tecnocientífica bastase para legitimar el cambio emprendido.
Así expulsados del debate, los argumentos de tipo social, económico y político quedan
enmascarados, y queda expuesto en toda su eficacia el rol ideológico de la norma
tecnocientífica.

Los santafecinos también evocaron el cambio técnico como factor esencial para crecer en la
producción; señalan asimismo la dificultad que experimentaron al recorrer ese sendero.
Recordaron la caducidad de sus equipos, las dificultades para controlar las deudas contraídas
y el desconocimiento de la gestión correcta para saldarlas. Si bien podemos reconocer en
ellos el carácter normativo de la tecnociencia (la SD es evocada del mismo modo que lo
hacen los empresarios), también se corrobora la parcialidad del orden experto para dar
cuenta de todos los aspectos de su realidad. En efecto, para significar la situación vivida
debieron incluir además de criterios técnicos, otros de tipo social, afectivo, político y aun
moral, implicados en el proceso de salida. Tematizaron de diversas maneras la transformación
del rol de la cooperativa, el lazo establecido con un patrimonio que no puede ser reducido a
su dimensión meramente económica, la representación de su actividad en tanto chacareros y
no como empresarios, la llegada de actores extra agrarios, portadores de una relación
estrictamente económica con la tierra.

Al contrastar ambos perfiles, es posible identificar los elementos que en el caso de


los empresarios permanecen aproblemáticos y —por lo mismo— resultan de difícil
aprehensión para el analista social. Aproblemáticos porque lograron reinvertirlos en sus
dinámicas cotidianas, produciendo empresas compatibles con los cánones del nuevo
contexto. Al contrario, los ex propietarios santafecinos resisten al modo de producción
hegemónico; apropiarse del nuevo marco interpretativo no les resulta fácil ni desde un punto
de vista simbólico ni en el plano de las prácticas. Pensar por fuera del orden ideológico —que
legitima determinados argumentos y prácticas, y sanciona otros— es una acción de difícil
realización; vemos —en su lugar— razonamientos fraccionados, discursos quebrados por el
trauma que no logra resignificarse en términos del presente. En definitiva, en el espacio de
autonomía relativa del que dispone todo campo social respecto de los sistemas
autorregulados (Habermas, 1987), unos (los empresarios) —gracias a la disposición hacia el
conocimiento experto, al capital social con el que contaban por posición en la estructura de
clases, al patrimonio familiar tal como lo hemos definido— lograron construir estrategias
colectivas y desarrollar prácticas individuales capaces de mantenerlos en la actividad, así
como darle contenidos nuevos. Correlativamente, en el segundo caso (los chacareros), la
expulsión no puede ser entendida como mero resultado de una inadecuación tecnocientífica al
modelo, sino que refleja más bien las tensiones experimentadas al interactuar subjetiva y
colectivamente en las condiciones sociales, políticas, económicas y técnicas, implicadas en la
nueva configuración global.
En los dos casos, lo que los unifica es que se trata de sujetos que están transitando por la
experiencia de un periodo de transición entre un modelo productivo basado en conocimientos
de tipo material y a mano (Schultz, 1974) —sea por la propia experiencia cotidiana, sea por
la transmisión heredada de generaciones anteriores—, a otro modelo basado en
conocimientos de tipo inmaterial y mediados por los sistemas expertos (sean éstos los
clásicos: universidades, institutos, asociaciones, empresas; o nuevos: redes, internet,
congresos, y así por el estilo). En tal sentido, podemos calificarlos de generación testigo, en
tanto poseedores de una experiencia social: conocieron un mundo que ya no está y vivencian
el que lo reemplazó; así pueden dar testimonio de las diferencias entre ambos.

No obstante, las mismas reglas de juego pueden tener efectos diferenciales para los
participantes: dadas determinadas condiciones, hay quienes logran instrumentar
reflexivamente los elementos a su disposición para responder de manera exitosa al nuevo
contexto; y quienes tienen menos recursos objetivos y subjetivos para hacerlo. Hay aquí un
problema de distribución desigual de esos recursos que complejiza la práctica reflexiva, tal
como nuestro análisis ha permitido apreciar. En este sentido, al postular la autonomía relativa
de los campos sociales —construida mediante la acción intersubjetiva— es posible dar cuenta
de los cambios observados en el tiempo largo en función de la dinámica concreta de los
agentes.

BIBLIOGRAFÍA

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agricultura argentina. Buenos Aires: Libros del Zorzal, 2002.

NOTAS

1
Concentración de la producción (fenómeno que no fue seguido en la misma proporción por
una concentración de la propiedad de la tierra); expansión de la frontera agrícola;
tercerización de servicios y transnacionalización de la oferta de insumos y maquinarias; y,
finalmente, resignificación del mapa institucional (roles y representación de las asociaciones
tradicionales y aparición de otras).
2
Referencias sobre este tipo de productores en las zonas cañeras y tabacaleras del noroeste
argentino pueden consultarse en Giarracca y Aparicio (1992); Aparicio y Gras (1995) y Gras
(2005).
3
Véase Murmis (1998).
4
El término chacarero remite al proceso histórico de conformación de la agricultura familiar
en la región pampeana argentina, signado por las luchas por el acceso a la tierra, que tienen
un punto de inflexión con el llamado Grito de Alcorta en 1912. Aquella huelga agraria señala
el pasaje de la identidad de arrendatario a la de chacarero (Bidaseca, 2005). Desde entonces,
esa categoría identificó a los pequeños y medianos propietarios familiares que basaban su
organización productiva en el trabajo de la familia.
5
Ambas provincias están ubicadas en zonas con diferencias agroecológicas; ello determina
que los rendimientos por hectárea en el sur de Santa Fe sean significativamente superiores
que en Entre Ríos. En consecuencia, el valor de mercado de las tierras en una y otra provincia
difiere sustancialmente. De allí que la escala de las explotaciones en uno y otro caso no
pueda ser comparada sin tener en cuenta tales elementos.
6
Aapresid fue la primera organización del sector que promovió sin ambages los cultivos
transgénicos; representa los intereses de un sector no menor de productores, semilleras
nacionales e internacionales y empresas de agroquímicos.
7
Suerte de negocio de ramos generales para el sector agropecuario (venta de agro–químicos,
semillas, herramientas).
8
Una suerte de fundación que permite colectar fondos para el Instituto Nacional de
Tecnología Agropecuaria.
9
Por ejemplo, la realización de análisis estadísticos de la relación entre cantidad de
fertilizantes utilizados y rendimientos por hectárea por campaña, parcela, cultivo; o la
organización de series de información para evaluar la relación entre peso/consumo de
alimentos/hectáreas en la ganadería.

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