Teoría Transaccional - Rosenblatt
Teoría Transaccional - Rosenblatt
Teoría Transaccional - Rosenblatt
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Términos tales como el lector, no obstante ser convenientes, resul-tan ficciones engañosas. El
lector corno término genérico, la obra literaria como término también genérico no existen. En la
realidad, existen solamente millones de posibles lectores individuales de piezas literarias
individuales… La lectura de cualquier obra literaria es, nece-sariamente, un hecho único e
individual que se percibe sólo en la mente y en las emociones de un lector en particular
(Rosenblatt, 1938/ 1983).
Esta aseveración, publicada por primera vez en Literature as Exploration (La literatura como
exploración) en 1938, se me figura especialmente importante de reiterar al presentar un “modelo
teórico” del proceso de lectura. Un modelo teórico por definición es una abs-tracción, o una pauta
generalizada concebida con el fin de elaborar un determinado tema. Es por lo tanto crucial
reconocer, corno ya dije, que si bien podemos generalizar acerca de las similitudes entre un
proceso u otro, no podemos dejar de lado el hecho de que en la reali-dad sólo existen
innumerables transacciones independientes que cada lector entabla con el texto.
Tratando de comprender cómo construimos los significados llama-dos novelas, poemas, piezas
teatrales, descubrí que había concebido un modelo teórico que comprende todos los tipos de
lectura. Diez años al frente de cursos de literatura y composición habían precedido tal
aseveración, y ellos me habían permitido la observación de dife-rentes lectores expuestos a una
amplia gama de textos “literarios” y “no literarios”, que analizaban., llevaban fichas de los textos
durante la lectura misma, transcribían al papel sus reacciones espontáneas y redactaban ensayos
de reflexión. Y aun más décadas de tales obser-vaciones precedieron la publicación de The
reader, the text, the poem (El lector, el texto, el poema) (Rosenblatt, 1978), cuando se abrió a la
crítica la presentación más completa de la teoría y sus implicancias.
Es decir, la teoría nace a partir de un proceso muy apropiado para la filosofía pragmática que
representa. El problema afloró en una situación práctica, en el aula. La repetida observación de
episodios relevantes condujo a la formulación de hipótesis que constituyen la teoría del proceso
de lectura, y éstas a su vez fueron aplicadas, pro-badas, confirmadas o revisadas a la luz de
nuevas observaciones.
Afortunadamente, mientras me especializaba en lengua inglesa y literatura comparada, me
mantuve en contacto con la vanguardia de varias disciplinas. La interpretación de estas
observaciones en distin-tos lectores se nutrió de una cantidad de perspectivas diversas —his-toria
literaria y social, filosofía, estética, lingüística, psicología, y sociología—. Los conocimientos de
antropología le infundieron un cariz especialmente importante. Se gestaron ideas que en algunos
ca-sos sólo lograron aceptación recientemente. Parece necesario, por tanto, comenzar
estableciendo algunos de los postulados y conceptos bási-cos que sustentan la teoría transaccional
del proceso de lectura. Ello a su vez implicará la presentación del punto de vista transaccional
so-bre el proceso de redacción y la relación entre el autor y el lector.
El paradigma transaccional
Transacción
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Los términos transacción y transaccional son acordes con una pos-tura filosófica que tiene cada
vez más aceptación en el siglo XX. Un nuevo paradigma en la ciencia (Kuhn, 1970) hizo
necesario un cambio de hábitos en cuanto a nuestro modo de concebir la relación con el mundo
que nos rodea. Durante trescientos años, Descartes y su vi-sión dualista del ser como distinto de
la naturaleza bastaron, por ejem-plo, para dar cuenta del paradigma newtoniano en física. El ser,
o “sujeto”, estaba separado del “objeto” percibido. Se buscaban hechos “objetivos”, libres por
completo de subjetividad, y se creía posible captar de manera directa, inmediata, la “realidad”. La
teoría de Einstein y la evolución de la física subatómica revelaron la necesidad de reco-nocer que,
como explicaba Neils Bohr (1959), el observador es parte de la observación, los seres humanos
son parte de la naturaleza. Aun los hechos de la física dependen en cierta medida de los intereses,
las hipótesis y tecnologías del observador. Se volvió evidente que el orga-nismo humano es el
mediador último de toda percepción del mundo o de todo sentido de la “realidad”.
John Dewey y su epistemología pragmática respondían al nuevo paradigma. Es así como Dewey,
conjuntamente con Arthur F. Bentley, comenzaron a crear una nueva terminología en Knowing
and the Known (El conocimiento y lo conocido) (1949). Ambos creían que el término
“interacción” se asociaba demasiado con el viejo paradigma positivista en el cual cada unidad o
elemento estaba predeterminado por separado, como “cosa equilibrada contra cosa” y se
estudiaba su “interacción”. Ellos, en cambio, eligieron “transacción” para decir “observación no
fragmentada” de la situación en su totalidad. “Se emplean” sistemas de descripción y designación
para “ocuparse de los aspectos y fases de la acción, sin atribuirlos finalmente a ‘elementos’ o a
‘entidades’, ‘esencias’ o ‘realidades’ presumiblemente separables o independientes” (p. 108). El
conocedor, el conocimiento y lo conoci-do se distinguen como aspectos de un “único proceso”.
Cada elemen-to condiciona y es condicionado por el otro en una situación gestada de manera
recíproca (Rosenblatt, 1985b).
El nuevo paradigma exige abandonar hábitos del pensamiento ya instalados. Los viejos
dualismos estímulo-respuesta, sujeto-objeto, individual-social ceden frente al reconocimiento de
las relaciones transaccionales. Se considera al ser humano como una parte de la naturaleza,
continuamente en transacción con el ambiente y cada uno determina al otro. Donde quizás con
mayor claridad se haya asimila-do el modo transaccional de pensar es en la ecología. Las
actividades y relaciones humanas se consideran transacciones en las cuales el individuo y los
elementos sociales se funden con los elementos cultu-rales y naturales. Puede que muchos
autores actuales difieran sobre sus implicancias metafísicas pero sí consideran menester aceptar
el nuevo paradigma.[1]
El lenguaje
El concepto transaccional está íntimamente ligado a la comprensión del lenguaje.
Tradicionalmente se consideró al lenguaje, en primer lugar, como un sistema o código autónomo,
un conjunto de reglas y convenciones arbitrarias a las cuales hablantes y autores echan mano; un
instrumento, un código que se imprime en la mente de lectores y oyentes. A pesar de que el
abordaje transaccional es aceptado, este modo de pensar —-tan arraigado— continúa
funcionando de manera tácita o explícita en muchos de los textos relacionados con la enseñan-za,
la investigación y la teoría.[2]
Esa visión del lenguaje, esencial para el modelo transaccional de lectura, tiene una deuda de
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gratitud con el filósofo John Dewey pero le debe aun más a su contemporáneo Charles Sanders
Peirce, quien es reconocido como el fundador norteamericano de la semiótica o semiología, el
estudio de los signos verbales y no verbales. Peirce acuñó conceptos que diferencian la
perspectiva transaccional del len-guaje y la lectura, de las teorías estructuralistas y
postestructuralistas (especialmente el deconstruccionismo). Éstas reflejan la influencia de ese otro
grande de la semiología, el lingüista suizo Ferdinand de Saussure (Culler, 1982).
Saussure (1972) diferenciaba el habla concreta (parole) de las abs-tracciones de los lingüistas
(langue), pero recalcaba la naturaleza ar-bitraria de los signos minimizando el aspecto
referencial. Aun más importante fue su formulación de la díada “significante-significado”, es
decir la relación entre palabra y concepto. Este cariz alentó la vi-sión del lenguaje como sistema
independiente y autónomo (Rosenblatt, 1993).
Contrariamente, Peirce (1933, 1935) elaboró una formulación en tríada. “Un signo”, escribía
Peirce, “está en relación conjunta con la cosa que denota y con la mente...” El “signo está
relacionado con su objeto sólo como consiguiente a una asociación mental, y depende del hábito”
(3.360). (Las referencias indican el volumen y número de párrafo). La tríada constituye un
símbolo. Peirce en repetidas oca-siones se refiere al contexto humano del significado. Es evidente
que su intención no era destacar el concepto de “mente” como entidad ya que típicamente
hablaba de un nexo “conjunto” entre signo, objeto e “interpretante”, que debería entenderse como
operación mental y no como la dicha entidad (6.347). La tríada del modelo de Peirce susten-ta el
lenguaje, sin lugar a dudas, en las transacciones de cada ser humano con su mundo.
Las descripciones más recientes de neurólogos y otros científicos acerca del funcionamiento del
cerebro parecen seguir la opinión de Peirce y si bien se ocupan de un nivel que no es esencial a
los efectos teóricos de nuestro trabajo, resultan un aval interesante. “Muchos cien-tíficos
destacados, incluyendo al Dr. Francis Crick, piensan que el cerebro crea circuitos unificados al
hacer que componentes distantes oscilen en una frecuencia común” (Appenzeller, 1990:6-7). Los
neu-rólogos hablan de una “zona de convergencia de terceras partes' —-que parecería ser una
versión neurológica del interpretante de Peirce—, que media entre las zonas de convergencia de
la palabra y el concep-to” (Damasio, 1989:123-132). Los estudios realizados con niños acerca de
la adquisición del lenguaje avalan la tríada de Peirce, y concluyen que una vocalización o signo
se vuelve palabra, y símbolo verbal, cuando el signo y su objeto o referente están vinculados con
el mismo “estado orgánico” (Werner y Kaplan, 1962).
A pesar de que el lenguaje a menudo se define como un sistema de comunicación de origen
social, los verdaderos vasos comunicantes de cualquier sociedad, el concepto de la tríada nos
recuerda que el len-guaje siempre resulta de un ser humano que lo internaliza al entrar en
transacción con un medio ambiente en particular. Si bien Vygotsky reconoce el contexto social,
esto no le impide recalcar el rol del indivi-duo: el “sentido de una palabra” es “la suma de todos
los aconteci-mientos psicológicos que tal palabra despierta en nuestra conciencia. Es un todo
complejo, fluido y dinámico que tiene varias zonas de equilibrio inestable. El significado —es
decir, la referencia— es sólo una de las zonas del sentido, la más estable y precisa. Una palabra
adquiere su sentido a partir del contexto en el cual aparece; en contextos diferentes, cambia de
sentido” (1962:46).
Vygotsky postulaba “la existencia de un sistema dinámico de significado, en el cual lo afectivo y
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lo intelectual se unen”. Las primeras verbalizaciones del niño evidentemente representan una
fusión de “procesos que más tarde se ramificarán en procesos parciales referenciales, emotivos y
asociativos” (Rommetweit, 1968:147, 167). El niño aprende a diferenciar los distintos aspectos
del “sentido” aso-ciados con un signo, a descontextualizarlo y a reconocer el aspecto público del
lenguaje, el sistema de lenguaje colectivo. Ello, sin embar-go, no elimina las otras dimensiones
del sentido. Un acto del lenguaje no puede concebirse como absolutamente afectivo o cognitivo,
o como absolutamente público o privado (Bates, 1979:65-66).
Bates elabora la útil metáfora del “iceberg” como sentido total de una palabra para un sujeto: la
punta visible representa lo que yo llamo el aspecto público del significado, que descansa sobre la
base sumer-gida del significado privado. “Público” designa usos o significados que aparecen en
los diccionarios. Los múltiples significados indica-dos para una misma palabra reflejan el hecho
de que el mismo signo asume diferentes significados en ocasiones diferentes y en contextos
sociales, culturales o personales diferentes. En otras palabras, “públi-co” se refiere a los usos
adjudicados por ciertos grupos de personas y que otro individuo comparte.
Es de observar que “público” y “privado” no son sinónimos de “cognitivo” y “afectivo”. Las
palabras pueden tener connotaciones afectivas públicamente compartidas. Las asociaciones
privadas de cada persona con una palabra pueden o no corresponder con las connota-ciones que
tiene para el grupo, si bien estas últimas también deben adquirirse de modo individual. Las
palabras ineludiblemente implican para cada persona una mezcla de elementos tanto públicos
como pri-vados, la base y también la punía del iceberg semántico.
Para la persona, por ende, el lenguaje es esa parte, o conjunto de características, del sistema
público que ha internalizado a través de sus propias experiencias con las palabras en situaciones
de la vida real. “Los conceptos léxicos deben ser compartidos por hablantes de un idioma
común... y sin embargo, queda margen para una considerable diferencia de persona a persona en
lo que hace a los detalles de cual-quier concepto” (Miller y Johnson-Laird, 1976:700). El
remanente de todas las transacciones pasadas de una persona, en particular los con-textos social y
natural, constituye lo que bien puede llamarse un reservorio de experiencias lingüísticas.
William James sugiere en par-ticular la presencia de un aura del lenguaje que acumula vivencias.
Expresión de cantidad de postulados, actitudes y expectativas con-solidadas acerca del lenguaje y
del mundo, este capital interior es todo lo que cada uno de nosotros tiene como referencia para
hablar, escu-char, escribir o leer. Damos sentido a una nueva situación o transac-ción y
otorgamos nuevos significados aplicando, reorganizando, revi-sando o extendiendo los elementos
públicos o privados que hemos seleccionado de nuestro propio reservorio de experiencias
lingüísticas.
Transacciones lingüísticas
La comunicación cara a cara —tal como una conversación en la cual un hablante explica algo a
otra persona— puede brindar un ejemplo simplificado de la índole transaccional de toda actividad
lingüística. Una conversación es una actividad temporal, un proceso de ida y vuelta. Cada quien
llega a la transacción con una historia individual, que se manifiesta en lo que se ha dado en llamar
un reservorio de experien-cias lingüísticas. Los signos verbales son las vibraciones del aire
ori-ginadas por un hablante. Tanto el hablante como la persona a quien éste se dirige,
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denomina “el fenómeno del cóctel”: estamos en un salón lleno de gente donde muchas
conversaciones suceden al mismo tiempo, centramos nuestra atención sólo en una de ellas a la
vez y las demás conversaciones son parte del ruido de fondo. Podemos dirigir nuestra atención
selectiva hacia un área más o menos amplia de ese campo. Así, si bien la actividad lingüística
implica una matriz kinestésica, cognitiva, afectiva y asociacional, aquello que se remite hacia el
fondo o se suprime y aquello que se hace consciente y se organiza en un significado dependen de
dónde se enfoque la atención selectiva.
El concepto de transacción impedirá caer en el error de considerar la atención selectiva como una
elección mecánica de entre una gama de entidades fijas, considerándola en cambio como un
abordaje diná-mico de ciertas áreas o ciertos aspectos de los contenidos de la con-ciencia. No
debería asumirse que el reservorio lingüístico comprende signos verbales vinculados a
significados fijos sino reservas fluidas de posibles tríadas de simbolizaciones. Tales vínculos
residuales del signo, el significante y el estado orgánico, como se verá, se vuelven
simbolizaciones reales a medida en que la atención selectiva entra en funcionamiento bajo el
influjo conformador de ciertos momentos y circunstancias especiales.
En el hecho lingüístico, cualquier proceso se verá también afectado por el estado físico y
emocional de la persona —fatiga o estrés, aten-ción centrada o errante, intensa o superficial—.
En el debate que se plantea a continuación, se asume que tales factores entran en la tran-sacción y
afectan la calidad del proceso que estamos analizando.
La situación paradójica es que el lector tiene sólo esas marcas inscriptas en blanco y negro sobre
la hoja como único medio para llegar al significado, y que el significado puede construirse sólo
recurriendo a las experiencias personales del lector, tanto lingüísticas como de su vida misma.
Dado que un texto debe primero redactarse para luego poder leerse, la lógica parecería dictar que
se debe comenzar con un análisis del proceso de redacción. No puede negarse que el escritor
busca expresar un algo, pero su meta es comunicarse con un lector (aun si se tratara del
mismísimo escritor que pretende conser-var sus ideas o experiencias para referencia futura).
Típicamente, el texto está dirigido a otros y, por tanto, un cierto sentido del lector está implícito
en el proceso de escritura, o al menos un cierto sentido del hecho de que el texto siempre
atravesará un proceso de lectura. Por ende, describiré el proceso de lectura en primer término y
luego el de redacción. A posteriori, abordaré los problemas de comunicación y validez de la
interpretación antes de pasar a considerar su relación con la enseñanza y la investigación.
El proceso de lectura
Transacción con el texto
Los conceptos de transacción, la naturaleza transaccional del lengua-je y la atención selectiva
pueden ahora aplicarse al análisis del proce-so de lectura. Todo acto de lectura es un
acontecimiento, o una tran-sacción que implica a un lector en particular y un patrón de signos en
particular, un texto, que ocurre en un momento particular y dentro de un contexto particular. En
lugar de dos entidades fijas que actúan una sobre la otra, el lector y el texto son dos aspectos de
una situación dinámica total. El “significado” no existe “de antemano” “en” el texto o “en” el
lector, sino que se despierta o adquiere entidad durante la transacción entre el lector y el texto.
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El término “texto” en este análisis denota, por lo tanto, un conjunto de signos capaces de ser
interpretados como símbolos verbales. Lejos de poseer ya un significado que puede ser impuesto
a todos los lecto-res, el texto es simplemente marcas sobre papel, un objeto en el am-biente, hasta
que algún lector efectúa una transacción con éste. El término “lector” implica una transacción con
un texto; el término “tex-to” implica una transacción con un lector. El “significado” es aquello
que sucede durante la transacción. De ahí la falacia de creerlos entida-des separadas y distintas en
lugar de factores de una situación global.
El concepto de que las marcas en sí mismas poseen significado es difícil de descartar. Sin
embargo, sabemos que las marcas que apare-cen sobre una página, por ejemplo la palabra “pain”,
para un lector francés se conectará con el concepto de pan y para el inglés con el concepto de
dolor físico o sufrimiento mental. Una oración que Noam Chomsky (1968:27) hizo famosa nos
permitirá darnos cuenta de que ni siquiera la sintaxis tiene una entidad dada previamente en los
signos del texto sino que depende de los resultados de las transacciones en particular.
Flying planes can be dangerous
(Los aviones en vuelo pueden ser peligrosos)
(Volar aviones puede ser peligroso)
En realidad, sólo después de haber seleccionado un significado podemos deducir la sintaxis a
partir del mismo. Normalmente, facto-res que ingresan en la transacción total, tales como el
contexto y el propósito del lector, son los que determinarán la elección de significa-do del lector.
Aun si éste reconoce las distintas posibilidades sintácticas, dichos factores igual prevalecen. Esto
arroja dudas sobre el concepto de que el nivel sintáctico, debido a su menor complejidad,
necesaria-mente siempre precede a la semántica en el proceso de lectura. La situación
transaccional sugiere que el significado implica una sintaxis y que existe un proceso recíproco en
el cual están involucrados los as-pectos más amplios que orientan la elección.
Aquí vemos la diferencia entre el texto físico, definido como un patrón de signos y lo que
usualmente se llama “el texto”, un conjunto de símbolos verbales con un patrón sintáctico que
asume entidad du-rante la transacción con los signos dispuestos en la página.
Cuando vemos un conjunto de tales marcas sobre una página, creemos que éstas deberían dar
lugar a un significado en mayor o menor grado coherente. Recurrimos a nuestro cúmulo de
experien-cias para comprobarlo. Múltiples alternativas internas vibran con los signos. No sólo las
tríadas de nexos con los signos, sino también cier-tos estados del organismo, o ciertas gamas de
sentimientos entran en movimiento en el reservorio de las experiencias lingüísticas. De estas
áreas activadas, la atención selectiva —condicionada, como hemos visto, por múltiples factores
físicos, personales, sociales y culturales que participan de la situación— elige los elementos a
organizar y sintetizar en lo que constituirá un “significado”. Las elecciones pro-bablemente se
habrán hecho de modo simultáneo, a medida en que “entran en transacción”, por así decirlo, los
varios “niveles” que se condicionan unos a otros.
La lectura —citando la frase de James— es una “actividad de elecciones”. Desde el comienzo
mismo, y muchas veces aun antes, un posible sentimiento, una cierta expectativa, idea o meta, no
importa cuán difusa sea al principio, inicia el proceso de lectura y lo transfor-ma en ese impulso
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traídos a colación cuando se quiere explicar procesos psicológicos aun más amplios que el campo
especial a que se referían. No queda claro, sin embargo, que quienes tan prestamente invocan su
concepto de esque-ma, realmente atiendan a sus temores con respecto a un uso estático y
restringido del término. Rechazando la imagen de un depósito de ele-mentos no cambiantes como
metáfora para los esquemas, Bartlett resaltaba las “pautas activas en evolución”, “elementos
constitutivos de la vida, entornos momentáneos pertenecientes al organismo” (Bartlett,
1932:201). Su descripción de la “naturaleza constructiva del recordar”, su rechazo del simple
proceso lineal y mecánico, y sus conceptos de la evolución y revisión continua de los esquemas,
todos tienen su paralelo en la teoría transaccional del hecho lingüístico. Su reconocimiento de la
influencia que tienen tanto los intereses del indi-viduo como el contexto social en todos los
niveles del proceso también parece decididamente transaccional.
La postura eferente
El término eferente (del latín efferre, conducir fuera) se refiere al tipo de lectura en la cual la
atención se centra predominantemente en lo que se extrae y retiene luego del acto de la lectura.
Un ejemplo extremo es el hombre que por accidente ha ingerido un líquido venenoso y
rápidamente lee la etiqueta de la botella para saber cuál es el antídoto. Vemos aquí ilustrado, sin
lugar a dudas, lo que quiere decir James cuando se refiere a atención selectiva y a nuestra
capacidad de enviar hacia la periferia de la conciencia o de ignorar aquellos elementos que no
sirven a nuestro interés presente. La atención del hombre está centrada en averiguar qué debe
hacer al terminar la lectura. Se concentra en aquello a lo que apuntan las palabras, dejan-do de
lado todo lo que no implique sus referentes públicos desnudos, construyendo con toda la prisa de
que es capaz las direcciones de su acción futura. Percibe que la evocación que corresponde al
texto es esta estructuración de ideas.
La lectura de un periódico, un libro de texto o un informe jurídico, a menudo suple un ejemplo
similar, si bien menos extremo, de la pos-tura predominantemente eferente. En la lectura eferente,
entonces, en-focamos la atención de modo principal en la “punta pública del ice-berg” del
sentido. El significado resulta de la abstracción y estruc-turación analítica de ideas, información,
direcciones o conclusiones que se retienen, utilizan o llevan a la práctica al finalizar la lectura.
La postura estética
La postura predominantemente estética da cuenta de la otra mitad del continuo. En este tipo de
lectura, el lector se dispone con presteza a centrar la atención en las vivencias que afloran durante
el acto de lectura. Se eligió el término estético porque su raíz griega sugiere per-cepción a través
de los sentidos, los sentimientos y las intuiciones. Ingresan ahora a la conciencia no sólo los
referentes públicos de los signos verbales sino también la parte privada del “iceberg” del
signi-ficado: las sensaciones, las imágenes, los sentimientos y las ideas que constituyen el residuo
de hechos psicológicos pasados relacionados con dichas palabras y sus referentes. La atención
podrá incluir los sonidos y ritmos de las palabras mismas, escuchados en el “oído inte-rior” a
medida en que se perciben los signos.
El lector estético saborea, presta atención a las cualidades de los sentimientos, de las ideas, las
situaciones, las escenas, personalida-des y emociones que adquieren presencia, y participa de los
conflic-tos, las tensiones y resoluciones de las imágenes, ideas y escenas a medida en que van
presentándose. Siente que el significado vivido es el que corresponde al texto. Este significado,
conformado y experimentado durante la transacción estética, constituye “la obra litera-ria”, el
poema, la historia o la obra de teatro. Esta “evocación” y no el texto, es el objeto de la
“respuesta” del lector y de su “interpreta-ción”, tanto durante como después de la lectura
propiamente dicha.
La confusión respecto del contenido de la postura resulta del bien asentado hábito de concebir el
texto corno eferente o estético, narra-tivo o poético, literario o no literario, etc. Quienes aplican
estos térmi-nos a un texto deberían comprender que en realidad lo que están ha-ciendo es dar su
propia interpretación de la intención del escritor en relación con el tipo de lectura que debería
hacerse de ese texto. “Eferente” y “estético” se aplican entonces a la actitud selectiva del escritor
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y del lector respecto del propio continuo fluir de sus conciencias durante sus respectivos actos
lingüísticos.
Reconocer la índole esencial de la postura no minimiza la impor-tancia del texto en la
transacción. Se ha defendido el concepto de que son varios los elementos verbales —la metáfora,
las convenciones estilísticas o la divergencia de las normas lingüísticas o semánticas, y aun
ciertos tipos de contenido— los que constituyen la “calidad de poético” o la “calidad de literario”
de un texto. Tales elementos verba-les de hecho surgen corno pautas que guían al lector
experimentado en la adopción de una postura estética. Sin embargo, es posible citar obras
literarias de reconocido valor en las que faltan uno o todos ellos. Ni los teóricos de la lectura ni
los teóricos literarios han otorgado el debido crédito al hecho de que ninguno de estos elementos
ni cualquier otro arreglo de palabras podrían efectuar su contribución “literaria” o “poé-tica” si el
lector no dirigiera con anterioridad su atención hacia los contenidos predominantemente
cualitativos o vivenciales de la con-ciencia, es decir, sin su postura estética.
El continuo
La naturaleza metafórica de la expresión “fluir de la conciencia” viene a la mano para aclarar el
concepto del continuo eferente-estético. Podemos concebir la conciencia como un fluir continuo
a través de la oscuridad. La postura puede representarse, por lo tanto, corno un mecanismo que —
al orientar la atención— ilumina diferentes par-tes del continuo, seleccionando objetos que
afloran en la superficie de esas áreas, dejando el resto en las sombras. La postura, en otras
palabras, ofrece la orientación directriz que activa áreas y elementos especiales de la conciencia,
es decir, proporciones específicas de los aspectos públicos y privados del significado, dejando el
resto en la periferia borrosa de la atención. Una porción de tal juego de la aten-ción respecto de
los contenidos que emergen a la conciencia deben participar en la multiplicidad de opciones que
tiene el lector a partir de su reservorio de experiencias lingüísticas.
“Eferente” y “estético” son términos que reflejan los dos modos fundamentales de percibir el
mundo, con frecuencia descriptos como “científico” y “artístico”. El uso redundante que hago de
“predomi-nantemente” estético o eferente resalta un rechazo de la tendencia tradicional, binaria,
de opción alternativa que los ve como opuestos. La postura eferente presta mayor atención a los
aspectos cognitivos, referenciales, factuales, analíticos, lógicos, cuantitativos del signifi-cado. Y
la postura estética presta mayor atención a lo sensorial, lo afectivo, lo emotivo, lo cualitativo.
Pero en ninguna parte podemos encontrar por un lado lo puramente público o lo puramente
privado por otro. Ambos aspectos del significado reciben diferente proporción de atención en
todo hecho lingüístico. Uno de los primeros y más importantes pasos en cualquier acto de lectura
es, consiguientemente, la selección de una postura predominantemente eferente o
predomi-nantemente estética respecto de la transacción con un texto. La Fi-gura 1 indica
diferentes lecturas de un mismo lector para el mismo texto en distintos momentos del continuo
eferente-estético. Es proba-ble que con otros lectores aparecerían lecturas ubicadas en otros
puntos del continuo.
Si bien muchas lecturas pueden estar cerca de los extremos, mu-chas otras, tal vez la mayoría, se
ubicarán más cerca del centro del continuo. La confusión respecto de la postura dominante es
más pro-bable y más contraproducente en los puntos en donde ambas partes del iceberg del
significado se encuentran más equilibradas. Es posible leer eferentemente y asumir que uno ha
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evocado un poema, o leer estéticamente y asumir que uno está llegando a conclusiones lógicas en
una discusión.
También es necesario recalcar que una postura predominante no descarta las fluctuaciones.
Dentro de una lectura estética específica, la atención puede a veces pasar de la síntesis vivencial
al análisis efe-rente a medida en que el lector reconoce cierta estrategia técnica o juzga
críticamente. Del mismo modo, en una lectura eferente, una idea general puede ilustrarse o
acentuarse utilizando como ejemplo una vivencia percibida estéticamente. A pesar de la
combinación de los aspectos privados y públicos del significado en cada postura, las dos
posiciones dominantes se distinguen con claridad. Ninguna se-gunda lectura, aun cuando el lector
sea el mismo, es idéntica. Sin embargo, alguien más puede leer un texto eferentemente y
parafrasearlo de modo que satisfaga nuestro propósito eferente. Pero nadie puede leer
estéticamente, es decir, sentir y vivir la evocación de una obra literaria por nosotros.
Dado que la lectura es un hecho que ocurre bajo circunstancias especiales, el mismo texto puede
ser leído de modo eferente o estético. El lector experimentado con frecuencia aborda un texto
atento a las pautas que dicho texto le ofrece, y —a no ser que medie la intervención de otro
propósito— automáticamente adopta la postura predominante adecuada. A veces, el mismo
título constituye una pauta que basta y sobra. Probablemente una de las pautas más obvias es el
arre-glo con amplios márgenes y líneas irregulares que señalan que el lector debería adoptar una
postura estética y asumir que se trata de un poema. Las primeras líneas de cualquier texto son
especialmente impor-tantes desde este punto de vista, en cuanto que señalan un tono, una actitud
e indican de modo convencional la postura que deberá tomarse.
Por supuesto, el lector puede pasar de largo las pautas, o malinterpretarlas, o bien éstas pueden
ser confusas. Y el propio objetivo del lector, o la enseñanza escolar que adoctrina a todos en un
mismo enfoque indiferenciado para todos los textos, pueden dictar que se asuma una postura
diferente de la que el escritor pretendía.
Por ejemplo, un alumno que lea Historia de dos ciudades con miras a un examen en que se
evalúen los hechos, personajes y argu-mento podrá adoptar una postura predominantemente
eferente, de-jando de lado todo, excepto los datos fácticos. Del mismo modo, las lecturas de un
artículo sobre zoología podrían ir desde la abstracción analítica del contenido factual hasta la
evaluación estética de la es-tructura que ordena las ideas, el ritmo de las oraciones, las imágenes
de vida animal que afloran en la conciencia.
Evocación, respuesta, interpretación
La tendencia a cosificar las palabras con frecuencia se hace evidente en las discusiones que se
centran en un título, digamos, El hombre invisible o La Declaración de derechos. Estos títulos
pueden referirse al texto —según el significado que adjudicamos aquí al término— es decir, al
patrón de signos que se encuentran impresos o físicamente escritos. Más a menudo, sin embargo,
la referencia pretendida es a “la obra”. Pero la obra, ideas y experiencias vinculadas con el texto,
pue-de hallarse sólo en las reflexiones de un lector en particular en cada acto de lectura, la
evocación y las respuestas al mismo durante y con posterioridad a dicho acto.
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Cualquier actividad lingüística tiene a la vez un componente público (lexical, analítico, abstracto)
y uno privado (experiencial, afectivo, asociacional). La postura está determinada, entonces, por la
propor-ción alcanzada por cada uno de esos componentes en la esfera de acción de la atención
selectiva. La postura eferente se acerca en ma-yor medida al aspecto público del sentido; la
postura estética incluye un porcentaje mayor del aspecto privado, experiencial.
Los eventos de lectura y escritura A y B caen dentro de la parte eferente del continuo; pero B
admite más elementos privados. Los eventos de lectura y escritura C y D representan ambos la
postura estética; pero C contiene un porcentaje mayor de atención hacia los aspectos públicos del
sentido.
Evocación
Hasta aquí nos centramos en los aspectos del proceso de lectura que giran alrededor de la
organización de una estructura de elementos de la conciencia interpretados como el significado
del texto. Yo llamo a esto “la evocación”, para comprender de este modo tanto las transacciones
estéticas cuanto las eferentes. La evocación, la obra, no es un “objeto” físico, sino, habida cuenta
del otro sentido de dicha palabra, un objeto del pensamiento.
El segundo flujo continuo de la respuesta
Debemos reconocer durante el acto de lectura un flujo de reacciones —como así también de
transacciones— concomitantes que se gestan ante la evocación naciente. Aun durante la
gestación de nuestra evo-cación, reaccionamos a ella: esto puede a su vez afectar nuestras
elec-ciones a medida en que procedemos con la lectura. Tales respuestas pueden ser
momentáneas, periféricas, o bien interpretarse como un mero estado general, por ejemplo, un
entorno de aceptación o tal vez de conformación de ideas y actitudes que llevamos a la lectura. A
veces, algo inesperado o contrario a presunciones o conocimientos previos puede gatillar o
disparar la reflexión consciente. Algo que no había sido previsto por la organización de
elementos precedentes y que puede causar la relectura. La atención puede desviarse de la
evocación a los rasgos formales o técnicos del texto. El alcance de las reacciones posibles y la
gama de grados de intensidad y de expresividad dependen del juego entre el carácter de los
signos vertidos sobre la página (el texto) —aquello que trae el lector específico— y las
circunstancias de la transacción.
Las distintas venas de la respuesta, en especial en los rangos in-termedios del continuo eferente-
estético, a veces son simultáneas, interactúan y están entrelazadas. En realidad, podrán aparecer
como la urdimbre misma de la evocación. De ahí que uno de los problemas de la lectura crítica
sea diferenciar la evocación que corresponde al texto de las respuestas concomitantes, que
pueden ser proyecciones de cuanto el lector asume a priori. Es más fácil trazar la línea diviso-ria
entre ellas en la teoría que en la situación práctica de la lectura. El lector debe aprender a manejar
esos elementos en la experiencia de la lectura. El problema asume ciertas formas en la lectura
eferente y otras diferentes en la lectura estética.
Respuesta expresada
La “respuesta” a la evocación a menudo es definida como subsiguien-te al acto de lectura. En
14
De la mano de la interpretación, llega la cuestión de si el lector elaboró un significado acorde con
la probable intención del autor. Y aquí estaríamos entonces pasando de la transacción texto-lector
a la relación autor-lector. Antes de abordar temas tales como la comunica-ción, la validez de la
interpretación y las implicancias de la teoría transaccional para la enseñanza y la investigación
debe considerarse el proceso que produce el texto.
El proceso de redacción
La transacción de la redacción
Al igual que el lector que aborda un texto, el escritor que se halla ante una hoja en blanco, tiene
como única fuente su propio capital lingüís-tico. El material con el cual interpretar el texto nace
del residuo de sus experiencias lingüísticas pasadas en situaciones específicas. Como en el caso
del lector, todo nuevo significado es una reestructuración o extensión del cúmulo de experiencias,
y a éstas se remite el lector cuando emprende la tarea. Hay un continuo ir y venir o proceso
tran-saccional que ocurre cuando el escritor observa la página y expande el texto a la luz de
cuanto escribió hasta ese momento.
Sin embargo, existe una importante diferencia entre lectores y es-critores que no debe pasarse por
alto. En la tríada signo-objeto-interpretante, el lector tiene el patrón físico de los signos con los
cua-les relaciona las simbolizaciones. El escritor ante la hoja en blanco tal vez comience sólo con
un estado orgánico, ideas y sentimientos vagos que requieren mayor definición de la tríada antes
de que pueda conformarse la configuración simbólica que es el texto verbal.
La escritura es siempre un hecho en el tiempo, que ocurre en un momento en particular durante la
biografía del escritor, bajo circuns-tancias particulares, y bajo presiones externas y también
internas, particulares. Es decir, el escritor siempre está realizando transaccio-nes con un ambiente
personal, social y cultural. Por tanto, el proceso de redacción debe ser visto siempre expresando
factores tanto perso-nales corno sociales, individuales y ambientales.
Dada esta concepción del símbolo verbal como una tríada, cuanto más accesible sea ese capital
de palabras y referentes vinculados con el organismo, más fluido será el escritor. Esto nos
permite poner en perspectiva una actividad tal como la “libre escritura”. En lugar de tratarla
como una “etapa” prescriptiva del proceso de redacción, como algunos parecen hacer, debería ser
vista como una técnica para ex-traer del reservorio lingüístico sin ser molestado por ansiedades
res-pecto de la aceptabilidad del sujeto, la secuencia o los mecanismos. Especialmente para
aquellos que se ven inhibidos por ciertas desafortunadas experiencias anteriores, este tipo de
redacción puede consti-tuir un ejercicio de preparación liberador para hacer fluir el néctar, por así
decirlo, permitiendo asimismo que se eleven hasta la conciencia elementos del flujo vivencial,
componentes verbales de la memoria e inquietudes presentes. En esencia, se trata de activar el
reservorio lingüístico individual.
Sin importar cuán libre y desinhibida sea la redacción, el flujo de imágenes, ideas, recuerdos y
palabras no es absolutamente aleatorio; William James nos recuerda que la “actividad selectora”
16
de la aten-ción selectiva funciona en cierto grado. Como en el caso del lector, el escritor debe
poner en juego el proceso selectivo con energía, para transitar hacia un primer sentido de
focalidad para la elección y la síntesis (Emig, 1983).
Esta direccionalidad se verá alentada por la conciencia que tiene el escritor respecto de la
situación transaccional, el contexto que ini-cia la necesidad de escribir y el o los posibles lectores
a quienes el texto supuestamente estará dirigido. A menudo, de un modo semejan-te al ensayo y
error, y mediando varios borradores que han fluido libremente, la sensibilidad del escritor hacia
tales factores se traduce en un claro impulso cada vez mayor que guía la atención selectiva y la
integración. Para el escritor experimentado, el hábito de esa conciencia, el control de la
multiplicidad de decisiones u opciones que componen el acto de redacción, es más importante
que cualquier definición preliminar explícita de objetivos o propósitos.
La postura del escritor
El concepto de postura presentado anteriormente en relación con la lectura tiene la misma
importancia para la redacción. Un aspecto principalísimo de la delimitación de un propósito en
ésta es la adop-ción de una postura que se halle en algún punto del continuo eferente-estético. La
actitud hacia cuanto se activa en el reservorio de las expe-riencias lingüísticas se manifiesta en la
gama e índole de los símbolos verbales que “vienen a la mente”, y a los cuales el escritor aplica
la atención selectiva. La postura dominante determina la proporción de aspectos públicos y
privados del sentido que se incluirán en el alcance de la atención del escritor (véase Figura 1).
En la vida real, la selección de una postura predominante no es arbitraria sino que se da en
función de las circunstancias, de los motivos del escritor, del tema y de la relación entre escritor y
posible lector o lectores. Por ejemplo, alguien que ha sufrido un accidente automovilístico querría
adoptar una posición muy diferente al redactar el hecho para la empresa aseguradora y al
describirlo en una carta a un amigo. En el primer caso se activaría un proceso eferente selectivo
que traería al centro de la conciencia y a la página los aspectos públicos tales como declaraciones
que podrían verificarse mediante testi-gos o investigación del lugar del siniestro. En la carta al
amigo, el propósito sería compartir la experiencia. Una postura estética haría llegar a la atención
del escritor los mismos hechos básicos conjunta-mente con sentimientos, sensaciones, tensiones,
imágenes y sonidos vividos durante esta escaramuza con la muerte. El proceso selectivo
favorecería palabras que armonizaran con el sentido interno que el escritor tiene respecto del
hecho percibido y que también activarían en el probable lector, nexos simbólicos que evocarían
una experiencia similar. Dada la diversidad de propósitos, otras descripciones se en-contrarían en
puntos distintos del continuo eferente-estético.
El propósito o la intención deberían surgir de la experiencia lingüística y vivencia real del
escritor, o bien ser capaces de permitirle imaginarlas. Las experiencias pasadas no
necesariamente son el lími-te del alcance del escritor, si bien ante la página en blanco, el escritor
necesita de “vivas”, es decir, de ideas que tienen un vínculo fuer-temente energizante del
reservorio de las experiencias lingüísticas. Los propósitos o las ideas carentes de esa capacidad de
vincularse con la experiencia anterior y las inquietudes actuales del escritor no pueden activar
íntegramente el reservorio ni dar impulso al pensamiento o a la escritura.
17
Un propósito fundado en la experiencia personal gesta e impulsa el empuje. Las ideas vitales
que nacen de situaciones, actividades, discusiones, problemas o necesidades brindan la base del
proceso activamente selectivo y sintetizador de la elaboración del significado. La fuente
energizada de imágenes, ideas, emociones, actitudes y tendencias a actuar ofrecen los medios
para establecer nuevos nexos, para descubrir nuevas facetas del mundo de objetos y
acontecimien-tos, del pensamiento y la escritura creativa.
Escribir acerca de un texto
Cuando un lector describe, responde o interpreta una obra, es decir, cuando habla o escribe sobre
una transacción con un texto, se está gestando un nuevo texto. Las implicancias de este hecho en
términos de proceso deberían comprenderse más claramente. Cuando el lector se transforma en
escritor respecto de una obra, el punto de parti-da no es ya el texto físico, las marcas dispuestas
sobre la página, sino el significado o el estado de ánimo que se atribuye a ese texto. El lector tal
vez vuelva al texto original para capturar nuevamente el modo en que entró en la transacción,
pero debe “encontrar palabras” para explicar la evocación y la interpretación.
El lector transformado en escritor otra vez debe enfrentar el pro-blema de la elección de una
postura. En general, la elección parece ser la postura eferente. El propósito fundamental es
explicar, analizar, resumir y categorizar la evocación. Esto es en general así aun cuan-do la
lectura ha sido predominantemente estética y se trata de una obra de arte. Sin embargo, la
posición estética puede adoptarse a fin de comunicar una experiencia que exprese la respuesta o
la interpre-tación. Una lectura eferente, por ejemplo, la “Declaración de la Independencia” puede
llevar a un poema o a una historia. Una lectura estética del texto de un poema también puede
llevarnos no a un ensa-yo crítico escrito eferentemente, sino a otro poema, una pintura o una
composición musical.
El traductor de un poema es un claro ejemplo del lector transformado en escritor, siendo primero
lector que evoca una experiencia a través de una transacción en un lenguaje, y luego escritor que
trata de expresar la experiencia a través de una transacción escrita en otro idioma. Las cualidades
vivenciales creadas en una transacción con un idioma deben ser comunicadas a lectores —
evocadas por ellos— que tienen un reservorio lingüístico diferente, adquirido en una cultura
diferente.
La lectura del autor
Hasta aquí, elaboramos paralelos entre el modo en el cual lectores y escritores seleccionan y
sintetizan elementos desde su reservorio lingüístico personal, cómo adoptan posturas que guían
su atención selectiva y construyen un propósito selectivo cambiante. Pusimos el énfasis
fundamental en las similitudes en las estructuras de composi-ción del significado relacionado con
el texto. Si los lectores son tam-bién en ese sentido escritores —es igualmente un hecho, y tal vez
más obvio— que los escritores también deben ser lectores. Y es aquí donde comienzan a surgir
diferencias en este paralelismo.
El escritor, se admite en forma generalizada, es el primer lector del texto. Y es de observar una
diferencia obvia, aunque dejada de lado: el lector entabla una transacción con el texto terminado
18
del escritor, mas el escritor lee el texto a medida que éste se desenvuelve. Dado que la lectura y la
escritura son procesos recursivos que suceden du-rante un cierto lapso, sus mismas semejanzas
enmascaran una dife-rencia básica. El escritor a menudo relee el texto terminado total, pero —lo
que tal vez es más importante—, el escritor lee primero, con esa relación en espiral,
transaccional, el texto que va apareciendo en esa página. Y éste es un tipo de lectura diferente. Es
de su propia autoría —la lectura del redactor— y por lo tanto debe considerarse como parte
integral del proceso de composición. De hecho, es necesario considerar que esa redacción, o
composición de un texto, implica dos tipos de lectura, que en particular denomino “orientada
hacia la expresión” y “orientada hacia la recepción”.
Lectura del autor orientada hacia la expresión
A medida que sus ojos transitan por el texto impreso, el lector elabora un marco o principio
organizativo. Se comprueban las simbolizaciones recientemente evocadas a fin de verificar si se
corresponden con los posibles significados ya creados para la porción precedente del texto. Si los
nuevos signos implican un problema, ello conducirá a una revi-sión del marco, o aun a una
relectura completa del texto para reestructurar el significado atribuido.
El escritor, como los lectores de otro texto, analiza con exhaustividad esa sucesión de signos
verbales que cubren la página para ver si las nuevas palabras armonizan con el texto precedente.
Pero se trata de una lectura orientada hacia la expresión diferente, que debie-ra considerarse parte
integral del proceso de composición. A medida en que las nuevas palabras aparecen sobre la
página, deben ser veri-ficadas, no simplemente en cuanto a su correspondencia con el texto
anterior, sino también respecto de un patrón de medida interior: la intención, o el propósito. El
significado emergente, aun si tiene senti-do, debe juzgarse en relación con el modo en que facilita
u obstruye el propósito, no importa cuán oscuro y falto de expresión sea, porque éste constituye
la energía que impulsa al escritor. La lectura orientada hacia la expresión conduce a la revisión
aun durante las fases tempranas del proceso de composición.
La medida interior
La mayor parte de los escritores recuerdan una situación que puede ilustrar el funcionamiento de
esta “medida interior”. Viene a la mente una palabra, o surge de la lapicera, y aun si tiene sentido,
parece no ser la correcta. Palabra tras palabra llegan a la conciencia, y la insa-tisfacción continúa.
A veces el escritor entiende por qué la palabra no es la correcta, tal vez sea ambigua o no vaya
con el tono. Pero a menudo el escritor no puede expresar con claridad la causa de tal
in-satisfacción. La tensión simplemente desaparece cuando “la palabra correcta” se presenta. Y
cuando esto sucede, hay armonía entre la medida interior y el signo verbal.
Un episodio de este tipo pone de manifiesto el proceso de evalua-ción respecto de una medida
interna. El escritor francés Gustave Flaubert en su búsqueda de le mot juste, “la palabra justa”,
propone la analogía del violinista que trata que sus dedos “reproduzcan con precisión esos
sonidos que tiene dentro suyo, con un sentido interior” (1926:11,47). La medida interior puede
ser un estado orgánico, un estado de ánimo, una idea, aun un conjunto de pautas conscientes.
19
Para el escritor experimentado, este tipo de lectura orientada por completo hacia su interior, que
es parte integral del proceso de com-posición, depende y se alimenta de un sentido del propósito
cada vez más claro aunque con frecuencia tácito, sea éste eferente o estético. El escritor trata de
satisfacer su concepción personal a la vez de refinarla. Tal lectura transaccional, tal revisión,
pueden ocurrir duran-te la totalidad del acto de composición. De hecho hay veces que éste es el
único componente de lectura; tal el caso cuando se escribe para sí mismo solamente, para
expresar o registrar una experiencia en un diario o libro personal o bien tal vez para analizar una
situación, o los pros y contras de una decisión.
Lectura del autor orientada hacia la recepción
Normalmente, sin embargo, se considera que la escritura es parte de una posible transacción con
otros lectores. En un momento dado, el escritor se disocia del texto y lo lee a través de los ojos de
los posibles lectores; el escritor trata de juzgar el significado que ellos le darían en transacción
con ese patrón de signos. Pero el escritor hace más que simplemente ponerse los “ojos” del
posible lector y nuevamente se da una operación doble. El texto en evolución se lee para atrapar
el sen-tido que otros pudieran darle. Sin embargo, esta interpretación hipotética también debe
evaluarse en función del propio sentido interior de propósito que alienta el escritor.
La tendencia siempre estuvo centrada en la redacción con un ojo puesto en el lector previsto. Mi
preocupación es mostrar el juego en-tre los dos tipos de lectura que realiza el autor y la necesidad
—cons-ciente o automática— de decidir el grado de énfasis de una u otra. El problema es
encontrar signos verbales capaces de activar conexio-nes en los reservorios lingüísticos de los
posibles lectores que se co-rrespondan con las del escritor. Un poeta puede verse ante la
situa-ción de elegir entre una metáfora exótica que es un deleite personal y una que tenga
mayores probabilidades de encontrarse dentro de la experiencia de los posibles lectores. O el
escritor científico tal vez deba decidir si un detalle amplio y preciso es demasiado complejo para
el lector general.
Los escritores deberán tener, por lo menos, un cierto dominio de esa conciencia interna orientada
hacia la expresión si esperan obte-ner los beneficios de esta segunda lectura a través de los ojos
de los demás: aquélla constituye el criterio orientador de ésta última. Es probable que el lector
experimentado haga una síntesis, o una rápida alternancia, entre los dos tipos de lectura a fin de
orientar la atención selectiva que se filtra desde los elementos verbales que nos vienen in mente.
Cuando el objetivo es la comunicación, la revisión debería basarse en un doble criterio para la
relectura del texto.
La comunicación entre autor y lectores
El proceso de idas y vueltas que atraviesa el lector para elaborar una interpretación se convierte
en una forma de transacción con un autor-persona que respira a través del texto, detrás del texto.
La relación en cuestión es a veces llamada “contrato” con el autor. Cuanto más cer-canas sus
experiencias lingüísticas, más probable será que la interpre-tación del lector realice la intención
20
del escritor. El compartir al me-nos versiones de un mismo idioma es tan básico que a veces
simple-mente se lo da por sentado. Otros factores positivos que afectan la comunicación son la
pertenencia a un mismo grupo sociocultural, a un mismo nivel educacional, y a una misma
comunidad, tal como académica, jurídica, literaria, científica o teológica. Dadas tales semejanzas,
es más probable que el lector acerque al texto su conocimiento previo, su información respecto de
convenciones lingüísticas y literarias y cuanto asume respecto de situaciones sociales que son
necesa-rias para comprender las implicancias o alusiones y captar las esfumaciones de tono y
pensamiento.
Sin embargo, dado que la experiencia de cada persona es única, las diferencias debidas a factores
sociales, étnicos, educacionales y per-sonales existen, aun entre contemporáneos. La lectura de
obras escri-tas en otra época hablan de la inevitable diferencia del contexto lingüístico, social o
cultural. Aquí, en especial, los lectores podrán ponerse de acuerdo en las interpretaciones sin
tener que asumir necesariamente que sus evocaciones a partir del texto corresponden con la
intención del autor (Rosenblatt, 1978).
Las diferencias en cuanto a la intención del autor con frecuencia llevan a consultas en fuentes
extra textuales. En especial con obras del pasado, los estudiosos se remiten a métodos
sistemáticos de in-vestigación filológica, biográfica e histórica con la intención de des-cubrir las
fuerzas personales, sociales y literarias que conformaron la intención del escritor. La recepción
contemporánea del trabajo tam-bién nos ofrece claves. Tal evidencia, aun si incluye la intención
de-clarada del autor, de todos modos da resultados hipotéticos y no pue-de dictaminar nuestra
interpretación. Debemos de todos modos leer el texto para decidir si éste avala la intención
hipotética. El lector constantemente enfrenta la responsabilidad de decidir si una inter-pretación
es aceptable o no. Debemos abocarnos a la cuestión de la validez de la interpretación antes de
pasar a considerar sus implicaciones para la enseñanza y la investigación.
Validez de la interpretación
El problema de la validez de la interpretación no ha recibido demasiada atención en la teoría de la
lectura ni en la metodología educacional. A pesar de la extraordinaria dependencia de nuestras
escuelas con respecto a la evaluación, parece haber poco interés en aclarar los criterios que
participan de la evaluación de la “comprensión”. Es evidente que en la práctica, la enseñanza de
la lectura y los instru-mentos para evaluar la comprensión de la lectura se han basado
táci-tamente, o por lo menos así se lo ha preconizado, en asumir del modo tradicional que existe
un único significado determinado “correcto” atribuible a cada texto. El factor de la postura, el
continuo eferente estético, ha sido en especial descuidado; operativamente, se resalta el eferente,
aun cuando se trate de “literatura”.
La naturaleza polisémica del lenguaje invalida todo enfoque sim-plista del significado, creando el
problema de la relación entre la in-terpretación del lector y la intención del autor. Los teóricos
contempo-ráneos comienzan a reconocer de modo generalizado que es imposible encontrar un
significado único absoluto para un texto, o esperar que cualquier interpretación refleje por
completo la intención del escritor. Hasta para el autor, el término “intención” es imposible de
definir absolutamente o de delimitar. La palabra “absoluto”, el concepto de un único significado
“correcto” inherente “al” texto, es el principal obstáculo. El mismo texto asume diferentes
21
significados en transacciones con diferentes lectores o aun con el mismo lector en diferentes
contextos u ocasiones.
Afirmabilidad garantizada
El problema de la validez de una interpretación es parte del problema filosófico más amplio que
se citaba al comienzo de este trabajo. La percepción del mundo siempre ocurre a través de seres
humanos individuales en transacción con sus mundos. En las últimas décadas, algunos teóricos
literarios, con argumentos elaborados a partir de escritores europeos posestructuralistas y
asumiendo una perspectiva saussureana del lenguaje como sistema autónomo, llegaron a una
po-sición relativista extrema. Concibieron un método de lectura que asu-me que todos los textos
pueden ser “deconstruidos” para revelar sus contradicciones internas. Más aún, el sistema
lingüístico y las con-venciones literarias se supone, dominan por completo al autor y al lector y el
acuerdo en cuanto a la interpretación, simplemente refleja la “comunidad interpretativa”
particular en la cual nos encontramos (Fish, 1980; Rosenblatt, 1991).
Tal relativismo extremo no es, sin embargo, conclusión necesaria de la premisa que sostiene que
el significado absolutamente determi-nado es imposible. Al estar de acuerdo en los criterios de
evaluación de las interpretaciones, podemos aceptar la posibilidad de interpreta-ciones
alternativas, y de todos modos decidir que algunas son más aceptables que otras.
John Dewey, aceptando premisas epistemológicas no fundacionalistas y olvidando la búsqueda
de los absolutos, resolvió el pro-blema de la ciencia con su idea de la “afirmabilidad garantizada”
como el punto final de la investigación controlada (1938:9, 345). Dados ciertos criterios
compartidos respecto de los métodos de investigación y los tipos de evidencia, es posible el
acuerdo en la decisión de cuál sería una interpretación bien fundada en la evidencia, es decir “una
afirmación garantizada”. Esto no se establece como una verdad absoluta y permanente pero deja
abierta la posibilidad de explicaciones alternativas para los mismos hechos, del descubrimiento
de nuevas evidencias, o de la concepción de criterios o paradigmas diferentes.
Si bien Dewey utilizó, primordialmente, la interpretación científica o el conocimiento del mundo
basado en métodos científicos para ilustrar la afirmabilidad garantizada, también consideró que el
concepto era capaz de comprender a las artes y a toda inquietud humana. Puede aplicárselo al
problema de la interpretación lingüística (Rosenblatt, 1978, capítulo 7; 1983:151). Dado un cierto
ambiente cultural com-partido y dados ciertos criterios compartidos respecto de la validez de la
interpretación, podemos —sin necesidad de declamar la obtención del significado “correcto” de
un texto— alcanzar consenso para una interpretación. En especial en la lectura estética, podemos
encontrar que otras interpretaciones alternativas cumplen con nuestros criterios mínimos,
sintiéndonos de todos modos libres de considerar ciertas interpretaciones superiores a otras.
Contrastando con el concepto de lectores encerrados en una “co-munidad interpretativa” estrecha,
el poner énfasis en que los criterios tácitos o subyacentes se vuelvan explícitos, sienta la base no
sólo del acuerdo, sino también, para la comprensión de las fuentes tácitas del desacuerdo. Esto
genera la posibilidad de cambio de interpretación, la aceptación de conjuntos de criterios
alternativos o la revisión de los criterios. Tal concientización por parte de los lectores puede
favore-cer la comunicación a través de diferencias sociales, culturales e his-tóricas entre autor y
22
se cuela en todo tipo de texto y por supuesto en todo tipo de lenguaje. A veces la distinción
eferente-estético parece desaparecer por completo (por ejemplo, se dice que el historiador a veces
escribe “ficción”).
Se hace necesario recordar que la postura que refleja el propósito eferente o estético, no las
figuras sintácticas o semánticas por sí mismas, determinan los criterios adecuados. Por ejemplo,
en un tratado de economía o de historia de la frontera, los criterios de validez de la interpretación
apropiados a sus respectivas disciplinas, que primordialmente implican verosimilitud y lógica, se
aplicarían de todos mo-dos. Cuando un economista, observa que “los científicos deberían
concebir buenas metáforas y contar buenas anécdotas” (McCloskey, 1985), el concepto de
postura dominante se vuelve aún más crucial. Los criterios de “bueno” deberían ser no sólo cuán
vividas e interesantes son las anécdotas sino cómo rebosan de lógica y hechos y qué sistemas de
valor implican.
La relevancia del continuo eferente-estético (Figura 1) puede ilustrarse con el ejemplo de
metáfora: el científico habla de la teoría de la “onda” de la luz y nosotros enfocamos el concepto
técnico en el extremo eferente del continuo. Y en las palabras de Shakespeare: “Así como la onda
marina llega hasta la playa, así nuestros minutos se apuran hacia el final” lo que rescatamos de
esas imágenes es, en cambio, nuestra atención estética respecto del sentimiento de inevitabilidad
del paso del tiempo en nuestras vidas. Y un análisis político sugirió rendirse a la inevitabilidad
del fascismo llamándolo “la onda social del futuro… No hay modo de luchar contra ella”. A
pesar de lo vívido de las metáforas, la atención eferente debería haber sido dominante, aplicando
el criterio eferente. Entonces, ¿la lógica y la evidencia factual apoyan ese llamamiento
persuasivo?
Implicancias para la enseñanza
Lectura y escritura: paralelismos y diferencias
Los paralelismos entre los procesos de lectura y redacción siempre han estimulado
cuestionamientos acerca de sus conexiones, especialmente en el aula. Los procesos de lectura y
escritura se superponen a la vez que difieren. Tanto el lector como el escritor se dedican a
constituir estructuras simbólicas de significado en una transacción de idas y vueltas en espiral con
el texto. Siguen patrones de pensamiento similares y se remiten a hábitos lingüísticos similares.
Ambos proce-sos dependen de las experiencias pasadas del individuo con el len-guaje en
particular, situaciones de vida. Tanto el lector como el escritor, por consiguiente, infieren
vínculos establecidos en el pasado con signos, significantes y estados orgánicos a fin de crear
nuevas simbolizaciones, nuevos vínculos y nuevos estados orgánicos. Tanto el lector como el
escritor elaboran un marco, un propósito o un princi-pio, no importa cuán nebuloso o explícito,
que guía la atención selectiva y las actividades sintetizadoras, organizativas, que constituyen el
significado. Es más, cada acto de lectura y de redacción puede entenderse como dentro de la línea
del continuo eferente-estético, en un punto de ella que lo ubique como predominantemente
eferente o estético.
Los paralelos no debieran enmascarar las diferencias básicas, la transacción que comienza con un
24
texto producido por otro, no es lo mismo que la transacción que comienza con una persona frente
a una página en blanco. Para el observador, dos personas que observan atentamente una página
escrita parecerían estar haciendo lo mismo (es decir, “leyendo”). Pero si uno de ellos está en el
proceso de escribir ese texto, las actividades que se sucederán necesariamente serán distintas. El
escritor se ocupará de efectuar la lectura del autor, ya sea orientada hacia la expresión como hacia
la recepción. Más aún, dado que tanto la lectura como la redacción están arraigadas en
transacciones mutua-mente condicionantes entre personas y sus medios específicos, una persona
puede tener experiencias muy diferentes con ambas actividades, puede tener actitudes distintas
hacia éstas y puede ser más efecti-va en una o en otra. La redacción y la lectura son tan diferentes
que pueden desarmar esa presunción de que se trata de imágenes en espe-jo: lo que hace el lector
no es simplemente volver a actuar el proceso del escritor. Por tanto, no puede asumirse que la
enseñanza de una actividad automáticamente mejora la capacidad del alumno en la otra.
Aun así, los paralelos entre los procesos de lectura y escritura que describimos en los párrafos
anteriores y la índole de la transacción que tiene lugar entre el autor y el lector, permiten esperar
razonablemente que la enseñanza de una pueda afectar el funcionamiento del alumno con la otra.
La lectura, esencial a cualquiera en razón de un enriquecimiento intelectual y emocional, brinda
al escritor un sentido de las potencialidades del lenguaje. La redacción profundiza la
com-prensión del lector sobre la importancia de prestar atención a la dic-ción, a las posiciones
sintácticas, al énfasis, las imágenes y las convenciones del género. El hecho de que la tríada
signo-interpretante-objeto dependa —según dijo Peirce— del hábito apunta a un nivel de
influencia aun más importante. La fertilización cruzada ha de surgir del refuerzo de los hábitos
lingüísticos y de los patrones del pensamien-to provenientes de procesos transaccionales
compartidos que se refie-ren a la atención selectiva intencional y a la síntesis. La utilidad del
juego entre la redacción y la lectura de cada alumno dependerá enor-memente de la naturaleza de
la enseñanza y del contexto educativo.
El contexto total
Aquí volvemos a nuestro concepto básico de que los seres humanos siempre están implicados en
transacción y en una relación recíproca con un ambiente, un contexto, una situación total. El
ambiente del aula, o la atmósfera creada por el maestro y los alumnos que entablan una
transacción mutua y el ámbito escolar, se amplía para incluir todo el contexto institucional, social
y cultural. Estos aspectos de la transacción son cruciales al pensar sobre la educación y en
especial el “problema de la alfabetización”. Dado que el reservorio de las expe-riencias
lingüísticas de cada persona es el residuo surgido de transac-ciones pasadas con el ambiente, tales
factores condicionan el sentido de las posibilidades o los marcos organizativos potenciales o
esquema como así también el conocimiento y cuanto asumimos acerca del mun-do, la sociedad,
la naturaleza humana, que cada uno trae a las tran-sacciones. Los factores socioeconómicos y
étnicos, por ejemplo, in-fluyen en los patrones de comportamiento, en la manera de realizar
tareas, y aun en la comprensión de conceptos tales como “historia” (Heath, 1983). Tales
elementos también afectan la actitud de la persona hacia sí misma, la actividad de lectura o
redacción, y el propósito por el cual estas actividades están siendo llevadas a cabo.[3]
El concepto transaccional del texto, siempre en relación tanto con el autor como con el lector en
situaciones específicas, hace que sea insostenible tratar el texto como una entidad aislada o
25
Intercambio colaborativo
En un ambiente educacional favorable, el habla es un ingrediente vital de la pedagogía
transaccional. Su importancia en la adquisición indivi-dual del capital vivencial lingüístico queda
claro. Puede ser un medio extremadamente importante en el aula. El diálogo entre maestro y
alumno, como así también el intercambio entre alumnos, pueden fa-vorecer el crecimiento y la
fertilización cruzada tanto en la lectura como en la composición. Tal actitud podrá ser de utilidad
para des-pertar en el alumno la intuición de esa transacción con el texto y también la
comprensión metalingüística de las habilidades y conven-ciones dentro de un contexto
significativo.
Esta intuición que el alumno alcanza respecto de su propio proce-so de lectura y redacción puede
considerarse la justificación a largo plazo de diversas estrategias en la formulación de programas
de estu-dio y de la enseñanza. Por ejemplo, puede ayudarse a los escritores de cualquier nivel a
comprender su relación transaccional con sus lecto-res mediante la lectura y discusión de los
textos de sus pares. Las preguntas de los compañeros, las distintas interpretaciones y
confu-siones ponen de manifiesto la necesidad de que el escritor utilice sig-nos verbales que
hagan asequibles al lector todos los datos necesa-rios, que le permitan compartir las sensaciones o
actitudes relevantes o efectuar transacciones lógicas. Es ese tipo de intuición la que hace posible
que el autor realice esa segunda lectura orientada hacia el lector.
Del mismo modo, el intercambio grupal respecto de las evocacio-nes personales surgidas de cada
texto, sean éstos textos de pares o de autores adultos, en general puede constituir un instrumento
poderoso que estimule el crecimiento de la capacidad lectora y de la perspicacia crítica. El lector
toma conciencia de la necesidad de prestar atención a las palabras del autor para poder evitar
preconceptos y malas inter-pretaciones. Cuando los alumnos comparten las respuestas a las
transacciones con un mismo texto, pueden darse cuenta de que las evocaciones a partir de los
mismos signos pueden ser diferentes, y pueden volver sobre el texto para descubrir sus propios
hábitos de selección y síntesis, tomando conciencia y siendo críticos de sus pro-pios procesos
como lectores. El intercambio respecto de los proble-mas de interpretación que se presentan a un
grupo de lectores en particular, como así también el movimiento colaborativo hacia la
inter-pretación autocrítica del texto, pueden llevar a la adquisición de con-ceptos críticos y de
criterios interpretativos. Tal concientización metalingüística es valiosa para los alumnos tanto en
calidad de lectores como de escritores.
El maestro en ese tipo de situación ya no es simplemente quien está a cargo de la transferencia de
materiales de enseñanza prefabri-cados o de registrar los resultados de evaluaciones prefabricadas
o de exponer interpretaciones prefabricadas. La enseñanza se trans-forma en un intercambio
constructivo, facilitador, que ayuda al alum-no, con sus propias respuestas espontáneas, a
formular preguntas y a crecer en su capacidad de manejar transacciones cada vez más complejas
en la lectura (Rosenblatt, 1983).[4]
El repertorio eferente-estético del alumno
El continuo eferente-estético, es decir, las dos maneras básicas de considerar el mundo, deberían
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ser parte del repertorio del alumno desde sus primeros años. Dado que ambas posturas incluyen
elementos cognitivos y afectivos como así también públicos y privados, los alum-nos deben
aprender a diferenciar las circunstancias que hacen necesa-rio asumir una u otra posición. Es
lamentable que actualmente en la práctica la actitud que se toma suele ser contraproducente, ya
sea porque se alienta la toma de una postura definida o porque implícita-mente se exige una
postura inadecuada. Algunos de los ejemplos más comunes son el libro de lectura que pregunta
“¿Qué hechos narra esta poesía? o el niño que se quejó porque quería información sobre
dinosaurios y la maestra le dio sólo “libros de cuentos”. No sorprende entonces que los alumnos
que se reciben en nuestras escuelas (y universidades) con frecuencia lean poemas y novelas de
modo eferente o respondan a enunciados políticos y avisos con posturas estéticas.
A pesar de que en nuestras escuelas se resalta en exceso la postura eferente, la falta de
comprensión de la “combinación” privado-publico hace imposible aun la enseñanza exitosa de
una lectura y redacción eferentes. Los programas de estudio y las prácticas que se aplican a la
enseñanza, desde el comienzo mismo, deberían incluir la actividad lingüística tanto eferente
como estética y deberían asimismo lograr la adquisición de un sentido de los distintos objetivos
de una y otra. La instrucción debería estimular los hábitos de atención selectiva y sín-tesis que se
nutren de elementos relevantes en el reservorio semán-tico y deberían a su vez nutrir la capacidad
de manejar la mezcla de aspectos públicos y privados adecuados para una transacción
en particular.
En especial en los primeros años, esto debería hacerse en gran medida de modo indirecto, a
través, por ejemplo, de la elección de textos o de contextos que induzcan la lectura o la escritura,
o bien de cómo las preguntas que se formulen se relacionan con la postura. De este modo, los
textos sirven dinámicamente como fuentes a partir de las cuales asimilar un sentido de las
potencialidades de la oración en español y una conciencia de las estrategias que organizan el
significa-do y expresan el sentimiento. El énfasis en el análisis de las evocacio-nes, o la
terminología para categorizar y describirlas no tienen valor alguno si opacan o sustituyen la obra
evocada. Tales actividades ad-quieren significado y valor cuando, por ejemplo, responden a los
pro-blemas propios del escritor en cuanto a la expresión o explican al lector el rol de las
estrategias verbales que utiliza el autor para producir un cierto sentimiento en la respuesta.
La secuencia de desarrollo que se sugiere aquí es especialmente importante en la lectura estética.
Gran parte de la enseñanza de la poesía en todos los niveles, incluyendo la escuela media y la
universi-dad, actualmente asume un carácter remedial repetido y continuo de-bido a la confusión
constante respecto de la postura al acentuarse el análisis eferente de la obra “literaria”. Se debe
ayudar a los alumnos a que tengan experiencias estéticas libres de impedimentos. A los niños
muy pequeños les encanta el sonido y ritmo de las palabras, su interés en los cuentos y su
capacidad de pasar con facilidad de los modos verbales a otros modos de expresión se desvanece
con demasiada asi-duidad. Necesitan que se los apoye para mantenerse aferrados al aspecto
vivencial. Cuando esto puede darse por sentado, las discusiones eferentes analíticas de la forma o
del background no serán sustitutos de la obra literaria sino medios para mejorarla. La discusión
entonces puede volverse la base para asimilar los criterios para la interpretación seria y la
evaluación adecuada en los distintos puntos del continuo y del estado de desarrollo del alumno.
Implicancias para la investigación
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La investigación basada en el modelo transaccional tiene una larga historia (Applebee, 1974;
Farrell y Squire, 1990). Hasta hace bastante poco, generaba la investigación de aquellos que
fundamentalmente se ocupaban de la enseñanza de literatura en escuelas medias y uni-versidades,
y no tanto la de quienes se ocupaban de la lectura en sí misma en la escuela elemental (Beach y
Hynds, 1990; Flood et al., 1991; Purves y Beach, 1972). No es posible aquí realizar una
descrip-ción de tan considerable conjunto de investigaciones, gran parte del cual explora aspectos
de la respuesta a la literatura; tampoco habría espacio para tratar volúmenes recientes sobre las
aplicaciones de la teoría transaccional en la escuela elemental, media y en la universi-dad
(Clifford, 1991; Cox y Many, 1992; Hungerford, Holland y Ernst, 1993; Karolides, 1992).
Sugiero en cambio considerar de modo gene-ral los temas de investigación y los errores teóricos
y metodológicos más comunes.
El modelo transaccional de lectura, redacción y enseñanza que pre-sentamos constituye, en cierto
sentido, un cuerpo de hipótesis que deben investigarse. El cambio que implica pasar desde el
paradigma cartesiano al poseinsteniano exige deshacernos de las limitaciones a la investigación
impuestas por el dominio del conductismo positivista. En lugar de tratar la lectura
primordialmente como un compendio de habilidades separadas o como una actividad autónoma
aislada, la in-vestigación de cualquier aspecto debería centrarse en el ser humano que habla,
escribe, lee y continuamente está en transacción con un ambiente específico en sus círculos de
contexto en expansión. Y como Bartlett bien nos recuerda, ninguno de los marcos teóricos
secunda-rios, tales como esquemas o estrategias, son entidades sino confi-guraciones en un
proceso dinámico y cambiante. A pesar de que el acento aquí estará puesto en la investigación de
la lectura, la interrelación entre los modos lingüísticos, especialmente la lectura y la redacción,
amplían el posible alcance de los problemas mencionados.
La concepción del lenguaje como un sistema dinámico de significado, en el cual lo afectivo y lo
cognitivo se unen, plantea dudas respec-to de la importancia de la investigación pasada. El interés
de los inves-tigadores por lo eferente se ejemplifica por sus enfoques centrados en los trabajos de
Piaget sobre el desarrollo de los conceptos lógicos y matemáticos en el niño, y la continua
desaprensión de lo afectivo por los psicólogos conductistas, cognitivos y de la inteligencia
artificial. Esto lentamente está siendo equilibrado por el creciente interés por lo afectivo y lo
cualitativo (Deese, 1973; Eisner y Peshkin, 1990; Izard, 1977). Necesitamos comprender más
exhaustivamente el crecimiento del niño en su capacidad para la atención selectiva y la síntesis de
los varios componentes del significado.
La investigación de la lectura debería buscar en una cantidad de disciplinas interrelacionadas,
tales como la fisiología, la sociología y la antropología y debería converger con el estudio general
del desarrollo humano. La teoría transaccional especialmente plantea cuestiones que involucran
tales conexiones amplias. Asimismo, las diversas subculturas y etnias representadas por la
población estudiantil y las muchas variables que contribuyen a una cultura democrática presentan
una amplia gama de inquietudes para la investigación de la lectura, de la enseñanza y de los
programas de estudio.
Procesos evolutivos
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La capacidad del adulto de dedicarse al proceso enormemente complejo de la lectura depende en
último grado del largo proceso evolutivo del individuo, comenzando con el “aprender a dar
significado” (Halliday, 1975; Rosenblatt, 1985b). ¿De qué manera pasa el niño de esa etapa
temprana, de ese estado indiferenciado del mundo a “los procesos parciales asociativos,
emotivos y referenciales”? (Rommetveit, 1968:167). La investigación evolutiva puede arrojar luz
acerca de la relación de los aspectos emocionales y cognitivos del desarrollo de la capacidad de
evocar significado en las transacciones con textos.
La investigación se hace necesaria para acumular comprensión sistemática respecto de factores
educacionales y ambientales positivos que hagan justicia a la naturaleza esencial tanto del
comportamiento lingüístico eferente como del estético, y asimismo, al rol de lo afectivo o de los
aspectos privados del significado en ambas posturas. ¿De qué modo pueden reforzarse las
exploraciones sensoriomotrices del mundo del niño, y mantenerse su sensibilidad a los sonidos y
a los matices cualitativos del lenguaje? Resumiendo, ¿qué puede estimular su capacidad de
aprender a fin de comprender, o construir el poema, la historia o la obra de teatro? Queda aún
mucho por saber respecto de la evolución de la habilidad de inferir, o de establecer conexiones
lógicas, es decir de leer eferente y críticamente.
¿En qué momento de la evolución temprana del niño el contexto de la transacción con el texto
debe crear un propósito para una u otra postura dominante, o ayudar al lector a saber cuándo
adoptar la postura adecuada a la situación? En distintas etapas evolutivas, ¿cuál debería ser el rol
o los roles de la reflexión respecto de la experiencia en la lectura a través de comentarios orales,
de la escritura y del uso de otros medios?
Una pregunta que se impone es ¿cómo pueden asimilarse las habilidades en un contexto que
fomenta la comprensión de su impor-tancia para la producción del significado? ¿Cómo puede el
joven lector adquirir el conocimiento, los marcos intelectuales y el sentido de los valores dados
por los nexos que conectan discretos signos verbales y los transforman en elaboraciones mentales
significativas? Los métodos tradicionales de la enseñanza y evaluación reconocen las importantes
funciones del sistema simbólico, los elementos alfabéticos y fonológicos (el “código”), y las
convenciones lingüísticas mediante la fragmentación en unidades pequeñas y cuantificables.
Estas son cuantitativamente y, por lo tanto económicamen-te, evaluables. ¿Pero tales métodos
establecen hábitos y actitudes hacia la palabra escrita que inhiben el proceso de inferir el
significado —o de organizarlo y sintetizarlo— que es parte incluso de las tareas de lectura más
sencillas? ¿Cómo podemos preparar el camino hacia transacciones con el texto cada vez más
ricas y exigentes?
Desempeño
La evaluación del nivel de desempeño generalmente es necesaria como medio de asegurar la
“responsabilidad” de la escuela. Actualmente se está cuestionando si las evaluaciones
estandarizadas miden adecuadamente la capacidad del alumno. La investigación respecto de la
correlación entre la capacidad en la lectura con factores tales como la edad, el sexo y los
antecedentes étnicos y socioeconómicos ha confirmado que se trata, como se preveía, de factores
activos. Sin embargo, tal investigación informa un estado de cosas que se interpreta acorde con
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“correc-ta”. Ello requiere que se establezcan criterios de interpretación que reflejen no sólo la
presencia de sentimientos personales y asociaciones, que son sólo un componente, sino también
su relación con los componentes actitudinales y cognitivos. Dicho brevemente, la evaluación
debe estar basada en criterios expresados con claridad en cuanto a los signos de madurez
creciente para manejar la respuesta personal, relativa al texto evocado, y el uso de la experiencia
personal e intertextual confrontada con las respuestas de los demás.
A fin de suministrar una base para la correlación estadística, se ha utilizado bastante el análisis
del contenido de los protocolos para de-terminar los componentes o aspectos de la respuesta. El
propósito es distinguir sentimientos y actitudes personales de, por ejemplo, refe-rencias
analíticas, eferentes del soneto. Ello exige tener un conjunto de categorías sistemáticas, tales
como Elements of writing about a literary work: A study of response to literatura.
(Elementos para escribir acerca de una obra literaria) (Purves y Rippere, 1968), que brinda una
base común para una gran cantidad de estudios. A medida en que aumenta el acento en el
proceso, se han concebido refinamientos o alternativas. Es necesario asegurar el estudio de la
relación entre los distintos aspectos de la respuesta, o los procesos de selección y síntesis con los
cuales los lectores llegan a la evocación y a la interpretación (Rosenblatt, 1985a). Los métodos
cualitativos de investigación por lo menos deberían complementar o tal vez transformarse en el
fundamento de todo método cuantitativo para evaluar las transacciones con la palabra escrita.
Los diseños experimentales que intentan tratar la evolución de la capacidad de manejar ciertos
aspectos del arte literario deberían evi-tar las metodologías y tareas experimentales que, en
cambio, sirven para evaluar las capacidades metalingüísticas eferentes. Por ejemplo, los niveles
de capacidad para elucidar una metáfora o repetir cuentos pueden no reflejar el verdadero grado
de sensibilidad o de vivencia que tiene el niño a partir de esa metáfora o de ese cuento, sino más
bien su capacidad de categorización o abstracción eferente (Verbrugge, 1979).
Esa dependencia de la instancia única para evaluar la capacidad de lectura individual comienza a
ser cuestionada actualmente y, en ese sentido, lo dicho asume particular importancia para
recordar que trata-mos con puntos en la línea continua del proceso evolutivo siempre en
movimiento. Los hábitos se adquieren y cambian con lentitud; puede ser que los efectos de un
cambio, por ejemplo, de los métodos tradi-cionales a los de respuesta para enseñar literatura, no
puedan evaluarse sin un periodo de transición entre los enfoques anteriores y la con-tinuación de
los nuevos enfoques en el tiempo.
Los lectores básicos en el pasado constituían ejemplos especialmente claros de las preguntas y los
ejercicios que tácitamente exigían una postura eferente hacia textos definidos como cuentos y
poemas. Siempre ha faltado material que sirva de ayuda al alumno para que logre asimilar y
automatizar el modo estético de relacionarse con un texto y aquí es donde se deberían analizar en
detalle la preparación para la lectura, las preguntas del maestro antes y después de la lectura, y el
modo de evaluar, ya que tienen una influencia poderosa sobre la enseñanza.
Los estudios que intentan generalizar el desarrollo de capacidades mediante la evaluación
simultánea de los diferentes niveles de eda-des presentan el problema de tomar en cuenta el factor
instrucción escolar. ¿En qué medida los cambios en la capacidad del niño de contar una historia o
de comentar sobre la gramática del cuento re-flejan la instrucción adecuada respecto del modo de
hablar de un cuento? Y del mismo modo, ¿en qué medida los cambios en el interés literario en los
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Notas
Quiero agradecer a June Carroll Birnbaum y a Roselmina Indrisano por haber leído este
manuscrito y a Nicholas Karolides y Sandra Murphy por haber leído versiones anteriores.
[1] El tomo de 1949 marca la elección de Dewey del término “transacción” para designar un
concepto presente en sus trabajos desde 1896. Mi propio uso de tal término a partir de 1950 se
aplicaba a un enfoque desarrollado desde 1938.
[2] Ya para 1981, “teoría transaccional”, “postura eferente” y “postura estética” eran moneda tan
corriente como para figurar en A Dictionary of Reading and Related Terms (Diccionario de
lectura y términos afines), siendo atribuidos a mi persona. Pero el uso a menudo confuso de los
términos me llevó a escribir Viewpoints: Transaction versus Interaction- A Terminological
Rescue Operation (1985) (Puntos de vista: Transacción versus interacción. Una operación de
rescate terminológico).
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[3] El modelo transaccional de lectura presentado aquí cubre toda la gama de similitudes y
diferencias entre lectores y entre autor y lector. Siempre en la transacción entre lector y texto, la
base para la construcción de nuevos significados y nuevas experiencias debe ser la activación del
reservorio de experiencias lingüísticas del lector. De ahí que sea aplicable a la instrucción
bilingüe y a la lectura de textos producidos en otras culturas.
[4] Literature as Exploration (La literatura como exploración) recalca el proceso de
instrucción que puede sustentarse a partir de la evocación y la respuesta personales. Las
ilustraciones de debates en el aula y los capítulos que tratan sobre ampliar el marco, sobre los
conceptos sociales básicos y sobre la emoción y la razón indican de qué manera el maestro puede
moderar democráticamente el debate y ayudar a los alumnos a crecer, no sólo en su capacidad de
manejar textos cada vez más complejos sino en su comprensión personal, social y cultural.
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(*) Texto tomado de:
TEXTOS
EN
CONTEXTO
1.
Los
procesos
de
lectura
y
escritura.
Asociación
Internacional
de
lectura
Lectura
y
Vida
1996.
Buenos
Aires.
Argentina.