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REVISTADEEDUCACION 01 Maltratoinfantil

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EL MALTRATO INFANTIL

María José Díaz-Aguado


Catedrática de Psicología de la Educación de la Facultad de Psicología de la
Universidad Complutense

Las reflexiones y resultados que en este artículo se presentan han sido elaborados a través de
una larga serie de investigaciones sobre el maltrato infantil, llevada a cabo en colaboración entre
el equipo de Psicología Preventiva la Universidad Complutense, que su autora dirige, y diversas
instituciones con responsabilidad en la protección de la infancia (Díaz-Aguado, Dir. 1995;
1996; en preparación; Díaz-Aguado, Segura y Royo, 1996; Díaz-Aguado, Martínez Arias,
Varona et al., 1996, 2000).

1.-La conceptualización del maltrato

Suele conceptualizarse actualmente el maltrato infantil como el tratamiento


extremadamente inadecuado que los adultos encargados de cuidar al niño le proporcionan y que
representa un grave obstáculo para su desarrollo, diferenciándose cinco tipos:

1) Abuso físico: cualquier acción, no accidental, llevada a cabo por un adulto encargado de
cuidar al niño, que le produce daño físico o que le sitúa en algo riesgo de sufrirlo.
2) Abuso emocional: cualquier acción, no accidental, llevada a cabo por un adulto encargado
de cuidar al niño, de naturaleza psicológicamente destructiva y que deteriora gravemente el
desarrollo psicológico del niño o que representa un grave riesgo para ello.
3) Abandono físico: persistente falta de atención a las necesidades físicas del niño
(alimentación, vestido, higiene, vigilancia médica..) por parte de los adultos encargados de
su cuidado.
4) Abandono emocional: persistente falta de atención a las necesidades psicológicas del niño
(seguridad, afecto, interacción...) por parte de los adultos encargados de su cuidado.
5) Abuso sexual: cualquier acción de tipo sexual (que transgrede los tabús existentes en la
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sociedad en este sentido) de un adulto hacia un niño.


La mayoría de las investigaciones realizadas, en este sentido, reflejan que los tipos de
maltrato anteriormente definidos pocas veces se observan de forma aislada, encontrando, por
ejemplo, que el maltrato emocional acompaña casi siempre a otras formas de maltrato (Clausen
y Crittenden, 1991; Hart, Germain y Brassard, 1987; Garbarino, Guttman y Seeley, 1986); y que
en la mayoría de los casos en los que se detecta maltrato activo suele haber también abandono
(Díaz-Aguado, Segura y Royo, 1996 ; Knudsen, 1988; Russell y Trainor, 1984).

2.-¿Por qué se produce el maltrato infantil? Del enfoque psiquiátrico al


ecológico.

Los primeros intentos de explicar el origen del maltrato adoptaban una perspectiva
psiquiátrica, tratando de encontrar como su única o principal causa alguna alteración mental de
extrema gravedad en los padres que maltratan a sus hijos. Este modelo fue abandonado ante: 1)
la complejidad y diversidad de condiciones que subyacen al maltrato, muchas de las cuales se
encuentran más allá de dichos padres; 2) y la escasa frecuencia (entre un 5% y un 10% ) con que
se observan en los padres maltratadores enfermedades psiquiátricas graves. Actualmente, existe
un amplio consenso en considerar que el maltrato surge como resultado de una interacción
problemática entre el individuo y el ambiente en el que se encuentra, así como en la necesidad
de adoptar para definir dicho ambiente una perspectiva ecológica (Belsky, 1980), que considere
su naturaleza compleja y cambiante en términos de sistemas y subsistemas que interactúan
recíprocamente y producen efectos de diversos ordenes, diferenciando entre: 1) el microsistema,
escenario de conducta inmediato en que se encuentra el sujeto; 2) el mesosistema, conjunto de
microsistemas en que se desenvuelve; 3) el exosistema, estructuras sociales que no contienen en
sí mismas al sujeto pero que influyen en los entornos específicos que sí lo contienen; 4) y el
macrosistema, conjunto de esquemas culturales del cual los niveles anteriores son
manifestaciones concretas (Bronfenbrenner, 1979).

2.1.-Características individuales

Los estudios realizados sobre las características individuales de los padres que incrementan el
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riesgo de maltrato permiten destacar, en este sentido, tres tipos de variables, sobre: 1) la
exposición a dicho problema en su infancia; 2) la inmadurez psicosocial general; 3) y
determinadas deficiencias que obstaculizan su competencia educativa, incrementando
especialmente el riesgo de abuso.
1) La transmisión intergeneracional. Existe suficiente evidencia que permite considerar a
las experiencias infantiles de maltrato como una condición de riesgo, que aumenta la
probabilidad de problemas en las relaciones posteriores , incluyendo en este sentido las que se
establecen con los propios hijos. Conviene dejar muy claro, sin embargo, que la transmisión del
maltrato no es algo inevitable . La mayoría de las personas que fueron maltratadas en su infancia
(en torno al 70%) no reproducen dicho problema con sus hijos (Kauffman y Zigler, 1989). Y el
maltrato en la vida adulta se produce también en personas que no fueron maltratadas en su
infancia. Los estudios que comparan el desarrollo de los adultos que fueron maltratados en su
infancia que no reproducen el problema con sus hijos y los que sí lo hacen (Egeland , Jacobitz y
Sroufe, 1988; Kauffman y Zigler, 1989) encuentran como principales variables compensadoras,
que disminuyen el riesgo de la transmisión: 1) el establecimiento de relaciones sociales opuestas
al maltrato, que permitan adquirir modelos internos de tipo positivo (a través de una relación de
apego segura (no maltratante) con uno de los padres, una relación afectiva estable y
satisfactoria durante la edad adulta (con una pareja no maltratante), y una relación terapéutica
eficaz); 2) la conceptualización de las experiencias de maltrato sufridas como tales,
reconociendo su inadecuación y expresando a otra(s) persona(s) las emociones que suscitaron;
así como el compromiso explícito de no reproducir con los propios hijos lo sufrido en la
infancia; 3) y el desarrollo de habilidades sociales y de afrontamiento del estrés. El riesgo de la
transmisión varía también en función de la calidad de la interacción que el individuo establece
durante la vida adulta con el ambiente que le rodea a distintos niveles (microsistema,
mesosistema, exosistema y macrosistema).
2) Edad y competencia socioemocional general. En función de los escasos resultados
obtenidos a partir del modelo psiquiátrico (Wolfe y Wolfe, 1988), los estudios que actualmente
se llevan a cabo sobre las características de los padres maltratadores invierten, con frecuencia, la
perspectiva y tratan de comprender las condiciones de riesgo analizando cuales son los
requisitos que favorecen una adecuada paternidad. En este sentido, Belsky y Vondra (1987)
analizan cuales son las condiciones óptimas que los padres pueden proporcionar a sus hijos para
favorecer su desarrollo; condiciones que resumen en torno a: 1) un cuidado atento, adecuado a
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las cambiantes necesidades de seguridad y autonomía que experimentan los niños en función de
su edad; 2) una relación afectiva cálida que les proporcione seguridad sin protegerles en exceso;
3) y una disciplina consistente, basada en el razonamiento, que induzca a los niños a respetar
ciertos límites y autocontrolar su propia conducta. Para proporcionar dichos cuidados los padres
deben tener habilidades educativas de cierta complejidad, como son las que se requieren para:
detectar cuáles son las necesidades del niño; proporcionarle experiencias que favorezcan su
desarrollo; y razonar consistentemente sobre la disciplina sin caer en el autoritarismo ni en la
negligencia. Habilidades que requieren madurez psicosocial y sentido de la responsabilidad:
"Es difícil imaginar como una persona inmadura, sin capacidad para ir más allá de su propia
perspectiva, puede tener la sensibilidad y flexibilidad necesarias para adaptarse a las
necesidades cambiantes de un niño (...) Para una paternidad adecuada se necesita
probablemente también experiencia y sentido de control sobre la propia vida y sentir que las
propias necesidades psicológicas están cubiertas. (...) la esencia de la paternidad (...) es "dar",
por eso parece razonable que los padres más competentes sean adultos maduros y
psicológicamente sanos" (Belsky y Vondra, 1987, p. 169).
En función de la perspectiva anteriormente expuesta, según la cual un adecuado desempeño de
los papeles paternales exige como condiciones necesarias: un determinado nivel de madurez
(que no se produce generalmente hasta la edad adulta), sentido de control sobre la propia vida y
un nivel suficiente de salud mental, cabe interpretar, por ejemplo: 1) el hecho de que los padres
adolescentes (por debajo de los 20 años), a los que cabe atribuir un nivel insuficiente de
madurez psicosocial, tengan más riesgo de maltratar a sus hijos que los padres de mayor edad
(Schloesser et al., 1992; Wolfe y Wolfe, 1988); 2) el hecho de que la inteligencia de los padres
(evaluada en pruebas de cociente intelectual), su competencia social y las habilidades de
afrontamiento del estrés, sean condiciones compensadoras del riesgo, que disminuyen la
probabilidad de maltrato; (Kauffman y Zigler, 1989); 3) así como la influencia negativa que los
desequilibrios emocionales y las drogodependencias de los padres tienen en su eficacia
educativa y en la calidad general de la vida familiar (Belsky y Vondra, 1989; Lacharite, 1992;
Thomas, 1990)
3) Deficiencias específicas que incrementan el riesgo de abuso. Entre las cuales se han
detectado: 1) la dificultad para interpretar la conducta del niño (Bauer y Twentyman, 1985; 2)
un nivel de activación excesivo en respuesta a los comportamientos infantiles, pero que resulta
especialmente exagerado en las situaciones difíciles o conflictivas (Wolfe, Fairbank, Kelly, y
Bradlyn, 1983; Bauer y Twentyman (1985); 3) y rechazo hacia los hijos (Bauer y Twentyman,
1985).
Para entender el proceso que deteriora la vida familiar y obstaculiza el desarrollo de los
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niños conviene considerar no sólo las características de los padres sino también las de los hijos,
así como la interacción que se produce entre ambas. También en estos últimos pueden
identificarse factores de riesgo y de protección: que influyen en la conducta de sus padres; y
que hacen al niño más o menos vulnerable a los efectos del maltrato. Entre los cuales suelen
distinguirse los siguientes:
1) Edad y género. Los análisis realizados a partir de los casos detectados por los
Servicios Sociales, reflejan que el abandono es mucho más frecuente y grave entre los niños de
menor edad. Por el contrario, los informes sobre abuso sexual y emocional se refieren sobre
todo a adolescentes. Los casos de abuso físico se distribuyen entre todas las edades; aunque la
gravedad de los daños suele ser superior entre los niños mayores. La única diferencia que se
detecta en función del género, es el riesgo superior de las niñas a ser víctimas de abuso sexual.
(Russell y Trainor, 1984; National Center on Child Abuse and Neglect, 1981; Wolfe y Wolfe,
1988).
2) Necesidades especiales. Algunos niños resultan más difíciles de atender para sus
padres que otros. Cuando dicha dificultad supera a la capacidad de los padres para responder a
ella puede ser considerada como un factor de riesgo. En los primeros estudios realizados sobre
este tema se destacaban como condiciones que aumentan la probabilidad de maltrato
determinadas características físicas del niño que pueden dificultar desde el comienzo de su vida
la relación con sus padres; como son: 1) el nacimiento prematuro; 2) el bajo peso al nacer; 3) las
enfermedades frecuentes; 4) el excesivo o insuficiente nivel de actividad (hiperactividad o
pasividad extrema); 4) y la discapacidad (Belsky, 1980).
3) Problemas de conducta. Los análisis más recientes realizados sobre este tema
destacan como las características del niño que más relevancia tienen en el riesgo de maltrato
activo determinados problemas de comportamiento, que dificultan la tarea de los padres sin
poder atribuir dicha dificultad a una característica fácil de percibir (como la enfermedad); y que
en función de los sesgos atribucionales que caracterizan a dichos padres suelen explicar como
consecuencia de la maldad intencional del niño (Wolfe y Wolfe, 1988).

2.2.-El microsistema familiar

Las observaciones realizadas en contextos familiares reflejan que el abuso infantil no es


un episodio aislado que se produzca en determinados momentos, sino el extremo de un
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profundo deterioro de la interacción familiar, que supone: 1) escasez de episodios positivos,


característica que comparte con el abandono , dato que apoya la hipótesis de que el abuso lo
implica en cierta medida; 2) alta frecuencia de conductas coercitivas para controlar la conducta
infantil (uso del castigo físico, continuas críticas , amenazas...) 3) tendencia a repetirse
crónicamente y a hacerse con ello más grave ; 4) y progresiva generalización a las diversas
relaciones que en el sistema familiar se producen (Burgess y Conger, 1978). Como reflejo de
dicha generalización cabe considerar la estrecha asociación que suele observarse entre la
utilización de la violencia con los niños y su uso entre los adultos que con ellos conviven.
Strauss et al. (1980) encontraron, en este sentido, que en el 40% de las familias (Strauss et al.
1980) en las que había abuso infantil también existía violencia contra la mujer. La mayoría de
los estudios realizados sobre mujeres maltratadas concluyen, además, que la exposición a dichas
situaciones genera en sus hijos problemas de internalización (miedo, retraimiento..) y
externalización (agresividad...) similares a los que produce el hecho de ser maltratados
directamente (Emery, 1989); y que dichos niños se encuentran, además, en alto riesgo de sufrir
abuso.
Analizando los antecedentes y las consecuencias que rodean a los episodios de maltrato
activo puede explicarse por qué tienden a repetirse y agravarse con el tiempo, siguiendo una
escalada (Vasta, 1982; Patterson, 1976; Emery, 1989), que implica dos componentes:
1) Violencia reactiva, o expresiva. Se activa a partir de estímulos aversivos procedentes
de distintas fuentes (dificultades planteadas por los niños, conflictos existentes entre los padres,
el ruido, el dolor....), y su riesgo se incrementa cuando el individuo tiene un alto nivel de
activación y carece de recursos alternativos para responder a dicha situación.
2) Violencia instrumental. Surge con frecuencia a partir del componente anterior,
debido al sentido de poder que la utilización de la violencia reactiva origina, al lograr con ella
que desaparezca momentáneamente la estimulación aversiva que la desencadena, sobre todo
cuando se carecen de otros formas más eficaces para conseguirlo y se justifica como disciplina
(Emery, 1989; Vasta, 1982; Burgess y Conger, 1978).
Aunque de forma inmediata la violencia suele eliminar la estimulación aversiva que la
desencadena, a la larga hace que aumente; aumento que cabe relacionar con el deterioro que
produce en las relaciones familiares así como en las conductas positivas que deberían emitirse
para evitar dicha estimulación.
En relación a lo anteriormente expuesto no sorprende que el riesgo de maltrato aumente
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cuando el nivel de estrés que experimentan los padres supera a su capacidad para afrontarlo
(Conger et el., 1979; Straus y Kantor, 1987). De lo cual se deduce la necesidad de incluir en los
programas preventivos componentes que contribuyan a reducir el nivel de estrés que viven las
familias de riesgo y a desarrollar en ellas habilidades adecuadas para afrontarlo.

2.3.-Más allá del microsistema familiar

Una importante fuente de estrés familiar procede de las condiciones extremas de pobreza y de
las dificultades que de ella suelen derivarse en la vivienda familiar (condiciones higiénicas, falta
de espacio, temperaturas extremas...). En función de lo cual puede explicarse por qué dichas
condiciones extremas son una condición de riesgo psico-social para las personas que en ellas se
encuentran, incluyendo en este sentido el riesgo de maltrato infantil (National Center on Child
Abuse and Neglect, 1981; Russell y Trainor, 1984; Wolfe y Wolfe, 1988;), como consecuencia
del estrés que origina la pobreza y de las menores oportunidades que implica para desarrollar
condiciones compensadoras (habilidades socio-emocionales, apoyo social, autoestima...).
Además, el contexto familiar en el que se produce el maltrato suele estar aislado de otros
sistemas sociales (parientes, vecinos, amigos, asociaciones...), situación que priva a los adultos
de un apoyo social que les: 1) permitiría reducir el estrés (tanto el que experimentan en general
como el que se deriva del cuidado de los niños); 2) y les proporcionaría la oportunidad de
mejorar su competencia educativa (Kauffman y Zigler, 1989; Belsky y Vondra, 1989; Gracia y
Musitu, 1993). Conviene recordar, sin embargo, que la mayoría de los padres que atraviesan
por dificultades económicas graves o que sufren problemas de exclusión social no maltratan a
sus hijos; y que el maltrato se produce en todas las clases sociales.
En función de lo expuesto en el párrafo anterior, resulta evidente que una de las principales
líneas de actuación para prevenir el maltrato infantil a nivel del macrosistema social es la
lucha contra la pobreza y la exclusión. En este mismo nivel de intervención es necesario
situar la necesidad de cambiar determinadas creencias existentes en nuestra sociedad que
incrementan el riesgo de maltratar a la infancia y su sustitución por otras creencias que
contribuyan a su protección. Entre las que cabe destacar, por ejemplo (Belsky, 1980; Maher,
1988; Fesbach, 1980; Consejo de Europa, 1979 ): 1) la crítica de la violencia en todas sus
manifestaciones y el desarrollo de condiciones que permitan resolver conflictos sin recurrir a
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ella; 2) la sensibilización sobre los efectos negativos del castigo físico y la eficacia de la
comunicación; 3) el desarrollo de la conciencia de los derechos de los niños y su necesidad de
protección; 4) la superación de la creencia según la cual los hijos son una propiedad de sus
padres; 5) la transformación del concepto de autoridad parental por el de responsabilidad; 6)
la superación de los estereotipos sexistas y el reconocimiento de que las tareas familiares
deben ser compartidas por ambos padres.
Como se reconoce desde el Consejo de Europa (1979), para luchar contra el maltrato
infantil es necesario combatir la idea de que el castigo físico pueda ser utilizado como un
procedimiento adecuado de disciplina, favoreciendo alternativas no violentas, basadas en la
comunicación. Para adecuar dicha intervención a la situación actual en la que se encuentra
nuestra sociedad pueden considerarse los resultados obtenidos en un reciente análisis (Juste y
Morales, 1998) sobre la Encuesta Nacional de Actitudes y Opiniones de los españoles sobre
el maltrato infantil dentro del ámbito familiar, diseñada y promovida por el Ministerio de
Trabajo y Asuntos Sociales. Y en la que se encuentra que, en general, parece haber
aumentando respecto a otras épocas la consideración del diálogo como la base más adecuada
para enseñar a los niños a respetar los límites. Aunque, todavía la creencia de que es
necesario en determinadas ocasiones "pegar a los niños" o "darles un buen bofetón para
mantener la disciplina" es aceptada por un porcentaje alarmante de personas. Claramente en
desacuerdo con la primera creencia se pronuncia el 31% de los entrevistados (para los que no
hay que pegar a los niños nunca); y respecto a la segunda el 50.7% (en desacuerdo o muy en
desacuerdo con la necesidad de dar un buen bofetón). Existen, sin embargo, importantes
diferencias en función de la edad de los entrevistados en las dos creencias anteriormente
mencionadas. La opinión mayoritaria (61.4%) entre los mayores de 25 años lleva a justificar
el castigo físico. Mientras que entre los jóvenes, menores de 25, la opinión mayoritaria (62%)
expresa su desacuerdo con dicha necesidad. Por otra parte, la justificación del castigo físico
parece estar relacionada con su uso. El 33% de los padres entrevistados reconoce haber
reaccionado ante conflictos graves: pegando una bofetada o un azote (de vez en cuando o a
menudo). Frente al 65% que manifiesta no haber reaccionado así casi nunca o nunca. La
interpretación de los datos obtenidos en esta encuesta sugiere que la población española, y
especialmente los jóvenes, rechaza en mayor grado que en épocas anteriores la educación
autoritaria y el castigo físico, pero sigue justificándolo y utilizándolo en conflictos graves
debido probablemente a la falta de alternativas eficaces para enseñar a los niños en dichas
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situaciones. Desarrollar estas alternativas es, por tanto, un objetivo básico para prevenir la
violencia en la educación familiar.

3.-Consecuencias del maltrato en el desarrollo de los niños y las niñas

La mayoría de los estudios realizados sobre este tema concluyen que aunque no existe un
perfil patológico específico asociado al maltrato o a sus distintas modalidades, los niños y niñas
maltratados suelen manifestar dos importantes alteraciones de conducta observadas con
anterioridad en otras poblaciones de riesgo (Achenbach y Edelbrock, 1983; Wolfe y Wolfe,
1988) y que suelen agruparse en torno a: 1.-una tendencia fácilmente perceptible, violenta y
antisocial, que exterioriza la tensión generando problemas a los demás; 2.-una tendencia al
aislamiento y la pasividad, caracterizada por la interiorización del conflicto, y que resulta por
tanto más difícil de percibir. Aunque las dos tendencias anteriormente expuestas no son
incompatibles, determinadas condiciones del niño (como el temperamento, el género o la edad)
pueden aumentar la predominancia de una tendencia sobre otra. La interacción entre dichas
tendencias y los estereotipos femeninos y masculinos, que se desarrolla con la edad (Kilhenhor,
1999), suele hacer más probable la exteriorización antisocial en el caso de los niños y la
interiorización en el caso de las niñas (Díaz-Aguado, Martínez Arias, Varona et al, 1996).
Para explicar la relación entre el maltrato infantil y los problemas conductuales anteriormente
mencionados conviene tener en cuenta el deterioro que produce en las tareas evolutivas básicas.
Y es que , como reconoce la psicopatología evolutiva (Cichetti, 1989), cuando el desarrollo se
produce normalmente las competencias adquiridas en los niveles básicos permiten la
adquisición de las competencias posteriores y quedan integradas en estas últimas; mientras que
las deficiencias producidas en la resolución de una determinada tarea evolutiva obstaculizan el
desarrollo de las siguientes. Los estudios realizados con niños maltratados proporcionan un
sólido respaldo a dicha hipótesis al encontrar que sus efectos dependen, en gran medida, de la
edad en que se produce y de las oportunidades que el niño tiene para resolver las tareas
evolutivas críticas a pesar del maltrato. Entre las tareas evolutivas críticas de la infancia que
suelen estar deterioradas como consecuencia del maltrato, cabe destacar : 1) el establecimiento
de los primeros vínculos, a partir de los cuales se desarrollan los modelos internos que regulan
las relaciones sociales; 2) el establecimiento de la autonomía y la motivación de eficacia (tarea
evolutiva crítica de los años escolares y preescolares) a partir de la cual se desarrolla la
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capacidad para establecer objetivos propios y esforzarse en su consecución ; 3) y el desarrollo


de la interacción con iguales (tarea evolutiva crítica de los años escolares) a partir de la cual se
adquieren las habilidades socio-emocionales más sofisticadas.

3.1.-Los modelos internos básicos y la autoestima

A través de las relaciones que los niños desarrollan desde su primera infancia, con los adultos
encargados de su cuidado, adquieren los modelos básicos a partir de los cuales aprenden lo que
se puede esperar de los demás y de uno mismo; de gran relevancia en la regulación de sus
emociones y conductas. La formación de estos modelos es una de las tareas evolutivas más
relevantes; a partir de la cual puede explicarse la relativa continuidad que suele existir entre la
calidad de las relaciones que los niños establecen desde su primera infancia y la calidad de las
relaciones que establecen en edades posteriores (Ainsworth, 1993; Bolwby, 1992; Crittenden,
1992; Díaz-Aguado, Segura y Royo, 1996; Egeland y Erickson, 1987). Para favorecer el
desarrollo de modelos internos positivos es preciso proporcionar al niño experiencias de
interacción con adultos que le ayuden a aprender: 1) a confiar en sí mismo y en los demás; 2) a
predecir, interpretar y expresar lo que sucede; 3) así como a estructurar de forma consistente su
comportamiento en relación al comportamiento de los demás. Entre las situaciones que impiden
dicho aprendizaje cabe destacar: 1.-la privación emocional, que se produce cuando los adultos
encargados de atender al niño no están psicológicamente disponibles para él; condición que si
se hace persistente es conceptualizada como abandono emocional; y que suele originar en los
niños una fuerte tendencia a la pasividad, dificultades de aprendizaje y falta de sensibilidad
social; 2.-la ausencia de relaciones estables y previsibles, ausencia que se produce cuando el
niño carece de figuras estables con las que establecer una relación de apego segura o cuando
la(s) personas encargadas de su cuidado le tratan de forma contradictoria e imprevisible,
originando indefensión e inseguridad en el niño, e impidiéndole aprender a estructurar su
conducta de forma coherente en relación a la conducta de los demás; 3.-la relación coercitiva
como esquema relacional básico, orientado al control y al dominio a través de conductas que en
sus formas más extremas implican abuso (emocional o físico), y que suele originar en el niño
una tendencia negativista y antisocial, de resistencia a los demás, en la que se reproducen
conductas agresivas, similares a las que los adultos han utilizado con él, o/y la tendencia a una
complacencia extrema, a la sumisión absoluta .
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3.2.-Logro, motivación de eficacia y orientación a tareas

Con el termino motivación de eficacia suele hacerse referencia a la motivación del niño por
ser competente, por influir en el entorno que le rodea, a la motivación intrínseca por el logro;
motivación que parece estar estrechamente relacionada con la calidad de la interacciones que
el niño establece en el sistema escolar (Harter y Zigler, 1974). El sentido de la propia eficacia
es una de las dimensiones psicológicas más importantes en la calidad de la vida de los seres
humanos, puesto que de dicho sentido depende la capacidad de orientar la conducta en
función de los propios objetivos y de esforzarse para conseguirlos con la suficiente eficacia y
persistencia como para superar los obstáculos que con frecuencia suelen encontrarse (White,
1959). Cuando los esfuerzos de dominio independiente que realiza un niño le permiten
conseguir sus objetivos y los adultos significativos para él se los alientan y reconocen de
forma consistente y adecuada, desarrolla una motivación intrínseca por la superación de las
dificultades (que se convierten en alicientes para la actividad) e interioriza los mensajes
positivos que en dichos intentos de independencia ha recibido de los demás. Todo ello hace
que el niño desarrolle su capacidad de autonomía , la curiosidad, el deseo de aprender por sí
mismo y la motivación de logro, y que se enfrente a las dificultades con seguridad y eficacia
(Harter, 1978). Se produce el proceso contrario al anteriormente descrito cuando los
resultados que un niño obtiene en los intentos de dominio independiente suelen ser negativos
o cuando los adultos le manifiestan rechazo hacia dichos intentos o los inhiben. Condiciones
que hacen que el niño no desarrolle su autonomía , tenga problemas para tomar decisiones y
responda ante las dificultades con ansiedad e ineficacia, al anticipar resultados negativos y
carecer de pautas adecuadas para controlar su propia conducta de forma autónoma. Como
consecuencia de dicho proceso, el niño suele ser en dichas situaciones muy dependiente de la
aprobación de los demás (Harter, 1978; Cichetti y Beeghly, 1987; Aber y Allen, 1989). La
capacidad para relacionarse con nuevos adultos y la motivación de eficacia son componentes
básicos de la capacidad de adaptación más allá del microsistema familiar; y resultan
especialmente relevantes para la competencia escolar (Cichetti et al., 1987) . Hasta el punto
de poderlos considerar como una de las principales causas de las dificultades de aprendizaje
que suelen producirse en determinados alumnos, entre los que se encuentran los niños
maltratados y también, aunque en menor grado, los alumnos procedentes de entornos en
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desventaja socio-cultural (Aber y Allen, 1987; Harter y Zigler, 1974; Díaz-Aguado, Martínez
Arias, Martínez y Andrés, 2000)

3.3.-Interacción con los compañeros y desarrollo de la competencia social

Con los adultos se produce el primer tipo de relación como consecuencia del cual se adquiere
la seguridad o inseguridad básica. Los compañeros comienzan a influir en el desarrollo un poco
después y a través de complejas interacciones estimulan el desarrollo de las habilidades sociales
más sofisticadas necesarias para un adecuado desempeño del papel adulto (cooperar, negociar ,
intercambiar, competir, defenderse, crear normas, cuestionar lo que es injusto...). Con los
iguales se aprende un importante principio social que difícilmente pueden enseñar los adultos: la
estrecha reciprocidad que caracteriza a la mayoría de las relaciones sociales. Condición que
permite aprender a negociar y transformar los vínculos y contextos sociales (Díaz-Aguado,
1986; 1995). Hay , sin embargo, situaciones en las que el grupo de iguales no cumple
adecuadamente las funciones anteriormente expuestas: 1) cuando no existen suficientes
oportunidades para interactuar con ellos; 2) cuando se comienza a interactuar con iguales sin
haber adquirido las competencia necesaria para establecer relaciones simétricas; 3) o cuando las
relaciones entre iguales sustituyen a las relaciones con los adultos (por carecer el niño de
oportunidades adecuadas en este sentido).
Pueden diferenciarse dos perspectivas en las investigaciones sobre el desarrollo de las
relaciones con los compañeros en los niños maltratados. La mayoría de los estudios postulan y
encuentran continuidad entre ambas relaciones (Díaz-Aguado, Segura y Royo, 1996; George y
Main, 1979; Main y George, 1985), que suelen explicar como consecuencia de los modelos
internos adquiridos como consecuencia del maltrato. En otros estudios, por el contrario, se
plantea una relativa independencia de ambas relaciones (Lewis y Schaeffer, 1981); así como la
posibilidad de que el niño maltratado pueda compensar con sus compañeros la privación que ha
sufrido con sus padres (Jacobson, Tianen, Wille y Aytch, 1986). Uno de los resultados más
significativos obtenidos en estos estudios es que los niños que han sufrido maltrato físico activo
responden al sufrimiento de otro niño de forma agresiva; situación en la que los niños no
maltratados responden con conductas prosociales (Main y George , 1985; Howes y Eldredge
(1985) . Diferencias que algunos autores interpretan como reflejo de la tendencia de los niños
maltratados a reproducir el modelo de relación que mantienen con sus padres y el primer
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indicador de la transmisión intergeneracional del maltrato.

4.-Detección de niños y niñas en situación de riesgo desde la escuela

Los profesionales que trabajan en la escuela se encuentran en una posición privilegiada


para detectar algunos de los problemas que suelen manifestar los niños maltratados, debido a: 1)
que generalmente pueden observarles diariamente y a lo largo, como mínimo, de un curso
escolar; 2) la posibilidad de comparar su conducta con la de otros niños y niñas de la misma
edad y contexto socio-cultural; 3) y el tipo de interacción que tienen con ellos y sus familias.
Los estudios realizados, en este sentido, reflejan sin embargo que la mayoría de los
profesionales que trabajan en la escuela tienen serias dudas para inferir a partir de lo que
observan que un niño está siendo maltratado, en función de lo cual puede explicarse por qué con
frecuencia no informan de los casos de riesgo que detectan a partir de sus observaciones, debido
al miedo a equivocarse y a las posibles consecuencias negativas que anticipan de dicho error
(Abrahams et al., 1992; McIntyre, 1987; Zellman, 1990). En una investigación (Abrahams,
Casey y Daro, 1992), llevada a cabo en Estados Unidos a nivel nacional con una muestra de 568
profesores por iniciativa del Comité para la Prevención del Abuso Infantil (N.C.P.C.A.), sobre
los conocimientos, actitudes y creencias existentes en relación a este tema, se concluye que la
mayoría de los profesores consideran que la información que tienen sobre el abuso infantil es
insuficiente, por lo que a veces no informan de los casos en los que observan indicios. Y
destacan como principales obstáculos para ello: 1) la inseguridad y falta de información sobre
cómo comunicar lo que observan; 2) las posibles consecuencias legales que podría tener el
hecho de equivocarse; 3) así como el deterioro de las relaciones entre los padres y el niño que
podría producirse.
Con el objetivo de superar los obstáculos anteriormente expuestos, se puso en marcha en 1989
el Programa de Apoyo Escolar para la Protección de la Infancia de la Comunidad de Madrid,
pionero en este campo. Este programa trabaja desde entonces para detectar lo antes posible, a
través de la percepción del profesor/a, a los niños y niñas que pueden estar en una situación de
riesgo, y poder protegerles antes de que su situación siga deteriorándose. La colaboración entre
dicho Programa y el equipo de Psicología Preventiva de la Universidad Complutense ha
permitido desarrollar dos instrumentos destinados a la detección de los casos de riesgo. La
primera de estas investigaciones, (Díaz-Aguado, Martínez Arias, Varona, et al., 1996), basada
14

en el estudio de 1744 casos (525 de riesgo y 1219 de contraste) permitió validar un instrumento
para niños y niñas de 6 a 16 años, compuesto por 80 elementos, que de acuerdo a la validación
factorial realizada se agrupan en cuatro dimensiones: 1) maltrato activo; 2) negligencia; 3)
problemas emocionales de internalización; 4) y problemas de externalización o conducta
antisocial. La segunda investigación, (Díaz-Aguado, Martínez Arias, Varona, et al., 2000),
basada en el estudio de 1251 casos (253 de riesgo y 998 de contraste), ha permitido validar un
instrumento para detectar a niños y niñas de 3 a 6 años, a través de un cuestionario compuesto
de 90 elementos, que se agrupan en cinco factores: 1) conductas agresivas y antisociales; 2)
apatía, evitación social y dificultades para aprender; 3) abandono, negligencia; 4) conductas
autodestructivas e indicadores de abuso en sus formas más graves; 5) relación coercitiva y/o de
rechazo de los padres. A partir de dichas investigaciones se extraen las siguientes conclusiones
sobre las condiciones de riesgo y su detección a través de la percepción del profesor/a:
1.-En los dos grupos de edad estudiados, el profesorado detecta con precisión dos tipos de
alteraciones comportamentales que coinciden con los problemas de internalización y de
externalización observados en investigaciones anteriores (Achebach y Edelbrock, 1983;
Wolfe y Wolfe, 1988); y que reflejan ausencia de competencias necesarias para el desarrollo;
que deben ser, por tanto, favorecidas a través de la educación. Objetivo que puede facilitarse
a través de un diagnóstico precoz.
2.-El abandono es entre los 3 y los 6 años, una situación mucho más grave y específica que
en edades posteriores, debido a la imposibilidad de que los propios niños puedan
compensarlo. Por otra parte, para explicar por qué el abandono en la primera infancia
aumenta el riesgo de sufrir abuso en edades posteriores, hay que tener en cuenta, como
observa Crittenden (1996), que los adultos que manifiestan una pasividad extrema hacia sus
hijos pequeños suelen emitir con el tiempo conductas cada vez más negativas hacia ellos.
3.-Las conductas antisociales son percibidas con gran precisión y especificad desde la
educación infantil. Resultado que concuerda con los obtenidos en otros estudios sobre los
orígenes de dicho problema en esta temprana edad, desde la cual el profesorado percibe en
los niños más problemas de externalización que en las niñas. Problemas que suelen estar
relacionados con una relación familiar coercitiva; y que con el paso del tiempo pueden
agravarse dando origen al abuso detectado en edades posteriores (6-16). Para prevenirlo es
necesario ayudar a dichas familias a desarrollar esquemas de relación más positivos,
siguiendo las pautas que se describen más adelante.
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4.-Como cabía esperar, las diferencias de género son a los 3-6 años menos significativas
que las observadas entre los 6-16 años, probablemente debido a que, el impacto de los
estereotipos sexistas de los que dependen dichas diferencias aumenta con la edad.
5.-A diferencia de lo que sucede en edades posteriores (6-16), los niños de 3-6 presentan
más problemas de internalización (pasividad, evitación) que las niñas. ¿Por qué el sentido
de estas diferencias se invierte con el paso del tiempo? Aunque es difícil contestar con
precisión a esta pregunta, cabe relacionar dichas diferencias, como sugiere Filkenhor (1999),
con la eficacia de las distintas estrategias de afrontamiento del estrés en función de la edad y
del género, según lo cual el estereotipo femenino podría coincidir con lo que se espera de los
niños pequeños (a los que se permite llorar y pedir ayuda a los adultos más que en edades
posteriores); representando así una condición protectora contra los problemas de
internalización en las niñas que asisten a la escuela infantil, pero incrementando la
probabilidad de que sufran dichos problemas en edades posteriores (Golombock y Fivush,
1994) cuando se dan otras condiciones de riesgo, como es la exposición al maltrato.
6.-La situación de riesgo en la que se encuentran las niñas entre los 6 y los 16 años parece
ser menos visible para el profesorado; probablemente debido a su menor tendencia a la
externalización. Tendencia que podría estar relacionada con el hecho de que las niñas tengan
menos riesgo de sufrir situaciones de gravedad media (que parecen ser las más visibles y
afectar en mayor grado a la adaptación escolar), pero más riesgo de sufrir situaciones de
máxima gravedad, entre las que se incluye el abuso sexual y la explotación, a las que tienden
a responder con trastornos de internalización. Conviene tener en cuenta, en este sentido, la
necesidad de prestar una especial atención a estos casos menos visibles, pero que tienden a
convertirse en los más graves.

5.-Pautas para reducir el riesgo de maltrato infantil y sus consecuencias

En función de lo anteriormente expuesto se deduce que para prevenir el maltrato infantil y


curar a los niños y a las niñas que lo han sufrido de sus destructivos efectos, conviene situar la
intervención a distintos niveles (en el macrosistema social, en el microsistema familiar y su
relación con el resto de la sociedad, en el microsistema escolar, en los adultos con riesgo de
maltrato, en los niños y niñas maltratados/as...), orientándola en torno a los siguientes objetivos:
1.-Desarrollar la conciencia de los derechos de los niños y las niñas y su necesidad de
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protección, incluyendo en este sentido la necesidad de sustituir el castigo violento por otras
formas alternativas de disciplina, basadas en la comunicación, que les enseñen a respetar ciertos
límites y controlar su propia conducta.
2.-Erradicar las condiciones de pobreza y exclusión social en las que viven determinadas
familias, condiciones que incrementan el riesgo de maltrato infantil y que tienden, además, a ser
transmitidas de generación en generación. La superación de estos dos graves problemas de
nuestra sociedad debe también ser planteada a múltiples niveles, incluyendo entre ellos el
desarrollo de nuevos esquemas de comunicación entre la escuela y las familias de riesgo; que
permitan a dichas familias acercarse a la escuela sin temor, para colaborar en lo que debe ser
percibido como un objetivo compartido: la mejora de la calidad de la vida de las personas que
interactúan en el proceso educativo (niños y niñas, padres y madres, profesores/as...) .
3.-Mejorar la capacidad educativa de los padres y las madres, de forma que puedan
garantizar las tres condiciones básicas de las que depende la calidad de la educación familiar: 1)
un cuidado atento, adecuado a las cambiantes necesidades de seguridad y autonomía que
experimentan los niños con la edad; 2) una relación afectiva cálida, que les proporcione
seguridad sin protegerles en exceso; 3) y una disciplina consistente, sin caer en el autoritarismo
ni en la negligencia, que ayude a los hijos a respetar ciertos límites y aprender a controlar su
propia conducta. Para ello, los adultos necesitan aprender habilidades de comunicación, de
interpretación de la conducta del niño/a y de diseño o selección de situaciones educativas.
4.-Mejorar la calidad de la vida familiar, promoviendo actividades y rutinas que
incrementen las oportunidades de realizar juntos actividades gratificantes, en las que tanto los
adultos como los niños puedan compartir episodios positivos (en situaciones relajadas, no
conflictivas), y disfrutar conjuntamente.
5.-Desarrollar alternativas a la violencia reactiva y a la violencia instrumental, tanto en los
individuos, en forma de habilidades, como en el microsistema familiar, en forma de contextos y
rutinas, a través de las cuales puedan expresarse las tensiones y resolverse los conflictos (a
través de la comunicación, la negociación, la mediación...) de forma constructiva.
6.-Enseñar a rechazar la violencia, para lo cual los adultos deben renunciar a utilizarla entre
ellos o con aquellos a los que se supone deben educar. Lo cual es, por otra parte, incompatible
con la permisividad, con la tendencia a mirar para otro lado cuando el niño utiliza la violencia.
Situaciones en las que es preciso emplear procedimientos de disciplina que cumplan las
condiciones que se mencionan a continuación.
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7.- Enseñar a respetar límites a través de procedimientos no violentos, alternativos a los


esquemas coercitivos detectados como condición de riesgo. Para lo cual conviene que: 1) las
normas estén definidas con coherencia y precisión y que los adultos se comporten de acuerdo
con lo que exigen a los niños; 2) estimular la participación de los hijos en la definición de las
normas y en la decisión de qué hay que hacer cuando no se respetan; 3) ayudar a que el niño
entienda las consecuencias negativas que tiene su conducta inadecuada, a que se ponga en el
lugar de las personas a las que ha podido dañar, se arrepienta, intente reparar el daño originado y
desarrolle alternativas constructivas para no volver a recurrir a dicha conducta en situaciones
similares. La eficacia educativa de la disciplina mejora cuando estos tres componentes
(cognitivo, emocional y conductual) son integrados con coherencia dentro de un proceso global.
8.-Desarrollar condiciones protectoras que ayuden a romper el círculo del maltrato, el que
se ha podido sufrir en el pasado o se pueda sufrir en el futuro, promoviendo relaciones basadas
en el respeto mutuo, a través de las cuales construir un modelo positivo de uno mismo y de los
demás, incorporando en la propia identidad el compromiso de no maltratar a nadie, y
desarrollando habilidades de afrontamiento emocional y de resolución de conflictos sociales.
9) Proporcionar a los niños y niñas que han desarrollado modelos básicos negativos,
experiencias de interacción con adultos que tengan una adecuada disponibilidad psicológica,
con los cuales puedan aprender: a confiar en sí mismos y en los demás, a predecir, interpretar y
expresar sus emociones, así como a estructurar de forma consistente su comportamiento en
relación al comportamiento de otras personas. Para lo cual, con frecuencia suele ser preciso,
establecer un contexto protegido en el que puedan expresar sus dificultades sin miedo ni
ansiedad y obtener la ayuda necesaria para conceptualizar adecuadamente el maltrato, superando
los fuertes sentimientos de culpabilidad e infravaloración que con frecuencia origina.
10) Enseñar a los niños y niñas maltratados a orientar la conducta hacia la consecución de
objetivos constructivos, ayudándoles a: plantearse objetivos realistas; poner en marcha acciones
adecuadas para conseguirlos; esforzarse superando los obstáculos que pueden aparecer; y
reconocer el progreso de forma optimista aunque los resultados estén todavía lejos de los
deseados. Para ayudar a afrontar el éxito y el fracaso conviene que los adultos cuiden los
mensajes que dan al niño en dichas situaciones, de forma que resulten positivos y alentadores y
enseñen a relativizar ambos resultados.
11) Prevenir la exclusión social de los niños maltratados, ayudándoles a establecer
relaciones adecuadas con sus compañeros, en las que aprender a colaborar y negociar los
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vínculos sociales; y conseguir amigos, una de las principales fuentes de apoyo emocional que
los niños encuentran en la escuela. Para lo cual conviene enseñarles a ponerse en el lugar de los
demás, colaborar desde un estatus de igualdad, expresar aceptación y reducir las frecuentes
conductas de rechazo que suelen expresar.

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