Origen - Pablo Poveda
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Origen - Pablo Poveda
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Pablo Poveda
Origen
Don - 8
ePub r1.0
Titivillus 13-09-2019
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Título original: Origen
Pablo Poveda, 2019
Diseño portada: Pedro Tarancón
Corrección de texto: Ana Vacarasu
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A ti por leerme,
A quienes me seguís apoyando para que esto sea posible,
A Ana y Pedro por su labor indispensable.
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Su vida representaba todo eso que siempre había deseado: éxito, fama y
control. Tal vez su infancia no hubiera sido la más tranquila, pero ni siquiera
los demonios elegían nacer en el averno. Lo demás era su responsabilidad.
Abandonó las sábanas de la cama del dormitorio y se acercó a la ventana,
con el torso desnudo. El apartamento todavía olía a nuevo. Estaba recién
estrenado y apenas llevaba unas semanas viviendo allí. Había esperado al
momento oportuno para invertir en su primera propiedad. Una bonita vivienda
de sesenta metros cuadrados en pleno corazón de uno de los barrios más caros
de la ciudad. Era un piso perfecto para un hombre como él. Podría haberse
comprado uno más grande, pero no lo necesitaba. Creía en la utilidad del
espacio, en el concepto zen de los objetos y detestaba despilfarrar el dinero en
algo que no iba a amortizar. El equilibrio siempre había sido su medida
perfecta.
La suerte le sonreía, aunque era consciente de que, todo lo que tenía a su
alrededor, lo había conseguido con esfuerzo y dedicación.
Caminó descalzo hasta el cuarto de baño y se miró al espejo.
La imagen de un hombre hecho a sí mismo, algo cansado a causa del
trabajo, pero imponente.
Disfrutó de lo que veía, aunque decidió no darle demasiada importancia.
Ricardo Donoso había dedicado muchas horas en esculpir un cuerpo casi
perfecto, musculoso, limpio de arañazos o cicatrices del pasado. Lucía un
pectoral definido y ancho, unos abdominales propios de revista y unos bíceps
fuertes y capaces de soportar un gran peso. El trapecio formaba un triángulo
tras su cuello, dándole el aspecto de un gladiador grecorromano. Donoso no
seguía dietas estrictas, ni tampoco se preocupaba en exceso por el tamaño de
su cuerpo. Simplemente, lo necesitaba. Había encontrado en el ejercicio
físico, la válvula de escape a todo el estrés que acumulaba del día a día.
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Ser el jefe y propietario de un importante estudio de arquitectura en
Madrid, no era la profesión más relajada.
Comprobó que sus oscuras pupilas tenían buen color y se meció el
ondulado cabello hacia atrás. Después se acarició el mentón. La barba oscura
crecía lentamente, pero decidió afeitarse después de la ducha.
En ropa interior, abandonó el cuarto de baño, que estaba dentro del
dormitorio, y caminó hacia el salón. Sintió la calidez del suelo de madera bajo
sus pies.
Los primeros rayos de sol de la mañana entraban por la cristalera e
iluminaban el salón. Al arquitecto le gustaba la sensación de comenzar el día
a la vez que el sol. El amplio salón estaba unido a la cocina, dejando así una
sensación de amplitud en el apartamento.
Encendió el estéreo y buscó un compacto de Wagner entre los discos que
ocupaban una de las baldas de la pared. Sacó el disco y lo colocó sobre el
lector.
Subió el volumen y se tumbó en el suelo, junto a una de las cristaleras.
Las primeras notas de la Sinfonía en do mayor de Wagner salieron con
fuerza por los altavoces. Donoso estiró los músculos, tomó una fuerte
respiración para llenar los pulmones y dio comienzo a su rutina diaria de
ejercicios: series de abdominales, sentadillas, flexiones de todo tipo… La
música se apoderó del cuarto. Era un chute de energía. El sudor emanaba de
su piel. El dolor le ayudaba a recordar que este también formaba parte de la
naturaleza del ser humano. Ricardo se concentraba en repetir los ejercicios
hasta llegar al final.
Al acabar la sesión, sintió el cuerpo hinchado y caliente. El corazón le
latía con fuerza, haciéndole notar el pulso de la sangre en la cabeza. Volvió a
respirar, esta vez de un modo más placentero. Para él, solo dos cosas
producían el mismo placer que un orgasmo sexual.
Una de ellas era el ejercicio físico.
La otra, hacía un tiempo que se había prohibido pensar en ella.
El agua salía helada por la alcachofa de la ducha, pero Don no sentía nada.
Llevaba años haciéndolo así. Para él, la mayoría de las personas buscaba el
modo de adaptar el entorno a sus comodidades, en lugar de hacerlo al revés.
Eso solo hacía a las personas más débiles en un entorno en el que todas,
incluso él, estaban allí para sobrevivir.
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Una vez limpio y aseado, eligió uno de los trajes que tenía en el armario.
Optó por uno azul marino, hecho a medida en una sastrería inglesa de Notting
Hill, un año atrás, en uno de sus viajes de negocios. Pagar por ese tipo de
lujos, merecía a menudo la pena. Su imagen ganaba, las primeras
impresiones, el cómo le recordaran más tarde. Todo formaba parte de una
percepción perfecta que debía permanecer en la retina, más allá del encuentro.
Los pequeños detalles marcaban la diferencia en un entorno hostil en el que
todos creían ser únicos.
Mientras se colocaba los gemelos de la camisa, pensó en su madre. Ella
jamás hubiera permitido que se gastara tanto dinero en una prenda de vestir,
aunque no estaba del todo convencido de que, en caso de seguir viva, hubiera
permanecido firme a sus ideales. Las personas cambiaban a menudo, de
aspecto, de forma de pensar. Por eso no solía creer en lo que decían.
Ricardo nunca llegó a conocer a su madre en profundidad. Esa era una de
las pocas cosas que echaba de menos de su pasado.
Casi listo y con el nudo de la corbata ajustado al cuello, apagó el estéreo y
se dirigió a la cocina. Eran las siete de la mañana. La oficina no comenzaba a
funcionar hasta las ocho y media, pero a él le gustaba ser el primero. Para ser
respetado en su propio feudo, debía dar ejemplo de excelencia.
Encendió la máquina de café instantáneo, introdujo una cápsula y pulsó el
botón. El café cayó sobre la taza en cuestión de segundos. Otra comodidad
innecesaria, pensó, pero aquel invento se había convertido en parte de su
ritual matinal y ahora no podía vivir sin él.
Era pequeño, tenía un bonito diseño y le ahorraba tiempo.
Disfrutó del café, buscó su teléfono móvil y comprobó la bandeja de
entrada del correo electrónico. El último correo era de Silvia Cabezo, la
secretaria del estudio, recordándole que esa misma mañana se reuniría con los
inversores del Proyecto Madrid, un ambicioso complejo de oficinas en el
paseo de la Castellana que llevaría la marca del estudio a un nuevo eslabón,
dándole más reconocimiento internacional y que abonaría una gran cantidad
de dinero a las arcas de la empresa. Pero todavía no estaba resuelto. Donoso
sabía cómo funcionaban aquellas cosas. Lo había visto antes de ser el dueño
de su propio estudio y, por esa razón, no le preocupaba. El resto de
correspondencia estaba relacionada con otros proyectos o con reuniones con
clientes. Nada que no se pudiera resolver más tarde, pensó y bloqueó el
dispositivo. Después comprobó la hora en su reloj suizo, terminó el café de un
trago y abandonó el apartamento dejando un rastro de colonia tras su paso.
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Caminó por la calle Juan Bravo hacia el aparcamiento privado en el que
guardaba su reluciente Audi A8 de color negro. Las aceras se llenaban de vida
a esa hora de la mañana, de personas que acudían a sus puestos de trabajo, la
mayoría vestidas de traje y con semblante más serio de lo habitual.
Por el rabillo del ojo, notaba cómo algunas mujeres lo miraban al cruzarse
con él. Estaba acostumbrado. Tal vez fuera la altura, su penetrante mirada o
esa presencia magnética que desprendía al moverse. Donoso era hermético y
eso atraía. Sin embargo, las mujeres no eran su objeto de deseo primordial. Le
gustaba dormir con ellas, disfrutar en la cama, pero no se sentía atraído por
los juegos emocionales. Más bien, los detestaba, e imponía su marco
dominante al iniciar una conversación.
Para él todo tenía una explicación, menos aquello.
Ricardo no entendía el amor.
Lo consideraba una dependencia innecesaria y una pérdida de tiempo, una
esclavitud hacia la otra persona. Estaba convencido de que la industria
televisiva y las agencias de publicidad le habían lavado el cerebro a la
sociedad con tanta propaganda. No lograba entender cómo alguien podía
llegar a cometer semejantes estupideces por otra persona. Pero, para él, no
todo en la vida merecía su tiempo para ser comprendido.
Al pasar por delante de un quiosco, se detuvo ante las portadas de los
diarios que se apilaban en la ventana del puesto.
La piel se le erizó al fijarse en uno de los titulares.
El Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo daba la razón
a una conocida terrorista, en su recurso contra la doctrina Parot. Encogió las
facciones.
Las tripas se le removieron y un fuerte calor emanó de su cuerpo.
Pensativo, apretó los puños y cerró los ojos. Buscó ese punto blanco
mental que las prácticas orientales de meditación le habían enseñado para
calmar sus nervios. Después exhaló.
Agarró el ejemplar y pagó al propietario del establecimiento. Después
caminó unos metros y abrió el diario en medio de la calle.
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El pulso se le aceleró. Agitó la cabeza para deshacerse de los
pensamientos, dobló el diario y lo dejó en una papelera. No le convenía
arrancar el día con mal humor, pero se había dejado sugestionar por la noticia.
Ahora estaba nervioso, afectado.
«Solo alguien como yo se enfadaría de este modo por algo así».
Donoso no entendía nada y seguía alimentando su agitación.
«Toda la vida escondiéndome por ser un monstruo, mientras las
verdaderas bestias son puestas en libertad», pensó en silencio mordiéndose el
labio inferior.
Se sintió decepcionado, consigo mismo, con el concepto de justicia y no
podía dejar de pensar en ello.
Tal vez, no hubiera debido comprar ese diario, ni leer aquel titular.
La chispa había prendido la mecha de sus sentimientos, reavivando una
peligrosa emoción aletargada.
Una sensación que creía olvidada, perteneciente a otra época pero que,
tarde o temprano, como la soledad, la ira o el dolor, acabaría por experimentar
de nuevo.
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Ruiz de Sopena, un inversor español que había hecho fortuna, años atrás, en
el mundo de las finanzas.
Se habían conocido en el jardín del Hotel Miguel Ángel, en uno de los
muchos eventos en los que la clase política, los reyes de las finanzas y los
empresarios más importantes del país se reunían para hablar, beber, reír y
establecer nuevos contactos. Ella no tuvo reparo en presentarse al arquitecto,
al cual había marcado con su ojo desde los primeros minutos de la noche. Una
velada fructífera a la que Donoso fue acompañado de Priscila, una hermosa y
joven modelo mexicana con la que entonces se veía, pero que no llegó a más.
Los cócteles relajaron la conversación y Donoso, sin ningún tipo de
reparo, le pidió a la galerista que le presentara a su marido. Esa noche,
consiguió la palabra de un hombre que, meses más tarde, lo incluiría en el
ambicioso proyecto de oficinas.
Para entonces, a Donoso y a Verónica Sagasta no les unía más que una
relación de deseo prohibido, además del interés del arquitecto por conocer la
opinión de su esposo acerca del famoso Proyecto Madrid. A pesar de la
sensualidad de la mujer y la insistencia en reunirse a solas para tomar una
copa, el arquitecto no estaba dispuesto a cruzar ciertas líneas rojas, si no era
súbitamente necesario.
«Voy a comer en El Paraguas a las 15 con una amiga. Café a las 16:30 en
el 1912».
Don sonrió de nuevo y se rascó el mentón.
Le resultó graciosa la insistencia de esa mujer, que parecía ser la clase de
persona que hacía todo lo contrario a lo que se esperaba de ella, y se preguntó
si tendría un doble interés.
A Verónica le gustaba jugar, por eso era una buena mercader, capaz de
vender obras sin ningún valor por grandiosas sumas de dinero. Las malas
lenguas hablaban de fraude, de falsificaciones y de especulación, pero
Donoso prefería no interferir en los asuntos privados que no le afectaran a él.
Era el néctar de esa mujer y lo expandía por todas las áreas de su vida.
Probablemente, caviló el arquitecto, no estaba acostumbrada a que le llevaran
la contraria, ni a recibir una negativa por respuesta.
Volvió a leer el contenido del mensaje. La frase daba pie a diferentes
interpretaciones. Una afirmación, nada más. Un mensaje propio de telegrama.
Había sido enviado desde su número personal, lo cual indicaba que no tenía
ningún pudor en ocultarle sus coqueteos al marido. Puede que este ni siquiera
estuviera interesado en lo que su señora hacía cuando él no estaba con ella, ya
que él también guardaría sus propios secretos.
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La cola del tráfico comenzó a moverse. Los vehículos volvieron al cauce
de la carretera. Donoso puso primera y aceleró con suavidad. Sospechó que
Sagasta sería consciente de la agenda de su esposo y que, probablemente,
antes de su encuentro en el restaurante, el arquitecto y él se reunirían en el
estudio.
Esa mujer era aguda en todos los sentidos, pensó, así que decidió
responder con silencio. Después de todo, hasta que lo hiciera, como en una
partida de ajedrez, seguiría teniendo la última palabra.
Abandonó la vía de varios carriles para tomar la salida que lo dirigía a las
inmediaciones del estudio. Había invertido una gran cantidad de dinero en
levantar el edificio. Para él, era casi como su segunda vivienda. Cansado de
vagar por los locales del centro de la ciudad, apartamentos y bajos
comerciales convertidos en espacios de trabajo asépticos o en modestas
oficinas que no transmitían nada, su visión lo llevó más allá de lo que un
estudio de arquitectura se limitaba a hacer. Donoso había ansiado ser grande,
llevar su marca a lo más alto, y para ello necesitaba que la experiencia, tanto
del cliente, como la del propio empleado, fuera única, desde el momento en el
que se cruzaba la puerta de su castillo hasta que se abandonaba. Y así lo había
diseñado.
Una gran explanada de asfalto, delimitada por un parque de pinos y
césped, formaba el aparcamiento del estudio. El lugar podía albergar más
vehículos de los que realmente acogía, pero la sensación vacía del recinto
otorgaba, al edificio que tenía delante, un aura de tranquilidad.
Aparcó en su plaza, alejada de los seis coches que había en el otro
extremo.
Oyó el crujir de los neumáticos sobre la grava y apagó el motor del sedán.
Después abrió la puerta. El fresco matinal lo recibió de golpe y la brisa
despeinó su flequillo ondulado hacia un lado.
Frente a sus ojos, el magnánimo estudio de dos plantas, monocolor,
blanco y minimalista.
En la entrada, una enorme puerta de cristal automática daba paso al
vestíbulo, en el que se encontraba la recepción, un salón de espera con varios
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sofás y un ascensor que llevaba al piso superior. El segundo nivel, acristalado
por los cuatro costados, daba lugar a la zona de trabajo del estudio.
Una amplia planta diáfana, futurista, que albergaba una pequeña cocina
para los empleados, un espacio abierto donde los empleados trabajaban, un
escritorio para la secretaria y una sala de juntas cerrada e insonorizada. Un
detalle que daba confianza a los clientes que visitaban la firma, a pesar de que
Donoso tuviera la sala llena de micrófonos inalámbricos conectados a su
ordenador personal.
Tanto dentro como fuera, todo lo que ocurriera allí, estaba bajo su
vigilancia.
Finalmente, a un costado del piso y con vistas al aparcamiento, se
encontraba situada la sala de cristal, el despacho de Ricardo Donoso: una
oficina de veinte metros cuadrados, con vistas al exterior, y separada del resto
por tres paredes de cristal grueso que silenciaban todo ruido que se produjera
dentro del despacho. Así, el arquitecto transmitía transparencia a sus
empleados, a la vez que podía controlar cada uno de sus movimientos sin
levantarse de la silla.
Cada detalle había sido pensado y elegido conforme a una finalidad.
Donoso estaba obsesionado por el control absoluto, por la perfección del
diseño y aquel edificio era la muestra de ello.
Con el maletín en la mano, cruzó la entrada. Escuchó el eco de sus
zapatos sobre el mármol blanco y brillante que el personal de limpieza había
dejado impoluto.
—Buenos días, señorita Álvarez —dijo con voz grave y seria a Marian, la
joven recepcionista que hacía esfuerzos por ganarse la simpatía del ricachón.
Nerviosa, pestañeó y le regaló una sonrisa de la que, segundos más tarde,
se avergonzaría.
—Buenos días, señor Donoso.
El arquitecto caminó en línea recta con paso lento hacia el ascensor,
cuando percibió un detalle. Dada su altura, podía ver lo que la joven Marian
tenía tras el mostrador. Se detuvo y notó, sin llegar a encontrarse con sus ojos,
cómo ella lo miraba con miedo. Después se giró bruscamente y se acercó a la
recepción. Las manos de la joven temblaban como un flan.
Donoso señaló a un café para llevar junto a una bolsa de papel de una
conocida franquicia de café. Del interior, sobresalía una galleta redonda con
pepitas de chocolate. Entendió que era su desayuno.
Esperó unos segundos. Respiró con calma y expandió su presencia. La
chica aguardaba expectante a lo que tuviera que comentar. El silencio solo
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generaba más incomodidad para ella.
—Dígame una cosa, señorita Álvarez… —dijo y volvió a hinchar los
pulmones—. ¿Le cuesta llegar puntual a la oficina?
No supo qué decir. No esperaba una pregunta así por su parte. Nunca
había llegado tarde, al menos, más tarde que él.
—No, señor.
—¿Cuánto tiempo necesita para llegar al estudio?
Marian miró a ambos lados mientras decidía si mentir o contarle la
verdad. Pese a su frialdad, lo último que deseaba era aleccionarla. Donoso no
olvidaba, recordaba de dónde procedía y lo difícil que era ganarse el respeto
de quien te pagaba. Marian no le había decepcionado nunca. Aunque fuera
insegura, en algunas ocasiones, a la hora de tomar decisiones, era capaz de
ponerse en sus zapatos.
—Media hora… —dijo con timidez, buscando un halo de certeza que no
logró manifestar. El arquitecto sabía que no era cierto.
Él mismo había revisado su currículo personal.
—Ya.
—¿Ocurre algo? —preguntó y miró al café que ocultaba bajo el
mostrador.
—A partir de ahora, entre treinta minutos más tarde, a las ocho y media
—ordenó mirándola fijamente. Sus palabras parecían penetrar en las pupilas
de la joven como hierro incandescente. Podía leer sus pensamientos y también
sabía que ella se sentía atraída por la confianza que desprendía con su
presencia allí dentro, fruto de la erótica del poder. La mente era tan maleable
a los entornos como un pedazo de metal líquido. Solo había que calentarla lo
suficiente para que se dejara moldear al antojo de quien llevaba los guantes—.
Saldrá a la misma hora de siempre y no afectará a su salario. ¿Entendido?
—Sí, claro. Como usted diga, señor Donoso.
—Muy bien —contestó con voz seria y se giró de nuevo, desviando la
vista hacia el elevador. Después, como si hubiera olvidado algo importante,
volteó la cabeza y se dirigió a ella por enésima vez—. Y hágase un favor,
Álvarez. Prepárese un buen desayuno en casa, en lugar de esa basura
industrial. Usted es joven, hermosa e inteligente. Le espera un futuro
prometedor. La presencia y la salud lo son todo. No las arruine.
La joven no supo qué decir, el corazón le bombeaba tan fuerte que le
hacía temblar la voz. El arquitecto le ahorró el mal trago, sin darle derecho a
réplica.
La recepcionista siguió sus pasos con la mirada hasta que desapareció.
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Las puertas de hierro se abrieron hacia ambos lados y Donoso puso un pie
en el interior del ascensor.
Luego pulsó el botón, miró al frente y las puertas se cerraron.
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Para él, la salud era importante, pero más importante era mantener la cordura.
De pie, al lado de la cisterna del inodoro, formó un fino cilindro con el billete
de cincuenta euros y acercó la cabeza a la línea de polvo blanco que había
sobre la cerámica.
Esnifó rápido, cerró los ojos y la raya desapareció de su vista. La cocaína
cruzó el tabique nasal como una bala. Se humedeció los labios con la punta de
la lengua y pasó la mano por la cerámica para limpiar cualquier sospecha.
Pronto, comenzó a sentir los efectos del narcótico. Una bomba atómica
explosionaba subiendo hacia su cabeza. Durante unos segundos, un cosquilleo
le recorrió el tabique nasal. Sintió cómo su cuerpo se calmaba, sin caer en la
relajación. Comenzó a observar sus pensamientos con más claridad. No era lo
más ético, ni lo más apropiado para un ambiente de trabajo, pero no le
importaba lo más mínimo. Ni era el primero que lo hacía, ni tampoco aquella
la única oficina de la ciudad en la que se producían esas prácticas.
Probablemente, en ese mismo momento, una decena de ejecutivos estarían
haciendo lo mismo.
La cocaína era el único narcótico que le ayudaba a mantenerse firme, a
aguantar las presiones que el trabajo le proporcionaba a diario y, sobre todo, a
controlar esa parte oscura de su ser que, de cuando en cuando, se desbocaba
como un caballo furioso.
Tras aclararse la boca en el cuarto de baño, se dirigió a su despacho.
La oficina aún estaba vacía y podía oír el eco de sus pasos al cruzar el
pasillo. Sacó una llave, abrió la cerradura de la habitación de cristal, entró y
encendió el ordenador de sobremesa. Luego se sentó en la silla de piel
giratoria y observó la ciudad a lo lejos desde las vistas.
El primero de todos en llegar, además de Donoso y la señorita Álvarez,
fue Andrés Lomana, el urbanista del estudio. Un talentoso treintañero que se
acercaba a los cuarenta sin haber conseguido demasiado en la vida. A pesar
de los premios que había recibido a lo largo de su carrera, seguía viviendo en
un pequeño piso de Malasaña, soltero, sin éxito con las mujeres y con una
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expresión corporal que dejaba mucho que desear. Para Donoso, la culpa de su
fracaso era él, su forma de ser, la actitud desaprovechada que había adoptado
para afrontar la vida. Le salvaba el talento. Lomana representaba todo lo que
un hombre debía abandonar antes de cumplir los treinta, si no quería sepultar
su futuro de por vida. La razón por la que estaba allí era puramente
profesional. Que el arquitecto detestara sus dotes sociales y esa amargura,
consecuencia del fracaso y la desolación, no impedía que Lomana fuera un
hombre de grandes ideas con un don innato para el trabajo en equipo.
Él se había dirigido a Donoso cuando este abrió el estudio.
El arquitecto contactó con su agenda de confianza y escribió a quienes le
recomendaron. Buscaba una plantilla joven con ideas frescas que siguiera la
estela de los estudios de arquitectura más preparados, a la vez que rompía con
la mentalidad vertical de los más tradicionales. Contar con empleados más
jóvenes que él, ayudaba a que se comprometieran más por su trabajo, debido a
la situación precaria que arrastraba el país. Pero esto también tenía un coste.
La mayoría de crisis y problemas personales a los que se enfrentaban esos
perfiles, estaban fundados en banalidades de una generación que no había
pasado demasiada hambre.
A diferencia de Ricardo, que hizo una búsqueda exhaustiva sobre cada
recomendación que llegó a sus oídos, Lomana no mostró interés por el
arquitecto hasta que descubrió, semanas más tarde, su palmarés. La soberbia,
alimentada por la familia durante sus años de escuela y, posteriormente, al ver
cómo el talento no se pagaba como él consideraba, había soterrado cualquier
destello en su trayectoria profesional.
Cuando escuchó la propuesta de Donoso, no lo pensó demasiado: solo
quería un salario.
—Buenos días, jefe —dijo el urbanista, vestido con una trenca abotonada
y una camisa azul, arrugada, que se dejaba ver por debajo del abrigo. Al
hombro llevaba una mochila, donde guardaba el almuerzo en una caja de
plástico y el ordenador portátil, un objeto que Donoso había asignado a cada
uno de sus empleados.
El arquitecto asintió apretando los labios y levantando el mentón.
Después continuó revisando la lista de los correos que habían entrado la
noche anterior. Un pesado hastío le inundó el cuerpo: le agotaba la idea de
responder a toda aquella gente, que no le importaba en absoluto. La secretaria
se encargaría de ello.
Pasados treinta minutos, los tacones de Silvia Cabezo abandonaron el
ascensor para hacer notar su presencia en el silencio del estudio. Para
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entonces, dos de los ingenieros ya habían ocupado sus puestos de trabajo, sin
que Donoso se hubiera dado cuenta de ello.
Vestida con una falda de color azul marino y una americana gris, la
secretaria, que estaba cerca de cumplir treinta años, caminó con sutileza hasta
el escritorio, que servía de paso fronterizo entre las mesas de los empleados y
la del arquitecto. Silvia era una mujer agraciada. Tenía un físico que cuidaba a
base de yoga y pilates y conservaba el cutis como si la edad no pasara para
ella. El cabello, castaño y ondulado, le caía por la espalda a la altura del
omóplato. Era fina, discreta y no le gustaba llamar la atención, a pesar de que
resultara complicado. Su mirada verde esmeralda despertaba pasiones entre
los hombres que entraban y salían por allí, pero Donoso la miraba de otra
manera.
—Buenos días —dijo con una sonrisa dirigiéndose al equipo del estudio.
Luego llegó a su escritorio, se asomó a la puerta de cristal y levantó la
barbilla—. Buenos días, señor.
Ricardo despegó los ojos de la pantalla. Allí estaba ella, la gota que ponía
orden en aquel caos de testosterona, sonriente como cada día, dispuesta a
aguantar las impertinencias de su empleador.
A su sombra y desde una de las esquinas, atisbó la mirada lasciva de
Lomana, consciente de que jamás despertaría un mínimo interés en la
secretaria.
Los negocios, la vida y las reuniones formales, habían enseñado a Donoso
que los tipos como Lomana jugaban en una liga inferior, en la que debían
conformarse con otras cosas. Por eso existía gente en Internet que jugaba con
la esperanza de hombres como él, haciéndoles creer que eso no era cierto.
Lamentablemente, no era una cuestión de dinero, ni tampoco de diferencia de
clases. La propia naturaleza humana era sabia a la hora de elegir y emparejar,
y las mujeres como Silvia, con una mentalidad clara y ambiciosa, no estaban
dispuestas a pasar el resto de sus vidas con un ser ahogado en sus propias
frustraciones.
—Hola, Silvia —contestó informal. Era la única persona a la que se
dirigía con tanta cercanía—. Gracias por el aviso de anoche.
La secretaria vaciló unos segundos, hasta que finalmente decidió entrar y
cruzar el umbral de la puerta.
—¿Comprobó los enlaces que le adjunté? —preguntó bajando el volumen
de la voz. La expresión de Donoso le sirvió como respuesta—. No se
preocupe. Todavía faltan un par de horas. Le aconsejo que los lea con
detenimiento. Creo que la información es importante para su reunión.
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—¿Se refiere al Proyecto Madrid? —preguntó confundido. Detestaba
despistarse. No entendió cómo habría sucedido. Abrió la bandeja y encontró
el correo sin abrir que la secretaria le había enviado. En el interior había dos
enlaces a un diario de finanzas—. Acabo de encontrarlos. ¿Están relacionados
con el señor Ruiz de Sopena?
—Así es —dijo ella.
El arquitecto notó en su rostro cierta preocupación.
Pestañeó y volvió a mirarla. La secretaria agachó los ojos. No eran buenas
noticias.
—Buen trabajo, Silvia. Gracias. Los leeré ahora mismo.
—¿Un café, Ricardo?
—No. Estoy bien.
—Como quiera —respondió dispuesta a retirarse—. Si me necesita, solo
tiene que pedirlo.
—Gracias. Eres muy amable.
Un amargo silencio se posó entre la puerta y el escritorio. La secretaria
abandonó el despacho con pesadumbre, se acercó a su lugar de trabajo y
encendió el ordenador.
Ricardo abrió los enlaces. En efecto, las noticias hablaban de Ruiz de
Sopena.
En la fotografía aparecía el inversor, con su melena oscura, la nariz ancha
y un aura de galán propio de décadas anteriores. Vestido de traje, sonreía ante
la cámara, junto a otros empresarios extranjeros.
Las noticias hablaban de las dificultades que el fondo de inversión
Excelence Capital había sufrido en los últimos cinco años y cómo, en los
últimos meses, se había recuperado gracias a una estrategia inversora
agresiva. Una recuperación que no estaba del todo clara: la mayoría de
periódicos hablaban de la manipulación de los libros de cuentas.
Por supuesto, los movimientos financieros del fondo de Ruiz de Sopena
poco tenían que ver con el Proyecto Madrid, ya que este trataba sobre una
inversión inmobiliaria con una localización clave y fin concreto: levantar una
torre de oficinas en el Paseo de la Castellana. El rascacielos más alto de
Madrid en el que trabajarían las empresas más importantes de Estados Unidos
y parte de Oriente Medio. Crear un sistema donde las compañías más potentes
convivieran en el mismo lugar.
La idea olía a éxito. Un proyecto ambicioso diseñado por el estudio RD
Arquitectos y capitaneado por Ruiz de Sopena.
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—Tú te encargas del diseño —comentó Ruiz de Sopena, un tiempo atrás,
en su primer encuentro en el interior del Hotel Miguel Ángel—. Yo consigo
el dinero. Nos vamos a forrar con esto.
Sus nombres quedarían inmortalizados en el corazón financiero de la
ciudad y el estudio de Donoso consolidaría su marca de una vez por todas.
Aunque algo desentonaba en aquellas dos noticias, esperó que Ruiz de
Sopena tuviera una explicación. A cierta escala, no se solía marear con esa
clase de negocios. La vida le había enseñado a escuchar a la fuente original,
antes de tomar una decisión irrevocable. El arquitecto levantó la vista y pensó
en preguntarle a la secretaria la razón del envío, pero reculó.
Tecleó en el buscador el nombre de aquel hombre y buceó en los océanos
de la red, visitando los archivos de diferentes diarios de economía y finanzas.
Las últimas noticias tenían fecha de varios años atrás, dejando un desierto
informativo en los últimos 36 meses. Para su sorpresa, los artículos más
recientes resaltaban las últimas maniobras del fondo, nombrando a una serie
de compañías de las que no existía registro alguno.
Tomó una larga respiración. Los efectos del narcótico comenzaban a
menguar. Sin darse cuenta, eran las diez y media de la mañana. El tiempo
frente a esa maldita máquina se consumía sin notarlo.
El teléfono de la mesa sonó.
—¿Sí? —preguntó. Escuchó un murmullo lejano al otro lado de la línea.
La voz de Marian salía con dificultad.
—Siento interrumpirle señor —dijo la recepcionista cargándose de valor
—. Su cita de las diez y media ha llegado. El señor Ruiz de Sopena le espera
junto a su asesor.
Donoso aguantó al aparato en silencio. Se cuestionó qué diablos hacía ese
hombre allí abajo. No estaba previsto que se presentara en su despacho.
—Está bien… —dijo frunciendo el ceño, un gesto que solo pudo
transmitir a través de su voz—. Dile que espere dos minutos. Después,
acompáñelos hasta el ascensor. Silvia se encargará de ellos.
—Entendido —respondió y colgó.
Sin ánimos de llamar la atención, colgó y pulsó el número del teléfono de
la secretaria.
—¿Sí, señor?
—Está aquí, Silvia.
—¿Los representantes de Excelent Capital?
—No, qué carajo… El mismo Ruiz de Sopena —respondió alterado.
Necesitaba otra raya. Se preguntó si le habría tendido una trampa su mujer.
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En cualquiera de los casos, la visita de ese hombre era excepcional. Los
trámites no funcionaban así y no entendía qué habría sucedido para que se
presentara de esa manera. Ni siquiera había tenido tiempo para informarse
mejor sobre lo que había leído. Odiaba esa sensación y, por eso, la situación
lo ponía nervioso—. Hazte cargo de él. Llévalos a la sala de juntas y diles que
estoy ocupado.
—Pero… Lo verá, señor —respondió confundida, haciendo referencia a
las paredes de cristal.
—Silvia, haz lo que te he dicho —respondió y colgó golpeando el
teléfono contra la mesa. Se levantó de la silla y se dirigió al cuarto de baño,
provocando un rastro de aire al costado de la secretaria.
Silvia lo miró con desconfianza. Se preocupaba demasiado por él, aunque
ese no fuera asunto suyo. Abrió uno de los cajones, se perfumó el cuello con
un frasco de fragancia y lo dejó donde estaba. Segundos más tarde, levantó el
mentón y se dirigió al pasillo.
Los empleados se miraron entre sí.
La secretaria rechistó para que guardaran las maneras y el silencio regresó
al estudio. Sus piernas caminaron hasta el ascensor.
Comprobó la hora en su muñeca. Los dos minutos habían pasado. El
ascensor llegó a la primera planta y las puertas se abrieron.
Silvia mostró la mejor de sus sonrisas cuando vio el rostro inconfundible
de Álvaro Ruiz de Sopena.
—Buenos días, señores. Acompáñenme por aquí… —dijo con una fingida
simpatía y echó a caminar hacia la sala de reuniones. Los dos hombres la
miraron con deseo y cierta altivez, pero ella seguía con su función hasta que
llegó a la puerta. Abrió y les invitó a entrar. Los dos desconocidos tomaron
asiento—. Mi nombre es Silvia Cabezo y soy la secretaria de Ricardo
Donoso.
La mirada de la secretaria se cruzó con la del inversor.
Ruiz de Sopena tenía un poder mágico en sus ojos. Era la clase de persona
que derrochaba simpatía. Sin embargo, existía un tono sórdido en su contacto
que producía escalofríos. La secretaria apartó la vista y se dirigió al otro
hombre, que tenía el aspecto de un maniquí de grandes almacenes. Un tipo
anodino, de corte de pelo clásico y traje caro.
—Espero que no tarde demasiado —dijo el inversor con gesto intenso—.
De lo contrario, intentaré contratar a su secretaria.
Ella no supo cómo reaccionar a la respuesta.
—En unos momentos, él estará con usted —dijo con aparente frialdad.
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El desconocido sonrió.
—Solo bromeaba, Silvia… ¿Verdad? —preguntó quitándole importancia
a la conversación—. Supongo que Donoso le paga bien. No es para menos…
¿Nos podría traer un café? Sin leche, por favor. Últimamente, la
profesionalidad brilla por su ausencia en las oficinas. Usted hará carrera. Sé
de lo que hablo.
—Por supuesto —dijo y asintió con la cabeza. No le gustaba ese tipo, por
muy gracioso que fingiera parecer. La empleada no llegó a entender sus
intenciones. Era un grosero.
Pero ese no era asunto suyo, se dijo, repitiéndoselo como un mantra.
Después abandonó la sala.
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le habría sentido como una patada en el bazo. Así que aligeró, se secó las
manos y se aseguró de que el teléfono estuviera en modo avión. Antes de
bloquear la pantalla, el globo encarnado de las notificaciones le recordó que
tenía un mensaje sin responder.
Sin duda, la esposa del cliente era la única que podría contarle la verdad.
Donoso tenía dotes para sonsacar información después de varias copas.
Era una de sus especialidades, dado que metabolizaba el alcohol de tal modo
que casi nunca perdía los estribos. Contestó a la invitación del café con una
escueta línea y apagó por completo el dispositivo. Cuando salió del cuarto de
baño, se encontró con Silvia, que abandonaba la sala de juntas.
La secretaria lo miró con recelo en la distancia.
—¿Todo en orden? —preguntó sujetando el pomo de la puerta—. ¿Están
ya dentro?
—Así es —dijo ella frunciendo el ceño, guardándose la opinión personal
que tenía sobre el cliente y dejando a un lado lo que no le convenía—. ¿Desea
también un café, señor?
Sus palabras manifestaron varios mensajes.
Estaban allí dentro y habían mantenido una ligera charla con la secretaria.
Por su lenguaje corporal, alguno de los dos la había ofendido con uno de sus
comentarios. Silvia solía sonreír a todo el mundo y ahora presentaba un
semblante serio y triste. Estaba molesta, pero no se lo iba a contar. Aún no
había logrado crear ese vínculo de confianza que, en ocasiones, existía en el
trabajo.
Por parte del arquitecto, ese momento no llegaría nunca.
Se lamentó por ella, pero debía aprender a tener más correa. Situaciones
como esa, las encontraría a montones. La Tierra no era un lugar para débiles.
Miró a la plantilla de reojo, para asegurarse de que ninguno estuviera
metiéndose en la conversación. Lomana observaba la situación por encima del
monitor, cotilleando como un buitre desde la distancia.
Ricardo volteó la cabeza hacia la empleada.
—Sí. Un café me vendrá bien —dijo con brusquedad y asintió con el
mentón para transmitirle que no se preocupara por nada.
La mano accionó el pomo y el arquitecto desapareció tras la puerta.
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Un expediente de ensueño, que difería mucho de la sufrida y lenta
trayectoria que había desarrollado el arquitecto.
Donoso nunca pensaba en ello. No había elegido su origen, así que tuvo
que poner remedio a su destino.
Pero la idílica historia de Ruiz de Sopena se había visto manchada, de
manera inesperada, desde un tiempo atrás. Circulaban rumores que
alimentaban el bulo de un matrimonio fracasado. Chismes inciertos,
difamaciones sobre el mal funcionamiento de sus negocios y una noticia que
llegó en plena crisis económica española: el millonario estaba arruinado.
Donoso conocía de su existencia, aunque jamás había establecido una
relación hasta un año atrás, en la terraza de ese hotel.
A pesar de todo, la imagen de aquel hombre brillaba como si todo siguiera
el cauce que debía mantener.
El arquitecto encontró al inversor tranquilo, sonriente y con los párpados
relajados. Había tenido cientos de encuentros idénticos, ocupando diferentes
lugares de la mesa, y sabía reconocer cuándo una persona estaba dispuesta a
mentir. No era el caso de su cliente, así que decidió darle una oportunidad.
—Pensé que nos había plantado —dijo rompiendo el hielo y se levantó de
la silla para ofrecerle la mano—. Es todo un placer verle de nuevo, Donoso.
—La sorpresa es mía —respondió tajante para demostrar desacuerdo
frente al imprevisto—. No le esperaba aquí. Al menos, hoy. ¿A qué se debe?
—Me gusta obtener la información de primera mano —respondió el
inversor—, sobre todo, si es mi dinero el que está en riesgo.
El arquitecto tomó asiento y vio cómo la otra persona ponía una carpeta
amarilla sobre la mesa. Algo estaba sucediendo, pensó Ricardo, aunque no
sabía muy bien el qué. La tranquilidad que manifestaba Ruiz de Sopena, poco
tenía que ver con sus palabras.
Una incongruencia flotaba en el ambiente.
En ese momento, la puerta se abrió, antes de que respondiera. Silvia
Cabezo entraba con dos tazas de café y una botella de agua.
—Gracias —dijo el arquitecto. El inversor volvió a mirarla, en silencio,
mientras esperaba que se reanudara la conversación. Donoso se dio cuenta de
ello y entendió el malestar de su empleada—. ¿Y bien?
La puerta se cerró. Volvían a estar solos.
—Lo primero de todo, me gustaría que aclarara por qué ha mencionado la
palabra riesgo. Hasta la fecha, no parece que haya ningún inconveniente para
que les otorguen los permisos de construcción necesarios.
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—Ha habido algunos cambios —dijo el hombre y juntó las manos.
Después se apoyó la espalda en el respaldo y miró fijamente al arquitecto—.
La constructora encargada se ha echado atrás.
—A última hora.
—Así es. Ya ve cómo son estas cosas.
Don frunció el ceño. Se preguntó quién haría algo así en una oportunidad
de negocio como aquella. Era absurdo.
—¿Se conoce la causa?
—No… —respondió y se acercó a la mesa para dar un sorbo al café.
Levantó la taza, bebió su contenido de un trago y después la dejó sobre el
plato—. Pero, ¿qué importa? Encontraremos otra. Esto es España, el país del
ladrillo.
—¿Tiene algo que ver con las últimas noticias publicadas en Internet?
La pregunta irguió la espalda del inversor. No le gustó en absoluto.
—¿Está tomándome el pelo, Donoso? —cuestionó con una mirada tensa
—. Le distinguía por alguien serio. Esas habladurías se pagan a mil euros.
Podría comprar los periódicos para que hablaran de mí a diario, pero no tengo
tiempo para perderlo en semejantes estupideces. ¿Quién diablos compra la
prensa hoy?
—Ya —dijo el arquitecto y le dio un sorbo a su taza para ganar tiempo. A
pesar de ese ligero enfado, propio del orgullo, el hombre que tenía delante no
parecía inmutarse—. No quiero ser descortés, aunque me gustaría que me
explicara qué hace aquí.
—Teníamos una reunión. ¿No?
—Me temo que no, exactamente…
Ruiz de Sopena miró a su acompañante. El súbdito esbozó una sonrisa de
complicidad.
Después empujó la carpeta amarilla hacia el lado de la mesa donde se
encontraba Donoso.
—Quería transmitirle personalmente el mensaje y, de paso, asegurarme de
que esto sigue adelante, de que cuento con usted —argumentó enseñándole
una dentadura perfecta. Era la clase de persona que disfrutaba cuando el guión
planeado seguía su curso—. No puedo permitirme más fugas, como
comprenderá. Tan solo firme el acuerdo y no volverá a verme hasta que el
Proyecto Madrid se ponga en marcha.
Don abrió la carpeta.
En efecto, era un contrato legal para sellar su participación, pero no le
convenció la idea. Había algo turbio en ella, simplemente, porque no se
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procedía así. Faltaba documentación y no se conocía al resto de empresas que
participarían. Firmar esos papeles, ponía en un compromiso al estudio. No iba
a comprometer su carrera de esa manera. Tras hojearlo por encima, cerró la
carpeta y lo devolvió al abogado.
—No le convence —comentó el inversor—. Por favor, Pérez, ayúdelo a
entrar en razón.
El abogado, un hombre rubio, con gafas y que actuaba como títere del
inversor, sacó un maletín negro de piel y lo puso encima de la mesa. Don se
imaginó el contenido, aunque la cifra variaba en su cabeza.
—Ábralo —ordenó Ruiz de Sopena.
—No pienso tocarlo —dijo Don escéptico—. ¿Qué pretende?
Con un chasquido de dedos, el cliente ordenó al abogado que abriera la
maleta. Este quitó los dos pestillos laterales y destapó el maletín.
Dinero. Montones de billetes de doscientos euros, empaquetados y
alineados.
—Trescientos mil euros —dijo con voz grave—. Por si se molesta en
contar…
Una cifra abrumadora, pensó el arquitecto. Un soborno tentador.
Con todo ese dinero, las posibilidades se ampliaban.
Donoso vivía un momento dulce en su carrera profesional, pero era
consciente de que siempre podía mejorar. Con trescientos mil euros en el
bolsillo, y sin declararlos, podría cubrirse las espaldas en el caso de que todo
fuera mal.
El inversor volvió a chasquear los dedos y el abogado se levantó de la
silla para cerrar el maletín.
—Entonces, ¿qué me dice?
Un cosquilleo se apoderó del estómago de Donoso. Era tentador, pero
algo le decía que no debía tomarlo.
—Lo siento.
—¿Está seguro, Donoso? —insistió el cliente, tensando ligeramente el
tono de su voz—. Es de mala educación rechazar un regalo… ¿A qué teme?
Lo sentirá más tarde si no lo acepta.
Ricardo Donoso apretó las mandíbulas. Las palabras de aquel hombre
removieron sus entrañas de mala manera. Detestaba las injusticias, pero
todavía más a quienes forzaban las situaciones para salirse con la suya.
Tanto el abogado como el inversor contemplaban expectantes su reacción.
Por desgracia para ellos, el arquitecto ya había tomado una decisión y no
pensaba dar un paso atrás.
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La mirada provocadora de Ruiz de Sopena incendió su interior.
Durante un par de segundos, se imaginó ahogándolo con sus propias
manos, aplastándolo contra la mesa.
—Me temo que esta reunión ha terminado —respondió tajante—. Por mi
parte, no tengo nada más que añadir.
Por primera vez en todo el encuentro, el inversor manifestó su
descontento dando un pequeño golpe a la mesa. Ninguno de los dos entendía
la rigidez del arquitecto.
Donoso se puso en pie y los dos hombres hicieron lo mismo.
—Comete un error y se arrepentirá cada vez que vea el edificio terminado,
en lo más alto de la ciudad. ¿De verdad que va a dejar pasar este tren?
—Ahórrese los juegos psicológicos. No funcionan conmigo.
—No le estoy amenazando, Donoso —dijo y se dirigió a la puerta—.
Simplemente, creía que era un hombre íntegro. Con el tiempo, lamentará lo
que ha hecho.
—¿Silvia? —preguntó el arquitecto al abrir la puerta. La secretaria se
puso en pie.
—No se moleste. Conozco el camino.
—Suerte con su proyecto.
—Suerte con esto —dijo señalando al estudio con desprecio—. Le hará
falta.
Silvia Cabezo se quedó unos pasos por detrás de su jefe.
La mirada de Ricardo seguía las siluetas de los dos hombres, que
caminaban con seriedad y firmeza hacia el ascensor. Lomana, como era de
costumbre, observaba la situación por encima de la pantalla.
El extraño abogado sujetaba el maletín con su mano derecha.
«Trescientos mil euros», repitió el arquitecto en silencio.
—¿Señor? —preguntó la dulce voz de la secretaria, rompiendo el trance
en el que se había sumido el arquitecto y trayéndolo de vuelta—. ¿Ha ido bien
la reunión?
Él seguía vigilando a los hombres, que cruzaron el umbral del ascensor y
desaparecieron sin volver a mirarlo.
—No lo creo. Pero lo solucionaré.
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La construcción del hotel había sido encargada por el rey Alfonso XIII en
1912. Casi quinientas habitaciones en el interior de un hermoso edificio,
coronado por una impactante cúpula de vidrio tintado, que se había levantado
en apenas dieciocho meses.
La razón por la que Verónica Sagasta lo había citado allí era el 1912
Museo Bar, el emblemático e histórico bar del hotel.
Estilo clásico inglés, sillones y mesas bajas, moqueta y una barra con
taburetes altos. Un lugar en el que Salvador Dalí y Ernest Hemingway habían
compartido noches entre dry martinis y vinos.
Sagasta, a pesar de su esnobismo exacerbado, se consideraba una de esas
personas cultas a las que el dinero solo favorecía, en lugar de convertirlas en
aburridas momias que no hacían más que hablar sobre el materialismo. Una
persona con gusto y sensibilidad que mercadeaba con arte y que, por tanto,
sabía apreciar la historia y esa esencia que algunos lugares albergaban.
A Don no le disgustaba el lugar. Después de todo, era lo más parecido a
un club inglés. No era la primera vez que visitaba aquel bar. Allí dentro se
solían reunir caras conocidas del mundo de la farándula o de la política, pero
siempre actuando con discreción.
Hasta los treinta y cinco, no había sabido apreciar el encanto y la
funcionalidad de los bares de los hoteles. Sin duda, los mejores lugares para
cerrar un negocio, debido a la ausencia de mirones y a la intimidad del
espacio.
No importaba dónde se hospedara, ni el país, ni las estrellas que tuviera el
hotel. La mayoría tenía una clientela similar.
Los ejecutivos solían tomar café como algo simbólico durante sus
reuniones, por lo que Donoso programaba sus citas antes o después de la
sobremesa.
Los hombres y mujeres de negocios aparecían por la noche, en busca de
un trago que aliviara la soledad. Allí avivaban el deseo de estar con esa
familia que se encontraba a miles de kilómetros o el peso de una carrera
profesional que les proporcionaba un buen salario y poca felicidad. Las
favoritas del arquitecto eran las azafatas de vuelo. Mujeres, en su mayoría
solteras, que no veían el modo de tener una vida normal, siempre defendiendo
que era un empleo temporal. Pasaban la mitad del tiempo en un limbo de
paredes, ya fueran las del avión o las del propio hotel, y eso distorsionaba la
realidad en la que vivían.
Al arquitecto no le era difícil entablar conversación, conocerlas, escuchar
sus historias y pasar un rato agradable con ellas en la cama, antes de que se
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marcharan a tomar el siguiente vuelo. Todo quedaba allí, en el secreto
profesional, en el anonimato que salvaguardaba las paredes de la habitación
numerada.
Esa tarde, su encuentro era mixto.
Le interesaba la verdad y era consciente de que esa mujer pondría un
precio bien alto por ella. Aún recordaba cómo lo había mirado la noche de su
último encuentro.
Subió los peldaños de la escalinata y cruzó la esplendorosa puerta del
hotel, cargada de ornamentación dorada, sin dejarse impresionar por la
iluminación de la entrada.
Resultaba sencillo sorprenderse allí dentro, sobre todo, si era la primera
vez que se visitaba. El Palace cuidaba todo detalle. Pero Donoso comenzaba a
acostumbrarse a esos ambientes.
La recepción, de suelo de mármol, con una segunda escalinata que parecía
llevar al infinito, provocaba las reacciones de los visitantes, que se fascinaban
con el diseño interior del hotel.
Cruzó el vestíbulo sin detenerse en la recepción y se dirigió al bar.
Comprobó la hora. Llegaba puntual, así que sospechó que Sagasta se haría
esperar unos minutos, los cuales aprovecharía para tomar una copa y relajarse
antes de que apareciera su cita.
Entró el bar y despertó las miradas de algunos hombres de traje que
ocupaban los sillones. El ambiente era distendido, amable. No le importaba
llegar el primero, de hecho, lo prefería. Le gustaba estudiar el entorno,
calcular el siguiente paso. Toda la vida había sido así. Nunca dejaba nada al
azar.
Se acercó a la barra de madera y echó un vistazo a los clientes.
Dos hermosas mujeres, de aspecto eslavo, tomaban un cóctel junto a una
pareja de hombres que hablaban inglés con fuerte acento español. De pronto,
tuvo un vago recuerdo del pasado, un pensamiento abrumador.
Llevaba años sin actuar. Era su gran secreto.
Él lo denominaba así, como el eufemismo de matar con sus propias
manos.
Recordó la última vez que lo había hecho. Había comenzado como un
paseo romántico por la Casa de Campo. Terminó con un sangriento y
descontrolado episodio. La situación le hizo perder el control y cometió
demasiados errores. Durante años, no había logrado dejar de pensar en ello.
Jamás había vuelto a saber de esa joven.
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Y por alguna afortunada casualidad, la Policía nunca llegó a saber la
verdad.
Desde entonces, se había prometido suprimir sus impulsos. Eliminar de su
realidad ese ego alternativo, al que llamaba Don. Al menos, contenerlo del
modo que no afectara a su vida personal y profesional.
La cocaína ayudaba a calmar las ansias.
Las artes marciales le habían enseñado a cumplir con una disciplina
diaria.
El sexo con desconocidas, las rutinas de ejercicios diarios, la necesidad de
tener el control de todo, no eran más que sustitutos que funcionaban como
válvula de escape.
Su mayor temor era despertar un día y que nada de aquello fuera
suficiente para controlarse a sí mismo. Todas las personas tenían un avatar
hecho a medida que usaban en sociedad. Él había creado el suyo, pero no era
suficiente.
A pesar de las desapariciones que cargaba a sus espaldas, durante un
tiempo, solo creyó que era lo correcto. Una muestra de gratitud por seguir
vivo.
Su labor era la de un justiciero. Sus víctimas, las penas que el sistema
judicial no era capaz de poner. Alguien debía terminar con la lacra social y él
era esa persona. Pero también era consciente de que esa rabia, ese poder
interior que le hacía sentir todopoderoso e imparable, solo le traería
problemas. La sociedad tendía a posicionarse del lado de los más desvalidos y
de los perdedores, pero no por los tipos como él.
Por mucho que evitara una desgracia, tarde o temprano, terminarían
cazándole y, entonces, llegaría su fin.
Su vida siempre había sido un circuito.
Comenzó huyendo de la muerte, para después unirse a ella y así darse
cuenta de que no existía escapatoria, ni para la víctima, ni para el verdugo.
El torrente de reflexiones cambió de dirección.
Se fijó en esas dos mujeres extranjeras con aspecto de ejecutivas en horas
de descanso. Eran atractivas. Sentía una ligera debilidad por ellas. Se
preguntó qué verían en la pareja de hombres, y también se cuestionó si el
único fin de Verónica Sagasta era el de acostarse con él.
Pidió ginebra Bulldog con tónica y esperó a que el barman hiciera su
trabajo mientras continuaba sumido en su mar de pensamientos.
—Aquí tiene —dijo el empleado acercándole el vaso ancho con relieve.
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Las burbujas subían bordeando los hielos cuadrados del interior del
recipiente. Esperó unos segundos antes de dar el primer trago. Sintió las
burbujas, el sabor amargo de la ginebra y notó una presencia entrando por el
lado derecho de su campo visual.
—Ricardo Donoso, siempre puntual —comentó una voz aterciopelada que
salía de unos labios carmín. El arquitecto se fijó en el contorno de esos labios.
Parecían suaves, besables y mordibles. Verónica Sagasta había perdido el
bronceado del verano y ahora su piel era pálida como el alabastro.
Con el rostro espolvoreado de maquillaje, desprendía un embriagador
perfume difícil de ignorar. Era una jugadora. Tenía suficiente experiencia
para saber lo que hacía en cada momento y quizá eso era lo que más le atraía
al arquitecto.
En el fondo, no eran tan diferentes, superficialmente hablando.
Llevaba un vestido oscuro ajustado que le daba un aire a Sophia Loren,
aunque más rubia y con menos curvas. Las medias negras hacían sus piernas
más largas y finas y sus ojos parecían acalorados por el alcohol que se había
tomado antes.
Donoso no tardó en darse cuenta de eso, al sentir el exceso de perfume
mezclado con el aliento mentolado. Sagasta se había pasado con el espumoso
por error, o tal vez no. Con el tiempo, el arquitecto había aprendido que
muchas personas, sin importar la posición o la clase social que ocupaban,
bebían para soportar la presión de sus vidas, de sus trabajos. Una presión que
las asfixiaba hasta el punto de matarlas. Su padre había sido el primer
ejemplo. Alcohólico, violento y con una desgracia con la que no era capaz de
cargar.
Pero ella no era su pareja, ni tenía el más mínimo interés en que Sagasta
interrumpiera su ingesta de alcohol. Omitió su opinión acerca de la
embriaguez y sonrió con una mueca, sin demasiado entusiasmo.
—Señora Sagasta, siempre tan encantadora —respondió alzando en el aire
unos centímetros la copa.
Acto seguido, la mujer le agarró del antebrazo.
—No seas tan aburrido, Ricardo —respondió con picardía—. Ahórrate las
formalidades. Me tienen harta.
Él se limitó a sonreír y se acercó el vaso a los labios. Le gustaba el sabor
de la ginebra con la tónica. Ese gusto tirante en la boca.
Sagasta pidió una copa de cava y apoyó su mano en la barra. Donoso
aprovechó el descuido para peinar el bar con la mirada, asegurándose de no
encontrar ningún rostro familiar. Todo estaba en orden, ahora podía hablar
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con calma y preguntarle sobre su marido. Dispuesto a reanudar la
conversación, encontró a la mujer preparada para brindar.
—Por nuestro encuentro —dijo ella con una sonrisa coqueta, clavándole
los ojos que brillaban por la embriaguez. Dieron un trago, mantuvieron el
contacto visual y el arquitecto optó por bajar la guardia. Ella, insistente,
volvió a posar sus dedos sobre el brazo del hombre—. Pensé que no vendrías.
—Yo también lo he pensado.
—¿Y qué te ha hecho cambiar de opinión? —preguntó ladeando la
barbilla y guiñando el ojo derecho.
—Tu marido.
La hermosa mujer apretó los labios encarnados y frunció el ceño
emitiendo un murmullo de decepción. La copa que sostenía estaba manchada
de barra de labios. Por su expresión, Donoso se percató de la desilusión, pero
aún quedaba partida. A ella no le importaba la razón, mientras lograra su
cometido.
—Me gusta este lugar —dijo girando el timón de la charla. Después se
apoyó en la barra, se acercó unos centímetros al arquitecto, invadiendo su
espacio vital, y levantó la vista para contemplar el entorno—. Todavía se
puede respirar la historia que hay impregnada sobre la madera, el arte que
desprenden las paredes. Aún se pueden escuchar las conversaciones que los
artistas mantuvieron en esos asientos… Creo que echo de menos Madrid.
—Estoy de acuerdo. Madrid es una ciudad fantástica.
La mujer se giró hacia él. Por un momento, pensó que se abalanzaría para
besarle, pero no era de esa clase de personas, ni estaban en el lugar apropiado
para semejante movimiento.
—¿No echas de menos nada en tu vida? —preguntó con los ojos brillantes
como perlas.
Las palabras despertaron su deseo. Lo que esa mujer dijera, era parte del
decorado.
Lo estaba seduciendo y no con palabras. Sagasta buscaba asociar con ella
los anhelos del arquitecto. La nostalgia era una poderosa arma. Las personas
creían que los recuerdos se asociaban con momentos de felicidad. Pero no era
así.
—La ambición es uno de nuestros mayores defectos —respondió él—.
Intento no pensar demasiado en lo que tengo o en lo que podría poseer.
—Pero tú eres un tipo ambicioso, Ricardo, una excepción a la regla —dijo
y se mordió el labio con la suficiente sutileza para que solo él se diera cuenta
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de ello—. Has conseguido mucho en muy poco tiempo. A tu edad, la mayoría
de hombres solo están a mitad de carrera.
Cada palabra iba dirigida con un impacto determinado. En ese momento,
Sagasta quería desmarcarse, mostrando las diferencias que existían entre los
dos.
Ella era mayor y lo utilizaba a su favor, haciendo sentir al arquitecto como
si no tuviera opciones, aunque la intención fuera contraria. Tan pronto como
lo desarmara, se lo llevaría a su terreno.
—Todo tiene un sacrificio —dijo él con tono moderado—. Supongo que
es una cuestión de prioridades. Yo sabía dónde tenía que acabar, aunque solo
esté empezando.
Donoso se mantenía impasible. Podía advertir las estratagemas de esa
mujer, que lo estaba seduciendo sin darse cuenta.
La tensión sexual se sentía como un volcán en erupción.
—¿Y qué lugar es ese, Ricardo?
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Cuando abrió los ojos, ella seguía allí. El cabello revuelto de Verónica estaba
al otro lado de la cama. Despertó desorientado. No estaba muy seguro de qué
hora sería, hasta que miró a su lado derecho. La habitación tenía vistas a uno
de los costados del edificio. Tras una cristalera, se podían apreciar las
arboledas del Paseo del Prado y la cúpula de la torre del Palacio de
Comunicaciones. Un hermoso paisaje, pero no estaba de vacaciones y debía
regresar a la oficina.
La habitación convergía con el estilo decimonónico del hotel: tonos
cremas, muebles de diseño clásico, moqueta y cuadros con marcos dorados.
Estiró el brazo en busca de su teléfono para comprobar la hora. Tenía
algunos mensajes en la bandeja de correo electrónico sin abrir. No era el
mejor momento para centrarse en el trabajo. Mitad de semana. La jornada
estaba descomponiendo su rutina.
Un día atípico, sin duda, pensó.
Un leve ardor le rodeaba la corteza prefrontal. Estaba deshidratado,
necesitaba una ducha y salir de allí antes de que se complicara más el día. El
sexo desenfrenado con esa mujer, había ayudado a que la resaca apenas
hiciera presencia. Verónica Sagasta había conseguido lo que buscaba: pegar
un buen revolcón con alguien que estuviera a su altura, y ahora no parecía
tener prisa en marcharse.
Donoso recorrió la habitación de un vistazo, fijándose en los detalles.
Sobre el sillón encontró un bolso, el cual no había llevado a su encuentro,
por lo que auguró que habría premeditado sus movimientos. Tampoco tenía el
aspecto de una estancia en la que quedarse junto al marido, pues no existía
rastro del equipaje.
El arquitecto sospechó que su esposo no la echaría de menos.
Para él, lo normal en esas situaciones era marcharse antes de que saliera el
sol, antes de que su acompañante lo pidiera, para evitar discusiones y
momentos incómodos. Le gustaba dormir en su cama, ya fuera en su
dormitorio o por la habitación que había pagado.
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Pero la situación era excepcional, y confió en que la galerista no se
encaprichara con él más de la cuenta. Desnudo, puso los pies sobre la
moqueta y buscó su ropa interior.
Afuera, los rayos del sol se ponían lentamente, dando lugar a la noche
otoñal.
A sus espaldas, escuchó un murmullo de alivio, de ejercicio bien hecho y
placer consumado. No quería alargarlo más.
—¿Estás despierta?
—¿A dónde vas? Todavía son las siete de la tarde —dijo ella y puso sus
uñas sobre la amplia espalda del hombre. Don sintió la presión de sus dedos
—. Aún nos da tiempo a despedirnos una vez más.
—¿En qué está metido tu marido? —preguntó sin preámbulos—. Esta
mañana, me ha hecho una visita.
Ella retiró los dedos y los deslizó por la sábana.
—¿Otra vez con eso?
Don se giró.
—Quiero saber qué planea antes de hacer negocios con él —respondió
con voz seria y grave—. Así que espero que me cuentes la verdad o ninguno
de los dos volveréis a verme.
Verónica, que también estaba desnuda, se cubrió los pechos con la sábana
en un acto inconsciente. De pronto, la presencia del arquitecto había dejado
de ser familiar y divertida, para convertirse en hostil y perturbadora.
—No lo sé. Ya te lo he dicho —dijo mirando a otro lado. Después le clavó
los ojos—. Si mi matrimonio funcionara, tal vez podría responder a tu
pregunta.
Ricardo agarró su camisa.
—Pretendes que me crea que no estás al corriente de la actividad de tu
marido… —comentó mientras se enfundaba en la prenda—, pero conoces de
sobra su agenda. ¿Intentas ofenderme, Verónica? Sé muy bien a lo que te
dedicas y estoy al tanto del recorrido de tus estafas. ¿Acaso crees que no sé
por qué ya no vives en Madrid?
Indignada, echó la cara hacia un lado.
—No mezclo la vida privada con los negocios, así que aclárame hacia
dónde va esta conversación.
—Perdona, pero estoy hablando con alguien capaz de vender una
falsificación como si fuera auténtica. Eres capaz de cualquier cosa. Así que no
me trates como a un imbécil eludiendo mis preguntas.
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—A diferencia de lo que muchos piensan, falsificar un cuadro no es más
complicado que venderlo.
—¡Ve al grano!
—Te estoy diciendo la verdad —replicó asustada—. Puedes creerme o no,
ese es tu problema. Hace tiempo que Álvaro y yo solo somos una pareja feliz
de cara al público.
—Vivís en Londres.
—En estancias separadas. Le he pedido el divorcio, pero lleva un par de
años dándome largas. Me pidió que esperara a que él recuperara lo que había
invertido y así poder hacer el reparto de bienes como corresponde.
—Creía que ya se había recuperado del todo.
Ella guardó silencio y aquello le sirvió al arquitecto para cerciorarse de
que Ruiz de Sopena planeaba una jugada turbia, ilegal y que se llevaría por
delante al que no estuviera de su lado.
Casi vestido, se guardó la corbata en el bolsillo del abrigo y se puso los
zapatos.
—Ha sido un placer volver a verte. Ahora tengo que marcharme. Algunos
tenemos que trabajar. Tengo que ir a la oficina.
—Ricardo… —dijo ella con la voz desgarrada. Después de la
conversación, lo último que quería era enfrentarse a la soledad de una
habitación de hotel. Por muchas estrellas que tuviera, ninguna le daría el calor
de un abrazo.
Pero él no estaba dispuesto a escuchar las súplicas.
—Lo sé. Esto nunca ha sucedido —dijo y caminó hacia la puerta. Después
se detuvo. Por un instante, sintió pena por la mujer—. ¿Verónica?
—¿Sí, Ricardo?
—Suerte con todo —respondió y giró la manivela de la puerta—.
Llámame si necesitas un buen abogado.
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Filas de personas se conglomeraban en ambos lados de las luces de
tráfico, a la espera de que la señal les permitiera pasar. Ricardo reflexionó
acerca de lo ocurrido en las últimas horas, en el interior del hotel. Aunque sus
sospechas se habían cumplido, lamentó haberse acostado con esa mujer. Pero
ya estaba hecho, no había vuelta atrás.
No era un hombre de arrepentimientos, ni tampoco de lamerse las heridas.
Le dedicaba el justo entusiasmo a los aciertos y a los errores que cometía. Los
primeros le indicaban que lo imaginado era posible. Los segundos solo le
aleccionaban para no volver a repetir el mismo fallo. La próxima vez, llevaría
más cuidado.
El semáforo encendió la luz verde, los vehículos se pararon frente al paso
de peatones y la muchedumbre comenzó a moverse de manera desordenada,
en sendas direcciones, sin importarle el contacto ajeno. Ansioso por salir de
aquel hormiguero humano, metió la mano en el bolsillo y buscó la llave del
vehículo. En un descuido, el llavero con el logotipo de la marca alemana se le
resbaló de la palma y cayó al suelo.
En ese momento, un desconocido se tropezó con el arquitecto. Venía en
dirección contraria y no lo pudo ver. El cuerpo del sujeto se tambaleó a causa
de una desafortunada pisada, pero el arquitecto reaccionó a tiempo.
—Perdone —dijo Donoso sujetándolo para que no se diera de bruces
contra el suelo. Algunos curiosos se alarmaron por lo ocurrido, pero
continuaron su camino al comprobar que no había pasado nada—. Ha sido
culpa mía.
Los hombres se miraron. Las gafas de sol de aquel tipo estaban bajo la
suela del zapato del arquitecto. El desconocido, unos veinte años mayor que
el arquitecto, tenía una mirada gris, aunque entrañable. Lucía un bigote
rectangular, propio de su generación, lleno de canas. Lo mismo ocurría con su
cabeza, que cobraba un tono ceniza a causa del pelo blanco. Ambos
mantuvieron el contacto por unos segundos, después se separaron.
—No se preocupe, estoy bien y estaban ya viejas… —dijo con voz serena.
Iba bien vestido, con una americana azul, pantalones de tela y una camisa
blanca—. Ha sido un accidente.
—No, no. Ha sido mi culpa. Se las pagaré —dijo buscando la billetera.
—De verdad, no se moleste.
—¿Le conozco de algo? —preguntó el arquitecto. El desconocido esperó
a que guardara la billetera. Juraría haberlo visto en alguna parte, mucho antes,
aunque no lograba formar una imagen mental del recuerdo.
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El hombre sonrió y se encogió de hombros. El asombro y el desconcierto
formaron su expresión.
—Me da que no, aunque tal vez me confunda con alguien que sí conoce.
Don frunció el ceño y le extendió la mano.
—Ricardo.
—Encantado. Yo soy Mariano —dijo dándose un apretón de manos—.
Ahora, debo marcharme. Llego tarde a un encuentro.
—¡Espere! —exclamó, pero el hombre siguió su camino, como si no lo
oyera, hasta que cruzó la esquina y se perdió entre la multitud.
Cuando levantó el pie, se fijó en un pequeño detalle de las monturas.
En una de las patas, había una inscripción grabada, una frase larga en letra
diminuta que decía:
—Es más cruel tenerle miedo a la muerte que morir… —murmuró en voz
baja.
Una frase en latín.
¿Quién llevaba una cita así en las monturas?, pensó y comprendió que
había destrozado un objeto con gran valor sentimental.
Lo buscó entre los viandantes que subían la Plaza de las Cortes, pero no
encontró su rostro, ni siquiera la silueta de ese misterioso desconocido.
El arquitecto guardó los restos de las gafas en el bolsillo interior del
abrigo. Después continuó su rumbo hacia las escaleras que bajaban al
aparcamiento.
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de pelea, había sido erradicado. En su interior, una voz, todavía débil e
infantil, juró venganza, desconociendo realmente el significado de aquella
palabra.
Aquel jueves de marzo, Ramón llegaba tarde a cenar. Eran las ocho,
estaba oscuro en la calle y Amparo se mostró preocupada por el retraso,
deseando que le hubiera sucedido alguna desgracia a su marido.
Normalmente, las demoras solían terminar en urgencias o en comisaría.
Ramón era de sobra conocido en el barrio, por sus borracheras, por sus
juergas a deshoras y, sobre todo, por las riñas que tenía con quien le llevaba la
contraria. Discusiones acaloradas que solían acabar en los calabozos, con
sangre y heridas en el rostro.
—¿Dónde estará tu padre? —preguntó en voz alta. Ricardo miraba atento
a la pantalla, sentado en el viejo sofá de esponja del diminuto salón—. Será
mejor que cenemos nosotros. Seguro que ha olvidado que tiene una familia.
—Él no es mi familia —respondió el niño con absoluta inocencia.
La madre abrió los ojos y levantó el dedo acusador.
—¡No vuelvas a repetir eso! ¿Me oyes? ¡Nunca más, Ricardo! —bramó
enfurecida—. ¡Nunca más!
—¡Pero es la verdad!
Las palabras del pequeño la paralizaron. Era demasiado pequeño para
saber que solo pretendía protegerlo. Si Ramón lo escuchaba, no se lo pensaría
dos veces. Primero la golpearía a ella hasta desfigurarle el rostro, acusándola
de poner al pequeño en su contra. Después, iría a por él, y le abofetearía hasta
que se tragara sus palabras. Lo último que deseaba era que le pusiera la mano
encima al pobre Ricardo.
—Nunca más, Ricardo… —repitió sin fuerza—. Será mejor que haga la
cena. Estaré en la cocina.
La mujer se dirigió al pasillo que conectaba con la cocina y se perdió por
el marco de la puerta.
Segundos después, alguien tocó el timbre de la vivienda. Su madre le
había prohibido abrir a los desconocidos. Por lo general, Ramón llevaba su
propio juego de llaves y, cuando era incapaz de introducir la llave en la
cerradura, solía armar un escándalo reconocible.
Por entonces, varias bandas de atracadores se dedicaban a asaltar los
apartamentos con las familias en el interior de estos, haciéndose pasar por
comerciales de antenas de televisión o vendedores de enciclopedias. El ruido
del aceite hirviendo y el volumen de la televisión impidieron que Amparo
escuchara el timbre.
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De nuevo, volvió a sonar.
El pequeño miró a la entrada, se levantó del sofá y caminó. Aún era
demasiado bajo como para alcanzar la mirilla, así que no tuvo más remedio
que abrir. Agarró la manivela y tiró de ella.
Frente a él, dos hombres abrigados con chaquetas de cuero, una marrón y
otra negra, esperaban en la entrada. Dedujo que eran policías por la
apariencia. Ambos llevaban bigote y uno de ellos lucía unas gafas de vista
cuadradas. No parecían peligrosos, así que optó por abrir el resto de la puerta.
—Hola, chico —dijo uno de ellos, el más corpulento. Su cuello era
redondo como una butifarra, olía a cigarrillos y tenía el cabello de color
cobrizo. El otro, moreno, delgaducho como una raspa de sardina y con el pelo
liso hacia un lado, observaba al pequeño Ricardo desde la altura—. ¿Está tu
padre?
—No, no ha llegado todavía. ¿Quién lo pregunta?
El hombre grueso lo miró fijamente.
—Aquí vive Ramón Castellanos, ¿verdad?
—Así es. ¿Me van a decir quiénes son?
El más delgado le hizo un gesto a su compañero.
—Este es el chico, Vélez —comentó haciéndole una señal.
—¿Estás seguro, jefe? —preguntó incrédulo—. No tiene pinta de…
—Es un niño. ¿Qué esperas? Dale tiempo.
Se formó un silencio. El grandote dibujó una sonrisa en los labios que
duró unos segundos, antes de esfumarse.
—Así que tú eres el joven Ricardo.
El niño lo miró desconcertado.
—¿Cómo sabe mi nombre? ¿Son policías?
—¡Ricardo! —gritó la madre a escasos metros de él. La mujer lo apartó
de un golpe, quitándolo de la vista de los desconocidos—. Tira a tu
habitación, ¡ahora mismo!
—Pero, mamá, estos hombres preguntan por papá…
—¡Haz lo que te he dicho! ¡Y cierra la puerta!
Asustado y decepcionado consigo mismo, caminó cabizbajo hasta el
pequeño cuarto donde dormía. Entornó la puerta, sin llegar a cerrarla del todo
para atender a la conversación. Desde allí, podía ver y escucharlo casi todo, a
pesar del ruido de la cocina y el volumen de la televisión.
—¿Quiénes son ustedes? ¿Qué quieren de mi marido?
—Relájese señora —dijo el hombre de gafas y sacó de su abrigo una placa
que el niño no logró reconocer desde la distancia—. Queremos hablar con el
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señor Gutiérrez. ¿Sabe cuándo vendrá?
Amparo se echó una mano a la cabeza. Esos dos hombres no traían buenas
noticias.
—¿Ha sucedido algo? ¿Qué ha hecho esta vez?
—Tiene que tranquilizarse —agregó el más delgado—. Ya le hemos dicho
que solo queremos conversar con él. ¿Cuándo llegará?
—No lo sé… —respondió reprimiendo las ganas de llorar—. Ojalá no lo
haga nunca.
—¿Cómo ha dicho? —preguntó el grandullón. La mujer se tragó las
palabras. No conocía a esos hombres de nada. La pareja decidió que era
suficiente y que, probablemente, su esposa estaba encubriendo a su marido. El
hombre sacó una tarjeta blanca del interior del abrigo y se la entregó—. Mire,
señora. Si cambia de opinión, llame a este número. Pregunte por Vélez.
Amparo cruzó la mirada con los dos hombres. Cogió la tarjeta y cerró sin
esputar palabra. Ricardo, tras la puerta, observó que su madre estaba
aterrorizada.
Le hubiese gustado abrazarla, decirle que no estaba sola, pero no quería
enfurecerla más. Vio como se derrumbaba en el suelo y rompía a llorar.
Desde la cocina, llegaba olor a quemado.
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Quince minutos después, abandonó la carretera de varios carriles, para
adentrarse en la calma del distrito donde se encontraba el estudio. Allí, otra
vez, pensó, aunque algunas horas más tarde.
Dio un soplido y apagó el motor del vehículo. Odiaba perder el tiempo.
Desde su asiento contempló las luces automáticas que iluminaban la entrada
del edificio.
Las oficinas ya habían cerrado. No quedaba nadie por allí y tampoco
existía una razón para ello. Normalmente, era el mismo Donoso quien solía
echar el cierre de su propio despacho.
Sería rápido, le llevaría unos minutos. Estaba cansado, había sido un día
agotador y necesitaba dormir en su cama, a solas y sin la presencia de una
mujer. Haber alargado esa siesta improvisada, le había trastocado la jornada.
Por suerte, solo había perdido la tarde, seguía siendo miércoles y aún
quedaban un par de horas para la medianoche.
Abandonó el vehículo. Oyó el eco de sus pasos sobre la superficie. Abrió
la puerta con la llave y no se preocupó de pasar el cerrojo de seguridad.
En la entrada, observó la papelera que había junto a la recepción. En ella
había una bolsa de papel que parecía esconder una galleta en su interior.
Sonrió, pensando que, tal vez, esa chica le había hecho caso.
Subió al piso superior y encendió la luz de la antesala.
Todavía podía oler el perfume de la secretaria, que se pegaba a las paredes
como una sustancia pegajosa. Había quien se molestaba, pero él prefería eso
al hedor de algunas personas.
Caminó hacia la sala acristalada, no sin recordar las imágenes vividas
durante la mañana. No sintió pena por haber contribuido a la infidelidad de
esa mujer. Más bien, se alegró de haber colaborado con su felicidad. Ese Ruiz
de Sopena se lo merecía, aunque dudó que le afectara.
Finalmente, vio el maletín de piel sobre el escritorio. En la pantalla del
ordenador, la secretaria le había dejado una nota adhesiva para la jornada
siguiente.
La intuición femenina no fallaba y, a pesar de llevar menos de un año con
él, esa mujer parecía conocerlo bastante bien, hasta tal punto que intuía
cuándo se marchaba de la oficina para no volver. Pero existían las
excepciones, y aquella noche era una de ellas.
Retiró la nota, la arrugó en una bola y la tiró a la papelera.
Dispuesto a marcharse, una luz del exterior deslumbró parte de la oficina.
Pensó que se debía al foco de un helicóptero. No dudó en girarse para saber
de qué se trataba y descubrió que las luces no eran para él.
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Un Mercedes de color negro se detuvo en medio de la explanada que
había junto al aparcamiento. El Audi del arquitecto quedaba lejos, casi
imperceptible. Se cuestionó qué haría aquel conductor a esas horas en un
lugar tan remoto como ese. La escena no le auguró nada bueno. Rápido,
abandonó la oficina y alcanzó el interruptor de la luz para quedarse
completamente a oscuras. Luego regresó a su despacho.
Un segundo vehículo apareció al otro lado de la explanada. Era un BMW
oscuro, un modelo nuevo y de los grandes. Los motores seguían encendidos y
ambos vehículos parecían tener la confianza de que aquel encuentro era
seguro.
Aún faltaban unos cuántos años para que la demanda urbanística de la
ciudad ocupara los solares de tierra con bloques de viviendas, oficinas y
supermercados.
A pesar de que la zona no era peligrosa, el parque que lindaba con la
carretera principal hacía que, durante la noche, aquel desierto de grava, vallas
publicitarias de apartamentos y asfalto recién puesto, fuera el lugar perfecto
para una reunión clandestina.
El arquitecto observó expectante. Daba por hecho que, a esas horas, nadie
se reunía allí para un encuentro casual. Del primer vehículo apareció un
hombre con aspecto imponente. No podía verlo muy bien desde la distancia.
Las sombras que lo rodeaban, impedía ver su rostro con claridad. Acicalado,
salió vestido con un abrigo oscuro con las solapas levantadas. Los faros del
vehículo seguían encendidos.
Tras una señal, la puerta del BMW se abrió. El pie del conductor tocó el
pavimento y después dejó a la vista el resto del cuerpo.
—No puede ser —murmuró al reconocer la silueta del individuo. No dudó
de lo que veía. Era Álvaro Ruiz de Sopena, el inversor que había estado horas
antes en su oficina, allí, a escasos metros de su despacho. Ahora, en una
distancia segura, Don vigilaba sus movimientos. Tuvo la certeza de que ese
miserable intentaba llevar su plan de cualquier manera. La razón por la que se
habían reunido allí, era desconocida, y un sinfín de hipótesis le recorrieron la
cabeza, provocándole un furioso ardor de estómago. ¿Iba a pagar para que
amedrentaran al arquitecto? ¿Era alguna clase de venganza por no colaborar
con él?, se preguntó inquieto. Respiraba con dificultad, por culpa de los
nervios y no podía salir de allí, así que optó por esperar.
Los dos hombres, plantados y separados por escasos metros, se dirigieron
unas palabras que Donoso no pudo escuchar.
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Le molestaba desconocer lo que sucedía. Le sacaba de quicio. Una
descarga eléctrica recorrió su espina dorsal. Una rabia tremenda se apoderó de
sus brazos. Debía controlarse antes de que fuera tarde. Había trabajado mucho
tiempo en ello, como para arruinarlo todo.
Entre las sombras, el inversor dio varios pasos hasta la parte trasera de su
vehículo. Abrió el maletero y sacó un maletín. Donoso no podía creerlo.
De la parte trasera del Mercedes, apareció un segundo hombre, más
corpulento y con el pelo recogido en una cola. Ruiz de Sopena parecía
asustado, aunque convencido de lo que hacía. Estaba pagándoles. El hombre
del chaleco seguía plantado, sin apenas moverse, como si esperara que el
inversor le entregara la mercancía.
Ruiz de Sopena apoyó el maletín en el suelo y levantó las manos. Ricardo
observaba como un vigilante, atento a cada movimiento.
Cuando todo pareció haber terminado, el hombre de la coleta sacó una
pistola de su abrigo, apuntó al inversor sin miramientos y le propinó dos
balazos en el pecho.
El inversor retrocedió unos pasos y se desplomó como un saco de boxeo.
Donoso se quedó sin respiración.
Corrió hacia las escaleras y bajó con rapidez hasta la planta baja. Una
cosa era acostarse con su mujer y otra, verlo morir. El pulso se le aceleró. Su
corazón bombeaba con fuerza. El olor a muerte, simplemente, activaba sus
sentidos.
—¡Corre, corre! —gritó el hombre del chaleco. Tras unos segundos de
confusión, optaron por recoger el cadáver y lo metieron en la parte trasera del
Mercedes. Se oyeron unas sirenas de fondo—. ¡Arranca!
El vehículo aceleró quemando la goma de la rueda y se perdió en la
oscuridad con las luces apagadas. Las sirenas de las patrullas aún estaban
lejos de allí. Donoso corrió hasta la escena del crimen, sin acercarse
demasiado. El BMW del inversor seguía allí, con el motor apagado y las
llaves puestas en el contacto.
Si Ricardo se excedía, tarde o temprano, la Policía encontraría sus huellas.
Los sentimientos eran contradictorios. Se cuestionó si la muerte de ese
hombre había sido injusta, o merecida. En el segundo caso, no habría nada
que hacer. Pero de lo contrario, no podía permitir que aquellos dos hombres
se marcharan sin más, con el cuerpo sin vida de ese hombre.
«¿En qué carajo piensas?»
Estaba perdiendo la cabeza. Demasiadas cosas en un mismo día. Él ni
siquiera debía estar allí. Entonces lo vio, a varios metros de él. El dichoso
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maletín seguía de una pieza, tal y como lo había visto por la mañana en su
despacho. Dinero manchado de sangre que, al fin y al cabo, seguía siendo
dinero.
Sin pensarlo de más, se puso los guantes de cuero, lo agarró del asa y
caminó con paso ligero hasta su coche.
Después entró en él, arrancó y salió disparado hacia su apartamento.
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Ricardo, que siempre había sido una persona atípica, fría y distante,
experimentó con profundidad una fe más fuerte, a medida que daba rienda
suelta a los impulsos asesinos que corrían por sus venas.
La experiencia lo llevó a creer en Dios, no solo como indicaban las
sagradas escrituras, sino de un modo particular, en el que se consideraba un
enviado del Santo Padre, como si fuera el Quinto Jinete del Apocalipsis. Por
tanto, según su modo de entender las cosas, nada grave le podía suceder, de lo
contrario, su cometido en la Tierra habría terminado.
Antes de que empeorara su estado, tuvo la suerte de darse cuenta de que
sufría un grave trastorno. Los delirios, que llegaban a él en forma de
imágenes, de sueños profundos que se repetían, eran producto de su
imaginación. Sin contárselo a nadie y sin más terapia que la de las lecturas
estoicas, los libros de filosofía zen, el constante ejercicio físico y las
enseñanzas del Ninjutsu, trabajó con fervor para que esa aberrante idea que,
en ocasiones, se apoderaba de él, nublándole la razón, y que por entonces
blindaba sus pensamientos, se desvaneciera lentamente y diera paso al olvido,
aunque fuera difícil de eliminar.
Poco a poco, comenzó a mirar al reflejo del espejo que tenía delante, y no
le agradó lo que veía. Por esa razón cambió de vida, de apellido, de barrio, de
identidad. Borrar cada detalle del pasado, destruir cada seña que lo
relacionara con este, era la única forma de convencer a la memoria de que
esos recuerdos nunca habían existido. Pensó que, si era capaz de olvidarse de
ellos, también olvidaría de sí mismo, hasta absorber su nueva personalidad.
Estaba dispuesto a arriesgarse con tal de encajar con el resto de personas
que tenía a su alrededor. Pero no era tan sencillo deshacerse de unos
fantasmas que nunca se llegaban a marchar del todo.
El silencio sepulcral del apartamento le ayudó a calmarse.
Neutralizó el vaivén de emociones que corría por su cuerpo como larvas
diminutas. Tan pronto como recuperó la compostura, comenzó a reconstruir
los hechos. El asunto no tenía buena pinta. La Policía se plantaría en el
despacho en cuestión de horas, si no aparecían esos dos matones reclamando
lo que era suyo.
Lo último que necesitaba para su reputación, era un escándalo por
homicidio. Eso, si el cadáver aparecía en algún lado.
Comprobó por enésima vez la hora. Los minutos pasaban lentamente,
como si el tiempo se hubiese detenido entre esas cuatro paredes. Se volvió a
preguntar por qué habría cogido el maldito maletín. No lo necesitaba. Las
cosas le iban bien. El cerco de opciones se cerraba. Tenía que deshacerse del
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dinero, ya fuera moviéndolo a una cuenta extranjera o lanzándolo al río
Manzanares. Pero debía tomar una decisión rápida.
Miró el teléfono y pensó en Verónica Sagasta.
Algo en su interior le indicó que debía comunicárselo, pero se negó a
hacerlo. Al menos, por el momento. La intuición no siempre tenía la razón.
Muchas veces, lo que las personas creían correcto, simplemente, no lo era.
Había metido la pata hasta el fondo y el remedio al embrollo era entregar
el dinero a la Policía, pero se negaba. Irían a por él. No tenía escapatoria.
El maletín seguía quieto, cerrado, delante de sus ojos.
Se sentó en el sofá y apoyó la espalda en el respaldo.
Esperar. Eso haría.
En ocasiones, no hacer nada, era la mejor de las soluciones.
Esa noche apenas concilió el sueño. La alarma del despertador del dormitorio
lo sacó del sueño. Rezó para que hubiera sido todo una pesadilla.
Tras varios segundos, no tuvo más remedio que reaccionar.
Se había quedado dormido con la cabeza apoyada en el sofá. Los párpados
le pesaban, estaban resecos y le costó horrores abrirlos. Aún seguía vestido
con la ropa del día anterior. Esa sensación le producía asco y le hacía sentir
un despojo como su padre. Para él, una persona que no se respetaba a sí
misma en ciertos ámbitos de la vida, difícilmente podía lograr algo de valor.
Lo primero que hizo fue mirar a la mesa. Por un momento, deseó que el
maletín negro no estuviera allí. Se frotó la cara con preocupación. La barba le
había crecido unos milímetros, formando una capa áspera sobre su piel. Le
dolían las articulaciones y sentía un clavo atravesado en la cabeza.
Por desgracia, no había sido un sueño.
Era real y no podía seguir escapando del problema.
Se esforzó por recuperar la forma. Inició las rutinas de ejercicios diarios
con esmero, aunque sin ganas. Esa mañana dolían más que otras veces.
Comenzó a sudar y se sintió mejor. El corazón repartió oxígeno por todo el
cuerpo. Volvió a recuperar el aliento, aunque la pesadumbre oxidaba sus
movimientos. El agua helada de la ducha lo revitalizó, despertando las últimas
células dormidas. El flujo sanguíneo activó sus órganos.
A medida que volvió a la normalidad, comenzó a ver la situación de otra
manera. Todavía estaba a tiempo de contarle la verdad a la Policía. Solo debía
explicarles lo que había ocurrido. Nada más.
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Preparó café mientras buscaba las palabras para el testimonio perfecto
pero, de algún modo, no terminó de convencerse. El arquitecto nunca había
confiado en las Fuerzas de Seguridad.
No, al menos, de ese modo. Siempre las había considerado parte del
sistema, el mismo engranaje que, de haber descuidado sus movimientos, le
habría metido entre rejas.
Evitaba las comisarías y los trámites burocráticos a toda costa. Le
producía pánico entrar en los edificios gubernamentales aunque, en ocasiones,
no le quedara más remedio.
«Ha de existir una alternativa, Ricardo», pensó mientras ponía en
funcionamiento la máquina de café instantáneo.
No era el dinero lo que le frenaba a actuar como cualquier otro hubiese
hecho. Tan solo buscaba la mejor forma de engañarse, para justificar lo que
estaba a punto de hacer.
Una voz interior quería ir más allá. Ricardo sabía que, detrás de todo ese
opaco asunto, existía la posibilidad de encontrarse con la persona que había
disparado contra Ruiz de Sopena. Y probablemente, no era la primera vez que
el individuo apuntaba a alguien. Motivo suficiente para justificar sus ganas de
actuar.
Como un virus, la pequeña probabilidad contaminó parte de su lógica.
Para él, no todas las personas eran buenas por naturaleza, porque el bien y
el mal no se limitaba a las acciones, sino a lo que las personas aportaban o
restaban al grupo entero. Por esa razón necesitaban reglas, un código que
cumplir, pero la sociedad se había equivocado por completo, al intentar ser
imparcial con cada uno de sus integrantes. Los hombres como aquel pistolero
no merecían vivir con el resto. No podían. Estaban hechos de oscuridad y
faltos de empatía por los demás. Su existencia solo generaba corrupción,
dolor y sufrimiento, aumentando los horrores de la sociedad, mientras la
Justicia seguía ciega.
Nadie hacía nada.
El sistema estaba podrido desde hacía tiempo y alguien debía actuar al
respecto.
Quizá hubiese llegado el momento de devolver todo lo que la vida le
había dado.
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Asintió con la cabeza y entró en el ascensor. Se cuestionó si, algún día,
sus ojos llegarían a poseer también ese brillo. Una idea infantil, inocente.
Sabía de buena mano que ese momento nunca llegaría, por lo que era mejor
no ilusionarse con tales estupideces. Para él, una persona intoxicada por sus
emociones, se convertía en un ser impredecible, débil e inútil. Victoriosa era
la persona que lograba conquistar su fuero interno.
Cuando las puertas se abrieron, vislumbró la cabeza de Lomana frente al
monitor del ordenador. Tenía el morro torcido, como si le pesara haber
llegado antes que su jefe. A Ricardo le importaba un bledo lo que el urbanista
pensara. No le pagaba por escuchar sus opiniones personales.
Ignoró su presencia por completo, abstraído en la imagen de su escritorio,
al fondo del pasillo. Silvia, vestida con pantalones crema y una chaqueta azul,
dejaba sobre la mesa una nota.
—¿Qué es eso? —preguntó él señalando al papel adhesivo de color
naranja. Pronto, se dio cuenta de que sus palabras denotaban tensión, así que
buscó el modo de relajarse—. ¿Ha llamado alguien?
—Buenos días, señor —dijo ella, sorprendida por la presencia del jefe.
Estaba acorralada contra la mesa, pero no se sentía intimidada por él. El
despacho de cristal ahora olía a su perfume. Silvia se escabulló abriéndose
paso, para regresar a la mesa de trabajo—. Han llamado hace unos minutos
preguntando por usted.
—¿Quién?
Ella se detuvo. Le dio un repaso con la mirada y tensó las comisuras de
los labios.
—¿Se encuentra bien, señor?
—Te he hecho una pregunta.
La secretaria frunció el ceño.
—Un inspector de Policía —respondió fría, aunque sin levantar la voz
para que el secreto se corriera—. ¿Le traigo un café? ¿Una infusión?
—¿Qué quería?
—Hablar con usted.
—¿No te ha dicho de qué?
—No —dijo con voz de preocupación—. Le he dicho que usted le
llamaría cuando pudiera.
Donoso cerró los ojos y levantó las manos, haciendo un gesto de
suficiencia. Quería que le dejara en paz.
—Gracias, Silvia… Y estoy bien. No necesito nada.
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—Como quiera —contestó con molestia la empleada y volvió a su silla—.
Eres tonta, te preocupas demasiado…
Pero el arquitecto no escuchó el murmullo de la mujer.
«Un policía. Lo que me faltaba, joder…», bramó en el interior de su
cabeza. Un cosquilleo se apoderó de sus brazos. Se rascó la barba, la cabeza,
el plexo solar. Estaba inquieto. Pensó en ir al baño, esnifar un poco, pero era
la hora de llegada y lo último que buscaba era otro escándalo. Se preguntó
cómo podría escaquearse de esa llamada. No lo sabía. Su talento era otro.
Vendía proyectos, edificios, grandes construcciones. Convencía a millonarios
de que él era la mejor apuesta. Pero no sabía nada sobre agentes del orden.
Encendió el ordenador y leyó la nota que la secretaria le había dejado. La
arrancó de un tirón, la arrugó y la guardó en el cajón del escritorio.
Silvia era una profesional. Trabajaba de forma eficaz y sabía gestionar el
carácter de Donoso, sobre todo, cuando la tormenta arrasaba en la oficina. Por
su parte, el arquitecto no estaba del todo convencido con su tarea. No es que
Silvia lo hiciera mal, sino todo lo contrario. Lo hacía demasiado bien, y ese
era el problema principal. Desde el principio, a diferencia del resto de
empresas, se había opuesto rotundamente a contratar a una persona que
gestionara su agenda, sus citas, sus movimientos. Aquello significaba
transparencia, no solo el calendario, sino también en la correspondencia.
Pero las reglas del juego las marcaban otros y tener a alguien que
atendiera las llamadas, así como a los clientes, ahorraba tiempo, molestias y
daba una mejor imagen de la empresa. Por tanto, no podía quejarse. Después
de varias entrevistas, supo que Silvia Cabezo era la mujer idónea para ocupar
la plaza. Era discreta, tenía experiencia, había trabajado antes para bufetes de
abogados de gran prestigio y sabía cuándo morderse la lengua o mantenerse al
margen. Empero, uno de sus mayores defectos era la confianza. Durante la
carrera laboral, antes de iniciar su propia firma, Donoso había observado
cómo algunos empleados sobrepasaban los límites de la intimidad y de la
confianza ajena, después de algunos encuentros fuera del horario laboral. Un
error de principiante, que solía repetirse a menudo y que truncaba las
aspiraciones profesionales de quien lo cometía.
Por eso, desde el inicio, lo tuvo claro: cada área de su vida sería
independiente, como universos separados, y no estaba dispuesto a mezclarlos
entre ellos, sin ningún tipo de excepción.
Lo primero que hizo, tan pronto como el ordenador inició el sistema, fue
entrar en las secciones de sucesos de los diarios.
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Leyó los titulares de las noticias, en busca de un homicidio o desaparición
que despertara su interés, pero no encontró nada que estuviera relacionado
con lo vivido la noche previa. Resopló y se meció el cabello. De nuevo, pensó
en llamar a esa mujer. Sagasta. No entendía por qué le dedicaba tanta
atención. Era atractiva a sus ojos, pero nada más. Su extraño comportamiento
le causaba pavor.
Estaba dispuesto a abrir el correo electrónico, cuando el teléfono de la
secretaria sonó. El arquitecto sospechó que sería ese inspector llamando otra
vez.
—Pásamelo —dijo antes de que Silvia respondiera.
La secretaria tocó un botón y desvió la llamada.
—Ricardo Donoso, ¿quién llama? —preguntó con voz firme,
demostrando que no tenía ningún pudor en identificarse.
—¿Dónde está? —cuestionó una voz sórdida, probablemente,
distorsionada con algún tipo de aparato o aplicación de teléfono. Entonces,
Donoso percibió que no era el inspector quien hablaba al otro lado. Un sudor
helado cayó por su espalda.
—¿Quién habla?
—El maletín. ¿Dónde está?
La secretaria se giró. El arquitecto hizo un gesto con la mano para que
siguiera con sus asuntos.
—Un momento… —respondió con voz neutra, apoyó el aparato en la
mesa y se levantó. Cerró la puerta para que nadie le escuchara. Las paredes de
cristal tenían el grosor suficiente para insonorizar el interior, evitando así que
las palabras se escaparan. El estrépito de un disparo allí dentro, apenas se
notaría en el resto del edificio. Tomó asiento y se puso al teléfono—. Primero,
quiero saber con quién hablo.
Donoso escuchó una risotada como respuesta. La boca del estómago se le
cerró. Agarró el auricular del teléfono con fuerza. Detestaba que se mofaran
de él.
—Dado que usted tiene algo que no es suyo, eso debiera preguntarlo yo
—respondió—. Haga lo que le pido. Dígame dónde ha escondido el maletín.
Dudo que sea tan estúpido de guardarlo en su oficina.
El arquitecto se giró y buscó por el cristal, pero no había nadie
observándolo desde el exterior.
—¿Qué ha hecho con Ruiz de Sopena?
—Ese no es asunto suyo.
—Ya lo creo que sí —contestó tajante—. Responda, o no le diré nada.
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Después oyó un murmullo al otro lado.
—¿Quién cojones se cree que es?
Don se rio con soberbia.
—Estoy seguro de que la Policía me agradecerá que le cuente lo que vi.
—Se está equivocando de persona, Donoso.
No le gustó la contestación. Eso le ponía en desventaja.
—No le tengo ningún miedo —dijo, ahora más confiado. En su interior,
las ansias crecían. Le gustaba la sensación de sentirse superior dentro de un
juego que él no había preparado. Sabía que, tarde o temprano, terminaría
encontrándose con la persona que había al otro lado—. Dígame qué hicieron
con ese hombre o haré desaparecer la maleta. Le juro que no verá ni un
céntimo.
El desconocido carraspeó. Parecía desconcertado.
—Es usted un lunático y un cretino… El hombre por el que pregunta está
muerto —dijo y esperó unos segundos—. Y usted será el próximo si no me
dice dónde guarda el maldito maletín.
Don sonrió. Tenía todo lo que necesitaba: una justificación. Estaba
muerto, había matado a un inocente y ahora debía pagar por ello. Así, su
espíritu quedaría libre de culpa. Ese maldito había mordido el cebo. Ahora,
era cuestión de atraerlo a su trampa.
—Venga a por él. Le estaré esperando —contestó y colgó el teléfono.
Con un regusto a satisfacción, había logrado darle la vuelta a la situación,
sin ser consciente de lo que había provocado.
En el fondo, llevaba años ansiando ese momento.
Pero, en esta ocasión, era él quien se vería en problemas.
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Las portadas de los diarios abrían con el ataque que Estados Unidos había
efectuado sobre dos lanchas patrulleras libias. Desde Washington afirmaban
haber destruido una base de misiles SAM-5, instalados meses antes por la
Unión Soviética. Las noticias relacionadas con la Guerra Fría eran constantes,
a pesar del bajo impacto que tenían en la sociedad española.
Aquel martes, el pequeño Ricardo realizaba los ejercicios de matemáticas
que le habían enviado en la escuela, mientras la televisión iluminaba el salón.
Amparo miraba atenta por la ventana del balcón. Desde allí se podía ver la
calle, una calzada que no tenía nada de especial.
Eran las siete y media de la tarde, los coches cruzaban la vía y los
hombres que trabajaban en las fábricas regresaban a sus casas, no sin antes
parar en el bar de Miguelo a tomar una ronda, el local de la esquina
frecuentado, en su mayoría, por los vecinos de la calle. Un tugurio sucio y
lleno de humo que se llenaba hasta la bandera de obreros, taxistas y
empleados de la construcción cuando terminaba el turno de tarde o cuando
retransmitían algún partido de fútbol por la televisión.
Preocupada, se quedó paralizada con la mirada clavada en el infinito.
Ricardo notó su expresión.
Amparo sujetaba un trapo de cocina con tanta fuerza que sus dedos
estaban blancos.
Las agresiones habían continuado. Por fortuna, el niño aún se había
librado de ellas, pero Ramón descargaba toda su furia en la mujer. Patadas y
puñetazos, siempre por debajo del cuello para que el rostro quedara intacto.
Ese monstruo sabía lo que hacía y no quería que las madres de la escuela
comentaran la mala apariencia que tenía su mujer.
El muy cretino era consciente de que ella no hablaría. Ni a las vecinas, ni
tampoco a la Policía. Estaba muerta de miedo y él la había amenazado con
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quitarle lo que más quería.
Pero esa tarde, una visita inesperada cambió el curso de los
acontecimientos.
Amparo daba por hecho de que su marido estaría bebiendo en el bar,
calentándose antes de llegar a casa y empezar el macabro ritual. Como los
perros con las recompensas, las personas podían prever los acontecimientos
antes de que sucedieran.
La situación de Ramón no era la mejor. Profesionalmente estaba acabado.
Los recortes en las fábricas eran parte del presente. Los despidos se hacían
sonar entre las esposas de los empleados. Más temprano que tarde, le tocaría
su turno. La crisis lo arrollaría, pero él no estaba dispuesto a comerse el
problema solito. Dependiente de la bebida, levantar la cabeza sería todo un
desafío. Con suerte, cobraría el paro hasta que su mujer encontrara un trabajo,
o eso pensaba Amparo. En el fondo, Ramón nunca había tenido otro plan de
futuro que no fuese el de seguir vivo.
Por desgracia, minutos después de verlo entrar en el interior del local,
atisbó la presencia de los dos hombres que habían ido a visitarla, cinco días
antes.
En un acto reflejo, se echó las manos a la cara.
—¿Qué ocurre mamá? —preguntó el niño levantando los ojos del
cuaderno de rayas—. ¿Qué has visto?
Las manos de la mujer temblaron.
Los dos individuos cruzaron la puerta del bar. Minutos después, iban
acompañados de Ramón, que caminaba entre los dos, esquivando el
interrogatorio que esos desconocidos le hacían. Juntos, los tres caminaron
hasta el domicilio. Ramón se mostró agresivo, soberbio e insolente. No quería
colaborar con la propuesta que le habían hecho y les respondió de malas
maneras. Los dos tipos, acostumbrados a tratar con perfiles como el suyo,
parecían tranquilos, dispuestos a insistir más adelante. Amparo se anticipó a
los movimientos.
Nerviosa, abandonó la ventana y agarró al niño del brazo.
—¡Vamos, Ricardo, a tu habitación! —ordenó arrastrándolo por el salón.
—¡Me haces daño, mamá! —gritó el niño, intentando soltarse de ella—.
¡Estás loca!
—¡Corre antes de que venga tu padre! —gritó, lo empujó al interior del
diminuto cuarto y cerró de un golpe.
Se oyó un ruido procedente de la entrada. Los ojos de la mujer se fijaron
en la cerradura. El pestillo saltó hacia dentro. La puerta se abrió. Retrocedió
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hasta la cocina y buscó algo con lo que defenderse. Las manos le bailaban, los
objetos se le resbalaban de los dedos.
Entonces se encontró con los ojos de aquella bestia humana, enrojecidos
por el humo del tabaco y los litros de alcohol. Aquel día, no iba a ser como
los demás. Estaba realmente enfadado. Amparo sujetó un cuchillo de cocina.
Ramón se quitó la correa de un tirón y le propinó un latigazo con la hebilla de
hierro. La hoja del cuchillo cayó al suelo. Aterrada, dio otro paso atrás para
recuperarlo, pero el trozo de metal golpeó en su cabeza. Se escuchó un fuerte
impacto.
—¡Serás zorra! ¡Has hablado con la Policía! —bramó el marido mientras
la atizaba en el suelo. El sonido del cuero contra la piel sonaba como una
horrible bofetada—. ¡Me has delatado! ¿Y tú eres mi esposa, hija de perra? ¡A
la Policía!
Ricardo se consumía en un sollozo al otro lado de la puerta. La pared de la
cocina era la misma de su habitación. Cada estrépito, apagaba los gemidos de
sufrimiento de su madre, hasta que ya no logró escucharla.
Tenían que deshacerse de ese monstruo antes de que acabara con ella.
Necesitaban ayuda.
A pesar de lo pequeño que era para comprender aquel infierno, lo único
que sabía era que tenía que rescatarla de esa pesadilla.
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hermano, un ideal que había distorsionado con el paso del tiempo, haciéndolo
irreal e inalcanzable. Un concepto que solo existía en su perturbada
imaginación. Afirmaba conformarse con un hombre protector que supiera
cuidar de la familia, como si intentara llenar el vacío que la otra persona había
dejado. Ninguno de los pretendientes que conocía, le era suficiente, y la
mayoría de los hombres con los que se citaba, casi todos relacionados con la
Banca, terminaban hartos de su exigencia.
Para Ricardo, la obsesión con el difunto hermano le parecía repugnante.
Pero quién era él para juzgar a quien solo conocía el sufrimiento. Silvia, la
dama que ocupaba el escritorio a escasos metros de su puerta, después de
todo, era la única persona que se preocupaba por él, aunque jamás se lo
hubiera pedido. Y no podía pasar ese detalle por alto. Él también sabía lo que
era perder a un ser querido.
Abandonó la oficina a una hora prudente, sin ser la última persona en salir
del edificio. Cuando aparcó en su garaje privado, estaba anocheciendo. Se
acercaba el fin de semana, aunque eso no importaba en una ciudad como
Madrid. Los locales de moda del barrio estaban llenos a esas horas. Gente
bella, elegante, con aspiraciones tan altas que hacía falta levantar la barbilla
para verlas. Se sintió extraño, algo cohibido y un poco desconcertado. La
visión de la vida cambia con trescientos mil euros en la taquilla de una
estación, pensó. Después esbozó una mueca de satisfacción. No sabía muy
bien qué era lo que estaba sucediendo.
De regreso a casa, volvió a comprobar el teléfono móvil y se extrañó. No
tenía ninguna llamada de Verónica Sagasta. Habían pasado casi veinticuatro
horas de la desaparición de su marido y él era la última persona con la que
había dormido. O tal vez no, supuso. Esa mujer era puro hermetismo.
Sus sospechas tuvieron que aplazarse cuando pasó por delante de la
entrada de la Embajada de Italia, un enorme edificio, limitado por un muro de
ladrillo y con vistas a la calle de Juan Bravo. El arquitecto percibió una
presencia, como si alguien lo siguiera. Al girarse, no vio nada atípico, pero el
susto había sido suficiente para entrar en alerta. Con paso ligero llegó al
portal de su edificio, saludó al portero que protegía la entrada y subió por el
ascensor hasta la puerta de su casa. Una vez dentro, se aseguró de que todo
estuviera en orden, de que nadie hubiese estado allí en su ausencia. Después
se encontró en el reflejo del espejo del dormitorio y recapacitó. Se estaba
comportando como un imbécil.
El timbre sonó. Tomó una profunda respiración. Tal vez, no hubiera
exagerado y sus instintos estuvieran en lo cierto.
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Con sigilo, todavía vestido de traje y con la corbata anudada al cuello, se
dirigió hacia la puerta y comprobó por la mirilla quién esperaba al otro lado.
Dos hombres miraban fijamente al pequeño ojo de buey.
—Buenas tardes —dijo abriendo unos centímetros—. No estoy interesado
en contratar ninguno de sus servicios. Pensé que el portero lo había dejado
bien claro…
—Señor Donoso, abra la puerta, por favor —dijo uno de ellos. Era
delgado, alto, con nariz aguileña y pelo oscuro. Tendría la misma edad que el
arquitecto, un año arriba o abajo. Ricardo sospechó que también iría al
gimnasio. Lo podía ver bajo el jersey de marca barata en el que se marcaba el
pectoral y los brazos. El compañero era rubio, tenía las cejas gruesas y
transmitía estar en un rango inferior. Los vaqueros y los zapatos desgastados
confirmaron las conjeturas. En efecto, no necesitó más para saber que eran
policías.
—¿Me estaban siguiendo? —preguntó el arquitecto con altanería, dejando
a un lado las formalidades—. No es muy profesional por su parte.
«Han tardado demasiado en aparecer», pensó a la vez que observaba el
lenguaje corporal de la pareja. Estaba tranquilo, no podían entrar sin una
orden, aunque esa opción, de momento, se descartara. No tenían nada contra
él y presentía que tampoco sabían nada sobre el dinero. Así que se limitarían a
preguntar, siempre y cuando el arquitecto pusiera de su parte.
—Vaya, mejor nos ahorraremos las presentaciones —dijo con voz seria,
clavando sus ojos negros en los de Ricardo—. Tengo la sensación de que nos
estaba esperando.
—No confíe en su instinto, agente —contestó sin empatía—. No lo hacía.
Mi secretaria me dijo que llamaron, aunque no sé muy bien para qué. Lo
último que pensaba era encontrarlos en la puerta de mi domicilio.
—¿Y por qué no ha devuelto la llamada?
—Soy un hombre ocupado.
—Claro… —dijo el agente y miró a su compañero. El rubio permanecía
callado, con los brazos cruzados en una posición defensiva, y con el cuello
echado para atrás. Se le marcaba la nuez, mostrando las venas que aparecían
por los laterales. Más que un agente, parecía un gorila de discoteca—. Soy el
inspector Rafael Peña y este es el subinspector Andrés Requena.
El inspector contaba con la colaboración del arquitecto, esperando que
bajara la guardia y les permitiera entrar, para hablar con calma y en privado.
Pero Donoso permaneció inmóvil, con el cuerpo pegado al marco y el brazo
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sujetando la puerta. En su rostro, una falsa sonrisa de amabilidad dejó claro a
la pareja que no estaba dispuesto a ceder.
—¿En qué puedo ayudarles, agentes?
El policía apretó la mandíbula con un gesto de desprecio y buscó una folio
plegado en el interior de su pantalón. Cuando lo abrió, le mostró la fotografía
de Alfonso Ruiz de Sopena.
—¿Conoce a este hombre, señor Donoso? —preguntó sujetando la hoja,
colocándosela a escasos centímetros de la nariz. El otro policía estudiaba la
reacción, pero Ricardo conocía el modo de operar en esas situaciones.
Sacó el labio inferior hacia delante y levantó los hombros en un gesto de
asombro y desconcierto.
—No lo he visto en mi vida. ¿Quién es?
El policía mantuvo el brazo estirado unos segundos. Después retiró la
imagen.
—¿Está seguro?
—Totalmente, inspector. Me reúno con mucha gente cada día —explicó
rascándose la cabeza—. Es imposible quedarme con todos los nombres.
—Una cara nunca se olvida —comentó el rubio, al fin dispuesto a hablar.
Ricardo giró la mirada, aguardó un segundo y le respondió con una
mueca.
—Depende.
—¿De qué?
—De si tiene algún valor o no —aclaró. La respuesta no fue de buen
recibo. Les estaba haciendo perder el tiempo, era consciente de ello, y era
algo que todo agente detestaba—. ¿A qué viene todo esto? ¿Qué es tan
importante?
Las inocentes preguntas no calaron en la actitud de los inspectores, que
miraban con desaprobación al hombre de traje azul. Don observó más allá de
las pupilas de los policías. Le encantaba hacerlo, leer su expediente en
cuestión de segundos, ponerse en sus zapatos.
El inspector Peña manifestaba calma. Encajaba con el perfil de persona
que había tenido una trágica juventud en un barrio peligroso: cráneo rasurado,
rasgos hundidos, complexión musculosa, ausencia de estilo a la hora de vestir
y un cierto nerviosismo en su expresión. Consecuencias de la o del exceso de
rabia acumulada.
Era un perro de pelea.
Probablemente practicara boxeo o algún tipo de disciplina combinada
desde hacía años. Tenía los brazos fuertes y los dedos anchos. Al igual que
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los muslos, por mucho que intentara ocultarlo. Y, como Donoso, estaba
cargado de ira. Tal vez, una traumática infancia como la suya. Un padre
alcohólico, un hermano drogodependiente, una familia desestructurada.
Qué importaba. El resultado solía ser similar. La mayoría de chicos como
él parecían sacados de la misma fábrica.
Pese a todo, nada les unía, o quizá sí, pero ambos formaban parte de
mundos totalmente opuestos. Peña se había hecho inspector para hacer las
cosas bien, por una vez, y reconciliarse con el pasado, mientras que el
arquitecto solo pretendía avanzar hacia el futuro.
—Anoche, unos agentes encontraron abandonado el vehículo de este
hombre, a escasos metros de su oficina —dijo el inspector—. Varios minutos
antes, el 112 recibió una llamada anónima. La persona confirmó haber
escuchado dos explosiones cercanas al lugar del abandono.
—Como comprenderá, desde aquí no puedo escuchar nada. ¿Qué me
quieren decir con todo esto?
En ese momento, Peña hubiese deseado romperle los dientes al arquitecto.
—Estamos al corriente de que el señor Ruiz de Sopena iba a contar con
usted para la construcción de un edificio de oficinas —insistió. Ricardo pensó
que, si ese era el comodín que tenía guardado, demostraba que no había lugar
para él en la partida—. ¿Me va a decir que no se conocían?
Don le mostró los dientes sonriendo y echó el aire por la nariz.
—Entiendo su trabajo, inspector, buscando la migaja, urdiendo para
destapar el misterio… pero ese proyecto no se llevó, ni se llevará a cabo.
Jamás traté con ese hombre en persona.
—Así que lo conocía.
—Eso lo ha dicho usted —contestó y dio un respingo. Se había cansado
de ellos. No tenían nada y había llegado el momento de echarlos—. Escuche,
inspector. Es tarde, ha sido un día muy largo y tengo cosas pendientes por
hacer. La próxima vez, concierten una cita con mi secretaria. Estaré
encantado de contestar a sus preguntas, pero no me sigan por la calle. Es poco
ético y muy molesto. Deberían dar ejemplo.
El policía rubio lo miró con desprecio.
Antes de darle a los dos con la puerta en las narices, el inspector puso la
mano y aguantó el peso de la madera.
El arquitecto lo miró extrañado.
—¿Qué hace?
—Más le vale que sea verdad lo que ha dicho, Donoso —advirtió el
agente impidiendo que cerrara la puerta—. Si este hombre no aparece y existe
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algún indicio que lo relacione con usted, me encargaré personalmente de
encontrarlo vivo… o muerto. Algo me dice que este asunto huele a podrido…
No se imagina cómo disfruto cazando a los cretinos que están de mierda hasta
el cuello.
—En ese caso, empiece con una ducha bien fría —respondió y asintió con
la cabeza—. Suerte con su investigación. Buenas noches, agentes.
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teléfono no había sonado hasta el momento y Silvia Cabezo no ocupaba su
puesto de trabajo.
Donoso gruñó y dio un sonoro respingo de preocupación. La imagen no
era perfecta. Aquel detalle le dio la energía necesaria para levantarse del
asiento. Cruzó el pasillo, despertó la atención de los empleados y después se
detuvo, siendo el centro de atención.
—¿Alguien sabe dónde está la señorita Cabezo? —preguntó, escuchando
el eco de su voz en la sala—. ¿Dijo algo ayer?
Los empleados se miraron. Nadie sabía nada.
Silvia no tenía hijos, ni solía ausentarse por un resfriado. Temió lo peor,
pero decidió esperar y encontrar una solución. Estaba convencido de que
tendría una explicación coherente.
Descolgó el teléfono y llamó a la recepción.
—¿Sí, señor Donoso?
—¿Dónde está la señorita Cabezo?
—No lo sé —dijo la recepcionista con indiferencia, como si esa no fuera
su preocupación—. ¿Quiere que la llame?
—Deberías haberlo hecho ya —contestó y colgó. Había sido seco, pero no
estaba de humor para empatizar con nadie.
Se rascó el mentón.
Esperó unos minutos y el teléfono sonó. Sintió un placentero alivio al
escuchar la llamada.
—¿Y bien?
Pero la voz que sonó al otro lado, no era la de esa chica.
—Donoso… —dijo la voz masculina, opaca y manipulada. No necesitó
explicaciones para saber de quién se trataba—. Se cree que soy imbécil,
¿verdad?
Se levantó, cerró la puerta de cristal y, sin regresar a la silla, agarró el
aparato.
—Ya se lo he dicho —contestó aguantando la furia que le recorría por
dentro—. Si quiere el maletín, venga a por él.
—Eso lo tendría que decidir yo —dijo la voz. Después acercó el
micrófono a algo. El arquitecto escuchó un zarandeo.
—Ricardo, por favor… ¡Sálvame! ¡Ricardo!
Era la voz de Silvia Cabezo, desesperada, pidiendo su ayuda.
—¿Silvia? Hijo de perra…
—¡Por favor! Modere su lenguaje… —replicó con burla—. Quiero que
sepa, que esto no es un juego, ni tampoco una broma. Usted tiene algo que no
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es suyo… Entréguemelo y la dejaremos tal y como la encontramos. Hágase el
macho y esta preciosidad pagará las consecuencias. ¿Podrá cargar con eso el
resto de su vida? La elección es suya, Donoso.
Ricardo esperó unos segundos antes de colgar, pero los gritos de auxilio le
obligaron a mantenerse al aparato.
Respiró profundamente. Intentó guardar la calma. Lo último que quería
era mostrarse afectado.
—¿Qué sucede con ese hombre? ¿Qué ha hecho con Ruiz de Sopena? —
preguntó con voz pausada—. La Policía está investigando la desaparición.
Tarde o temprano lo encontrarán.
—Preocúpese de sus problemas y haga lo que le voy a indicar…
—¡Ricardo! ¡No! —gritó Silvia a lo lejos.
El arquitecto oyó una fuerte bofetada al otro lado del auricular y la voz de
la mujer se silenció.
—Si le ocurre algo…
—Tome nota, señor arquitecto… —comentó y percibió una breve
carcajada.
Ricardo Donoso escuchó con atención sus palabras.
Una entrega en unas horas. Eso era todo lo que pedía. Después, recibiría una
llamada a su teléfono particular para indicarle dónde podía recoger a la
secretaria. Tan fácil como eso.
De un plumazo, se quedaría a un lado y no volvería a saber del
desconocido, aunque más tarde tuviera que lidiar con los daños causados a esa
mujer.
Comprobó de nuevo la hora. La llamada había sido corta y aún quedaba
tiempo para pensar, hasta el momento de tomar una decisión.
La perturbadora llamada del desconocido le había cambiado los ánimos.
No se sentía tan cansado, ni nervioso. Aunque aún notaba la fatiga, podía
pensar con claridad.
La imagen del aparcamiento se posó en su mente. Intentó recordar con
detalle lo que había visto, pero estaba oscuro, era de noche y apenas lograba
ver más que a aquel matón en chaleco y su compinche de pelo largo. En el
fondo, ninguno de esos individuos parecía ser la cabeza de un plan como
aquel. Probablemente, fueran dos matones a sueldo. Todavía estaba a tiempo
de contarle la verdad al inspector Peña, pensó. Resopló indignado. Se preparó
un café y miró al horizonte que formaba la oficina. Allí dentro, al otro lado de
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la pared de cristal que separaba su realidad de la del resto, el día parecía ir con
normalidad, por lo que debía ser cauteloso, salir de la oficina sin levantar
sospecha entre los empleados y regresar antes de que se hubieran marchado.
Tanta informalidad generaba molestias en el equipo.
Dado que ese desconocido tenía acceso a su teléfono, saltándose el
número de la centralita, sospechó que alguien podría habérselo dado.
«Es absurdo. Estás delirando…», pensó frotándose la frente, ahora
húmeda por el sudor. Pero no era tan descabellado.
Sacó el teléfono móvil de su bolsillo y buscó en la agenda. No podía
quedarse quieto, y mucho menos permitir que se salieran con la suya. Tuvo un
pálpito y recordó el perfume de esa mujer. Abrió la aplicación de mensajería
y buscó el número de Verónica Sagasta.
Dudó en escribirle un mensaje. Llevaba días pensándolo, pero nunca se
decidía. Entonces, ¿por qué lo hacía?, se cuestionó. Esa mujer no le había
dado señales después de su encuentro. El marido estaba desaparecido y,
probablemente, ella estuviera accediendo a los interrogatorios de esos dos
agentes para aportar un poco de luz en su búsqueda.
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—Que tenga un buen día —dijo Mariano mirándolo por el espejo
retrovisor.
Una vez hubo pagado, dispuesto a salir, se le ocurrió una idea cuando
vislumbró dos coches patrulla de la Policía Nacional.
—Escuche, Mariano, ¿verdad?
—Así es —dijo con una sonrisa educada—. Tiene buena memoria. ¿En
qué puedo ayudarle?
—Puede que necesite de nuevo sus servicios —dijo buscando las palabras
adecuadas—. En esta zona es imposible subirse a un taxi.
—Espere, puedo darle el número de la central…
—No —dijo acercándose al asiento del conductor—. Me gustaría que
fuera usted.
—Pero…
—Le pagaré el doble de lo que gana en un día y le prometo que será un
viaje corto.
El hombre rechistó, giró el rostro y buscó una tarjeta en el interior de su
chaqueta. Era una oferta seductora.
—Este es mi número privado —dijo indeciso—. Llámeme cuando
termine. Estaré por la zona.
Donoso asintió satisfecho y agradecido, apretando los labios y sacándolos
hacia fuera.
—Así haré —dijo y salió del coche—. Disfrute de la mañana.
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sabido tratar. Los orígenes humildes de la infancia, la necesidad de buscarse
un porvenir a causa de los desmanes de la vida, solo le había permitido
rodearse de libros, renunciando a ciertos lujos que, por entonces, no se podía
pagar. Por el contrario, Verónica había tenido una vida muy diferente a la
suya. Se podía percibir en cómo hablaba, en el acento de sus palabras, en el
léxico que utilizaba, en la entonación… pero también en su vestimenta,
siempre intencionada; en el lenguaje corporal, altivo y distante, seductor y
prohibido. Su instrucción no solo era intelectual, sino humanista. No solo
sabía de arte, sino que lo amaba en todas sus formas, vivas o estáticas, aunque
eso no quitaba que se dedicara a la estafa con cierto orgullo. A su modo de
ver, el engaño también era un arte.
Se acercó lentamente hacia ella, desde uno de los laterales. Sagasta
parecía abstraída, con el índice sellándole los labios y tan concentrada que no
fue capaz de notar su abordaje. Eso, o simplemente fingió de una manera
bárbara para que nadie los relacionara.
—Mira a esa gente… tan tranquila. Auténticos venecianos —dijo ella
cuando sintió la presencia del arquitecto a escasos centímetros—. Ahora se ha
convertido en una atracción para todos, menos para ellos.
Donoso pasó por detrás de su espalda y se detuvo junto al hombro
derecho.
—Una idea brillante —comentó con voz ronca—. ¿Por qué iba a
sospechar la Policía de un museo?
Su cercanía provocó un espasmo ridículo en la mujer, que trató de
subsanar mirando hacia otro lado. En efecto, le excitaba tenerlo cerca.
—Mi marido ha desaparecido —susurró—. La Policía sospecha que estoy
detrás.
—¿Tienes miedo?
—Por supuesto que no. Soy inocente.
—¿Se lo has contado al inspector Peña y a su acólito?
Una arruga apareció en la frente de la mujer.
—¿Os conocéis?
—Más o menos —dijo y observó la reacción de la mujer. Denotó
intranquilidad. No esperaba esa respuesta.
Donoso no la conocía lo suficiente como para confesarle lo que había
sucedido. No confiaba en nadie, así que ella no sería una excepción. Tan solo
se habían acostado juntos. Tal vez el inspector Peña tuviera razón y estuviera
relacionada con la desaparición del marido. Aquel había sido su pálpito. Una
idea retorcida, pero probable. Por su parte, no le diría nada que pusiera en
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peligro su integridad, la de la secretaria o la del dinero. Relatar lo sucedido
frente al estudio, podía complicarlo aún más todo.
—¿Qué tiene que ver esto contigo?
—Nada —respondió confiado—. Ese inspector vino ayer a la oficina para
contarme lo que había pasado. El BMW de Alfonso había sido abandonado no
muy lejos del estudio. Pensaron que tendría algo que decir.
—¿Y así era? —preguntó. Ahora era ella quien analizaba la respuesta del
arquitecto, no solo verbal, sino física.
—No.
Verónica Sagasta aguardó en silencio unos segundos. Sus labios carnosos
y perfilados, en esta ocasión con brillo dorado, deseaban ser mordidos.
Después se acercó a él y puso los dedos de la mano izquierda sobre el pecho
del arquitecto.
—¿Y el maletín, Ricardo? —preguntó mirándolo desde abajo, con un
gesto provocador que se aproximaba al beso. Por desgracia, tendría que
esforzarse más con él si quería sonsacarle algo. El arquitecto no cedía ante
tales trampas y su empatía con las mujeres era nula, siempre y cuando no
quisiera algo a cambio.
En esta ocasión, la mejor estrategia era mantenerse distante.
Verónica era una fiel reproducción de las sirenas que cantaban a Ulises.
Cada gesto era premeditado. Cada paso podía ser el final de la persona que
tenía delante. Había conocido a algunas personas como ella. A diferencia de
los hombres que jugaban a seducir a las mujeres, el dolor que provocaban las
mujeres como Verónica, llegaba más tarde, cuando habían desaparecido,
dejando una huella imborrable.
A más distancia, más obsesión por parte de la víctima, hasta el punto de
cometer actos vergonzosos y sin ningún tipo de sentido. Por suerte, Ricardo
no había tenido la ocasión de caer en la tela de araña de una persona así.
Los lobos como él, se centraban en sobrevivir.
Las palabras de la mujer encendieron una luz roja en la cabeza de
Ricardo. Conocía la existencia del maletín, así que, de un modo u otro, era
cómplice de la desaparición de su marido. Podía negarlo, decir que no sabía
de lo que hablaba, pero también podía jugar con un fuego abrasador,
cuidándose las espaldas para no quemarse. Si Verónica estaba implicada,
significaba que podría llevarla hasta Silvia.
El arquitecto se quedó inmóvil, hasta que la mujer retrocedió. Supuso que
volvería a intentarlo más tarde. Aquel solo había sido un anticipo.
—No sé de qué me hablas —dijo con tono lineal.
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Los visitantes del museo pasaban por detrás de ellos.
—Vayamos a la terraza —ordenó haciendo una seña con el índice y
adelantándose a él con unos pasos—. No he desayunado nada.
Ricardo esperó, observó el contoneo de sus caderas, la espalda descubierta
del vestido y se cuestionó cuánto le llevaría averiguar el paradero de la
secretaria.
Formado por tres alturas y un arco minimalista que cubría el cielo, el bar del
museo se convertía en una terraza acogedora sin importar la época del año.
Se dirigieron a la planta superior y buscaron un rincón en el que la brisa
otoñal madrileña no fuera demasiado molesta. El sol golpeaba con fuerza en
los sofás, aunque ninguno pudo prescindir de sus abrigos. La terraza estaba
concurrida. Los clientes eran visitantes del museo y personas de negocios
relacionadas con el arte. Donoso se fijó en las hermosas vistas a los jardines,
los cuales gozaban de un color único que, en cuestión de semanas,
desaparecería.
Verónica era clásica y eso se notaba. Pidió un café con dos gotas de leche,
un zumo de naranja natural y una tostada de pan integral con jamón ibérico y
aceite. Donoso se limitó al café solo de máquina, sin azúcar, acompañado de
un vaso de agua para aclararse la garganta.
Del bolso, la mujer sacó un paquete de cigarrillos mentolados, agarró uno
y se lo puso entre los labios.
—¿Fumas?
—No.
Indiferente, lo encendió con un mechero Zippo y exhaló el humo.
—Mi marido salió del Ritz a tu oficina con una maleta llena de dinero —
dijo mirando al arquitecto con seriedad, como si le preocupara más la
integridad del marido que el paradero del botín—. Trescientos mil euros, para
ser exacta. Después de esa mañana, no lo volví a ver.
—¿A él o al dinero?
—Te digo la verdad. No he planeado la desaparición de mi marido.
—¿Tenía deudas pendientes?
—No lo sé.
—¿Enemigos?
—Unos cuantos, aunque nunca hablaba de ellos.
—¿Le has contado esto a la Policía?
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—No estoy bromeando, Ricardo. No tiene ninguna gracia este asunto —
respondió ofendida, dando golpecitos al cigarrillo para que la ceniza se
desprendiera—. La última persona que habló con Alfonso fuiste tú. Él no me
lo dijo, pero sabía lo que estaba pasando. Le habían denegado los permisos de
obra, el Ayuntamiento se había echado atrás, y eso era un golpe para su
reputación. Después de la crisis que sufrimos a causa de sus malas
inversiones… En fin, le había costado mucho levantarse de nuevo. No iba a
dejar que cuatro principiantes de la administración bloquearan un proyecto
tan fructífero. Así que por favor, dime que…
—¿Piensas que he sido yo?
Ella agachó los ojos.
—No te acuso de nada, pero tendría sentido —dijo expectante—. Fue a
verte, al fin y al cabo. Era mucho dinero… y sin declarar.
—Quería comprarme con ese dinero —manifestó el arquitecto. La mujer
aplastó el cigarrillo. El camarero trajo los desayunos. Verónica dio un largo
trago al zumo de naranja y dejó la copa sobre la mesa—. No trabajo con
corruptos.
—Confiaba en ti. Quería tu apoyo, que te pusieras de su lado —respondió
aclarando las aguas—. Creía en tu talento, pero también sabía que tienes
cierta reputación y que el sector de la construcción te apoya. Eres una persona
íntegra, confían en ti y tu firma empieza a tener cierto prestigio.
—Por eso pensó que, con un soborno, iba a animar a otros a que
participaran en este enredo… ¿Sabes qué hubiera pasado si hubiese salido
mal? Nos habría salpicado a todos.
—Ha salido mal y nos está salpicando —contestó—. Si hubieses
aceptado, todo habría marchado sobre ruedas…
De pronto, Donoso se infló como un león y una vena se pronunció en su
cuello.
—Escúchame con atención, no me vuelvas a hablar como a un idiota —
indicó acercándose a ella—. Que nos hayamos acostado, no cambia nada. Sé
qué clase de negocios hacéis, así que no te pases de lista conmigo.
Ella le lanzó una mirada de desprecio. Estaba cómoda ante las
advertencias y no se mostró asustada por las palabras del arquitecto. En el
fondo, jugaba en otro nivel, uno que se movía por encima de sus amenazas.
No era de extrañar. Alguien que se dedicaba a estafar grandes cantidades de
dinero, se exponía al peligro constantemente. En cierto punto, el dinero pasó a
un segundo plano y la adrenalina del riesgo, de ir cada vez más lejos,
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producto del temor al daño, a pagar las consecuencias, se convirtió en la
sustancia que guiaba sus operaciones.
—Te estás excediendo conmigo —dijo ella finalmente—. Quiero saber
dónde está mi marido, eso es todo, y quiero que aparezca ese dichoso maletín
para demostrar que no tengo nada que ver. Me preocupa que este asunto salga
a la luz y manche mi reputación. Por mí, él puede arder en el infierno… pero
no estoy dispuesta a tolerar que la Policía me acuse como culpable de lo
ocurrido. Eso sí que acabaría conmigo.
—Tu marido quizá esté ya muerto.
—¿Cómo puedes ser tan cruel? —preguntó y mostró su dentadura—.
¿Qué es lo que sabes?
—Vi cómo lo metían en la parte trasera de un coche, delante de mi
oficina. He desconfiado de ti cuando has mencionado el maletín —respondió
—. Eres la única persona que sabía que yo regresaría a la oficina.
—Te lo repito, Ricardo. Yo no lo maté —insistió—. Quiero encontrarlo,
eso es todo.
—Ese es el trabajo de la Policía.
Sonó convincente, aunque el arquitecto no terminó de creerse lo que
decía. El modo en el que se ganaba la vida, no inspiraba demasiada confianza.
—No me crees, ¿verdad? —preguntó y dio un sorbo al café—. En ese
caso, estamos perdiendo el tiempo. Entiendo que no vas a ayudarme.
Donoso la miró fijamente. Estaba cambiado de estrategia, jugando al
chantaje emocional, a la culpa sobre el amante para que actuara como
deseara. Decidió seguirle la corriente, a pesar de que no sentía ninguna clase
de remordimiento ni pena por el cretino de su esposo. En su cabeza, seguía
latente el rostro de la secretaria. Pensar en ella, sí que le removía las tripas. En
el caso de Sagasta, era difícil conocer la verdad con tan poca información. Ni
siquiera podía averiguarla a través de su lenguaje corporal.
La conversación se detuvo durante unos segundos. Ambos eran unas cajas
de secretos.
—Ahora eres tú quien no lo está contando todo.
—Si todo fuera tan fácil… Hay cosas que no funcionan así.
—Para mí, la solución es muy simple. Eres una mujer libre, habla.
Una mota de brillo se posó en las pupilas de Verónica.
—No puedes entenderlo porque desconoces lo que es el matrimonio —
explicó convencida de su discurso—. Cuando te casas con alguien, lo haces
para siempre. Álvaro es mi marido y tengo que encontrarlo.
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—Empiezas a sonar repetitiva. En cualquier caso, ¿por qué debería
ayudarte? No tengo nada que ver con los asuntos turbios de tu esposo.
Ella sonrió.
—Porque has venido a mí —dijo ella y se recostó en el respaldo del sofá.
Ahora era Verónica quien se mostraba confiada, más de lo normal, y eso
incomodaba al arquitecto—, y porque tienes el dinero. Dime una cosa,
Ricardo. Crees que eres especial, ¿verdad?
—Si vas a darme una lección, ahórratela.
—Siempre habrá alguien más listo que tú, no lo olvides… Para jugar,
hace falta más de una persona… —continuó y prendió un segundo cigarro. La
tensión sexual entre ambos desapareció a causa de la reprimenda. Para
Donoso, era increíble cómo el deseo era tan trivial y ficticio como un
pensamiento. Una simple creación de nuestra mente que podía durar años,
hasta materializarse, y evaporarse en cuestión de segundos—. No te estoy
pidiendo un favor, ni tampoco juzgándote por lo que hayas hecho. Te pido
que pienses con la cabeza. Si no nos apoyamos, la Policía terminará atando
cabos y descubrirá que estuvimos juntos, horas antes de la desaparición.
Como yo, estoy convencida de que tampoco le has caído bien a ese calvito.
Encontrarán el dinero, lo asociarán con nosotros porque somos los únicos que
conocíamos de su existencia… y todo empeorará. Existen demasiados rastros
que nos dejamos por el camino. Cuando los tenga ese inspector, no dudará en
arrojar sospechas sobre nosotros… No obstante, si encontramos a mi esposo,
estoy convencida de que no habrá dudas de que somos inocentes.
Era complicado decidir si Verónica decía la verdad.
Pero el arquitecto sabía que no eran los únicos conocedores de la
existencia del maletín.
Aquel abogado que había acompañado al inversor, ahora abría una nueva
vía.
—Encontrarlo vivo… o muerto —agregó Donoso—. Eso es lo que
quieres.
—Así es —afirmó ella y soltó una bocanada de humo—. Vivo o muerto.
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—Gracias por la rapidez.
—Tenemos un acuerdo —contestó sin darle demasiada importancia—. ¿A
dónde le llevo?
Mariano seguía atento a la mujer, que estaba esperando en un paso de
peatones.
—¿La conoce?
El conductor fingió no haberle escuchado.
—¿Cómo dice?
—A la señora Sagasta. He visto cómo la mira.
Mariano se peinó el bigote, planchando ambos lados con la punta de los
dedos.
—Es la hija de una importante familia madrileña.
—Sabes demasiado para ser un taxista.
—Siento decepcionarle —dijo ofendido—. Leo la prensa. Me gusta estar
informado. No creo que tenga nada de malo… Y usted, ¿la conoce?
—No —contestó el arquitecto y se echó hacia atrás—. Diríjase a Juan
Bravo, por favor.
—Por supuesto —respondió y buscó el momento de incorporarse al
tráfico, que llegaba hasta la estación de Atocha. La radio estaba encendida. En
el informativo de Radio Nacional de España, la locutora leía un teletipo sobre
la desaparición de un conocido inversor, a las afueras de Madrid.
—¿Puede apagarla? —preguntó el arquitecto con cierto hastío—. Estoy
algo cansado.
—Claro —dijo el hombre y pulsó el botón.
—¿Qué me puede contar sobre ella, Mariano?
—¿Sobre esa señora? —preguntó mirando por el retrovisor. Donoso, con
las solapas del abrigo bajadas, se cruzaba de brazos en el asiento trasero—.
¿Qué quiere que le diga? Soy un simple taxista.
—Lamento haberle molestado —comentó sin demasiado énfasis—. Pensé
que tendría sentido del humor.
El hombre suspiró. Prefirió aguantar la insolencia del cliente a enzarzarse
en un debate absurdo. Después de todo, le había prometido pagarle el doble
de lo que iba a ganar ese día. No quería que cambiara de opinión al respecto.
—Sé lo justo. Se dedica a la venta de arte y está casada con un hombre
siete años más joven que ella —explicó—. No tiene nada malo. De hecho, lo
más nocivo es él. Al parecer, es un auténtico desastre.
—¿A qué se refiere?
El hombre miró extrañado, como si fuera un secreto a voces.
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—¿Le puedo preguntar a qué se dedica, señor?
—Donoso. Ricardo Donoso —dijo presentándose finalmente—. Soy
arquitecto. Tengo una firma. El señor Ruiz de Sopena es un conocido
inversor.
—Y tan conocido. Su nombre ha aparecido relacionado con diferentes
escándalos en los últimos cuatro años.
—Escándalos, ¿de qué clase?
El vehículo cruzaba el barrio de Salamanca. La conversación terminaría
en breve.
—No soy un entendido en la materia, pero se lo puede imaginar…
Corrupción, sobornos, extorsión… Las apariencias engañan.
—Las apariencias siempre engañan, Mariano —remató el arquitecto—.
Nos creemos lo que queremos, no lo que vemos.
—Muy audaz —dijo bajando la velocidad el vehículo. Habían llegado a
su destino y el edificio de Donoso estaba apenas a unos metros del vehículo
—. Supongo que sabe mostrar únicamente lo que le interesa. ¿Está bien aquí?
No quería otro taxi y tampoco le importaba pagar de más si ese hombre
esperaba allí abajo. Cuanta menos gente estuviera en contacto con él, mucho
mejor.
—Me temo que tengo que pedirle que me espere, de nuevo —indicó
poniendo la mano izquierda sobre la puerta—. Esta vez, tardaré menos. Se lo
prometo.
—Pero…
—Un caballero siempre cumple con su palabra —dijo y abrió la puerta—.
No desespere.
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De pronto, se quedó sin respiración y perdió el equilibrio unos segundos.
Buscó un punto de apoyo en una de las sillas. Se acercó a la ventana y la
abrió. El aire fresco le ayudó a recuperarse. No lograba soportarlo.
Caminó al baño, abrió los cajones del mueble, buscó con torpeza entre los
cosméticos y terminó por tirarlo todo al suelo. Luego fue a su dormitorio e
hizo lo mismo. Finalmente, en el bolsillo de la chaqueta que había vestido el
día anterior, encontró una bolsita de plástico transparente. No era todo lo que
hubiese deseado tener, pero parecía suficiente. Se preparó una larga raya de
cocaína y la esnifó en dos tandas. Levantó la cabeza y sintió el amargo sabor
del polvo cayendo del tabique a la boca.
Cerró los ojos, el corazón se le aceleró y después recuperó un ritmo
normal.
Respiró profundamente y notó que estaba sudando.
Más tranquilo, cerró la ventana, limpió los restos de polvo blanco que
había sobre el mueble y se dirigió a la caja fuerte del armario. Introdujo la
clave de cuatro dígitos y la luz verde se encendió. Entre el pasaporte, un juego
de llaves de la oficina, un cuchillo de cazador de treinta centímetros y varios
fajos de billetes de doscientos euros, encontró la llave de la taquilla donde
escondía el dinero.
Tomó el pasaporte, algo de dinero en metálico y miró el cuchillo
fijamente, pero decidió no llevarlo consigo.
Regresó al vehículo con una bolsa de deporte vacía. La dejó junto a su asiento
y se pusieron en marcha con dirección a la estación de trenes de Atocha.
La cocaína había conseguido relajarlo, mantenerlo más concentrado de lo
que estaba sin ella. Sin embargo, se había excedido con la dosis y los gestos
de nerviosismo eran evidentes. En silencio, el conductor observó a su
acompañante por el espejo retrovisor, simulando prestar atención a los
vehículos que venían por detrás. No hacía falta ser un adivino para notar que
el arquitecto estaba bajo los efectos de alguna sustancia estimulante. Cauto,
prefirió guardar las preguntas para más tarde, o quizá para nunca. Por su
parte, Donoso comprobó en el móvil el listado de llamadas, a pesar de no
tener ninguna notificación nueva en el historial.
Sentía que algo no encajaba en ese rompecabezas. Alguien, ya fuera esa
extraña voz que intentaba extorsionarlo, o la propia Sagasta, intentaría
sorprenderlo para usarlo a su favor.
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La desconfianza se apoderó de él hasta el punto de cuestionar al hombre
que tenía delante. Años atrás, no hubiese dudado en asaltarlo y deshacerse de
él como si fuera un muñeco de trapo.
—¿Va a practicar algún deporte? —preguntó el taxista.
Ricardo entendió que se refería a la bolsa.
—No. Solo a recoger algo.
—Entiendo… —comentó y dio un soplido. Se estaba hartando. Era obvio
que no entendía nada, ni tampoco tenía garantías de que le fuera a pagar, así
que Ricardo se anticipó para sellar sus labios. Sacó uno de los fajos de billetes
y se lo puso en el asiento del copiloto.
—Eso por las molestias —dijo. El conductor miró el taco, sorprendido.
Habría unos dos mil euros en aquel montón.
—Vaya… Esto sí que es una sorpresa.
—Espero que grata.
La excesiva cantidad provocó un halo de desconfianza en el rostro del
desconocido.
Una cosa era lo que se deseara en voz alta, a sabiendas que raramente
podía ocurrir, y otra, que un desconocido soltara tanto dinero de golpe. En
esas ocasiones, sin saber demasiado de la procedencia, las personas tienden a
pensar en la peor de las consecuencias.
Donoso alzó las cejas con pesadumbre. Si no lo quería, solo tenía que
decirlo. Era su problema no saber cómo comportarse ante un regalo. No tenía
tiempo ni ganas para convencerlo de nada. En su cabeza intentó dibujar un
croquis de las próximas dos horas.
Primero, vaciaría la maleta en la bolsa de equipaje. Después, entregaría el
maletín. Desconocía con quién se encontraría y debía estar preparado para
ello. Los lugares públicos y muy transitados, siempre eran los mejores para un
intercambio. En cuestión de segundos, el contacto podía desaparecer.
—Mire, está bien si no lo quiere…
El hombre lo miró de un modo paternal.
—Gracias… Esto es más que un salario —dijo guardándose el montón de
dinero en el interior de la chaqueta—. Le esperaré aquí, si quiere, claro… Ya
tiene mi número.
Una idea rondó en su cabeza. Tal vez, no fuera tan estúpido contar con la
ayuda de un chófer por un tiempo, hasta que todo el asunto se resolviera.
Se dijo que más tarde retomaría la conversación.
Cuando vio la estación de Atocha, supo que no había vuelta atrás, pero
también era consciente de que, si contaba la verdad y lo dejaba en manos de
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ese inspector, la Policía jamás resolvería aquel asunto. Simplemente, no los
creía capaces.
Esperó no arrepentirse. Abrió la puerta del coche y se bajó.
Estaba a punto de tirar por la borda, todo lo que había conseguido en años
de esfuerzo.
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razón por la que vivía. Él era su centro de gravedad y la esperanza que le
quedaba por seguir dentro de esa familia. Pero esa tarde algo no marchaba
bien. Amparo parecía distraída y no le prestaba atención al pequeño.
Pronto, el niño notó que su madre se comportaba de un modo extraño.
Tenía más prisa de lo habitual, caminaba con desasosiego, mirando a los
alrededores, agachando la cabeza para que no se pararan a hablar con ella y
saludando, cuando no le quedaba otra opción, de pasadas y sin entablar
conversación. Amparo era una mujer tranquila y, en las últimas semanas, se
había apagado lentamente, a causa de la tristeza y de las palizas que su marido
le propinaba. La calle aún era uno de los pocos lugares donde podía ser
normal, fingir como si nada hubiera pasado y apoyarse en la cotidianidad que
el resto desprendía. Pero ese día parecía inquieta, nerviosa por terminar una
tarea.
Entraron en la casa. Los recibió el olor rancio de la comida, apelmazado
en las paredes de los dormitorios y en la tapicería de los muebles. La casa
estaba sucia, el polvo se acumulaba sobre las baldas del salón y la vajilla
esperaba a en el fregadero de la cocina.
—Ve a tu cuarto, coge tu ropa y prepara la bolsa de viaje —ordenó de
carrerilla como una militar—. ¿Me has oído?
—¿A dónde vamos, mamá?
La mujer lo miró con recelo. Los nervios se apoderaban de ella y
comenzaba a estar harta de las preguntas insolentes del pequeño. Pero, pese a
todo, era consciente de que el niño no tenía culpa alguna.
—¡Haz lo que te digo! —ordenó y se dirigió al dormitorio. El pequeño
caminó hasta su cuarto y comenzó a sacar la ropa de un cajón. Buscando sus
juguetes, escuchó el susurro de su madre a lo lejos. Salió al pasillo y se acercó
a la puerta. Amparo contaba los billetes de diez mil pesetas y los
empaquetaba con una goma. Después los metía en una maleta de piel, donde
también iba su ropa.
Inocente, se acercó al umbral de la entrada y la madre advirtió su
presencia.
—¡Por Dios, Ricardo! ¿Qué diablos haces ahí? —preguntó enfadada—.
¡Corre y haz lo que te he dicho! ¡Es una orden! ¡Maldita sea!
Pero la criatura hizo caso omiso.
—¿De dónde has sacado tanto dinero, mamá?
Amparo no tenía tiempo para respuestas. Si no se daban prisa, Ramón los
encontraría aún en la casa y pagarían dolorosamente por ello. El niño solo
estaba enloqueciéndola.
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—Ahora, no, Ricardo… Ahora, no… por favor, te lo pido… Ahora, no…
—¿Mamá?
—Te he dicho que no, Ricardo… —susurraba repitiendo como una
oración, a la vez que contaba los fajos de billetes y escondiéndolos en la
maleta, bajo la ropa interior—. Date prisa, no tenemos tiempo…
El niño se adentró en el dormitorio y vio dos billetes de tren sobre la
colcha.
—¿Nos vamos otra vez?
Las lágrimas se escaparon de los ojos de la mujer, que era incapaz de
contarle la verdad a su hijo. En ese instante, el pequeño no era consciente de
la tristeza en la que se ahogaba su madre. Huir, sin mirar atrás, a un lugar
donde no les conocieran. Abandonar todo lo que habían construido, por culpa
de un hombre. Empezar de nuevo una vida, con el miedo de ser encontrados
por aquella bestia insana con la que nunca se tendría que haber casado.
El niño se acercó a su madre y la agarró del brazo. Sus pequeñas manos
apretaron con fuerza. Quería transmitirle que estaba con ella, que algún día se
encargaría de hacerla feliz, librándola de ese desgraciado. Pero entonces era
muy pequeño como para convertir en palabras todo aquello.
—Mamá, no tenemos que irnos. Nuestra casa está aquí…
Amparo rompió en un sollozo. Hacía esfuerzos para que él no la viera en
ese estado. Después sonrió, se limpió las lágrimas con el dedo y acarició la
cara de su hijo.
—Ricardo… Tienes que hacerle caso a mamá. Es por tu bien…
—Lo sé, mamá —dijo asintiendo con la cabeza—, pero seguro que hay
otra forma de solucionar esto. No quiero que te haga daño otra vez.
Las palabras de la criatura fueron sinceras.
La mujer se quedó mirándolo y sus ojos se desviaron hacia la cómoda,
donde aún permanecía la tarjeta de cartón blanco que esos dos desconocidos
le habían entregado.
De primeras, no había sido una buena idea, pero pensó que el niño tenía
razón. Necesitaban ayuda. Marchándose, no lograrían nada. El dinero no sería
suficiente. Amparo apenas tenía ahorros y en esa maleta estaba todo lo que
había en su cuenta. Necesitaba ayuda de verdad, profesional. Esos hombres,
quizá, eran los únicos que podían pararle los pies a su marido, pensó la mujer.
—Está bien, me has convencido —dijo la madre resignada—. Buscaremos
una solución.
El pequeño sonrió sin decir palabra y madre e hijo se fundieron en un
fuerte abrazo, lleno de esperanza y miedo a la vez.
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Pero toda ayuda tenía un coste.
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«Esto es una locura. Todavía no sé por qué lo haces, Ricardo…», se dijo
mientras movía los brazos a toda velocidad.
—Uno, dos, tres… —contó en voz alta para distraerse.
«Todo es por culpa de esa secretaria. Toma el dinero y olvídate de ella.
¡Maldita sea! No significa nada en tu vida… ¿Desde cuando te importa tanto?
¿Eh? Piénsalo. Te da pena y eso te hace sentir mejor. Eres un pedazo de
mierda. Por eso la contrataste».
Concentrado en la tarea, algunos recuerdos turbios del pasado le nublaron
la mente. Vio a su madre, mucho más joven, todavía viva, metiendo los
billetes en una maleta. El estómago le propinó un fuerte latigazo.
«Tú no eres un héroe. Nunca lo has sido, así que deja de actuar como un
imbécil… Hacerte el valiente te buscará la ruina y lo sabes bien. Te estás
dejando llevar por las emociones. ¿Lo recuerdas? ¿Recuerdas cómo acabó
todo? Piensa en frío, Ricardo. Las emociones te buscarán la ruina, Ricardo, la
ruina…»
Tomó una larga respiración hasta llenar los pulmones, con el fin de acallar
esa voz que se apoderaba de sus movimientos. Debía pararla. Estaba
enloqueciendo, perdiendo el control de sus propios pensamientos.
—Estás haciendo lo correcto, Ricardo. No te detengas —murmuró en voz
alta como un mantra sanador.
La voz desapareció.
Se puso de rodillas para concentrarse en los siguientes pasos.
Abrió la bolsa de deporte y movió los fajos de billetes de un modo caótico
y nervioso. Tenía la certeza de que alguien lo vería.
Con el maletín casi vacío, dejó varios miles de euros en su interior, para
que tuviera algo de peso. Por lo pronto, calculó que habría unos cien mil allí
dentro. Después lo cerró, pasó la cremallera de la bolsa de deporte y la dejó
en la consigna. Estaba sudando por debajo del traje. Los calores subían del
tórax al cuello. Agarró el asa de la maleta y se ajustó la corbata.
Tomó la salida lateral de la estación, que daba a una de las calles que
subían hacia el paseo. El taxi se detuvo frente a él cuando notó su presencia.
Donoso abrió la puerta trasera, echó el maletín en el interior y se subió al
vehículo.
A pesar de la seriedad, la expresión del arquitecto llamó la atención al
conductor. Estaba pálido, deshidratado, como si hubiera visto un fantasma.
—¿Se encuentra bien, señor? —preguntó extrañado, cuestionándose qué
habría hecho allí dentro. Después vio el maletín—. Parece agotado.
—Estoy bien, gracias.
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—¿A dónde vamos ahora?
Ricardo levantó el brazo y señaló a un punto en el cielo: la Torre PwC. Un
cilindro de color negro que se alzaba hacia el cielo sin contemplación. Una
bestia arquitectónica. Sesenta y cuatro pisos, de los cuales, cincuenta y cuatro
estaban regentados por un hotel de lujo. Doscientos treinta y seis metros de
altura y dos mil trescientos trabajadores. El tercer rascacielos más alto de
España y el séptimo de Europa.
Una sola entrada.
—Allí.
Eran las cuatro de la tarde. El sol había alcanzado su punto más alto y, a
partir de entonces, comenzaría a oscurecer.
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Se sentía bien, tranquilo. Las taquicardias habían cesado, así como las voces
perturbadoras que intentaban convencerlo para que cambiara de parecer.
Sin soltarlo ni un segundo, el maletín descansaba a su lado, al otro lado de
la parte trasera. Tenía una oportunidad para llegar a la persona que estaba
detrás del secuestro. Si la malgastaba, no le quedaría otra opción que asumir
las consecuencias. La única forma de salvar a esa chica era llegando hasta el
final.
Si hubiera entregado el dinero, probablemente, ya estaría muerta.
Así que, todo dependía de él, de cómo se anticipara y de la rapidez para
seguir los pasos de quien fuera a recoger el maletín. Por supuesto, el
arquitecto no descartaba que se torcieran los planes. Podía ocurrir y, de hecho,
existía una gran posibilidad de que sucediera así. Contaba con todo, incluso
con las desgracias. Para él, uno de los mayores errores era el de confiar
únicamente en que todo saliera como debía.
En ocasiones, los giros inesperados de los planes, eran la solución y la
respuesta a una estrategia que estaba condenada al fracaso. El éxito dependía
de quien era capaz de adaptarse a la nueva situación con la mayor rapidez
posible.
A medida que se acercaban al edificio, el cilindro opaco de oscuros
ventanales se elevaba ante sus cabezas. Dos capas de cristal oscuro protegían
la intimidad del interior, dotándolo de un aire siniestro y futurista. El edificio
se dividía en tres partes triangulares y redondeadas, separadas por un eje
central por el que subían y bajaban los ascensores.
El taxi se detuvo en la puerta de la zona de descarga del hotel. Una plaza
blanca, con un jardín en el centro, dio la bienvenida a la entrada del lujoso
edificio, en el que se iluminaban las letras de la conocida firma hostelera.
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—Me has sido de gran ayuda hoy, Mariano —dijo antes de bajarse del
coche—. A partir de ahora, podré arreglármelas solo.
—¿Está seguro? —preguntó incrédulo. El hombre temió que el arquitecto
estuviera metido en problemas—. Puedo esperarle por aquí. En el fondo…
—No. Disfruta el resto de la jornada —contestó y abrió la puerta,
sujetando el maletín con la otra mano—. Estoy seguro de que tienes una
familia esperándote.
Cuando pronunció la palabra familia, Mariano entornó los ojos y aguantó
un sentimiento de tristeza que el arquitecto logró notar. No iba a preguntar
por su reacción, pero entendió que había tocado la tecla equivocada.
—Adiós, Mariano.
La brisa del atardecer le echó el cabello hacia un lado.
Anduvo con firmeza hacia la puerta giratoria del edificio, protegida por
una estructura poligonal y alargada de enorme tamaño.
La recepción tenía un aspecto demasiado moderno a su gusto. El suelo de
granito negro brillaba tanto que podía ver su reflejo al caminar. Los halógenos
iluminaban el mueble de la entrada, donde dos jóvenes y apuestas
recepcionistas, vestidas de traje, atendían a los huéspedes del hotel. Se fijó en
las paredes y en la decoración, que parecían un sistema de circuitos
electrónicos. A su espalda, enormes ventanales traslúcidos dejaban entrar la
poca claridad que quedaba del día.
Pasó desapercibido al entrar. Un hombre apuesto, bien vestido y seguro de
sus movimientos, nunca llamaba la atención. Nadie sospechó de él, a pesar de
sus intenciones. Las instrucciones de aquel hombre habían sido claras: debía
dirigirse al bar del hotel, que se encontraba en la planta inferior. Allí, junto a
la barra, pediría una consumición y dejaría el maletín en el suelo. Después,
pagaría y desaparecería por donde había venido. Una vez seguros, le
entregarían a Silvia. Demasiado perfecto para ser real, pensó.
En cambio, él había hecho una ligera modificación del plan.
Miró hacia lo alto y sus ojos se perdieron en la infinitud del edificio. Se
cuestionó si Silvia también estaría allí.
Se rascó el mentón mientras buscaba con la mirada los ascensores. Vio a
dos hombres entrando en uno de ellos y caminó en dirección al bar del hotel.
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ejecutivos que carecían de algún tipo de interés por la historia. Decoración
fina, paneles de nogal en las paredes, el mismo suelo de granito de la entrada
y un piano de cola.
En su mayoría, los clientes eran hombres y mujeres del mundo de los
negocios. Todos lucían el mismo corte al vestir, gesticulaban de un modo
parecido y se reían de forma similar, como si la atmósfera les invitara a ello.
Ricardo era uno más dentro de aquel sitio, pese a que nunca se hubiera
sentido cómodo en esos círculos. Tras años de experiencia, salvando ciertas
excepciones, desde el dependiente de unos grandes almacenes hasta la más
prestigiosa abogada, las personas tendían a transformarse en auténticas idiotas
cuando pasaban demasiado tiempo en sus trajes. Era como si las prendas se
apoderaran de ellas, haciéndolas sentir exclusivas, diferentes, a la vez que
formaban parte del mismo rebaño.
Escuchó conversaciones en inglés al otro lado de la barra y varias
personas hablando en una lengua nórdica que no logró identificar.
Se acercó a los taburetes de la barra y se sentó en uno de ellos. Después
soltó el maletín y lo dejó junto a sus pies. La cocaína lo mantenía concentrado
pero, si continuaba acumulando estrés, necesitaría más.
Dio un vistazo rápido y se rio. Daba por hecho que, allí dentro, alguien
podría ayudarle con ese problema.
Pidió un Jameson con hielo para calmar las ansias. Sintió un cosquilleo
entre las piernas. Tenía ganas de encontrarse con el mensajero, pero debía
contenerse para el final. ¿De verdad estaba sucediendo?, pensó al darse cuenta
de la magnitud de la situación. Estaba viviendo una situación de secuestro en
toda regla. Había tardado horas en darse cuenta y no lograba aceptar que
estuviera sucediendo de verdad.
«Está bien. Es hora de moverse».
Se humedeció los labios con el whiskey, dio un trago y sintió el alcohol
abrasándole la lengua. Cinco minutos después, pagó en efectivo, evitando
dejar más huellas por el camino, y abandonó la maleta bajo la barra.
Después caminó hacia la salida y se alejó lo suficiente como para que
nadie lo viera desde el interior.
Uno de los hombres que estaban sentados en los sofás, se levantó del
asiento, abandonó al grupo y se dirigió a la barra. Luego agarró el maletín,
miró a ambos lados y caminó hacia la salida.
Donoso se adelantó hasta el vestíbulo principal y cruzó la puerta giratoria
para ocultarse.
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El desconocido, un hombre alto y rubio con gafas de vista, se dirigió a los
ascensores. Era el abogado que había acompañado a Ruiz de Sopena. Las
puertas se abrieron y se metió en uno de ellos. El arquitecto esperó unos
segundos, regresó al interior del hotel y fue directo a los ascensores.
En la puerta, observó el número digital que indicaba dónde se encontraba,
hasta que se detuvo.
Planta 25.
Ahora le tocaba a él.
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Ni siquiera se lo planteó y siguió su instinto.
Cuando la puerta se abrió unos centímetros, el arquitecto vio el maletín,
aún cerrado, sobre la cama. La prueba necesaria para cerciorarse de que lo
había adivinado a la primera.
El hombre de gafas le reconoció.
Intentó cerrar de un golpe, pero el arquitecto le propinó tal patada a la
puerta, que el abogado cayó desprevenido hacia atrás. Donoso deseó que el
estrépito no hubiese alertado al personal del hotel, ni tampoco a ningún
huésped.
En todo caso, no podía quedarse demasiado tiempo.
Cerró con sigilo y cruzó el cerrojo. Desprevenido, recibió un fuerte golpe
desde el suelo. Su oponente le devolvió un puntapié en la espinilla.
Donoso se retorció de dolor. El otro hombre se puso en pie y le propinó
un puñetazo en el estómago. Ansioso, buscó entre sus pertenencias algo con
lo que golpear al arquitecto. El impacto le había cortado la respiración, pero
también le recordó algo. Esa cosa había vuelto a despertar en su interior.
Se incorporó con una vitalidad sobrehumana y se acercó al tipo, que
buscaba un objeto punzante en el mini bar. Sin miramientos, le arrebató la
botella con la mano izquierda y le asestó un derechazo que hizo volar las
gafas. Se oyó un crujido. Le había roto algunos dientes, pero parecía tener
aguante. Volvió a repetir la hazaña, esta vez rematándolo en el suelo. La boca
de ese desconocido sangraba. Tenía la frente hinchada y un pómulo hundido.
No podía abrir el ojo derecho y se quejaba de dolor.
—¿Trabajas para esa mujer? —preguntó el arquitecto con la voz
entrecortada y sujetándolo del cuello. Ahora su tono era más grave, como
salido del subsuelo—. ¡Habla, maldito cabrón!
—Que te jodan —esputó como pudo, casi ahogado, con la boca
manchada. El hombre, dispuesto a luchar por su vida hasta el último segundo,
se echó sobre el brazo de Donoso para deshacerse de él, pero el arquitecto le
apretó aún más el cuello, deteniéndolo con la otra mano, que ahora empujaba
su cara contra el suelo.
Casi inconsciente, lo dejó allí, se dirigió al baño y lamentó que no tuviera
bañera para poder ahogarlo.
El tiempo se le agotaba. Pronto, alguien acudiría en su ayuda al
comprobar que no devolvía la llamada.
—Te voy a dar una oportunidad —dijo caminando en círculos alrededor
del cuerpo. La habitación de lujo presentaba un aspecto desastroso—. Dime…
de una maldita vez… para quién trabajas.
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Regurgitando, el otro movió las manos con dolor buscando el modo de
incorporarse. Donoso lo observó con paciencia. Los minutos de ambos
estaban contados.
—Es asombroso que, a estas alturas, sigamos temiendo a la muerte.
Mírate, luchando con tu último aliento por evitarla… Eres patético.
El cuerpo del hombre, colorado como carne embutida, se movió con
torpeza. Sus ojos, hinchados e inyectados en sangre, buscaban el modo de
salir de esa habitación.
—Por última vez, dime para quién es el maldito dinero y dónde está la
chica —insistió—. De lo contrario…
—No… puedo… —contestó finalmente, sin fuerzas y derrotado—. Seré
hombre… muerto…
—Tres… Ya casi lo eres.
—Entrega el dinero… y desaparece… Es una persona peligrosa.
—Dos… —dijo el arquitecto y se acercó a la cama—. ¿Cuándo alguien se
califica de peligroso?
Agarró uno de los cojines y se lo puso entre las manos. Sabía que no le
haría cambiar de opinión.
—Te matará a ti también…
—Uno… y cero —dijo terminando la cuenta. Después sonrió y dio un
paso al frente—. No. No pienso darle ese placer.
Como en un depredador, los ojos del arquitecto cambiaron de color a un
tono oscuro y opaco. La mirada de su presa fue desgarradora.
Se abalanzó sobre él y apretó el almohadón contra su cara. El cuerpo
pesado de la víctima se removió, intentando despegarse de su verdugo.
Donoso empujó con las dos manos hacia su cara, como si fuera un túnel
profundo. Una muerte lenta y dolorosa. De pronto, una corriente eléctrica le
cruzó los brazos, como si el alma de ese desconocido entrara por sus dedos y
le llegara al corazón. Mientras el gozo se fundía en su sangre, el cuerpo de la
víctima se apagaba hasta quedarse inmóvil y sin vida. Poco a poco, la presión
se desvaneció y los dedos del arquitecto se relajaron por completo.
El teléfono de la habitación volvió a sonar. Se incorporó y descolgó el
aparato.
—Hello, Mister… —dijo la voz de una mujer.
—I’m fine. Thank you —respondió interrumpiéndola y colgó de sopetón
—. Demonios…
Acto seguido, escuchó unos pasos en el corredor.
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Le hubiese gustado registrar la habitación, pero debía salir de allí. Agarró
el maletín y contempló por última vez la escena. Un bonito cuadro, pensó.
Una aceptable obra de arte.
Estaba emocionado, orgulloso de sí mismo.
El rostro del cadáver, manchado de sangre, clavaba la mirada en el
infinito de la cristalera. Desde ella se podía ver toda la ciudad llena de luces,
como si la altura importara para llegar antes al cielo.
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de los dos, que parecía el más sereno—. Gracias por llamarnos. Será mejor
que vayamos a tomar un café, ¿le parece?
—Sí, claro —dijo ella. Los tres echaron a caminar cuesta arriba, en
dirección a la glorieta de Bilbao. Le resultaba extraño andar con dos hombres
por la calle, pero se sentía protegida.
Los policías apenas hablaron, ni siquiera entre ellos. Tiraban el humo
como dos chimeneas y luego se encendían otros cigarrillos con una cerilla.
Finalmente, llegaron a un bar cercano a la plaza. No era especial, más
bien, una cafetería de barrio, como las que se podían encontrar en cualquier
rincón del país, con su barra de metal, la vitrina con los encurtidos, un
calendario de fútbol y un montón de botellas de licores.
—¿Le parece bien aquí? —preguntó el hombre delgado.
Fue el único que se preocupó por ella.
—Sí, está bien —respondió con timidez, aunque ella hubiese preferido un
local con más luz.
Pidieron tres cafés y se sentaron en una mesa pegada a la pared.
De fondo se oía la radio, que estaba en lo alto de una esquina del bar.
Sacaron otros dos cigarrillos, la mujer rechazó el que le ofrecieron y el más
grueso apoyó los brazos sobre la mesa.
Amparo no se atrevió a mirarlo a los ojos.
—No esté nerviosa. Hace lo correcto.
—Ya…
—Estamos aquí para ayudarle, ya lo sabe —dijo y se quedó mirándola un
rato—. Señora Donoso, ¿desde cuándo le zurra su marido?
El compañero le dio un golpe y lo miró con desdén. No eran formas, pero
Vélez desconocía lo que significaba la sensibilidad.
—Disculpe a mi compañero.
—No se preocupe, señor…
—Mariano, me puede llamar Mariano —dijo el hombre—, y a él, Vélez.
Así será más fácil.
—Me pueden llamar Amparo —dijo y levantó los ojos para enfrentarse a
los dos—. Desde hace unas semanas…
Se sintió liberada y avergonzada a la vez. Sintió que se rompía en pedazos
sobre el suelo del bar. Era la primera vez que lo decía en voz alta.
—¿Cómo? —preguntó Vélez.
—Usted quería saberlo… —contestó con la voz temblorosa. Estaba
demasiado nerviosa—. ¿Cómo pretenden ayudarme? ¿Lo van a detener?
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Mariano escuchaba. Le dio una profunda calada al cigarro y echó el humo
hacia el techo. Después se bebió el café de un trago. Movió el humo con la
mano, antes de que le escocieran más los ojos.
—Sentimos decirle que no podemos ayudarle con eso —explicó sin
demasiada empatía—. Intentamos hablar con su marido, pero imagine cómo
reaccionó.
—No tiene la mínima idea de cómo reaccionó…
—Quisimos ofrecerle ayuda para tratar la enfermedad que padece, pero
me temo que, si no es de forma voluntaria, no podemos hacer nada…
—¿Enfermedad? ¿De qué está hablando? —preguntó enervada. La
extrema delgadez de la mujer hacía que se le marcaran los huesos de la cara al
enfadarse—. Mi marido es un alcohólico, un violento y un maltratador. Su
enfermedad no tiene cura. Él disfruta con lo que hace, ¿entiende?
—¡Chsst! Baje el tono, ¡cojones! —ordenó el grandullón haciéndole un
gesto con la mano—. A nadie le importa esta conversación.
—Su marido está enfermo. Tiene un trastorno de doble personalidad y,
con todo lo que bebe, no hace más que agravar la situación.
La mujer se quedó perpleja. Había escuchado ese término, pero no tenía
conocimientos sobre salud mental. En esa época, era un tema tabú en la
sociedad.
En definitiva, para ella, como para mucha otra gente, Ramón estaba loco,
y eso era suficiente para entender que ninguno de los dos podría llevar una
vida normal.
—¿Cómo saben eso de Ramón? ¿Acaso son médicos?
Vélez parecía sacar paciencia de donde no la había.
—No, señora. No somos matasanos. Precisamente por eso, por ese detalle,
su marido tendría que aceptar la ayuda de manera voluntaria…
—No entiendo nada, de verdad.
Mariano apagó el cigarrillo aplastándolo contra el cenicero de aluminio.
—Mi compañero y yo somos agentes del CESID —dijo sin medias tintas
—. El Gobierno ha iniciado un programa para ayudar a personas con
problemas mentales, que no se pueden resolver actualmente a través del
sistema sanitario público.
—¿Y qué clase de programa es ese al que solo pueden acceder unos
pocos?
—Uno experimental —respondió antes de que el resto de dudas
emergieran de la boca de esa mujer—. Precisamente, por eso estamos siendo
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tan cuidadosos. Solo podemos elegir candidatos que no supongan… un riesgo
muy alto. Ya me entiende.
—¿Riesgo de qué?
—De pérdida.
Existió un pequeño halo de esperanza en los ojos de Amparo. Parecía que
esos dos hombres podrían ayudarle. No tenía la esperanza de que le curaran,
pero a ella le bastaba con que le quitaran de encima a su esposo.
—¿Y si lo detienen? —preguntó, ahora más relajada e interesada en la
conversación—. Él siempre anda metido en problemas. Alguna que otra vez,
ha terminado en la comisaría.
—No podemos hacer eso. Ya nos ha oído. Ha de ser de manera voluntaria
—dijo Mariano. La esperanza, que por unos segundos había reinado en su
mirada, se desvaneció y dio lugar a la rabia, a la más grande de las
impotencias, para culminar en el miedo, nublándolo todo—. Pero podemos
ofrecerle otra cosa. Por eso estamos aquí.
—¿Otra cosa? —preguntó ofendida—. ¡No quiero otra cosa!
—¡Señora! Compórtese —reprendió Vélez—. Guarde las formas. Esto no
es una partida de cartas.
Amparo ignoró la advertencia y se dirigió a Mariano.
—El niño —dijo el agente. Ella no lo esperó—. Sé que lo es todo para
usted y que no puede protegerlo, pero nosotros sí.
Amparo ladeó la cabeza. No le gustó cómo sonaba eso.
—Una madre es capaz de todo por su hijo.
Vélez tiraba aire por la nariz como un toro.
—¿Y si son dos en lugar de uno? —cuestionó con mala baba—. ¿También
lo soportaría? A partir de ahora, déjese las frases de novela barata, por
favor…
—¿A qué diablos se refiere?
Ninguno de los dos logró encontrar las palabras adecuadas para no herir
más sus sentimientos. Las manos de la mujer temblaban sobre la mesa,
aunque ella fingiera que no era así.
—Puede que el niño haya heredado el mismo trastorno —expresó
Mariano, con los ojos clavados en la mirada preocupada de la madre—. Por
supuesto, para estar seguros, habría que hacerle algunas pruebas antes.
—Es imposible, Ricardito jamás se convertiría en su padre.
—Eso piensan todas las madres, señora —agregó Vélez, más calmado.
Amparo pasaba por un momento difícil. Masticar una verdad tan dura, no era
sencillo—. Usted no lo verá hasta que el chico se haga más grande, pero
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puede que, para entonces, sea demasiado tarde. Si actuamos a tiempo,
podremos ahorrarnos todos un problema.
—Mi Ricardito no es un problema. Es un niño estupendo. Jamás le haría
daño a nadie.
—Su hijo es un reloj de cocina y ya está en marcha —intervino Mariano
—. Pase lo que pase, está marcado de por vida, después de ver con sus ojos
cómo su padre ha golpeado a su madre día tras día, sin remordimiento alguno.
Eso no lo olvidará jamás y quedará grabado a fuego, moldeando su realidad
en torno a lo que ha vivido. Si a eso le sumamos que puede sufrir un
trastorno… Imagine en lo que desencadenaría el asunto.
Asumir una responsabilidad tan grande, no era tarea fácil.
Lo que esos dos hombres intentaban transmitirle a Amparo, era que el
pequeño Ricardo ya estaba roto por dentro, antes de ser adulto. Aunque no
había sido su culpa, se sentía responsable por ello. Era un sentimiento
extraño.
—¿Y qué puedo hacer yo? —preguntó desesperada.
Mariano estiró el brazo y le sujetó la mano para que se calmara.
—Deje que le hagan un diagnóstico. No está todo perdido —respondió
con voz pausada—. Simples pruebas. Nos encargaremos de que esté a salvo.
Debe confiar en nosotros.
La mujer no supo qué responder. En el fondo, estaba abandonada a la
suerte.
Esos dos desconocidos le ofrecían una alternativa, la única que tenía. De
lo contrario, el resto de sus días se podía convertir en una ruleta rusa. Estaba
agotada, cansada de no ver el sol brillar cada mañana.
Pensó que ellos, al menos, salvarían a su hijo de vivir entre las nubes.
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Ricardo bajó los escalones, apresurándose para perderla de vista. Ella se
tiró sobre sus piernas para que tropezara, pero el arquitecto logró apoyarse en
el suelo y recuperar el equilibrio. Luego le agarró la cabeza con una mano y la
golpeó contra la pared de cemento. El impacto sonó hueco y la chica quedó
inconsciente.
Antes de marcharse, se aseguró de que seguía con vida. Esa pobre chica,
se había equivocado de lugar. Agarró el maletín y continuó escaleras abajo.
Corriendo, llegó a la primera planta del hotel, echó los hombros hacia
atrás y fingió una absoluta normalidad. Sin mirar a las recepcionistas, cruzó la
puerta giratoria y se dirigió al paseo en busca de un taxi que lo llevara a su
casa.
El morro del Škoda blanco se detuvo frente a él. Extrañado, lo miró y
después entró en el vehículo.
—Le dije que se fuera.
—Y yo que eso era mucho dinero —contestó y se puso en marcha—. ¿A
Juan Bravo?
—Así es —respondió. El conductor tomó el Paseo de la Castellana
cuando se fijó que los faros de un vehículo oscuro se acercaban a toda
velocidad por detrás—. ¿Ocurre algo? ¿Por qué me mira de esa forma?
—No le estoy mirando a usted —dijo con voz seria. Aceleró, puso la
cuarta marcha y volvió a asegurarse de que se distanciaba. Después tomó un
desvío sin utilizar la luz intermitente y el vehículo se quedó atascado en el
tráfico que regresaba a la ciudad—. Un vehículo nos estaba siguiendo… ¿Qué
diablos ha pasado en ese hotel?
El arquitecto comprobó la hora del teléfono, miró el maletín y se echó el
cabello hacia atrás. El dinero no había llegado a su destino. Tampoco el
mensajero.
Lo había arruinado todo. Necesitaba pensar. Se había metido en un buen
lío.
—Algo terrible. Es mejor que no lo sepa.
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—Ya hemos llegado —dijo como si deseara que el día terminara de una
vez, pero no era cierto. Tan solo esperaba que el hombre que había detrás, le
hiciera una oferta mejor.
Donoso, que seguía abstraído en sus pensamientos, despertó y se dio
cuenta de que el viaje había terminado. Después se acercó al espacio que
quedaba entre los dos asientos delanteros.
—¿Puedo preguntarle algo?
—Por supuesto —dijo con una sonrisa.
—¿Dónde ha aprendido a conducir así? Me he fijado en cómo se deshacía
de ese coche. Sus reflejos… No son habituales.
—Pensaba que estaba mirando el teléfono.
—Nunca dé nada por sentado.
—Hombre precavido, vale por dos, señor.
—¿Cuánto gana como taxista?
La pregunta ruborizó al conductor.
—Como usted entenderá, los caballeros no hablan de mujeres, ni de
dinero…
—Dígame un número, una cifra.
—Menos del que usted me ha dado. ¿A dónde pretende llegar?
—Te pagaré el doble si trabajas para mí como chófer privado —sentenció
rompiendo la formalidad existente hasta el momento. El arquitecto lo había
visto claro. Necesitaba un hombre como aquel de su lado, mientras se
ocupaba de sus asuntos. El coste no cambiaría demasiado su nivel de vida,
puesto que se permitía caprichos innecesarios que valían mucho más—.
Estarás a mi disposición cuando te llame y utilizarás mi coche para los viajes.
No harás preguntas y firmaremos un contrato de confidencialidad en el que,
todo lo que hablemos, escuches y suceda mientras estés conmigo, quedará
entre nosotros.
—Entiendo.
—Empezarías mañana mismo, a las siete, aquí.
—¿Es necesario ese contrato?
—Créeme, no querrías conocer a mis abogados —dijo y se quedó
esperando una respuesta—. ¿Entonces?
El hombre frunció el ceño.
—Tengo que pensarlo.
—Te pagaré el triple —insistió sin contemplaciones—. Es mi última
oferta.
—Ahora que lo dice, tengo una pregunta… ¿Qué coche conduce?
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Ricardo buscó en el bolsillo, sacó las llaves del Audi A8 y las dejó en los
brazos del conductor.
—Compruébalo tú mismo, está al final de la calle —respondió y abrió la
puerta del vehículo. El frío de la ciudad se coló en el interior—. Buenas
noches y hasta mañana, Mariano.
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Siempre había un primer día para todo. El día uno, el momento en el que se
reinicia la vida, dejando morir lo obsoleto, lo innecesario, una vez más. La
cuenta vuelve a cero y las personas experimentan una sensación de alivio, de
incertidumbre o de pánico.
La mañana nublada del sábado, para él, comenzaba un nuevo periodo de
aceptación. Si apenas había logrado dormir en las últimas cuarenta y ocho
horas, esa noche había descansado como un bebé, sin interrupciones ni malos
sueños.
Despertó revitalizado, separando lo que estaba ocurriendo fuera de su
cuerpo. Su sangre gozaba de glóbulos rojos. Tenía la tensión en los niveles
adecuados y podía hacer más repeticiones de ejercicios de las que
acostumbraba en su rutina matinal.
Matar, le sentaba bien.
Todavía podía ver los ojos de ese hombre en su mente, abiertos, perdidos
en el horizonte de la ciudad. Recordó los acontecimientos del día anterior
como una experiencia remota. Un extraño escalofrío recorrió su cuerpo.
Una vez que estuvo listo, comprobó las llamadas del teléfono móvil. No
había rastro de nadie, ni de ese hombre, ni tampoco de Verónica Sagasta. Tal
vez los hubiera asustado, pensó, después de lo ocurrido en el hotel. Recuperó
el presente y la ansiedad se apoderó de él en el momento en el que se imaginó
a los agentes de Policía.
—Mierda… —murmuró.
Terminó el café y comprobó la hora. Tal y como le había indicado,
Mariano esperaría abajo. Para el chófer sí que era el primer día. Aún dudaba
de la decisión tomada, pero debía cubrirse las espaldas. Por alguna razón, ese
hombre le transmitía una confianza que no llegaba a encontrar en la mayoría
de personas que conocía.
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Cuando salió al portal, vislumbró el Audi A8 esperando a su dueño.
Mariano se había vestido de traje y llevaba una gorra puesta.
—Buenos días, señor —dijo el hombre, con una mueca sellada en su
rostro. Estaba contento por empezar en su nuevo empleo—. ¿Ha descansado?
—Sí. Espero que tú también —contestó y se sentó en la parte trasera por
primera vez. Mariano había sintonizado Radio Nacional Clásica y una pieza
de Mozart sonaba por los altavoces del vehículo. Cuando fue a cambiar de
emisora, el arquitecto se dio cuenta de que ya no tenía el control, pero no le
disgustaba. Por primera vez, disfrutaba de la idea de no tener que prestar
atención a los mínimos detalles. Ahora, se sentía un poco más rico—. A la
oficina, por favor.
—Por supuesto.
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orden. En las últimas horas, el apartamento se había convertido en una jaula,
además de un lugar en el que peligraba su integridad.
—Bonito edificio —comentó el chófer al mirar por la ventana. La
recepción estaba cerrada y las luces del primer piso permanecían apagadas—.
¿Es todo suyo?
—Por el momento —contestó el arquitecto—. Te llamaré cuando termine.
No hay mucho que hacer por esta zona, pero estaré ocupado unas cuantas
horas.
—Entendido. ¿Algo más que deba saber?
Donoso lo miró a los ojos.
—Eso es todo.
El chófer abandonó el área de estacionamiento y el arquitecto caminó
hacia la entrada de la oficina. Echó un vistazo a su alrededor, como rutina de
seguridad, sacó la llave y abrió la puerta de cristal blindado de la entrada. La
recepción era una mezcolanza de aromas de ambientador, productos de
limpieza y el perfume de la joven recepcionista.
Tomó el ascensor en silencio hasta llegar a la primera planta.
Encendió las luces, a pesar de que eran las ocho de la mañana. Le resultó
imposible no pensar en la noche de los disparos. Podía recordarla con detalle.
Por suerte, el sol entraba por su oficina y eso le servía de referencia para no
perder la cordura.
Revisó los escritorios de los empleados hasta que llegó a la mesa de la
secretaria. Cada segundo que pasaba, ponía su vida aún más en peligro.
Acercó los dedos a la silla de Silvia. Solo quería que todo volviera a ser como
antes de esa reunión, incluso él. Pero jamás sería posible. Lo ocurrido el día
anterior, había cambiado el curso de los acontecimientos para siempre.
«Maldita sea, Ricardo. ¿En qué te has convertido?», pensó con las
emociones mezcladas.
Antes de rozar la tapicería, el teléfono sonó.
Salió de su nebulosa y corrió como una liebre hasta el escritorio. Torpe,
descolgó y se puso al aparato.
—Es consciente de lo que ha hecho, ¿verdad? —preguntó la voz
distorsionada. Esa vez, no tenía ningún tipo de humor. Ni bueno, ni malo. Era
lineal y monótona. Ni siquiera podía confirmar que fuera la de una persona
humana—. La ha jodido.
—Escuche, estoy dispuesto a negociar.
—No está en ninguna posición para dialogar —dijo y acercó el teléfono a
la mujer—. Habla.
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—Ricardo… —balbuceó la secretaria entre lágrimas—. Por favor…
Ricardo… Me van a matar… No me hagáis daño, por favor…
—¡Hijo de perra!
—Esto se acabó, Donoso. Ha ido demasiado lejos. Dígame dónde está el
dinero y acabemos de una vez.
No sabía muy qué hacer y la voz de la secretaria lo llenaba de impotencia.
—Quiero saber que está bien. Demuéstremelo.
—En estos momentos, una llamada anónima al 112 está diciendo que fue
testigo de lo que ocurrió en el hotel —explicó la voz—. Pararla, es decisión
suya.
—Eso no es posible.
—Usted verá. ¿De verdad quiere comprobarlo?
Sujetó el teléfono y miró por el cristal. Desde allí, todo parecía tranquilo.
Cerró los ojos, afligido. Odiaba ceder ante los chantajes. Él solo había
intentado hacer lo correcto, pero había llegado el momento de aceptar la
derrota. Quizá, fuera lo mejor para todos.
—Está bien. Le diré donde está, si me da su palabra.
—Por supuesto —contestó. El arquitecto esperó unos segundos,
sopesando la respuesta. Era su única baza para encontrar a la chica, pero no
podía soportarlo más—. Tic, tac, Donoso…
—Se encuentra guardado en la consigna 101, en la estación de Atocha.
—¿Está seguro de lo que dice? Si es una trampa, le juro que…
—Le digo la verdad. Ahora, deme su palabra de que la soltará.
—No lo dude… ja, ja —contestó—. Es un placer negociar con usted.
Adiós, Donoso.
—¡Espere!
Pero la llamada se cortó. Los latidos del corazón retumbaban en su
cabeza. Sintió que había cometido otro error, uno del que se arrepentiría más
tarde. De pronto, a lo lejos, dos coches patrulla irrumpieron en el
aparcamiento. Confundido, bajó las escaleras para ver de qué se trataba.
El inspector Peña y su compañero salieron de un vehículo.
Del otro, cuatro agentes armados apuntaban con sus armas al arquitecto.
Donoso sintió un fuerte escalofrío.
—¡No se mueva, Donoso! —ordenó en voz alta el inspector con la cabeza
afeitada. El compañero sacó unas esposas de su cintura—. Las manos sobre la
cabeza y no intente ningún truco.
Ricardo levantó los brazos y siguió las instrucciones. Resistirse no serviría
de nada.
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—¿Qué es todo esto, inspector? —preguntó desconcertado.
Peña se acercó a él y lo miró con desprecio.
—Queda detenido por el asesinato de Verónica Sagasta y la desaparición
de Alfonso Ruiz de Sopena.
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qué se arrepentía? ¿Con quién estaba Verónica?, reflexionó. Por supuesto, no
iba a explicarles a los dos inspectores cómo había llegado a tales preguntas.
—La noche pasada, la señora Verónica Sagasta apareció en el estado que
ve, en el interior de su habitación del Ritz —explicó moviendo la foto sobre el
tablero. Peña le hizo una señal a su compañero con el dedo para que
continuara. El subinspector mostró otra fotografía, de peor calidad, tomada
por una cámara de seguridad—. Ustedes dos se vieron horas previas a la
desaparición de Alfonso Ruiz de Sopena, en el Palace. Las cámaras de
seguridad del hotel grabaron el encuentro.
—¿Qué tiene que ver eso? —preguntó soberbio—. Verónica y yo nos
conocíamos, nada más.
—Usted dijo que no conocía a su marido.
—Una cosa no quita la otra.
Como en una partida de póquer, Peña guardaba su mejor carta para el
final. Disfrutaba apretando al arquitecto, desmontando su defensa.
El subinspector sacó una tercera foto de la carpeta.
Era del interior del Museo Thyssen. Había sido capturada por un teléfono
móvil. En ella, una chica, a la que habían borrado el rostro, se hacía una foto
con la cámara frontal de su teléfono, dejando por encima de su hombro a la
pareja, que observaba el cuadro de Canaletto.
—¿Me estaban espiando? Eso es ilegal.
—Esta turista publicó su foto en un perfil social —dijo sonriendo con
maldad—. Hoy en día, nadie se libra.
Por supuesto, el arquitecto no se creyó aquel embuste.
—Nos vimos. Eso es todo. Nos habíamos dejado una conversación sin
terminar.
—¿Qué clase de relación tenía con esa mujer? —preguntó el pelirrojo.
Peña lo miró.
—Ya se lo he dicho… —dijo el arquitecto cansado de la situación—. Nos
conocíamos, nada más. Verónica es una mujer con muchos contactos.
—Por supuesto —respondió Peña—. Con muchos contactos, varias
denuncias por fraude y una cuenta corriente tiesa.
—Eso es absurdo —comentó y dio un trago al vaso de plástico que tenía
delante de él. El agua le refrescó la boca—. Su familia posee un patrimonio
de millones de euros.
—Usted lo ha dicho, su familia, no ella —aclaró el inspector—. La
familia Sagasta llevaba años sin hablarse con su hija, desde que el señor Ruiz
de Sopena intentara estafar a los padres, tras prestarle cuatro millones de
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euros para un fondo que nunca existió. La deuda que les habían dejado era tal,
que terminó con toda unión. ¿No estaba al tanto, Donoso?
Ese inspector le estaba dando donde más dolía. ¿También le había
traicionado ella?, se preguntó.
—Esto no tiene nada que ver conmigo. Soy inocente y me han detenido
por algo que todavía no sé qué es.
—Sabemos que la señora Sagasta tenía una relación extramatrimonial con
usted —dijo Peña.
—Eso es absurdo.
—Eran amantes, ¡admítalo!
—Yo no tengo por qué admitir nada.
El inspector le hizo una última señal al compañero.
Allí estaba, sobre la mesa, su última carta.
En esta ocasión, sintió una impotencia tan tremenda que tuvo que hacer un
esfuerzo por no tirar la mesa al suelo.
La fotografía, tomada con un teléfono, había sido extraída del móvil de
Sagasta. En ella aparecían Verónica y Ricardo desnudos y abrazados, bajo las
sábanas de la cama del Palace. No recordaba aquello porque, de haber estado
consciente, no le habría permitido que tomara ninguna fotografía. Apretó los
puños. Su mirada se incendió.
—¿Qué me dice de esto? —preguntó Peña esperando unos segundos a que
el arquitecto entendiera que hablaba en serio—. Esta imagen fue tomada
horas antes de la desaparición de su esposo.
—¿Acostarse con alguien es un delito?
El policía rechistó.
—Me asombra su soberbia —dijo y ahora fue él quién sacó una bolsita
transparente de la carpeta—. Los de Científica encontraron muestras de
cabello oscuro en el asiento del conductor del BMW de Ruiz de Sopena.
—Eso no significa nada.
El subinspector retiró el vaso de plástico de su alcance.
—Gracias —dijo el pelirrojo—. Eso lo dirá el análisis de ADN.
Un golpe bajo, pensó el arquitecto. Le habían tendido una trampa, tanto
Verónica como esos dos inspectores.
—No encontrarán nada, soy inocente.
—¡Déjese de chácharas! —gritó el inspector peña y dio un puñetazo
contra la mesa. Se mostraba enfadado y harto. Puede que le funcionara con
otros, pero Donoso permanecía indiferente. El tamaño de su bíceps no le
impresionaba. El arquitecto era capaz de tumbarlo en cuestión de segundos—.
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Sabemos que usted y Sagasta tenían planeado matar a Ruiz de Sopena,
hacerlo desaparecer y cobrar el seguro de vida, una vez hubiese desaparecido.
Usted se reunió con él por la mañana, después quedó con ella en el bar del
Palace, tomaron una copa, planearon la ejecución, se acostaron y después se
marchó para terminar con ese hombre. Lo mató con cuidado, todavía no
sabemos cómo, pero esperamos que nos lo confiese… y se deshizo del
cadáver. Después regresó al aparcamiento y abandonó el vehículo allí, en una
zona donde no habría testigos a esas horas. Cuando terminó, antes de
marcharse, llamó al 112 y dijo que había oído unos disparos, para que la
Policía se acercara al lugar.
—¿Eso es todo lo que tiene? —dijo el arquitecto que escuchaba la
hipótesis del inspector—. Se le daría bien jugar al Cluedo.
Mientras tanto, su cabeza funcionaba a toda prisa. Se había dado cuenta
de algo.
—Ya no tiene escapatoria —dijo el policía—, desde el principio, su plan
iba enfocado al fracaso. Así que, cuando creía que todo iba tal y como habían
previsto, esa mujer le traicionó, se echó atrás y le dijo que iba a contar la
verdad, que no podía soportar el peso del asesinato. Por eso se reunió con ella
en el museo, porque nadie los vería juntos… Intentó convencerla, pero no
cedió. Ella podía declarar que usted había sido el autor de todo y quedar
impune. Sabía cómo era esa señora. Sagasta se dedicaba al fraude y se había
aprovechado de usted. Admítalo. A todos nos duele ser engañados, pero la
vida no es justa. Una vez usted estuviera en la cárcel y con su marido muerto,
cobraría el seguro sin haber sudado más de la cuenta.
—Tiene usted una imaginación brillante.
—Por eso la mató —sentenció—. Después del encuentro de la mañana,
Sagasta compró por Internet un billete a Boston. Le dijo que se fuera con ella,
pero usted se negó. No podía, tenía su vida aquí, su estudio. Estaban en esto
juntos. Pero cambió de opinión y le pidió un último encuentro, antes de que se
marchara. Pensó que eso la ayudaría a recapacitar. No llegaron a acostarse.
Usted ya se sentía traicionado y era consciente de que, tarde o temprano,
Sagasta le iba a delatar. Le cortó el cuello en el hotel, a sangre fría, cuando
ella estaba casi desnuda para usted.
El arquitecto contempló al inspector, que estaba convencido de su teoría
de los hechos, y se preguntó por qué Verónica estaría semi desnuda.
—Díganos qué hizo con el cadáver —intervino el pelirrojo, que se había
mantenido callado durante el interrogatorio.
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—Ya se lo he dicho —contestó levantando una ceja—. Soy inocente.
Están equivocados.
—¡Tenemos pruebas, Donoso! Se va a pasar una buena temporada entre
barrotes. ¡Le dije que pagaría por esto!
El arquitecto miró a Peña, que estaba exaltado.
—No tiene nada —dijo con voz lenta y pausada, echando la cabeza hacia
atrás y usando un tono amenazante, pero tranquilo—. Eso no le servirá para
meterme en la cárcel, inspector… porque está equivocado y yo se lo
demostraré.
El inspector se abalanzó contra él y lo agarró por las solapas del abrigo.
—Está jugando con fuego, Donoso —murmuró a escasos centímetros del
rostro del arquitecto—. Me voy a encargar de que pague por lo que ha hecho,
maldito loco de mierda. Le voy a joder la vida cuando esté ahí dentro.
Con el cuello inclinado, evitando el aliento amargo del policía, el
arquitecto mantenía los ojos relajados.
—Sé que usted y yo venimos de mundos parecidos y conozco lo que se
siente al perder… Pero, se lo advierto, inspector. Será el hazmerreír de la
comisaría —dijo y levantó las manos para quitárselo de encima. A Peña le
hubiese gustado romperle el tabique. No merecía la pena para su expediente
—. Ahora, les agradecería que me dejaran en paz y llamaran de una vez a mi
abogado.
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Hasta pasadas las tres de la tarde, el abogado del arquitecto no logró sacarlo
de allí. La espera se hizo larga, por no llamarla eterna.
Por suerte, no tuvo que compartir asiento en una celda con un puñado de
detenidos, donde se podía encontrar lo peor de Madrid.
Por falta de espacio, le asignaron una celda temporal en la que había otro
hombre más. Era un hombre mayor y le acusaban de haber matado a su jefe.
Donoso no le prestó la mínima atención. El hombre hablaba, lamentándose
por lo que había hecho, tomando consciencia de que hasta la venganza más
fría tenía un precio. Sintió lástima y desprecio por él y no se imaginó en su
situación. Las personas tendían a derrumbarse con facilidad, después de
cometer un error. Él nunca se arrepentía de sus actos. No sentía la menor
compasión por sí mismo y no descansaba hasta que lograba solucionar lo que
había destruido, aunque eso le llevara años.
Sentado en el banco de cemento que había pegado a la pared, logró que el
murmullo incesante, y mezclado con lágrimas, de ese individuo, se
transformara en un hilo musical de fondo. Mientras esperaba a que el letrado
lo sacara del agujero, se concentró en lo que había escuchado en la sala de
interrogatorios.
El inspector Peña no iba mal encaminado, con la diferencia de que él
también había sido engañado por esa mujer. Lo entendió todo. Estaba
tranquilo, algo molesto por no haberse dado cuenta antes de la situación.
Verónica Sagasta había pagado el precio de su propio engaño, una mentira
que comenzó el mismo día en el que se casó con ese hombre, Álvaro Ruiz de
Sopena. Para Donoso, algunos matrimonios ya habían fracasado antes de su
unión. Estaban predestinados a ello, sin importar el énfasis que ambos lados
pusieran.
En aquel caso, tanto Sagasta como Ruiz de Sopena eran dos ratones
buscando el queso en un laberinto. Tarde o temprano, uno de los dos, moriría
de hambre o por traición.
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El arquitecto recordó el talante de Ruiz de Sopena, estirado y confiado,
siempre mirando desde las alturas. Llevaba el perfil de un embustero
sociópata y no había logrado verlo.
Muertos el abogado y la esposa, solo quedaba una figura por tirar.
Mientras que el inspector Peña estaba convencido de que Donoso había
matado a los dos, el arquitecto tenía la certeza de que Álvaro Ruiz de Sopena
seguía con vida, en alguna parte, y era el artífice de todo, desde su falsa
muerte, las llamadas anónimas, hasta el asesinato de su mujer. A esas alturas,
probablemente, disfrutara en la cubierta de un yate en Ibiza, mientras Donoso
luchaba por que las cucarachas de la celda no se acercaran a él.
«Maldita sea, ¿cómo has caído tan bajo?».
Sin embargo, algo no encajaba en ese asunto. ¿Qué importancia tenía el
maletín?, reflexionó.
Se levantó y pegó un puñetazo contra el muro de ladrillo. El otro hombre
se asustó.
—¡Joder!
Ninguno. Esa era la respuesta.
Ahora cabía la posibilidad de que no existiera tal dinero, de que fuera
parte de la estafa conjunta que habían planeado. Un señuelo, un maletín
cargado de miles de euros falsos, pero lo suficientemente reales como para
despertar el interés del arquitecto.
—Maldito hijo de perra… —susurró con los párpados cerrados—. Te voy
a matar en cuanto salga de aquí.
El hombre interrumpió el sollozo.
—¿Qué has dicho?
—Cállate —ordenó el arquitecto. Por unos segundos, el silencio regresó al
interior de la fría celda. Después, el detenido continuó con los lamentos.
Todo cobró sentido.
Lo habían planeado para que el arquitecto asumiera las responsabilidades.
Necesitaban un títere, alguien que, por su apariencia, pudiera encajar con
el perfil de asesino pasional. Tenía sentido. Trescientos mil euros era una
cifra redonda. La situación tenía todos los ingredientes para que nada fallara.
Y así había sido. Pero la pobre Verónica no contaba con que su esposo la
matara, o tal vez sí, y ese billete a Boston fuera la prueba.
Ricardo estaba calmado. Era consciente de la situación a la que se
enfrentaba, pero no podía perder la compostura. El abogado le conseguiría
tiempo, antes de que su vida se llenara de problemas serios.
Mientras, encontraría a Silvia Cabezo.
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Ahora la necesitaba de vuelta y con vida. El reloj se ponía en contra de los
dos.
La secretaria era el único testimonio válido para derrumbar cualquier
clase de acusación.
Ese policía estaba obsesionado con él y Donoso no había colaborado para
hacerle cambiar de opinión. Si no resolvía aquella encrucijada a tiempo, los
tribunales se encargarían de terminar con los sueños del arquitecto.
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ante un chantaje. Ahora, tengo que encontrarla viva antes de que la maten. De
lo contrario, me meterán en la cárcel.
—Entiendo —dijo asintiendo sin pedirle explicaciones—. ¿Cómo sabe
que lo harán?
—Si la dejan libre, los delatará.
—Es una chica joven. ¿Ha pensado en, ya sabe, doblar el brazo?
Don se apretó el tabique nasal. La jaqueca lo estaba matando.
—Ya lo he hecho. Me han engañado.
—Dios mío… —contestó y desvió los ojos de la foto. Era desagradable
contemplar la mirada sin esperanza de la chica—. No sé qué decir.
—¿Te transmite algo esta foto? —repitió.
—¡Por favor! ¿Qué quiere que me transmita?
—Mariano, maldita sea. Me refiero a si te da alguna pista de su paradero.
La foto había sido tomada en el interior de un barracón o una caseta de
madera. A un lado del encuadre, se podía apreciar el marco de una ventana de
cristal, la montaña y el cielo.
Silvia aparecía sentada en el suelo, también de madera, atada de piernas y
manos y con el maquillaje casi borrado de su rostro. Había llorado, tanto, que
el color de su piel era pálido y rojizo como el de la pintura que cubría la
madera.
Junto a ella había bolsas de tela. Parecía un lugar alejado de la ciudad,
aunque la distancia podía ser relativa. Por la ventana, se apreciaba un hierro
que subía hacia el cielo. No era un poste de luz, ni tampoco una farola, sino
parte de una estructura.
—No sé qué decirle, no me inspira nada —dijo apenado, observando la
imagen con pesadumbre—. ¿Tiene alguna foto más?
—No —respondió y recordó las grabaciones—. Aunque, ahora que lo
dice…
—¿Sí?
—No me juzgue por ello.
Ricardo buscó las grabaciones de audio y reprodujo la última. El chófer
escuchó con atención.
«Me van a matar, Ricardo…».
De fondo, otra vez ese zumbido molesto formado por ruido y una extraña
melodía.
Al escuchar la voz distorsionada y masculina que hablaba por el altavoz,
miró al arquitecto con preocupación. Entendió que el asunto iba más allá de
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una mera extorsión, pero cumpliría con su palabra y dejaría los prejuicios para
su opinión privada.
—Póngala otra vez —dijo con interés y acercó el oído.
El arquitecto reprodujo la grabación de nuevo.
—¿Tiene más?
—Sí, claro. ¿Es ese ruido? —preguntó. El chófer asintió—. ¿Qué es?
—No estoy del todo seguro. Suena a engranajes, a cámaras de aire.
—¿De qué hablas?
Mariano cerró los ojos.
—Durante una época, trabajé reparando atracciones de feria, escuchando
ese zumbido a diario, penetrando en mi cabeza como un taladro… No me lo
podía quitar ni cuando regresaba a casa.
—¡Mariano!
—Uno jamás olvida algo así, señor —dijo y lo miró a los ojos—. Creo
que esa chica está en el Parque de Atracciones de Madrid.
El coche alemán cruzó la ciudad, dejó el río Manzanares atrás y tomó una
avenida que bordeaba el famoso parque de la Casa de Campo.
Durante el viaje, el arquitecto supo que sería su último intento. Había
llamado repetidas veces al número que le había enviado la fotografía, pero
parecía no existir.
Lo más probable era que hubiesen utilizado un número de prepago, un
teléfono de usar y tirar, como solían hacer los narcotraficantes. Pensar en la
estafa, lo enervaba todavía más y no pudo evitar la imagen de Verónica
Sagasta degollada sobre la cama.
Mariano condujo el bólido a toda velocidad, reduciendo el tiempo de
espera y llegando antes de lo previsto. El Parque de Atracciones de Madrid
era un lugar frecuente para las familias, sobre todo, durante los fines de
semana. Esa tarde de octubre, el público era escaso y, aunque el temporal
resultaba agradable para pasear por las instalaciones, nadie se atrevía a
agarrar un resfriado desde las alturas.
Llegaron a las taquillas, compraron dos entradas y se adentraron en el
interior del recinto. Era un lugar bastante amplio, pero no existía ninguna
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montaña, así como Mariano había mencionado. A lo lejos, quedaba parte de la
ciudad, con sus torres de viviendas y su tráfico contaminante. Su ubicación,
en el interior de aquel parque, producía una sensación envolvente a causa de
los pinos que rodeaban el recinto. Era como estar en un lugar ajeno al
urbanismo de la capital y, no obstante, ni siquiera habían salido de ella.
De pronto, Ricardo recordó lo mucho que odiaba los parques de
atracciones. Nunca le habían gustado de pequeño, y tampoco de adulto. Un
lugar creado para experimentar, ya fuera diversión, felicidad o pánico. Allí
dentro, todo parecía mentira, hasta las sonrisas de quienes vendían las nubes
de azúcar. Pero esa tarde, el recinto tenía un aspecto sombrío y algo
desangelado.
—No perdamos más tiempo —dijo el arquitecto observando de nuevo la
foto—. Vayamos por allí.
Cruzaron un paseo, vieron los largos tubos de la montaña rusa y el falso
barco pirata que se movía como un péndulo en el aire. Se cruzaron con
parejas jóvenes, familias, niños, animadores y un grupo de estudiantes de
instituto con aspecto gamberro y desenfadado.
Recorrieron dos veces el parque sin darse cuenta. La orientación era
confusa. Todo tenía el mismo aspecto y al arquitecto le costaba horrores
reconocer los sitios por los ya había pasado.
—Aquí no hay ninguna montaña, Mariano —dijo señalando a su
alrededor—. Hemos apuntado mal.
El hombre lo miró preocupado. Tenía razón, puede que se hubiera
equivocado, pensó, pero estaba convencido de que esa melodía procedía de
allí. Lo sabía porque los episodios trágicos siempre van unidos a los sonidos,
los olores y las palabras del momento en el que suceden. Él había estado allí
antes, décadas atrás, escuchando esa misma melodía. Pero el arquitecto
parecía tener razón. ¿Cómo iba a existir una montaña en la Casa de Campo?,
reflexionó. Cayó en su error, fatídico e insensato. Le había hecho perder el
tiempo. ¿Entonces? ¿De dónde procedía esa maldita canción?
Desconsolados, el arquitecto se negó a rendirse tan pronto. De hacerlo,
tendría que empezar desde el principio, pensó, con la certeza de que cargaría
con la muerte de Sagasta, por mucho que se esforzara demostrar lo contrario.
El cadáver del inversor jamás aparecería y él terminaría siendo culpable de un
crimen que no había cometido.
Cuando estaban a punto de marcharse, cansados y sin resultados, ese
molesto ruido volvió a sonar. La mirada del chófer se despertó. También lo
hizo la del arquitecto.
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Se giraron y sus ojos se fijaron en una montaña artificial por la que salía
un chorro de agua. En efecto, no existía montaña como tal, sino que era parte
del decorado.
El ruido procedía del puesto de una atracción que había no muy lejos de
allí. Era una melodía de inicio, una señal de arranque que se repetía al
principio y al final de cada función. Las luces parpadearon. Tres personas se
subieron a una superficie que pronto se elevó para después girar y lanzarlos al
suelo, como una olla expréss llena de garbanzos.
—Es aquí —dijo el arquitecto.
Mariano buscó con la mirada el encuadre de la foto. Se giró ciento
ochenta grados y comprobó cada ángulo. El lugar donde escondían a la chica,
no debía estar muy lejos.
Donoso miró de nuevo el teléfono. Dio la vuelta, dio un paso hacia
delante e intentó encuadrar la imagen de la montaña con los árboles. Estaba
en el punto exacto, pensó, pero, ¿dónde diablos se ocultaba la caseta?
Cuando ambos se giraron para mirar atrás, descubrieron que no existía
caseta, sino un falso tapiz que cubría un contenedor de carga, convertido en
zona de descanso para algunos empleados. Tras la lona de camuflaje, que se
mimetizaba con una ladera de césped artificial y una escalera de adoquines,
vieron el borde de la ventana desde la que se había tomado la foto.
—Es ahí, Mariano —dijo el arquitecto y se puso en marcha.
—¡Espere! —gritó el chófer, despertando la atención de algunos visitantes
y corriendo tras él.
Con el pulso acelerado y el corazón en un puño, Ricardo bordeó la ladera
en busca de una entrada. Todo parecía tapiado, oculto, pero tenía que existir
una forma de acceder a ese agujero.
Se abalanzó sobre la tierra y peinó la superficie con las manos, en busca
de alguna punta metálica, hasta que dio con el contorno de la puerta. Recorrió
el marco y alcanzó la manivela. Estaba cerrada por dentro. Del interior,
alguien murmuraba para ser escuchada.
—Es ella —dijo agitado, mirando a su compañero—. La hemos
encontrado.
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Una mirada de la chica fue suficiente para decirle que él era el culpable de
lo que había sucedido. Don apretó las mandíbulas y apartó la mirada.
Lo más probable era que hubiese escuchado las conversaciones y
estuviera al tanto de la situación. En esos momentos, sus sentimientos hacia él
eran de odio. Pura rabia. Pero no logró sentir nada más que pena por ella. La
lástima de quien mira a la desgracia desde lejos, como si perteneciera a otra
persona.
—¿Dónde está? —preguntó poniéndose en pie—. ¿A dónde ha ido?
—Señor… —intervino Mariano, atento a la conversación. No era
momento más oportuno para presionar a la chica.
Donoso le hizo un gesto con la mano para que guardara silencio.
Ella se limpió las lágrimas con la mano y secó los dedos en la falda.
Quería llorar de nuevo, quería desahogarse y desaparecer, aunque entendió
que no serviría de nada delante de esos dos hombres.
—Tienes que decirme dónde está, Silvia.
La secretaria levantó los ojos enfurecida.
—¿Cambiará algo, Ricardo? —preguntó destrozada, aguantando el llanto
para no derrumbarse de nuevo—. ¿Ayudará para que olvide lo que me han
hecho?
Indiferente a su reacción, tomó aire y lo expulsó, como si aguardara su
turno.
—¿Qué importa eso ahora? Aún puedo encontrar a ese cabrón.
Ella sonrió incrédula, odiándolo todavía más. No podía hacerse la más
remota idea y entendió que no le importaba un carajo lo que le hubiera
sucedido.
—Eres increíble.
—Ese hombre no puede quedar libre —contestó cada vez más serio—. No
puede volver a hacer lo que te ha hecho.
Sus palabras cambiaron la opinión de la mujer. La idea de que otra
persona pudiera ser víctima de otro macabro episodio, la paralizó. Así y todo,
su jefe llegaba demasiado tarde para hacerse el héroe.
—No lo encontrarás Ricardo. No te dará tiempo…
—Verónica, dime a dónde cojones ha ido.
Ella lo miró.
—Está en Malta, en La Valeta —respondió finalmente, visto que el
arquitecto no cesaría de insistir—. Ha salido esta mañana y se reunirá esta
noche en el bar del Phoenicia Malta, con el hombre que se encargará de su
yate cuando llegue a Túnez.
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—¿Túnez?
—No te dará tiempo. Tiene previsto abandonar el puerto a la una de la
madrugada.
El arquitecto miró la hora.
—Puede ser.
—Es una locura, Ricardo. Ese hombre es un sádico… ¿Por qué diablos
tuviste que coger ese maletín, Ricardo? ¿Por qué? ¡Habla, joder!
La mujer enloqueció impotente, colérica y decepcionada por el egoísmo
que había mostrado el arquitecto hacia ella. Se abalanzó sobre él y comenzó a
golpearle con los puños en el pecho, moviéndose en círculos, agitando la
cabeza hacia los lados.
Donoso la agarró por los antebrazos para no herir, aún más, sus muñecas.
Ella se resistió unos segundos, hasta que recuperó la calma. Después la liberó.
—No existía tal dinero. Era un callejón sin salida, una trampa desde el
principio y te iban a matar igualmente.
—Sinceramente, después de lo que me han hecho —contestó con
desprecio—, lo hubiera preferido.
No lo podía decir en serio, pensó el arquitecto.
Tras una dura tensión, se quitó el abrigo y se lo puso a la mujer por los
hombros. Tenían que salir de allí, abandonar el parque y hacerla testificar
mientras él tomaba un vuelo a la isla.
—Silvia, debes cooperar en este momento —dijo saliendo del cobertizo y
dirigiéndose hacia la salida del parque—. Te juro que pagará por todo el daño
causado.
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de una vez por todas, pero no es necesario que cuente las razones del
secuestro. Después, la llevarás a su casa. Tan solo eso. ¿Lo has entendido,
Mariano?
El chófer asintió sin hacer más preguntas. Era evidente que el arquitecto
se dejaba demasiados cabos sueltos, pero el rescate de esa chica había sido
suficiente para entender que era un asunto grave, relacionado con el dinero.
—Así haré, señor —dijo y miró a la secretaria, que esperaba en soledad a
unos metros de ellos, desangelada y protegida con el abrigo de Ricardo—.
¿No viene con nosotros?
—No. Debo terminar algo.
Mariano frunció el ceño.
—No pensará…
—Estaré bien. Haz lo que te he dicho, Mariano. Eso es todo lo que debe
preocuparte ahora.
El arquitecto se adelantó para acercarse a la secretaria. Esta, que
aguardaba en silencio, lo miró con temor. La tarde comenzaba a refrescar.
Pronto sería de noche y debían salir de allí antes de que alguien se diera
cuenta del estado de la chica.
—Antes has dicho que preferirías estar muerta. ¿Qué pasó?
—¿Quieres también los detalles?
—¿Quién te lo hizo? —preguntó esperando que pronunciara el nombre—.
¿Fue él? ¿Ruiz de Sopena? Necesito que me lo cuentes todo.
—¿Por qué es tan importante? Es a mí a quien han jodido para siempre.
Ya se han ido y no volverán, Ricardo. El mal ya está hecho.
—No, no lo entiendes —dijo con ansia—. Es más que eso. Es una
cuestión personal.
Ella lo miró de nuevo.
—Sí. Fue él. Fue ese cabrón quien me dejó así. ¿Es eso lo que querías oír?
El rostro de Ricardo no reaccionó a las palabras de la secretaria. Ahora
tenía todo lo que necesitaba. De nuevo, esa fuerza interior volvía a resurgir
como el despertar de un volcán. Notó la boca reseca, el corazón bombeándole
con fuerza. Las respiraciones se volvieron más y más intensas.
Se prometió que encontraría a ese desgraciado antes de que llegara a
Túnez.
La chica lo miró asustada. Donoso acercó el índice para acariciarle el
mentón, pero ella se apartó.
—¿Por qué sonríes?
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—La vida no siempre es justa —respondió el arquitecto—, pero, en
ocasiones, es nuestra decisión hacer lo posible para que la balanza se
equilibre.
—Estoy cansada y no sé de qué hablas, Ricardo…
—Lo siento, Silvia —dijo con una sonrisa diabólica—. Lamento lo que te
ha pasado, si es lo que quieres oír. Ahora, acompaña a Mariano y haz lo que
él te diga. No te salgas del guión. Pronto estarás a salvo.
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Aeropuerto de Madrid—Barajas
26 de octubre de 2013
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—Pero, ¿cómo? ¿Silvia me ha delatado?
—No, no. No se preocupe por ella. Ha hecho lo que le ha dicho —
respondió rebajando la preocupación—. Ese policía, Peña. Me temo que le ha
leído el pensamiento. La chica les debe haber contado lo de Malta y ha sido el
detonante para que saliera disparado de la oficina.
—¿Estás seguro?
—Y tanto. Le he escuchado decir que iba hacia el aeropuerto, antes de
salir.
—Maldita sea. ¿Cuánto hace de eso?
—Unos diez minutos —dijo con preocupación—. Todavía está a tiempo
de dar marcha atrás. Con la declaración, no tendrán nada por lo que acusarle.
Será una cuestión de días que todo esto se aclare.
—Me temo que no será posible, Mariano —dijo y vio cómo llegaba su
turno. Un guardia esperaba a que cruzara el detector—. Tengo que dejarte.
Hay asuntos que no pueden esperar.
Después colgó y apagó el dispositivo. Dejó las pertenencias en una
bandeja y pasó con las manos en alto.
—Puede continuar —dijo el guardia de seguridad.
Agarró su bandeja, sin levantar la mínima sospecha de los guardias civiles
que custodiaban armados las inmediaciones. Con paso confiado y natural,
buscó su puerta de embarque en el panel de vuelos y comprobó la hora. Por
megafonía, una azafata anunció en español e inglés que pronto cerrarían las
puertas. Recorrió un pasillo y vio el monitor con el nombre de su destino.
—Buenas noches, señor. Estamos embarcando ya —le advirtió una mujer
—. ¿Su billete?
—Claro… —dijo mirando hacia el control, que ahora se encontraba en el
horizonte. Oyó un lejano bullicio al otro lado de la cola, casi imperceptible,
pero ya no le preocupó.
Le mostró el teléfono y pasó el detector de código de barras.
—Gracias. Que tenga un buen viaje.
Él respondió con una sonrisa y puso el teléfono en modo avión. Después
se perdió por la pasarela de embarque.
Siempre detestó los despegues. Era lo más cercano a la muerte que se podía
sentir.
Un fallo y, en cuestión de segundos, todo se iría al cuerno.
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Notar la sensación en el cuerpo al luchar contra la fuerza gravitatoria,
dentro de aquel tubo de asientos y estrés humano, le era, cuanto menos,
desagradable.
El vuelo a la isla no era muy largo. Calculó que llegaría a tiempo para la
noche. Quizá, con un poco de suerte, lo encontraría antes de que
desapareciera por completo.
Comprobó el reloj, miró hacia el pasillo y observó todas las cabezas que
tenía por delante. Segundos después, la mujer que ocupaba el asiento de al
lado, regresó del cuarto de baño. Era más joven que él, intuyó, aunque tenía el
rostro más arrugado de lo habitual, sobretodo, cuando sonreía. La
desconocida le regaló una mueca amable, se acarició el pelo en un gesto
instintivo, recuperó el libro que había dejado sobre el asiento y se acomodó.
Ricardo comprobó la portada. Era uno de los famosos libros de Stieg
Larsson. Un thriller, a fin de cuentas. Los conocía de oídas, aunque no había
leído ninguno.
La mujer notó su invasión visual, pero hizo casi omiso, para centrarse en
las páginas del libro. Tenía el cabello ondulado, con algún que otro tirabuzón,
y la mirada morena, como el color de su pelo. El arquitecto pensó en la
portada de esa novela, en su acompañante, y no pudo remediar que la mente
lo llevara hasta Silvia Cabezo, su secretaria.
Un dolor tremendo le atravesó el pulmón, como si cada respiración le
hiciera sangrar por dentro. ¿Qué había hecho?, se preguntó en silencio,
apoyando la cabeza contra la ventana del avión.
Aquel asunto se le había ido de las manos, explotándole como una
granada y alcanzando a quien no debía.
Silvia, pobre Silvia, se dijo en unos atisbos de iluminación mental. Le
había destrozado la vida.
Volvió a cerrar los ojos, presa del sufrimiento que ahora él llevaba dentro.
Todo salió a la superficie de golpe, en el interior de aquel lugar, sin esperarlo,
creyendo ser lo suficientemente fuerte como para digerirlo sin más. A fin de
cuentas, Ricardo también era una persona y se emocionaba. Para él, el mayor
de sus defectos.
Atrapado en el reducido espacio del asiento, buscó la manera de regresar a
la calma. No quería asustar a esa pobre mujer y sacarla de su lectura, aunque
la pasajera ya se había dado cuenta de la inquietud del arquitecto.
Desvió los ojos, echó el libro a un lado y se acercó a él.
—¿Se encuentra bien? —preguntó preocupada—. ¿Quiere que llame a la
azafata?
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—¿Eh? No, no, gracias —dijo levantando los dedos, como si aquello
fuera algo de lo más habitual—. La jaqueca, en las alturas, duele por dos.
Ella miró al suelo, a modo de compasión, y levantó el labio inferior. No
supo qué decir porque tampoco podía ayudarle.
Después regresó a las páginas.
Donoso estiró los brazos, miró por el cristal y solo vio oscuridad, una
oscuridad absoluta, un mar de tinta negra como el que se había apoderado de
él.
Pero, ¿por qué? ¿Cómo había terminado así? ¿Cómo estaba siendo capaz
de arruinar su vida de esa manera?, reflexionó de nuevo hundido en la
ansiedad. Las preguntas iban y venían, como un péndulo. No necesitaba
cuestionarse nada más. No había subido a ese avión por dinero, ni por vengar
a esa chica. Lo estaba haciendo por algo superior a cualquier razonamiento
humano. Desde el primer momento en el que se vieron, aquella noche en la
que Verónica se lo había presentado, supo que había algo turbio y sórdido en
Álvaro Ruiz de Sopena. Lo reconoció porque también habitaba en él. Y ahora
estaba en lo cierto.
El arquitecto se había acercado, inconscientemente, como un imán, como
el depredador que era, para aniquilar cualquier clase de amenaza que pusiera
en peligro su integridad. Esa era la razón que había puesto de patas arriba su
normalidad. La misma que lo había inducido al caos cada vez que salía de
caza. Los tipos como Ruiz de Sopena, tal vez burlaran las leyes humanas,
pero no podían quedar impunes por lo que habían cometido. Cada uno elegía
su lado y Donoso había escogido el suyo para mantenerse a salvo.
Digerir un golpe como aquel, requería algo más que unas rayas de
cocaína. No existía vuelta atrás porque no iba a tomar un avión de regreso en
cuanto llegara al aeropuerto. Al contrario, estaba dispuesto a rastrear cada
rincón de la isla, hasta dar con esa bestia.
Cuando volvió a mirar por la ventana, a lo lejos, unas luces iluminaban la
isla.
Comenzaba la cuenta atrás.
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La Valeta (Malta)
26 de octubre de 2013
Un trayecto de noche cerrada, sin nubes y con una luna que iluminaba la
carretera. A medida que se acercaban a la ciudad, vislumbró la cúpula de la
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Iglesia de los Carmelitas, que sobresalía por el resto de construcciones, así
como el torreón de la iglesia de San Pablo.
Una ciudad amurallada de tonos ocres y azules que, de noche, recordaba a
cualquier enclave mediterráneo con un poco de historia a sus espaldas.
Por supuesto, aquel no era un viaje de ocio ni tampoco de turismo
cultural.
En el asiento mugriento del Mercedes, cayó en la cuenta de que encontrar
a Ruiz de Sopena no sería tarea fácil. Hasta el momento, todo lo que sabía era
lo que Silvia había escuchado. Tenía sentido. Debía eliminar los últimos
rescoldos de su antigua identidad. Allí era un completo desconocido y,
cuando todo saliera a la luz pública, probablemente, ya se encontraría al otro
lado del charco. Tal y como Silvia le había descrito, Ruiz de Sopena había
hecho su último viaje para terminar con el amarre del yate y navegar hasta
aguas tunecinas. Donoso no era el único que iría con prisas. Una vez en el
país africano, no tendría que preocuparse de la justicia europea.
Como último apunte, le comentó que se reuniría en el bar del Phoenicia
Malta, un hotel exclusivo de estilo neoclásico y aspecto de palacio, con vistas
al puerto marítimo y no muy lejos de la Fuente del Tritón. A cambio de un
digno reembolso, borraría todo registro existente del barco. Para ese cabrón,
todo funcionaba a golpe de cheque.
A la una en punto de la madrugada, Ruiz de Sopena abandonaría el puerto
maltés para siempre, como una sombra, al menos, con ese nombre.
No le extrañó que, el cretino de Ruiz de Sopena, lo cantara todo por
teléfono a escasos metros de ella, confiado en que la chica, tarde o temprano
acabaría muerta. Ese era el gran problema de los tipos como ese. Su exceso de
confianza los volvía predecibles y descuidados.
Un lugar extraño, pensó. Las fachadas de los barrios, desgastadas por la
humedad, deterioradas y consumidas por el tiempo y la falta de dinero,
parecían propias de un país árabe, con esos tonos amarillentos y oscuros por
la falta de pintura; el maltés era imposible de entender y la influencia del
dominio británico se reflejaba hasta en la forma de conducir. Un archipiélago
histórico que había pasado por las manos de diferentes imperios y que, ahora,
se había convertido en una atracción turística, internacional y sin demasiada
gracia.
Una vez llegaron a la Fuente del León, el panorama cambió, por lo que el
arquitecto dedujo que no estarían muy lejos del hotel. Los edificios ganaban
hasta tres alturas en la calle de Santa Ana, la principal arteria de Floriana, uno
de los muchos consejos locales que se encontraba a las afueras de La Veleta.
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Dos vías de doble sentido, con tres carriles para cada uno y separados por un
gran parterre de flores rojas y palmeras. Comercios, bares, tiendas de regalos,
fachadas barrocas y soportales con grandes arcadas por las que continuaba la
calzada.
Cuando pasaron la avenida, el alumbrado público desapareció y
regresaron a una explanada oscura de asfalto y palmeras.
El vehículo tomó una salida y Donoso observó desde su ventana la
asombrosa iluminación del lujoso hotel. Finalmente, el taxi se detuvo en una
gran glorieta de autobuses aparcados y desde la que se veía la entrada a la
ciudad: una enorme plaza de piedra, iluminada por la Fuente del Tritón y los
halógenos que bordeaban los restos de la antigua muralla.
—La città —dijo el hombre señalando con el índice la entrada a la capital.
No le importó que le hubiera confundido con un italiano. Era incluso
bueno para él. Nunca habría estado allí.
El arquitecto asintió, pagó la carrera y el vehículo se perdió entre las
sombras de la noche. Su intuición le había fallado y la humedad del mar, el
cual ahora se encontraba a escasos metros, se pegaba a sus huesos como una
ventosa. Era una sensación fría y desagradable. Las manos le sudaban y sentía
los dedos pegajosos.
Los visitantes que habían pasado la tarde en el casco viejo de la ciudad,
ahora regresaban a sus hoteles. Se orientó en cuestión de minutos, tomando la
plaza como referencia y caminó en sentido contrario a la entrada de la ciudad,
siguiendo el paseo de Cristo Rey, hasta que llegó a la entrada del hotel.
La medianoche se acercaba.
Cruzó el vestíbulo del hotel y preguntó por el bar a uno de los botones que
esperaba en la entrada. Cruzó un pasillo y descubrió una barra de madera,
rodeada de taburetes tapizados de color rojo y una superficie de mármol
brillante, del mismo color que el resto de la ciudad. El bar del hotel imitaba el
estilo de la decoración colonial maltesa.
Una vez dentro, se acercó a la barra, miró alrededor de los sillones de
madera y no encontró rastro del español.
—Maldita sea… —murmuró apretando dientes y puños.
Sospechó que el inversor había cambiado de planes, lo cual ponía en
peligro los suyos. Abandonó el hotel a toda prisa. Un viento húmedo y helado
se apoderó de sus huesos al salir al exterior. Podía ver el mar desde la calle,
pero el club náutico se encontraba al otro lado de la bahía. Caminando, no
llegaría a tiempo, así que paró un taxi y pidió que lo llevara de inmediato.
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El violento helor de la noche había despejado las calles de gente a esa
hora, haciendo del centro, un lugar desierto y fantasmal. Pero no todo jugaba
a su favor. Los nervios comenzaban a atacarle por diversas razones. Primero,
debía encontrar el barco y, después, llegar a él antes que su dueño. Cualquier
error, terminaría en comisaría y de vuelta a España por la puerta trasera. Un
desliz y acabaría dándole la razón al inspector Peña.
Se bajó en una calle de nombre impronunciable, en la que los edificios
ahora tomaban el aspecto de apartamentos de playa modernos, con fachadas
limpias, grandes terrazas y todos de aspecto similar. Al otro lado, quedaba la
iluminación de la ciudad portuaria, y Donoso entendió que se encontraba en
una de las zonas ricas de la isla.
Cruzó la carretera y entró en un atracadero de más de dieciocho muelles,
cada uno de ellos con más de una decena de embarcaciones a cada lado.
Una pareja de policías pasó en un coche patrulla, asegurándose de que la
noche siguiera en calma. El arquitecto levantó las solapas del abrigo y se giró
para que no le vieran el rostro. Cuando el vehículo se perdió en la curva de la
calle, volvió a mirar el sinfín de barcos que había en aquel club. La imagen le
sobrepasó, pero tenía que intentarlo. Lo había arriesgado todo para llegar allí.
Guiado por la razón, decidió inspeccionar cada uno de los muelles,
comenzando por uno de los extremos. La mayoría de barcos parecían vacíos,
pero no podía confiarse. Estaba convencido de que su víctima intentaría hacer
el menor ruido posible.
Al pasar por uno de los muelles, advirtió una gaviota aleteando sobre el
agua. Sus ojos se desviaron hacia ella, guiados por la curiosidad, y entonces
leyó algo que le sonó familiar.
—Sagasta… —dijo forzando los ojos para concienciarse de que era eso lo
que estaba escrito. Se adentró en la plataforma. Con cada paso, estaba más
seguro de que debía ser ese el barco del inversor.
En efecto, llevaba el apellido de su esposa. No podía ser otro.
Un yate de dos alturas y tamaño medio, tal vez pequeño, si lo comparaba
con los barcos que tenía alrededor, pero suficiente para una pareja que
buscaba pasar las vacaciones en el mar. Ni siquiera él podía permitirse algo
así. Un capricho del que solo algunos privilegiados podían disfrutar.
Asomó la cabeza y no notó actividad alguna. Descubrió dos bolsas de
equipaje en el interior del camarote y varias neveras, probablemente, cargadas
de víveres para la travesía.
El reflejo de una linterna lo alertó. Un vigilante hacía la ronda por los
muelles. Sin vacilar, Donoso puso un pie en la popa del yate y se ocultó en el
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interior del camarote. Los pasos siguieron el ruido de sus movimientos. La
linterna recorrió la superficie, pero la luz no alumbró lo suficiente. El hombre
iba armado, era joven y estaba asustado. Lo más probable era que allí nunca
pasara nada.
La gaviota aleteó de nuevo sobre el muelle, esta vez, apoyándose en otra
de las cubiertas. El vigilante pensó que habría sido el ave y abandonó la
búsqueda. Como una pantera, Ricardo salió del yate, saltó sobre el chico y lo
tumbó contra el suelo. El impacto desorientó al muchacho, que se había
quedado sin habla. Su cuerpo se movía como una serpiente, pero el del
arquitecto era más pesado. Mientras le clavaba las rodillas, le arrebató la
pistola de la cintura, la agarró por el cañón y le asestó un golpe con la culata
en la nuca, dejándolo sin sentido. Después arrastró el cuerpo hasta la popa de
otro barco y lo dejó allí.
Rezó por que no despertara en un buen rato. Con suerte, alguien lo
encontraría al día siguiente.
A lo lejos, escuchó unos silbidos que tarareaban una canción conocida.
Vislumbró la sombra en la distancia, que procedía de la calle y no le cupo la
menor duda de que había llegado su hora.
Regresó al interior del yate y se ocultó tras la cortina de la sala interior.
Un minuto más tarde, Álvaro Ruiz de Sopena, vestido informal con un
jersey de marinero, vaqueros y el pelo encrespado por la humedad, subió al
yate.
Sus ojos se abrieron al encontrar la sorpresa.
—Pero, ¿qué cojones? —preguntó sujetando una botella de vino—. ¿Tú?
Donoso le apuntaba al pecho con el arma.
La mirada del arquitecto lo paralizó por completo.
—Pon en marcha el motor. Vamos a dar una vuelta.
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El inversor dejó la botella en el suelo, bajo las órdenes del arquitecto, y los
dos subieron a la parte superior del yate. Allí, se acercó a los mandos y puso
en marcha la embarcación. El aire azotaba la melena de Ruiz de Sopena, que
esperaba con la mirada gacha.
—Podemos solucionar esto hablando.
Pero el arquitecto se mostró indiferente a sus palabras. Con el cañón
apuntando a su espalda, le dejó claro que, a la mínima estupidez, vaciaría el
cargador en su cuerpo.
El motor se puso en marcha y, al rato, tomaban velocidad hacia el mar,
dejando atrás el mosaico de luces de colores que alumbraban la fortaleza
maltesa.
A medida que se adentraban en el Mediterráneo, el entorno se volvía más
y más oscuro, hasta el punto de ser envueltos en la noche, rodeados de la
nada, alejados de la civilización, que se veía como un punto lejano en el
horizonte. La luna alumbraba sobre el mar, resplandeciendo en el agua e
iluminando sus rostros débilmente. Allí dentro, Donoso creyó que nunca
llegaba a anochecer del todo. Era una sensación ilusoria. El barco daba
pequeños saltos sobre el agua, pero el mar picado no fue un impedimento para
que Ricardo se mantuviera pegado al patrón. Sabía que, si se despistaba, aquel
hombre intentaría defenderse.
—Está bien. Para el motor.
El hombre accedió e hizo lo que el arquitecto le había indicado.
—¿Vas a matarme? —preguntó el hombre con curiosidad. No parecía
estar demasiado asustado para tener el cañón apuntando a su cabeza—. Debo
reconocer que estoy sorprendido.
—Lo tenías todo bien atado desde el principio. Desde que nos vimos en
aquella fiesta. Llevabas meses planeándolo.
El inversor rio y se abrochó el botón del cuello de la camisa. Tenía frío,
pero fingía no sentirlo.
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—Fue idea suya, de Verónica —respondió con nostalgia—. Ella te eligió
para esto.
—Eres un hijo de puta. Le rajaste el cuello.
Ruiz de Sopena le lanzó una mirada de advertencia.
—Me traicionó, ¿qué habrías hecho tú, Ricardo? —preguntó levanto una
ceja—. Ella debería estar aquí y no tú, pero cambió de opinión. Quería más de
la mitad del dinero del seguro. Eso no era lo que habíamos acordado. Así que
me amenazó con contarlo todo, en cuanto la Policía comenzó a investigar mi
desaparición. Después de lo que sabía, no podía dejarla marchar así como así.
—Eres un miserable.
—Estás pensando con el corazón y no con la mente —señaló—. Ella fue
quien me avisó de que irías a tu oficina. Nosotros te dejamos el maletín lleno
de dinero falso para que mordieras el cebo. Verónica llamó al 112 para que
enviaran un coche de Policía.
—No, ella me preguntó por el dinero. Sabía que había caído en tu trampa
y quería salvarme. Por eso insistió en que le ayudara a encontrarte…
—¿Salvarte? ¡Despierta, joder! —respondió con fuerza—. Verónica se
dedicaba a falsificar obras de arte y venderlas como si fueran reales. Era una
embustera profesional y sabía seducir a cualquiera. Por desgracia, nunca llegó
a la perfección en su trabajo. De haberlo hecho, no estaríamos pasando por
esto…
«No le escuches más y dispara. Acaba con él, Ricardo, de una jodida
vez».
—Intentas confundirme, pero te equivocas conmigo. El hotel, la
secretaria…
—Eso sí que fue un problema —intervino lamentándose—, pero, como en
las finanzas, hay que tomas riesgos… Pensé que, secuestrando a la chica, nos
ayudaría a ganar tiempo y tú te limitarías a obedecer hasta que la Policía te
detuviera. No tenía en mente hacerle nada a esa muchacha, simplemente
meterla en ese desván unos días, hasta que nos fuéramos. Tampoco a la zorra
de mi mujer. Dejamos pruebas por todas partes que te implicaban… Cabello,
fotografías, grabaciones en vídeo… Pero no, esa desgraciada comenzó a
hablar más de la cuenta… Me estaba hartando… Después, el héroe tuvo que
ir más allá y… En fin, la jodiste, ya lo creo que la fastidiaste, Donoso…
—Te equivocaste eligiendo a Silvia. No la conoces de nada y voy a
arreglar esto…
—¡Alguien tenía que explicarle a esa zorra quién mandaba! —gritó
enfurecido. El arquitecto quitó el seguro para disparar. La postura del hombre
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se congeló, pero sonrió con una expresión que causó pavor. Donoso entendió
que, como él, tampoco tenía miedo a morir—. ¡Dispara! ¡Vamos! ¡Nadie nos
ve! ¿A qué tienes miedo? ¿A matar a un hombre?
No sabía de lo que hablaba.
El arquitecto lidiaba una guerra interna por controlar sus emociones.
—Vas a pagar por lo que has hecho, maldito cabrón.
—Todavía podemos solucionarlo —añadió. El motor se detuvo
finalmente. Las aguas se tranquilizaron. En medio del Mediterráneo, solo
podían escuchar la voz del otro—. Vente conmigo a Brasil. Te daré un veinte
por ciento de lo que pague el seguro. Podremos empezar de nuevo, como
socios, esta vez con buen pie.
—Vete al cuerno.
—Ese es tu problema, Ricardo. Jamás aprenderás a respetar a quien lleva
más años que tú en esto.
Al pronunciar la última sílaba, el inversor se abalanzó sobre el arquitecto.
Apretó el gatillo. Se escuchó un disparo en el aire, el estallido sonó en el mar
y Ricardo resbaló al suelo. Había fallado, no vio rastro de sangre por la
superficie, pero todavía sujetaba la pistola. Dio un puñetazo de rabia contra el
suelo. Ese cretino había desaparecido saltando al nivel inferior. Estaban
completamente a oscuras. El barco se balanceaba un poco, debido al forcejeo.
El corazón le latía con fuerza. Podía sentirlo como una bomba en su interior.
Si bajaba, era hombre muerto. Quedarse allí arriba y esperar a que
amaneciera, tampoco era una buena idea. Esa noche, uno de los dos no
llegaría a puerto con vida, y temió, por un instante, que fuera él.
Se acercó a la cubierta y miró de reojo, pero no podía ver demasiado. Bajó las
escaleras apuntando con el arma hacia la ventana que daba paso al salón del
barco. La cortina se levantó por el viento.
—¡Sal! —gritó al vacío—. ¡No tienes escapatoria!
A sus pies, se topó con una de las neveras y se dio cuenta de que la botella
de vino que el Ruiz de Sopena llevaba al subir, ya no estaba allí.
De la nada, el brazo del inversor apareció y le propinó un botellazo en la
cabeza que lo envió a la superficie de madera. El arma cayó por la borda al
mar. Antes de que se diera cuenta, los puños de aquel hombre le golpeaban
con saña en la cara. La cabeza le daba vueltas. Los cristales se le clavaban en
el cuello. Notó un hilo frío y húmedo en la parte alta del cráneo. El golpe le
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había hecho una brecha. Se protegió con los brazos, aturdido y casi sin
energía, pero no iba rendirse tan rápido. No iba a darle ese placer.
Los golpes eran pesados y dolorosos. Puede que supiera algo de boxeo,
pero necesitaría algo más para matarlo. Sacó fuerzas de dentro y le propinó
una patada en el estómago, desde el suelo. El inversor se echó hacia atrás
varios metros y perdió el equilibrio a causa del balanceo.
Ricardo se arrastró por el suelo, hasta que entró en el interior. Allí
vislumbró un sofá. La cocina quedaba demasiado lejos como para hacerse con
un cuchillo. Le costaba pensar con claridad. La sacudida lo había dejado casi
sin conocimiento. Ruiz de Sopena reía desquiciado. Parecía divertirse con la
situación.
—Estás chalado, Donoso, pero tienes cojones…
Si no reaccionaba, lo tendría encima de nuevo y, esa vez, no le daría una
segunda oportunidad. Junto al sofá, vio una pequeña lámpara de lectura.
Los pasos del inversor eran lentos, pero se acercaban a él recortando
distancias. Ahora, en la mano sujetaba el cuello roto de la botella.
En un movimiento ágil, se estiró y arrancó la lámpara del enchufe. El
adversario se lanzó sobre él. Tuvo la suerte de esquivar el primer golpe y le
respondió acertando de lleno con el hierro en su cara, pero el vidrio afilado le
cortó el antebrazo.
—¡Ah! —bramó de dolor. Se escuchó un estrépito seco. El golpe en la
sien, lo había derribado. Donoso sintió la sangre en su brazo. Le escocía como
si una antorcha le quemara la piel.
Cuando levantó la vista, Ruiz de Sopena estaba aturdido en un rincón.
Había llegado su momento. Las pupilas se le dilataron de nuevo al arquitecto,
adoptando un tono grisáceo y opaco. Agarró el cuerpo de la lámpara con la
diestra, se apoyó en la pared y se arrastró hasta el rincón del camarote.
El hombre suspiraba exhausto. El golpe lo había destrozado.
—Malnacido… Esto no acaba así, esta historia tiene un buen final para
mí… Me lo merezco, joder… Después de todos estos años, me lo merezco…
—murmuró. La sombra del arquitecto se hizo más grande hasta ocupar toda el
espacio. Abrió uno de los ojos y lo vio acercarse. El pánico se apoderó de su
mirada. Los músculos se le estrecharon. Empezó a inquietarse y a respirar con
más rapidez. Su discurso cambió por momentos—. Te encontrarán, sabrán lo
que has hecho… Hay pruebas, Donoso. Vas a cometer un error… Soy el
único que te puede ayudar… Retrocede, te estás equivocando, soy la única
persona que puede salvarte, Donoso…
Ricardo se detuvo ante él. Lo miró desde arriba y apretó el puño.
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—Te has confundido conmigo —dijo con voz grave y neutra—. Mi
nombre es Don, nadie puede salvarme… ni a ti tampoco. Púdrete en el
infierno.
Álvaro Ruiz de Sopena no tuvo tiempo para gritar de dolor.
El arquitecto le golpeó la cabeza tan fuerte, que un chorro de sangre salió
de la boca de su víctima. Después continuó rematándolo con violencia, seis
veces más, dejándose el aliento en cada impacto, sintiendo cómo el cuerpo de
ese hombre se transformaba en cadáver. Cada sonido se volvía más crudo.
Los puños le dolían, pero no podía parar de atizarlo. El último halo de vida
corría hacia sus brazos, que se volvían más fuertes y vigorosos, hasta el punto
de olvidar que tenía un corte. Tal fue la dureza de su escarmiento, que el
rostro de su víctima quedó deformado e irreconocible.
Cuando terminó, salió a la cubierta y gritó a pulmón abierto mirando hacia
el cielo.
Solo la luna y las estrellas lo escucharon.
El eco de su voz se perdió en el Mediterráneo.
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Una puerta se abrió en aquel pasillo aséptico de la planta baja del hospital. Se
encontraba fuera de su barrio, una zona que desconocía por completo. Estaba
contenta, aunque mantenía sus dudas. Lo único que deseaba era que el hijo no
saliera como el padre. Amparo esperaba a que esos dos hombres aparecieran
en algún momento con el pequeño Ricardo. Las condiciones habían sido
claras: el niño debía volver a casa antes de que llegara su marido, para evitar
sospechas.
Por aquella puerta verde, primero salió el más grandote, después su
compañero, el hombre delgado y alto, de pelo liso y lentes ahumadas.
La mujer se puso en pie, desconcertada y un poco nerviosa al comprobar
que el niño no estaba con ellos.
—¿Y Ricardo? —preguntó preocupada.
El sonido de los pasos retumbaron en el pasillo.
Mariano se rascó el mentón buscando las palabras adecuadas.
Vélez lo miró, se puso un cigarrillo entre los labios y los dejó solos.
—Estaré fuera —dijo dirigiéndose al compañero—. Necesito que me dé el
aire un rato.
La chaqueta de cuero desapareció por el pasillo. Amparo, con los ojos
abiertos y la mirada expectante, aguardó en silencio hasta que el hombre se
decidió a hablar.
—Ricardo estará con usted en unos minutos —dijo Mariano y señaló a
uno de los bancos—. Siéntese.
—No quiero sentarme. Llevo dos horas esperando, señor.
—He dicho que se siente —ordenó y señaló el lugar con el índice.
La mujer obedeció, tomó asiento junto a la pared y Mariano se puso a su
lado.
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—Amparo, tiene que escucharme y creerme, sobre todo, creerme —dijo
clavándole la mirada—. Estábamos en lo cierto. Ricardo es un niño…
especial… que necesita ayuda. El problema es que no es una enfermedad
como cualquier otra, ya me entiende…
—No, no le entiendo —dijo alzando la voz—. ¿Me quiere decir que está
enfermo y que no tiene cura?
—En absoluto. No he dicho ninguna de las dos cosas.
—Entonces, ¿está loco? ¿Como su padre? —preguntó y se desmoronó. La
mujer se puso la mano en la nariz para aguantar las lágrimas—. Ay, Dios
mío…
—Ricardo no está loco —aclaró—. Necesita ayuda, eso es todo, y esa
ayuda no se le puede dar en un día. Es lo que intento transmitirle.
—¿Pero qué es lo que le ocurre? ¡Dígamelo! Es mi hijo…
—Tranquilícese —contestó haciendo un gesto para que bajara el tono—.
No le puedo decir lo que le ocurre, porque todavía necesita más pruebas.
Pero, no tiene por qué preocuparse, su hijo…
—¡Señor! ¡No hace más que decir eso!
Mariano puso la mano sobre la de Amparo y sintió su piel helada y tersa.
La mujer se quedó muda. Sus ojos se enfrentaron. Ella tan solo buscaba una
respuesta.
—Amparo, sé cómo se siente. Yo también tengo una familia y
enloquecería si estuviera en una situación así —contestó. Mariano empleaba
un tono suave y conciliador—. Debe confiar en mí, soy un hombre de palabra
y le prometí que les ayudaría personalmente. Ricardo es un buen chico y
estará bien muy pronto, se lo prometo. Le contaré la verdad cuando tenga algo
que decirle pero, mientras tanto, solo le pido que aguarde, que lo cuide y que
confíe en mí.
Antes de que respondiera, la puerta se abrió.
La mano de la mujer se deslizó por debajo, separándose de la del hombre.
Cuando Amparo vio la figura del niño, se levantó y corrió a abrazarle. El
pequeño no sospechó nada. Parecía aturdido, recién despierto de una larga
siesta.
Mariano se puso en pie. Una enfermera lo acompañó hasta su madre y se
retiró.
—Ricardito, hijo mío… —dijo estremecida y le dio un fuerte abrazo—.
¿Cómo estás? ¿Te han tratado bien?
El chico miró de reojo al hombre, que esperaba detrás contemplando la
escena.
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—Sí, mamá. Esa mujer me ha dado una piruleta de fresa.
La madre comprobó la cara, los ojos del niño, la cabeza, y lo volvió a
abrazar.
—Tengo hambre, mamá —dijo atrapado en los brazos de la mujer—. He
dormido mucho.
Mariano se acercó a la mujer.
—Hasta el próximo jueves, señora Donoso —dijo y se dispuso a
abandonar el pasillo. El niño lo miró fijamente, como si lo hubiese visto en
alguna otra parte, sin su madre presente. Mariano sonrió, fuera de peligro y
sacó un cigarrillo arrugado de su pantalón—. El taxi les esperará en la
entrada.
El agente caminó hasta las escaleras traseras del edificio. Allí encontró a su
compañero, vestido con vaqueros, camisa, corbata y esa chaqueta de cuero
negro que no se quitaba nunca. Se colocó las gafas, que le hacían los ojos más
pequeños, y tiró la colilla al suelo para después aplastarla con el zapato.
—¿Ya? —preguntó Vélez—. ¿Le has contado la pantomima?
Mariano se encendió el cigarrillo con un fósforo.
—No te permito que hables así —dijo procurando que no se fuera la
llama.
—Lo siento —respondió—. Se nos puede caer el pelo si cuenta algo. No
es una buena idea.
Mariano dio una calada y miró extrañado al agente.
—¿De qué tienes miedo, Vélez? El candidato tiene aptitudes. Ha resistido
a la prueba del pentotal durante quince minutos. Un niño, a su edad, no
aguantaría ni diez segundos.
—Tú lo has dicho, joder. Es un maldito niño.
—Es un criminal en potencia. Ya lo has oído.
—Eso son chorradas —respondió incrédulo moviendo las manos—. Es
normal que quiera matar a su padre, después de lo que ha visto… Pero ya
sabes que no son más que habladurías.
—Ha dicho que quiere abrirlo en canal —respondió el agente—. Mucho
detalle para un niño tan pequeño, ¿no crees?
Vélez lo miró y no dijo nada. Tenía razón. Ambos habían estado en el
interior de esa sala, mientras administraban el suero de la verdad para que el
pequeño Ricardo aireara todo lo que llevaba en el subconsciente.
—¿Qué opinas de la voz? —preguntó Vélez.
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Por el modo en el que lo hizo, parecía asustado.
—¿Qué opinas tú?
—Si te soy sincero, me ha dado una grima del carajo —dijo y se rio—.
Cuando ha empezado a hablar consigo mismo… se me han puesto los putos
pelos como escarpias. Menos mal que el doctor ha dicho que era cosa del
LSD.
—Puede ser. Hay que seguir haciéndole pruebas.
Se formó un vacío entre los dos.
—¿Estás seguro de esto?
—¿De colaborar con la seguridad en España?
—Es un niño, Mariano —insistió Vélez—, no una rata de laboratorio…
Le estamos destrozando la vida.
—Hoy es un niño —respondió y tiró el humo por la boca—. Mañana
podría ser el asesino más peligroso de este país… o el mejor agente del
CESID que jamás haya existido. Piénsalo tú.
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Mar Mediterráneo
27 de octubre de 2013
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rozaba ni en la distancia. Seres despreciables que debían ser castigados por
alguien como él.
Hasta entonces, solo había actuado pasionalmente, un impulso medido por
la rabia, la impotencia o la injusticia. Pero siempre ligándolo a una emoción.
No era suficiente. Debía cambiar aquello si quería mantenerse alejado del
escándalo. Se había dejado llevar por el deseo, por las ganas, por esa voz
poderosa que lo hipnotizaba por momentos, llevándolo de un lado a otro sin
que se diera cuenta. Y eso solo originaba caos. Debía adoptar un código, unas
normas férreas a las que ceñirse, un modo de operar en el que existieran líneas
rojas que no pudiera cruzar nunca.
Debía ser metódico, más cuidadoso de lo que ya era, para que nada se le
escapara de las manos, para que todo estuviera bajo su control. Y no podía
confiar en nadie.
A partir de ahora, cada desliz supondría un nuevo peligro.
Entendió que un código de principios era lo que necesitaba para llevar una
vida normal.
Una vez en pie, empujó el cadáver al fondo del mar. El cuerpo sin vida de
aquel hombre se hundió en las aguas del Mediterráneo, hasta que desapareció
por completo.
Había llegado el momento de regresar a casa.
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Tras el café, comprobó el correo electrónico en su teléfono y se dio cuenta
de que Silvia no había vuelto a acceder a sus mensajes. Terminó el expresso
de un trago y se dirigió al salón para agarrar su maletín, pero algo le detuvo.
—Es hora de cambios —pensó y decidió no volver a utilizarlo.
Después abandonó el apartamento.
Frente al portal, limpio y brillante, esperaba su Audi A8.
Abrió la puerta y entró en el coche.
—Buenos días señor —dijo Mariano mirando por el espejo retrovisor—.
¿Qué le ha pasado?
Don se miró el brazo, que estaba cubierto por el traje y, a su vez, por el
abrigo. Pero Mariano se refería a la cabeza.
—Ah, esto. Un estúpido golpe.
Mariano asintió guardándose los comentarios.
—Debería ir al médico.
—Estaré bien. ¿Qué hay de Silvia?
Mariano desvió la mirada.
—Hice lo que me ordenó, al igual que ella. El testimonio fue suficiente
para aportar luz y aclarar lo sucedido. La Policía ha retirado todo lo que tenía
contra usted y ese inspector no ha tenido más remedio que archivar la
investigación —explicó—. Esa chica confiaba mucho en usted, ¿sabe? Es una
desgracia que pasara por algo tan duro e innecesario.
—Nunca pensé que esto sucedería.
—¿Se ha enterado de la noticia? —preguntó el chófer, fingiendo sorpresa.
—No. He estado un poco desconectado.
Mariano encendió la radio y subió el volumen.
—Tal vez le interese escuchar lo que dicen.
El informativo de la mañana hablaba sobre la muerte y desaparición del
matrimonio.
La Policía todavía investigaba el caso de la desaparición de Álvaro Ruiz
de Sopena, que se unía a una denuncia por fraude que había filtrado los
movimientos de cuentas de la pareja.
Tanto Verónica Sagasta como su marido llevaban a cuestas diversos
fraudes y estafas a nivel internacional, no solo relacionados con la
especulación de obras de arte falsas, sino también con la compra y venta de
empresas y negocios que nunca llegaron a existir. Entre los estafados se
encontraban deportistas de élite, importantes empresarios saudíes, políticos y
conocidos nombres relacionados con los cárteles de la droga.
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Tras la muerte de la esposa, las últimas investigaciones de la Policía
llevaban a Malta, donde se había visto, con vida, al falso inversor por última
vez, tras reunirse con un empresario irlandés con negocios en la isla. La
Policía aseguraba que se debía a un ajuste de cuentas.
Cuando la noticia terminó, Mariano pulsó otro botón y cambió de
emisora. De nuevo, en RNE Clásica programaban un especial de Mozart.
—Lex talionis.
—¿Cómo ha dicho? Disculpe, estaba distraído con el tráfico…
—Cuando intentas burlar las leyes de la naturaleza, estas te demuestran
por qué perduran más que nosotros —contestó el arquitecto, metió la mano en
el bolsillo interior y sacó las gafas aplastadas del conductor—. Esto es tuyo, si
la memoria no me falla.
La mirada del chófer se encendió, como si hubiera encontrado un tesoro.
—A Dios gracias, las tenía usted. Qué cabeza la mía…
—Son antiguas, ¿verdad? —preguntó el arquitecto—. No recuerdo haber
visto unos cristales ahumados desde hace muchos años…
—¿Eh? No, no. Se pueden conseguir en cualquier parte.
—Esa frase grabada, ¿significaba algo para ti, Mariano?
El hombre guardó las gafas y forzó un silencio incómodo.
—Señor, algún día le contaré la historia… Pero hoy le diré que hubo un
tiempo, en el que lo significó todo.
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—¿Quiere que le busque uno nuevo?
Levantó la vista, volvió a contemplar el espacio blanco sin vida, aséptico
y silencioso.
—No. No será necesario.
Había llegado la hora de tomar el control absoluto de su vida. Había
aprendido la última lección. Si no lo hacía, pondría en peligro la de los demás.
Colgó y se dirigió a su despacho.
Desde lo alto, observó el aparcamiento, ahora vacío, y la explanada que
quedaba junto a este. Con las manos en los bolsillos del traje, recordó el
suceso de aquella fatídica noche. Lo que no le mataba, le hacía más fuerte.
Abrió el correo electrónico y se abrumó al ver la cantidad de
correspondencia que había recibido en su ausencia. Dedicó más de dos horas
a contestarlos, uno por uno, mientras el resto de la plantilla se incorporaba a
su puesto de trabajo.
Entre invitaciones y ofertas, encontró el currículo de una persona que
llamó su atención. Cuando lo abrió, vio la fotografía de una mujer morena,
muy bella y con una mirada tan oscura como su pelo. Desde el sillón, se dio
cuenta de que ahora, sin Silvia, la oficina se había convertido en un espacio
únicamente de hombres. Eso no era bueno para el ámbito de la empresa. El
ambiente debía estar equilibrado para que los empleados se respetaran entre
ellos. Revisó el expediente de la chica. Una ingeniera muy buena con
proyectos muy interesantes. Le extrañó que estuviera buscando empleo
aunque, dada la situación, era consciente de que el país no pasaba por su
mejor momento.
Alguien golpeó a la pared de cristal.
Era Lomana. Miró el reloj de la mesa. Eran las diez y media.
—¿Sí? —preguntó serio.
Odiaba que le molestara con estupideces.
—¿Dónde está Silvia? —preguntó el urbanista. Ricardo lo miró fijamente.
—Voy a contratar a una ingeniera, Lomana.
—¿Una ingeniera? No necesitamos a nadie más.
—Eso lo decido yo. Id haciendo hueco —respondió y esperó a que se
fuera—. Silvia no volverá. Ha tenido un asunto familiar. Haceos cargo de
vuestras tareas.
—Entendido, jefe —dijo e hizo un ademán de marcharse, cuando volvió a
la puerta—. Por cierto, he escuchado esta mañana lo que le ha pasado a ese
inversor…
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—¿Qué inversor? —preguntó con la mirada puesta en la pantalla de su
ordenador.
—Ruiz de Sopena, el hombre que se reunió con usted la semana pasada.
Donoso volvió a mirarlo a los ojos.
—Ah, ¿y?
El urbanista esperó unos segundos.
—Su mujer está muerta y él desaparecido.
—Ya. ¿Algo más, Lomana? —preguntó levantando las cejas—. No tengo
todo el día.
Ni siquiera contestó. Cerró los párpados y meneó la cabeza.
Una vez fuera de su vista, abrió la página web del banco donde tenía su
cuenta personal, buscó el número de la cuenta de Silvia y le hizo una
transferencia de ciento cincuenta mil euros.
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Todavía podía escuchar su voz, cada mañana, diciéndole que se abriera al
mundo. Y así hizo, de una manera tímida, pero se abrió. Silvia había sido el
detonante para que el sufrimiento de Don se acabara.
Abandonó el edificio y se dirigió al aparcamiento.
—Buenas tardes, señor —dijo Mariano al volante—. ¿Le llevo a casa?
—Hoy sí, Mariano. Hoy, sí.
El vehículo se puso en marcha. Abandonaron el barrio y se incorporaron a
la carretera que llevaba al corazón de la ciudad. Las luces de los coches
brillaban en la oscuridad. Las fábricas quedaban atrás y los bloques de
edificios del extrarradio se despedían hasta la jornada siguiente.
El arquitecto, pensativo, se incorporó unos centímetros hacia delante. El
chófer percibió el gesto. Iba a preguntarle algo.
—Mariano.
—¿Sí, señor? ¿Desea algo?
—Gracias.
A pesar de lo parco en palabras que había sido, el chófer entendió a qué se
refería.
—No se preocupe.
—Eres un buen hombre, Mariano —dijo y se echó hacia atrás de nuevo.
Después giró el rostro hacia la ventana, dejándose llevar por el paisaje de
arboledas y edificios que pasaban frente al cristal—. Me alegra que nuestros
caminos hayan tropezado.
El conductor no dijo nada.
Se limitó a mirar por el espejo retrovisor y vio la imagen, ahora tranquila
y descansada, de aquel hombre, que no era muy distinta a la del niño de
Vallecas que había visto crecer tan de cerca. Tarde o temprano, su momento
llegaría. Estaba cerca y era una cuestión de meses. Al fin, había llegado el
momento de activar su plan. Lo que desconocía aquel hombre era que sus
caminos llevaban años cruzándose.
Después regresó a la carretera y se introdujo en las luces amarillentas del
túnel de la M-30.
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CESID había hecho pruebas ilegales con mendigos e indigentes,
administrándoles tiopentato de sodio para comprobar sus efectos.
Tanto Mariano como Vélez habían sido partícipes ideológicos de la
operación, aunque, por suerte, no estuvieron presentes cuando se firmaron los
documentos. La intención del CESID no era otra que la de asegurarse de que
el barbitúrico funcionaba, para así poder dar caza al número 1 de la banda
terrorista en 1988.
Casi diez años después, el director de un conocido tabloide, amenazaba
con sacar esos documentos a la luz.
Poco a poco, con el paso de los años, se habían encargado de apartarlo de
La Casa, que era como se llamaba el centro de neurálgico de los servicios de
inteligencia.
Aquella llamada del miércoles por la noche en su propio domicilio, solo
pudo significar una cosa.
Así que allí estaba él, apoyando en la barra, esperando a que los minutos
del reloj pasaran con desidia. Finalmente, notó una presencia por el rabillo del
ojo, una sombra grande que pronto reconoció.
Las modas y las subidas de salario habían dejado atrás las chaquetas de
cuero, para dar paso a los abrigos de paño y las gabardinas Burberry.
A lo lejos, al otro lado de la puerta y en el centro de la plaza, junto a la
estatua ecuestre de Felipe III, apareció Vélez, acompañado de un hombre de
cabello gris, más alto que él, delgado como un galgo y con la nariz aguileña.
Ambos se cubrían los ojos con unas monturas de sol que no se veían desde el
franquismo.
Vélez se adelantó con las manos en los bolsillos de su gabardina,
moviendo la barriga de un lado a otro, con el pecho hacia fuera. El otro
hombre, con un cigarrillo entre los labios, esperó fumando en el centro de la
plaza.
—Un café —pidió al camarero, olvidándose de las normas de educación
—. ¿Cómo estás?
Mariano lo miró de reojo.
—¿Me lo preguntas después de catorce meses y cinco días sin saber de ti?
¿Has ascendido al idiota ese? ¿Tu nuevo cachorro?
—Montoya sabe lo que hace.
—Solo un imbécil utiliza el sobrenombre de otro agente. ¿Cómo te sientes
siendo el jefe ahora?
El camarero dejó el café sobre la vitrina de cristal. Vélez esperó a que se
marchara y se acercó al compañero.
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—Sabes que te aprecio, Mariano, y siempre te he cubierto las espaldas,
pero también debes entender que están pasando cosas y no has sabido estar a
la altura.
—Déjate de mierdas —replicó elevando el tono. Después se relajó—. Si
has venido aquí a decirme que estoy fuera, podrías haberlo hecho por
teléfono. No me disgusta la idea de jubilarme antes de hora.
—Ojalá ese sea el motivo. He venido por otro asunto.
—No te reconozco, Vélez. ¿Dónde quedó nuestra lealtad? —cuestionó
ofendido. Mariano había adoptado una actitud defensiva, aunque no era para
menos. Su compañero, poco a poco, lo había dejado de lado para ocupar su
puesto—. No pienso decir nada a la prensa… y menos en tu contra.
Estábamos juntos en eso.
La frente de Vélez estaba empañada de sudor. Se pasó una servilleta, la
arrugó y la tiró al suelo. Le costaba hablar con el que había sido su jefe. La
noticia que llevaba para él, no era de buen recibo.
—Tienes que olvidarte del muchacho.
Los ojos de Mariano se abrieron de sopetón. La taza de café cayó sobre la
barra.
—¿Qué dices?
—He venido para avisarte, Mariano. El proyecto ha terminado —explicó
moviendo los gruesos labios con rapidez—. De aquí a un año, van a rodar
cabezas, empezando por arriba. La purga se ha iniciado ya… Aléjate del
chico, por tu bien, Mariano.
—¿Me estás amenazando? Sabes que no puedo. Le hice una promesa a
esa mujer, soy un hombre de palabra. Le juré que cuidaría de él como si fuera
de mi familia.
—Te lo advierto, Mariano —dijo arrancando una voz autoritaria
machacada por el tabaco—. No somos héroes, sino simples funcionarios y
estás protegiendo a un asesino. Deja que nos hagamos cargo de todo.
—Eres un mierda, Vélez. A mí no me das órdenes, solo vergüenza.
Las palabras de su viejo compañero, incendiaron al nuevo jefe del
departamento. Le había faltado el respeto, mientras que él, a pesar de la
amistad que les había unido durante años, nunca había sobrepasado los límites
de su autoridad.
A punto de decir en alto algo de lo que arrepentirse más tarde, bajó la
mano y suspiró.
—En efecto, no estás preparado para los tiempos venideros —respondió
dispuesto a marcharse, le dio una palmada en el brazo a modo de despedida
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—. Pensé que debía decírtelo, Mariano. Ahora, estamos en paz.
El grandullón se giró sin decir adiós y cruzó el arco que separaba el bar
del soportal de adoquines que llevaba a la plaza.
—¡Vélez! —bramó Mariano para que se detuviera, antes de perderse de
su vista. El ahora superior, se detuvo y giró ciento ochenta grados. Mariano se
puso en pie y caminó hacia el exterior, quedándose entre la gente que pasaba
a su alrededor. Lo miró a los ojos con incertidumbre—. Crudelius est quam
mori semper timere mortem[1].
—No me vengas ahora con tus citas.
—¿Qué vas a hacer si no me aparto? ¿Matarme? ¿Quitarme a mi familia?
Vélez agachó la cabeza para mirarlo por encima de las gafas de sol y
frunció el ceño.
—Ad nocendum potentes sumus[2].
—Siempre supe que eras un miserable.
—Sabes de sobra cómo funciona esto. Haré lo que me ordenen —
respondió y se giró, caminando en dirección a su nuevo compañero—. Adiós,
Mariano.
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Abrió los ojos y atisbó el Mediterráneo a sus pies, desde la cama. El lugar no
podía ser más idílico. Estaba mirando el anochecer en el interior de uno de los
hoteles más emblemáticos de la isla, con una fachada renacentista propia del
siglo XVI y una ubicación privilegiada a pie de playa.
El sol había desaparecido y, desde su posición, contempló una línea azul
que se difuminaba en el horizonte desde lo alto. Pensó que aquel sería el lugar
donde morían los sueños y las pesadillas de la humanidad. Fue una extraña
sensación. De pronto, notó una corriente de aire procedente del exterior. Las
piernas finas y bronceadas de su acompañante cayeron en la cama. Una mujer
rubia, de cabello dorado, con el rostro tostado y unos ojos azules como el
color de una piscina, se abalanzaron sobre él con deseo.
—Oh, my darling… —dijo la mujer, en un triquini blanco que dejaba al
descubierto parte de su cuerpo. Luego se acercó a él y lo besó en los labios—.
¿Vas a dormir más siesta?
Don sonrió. Había descansado casi tres horas y Fiona Stone, la nueva
Julia Roberts independiente de Hollywood, demandaba un poco de atención
para que el español saciara su apetito sexual.
Desnudo, la agarró cuidadosamente del cuello y tiró hacia él para besarla
de nuevo.
Pronto, se fundieron en un momento de pasión que terminó uniendo los
dos cuerpos, en el más puro e intenso orgasmo, bajo las sábanas de aquel
hotel de lujo.
Cuando la actriz se quedó dormida, abandonó la cama con sigilo, se vistió con
una camisa veraniega, vaqueros y alpargatas menorquinas, y abandonó la
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habitación sin hacer ruido.
Desde el episodio maltés, los impulsos de actuar habían crecido con más y
más intensidad. Temía no poder controlarlos y, desde aquella noche en el
yate, no había vuelto a cometer ningún crimen. Por suerte, la visita de la
actriz, a la cual había conocido años antes de que fuera famosa, sirvió de
válvula de escape y coartada para cubrirse las espaldas.
Llevaba tiempo fijando un objetivo que estuviera acorde con el nuevo
código de conducta. En un principio, la americana había reservado su hotel en
Ibiza, pero la insistencia del español obligó que terminaran juntos en
Mallorca.
La jugada le salió redonda.
Era su tercer día y ya había localizado a un conocido presentador de
televisión aficionado a acostarse con menores de edad a cambio de dinero.
Para el arquitecto, aquello no estaba bien, independientemente de que los
menores consintieran lo que hacían.
Pero su caso no era el más cortés. Los rumores hablaban de abusos en los
camerinos, de relaciones forzadas y de acoso por las redes. Motivos
suficientes para despertar el interés del arquitecto.
Una vez localizada su habitación, lo había visto varios días antes en la
playa, hablando con una joven, la misma que entraba a su habitación por la
noche. Una, podía ser casualidad, pensó. Dos, una coincidencia. Tres, una
rutina. La cuarta noche, la carrera del presentador sufriría un accidente.
Ricardo comprobó la hora, bajó hasta la planta donde se encontraba la
habitación de la estrella mediática y tocó la puerta con los nudillos.
Cuando abrió, el hombre de gafas y pelo rizado, lo miró sorprendido.
—Vaya, esperaba a alguien más… joven.
—¿No te gusto? —preguntó el arquitecto y empujó hacia dentro. El
presentador retrocedió. Le gustaba lo que veía y disfrutaba con el juego de
roles. Don llevaba una actitud dominante y el invitado se dejaba llevar. Sin
permiso, cruzó la entrada y cerró la puerta.
Después se desabrochó el primer botón de la camisa lentamente. Los ojos
del famoso se perdían en el cuerpo de Don.
—No, no me importa —contestó hipnotizado y se acercó unos centímetros
a él. A Ricardo le pareció repugnante, pero siguió con el juego. Por el rabillo
del ojo se cercioró de que las cortinas estuvieran pasadas. Aquel desgraciado
tomaba sus precauciones. Cuando llegó al tercer botón, se dio cuenta de que
lo tenía casi encima—. Puede que sea mi día de suerte.
Una malvada sonrisa se dibujó en el rostro del arquitecto.
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De pronto, sus pupilas se dilataron como una onda expansiva en el agua.
El iris de sus ojos adoptó un tono grisáceo y opaco.
El presentador se asustó, se echó hacia atrás y la mano del verdugo le
apretó la nuez con fuerza hasta dejarlo sin habla. No podía gritar y apenas
respiraba. Las venas del cuello sobresalieron en su piel. Su rostro se arrugó,
poniéndose colorado como un tomate maduro. Había fantaseado con ese
momento, pero nunca imaginó que tuviera un final así.
—Tal vez sea tu día de suerte… o tal vez lo sea el mío.
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PABLO POVEDA (España, 1989) es escritor, profesor y periodista. Autor de
más de doce libros, incluyendo La Isla del Silencio, El Profesor o Don. Vive
en Alicante donde escribe todas las mañanas. Cree en la cultura sin ataduras y
en la simplicidad de las cosas.
«Periodista licenciado que pisó un diario para preguntar dónde estaba el aseo,
toqué en una banda de pop, grabé un siete pulgadas y un puñado de
canciones. Salí en MTV, revistas y diarios, me hice fotos con famosos y
dormí en habitaciones de hoteles con sábanas limpias. Recorrí parte de
Europa, me congelé en el Mar Báltico y dejé la vida convencional para
perseguir mi sueño de escritor».
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Notas
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[1]
Frase en latín de Séneca que significa: Es más cruel tenerle miedo a la
muerte que morir. <<
Página 170
[2] Frase en latín de Séneca que significa: Tenemos el poder de dañar. <<
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