Restos Inmortales
Restos Inmortales
Restos Inmortales
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Steve Niles & Jeff Mariotte
Restos inmortales
30 días de noche - 2
ePub r1.2
Zombie 25.06.17
ebookelo.com - Página 3
Título original: Immortal Remains
Steve Niles & Jeff Mariotte, 2007
Traducción: Diana Falcón Zas
Diseño de portada: Ben Templesmith
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Nota del autor
En la mitología de «30 días de noche», los acontecimientos de Restos inmortales
tienen lugar algún tiempo después de los descritos en la novela Rumores de los no
muertos, y en la novela gráfica The Journal of John Ikos.
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Antes
Su casa se inclina hacia la muerte, y sus veredas van hacia los muertos.
Todos los que en ella entraren, no volverán, ni tomarán las veredas de la vida.
Proverbios 2:18-19.
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Pero había sobrevivido, y con la ayuda de sus jóvenes amigas la habían sacado,
como por arte de magia, en un buque de carga y, finalmente, la habían devuelto a los
umbríos bosques y gélidos fiordos de su amada Noruega.
Aquella mujer, Olemaun, pagaría por su engaño.
Ah, sí. Un millar de veces desde aquella noche, Lilith había jurado que Ragnarok
llovería sobre su cabeza.
Primero el marido de Stella, Eben Olemaun, había asesinado a Vicente, el amante,
compañero y marido de Lilith durante los últimos siglos. Luego, Stella había escrito
un libro (¡un libro!) sobre los que habían atacado estúpidamente el poblado de
Barrow, en Alaska, donde ella y Eben trabajaban como agentes de la ley. En ese libro
había descrito el asesinato de Vicente como un acto heroico. Como última indignidad,
Lilith había dispuesto el intercambio de las cenizas de Eben por un disco de
ordenador que contenía la prueba en vídeo de la desastrosa invasión de Barrow —el
único incidente grabado conocido de un acontecimiento semejante—, y Stella le
había pagado a Lilith su generosidad intentando hacerla estallar en pedazos.
Lilith cerró los ojos e intentó concentrarse en las pequeñas manos que le frotaban
sangre por los pechos y el abdomen, a lo largo de las piernas y sobre la frente
fruncida. Empapada en sangre, estaba curándose con rapidez. Pero era necesario que
relajara la mente, además del cuerpo, porque necesitaba recuperarse mentalmente, no
sólo físicamente.
Por todo el mundo se la llamaba Madre Sangre. Era la más grandiosa de ellos,
dadora de vida eterna, matriarca de la raza. Sin Vicente desde hacía tantos meses, su
poder era aún mayor.
Sin Vicente, reinaba en solitario.
Pero reinaría.
Mientras sus órganos se reconstituían, la piel le crecía de nuevo y se extendía por
su cuerpo, el pelo recuperaba una parte de su brillo, si bien no de su largo, había
pensado muchísimo en eso. Sus hijos estaban divididos, algunos en un rumbo —
como el ataque a Barrow— que sólo podía acabar en su exterminio definitivo.
Necesitaban la dirección, la guía que sólo Lilith podía proporcionarles.
—¿Señora?
Lilith se dio cuenta de que la muchacha ya había pronunciado tres veces la
palabra, cada vez con una inflexión de voz más alta, incluso con un leve temblor en el
tono. «Heather», pensó, sin mirar. Las manos de Heather eran diminutas, delicadas,
con dedos no más largos que la distancia que mediaba entre los nudillos de Lilith.
Tenía el pelo negro, ojos azules, y una cara angelical que podía hechizar a un
sacerdote para que le ofreciera la vena yugular.
—¿Qué sucede?
—Señora, alguien está…
La voz de Heather se cortó con brusquedad. Lilith apoyó los codos sobre la losa e
intentó levantarse, pero todavía estaba demasiado débil. Abrió los ojos, pero vio poco
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más que la niebla roja de su alimento, con formas indistintas que se movían como
sombras por la habitación a oscuras. Parpadeó, intentando aclarar su visión.
—¡Señora…! —Luego, un chillido horrible.
Entonces, Lilith pudo ver una forma más grande que se movía entre ellas. Las
formas de las muchachas se lanzaban contra la más voluminosa, luchando con
colmillos y garras, pero el intruso —un hombre, eso podía distinguirlo aunque con
dificultad— se defendía con una fuerza que superaba la de ellas.
Oía el ruido de la carne al desgarrarse, la sangre que caía con sonido acuoso
contra el suelo, las paredes, e incluso sobre el cuerpo desnudo de Lilith.
Apenas unos momentos después ya se había situado junto a ella, y sus facciones
se hicieron más nítidas con la proximidad. Era alto, y su cabeza —al igual que la de
Vicente— estaba afeitada por completo. Durante el más breve de los instantes pensó
que se trataba de él, que había vuelto de la muerte definitiva…
No.
Éste no se movía con la regia elegancia de Vicente, sino que caminaba
arrastrando los pies como una criatura callejera ordinaria. Un olor repugnante asaltó
los sentidos de Lilith, como si el recién llegado hubiera estado alimentándose de
carne rancia.
—No sé quién eres, pero has cometido un terrible error —declaró ella con voz
enronquecida. Al hablar le escocía la garganta, y cada palabra que salía de ella le
hacía tanto daño como si se la frotaran con vidrio molido.
El intruso rio.
Por alguna razón, el espantoso sonido repentino revivió en Lilith una emoción
poderosa que no había experimentado en lo que muy bien podrían haber sido siglos.
Esa emoción era el miedo.
—Había pensado —dijo, inclinándose más hacia ella— que te alegrarías más de
ver a tu padre, querida y triste Lilith.
—Tú… —comenzó ella.
—Shhh… no trates de hablar, hija —la calmó él, y le acarició una mejilla con una
mano grande—. No te encuentras bien. Pobrecilla.
—Yo…
La gran mano le tapó la boca de repente.
—Nunca has sabido cuándo escuchar y cuándo hablar. Es una pena.
Entonces, la mano se deslizó hasta su garganta, y los fuertes dedos del hombre
apretaron la piel delicada como barras de hierro. La levantó para acercarla hacia sí, y
la espalda de Lilith perdió el contacto con la losa.
—Ahora escúchame, hija. Ha llegado el momento de cambiar la manera en que
hacemos las cosas. Durante demasiado tiempo nos hemos ocultado en las sombras,
temerosos de los mortales. Pero yo te pregunto, ¿teme el león al ternero? ¿Retrocede
el lobo ante el cordero? Por favor, no respondas, no son más que preguntas retóricas,
Lilith. Y, además, estás muy débil.
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Esa risa otra vez, como los huesos de un bebé repiqueteando dentro del cráneo de
un demonio, carente por completo de alegría.
—Tan desesperadamente débil… No, no hables, hija. Ya habrá tiempo para eso.
—Dio otro tirón y la levantó por completo de la losa. Ella intentó resistirse, pero fue
inútil, ya que sus músculos ni siquiera habían recobrado la fuerza suficiente como
para que pudiera cerrar los puños—. Durante demasiado tiempo hemos sido cazados
por los humanos. Perseguidos como si fuéramos presas en lugar de depredadores. Se
acabó. Ha llegado el momento de que los hagamos retroceder.
Cerró los dedos con más fuerza aún en torno a la garganta, hasta que ella pensó
que le atravesarían la carne.
Todo volvía a desvanecerse. Se ennegrecía. Sólo la cruel e implacable voz llenaba
su mundo.
—Sí, sí, lo sé, no es tu manera de hacer las cosas. Ni la de Vicente. Pero verás…
Vicente se ha ido. Y tú, hija… la verdad es que tú no tienes nada que decir al
respecto. De hecho, me gustaría pensar que no vas a decir nada en absoluto.
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PRIMERA PARTE
EL VERDUGO
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1
El mundo giraba sobre su eje, la noche siguiendo al día y el día siguiendo a la noche.
Aunque Dane prefería la noche —como era natural—, lo importante era que con cada
rotación el mundo cambiaba… y todos, incluida su raza, cambiaban con él.
En otros tiempos, Nueva York, punto de unión entre Europa y Estados Unidos,
había estado a la vanguardia de los cambios globales. Pero ya no. Dane creía que
ahora era Los Ángeles la ciudad que cumplía mejor ese cometido. La costa del
Pacífico había reemplazado a la vieja Europa como centro de la modernidad. Por
mucho que lo intentara, Nueva York nunca recuperaría esa dignidad. Los Ángeles
había sido una aldea soñolienta, aunque glamurosa, pero ya no lo era. Al caminar por
sus calles durante la noche, escuchando el rugido de las decenas de miles de coches,
el zumbido de la electricidad y el rumor del torrente sanguíneo que corría por
millones de venas y vasos capilares, se sentía más vivo que…
… bueno, que cuando había estado vivo.
A media manzana de distancia, una pareja joven salió de la iluminada puerta de
una tienda de licores a la acera oscura. Él era negro y ella asiática; la pareja perfecta
para representar la multicultural ciudad contemporánea de Los Ángeles. Ambos iban
vestidos con ropa informal, en manga corta y tejanos, atuendo apropiado para una
noche de finales de verano. El hombre llevaba una bolsa de papel en la que se
marcaba el relieve del paquete de seis latas que había dentro. Alzaron la vista hacia el
reloj, en dirección a Dane, pero entonces el joven reparó en él y tomó a la mujer de la
mano para apartarla del edificio hacia la calle desierta y cruzar al otro lado.
—¿Qué? —susurró ella, aunque Dane, por supuesto, podía oír cada una de sus
palabras—. Oye, que esto no es Savannah.
—No, es Los Ángeles, y aquí también hay monstruos.
—Crees que ése…
—No lo sé. Pero es que tiene algo que no parece del todo normal —dijo el
hombre.
«Muy astuto», pensó Dane. Llegaron a la acera de enfrente y dirigieron hacia él
miradas furtivas, como si les preocupara que pudiera cruzar la calle corriendo, tras
ellos. Él les lanzó una mirada feroz con la esperanza de justificar los actos del tipo a
los ojos de su chica. Si pensaban que tenía pinta de asesino psicópata, ¿qué mal podía
haber en dejar que creyeran que lo habían calado?
Dane continuó calle abajo, pasó por delante de la tienda de licores y de una
agencia de viajes a la que alguien le había destrozado el escaparate (lo cubría un
contrachapado de madera, carteles de viajes cubrían el contrachapado, y grafitis y
folletos de un grupo de heavy metal cubrían los carteles de viajes), y luego ante una
tintorería. En la esquina había una farola, la única que funcionaba en toda la
manzana. Dane atravesó el cono de luz y bajó del bordillo, se detuvo para dejar pasar
un taxi, y cruzó hasta la otra manzana.
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Resultaba interesante que la mujer que salía de la licorería hubiera mencionado
Savannah.
La ciudad portuaria de Georgia había entrado en sus pensamientos varias veces
últimamente, las suficientes como para que llegara a pensar que podría volverse loco.
La primera vez había sido hacía pocas semanas, cuando leyó en Internet el que sería
el primero de muchos artículos sobre los asesinatos recientes acaecidos en Savannah.
Al principio no le dio mucha importancia, tal vez debido al hecho de que la policía
estaba haciendo pública poca información con la esperanza de dejar fuera a los
chiflados potenciales. Pero luego, al publicarse hechos más sórdidos —el salvajismo,
el inusitado modus operandi, el tremendo desangramiento—, y comenzar a escalar el
frenesí mediático hacia el inevitable ciclo de noticias de veinticuatro horas, Dane se
encontró al borde de la obsesión (otra vez).
En lugar de alimentarse (tenía un par de botellas en la nevera de su apartamento,
pero había salido a buscar algo un poco más fresco), decidió volver a casa. Vivía a
unos tres kilómetros de allí y, después de haber tomado la decisión, cubrió la
distancia en pocos minutos.
Una vez dentro, Dane echó el pestillo y la cadena de la puerta, sabedor de lo
ineficaces que podían ser ambas cosas según el tipo de fuerza que se utilizara, y por
hábito encendió el televisor de plasma del salón.
El apartamento era pequeño, y aquella habitación hacía las veces de salón y
comedor, separado del área de la cocina por sólo una barra de madera de roble. Una
sencilla puerta de madera ocultaba un dormitorio. El alquiler era bajo, y como estaba
encima de una tienda de ropa que cerraba a las siete, no había vecinos en el piso
inferior, y de todos modos tampoco le importaba demasiado el aspecto que mostraba
la vivienda. Tenía casas seguras dispersas por todo el país, y un puñado en el
extranjero. Si quería estética, podía ir a Carmel-by-the-Sea, Santa Fe o Gstaad, y si
quería lujo, siempre estaba el castillo que tenía en el valle del Loira. La finalidad de
aquel apartamento era ser conveniente, cosa que se cumplía, y albergar sus aparatos
de comunicación, cosa que hacía.
Mientras en la pantalla se veía la CNN, encendió el MacBook. Con el sonido del
televisor bajo, como un zumbido de fondo (guerra e inquietud en Oriente Medio, una
brecha que cada vez se ensanchaba más entre los ricos y los pobres de Estados
Unidos, Britney Spears se había puesto públicamente en ridículo una vez más), fue a
Google News y tecleó «Savannah+asesinatos».
El dispositivo de búsqueda encontró un número sorprendente de resultados. Más
que la última vez que lo había mirado.
Empezó por los periódicos locales de Savannah, El Morning News y el Chronicle,
que habían apodado al asesino como «el Verdugo», y luego pasó a los grandes diarios
nacionales el Post, el Times de Nueva York y Los Ángeles, antes de pasar a los sitios
de Internet más importantes como MSNBC.com. Por último, entró en los blogs. Estos
estaban más cargados de rumores y especulaciones, pero él ya había digerido los
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hechos —los que eran conocidos, en cualquier caso—, y sentía curiosidad por ver en
qué términos hablaba la gente de ellos.
Después de revisado todo eso, apagó el volumen del televisor, aún en espera de
que hablaran de las noticias de Savannah, cogió el teléfono móvil y marcó un número
de memoria. No sabía dónde estaba Merrin en esos días —Michigan era la última
noticia que había tenido—, pero aunque eran las dos de la madrugada en California,
no le preocupaba despertar a su amigo. Su raza no necesitaba dormir mucho, y a
Merrin nunca le molestaba que lo llamaran.
—¿Sí? —respondió Merrin. Parecía distraído, como si Dane lo hubiera pillado
durante la comida. Eso le recordó algo. Se levantó del sofá para ir a la cocina, y abrió
la nevera.
—Merrin, soy Dane.
—¿Dane? Qué placer, amigo mío. Me alegra que me llames. ¿Va todo bien?
Dane destapó una botella de sangre fría y bebió un largo trago antes de contestar.
Tibia sabía mejor, pero fría se conservaba durante más tiempo.
—Todo lo bien que puede esperarse —respondió.
—Entendido, amigo mío. —Merrin había nacido en Europa, y había permanecido
allí incluso después de su transformación, hasta que su familia (a la que siempre
había protegido), había emigrado a Estados Unidos a finales del siglo XVIII. A pesar
del tiempo que llevaba viviendo en América, conservaba muchos de sus hábitos del
viejo mundo, y Dane siempre disfrutaba conversando con él. Merrin y Dane habían
hablado muchas veces sobre los retos que les planteaba el mundo actual, y ambos
estaban generalmente de acuerdo—. ¿Cuál es la naturaleza de la llamada, entonces?
—He estado oyendo hablar mucho sobre la situación de Savannah —dijo Dane—.
¿Qué sabes tú del asunto?
—¿Savannah? —Merrin tenía la costumbre de repetir las preguntas, o al menos
parte de ellas, mientras reunía sus pensamientos. También tenía la costumbre de
mantenerse en contacto con una gran número de gente (e incluso un surtido de
humanos que no tenían ni idea de cuál era su verdadera naturaleza), así que uno
nunca sabía qué tipo de conocimientos recónditos había podido adquirir a lo largo del
camino—. Supongo que estás hablando del asesino.
—Correcto, Merrin. Los asesinatos del Verdugo.
—Es cierto que siempre has mostrado interés por las cosas truculentas, Dane.
¿Por qué no empiezas por contarme lo que sabes y luego te lo complemento con lo
que pueda?
—Sólo sé lo que he leído en Internet. —Dane se recostó en el respaldo del sofá,
con la botella abierta en la mano izquierda—. Los hechos publicados son los básicos.
Al menos una docena de personas han sido asesinadas allí en los últimos sesenta días.
Todas atacadas en su propia casa, en allanamientos de morada particularmente
brutales. La manera de entrar no presentaba ninguna sutileza ni elegancia; se
limitaron a derribar la puerta y matar a alguien de manera brutal, pero, de algún
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modo, con un mínimo derramamiento de sangre. El asesino acaba cortando o
arrancando la cabeza de la víctima, y por eso lo han apodado así. En muchos de los
casos, cualquier otro residente de la casa invadida ha desaparecido sin más. Hay
gente que teoriza que está haciéndolo alguna criatura medio salvaje, un hombre lobo,
un bigfoot o algo así. Otros especulan que las autoridades acabarán encontrando una
tumba colectiva donde están enterrados todos los desaparecidos. Incluso he leído la
teoría de que lo ha hecho un escuadrón de la muerte de naturaleza política, aunque
nadie acaba de ponerse de acuerdo en por qué alguien podría escoger a esa clase de
víctimas.
Dane dejó de hablar.
Merrin intervino entonces.
—Ese parece un resumen relativamente preciso y conciso de la situación tal y
como ha sido publicada —afirmó.
Dane no pudo evitar una ancha sonrisa al oír la respuesta de Merrin. Al hombre le
encantaba adoptar una manera de hablar de clase alta, anticuada, que a Dane, por
alguna extraña e inexplicable razón, le recordaba a Un tranvía llamado deseo. Dane
sabía a ciencia cierta que el modo de hablar de Merrin era intencionado. Al menos
había comenzado así. Una vez, hacía mucho tiempo, Dane había oído al casi
remilgado Merrin soltar una diatriba cargada de vulgaridades que le habrían
provocado un infarto a una monja. El acento que tenía entonces era claramente de
Nueva York, aunque antiguo.
—Con, como has sugerido —continuó Merrin—, el añadido de algunas
especulaciones bastante improbables. Cosa que, por desgracia, constituye el tipo de
especulación más corriente que se da en Estados Unidos en el amanecer de este
nuevo milenio. —Merrin tenía tendencia a ponerse filosófico, a veces… o político, lo
que era todavía peor. Si lo hacías hablar de Iraq o del sistema de sanidad, era mejor
que tuvieras mucho tiempo libre. Como si él necesitara la cobertura de un seguro—.
Pero se han dejado bastantes cosas fuera de esos informes, al menos a juzgar por lo
que yo he logrado averiguar.
—¿Cómo por ejemplo? —Dane bebió más sangre. Incluso fría hacía su servicio.
—Como por ejemplo, que ese «mínimo derramamiento de sangre» que has
mencionado es subestimar los hechos por un amplio margen.
Unas pocas gotas, tal vez. Ciertamente, menos de un litro. Y quiero decir dentro
del cadáver y derramada por la residencia. Es difícil decapitar a alguien sin derramar
más de eso.
—Lo que sólo puede significar… —Distraído, Dane no apartaba un ojo del
televisor. Sabía que la CNN repetía a lo largo del día las noticias más importantes, e
importante solía significar sensacionalista y terrible, algo que asustara a las masas, así
que era sólo cuestión de tiempo que actualizaran la información sobre los asesinatos.
—Precisamente. Por supuesto, nadie va a decir nada de manera oficial, pero…
—¡Jesucristo! Espera, Merrin. —Dane recogió de un manotazo el mando a
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distancia de encima de la mesa de café Crate & Barrel y pulsó el botón MUTE. El
sonido volvió como un rugido que ahogó la canción de 50 Cent de un coche que
pasaba por el exterior con el volumen demasiado alto—. ¿Tienes puesta la CNN, por
casualidad?
—Puedo —replicó Merrin.
La pantalla del televisor de Dane mostraba un apartamento urbano de Savannah,
Georgia. La puerta delantera se inclinaba hacia el interior, sujeta sólo por el gozne
inferior. Un trozo de acero visible junto a la entrada parecía una barra de seguridad
que no había cumplido su función en absoluto. Cuando la cámara atravesó la puerta
para entrar en el salón, reveló una escena que podría haber sido la consecuencia de un
tornado.
—… otro allanamiento de morada en Savannah. En este caso acaecida en Victory
Drive. Los vecinos informaron que oyeron un sonido que han descrito «como de una
explosión». Cuando llegó, la policía encontró un solo cadáver que, según se informa,
era de un hombre que vivía en la residencia. Otros dos residentes, una mujer y un
niño, no fueron hallados en la vivienda. Una fuente de las fuerzas del orden le ha
dicho a este reportero que todo indica que el Verdugo se ha cobrado otra víctima.
—Da la impresión de que nuestro misterioso visitante de pesadilla ha vuelto a
golpear —comentó Merrin.
—No jodas. —Dane volvió a pulsar el botón MUTE.
—¡Qué coloquialismo tan pintoresco!
Dane sonrió. Lo había dicho sólo por pinchar la sensibilidad habitualmente
anticuada de Ferrando Merrin. Casi podía ver cómo al viejo, cuyo pelo oscuro estaba
en perpetuo estado canoso, se le teñía de rosado la piel fina como papel de las
mejillas hundidas.
—Así que no hay sangre. Lo cual significa…
—Tú crees que es uno de los nuestros. —La forma en que Merrin lo dijo
significaba que él también lo pensaba.
—No es que intente disimularlo demasiado —dijo Dane.
—No demasiado.
Ambos sabían que había muchos que no se molestaban en pasar inadvertidos.
Cada día más, al parecer.
Pero ¿ese tipo de masacre descarada en una ciudad importante? Estaba
garantizado que esos ataques atraerían la atención. Era casi como si los hubieran
cometido con ese propósito.
Si el Verdugo era sólo un asesino en serie —donde «sólo» era una ironía
intencionada—, se trataba de un caso malo, un tipo difícil de detener. Pero los
cadáveres acabarían por darle alcance, porque sacrificaba la cautela a la violencia.
Si, por otro lado —como sospechaban tanto Dane como Merrin—, el asesino era
uno de ellos, la policía nunca lo atraparía. Ni siquiera se aproximarían remotamente a
atraparlo, porque serían incapaces de intentar siquiera entender la verdad sobre él… o
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sobre ella, ya que los asesinos en serie eran casi todos hombres, pero la realidad venía
en los dos sabores. Y si no lo atrapaban y destruían, él o ella nunca dejaría de matar.
A menos que alguien interviniera…
Maldición.
—¿Estás ahí, Dane?
—Sí —respondió éste. Un cansancio repentino se había apoderado de él—. Estoy
aquí, Merrin. Pero calculo que no por mucho tiempo.
—No vas a…
—Alguien tiene que hacerlo, ¿verdad? Quiero decir, que exponerse de esta
manera a la luz pública…
Una pausa.
—Eso es muy propio de ti, Dane. Muy propio de ti, lamento decirlo.
—Es lo que dicen; «genio y figura hasta la sepultura», ¿no?
—Tú eres más genio y figura que yo, amigo mío. Que tengas un viaje seguro. Y,
por favor, mantenme informado.
—Lo haré, Merrin, no te preocupes. Te llamaré desde Savannah.
—Siempre me preocupo, Dane. Es lo que hago mejor. Pero sé que estarás bien.
Simplemente, no corras riesgos innecesarios… Recuerdas lo que sucedió hace unos
años, ¿verdad? El incidente con esa mujer, Olemaun.
—Sí, lo recuerdo. —«Gracias por recordármelo».
—Es sólo algo que tener presente. A mi entender, estuvo a punto de convertirse
en una situación muy desagradable para ti.
Dane suspiró.
—Gracias. Aprecio de verdad tu preocupación. Prometo cuidarme las espaldas.
—Me alegra oírlo. Me gustaría volver a hablar contigo, ¿sabes?
Dane colgó el teléfono. Por lo general, le gustaba hablar con Merrin. Casi siempre
aprendía o averiguaba algo.
«No corras riesgos innecesarios», le había dicho. Una cosa que Dane nunca había
averiguado: ¿quién demonios podía definir «innecesario»?
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2
Dane salió de la terminal del Aeropuerto Internacional de Savannah a la bochornosa
noche de Georgia.
Habían pasado cuatro días desde la conversación que había mantenido con
Merrin, pero aquél era el primer vuelo nocturno sin escalas entre Los Ángeles y
Savannah en el que había podido reservar billete. Los viajes diurnos eran
problemáticos para su raza. El verano parecía reacio a aflojar la presa mortal de calor
y humedad con que atenazaba la región.
Había un par de taxis detenidos junto al bordillo cuyos conductores se
encontraban en la acera, charlando. El aeropuerto de Savannah era letárgico
comparado con otros aeropuertos internacionales en los que había estado. Dane no
había decidido si alquilaría un coche o iría en taxi hasta la ciudad, y mientras estaba
allí pensando en el asunto, un mosquito se le posó en el cuello. Dado que sentía una
cierta afinidad con aquel diminuto incordio, no le dio un manotazo.
Aunque no importaba demasiado. Su sangre envenenaba a los mosquitos casi de
inmediato; bebería un largo, sediento sorbo, Dane no sufriría el más mínimo efecto
por ello, ni picores ni hinchazón, y el insecto se alejaría volando, recorrería poco más
de medio metro, y caería muerto sobre la acera. Cuando despegó, se frotó con
suavidad la zona del cuello en la que había aterrizado.
—Hay muchos, este año —dijo alguien.
Dane levantó la mirada. Uno de los taxistas estaba recostado contra el
parachoques delantero de su coche, con los peludos brazos cruzados sobre el pecho
de barril. El vello rizado asomaba por el cuello abierto de su camisa, pero tenía la
cabeza casi calva del todo, como si su cuerpo ya hubiera consumido toda la energía
que podía dedicar a criar pelo. Era de tez pálida y con manchas, como alguien que en
el pasado hubiese estado mucho tiempo navegando pero últimamente durmiese
durante el día. Unos penetrantes ojos azules contemplaron a Dane con curiosidad no
disimulada.
—Sí —replicó Dane, al darse cuenta de que el tipo se refería a los mosquitos. El
taxista, probablemente, estaba acercándose a los setenta años. Tenía el tipo de cara
con arrugas y pliegues del que lo había visto todo, y algunas cosas incluso dos veces.
Debía de medir un metro sesenta y siete o un metro setenta de altura, y aún tenía un
cuerpo musculoso y de carnes firmes para su edad.
Dane reparó en una cosa más: en aquel tipo, todo gritaba «poli».
«Creo que voy a ir en taxi».
Había decidido alojarse en el Hyatt Regency, situado a la orilla del río Savannah,
y le dio al taxista el nombre del hotel. El hombre asintió y se sentó detrás del volante.
Dane llevaba sólo una pequeña bolsa de viaje, la cual dejó a su lado en el gran asiento
trasero del abollado Crown Victoria amarillo y verde. El taxi tenía sintonizada una
cadena que emitía música de la década de 1970, y Chuck Berry cantaba acerca de
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Johnny B. Goode, que podía tocar la guitarra como si tocara un timbre.
Dane no necesitó mucho tiempo, durante el viaje al interior del distrito histórico
de Savannah, para dirigir la conversación hacia los acontecimientos locales del
momento.
—Pronto cometerá un error —dijo el taxista. No tenía acento de la costa de
Georgia, sino apenas un leve deje sureño. En todo caso, hablaba como alguien que se
había mudado allí desde el nordeste, tal vez del estado de Nueva York. Al mirar el
carnet de taxista, Dane averiguó que se llamaba Mitch LaSalle—. Yo solía trabajar en
el departamento de aquí —continuó, confirmando la corazonada de Dane. Algunos
tipos simplemente no podían evitar tener pinta de polis, y hacía mucho tiempo que
Dane había aprendido a captar bien la naturaleza de la gente—. Conozco a algunos de
los tíos que trabajan en este caso. Lo pillarán.
—¿Tienen algo que no se haya dicho en las noticias? —preguntó Dane—. ¿ADN
o algo así?
—¿Se refiere a algo que le pueda contar? —rio Mitch.
—Sólo soy un turista interesado —le aseguró Dane.
—No correrá peligro. Quienquiera que sea ese gilipollas, se concentra en los
residentes, no en los turistas. Si yo fuera usted, no me alejaría mucho del hotel
después de oscurecido. No por el Verdugo. Parece usted un tipo muy capaz de cuidar
de sí mismo, pero ha habido mucha actividad de bandas, ya sabe.
—Eso no me preocupa demasiado —replicó Dane. Era la verdad. Podría
encontrarse con problemas allí, pero no procederían de los miembros de las bandas.
Su raza siempre había sido dueña de la noche.
—¿Por qué abandonó el cuerpo? —preguntó Dane—. Si no le importa hablar del
tema.
Mitch soltó una risotada.
—Diablos, claro que no me molesta hablar. Eso es lo único que todavía puedo
hacer, ¿verdad? La misma vieja historia de siempre. Bueno en el trabajo pero malo en
la política. Cabreé a la gente equivocada. Perseguí al gato equivocado en el árbol
equivocado, supongo, y cuando me dijeron que lo dejara… no lo hice. Así que aquí
estoy. Me costó la jubilación y el matrimonio. Aunque no estoy amargado por eso —
se apresuró a añadir, con otra risa que a Dane no le pareció nada salvo amargada.
—Parece duro —dijo Dane—. Que te castiguen por hacer lo correcto. Eso apesta.
—Y que lo diga, hermano.
—Habla como si hubiera sido detective.
Aquellos intensos ojos azules se encontraron con los suyos en el retrovisor, y
Mitch guardó silencio durante unos segundos.
—Usted no parece poli —dijo Mitch—, pero ya me he equivocado antes.
—No, no soy poli —replicó Dane. Captó su propio reflejo en la ventanilla del
coche: pelo oscuro, rostro delgado, mandíbula inferior y mentón ribeteados por una
fina perilla coronada por un bigote. Podía lograr no tener el aspecto de un monstruo,
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pero para llegar a parecer humano siempre debía esforzarse—. He pasado mucho
tiempo cerca de ellos, y he tenido muchos amigos que sí lo eran. —Una mentira, por
supuesto. Los otros no tenían tendencia a relacionarse socialmente con la gente de las
fuerzas de la ley. Pero prestarles atención era una táctica crucial de supervivencia.
—¿A qué se dedica?
—Soy inversor —respondió Dane. Otra verdad, hasta cierto punto.
Tenía acciones bajo una docena de identidades y nombres de compañías
diferentes. Con el dinero colocado a largo plazo (un plazo largo de verdad, cuando
uno hablaba de más de un siglo), los beneficios bastaban para mantenerlo en una
posición económica realmente muy buena.
—Supongo que podría decirse que soy un especulador que compra y vende en el
mismo día. Por la noche tenía cosas más importantes que hacer.
El olor del río Savannah entró por la ventanilla abierta de Mitch, un complejo
caldo de pescado, gasoil y otros olores que Dane no pudo identificar. Había estado en
Savannah unas cuantas veces antes, pero nunca durante mucho tiempo, y no conocía
la ciudad fuera de la zona ribereña. Su hotel estaba al lado del Ayuntamiento, con el
complejo comercial Cotton Exchange al otro lado. Cuesta arriba desde el río había
vecindarios de viejas casas de ladrillo construidas alrededor de plazas adoquinadas.
Fundada en 1733, Savannah era una de las pocas ciudades de Estados Unidos que le
parecían viejas a Dane, cuyas raíces sólo se remontaban a mediados del siglo XIX.
—Supongo que puede ganarse dinero con eso —dijo Mitch.
—A mí me va bien.
—¿Y qué lo trae por Savannah?
Dane tuvo que tomar una decisión rápida, aunque no instantánea. Su mente había
empezado a trabajar desde que había reconocido al taxista como poli, y nada de lo
que había oído lo había disuadido. Mitch parecía conocer la ciudad, conocía a los
jugadores locales, y no daba la impresión de que les debiera lealtad ninguna.
Justo el tipo que Dane necesitaba.
—Escuche —dijo—, necesito contarle algo. Pero es importante que lo guarde en
secreto. ¿Lo hará?
—Supongo que dependerá de qué se trate —replicó Mitch—. No soy sacerdote, y
este taxi no es un confesionario. —Una respuesta perfectamente razonable.
En realidad, más razonable que la solicitud que iba a hacerle Dane.
—Vale. Esta es la cuestión… No creo que la policía vaya a atrapar al Verdugo —
declaró Dane—. Porque no creo que estén buscando el tipo correcto de… persona.
Pero, para serle sincero, ése es el motivo por el que estoy aquí.
—¿Por qué sabe qué clase de persona deberían estar buscando? —Los ojos del
espejo habían cambiado, se habían suavizado. Habían pasado de la curiosidad a la
lástima en diez segundos contados. El tipo ahora pensaba que Dane estaba mal de la
cabeza.
—Ya sé lo que parece —dijo Dane—. Pero es la verdad. El tipo al que buscan es
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alguien como yo en algunos aspectos muy específicos.
—¿Va a contarme cuáles son esos aspectos? ¿O se supone que debo adivinarlos?
—Bueno, vale, no se preocupe. —Con un poco de suerte, Mitch LaSalle se
olvidaría de que había recogido a Dane, o pensaría que era una especie de bromista
—. Simplemente déjeme en el hotel, y ya está.
—Sí, vale —replicó Mitch.
Continuó observando a Dane por el retrovisor, como si intentara atravesar la
ilusión de humanidad que proyectaba. «El poli que lleva dentro», supuso Dane. Le
había contado al tipo justo lo suficiente como para interesarlo, como para hacerle
saber que había algo misterioso en él, y ahora quería resolver el misterio.
Como había supuesto desde el principio, Mitch era con total exactitud el tipo que
Dane necesitaba para ocuparse de los aspectos locales del caso. Una ciudad
desconocida, una investigación intensiva en marcha, podían ser obstáculos de
importancia. Tener a alguien como Mitch en su equipo podría contribuir a que las
cosas discurrieran con mayor facilidad en lugar de hacerlo a trompicones.
Pero a pesar de que había identificado al tipo adecuado en cuanto había bajado
del avión, el recorrido en el taxi no le había dado a Dane tiempo suficiente para cerrar
el trato. Lo mejor que podía hacer ahora era recordar el nombre de Mitch y, si surgía
la necesidad, intentar ponerse en contacto con él.
El taxi dejó a Dane en la entrada principal del Hyatt, donde un botones
uniformado le abrió la portezuela antes de que pudiera hacerlo él. Dane pagó el viaje,
e incluyó una generosa propina. El poli convertido en taxista le dio las gracias y se
metió el dinero en el bolsillo de la camisa.
Mitch ya se había marchado para cuando Dane atravesó la puerta del hotel.
Desde la habitación, Dane veía las luces de los grandes cargueros que recorrían el
río, y de las grúas de los muelles donde operaban. Savannah era un importante puerto
atlántico, con una constante actividad naviera. En alguna parte se lamentó una sirena,
y muy abajo, en River Street, unos borrachos trasnochadores rieron y gritaron
mientras daban traspiés por la acera.
Dane tenía un problema más inmediato que el de encontrar a quien estaba
acabando tan descaradamente con la población de Savannah, para detenerlo antes de
que aquella… pesadilla de un relaciones públicas se descontrolara aún más. El
hambre había comenzado a insinuársele, y las normas de seguridad de los aeropuertos
eran tales que ya no podía viajar con la preciosa sangre.
Lo cual le dejaba una sola opción. Tenía que salir a cazar.
A Dane no le gustaba arrebatar vidas inocentes. Lo había hecho, por supuesto,
cientos de veces, si no miles, a lo largo de los años. Para sobrevivir necesitaba
alimentarse. Quería sobrevivir. No hacía falta pensar mucho para sacar conclusiones.
Al mismo tiempo, no se le escapaba la ironía de que había acudido a Savannah
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para acabar con la matanza, cuando daba la impresión de que él iba a contribuir a ella
con su granito de arena. En lo concerniente a la superioridad moral, creía llevar la
ventaja, ya que en su caso sería algo que haría sólo para sobrevivir, y sería discreto
además de muy selectivo. Más que las muertes en sí, lo que Dane detestaba de
quienquiera que estuviese cazando en Savannah era que los asesinatos atraían la
atención —de cualquiera que estuviese dispuesto a ver la realidad— hacia la
verdadera existencia de su raza.
Pero debían permanecer en secreto. A toda costa.
Eso también era supervivencia, aunque para una especie, no para un solo
individuo. La única razón por la que habían sobrevivido durante tanto tiempo era que
habían hecho creer al mundo mortal que constituían una leyenda, una fábula que se
contaba por la noche a los crédulos, o un tema de ficción popular. Acabar en el canal
de noticias por cable de veinticuatro horas no encajaba con esa meta.
Estaba claro que el Verdugo tenía unos planes distintos en mente. Las muertes
poco frecuentes y discretas que ocasionaba Dane —concentradas, cuando era posible,
en personas cuya pérdida, en cualquier caso, el mundo podía soportar— eran de un
tipo muy, muy diferente.
Al salir por la puerta apagó la luz de la habitación, dispuesto a ponerse en marcha.
En alguna parte de las calles de Savannah, el destino aguardaba a un chupasangre de
los bajos fondos.
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Incluso una semana más tarde, Mitch LaSalle no lograba quitarse de la cabeza el
recuerdo del tipo que había recogido en el aeropuerto.
El problema no era sólo que el tipo había parecido razonable al principio para
luego convertirse en un pirado con esa teoría demencial de que él y el asesino se
parecían mucho.
Eso era la mayor parte del problema pero, desde luego, no la parte peor. Ni hablar.
Lo que de verdad había conmocionado a Mitch, tanto que había quedado bañado
en sudor frío —y tuvo que aferrar el volante hasta que le dolieron las manos para que
el pasajero no las viera temblar—, fue que al mirar por el espejo pensó (pensado no,
sabido con seguridad, joder, desde luego que lo sabía) que había visto cambiar a
aquel hombre, cambiar físicamente: cómo la piel adquiría color y vida, la forma de la
boca y la mandíbula variaban, incluso sus ojos hacían… algo a lo que Mitch no podía
darle un nombre. Como si apagaras un interruptor y la luz de una bombilla se
desvaneciera poco a poco en lugar de apagarse sin más.
Y ese recuerdo afloraba en su memoria en momentos inoportunos.
Lo hizo cuando despertó a las once de la mañana, después de haberse dormido a
las ocho, con la necesidad de volver a dormirse pero sin poder hacerlo.
Había vuelto hacía un par de días, cuando estaba dale que te pego, caliente y con
ganas, con una tía joven (pensaba que cuando uno tenía su edad, las que rondaban los
cuarenta y cinco contaban como jóvenes), y entonces, distraído por la imagen mental
de la transformación del tipo, había perdido las ganas, el empalme y a la tía.
—Les pasa a todos antes o después —había dicho ella, mientras se ponía los
pantis con refuerzo abdominal en el dormitorio del apartamento que él tenía en un
segundo piso de Congress Street—. Por eso no he querido casarme nunca. Siempre
hay otro tipo que no tiene ese problema, de momento. —Volvió a ponerse el
sujetador, luego la camiseta de Oak Ridge Boys con las mangas cortadas, y se bajó la
falda que no se había molestado en quitarse—. Consigue una receta, Mitch. Ya sabes
cómo encontrarme.
Acababa de volver en ese momento, sentado en una marisquería corriente de
Skidaway, casi en el límite de la muy renombrada comunidad de Thunderbolt (con la
cual él había bromeado a menudo diciendo que en atravesarla en coche se tardaba lo
que un rayo tarda en llegar al suelo), con Denny Mulroy y Willard Creech, detectives
de homicidios de Savannah asignados al grupo especial que investigaba los asesinatos
del Verdugo.
—Lo que tenemos es nada —estaba diciendo Creech—. Cero. Ni una mierda.
Nulo. Un vacío, sin más. La cosa está en un estado lamentable, así es como está. —
Willard Creech parecía un condenado esqueleto que alguien hubiera envuelto con
cuatro bolsas a las que había llamado piel. Cuando sonreía, cosa que sucedía con una
frecuencia más que excesiva, el efecto era espantoso, y no sólo porque tenía una
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pésima dentadura. A menudo, Mulroy teorizaba sobre que su compañero había sido
asignado a homicidios porque a los cadáveres no les importaba qué aspecto tenía un
investigador, mientras que las víctimas de un delito que estaban vivas podrían haber
tenido la sensación de que volvían a agredirlas.
Denny Mulroy, por el contrario, era como un bidón de ciento noventa litros, un
par de centímetros más bajo que Mitch, y con cincuenta y cuatro kilos de peso más
que él. No habría podido superar una prueba física del departamento, pero cuando
trabajaba en antivicio, había protegido al hijo del comisario general de policía para
que no fuera arrestado por andar de putas en Montgomery Street, y no una vez, sino
siete, así que tendría asegurado el futuro mientras respirara, y tal vez incluso después.
La piel de Denny era del color de un grano de café bien tostado, y tenía un pelo corto
que se había vuelto casi todo blanco desde que estaba en la brigada de homicidios.
Mitch siempre se había sentido fascinado por las palmas de las manos de Denny, que
eran tan rosadas como el salmón fresco y resaltaban como banderas de señales contra
el dorso casi negro.
Los dos polis conformaban una de las más extrañas parejas que había visto Mitch
durante sus años en el cuerpo, primero en Michigan, y luego, debido a una
estrafalaria secuencia de acontecimientos que él mismo no acababa de creerse cuando
le pedían que la describiera, en Savannah. Pero ambos tenían una brillante mente
investigadora, y juntos parecían capaces de resolver cualquier delito que les pusieran
delante. Mitch creía que si los federales tuvieran una docena de parejas como ellos,
Osama bin Laden ya habría estado cumpliendo condena en la prisión estatal de
Angola, Louisiana, o en la de San Quintín, hacia el trece de septiembre.
—¿Cómo puede no dejar pruebas físicas tras de sí alguien que revienta puertas y
drena la sangre de sus víctimas? —preguntó Mitch—. No parece que la sutileza sea
su punto fuerte.
—Sutil como un mazazo en la cabeza —lo secundó Creech.
—El problema está en que el hijo de puta es un fantasma —añadió Mulroy—. Un
fantasma ruidoso, pero, qué demonios, hacer ruido no importa mucho si no queda
nadie cerca para oírlo.
—Ese tipo, el Verdugo, ¿no ha dejado ni un solo testigo?
—Un puñado —replicó Mulroy—. Pero ninguno que pueda ayudarnos de
ninguna manera. Una mujer dijo que había oído algo que parecía un disparo. Resultó
que ni en ese allanamiento de morada, ni en ninguna de ellos, por lo que hemos
podido ver, se disparó ningún arma de fuego. Lo que probablemente oyó fue la patada
con que el tipo ese derribó la puerta delantera. Dime, ¿de qué va a servirnos a
nosotros su testimonio? Es mejor no tener ningún testigo que tener uno que la defensa
pueda usar para confundir al jurado.
—Si alguna vez atrapamos a un sospechoso —añadió Creech.
—El otro día conocí a un tipo —se sorprendió diciendo Mitch—, en realidad un
pasajero que recogí en el aeropuerto. Es probable que no fuera más que otro pirado,
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pero parecía completamente convencido de que todos vosotros estáis ladrándole al
árbol equivocado.
—Es probable que tenga razón —asintió Creech—. No dejo de decirle a Mulroy
que deberíamos investigar más de cerca a esas monjas de Nuestra Señora del Sagrado
Corazón.
—También hay una profesora de guardería a la que le tengo echado el ojo —
comentó Mulroy—. Mide alrededor de un metro cincuenta y pesa cuarenta y tres
kilos cuando está empapada. Ese amigo tuyo tiene razón, no podemos permitirnos el
lujo de investigar sólo a los tipos grandes y fuertes cuando estamos intentando
encontrar a alguien que puede derribar una puerta barrada y llevarse a varias
personas.
—Por eso se me ocurrió lo de esas hermanitas —continuó Creech—. Una sola,
por sí misma, tal vez no ha podido hacerlo, pero ¿y todo el grupo? ¿Cómo llamas a un
grupo de monjas? ¿Un rebaño? ¿Una manada?
—Tal vez una bandada —propuso Mitch, que luchaba para mantener un gesto
serio.
—O una pandilla —dijo Mulroy. Por la alegría que demostraba, habría podido
estar hablando de las estadísticas de suicidio o de un embarazo de su hija de quince
años. El trío había estado haciendo eso durante años, dentro y fuera del departamento,
y desde que Mitch los conocía, él había sido siempre el primero en echarse a reír.
El teléfono móvil de Mulroy interrumpió la conversación. Contestó y escuchó,
mientras su rostro oscuro se volvía de un gris ceniciento. Un momento después cerró
el teléfono y lo devolvió al bolsillo de la chaqueta.
—Ha vuelto a atacar —dijo en voz baja—. El Verdugo aún está en la vivienda.
Gwinnett esquina Forest. Tenemos que ir. Ahora mismo. Vamos.
—Eso está a un kilómetro y medio de aquí, más o menos —apuntó Mitch.
Los ojos de Mulroy se encontraron con los suyos, pero de una manera distante,
como si mirara a un desconocido por primera vez.
—Exacto. Tenemos que marcharnos.
—Marchaos —dijo Mitch—. Ya pagaré yo la cuenta. —Mulroy y Creech salieron
por la puerta delantera antes de que las palabras acabaran de salir de su boca. Si había
una oportunidad de atrapar al tipo con las manos en la masa…
Mitch llamó por señas a la camarera (de poco más de veinte años, cansada pero
aún intentando mostrarse agradable, el tipo de chica que siempre hacía que se
preguntara si Karin, su hija, en caso de haber sobrevivido cuando la atropelló un
conductor borracho, sería como esa chica. ¿Amiga suya, tal vez su compañera de
piso?) y le dio dos billetes de veinte. Aún no había visto la cuenta, pero tenía que ser
menos de eso.
Salió a buscar el taxi, que había dejado aparcado más abajo, en la misma
manzana. Mulroy y Creech se habían marchado hacía rato.
Pensó en bajar hasta el río, o tal vez ir al aeropuerto a buscar pasaje. Pero estaba
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tan cerca… Y si atrapaban al Verdugo, maldito si no quería verlo. Se dirigió hacia el
cruce de Gwinnett y Forest.
Donde lo aguardaba el caos más absoluto.
Había coches patrulla y ambulancias aparcados por todas partes, con las luces
girando. Aún más se dirigían hacia la escena, hendiendo la oscuridad con el aullido
de las sirenas. Un agente uniformado intentaba tender una cinta de precinto amarilla
entre unos árboles y una barrera precipitadamente montada, pero le temblaban tanto
las manos que no lograba mantener sujeto el carrete. Otros miraban boquiabiertos la
casa adosada de ladrillo con las luces encendidas y la puerta delantera abierta y
medio arrancada de los goznes.
Mitch aparcó el taxi tan cerca como pudo y recorrió a pie el resto de la distancia.
Vio a Paula Owens, una cara conocida. De hecho, había intentado tener una aventura
con ella cuando estaba en el cuerpo y ella aún llevaba uniforme, pero Owens había
pensado que si la gente descubría que había dormido con un colega blanco, podría
perjudicar sus posibilidades de ascenso. Y resultó que no había sido sólo paranoia, y
que era probable que tuviera razón. Apoyada por los colegas de la comunidad
afroamericana de dentro de la policía, había llegado a detective en un tiempo récord.
Asociarse con un Mitch LaSalle caído en desgracia habría aniquilado esa carrera
fulminante.
—Paula —la llamó—. Mulroy y Creech venían hacia aquí, ¿los has visto?
Ella volvió la espalda a la casa de ladrillo y Mitch vio que sus ojos derramaban
lágrimas que le caían por las mejillas. Tragó, mordiéndose el labio inferior, sin
contestarle.
Él echó a andar, pero ella lo sujetó por un brazo con ambas manos al pasar.
—No puedes entrar allí, Mitch —dijo, con voz estrangulada—. Ya no tienes
placa.
—Esos hombres son mis amigos —protestó Mitch.
—Por eso es mejor que no los veas.
Dos horas más tarde, Mitch estaba aparcado delante del Hyatt.
Mientras el aturdimiento amenazaba con apoderarse de él, le pagó cuarenta
dólares al botones de noche, Gastón, para que no lo llamara bajo ningún concepto.
Mitch estaba quedándose sin billetes de veinte, y no había recogido pasaje desde
antes del almuerzo.
En ese momento le importaba una mierda. Se quedaría sentado dentro del Crown
Victoria durante todo el tiempo que fuera necesario. Mitch no conocía ninguna otra
manera de encontrar al hombre con quien quería hablar.
Le había descrito el tipo a Gastón, quien estaba bastante seguro de que aún no se
había marchado del hotel, pero no podía afirmarlo de manera taxativa.
Así que Mitch se quedó allí sentado y esperó.
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Observó la puerta delantera del hotel, bostezó, luchó contra el sueño, a pesar de la
persistente tensión de estómago. De vez en cuando salía del taxi y caminaba a su
alrededor para activar la circulación.
Cuando el tipo pasó por su lado, Mitch estuvo a punto de no verlo.
Tal vez parpadeó sin darse cuenta. Tal vez había estado viendo, mentalmente, la
escena que uno de los agentes le había descrito con voz jadeante, nerviosa.
Había descrito una carnicería inimaginable.
El agente había entrado en la casa detrás de Mulroy y Creech… después de que
los gritos de ambos hendieran la noche. Ambos se encontraban en el suelo, le dijo,
con el mismo aspecto que si hubieran atravesado la puerta y tropezado contra una
trilladora en marcha.
Su carne estaba hecha jirones; la sangre arterial que cubría las paredes y el techo
era tan abundante que chorreaba como pintura.
—¿Y el que lo ha hecho? —preguntó Mitch, fuera de sí—. ¡¿Dónde está?!
—En ninguna parte —respondió el agente—. Desaparecido. Los detectives
entraron, gritaron, Al y yo fuimos tras ellos de inmediato, joder, y estaban muertos, y
dentro también había gente muerta, pero quienquiera que lo hiciera era como humo
en el viento.
Entonces pareció que el agente iba a vomitar otra vez sobre el césped de delante
de la casa.
Tal vez el cerebro de Mitch había estado visualizando todo eso, reconstruyendo la
escena de acuerdo con el relato, porque, de hecho, no había entrado en la vivienda,
pero le parecía que podía ver todos los detalles: la salpicadura de sangre que casi
ocultaba los pequeños trocitos de cangrejo que Mulroy tenía en la corbata, el modo en
que la cabeza de Creech había rodado hasta detenerse en un rincón del vestíbulo, casi
debajo de las patas de una mesa francesa antigua sobre la cual los (anteriores)
residentes habían dejado las llaves y las monedas dentro de un cuenco de cerámica
azul.
Mitch no sabía qué lo había distraído, pero estaba mirando la entrada del hotel y,
de repente, el tipo estaba allí, abriendo la puerta con el gran picaporte de acero, y
Mitch había tenido que correr para darle alcance antes de que el ascensor se lo tragara
y se lo llevara otra vez fuera de la vista.
Y cuando hubo llegado junto a él, después de entrar como una tromba en el
vestíbulo y derrapar por el suelo de mármol para darle alcance, el tipo lo había
mirado con una sonrisita en los labios, pero no en los ojos… ¡Joder!, si parecían los
ojos de un tiburón, muertos y negros.
Y el tipo dijo:
—Mitch LaSalle, ¿verdad? Estaba preguntándome cuándo volvería a verlo. —Y
Mitch pensó que no sabía si alguna vez en su vida había tenido tanto miedo como
entonces.
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La gente que frecuenta las tiendas de antigüedades, las librerías, los bares gay o los
clubes de striptease, sabe cómo encontrar esos sitios cuando va a una ciudad
desconocida.
Dane sabía cómo encontrar la población vampírica en una ciudad desconocida.
Aunque no le resultaran de ninguna ayuda en ese caso. Los vampiros de
Savannah eran una extraña mezcla de unos pocos muy viejos —dos habían sido
miembros de la clase alta original de Savannah, y un puñado de ellos formaron parte
de una tripulación pirata que había sido transformada cuando el barco estuvo atracado
allí—, y otros muy jóvenes, todavía descarados y llenos de su recién descubierta
fuerza física.
Uno de los viejos explicó que lo que debería haber sido un número mayor, los
transformados en los siglos intermedios, se habían trasladado casi todos a centros
urbanos más grandes, en particular a Atlanta, pero también habían ido hacia el sur
para adentrarse en Florida, y hacia el norte, en dirección a Virginia y los estados del
Atlántico, donde la cosecha era mejor y había menos posibilidades de atraer una
atención indebida.
Algunos de ellos compartían la opinión de Dane de que el asesino en serie de
Savannah tenía que ser un vampiro. ¿Quién más, habían concluido, habría podido
abrirse paso a la fuerza al interior de algunas de esas casas? ¿Quién más iba a
molestarse en drenar la sangre de los que mataba y llevarse a los que quedaban vivos?
Dane también se daba cuenta de los riesgos que conllevaba darse a conocer allí; a
fin de cuentas, no hacía falta mucho para que un vampiro como ese Paul Norris
sumara dos más dos por lo que se refería al incidente de Los Ángeles, cuyos
sangrientos y dolorosos resultados aún estaban frescos en la memoria de Dane. Ése sí
que era todo un recuerdo.
Sentado a oscuras en el salón de una espléndida casa antigua de Savannah,
hablando con los vampiros allí reunidos, Dane decidió que les creía cuando decían
todos que habían considerado largo y tendido la cuestión, pero no tenían ni la más
remota idea de quién podría estar llevando a cabo los ataques.
—Nosotros es como que, bueno, nos conocemos todos —estaba diciendo
Porcelana. Se trataba de una muchacha menuda de aspecto gótico, pálida, con pelo
negro lacio cortado recto y un pendiente en forma de bolita de plata en la nariz, al
parecer congelada en la década de mil novecientos setenta. Para ella, que la
transformaran había sido un sueño hecho realidad, probablemente. Muchos vampiros,
como Dane, preferían llevar un solo nombre, a menudo (aunque no siempre) uno de
sus nombres humanos originales. Porcelana, dedujo Dane, había inventado su propio
nombre: tenía una adecuada piel blanca como el hueso, con sólo unas pocas venas
azules que se transparentaban—. Joder, si alguno de nosotros fuera el Verdugo, lo
sabríamos.
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—¿No podría haber un forastero entre vosotros? —les preguntó Dane.
—No veo cómo —respondió Adler, uno de los viejos. Vivía en aquella casa desde
principios del siglo XIX. Una constancia semejante parecía necia, incluso suicida.
Pero cuando Dane continuó preguntando, se lo explicaron.
—Esto es Savannah. A la gente no le gusta curiosear. —La casa de Adler olía a
madera de sándalo; quemaba incienso de modo casi constante, al parecer, para
disimular el olor agridulce habitual de las reuniones de no muertos.
Dane se había reunido con ellos, por separado y en grupos de diferente tamaño,
durante las últimas noches. Ninguno de ellos había podido arrojar luz alguna sobre el
misterio, y él había ido sintiéndose cada vez más irritado con sus congéneres.
Pertenecían a su raza, pero eran tantos los que tenían creencias ridículas y
anticuadas… que eran la especie superior, que los humanos no eran más que carne
que debía criarse como el ganado, que la sangre de las vírgenes era, de algún modo,
más fresca y deliciosa que cualquier otra. Dane no se molestó en preguntar cómo
confirmaban la virginidad de alguien, ni dónde encontraban vírgenes adultas en esta
época. Los vampiros, al igual que todo el mundo, tenían sus propios cuentos de
viejas; a veces, lo mejor que uno podía hacer era asentir con la cabeza y sonreír.
Esa noche había hecho una parada para alimentarse de un camello que había
encontrado cerca de un club nocturno para todas las edades, y luego se había
encaminado de vuelta al Hyatt. Al no disponer de coche, o recurría al transporte
público o simplemente corría, manteniéndose en las sombras y dejando que sus
músculos no muertos lo propulsaran. Al igual que un ninja experto, no podía volverse
invisible de verdad, pero podía dar la impresión de desaparecer porque la mayoría de
la gente no sabía cómo buscarlo. Ralentizó durante el tiempo suficiente para abrir la
puerta del hotel, y debió de ser entonces cuando lo vio el taxista, porque de repente el
hombre se precipitó, jadeante y con la pálida piel manchada de rojo, hacia Dane,
cuando estaba esperando el ascensor.
La razón de su aparición repentina no podría haber sido más obvia. Dane lo invitó
a subir.
Se produjo un silencio momentáneo entre ellos mientras el ascensor ascendía con
un zumbido, sin que Mitch apartara los ojos de Dane.
—Ha sucedido algo —observó Dane, al fin, con las cejas alzadas—. Ha vuelto a
atacar, ¿verdad?
Mitch asintió con la cabeza. La nuez de Adán se movió en su cuello. A Dane no le
gustó la manera en que lo estudiaba Mitch, dejando que la mirada fuera desde sus
pies hasta la cabeza y de vuelta.
—Piensa que yo… —comenzó Dane.
Mitch negó con la cabeza. Al fin, recuperó la voz.
—No. Me doy cuenta… de que no habría tenido tiempo para cambiarse. Estaría
cubierto de sangre si hubiera…
El ascensor se detuvo y la puerta se abrió. Dane encabezó la marcha hasta su
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habitación, donde pasó la tarjeta por la cerradura electrónica. No hablaron en el
corredor. Cuando estuvieron dentro de la habitación y con la puerta cerrada, Dane
entró en el baño, llenó un vaso de agua, y luego salió y se lo dio a Mitch. El hombre
se sentó en el borde de una de las sillas y bebió a pequeños sorbos, sujetando el vaso
con ambas manos.
—¿Qué ha sucedido? —le preguntó Dane.
Mitch dio un buen trago de agua; ya comenzaba a tener un aspecto más normal.
—Dos amigos míos —dijo—. Polis, detectives de la brigada que busca a ese
bastardo. Recibieron una llamada, respondieron. Había entrado con violencia en una
casa, y los vecinos dijeron que aún estaba dentro.
Hizo una pausa. Dane no quería presionarlo demasiado. Los polis eran amigos
suyos, así que era probable que Mitch se encontrara aún conmocionado, hasta cierto
punto.
Pero el rastro se enfriaría con rapidez. Dane no quería mostrarse insensible, pero
tampoco quería perder tiempo.
—Y todavía estaba dentro y mató a sus amigos. ¿Y luego qué? ¿Lo vio alguien
más?
—Tenían el lugar rodeado, o casi. Creo que algunas unidades aún no habían
llegado. Un jodido caos, ¿sabe?
—Estoy familiarizado con el síndrome.
—Así que el sospechoso escapó. Todavía no han sacado de allí a mis colegas
porque la unidad de la policía científica tiene que tomar fotografías y hacer
mediciones de todos los trozos en el lugar donde cayeron, antes de que puedan
recogerlos y meterlos dentro de bolsas para cadáveres.
Mitch dejó de hablar.
—Lo siento por sus amigos —dijo Dane, exhibiendo sus mejores modales
compasivos para intentar que Mitch se recuperara—. Así que ahora quiere atrapar a
ese tipo. —Fue hasta la ventana, retiró las cortinas y miró los barcos como si en sus
cascos pudiera haber respuestas escritas—. Y ha pensado que tal vez yo sabía de
verdad de qué hablaba, la otra noche.
Mitch miró el interior del vaso de agua.
—Le pido disculpas por eso.
—No podía saberlo. Y en aquel momento yo no podía explicárselo, realmente.
Mitch volvió a dirigir aquellos penetrantes ojos azules hacia Dane. El dolor que
había en ellos resultaba palpable.
—¿Explicar qué? ¿Qué cojones está pasando aquí? Ni siquiera sé cómo se llama y
espera que confíe en usted en este… en lo que quiera que sea esto.
—Ha sido usted quien a venido buscarme a mí. Por cierto, me llamo Dane.
—¿Sólo Dane?
—Con eso bastará. Podría darle un número de la seguridad social, pero sería
falso. Eso no existía cuando yo nací.
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—No es usted tan viejo.
—Soy más viejo de lo que parezco —replicó Dane con una sonrisa pesarosa—.
Mucho más viejo. —Aquélla era siempre la parte más difícil. Intentar convencer a
alguien que no quería creer, en especial a alguien que había sufrido una pérdida.
En condiciones ideales era como una seducción, un paso cada vez, con muchos
coqueteos y juegos previos antes de que empezara la verdadera acción. Pero eso
requería un tiempo que Dane no tenía.
—Mire, Mitch, ahora va a pasar por un puñado de fases de negación. Va a pensar
que soy un trolero, que de alguna manera lo estoy timando. Todo eso lo entiendo.
Pero lo que voy a contarle es la verdad, y cuanto antes pueda hacerse a la idea, antes
podremos ir tras el tipo que ha matado a sus amigos.
La cabeza de Mitch asintió. Tal vez pensaba que Dane iba a contarle que era un
espía o un asesino a sueldo. Mitch quedaría rápidamente desengañado de esas ideas,
aunque puede que no se sintiera más contento al enterarse de lo que estaba a punto de
oír.
Pero Dane sí que se sentiría más contento. Mantener los colmillos retraídos y
calentar la piel para que tuviera un aspecto saludable de acuerdo con las pautas
humanas era algo que lo cansaba. Cuanto más largo era el período durante el cual
tenía que mantener la ilusión, más agotador se volvía, y, por supuesto, tenía que
hacerlo cada vez que atravesaba el vestíbulo del hotel. Hubiera podido alojarse con la
comunidad vampírica de la ciudad, pero entonces Mitch LaSalle (o cualquier otro
aliado humano que Dane hubiese hecho, porque estaba totalmente seguro de que iba a
necesitar uno) no habría podido encontrarlo.
—Vale… Soy un vampiro, Mitch —le espetó Dane—. Sí, lo sé. Sólo escuche sin
hablar durante uno o dos minutos; no se moleste en decirme que los vampiros no
existen, porque todo eso ya lo he oído antes. —Dejó que sus colmillos se alargaran y
dejó de forzar la sangre para que regara su piel. Al enfriarse, su carne palideció. Los
colmillos, cada uno de más de dos centímetros y medio de largo y afilados como
dagas en miniatura, alteraron la apariencia de la mandíbula y llenaron los vacíos que
quedaban entre sus dientes algo más afilados de lo normal cuando los retraía, vacíos
que habían provocado muchos chistes sobre los paletos y la mala higiene dental.
Al tornarse blanca la piel de Dane, a Mitch le sucedió lo mismo. Los brillantes
ojos azules del taxista se desorbitaron y su boca se abrió y cerró como la tapa floja de
un buzón en un día tempestuoso. Un pequeño grito estrangulado salió de su garganta.
—Ya sé que esto es una gran conmoción para usted —continuó Dane. Los dientes
más largos y la mandíbula transformada le cambiaban un poco la voz, a la que
conferían una resonancia de trueno que no tenía en su camuflaje humano. A él ese
sonido le resultaba natural, mientras que la voz humana le parecía fraudulenta—. No
voy a decirle que sea verdad todo lo que ha oído contar de los vampiros, pero sí una
parte. Tampoco le hablaría de nosotros si tuviera elección. ¿Conoce el viejo chiste de
que luego tendría que matarlo? Por lo general… bueno, sería así.
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Mitch no respondió durante un momento. Su semblante casi hizo creer a Dane
que estaba sufriendo un ataque coronario irreversible que acabaría con el asunto allí
mismo y en ese preciso momento.
—Santo… Esto… esto no puede estar pasando.
—La verdad es que no me importa lo que piense —siguió Dane—. Esto no es una
película, Mitch. Esto es real. Tan real como puede serlo, y estoy seguro de que va a
ponerse aún más desagradable. Yo lo necesito a usted, y usted me necesita a mí si
quiere encontrar al tipo que mató a sus amigos. Una vez esté hecho, si no puede vivir
con todo esto, créame, podemos llegar a un arreglo. Yo sólo abrigaba la esperanza de
poder confiar en usted.
Contaba con que los años que Mitch había pasado en la policía suavizaran la
conmoción. Los polis veían cada semana cosas que la mayoría de la gente no vería
jamás. Se enteraban de cosas —sobre la gente, sobre cómo podían tratarse los unos a
los otros— que hacían que creyeran en el mal, en los monstruos, aunque de la
variedad humana. Los taxistas también veían muchas cosas, al menos si uno creía lo
que decía el canal HBO. Así pues, mientras que el civil medio tendría serios
problemas para digerir aquella información, Dane esperaba que Mitch la procesara
con mayor facilidad.
De algún modo, Mitch pareció tragarse el miedo… al menos exteriormente. El
color volvió a su cara.
—Puede… puede confiar en mí —dijo—. Quiero atrapar a ese bastardo.
—Ese «bastardo» también es un vampiro —afirmó Dane—. Por eso le dije que
sus fuerzas de la ley jamás podrían encontrarlo. Porque piensan que están buscando a
un hombre, cuando no es así. Por eso usted me necesita a mí. Yo no conozco la
ciudad ni tengo los contactos adecuados aquí, y la comunidad vampírica local… Sí,
hay una…, afirma no saber quién es el Verdugo. Por eso yo lo necesito a usted.
En la habitación se hizo el silencio, y Dane optó por jugar la última mano.
—Entienda que estoy corriendo un gran riesgo al permitir que usted sepa todo
esto de mí. Mi raza y yo no siempre somos del mismo parecer en este tipo de cosas. A
veces ha sido… desagradable, digamos.
Mitch no dijo nada, pero dio la impresión de que tenía ganas de vomitar.
—Muy bien… —dijo, al fin, en voz baja—. ¿Por dónde empezamos?
—¿Puede conseguir que entremos en el lugar en dónde fueron asesinados sus
amigos?
Mitch miró el reloj barato que le rodeaba la muñeca izquierda.
—Si los de la policía científica han acabado… sí, tal vez.
—Bien. En ese caso, empecemos allí. Usted conduce.
—Claro, lo que sea. Conduzco yo —asintió Mitch. Aún parecía muy
conmocionado cuando se puso de pie—. Tengo que estar soñando todo esto…
¿Incluso tiene carnet de conducir?
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Durante el viaje, Mitch formuló algunas preguntas más. No le gustaron todas las
respuestas que obtuvo —superar la idea de que Dane era una especie de monstruo
legendario que mataba para vivir no iba a ser pan comido—, pero al menos parecía
dispuesto a dejar pasar esas cosas. Por el momento.
No, de hecho, Dane no tenía carnet de conducir, a menos que uno tuviera en
cuenta el documento falso. Las oficinas de vehículos motorizados tendían a estar
abiertas durante las horas del día, e incluso las que atendían en horas nocturnas
requerían más documentos de identidad de los que él estaba dispuesto a enseñar.
Sí, mataba personas para alimentarse de su sangre cuando tenía que hacerlo, pero
intentaba concentrar su atención en aquéllas que ofrecían poco a la sociedad. Por
supuesto, eso lo determinaba él mismo, que actuaba como juez, jurado y verdugo, a
menudo tras haberlo considerado durante apenas unos momentos.
Sí, la luz solar podía matarlo, y también la decapitación. No tenía ningún
problema en particular con el ajo ni con los crucifijos. Las balas de plata eran para los
hombres lobo. No, tampoco existían.
Durante todo el interrogatorio, las reacciones de Mitch ante las revelaciones de
Dane fueron sorprendentemente tranquilas. Tal vez aún estaba conmocionado por la
muerte de sus amigos y mantenía las emociones soterradas. Eso estaba bien, porque
le daría a Mitch más tiempo para procesar la información antes de que se pusiera
nervioso, y haría que fuese menos probable que arremetiera contra Dane con estacas
de madera o hiciera alguna otra estupidez como ésa.
Llegaron a la escena del crimen más o menos una hora después de que Mitch se
presentara en el vestíbulo del hotel.
La cinta de precinto policial se agitaba en una brisa suave que llegaba del río. La
prensa se había marchado, y era demasiado tarde para que hubiera mirones casuales.
Había un agente uniformado sentado en la escalera de entrada de la casa, iluminado
por la bombilla que estaba encendida encima de la puerta. Mataba con la mano
insectos que Dane no pudo ver hasta que cruzaron la calle. Entonces, el agente dejó
de darse manotazos y se puso de pie.
—¡Eh, tienen que quedarse al otro lado del precinto! —vociferó.
—Pat, soy yo —lo saludó Mitch—. Mitch LaSalle.
—¿Mitch…? Lo siento, no te he reconocido tan a oscuras —replicó el agente—.
¿Quién es ése?
—Amigo —respondió Mitch. No fue mucho más que un gruñido. El agente
asintió con la cabeza, como si eso significara algo. Dane aún no conocía a Mitch lo
bastante bien, así que tal vez sí que significaba algo.
La mayoría de los humanos, según la experiencia de Dane, eran estrechos de
miras, mezquinos, codiciosos. Mentían siempre que podían, engañaban siempre que
tenían posibilidad de hacerlo, robaban aun cuando no tenían necesidad de hacerlo.
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Algunos, por supuesto, eran peores que otros, y era de esa categoría que escogía
alimentarse con tanta frecuencia como podía. ¿Y los vampiros? Eran igual de malos.
Peores, en algunos sentidos, dado que el asesinato formaba parte irrenunciable de su
lista de defectos personales. Pero, al igual que sucedía con los humanos, los había
decentes…, terribles…, y toda la gama que mediaba entre ambos. Si aquel poli podía
depositar confianza en la monosilábica afirmación de Mitch de que Dane era un
amigo —sin tener en cuenta la mentira—, eso decía algo de Mitch.
—¿Te importa si entramos un segundo? —preguntó Mitch—. Tengo que ver algo
de ahí dentro.
—No puedo dejaros hacer eso, Mitch —respondió el poli, y dio unos golpecitos
en un tablero sujetapapeles que colgaba del picaporte mediante un hilo—. Todo el
mundo tiene que firmar. Sólo las fuerzas de la ley.
—Eso lo entiendo, Pat —asintió Mitch—. Ya sé cómo funciona. Nosotros sólo…
Denny y Willard murieron ahí dentro, ¿sabes? Sólo quería ver dónde, porque he
pensado que así podría dejar de darle vueltas al asunto.
—Ése es el problema, amigo. Ahí dentro murieron dos polis. Tenemos que tener
muchísimo cuidado en la conservación de la escena, ¿no te parece?
—Por supuesto, lo sé. No haríamos nada que pusiera en peligro la integridad de la
escena. Quiero que condenen a ese cabrón más de lo que puedas llegar a imaginarte.
Pat negó con la cabeza; era obvio que no le hacía ninguna gracia negarle a Mitch
lo que pedía.
Dane empujó a Mitch con un hombro al pasar por su lado, impaciente.
Mitch intentó sujetarlo por un brazo.
—Eh, no…
Dane se lo quitó de encima y se inclinó para acercarse a la cara de Pat. Miró al
joven poli a los ojos, sin molestarse en ocultar su verdadera naturaleza. Aunque el
poli no iba a recordar nada de eso dentro de pocos minutos.
—Vamos a entrar ahí —dijo Dane en voz baja, tanto que alguien que se
encontrara a pocos pasos de distancia no habría oído más que un vago rumor—. No
tardaremos mucho, no tocaremos nada, y cuando nos hayamos marchado, olvidarás
incluso que hemos estado aquí.
Pat reculó como si Dane lo hubiera empujado. Tenía la boca floja y abierta, y sus
ojos habían adquirido una expresión vidriosa.
Dane se volvió a mirar a Mitch.
—¿Lo que se dice sobre los vampiros y la hipnosis? También es cierto, a veces…
si el sujeto es particularmente sensible. Este lo es.
—¿Así que está…?
—No nos dará ningún problema. —Dane pasó junto a él y abrió la puerta. Mitch
lo siguió.
El lugar olía como una carnicería. Para Dane, era como una tienda de golosinas.
El hambre lo colmó como el agua de una inundación llenaría una depresión poco
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profunda. Soltó un gruñido involuntario y miró a Mitch. Podía oler la sangre de
Mitch, oírla correr por sus venas y arterias. Una gruesa vena verdosa latía en su
cuello.
Dane podía desgarrarla en un segundo, llenarse la boca con aquel preciado
líquido.
Nadie podría detenerlo. Nadie lo sabría.
Mitch lo sorprendió mirándolo fijamente, y volvió la vista atrás, ansioso. Dane se
tragó el hambre, que apenas logró reprimir. Era sólo la sangre… toda la sangre que
había allí. No podía evitar su propia reacción. Pero podía controlar sus actos, y haría
todos los esfuerzos necesarios para conseguirlo; había recorrido un largo camino
desde su transformación.
—Esta no es como las otras escenas —dijo Dane al fin. Se encontraban de pie en
un vestíbulo embaldosado, con las paredes revestidas de paneles de madera en la
parte inferior, y escayoladas y pintadas de verde claro en la superior. La sangre lo
había manchado todo, como si en el vestíbulo hubiera habido una guerra de globos de
agua, aunque éstos estuvieran llenos de sangre—. Apenas había sangre en las
anteriores, según los informes.
—En esas otras escenas no entraron dos polis en la vivienda mientras él aún
estaba allí —le recordó Mitch—. Es probable que toda esta sangre sea de… Mulroy y
Creech.
—Sí —asintió Dane con voz ronca. Tenía la garganta seca.
La cara de Mitch se frunció en una expresión de asco extremo. Por mucho que el
lugar oliera a una buena comida para Dane, Mitch estaba asqueado de encontrarse
allí.
—¿Necesita ver algo más?
—Tal vez.
—¿Ha visto algo, hasta ahora?
—Bastante. —Dane olfateó el aire—. En realidad, no es una cuestión de ver, sino
de oler.
—¿Qué significa eso?
Dane no podía explicarlo del todo. Uno tenía que ser vampiro —y ayudaba haber
sido transformado por alguien que quería dedicar tiempo a enseñar de verdad— para
entender que la sangre de cada persona tiene su propio olor individual. Aún más
complicado era cómo podía distinguir cada uno de esos olores en una escena como
aquélla, como si los aromas fueran hilos tendidos sobre el suelo y él pudiera recoger
uno con los dedos y seguirlo.
—Son los olores —dijo, con la esperanza de que eso fuera suficiente—. El
Verdugo hirió a una de sus víctimas, una mujer, pero no la mató. Está sangrando. Se
la llevó. Vamos a seguirlos.
Mitch se pasó la palma de una mano por la frente para limpiarse el sudor que le
caía sobre los ojos.
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—¿Seguirlos…?
—Usted conduce —dijo Dane—. Yo huelo.
—¿Cómo…?
—No se preocupe por el cómo. Yo puedo hacerlo. Estoy seguro de que no es lo
más increíble que ha oído esta noche.
—Tal vez es que se acumulan las cosas increíbles una sobre otra como un montón
de mierda.
—Si prefiere darme las llaves, sin más…
—No, yo ya estoy metido en esto. Pero eso no significa que me guste.
—Entendido —asintió Dane—. A mí tampoco es que me guste mucho. ¿Podemos
ponernos en marcha? Cuanto más esperemos…
—Sí, lo sé, más se alejará.
—Iba a decir que más difícil se hace diferenciar el olor de la sangre de la mujer
de todos los otros olores de la ciudad, pero da igual.
En el exterior, Pat ni siquiera pareció darse cuenta de que se marchaban. Dane
volvió a asegurarle a Mitch que no recordaría nada, pero que haría su trabajo y
protegería la escena de cualquier otra persona.
Mientras Mitch conducía por las oscuras calles de Savannah, Dane mantenía la
ventanilla abierta y olfateaba el aire como un perro que siguiera un rastro.
No estaban muy lejos del objetivo.
La mujer (joven, de no más de veinticinco años) tenía algo inusitado en su esencia
que él no podía identificar, pero hacía que resultara más fácil seguirla.
El Verdugo había conducido dando un rodeo, casi como si intentara despistar a un
posible perseguidor. Desde la escena del crimen se dirigieron hacia el sur por
Skidaway, luego giraron a la derecha en la avenida Perenne, justo hasta el bulevar
Harry Truman, donde volvieron a girar hacia el norte. El tráfico del bulevar, incluso a
esa hora, no permitía que Mitch condujera tan lentamente como Dane habría querido.
A Dane le preocupaba perder el olor si iban demasiado de prisa, pero la extraña
cualidad del aroma de la mujer hizo que lo distinguiera sin problemas. Se pasaron de
largo cuando tenían que girar en la calle Anderson, pero Dane se dio cuenta de
inmediato, así que salieron del bulevar por la calle Henry y dieron la vuelta por detrás
de la manzana. Otra vez hacia el oeste, en este caso por Montgomery hasta
Louisville, y después hasta West Lathrop.
—Ralentice —dijo Dane. Avanzaron lentamente por el distrito de los almacenes,
cerca del río. Los grandes edificios —ventanas rotas a disparos o pedradas, bombillas
eléctricas desnudas encima de las puertas, o focos montados muy arriba en paredes
lisas y protegidos por jaulas de acero— estaban desiertos en su mayor parte. Altas
alambradas, en torno a las que crecía la hierba, rodeaban zonas de aparcamiento
cubiertas de grava o de asfalto rajado por el que asomaba la maleza.
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—¿Aún lo tiene? —preguntó Mitch.
—Está fresco —replicó Dane—. Ha estado aquí recientemente, quizá aún está
aquí.
—¿Aquí mismo?
—No. Cerca. Continúe. Pero despacio.
Hacía varios minutos que no veían otro coche en movimiento. Unos cuantos
camiones sin remolque habían aparcado junto a las vallas, al igual que un par de
coches oscuros que podrían estar abandonados o en su interior podría haber personas
que habían ido hasta allí con prostitutas o amantes secretos para pasar unos
momentos de privacidad, pero nada se movía, no se veía ningún signo de vida.
—¿Apago las luces?
—Dudo que sirva de algo —replicó Dane—. Si nos puede ver, nos verá con o sin
luces. Vemos muy bien en la oscuridad.
—Odio esto —rezongó Mitch—. De verdad que lo odio.
—¿Qué odia?
—A usted. Todo esto. Tal vez… No puedo negar lo que me ha mostrado, pero no
puedo decir sin más: oh, vale, claro, este tipo de cosas existen, ¿sabe?
—Lo entiendo.
—Así que estoy más o menos en el medio, y odio que sea así. Soy policía… Lo
era, pero ya sabe a qué me refiero. Me gusta que haya respuestas.
Dane asintió con la cabeza y olfateó el aire.
—Más despacio.
Mitch frenó un poco para ir a una velocidad lenta constante. Cada piedra que
había en la carretera, cada trozo de pavimento levantado, los sacudía.
Otros olores asaltaron su olfato e interfirieron en la cacería. Eran nuevos e
inconfundibles.
Tardó sólo un minuto en ver a uno, acuclillado al borde de un tejado, observando
el taxi que bajaba por la calle con extrema lentitud.
Otro se encontraba de pie en las umbrías profundidades que mediaban entre un
almacén y un remolque usado como oficina.
Un tercero estaba agachado en la hierba alta de un solar vacío.
—¿Qué? —preguntó Mitch al reparar en la repentina tensión de Dane—. ¿Qué
está mirando?
—Vampiros —replicó Dane—. No estamos solos aquí, después de todo.
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—¿Habla en serio?
—¿Duda de lo que digo? Ya he visto tres, hasta ahora —dijo Dane—. Donde
pueda ver tres, debe presuponer que hay nueve. Tal vez más. Los no muertos saben
ocultarse muy bien. Es probable que el hecho de que haya visto tres signifique que
querían que los viera. Tal vez aún no saben lo que soy, y tienen la esperanza de
asustarnos para que nos marchemos.
—Tengo la sensación de que usted no se asusta con facilidad.
—No, no me asusto con facilidad, pero eso no quiere decir que ande buscando
problemas.
—Pensaba que ésa era, precisamente, la razón por la que habíamos venido aquí.
—Así es. Sólo era un comentario.
—¿Van a atacarnos, o algo parecido? —Mitch parecía sentir ansiedad ante la
perspectiva, pero no miedo. Tal vez aún no se había recuperado de lo anterior, aunque
a medida que pasaban las horas eso parecía menos probable. Dane pensó que quizá lo
que sucedía era que estaba abrumado, en lugar de hacerse a la idea de los hechos que
le había presentado. Al pasársele la conmoción, a Mitch se le hizo patente la nueva
realidad que tenía que afrontar.
—No lo sé —replicó Dane—. Tal vez.
Mitch se echó hacia adelante en el asiento y metió una mano entre su espalda y el
respaldo. De debajo de la camiseta gris que llevaba por fuera del pantalón sacó una
Smith & Wesson 9mm, que dejó sobre su regazo.
—Si tiene que usar eso —le aconsejó Dane—, apunte a la cabeza. Si puede
destruir el cerebro, podrá detener al vampiro. Cualquier otra cosa sólo conseguirá
cabrearlo. —Levantó la mano izquierda y flexionó los dedos—. Esta mano me la voló
un explosivo hace un par de años. Me hicieron un trasplante. Funciona muy bien,
ahora. Tendemos a cicatrizar con rapidez.
—¿Un trasplante?
—El donante ya no la necesitaba.
Mitch no respondió, y Dane no quiso continuar con el tema. En cambio, señaló un
almacén, amarillo a la luz de un par de focos torcidos.
—Ella está ahí dentro.
Mitch entró con el coche por el sendero, y lo detuvo sólo cuando una verja
cerrada con llave le impidió el paso.
—Vamos —dijo Dane. Abrió su puerta. Mitch vaciló, y luego lo siguió. Dane
vislumbró el arma en la mano derecha de Mitch.
Dane había dado tres pasos hacia el almacén cuando las sombras cobraron vida.
El restallar y susurrar de la ropa sonó como batir de alas en la noche. Se oyó el
roce de zapatos contra el suelo. Dane separó los pies para estabilizarse, en
preparación de lo que pudiera suceder.
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El primero se estrelló contra él por la derecha; olía a sangre rancia, y sus
colmillos se cerraron cerca de una oreja de Dane. Este estrelló el codo contra el
mentón del vampiro. El golpe hizo que el otro chupasangre se alejara dando
volteretas.
Dane se volvió hacia Mitch. Uno se acercaba al antiguo poli. Mitch intentó
levantar el arma, pero Dane vio que el vampiro ya estaba demasiado cerca. El primer
disparo de Mitch erraría, y no habría un segundo.
Dane arremetió, sujetó al vampiro por la parte posterior del cuello de la chaqueta,
y tiró con fuerza. El atacante reculó con paso tambaleante. Dane le rodeó el cuello
con un brazo y apretó.
El vampiro alzó la mirada hacia él con ojos desorbitados.
—Puedo acabar contigo —amenazó Dane—, o puedes contarme qué está pasando
aquí.
El otro respondió escupiéndole sangre a la cara. Cerró los ojos pero la sintió
estrellarse, caliente y húmeda, contra su mejilla. Apretó más y sintió cómo cedían los
tendones y pequeños huesos del cuello.
La pistola de Mitch disparó tres veces, y los estampidos resonaron en las calles
desiertas. Dane arrojó a un lado al vampiro casi desnucado y comenzó a avanzar otra
vez hacia Mitch, por si acaso necesitaba que le echara una mano. Antes de que llegara
hasta el taxista, otros dos cargaron desde la oscuridad y derribaron a Dane con su
peso. Por encima del ruido de los vampiros que intentaban destrozarlo, oyó otros dos
disparos de pistola.
—¡Mitch! —gritó. Puede que Mitch respondiera, pero resultaba difícil decirlo
cuando le estaban clavando garras en la cabeza. Golpeó con los puños, que
impactaron en duros cuerpos musculosos. Volvió a golpear. Unas garras se le
clavaron en el cuello… Estaban intentando arrancarle la cabeza. Captó imágenes
como destellos momentáneos: largo pelo oscuro grasiento; una gruesa nariz roma,
una cara de labios carnosos. Como él —al igual que la mayoría de miembros de su
raza—, llevaban ropa negra.
Dane libró la cabeza de la presa de uno de ellos, cuyas garras le abrieron tajos en
la carne, y a continuación cerró los dientes sobre una mano del vampiro. Sabía a
muerto, a rancio, pero lanzó un grito y soltó a Dane. Chocó contra el otro, y Dane
aprovechó la momentánea confusión de ambos para sujetar las piernas del segundo y
hacerlo caer sobre el primero.
Finalmente, libre ya del estorbo de sus cuerpos, vio que Mitch continuaba en pie,
con la Smith & Wesson aferrada con ambas manos y una expresión de asombro en la
cara.
Por el este, las primeras luces trémulas de la mañana iluminaban el cielo.
Los vampiros atacantes se dieron cuenta y huyeron.
Dane los dejó marchar y sujetó a Mitch por una manga.
—¡Mitch, tenemos que entrar!
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—¿Por qué?
—¡Está saliendo el sol!
—¿Tenemos que volver al coche?
—Demasiado tarde para eso —replicó Dane—. El almacén.
Dane tenía otra razón para querer entrar. El ataque había mezclado los olores y lo
había distraído, pero ahora que los otros se habían marchado, volvía a percibir el olor
de la mujer, y más fuerte que nunca.
Con Mitch pisándole los talones, Dane atravesó una entrada que había en la alta
cerca que rodeaba la propiedad. Dejaron el taxi donde estaba. Por el aspecto del
lugar, Dane dedujo que hacía algún tiempo que estaba abandonado, así que aunque el
Crown Victoria bloqueara el camino de entrada, no estorbaría a nadie.
—He visto salir a alguien de aquí —dijo Mitch—. Le disparé un par de veces,
pero supongo que erré.
—O simplemente no lo alcanzó en la cabeza.
—Supongo, sí.
Al girar en una esquina había una puerta abierta de par en par, como una oscura
invitación a ingresar en el infierno.
—¿Ahí dentro? —preguntó Mitch.
—Parece que sí. —Dane saboreó el aire.
No cabía duda de que ella estaba dentro.
Y también había habido alguien más, hasta hacía muy poco. Alguien con una
presencia poderosa. No era sólo un olor, sino algo más que eso. Casi un aura, si el
aura podía detectarse con otros sentidos que no fueran el de la vista.
En el interior, Dane percibió el olor del río.
El río lo impregnaba todo en aquel lugar, inundaba los poros de la madera, se
metía debajo de la pintura de las paredes de metal, como si el denso aire húmero no
fuera más que agua de río disfrazada que dejaba su marca en todas partes. Por debajo
del hedor del río se olía a orina rancia, moho y podredumbre. El próximo huracán
fuerte probablemente derribaría el edificio. El suelo de hormigón estaba resbaladizo,
y en él brillaban las malas hierbas y los hongos que crecían en las grietas. Al
adentrarse unos tres metros, la débil luz del sol ya no podía penetrar. Mitch se quedó
cerca de Dane.
—No veo una mierda aquí dentro —observó Mitch, en cuya voz se hizo evidente
el pánico apenas disimulado.
—Lo sé. No se preocupe, no hay nada que ver. —Casi literalmente. La enorme
nave había sido construida como un solo espacio vacío, con pilares que se alzaban
hacia la negrura de las vigas de lo alto. Dane vio telarañas lo bastante gruesas como
para que pudiera enredarse en ellas un rinoceronte, estanterías rotas, periódicos y
bolsas de comida rápida, latas de cerveza de malta fuerte, y envoltorios de caramelos
dejados por los ocupas que habían vivido en el lugar durante los últimos años, pero
no mucho más.
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Al menos estarían protegidos de los rayos del sol. Dane se preguntó si los
vampiros del exterior habrían encontrado refugio a tiempo. No es que les debiera
ninguna compasión ni solidaridad. Había estado conteniéndose, intentando no
matarlos hasta que supiera qué estaba sucediendo.
Era obvio que ellos no habían actuado según las mismas normas.
—¿Qué pasa con la mujer a quien hemos estado siguiendo? —preguntó Mitch—.
¿Está aquí dentro?
—Debería. —Dane sondeó la oscuridad con la mirada. Al fin, vio una escalera
improvisada con travesaños de cinco por diez centímetros de sección, cubiertos con
contrachapado unido con clavos que ascendía hasta un altillo poco profundo—. Allí
arriba.
Mitch asintió con ansiedad. Sus ojos se habían adaptado un poco a la oscuridad,
pero continuaba sujetando la pistola con ambas manos, cerca de la clavícula. Dane
sabía que una bala de 9mm no le haría mucho daño a un vampiro, pero si podía
agrupar unas cuantas en el sitio correcto, podría tener la posibilidad de acabar con
uno.
No obstante, Dane pensaba que la amenaza inmediata había acabado. Se había
equivocado algunas veces, pero ya no percibía el olor de ningún no muerto por los
alrededores, sino sólo el rastro que indicaba que habían estado allí. En ese momento,
el olor dominante era el de la mujer joven que se habían llevado de la casa, la que
tenía ese otro fondo de olor que Dane no podía identificar.
Ascendió al primer escalón, y luego subió otros dos. Crujieron bajo su peso, ya
que el contrachapado, de poco más de un centímetro de grosor, estaba viejo y
deformado. Temía que la escalera se derrumbara si tenía que soportar demasiado
peso. Pero Mitch, reacio a perder de vista a Dane, subió justo detrás de él. La escalera
protestó y se estremeció. Dane subió otros dos escalones. La madera parecía
esponjosa al pisarla, pero resistió.
Tensores de cable de acero sustentaban el altillo, construido con el mismo
contrachapado de poco más de un centímetro de grosor. Cuando Dane pasó de la
escalera al altillo, la totalidad de la estructura rechinó y se balanceó. Se sujetó a la
barandilla, un travesaño de cinco por diez centímetros de sección, clavado en el
extremo de una serie de trozos más pequeños del mismo tipo de travesaño, aunque no
serviría de mucho si todo aquel montaje se iba al suelo.
—Jesús —dijo Mitch—. Esto sí que es una plataforma inestable.
—Supongo que es lo bastante fuerte —dijo Dane. Señaló lo que parecía un fardo
de trapos tirado en medio del suelo. El polvo que recubría el contrachapado a su
alrededor había sido removido—. Allí. Ahí la tiene.
—¿Está muerta?
Dane oía un corazón que latía y una respiración suave. No se encontraba en muy
buenas condiciones, pero estaba viva.
—No. Ha estado mejor, pero no la han matado.
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—Vaya, eso es una sorpresa.
—Tal vez la querían para alguna otra cosa. —Dane retrajo los colmillos y entibió
su piel. Pensaba que ella estaba consciente, aunque apenas, y lo último que quería que
pensara era que él era otro de sus atacantes. Cuando calculó que podía pasar por
humano, se acercó a ella y se arrodilló sobre el crujiente contrachapado.
Era joven, en eso había acertado Dane. Tenía la piel de un color chocolate
cremoso y el pelo negro y suave. Cuando le tocó un hombro, ella abrió los ojos, de un
sorprendente verde mar. Se sobresaltó, como si él la hubiese despertado.
—¡Ahh!
—Shh —dijo él—. No pasa nada, somos amigos. ¿Está herida?
De la garganta de la mujer brotó un ruidito, y la joven intentó apartarse de él
gateando de espaldas, pero él la inmovilizó, porque temía que, si estaba herida, el
intento de huida empeoraría su estado. Vio que tenía una contusión en la mejilla
izquierda, justo debajo del ojo, y su cuello mostraba señales de unas manos fuertes.
—De verdad, hemos venido a ayudarla. Sé que ha pasado por un terrible calvario.
—¿Cómo han… quién…?
—No intente hacer preguntas. Hemos venido a ayudarla —dijo Dane, que
continuaba hablando con voz tranquilizadora mientras la sujetaba con suavidad—.
Sólo dígame si tiene alguna herida. ¿Algún hueso roto?
Se le llenaron los ojos de lágrimas y lo miró fijamente.
—Él… ¡Ay, Dios, no, no! Él…
—¿Qué sucede? —preguntó Mitch. Se inclinó hacia ella—. ¡Cielo santo!
—¿Qué? —preguntó Dane.
—Dane… La ha violado.
—No.
—Sí, se lo digo yo.
Dane se dio cuenta de que era mejor no discutir. Mitch había pasado años en el
cuerpo de policía, y sin duda se había encontrado con más víctimas de agresión
sexual que Dane o cualquier otro. Aunque entre los de su raza era un acto de una
rareza extrema, no era del todo inaudito. Dado que los no muertos pensaban en los
humanos exclusivamente como comida, sentirse sexualmente atraídos por uno sería
como si a un humano lo excitara una vaca.
Pero la violación tenía menos que ver con la atracción sexual y más con el poder.
Y, ah… para los vampiros todo era una cuestión de poder.
El Verdugo había matado a docenas de personas y se había llevado a otras por
razones que aún estaban por determinar.
¿Habría violado también a las otras como había hecho con ésta? ¿Formaba eso
parte de sus pautas de actuación… o era una nueva desviación macabra?
«¿Qué demonios está pasando aquí?», pensó Dane.
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—Es necesario llevarla al hospital —insistió Mitch.
—¡No! ¡Nada de médicos! —gritó la mujer. Mitch y Dane la habían trasladado
hasta el otro extremo de la plataforma del altillo, pero no intentaron dejarla al margen
de la conversación—. ¡No quiero ver a ningún médico!
—La han herido —replicó Mitch—. Y de bastante gravedad, a juzgar por las
apariencias.
—Ella tiene razón —intervino Dane—. Si la llevamos al hospital, tendrán que
hacer un informe policial.
—De todos modos tendrán que hacerlo —replicó Mitch—. Se la han llevado de
su casa por la fuerza. Estarán buscándola. Tenemos que poner en conocimiento de la
brigada que la hemos encontrado.
—Mitch… pensaba que a estas alturas ya habría entendido que nos enfrentamos a
algo que la brigada no tiene la más mínima capacidad para afrontar.
Mitch no respondió. Apretaba los labios con tanta fuerza que parecían haberle
desaparecido. Se sujetó a la barandilla con ambas manos; había vuelto a meterse la
pistola dentro del pantalón. Por último, habló con la vista fija en la oscuridad del
almacén.
—Aquí no podemos prestarle los cuidados necesarios.
—Y no podemos marcharnos —señaló Dane—. No hasta que caiga la noche. Al
menos yo no puedo. Si precisa atención médica, debemos proporcionársela nosotros.
—¿Es usted médico?
—He adquirido algunos conocimientos, a lo largo de los años.
—¿Tiene instrumental y medicamentos? ¿Aunque sólo sea un espacio estéril?
—Por supuesto que no.
—¿Qué puede hacer por ella, entonces?
—No lo sé. Puedo empezar por hacer que no la maten. El Verdugo la dejó aquí
porque sabía que estábamos en el exterior e íbamos a entrar. No podía escapar con
ella. Si se marcha a casa o ingresa en un hospital (cualquier sitio en el que no
podamos protegerla), él volverá y acabará el trabajo. La matará o volverá a
secuestrarla.
A Mitch no pareció gustarle. A Dane tampoco le gustaba, pero la verdad era que
no veía alternativa. Podía dejar que Mitch usara el teléfono móvil para llamar al 911.
Acudirían la ambulancia y los polis. Lo obligarían a salir a la luz del día, a menos que
pudiera encontrar un sitio donde esconderse entre las vigas.
En cualquier caso, se llevarían a la mujer a un hospital, donde quedaría a merced
del asesino en cuanto cayera la noche. O puede que le dieran el alta después de
examinarla, en caso de que no presentara ninguna herida grave. ¿Volvería a la casa
dónde la habían secuestrado, donde cabía suponer que cualquier otro miembro de la
familia había sido asesinado y secuestrado igual que ella? No era probable, ya que
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aún estaría bajo el control de la policía. ¿Adónde iría, entonces? ¿A casa de algún
amigo, a un hotel? Su mundo había sido vuelto del revés. Necesitaba seguridad y
estabilidad hasta que pudiera volver a instalarse.
Y el plan de Mitch sólo le ofrecía más peligro.
—Vale —cedió Mitch—. Por ahora lo haremos a su manera. A menos que tenga
heridas graves que pongan en peligro su vida… porque entonces llamaremos a una
ambulancia y correremos el riesgo.
—De acuerdo. —Dane volvió junto a la mujer. Se había acurrucado en posición
fetal y sollozaba suavemente.
—Ya estoy aquí —dijo él en voz baja, porque quería advertirla antes de tocarle el
brazo—. Quiero examinarla, ver cómo se encuentra. No soy médico, pero sé algo de
medicina. Le prometo no tocarla en ningún sitio que usted no quiera, ¿de acuerdo?
Sólo tiene que decírmelo.
—Estoy… estoy bien.
—No, no está bien. Ha sufrido un trauma, la han atacado. Han entrado por la
fuerza en su casa. Dos oficiales de policía fueron asesinados cuando intentaban
ayudarla. Lamento decirle que cualquier otra persona que hubiera en la vivienda es
probable que también haya sido asesinada, o bien secuestrada como usted.
—No había nadie más, sólo yo y la señora Waylons —dijo ella—. Es una mujer
mayor. Yo trabajo para ella, la cuido. Supongo que no la he cuidado tan bien como
pensaba, después de todo.
—No había nada que usted pudiera hacer para ayudarla, créame —le aseguró
Dane, contento por el hecho de que ella estuviera hablando. Cuando la secuestraron
llevaba puesto un camisón de algodón y un albornoz de rizo. Ambos habían sido
desgarrados; el camisón estaba hecho jirones, pero ella había envuelto la tela en torno
al cuerpo para cubrirse.
—Míreme a los ojos —dijo él con voz sedante, hipnótica—. ¿Puedo examinarla?
La cara de la chica pareció aflojarse en un instante cuando los penetrantes ojos de
Dane se impusieron al terror de ella, y la voz de la muchacha descendió hasta ser un
rumor.
—Me… me hizo daño en la cara. Me estranguló, me hizo daño en este brazo al
arrastrarme por el suelo. La cadera. No creo que haya nada roto.
Dane no se anduvo con rodeos.
—Y la atacó sexualmente. La violó.
Ella cerró los ojos con fuerza, como si de ese modo pudiera hacer que el recuerdo
desapareciera. Le tembló el labio inferior y asintió con un movimiento casi
imperceptible de la cabeza.
—¿Eso lo hizo en la casa, o aquí?
—Allí. Después de matar a la señora Waylons. Me obligó a mirar cómo la
mataba, y luego… luego lo hizo.
—Hemos estado buscándolo —le dijo Dane—. Lamento no haber podido
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encontrarlo antes de que le hiciera daño a usted. Pero le aseguro que lo pillaremos,
sin duda, eso se lo prometo.
—¿Es del que se ha estado hablando en televisión?
—Sí, es el tipo del que se ha hablado en las noticias. Al que llaman el Verdugo.
—Dane apartó la tela del cuello de la chica, y miró las contusiones que tenía. El
Verdugo la había estrangulado, hecho abrasiones en la piel, pero no era probable que
le hubiese roto nada. Dane la tocó con suavidad—. ¿Cómo se llama? Yo soy Dane.
—Ananu Reid —replicó ella—. La mayoría de la gente me llama Ana.
—Ananu es un nombre hermoso. Permítame. —Le apartó el camisón desgarrado
para dejar a la vista los pechos, que también presentaban contusiones, y las costillas.
Ella se tendió de espaldas para que pudiera examinarla mejor—. Cuénteme más cosas
sobre su nombre. Tiene que haber una historia detrás.
—Tenía un hermano mellizo —dijo Ananu—. La familia de mi madre era de
Nigeria, y allí tienen un mito, una leyenda del pueblo fon sobre mellizos divinos.
Nyohwe Ananu y Da Zdoji eran deidades de la tierra, los hijos mellizos del dios de
dos cabezas llamado Mawu-Lisa. A mí siempre me ha gustado el nombre de Ananu,
pero mi hermano Zdoji se hacía llamar Joey.
Le presionó las costillas. Parecían intactas, aunque ella hizo una mueca de dolor.
—No puedo decir que se lo reproche. ¿Dónde está?
—Muerto. Igual que mis padres.
—Tiene usted los ojos verdes —dijo Dane—. No es sólo africana.
—Papá era un hombre blanco. No tan blanco como usted. Usted es demasiado
pálido, se parece a esos tipos de la realeza europea que solían empolvarse la cara.
Maldición. Debía de haber calculado mal la temperatura de su piel, se había
distraído en la oscuridad del almacén con la emoción de encontrarla viva. No
esperaba que pudiera ver con tanta claridad allí dentro, pero había que tener en cuenta
que había permanecido a oscuras durante mucho tiempo.
—Me mantengo apartado del sol la mayor parte del tiempo —respondió, mientras
se tocaba una mejilla sin darse cuenta—. Cáncer de piel, ya sabe. ¿Cómo se
conocieron sus padres?
—En Baltimore, cuando mi madre estaba en la universidad. Después de casarse,
se mudaron a Savannah, y mi padre abrió una zapatería. Ella le llevaba las cuentas y
también trabajaba en una oficina. Contabilidad y esas cosas.
Dane apartó un poco más la tela sin llegar a descubrir la zona genital, de
momento. Le pasó los dedos por las caderas, fijándose en los puntos que le
provocaban una mueca de dolor o la hacían gemir.
—¿Cuánto hace que murieron? —preguntaba cualquier cosa para mantener su
mente ocupada.
—A papá le dispararon durante un atraco, en el verano de 1999. Mamá estuvo a
punto de volver a casarse, pero el coche en el que iban ella y su novio fue embestido
por un camión cerca de Bluffon, cuando iban a ver a unos amigos de él que vivían en
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Hilton Head.
—Lo lamento muchísimo —dijo Dane. Tanto por las pérdidas que había sufrido
como por lo que estaba a punto de hacerle.
Retiró con delicadeza el último trozo de tela y dejó al descubierto los genitales.
Ella apretó los muslos de modo instintivo, y él tuvo que sujetárselos y separárselos.
Quería asegurarse de que no tenía una hemorragia. Al ver algunas contusiones pero
nada de sangre, soltó un suspiro de alivio e interrumpió el contacto hipnótico.
Los resultados fueron inmediatos, cuando el horror del calvario sufrido por
Ananu volvió a aflorar como un torrente a sus ojos.
—Dios, ¿y si estoy embarazada? —exclamó—. ¡No puedo quedar embarazada!
—¿Cuándo fue su última menstruación, Ananu? —le preguntó él, sin molestarse
en señalar que lo que ella temía era casi imposible.
—Está a punto de venirme. —Sonrió por primera vez desde que la había
encontrado, sólo un destello de dientes, lúgubre y carente de humor—. Primero el
síndrome premenstrual y ahora esto, ¿no?
—En ese caso no debería haber problema —afirmó—. Si está preocupada por
eso…
—No lo sé. Probablemente no pase nada.
—Pero debe entender que no puedo comprobar… otras cosas.
—¿Cómo qué?
—Bueno, puedo decirle que es muy, muy improbable que… Digámoslo así: que
no es la clase de tipo que se ponga enfermo.
—El tipo ya está enfermo.
—En el aspecto mental, sin duda, pero no en el físico. No puedo garantizárselo,
así que de todos modos debería ir al médico y hacerse un análisis de sangre en cuanto
pueda. Pero estoy bastante seguro de que no le encontrarán nada.
—¿Sabe usted quién es?
—Sé qué es. Dentro de poco sabré quién. Como ya le he dicho, nos ocuparemos
de él para que nadie más tenga que pasar por lo que usted ha pasado.
—¿Le… le hizo esto a alguna de las otras mujeres de las demás casas? ¿A esas
personas que mató?
—¿Mitch? —Dane no tenía ni idea.
—No. Ninguna de las víctimas presentaba señales de agresión sexual —respondió
Mitch—. Por supuesto, no sabemos lo que hizo con las que se llevó.
—Y no se ha encontrado a ninguna de estas últimas —añadió Dane—. Sólo a
usted, Ananu.
—Bien por mí —dijo ella, con un tono que indicaba que habría sido más feliz si
no la hubieran encontrado.
Dane volvió a cubrir el cuerpo de la joven y siguió examinándola. Presionó sus
piernas con los dedos y apretó, le flexionó las rodillas y giró los tobillos. No halló
ninguna lesión. En general, habida cuenta del calvario por el que había pasado y con
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quién se había topado, estaba en una condiciones notablemente buenas, desde el
punto de vista físico, claro está.
Los estados mental y emocional resultaban más difíciles de valorar. Parecía dura,
capaz de tomarse las cosas con calma. Tal vez eso de que te mataran a los miembros
de la familia de uno en uno causaba ese efecto. Pero ¿cómo se sentiría dentro de un
día, una semana o un año? Cualquiera podía saberlo. Era seguro que no saldría de
aquello sin cicatrices.
—¿Hay alguien con quien quiera ponerse en contacto? ¿Novio, otros amigos
íntimos, alguien así? No creo que convenga hacerle saber a todo el mundo que ha
salido de ésta, pero si existe alguien especial…
—Pasaba la mayor parte del tiempo con la señora Waylons —respondió con los
ojos bajos. El modo en que lo dijo daba sensación de soledad—. No me estaba viendo
con nadie, ahora mismo. Mis amigos pueden esperar.
—Creo que eso es lo mejor.
—¿Cuándo vamos a salir de aquí? —preguntó—. Por favor.
Él le examinó los brazos. Más contusiones, en especial en torno a los bíceps y la
muñeca derecha, pero sin huesos rotos.
—No hasta que oscurezca —dijo—. No sería seguro antes de entonces.
—¿Qué? La oscuridad en este vecindario es…
—Lo sé, Ananu, créame. Pero tenemos otras cosas por las que preocuparnos que
los matones que puedan andar merodeando por los alrededores. En cuando oscurezca,
la llevaremos a un sitio más cómodo. —No tenía ni idea de adonde, aunque aún no le
había planteado el tema a Mitch—. A un sitio más seguro.
—Usted es el jefe —replicó ella al fin—. Al menos actúa como si lo fuera.
—Sólo supongamos que lo soy, por ahora. —Enderezó la espalda y se levantó del
suelo—. Tómeselo con calma durante un rato. Duerma, si quiere. No vamos a ir a
ninguna parte, y se encontrará a salvo mientras estemos con usted.
—Ojalá supiera por qué le creo, Dane.
—Basta con que lo haga.
—No quiero morir.
—Intente no preocuparse por eso.
La dejó y volvió junto a Mitch, que se encontraba sentado en el escalón superior
mirando hacia el almacén de abajo. Vigilando la entrada del almacén, comprendió
Dane.
—¿Está bien?
—No hay ninguna lesión grave que haya podido ver —respondió Dane—. No
puedo determinar si hay alguna hemorragia interna. Y, por supuesto, lo peor ha sido
la agresión sexual. He podido aplicarle un poco de hipnosis suave, así que nos
seguirá, al menos por el momento.
—El hijo de puta tiene que pagar —dijo Mitch.
—Pagará. Nosotros nos aseguraremos de que pague.
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—¿Aún piensa que puede encontrarlo?
—Ahora tengo su olor —dijo Dane—. He visto a algunos de sus títeres. Lo
encontraré.
—Bien. Quiero estar presente cuando lo haga.
—Tal vez. Depende.
—¿De qué?
—De lo que usted piense de lo siguiente: Ananu necesita un lugar donde
descansar, un sitio seguro y protegido. ¿Piensa que podría ir a su casa, Mitch?
El taxista volvió la cabeza para mirarlo.
—Mi casa no es gran cosa.
—No necesita lujo, necesita seguridad.
—No lo sé.
—Si no se siente cómodo con la idea, Mitch, no pasa nada. Buscaremos otra
solución. Sólo pensaba que sería una buena opción. El asesino no sabe quién es usted.
No se lo tome como algo personal, pero después de lo de anoche me buscará a mí, no
a usted. Yo me quedaré allí tanto como pueda, cuando no esté buscándolo, y
podríamos preparar un poco de artillería pesada, por si acaso.
—¿Cómo de pesada?
—Una escopeta es mucho más efectiva que una 9mm contra los vampiros —dijo
Dane—. Con ella se les puede volar limpiamente la cabeza, o licuarles el cerebro.
Cualquiera de esas cosas los mata.
—Siempre y cuando no vayamos a comprar un rifle, o algo por el estilo…
—No rechazaría uno si me lo ofrecieran, pero bastará con una escopeta.
Se quedaron sentados en silencio. Detrás de ellos, la respiración de Ananu se hizo
más lenta y adquirió un ritmo regular. Se había quedado dormida, después de todo.
Al pasar las horas, Mitch durmió un poco y despertó con hambre. Era probable que
Ananu también tuviera apetito, aunque no dijo nada al respecto. Dane estaba
hambriento desde que había estado en aquel vestíbulo ensangrentado.
Controlaba el hambre, el impulso. Estaba habituado a hacerlo. Cuando pudiera
alimentarse, bebería en abundancia. Hasta entonces, se negaba a atacar a quienes
dependían de él, y sin duda no había nadie más cerca de quien pudiera alimentarse.
Al fin, la luz que entraba por la puerta comenzó a amortecerse. La manzana de
edificios de color blanco que se veían en el exterior se volvió gris, y luego negra.
—¿Podemos marcharnos ahora? —preguntó Mitch—. Parece que ya ha
oscurecido.
—Yo estoy preparada —dijo Ananu. Estaba sentada con la espalda apoyada
contra la pared. Había anudado los jirones del camisón para formar algo que le cubría
casi todo el cuerpo, y atándose el albornoz en torno a la cintura con una tira arrancada
del dobladillo había logrado ocultar el resto. Dane pensó que era una joven hermosa,
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aunque habría preferido ver su cuerpo en mejores circunstancias.
—Claro —asintió Dane—. Creo que no habrá problema. Ananu, puedo llevarla
en brazos.
Ella apoyó las manos contra la pared para ponerse de pie.
—Puedo andar —respondió—. Ya lo hice antes cuando tuve que hacer pis. —Para
ello, había acudido al rincón más alejado y oscuro de la plataforma.
—Le daré la mano para bajar los escalones —se ofreció Mitch—. Sólo por si
acaso.
—Buena idea —asintió Dane. Bajó delante, con el fin de que su peso hubiese
abandonado la escalera antes de que comenzaran a descender ellos. Los esperó cerca
del pie, y luego los precedió camino de la puerta—. El coche no está lejos —le dijo a
Ananu—. Justo al otro lado de la esquina.
—Vale, lo que sea. Estoy bien. Me vendría bien una pizza, o algo parecido. Tal
vez un buen chuletón. Pero puedo caminar sin problema.
Dane fue el primero en acercarse a la esquina y mirar al otro lado para asegurarse
de que el camino estaba despejado. Al no ver a ninguno de los atacantes de la noche
anterior acechando, les hizo señas para que lo siguieran.
Llegaron a la esquina, Mitch medio paso por delante.
—Mierda —exclamó.
—¿Qué?
—En el parabrisas. Tengo una multa. Supongo que hemos tenido suerte de que no
se lo haya llevado la grúa.
Dane se permitió una sonrisa. Si eso era lo peor que pasaba…
Acababa de dar otro paso cuando lo hirió un haz de luz. Le causó dolor, como si
fuese una espada que lo atravesara. Así que era un haz de luz de espectro completo,
con la misma proporción de rayos UV que la luz diurna. Cincuenta mil lux, calculó,
poco más o menos. Dane se alejó de él de un salto, en dirección al coche.
El silencio fue desgarrado por un ruido atronador, y las balas rebotaron en el
asfalto, penetraron en la pared lateral del almacén, y redujeron a esquirlas las
ventanillas del coche de Mitch.
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El agente especial Dan Bradstreet observaba el ataque a través de unas gafas de
visión nocturna desde lo alto de un tejado al otro lado de la calle. Había
francotiradores tumbados boca abajo a ambos lados junto a él, apuntando a los
objetivos y disparando.
En la calle de abajo, otro grupo había salido de dentro de un remolque con fusiles
Cok Commando, disparando a los objetivos setecientas balas por minuto. El plomo
regaba el suelo en torno al vehículo, y los casquillos repiqueteaban en abundancia
sobre el hormigón, como una lluvia metálica. Dan apenas los oía por encima del
rugido de las armas.
Por último, un equipo que se encontraba dentro del edificio sobre el que él se
encontraba apuntó a los objetivos con haces TRU-UV a través de las ventanas
abiertas. No eran unos reflectores que pudieran adquirirse en el mercado normal, sino
que habían sido diseñados y fabricados especialmente para la operación Rojo
Ensangrentado por un pequeño taller de las afueras de Cleveland. La operación era el
único cliente del taller, y a lo largo de los últimos años había recibido millones de los
fondos reservados. Las luces TRU-UV se aproximaban a la luz directa del sol de
mediodía, y habían resultado fatales para los vampiros, tanto en las pruebas como en
las operaciones de campo.
Dan no había tenido mucho tiempo para organizar aquella operación en concreto,
pero había adquirido mucha práctica en montar las cosas sobre la marcha. A fin de
cuentas, los chupasangre no tenían tendencia a anunciar cuándo saldrían a cazar. Y
aunque casi cada noche podía encontrar y eliminar un nido si quería, no era ésa la
misión que lo ocupaba en el momento presente. Esa noche era considerablemente
más compleja.
A veces se trataba de silenciar a los que podrían hablar de vampiros, los que
podrían agitar a las masas. El miedo era una potente arma política, después de todo, y
debía ser usada con cuidado. El hecho de que la persona incorrecta creara una alarma
de vampiros en el momento menos adecuado, podría dejar sin dientes (sonrió ante el
juego de palabras mental) a un anuncio que se había reservado para el momento en
que fuera más beneficioso.
«De momento, la gente se preocupa por los terroristas —le había dicho una vez su
supervisor inmediato—. Si eso falla, entonces podremos jugar la carta de los no
muertos. Hasta entonces guardaremos el secreto y procuraremos mantener controlada
la población de chupasangres».
Esta situación en particular había estado cociéndose durante un cierto tiempo.
Mientras la población de Savannah pensara que la acechaba un asesino en serie
humano, se servía a un propósito legítimo. Los mantenía con la guardia baja, un poco
nerviosos. La gente cerraría las puertas con llave y no saldría por la noche tanto como
antes. El porqué de que hicieran esto continuaba siendo un misterio, porque el asesino
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siempre había atacado a la gente cuando estaba en casa, y las cerraduras habían
demostrado no ser el más mínimo obstáculo para él. Pero Dan no malgastaba muchos
esfuerzos intentando entender por qué la gente actuaba como actuaba; él hacía lo que
le ordenaban, y guardaba la psicología para intentar dilucidar cómo podía usar lo que
observaba contra esa misma gente.
Porque trabajar contra las personas —según lo percibirían ellas—, en realidad era
trabajar para ellas. Era lo que hacía el gobierno. Trabajaba para el pueblo incluso
cuando el pueblo habría preferido que, en realidad, no lo hiciera.
Hacía ya bastante que Dan había deducido que el asesino en serie era un vampiro,
no un humano. Desde entonces, los superiores de Dan habían llegado a la misma
conclusión. De ahí que se enviara a Savannah un destacamento de la operación Rojo
Ensangrentado para que se ocupara de las cosas si la noticia amenazaba con hacerse
pública.
Al parecer, la noticia ya había alcanzado esa fase.
Un vampiro y dos «no» (palabra del argot de la operación Rojo Ensangrentado
para referirse a los que no lo eran) habían salido juntos de aquel almacén, una noche
después de que se hubiera observado una significativa actividad de los no muertos en
el vecindario. Aquello exigía acción. Dan había dado la orden.
Aún no podía determinar si le habían dado a alguno de los objetivos, pero
pensaba que no. No había visto caer a nadie, aunque era posible que uno o más
hubieran resultado heridos y se hubieran refugiado al otro lado de la esquina, fuera de
su campo visual.
Cogió la radio del cinturón y pulsó el botón para hablar.
—Llevad algunas armas y un par de esos TRU-UV portátiles al otro lado de la
esquina y cubrid esa puerta —ordenó—. Si ya han vuelto a entrar, acercaos despacio
y sin precipitaciones. No quiero que salgan de ahí caminando.
—Recibido —fue la respuesta que le llegó.
En apenas unos segundos vio agentes en movimiento. Al igual que Dan, llevaban
cazadoras azules finas que protegían del viento y lucían las letras FBI en la espalda.
Con su pulcro pelo castaño y su constitución de defensa de fútbol americano, Dan era
el prototipo del agente de los sueños orgásmicos de J. Edgar Hoover, y nadie que lo
viera dudaría de que era eso. Las fuerzas de la ley de la localidad habían sido puestas
sobre aviso respecto a la batida de esa noche, y se les había advertido que debían
mantenerse al margen.
Sin embargo, si le hubiesen preguntado al respecto, el director actual de la
Agencia no habría sabido qué era la operación Rojo Ensangrentado. Era algo que
había sido desarrollado muy por encima de su rango, como un cuerpo especial
interinstitucional dedicado a ese problema específico. Dan no obedecía órdenes del
director. En ciertas circunstancias, sin embargo, era posible que el director obedeciera
órdenes de Dan. De no hacerlo, podría lamentarlo muy seriamente.
Dan casi podía saborear la única cerveza que se permitiría aquella noche, cuando
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acabara la operación. Gracias a la abrumadora superioridad armamentística y al
elemento sorpresa, esa bebida fría ya no tardaría en llegar.
Cuando la primera lanza de luz UV lo hirió, Dane se arrojó al suelo, detrás del coche,
contando con que eso bloquearía los rayos. Eso esperaba. Al mismo tiempo, le gritó
una advertencia a Mitch.
—¡Volved dentro!
Miró atrás y no vio que Mitch ni Ananu aparecieran en la esquina. Eso era bueno.
A menos que significara que ya los habían derribado con fuego cruzado procedente
de otra dirección.
Le cayó encima una lluvia de trozos de cristal de las ventanillas del coche. Los
haces de luz danzaban a su alrededor, en busca del objetivo. Dane sentía que la carne
le ardía sin llama en los sitios donde lo había alcanzado.
Quienquiera que hubiese atacado, había ido bien preparado para hacerlo.
Dane aguardó hasta que las luces se alejaron del área inmediata a él, y entonces
corrió de vuelta hacia la esquina.
Las balas penetraban en su cuerpo y lo atravesaban mientras corría. Dolían, de
eso no cabía duda. Pero no podían matarlo, a menos que le volaran la cabeza, le
destruyeran el cerebro, así que soportó el dolor y alcanzó la esquina.
Al llegar, vio que Mitch empujaba a Ananu de vuelta al interior del almacén. El
ex policía permaneció junto a la puerta, con la Smith & Wesson. Con el telón de
fondo del fuego de armas automáticas, parecía casi cómica, como un juguete.
—Eso no va a servir de gran cosa —resopló Dane, al llegar corriendo.
—Lo sé —replicó Mitch—. Pero usted me dijo que me dejara el rifle en casa.
—Pensaba que le había dicho que en casa no le haría ninguna falta.
—Es lo mismo. —Mitch miró a Dane por un segundo, como si reconsiderara una
opinión anterior—. ¿Quién demonios está ahí fuera? ¿La poli?
—No tendremos tanta suerte.
—¿Quién, entonces? ¿Quién tiene armas tan potentes? —Hizo una pausa—. ¿Los
federales?
—Honradamente, no lo sé —replicó Dane—. Pero eso es más probable que lo
otro.
—¿Por qué iban a querer matarnos?
—Si pudiéramos dilucidar la respuesta a eso, es probable que supiéramos quiénes
son.
—Tengo una pregunta —dijo Ananu desde las profundidades del almacén—.
¿Qué vamos a hacer al respecto?
—Tendremos que salir de aquí por otro camino —respondió Dane.
—¿Por casualidad tiene usted un coche aparcado en algún lugar conveniente? —
preguntó Mitch—. Porque parece que mi taxi está pasando por la trituradora, ahora
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mismo.
—Ésa es una buena idea —dijo Dane.
—¿Joderme el coche es una buena idea?
—No, lo de llamar un taxi.
—Está de broma, ¿verdad? No creo que éste sea el mejor momento para bromear.
—Use su móvil y llame a alguien. A cualquiera. Dele una dirección que esté a tres
o cuatro manzanas de aquí. —Señaló en la dirección contraria a aquélla de la que
habían llegado los disparos—. Por allí.
—¿Y cómo llegamos hasta allí? Si salimos a la calle, nos matarán.
—Eso harían si saliéramos por la puerta.
—¿Ve alguna otra salida? —preguntó Mitch.
—Yo me ocuparé de eso. Usted consiga que alguien venga a buscarnos.
Mitch sacó el móvil de un bolsillo y lo abrió. Dane volvió hacia la entrada y miró
al exterior desde las sombras.
Además de las puertas giratorias de la fachada del edificio que daban a la calle,
ésa era la única salida. Habida cuenta de que los atacantes parecían estar bien
organizados, era probable que también supieran eso. Dada la disposición del edificio,
esa puerta situada al otro lado de una esquina con respecto a la calle no era vulnerable
a los ataques procedentes de la propia calle o de los edificios de enfrente. Pero un
reducido destacamento de tierra podría entrar y ponerle las cosas muy desagradables
a alguien que intentara refugiarse dentro del almacén.
Dane aún no veía a los nuevos atacantes, pero suponía que no iban a tardar
mucho.
Tenía la esperanza de que este hecho los protegería. Debido a que cualquiera que
observara el edificio sabría que había sólo esa puerta, habrían concentrado la atención
en ese el lado de la calle. Si salían por detrás, Dane creía que podrían escabullirse sin
que los vieran.
Lo único que tenía que hacer era abrir otra puerta. ¿Qué podía ser más fácil?
Ananu estaba acurrucada, a solas, en medio del gran almacén vacío, rodeándose
el pecho con los brazos, sujetándose los hombros. Sus ojos verdes estaban muy
abiertos, llenos de miedo. Tenía los labios separados y Dane reparó en un diente
superior desportillado, una cuña triangular saltada de un golpe, justo a la derecha.
Dane había prometido protegerla, y lo primero que había hecho era meterla de
cabeza en un tiroteo.
Le dedicó a Ananu un asentimiento de cabeza que esperaba que fuese
tranquilizador y se encaminó hacia la parte posterior del edificio. Estaba hecho de
fina chapa de acero en torno a un esqueleto de postes cuadrados de diez centímetros
de lado. Las paredes, al igual que todo lo demás, estaban cubiertas de musgo y moho.
Aquello sería ruidoso, pero no había manera de evitarlo.
Cerró los puños, los abrió, flexionó los dedos un par de veces. Luego, puso los
dedos rígidos y dirigidos hacia adelante, atravesó con ellos la plancha de acero como
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si fueran diez perforadoras. Al sentir el aire del otro lado, cerró los dedos en torno a
la pared y tiró hacia abajo.
La sensación era como intentar manejar fuego con las manos desnudas. Cuando
era humano, se habría roto los dedos con el primer intento. Pero como vampiro era
más fuerte que antes. Mucho más fuerte. De la frente le brotaron gotas de sudor
sanguinolento. Los hombros le dolían horrores.
El acero se dobló y arrugó bajo sus manos.
Un minuto más tarde dejaba en el suelo de hormigón el trozo que había
arrancado. El resultado era una abertura de poco más de sesenta centímetros de ancho
por un metro y medio de alto.
—Mitch, Ananu —dijo—, tenemos una puerta. Y ahora, ¿qué hay del transporte?
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—¿Sabemos con seguridad que nadie va a dispararnos si salimos ahí fuera? —
preguntó Mitch, que parecía medio loco de miedo.
—No hasta que lo hagamos —replicó Dane—. Pero a menos que me hayan oído
abrir el agujero y adivinado de qué se trataba, no deberían tener ninguna razón para
pensar que podemos salir por aquí.
—He hablado con un amigo que va a pasar por aquí, a unas seis manzanas. Pero
tardará unos veinte minutos en llegar —anunció Mitch.
—Eso parece un montón de tiempo —señaló Ananu.
—Puede que lo necesitemos para recorrer seis manzanas —le aseguró Dane—.
Tendremos que ir agachados y mantenernos en la sombra. Yo supongo que
quienquiera que esté ahí fuera no se ha molestado en rodearnos, al suponer que
tenemos limitadas las opciones de huida. Pero no lo sé con seguridad.
—Tenemos que salir ahora mismo —dijo Mitch—. Me sorprende que aún no
hayan entrado por esa puerta.
—Estoy seguro de que ya no tardarán mucho. Y será mejor que nos hayamos
marchado cuando entren, porque no van a tardar mucho en encontrarnos. —Miró a
Ananu. ¡Joder! Estaba descalza. Las calles de los alrededores estaban destrozadas,
llenas de grava, trozos de vidrio roto, y cosas peores—. ¿Puedes correr?
—Mira, ese hijo de puta me hizo daño y mató a la señora Waylons. La verdad es
que no sé quiénes sois vosotros dos, pero él huyó al saber que llegabais, así que a mí
me basta con eso. Si quieres que corra, correré. Puede que me haga algunos cortes en
los pies, pero eso, comparado con la mierda por la que he pasado, no es nada.
—Vamos, entonces. —Dane no esperó a que le diera una respuesta, sino que se
agachó y se dio la vuelta para pasar a través de la estrecha salida que había abierto.
Una vez en el exterior, se irguió para mostrarse al cielo.
Nadie le disparó, ningún haz de luz chamuscó su carne. La cosa había mejorado
con respecto a la salida anterior.
Ananu fue la siguiente, seguida por Mitch. Este comenzó a decir algo cuando
estuvo fuera, pero Dane levantó una mano para que se callara, y escuchó.
Oyó el crujido de una bota sobre la grava del exterior de la puerta.
—Ya llegan —susurró—. ¡Vamos, vamos, vamos!
No muy lejos de allí, una sección de la alambrada se había roto a causa del óxido,
o la habían cortado. Dane corrió y condujo a los otros a través de ella hasta la calle.
Habían salido a una manzana entera de distancia de la calle que había resultado ser
tan peligrosa antes. Al volverse a mirar en esa dirección, no vio a nadie de los que les
habían disparado.
Pero sabía que no estaban lejos y que pronto descubrirían el agujero de la pared.
Cuando lo hicieran, sabrían con la más absoluta seguridad dónde buscar.
Dane les hizo una señal para que lo siguieran, y se lanzó a correr agachado.
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En la manzana siguiente había otro almacén, éste sin alambrada y sumido en
densas sombras, porque la única farola cercana estaba rota y el edificio no tenía
iluminación exterior propia. Intentando hallar un equilibrio entre el sigilo y la
velocidad, llegaron a él en menos de dos minutos. Hasta entonces, Dane no oyó que
se diera alarma alguna.
Rodearon el edificio oscuro, pegados como lapas a las sombras. Al llegar al final,
vieron un callejón que discurría entre dos edificios más pequeños, y se metieron en él
para salir de la calle principal.
Entonces, Dane sí que oyó la conmoción que se produjo detrás de ellos. Gritos,
pies que corrían… Los atacantes habían descubierto la improvisada salida.
—Tenemos que acelerar un poco —dijo Dane—. No tardarán nada en desplegarse
por toda la zona. Al menos es lo que yo haría.
—Faltan diez minutos para que llegue AJ —informó Mitch.
—Tal vez se adelante.
Ananu guardó silencio. Por casualidad, Dane bajó la mirada hacia algo que
brillaba en el suelo. «Está dejando huellas ensangrentadas que podría seguir un niño
explorador principiante», pensó.
—Voy a llevarla en brazos, Ana —dijo Dane—. No porque piense que no puede
continuar, sino porque no quiero poner un cartel de luces de neón para señalar dónde
hemos estado.
Ella siguió su mirada hasta las huellas que había estado dejando.
—Mierda —exclamó—. No había pensado en eso.
Dane se inclinó, le apoyó un hombro contra el estómago, y se la echó a la espalda
como si fuera un fardo. A veces, la fuerza física de un no muerto resultaba útil. Ella
soltó un gritito, luego se acomodó bien, y Dane empezó a correr lo más de prisa que
pudo.
Mientras avanzaba, podía oír lo suficiente como para saber que sus aspirantes a
asesinos estaban en movimiento. Los sonidos se habían vuelto más organizados.
Vehículos. Aún no tenía manera de saber cuántos eran, pero parecían formar un
destacamento de buen tamaño.
Y aún no sabía quiénes eran.
¿Quién podría atacarlos con ese tipo de artillería y con tal intensidad? El ataque
había sido como el que llevaría a cabo una brigada de las fuerzas especiales de la
policía o una unidad del ejército. Dane había estado haciendo preguntas por la ciudad,
pero, sobre todo, en la comunidad local de no muertos. Hasta que había seguido a
Ananu y a su captor hasta el almacén y luchado con lo que suponía que era el ejército
personal de matones vampíricos del Verdugo, no había hecho nada que pudiera atraer
la atención de las autoridades. Y dudaba que tampoco lo hubiera hecho Mitch.
¿Ananu, entonces? ¿Era algo más de lo que parecía? Sobre su hombro, la
sensación que daba era la de ser sólo una mujer joven. Ligera, delgada, blanda donde
debía. ¿Era posible que hubiese algún aspecto de ella del que él no estuviera
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enterado, algo que hubiera generado una reacción tan desmesurada por parte de
alguien?
Si algo tenía claro era que uno no podía descartar ninguna posibilidad, ya que la
paranoia lo igualaba todo. Después de todo, lo único que se necesitaba era
transformarlo a uno en vampiro para que se convenciera de que no sabía nada de
nada.
De repente, Mitch sujetó a Dane por el brazo izquierdo e irrumpió en sus
pensamientos.
—Aquí es donde deberíamos encontrarnos con AJ —dijo, y señaló el cruce
cercano. Jadeaba, y el sudor formaba círculos en las axilas de la camiseta gris que
llevaba—. Mundy esquina Mell. Nos quedan cuatro minutos más, según mi reloj.
—Quedémonos aquí, en las sombras, y esperemos que estén llevando a cabo un
registro minucioso, edificio por edificio —dijo Dane, mientras volvía a dejar a Ananu
de pie en el suelo—. Si están cubriendo el terreno de prisa, llegarán aquí antes de eso.
Ananu se sentó y comenzó a arrancarse trozos de vidrio y piedrecillas de los pies
ensangrentados. Dane tuvo que esforzarse para mantener la vista apartada de ella y
controlar su hambre.
Oyó el rugido del motor de un camión. Uno de los vehículos de búsqueda,
supuso. Esperaba que no tuvieran helicópteros.
Pisadas de botas sobre el suelo. Ruido de motores. Dane se preparó para el sonido
de los disparos, de los casquillos que rebotarían calle abajo. Medio esperaba que las
lanzas de luz lo ensartaran de un momento a otro.
—¡Mirad! —exclamó Mitch al tiempo que extendía un brazo hacia la calle—. ¡Es
AJ!
El taxi, con letras negras y blancas y las palabras FUERA DE SERVICIO encendidas
en la luz del techo, llegó a velocidad constante, como si buscara pasaje. Cosa que, de
hecho, así era.
—Hazle señas —dijo Dane. Mitch salió con cuidado a la calle, miró hacia ambos
lados, y agitó los brazos. El taxi se acercó al bordillo y el taxista, un tipo muy
bronceado con el pelo blanco, vestido con camisa hawaiana y una gargantilla de
trozos de concha, bajó la ventanilla. Habría podido salir directamente de una canción
de Jimmy Buffett.
—¿Mitch? Oye, ¿en qué demonios andas metido?
—Cállate, AJ —dijo Mitch—. Pero estate preparado para pisar a fondo el
acelerador. —Abrió la puerta trasera y les hizo un gesto a Ananu y a Dane para que
subieran al vehículo. Mientras Ananu se deslizaba con cuidado por el asiento, Mitch
corrió en torno al taxi hasta la portezuela del acompañante y se sentó junto a su
amigo. Para cuando Dane cerró la portezuela, el vehículo ya se había puesto en
movimiento.
—Ir rápido es bueno —observó Mitch—. Ir más rápido es mejor.
—¿Qué diablos pasa? —volvió a preguntar AJ—. ¿Estás metido en alguna clase
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de lío?
—Si no estuviera metido en alguna clase de lío, no te habría llamado para que
vinieras a recogernos a un sitio como éste —replicó Mitch—. Y no te habría
recordado que me debías una.
Dane no sabía de qué clase de deuda estaba hablando. Abrió un poco la ventanilla
para mirar a través de la oscuridad y escuchar. AJ corría por la calle Mundy.
—Mierda —dijo al mirar por el retrovisor.
Dane se volvió en el asiento para mirar hacia atrás. Vio los destellos de los
cañones y oyó el distante tableteo de las armas automáticas. Tendió una mano e hizo
que Ananu bajara la cabeza hacia su propio regazo.
—¡Abajo! —gritó.
Las balas impactaron contra la parte posterior del coche de AJ, mientras éste
rugía calle arriba, pero ya había demasiada distancia entre ellos. Nada penetró en el
compartimento de pasajeros, y la luna trasera permaneció intacta.
Al llegar a Hudson, AJ giró a la izquierda con tanta brusquedad que hizo rechinar
los neumáticos, y luego giró de inmediato a la derecha por Graham, a lo que siguió
otro giro a la izquierda y uno más a la derecha. Al cabo de pocos minutos se encontró
en una zona más poblada. Subió por la rampa de acceso a Lynes Parkway a una
velocidad que superaba el límite establecido en cincuenta kilómetros por hora, y
ralentizó sólo cuando estuvieron rodeados por el tráfico.
—Eres bueno al volante, AJ —dijo Mitch.
—No te sorprende, ¿verdad?
—Bueno, yo te he visto ir arrastrando el culo como una vieja un domingo por la
tarde.
—Cualquier cosa que justifique las circunstancias —replicó AJ—. Y ahora,
¿quiere contarme alguien qué está pasando?
—La verdad es que no podemos hacerlo —le respondió Dane—. No sin correr el
riesgo de poner su vida en peligro.
—Eh, colega, no sé si se ha dado cuenta de que alguien ha disparado contra mi
coche, ¿vale?
—Eso es cierto. Cualquiera que sea su tarifa habitual, se la triplicaremos. Y aún
más. Sólo le pido que no haga preguntas, por favor, porque no quiero mentirle. Pero
no puedo contarle la verdad.
AJ reflexionó sobre ello durante unos cinco segundos.
—Vale, como quiera. Trato hecho. ¿Adónde los llevo?
Mitch miró a Dane a los ojos.
—No podemos ir a tu casa —dijo Dane—, como he sugerido antes. Cualquiera
que haya podido montar una operación como ésa y garantizar que no interviniera la
policía local, sabrá quién eres y dónde vives, diez minutos después de que hayan
abierto tu coche.
—Sí —asintió Mitch—. Era lo que estaba pensando. Pero te aseguro que ese
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apartamento me encanta. —Se volvió a mirar al taxista—. AJ, ¿aún tienes ese tugurio
en Pooler?
—Si estás hablando de mi hogar, pues entonces, sí.
—¿No has quemado esa choza hasta los cimientos y comprado una casa de
verdad?
—Ha estado lloviendo demasiado y estaba tan mojada que no prendía —
respondió AJ.
—Necesitamos que nos la prestes.
—¿Para qué?
—Sólo para ocultarnos unos días —dijo Mitch.
Dane le entregó a Mitch la tarjeta de plástico que abría la puerta de su habitación
del hotel.
—Puede quedarse en mi habitación del Hyatt, AJ —dijo—. Pida tantos servicios
de habitación como quiera.
—Bueno, creo que eso podría funcionar bien —dijo AJ con una sonrisilla.
—Me alegro —asintió Mitch—. Entonces, llévanos a tu casa. —Se recostó en el
respaldo del asiento. Ananu hizo lo mismo, cerró los ojos y posó las manos sobre el
regazo; en su rostro aún se evidenciaba el miedo.
Veinte minutos más tarde, AJ entró por un camino de hierba de doble dirección que
discurría junto a una casita. Los grillos cantaban su historia con todo lujo de detalles,
mientras los sapos croaban coloridos comentarios. Arboles de hojas anchas parecían
acorralar la casita por todos lados, como amantes inseguros. El porche delantero
estaba protegido por una mosquitera, y un poco hundido, con la pintura saltada. La
totalidad de la propiedad habría cabido dentro del apartamento que Dane tenía en Los
Ángeles, incluida la parcela y todo. En el interior del porche se veía una bombilla
desnuda y encendida encima de la puerta.
—Hogar, dulce hogar —dijo Mitch mientras salía del taxi. Luego fue hacia la
puerta del porche, que rechinó al abrirla—. Espero que no necesites mucho espacio,
Ana.
—No estoy habituada a grandes cosas —replicó ella, observando la casita con
suspicacia.
—Perfecto. Porque yo no creo que quepa siquiera en el dormitorio. Me quedo con
el sofá del salón, que, si no recuerdo mal, es también comedor, biblioteca, salita y
sala de juegos.
—Poneos cómodos. Como si estuvierais en casa —dijo AJ.
—Gracias, AJ —respondió Ananu.
AJ volvió atrás para acercarse al maletero del taxi.
—Tengo lo que me has pedido aquí, Mitch.
Mitch dejó que la puerta de mosquitera se cerrara de golpe, con Ananu en el
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interior.
—Echemos un vistazo.
AJ abrió y en el interior del maletero se encendió una luz. Dane se quedó
observando mientras AJ sacaba dos escopetas Mossberg del calibre 12 y le daba una
a Mitch.
—Escopetas, dijiste. Rifles no, ¿verdad?
—Los rifles no nos harían ningún daño, pero las escopetas son mejores que esa
pistola de juguete que llevas —dijo Dane. «Contra los vampiros, en cualquier caso.
Contra quienquiera que nos haya atacado hoy, preferiría los rifles».
—Hay algunas cajas de munición en el maletero —dijo AJ. Sus dientes brillaron
cuando sonrió, casi ultravioletas en su rostro oscuro—. ¿Puede sacarlas?
Dane sacó seis cajas de proyectiles, perdigones para aves y balas para ciervos.
—Mitch, comencemos con los ciervos —decidió—. Siempre podremos cambiar a
las aves si tenemos que hacerlo. Pero si nos vemos en esa necesidad, es probable que
nos encontremos en un grave apuro y no nos sirva de mucho.
—Podemos conseguir más balas —dijo Mitch.
—Espero que no las necesitemos —asintió Dane—. Pero prefiero tenerlas y no
necesitarlas, que no tenerlas.
—Deje esos perdigones en el maletero, entonces —dijo AJ—. Mi cuñado tiene
una armería. Odia que le devuelvan mercancía, pero lo hará por mí… o este año
pasará un día de Acción de Gracias muy desagradable.
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Dane lanzó a Adler sobre el respaldo de un sofá de dos cuerpos, una antigüedad
inglesa. El viejo vampiro se estrelló contra un carrito de madera con ruedas sobre el
que había un servicio de té de plata, y los utensilios volaron por todas partes. Una
jarrita de leche rebotó contra un óleo de Winslow Homer y abrió un tajo de cinco
centímetros en el lienzo.
A Dane le supo mal por el Homer. Podría haberle sabido igualmente mal vapulear
al viejo de un lado a otro, de no ser, por supuesto, por el hecho de que haría falta algo
más que un tratamiento rudo para causarle a Adler algún dolor real.
Adler se sujetó al carrito de té volcado y se apoyó en él para ponerse de pie,
mientras que con los largos dedos de grandes nudillos de su mano derecha se tocaba
una comisura de la boca. Llevaba puesto un batín de seda y un pañuelo con
estampado de cachemira auténtico.
No era fácil sorprender a los vampiros, pero Dane había logrado precisamente
eso; había esperado en el exterior de la verja de Adler hasta que se marcharon los no
muertos (que siempre parecían congregarse en su casa), y luego había entrado por la
puerta delantera. No es que le hubiera importado enfrentarse con toda aquella
pandilla traicionera, pero tenía la sensación de que lograría más cooperación en el
trato de uno en uno.
—Debo decir que ésta no suele ser la respuesta tradicional a mi hospitalidad —
dijo Adler. Su voz era tan rasposa como un gozne oxidado. El perfume de sándalo era
fuerte pero, por debajo de él, Dane percibía el miedo que Adler intentaba disimular.
—¡Casi hacéis que me maten! —rugió Dane, colérico—. Todos vosotros,
diciéndome que no sabíais quién era el Verdugo. No es un forastero que haya
invadido vuestro terreno, es alguien de la localidad, con sus propios matones, y
vosotros sabéis quién es.
Desde el ataque acaecido en el almacén, había pasado un día durante el cual
Mitch había ido en la vieja camioneta Dodge de AJ hasta la comisaría de policía de
Savannah para denunciar el robo de su taxi, y luego pasó por los grandes almacenes
Target y por una farmacia para comprar algunas cosas para los tres, incluyendo la
«píldora del día después» con que Ananu esperaba poner fin a cualquier embarazo
potencial resultante de la violación. Dane había usado el mismo vehículo para acudir
a Savannah después de oscurecido, con la única finalidad de encararse con Adler.
—Digamos que sí sé quién es —replicó Adler, cuyo cantarín acento sureño, más
de Carolina que de Georgia, estiraba las vocales finales—. Si no te lo dije antes, ¿no
crees que tal vez lo hice tanto para beneficio tuyo como mío?
—Ni por un segundo. A menos que tengas una extraña idea de qué puede
beneficiarme.
—Dar media vuelta y volver al lugar del que has venido podría ser un buen sitio
por el que comenzar.
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—No es una opción. Especialmente ahora.
—¿Podría preguntar qué ha sucedido?
—Podrías —replicó Dane—. E incluso yo podría contártelo si lo supiera. Lo
único que sé de verdad es que el Verdugo ha matado ya a dos detectives de la policía
de Savannah y violado a una mujer joven.
Adler enderezó el carrito y comenzó a colocar encima las piezas del servicio de
té.
—Todos humanos. Así que… ¿qué más nos da a nosotros?
—Matar a oficiales de policía es una buena manera de calentar el ambiente, para
empezar. ¿Quieres que ese renegado sea el responsable de poner en conocimiento de
los humanos la existencia de nuestra raza, de una vez y para siempre?
—Puedo imaginar situaciones peores. —Tocó el desgarrón del cuadro de Homer
y negó con la cabeza con gesto triste.
—¿Y la agresión sexual de un vampiro contra un humano? ¿Eso también te
parece bien?
—Es extremadamente raro —admitió Adler—. Por buenas razones. No puedo
imaginar por qué uno de los nosferatu querría cometer una abominación semejante. A
veces pienso que ya es bastante malo que tengamos que acercarnos a ellos para
alimentarnos.
Dane tenía ganas de sacudir al viejo chupasangre un poco más.
—Así que lo estás encubriendo intencionadamente.
—Tú no sabes nada de todo esto. Dices que tus motivos son puros, que deseas lo
que es «mejor para nuestra raza». Pero muchos están en desacuerdo con ese punto de
vista, y aunque algunos de nosotros hemos oído hablar de ti, Dane, ninguno te
conoce. ¿Por qué deberíamos confiarte nuestros secretos?
—De acuerdo, he aquí la otra parte —dijo Dane—. Después de que lucháramos
con los matones del Verdugo, fuimos atacados. Luces UV, armas automáticas, una
unidad de asalto de estilo militar.
—Y sin embargo, estás aquí.
—Sí, y podría decirse que soy sumamente afortunado.
—Eso parece. —Adler, tras haber recogido todas las piezas de plata caídas, se
puso a ordenarlas con el fervor de un obsesivo compulsivo—. Sin embargo, estoy de
acuerdo en que lo que describes es preocupante en extremo. ¿Luces UV? ¿Con
armamento especial para nosotros, entonces?
—Exacto —asintió Dane—. Aquí está sucediendo algo, y yo quiero saber de qué
se trata. —Vio que Adler lanzaba otra mirada de preocupación al Homer—. El de
encima de la chimenea, el retrato, es un John Singer Sargent, ¿verdad?
—Tienes cultura.
—Abundante tiempo libre. El Homer puede ser reparado, restaurado hasta quedar
casi como nuevo. Yo puedo garantizar que con el Sargent no suceda lo mismo si no
me cuentas lo que necesito saber. Luego, tal vez me ponga a rajar el tapizado de
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algunas de estas sillas antiguas. Son georgianas, ¿verdad?
Adler pareció horrorizado.
—No lo harías.
—O bien hago eso o te arranco la cabeza y dejo el resto de tu cuerpo en el patio
para cuando salga el sol. —Dane comenzó a avanzar hacia el Sargent.
—¡Espera! —dijo Adler—. Siéntate… Te contaré lo que yo sé.
Dane se detuvo, escogió una de las sillas de anticuario, y se instaló en ella. Adler
rodeó el sofá de dos plazas, se sentó y cruzó las piernas. Unió las manos sobre el
regazo, recatado como una maestrilla rural.
—Estoy esperando —lo apremió Dane.
—Estoy intentando decidir cómo comenzar —replicó Adler—. No es algo de lo
que ninguno de nosotros hable mucho. Sería como vivir en Sicilia, supongo, y que te
hagan preguntas sobre el capo di tutti capi.
—Así que ahora estás diciéndome que vivimos bajo la ley de la mafia.
—Era sólo un símil, Dane, eso es todo. No, no estamos bajo la ley de nadie. Pero
sí, te mentiría si te dijera que no le teníamos un poco de… miedo. Más que a ti, o al
menos así era hasta que entraste aquí como un bárbaro y empezaste a amenazar obras
de incomparable belleza.
—Estoy tan a favor de la belleza como cualquiera, pero también estoy a favor de
conservar el pellejo.
—Al igual que todos nosotros. —Adler hizo una pausa y se quedó mirando sus
propias manos. Dane le concedió un minuto para ordenar sus pensamientos, pero
estaba dispuesto a levantarse en dirección a la obra de arte si Adler permanecía
callado durante más tiempo.
—Es poderoso —dijo Adler al fin—. Y también aterrador. La verdad es que creo
que está bastante loco. Y no le importa lo que tenga que decir ninguno de nosotros.
—En ese momento, la mirada de Adler se perdió en la distancia, y volvió a guardar
silencio durante un momento, antes de proseguir—: Quiere hacer… lo que ha
decidido hacer. Estoy seguro de que tus argumentos caerán en oídos sordos…; es la
clase de tipo a quien nada le gustaría más que una guerra abierta con los humanos.
Está convencido de que nuestra raza ganaría, y que luego podríamos criar humanos
como los granjeros crían vacas. Comida de pezuña. Aunque sin pezuñas.
—¿Quién es? ¿Cómo se llama?
Adler volvió a apartar la mirada, y cuando habló, lo hizo en una voz demasiado
baja como para que Dane la oyera.
—¿Qué?
—Bork. Dela —repitió Adler con voz más alta pero no exenta de un cierto
temblor.
—Bork Dela.
Dane conocía ese nombre. Lo precedía su reputación. Lo que no sabía era que
Bork Dela aún estuviera entre los no muertos; parecían haber pasado años desde que
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se había informado de su presencia en alguna otra parte.
Y sin embargo, allí estaba, en Savannah. Y al parecer había puesto en marcha una
campaña en solitario para cambiar las reglas de actuación con el mundo humano.
—¿Estás seguro de eso? ¿Estás seguro de que es él de verdad?
—Absolutamente —replicó Adler.
Entonces le tocó a Dane el turno de guardar silencio. Como telón de fondo se oía
el implacable tictac de un reloj antiguo.
—Por tu silencio —dijo Adler—, interpreto que estás al tanto de su reputación.
—Muy al tanto, sí. Es sólo que no sabía que estuviera en Estados Unidos.
—Él lo prefiere así. La mitad de los nosferatu creen que está muerto. Y a la otra
mitad le da miedo preguntarse si no lo está.
—Da la impresión de que ahora ha empezado a moverse. ¿Qué ha estado
haciendo, entretanto?
—Fue uno de los guardaespaldas de Vicente durante un largo período —explicó
Adler—. Por supuesto, él no fue a Barrow, ya que en caso contrario estoy seguro de
que Vicente aún estaría con nosotros.
Dane sabía que Vicente había muerto en Barrow, asesinado por el marido de
Stella Olemaun, Eben, después de que el sheriff se hubiera transformado
voluntariamente para defender su ciudad. Esa parte de la historia era del dominio
público entre los vampiros, pero lo que sabían pocos de ellos —lo que Dane sabía
porque se lo había contado Stella— era que el vampiro que había transformado a
Dane, Marlow, había sido asesinado por Vicente. La mayoría de los no muertos
creían que Eben los había matado a ambos.
A pesar del infierno que Marlow le había hecho pasar a Dane, de todos los apuros
y dolor que le había causado, él lo quería.
Vicente había matado a Marlow, así que Dane no reverenciaba la memoria de
Vicente, como lo hacía la mayoría de los vampiros. Vicente había sido lo más cercano
a un regente que habían tenido los no muertos, pero tenía mal genio y era
sanguinario, y Dane pensaba que estaban mejor sin él.
—Y ahora Bork Dela está aquí, amenazando con ponernos a todos en evidencia
—dijo Dane—. Y habéis pensado que lo mejor es continuar como si nada y dejar que
haga lo que quiera.
—Dane, existe una profunda división filosófica entre los de nuestra raza. No
todos pensamos que eso vaya a ser la tragedia que tú piensas.
—No veo que os unáis a él en los allanamientos de morada. ¿O sí lo hacéis? Tal
vez seáis vosotros sus chapuceros ayudantes.
Adler agitó una mano ante la nariz, como si quisiera disipar un olor desagradable.
—Ni remotamente. No siento ningún cariño por Bork Dela. Como te he dicho,
está loco de remate. Pero tampoco quiero convertirlo en mi enemigo. Por otra parte,
parece que tú sí quieres eso, en cuyo caso te aconsejaría que pongas tus asuntos en
orden.
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Dane se levantó de la silla, contento porque no iba a tener que destruirla, después
de todo.
—Me arriesgaré —dijo—. ¿Qué tiene que ver Dela con el ataque militar del que
te he hablado?
—No tengo ni la más remota idea —respondió Adler—. Diría que nada. Desde
luego, no es su estilo, y no le ha sucedido a nadie más.
—¿Lo ha encolerizado alguien más?
—Unos pocos desafortunados. Bork se ocupó de ellos personalmente. No es de
los que envían subordinados a matar por él.
—Pero viaja con guardias.
—Sí, cuando no quiere que lo interrumpan en sus asuntos. No es lo mismo.
También son no muertos. No usan armas como las luces UV.
En todo caso, Dane ya había pensado que ésa era una elección de armas extraña
para los vampiros; la mayoría de ellos no querría encontrarse dentro del radio de
acción de un arma semejante.
—Vale —asintió—. Eso puedo creerlo. ¿Dónde puedo encontrar a Dela?
Adler frunció los labios.
—Sin duda no puedes esperar que te diga eso —respondió, pasado un largo
momento.
—Sin duda quieres mantener intacto el Sargent.
—Muy bien —declaró Adler con un suspiro—. Si has sido un bárbaro, siempre lo
serás, supongo. Hay una isla que figura con el nombre de Cayo Braddock en los
mapas que se molestan en incluirla. Es la misma que antiguamente llamábamos isla
Harvey, y Cayo Raccoon. Está deshabitada según la versión oficial, pero en ella hay
una mansión de la época anterior a la guerra civil, cuando existía la creencia de que
con los suficientes esclavos se podía convertir cualquier sitio en habitable. Es allí
donde se aloja.
—Cayo Braddock.
—Te cuento esto porque sé que no hay manera de que puedas sobrevivir al
intento de encontrarlo allí. Eres un tipo duro, Dane. Eso lo has demostrado. Pero él es
Bork Dela, y no está solo.
—¿Y qué te hace pensar que yo sí lo estoy?
—A menos que me haya equivocado del todo contigo, no eres de la clase de tipo
que involucra a otros en una misión suicida.
—Si descubro que lo has puesto sobre aviso —le advirtió Dane, sabedor de que
necesitaría al menos un día para preparar el viaje hasta la isla—, desearás haberte
suicidado hace mucho tiempo. ¿Lo tienes claro?
—Perfectamente claro —replicó Adler—. No tengas la más mínima preocupación
por ese lado. No estoy en absoluto interesado en contarle a Bork Dela que te lo he
entregado. Aún pienso que te has embarcado en un disparate, joven Dane. Pero no
apostaría mi vida por ello.
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11
—¿Te encuentras bien, Ana?
Ella no respondió durante un segundo. Ananu había estado dentro del cuarto de
baño de AJ, vomitando, durante los últimos minutos. La vivienda era lo bastante
pequeña como para que no pudiera evitar oírla, y empezaba a sentir el estómago un
poco revuelto.
—Estoy bien —respondió ella, al fin, con voz ronca. Tiró de la cadena de la
cisterna del inodoro y Mitch oyó correr el agua. Pasaron unos cuantos segundos antes
de que se abriera la puerta del lavabo. Ananu estaba allí de pie, con una camiseta
blanca y unos calzoncillos boxer de algodón que Mitch había encontrado en la
cómoda de AJ. Aquel día le había comprado unos tejanos y un par de camisetas, ropa
interior y calcetines, e incluso unas deportivas Day-Glo anaranjadas que a él le
recordaban los conos de tráfico pero que pensó que a ella le gustarían. Sin embargo,
se había olvidado de comprar ropa para dormir. Ana tenía menos de la mitad de la
edad de él, era incluso más joven de lo que habría sido Karin si hubiese estado viva, y
se sentía extraño al observar cómo se le movían los pechos debajo de la camiseta y
los pezones formaban diminutas tiendas de campaña en una tela en la que nunca antes
se habían formado tiendas de campaña.
En especial, habida cuenta de que estaba enferma y se le habían quedado unas
pocas manchitas de vómito en la manga derecha. Tenía la cara verdosa, cosa que
podía deberse al fluorescente que había encima del lavamanos del baño. Pero aquella
luz quedaba detrás de ella, a su espalda; la mayor parte de la luz que la iluminaba en
ese momento procedía de la bombilla de incandescencia del pasillo.
—No tienes buen aspecto.
—Bueno, estoy vomitando hasta la primera papilla. ¿Qué aspecto quieres que
tenga, el de Beyoncé?
Mitch se pasó una mano por el pelo corto.
—No sé quién es ésa… Es una cantante, ¿verdad?
Ana se enjugó la boca con el dorso de una mano y lo miró como si le hubieran
brotado brazos de la cabeza.
—Verdad —asintió.
—Si no era una de las Ronettes, es probable que no haya oído hablar de ella —
explicó Mitch—. Musicalmente me quedé atascado en los cincuenta, y nunca acabé
de pasar de 1967. Cualquier historia que no pueda contarse con tres acordes y unas
cuantas armonías dulces no vale la pena contarla. Completa eso con una muralla de
sonido y tendrás una novela épica, según yo lo veo.
—Supongo que por eso tienes todos esos vinilos y ningún CD.
Mientras Mitch estaba de compras, Dane le había hablado a Ana del apartamento
que Mitch tenía en Congress Street, incluyendo la «muralla de vinilo» del salón que
el propio Mitch le había descrito a Dane. Si quienquiera que los había atacado en el
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almacén le hacía algo a su colección de discos, se vería obligado a patear algún culo.
—Intento llevar una vida simple.
—De simplón, más bien.
—Oye, ¿necesitas que llame a un médico, o algo así?
—No lo sé, ¿vale? Tengo el estómago revuelto. Pienso que tal vez es la píldora
del día después que está haciendo efecto. Al menos es lo que espero, porque no
quiero tener la gripe, encima.
—Esperemos que no, porque en esta casa no hay sitio para nosotros dos y,
además, tus gérmenes.
Lo que pasaba por corredor no era más grande que el cuarto trastero de su
apartamento. Además del cuarto de baño y del dormitorio que usaba Ana, una tercera
puerta ocultaba un armario empotrado de ropa blanca. Una puerta conducía a la zona
de comedor y sala de estar, con una pequeña cocina en el otro extremo. En la cocina
se abría una nueva puerta que daba al patio trasero, que estaba tan cubierto de maleza
que parecía la selva. Dado que ya había estado antes allí, Mitch no había esperado
lujos, pero confiaba en que la muchacha no se sintiera demasiado decepcionada con
el alojamiento.
Ana avanzó medio paso, y entonces parpadeó al tiempo que comenzaba a
inclinarse hacia él y se sujetaba a la jamba de la puerta en el momento en que Mitch
extendía los brazos para parar la caída de la muchacha. Ella parpadeó un par de veces
más y le dedicó una sonrisa torcida.
—Supongo que será mejor que vuelva a la cama.
—¿Quieres agua o alguna otra cosa?
—Un vaso de agua me iría bien, gracias —dijo ella. Dio la vuelta y entró en el
dormitorio. Mitch fue a la cocina y llenó de agua un vaso grande. Cuando regresó al
dormitorio con él, Ana se había metido en la cama y respiraba con regularidad.
Profundamente dormida. Mitch dejó el vaso de agua en la mesita de noche junto a la
cama y volvió a su sitio del sofá.
Se tumbó con la sábana subida hasta el pecho, mientras deseaba que AJ no fuera
un bastardo tan miserable como para no querer gastarse dinero en aire acondicionado.
¿Cuánto podía costar refrescar una caja de zapatos como ésa? Había conocido días
estivales húmedos en Detroit, pero nada semejante a esto. Aquel lugar parecía ser un
tipo de infierno particular. Por un momento deseó haber tenido la posibilidad de
regresar a Detroit tras el primer verano pasado aquí, pero aquel error profesional lo
había enviado a donde ahora vivía, por el bien de su salud. No podía volver a Detroit.
Y el error profesional cometido aquí le había costado casi todo lo demás que le
quedaba en la vida.
Le picaba el pecho a causa del calor y la humedad, el sofá tenía un muelle que se
le estaba clavando en los riñones, y habían intentado matarlo. «Cada vez que piensas
que ya has tocado fondo…».
En alguna parte sonaba el zumbido agudo de un mosquito, pero no veía dónde
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estaba el pequeño bastardo. Supuso que iba a tener que esperar a que se posara sobre
él, y entonces podría matarlo de un manotazo, esperaba que antes de que lo picara.
«¿Dane es así?», se preguntó. ¿Pasa de una víctima a la siguiente, bebiendo
sangre, sin saborear nunca el marisco fresco, la pasta o el pollo kungpao? Los
mosquitos, salvo raras excepciones, no mataban a la víctima. Mitch suponía que Dane
era más como un tiburón, una implacable máquina de matar a la que sobrevivían muy
pocos.
Sin embargo…, a pesar de lo que Dane era, una persona tan fantástica y
aterrorizadora, Mitch no se había sentido amenazado por él ni por un segundo. Había
llegado a creer de verdad que Dane era un vampiro; a regañadientes, pero al final no
había hallado ninguna otra explicación posible para las cosas que Dane le había
mostrado y contado. «¿Cómo llamaban a eso? Navaja de Occam. Sí, eso es». La
explicación más simple era siempre la correcta, por muy descabellada que pareciese.
También pensaba que Ana estaba a salvo bajo la protección de Dane. Tan a salvo
como en cualquier otra parte. Mitch tenía las dos Mossberg cargadas, una apoyada
contra el sofá y la otra junto a la puerta delantera, preparadas para usarlas a la más
ligera señal de problemas. Haría lo que pudiera, pero, de algún modo, pensaba que si
las cosas se ponían mal de verdad, querría que Dane estuviera a su lado.
«Puede que el tipo sea un monstruo, pero a veces es necesario tener un monstruo
cerca».
Volvió a oír el mosquito, dio un manotazo al aire, y en silencio rezó para pedir
que Dane regresara lo antes posible.
Bork Dela.
Nada de lo que Dane había oído de él a lo largo del tiempo hacía que tuviera
ganas de enfrentarse con el vampiro.
Dela era, hasta donde podía determinar, absolutamente sanguinario, incluso para
ser un no muerto. No mataba sólo para vivir, sino que disfrutaba haciéndolo,
transformando la muerte en su pasatiempo.
Le gustaba ver durante cuánto tiempo podía prolongarla, según decían las
historias. O cuán dolorosa podía lograr que fuese. Algunos decían que era capaz de
posponer el momento de alimentarse si eso significaba que podía observar sufrir a un
humano durante ese tiempo.
Los vampiros ya tenían bastante mala prensa sin que hubiera especímenes así
dando vueltas por ahí.
La primera vez que Dane recordaba haber tenido noticia de la existencia de Bork
Dela había sido durante la segunda guerra mundial. Por entonces, Dela era un
hombre, no un vampiro. A pesar de que era rumano, se había ganado la confianza de
Hitler y se había convertido en uno de los consejeros más íntimos del demente
dictador.
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Decían los rumores que Bork Dela había sido quien había introducido al Führer
en el mundo de las ciencias ocultas, que Hitler había adoptado de inmediato. Este
había dedicado considerables recursos, el más notable de los cuales había sido la
creación de las SS, para adquirir conocimientos de lo sobrenatural. Bork Dela
también había continuado trabajando en esa dirección, hasta el punto de llamar la
atención —probablemente debido a sus propias investigaciones— de la comunidad
vampírica. Una vez transformado, Bork Dela había vuelto de inmediato a trabajar
junto a Hitler, y se le dio por desaparecido después del suicidio del dirigente nazi.
Otro rumor decía que la muerte de Hitler no había sido en absoluto un suicidio,
sino que Dela, al darse cuenta de la realidad de la situación, había matado a su patrón
y se había alimentado de su sangre. Por todo lo que había oído contar de Dela, Dane
no tenía ningún problema en creer esa historia. Bork Dela podría haber tenido la
sangre de todos los dementes megalómanos de la historia corriendo por sus venas.
Era obvio que Dane no tenía objeciones a la idea de que era necesario hacer algo
con respecto a la situación creada por Dela en Savannah. La ciudad sólo podía ser
adecuada para su especie si conservaba su integridad. Pero Dela era duro, casi
imposible de matar.
Si tenía que ser Bork Dela, pues que así fuera y al diablo con las consecuencias.
Dane ya se había enfrentado antes con retos difíciles, y siempre había salido con bien
de ellos.
Si uno consideraba que continuar siendo un chupasangre casi inmortal era estar
bien.
Algunas noches, Dane tenía sus dudas. Hasta el momento, siempre había logrado
dejarlas a un lado y continuar adelante.
Mientras conducía la camioneta de AJ de vuelta a Pooler por carreteras rurales tan
oscuras que las estrellas atravesaban la fina capa de nubes, él podría haber sido el
único ser pensante en doscientos kilómetros a la redonda. La oscuridad siempre había
sido un refugio natural para su raza, un territorio que el mundo humano podía visitar
pero nunca conocería de verdad.
La última vez que Dane había estado al sol había sido en la primavera de 1859.
El problema del esclavismo estaba llegando a su punto crítico, pero Nueva York
era partidaria de la abolición en su inmensa mayoría. Aquel día había sido una de
aquellas primeras jornadas soleadas y tibias que llegan después de que uno haya
empezado a pensar que el invierno no se acabará nunca, y entonces, de repente, se
encuentra quitándose el abrigo antes de darse cuenta de que ya no se congela.
Iba andando del trabajo a casa —era un oficial carpintero que estaba haciendo
armarios empotrados para una distinguida casa nueva de Harlem—, y se había
cruzado con lo que parecía un desfile que bloqueaba Broadway. Con el abrigo echado
sobre el hombro, se había detenido a ver qué era aquella conmoción, y por las
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pancartas y consignas se había dado cuenta de que se trataba de una manifestación a
favor del esclavismo. Debía constar de unas trescientas personas. Serpenteó entre la
multitud, ansioso por ver qué clase de neoyorquinos creían que era una buena idea
comprar y vender a otros seres humanos por la simple razón de que habían nacido
con la piel oscura y procedían de África en lugar de haber nacido en Europa. No
podía entender tal cosa; siempre había estado convencido de que era algo privativo de
sureños ignorantes, y que no podía ganar adeptos en un lugar tan sofisticado como
Nueva York.
Y sin embargo, ahí estaban, trescientos neoyorquinos marchando por Broadway
en una tarde de finales de primavera, con el sol poniente iluminándolos entre los
edificios. Dane tuvo que echar una segunda mirada al darse cuenta de que conocía a
algunos de los manifestantes.
Hermán Koslowski, el maestro carpintero del que él había sido aprendiz, el
corpulento polaco que le había enseñado a encontrar el corazón de un trozo de
madera, darle forma y esculpirla, y unirla a sus compañeras para hacer cualquier
cosa, desde la más pequeña de las cajas hasta la más grande de las mansiones.
Deila Carmony, que había vivido en la casa de al lado de la de sus padres desde
que él tenía diez años. Ya con treinta y dos, Dane tenía su propia vivienda, pero aún
veía a Delia Carmony casi cada semana.
Dane negó con la cabeza, atónito. Personas a las que había llamado amigos se
manifestaban para apoyar el esclavismo. Se sintió como si alguien le hubiese dado un
golpe en el estómago con el puño cargado de monedas. Tal vez si hablaba con ellos,
con Hermán y Deila (ella tenía el pelo blanco y la cara arrugada y pequeña, como si
se hubiera derrumbado durante los últimos años), podría explicarles por qué estaban
equivocados. Tal vez lo único que sucedía era que no habían entendido algo.
Pero ya habían pasado de largo. Echó a andar tras ellos. La multitud de gente que
contemplaba la manifestación se había hecho más densa —la mayoría, contrarios al
esclavismo, abucheaban a los manifestantes y los insultaba— y no pudo atravesar el
gentío con la misma facilidad de antes. Para cuando llegó a la fila delantera de
espectadores, la manifestación había pasado. Dane se dispuso a seguirla con la
intención de dar alcance a sus amigos.
No se le ocurrió que a los observadores podía parecerles que era un miembro más
de la manifestación a favor del esclavismo, un poco lento de reacciones pero aún lo
bastante convencido como para marchar Broadway abajo.
Tres manzanas más allá, esa falsa impresión se le hizo más que evidente.
Un hombre corpulento con puños como jamones salió de la muchedumbre en el
momento en que pasaba Dane. Con marcado acento irlandés masculló algo que Dane
no entendió, y cuando Dane no reaccionó de manera apropiada, uno de esos enormes
puños se estrelló contra uno de sus pómulos, justo debajo del ojo. Su cabeza fue
proyectada hacia atrás mientras en su campo visual estallaban destellos de colores,
como fuegos artificiales. El tipo continuó con un puñetazo de izquierda en el otro
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pómulo de Dane, y sus pies parecieron resbalar al aflojársele las rodillas. Para cuando
llegó al suelo, el hombre se había reintegrado a la multitud. Otro par de personas, que
se sintieron más valientes después de que el irlandés lo hubiera derribado, salieron de
la muchedumbre para patearlo. Una mujer, de más edad que Deila Carmony, le
escupió una espesa masa de flema a la cara y lo insultó con una palabra que él no
pensaba que conocieran las ancianitas.
Con toda la rapidez posible, Dane se puso de pie y corrió en la dirección
contraria, alejándose de los manifestantes. Cuando llegó a un lugar en el que la gente
no lo había visto antes, se metió entre la multitud, la atravesó y luego se escabulló por
una calle lateral. El sol había acabado de ponerse y el cielo de primavera se había
vuelto púrpura y azul oscuro, como, pensó, sucedería con su ojo dentro de poco.
Mientras encendían las farolas de gas, deambuló por las calles repasando los
acontecimientos de los últimos cuarenta minutos, más o menos, y preguntándose en
qué se había equivocado.
¿Cómo podía pasarle eso en las calles de su propia ciudad? ¿Cómo podían sus
amigos cometer un error semejante, y cómo unos perfectos desconocidos podían
creer, sin más, que él había cometido el mismo error y atacarlo como lo habían
hecho? ¿Acaso no quedaba ni una sola persona cuerda en el mundo?
Había estado caminando, cabizbajo y con las manos metidas en los bolsillos del
abrigo, más atento a las preguntas que le daban vueltas por la cabeza que a la
dirección que seguía. Más o menos en el momento en que se dio cuenta de que no
sabía dónde estaba, reparó en un hombre que caminaba solo al otro lado de la
estrecha calle.
—Disculpe, señor —dijo Dane—. Me parece que me he adentrado sin querer en
territorio desconocido. ¿Podría decirme hacia dónde queda Broadway?
El hombre se detuvo y miró a Dane desde la acera opuesta.
Era un tipo de aspecto singularmente desagradable, al menos hasta donde Dane
podía determinar. Un sombrero de fieltro de ala ancha sumía en sombras una parte de
su cara, pero la poca luz que le llegaba desde las farolas de gas permitía ver a un
hombre robusto de mandíbulas prominentes, labios finos y nariz un poco bulbosa. Su
piel era tan pálida como la delgada luna creciente que flotaba a baja altura en el cielo
nocturno. Sus ojos —lo que Dane podía ver de ellos— parecían negros y sin vida.
—Broadway, hmm… —respondió, después de contemplar a Dane durante varios
segundos—. Sí, sí, supongo que podría.
El desconocido comenzó a cruzar la calle. Dane podía oírlo sin ningún problema
desde donde se encontraba. Algún instinto primario de Dane prefería que el hombre
se mantuviera a distancia, y cuanto más se le acercaba, más quería Dane alejarse de
él.
Pero uno no ahuyentaba a un hombre mayor, en especial cuando se había ofrecido
a ayudarlo. El hombre se detuvo a menos de medio metro de Dane, con los labios
fruncidos como si meditara sobre un tema de cierta complejidad.
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—Broadway, ha dicho.
—Así es —respondió Dane, que comenzaba a pensar que había cometido un error
al pedirle ayuda a aquel hombre en particular. Le llegó un olor extraño, como de
carne dejada sin salar durante demasiado tiempo—. Pero estoy seguro de que podré
encontrarla si…
—Tonterías —lo interrumpió el hombre—. Está justo… —Levantó la mano
izquierda para señalar calle abajo, y la derecha como para acercarse a Dane,
rodeándolo por los hombros como si quisiera asegurarse de que se encontrara en el
ángulo visual correcto de la dirección que le indicaba.
La cortesía hizo que Dane se dejara arrastrar por el abrazo parcial del otro
hombre. Se encogió al sentir sobre el hombro, a través del abrigo, la mano nudosa,
parecida a una zarpa. El olor a carne en mal estado se hizo más fuerte.
—… justo ahí —continuó el hombre—. Unas pocas manzanas en esa dirección, y
luego gire a la izquierda y…
Dane sintió el aliento caliente del hombre en el cuello. Estaba a punto de librarse
del abrazo con unas cuantas palabras bien escogidas, cuando la mano que tenía sobre
el hombro apretó con más fuerza, y los dedos atravesaron tela y carne por igual. Dane
gritó e intentó soltarse. El hombre lo atrajo más hacia sí, y su otra mano le rodeó la
garganta. Dane se defendió con los puños, pero sus golpes no surtieron el más
mínimo efecto. Era lo mismo que golpear un árbol o un muro.
Entonces, el hombre usó algo —una garra, un cuchillo oculto, Dane no pudo ver
qué era— para abrirle un tajo en la garganta. Mientras el mundo se le oscurecía, Dane
vio manar una fuente de sangre de debajo de su propio mentón, y oyó cómo caía
sobre el adoquinado con un sonido líquido.
Cuando Dane despertó por fin, los párpados le raspaban como si alguien se los
hubiera recubierto de arena seca.
Lo habían llevado al interior de algún edificio, con las paredes de piedra desnuda y el
techo de hojalata. Se sentía extraño, con todo el cuerpo dolorido y débil como un
recién nacido. Antes de que Dane pudiese intentar siquiera levantarse, el hombre de
la calle apareció en su campo visual. Ya no llevaba puesto el sombrero, y Dane vio
que su cabeza era calva y redonda como una bala de cañón. No era en absoluto más
agraciado que antes.
—Bienvenido —dijo el hombre—. Imagino que tendrás un montón de preguntas.
Haré todo lo que pueda por responder a ellas y ayudarte a encontrar el camino en este
nuevo mundo.
—¿Nuevo mundo…? —repitió Dane, incapaz de decir nada más.
—Ya lo verás… muy pronto —afirmó el hombre. Intentó dedicarle una sonrisa
que le salió como una mueca dolorida—. Me llamo Marlow.
Y tú, hijo mío… vivirás eternamente.
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12
—Necesitamos una barca.
Mitch se incorporó de golpe en el sofá, al tiempo que se apoderaba de la escopeta
que estaba apoyada verticalmente a su lado, pero golpeó una mesa con la culata y
volcó un vaso de agua.
—¡Mierda! —exclamó—. ¿Eres tú, Dane?
—Si no lo fuera, lo más probable sería que ya estuvieras muerto.
—Lo siento. Supongo que me he quedado dormido.
—Han sido unos días muy largos —admitió Dane. Cerró la puerta delantera al
entrar, y se sentó en una silla de imitación de cuero—. No ha habido ningún percance,
supongo. ¿Cómo está Ana?
Mitch se libró de la sábana que lo cubría y dejó la escopeta otra vez en su sitio. Se
volvió para plantar los pies con firmeza en el suelo, y a continuación apoyó los codos
en las rodillas y la frente en las manos.
—No está bien, Dane. Ha estado levantándose y sufriendo náuseas, vomitando
toda la noche.
—Tal vez ha sido el medicamento que ha tomado.
—Eso es lo que ella pensaba —asintió Mitch—. No lo sé.
Se irguió para mirar a Dane a los ojos.
—Yo tuve una hija en el pasado, Dane. Murió hace mucho tiempo. Pero nunca he
olvidado cómo fue el embarazo de Marie. Durante el primer trimestre parecía que
casi todas las mañanas estaba igual que Ana ahora. Blanca como el papel, ¿sabes?
—Entonces, ¿qué? ¿Piensas que ya estaba embarazada? Si fuera de la violación,
no presentaría síntomas tan pronto.
—Ella ha dicho que no tiene novio ni nada.
—Se alteró mucho al respecto, cuando estábamos en el almacén. Dijo que no
podía permitirse quedar embarazada, y tuve la sensación de que no lo estaba de antes.
—Yo podría estar equivocado.
—Podrías estarlo. O puede que ella no lo supiera. ¿Está dormida, ahora?
—A menos que la hayas despertado cuando entraste… —Mitch enderezó el vaso
que había caído, que ya estaba casi vacío—. En cuyo caso, estará sentada ahí dentro,
escuchando todo lo que decimos, porque la casita de AJ no es lo bastante grande
como para ofrecer privacidad.
Dane se levantó, avanzó hasta el minúsculo vestíbulo, y escuchó desde el exterior
de la puerta del dormitorio. La respiración de la muchacha era regular y profunda. El
olor extraño que emitía —aquel perfume que él había seguido a través de la ciudad—
se había intensificado.
Decidió no despertarla aún, y regresó a la silla.
—¿Qué has dicho antes sobre una barca? —le preguntó Mitch.
—¿Conoces un sitio llamado Cayo Braddock?
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Mitch lo pensó durante un instante.
—No.
—¿Y qué me dices de Cayo Raccoon? ¿Isla Harvey?
—Creo que ésos sí los he oído. Aunque, por otro lado, no suelo navegar mucho.
—Necesito ir a Cayo Braddock. Me han dicho que es donde está el Verdugo.
¿Conoces a alguien que tenga una barca que pueda prestarnos?
Mitch sonrió.
—Casi detesto decirlo.
—¿En serio? ¿AJ tiene una barca?
—Cuando es más feliz, es cuando está sobre el agua. Por eso vive en esta
humedad; es barato y le permite dedicar más dinero a la barca.
—Vamos a contraer con él una deuda bastante grande.
—Va a refunfuñar mogollón, pero creo que, en realidad, esto está gustándole
bastante. El trabajo de taxista no es el más emocionante del planeta, ¿sabes? Así que
aunque en realidad no le hemos contado lo que está pasando, creo que está
disfrutando de todos modos al ayudarnos.
—Quiero ir allí en cuanto anochezca —dijo Dane. Ya eran las tres de la
madrugada—. Podemos quedarnos aquí durante el día y organizar un poco las cosas.
Pero tengo que salir lo antes posible después de que se ponga el sol, antes de que
nadie pueda advertirle que voy hacia allí.
—¿Has averiguado quién es el Verdugo?
—Sí, lo he averiguado —replicó Dane—. ¿Por qué no vuelves a dormirte, Mitch?
Yo haré guardia hasta la mañana, y luego puedes relevarme mientras yo descanso un
poco.
—Me parece bien. —Mitch reprimió un bostezo y se tumbó de inmediato.
Dane se quedó sentado en la silla mientras la respiración de Mitch adoptaba un
ritmo pausado. Los grillos del exterior guardaron silencio al aproximarse el
amanecer, pero su estridente alboroto fue reemplazado por el canto de los pájaros.
Justo cuando la luz gris de la mañana comenzaba a entrar por la ventana delantera,
Ananu se levantó y entró en el cuarto de baño. Dane prestó atención por si oía algo
que indicara que tenía náuseas, pero sólo la oyó orinar y luego tirar de la cadena. El
agua del lavamanos corrió durante un minuto. Pasó otro minuto, y luego la puerta se
abrió y ella entró en la sala de estar. Tenía el pelo enredado y los párpados medio
cerrados, como si le convinieran unas cuantas horas más de sueño, pero le dedicó a
Dane una débil sonrisa. Pensó que el incisivo desportillado añadía encanto y
vulnerabilidad a su aspecto, que sin él podría parecer distante, inasequible.
—¿Te sientes bien? —le preguntó.
—No lo sé. Me siento rara. Tengo el estómago realmente alterado. Y, no sé, tengo
un poco de vértigo, de mareo.
—¿Cómo si tuvieras gripe?
—No lo sé. No tengo los dolores musculares ni la fiebre.
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«Bueno, pues ya está, entonces, ¿no?», Dane miró a Mitch, que se movió pero
continuó dormido. Le hizo un gesto a Ana para que lo acompañara a la cocina. Los
azulejos de la encimera eran amarillos, las paredes blancas y la ventana daba al este,
así que el cielo cada vez más luminoso alumbraba esa habitación antes de llegar al
resto de la casa.
—¿Estás embarazada, Ananu?
—No veo cómo. Quiero decir, antes de la otra noche.
—¿No has estado con nadie recientemente?
—La verdad es que no salgo mucho —dijo ella—. La señora Waylons no ha
estado bien de salud. Necesita… Necesitaba tenerme cerca casi todas las noches.
—¿Estás segura?
Ella le dedicó una sonrisa con los labios apretados.
—Cuando una no tiene mucha vida social, recuerda la poca que tiene.
—Eres una joven muy inteligente y atractiva, Ananu. Me resulta difícil creer que
no salgas más.
—Lamento decepcionarte —replicó ella—. La señora Waylons me pagaba bien.
Supuse que podría ahorrar un poco, y luego, después de un par de años, volver al
colegio y acabar mi educación, ¿vale?
—Eso me parece que tiene sentido.
—Me alegra saber que lo apruebas.
—Lo que yo apruebe no tiene nada que ver. Sólo estoy intentando dilucidar cuál
es la situación.
—La situación es que piensas que estoy preñada, y yo estoy empezando a pensar
que tal vez tengas razón. Sé que nunca antes me he sentido así. Lo único que sucede
es que no sé cómo ha podido suceder.
—En general, existe una sola manera —dijo Dane.
Vaciló. Había una variación de esa manera, tan rara que casi resultaba
impensable.
Mientras Ananu se vestía y Mitch se levantaba y empezaba a preparar el
desayuno para los dos que no se habían alimentado durante la noche, Dane se sentó
en la silla de imitación de cuero y se quedó mirando por la ventana, mientras
asimilaba y procesaba las ramificaciones de lo que le sucedía a Ananu.
Como sucedía con el mundo humano, el mundo vampírico tenía sus propios mitos
y leyendas. Algunos de éstos estaban basados en hechos; otros eran inventados y se
propagaban porque contenían alguna lección o moraleja instructivas.
El ajo, por ejemplo; se decía que los vampiros le tenían miedo. La verdad era que
el ajo tendía a crecer mejor en los climas soleados y templados. Al advertir en contra
del ajo, los vampiros en realidad se referían a que había que evitar el sol.
Otra de las historias que Dane había oído implicaba los embarazos entre vampiros
y humanos.
No debería ser posible. A fin de cuentas, los vampiros estaban muertos, y los
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muertos no procreaban. No de esa manera. Propagaban su especie transformando
humanos, alimentándose y compartiendo fluidos con ellos, pero con cuidado de no
destruir a las víctimas. La cópula básica parecía un atraso, un regreso a la humanidad
que tanto les entusiasmaba haber dejado atrás. ¿Y por qué iba un vampiro a decidir
confraternizar de esa manera con un ser inferior?
El propio Dane había confraternizado una o dos veces. Pero él no compartía
necesariamente la opinión de que todos los vampiros eran superiores a todos los
humanos. Había gilipollas y capullos en ambos campos, y también individuos
extraordinarios, si buscabas con el ahínco suficiente.
«No busques con demasiado ahínco, Dane —pensó—. ¿Individuos
extraordinarios como Stella Olemaun, tal vez?».
Era mejor no pensar en eso.
De algún modo, los cuentos de viejas pervivían. Marlow solía contar un par, y
casi todos los vampiros antiguos que Dane había conocido parecían conocer otros. No
había dos que fueran exactamente iguales, y Dane nunca se había molestado en
seguirles la pista, como podría hacer un antropólogo, hasta hallar una raíz común.
Había supuesto que no eran más que un montón de disparates.
El único elemento común que compartían todas las historias, además del
argumento básico, era la conclusión. En cada una de las historias de embarazo que
había oído Dane, con independencia de cómo hubiese tenido lugar la unión, el
resultado final era que nacía un bebé. Puesto que se sabía que dicho niño estaría
irremediablemente contaminado de sangre humana, era decapitado al nacer (o, en
unos pocos casos, abandonado en el exterior para que lo incinerara el sol al salir).
Así pues, Dane se preguntaba qué significaría si Bork Dela había inseminado a
Ananu pero luego le habían arrebatado el premio antes de que llegara a término.
Y aunque fuera imposible que concibieran un vampiro y un humano, cuando Bork
Dela estaba implicado, ¿quién sabía qué podía pasar? Dela había estudiado lo
sobrenatural durante décadas; era muy posible que se hubiera encontrado con secretos
arcanos y prohibidos que nadie más conocía.
¿De verdad podría haber sembrado su semilla en Ananu? Y, en caso afirmativo,
¿podría estar manifestándose ya el embarazo? La respuesta a ambas preguntas
debería ser un no.
Pero cuando el vampiro en cuestión era Bork Dela, no se podía estar demasiado
seguro de nada.
Dane tendría que mantener bien vigilada a Ananu, sólo por si acaso.
Sin embargo, de momento tenía que llegar hasta Cayo Braddock. Bork Dela se
había quedado allí más de lo debido. Y tanto si le gustaba como si no, por el bien de
todos ellos, daba la impresión de que iba a tener que ser Dane quien se ocupara de él.
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La barca de AJ era una Sea Ray Weekender de 1987 con el nombre Crisis de los 40
pintado en la popa. AJ no quiso prestársela, «ni hablar», dijo, pero les aseguró que los
llevaría hasta donde necesitaran ir.
En cualquier caso no estaba muy ansioso por quedarse en Savannah porque,
según les contó, un par de chuchos (no llegaban a sabueso) arrogantes y vestidos con
traje habían llamado para solicitar sus servicios, y cuando llegó, se encontró con que
lo único que querían era hacerle preguntas acerca de las abolladuras de la parte
posterior del taxi y saber si había andado por la zona de los muelles la otra noche.
Estaba bastante seguro de haberlos convencido de que le ladraban al árbol
equivocado, pero, de todos modos, si tenía que pasar un par de días en el mar, no
sería demasiado malo.
En cualquier caso, estaba orgulloso de su embarcación, y les habló a Dane y a
Ananu del motor Mercruiser de 255 caballos de fuerza, y del casco de fibra de vidrio
y resinas compuestas, además de agregar otros detalles que Dane no retuvo durante
más de unos minutos. Bajo cubierta había una pequeña cocina y una mesa de
comedor, un retrete y un camarote en forma de «V» con una cama de buen tamaño.
Ananu pasó la mayor parte del viaje allí, cerca del retrete, porque entre su estómago
alterado y el movimiento de las olas había sufrido una fuerte recaída.
Sin embargo, después de que AJ les hablara del interrogatorio, Dane no estaba
dispuesto a permitir que nadie se quedara en casa de AJ durante una sola noche más.
Si habían encontrado su taxi, podían encontrar la casa, y no quería pasar por otro
ataque con luces UV y armas automáticas. Si de verdad encontraba a Bork Dela, la
cosa no sería un paseo por el campo, pero Dane esperaba que sería más fácil tratar
con el vampiro que con quien fuera que iba tras ellos.
Subieron a bordo del barco en el puerto deportivo Fountain Marina, situado al
otro lado de la calle. AJ se ocupó del timón, y manejó con destreza la embarcación
para sacarla del puerto al río Wilmington. Por babor, dejaron atrás la isla de
Whitemarsh, para luego hacer un viraje cerrado a estribor y bajar por el río Skidaway,
entre la isla Ditch, el islote de Hope y la isla de Pigeon, que quedaban a estribor, y la
enorme isla Wassaw, a babor. Por debajo de la isla de Pigeon, el río Skidaway se unía
al río Moon, y luego, en rápida sucesión, al Burnside, al Vernon y al Green. Esto los
llevaría hasta un punto situado justo al norte de la isla Harvey, luego a Cayo Raccoon,
y finalmente a Cayo Braddock, según AJ, que pescaba en esas aguas siempre que
podía.
Mitch se hizo con el control de la radio. Al no encontrar su emisora favorita de
música de la década de 1970, se decidió por el rock clásico. Dane se retrepó y sintió
el movimiento de vaivén de la barca mientras escuchaba a Neil Young cantándole a
un viejo, diciéndole que él era muy parecido al viejo. De modo inevitable, Dane
volvió a pensar en Marlow.
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Marlow era un bastardo, de eso no cabía duda.
Era sanguinario incluso cuando no tenía por qué serlo. Creía que el más bajo de
los vampiros era superior a la porquería humana en todos los sentidos, y que él era
superior a todos los otros vampiros. Tal vez Vicente y Lilith eran la excepción a esa
regla, pero había ocasiones en las que Dane no estaba tan seguro de que así fuera.
Cuando estaba vivo, había sido Roderick Marlow, un delincuente de poca monta,
un matón con delirios de grandeza. Una vez transformado, lo primero que hizo fue
matar al hombre que dirigía la banda para la que él trabajaba; aunque entonces ya no
podría ascender en el escalafón, continuaba queriendo vengarse del tipo que había
tenido poder sobre él. Marlow se convirtió en una figura importante dentro del
mundo de los no muertos siguiendo el ejemplo establecido por el hombre a quien
tanto había detestado en vida.
Como maestro, Marlow era un completo desastre.
Le llenó la cabeza a Dane con una mezcla de hechos y ficción, y dejó que fuera
Dane quien discerniera —a veces con dolorosas consecuencias— qué era qué.
Cuando Dane le hacía preguntas que lo disgustaban, aunque fuese por razones que
Dane jamás hubiese podido entender, Marlow no dudaba en administrarle duras
palizas en lugar de darle respuestas.
Una de las peores tuvo lugar en 1863, durante la guerra civil.
Viajando de noche, viviendo en las sombras, a sabiendas de que ser vistos por
soldados armados significaba una destrucción casi segura, atravesaron en dirección
sureste una nación arrasada por los combates. Marlow afirmaba que el propósito era
demostrarle a Dane de qué manera tan horrible se trataban las personas entre sí, como
medio para inculcarle que carecía de sentido mostrarles cualquier tipo de
misericordia, porque la muerte rápida que les ofrecía un vampiro era, de hecho, algo
más compasivo que permitir a los humanos que vivieran hasta el final su propia
existencia.
Llegaron a Vicksburg, Misisipi, unos días después de que una prolongada
campaña del general Grant acabara con la rendición de la ciudad por parte de los
confederados. Vicksburg y sus alrededores habían sido el campo de una batalla tras
otra, y la ciudad había sido bombardeada hasta quedar convertida en escombros casi
por completo. En ese momento, cuando el calor del verano se consolidaba en la
región, llegaron las secuelas, la limpieza. Tenían lugar enterramientos colectivos. Las
campanas de las iglesias, al menos de las que aún quedaban en pie, doblaban durante
horas, sin parar.
Y por los campos de batalla, rebuscando entre los muertos y agonizantes, había
vampiros.
Dane había aprendido que todos los campos de batalla atraían carroñeros. Buitres,
perros salvajes, ratas y otras criaturas de la naturaleza eran atraídas hacia los
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cadáveres de los hombres. Otros humanos se arrastraban de un cadáver al siguiente
para robarles el dinero, las botas y las armas.
Pero los vampiros, desesperados por víctimas fáciles, iban en busca de los
muertos recientes y los que estaban a punto de morir, de los que bebían sangre hasta
hartarse. Eran demasiado perezosos para molestarse siquiera en cazar, había dicho
Marlow. Todas las guerras de la historia humana los habían visto. Estos vampiros,
ahítos, se quedaban tumbados en los campos de batalla hasta que la salida del sol los
obligaba a correr para ponerse a cubierto. Para Dane eran tan despreciables como
mosquitos, y no merecían simpatía ni aprecio. Si él tenía que ser un vampiro, le había
dicho a Marlow, al menos quería serlo de una manera que demostrara valentía y
dignidad.
De pie al borde del canal Vicksburg, donde se habían amarrado docenas de barcas
fluviales para proporcionar cobijo a aquellos cuyas casas habían sido destruidas por
los bombardeos, Marlow se volvió contra Dane con cólera repentina. En aquellos
tiempos llevaba un bastón —una afectación, ya que no lo necesitaba para caminar—,
y con él golpeó a Dane salvajemente. Dane cayó al suelo y Marlow continuó con el
ataque, asestándole un atroz golpe tras otro. Cuando decidió que había acabado, dejó
de golpearlo con la misma brusquedad con que había comenzado y le tendió una
mano para ayudarlo a ponerse de pie.
—A veces, la verdad es que no sé cómo comunicarme contigo, Dane —dijo, con
una sonrisita en los labios—. Continúas actuando como si las características humanas
aún fueran algo digno de emulación. Valentía, dignidad, misericordia… esas palabras
ya no tienen significado para nosotros. Son ideas que dejamos atrás junto con nuestra
mortalidad, y menos mal que lo hicimos. Ahora eres uno de los nosferatu, Dane.
Cazas. Te alimentas, matas. Intentar aferrarte a las antiguas usanzas no te hace ningún
bien. Por supuesto, de vez en cuando, si ves un espécimen excepcional, puedes
decidir transformarlo o transformarla, como yo hice contigo, para continuar
mejorando nuestra especie con lo mejor que puede ofrecer. Pero ya ha llegado el
momento de que renuncies a intentar aferrarte a una humanidad de la que ya no
formas parte.
Y, desde ese día en adelante, Dane no transformó siquiera a un solo humano.
Mataba sólo cuando tenía que hacerlo, con el fin de sobrevivir. No lograba pensar
en los humanos como si fueran ganado. No podía perder el respeto que sentía por los
avances de la humanidad: sus grandes libros, filosofías, sus logros científicos, los
ideales de libertad y democracia que habían dado nueva forma al paisaje social del
planeta desde su nacimiento en el primer cuarto del siglo diecinueve.
A pesar de las palizas de Marlow, él nunca podría estar de acuerdo en que todos
los vampiros, incluidos aquellos mosquitos carroñeros que andaban entre los muertos,
eran más valiosos que cualquier mortal.
La disputa conduciría a confrontaciones aún más grandes en los años venideros.
—Dane.
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Dane se dio cuenta de que había estado navegando a la deriva por su pasado, en
lugar de prestar atención al presente. En la barca de AJ, Mitch se encontraba de pie
delante de él.
—Hemos llegado —dijo—. O estamos lo bastante cerca, en cualquier caso. Cayo
Braddock.
—No nos acerquemos demasiado —indicó Dane, volviendo a la realidad—. Si
Dela está aquí, no quiero que perciba que Ananu está cerca. Puedo aproximarme yo
solo en un bote, si AJ tiene uno, o nadando, en caso necesario.
—Tengo una Zodiac de nueve pies con motor fuera borda —dijo AJ—. Está ya
hinchada y preparada para usarse.
—Perfecto —respondió Dane. Se levantó del asiento y se desperezó. Había estado
pensando en historias del pasado cuando debería haber estado pensando en cómo se
enfrentaría con Bork Dela. Suponía que tendría que ocuparse de esa pregunta cuando
estuviera en la isla—. AJ, ¿sabe usted algo sobre Cayo Braddock?
—Apenas merece el nombre de isla —replicó AJ—. Con la marea alta queda
sumergida casi hasta la mitad. Un tipo que se llamaba Clayton Bowdoin se construyó
una mansión ahí, hace tiempo, al parecer como parte de un plan para levantar una
plantación. Tenía dependencias para esclavos, muelles, de todo un poco. Pero no
pudo hacer que la cosa funcionara ni siquiera con el trabajo de los esclavos. Resulta
difícil cultivar algo cuando la plantación está sumergida durante la mitad del tiempo.
Probó a traer hasta aquí barcos cargados de tierra con la esperanza de aumentar el
nivel del cayo, pero eso tampoco llegó a funcionar nunca. Al final se suicidó, o eso
dicen. Otra gente afirma que los esclavos se rebelaron y lo asesinaron en la cama. La
casa aún se mantiene en pie, pero está encantada. Al menos, ése es el rumor que
corre. Sin embargo, la gente tiende a mantenerse alejada de aquí, así que tal vez haya
algo de cierto en el rumor.
—¿Cree que los muelles aún siguen ahí?
—Lo estaban la última vez que lo comprobé, hace unos siete, tal vez ocho años. Y
que sigan ahí no significa que todavía estén en uso, ¿vale?
—Sólo me preguntaba si iba a poder amarrar la Zodiac a uno de ellos.
—Sí, es probable. Al menos habrá pilotes. Puede que se moje un poco entre allí y
la casa.
—Eso no es problema.
AJ había apagado las luces de la barca, que seguía resoplando hacia Cayo
Braddock a la luz de la luna y las estrellas. Cuando declaró que ya se habían acercado
tanto como él se atrevía a hacerlo, Dane miró, pero sólo vio la isla como una mancha
negra contra el agua oscura y el estrellado cielo nocturno.
Bajó al camarote para despedirse de Ananu. Estaba despierta, no se sentía bien, y
la dejó más convencida que nunca acerca de su situación. Sobre la cubierta, AJ había
soltado la Zodiac de su sitio en la popa y la había arrojado sobre las olas. Dane
prometió enviar algún tipo de mensaje cuando Mitch y AJ pudieran acercarse a la
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costa sin peligro, o regresar por su cuenta a tierra con la Zodiac, en caso necesario.
Cuando estuvo en mar abierto, con el motor zumbando y una mano en la caña del
timón, Dane pudo relajarse y dejar de fingir que era humano. Mitch conocía su
verdadera naturaleza, pero aún no se la había revelado a Ananu ni a AJ. Mantener la
ilusión era algo que, en el mejor de los casos, le consumía mucha energía.
Por fortuna, no sería necesario hacerlo con Bork Dela.
Pero ¿qué es lo que iba a ser necesario? Eso continuaba siendo un misterio.
Mientras la pequeña embarcación se deslizaba por las crestas de las olas y la isla se
definía cada vez más ante sus ojos, las altas palmeras recortándose como siluetas
contra el cielo estrellado, una punzada de miedo volvió a herirlo, y supo que muy
pronto descubriría qué iba a ser necesario.
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La descripción que AJ había hecho de los muelles resultó ser precisa. Aun después de
tantos años y de las condiciones de elevada humedad, unos pocos tablones de madera
podrida sobresalían de la orilla. No llegaban ni remotamente a tocar siquiera los
pilotes, algunos de los cuales sobresalían del agua a unos tres metros y medio o más
de los juncos que señalaban el borde de la isla. Algunos pilotes sueltos se mecían en
las suaves olas como hojas de hierba movidas por una brisa intermitente.
Dane apagó el motor cuando la silueta de la isla se hizo nítida, y remó el resto del
recorrido. La corriente lo empujó hacia los pilotes, y pasó de remar a usar el remo
para evitar ser lanzado contra la madera vieja. Se acercó al único que tenía aspecto
sólido y ató a él la Zodiac, y dejó el remo dentro de la embarcación.
Desembarcó y recorrió una corta distancia con la fresca agua hasta las rodillas. En
la línea de la costa, las juncias se adentraban como lanzas hacia el agua, y sus bordes
afilados como cuchillos le hicieron cortes al pasar entre ellas. La espesura allí era
selvática, y avanzó entre lianas y muchas plantas más para penetrar en la isla en
busca de cualquier atisbo de la casa de la que le había hablado AJ. El fétido olor
intenso del suelo fértil y la vegetación abundante se impusieron con rapidez al acre
aroma salado del mar.
Se encontró con un sendero que había sido muy concurrido durante largos años,
flanqueado a ambos lados por hierba alta. Al avanzar por él, alejándose de la orilla y
hacia donde esperaba que estaría la casa, no tardó en oír voces bajas. No distinguía
las palabras, sólo un murmullo de conversación por debajo del chapoteo de las olas y
del susurro del viento a través del follaje. Salió del sendero que había encontrado y se
acuclilló detrás de unos espesos matorrales.
Un minuto más tarde le llegó el olor.
Vampiros. ¿Buscándolo a él? Probablemente. A Dane no le parecía que Bork Dela
fuera de los que dejan la seguridad en manos del azar.
Esperó. Cuando aparecieron a la vista, supo que ya los había visto antes. Uno de
constitución pesada y cara grande, y el otro delgado, con largo pelo oscuro grasiento.
Eran los mismos con los que había luchado en el exterior del almacén en el que él y
Mitch habían encontrado a Ananu. Entonces, él no sabía a quién servían ni qué había
dentro del almacén. Si lo hubiera sabido, no habría permitido que se marcharan.
Pero ahora ya estaba mejor informado.
Cuando los dos hubieron llegado al lugar en que se ocultaba, el de cara grande
olfateó el aire, y al captar el olor de Dane, éste atacó.
—¡Allí está! —gritó el de constitución pesada cuando Dane se le echaba encima.
Dane tendió las manos hacia su cara en el momento en que él se volvía hacia su
compañero. Los dedos de la mano derecha de Dane se clavaron en la carne de detrás
de la mandíbula del vampiro. Entonces desplazó el peso de su cuerpo en dirección al
vampiro delgaducho. El de constitución robusta, que por reflejo intentaba soltarse,
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lanzó su propio peso en la dirección contraria. Dane tiró fuerte de su presa al intentar
alcanzar al chupasangre de pelo largo, y el de constitución pesada soltó un aullido de
dolor.
Dane estrelló la frente contra el mentón del vampiro delgado y lo hizo retroceder
dando traspiés. Luego se volvió y vio que el vampiro robusto iba hacia él con paso
tambaleante, con el costado izquierdo de la cara hecho jirones, los músculos y huesos
brillando a la luz de la luna y la sangre cayéndole sobre el enorme pecho.
Cegado por el dolor y la sangre, intentó golpear a Dane con un musculoso brazo,
pero erró. Dane esquivó fácilmente la acometida desplazándose un paso hacia un
lado, y se acercó al otro vampiro. El de pelo largo se había recuperado del ataque
sorpresa de Dane y cargaba hacia él con los colmillos desnudos. Dane detuvo la carga
y aferró dos puñados de grasientos mechones. Retrocediendo para aprovechar el
impulso del otro, hizo rotar al vampiro y lo sacó del sendero de un tirón, para
estrellarle la cabeza contra el árbol más cercano.
De una rama baja colgaba musgo español. Agarrándole el pelo con una mano,
Dane levantó la otra y rompió la rama cerca del tronco, dejando unos quince
centímetros en el árbol. El vampiro flaco gruñó e intentó arañar la garganta de Dane,
pero éste lo mantuvo sujeto por el pelo. Al fin, el vampiro se echó hacia atrás,
arrancándose el pelo de la cabeza con el fin de librarse de la presa de Dane. Pero ya
era demasiado tarde para salvarse: Dane unió ambos puños y golpeó con todas sus
fuerzas las costillas del otro. Cuando se dobló por la mitad de dolor, Dane le aferró la
cabeza con ambas manos y se la estrelló contra el muñón astillado que quedó pegado
al árbol.
El vampiro gritó, y Dane tiró de él hacia atrás para luego repetir el proceso. Sintió
que el cráneo del vampiro cedía bajo sus manos a medida que la rama lo reventaba
por el otro lado. El vampiro de pelo largo quedó laxo. Dane lo dejó colgado del trozo
de rama y se concentró en el más robusto.
Casi totalmente ciego, el chupasangre avanzaba dando bandazos y traspiés hacia
Dane, agitando los brazos ante sí. Mientras buscaba su presa, un rugido horrendo
manó de su boca destrozada. Sorbió una tira de piel arrancada al concluir el rugido, lo
escupió y volvió a rugir; un sonido inarticulado y sin sentido de agónica frustración.
Dane casi sintió lástima de él. Agitó una mano ante el ojo sano del vampiro que,
al verlo, giró todo el cuerpo como si estuviera empalado y no pudiera girar sobre la
cintura ni el cuello. Dane observó cómo daba un paso inestable, dos, y luego aferró la
cabeza del vampiro entre las manos. Los dedos de la mano derecha se hundieron en
músculo, rasparon hueso, y empezó a retorcer.
El robusto vampiro cayó de rodillas y lanzó un agudo lamento ininteligible, como
una plañidera de la antigua Babilonia. Dane dio la vuelta para situarse detrás de él y
continuó retorciendo, retorciendo, mientras el chupasangre agitaba los brazos
inútilmente. Por la boca y por un agujero que se le había abierto en el cuello, manó un
líquido caliente y de olor nauseabundo; luego, los huesos del cuello se rompieron y el
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vampiro quedó en silencio. Dane lo soltó. El pesado cuerpo cayó hacia adelante como
un árbol talado, mientras el fétido líquido manaba como un torrente. Sólo unos pocos
jirones de piel y cartílago unían la cabeza al tronco.
Dane se limpió las manos con algunas hojas anchas, ansioso por librarse de los
repugnantes fluidos.
«Si a estas alturas Dela no sabe ya que estoy aquí…».
Quince minutos después, Dane vio la casa blanca que se alzaba ante él, espectral
bajo la plateada luz de la luna.
Los huecos de las ventanas parecían cuencas oculares sin ojos. En la fachada
había columnas —¿dóricas?, ¿jónicas? Dane no recordaba a qué estilo correspondían
—, pero dos de ellas habían caído a lo largo de los años y se habían separado en
tambores cilíndricos más pequeños, cosa que confería a la edificación el aire de una
ruina de la antigua Grecia. Muy a propósito, un trío de murciélagos pasó volando por
delante de la luna llena.
«Puede que no esté encantada —pensó Dane—. Aunque, por otro lado, tiene todo
el aspecto de estarlo, vista desde aquí».
Se acercó con lentitud y cautela. Por el camino, Dane había encontrado otros dos
vampiros centinelas a los que había despachado rápidamente usando una robusta
rama con la que les hundió el cráneo. No tenía duda de que encontraría más guardias
u otras medidas de seguridad en la propia casa.
Quedaba abierto a la duda si Bork Dela usaba de verdad la casa para algo.
La mayoría de los vampiros, según la experiencia de Dane, apreciaban las
comodidades cuando podían disponer de ellas: un techo y cuatro paredes para
protegerse de los elementos, muebles… Y si era verdad que Dela había estado
secuestrando personas por alguna razón, necesitaría algún lugar en el que retenerlas.
El almacén en el que habían encontrado a Ananu puede que hubiera sido un punto de
tránsito provisional, pero Dane no había visto nada que hiciera pensar que se tratara
de un destino final.
Cuatro escalones, los dos centrales podridos y hundidos, ascendían hasta la
entrada principal. La pintura de la puerta había sido pasto de los elementos casi en su
totalidad, y había quedado sólo el fantasma del blanco original. El óxido había
intentado acabar con los herrajes, pero al inclinarse para mirar más de cerca, Dane
vio indicios de uso reciente en el picaporte.
Retrocedió un paso sobre las tablas del porche, que se curvaban hacia abajo, y
dedicó un momento más a estudiar la situación.
Olfateó el aire, en el que percibió indicios de actividad vampírica, pero si aquella
entrada era usada con frecuencia, el olor permanecería en al aire, e incluso
impregnaría la madera. Oía sólo el susurro del viento entre los árboles y el estruendo
del oleaje, ahora lejano.
Volvió a acercarse al picaporte, se apartó hacia un lado, extendió una mano y lo
hizo girar. Si algo salía por la puerta, el muro exterior lo protegería.
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Al menos eso esperaba.
El picaporte se movió con facilidad.
Empujó la puerta suavemente, y ésta giró en silencio sobre unos goznes que,
obviamente, eran usados con mucha frecuencia.
Esperó un segundo, saboreando el aire que salía por la entrada. Olía sólo un poco
más a encierro que el exterior, pero no mucho… cosa que apenas sorprendía, habida
cuenta de que las ventanas carecían por completo de cristales.
No sucedió nada y Dane se arriesgó a asomarse al interior.
El suelo tenía el aspecto que uno podría esperar. Había sido construido en madera
dura, que en algunos lugares se había desgastado y podrido. El viento había
arrastrado hojas muertas al interior. A través de los agujeros crecía musgo e incluso
malas hierbas, y en una sección de pared, cerca del hueco de una escalera, crecían
hongos que formaban pequeños anaqueles fúngicos.
A pesar de la facilidad con que se había abierto la puerta, una vez allí la casa no
parecía habitada.
Preparado para cualquier cosa, con el improvisado garrote a punto, Dane siguió
adelante.
Al parecer, en otros tiempos el edificio había sido una típica mansión sureña. El
papel de la pared se había desgastado y podrido hacía mucho tiempo, pero distinguió
restos de él en algunos muros. Los muebles continuaban en su sitio, la mayoría rotos,
comidos por las termitas, o simplemente demasiado viejos como para ser utilizados.
Dane pasó de una habitación a otra, y en todas encontró más de lo mismo. Comedor,
cocina, despensa, salón… ninguna presentaba signos de uso reciente. Había una
telaraña que cerraba el paso al salón; la araña estaba esperando cerca del centro, casi
tan grande como una mano de Dane. En las tablas de la base había agujeros hechos
por roedores cuyos excrementos se veían por todas partes.
Regresó al vestíbulo y miró hacia lo alto de la escalera. Ascendía hasta un rellano
que estaba a media altura, para luego girar y continuar hacia arriba, ya fuera de la
vista. La débil luz lunar que entraba por la puerta y las ventanas abiertas no llegaba a
iluminar nada por encima del rellano.
Algunos de los escalones tenían aspecto de estar podridos, pero otros parecían
sólidos. Dane vio que se podía subir por los que estaban enteros, pasando por encima
de los podridos sin demasiada dificultad. Subió hasta el primer escalón sólido,
apoyando el pie cerca de la pared para minimizar los crujidos. Al hacerlo, oyó un
suave susurro por encima de él, y se inmovilizó, con el garrote en alto.
El sonido no se repitió. Una rata, tal vez, o el fantasma de Clayton Bowdoin que
vagaba, inquieto. Incluso una rama que el viento hubiese movido contra el muro
exterior.
O alguien tendiéndole una trampa.
No había manera de descubrirlo desde donde estaba. Dane continuó escaleras
arriba.
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Cuando llegó al descansillo, comprobó con cuidado el estado de las tablas. La
primera crujió con fuerza al pisarla, así que se la saltó y probó con la siguiente.
Acababa de posar la punta del pie sobre ella cuando lo llamó una voz, lejana y
lastimera.
—¡Por favor, señor! —Parecía la voz de un niño, pero tenía una calidad rara,
etérea—. ¡Ayúdenos!
«¿Ayúdenos? ¿En plural?». Dane se inmovilizó y continuó escuchando.
Entonces habló otra voz, ésta más fuerte, más intensa.
—¡Dane! ¡Auxilio!
¿Ananu? La había dejado en la barca —y la barca bien lejos de la orilla—
específicamente para mantenerla lejos de las manos de Dela. ¿Cómo la había
capturado otra vez? ¿Acaso tenía también a Mitch y a AJ?
—¿Ananu? —gritó—. ¿Dónde estás?
—¡Dane! —volvió a llamarlo ella. Esta vez parecía estar un poco más lejos—.
¡Auxilio! —Él no sabía si lo había oído.
Tenía ganas de echar a correr escaleras arriba para buscarla, pero sabía que no
podía confiarse en todos los escalones, y a ninguno de los dos le serviría de nada que
cayera a través de ellos o se rompiera una pierna al subir.
Por encima del rellano, al adentrarse en la oscuridad —en la cual él y los otros
vampiros podían ver a la perfección—, el aire tenía un olor más limpio. Nuevamente,
eso tenía sentido, ya que las ventanas superiores también estaban rotas, cosa que
habría creado ventilación cruzada, aunque abajo debería haberse producido un mayor
crecimiento de vegetación, al estar más cerca del suelo y las mareas.
Dane continuó subiendo, aún pegado a la pared, olfateando el aire en busca de
Ananu.
Al llegar a lo alto vio un largo pasillo flanqueado por puertas. Algunas estaban
abiertas, y la luz de la luna entraba por las ventanas hasta el corredor. El sonido
susurrante no se había repetido. La casa parecía vacía, ni encantada ni ocupada.
La primera puerta que había a la izquierda de la escalera estaba cerrada. Dane
escuchó y luego, al no oír nada, la abrió.
Al hacerlo se encontró con otra puerta. Era de acero, como la que cerraría una
cámara frigorífica. Dane apoyó el garrote contra la jamba, descorrió los cerrojos y la
abrió.
El olor a sangre pareció golpearle la cara. Fresca, rica sangre humana… litros de
ella. De repente, el hambre contrajo el estómago de Dane.
Una vez dentro, vio que se trataba de una cámara frigorífica, o algo parecido, que
habían ocultado dentro de aquella vieja casa. Tenían que haber reforzado el suelo
para dar soporte a la gran caja de acero que tenía casi el mismo tamaño que la
habitación original que ocupaba.
La cámara estaba vacía. Vio sangre coagulada que formaba charcos en el suelo.
Habían fijado correas de cuero a las paredes, a la altura necesaria para retener
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personas sentadas en el suelo. Unas ranuras que había en lo alto de la pared del fondo
indicaban que había un respiradero que permitía la circulación de aire del exterior. El
aroma único de Ananu no estaba presente, y Dane no la había oído desde que estaba
en el rellano. Tampoco había vuelto a oír al niño.
A parecer, aquél era el lugar donde retenían a los cautivos. O uno de los lugares.
Por lo que él sabía, podía haber varias habitaciones como aquélla ocultas en la
vivienda, o en cualquier otra parte de la isla.
Al oír un sonido en el corredor, Dane se volvió.
—Tú debes de ser Dane.
La alta figura tenía una cicatriz en el centro de la frente, donde lo había herido
una bala, y alguna vez le habían abierto un tajo en el labio inferior. A pesar de todo,
era una figura imponente. Pelo corto y rubio peinado hacia atrás. La camisa de seda
negra desabotonada hasta la mitad del pecho dejaba ver un torso musculoso y unos
anchos hombros. Tenía unos ojos gris pálido por completo carentes de calidez.
—Soy Bork Dela. He estado esperándote.
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—El Verdugo en carne y hueso —replicó Dane—. He estado buscándote. —Dane no
estaba dispuesto a evidenciar la sorpresa que sentía por el hecho de que Dela supiera
quién era él.
—Estoy seguro de que no has aparecido aquí por accidente. Yo procuro
mantenerme apartado de los lugares más frecuentados.
—Y lo has logrado de manera admirable —replicó Dane. Dado que no había
vuelto a oír las voces, estaba convencido de que había sido un truco de Dela
destinado a que perdiera el control. Ni siquiera quería darle al vampiro la satisfacción
de saber que le había causado algún efecto—. Pero has estado dando la lata en la
ciudad. Has creado mucha agitación entre todos nosotros.
—¿Es por ese motivo que has venido a Savannah, Dane?
—Me asombra que hayas oído hablar de mí.
—Le doy mucha importancia a mantenerme al corriente de las cosas. Tengo
entendido que el sur está bastante lejos de tu territorio habitual.
—Eres tú quien ha estado atrayendo una atención innecesaria hacia nosotros,
hacia nuestra raza.
No hubo ninguna reacción. Dela permanecía de pie delante de Dane,
aparentemente desarmado. Dane sabía que tenía que hacer todo lo que estuviera en su
mano para matarlo en ese mismo momento. Pero algo en la actitud del vampiro hizo
que quisiera continuar con la conversación, averiguar por qué Dela había sido tan
descarado en sus actuaciones.
—Bueno. Aquí estoy —dijo Dela, como si leyera la mente de Dane. Cuando este
no respondió, continuó hablando—: ¿Me equivoco al interpretar que… desapruebas
mis actividades?
—No te equivocas en absoluto —replicó Dane—. No sólo has estado matando y
secuestrando indiscriminadamente sin ninguna razón aparente, sino que podrías
habernos puesto al descubierto a todos.
Al oír eso, Dela se rio. Su acento era sólo vagamente europeo, como si hiciera
décadas que vivía en Estados Unidos.
—Ay, esas filosofías a las que te aferras, Dane, tan anticuadas. ¿Ocultarse de los
humanos? ¿Matanzas indiscriminadas? ¿Secuestros? —Negó con la cabeza—. Dane,
hablas como si creyeras que son nuestros iguales. Como si fueran merecedores de
algún tipo de consideración. ¿Sabes qué son para mí? Recipientes. Lo mismo que una
botella o una lata para un humano. Ellos contienen la sangre, la retienen, la mantienen
fresca y caliente. Aparte de eso, carecen por completo de valor.
—Me temo que no puedo estar de acuerdo con eso. Nosotros fuimos humanos,
una vez. No lo hemos dejado todo atrás.
—También fuimos simios, una vez. ¿Acaso significa eso que nos aferramos a
nuestra condición de simio? ¿Celebramos la cultura simiesca? ¿O continuamos
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evolucionando y abrazamos las costumbres que hemos mejorado durante las
anteriores etapas primitivas?
—No es en absoluto lo mismo.
—¿Ah, no? ¿No será que tú quieres continuar engañándote para poder pensar que
son diferentes?
—No soy yo el que se engaña.
Dela sonrió enseñando unos dientes afilados.
—Por cierto, creo que tienes algo que me pertenece. He estado preguntándome
dónde la has guardado.
—¿Te refieres a Ananu?
—¿Tenía nombre? ¡Qué adorable!
—Todos tienen nombre, Bork.
—Tal vez. Pero eso no significa que tengas que usarlos.
Ahora Dane sentía que la cólera comenzaba a burbujear, acercándose al punto de
ebullición, disipando cualquier miedo que hubiera sentido. A causa de la sorpresa,
casi había olvidado por qué había ido allí.
—Yo los uso.
—Bueno, eso no importa. Ya hemos determinado que no eres más que un
estúpido. Mira dónde estás, Dane. Lo que tienes detrás de ti. Esa habitación no es más
que una de mis instalaciones de almacenamiento. A tu alrededor están sucediendo
cosas que no podrás ni siquiera esperar a comprender mientras sigas atascado en el
pasado.
—El asesinato y el secuestro no puede decirse que sean algo revolucionario.
—Como ya he dicho, nunca lo entenderás. Son cosas grandes, demasiado
grandiosas como para que puedas verlas con las anteojeras puestas. Incluso es
probable que aún pienses que el ataque contra Barrow fue un error.
—Es que lo fue.
Dela soltó una carcajada.
—¿Lo ves? Barrow no fue nada. ¿Comparado con lo que está pasando en el norte
hoy en día? Una pelea callejera, nada más.
Dane se preguntó si Dela había tenido intención de decir eso, pero no se le ocurría
ninguna manera sutil de sonsacarle más información.
—¿Y qué está pasando? ¿Por qué no me lo cuentas?
—Si no te hubieras cegado a ti mismo, ya habrías podido verlo. Si no te hubieras
puesto de parte de los idiotas, puede que incluso te hubiesen invitado. Es el paraíso en
la tierra para quienes sean dignos de él. Tienes una reputación, Dane, eso lo
reconozco. He oído decir que eres un tipo duro. Pero también he oído que eres un
simpatizante. En resumidas cuentas: nadie se fía de ti.
La cólera de Dane se encendió, alcanzando la fase crítica.
—Ananu se fía de mí. ¿La violaste?, ¿la dejaste embarazada? La habrías matado
si no hubiera llegado yo.
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—Tal vez —replicó Dela—. O tal vez la habría embarcado hacia el extranjero,
como al resto. La verdad es que me siento mal, en serio. Igual que me habría sentido
en los tiempos pasados después de patear a un cachorro.
Suficiente. Dane dejó que la furia se adueñara de él.
En lugar de responder, Dane cargó, con la mano derecha intentando arañar la cara
del otro vampiro mientras con la izquierda recogía el garrote que había dejado junto a
la puerta.
El impulso que llevaba al estrellarse contra Dela los sacó a ambos al corredor y
los llevó hasta el otro lado, donde la espalda de Dela impactó contra la pared. El
vampiro gruñó y sujetó la cara de Dane con ambas manos. Este se soltó y luego
estrelló un extremo del garrote contra las costillas de Dela.
Dela gruñó de dolor y se dobló sobre el arma. Aprovechando la ventaja, Dane la
levantó y la bajó con todas sus fuerzas, en un arco que debería haber hundido el
cráneo de Dela.
Pero Dela ya no estaba allí. Se había desplazado a una velocidad mayor de la que
podían seguir los ojos y, de algún modo, se había situado detrás de él. Unas garras
afiladas intentaron clavarse en su garganta, unos dedos fuertes estrujaron las venas y
los músculos de su cuello. Dane trató de golpear con el garrote hacia su espalda, pero
resultaba muy difícil hacerlo desde el ángulo en que se encontraba.
Así pues, lo soltó y se lanzó hacia atrás, estampando a Dela contra la jamba de la
puerta. Los dedos que le rodeaban el cuello se aflojaron, y Dane repitió la maniobra
para librarse de la presa de Dela.
Una vez más, éste se movió a una velocidad excesiva como para que pudiera
seguirlo. El vampiro debía de haber aprendido algunos trucos de ciencias ocultas a lo
largo de los años. O bien se movía realmente a una velocidad sobrenatural, o bien era
capaz de nublar temporalmente la visión de Dane. El resultado era el mismo. Le
asestó a Dane un golpe de soslayo en una mejilla con un puño que parecía de hierro;
se desvaneció otra vez y reapareció al otro lado de Dane para darle un golpe en la
sien. El campo visual de Dane se llenó de lucecitas.
Dela volvió a golpear, se desvaneció, y golpeó.
Ninguno de los golpes bastaba, por sí solo, para causarle daños serios. Pero uno
tras otro, y otro más, comenzaron a desgastar a Dane. Se apoderó de él un mareo. Se
tambaleó y chocó contra la pared. Dela continuó con el ataque, y Dane se dio cuenta
de que estaba sangrando al menos por una docena de heridas. La sangre encharcada
en la cámara frigorífica le ofrecía salvación, pero no podía llegar hasta ella.
Visualizó a Ananu, acurrucada, hecha una bola lastimosa en el suelo del almacén,
gimoteando de terror cuando él se le acercó.
La imagen le dio nuevas fuerzas, al menos por el momento. No duraría mucho.
Al percibir que se avecinaba otro ataque por detrás, Dane se agachó para esquivar
el golpe de Dela y recogió el garrote del suelo. Al ponerse de pie, giró sobre sí mismo
y barrió el aire con el garrote, trazando un amplio círculo cuyo centro era él. La
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madera impactó contra algo sólido, y Dela gritó de dolor.
Dane golpeó en el mismo sitio con un extremo del garrote, y volvió a acertarle a
Dela. Continuó golpeando. Dela no podría apartarse mientras los golpes fueran
asestados a la velocidad suficiente. Al fin, Dane tuvo a Dela inmovilizado contra la
pared del corredor, con el garrote aprisionándole la garganta.
—Tu… no pensarás que puedes cambiar nada, ¿verdad…? Eres… patético, Dane.
—¿Yo? Yo no soy el que viola mujeres de las que piensa que ni siquiera están a
su nivel evolutivo. Me das asco, Dela. —Le propinó otro empujón con la rama y
luego la arrojó a un lado. Necesitaba usar las manos, necesitaba sentir a Dela, no un
trozo de árbol.
Dela levantó una mano para protegerse y Dane la atrapó; lo inundó la furia ante el
contacto frío de la piel del vampiro.
—¡La humanidad te rechazaría! —gritó.
Dela intentó liberar la mano, pero Dane lo sujetó también por el hombro. Arrojó a
Dela contra el suelo sin soltarle la muñeca ni el hombro. El vampiro alzó hacia él sus
ojos grises en los que comenzaba a florecer el terror. A Dane se le revolvió el
estómago ante aquel espectáculo. Apoyó una bota sobre el cuello de Dela para
alejarlo de sí, al tiempo que tiraba del hombro y la muñeca. Dela arañó la bota de
Dane sin lograr nada.
Dela chilló al sentir desgarrarse su carne. La camisa, ya rota en la lucha, se tiñó
de rojo en la axila y el hombro. Dane continuó tirando. Quería partir a Dela
literalmente por la mitad con las manos desnudas.
No podía conseguirlo del todo, pero cuando sintió que el brazo de Dela se
aflojaba dentro de la articulación, supo que podía aproximarse bastante. Empujó más
fuerte con el pie y tiró del brazo con toda la fuerza que pudo reunir.
El brazo se soltó de la articulación con un sonido de desgarro, de succión. Manó
un chorro de sangre que impactó en la pared. El alarido de Dela hizo temblar las
puertas mientras sus pies pateaban las tablas del suelo.
Dane arrojó el brazo lejos de sí. Resoplando como una bestia salvaje, Dela cargó
contra él, mutilado, perdiendo sangre a chorros.
Dane lo derribó golpeándolo con un brazo en la garganta. Dela cayó de espaldas y
Dane le aferró el tobillo derecho.
—No entiendo por qué has querido hacer las cosas que has hecho —dijo Dane.
Dela, frenético, intentó aferrar una tabla rota del suelo, pero Dane le retorció la pierna
con furia y se la arrancó de la articulación de la cadera—. ¡Cuéntame por qué!
Dela volvió a gritar. La sangre atravesó los pantalones negros de Dela y
repiqueteó en el suelo como un chaparrón repentino.
—¿Por qué? —volvió a gritar Dane, dándole un último tirón a la pierna.
Se soltó y se le quedó en las manos, retenida sólo por los pantalones empapados
de sangre. Dane la soltó. Dela se retorcía de dolor, golpeando con la mano que le
quedaba, pateando con el pie izquierdo. No paraba de berrear, pero Dane no entendía
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qué decía.
Aún bajo el horrendo abrazo de la furia, Dane se situó a horcajadas sobre Dela.
—¡¡Todavía no me has dicho por qué!! —vociferó. Dela hizo chasquear los
colmillos, pero Dane los evitó con facilidad. Se inclinó para sujetar la cabeza de Dela
con ambas manos y apoyó una bota sobre el pecho del vampiro para inmovilizarlo
contra el suelo—. ¡No mereces haber sido humano jamás!
Enderezándose con un rápido movimiento y alzando las manos hacia el techo,
Dane tiró de la cabeza de Dela.
El alarido murió en la garganta de Dela cuando el cuello se rompió, separándose
las vértebras y desgarrándose los músculos. Bajo el pie de Dane, el cuerpo se sacudió
unas cuantas veces y luego quedó inmóvil.
Aún en sus manos, la cabeza chasqueaba los colmillos e intentaba morderlo, al
tiempo que los ojos se clavaban en los de Dane con una mirada repleta de odio.
Respirando trabajosamente, casi agotado, Dane se dispuso a arrojar la cabeza a un
lado, pero luego decidió no hacerlo. La sujetó por el pelo y recorrió la casa para
comprobar el interior de cada una de las cámaras frigoríficas y asegurarse de que
Ananu no estaba dentro de ninguna de ellas. Vacías.
Con la cabeza aún sujeta por el pelo —ahora sin vida, con los ojos vidriosos—,
Dane salió de la casa y desanduvo sus pasos por el sendero hasta el muelle donde
había dejado la Zodiac de AJ.
Meditó durante un momento. ¿Querría Ananu ver la cabeza de su torturador, o
no? Probablemente no. Al final, hizo girar la cabeza en círculos unas cuantas veces
como un lanzador de martillo, y la soltó.
La cabeza voló por encima de las aguas estigias y desapareció en la noche. Dane
no llegó a oír el chapoteo que hacía al caer al mar.
Mientras conducía la pequeña embarcación hacia mar abierto y usaba la mano
libre para sacar una pistola de señales de la caja hermética, los brazos de Dane
empezaron a temblar. Experimentaba una cierta satisfacción sombría por la
destrucción de Dela, pero lo inquietaba la profundidad de su propia furia asesina.
Tal vez Bork Dela, Marlow y los que eran como ellos tenían razón, después de
todo.
Quizá cuando Dane se transformó en vampiro dejó atrás los últimos vestigios de
su humanidad. ¿Había estado engañándose a sí mismo durante todos esos años?
¿Acaso era el monstruo que todos decían que era, el monstruo al que debería abrazar?
Hasta ese momento, Dane se había sentido muy seguro de sí mismo, de su posición,
un área moral gris, pero de repente estaba confundido.
Se alejó de la isla, de la relativa estabilidad de la tierra, hacia el cambiante mar.
Hacia la oscuridad. Hacia la negra incertidumbre de la noche eterna.
La bengala que disparó ascendió por el aire describiendo un arco, pero su luz no
pareció capaz de llegar a su alma.
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Los primeros días posteriores a que lo mataran fueron atroces para Dane.
Le dolía cada músculo del cuerpo. Apenas podía sostenerse de pie. Le parecía que
tenía las entrañas hechas una masa nudosa. Se sentía como un adicto que estuviera
pasando el mono, aunque no lograba entender de qué sustancia.
Marlow aparecía de vez en cuando, y al marcharse de la pequeña habitación en la
que mantenía encerrado a Dane, echaba la llave a la puerta. Con cada visita
informaba un poco más a Dane sobre lo que le había hecho, en qué estaba
transformándose. Dane no lo sabía por entonces, pero Marlow había transformado a
muchas personas, casi todos hombres, en gran parte porque tenía la esperanza de
crear una especie de banda callejera como aquella de la cual había sido un humilde
miembro en el pasado.
Cuando fue a visitar a Dane al tercer día, llevaba una bolsa de papel. Los dos
estuvieron hablando, Dane exigiendo respuestas y Marlow respondiendo con vagas
generalizaciones. Durante todo el tiempo, la bolsa se movía espasmódicamente en sus
manos. Al fin, Dane, encorvado sobre la cama que le habían proporcionado, con los
brazos en torno al vientre, preguntó qué era.
—Ah, sí, mis disculpas —dijo Marlow—. Esto es para ti. —Le entregó la bolsa.
Dane la cogió, desenrolló la parte superior que Marlow había mantenido apretada
en las manos, y miró dentro.
La bolsa contenía una amplia variedad de insectos, algunos de los cuales se
conformaban con yacer en el fondo, mientras que otros trepaban por los costados; un
escarabajo desplegó las alas y voló hacia la luz en cuanto Dane abrió la bolsa. Grillos,
cucarachas, hormigas, algunas arañas, y otro escarabajo de caparazón verde
iridiscente. Había algunas más que no pudo identificar.
Se le contrajo el estómago. Pensó que podría estar a punto de vomitar.
—¿Por qué…? —comenzó.
Marlow se limitó a mirarlo con una sonrisa.
Dane volvió a mirar dentro, y de nuevo se le contrajo el estómago. Un grillo saltó
contra un costado de la bolsa. Dane lo observó. Tenía patas fuertes y un cuerpo
grueso y robusto.
Dane metió una mano dentro de la bolsa, sujetó al grillo entre dos dedos, y lo
sacó.
Marlow lo observaba.
Dane se acercó el grillo a la cara y lo olió. Nunca antes había olido un grillo, ni
ningún otro insecto, en realidad. Olía un poco como la hierba recién cortada, pero
también tenía un fondo de olor a carne.
Sin apenas darse cuenta de lo que hacía, se metió la cabeza del grillo en la boca, y
luego la hizo entrar un poco más. El grillo se debatía entre sus dedos, intentando
escapar. Dane mordió. La sangre del grillo se derramó sobre su lengua.
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«Deliciosa».
Acabó con el grillo y volvió a meter la mano en la bolsa, de la que sacó un
pequeño puñado de insectos. Sin mirar siquiera, se los echó dentro de la boca y
masticó.
No recordaba haber tomado nunca antes una comida tan celestial.
—Es una fase —dijo Marlow—. Pasará pronto, y cambiarás a una alimentación
más interesante.
Dane no le respondió. Aquel escarabajo estaba en alguna parte de la habitación, y
él lo quería.
Su primera víctima, cazada bajo la estrecha supervisión de Marlow, fue una mujer
joven de pelo pajizo.
La encontraron caminando a solas por una calle tranquila, después del anochecer,
con una cesta de flores.
—Es como si estuviera buscándote —había susurrado Marlow al oído de Dane—.
O tuviera la esperanza de que tú estuvieras buscándola a ella.
—Es preciosa —dijo Dane.
—Supongo que sí —respondió Marlow con tono cortante. Parecía sentir muy
poco interés por las mujeres, para cualquier propósito—. Ya sabes lo que debes hacer.
Dane vaciló. El hambre lo atormentaba, pero Marlow le había dejado claro que
los bichos ya no bastarían.
Necesitaba sangre, sangre fresca.
Sin ella, Dane se debilitaría, se marchitaría, experimentaría un dolor
indescriptible. Finalmente podría morir, pero eso no era seguro. También podría vivir
durante mil años, torturado por el hambre, antes de fallecer.
Al fin, Marlow empujó a Dane por los hombros y lo obligó a salir del callejón. La
sobresaltada mujer se llevó a la boca una mano enfundada en un guante blanco.
Dane sabía que a partir de aquel momento debía actuar con rapidez. Intentó
sonreírle de manera tranquilizadora.
—Buenas noches, señora —dijo mientras se le acercaba.
Ella retrocedió un paso y él se lanzó, atrapándola cuando intentaba echar a correr.
Le tapó la boca con una mano para ahogar sus gritos y le rodeó la cintura con el otro
brazo. La mujer se debatió y pateó, pero Dane la arrastró a la oscuridad del callejón.
Como Marlow le había enseñado, la cogió del pelo para echarle atrás la cabeza y
dejar al descubierto la curva de la garganta.
Los ojos de ella le imploraron misericordia. Dane no le ofreció ninguna.
Cuando hubo acabado el banquete —una sangre tan rica y satisfactoria que
constituía la mejor comida que hubiese tomado jamás—, Marlow hizo que la
decapitara y dejara el cuerpo en el callejón. En caso de no hacerlo, le advirtió, ella se
convertiría en una no muerta y sería responsabilidad de Dane. Y puesto que Dane aún
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no sabía cómo moverse en aquel mundo nuevo, no podía hacerse cargo de otro
vampiro.
Bien alimentado, durmió varias horas durante el día siguiente. Pero aquellos ojos,
desorbitados, desesperados, lo persiguieron durante ese día y cada día desde
entonces.
La noche en que Marlow le dijo que iban a marcharse de Nueva York —a Marlow se
le había metido en la cabeza que quería pasar algún tiempo en los Balcanes, el hogar
legendario de los nosferatu—, Dane salió a cazar en solitario. Sin embargo, en lugar
de alimentarse, acudió a tres calles distintas y permaneció de pie, a oscuras, en el
exterior de tres casas.
La primera era la casa de sus padres. Observó las ventanas, captando de vez en
cuando algún atisbo de su madre moviéndose con desgana de una habitación a otra.
Se había detenido allí de vez en cuando desde que Marlow lo había transformado, y
siempre la había visto igual, como si haber perdido un hijo (y, peor aún, haberlo
perdido sin una palabra, sin una respuesta a las preguntas que tenían que estar
atormentándola) le hubiera robado la energía, la vida, de un modo tan eficaz como si
él mismo le hubiera drenado la sangre. Su padre pasó ante la ventana del salón una
vez, y se detuvo a mirar al exterior, como si hubiera sentido la presencia de Dane.
Pero éste continuó sumergido en las sombras, confiado en el hecho de que era
invisible para ellos.
La siguiente parada fue en el exterior de la casa de Vanesa Steward, la joven a la
que había cortejado. No había sido capaz de ir a observarla desde aquella fatídica
noche, pero decidió que no podía abandonar el país sin verla por última vez. Vanesa
era delgada pero fuerte, con una piel como de porcelana fina, mandíbula firme, ojos
que brillaban como antorchas protegidas por pantallas de esmeralda pura, y un pelo
que le caía en torno a la cara y por la espalda en tirabuzones cobrizos. Las cortinas
estaban descorridas cuando llegó, y esperó tanto como se atrevió. Una vez que se
hubieron apagado todas las luces del interior, tuvo que renunciar con la triste certeza
de que ella no se dejaría ver hasta la mañana.
Finalmente, acudió a la casa en la que su hermano vivía con su esposa y sus dos
hijos. A Dane le gustaba visitarlos, disfrutar con su papel de querido tío, y se le
rompía el corazón por los dos sobrinos tanto como por los padres, y lamentaba la vida
que ya no compartirían jamás. Pero, como en la casa de Vanesa, las ventanas
permanecían oscuras.
Para cuando regresó a la guarida de Marlow, el cielo estaba tornándose gris por el
este. La noche había sido un desperdicio, decidió Dane, pues lo había llenado de
tristeza pero no le había ofrecido nada que pudiera calmar su sufrimiento. No lo sabía
entonces, pero lo aprendería con amargura más tarde, que siempre sentiría esas
pérdidas.
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Nada de lo que pudiera experimentar jamás como vampiro podría siquiera aspirar
a reemplazar a los seres queridos que había tenido cuando estaba vivo.
A pesar de las palizas y los insultos, la información errónea y las mentiras
descaradas, a pesar del hecho de que Marlow sólo explicara lo que le daba la gana, y
de que sus motivaciones fuesen frecuentemente poco claras, interesadas y destinadas
a alcanzar su única meta, Dane se encontró con que se apegaba a él cada vez más a lo
largo de los años que pasaron juntos.
Por lo general había otros cerca —el grupo que había reunido Marlow—, pero, a
veces, cada uno se iba por su lado. En ocasiones se quedaban solos Dane y Marlow, o
Marlow y uno de los otros.
Una velada, él, Marlow y otros cinco se encontraban en Washington DC por una
razón que Dane no lograba recordar. Habían estado observando una manifestación de
protesta a la luz de las velas contra la guerra de Vietnam (una oportunidad más para
que los mosquitos se dieran un atracón, reflexionó Dane en silencio). Corría el año
1965; al movimiento contrario a la guerra le faltaban aún años para alcanzar su punto
culminante, y la manifestación era de reducidas dimensiones y con una escasa
concurrencia, principalmente almas desgreñadas con jerséis negros de cuello cisne y
tejanos, las mujeres con leotardos y falda.
Después de la manifestación, se pasearon por el vecindario. Los árboles
ornamentales estaban florecidos y perfumaban la suave noche de primavera.
—Me recuerda a la noche en que nos conocimos —le comentó Marlow a Dane—.
¿La recuerdas? Aquella noche también habías estado mirando una manifestación.
—La recuerdo —replicó Dane.
—Nunca aprenden —dijo Marlow—. La guerra es una de las únicas constantes
que conoce su raza.
—Eso no significa que sea algo bueno —replicó Dane—. Tampoco yo entiendo
qué estamos haciendo en Vietnam.
La reacción de Marlow cuando Dane se identificaba con los estadounidenses o
con cualquier otro grupo de humanos era veloz y brutal. Le propinó un revés.
—¡Idiota! —se encolerizó—. Están matándose entre ellos, es lo único que
necesitamos saber. Y es algo bueno. Nunca lo olvides.
Algunos de los otros se hicieron eco de los sentimientos de Marlow. Dane se frotó
la mandíbula mientras Marlow le volvía la espalda, y alzó la mirada hacia el
campanario de la catedral ante la que pasaban, donde había comenzado la
manifestación.
—¿Supones que convertirme en vampiro es sólo un castigo de Dios por mis
pecados?
Marlow se detuvo en seco, y el resto del grupo se quedó mirando a Dane con ojos
cargados de atónita incredulidad.
—¿Qué has dicho?
Dane no se molestó en repetirlo. Los vampiros podían oír la sangre corriendo por
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las venas de alguien a una manzana de distancia; Marlow lo había oído con perfecta
claridad.
Marlow ya no llevaba bastón, pero le asestó dos puñetazos antes de que Dane
pudiera reaccionar.
—¿Dios? ¿Has dicho Dios?
—Sí —replicó Dane, al tiempo que alzaba los puños para detener su ataque.
Debido a que era Marlow quién lo había transformado, Dane se defendía pero no le
devolvía los golpes.
—Ven aquí. —Marlow pilló a Dane por una oreja, que retorció con ganas, lo hizo
subir la escalinata y lo condujo a través de la puerta principal de la catedral. Con una
mirada y un gesto de la otra mano, indicó a los otros que esperaran fuera.
En el interior de la catedral reinaba la quietud. Las llamas de unas pocas velas
parpadeaban. Una mujer anciana se encontraba arrodillada en un banco, rezando en
silencio. Al ver a Marlow y a Dane, lanzó una exclamación ahogada, se persignó y
escapó.
Dane se encogió al ver tantas cruces. Marlow le había dicho que los crucifijos no
tenían ningún efecto en los vampiros, pero en otras ocasiones le había dicho que tocar
uno significaba una destrucción instantánea y dolorosa por el fuego. Dane no había
querido comprobar cuál de las dos cosas era verdad.
—¿Ves a Dios aquí dentro? —preguntó Marlow, colérico, mientras arrastraba a
Dane por la nave central hacia el altar—. ¿Oyes a Dios? ¿Lo hueles, Dane?
—Huelo velas —replicó Dane—. Eso es todo.
—Exacto. Es lo único que hay, idiota —le espetó Marlow—. Dios está muerto,
Dane. Si alguna vez vivió de verdad, murió hace mucho tiempo. Si estuviera vivo, no
permitiría que anduviéramos por aquí dentro, ¿verdad?
—No… lo sé… —Dane sentía la oreja como si Marlow le hubiera clavado un
atizador al rojo. Marlow no lo soltaba.
—¿Cuánta gente muere cada día de hambre en todo el mundo, Dane? ¿Cuántos
bebés no llegarán nunca a su primer cumpleaños por enfermedades evitables? ¿Qué
ves en el mundo que te haga pensar que hay un dios al que le importa una mierda
nada de todo esto, y mucho menos tú?
Como para ilustrar el argumento, Marlow usó la oreja de Dane a modo de asa
para lanzarlo y hacerle recorrer el resto de la nave. Dane dio volteretas y rodó para ir
a detenerse contra la base del altar, con la cara pegada contra los pies de una estatua
de Jesús.
Dane apartó la cara con brusquedad, temeroso de lo que pudiera hacerle ese
contacto.
Pero no tenía la piel quemada. Tendió una mano con cautela y tocó la estatua.
Nada. Frío mármol.
Marlow le había dicho que sucedería eso… pero también le había dicho lo
contrario. Como ocurría con la mayoría de las cosas, la única manera de saber con
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seguridad qué era verdad y qué no consistía en comprobarlo por sí mismo.
Dane se volvió a mirar a Marlow, que se acercaba con lentitud e indiferencia. Con
la mano aún sobre la estatua, se puso de pie para encararse a su hacedor.
—Supongo que ahora lo sé —dijo—. Toda la basura que me contaste sobre que
debía mantenerme apartado de las cruces y los iconos religiosos…
Marlow continuó avanzando. Dane soltó la estatua. No le gustaba la expresión de
determinación de la cara del otro, y levantó una mano al acercarse Marlow, pero éste
la apartó de una manotada y se inclinó hacia Dane, con el aliento caliente y pútrido.
Dane intentó levantar otra vez la mano, pero Marlow atacó con demasiada rapidez,
como una serpiente, y de repente sus colmillos se cerraron sobre el cuello de Dane.
Durante un momento, Dane no supo qué hacer. El mordisco era terriblemente
doloroso. Nunca había oído hablar de un vampiro que mordiera a otro vampiro, y no
sabía cuál podía ser el resultado de algo semejante. Marlow permaneció así durante
unos momentos, y luego soltó a Dane y lo apartó de un empujón; su rostro mostraba
una expresión de desprecio puro.
—Te has vuelto casi humano, Dane —dijo—. Tal vez ahora recuerdes lo que eres
en realidad.
Dane se cubrió la herida con una mano, pero no antes de que la sangre hubiera
manchado el Jesús de mármol blanco.
—¿Qué demonios…?
—Había que hacer algo —dijo Marlow—. Me estabas dando asco.
Dane limpió su sangre de la estatua. Al hacerlo, lo recorrió una sensación extraña.
Nunca había creído en milagros, y no creía que aquello lo fuese; sin duda existía una
explicación científica perfectamente razonable para lo que sentía, y que sólo podía
comparar con sujetar un cable eléctrico conectado a la corriente. La diferencia residía
en que, en lugar de lanzarlo al suelo o paralizarlo, le infundía una nueva energía.
De repente, Dane se sintió más fuerte que nunca antes. Los vampiros eran muy
fuertes, y apenas podía recordar lo débil que había sido en sus tiempos de humano.
Esto, sin embargo… Esto era diferente. Un nuevo grado de fuerza, una diferencia que
podía sentir sin necesidad de ponerla a prueba.
«Tienes una manera de ponerla a prueba».
Miró a Marlow, que lo observaba con una curiosa expresión, como si se diera
cuenta de que estaba sucediendo algo pero no supiera qué. Tal vez estaba un poco
asustado de Dane. Y no sin razón.
Sin necesidad de comprobarlo, Dane sabía que había dejado de sangrarle el
cuello. Y estaba bastante seguro de que la herida ya se había cerrado.
—Dane… —empezó Marlow.
Dane no lo dejó acabar. Se lanzó hacia él, lo aferró por las solapas y lo levantó del
suelo.
—¡Dane! ¡Hijo! —chilló Marlow.
Dane se puso a girar como una atracción de feria, sujetando a su hacedor a la
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altura de los hombros. El terror brillaba en los ojos de Marlow, y a Dane lo recorrió
una repentina sensación de satisfacción, de poder ilimitado. Hizo girar a Marlow a
una velocidad aún mayor, y luego lo soltó.
Marlow despegó como si tuviera el poder de volar.
Pasó por encima de los bancos en una trayectoria ascendente. En lugar de
estrellarse contra una pared, atravesó un enorme vitral de colores y continuó hasta
desaparecer de la vista de Dane. Los trozos de vidrio coloreado tintinearon al llegar al
suelo, y tras ellos cayeron algunos escombros.
Al fin, otras personas de la catedral se dieron cuenta de la presencia de los
intrusos. Dane oyó voces que gritaban con alarma e iban hacia él. Corrió en dirección
a la puerta, pues no quería tener que dar explicaciones por los desperfectos causados.
En el exterior estaba Marlow, ileso. Los otros cinco vampiros lo habían ayudado a
ponerse de pie.
Al ver salir a Dane, Marlow extendió un brazo hacia él. Como si fueran uno solo,
los otros se volvieron y clavaron en Dane miradas coléricas. Marlow les dijo algo, y
los cinco echaron a andar hacia Dane.
Al arrojar a Marlow a través de la ventana, había roto relaciones con el grupo. Se
había convertido en un traidor, y eso no sería tomado a la ligera.
Pero la energía aún zumbaba en torno a él como si se hubiera tragado una
serpiente de cascabel. Corrió a plantarles cara.
—¡Destruidlo! —oyó que gritaba Marlow antes de que chocaran. No le
importaba; simplemente le indicó lo que había en juego. No era sólo cuestión de
castigar su infracción.
Él respondió en consonancia. Una vez iniciada la batalla, fue hasta las últimas
consecuencias.
Años más tarde, Dane oyó decir que uno de los sacerdotes que había presenciado la
lucha desde la puerta de la catedral había sido transformado. Ese sacerdote habría
descrito la batalla a todos los vampiros con los que se encontraba, y la historia acabó
por llegar a oídos de Dane.
El observador describía el combate como «épico».
En solitario, obviamente lleno de algún fuego místico, Dane había acometido a
los otros cinco como el mismísimo espíritu de la venganza. Sus oponentes eran
poderosos, pero Dane lo era aún más, y los hizo pedazos como una segadora en un
campo de trigo.
Marlow observó la batalla sin hacer ningún movimiento para intervenir. Cuando
todo hubo acabado —cuando Dane se irguió, cansado pero invicto, entre los restos de
los otros—, Marlow lo miró a los ojos con una expresión que era casi de orgullo,
como si Dane hubiese cumplido con todas sus expectativas.
Y entonces, Dane se marchó y dejó a Marlow con lo que quedaba de su séquito.
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Dane había vuelto a nacer, irónicamente, dentro de una iglesia. El mordisco no
había tenido el efecto que había esperado Marlow, pero no había sido inútil. De algún
modo lo había imbuido de nueva fuerza, tal vez el doble de la que había tenido antes.
Era más veloz, tenía mejores reflejos y sentidos más agudos. Al final se encontró con
la posibilidad de que, con un poco de práctica y no poco esfuerzo, podía hacer pinitos
con la hipnosis, retraer de manera temporal los colmillos y entibiar su piel para
adquirir un aspecto humano. Marlow siempre decía que la ciencia era para los
humanos, que los vampiros estaban destinados a ser temidos, no entendidos, así que
Dane ni siquiera sabía por dónde empezar a conjeturar qué le había sucedido en
realidad.
Al final, el cómo dejó de importar. Había sucedido.
Y, aún mejor, su nuevo poder no se desvaneció con el tiempo, como él temía que
pudiera suceder.
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Y no sólo eso, sino que el embarazo de Ananu avanzaba a una velocidad notable.
Tenía una barriga que a Dane y a Mitch, que habían pasado ya por eso, les parecía de
cuatro o cinco meses, cuando sólo había pasado una semana. Todo el asunto
preocupaba a Dane, aunque tener cerca a Merrin atenuaba un poco esas
preocupaciones.
El nacimiento de un niño concebido por un vampiro y un humano podía ser un
acontecimiento milagroso, o apocalíptico. Dane no lo sabía. Tampoco lo sabía nadie
más, porque nadie a quien conocieran había presenciado uno.
Dane no sabía si él mismo tendría la oportunidad de verlo, porque algo que había
dicho Dela —sobre lo que estaba sucediendo «en el norte» hacía que el ataque contra
Barrow pareciera una nadería— también exigía su atención.
Había acabado con Dela, y Dane creía que eso lo obligaba a averiguar de qué
hablaba el vampiro. Siguió la inevitable discusión entre Dane y Merrin acerca de la
lógica que respaldaba tal consideración, pero, al fin y al cabo, ¿qué podía hacer
Merrin? ¿Impedir que Dane se marchara?, ¿quitarle las llaves del coche como si fuera
un adolescente descarriado?
Las líneas de preocupación de la cara de Merrin parecieron hacerse más
profundas a medida que pasaban los días.
Durante la última semana, Dane había trabajado para instalar cómodamente a
Ananu en la casa segura, haciendo que se acostumbrara a Merrin, ayudando a Mitch y
a AJ a adaptarse a la nueva y peligrosa realidad a la que se enfrentaban.
Pero Dane estaba impaciente por pasar al siguiente movimiento. Tenía que
averiguar qué había querido decir Dela, si todo eso tenía algo que ver con la gente
que había secuestrado de sus hogares de Savannah.
«En el norte» era una vaguedad imposible. Pero Dane sólo conocía un lugar en el
que podía comenzar la investigación, ¿y cuál, si no?
Barrow.
¿Podía, de verdad, volver allí? ¡Dios, había tantas razones para no volver a poner
nunca más el pie en aquel estercolero congelado! Barrow no era el mismo lugar que
había sido antes del primer ataque. Era un sitio duro, crudo, preparado para cualquier
cosa, y, por lo que tenía oído, a los vampiros los mataban sin más de una manera muy
regular. Al menos a cualquier vampiro que fuera lo bastante estúpido como para
intentar entrar en la ciudad.
Por supuesto. Estaba permitiendo que su mente jugara con él. En realidad, quería
tener una razón para volver a Barrow.
No por ninguna noble razón en la que le gustaría pensar, sino porque en el fondo
del corazón…
Stella.
Pero ¿y si no estaba allí?
¿Y si «en el norte» significaba otro sitio?
Dane no confiaba en su instinto en este asunto, y no contaba con nadie con quien
Dane avanzó en medio de la nada durante un rato, antes de detenerse y mirar atrás.
Barrow era todavía algo visible para su aguda visión nocturna.
De repente, allí estaba: una presencia cercana que se movía en círculos. Cuando
intentaba determinar quién o qué era, no podía.
Luego la presencia se dividió para convertirse en dos, que continuaron
—¿Stella?
La esbelta silueta, la postura que adoptaba con el peso cargado sobre la pierna
izquierda, la cadera ladeada, el modo en que su cuerpo llenaba los tejanos ajustados,
el pelo rojo corto y de punta… Llevaba un grueso jersey amarillo con trenzas,
ajustado en la cintura.
Era Stella Olemaun.
Entonces, ella atravesó la niebla de la tormenta y Dane le vio la cara, vio el
reconocimiento que afloraba a sus ojos gris azulado, vio los labios que se separaban,
la boca que se abría, y se sintió como si una mula le hubiera coceado el estómago con
ambas patas.
—¿Dane? ¿Qué diablos estás haciendo aquí?
Él se encogió de hombros intentando adoptar un aire despreocupado.
Probablemente no lo logró del todo.
—Es una larga historia.
Desde el principio había esperado encontrarla por aquella zona, ya que por la
comunidad vampírica había corrido la voz de que ella y su marido Eben habían
regresado, ambos como vampiros plenamente desarrollados, y que entre ellos, casi en
solitario, habían salvado al poblado de otro ataque.
Hasta aquel momento, Dane no había tenido la oportunidad de comprobar si ella
seguía allí, antes de que aquel gilipollas de Paul Norris casi le volara la cabeza. E
irónicamente, aquello también había sido por Stella.
Sin embargo, allí estaba, la singular y única Stella Olemaun, en el salvaje
territorio abierto de Alaska.
No había previsto el efecto que tendría sobre él el hecho de volver a verla.
Cuando conoció a Stella, había pasado un siglo y medio desde que había sentido
Andy Gray observó cómo el hombre que decía llamarse Dane salía por la puerta del
Oso Polar y desaparecía. «Ese tipo tiene algo…». No podía precisarlo, pero,
definitivamente, había en él más de lo que se percibía a simple vista. Tocó el colmillo
de Paul Norris que descansaba sobre su pecho. No podía ser un vampiro, de ninguna
manera, no allí, en el corazón de Barrow. En todo caso, no tenía aspecto de serlo: sin
colmillos, tonos de piel humana normales…
Pero había que tener en cuenta que era de noche. Andy no había sido capaz de
adaptarse a los períodos de sueño normales desde que había llegado a Barrow, algún
tiempo atrás. Por suerte, había abundancia de locales que abrían hasta tarde, como ése
en el que se encontraba, donde uno podía almorzar a medianoche o a la una de la
madrugada.
Y Dane tampoco había comido nada. Había tomado café. Andy cogió la taza y la
olió. Simple café. Solo.
Habían pasado un par de años desde que había sido agente del FBI en activo, pero
resultaba difícil perder algunos hábitos. Andy era suspicaz por naturaleza, y los años
de formación en la Agencia habían intensificado ese rasgo. Acabó el almuerzo y miró
el reloj de pulsera. Hora de tomar otra coca-cola antes del ejercicio. Desde su traslado
a Barrow, había comenzado con un régimen de gimnasia que excedía con mucho el
poco ejercicio que había hecho antes, en su antigua vida, cuando Paul Norris aún
estaba vivo, al igual que la mujer de Andy, Mónica, y sus dos hijas, Sara y Lisa.
Andy no había muerto y resucitado como les sucedía a los vampiros, pero había
una línea divisoria igualmente determinante entre su vida anterior y su nueva vida, y
esa línea era el día en que había despertado y descubierto que su familia había sido
asesinada mientras él dormía la mona en el despacho que tenía en su casa.
Durante mucho tiempo había pensado que esa línea era el día en que Paul se había
transformado en vampiro. Paul había sido su amigo más íntimo, su compañero, y, en
muchos sentidos, había querido a Paul más de lo que jamás había querido a Mónica.
Al final, sin embargo, el tiempo le había demostrado que se equivocaba. La
transformación de Paul había trastornado su vida, la había vuelto del revés y había
removido toda la mierda. Pero Andy se había refugiado en la bebida, el trabajo y la
investigación, ocultándose de sus propios sentimientos, de la vida real. Fue cuando
AJ realizó el recorrido desde Orange Park durante la tarde y entró en Savannah justo
después de las diez. Le habían desaconsejado volver allí, pero su apartamento de
Florida estaba a pocas manzanas del río Jacks, y lo olía cada día al salir de casa, y
otra vez cuando volvía. Se conocía lo bastante bien como para saber que olerlo sin
poder navegar por él acabaría matándolo. Lo mataría con tanta certeza como una bala
en el corazón. Necesitaba aquel rítmico balanceo bajo los pies, necesitaba el ronroneo
Después de dormir durante seis horas, Dane se puso a trabajar. Su teléfono móvil
tenía cobertura allí, cosa que constituyó una agradable sorpresa. Había esperado
hallar un páramo árido, y en cambio se había encontrado con una ciudad a la que se
hacía referencia como la París del norte, tan civilizada que Barrow, en comparación,
podría haber sido una aldea de pescadores inupiat. Merrin había prometido hacer
algunas indagaciones mientras Dane viajaba, a la vez que había vuelto a implorarle
que tuviera cuidado, así que la primera llamada que hizo fue a Georgia, que parecía
encontrarse a un millón de kilómetros de distancia. Y Merrin, en efecto, había
encontrado algunos indicios.
Ninguno de los miembros de la red que habían organizado moraba ya en aquella
zona, porque los vampiros más agresivos y guerreros se habían mudado a las zonas
situadas por encima del Círculo Polar Ártico y obligado a los otros a desplazarse a
climas más meridionales. Pero Merrin había encontrado a uno que había tenido,
durante un tiempo, una casa segura en Tavlik, no lejos de allí. Ese vampiro
recomendaba una zona específica de la ciudad, donde una serie de concurridos
locales nocturnos —Tromso, al parecer, era famosa por su vida nocturna—
proporcionaba abundantes oportunidades de alimentación para los vampiros, si no les
importaba que hubiera un poco de licor fuerte en el menú.
También había localizado un activo aserradero situado en la vecina comunidad de
Lyggen.
Después de colgar, Dane puso al corriente de la conversación a Eben, que estaba
sentado en la cama, con el pelo revuelto por el sueño.
—Yo me decanto por los locales nocturnos —dijo—. No hay nada como joder a
unos cuantos vampiros para empezar bien un viaje.
—Sin olvidar que tú también lo eres —señaló Dane.
—No es algo que se me olvide —replicó Eben—. Fue mi elección… Pero odio
con todas mis fuerzas que me obligaran a tomar esa decisión, para empezar.
—Algunas personas han nacido para serlo, y no llegan a darse cuenta de su
verdadero potencial hasta que sucede. Otros, como yo, habríamos preferido morir
cuando nos llegara la hora que continuar viviendo de esta manera.
—Puedo matarte ahora mismo, si es lo que quieres.
Una sonrisa torva pasó por los labios de Dane.
—Hubo una época en que te habría tomado la palabra. Pero ya no. En cualquier
caso, las cosas son diferentes ahora. Quiero decir que aquí estamos, intentando ser
corteses, o al menos todo lo posible, mientras tratamos de evitar una guerra abierta.
Desde que se había establecido en Barrow, Andy Gray tuvo conocimiento de quiénes
eran Stella y Eben Olemaun, y averiguado que no todos los vampiros eran unos
bastardos redomados como Paul Norris. Dane parecía encajar en la misma categoría.
Hasta el momento, de los cuatro chupasangres que ya conocía personalmente, tres
habían resultado ser una gente bastante decente.
Salvo por la parte de tener que alimentarse de sangre.
Sin embargo, eso no significaba que quisiera frecuentar su compañía con
regularidad. ¿Y viajar por el país con uno de ellos? Eso había estado por completo
fuera de sus expectativas.
Viajar con una mujer como Stella habría sido un desafío en cualquier
circunstancia; era atractiva, testaruda y apasionada, y no vacilaba a la hora de señalar
la estupidez cuando la veía. Además, era algo así como un icono para Andy, ya que
su libro había cambiado para siempre el modo en que él miraba el mundo.
Con esos cambios, Andy había adquirido confianza en sí mismo junto con una
nueva percepción de su propio físico. A pesar de todo eso, con unas pocas palabras
cortantes y una mirada fulminante, Stella podía hacerlo sentir como si estuviera otra
vez en el instituto. No era de extrañar que hubiera sido quien era antes… de que
—Ni siquiera me gustó nunca matarlos —estaba diciendo Sarah, mientras los
conducía escaleras abajo hasta el siguiente nivel—. Porque tienes que tocarlos, ya
sabes, ponerles la boca encima. Quiero decir que, ¿cuándo eras mortal te apetecía
morder directamente un cadáver de vaca? ¿O preferías ir a la tienda y comprar los
filetes envueltos en plástico? En esas bandejitas de porexpán. Esas me gustaban.
—Y aquí no tienes que verlos —observó Dane.
—No tienes por qué hacerlo. Puedes, si quieres. Hay un par de niveles, ahí
abajo… Bueno, ya lo veréis. Pero hasta aquí arriba, a los niveles más altos, lo traen
todo en barriles o lo suben mediante tuberías. Salvo… Bueno, también eso lo veréis.
Llegaron al segundo nivel del subsuelo. Allí ni siquiera había farol de petróleo,
sino sólo unas pocas velas gruesas grasientas que ardían con un suave crepitar. Dane
se había preguntado, en los niveles superiores, de qué estaban hechas, y en ese
momento se dio cuenta.
Grasa humana.
La mayoría de los vampiros se reunían en discretos apartados, donde bebían y
reían. Las conversaciones eran mantenidas en voz baja y en varios idiomas. Como
había señalado Sarah, Dane no oyó mucho inglés. Reparó en que había montones de
europeos, pero también oyó algunos idiomas asiáticos y africanos.
—Esto ha estado realmente bien pensado —dijo ella, casi como si le hubiera leído
el pensamiento—. Después de aquel desastroso ataque contra Barrow, en Alaska…
Habéis oído hablar de eso, ¿verdad?