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Restos Inmortales

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Escondido entre las sombras y fortalecido durante la noche, un asesino en

serie acecha el barrio residencial de Savannah, Georgia. Un asesino cuya


brutal firma está llamando la atención de otros habitantes de la oscuridad.
Pero la realidad es mucho peor de lo que parece a simple vista, ya que tras
los salvajes asesinatos se esconde una terrible verdad que está a punto de
ser revelada. Una verdad que podría tener consecuencias nefastas para el
futuro del mundo de los humanos…

ebookelo.com - Página 2
Steve Niles & Jeff Mariotte

Restos inmortales
30 días de noche - 2

ePub r1.2
Zombie 25.06.17

ebookelo.com - Página 3
Título original: Immortal Remains
Steve Niles & Jeff Mariotte, 2007
Traducción: Diana Falcón Zas
Diseño de portada: Ben Templesmith

Editor digital: Zombie


Corrección de erratas: pacvdo
ePub base r1.2

ebookelo.com - Página 4
Nota del autor
En la mitología de «30 días de noche», los acontecimientos de Restos inmortales
tienen lugar algún tiempo después de los descritos en la novela Rumores de los no
muertos, y en la novela gráfica The Journal of John Ikos.

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Antes

Su casa se inclina hacia la muerte, y sus veredas van hacia los muertos.
Todos los que en ella entraren, no volverán, ni tomarán las veredas de la vida.
Proverbios 2:18-19.

El mundo acabará, o así lo afirman las sagas, por fuego y agua.


Los terremotos derribarán todos los árboles salvo Yggdrasil, el Árbol del Mundo.
Los dioses batallarán los unos contra los otros, y a consecuencia de su combate, las
llamas y el vapor ocultarán el cielo. Sin rayos de sol, el verano dejará de traer calor a
las montañas, y los glaciares se extenderán por la tierra.
Lilith no creía necesariamente en las legendarias descripciones de Ragnarok.
Había sido una no muerta durante el tiempo suficiente como para saber que todas las
religiones inventaban historias que se adecuaban a sus necesidades. Los vikingos no
eran diferentes. Pero Lilith vivía en una tierra ocupada en otros tiempos por Sturmi
Arrancahuesos, cuyas sagas describían el cataclísmico enfrentamiento de los dioses
que arrasaría el planeta y dejaría sólo dos personas vivas, Lif y Lithrasir, ocultos entre
las frondosas ramas de Yggdrasil, así que pensaba que tenía con el antiguo bardo la
deuda de escucharlo con imparcialidad.
Estiró con languidez su cuerpo delgado sobre la fría losa de mármol y se pasó una
mano por el torso hacia arriba, disfrutando de la suave piel nueva.
En torno a ella, seis chicas jóvenes —jóvenes en comparación con Lilith, como lo
era todo el mundo; tenían doce y trece años cuando habían sido transformadas en
1967— usaban esponjas para untarle la piel con sangre fresca, y de vez en cuando las
apretaban para echarle unas gotas en los ojos y la boca. Lilith tragaba lo que podía, y
dejaba que el resto fuera absorbido a través de sus poros.
Nada restablecía como la sangre.
La preciosa sangre.
La sangre dadora de vida.
Su mundo no había acabado en aquella templada noche de abril, en Los Ángeles
—al otro lado del Atlántico, en el continente americano, muy lejos de su hogar
situado cerca de Alesland, Noruega—, a manos de Stella Olemaun. El mundo no
había acabado, pero para Lilith había estado bastante cerca de hacerlo.
La enorme explosión había arrasado la casa que Lilith había alquilado para su
misión de venganza en Estados Unidos. El dolor había sido intenso, enorme, peor que
cualquier cosa que hubiera experimentado desde su muerte, acaecida hacía tanto
tiempo que apenas podía recordarla. El fuego había consumido su piel, resecado sus
órganos internos, roto sus huesos.

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Pero había sobrevivido, y con la ayuda de sus jóvenes amigas la habían sacado,
como por arte de magia, en un buque de carga y, finalmente, la habían devuelto a los
umbríos bosques y gélidos fiordos de su amada Noruega.
Aquella mujer, Olemaun, pagaría por su engaño.
Ah, sí. Un millar de veces desde aquella noche, Lilith había jurado que Ragnarok
llovería sobre su cabeza.
Primero el marido de Stella, Eben Olemaun, había asesinado a Vicente, el amante,
compañero y marido de Lilith durante los últimos siglos. Luego, Stella había escrito
un libro (¡un libro!) sobre los que habían atacado estúpidamente el poblado de
Barrow, en Alaska, donde ella y Eben trabajaban como agentes de la ley. En ese libro
había descrito el asesinato de Vicente como un acto heroico. Como última indignidad,
Lilith había dispuesto el intercambio de las cenizas de Eben por un disco de
ordenador que contenía la prueba en vídeo de la desastrosa invasión de Barrow —el
único incidente grabado conocido de un acontecimiento semejante—, y Stella le
había pagado a Lilith su generosidad intentando hacerla estallar en pedazos.
Lilith cerró los ojos e intentó concentrarse en las pequeñas manos que le frotaban
sangre por los pechos y el abdomen, a lo largo de las piernas y sobre la frente
fruncida. Empapada en sangre, estaba curándose con rapidez. Pero era necesario que
relajara la mente, además del cuerpo, porque necesitaba recuperarse mentalmente, no
sólo físicamente.
Por todo el mundo se la llamaba Madre Sangre. Era la más grandiosa de ellos,
dadora de vida eterna, matriarca de la raza. Sin Vicente desde hacía tantos meses, su
poder era aún mayor.
Sin Vicente, reinaba en solitario.
Pero reinaría.
Mientras sus órganos se reconstituían, la piel le crecía de nuevo y se extendía por
su cuerpo, el pelo recuperaba una parte de su brillo, si bien no de su largo, había
pensado muchísimo en eso. Sus hijos estaban divididos, algunos en un rumbo —
como el ataque a Barrow— que sólo podía acabar en su exterminio definitivo.
Necesitaban la dirección, la guía que sólo Lilith podía proporcionarles.
—¿Señora?
Lilith se dio cuenta de que la muchacha ya había pronunciado tres veces la
palabra, cada vez con una inflexión de voz más alta, incluso con un leve temblor en el
tono. «Heather», pensó, sin mirar. Las manos de Heather eran diminutas, delicadas,
con dedos no más largos que la distancia que mediaba entre los nudillos de Lilith.
Tenía el pelo negro, ojos azules, y una cara angelical que podía hechizar a un
sacerdote para que le ofreciera la vena yugular.
—¿Qué sucede?
—Señora, alguien está…
La voz de Heather se cortó con brusquedad. Lilith apoyó los codos sobre la losa e
intentó levantarse, pero todavía estaba demasiado débil. Abrió los ojos, pero vio poco

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más que la niebla roja de su alimento, con formas indistintas que se movían como
sombras por la habitación a oscuras. Parpadeó, intentando aclarar su visión.
—¡Señora…! —Luego, un chillido horrible.
Entonces, Lilith pudo ver una forma más grande que se movía entre ellas. Las
formas de las muchachas se lanzaban contra la más voluminosa, luchando con
colmillos y garras, pero el intruso —un hombre, eso podía distinguirlo aunque con
dificultad— se defendía con una fuerza que superaba la de ellas.
Oía el ruido de la carne al desgarrarse, la sangre que caía con sonido acuoso
contra el suelo, las paredes, e incluso sobre el cuerpo desnudo de Lilith.
Apenas unos momentos después ya se había situado junto a ella, y sus facciones
se hicieron más nítidas con la proximidad. Era alto, y su cabeza —al igual que la de
Vicente— estaba afeitada por completo. Durante el más breve de los instantes pensó
que se trataba de él, que había vuelto de la muerte definitiva…
No.
Éste no se movía con la regia elegancia de Vicente, sino que caminaba
arrastrando los pies como una criatura callejera ordinaria. Un olor repugnante asaltó
los sentidos de Lilith, como si el recién llegado hubiera estado alimentándose de
carne rancia.
—No sé quién eres, pero has cometido un terrible error —declaró ella con voz
enronquecida. Al hablar le escocía la garganta, y cada palabra que salía de ella le
hacía tanto daño como si se la frotaran con vidrio molido.
El intruso rio.
Por alguna razón, el espantoso sonido repentino revivió en Lilith una emoción
poderosa que no había experimentado en lo que muy bien podrían haber sido siglos.
Esa emoción era el miedo.
—Había pensado —dijo, inclinándose más hacia ella— que te alegrarías más de
ver a tu padre, querida y triste Lilith.
—Tú… —comenzó ella.
—Shhh… no trates de hablar, hija —la calmó él, y le acarició una mejilla con una
mano grande—. No te encuentras bien. Pobrecilla.
—Yo…
La gran mano le tapó la boca de repente.
—Nunca has sabido cuándo escuchar y cuándo hablar. Es una pena.
Entonces, la mano se deslizó hasta su garganta, y los fuertes dedos del hombre
apretaron la piel delicada como barras de hierro. La levantó para acercarla hacia sí, y
la espalda de Lilith perdió el contacto con la losa.
—Ahora escúchame, hija. Ha llegado el momento de cambiar la manera en que
hacemos las cosas. Durante demasiado tiempo nos hemos ocultado en las sombras,
temerosos de los mortales. Pero yo te pregunto, ¿teme el león al ternero? ¿Retrocede
el lobo ante el cordero? Por favor, no respondas, no son más que preguntas retóricas,
Lilith. Y, además, estás muy débil.

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Esa risa otra vez, como los huesos de un bebé repiqueteando dentro del cráneo de
un demonio, carente por completo de alegría.
—Tan desesperadamente débil… No, no hables, hija. Ya habrá tiempo para eso.
—Dio otro tirón y la levantó por completo de la losa. Ella intentó resistirse, pero fue
inútil, ya que sus músculos ni siquiera habían recobrado la fuerza suficiente como
para que pudiera cerrar los puños—. Durante demasiado tiempo hemos sido cazados
por los humanos. Perseguidos como si fuéramos presas en lugar de depredadores. Se
acabó. Ha llegado el momento de que los hagamos retroceder.
Cerró los dedos con más fuerza aún en torno a la garganta, hasta que ella pensó
que le atravesarían la carne.
Todo volvía a desvanecerse. Se ennegrecía. Sólo la cruel e implacable voz llenaba
su mundo.
—Sí, sí, lo sé, no es tu manera de hacer las cosas. Ni la de Vicente. Pero verás…
Vicente se ha ido. Y tú, hija… la verdad es que tú no tienes nada que decir al
respecto. De hecho, me gustaría pensar que no vas a decir nada en absoluto.

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PRIMERA PARTE
EL VERDUGO

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1
El mundo giraba sobre su eje, la noche siguiendo al día y el día siguiendo a la noche.
Aunque Dane prefería la noche —como era natural—, lo importante era que con cada
rotación el mundo cambiaba… y todos, incluida su raza, cambiaban con él.
En otros tiempos, Nueva York, punto de unión entre Europa y Estados Unidos,
había estado a la vanguardia de los cambios globales. Pero ya no. Dane creía que
ahora era Los Ángeles la ciudad que cumplía mejor ese cometido. La costa del
Pacífico había reemplazado a la vieja Europa como centro de la modernidad. Por
mucho que lo intentara, Nueva York nunca recuperaría esa dignidad. Los Ángeles
había sido una aldea soñolienta, aunque glamurosa, pero ya no lo era. Al caminar por
sus calles durante la noche, escuchando el rugido de las decenas de miles de coches,
el zumbido de la electricidad y el rumor del torrente sanguíneo que corría por
millones de venas y vasos capilares, se sentía más vivo que…
… bueno, que cuando había estado vivo.
A media manzana de distancia, una pareja joven salió de la iluminada puerta de
una tienda de licores a la acera oscura. Él era negro y ella asiática; la pareja perfecta
para representar la multicultural ciudad contemporánea de Los Ángeles. Ambos iban
vestidos con ropa informal, en manga corta y tejanos, atuendo apropiado para una
noche de finales de verano. El hombre llevaba una bolsa de papel en la que se
marcaba el relieve del paquete de seis latas que había dentro. Alzaron la vista hacia el
reloj, en dirección a Dane, pero entonces el joven reparó en él y tomó a la mujer de la
mano para apartarla del edificio hacia la calle desierta y cruzar al otro lado.
—¿Qué? —susurró ella, aunque Dane, por supuesto, podía oír cada una de sus
palabras—. Oye, que esto no es Savannah.
—No, es Los Ángeles, y aquí también hay monstruos.
—Crees que ése…
—No lo sé. Pero es que tiene algo que no parece del todo normal —dijo el
hombre.
«Muy astuto», pensó Dane. Llegaron a la acera de enfrente y dirigieron hacia él
miradas furtivas, como si les preocupara que pudiera cruzar la calle corriendo, tras
ellos. Él les lanzó una mirada feroz con la esperanza de justificar los actos del tipo a
los ojos de su chica. Si pensaban que tenía pinta de asesino psicópata, ¿qué mal podía
haber en dejar que creyeran que lo habían calado?
Dane continuó calle abajo, pasó por delante de la tienda de licores y de una
agencia de viajes a la que alguien le había destrozado el escaparate (lo cubría un
contrachapado de madera, carteles de viajes cubrían el contrachapado, y grafitis y
folletos de un grupo de heavy metal cubrían los carteles de viajes), y luego ante una
tintorería. En la esquina había una farola, la única que funcionaba en toda la
manzana. Dane atravesó el cono de luz y bajó del bordillo, se detuvo para dejar pasar
un taxi, y cruzó hasta la otra manzana.

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Resultaba interesante que la mujer que salía de la licorería hubiera mencionado
Savannah.
La ciudad portuaria de Georgia había entrado en sus pensamientos varias veces
últimamente, las suficientes como para que llegara a pensar que podría volverse loco.
La primera vez había sido hacía pocas semanas, cuando leyó en Internet el que sería
el primero de muchos artículos sobre los asesinatos recientes acaecidos en Savannah.
Al principio no le dio mucha importancia, tal vez debido al hecho de que la policía
estaba haciendo pública poca información con la esperanza de dejar fuera a los
chiflados potenciales. Pero luego, al publicarse hechos más sórdidos —el salvajismo,
el inusitado modus operandi, el tremendo desangramiento—, y comenzar a escalar el
frenesí mediático hacia el inevitable ciclo de noticias de veinticuatro horas, Dane se
encontró al borde de la obsesión (otra vez).
En lugar de alimentarse (tenía un par de botellas en la nevera de su apartamento,
pero había salido a buscar algo un poco más fresco), decidió volver a casa. Vivía a
unos tres kilómetros de allí y, después de haber tomado la decisión, cubrió la
distancia en pocos minutos.
Una vez dentro, Dane echó el pestillo y la cadena de la puerta, sabedor de lo
ineficaces que podían ser ambas cosas según el tipo de fuerza que se utilizara, y por
hábito encendió el televisor de plasma del salón.
El apartamento era pequeño, y aquella habitación hacía las veces de salón y
comedor, separado del área de la cocina por sólo una barra de madera de roble. Una
sencilla puerta de madera ocultaba un dormitorio. El alquiler era bajo, y como estaba
encima de una tienda de ropa que cerraba a las siete, no había vecinos en el piso
inferior, y de todos modos tampoco le importaba demasiado el aspecto que mostraba
la vivienda. Tenía casas seguras dispersas por todo el país, y un puñado en el
extranjero. Si quería estética, podía ir a Carmel-by-the-Sea, Santa Fe o Gstaad, y si
quería lujo, siempre estaba el castillo que tenía en el valle del Loira. La finalidad de
aquel apartamento era ser conveniente, cosa que se cumplía, y albergar sus aparatos
de comunicación, cosa que hacía.
Mientras en la pantalla se veía la CNN, encendió el MacBook. Con el sonido del
televisor bajo, como un zumbido de fondo (guerra e inquietud en Oriente Medio, una
brecha que cada vez se ensanchaba más entre los ricos y los pobres de Estados
Unidos, Britney Spears se había puesto públicamente en ridículo una vez más), fue a
Google News y tecleó «Savannah+asesinatos».
El dispositivo de búsqueda encontró un número sorprendente de resultados. Más
que la última vez que lo había mirado.
Empezó por los periódicos locales de Savannah, El Morning News y el Chronicle,
que habían apodado al asesino como «el Verdugo», y luego pasó a los grandes diarios
nacionales el Post, el Times de Nueva York y Los Ángeles, antes de pasar a los sitios
de Internet más importantes como MSNBC.com. Por último, entró en los blogs. Estos
estaban más cargados de rumores y especulaciones, pero él ya había digerido los

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hechos —los que eran conocidos, en cualquier caso—, y sentía curiosidad por ver en
qué términos hablaba la gente de ellos.
Después de revisado todo eso, apagó el volumen del televisor, aún en espera de
que hablaran de las noticias de Savannah, cogió el teléfono móvil y marcó un número
de memoria. No sabía dónde estaba Merrin en esos días —Michigan era la última
noticia que había tenido—, pero aunque eran las dos de la madrugada en California,
no le preocupaba despertar a su amigo. Su raza no necesitaba dormir mucho, y a
Merrin nunca le molestaba que lo llamaran.
—¿Sí? —respondió Merrin. Parecía distraído, como si Dane lo hubiera pillado
durante la comida. Eso le recordó algo. Se levantó del sofá para ir a la cocina, y abrió
la nevera.
—Merrin, soy Dane.
—¿Dane? Qué placer, amigo mío. Me alegra que me llames. ¿Va todo bien?
Dane destapó una botella de sangre fría y bebió un largo trago antes de contestar.
Tibia sabía mejor, pero fría se conservaba durante más tiempo.
—Todo lo bien que puede esperarse —respondió.
—Entendido, amigo mío. —Merrin había nacido en Europa, y había permanecido
allí incluso después de su transformación, hasta que su familia (a la que siempre
había protegido), había emigrado a Estados Unidos a finales del siglo XVIII. A pesar
del tiempo que llevaba viviendo en América, conservaba muchos de sus hábitos del
viejo mundo, y Dane siempre disfrutaba conversando con él. Merrin y Dane habían
hablado muchas veces sobre los retos que les planteaba el mundo actual, y ambos
estaban generalmente de acuerdo—. ¿Cuál es la naturaleza de la llamada, entonces?
—He estado oyendo hablar mucho sobre la situación de Savannah —dijo Dane—.
¿Qué sabes tú del asunto?
—¿Savannah? —Merrin tenía la costumbre de repetir las preguntas, o al menos
parte de ellas, mientras reunía sus pensamientos. También tenía la costumbre de
mantenerse en contacto con una gran número de gente (e incluso un surtido de
humanos que no tenían ni idea de cuál era su verdadera naturaleza), así que uno
nunca sabía qué tipo de conocimientos recónditos había podido adquirir a lo largo del
camino—. Supongo que estás hablando del asesino.
—Correcto, Merrin. Los asesinatos del Verdugo.
—Es cierto que siempre has mostrado interés por las cosas truculentas, Dane.
¿Por qué no empiezas por contarme lo que sabes y luego te lo complemento con lo
que pueda?
—Sólo sé lo que he leído en Internet. —Dane se recostó en el respaldo del sofá,
con la botella abierta en la mano izquierda—. Los hechos publicados son los básicos.
Al menos una docena de personas han sido asesinadas allí en los últimos sesenta días.
Todas atacadas en su propia casa, en allanamientos de morada particularmente
brutales. La manera de entrar no presentaba ninguna sutileza ni elegancia; se
limitaron a derribar la puerta y matar a alguien de manera brutal, pero, de algún

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modo, con un mínimo derramamiento de sangre. El asesino acaba cortando o
arrancando la cabeza de la víctima, y por eso lo han apodado así. En muchos de los
casos, cualquier otro residente de la casa invadida ha desaparecido sin más. Hay
gente que teoriza que está haciéndolo alguna criatura medio salvaje, un hombre lobo,
un bigfoot o algo así. Otros especulan que las autoridades acabarán encontrando una
tumba colectiva donde están enterrados todos los desaparecidos. Incluso he leído la
teoría de que lo ha hecho un escuadrón de la muerte de naturaleza política, aunque
nadie acaba de ponerse de acuerdo en por qué alguien podría escoger a esa clase de
víctimas.
Dane dejó de hablar.
Merrin intervino entonces.
—Ese parece un resumen relativamente preciso y conciso de la situación tal y
como ha sido publicada —afirmó.
Dane no pudo evitar una ancha sonrisa al oír la respuesta de Merrin. Al hombre le
encantaba adoptar una manera de hablar de clase alta, anticuada, que a Dane, por
alguna extraña e inexplicable razón, le recordaba a Un tranvía llamado deseo. Dane
sabía a ciencia cierta que el modo de hablar de Merrin era intencionado. Al menos
había comenzado así. Una vez, hacía mucho tiempo, Dane había oído al casi
remilgado Merrin soltar una diatriba cargada de vulgaridades que le habrían
provocado un infarto a una monja. El acento que tenía entonces era claramente de
Nueva York, aunque antiguo.
—Con, como has sugerido —continuó Merrin—, el añadido de algunas
especulaciones bastante improbables. Cosa que, por desgracia, constituye el tipo de
especulación más corriente que se da en Estados Unidos en el amanecer de este
nuevo milenio. —Merrin tenía tendencia a ponerse filosófico, a veces… o político, lo
que era todavía peor. Si lo hacías hablar de Iraq o del sistema de sanidad, era mejor
que tuvieras mucho tiempo libre. Como si él necesitara la cobertura de un seguro—.
Pero se han dejado bastantes cosas fuera de esos informes, al menos a juzgar por lo
que yo he logrado averiguar.
—¿Cómo por ejemplo? —Dane bebió más sangre. Incluso fría hacía su servicio.
—Como por ejemplo, que ese «mínimo derramamiento de sangre» que has
mencionado es subestimar los hechos por un amplio margen.
Unas pocas gotas, tal vez. Ciertamente, menos de un litro. Y quiero decir dentro
del cadáver y derramada por la residencia. Es difícil decapitar a alguien sin derramar
más de eso.
—Lo que sólo puede significar… —Distraído, Dane no apartaba un ojo del
televisor. Sabía que la CNN repetía a lo largo del día las noticias más importantes, e
importante solía significar sensacionalista y terrible, algo que asustara a las masas, así
que era sólo cuestión de tiempo que actualizaran la información sobre los asesinatos.
—Precisamente. Por supuesto, nadie va a decir nada de manera oficial, pero…
—¡Jesucristo! Espera, Merrin. —Dane recogió de un manotazo el mando a

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distancia de encima de la mesa de café Crate & Barrel y pulsó el botón MUTE. El
sonido volvió como un rugido que ahogó la canción de 50 Cent de un coche que
pasaba por el exterior con el volumen demasiado alto—. ¿Tienes puesta la CNN, por
casualidad?
—Puedo —replicó Merrin.
La pantalla del televisor de Dane mostraba un apartamento urbano de Savannah,
Georgia. La puerta delantera se inclinaba hacia el interior, sujeta sólo por el gozne
inferior. Un trozo de acero visible junto a la entrada parecía una barra de seguridad
que no había cumplido su función en absoluto. Cuando la cámara atravesó la puerta
para entrar en el salón, reveló una escena que podría haber sido la consecuencia de un
tornado.
—… otro allanamiento de morada en Savannah. En este caso acaecida en Victory
Drive. Los vecinos informaron que oyeron un sonido que han descrito «como de una
explosión». Cuando llegó, la policía encontró un solo cadáver que, según se informa,
era de un hombre que vivía en la residencia. Otros dos residentes, una mujer y un
niño, no fueron hallados en la vivienda. Una fuente de las fuerzas del orden le ha
dicho a este reportero que todo indica que el Verdugo se ha cobrado otra víctima.
—Da la impresión de que nuestro misterioso visitante de pesadilla ha vuelto a
golpear —comentó Merrin.
—No jodas. —Dane volvió a pulsar el botón MUTE.
—¡Qué coloquialismo tan pintoresco!
Dane sonrió. Lo había dicho sólo por pinchar la sensibilidad habitualmente
anticuada de Ferrando Merrin. Casi podía ver cómo al viejo, cuyo pelo oscuro estaba
en perpetuo estado canoso, se le teñía de rosado la piel fina como papel de las
mejillas hundidas.
—Así que no hay sangre. Lo cual significa…
—Tú crees que es uno de los nuestros. —La forma en que Merrin lo dijo
significaba que él también lo pensaba.
—No es que intente disimularlo demasiado —dijo Dane.
—No demasiado.
Ambos sabían que había muchos que no se molestaban en pasar inadvertidos.
Cada día más, al parecer.
Pero ¿ese tipo de masacre descarada en una ciudad importante? Estaba
garantizado que esos ataques atraerían la atención. Era casi como si los hubieran
cometido con ese propósito.
Si el Verdugo era sólo un asesino en serie —donde «sólo» era una ironía
intencionada—, se trataba de un caso malo, un tipo difícil de detener. Pero los
cadáveres acabarían por darle alcance, porque sacrificaba la cautela a la violencia.
Si, por otro lado —como sospechaban tanto Dane como Merrin—, el asesino era
uno de ellos, la policía nunca lo atraparía. Ni siquiera se aproximarían remotamente a
atraparlo, porque serían incapaces de intentar siquiera entender la verdad sobre él… o

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sobre ella, ya que los asesinos en serie eran casi todos hombres, pero la realidad venía
en los dos sabores. Y si no lo atrapaban y destruían, él o ella nunca dejaría de matar.
A menos que alguien interviniera…
Maldición.
—¿Estás ahí, Dane?
—Sí —respondió éste. Un cansancio repentino se había apoderado de él—. Estoy
aquí, Merrin. Pero calculo que no por mucho tiempo.
—No vas a…
—Alguien tiene que hacerlo, ¿verdad? Quiero decir, que exponerse de esta
manera a la luz pública…
Una pausa.
—Eso es muy propio de ti, Dane. Muy propio de ti, lamento decirlo.
—Es lo que dicen; «genio y figura hasta la sepultura», ¿no?
—Tú eres más genio y figura que yo, amigo mío. Que tengas un viaje seguro. Y,
por favor, mantenme informado.
—Lo haré, Merrin, no te preocupes. Te llamaré desde Savannah.
—Siempre me preocupo, Dane. Es lo que hago mejor. Pero sé que estarás bien.
Simplemente, no corras riesgos innecesarios… Recuerdas lo que sucedió hace unos
años, ¿verdad? El incidente con esa mujer, Olemaun.
—Sí, lo recuerdo. —«Gracias por recordármelo».
—Es sólo algo que tener presente. A mi entender, estuvo a punto de convertirse
en una situación muy desagradable para ti.
Dane suspiró.
—Gracias. Aprecio de verdad tu preocupación. Prometo cuidarme las espaldas.
—Me alegra oírlo. Me gustaría volver a hablar contigo, ¿sabes?
Dane colgó el teléfono. Por lo general, le gustaba hablar con Merrin. Casi siempre
aprendía o averiguaba algo.
«No corras riesgos innecesarios», le había dicho. Una cosa que Dane nunca había
averiguado: ¿quién demonios podía definir «innecesario»?

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2
Dane salió de la terminal del Aeropuerto Internacional de Savannah a la bochornosa
noche de Georgia.
Habían pasado cuatro días desde la conversación que había mantenido con
Merrin, pero aquél era el primer vuelo nocturno sin escalas entre Los Ángeles y
Savannah en el que había podido reservar billete. Los viajes diurnos eran
problemáticos para su raza. El verano parecía reacio a aflojar la presa mortal de calor
y humedad con que atenazaba la región.
Había un par de taxis detenidos junto al bordillo cuyos conductores se
encontraban en la acera, charlando. El aeropuerto de Savannah era letárgico
comparado con otros aeropuertos internacionales en los que había estado. Dane no
había decidido si alquilaría un coche o iría en taxi hasta la ciudad, y mientras estaba
allí pensando en el asunto, un mosquito se le posó en el cuello. Dado que sentía una
cierta afinidad con aquel diminuto incordio, no le dio un manotazo.
Aunque no importaba demasiado. Su sangre envenenaba a los mosquitos casi de
inmediato; bebería un largo, sediento sorbo, Dane no sufriría el más mínimo efecto
por ello, ni picores ni hinchazón, y el insecto se alejaría volando, recorrería poco más
de medio metro, y caería muerto sobre la acera. Cuando despegó, se frotó con
suavidad la zona del cuello en la que había aterrizado.
—Hay muchos, este año —dijo alguien.
Dane levantó la mirada. Uno de los taxistas estaba recostado contra el
parachoques delantero de su coche, con los peludos brazos cruzados sobre el pecho
de barril. El vello rizado asomaba por el cuello abierto de su camisa, pero tenía la
cabeza casi calva del todo, como si su cuerpo ya hubiera consumido toda la energía
que podía dedicar a criar pelo. Era de tez pálida y con manchas, como alguien que en
el pasado hubiese estado mucho tiempo navegando pero últimamente durmiese
durante el día. Unos penetrantes ojos azules contemplaron a Dane con curiosidad no
disimulada.
—Sí —replicó Dane, al darse cuenta de que el tipo se refería a los mosquitos. El
taxista, probablemente, estaba acercándose a los setenta años. Tenía el tipo de cara
con arrugas y pliegues del que lo había visto todo, y algunas cosas incluso dos veces.
Debía de medir un metro sesenta y siete o un metro setenta de altura, y aún tenía un
cuerpo musculoso y de carnes firmes para su edad.
Dane reparó en una cosa más: en aquel tipo, todo gritaba «poli».
«Creo que voy a ir en taxi».
Había decidido alojarse en el Hyatt Regency, situado a la orilla del río Savannah,
y le dio al taxista el nombre del hotel. El hombre asintió y se sentó detrás del volante.
Dane llevaba sólo una pequeña bolsa de viaje, la cual dejó a su lado en el gran asiento
trasero del abollado Crown Victoria amarillo y verde. El taxi tenía sintonizada una
cadena que emitía música de la década de 1970, y Chuck Berry cantaba acerca de

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Johnny B. Goode, que podía tocar la guitarra como si tocara un timbre.
Dane no necesitó mucho tiempo, durante el viaje al interior del distrito histórico
de Savannah, para dirigir la conversación hacia los acontecimientos locales del
momento.
—Pronto cometerá un error —dijo el taxista. No tenía acento de la costa de
Georgia, sino apenas un leve deje sureño. En todo caso, hablaba como alguien que se
había mudado allí desde el nordeste, tal vez del estado de Nueva York. Al mirar el
carnet de taxista, Dane averiguó que se llamaba Mitch LaSalle—. Yo solía trabajar en
el departamento de aquí —continuó, confirmando la corazonada de Dane. Algunos
tipos simplemente no podían evitar tener pinta de polis, y hacía mucho tiempo que
Dane había aprendido a captar bien la naturaleza de la gente—. Conozco a algunos de
los tíos que trabajan en este caso. Lo pillarán.
—¿Tienen algo que no se haya dicho en las noticias? —preguntó Dane—. ¿ADN
o algo así?
—¿Se refiere a algo que le pueda contar? —rio Mitch.
—Sólo soy un turista interesado —le aseguró Dane.
—No correrá peligro. Quienquiera que sea ese gilipollas, se concentra en los
residentes, no en los turistas. Si yo fuera usted, no me alejaría mucho del hotel
después de oscurecido. No por el Verdugo. Parece usted un tipo muy capaz de cuidar
de sí mismo, pero ha habido mucha actividad de bandas, ya sabe.
—Eso no me preocupa demasiado —replicó Dane. Era la verdad. Podría
encontrarse con problemas allí, pero no procederían de los miembros de las bandas.
Su raza siempre había sido dueña de la noche.
—¿Por qué abandonó el cuerpo? —preguntó Dane—. Si no le importa hablar del
tema.
Mitch soltó una risotada.
—Diablos, claro que no me molesta hablar. Eso es lo único que todavía puedo
hacer, ¿verdad? La misma vieja historia de siempre. Bueno en el trabajo pero malo en
la política. Cabreé a la gente equivocada. Perseguí al gato equivocado en el árbol
equivocado, supongo, y cuando me dijeron que lo dejara… no lo hice. Así que aquí
estoy. Me costó la jubilación y el matrimonio. Aunque no estoy amargado por eso —
se apresuró a añadir, con otra risa que a Dane no le pareció nada salvo amargada.
—Parece duro —dijo Dane—. Que te castiguen por hacer lo correcto. Eso apesta.
—Y que lo diga, hermano.
—Habla como si hubiera sido detective.
Aquellos intensos ojos azules se encontraron con los suyos en el retrovisor, y
Mitch guardó silencio durante unos segundos.
—Usted no parece poli —dijo Mitch—, pero ya me he equivocado antes.
—No, no soy poli —replicó Dane. Captó su propio reflejo en la ventanilla del
coche: pelo oscuro, rostro delgado, mandíbula inferior y mentón ribeteados por una
fina perilla coronada por un bigote. Podía lograr no tener el aspecto de un monstruo,

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pero para llegar a parecer humano siempre debía esforzarse—. He pasado mucho
tiempo cerca de ellos, y he tenido muchos amigos que sí lo eran. —Una mentira, por
supuesto. Los otros no tenían tendencia a relacionarse socialmente con la gente de las
fuerzas de la ley. Pero prestarles atención era una táctica crucial de supervivencia.
—¿A qué se dedica?
—Soy inversor —respondió Dane. Otra verdad, hasta cierto punto.
Tenía acciones bajo una docena de identidades y nombres de compañías
diferentes. Con el dinero colocado a largo plazo (un plazo largo de verdad, cuando
uno hablaba de más de un siglo), los beneficios bastaban para mantenerlo en una
posición económica realmente muy buena.
—Supongo que podría decirse que soy un especulador que compra y vende en el
mismo día. Por la noche tenía cosas más importantes que hacer.
El olor del río Savannah entró por la ventanilla abierta de Mitch, un complejo
caldo de pescado, gasoil y otros olores que Dane no pudo identificar. Había estado en
Savannah unas cuantas veces antes, pero nunca durante mucho tiempo, y no conocía
la ciudad fuera de la zona ribereña. Su hotel estaba al lado del Ayuntamiento, con el
complejo comercial Cotton Exchange al otro lado. Cuesta arriba desde el río había
vecindarios de viejas casas de ladrillo construidas alrededor de plazas adoquinadas.
Fundada en 1733, Savannah era una de las pocas ciudades de Estados Unidos que le
parecían viejas a Dane, cuyas raíces sólo se remontaban a mediados del siglo XIX.
—Supongo que puede ganarse dinero con eso —dijo Mitch.
—A mí me va bien.
—¿Y qué lo trae por Savannah?
Dane tuvo que tomar una decisión rápida, aunque no instantánea. Su mente había
empezado a trabajar desde que había reconocido al taxista como poli, y nada de lo
que había oído lo había disuadido. Mitch parecía conocer la ciudad, conocía a los
jugadores locales, y no daba la impresión de que les debiera lealtad ninguna.
Justo el tipo que Dane necesitaba.
—Escuche —dijo—, necesito contarle algo. Pero es importante que lo guarde en
secreto. ¿Lo hará?
—Supongo que dependerá de qué se trate —replicó Mitch—. No soy sacerdote, y
este taxi no es un confesionario. —Una respuesta perfectamente razonable.
En realidad, más razonable que la solicitud que iba a hacerle Dane.
—Vale. Esta es la cuestión… No creo que la policía vaya a atrapar al Verdugo —
declaró Dane—. Porque no creo que estén buscando el tipo correcto de… persona.
Pero, para serle sincero, ése es el motivo por el que estoy aquí.
—¿Por qué sabe qué clase de persona deberían estar buscando? —Los ojos del
espejo habían cambiado, se habían suavizado. Habían pasado de la curiosidad a la
lástima en diez segundos contados. El tipo ahora pensaba que Dane estaba mal de la
cabeza.
—Ya sé lo que parece —dijo Dane—. Pero es la verdad. El tipo al que buscan es

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alguien como yo en algunos aspectos muy específicos.
—¿Va a contarme cuáles son esos aspectos? ¿O se supone que debo adivinarlos?
—Bueno, vale, no se preocupe. —Con un poco de suerte, Mitch LaSalle se
olvidaría de que había recogido a Dane, o pensaría que era una especie de bromista
—. Simplemente déjeme en el hotel, y ya está.
—Sí, vale —replicó Mitch.
Continuó observando a Dane por el retrovisor, como si intentara atravesar la
ilusión de humanidad que proyectaba. «El poli que lleva dentro», supuso Dane. Le
había contado al tipo justo lo suficiente como para interesarlo, como para hacerle
saber que había algo misterioso en él, y ahora quería resolver el misterio.
Como había supuesto desde el principio, Mitch era con total exactitud el tipo que
Dane necesitaba para ocuparse de los aspectos locales del caso. Una ciudad
desconocida, una investigación intensiva en marcha, podían ser obstáculos de
importancia. Tener a alguien como Mitch en su equipo podría contribuir a que las
cosas discurrieran con mayor facilidad en lugar de hacerlo a trompicones.
Pero a pesar de que había identificado al tipo adecuado en cuanto había bajado
del avión, el recorrido en el taxi no le había dado a Dane tiempo suficiente para cerrar
el trato. Lo mejor que podía hacer ahora era recordar el nombre de Mitch y, si surgía
la necesidad, intentar ponerse en contacto con él.
El taxi dejó a Dane en la entrada principal del Hyatt, donde un botones
uniformado le abrió la portezuela antes de que pudiera hacerlo él. Dane pagó el viaje,
e incluyó una generosa propina. El poli convertido en taxista le dio las gracias y se
metió el dinero en el bolsillo de la camisa.
Mitch ya se había marchado para cuando Dane atravesó la puerta del hotel.

Desde la habitación, Dane veía las luces de los grandes cargueros que recorrían el
río, y de las grúas de los muelles donde operaban. Savannah era un importante puerto
atlántico, con una constante actividad naviera. En alguna parte se lamentó una sirena,
y muy abajo, en River Street, unos borrachos trasnochadores rieron y gritaron
mientras daban traspiés por la acera.
Dane tenía un problema más inmediato que el de encontrar a quien estaba
acabando tan descaradamente con la población de Savannah, para detenerlo antes de
que aquella… pesadilla de un relaciones públicas se descontrolara aún más. El
hambre había comenzado a insinuársele, y las normas de seguridad de los aeropuertos
eran tales que ya no podía viajar con la preciosa sangre.
Lo cual le dejaba una sola opción. Tenía que salir a cazar.
A Dane no le gustaba arrebatar vidas inocentes. Lo había hecho, por supuesto,
cientos de veces, si no miles, a lo largo de los años. Para sobrevivir necesitaba
alimentarse. Quería sobrevivir. No hacía falta pensar mucho para sacar conclusiones.
Al mismo tiempo, no se le escapaba la ironía de que había acudido a Savannah

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para acabar con la matanza, cuando daba la impresión de que él iba a contribuir a ella
con su granito de arena. En lo concerniente a la superioridad moral, creía llevar la
ventaja, ya que en su caso sería algo que haría sólo para sobrevivir, y sería discreto
además de muy selectivo. Más que las muertes en sí, lo que Dane detestaba de
quienquiera que estuviese cazando en Savannah era que los asesinatos atraían la
atención —de cualquiera que estuviese dispuesto a ver la realidad— hacia la
verdadera existencia de su raza.
Pero debían permanecer en secreto. A toda costa.
Eso también era supervivencia, aunque para una especie, no para un solo
individuo. La única razón por la que habían sobrevivido durante tanto tiempo era que
habían hecho creer al mundo mortal que constituían una leyenda, una fábula que se
contaba por la noche a los crédulos, o un tema de ficción popular. Acabar en el canal
de noticias por cable de veinticuatro horas no encajaba con esa meta.
Estaba claro que el Verdugo tenía unos planes distintos en mente. Las muertes
poco frecuentes y discretas que ocasionaba Dane —concentradas, cuando era posible,
en personas cuya pérdida, en cualquier caso, el mundo podía soportar— eran de un
tipo muy, muy diferente.
Al salir por la puerta apagó la luz de la habitación, dispuesto a ponerse en marcha.
En alguna parte de las calles de Savannah, el destino aguardaba a un chupasangre de
los bajos fondos.

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Incluso una semana más tarde, Mitch LaSalle no lograba quitarse de la cabeza el
recuerdo del tipo que había recogido en el aeropuerto.
El problema no era sólo que el tipo había parecido razonable al principio para
luego convertirse en un pirado con esa teoría demencial de que él y el asesino se
parecían mucho.
Eso era la mayor parte del problema pero, desde luego, no la parte peor. Ni hablar.
Lo que de verdad había conmocionado a Mitch, tanto que había quedado bañado
en sudor frío —y tuvo que aferrar el volante hasta que le dolieron las manos para que
el pasajero no las viera temblar—, fue que al mirar por el espejo pensó (pensado no,
sabido con seguridad, joder, desde luego que lo sabía) que había visto cambiar a
aquel hombre, cambiar físicamente: cómo la piel adquiría color y vida, la forma de la
boca y la mandíbula variaban, incluso sus ojos hacían… algo a lo que Mitch no podía
darle un nombre. Como si apagaras un interruptor y la luz de una bombilla se
desvaneciera poco a poco en lugar de apagarse sin más.
Y ese recuerdo afloraba en su memoria en momentos inoportunos.
Lo hizo cuando despertó a las once de la mañana, después de haberse dormido a
las ocho, con la necesidad de volver a dormirse pero sin poder hacerlo.
Había vuelto hacía un par de días, cuando estaba dale que te pego, caliente y con
ganas, con una tía joven (pensaba que cuando uno tenía su edad, las que rondaban los
cuarenta y cinco contaban como jóvenes), y entonces, distraído por la imagen mental
de la transformación del tipo, había perdido las ganas, el empalme y a la tía.
—Les pasa a todos antes o después —había dicho ella, mientras se ponía los
pantis con refuerzo abdominal en el dormitorio del apartamento que él tenía en un
segundo piso de Congress Street—. Por eso no he querido casarme nunca. Siempre
hay otro tipo que no tiene ese problema, de momento. —Volvió a ponerse el
sujetador, luego la camiseta de Oak Ridge Boys con las mangas cortadas, y se bajó la
falda que no se había molestado en quitarse—. Consigue una receta, Mitch. Ya sabes
cómo encontrarme.
Acababa de volver en ese momento, sentado en una marisquería corriente de
Skidaway, casi en el límite de la muy renombrada comunidad de Thunderbolt (con la
cual él había bromeado a menudo diciendo que en atravesarla en coche se tardaba lo
que un rayo tarda en llegar al suelo), con Denny Mulroy y Willard Creech, detectives
de homicidios de Savannah asignados al grupo especial que investigaba los asesinatos
del Verdugo.
—Lo que tenemos es nada —estaba diciendo Creech—. Cero. Ni una mierda.
Nulo. Un vacío, sin más. La cosa está en un estado lamentable, así es como está. —
Willard Creech parecía un condenado esqueleto que alguien hubiera envuelto con
cuatro bolsas a las que había llamado piel. Cuando sonreía, cosa que sucedía con una
frecuencia más que excesiva, el efecto era espantoso, y no sólo porque tenía una

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pésima dentadura. A menudo, Mulroy teorizaba sobre que su compañero había sido
asignado a homicidios porque a los cadáveres no les importaba qué aspecto tenía un
investigador, mientras que las víctimas de un delito que estaban vivas podrían haber
tenido la sensación de que volvían a agredirlas.
Denny Mulroy, por el contrario, era como un bidón de ciento noventa litros, un
par de centímetros más bajo que Mitch, y con cincuenta y cuatro kilos de peso más
que él. No habría podido superar una prueba física del departamento, pero cuando
trabajaba en antivicio, había protegido al hijo del comisario general de policía para
que no fuera arrestado por andar de putas en Montgomery Street, y no una vez, sino
siete, así que tendría asegurado el futuro mientras respirara, y tal vez incluso después.
La piel de Denny era del color de un grano de café bien tostado, y tenía un pelo corto
que se había vuelto casi todo blanco desde que estaba en la brigada de homicidios.
Mitch siempre se había sentido fascinado por las palmas de las manos de Denny, que
eran tan rosadas como el salmón fresco y resaltaban como banderas de señales contra
el dorso casi negro.
Los dos polis conformaban una de las más extrañas parejas que había visto Mitch
durante sus años en el cuerpo, primero en Michigan, y luego, debido a una
estrafalaria secuencia de acontecimientos que él mismo no acababa de creerse cuando
le pedían que la describiera, en Savannah. Pero ambos tenían una brillante mente
investigadora, y juntos parecían capaces de resolver cualquier delito que les pusieran
delante. Mitch creía que si los federales tuvieran una docena de parejas como ellos,
Osama bin Laden ya habría estado cumpliendo condena en la prisión estatal de
Angola, Louisiana, o en la de San Quintín, hacia el trece de septiembre.
—¿Cómo puede no dejar pruebas físicas tras de sí alguien que revienta puertas y
drena la sangre de sus víctimas? —preguntó Mitch—. No parece que la sutileza sea
su punto fuerte.
—Sutil como un mazazo en la cabeza —lo secundó Creech.
—El problema está en que el hijo de puta es un fantasma —añadió Mulroy—. Un
fantasma ruidoso, pero, qué demonios, hacer ruido no importa mucho si no queda
nadie cerca para oírlo.
—Ese tipo, el Verdugo, ¿no ha dejado ni un solo testigo?
—Un puñado —replicó Mulroy—. Pero ninguno que pueda ayudarnos de
ninguna manera. Una mujer dijo que había oído algo que parecía un disparo. Resultó
que ni en ese allanamiento de morada, ni en ninguna de ellos, por lo que hemos
podido ver, se disparó ningún arma de fuego. Lo que probablemente oyó fue la patada
con que el tipo ese derribó la puerta delantera. Dime, ¿de qué va a servirnos a
nosotros su testimonio? Es mejor no tener ningún testigo que tener uno que la defensa
pueda usar para confundir al jurado.
—Si alguna vez atrapamos a un sospechoso —añadió Creech.
—El otro día conocí a un tipo —se sorprendió diciendo Mitch—, en realidad un
pasajero que recogí en el aeropuerto. Es probable que no fuera más que otro pirado,

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pero parecía completamente convencido de que todos vosotros estáis ladrándole al
árbol equivocado.
—Es probable que tenga razón —asintió Creech—. No dejo de decirle a Mulroy
que deberíamos investigar más de cerca a esas monjas de Nuestra Señora del Sagrado
Corazón.
—También hay una profesora de guardería a la que le tengo echado el ojo —
comentó Mulroy—. Mide alrededor de un metro cincuenta y pesa cuarenta y tres
kilos cuando está empapada. Ese amigo tuyo tiene razón, no podemos permitirnos el
lujo de investigar sólo a los tipos grandes y fuertes cuando estamos intentando
encontrar a alguien que puede derribar una puerta barrada y llevarse a varias
personas.
—Por eso se me ocurrió lo de esas hermanitas —continuó Creech—. Una sola,
por sí misma, tal vez no ha podido hacerlo, pero ¿y todo el grupo? ¿Cómo llamas a un
grupo de monjas? ¿Un rebaño? ¿Una manada?
—Tal vez una bandada —propuso Mitch, que luchaba para mantener un gesto
serio.
—O una pandilla —dijo Mulroy. Por la alegría que demostraba, habría podido
estar hablando de las estadísticas de suicidio o de un embarazo de su hija de quince
años. El trío había estado haciendo eso durante años, dentro y fuera del departamento,
y desde que Mitch los conocía, él había sido siempre el primero en echarse a reír.
El teléfono móvil de Mulroy interrumpió la conversación. Contestó y escuchó,
mientras su rostro oscuro se volvía de un gris ceniciento. Un momento después cerró
el teléfono y lo devolvió al bolsillo de la chaqueta.
—Ha vuelto a atacar —dijo en voz baja—. El Verdugo aún está en la vivienda.
Gwinnett esquina Forest. Tenemos que ir. Ahora mismo. Vamos.
—Eso está a un kilómetro y medio de aquí, más o menos —apuntó Mitch.
Los ojos de Mulroy se encontraron con los suyos, pero de una manera distante,
como si mirara a un desconocido por primera vez.
—Exacto. Tenemos que marcharnos.
—Marchaos —dijo Mitch—. Ya pagaré yo la cuenta. —Mulroy y Creech salieron
por la puerta delantera antes de que las palabras acabaran de salir de su boca. Si había
una oportunidad de atrapar al tipo con las manos en la masa…
Mitch llamó por señas a la camarera (de poco más de veinte años, cansada pero
aún intentando mostrarse agradable, el tipo de chica que siempre hacía que se
preguntara si Karin, su hija, en caso de haber sobrevivido cuando la atropelló un
conductor borracho, sería como esa chica. ¿Amiga suya, tal vez su compañera de
piso?) y le dio dos billetes de veinte. Aún no había visto la cuenta, pero tenía que ser
menos de eso.
Salió a buscar el taxi, que había dejado aparcado más abajo, en la misma
manzana. Mulroy y Creech se habían marchado hacía rato.
Pensó en bajar hasta el río, o tal vez ir al aeropuerto a buscar pasaje. Pero estaba

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tan cerca… Y si atrapaban al Verdugo, maldito si no quería verlo. Se dirigió hacia el
cruce de Gwinnett y Forest.
Donde lo aguardaba el caos más absoluto.

Había coches patrulla y ambulancias aparcados por todas partes, con las luces
girando. Aún más se dirigían hacia la escena, hendiendo la oscuridad con el aullido
de las sirenas. Un agente uniformado intentaba tender una cinta de precinto amarilla
entre unos árboles y una barrera precipitadamente montada, pero le temblaban tanto
las manos que no lograba mantener sujeto el carrete. Otros miraban boquiabiertos la
casa adosada de ladrillo con las luces encendidas y la puerta delantera abierta y
medio arrancada de los goznes.
Mitch aparcó el taxi tan cerca como pudo y recorrió a pie el resto de la distancia.
Vio a Paula Owens, una cara conocida. De hecho, había intentado tener una aventura
con ella cuando estaba en el cuerpo y ella aún llevaba uniforme, pero Owens había
pensado que si la gente descubría que había dormido con un colega blanco, podría
perjudicar sus posibilidades de ascenso. Y resultó que no había sido sólo paranoia, y
que era probable que tuviera razón. Apoyada por los colegas de la comunidad
afroamericana de dentro de la policía, había llegado a detective en un tiempo récord.
Asociarse con un Mitch LaSalle caído en desgracia habría aniquilado esa carrera
fulminante.
—Paula —la llamó—. Mulroy y Creech venían hacia aquí, ¿los has visto?
Ella volvió la espalda a la casa de ladrillo y Mitch vio que sus ojos derramaban
lágrimas que le caían por las mejillas. Tragó, mordiéndose el labio inferior, sin
contestarle.
Él echó a andar, pero ella lo sujetó por un brazo con ambas manos al pasar.
—No puedes entrar allí, Mitch —dijo, con voz estrangulada—. Ya no tienes
placa.
—Esos hombres son mis amigos —protestó Mitch.
—Por eso es mejor que no los veas.
Dos horas más tarde, Mitch estaba aparcado delante del Hyatt.
Mientras el aturdimiento amenazaba con apoderarse de él, le pagó cuarenta
dólares al botones de noche, Gastón, para que no lo llamara bajo ningún concepto.
Mitch estaba quedándose sin billetes de veinte, y no había recogido pasaje desde
antes del almuerzo.
En ese momento le importaba una mierda. Se quedaría sentado dentro del Crown
Victoria durante todo el tiempo que fuera necesario. Mitch no conocía ninguna otra
manera de encontrar al hombre con quien quería hablar.
Le había descrito el tipo a Gastón, quien estaba bastante seguro de que aún no se
había marchado del hotel, pero no podía afirmarlo de manera taxativa.
Así que Mitch se quedó allí sentado y esperó.

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Observó la puerta delantera del hotel, bostezó, luchó contra el sueño, a pesar de la
persistente tensión de estómago. De vez en cuando salía del taxi y caminaba a su
alrededor para activar la circulación.
Cuando el tipo pasó por su lado, Mitch estuvo a punto de no verlo.
Tal vez parpadeó sin darse cuenta. Tal vez había estado viendo, mentalmente, la
escena que uno de los agentes le había descrito con voz jadeante, nerviosa.
Había descrito una carnicería inimaginable.
El agente había entrado en la casa detrás de Mulroy y Creech… después de que
los gritos de ambos hendieran la noche. Ambos se encontraban en el suelo, le dijo,
con el mismo aspecto que si hubieran atravesado la puerta y tropezado contra una
trilladora en marcha.
Su carne estaba hecha jirones; la sangre arterial que cubría las paredes y el techo
era tan abundante que chorreaba como pintura.
—¿Y el que lo ha hecho? —preguntó Mitch, fuera de sí—. ¡¿Dónde está?!
—En ninguna parte —respondió el agente—. Desaparecido. Los detectives
entraron, gritaron, Al y yo fuimos tras ellos de inmediato, joder, y estaban muertos, y
dentro también había gente muerta, pero quienquiera que lo hiciera era como humo
en el viento.
Entonces pareció que el agente iba a vomitar otra vez sobre el césped de delante
de la casa.
Tal vez el cerebro de Mitch había estado visualizando todo eso, reconstruyendo la
escena de acuerdo con el relato, porque, de hecho, no había entrado en la vivienda,
pero le parecía que podía ver todos los detalles: la salpicadura de sangre que casi
ocultaba los pequeños trocitos de cangrejo que Mulroy tenía en la corbata, el modo en
que la cabeza de Creech había rodado hasta detenerse en un rincón del vestíbulo, casi
debajo de las patas de una mesa francesa antigua sobre la cual los (anteriores)
residentes habían dejado las llaves y las monedas dentro de un cuenco de cerámica
azul.
Mitch no sabía qué lo había distraído, pero estaba mirando la entrada del hotel y,
de repente, el tipo estaba allí, abriendo la puerta con el gran picaporte de acero, y
Mitch había tenido que correr para darle alcance antes de que el ascensor se lo tragara
y se lo llevara otra vez fuera de la vista.
Y cuando hubo llegado junto a él, después de entrar como una tromba en el
vestíbulo y derrapar por el suelo de mármol para darle alcance, el tipo lo había
mirado con una sonrisita en los labios, pero no en los ojos… ¡Joder!, si parecían los
ojos de un tiburón, muertos y negros.
Y el tipo dijo:
—Mitch LaSalle, ¿verdad? Estaba preguntándome cuándo volvería a verlo. —Y
Mitch pensó que no sabía si alguna vez en su vida había tenido tanto miedo como
entonces.

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La gente que frecuenta las tiendas de antigüedades, las librerías, los bares gay o los
clubes de striptease, sabe cómo encontrar esos sitios cuando va a una ciudad
desconocida.
Dane sabía cómo encontrar la población vampírica en una ciudad desconocida.
Aunque no le resultaran de ninguna ayuda en ese caso. Los vampiros de
Savannah eran una extraña mezcla de unos pocos muy viejos —dos habían sido
miembros de la clase alta original de Savannah, y un puñado de ellos formaron parte
de una tripulación pirata que había sido transformada cuando el barco estuvo atracado
allí—, y otros muy jóvenes, todavía descarados y llenos de su recién descubierta
fuerza física.
Uno de los viejos explicó que lo que debería haber sido un número mayor, los
transformados en los siglos intermedios, se habían trasladado casi todos a centros
urbanos más grandes, en particular a Atlanta, pero también habían ido hacia el sur
para adentrarse en Florida, y hacia el norte, en dirección a Virginia y los estados del
Atlántico, donde la cosecha era mejor y había menos posibilidades de atraer una
atención indebida.
Algunos de ellos compartían la opinión de Dane de que el asesino en serie de
Savannah tenía que ser un vampiro. ¿Quién más, habían concluido, habría podido
abrirse paso a la fuerza al interior de algunas de esas casas? ¿Quién más iba a
molestarse en drenar la sangre de los que mataba y llevarse a los que quedaban vivos?
Dane también se daba cuenta de los riesgos que conllevaba darse a conocer allí; a
fin de cuentas, no hacía falta mucho para que un vampiro como ese Paul Norris
sumara dos más dos por lo que se refería al incidente de Los Ángeles, cuyos
sangrientos y dolorosos resultados aún estaban frescos en la memoria de Dane. Ése sí
que era todo un recuerdo.
Sentado a oscuras en el salón de una espléndida casa antigua de Savannah,
hablando con los vampiros allí reunidos, Dane decidió que les creía cuando decían
todos que habían considerado largo y tendido la cuestión, pero no tenían ni la más
remota idea de quién podría estar llevando a cabo los ataques.
—Nosotros es como que, bueno, nos conocemos todos —estaba diciendo
Porcelana. Se trataba de una muchacha menuda de aspecto gótico, pálida, con pelo
negro lacio cortado recto y un pendiente en forma de bolita de plata en la nariz, al
parecer congelada en la década de mil novecientos setenta. Para ella, que la
transformaran había sido un sueño hecho realidad, probablemente. Muchos vampiros,
como Dane, preferían llevar un solo nombre, a menudo (aunque no siempre) uno de
sus nombres humanos originales. Porcelana, dedujo Dane, había inventado su propio
nombre: tenía una adecuada piel blanca como el hueso, con sólo unas pocas venas
azules que se transparentaban—. Joder, si alguno de nosotros fuera el Verdugo, lo
sabríamos.

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—¿No podría haber un forastero entre vosotros? —les preguntó Dane.
—No veo cómo —respondió Adler, uno de los viejos. Vivía en aquella casa desde
principios del siglo XIX. Una constancia semejante parecía necia, incluso suicida.
Pero cuando Dane continuó preguntando, se lo explicaron.
—Esto es Savannah. A la gente no le gusta curiosear. —La casa de Adler olía a
madera de sándalo; quemaba incienso de modo casi constante, al parecer, para
disimular el olor agridulce habitual de las reuniones de no muertos.
Dane se había reunido con ellos, por separado y en grupos de diferente tamaño,
durante las últimas noches. Ninguno de ellos había podido arrojar luz alguna sobre el
misterio, y él había ido sintiéndose cada vez más irritado con sus congéneres.
Pertenecían a su raza, pero eran tantos los que tenían creencias ridículas y
anticuadas… que eran la especie superior, que los humanos no eran más que carne
que debía criarse como el ganado, que la sangre de las vírgenes era, de algún modo,
más fresca y deliciosa que cualquier otra. Dane no se molestó en preguntar cómo
confirmaban la virginidad de alguien, ni dónde encontraban vírgenes adultas en esta
época. Los vampiros, al igual que todo el mundo, tenían sus propios cuentos de
viejas; a veces, lo mejor que uno podía hacer era asentir con la cabeza y sonreír.
Esa noche había hecho una parada para alimentarse de un camello que había
encontrado cerca de un club nocturno para todas las edades, y luego se había
encaminado de vuelta al Hyatt. Al no disponer de coche, o recurría al transporte
público o simplemente corría, manteniéndose en las sombras y dejando que sus
músculos no muertos lo propulsaran. Al igual que un ninja experto, no podía volverse
invisible de verdad, pero podía dar la impresión de desaparecer porque la mayoría de
la gente no sabía cómo buscarlo. Ralentizó durante el tiempo suficiente para abrir la
puerta del hotel, y debió de ser entonces cuando lo vio el taxista, porque de repente el
hombre se precipitó, jadeante y con la pálida piel manchada de rojo, hacia Dane,
cuando estaba esperando el ascensor.
La razón de su aparición repentina no podría haber sido más obvia. Dane lo invitó
a subir.
Se produjo un silencio momentáneo entre ellos mientras el ascensor ascendía con
un zumbido, sin que Mitch apartara los ojos de Dane.
—Ha sucedido algo —observó Dane, al fin, con las cejas alzadas—. Ha vuelto a
atacar, ¿verdad?
Mitch asintió con la cabeza. La nuez de Adán se movió en su cuello. A Dane no le
gustó la manera en que lo estudiaba Mitch, dejando que la mirada fuera desde sus
pies hasta la cabeza y de vuelta.
—Piensa que yo… —comenzó Dane.
Mitch negó con la cabeza. Al fin, recuperó la voz.
—No. Me doy cuenta… de que no habría tenido tiempo para cambiarse. Estaría
cubierto de sangre si hubiera…
El ascensor se detuvo y la puerta se abrió. Dane encabezó la marcha hasta su

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habitación, donde pasó la tarjeta por la cerradura electrónica. No hablaron en el
corredor. Cuando estuvieron dentro de la habitación y con la puerta cerrada, Dane
entró en el baño, llenó un vaso de agua, y luego salió y se lo dio a Mitch. El hombre
se sentó en el borde de una de las sillas y bebió a pequeños sorbos, sujetando el vaso
con ambas manos.
—¿Qué ha sucedido? —le preguntó Dane.
Mitch dio un buen trago de agua; ya comenzaba a tener un aspecto más normal.
—Dos amigos míos —dijo—. Polis, detectives de la brigada que busca a ese
bastardo. Recibieron una llamada, respondieron. Había entrado con violencia en una
casa, y los vecinos dijeron que aún estaba dentro.
Hizo una pausa. Dane no quería presionarlo demasiado. Los polis eran amigos
suyos, así que era probable que Mitch se encontrara aún conmocionado, hasta cierto
punto.
Pero el rastro se enfriaría con rapidez. Dane no quería mostrarse insensible, pero
tampoco quería perder tiempo.
—Y todavía estaba dentro y mató a sus amigos. ¿Y luego qué? ¿Lo vio alguien
más?
—Tenían el lugar rodeado, o casi. Creo que algunas unidades aún no habían
llegado. Un jodido caos, ¿sabe?
—Estoy familiarizado con el síndrome.
—Así que el sospechoso escapó. Todavía no han sacado de allí a mis colegas
porque la unidad de la policía científica tiene que tomar fotografías y hacer
mediciones de todos los trozos en el lugar donde cayeron, antes de que puedan
recogerlos y meterlos dentro de bolsas para cadáveres.
Mitch dejó de hablar.
—Lo siento por sus amigos —dijo Dane, exhibiendo sus mejores modales
compasivos para intentar que Mitch se recuperara—. Así que ahora quiere atrapar a
ese tipo. —Fue hasta la ventana, retiró las cortinas y miró los barcos como si en sus
cascos pudiera haber respuestas escritas—. Y ha pensado que tal vez yo sabía de
verdad de qué hablaba, la otra noche.
Mitch miró el interior del vaso de agua.
—Le pido disculpas por eso.
—No podía saberlo. Y en aquel momento yo no podía explicárselo, realmente.
Mitch volvió a dirigir aquellos penetrantes ojos azules hacia Dane. El dolor que
había en ellos resultaba palpable.
—¿Explicar qué? ¿Qué cojones está pasando aquí? Ni siquiera sé cómo se llama y
espera que confíe en usted en este… en lo que quiera que sea esto.
—Ha sido usted quien a venido buscarme a mí. Por cierto, me llamo Dane.
—¿Sólo Dane?
—Con eso bastará. Podría darle un número de la seguridad social, pero sería
falso. Eso no existía cuando yo nací.

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—No es usted tan viejo.
—Soy más viejo de lo que parezco —replicó Dane con una sonrisa pesarosa—.
Mucho más viejo. —Aquélla era siempre la parte más difícil. Intentar convencer a
alguien que no quería creer, en especial a alguien que había sufrido una pérdida.
En condiciones ideales era como una seducción, un paso cada vez, con muchos
coqueteos y juegos previos antes de que empezara la verdadera acción. Pero eso
requería un tiempo que Dane no tenía.
—Mire, Mitch, ahora va a pasar por un puñado de fases de negación. Va a pensar
que soy un trolero, que de alguna manera lo estoy timando. Todo eso lo entiendo.
Pero lo que voy a contarle es la verdad, y cuanto antes pueda hacerse a la idea, antes
podremos ir tras el tipo que ha matado a sus amigos.
La cabeza de Mitch asintió. Tal vez pensaba que Dane iba a contarle que era un
espía o un asesino a sueldo. Mitch quedaría rápidamente desengañado de esas ideas,
aunque puede que no se sintiera más contento al enterarse de lo que estaba a punto de
oír.
Pero Dane sí que se sentiría más contento. Mantener los colmillos retraídos y
calentar la piel para que tuviera un aspecto saludable de acuerdo con las pautas
humanas era algo que lo cansaba. Cuanto más largo era el período durante el cual
tenía que mantener la ilusión, más agotador se volvía, y, por supuesto, tenía que
hacerlo cada vez que atravesaba el vestíbulo del hotel. Hubiera podido alojarse con la
comunidad vampírica de la ciudad, pero entonces Mitch LaSalle (o cualquier otro
aliado humano que Dane hubiese hecho, porque estaba totalmente seguro de que iba a
necesitar uno) no habría podido encontrarlo.
—Vale… Soy un vampiro, Mitch —le espetó Dane—. Sí, lo sé. Sólo escuche sin
hablar durante uno o dos minutos; no se moleste en decirme que los vampiros no
existen, porque todo eso ya lo he oído antes. —Dejó que sus colmillos se alargaran y
dejó de forzar la sangre para que regara su piel. Al enfriarse, su carne palideció. Los
colmillos, cada uno de más de dos centímetros y medio de largo y afilados como
dagas en miniatura, alteraron la apariencia de la mandíbula y llenaron los vacíos que
quedaban entre sus dientes algo más afilados de lo normal cuando los retraía, vacíos
que habían provocado muchos chistes sobre los paletos y la mala higiene dental.
Al tornarse blanca la piel de Dane, a Mitch le sucedió lo mismo. Los brillantes
ojos azules del taxista se desorbitaron y su boca se abrió y cerró como la tapa floja de
un buzón en un día tempestuoso. Un pequeño grito estrangulado salió de su garganta.
—Ya sé que esto es una gran conmoción para usted —continuó Dane. Los dientes
más largos y la mandíbula transformada le cambiaban un poco la voz, a la que
conferían una resonancia de trueno que no tenía en su camuflaje humano. A él ese
sonido le resultaba natural, mientras que la voz humana le parecía fraudulenta—. No
voy a decirle que sea verdad todo lo que ha oído contar de los vampiros, pero sí una
parte. Tampoco le hablaría de nosotros si tuviera elección. ¿Conoce el viejo chiste de
que luego tendría que matarlo? Por lo general… bueno, sería así.

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Mitch no respondió durante un momento. Su semblante casi hizo creer a Dane
que estaba sufriendo un ataque coronario irreversible que acabaría con el asunto allí
mismo y en ese preciso momento.
—Santo… Esto… esto no puede estar pasando.
—La verdad es que no me importa lo que piense —siguió Dane—. Esto no es una
película, Mitch. Esto es real. Tan real como puede serlo, y estoy seguro de que va a
ponerse aún más desagradable. Yo lo necesito a usted, y usted me necesita a mí si
quiere encontrar al tipo que mató a sus amigos. Una vez esté hecho, si no puede vivir
con todo esto, créame, podemos llegar a un arreglo. Yo sólo abrigaba la esperanza de
poder confiar en usted.
Contaba con que los años que Mitch había pasado en la policía suavizaran la
conmoción. Los polis veían cada semana cosas que la mayoría de la gente no vería
jamás. Se enteraban de cosas —sobre la gente, sobre cómo podían tratarse los unos a
los otros— que hacían que creyeran en el mal, en los monstruos, aunque de la
variedad humana. Los taxistas también veían muchas cosas, al menos si uno creía lo
que decía el canal HBO. Así pues, mientras que el civil medio tendría serios
problemas para digerir aquella información, Dane esperaba que Mitch la procesara
con mayor facilidad.
De algún modo, Mitch pareció tragarse el miedo… al menos exteriormente. El
color volvió a su cara.
—Puede… puede confiar en mí —dijo—. Quiero atrapar a ese bastardo.
—Ese «bastardo» también es un vampiro —afirmó Dane—. Por eso le dije que
sus fuerzas de la ley jamás podrían encontrarlo. Porque piensan que están buscando a
un hombre, cuando no es así. Por eso usted me necesita a mí. Yo no conozco la
ciudad ni tengo los contactos adecuados aquí, y la comunidad vampírica local… Sí,
hay una…, afirma no saber quién es el Verdugo. Por eso yo lo necesito a usted.
En la habitación se hizo el silencio, y Dane optó por jugar la última mano.
—Entienda que estoy corriendo un gran riesgo al permitir que usted sepa todo
esto de mí. Mi raza y yo no siempre somos del mismo parecer en este tipo de cosas. A
veces ha sido… desagradable, digamos.
Mitch no dijo nada, pero dio la impresión de que tenía ganas de vomitar.
—Muy bien… —dijo, al fin, en voz baja—. ¿Por dónde empezamos?
—¿Puede conseguir que entremos en el lugar en dónde fueron asesinados sus
amigos?
Mitch miró el reloj barato que le rodeaba la muñeca izquierda.
—Si los de la policía científica han acabado… sí, tal vez.
—Bien. En ese caso, empecemos allí. Usted conduce.
—Claro, lo que sea. Conduzco yo —asintió Mitch. Aún parecía muy
conmocionado cuando se puso de pie—. Tengo que estar soñando todo esto…
¿Incluso tiene carnet de conducir?

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Durante el viaje, Mitch formuló algunas preguntas más. No le gustaron todas las
respuestas que obtuvo —superar la idea de que Dane era una especie de monstruo
legendario que mataba para vivir no iba a ser pan comido—, pero al menos parecía
dispuesto a dejar pasar esas cosas. Por el momento.
No, de hecho, Dane no tenía carnet de conducir, a menos que uno tuviera en
cuenta el documento falso. Las oficinas de vehículos motorizados tendían a estar
abiertas durante las horas del día, e incluso las que atendían en horas nocturnas
requerían más documentos de identidad de los que él estaba dispuesto a enseñar.
Sí, mataba personas para alimentarse de su sangre cuando tenía que hacerlo, pero
intentaba concentrar su atención en aquéllas que ofrecían poco a la sociedad. Por
supuesto, eso lo determinaba él mismo, que actuaba como juez, jurado y verdugo, a
menudo tras haberlo considerado durante apenas unos momentos.
Sí, la luz solar podía matarlo, y también la decapitación. No tenía ningún
problema en particular con el ajo ni con los crucifijos. Las balas de plata eran para los
hombres lobo. No, tampoco existían.
Durante todo el interrogatorio, las reacciones de Mitch ante las revelaciones de
Dane fueron sorprendentemente tranquilas. Tal vez aún estaba conmocionado por la
muerte de sus amigos y mantenía las emociones soterradas. Eso estaba bien, porque
le daría a Mitch más tiempo para procesar la información antes de que se pusiera
nervioso, y haría que fuese menos probable que arremetiera contra Dane con estacas
de madera o hiciera alguna otra estupidez como ésa.
Llegaron a la escena del crimen más o menos una hora después de que Mitch se
presentara en el vestíbulo del hotel.
La cinta de precinto policial se agitaba en una brisa suave que llegaba del río. La
prensa se había marchado, y era demasiado tarde para que hubiera mirones casuales.
Había un agente uniformado sentado en la escalera de entrada de la casa, iluminado
por la bombilla que estaba encendida encima de la puerta. Mataba con la mano
insectos que Dane no pudo ver hasta que cruzaron la calle. Entonces, el agente dejó
de darse manotazos y se puso de pie.
—¡Eh, tienen que quedarse al otro lado del precinto! —vociferó.
—Pat, soy yo —lo saludó Mitch—. Mitch LaSalle.
—¿Mitch…? Lo siento, no te he reconocido tan a oscuras —replicó el agente—.
¿Quién es ése?
—Amigo —respondió Mitch. No fue mucho más que un gruñido. El agente
asintió con la cabeza, como si eso significara algo. Dane aún no conocía a Mitch lo
bastante bien, así que tal vez sí que significaba algo.
La mayoría de los humanos, según la experiencia de Dane, eran estrechos de
miras, mezquinos, codiciosos. Mentían siempre que podían, engañaban siempre que
tenían posibilidad de hacerlo, robaban aun cuando no tenían necesidad de hacerlo.

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Algunos, por supuesto, eran peores que otros, y era de esa categoría que escogía
alimentarse con tanta frecuencia como podía. ¿Y los vampiros? Eran igual de malos.
Peores, en algunos sentidos, dado que el asesinato formaba parte irrenunciable de su
lista de defectos personales. Pero, al igual que sucedía con los humanos, los había
decentes…, terribles…, y toda la gama que mediaba entre ambos. Si aquel poli podía
depositar confianza en la monosilábica afirmación de Mitch de que Dane era un
amigo —sin tener en cuenta la mentira—, eso decía algo de Mitch.
—¿Te importa si entramos un segundo? —preguntó Mitch—. Tengo que ver algo
de ahí dentro.
—No puedo dejaros hacer eso, Mitch —respondió el poli, y dio unos golpecitos
en un tablero sujetapapeles que colgaba del picaporte mediante un hilo—. Todo el
mundo tiene que firmar. Sólo las fuerzas de la ley.
—Eso lo entiendo, Pat —asintió Mitch—. Ya sé cómo funciona. Nosotros sólo…
Denny y Willard murieron ahí dentro, ¿sabes? Sólo quería ver dónde, porque he
pensado que así podría dejar de darle vueltas al asunto.
—Ése es el problema, amigo. Ahí dentro murieron dos polis. Tenemos que tener
muchísimo cuidado en la conservación de la escena, ¿no te parece?
—Por supuesto, lo sé. No haríamos nada que pusiera en peligro la integridad de la
escena. Quiero que condenen a ese cabrón más de lo que puedas llegar a imaginarte.
Pat negó con la cabeza; era obvio que no le hacía ninguna gracia negarle a Mitch
lo que pedía.
Dane empujó a Mitch con un hombro al pasar por su lado, impaciente.
Mitch intentó sujetarlo por un brazo.
—Eh, no…
Dane se lo quitó de encima y se inclinó para acercarse a la cara de Pat. Miró al
joven poli a los ojos, sin molestarse en ocultar su verdadera naturaleza. Aunque el
poli no iba a recordar nada de eso dentro de pocos minutos.
—Vamos a entrar ahí —dijo Dane en voz baja, tanto que alguien que se
encontrara a pocos pasos de distancia no habría oído más que un vago rumor—. No
tardaremos mucho, no tocaremos nada, y cuando nos hayamos marchado, olvidarás
incluso que hemos estado aquí.
Pat reculó como si Dane lo hubiera empujado. Tenía la boca floja y abierta, y sus
ojos habían adquirido una expresión vidriosa.
Dane se volvió a mirar a Mitch.
—¿Lo que se dice sobre los vampiros y la hipnosis? También es cierto, a veces…
si el sujeto es particularmente sensible. Este lo es.
—¿Así que está…?
—No nos dará ningún problema. —Dane pasó junto a él y abrió la puerta. Mitch
lo siguió.
El lugar olía como una carnicería. Para Dane, era como una tienda de golosinas.
El hambre lo colmó como el agua de una inundación llenaría una depresión poco

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profunda. Soltó un gruñido involuntario y miró a Mitch. Podía oler la sangre de
Mitch, oírla correr por sus venas y arterias. Una gruesa vena verdosa latía en su
cuello.
Dane podía desgarrarla en un segundo, llenarse la boca con aquel preciado
líquido.
Nadie podría detenerlo. Nadie lo sabría.
Mitch lo sorprendió mirándolo fijamente, y volvió la vista atrás, ansioso. Dane se
tragó el hambre, que apenas logró reprimir. Era sólo la sangre… toda la sangre que
había allí. No podía evitar su propia reacción. Pero podía controlar sus actos, y haría
todos los esfuerzos necesarios para conseguirlo; había recorrido un largo camino
desde su transformación.
—Esta no es como las otras escenas —dijo Dane al fin. Se encontraban de pie en
un vestíbulo embaldosado, con las paredes revestidas de paneles de madera en la
parte inferior, y escayoladas y pintadas de verde claro en la superior. La sangre lo
había manchado todo, como si en el vestíbulo hubiera habido una guerra de globos de
agua, aunque éstos estuvieran llenos de sangre—. Apenas había sangre en las
anteriores, según los informes.
—En esas otras escenas no entraron dos polis en la vivienda mientras él aún
estaba allí —le recordó Mitch—. Es probable que toda esta sangre sea de… Mulroy y
Creech.
—Sí —asintió Dane con voz ronca. Tenía la garganta seca.
La cara de Mitch se frunció en una expresión de asco extremo. Por mucho que el
lugar oliera a una buena comida para Dane, Mitch estaba asqueado de encontrarse
allí.
—¿Necesita ver algo más?
—Tal vez.
—¿Ha visto algo, hasta ahora?
—Bastante. —Dane olfateó el aire—. En realidad, no es una cuestión de ver, sino
de oler.
—¿Qué significa eso?
Dane no podía explicarlo del todo. Uno tenía que ser vampiro —y ayudaba haber
sido transformado por alguien que quería dedicar tiempo a enseñar de verdad— para
entender que la sangre de cada persona tiene su propio olor individual. Aún más
complicado era cómo podía distinguir cada uno de esos olores en una escena como
aquélla, como si los aromas fueran hilos tendidos sobre el suelo y él pudiera recoger
uno con los dedos y seguirlo.
—Son los olores —dijo, con la esperanza de que eso fuera suficiente—. El
Verdugo hirió a una de sus víctimas, una mujer, pero no la mató. Está sangrando. Se
la llevó. Vamos a seguirlos.
Mitch se pasó la palma de una mano por la frente para limpiarse el sudor que le
caía sobre los ojos.

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—¿Seguirlos…?
—Usted conduce —dijo Dane—. Yo huelo.
—¿Cómo…?
—No se preocupe por el cómo. Yo puedo hacerlo. Estoy seguro de que no es lo
más increíble que ha oído esta noche.
—Tal vez es que se acumulan las cosas increíbles una sobre otra como un montón
de mierda.
—Si prefiere darme las llaves, sin más…
—No, yo ya estoy metido en esto. Pero eso no significa que me guste.
—Entendido —asintió Dane—. A mí tampoco es que me guste mucho. ¿Podemos
ponernos en marcha? Cuanto más esperemos…
—Sí, lo sé, más se alejará.
—Iba a decir que más difícil se hace diferenciar el olor de la sangre de la mujer
de todos los otros olores de la ciudad, pero da igual.
En el exterior, Pat ni siquiera pareció darse cuenta de que se marchaban. Dane
volvió a asegurarle a Mitch que no recordaría nada, pero que haría su trabajo y
protegería la escena de cualquier otra persona.

Mientras Mitch conducía por las oscuras calles de Savannah, Dane mantenía la
ventanilla abierta y olfateaba el aire como un perro que siguiera un rastro.
No estaban muy lejos del objetivo.
La mujer (joven, de no más de veinticinco años) tenía algo inusitado en su esencia
que él no podía identificar, pero hacía que resultara más fácil seguirla.
El Verdugo había conducido dando un rodeo, casi como si intentara despistar a un
posible perseguidor. Desde la escena del crimen se dirigieron hacia el sur por
Skidaway, luego giraron a la derecha en la avenida Perenne, justo hasta el bulevar
Harry Truman, donde volvieron a girar hacia el norte. El tráfico del bulevar, incluso a
esa hora, no permitía que Mitch condujera tan lentamente como Dane habría querido.
A Dane le preocupaba perder el olor si iban demasiado de prisa, pero la extraña
cualidad del aroma de la mujer hizo que lo distinguiera sin problemas. Se pasaron de
largo cuando tenían que girar en la calle Anderson, pero Dane se dio cuenta de
inmediato, así que salieron del bulevar por la calle Henry y dieron la vuelta por detrás
de la manzana. Otra vez hacia el oeste, en este caso por Montgomery hasta
Louisville, y después hasta West Lathrop.
—Ralentice —dijo Dane. Avanzaron lentamente por el distrito de los almacenes,
cerca del río. Los grandes edificios —ventanas rotas a disparos o pedradas, bombillas
eléctricas desnudas encima de las puertas, o focos montados muy arriba en paredes
lisas y protegidos por jaulas de acero— estaban desiertos en su mayor parte. Altas
alambradas, en torno a las que crecía la hierba, rodeaban zonas de aparcamiento
cubiertas de grava o de asfalto rajado por el que asomaba la maleza.

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—¿Aún lo tiene? —preguntó Mitch.
—Está fresco —replicó Dane—. Ha estado aquí recientemente, quizá aún está
aquí.
—¿Aquí mismo?
—No. Cerca. Continúe. Pero despacio.
Hacía varios minutos que no veían otro coche en movimiento. Unos cuantos
camiones sin remolque habían aparcado junto a las vallas, al igual que un par de
coches oscuros que podrían estar abandonados o en su interior podría haber personas
que habían ido hasta allí con prostitutas o amantes secretos para pasar unos
momentos de privacidad, pero nada se movía, no se veía ningún signo de vida.
—¿Apago las luces?
—Dudo que sirva de algo —replicó Dane—. Si nos puede ver, nos verá con o sin
luces. Vemos muy bien en la oscuridad.
—Odio esto —rezongó Mitch—. De verdad que lo odio.
—¿Qué odia?
—A usted. Todo esto. Tal vez… No puedo negar lo que me ha mostrado, pero no
puedo decir sin más: oh, vale, claro, este tipo de cosas existen, ¿sabe?
—Lo entiendo.
—Así que estoy más o menos en el medio, y odio que sea así. Soy policía… Lo
era, pero ya sabe a qué me refiero. Me gusta que haya respuestas.
Dane asintió con la cabeza y olfateó el aire.
—Más despacio.
Mitch frenó un poco para ir a una velocidad lenta constante. Cada piedra que
había en la carretera, cada trozo de pavimento levantado, los sacudía.
Otros olores asaltaron su olfato e interfirieron en la cacería. Eran nuevos e
inconfundibles.
Tardó sólo un minuto en ver a uno, acuclillado al borde de un tejado, observando
el taxi que bajaba por la calle con extrema lentitud.
Otro se encontraba de pie en las umbrías profundidades que mediaban entre un
almacén y un remolque usado como oficina.
Un tercero estaba agachado en la hierba alta de un solar vacío.
—¿Qué? —preguntó Mitch al reparar en la repentina tensión de Dane—. ¿Qué
está mirando?
—Vampiros —replicó Dane—. No estamos solos aquí, después de todo.

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—¿Habla en serio?
—¿Duda de lo que digo? Ya he visto tres, hasta ahora —dijo Dane—. Donde
pueda ver tres, debe presuponer que hay nueve. Tal vez más. Los no muertos saben
ocultarse muy bien. Es probable que el hecho de que haya visto tres signifique que
querían que los viera. Tal vez aún no saben lo que soy, y tienen la esperanza de
asustarnos para que nos marchemos.
—Tengo la sensación de que usted no se asusta con facilidad.
—No, no me asusto con facilidad, pero eso no quiere decir que ande buscando
problemas.
—Pensaba que ésa era, precisamente, la razón por la que habíamos venido aquí.
—Así es. Sólo era un comentario.
—¿Van a atacarnos, o algo parecido? —Mitch parecía sentir ansiedad ante la
perspectiva, pero no miedo. Tal vez aún no se había recuperado de lo anterior, aunque
a medida que pasaban las horas eso parecía menos probable. Dane pensó que quizá lo
que sucedía era que estaba abrumado, en lugar de hacerse a la idea de los hechos que
le había presentado. Al pasársele la conmoción, a Mitch se le hizo patente la nueva
realidad que tenía que afrontar.
—No lo sé —replicó Dane—. Tal vez.
Mitch se echó hacia adelante en el asiento y metió una mano entre su espalda y el
respaldo. De debajo de la camiseta gris que llevaba por fuera del pantalón sacó una
Smith & Wesson 9mm, que dejó sobre su regazo.
—Si tiene que usar eso —le aconsejó Dane—, apunte a la cabeza. Si puede
destruir el cerebro, podrá detener al vampiro. Cualquier otra cosa sólo conseguirá
cabrearlo. —Levantó la mano izquierda y flexionó los dedos—. Esta mano me la voló
un explosivo hace un par de años. Me hicieron un trasplante. Funciona muy bien,
ahora. Tendemos a cicatrizar con rapidez.
—¿Un trasplante?
—El donante ya no la necesitaba.
Mitch no respondió, y Dane no quiso continuar con el tema. En cambio, señaló un
almacén, amarillo a la luz de un par de focos torcidos.
—Ella está ahí dentro.
Mitch entró con el coche por el sendero, y lo detuvo sólo cuando una verja
cerrada con llave le impidió el paso.
—Vamos —dijo Dane. Abrió su puerta. Mitch vaciló, y luego lo siguió. Dane
vislumbró el arma en la mano derecha de Mitch.
Dane había dado tres pasos hacia el almacén cuando las sombras cobraron vida.
El restallar y susurrar de la ropa sonó como batir de alas en la noche. Se oyó el
roce de zapatos contra el suelo. Dane separó los pies para estabilizarse, en
preparación de lo que pudiera suceder.

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El primero se estrelló contra él por la derecha; olía a sangre rancia, y sus
colmillos se cerraron cerca de una oreja de Dane. Este estrelló el codo contra el
mentón del vampiro. El golpe hizo que el otro chupasangre se alejara dando
volteretas.
Dane se volvió hacia Mitch. Uno se acercaba al antiguo poli. Mitch intentó
levantar el arma, pero Dane vio que el vampiro ya estaba demasiado cerca. El primer
disparo de Mitch erraría, y no habría un segundo.
Dane arremetió, sujetó al vampiro por la parte posterior del cuello de la chaqueta,
y tiró con fuerza. El atacante reculó con paso tambaleante. Dane le rodeó el cuello
con un brazo y apretó.
El vampiro alzó la mirada hacia él con ojos desorbitados.
—Puedo acabar contigo —amenazó Dane—, o puedes contarme qué está pasando
aquí.
El otro respondió escupiéndole sangre a la cara. Cerró los ojos pero la sintió
estrellarse, caliente y húmeda, contra su mejilla. Apretó más y sintió cómo cedían los
tendones y pequeños huesos del cuello.
La pistola de Mitch disparó tres veces, y los estampidos resonaron en las calles
desiertas. Dane arrojó a un lado al vampiro casi desnucado y comenzó a avanzar otra
vez hacia Mitch, por si acaso necesitaba que le echara una mano. Antes de que llegara
hasta el taxista, otros dos cargaron desde la oscuridad y derribaron a Dane con su
peso. Por encima del ruido de los vampiros que intentaban destrozarlo, oyó otros dos
disparos de pistola.
—¡Mitch! —gritó. Puede que Mitch respondiera, pero resultaba difícil decirlo
cuando le estaban clavando garras en la cabeza. Golpeó con los puños, que
impactaron en duros cuerpos musculosos. Volvió a golpear. Unas garras se le
clavaron en el cuello… Estaban intentando arrancarle la cabeza. Captó imágenes
como destellos momentáneos: largo pelo oscuro grasiento; una gruesa nariz roma,
una cara de labios carnosos. Como él —al igual que la mayoría de miembros de su
raza—, llevaban ropa negra.
Dane libró la cabeza de la presa de uno de ellos, cuyas garras le abrieron tajos en
la carne, y a continuación cerró los dientes sobre una mano del vampiro. Sabía a
muerto, a rancio, pero lanzó un grito y soltó a Dane. Chocó contra el otro, y Dane
aprovechó la momentánea confusión de ambos para sujetar las piernas del segundo y
hacerlo caer sobre el primero.
Finalmente, libre ya del estorbo de sus cuerpos, vio que Mitch continuaba en pie,
con la Smith & Wesson aferrada con ambas manos y una expresión de asombro en la
cara.
Por el este, las primeras luces trémulas de la mañana iluminaban el cielo.
Los vampiros atacantes se dieron cuenta y huyeron.
Dane los dejó marchar y sujetó a Mitch por una manga.
—¡Mitch, tenemos que entrar!

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—¿Por qué?
—¡Está saliendo el sol!
—¿Tenemos que volver al coche?
—Demasiado tarde para eso —replicó Dane—. El almacén.
Dane tenía otra razón para querer entrar. El ataque había mezclado los olores y lo
había distraído, pero ahora que los otros se habían marchado, volvía a percibir el olor
de la mujer, y más fuerte que nunca.
Con Mitch pisándole los talones, Dane atravesó una entrada que había en la alta
cerca que rodeaba la propiedad. Dejaron el taxi donde estaba. Por el aspecto del
lugar, Dane dedujo que hacía algún tiempo que estaba abandonado, así que aunque el
Crown Victoria bloqueara el camino de entrada, no estorbaría a nadie.
—He visto salir a alguien de aquí —dijo Mitch—. Le disparé un par de veces,
pero supongo que erré.
—O simplemente no lo alcanzó en la cabeza.
—Supongo, sí.
Al girar en una esquina había una puerta abierta de par en par, como una oscura
invitación a ingresar en el infierno.
—¿Ahí dentro? —preguntó Mitch.
—Parece que sí. —Dane saboreó el aire.
No cabía duda de que ella estaba dentro.
Y también había habido alguien más, hasta hacía muy poco. Alguien con una
presencia poderosa. No era sólo un olor, sino algo más que eso. Casi un aura, si el
aura podía detectarse con otros sentidos que no fueran el de la vista.
En el interior, Dane percibió el olor del río.
El río lo impregnaba todo en aquel lugar, inundaba los poros de la madera, se
metía debajo de la pintura de las paredes de metal, como si el denso aire húmero no
fuera más que agua de río disfrazada que dejaba su marca en todas partes. Por debajo
del hedor del río se olía a orina rancia, moho y podredumbre. El próximo huracán
fuerte probablemente derribaría el edificio. El suelo de hormigón estaba resbaladizo,
y en él brillaban las malas hierbas y los hongos que crecían en las grietas. Al
adentrarse unos tres metros, la débil luz del sol ya no podía penetrar. Mitch se quedó
cerca de Dane.
—No veo una mierda aquí dentro —observó Mitch, en cuya voz se hizo evidente
el pánico apenas disimulado.
—Lo sé. No se preocupe, no hay nada que ver. —Casi literalmente. La enorme
nave había sido construida como un solo espacio vacío, con pilares que se alzaban
hacia la negrura de las vigas de lo alto. Dane vio telarañas lo bastante gruesas como
para que pudiera enredarse en ellas un rinoceronte, estanterías rotas, periódicos y
bolsas de comida rápida, latas de cerveza de malta fuerte, y envoltorios de caramelos
dejados por los ocupas que habían vivido en el lugar durante los últimos años, pero
no mucho más.

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Al menos estarían protegidos de los rayos del sol. Dane se preguntó si los
vampiros del exterior habrían encontrado refugio a tiempo. No es que les debiera
ninguna compasión ni solidaridad. Había estado conteniéndose, intentando no
matarlos hasta que supiera qué estaba sucediendo.
Era obvio que ellos no habían actuado según las mismas normas.
—¿Qué pasa con la mujer a quien hemos estado siguiendo? —preguntó Mitch—.
¿Está aquí dentro?
—Debería. —Dane sondeó la oscuridad con la mirada. Al fin, vio una escalera
improvisada con travesaños de cinco por diez centímetros de sección, cubiertos con
contrachapado unido con clavos que ascendía hasta un altillo poco profundo—. Allí
arriba.
Mitch asintió con ansiedad. Sus ojos se habían adaptado un poco a la oscuridad,
pero continuaba sujetando la pistola con ambas manos, cerca de la clavícula. Dane
sabía que una bala de 9mm no le haría mucho daño a un vampiro, pero si podía
agrupar unas cuantas en el sitio correcto, podría tener la posibilidad de acabar con
uno.
No obstante, Dane pensaba que la amenaza inmediata había acabado. Se había
equivocado algunas veces, pero ya no percibía el olor de ningún no muerto por los
alrededores, sino sólo el rastro que indicaba que habían estado allí. En ese momento,
el olor dominante era el de la mujer joven que se habían llevado de la casa, la que
tenía ese otro fondo de olor que Dane no podía identificar.
Ascendió al primer escalón, y luego subió otros dos. Crujieron bajo su peso, ya
que el contrachapado, de poco más de un centímetro de grosor, estaba viejo y
deformado. Temía que la escalera se derrumbara si tenía que soportar demasiado
peso. Pero Mitch, reacio a perder de vista a Dane, subió justo detrás de él. La escalera
protestó y se estremeció. Dane subió otros dos escalones. La madera parecía
esponjosa al pisarla, pero resistió.
Tensores de cable de acero sustentaban el altillo, construido con el mismo
contrachapado de poco más de un centímetro de grosor. Cuando Dane pasó de la
escalera al altillo, la totalidad de la estructura rechinó y se balanceó. Se sujetó a la
barandilla, un travesaño de cinco por diez centímetros de sección, clavado en el
extremo de una serie de trozos más pequeños del mismo tipo de travesaño, aunque no
serviría de mucho si todo aquel montaje se iba al suelo.
—Jesús —dijo Mitch—. Esto sí que es una plataforma inestable.
—Supongo que es lo bastante fuerte —dijo Dane. Señaló lo que parecía un fardo
de trapos tirado en medio del suelo. El polvo que recubría el contrachapado a su
alrededor había sido removido—. Allí. Ahí la tiene.
—¿Está muerta?
Dane oía un corazón que latía y una respiración suave. No se encontraba en muy
buenas condiciones, pero estaba viva.
—No. Ha estado mejor, pero no la han matado.

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—Vaya, eso es una sorpresa.
—Tal vez la querían para alguna otra cosa. —Dane retrajo los colmillos y entibió
su piel. Pensaba que ella estaba consciente, aunque apenas, y lo último que quería que
pensara era que él era otro de sus atacantes. Cuando calculó que podía pasar por
humano, se acercó a ella y se arrodilló sobre el crujiente contrachapado.
Era joven, en eso había acertado Dane. Tenía la piel de un color chocolate
cremoso y el pelo negro y suave. Cuando le tocó un hombro, ella abrió los ojos, de un
sorprendente verde mar. Se sobresaltó, como si él la hubiese despertado.
—¡Ahh!
—Shh —dijo él—. No pasa nada, somos amigos. ¿Está herida?
De la garganta de la mujer brotó un ruidito, y la joven intentó apartarse de él
gateando de espaldas, pero él la inmovilizó, porque temía que, si estaba herida, el
intento de huida empeoraría su estado. Vio que tenía una contusión en la mejilla
izquierda, justo debajo del ojo, y su cuello mostraba señales de unas manos fuertes.
—De verdad, hemos venido a ayudarla. Sé que ha pasado por un terrible calvario.
—¿Cómo han… quién…?
—No intente hacer preguntas. Hemos venido a ayudarla —dijo Dane, que
continuaba hablando con voz tranquilizadora mientras la sujetaba con suavidad—.
Sólo dígame si tiene alguna herida. ¿Algún hueso roto?
Se le llenaron los ojos de lágrimas y lo miró fijamente.
—Él… ¡Ay, Dios, no, no! Él…
—¿Qué sucede? —preguntó Mitch. Se inclinó hacia ella—. ¡Cielo santo!
—¿Qué? —preguntó Dane.
—Dane… La ha violado.
—No.
—Sí, se lo digo yo.
Dane se dio cuenta de que era mejor no discutir. Mitch había pasado años en el
cuerpo de policía, y sin duda se había encontrado con más víctimas de agresión
sexual que Dane o cualquier otro. Aunque entre los de su raza era un acto de una
rareza extrema, no era del todo inaudito. Dado que los no muertos pensaban en los
humanos exclusivamente como comida, sentirse sexualmente atraídos por uno sería
como si a un humano lo excitara una vaca.
Pero la violación tenía menos que ver con la atracción sexual y más con el poder.
Y, ah… para los vampiros todo era una cuestión de poder.
El Verdugo había matado a docenas de personas y se había llevado a otras por
razones que aún estaban por determinar.
¿Habría violado también a las otras como había hecho con ésta? ¿Formaba eso
parte de sus pautas de actuación… o era una nueva desviación macabra?
«¿Qué demonios está pasando aquí?», pensó Dane.

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—Es necesario llevarla al hospital —insistió Mitch.
—¡No! ¡Nada de médicos! —gritó la mujer. Mitch y Dane la habían trasladado
hasta el otro extremo de la plataforma del altillo, pero no intentaron dejarla al margen
de la conversación—. ¡No quiero ver a ningún médico!
—La han herido —replicó Mitch—. Y de bastante gravedad, a juzgar por las
apariencias.
—Ella tiene razón —intervino Dane—. Si la llevamos al hospital, tendrán que
hacer un informe policial.
—De todos modos tendrán que hacerlo —replicó Mitch—. Se la han llevado de
su casa por la fuerza. Estarán buscándola. Tenemos que poner en conocimiento de la
brigada que la hemos encontrado.
—Mitch… pensaba que a estas alturas ya habría entendido que nos enfrentamos a
algo que la brigada no tiene la más mínima capacidad para afrontar.
Mitch no respondió. Apretaba los labios con tanta fuerza que parecían haberle
desaparecido. Se sujetó a la barandilla con ambas manos; había vuelto a meterse la
pistola dentro del pantalón. Por último, habló con la vista fija en la oscuridad del
almacén.
—Aquí no podemos prestarle los cuidados necesarios.
—Y no podemos marcharnos —señaló Dane—. No hasta que caiga la noche. Al
menos yo no puedo. Si precisa atención médica, debemos proporcionársela nosotros.
—¿Es usted médico?
—He adquirido algunos conocimientos, a lo largo de los años.
—¿Tiene instrumental y medicamentos? ¿Aunque sólo sea un espacio estéril?
—Por supuesto que no.
—¿Qué puede hacer por ella, entonces?
—No lo sé. Puedo empezar por hacer que no la maten. El Verdugo la dejó aquí
porque sabía que estábamos en el exterior e íbamos a entrar. No podía escapar con
ella. Si se marcha a casa o ingresa en un hospital (cualquier sitio en el que no
podamos protegerla), él volverá y acabará el trabajo. La matará o volverá a
secuestrarla.
A Mitch no pareció gustarle. A Dane tampoco le gustaba, pero la verdad era que
no veía alternativa. Podía dejar que Mitch usara el teléfono móvil para llamar al 911.
Acudirían la ambulancia y los polis. Lo obligarían a salir a la luz del día, a menos que
pudiera encontrar un sitio donde esconderse entre las vigas.
En cualquier caso, se llevarían a la mujer a un hospital, donde quedaría a merced
del asesino en cuanto cayera la noche. O puede que le dieran el alta después de
examinarla, en caso de que no presentara ninguna herida grave. ¿Volvería a la casa
dónde la habían secuestrado, donde cabía suponer que cualquier otro miembro de la
familia había sido asesinado y secuestrado igual que ella? No era probable, ya que

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aún estaría bajo el control de la policía. ¿Adónde iría, entonces? ¿A casa de algún
amigo, a un hotel? Su mundo había sido vuelto del revés. Necesitaba seguridad y
estabilidad hasta que pudiera volver a instalarse.
Y el plan de Mitch sólo le ofrecía más peligro.
—Vale —cedió Mitch—. Por ahora lo haremos a su manera. A menos que tenga
heridas graves que pongan en peligro su vida… porque entonces llamaremos a una
ambulancia y correremos el riesgo.
—De acuerdo. —Dane volvió junto a la mujer. Se había acurrucado en posición
fetal y sollozaba suavemente.
—Ya estoy aquí —dijo él en voz baja, porque quería advertirla antes de tocarle el
brazo—. Quiero examinarla, ver cómo se encuentra. No soy médico, pero sé algo de
medicina. Le prometo no tocarla en ningún sitio que usted no quiera, ¿de acuerdo?
Sólo tiene que decírmelo.
—Estoy… estoy bien.
—No, no está bien. Ha sufrido un trauma, la han atacado. Han entrado por la
fuerza en su casa. Dos oficiales de policía fueron asesinados cuando intentaban
ayudarla. Lamento decirle que cualquier otra persona que hubiera en la vivienda es
probable que también haya sido asesinada, o bien secuestrada como usted.
—No había nadie más, sólo yo y la señora Waylons —dijo ella—. Es una mujer
mayor. Yo trabajo para ella, la cuido. Supongo que no la he cuidado tan bien como
pensaba, después de todo.
—No había nada que usted pudiera hacer para ayudarla, créame —le aseguró
Dane, contento por el hecho de que ella estuviera hablando. Cuando la secuestraron
llevaba puesto un camisón de algodón y un albornoz de rizo. Ambos habían sido
desgarrados; el camisón estaba hecho jirones, pero ella había envuelto la tela en torno
al cuerpo para cubrirse.
—Míreme a los ojos —dijo él con voz sedante, hipnótica—. ¿Puedo examinarla?
La cara de la chica pareció aflojarse en un instante cuando los penetrantes ojos de
Dane se impusieron al terror de ella, y la voz de la muchacha descendió hasta ser un
rumor.
—Me… me hizo daño en la cara. Me estranguló, me hizo daño en este brazo al
arrastrarme por el suelo. La cadera. No creo que haya nada roto.
Dane no se anduvo con rodeos.
—Y la atacó sexualmente. La violó.
Ella cerró los ojos con fuerza, como si de ese modo pudiera hacer que el recuerdo
desapareciera. Le tembló el labio inferior y asintió con un movimiento casi
imperceptible de la cabeza.
—¿Eso lo hizo en la casa, o aquí?
—Allí. Después de matar a la señora Waylons. Me obligó a mirar cómo la
mataba, y luego… luego lo hizo.
—Hemos estado buscándolo —le dijo Dane—. Lamento no haber podido

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encontrarlo antes de que le hiciera daño a usted. Pero le aseguro que lo pillaremos,
sin duda, eso se lo prometo.
—¿Es del que se ha estado hablando en televisión?
—Sí, es el tipo del que se ha hablado en las noticias. Al que llaman el Verdugo.
—Dane apartó la tela del cuello de la chica, y miró las contusiones que tenía. El
Verdugo la había estrangulado, hecho abrasiones en la piel, pero no era probable que
le hubiese roto nada. Dane la tocó con suavidad—. ¿Cómo se llama? Yo soy Dane.
—Ananu Reid —replicó ella—. La mayoría de la gente me llama Ana.
—Ananu es un nombre hermoso. Permítame. —Le apartó el camisón desgarrado
para dejar a la vista los pechos, que también presentaban contusiones, y las costillas.
Ella se tendió de espaldas para que pudiera examinarla mejor—. Cuénteme más cosas
sobre su nombre. Tiene que haber una historia detrás.
—Tenía un hermano mellizo —dijo Ananu—. La familia de mi madre era de
Nigeria, y allí tienen un mito, una leyenda del pueblo fon sobre mellizos divinos.
Nyohwe Ananu y Da Zdoji eran deidades de la tierra, los hijos mellizos del dios de
dos cabezas llamado Mawu-Lisa. A mí siempre me ha gustado el nombre de Ananu,
pero mi hermano Zdoji se hacía llamar Joey.
Le presionó las costillas. Parecían intactas, aunque ella hizo una mueca de dolor.
—No puedo decir que se lo reproche. ¿Dónde está?
—Muerto. Igual que mis padres.
—Tiene usted los ojos verdes —dijo Dane—. No es sólo africana.
—Papá era un hombre blanco. No tan blanco como usted. Usted es demasiado
pálido, se parece a esos tipos de la realeza europea que solían empolvarse la cara.
Maldición. Debía de haber calculado mal la temperatura de su piel, se había
distraído en la oscuridad del almacén con la emoción de encontrarla viva. No
esperaba que pudiera ver con tanta claridad allí dentro, pero había que tener en cuenta
que había permanecido a oscuras durante mucho tiempo.
—Me mantengo apartado del sol la mayor parte del tiempo —respondió, mientras
se tocaba una mejilla sin darse cuenta—. Cáncer de piel, ya sabe. ¿Cómo se
conocieron sus padres?
—En Baltimore, cuando mi madre estaba en la universidad. Después de casarse,
se mudaron a Savannah, y mi padre abrió una zapatería. Ella le llevaba las cuentas y
también trabajaba en una oficina. Contabilidad y esas cosas.
Dane apartó un poco más la tela sin llegar a descubrir la zona genital, de
momento. Le pasó los dedos por las caderas, fijándose en los puntos que le
provocaban una mueca de dolor o la hacían gemir.
—¿Cuánto hace que murieron? —preguntaba cualquier cosa para mantener su
mente ocupada.
—A papá le dispararon durante un atraco, en el verano de 1999. Mamá estuvo a
punto de volver a casarse, pero el coche en el que iban ella y su novio fue embestido
por un camión cerca de Bluffon, cuando iban a ver a unos amigos de él que vivían en

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Hilton Head.
—Lo lamento muchísimo —dijo Dane. Tanto por las pérdidas que había sufrido
como por lo que estaba a punto de hacerle.
Retiró con delicadeza el último trozo de tela y dejó al descubierto los genitales.
Ella apretó los muslos de modo instintivo, y él tuvo que sujetárselos y separárselos.
Quería asegurarse de que no tenía una hemorragia. Al ver algunas contusiones pero
nada de sangre, soltó un suspiro de alivio e interrumpió el contacto hipnótico.
Los resultados fueron inmediatos, cuando el horror del calvario sufrido por
Ananu volvió a aflorar como un torrente a sus ojos.
—Dios, ¿y si estoy embarazada? —exclamó—. ¡No puedo quedar embarazada!
—¿Cuándo fue su última menstruación, Ananu? —le preguntó él, sin molestarse
en señalar que lo que ella temía era casi imposible.
—Está a punto de venirme. —Sonrió por primera vez desde que la había
encontrado, sólo un destello de dientes, lúgubre y carente de humor—. Primero el
síndrome premenstrual y ahora esto, ¿no?
—En ese caso no debería haber problema —afirmó—. Si está preocupada por
eso…
—No lo sé. Probablemente no pase nada.
—Pero debe entender que no puedo comprobar… otras cosas.
—¿Cómo qué?
—Bueno, puedo decirle que es muy, muy improbable que… Digámoslo así: que
no es la clase de tipo que se ponga enfermo.
—El tipo ya está enfermo.
—En el aspecto mental, sin duda, pero no en el físico. No puedo garantizárselo,
así que de todos modos debería ir al médico y hacerse un análisis de sangre en cuanto
pueda. Pero estoy bastante seguro de que no le encontrarán nada.
—¿Sabe usted quién es?
—Sé qué es. Dentro de poco sabré quién. Como ya le he dicho, nos ocuparemos
de él para que nadie más tenga que pasar por lo que usted ha pasado.
—¿Le… le hizo esto a alguna de las otras mujeres de las demás casas? ¿A esas
personas que mató?
—¿Mitch? —Dane no tenía ni idea.
—No. Ninguna de las víctimas presentaba señales de agresión sexual —respondió
Mitch—. Por supuesto, no sabemos lo que hizo con las que se llevó.
—Y no se ha encontrado a ninguna de estas últimas —añadió Dane—. Sólo a
usted, Ananu.
—Bien por mí —dijo ella, con un tono que indicaba que habría sido más feliz si
no la hubieran encontrado.
Dane volvió a cubrir el cuerpo de la joven y siguió examinándola. Presionó sus
piernas con los dedos y apretó, le flexionó las rodillas y giró los tobillos. No halló
ninguna lesión. En general, habida cuenta del calvario por el que había pasado y con

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quién se había topado, estaba en una condiciones notablemente buenas, desde el
punto de vista físico, claro está.
Los estados mental y emocional resultaban más difíciles de valorar. Parecía dura,
capaz de tomarse las cosas con calma. Tal vez eso de que te mataran a los miembros
de la familia de uno en uno causaba ese efecto. Pero ¿cómo se sentiría dentro de un
día, una semana o un año? Cualquiera podía saberlo. Era seguro que no saldría de
aquello sin cicatrices.
—¿Hay alguien con quien quiera ponerse en contacto? ¿Novio, otros amigos
íntimos, alguien así? No creo que convenga hacerle saber a todo el mundo que ha
salido de ésta, pero si existe alguien especial…
—Pasaba la mayor parte del tiempo con la señora Waylons —respondió con los
ojos bajos. El modo en que lo dijo daba sensación de soledad—. No me estaba viendo
con nadie, ahora mismo. Mis amigos pueden esperar.
—Creo que eso es lo mejor.
—¿Cuándo vamos a salir de aquí? —preguntó—. Por favor.
Él le examinó los brazos. Más contusiones, en especial en torno a los bíceps y la
muñeca derecha, pero sin huesos rotos.
—No hasta que oscurezca —dijo—. No sería seguro antes de entonces.
—¿Qué? La oscuridad en este vecindario es…
—Lo sé, Ananu, créame. Pero tenemos otras cosas por las que preocuparnos que
los matones que puedan andar merodeando por los alrededores. En cuando oscurezca,
la llevaremos a un sitio más cómodo. —No tenía ni idea de adonde, aunque aún no le
había planteado el tema a Mitch—. A un sitio más seguro.
—Usted es el jefe —replicó ella al fin—. Al menos actúa como si lo fuera.
—Sólo supongamos que lo soy, por ahora. —Enderezó la espalda y se levantó del
suelo—. Tómeselo con calma durante un rato. Duerma, si quiere. No vamos a ir a
ninguna parte, y se encontrará a salvo mientras estemos con usted.
—Ojalá supiera por qué le creo, Dane.
—Basta con que lo haga.
—No quiero morir.
—Intente no preocuparse por eso.
La dejó y volvió junto a Mitch, que se encontraba sentado en el escalón superior
mirando hacia el almacén de abajo. Vigilando la entrada del almacén, comprendió
Dane.
—¿Está bien?
—No hay ninguna lesión grave que haya podido ver —respondió Dane—. No
puedo determinar si hay alguna hemorragia interna. Y, por supuesto, lo peor ha sido
la agresión sexual. He podido aplicarle un poco de hipnosis suave, así que nos
seguirá, al menos por el momento.
—El hijo de puta tiene que pagar —dijo Mitch.
—Pagará. Nosotros nos aseguraremos de que pague.

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—¿Aún piensa que puede encontrarlo?
—Ahora tengo su olor —dijo Dane—. He visto a algunos de sus títeres. Lo
encontraré.
—Bien. Quiero estar presente cuando lo haga.
—Tal vez. Depende.
—¿De qué?
—De lo que usted piense de lo siguiente: Ananu necesita un lugar donde
descansar, un sitio seguro y protegido. ¿Piensa que podría ir a su casa, Mitch?
El taxista volvió la cabeza para mirarlo.
—Mi casa no es gran cosa.
—No necesita lujo, necesita seguridad.
—No lo sé.
—Si no se siente cómodo con la idea, Mitch, no pasa nada. Buscaremos otra
solución. Sólo pensaba que sería una buena opción. El asesino no sabe quién es usted.
No se lo tome como algo personal, pero después de lo de anoche me buscará a mí, no
a usted. Yo me quedaré allí tanto como pueda, cuando no esté buscándolo, y
podríamos preparar un poco de artillería pesada, por si acaso.
—¿Cómo de pesada?
—Una escopeta es mucho más efectiva que una 9mm contra los vampiros —dijo
Dane—. Con ella se les puede volar limpiamente la cabeza, o licuarles el cerebro.
Cualquiera de esas cosas los mata.
—Siempre y cuando no vayamos a comprar un rifle, o algo por el estilo…
—No rechazaría uno si me lo ofrecieran, pero bastará con una escopeta.
Se quedaron sentados en silencio. Detrás de ellos, la respiración de Ananu se hizo
más lenta y adquirió un ritmo regular. Se había quedado dormida, después de todo.

Al pasar las horas, Mitch durmió un poco y despertó con hambre. Era probable que
Ananu también tuviera apetito, aunque no dijo nada al respecto. Dane estaba
hambriento desde que había estado en aquel vestíbulo ensangrentado.
Controlaba el hambre, el impulso. Estaba habituado a hacerlo. Cuando pudiera
alimentarse, bebería en abundancia. Hasta entonces, se negaba a atacar a quienes
dependían de él, y sin duda no había nadie más cerca de quien pudiera alimentarse.
Al fin, la luz que entraba por la puerta comenzó a amortecerse. La manzana de
edificios de color blanco que se veían en el exterior se volvió gris, y luego negra.
—¿Podemos marcharnos ahora? —preguntó Mitch—. Parece que ya ha
oscurecido.
—Yo estoy preparada —dijo Ananu. Estaba sentada con la espalda apoyada
contra la pared. Había anudado los jirones del camisón para formar algo que le cubría
casi todo el cuerpo, y atándose el albornoz en torno a la cintura con una tira arrancada
del dobladillo había logrado ocultar el resto. Dane pensó que era una joven hermosa,

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aunque habría preferido ver su cuerpo en mejores circunstancias.
—Claro —asintió Dane—. Creo que no habrá problema. Ananu, puedo llevarla
en brazos.
Ella apoyó las manos contra la pared para ponerse de pie.
—Puedo andar —respondió—. Ya lo hice antes cuando tuve que hacer pis. —Para
ello, había acudido al rincón más alejado y oscuro de la plataforma.
—Le daré la mano para bajar los escalones —se ofreció Mitch—. Sólo por si
acaso.
—Buena idea —asintió Dane. Bajó delante, con el fin de que su peso hubiese
abandonado la escalera antes de que comenzaran a descender ellos. Los esperó cerca
del pie, y luego los precedió camino de la puerta—. El coche no está lejos —le dijo a
Ananu—. Justo al otro lado de la esquina.
—Vale, lo que sea. Estoy bien. Me vendría bien una pizza, o algo parecido. Tal
vez un buen chuletón. Pero puedo caminar sin problema.
Dane fue el primero en acercarse a la esquina y mirar al otro lado para asegurarse
de que el camino estaba despejado. Al no ver a ninguno de los atacantes de la noche
anterior acechando, les hizo señas para que lo siguieran.
Llegaron a la esquina, Mitch medio paso por delante.
—Mierda —exclamó.
—¿Qué?
—En el parabrisas. Tengo una multa. Supongo que hemos tenido suerte de que no
se lo haya llevado la grúa.
Dane se permitió una sonrisa. Si eso era lo peor que pasaba…
Acababa de dar otro paso cuando lo hirió un haz de luz. Le causó dolor, como si
fuese una espada que lo atravesara. Así que era un haz de luz de espectro completo,
con la misma proporción de rayos UV que la luz diurna. Cincuenta mil lux, calculó,
poco más o menos. Dane se alejó de él de un salto, en dirección al coche.
El silencio fue desgarrado por un ruido atronador, y las balas rebotaron en el
asfalto, penetraron en la pared lateral del almacén, y redujeron a esquirlas las
ventanillas del coche de Mitch.

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El agente especial Dan Bradstreet observaba el ataque a través de unas gafas de
visión nocturna desde lo alto de un tejado al otro lado de la calle. Había
francotiradores tumbados boca abajo a ambos lados junto a él, apuntando a los
objetivos y disparando.
En la calle de abajo, otro grupo había salido de dentro de un remolque con fusiles
Cok Commando, disparando a los objetivos setecientas balas por minuto. El plomo
regaba el suelo en torno al vehículo, y los casquillos repiqueteaban en abundancia
sobre el hormigón, como una lluvia metálica. Dan apenas los oía por encima del
rugido de las armas.
Por último, un equipo que se encontraba dentro del edificio sobre el que él se
encontraba apuntó a los objetivos con haces TRU-UV a través de las ventanas
abiertas. No eran unos reflectores que pudieran adquirirse en el mercado normal, sino
que habían sido diseñados y fabricados especialmente para la operación Rojo
Ensangrentado por un pequeño taller de las afueras de Cleveland. La operación era el
único cliente del taller, y a lo largo de los últimos años había recibido millones de los
fondos reservados. Las luces TRU-UV se aproximaban a la luz directa del sol de
mediodía, y habían resultado fatales para los vampiros, tanto en las pruebas como en
las operaciones de campo.
Dan no había tenido mucho tiempo para organizar aquella operación en concreto,
pero había adquirido mucha práctica en montar las cosas sobre la marcha. A fin de
cuentas, los chupasangre no tenían tendencia a anunciar cuándo saldrían a cazar. Y
aunque casi cada noche podía encontrar y eliminar un nido si quería, no era ésa la
misión que lo ocupaba en el momento presente. Esa noche era considerablemente
más compleja.
A veces se trataba de silenciar a los que podrían hablar de vampiros, los que
podrían agitar a las masas. El miedo era una potente arma política, después de todo, y
debía ser usada con cuidado. El hecho de que la persona incorrecta creara una alarma
de vampiros en el momento menos adecuado, podría dejar sin dientes (sonrió ante el
juego de palabras mental) a un anuncio que se había reservado para el momento en
que fuera más beneficioso.
«De momento, la gente se preocupa por los terroristas —le había dicho una vez su
supervisor inmediato—. Si eso falla, entonces podremos jugar la carta de los no
muertos. Hasta entonces guardaremos el secreto y procuraremos mantener controlada
la población de chupasangres».
Esta situación en particular había estado cociéndose durante un cierto tiempo.
Mientras la población de Savannah pensara que la acechaba un asesino en serie
humano, se servía a un propósito legítimo. Los mantenía con la guardia baja, un poco
nerviosos. La gente cerraría las puertas con llave y no saldría por la noche tanto como
antes. El porqué de que hicieran esto continuaba siendo un misterio, porque el asesino

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siempre había atacado a la gente cuando estaba en casa, y las cerraduras habían
demostrado no ser el más mínimo obstáculo para él. Pero Dan no malgastaba muchos
esfuerzos intentando entender por qué la gente actuaba como actuaba; él hacía lo que
le ordenaban, y guardaba la psicología para intentar dilucidar cómo podía usar lo que
observaba contra esa misma gente.
Porque trabajar contra las personas —según lo percibirían ellas—, en realidad era
trabajar para ellas. Era lo que hacía el gobierno. Trabajaba para el pueblo incluso
cuando el pueblo habría preferido que, en realidad, no lo hiciera.
Hacía ya bastante que Dan había deducido que el asesino en serie era un vampiro,
no un humano. Desde entonces, los superiores de Dan habían llegado a la misma
conclusión. De ahí que se enviara a Savannah un destacamento de la operación Rojo
Ensangrentado para que se ocupara de las cosas si la noticia amenazaba con hacerse
pública.
Al parecer, la noticia ya había alcanzado esa fase.
Un vampiro y dos «no» (palabra del argot de la operación Rojo Ensangrentado
para referirse a los que no lo eran) habían salido juntos de aquel almacén, una noche
después de que se hubiera observado una significativa actividad de los no muertos en
el vecindario. Aquello exigía acción. Dan había dado la orden.
Aún no podía determinar si le habían dado a alguno de los objetivos, pero
pensaba que no. No había visto caer a nadie, aunque era posible que uno o más
hubieran resultado heridos y se hubieran refugiado al otro lado de la esquina, fuera de
su campo visual.
Cogió la radio del cinturón y pulsó el botón para hablar.
—Llevad algunas armas y un par de esos TRU-UV portátiles al otro lado de la
esquina y cubrid esa puerta —ordenó—. Si ya han vuelto a entrar, acercaos despacio
y sin precipitaciones. No quiero que salgan de ahí caminando.
—Recibido —fue la respuesta que le llegó.
En apenas unos segundos vio agentes en movimiento. Al igual que Dan, llevaban
cazadoras azules finas que protegían del viento y lucían las letras FBI en la espalda.
Con su pulcro pelo castaño y su constitución de defensa de fútbol americano, Dan era
el prototipo del agente de los sueños orgásmicos de J. Edgar Hoover, y nadie que lo
viera dudaría de que era eso. Las fuerzas de la ley de la localidad habían sido puestas
sobre aviso respecto a la batida de esa noche, y se les había advertido que debían
mantenerse al margen.
Sin embargo, si le hubiesen preguntado al respecto, el director actual de la
Agencia no habría sabido qué era la operación Rojo Ensangrentado. Era algo que
había sido desarrollado muy por encima de su rango, como un cuerpo especial
interinstitucional dedicado a ese problema específico. Dan no obedecía órdenes del
director. En ciertas circunstancias, sin embargo, era posible que el director obedeciera
órdenes de Dan. De no hacerlo, podría lamentarlo muy seriamente.
Dan casi podía saborear la única cerveza que se permitiría aquella noche, cuando

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acabara la operación. Gracias a la abrumadora superioridad armamentística y al
elemento sorpresa, esa bebida fría ya no tardaría en llegar.

Cuando la primera lanza de luz UV lo hirió, Dane se arrojó al suelo, detrás del coche,
contando con que eso bloquearía los rayos. Eso esperaba. Al mismo tiempo, le gritó
una advertencia a Mitch.
—¡Volved dentro!
Miró atrás y no vio que Mitch ni Ananu aparecieran en la esquina. Eso era bueno.
A menos que significara que ya los habían derribado con fuego cruzado procedente
de otra dirección.
Le cayó encima una lluvia de trozos de cristal de las ventanillas del coche. Los
haces de luz danzaban a su alrededor, en busca del objetivo. Dane sentía que la carne
le ardía sin llama en los sitios donde lo había alcanzado.
Quienquiera que hubiese atacado, había ido bien preparado para hacerlo.
Dane aguardó hasta que las luces se alejaron del área inmediata a él, y entonces
corrió de vuelta hacia la esquina.
Las balas penetraban en su cuerpo y lo atravesaban mientras corría. Dolían, de
eso no cabía duda. Pero no podían matarlo, a menos que le volaran la cabeza, le
destruyeran el cerebro, así que soportó el dolor y alcanzó la esquina.
Al llegar, vio que Mitch empujaba a Ananu de vuelta al interior del almacén. El
ex policía permaneció junto a la puerta, con la Smith & Wesson. Con el telón de
fondo del fuego de armas automáticas, parecía casi cómica, como un juguete.
—Eso no va a servir de gran cosa —resopló Dane, al llegar corriendo.
—Lo sé —replicó Mitch—. Pero usted me dijo que me dejara el rifle en casa.
—Pensaba que le había dicho que en casa no le haría ninguna falta.
—Es lo mismo. —Mitch miró a Dane por un segundo, como si reconsiderara una
opinión anterior—. ¿Quién demonios está ahí fuera? ¿La poli?
—No tendremos tanta suerte.
—¿Quién, entonces? ¿Quién tiene armas tan potentes? —Hizo una pausa—. ¿Los
federales?
—Honradamente, no lo sé —replicó Dane—. Pero eso es más probable que lo
otro.
—¿Por qué iban a querer matarnos?
—Si pudiéramos dilucidar la respuesta a eso, es probable que supiéramos quiénes
son.
—Tengo una pregunta —dijo Ananu desde las profundidades del almacén—.
¿Qué vamos a hacer al respecto?
—Tendremos que salir de aquí por otro camino —respondió Dane.
—¿Por casualidad tiene usted un coche aparcado en algún lugar conveniente? —
preguntó Mitch—. Porque parece que mi taxi está pasando por la trituradora, ahora

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mismo.
—Ésa es una buena idea —dijo Dane.
—¿Joderme el coche es una buena idea?
—No, lo de llamar un taxi.
—Está de broma, ¿verdad? No creo que éste sea el mejor momento para bromear.
—Use su móvil y llame a alguien. A cualquiera. Dele una dirección que esté a tres
o cuatro manzanas de aquí. —Señaló en la dirección contraria a aquélla de la que
habían llegado los disparos—. Por allí.
—¿Y cómo llegamos hasta allí? Si salimos a la calle, nos matarán.
—Eso harían si saliéramos por la puerta.
—¿Ve alguna otra salida? —preguntó Mitch.
—Yo me ocuparé de eso. Usted consiga que alguien venga a buscarnos.
Mitch sacó el móvil de un bolsillo y lo abrió. Dane volvió hacia la entrada y miró
al exterior desde las sombras.
Además de las puertas giratorias de la fachada del edificio que daban a la calle,
ésa era la única salida. Habida cuenta de que los atacantes parecían estar bien
organizados, era probable que también supieran eso. Dada la disposición del edificio,
esa puerta situada al otro lado de una esquina con respecto a la calle no era vulnerable
a los ataques procedentes de la propia calle o de los edificios de enfrente. Pero un
reducido destacamento de tierra podría entrar y ponerle las cosas muy desagradables
a alguien que intentara refugiarse dentro del almacén.
Dane aún no veía a los nuevos atacantes, pero suponía que no iban a tardar
mucho.
Tenía la esperanza de que este hecho los protegería. Debido a que cualquiera que
observara el edificio sabría que había sólo esa puerta, habrían concentrado la atención
en ese el lado de la calle. Si salían por detrás, Dane creía que podrían escabullirse sin
que los vieran.
Lo único que tenía que hacer era abrir otra puerta. ¿Qué podía ser más fácil?
Ananu estaba acurrucada, a solas, en medio del gran almacén vacío, rodeándose
el pecho con los brazos, sujetándose los hombros. Sus ojos verdes estaban muy
abiertos, llenos de miedo. Tenía los labios separados y Dane reparó en un diente
superior desportillado, una cuña triangular saltada de un golpe, justo a la derecha.
Dane había prometido protegerla, y lo primero que había hecho era meterla de
cabeza en un tiroteo.
Le dedicó a Ananu un asentimiento de cabeza que esperaba que fuese
tranquilizador y se encaminó hacia la parte posterior del edificio. Estaba hecho de
fina chapa de acero en torno a un esqueleto de postes cuadrados de diez centímetros
de lado. Las paredes, al igual que todo lo demás, estaban cubiertas de musgo y moho.
Aquello sería ruidoso, pero no había manera de evitarlo.
Cerró los puños, los abrió, flexionó los dedos un par de veces. Luego, puso los
dedos rígidos y dirigidos hacia adelante, atravesó con ellos la plancha de acero como

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si fueran diez perforadoras. Al sentir el aire del otro lado, cerró los dedos en torno a
la pared y tiró hacia abajo.
La sensación era como intentar manejar fuego con las manos desnudas. Cuando
era humano, se habría roto los dedos con el primer intento. Pero como vampiro era
más fuerte que antes. Mucho más fuerte. De la frente le brotaron gotas de sudor
sanguinolento. Los hombros le dolían horrores.
El acero se dobló y arrugó bajo sus manos.
Un minuto más tarde dejaba en el suelo de hormigón el trozo que había
arrancado. El resultado era una abertura de poco más de sesenta centímetros de ancho
por un metro y medio de alto.
—Mitch, Ananu —dijo—, tenemos una puerta. Y ahora, ¿qué hay del transporte?

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—¿Sabemos con seguridad que nadie va a dispararnos si salimos ahí fuera? —
preguntó Mitch, que parecía medio loco de miedo.
—No hasta que lo hagamos —replicó Dane—. Pero a menos que me hayan oído
abrir el agujero y adivinado de qué se trataba, no deberían tener ninguna razón para
pensar que podemos salir por aquí.
—He hablado con un amigo que va a pasar por aquí, a unas seis manzanas. Pero
tardará unos veinte minutos en llegar —anunció Mitch.
—Eso parece un montón de tiempo —señaló Ananu.
—Puede que lo necesitemos para recorrer seis manzanas —le aseguró Dane—.
Tendremos que ir agachados y mantenernos en la sombra. Yo supongo que
quienquiera que esté ahí fuera no se ha molestado en rodearnos, al suponer que
tenemos limitadas las opciones de huida. Pero no lo sé con seguridad.
—Tenemos que salir ahora mismo —dijo Mitch—. Me sorprende que aún no
hayan entrado por esa puerta.
—Estoy seguro de que ya no tardarán mucho. Y será mejor que nos hayamos
marchado cuando entren, porque no van a tardar mucho en encontrarnos. —Miró a
Ananu. ¡Joder! Estaba descalza. Las calles de los alrededores estaban destrozadas,
llenas de grava, trozos de vidrio roto, y cosas peores—. ¿Puedes correr?
—Mira, ese hijo de puta me hizo daño y mató a la señora Waylons. La verdad es
que no sé quiénes sois vosotros dos, pero él huyó al saber que llegabais, así que a mí
me basta con eso. Si quieres que corra, correré. Puede que me haga algunos cortes en
los pies, pero eso, comparado con la mierda por la que he pasado, no es nada.
—Vamos, entonces. —Dane no esperó a que le diera una respuesta, sino que se
agachó y se dio la vuelta para pasar a través de la estrecha salida que había abierto.
Una vez en el exterior, se irguió para mostrarse al cielo.
Nadie le disparó, ningún haz de luz chamuscó su carne. La cosa había mejorado
con respecto a la salida anterior.
Ananu fue la siguiente, seguida por Mitch. Este comenzó a decir algo cuando
estuvo fuera, pero Dane levantó una mano para que se callara, y escuchó.
Oyó el crujido de una bota sobre la grava del exterior de la puerta.
—Ya llegan —susurró—. ¡Vamos, vamos, vamos!
No muy lejos de allí, una sección de la alambrada se había roto a causa del óxido,
o la habían cortado. Dane corrió y condujo a los otros a través de ella hasta la calle.
Habían salido a una manzana entera de distancia de la calle que había resultado ser
tan peligrosa antes. Al volverse a mirar en esa dirección, no vio a nadie de los que les
habían disparado.
Pero sabía que no estaban lejos y que pronto descubrirían el agujero de la pared.
Cuando lo hicieran, sabrían con la más absoluta seguridad dónde buscar.
Dane les hizo una señal para que lo siguieran, y se lanzó a correr agachado.

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En la manzana siguiente había otro almacén, éste sin alambrada y sumido en
densas sombras, porque la única farola cercana estaba rota y el edificio no tenía
iluminación exterior propia. Intentando hallar un equilibrio entre el sigilo y la
velocidad, llegaron a él en menos de dos minutos. Hasta entonces, Dane no oyó que
se diera alarma alguna.
Rodearon el edificio oscuro, pegados como lapas a las sombras. Al llegar al final,
vieron un callejón que discurría entre dos edificios más pequeños, y se metieron en él
para salir de la calle principal.
Entonces, Dane sí que oyó la conmoción que se produjo detrás de ellos. Gritos,
pies que corrían… Los atacantes habían descubierto la improvisada salida.
—Tenemos que acelerar un poco —dijo Dane—. No tardarán nada en desplegarse
por toda la zona. Al menos es lo que yo haría.
—Faltan diez minutos para que llegue AJ —informó Mitch.
—Tal vez se adelante.
Ananu guardó silencio. Por casualidad, Dane bajó la mirada hacia algo que
brillaba en el suelo. «Está dejando huellas ensangrentadas que podría seguir un niño
explorador principiante», pensó.
—Voy a llevarla en brazos, Ana —dijo Dane—. No porque piense que no puede
continuar, sino porque no quiero poner un cartel de luces de neón para señalar dónde
hemos estado.
Ella siguió su mirada hasta las huellas que había estado dejando.
—Mierda —exclamó—. No había pensado en eso.
Dane se inclinó, le apoyó un hombro contra el estómago, y se la echó a la espalda
como si fuera un fardo. A veces, la fuerza física de un no muerto resultaba útil. Ella
soltó un gritito, luego se acomodó bien, y Dane empezó a correr lo más de prisa que
pudo.
Mientras avanzaba, podía oír lo suficiente como para saber que sus aspirantes a
asesinos estaban en movimiento. Los sonidos se habían vuelto más organizados.
Vehículos. Aún no tenía manera de saber cuántos eran, pero parecían formar un
destacamento de buen tamaño.
Y aún no sabía quiénes eran.
¿Quién podría atacarlos con ese tipo de artillería y con tal intensidad? El ataque
había sido como el que llevaría a cabo una brigada de las fuerzas especiales de la
policía o una unidad del ejército. Dane había estado haciendo preguntas por la ciudad,
pero, sobre todo, en la comunidad local de no muertos. Hasta que había seguido a
Ananu y a su captor hasta el almacén y luchado con lo que suponía que era el ejército
personal de matones vampíricos del Verdugo, no había hecho nada que pudiera atraer
la atención de las autoridades. Y dudaba que tampoco lo hubiera hecho Mitch.
¿Ananu, entonces? ¿Era algo más de lo que parecía? Sobre su hombro, la
sensación que daba era la de ser sólo una mujer joven. Ligera, delgada, blanda donde
debía. ¿Era posible que hubiese algún aspecto de ella del que él no estuviera

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enterado, algo que hubiera generado una reacción tan desmesurada por parte de
alguien?
Si algo tenía claro era que uno no podía descartar ninguna posibilidad, ya que la
paranoia lo igualaba todo. Después de todo, lo único que se necesitaba era
transformarlo a uno en vampiro para que se convenciera de que no sabía nada de
nada.
De repente, Mitch sujetó a Dane por el brazo izquierdo e irrumpió en sus
pensamientos.
—Aquí es donde deberíamos encontrarnos con AJ —dijo, y señaló el cruce
cercano. Jadeaba, y el sudor formaba círculos en las axilas de la camiseta gris que
llevaba—. Mundy esquina Mell. Nos quedan cuatro minutos más, según mi reloj.
—Quedémonos aquí, en las sombras, y esperemos que estén llevando a cabo un
registro minucioso, edificio por edificio —dijo Dane, mientras volvía a dejar a Ananu
de pie en el suelo—. Si están cubriendo el terreno de prisa, llegarán aquí antes de eso.
Ananu se sentó y comenzó a arrancarse trozos de vidrio y piedrecillas de los pies
ensangrentados. Dane tuvo que esforzarse para mantener la vista apartada de ella y
controlar su hambre.
Oyó el rugido del motor de un camión. Uno de los vehículos de búsqueda,
supuso. Esperaba que no tuvieran helicópteros.
Pisadas de botas sobre el suelo. Ruido de motores. Dane se preparó para el sonido
de los disparos, de los casquillos que rebotarían calle abajo. Medio esperaba que las
lanzas de luz lo ensartaran de un momento a otro.
—¡Mirad! —exclamó Mitch al tiempo que extendía un brazo hacia la calle—. ¡Es
AJ!
El taxi, con letras negras y blancas y las palabras FUERA DE SERVICIO encendidas
en la luz del techo, llegó a velocidad constante, como si buscara pasaje. Cosa que, de
hecho, así era.
—Hazle señas —dijo Dane. Mitch salió con cuidado a la calle, miró hacia ambos
lados, y agitó los brazos. El taxi se acercó al bordillo y el taxista, un tipo muy
bronceado con el pelo blanco, vestido con camisa hawaiana y una gargantilla de
trozos de concha, bajó la ventanilla. Habría podido salir directamente de una canción
de Jimmy Buffett.
—¿Mitch? Oye, ¿en qué demonios andas metido?
—Cállate, AJ —dijo Mitch—. Pero estate preparado para pisar a fondo el
acelerador. —Abrió la puerta trasera y les hizo un gesto a Ananu y a Dane para que
subieran al vehículo. Mientras Ananu se deslizaba con cuidado por el asiento, Mitch
corrió en torno al taxi hasta la portezuela del acompañante y se sentó junto a su
amigo. Para cuando Dane cerró la portezuela, el vehículo ya se había puesto en
movimiento.
—Ir rápido es bueno —observó Mitch—. Ir más rápido es mejor.
—¿Qué diablos pasa? —volvió a preguntar AJ—. ¿Estás metido en alguna clase

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de lío?
—Si no estuviera metido en alguna clase de lío, no te habría llamado para que
vinieras a recogernos a un sitio como éste —replicó Mitch—. Y no te habría
recordado que me debías una.
Dane no sabía de qué clase de deuda estaba hablando. Abrió un poco la ventanilla
para mirar a través de la oscuridad y escuchar. AJ corría por la calle Mundy.
—Mierda —dijo al mirar por el retrovisor.
Dane se volvió en el asiento para mirar hacia atrás. Vio los destellos de los
cañones y oyó el distante tableteo de las armas automáticas. Tendió una mano e hizo
que Ananu bajara la cabeza hacia su propio regazo.
—¡Abajo! —gritó.
Las balas impactaron contra la parte posterior del coche de AJ, mientras éste
rugía calle arriba, pero ya había demasiada distancia entre ellos. Nada penetró en el
compartimento de pasajeros, y la luna trasera permaneció intacta.
Al llegar a Hudson, AJ giró a la izquierda con tanta brusquedad que hizo rechinar
los neumáticos, y luego giró de inmediato a la derecha por Graham, a lo que siguió
otro giro a la izquierda y uno más a la derecha. Al cabo de pocos minutos se encontró
en una zona más poblada. Subió por la rampa de acceso a Lynes Parkway a una
velocidad que superaba el límite establecido en cincuenta kilómetros por hora, y
ralentizó sólo cuando estuvieron rodeados por el tráfico.
—Eres bueno al volante, AJ —dijo Mitch.
—No te sorprende, ¿verdad?
—Bueno, yo te he visto ir arrastrando el culo como una vieja un domingo por la
tarde.
—Cualquier cosa que justifique las circunstancias —replicó AJ—. Y ahora,
¿quiere contarme alguien qué está pasando?
—La verdad es que no podemos hacerlo —le respondió Dane—. No sin correr el
riesgo de poner su vida en peligro.
—Eh, colega, no sé si se ha dado cuenta de que alguien ha disparado contra mi
coche, ¿vale?
—Eso es cierto. Cualquiera que sea su tarifa habitual, se la triplicaremos. Y aún
más. Sólo le pido que no haga preguntas, por favor, porque no quiero mentirle. Pero
no puedo contarle la verdad.
AJ reflexionó sobre ello durante unos cinco segundos.
—Vale, como quiera. Trato hecho. ¿Adónde los llevo?
Mitch miró a Dane a los ojos.
—No podemos ir a tu casa —dijo Dane—, como he sugerido antes. Cualquiera
que haya podido montar una operación como ésa y garantizar que no interviniera la
policía local, sabrá quién eres y dónde vives, diez minutos después de que hayan
abierto tu coche.
—Sí —asintió Mitch—. Era lo que estaba pensando. Pero te aseguro que ese

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apartamento me encanta. —Se volvió a mirar al taxista—. AJ, ¿aún tienes ese tugurio
en Pooler?
—Si estás hablando de mi hogar, pues entonces, sí.
—¿No has quemado esa choza hasta los cimientos y comprado una casa de
verdad?
—Ha estado lloviendo demasiado y estaba tan mojada que no prendía —
respondió AJ.
—Necesitamos que nos la prestes.
—¿Para qué?
—Sólo para ocultarnos unos días —dijo Mitch.
Dane le entregó a Mitch la tarjeta de plástico que abría la puerta de su habitación
del hotel.
—Puede quedarse en mi habitación del Hyatt, AJ —dijo—. Pida tantos servicios
de habitación como quiera.
—Bueno, creo que eso podría funcionar bien —dijo AJ con una sonrisilla.
—Me alegro —asintió Mitch—. Entonces, llévanos a tu casa. —Se recostó en el
respaldo del asiento. Ananu hizo lo mismo, cerró los ojos y posó las manos sobre el
regazo; en su rostro aún se evidenciaba el miedo.

Veinte minutos más tarde, AJ entró por un camino de hierba de doble dirección que
discurría junto a una casita. Los grillos cantaban su historia con todo lujo de detalles,
mientras los sapos croaban coloridos comentarios. Arboles de hojas anchas parecían
acorralar la casita por todos lados, como amantes inseguros. El porche delantero
estaba protegido por una mosquitera, y un poco hundido, con la pintura saltada. La
totalidad de la propiedad habría cabido dentro del apartamento que Dane tenía en Los
Ángeles, incluida la parcela y todo. En el interior del porche se veía una bombilla
desnuda y encendida encima de la puerta.
—Hogar, dulce hogar —dijo Mitch mientras salía del taxi. Luego fue hacia la
puerta del porche, que rechinó al abrirla—. Espero que no necesites mucho espacio,
Ana.
—No estoy habituada a grandes cosas —replicó ella, observando la casita con
suspicacia.
—Perfecto. Porque yo no creo que quepa siquiera en el dormitorio. Me quedo con
el sofá del salón, que, si no recuerdo mal, es también comedor, biblioteca, salita y
sala de juegos.
—Poneos cómodos. Como si estuvierais en casa —dijo AJ.
—Gracias, AJ —respondió Ananu.
AJ volvió atrás para acercarse al maletero del taxi.
—Tengo lo que me has pedido aquí, Mitch.
Mitch dejó que la puerta de mosquitera se cerrara de golpe, con Ananu en el

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interior.
—Echemos un vistazo.
AJ abrió y en el interior del maletero se encendió una luz. Dane se quedó
observando mientras AJ sacaba dos escopetas Mossberg del calibre 12 y le daba una
a Mitch.
—Escopetas, dijiste. Rifles no, ¿verdad?
—Los rifles no nos harían ningún daño, pero las escopetas son mejores que esa
pistola de juguete que llevas —dijo Dane. «Contra los vampiros, en cualquier caso.
Contra quienquiera que nos haya atacado hoy, preferiría los rifles».
—Hay algunas cajas de munición en el maletero —dijo AJ. Sus dientes brillaron
cuando sonrió, casi ultravioletas en su rostro oscuro—. ¿Puede sacarlas?
Dane sacó seis cajas de proyectiles, perdigones para aves y balas para ciervos.
—Mitch, comencemos con los ciervos —decidió—. Siempre podremos cambiar a
las aves si tenemos que hacerlo. Pero si nos vemos en esa necesidad, es probable que
nos encontremos en un grave apuro y no nos sirva de mucho.
—Podemos conseguir más balas —dijo Mitch.
—Espero que no las necesitemos —asintió Dane—. Pero prefiero tenerlas y no
necesitarlas, que no tenerlas.
—Deje esos perdigones en el maletero, entonces —dijo AJ—. Mi cuñado tiene
una armería. Odia que le devuelvan mercancía, pero lo hará por mí… o este año
pasará un día de Acción de Gracias muy desagradable.

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Dane lanzó a Adler sobre el respaldo de un sofá de dos cuerpos, una antigüedad
inglesa. El viejo vampiro se estrelló contra un carrito de madera con ruedas sobre el
que había un servicio de té de plata, y los utensilios volaron por todas partes. Una
jarrita de leche rebotó contra un óleo de Winslow Homer y abrió un tajo de cinco
centímetros en el lienzo.
A Dane le supo mal por el Homer. Podría haberle sabido igualmente mal vapulear
al viejo de un lado a otro, de no ser, por supuesto, por el hecho de que haría falta algo
más que un tratamiento rudo para causarle a Adler algún dolor real.
Adler se sujetó al carrito de té volcado y se apoyó en él para ponerse de pie,
mientras que con los largos dedos de grandes nudillos de su mano derecha se tocaba
una comisura de la boca. Llevaba puesto un batín de seda y un pañuelo con
estampado de cachemira auténtico.
No era fácil sorprender a los vampiros, pero Dane había logrado precisamente
eso; había esperado en el exterior de la verja de Adler hasta que se marcharon los no
muertos (que siempre parecían congregarse en su casa), y luego había entrado por la
puerta delantera. No es que le hubiera importado enfrentarse con toda aquella
pandilla traicionera, pero tenía la sensación de que lograría más cooperación en el
trato de uno en uno.
—Debo decir que ésta no suele ser la respuesta tradicional a mi hospitalidad —
dijo Adler. Su voz era tan rasposa como un gozne oxidado. El perfume de sándalo era
fuerte pero, por debajo de él, Dane percibía el miedo que Adler intentaba disimular.
—¡Casi hacéis que me maten! —rugió Dane, colérico—. Todos vosotros,
diciéndome que no sabíais quién era el Verdugo. No es un forastero que haya
invadido vuestro terreno, es alguien de la localidad, con sus propios matones, y
vosotros sabéis quién es.
Desde el ataque acaecido en el almacén, había pasado un día durante el cual
Mitch había ido en la vieja camioneta Dodge de AJ hasta la comisaría de policía de
Savannah para denunciar el robo de su taxi, y luego pasó por los grandes almacenes
Target y por una farmacia para comprar algunas cosas para los tres, incluyendo la
«píldora del día después» con que Ananu esperaba poner fin a cualquier embarazo
potencial resultante de la violación. Dane había usado el mismo vehículo para acudir
a Savannah después de oscurecido, con la única finalidad de encararse con Adler.
—Digamos que sí sé quién es —replicó Adler, cuyo cantarín acento sureño, más
de Carolina que de Georgia, estiraba las vocales finales—. Si no te lo dije antes, ¿no
crees que tal vez lo hice tanto para beneficio tuyo como mío?
—Ni por un segundo. A menos que tengas una extraña idea de qué puede
beneficiarme.
—Dar media vuelta y volver al lugar del que has venido podría ser un buen sitio
por el que comenzar.

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—No es una opción. Especialmente ahora.
—¿Podría preguntar qué ha sucedido?
—Podrías —replicó Dane—. E incluso yo podría contártelo si lo supiera. Lo
único que sé de verdad es que el Verdugo ha matado ya a dos detectives de la policía
de Savannah y violado a una mujer joven.
Adler enderezó el carrito y comenzó a colocar encima las piezas del servicio de
té.
—Todos humanos. Así que… ¿qué más nos da a nosotros?
—Matar a oficiales de policía es una buena manera de calentar el ambiente, para
empezar. ¿Quieres que ese renegado sea el responsable de poner en conocimiento de
los humanos la existencia de nuestra raza, de una vez y para siempre?
—Puedo imaginar situaciones peores. —Tocó el desgarrón del cuadro de Homer
y negó con la cabeza con gesto triste.
—¿Y la agresión sexual de un vampiro contra un humano? ¿Eso también te
parece bien?
—Es extremadamente raro —admitió Adler—. Por buenas razones. No puedo
imaginar por qué uno de los nosferatu querría cometer una abominación semejante. A
veces pienso que ya es bastante malo que tengamos que acercarnos a ellos para
alimentarnos.
Dane tenía ganas de sacudir al viejo chupasangre un poco más.
—Así que lo estás encubriendo intencionadamente.
—Tú no sabes nada de todo esto. Dices que tus motivos son puros, que deseas lo
que es «mejor para nuestra raza». Pero muchos están en desacuerdo con ese punto de
vista, y aunque algunos de nosotros hemos oído hablar de ti, Dane, ninguno te
conoce. ¿Por qué deberíamos confiarte nuestros secretos?
—De acuerdo, he aquí la otra parte —dijo Dane—. Después de que lucháramos
con los matones del Verdugo, fuimos atacados. Luces UV, armas automáticas, una
unidad de asalto de estilo militar.
—Y sin embargo, estás aquí.
—Sí, y podría decirse que soy sumamente afortunado.
—Eso parece. —Adler, tras haber recogido todas las piezas de plata caídas, se
puso a ordenarlas con el fervor de un obsesivo compulsivo—. Sin embargo, estoy de
acuerdo en que lo que describes es preocupante en extremo. ¿Luces UV? ¿Con
armamento especial para nosotros, entonces?
—Exacto —asintió Dane—. Aquí está sucediendo algo, y yo quiero saber de qué
se trata. —Vio que Adler lanzaba otra mirada de preocupación al Homer—. El de
encima de la chimenea, el retrato, es un John Singer Sargent, ¿verdad?
—Tienes cultura.
—Abundante tiempo libre. El Homer puede ser reparado, restaurado hasta quedar
casi como nuevo. Yo puedo garantizar que con el Sargent no suceda lo mismo si no
me cuentas lo que necesito saber. Luego, tal vez me ponga a rajar el tapizado de

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algunas de estas sillas antiguas. Son georgianas, ¿verdad?
Adler pareció horrorizado.
—No lo harías.
—O bien hago eso o te arranco la cabeza y dejo el resto de tu cuerpo en el patio
para cuando salga el sol. —Dane comenzó a avanzar hacia el Sargent.
—¡Espera! —dijo Adler—. Siéntate… Te contaré lo que yo sé.
Dane se detuvo, escogió una de las sillas de anticuario, y se instaló en ella. Adler
rodeó el sofá de dos plazas, se sentó y cruzó las piernas. Unió las manos sobre el
regazo, recatado como una maestrilla rural.
—Estoy esperando —lo apremió Dane.
—Estoy intentando decidir cómo comenzar —replicó Adler—. No es algo de lo
que ninguno de nosotros hable mucho. Sería como vivir en Sicilia, supongo, y que te
hagan preguntas sobre el capo di tutti capi.
—Así que ahora estás diciéndome que vivimos bajo la ley de la mafia.
—Era sólo un símil, Dane, eso es todo. No, no estamos bajo la ley de nadie. Pero
sí, te mentiría si te dijera que no le teníamos un poco de… miedo. Más que a ti, o al
menos así era hasta que entraste aquí como un bárbaro y empezaste a amenazar obras
de incomparable belleza.
—Estoy tan a favor de la belleza como cualquiera, pero también estoy a favor de
conservar el pellejo.
—Al igual que todos nosotros. —Adler hizo una pausa y se quedó mirando sus
propias manos. Dane le concedió un minuto para ordenar sus pensamientos, pero
estaba dispuesto a levantarse en dirección a la obra de arte si Adler permanecía
callado durante más tiempo.
—Es poderoso —dijo Adler al fin—. Y también aterrador. La verdad es que creo
que está bastante loco. Y no le importa lo que tenga que decir ninguno de nosotros.
—En ese momento, la mirada de Adler se perdió en la distancia, y volvió a guardar
silencio durante un momento, antes de proseguir—: Quiere hacer… lo que ha
decidido hacer. Estoy seguro de que tus argumentos caerán en oídos sordos…; es la
clase de tipo a quien nada le gustaría más que una guerra abierta con los humanos.
Está convencido de que nuestra raza ganaría, y que luego podríamos criar humanos
como los granjeros crían vacas. Comida de pezuña. Aunque sin pezuñas.
—¿Quién es? ¿Cómo se llama?
Adler volvió a apartar la mirada, y cuando habló, lo hizo en una voz demasiado
baja como para que Dane la oyera.
—¿Qué?
—Bork. Dela —repitió Adler con voz más alta pero no exenta de un cierto
temblor.
—Bork Dela.
Dane conocía ese nombre. Lo precedía su reputación. Lo que no sabía era que
Bork Dela aún estuviera entre los no muertos; parecían haber pasado años desde que

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se había informado de su presencia en alguna otra parte.
Y sin embargo, allí estaba, en Savannah. Y al parecer había puesto en marcha una
campaña en solitario para cambiar las reglas de actuación con el mundo humano.
—¿Estás seguro de eso? ¿Estás seguro de que es él de verdad?
—Absolutamente —replicó Adler.
Entonces le tocó a Dane el turno de guardar silencio. Como telón de fondo se oía
el implacable tictac de un reloj antiguo.
—Por tu silencio —dijo Adler—, interpreto que estás al tanto de su reputación.
—Muy al tanto, sí. Es sólo que no sabía que estuviera en Estados Unidos.
—Él lo prefiere así. La mitad de los nosferatu creen que está muerto. Y a la otra
mitad le da miedo preguntarse si no lo está.
—Da la impresión de que ahora ha empezado a moverse. ¿Qué ha estado
haciendo, entretanto?
—Fue uno de los guardaespaldas de Vicente durante un largo período —explicó
Adler—. Por supuesto, él no fue a Barrow, ya que en caso contrario estoy seguro de
que Vicente aún estaría con nosotros.
Dane sabía que Vicente había muerto en Barrow, asesinado por el marido de
Stella Olemaun, Eben, después de que el sheriff se hubiera transformado
voluntariamente para defender su ciudad. Esa parte de la historia era del dominio
público entre los vampiros, pero lo que sabían pocos de ellos —lo que Dane sabía
porque se lo había contado Stella— era que el vampiro que había transformado a
Dane, Marlow, había sido asesinado por Vicente. La mayoría de los no muertos
creían que Eben los había matado a ambos.
A pesar del infierno que Marlow le había hecho pasar a Dane, de todos los apuros
y dolor que le había causado, él lo quería.
Vicente había matado a Marlow, así que Dane no reverenciaba la memoria de
Vicente, como lo hacía la mayoría de los vampiros. Vicente había sido lo más cercano
a un regente que habían tenido los no muertos, pero tenía mal genio y era
sanguinario, y Dane pensaba que estaban mejor sin él.
—Y ahora Bork Dela está aquí, amenazando con ponernos a todos en evidencia
—dijo Dane—. Y habéis pensado que lo mejor es continuar como si nada y dejar que
haga lo que quiera.
—Dane, existe una profunda división filosófica entre los de nuestra raza. No
todos pensamos que eso vaya a ser la tragedia que tú piensas.
—No veo que os unáis a él en los allanamientos de morada. ¿O sí lo hacéis? Tal
vez seáis vosotros sus chapuceros ayudantes.
Adler agitó una mano ante la nariz, como si quisiera disipar un olor desagradable.
—Ni remotamente. No siento ningún cariño por Bork Dela. Como te he dicho,
está loco de remate. Pero tampoco quiero convertirlo en mi enemigo. Por otra parte,
parece que tú sí quieres eso, en cuyo caso te aconsejaría que pongas tus asuntos en
orden.

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Dane se levantó de la silla, contento porque no iba a tener que destruirla, después
de todo.
—Me arriesgaré —dijo—. ¿Qué tiene que ver Dela con el ataque militar del que
te he hablado?
—No tengo ni la más remota idea —respondió Adler—. Diría que nada. Desde
luego, no es su estilo, y no le ha sucedido a nadie más.
—¿Lo ha encolerizado alguien más?
—Unos pocos desafortunados. Bork se ocupó de ellos personalmente. No es de
los que envían subordinados a matar por él.
—Pero viaja con guardias.
—Sí, cuando no quiere que lo interrumpan en sus asuntos. No es lo mismo.
También son no muertos. No usan armas como las luces UV.
En todo caso, Dane ya había pensado que ésa era una elección de armas extraña
para los vampiros; la mayoría de ellos no querría encontrarse dentro del radio de
acción de un arma semejante.
—Vale —asintió—. Eso puedo creerlo. ¿Dónde puedo encontrar a Dela?
Adler frunció los labios.
—Sin duda no puedes esperar que te diga eso —respondió, pasado un largo
momento.
—Sin duda quieres mantener intacto el Sargent.
—Muy bien —declaró Adler con un suspiro—. Si has sido un bárbaro, siempre lo
serás, supongo. Hay una isla que figura con el nombre de Cayo Braddock en los
mapas que se molestan en incluirla. Es la misma que antiguamente llamábamos isla
Harvey, y Cayo Raccoon. Está deshabitada según la versión oficial, pero en ella hay
una mansión de la época anterior a la guerra civil, cuando existía la creencia de que
con los suficientes esclavos se podía convertir cualquier sitio en habitable. Es allí
donde se aloja.
—Cayo Braddock.
—Te cuento esto porque sé que no hay manera de que puedas sobrevivir al
intento de encontrarlo allí. Eres un tipo duro, Dane. Eso lo has demostrado. Pero él es
Bork Dela, y no está solo.
—¿Y qué te hace pensar que yo sí lo estoy?
—A menos que me haya equivocado del todo contigo, no eres de la clase de tipo
que involucra a otros en una misión suicida.
—Si descubro que lo has puesto sobre aviso —le advirtió Dane, sabedor de que
necesitaría al menos un día para preparar el viaje hasta la isla—, desearás haberte
suicidado hace mucho tiempo. ¿Lo tienes claro?
—Perfectamente claro —replicó Adler—. No tengas la más mínima preocupación
por ese lado. No estoy en absoluto interesado en contarle a Bork Dela que te lo he
entregado. Aún pienso que te has embarcado en un disparate, joven Dane. Pero no
apostaría mi vida por ello.

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—¿Te encuentras bien, Ana?
Ella no respondió durante un segundo. Ananu había estado dentro del cuarto de
baño de AJ, vomitando, durante los últimos minutos. La vivienda era lo bastante
pequeña como para que no pudiera evitar oírla, y empezaba a sentir el estómago un
poco revuelto.
—Estoy bien —respondió ella, al fin, con voz ronca. Tiró de la cadena de la
cisterna del inodoro y Mitch oyó correr el agua. Pasaron unos cuantos segundos antes
de que se abriera la puerta del lavabo. Ananu estaba allí de pie, con una camiseta
blanca y unos calzoncillos boxer de algodón que Mitch había encontrado en la
cómoda de AJ. Aquel día le había comprado unos tejanos y un par de camisetas, ropa
interior y calcetines, e incluso unas deportivas Day-Glo anaranjadas que a él le
recordaban los conos de tráfico pero que pensó que a ella le gustarían. Sin embargo,
se había olvidado de comprar ropa para dormir. Ana tenía menos de la mitad de la
edad de él, era incluso más joven de lo que habría sido Karin si hubiese estado viva, y
se sentía extraño al observar cómo se le movían los pechos debajo de la camiseta y
los pezones formaban diminutas tiendas de campaña en una tela en la que nunca antes
se habían formado tiendas de campaña.
En especial, habida cuenta de que estaba enferma y se le habían quedado unas
pocas manchitas de vómito en la manga derecha. Tenía la cara verdosa, cosa que
podía deberse al fluorescente que había encima del lavamanos del baño. Pero aquella
luz quedaba detrás de ella, a su espalda; la mayor parte de la luz que la iluminaba en
ese momento procedía de la bombilla de incandescencia del pasillo.
—No tienes buen aspecto.
—Bueno, estoy vomitando hasta la primera papilla. ¿Qué aspecto quieres que
tenga, el de Beyoncé?
Mitch se pasó una mano por el pelo corto.
—No sé quién es ésa… Es una cantante, ¿verdad?
Ana se enjugó la boca con el dorso de una mano y lo miró como si le hubieran
brotado brazos de la cabeza.
—Verdad —asintió.
—Si no era una de las Ronettes, es probable que no haya oído hablar de ella —
explicó Mitch—. Musicalmente me quedé atascado en los cincuenta, y nunca acabé
de pasar de 1967. Cualquier historia que no pueda contarse con tres acordes y unas
cuantas armonías dulces no vale la pena contarla. Completa eso con una muralla de
sonido y tendrás una novela épica, según yo lo veo.
—Supongo que por eso tienes todos esos vinilos y ningún CD.
Mientras Mitch estaba de compras, Dane le había hablado a Ana del apartamento
que Mitch tenía en Congress Street, incluyendo la «muralla de vinilo» del salón que
el propio Mitch le había descrito a Dane. Si quienquiera que los había atacado en el

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almacén le hacía algo a su colección de discos, se vería obligado a patear algún culo.
—Intento llevar una vida simple.
—De simplón, más bien.
—Oye, ¿necesitas que llame a un médico, o algo así?
—No lo sé, ¿vale? Tengo el estómago revuelto. Pienso que tal vez es la píldora
del día después que está haciendo efecto. Al menos es lo que espero, porque no
quiero tener la gripe, encima.
—Esperemos que no, porque en esta casa no hay sitio para nosotros dos y,
además, tus gérmenes.
Lo que pasaba por corredor no era más grande que el cuarto trastero de su
apartamento. Además del cuarto de baño y del dormitorio que usaba Ana, una tercera
puerta ocultaba un armario empotrado de ropa blanca. Una puerta conducía a la zona
de comedor y sala de estar, con una pequeña cocina en el otro extremo. En la cocina
se abría una nueva puerta que daba al patio trasero, que estaba tan cubierto de maleza
que parecía la selva. Dado que ya había estado antes allí, Mitch no había esperado
lujos, pero confiaba en que la muchacha no se sintiera demasiado decepcionada con
el alojamiento.
Ana avanzó medio paso, y entonces parpadeó al tiempo que comenzaba a
inclinarse hacia él y se sujetaba a la jamba de la puerta en el momento en que Mitch
extendía los brazos para parar la caída de la muchacha. Ella parpadeó un par de veces
más y le dedicó una sonrisa torcida.
—Supongo que será mejor que vuelva a la cama.
—¿Quieres agua o alguna otra cosa?
—Un vaso de agua me iría bien, gracias —dijo ella. Dio la vuelta y entró en el
dormitorio. Mitch fue a la cocina y llenó de agua un vaso grande. Cuando regresó al
dormitorio con él, Ana se había metido en la cama y respiraba con regularidad.
Profundamente dormida. Mitch dejó el vaso de agua en la mesita de noche junto a la
cama y volvió a su sitio del sofá.
Se tumbó con la sábana subida hasta el pecho, mientras deseaba que AJ no fuera
un bastardo tan miserable como para no querer gastarse dinero en aire acondicionado.
¿Cuánto podía costar refrescar una caja de zapatos como ésa? Había conocido días
estivales húmedos en Detroit, pero nada semejante a esto. Aquel lugar parecía ser un
tipo de infierno particular. Por un momento deseó haber tenido la posibilidad de
regresar a Detroit tras el primer verano pasado aquí, pero aquel error profesional lo
había enviado a donde ahora vivía, por el bien de su salud. No podía volver a Detroit.
Y el error profesional cometido aquí le había costado casi todo lo demás que le
quedaba en la vida.
Le picaba el pecho a causa del calor y la humedad, el sofá tenía un muelle que se
le estaba clavando en los riñones, y habían intentado matarlo. «Cada vez que piensas
que ya has tocado fondo…».
En alguna parte sonaba el zumbido agudo de un mosquito, pero no veía dónde

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estaba el pequeño bastardo. Supuso que iba a tener que esperar a que se posara sobre
él, y entonces podría matarlo de un manotazo, esperaba que antes de que lo picara.
«¿Dane es así?», se preguntó. ¿Pasa de una víctima a la siguiente, bebiendo
sangre, sin saborear nunca el marisco fresco, la pasta o el pollo kungpao? Los
mosquitos, salvo raras excepciones, no mataban a la víctima. Mitch suponía que Dane
era más como un tiburón, una implacable máquina de matar a la que sobrevivían muy
pocos.
Sin embargo…, a pesar de lo que Dane era, una persona tan fantástica y
aterrorizadora, Mitch no se había sentido amenazado por él ni por un segundo. Había
llegado a creer de verdad que Dane era un vampiro; a regañadientes, pero al final no
había hallado ninguna otra explicación posible para las cosas que Dane le había
mostrado y contado. «¿Cómo llamaban a eso? Navaja de Occam. Sí, eso es». La
explicación más simple era siempre la correcta, por muy descabellada que pareciese.
También pensaba que Ana estaba a salvo bajo la protección de Dane. Tan a salvo
como en cualquier otra parte. Mitch tenía las dos Mossberg cargadas, una apoyada
contra el sofá y la otra junto a la puerta delantera, preparadas para usarlas a la más
ligera señal de problemas. Haría lo que pudiera, pero, de algún modo, pensaba que si
las cosas se ponían mal de verdad, querría que Dane estuviera a su lado.
«Puede que el tipo sea un monstruo, pero a veces es necesario tener un monstruo
cerca».
Volvió a oír el mosquito, dio un manotazo al aire, y en silencio rezó para pedir
que Dane regresara lo antes posible.

Bork Dela.
Nada de lo que Dane había oído de él a lo largo del tiempo hacía que tuviera
ganas de enfrentarse con el vampiro.
Dela era, hasta donde podía determinar, absolutamente sanguinario, incluso para
ser un no muerto. No mataba sólo para vivir, sino que disfrutaba haciéndolo,
transformando la muerte en su pasatiempo.
Le gustaba ver durante cuánto tiempo podía prolongarla, según decían las
historias. O cuán dolorosa podía lograr que fuese. Algunos decían que era capaz de
posponer el momento de alimentarse si eso significaba que podía observar sufrir a un
humano durante ese tiempo.
Los vampiros ya tenían bastante mala prensa sin que hubiera especímenes así
dando vueltas por ahí.
La primera vez que Dane recordaba haber tenido noticia de la existencia de Bork
Dela había sido durante la segunda guerra mundial. Por entonces, Dela era un
hombre, no un vampiro. A pesar de que era rumano, se había ganado la confianza de
Hitler y se había convertido en uno de los consejeros más íntimos del demente
dictador.

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Decían los rumores que Bork Dela había sido quien había introducido al Führer
en el mundo de las ciencias ocultas, que Hitler había adoptado de inmediato. Este
había dedicado considerables recursos, el más notable de los cuales había sido la
creación de las SS, para adquirir conocimientos de lo sobrenatural. Bork Dela
también había continuado trabajando en esa dirección, hasta el punto de llamar la
atención —probablemente debido a sus propias investigaciones— de la comunidad
vampírica. Una vez transformado, Bork Dela había vuelto de inmediato a trabajar
junto a Hitler, y se le dio por desaparecido después del suicidio del dirigente nazi.
Otro rumor decía que la muerte de Hitler no había sido en absoluto un suicidio,
sino que Dela, al darse cuenta de la realidad de la situación, había matado a su patrón
y se había alimentado de su sangre. Por todo lo que había oído contar de Dela, Dane
no tenía ningún problema en creer esa historia. Bork Dela podría haber tenido la
sangre de todos los dementes megalómanos de la historia corriendo por sus venas.
Era obvio que Dane no tenía objeciones a la idea de que era necesario hacer algo
con respecto a la situación creada por Dela en Savannah. La ciudad sólo podía ser
adecuada para su especie si conservaba su integridad. Pero Dela era duro, casi
imposible de matar.
Si tenía que ser Bork Dela, pues que así fuera y al diablo con las consecuencias.
Dane ya se había enfrentado antes con retos difíciles, y siempre había salido con bien
de ellos.
Si uno consideraba que continuar siendo un chupasangre casi inmortal era estar
bien.
Algunas noches, Dane tenía sus dudas. Hasta el momento, siempre había logrado
dejarlas a un lado y continuar adelante.
Mientras conducía la camioneta de AJ de vuelta a Pooler por carreteras rurales tan
oscuras que las estrellas atravesaban la fina capa de nubes, él podría haber sido el
único ser pensante en doscientos kilómetros a la redonda. La oscuridad siempre había
sido un refugio natural para su raza, un territorio que el mundo humano podía visitar
pero nunca conocería de verdad.

La última vez que Dane había estado al sol había sido en la primavera de 1859.
El problema del esclavismo estaba llegando a su punto crítico, pero Nueva York
era partidaria de la abolición en su inmensa mayoría. Aquel día había sido una de
aquellas primeras jornadas soleadas y tibias que llegan después de que uno haya
empezado a pensar que el invierno no se acabará nunca, y entonces, de repente, se
encuentra quitándose el abrigo antes de darse cuenta de que ya no se congela.
Iba andando del trabajo a casa —era un oficial carpintero que estaba haciendo
armarios empotrados para una distinguida casa nueva de Harlem—, y se había
cruzado con lo que parecía un desfile que bloqueaba Broadway. Con el abrigo echado
sobre el hombro, se había detenido a ver qué era aquella conmoción, y por las

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pancartas y consignas se había dado cuenta de que se trataba de una manifestación a
favor del esclavismo. Debía constar de unas trescientas personas. Serpenteó entre la
multitud, ansioso por ver qué clase de neoyorquinos creían que era una buena idea
comprar y vender a otros seres humanos por la simple razón de que habían nacido
con la piel oscura y procedían de África en lugar de haber nacido en Europa. No
podía entender tal cosa; siempre había estado convencido de que era algo privativo de
sureños ignorantes, y que no podía ganar adeptos en un lugar tan sofisticado como
Nueva York.
Y sin embargo, ahí estaban, trescientos neoyorquinos marchando por Broadway
en una tarde de finales de primavera, con el sol poniente iluminándolos entre los
edificios. Dane tuvo que echar una segunda mirada al darse cuenta de que conocía a
algunos de los manifestantes.
Hermán Koslowski, el maestro carpintero del que él había sido aprendiz, el
corpulento polaco que le había enseñado a encontrar el corazón de un trozo de
madera, darle forma y esculpirla, y unirla a sus compañeras para hacer cualquier
cosa, desde la más pequeña de las cajas hasta la más grande de las mansiones.
Deila Carmony, que había vivido en la casa de al lado de la de sus padres desde
que él tenía diez años. Ya con treinta y dos, Dane tenía su propia vivienda, pero aún
veía a Delia Carmony casi cada semana.
Dane negó con la cabeza, atónito. Personas a las que había llamado amigos se
manifestaban para apoyar el esclavismo. Se sintió como si alguien le hubiese dado un
golpe en el estómago con el puño cargado de monedas. Tal vez si hablaba con ellos,
con Hermán y Deila (ella tenía el pelo blanco y la cara arrugada y pequeña, como si
se hubiera derrumbado durante los últimos años), podría explicarles por qué estaban
equivocados. Tal vez lo único que sucedía era que no habían entendido algo.
Pero ya habían pasado de largo. Echó a andar tras ellos. La multitud de gente que
contemplaba la manifestación se había hecho más densa —la mayoría, contrarios al
esclavismo, abucheaban a los manifestantes y los insultaba— y no pudo atravesar el
gentío con la misma facilidad de antes. Para cuando llegó a la fila delantera de
espectadores, la manifestación había pasado. Dane se dispuso a seguirla con la
intención de dar alcance a sus amigos.
No se le ocurrió que a los observadores podía parecerles que era un miembro más
de la manifestación a favor del esclavismo, un poco lento de reacciones pero aún lo
bastante convencido como para marchar Broadway abajo.
Tres manzanas más allá, esa falsa impresión se le hizo más que evidente.
Un hombre corpulento con puños como jamones salió de la muchedumbre en el
momento en que pasaba Dane. Con marcado acento irlandés masculló algo que Dane
no entendió, y cuando Dane no reaccionó de manera apropiada, uno de esos enormes
puños se estrelló contra uno de sus pómulos, justo debajo del ojo. Su cabeza fue
proyectada hacia atrás mientras en su campo visual estallaban destellos de colores,
como fuegos artificiales. El tipo continuó con un puñetazo de izquierda en el otro

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pómulo de Dane, y sus pies parecieron resbalar al aflojársele las rodillas. Para cuando
llegó al suelo, el hombre se había reintegrado a la multitud. Otro par de personas, que
se sintieron más valientes después de que el irlandés lo hubiera derribado, salieron de
la muchedumbre para patearlo. Una mujer, de más edad que Deila Carmony, le
escupió una espesa masa de flema a la cara y lo insultó con una palabra que él no
pensaba que conocieran las ancianitas.
Con toda la rapidez posible, Dane se puso de pie y corrió en la dirección
contraria, alejándose de los manifestantes. Cuando llegó a un lugar en el que la gente
no lo había visto antes, se metió entre la multitud, la atravesó y luego se escabulló por
una calle lateral. El sol había acabado de ponerse y el cielo de primavera se había
vuelto púrpura y azul oscuro, como, pensó, sucedería con su ojo dentro de poco.
Mientras encendían las farolas de gas, deambuló por las calles repasando los
acontecimientos de los últimos cuarenta minutos, más o menos, y preguntándose en
qué se había equivocado.
¿Cómo podía pasarle eso en las calles de su propia ciudad? ¿Cómo podían sus
amigos cometer un error semejante, y cómo unos perfectos desconocidos podían
creer, sin más, que él había cometido el mismo error y atacarlo como lo habían
hecho? ¿Acaso no quedaba ni una sola persona cuerda en el mundo?
Había estado caminando, cabizbajo y con las manos metidas en los bolsillos del
abrigo, más atento a las preguntas que le daban vueltas por la cabeza que a la
dirección que seguía. Más o menos en el momento en que se dio cuenta de que no
sabía dónde estaba, reparó en un hombre que caminaba solo al otro lado de la
estrecha calle.
—Disculpe, señor —dijo Dane—. Me parece que me he adentrado sin querer en
territorio desconocido. ¿Podría decirme hacia dónde queda Broadway?
El hombre se detuvo y miró a Dane desde la acera opuesta.
Era un tipo de aspecto singularmente desagradable, al menos hasta donde Dane
podía determinar. Un sombrero de fieltro de ala ancha sumía en sombras una parte de
su cara, pero la poca luz que le llegaba desde las farolas de gas permitía ver a un
hombre robusto de mandíbulas prominentes, labios finos y nariz un poco bulbosa. Su
piel era tan pálida como la delgada luna creciente que flotaba a baja altura en el cielo
nocturno. Sus ojos —lo que Dane podía ver de ellos— parecían negros y sin vida.
—Broadway, hmm… —respondió, después de contemplar a Dane durante varios
segundos—. Sí, sí, supongo que podría.
El desconocido comenzó a cruzar la calle. Dane podía oírlo sin ningún problema
desde donde se encontraba. Algún instinto primario de Dane prefería que el hombre
se mantuviera a distancia, y cuanto más se le acercaba, más quería Dane alejarse de
él.
Pero uno no ahuyentaba a un hombre mayor, en especial cuando se había ofrecido
a ayudarlo. El hombre se detuvo a menos de medio metro de Dane, con los labios
fruncidos como si meditara sobre un tema de cierta complejidad.

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—Broadway, ha dicho.
—Así es —respondió Dane, que comenzaba a pensar que había cometido un error
al pedirle ayuda a aquel hombre en particular. Le llegó un olor extraño, como de
carne dejada sin salar durante demasiado tiempo—. Pero estoy seguro de que podré
encontrarla si…
—Tonterías —lo interrumpió el hombre—. Está justo… —Levantó la mano
izquierda para señalar calle abajo, y la derecha como para acercarse a Dane,
rodeándolo por los hombros como si quisiera asegurarse de que se encontrara en el
ángulo visual correcto de la dirección que le indicaba.
La cortesía hizo que Dane se dejara arrastrar por el abrazo parcial del otro
hombre. Se encogió al sentir sobre el hombro, a través del abrigo, la mano nudosa,
parecida a una zarpa. El olor a carne en mal estado se hizo más fuerte.
—… justo ahí —continuó el hombre—. Unas pocas manzanas en esa dirección, y
luego gire a la izquierda y…
Dane sintió el aliento caliente del hombre en el cuello. Estaba a punto de librarse
del abrazo con unas cuantas palabras bien escogidas, cuando la mano que tenía sobre
el hombro apretó con más fuerza, y los dedos atravesaron tela y carne por igual. Dane
gritó e intentó soltarse. El hombre lo atrajo más hacia sí, y su otra mano le rodeó la
garganta. Dane se defendió con los puños, pero sus golpes no surtieron el más
mínimo efecto. Era lo mismo que golpear un árbol o un muro.
Entonces, el hombre usó algo —una garra, un cuchillo oculto, Dane no pudo ver
qué era— para abrirle un tajo en la garganta. Mientras el mundo se le oscurecía, Dane
vio manar una fuente de sangre de debajo de su propio mentón, y oyó cómo caía
sobre el adoquinado con un sonido líquido.
Cuando Dane despertó por fin, los párpados le raspaban como si alguien se los
hubiera recubierto de arena seca.

Lo habían llevado al interior de algún edificio, con las paredes de piedra desnuda y el
techo de hojalata. Se sentía extraño, con todo el cuerpo dolorido y débil como un
recién nacido. Antes de que Dane pudiese intentar siquiera levantarse, el hombre de
la calle apareció en su campo visual. Ya no llevaba puesto el sombrero, y Dane vio
que su cabeza era calva y redonda como una bala de cañón. No era en absoluto más
agraciado que antes.
—Bienvenido —dijo el hombre—. Imagino que tendrás un montón de preguntas.
Haré todo lo que pueda por responder a ellas y ayudarte a encontrar el camino en este
nuevo mundo.
—¿Nuevo mundo…? —repitió Dane, incapaz de decir nada más.
—Ya lo verás… muy pronto —afirmó el hombre. Intentó dedicarle una sonrisa
que le salió como una mueca dolorida—. Me llamo Marlow.
Y tú, hijo mío… vivirás eternamente.

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—Necesitamos una barca.
Mitch se incorporó de golpe en el sofá, al tiempo que se apoderaba de la escopeta
que estaba apoyada verticalmente a su lado, pero golpeó una mesa con la culata y
volcó un vaso de agua.
—¡Mierda! —exclamó—. ¿Eres tú, Dane?
—Si no lo fuera, lo más probable sería que ya estuvieras muerto.
—Lo siento. Supongo que me he quedado dormido.
—Han sido unos días muy largos —admitió Dane. Cerró la puerta delantera al
entrar, y se sentó en una silla de imitación de cuero—. No ha habido ningún percance,
supongo. ¿Cómo está Ana?
Mitch se libró de la sábana que lo cubría y dejó la escopeta otra vez en su sitio. Se
volvió para plantar los pies con firmeza en el suelo, y a continuación apoyó los codos
en las rodillas y la frente en las manos.
—No está bien, Dane. Ha estado levantándose y sufriendo náuseas, vomitando
toda la noche.
—Tal vez ha sido el medicamento que ha tomado.
—Eso es lo que ella pensaba —asintió Mitch—. No lo sé.
Se irguió para mirar a Dane a los ojos.
—Yo tuve una hija en el pasado, Dane. Murió hace mucho tiempo. Pero nunca he
olvidado cómo fue el embarazo de Marie. Durante el primer trimestre parecía que
casi todas las mañanas estaba igual que Ana ahora. Blanca como el papel, ¿sabes?
—Entonces, ¿qué? ¿Piensas que ya estaba embarazada? Si fuera de la violación,
no presentaría síntomas tan pronto.
—Ella ha dicho que no tiene novio ni nada.
—Se alteró mucho al respecto, cuando estábamos en el almacén. Dijo que no
podía permitirse quedar embarazada, y tuve la sensación de que no lo estaba de antes.
—Yo podría estar equivocado.
—Podrías estarlo. O puede que ella no lo supiera. ¿Está dormida, ahora?
—A menos que la hayas despertado cuando entraste… —Mitch enderezó el vaso
que había caído, que ya estaba casi vacío—. En cuyo caso, estará sentada ahí dentro,
escuchando todo lo que decimos, porque la casita de AJ no es lo bastante grande
como para ofrecer privacidad.
Dane se levantó, avanzó hasta el minúsculo vestíbulo, y escuchó desde el exterior
de la puerta del dormitorio. La respiración de la muchacha era regular y profunda. El
olor extraño que emitía —aquel perfume que él había seguido a través de la ciudad—
se había intensificado.
Decidió no despertarla aún, y regresó a la silla.
—¿Qué has dicho antes sobre una barca? —le preguntó Mitch.
—¿Conoces un sitio llamado Cayo Braddock?

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Mitch lo pensó durante un instante.
—No.
—¿Y qué me dices de Cayo Raccoon? ¿Isla Harvey?
—Creo que ésos sí los he oído. Aunque, por otro lado, no suelo navegar mucho.
—Necesito ir a Cayo Braddock. Me han dicho que es donde está el Verdugo.
¿Conoces a alguien que tenga una barca que pueda prestarnos?
Mitch sonrió.
—Casi detesto decirlo.
—¿En serio? ¿AJ tiene una barca?
—Cuando es más feliz, es cuando está sobre el agua. Por eso vive en esta
humedad; es barato y le permite dedicar más dinero a la barca.
—Vamos a contraer con él una deuda bastante grande.
—Va a refunfuñar mogollón, pero creo que, en realidad, esto está gustándole
bastante. El trabajo de taxista no es el más emocionante del planeta, ¿sabes? Así que
aunque en realidad no le hemos contado lo que está pasando, creo que está
disfrutando de todos modos al ayudarnos.
—Quiero ir allí en cuanto anochezca —dijo Dane. Ya eran las tres de la
madrugada—. Podemos quedarnos aquí durante el día y organizar un poco las cosas.
Pero tengo que salir lo antes posible después de que se ponga el sol, antes de que
nadie pueda advertirle que voy hacia allí.
—¿Has averiguado quién es el Verdugo?
—Sí, lo he averiguado —replicó Dane—. ¿Por qué no vuelves a dormirte, Mitch?
Yo haré guardia hasta la mañana, y luego puedes relevarme mientras yo descanso un
poco.
—Me parece bien. —Mitch reprimió un bostezo y se tumbó de inmediato.
Dane se quedó sentado en la silla mientras la respiración de Mitch adoptaba un
ritmo pausado. Los grillos del exterior guardaron silencio al aproximarse el
amanecer, pero su estridente alboroto fue reemplazado por el canto de los pájaros.
Justo cuando la luz gris de la mañana comenzaba a entrar por la ventana delantera,
Ananu se levantó y entró en el cuarto de baño. Dane prestó atención por si oía algo
que indicara que tenía náuseas, pero sólo la oyó orinar y luego tirar de la cadena. El
agua del lavamanos corrió durante un minuto. Pasó otro minuto, y luego la puerta se
abrió y ella entró en la sala de estar. Tenía el pelo enredado y los párpados medio
cerrados, como si le convinieran unas cuantas horas más de sueño, pero le dedicó a
Dane una débil sonrisa. Pensó que el incisivo desportillado añadía encanto y
vulnerabilidad a su aspecto, que sin él podría parecer distante, inasequible.
—¿Te sientes bien? —le preguntó.
—No lo sé. Me siento rara. Tengo el estómago realmente alterado. Y, no sé, tengo
un poco de vértigo, de mareo.
—¿Cómo si tuvieras gripe?
—No lo sé. No tengo los dolores musculares ni la fiebre.

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«Bueno, pues ya está, entonces, ¿no?», Dane miró a Mitch, que se movió pero
continuó dormido. Le hizo un gesto a Ana para que lo acompañara a la cocina. Los
azulejos de la encimera eran amarillos, las paredes blancas y la ventana daba al este,
así que el cielo cada vez más luminoso alumbraba esa habitación antes de llegar al
resto de la casa.
—¿Estás embarazada, Ananu?
—No veo cómo. Quiero decir, antes de la otra noche.
—¿No has estado con nadie recientemente?
—La verdad es que no salgo mucho —dijo ella—. La señora Waylons no ha
estado bien de salud. Necesita… Necesitaba tenerme cerca casi todas las noches.
—¿Estás segura?
Ella le dedicó una sonrisa con los labios apretados.
—Cuando una no tiene mucha vida social, recuerda la poca que tiene.
—Eres una joven muy inteligente y atractiva, Ananu. Me resulta difícil creer que
no salgas más.
—Lamento decepcionarte —replicó ella—. La señora Waylons me pagaba bien.
Supuse que podría ahorrar un poco, y luego, después de un par de años, volver al
colegio y acabar mi educación, ¿vale?
—Eso me parece que tiene sentido.
—Me alegra saber que lo apruebas.
—Lo que yo apruebe no tiene nada que ver. Sólo estoy intentando dilucidar cuál
es la situación.
—La situación es que piensas que estoy preñada, y yo estoy empezando a pensar
que tal vez tengas razón. Sé que nunca antes me he sentido así. Lo único que sucede
es que no sé cómo ha podido suceder.
—En general, existe una sola manera —dijo Dane.
Vaciló. Había una variación de esa manera, tan rara que casi resultaba
impensable.
Mientras Ananu se vestía y Mitch se levantaba y empezaba a preparar el
desayuno para los dos que no se habían alimentado durante la noche, Dane se sentó
en la silla de imitación de cuero y se quedó mirando por la ventana, mientras
asimilaba y procesaba las ramificaciones de lo que le sucedía a Ananu.
Como sucedía con el mundo humano, el mundo vampírico tenía sus propios mitos
y leyendas. Algunos de éstos estaban basados en hechos; otros eran inventados y se
propagaban porque contenían alguna lección o moraleja instructivas.
El ajo, por ejemplo; se decía que los vampiros le tenían miedo. La verdad era que
el ajo tendía a crecer mejor en los climas soleados y templados. Al advertir en contra
del ajo, los vampiros en realidad se referían a que había que evitar el sol.
Otra de las historias que Dane había oído implicaba los embarazos entre vampiros
y humanos.
No debería ser posible. A fin de cuentas, los vampiros estaban muertos, y los

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muertos no procreaban. No de esa manera. Propagaban su especie transformando
humanos, alimentándose y compartiendo fluidos con ellos, pero con cuidado de no
destruir a las víctimas. La cópula básica parecía un atraso, un regreso a la humanidad
que tanto les entusiasmaba haber dejado atrás. ¿Y por qué iba un vampiro a decidir
confraternizar de esa manera con un ser inferior?
El propio Dane había confraternizado una o dos veces. Pero él no compartía
necesariamente la opinión de que todos los vampiros eran superiores a todos los
humanos. Había gilipollas y capullos en ambos campos, y también individuos
extraordinarios, si buscabas con el ahínco suficiente.
«No busques con demasiado ahínco, Dane —pensó—. ¿Individuos
extraordinarios como Stella Olemaun, tal vez?».
Era mejor no pensar en eso.
De algún modo, los cuentos de viejas pervivían. Marlow solía contar un par, y
casi todos los vampiros antiguos que Dane había conocido parecían conocer otros. No
había dos que fueran exactamente iguales, y Dane nunca se había molestado en
seguirles la pista, como podría hacer un antropólogo, hasta hallar una raíz común.
Había supuesto que no eran más que un montón de disparates.
El único elemento común que compartían todas las historias, además del
argumento básico, era la conclusión. En cada una de las historias de embarazo que
había oído Dane, con independencia de cómo hubiese tenido lugar la unión, el
resultado final era que nacía un bebé. Puesto que se sabía que dicho niño estaría
irremediablemente contaminado de sangre humana, era decapitado al nacer (o, en
unos pocos casos, abandonado en el exterior para que lo incinerara el sol al salir).
Así pues, Dane se preguntaba qué significaría si Bork Dela había inseminado a
Ananu pero luego le habían arrebatado el premio antes de que llegara a término.
Y aunque fuera imposible que concibieran un vampiro y un humano, cuando Bork
Dela estaba implicado, ¿quién sabía qué podía pasar? Dela había estudiado lo
sobrenatural durante décadas; era muy posible que se hubiera encontrado con secretos
arcanos y prohibidos que nadie más conocía.
¿De verdad podría haber sembrado su semilla en Ananu? Y, en caso afirmativo,
¿podría estar manifestándose ya el embarazo? La respuesta a ambas preguntas
debería ser un no.
Pero cuando el vampiro en cuestión era Bork Dela, no se podía estar demasiado
seguro de nada.
Dane tendría que mantener bien vigilada a Ananu, sólo por si acaso.
Sin embargo, de momento tenía que llegar hasta Cayo Braddock. Bork Dela se
había quedado allí más de lo debido. Y tanto si le gustaba como si no, por el bien de
todos ellos, daba la impresión de que iba a tener que ser Dane quien se ocupara de él.

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La barca de AJ era una Sea Ray Weekender de 1987 con el nombre Crisis de los 40
pintado en la popa. AJ no quiso prestársela, «ni hablar», dijo, pero les aseguró que los
llevaría hasta donde necesitaran ir.
En cualquier caso no estaba muy ansioso por quedarse en Savannah porque,
según les contó, un par de chuchos (no llegaban a sabueso) arrogantes y vestidos con
traje habían llamado para solicitar sus servicios, y cuando llegó, se encontró con que
lo único que querían era hacerle preguntas acerca de las abolladuras de la parte
posterior del taxi y saber si había andado por la zona de los muelles la otra noche.
Estaba bastante seguro de haberlos convencido de que le ladraban al árbol
equivocado, pero, de todos modos, si tenía que pasar un par de días en el mar, no
sería demasiado malo.
En cualquier caso, estaba orgulloso de su embarcación, y les habló a Dane y a
Ananu del motor Mercruiser de 255 caballos de fuerza, y del casco de fibra de vidrio
y resinas compuestas, además de agregar otros detalles que Dane no retuvo durante
más de unos minutos. Bajo cubierta había una pequeña cocina y una mesa de
comedor, un retrete y un camarote en forma de «V» con una cama de buen tamaño.
Ananu pasó la mayor parte del viaje allí, cerca del retrete, porque entre su estómago
alterado y el movimiento de las olas había sufrido una fuerte recaída.
Sin embargo, después de que AJ les hablara del interrogatorio, Dane no estaba
dispuesto a permitir que nadie se quedara en casa de AJ durante una sola noche más.
Si habían encontrado su taxi, podían encontrar la casa, y no quería pasar por otro
ataque con luces UV y armas automáticas. Si de verdad encontraba a Bork Dela, la
cosa no sería un paseo por el campo, pero Dane esperaba que sería más fácil tratar
con el vampiro que con quien fuera que iba tras ellos.
Subieron a bordo del barco en el puerto deportivo Fountain Marina, situado al
otro lado de la calle. AJ se ocupó del timón, y manejó con destreza la embarcación
para sacarla del puerto al río Wilmington. Por babor, dejaron atrás la isla de
Whitemarsh, para luego hacer un viraje cerrado a estribor y bajar por el río Skidaway,
entre la isla Ditch, el islote de Hope y la isla de Pigeon, que quedaban a estribor, y la
enorme isla Wassaw, a babor. Por debajo de la isla de Pigeon, el río Skidaway se unía
al río Moon, y luego, en rápida sucesión, al Burnside, al Vernon y al Green. Esto los
llevaría hasta un punto situado justo al norte de la isla Harvey, luego a Cayo Raccoon,
y finalmente a Cayo Braddock, según AJ, que pescaba en esas aguas siempre que
podía.
Mitch se hizo con el control de la radio. Al no encontrar su emisora favorita de
música de la década de 1970, se decidió por el rock clásico. Dane se retrepó y sintió
el movimiento de vaivén de la barca mientras escuchaba a Neil Young cantándole a
un viejo, diciéndole que él era muy parecido al viejo. De modo inevitable, Dane
volvió a pensar en Marlow.

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Marlow era un bastardo, de eso no cabía duda.
Era sanguinario incluso cuando no tenía por qué serlo. Creía que el más bajo de
los vampiros era superior a la porquería humana en todos los sentidos, y que él era
superior a todos los otros vampiros. Tal vez Vicente y Lilith eran la excepción a esa
regla, pero había ocasiones en las que Dane no estaba tan seguro de que así fuera.
Cuando estaba vivo, había sido Roderick Marlow, un delincuente de poca monta,
un matón con delirios de grandeza. Una vez transformado, lo primero que hizo fue
matar al hombre que dirigía la banda para la que él trabajaba; aunque entonces ya no
podría ascender en el escalafón, continuaba queriendo vengarse del tipo que había
tenido poder sobre él. Marlow se convirtió en una figura importante dentro del
mundo de los no muertos siguiendo el ejemplo establecido por el hombre a quien
tanto había detestado en vida.
Como maestro, Marlow era un completo desastre.
Le llenó la cabeza a Dane con una mezcla de hechos y ficción, y dejó que fuera
Dane quien discerniera —a veces con dolorosas consecuencias— qué era qué.
Cuando Dane le hacía preguntas que lo disgustaban, aunque fuese por razones que
Dane jamás hubiese podido entender, Marlow no dudaba en administrarle duras
palizas en lugar de darle respuestas.
Una de las peores tuvo lugar en 1863, durante la guerra civil.
Viajando de noche, viviendo en las sombras, a sabiendas de que ser vistos por
soldados armados significaba una destrucción casi segura, atravesaron en dirección
sureste una nación arrasada por los combates. Marlow afirmaba que el propósito era
demostrarle a Dane de qué manera tan horrible se trataban las personas entre sí, como
medio para inculcarle que carecía de sentido mostrarles cualquier tipo de
misericordia, porque la muerte rápida que les ofrecía un vampiro era, de hecho, algo
más compasivo que permitir a los humanos que vivieran hasta el final su propia
existencia.
Llegaron a Vicksburg, Misisipi, unos días después de que una prolongada
campaña del general Grant acabara con la rendición de la ciudad por parte de los
confederados. Vicksburg y sus alrededores habían sido el campo de una batalla tras
otra, y la ciudad había sido bombardeada hasta quedar convertida en escombros casi
por completo. En ese momento, cuando el calor del verano se consolidaba en la
región, llegaron las secuelas, la limpieza. Tenían lugar enterramientos colectivos. Las
campanas de las iglesias, al menos de las que aún quedaban en pie, doblaban durante
horas, sin parar.
Y por los campos de batalla, rebuscando entre los muertos y agonizantes, había
vampiros.
Dane había aprendido que todos los campos de batalla atraían carroñeros. Buitres,
perros salvajes, ratas y otras criaturas de la naturaleza eran atraídas hacia los

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cadáveres de los hombres. Otros humanos se arrastraban de un cadáver al siguiente
para robarles el dinero, las botas y las armas.
Pero los vampiros, desesperados por víctimas fáciles, iban en busca de los
muertos recientes y los que estaban a punto de morir, de los que bebían sangre hasta
hartarse. Eran demasiado perezosos para molestarse siquiera en cazar, había dicho
Marlow. Todas las guerras de la historia humana los habían visto. Estos vampiros,
ahítos, se quedaban tumbados en los campos de batalla hasta que la salida del sol los
obligaba a correr para ponerse a cubierto. Para Dane eran tan despreciables como
mosquitos, y no merecían simpatía ni aprecio. Si él tenía que ser un vampiro, le había
dicho a Marlow, al menos quería serlo de una manera que demostrara valentía y
dignidad.
De pie al borde del canal Vicksburg, donde se habían amarrado docenas de barcas
fluviales para proporcionar cobijo a aquellos cuyas casas habían sido destruidas por
los bombardeos, Marlow se volvió contra Dane con cólera repentina. En aquellos
tiempos llevaba un bastón —una afectación, ya que no lo necesitaba para caminar—,
y con él golpeó a Dane salvajemente. Dane cayó al suelo y Marlow continuó con el
ataque, asestándole un atroz golpe tras otro. Cuando decidió que había acabado, dejó
de golpearlo con la misma brusquedad con que había comenzado y le tendió una
mano para ayudarlo a ponerse de pie.
—A veces, la verdad es que no sé cómo comunicarme contigo, Dane —dijo, con
una sonrisita en los labios—. Continúas actuando como si las características humanas
aún fueran algo digno de emulación. Valentía, dignidad, misericordia… esas palabras
ya no tienen significado para nosotros. Son ideas que dejamos atrás junto con nuestra
mortalidad, y menos mal que lo hicimos. Ahora eres uno de los nosferatu, Dane.
Cazas. Te alimentas, matas. Intentar aferrarte a las antiguas usanzas no te hace ningún
bien. Por supuesto, de vez en cuando, si ves un espécimen excepcional, puedes
decidir transformarlo o transformarla, como yo hice contigo, para continuar
mejorando nuestra especie con lo mejor que puede ofrecer. Pero ya ha llegado el
momento de que renuncies a intentar aferrarte a una humanidad de la que ya no
formas parte.
Y, desde ese día en adelante, Dane no transformó siquiera a un solo humano.
Mataba sólo cuando tenía que hacerlo, con el fin de sobrevivir. No lograba pensar
en los humanos como si fueran ganado. No podía perder el respeto que sentía por los
avances de la humanidad: sus grandes libros, filosofías, sus logros científicos, los
ideales de libertad y democracia que habían dado nueva forma al paisaje social del
planeta desde su nacimiento en el primer cuarto del siglo diecinueve.
A pesar de las palizas de Marlow, él nunca podría estar de acuerdo en que todos
los vampiros, incluidos aquellos mosquitos carroñeros que andaban entre los muertos,
eran más valiosos que cualquier mortal.
La disputa conduciría a confrontaciones aún más grandes en los años venideros.
—Dane.

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Dane se dio cuenta de que había estado navegando a la deriva por su pasado, en
lugar de prestar atención al presente. En la barca de AJ, Mitch se encontraba de pie
delante de él.
—Hemos llegado —dijo—. O estamos lo bastante cerca, en cualquier caso. Cayo
Braddock.
—No nos acerquemos demasiado —indicó Dane, volviendo a la realidad—. Si
Dela está aquí, no quiero que perciba que Ananu está cerca. Puedo aproximarme yo
solo en un bote, si AJ tiene uno, o nadando, en caso necesario.
—Tengo una Zodiac de nueve pies con motor fuera borda —dijo AJ—. Está ya
hinchada y preparada para usarse.
—Perfecto —respondió Dane. Se levantó del asiento y se desperezó. Había estado
pensando en historias del pasado cuando debería haber estado pensando en cómo se
enfrentaría con Bork Dela. Suponía que tendría que ocuparse de esa pregunta cuando
estuviera en la isla—. AJ, ¿sabe usted algo sobre Cayo Braddock?
—Apenas merece el nombre de isla —replicó AJ—. Con la marea alta queda
sumergida casi hasta la mitad. Un tipo que se llamaba Clayton Bowdoin se construyó
una mansión ahí, hace tiempo, al parecer como parte de un plan para levantar una
plantación. Tenía dependencias para esclavos, muelles, de todo un poco. Pero no
pudo hacer que la cosa funcionara ni siquiera con el trabajo de los esclavos. Resulta
difícil cultivar algo cuando la plantación está sumergida durante la mitad del tiempo.
Probó a traer hasta aquí barcos cargados de tierra con la esperanza de aumentar el
nivel del cayo, pero eso tampoco llegó a funcionar nunca. Al final se suicidó, o eso
dicen. Otra gente afirma que los esclavos se rebelaron y lo asesinaron en la cama. La
casa aún se mantiene en pie, pero está encantada. Al menos, ése es el rumor que
corre. Sin embargo, la gente tiende a mantenerse alejada de aquí, así que tal vez haya
algo de cierto en el rumor.
—¿Cree que los muelles aún siguen ahí?
—Lo estaban la última vez que lo comprobé, hace unos siete, tal vez ocho años. Y
que sigan ahí no significa que todavía estén en uso, ¿vale?
—Sólo me preguntaba si iba a poder amarrar la Zodiac a uno de ellos.
—Sí, es probable. Al menos habrá pilotes. Puede que se moje un poco entre allí y
la casa.
—Eso no es problema.
AJ había apagado las luces de la barca, que seguía resoplando hacia Cayo
Braddock a la luz de la luna y las estrellas. Cuando declaró que ya se habían acercado
tanto como él se atrevía a hacerlo, Dane miró, pero sólo vio la isla como una mancha
negra contra el agua oscura y el estrellado cielo nocturno.
Bajó al camarote para despedirse de Ananu. Estaba despierta, no se sentía bien, y
la dejó más convencida que nunca acerca de su situación. Sobre la cubierta, AJ había
soltado la Zodiac de su sitio en la popa y la había arrojado sobre las olas. Dane
prometió enviar algún tipo de mensaje cuando Mitch y AJ pudieran acercarse a la

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costa sin peligro, o regresar por su cuenta a tierra con la Zodiac, en caso necesario.
Cuando estuvo en mar abierto, con el motor zumbando y una mano en la caña del
timón, Dane pudo relajarse y dejar de fingir que era humano. Mitch conocía su
verdadera naturaleza, pero aún no se la había revelado a Ananu ni a AJ. Mantener la
ilusión era algo que, en el mejor de los casos, le consumía mucha energía.
Por fortuna, no sería necesario hacerlo con Bork Dela.
Pero ¿qué es lo que iba a ser necesario? Eso continuaba siendo un misterio.
Mientras la pequeña embarcación se deslizaba por las crestas de las olas y la isla se
definía cada vez más ante sus ojos, las altas palmeras recortándose como siluetas
contra el cielo estrellado, una punzada de miedo volvió a herirlo, y supo que muy
pronto descubriría qué iba a ser necesario.

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La descripción que AJ había hecho de los muelles resultó ser precisa. Aun después de
tantos años y de las condiciones de elevada humedad, unos pocos tablones de madera
podrida sobresalían de la orilla. No llegaban ni remotamente a tocar siquiera los
pilotes, algunos de los cuales sobresalían del agua a unos tres metros y medio o más
de los juncos que señalaban el borde de la isla. Algunos pilotes sueltos se mecían en
las suaves olas como hojas de hierba movidas por una brisa intermitente.
Dane apagó el motor cuando la silueta de la isla se hizo nítida, y remó el resto del
recorrido. La corriente lo empujó hacia los pilotes, y pasó de remar a usar el remo
para evitar ser lanzado contra la madera vieja. Se acercó al único que tenía aspecto
sólido y ató a él la Zodiac, y dejó el remo dentro de la embarcación.
Desembarcó y recorrió una corta distancia con la fresca agua hasta las rodillas. En
la línea de la costa, las juncias se adentraban como lanzas hacia el agua, y sus bordes
afilados como cuchillos le hicieron cortes al pasar entre ellas. La espesura allí era
selvática, y avanzó entre lianas y muchas plantas más para penetrar en la isla en
busca de cualquier atisbo de la casa de la que le había hablado AJ. El fétido olor
intenso del suelo fértil y la vegetación abundante se impusieron con rapidez al acre
aroma salado del mar.
Se encontró con un sendero que había sido muy concurrido durante largos años,
flanqueado a ambos lados por hierba alta. Al avanzar por él, alejándose de la orilla y
hacia donde esperaba que estaría la casa, no tardó en oír voces bajas. No distinguía
las palabras, sólo un murmullo de conversación por debajo del chapoteo de las olas y
del susurro del viento a través del follaje. Salió del sendero que había encontrado y se
acuclilló detrás de unos espesos matorrales.
Un minuto más tarde le llegó el olor.
Vampiros. ¿Buscándolo a él? Probablemente. A Dane no le parecía que Bork Dela
fuera de los que dejan la seguridad en manos del azar.
Esperó. Cuando aparecieron a la vista, supo que ya los había visto antes. Uno de
constitución pesada y cara grande, y el otro delgado, con largo pelo oscuro grasiento.
Eran los mismos con los que había luchado en el exterior del almacén en el que él y
Mitch habían encontrado a Ananu. Entonces, él no sabía a quién servían ni qué había
dentro del almacén. Si lo hubiera sabido, no habría permitido que se marcharan.
Pero ahora ya estaba mejor informado.
Cuando los dos hubieron llegado al lugar en que se ocultaba, el de cara grande
olfateó el aire, y al captar el olor de Dane, éste atacó.
—¡Allí está! —gritó el de constitución pesada cuando Dane se le echaba encima.
Dane tendió las manos hacia su cara en el momento en que él se volvía hacia su
compañero. Los dedos de la mano derecha de Dane se clavaron en la carne de detrás
de la mandíbula del vampiro. Entonces desplazó el peso de su cuerpo en dirección al
vampiro delgaducho. El de constitución robusta, que por reflejo intentaba soltarse,

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lanzó su propio peso en la dirección contraria. Dane tiró fuerte de su presa al intentar
alcanzar al chupasangre de pelo largo, y el de constitución pesada soltó un aullido de
dolor.
Dane estrelló la frente contra el mentón del vampiro delgado y lo hizo retroceder
dando traspiés. Luego se volvió y vio que el vampiro robusto iba hacia él con paso
tambaleante, con el costado izquierdo de la cara hecho jirones, los músculos y huesos
brillando a la luz de la luna y la sangre cayéndole sobre el enorme pecho.
Cegado por el dolor y la sangre, intentó golpear a Dane con un musculoso brazo,
pero erró. Dane esquivó fácilmente la acometida desplazándose un paso hacia un
lado, y se acercó al otro vampiro. El de pelo largo se había recuperado del ataque
sorpresa de Dane y cargaba hacia él con los colmillos desnudos. Dane detuvo la carga
y aferró dos puñados de grasientos mechones. Retrocediendo para aprovechar el
impulso del otro, hizo rotar al vampiro y lo sacó del sendero de un tirón, para
estrellarle la cabeza contra el árbol más cercano.
De una rama baja colgaba musgo español. Agarrándole el pelo con una mano,
Dane levantó la otra y rompió la rama cerca del tronco, dejando unos quince
centímetros en el árbol. El vampiro flaco gruñó e intentó arañar la garganta de Dane,
pero éste lo mantuvo sujeto por el pelo. Al fin, el vampiro se echó hacia atrás,
arrancándose el pelo de la cabeza con el fin de librarse de la presa de Dane. Pero ya
era demasiado tarde para salvarse: Dane unió ambos puños y golpeó con todas sus
fuerzas las costillas del otro. Cuando se dobló por la mitad de dolor, Dane le aferró la
cabeza con ambas manos y se la estrelló contra el muñón astillado que quedó pegado
al árbol.
El vampiro gritó, y Dane tiró de él hacia atrás para luego repetir el proceso. Sintió
que el cráneo del vampiro cedía bajo sus manos a medida que la rama lo reventaba
por el otro lado. El vampiro de pelo largo quedó laxo. Dane lo dejó colgado del trozo
de rama y se concentró en el más robusto.
Casi totalmente ciego, el chupasangre avanzaba dando bandazos y traspiés hacia
Dane, agitando los brazos ante sí. Mientras buscaba su presa, un rugido horrendo
manó de su boca destrozada. Sorbió una tira de piel arrancada al concluir el rugido, lo
escupió y volvió a rugir; un sonido inarticulado y sin sentido de agónica frustración.
Dane casi sintió lástima de él. Agitó una mano ante el ojo sano del vampiro que,
al verlo, giró todo el cuerpo como si estuviera empalado y no pudiera girar sobre la
cintura ni el cuello. Dane observó cómo daba un paso inestable, dos, y luego aferró la
cabeza del vampiro entre las manos. Los dedos de la mano derecha se hundieron en
músculo, rasparon hueso, y empezó a retorcer.
El robusto vampiro cayó de rodillas y lanzó un agudo lamento ininteligible, como
una plañidera de la antigua Babilonia. Dane dio la vuelta para situarse detrás de él y
continuó retorciendo, retorciendo, mientras el chupasangre agitaba los brazos
inútilmente. Por la boca y por un agujero que se le había abierto en el cuello, manó un
líquido caliente y de olor nauseabundo; luego, los huesos del cuello se rompieron y el

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vampiro quedó en silencio. Dane lo soltó. El pesado cuerpo cayó hacia adelante como
un árbol talado, mientras el fétido líquido manaba como un torrente. Sólo unos pocos
jirones de piel y cartílago unían la cabeza al tronco.
Dane se limpió las manos con algunas hojas anchas, ansioso por librarse de los
repugnantes fluidos.
«Si a estas alturas Dela no sabe ya que estoy aquí…».
Quince minutos después, Dane vio la casa blanca que se alzaba ante él, espectral
bajo la plateada luz de la luna.
Los huecos de las ventanas parecían cuencas oculares sin ojos. En la fachada
había columnas —¿dóricas?, ¿jónicas? Dane no recordaba a qué estilo correspondían
—, pero dos de ellas habían caído a lo largo de los años y se habían separado en
tambores cilíndricos más pequeños, cosa que confería a la edificación el aire de una
ruina de la antigua Grecia. Muy a propósito, un trío de murciélagos pasó volando por
delante de la luna llena.
«Puede que no esté encantada —pensó Dane—. Aunque, por otro lado, tiene todo
el aspecto de estarlo, vista desde aquí».
Se acercó con lentitud y cautela. Por el camino, Dane había encontrado otros dos
vampiros centinelas a los que había despachado rápidamente usando una robusta
rama con la que les hundió el cráneo. No tenía duda de que encontraría más guardias
u otras medidas de seguridad en la propia casa.
Quedaba abierto a la duda si Bork Dela usaba de verdad la casa para algo.
La mayoría de los vampiros, según la experiencia de Dane, apreciaban las
comodidades cuando podían disponer de ellas: un techo y cuatro paredes para
protegerse de los elementos, muebles… Y si era verdad que Dela había estado
secuestrando personas por alguna razón, necesitaría algún lugar en el que retenerlas.
El almacén en el que habían encontrado a Ananu puede que hubiera sido un punto de
tránsito provisional, pero Dane no había visto nada que hiciera pensar que se tratara
de un destino final.
Cuatro escalones, los dos centrales podridos y hundidos, ascendían hasta la
entrada principal. La pintura de la puerta había sido pasto de los elementos casi en su
totalidad, y había quedado sólo el fantasma del blanco original. El óxido había
intentado acabar con los herrajes, pero al inclinarse para mirar más de cerca, Dane
vio indicios de uso reciente en el picaporte.
Retrocedió un paso sobre las tablas del porche, que se curvaban hacia abajo, y
dedicó un momento más a estudiar la situación.
Olfateó el aire, en el que percibió indicios de actividad vampírica, pero si aquella
entrada era usada con frecuencia, el olor permanecería en al aire, e incluso
impregnaría la madera. Oía sólo el susurro del viento entre los árboles y el estruendo
del oleaje, ahora lejano.
Volvió a acercarse al picaporte, se apartó hacia un lado, extendió una mano y lo
hizo girar. Si algo salía por la puerta, el muro exterior lo protegería.

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Al menos eso esperaba.
El picaporte se movió con facilidad.
Empujó la puerta suavemente, y ésta giró en silencio sobre unos goznes que,
obviamente, eran usados con mucha frecuencia.
Esperó un segundo, saboreando el aire que salía por la entrada. Olía sólo un poco
más a encierro que el exterior, pero no mucho… cosa que apenas sorprendía, habida
cuenta de que las ventanas carecían por completo de cristales.
No sucedió nada y Dane se arriesgó a asomarse al interior.
El suelo tenía el aspecto que uno podría esperar. Había sido construido en madera
dura, que en algunos lugares se había desgastado y podrido. El viento había
arrastrado hojas muertas al interior. A través de los agujeros crecía musgo e incluso
malas hierbas, y en una sección de pared, cerca del hueco de una escalera, crecían
hongos que formaban pequeños anaqueles fúngicos.
A pesar de la facilidad con que se había abierto la puerta, una vez allí la casa no
parecía habitada.
Preparado para cualquier cosa, con el improvisado garrote a punto, Dane siguió
adelante.
Al parecer, en otros tiempos el edificio había sido una típica mansión sureña. El
papel de la pared se había desgastado y podrido hacía mucho tiempo, pero distinguió
restos de él en algunos muros. Los muebles continuaban en su sitio, la mayoría rotos,
comidos por las termitas, o simplemente demasiado viejos como para ser utilizados.
Dane pasó de una habitación a otra, y en todas encontró más de lo mismo. Comedor,
cocina, despensa, salón… ninguna presentaba signos de uso reciente. Había una
telaraña que cerraba el paso al salón; la araña estaba esperando cerca del centro, casi
tan grande como una mano de Dane. En las tablas de la base había agujeros hechos
por roedores cuyos excrementos se veían por todas partes.
Regresó al vestíbulo y miró hacia lo alto de la escalera. Ascendía hasta un rellano
que estaba a media altura, para luego girar y continuar hacia arriba, ya fuera de la
vista. La débil luz lunar que entraba por la puerta y las ventanas abiertas no llegaba a
iluminar nada por encima del rellano.
Algunos de los escalones tenían aspecto de estar podridos, pero otros parecían
sólidos. Dane vio que se podía subir por los que estaban enteros, pasando por encima
de los podridos sin demasiada dificultad. Subió hasta el primer escalón sólido,
apoyando el pie cerca de la pared para minimizar los crujidos. Al hacerlo, oyó un
suave susurro por encima de él, y se inmovilizó, con el garrote en alto.
El sonido no se repitió. Una rata, tal vez, o el fantasma de Clayton Bowdoin que
vagaba, inquieto. Incluso una rama que el viento hubiese movido contra el muro
exterior.
O alguien tendiéndole una trampa.
No había manera de descubrirlo desde donde estaba. Dane continuó escaleras
arriba.

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Cuando llegó al descansillo, comprobó con cuidado el estado de las tablas. La
primera crujió con fuerza al pisarla, así que se la saltó y probó con la siguiente.
Acababa de posar la punta del pie sobre ella cuando lo llamó una voz, lejana y
lastimera.
—¡Por favor, señor! —Parecía la voz de un niño, pero tenía una calidad rara,
etérea—. ¡Ayúdenos!
«¿Ayúdenos? ¿En plural?». Dane se inmovilizó y continuó escuchando.
Entonces habló otra voz, ésta más fuerte, más intensa.
—¡Dane! ¡Auxilio!
¿Ananu? La había dejado en la barca —y la barca bien lejos de la orilla—
específicamente para mantenerla lejos de las manos de Dela. ¿Cómo la había
capturado otra vez? ¿Acaso tenía también a Mitch y a AJ?
—¿Ananu? —gritó—. ¿Dónde estás?
—¡Dane! —volvió a llamarlo ella. Esta vez parecía estar un poco más lejos—.
¡Auxilio! —Él no sabía si lo había oído.
Tenía ganas de echar a correr escaleras arriba para buscarla, pero sabía que no
podía confiarse en todos los escalones, y a ninguno de los dos le serviría de nada que
cayera a través de ellos o se rompiera una pierna al subir.
Por encima del rellano, al adentrarse en la oscuridad —en la cual él y los otros
vampiros podían ver a la perfección—, el aire tenía un olor más limpio. Nuevamente,
eso tenía sentido, ya que las ventanas superiores también estaban rotas, cosa que
habría creado ventilación cruzada, aunque abajo debería haberse producido un mayor
crecimiento de vegetación, al estar más cerca del suelo y las mareas.
Dane continuó subiendo, aún pegado a la pared, olfateando el aire en busca de
Ananu.
Al llegar a lo alto vio un largo pasillo flanqueado por puertas. Algunas estaban
abiertas, y la luz de la luna entraba por las ventanas hasta el corredor. El sonido
susurrante no se había repetido. La casa parecía vacía, ni encantada ni ocupada.
La primera puerta que había a la izquierda de la escalera estaba cerrada. Dane
escuchó y luego, al no oír nada, la abrió.
Al hacerlo se encontró con otra puerta. Era de acero, como la que cerraría una
cámara frigorífica. Dane apoyó el garrote contra la jamba, descorrió los cerrojos y la
abrió.
El olor a sangre pareció golpearle la cara. Fresca, rica sangre humana… litros de
ella. De repente, el hambre contrajo el estómago de Dane.
Una vez dentro, vio que se trataba de una cámara frigorífica, o algo parecido, que
habían ocultado dentro de aquella vieja casa. Tenían que haber reforzado el suelo
para dar soporte a la gran caja de acero que tenía casi el mismo tamaño que la
habitación original que ocupaba.
La cámara estaba vacía. Vio sangre coagulada que formaba charcos en el suelo.
Habían fijado correas de cuero a las paredes, a la altura necesaria para retener

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personas sentadas en el suelo. Unas ranuras que había en lo alto de la pared del fondo
indicaban que había un respiradero que permitía la circulación de aire del exterior. El
aroma único de Ananu no estaba presente, y Dane no la había oído desde que estaba
en el rellano. Tampoco había vuelto a oír al niño.
A parecer, aquél era el lugar donde retenían a los cautivos. O uno de los lugares.
Por lo que él sabía, podía haber varias habitaciones como aquélla ocultas en la
vivienda, o en cualquier otra parte de la isla.
Al oír un sonido en el corredor, Dane se volvió.
—Tú debes de ser Dane.
La alta figura tenía una cicatriz en el centro de la frente, donde lo había herido
una bala, y alguna vez le habían abierto un tajo en el labio inferior. A pesar de todo,
era una figura imponente. Pelo corto y rubio peinado hacia atrás. La camisa de seda
negra desabotonada hasta la mitad del pecho dejaba ver un torso musculoso y unos
anchos hombros. Tenía unos ojos gris pálido por completo carentes de calidez.
—Soy Bork Dela. He estado esperándote.

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—El Verdugo en carne y hueso —replicó Dane—. He estado buscándote. —Dane no
estaba dispuesto a evidenciar la sorpresa que sentía por el hecho de que Dela supiera
quién era él.
—Estoy seguro de que no has aparecido aquí por accidente. Yo procuro
mantenerme apartado de los lugares más frecuentados.
—Y lo has logrado de manera admirable —replicó Dane. Dado que no había
vuelto a oír las voces, estaba convencido de que había sido un truco de Dela
destinado a que perdiera el control. Ni siquiera quería darle al vampiro la satisfacción
de saber que le había causado algún efecto—. Pero has estado dando la lata en la
ciudad. Has creado mucha agitación entre todos nosotros.
—¿Es por ese motivo que has venido a Savannah, Dane?
—Me asombra que hayas oído hablar de mí.
—Le doy mucha importancia a mantenerme al corriente de las cosas. Tengo
entendido que el sur está bastante lejos de tu territorio habitual.
—Eres tú quien ha estado atrayendo una atención innecesaria hacia nosotros,
hacia nuestra raza.
No hubo ninguna reacción. Dela permanecía de pie delante de Dane,
aparentemente desarmado. Dane sabía que tenía que hacer todo lo que estuviera en su
mano para matarlo en ese mismo momento. Pero algo en la actitud del vampiro hizo
que quisiera continuar con la conversación, averiguar por qué Dela había sido tan
descarado en sus actuaciones.
—Bueno. Aquí estoy —dijo Dela, como si leyera la mente de Dane. Cuando este
no respondió, continuó hablando—: ¿Me equivoco al interpretar que… desapruebas
mis actividades?
—No te equivocas en absoluto —replicó Dane—. No sólo has estado matando y
secuestrando indiscriminadamente sin ninguna razón aparente, sino que podrías
habernos puesto al descubierto a todos.
Al oír eso, Dela se rio. Su acento era sólo vagamente europeo, como si hiciera
décadas que vivía en Estados Unidos.
—Ay, esas filosofías a las que te aferras, Dane, tan anticuadas. ¿Ocultarse de los
humanos? ¿Matanzas indiscriminadas? ¿Secuestros? —Negó con la cabeza—. Dane,
hablas como si creyeras que son nuestros iguales. Como si fueran merecedores de
algún tipo de consideración. ¿Sabes qué son para mí? Recipientes. Lo mismo que una
botella o una lata para un humano. Ellos contienen la sangre, la retienen, la mantienen
fresca y caliente. Aparte de eso, carecen por completo de valor.
—Me temo que no puedo estar de acuerdo con eso. Nosotros fuimos humanos,
una vez. No lo hemos dejado todo atrás.
—También fuimos simios, una vez. ¿Acaso significa eso que nos aferramos a
nuestra condición de simio? ¿Celebramos la cultura simiesca? ¿O continuamos

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evolucionando y abrazamos las costumbres que hemos mejorado durante las
anteriores etapas primitivas?
—No es en absoluto lo mismo.
—¿Ah, no? ¿No será que tú quieres continuar engañándote para poder pensar que
son diferentes?
—No soy yo el que se engaña.
Dela sonrió enseñando unos dientes afilados.
—Por cierto, creo que tienes algo que me pertenece. He estado preguntándome
dónde la has guardado.
—¿Te refieres a Ananu?
—¿Tenía nombre? ¡Qué adorable!
—Todos tienen nombre, Bork.
—Tal vez. Pero eso no significa que tengas que usarlos.
Ahora Dane sentía que la cólera comenzaba a burbujear, acercándose al punto de
ebullición, disipando cualquier miedo que hubiera sentido. A causa de la sorpresa,
casi había olvidado por qué había ido allí.
—Yo los uso.
—Bueno, eso no importa. Ya hemos determinado que no eres más que un
estúpido. Mira dónde estás, Dane. Lo que tienes detrás de ti. Esa habitación no es más
que una de mis instalaciones de almacenamiento. A tu alrededor están sucediendo
cosas que no podrás ni siquiera esperar a comprender mientras sigas atascado en el
pasado.
—El asesinato y el secuestro no puede decirse que sean algo revolucionario.
—Como ya he dicho, nunca lo entenderás. Son cosas grandes, demasiado
grandiosas como para que puedas verlas con las anteojeras puestas. Incluso es
probable que aún pienses que el ataque contra Barrow fue un error.
—Es que lo fue.
Dela soltó una carcajada.
—¿Lo ves? Barrow no fue nada. ¿Comparado con lo que está pasando en el norte
hoy en día? Una pelea callejera, nada más.
Dane se preguntó si Dela había tenido intención de decir eso, pero no se le ocurría
ninguna manera sutil de sonsacarle más información.
—¿Y qué está pasando? ¿Por qué no me lo cuentas?
—Si no te hubieras cegado a ti mismo, ya habrías podido verlo. Si no te hubieras
puesto de parte de los idiotas, puede que incluso te hubiesen invitado. Es el paraíso en
la tierra para quienes sean dignos de él. Tienes una reputación, Dane, eso lo
reconozco. He oído decir que eres un tipo duro. Pero también he oído que eres un
simpatizante. En resumidas cuentas: nadie se fía de ti.
La cólera de Dane se encendió, alcanzando la fase crítica.
—Ananu se fía de mí. ¿La violaste?, ¿la dejaste embarazada? La habrías matado
si no hubiera llegado yo.

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—Tal vez —replicó Dela—. O tal vez la habría embarcado hacia el extranjero,
como al resto. La verdad es que me siento mal, en serio. Igual que me habría sentido
en los tiempos pasados después de patear a un cachorro.
Suficiente. Dane dejó que la furia se adueñara de él.
En lugar de responder, Dane cargó, con la mano derecha intentando arañar la cara
del otro vampiro mientras con la izquierda recogía el garrote que había dejado junto a
la puerta.
El impulso que llevaba al estrellarse contra Dela los sacó a ambos al corredor y
los llevó hasta el otro lado, donde la espalda de Dela impactó contra la pared. El
vampiro gruñó y sujetó la cara de Dane con ambas manos. Este se soltó y luego
estrelló un extremo del garrote contra las costillas de Dela.
Dela gruñó de dolor y se dobló sobre el arma. Aprovechando la ventaja, Dane la
levantó y la bajó con todas sus fuerzas, en un arco que debería haber hundido el
cráneo de Dela.
Pero Dela ya no estaba allí. Se había desplazado a una velocidad mayor de la que
podían seguir los ojos y, de algún modo, se había situado detrás de él. Unas garras
afiladas intentaron clavarse en su garganta, unos dedos fuertes estrujaron las venas y
los músculos de su cuello. Dane trató de golpear con el garrote hacia su espalda, pero
resultaba muy difícil hacerlo desde el ángulo en que se encontraba.
Así pues, lo soltó y se lanzó hacia atrás, estampando a Dela contra la jamba de la
puerta. Los dedos que le rodeaban el cuello se aflojaron, y Dane repitió la maniobra
para librarse de la presa de Dela.
Una vez más, éste se movió a una velocidad excesiva como para que pudiera
seguirlo. El vampiro debía de haber aprendido algunos trucos de ciencias ocultas a lo
largo de los años. O bien se movía realmente a una velocidad sobrenatural, o bien era
capaz de nublar temporalmente la visión de Dane. El resultado era el mismo. Le
asestó a Dane un golpe de soslayo en una mejilla con un puño que parecía de hierro;
se desvaneció otra vez y reapareció al otro lado de Dane para darle un golpe en la
sien. El campo visual de Dane se llenó de lucecitas.
Dela volvió a golpear, se desvaneció, y golpeó.
Ninguno de los golpes bastaba, por sí solo, para causarle daños serios. Pero uno
tras otro, y otro más, comenzaron a desgastar a Dane. Se apoderó de él un mareo. Se
tambaleó y chocó contra la pared. Dela continuó con el ataque, y Dane se dio cuenta
de que estaba sangrando al menos por una docena de heridas. La sangre encharcada
en la cámara frigorífica le ofrecía salvación, pero no podía llegar hasta ella.
Visualizó a Ananu, acurrucada, hecha una bola lastimosa en el suelo del almacén,
gimoteando de terror cuando él se le acercó.
La imagen le dio nuevas fuerzas, al menos por el momento. No duraría mucho.
Al percibir que se avecinaba otro ataque por detrás, Dane se agachó para esquivar
el golpe de Dela y recogió el garrote del suelo. Al ponerse de pie, giró sobre sí mismo
y barrió el aire con el garrote, trazando un amplio círculo cuyo centro era él. La

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madera impactó contra algo sólido, y Dela gritó de dolor.
Dane golpeó en el mismo sitio con un extremo del garrote, y volvió a acertarle a
Dela. Continuó golpeando. Dela no podría apartarse mientras los golpes fueran
asestados a la velocidad suficiente. Al fin, Dane tuvo a Dela inmovilizado contra la
pared del corredor, con el garrote aprisionándole la garganta.
—Tu… no pensarás que puedes cambiar nada, ¿verdad…? Eres… patético, Dane.
—¿Yo? Yo no soy el que viola mujeres de las que piensa que ni siquiera están a
su nivel evolutivo. Me das asco, Dela. —Le propinó otro empujón con la rama y
luego la arrojó a un lado. Necesitaba usar las manos, necesitaba sentir a Dela, no un
trozo de árbol.
Dela levantó una mano para protegerse y Dane la atrapó; lo inundó la furia ante el
contacto frío de la piel del vampiro.
—¡La humanidad te rechazaría! —gritó.
Dela intentó liberar la mano, pero Dane lo sujetó también por el hombro. Arrojó a
Dela contra el suelo sin soltarle la muñeca ni el hombro. El vampiro alzó hacia él sus
ojos grises en los que comenzaba a florecer el terror. A Dane se le revolvió el
estómago ante aquel espectáculo. Apoyó una bota sobre el cuello de Dela para
alejarlo de sí, al tiempo que tiraba del hombro y la muñeca. Dela arañó la bota de
Dane sin lograr nada.
Dela chilló al sentir desgarrarse su carne. La camisa, ya rota en la lucha, se tiñó
de rojo en la axila y el hombro. Dane continuó tirando. Quería partir a Dela
literalmente por la mitad con las manos desnudas.
No podía conseguirlo del todo, pero cuando sintió que el brazo de Dela se
aflojaba dentro de la articulación, supo que podía aproximarse bastante. Empujó más
fuerte con el pie y tiró del brazo con toda la fuerza que pudo reunir.
El brazo se soltó de la articulación con un sonido de desgarro, de succión. Manó
un chorro de sangre que impactó en la pared. El alarido de Dela hizo temblar las
puertas mientras sus pies pateaban las tablas del suelo.
Dane arrojó el brazo lejos de sí. Resoplando como una bestia salvaje, Dela cargó
contra él, mutilado, perdiendo sangre a chorros.
Dane lo derribó golpeándolo con un brazo en la garganta. Dela cayó de espaldas y
Dane le aferró el tobillo derecho.
—No entiendo por qué has querido hacer las cosas que has hecho —dijo Dane.
Dela, frenético, intentó aferrar una tabla rota del suelo, pero Dane le retorció la pierna
con furia y se la arrancó de la articulación de la cadera—. ¡Cuéntame por qué!
Dela volvió a gritar. La sangre atravesó los pantalones negros de Dela y
repiqueteó en el suelo como un chaparrón repentino.
—¿Por qué? —volvió a gritar Dane, dándole un último tirón a la pierna.
Se soltó y se le quedó en las manos, retenida sólo por los pantalones empapados
de sangre. Dane la soltó. Dela se retorcía de dolor, golpeando con la mano que le
quedaba, pateando con el pie izquierdo. No paraba de berrear, pero Dane no entendía

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qué decía.
Aún bajo el horrendo abrazo de la furia, Dane se situó a horcajadas sobre Dela.
—¡¡Todavía no me has dicho por qué!! —vociferó. Dela hizo chasquear los
colmillos, pero Dane los evitó con facilidad. Se inclinó para sujetar la cabeza de Dela
con ambas manos y apoyó una bota sobre el pecho del vampiro para inmovilizarlo
contra el suelo—. ¡No mereces haber sido humano jamás!
Enderezándose con un rápido movimiento y alzando las manos hacia el techo,
Dane tiró de la cabeza de Dela.
El alarido murió en la garganta de Dela cuando el cuello se rompió, separándose
las vértebras y desgarrándose los músculos. Bajo el pie de Dane, el cuerpo se sacudió
unas cuantas veces y luego quedó inmóvil.
Aún en sus manos, la cabeza chasqueaba los colmillos e intentaba morderlo, al
tiempo que los ojos se clavaban en los de Dane con una mirada repleta de odio.
Respirando trabajosamente, casi agotado, Dane se dispuso a arrojar la cabeza a un
lado, pero luego decidió no hacerlo. La sujetó por el pelo y recorrió la casa para
comprobar el interior de cada una de las cámaras frigoríficas y asegurarse de que
Ananu no estaba dentro de ninguna de ellas. Vacías.
Con la cabeza aún sujeta por el pelo —ahora sin vida, con los ojos vidriosos—,
Dane salió de la casa y desanduvo sus pasos por el sendero hasta el muelle donde
había dejado la Zodiac de AJ.
Meditó durante un momento. ¿Querría Ananu ver la cabeza de su torturador, o
no? Probablemente no. Al final, hizo girar la cabeza en círculos unas cuantas veces
como un lanzador de martillo, y la soltó.
La cabeza voló por encima de las aguas estigias y desapareció en la noche. Dane
no llegó a oír el chapoteo que hacía al caer al mar.
Mientras conducía la pequeña embarcación hacia mar abierto y usaba la mano
libre para sacar una pistola de señales de la caja hermética, los brazos de Dane
empezaron a temblar. Experimentaba una cierta satisfacción sombría por la
destrucción de Dela, pero lo inquietaba la profundidad de su propia furia asesina.
Tal vez Bork Dela, Marlow y los que eran como ellos tenían razón, después de
todo.
Quizá cuando Dane se transformó en vampiro dejó atrás los últimos vestigios de
su humanidad. ¿Había estado engañándose a sí mismo durante todos esos años?
¿Acaso era el monstruo que todos decían que era, el monstruo al que debería abrazar?
Hasta ese momento, Dane se había sentido muy seguro de sí mismo, de su posición,
un área moral gris, pero de repente estaba confundido.
Se alejó de la isla, de la relativa estabilidad de la tierra, hacia el cambiante mar.
Hacia la oscuridad. Hacia la negra incertidumbre de la noche eterna.
La bengala que disparó ascendió por el aire describiendo un arco, pero su luz no
pareció capaz de llegar a su alma.

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Los primeros días posteriores a que lo mataran fueron atroces para Dane.
Le dolía cada músculo del cuerpo. Apenas podía sostenerse de pie. Le parecía que
tenía las entrañas hechas una masa nudosa. Se sentía como un adicto que estuviera
pasando el mono, aunque no lograba entender de qué sustancia.
Marlow aparecía de vez en cuando, y al marcharse de la pequeña habitación en la
que mantenía encerrado a Dane, echaba la llave a la puerta. Con cada visita
informaba un poco más a Dane sobre lo que le había hecho, en qué estaba
transformándose. Dane no lo sabía por entonces, pero Marlow había transformado a
muchas personas, casi todos hombres, en gran parte porque tenía la esperanza de
crear una especie de banda callejera como aquella de la cual había sido un humilde
miembro en el pasado.
Cuando fue a visitar a Dane al tercer día, llevaba una bolsa de papel. Los dos
estuvieron hablando, Dane exigiendo respuestas y Marlow respondiendo con vagas
generalizaciones. Durante todo el tiempo, la bolsa se movía espasmódicamente en sus
manos. Al fin, Dane, encorvado sobre la cama que le habían proporcionado, con los
brazos en torno al vientre, preguntó qué era.
—Ah, sí, mis disculpas —dijo Marlow—. Esto es para ti. —Le entregó la bolsa.
Dane la cogió, desenrolló la parte superior que Marlow había mantenido apretada
en las manos, y miró dentro.
La bolsa contenía una amplia variedad de insectos, algunos de los cuales se
conformaban con yacer en el fondo, mientras que otros trepaban por los costados; un
escarabajo desplegó las alas y voló hacia la luz en cuanto Dane abrió la bolsa. Grillos,
cucarachas, hormigas, algunas arañas, y otro escarabajo de caparazón verde
iridiscente. Había algunas más que no pudo identificar.
Se le contrajo el estómago. Pensó que podría estar a punto de vomitar.
—¿Por qué…? —comenzó.
Marlow se limitó a mirarlo con una sonrisa.
Dane volvió a mirar dentro, y de nuevo se le contrajo el estómago. Un grillo saltó
contra un costado de la bolsa. Dane lo observó. Tenía patas fuertes y un cuerpo
grueso y robusto.
Dane metió una mano dentro de la bolsa, sujetó al grillo entre dos dedos, y lo
sacó.
Marlow lo observaba.
Dane se acercó el grillo a la cara y lo olió. Nunca antes había olido un grillo, ni
ningún otro insecto, en realidad. Olía un poco como la hierba recién cortada, pero
también tenía un fondo de olor a carne.
Sin apenas darse cuenta de lo que hacía, se metió la cabeza del grillo en la boca, y
luego la hizo entrar un poco más. El grillo se debatía entre sus dedos, intentando
escapar. Dane mordió. La sangre del grillo se derramó sobre su lengua.

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«Deliciosa».
Acabó con el grillo y volvió a meter la mano en la bolsa, de la que sacó un
pequeño puñado de insectos. Sin mirar siquiera, se los echó dentro de la boca y
masticó.
No recordaba haber tomado nunca antes una comida tan celestial.
—Es una fase —dijo Marlow—. Pasará pronto, y cambiarás a una alimentación
más interesante.
Dane no le respondió. Aquel escarabajo estaba en alguna parte de la habitación, y
él lo quería.

Su primera víctima, cazada bajo la estrecha supervisión de Marlow, fue una mujer
joven de pelo pajizo.
La encontraron caminando a solas por una calle tranquila, después del anochecer,
con una cesta de flores.
—Es como si estuviera buscándote —había susurrado Marlow al oído de Dane—.
O tuviera la esperanza de que tú estuvieras buscándola a ella.
—Es preciosa —dijo Dane.
—Supongo que sí —respondió Marlow con tono cortante. Parecía sentir muy
poco interés por las mujeres, para cualquier propósito—. Ya sabes lo que debes hacer.
Dane vaciló. El hambre lo atormentaba, pero Marlow le había dejado claro que
los bichos ya no bastarían.
Necesitaba sangre, sangre fresca.
Sin ella, Dane se debilitaría, se marchitaría, experimentaría un dolor
indescriptible. Finalmente podría morir, pero eso no era seguro. También podría vivir
durante mil años, torturado por el hambre, antes de fallecer.
Al fin, Marlow empujó a Dane por los hombros y lo obligó a salir del callejón. La
sobresaltada mujer se llevó a la boca una mano enfundada en un guante blanco.
Dane sabía que a partir de aquel momento debía actuar con rapidez. Intentó
sonreírle de manera tranquilizadora.
—Buenas noches, señora —dijo mientras se le acercaba.
Ella retrocedió un paso y él se lanzó, atrapándola cuando intentaba echar a correr.
Le tapó la boca con una mano para ahogar sus gritos y le rodeó la cintura con el otro
brazo. La mujer se debatió y pateó, pero Dane la arrastró a la oscuridad del callejón.
Como Marlow le había enseñado, la cogió del pelo para echarle atrás la cabeza y
dejar al descubierto la curva de la garganta.
Los ojos de ella le imploraron misericordia. Dane no le ofreció ninguna.
Cuando hubo acabado el banquete —una sangre tan rica y satisfactoria que
constituía la mejor comida que hubiese tomado jamás—, Marlow hizo que la
decapitara y dejara el cuerpo en el callejón. En caso de no hacerlo, le advirtió, ella se
convertiría en una no muerta y sería responsabilidad de Dane. Y puesto que Dane aún

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no sabía cómo moverse en aquel mundo nuevo, no podía hacerse cargo de otro
vampiro.
Bien alimentado, durmió varias horas durante el día siguiente. Pero aquellos ojos,
desorbitados, desesperados, lo persiguieron durante ese día y cada día desde
entonces.

La noche en que Marlow le dijo que iban a marcharse de Nueva York —a Marlow se
le había metido en la cabeza que quería pasar algún tiempo en los Balcanes, el hogar
legendario de los nosferatu—, Dane salió a cazar en solitario. Sin embargo, en lugar
de alimentarse, acudió a tres calles distintas y permaneció de pie, a oscuras, en el
exterior de tres casas.
La primera era la casa de sus padres. Observó las ventanas, captando de vez en
cuando algún atisbo de su madre moviéndose con desgana de una habitación a otra.
Se había detenido allí de vez en cuando desde que Marlow lo había transformado, y
siempre la había visto igual, como si haber perdido un hijo (y, peor aún, haberlo
perdido sin una palabra, sin una respuesta a las preguntas que tenían que estar
atormentándola) le hubiera robado la energía, la vida, de un modo tan eficaz como si
él mismo le hubiera drenado la sangre. Su padre pasó ante la ventana del salón una
vez, y se detuvo a mirar al exterior, como si hubiera sentido la presencia de Dane.
Pero éste continuó sumergido en las sombras, confiado en el hecho de que era
invisible para ellos.
La siguiente parada fue en el exterior de la casa de Vanesa Steward, la joven a la
que había cortejado. No había sido capaz de ir a observarla desde aquella fatídica
noche, pero decidió que no podía abandonar el país sin verla por última vez. Vanesa
era delgada pero fuerte, con una piel como de porcelana fina, mandíbula firme, ojos
que brillaban como antorchas protegidas por pantallas de esmeralda pura, y un pelo
que le caía en torno a la cara y por la espalda en tirabuzones cobrizos. Las cortinas
estaban descorridas cuando llegó, y esperó tanto como se atrevió. Una vez que se
hubieron apagado todas las luces del interior, tuvo que renunciar con la triste certeza
de que ella no se dejaría ver hasta la mañana.
Finalmente, acudió a la casa en la que su hermano vivía con su esposa y sus dos
hijos. A Dane le gustaba visitarlos, disfrutar con su papel de querido tío, y se le
rompía el corazón por los dos sobrinos tanto como por los padres, y lamentaba la vida
que ya no compartirían jamás. Pero, como en la casa de Vanesa, las ventanas
permanecían oscuras.
Para cuando regresó a la guarida de Marlow, el cielo estaba tornándose gris por el
este. La noche había sido un desperdicio, decidió Dane, pues lo había llenado de
tristeza pero no le había ofrecido nada que pudiera calmar su sufrimiento. No lo sabía
entonces, pero lo aprendería con amargura más tarde, que siempre sentiría esas
pérdidas.

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Nada de lo que pudiera experimentar jamás como vampiro podría siquiera aspirar
a reemplazar a los seres queridos que había tenido cuando estaba vivo.
A pesar de las palizas y los insultos, la información errónea y las mentiras
descaradas, a pesar del hecho de que Marlow sólo explicara lo que le daba la gana, y
de que sus motivaciones fuesen frecuentemente poco claras, interesadas y destinadas
a alcanzar su única meta, Dane se encontró con que se apegaba a él cada vez más a lo
largo de los años que pasaron juntos.
Por lo general había otros cerca —el grupo que había reunido Marlow—, pero, a
veces, cada uno se iba por su lado. En ocasiones se quedaban solos Dane y Marlow, o
Marlow y uno de los otros.
Una velada, él, Marlow y otros cinco se encontraban en Washington DC por una
razón que Dane no lograba recordar. Habían estado observando una manifestación de
protesta a la luz de las velas contra la guerra de Vietnam (una oportunidad más para
que los mosquitos se dieran un atracón, reflexionó Dane en silencio). Corría el año
1965; al movimiento contrario a la guerra le faltaban aún años para alcanzar su punto
culminante, y la manifestación era de reducidas dimensiones y con una escasa
concurrencia, principalmente almas desgreñadas con jerséis negros de cuello cisne y
tejanos, las mujeres con leotardos y falda.
Después de la manifestación, se pasearon por el vecindario. Los árboles
ornamentales estaban florecidos y perfumaban la suave noche de primavera.
—Me recuerda a la noche en que nos conocimos —le comentó Marlow a Dane—.
¿La recuerdas? Aquella noche también habías estado mirando una manifestación.
—La recuerdo —replicó Dane.
—Nunca aprenden —dijo Marlow—. La guerra es una de las únicas constantes
que conoce su raza.
—Eso no significa que sea algo bueno —replicó Dane—. Tampoco yo entiendo
qué estamos haciendo en Vietnam.
La reacción de Marlow cuando Dane se identificaba con los estadounidenses o
con cualquier otro grupo de humanos era veloz y brutal. Le propinó un revés.
—¡Idiota! —se encolerizó—. Están matándose entre ellos, es lo único que
necesitamos saber. Y es algo bueno. Nunca lo olvides.
Algunos de los otros se hicieron eco de los sentimientos de Marlow. Dane se frotó
la mandíbula mientras Marlow le volvía la espalda, y alzó la mirada hacia el
campanario de la catedral ante la que pasaban, donde había comenzado la
manifestación.
—¿Supones que convertirme en vampiro es sólo un castigo de Dios por mis
pecados?
Marlow se detuvo en seco, y el resto del grupo se quedó mirando a Dane con ojos
cargados de atónita incredulidad.
—¿Qué has dicho?
Dane no se molestó en repetirlo. Los vampiros podían oír la sangre corriendo por

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las venas de alguien a una manzana de distancia; Marlow lo había oído con perfecta
claridad.
Marlow ya no llevaba bastón, pero le asestó dos puñetazos antes de que Dane
pudiera reaccionar.
—¿Dios? ¿Has dicho Dios?
—Sí —replicó Dane, al tiempo que alzaba los puños para detener su ataque.
Debido a que era Marlow quién lo había transformado, Dane se defendía pero no le
devolvía los golpes.
—Ven aquí. —Marlow pilló a Dane por una oreja, que retorció con ganas, lo hizo
subir la escalinata y lo condujo a través de la puerta principal de la catedral. Con una
mirada y un gesto de la otra mano, indicó a los otros que esperaran fuera.
En el interior de la catedral reinaba la quietud. Las llamas de unas pocas velas
parpadeaban. Una mujer anciana se encontraba arrodillada en un banco, rezando en
silencio. Al ver a Marlow y a Dane, lanzó una exclamación ahogada, se persignó y
escapó.
Dane se encogió al ver tantas cruces. Marlow le había dicho que los crucifijos no
tenían ningún efecto en los vampiros, pero en otras ocasiones le había dicho que tocar
uno significaba una destrucción instantánea y dolorosa por el fuego. Dane no había
querido comprobar cuál de las dos cosas era verdad.
—¿Ves a Dios aquí dentro? —preguntó Marlow, colérico, mientras arrastraba a
Dane por la nave central hacia el altar—. ¿Oyes a Dios? ¿Lo hueles, Dane?
—Huelo velas —replicó Dane—. Eso es todo.
—Exacto. Es lo único que hay, idiota —le espetó Marlow—. Dios está muerto,
Dane. Si alguna vez vivió de verdad, murió hace mucho tiempo. Si estuviera vivo, no
permitiría que anduviéramos por aquí dentro, ¿verdad?
—No… lo sé… —Dane sentía la oreja como si Marlow le hubiera clavado un
atizador al rojo. Marlow no lo soltaba.
—¿Cuánta gente muere cada día de hambre en todo el mundo, Dane? ¿Cuántos
bebés no llegarán nunca a su primer cumpleaños por enfermedades evitables? ¿Qué
ves en el mundo que te haga pensar que hay un dios al que le importa una mierda
nada de todo esto, y mucho menos tú?
Como para ilustrar el argumento, Marlow usó la oreja de Dane a modo de asa
para lanzarlo y hacerle recorrer el resto de la nave. Dane dio volteretas y rodó para ir
a detenerse contra la base del altar, con la cara pegada contra los pies de una estatua
de Jesús.
Dane apartó la cara con brusquedad, temeroso de lo que pudiera hacerle ese
contacto.
Pero no tenía la piel quemada. Tendió una mano con cautela y tocó la estatua.
Nada. Frío mármol.
Marlow le había dicho que sucedería eso… pero también le había dicho lo
contrario. Como ocurría con la mayoría de las cosas, la única manera de saber con

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seguridad qué era verdad y qué no consistía en comprobarlo por sí mismo.
Dane se volvió a mirar a Marlow, que se acercaba con lentitud e indiferencia. Con
la mano aún sobre la estatua, se puso de pie para encararse a su hacedor.
—Supongo que ahora lo sé —dijo—. Toda la basura que me contaste sobre que
debía mantenerme apartado de las cruces y los iconos religiosos…
Marlow continuó avanzando. Dane soltó la estatua. No le gustaba la expresión de
determinación de la cara del otro, y levantó una mano al acercarse Marlow, pero éste
la apartó de una manotada y se inclinó hacia Dane, con el aliento caliente y pútrido.
Dane intentó levantar otra vez la mano, pero Marlow atacó con demasiada rapidez,
como una serpiente, y de repente sus colmillos se cerraron sobre el cuello de Dane.
Durante un momento, Dane no supo qué hacer. El mordisco era terriblemente
doloroso. Nunca había oído hablar de un vampiro que mordiera a otro vampiro, y no
sabía cuál podía ser el resultado de algo semejante. Marlow permaneció así durante
unos momentos, y luego soltó a Dane y lo apartó de un empujón; su rostro mostraba
una expresión de desprecio puro.
—Te has vuelto casi humano, Dane —dijo—. Tal vez ahora recuerdes lo que eres
en realidad.
Dane se cubrió la herida con una mano, pero no antes de que la sangre hubiera
manchado el Jesús de mármol blanco.
—¿Qué demonios…?
—Había que hacer algo —dijo Marlow—. Me estabas dando asco.
Dane limpió su sangre de la estatua. Al hacerlo, lo recorrió una sensación extraña.
Nunca había creído en milagros, y no creía que aquello lo fuese; sin duda existía una
explicación científica perfectamente razonable para lo que sentía, y que sólo podía
comparar con sujetar un cable eléctrico conectado a la corriente. La diferencia residía
en que, en lugar de lanzarlo al suelo o paralizarlo, le infundía una nueva energía.
De repente, Dane se sintió más fuerte que nunca antes. Los vampiros eran muy
fuertes, y apenas podía recordar lo débil que había sido en sus tiempos de humano.
Esto, sin embargo… Esto era diferente. Un nuevo grado de fuerza, una diferencia que
podía sentir sin necesidad de ponerla a prueba.
«Tienes una manera de ponerla a prueba».
Miró a Marlow, que lo observaba con una curiosa expresión, como si se diera
cuenta de que estaba sucediendo algo pero no supiera qué. Tal vez estaba un poco
asustado de Dane. Y no sin razón.
Sin necesidad de comprobarlo, Dane sabía que había dejado de sangrarle el
cuello. Y estaba bastante seguro de que la herida ya se había cerrado.
—Dane… —empezó Marlow.
Dane no lo dejó acabar. Se lanzó hacia él, lo aferró por las solapas y lo levantó del
suelo.
—¡Dane! ¡Hijo! —chilló Marlow.
Dane se puso a girar como una atracción de feria, sujetando a su hacedor a la

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altura de los hombros. El terror brillaba en los ojos de Marlow, y a Dane lo recorrió
una repentina sensación de satisfacción, de poder ilimitado. Hizo girar a Marlow a
una velocidad aún mayor, y luego lo soltó.
Marlow despegó como si tuviera el poder de volar.
Pasó por encima de los bancos en una trayectoria ascendente. En lugar de
estrellarse contra una pared, atravesó un enorme vitral de colores y continuó hasta
desaparecer de la vista de Dane. Los trozos de vidrio coloreado tintinearon al llegar al
suelo, y tras ellos cayeron algunos escombros.
Al fin, otras personas de la catedral se dieron cuenta de la presencia de los
intrusos. Dane oyó voces que gritaban con alarma e iban hacia él. Corrió en dirección
a la puerta, pues no quería tener que dar explicaciones por los desperfectos causados.
En el exterior estaba Marlow, ileso. Los otros cinco vampiros lo habían ayudado a
ponerse de pie.
Al ver salir a Dane, Marlow extendió un brazo hacia él. Como si fueran uno solo,
los otros se volvieron y clavaron en Dane miradas coléricas. Marlow les dijo algo, y
los cinco echaron a andar hacia Dane.
Al arrojar a Marlow a través de la ventana, había roto relaciones con el grupo. Se
había convertido en un traidor, y eso no sería tomado a la ligera.
Pero la energía aún zumbaba en torno a él como si se hubiera tragado una
serpiente de cascabel. Corrió a plantarles cara.
—¡Destruidlo! —oyó que gritaba Marlow antes de que chocaran. No le
importaba; simplemente le indicó lo que había en juego. No era sólo cuestión de
castigar su infracción.
Él respondió en consonancia. Una vez iniciada la batalla, fue hasta las últimas
consecuencias.

Años más tarde, Dane oyó decir que uno de los sacerdotes que había presenciado la
lucha desde la puerta de la catedral había sido transformado. Ese sacerdote habría
descrito la batalla a todos los vampiros con los que se encontraba, y la historia acabó
por llegar a oídos de Dane.
El observador describía el combate como «épico».
En solitario, obviamente lleno de algún fuego místico, Dane había acometido a
los otros cinco como el mismísimo espíritu de la venganza. Sus oponentes eran
poderosos, pero Dane lo era aún más, y los hizo pedazos como una segadora en un
campo de trigo.
Marlow observó la batalla sin hacer ningún movimiento para intervenir. Cuando
todo hubo acabado —cuando Dane se irguió, cansado pero invicto, entre los restos de
los otros—, Marlow lo miró a los ojos con una expresión que era casi de orgullo,
como si Dane hubiese cumplido con todas sus expectativas.
Y entonces, Dane se marchó y dejó a Marlow con lo que quedaba de su séquito.

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Dane había vuelto a nacer, irónicamente, dentro de una iglesia. El mordisco no
había tenido el efecto que había esperado Marlow, pero no había sido inútil. De algún
modo lo había imbuido de nueva fuerza, tal vez el doble de la que había tenido antes.
Era más veloz, tenía mejores reflejos y sentidos más agudos. Al final se encontró con
la posibilidad de que, con un poco de práctica y no poco esfuerzo, podía hacer pinitos
con la hipnosis, retraer de manera temporal los colmillos y entibiar su piel para
adquirir un aspecto humano. Marlow siempre decía que la ciencia era para los
humanos, que los vampiros estaban destinados a ser temidos, no entendidos, así que
Dane ni siquiera sabía por dónde empezar a conjeturar qué le había sucedido en
realidad.
Al final, el cómo dejó de importar. Había sucedido.
Y, aún mejor, su nuevo poder no se desvaneció con el tiempo, como él temía que
pudiera suceder.

La reputación de Dane entre los vampiros aumentó.


Al igual que les sucedía a los pistoleros del antiguo Oeste, debido a su notoriedad,
los que iban tras él para desafiarlo parecían salir hasta de debajo de las piedras;
algunos eran amigos y seguidores de Marlow, otros sólo vampiros que querían
aumentar su propia reputación enfrentándose con Dane. Acabó por esconderse con la
intención de poner fin a aquellas historias. Encontró otros vampiros que veían las
cosas igual que él, que entendían la necesidad de pasar inadvertidos, de permanecer
en la oscuridad y dejar que los humanos continuaran creyendo que los nosferatu eran
un mito.
Ferrando Merrin, que se encontraba de pie junto al lecho de Ananu, era uno de
ellos.
Puesto que aún no sabían quién los había atacado en el exterior del almacén, no
podían volver a la casa de AJ ni al apartamento de Mitch. Dane había llamado a
Merrin, que había tirado de algunos hilos y encontrado una casa segura que estaba en
el campo, entre Savannah y Statesboro, junto al río Ogeechee. La vivienda era mucho
más grande que la diminuta cabaña de AJ. Merrin accedió a quedarse con Ananu, y
había proporcionado nuevas identidades en Florida a Mitch y a AJ.
Dane y Merrin habían estado contándole historias a Ananu durante toda la
semana, intentando convencerla de que los vampiros eran reales y de que Dane era
uno de ellos, y que ninguno de esos hechos significaba que ella tuviera que temer
nada por parte de Dane, Merrin o —ahora que habían acabado con él— Bork Dela.
Lo cual no significaba que estuviera completamente a salvo. De algún modo, la
píldora del día después no había logrado interrumpir el embarazo, y tanto Dane como
Merrin estaban cada vez más convencidos de que tampoco lograría interrumpirlo
ningún método abortivo tradicional. El feto no nato era la maldición definitiva de
Dela contra el mundo, y no podía impedirse su nacimiento.

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Y no sólo eso, sino que el embarazo de Ananu avanzaba a una velocidad notable.
Tenía una barriga que a Dane y a Mitch, que habían pasado ya por eso, les parecía de
cuatro o cinco meses, cuando sólo había pasado una semana. Todo el asunto
preocupaba a Dane, aunque tener cerca a Merrin atenuaba un poco esas
preocupaciones.
El nacimiento de un niño concebido por un vampiro y un humano podía ser un
acontecimiento milagroso, o apocalíptico. Dane no lo sabía. Tampoco lo sabía nadie
más, porque nadie a quien conocieran había presenciado uno.
Dane no sabía si él mismo tendría la oportunidad de verlo, porque algo que había
dicho Dela —sobre lo que estaba sucediendo «en el norte» hacía que el ataque contra
Barrow pareciera una nadería— también exigía su atención.
Había acabado con Dela, y Dane creía que eso lo obligaba a averiguar de qué
hablaba el vampiro. Siguió la inevitable discusión entre Dane y Merrin acerca de la
lógica que respaldaba tal consideración, pero, al fin y al cabo, ¿qué podía hacer
Merrin? ¿Impedir que Dane se marchara?, ¿quitarle las llaves del coche como si fuera
un adolescente descarriado?
Las líneas de preocupación de la cara de Merrin parecieron hacerse más
profundas a medida que pasaban los días.
Durante la última semana, Dane había trabajado para instalar cómodamente a
Ananu en la casa segura, haciendo que se acostumbrara a Merrin, ayudando a Mitch y
a AJ a adaptarse a la nueva y peligrosa realidad a la que se enfrentaban.
Pero Dane estaba impaciente por pasar al siguiente movimiento. Tenía que
averiguar qué había querido decir Dela, si todo eso tenía algo que ver con la gente
que había secuestrado de sus hogares de Savannah.
«En el norte» era una vaguedad imposible. Pero Dane sólo conocía un lugar en el
que podía comenzar la investigación, ¿y cuál, si no?
Barrow.
¿Podía, de verdad, volver allí? ¡Dios, había tantas razones para no volver a poner
nunca más el pie en aquel estercolero congelado! Barrow no era el mismo lugar que
había sido antes del primer ataque. Era un sitio duro, crudo, preparado para cualquier
cosa, y, por lo que tenía oído, a los vampiros los mataban sin más de una manera muy
regular. Al menos a cualquier vampiro que fuera lo bastante estúpido como para
intentar entrar en la ciudad.
Por supuesto. Estaba permitiendo que su mente jugara con él. En realidad, quería
tener una razón para volver a Barrow.
No por ninguna noble razón en la que le gustaría pensar, sino porque en el fondo
del corazón…
Stella.
Pero ¿y si no estaba allí?
¿Y si «en el norte» significaba otro sitio?
Dane no confiaba en su instinto en este asunto, y no contaba con nadie con quien

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le apeteciera hablar del tema; desde luego, no con Merrin, otra vez.
¿Volver a narrar toda la historia para entender de verdad qué había pasado? Dane
no tenía ni el más mínimo deseo de revivirlo todo; su descabellado plan de usar las
cenizas de Eben como cebo y devolverlo a la no vida, para luego matar tanto a Stella
como a su marido sheriff por haber asesinado a su antiguo señor… Por no mencionar
la ventaja adicional de acabar con la cruzada pública de Stella destinada a arrastrar a
toda la comunidad vampírica, chillando y pataleando, hasta la luz del sol, en sentido
literal, y aún peor, en sentido figurado.
Incluso eso le parecía ahora muy extraño. Nunca había hablado de la fuerza que
había alimentado aquel deseo de vengar a Marlow, pero Dane suponía que era como
tantos hijos y cónyuges maltratados. En alguna parte, más allá del dolor, había
también una retorcida lealtad hacia el maltratador. Dane, a pesar de toda su
experiencia de no muerto, no se diferenciaba en nada de ellos.
¿Y admitir que había tenido una aventura, aunque breve, una relación sexual con
una mujer humana? No conocía a muchos vampiros que fueran a mostrarse muy
comprensivos con eso.
Pero no podía evitarlo. «Necesito información… y aliados. Si ella aún está en
Barrow, entonces, tal vez…». Eben Olemaun era una cuestión por completo distinta.
¿De verdad había regresado de entre los muertos, como se rumoreaba? ¿Había
logrado Stella demostrar que era verdad el mito sobre los vampiros? Y, de ser así,
¿estaba Eben al tanto de lo sucedido entre Stella y él?
Las cosas ya estaban complicadas sobremanera, pero Dane tenía la sensación de
que era sólo el principio.
Los juegos mentales con que Dane se atormentaba dieron vueltas y más vueltas
en el interior de su cabeza, y con cada una supo con mayor seguridad que ya había
tomado una decisión. Regresaría a aquel pequeño poblado remoto y encontraría las
respuestas que buscaba, o todo un montón de nuevos problemas. Al parecer, la
historia estaba repitiéndose.
Y la historia, según le había enseñado la dolorosa experiencia, también tenía el
mal hábito de dar media vuelta a hurtadillas y morderle el culo a la gente.

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SEGUNDA PARTE
BARROW

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Originalmente, los inupiat llamaban a Barrow Ulpiagvik, que significaba «el lugar
donde se cazan lechuzas», y por lo mucho que a Dane le importaba, cualquier lechuza
que hubiera por ahí podía recuperarlo cuando quisiera.
En una ocasión, Barrow había sido una localidad muy animada, de poco menos de
cuatrocientos habitantes, la mayoría de los cuales estaban intentando conseguir plaza
en uno de los vuelos de salida antes de que el sol se pusiera para no volver a
asomarse en mucho tiempo, o bien estaban preparándose para el largo y frío invierno.
La mayoría de los que se habían quedado desearon no haberlo hecho, si es que
tuvieron alguna oportunidad para desear algo.
La última vez que Dane había estado allí, en 2003, casi le había salido muy caro.
En aquella ocasión, llegar a Barrow no había resultado fácil. Dane había cogido
un vuelo nocturno desde Macón a Denver, donde pasó el día en una habitación de
hotel, con las cortinas bien echadas. Desde Denver repitió el mismo proceso y se
trasladó a Seattle, donde pasó el día de forma similar. La noche siguiente lo llevó
hasta Anchorage, y la siguiente hasta Fairbanks.
Desde allí tuvo que viajar por tierra, dado que no se fiaba de viajar hasta el
aeropuerto atentamente vigilado de Barrow. El sol no se había puesto entre mayo y
principios de agosto. Se desplazaba por el cielo y descendía hasta muy abajo sobre el
horizonte, pero nunca desaparecía por completo. Incluso ahora, a finales de
septiembre, las noches no eran tan largas como a Dane le habría gustado, aunque se
prolongaban cada día más. A finales de noviembre, el sol se pondría hasta enero.
Perfecto para su raza… Que había sido el motivo por el que había empezado todo
aquel lío, en primer lugar.
En un bar de Fairbanks —un viejo cobertizo prefabricado que había sido
decorado, por usar el término de una manera muy amplia, con pieles, astas y
escupitajos de tabaco de mascar— había encontrado a un esquimal que tenía una
furgoneta de carga sin ventanas. Por el precio adecuado —adecuado para Abner, el
esquimal cincuentón de rostro adusto—, permitiría que Dane viajara en la parte
posterior del vehículo, con una cortina echada entre el área de carga y el parabrisas.
Antes de marcharse, fueron a un local de venta de segunda mano y compraron un
montón de muebles para hacer ver que transportaban algo real en caso de que los
pararan. Siguieron la carretera del oleoducto hasta donde les fue posible, a través de
la cordillera de Brooks, con Dane conduciendo por la noche. Al final giraron hacia el
oeste por caminos de tierra, donde tuvieron que esquivar camiones de petróleo y
madera.
El deshielo del suelo permanentemente congelado, o permafrost, había convertido
una parte del camino que debería haber sido de tierra apisonada y endurecida, en un
barro pantanoso. La furgoneta se atascó dos veces. La primera, un camión cisterna de
petróleo que pasó por allí los remolcó fuera del fango, pero la segunda tuvieron que

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esperar hasta las horas más oscuras del día, cuando Dane podía salir de la furgoneta y
ayudar a cavar. Mientras esperaban, Abner le señaló osos polares y zorros árticos, que
atravesaban la azulada nieve medio fundida, curiosos ante aquel vehículo inmóvil.
A cincuenta kilómetros de Barrow, se detuvieron hasta las dos de la madrugada
antes de recorrer el resto del camino para entrar en el poblado. Abner le explicó que
durante los días largos la gente dormía cuando se sentía cansada y hacía sus tareas
diurnas cuando les apetecía. Las tiendas podían estar abiertas dentro del horario
comercial habitual, pero también podían no estarlo. Mucha gente intentaba dormir
durante la «noche», así que resultaría más fácil intentar entrar en la ciudad
coincidiendo con esas horas. Dane le había dicho que tenía una enfermedad cutánea
que lo obligaba a mantenerse fuera de la luz solar directa, y había retraído los
colmillos y entibiado la piel. Pero no sabía si Abner le creía o sólo le seguía la
corriente. Dado que una enfermedad cutánea no explicaría por qué deseaba ser
cauteloso al entrar en Barrow, sospechaba que era lo segundo.
Mientras Abner no lo traicionara, la verdad era que no le importaba. Sería en el
momento de entrar en Barrow cuando Dane correría más peligro, y esperaba que el
dinero adicional que le había prometido a Abner para cuando acabara el viaje bastara
para comprar la lealtad del hombre.
Eran casi las cuatro y media cuando se acercaron a la entrada principal del
poblado. Incluso desde la parte posterior de la furgoneta, Dane podía ver las torres de
guardia que parecían arañar las nubes bajas, y los kilómetros de alambre de espino
provisto de afiladas cuchillas que aún rodeaba la pequeña ciudad.
Cuando Abner ralentizó al aproximarse a la puerta, Dane vio guardias armados y
más alambre de espino. Había cruzado fronteras internacionales que tenían menos
medidas de seguridad. Abner aminoró lentamente, para luego detenerse y bajar la
ventanilla. Dane fingió dormir en un sofá que llevaban en la parte posterior.
—Bienvenido a Barrow —dijo una voz desde el exterior—. ¿Va a mudarse a vivir
aquí?
—Sólo traigo cosas para un amigo —replicó Abner.
—Ah, bien. —Una pausa—. ¿Le importa si echo un vistazo ahí atrás?
—Adelante.
Dane se preparó. Se abrió la puerta posterior de la furgoneta, y él se incorporó
sobre un hombro fingiendo que acababan de despertarlo. Era fingimiento sólo en
parte; parpadeó ante la débil luz solar y se apartó de ella experimentando un ligero
dolor. Sólo esperaba que el guardia no lo hiciera salir. Por la puerta abierta entró aire
fresco.
—Hola —saludó, fingiendo un bostezo.
—Lamento despertarlo —dijo el guardia. Era grande como una nevera, con una
espesa barba roja y una gorra de lana tejida a mano, y llevaba una camisa de franela a
cuadros abierta sobre una camiseta del Gato Félix. Empuñaba una pequeña linterna.
Detrás de él había otro tipo con una escopeta en las manos—. Tenemos que examinar

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a todos los que entran en la ciudad.
—¿Examinar?
—Sí, sólo será un segundo. —El tipo levantó la linterna—. ¿Puede abrir la boca?
Dane se encogió de hombros como si la solicitud no tuviera sentido para él, pero
hizo lo que le pedían, tranquilo porque tenía los colmillos del todo retraídos, y porque
también estaba haciendo su efecto un poco de hipnosis de baja intensidad que aplicó
para estar más seguro. El guardia iluminó la boca de Dane con la linterna y soltó un
silbido.
—Vaya —dijo—. Aquí tenemos una buena dentista, la doctora Finnegan. Debería
hacerle una visita mientras esté aquí, amigo.
—Me aseguraré de hacerlo —replicó Dane.
El guardia cerró la puerta y dio dos golpes en el exterior de la furgoneta.
—¡Todo en orden! —gritó.
—Gracias —dijo Abner mientras metía la primera. Se adentró varias manzanas en
el centro de Barrow y detuvo el vehículo. Dane abrió la puerta trasera y bajó.
La mayoría de los edificios habían sido reconstruidos, pero algunos continuaban
siendo ruinas ennegrecidas por el fuego. Lonas impermeabilizadas de color azul
protegían los que aún estaban en proceso de construcción. Había visto muchísimas
lonas azules desde que había llegado a Anchorage, como si se las repartieran a los
residentes de Alaska junto con los derechos por la explotación del petróleo.
—¿Aquí está bien? —preguntó Abner.
Un cartel de neón dorado que había a pocas manzanas de distancia señalaba el
hotel cima del mundo. Uno más pequeño parpadeaba con las palabras habitaciones
libres. Dane sacó la mochila de entre el montón de muebles que había en la parte
posterior de la furgoneta y cerró las puertas traseras.
—Ya me va bien —dijo. Sacó la billetera y extrajo los quinientos dólares que le
había prometido a Abner como gratificación—. Gracias, Abner. Y ahora, olvide que
me ha visto jamás.
Abner sonrió.
—¿Olvidar qué? —Se metió otra vez en la furgoneta sin volverse a mirar a Dane,
puso en marcha el motor y se alejó.
Dane se dirigió hacia el hotel para registrarse. No podía evitar tener una fuerte
sensación de intranquilidad.
Era un vampiro. Y estaba en Barrow, nada menos.
«Hablando de meterse en la boca del lobo…».

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Haber logrado pasar inadvertido y entrar, de hecho, en el poblado, era ya una hazaña
en sí misma.
«Y ahora —pensó Dane—, cómo diablos localizo a Stella Olemaun».
No era algo que uno pudiera simplemente preguntarle al primero que pasara, y
sus agudos sentidos eran más o menos inútiles en el clima de Alaska. El gélido frío
hacía que le resultara imposible olfatear gran cosa más allá de un radio de diez
metros.
El poblado tenía numerosas entradas y salidas, pero todas estaban controladas por
guardias pertrechados con armas de fuego, luces UV, o ambas cosas. Pasar cerca de
los puestos de control lo ponía nervioso. Hacía poco que había sentido el efecto de
esos rayos UV, y no estaba muy ansioso por probar de nuevo. Pero el hecho de que lo
vieran formaba parte de su plan. Quería que los guardias repararan en él con tanta
frecuencia como fuese posible, de modo que no le prestaran atención cuando
decidiera salir a dar una vuelta por el exterior de la ciudad, o al menos no lo hicieran
de manera especial.
Dane sentía un gran respeto por los habitantes de Barrow. Se habían enfrentado
con una amenaza terrible y habían sobrevivido, no una vez, sino dos. Sólo Dios sabía
cuántas veces habían atacado los vampiros poblaciones como ésa a lo largo de los
siglos. El Círculo Polar Ártico tenía una larga historia secreta, en torno a toda la cima
del mundo, de invasiones de no muertos durante los meses invernales de oscuridad.
Lo que habían hecho los vampiros en 2001 sólo constituía uno más de la larga
serie de ataques de los que no se había informado.
Esto era lo que más irritaba a Dane de aquel incidente, la arrogancia de los no
muertos, de Marlow, al pensar que eran los primeros en hacerlo. Ni remotamente. Los
ataques acaecidos en Alaska se remontaban a centenares de años. Era posible que de
entre todas las incursiones, Marlow hubiese acaudillado la más estúpida de todas,
porque ahora creían en los no muertos unos cuantos humanos más, y ese gran error
era el primer paso por el camino que conducía a la extinción de los vampiros.
Sin embargo, en ese momento, mientras caminaba hacia la alambrada exterior del
límite más occidental de Barrow, estaba más preocupado por su propia supervivencia.
Los humanos que estaban apostados en el puesto de control lo contemplaron con una
enervante mirada fija y lo alumbraron con una linterna.
—Oiga —dijo uno de los guardias—. ¿Qué está haciendo aquí fuera? —Era un
hombre corpulento con voz ronca.
Dane pensó en huir. Podía desaparecer antes de que se dieran cuenta de qué había
sucedido, pero eso sólo los alertaría del hecho de que «uno de ellos» había entrado en
el poblado. Así pues, Dane se detuvo y miró detrás de sí con fingida confusión.
—Me parece que me he perdido —dijo—. Me alojo en el hotel Cima del
Mundo… ¿Voy en la dirección correcta?

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El hombre fornido miró a su compañero —ambos tan envueltos en prendas de
abrigo que no había mucha diferencia entre ellos, salvo el tamaño y la forma—, y le
dedicó una sonrisa de complicidad.
—Está tan lejos de la dirección correcta como puede estarlo, amigo —dijo el que
era algo más pequeño de los dos, al tiempo que señalaba la dirección desde la que
Dane había llegado—. Tiene que volver todo recto en esa dirección.
Dane hizo todo lo posible por actuar como un turista desconcertado, y miró hacia
atrás.
—Vaya, ¿qué te parece…?
Ambos guardias se relajaron, aunque no de una manera perceptible para un
humano normal. Dane reparó en que sus músculos se aflojaban levemente debajo de
las capas y más capas de ropa, y que las manos perdían tensión.
Dane decidió sondear un poco las aguas.
—¿Y qué hay, saliendo por aquí, entonces? —dijo, señalando más allá de ellos.
El hombre más corpulento perdió interés en la conversación y se puso a golpear
las enguantadas manos una contra otra para crear un poco de calor corporal. El otro
se encogió de hombros.
—Nada más que un montón de… nada congelada —respondió.
—¿Nada? —repitió Dane, como si no creyera que ello fuera posible.
—Hay algunas lomas y el océano no mucho más allá, pero me comeré el
sombrero si puede encontrar un árbol en veinticinco kilómetros en esa dirección —
dijo.
Dane asintió, mientras repasaba mentalmente algunos hechos referentes al ataque
anterior. La mayoría de los vampiros habían llegado del este y del sur. ¿Era posible
que fuese allí dónde se ocultaba Stella? Desde luego, no estaba en el poblado. Tal
vez, ella y Eben (si aún andaba por ahí) habían encontrado en la tundra helada algún
sitio en el que esconderse.
Dan les dio las gracias a los guardias del puesto de control y se volvió por donde
había llegado. Cuando hubo recorrido unos cien metros, más o menos, miró
rápidamente de un lado a otro para asegurarse de que nadie lo observaba, y luego
tomó impulso y saltó la alambrada con un grácil giro del cuerpo, casi de saltador
olímpico, para caer al otro lado del perímetro cercado de Barrow.
Miró hacia el oscuro horizonte, se volvió a echar una última mirada al poblado. Y
luego corrió a toda la velocidad posible hacia la oscuridad.

Dane avanzó en medio de la nada durante un rato, antes de detenerse y mirar atrás.
Barrow era todavía algo visible para su aguda visión nocturna.
De repente, allí estaba: una presencia cercana que se movía en círculos. Cuando
intentaba determinar quién o qué era, no podía.
Luego la presencia se dividió para convertirse en dos, que continuaron

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moviéndose en círculos.
Dane se preparó para la lucha. Estaba seguro de que se trataba de su propia raza.
Sólo ellos podían acercársele tanto sin que los detectara antes. Pero no sabía si se
trataba de Stella y Eben.
¿Era posible que hubieran perfeccionado sus habilidades con tanta rapidez? No
era algo sin precedentes. Algunas personas habían nacido para ser no muertos.
El viento arreció, y la cara y los ojos de Dane fueron bombardeados por esquirlas
de hielo mientras intentaba distinguir las siluetas que avanzaban hacia él. Eran
siluetas humanas, pero no podía distinguir mucho más que eso, así que alzó las
manos, en espera de que se produjera el ataque.
Entonces, una de las siluetas se detuvo.
—¿Dane?
En un instante, Dane se relajó y en su cara apareció una sonrisa de satisfacción.
Era ella.

—¿Stella?
La esbelta silueta, la postura que adoptaba con el peso cargado sobre la pierna
izquierda, la cadera ladeada, el modo en que su cuerpo llenaba los tejanos ajustados,
el pelo rojo corto y de punta… Llevaba un grueso jersey amarillo con trenzas,
ajustado en la cintura.
Era Stella Olemaun.
Entonces, ella atravesó la niebla de la tormenta y Dane le vio la cara, vio el
reconocimiento que afloraba a sus ojos gris azulado, vio los labios que se separaban,
la boca que se abría, y se sintió como si una mula le hubiera coceado el estómago con
ambas patas.
—¿Dane? ¿Qué diablos estás haciendo aquí?
Él se encogió de hombros intentando adoptar un aire despreocupado.
Probablemente no lo logró del todo.
—Es una larga historia.
Desde el principio había esperado encontrarla por aquella zona, ya que por la
comunidad vampírica había corrido la voz de que ella y su marido Eben habían
regresado, ambos como vampiros plenamente desarrollados, y que entre ellos, casi en
solitario, habían salvado al poblado de otro ataque.
Hasta aquel momento, Dane no había tenido la oportunidad de comprobar si ella
seguía allí, antes de que aquel gilipollas de Paul Norris casi le volara la cabeza. E
irónicamente, aquello también había sido por Stella.
Sin embargo, allí estaba, la singular y única Stella Olemaun, en el salvaje
territorio abierto de Alaska.
No había previsto el efecto que tendría sobre él el hecho de volver a verla.
Cuando conoció a Stella, había pasado un siglo y medio desde que había sentido

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algo parecido al amor. Había tenido que dejarla ir. No había sido fácil, pero,
maldición, pensaba que lo estaba sobrellevando. Y en ese momento… en ese
momento todo aquello salió volando por la ventana. Tenía ganas de tomarla entre los
brazos, llevársela de vuelta al hotel.
—Bueno, siempre me han gustado las buenas historias —replicó ella, al fin.
Pero ¿por qué no quería acercársele?, ¿por qué se mantenía apartada de él?
Entonces vio que Stella movía levemente la cabeza hacia la silueta que permanecía
un par de pasos por detrás de ella, caminando en círculos, y que se había detenido y
acudido a su lado cuando Dane pronunció su nombre.
Era un tipo robusto, con hombros inclinados, pelo corto y cara alargada llena de
cicatrices.
Clavó en Dane una mirada fija y penetrante.
—Dane, ¿eh? —comentó el hombre—. Eben. Eben Olemaun.
El marido. El hombre por el que Dane había renunciado a ella, a pesar de que, en
aquel momento, Eben no era más que una caja llena de cenizas. En un increíble
despliegue de valentía, Eben se había transformado a sí mismo para poder luchar
contra Vicente y salvar lo que quedaba de Barrow durante el primer asalto, en 2001.
Aunque era cierto que no había comenzado así la cosa (una subestimación de la
realidad), Dane había acabado por ayudar a Stella a recuperar las cenizas de Eben,
que estaban en poder de Lilith, y le había explicado cómo podría, tal vez, usar esas
cenizas para devolver a Eben a la vida.
Después pensó que nunca había cometido un error más grande. Sin esas cenizas y
la esperanza que ofrecían, quizá Stella se hubiera quedado con él. Quizá. A fin de
cuentas, él era quien había hecho que Stella pensara de modo diferente acerca de los
vampiros, en una época en la cual lo único que a ella le interesaba era poner en
práctica toda clase de métodos nuevos y creativos para desenmascararlos y
destruirlos.
Pero nunca habría podido ser. Así que Dane se juró olvidar a Stella. Por su propia
cordura.
Hasta ese momento, por supuesto.
Eben echó a andar, bajando por la inclinada superficie nevada al tiempo que le
tendía una mano. En su dañado rostro apareció una sonrisa. Dane extendió la mano
con expectación.
—Stella me lo ha contado todo sobre ti —dijo Eben al aproximarse—. Y me
refiero a todo.
Cuando llegó hasta Dane, Eben cerró la mano para formar un puño, lo echó atrás,
y lo lanzó en un feroz golpe descendente que colisionó con el mentón de Dane. La
cabeza de Dane salió despedida hacia atrás. Casi perdió pie, pero se recuperó justo a
tiempo de ver que Eben le dirigía un gancho de izquierda.
Dane levantó un brazo para detener el golpe. El puño de Eben se estrelló contra él
como una bala de cañón. El impacto derribó a Dane sobre la nieve.

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«Dios mío, sí que es fuerte».
—¿Querías matarme? —gruñó Eben—. ¿Delante de ella? Levántate, ésta es tu
gran oportunidad… ¡He dicho que te levantes!
Dane no quería aquello. No era la razón por la que había ido allí.
—Escucha, Eben —dijo, mientras recuperaba el equilibrio y se preparaba para
otro ataque—. ¡Eben, espera!
—¡Le-ván-ta-te! —La palabra apenas había acabado de salir de la boca de Eben
cuando se lanzó hacia Dane. Los dos hombres continuaron luchando por el territorio
desolado hasta que Dane se torció un tobillo y cayó. Eben se le echó encima y
comenzó a descargar sobre él una lluvia de rápidos golpes.
Dane se defendió y le asestó un par de buenos golpes, puñetazos que habrían
matado a un humano. Tal vez incluso a algunos vampiros.
Pero no a Eben. Cuanto más luchaba, más se encolerizaba. Cuanto más se
encolerizaba, más fuerte se hacía.
Mientras intentaba encajar el castigo que llovía sobre su cuerpo, Dane tuvo una
repentina comprensión de lo que sucedía con Eben. Por supuesto, era algo que tenía
que haber poseído en su forma humana, aun antes de ser transformado, aunque no se
habría manifestado hasta después. O al menos eso decían las historias, ya que, como
sucedía con la mayor parte de las cosas de los vampiros, jamás se había hecho nada
parecido a un estudio científico.
En vida, según había oído Dane, Eben había sido un luchador. Ese mismo rasgo
permaneció con él después de la vida; la leyenda decía que tal característica lo
convertiría en un combatiente más poderoso y temible cuando lo alimentara la cólera.
«Muy propio de mi suerte, que sea yo el único con quien está cabreado…».
Años antes, el segundo mordisco que Dane había recibido de Marlow había
aumentado su fuerza hasta niveles casi inauditos, pero Eben estaba aporreándolo
como si se tratara de Mike Tyson y Dane no fuera más que un saco de boxeo.
Pero Eben había estado muerto —completamente muerto, quemado hasta quedar
reducido a cenizas— durante un año y medio antes de su resurrección. ¿Era posible
que eso, de algún modo, hubiera mejorado sus capacidades?
Reuniendo hasta la última pizca de fuerza que pudo, Dane se quitó de encima a
Eben y logró ponerse de pie, después se sacudió la nieve de encima. Confuso y
ensangrentado, sabía que al día siguiente estaría dolorido.
—Eben… ¡Eben! —Stella avanzó hacia los dos—. Basta ya, Eben. Tú también,
Dane. Estáis actuando los dos como un par de críos.
—Por mí, encantado —asintió Dane mientras se limpiaba sangre de los labios—.
¿Tregua?
Eben le dirigió una mirada salvaje.
—Que te jodan —le escupió, y se volvió hacia Stella—. De todos modos, lo más
probable es que haya venido buscándote a ti.
—Él sabe que eso no es posible —replicó Stella.

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—Lo que tú digas. —Se volvió otra vez hacia Dane, con una sonrisa malvada que
dejaba al descubierto los largos dientes—. Lo siento, tío, no nos gusta que anden
chupasangres por aquí.
¿Qué? Hablando de la sartén que le dice al cazo que se aparte porque lo tizna… Y
Eben no sólo había vuelto como vampiro, sino que, obviamente, se había alimentado
de Stella, la había transformado, el máximo acto de egoísmo, en opinión de Dane.
Después de todo, Dane no había transformado a Vanessa Steward, a pesar de que no
quería dejarla atrás.
Pero, por otra parte, Stella sabía lo que le esperaba con Eben. Ella fue quien
decidió hacerlo volver. Al hacerlo, había aceptado todos los riesgos hasta su última
consecuencia. Dane se preguntó qué clase de tensión había añadido eso a la relación.
A Dane le habría encantado enterarse de cómo estaba sobrellevando Stella la
ironía de haber sido transformada, después de todo el daño que le había causado a la
comunidad vampírica cuando era humana.
—Somos algo así como un caso especial en Barrow —dijo ella—. Exentos por
preexistencia, podría decirse.
—Ya he oído los rumores —replicó Dane—. Creedme, después de la última vez,
no habría venido aquí si hubiese podido evitarlo.
—¿Y por qué has venido, entonces? —preguntó Eben—. ¿Y cuándo te
marcharás?
—No conozco la respuesta para eso último —replicó Dane—. He venido porque
Bork Dela…
—¿Quién? —preguntó Eben, con un desprecio apenas disimulado en la voz.
—Un… tipo muy desagradable que ha estado asesinando y secuestrando gente en
Savannah, convirtiendo todo el asunto en un gran espectáculo. Los medios de
comunicación incluso le han dado uno de esos nombres de asesino en serie con los
que les encanta denominarlos. El Verdugo. Adiviné que se trataba de un vampiro, y
sus acciones amenazaban con dejarnos a todos al descubierto… Y me puse a indagar
en el caso y lo descubrí. Dijo que «en el norte» había algo en marcha que haría que el
primer ataque contra Barrow pareciera algo insignificante.
—¿Qué? ¿Y dijo de qué se trataba? —preguntó Stella.
—No pude sacarle nada más —replicó Dane—. Así que me di cuenta de que tenía
que venir hasta aquí para asegurarme de que no hablaba de otro ataque contra
vosotros.
—Eso ya lo han intentado —afirmó Eben—. No creo que tengan mucha prisa por
repetirlo.
—Lo sé, créeme —asintió Dane al recordarlo—. Pero éste fue el único punto de
partida que se me ocurrió.
El rostro de Stella había adoptado una expresión pensativa. Al mirarla, Dane
volvió a quedar fascinado por su frágil belleza, la gracia con que se movía.
—Gracias por la advertencia —dijo—. Permaneceremos alerta.

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—Lo cual significa que puedes marcharte —remachó Eben.
Dane negó con la cabeza.
—Todavía no. No sé si se trata de Barrow o de otra cosa. No tengo mucho por lo
que guiarme, pero no puedo marcharme hasta haber indagado por aquí un poco más.
No puedo dejar pasar esto sin más.
—Si descubres algo, Dane, háznoslo saber —dijo Stella.
—Lo haré. ¿Haréis vosotros lo mismo?
—No te pases —rezongó Eben—. Tienes suerte de que no esté atándote a unas
estacas en el suelo, ahora mismo. El sol saldrá dentro de unos cuarenta minutos.
¡Qué noble! Eben no sólo le había perdonado la vida, sino que le daba una clara
advertencia sobre la salida del sol.
A Eben no le gustaba el hecho de que Dane estuviera en Barrow, y lo había
dejado más que claro, aunque «no le gustaba» era probablemente expresarlo con
demasiada suavidad. ¿Acaso no entendía que Dane compartía sus mismos intereses?
Puesto que Stella se lo había contado todo, según había dicho él mismo, sin duda
también le contó que Dane se había enemistado con la mayoría de los vampiros.
Dane no quería que la raza se extinguiera. Ni tampoco, esperaba, lo querían los
ahora vampiros Stella y Eben.
Dane estaba obsesionado con su deseo de hacer que los vampiros acabaran con
los asesinatos desenfrenados, y nada deseaba más que un cambio universal en la
visión que tenían de la humanidad. Lucharía por esos ideales. ¿Era eso lo que
también motivaba a Stella y Eben? ¿Estaban del mismo lado, tal vez? Si algo así era
posible.
Stella le estrechó la mano. Él habría preferido un abrazo, pero era probable que
eso hubiera vuelto a poner furibundo a Eben, que no le ofreció la mano, ni tampoco
Dane a él, sino que ambos se dedicaron un seco asentimiento de cabeza al separarse.
Dane volvió a toda prisa al poblado para refugiarse en el hotel, al que llegó
apenas a tiempo para pasar las horas de luz diurna.
En la habitación, se llevó la mano derecha a la nariz, donde percibió un leve
rastro del aroma de Stella. Aún podía recordar su sabor, la primera visión que tuvo de
su cuerpo desnudo, el modo en que ella se movía cuando lo tenía dentro.
Y ahora era una no muerta. Mientras ella había sido humana y él vampiro, no
había existido para ellos futuro real alguno.
Ahora —si era lo que ella quería— podrían tener la eternidad para sí.
Literalmente, la eternidad. Se dio cuenta de que nunca había deseado nada con tanta
fuerza. Y nunca podría pedirlo. No mientras ella tuviera a Eben.
Se quedó sentado en la habitación oscura, con la vista fija en la pared.

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19
Después de ponerse el sol, Dane volvió a salir, y esta vez deambuló por las calles.
Para explorar el terreno, por así decirlo. Localizó el banco de sangre que había
encontrado en el listín telefónico del hotel. Ante la puerta había dos guardias
armados.
Así pues, parecía que la alimentación iba a ser un problema cuando hubiese
acabado con las provisiones que había adquirido en Fairbanks. No podía arriesgarse a
matar, no allí, precisamente. Y, al parecer, no podría escamotear una o dos botellas de
grupo O del banco de sangre. Tendría que salir fuera del poblado, supuso, cazar
animales salvajes. Podía vivir durante un tiempo con sangre animal, pero se sentiría
debilitado y con náuseas. Era un sustituto de pésima calidad, aunque era mejor que
pasar hambre.
Dane calculaba que la temperatura nocturna andaba por los treinta y cinco grados
bajo cero. Llevaba una parka roja de nilón sobre un jersey; era más de lo que
necesitaba, pero estaba desesperado por no llamar la atención, y al subirse la capucha
para defenderse del viento helado que atravesaba el poblado, también contribuía a
camuflarse.
Vio que había pocas personas por el exterior, la mayoría armadas con escopetas,
o, al menos, con pistolas semiautomáticas. Un oso de neón azul llamó su atención
hacia un local llamado Polar Bar, que resplandecía con las luces del interior. Intentó
tragarse la ansiedad que le provocaba meterse en medio de la población local, y
empujó la pesada puerta de madera.
Una máquina de discos reproducía música country. Los clientes —sobre todo
hombres blancos, aunque no exclusivamente— estaban sentados en apartados,
inclinados sobre los refrescos o el café y la comida caliente que tenían delante, sobre
la mesa. Un tipo alegre que llevaba un delantal blanco lleno de manchas secaba platos
detrás de la barra, y cuando entró Dane, alzó hacia él un vaso vacío.
—Bienvenido —lo saludó—. Siéntese donde quiera.
—Gracias —respondió Dane. Esperaba que no se le notara el creciente
nerviosismo. Encontró una mesa cerca de la ventana. En el interior, las paredes
estaban recubiertas con paneles de nudosa madera de pino, y el suelo con linóleo a
cuadros blancos y negros, pero la madera quedaba casi por completo oculta por
fotografías y objetos aparentemente aleatorios: una zapatilla blanca de tenis para
niño, un trombón, un fusil que tenía el cañón doblado en un ángulo de noventa
grados, y mucho más. En algún momento de la década anterior habían colocado luces
de Navidad rojas y verdes en torno al perímetro del techo, y se habían olvidado de
ellas; se habían decolorado hasta ser casi blancas, y había el mismo número de
fundidas como de encendidas. Los tubos fluorescentes desnudos del techo
alumbraban el local como para desterrar cualquier posible sombra. Las luces eran
demasiado fuertes para los ojos de Dane, pero no le causarían daño como las

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malintencionadas UV.
El tipo del delantal dejó la carta sobre su mesa. Parecía un oso polar parcialmente
afeitado, corpulento y con pelo y barba blancos de Santa Claus.
—¿Le traigo algo para beber?
—Sólo café —pidió Dane. Le había gustado cuando era humano, y ahora su
estómago lo toleraba bien cuando era necesario. Siempre que pudiera echarse al
coleto un poco de sangre después, antes de que pasara mucho tiempo. En caso
contrario, le resultaba demasiado ácido y le provocaba ardor de estómago. Empujó la
carta de vuelta hacia el camarero—. Con eso me bastará por ahora, gracias.
—Pues un café —asintió el tipo—. ¿Nuevo en el pueblo?
—De visita —replicó Dane—. Siempre había oído hablar de él, así que tenía
ganas de ver cómo era. Antes de que se ponga del todo el sol.
—Buen plan —le dijo el tipo, y se marchó en busca del café. Cuando se lo llevó,
dentro de una gruesa taza de porcelana blanca, estaba humeante. La leche y el azúcar
ya estaban sobre la mesa, pero Dane no los tocó siquiera. En todo caso, habría
ayudado un poco de hemoglobina, pero no tenían.
Mientras bebía pequeños sorbitos, Dane observó las paredes con mayor atención.
Poco a poco se dio cuenta de que el lugar era prácticamente un santuario dedicado al
primer ataque contra Barrow. Las fotos enmarcadas en negro debían ser de los
difuntos. Otras, según pensaba, eran de supervivientes. Se habían tomado fotografías
de todo el pueblo después del ataque, las cuales mostraban el alcance de la
destrucción causada por el fuego y la explosión. En algunas fotografías se veían
supervivientes que formaban pequeños grupos y sostenían las armas en actitud
desafiante.
En la pared que tenía detrás, donde no había ventanas, habían rodeado la más
grande de las fotografías con las lucecillas festivas, como para enmarcarla. Con los
oblicuos rayos del sol iluminándolos por un lado, Stella y Eben Olemaun le sonreían,
ataviados con uniformes de sheriff limpios y almidonados y cogidos de la mano.
—Ésos son Eben Olemaun y su mujer, Stella —dijo un hombre al ver que Dane
miraba la foto—. Habían sido representantes de la ley aquí. Héroes locales, los dos.
Dane se volvió a mirar al que hablaba. Tenía la cabeza afeitada y llevaba una
camiseta ajustada sobre los abultados pectorales y enormes bíceps. Había colgado la
parka del respaldo de la silla. Le rodeaba el cuello una tira de cuero de la que colgaba
lo que Dane sólo pudo suponer que era, increíblemente, un colmillo de vampiro.
Delante de él había un almuerzo casi del todo consumido.
—Eso he oído —replicó Dane.
—¿Ha oído hablar de ellos? —El tipo pareció sorprendido.
—Bueno, ella escribió un libro, ¿verdad?
—30 días de noche —dijo el tipo—. Pero también tengo entendido que era una
novela, supuestamente.
—No parecía de ficción —replicó Dane—. Quiero decir que un buen escritor

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puede hacer que los hechos parezcan ficción, a veces, pero ése… daba la sensación
de que era real. Tal vez no en todos los detalles, pero sí en los suficientes. A fin de
cuentas, ahí están, ¿verdad? Marido y mujer con el uniforme de sheriff. Tal y como lo
cuenta en el libro.
El tipo fornido le tendió a Dane una mano abierta.
—Me llamo Andy Gray —dijo—. Encantado de conocerlo.
Dane le estrechó la mano. La presa era poderosa para ser de un humano.
—Yo soy Dane —dijo.
—¿Quiere sentarse conmigo, Dane? Yo mismo soy relativamente nuevo aquí. Si
tiene alguna pregunta o algo…
Dane se trasladó con el café a la mesa de Andy Gray.
—Gracias —dijo. Tenía muchas preguntas, pocas de las cuales se atrevería a
formular. Había estado sintiéndose extrañamente inquieto, y el hecho de estar allí, en
medio de una gente a quien nada le gustaría más que destruirlo, sin tener una idea real
de por qué había ido allí ni de cómo averiguarlo, lo desequilibraba todavía más—.
Supongo… que no sabía muy bien qué esperar, cuando llegué.
—Por aquí la gente se prepara para pasar el invierno —afirmó Andy con una
ancha sonrisa—. Pero bueno, hay caza, pesca… El calentamiento global está
convirtiendo todo esto en un infierno, en algunos sentidos… El hielo se funde
demasiado pronto, y los inupiat de por aquí se las ven y se las desean para adaptar su
temporada de pesca a las condiciones constantemente cambiantes. Pero aún se puede
echar el anzuelo y pescar algo de vez en cuando, y si va un poco más hacia el interior,
hay mucha buena pesca de río. Se puede ir en moto de nieve, si es lo que le gusta. Y,
por supuesto, está la belleza natural de la zona, las auroras boreales, la observación de
la vida salvaje, ese tipo de cosas. Como ya le he dicho, soy bastante nuevo por aquí,
pero me he encariñado con esto bastante rápido.
Dejó de hablar durante el tiempo suficiente para comer un poco de pastel de carne
con puré de patatas, y hacerlo bajar todo con Coca-Cola.
—No estoy seguro de cuánto tiempo voy a quedarme —admitió Dane—. Espero
tener tiempo para hacer algunas de esas cosas.
—Bueno… hágalas antes de que llegue la oscuridad —le aconsejó Andy,
mientras masticaba. Se limpió la boca con una servilleta—. Resulta difícil hacer
cualquiera de esas cosas a oscuras. Salvo mirar las auroras boreales, supongo.
Dane acabó el café y depositó la taza sobre la mesa, para luego dejar un par de
dólares junto a ella. Percibía que Andy era mucho más de lo que dejaba entrever. El
hecho de que llevara un colmillo como un distintivo de honor significaba algo por sí
mismo.
—Gracias por la información —dijo—. Se lo agradezco de verdad. —Hizo una
pausa—. Supongo que debería habérselo dicho de entrada: sí que conocí a Stella
Olemaun.
Los ojos de Andy Gray se abrieron con sorpresa, aunque logró con mucha

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maestría que esa expresión no le invadiera el resto de la cara.
—¿De verdad? ¿Lo dice en serio?
Dane saludó al camarero de la barra cuando se dirigía hacia la puerta, y luego se
detuvo a medio salir y le sostuvo la mirada a Andy.
—Así es —afirmó—. Estoy en el hotel Cima del Mundo, por si quiere seguir
hablando, más tarde.
Andy le respondió con un asentimiento de cabeza y Dane abandonó el local. El
aire era un poco más frío, pero las luces del poblado mantenían alejada la oscuridad.

Andy Gray observó cómo el hombre que decía llamarse Dane salía por la puerta del
Oso Polar y desaparecía. «Ese tipo tiene algo…». No podía precisarlo, pero,
definitivamente, había en él más de lo que se percibía a simple vista. Tocó el colmillo
de Paul Norris que descansaba sobre su pecho. No podía ser un vampiro, de ninguna
manera, no allí, en el corazón de Barrow. En todo caso, no tenía aspecto de serlo: sin
colmillos, tonos de piel humana normales…
Pero había que tener en cuenta que era de noche. Andy no había sido capaz de
adaptarse a los períodos de sueño normales desde que había llegado a Barrow, algún
tiempo atrás. Por suerte, había abundancia de locales que abrían hasta tarde, como ése
en el que se encontraba, donde uno podía almorzar a medianoche o a la una de la
madrugada.
Y Dane tampoco había comido nada. Había tomado café. Andy cogió la taza y la
olió. Simple café. Solo.
Habían pasado un par de años desde que había sido agente del FBI en activo, pero
resultaba difícil perder algunos hábitos. Andy era suspicaz por naturaleza, y los años
de formación en la Agencia habían intensificado ese rasgo. Acabó el almuerzo y miró
el reloj de pulsera. Hora de tomar otra coca-cola antes del ejercicio. Desde su traslado
a Barrow, había comenzado con un régimen de gimnasia que excedía con mucho el
poco ejercicio que había hecho antes, en su antigua vida, cuando Paul Norris aún
estaba vivo, al igual que la mujer de Andy, Mónica, y sus dos hijas, Sara y Lisa.
Andy no había muerto y resucitado como les sucedía a los vampiros, pero había
una línea divisoria igualmente determinante entre su vida anterior y su nueva vida, y
esa línea era el día en que había despertado y descubierto que su familia había sido
asesinada mientras él dormía la mona en el despacho que tenía en su casa.
Durante mucho tiempo había pensado que esa línea era el día en que Paul se había
transformado en vampiro. Paul había sido su amigo más íntimo, su compañero, y, en
muchos sentidos, había querido a Paul más de lo que jamás había querido a Mónica.
Al final, sin embargo, el tiempo le había demostrado que se equivocaba. La
transformación de Paul había trastornado su vida, la había vuelto del revés y había
removido toda la mierda. Pero Andy se había refugiado en la bebida, el trabajo y la
investigación, ocultándose de sus propios sentimientos, de la vida real. Fue cuando

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Paul mató a Mónica y a las niñas —inculpando a Andy de los asesinatos—, que se
libró de esas ataduras y comenzó a transformarse en la persona en que se había
convertido.
Cuando, después de meses de huir, Andy, junto con John Ikos, mató a Paul en los
campos de las afueras de Barrow, supo que estaba completo y que por fin había
encontrado un sitio al que poder llamar hogar.
Entonces había comenzado a reconstruirse físicamente. Cuando miraba
fotografías suyas anteriores —delgado y regordete al mismo tiempo, blando y
amarillento—, apenas sí se reconocía. No era ése el hombre que le devolvía la mirada
desde el espejo. El del espejo era fuerte, un tipo lleno de energía y determinación.
Había dejado a un lado las cosas que no importaban —cabello, miedos, debilidades
—, y trabajado para consolidar las que sí tenían importancia.
Pagó la comida y salió para encaminarse hacia la camioneta GMC que había
comprado. Tracción en las cuatro ruedas, equipo estéreo aceptable, un consumo por
kilómetro que era una mierda, pero era de allí de donde salía la gasolina, ¿verdad?
Pensar en John Ikos hizo que tuviera ganas de ver al trampero para hablarle del tipo
al que acababa de conocer. John era el más veterano del lugar. Si Dane tenía algún
significado en aquel lugar, él lo sabría.
Una cosa era buscar a Ikos, y otra, por supuesto, era encontrarlo. Vivía en los
territorios salvajes y bailaba sólo al ritmo de su propia música. Andy salió por la
puerta principal del poblado y se apartó de la carretera pavimentada para entrar en el
camino de tierra lleno de roderas que conducía a la cabaña de John. Los faros
delanteros abrían túneles gemelos en la negrura. El viento levantaba nubes de nieve
que lanzaba contra él.
La cabaña del trampero, excavada en la ladera de una loma baja y camuflada por
ventisqueros perpetuos, estaba vacía. Andy regresó a la camioneta. John se negaba a
llevar teléfono móvil, y, de todas formas, no había cobertura a esa distancia del
poblado. Andy escribió una breve nota para decirle a John que quería verlo y la clavó
a la puerta de la cabaña con una grapa que arrancó de una revista de armas de fuego
que llevaba debajo del asiento.
Había recorrido un kilómetro y medio de vuelta al poblado cuando los focos
iluminaron dos formas que parecían diminutas en la vasta inmensidad.
La más alta era John Ikos.
Andy no sabía quién era la más pequeña, pero, con independencia de quién o qué
fuera, estaba haciéndole pasar un mal rato a John, debatiéndose, pateando y
golpeando al corpulento trampero con puños diminutos.
«Parece que John ha vuelto a salir de caza. Esta vez ha atrapado una presa viva».

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20
Andy detuvo la camioneta a unos cincuenta metros de Ikos, salió y se situó delante de
los faros de modo que el trampero pudiese identificarlo.
—¡John! —gritó, al tiempo que agitaba los brazos.
Ikos le respondió agitando brevemente la mano izquierda, pero quienquiera que
tuviese sujeto aprovechó ese momento para zafarse de su presa y huir en desesperada
carrera.
—¡Mierda… Píllalo! —gritó Ikos.
Andy comenzó a correr para interceptar a la persona más menuda —parecía un
crío—, que viró para alejarse de él en un ángulo de unos treinta grados. John corrió
tras el chiquillo, un poco hacia su derecha, para dirigirlo hacia Andy, cuyos pies
hacían crujir la nieve muy compactada; el aire frío que inspiraba le causaba dolor en
los pulmones. Con Ikos corriendo a toda velocidad detrás de él, el chaval no tuvo más
alternativa que ir en dirección a Andy. O al menos pasar lo bastante cerca de él como
para que Andy pudiera atraparlo tras efectuar un viraje de último momento.
Saltó y agarró al chiquillo por las piernas. Ambos cayeron sobre un duro montón
de nieve.
Cuando Andy se medio incorporó para asegurar su presa, ésta se volvió para
gruñirle, y dejó a la vista unos largos dientes blancos y ojos enloquecidos. Entre los
dientes rechinantes salían volando gotas de saliva.
—¡Joder! —exclamó Andy—. ¡Vampiro! —Casi se meó encima a causa de la
instantánea ola de terror puro que lo inundó; nunca se habituaría a verlos. Había
dejado las armas de fuego en la camioneta. El chiquillo, que no podía tener más de
trece años, ni medía más de un metro cincuenta, intentó arañarlo con las garras. Andy
no quería soltarlo, pero tampoco quería que aquellos colmillos se clavaran en su
carne. Mantuvo bien sujeto un pie del muchacho, con el brazo estirado. El chaval
vampiro intentaba liberarse de su mano, al tiempo que se doblaba por la cintura con
la esperanza de alcanzar a Andy con las garras.
Andy retrocedió arrastrándose de culo a toda prisa, dando pequeños saltitos para
mantener al chiquillo a distancia, remolcándolo por el tobillo y preguntándose qué se
había hecho de John. Al final, se dio cuenta de que John estaba a pocos pasos detrás
de él, riendo sonoramente.
—¡John, haz algo! —gritó.
John estrelló la culata de la escopeta contra el cráneo del chaval, y al monstruo se
le aflojó la boca, los ojos se le pusieron en blanco, y cayó de espaldas sobre la nieve.
—¡Joder! ¡Vampiro! —lo imitó John, apenas capaz de recobrar el aliento entre
rugientes carcajadas—. ¿Qué pensabas que había atrapado, sólo un chaval?
—Sé que sueles cazar vampiros —replicó Andy mientras se ponía de pie—. Es
sólo que no esperaba uno tan pequeño.
—Si te muerden, da igual lo grandes que sean y la edad que tengan, porque

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también pueden convertirte en uno de ellos.
El chaval vampiro se movió y luego se levantó de un salto, bufando y babeando
sangre.
—Tienes que cortarle la cabeza —dijo John—. Acaba con él de una vez. Le
pegaría un tiro, pero ando escaso de munición; necesito hacer un viaje al pueblo.
—Bueno, no llevo nada encima —dijo Andy—. No pensaba que esto fuera a ser
una expedición de caza; yo sólo venía a buscarte.
John sujetó con firmeza su cinturón y abrió el cierre de la vaina que colgaba de él,
de la que sacó un cuchillo de caza. Andy calculó que la hoja, de lomo serrado, tenía
unos veinte centímetros de largo. John se lo entregó.
—Toma. Usa esto.
Andy le dio la vuelta al siniestro cuchillo. John volvió a golpear al chaval con la
culata de la escopeta, y éste —que no era ni remotamente tan fuerte como un vampiro
adulto, al parecer— volvió a caer de espaldas. Andy alzó la mirada hacia el alto
cazador barbudo. Con el maltrecho abrigo de piel y la desgreñada melena, se parecía
a una de las criaturas a las que tal vez cazaba antes de que dedicara su atención a los
vampiros. John le hizo un asentimiento de cabeza. Andy sabía qué significaba: quería
que él llevara a cabo la decapitación, y que lo hiciera antes de que el muchacho
volviera en sí otra vez.
«Vampiro, no chaval, vampiro, no chaval», repitió para sí Andy. No podía
permitirse pensar que aquel chupasangre era en algo diferente del resto sólo por el
hecho de que fuese más joven. Tal vez no hacía mucho tiempo que el chaval era así,
quizá lo habían transformado hacía poco —eso podría explicar su extraño
comportamiento—, pero no tardaría mucho en pillarle el tranquillo a la vida de
vampiro. Una vez que lo hiciera, mataría y se alimentaría igual que los otros.
Andy se arrodilló junto a él y sintió que la nieve le empapaba los tejanos. Al
parecer, el vampiro seguía inconsciente. Con mano temblorosa, Andy apoyó el
cuchillo contra la delgada garganta del chaval.
El vampiro sufrió un espasmo y estiró una pierna con brusquedad. Su párpado
derecho empezó a temblar.
—Será mejor que lo hagas de una vez —le advirtió John.
—¡Ya lo sé! —gritó Andy, que ejerció más presión con la hoja del cuchillo—.
¡Maldición! —La pálida piel cedió bajo el filo de acero. Empujó con más fuerza aún,
y vio formarse gotitas de sangre que luego corrieron por el cuello del vampiro en
finos hilillos. El vampiro lanzó un gritito, como el maullido de un gatito recién
nacido. Andy se mordió el labio inferior y se apoyó sobre la hoja.
La sangre le salpicó las manos y los brazos. Los ojos del vampiro se abrieron de
repente. Andy cortó con mayor rapidez.
Unas manos de dedos delgados le aferraron la muñeca. Andy se inclinó sobre el
vampiro para descargar todo su peso sobre la hoja. Se oyó un crujido de hueso al
partirse. En su brazo se clavaron las puntas de los dedos provistos de garras.

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—¡John!… ¡Por el amor de Dios!
—Estás haciéndolo muy bien, Andy. Acábalo.
—¡Lo estoy intentando! —Andy continuaba cortando el cuello del monstruo
como si fuera un trozo de carne recalcitrante y él un carnicero airado. Atravesó
tendones, músculos y trozos de hueso, y por fin el cuchillo penetró en la nieve de
debajo, ya empapada de sangre caliente.
El vampiro sufrió un par de espasmos, con los ojos pardos aún abiertos y mirando
fijamente las estrellas. Andy se estremeció, soltó un suspiro, arrojó el cuchillo a un
lado, y se puso a recoger nieve limpia para quitarse la sangre de las manos.
John se inclinó para recoger el cuchillo.
—No ha sido tan malo, ¿verdad?
—Vete a la mierda —le espetó Andy. Tenía ganas de vomitar—. Era sólo un
chiquillo.
—No era un chiquillo, Andy. Era un vampiro. No es lo mismo.
—Sí, lo sé —replicó Andy, mientras frotaba la nieve a lo largo de los brazos—.
Pero sigue siendo una sensación desagradable. No consigo sobreponerme.
John limpió la hoja en el abrigo y devolvió el cuchillo a la vaina, antes de cerrarle
la solapa.
—Has cambiado mucho desde que te conocí, agente Gray. Apenas te reconozco
como el capullo que eras cuando llegaste a Barrow. Si quieres que te diga la verdad,
ni por un momento he pensado que fueras a hacerlo.
—¿Y por qué me diste el cuchillo, entonces?
—Tenía que averiguarlo con certeza, ¿vale?
—Por Dios, John, podría haber habido una manera mejor.
—Yo no conozco ninguna.
Andy se puso de pie, sacudiéndose la nieve de los brazos y las piernas. Tenía los
tejanos empapados y empezaba a sentir frío.
—Sí, ya, nunca me ha dado la impresión de que seas un tipo imaginativo.
—Tal vez no, pero me gustaría pensar que soy la hostia de práctico —dijo John.
Se puso a recoger leña de los árboles cercanos, y a apilarla cerca del cadáver. Andy lo
imitó, aunque aún seguía cabreado por el hecho de que John lo hubiera puesto a
prueba de esa manera.
—¿Me estabas buscando? —le gritó John mientras recogía unas ramas de buen
tamaño.
—Sí —respondió Andy. Comenzó a apilar la leña que habían encontrado para
formar una especie de pira, con la más fina en la parte inferior. Sacó un encendedor
del bolsillo; ya no fumaba, pero en ese lugar no era bueno que te pillaran sin fuego.
Acercó la llama a la leña fina hasta que unas llamitas comenzaron a danzar sobre las
delgadas ramas que crepitaron con suavidad. Mientras prendían, él se retiró un poco
para evitar que el humo le entrara en los ojos, y se quedó mirando cómo el fuego
empezaba a crecer.

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—¿Por alguna razón en particular?
—He conocido a un tipo extraño en el Polar Bar. Dijo que conocía a Stella
Olemaun… Tenía algo que me pareció raro. Me hizo pensar en Paul… La misma
situación, casi.
John comenzó a poner ramas gruesas sobre el fuego.
—¿Ese tipo tiene nombre?
—Sólo dijo que se llamaba Dane.
John se quedó petrificado, con la rama a medio colocar.
—No me jodas.
—Eso es lo que dijo.
—¿Pelo negro? ¿Tal vez una perilla fina, bigote?
—Ése es el tipo —asintió Andy, sorprendido. John Ikos estaba lleno de sorpresas
—. ¿Lo conoces?
—Lo conocí. —John colocó el resto de la leña sobre el fuego, que ahora ardía con
fuerza y daba un calor que hacía sisear la nieve que lo rodeaba.
—¿En Barrow?
—Pongámoslo ahí encima —dijo John, al tiempo que hacía con la cabeza un
gesto hacia el chaval vampiro. Dio la vuelta en torno al cadáver y lo sujetó por los
hombros mientras Andy lo levantaba por los tobillos. No era pesado, pero tuvieron
que situarse a horcajadas sobre el fuego para dejarlo encima de las ramas más
gruesas. Una vez que lo tuvieron bien colocado y cuando la ropa ya comenzaba a
humear, John fue a buscar la cabeza y también la echó a la pira—. ¿Recuerdas que te
conté que había ido a Los Ángeles en busca de aquel hijo de puta de Norris?
—Sí, y no te gustó mucho, si no recuerdo mal.
—Es el infierno sobre la Tierra. Había sanguijuelas chupasangres allá donde
miraras, y sólo estoy hablando de la población humana. Los vampiros son peores; la
única manera de diferenciarlos es que los chupasangres no pasan horas bajo lámparas
solares para tener ese falso bronceado de Los Ángeles.
—No hace falta que me lo cuentes —lo interrumpió Andy. Ya había oído antes la
historia, pero cuando John se lanzaba a hablar de los horrores de Los Ángeles, no
había quien pudiera pararlo—. Pasé allí tiempo más que suficiente.
—Bueno. En cualquier caso, ya sabes que me tropecé con aquel hijo de puta
pálido, Santana Lutz. Tenía toda una banda de chupasangres con él, y se daban a sí
mismos el nombre de Turno de Noche. Pensaban que era bastante guay, ya sabes,
como un grupo de rock o una banda de supervillanos de los comics. No me gusta
decirlo, pero, en grupo, podrían haber sido demasiados como para que yo pudiera
manejarlos. Sin embargo, tuve ayuda. Un vampiro llamado Billy, apenas un chaval
algo mayor que éste. Un adolescente, supongo. Y otro que podía patear muchos
culos.
Andy pensó que sabía adonde quería ir a parar John, y la idea hizo que lo
invadiera el terror.

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—Déjame adivinarlo: Dane.
—Dane.
—¿Es uno de ellos?
—Exacto.
—Pero acabo de encontrármelo en Barrow.
—Dane tiene algunos trucos muy interesantes, eso sí que lo sé. Debe de haber
encontrado la manera de entrar.
—Pero ¿por qué?
El hombre corpulento se encogió de hombros.
—No puede ser por nada bueno, es todo lo que puedo decir. Una vez, Dane
afirmó que Lutz y otros como él estaban intentando comenzar una guerra contra la
humanidad para que el vampirismo dejara de ser secreto de una vez y para siempre.
Lutz pensaba que ganarían ellos y podrían convertirse en la especie dominante de la
Tierra. Criar humanos para alimentarse.
—¡Jesús! —exclamó Andy.
—Pero Dane no es como aquel tipo. Piensa que los vampiros son una minoría
debido a lo que son, que nunca gobernarán el mundo y que no deben hacerlo. Cuando
puede, roba sangre de los hospitales en lugar de matar para obtenerla.
—Sí, pero… venga ya, sigue siendo un vampiro, John. Un jodido monstruo.
—Tal vez. —La mirada de John se posó sobre la burbujeante carne del chaval
vampiro—. Pero tiene más cojones que el noventa y nueve por ciento de los seres
humanos que he conocido. Y tal vez tenga también un corazón más grande. Por
mucho que digas, Dane es un hijo de puta valiente. Me salvó la vida. Yo le devolví el
favor. Bueno, salvé su… no vida. Como sea, el caso es que si está aquí ahora, tiene
que haber una razón de peso. Y tengo la sensación de que los problemas lo siguen
como un perro sigue a una bolsa de carne.
—Y luego está todo ese asunto sobre Stella Olemaun.
—Sí, ya me contó que la conocía. Aunque no me dijo cómo ni cuándo la había
conocido.
Andy le volvió la espalda al fuego. El hedor comenzaba a darle náuseas.
—Bueno, ahora me alegro de haber venido a contártelo. Creo.
—Sé a qué te refieres —asintió John—. Y yo creo que me alegro de saberlo. No
estoy seguro. Todavía tengo que aclararme.
—Creo que habrá que aclarar un montón de cosas, por aquí.
—¿Crees que hay algo nuevo en marcha? ¿Qué tal vez quieren declarar la guerra
de verdad, empezando por Barrow porque somos los únicos que les pateamos el culo
en el pasado?
—No lo sé —replicó Andy.
—Por aquí arriba siempre hay algunos vampiros, a partir de finales de verano,
que esperan poder aprovecharse de las noches largas… Oye, y hablando de
aprovecharse, siempre me olvido de preguntártelo: ¿qué sucedió con el DVD que

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cayó en tus manos, el que contenía la prueba del primer ataque?
—Eso, amigo mío —respondió Andy, con una pequeña sonrisa—, es una
información estrictamente reservada para quien necesite saberla.
Ikos miró a Andy con incredulidad.
—¿Estás de coña? Pues entonces que te den por el culo, señor Andy Gray.
—Oye, que ya vale… Mira, resumiendo: hice algunas copias y se las envié a
ciertas personas. La gente «correcta», digamos. Gente que conoce la verdad y que
tiene razones para hacer correr la voz. Cuando yo les diga que adelante, o si a mí me
sucediera algo, ellos sabrán qué hacer.
—Bueno, pero si es la guerra, todos lo sabrán, de cualquier manera.
—Sí, supongo que podría decirse que sí.
—Esto es una jodida mierda, Andy —dijo John—. Esto está jodido de verdad.

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21
—¿No le has hablado de YouTube?
—Marcus, muchacho… hay algunas cosas que John Ikos nunca va a entender —
dijo Andy—. YouTube es una de ellas. Tampoco vas a encontrarlo confraternizando
con nadie en MySpace. Si alguna vez llegara el momento de luchar, no querría tener a
mi lado a nadie más que a él, pero podría decirse que es todo un ludita, si alguna vez
he conocido a uno.
—Descarado —dijo Marcus. Tenía, ¿cuánto? ¿Trece años? Hablaba raro. Eso
estaba bien. A Andy le recordaba a sus hijas, al hecho de que nunca llegarían a esa
edad, pero también le recordaba que otros niños sí llegaban, y que eso era bueno. La
vida continuaba. La gente aumentaba.
Y algunos vivían durante toda su existencia sin encontrarse con vampiros.
Marcus Kitka no tenía la buena suerte de ser uno de ellos.
En el último ataque, acaecido en 2003, había quedado atrapado en la casa que
había alquilado su padre, el nuevo sheriff de la pequeña ciudad y hermano de William
Kitka, que había muerto en el primer ataque. Según se decía, sólo la intervención de
Stella y Eben Olemaun —en su nueva forma vampírica— le había salvado la vida.
Desde entonces, el chiquillo había desarrollado un marcado interés por la lucha
contra los vampiros. Puesto que sus destrezas técnicas superaban ampliamente las de
Andy, Marcus resultaba ser un valioso aliado.
Juntos, reuniendo aparatos de todo el estado, habían construido lo que a Marcus le
gustaba llamar la «fortaleza de Tecniestudio». Andy la llamaba, sencillamente, «sala
de guerra».
Tenía una docena de ordenadores, sobre todo Mac, dado que era difícil encontrar
servicio de reparaciones en Barrow, pero también un par de PC. Tenía dos conexiones
por satélite y una línea T-1 de fibra óptica. Grabadoras de DVD y aparatos para editar
vídeos, y un sistema de seguridad en red de triple fallo con cortafuegos de sobras.
Todo esto se encontraba dentro de una casa vieja que había sido abandonada después
del primer ataque pero que había sobrevivido al fuego. Las paredes eran de piedra, de
treinta centímetros de grosor. Tenía dos estufas de leña y una chimenea casi lo
bastante grande como para situarse de pie dentro de ella. Andy había transformado el
dormitorio posterior —uno de tres— en la sala de guerra.
Dejaba que fuera Marcus quien se ocupara del peliagudo trabajo de hacker. Andy
había contemplado la sala de guerra como un medio para averiguar qué otra gente del
mundo estaba enterada del tema de los vampiros; de la verdad, no de las tonterías.
Había encontrado un asombroso número de gente que afirmaba conocer el tema, pero
alrededor de la mitad de esas personas eran chiflados que tenían sueños eróticos con
la película Drácula, de Frank Langella, o con esas novelas románticas de vampiros
escritas por Anne Rice. Sin embargo, cuando Andy encontraba a alguien que de
verdad parecía saber de lo que estaba hablando, quería investigarlo más a fondo. Sus

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propias contraseñas y códigos de acceso habían sido borrados hacía mucho tiempo de
los sistemas de la Agencia, pero resultó que Marcus podía encontrar rutas de entrada
para las que no eran necesarios.
Entre los dos, hacían exhaustivas investigaciones de antecedentes de las personas
que Andy había identificado. Si estaban limpias, él iniciaba un discreto contacto vía
e-mail. Por sus respuestas —y esa gente casi siempre respondía, algunas al cabo de
minutos de escribirles por primera vez—, determinaba si se trataba de personas en las
que le interesaba confiar.
Marcus resultaba muy útil incluso durante algunas de estas deliberaciones. Era
sólo un crío, pero también era sorprendentemente hábil en interpretar a la gente. Tal
vez lo era porque pasaba mucho tiempo comunicándose por e-mail o conversando on-
line, pero captaba indicios que Andy habría pasado por alto completamente. Entre los
dos crearon una pequeña red de gente en la que confiaban, y era a esas personas a
quien Andy había enviado copias del DVD con sus pruebas condenatorias.
A instancias de Marcus, también había colgado el vídeo del ataque en YouTube.
Para su sorpresa, no había tenido precisamente un tremendo éxito.
O lo habían borrado o se habían burlado de él, pero nunca lo habían tomado en
serio. Andy había imaginado que se produciría un alboroto internacional a la vista de
esa prueba positiva de la existencia de los no muertos, pero, en cambio, la gente
pensaba que era un vídeo humorístico, algo hecho con sangre de ficción y postizos de
látex. El y alguno de los otros partidarios de la red habían construido también sitios
web donde exponían el material en QuickTime, pero esos sitios habían sido cerrados
por los servidores o quitados de la circulación por otros medios. Las entradas que su
red publicaba en Wikipedia eran casi inmediatamente corregidas o borradas.
Andy tenía la poderosa sospecha de que la operación Rojo Ensangrentado del FBI
estaba detrás de las supresiones. Por lo que había averiguado de ellos —muy poco,
por desgracia—, parecía ser exactamente su estilo. Estaban al tanto de la amenaza de
los vampiros; hasta aquí parecía obvio. Y también parecían querer asegurarse de que
el resto del mundo no se enterara de lo que ellos sabían.
Marcus, por otro lado, culpaba a la comunidad vampírica. Era lógico, insistía, que
algunas de las personas a las que habían transformado supieran tanto de tecnología
como él, si no más. No existía razón para pensar que habían perdido esas habilidades
después de transformarse en vampiros, y ellos tendrían un interés personal en
mantener en secreto la verdad sobre su existencia.
Andy había estado de acuerdo con eso, hasta la conversación que había
mantenido con John Ikos esa misma noche.
Tal vez eran verdad ambas cosas. Lo cual conformaba una perspectiva
infinitamente más aterradora.
Marcus había intentado seguir el rastro de algunos de los ataques de Internet con
el fin de averiguar quién era el responsable, pero hasta el momento no había tenido
éxito.

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Un par de federales habían visitado Barrow hacía algunos meses. Andy no los
reconoció, y ellos ni siquiera lo vieron a él, pero hubiera podido jurar que eran del
estilo operación Rojo Ensangrentado. Anduvieron de puntillas en torno a todo el tema
de los vampiros, pero la verdad era que no habían hecho preguntas sobre nada más.
Como si interrogar a la gente sobre los «acontecimientos acaecidos en Barrow a
finales de 2001» pudiera significar alguna otra cosa. No podía decirse que allí
hubiese surgido una célula de Al Qaeda.
—Tío —dijo Marcus desde un terminal del otro lado de la sala—. Creo que he
conseguido poner a punto tu base de datos. ¿Quieres echarle un vistazo?
—Me la traeré hasta aquí —dijo Andy—. Gracias, Marcus.
—Vale, tío.
Se alegraba de que a Brian Kitka no le importara que Marcus estuviera en su casa
a todas horas. Después de la breve visita a John Ikos, Andy no había querido meterse
en la cama al llegar a casa. Había encontrado a Marcus en la sala de guerra,
trabajando en la base de datos. El colegio comenzaría dentro de poco —aún con la
población de Barrow diezmada por los dos ataques, los habitantes hacían todo lo
posible por continuar con la vida «normal»— y su disponibilidad se vería reducida.
Andy abrió la base de datos a través de la red. A primera vista, tenía buen aspecto.
Meticuloso. Había estado compilando estadísticas de asesinatos violentos que podrían
haber estado relacionados con vampiros, en realidad, sólo acumulando datos y
pasándoselos a Marcus. El muchacho había creado una base de datos capaz de
organizarlo todo. Andy podía buscar en ella por localización, por tipo general de
asesinato, por número de víctimas, por arrestos llevados a cabo, e incluso por las
características específicas del asesinato: apuñalamiento, disparos, estrangulamiento,
decapitación, ataque con objeto contundente, y cosas por el estilo.
La sometió a algunas pruebas y se sintió complacido al ver lo funcional que era la
creación de Marcus. No sacaría conclusiones por él, pero le permitiría saber, de un
vistazo, cuántos apuñalamientos mortales se habían producido en América del Norte
en un determinado período de tres semanas, por ejemplo. Un subcampo mostraba
cuántas de las escenas de esos crímenes eran notables por la ausencia de sangre
derramada, cosa que podría indicar un ataque vampírico.
—Esto es formidable, Marcus —dijo, después de jugar durante unos minutos—.
¿Por qué no te vas a casa a dormir un poco?
Marcus había cambiado a su Nintendo DS en cuanto había acabado con la base de
datos. No levantó la mirada de la pantalla.
—Sí, guay —dijo. Un par de minutos después, cuando acabó la tarea crucial que
había requerido toda su atención, se marchó.
Andy volvió a la base de datos, entró en las pautas de investigación que le eran
familiares, y al cabo de poco perdió la noción del tiempo.
A solas en la habitación del hotel, Dane escuchaba los sonidos diurnos de Barrow
y pensaba en Stella…, así como en cuál podría ser su siguiente movimiento en todo

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aquel enredado asunto, en gran medida creado por él.
Una radio que había en la habitación tenía sintonizada la KBRW, con el programa
Tbistle and Shamrock. En el exterior se oía el gruñido de los motores de los
vehículos, la gente que se saludaba por la calle, gritando y riendo; un pájaro se posó
en el alféizar de la ventana de Dane y regañó a los que estaban abajo, en la calle.
Había dormido un rato, y despertó cuando el sol aún brillaba contra las cortinas
echadas sobre la ventana. Después de ducharse, se sirvió un vaso de sangre y se sentó
en el sillón de la habitación para repasar los acontecimientos de la noche anterior,
mientras meditaba por qué había ido a Barrow.
Pero Stella no dejaba de inmiscuirse en sus pensamientos.
Cuando la cortina comenzó a oscurecerse, calculó que ya no tendría que esperar
mucho rato para que anocheciera. No estaba seguro de cuál sería su primer
movimiento de esa noche, pero no quería que pasara sin intentar dar con algunas
respuestas. Sin embargo, antes de que cayera del todo la noche, fue arrancado de su
ensoñación por una serie de golpecitos en su puerta.
Abrió unos cinco centímetros, bloqueando la puerta con el cuerpo por si alguien
intentaba entrar de un empujón. Andy Gray, el tipo al que había conocido en el Polar
Bar, estaba de pie al otro lado de la puerta. Una vez más, parecía que la intuición
había dado resultado.
—Hola —lo saludó Dane.
—Anoche vi a John Ikos —dijo Andy sin preámbulos—. Tengo entendido que
ustedes dos se conocen.
Dane se apartó de la puerta e invitó a Andy a entrar.
—Sí. Nos conocimos. Adelante.
—Más o menos eso es lo que dijo él, sí. Supongo que no se definirían como
amigos. —Andy entró en la habitación y cerró la puerta.
—No exactamente amigos —aclaró Dane—. Compadres, tal vez. No sé si
tenemos la palabra adecuada en inglés.
—Nuestro idioma tiene sus limitaciones —admitió Andy. Dane se sentó en la
cama e hizo un gesto con la cabeza hacia el sillón. Andy se quitó la parka y se sentó
con ella sobre el regazo—. Veo que mantiene la habitación a oscuras.
—Si ha hablado con Ikos, es probable que le haya dicho por qué.
Andy asintió lentamente con la cabeza.
—No sé cómo ha entrado en Barrow. Ni cómo ha logrado que yo no lo detectara.
Dane observó al hombre con cuidado. Andy estaba sentado en el sillón, pero su
cabeza se adelantó y empezó a girar con lentitud para abarcar la habitación con un
pausado barrido, como un buitre que estuviera posado sobre un poste de teléfono y
recorriera el paisaje con la mirada en busca de carroña. Con la cabeza afeitada, y el
modo en que los músculos se le contraían cuando se movía, daba la impresión de ser
alguien que hubiese dedicado tiempo a ponerse en forma para un campeonato de artes
marciales combinadas.

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—En cualquier caso, ¿usted quién es? No es alguien cualquiera. Ni siquiera en
este poblado.
Andy inspiró y retuvo el aire durante un minuto. Su pecho, ya hinchado por el
levantamiento de pesas, estiró la camisa todavía más.
—Solía trabajar con la Agencia —dijo—. Mi compañero, del que puede que haya
oído hablar, era un agente que se llamaba Paul Norris. Estábamos investigando a
Stella Olemaun cuando él… se transformó en uno de ustedes. Intenté arrestarlo, y él
asesinó a mi familia. Acabamos los dos aquí arriba, en Barrow, y John y yo nos
ocupamos de Paul. Ésa es la versión corta y suave.
Dane rio entre dientes al oír eso.
—Conocí a su ex compañero. Me disparó en la cabeza.
—¿De verdad?
Los dos guardaron un repentino silencio mientras la radio continuaba emitiendo
música que sonaba suavemente en segundo término.
—Bueno, supongo que no ha entrado aquí con la intención de clavarme una
estaca en el corazón ni de hacer ninguna estupidez como ésa, ¿verdad? —preguntó
Dane al fin.
—Como ya le he dicho, he hablado con John. Sé que usted lo ayudó cuando
estuvo en Los Ángeles. Pienso que no ha venido aquí para causarle algún daño a esta
gente. Si lo pensara, ya estaría muerto.
—O lo estaría usted.
—Siempre cabe esa posibilidad.
Dane no pudo reprimir otra sonrisa.
—Usted desborda confianza en sí mismo, ¿verdad?
—No solía ser así, créame. Pero me gusto más como soy ahora.
—Apuesto a que sí.
Se fulminaron mutuamente con la mirada en la oscuridad.
—¿Y va a contarme por qué está aquí? —preguntó Andy.
—Estoy aquí porque he oído decir que está sucediendo algo. Algo grande y muy
malo. Pero no sé dónde y tampoco sé quién está involucrado. ¿Le sirve de algo eso?
—No demasiado. —Andy lo estudió durante el tiempo suficiente como para hacer
que Dane se preguntara si tenía el mentón manchado de sangre.
—Bueno —dijo Dane, desplegando las manos ante sí—. ¿Y ahora qué?

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22
—Bienvenido a la sala de guerra —dijo Andy, mientras conducía a regañadientes a
Dane y a John Ikos al interior. Habían pasado por el Polar Bar para recoger a John,
que había acordado con Andy reunirse allí con ellos para que Dane no tuviera que
atravesar una y otra vez los puestos de control.
Él y John se habían saludado con bastante cordialidad, pero Dane creyó detectar
cierta desconfianza, como si el cazador de vampiros aún abrigara dudas acerca de él.
¿Sería Andy de verdad tan confiado como para permitir que un emisario del
«enemigo» de toda la humanidad entrara en su sanctasanctórum?
Considerando que se encontraba en la proverbial boca del lobo —y quizá en ese
preciso momento ascendía hasta su centro cerebral—, probablemente era afortunado
por haber podido encontrar a dos personas dispuestas a trabajar junto a un vampiro.
Dane se detuvo justo después de entrar, atónito ante la cantidad enorme de aparatos
de alta tecnología que Andy había logrado apretujar dentro de una habitación
relativamente pequeña de una vieja casa de piedra.
—Impresionante. Con eso de «guerra», se refiere a la guerra contra nosotros.
Contra mí.
—Excluyendo la compañía presente —precisó Andy, y miró a Dane—. Por ahora.
Dane asintió con la cabeza, sonriente. Había pasado mucho tiempo desde que
había tenido que enfrentarse por última vez con los rituales de autoafirmación
masculina, y casi había olvidado que los insultos y las amenazas eran, para algunos
humanos, una señal de aceptación.
—Usted entiende que algunos vampiros, tal vez más de los que pensé en un
principio, quieren exactamente eso: una guerra contra la humanidad. ¿No le preocupa
la posibilidad de estar haciéndoles el juego?
Andy se sentó en una silla de oficina y empezó a mecerse con suavidad adelante y
atrás. John cogió otra silla gemela, la hizo girar y se sentó a horcajadas, apoyando los
brazos en el respaldo.
—La diferencia —dijo Andy— es que yo hablo de la guerra en mis términos, no
en los suyos. Me gustaría ver todas las ciudades, grandes y pequeñas, y todas las
aldeas de la Tierra, convertidas en campamentos armados como Barrow. Calculo que
si podemos golpear con fuerza y rápido, podremos hacerles un daño significativo a
los chupasangres antes de que sean capaces de organizar una defensa. Pero si nos
quedamos sentados hasta que ellos decidan que ha llegado el momento, y sólo
entonces intentamos persuadir a la población mundial de que son una amenaza real,
estaremos perdidos.
—Probablemente, eso se ajuste bastante a la realidad —tuvo que admitir Dane.
Esperaba no estar en el centro de todo aquello cuando finalmente cayera con fuerza y
rápido sobre los de su raza. La situación sólo podía ponerse desagradable.
Examinó los aparatos, algunos de los cuales, al verlos de cerca, parecían haber

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sido transportados por el territorio de Alaska a lomos de mula. Sin embargo,
aparentemente todo parecía funcionar.
—¿Quería mostrarme algo especial?
—Quería mostrarles algo a los dos —replicó Andy—. Usted se ha mostrado
bastante vago sobre por qué ha venido aquí.
—No hay mucho que decir —le aseguró Dane—. Tuve un enfrentamiento con un
vampiro que se llamaba Bork Dela, y lo maté. Estaba asesinando a los residentes de
Savannah de una manera espeluznantemente pública; desangraba a las víctimas y las
decapitaba, para luego llevarse a otras personas, presumiblemente vivas, por razones
que aún están por determinar. —No le había contado a nadie lo sucedido a Ananu, y
aunque no podía decir por qué, había decidido mantener el silencio al respecto
durante un tiempo más—. Antes de que acabara con él me dijo que estaba sucediendo
algo en el norte, algo que acabaría por hacer que el ataque contra Barrow pareciese
una nadería. Supongo que tenía algo que ver con las víctimas vivas que se había
llevado, pero no tengo ni idea de qué. En la casa que estaba usando como refugio
encontré habitaciones, casi como cámaras frigoríficas, en las que había estado
reteniendo gente. Creo que la estaba enviando por barco a alguna parte,
probablemente aún con vida. Pero, como ya he dicho, esto son sólo especulaciones.
En este asunto aún me hallo en punto muerto.
—Es difícil especular sobre lo que hará un chupasangre —añadió John—. Incluso
cuando tú también lo eres.
—Eso ya es más de lo que yo sabía antes —dijo Andy—. Ayudará a afinar las
cosas un poco.
—¿Afinar qué? —preguntó Dane.
—La búsqueda. Hemos estado construyendo esta base de datos. Si entro
«decapitación más secuestros», deberíamos acabar con un número de
acontecimientos bastante limitado a los que echar un vistazo. —Andy se volvió hacia
el ordenador y tecleó durante un minuto, para luego recostarse en el respaldo de la
silla y cruzar los brazos sobre el pecho. En la pantalla, una rueda con los colores del
arco iris giraba y giraba.
Cuando se detuvo, Andy se inclinó hacia la pantalla y soltó un silbido bajo.
—No tan limitado, después de todo —declaró—. Esto muestra más de un
centenar de incidentes similares.
—¿A lo largo de cuánto tiempo? —preguntó John.
—En los últimos treinta días —dijo Andy—. Me da un poco de miedo hacer una
búsqueda más amplia. Decapitación, secuestro, cuerpos desangrados. Poco más o
menos, eso lo resume, ¿verdad?
—Bastante bien —concedió Dane al tiempo que asentía con la cabeza.
—¿Hay alguna otra conexión común? —preguntó John—. ¿Tuvieron todos lugar
en la misma área?
—No. Están repartidos por todo el mapa: Estados Unidos, Canadá, Suecia, Rusia,

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los Balcanes… Todos en el hemisferio norte, pero eso es, más o menos, lo único que
los relaciona.
—¿Y qué nos dice, entonces? —preguntó Dane—. ¿Qué Dela no era el único que
se dedicaba a esas actividades? No es mucho con lo que trabajar.
—Aquí es cuando entran en juego los poderes del asombroso Marcus —dijo
Andy—. No es infalible, pero es muchísimo mejor que cualquier cosa que yo hubiera
puesto en marcha. Ahora que he seleccionado estos casos, lo único que tengo que
hacer es pedírselo a la base de datos, y esta se meterá en tantas agencias como pueda
de las policías locales que estén investigando estos asesinatos, y sacará de tapadillo
los informes oficiales. De esa manera, tal vez podamos averiguar algo más.
—¿De verdad que puede hacer eso? —preguntó Dane—. ¿Y lo dejan entrar, sin
más?
Andy soltó una breve risa.
—No exactamente. Pero Marcus ha creado un programa que usa contraseñas que
él ya ha descifrado, y simplemente comprueba para ver si aún son válidas. Si no lo
son, usa las antiguas como modelo y prueba con otras… Tantas como cien por
minuto. No puede romper todos los códigos, y en algunos sistemas no ha conseguido
entrar nunca. Y algunos aún tienen los archivos en papel en lugar de utilizar un
sistema informático, pero eso es cada vez menos frecuente. Un montón de
departamentos de policía de los más pequeños no cuentan con redes de seguridad
muy sofisticadas, y podemos entrar sin problemas. Es increíble. En Illinois había un
asesor informático que usó programas que encontró en Internet para obtener la
contraseña secreta del director del FBI y acceder al sistema de la Agencia, donde
pudo conseguir las contraseñas de treinta y ocho mil empleados de la Agencia. Con o
sin el 11 de septiembre, aún sigue habiendo algunos graves problemas con la
seguridad informática. Yo diría que con esto podemos obtener fácilmente unos
cuarenta o cincuenta informes de los casos. Tal vez bastantes más.
—No está mal —dijo John—. Nos dirá más de lo que sabemos ahora.
—Esa es la idea. —Andy pulsó algunas teclas—. Allá vamos.
—Y ahora ¿esperamos? —preguntó Dane.
—Ahora esperamos.
—¿Tienes algo de beber en casa? —preguntó John.
—No de lo que a ti te gusta —dijo Andy—. Ni whisky, ni cerveza. Sólo zumo de
frutas, alguna bebida para deportistas y agua. —Miró a Dane—. Creo que tampoco de
lo que le gusta a usted… Lo siento, estoy pasándolo un poco mal con esto. Con usted
aquí.
—Entendido. Si lo hace sentir mejor, le aseguro que yo no voy a hacerles daño. Y
no se preocupe por mí —replicó Dane.
Andy asintió con la cabeza, aunque Dane no quedó muy convencido de que se
sintiera más tranquilo al respecto.
—Pero tienes razón —intervino John para relajar la incomodidad del momento—.

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Ahora mismo me vendría bien un buen lingotazo.
—Es difícil conseguir alcohol por aquí —suspiró Andy, dirigiéndose a Dane—.
Un montón de comunidades de esta zona tienen una ley «semiseca» que prohíbe la
venta de bebidas alcohólicas, aunque acepta la importación, posesión y consumo. Yo
ya no bebo, aunque sí lo hacía antes de llegar aquí. Se encuentra en algunos sitios,
pero cuando más nos acercamos a la temporada oscura, más difícil es de conseguir.
Nadie quiere ser responsable de la combinación de días oscuros y alcohol. No es una
buena idea, por esta zona.
—Parece razonable —admitió Dane.
Los tres guardaron silencio durante unos minutos. Todos, supuso Dane, dando
vueltas a las cosas que los obsesionaban en sus momentos más íntimos.
Para Dane, era una de las raras ocasiones en que permitía que un humano como
Andy Gray lo trastornara. Lo que tenía que pensar de Dane, de los vampiros en
general, para haber montado… todo aquello. Una «sala de guerra». Era bastante
alucinante, cuando uno lo pensaba.
Resultaría irónico que Andy supiera que Dane no mataba a los inocentes; que
seleccionaba entre la gente que de todos modos no aportaba nada a la sociedad…:
asesinos, traficantes, proxenetas, el tipo de escoria sin la cual el mundo estaría mejor,
en cualquier caso.
Aun así, Dane mataba para vivir. Un matiz gris de la moral, desde luego: jugaba a
ser Dios, hasta cierto punto. Aún le preocupaba, después de tanto tiempo, a pesar del
hecho de que matar era para él un último recurso. Antes de llegar a eso prefería
conseguir sangre en los bancos de sangre o en los centros de plasma. La sangre
animal no era la mejor opción; podía servir en un caso de apuro, pero sólo de modo
temporal.
Antes de decidirse a separarse de Marlow y seguir su propio camino, Dane sí que
había matado de modo regular, al igual que Marlow y todos los vampiros que
conocía. No fue hasta que empezó a ir por libre y conoció a vampiros como Merrin,
el pobre Yuki y algunos otros, que se dio cuenta de que había otras opciones.
Compromisos. Desde entonces había intentado limitarse. Lamentaba los asesinatos
anteriores, pero los atribuyó a que entonces no sabía gran cosa. Estaba convencido de
que las personas a las que mataba ahora eran dañinas para sus congéneres humanos y
merecían lo que les pasaba.
Dane continuaba obsesionándose con el pensamiento de los caminos que no había
seguido. ¿Qué podría haber pasado si no lo hubieran transformado, si hubiera
continuado siendo humano y se hubiese casado con Vanessa Steward, por ejemplo?
Ya haría mucho tiempo que habría muerto. Pero habría podido tener hijos y nietos.
De él habría podido descender un linaje de ciudadanos decentes y respetuosos de la
ley. ¿Quién podría decir qué habrían podido aportar a la humanidad?
Con la misma facilidad, sin embargo, habría podido morir en un campo de batalla
de Gettysburg, Manassas o Chickamauga. Su carne habría sido picoteada por las aves

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carroñeras, los humanos se habrían apoderado de sus armas, sus botones y botas, y de
aquel diente de oro, y los mosquitos ambulantes habrían chupado la sangre de su
cadáver aún tibio. De vez en cuando, se había preguntado si debería haber tenido la
valentía de destruirse a sí mismo en cuanto llegó a la etapa de devorador de bichos.
Pero decidió que realmente no pensaba así. Estaba convencido de que los vampiros y
los humanos podían coexistir. Pero se requerirían vampiros ilustrados como él para
hacerle entender eso al resto, para convencer a los humanos de que valía la pena.
Y, en realidad, al final había tenido propensión a sufrir ataques de orgullo y
emoción exacerbados. A fin de cuentas, ¿no había sido Dane quien había salido a
buscar a Stella en 2003… cuando Dane creía, equivocadamente, que Eben era
responsable de la muerte de Marlow…, decidido a darle una lección que no olvidaría
con facilidad durante el poco tiempo de vida que le quedaba?
—Andy —dijo John Ikos pasado un rato—. No creo que yo y Dane vayamos a ser
demasiado útiles en la interpretación de archivos policiales. ¿Qué tal si vamos a dar
una vuelta y nos reunimos contigo más tarde?
—Claro —replicó Andy—. Ahora mismo han empezado a entrar, así que tendré
entretenimiento de sobra durante un rato.
John miró a Dane a los ojos y desplazó la vista hacia la puerta. Dane se encogió
de hombros e hizo girar el pomo. La puerta conducía directamente al exterior, donde
se bajaban dos escalones hasta un sendero que discurría entre la casa y una tapia alta
de listones de madera. Como sucedía con la mayoría de edificios ocupados del
poblado, había focos que iluminaban los lados de la vivienda, cerca de cada puerta.
El y John atravesaron la puerta de la tapia. Andy vivía en una tranquila calle
residencial sin aceras, situada a pocas manzanas del distrito comercial. Se
encaminaron en esa dirección al ir paseando, sin ningún destino en particular, que
Dane supiera.
Cuando hubieron recorrido un par de manzanas, John habló al fin.
—Sólo quería decirte que has demostrado tener muchos cojones al venir. Si la
gente de por aquí descubriera lo que eres, Andy y yo no podríamos ayudarte. Punto.
Odian a tu raza, yo incluido, y por una razón condenadamente buena.
—Supongo que no les hemos dado muchos motivos para que piensen de otro
modo.
—De eso no te quepa duda. De todos modos, sólo quería decirte eso.
—Te lo agradezco.
Pasaron junto a una pareja de alrededor de cuarenta y cinco años, que caminaban
de la mano y hablaban en voz baja, mientras de sus bocas salían nubecillas de vapor
como prueba visual de las palabras de amor que se decían el uno al otro. Dane les
sonrió al pasar, y John les dedicó un rápido asentimiento de cabeza. Cuando se
alejaron lo bastante como para quedar fuera de su alcance auditivo, continuó:
—Y con respecto a Andy, es una buena persona y puedes confiar en él, no te
preocupes por eso.

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—No me ha dado la impresión de ser un gran partidario de permitir que los
vampiros vivan.
—No lo somos ninguno de nosotros. Pero los que sois como tú… la señora
Olemaun. Hay excepciones.
—Somos más numerosos de lo que piensas.
—Sé con certeza que hay abundancia de los del otro tipo.
Él y Dane giraron en una esquina y pasaron ante una iglesia, desierta a aquella
hora, con el alto campanario y los muros blancos bañados por la luz de los focos,
como para declarar su firmeza a los enemigos que la miraran desde lejos.
Dane no había estado dentro de una iglesia desde su batalla con Marlow, en la
catedral. No le parecía apropiado entrar en una. Eso, no obstante, no le impedía
pensar en la fe, en Dios y en un propósito más elevado. Con Ferrando Merrin y
Alexandra Keeffe, que había sido una tradicional ama de casa de la década de 1950,
que estaba preparando literalmente un pastel de moras cuando la transformaron —
abrió una ventana para poner el pastel a enfriar, y dos manos ásperas entraron, la
sujetaron y la arrastraron al exterior (incluso en la actualidad prefería los pantalones
pirata y los vestidos tubo en lugar de los típicos pantalones y camiseta negros que
llevaban la mayoría de los nosferatu)—, y con Matthew y Benjamín, un padre y un
hijo que habían sido transformados juntos en un pantano de Louisiana a finales de la
década de 1930, Dane había conversado literalmente cientos, si no miles de veces,
sobre temas que a Marlow le habrían provocado ataques de violenta cólera.
¿Encajaban los vampiros en los planes de Dios?
La mayoría de los no muertos se habrían reído de la sugerencia. Dane y sus
amigos escogían con prudencia a quién le planteaban semejantes ideas. Pero, entre
ellos, en privado, se mostraban deseosos de explorarlas.
Sí, los vampiros eran asesinos, y Dios odiaba el asesinato. Y sin embargo, ¿no
había creado Él los tiburones, las arañas y todos los otros depredadores de la Tierra,
vampiros incluidos? ¿Por qué iba a permitir que existieran unas criaturas semejantes,
si no intencionadamente?
¿No era posible que tuvieran algún propósito desconocido que debía revelarse a
su debido tiempo?
Marlow y los de su ralea habrían considerado ese tipo de ideas como el colmo de
la hipocresía. Tal vez lo fueran, pensó Dane, pero en esos tiempos no había escasez
de hipocresía, precisamente; desde un presidente que profesaba el cristianismo y a
pesar de eso mentía para enviar soldados a la muerte, hasta el dueño de una tienda de
alimentación que mantiene a la venta la carne picada cuando ya han pasado unos días
más de la cuenta pero aún está rosada —cortesía del monóxido de carbono que le han
inyectado— porque no serán sus hijos quienes se coman las hamburguesas hechas
con ella.
Después del incidente de la catedral, Dane no volvió a ver a Marlow hasta el
verano de 2001. Se encontraba de vuelta en Nueva York y era agosto, la noche era

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calurosa y muy húmeda, y nadie tenía la más remota idea de que, en unas pocas
semanas más, la ciudad y el mundo cambiarían de modo irrevocable. Había ido a
visitar a unos conocidos, vampiros, pero de aquellos con los que había formado un
pequeño grupo de individuos con las mismas opiniones. Dane estaba a punto de
marcharse para regresar a su casa segura —la mayoría de vampiros las tenían, pero
él, Merrin y los otros habían organizado su propia red de casas, secreta y desconocida
incluso por los otros no muertos— cuando se abrió la puerta principal y entró
Marlow.
Se contemplaron el uno al otro durante un tiempo, precavidos, como dos lobos de
manadas diferentes que se enfrentaran el uno con el otro sobre un territorio en
disputa. La historia se había interpuesto entre ellos, una cadena montañosa de
amenazadores picos y peligrosos cañones. Sus primeras palabras habían sido corteses
pero cautelosas. Sin embargo, ver allí a Marlow constituyó un momento emotivo, casi
tanto como si se tropezara con un progenitor o una amante de los que se hubiera
separado mucho tiempo antes, y Dane decidió no marcharse de inmediato, después de
todo.
El atuendo de Marlow había cambiado con los tiempos, desde el último
encuentro, hacía muchísimos años. Aún calvo, encajaba a la perfección con la imagen
punk, cosa que completaba con una cazadora de cuero gastada, seis pendientes en la
oreja izquierda, y, además, fumaba como una chimenea.
Aparte de eso, sin embargo, el hijo de perra no había cambiado nada.
Para cuando comenzó a aproximarse el fin de la noche, él y Marlow habían vuelto
a encontrar algunas afinidades. A fin de cuentas, si no eran padre e hijo, sí que eran lo
más parecido a eso. El vínculo que los unía podía estirarse hasta un extremo
peligroso, pero nunca romperse de verdad. La sangre de Marlow corría por las venas
de Dane, y viceversa.
Habían pasado juntos la mayor parte de esa semana, mientras Dane tuvo que
permanecer en la ciudad por los asuntos que tenía que atender. Hacia el final, Marlow
había invitado a Dane a que fuera con él a Barrow, aquel otoño, para asistir a un
banquete tan desenfrenado como nadie había visto jamás.
—¿Por qué no me acompañas, en recuerdo de los viejos tiempos? —había
preguntado Marlow. Dane pensó en el asunto, y durante un breve instante consideró
la posibilidad de demostrarle a Marlow que era capaz de mantener la mente abierta.
Pero, por otro lado, Dane era independiente en todos los sentidos; ¿qué demonios
tenía que demostrarle ya a nadie?
Puesto que, de todos modos, no quería molestar a Marlow, Dane se decidió por el
mal menor: contarle una mentira piadosa.
—Lo siento, amigo mío, pero tengo unos asuntos importantes que atender en la
costa Oeste. Una pequeña inversión inmobiliaria sobre la que puse el ojo hace algún
tiempo va a cerrarse antes de que acabe el año. Detestaría estar lejos en ese momento.
Pero ve tú… y disfruta. Yo estaré contigo en espíritu, por así decirlo.

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Marlow se rio, un feo sonido gutural.
—¿Debería brindar por ti? ¿Es así como debe ser?
—No le des más importancia de la que tiene. De verdad que tengo unos asuntos
urgentes que atender. Esta noche ha sido agradable, muy agradable, y de verdad que
me ha encantado volver a verte. Reunámonos cuando regreses… por los viejos
tiempos, como dices tú.
Se abrazaron como amigos y prometieron reunirse otra vez en Nueva York
después de Año Nuevo.
Marlow no sobrevivió al viaje, y puede que Dane nunca se librara de la
conmoción que eso le había provocado, a pesar de todo lo ocurrido desde entonces.
Y ahora, irónicamente, Dane había regresado a Barrow, y estaba trabajando con
algunas de las personas que habían luchado contra los vampiros la última vez.
—¿De qué crees, realmente, que hablaba ese tipo? —preguntó John, con lo cual
arrastró a Dane de vuelta al presente—. ¿Qué está sucediendo en el norte?
Dane vaciló.
—Todavía no estoy seguro… Espero que no sea lo que pienso que es.

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23
—Bueno, parece que esto va bien —anunció Andy Gray.
Dane y John habían vuelto a casa de Andy después de pasar un par de horas
deambulando por las calles de Barrow, ya que John le había ofrecido a Dane un
recorrido histórico del poblado. Un hito importante para John era el emplazamiento
del antiguo restaurante Ikos, donde su hermano Sam había dado de comer a todo el
pueblo en tiempos pasados, a la vez que entretenía a los comensales con historias.
A Dane le costaba imaginar que el taciturno John hubiera salido del mismo árbol
que un restaurador cordial y sociable, pero sabía que, a veces, los hermanos pueden
ser más diferentes entre sí que dos extraños.
Andy continuaba sentado donde lo habían dejado, delante de la pantalla de
ordenador. Tenía los ojos inyectados de sangre y bordeados de rojo, y Dane se dio
cuenta de que, salvo por el rato que había dedicado a ir a buscarlo al hotel, debía de
haber estado sentado allí durante la mayor parte de las últimas veinticuatro horas,
más o menos. Se pasó una mano por la cabeza calva e hizo un gesto hacia dos sillas
desocupadas (había ido a buscar a alguna parte una silla plegable para que hubiera
asientos para los tres).
—Sentaos —dijo—. Aún tardará un poco.
—¿Qué has averiguado? —preguntó John.
—Mucho, y el programa que hizo Marcus todavía está bajando expedientes de
casos, así que creo que conseguiremos más. Estos asesinatos, o muchos de ellos, en
cualquier caso, están definitivamente relacionados, aunque no creo que los haya
perpetrado todos el mismo asesino. Hay demasiados, han sido cometidos en lugares
muy distantes entre sí, y a veces de modo casi simultáneo. Después de que os
marcharais, amplié un poco los parámetros de la búsqueda para incluir los secuestros
sin desangramiento de cuerpos, en los que no se había exigido un rescate ni se habían
recuperado las víctimas, suponiendo que aunque los vampiros podrían sentirse
tentados de alimentarse en la mayoría de las ocasiones, también podría haber casos en
que no lo hicieran. Eso incluyó unos cuantos centenares de casos más en la mezcla.
Resulta evidente que algunos no tienen ninguna relación, pero otros parecen estar
muy cerca de nuestro modelo.
Dane supuso que Andy debía de haberse habituado a dar conferencias durante el
tiempo pasado en el FBI. Él habría supuesto que un agente debería pasar más tiempo
escuchando que hablando, pero el FBI era una burocracia descomunal —incluso
Andy lo llamaba «la Agencia»—, así que era probable que celebraran una reunión
tras otra, en las cuales los agentes tenían que soltar un discurso sobre lo que habían
averiguado.
Con el fin, al parecer, de que otros agentes y los altos mandos no les hicieran el
menor caso.
—¿Y qué has averiguado? —volvió a preguntar John.

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—Como ya he dicho, tenemos asesinatos muy similares que tienen lugar en
emplazamientos lo suficientemente alejados. He codificado los de Savannah de los
que nos habló usted y los he usado como punto de referencia. Alguien entra en una
casa, mata una víctima, a la que desangra, y se lleva otra o más con vida. En ningún
caso se exige rescate alguno, y los secuestrados no vuelven a aparecer. Es una manera
de actuar muy específica e inusitada.
Andy hizo una pausa y esperó, dando tiempo a que alguien pudiera formular una
pregunta. Nadie lo hizo, así que respiró profundamente y continuó:
—Todos los expedientes que he estado leyendo comparten esas mismas
características básicas. El tremendo número de secuestros resulta bastante asombroso.
Hasta ahora, y, como ya he dicho, continúan entrando, he contado casi doscientas
personas secuestradas sólo en el último mes.
—Y no tenemos ni idea de cuánto hace que empezó esto —dijo Dane.
—Así es. Es fácil echar cuentas: en el curso de un año, si ha estado sucediendo
durante todo ese tiempo, estaríamos hablando de miles.
—¿Y nadie ha relacionado todo esto antes de ahora? —preguntó John.
—No creo que nadie lo haya intentado —replicó Andy—. ¿Por qué iban a
hacerlo? ¿Por qué iban a suponer que unos asesinatos acaecidos en Boston tienen
alguna relación con asesinatos cometidos en Belgrado?
Nosotros hemos tenido la suerte de que Dane se enterara de los incidentes de
Savannah y se diera cuenta de lo que podían significar.
Dane se rascó la barbilla.
—No sé qué decirle sobre su definición de «tener suerte», pero es así.
—Debido a que no han relacionado estos incidentes —continuó Andy—, no han
detectado algunos interesantes aspectos de ellos en los que yo me he fijado esta
noche.
—¿Cómo qué?
—Como que en algunos de los sitios, no en todos, pero sí en los suficientes como
para atraer mi atención, los investigadores de la escena del crimen encontraron serrín
incrustado en las huellas de los pies del asesino.
—¿Serrín? —preguntó Dane—. ¿Es carpintero?
—Tal vez. Aún no tengo claro qué significa eso. Es sólo una extraña anomalía, y
la repetición me hizo pensar que tal vez reviste cierta importancia. El serrín sólo fue
encontrado en los escenarios del norte de Europa, como en Finlandia, Polonia, Rusia,
Suecia y demás. Una de las unidades de la policía científica en Copenhague, es
sorprendente lo minuciosos que son los polis daneses, enviaron las muestras
recogidas a un laboratorio, y el laboratorio descubrió algo que me parece muy
curioso.
»El serrín tenía un origen preciso. No la madera en sí, que procede de una
variedad de árboles comunes de los climas septentrionales. Lo que ocurre es que los
árboles en sí presentan otro elemento en común: sufren un tipo particular de hipoxia,

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una forma de privación de oxígeno debida a la contaminación procedente de una
central térmica alimentada con carbón. El laboratorio pudo identificar de qué planta
se trataba, por la particular composición de los contaminantes. Estamos hablando de
Alta, que se encuentra en la parte más septentrional de Noruega.
—Permítame asegurarme de que he entendido bien esto —dijo Dane—. ¿Ese
serrín en particular, procedente de esa región concreta de Noruega, ha sido
encontrado en las escenas de todo el norte de Europa?
—Correcto.
—Lo cual indica que un único depredador ha atacado en todos esos sitios.
—No —replicó Andy—. Eso es lo realmente interesante. Algunos de esos
incidentes tuvieron lugar en la misma noche. Es igual quién seas, no vas a poder
atacar una casa en Cracovia y otra en Estocolmo con una hora de diferencia.
—No… no es muy probable —reconoció Dane.
—No lo es en absoluto.
—¿Lo cual nos deja con qué?
—Lo cual nos deja con la posibilidad —replicó Andy— de que estemos hablando
de varios asesinos que han estado muy recientemente en el mismo sitio.
—En Noruega. ¿Un aserradero, un almacén de madera?
—Podría ser eso o incluso un gran proyecto de construcción.
—Es posible. Un complejo de apartamentos, un edificio de oficinas… La mayor
parte de las construcciones aún se hacen con entramado de madera. —Andy clavó en
Ikos una mirada penetrante.
—Cuanto más lo pienso, más temo que pueda tratarse precisamente de eso —
apuntó Dane—. Una especie de corral para humanos. Los están secuestrando para
criarlos como comida. Así que, en realidad, sería más una combinación de corral y…
—Matadero —dijo una voz a la espalda de los tres hombres.
Dane, Ikos y Gray se volvieron.
Detrás de ellos estaba Eben Olemaun, y resultaba evidente que había oído la
mayor parte de la conversación. Esta vez, Dane no había detectado la aproximación
de Eben, cosa que resultaba bastante inquietante. Dane no pudo evitar reparar en su
expresión pétrea, no la de un vampiro, sino la de un poli decidido, alguien que no
podía evitar implicarse.
Dos hombres y dos vampiros se encontraban dentro de una casa de Barrow,
Alaska, cada uno esperando que los otros hicieran un movimiento. Andy Gray
guardaba silencio. Nunca había visto a Eben, y era como tener una leyenda en casa.
Ikos miraba de uno a otro, preguntándose si iba a haber una pelea, pero fue Dane
quien abrió la boca para hablar.
Eben lo ganó por la mano otra vez.
—Bueno… da la impresión de que necesitamos comprobarlo, ¿verdad? —dijo.
Se produjo otro largo silencio, hasta que otra silueta familiar apareció detrás de
Eben, sorprendiéndolo incluso a él.

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Era su mujer.
—Seremos tres, entonces —anunció Stella.
—No —replicó Eben con tono cortante—. No, Stella. Barrow no puede quedar
completamente indefenso. Aún falta un poco para que llegue la oscuridad, pero no
sabemos si quienesquiera que sean esperarán durante tanto tiempo en caso de que
hayan decidido volver.
La discusión había ido en aumento, hasta el punto de que los tres vampiros
pensaron que era mejor salir fuera de la valla de Barrow para continuarla. Resultaba
obvio que a Eben no le gustaba Dane —por decirlo de una manera suave—, pero
parecía gustarle todavía menos toda aquella situación que no paraba de agravarse. En
otro momento de ironía, Eben y Dane se encontraron con que eran del mismo parecer,
y no sólo en un punto, sino en varios, el más importante de los cuales era, tal vez, la
voluntad de ir en busca del supuesto matadero; y el segundo, que Stella debía
quedarse allí.
Convencerla ya sería otro cantar.
—Tiene razón, Stella —terció Dane—. Esta pequeña ciudad ha sido zona cero
demasiadas veces como para cambiar ahora de opinión.
—¡Eben… nunca antes has puesto siquiera un pie fuera del país!
—Pero yo sí —intervino de nuevo Dane—. Confía en mí, lo tendré vigilado.
—«No me puedo ni creer que haya dicho eso», pensó.
Stella aún estaba que echaba humo, pero no dijo nada. No tenía sentido discutir
algo que parecía obvio, supuso Dane.
Había estado retrasando el momento de mencionar lo otro, pero pensaba que
ahora debía hacerlo. Después de todo lo que había dicho sobre que podían confiar en
él, ya no le era posible mantener el secreto durante más tiempo.
—En Savannah sucedió algo más… Antes de que lo atrapara, Bork Dela agredió
sexualmente a una joven. Ahora está embarazada. No pudimos hacer nada para
interrumpir el embarazo, así que ahora ella dará a luz al bebé.
—¡Dios mío! —exclamó Stella—. ¿Es posible eso?
—Es tan raro como para ser, en esencia, una leyenda —respondió Dane—. Y en
las leyendas, los vampiros siempre eliminan al bebé en cuanto nace.
—¿Cómo sería el niño? —preguntó Eben.
—Eso es lo que no sabemos. Algo completamente nuevo, supongo.
—Pero si los vampiros siempre los han eliminado… —comenzó Stella.
—Yo estaba pensando en eso mismo, Stella —la secundó Dane—. No sé qué
preveían, ni lo que vieron al nacer esos bebés… si es que sucedió alguna vez de
verdad. Pero si no los querían cerca, tiene que haber una buena razón.
—¿Qué piensa del asunto la chica en cuestión?
—Está bastante desesperada —admitió Dane—, como cabría esperar. La tengo en
un lugar seguro, donde la cuida un amigo de confianza.
—¿Estás seguro de que ese «amigo» no le hará nada al bebé cuando nazca? —

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preguntó Eben.
—Sí, tengo una fe absoluta en Ferrando.
—¿Cuándo sale de cuentas? —preguntó Stella.
—Es difícil saberlo. Cuando me marché, el embarazo parecía avanzar a velocidad
supersónica. No me he puesto en contacto con ellos desde que llegué aquí… así que
abrigo la esperanza de que aún no haya dado a luz.

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24
Ananu despertó cuando Ferrando Merrin entró en su habitación y corrió las cortinas.
Desde su cama del segundo piso podía ver las estrellas a través de la ventana. De
algún modo, se había adaptado con rapidez a dormir durante el día, pero aún echaba
de menos la tibieza del sol, la luz dorada de la mañana que debería haber podido
entrar a través de aquella ventana que miraba al este, la vista de cielos azules
salpicados de nubes.
Sus protectores, Dane y Merrin, habían insistido en que adoptara sus mismas
costumbres, pero Ananu aún no estaba convencida de que eso fuera necesario.
¿Cómo podía hacerle daño el sol? A fin de cuentas, ella continuaba siendo la misma
de siempre.
Sin embargo, Merrin insistía, y velaba por ella como una gallina clueca. Aunque
él no comía comida normal, y era lo bastante cortés como para no alimentarse cuando
ella estaba cerca, era un cocinero increíble. Aunque sólo estuviera preparando
tostadas y huevos para desayunar, le añadía algo especial que a ella jamás se le habría
ocurrido, como, por ejemplo, un poco de romero y escamas de queso parmesano a la
tostada. Durante las largas noches se aseguraba de que ella no mirara demasiada
televisión —a esas horas había, sobre todo, películas y publirreportajes—, e intentaba
entretenerla con libros, juegos y música. A diferencia de lo que sucedía con Mitch,
sus gustos musicales no se habían quedado anclados en ninguna parte, sino que a lo
largo de su no vida había explorado la música de prácticamente todas las épocas y
todas las culturas, y aunque podía hablar del tema con ardiente inteligencia, nunca la
hacía sentir desconcertada ni estúpida.
A veces salían por la noche y bajaban hasta la costa para que ella pudiera ver la
luz de la luna sobre el agua y los grandiosos barcos que pasaban de largo, mar
adentro, o iban a los pantanos de la zona para observar a los caimanes, aves y peces
en su danza nocturna de supervivencia, todos acompañados por el canto y el zumbido
de los insectos.
Descubrió que echaba de menos a Dane y a Mitch, e incluso a AJ; la extraña
familia que formaban había permanecido junta durante apenas un par de semanas,
pero en aquel momento era la única que tenía. Merrin hacía todo lo que podía, pero
no le era posible reemplazar el sonido de múltiples voces en diferentes partes de la
casa, pasos por aquí y por allá que indicaban la presencia de alguien, y la manera
solícita en que cualquiera de ellos iba a interesarse por su estado durante el día y la
noche.
Y, además, siempre se había sentido más segura cuando ellos estaban cerca.
Siempre había habido alguien despierto, alerta, vigilando por si surgía algún peligro.
No cabía la menor duda de que Merrin podía cuidar de sí mismo —no habría vivido
durante tanto tiempo en caso contrario—, pero continuaba siendo una sola persona.
Tenía que descansar a veces, y no podía estar en todas partes al mismo tiempo.

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Nunca se le ocurrió que aquella situación fuese aberrante, algo totalmente
antinatural a pesar de que ella la percibía como correcta.
—¿Has dormido bien, Ana? —preguntó, una vez que hubo metido las cortinas en
las abrazaderas.
—Sí, supongo. He tenido sueños extraños.
—¿Los recuerdas? —Parecía tener setenta y pico, con pelo negro que se había
vuelto casi todo blanco, y una cara delgada con mejillas tan rosadas que parecía que
se había echado colorete. Sus ojos eran pequeños y negros, en realidad sólo
botoncillos diminutos empequeñecidos por la larga nariz, que sabía utilizar de manera
magistral para mirar con altiva desaprobación cuando era necesario. Caminaba tieso
como un poste y era casi igual de delgado, con unos brazos y piernas que parecían las
patas de una araña.
—No. —Se frotó los ojos con los nudillos de la mano derecha, luego apartó las
mantas y sacó las piernas fuera de la cama. Junto al lecho había unas zapatillas
peludas; metió los pies dentro, y luego volvió a levantarlos para cruzar las piernas al
estilo indio—. Nunca los recuerdo, últimamente. Sueño la mierda más rara, pero en
cuanto me despierto es como si… ¡puf! Todo desaparece.
—Parece un horrible tópico, pero a veces podemos descubrir grandes verdades en
los sueños —dijo él—. En ellos pueden revelarse cosas que le ocultamos a la mente
consciente.
—¿Vosotros soñáis? Me refiero a los tuyos.
—Ah, cielos, sí —replicó Merrin—. Sueños que no podrías creer. No estoy
seguro, pero a veces pienso que existe una especie de memoria racial que sólo se
manifiesta en nuestros sueños; es como si, en sueños, pudiera ver cosas que
experimentó sólo el primer vampiro, y los momentos que pertenecieron a todos desde
entonces.
—¿Recuerdas esos sueños? —preguntó Ananu.
—A veces —respondió él—. Cuando los recuerdo, los pongo por escrito. Tengo
docenas de diarios de sueños en una de las librerías de mi casa. Me complacería
enseñártela un día. Me refiero a mi casa.
—A mí también me gustaría. Gracias.
—Es bastante bonita. Algunos la llamarían mansión, aunque mis vecinos, los que
tienen mansiones de verdad, seguro que no piensan igual. Está en las colinas de las
afueras de Asheville, Carolina del Norte. El país de Dios, solía llamarla yo.
—¿Crees en Dios?
Merrin vaciló antes de responder, y sus mejillas se sonrojaron un poco más.
—Digamos sólo que, si existe, espero que sea terriblemente indulgente. —Le
dedicó una sonrisa—. El desayuno está listo. ¿Quieres tomarlo abajo o te lo traigo
aquí?
—Bajaré —dijo Ana. La acometió una necesidad urgente—. Sólo déjame hacer
pis y bajaré en seguida.

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Antes de que saliera de la habitación, sonó el teléfono móvil que Merrin siempre
llevaba encima. Lo soltó del cinturón antes de que sonara por segunda vez, y miró la
pantalla antes de responder.
—Dane —dijo—. ¿Qué tal van las cosas?
Merrin escuchó y fue haciendo ruidos del tipo «mm-hmmm» durante unos
minutos, frunció mucho el ceño, soltó un suspiro, y luego le pasó el teléfono a Ananu.
Ella apretó los muslos mientras se removía con incomodidad.
—Hola, ¿Dane?
—Hola, Ananu —dijo él. A pesar de los kilómetros que los separaban, su voz
sonaba como si estuviese allí mismo, con ella. El sólo hecho de oírlo la hizo sentir
más segura—. ¿Cómo va todo por allí? ¿Te encuentras bien?
—Estoy bien —replicó ella—, pero…
—¿Merrin te trata bien?
—Es como si pensara que es un mayordomo, o algo parecido. No me deja hacer
nada.
—Le gusta cuidar a los demás —explicó Dane—. Creo que eso lo hace sentir
necesario.
—Bueno, pues lo hace muy bien.
—Escucha, la razón por la que llamo es que no voy a volver tan pronto como
había pensado. No sé cuándo voy a poder ponerme en contacto con vosotros otra vez.
No quería marcharme sin llamar para asegurarme de que todo iba bien por allí.
—Genial —dijo ella—. Pero… —Hizo una pausa, esperando que él volviera a
interrumpirla.
—Pero ¿qué?
—Pero… cuando una chica embarazada tiene que hacer pis, la jodida verdad es
que tiene que hacer pis, ¿vale?
Dane pareció recibir el mensaje.
—En ese caso, no te entretendré, Ana. Cuídate. Si me necesitas para cualquier
cosa, Merrin puede intentar hacerme llegar el mensaje.
—Adiós. —Pulsó el botón rojo del móvil de Merrin y lo dejó caer sobre la cama
—. Lo siento —dijo. Bajó de la cama, pasó ante Merrin y salió por la puerta. El aseo
estaba dos puertas más allá, por el pasillo.
Logró llegar justo a tiempo.

AJ realizó el recorrido desde Orange Park durante la tarde y entró en Savannah justo
después de las diez. Le habían desaconsejado volver allí, pero su apartamento de
Florida estaba a pocas manzanas del río Jacks, y lo olía cada día al salir de casa, y
otra vez cuando volvía. Se conocía lo bastante bien como para saber que olerlo sin
poder navegar por él acabaría matándolo. Lo mataría con tanta certeza como una bala
en el corazón. Necesitaba aquel rítmico balanceo bajo los pies, necesitaba el ronroneo

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del motor que le recorría las piernas, las brillantes esquirlas de luz que se lanzaban
hacia sus ojos desde el agua. No tenía que volver a trabajar hasta el lunes, así que
pensaba que tendría tiempo de recoger la Crisis de los 40 y pilotarla corriente abajo
hasta Orange Park.
El amigo de Dane, Merrin, debía de tener conexiones de importancia para
organizar las cosas con la rapidez con que lo había hecho. De la noche a la mañana,
AJ Roddy tenía un nombre nuevo, Brent John Masters, demasiado sofisticado para él,
pero tal vez había sido escogido por esa razón. Nadie que conociera a AJ lo buscaría
jamás por un nombre como ése. También tenía una licencia de taxista y un coche, una
cuenta bancaria con unos cuantos miles de dólares, un apartamento y documentos de
identidad, incluido un carnet de conducir de clase comercial y una tarjeta Visa. El
complejo de viviendas donde se encontraba su apartamento estaba lleno de solteros,
incluyendo al menos tres viudas relativamente jóvenes y asequibles que vivían de lo
que parecían cantidades decentes pagadas por las aseguradoras. Había dejado atrás
deudas y algunas películas alquiladas a las que les había vencido el plazo de
devolución, pero Merrin le había asegurado que esas cosas recibirían la debida
atención. Llevaba ropa nueva, más adecuada para Brent John Masters que cualquier
cosa que AJ hubiese tenido en toda su vida: americana azul con botones de latón,
camisa hawaiana estampada de Tommy Bahama, pantalón de lino blanco, y náuticos
Sperry Top-Sider sin calcetines.
Pero la nueva vida no incluía una barca. A AJ le encantaba la sensación del agua
bajo los pies, sentir en el interior de la nariz el olor del agua salada o de los ríos, el
viento en el pelo que le quedaba. Una vez que la barca estuviera allí, la repararía y le
cambiaría el nombre. Merrin podría ocuparse de los trámites de registro. Si el tipo
estaba conectado de algún modo con el crimen organizado, AJ no quería saberlo. Eso
aclararía muchas cosas, pero las explicaciones que le había dado —que él, Dane y el
cabrón mal nacido que había violado a Ana eran todos vampiros— era más de lo que
quería oír.
Durante los últimos años, el mundo había sido puesto patas arriba, como si el
nuevo milenio hubiera sido una especie de detonador de demencia y al accionarlo
hubiesen cambiado todas las reglas. Las personas estrellaban aviones contra los
edificios y parecían entablar guerras al azar, y enviaban ántrax por correo, hacían
estallar bombas en el metro y se volaban a sí mismas; y políticos diestros se
autodestruían de modos nuevos y espectaculares, y todos adoraban a las celebridades
como si fueran dioses, sólo para volverse contra ellas como chacales a la más ligera
señal de debilidad, y el caso es que él no entendía una mierda de todo aquello.
Y ahora, la adición de vampiros a aquella mezcla, y no sólo el hecho de que
hubiera gente que estaba muerta pero se negaba a yacer por toda la eternidad y bebía
sangre, sino la cuestión adicional de que no todos se llevaban bien unos con otros,
sino que había facciones, como si fueran los demócratas y los republicanos en el
Congreso, que estaban siempre echándose los unos al cuello de los otros, sólo lograba

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empeorar las cosas.
¡Jesús! Era como si te dijeran que Caperucita había existido de verdad y se la
había comido el lobo, y que de verdad existiera aquel ganso estrafalario de fantasía
que escribía cuentos para asustar a los niños, y que, después de todo, aquel monstruo
sí que vivía en tu armario.
Dejó el vehículo entre otros coches en el aparcamiento de Tubby y cruzó hacia los
muelles. Había algunas luces encendidas aquí y allá, y oyó una radio que emitía algún
tipo de música de salsa en el interior de una de las barcas, pero, aparte de eso y de los
coches que pasaban de largo, lo único que oía era el chapoteo del agua contra los
cascos de las embarcaciones y los crujidos de la madera y las amarras. El aroma del
agua le recordó por qué había ido hasta allí. El agua era real. Podía navegar por ella,
mojarse la cabeza con ella y beberla. Siempre había estado allí, y allí estaría siempre,
y en ese momento necesitaba algo real en su vida.
Escabullirse furtivamente hasta su propia barca hizo que AJ se sintiera como un
delincuente común. Avanzó por el embarcadero hasta la Crisis de los 40, intentando
caminar erguido pero evitando las luces al mismo tiempo. Suponía que, a esas alturas,
cualquier cosa que se hubiera estado preparando ya habría pasado; pero como Dane y
Merrin le habían dicho que era poco seguro volver a Savannah, no quería correr
riesgos innecesarios. No lo había visto nadie, así que exhaló un suspiro de alivio al
pisar la cubierta.
Pondría en marcha el motor, luego soltaría las amarras, y se marcharía. En cinco
minutos habría salido de los muelles e iría camino del mar.
La barca se mecía mientras él cruzaba la cubierta, el agua chapoteaba contra los
laterales del casco, y no oyó las pisadas de otros pies hasta que una cosa dura y
metálica descargó un golpe contra un costado de su cabeza, aplastándole la parte
superior de la oreja y haciendo estallar puntos de luz en la oscuridad de la cubierta.

Stella estaba de suerte; John Ikos se encontraba en casa y no le disparó cuando se


acercó a su solitaria cabaña. Había estado por allí antes, pero continuaba sin
acostumbrarse del todo a la estructura de tipo búnker excavada en la ladera de la
colina: muro de hormigón con troneras y puerta blindada con acero que ocultaban lo
que en otros tiempos había sido una cabaña de caza normal, hecha de troncos, como
su propia casa. Salvo por el hecho de que el interior también indicaba que pertenecía
a alguien que estaba un poco obsesionado con las armas de fuego; allá donde miraba
había armas y armeros, cajas de munición e instrumentos para la limpieza de las
armas. Casi nunca había visto a John sin un arma al alcance de la mano, y algunas de
las que tenía eran de tan alta tecnología que se preguntó si el ejército ya habría
llegado a adoptarlas. El aroma especiado del estofado que burbujeaba dentro de una
olla suspendida sobre el fuego de la gran chimenea inundaba la cabaña.
—¿Cocinando?

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—Algunos tenemos una dieta más variada que otros —señaló John. Por una vez,
se había quitado la parka forrada de pieles y llevaba sólo un jersey, tejanos y botas.
Parecía extrañamente desnudo—. Estoy preparando venado con patatas y verduras
que he comprado en el pueblo.
—Huele bien —dijo Stella—. En el sentido de algo que me habría gustado en
otros tiempos. —Le resultaba desgarrador admitirlo.
—Nadie te ha invitado a cenar.
—John, necesito hablar contigo.
—¿Qué pasa?
—¿Puedo sentarme?
—Claro, perdona. Ponte cómoda.
Stella retiró una silla de la mesa de comedor, ambas de madera toscamente
aserrada y con un poco de corteza aún pegada. De la pared de encima de la chimenea
colgaba una tela bordada que añadía un inesperado toque de domesticidad al lugar,
hasta que Stella leyó el mensaje bordado en él: si me tocas los trastos, te mato. Eso
era más propio del John Ikos que ella recordaba de otra vida. Se sentó en la silla y
luego aguardó hasta que él hizo lo mismo frente a ella.
—Tengo entendido que conoces a Dane.
—Sí, lo conozco. Es bastante buen tipo, para ser uno de los… uno de vosotros.
—Él y Eben van a marcharse dentro de poco. Han dicho que querían verte antes
de partir. Pero yo quería verte antes.
—¿Por qué?
Stella pensó en la situación. Ella, la antigua cazavampiros, convertida ella misma
en vampiro, que había perdido a su marido y había vuelto a reunirse con él de la peor
manera posible. Y John Ikos, que era poco sociable, que había perdido a su hermano
—hasta donde ella sabía la única familia que tenía— en el primer ataque contra
Barrow, y que había concentrado sus dotes de cazador en un tipo de presa diferente.
Ahora acechaba al depredador más peligroso de todos, del que ella había aprendido
más que casi cualquier otro humano sobre la faz de la Tierra.
Habían luchado hombro con hombro en defensa del pueblo en el que ninguno de
ellos había escogido vivir pero del que ambos se consideraban protectores, y
volverían a hacerlo. Esta vez, sin embargo, ella iba a dejarlo en sus manos.
—Yo también necesito marcharme —dijo—. Las noches se están alargando, y
Eben no estará aquí. Es posible que se produzca otro ataque. Sólo quiero asegurarme
de que puedes ocuparte de ello.
—Con cada ataque, la gente de Barrow se vuelve más lista. Tal vez a los
vampiros les pase lo mismo, no lo sé, pero sí sé que nuestra gente tiene mejores
alambradas, luces UV, todos están armados y saben a qué tienen que apuntar. Pienso
que pueden rechazarlos incluso sin mi ayuda, mucho más sin la vuestra.
—Espero que tengas razón —dijo ella—. Pero ahora parece que están sucediendo
muchas cosas en otros sitios, y todo tiene que ser verificado.

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Stella ni siquiera le había dicho a Eben que tenía pensado ir a Georgia. No se lo
tomaría bien. Lo más probable era que le montara un escándalo. Era mejor marcharse
y dejar que dedujera que lo había hecho. Cosa que tal vez no sucediera hasta que
volviera a casa y se preguntara dónde estaba ella.
Si volvía a casa.
Según Dane, el incidente acaecido en Savannah era demasiado importante como
para tomárselo a la ligera. Dane insistía en que la madre estaba a salvo, y tal vez fuera
así. Pero si Stella conocía a aquellos gusanos nocturnos —y ella pensaba que los
conocía—, se las arreglarían de un modo u otro para averiguar el paradero de la
madre. Irían a por ella, a por el bebé, y no se los podría disuadir con facilidad. A
cualquier clase de protección que hubiese organizado Dane, no le irían mal los
refuerzos.
—Si quisieras decirme adonde vas, supongo que ya me lo habrías dicho, así que
no te lo preguntaré —dijo John.
—Has acertado… No tengo intención de decírtelo —replicó Stella.
—Me parece bien. No me digas adonde vas. Cuanto menos sepa, mejor. ¿Llevarás
a alguien contigo?
—No había planeado hacerlo.
—Podría no ser mala idea que contaras con alguien de apoyo que pudiera andar
por el exterior a la luz del día.
—Ya lo sé. —Ella no acababa de entender adonde quería ir a parar, y, por lo
general, John era un tipo muy directo—. Si estás pensando que deberías
acompañarme, John, te lo agradezco, pero creo que te necesitarán aquí.
Nunca antes había visto a John Ikos ruborizarse, ni siquiera sabía que eso fuera
posible. Sus mejillas demacradas se sonrojaron. El olor de la sangre que le llenó los
vasos capilares despertó el hambre de Stella.
—No —se apresuró a responder él—. Eso no es… no es a lo que me refería. No
estoy hablando de mí. Pero hay alguien…

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TERCERA PARTE
DENTRO DEL INFRAMUNDO

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25
Resultó que Tromso era la ciudad más grande situada por encima del Círculo Polar, y
tenía su propio aeropuerto. Dane y Eben tuvieron que volar a Oslo, de todos modos,
pero desde allí tomaron un vuelo nocturno directo a Tromso de la Norwegian Air.
Para cuando aterrizaron, el cielo comenzaba a palidecer por el este, así que saltaron
dentro de un taxi y pidieron que los llevaran al Quality Hotel Saga, que parecía estar
en el centro.
Por lo que pudo ver Dane, la ciudad parecía moderna y pintoresca, con barcos que
iban de un lado a otro agitando con las hélices el agua que podría pertenecer a un río
o a un fiordo. El taxista les señaló Skarven, un restaurante y taberna que les
recomendó, y Dane le dio las gracias con cortesía, sin mencionar que no era probable
que visitaran muchos restaurantes. Los árboles habían perdido la mayor parte de las
hojas, pero a lo largo de los bordillos revolotearon algunas dispersas, doradas y
anaranjadas, al pasar el taxi a toda velocidad. Dane habría podido interesarse más por
la vista si no hubiera estado preocupado por el sol.
Instalados con seguridad en la habitación, con las cortinas echadas para que no
entrara la luz, Dane y Eben se miraron el uno al otro con desconfianza. A Dane
continuaba sin gustarle Eben, y suponía que el sentimiento era mutuo, y con creces.
Eben se sentó cómodamente en un sillón, cosa que a Dane no le dejó más alternativa
que sentarse en una de las camas.
—¿Y ahora qué? —preguntó Eben.
—Ahora descansamos un poco —recomendó Dane—. Y luego nos ocuparemos
de intentar encontrar a los vampiros locales. Una ciudad de este tamaño tiene que
tener una colonia más o menos grande. Quiero hacer algunas llamadas, pero es
necesario que estemos preparados para ponernos en marcha en cuanto se ponga el sol.
No quiero pasar aquí más tiempo del necesario.
—Pues ya somos dos —recalcó Eben con brusquedad. Bostezó y se pasó una
manga por la boca abierta.
Dane deseó haber pedido habitaciones separadas en lugar de una sola. Por
desgracia, la confianza que le tenía Eben no era demasiada. Se preguntó si Eben
dormiría con un ojo abierto, por si acaso Dane intentaba algo. O viceversa.
No tenía ni idea de lo que podría intentar hacer Eben. Y la verdad era que
tampoco tenía ningún interés en engañarlo en nada. Lo único que quería era averiguar
qué conexión había entre el serrín de aquellas regiones y los asesinatos del mismo
estilo que los del Verdugo que había descubierto Andy Gray.
«Bueno, si Eben no quiere ser cordial, yo no puedo obligarlo», pensó Dane. Se
desvistió y se metió en la cama sobre la que había estado sentado. Eben continuaba
en el sillón que había junto a la ventana, con una expresión vacua en la cara y la vista
fija en el techo.
«¿Qué clase de misterio encierra este hombre? ¿Cómo puede ser eso de haber

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estado muerto de verdad durante un año y medio?
»No hay ninguna respuesta ahí arriba, en el techo, Eben. De eso estoy bastante
seguro.
»Pero tú continúa mirando y no te distraigas».

Después de dormir durante seis horas, Dane se puso a trabajar. Su teléfono móvil
tenía cobertura allí, cosa que constituyó una agradable sorpresa. Había esperado
hallar un páramo árido, y en cambio se había encontrado con una ciudad a la que se
hacía referencia como la París del norte, tan civilizada que Barrow, en comparación,
podría haber sido una aldea de pescadores inupiat. Merrin había prometido hacer
algunas indagaciones mientras Dane viajaba, a la vez que había vuelto a implorarle
que tuviera cuidado, así que la primera llamada que hizo fue a Georgia, que parecía
encontrarse a un millón de kilómetros de distancia. Y Merrin, en efecto, había
encontrado algunos indicios.
Ninguno de los miembros de la red que habían organizado moraba ya en aquella
zona, porque los vampiros más agresivos y guerreros se habían mudado a las zonas
situadas por encima del Círculo Polar Ártico y obligado a los otros a desplazarse a
climas más meridionales. Pero Merrin había encontrado a uno que había tenido,
durante un tiempo, una casa segura en Tavlik, no lejos de allí. Ese vampiro
recomendaba una zona específica de la ciudad, donde una serie de concurridos
locales nocturnos —Tromso, al parecer, era famosa por su vida nocturna—
proporcionaba abundantes oportunidades de alimentación para los vampiros, si no les
importaba que hubiera un poco de licor fuerte en el menú.
También había localizado un activo aserradero situado en la vecina comunidad de
Lyggen.
Después de colgar, Dane puso al corriente de la conversación a Eben, que estaba
sentado en la cama, con el pelo revuelto por el sueño.
—Yo me decanto por los locales nocturnos —dijo—. No hay nada como joder a
unos cuantos vampiros para empezar bien un viaje.
—Sin olvidar que tú también lo eres —señaló Dane.
—No es algo que se me olvide —replicó Eben—. Fue mi elección… Pero odio
con todas mis fuerzas que me obligaran a tomar esa decisión, para empezar.
—Algunas personas han nacido para serlo, y no llegan a darse cuenta de su
verdadero potencial hasta que sucede. Otros, como yo, habríamos preferido morir
cuando nos llegara la hora que continuar viviendo de esta manera.
—Puedo matarte ahora mismo, si es lo que quieres.
Una sonrisa torva pasó por los labios de Dane.
—Hubo una época en que te habría tomado la palabra. Pero ya no. En cualquier
caso, las cosas son diferentes ahora. Quiero decir que aquí estamos, intentando ser
corteses, o al menos todo lo posible, mientras tratamos de evitar una guerra abierta.

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Esto podría ser terrible. No estoy tan seguro como otros de que algún vampiro
pudiera sobrevivir a ella.
—¿Y por qué iba a ser malo eso?
—No es el destino lo que más me importa, sino el viaje. Me temo que ninguna de
las especies saldría muy bien parada del asunto.
—Es probable que tengas razón. —Eben apartó las mantas de una patada—. Es
una pena.
Se vistieron con ropa de abrigo y salieron a la noche. En un momento anterior del
día, Dane había reservado un coche de alquiler, que había sido entregado en el hotel;
así pues, después de recoger las llaves, salieron y encontraron un Saab verde oscuro.
Dane tenía un carnet de conducir internacional falso, mientras que el que Eben había
obtenido en Alaska no había sido renovado por razones obvias, así que Dane se sentó
al volante.
—Todas esas palabras noruegas parece que las haya tecleado alguien mirándome
a mí —comentó Eben.
—No es un idioma fácil —dijo Dane—, pero las señales de tráfico son más o
menos las mismas en todos los países, así que pienso que no tendremos problemas.
—Consultó el mapa que había recogido en la recepción del hotel, y arrancó.
Aunque estaba oscuro, no era tarde, y había mucha gente en la calle, comprando,
cenando y, en general, con aspecto de pasarlo bien. Dane reparó en que al menos la
mitad de las mujeres fumaban, y numerosos hombres, muchos más que en la mayoría
de ciudades estadounidenses de esa época. Abrió la ventanilla apenas una rendija para
que entrara el aire perfumado de humo de leña, gases de los tubos de escape de los
coches y miles de cenas que se preparaban en apartamentos y restaurantes, una
mezcla acre que era común en las ciudades europeas pero casi desconocida en
Estados Unidos.
Y también percibió vampiros.
Al menos docenas de ellos entre la gente ante la que pasaban. Los vampiros
andaban mezclados con los habitantes locales sin atacarlos. Como si vivieran allí.
Como si hubieran estado inmigrando allí en números que no podía ni imaginar.
Con Eben como copiloto, subieron por Storgata, y al final encontraron el distrito
que había descrito Merrin. Atravesaron la zona con lentitud y continuaron adelante
por la ciudad para ver las áreas residenciales y los distritos comerciales, y giraron
para pasar por el puerto (que a Dane le recordó el almacén de los muelles de
Savannah y su creencia de que Bork Dela había estado embarcando a los cautivos
hacia el extranjero). Por último, en torno a la medianoche regresaron a la zona de los
locales nocturnos, volvieron a recorrerla y aparcaron el coche a pocas manzanas de
distancia.
La noche se había hecho notablemente más fría. Un viento cortante azotó las
mejillas de Dane. No le causaba incomodidad, pero sí que lo habría hecho en los
tiempos en que era humano. Se acercaron paseando a los locales nocturnos, y

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entonces ocuparon posiciones en portales oscuros, separados por casi una manzana
pero desde los que podían verse el uno al otro, y esperaron.
La gente salía de los bares, andaba o se dirigía dando traspiés hacia coches
aparcados, a veces hablando y riendo en voz alta o abrazándose para defenderse del
frío. Otros llegaban, aparcaban el coche y entraban en los locales.
Nadie fue atacado.
Había abundancia de nosferatu, pero se mezclaban con los humanos sin
alimentarse de ninguno de ellos. Muy extraño.
Después de que pasaran dos horas, y cuando el tráfico había disminuido, Dane
echó a andar hacia donde se encontraba Eben.
—Esto ha sido una pérdida de tiempo —dijo, y abrió los brazos como si no
supiera qué hacer—. ¿Alguna idea?
—Podríamos echar el guante a uno de los que andan por la calle y darle una
paliza de cagarse hasta que nos diga por qué no se alimenta de los habitantes de la
ciudad.
Los dos sabían por qué. Todo apuntaba a que la idea del matadero era una
realidad.
—Aquí vienen sólo a… mezclarse. Dondequiera que vivan realmente, no creo
que esté dentro de esta ciudad.
—Siempre nos queda el aserradero.
—Es verdad. —Dane no sabía de qué podría servir ir a inspeccionar un aserradero
en mitad de la noche, ya que a él le parecía una actividad de naturaleza diurna. Pero si
era, de hecho, una tapadera para algún tipo de actividad vampírica, sin duda hallarían
algunos indicios después de oscurecido.
De vuelta en el coche, Eben volvió a desdoblar el mapa y guiar a Dane. Mientras
viajaban no hablaron, salvo cuando Eben lo avisaba de que se aproximaban a un
cruce donde debían girar. Aún no habían hablado mucho de nada. Dane había
pensado en aquel viaje como un mal necesario, no una experiencia de acercamiento
personal. Al menos, él y Eben no estaban lazándose el uno al cuello del otro… por el
momento.
Al salir de la ciudad encontraron un bosque de pinos, oscuro y aromático pero
poco espeso, tal como acostumbraban a ser este tipo de bosques. La nieve formaba
ventisqueros en torno a los troncos y se quedaba adherida a algunas de las ramas. El
agua moderaba el clima y evitaba que la zona se convirtiera en tundra pelada, pero
continuaba sin ser el sueño de un horticultor. Más allá de los bosques se alzaban las
montañas como oscuros monstruos silenciosos.
Después de varios kilómetros más, Eben le dijo a Dane que buscara un desvío a la
izquierda. Apareció de repente, después de una curva de la carretera; un camino sin
carteles, empinado, ancho, de tierra y grava, que se adentraba entre los árboles.
—Debería estar al final de este camino —dijo Eben—. Dentro de un kilómetro,
más o menos.

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Dane apagó los faros y avanzó a marcha lenta por la pista de tierra, cuya
superficie irregular los hacía dar constantes saltos. Entre los árboles comenzó a
distinguirse, cada vez con mayor claridad, la silueta de una gran estructura.
—Yo me apartaría del camino —dijo Eben, al tiempo que señalaba una pista
secundaria que desembocaba en el camino principal—. Hagamos andando el resto del
recorrido. Si se encuentran aquí, es probable que estén alerta por si oyen coches.
Dane entró por la estrecha senda y apagó el motor. Puso el interruptor del techo
del coche en posición de apagado antes de abrir la puerta, y Eben abrió la suya.
Juntos retrocedieron hasta el camino de tierra, y continuaron hacia la estructura que
había más adelante. Allí, lejos de la ciudad, el viento era más fuerte y la sensación de
frío más intensa. Implacable. Un humano no querría andar perdido por ahí fuera
durante mucho rato.
No se oía más ruido que el susurro del viento entre las ramas, un sonido solitario,
como una diosa nórdica llorando por el caído Asgard, ni se olía otra cosa que el
aroma de los pinos.
—Aquí no hay nadie —dijo Dane—. Este sitio está abandonado.
—Eso pienso yo también.
Continuaron avanzando por el camino hacia el aserradero. Su mole oscura se
alzaba contra el cielo estrellado. Dentro no brillaba luz ninguna, nadie se movía por
los alrededores. El lugar estaba rodeado por una cerca alta rematada con alambre de
espino, pero la puerta se encontraba abierta. A un lado del edificio principal había
pilas de árboles talados y despojados de sus ramas. Al otro, ordenados montones de
madera cortada aguardaban para ser cargados en camiones.
—Otra pérdida de tiempo —observó Dane, contemplando la desolada escena.
Darse cuenta de esto hizo que lo recorriera una ola de desesperación. Había hecho
que se detuvieran las cosas de modo transitorio, pero no la totalidad del plan,
cualquiera que fuese. Y ahí fuera había muchísimos más como Bork Dela, matando
de modo indiscriminado, secuestrando a víctimas aterrorizadas para propósitos
desconocidos. El rastro los había conducido hasta allí arriba, y se había cortado en
seco.
Eben se metió las manos en los bolsillos de la parka, y, casi como si ese gesto lo
hubiese activado, su teléfono móvil empezó a sonar.

En la pantalla apareció el número de Andy Gray.


—Hola, Andy.
—Eh… ¿señor Olemaun? El señor Gray no está aquí. Soy yo, Marcus.
—¿Marcus Kitka?
—Sí. Eh… así es.
El chaval del nuevo sheriff, que parecía muy nervioso. ¿Y por qué no iba a
estarlo?

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—¿Qué puedo hacer por ti, Marcus?
—Eh… Andy, quiero decir, el señor Gray, me pidió que hiciera unas
comprobaciones. Como los horarios de los barcos de carga. —Hizo una pausa, y
Eben se preguntó si se suponía que él debía saber de qué estaba hablando el crío.
Marcus continuó, y las palabras salieron atropelladamente de su boca—: Creo que
todo esto sucedió en el último día, más o menos, después de que ustedes se
marcharan. Me pidió que les dijera que había surgido otro incidente, hace unos pocos
días. Hace cinco días, diría yo. Por alguna razón, no apareció en seguida en la base de
datos, pero cuando lo hizo, mostraba todas las características que estaba buscando.
Así que entonces decidió ver si podía relacionarlo con el sitio al que iban ustedes,
Noruega, y entonces me pidió ayuda.
»Probé con toda clase de variantes distintas para intentar relacionar las dos cosas.
Al final, encontré algo. Ese lo que sea, ese incidente, pasó en un sitio que se llama
Cork. En Irlanda. Así que comprobé los barcos, y encontré uno llamado Caroline G.
Atracó en Irlanda la noche del incidente, y ahora va a atracar en, ¿cómo se llama?,
¿Tromso?, esta noche. En principio debería atracar en el amarre 22. ¿Están cerca de
los muelles?
—¿Esta noche? —preguntó Eben—. ¿Estás seguro?
—Sí, quiero decir que hace unos minutos vi una imagen del barco captada por
satélite. No en tiempo real, pero tomada esta noche. No estaba lejos de la costa.
—Joder. —Eben se apartó el teléfono del oído—. No estamos cerca de los
muelles, ¿verdad?
—El hotel sí que lo está —replicó Dane.
—Al parecer, tenemos que volver allí —dijo Eben—. Ahora. —Volvió a hablar
por el teléfono—. ¿Algo más?
—No, creo que eso es todo, más o menos. El señor Gray me dijo que si
encontraba algo parecido, se lo contara.
—¿Dónde está Andy?
—No lo sé. Aquí no está.
—Vale, Marcus, gracias. Adiós.
—Adiós, señor Olemaun.
Eben cortó la comunicación y se metió el móvil otra vez en el bolsillo.
—Los muelles —dijo—. Parece que ha habido otro incidente con secuestro en
Irlanda, hace pocas noches. Un barco procedente de allí entrará esta noche en
Tromso.
—¿Así que piensas que si han metido a los cautivos en el barco, los
desembarcarán esta noche?
—Y tal vez los llevarán hasta el sitio del que procede el serrín, sí. Andy no habría
hecho que Marcus nos lo contara si no pensara lo mismo.
—Pero ¿Andy no está allí?
—No.

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—¿Sabes dónde está?
Por centésima vez, más o menos, desde que habían comenzado el viaje, Eben
tuvo ganas de arrancarle a Dane la cabeza de los hombros y golpear con ella su
cadáver. Reconocía que esto se debía, sobre todo, a que era, como había dicho Stella
una vez, «un bastardo celoso que debería tener más confianza en sí mismo», pero la
razón no importaba tanto como el hecho de que lo molestaba de un modo infernal que
Dane aún caminara sobre la tierra. En otras circunstancias, puede que incluso hubiese
matado al tipo. Pero esas circunstancias no existían, y las que estaban viviendo sí.
—No nos quedemos aquí hablando del tema. —Echó a andar hacia el coche—.
Tenemos que ponernos en marcha.
Dane lo siguió.
—Así que no sabes dónde está Andy.
—Así es —replicó Eben—. No sé dónde demonios está Andy. Ahora, cállate y
marchémonos.

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26
Los barcos de crucero, blancos y opulentos en la pálida luz lunar como espectrales
pasteles de boda, abarrotaban el puerto de Tromso. Dane pasó de largo y continuó
hacia los muelles de carga más funcionales y menos decorativos. En ellos, la calzada
estaba mojada y reflejaba las brillantes luces de lo alto. Se veían hombres con mono
de trabajo que se movían con rapidez de un lado a otro, algunos con herramientas
pesadas cuya utilidad Dane desconocía, o arrastrando mangueras. Otros se echaban el
aliento en las manos para calentárselas, o caminaban con ellas metidas en las
profundidades de los bolsillos. Aquellos muelles funcionaban durante toda la noche;
allí no había horarios de oficina.
—Amarre veintidós —señaló Eben.
—Lo sé. —Dane observaba los números. Había, en efecto, un barco atracado en
el amarre 22, un enorme carguero cuyo casco se hundía mucho en el agua. Una grúa
descargaba enormes contenedores de acero, mientras otra, provista de una red
gigantesca, parecía levantar una docena de cajones de madera a la vez. Ya había
contenedores amarillos, azules, verdes, marrones y color de herrumbre apilados sobre
el asfalto, y los toros de carga iban zumbando de un lado a otro para transportar los
cajones de madera al interior de un gigantesco almacén cercano.
Dane aparcó a unos doscientos metros y se acercaron con sigilo tanto como
pudieron sin que los vieran los estibadores. Desde las sombras, observaron el ajetreo
del muelle.
—Parece que ya hace un rato que están descargando —dijo Eben—. ¿Y si
llegamos demasiado tarde?
Por la vía asfaltada apareció una furgoneta oscura y sin ventanillas, y se detuvo.
—Me parece que no —repuso Dane. Señaló con la cabeza hacia los que salían de
la furgoneta. Demacrados, con la piel pálida, ataviados con ropa negra nada
apropiada para las condiciones climáticas; se reunieron justo fuera de los haces de luz
de los faros de la furgoneta y se quedaron esperando algo.
Tres marineros condujeron a una docena de personas por la pasarela, personas de
todas las edades, desde una niña que no podía tener más de siete años, hasta un
anciano cuyo rostro era una masa de arrugas y contaría entre ochenta y pico o
noventa y pico, caminaba con bastón y tenía la espalda curvada como un signo de
interrogación. Una de las mujeres era tremendamente obesa, de unos ciento ochenta
kilos, calculó Dane. La mayoría estaban en mejores condiciones físicas y eran
mujeres. Iban todos en fila india, arrastrando los pies y con la vista fija ante sí.
—Parecen drogados —susurró Dane.
Al llegar al muelle, los marineros condujeron a la gente hacia los que habían
bajado de la furgoneta. Cambió de manos un paquete pequeño. Dinero, supuso Dane,
el soborno de los marineros. Uno de los personajes de negro abrió la parte posterior
de la furgoneta y las personas que habían bajado del barco entraron en ella, de una en

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una. Cuando subió la mujer obesa, los amortiguadores rechinaron y la furgoneta se
hundió por una esquina, para luego enderezarse.
—Esa es la gente a la que han secuestrado —especuló Eben.
—El grupo más reciente, en cualquier caso. —Dane echó a andar hacia el Saab.
—¿Adónde vamos?
—Tenemos que seguir a esa furgoneta.
—¿No deberíamos intentar ayudar a esa gente?
—Lo haremos. Pero no aquí. Pienso que en el sitio al que los llevan los
encontraremos a todos.
A regañadientes, Eben echó una última mirada a la furgoneta y luego se unió a
Dane en el recorrido a paso rápido, aunque cauteloso, de vuelta al coche de alquiler.
Al llegar a él, Dane se situó detrás del volante y puso en marcha el motor. Sin
encender las luces, avanzó con lentitud hasta situarse en una posición desde la que
podía ver la furgoneta. Cuando hubo subido el último de los pasajeros, una de las
personas de negro —vampiros, se corrigió, porque estaba seguro de que lo eran—,
cerró la puerta posterior y subió a la parte delantera.
Las luces de la furgoneta se hicieron más brillantes y el vehículo se puso en
movimiento. Dane le dio unos momentos para que girara por una calle cercana, y a
continuación encendió los faros delanteros y fue tras él.
La furgoneta siguió una ruta directa de salida de la ciudad en dirección norte, la
dirección de la que Dane y Eben acababan de regresar. A medida que disminuía el
tráfico, Eben se mostraba cada vez más preocupado.
—Mantente a distancia —dijo.
—Ya lo hago.
—Tal vez debería conducir yo. Estoy entrenado en seguimiento de coches.
—Eras el sheriff de Barrow. ¿Cuánto seguimiento podías hacer ahí?
—Que te den por el culo, amigo. Te sorprenderías —le espetó Eben.
Dane dejó que aumentara un poco más la distancia, hasta que las luces posteriores
de la furgoneta se convirtieron en meros puntos distantes. No se molestó en
mencionarlo —su relación con Eben ya era bastante tensa de por sí—, pero en los
programas de televisión y las novelas policíacas había aprendido tanto de técnicas de
vigilancia y seguimiento como parecía saber Eben, así que… a tomar por el culo.
Había estado dejando que otros vehículos se interpusieran entre ellos y la furgoneta
siempre que era posible. Intentaba mantenerse lo bastante lejos como para que los
vampiros de la furgoneta no pudieran distinguir ningún detalle del coche ni de sus
ocupantes.
El camino secundario que habían seguido antes para ir hasta el aserradero pasó
como un destello. Continuaron adelante en dirección norte. Los árboles crecían más
separados, era más bajos, con ramas retorcidas y nudosas debido al viento y el clima
extremo. Dane tuvo que aumentar la distancia porque no había más tráfico en la
carretera. Su preocupación principal habría sido abandonar la carretera antes de que

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saliera el sol, pero sabía que los vampiros de la furgoneta tendrían el mismo
problema. Saldría por dondequiera que salieran ellos.
Al fin, vio brillar las luces de freno de la furgoneta, y él aminoró la velocidad. Un
momento después, la furgoneta desapareció de la vista.
—¡Mierda! ¿Cómo han hecho eso? —preguntó Eben.
Dane no respondió. Mantuvo el Saab en marcha a velocidad reducida, y al
acercarse al último punto en el que había visto la furgoneta, apagó las luces. No había
más vehículos a la vista, así que no le preocupaba que alguien chocara contra ellos.
Un minuto más tarde dieron con la respuesta. Hacia la derecha salía un camino de
tierra cuya entrada, al llegar desde el sur, quedaba oculta por una enorme roca.
Camuflaje natural. Dane giró por ese camino, en realidad no mucho más que un
sendero con profundas roderas abierto en la tundra por un tráfico regular. El barro
frenaba un poco las ruedas del Saab y Dane temía quedar atascado. Pero como la
furgoneta había logrado pasar, continuó adelante.
Lo más probable era que habitualmente este camino estuviera helado. Otro efecto
del calentamiento global. El fango desviaba el coche hasta casi arrebatarle el volante
de las manos, así que Dane se veía obligado a luchar con él para controlarlo. Aún no
habían vuelto a ver la furgoneta, pero el sendero giraba y serpenteaba al ascender
poco a poco por un estrecho cañón cuyos costados se hacían más altos a medida que
avanzaban. Puesto que no había ningún camino lateral, Dane suponía que
continuaban delante de ellos. La luna se ocultó tras una franja de nubes y Dane deseó
poder encender los faros, pero no quería correr ese riesgo; ya era suficiente con el
ruido del motor.
—Ahora mismo podrían estar observándonos —dijo Eben.
—Cierto.
—Podríamos bajar y continuar a pie.
—Podríamos, pero no tenemos ni idea de cuánto falta para llegar. ¿Qué sucederá
si aún estamos en el exterior cuando salga el sol? Maldición, no me gusta nada de
esto —dijo Dane. Dirigió el coche por un empinado tramo de camino. Al llegar a lo
alto, frenó y detuvo el coche.
Más abajo se extendía un valle poco profundo. Cerca del centro de éste, rodeado
de árboles raquíticos, había otro aserradero. Este era más pequeño que el primero que
habían visto, de sólo dos pisos, con unas pocas pilas de madera en torno al perímetro.
Si el otro parecía ser una gran instalación comercial, éste tenía más bien el aspecto de
una empresa familiar, tal vez para abastecer una pequeña fábrica de muebles o algo
parecido. Salvo por el hecho de que estaba situado allí, en medio de ninguna parte,
sin siquiera muchos árboles dignos de ese nombre en las proximidades.
Y había algo más: adosada a la parte posterior del edificio de madera de dos pisos
había otra estructura, baja y con tejado plano. La luz de la luna se reflejaba en sus
esquinas. El camino que habían estado recorriendo terminaba en una zona de
aparcamiento situada al lado del edificio, y la furgoneta acababa de detenerse junto a

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una cincuentena de otros vehículos de todos los tamaños y formas. Los vampiros
bajaron de la furgoneta y otros salieron del aserradero para recibirlos. Abrieron la
puerta trasera del vehículo, ayudaron a los cautivos a bajar y los condujeron al
interior.
—Es esto —dijo Eben, con la voz apagada por algo parecido al pasmo—. Tiene
que serlo.
—Sí, así parece —asintió Dane.
—No parece muy grande. Yo esperaba algo… no sé, grandioso.
—No se ve muy grandioso desde aquí —concedió Dane—. Parece un
supermercado conectado con un aserradero.
—Cierto.
—¿Tú qué dirías, que está a unos tres kilómetros de aquí?
—Más o menos. ¿Quieres ir a pie o en coche?
—Se supone que eso está ahí para los vampiros, ¿no? Propongo que lleguemos en
coche como si fuéramos unos más.
Dane esperaba que estuvieran acercándose a su objetivo. Parecía que sí. Pero una
cosa era entrar en el matadero y otra muy distinta era conseguir acabar con él.
Estaría bien vigilado y lleno de nosferatu ansiosos por protegerlo.
Dos contra… ¿cuántos? No había forma de saberlo desde allí. Pero muchos, a
juzgar por la cantidad de vehículos aparcados en el exterior.
Las probabilidades, con franqueza, jugaban en su contra.
Pero, por otro lado, vivir eternamente también tenía sus desventajas.

Desde que se había establecido en Barrow, Andy Gray tuvo conocimiento de quiénes
eran Stella y Eben Olemaun, y averiguado que no todos los vampiros eran unos
bastardos redomados como Paul Norris. Dane parecía encajar en la misma categoría.
Hasta el momento, de los cuatro chupasangres que ya conocía personalmente, tres
habían resultado ser una gente bastante decente.
Salvo por la parte de tener que alimentarse de sangre.
Sin embargo, eso no significaba que quisiera frecuentar su compañía con
regularidad. ¿Y viajar por el país con uno de ellos? Eso había estado por completo
fuera de sus expectativas.
Viajar con una mujer como Stella habría sido un desafío en cualquier
circunstancia; era atractiva, testaruda y apasionada, y no vacilaba a la hora de señalar
la estupidez cuando la veía. Además, era algo así como un icono para Andy, ya que
su libro había cambiado para siempre el modo en que él miraba el mundo.
Con esos cambios, Andy había adquirido confianza en sí mismo junto con una
nueva percepción de su propio físico. A pesar de todo eso, con unas pocas palabras
cortantes y una mirada fulminante, Stella podía hacerlo sentir como si estuviera otra
vez en el instituto. No era de extrañar que hubiera sido quien era antes… de que

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sucediera todo eso.
Viajar con un vampiro era una aventura muy peculiar. Dado que Stella tenía que
evitar la luz solar, no podían volar hasta Anchorage y luego hasta Savannah, sin más.
Tuvieron que hacer el recorrido en etapas, encerrándose durante el día para evitar el
sol. Andy había andado arriba y abajo por el país más veces de las que le gustaba
recordar, pero nunca de ese modo.
El último vuelo nocturno los había llevado hasta Atlanta. Pronto estarían en
Savannah, y él comenzaba a sentirse cómodo con ella. Un poco. Después de dormir
un rato, había llamado al servicio de habitaciones para pedir una ensalada y unas
pechugas de pollo, sin piel, con guarnición de verduras. Stella acudió a su habitación
con una botella de coca-cola de medio litro llena de sangre, que, cosa increíble, uno
de los fans que ella tenía allí había entregado en el hotel para que se la hicieran llegar.
La conversación había comenzado siendo incómoda, como siempre, aunque no
tanto como las mantenidas en los días anteriores. Sin embargo, se centró en historias
de combates, de las que ambos tenían en abundancia, y Andy había empezado a
sentirse más relajado al avanzar la comida.
—… así que ahí estábamos —estaba diciendo— catorce de nosotros con el
impermeable con las grandes letras FBI estampadas en la espalda, armas de asalto en
las manos, rodeando la casa donde esos conocidos terroristas habían estado
planeando quién sabe qué, y comprando explosivos por Internet, ¡por el amor de
Dios! El agente especial al mando da la orden y nos ponemos en movimiento, nos
anunciamos y aporreamos la puerta. Luego, uno de los compañeros usa el ariete para
derribarla y entramos a la carga. Esperábamos encontrar, ya sabes, un grupo de tipos
de Oriente Medio que nos apuntaban con armas rodeados de manuales traducidos de
fabricación de bombas, o algo parecido.
Stella lo miró por encima de la botella. Cuando la apartó de la boca, él vio que
tenía un poco de sangre en los labios. La lengua de la mujer salió con rapidez, rosada
y delicada, y se la limpió con un movimiento sorprendentemente insinuante.
—Pero no —continuó él—. En lugar de eso, encontramos a una mujer que debía
de tener alrededor de cincuenta años, en la cama con dos tipos que eran al menos una
década mayores que ella. Eran todos blancos, uno flaco como un alambre y el otro era
como Marlon Brando u Orson Wells, ya sabes, del tamaño de un pequeño continente,
y todo digno y serio nos dice: «Disculpen, pero ¿hay algo ilegal en esto?».
Stella empezó a sonreír.
—Ya me lo imagino —dijo—. Estaban…
—Ella estaba a cuatro patas, con el tipo pequeño detrás y el grande en la boca. O
al menos lo había tenido hasta que nosotros hundimos la puerta. —También él se rio
al recordar la expresión de la cara del tipo corpulento, severo y serio, pero
confundido al mismo tiempo, como si hubiese podido infringir una ley sin saberlo—.
Y peor todavía fue cuando el otro grupo de agentes entró por la puerta trasera.
Entraron directamente en otra habitación donde había doce tíos más, sentados por

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aquí y por allí, en paños menores, esperando su turno. Uno de ellos intentó escapar,
pero tenía los calzoncillos bajados hasta los tobillos, así que tropezó y cayó de bruces
al suelo. Resultó que el agente especial al mando había cambiado de orden dos
dígitos del número de la puerta, y los terroristas reales, que en realidad no eran más
que un atajo de idiotas con delirios de grandeza, habían estado durante todo ese
tiempo acobardados en su sótano del otro lado de la calle.
—¿Así que al final los pillasteis? —preguntó Stella.
—Claro. En cuanto el agente especial al mando se dio cuenta del error. Se
disculpó profusamente con la mujer, que no se molestó en intentar taparse mientras
nosotros andábamos en tropel de un lado para otro. Cuando le dijo que íbamos a
hacer una redada en casa de sus vecinos, lo único que comentó fue: «Yo me los pasé
por la piedra una vez. No eran muy buenos; jóvenes y un poco nerviosos. Prefiero los
hombres con un poco más de madurez por debajo del cinturón, ya me entiende».
Stella estuvo a punto de escupir lo que tenía en la boca a causa de la risa.
¿Qué habría pensado la camarera de servicio de haber tenido que limpiar aquello?
—Barrow es provinciana, comparada con la gran ciudad —dijo, cuando logró
controlarse—. El escándalo sexual más grande con el que tuvimos que enfrentarnos
Eben y yo fue cuando dos rufianes del oleoducto se trajeron dos novias rusas pedidas
por correo y las instalaron en un burdel. Las prostitutas que ya teníamos en el pueblo
se quejaron porque las rusas estaban reventando los precios, y tuvimos que
encerrarlas.
Andy acabó el pollo que le quedaba. La botella de Stella también estaba casi
vacía. Tenía unas cuantas más en la habitación. Sin embargo, si le entraba el hambre,
podría arrancarle la cabeza con facilidad y beberse la suya, y había poco que él
pudiese hacer para evitarlo.
—Stella, piensas alguna vez en… ya sabes… —Se tocó el cuello—. Quiero
decir…
—¿Te refieres a si pienso en alimentarme de ti? ¿O de la gente en general? Desde
luego que me pasa por la cabeza. Yo me hice la misma pregunta la primera vez que
pasé tiempo en compañía de Dane. La respuesta es que algunos de nosotros podemos
controlar el hambre. Cuando tu mujer estaba viva, es probable que vieras otras
mujeres hacia las que te sintieras atraído, con las que te apeteciera estar, ¿verdad?
Pero decidiste no actuar de acuerdo con esos impulsos, esa hambre. Del mismo
modo, podrías tener ganas de comerte una hamburguesa que goteara grasa, o pollo
frito en lugar de asado. Pero haces lo que es mejor para ti. Todos estamos formados
por un montón de deseos y apetitos, pero también tenemos libre albedrío.
Bebió otro sorbo, tragó y se chupó los labios.
—Pero, en respuesta a tu pregunta, sí, fresca es mejor.
Entonces lo miró fijamente con los negros ojos de un tiburón. A Andy se le
contrajo el estómago al mirarla a los ojos, sin poder apartar la vista, indefenso por
completo.

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«Fresca es mejor».
—Tal vez deberíamos ponernos en marcha pronto —dijo ella al fin.
—Sí… —replicó Andy pasado un momento, sin dejar de mirarla, alterado—.
Déjame que acabe. Dame unos minutos.
Stella se levantó y le volvió la espalda a Andy.
El pensamiento que había estado ascendiendo desde el fondo de su mente desde el
comienzo del viaje cobró fuerza: tal vez, y sólo tal vez, a pesar de toda la confianza y
toda la seguridad manifestada por John Ikos, este viaje por carretera podría haber sido
un error colosal.
Un error peligroso para su vida.

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27
Dane sintió los ojos que se posaban sobre ellos en cuanto coronaron la colina y
comenzaron el largo descenso hacia el valle.
La sensación lo puso nervioso, a pesar de que la esperaba. Si aquella estructura
era lo que él creía, los vampiros tendrían dispositivos de seguridad por todas partes.
Su principal preocupación era que, de algún modo, pudieran reconocerlos a él o a
Eben, en cuyo caso, la finalidad con que habían acudido allí no tendría ninguna
oportunidad de salir adelante incluso antes de comenzar.
El olor a sangre era intenso.
—Necesitamos entrar, hacernos una idea de la disposición de las instalaciones —
dijo Dane—. Para que no sospechen, podría ser necesario que nos alimentáramos. Lo
entiendes, ¿verdad?
—Sí —replicó Eben con resignación—. Lo entiendo. Es sólo que me revuelve el
estómago la simple idea de que todo esto esté ocurriendo.
—Por eso hemos venido, ¿no?
—Por eso hemos venido.
Aparcaron junto a los demás vehículos y salieron del coche. Antes de que
llegaran a la puerta del aserradero por donde habían visto entrar a los otros, ésta se
abrió y por ella salió un viejo. Llevaba puesta una cazadora de cuero para protegerse
del frío, una gorra con orejeras, y botas muy apropiadas para un establo; su
esquelética cara lucía una ancha sonrisa que le confería el aspecto de un elfo venido a
menos y, como mínimo, medio débil mental. Dijo algo en noruego, con una voz que
parecía que salía de una garganta llena de vidrio molido.
—¿Habla inglés? —le preguntó Eben.
—Ah, inglés, sí, seguro —replicó. Hablaba con un acento tan marcado que
apenas lograban entenderlo mejor que antes.
Dane inhaló profundamente por la nariz. El olor a vampiro estaba por todas
partes, pero aquel tipo no lo era.
—¿Sois ingleses? —preguntó.
—Canadienses —se apresuró a decir Dane. Era mejor así, y no sólo porque la
mayor parte de Europa hubiera decidido últimamente que Estados Unidos no le
gustaban. Tanto él como Eben tenían una reputación propia dentro de la comunidad
vampírica, pero todos sabían que eran estadounidenses.
—Ah, tenemos muchos canadienses que vienen aquí —dijo el anciano. Les hizo
un gesto para que se acercaran—. Entren, entren. Los dientes, por favor, enséñenme
los dientes.
Dane y Eben abrieron la boca para dejar los colmillos a la vista. El viejo se
inclinó hacia adelante, giró el flaco cuello y les miró el interior de la boca.
—Sí, sí, bien, sí, claro —dijo—. Entren. Yo soy Esa, Esa Immonen. Esto es de mí
y Anu, mi mujer Anu, este aserradero. —Dio media vuelta y echó a andar hacia la

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puerta seguido por Dane y Eben.
La puerta era de madera, fácilmente tres veces más alta que el hombre, pero se
abrió con sólo tocarla y giró sobre unos goznes bien lubricados.
En ese momento, un hedor golpeó a Dane en el rostro.
Devoradores de bichos.
Gente que había sido transformada pero aún no había completado el cambio. Se
convertirían en vampiros, algunos en un par de días, otros pasado un poco más de
tiempo. Hasta entonces, estarían esclavizados por aquellos que los habían
transformado.
El aserradero era una tapadera.
Cuando hubieron atravesado la sala delantera, donde las sierras cortaban la
madera, la mujer del anciano, Anu, les dio la bienvenida a un sitio que se parecía más
a un bar o local nocturno que a un aserradero.
Entraron en una sala espaciosa llena de hileras de bancos y mesas toscamente
construidas que habrían podido dar cabida a unos cuantos centenares, iluminada por
las oscilantes llamas de unos faroles de petróleo que colgaban de las paredes y unas
pocas velas gruesas que chisporroteaban sobre las mesas. En los bancos había
cuarenta o cincuenta devoradores de bichos sentados, algunos asintiendo con la
cabeza, como adictos a la heroína, otros delirando, contorsionándose, partiendo en
pedazos los insectos que Anu echaba a puñados sobre las grandes mesas, y
metiéndose los trozos en la boca con voracidad.
La anciana tenía una cara que habría podido estar tallada en una raíz de árbol,
marrón y escabrosa. Su espalda estaba curvada, pero sus manos eran rápidas, y
cuando reía, se le veían unos dientes regulares y blancos. Dane vio la ironía de que su
nombre se pareciera tanto al de Ananu. Lo mismo tenía que haberle sucedido a Dela.
—No para ustedes, esto —dijo Esa en un inglés chapurreado, al tiempo que
empujaba a Dane y a Eben—. Para ustedes abajo. Casa de Enok. ¡Abajo!
«¿Ha dicho de verdad lo que creo que ha dicho?» —pensó Dane—. No, por favor.
Con una mano sobre un hombro de cada uno de ellos, los guio entre las hileras de
devoradores de bichos —patéticas criaturas, pensó Dane, abochornado por el
recuerdo de cuando él había pasado por esa fase— hacia una escalera que descendía.
Posó una mano sobre la pesada barandilla de madera, justo por debajo del primer
poste tallado en forma de demonio, tan realista que Dane casi esperaba que le
propinara un mordisco al viejo. Entonces se dio cuenta de que la barandilla estaba
formada por serpientes talladas, no por simples postes, colocadas alternativamente
cabeza arriba y cabeza abajo.
Las paredes eran de la misma madera oscura, pero sin tallas que Dane pudiera
distinguir desde donde estaba. Había un solo farol que colgaba en el rellano situado a
medio descenso.
Los olores a sangre y a chupasangres ascendían desde abajo.
—¡Para ustedes es abajo! —dijo Esa con una risa socarrona.

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—Vale, ya lo hemos entendido, vamos a bajar —le gruñó Eben, al tiempo que se
quitaba de encima la mano con que el hombre lo sujetaba. Comenzó a descender
hacia la oscuridad, con Dane tras él. Los vampiros no necesitaban mucha luz. De
hecho, la oscuridad les resultaba reconfortante, y ya desde allí arriba se hacía
evidente que abajo había muchos menos faroles y velas. Mientras bajaban, Dane miró
hacia lo alto de la escalera y vio que Esa y Anu los observaban, ambos riendo como
dementes.
—Espero que esto no sea alguna elaborada trampa —susurró Dane.
—No lo creo —replicó Eben—. Huele como un matadero.
—Bueno, eso es lo que estamos buscando.
—Pero ¿de qué hablaba cuando dijo «la casa de Enok»?
—Es mejor que no lo sepas.
—¿Qué quieres decir?
Dane iba a responder cuando llegaron al siguiente nivel. La escalera giraba para
continuar bajando y desaparecía de la vista. Al mirar por encima de la barandilla,
creyó poder distinguir otros siete niveles, más o menos, antes de que se fundieran
todos en la oscuridad. «Este sitio es muy grande —pensó—. Engaña, visto desde
arriba». Era como un edificio vuelto cabeza abajo, construido hacia el interior de la
tierra en lugar de hacia arriba, por encima del suelo.
Aquel nivel se parecía más a un local nocturno que el montaje de cervecería
rústica de arriba. Apartados con iluminación mortecina y bancos curvos, o
reservados, algunos separados con pesados cortinajes. Aquí y allá había barras con
unos pocos vampiros inclinados los unos hacia los otros, aunque los camareros de
esas barras parecían servir una sola bebida. «Sangre de presión», observó Dane para
sí.
Una mujer alta y delgada surgió de la oscuridad y avanzó hacia ellos con andares
sinuosos, como si todos sus músculos se hubieran licuado. Tenía un largo pelo negro
que caía como una cascada sobre su hombro izquierdo, y llevaba un vestido negro de
escote bajo que dejaba ver un canalillo poco profundo.
—Bienvenidos —dijo en un inglés claro con un vago acento europeo—. No os he
visto antes.
—Es la primera vez que venimos —respondió Dane—. Hace tanto que oímos
hablar de esto que teníamos que echarle un vistazo.
—¿De América?
—Canadá —respondió Eben.
—No demasiado diferente de Noruega, entonces.
—No demasiado, no —asintió Dane—. Este sitio parece fantástico.
—Lo es. Hemos soñado durante mucho tiempo con un sitio así, pero sólo Enok
podía construirlo.
Otra vez Enok. Mierda.
—Nos alegramos de que lo hiciera.

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—¿No os apetecería tomar un trago? —preguntó ella. La anfitriona perfecta.
Inclinó la cabeza hacia la barra más cercana, y aquel largo cabello espeso se movió
como una cortina.
—Nos encantaría —afirmó Dane.
—Ya lo creo —añadió Eben.
La anfitriona hizo un gesto con una mano y los dejó que fueran solos hasta la
barra. Sin embargo, tenía algún tipo de señal acordada con el camarero, porque éste
ya estaba colocando dos gruesas jarras de vidrio tallado llenas de sangre sobre la
barra de madera pulimentada. Dane y Eben se sentaron en taburetes tapizados de
cuero ante las jarras.
—Gracias —dijo Dane, que cogió una y la vació con voracidad. Daban igual los
remordimientos, porque estaba muerto de hambre. Eben lo imitó, aunque de un modo
más cauteloso. El camarero, un vampiro de piel cetrina que tenía la constitución y la
cara de un Ángel del Infierno, les sirvió otras dos jarras.
—Bueno, ¿qué es todo este asunto de Enok? —preguntó Eben—. El nombre me
resulta vagamente familiar, pero no sé muy bien por qué.
Dane estudió a Eben durante un momento.
—Siempre olvido que no te transformó nadie más que tú mismo.
—¿Qué pasa? ¿Me he perdido algo?
—En un sentido, sí. Quiero decir que, quienquiera que te transforma, se supone
que debe esforzarse un poco para enseñarte de qué va todo esto, cómo arreglártelas.
Pero también existe una especie de… memoria racial, supongo que es, que tenemos
los vampiros. Parece diluirse más cuantos más somos, y se ha especulado un poco
sobre que, al principio, el contacto constante con quienquiera que te transformara
refuerza esa memoria, o que la falta de ese contacto puede debilitarla, o ambas cosas.
Algo parecido a cómo el contacto con los padres, en los primeros días de vida, puede
alterar la química cerebral, o lo que sea, haciendo que el niño sea más o menos
sensible a ciertos estímulos. ¿Te parece vago, todo esto?
—Sí, me lo parece.
—Bien, porque es todo teórico, hasta donde yo sé, y no soy biólogo. Sólo estoy
repitiendo lo que he oído, y lo que me parece que tiene algún sentido de acuerdo con
mis percepciones.
—Y eso tiene que ver con este… Enok.
—En el sentido de que si tu memoria racial estuviera funcionando a plena
capacidad, sabrías por qué reconoces el nombre. Enok es uno de los más antiguos de
nosotros, tal vez el más antiguo de todos. Y uno de los más malvados, según tengo
entendido. Él transformó a Vicente, a quien creo que… has conocido. Y también a
Lilith, de quien se ocupó Stella.
—Me lo contó.
—Bueno, pues Enok los transformó a los dos, dos de los chupasangres más
malvados que puedas conocer. Ya lo sé, tú eres más duro que Vicente. Pero, lo creas o

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no, Eben, eres un caso especial. Y el solo hecho de que hayas vencido a Vicente no
significa que la situación de aquí sea la misma. Si él está detrás de todo esto, este
lugar es una muy mala noticia. Peor de lo que yo pensaba.
—¿Qué es peor de lo que tú pensabas?
Dane estaba hablando en voz baja, consciente de que la agudeza auditiva de los
vampiros era muy superior a la de los humanos. Pero al menos una parte de su
discurso lo había oído alguien más.
Ese alguien parecía ser una mujer joven, de poco más o menos treinta años. Tenía
un rostro franco y cordial, con grandes ojos pardos y una monada de naricilla encima
de unos labios finos. Tenía pelo castaño claro, corto e irregular, como si se lo hubiese
cortado ella misma, y sin espejo. El vestido liso de algodón que llevaba parecía ser
una talla más grande de lo necesario, tal vez dos, y presentaba unos rotos en el escote
alto y el hombro derecho.
—Perdonad —dijo—, pero es que no oigo hablar en inglés muy a menudo por
aquí, en especial en este nivel. —Les tendió una mano de dedos largos con abrasiones
en los nudillos—. Me llamo Sarah Cavalier —se presentó—. Soy de Columbus,
Ohio. En Estados Unidos.
—Yo soy Bob —dijo Dane, adoptando el primer nombre que surgió en su mente
—. Este es Charles.
—Somos de Toronto, Canadá —añadió Eben.
—Encantada de conoceros —dijo Sarah—. Me parece que no os he visto antes
por aquí.
—¿Vienes a menudo? —Una frase de ligar típica donde las hubiera, pero Dane no
podía remediarlo.
—¿En qué estación estamos?
Dane parpadeó, sin entender la pregunta durante un momento.
—A principios de otoño —respondió Eben.
Ella se dio unos golpecitos en el mentón redondeado con la punta del índice
derecho. Se había mordido las uñas sin pintar hasta dejárselas casi en carne viva.
—Bueno, llegué en primavera. A finales de abril, principios de mayo, por ahí. No
recuerdo la fecha exacta.
—¿Y no has vuelto a salir desde entonces?
Tras un momento, ella negó vigorosamente con la cabeza.
—No, creo que no. Raro, ¿eh?
—Un poco.
—Pero, en fin, ¿por qué iba a salir? ¿Qué podría querer que no me proporcionen
aquí?
—¿Tienes dónde dormir? ¿Ducha?
—Hay unas cuantas duchas. Duermo en cualquier parte, ya sabes. Y, por
supuesto, hay abundancia de comida.
—Por supuesto.

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—Y así no tengo que mezclarme con ellos.
—¿Con quiénes? —preguntó Eben. Dane temía conocer ya la respuesta.
—Ya sabes. La gente. Los humanos. Nunca me gustó vivir entre ellos, tener un
apartamento y yo qué sé qué más. Fingir que compraba comestibles y trabajaba por
las noches. A veces te rozan cuando vas por la calle. ¡Puaj!
—Es duro —asintió Dane.
—Es repugnante. —Hizo una mueca, y luego le dedicó una sonrisa como si ya se
hubiese olvidado del asco—. Oye, ¿habéis estado en los otros niveles?
—Sólo arriba y aquí —replicó Eben.
—¿Queréis verlos?
—Me da la impresión de que tú eres la guía perfecta —apuntó Dane.
—Sí que lo soy. Quiero decir, que hay algunos que han estado por aquí desde
hace más tiempo que yo. Pero a mí me tenéis aquí, ¿vale? ¡Y es tan agradable volver
a hablar inglés! El noruego siempre suena como si alguien estuviera a punto de
vomitar. Burdo, ¿no?
—Sí. Burdo —asintió Dane—. Enséñanos un poco esto.

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28
—¿Dónde está el vampiro?
AJ negó con la cabeza, y luego hizo una mueca previendo el golpe que sabía que
iba a llegar.
El interior de su boca estaba hecho pulpa. Le habían dado tantos puñetazos que la
mucosa de las mejillas se había machacado contra los dientes, los que no había
escupido o se había tragado. Tenía los labios tan hinchados que le costaba hablar.
También tenía hinchada la mejilla derecha, tanto que le cerraba el ojo hasta dejarlo
reducido a sólo una rendija. Apenas oía con el oído izquierdo, y en el derecho le
sonaba un zumbido constante. Respiraba por la boca porque tenía la nariz tapada de
sangre y mocos.
Esta vez, el tipo le dejó la cara tranquila. En cambio, clavó algo afilado en la zona
carnosa que mediaba entre el pulgar y el índice de la mano izquierda de AJ. Él gritó e
intentó cerrar la mano, pero unas correas de cuero se la mantenían sujeta sobre una
mesa.
El tipo parecía alguien que podría encarnar a un burócrata gubernamental en una
película. Mandíbula cuadrada, ojos pequeños, pelo castaño corto y pulcramente
peinado, constitución de jugador de fútbol. De un equipo de instituto, o tal vez de
universidad, no profesional. De la clase de tipo que había soñado con convertirse en
profesional hasta que llegó a la universidad y descubrió que los muchachos del
equipo del instituto no eran realmente tan buenos, así que había estado midiéndose
con la vara equivocada, y sólo entonces se dio cuenta de que tenía que tener un plan
alternativo. Sería mejor estudiar económicas, ingeniería o derecho penal. Y entonces
su torturador encontró una carrera y la siguió, sin superar nunca del todo la decepción
que le golpeaba el estómago cada vez que veía un jugador profesional de la Liga
Nacional de Fútbol en la televisión o en una revista.
Así que descargaba sus pesares en AJ.
—Volvamos a intentarlo. Sé que estabas en alguna parte con el vampiro. Luego
has vuelto a buscar tu barca… Podrías estar en el agua dentro de tres horas, si
cooperas. Pero si no… sólo digamos que te quedarás en dique seco durante mucho
tiempo. Así que… ¿dónde está el vampiro?
Los expertos, según había oído decir AJ en televisión, afirmaban que la tortura
nunca funcionaba. O lo hacía raras veces. La gente a la que se torturaba tendía a dar
información falsa, a decirles a los torturadores lo que pensaban que querían oír esos
profesionales, con independencia de cuál fuese la verdad, para conseguir que el dolor
cesara.
«Tal vez haya algo de cierto en eso», pensó AJ.
Conseguir que cesara el dolor sería bueno. Le habían abierto tajos en los pies,
quitándole parte de la carne de las plantas con un cuchillito afilado, de modo que
ponerse de pie le provocaba un sufrimiento atroz. Le habían dado repetidos golpes en

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los genitales con un garrote, de modo que los sentía rotos y contusos, como si fueran
un globo lleno de objetos sueltos y desconectados entre sí. El resultado era que
permanecer sentado no era en nada mejor que ponerse de pie.
Pero permanecía sentado de todos modos. No había alternativa. Tenía las manos
sujetas sobre la mesa mediante correas, y otras correas lo sujetaban a él a la silla, con
los pies en el suelo; de las plantas de éstos nacían pequeñas llamas de dolor que
ascendían por sus piernas, estallando en una conflagración total al llegar a sus
cojones, para luego disminuir un poco al ascender por el tronco, y reavivarse entre
sus hombros (allí no le habían aplicado tortura, sino que le dolía por haberse visto
obligado a permanecer sentado con las manos hacia adelante durante tanto tiempo) y
al final de los brazos. Y, por supuesto, la cabeza. Todo lo que había por encima del
cuello estaba roto. «Enséñame un espejo —pensó—. Tal vez entonces hable».
Pero no lo dijo. En lugar de eso, escupió —la flema ni siquiera salvó su regazo, y
le cayó sobre el pantalón— antes de hablar.
—Los vampiros no son reales —dijo con voz débil.
—Eso es lo que te contaron tus padres, ¿verdad? —replicó el torturador—.
También te mintieron sobre eso. Te mintieron sobre casi todo, me parece. Te dijeron
que eran tus padres, pero mírate. Te engendraron en un aparcamiento de caravanas.
Probablemente, un hermano y una hermana. Probablemente, un hermano y una
hermana cuyos padres también eran hermanos. Si no fueras un idiota producto del
incesto, ya me habrías dicho lo que necesito saber y te habrías ahorrado una cantidad
de dolor considerable.
»¿Y por qué? ¿Qué estás protegiendo? ¿A un monstruo que mata para vivir? ¿Qué
bebe sangre de niñas para mantener su horrible fuerza? Tú eres una persona corriente,
como yo, y estás soportando la peor paliza de tu vida para proteger a un monstruo.
¿Qué te parece eso?
AJ intentó hablar, pero sufrió un ataque de tos. Volvió a escupir.
—¿Qué? —preguntó el tipo—. ¿Qué dices?
—Digo que no me parezco en nada a usted.
—Claro que sí. Los dos somos hombres. Los dos somos estadounidenses. Los dos
amamos a nuestro país y respetamos a las mujeres. Nos gusta tomarnos una cerveza
de vez en cuando. Una cerveza nos iría bien ahora mismo, ¿verdad?
—Claro —logró decir AJ—. Y tal vez un partido de fútbol en la televisión. A
usted le gusta el fútbol, ¿verdad?
—Has errado el tiro, compañero —replicó el tipo—. Si era una broma, no la he
pillado. ¿Por qué no ahorras aliento para las cosas importantes? Como… dónde está
el vampiro.
—¿Por qué no me la chupas?
La mano del tipo se movió a una velocidad mayor de la que AJ podía seguir, y le
cruzó la cara de una bofetada. AJ parpadeó y se mordió el destrozado labio inferior
para no gritar. Pero el tipo no había acabado. Clavó el instrumento afilado que tenía,

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aguja o cuchillo fino en la punta del pulgar izquierdo de AJ, justo debajo de la uña, lo
retorció un poco y lo retiró.
AJ gritó. Un largo, sonoro alarido que le hizo palpitar la cabeza.
—Sería mejor que me dejara marchar —jadeó cuando pudo volver a hablar.
Sentía la garganta como si hubiera estado haciendo gárgaras con chinchetas—. Yo no
puedo ayudarlo. ¿No le parece que lo habría hecho… ya… si pudiera? Yo no creo
en… vampiros y no sé de quién está… hablando.
No sabía de dónde había sacado la valentía para resistir. No se tenía por alguien
especialmente valeroso. Nunca había entrado en combate, aunque participó en una
misión cuando estaba en el ejército, y lo habían destacado en Mannheim, Alemania.
No estaba entrenado para resistir la tortura. Fue un simple recluta sin entrenamiento
formal, situado demasiado abajo en el escalafón como para saber algo por lo que
mereciera la pena torturarlo. Si un par de semanas antes alguien le hubiese
preguntado si soportaría el peor sufrimiento de su vida para proteger a unos absolutos
desconocidos, se le habría reído en la cara. «Por supuesto que no. Demonios, no».
Sin embargo, allí estaba. ¿Por qué? No tenía ni la más remota idea.
—Mire, vamos a empezar otra vez desde el principio. Me doy cuenta de que esto
le está doliendo una enormidad. Y eso no es realmente lo que yo quería. Es sólo que
usted sabe cosas que necesito saber yo, y el tiempo es de vital importancia, como
suele decirse. Si tuviera más tiempo, me haría amigo suyo, lo invitaría a una comida
y a copas, escucharía sus problemas, y, llegado el momento, usted confiaría en mí. El
problema es que ahora mismo no tengo tiempo para ganarme su confianza. Pero
podemos superar esto, hacer que las cosas sean más fáciles para todos. Yo me llamo
Dan. ¿Y usted?
—Masters.
—¿Masters qué?
—Brent Masters. Brent John Masters.
El tipo que decía llamarse Dan le dio un capirotazo a AJ en la mejilla hinchada.
Un agudo dolor le atravesó la cabeza.
—Venga, por favor. De verdad, ¿cómo se llama? La barca a la que había subido
está registrada a nombre de Albert Jerome Roddy. ¿Es usted Al Roddy?
Nunca lo habían llamado Al.
—No.
—¿Estaba intentando robar una barca, entonces? ¿Debería entregarlo a la policía?
—Claro.
—Ja, ja. Ni hablar. Vamos, Roddy, sea franco conmigo. Aclaremos esto, y así
podremos marcharnos todos a casa.
AJ mantuvo la boca cerrada.
Las heridas se las habían hecho en el curso de muchas horas. Días, quizá. Cada
vez que se quedaba dormido, llegaba alguien a despertarlo. Por lo general, ese tipo,
pero a veces otros. Hombres y mujeres, blancos, en mangas de camisa y con corbata,

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o con conservador traje de chaqueta. AJ se sentía desmesuradamente orgulloso de
haberle manchado de sangre toda la camisa blanca a Dan.
Las paredes de la habitación se habían levantado con bloques de hormigón, y el
suelo estaba cubierto de baldosas. Sin ventanas. Sólo una puerta. Una mesa y dos
sillas. Los charcos de su sangre manchaban los cuadrados de linóleo negros,
marrones y blancos.
—Vale, como quiera —dijo Dan—. Puede meditarlo un poco más. Si tiene que ir
al aseo o algo así, lo siento de veras. A menos que esté dispuesto a hablar con
nosotros. —Señaló hacia una esquina del techo. AJ tuvo que girar el cuello para mirar
por encima del hombro izquierdo. Vio que allí había montada una cámara en la que
no había reparado antes—. Si está dispuesto a hablar, dígalo mirando a la cámara.
Entraré en seguida. En caso contrario, puede quedarse aquí sentado y sentir dolor
durante un rato. Y pensar en lo mucho más que le va a doler cuando me emplee a
fondo.
Salió y cerró de un portazo. Se oyó el chasquido de la llave.
AJ se quedó a solas con el persistente zumbido de su cabeza como única
compañía.
Eso, y el dolor.

—Ni siquiera me gustó nunca matarlos —estaba diciendo Sarah, mientras los
conducía escaleras abajo hasta el siguiente nivel—. Porque tienes que tocarlos, ya
sabes, ponerles la boca encima. Quiero decir que, ¿cuándo eras mortal te apetecía
morder directamente un cadáver de vaca? ¿O preferías ir a la tienda y comprar los
filetes envueltos en plástico? En esas bandejitas de porexpán. Esas me gustaban.
—Y aquí no tienes que verlos —observó Dane.
—No tienes por qué hacerlo. Puedes, si quieres. Hay un par de niveles, ahí
abajo… Bueno, ya lo veréis. Pero hasta aquí arriba, a los niveles más altos, lo traen
todo en barriles o lo suben mediante tuberías. Salvo… Bueno, también eso lo veréis.
Llegaron al segundo nivel del subsuelo. Allí ni siquiera había farol de petróleo,
sino sólo unas pocas velas gruesas grasientas que ardían con un suave crepitar. Dane
se había preguntado, en los niveles superiores, de qué estaban hechas, y en ese
momento se dio cuenta.
Grasa humana.
La mayoría de los vampiros se reunían en discretos apartados, donde bebían y
reían. Las conversaciones eran mantenidas en voz baja y en varios idiomas. Como
había señalado Sarah, Dane no oyó mucho inglés. Reparó en que había montones de
europeos, pero también oyó algunos idiomas asiáticos y africanos.
—Esto ha estado realmente bien pensado —dijo ella, casi como si le hubiera leído
el pensamiento—. Después de aquel desastroso ataque contra Barrow, en Alaska…
Habéis oído hablar de eso, ¿verdad?

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—Sí —asintió Eben. Lo dijo con cierto nerviosismo, pero ella no se dio cuenta.
—Después de eso, las cosas cambiaron, y alguien decidió que podía hacer las
cosas a su manera.
—Me sorprende que haya tardado tanto —comentó Dane.
—Sí, a mí también. Pero al menos alguien acabó por hacerlo, ¿no? Por supuesto,
esto es sólo parte de un plan, según he oído decir. Una parte pequeña, me parece.
—¿Conoces el resto del plan?
—No es que sea un gran secreto. Por eso vine aquí, de entrada. Bueno, por eso y
para no tener que, ya sabéis, seguir actuando «normal». Llaman a esto una
«comunidad modelo». Como los Estados Unidos de los No Muertos. Si todos
pensamos de un modo similar, podremos situarnos por fin en una posición que nos
permita obligar a los humanos a aceptar su verdadero cometido.
—El de ganado, para suplir nuestras necesidades —dijo Dane.
—Sí, básicamente. Se pueden construir sitios como éste en todas partes, donde
tenerlos y criarlos para alimentarnos. Ya es hora de que nosotros salgamos de las
sombras y los metamos a ellos. Quiero decir, no que salgamos de verdad de las
sombras, porque el sol… ya sabéis. Pero supongo que figurativamente, o algo así.
—Figurativamente —repitió Eben—. Vamos a invertir el orden de las cosas tal y
como son ahora y vivir así.
—Formidable, ¿eh? —La idea hizo que la voz de Sarah pareciera chispear de
alegría—. Genial.
Sarah los condujo, entre apartados y barras, hasta el otro lado del enorme salón
oscuro. Algunos de los vampiros los saludaron. Otros no les hicieron el menor caso.
Unos cuantos echaron a andar tras ellos, como si estuviera a punto de tener lugar un
espectáculo y no quisieran perdérselo. Dane distinguió una puerta al otro lado de la
sala, y más allá de ésta, un espacio con un cálido resplandor rojizo que escapaba al
salón principal.
—Vamos hacia allí —dijo Sarah, señalándola—. Allí dentro.
—¿Qué hay allí dentro?
—La Sala de Lilith —replicó ella. Sus ojos brillantes chispeaban como animados
por la vida, lo cual era improbable, o por la locura, lo cual era menos improbable—.
Es una especie de ritual de iniciación para los novatos, supongo. Y también es
bastante divertido. Creo que os encantará.
La Sala de Lilith.
Dane intentó comprender qué podía querer decir eso, pero no lo logró. Sólo
conocía a aquella Lilith con quien había acabado Stella en Los Ángeles. ¿Sería algún
tipo de santuario dedicado a su memoria? ¿Iluminado con velas para que los
vampiros pudieran entrar y adorarla?
Sarah Cavalier se les adelantó, casi saltando hacia la entrada iluminada. Llegó a
ella y se aferró a la jamba como una persona que se estuviera ahogando, un pie
levantado del suelo, mirándolos por encima de un hombro.

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—Está alterada —observó Eben.
—No sé si hace falta mucho para que lo esté.
—¿Sabes qué es esa Sala de Lilith?
—Ni idea.
Los vampiros que habían estado siguiéndolos empezaron a apiñarse en torno a
ellos cuando llegaron a la puerta de la Sala de Lilith. Al parecer, todos querían ver la
reacción de los novatos cuando vieran lo que fuese que había dentro. Dane intentó
prepararse para cualquier cosa.
Pero no podía estar preparado para el espectáculo que encontraron.
Era Lilith. La mismísima Lilith. A quien Stella no había destruido, después de
todo.
No muerta, se retorcía sobre una especie de altar, obviamente con dolor. Le
habían arrancado los brazos y las piernas violentamente, y aún le asomaban puntas de
hueso de las articulaciones. De esas heridas y muchas más —le habían arrancado
pedazos de todo el torso desnudo—, manaba sangre. Le corría por toda la piel, y
Dane no pudo determinar si era toda de ella o si la habían vertido sobre su cuerpo
para tratarle las heridas. Ambas cosas, probablemente. Gruesos gusanos blancos se
retorcían en algunas de las heridas más viejas. El oscuro pelo de Lilith estaba
enredado, sus ojos desorbitados de emoción. De terror.
Cuando entraron, se puso de pie un vampiro que estaba acuclillado en un rincón.
Era un hombre, retorcido como un lazo y al menos medio loco, pero habló en inglés,
tal vez por deferencia hacia Sarah.
—Otros dos nuevos para ti, Lilith —dijo con un sonsonete—. Otros dos que
comerán de tu carne. ¿No estás contenta? ¿No te alegra servir a tus congéneres? —
Levantó un jarro de metal y vertió sangre sobre ella, empapándole los pechos y las
partes íntimas, para luego verter el resto sobre su cara. Ella la chupó con voracidad,
se lamió los labios y las mejillas.
En la pared, por encima de ella, escritas con pequeñas lenguas de fuego místico
—el origen de la luz rojiza que había visto Dane—, ardían las siguientes palabras:
Las viejas usanzas han conducido a la debilidad.
HA LLEGADO EL TIEMPO DE LOS VAMPIROS.
Sarah se dio cuenta de que Dane miraba el texto fijamente.
—Las palabras de Enok —dijo—. ¿Es que hay alguna otra forma de vivir?

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29
Eben ya casi había cruzado la entrada cuando alguien lo asió por un brazo. Al
volverse, sobresaltado, vio un grupo de vampiros hablando en lo que supuso que era
noruego, riendo histéricamente como borrachos en un bar. Eran seis, todos hombres,
y resultaba obvio que cinco de ellos llevaban al sexto hacia la habitación que Sarah
Cavalier había llamado la Sala de Lilith. El que lo había sujetado por el brazo lo
apartó a un lado para empujar a su amigo al interior, y Eben los dejó pasar,
encantado.
Tal vez ese tipo de escena era corriente para Dane, pero no así para Eben. Había
pensado que jamás vería nada más horroroso que los cuerpos de los muertos de
Barrow, con los vampiros babeando sobre ellos como ratas muertas de hambre. Las
imágenes de aquel largo invierno, un invierno de sangre, muerte y terror (cuerpos
desangrados apilados como leña contra una pared de acero corrugado, un niño
decapitado tendido en la nieve, aún aferrado a la mano cercenada de su madre, un
vampiro lamiendo un carámbano que había sido salpicado por la sangre, como un
niño con un polo), habían quedado grabadas a fuego en su cerebro y sobrevivido
incluso a su muerte, su destrucción por luz solar, y su resurrección —de vuelta al
estado de no muerto—, a manos de su esposa.
Pero puede que lo que acababa de ver fuese aún peor. Y la cosa no había hecho
más que empezar.
—Él también es nuevo —dijo Sarah—. ¿Os importa que entre primero?
Eben no sabía qué se esperaba de él allí, así que se alegraba de tener la
oportunidad de descubrirlo antes de tener que participar.
—No, que entre —dijo, y retrocedió para dejar pasar al otro grupo.
Dane le tocó un hombro.
—Voy a seguir bajando —susurró— para averiguar qué más hay que ver. Me
reuniré con vosotros dentro de un rato. Mantente alerta.
Eben asintió con la cabeza. Separarse era la mejor línea de acción, ya que les
permitiría cubrir más terreno, aunque en ese momento deseó haber sido el que
primero pensara en marcharse.
Dane se alejó con sigilo. Sarah, con la mirada fija en la forma que se
contorsionaba de Lilith (Sarah tenía la rosada lengua entre los dientes, con la punta
sobre el labio inferior, una expresión a la vez infantil y atemorizadora), ni siquiera se
dio cuenta de que se había marchado.
Los tipos que lo habían apartado a un lado para entrar callaron, sus risas se
apagaron, su estado anímico cambió a algo parecido a la reverencia. Habían
empujado y convencido al novato que los acompañaba para que se situara justo
delante de Lilith, cuyos ojos estaban desorbitados, su cabeza temblaba. Intentó
hablar, pero cuando abrió la boca vio que no tenía lengua. De todos modos, resultaba
evidente que estaba implorando misericordia.

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El novato que había ocupado el lugar de Eben parecía saber a qué había ido. Se
acercó a Lilith. Ella intentó apartarse contorsionándose violentamente, pero el altar
no le proporcionaba mucho espacio para moverse. El tipo se inclinó hacia ella con la
boca abierta. Eben se dio cuenta de lo que estaba a punto de hacer justo antes de que
lo hiciera; habría querido apartar los ojos, pero no pudo.
El vampiro pegó la boca al cuerpo ensangrentado de Lilith cuando encontró una
zona carnosa en la parte superior de la cadera, y cerró los afilados dientes. Sacudió la
cabeza como un perro con un hueso, y luego la apartó con brusquedad. Se volvió
hacia sus amigos para mostrarles el trozo de carne que sujetaba entre los dientes
mientras la sangre goteaba sobre el suelo.
Lilith lanzó un alarido inarticulado, un sonido gutural, inhumano, mientras
manaba sangre en abundancia donde el vampiro la había mordido.
Eben observó, asqueado, mientras el vampiro masticaba ruidosamente el trozo de
carne y se lo tragaba. Cuando acabó, sus amigos le dieron palmadas en la espalda,
riendo otra vez, como si hubiera superado un importante rito iniciático.
Cosa que, supuso Eben, debía de ser cierta.
Entonces le llegó el turno a Eben.
—Bueno, adelante —lo animó Sarah Cavalier. Parpadeó, y su mirada fue de un
lado a otro por la sala—. ¿Adónde ha ido Bob?
—Quería mirar un poco más por ahí —dijo Eben, que más que nunca deseó
haberse marchado también él.
Todo el tema vampírico ya no le resultaba tan repulsivo como en otros tiempos —
hacías lo que tenías que hacer para salir adelante—, en especial después de lo que le
había hecho a Stella, pero él no mataba para conseguir sangre, no la bebía, aún tibia,
palpitante con los latidos evanescentes de un corazón que agonizaba, como hacían la
mayoría de vampiros.
Y eso… comer carne, aunque fuera la carne de la peor entre los peores… iba más
allá de cualquier cosa que hubiese imaginado.
Sarah le tiró del antebrazo y lo miró con ojos insistentes.
—Todos tienen que hacerlo cuando son nuevos —dijo—. Bob también tendrá que
hacerlo cuando lo encontremos. —Volvió a pasarse la lengua por los labios—. Es
divertido.
Eben se volvió a mirar hacia la puerta. Tanto los vampiros que los habían
seguido, como los que acompañaban al que había entrado antes que él, estaban
esperando para ver cómo lo hacía. Si se negaba, ¿qué podría suceder? Podrían dar la
alarma. Él y Dane podrían encontrarse con que tenían que luchar para salvar su vida
—su no vida—, con escasísimas probabilidades de conseguirlo, antes de haber
averiguado siquiera los antecedentes de cómo se había construido ese sitio.
No, tenía que pasar por el rito, aunque sólo fuera para mantener las apariencias.
Dio un paso hacia Lilith. Sus ojos se clavaron en los de él.
Te conozco.

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Él se detuvo en seco. Era una voz de mujer. La voz de Lilith. Pero dentro de su
cabeza. No se había pronunciado ni una sola palabra en voz alta, aunque la oyó de
todos modos.
Puedo olerte en ella. La humana que empezó todo esto.
«Te refieres a Stella», pensó él.
Sssssí. Sí. Stella Olemaun.
Así que también podía oír sus pensamientos.
Es mi mujer.
Eso ya lo sé. También sé que ambos sois nosferatu, ahora. Y una cosa más que
sé: tú no quieres hacer esto… Duele. Ellos saben que duele, y no les importa. Verás,
es mi castigo sólo por interponerme en el camino de Enok. Quieren que duela, y
duele. Intento no demostrárselo, pero no siempre puedo evitarlo.
Estoy seguro de que es un dolor infernal, y no tengo ningún interés en causarte
dolor. Pero me preocupa que si no lo hago…
Intentó controlar sus pensamientos, porque no sabía cuánto podía leer ella ni si
había alguien más escuchando.
Tienes miedo de que sepan que has entrado aquí con intenciones secretas.
Ocultas quién eres en realidad, y no has venido a participar en sus juegos. Tu mente
está abierta a mí, Eben Olemaun, y la mía a ti.
Hasta ese mismo momento no se había dado cuenta de que ella tenía razón, no
había querido indagar, conocer su dolor, miedo y humillación a unos niveles tan
básicos y personales. Pero cuando Lilith pronunció aquellas palabras, su conciencia
saltó por encima de los muros mentales defensivos y le inundó la mente.
Y él vio y supo.
… Lilith provocando a Stella en el preciso momento en que le entregaba las
cenizas de Eben, y la reacción de Stella… una chaqueta llena de explosivos dejada
atrás, y que casi había acabado con Lilith allí mismo…
… Enok, su cara arrugada y cruel, acercándose a Lilith, joven y hermosa, en una
calle adoquinada, hacía siglos, aferrándola por los brazos, atrayéndola hacia su
inmundo abrazo, el aliento caliente y fétido sobre ella, y luego los dientes que
desgarraban, masticaban…
… apenas un momento antes, los dientes del vampiro en el costado, la sensación
de los dientes que se clavaban y arrancaban carne de su cuerpo…
… seis chiquillas que llevaban su cuerpo débil y herido al interior de una fresca
habitación oscura…
… alimentándose, cientos de años, miles de víctimas, suficiente sangre como para
ahogar ciudades…
… el contacto de Vicente, sus manos ásperas, callosas, íntimas a veces,
descuidadamente violentas otras…
… Otra vez Enok, alto y delgado, con hombros anchos y pecho hundido, las
mejillas enjutas, los ojos saltones, las orejas acabadas en punta, rodeado por un

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miasma de muerte y podredumbre, poseedor de una fuerza incalculable…
… vampiros que se inclinaban ante ella. Madre Sangre…
… Enok que se reía del apelativo, enojado porque ella intentara hacerse con un
poder y una influencia que le pertenecían a él por legítimo derecho…
… el mundo según la visión de Enok, los vampiros invadiendo a los humanos,
surgiendo en la noche para masacrar y quemar, y más sitios como ése, donde se
mantenía a los humanos como si fueran ganado, un suministro de comida. El planeta
entero bañado en sangre y arrasado por el fuego, el humo que volvía gris el cielo y
ocultaba las estrellas…
Hazlo.
—¿Qué? —dijo él, en voz alta, y luego se contuvo.
Muerde. Debes hacerlo. O ellos lo sabrán.
¿Sabrán qué?
Por qué estás aquí.
No puedo.
Pequeño Eben Olemaun, no es algo que no haya sentido un millar de veces.
—Venga, Charles. —La voz de Sarah lo sorprendió. Lo miraba de un modo
extraño. No sabía durante cuánto tiempo había permanecido allí, de pie,
comunicándose mentalmente con Lilith. Tenía que haber parecido un loco.
«Como si eso fuera algo raro por aquí», pensó Eben.
Hazlo, Eben. Mientras aún queda tiempo.
«No lo pienses demasiado», le había dicho Stella en más de una ocasión. La
verdad era que, a lo largo de su matrimonio y compartida vida profesional, y también
en su nuevo estado de existencia, él había sido el más propenso a meterse de manera
impulsiva en una situación y luego vacilar, representándose mentalmente las
diferentes opciones e intentando escoger la mejor línea de acción. Stella meditaba
sobre esas cuestiones por anticipado, pero cuando estaba metida de lleno en el asunto,
actuaba con rapidez y decisión.
Bueno, en ese caso era él quien estaba metido de lleno en el asunto. Tragó bilis.
Intentó imaginar la sensación.
«No lo pienses demasiado».
Mordió con rapidez y profundamente.
La piel de ella era gomosa, resistente. Tenía un vago sabor salado, pero sobre todo
sintió el gusto acre de la sangre que le habían vertido encima, y también el sabor de la
de ella. En cuanto los dientes se clavaron, le llenó la boca. El músculo de debajo
cedió con mayor facilidad. La sangre le corrió garganta abajo y se derramó por las
comisuras de su boca, goteándole desde el mentón. Tragó una parte y tironeó del
trozo de carne para intentar romper las últimas tiras de piel elástica.
Al fin cortó con los dientes la que quedaba, y se quedó con un trozo de Lilith en
la boca. Lo retuvo allí durante un momento, sin saber qué hacer a continuación.
Trágatelo, Eben.

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Pero…
Tienes que hacerlo.
Era demasiado grande. Lo masticó mientras el estómago se le revolvía y ponía
objeciones durante todo el proceso. Sin embargo, no pudo evitar, al mismo tiempo,
experimentar satisfacción, como si su cuerpo realmente lo quisiera o necesitara, como
una mujer embarazada que siente el poderoso deseo de comer tierra o encurtidos, u
otras cosas que jamás hubiese comido antes.
A medida que sus dientes rompían pequeños trozos de carne, se los iba tragando.
Las manos de Sarah sobre la espalda lo sobresaltaron.
—¿Lo ves? Es muy guay, ¿verdad?
Él intentó sonreír.
—Delicioso.
—Te lo dije. Ahora tenemos que traer a Bob de vuelta aquí.
—Le entusiasmará.
Una cosa más, pequeño Eben Olemaun… antes de que te marches de mi
presencia.
Él se detuvo donde estaba, con la esperanza de que a Sarah no le pareciera
demasiado raro. Aunque, bien mirado, ella también era bastante rara, así que,
¿cuántas probabilidades había de que se diera cuenta?
¿Qué?
Él lo sabe.
¿Quién…? ¿Enok?
Sssssí.
¿Qué sabe?
Todo. Cómo tú y Stella defendisteis vuestro pequeño pueblo. Os ha vigilado y os
ha hecho vigilar. Y también sabe del vampiro traidor, el que ha entrado aquí contigo.
Sabe de los humanos con quienes os habéis aliado… Molestias, pero nada más. Sabe
muchas cosas, y algunas lo inquietan más que otras. También tiene un plan para
ocuparse de todas ellas. Enok, como ya descubrirás, pone buen cuidado en reunir
información y ejecutar la opción que más le conviene.
¿Sabe que estamos aquí?
Si yo fuera vosotros, no cometería el error de creer que no.
—¿Charles? ¿Vienes? ¿Sucede algo malo?
Ahora Sarah lo miraba fijamente, con expresión curiosa, interrogativa. El supuso
que había permanecido allí, quieto, durante un rato.
—¿Malo? No… ¿Debería suceder algo malo? —replicó.
—No lo sé, pero parecías algo así como… como petrificado, supongo.
—Estoy bien. —No creía haber contado una mentira más grande en toda su vida.
—Vayamos a buscar a Bob, entonces. El pobre necesita un bocado.
—Vale. —Eben se dejó conducir fuera de la Sala de Lilith, de vuelta al umbrío
salón principal.

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Tenía sus propias razones para querer encontrar a Dane, y cuanto antes, mejor.

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30
La casa de la orilla del río Ogeechee se parecía mucho a las otras casas que la
rodeaban, cosa que Andy supuso que era precisamente lo que habían buscado. Nadie
que observara su fachada desde el exterior vería nada extraño en ella. Por todas partes
la rodeaban árboles cuyas ramas estaban cargadas de musgo español, y, cuando
llegaron en coche, Andy reparó en un sendero que bajaba hasta un embarcadero de
madera que había en la orilla del río. El revestimiento de listones de madera pintados
de blanco presentaba signos de envejecimiento: manchas, decoloración, moho en
torno a la base. También el tejado de tablillas de madera había visto tiempos mejores,
y tenía más espacios vacíos que la dentadura de un crío de siete años. El porche
delantero se hundía como si estuviese deprimido por algo, pero los cristales de todas
las ventanas estaban intactos, las mosquiteras tensas, y las puertas parecían fuertes.
Había luces encendidas fuera y dentro de la casa cuando él y Stella salieron del coche
de alquiler.
Habían llamado antes de llegar, y Ferrando Merrin los esperaba. Las casas
vecinas no estaban muy cerca —cada una de las viviendas de la orilla del río parecía
tener una parcela de unos dos mil metros cuadrados—, pero él no sabía quién vivía en
ellas y no quería provocar alzamientos de cejas.
La puerta delantera —dentro del porche rodeado por una mosquitera— se abrió
antes de que llegaran siquiera a los escalones hechos con tablones. Salió un hombre
de avanzada edad pero dinámico, bien peinado, con la espalda recta y una sonrisa
cordial en la cara.
—Adelante, os estábamos esperando —dijo. Se acercó con rapidez a la puerta de
mosquitera y la mantuvo abierta para que entraran.
—¿Cómo está ella? —preguntó Stella.
—Debo decir que la cosa avanza con mucha rapidez —respondió Merrin.
Estrechó las manos de Stella y Andy con un apretón firme y seco—. Encantado de
conoceros.
—En extrañas circunstancias —comentó Andy—, pero lo mismo digo.
—Extrañas en verdad. —Los hizo entrar en la habitación delantera de la casa, una
salita mal iluminada y abarrotada con un montón de muebles y accesorios de segunda
mano. Haría cincuenta años, tal vez, alguien había recubierto las paredes con papel
ribeteado de terciopelo, y cada uno de esos años se evidenciaba con claridad—.
¿Puedo traeros algo?
—Yo estoy bien —dijo Andy.
—No, gracias —replicó Stella.
Interesante. Andy estaba decidido a mantener bien vigilada a Stella. Hacía algún
tiempo que no bebía sangre, ¿y ahora no aceptaba la invitación de un anfitrión en
quien supuestamente confiaba?
Podría haberle arrancado la cabeza a Andy para beber la suya en cualquier

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momento, pero no lo había hecho. El manto de miedo que había caído sobre él en la
habitación del hotel y lo había acompañado durante el resto del viaje se negaba a
disiparse.
Además, viajar con una chupasangre ya había sido bastante malo, pero ahora
Andy estaba dentro de la casa con dos de ellos y una mujer embarazada de un tercero.
Si no era un bebé vampiro, con seguridad sería alguna otra cosa. Si se volvían contra
él, ¿podría defenderse?
Merrin hizo un gesto para invitar a Stella y Andy a sentarse. La habitación
contenía una amplia variedad de sillones, desde modernos, de mediados de siglo,
hasta un Barcalounger con grandes cortes en el tapizado de cuero de imitación. Se
sentaron, y un muelle pinchó a Andy en la espalda.
—Me siento realmente aliviado por el hecho de que hayáis venido —dijo Merrin.
Su voz, al igual que sus modales, eran tan remilgados como los de una institutriz
británica de alrededor de 1950. Al menos, según las películas que había visto Andy,
dado que por entonces aún no había nacido ni estaba en Inglaterra, y menos aún al
cuidado de una institutriz. Pero Merrin le causaba esa impresión, en cualquier caso—.
No me arredra decir que la totalidad de esta aventura queda por completo fuera de
mis competencias habituales. Nunca he sido la niñera de una chiquilla embarazada, y
mucho menos he sido partera, cometido que me habría visto obligado a desempeñar
dentro de poco, me temo, si vosotros no hubieseis llegado.
—Podemos quedarnos hasta que dé a luz —le aseguró Stella—. Al menos si el
embarazo avanza con la rapidez que ella dice.
Andy no sabía muy bien cuál era su cometido allí. Stella le había pedido que la
acompañara, y él había accedido, aunque a regañadientes. Durante el viaje, Andy
había temido por su vida, y todavía no sabía si su cometido era el de guardaespaldas
—cosa que sabía que era improbable—, el de comparsa, o qué. Así que había
decidido dejar que fuese ella quien hablara, justo hasta el momento en que abrió la
boca y las palabras le salieron como un torrente.
—Tal vez a una velocidad mayor que cualquier cosa para la que esté preparado
ninguno de nosotros.
—Ciertamente, eso es lo que parece —asintió Merrin.
—Si quieres que te diga la verdad, yo no tengo mucha más experiencia que
cualquiera, en esto —dijo Stella—. Eben y yo ayudamos a un niño a nacer, un
invierno; un par de chavales se quedaron atascados en la nieve cuando iban hacia el
pueblo en un pequeño Toyota, cuando en realidad necesitaban un cuatro por cuatro, y
para cuando llegamos hasta ellos, ya era demasiado tarde para hacer cualquier cosa
que no fuera coger al crío cuando saliera.
—Yo tuve dos hijas —dijo Andy, que lamentó para sí el necesario uso del
pretérito—. Estuve en la sala de partos en ambos casos. Si sirve de algo.
—Ah, desde luego que va a tener que servir —replicó Stella—. A menos que
tengamos una ventisca, yo no sé qué hacer.

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—Prácticamente puedo garantizar que no habrá ninguna ventisca, esta vez —
intervino Merrin—. Por lo demás, no prometo nada en absoluto.
—Tal vez deberíamos ver a la paciente —sugirió Stella—. ¿Está despierta?
—Creo que sí —asintió Merrin, al fin—. Antes estaba mirando la televisión.
Parece que nunca tiene suficiente.
—¿Está arriba?
—Le dije que pensaba que debería quedarse en cama todo lo posible. Tiene
mucha barriga. Y además… hay otros factores. Ya lo veréis.
Andy se levantó del Barcalounger. Su riñón agradeció el movimiento que lo
liberó de la presión del muelle roto.
—Por aquí —les indicó Merrin.
Los condujo a través de una puerta y hacia el piso superior por una estrecha
escalera que parecía ascender en un ángulo de setenta grados. En lo alto había un
pasillo con varios dormitorios, incluido uno del que Andy oyó salir las voces de
jóvenes malcriados discutiendo con saña. «Supongo que está mirando un reality
show», pensó.
Merrin se detuvo en seco justo al otro lado de la puerta. Stella casi chocó con él, y
Andy tuvo que apoyar las manos en la espalda de ella para detenerse.
—Ay, madre —exclamó Merrin.
—¿Qué? —Stella empujó al vampiro para pasar—. ¡Dios!
Andy se reunió con ellos en el interior, con el corazón acelerado. Cualquier cosa
que pudiera hacer que dos vampiros perdieran la compostura, tenía que ser mala.
Y era mala.
La joven se encontraba sentada en la cama, con la vista fija en un televisor de
trece pulgadas que había encima de una cómoda, al otro extremo de la habitación. El
televisor estaba encendido pero ella no lo veía. Tenía los ojos vidriosos y la boca
floja. Un fino hilo de saliva caía desde la comisura de su boca a la sábana que tenía
metida debajo de los brazos. Su vientre era enorme y redondo, como si hubiera una
pelota de playa bajo las mantas.
Andy recordaba que Dane le había dicho que era afroamericana, pero al principio
su piel pareció rosácea. Luego se dio cuenta de que era medio transparente, y que el
color se lo conferían los vasos sanguíneos y la musculatura de debajo.
—¿Merrin?
—Estuve aquí menos de veinte minutos antes de que llegarais —dijo el vampiro.
Parecía conmocionado—. Ella estaba bien, riendo. Tenía buen color.
—Bueno, pues algo ha sucedido —declaró Stella. Tocó un hombro de Ana y la
sacudió un poco—. ¿Ana?
No hubo respuesta.
—¿Está muerta? —preguntó Andy.
—No, respira. —Stella le tocó el cuello—. El latido cardíaco es fuerte. —¿El
bebé?

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Stella retiró las mantas. Ana llevaba puesto un camisón de algodón fino, blanco,
con cintas rosadas en torno al cuello y los puños. Más preocupada por su salud que
por su privacidad, Stella levantó el camisón para dejar a la vista el vientre.
Allí la piel era todavía más transparente porque estaba muy tensa. A Andy le
recordó una ocasión en la que había mirado a través de una cúpula de vidrio, tal vez
durante un viaje en submarino. Con la diferencia de que esta vez no le devolvía la
mirada un pez o una anguila, sino un feto. Parecía estar desarrollado del todo, y
giraba con lentitud dentro del útero de Ana, estirando lentamente los dedos de la
mano derecha. Observarlo le causó a Andy una inquietante sensación de voyeurismo;
estaba viendo algo que resultaba evidente que no estaba destinado a que él lo viera.
No de esa manera.
—¡Santo Dios! —exclamó otra vez Ferrando Merrin. No era una expresión que
los vampiros usaran a menudo, ni a la ligera, según la limitada experiencia de Andy.
Pero no podía estar en desacuerdo con el sentimiento.
—Sí. Esto es… —No sabía cómo acabar la frase, así que la dejó en el aire. Nadie
se dio cuenta.
—El bebé parece bastante sano —apuntó Stella.
—¿No deberíamos llamar al cero sesenta y uno? —preguntó Andy—. ¿Por Ana?
—Sí. —El tono de Stella era amargamente sarcástico—. ¿Y decirles qué: salven
al bebé pero asegúrense de que no los muerda?
—Entiendo a qué te refieres. —Le echó otra mirada. Desde allí no veía nada que
indicara que el bebé no era perfectamente normal. Su situación, sin embargo, estaba
tan lejos de la normalidad como era posible—. Supongo que sólo nosotros podemos
hacer algo, ¿no?
—Creo que sí —replicó Stella—. Espero que recuerdes esas clases del método
Lamaze.

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31
El tipo sabía algo del vampiro que el equipo de Dan Bradstreet había dejado que se le
escapara de las manos en la zona portuaria de Savannah, y, por extensión, del
vampiro que Dan creía que estaba detrás de los asesinatos del Verdugo. Dan estaba
tan seguro de eso como de que la administración de Washington era un estercolero,
incluida la gente ante quien él respondía en última instancia. Sin embargo, sería ante
esa gente que tendría que admitir el fracaso si no lograba quebrantar al sospechoso.
Ellos no aceptarían el fracaso, y él tampoco.
Sabía eso de sí mismo desde que estaba en el instituto, cuando se había forzado
no sólo a obtener una nota media de diez en todas las asignaturas, sino a superar a
todos sus compañeros en todas las clases. Cuando alguien construía un volcán activo
para la clase de ciencia, Dan construía un modelo a escala del Vesubio que, de hecho,
borraba del mapa una fiel miniatura de Pompeya. Cuando un compañero de clase
hacía un trabajo de diez páginas para subir nota, Dan escribía quince. Sus padres (la
madre y un padrastro que lo toleraba sin que le gustara. Su padre genético había
muerto en un accidente de tráfico que las dos hermanas de su madre afirmaban que
había sido un suicidio, ya que había metido un Datsun diminuto en el camino de un
camión con semirremolque que iba lanzado a toda velocidad) y sus profesores
pensaban que su estilo competitivo lo llevaría lejos en el mundo empresarial, pero
desde que había leído Así que quieres ser agente del FBI cuando estaba en séptimo,
Dan Bradstreet no había pensado siquiera en ninguna otra carrera. La Agencia era lo
suyo. Una vez que se hubo forjado una reputación dentro de ella y descubrió que
podía dirigir la unidad vampiro, nada menos, supo que había tomado la decisión
correcta.
No permitiría que aquel… aquel simple taxista lo dejara con un palmo de narices.
El hombre sabía cosas, y Dan averiguaría qué cosas eran ésas. Si tuviera más tiempo,
hubiera podido ser más sutil en sus métodos. Tal vez unos meses en Guantánamo.
Para sacarle realmente algo a un sospechoso, lo mejor era hacerse amigo suyo,
establecer un vínculo humano, hacer que quisiera ayudarlo contándole lo que sabía.
Pero Dan nunca había sido bueno en eso de establecer vínculos humanos, sino sólo en
los relacionados con el trabajo, que todo el mundo sabía que no se parecían en nada a
una verdadera amistad.
La operación Rojo Ensangrentado no esperaba por nadie. Había en marcha algo
grande en el mundo vampírico, y necesitaba aprovechar cada ventaja que tuviera
hasta averiguar de qué se trataba.
Había dejado a Brent Masters —un nombre falso donde los hubiera— a solas
durante un par de horas para que se cociera en su propia paranoia. Ahora había
llegado el momento de entrar ahí y cerrar el trato. Los agentes locales querían que se
les devolviera la sala de interrogatorios, y, de todos modos, necesitaba sacar a su
gente de la ciudad.

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Abrió la pesada puerta de acero. Brent, o Albert Roddy, con la cabeza apoyada
sobre la mesa y un charquito de baba junto a la boca, roncaba con suavidad. Dan se le
acercó con pasos silenciosos gracias a los zapatos de suela de goma, y descargó una
potente palmada sobre la superficie de la mesa. El golpe sobresaltó a Brent, que se
irguió con rapidez, los ojos cómicamente desorbitados.
—¿Qué cojones…?
—Es hora de apearse, Brent —dijo Dan—. Hora de sacar este espectáculo a la
calle. Hora de dejar de perder el tiempo y hablar claro.
Brent se limpió la boca con el dorso de la mano que no tenía esposada a la mesa.
—¿Quiere decir que va a dejarme salir de aquí?
—¿Es eso lo que he dicho?
—Si no, vamos a continuar perdiendo el tiempo… Porque es lo único que hemos
estado haciendo desde que me trajeron aquí.
—Eres tú quien dijo llamarse Brent Masters. También eres a quien pillé fisgando
en una barca que pertenece a Albert Roddy, que aseguraste que era tuya. Así que,
¿cuál es tu apellido? ¿Roddy o Masters?
—Masters. Gané la barca en una partida de dados.
—Y Roddy te dio la escritura de propiedad, ¿verdad?
—Iba a dármela cuando llevara la barca hasta Florida.
—Pero ¿tú lo conoces lo bastante bien como para saber que no estaba
mintiéndote? No has visto la escritura pero crees de verdad que la barca es suya.
—No lo conozco tan bien, pero él conoce a unos amigos míos. En cualquier caso,
yo no he dicho que no hubiera visto la escritura, así que deje de intentar poner en mi
boca palabras que no he dicho. Mire… ¿Me está acusando de algo? Yo…
—Yo soy el que hace las preguntas, Masters o Roddy, o quienquiera que seas. Tú
eres el que está encadenado a la mesa, ¿recuerdas? ¿Olvidas que estamos en medio de
una guerra? No tengo ninguna obligación de permitirte ver a un abogado; no tengo
que acusarte de nada. ¿Piensas que voy a permitir que veas a un abogado después de
lo que te he hecho? ¿Al menos antes de que te hayas curado? Lo único que tengo que
hacer es mantenerte aquí hasta que respondas a las preguntas que he estado
haciéndote sobre tu amigo chupasangre.
Masters o Roddy negó con la cabeza con gesto triste. Le pesaban los párpados,
hinchados por el cansancio, y por primera vez Dan pensó que parecía un tipo que
decía la verdad, alguien genuinamente triste y trastornado por haber sido arrastrado
por accidente al interior de una red de la que nada sabía.
Eso no significaba que le creyera. Pero estaba más cerca que antes de creer que
tal vez aquel idiota no era más que un títere, alguien a quien habían utilizado pero que
no estaba de verdad involucrado con los vampiros.
En ese caso, ¿por qué no los había denunciado? ¿Qué estaba protegiendo?
—Yo no sé nada de vampiros —dijo el hombre por centésima vez, más o menos
—. Si supiera algo ¡se lo diría! Si quiere que escriba una descripción completa de lo

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que he estado haciendo durante los últimos tres meses, deme papel y lápiz. Si quiere
conectarme a un detector de mentiras, ¡adelante! ¡Ya no sé de qué otro modo
convencerlo!
Dan estudió al hombre durante unos largos momentos más. El tipo continuaba
pareciéndole sincero. Sabía que ocultaba algo, pero no lograba dilucidar qué era. Eso
sacaba de quicio a Dan.
—Claro, ¿por qué no redacta una declaración? —dijo Dan. Como mínimo,
obligar a Masters a repasar en detalle el último par de semanas le daría a Dan la
oportunidad de indagar un poco. Puesto que sabía que el tipo mentía en algunas
cosas, tal vez eso le permitiera saber sobre qué—. Le traeré papel.
Dejó a Masters/Roddy ante la mesa y entró en la comisaría para pedirle a un
policía local un bloc y un bolígrafo. No tenía la más mínima intención de prestarle su
bolígrafo Cross de plata a un sospechoso. El tipo revolvió en su escritorio y sacó una
libreta de taquigrafía y un lápiz nuevo, sin punta.
—¿Y qué se supone que voy a hacer con esto? —preguntó Dan.
El poli le respondió con un encogimiento de hombros que indicaba que a él no
podía importarle menos. La policía local se mostraba cada vez menos cooperadora, y
a esas alturas sólo la aparición del capitán lograba algo de colaboración por su parte.
Dan sabía que para ellos no era más que otro federal, tal vez más insondable que la
mayoría porque no les contaba absolutamente nada de por qué él y su grupo estaban
allí.
—El sacapuntas está junto a la pared —dijo el policía, antes de salir de la
habitación con paso cansino.
Dan se acercó hasta el anticuado sacapuntas de manivela, metió el lápiz dentro y
escuchó cómo la máquina lo afilaba. Había enviado a su grupo a cargarse un par de
vampiros, por el simple hecho de que podían hacerlo, mientras él permanecía allí para
interrogar al sospechoso. Deseaba desesperadamente haberlos acompañado. Tal vez
el cambio de escenario le habría proporcionado una nueva perspectiva del problema,
le habría mostrado qué se le escapaba. En lugar de eso, se encontraba inmovilizado
en una pequeña ciudad, en el interior de una comisaría, con un ruidoso aparato de aire
acondicionado a toda marcha, los insectos estrellándose contra las luces del exterior,
y unos polis hostiles que estaban deseando que se largara para poder reanudar su vida
corriente.
Cuando volvió a cruzar la puerta de acero, depositó la libreta sobre la mesa, le dio
la vuelta y la deslizó hacia Brent Masters o Albert Roddy, o quienquiera que fuese.
Dejó el lapicero encima.
—Escriba —dijo—. Y no se deje nada, en especial las partes referentes a su
amigo vampiro.
—Yo no creo en los vampiros —replicó el sospechoso—. Si usted cree en ellos,
pienso que debería estar hablando con un loquero en lugar de conmigo.
—Usted escriba. —Dan volvió a dejarlo a solas. Dentro de una hora iría a verlo

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otra vez, quizá le llevaría un vaso de agua. Puede que incluso lo sacara de la sala para
que fuera al lavabo, si para entonces no se había meado en los pantalones.
Dan pasó una hora leyendo e-mails e informes en su ordenador portátil. La
comisaría no tenía conexión inalámbrica, así que había tenido que conectarse a la
línea T-l. Cuando acabó, y deseando que aquellos cabezas huecas hubieran tenido la
sensatez de colocar un cristal transparente por ambos lados en la única sala de
interrogatorios (y un ambientador, porque el sitio aún olía al vómito de las
generaciones de borrachos que habían metido allí), volvió a entrar para ver qué obra
maestra había redactado Masters/Roddy.
El sospechoso volvía a estar sin sentido, pero esta vez con la cabeza echada hacia
atrás, en lugar de adelante. Un acre hedor metálico inundaba la sala.
La sangre se había encharcado en el suelo, debajo de la silla.
«Joder». Dan se lanzó hacia adelante y pasó en torno a la mesa. Apoyó un pie en
una zona cubierta de grandes gotas de sangre que había manado a presión, y casi
resbaló sobre el linóleo. Se apoyó sobre una pierna de Masters/Roddy, la cual se
movió, inerte, bajo su mano. «Joder».
La libreta continuaba en blanco, salvo por un pequeño charco de sangre rojo
brillante que estaba empapando las páginas.
El lapicero estaba clavado en el ojo izquierdo del tipo, donde había penetrado
toda la parte amarilla y sólo quedaba fuera el trozo rosado de la goma de borrar.
Primero se lo había clavado en el ojo derecho; el globo ocular, que había estallado, se
encontraba esparcido por la camisa y sobre la mesa. Eso había tenido que dolerle,
pero no lo había matado. Tal vez tampoco había logrado matarse al clavárselo en el
ojo izquierdo, al principio. Pero la enorme cantidad de sangre que había perdido por
ambas heridas lo había liquidado.
Y se había meado encima, después de todo.
Qué desperdicio.
Dan suspiró mentalmente. Tal vez era mejor así. Después de todo, aquel tipo
acababa de ahorrarle a Dan la molestia de tener que llevárselo de allí, en cualquier
caso.

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32
En la superficie, sin duda el sol resplandecía en el cielo azul de Noruega. Allí abajo,
donde Dane continuaba descendiendo por lo que parecían los círculos del Infierno de
Dante, era imposible saberlo. Cuanto más bajaba, más tenía la sensación de haber
tropezado con las pesadillas de Enok, cosa que, para Enok, sería lo más parecido al
paraíso en la Tierra.
En los niveles más bajos, la oscuridad —tanto figurativa como literal— era casi
absoluta. Unas pocas velas chisporroteaban y humeaban, y los suaves aromas que
desprendían eran anulados por los hedores de la sangre y la inmundicia. Incluso los
vampiros, cuyos ojos se habían adaptado a la oscuridad a lo largo de siglos,
necesitaban un poco de luz para ver. Pero casi como si se sintieran avergonzados por
lo que allí sucedía (una emoción de la que Dane creía incapaces a la mayoría de los
nosferatu), en aquellos niveles preferían moverse en la casi negrura del subsuelo
profundo.
Había pasado por uno ocupado casi del todo por tanques y tuberías: cobre, latón,
acero inoxidable, en cuyas superficies de tonos diferentes se reflejaban unas pocas
velas y un puñado de lámparas de petróleo. Alguien que pasaba le explicó que allí era
donde se procesaba la sangre para evitar que se estropeara, y se la embotellaba para
su posterior consumo. Allí era, también, donde iban a parar las tuberías de los
expendedores de los bares de los niveles superiores, el lugar del que sacaban el
suministro interminable para servir a quienes visitaban el lugar.
Le sorprendió no encontrar ninguna medida de seguridad en los sitios como
aquel. Una persona podría causar estragos con la destrucción de aquellos tanques,
dejando fuera de servicio el sistema de suministro de sangre. Enok debía de confiar
en que nadie capaz de considerar llevar a cabo semejante acto descubriría la
existencia de aquel lugar, y en que ningún no vampiro lograría pasar por la puerta de
entrada, como no fuera en calidad de prisionero.
Dane no estaba dispuesto a crear problemas. Eso significaría revelar su verdadera
identidad. En aquel preciso momento ni siquiera sabía dónde estaba Eben, y no quería
correr el riesgo de alterar las cosas hasta que no se hubiesen puesto de acuerdo en
ello, y estuvieran ambos en una posición que les permitiera causar el máximo daño
posible.
Si, en efecto, decidían que podían hacer algo.
Hasta el momento, Dane había visto en aquel sitio lo que calculaba que eran
muchos cientos de vampiros. Tal vez tantos como un millar. No había ni remotamente
tantos vehículos en el aparcamiento, así que era probable que muchos acudieran allí
para quedarse, como Sarah Cavalier.
A medida que bajaba, las barandillas tenían un tacto más áspero que las de más
arriba, como si un número menor de manos las hubieran desgastado hasta suavizarlas.
Eran de factura muy burda, ya que Dane suponía que una barandilla debía ser lijada

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para suavizarla antes de instalarla. Tal vez todo aquello había sido montado con cierta
precipitación.
Aquel nivel tenía una puerta cerrada hecha de pesada madera tallada, como la
mayoría de las que había visto en el edificio hasta el momento. Eso hizo que Dane se
preguntara cuánto tiempo había dedicado Enok a planificar y construir aquella
instalación. El aserradero de la superficie debía de haber estado ocupado en el
proyecto durante años, y puesto que el serrín lo había conducido a él hasta allí, cabía
suponer que aún lo usaban.
La puerta se abrió al empujarla. En el interior, el olor a humanos era más potente
que en el resto de los niveles. Sudor, miedo, sangre, orina, sal —todos los olores que
manaban de un cuerpo humano estresado— le hirieron la nariz como pequeños
anzuelos para reclamar su atención. Atravesó la entrada corriendo, cerró la pesada
puerta tras de sí, y se encontró en otra habitación grande, donde las columnas que
soportaban los pisos superiores se encontraban dispersas aquí y allá, y unas pocas
paredes delimitaban áreas específicas. En una de ellas había un grupo de humanos
acurrucados unos contra otros. Estaban desnudos y parecían drogados. Tenían la
cabeza caída sobre el pecho, la mandíbula floja, los ojos vidriosos. Nadie conversaba,
ni siquiera miraban a Dane con la más mínima curiosidad, aunque estaba seguro de
que un par de ellos lo habían visto entrar.
Oyó movimiento detrás de una pared y se ocultó con rapidez en las sombras.
Salieron un par de vampiros, se apoderaron de uno de los humanos —un hombre
obeso y peludo—, y se lo llevaron de vuelta tras la pared. Un momento después,
Dane oyó una detonación seca, casi como un disparo, pero con menos reverberación.
La acompañó un gruñido apagado, presumiblemente del hombre corpulento. Y luego
otro sonido, conocido pero espantoso: una hoja afilada que cortaba carne. Le siguió
un tamborileo líquido, como de lluvia sobre un tejado de zinc. Por último, le llegó el
traqueteo de unas ruedas de acero sobre el suelo.
Dane creyó reconocer los sonidos y se le revolvió el estómago. Los dos vampiros
habían tumbado al hombre en una camilla o artilugio similar, y usado un martillo
neumático para matarlo; luego le habían cortado la garganta con el fin de desangrarlo
dentro de un cubo o barreño de metal, para llevárselo a continuación a otro sitio
donde continuar «procesándolo».
Podía equivocarse, por supuesto. Necesitaba acercarse más para investigar.
La sección delantera de la sala grande había sido destinada al almacenamiento;
vio grandes cajones con ruedas que habían llevado hasta lo que parecían plataformas
de carga en miniatura. Habida cuenta de lo que acababa de oír, supuso que los
utilizaban para la retirada de cadáveres. Pasó entre ellos, intentando no percibir el
inevitable olor a muerte que lo rodeaba por todas partes. Algunos de los humanos lo
observaron mientras se acercaba, pero continuaron sin manifestar preocupación. Por
lo que les importaba, bien habría podido ser una hormiga que atravesaba la sala hacia
ellos. O bien estaban drogados o los habían quebrantado hasta despojarlos de todas

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las características que los hacían humanos.
Se detuvo cuando los vampiros acudieron a buscar a la siguiente víctima. Al
parecer, habían desarrollado un sistema bastante eficiente. Se llevaron a una mujer de
poco más o menos cincuenta años, con pelo castaño que comenzaba a encanecer y un
cuerpo que delataba que se había esforzado con ahínco por luchar contra los efectos
de la gravedad, pero al final se había dado por vencida. Cuando volvieron a
desaparecer detrás de la pared, él continuó.
Al acercarse al grupo de humanos, vio que había acertado, más o menos. Los
vampiros colocaron a la mujer de rodillas ante un largo abrevadero metálico, hicieron
que se inclinara sobre él, y le apoyaron el arma contra la nuca. Un solo disparo acabó
con ella. Entonces, uno de los vampiros la sujetó en el sitio, mientras el otro la
degollaba con la afilada hoja. La sangre brotó como una fuente por el tajo, y se reunió
con la rosada mezcla de sesos y sangre que había salpicado el interior del abrevadero.
Tras dejarla allí un par de minutos, la colocaron sobre una cinta transportadora,
cientos de pequeñas ruedas de acero montadas por encima del abrevadero, y le dieron
un empujón. Otro vampiro atrapó el cuerpo a pocos pasos de distancia y lo arrastró
fuera del campo visual de Dane. La sangre continuó cayendo dentro del largo
abrevadero mientras el cuerpo se desplazaba por la cinta transportadora, y Dane tuvo
la certeza de que el cuerpo era cortado en rebanadas más adelante con el fin de que no
se perdiera ni una sola gota del precioso líquido.
Ya había visto suficiente de aquel nivel. En realidad, no era nada más que un
matadero; funcionaba con lentitud, pero si lo hacía durante todo el día y a diario,
podría matar a más que suficientes humanos para alimentar a todos los vampiros que
había en aquel lugar.
Cuando se encaminaba hacia la puerta, tropezó con uno de los cajones con ruedas,
que chocó contra los otros haciendo mucho ruido. Uno de los vampiros se detuvo,
con un brazo de la siguiente víctima en las manos, y le gritó algo en noruego. Dane
no sabía qué había dicho, pero, por el tono, no parecía contento de ver que allí había
un intruso.
—¡Lo siento! —respondió Dane, y agitó un brazo como disculpándose hacia él.
Atravesó la puerta y salió, mientras, una vez más, reparaba en la total ausencia de
medidas de seguridad. A pesar de lo eficiente que fuera el sistema de cadena de
montaje, un poco de modernización lo aceleraría de un modo tremendo, aunque él no
sentía el más mínimo interés en contribuir a la mejora de las operaciones.
Tras regresar a la escalera, bajó hasta el nivel siguiente. Allí reinaban la negrura y
el silencio más absolutos, y olía a humedad; estaba desierto. Continuó el descenso, y
pasó por otro similar. Comenzó a oír gritos, gente que no estaba drogada, conjeturó,
antes de que los llevaran arriba (y allí se le ocurrió que tenía que haber algún tipo de
sistema de ascensores de servicio, además de aquella escalera). En el que parecía ser
el nivel más bajo, los gritos eran más fuertes que en ningún otro. De nuevo, se
encontró ante una puerta de madera. La puerta se abrió al tocarla, y nadie cuestionó

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su presencia allí. Continuó hacia el interior.
Al otro lado había corrales que se extendían hasta donde le alcanzaba la vista,
posiblemente un centenar de ellos o más, cada uno ocupado por entre ocho y doce
personas, al parecer. Los corrales estaban delimitados por malla de alambre y
tablones, como si estuvieran dentro de una pocilga.
Al igual que los que había visto arriba, los habían despojado de la ropa, de la
dignidad.
En uno de los corrales, azuzados por dos devoradores de bichos que sonreían con
malevolencia, dos de ellos luchaban entre sí, con las manos desnudas, haciéndose
sangrar el uno al otro con los dientes, las uñas y los puños.
En otro, algunas personas permanecían sentadas, mirando la pelea del primer
corral, mientras que otros observaban a un hombre y una mujer que se apareaban
sobre el suelo de tierra, un acto animal desprovisto de pasión, romance y sensualidad.
También había devoradores de bichos que supervisaban este acto. Por las miradas que
el hombre les echaba de vez en cuando por encima del hombro, Dane supuso que
había sido idea de ellos, no de los humanos. El propósito era, sin duda, criar, no
disfrutar. La mayoría de los humanos procedían de secuestros, pero si esto podía ser
aumentado —posiblemente sustituido, algún día— por la cría, a los vampiros les
serviría lo mismo.
Dane supuso que eran los devoradores de bichos, y no los vampiros, los que
desempeñaban las funciones de supervisores en ese nivel, para impedir que los
vampiros se sirvieran del ganado a discreción. Los devoradores de bichos no se
habían distanciado demasiado de los humanos, pero al verlos moviéndose entre la
gente a la que infligían dolor y humillaciones con total indiferencia, uno podría
pensar que no recordaban su vida anterior. Tal vez eran como los fumadores y
bebedores reformados, que desaprobaban sus antiguos vicios con una intensidad
mayor que las personas que nunca los habían tenido.
Un vampiro ataviado de negro y con una capa, nada menos, como una visión de
Bram Stoker de segunda categoría, se precipitó hacia él como una tromba, con una
mano tendida ante sí, apuntándolo con un dedo como si fuera una pistola cargada y a
punto de disparar. Dijo algo que Dane no entendió, salvo en sentido general. Era
evidente que no estaba contento con la presencia de Dane, hasta ahí podía captar el
mensaje.
—¿Inglés? —preguntó Dane.
—¿Por qué tú aquí?
—Sólo estaba dando una vuelta —replicó Dane—. Intentando ver qué es qué. Tal
vez me he perdido un poco.
—Me parece que sí. Arriba es mejor para ti.
Si fuera necesario, Dane podría romperlo en dos sin esfuerzo. ¿Acaso era el
guardia de seguridad de aquel nivel? ¿El supervisor de los devoradores de bichos? De
ser así, el plan maestro de Enok tenía algunos agujeros enormes. No sólo podían los

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humanos, si lo querían, trepar o saltar por encima de las cercas bajas que los
separaban, sino que superaban en número a los devoradores de bichos, y Dane creía
que podían rebelarse contra ellos y tener éxito. Un solo vampiro no bastaría para
contener a los humanos.
Desde luego, Enok no sería el primer líder de una compañía o un país que era
mejor en el campo de las ideas que en el terreno de la ejecución. Los fallos que Dane
había comenzado a percibir en esta operación eran inesperados, pero le proporcionó
bastante placer encontrarlos.
Se decía que Enok era el más malvado de todos ellos. Pero no era perfecto. Era
propenso a tomar atajos. Por lo tanto, no era invencible.
Al menos así era como Dane veía la situación. Esperaba con sinceridad estar en lo
cierto.

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33
«Él lo sabe. Todo».
Cuando la frase acabó de penetrar en su mente, momentos después de salir de la
Sala de Lilith, Eben se detuvo en seco. Stella era famosa dentro de la comunidad
vampírica. Su libro 30 días de noche había amenazado con dejarlos al descubierto,
pero en los términos de ella, no en los de ellos. Les había hecho frente y sobrevivido,
y había enseñado a otros cómo hacer lo mismo. Por todo Internet habían surgido
páginas dedicadas a ella. Tenía admiradores, partidarios, en ciudades situadas al otro
lado del país, al otro lado del mundo.
Para la gente que creía en la amenaza vampírica, Stella era una fuente de
inspiración. Para los vampiros, era una amenaza.
Mientras Eben y Dane estuvieran allí, ella sería vulnerable. Bien era cierto que
había demostrado que podía cuidar de sí misma. Pero ¿ahora? Por lo que había dicho
Dane, e insinuado Lilith, Enok era una amenaza de una magnitud diferente a la de
cualquier otra con la que se hubiera enfrentado hasta el momento.
¿Por qué la había dejado en casa? Era necesario que alguien cuidara de Barrow,
pero estaba seguro de que la gente del pueblo podía ocuparse del asunto durante una
semana, más o menos. La población ya era experta en vampiros; sabían qué había que
hacer y cómo hacerlo. Cualquier chupasangre que atacara Barrow tendría que librar
una lucha infernal.
Stella, sin embargo, estaba sola. Desprevenida. Si Enok decidía aprovechar esa
oportunidad…
Sarah Cavalier dijo algo, pero Eben no la oyó. Su mente giraba en lentos círculos,
sin hacer caso de las circunstancias del momento, trabajando a toda velocidad.
Entonces sintió presión en un brazo, y se volvió con brusquedad hacia Sarah, que,
situada ante él, se inclinaba con una expresión preocupada en la cara.
—Charles —dijo con cierta preocupación—. ¿Qué te sucede?
Eben parpadeó como si acabara de salir de la cama. La chica no bromeaba. Los
vampiros lo miraban como si acabara de ejecutar una cabriola en medio del salón
principal.
—Lo siento —dijo.
—Eso suma dos veces en un par de minutos. Has alborotado a todo el mundo, que
se pregunta qué está pasando.
—Estoy bien —declaró Eben, que fijó una sonrisa en su cara.
—La mayoría de ellos no son muy buenos con el inglés.
—Bueno, pues que los jodan, porque no sé decirlo en ningún otro idioma —gruñó
Eben. ¿Por qué estaba manteniendo siquiera esa conversación? Era necesario que
acudiera junto a Stella.
Pero esa débil demostración de bienestar no había causado en los vampiros
reunidos tanta impresión como su anterior comportamiento, casi de hipnotizado,

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suponía. Habían cerrado filas y formado un círculo en torno a él, y tuvo la impresión
de que sólo se necesitaría una palabra para que se pusieran en marcha. Eran un
centenar, tal vez. No tendría la más mínima posibilidad.
Y tampoco podría acudir junto a Stella.
Tenía que salir de aquella situación de alguna manera, sin provocar más
alzamientos de cejas entre los no muertos.
Uno de ellos le dijo a Sarah algo que Eben no entendió. Ella evaluó a Eben con la
mirada y respondió en el mismo idioma en que había hablado el otro.
—Dice que hay algo extraño en ti. «El hedor de la luz diurna», ha dicho. Le he
contestado que eres guay.
—Gracias.
—Lo eres, ¿verdad?
—Por supuesto. No recuerdo la última vez que sentí la luz diurna. —Por supuesto
que la recordaba. Había sido el día en que él y Stella se habían sentado juntos a
esperar la primera salida del sol, después de la larga oscuridad que casi había acabado
con Barrow. Los rayos del sol habían sido para él como un millar de delgadas hojas
afiladas que se le clavaran por todo el cuerpo al mismo tiempo. Había muerto de
verdad y de modo definitivo, para ser revivido sólo después de que Lilith le cambiara
a Stella sus cenizas por un DVD del ataque contra Barrow que Stella había afirmado,
falsamente, que era la única copia existente.
A juzgar por algunas de las miradas de suspicacia que dirigían hacia Eben, el que
había hablado no era el único que percibía olor a luz diurna. ¿Se debía, tal vez, al
modo en que Eben había sido transformado, inyectándose él mismo sangre de
vampiro para salvar su ciudad?
Fuera lo que fuese, si tenía que luchar, lo haría. No vencería, imposible contra
tantos. Pero al menos se llevaría consigo a unos cuantos de ellos.
Una alta figura oscura se abrió paso entre la multitud reunida, en línea recta hacia
Eben. ¿Había llegado el momento?
Eben se preparó para el ataque inminente.
Tardó un momento en darse cuenta de que se trataba de Dane, y llevaba el brazo
derecho levantado más como protección que como gesto de ataque. Se acercó a Eben
con rapidez, posó el brazo sobre sus hombros, y habló en voz baja:
—¿Qué está pasando?
—Te lo contaré, pero no aquí.
—Vale. Yo también tengo un montón de cosas que enseñarte. —Dane agitó un
brazo de forma confiada y relajada hacia la multitud y se llevó a Eben, abriéndose
paso entre los vampiros que momentos antes parecían más dispuestos a arrancarle la
cabeza que a dejarlo pasar. Dane había escogido la dirección que le pareció más
asequible, de vuelta hacia la Sala de Lilith, pero su entrada parecía haber acabado con
la tensión que apenas momentos antes había inundado la habitación como si fuera
humo. Eben oyó conversaciones despreocupadas, el sonido de pasos al marcharse los

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vampiros a continuar con su alimentación u otras actividades.
—Enok sabe dónde está Stella —susurró Eben, mientras arrastraba a Dane al
interior de la Sala de Lilith, que se había vaciado. Salvo por Lilith, por supuesto.
—Tengo que ponerla sobre aviso, por si acaso fuera a por ella mientras estamos
aquí.
Dane puso cara de preocupación.
—Vale, Eben. Sé que vas a enfadarte, pero… ella no está en Barrow.
—¿De qué estás hablando?
—Ha ido a Georgia. Para ocuparse de la muchacha embarazada. Me pidió que no
te dijera nada. Para que no te preocuparas.
—¿Qué ha hecho qué?
—Ha ido con Andy Gray. Salieron justo después que nosotros.
—¡Joder! Os mataría a todos. Le habría prohibido que fuera. Por lo menos hasta
que yo hubiese regresado.
—Puede que hubiéramos llegado demasiado tarde. El embarazo estaba
progresando con una rapidez excesiva.
—Me da igual —le espetó Eben—. ¿Qué importancia tiene eso?
—Porque es la primera oportunidad que tendremos de averiguar qué sucede
realmente cuando un humano y un vampiro se reproducen —dijo Dane. El tono de su
voz dejaba claro que consideraba eso una obviedad. Aunque lo fuera, Eben no lo
consideraba más importante que la seguridad de Stella. Ni aun estando en el mismo
bando.
Desde el principio, Dane no le había gustado. Ni pizca. Si Dane imaginaba que su
precioso bebé híbrido tenía más importancia que Stella, entonces el provisional
compañerismo entre ellos dos iba a degenerar en graves problemas, y muy de prisa.
Acababa de agarrar a Dane por las solapas para abroncarlo, cuando la voz de Lilith
volvió a sonar dentro de su cabeza.
Y he aquí al traidor. Dane.
—¿Quién…? —preguntó Dane en voz alta.
A modo de experimento, Eben probó a pensar la respuesta.
¿Tú también la has oído? Es Lilith.
Pero tú…, pensó Dane, dirigiéndose a él.
Al parecer tengo habilidades que tú no conocías. Ni yo tampoco, a decir verdad.
No puedo decir que me alegre de que hayas venido aquí, Dane —dijo Lilith. Por
la expresión perpleja de Dane, Eben se dio cuenta de que ambos podían oírla—.
Había abrigado la esperanza de no volver a tropezarme contigo. A menos, claro está,
que yo estuviera en una posición que me permitiera causarte un daño terrible.
Dane miró su cuerpo torturado, tumbado de espaldas sobre el altar. Ella no los
miraba.
Supongo que no lo estás, en este momento, pensó.
¿Te he dado esa impresión, de alguna manera?

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Desde aquí no pareces muy amenazadora.
Después de todos los años pasados, me deja atónita que aún des crédito a las
apariencias.
Un fallo por mi parte, sin duda.
Yo tengo otras preocupaciones, pequeño traidor, preocupaciones más grandes
que tú y…
¿Cómo cuáles? Háblame, querida Lilith, de esos agravios.
Una tercera voz dentro de sus cabezas, ésta vez grave, innegablemente masculina,
y con una reverberación que hizo que el vello de la nuca de Eben se erizara.
Enok. La voz de Lilith. Parecía asustada, cosa que alteró aún más a Eben.
Por supuesto, querida Lilith. No pensarías que me había olvidado de ti, ¿verdad?
Una no pierde la esperanza…
Una tiene que estar lamentablemente engañada. Mis pensamientos están contigo,
Lilith, más a menudo de lo que sospechas. A veces me asomo a tu mente con el sólo
objeto de disfrutar de tu delicioso sufrimiento al nivel más visceral, desde el interior.
Agradable, dijo la voz de Dane.
No… pensó Eben, y luego se detuvo, sabedor de que todo lo que pensara sería
captado por los demás, incluido Enok.
Estás en lo cierto, Eben Olemaun. Mientras estoy, digamos que dentro de tu
cabeza, a falta de una frase mejor, no hay nada que puedas pensar que yo no sepa al
mismo tiempo que tú. Por mucho empeño que pongas en suprimirlo; de hecho,
cuanto más lo intentas, más evidente se hace. Tu amada Stella Olemaun, por
ejemplo. No quieres ver su cuerpo mutilado en el exterior de vuestra cabaña, con la
cabeza clavada en la punta de una rama de abeto y la nieve teñida de rojo con su
sangre. Y hay que decir que tienes una imaginación particularmente vivida… ¿Ves el
modo en que tiene torcida la pierna izquierda, en un ángulo tan forzado que se le ha
roto la rodilla y una esquirla de hueso atraviesa tanto carne como tela? Mira cómo
tiene los dedos engarfiados y clavados en la nieve, como si el dolor de sus últimos
momentos la hubieran impulsado a cavar. ¿Acaso en tu mente ella piensa que puede
escapar enterrándose debajo de los ventisqueros?
Eben no sabía qué iban a pensar Enok o los otros de sus pensamientos, que ahora
no estaban formados por sartas lineales de palabras, sino por estallidos de cólera rojos
y purpúreos, imágenes de Stella (como tan vívidamente la había descrito Enok), púas
azules de terror, indignación al verse invadido de ese modo.
Déjalo ya en paz, Enok —sugirió Lilith—. Él es de poca importancia.
Lilith, Lilith. Obtengo un gran placer de tu espantosa agonía, pero de ningún
modo eres el centro absoluto de mi existencia, ni mi único interés. Ahora mismo,
estos dos insectos, de hecho, son mucho más interesantes que tú. De hecho, creo que
me gustaría verlos. En persona.
No creo que eso sea necesario, pensó Dane.
Eben oyó un rumor de pies que se arrastraban en el exterior de la habitación.

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Dirigió una mirada de preocupación hacia la puerta, que minutos antes estaba
desierta.
Pero ya no. Ahora la ocupaban numerosos vampiros que entraban como un
torrente, con lentitud, la mirada fija en él y en Dane.

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34
Enok gobernaba desde un espacio que habría podido ser la sala del trono de una
leyenda popular escandinava, construida para un rey de los bosques.
Dane esperaba encontrar un lujo genuino, pero eso parecía haber escapado a la
capacidad de Enok, en aquel lugar. Los detalles que había probado, como pintura de
oro para el trono, no habían acabado de quedar bien. La pintura se había levantado y
había saltado aquí y allá, dejando a la vista la madera de debajo, y con una sola
mirada Dane supo que el trono no era de oro de verdad. Los cojines sobre los que
Enok descansaba sus esqueléticas posaderas ni siquiera habían sido confeccionados
para él, sino que, con toda probabilidad, procedían de la sección de oportunidades de
unos grandes almacenes de Tromso. Los tapices de las paredes eran copias, no
originales; Dane había visto el original de uno de ellos en un castillo austríaco,
cincuenta años antes, y estaba bastante seguro de que allí continuaba. Incluso la
alfombra roja que iba desde la puerta hasta el trono por encima del suelo de tablones
de madera estaba gastada, apelmazada y llena de manchas, más apropiada para el
corredor de un dormitorio colectivo que para el sanctasanctórum de un gobernante.
Ya no sentía la presencia de Enok dentro de su cabeza, y se preguntó qué pensaría
el vampiro si supiera que Dane estaba reflexionando sobre su fracasado intento de
impresionar.
Aparte de eso, a Dane también lo aterrorizaba lo que pudiera suceder a
continuación.
Dane y Eben había acompañado pacíficamente a los chupasangres que Enok
había enviado para que los llevaran hasta allí. Los superaban muchísimo en número,
cosa que hacía que la resistencia fuera, con toda probabilidad, un acto suicida. Por
otra parte, en cuanto descubrió la mano de Enok en aquella operación, supo que en un
momento u otro se encontrarían cara a cara con él. Dejar que fuera Enok quien los
convocara era más fácil que abrirse paso hasta él luchando. La sala había resultado
encontrarse en el mismo nivel que el equipo de procesamiento, nivel que Dane no se
había molestado en explorar de manera demasiado minuciosa.
Enok se inclinó hacia adelante sobre su «trono» —en realidad una silla enorme
montada sobre una tarima a la que se subía mediante cuatro escalones—, dando la
impresión de que podía saltar de él en cualquier momento, la mano derecha aferrada
al apoyabrazos como si fuera una pista de lanzamiento. Era delgado, de aspecto casi
escuálido, lo cual convertía los prominentes pómulos en riscos con profundos surcos
verticales que corrían por debajo hasta el afilado mentón. Por encima de los pómulos
los observaban los profundos vacíos de los ojos, con los globos oculares ocultos
detrás de las rendijas de sus párpados caídos. Un lunar gigantesco sobre el párpado
izquierdo aumentaba la impresión de que apenas podía ver por ese ojo. Su cabello era
oscuro y largo, y colgaba en mechones grasientos alrededor de la cara. Los nudillos
de la mano derecha, con la que se aferraba al borde del reposabrazos, estaban

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hinchados y pálidos.
—Os presento mis disculpas por la manera tan ruda en que os he recibido a
ambos —dijo Enok cuando los llevaron hasta el interior de la sala y los dejaron sobre
la alfombra roja. Esta primera frase cogió a Dane por sorpresa—. Llegan unos
respetados huéspedes y lo primero que hago es meterme dentro de ellos como si
fueran dos de mis juguetes. Supongo que eso es lo que sucede cuando uno se
encuentra con que nadie lo desafía en la vida cotidiana. La arrogancia se convierte en
algo habitual. No es bonito, ¿verdad?
—Raramente lo es —logró responder Dane.
—Y tú, Eben Olemaun, por ti lo lamento de modo especial.
—¿Por mí? ¿Por qué?
—Porque tengo contigo una gran deuda de gratitud.
Dane miró a Eben, quien era evidente que no entendía el comentario.
—¿Gratitud? —repitió éste.
—Por supuesto. Eliminaste a Vicente. Y tu mujer, aunque no logró acabar con
Lilith, la dejó maltrecha hasta tal punto que pude vencerla con facilidad. Dos de mis
hijos, es cierto, pero también dos de mis más poderosos competidores. Ahora ya no
me queda ningún desafío. Con su desaparición, mi poder sobre las criaturas de la
noche es prácticamente absoluto. Y tú, Dane. Tu puñado de seguidores no es para mí
más problemático que los gusanos.
—Yo no tengo seguidores —replicó Dane.
—A eso me refería con total exactitud.
—No creo que lo entiendas. No tengo seguidores porque no soy un demagogo
demente que imagina que la gente lo considera su caudillo sólo porque la compra con
comida fácil. Pero tengo aliados. Y no son gusanos.
Dane había tenido la intención de que aquello fuera un viaje de reconocimiento
destinado a averiguar qué estaba sucediendo en aquella parte del mundo, quién estaba
detrás del asunto, para regresar más tarde, posiblemente acompañado por esos aliados
en masa, para acabar con lo que habían encontrado. Encontró las respuestas a las
preguntas, pero los habían descubierto demasiado pronto, con demasiada facilidad.
Ahora tenía que enfrentarse a Enok, uno contra uno; bueno, dos contando con
Eben, pero la verdad era que no creía que éste compartiera su particular filosofía.
Dane y sus amigos aspiraban a lograr un equilibrio con el mundo humano, una
coexistencia pacífica, un trozo de tierra que pudieran considerar propio. Eben era una
contradicción ambulante, ya que parecía querer que todos los vampiros fuesen
destruidos, y si la consecución de esa meta tenía que incluirlos a él y a Stella, pues
que así fuera.
Había salido todo tan terriblemente mal…
La reacción más probable que tendría Enok ante su declaración sería matarlos a
ambos de inmediato, si no con sus propias manos, ordenándoselo a los alrededor de
cien vampiros que los habían escoltado a él y a Eben hasta allí, y que en ese momento

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aguardaban contra las paredes de la vasta sala.
En lugar de eso, el autoproclamado caudillo de los nosferatu rio, sonora y
largamente.
—Bien dicho —asintió—. Pero… ¿cómo decís los estadounidenses?
¿Gilipolleces? Aunque unas gilipolleces expresadas de manera convincente.
—Detestaría pensar que te he hecho algún favor —dijo Eben con la intención de
desviar la atención de Enok hacia sí mismo. Dane agradecía el esfuerzo. Si querían
vencer a Enok, tenían que impedir que se pusiera en guardia.
—Eso sólo se debe a que no me conoces, Eben Olemaun. Yo soy de los que
devuelven los favores. Incluso cuando me fastidian. Vicente, por ejemplo… Guardé
sus restos después de que lo derrotaras en tu pequeña ciudad. Me rindió algunos
buenos servicios a lo largo de los años, de los siglos, en realidad, y puede que decida
traerlo de vuelta uno de estos días para poder hacer lo mismo por él.
—Cuando convenga a tus propios intereses —dijo Dane.
—He dicho que soy agradecido, no estúpido. —Enok, de un modo más bien
deliberado, pensó Dane, apartó la vista de él para centrarse en Eben—. Tanto si lo
aceptas como si no, tú y tu mujer me hicisteis favores. Favores de una enorme
envergadura. Y los aprecio muchísimo. Ciertamente, podría hacer lo mismo por
vosotros.
—Yo no tengo a nadie a quien quiera matar —replicó Eben.
«Eso es mentira», pensó Dane. Pero, por otra parte, Enok también mentía.
—No es el tipo de favor que yo tenía en mente —dijo Enok—. Me hiciste un
buen favor. Y al eliminar a Vicente, que era un adversario poderoso incluso para mí,
demostraste que serías una buena adquisición para mi… ¿equipo?, como dicen los
capitanes de la industria. Lo que te ofrezco es un futuro. No una cabaña en la nieve de
las afueras de un patético pueblucho que sólo desea tus servicios cuando tiene una
necesidad extrema y durante el resto del tiempo prefiere fingir que no existes.
Piénsalo, Eben. Te guste o no, eres un vampiro. Esos a los que quieres proteger
desprecian tu mismísima naturaleza. Los hay que te considerarán necesario, tal vez,
pero no te harás popular. Si pudieran arreglárselas sin ti, lo harían y suspirarían de
alivio.
—¡Esa gente me conoce! —le replicó Eben—. Son mis amigos, mis vecinos.
Hemos pasado juntos por el infierno. No se volverán contra mí.
—Por supuesto —asintió Enok, aunque ni remotamente convencido. Se recostó
en el respaldo de la silla; ya no parecía a punto de levantarse de un salto de ella. A
pesar de eso, se lo veía tenso, inquieto. Sus largos dedos delgados tamborileaban
sobre los apoyabrazos—. Y cuando un humano se vuelve loco y asesina a un grupo
de niños indefensos, ¿qué dicen? «Parecía tan buena persona…». Eso no significa
que vayan a confiar en él si reside en la casa de al lado después de salir de la cárcel,
¿verdad? Cuando ahora vas a Barrow, ¿te invitan a entrar en las casas para tomar
algo, para compartir un rato agradable con ellos?

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Eben no respondió. Se mordió el labio inferior.
—No permitas que te haga perder los estribos, Eben —susurró Dane, pues temía
que si Eben estallaba, Enok lo eliminaría allí mismo. Entonces, él se quedaría sin un
solo aliado en aquel remoto lugar.
—Cállate —le espetó Eben.
—Intenta manipularte.
—Ya lo sé. Cállate.
—A mi lado, Eben, serás tratado como mereces que te traten. Como un héroe,
como un campeón. Tu amada puede unirse a ti, si aún la quieres. Pero si prefieres,
podrás escoger la que quieras, alguna que esté de fábula… ¿Qué te parece, «sheriff»
Olemaun? ¿Un poder que supera tus más descabelladas fantasías? ¿Respeto? ¿La
siguiente fase de la evolución del planeta Tierra? ¿O prefieres continuar siendo el
incordio de las afueras del pueblo, el hombre al que en realidad nadie quiere ver
llegar?
—Que te jodan —le espetó Eben. Inspiró al tiempo que hinchaba el pecho. Tenía
los puños cerrados con tanta fuerza que se le habían puesto pálidos los nudillos—.
Que os jodan a ti, a tu siguiente fase y a tu poder. ¿De verdad te crees la mierda que
andas esparciendo por ahí, o sólo eres como uno de esos monos del zoológico, que la
arroja por todas partes porque no se le ocurre nada mejor que hacer?
Pareció que Enok había sido golpeado físicamente. Dane experimentó un cierto
orgullo ante el desafío de Eben. La reacción de Enok fue diferente.
—Llevaos a este cerdo —dijo—. Apartadlo de mi vista.
Los vampiros que se habían mantenido al margen volvieron a apiñarse en torno a
ellos, y docenas de manos aferraron a Dane y a Eben.
—¡Al otro no! —gritó Enok por encima del repentino estruendo, al tiempo que
señalaba a Dane—. ¡Sólo a Olemaun!
Dane luchó por llegar hasta Eben, pero la fuerza de las manos que lo habían
agarrado lo detuvo. Sus ojos se encontraron y retuvieron la mirada del otro, pero
luego arrastraron a Eben fuera de la vista. Dane permaneció donde estaba, de pie
sobre la raída alfombra, rodeado de al menos cincuenta vampiros.
—¿Qué pasa conmigo? —preguntó, y se preparó para la respuesta.
—Tú, insecto, no me has hecho ningún favor en absoluto. Bork Dela era uno de
mis mejores proveedores. Su eliminación ha dejado un enorme vacío en la operación,
y tardaré algún tiempo en llenarlo de manera adecuada. A Eben Olemaun le debía una
oportunidad. Tú eres un bocado especial para los de abajo. De vez en cuando les
permito tomar una comida sólida. Tienen que cortarla en trocitos bastante pequeños,
pero también hallan diversión en eso.
Para un vampiro, ser devorado por devoradores de bichos era la máxima de las
humillaciones. Tenía que haber cabreado muy en serio a Enok. A pesar del miedo que
le atenazaba las entrañas, no pudo evitar sonreír un poco.
—¿Te divierto? ¿De verdad? —continuó Enok—. Eres una vergüenza. Ni siquiera

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eres digno del nombre de nosferatu. Eres una deshonra para la especie. Incluso Lilith
merece una suerte mejor que tú. —Agitó una mano para que sacaran a Dane de su
presencia. Las manos volvieron a cerrarse sobre él, y los dedos se le clavaron con
fuerza—. Que estos últimos momentos de tu patética existencia te resulten tan
desagradables como sea posible.

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35
Eben Olemaun ya había conocido antes momentos de terror extremo. Oculto en el
sótano, observando, y peor aún, escuchando cuando no podía ver a través de la
oscuridad y la densa nevada cómo su poblado era hecho pedazos vida a vida, alma a
alma.
Puede que el momento más aterrador hubiera sido cuando se dio cuenta de lo que
debía hacer para salvar Barrow. En el primer caso, había podido apoyarse durante
todo el tiempo en Stella, había podido extraer fuerzas de la reserva de valentía
aparentemente inagotable de su mujer. En el segundo, sin embargo, había estado solo
por completo. Ella jamás se habría mostrado de acuerdo con la idea, y Eben había
tenido que ocultársela; guardar ese secreto era lo más duro que había hecho jamás,
incluso más duro que clavarse la aguja en la vena.
Ahora volvía a estar solo. Solo en términos de aliados, en cualquier caso, y
mucho más de amigos. E incluso de Stella, a quien probablemente no volvería a ver
nunca más, a abrazar nunca más; nunca más volvería a oler el aroma seco y
ligeramente afrutado de su pelo.
De acuerdo con las órdenes de Enok, los vampiros lo habían subido hasta el
segundo nivel, en el que parecían pasar el rato la mayoría de los visitantes, bebiendo
sangre de los dispensadores que había en las numerosas barras. Lo sujetaban por los
brazos, el cuello, las orejas, el pelo. Los dedos de afiladas garras le perforaban la
ropa. Durante todo el tiempo gritaban a sus compañeros palabras que él no entendía.
Aunque captaba el sentido de lo que decían por las miradas que le lanzaban los
otros. Miradas de puro odio. Lo estaban llamando traidor, o algo peor.
Los chupasangres se apartaban de las barras, sobre las que dejaban vasos de
espesa sangre fresca, e iban a reunirse con los vampiros que lo habían llevado hasta
allí. Emergían de apartados umbríos y rincones recónditos, gruñendo y
maldiciéndolo, escupiéndole; goterones de saliva caliente, espesa y teñida de rojo se
estrellaban contra su cara, pecho y cuello. No podía protegerse ni defenderse. Intentó
que le soltaran los brazos, pero sus captores gruñeron y tiraron de ellos hacia atrás
hasta casi dislocarle el hombro izquierdo.
Oyó un gruñido inarticulado, y entonces alguien le desgarró el cuello, del que
arrancó un bocado de carne. Eben recordó el aspecto que tenía Lilith, sangrando por
un centenar de heridas, justo al otro lado de la entrada que él podía ver pero no
alcanzar.
No quería que le sucediera lo mismo.
Plantó los pies, rotó el cuerpo por la cintura al tiempo que se inclinaba un poco, y
concentró todas sus fuerzas en girar los hombros. El movimiento hizo perder el
equilibrio al vampiro que lo sujetaba por la derecha. Entonces pudo mover el brazo y
la pierna de aquel lado.
Atacó con el puño liberado para intentar aprovechar la ventaja momentánea.

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Acertó a golpear a un par de chupasangres y lanzarlos contra sus compañeros. Los
vampiros de la izquierda lo sujetaron con más fuerza aún, pero al tener un costado
libre, volvió a rotar a la vez que barría el aire con el puño, que estrelló contra la fea
cara del más cercano. Unos colmillos le desgarraron los nudillos, pero el golpe se los
arrancó y el vampiro lo soltó, al tiempo que escupía al suelo sangre y dientes.
A continuación, Eben atacó con el pie derecho; la bota astilló hueso, y en torno a
él se abrió un espacio ligeramente más amplio.
Ahora tenía sitio para moverse, sitio para luchar.
Adoptó una postura de combate aprovechando el hueco abierto a su alrededor,
preparado para enfrentarse con quienquiera que lo atacase, mientras saboreaba la
dulzura de la libertad.
—¡Ja! —gritó, a modo de desafío.
Pero no lo acometieron de uno en uno. Se le echaron encima como un enjambre,
como una ola que anega un castillo de arena. En un momento tenía espacio para
respirar, y al siguiente se encontró con que brazos poderosos le aplastaban las
costillas, manos fuertes se cerraban sobre sus hombros y brazos, lo arrastraban hacia
el suelo y le inmovilizaban las piernas.
«No ha durado mucho», pensó. La promesa de libertad se había transformado,
segundos más tarde, en una esclavitud aún más desesperanzada que antes. Eben se
debatió, con la boca abierta, bramando coléricamente contra sus enemigos. Pero lo
inmovilizaban con tanta eficacia como si le hubieran echado cadenas por encima de
los hombros y las hubieran anclado al suelo. Se pusieron a arrancarle trozos de carne
otra vez, uno de las costillas, otro de una mejilla.
Estaban intentando hacerlo pedazos poco a poco.
Cuando otra mano le desgarró un trozo de la espalda, temió que lo lograran.
Prepárate, Eben Olemaun.
La voz de Lilith otra vez dentro de su cabeza. Tal vez, al pensar en ella, la había
llamado de algún modo. Tal vez se había aproximado lo suficiente a su sala. ¿Para
qué?, intentó proyectar el pensamiento hacia ella.
Si le respondió, él no lo percibió.
Pero los otros sí.
Los vampiros que lo rodeaban lanzaron un grito, retrocedieron dando traspiés,
como si, de repente, él se hubiera puesto al rojo vivo. Sus ojos feroces fulminaban a
Eben con la mirada, pero no podían ponerle las manos encima. No sabía cómo lo
había hecho Lilith, pero nada más podía explicarlo.
Tampoco sabía cuánto tiempo duraría aquello, ni si serviría de algo más que el
respiro momentáneo que él había logrado antes. Pero quedarse ahí quieto no serviría
de nada. Se lanzó hacia dos de los chupasangres, ambos encogidos de miedo, y
cuando se apartaron —como él había esperado que hicieran—, se apoderó de la silla
de madera que había detrás de ellos.
La sujetó por dos patas y dirigió con ella un golpe contra la cabeza de los dos que

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tenía más cerca. La madera se rajó y los vampiros lanzaron un grito de dolor. Eben se
quedó con una afilada pata de silla en cada puño. Se lanzó hacia el grueso de la
muchedumbre, atacando con las patas, usándolas como si fueran estacas de madera.
Las clavaba en corazones y cabezas, atravesando carne rígida, hueso frágil y fibroso
músculo. Los vampiros aullaban, caían al suelo aferrándose las heridas, se pisoteaban
unos a otros al intentar escapar.
Espoleado por la furia que palpitaba en su interior, Eben continuó.
Lo que había hecho Lilith le había dado otra oportunidad de sobrevivir, y tenía
intención de aprovecharla. Pero no pensaba salir de allí sin Dane. Necesitaba pasar
entre la multitud de vampiros y encontrar a su único aliado. Si eso significaba
derramar suficiente sangre como para empapar las tablas del suelo, pues que así
fuera.
El hechizo de Lilith estaba debilitándose. Eben lo supo porque, sin previo aviso,
los vampiros comenzaron a atacarlo otra vez, aferrándolo y desgarrándolo. Él se
defendía con las patas de la silla, ahora ensangrentadas y con trocitos de rosácea
materia gris adheridos a los lados. Uno lo atrapó por detrás, y Eben rotó sobre sí y
atravesó la garganta del monstruo con la pata que empuñaba en la mano derecha.
Manó un chorro de sangre sobre sus ya empapados brazos. Percibió que otro se le
acercaba por la izquierda, y rotó otra vez, trazando un arco en el aire con la pata de
silla para estrellarla contra la sien del chupasangre. Se agachó para esquivar unas
garras que intentaban arañarlo, y con un movimiento ascendente clavó una estaca en
la entrepierna del atacante.
Uno a uno, hacía caer a los vampiros.
Pero estaban agrupándose otra vez, al darse cuenta de que lo que fuera que lo
había protegido brevemente se había desvanecido ya. Ahora él tenía armas, pero éstas
no le permitirían contener a la masa por tiempo indefinido. Se habían reunido
demasiados, y la mayor parte de ellos se apiñaban entre Eben y la escalera. En alguna
parte, más abajo, aguardaba Dane, con toda probabilidad luchando por su propia
supervivencia.
Eben miró al enjambre de vampiros que se interponían entre él y su objetivo.
Calibró sus probabilidades: más o menos, cero. Podría llevarse a unos cuantos por
delante, pero no podría vencerlos a todos.
Sin embargo, cabía la posibilidad de que hubiera otra ruta de descenso.
Eben ya sabía que era más fuerte que la mayoría de vampiros cuando la furia
habitaba en él como lo hacía en ese momento. Lo que nunca había podido determinar
era hasta dónde llegaba esa fuerza.
Tal vez había llegado el momento de hacerlo.
Giró en círculo, y las armas gemelas despejaron una zona alrededor de él. Por el
momento —breve, no le cabía duda—, el camino quedó libre.
No a través de los chupasangres.
Sino hacia abajo.

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Eben levantó la pierna izquierda, la rodilla en alto, y descargó el pie sobre las
tablas del suelo, que crujieron y rechinaron. Repitió la acción. La tercera vez saltó
con las rodillas robladas y tensó las piernas al aterrizar. Esta vez oyó el quejido de la
madera que se rajaba.
Los vampiros lo miraban boquiabiertos, como si hubiera perdido la razón por
completo. Y tal vez estuvieran en lo cierto.
Cayó de rodillas y se puso a golpear la tablas del suelo con los puños. Se le
clavaron astillas en la carne. Volvió a golpear. Las tablas emitieron un crujido
satisfactorio y se curvaron hacia abajo a causa del castigo. Escogió lo que parecía ser
un punto débil y centró en él sus esfuerzos.
Los vampiros hacían movimientos vacilantes hacia él. Cuando eso ocurría, él
recogía las armas, gruñía, los fulminaba con la mirada y ellos retrocedían, reacios a
acercarse demasiado a un loco. Al fin, las tablas cedieron. Metió una mano por el
agujero que había hecho para hacer palanca por debajo, y luego tiró de las tablas y
agrandó la abertura.
Los chupasangres parecieron entender que no les convenía que lograra el éxito en
lo que fuera que estuviera haciendo. Se lanzaron hacia él. Eben les arrojó trozos de
tabla y arrancó otras, agrandando el agujero cada vez más. Ya podía ver debajo de las
tablas, donde una red de tuberías serpenteaba entre el suelo sobre el que estaba y el
techo del nivel inmediatamente inferior. Los vampiros chillaban lo que parecían
advertencias u órdenes. Él no les hizo el menor caso. Al cabo de unos pocos
segundos, el agujero era ya lo bastante grande como para pasar por él.
Los reunidos, al darse cuenta de que se les escapaba, corrieron a detenerlo.
Eben se dejó caer a través del agujero, esquivando tuberías y conductos, y halló
apoyo para los pies en una de las pesadas vigas de soporte. Bajó de ella y pisó con
fuerza los paneles del cielorraso, hechos de una sola capa de madera de pino, que se
rompió bajo su peso. Mientras los vampiros intentaban agarrarlo desde arriba, Eben
cayó a través del agujero, rebotó contra una tubería de acero, se sujetó a ella para
ralentizar la velocidad del descenso, y ésta se rompió (la sangre manó en un torrente
dentro del estrecho espacio que separaba el cielorraso del suelo), pero aterrizó sobre
manos y pies en la tablazón del nivel inferior.
En lo alto, vio que los otros se reunían en torno al agujero y lo miraban. La sangre
de la tubería rota cayó como una cascada hacia él. Se apartó a un lado para evitarla, y
se permitió una rápida sonrisa por haber escapado.
Escapado parcialmente, en todo caso. Aún no sabía dónde estaba Dane, y aquél
era un sitio muy grande.
Había echado a andar hacia la escalera cuando Enok apareció de repente,
procedente de esa dirección. Avanzaba como si sus pies apenas tocaran el suelo.
—¡Bien hecho! —Aplaudía con sus delgadas manos—. Bravo.
—No has venido aquí sólo para felicitarme —le espetó Eben.
—Por supuesto que no. Dado que parece que mis seguidores no pueden acabar

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contigo, he venido a hacerlo en persona.
—Puedes intentarlo —lo desafió Eben, que aún confiaba en su fuerza.
Enok soltó una seca risa entre dientes.
—Es verdad, la furia te hace más fuerte. ¿Imaginas que te harás lo bastante fuerte
como para vencerme? —Se tocó el pecho con la punta de un dedo—. Recuerda quién
soy yo, Eben. Recuerda la poca experiencia que tienes tú con todo esto. Si yo fuera
tú… —entonces Enok sonrió de modo amistoso, alentador—, si yo fuera tú, caería
ahora mismo de rodillas e imploraría perdón.
Perdón. Eben suponía que Enok sabía que era eso sólo a través de rumores que
había oído, pero que su experiencia con el concepto era escasa o nula.
—Supongo que no tendremos más remedio que averiguarlo.

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36
Golpearon a Dane en la cabeza con algo pesado, y él cayó como una piedra dentro de
un estanque.
Un par de vampiros lo sujetaron por las muñecas y lo sacaron a rastras de la sala
del trono. Despertó antes de que llegaran siquiera a la puerta, pero fingió seguir
inconsciente. Lo llevaron hasta un ascensor (cuya existencia él había sospechado pero
que no había visto, y que incluso en ese momento apenas pudo ver, ya que se arriesgó
a abrir los ojos tan sólo una rendija), y a continuación bajaron y bajaron, y luego se
abrieron las puertas y unos brazos que pasaron por debajo de los suyos lo llevaron
medio en volandas, medio arrastrando, estrujándole las costillas, y después (al llegar
a esta parte abrió los ojos) lo lanzaron por encima de una valla. Dado que aún se
fingía inconsciente, logró extender las manos ante sí, pero no pudo parar del todo la
caída sin delatar su estado de vigilia. Quienquiera que lo había arrojado allí, o alguien
cercano, gritó algo en noruego.
Si debía juzgar por la reacción, lo que dijo tuvo que ser algo así como
«¡coméoslo!». Oyó ruidos de movimiento precipitado, y volvió a abrir los ojos justo a
tiempo de ver que docenas de devoradores de bichos corrían hacia él por el desnudo
suelo de madera.
Al verlos llegar, Dane sintió que una vaga sensación de confort se deslizaba sobre
él como un viejo y familiar jersey. La inquietud con que había estado viviendo
durante semanas se desvaneció de modo súbito, y sin necesidad de analizarlo supo
que se debía a que él no era un detective, ni un Sherlock Holmes ni un James Bond.
Era un luchador. No lo había sido siempre, no en su vida anterior, ya que por
entonces su tendencia era pacifista; pero ése era un lujo que un vampiro no podía
permitirse, y en la no vida el rasgo que lo distinguía de los demás era lo bien que se
desempeñaba en una pelea.
Y ésa iba a ser una pelea para recordar.
Se puso de pie justo antes de que llegaran hasta él.
Comparados con los vampiros, los devoradores de bichos eran débiles. Se trataba
de criaturas en proceso de transición, que no estaban del todo cómodas en su propia
piel. Dentro de unos días, tal vez una semana, dos en los casos extremos, ya serían
nosferatu, su fuerza física se intensificaría y sus sentidos se agudizarían.
Hasta entonces no serían nada. Individualmente, en cualquier caso. Pero allí había
un montón de ellos.
El primero en llegar recibió un puñetazo de Dane en la boca, con la fuerza
suficiente —la suma de su propio impulso y el poder del golpe de Dane— como para
arrancarle la cabeza y lanzarla, girando sobre sí misma, contra las filas de
devoradores de bichos.
Y entonces cayeron sobre él, pululando como los gusanos sobre un cadáver de un
día de antigüedad. Dane asestaba patadas y puñetazos, luego arrancó un brazo a una

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mujer a la altura del hombro y lo usó como garrote contra los otros hasta que se le
desintegró en la mano y el hueso quedó limpio de piel y músculo. Le lanzaban
dentelladas, algunas de las cuales le desgarraban la ropa y pellizcaban la piel. Pero él
no se contenía en lo más mínimo, y docenas de devoradores de bichos caían ante sus
demoledores golpes.
El hedor era horrendo: cuerpos muertos sin lavar cuya dieta consistía únicamente
en insectos y en los pocos roedores que habían logrado hacer llegar sus túneles hasta
la base de Enok, sangre derramada, y todos los otros olores asociados con cientos de
individuos recién muertos que viven juntos en un espacio cerrado. Ya era bastante
malo estar en aquel nivel con ellos, pero que se apiñaran a su alrededor mientras le
caían encima trocitos de piel, sangre y fragmentos de sesos de los que golpeaba, hacía
que la experiencia resultase mucho peor.
Los cadáveres se apilaban en grandes cantidades a su alrededor. Dane comenzaba
a tener problemas para mover las piernas al intentar abrirse paso entre ellos. Sus pies
resbalaban en la viscosa sustancia que cubría el suelo. Supuso que iban a necesitar
una grúa para limpiar la sala; aunque nadie podría bajar una grúa hasta una
profundidad semejante. De todos modos, por lo que había visto de cómo ejercía Enok
la dirección de las instalaciones, lo más probable era que dejaran pudrir los cuerpos
allí, sin más.
Continuaban llegando, al parecer convocados para que salieran de otras
habitaciones que no veía.
Y entonces se dio cuenta de que a los devoradores de bichos se les estaban
uniendo algunos vampiros. No sabía si eran los que había visto antes allí, vigilando a
los devoradores de bichos, o si eran otros que había enviado Enok.
Eliminó a dos devoradores con golpes rápidos dirigidos a la cabeza. El momento
que dedicó a eso le dio al primero de los vampiros, una mujer, tiempo para llegar
hasta él, y lo acometió con rapidez y dureza, chocando contra sus costillas. Los pies
de Dane patinaron sobre las resbaladizas tablas. Cayó sobre el montón de cuerpos que
lo rodeaba (algunos de los cuales aún se movían en su casi muerte e intentaban
débilmente arañarlo) con la mujer vampiro encima.
Ella intentó apuñalarlo con una daga de afilada hoja de más de veinte centímetros
de longitud. Dane se contorsionó para evitarla y la hoja se clavó en la cara del
devorador de bichos que tenía debajo. Entonces extendió un brazo para darle a la
mujer vampiro un golpe en el mentón con la parte inferior de la palma, tan fuerte que
le impulsó hacia atrás la cabeza. Al mismo tiempo, atrapó la muñeca de la mano que
sujetaba la daga y se la rompió. Ella soltó un alarido y lo fulminó con la mirada de
unos ojos encendidos de odio. Con la otra mano le aferró una oreja y tiró de ella para
intentar arrancársela. Pero Dane aún le sujetaba el brazo roto. Lo volvió hacia ella,
cerró el puño en torno a la mano, y la degolló con su propia arma. La sangre caliente
cayó como lluvia sobre él, pero la mujer quedó laxa y él se la quitó de encima de un
empujón.

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Se le acercaron otros dos vampiros, acompañados por una nueva docena de
devoradores de bichos. Tras arrebatarle la daga de la mano a la mujer, Dane esperó
hasta que uno de ellos cargara contra él; entonces atrapó su cabeza en la mano
izquierda, clavó la daga en la sien derecha del vampiro, y la hoja penetró en el
cerebro. Sin soltar la cabeza del chupasangre ni la empuñadura de la daga, hizo girar
el cuerpo para bloquear con él al siguiente atacante.
Los devoradores de bichos dieron un rodeo para atacarlo, así que lo lanzó hacia el
vampiro, no sin antes arrancarle la daga, y se volvió hacia ellos. Los eliminó con
unos cuantos golpes de la mano izquierda (la que el doctor Levine le había
transplantado hacía tanto tiempo… El tipo había hecho un buen trabajo) y algunos
tajos de daga. Cuando hubieron caído, al nuevo vampiro le quedó libre el camino
hacia él, y lo aprovechó. Dane abrió las piernas para lograr más estabilidad e intentó
herir con el cuchillo al otro cuando se acercó, pero su enemigo lo esquivó y le atrapó
la muñeca para inmovilizarla. Al mismo tiempo, chocó contra Dane mientras le
lanzaba una dentellada a la garganta.
Los dos empezaron a forcejear; a Dane le costó más derrotar a ése que a los
anteriores oponentes. Aquel vampiro era grande y fuerte, y luchaba con una ferocidad
mortífera que Dane no había encontrado antes en ese sitio. Le dio un golpe en las
costillas con el puño derecho; Dane, que ya estaba cansado debido a la larga lucha y
los acontecimientos del día, aguantó el ataque con dificultad.
El chupasangre continuó aporreándolo. Dane decidió probar con una finta, y
relajó todos los músculos a la vez, dejándose caer hacia adelante y soltando la daga.
El vampiro le dio un tirón en la misma dirección, soltó la muñeca derecha de Dane y
le rodeó el cuello con ambas manos. Dane se apoyó en el oponente durante un
instante para reunir fuerzas, y luego hundió un pulgar en un ojo del vampiro. El otro
chilló e intentó retroceder, pero Dane lo retuvo y dobló el pulgar dentro del cráneo,
por detrás de la cuenca ocular. El vampiro sufrió un espasmo y gritó mientras
golpeaba a Dane inútilmente con los puños.
Al cabo de un minuto, todo había acabado.
Los devoradores de bichos se habían retirado, tal vez porque preferían limitar su
violencia a los insectos que no podían defenderse. Tampoco se presentaron más
vampiros, cosa que Dane interpretó como indicio de que aquellos contra los que
acababa de luchar pertenecían a la guardia de aquel sótano. Los otros debían de haber
permanecido en los niveles superiores.
Donde estaba Eben.
Ya había perdido tiempo más que suficiente. Si Eben había sobrevivido hasta ese
momento, era necesario que se reunieran y salieran pitando de allí, mientras aún
pudieran hacerlo.
Mejor dicho: «si aún podían hacerlo».

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Eben se tragó el miedo como si intentara deglutir una pelota de tenis, y se preparó
para el ataque de Enok.
Deseó haber llevado su vieja arma de servicio; una bala del calibre .45 en la
sesera acabaría rápidamente con Enok. Pero no habría podido pasar con ella por la
seguridad del aeropuerto, y adquirir un arma de fuego en Tromso, sin hablar el
idioma, habría resultado difícil.
Esto significaba que, cuando llegara a las manos con Enok, estaría armado sólo
con su propia fuerza salvaje. Necesitó alrededor de un microsegundo para saber que
con eso no iba a bastar.
Enok se le acercó casi con displicencia, atravesando el espacio que los separaba
literalmente como si paseara. Cuando estuvieron al alcance el uno de los puños del
otro, se detuvo. Eben no tenía claro si su intención era hablar o combatir, pero
entonces, a una velocidad mayor de la que podían seguir los ojos de Eben, Enok
atacó. Uno de sus puños se estrelló contra el abdomen de Eben, que se dobló por la
mitad de dolor. El segundo se le estrelló contra la mandíbula con la fuerza de un 747
lanzado a toda velocidad. Antes de que Eben supiera que había empezado la lucha, ya
estaba en el suelo, sangrando en abundancia por la nariz y la boca, y Enok se
regodeaba, de pie junto a él, con los brazos cruzados relajadamente sobre el pecho y
una sonrisa desenfadada en los labios.
—¿Era eso lo que tenías en mente? —preguntó Enok—. O, dado que ya estás
acabado, tal vez te apetezca reconsiderar ponerte a implorar de rodillas.
—Come mierda y ládrale a la luna, hijo de puta —replicó Eben.
La reacción de Enok fue dirigir una patada hacia la cabeza de Eben. Pero en esta
ocasión ya estaba preparado. Atrapó la bota de Enok con ambas manos y echó su
peso hacia atrás, tirando y retorciendo al mismo tiempo. Enok saltó sobre el otro pie,
pero no pudo conservar el equilibrio. Se fue hacia atrás, paró la caída con las manos,
y de un tirón hizo que le soltara el pie.
—Astuto —dijo, mientras retrocedía a toda prisa para ponerse fuera del alcance
de Eben—. Supongo que tienes derecho a una astuta jugada más antes de dejar de
existir.
—Tú estás de culo en el suelo, igual que yo —declaró Eben—. A lo mejor no eres
tan duro como piensas.
—Ah, no tengo ninguna preocupación por ese lado, sheriff Olemaun —dijo Enok,
y se puso de pie. Eben hizo lo mismo, y Enok arremetió contra él.
Y Eben lo esquivó como hacía en sus tiempos de capitán del equipo de fútbol
americano del instituto de secundaria, escabullándose para pasar de largo de las
manos extendidas de Enok y echar a correr hacia la escalera lejana. Para cuando Enok
cambió de dirección para perseguirlo, Eben había llegado a la escalera, donde
aminoró de velocidad aferrándose a la barandilla. El impulso que llevaba rompió los

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balaustres a la altura de los anclajes. Eben los arrancó y se los lanzó a Enok, uno a
uno, mientras descendía hacia las profundidades de las instalaciones, con Enok
siguiéndolo de cerca.
Hasta el momento, no se sentía en absoluto impresionado con la construcción
realizada allí. Parecía robusta pero no se aguantaba.
Esperaba que lo mismo sucediera con el vampiro que había levantado aquello.

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Eben y Enok continuaron peleando con furia durante lo que pareció una hora, pero
probablemente no fueron más de quince o veinte minutos.
Cuanto más tiempo pasaba, más destructivos se mostraban ambos.
Eben arrancó tablas de las paredes y las usó para aporrear a Enok. Este, a su vez,
arrojó a Eben a través del suelo hasta el nivel de abajo, y saltó tras él por el agujero
que había hecho. Eben se apartó rodando justo a tiempo, y Enok, que aterrizó como
una roca, abrió otro agujero al estrellarse contra el suelo. Mientras los bordes
astillados de las tablas rotas mantenían aprisionados los tobillos de Enok, Eben
arrancó una columna de soporte y la usó como ariete.
Una y otra vez la estrelló contra Enok. El viejo vampiro se tambaleaba bajo los
golpes constantes. Tras unos pocos minutos de este tratamiento, logró recuperar la
libertad de las piernas y arrebatarle la columna a Eben. La arrojó lejos, como si fuera
una rama de árbol suelta que lo estuviese molestando, con tanta fuerza que atravesó la
pared. Eben reparó en el hecho de que en el sitio donde la pared había cedido, el
techo empezaba a curvarse hacia abajo.
Luego ya no prestó más atención a la construcción de las instalaciones. Enok se
precipitó hacia él. Eben lo esquivó, pero una mano de Enok le asestó un golpe de
soslayo que lanzó a Eben girando contra un tanque de acero del que radiaban tuberías
como si fueran patas de araña. Se oyó el chapoteo de un líquido que se movía dentro
del tanque. Eben percibió un vago olor a sangre.
Cuando Enok volvía a cargar, aferró una de las tuberías con ambas manos, apoyó
un pie contra el tanque, y tiró con todas sus fuerzas. Justo antes de que Enok llegara
hasta él, la tubería cedió y salió disparado un chorro de sangre. Eben lo dirigió hacia
Enok, que resbaló en el pegajoso fluido. Entonces se lanzó detrás del voluminoso
tanque y lo derribó de una patada, momento en que se rajó la chapa de acero. Un
océano de sangre corrió hacia Enok cuando intentaba ponerse de pie otra vez.
Puesto que mantenerse fuera del alcance de Enok parecía el mejor camino para
sobrevivir, Eben salió corriendo por la puerta hacia otra habitación, ésta llena de
tanques, tuberías y enormes cubas de cobre. En el suelo había tirado un trozo de
tubería; lo recogió y atravesó con él una de las cubas. Se derramó abundante sangre,
que corrió hacia la sala de la que acababa de salir Eben. Derribó a patadas otros dos
tanques. Las tuberías se desconectaron y la sangre corrió por todas partes. «Qué
desperdicio», pensó Eben. No quería beberla, ya que no podía evitar lamentar la
muerte de los humanos que habían perdido la vida para placer y conveniencia de los
seguidores de Enok.
Ya casi había atravesado otra puerta cuando Enok irrumpió como una tromba en
la sala —a través de la pared, no de la puerta—, gruñendo, furioso. Cayeron
escombros del techo. Enok cargó en línea recta hacia Eben, quien recogió un trozo de
chapa metálica que había arrancado de uno de los tanques y lo alzó como si fuera un

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escudo. Las manos de Enok se estrellaron contra el metal e intentaron arrebatárselo a
Eben. En lugar de soltarlo, Eben lo volvió de lado y atacó a Enok con el canto, como
si se tratara de una gran espada poco manejable. El afilado borde de acero abrió un
tajo en la cara de Enok, desde el mentón al pómulo.
Enok quedó petrificado, asombrado.
Por primera vez, Eben se dio cuenta de que no estaban solos; un público formado
por vampiros los miraba interesado desde las sombras del sótano iluminado por una
luz mortecina.
—Tenía intención de hacer mucho más que eso —afirmó Eben, que deseaba
haberle cortado la cabeza al vampiro.
Enok rompió el estado de parálisis para llevarse una mano a la mejilla herida, y al
apartarla vio que tenía los dedos cubiertos de su propia sangre, mezclada con la
sangre que había empapado casi cada centímetro de su cuerpo. Fulminó a Eben con
una mirada de odio en estado puro.
—El cerdo es mío. —Enok avanzó a grandes zancadas hacia Eben, que vio que
había cambiado algo en su postura. Caminaba con la tensión de un muelle a punto de
soltarse. A Eben se le ocurrió la idea —más bien inquietante, en realidad— de que
antes Enok había estado jugando con él, tal vez contento de tener un contrincante
dotado de cierta destreza, pero, por lo demás, sólo divirtiéndose antes de matarlo.
Eben creía que esa parte final ya había llegado. Si Enok volvía a ponerle las
manos encima, el paso siguiente sería su asesinato.
Los otros vampiros le cortaban la ruta de huida. Podía pasar a través de ellos, pero
no con la rapidez suficiente como para evitar que Enok lo atrapara. Este se
aproximaba a paso constante, sin prisas pero con una firme determinación que
inquietaba a Eben. Decididamente, el vampiro más antiguo era más fuerte que él por
un amplio margen.
«Stella, —pensó—. Te pido perdón por todo. Y lamento no poder volver a verte.
Te amo. Siempre te he amado».
Enok dio otro paso hacia él. Eben se preparó para lo que sin duda sería el final.
Pero antes de que Enok pudiera reducir el espacio que los separaba, el suelo —
empapado en la sangre de las cubas y tanques que Eben había reventado—, crujió con
un estruendo ensordecedor, la madera se partió con una serie de detonaciones y se
hundió junto con tanques, cubas, tuberías y vampiros por igual, que se precipitaron en
un amasijo a través de él.
Las descomunales cubas atravesaron el suelo del siguiente nivel y continuaron
hacia abajo. Sangre y escombros cayeron como una lluvia torrencial. Eben giraba y se
contorsionaba en el aire. Contra él se estrellaban tuberías, chupasangres y tablas, y
tras impactar contra el suelo de cada nivel continuaba cayendo, ya que todos ellos se
hundían bajo el peso de la descomunal cantidad de escombros.
Eben acabó en el sótano más profundo, con la pierna izquierda aprisionada debajo
de una viga, como un insecto clavado en una tabla de corcho para algún trabajo

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escolar de ciencias de cuarto curso.
A través de las nubes de polvo y escombros, vio a Enok —herido, conmocionado,
pero en pie— examinando la habitación, presumiblemente buscándolo. La mirada de
Enok se posó sobre Eben y quedó clavada en él. Echó a andar hacia el sheriff
atrapado.
Eben intentó empujar la viga para quitársela de encima, pero, tendido de espaldas,
no podía hacer palanca para levantarla. Algo más había caído sobre la viga y la
bloqueaba. A pesar de su fuerza, Eben no podía desplazarla ni un centímetro.
Entre los escombros, Enok encontró un trozo de tubería de hierro de unos sesenta
centímetros de largo, o quizá más. Comprobó su resistencia contra la palma de la
mano y le dedicó a Eben una sonrisa malevolente, al parecer satisfecho con la
improvisada arma. Eben sabía que, allí atrapado, podría defenderse sólo durante un
tiempo limitado. Enok podría partirle los huesos de los brazos para luego ponerse a
trabajar sobre su cráneo y desparramarle los sesos por el suelo. Por el destello
demente de los ojos de Enok, parecía evidente que ese mismo pensamiento se le
había ocurrido a él. O, por supuesto, también podría haberlo captado de la mente de
Eben.
Este se esforzaba por mover la viga, cuyas astillas se le clavaban en las manos,
pero era inútil. Y entonces, Enok se detuvo junto a él, dando golpes con el trozo de
tubería contra la palma de la mano libre, como si disfrutara del sonido que hacía.
—¿Estás preparado para esto? —preguntó.
Eben se dejó caer de espaldas contra el suelo, con los músculos doloridos a causa
del esfuerzo.
—Haz tu trabajo, jodido chupasangre —replicó. Con un sonoro estruendo, toda la
estructura pareció estremecerse—. Tal vez puedas vencerme a mí, pero jamás
derrotarás al mundo humano. Al menos moriré sabiendo eso.
—Si eso te hace sentir mejor… —dijo Enok, acompañándose de un encogimiento
de hombros despectivo.
Se oyó otro retumbar procedente de lo alto, como un trueno cercano, o un
terremoto que llegara de lo alto en lugar de hacerlo desde las profundidades de la
tierra. Cayó una nueva cascada de escombros recubiertos de sangre y polvo. Eben vio
un brazo que caía, inerte, en el suelo, no lejos de él, y una silla que rebotaba tras
impactar justo detrás de Enok.
—Pareces bastante despreocupado para ser un tipo al que se le está cayendo
alrededor todo su mundo —le espetó Eben.
—Sé que al final no será mi mundo el que caerá. —De pie justo fuera de su
alcance, Enok levantó la tubería sujeta con ambas manos por encima de la cabeza.
Eben se preguntó si sus brazos resistirían siquiera el primer golpe. Un humano
normal podría destrozarlo con aquella arma, atrapado como estaba. Lo que podía
hacerle Enok, con su fuerza sobrenatural, sería mucho peor. Intentó retener en la
mente una imagen de Stella (con su parka con capucha y el ribete de piel rodeándole

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la cara, el vapor de su respiración condensándose en el frío ártico) mientras esperaba
el final.
Y entonces, la tubería silbó en el aire y el retumbar se hizo más fuerte y
amenazador, y la totalidad del edificio construido hacia abajo comenzó a implosionar,
derrumbándose hacia la parte que él y Enok habían medio hundido, y pensó en
levantar los brazos para bloquear el golpe, pero para qué, realmente, si le dolería una
enormidad y sólo lograría retrasar lo inevitable, y no quería ese dolor dentro de la
cabeza, nublándole el juicio, sino que quería que la imagen de Stella fuera su último
pensamiento, así que dejó los brazos a los lados.
Una silueta oscura, borrosa, atravesó el aire para estrellarse contra el vampiro y
hacerle perder el equilibrio, y el trozo de tubería que debía golpear a Eben impactó en
el suelo cerca de él. Enok se volvió hacia el intruso, y por instinto se defendió del
súbito ataque golpeando brutalmente con la tubería a la silueta veloz como el rayo.
Un grito de dolor. Eben creyó reconocer la voz.
La silueta se desplomó sobre el pecho de Eben. Se levantó con dificultad. Dane le
dedicó una aturdida sonrisa, pero la tubería le había dado en la parte posterior de la
cabeza. La sangre manaba de su cuero cabelludo como agua de un grifo.
Sobresaltado, Enok retrocedió un par de pasos, y levantó la tubería como si Dane
pudiese cargar hacia él.
Este no era capaz de nada. Los brazos estuvieron a punto de doblársele otra vez, y
luego, tembloroso, Dane empujó con ellos para salir de encima de Eben.
Dane se volvió hacia Enok —haciendo volar la sangre que manaba de la base de
su cráneo— y le arrebató al vampiro más antiguo el trozo de tubería de las manos
antes de que lo viera acercarse siquiera; sujetándola con una sola mano y con un
único movimiento, se la clavó en una sien a Enok, que dio un traspié antes de caer al
suelo. Luego arrojó la tubería hacia el polvoriento suelo y se dejó caer junto a Eben.
—¡Dane! ¡Tú…!
—Estoy bien —dijo éste. Su voz era más débil que apenas momentos antes. El
flujo de sangre había disminuido, cosa que Eben no interpretó como una buena señal.
—No lo estás.
—Vale, tienes razón. —Dane gateó hasta la viga, se puso de rodillas, y pasó las
manos por debajo de la madera—. Prepárate para sacar la pierna.
—Estoy preparado —afirmó Eben—. Pero creo que deberías…
—Esto es lo que debo hacer. —Dane la levantó tres o cuatro centímetros; en la
espalda y los hombros se le marcaron las formas de los temblorosos músculos
contraídos. La sangre de la parte posterior de su cabeza era roja y brillante. Eben
retiró la pierna, sorprendido al encontrarse con que sólo estaba contusa, herida pero
no rota.
—¡Dane! —gritó—. ¡Estoy libre!
Dane dejó caer la viga y se desplomó sobre ella. Eben corrió hacia él y rodeó los
hombros de Dane con sus brazos.

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—Dane, vamos. Larguémonos de aquí como alma que lleva el diablo.
—Espera. Una… cosa más —dijo Dane. Apenas podía hablar. Tenía la piel
cenicienta, incluso para ser un vampiro. Al volverse a mirarlo, Eben vio que por la
herida salía tejido cerebral junto con la sangre—. Acércate… más —susurró Dane.
Eben acercó un oído a la boca de Dane para poder oír lo que dijera.
Dane clavó los dientes en el cuello del sheriff. Bebió. Intercambió.
La mente de Eben se inundó de imágenes mientras gritaba de dolor.
—Eso te ayudará —declaró Dane cuando, por fin, soltó a Eben—. Tú… debes
irte. Vete y cuida de Stella.
Dane se dejó caer otra vez al suelo. El techo se balanceaba en lo alto y el crujido
era ya casi constante. Eben se dio cuenta de que sabía unas cuantas cosas que
ignoraba momentos antes, y ese conocimiento lo atribuyó —junto con el
sorprendente aumento de su fuerza—, al mordisco de Dane.
Lo primero era que Dane tenía razón: era demasiado tarde para él.
Pero ¿qué había hecho Dane al morderlo? ¿En qué lo ayudaría?
Toda la instalación estaba a punto de derrumbárseles encima de la cabeza, de una
vez y para siempre. Sin volver la vista atrás, con una mano presionada contra el
cuello sangrante, Eben corrió hacia la escalera, a la que llegó en el preciso momento
en que el edificio parecía lanzar un último, largo chillido, y comenzaba su colapso
definitivo. Las paredes se desplomaron hacia el interior mientras los puntales de
soporte se quebraban como ramitas. La escalera se mecía y ondulaba. Eben subió los
escalones de cuatro en cuatro y luego de cinco en cinco, abriéndose paso a empujones
entre vampiros en estado de pánico a los que echaba abajo por encima de la
barandilla o empujaba hacia atrás.
Había tanto polvo en el aire que no podía determinar hasta dónde había subido,
cuántos niveles había dejado atrás. Por todas partes lo rodeaban el polvo, los gritos y
los vampiros que caían —y también humanos que habían escapado de sus captores
pero estaban demasiado débiles como para llegar hasta el final de la escalera—,
además de trozos de cuerpos cercenados por la destrucción que lo rodeaba.
Oyó —más bien sintió, como un persistente medio recuerdo que no acaba de
definirse— la voz de Lilith dentro de su cabeza. En un segundo estaba allí, y al
siguiente había desaparecido. No sabía qué decía, pero no parecía infeliz.
La escalera dio un bandazo tremendo, apartándose de la pared para girar
vertiginosamente sobre lo que se había transformado en un abismo abierto. Crujía y
detonaba como si se tratara de disparos, y Eben supo que era el final, que esas
escaleras no irían a ningún otro sitio que no fuera hacia abajo, y saltó hacia… no
sabía hacia qué, no veía nada a través de la nube de polvo… y sus manos se sujetaron
a algo sólido y se izó; sus hombros y pecho superaron algún tipo de superficie donde
pudo respirar, y donde la luz grisácea del amanecer casi le quemó los ojos, de tanto
que se habían adaptado a la oscuridad del paraíso subterráneo de Enok.

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A través del dolor abrumador, Dane sintió que se desvanecía con rapidez. Era mucho
peor que la vez anterior, cuando Paul Norris le había metido en la cabeza una bala
disparada a bocajarro. De alguna manera, Dane había logrado sobrevivir a ese
incidente. No confiaba demasiado en que esta vez acabara pasando lo mismo.
A medida que aumentaba la negrura en el interior de su cabeza, Dane se consoló
reviviendo el recuerdo de la primera vez que vio a Stella Olemaun, la mujer más
fascinante y aterradora que jamás había conocido, en una conferencia que había dado
en UCLA (a pesar de que el acontecimiento degeneró con rapidez en una pesadilla).
Ya no tardaría mucho.

Eben había llegado al exterior.


Otros corrían en torno a él, llamando a Enok por su nombre con voz atemorizada,
o pidiendo ayuda entre llantos. Eben sabía por qué. Estaban entre los pocos que
sobrevivirían al derrumbamiento de la estructura, pero en cualquier momento el sol
saldría por detrás de las colinas circundantes, y ellos se encontraban en el centro de
un valle pelado, donde el único refugio posible era la trampa mortal de la que
acababan de escapar. Algunos corrieron hacia la zona de aparcamiento, pero también
se había hundido, ya que el edificio invertido también ocupaba la parte inferior bajo
tierra de aquella zona.
Eben corrió. Sólo quería poner un poco de distancia entre su persona y la
fracasada utopía de Enok. Sentía las piernas fuertes, como si hubiera estado
entrenándose durante meses y en ese momento estuviera corriendo una maratón.
Cuando el cielo comenzó a iluminarse y pasar del gris a un azul claro, y los
primeros rastros de amarillo asomaron por las crestas de las colinas orientales, Eben
encontró un ventisquero particularmente profundo que se había formado contra un
enorme afloramiento rocoso. Al volverse a echar una última mirada al edificio
invertido de Enok, vio una nube negra que manaba de su interior, y luego los rayos
del sol se extendieron por el valle, y los vampiros, entre gritos de agónico dolor,
empezaron a estallar en llamas.
Excavó un túnel en el ventisquero, donde se metió tan profundamente como pudo.
Estaría mojado e incómodo, pero podría quedarse allí hasta que volviera a ponerse el
sol.
Luego podría ponerse a organizar la vuelta a casa. Aunque por lo que sabía, en el
hotel podría estar esperándolo cualquiera, o cualquier cosa.
Tenía que hallar la manera de volver junto a Stella, contárselo todo a ella y los
demás, hablarles de la guerra que se avecinaba contra la humanidad; puede que Enok
hubiera sido uno de los generales de esa guerra, pero sería una necedad pensar que se
trataba del único.
¿Y qué podía decirse de Dane? ¿Qué había renunciado a todo? Aparentemente le
había hecho a Eben un regalo que apenas entendía, impartido a otros a lo largo de los

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años de su no muerte. Irónicamente, ahora sabía que los otros receptores habían sido
seres humanos, la tribu que lo había expulsado, que jamás habría aceptado al ser en el
que se había convertido.
La mente de Eben giraba de modo vertiginoso al repasar los acontecimientos de
las últimas horas.
En ese momento no había nada que deseara más que estar en casa, cómodo, junto
a Stella, sano y salvo una vez más. Sólo Dios sabía cuándo sucedería eso.
Suspiró de frustración, momentáneamente abrumado por la repentina certeza de
que ante él se extendían días más oscuros.

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38
Ananu había despertado durante el parto, como si nunca hubiese perdido el
conocimiento.
—Hola —dijo Stella, que se encontraba entre las piernas de Ananu—. Me alegro
de que estés con nosotros. Ahora puedes empujar.
—¿Ya llega de verdad? —dijo Ananu con voz cargada de esperanza.
—Eso parece.
Merrin secó la frente de la muchacha con una toalla, como había estado haciendo
incluso mientras permanecía sin conocimiento.
—Todo va bien, Ana —le dijo con voz cariñosa—. Estás haciéndolo de maravilla.
—Gracias, Ferrando. —Ananu levantó las manos, con su piel transparente a
través de la que se veían los músculos, las venas y los huesos—. Dios, tengo… tengo
una pinta fatal. ¿Durante cuánto tiempo he estado…?
Andy se encontraba de pie a un lado, y Ananu le aferró una mano con una fuerza
insospechada cuando tuvo otra contracción.
—Yo… yo soy Andy —manifestó él, un poco estupefacto, cuando hubo pasado y
la chica pudo volver a concentrarse.
—Gracias. Gracias por estar aquí —dijo Ananu, que lanzó un grito ahogado
cuando la recorrió otra ola de dolor.
—¡Empuja, Ana! —gritó Stella.
Ananu apretó una mano de Andy y otra de Merrin como si fueran remos, y tiró de
ellas.
—¡Sigue empujando!
Ananu empujó.
Un minuto más tarde, Stella se puso a hacer ruiditos de aliento y consuelo, y
cuando Andy dio la vuelta en torno a la mujer vampiro, vio que tenía un recién
nacido en los brazos, todo rosado y azul y cubierto de mucosidad y sangre. Un
conducto carnoso conectaba al niño con su madre.
Stella hizo un gesto con la cabeza hacia unas tijeras que Merrin había llevado a la
habitación.
—Córtalo, Andy —dijo Stella—. Corta el cordón.
—¡Jesús! ¿Estás segura?
—No va a cortarse él solito, y yo tengo las manos un poco ocupadas.
Andy recogió las tijeras antes de poder pensar demasiado en el asunto, extendió el
brazo y cortó el conducto, del que manó un poco de fluido, justo por donde Stella
indicaba, a unos dos centímetros y medio del abdomen del bebé.
—Ana, tienes un niño —anunció Stella. Alzó al recién nacido para que su madre
pudiera verlo, pero la cabeza de Ananu rodó hacia el hombro izquierdo; de su boca
abierta manaba un reguero de bilis sanguinolenta.
—¿Ana…?

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—La… hemos perdido —anunció Merrin—. Justo ahora. Creo que ha sido
cuando has cortado el cordón umbilical. Ella simplemente… se ha apagado. Como
una máquina que ya no es necesaria.
La cara de Merrin se inundó de una tristeza repentina y desgarradora.
—Pobrecilla… —murmuró, más para sí mismo que para los demás.

Después de asear al bebé y alimentarlo con leche de farmacia —a la que añadieron


unas gotas de la sangre embotellada de Merrin para asegurarse—, Stella había estado
meciéndolo, envuelto en unas mantas que Andy había reunido (ella miraba fijamente
al bebé, de un modo extraño, tuvo que admitir Andy, tenso), cuando sonó el teléfono.
Contestó Merrin, que escuchó durante un momento, y luego colgó.
—Mitch dice que deberíamos encender el televisor —dijo, mientras hacía caso de
la sugerencia.
En pantalla apareció una presentadora de noticias que Andy no conocía, y
superpuesta en la esquina superior izquierda, dentro de un recuadro, había la
fotografía de un hombre de algo más de sesenta años, sólido, con el pelo blanco y la
cara bronceada. Un nombre resaltaba al pie del recuadro: Albert J. Roddy. «… sido
identificado el cuerpo torturado hallado ayer en Pooler, Georgia, residencia de Albert
Roddy, un taxis…» —dijo la presentadora, hasta que Merrin la interrumpió.
—Nunca le pregunté su apellido —dijo—. Y ni siquiera me di cuenta de ello.
—¿Quién es? —preguntó Andy. El nombre le sonaba, pero no lograba
identificarlo.
—AJ. El hombre que nos prestó su coche, su casa y su barca —dijo Merrin.
—¿Y estuvo aquí? —preguntó Andy—. ¿En esta casa?
—Sí, por supuesto.
—Y ha sido torturado —repitió Andy mientras asentía con la cabeza—. Vale.
Tenemos que salir de aquí. Ahora mismo.
—No sabes si ha dicho algo —protestó Merrin—. Y el bebé…
—Tampoco sabemos que no lo haya hecho. Si la policía ha podido identificar el
cuerpo y lo relacionan con amistades conocidas, podrían haber encontrado a Mitch,
que acaba de llamarnos, y si habían puesto un micrófono en el teléfono de Mitch,
pues…
—Sí, ya veo. En ese caso, bueno, supongo que no hay un minuto que perder —
asintió Merrin.
—He oído decir que los bebés son unas criaturas bastante resistentes —comentó
Stella—. Y supongo que éste lo será de un modo especial.
—Pero ¿adónde…?
—Tú, no, Ferrando —lo interrumpió Stella—. Quiero decir, que has sido una
ayuda inestimable, y te lo agradecemos todo. Pero cuantos menos sean los que sepan
adónde vamos, mejor. Alquilaste este sitio a través de un amigo o algo así, ¿verdad?

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Ellos podrían lograr seguirle la pista hasta acabar dando contigo, así que no quiero
que sepas demasiado.
—¿De quién estamos ocultándonos? —preguntó Merrin.
Stella ya estaba de pie y colocaba al bebé dormido en una mochila portabebés.
—Creo que se llama operación Rojo Ensangrentado —dijo Andy—. Son el FBI, o
tal vez un cuerpo especial interinstitucional, eso no llegué a averiguarlo con certeza.
Lo que sí sé es que tenemos que marcharnos, alejarnos de aquí todo lo posible antes
de que nos encuentren.
Recorrieron la casa a toda prisa, dedicando unos valiosos minutos a recoger las
cosas que iban a necesitar, y salieron a escape hacia el coche. Andy había instalado
una sillita de seguridad para el bebé que Merrin había comprado en la agencia de
alquiler de coches. Regresarían a Barrow, eso estaba claro; y lo que pudiera suceder a
continuación cualquiera lo sabía. Estaban tomando las decisiones sobre la marcha.
Cuando salía por la puerta, Stella se detuvo para darle un beso en una mejilla a
Merrin.
—Cuida bien de… ¡Vaya!, supongo que va a necesitar un nombre, ¿no?
—Desde luego que sí —asintió Stella.
—¿Alguna idea? —preguntó Andy.
—Yo tengo una —contestó inmediatamente Stella.
—Igual que yo —asintió Merrin—. En mi opinión, parece haber sólo una opción
racional.
Stella intentó mantener otra vez la compostura mientras le dedicaba al bebé de la
mochila una leve sonrisa. Su cabecita se movía en sueños, haciendo un pucherito
como si estuviera a punto de mamar.
—Bueno —dijo Andy—. ¿Quiere alguien informarme?
—Me sorprende que tengas que preguntarlo siquiera —le respondió Stella.
Se acercó la mochila a los labios y le dio un suave beso en la frente al bebé. Ya
parecía una madre, como si la maternidad hubiese estado durante todo el tiempo
latente en su interior.
—Tiene que ser Dane —anunció Stella—. Andy Gray, Ferrando Merrin… os
presento al pequeño Dane.
Como si respondiera al nombre, el niño ladeó la cabeza y abrió de par en par los
ojos azules para mirar a su nueva madre. Tal vez fue un efecto óptico, pensó Andy.
Era probable que así fuera.
Pero casi habría podido jurar que vio sonreír al pequeño Dane.

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