Extraños al calor de la noche
Por Kylie Brant
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Todos los hombres que habían intentado asesinarla tenían algo en común: un tatuaje de un caballo alado exacto al que ella tenía en el tobillo. ¿Qué significaría?
Era muy peligroso para Rianna compartir nada con nadie, especialmente con el hombre al que habían contratado para matarla. Pero no podía resistirse a la tentación de sus brazos... o de su cama.
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Extraños al calor de la noche - Kylie Brant
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2005 Kimberly Bahnsen
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Extraños al calor de la noche, n.º 189 - junio 2018
Título original: The Business of Strangers
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com
I.S.B.N.: 978-84-9188-234-3
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Portadilla
Créditos
Índice
Acerca de la autora
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Epílogo
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Acerca de la autora
Kylie Brant vive con su marido y sus hijos. Además de ser escritora, esta madre de cinco hijos trabaja la jornada completa enseñando a niños discapacitados. La mayor parte de su tiempo libre lo dedica a su papel de espectadora profesional de los acontecimientos deportivos en los que participan sus hijos.
Lectora voraz, disfruta de las historias de amor, misterio y suspense, e insiste en los finales felices. Sostiene que para escribir se inspira en los maravillosos autores que ha leído durante años. La mayor parte de los fines de semana y durante los veranos, se la puede encontrar frente al ordenador, tejiendo historias de amor con finales siempre felices.
Prólogo
Las aguas esmeraldas del Atlántico lamían perezosamente las playas de Santo Cristo. La sencillez de la nana susurrada por el flujo y reflujo de las olas era engañosa, porque aquel movimiento constante llevaba la vida o la muerte a la miríada de criaturas que dependían del mar para sobrevivir. Cada golpe de ola terminaba con la existencia de alguna criatura. Cada nuevo reflujo hacia el mar daba vida a otras.
Y a la mujer del traje empapado, el mar le daba ambas cosas.
Su cuerpo inconsciente rodó sobre las olas hasta alcanzar la orilla y fue depositado en la arena mientras las aguas continuaban atentas a sus mareas y a sus ciclos lunares. Aquella mujer había sobrevivido a todos los peligros del mar y éste le había proporcionado al fin un lugar en el que descansar. Los depredadores marinos no se habían fijado en aquel cuerpo vestido de negro.
Quizá supieran que los humanos ya habían hecho su trabajo.
Aquella mujer podría haber muerto allí, con el rostro presionado sobre la arena y los pulmones llenos de agua salada. Pero el amanecer se había extendido ya desde las montañas y comenzaba a pintar el horizonte. Y también una isla habitada con gentes inquietas y madrugadoras, ansiosas por sacudirse el manto de oscuridad que cada vez presagiaba más sombrías amenazas.
Habría sido fácil perder el conocimiento si no hubiera sido por el ruido constante que la rodeaba.
Una voz. Al final identificó el sonido, aunque no las palabras. Tardó algún tiempo en reconocer la lengua, era castellano, y la voz era la de una mujer. No podía explicar por qué ambos datos aliviaron su miedo.
—Despierta, Ángel. No me he tomado la molestia de salvarte para que ahora te pases la vida durmiendo. Despierta y háblame.
La oscuridad la rodeaba con la promesa de arrastrarla de nuevo a la dulce inconsciencia. Pero alguien la hizo volverse y tumbarse boca abajo; el dolor la atravesó arrancando un gemido gutural de su garganta.
—Lo siento mucho —dijo alguien en español.
No registró la disculpa, y tampoco la deliberada delicadeza de aquellas manos. El dolor le corroía los músculos, los tendones, los huesos.
—Te llamo Ángel porque estoy segura de que Dios te sonríe —le pusieron un paño húmedo en la frente—. ¿Cómo si no habrías sobrevivido a dos tiros en la espalda y a una de las peores tormentas del verano en el mar?
¿Tiros? ¿Mar? Esperó, pero aquellas palabras no evocaban ningún recuerdo y el miedo comenzó a convertirse en pánico.
—Debías estar en un yate. ¿Estabas buceando? Cuando mi hija y yo te hemos encontrado en la playa, llevabas un traje de neopreno. He tenido que cortarlo para curarte las heridas.
Traje de neopreno. Buceo. Comprendía las palabras. Esperó a que se produjera alguna asociación mental. Pero nada. El pánico emergió en medio de su agonía.
—No puedo hacer mucho contra el dolor, lo siento. Cuando estés bien, te llevaré al médico. Y él podrá llevarte a la policía.
—No —Ángel se incorporó en la cama para aferrarse a la mano de su rescatadora con una fuerza sorprendente—. No, al médico no. Y tampoco a la policía.
Luz frunció el ceño.
—Yo ya no puedo hacer más de lo que he hecho. Afortunadamente para ti, soy auxiliar de enfermería. Pero las tuyas son las primeras balas que he quitado en mi vida y no tengo nada para evitar una posible infección.
—No se lo digas a nadie.
—Pero esto tengo que denunciarlo. No puedo… —se interrumpió cuando vio que la mujer a la que había llamado Ángel cerraba los ojos como si le faltaran las fuerzas.
—¿Está muerta, mamá? —preguntó María, su hija de ocho años, mirando a la desconocida con los ojos como platos.
—No —todavía no.
Luz fijó la mirada en la mujer inconsciente que yacía en la cama. La lógica le decía que fuera a pedir ayuda en cuanto se atreviera a dejar sola a su paciente. La semana anterior, la guerrilla había derrocado al gobierno de Puerto de Ponce, a menos de treinta kilómetros de allí. Con la cantidad de refugiados que habían entrado en todo el país, estaba casi convencida de que Ángel era uno de ellos.
Aunque… su fisonomía era caucasiana y no había llegado por la frontera. ¿Y cómo podía Luz hacerla volver a un país destrozado cuando había estado tan cerca de la muerte?
Luz deslizó el brazo por los hombros de su hija y la estrechó contra ella. Podía esperar un poco más. El tiempo suficiente para que Ángel le diera algunas respuestas.
Los días fueron pasando y Ángel estaba cada vez más fuerte. Insistía en ir caminando a la playa cada noche para ir recuperando las fuerzas. Con ayuda de Luz, se cortó el pelo con el mismo estilo que la primera. Ambas eran suficientemente parecidas en altura y peso como para ser confundidas en la oscuridad, sobre todo porque Ángel vestía la ropa de Luz. Pero no parecía ser importante. Ángel nunca veía a nadie por los alrededores.
Empezó a identificarse con ese nombre, aunque seguía indagando en las profundidades de su mente intentando, sin éxito, obtener alguna información sobre sí misma. Hablaba en castellano con Luz y el japonés, el árabe, el francés y el alemán le resultaban también fáciles, pero pensaba en inglés.
Estaba prácticamente segura de que era americana. No tenía ningún acento reconocible, pero eso era algo que se podía erradicar. Tenía información sobre acontecimientos recientes de numerosos países, pero lo que más dominaba era la cultura popular americana.
El espejo le decía que debía de tener aproximadamente la misma edad que Luz, unos veinticuatro años. Pero no reconocía a aquella mujer de pelo castaño y ojos dorados. Tenía la nariz recta y una boca pequeña de labios llenos. Al margen de sus heridas, estaba en una forma física excelente. No había identificado ninguna marca en su cuerpo, excepto un caballo alado tatuado en el tobillo izquierdo. Era pequeño, no medía más de cuatro centímetros, pero era un detalle significativo. ¿Aquel símbolo habría significado algo para ella en otro momento o sería el producto de una borrachera?
La respuesta a aquella pregunta la eludía, al igual que las otras muchas que se hacía a sí misma, como aquella sobre la instintiva necesidad de mentir a la mujer que le había salvado la vida. Había conseguido que Luz le prometiera mantenerla en su casa en secreto tejiendo una intrincada historia sobre poder, corrupción y un marido rico y viejo que ponía un celo especial en resguardar su reputación como político. Luz no había cuestionado su negativa a acudir a la policía, de la misma forma que no había hecho ninguna pregunta sobre el hecho de que Ángel tuviera tanta información sobre los dos países en los que se dividía aquella isla. De hecho, era capaz de recordar los nombres de todos los miembros de alto rango de los gobiernos isleños.
Lo que no podía recordar era su nombre. Cuando llegaba a su propia historia, era como si una esponja le hubiera limpiado la mente. No podía acordarse de nada. Ni nombres, ni países, ni familia. No tenía la menor idea de quién era, ni de quién quería matarla o por qué.
De lo único que podía estar segura era de que sus enemigos todavía estaban en alguna parte. Y de que si tenían la más mínima sospecha de que todavía estaba viva, regresarían para terminar el trabajo.
Ángel caminaba por el interior de la casa intentando medir sus propias fuerzas. Luz y su hija habían salido y pensaban estar varias horas fuera. Iban a pasar el día en la playa. Luz trabajaba en uno de los complejos turísticos situados cerca de Ciudad de Playa y sus dos semanas de vacaciones estaban a punto de terminar. Regresaría entonces a trabajar durante otros dos meses mientras María se quedaba con sus abuelos.
La noche comenzaba a caer. Ángel encendió las velas. Madre e hija vivían con extremada sencillez, carecían de luz y de agua corriente. El tejado era de paja y las paredes de la casa de estuco. A pocos kilómetros de allí, los lujosos hoteles en los que Luz trabajaba ofrecían todo tipo de servicios, pero su casa bordeaba la miseria.
Ángel cruzó la puerta y salió al exterior. Podía oír las olas lamiendo la orilla. A pesar de su sencillez, aquel lugar era idílico.
Permaneció durante largo rato contemplando la luz de la luna en la oscuridad. A lo mejor Luz había ido a visitar a sus padres y se había quedado en su casa más tiempo del que esperaba. En cualquier caso, si iba a dar su paseo nocturno, cuando regresara a casa seguramente también habrían vuelto ellas.
Comenzó a caminar con paso enérgico, decidida a cubrir más distancia que la noche anterior. Pero no tardaron en asaltarla las mismas preguntas que dominaban habitualmente sus pensamientos.
¿Quién había intentado matarla? ¿Un marido? ¿Un amante? ¿Habría sido un desconocido o alguien en quien ella confiaba? Había visto el traje de neopreno que Luz había cortado. No era de los que proporcionaban en los hoteles de la costa. El material era demasiado caro. Debajo de aquel traje, sólo llevaba un traje de baño. Un traje de baño como cualquier otro, aunque era obvia su gran calidad. Y tampoco tenía ningún tipo de identificación. Ni marcas ni etiquetas de ninguna clase.
Ángel se obligó a correr. Las balas que Luz le había sacado de la espalda eran de un cartucho de nueve milímetros. La propia Ángel encontraba su capacidad para reconocerlo un tanto escalofriante.
Sabía de armas. Sus pies desnudos golpeaban la arena de la playa mientras corría. Intentar recordar el más mínimo detalle personal terminaba provocándole terribles dolores de cabeza, pero había datos como aquel sobre los que no necesitaba indagar.
Necesitaría ir a algún lugar en el que pudiera investigar sobre su amnesia, pero no podía ser un hospital. Su rechazo ante aquella posibilidad era superior al que le provocaba la idea de tener relación con la policía local. Y mientras no le funcionara la memoria, tendría que confiar en su intuición.
Dio media vuelta y comenzó a caminar hacia la casa. Había ido más lejos de lo que esperaba. Después del cansancio inicial, su cuerpo se había recuperado con renovadas energías. Comenzaba a encontrarse suficientemente bien como para abandonar la isla. Pero no estaba segura de cuál podría ser su destino.
Distinguió la cabaña en la distancia, envuelta en sombras. Sintió un cosquilleo en la nuca. El instinto la obligó a detenerse incluso antes de que su cerebro le indicara por qué.
La casa estaba a oscuras.
Las velas que había dejado encendidas deberían estar parpadeando en su interior, permitiéndole ver las ventanas. Era posible que la brisa hubiera apagado alguna, pero no todas ellas.
Escrutó la zona con la mirada, pero no vio nada. Aun así, decidió adentrarse en la selva y buscar algo que pudiera utilizar como arma. Sus opciones eran limitadas.
Se conformó con una rama que encontró en el suelo, a la que desnudó de hojas. Quizá se estuviera alarmando por nada, pero la ausencia de Luz y de la niña no presagiaba nada bueno.
Bajó la mirada y se quedó helada. Distinguió dos surcos en la arena que se adentraban en la jungla. La adrenalina corría por su cuerpo. Alzó la rama, preparada para blandirla mientras seguía aquellas marcas. Se detuvo sin atreverse apenas a respirar y apartó unas hojas para revelar un cadáver.
La bilis se agolpaba en su garganta; el olor a muerte impregnaba el aire. Luz tenía los ojos abiertos y la herida que tenía en su garganta recordaba a una sonrisa odiosa.
¡No! Con aquella vehemente negación, Ángel parecía querer protegerse de la realidad. Fue la emoción, más que la lógica, lo que le hizo arrodillarse en el suelo y buscar un pulso que en realidad ya sabía ausente.
Luz había muerto por su culpa.
La culpa la invadía… Si el mar no la hubiera depositado en aquella franja de playa, Luz todavía estaría viva. María continuaría teniendo a su madre.
Al pensar en María se quedó sin respiración. ¿Dónde estaba la niña? ¿Habría sufrido el mismo destino que su madre o habría huido?
Rezó para que hubiera escapado, pero no tenía tiempo de ir a buscarla. Tenía que concentrarse en sobrevivir. Quienquiera que fuera el asesino, no iba a poder llevarse otra víctima aquella noche.
Ángel rodeó la casa desde el escondite que le proporcionaba la selva y se preguntó durante cuánto tiempo esperaría el asesino en su interior. Porque estaba allí, seguro. Y su única esperanza de atraparla era emboscarla desde dentro.
La idea le resultaba tan aterradora que ni siquiera se cuestionó la facilidad con la que era capaz de situarse en la mente del asesino. En lo único en lo que pensaba era en deshacerse de él antes de que pudiera atacar otra vez.
Tendría que avanzar en diagonal hacia la cabaña para llegar a una de las esquinas; aquel era el único punto ciego. Sin soltar la rama, fue avanzando centímetro a centímetro hasta detenerse debajo de una de las ventanas.
Los minutos transcurrían lentamente. Se oyó un ligero sonido; a continuación, una sombra cruzó la ventana. Ángel confirmó sus sospechas, estaba en el interior de la casa. De modo que necesitaba sacarlo de allí.
Si llevaba solamente un cuchillo, tendría una oportunidad. De una pistola le resultaría mucho más difícil defenderse. En cualquier caso, el elemento sorpresa sería el arma más efectiva. Si conseguía desarmarlo, sería capaz de neutralizarlo en un combate cuerpo a cuerpo.
El automatismo de aquel pensamiento la hizo detenerse; una parte distante de ella era consciente de la naturalidad con la que había urdido el plan para atacar a aquel hombre, para matarlo quizá. La impresionó aquella visión fugaz de su personalidad. De lo que quizá había sido. Pero la otra parte de ella continuaba serena y concentrada. Y absolutamente decidida a seguir viva.
Escuchó con atención. Al no oír nada, tomó un puñado de arena húmeda y la arrojó al tejado. Repitió el gesto varias veces y a continuación rodeó la esquina y fue deslizándose a lo largo de la pared para poder asomarse al interior de la casa.
Una silueta negra se alzó frente a una de las ventanas. Era unos quince centímetros más alta que ella, estimó. Y la hoja de su navaja resplandecía en la oscuridad.
Se la envainó en la cintura antes de comenzar a salir por la ventana. Ángel imaginó que su intención era subirse al tejado y averiguar los planes de la persona que se había subido a él.
Pero no había nadie en el tejado.
Ángel se movió rápidamente; comenzó a correr blandiendo la rama y le golpeó con ella en las rodillas justo en el momento en el que se estaba volviendo hacia ella, haciéndole caer del alféizar de la ventana. El siguiente golpe se lo dio en la muñeca. Quería debilitársela antes de que pudiera sacar la navaja. Pero aunque consiguió su objetivo, un segundo después, el asesino estaba incorporándose con destreza. Blandió el arma con la otra mano y sonrió.
—¿Disfrutaste del baño de la otra noche? Esperaba que los tiburones acabaran contigo, pero siempre has tenido una suerte endemoniada.
Era americano, Ángel estaba prácticamente segura. Pero apenas tuvo tiempo de pensar en ello. El hombre le hizo una finta