La Nave y Las Tempestades. T. 3 - La Embest - Alfredo Saenz
La Nave y Las Tempestades. T. 3 - La Embest - Alfredo Saenz
La Nave y Las Tempestades. T. 3 - La Embest - Alfredo Saenz
Índice
Prólogo, por Rafael Luis Breide Obeid ..................... 7
QUINTA TEMPESTAD
2 Sáenz, A., La Cristiandad y su Cosmovisión, Gladius, Buenos Aires 1992, 412 pgs.
3 Sáenz, A. La Caballería, 3ª edición, Gladius, Buenos Aires 1991, 206 pgs.
4 Sáenz, A., El Fin de los Tiempos y seis autores modernos, Gladius, Buenos Aires 1996, 374
pgs.
5 Sáenz, A., El Fin de los Tiempos en Hugo Wast, revista Gladius Nº 54, Buenos Aires 2002,
pp.83-108.
6 Sáenz, A., El espíritu del mundo, revista Gladius Nº1, Buenos Aires 1984, pp.3-40.
7 Sáenz, A., Cristo y las figuras bíblicas, Ed. Paulinas, Buenos Aires 1967, 248 pgs.
8 Sáenz, A., Héroes y Santos, Gladius, Buenos Aires 1994, 422 pgs.
9 Sáenz, A., La Ascensión y la Marcha, Gladius, Buenos Aires 1999, 276 pgs.
10 Sáenz, A., El Pendón y la Aureola, Gladius, Buenos Aires 2002, 286 pgs.
b) Tiempos Patrísticos: San Juan Damasceno (650-750), San
Nicéforo (758-828), San Teodoro Estudita (759-826) 11.
11 Sáenz, A., Cf. El Icono, esplendor de lo sagrado, 2ª edición, Gladius, Buenos Aires, 199
pgs.
12 Sáenz, A., La Cristiandad…, ed. cit., pp.121-126.
13 Sáenz, A., El Cardenal Pie, Gladius, Buenos Aires 1987, 540 pgs.
14 Sáenz, A., La Nave y las Tempestades, Gladius, Buenos Aires 2002, 256 pgs.
15 Sáenz, A., La Nave y las Tempestades. Las invasiones de los bárbaros, Gladius, Buenos
Aires 2003, 184 pgs.
16 Sáenz, A., Gramsci y la Revolución Cultural, 6ª edición, Gladius, Buenos Aires 2000, 48
pgs.
17 Sáenz, A., El Nuevo Orden Mundial en el pensamiento de Fukuyama, 4ª edición, Pórtico,
Buenos Aires 2000, 138 pgs.
Conclusión
1. La figura de Mahoma
El Corán fue revelado por Dios, aseguran sus exégetas, sólo que en
razón de la imposibilidad de que se establezca un contacto directo
entre Dios y los hombres, llegó hasta nosotros mediante el ángel
Gabriel a través del Profeta. Mahoma era analfabeto, de modo que,
como afirman los musulmanes, no se le puede atribuir su autoría.
Durante veintitrés años el arcángel le fue dictando las palabras
ordenadas por Dios, primero memorizadas y posteriormente escritas.
Es evidente que Mahoma debía ser al menos igual al Moisés del
Antiguo Testamento o al Jesús de los cristianos.
Hay que evitar, por tanto, caer en las artimañas tanto de los judíos
como de los cristianos. “Dicen: tenéis que ser judíos o cristianos. Di:
Al contrario [seguimos] la religión de Ibrahim (Abraham) que era
hanif, y no uno de los asociadores” (Sura 2, 134). Los musulmanes
llaman hanif al que siente una inclinación natural hacia la forma de
adoración verdadera, rechazando toda sumisión a otro que no sea el
Único. El texto insiste: “Ibrahim no era ni judío ni cristiano, sino hanif
y musulmán. Y no uno de los asociadores” (Sura 3,66).
¿Cuáles fueron las razones por las cuales se desencadenó esta gran
ofensiva del Islam sobre la naciente Cristiandad? Para entender
mejor dicho fenómeno convendrá tener en cuenta la situación interior
del propio Islam. Es cierto que si bien Mahoma no había previsto
nada para su reemplazo, siendo su gobierno totalmente unipersonal,
con todo, durante los treinta años que siguieron a su muerte, no hubo
problemas mayores. Al Profeta lo sucedió Abu-Bekr, discípulo suyo,
con el título de Califa, que significa jefe de los creyentes, quien acabó
la conquista de la península arábiga. Luego lo siguió Omar, político
sagaz, que formó un ejército formidable, al que comunicó un impulso
de fanatismo místico, en la inteligencia de que el único modo de
mantener la cohesión de su pueblo era lanzándolo a expediciones
guerreras. Para concretar dicho propósito, señaló las direcciones
hacia las cuales convenía llevar la guerra santa, que no eran otras
que los puntos de los que dependía el comercio de caravanas de los
árabes: Mesopotamia, Siria y Egipto, justamente los lugares donde
vimos se entablaron las grandes batallas iniciales. De este modo la
guerra santa, acto religioso por excelencia, el sacrificio más
apreciado de Allah, se llevó concretamente contra tierras en poder
de los cristianos, acabando éstos por ser los principales enemigos,
tanto que Omar, tomando distancia de su amigo Mahoma, podría
exclamar: “Nos corresponde devorar a los cristianos; y a nuestros
hijos devorar a sus descendientes, mientras los siga habiendo”.
Tales fueron los motivos por los que el Islam pudo imponerse
rápidamente sobre buena parte del mundo cristiano. Si
consideramos el asunto desde el punto de vista de los vencidos,
también allí encontramos explicaciones del derrumbe casi total de la
Cristiandad. La primera es la situación en que se encontraban los
pueblos de la región mediterránea, todavía debilitados por las
invasiones de los bárbaros, así como divididos en grupos y
grupúsculos, e incluso enfrentados por guerras prolongadas.
Tal es el Islam que se impuso con una facilidad que hoy nos
asombra, a lo mejor por haberse presentado con la fascinación de
una doctrina tan omniabarcante. Por otro lado, insistamos en ello, no
buscaron convertir con el recurso a la fuerza física. Su fórmula era:
Cree o paga. Si los cristianos sometidos querían permanecer fieles a
su fe, no se lo impedían, podían seguir practicando su culto, pero
entonces debían pagar tributo, que no era, por lo demás, exorbitante.
Si abrazaban, en cambio, la religión musulmana, eran incorporados a
la ummah, y así quedaban liberados de pagar. Podían asimismo
tener sus iglesias, sus sacerdotes y sus obispos. Salvo algunas
excepciones de persecución sangrienta, que ocasionó muchos
mártires a la Iglesia, aquel sistema fue implantado en todas partes, y
constituyó a la larga un grave peligro para el cristianismo.
6. El sufismo
Pero hay que tener cuidado con afirmaciones de ese género. El islam
no ha desterrado el cultivo de la inteligencia. A partir del siglo XI
conoce una institución consagrada al estudio del islamismo, la
madrasa. Son escuelas, a veces anexas a una mezquita, donde se
enseña el Corán y el Hadit, la gramática griega, el modo de leer e
interpretar el Corán, y la jurisprudencia musulmana. Dicho estudio
puede durar varios años.
Nos hubiera gustado ahondar más en este autor tan profundo, que
no dejó de tener influencia en la mística cristiana. Pero hemos
preferido quedarnos en otro personaje interesantísimo, que fue
quizás más allá de las escuelas sufistas, el místico Husayn Ibn
Mansur al-Hallaj (858-922). El P. Joseph Maréchal, en su espléndido
libro Études sur la psychologie des mystiques nos ha dejado un
capítulo bajo el título de “El problema de la gracia mística en Islam”,
donde trata extensamente de este singular autor. Compendiaremos
aquellas páginas. Nació al-Hallaj hacia el 858, al noreste del golfo
Pérsico. Tras pasar su infancia en las cercanías de Bagdad, a los
diez y seis años dejó a los suyos y se puso al servicio de un shayj,
quien adhería a la tendencia sunnita, poco adicta a la exégesis
literalista y esterilizante del Corán así como a la casuística que
algunos patrocinaban bajo capa de tradición; los seguidores de dicha
corriente respetaban, sí, el rito y la ley, pero trataban de que su
cumplimiento no obstase al anhelo que sentían de profundizar en la
vida espiritual, entendida como un anhelo de perfeccionamiento
moral y de búsqueda de Dios a través de la contemplación. Después
de dos años, al-Hallaj dejó a su primer instructor para ir a Bagdad y
ponerse bajo la dirección de otro sufí. Luego de un año y medio se
casó con la hija del secretario de Jonayd, que era algo así como el
patriarca de todos los maestros de Bagdad, un hombre sumamente
exigente y severo. Durante veinte años alHallaj padeció esta ascesis,
llevando al extremo la mortificación física y mental.
1. La Reconquista de España
Para mejor entender lo que allí sucedió, conviene saber que el África
del norte nunca había sido romanizada por completo, lo que explica
en cierta manera el eclipse tan rápido de la civilización en dicho
ámbito. A diferencia de lo que sucedió en España o el sur de Francia,
donde la romanización había echado hondas raíces, en el África no
fue sino superficial, sobre todo entre las tribus bereberes, que eran
las autóctonas. En cambio la evangelización en dichas tribus mostró
tener una raigambre un poco mayor. A fines del siglo V había en el
África del norte no menos de 600 obispados, brindando tres Papas a
la Iglesia, además de hombres tan grandes como San Cipriano y San
Agustín. ¿Cómo un mundo tan rico y densamente cristiano, se
desplomó y se islamizó con tan grande rapidez y en su casi
totalidad?
2. Las Cruzadas
Pero a fines del siglo X las cosas cambiaron a raíz del estallido de
una revolución política que puso toda Palestina en manos de los
fatimitas, una nueva dinastía islámica que había tomado el poder en
Egipto. El califa del Cairo, Al-Hakem, dio orden al gobernador de
Siria de destruir el Santo Sepulcro y hacer desaparecer en Jerusalén
todo lo que oliese a cristianismo, lo que fue inmediatamente acatado.
Basílicas y monasterios cayeron bajo la piqueta demoledora. Los
cristianos vieron sus casas saqueadas y sus personas ferozmente
perseguidas. Algunos huyeron, otros apostataron, y los que
prefirieron quedarse debían llevar señales infamantes. Luego de
algunos años, el sucesor de aquel Califa cambió de política,
disponiendo que se reconstruyesen los Santos Lugares, a cambio de
que en Constantinopla se restaurase una antigua mezquita.
Por cierto que no nos será posible detallar los diversos momentos y
avatares de esta gigantesca empresa. Sólo nos limitaremos a
algunas consideraciones. El más fogoso de los predicadores
populares fue un hombre ascético, que ha pasado a la historia y a la
novela con el nombre de Pierre l’Ermite, Pedro el Ermitaño. Su verbo
fogoso hizo que lo siguiese una enorme cantidad de hombres de
todas las edades y clases sociales, incluidos no pocos aventureros,
inadaptados, y hasta sinvergüenzas…, un verdadero “montón”.
También se contagiaron mujeres, niños y ancianos: “Ustedes
manejarán la espada –les decían a los caballeros–, nosotros, si es
preciso, sufriremos el martirio.” De este modo, más allá de lo que el
Papa había proyectado, grandes multitudes amorfas se pusieron en
movimiento, siguiendo a aquel Pedro el Ermitaño. Ni siquiera sabían
bien hacia dónde debían dirigirse. “Era de ver –dice el cronista– una
cosa prodigiosa y que mueve a risa: algunos pobres, después de
herrar sus bueyes a manera de caballos, los enganchaban a un
vehículo de dos ruedas, ponían sobre él a sus hijos pequeños y sus
reducidos haberes, y adelante con su carrito; los niños, cuando
llegaban a cualquier castillo o ciudad, preguntaban: ¿Es ésta la
Jerusalén donde vamos?” Por supuesto que pocos llegaron a
destino, y los que lo lograron, fueron masacrados por las tropas
musulmanas. Militarmente se trató de algo ridículo, pero el hecho
mismo no deja de resultar conmovedor y sólo se vuelve inteligible en
una sociedad signada por la fe. Hoy sería del todo inimaginable. Ya
no hay cruzadas…
El problema más grave que tuvieron que afrontar los Cruzados fue la
falta de refuerzos. Parecía que una vez conquistada Jerusalén, todo
hubiera quedado concluido, al punto que la mayoría de ellos
retornaron a sus lugares de origen, dejando la tierra santa liberada
del yugo de los turcos en un estado de abandono casi total. Los
pocos que permanecieron tenían que arreglárselas como podían,
frente a la enorme superioridad numérica de los mahometanos, que
contaban con reservas inagotables. Esa aplastante desproporción se
iría acentuando día a día, volviéndose desesperantes los largos
intervalos que transcurrían entre las llegadas de refuerzos.
A mediados del siglo XIII, el rey de Francia, San Luis, que vivía con la
mirada puesta en el Santo Sepulcro, se dirigió él también al Oriente,
a la cabeza de un ejército. Tras hacer una escala en Chipre,
desembarcó luego en Egipto. Al atacar la ciudad del Cairo, fue
derrotado, debiendo regresar a su patria. En los últimos años de su
gobierno retomó el intento, esta vez dirigiéndose a Túnez, donde sin
haber obtenido nada, murió susurrando: “Jerusalén”. En Tierra Santa
las cosas iban de mal en peor. La caída de Antioquía en manos de
los turcos aceleró el fin.
No hubo, pues, victoria militar sobre los turcos ni hubo fin del cisma.
¿Fue entonces inútil, reiteramos la pregunta, la gran aventura de la
Cruzada? De ninguna manera. Ante todo porque el común
emprendimiento contribuyó en gran manera a solidificar la unidad de
las naciones que integraban la Cristiandad. Y luego, porque permitió
que saliese a flote lo mejor de la época. Por cierto que no todos los
que participaron de aquella epopeya fueron santos, ni todos tienen
derecho a nuestra admiración. Pero cuando nueve siglos después de
la predicación de Urbano II, nos detenemos en la consideración de
ese período de la historia, no podemos sino quedar pasmados ante
el heroísmo de esos hombres, de esas mujeres y de esos niños, las
penurias que debieron soportar, y la lozanía de su esperanza. No
podemos sino quedar estupefactos contemplando a esos
campesinos tan pobres, caminando hacia Jerusalén detrás de sus
carros, movidos sólo por el anhelo de librar la tumba de Cristo, su
Salvador, de los infieles. Ellos entendían que la fe no sólo debía ser
vivida sino también defendida.
3. La batalla de Lepanto
4. La batalla de Viena
Un día se supo que aquel hombrecillo de hábito gris, que tenía algo
de trovador, se había propuesto nada menos que ir al campo mismo
de los infieles. Los soldados se morían de risa: hablarles de caridad
a esos moros que acababan justamente de anunciar que por cada
cabeza de cristiano cortada, el verdugo recibiría una moneda de oro,
parecía un verdadero dislate. El Santo no se amilanó. Llevando
consigo a uno de sus compañeros, fray Iluminado, se dirigió hacia las
filas enemigas entonando los versículos del salmo 22: “Aunque pase
por un valle tenebroso, ningún mal temeré, Señor, porque tú vas
conmigo”. Cuando vieron venir a los dos frailes, los musulmanes se
abalanzaron sobre ellos y los apalearon. “¡Sultán! ¡Sultán!”, gritaba
Francisco con todas sus fuerzas. Entonces los guardias, creyendo
que se trataba de parlamentarios, luego de encadenarlos, los
llevaron a su campamento. Allí, al ser interrogados sobre lo que
pretendían realmente, Francisco respondió con toda sencillez que lo
que querían era ver al Sultán para explicarle la doctrina de Cristo.
Todas las herejías, señala dicho autor, han pasado por tres fases.
Primero surgen con gran ímpetu y se ponen de moda, resaltando
algunas ideas de manera exclusivista, en detrimento de otras. Así,
por ejemplo, el arrianismo insistió fuertemente en la unicidad de Dios,
negando que Cristo fuese verdadero Dios. Después de esta primera
fase, viene una segunda, que es la declinación, y suele durar unas
cinco o seis generaciones, doscientos años, más o menos. Durante
este período sus partidarios se vuelven menos numerosos y menos
entusiastas, hasta que, por último, sólo unos pocos permanecen
incondicionales. Luego llega la tercera fase, en que la herejía
desaparece totalmente como doctrina; ya nadie cree en ella, o si
subsiste algún grupo de seguidores es tan reducido que
prácticamente no cuenta, aun cuando queden flotando en el aire
algunos de sus asertos morales o sociales.
A juicio del padre, en el trato con los musulmanes había que unir la
bondad y la severidad. “No se los puede convertir, pero al menos que
nos respeten”, decía. Cuando un musulmán decidía convertirse,
estaba realizando un acto heroico, un acto de extrema valentía,
porque al tiempo de que se veía precisado a renunciar a varias
tradiciones y costumbres ancestrales de su pueblo, resultaba
excluido de la propia familia. Por eso dicho proceso debía ser
amparado desde fuera mediante la implementación de una política
cristiana. Cuando San Vicente de Paúl deseó convertir al Bey de
Argel, le envió a varios hermanos de la Misión; los mandó sin armas,
como había ido San Francisco de Asís, como parten todos los
misioneros, sin otras armas que el Evangelio y su disposición al
martirio. Pero cuando los primeros cristianos de Argel fueron
masacrados por los musulmanes, el Santo pidió a las autoridades
europeas que hiciesen cañonear la ciudad. Las dos cosas van juntas.
Cuando se va a predicar, se va sin nada, presto a morir, pero cuando
hay que proteger temporalmente la comunidad cristiana que está
naciendo, no hay que descartar la fuerza.
Sería interesante tratar acá de otra gran figura, también del ámbito
francés y relacionada con el África musulmana, la del joven oficial
Ernest Pischari (1883-1914). Como no tenemos tiempo para hacerlo
con la debida extensión, sólo diremos dos palabras. Fue Pischari un
hombre de “mística militar”, a lo Péguy, que primero se convirtió al
patriotismo y luego al catolicismo integral. Nacido en 1883, veinticinco
años después de Charles de Foucauld, era nieto de Ernest Renan,
en recuerdo del cual le pusieron el nombre que tenía. Educado al
margen de la Iglesia, se licenció en filosofía y luego ingresó al
ejército. Una vez recibido, pidió ser destinado al África. Accediendo a
su solicitud, lo enviaron al Sahara para consolidar el dominio francés
y desarmar grupos rebeldes. Al llegar allí quedó impresionado por el
modo de ser de los árabes. En su libro Le Voyage du Centurion nos
ha dejado un relato de su propia vida. De dicha obra extraemos los
datos que ahora emplearemos. A poco de llegar, nos cuenta, estaba
un día de viaje y le preguntó al joven moro que lo guiaba: “¿En qué
empleas tu vida?”. A lo que éste contestó: “En copiar el Libro
diligentemente, y meditar los hadits, porque está escrito: «La tinta de
los sabios es preciosa, y más preciosa que la sangre de los
mártires»”. Psichari entendió que se encontraba en medio de un
pueblo sorprendente, que practicaba su fe, de un pueblo que sabía lo
que era vivir y morir por una idea. Comparados con los franceses, le
parecían reflexivos y dotados de sabiduría. Entonces pensó en su
padre descreído y apático, y en lo que ha de haber sido Francia
cuando aún vivía su fe católica. Mediante una inesperada paradoja,
los moros le habían traído al recuerdo la Francia verdadera, la
Francia escondida, la Francia misionera, cosa en la que no había
reflexionado hasta entonces. El África musulmana lo estaba
liberando de las mentiras de la Francia masónica.
V. La situación actual
También Europa está en peligro, allí más bien merced a una larvada
invasión. En Francia, por ejemplo, hay en la actualidad unos seis
millones de inmigrantes musulmanes, constituyendo la comunidad
islámica más grande de Europa. Las mezquitas eran 23 en 1974, 555
en 1984, y 1400 en 1998, lo que muestra de manera fehaciente la
islamización progresiva de la sociedad. Numerosos son los
convertidos a esta religión, generalmente más hombres que mujeres.
Los conversos descubren la nueva fe por diversos motivos y
caminos. Algunos porque se han entusiasmado con la mística del
sufismo; la falta de espiritualidad que a veces encuentran en la
Iglesia hace que vean en el islam una especie de “complemento” o
de “profundización” de su barniz cristiano. Lo curioso es que, a
veces, al pasarse de religión, no reniegan de su cristianismo anterior,
así como tampoco renuncian a su visión laicista de la vida. Su
islamismo es light, componendero. Otras conversiones son
motivadas por la militancia pro-árabe, las relaciones con el tercer
mundo, las crisis de descolonización. Así por ejemplo, hombres
como Roger Garaudy, se convierten a un “islam de los pobres”. En
1999 unas 50.000 personas abrazaron el islam. El fenómeno es
realmente sorprendente. Es cierto que la conversión al islam resulta
más fácil que para cualquier otra religión: basta con profesar la fe (la
sharia) en una mezquita. Sea lo que fuere, lo cierto es que los
musulmanes son en la actualidad la segunda comunidad religiosa
del país.
Un jefe espiritual del Hezbollah libanés profetizó: “En veinte años, sin
duda, Francia será una república islámica”. En dicho país, se ha
establecido, asimismo, una unión de organizaciones islámicas de
Europa, en orden a que se les conceda el derecho de crear escuelas
islámicas privadas, o si no, lugares de oración islámica; la
autorización a llevar el velo en clase; la aceptación de la familia
islámica, con sus reglas propias, como por ejemplo la poligamia; la
creación de un partido político islámico… Se ha establecido también
un instituto de formación de imanes de Europa, controlado desde
Arabia Saudita. A veces los musulmanes se agrupan en zonas
determinadas, lo que a la larga podrá suscitar tentativas de
escisiones territoriales.
También en Italia el Islam está gravitando cada vez más. Han llegado
a pedir que se prohíba la lectura de la Divina Comedia en los
colegios y universidades italianos: Dante es un blasfemo, porque
puso a Mahoma en el “séptimo círculo del infierno”. Roma tiene la
mezquita más grande de Europa, financiada casi en su totalidad por
Arabia Saudita. Los promotores de dicho edificio habían pedido que
su minarete fuera más alto que la cúpula de la basílica de San Pedro.
Citando un hadit de Mahoma, según el cual las ciudades cristianas
que se convertirían al islam serían “primero Constantinopla y
enseguida Roma”, el representante del Frente Internacional Islámico
de Ben Laden para Europa declaró al diario La Repubblica:
“Constantinopla ha sido islamizada; ningún musulmán pone en duda
que Italia lo será a su vez y que la bandera del Islam flameará sobre
Roma”.
Quizás sea para lograr estos fines que los musulmanes que ahora
pueblan Europa no se han mezclado casi con las poblaciones
locales. Por lo demás son bien conscientes que no tienen ningún
deber de obediencia a las autoridades del país que los acoge, que
para ellos son impías. Un jesuita egipcio, el padre Samir Khalil,
profesor en la Universidad San José de Beirut, profundo conocedor
del Islam, ha afirmado recientemente: “Los musulmanes son los
únicos inmigrantes en toda Europa que piden un estatuto particular.
Los chinos, budistas, hinduistas u otros inmigrantes que vienen de
África o de Asia, no piden un estatuto particular. Sólo los
musulmanes. Esto suscita un interrogante: ¿Con qué derecho? ¿Por
qué tú, como musulmán, no puedes integrarte en la sociedad? Existe
un motivo: el Islam no es una religión. Es un proyecto global, socio-
político, que incluye a la religión y a la cultura, pero no es una religión
como la entendemos en Occidente. Entonces, el problema es que
hay una civilización global que es la occidental, que ya no se
reconoce como religiosa –aunque sus fuentes y sus raíces lo sean–,
y hay una civilización global que es política, aunque sea de fuente
religiosa, que es la del Islam. Tenemos así una confrontación entre
dos civilizaciones. Si acepto dentro de mi civilización que haya otro
sistema que, no obstante, existe dentro, creo un problema. Los
musulmanes, los jefes –ya sean predicadores mandados o los
conversos– tienen este objetivo: crear una estructura musulmana
dentro de la estructura occidental”.
3. La respuesta de Occidente
En relación con este tema afirma Del Valle que por el hecho de que
el Islam tiene el hábito milenario de apoyarse en un poder estatal que
administra sus asuntos y habiendo así siempre elaborado una
teología para una religión mayoritaria, nunca desarrolló una teología
de la minoría, ni se pensó a sí mismo, a diferencia de los judíos o de
los cristianos, fuera de un contexto de dominio. Como recordábamos
más arriba: si para todos es difícil vivir en una sociedad ajena a su
idiosincrasia, para los musulmanes resulta particularmente arduo
subsistir en un país cuando son minoría. La sharia no reconoce sino
un solo tipo de situación: aquella en que el musulmán es
naturalmente el señor de la ciudad y allí hace reinar la ley islámica.
Le resulta casi imposible “concebir” siquiera la obediencia a una
autoridad no musulmana, o “reconocer” valores no islámicos. Para
escapar a esta situación, prosigue Del Valle, sólo tiene una salida:
emerger en el plano social y político, alcanzando algunos logros
tangibles. En este contexto se vuelve inteligible el asunto del chador,
el velo, que para nosotros parece minúsculo, pero al que ellos
asignan tanta importancia. El chador no es, de ninguna manera, el
equivalente de la cruz para un cristiano. El chador es sólo un inicio
de islamización, que busca señalar públicamente la existencia del
Islam y su propósito de no diluirse en la sociedad que lo acoge.
Viajando hace pocos años por el sur de Francia, en una parada del
colectivo compré el diario Le Monde, y allí leí un artículo donde se
decía que lo que en Francia había que hacer era iniciar una política
de desmantelamiento ideológico del Islam, tratando de que perdiera
su militancia “fundamentalista”, en la aceptación de los principios del
Iluminismo imperantes en Francia, la tolerancia, el laicismo, etc. Lo
que realmente nos defenderá del peligro islámico, sigue diciendo
Petit Sullá, no es el laicismo sino el ordenamiento de la sociedad
según el plan de Dios, que vela sobre todos los hombres de todas las
razas. Como afirmaba Pío XI: “No podemos trabajar con más ahínco
para establecer la paz, que restableciendo el reino de Cristo”. No otra
cosa es “la paz de Cristo en el reino de Cristo”. El atentado de los
fanáticos musulmanes contra las Dos Torres no mostró tanto su
voluntad de destruir la civilización cristiana sino más bien su versión
laica, aunque no lo sepan y confundan las cosas. Ben Laden no se
cansa de repetirlo: Occidente es el ateísmo. El enemigo es la
sociedad opulenta, pero porque en ella se ha organizado la sociedad
sin Dios, sustituyéndolo por el becerro de oro. Ellos juzgan a
Occidente corrupto y corruptor, en el convencimiento de que esta
sociedad materialista los quiere invadir y les quiere arrancar sus
creencias, principalmente la creencia de que Dios es único, y está
por encima de todo lo humano. El Occidente, por su parte, va
perdiendo las pocas certezas que le quedan. No hace mucho estuvo
en Buenos Aires el cardenal Walter Kaspers, responsable del
ecumenismo y del diálogo judeocristiano, y en una conferencia se
atrevió a decir: “La unidad requiere del sacrificio de abandonar las
certezas”. Tal es el Occidente que los musulmanes desprecian, y no
sin razón. Frente a este mundo que renuncia a las certezas, los
islamistas proponen un argumento que para ellos resulta imbatible y
definitivo: el islam sigue siendo la última y la única religión enviada
por Dios a los hombres. La ley islámica, la sharia, deberá fatalmente
triunfar un día sobre la humanidad entera, unificada por fin en torno
al Corán y la sumisión, islam, a Allah. Si una buena parte de los
“cristianos” occidentales, que renunciando a las certezas aceptan el
mundo moderno, es decir, el relativismo, la democracia liberal y el
laicismo de Estado, ha perdido el espíritu apostólico y el ímpetu
misionero, no así la mayoría de los musulmanes, que aprenden en
sus escuelas religiosas que el islam deberá triunfar tarde o
temprano, por las buenas o por las malas.
Es cierto que el mundo musulmán no es el único que se opone al
modelo universalista occidental, al “Estado universal y homogéneo”
de que habla Fukuyama. También los chinos y los indios, dos
civilizaciones comparables al Islam en cuanto a su poder y su fuerza
demográfica, se resisten a hacer suyo el progresismo occidental.
Pero sólo el Islam le opone otra forma de universalismo, también
proselitista y conquistador. Quizás en esto tenga razón Huntington
cuando habla de “conflicto de civilizaciones”, enfrentamiento de
cosmovisiones que se oponen radicalmente. El Occidente neutralista
y descreído y el Islam enfático y apasionado aspiran a un liderazgo
mundial, lo que explica su actual antagonismo, hasta que uno de los
dos pretendientes a la dirección del planeta no haya capitulado ante
el otro. El islamismo no es solamente un movimiento político-
religioso que alimenta un proyecto de conquista planetaria, sino
también un “modelo de civilización”, que cuenta en su haber con una
“edad de oro”, la época de Mahoma y del Califato, así como con un
patrimonio histórico y cultural común a 1300 millones de personas,
patrimonio que ha modelado la historia del mundo islámico desde el
632 hasta la colonización europea, y que ahora renace.
4. ¿Diálogo o conversión?
Cabe una pregunta final: ¿Qué hacer frente a tal situación, qué
actitud deben tomar los verdaderos cristianos cuando de hecho
cohabitan con los musulmanes?
Hay algo que nos puede servir de puente con el Islam. El común
aprecio a Jesús, que si bien no es para los musulmanes el Hijo de
Dios, el Verbo encarnado, lo consideran al menos como un hombre
sublime, un gran profeta, el que tomará cuentas a todos el día del
juicio final. Pero sobre todo la común veneración a la Santísima
Virgen, a Maryam. No es, por cierto, para ellos, la Madre de Dios, ya
que Cristo no es Dios. Pero sí es una mujer sublime, exenta de
pecado, virgen y madre, bendita entre todas las mujeres, que
obedeció decididamente los decretos divinos, la más noble de las
musulmanas, la perfecta prometida de Allah. Que ella los lleve algún
día a la única fe verdadera.
***
Bibliografía consultada
El Corán, ed. en lengua española, Medina, Arabia Saudita, año 1417
de la Hégira.
Septiembre de 2003