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La Nave y Las Tempestades. T. 3 - La Embest - Alfredo Saenz

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Alfredo Sáenz

LA NAVE Y LAS TEMPESTADES


La embestida del Islam

EDICIONES GLADIUS 2003


LA NAVE Y LAS TEMPESTADES
Tomo 1. PRIMERA TEMPESTAD
La Sinagoga y la Iglesia primitiva
SEGUNDA TEMPESTAD
Las persecuciones del Imperio Romano
TERCERA TEMPESTAD
El Arrianismo
Tomo 2. CUARTA TEMPESTAD
Las Invasiones de los Bárbaros
Tomo 3. QUINTA TEMPESTAD
La Embestida del Islam
Imagen de portada: Carlos Martel contra los moros

Todos los derechos reservados


Prohibida su reproducción total o parcial
Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723 © 2003 by
Ediciones Gladius
Con las debidas licencias
I.S.B.N. Nº 950-9674-66-4

Índice
Prólogo, por Rafael Luis Breide Obeid ..................... 7
QUINTA TEMPESTAD

La embestida del Islam .................................... 17


I. El Islam ........................................................... 20

1. La figura de Mahoma ............................... 20


2. El Corán ................................................... 39
3. Los cinco pilares ....................................... 58
4. La guerra santa y la expansión
del Islam ................................................ 63
5. Los motivos de tan rápida expansión ........ 75
6. El sufismo ................................................. 87

II. La reaccción militar ....................................... 102


1. La Reconquista de España ...................... 103
2. Las Cruzadas .......................................... 128
3. La batalla de Lepanto ............................. 151
4. La batalla de Viena ................................. 162

III. La respuesta misionera ................................. 166


1. Órdenes de redención de cautivos .......... 166
2. Grandes figuras de misioneros ................ 170
IV. El Islam de los últimos tiempos ...................... 184
1. ¿Por qué ha sobrevivido? ........................ 184
2. La época del colonialismo ...................... 188
3. Una ocasión perdida ............................... 194
4. La resurrección del Islam ........................ 229

V. La situación actual ........................................ 238 1. La tortuosa


política de Norteamérica frente al Islam ......................................... 238 2.
Progresiva infiltración del Islam
en Occidente ........................................... 252 3. La respuesta de
Occidente ...................... 259 4. ¿Diálogo o conversión?
........................... 271
Bibliografía consultada ........................................ 284
Prólogo
El P. Alfredo Sáenz
y los estudios históricos

En su afán evangelizador el P. Alfredo Sáenz ha realizado a lo largo


de su vida una enorme tarea histórica. No me refiero a los estudios
específicos y completos dedicados a naciones determinadas, como
su libro sobre Rusia 1, o a toda una época, como La Cristiandad y su
Cosmovisión 2, o a La Caballería 3, ni a sus profundos trabajos de
teología de la historia como El Fin de los Tiempos y seis autores
modernos. Dostoievski, Soloviev, Benson, Thibon, Pieper, Castellani
4
, que son siete con Hugo Wast 5; sino a dos líneas principales y
complementarias de la “Historia de la Salvación”: la de los arquetipos
y la de las tempestades que levantó El espíritu del mundo 6 contra la
Nave de la Iglesia, que recorre los mares del siglo hasta el fin
esjatológico.
1 Sáenz, A., De la Rus’ de Vladímir al “hombre nuevo” soviético. La misión providencial de
Rusia, Gladius, Buenos Aires 1989, 582 pgs.

2 Sáenz, A., La Cristiandad y su Cosmovisión, Gladius, Buenos Aires 1992, 412 pgs.
3 Sáenz, A. La Caballería, 3ª edición, Gladius, Buenos Aires 1991, 206 pgs.
4 Sáenz, A., El Fin de los Tiempos y seis autores modernos, Gladius, Buenos Aires 1996, 374
pgs.
5 Sáenz, A., El Fin de los Tiempos en Hugo Wast, revista Gladius Nº 54, Buenos Aires 2002,
pp.83-108.

La lista de las biografías que constituyen los arquetipos es realmente


impresionante y abarca todas las épocas de la historia.
Mencionemos las principales:

1. Antes de la Encarnación del Verbo:

Las de Adán, Abel, Noé, Isaac, Melquisedec, Moisés, Josué, David,


Salomón, Isaías, Juan Bautista, aparecieron en su libro Cristo y las
figuras bíblicas7, donde desarrolla el sentido tipológico de la
Escritura.

2. Luego de la Encarnación del Verbo:

Aparecen biografías en la serie, Héroes y Santos 8, La Ascensión y la


Marcha 9, El Pendón y la Aureola 10 y en otros libros de los cuales
surge esta lista:
a) Tiempos Apostólicos: San Pablo (+ 67).

6 Sáenz, A., El espíritu del mundo, revista Gladius Nº1, Buenos Aires 1984, pp.3-40.
7 Sáenz, A., Cristo y las figuras bíblicas, Ed. Paulinas, Buenos Aires 1967, 248 pgs.
8 Sáenz, A., Héroes y Santos, Gladius, Buenos Aires 1994, 422 pgs.
9 Sáenz, A., La Ascensión y la Marcha, Gladius, Buenos Aires 1999, 276 pgs.
10 Sáenz, A., El Pendón y la Aureola, Gladius, Buenos Aires 2002, 286 pgs.
b) Tiempos Patrísticos: San Juan Damasceno (650-750), San
Nicéforo (758-828), San Teodoro Estudita (759-826) 11.

c) Edad Media: San Vladímir (956-1015), San Bernardo (1091-1153),


San Fernando de CastiBernardo (1091-1153), San Fernando de Casti
1270) 12, Santa Catalina de Siena (1347-1380), , Santa Catalina de
Siena (1347-1380), 1430).

d) Siglo de Oro Español: Isabel la Católica (1451-1504), San Ignacio


de Loyola (1491-1556), Santa Teresa (1515-1588).

e) La Cristiandad en América: P. Antonio Ruiz P. Antonio Ruiz P.


Antonio Ruiz P. Antonio Ruiz P. Antonio Ruiz 1832).

f) Edad Contemporánea (siglos XIX y XX): Gabriel García Moreno


(1821-1875), Anacleto González Flores (1888-1927), Louis Edouard
cardenal Pie (1815-1880) 1313 1936), Antoni Gaudí (1852-1926),
Alexander Solzhenitsyn, Tatiana Goricheva.

11 Sáenz, A., Cf. El Icono, esplendor de lo sagrado, 2ª edición, Gladius, Buenos Aires, 199
pgs.
12 Sáenz, A., La Cristiandad…, ed. cit., pp.121-126.
13 Sáenz, A., El Cardenal Pie, Gladius, Buenos Aires 1987, 540 pgs.

La otra serie, La Nave y las Tempestades, que va siguiendo una


programación cronológica, cuenta con un antecedente, La querella
iconoclasta, que apareció en el libro citado sobre el Icono. Los cinco
estudios culminados son:

1. La Sinagoga y la Iglesia primitiva,


2. Las persecuciones del Imperio Romano,
3. El arrianismo. Los tres aparecieron en un primer volumen 14.
4. Las invasiones de los bárbaros 15.
5. La embestida del Islam.

Seguirán estudios sobre ulteriores tempestades como la Reforma


Protestante, la Revolución Francesa, la Revolución Soviética, el
Modernismo, etc., hasta llegar a la última y Gran Tribulación
profetizada por el Apokalypsis, sobre la cual el P. Sáenz ha
elaborado ya algunos materiales preparatorios: Gramsci y la
Revolución Cultural 16, El Nuevo Orden Mundial 17, etc.

14 Sáenz, A., La Nave y las Tempestades, Gladius, Buenos Aires 2002, 256 pgs.
15 Sáenz, A., La Nave y las Tempestades. Las invasiones de los bárbaros, Gladius, Buenos
Aires 2003, 184 pgs.
16 Sáenz, A., Gramsci y la Revolución Cultural, 6ª edición, Gladius, Buenos Aires 2000, 48
pgs.
17 Sáenz, A., El Nuevo Orden Mundial en el pensamiento de Fukuyama, 4ª edición, Pórtico,
Buenos Aires 2000, 138 pgs.

El concepto de historia en el P. Sáenz

Esta producción, tan fecunda y variada del autor, encuentra su


unidad en la formalidad teológica que le da su Cristocentrismo,
proveniente del pensamiento paulino, agustiniano y tomista que
profesa, y que se trasunta en varias obras, entre ellas: El lugar de la
historia en el pensamiento de Santo Tomás de Aquino 18 y en su
recensión al libro de Gueydan de Roussel, El Verbo y el Anticristo 19.

Señala Alfredo Sáenz que para el Aquinate todo lo creado está


signado por el movimiento. El hombre es un ser dinámico, un
“manojo de actos movidos por el amor”. Aun los dones del Espíritu
Santo son comprendidos desde el punto de vista de su moción hacia
el fin. El hombre es un sujeto espiritual, inteligente y libre, capaz de
trascender la naturaleza y de conducir su propio desenvolvimiento.

No existe más que una sola historia, la historia del perfeccionamiento


o de la deformación de la imagen y la semejanza de Dios tanto en el
hombre como en la sociedad.

La imagen, es decir, la marca en el hombre de las Tres Divinas


Personas, no es algo estático sino dinámico, y está al servicio de la
semejanza, la cual se realiza en un movimiento, un dinamismo, el
“motus creaturae rationalis ad Deum”.
18 Sáenz, A., El lugar de la historia en el pensamiento de Santo Tomás de Aquino, revista
Gladius Nº 52, Buenos Aires 2001, pp.37-45.

19 Sáenz, A., Guillermo Gueydan de Roussel, El Verbo y el Anticristo, revista Gladius Nº


27,1993, pp.176-184.

La búsqueda de la semejanza con Dios es la razón del impulso


volitivo del hombre (Contra Gentiles III, 24), un ser esencialmente en
movimiento hacia la felicidad.

A la doctrina antropológica del individuo que desarrolla el P. Sáenz


hemos dedicado un artículo 20. Resumamos ahora su misma idea
icónica, aplicada al orden histórico, social y político.

La autorrealización del hombre supone la vida social. Hay una


historia de la sociedad movida por el hombre bajo la dirección de
Dios, que la conduce por causas segundas. El hombre es un ser
histórico no sólo porque su naturaleza está abierta al devenir, sino
porque está inserto en una historia trascendente, la historia de la
salvación: Dios creó al hombre y el hombre pecó; el Verbo de Dios,
plenificando los tipos y figuras veterotestamentarios, se hace carne
para redimirnos. La Revelación misma es un hecho histórico, una
revelación de lo alto cuyo centro es la Encarnación del Verbo. Todo lo
que la precede es una preparación y todo lo que la sigue es su
consecuencia.

La misma idea de historia, de una historia con sentido, lógica e


inteligibilidad, es una idea cristiana. En última instancia, el sentido de
la historia no es sino la recapitulación de las personas y cosas en
Jesucristo, su motor inmanente y trascendente.

20 Breide Obeid, Rafael L., La Imagen y Semejanza de Dios en el Hombre Moderno. La


Antropología del P. Alfredo Sáenz, revista Gladius Nº 57, Buenos Aires 2003, pp.9-26.

Esta visión tomista del P . Sáenz se completa con la dimensión


histórica de los sacramentos, que tienen una triple significación
dentro de la historia de la salvación, pues son memoria de la Pasión,
demostración de la Gracia, y signo profético o preanunciativo de la
Gloria futura.

Pasión, gracia y gloria, en la Eucaristía son sacrificio, comunión y


viático, respondiendo al triple significado pascual, actual,
esjatológico. La esjatología es el punto final de todo el ciclo de la
historia.

La Quinta Tempestad. La Embestida del Islam

Con aquellos antecedentes y esta brillante perspectiva el P. Sáenz


acomete la difícil tarea de estudiar la embestida del Islam. Tarea tan
urgente como ardua y difícil. Parte el autor de innumerables aportes,
muchos de ellos muy valiosos pero parciales y, por ello,
reduccionistas y confusos, ineptos para clasificar de una manera
adecuada una realidad dinámica y en expansión.

El estado de la cuestión antes del aporte de Sáenz era más o menos


el que surge de las preguntas siguientes:

¿Cuál es el origen del Islam? ¿Mahoma? ¿O debemos remontarnos


a Ismael, hijo de Abraham y Agar? ¿Es un pueblo bíblico o una
herejía cristológica externa?

¿Es un puente entre el paganismo y el cristianismo, que introdujo el


racionalismo griego en Europa a través de Averroes en España y las
escuelas de medicina árabe de Sicilia o, por el contrario, la reacción
de las culturas mágicas de Oriente contra el racionalismo
grecorromano?

¿Lo musulmán, más de mil trescientos millones de almas, se puede


reducir a lo árabe, doscientos millones? ¿Y lo árabe, con sus
tradiciones cristianas milenarias arameas, coptas y caldeas, se
puede reducir a lo musulmán?

¿Prevalece su raíz ebionita, judeocristiana y gnóstica, que buscaba


un milenarismo terrestre, y es por lo tanto una religión exterior, una
ideología de poder, o posee un fuerte contenido espiritual y místico?

¿Es una amenaza contra el Occidente Cristiano o el último refugio de


una cultura tradicional contra el materialismo occidental, sede de la
cultura de la muerte?

¿Qué lugar ocupa, según los designios divinos, en la lucha de los


otros pueblos bíblicos, el pagano, el judío y el cristiano, por la
dominación mundial?

El P. Sáenz responde a este apasionante cuestionario en cinco


apretados capítulos.

En el primero trata del Islam: la figura de Mahoma, el Corán y los


cinco pilares, es decir, la confesión de la fe, la oración, la limosna, el
ayuno y la peregrinación a La Meca. Luego, de la Guerra Santa y la
prodigiosa expansión del Islam. Asimismo del sufismo y el problema
de la mística y la espiritualidad musulmanas. En relación con esto
último se detiene con profundidad en la gran figura de al-Hallaj, el
místico y mártir musulmán que tanta influencia tuvo en la mística
cristiana y mereció también la atención del recordado P. Castellani
21
.

El segundo capítulo describe la reacción militar desde la


Reconquista de España y las Cruzadas, hasta las batallas de
Lepanto y de Viena. Particularmente interesante resulta el caso de
España, pues es el único país que le ganó una guerra al Islam, si
bien la victoria le llevó ochocientos años. Efectivamente el Islam ha
perdido muchas batallas pero sólo una guerra.

Después trata de la respuesta misionera. Más allá de la aparición de


las Órdenes religiosas dedicadas a redimir cautivos, dedica un buen
número de páginas a la consideración de grandes figuras como San
Francisco de Asís, Raimundo de Peñafort y Raimundo Lulio.

En el cuarto capítulo se aboca al Islam de los últimos tiempos. En


primer lugar el autor se pregunta la razón de su extraña
supervivencia. Luego analiza el fracaso del colonialismo europeo en
los siglos XIX y XX y la ulterior resurrección del Islam, así como las
extraordinarias y emocionantes experiencias de Charles de Foucauld
y de Ernest Psichari.

21 Castellani, Leonardo, Psicología Humana, Jauja, Mendoza 1997, 402 pgs.

Finalmente, el quinto capítulo se refiere a la situación actual.


Considera el autor la tortuosa política de Norteamérica frente al
Islam, la progresiva infiltración del Islam en Occidente y finalmente
cuál debe ser nuestra actitud frente a su actual irrupción. ¿Diálogo o
conversión?

Conclusión

Se trata de una obra fundamental donde el P. Sáenz ha logrado


ofrecer, aunque en apretado esquema, una respuesta concreta a los
principales interrogantes que suscita el misterio del Islam. Su amplia
mirada teológica, desde el Génesis (Ismael) hasta el Apokalypsis, le
ha permitido esta perspectiva unificadora y esclarecedora de los
aportes anteriores.

Al mismo tiempo su propuesta abre nuevos caminos de investigación


e interpretación de un tema que esta lejos de agotarse y cuyo
desenlace definitivo pertenece a la esjatología.

RAFAEL LUIS BREIDE OBEID QUINTA TEMPESTAD


LA EMBESTIDA DEL ISLAM
H

EMOS analizado dos terribles tempestades: la del arrianismo, que


pareció corroer a la Iglesia desde sus propias entrañas, y la de

las invasiones de los bárbaros, que si bien provinieron de afuera,


zarandearon de nuevo la nave de Pedro. Podría pensarse que
después de haberse rechazado ambos ataques, lográndose tan
inesperadas como resonantes victorias, la situación quedaría
consolidada por mucho tiempo. Pero no fue así. Precisamente
entonces, en un momento de calma aparentemente universal y que
prometía ser duradera, las olas volvieron a encresparse hasta el
punto de llegar a cubrir la cubierta de la Nave. Nos referimos a la
aparición y ulterior irrupción del islamismo en el territorio de la
naciente Cristiandad. I. El Islam

No nos será fácil dar cuenta de esta nueva tempestad. El conflicto


inicial que conmocionó a la primitiva Iglesia se resolvió en pocos
decenios. Las persecuciones romanas se agotaron en tres siglos, el
arrianismo permaneció enquistado en la Iglesia durante unos
sesenta años, y las invasiones de los bárbaros, que concluyeron con
la conversión de dichas tribus, se extendieron a lo largo de tres
centurias. El islamismo, en cambio, tras los más de mil quinientos
años que transcurrieron desde su aparición, todavía perdura, y no
hay miras de que esté por esfumarse. Su tratamiento será, pues,
muy complejo, ya que habrá que tener en cuenta las tan diversas
como variadas etapas de su acontecer histórico, así como las
consiguientes reacciones ofensivas o defensivas de la Iglesia.

1. La figura de Mahoma

El epicentro del islamismo se encuentra en Arabia, más


particularmente en la hoy llamada Arabia Saudita, una vasta
península en forma de trapecio, con amplísimos desiertos y una
población relativamente escasa. No dejan de ser brumosos los
avatares políticos de aquellas tierras. Se sabe que hacia el año 9
antes de Cristo, un árabe de nombre Aretas reinaba en Petra sobre
los nabateos de raza árabe, llegando a extender su dominio hasta
Damasco, con el apoyo de los romanos. Dicho reino sería finalmente
anexado al Imperio de Roma por el legado de Siria, que se apoderó
de Petra en el año 105, quedando constituido en provincia bajo el
nombre de Arabia, con Bosra por capital. Hegra, muy al norte de la
actual Medina, fue el límite sur de la provincia romana de Arabia. En
cuanto a La Meca, no existía por aquellos tiempos. En la región más
sureña de la península se encontraba una zona más próspera,
llamada Saba, cuya reina visitó a Salomón mil años antes de nuestra
era (cf. 1 Re 10). La principal actividad de ese reino era la producción
y el comercio de incienso y de perfumes, como mirra, canela,
cinamomo y ládano.

Según puede verse, la casi totalidad de la actual Arabia Saudita


quedó fuera de los límites del Imperio Romano. Con Diocleciano, la
parte norteña que le pertenecía, fue amputada de su zona
meridional, y unida políticamente a Palestina, quizás en orden a una
mejor distribución de las fuerzas militares. La gran mayoría de los
árabes, agrupados en tribus, llevaban una vida nómade, fuera de los
límites de la provincia romana, que amenazaban constantemente
con sus incursiones. A esas regiones sólo llegaron los romanos en
expediciones punitivas. En caso de ataque, los árabes –a quienes los
romanos llamaban “sarracenos” o “agarenos”– recogían rápidamente
sus tiendas, cegaban los pozos de agua y retrocedían para dejar a
los invasores en medio del polvo y de las ardientes arenas.

Tal fue el escenario donde nacería el islam. Se ha dicho que fueron


árabes los tres magos que se allegaron a Cristo el día de la Epifanía.
Las ofrendas que llevaron a nuestro Señor, el oro, el incienso y la
mirra, provenían precisamente de Arabia. Algunos de aquel pueblo
se encontraron entre los tres mil primeros que se convirtieron al
cristianismo el día de Pentecostés. Lucas se refiere expresamente a
“cretenses y árabes” (cf. Act 2,11). De dicho pueblo provienen
también varios Padres de la Iglesia, que hablaban griego.

Los pobladores de Arabia, de raza semita, eran en su mayor parte


descendientes de Abraham, por la línea de Ismael. En varias de esas
regiones se conservaban tradiciones provenientes de los primeros
tiempos de la historia bíblica. Se decía que cuando nuestros
primeros padres fueron expulsados del Paraíso, Adán recaló en una
montaña de la isla de Ceilán y Eva en Arabia, cerca del Mar Rojo.
Vagaron ambos durante doscientos años, en castigo de sus pecados,
hasta que se encontraron en el monte Arafat, a unas tres leguas al
este de La Meca. La palabra árabe “arafa” parece significar
precisamente “montaña del encuentro”. Estando ya en aquellas
tierras, Adán le pidió al Señor que le enviara desde los cielos un
templo para que dentro de su recinto pudiese adorarlo, como había
hecho en el Paraíso. Dios lo escuchó. En medio de “radiantes nubes”
descendió un tabernáculo, lo que le permitió hacer allí oración, dando
en torno a dicho templo siete vueltas al día, igual que los ángeles
adoradores. Al morir nuestro primer padre, el templo fue llevado
nuevamente a los cielos. Entonces su hijo Set construyó otro, hecho
de arcilla y piedra, que ulteriormente sería arrasado por el diluvio
universal.
Pasó el tiempo, y llegó la época de los Patriarcas. Abraham, como se
sabe, tuvo dos esposas. La primera de ellas era Sara, que fue la
madre de Isaac, y la segunda, Agar, la esclava de la familia. Como
Sara maltrataba a la esclava, ella huyó de su presencia. En cierta
ocasión, encontrándose junto a una fuente de agua en el desierto, el
pozo de Ber-Lajai-Roi, se le apareció el ángel de Yahveh, y le dijo
estas palabras que incluyen a la vez una bendición y una profecía:
“Multiplicaré de tal modo tu descendencia, que por lo numerosa no
podrá contarse. Mira que has concebido, y darás a luz un hijo, al que
llamarás Ismael, porque Yahveh ha escuchado tu aflicción. Será un
onagro humano. Su mano contra todos, y las manos de todos contra
él. Y enfrente de todos sus hermanos plantará su tienda” (Gén 16,10-
12). El onagro es un asno salvaje del Oriente. Los árabes se
consideran descendientes de Ismael, independientes y vagabundos
como el onagro (cf. Job 39,5-8).

Cuando, luego de nacer Isaac, Sara le exigió a Abraham que


expulsase a Ismael, Dios le dijo al patriarca: “No te dé pena por el
chico ni por la esclava. En todo lo que te dice Sara hazle caso; pues
aunque por Isaac llevará tu nombre una descendencia, también al
hijo de la esclava le haré una gran nación, por ser descendiente tuyo”
(Gén 21, 12-13). Entonces Abraham le dio a Agar un pan y un odre de
agua, puso sobre su hombro el niño y la despidió. Según antiguas
tradiciones de los musulmanes mezcladas con datos bíblicos, ella se
internó en el desierto de Arabia, hasta llegar a un valle llamado
Baaca, aproximadamente a cuarenta días de caravanas al sur de
Canaan. No se nos dice cómo arribaron a dicho lugar. Quizás
algunos viajeros se comidieron en hacerles este favor, ya que el valle
estaba situado en una de las grandes rutas de caravanas, llamada a
veces “la ruta del incienso”, por los perfumes y otros productos
semejantes que eran llevados por ese camino desde la zona de
Saba hasta el Mediterráneo. Allí quedaron solos, mientras los
caravaneros seguían su ruta. Cuando el agua del odre se terminó,
madre e hijo comenzaron a sentir sed, al punto que Agar temió por la
vida de Ismael. Éste, tirado en la arena bajo una manta, lloraba
desconsoladamente, mientras su madre, sobre una roca miraba en
derredor por ver si aparecía alguien que pudiese socorrerlos. No
viendo a nadie, trepó rápidamente a otro promontorio rocoso.
Estaban solos. Al borde de la desesperación, recorrió siete veces la
distancia que separaba los dos montículos hasta que, sentándose
por fin sobre la roca más alejada, sin ya saber qué hacer, oyó la voz
de un ángel que le reiteró la decisión de Dios: “Arriba, levanta al
chico y tenle de la mano porque he de convertirle en una gran
nación” (Gén 21,18). Enseguida el Señor les mostró un pozo que
estaba cerca del antiguo tabernáculo que había erigido Abraham, el
pozo de Zem-Zem, sagrado hasta la actualidad para los
descendientes de Ismael. Éste desaparece del relato bíblico hasta la
muerte de Abraham, cuando reaparece para enterrar a su padre,
juntamente con su hermano Isaac. Poco después, un grupo de
beduinos, que estaban buscando un camello extraviado, encontraron
aquel pozo, y luego de apagar su sed, fundaron allí la ciudad de La
Meca, tomando a Agar e Ismael como protectores. Desde entonces
numerosos peregrinos afluirían de todas partes de Arabia para visitar
ese lugar. También los descendientes de Isaac lo venerarían.

Según las tradiciones árabes, Ismael se casó con la hija de un


príncipe, y estuvo en el origen de una familia muy numerosa,
principio del pueblo árabe. Trató enseguida de reconstruir aquel
templo primitivo, la Kaaba, ayudado por su padre Abraham. Una
piedra milagrosa le servía al patriarca como andamio, subiendo o
bajando por ella, según lo requería la construcción. Persisten todavía
las huellas de sus pies, que sólo las pueden ver los creyentes
fervorosos. Dicha piedra, incrustada en un ángulo de la pared
exterior de la Kaaba, era originalmente un jacinto blanquísimo, que
paulatinamente se fue ennegreciendo por los pecados de los
hombres. Los musulmanes creen que fue también en ese lugar
donde Abraham se aprestó a cumplir la orden divina de inmolar a su
hijo Isaac y también que allí están enterrados Agar e Ismael. De ahí
que La Meca fuera considerada una ciudad santa, aun mucho antes
de Mahoma. Cuando llegaban a ella los peregrinos, daban siete
vueltas a su alrededor, tocaban y besaban la piedra, recorrían el
trayecto que hizo Agar entre los dos montículos, bebían y se lavaban
en el pozo de Zem-Zem, retornando luego a sus hogares.

No lejos de La Meca había otra ciudad llamada Yatrib, situada en una


región rica en plantaciones de palmas y cosechas de dátiles, lo que
permitía que sus habitantes se dedicasen al comercio. Esta ciudad
era un punto de encuentro entre la civilización oriental y la occidental,
ya que por ella pasaban numerosos productos de la India hacia
Europa y el Asia Menor, y viceversa. La cría de camellos, ovejas y
cabras, así como el intercambio de sus productos, eran las
ocupaciones habituales de aquellos árabes, para lo cual se valían de
los viajes de las caravanas. Algunos de ellos, los llamados
“beduinos”, vivían como nómades, aprovechando los escasos
recursos hídricos del desierto. Otros, más dedicados al cultivo,
dependían de los granos o las palmeras de los oasis. También había
quienes, instalados en pequeños pueblos, se dedicaban al comercio
y la artesanía. El equilibrio entre los nómades y los sedentarios era
precario. Aunque los primeros, montados en camellos, formaban una
minoría de la población, constituían de hecho un grupo móvil y
armado, que en unión con los mercaderes de los pueblos,
dominaban a los cultivadores y artesanos. Su estilo de vida, que
privilegiaba el valor, la hospitalidad, la fidelidad a la familia y el
orgullo de los ancestros, resultaba el prevalente dentro de la
sociedad. No estando controlados por un poder exterior estable, se
sometían al caudillaje de los hombres que pertenecían a las familias
principales, en torno a las cuales se reunían los grupos más o menos
estables de partidarios. La movilidad era su carácter distintivo. Entre
los pobladores de las ciudades y los de las tiendas, entre los
sedentarios y los beduinos errantes, había una completa oposición
tanto en su manera de vivir, como en sus intereses y sentimientos.
Era impensable que un día pudiese hacerse la unidad entre
elementos tan heterogéneos y que la Arabia entera se constituyese
en un bloque contra todos los vecinos.

En lo que toca a su religión, consistía ésta en una especie de


politeísmo que incluía el culto de los astros e incluso de las piedras, a
quienes se ofrecían sacrificios de animales. Por encima de todas las
pequeñas divinidades adoraban a Allah, una especie de dios
supremo. Cada tribu contaba con su propio templo, según su culto
peculiar. Pero había uno principal y que de alguna manera
pertenecía a todos, que era la Kaaba, de que hemos hablado, con su
piedra negra. En él habían sido reunidos todos los fetiches e ídolos
de los diversos grupos, lo que hacía de él un santuario nacional
donde acudían grandes caravanas en peregrinación. En medio de
aquel mundo politeísta había también colonias judías y grupos
diversos de cristianos. La tribu más levítica era la de los coraichitas,
a cuyo cargo estaba la custodia del templo.

Tal es el ambiente donde se enmarcaría la aparición del islam. No


puede sino suscitar extrañeza advertir cómo el gran acontecimiento
del siglo VII, el que había de influir como pocos en la historia de la
humanidad, no se produjo ni en el Occidente, abocado por aquel
entonces a la ardua tarea de la incorporación de los bárbaros, ni en
el Oriente griego, todavía escenario de herejías que se sucedían
unas a otras, sino en los desiertos pedregosos de Arabia, en los que
un hombre, mientras marchaba con las caravanas, meditaba para
sus adentros en las cosas del Único. Era Mahoma, o Mahomet, o
Mohammed, o Muhammad.

Refiramos su vida según nos lo transmiten las fuentes islámicas.


Nació Mahoma hacia el año 571, en La Meca, única ciudad que en
aquella Arabia tan dividida podía parecerse en algo a una capital.
Pertenecía a la familia de los coraichitas, esa tribu levítica a que nos
referimos más arriba. Dicha familia tenía en sus manos, juntamente
con los intereses económicos de la ciudad, la recepción de los
peregrinos, a quienes hábilmente dirigían hacia la Kaaba. Huérfano
desde los diez años, fue educado por un tío generoso pero sin
fortuna. Para poder subsistir, tuvo primero que convertirse en
guardián de rebaños, viviendo así sus primeros años al estilo de los
hombres del desierto, ocupado en el pastoreo y en acompañar las
caravanas. Entró luego al servicio de una rica viuda llamada Jadiya.
Pronto se convirtió en su hombre de confianza, conduciendo sus
grandes caravanas, lo que le posibilitó también largas horas de
meditación y de ensueño, al ritmo cadencioso del paso de los
camellos. Tenía 29 años cuando Jadiya le ofreció convertirse en su
esposa, siendo feliz con ella por largo tiempo. Once años después de
su enlace, empezó a tener visiones, de donde salía con la
certidumbre de que Dios le había hablado, eligiéndolo como el
Profeta por Él enviado para enseñar al pueblo árabe la fe
monoteísta.

Lanzóse entonces a predicar. Primero logró convencer a sus


parientes, a su mujer, ante todo, a su primo Alí y a sus amigos Abu-
Bekr, Omar y Otmán. Tales fueron los primeros discípulos que lo
siguieron. Luego empezó a hablar públicamente, en la plaza de La
Meca. Comenzó por atacar la idolatría, denunciándola como
contraria a la primera tradición árabe, que era monoteísta. Luego
denunció sin tapujos los abusos que los comerciantes ricos cometían
contra los pobres y trabajadores, poniéndose abiertamente de parte
de éstos. Ello encendió la lucha civil. Los primeros que se sintieron
afectados fueron los coraichitas. Juzgando que las palabras de
Mahoma se encaminaban a destruir el culto centralizado en La
Meca, que ellos administraban, se opusieron frontalmente al
predicador. En dicha confrontación influía también, como era de
esperar, la cuestión de los intereses económicos. Si el culto a los
dioses de la Kaaba se aminoraba, bajarían también los ingresos.
Pero fueron sobre todo los grandes comerciantes, que traficaban con
las caravanas y utilizaban La Meca como lugar de tránsito necesario
y cuartel general de sus operaciones, quienes se oponían con mayor
fuerza a las vehementes invectivas de Mahoma, que los cubría de
oprobio y podía así arruinar su comercio. Se comprende entonces
fácilmente cómo la mayor parte de los habitantes de la ciudad dieron
las espaldas al profeta. Los únicos que lo apoyaban eran los
pequeños comerciantes y la gente pobre. Fueron ellos quienes lo
llevarían al triunfo, a lo que se juntó el motivo religioso, que confirió
un sentido más trascendente a sus palabras revolucionarias. Al
margen de este apoyo popular, los dirigentes lo trataron de loco, de
soñador, de enemigo de la tribu.

No se quedaron, por cierto, en meras palabras. Los coraichitas, luego


de matar a varios de los seguidores del profeta, trataron de atentar
contra su propia vida. Entonces Mahoma, siempre según la versión
común de los islamólogos, decidió abandonar, acompañado por un
ángel, su pueblo natal, huyendo de La Meca a Yatrib. Era el año 622.
Esta huida, o Hégira, constituyó el acto formal de ruptura con el
pasado y el comienzo del porvenir. El Islam haría de ello el punto de
partida de su Era. Desde entonces, la ciudad de Yatrib cambió de
nombre llamándose en adelante Medina, es decir, “ciudad”, la ciudad
por excelencia, el centro de la nueva religión y del gobierno.

Hemos hablado de la presencia de judíos y cristianos en el entorno


de Mahoma, lo que influiría no poco en él y en su doctrina. Respecto
de los judíos, ya hacía tiempo que se habían introducido en diversos
centros comerciales del Oriente. No lejos de La Meca existían grupos
importantes. En cuanto a los cristianos, habían llegado a esas tierras,
procedentes de Siria, Abisinia, Egipto, así como de diversas regiones
del Asia Menor, donde tanto había florecido el cristianismo, movidos
por la misión que Cristo les había encomendado de ir a todas las
naciones. Por cierto que no todos eran de doctrina ortodoxa. Había
entre ellos grupos de herejes arrianos, nestorianos, etc.
Estableciéndose entre los coraichitas, lograron construir iglesias e
incluso algunos monasterios. Bajo el influjo de tales judíos y
cristianos, algunos árabes habían abandonado la idolatría primitiva,
llegando a la adoración de un solo Dios. Entre éstos, hubo quienes,
influidos por los judíos, especialmente de formación talmúdica, con
su teología fría y su ley moral formalista, llegaron al reconocimiento
de Dios como el Dios de Abraham y de Ismael. Otros, convertidos
por el testimonio de los cristianos, confesaron la divinidad de Jesús.
A los cristianos y a los judíos se los llamaba hombres del Libro o
gente del Libro. Los primitivos árabes los consultaban a menudo,
principalmente a los ermitaños más austeros, al estilo de San Simón
Estilita, que también era árabe. Incluso se ha sostenido que fueran
cristianos los que hicieron posible la aparición de la lengua árabe,
creando un alfabeto especial para los pueblos que se convertían.
Luego les enseñaron a leer y escribir. El alfabeto del árabe clásico se
debería así a los cristianos.

Se sabe de cierto que Mahoma conoció, y muy de cerca, a cristianos


y judíos. En sus viajes como comerciante, entró en contacto con los
primeros, que fueron por lo general nestorianos y monofisitas,
recibiendo de ellos una influencia que sería decisiva en la
configuración del islam. Para conocer el mundo judío no le fue
preciso viajar, ya que desde hacía mucho existían importantes
comunidades en toda Arabia, a raíz de la diáspora provocada por la
victoria de los ejércitos romanos, que trajo consigo la destrucción del
templo de Jerusalén. Así conoció el Antiguo y el Nuevo Testamento,
frecuentando probablemente a un monje arriano.

Cabe aquí una acotación. Junto a la presencia de judíos y cristianos,


hay que señalar también, desde los tiempos preislámicos, la
existencia en tierras árabes de una secta judeo-cristiana, la de los
ebionitas, así llamados según algunos por el nombre de su fundador,
un tal Ebion; según otros, y esto es lo más probable, porque en
hebreo la palabra ebioni significa “los pobres”. Al parecer, la secta
nació de judíos que, a pesar de haberse convertido al cristianismo,
se esmeraban por conservar la ley antigua de Moisés. Eran los
herederos de aquellos judaizantes de que hablamos al tratar de la
primera tempestad que sacudió a la Iglesia. Un grupo de la secta
tomó el nombre de nazareos, palabra hebrea que quiere decir
segregado, separado, y también consagrado, designando a algunos
de entre ellos que se dedicaban a Dios por un voto especial. Los
ebionitas prosperaron en Siria durante el siglo IV, y se
caracterizaban por seguir la doctrina de la Torá. No se los podía
considerar propiamente cristianos porque, si bien para ellos Jesús
era el Mesías esperado, se resistían a creer en su divinidad.
Tampoco estaban de acuerdo con los judíos, que en Cristo no habían
querido reconocer al Mesías. Los miembros de esa secta, que no
eran, pues, ni judíos ni cristianos, fueron conocidos como
“judeonazareos”. A Jesús lo llamaban “hijo de Dios”, pero sólo en el
sentido de hijo adoptivo. En realidad era puro hombre, nacido de
María y de José. Sus miembros sentían la nostalgia del destruido
templo de Jerusalén, y buscaban la implantación del reino de Dios en
la tierra, a partir precisamente de aquella ciudad santa, que debía
coincidir con la vuelta del Mesías. Algunos de ellos decían que en
realidad Jesús no había muerto sobre el madero sino que, tras haber
sido “retirado” de él por Dios y reemplazado por otro, fue elevado al
cielo, como Enoc y Elías, hasta su vuelta gloriosa. Soñaban con la
reconquista de Jerusalén y la erección del tercer templo, el definitivo,
lo que señalaría la instauración del Reino.

Esta secta ebionita, o judeo-nazarea, perduraría hasta el siglo VII,


empalmando con el islam. Fue a raíz de la invasión de los persas,
que algunos de los ebionitas se vieron obligados a alejarse de Siria,
refugiándose en el oasis de Yatrib, poblado de judíos como ellos, así
como de árabes convertidos al judaísmo. En una travesía semejante
a la encabezada por Moisés, y ulteriormente a la huida de Mahoma,
Dios los había llevado desde Siria a Yatrib. Este nuevo éxodo
doloroso por el desierto, fue por ellos vivido como una promesa y un
programa, una “hégira” que habría de culminar en la toma de
Palestina y la sumisión del mundo entero. ¡Sería el año 1 de una
nueva era!

Grupos como éste tuvieron gran influjo en el nacimiento del


islamismo. ¿No sería Mahoma el llamado a establecer entre los
árabes la verdadera religión primitiva, “subiendo” a Jerusalén, en
peregrinación y guerra santa, para allí restaurar, en la concordia de
los tres pueblos bíblicos, la única religión perfecta, la definitiva, que
daría la salvación al mundo, logrando lo que Moisés y Jesús habían
prometido? Luego veremos cómo las conquistas de los musulmanes
comenzarían justamente por Siria, patria natal de los nazareos.
Cuando Omar, amigo y segundo sucesor de Mahoma, ocupe
Damasco y Jerusalén, lo primero que dispondrá será la limpieza de
la explanada del Templo, llena de ruinas. Al ver que, contra todas sus
expectativas, no se manifestaba el Mesías divino, los ocupantes
quedaron decepcionados, y se apartaron totalmente de aquellos
judíos temporalistas. Pero la influencia inicial resulta indudable, así
como la raíz judía y temporalista del islam más primitivo. En adelante
Allah encargará a los árabes musulmanes, y no a los judeo-
cristianos, la dominación de todo el mundo en su nombre.

Se ha dicho que la envidia fue uno de los móviles que puso a


Mahoma en movimiento, la envidia a judíos y cristianos, que poseían
una religión digna, frente al pueblo árabe, que carecía de ella. Quería
emular a Pablo e incluso al mismo Jesús. Deseoso de dar a su
pueblo una religión propia, se abocó al estudio del Antiguo
Testamento judío, y sobre esa base comenzó a predicar a los suyos
el monoteísmo, dejando de lado, por cierto, las interpretaciones de
los exégetas judíos. Las ulteriores disputas con ellos en Medina,
donde al principio había sido muy bien recibido, lo convencieron de
que entendían la Biblia de una manera diversa. Entonces, dejándolos
definitivamente de lado, comenzó a creer que sus ideas eran luces
que provenían directamente de Allah, y lo impulsaban a instaurar una
religión propia de los árabes. Tal sería su misión en la tierra: ser el
Profeta de Dios. Al fin de su vida, creyó entender claramente que la
Biblia había sido corrompida por los judíos y que las promesas
hechas a Dios por Abraham llegaban al pueblo árabe a través de
Ismael.

Durante 25 años Mahoma fue muy feliz en su matrimonio con Jadiya.


Después de la muerte de su esposa, contrajo once nuevas uniones
formales, generalmente por razones que, según parece, poco tenían
que ver con sus sentimientos. Dichas nuevas esposas eran o bien
viudas cuyos maridos habían muerto por la causa del islam, o
pertenecían a familias que el Profeta deseaba se incorporasen a su
movimiento, o al menos mantuviesen una actitud benévola respecto
a la nueva religión. De acuerdo con las costumbres de los árabes, los
matrimonios entre familias, tribus o incluso grupos étnicos diferentes,
establecían lazos de parentesco que equivalían, al menos
teóricamente, a la firma de un tratado de paz duradera entre los
grupos a que pertenecían los contrayentes.

Desde que se instaló en Medina, Mahoma se abocó a la consecución


de dos objetivos. Ante todo, organizar allí el nuevo culto, de modo
que su actividad tuviese un carácter netamente religioso; luego,
unificar todas las fuerzas de que disponía para emprender una
campaña contra La Meca, que tanto lo había hostigado. Para
concretar lo primero, hizo edificar una mezquita, la primera de todas,
y ordenó que fuese el punto de reunión de sus seguidores, que
comenzaron a llamarse musulmanes –“los que se entregan (o
someten) a Dios”– o creyentes. A los dos años, la inmensa mayoría
de los que poblaban Medina se habían convertido en decididos
partidarios de su causa. Los únicos que permanecían refractarios
eran los judíos, muy poderosos en aquella ciudad. La predicación de
Mahoma afectaba sus intereses comerciales. Por otra parte, fieles a
la Biblia, se negaban a reconocer su pretensión de ser el Profeta de
Allah. La oposición fue un hecho. Ya hemos señalado cómo
inicialmente Mahoma sentía simpatía por ellos y hubiera querido
ganarlos para su causa, pero al no lograrlo les declaró abiertamente
la guerra, considerándolos desde entonces como intérpretes falaces
de la voluntad de Abraham. La Kaaba de La Meca era el templo
primitivo de Abraham. Se hacía preciso rescatarlo de mano de los
idólatras y volverlo a su estado inicial. Ahora podía lanzarse con total
seguridad a la guerra santa contra los infieles, que eran todos los
que no creían en su misión.

Los primeros adversarios fueron los coraichitas de La Meca, que se


empeñaban en desconocerlo. Por ello, la empresa inaugural debía
ser la conquista de dicha ciudad, para hacer de ella el centro del
culto musulmán. A raíz de la convocatoria de Mahoma, acudieron
numerosos beduinos, llegando a reunirse en el año 630, octavo de la
hégira, un ejército de diez mil hombres incondicionales. No le costó
demasiado ocupar La Meca. Luego de dar siete vueltas en torno a la
Kaaba, tomó posesión de ella, y habiendo mandado tirar a la basura
todos los ídolos, dejó solamente la “piedra negra”, símbolo de la
divinidad. Los coraichitas y otras tribus árabes no pudieron sino
acatar el dominio de Mahoma, aceptando su religión. Rápidamente lo
hicieron luego todas las demás tribus, reconociéndolo como el
Profeta de Allah. A su muerte, en el 632, era un hecho la unidad
religiosa y política de la península arábiga.

Durante la estadía de Mahoma en Medina ocurrió un hecho preñado


de simbolismo. Durante los primeros tiempos, los árabes rezaban
siempre, al igual que los judíos, mirando hacia Jerusalén. Los
cristianos solían mirar hacia el oriente. Un día, dirigiendo el Profeta la
oración en la mezquita que había hecho erigir en aquella ciudad,
súbitamente cambió de dirección, volviéndose a La Meca. Todos lo
imitaron. Era como una renuncia explícita a su intento de asimilar o
continuar el judaísmo, según lo había deseado en los primeros años
de su proselitismo. Por el simple hecho de volverse hacia la Kaaba,
el islam mostraba su decisión de romper lazos con el judaísmo y el
cristianismo, puenteando a ambos para adherirse a la forma más
antigua del monoteísmo representado por Abraham. Desde entonces
los musulmanes rezan siempre mirando hacia La Meca, que
consideran el centro de la tierra, “el ombligo del mundo”.

Después de la muerte de su mujer, tuvo lugar el Miraj, una especie


de “ascensión” mística de Mahoma al cielo. Así lo relatan sus
hagiógrafos. Estaba un día durmiendo en la Kaaba. El ángel Gabriel
lo despertó y lo llevó a la puerta, donde lo esperaba una especie de
caballo alado blanco, llamado Buraq. Guiados por el arcángel,
llegaron a Jerusalén. Allí un grupo de profetas del Antiguo y del
Nuevo Testamento: Abraham, Moisés, Enoc, Juan, Jesús y otros, le
salieron al encuentro. Mahoma se puso a orar sobre la explanada del
antiguo templo de los judíos, quizás en el lugar donde ahora se
encuentra la mezquita de Omar, o Cúpula de la Roca, mientras los
otros se colocaron tras él para acompañarlo en su plegaria. Montó
luego sobre Buraq y el animal se elevó verticalmente, siempre
conducido por Gabriel, a través de los siete cielos, donde encontró
de nuevo a los profetas con quienes había rezado en Jerusalén, pero
ahora transfigurados. Llegado al borde del trono mismo de Dios, lo
vio a Allah, conversó con él, y escuchó el versículo del Corán que
contiene el credo fundamental del islam. Luego volvió a la roca de
Jerusalén y de ahí a La Meca por el mismo camino.

De lo dicho hasta acá se infiere que el pueblo árabe no es un pueblo


cualquiera, un pueblo más en el concierto de las naciones. Hace ya
varios años, el P. Julio Meinvielle escribió un libro bajo el título de
Los tres pueblos bíblicos en su lucha por la dominación del mundo.
Dichos pueblos eran los pueblos gentiles, el pueblo judío y el pueblo
cristiano. En una ulterior edición agregó un cuarto pueblo, el árabe.
Es este un pueblo de origen bíblico, afirma, porque se consideran
descendientes de Ismael. Si Isaac heredó las promesas hechas por
Dios a Abraham, de la que los judíos fueron vehículo y en Cristo
lograron admirable cumplimiento, los mahometanos recibieron, ellos
también, una bendición de Dios que se cumple a través de las
edades. “He otorgado también tu petición sobre Ismael: he aquí que
lo bendeciré y le daré una descendencia muy numerosa; será padre
de doce caudillos y le haré jefe de una nación grande” (Gén 17,20).
Ismael no es judío, ni cristiano, ni gentil. No es gentil porque procede
de Abraham, después que éste había salido de Ur de Caldea; no es
judío porque, aunque viene de Abraham, es excluido expresamente
de las promesas hechas al patriarca; y no es cristiano, como resulta
obvio. Luego el pueblo que proviene de él tampoco es una cosa ni
otra. El Génesis preanuncia que dicha nación será numerosa, y al
hablar de doce caudillos parece indicar que será belicosa. “Los
mahometanos –concluye Meinvielle– han sido, en efecto, los
intermediarios entre la cultura pagana, no sólo grecorromana sino
también del remoto oriente, y los pueblos cristianos; y quién sabe no
han de ser mañana ellos, convertidos a la fe, los que reduzcan a
Jesucristo las últimas naciones de la gentilidad”.
2. El Corán

Como se sabe, todo el mundo islámico gira en torno al Corán.


Detengámonos ahora en su consideración, ya que es el libro sagrado
del musulmán. ¿Cómo aparece en la historia? Nos cuentan los
cronistas que Mahoma solía retirarse de vez en cuando al monte
Hira, no lejos de La Meca, para dedicarse al retiro y el ayuno. Luego
afirmaría haber tenido allí revelaciones o visiones de lo alto, donde
se le comunicaba una doctrina de salvación. Tales apariciones se
repitieron, suscitando en él gran ansiedad. Tenía 33 años cuando
llegó a la convicción más absoluta de que había sido escogido por
Dios y por Él enviado para comunicar a los pueblos árabes la
verdadera fe.

¿De qué manera se gestó el Corán? Digamos, ante todo, que la


palabra “Corán”, que etimológicamente significa “recitación”, es el
equivalente de nuestra Biblia, la Escritura presuntamente revelada
por Allah. Según la tesis generalmente aceptada por los islamólogos
contemporáneos, el Corán fue transmitido directamente al Profeta,
instrumento pasivo de la revelación. El texto original se conserva
sobre tablas en el cielo, desde toda la eternidad. El libro que los
musulmanes tienen en sus manos no es sino la réplica de aquel
arquetipo celestial, revelado por Allah, en la forma precisa y literal
que ha llegado hasta nosotros. Un verdadero milagro, que no puede
así sufrir ningún tipo de examen crítico. Tal sería el parecer oficial. Un
estudioso actual, el P. Théry, nos propone una explicación muy
distinta. A su juicio, el Corán, que él denomina Corab, no es sino la
pura y simple traducción-explicación de la Biblia, el “Libro por
excelencia”, el “Corán” hebreo. En otras palabras, es “la Biblia misma
explicada a los árabes”, donde se relatan las historias de Adán, Noé,
Abraham, Lot, José, Moisés…

¿Cómo sucedió ello? Al parecer, Mahoma tuvo en sus manos una


traducción al árabe de la Torá bíblica, es decir, los cinco primeros
libros de la Sagrada Escritura. De hecho, las semejanzas entre el
Corán y la Biblia son numerosas. Muchos de sus pasajes parecen
glosas de textos del Antiguo Testamento. Incluso figuran en él
paisajes y plantas que pertenecen a zonas de Palestina y no de
Arabia. Por lo demás, sus principales elementos doctrinales, como la
unicidad de Dios, los mandamientos, la esjatología, son propiamente
judíos, así como las imprecaciones que suelen seguir a los asertos
doctrinales. Hay quien sostiene que Jadiya, la mujer de Mahoma, era
de ascendencia judía e hizo instruir a su marido en su propia religión,
por medio de un pariente suyo que era por aquel entonces uno de los
rabinos de La Meca; éste habría traducido para uso de sus
seguidores árabes, los libros del Pentateuco. En la sura 87 del Corán
se lee: “Esto se halla en los primeros libros, en los libros de Abraham
y de Moisés”.

En un estudio sobre el islam, sostiene Calderón Bouchet que


Mahoma habría sido encargado por aquel rabino de La Meca, de
predicar la Torá, sólo que en árabe. Entre otras cosas le relató
detalladamente la historia de Moisés para persuadirlo de que él
mismo fuese un nuevo Moisés, el Moisés de La Meca. Mahoma se
habría convencido de ello, y entonces comenzó a recitar a sus
compatriotas las lecciones aprendidas junto al rabino, su maestro.
Fue así como “un judío tradujo y adaptó historias judías en árabe y
los árabes creyeron que Allah les hablaba, les hablaba a ellos, los
árabes”. Así lo asevera el P. Théry. De donde colige un estudioso: “El
islam es la prolongación del judaísmo entre los árabes, concebido y
tramado por el rabino de La Meca, quien fue secundado en su plan
de realización por un árabe, Mahoma, al que su mujer, Jadiya, de
raza judía, empujó hacia el judaísmo”.

Los musulmanes juzgan que la religión islámica incluye el conjunto


de todas las revelaciones precedentes que Dios fue comunicando a
los diversos pueblos y naciones, a lo largo de los siglos, mediante los
miles de profetas mencionados en las fuentes tradicionales, el último
de los cuales es Mahoma. Por eso el Profeta aseguró que no traía
nada nuevo, sino que lo que había hecho era reafirmar la verdad
proclamada por los profetas anteriores y restablecer la tradición
primordial. O visto desde otro ángulo, tras la revelación
véterotestamentaria y evangélica, se instauraba una tercera alianza,
que en realidad no era absolutamente nueva, dado que empalmaba
con el patriarca Abraham, a través de Ismael. Si se hubiese tratado
de una pura invención, sin fundamento bíblico alguno, la pretensión
de Mahoma hubiera parecido del todo ridícula. Nunca habría logrado
imponerse como revelación divina a millones de seres humanos.
Pero en realidad contiene algo de verdad, que la hace fidedigna. En
el Antiguo Testamento, el signo de la alianza se concretó en la
circuncisión. Pues bien, Ismael fue circuncidado antes que Isaac,
padre del pueblo elegido (cf. Gén 17,25-26). En este sentido se podría
decir que la alianza que instauró Mahoma, por el hecho de empalmar
con Ismael, fue cronológicamente la primera, al tiempo que la
heredera de las otras dos. San Pablo, por su parte, refiriéndose a
Agar, la madre de Ismael, afirma que la primera alianza “procede del
monte Sinaí” y que “el monte Sinaí se halla en Arabia” (Gál. 4,24-25).
Mahoma no se propuso fundar de la nada una tercera religión, sino
asumir las dos anteriores. El movimiento que, para el cristiano, va del
Judaísmo al Cristianismo, se prosigue, para el musulmán, y culmina
sólo en el Islam. La Ley coránica es, pues, la más perfecta y parece
llevar a su plenitud la Ley de Cristo, como Cristo llevó a su
cumplimiento la de Moisés.

Sea lo que fuere de estas consideraciones, lo cierto es que, según


acabamos de recordarlo, Mahoma no se proponía traer algo
enteramente nuevo sino que sólo se había propuesto ser un simple
agente de transmisión, que “proclamaba” o “recitaba” en público. Él
hablaba, y los fieles anotaban enseguida sobre cualquier objeto que
tenían a su alcance, tabletas, cueros, cortezas de palmera,
omóplatos de camello, sus frases sagradas. Cuando no las podían
transcribir, las guardaban en su memoria, para lo cual la composición
rítmica y el “estilo oral” ayudaban no poco.

El Corán fue revelado por Dios, aseguran sus exégetas, sólo que en
razón de la imposibilidad de que se establezca un contacto directo
entre Dios y los hombres, llegó hasta nosotros mediante el ángel
Gabriel a través del Profeta. Mahoma era analfabeto, de modo que,
como afirman los musulmanes, no se le puede atribuir su autoría.
Durante veintitrés años el arcángel le fue dictando las palabras
ordenadas por Dios, primero memorizadas y posteriormente escritas.
Es evidente que Mahoma debía ser al menos igual al Moisés del
Antiguo Testamento o al Jesús de los cristianos.

Fue principalmente estando en Medina donde dictó el Corán por


migajas, pero como por aquel entonces lo había olvidado, el ángel
Gabriel debió recordárselo al oído, trozo por trozo. En un momento
de distracción, el Profeta no se percató de que el demonio había
tomado el lugar de Gabriel, dictándole dos versículos realmente
satánicos. Felizmente Gabriel volvió pronto y echó al demonio. Así
son explicados dos textos que parecen encomiar los cultos
supersticiosos. El contenido del Corán es sagrado, ha de
mantenerse textualmente y en la lengua original.

Después de la muerte de Mahoma, los primeros califas resolvieron


recopilar todas aquellas revelaciones. Y así, luego de veinte años,
por orden del califa Otmán, se hizo una edición oficial del Corán,
dividido en capítulos o Suras, y éstas en Aleyas, que son sus
versículos. “Los distintos capítulos –escribe un estudioso del islam–
ciento catorce en total, están ordenados según su longitud; los más
largos a la cabeza y los más cortos al final, sin tomar en
consideración la cronología de las revelaciones hechas al profeta.
Ahora bien, como el libro santo tiene partes que se contradicen, los
musulmanes se han visto en la necesidad de buscar una relación
cronológica entre las suras para saber, en caso de prescripciones
contrarias, cuál es la que abroga y cuál la que permanece”.

Desde entonces el Corán se ha visto rodeado de gran veneración. Es


como el Evangelio de los musulmanes. Leído con ojos occidentales,
no se muestra como un libro sistemático y ordenado. Los consejos,
las instrucciones, las máximas morales, se mezclan allí de manera
abigarrada. Fruto de inspiraciones variadísimas y de tiempos muy
distantes entre sí, contiene repeticiones, e incluso verdaderas
contradicciones, que han dado ocasión a grandes contiendas y hasta
escisiones en el propio mundo islámico. Es, sin embargo, un texto
muy hermoso y poético, de una grandeza casi bíblica, una obra llena
de ritmo y armonía. No se lo lee solamente, se lo canta. Así fue
desde el comienzo, lectura solemne, recitación, proclamación, lo que
lo convierte en un texto fuertemente evocador. Sirve, asimismo, entre
sus seguidores, de código político y civil, que regula todos los actos
del muslim, ejerciendo sobre él un influjo decisivo que lo sostiene en
las luchas de la vida.

Espiguemos algunas de las aleyas, sobre todo las que se refieren a


los judíos y a los cristianos.

Al dirigirse a los judíos, advertimos ante todo que les enrostra no


haber creído en Jesús. “Cuando se les dice: Creed en lo que Allah
envió de arriba, responden: «Creemos en lo que nos ha sido enviado
de arriba», pero ellos no creen en lo que ha venido después. Sin
embargo esto último es la verdad que confirma lo que ya tenían.
Diles: ¿Por qué habéis matado, pues, a los enviados de Allah, si
teníais fe?” (Sura 2, 90).

Dicha falta de fe no es sino la prolongación de la que mostraron


frente a Musa, como el texto llama a Moisés. Por ello Allah los
castigó. “Se decretó que la vileza y la mezquindad fueran
inseparables de ellos. Se atrajeron la cólera de Allah porque no
creían en sus milagros y condenaban injustamente a sus profetas”
(Sura 2,60).

Desde entonces, quienes perseveraron en dicha actitud se volcaron


a las cosas de esta tierra. “Encontrarás que son los hombres con
más apego a la vida, como les ocurre a algunos idólatras, que
desearían vivir mil años. Pero aunque los vivieran, eso no los
salvaría del castigo” (Sura 2,95). Les pasa algo parecido a lo que les
sucedió a aquellos que se opusieron a Musa, “que venden la otra
vida a cambio de la vida en este mundo” (Sura 2,85).
Cuando el Corán se refiere a los cristianos, muestra un gran respeto
por la figura de Isu, como llama a Jesús. Él es “una palabra de Allah”
(Sura 3,39). El Libro describe poéticamente el misterio de la
encarnación y el ulterior nacimiento del Señor en la sura 19. Allí se
nos dice que en cierta ocasión Maryam, nombre que da a nuestra
Señora, se encontraba apartada, mirando hacia el oriente, y Allah le
envió a Yibril, es decir, al ángel Gabriel. A la invitación del ángel, ella
respondió: “¿Cómo podré tener un niño si ningún mortal me ha
tocado?” Ello será fácil para el Señor, le dijo Gabriel. “Será nuestro
signo ante los hombres y la prueba de nuestra misericordia”. María,
algo turbada, se retiró a un lugar distante, y así “el parto la sorprendió
junto al tronco de una palmera”. El niño dijo: “Yo soy el siervo de
Allah. Él me ha dado el Libro y me ha hecho profeta”.

Justamente el delito principal de los judíos consiste en haberse


negado a reconocer a este profeta, diciendo: “Nosotros matamos al
Ungido, hijo de Maryam, mensajero de Allah” (Sura 4,156). Con todo,
según el Corán, aunque así lo creyeron, en realidad no lo crucificaron
y lo mataron, ya que “Allah lo elevó hacia sí” (Sura 4,157), evitando
que muriera.

El gran error de los cristianos fue haber pretendido divinizar a Isu,


haciéndolo hijo de Allah, cuando él era sólo un hombre, sublime, por
cierto, pero sólo hombre. El nombre mismo de “Isu” no es una
transcripción del griego o del hebreo, sino una deformación
introducida con una intención precisa: la de privarlo de su
significación etimológica de “Yahveh salva”. Es sólo Isu, “hijo de
María”, no “Hijo del Altísimo”, ni “hijo de David”, con lo que se niega
tanto su divinidad como su mesianismo. Por eso, al adorar a Jesús,
los cristianos han caído en la idolatría. De ahí que el Corán los
incluya entre los que llama “asociadores”, porque han asociado en
cierto pie de igualdad a Isu con Allah. Dios es Único y no hay que
“asociarle” nada, y menos hacer de Dios una Trinidad. “¡Gente del
Libro! No saquéis las cosas de quicio en vuestra práctica de
adoración, ni digáis sobre Allah nada que no sea la verdad.
Ciertamente el Ungido, hijo de Maryam, es el mensajero de Allah, y
su verbo, depositado en Maryam, es un espíritu procedente de Él.
Creed, pues, en Allah, y en su mensajero, y no digáis: Hay tres.
Dejad de hacerlo. La verdad es que Allah es un Dios Único. Gloria a
Él, ¿cómo va a tener un hijo?” (Sura 4,170). Tanto Isu como su madre
no son sino creaturas de Allah. Por eso “han caído en incredulidad
los que dicen que Allah es el Ungido, hijo de Maryam. Respóndeles:
¿Quién podría, de cualquier manera que esto sea, impedir a Allah si
quisiera aniquilar al Ungido, hijo de Maryam, a su madre y a todos los
seres de la tierra?” (Sura 5, 19).

El mismo Isu, leemos en otro lugar, no ha pedido que se le adorase.


Por eso “realmente han caído en incredulidad quienes dicen: Allah es
el Ungido, hijo de Maryam. Cuando fue el Ungido quien dijo a los
hijos de Israel: ¡Adorad a Allah! Mi Señor y el vuestro” (Sura 5,74). No
hay, pues, hijo de Allah, igual a él, ni hay por consiguiente Trinidad.
“Han caído en incredulidad los que dicen: Allah es el tercero de tres,
cuando no hay sino un Único Dios” (Sura 5, 75). Isu, por consiguiente,
no es sino un profeta más: “El Ungido, hijo de Maryam, no es más
que un mensajero antes del cual ya hubo otros mensajeros” (Sura
5,77). Afirmar lo contrario es, en última instancia, negar el testimonio
mismo de Isu. “Cuando Allah dijo: ¡Isu, hijo de Maryam! ¿Acaso has
dicho tú a los hombres: Tomadme a mí y a mi madre como dioses
aparte de Allah? Dijo: ¡Gloria a Ti! No me pertenece decir aquello a lo
que no tengo derecho” (Sura 5,118). En verdad, “sólo les dije lo que
me ordenaste: ¡Adorad a Allah, mi señor y el vuestro!” (Sura 5,119).
En continuidad con su error fundamental, los cristianos “han tomado
a sus doctores y sacerdotes como señores en vez de Allah, igual que
al Ungido, hijo de Maryam, cuando solamente se les ordenó que
adoraran a un Único Dios. No hay Dios sino Él” (Sura 9,31). La
exhortación final: “Di: ¡Gente del Libro! Venid a una palabra común
para todos: Adoremos únicamente a Allah, sin asociarle nada y no
nos tomemos unos a otros por señores en vez de Allah” (Sura 3,63).

Hay que evitar, por tanto, caer en las artimañas tanto de los judíos
como de los cristianos. “Dicen: tenéis que ser judíos o cristianos. Di:
Al contrario [seguimos] la religión de Ibrahim (Abraham) que era
hanif, y no uno de los asociadores” (Sura 2, 134). Los musulmanes
llaman hanif al que siente una inclinación natural hacia la forma de
adoración verdadera, rechazando toda sumisión a otro que no sea el
Único. El texto insiste: “Ibrahim no era ni judío ni cristiano, sino hanif
y musulmán. Y no uno de los asociadores” (Sura 3,66).

Incluyamos, finalmente, algunos textos relativos a la conducta que el


buen musulmán debe seguir frente a un judío o un cristiano que se
resiste a aceptar el islam. Ante todo deberá tratar de no acercarse a
ellos. “Que los creyentes no tomen por amigos a los incrédulos en
vez de a los que creen. Quien lo haga no tendrá nada que ver con
Allah” (Sura 3,28). Y en otro lugar: “¡Vosotros que creéis! No toméis
por amigos de confianza a quienes no sean de los vuestros, porque
no cejarán en el empeño de corromperos” (Sura 3,118). La incitación
más tajante a este respecto es la llamada “aleya de la espada”, en
virtud de la cual quedan abolidas cualesquiera otras suras más
transigentes. Allí se exhorta: “Matad a los asociadores donde quiera
que los halléis. Capturadlos, sitiadlos, y tendedles toda clase de
emboscadas; pero si se retractan, establecen la oración y entregan
la limosna, dejad que sigan su camino” (Sura 9,5). Y también:
“Luchad contra ellos hasta que no haya más oposición y la adoración
debida sea sólo para Allah” (Sura 2,192).

Junto al Corán, la otra gran fuente de la doctrina islámica, es el


llamado Hadit, de peculiar importancia en el desarrollo de la
ideología musulmana. Si el Corán es palabra de Dios, el Hadit
transmite principalmente las palabras y enseñanzas de Mahoma, su
Profeta, así como en la Sunna se recopilan sus ejemplos de vida, sus
gestos y sus gestas. El Corán y el Hadit gozan de máxima autoridad
entre los musulmanes, y son considerados como las dos fuentes de
su energía religiosa y política. Con todo, desde el primer siglo de la
Hégira se decía un aforismo: “La Sunna puede prescindir del Corán,
pero no el Corán de la Sunna”, al punto que “en materias
controvertidas, la Sunna decide contra la autoridad del Corán, pero
no viceversa”. Por ejemplo, la lapidación con que se castiga a las
adúlteras proviene de la Sunna, mientras que el Corán no habla sino
de flagelación. En general hay que distinguir dos clases de textos.
Algunos se aplican cuando el Islam está en posición de fuerza; otros,
cuando está en posición de espera, por ejemplo en un país no
musulmán. A partir de dichos asertos, el Islam ha acabado por
establecer una práctica del derecho, una suerte de casuística. Por
eso, al Corán y al Hadit, hemos de añadir, en tercer lugar de
importancia, la Sharia, o ley sagrada, conjunto de prescripciones
legales que, alimentadas en las fuentes del Corán y la Sunna, pero
adaptándose a los diversos tiempos y circunstancias, han sido
elaboradas por las distintas escuelas jurídicas. Los ulemas son
considerados como sus intérpretes autorizados.

Sin embargo, en la consideración del pueblo fiel, el Corán tiene la


primacía. Su texto original, afirman los musulmanes, que es el texto
arquetípico, se encuentra en los cielos, como ya lo señalamos. Una
primera versión fue transmitida a los judíos, pero éstos la falsificaron.
Otra la recibieron los cristianos, pero ellos “se equivocaron” o
“erraron”, recayendo en la idolatría al creer que Jesús era Dios. La
versión definitiva fue dada a Mahoma, que la respetó en su tenor
original y la transmitió definitivamente a la humanidad en una lengua
clara y soberanamente armoniosa como es el árabe. La única actitud
que corresponde es la sumisión.

Tal es la versión oficial. Con todo, dicha versión ha sido en los


últimos tiempos fuertemente cuestionada. Un estudioso del mundo
musulmán, Bruno Bonnet-Eymard, que está traduciendo el Corán al
francés en edición crítica, sostiene, luego de prolijas investigaciones,
que en todo este asunto se esconden grandes errores históricos.
Ante todo, en lo que toca a la persona misma de Mahoma, cuya
existencia no sólo pone en duda, sino que la niega lisa y llanamente.
Su vida, afirma, pertenece a la leyenda, y es el resultado de aquellos
hadit o relatos que se fueron transmitiendo de generación en
generación hasta llegar al siglo VIII, cuando por primera vez se
presentó su biografía cronológicamente expuesta. En otras palabras,
no hay prueba científica de que haya existido. Siendo ello así, es
imposible dejar de reconocer que ciertamente hubo alguien de gran
personalidad, un árabe que fue jefe de guerra y excelente político,
heredero de una inmemorial tradición religiosa, muy influido por el
judaísmo y el cristianismo, un genio religioso y hombre de acción de
raro poder, del que mil años de ignorancia han creído conocer el
nombre.

Más aún, algunos autores revisionistas niegan la existencia misma


de La Meca en la época del presunto Mahoma. De esa ciudad,
afirman, sólo se habla dos siglos más tarde, en obras de autores
musulmanes que vivían generalmente en Medina o en Irak. Que
hubiese un pueblo de comerciantes en ese sitio particularmente
insalubre antes de la aparición del islam, no parece sino un mito
fundado únicamente en las leyendas árabes postislámicas. De
hecho, los geógrafos de la antigüedad no la consignan en sus
mapas.

Finalmente el P. Théry, a quien hemos citado varias veces, en un


libro que publicó bajo el pseudónimo de Hanna Zakarias, sostiene
que es también una superchería la leyenda de Mahoma como autor
del Corán, bajo el dictado del arcángel Gabriel. A su juicio, Mahoma
nada tiene que ver con la elaboración de ese libro. El Corán actual no
sería sino el fruto de la predicación de un rabino de tendencia
farisaica talmudista, que se habría propuesto judaizar Arabia, con
aportes judeo-cristianos tomados de apócrifos del Nuevo
Testamento, como el Evangelio de los Hebreos, el Evangelio de
Santiago y los Evangelios de la Infancia, todos escritos gnósticos. Tal
sería la verdad científica.

No estamos en condiciones de pronunciar un juicio crítico sobre


estas hipótesis. Sólo las damos a conocer por el interés que pueden
suscitar.

Cerremos este apartado sobre el Corán trayendo a colación una


curiosa tesis de Belloc sobre el islam. A su juicio, éste no es sino una
herejía cristiana. No, por cierto, en el sentido técnico de la palabra, ya
que sólo puede ser hereje el cristiano que, en materia de fe, se
opone con pertinacia a lo que cree y enseña la Iglesia. El pensador
inglés lo dice en un sentido lato. Expongamos su pensamiento.
Comenzó el islamismo como una herejía, afirma, no como una
religión nueva. No fue, al modo de las religiones paganas, un
enemigo proveniente del exterior, sino una adulteración de la
doctrina cristiana. Su vitalidad y su capacidad de expansión
contribuyeron a que pareciese una religión nueva, pero los que
presenciaron su surgimiento vieron claramente que no se trataba
sino de una adaptación y una tergiversación del judeo-cristianismo.
No surgió dentro de la misma Iglesia, como la mayor parte de las
herejías. Mahoma no fue jamás cristiano, ni de nacimiento ni de
doctrina. Nació pagano, pero buena parte de lo que enseñó, se
contiene en la doctrina cristiana. Procedía de los idólatras de la
Arabia salvaje, cuya conquista nunca interesó a los romanos, y
habitaba entre ellos, pero lo que inspiró sus convicciones fue el
mundo cristiano, en cuyas fronteras vivía, y cuyos territorios había
conocido con motivo de sus viajes. Tomó muy pocas de las viejas
ideas paganas, pero en cambio predicó con entusiasmo un conjunto
de ideas peculiares de la Iglesia, que quizás conoció a través de los
Evangelios apócrifos. Tal fue el origen de sus principales
enseñanzas: la unidad y la omnipotencia de Dios, sus principales
atributos, como la naturaleza personal, la bondad infinita, la
eternidad, la providencia, su poder creador, el mundo de los ángeles,
el mundo de los demonios presididos por un caudillo, Satanás. Todo
esto lo extrajo del cristianismo, así como sus principales ideas
antropológicas: la inmortalidad del alma, la responsabilidad del
hombre por las acciones de esta vida, juntamente con la doctrina del
castigo y de la recompensa después de la muerte.

Si se enuncian solamente estos puntos en que el islamismo coincide


con el cristianismo, podría pensarse que no hubieran debido existir
motivos de fricción. Mahoma parecería casi una especie de
misionero que difundía con ardor las doctrinas fundamentales de la
Iglesia, entre los que hasta entonces habían sido degradados
paganos del desierto. ¿Acaso el Corán no exaltaba la figura de Jesús
–“enviado de Dios, que dialogaba públicamente con el Único y era
palabra viva de Allah”–, que en el día del juicio sería el juez de la
humanidad? ¿Acaso no se encomiaba también allí la figura de la
madre de Jesús, “la señora Maryam”, que fue siempre para Mahoma
la primera de las mujeres, a tal punto que sus seguidores llegaron a
tomar de los primeros Padres una vaga noción de su Inmaculada
Concepción? Es cierto que eso es lo que aparece en el Corán; sin
embargo no hay que olvidar que la Sunna contiene algunos
versículos muy duros contra los “hombres del Libro”, como llamaban
a los judíos y a los cristianos.

Pero el punto central que diferencia el islamismo del cristianismo,


haciendo de aquél una auténtica herejía que hirió en lo más vivo la
tradición católica, fue la negación absoluta de la Encarnación del
Verbo. Influido quizás Mahoma por los cristianos que conoció en el
transcurso de su vida, pertenecientes por lo general a las sectas
heréticas, principalmente el arrianismo y nestorianismo, se pronunció
enérgicamente contra la doctrina de un Dios encarnado, contra la
doctrina de quienes le atribuyen a Dios “un Hijo”, como hemos visto
se afirma repetidamente en el Corán. Nuestro Señor era, por cierto,
un profeta, pero al fin y al cabo sólo un profeta, un hombre como los
demás.

En el siglo VII, San Juan Damasceno mantuvo una controversia con


los “sarracenos”, que por aquel entonces ocupaban Damasco,
ciudad en la que aquél vivía. Digamos, si bien de paso, algunas
palabras sobre este personaje tan interesante, que sería el último de
los Padres de la Iglesia. Nació en Siria, en razón de lo cual pudo
conocer muy de cerca el mundo islámico. Integraba una familia de
altos funcionarios, ya que su abuelo había sido encargado por el
emperador de Bizancio de cobrar los impuestos en aquella región.
Cuando los musulmanes ocuparon su patria, como eran poco
numerosos y carecían de funcionarios idóneos, le rogaron que
siguiese percibiendo los impuestos para el nuevo señor. Su hijo, es
decir, el padre de Juan, le sucedió en dichas funciones, volviéndose
íntimo amigo del Califa, sin abdicar por ello de su fe católica. Luego
de su muerte, Juan recibió también, al parecer, el encargo de
recaudar los impuestos debidos por los cristianos de la provincia de
Damasco. Poco después, resolvió retirarse al monasterio de San
Sabas, en las cercanías de Jerusalén, que era un centro intelectual a
la vez que espiritual. Allí redactó tres espléndidos discursos contra el
iconoclasmo, herejía que por aquel entonces encontraba apoyo en el
emperador de Bizancio. Actitud valiente, por cierto, dado que
también los musulmanes se oponían a toda representación
figurativa.

Fue asimismo en dicho monasterio donde el Damasceno pergeñó


dos breves escritos polémicos contra el islam. Su larga convivencia
con los musulmanes en Damasco, la ciudad de su juventud, que era
por aquel entonces el centro político y religioso del Imperio
musulmán, y el perfecto conocimiento del árabe, le habían permitido
conocer bien su religión, así como los principales puntos del dogma
cristiano especialmente vulnerados por quienes intentaban elaborar
una teología musulmana y exponer de manera sistemática el
contenido de la revelación coránica. El primero de esos opúsculos se
contiene en su Libro de las herejías, que constituye, a su vez, una
parte de su obra principal llamada La fuente del conocimiento. Dicho
libro, donde expone y refuta nada menos que cien herejías, no es
sino una compilación de informaciones tomadas de obras más
antiguas y se presenta bajo la forma de un catálogo. Sólo la “herejía”
última, el islam, constituye un aporte personal del Damasceno. Era la
primera vez que un teólogo que vivía en tierras dominadas por los
secuaces de Mahoma, se interesaba por la nueva religión. En dicha
obrita Juan denuncia las creencias y las costumbres de los
musulmanes en cuanto se oponen a la ortodoxia y la moral
cristianas. Especialmente destaca su rechazo del carácter divino de
Jesús. “Estos sarracenos nos llaman hetairistas –afirma–, es decir,
asociadores, porque asociamos el Verbo y el Espíritu al Padre, en la
divinidad. La verdad es que ellos son mutiladores de Dios”, les
retruca ásperamente. Como luego lo haría Belloc, llama “herejía” al
islam, sólo que en el sentido amplio de secta o de escuela filosófica
errónea. Una calificación semejante se podrá encontrar siglos
después en Pedro el Venerable, abad de Cluny. Luego de que éste
hizo traducir el Corán en Toledo, lo envió a San Bernardo pidiéndole
que rebatiese “la funesta herejía de Mahoma”. Sin embargo, en su
propia refutación, Pedro confiesa no saber si llamar así al islam, ya
que no se trata de una secta brotada del cristianismo. Con todo la
considera “una forma de arrianismo”. La otra confutación que nos
dejó el Damasceno es su Controversia entre un musulmán y un
cristiano, donde expone una enseñanza complementaria, no ya
simplemente descriptiva, sino de orden doctrinal, poniendo así a
disposición de los cristianos los argumentos teológicos a los que
podrán recurrir en sus discusiones con los musulmanes: el
musulmán formula sus críticas, y el cristiano le responde justificando
su fe.

Sea lo que fuere de la precisión de esta censura teológica que los


autores anteriormente citados atribuyen a la doctrina del islam, la
cierto es que con su categórico rechazo de la Encarnación del Verbo,
dicha doctrina se aparta sideralmente de la enseñanza cristiana. La
negación a que acabamos de aludir involucra la impugnación del
dogma de la Santísima Trinidad, así como de toda la estructura
sacramental. Mahoma negó la Eucaristía, la Misa, el Orden sagrado,
el matrimonio como sacramento. Es decir, hizo como todos los
herejes, eligiendo algunas verdades, rechazando otras, “mutilando”
la doctrina, con lo que la cosmovisión cristiana quedaba radicalmente
simplificada. La doctrina de la Iglesia es verdadera –parecía decir–
pero se ha llenado de excrescencias, se ha vuelto complicada por
agregados arbitrarios de hechura humana, como por ejemplo la idea
de que el fundador era divino, así como de que fuese imprescindible
un estamento de sacerdotes e imaginarios sacramentos que
conferían la gracia. A este respecto señala Belloc un paralelismo
entre el entusiasmo con que Mahoma atacaba al clero, la Misa y los
sacramentos, y el fervor que, siglos después, exhibiría el calvinismo
por enterrar esas mismas enseñanzas.

3. Los cinco pilares


Si pasamos de la doctrina islámica a la moral que sustenta,
advertimos que se resume en lo que llaman “cinco pilares”.

El primero de ellos es la confesión de la fe. Creer significa para el


musulmán aceptar como verdaderas las revelaciones de Allah
recibidas por Mahoma y postrarse en adoración ante la majestad
divina. Un verdadero musulmán deberá expresar dicha disposición
reiterando con frecuencia la fórmula básica que la resume: “No hay
más que un solo Dios, y Mahoma es su Profeta”. Dichas palabras,
tan categóricas, incluyen a la vez una proposición doctrinal y una
tesitura esencial del culto musulmán. No otra cosa es el islam, la
sumisión al Todopoderoso. Ser muslem, musulmán, consiste en estar
sometido a Dios. El nombre de “Allah”, derivado del término hebreo
Allohim, era ya tradicional en aquellas regiones. Aun ahora lo usan
también los judíos y los cristianos de habla árabe. Según parece,
aquella fórmula comenzó a ser empleada expresamente para indicar
la oposición musulmana al judaísmo y al cristianismo, religiones que
profesaban, sí, la unidad de Dios, pero negaban que Mahoma fuera
su mensajero. Señalemos de paso que el Dios del Corán, sobre el
que recae la profesión de fe del musulmán, es un ser distante, que
impera soberanamente sobre el creyente, pero no se aviene a
dialogar con él. No hay entre ambos relaciones personales. En torno
a esta fe se constituye la ummah, es decir, la comunidad de los
creyentes.

El segundo pilar es la oración. Según las normas establecidas,


posteriores al Corán, ha de realizarse cinco veces al día: al alba, al
mediodía, luego de comer, a la puesta del sol, y después de
medianoche. Cada plegaria debe ir precedida de una ablución. Su fin
prácticamente único, tal como lo concibe la espiritualidad
musulmana, es la adoración a Dios, que ha creado al hombre con la
tarea precisa de que le reconozca como Creador y se humille ante
Él. La oración, así reiterada, tiene por propósito garantizar un
contacto regular con Allah y un correlativo distanciamiento del
mundo, ya que el buen musulmán deberá considerar su vida como
una peregrinación hacia el paraíso. Se puede rezar a Dios en
cualquier sitio, siempre en dirección hacia La Meca, procurando
utilizar una pequeña alfombra, que significa el suelo sagrado de
aquella ciudad y la necesaria separación del mundo a que acabamos
de aludir. De hecho, la oración de los musulmanes parece agotarse
en los actos rituales de adoración e invocación de la divinidad. Como
lo acabamos de señalar, no se educa al creyente para tener un trato
filial con Dios, que permita alguna forma de coloquio. Las relaciones
del hombre con Dios no incluyen esa forma de amistad que los
cristianos llamamos “la gracia”, mediante la cual el creyente se eleva
del plano puramente natural al nivel sobrenatural. Al islam le resulta
inconcebible que el hombre pueda participar místicamente en la
naturaleza divina. Dios no es un Padre, sino esencialmente el
Trascendente, el misterio insondable. Si el Corán habla, en raros
versículos, del amor de Dios, no hay que comprenderlo, según sus
comentaristas, de una relación de amistad entre Allah y los hombres,
lo que sería indigno de Dios e impensable del Trascendente. Poco
sentido tiene también entre ellos la oración de petición, ya que el
curso de las cosas es ineluctable, y Dios no lo va a modificar. Si bien
la plegaria de los musulmanes es esencialmente individual, con todo,
siguiendo una norma del Corán, se ha establecido que los viernes
haya una oración colectiva, que se realiza en las mezquitas, con el
sermón del imán, lo que no significa que el viernes sea un día
sagrado. Los diversos momentos de la oración suelen ser
anunciados desde un lugar elevado, generalmente el minarete anexo
a una mezquita.

El tercer pilar es la limosna. El verdadero creyente deberá socorrer


con sus bienes a los parientes, a los pobres, huérfanos y peregrinos,
contribuyendo así al sostenimiento y promoción de la causa del
islam. Más allá de la ayuda que ella pueda reportar al prójimo, se la
considera como una especie de purificación por medio del sacrificio.

El cuarto pilar es el ayuno que los creyentes deben practicar durante


el mes de Ramadán, por ser este el mes en que fue revelado el
Corán. Durante todo el día, desde la salida hasta la puesta del sol,
habrá de abstenerse de tomar comida y bebida, así como de toda
relación sexual. Dicha práctica es una muestra concreta de
obediencia a los deseos de Allah.

Finalmente todo musulmán está obligado, al menos una vez en la


vida, a visitar La Meca. Esta peregrinación es un deber religioso. El
modo de hacerla, reviviendo los acontecimientos principales de la
historia sagrada islámica, está detalladamente descrito en los
manuales. La visita de la Kaaba, “lugar sagrado” por excelencia,
constituye el momento culminante. Este recinto se presenta hoy
como un espacio rectangular, de forma aproximadamente cúbica –al
parecer la palabra “Kaaba” significa cubo–, con doce metros de
fachada, por diez de lado y quince de alto, y sus cuatro esquinas
orientadas hacia los cuatro puntos cardinales. Los muros, donde se
encuentra la “piedra sagrada”, son de piedra negra. En el interior,
que está vacío, sólo se ven las lámparas de oro y plata allí colgadas,
así como el piso decorado con mosaicos. La ceremonia incluye
cuatro ritos: dar siete vueltas alrededor del templo, a paso acelerado,
recordando la angustia de Agar, que corría en busca de agua para
abrevar a su hijo Ismael, que moría de sed; besar la piedra negra,
encastrada en el muro a un metro y medio de altura sobre el suelo;
beber agua en la fuente Zem-Zem, que según se cree había sido
abierta por el ángel Gabriel para salvar a Agar y a su hijo; y
finalmente recorrer en peregrinación de ida y vuelta las colinas das-
Safa y al-Marva, trayecto ahora totalmente cubierto, recordando la
estancia de Abraham e Ismael en dichos lugares. El octavo día del
mes, los peregrinos salen de la ciudad, en dirección a la colina Arafa,
donde permanecen de pie por un rato. Durante el camino de retorno
a La Meca, en Mina, realizan otros dos actos simbólicos. El primero
consiste en arrojar piedras a un pilar que representa al demonio;
según la leyenda, allí Satanás se le había aparecido a Abraham,
tratando de que se abstuviese de construir un templo para Dios, a lo
que el patriarca le respondió lanzándole piedras. El segundo acto se
concreta en el sacrificio de un animal. Tras ello, los peregrinos se
quitan las prendas rituales. Muchos de ellos se dirigen luego a
Medina para visitar la tumba de Mahoma, ubicada en la mezquita
que él mismo hiciera erigir en ese lugar.
He aquí los cinco pilares del islamismo, en tres de los cuales se deja
advertir la influencia cristiana: la oración, el ayuno y la limosna. Se ha
señalado que esta religión parece permanecer en un plano
meramente natural, en la más completa ignorancia del pecado
original y de la gracia santificante. A esos deberes fundamentales
agregan algunas prescripciones menores como abstenerse de vino y
de carne de cerdo. Mahoma persiguió la avaricia, el orgullo, el
libertinaje y la mentira; abolió los sacrificios humanos; prohibió la
muerte y el abandono de los hijos; refrenó la poligamia
desenfrenada, limitando hasta cuatro las mujeres legítimas…

Por supuesto que no todos los que se consideran musulmanes


asumen sus obligaciones con la misma seriedad. Hay entre ellos,
como sucede entre nosotros, una variada gama de formas de
observancia, desde la del que cumple puntualmente el ayuno y los
rezos cotidianos, hasta el beduino común, que no ora regularmente,
ni ayuna en Ramadán, pero que profesa que hay un solo Dios y que
Mahoma es su Profeta.

El islam tiene también una impostación esjatológica. “Creed en Allah,


el Único –leemos en el Corán–, obedeced las órdenes que os ha
transmitido Mahoma, Profeta de Allah, e iréis, después de vuestra
muerte, a los umbrosos jardines del paraíso en donde, acostados
sobre lechos de brocados, beberéis el agua viva de la fuente Es-
Selsebil, gozando de las huríes, las hijas del cielo […] Pero si no
creéis, si desobedecéis, iréis al infierno, a comer el espantoso fruto
del árbol Zakkum, entre inextinguibles llamas”.

4. La guerra santa y la expansión del Islam

El islamismo, y en esto se asemeja al catolicismo, tiene pretensiones


de universalidad. Todos los creyentes se consideran comprometidos
en la defensa de los derechos de Dios, cuyo primado y prioridad
deben proclamar sobre todo otro derecho, defendiéndolo hasta
perder la propia vida, si fuere necesario. Miembros del “partido de
Dios”, se sienten integrantes de “la mejor comunidad que ha surgido
en bien de los hombres”, según se lee en una de las Suras del Corán
(3,110). Y porque es la mejor comunidad (ummah), el musulmán
siente el orgullo de dicha pertenencia; los demás, son extranjeros.

Un gran islamólogo, el P. Henri Lammens, después de describir en


una de sus obras el nacimiento del islam, la vida de Mahoma, el
Corán y los cinco pilares, siguiendo el mismo orden por el que
optamos nosotros, se detiene en lo que a su juicio constituye “el
sexto pilar del Islam”, la jihad, la guerra santa contra los no-
musulmanes. Porque en la expansión del Islam, a que enseguida nos
referiremos, tuvo un papel insignificante lo que nosotros, los
católicos, llamaríamos “el espíritu misional”, el apostolado, que trata
de convencer por las buenas, y así convertir a los infieles. La sharia,
o ley islámica, ha considerado siempre la guerra santa como una de
las obligaciones de la autoridad política, quien al obrar así no hace
sino cumplir un deber de solidaridad. Es mártir, chaid, el musulmán
que sucumbe durante la jihad, el musulmán “que mata y muere”,
como se lee en el Corán (9,112). Por eso hay una clara distinción
entre lo que ellos llaman “territorio de guerra” y “país del Islam”. Con
los países que integran la primera zona sólo se pueden concluir
treguas que no superen los diez años, indefinidamente renovables,
por cierto.

De ahí que pronto se pusieran en pie de guerra. Las primeras


incursiones victoriosas las emprendió el mismo Mahoma en la
Península Arábiga, comenzando por La Meca. Tras derrotar a las
tribus enemigas, llegó a dominar en toda la parte central de la
Península. Pero al seguir adelante con su emprendimiento, se topó
con una dificultad. Las dilatadas zonas del norte de Arabia estaban
en poder del Imperio Bizantino y del Imperio Persa, por lo que en su
plan de dominar toda esa región y convertirla en un gran Estado
musulmán, debió hacer necesariamente la guerra a ambos Imperios.
Al parecer, antes de arrojarse al combate, escribió a sus respectivos
soberanos, ofreciéndoles la conversión al islamismo como única
garantía de seguridad. Acerca de las respuestas que obtuvo, hay
gran variedad de anécdotas en la tradición musulmana.
Poco tiempo después de la muerte del Profeta, los musulmanes,
encabezados por Omar, amigo y segundo sucesor de Mahoma, se
lanzaron al Asia Menor, invadiendo Siria, que con el pasar de los
años se iría islamizando gradualmente y con cierta facilidad. Los
funcionarios cristianos de los Emperadores aceptaron entrar al
servicio de los Califas que, por lo general, no se mostraron violentos
con los vencidos, única manera de mantenerlos sujetos. Las
relaciones entre el poder islámico y los cristianos fueron
relativamente cordiales, a tal punto que, un siglo después, en la
Damasco árabe florecería esa gran figura que fue San Juan
Damasceno, a quien nos referimos hace poco. Pero no nos
adelantemos en el tiempo. En aquella invasión, dos grandes batallas
culminaron en victoria del Islam, la primera al este de Palestina, en
las alturas que dominan el Jordán, y la segunda en Mesopotamia,
donde tras combatir durante varios días, aplastaron al poderoso
ejército persa, se apoderaron de la bandera de piel de leopardo de
los Emperadores, y finalmente ocuparon su capital, Ctesifonte. En
una de esas incursiones, el emperador bizantino Heraclio les salió al
encuentro, resultando vencido. Sólo atinó a llevarse la Vera Cruz de
Jerusalén a Constantinopla.

En lo que toca a Tierra Santa, los musulmanes necesitaron algún


tiempo para apoderarse de todas sus plazas fuertes. Un ejército
griego, reforzado por árabes cristianos, fue derrotado tras cruento y
largo combate, con lo que quedó expedito el camino de Jerusalén.
Ésta resistió cuanto pudo, alentada por el patriarca Sofronio, pero al
fin debió capitular. La caída de Jerusalén fue hondamente sentida en
todo el mundo cristiano. Desde Constantino, había sido la Ciudad
Santa por excelencia. Los tres siglos del período bizantino fueron
para ella una edad de oro. En el año 451 se la declaró patriarcado,
como lo eran Roma, Alejandría, Antioquía y Constantinopla. Allí
afluían peregrinos de todos los países, muchos de los cuales se
quedaban definitivamente. En vísperas de su conquista por parte del
Islam, era una gran ciudad, animada, llena de iglesias. Numerosos
monasterios habían sido fundados especialmente en los desiertos
vecinos. Dentro de los muros de la ciudad se encontraba una vasta
área rectangular, que había sido la explanada del antiguo templo,
desolada, devastada. Pues bien, el califa Omar, luego de entrar en la
ciudad, acudió a rezar a Allah sobre dicho espacio, allí donde hoy se
eleva la mezquita que lleva su nombre. En realidad no debería ser
llamada así, porque cuando Omar llegó no había ninguna mezquita
ni él tampoco la erigió. Sobre el lugar que hoy ocupa se ubicaba, en
la época de los judíos, el altar de los holocaustos. Se lo denominaba
también “lugar de Abraham”, en razón de una tradición inmemorial
según la cual el templo había sido construido sobre el monte Moria,
donde Abraham subió con su hijo Isaac para ofrecerlo a Dios en
sacrificio (cf. Gén 22,2). Cuando en el año 135 los romanos acabaron
de destruir lo que restaba del templo, sólo quedó la roca sobre la que
se apoyaba el altar de los judíos. El actual edificio, coronado por una
espléndida cúpula, en razón de lo cual es llamado a veces la Cúpula
de la Roca, fue construido por artistas bizantinos a fines del siglo VII,
convirtiéndose en una mezquita que rivalizaba con el Santo
Sepulcro. En la época de las Cruzadas, la roca sería rebanada por
los templarios, para erigir sobre ella un altar donde se pudiese
celebrar la Misa. En ese espléndido lugar vemos hoy magníficos
deambulatorios concéntricos, separados por columnatas, entornando
un espacio central donde se conserva la roca desnuda.

Los invasores musulmanes se arrojaron luego sobre el Egipto.


Pronto cayó el Cairo y luego Alejandría. Lo repentino de estos
hechos lleva a pensar que hallaban complicidades en los pueblos
invadidos. De hecho las encontraron en numerosos judíos, y también
en grupos cristianos, especialmente monofisitas, que preferían los
árabes a los bizantinos. Por lo demás, los egipcios, justamente
cuando aconteció el ataque musulmán, estaban en semirrebelión
contra el emperador de Bizancio. Sea lo que fuere, lo cierto es que la
caída de Alejandría, la vieja y gloriosa sede de Atanasio, produjo en
la Cristiandad una resonancia semejante a la que siglos después
tendría la caída de Constantinopla en manos de los turcos.

Tras ocupar Egipto los musulmanes se lanzaron al África del norte.


La conquista de esta dilatada región no fue tan fácil como a veces se
piensa. Tanto los bizantinos, que por aquel entonces la ocupaban,
como los bereberes, raza muy antigua y numerosa que se extendía
desde el desierto de Egipto hasta el Atlántico, y desde las costas del
Mediterráneo hasta el desierto de Sahara, opusieron una obstinada
resistencia. Pero el Imperio Romano de Oriente, como gustaba
llamarse Bizancio, no estaba en condiciones de defender con
eficacia esos dominios tan lejanos, y al cabo los abandonó a su
propia suerte, al tiempo que reagrupaba sus fuerzas para defender la
capital imperial, ocasionalmente amenazada, y la parte del Asia
Menor que integraba el Imperio. Los pueblos autóctonos del norte de
África, desamparados ya del apoyo de los bizantinos, se organizaron
entonces bajo caudillos propios. Si bien el jefe musulmán, ebrio de
botín, penetró osadamente en territorio enemigo llegando hasta el
extremo oriental del Atlántico, pronto se dio cuenta de que en la
retaguardia se habían agrupado grandes contingentes de fuerzas
cristianas, que acabaron por infligirle una severa derrota. Tiempo
después, retomaron la ofensiva, logrando por fin establecer
efectivamente su dominio sobre todo el norte de África. Atravesaron
luego el estrecho de Gibraltar, y tras ocupar una buena parte de
España, cruzaron los Pirineos, apoderándose de Carcassonne y de
Nîmes. Pensemos que todo ello sucedía menos de cien años
después de sus primeras victorias en Siria. En Poitiers los esperaba
Carlos Martel, contra cuyos caballeros cubiertos de hierro se
estrellaron las tropas ligeras de los árabes, frenándose así su
impresionante ofensiva sobre Occidente.

Rechazados hasta los Pirineos, siguieron dominando sobre España,


con excepción de su montañosa zona del nordeste. Más adelante se
harían dueños de Sicilia, tras lo cual se propusieron invadir Italia para
implantar allí la Media Luna y erigir una mezquita sobre el monte
Vaticano, como lo habían hecho sobre la explanada del antiguo
templo de Jerusalén. El Mar Mediterráneo, oriental y occidental, era
casi de ellos, así como sus islas, habiendo dejado contingentes
armados hasta en las costas de Galia y de Italia. Nunca la historia
había conocido una ofensiva semejante, tan repentina y tan
ininterrumpidamente triunfante. A los veinte años del primer ataque,
acontecido en el 634, dos años después de la muerte de Mahoma,
había desaparecido Siria, la cuna de nuestra fe, y Egipto, con
Alejandría, el gran centro de la cultura católica. En cien años, cerca
de la mitad del viejo Imperio cristiano había caído en poder de
funcionarios musulmanes, y la población de los territorios ocupados
parecía aceptar de buen grado la nueva situación. La influencia y el
gobierno musulmán habían suplantado a la influencia y el gobierno
cristiano y estaban convirtiendo en mahometano casi todo el
Mediterráneo oriental, occidental y meridional.

¿Cuáles fueron las razones por las cuales se desencadenó esta gran
ofensiva del Islam sobre la naciente Cristiandad? Para entender
mejor dicho fenómeno convendrá tener en cuenta la situación interior
del propio Islam. Es cierto que si bien Mahoma no había previsto
nada para su reemplazo, siendo su gobierno totalmente unipersonal,
con todo, durante los treinta años que siguieron a su muerte, no hubo
problemas mayores. Al Profeta lo sucedió Abu-Bekr, discípulo suyo,
con el título de Califa, que significa jefe de los creyentes, quien acabó
la conquista de la península arábiga. Luego lo siguió Omar, político
sagaz, que formó un ejército formidable, al que comunicó un impulso
de fanatismo místico, en la inteligencia de que el único modo de
mantener la cohesión de su pueblo era lanzándolo a expediciones
guerreras. Para concretar dicho propósito, señaló las direcciones
hacia las cuales convenía llevar la guerra santa, que no eran otras
que los puntos de los que dependía el comercio de caravanas de los
árabes: Mesopotamia, Siria y Egipto, justamente los lugares donde
vimos se entablaron las grandes batallas iniciales. De este modo la
guerra santa, acto religioso por excelencia, el sacrificio más
apreciado de Allah, se llevó concretamente contra tierras en poder
de los cristianos, acabando éstos por ser los principales enemigos,
tanto que Omar, tomando distancia de su amigo Mahoma, podría
exclamar: “Nos corresponde devorar a los cristianos; y a nuestros
hijos devorar a sus descendientes, mientras los siga habiendo”.

Los guerreros enarbolaban el estandarte con la Media Luna. La Luna


aparece en el Corán como una señal del poder de Allah, ya que Él la
hizo para que midiese el tiempo de los hombres. Es, asimismo,
imagen del Profeta, porque refleja la luz del Sol, que simboliza a
Dios, y también emblema de la fe musulmana. El místico, que vive
del fulgor de Dios, se asemeja a la Luna, por la cual se guían de
noche los peregrinos. El día del juicio se partirá la Luna y se unirá al
Sol. Será el fin de la historia, el término del tiempo de la fe y el
comienzo de la contemplación.

Las banderas de Islam eran de color verde, que para los


musulmanes significa la salvación y la riqueza, material y espiritual.
Nada de extraño ya que los árabes primitivos, que vivían en las
arenas del desierto hostil y ardiente, veían en el verde el color del
oasis, la vegetación y la vida. Verde era, por otra parte, el manto de
Mahoma bajo el cual se refugiaron, en tiempos de peligro, su hija
Fátima, su yerno Alí y sus dos nietos, por lo que fueron llamados “los
cuatro bajo el manto”.

Tras las conquistas, el dominio musulmán se consolidó cada vez


más en todas las regiones ocupadas. Fue así naciendo una nueva
civilización, la musulmana. Los jinetes árabes que se habían lanzado
a tantas conquistas eran originariamente elementales y primitivos,
pero al entrar en contacto con civilizaciones antiguas, especialmente
la grecorromana, y sufriendo luego el influjo del África del norte, se
fueron cultivando al punto de suscitar una cultura urbana original, a la
que el uso de la lengua árabe le dio su unidad. El centro de gravedad
del Islam pasó inicialmente de La Meca y Medina a Damasco, ciudad
heredera de una vieja civilización, lo que significó un transferencia
muy significativa. Allí se instaló el primer Califato, que duraría casi un
siglo.

Es claro que hubo grandes turbulencias políticas dentro del sistema.


No podemos al respecto entrar en detalles. Digamos tan sólo que
sobre los antiguos Omeyas, sucesores de Omar, lograron imponerse
los Abásidas, así llamados por el nombre del iniciador de la dinastía,
Abu Abbas, tío de Mahoma, que al final lograron imponerse. Con los
abásidas, el centro de gravedad se desplazó de Damasco a Bagdad,
a orillas del Tigris, en el Irak actual, zona donde se encontraba la
antigua Babilonia, así como la gran ciudad persa de Ctesifonte. El
califato de Bagdad, que se instaló a partir de mediados del siglo VIII y
que duró más de cuatro siglos, fue la sede de un gran renacimiento
cultural, el apogeo de la civilización musulmana. Allí fueron
traducidos al árabe todos los trabajos de algún valor que provenían
de las culturas griega, persa o india. Fue la época de los grandes
califas, contemporáneos de Carlomagno. Pero la extensión inmensa
del Imperio atentó contra el dominio abásida. Ya no lograban
controlar como lo deseaban el África del norte. Menos aún España,
donde acabó por constituirse un nuevo califato, el de Córdoba. Dicho
califato tuvo su origen en el enfrentamiento de los abásidas y los
oméyidas. Uno de los Omeyas había logrado escapar y huir al África
del norte, pasando luego a la región que se llamaba al-Andalus, es
decir, la península ibérica dominada por los musulmanes. Logró
tomar el poder en Córdoba, y en el año 929 uno de sus sucesores
hizo de esa ciudad la sede del nuevo califato, independiente de
Bagdad, que sería también un polo de brillante civilización. En el año
975 se instaura otro califato en El Cairo, el de los fatimitas. De modo
que tres fueron los califatos clásicos, los de Bagdad, Córdoba y El
Cairo. Mucho después vendría el califato turco de Estambul, que
duraría hasta 1924.

En los siglos IX y X todos los musulmanes, más allá de sus


diferencias y de los lugares tan diversos donde vivían, tenían
conciencia de pertenecer a la ummah, es decir, la comunidad de los
creyentes. Se pudo así hablar de un “mundo islámico”, para lo cual
ayudaba sobremanera el uso de una lengua común, el árabe. La
homogeneidad de dicho mundo se reflejaba claramente en la
arquitectura. Desde el comienzo hubo rasgos comunes, que podían
hallarse desde Irak hasta Córdoba, lo que no obstó a que luego
apareciesen estilos regionales dentro del canon general. En lo que
toca al culto, el universo islámico privilegiaba varios centros de
peregrinación: la Kaaba en La Meca, la Cúpula de la Roca en
Jerusalén, la tumba de Abraham en Hebrón. La mezquita era el
centro espiritual de cada uno de los pueblos. Como es sabido, los
musulmanes prohíben el arte figurativo en sus templos. No hay en
ellos imágenes sacras. Un edicto del califa Yesid así lo había
establecido y ello por instigación de un judío de Tiberíades, en el
marco de una fase nueva de la lucha judía contra los cristianos. No
deja de resultar sintomático que pronto estallase en Constantinopla
la querella iconoclasta. En torno a las mezquitas se encontraban los
tribunales, donde se impartía justicia, así como albergues para
peregrinos y también hospitales, según lo recomendaba el Corán.

En las ciudades que jalonaban todo el abanico imperial no solían


faltar los acueductos y los baños públicos o termas, entre jardines y
fuentes, así como grandes edificios y palacios oficiales que
expresaban el poder, la magnificencia y el ansia de placer que
caracterizan a aquel pueblo. Véase, sino, lo que fue la Alhambra en
Granada. Los muros de las mezquitas y de otros edificios públicos no
eran superficies lisas sino que estaban recubiertos de adornos, en
forma de plantas y flores, muy estilizadas, dibujos lineales y círculos
de intrincadas conexiones, y sobre todo, una profusa caligrafía. Esta
última encubría una especial significación para los musulmanes, ya
que según ellos Allah se les había comunicado mediante su Verbo, y
en lengua árabe. Fueron los calígrafos quienes introdujeron la
escritura en el lenguaje arquitectónico, mediante contornos
infinitamente variados, que se combinaban con figuras vegetales o
geométricas. De este modo la caligrafía se convirtió en una de las
artes islámicas más importantes, y la escritura árabe, en forma de
letras o plegarias, engalanó no sólo los edificios sino también las
monedas, las alfombras, los tapices y los objetos de bronce.

Así se expandió y se expresó el mundo islámico. Cuando hoy se


habla del Islam no hay que pensar sólo en los árabes, que no son
más de doscientos millones sobre los mil trescientos millones de
musulmanes que viven en la actualidad. El Islam son también los
turcos, los iraníes, los argelinos y buena parte de África, el Islam
asiático, y otros países como el Pakistán y el Bangladesh. Incluso en
la India hay más de cien millones de musulmanes. El Islam está
asimismo en Indonesia, con sus casi doscientos millones de
habitantes, y hasta en China continental, donde se encuentran varias
decenas de miles en la provincia de Sin-kiang.

5. Los motivos de tan rápida expansión

Volvamos ahora a las grandes conquistas de los primeros siglos del


Islam. Es un hecho incontrovertible que los musulmanes ocuparon
principalmente tierras y pueblos que hasta entonces habían sido
cristianos, lo cual no significa que la destrucción del cristianismo
fuese total, como bien lo señala Vittorio Messori: “En Egipto quedó
un «resto» no despreciable de vida cristiana entre los coptos.
Tampoco en Asia fue completa la desaparición: los monofisitas de
Siria, los maronitas del Líbano, los nestorianos (luego caldeos) de
Mesopotamia y Persia, los armenios del Cáucaso siguieron siendo
cristianos hasta nuestros días. Así como permaneció heroicamente
fiel al Evangelio Etiopía, que supo resistir a los muchos intentos de
islamización violenta que llegaban desde el norte, a lo largo del Nilo,
o del este, a través del Mar Rojo. Entre los historiadores se habla
mucho del fin del cristianismo en el África occidental mediterránea,
pero se suele silenciar del todo la resistencia indomable del mismo
cristianismo entre los miserables y despreciados etíopes que,
cuando aceptaron el Evangelio, ya no quisieron abandonarlo”.

Lo que dice Messori es cierto. Sin embargo no deja de llamar la


atención la rapidez, la extensión y la perdurabilidad de las
conquistas. ¿A qué se debió dicho resultado? ¿No hubiera sido
esperable una mayor resistencia que hiciese imposible la fulminante
expansión del Islam, o al menos una contraofensiva que expeliese al
enemigo? La gesta de los musulmanes no tiene antecedentes en la
historia. Otras épocas conocieron grandes jefes, como Atila o
Gengis-Khan, pero sus victorias no fueron duraderas. Tratemos de
explicitar los motivos de un fenómeno tan curioso.

Ante todo hubo razones de parte de los vencedores. La primera de


ellas fue la mística que acompañó sus ofensivas. Desde el comienzo,
el Islam estaba convencido de que su religión debía triunfar en todo
el mundo. Algo hemos dicho del carácter universalista de la
convocatoria de Mahoma. Recordemos cómo, todavía en vida,
escribió a los gobernantes de diversos países como Yemen, Abisinia,
Egipto, Bizancio y Persia, invitándolos a abrazar la nueva fe.
Considerando su comunidad de Medina como un modelo para todos
aquellos pueblos donde el Islam fuese aceptado, frecuentemente
expresó el deseo de que su fe se extendiera por todo el universo y a
lo largo de los siglos.

La segunda razón que permite comprender el éxito arrollador de las


huestes mahometanas es el fondo dogmático claro y elemental que
proponían, accesible a todo el mundo. Según Calderón Bouchet el
islam es más una ideología que una religión, y lo que caracteriza a
una ideología es precisamente su simplicidad doctrinal, que le
permite propagarse con facilidad, apoderándose de las masas. El
credo islámico, en efecto, se reduce a tres elementos. El primero es
la existencia de un solo Dios todopoderoso y creador, a quien están
sometidas todas las creaturas; entre Dios y nosotros hay
intermediarios: muchos ángeles y demonios, así como varios
profetas, Adán, Noé, Abraham, Moisés, Jesús, y finalmente el mismo
Mahoma, que trae la revelación definitiva. El segundo elemento es la
misión divina del Profeta, a quien hay que creer y seguir como
vocero de Dios. El tercero, la vida futura, que incluye la creencia en
un castigo y un premio eternos; el infierno está reservado a los
infieles, es decir, a los que no creen en el islam; y el cielo a los
musulmanes, que gozarán de Allah y encontrarán allí la satisfacción
de todos sus sentidos.

Juntamente con una dogmática tan suscinta, el islam ofreció una


moral igualmente sencilla, que por lo demás no contraría demasiado
las pasiones. Un misionero decía: “Se necesitan tres días para hacer
un musulmán. Se necesitan tres años de catecumenado para
preparar un pagano al bautismo cristiano”. A las pocas normas
existentes, añádanse ciertas prescripciones y preceptos que dan
alguna satisfacción al espíritu instintivamente religioso de la gente,
como por ejemplo la justificación de la guerra santa contra los
“infieles”, a lo que se une la perspectiva del ulterior botín. Ello
contribuye a explicar la facilidad con que se acrecentaron tan
rápidamente sus huestes, munidas de aquel espíritu combativo y
proselitista que las caracterizaba. Pronto los que hasta entonces no
habían sido sino hordas beduinas se transformaron en tropas
fuertemente organizadas, con una espléndida infantería y una
temible caballería ligera, provistas de armas de guerra que copiaron
de Bizancio y de Persia, y dirigidas por excelentes jefes militares,
ciegamente obedecidos.

El cuarto motivo que permite explicar de algún modo la rápida


expansión del Islam radica en el hecho de que sus caudillos no se
limitaron a llevar una religión sino también una peculiar concepción
de la sociedad, una cosmovisión, lo que no dejaba de resultar
atrayente. Así como nosotros distinguimos el Cristianismo, es decir,
la práctica concreta de nuestra religión por parte de personas
particulares, y la Cristiandad, o sea, la impregnación evangélica del
orden temporal, también el Islam, más allá de sus características
rituales, conoce lo que podríamos llamar la “islamidad”, es decir, la
impregnación del orden temporal a partir de los principios del Corán.
Un destacado pensador musulmán del siglo XX afirma que “quienes
piensen que las enseñanzas se refieren sólo al lado espiritual de la
vida están equivocados. El Islam es una ideología y un culto; un
hogar y un Estado; un espíritu y un trabajo; un libro y una espada”.
Ello es cierto, sólo que, a diferencia de nosotros, casi no diferencian
lo público de lo privado, lo sagrado de lo profano, a tal punto que lo
religioso queda como absorbido por lo político. Iglesia y Estado no
son instituciones separadas o separables. Son una misma cosa. El
islam, con minúscula, es decir, el núcleo religioso, es lo mismo que el
Islam con mayúscula, su expresión en el orden temporal. Por eso los
jerarcas musulmanes desconfían del ascetismo, entendido como una
interiorización de lo religioso, por el peligro de que encierre al
hombre en su subjetividad, distrayéndolo de actuar en las estructuras
políticas y sociales. “El Islam –ha escrito un experto– no es sólo la fe
en un único Dios y la oración y la limosna; quienes así piensan
proyectan sobre el Islam su propia mentalidad cristiana. El Islam es
una totalidad socio-política cultural y religiosa. La mezquita no es un
templo musulmán, no es sólo lugar de oración, sino también es el
lugar de los debates políticos. El califa no es un papa, es también
quien encarna el poder político en la ummah, la comunidad de
creyentes musulmanes”. La institución del Califato, que engloba tres
elementos: la sucesión legítima del Profeta, la dirección de los
problemas del mundo y la vigilancia sobre las cuestiones de fe, se
ordena a administrar los asuntos de la comunidad en base a la
religión. Sólo se justifica la rebelión cuando el gobernante se opone
claramente a los mandatos de Dios o de Mahoma.

Lo que pasa en el ámbito de la política se reitera en el orden de la


cultura. Ninguna filosofía que prescinda de la revelación puede
esperar ser otra cosa que una influencia disgregadora y disolvente
en la sociedad islámica. Por eso la filosofía está entre ellos tan lejos
de todo racionalismo. La razón debe ir unida con la revelación. Si el
islam existe es para afirmar la doctrina de la unidad y aplicarla a
todos los sectores de la vida.

Como se ve, el hacerse musulmán no implica una decisión única ni


principalmente religiosa. Es también, y quizás sobre todo, una
elección política, cultural y jurídica. Por eso la conversión de un
musulmán a otra religión parece algo absurdo. Se puede abandonar
una fe, pero no un mundo político y cultural, que engloba y unifica
todos los aspectos de la vida. Si alguno lo intenta, la sharia se
muestra inflexible: el veredicto es la pena de muerte.

Naturalmente que esta cosmovisión tan unitaria y englobante se


diferencia, como ya lo hemos señalado, de la del cristianismo, que
distingue adecuadamente entre el ámbito sagrado y el ámbito
profano, el ámbito religioso y el ámbito político, el ámbito de la fe y el
ámbito de la razón, si bien luego de haberlos distinguido, los
coordina adecuadamente, salvando la jerarquía. Con todo,
pensamos que dicha vertebración de ambos niveles en el mundo
musulmán, no habrá dejado de resultar realmente atrayente para los
pueblos conquistados por el Islam.
Finalmente la lengua común, que poco a poco se fue extendiendo a
todas las regiones ocupadas, sirvió para desalentar la resistencia. El
idioma árabe, especialmente en su forma escrita, constituyó un
vehículo privilegiado de transmisión cultural y religiosa. La ideología
común parecía pedir una lengua común. Los conversos cuyo origen
no era árabe, aprendieron el idioma que se les imponía para poder
leer el Corán y también para celebrar su culto. Los judíos de España
usaron el árabe en filosofía, ciencias y poesía.

Tales fueron los motivos por los que el Islam pudo imponerse
rápidamente sobre buena parte del mundo cristiano. Si
consideramos el asunto desde el punto de vista de los vencidos,
también allí encontramos explicaciones del derrumbe casi total de la
Cristiandad. La primera es la situación en que se encontraban los
pueblos de la región mediterránea, todavía debilitados por las
invasiones de los bárbaros, así como divididos en grupos y
grupúsculos, e incluso enfrentados por guerras prolongadas.

La escasa resistencia que encontraron los invasores se explica, en


segundo lugar, por la situación en que se hallaba la sociedad desde
el punto de vista religioso. Los inacabables debates teológicos y las
ulteriores escisiones, habían erosionado profundamente la unidad
social de los cristianos. La pervivencia de los nestorianos, de los
monofisitas y de los arrianos, así como el fastidio de los católicos
ortodoxos por el apoyo que los emperadores de Constantinopla
brindaban a los nuevos herejes monoteletas, todo ello contribuyó a
que los árabes encontraran un enemigo dividido y fatigado. Frente a
las “complicaciones” de las luchas doctrinales, especialmente
cristológicas, que tanto dividían al pueblo cristiano, el Islam se
presentaba como algo monolítico, con un credo tan sencillo e
indiscutido que parecía especialmente hecho para ser aceptado por
la generalidad. Acertadamente se ha señalado que precisamente en
la zona de mayores debates doctrinales la nueva religión fue recibida
más rápidamente, acabándose por mirar con simpatía a estos
señores, aunque negasen el dogma trinitario y la divinidad de
Jesucristo.
Por eso en no pocas regiones de Siria, de Egipto, del Asia Menor y
del norte de África, los habitantes del lugar manifestaron más bien
satisfacción al verse libres de la opresión bizantina, máxime que la
política de los árabes fue siempre comenzar mostrando
benevolencia con los vencidos. En la zona de Siria e Irak, donde los
pueblos eran de origen y lengua árabes, fue aún menos difícil para
los musulmanes que la gente transfiriese su fidelidad de los
Emperadores a la nueva clase dirigente.

Otra razón por la que los vencidos se doblegaron ante el poder


musulmán, no al comienzo, por cierto, pero sí con el pasar del
tiempo, fue la admiración que produjo en ellos el nivel cultural de los
ocupantes. En los siglos que presenciaron su victoria, los siglos VII,
VIII y IX, el islamismo fue la más alta civilización del mundo
occidental. Pensemos que por aquel entonces Europa estaba
todavía dominada por los bárbaros, a los que había que ir civilizando
trabajosamente. Desde el siglo V hasta comienzos del XI, vivió lo que
se ha dado en llamar “la edad oscura”, a pesar del experimento
cultural de Carlomagno, tan precario por lo demás. La cultura
islámica, en cambio, pronto se comenzó a destacar por su esplendor,
riqueza y poderío, así como por un conocimiento superior de las
ciencias prácticas y aplicadas. Es cierto que mientras la sede del
Califato estuvo en Damasco, durante los primeros cien años de la
historia del Islam, las intrigas y los asesinatos estuvieron a la orden
del día. Pero cuando subió al poder la dinastía de los Abásidas, que
reinaría durante tanto tiempo sobre el mundo mahometano, con su
capital en Bagdad, el esplendor de su cultura asombró a todos los
contemporáneos.

Por lo demás, según ya lo hemos señalado, los mahometanos no


“destruyeron” lo que encontraron, como lo habían hecho algunos
grupos bárbaros, ni “exterminaron” a quienes se negaban a aceptar
el islamismo. Eran demasiado poco numerosos para poder gobernar
por la sola fuerza, e incluso desconocían el arte de la política. Sus
nuevos súbditos, cristianos en su mayor parte, pudieron conservar
no sólo la misa, los sacramentos y las tradiciones cristianas, sino
también la civilización grecorromana. Se ha llegado a decir que el
islamismo fue durante mucho tiempo el custodio de la antigua cultura
grecorromana. No sólo el custodio, sino también, en cierta manera, el
heredero.

Una última razón que podemos señalar para explicar la rápida


aceptación de los invasores por parte de los vencidos fue la situación
económica que aquéllos encontraron en las regiones conquistadas,
sobre todo en la zona del Mediterráneo. Hilaire Belloc se ha referido
minuciosamente a este asunto. En dicha zona, nos dice, donde había
millones de campesinos, como los de Egipto, Siria y todo el Oriente,
la sociedad había caído en una profunda postración por los
problemas que la aquejaban. Los impuestos resultaban agobiantes,
al punto que todos estaban adeudados y sujetos a la usura. Un
sentimiento de opresión se había ido generalizando, de modo que el
islamismo llegó en el momento preciso y bajo la forma de un amplio
e inmediato alivio. Por decisión de los recién llegados, si los
deudores admitían que Mahoma era el Profeta de Dios y que la
nueva enseñanza tenía, por consiguiente, autoridad divina,
inmediatamente se les condonaba las deudas, dejaban de ser
deudores.

No en vano el islamismo era una nueva forma de “temporalismo”, de


búsqueda de prosperidad material. Refiriéndose a ello, un gran
pensador español, Francisco Canals Vidal, ha destacado su
entronque con el judaísmo, filiación a la que nos referimos más
arriba. “El islamismo –escribe– fue en su origen un movimiento
religioso-político, en la más estricta unidad y confusión de ambas
dimensiones, heredero de las esperanzas y de los sentimientos del
judaísmo orientado hacia un mesianismo terrenal”. La nueva religión
hizo suyos los anhelos más profundos del judaísmo, para tratar de
cumplirlos sin esperar ya ningún mesías futuro. Si siguieron
profesando un mesianismo terrenal, no era el verdadero mesianismo
del Antiguo Testamento, sino el que propiciaba el judaísmo ebionita,
que buscaba la implantación del reino en este mundo, con una cierta
actitud de revancha contra el helenismo y la dominación romana. El
Islam será la adopción por los árabes de este impulso semítico de
revancha “religiosa” contra los griegos y contra el Imperio infiel, la
“revancha ebionita” de que habló Renan. Bien concluye Canals:
aquello que Dios tenía preparado para Israel y que éste rechazó, fue
dado a los gentiles, a los cristianos, a la Iglesia; aquello que Israel
esperaba erróneamente de Dios para sí, el poder terrenal y político,
fue dado a los descendientes de Agar e Ismael, al Islam. Sea lo que
fuere de la teoría de Canals, consideramos que esta presentación de
una religión temporalista, capaz de solucionar los problemas del
hombre, no pudo dejar de mostrarse altamente atractiva a los
pueblos conquistados y agobiados de deudas, lo que ofrece una
razón más de su rapidísima difusión, sobre todo en las zonas de
habla griega. En las otras regiones conquistadas, como los pueblos
asiáticos del Cercano Oriente, Mesopotamia, Persia y el territorio
montañoso que se extiende hasta la India, el éxito no se debió, como
en el caso de Siria y de Egipto, a la promesa de que sus habitantes
quedarían libres de toda deuda, sino más bien a una especie de
instinto de obediencia que caracterizaba a los pobladores de
aquellas regiones. Si bien durante unos tres siglos esa zona había
sido superficialmente griega, por lo menos en su clase gobernante,
luego Asia comenzó a refluir nuevamente hacia el oeste, logrando
una vez más la primacía. Pues bien, cuando llegó el islamismo, no
hizo sino robustecer esa tendencia tan propia de la idiosincrasia
asiática, instaurando allí un gobierno absolutista santificado por la
religión. Una vez establecido el Califato en Bagdad, esta ciudad se
convirtió en la capital de una vasta sociedad.

Tal es el Islam que se impuso con una facilidad que hoy nos
asombra, a lo mejor por haberse presentado con la fascinación de
una doctrina tan omniabarcante. Por otro lado, insistamos en ello, no
buscaron convertir con el recurso a la fuerza física. Su fórmula era:
Cree o paga. Si los cristianos sometidos querían permanecer fieles a
su fe, no se lo impedían, podían seguir practicando su culto, pero
entonces debían pagar tributo, que no era, por lo demás, exorbitante.
Si abrazaban, en cambio, la religión musulmana, eran incorporados a
la ummah, y así quedaban liberados de pagar. Podían asimismo
tener sus iglesias, sus sacerdotes y sus obispos. Salvo algunas
excepciones de persecución sangrienta, que ocasionó muchos
mártires a la Iglesia, aquel sistema fue implantado en todas partes, y
constituyó a la larga un grave peligro para el cristianismo.

Es cierto que con el pasar del tiempo también el Islam se fue


debilitando a consecuencia de una fuerte discordia de origen familiar,
que proviene de los primeros decenios de su historia. Cuando se
trató de elegir el sucesor de Mahoma para guiar la ummah, la
mayoria de sus compañeros se pronunció en favor de Abu-Bekr y
luego de Omar y de Otmán, amigos de Mahoma. Fueron los
llamados sunnitas (recuérdese que la “sunna” era la tradición, el
conjunto de hadit que se agrega al Corán). Esa corriente es
ampliamente mayoritaria en la actualidad, agrupando casi el 80% de
los musulmanes. Otro sector de aquellos tiempos iniciales se puso
de parte de Alí, esposo de Fátima, hija de Mahoma. “Quienes aman a
Alí me aman y quienes odian a Alí me odian y odian a Allah”, son
palabras atribuidas a Mahoma. En la fidelidad a Alí y a sus hijos, que
luego serían asesinados, y se encuentran ahora sepultados en Irak,
se basa la Shi´at Ali, o “partido de Alí”; según sus adherentes, el
sucesor de Mahoma como Califa no era elegido, como entre los
sunnitas, sino que debía ser siempre un miembro de su familia. Son
los llamados shiitas, sector hoy muy minoritario, apenas un 15% del
mundo islámico, que tiene vigencia en Irán y el sur de Irak, sobre
todo.

En el siglo XIII, el Islam sufrió un gravísimo contratiempo: la aparición


de una dinastía oriental no musulmana, formada de mogoles y
turcos. Provenientes de las estepas de Asia, y dirigidos por un gran
estratega, Gengis Khan, “el conquistador del mundo”, como se lo
llamó, en pocos decenios formaron un Imperio que se extendió
desde Pekín a las fronteras de Polonia. Luego de arrasar Kiev y
Moscú, se abalanzaron sobre el Occidente. Sólo la muerte del
caudillo hizo que los suyos se detuvieran ante el Vístula. Para el
mundo musulmán, la llegada de los mogoles fue en extremo
devastadora. Las tropas de Hulagu, que era budista, y por tanto
enemigo declarado del Islam, saquearon Bagdad, Antioquía, Alepo y
varias ciudades más.

6. El sufismo

Es evidente que en el islamismo hay un elemento “carnal”, de índole


temporalista, según lo hemos indicado más arriba. Ya San Pablo
contraponía el nacimiento de Ismael –nacimiento “según la carne”–
al nacimiento de Isaac –nacimiento “según la promesa” (Gál 4,23).
Santo Tomás comenta que en el texto del Apóstol las palabras
“según la carne”no tienen un sentido peyorativo. Sólo significan que
el nacimiento de Ismael fue previsible, según la carne, es decir, al
modo humano; el nacimiento de Isaac, en cambio, de una madre
anciana y estéril, por el hecho de trascender las posibilidades
humanas, patentizó el poder de Dios, al cumplir de manera tan
admirable la promesa que le hizo a Abraham. Pues bien, el hecho de
que el pueblo musulmán descendiese de Ismael llevó a algunos
islamólogos a sostener que el Islam era reductible a una temática
meramente humana y exterior, de modo que todo lo que fuera
teológico, espiritual o místico resultase ajeno a sus intereses. En
todo caso, la única mística que se les podría atribuir sería la de la
guerra.

Pero hay que tener cuidado con afirmaciones de ese género. El islam
no ha desterrado el cultivo de la inteligencia. A partir del siglo XI
conoce una institución consagrada al estudio del islamismo, la
madrasa. Son escuelas, a veces anexas a una mezquita, donde se
enseña el Corán y el Hadit, la gramática griega, el modo de leer e
interpretar el Corán, y la jurisprudencia musulmana. Dicho estudio
puede durar varios años.

Es cierto que su visión de la teología y de la moral es más bien


formalista, ignorando la existencia de la lucha entre el pecado y la
gracia. No hay allí redención alguna que provenga de un Dios Padre
deseoso de salvarnos y que nos ofrece los medios para ello. El
Creador se limita a observar a los hombres para juzgarlos en la
consumación de los tiempos. A este respecto ha escrito un conocido
estudioso: “El islam es una religión basada en el conocimiento, y no
en el amor, como lo es, por ejemplo, el cristianismo, un conocimiento
en que el propio intelecto tiene el papel positivo de conducir al
hombre a lo divino”. Se ha sostenido que el islam pertenece a la
corriente gnóstica. A pesar de la influencia que sobre él ejerció la
doctrina cristiana, en realidad re-construye el cristianismo
evacuando, como lo hacen los gnósticos, sus principales misterios, la
Trinidad, la Encarnación, la redención y la muerte misma de Cristo.
Los asertos de Simón el Mago y de Marción se encuentran
esparcidos en el Corán. Antoine Moussali afirma que no hay allí
nada, incluido el “viaje celestial” de Mahoma, que no corresponda,
casi punto por punto, con el “viaje” del gnóstico. No en vano las obras
de Mani, gnóstico del siglo III, fueron traducidas al árabe a partir del
siglo VIII.

Esto en lo que concierne a la “intelectualidad” musulmana. ¿Qué


decir de su espiritualidad? Hemos señalado anteriormente que el
islam pareciera ignorar lo que nosotros llamamos “la vida interior”,
mirando con sospecha a quienes la encomian. El mismo Mahoma lo
expresó en forma contundente: “¡No hay ascetismo en el islam!”.
Toda la “espiritualidad” del Corán parece reducirse a que el hombre
viva de acuerdo con la sharia y en abandono (islam) a la voluntad
divina, para morir en buenas relaciones con Allah y entrar así en el
Paraíso. Esto es lo que se exige a todos, la expresión concreta y
universal de la voluntad de Dios. Tal sería la dimensión que
podríamos llamar “exotérica” del islam, en el sentido de que gobierna
la vida externa del hombre.

Sin embargo seríamos injustos si pensáramos que el islam es todo


exterioridad y que al musulmán le esté vedado cualquier tipo de
interiorización. Un pensador musulmán, Seyyed Hossein Nasr, ha
explicitado esta idea. Cuando se dispone que haya cinco oraciones
diarias, escribe, no se las entiende como actos meramente rituales,
imperados por el reloj, sino que lo que se busca es jalonar con ellas
el ritmo de la jornada cotidiana y proteger al hombre del pecado. Algo
semejante sucede con el ayuno, que no debe ser visto como un
sacrificio puramente legal, sino como un medio de purificación, una
forma de oración que favorece la comprensión de la independencia
fundamental del hombre respecto al mundo exterior. Lo mismo vale
para los demás ritos. La peregrinación a La Meca es exteriormente el
viaje hacia la casa de Dios e interiormente la circunvalación
alrededor de la Kaaba del corazón. El impuesto religioso simboliza el
don de sí mismo, al tiempo que constituye un acto de
autopurificación y de desapego de lo que externaliza. La guerra
santa o jihad tiene dos caras: la guerra santa más grande, como
denominó Mahoma a la batalla interior, y la cara externa, contra los
“infieles”.

Incluso algunos musulmanes practican una especie de dirección


espiritual, aceptando la guía de quien ha avanzado más en el camino
que conduce a Dios. Lo llaman shayj. “Para quien no tiene shayj
–asegura un conocido dicho–, el demonio es su shayj”. Entre los
siglos X y XI aparecieron varias “familias espirituales”, semejantes a
nuestros institutos religiosos, así como conventos, algunos
pequeños, pero otros de grandes dimensiones, que incluían una
mezquita, un lugar para retiro, escuela, hospedería, todo en torno a
la tumba de algún maestro.

Hay, asimismo, entre los musulmanes, una línea mística, la del


sufismo. El término deriva posiblemente de suf, palabra que designa
las túnicas de lana que quizás vistieron los primeros grupos, a
imitación de los monjes cristianos. Lo que podríamos llamar la
“mística” musulmana nació en el siglo VIII, en base a la meditación
del Corán. Un creyente que rumiaba el significado del libro sagrado
podía verse poseído por el sentimiento de la abrumadora
trascendencia de Allah así como de su total subordinación a Él, y
entender luego que el Dios todopoderoso se le manifestaba, ya que,
como decía uno de ellos, está “más cerca de ti que la vena de tu
cuello”. Lo que los sufistas buscaban era una mayor penetración en
las verdades de su fe. Ibn Arabi, maestro del siglo XII-XIII, distinguía
tres grados de conocimiento. Ante todo, el de la “razón”, que es el de
los filósofos; luego el de los “estados”, que se alcanza por el saboreo
de lo que se conoce; y finalmente el de los “secretos”, que supera la
razón, propio de los profetas y de los santos. Hemos visto cómo del
mismo Mahoma, que en principio había mirado con malos ojos este
tipo de posiciones, se afirma que en el curso de su vida realizó aquel
viaje misterioso, iniciático, primero a Jerusalén y después al Paraíso,
donde habría tenido acceso a la visión del rostro de Dios. En los
círculos sufistas se hacían repeticiones colectivas de nombres de
Allah, así como de epítetos que lo califican, acompañadas de
movimientos del cuerpo y ejercicios respiratorios, hasta llegar al
frenesí religioso e incluso a la pérdida de la conciencia. En algunas
de sus escuelas se recurría a danzas sagradas; las de los derviches
son las más conocidas. Si bien tales personas trataban de cumplir la
ley islámica, en la práctica muchos de ellos se consideraban
fácilmente dispensados de su observancia, lo que provocó grandes
sospechas en los ámbitos oficiales.

A varios de estos maestros podríamos referirnos. Por ejemplo a Abu


Hâmid al-Ghazâlî (1058-1111), místico musulmán, cuya personalidad
es una de las más atrayentes de toda la historia del islam. De él
hemos leído con verdadera fruición su tratado El Tabernáculo de las
Luces, un libro realmente notable, que viene a ser una especie de
introducción a la espiritualidad islámica, dedicada “al peregrino
espiritual que ha comenzado su viaje por acercarse al Señor”. El
“viaje” que propone este sufista “sobrio”, como se lo ha calificado,
tiene por presupuesto una visión simbólica de la vida. “La
Misericordia divina –escribe– ha hecho que haya una relación de
homología entre el mundo visible y el Reino celestial. En
consecuencia, no hay ninguna cosa del primero que no sea un
símbolo de algo del segundo.”

El autor relaciona esta transposición de lo visible a lo invisible con los


diversos sentidos de los libros inspirados. Pone como ejemplo lo que
en la Biblia se dice de aquel episodio del Éxodo cuando Dios le pide
a Moisés que se despoje de las sandalias porque el lugar que pisa es
santo. Hay allí, dice, un sentido literal y un sentido espiritual. Algunos
se quedan en el sentido literal, y otros se resisten a aceptarlo,
pensando que Moisés no tenía sandalias, y que Dios no le dijo
realmente: “Quítate las sandalias”; para estos últimos todo es
alegoría, sin sustrato en los hechos. “El que aísla el sentido aparente
es un «grosero literalista», el que aísla el sentido escondido es un
«interiorista», mientras que el que une a los dos es el intérprete
perfecto.” Trae aquí a colación un texto del Profeta, que proviene de
una tradición transmitida por uno de sus más antiguos compañeros:
“El Corán posee un [sentido] aparente, un [sentido] escondido, un
[sentido] límite, y un sentido que domina a los demás.”

Al-Ghazâlî concibe el todo como una catarata de luz, que proviene


de Allah y llega hasta el último de los seres. “Has comprendido que
las luces son jerarquizadas, que no se encadenan hasta el infinito,
sino que se remontan a una Fuente primera, que es la Luz en sí
misma y por sí misma.” La verdadera Luz es Dios, y cuando se aplica
el nombre de luz a cualquier otro ser, se lo debe entender de manera
puramente metafórica. Será preciso irse elevando de la luz terrena a
la Luz fontal. Pero para ello se requieren los ojos del espíritu. “Hay
dos clases de ojos: un ojo externo y un ojo interno. El ojo externo
pertenece al mundo sensible y visible, el ojo interno pertenece a otro
mundo, que es el del Reino celestial.” Todo el trayecto espiritual es
reductible a esta peregrinación hacia la Luz indeficiente. Muchos se
instalan en el mundo que alcanzan los ojos materiales, son los ateos
o los que ponen su felicidad en esta tierra; otros mezclan la luz con la
oscuridad; finalmente algunos se dejan transfigurar.

Nos hubiera gustado ahondar más en este autor tan profundo, que
no dejó de tener influencia en la mística cristiana. Pero hemos
preferido quedarnos en otro personaje interesantísimo, que fue
quizás más allá de las escuelas sufistas, el místico Husayn Ibn
Mansur al-Hallaj (858-922). El P. Joseph Maréchal, en su espléndido
libro Études sur la psychologie des mystiques nos ha dejado un
capítulo bajo el título de “El problema de la gracia mística en Islam”,
donde trata extensamente de este singular autor. Compendiaremos
aquellas páginas. Nació al-Hallaj hacia el 858, al noreste del golfo
Pérsico. Tras pasar su infancia en las cercanías de Bagdad, a los
diez y seis años dejó a los suyos y se puso al servicio de un shayj,
quien adhería a la tendencia sunnita, poco adicta a la exégesis
literalista y esterilizante del Corán así como a la casuística que
algunos patrocinaban bajo capa de tradición; los seguidores de dicha
corriente respetaban, sí, el rito y la ley, pero trataban de que su
cumplimiento no obstase al anhelo que sentían de profundizar en la
vida espiritual, entendida como un anhelo de perfeccionamiento
moral y de búsqueda de Dios a través de la contemplación. Después
de dos años, al-Hallaj dejó a su primer instructor para ir a Bagdad y
ponerse bajo la dirección de otro sufí. Luego de un año y medio se
casó con la hija del secretario de Jonayd, que era algo así como el
patriarca de todos los maestros de Bagdad, un hombre sumamente
exigente y severo. Durante veinte años alHallaj padeció esta ascesis,
llevando al extremo la mortificación física y mental.

Pero el discípulo tenía horizontes más vastos que sus maestros y la


ruptura se hizo inevitable. Apartóse entonces de los ambientes
sufistas para entregarse más libremente a sus inspiraciones
interiores. Tras una peregrinación a La Meca, la segunda en su vida,
se embarcó para la India, y llegó al Turkestán oriental, en los
confines de China. Al retornar de aquel largo viaje, se dirigió
nuevamente a La Meca, donde permanecería durante dos años,
luego de lo cual “volvió a Bagdad, muy cambiado”, nos cuenta su
hijo. Su fe desbordante lo inclinó ahora a predicar tanto a
musulmanes como a “idólatras”. Su fama comenzó a trascender. Lo
llamaban “el que socorre”, “el que da de comer”, “el que sabe
discernir”, “el que está enamorado de Allah”. Creyendo haber unido
perfectamente su voluntad a la de Dios, pensaba que, “transformado
en Dios”, interpretaba siempre y por doquier su voluntad esencial.
“Oh Guía de los extáticos –exclamaba públicamente durante su
última peregrinación a La Meca–, Rey glorioso, yo sé que eres
trascendente, por encima de todos los conceptos de quienes te han
querido definir”. Y también: “¡Me he convertido en Aquel a quien
amo, y Aquel a quien amo se ha convertido en mí!” Estaba
convencido de poseer a “Aquel que está en el fondo del éxtasis”.
Algunos pensaban que había roto con el Corán. Al-Hallaj no
compartía dicho juicio. Lo que creía era haber encontrado una
apertura en aquel texto de una religión tan exterior y ritual, de modo
que su recitación e incluso las prácticas cultuales que de él se
derivaban le diesen pie para el descubrimiento de nuevas
perspectivas “metacoránicas” o “supracoránicas”, aunque no
“anticoránicas”. Más allá de “la letra que mata” buscaba “el espíritu
que vivifica”, al tiempo que fustigaba el fariseísmo de los
jurisconsultos.

Semejante predicación trastornaba el “orden establecido” por los


funcionarios del Islam. A pesar de las amistades numerosas de que
al-Hallaj gozaba en la capital y hasta en la Corte misma del Califa,
sus adversarios resolvieron salirle al paso, disponiendo su detención.
Enterado de ello, trató de huir, pero pronto fue descubierto. Tras
sufrir un primer proceso religioso en Bagdad, quedó detenido durante
ocho años en diversas prisiones. Más tarde se le hizo un segundo
proceso que terminó con su condenación a muerte.

¿Cuáles fueron las imputaciones? La primera, de superchería. Se lo


acusaba de haber hecho públicamente milagros equívocos, lo que
iba contra el Corán, ya que el último milagro público había sido la
revelación del Corán. Por lo demás, el Profeta era Mahoma, y no él,
le dijeron. También fue acusado de que al predicar se estaba
rebelando contra el poder político, dado que sólo al Califa le
competía, por derecho divino, organizar la predicación pública. Lo
acusaron asimismo de despreciar las observancias legales. Ello no
era cierto; siempre se había mostrado estricto cumplidor de las
normas, sólo que las miraba como la corteza del islam. “Los ritos del
culto –decía– no son lo esencial de la religión, sino sus medios; son
los instrumentos que Dios nos prove para alcanzar las realidades”.
Al-Hallaj no iba contra el Corán, sino contra el cúmulo de
interpretaciones, comentarios y tradiciones humanas que lo
rodeaban. En modo alguno pretendía oponerse a la religión exterior
–“a la cual hay que respetar y practicar”–, sino a la pretensión de
convertir la religión en pura exterioridad, o sea, al fariseísmo. “La
Verdad –afirma– ha establecido dos tipos de deberes religiosos: los
que se refieren a las cosas intermedias (los ritos) y los que se
refieren a las realidades”. Los deberes que se refieren a las
realidades provienen de Dios, los otros vienen de lo que no es Dios,
y por eso hay que trascenderlos. Hay, pues, dos principios, uno
“extrinsecista” y otro “intrinsecista”; por una parte, la autoridad
visible, la tradición, el rito, y por otra la santidad interior y,
eventualmente, una revelación directa y personal. Al-Hallaj se
consideraba ligado por los dos principios a la vez, por la letra y por el
espíritu. Al haber sido llamado a una unión más estrecha con Dios,
juzgaba que en alguna ocasión le era lícito sustraerse a lo legal, por
indicación misma del autor de la ley.

Como se ve, la acusación tenía un cariz estrictamente religioso; en


última instancia, de lo que se le acusaba era de blasfemia. “Hallaj ha
predicado que era Dios”, se dijo en los procesos. Es el pecado
supremo para un musulmán, ya que “hay un solo Dios”. Sin duda que
en sus escritos se encuentran, como sucede en todos los místicos,
algunas expresiones atrevidas, que no se pueden tomar en un
sentido estricto o filosófico, sobre el yo y el Tú, o el intercambio de
pronombres personales entre Dios y el alma. Todo místico aspira a
una “unión inmediata con Dios”, donde parece borrarse no la
personalidad del contemplativo sino la distinción de esa personalidad
y la Esencia divina. “Entre yo y Tú, el «soy yo» me atormenta. Quita,
por favor, este «soy yo» de entre nosotros dos”. “¿Eres Tú? ¿soy yo?
[...] Lejos de Ti, lejos de Ti, el designio de afirmar «dos». ¿El camino
que lleva a Dios? ¿Qué camino? El camino es entre dos, y ahora en
mí no hay dos”. El “yo y el Tú” interpenetrados, los efluvios del alma
enamorada, la voz de la intimidad, donde dos se hacen uno, tal es la
peculiaridad de los poemas místicos de al-Hallaj. El vocabulario del
contemplativo no resiste, por cierto, el análisis de un gramático. Tal
fue el núcleo del proceso: la pretendida unión mística con Dios,
transformada en acusación de haberse hecho Dios. Porque Dios es
Único, el Único.
Los escritos que nos han llegado de este singular autor nos lo
muestran imbuido de un amor más bien intelectual, lejano de todo
sentimentalismo. Dios, antes de la creación, se le muestra como “el
Amor en la Soledad”, en la soledad de su Esencia infinita. Movido por
pura generosidad, ese Amor que se basta, se volvió Amor creador. Al
Amor increado ha de responder el amor de la creatura. En el
desapego de todas las cosas y de sí misma, deberá buscarlo hasta
el éxtasis, si a Él le place elevarla hasta allí. El amor del verdadero
contemplativo es desinteresado: lo que anhela en la embriaguez de
la unión no es la felicidad sino el mismo Dios.

A los aspectos ya tan significativos que acabamos de declarar, hay


que agregar uno que nos resulta especialmente conmovedor: el
lugar de Jesucristo en su teología mística. Al-Hallaj era, por cierto,
islámico, creía sinceramente en el mensaje de Mahoma, pero sentía
dentro de sí una “misión” propia. “Oh Dios, enséñame tu nombre, y
gracia para cumplir, en la revelación, la misión”. En la revelación de
Mahoma quería insertar la misión, la misión de Cristo, a quien
conocía por la lectura del Corán. Como lo hemos señalado más
arriba, el Corán habla repetidamente de Jesús, a quien llama Isu:
“Isu, hijo de Maryam”. Allí Isu aparece, por cierto, como un profeta
entre otros, y en modo alguno como el Verbo encarnado. Tampoco
al-Hallaj creía que Cristo fuese Dios, a no ser de manera implícita.
Siguiendo el Corán, afirmaba que Jesús era “el sello de los Santos”,
mientras que Mahoma era “el sello de los Profetas”. Según algunos
teólogos musulmanes, disidentes, como es obvio, cuando el Corán
declara que Jesús fue el sello de los Santos, significa que fue el
hombre más grande en santidad que haya existido, y desde este
punto de vista parece mayor que Mahoma, que es el sello de los
Profetas, porque el profeta es un hombre que tiene un mensaje que
transmitir de parte de Dios, mientras que el santo es el hombre que
ha alcanzado la unión con Dios; el Santo es el hijo y el Profeta el
mensajero de Dios. Al fin y al cabo, Dios puede poner la palabra
profética en boca de pecadores, independientemente de la santidad
personal del transmisor.
Para al-Hallaj la unión que Jesús tuvo con Dios fue la más sublime
que conoció criatura alguna. Dicha unión se hará palmaria en el
Juicio al fin de los tiempos. Jesús, que es el nuevo Adán, el Adán
restaurado, luego de la resurrección general vendrá a la tierra como
juez universal. “Dios –dice al-Hallaj– reunirá los espíritus
santificados, cuando Jesús vuelva sobre la tierra. Habrá en la tierra
un trono colocado para él, y en el cielo un trono colocado para él.
Dios que ha escrito un libro que contiene la oración, el diezmo, el
ayuno y la peregrinación definitivos, le entregará ese libro por el
heraldo de los ángeles, diciéndole: ¡Irradia, en nombre del Rey
eterno!”.

Una tradición antigua le atribuye a al-Hallaj esta oración: “Oh Dios,


acostumbra mi corazón a someterse a Ti… por la verdad de la
revelación [hecha a Mahoma] y hazme morir mártir [de la misión
dada a Jesús]”. Revelación de Mahoma, misión de Jesús;
extrinsecismo de la ley coránica, intrinsecismo de la gracia. ¿Qué
pretendía al-Hallaj? No, como se le ha reprochado, corregir, o incluso
rehacer el Corán, que creía una revelación divina, sino controlar,
según las iluminaciones que entendía recibir de lo alto, la tradición
humana brotada del Corán. Fatalmente iba a chocar con los juristas y
las autoridades constituidas, que lo acusarían simplemente de
“iluminado”.

El 26 de marzo del año 922, fue entregado por el califa de Bagdad a


la muerte. En la víspera, lo sacaron de la prisión, donde estaba
recluido desde hacía varios años, y lo llevaron al lugar de la
ejecución. Al llegar allí, rezó en voz alta: “Mira esta gente, tus
adoradores; se han reunido para matarme, mostrando su celo por Ti,
para serte agradables; ¡perdónalos! Sí Tú les hubieses revelado lo
que me has revelado, no sufriría la prueba que sufro”. Su hijo nos
cuenta el resto: “Después de haberlo flagelado con quinientos golpes
de látigo, le cortaron las manos y los pies […] Luego fue puesto en
cruz, y le oí conversar en éxtasis con Dios, sobre el patíbulo […] A la
mañana siguiente lo bajaron del patíbulo y lo llevaron para cortarle el
cuello […] Se lo cortaron, y luego su cuerpo fue envuelto en una
alfombra, sobre la que se derramó petróleo, para ser quemado.
Enseguida llevaron sus cenizas a lo alto de un minarete desde donde
las tiraron para que el viento las dispersase”. Tiempo antes había
pedido morir como las víctimas legales, mostrando así su respeto por
la legislación islámica. “Muchos van en peregrinación a La Meca,
hacen bien. Pero yo voy en peregrinación al Amigo que está en mí.
Ellos llevan corderos para sacrificar, hacen bien. Yo llevo mis venas y
mi sangre”.

Se ha dicho que su antiguo maestro Jonayd le reprochó: “Tú has


abierto en el islam una brecha, que sólo tu cabeza podrá tapar”.
Quizás sea la brecha que Dios abrió para permitir una salida salvífica
al islam. Ojalá un día sea transitada por su pueblo. Él deseó morir
“mártir de la misión de Jesús”. Un contemporáneo suyo atestiguó
que un día le había oído decir: “¡Yo moriré en la religión de la Cruz!
No quiero ir a La Meca ni a Medina.”

Cerramos aquí nuestro estudio sobre el sufismo. Esta corriente ha


despertado en Occidente gran interés, y lo suscita aún en nuestros
tiempos, como lo muestran René Guénon y varios más, que llevaron
su admiración hasta convertirse al islam, movidos sobre todo por el
estudio de místicos musulmanes como al-Hallaj, o también Ibn Arabi
o alGhazâlî, de quienes se ha dicho que han influido en parte sobre
San Juan de la Cruz y los místicos españoles del siglo XVI. Sin
embargo es preciso señalar que esta veta mística, que parece
haberse inspirado en el modelo del monaquismo cristiano oriental, y
es lo más bello del islam, su única corriente verdaderamente
religiosa, representa algo totalmente marginal en el mundo islámico
oficial. Por lo general fue siempre mal vista, porque se la considera
como una manera elegante de apartarse de la ley tal cual fue
revelada en el Corán, así como del ritualismo que caracteriza la
praxis islámica. No deja de resultar insólito que el interés principal
que algunos intelectuales europeos han encontrado en el mundo
musulmán, hasta el punto de volverse musulmanes, no corresponda
en realidad más que a algo enteramente marginal y esotérico, que
propiamente no representa nada para la casi totalidad de los que
viven o han vivido la fe musulmana. En momentos en que el
Occidente muestra un verdadero entusiasmo por las corrientes
sufistas musulmanas, el sunnismo, que constituye la inmensa
mayoría de la población islámica en el mundo, no esconde su gran
desconfianza, considerando dichas corrientes como extrañas al
islam auténtico, más aún, como un peligro real para la fe y la
ortodoxia musulmanas.

II. La reacción militar

El islam nació para la expansión. Posee, como ya lo hemos


señalado, un impulso centrípeto, semejante al que anida en el
catolicismo, vocación de universalidad. El jihad ocupa en la
cosmovisión islámica un papel relevante. Por eso cuando los Jinetes
de Allah se lanzaron hacia el Asia Menor y luego hacia el oeste, la
incipiente Cristiandad, así como la Iglesia que la inspiraba, tuvieron
que responder al reto de manera condigna. Era una nueva
tempestad que había que afrontar. Se la hizo, ante todo, en el campo
de batalla, oponiendo a la ofensiva islámica la ofensiva cristiana, o la
defensiva, si se quiere. Luego, con la respuesta religiosa y misional.
Tratemos ahora de la primera respuesta, la militar. Luego
hablaremos de la segunda.

1. La Reconquista de España

Nos referiremos ante todo a la reconquista de España. Pongamos


esta epopeya en su contexto histórico. Hemos señalado cómo, antes
de ocupar la península, el Islam se había lanzado al norte de África.
Generalmente se piensa que la ocupación de esa zona fue para los
árabes soplar y hacer botellas. No aconteció tan así. De hecho el
África cristiana y romana ofreció resistencia al invasor. Algo ya
hemos dicho de esto, pero convendrá ahora recordarlo y ampliarlo.

Como sabemos, los vándalos, que eran arrianos, ocupaban la mejor


parte del norte de África, tratando de destruir de manera sistemática
lo que allí existía de civilización romana. Fue precisamente a raíz de
ello, que el emperador Justiniano, en cumplimiento de la política de
alto vuelo por él emprendida, había dispuesto en el año 534 el envío
de una expedición de 10.000 hombres, a cargo de la cual puso a su
mejor estratega, el general Belisario, en orden a reconstituir el
antiguo Imperio romano así como el tejido social y católico del África.
Si bien lograron vencer a los terribles vándalos, y restauraron la
Iglesia en los centros urbanos, no pudieron restablecer la romanidad,
como había sido el propósito del gran Emperador, porque debieron
enfrentar una insurrección berebere casi generalizada.

Para mejor entender lo que allí sucedió, conviene saber que el África
del norte nunca había sido romanizada por completo, lo que explica
en cierta manera el eclipse tan rápido de la civilización en dicho
ámbito. A diferencia de lo que sucedió en España o el sur de Francia,
donde la romanización había echado hondas raíces, en el África no
fue sino superficial, sobre todo entre las tribus bereberes, que eran
las autóctonas. En cambio la evangelización en dichas tribus mostró
tener una raigambre un poco mayor. A fines del siglo V había en el
África del norte no menos de 600 obispados, brindando tres Papas a
la Iglesia, además de hombres tan grandes como San Cipriano y San
Agustín. ¿Cómo un mundo tan rico y densamente cristiano, se
desplomó y se islamizó con tan grande rapidez y en su casi
totalidad?

La llegada de los árabes resultó determinante para la marcha de los


acontecimientos. Las tropas invasoras eran de caballería, mucho
más ligeras que las de los bizantinos, pero éstos tenían gran
superioridad por su capacidad para defender las ciudades
asediadas. De este modo los árabes tuvieron que renunciar
provisoriamente a ocuparlas, abocándose a la conversión de los
bereberes al islam. También éstos resistieron. Más aún, una vez que
los bizantinos fueron vencidos por los árabes, la lucha contra éstos
fue llevada adelante por las tribus bereberes, que antaño habían
resistido a los romanos, y que mucho después, en el siglo XIX,
habrían de resistir a Francia, alternándose las victorias de uno y otro
bando. Por eso no hay que aceptar con demasiada facilidad la teoría
de que la conquista e islamización se realizaron en poco tiempo.
Hubo muchas batallas y diversos avatares. En cierta ocasión, los
bereberes llegaron a unirse bajo el mando de una mujer que pasaría
a la leyenda, la romántica Kahina, la cual llevó adelante una guerra
de guerrillas que volvió locos a los musulmanes, siendo a la postre
vencida y muerta. Sea lo que fuere, el hecho es que hacia fines del
siglo VII casi toda el África del norte había pasado a manos de los
musulmanes. Los conquistadores entendieron que no debían
volcarse tanto a la conversión de los bereberes, relativamente bien
cristianizados, sino a los del actual Marruecos, que nunca habían
sido romanizados ni cristianizados. No se equivocaban. Pronto los
marroquíes adhirieron al islam, convirtiéndose en bloque y de
manera definitiva. Como eran excelentes soldados, reforzaron
grandemente a los árabes, a quienes ayudarían en la conquista de
España, como enseguida veremos.

La pérdida del norte de África para la Iglesia y para la civilización


occidental fue un acontecimiento realmente traumático. Es cierto que
esta parte de la Cristiandad había quedado muy vulnerada a raíz de
las herejías. Por lo demás, su episcopado no contaba en aquel
entonces con las figuras relevantes que en otros tiempos habían
salido a la palestra. Asimismo hay que decir que las provincias
africanas nunca miraron con buenos ojos a los bizantinos, quienes
tras apoderarse de ellas habían erigido allí un Exarcado, entidad casi
autónoma. El Exarca era algo así como un virrey del Emperador. Con
todo, la victoria del Islam no pudo dejar de provocar sufrimiento en
los buenos cristianos.

Tras la caída de Cartago, los árabes fueron ocupando ciudad tras


ciudad, región tras región. Lo que quedaba de los bizantinos, el
“Africanus Exercitus”, como pomposamente se expresaba la
nomenclatura oficial, ya no cubría más que la extrema punta de
Ceuta. El último Exarca, por nombre Julián, en lucha contra los reyes
visigodos de España, que como sabemos eran cristianos, cometió un
gravísimo error cuando hizo entrar en su juego a Tarik ben Zwad,
berebere islamizado, que era lugarteniente de Muza, delegado del
califa de Damasco y comandante de las fuerzas árabes, y le entregó
la plaza fuerte que tenía a su cargo. Tarik saltaría desde allí sobre
España, atravesando ese estrecho que en adelante se llamaría
Jabel-al-Tarik, o monte de Tarik, de donde se deriva el nombre de
“Gibraltar”. Fue en realidad una traición de los bizantinos, el último
golpe asestado al África que había sido de Cristo.

La Iglesia estaba allí en agonía. No murió enseguida, por cierto, ya


que durante bastante tiempo sobrevivieron algunos islotes
importantes. Pero éstos, bajo la constante amenaza del enemigo,
serían cada vez más débiles. La mayor parte de los bereberes
acabaron finalmente por convertirse a la fe de los vencedores. Según
la estrategia del Islam, que propiciaba el Corán, los cristianos que
querían permanecer tales fueron autorizados a conservar su religión,
con tal de que pagasen a las nuevas autoridades un tributo especial,
que era la quinta parte de sus rentas. Pero pronto cesó esta
condescendencia, y fueron forzados a la conversión, so pena de
destierro. Los obispados desaparecieron. Muchas iglesias fueron
convertidas en mezquitas. Era el fin de la gloriosa África cristiana.
Habrá que esperar un milenio para que retorne el cristianismo, bajo
el amparo de los países europeos que implantarían la colonización
de esas regiones.

Volvamos a lo que pasaba en España antes de que aconteciera la


invasión de que hablamos poco atrás. Las relaciones entre los
bizantinos, cuando todavía conservaban Ceuta, y los reyes visigodos
de la vecina España, eran tensas. Para colmo, Julián había ofrecido
un amistoso asilo a Oppas, arzobispo de Sevilla, hermano de Witiza,
rey destronado y pretendiente al trono de Toledo, así como a otros de
sus secuaces. En lugar de asociarse, bizantinos y visigodos, todos
cristianos, contra el enemigo común, los cristianos se desgarraban
entre sí. Un buen grupo de judíos actuaron junto a Julián y los jefes
musulmanes, informándoles sobre el estado de disgregación en que
se hallaba entonces el reino visigodo, e impulsándolos a intervenir.
Hemos visto cómo el emir Muza, delegado del Califa, encabezó la
invasión de la península. Era el año 711. El ejército atacante contaba
con 7000 hombres, casi todos bereberes, bajo el mando de Tarik, que
pasó el estrecho ayudado por Julián, según dijimos, quien se le unió
con otros 5000 hombres. Don Rodrigo, que era por aquel entonces el
rey de los visigodos, se encontraba en el norte de España, luchando
contra los francos y los vascos. Al enterarse de lo que estaba
sucediendo, bajó inmediatamente para entablar batalla contra los
invasores, esperándolos a orillas del Guadalete. El rey, de pie en su
carro de guerra, llevando manto de púrpura y borceguíes de plata, se
aprestó al combate. El calor era terrible, y aquellos rubios germanos
lo sufrían espantosamente. La batalla fue cruenta, entre cargas de
caballería y cimitarrazos incansables. Si bien la proporción era de
cuatro cristianos a un musulmán, aquéllos fueron derrotados. Era un
pueblo que había perdido su antiguo vigor, un pueblo debilitado
frente a un aguerrido ejército exitoso en cien combates. Rodrigo, es
cierto, se batió como un león, pero al fin cayó con la flor de su
ejército. Bastó ese solo choque y la España visigoda, que había
durado más de 300 años, se derrumbó como un castillo de naipes.

Las tropas de Tarik se abalanzaron enseguida hacia el interior de la


península. La ocupación de sus territorios se hizo, sin embargo, de
manera superficial, ya que detrás de los invasores iban quedando
fuertes núcleos de resistencia, como Sevilla, Málaga, Elvira, etc. El
propio Muza, ahora reforzado por tropas árabes que provenían del
Yemen, zona que se encuentra al sur de la actual Arabia Saudita, fue
ocupando diversas ciudades, generalmente con la complicidad de
los judíos, que no habiendo sido bien tratados por los visigodos, les
abrían ahora gustosamente las puertas. Incluso a veces los
invasores dejaron las ciudades conquistadas en sus manos. Al entrar
en Toledo, la capital del Reino, donde el traidor Oppas le dio una lista
de las cabezas que había que cortar, Muza comunicó a sus nuevos
súbditos que al califa de Damasco debían obedecer todos los
españoles como a su soberano. Luego ocupó Zaragoza, casi toda
Castilla y León. Pronto estallaron desavenencias entre Muza y Tarik,
así como entre los árabes aristócratas y el elemento berberisco.
Hallábase Muza en Asturias, cuando recibió orden del Califa de
presentarse en Damasco. Allí fue, cargado de botín, dejando a su
hijo con el cargo de emir o gobernador de España.

Cabe preguntarse, como lo hicimos al tratar de la conquista


musulmana del norte de África, por qué cayó tan fácilmente el reino
visigodo. A ello contribuyeron por sobre todo las innúmeras rencillas
domésticas. Justamente poco antes Rodrigo, duque de la Bética, se
había apoderado del poder, derrocando a Witiza, penúltimo rey
visigodo. Los partidarios de Witiza y sus hijos juraron venganza
llamando, ellos también, a los árabes. Agreguemos la depravación
moral de la dinastía, el apoyo judío a los sarracenos, la traición de
algunos católicos como el obispo Oppas, los restos de mentalidad
arriana en parte de la aristocracia militar visigoda, nunca convertida
del todo… Los árabes, por su lado, se sentían en un momento de
plenitud. En aquellas circunstancias, podían hacer un balance.
Además del África del norte, habían hecho pie en el sur de Italia y en
las grandes islas del Mediterráneo occidental. Envalentonados con
tantas victorias, se animaron a cruzar los Pirineos, invadiendo
Francia. Pero, como ya lo hemos dicho, fueron detenidos en Poitiers,
el año 732, por el ejército galo de Carlos Martel.

Refiriéndose a estos acontecimientos, escribe el P. Llorca en su


Historia de la Iglesia Católica: “Si Roma y Bizancio, Oriente y
Occidente, son dos polos entre los cuales gira la historia durante la
época del Bajo Imperio y de la Alta Edad Media, desde que a las
costas mediterráneas se asoman los turbantes árabes, la cristiandad
europea condensa y acumula sus energías para enfrentarse contra
el Islam, que avanza conquistador en gigantesca maniobra
envolvente. Y todo el resto de la Edad Media se ve condicionado por
la tensión religiosa, cultural y militar de estos dos campos: islam y
cristiandad, siempre en guerra y siempre también en fructífero
intercambio”.

En lo que toca a España, cabe una observación no carente de


relevancia. A diferencia de lo que pasó en todas las invasiones
anteriores, la de los romanos, la de los visigodos, etc., que acabaron
por arraigarse en dicha tierra, mezclándose los vencedores con los
vencidos, no ocurrió así ahora. Para la fusión de ambos pueblos, el
árabe y el español, había un obstáculo al parecer infranqueable: la
diferencia de religión. Tal sería el único motivo de la Reconquista,
una verdadera guerra de religión, una cruzada por la fe.

Debemos reconocer que, una vez instalados en España, los árabes


alcanzarían, con el correr de los siglos, un florecimiento cultural de
gran nivel, máxime desde que hicieron de Córdoba la sede de un
nuevo Califato. El mundo musulmán, en su conjunto, llegó por aquel
entonces a su máximo esplendor. De Bagdad a Córdoba, pasando
por el Cairo, los tres califatos existentes, encontramos el mismo tipo
de palacios, de bazares, de baños públicos, de jardines y fuentes.
Los califas españoles adornaban sus palacios con esculturas y obras
de arte griegas, al par que los arquitectos imitaban los modelos
persas y árabes. Podríase decir que la dirección en filosofía y ciencia
había pasado del Occidente cristiano al ámbito musulmán. Fue la
época de Avicena, el mayor de los filósofos del Islam, que dejó una
profunda huella en Santo Tomás y sobre todo en Duns Escoto.
Después aparecería Averroes, célebre filósofo que nació en
Córdoba, donde recibió la mejor educación posible en leyes,
teología, filosofía y medicina, consagrándose a comentar las obras
de Platón y sobre todo del Estagirita. Santo Tomás se refiere a él
llamándolo “el intérprete de Aristóteles”, y Dante lo menciona como
la persona que escribió el gran comentario del príncipe de la filosofía
griega, il gran commento, dice. Citemos también a Ibn Arabi, la
autoridad por excelencia de la doctrina esotérica islámica, que nació
en Murcia, y tras pasar su juventud en Andalucía, se dirigió a Egipto
y luego a La Meca donde escribió las “Revelaciones mecanas”, suma
del conocimiento esotérico del Islam; encontramos párrafos suyos en
el Dante y en Raimundo Lulio.

Aunque no todos eran árabes, todos escribieron en árabe, y casi


todos eran musulmanes. Los lazos de religión, de idioma y de ley
hacían del Islam un verdadero polo de cultura, en comparación del
cual la Cristiandad occidental parecía pequeña y de carácter
provincial. No se crea, pues, que la invasión de los moros –como los
españoles llamaron a los ocupantes– significó para España un largo
período de decadencia cultural. Todo lo contrario. Y piénsese que
aquella zona no era sino la provincia occidental de una sociedad que
se extendía desde la India a Portugal. Estudiosos y teólogos
musulmanes, artistas y músicos persas, que se desplazaban de un
extremo al otro del mundo islámico, trabajaban en la corte española.
Por eso España alcanzó con ellos un alto desarrollo cultural. Los
pequeños reinos de Taifas, en que luego se dividiría el Califato de
Córdoba, rivalizaron en el mecenazgo de la literatura y de la ciencia.
Algunos de sus gobernantes fueron poetas y hombres de letras. Las
ciudades de Zaragoza y Toledo se destacaron en ello. Pero fue sobre
todo Córdoba la que mantuvo su supremacía cultural. Allí vivió Ibn
Hayyam, que compuso una historia de España en sesenta
volúmenes, así como Ibn Zaydun, uno de los mejores poetas
andaluces. La rica civilización de al-Andalus, como se denominaba al
conjunto de los reinos de Córdoba, Sevilla, Jaén y Granada,
rivalizaba con la que por aquel entonces se manifestaba en Persia.
Fue también en la atmósfera brillante de las cortes musulmanas
españolas de los siglos X y XI donde se originó aquella idealización
romántica del amor, que engendró la nueva poesía lírica, tan
semejante al estilo de los trovadores, que surgiría después en el sur
de Francia, extendiéndose luego por toda Europa occidental.

Sin embargo, esta magnífica cultura e impresionante civilización, en


la que participaban también no pocos pensadores y artistas
españoles que conservaban la fe católica, tenía un punto débil, y fue
su insanable desarraigo. El Estado musulmán en España nunca dejó
de ser una creación artificial, sin relación orgánica alguna con la vida
del pueblo español, al tiempo que su poder político descansaba en
tropas mercenarias y en esclavos. Por eso la misma época que
produjo una floración tan brillante de cultura, fue también la del
comienzo de su decadencia política y su caída.
¿Cómo quedó la Iglesia en los primeros tiempos que siguieron a la
invasión árabe? El cristianismo estaba demasiado arraigado en el
alma española y en el suelo español para que los conquistadores
pudieran arrancarlo con facilidad. Los musulmanes eran muy pocos,
sólo una minoría, y casi no trataron de hacer proselitismo entre los
cristianos. Por lo general, no les imponían la conversión, pero sí
diversas restricciones. Debían pagar un impuesto especial; no
podían usar determinados colores; no les era permitido casarse con
mujeres musulmanas; sus casas o lugares de culto no debían ser
ostentosos; se los excluía de los cargos que implicaban poder. La
mayor o menor estrictez con que se aplicaban estas normas
dependía de los jefes locales, pero aún en las mejores circunstancias
no dejaba de ser una situación incómoda, ya que en cierto modo
inclinaba a que los cristianos, para integrarse plenamente en el
mundo moro, abandonasen su fe. En muchos lugares los jefes
políticos confiaron cargos de responsabilidad a judíos, o a españoles
superficialmente islamizados, que se habían convertido al Corán por
interés, a quienes llamaban “maulas”, y que, por lo general, se
mostraban benévolos con sus hermanos de ayer.

Los cristianos que permanecieron fieles a su fe, aunque sometidos a


la autoridad civil de los árabes, fueron denominados mozárabes (de
motasarab, arabizados). Los llamados mudéjares, en cambio, eran
musulmanes que vivían bajo autoridades cristianas, quienes les
permitían conservar sus costumbres, previo pago de tributo. Con el
pasar del tiempo, los mozárabes fueron logrando alguna autonomía
civil y administrativa, cierto gobierno propio, ciertos jueces y
recaudadores propios. En lo eclesiástico se reconocía la autoridad
de los obispos. Asimismo estaba permitido acudir a los templos
antiguos, pero no edificar nuevos. En el campo sobrevivieron no
pocos monasterios. Para la educación, había escuelas católicas en
Sevilla, Toledo, Granada y otros lugares. Con todo, la situación no
dejaba de ser peligrosa, como lo experimentaban sobre todo los
obispos que por una parte no podían mantener los contactos
normales con Roma, y por otra estaban siempre bajo la vigilancia
atenta de los jefes musulmanes, que influían de muchas y diversas
maneras. Los fieles cristianos, a su vez, huérfanos de todo apoyo
civil, se veían siempre tentados de aflojar en sus posiciones para
acomodarse con el poder y recibir las prebendas que los emires
dispensaban a los cristianos renegados. Sea lo que fuere, la verdad
es que la situación de los fieles españoles sometidos a la dominación
musulmana, variable por otra parte de provincia a provincia y de siglo
a siglo, no fue nunca tan penosa como la de los cristianos del África
musulmana.

Volvamos ahora al campo de la política, retornando a los primeros


tiempos de la invasión, para entender mejor los sucesos posteriores.
En el año 755 aconteció en la España musulmana un hecho de gran
envergadura, al que ya nos referimos anteriormente, pero que ahora
nos convendrá recordar. Cinco años antes había tenido lugar en
Damasco un cambio fundamental. Los Omeyas allí reinantes, a
quienes los musulmanes fieles acusaban de faltar a los principios del
Corán, fueron derribados. Habiéndose proclamado una amnistía, se
la quiso celebrar con una cena donde invitaron a unos ochenta
omeyas. Allí fueron éstos exterminados por AbulAbbas, que iniciaría
una nueva dinastía, la de los Abásidas, así llamados porque
descendían de Abbas, tío de Mahoma y abuelo de Alí, instalando su
gobierno en Mesopotamia, donde fundaron una nueva capital,
Bagdad. Sólo dos de los omeyas invitados no habían concurrido a la
mortal celada. Uno de ellos, Abderrahmán, huyó a España, se
apoderó de Córdoba, e hizo surgir allí un gobierno independiente,
rebelde al de Bagdad, dando comienzo a lo que más tarde sería el
Califato de Córdoba, del que hemos hablado, rival del de Bagdad en
esplendor y poderío.

La línea de los nuevos conquistadores fue más dura que la de


quienes los precedieron. Hixem I, hijo y sucesor de Abderrahmán,
dispuso que todos los cristianos debían inscribirse en las escuelas
de los musulmanes, con la intención de que cambiasen sus
tradiciones e incluso su fe. Un grupo de católicos reaccionó
vigorosamente, siendo condenados a muerte, con lo que dio
comienzo una época de mártires. Cuanto mayor era el número de las
víctimas, más eran los que se animaban a confesar su fe. Los jefes
árabes lograron que los obispos no apoyasen esta reacción. Es
cierto que algunos fieles se dejaban llevar de un fervor indiscreto, no
vacilando en insultar públicamente a Mahoma y a sus seguidores, en
las plazas e incluso dentro de las mezquitas. Ellos veían en peligro
su fe, sus tradiciones, su cultura. Eran testigos de que la tibieza se
iba apoderando de los mozárabes y de que el islam se infiltraba en
sus vidas. Muchos de éstos se acomodaban a las costumbres del
ocupante, adoptando la lengua árabe, el turbante, el albornoz, lo que
suscitaba el desprecio de los propios musulmanes. Cuando sonaban
las campanas de las iglesias, algunos moros se burlaban. No es
extraño que los cristianos hiciesen otro tanto cuando el muezzín
desde el minarete llamaba a la oración a los musulmanes. Parecía
perentorio ponerse de pie contra tales peligros, y ello a pesar del
oportunismo de la mayor parte de los obispos. Así lo hizo San
Eulogio, hombre de alma grande, orador y poeta, arzobispo de
Toledo, quien diferenciándose de sus colegas claudicantes, cometió
la “indiscreción” de convertir a una joven mora, lo que estaba
prohibido. Los soldados lo detuvieron y lo llevaron ante el visir. Con
una palabra hubiera podido salvar su vida, pero prefirió confesar
públicamente a Cristo y denostar a Mahorma, muriendo juntamente
con la doncella mora.

Con Mohamed I arreció la persecución, que ahora incluyó el terror,


siendo grande el número de apóstatas. Repletas estaban las
cárceles. El temor había acallado todo, cuando un joven de gallarda
presencia, llamado Fandila, confesó sin reboso su fe. Mohamed se
enfureció, amenazando con matar a todos los cristianos. Entonces el
heroísmo larvado de muchos fieles salió a flote, quedando aquél
maravillado ante el espectáculo de un pueblo que se reía de los
tormentos y de la muerte. Era Eulogio quien había armado para el
combate a aquellas legiones de héroes.

Pronto recrudeció la resistencia. Decimos recrudeció porque de


hecho ya había comenzado desde los inicios de la invasión
musulmana, cuando numerosos cristianos se agruparon en las
montañas, donde el enemigo no podía alcanzarlos, combatiendo
desde allí al modo de los modernos “comandos”. Uno de sus
primeros jefes fue Pelayo quien, refugiándose en las sierras de
Asturias, asumió en el 718 la herencia de la dinastía visigoda, con la
cual, por lo demás, estaba emparentado. En un agreste desfiladero,
rodeado de un puñado de valientes, vio llegar una columna enemiga,
compuesta de bereberes, árabes y cristianos traidores, entre los
cuales el infaltable Oppas, obispo de Sevilla, quien fue encargado
por los invasores de intimar la rendición. Cuando Pelayo los tuvo a
su alcance, hizo rodar sobre ellos piedras y peñascos, mientras los
acribillaban a flechazos. Tal fue la famosa batalla de Covadonga. Se
dice que entre los muertos estaba el conde don Julián y los hijos de
Witiza, el rey destronado. Oppas fue hecho prisionero y ajusticiado.
Pelayo había llevado a la roca donde se guareció una imagen de
nuestra Señora, a quien en buena parte se atribuyó la victoria. Como
escribe un autor: “La fe y la patria eran las que se habían consagrado
allí naciendo el pensamiento glorioso, temerario entonces, de
recobrar la nacionalidad perdida, de enarbolar el pendón de la fe,
sacudiendo el yugo de las armas sarracenas. Lentamente, en la
adversidad y en la lucha se fue forjando una raza dura, austera y
profundamente religiosa. El plan de aquellos españoles era,
sencillamente, reconstruir el antiguo imperio visigótico, reconstruir lo
que se había desmoronado”.

El combate por la buena causa, que se extendería a lo largo de siete


siglos, abundó en episodios sublimes y heroicos, tan propios del
espíritu español cuando se pone al servicio de una causa justa y
sagrada. El ideal de los combatientes era a la vez patriótico y
religioso. Para los dos adversarios se trataba, por cierto, de ocupar
unas tierras, que para los españoles era su propio hogar usurpado,
pero, más allá de ello, de extender o de proteger el campo en que se
afirmaba una fe. Los moros gritaban: “¡Mahoma!”, los cristianos,
“¡Santiago!”, se dice en el poema del Mío Cid. La Iglesia entendió
siempre que este prolongado combate no podía ser considerado sino
como una Cruzada contra los infieles, en el marco de las Cruzadas
en general, de las que enseguida trataremos, no para convertir a los
adversarios por la fuerza, al término de una guerra victoriosa, sino
para defender el tesoro de la sociedad cristiana frente a la agresión
de los mahometanos.

La Reconquista interesó no sólo a los españoles sino a los católicos


todos de la Cristiandad. En 1063, Alejandro II otorgó indulgencia
general a los caballeros franceses que fueran a ayudar a sus
hermanos españoles. Combatir en España fue tan meritorio como
hacerlo en Tierra Santa. También ayudaron las grandes Órdenes
religiosas, como el Cluny o el Cister, iniciando fundaciones en las
tierras reconquistadas. Poco a poco se fueron estableciendo
regiones liberadas, como Asturias, Castilla, Navarra, Aragón, y
finalmente Cataluña. Por desgracia, estos pequeños Estados
estuvieron signados por un grave defecto, típicamente español, el del
individualismo, la desunión. Defecto que, por otra parte, debilitaría
también a los moros.

Como dijimos, la España musulmana tenía por capital a Córdoba,


aquella ciudad más suntuosa que las grandes urbes europeas de
aquel tiempo, ciudad célebre por su cultura, cuya espléndida
mezquita nos ofrece todavía hoy el testimonio de aquel esplendor.
Granada y Sevilla apenas le cedían. Poco antes del fin del primer
milenio, un terrible guerrero llamado Almanzor, visir, o sea, ministro
del califa de Córdoba, Hixem II, se puso al frente de las huestes
moras, asestando golpe tras golpe a los ejércitos cristianos. Llegó
incluso a apoderarse de Santiago de Compostela, y arrasarlo, con
excepción de la tumba del Apóstol. Luego hizo llevar hasta la ciudad
de Córdoba, sita a más de 700 kilómetros, las campanas del templo,
a hombros de cristianos cautivos, como trofeo de guerra. Hacia el
1050 la situación se tornó menos peligrosa, ya que aquel Califato fue
abolido, siendo reemplazado por una federación de veintitrés
pequeños Estados, o “Taifas”, lo que contribuyó a fomentar la división
de los enemigos de la Cristiandad.

Precisamente por aquellos tiempos apareció también, del lado


católico, un gran guerrero, Fernando I, rey de Castilla, quien sacando
partido de la división de los musulmanes, asedió sucesivamente a
los Taifas de Toledo y de Zaragoza, y de tal modo intimidó al rey de
Sevilla que éste debió declararle su sumisión. A la muerte de
Fernando, su hijo, Alfonso VI, reanudó la ofensiva. En 1085 ocupó
Toledo. Fue un acto muy importante, por el carácter poco menos que
imperial de aquella ciudad. Nada, pues, de extraño que asumiese
con el título de “Toleti Imperii rex et magnificus triumphator”. Siguió
luego hacia el sur, y al llegar al mar, en el mismo lugar donde en el
siglo VIII habían desembarcado los primeros contingentes del Islam,
metió su caballo en las aguas, como si quisiera lanzarlo a la
reconquista de África, gritando: “¡He llegado hasta el último confín de
España!”

La dominación musulmana de España parecía a punto de


desplomarse. Pero entonces una de esas vueltas que tiene la
historia volvió poner todo en cuestión. Al sur de Sahara, un peregrino
de La Meca, Abd-Allah-ibn-Yasin, se propuso llevar a cabo una
reforma religiosa entre los tuaregs, nómadas del desierto, hombres
de costumbres feroces, con el fin de que los musulmanes volvieran a
la estricta religión del Profeta y los cobardes e impuros recibiesen el
castigo merecido. Los reformados, llamados al-murabitorum, palabra
que los cristianos deformaron en almorávides, pronto ocuparon todo
el sur de Marruecos. Justamente por aquellos momentos Alfonso VI
tenía en jaque a los emires de España. Entonces éstos dirigieron sus
miradas hacia los nuevos combatientes del África, pidiéndoles
socorro. Encantados por la invitación, entraron en España, con lo
que el mapa quedó enteramente trastrocado. Ahora los cristianos no
tendrían ya frente a sí a aquellos hombres venales de las Taifas sino
a guerreros consumados. En pocos años, los almorávides liquidaron
las Taifas e impusieron en España su autoridad omnímoda. El propio
Alfonso VI debió retornar a Toledo.

Una vez más era preciso reorganizar la resistencia, que ahora se


polarizaría en un hombre de Castilla la Vieja, Rodrigo Díaz de Vivar,
el Cid Campeador, héroe de enorme valentía e insuperable en la
guerra. A pesar de que tenía diferendos con Alfonso VI, pasándolos
por alto, se lanzó al combate contra los almorávides. En 1094 logró
ocupar Valencia, convirtiendo la mezquita en iglesia y reinstalando
en ella al obispo del lugar. Su valor y sus proezas encendieron en
España la llama del fuego sagrado, convirtiéndose en la encarnación
de la resistencia. Campidoctor, maestro de guerra, lo llamaban los
cristianos latinistas; el Sid, el Señor, lo llamaron los musulmanes. Al
morir, en 1099, el mismo año en que los Cruzados tomaban
Jerusalén, España entera, incluido el rey Alfonso, lo lloró
amargamente. Cuando poco más tarde, su valerosa viuda, doña
Jimena, tuvo que evacuar Valencia, llevando los restos de su marido
en un ataúd, se cuenta que el solo espectáculo de este cortejo
fúnebre bastó para dispersar al ejército enemigo.

Las cosas siguieron balanceadas, con derrotas y victorias, en


sucesivas alternancias. Pero justamente cuando los españoles
alcanzaron a aprender que los almorávides no eran invencibles, se
produjo un nuevo viraje histórico. Aquellos árabes, que habían
nacido de una reforma religiosa dentro del islam, morirían a raíz de la
aparición de otra. Porque no eran pocos los musulmanes que les
reprochaban ser demasiado puritanos, al punto que su formulismo
parecía vaciar la revelación coránica de contenido espiritual.
Enarbolando dicha acusación, aparecieron nuevos invasores, los al-
mohades, que declararon la guerra santa a los almorávides, y
lucharon con denuedo hasta lograr sobre ellos una victoria completa.
De este modo, la España almorávide pasó, en 1145, a manos de los
almohades, sus nuevos amos. Se mostraron éstos terriblemente
duros con los cristianos, persiguiendo ferozmente todo lo que no
fuese su Islam. A los cristianos de las zonas por ellos conquistadas
no les quedó sino elegir entre el Corán, la muerte o la huida. Fue un
período particularmente angustioso.

Alboreaba el siglo XIII. Tres reyes, los de Navarra, Aragón y Castilla,


se reunieron en Toledo, para presentar batalla a los almohades, allí
concentrados bajo el mando de Yacub. Éste, con el típico turbante
verde sobre su cabeza, dirigía las operaciones desde lo alto de un
cerro. Sus tropas fueron destrozadas, el año 1212, en las Navas de
Tolosa, una de las batallas más decisivas en esta larguísima guerra,
y que significó el fin del poder almohade.

Es indudable que fue la Iglesia la gran impulsora de la Reconquista.


Papel destacado tuvieron en este secular combate las Órdenes
Militares, que desde Tierra Santa se difundieron rápidamente en
España, como la de Alcántara, de Santiago y de Calatrava. Esta
última sería una de las principales en la Península. Los monjes-
caballeros, al tiempo que protegían a los peregrinos, luchaban con
bravura impar. En el siglo XIII emergió una figura paradigmática de
combatiente, Fernando III, rey de Castilla y de León, quien se lanzó a
recuperar Andalucía. Proclamándose “Caballero de Cristo, servidor
de Dios y portaestandarte del Señor Santiago”, ocupó Córdoba, que
había estado durante 525 años bajo el poder del Islam. Las
campanas de Santiago de Compostela, que más de doscientos años
atrás Almanzor había hecho llevar hasta allí, a hombros de cautivos
cristianos, fueron devueltas al santuario de Galicia, a hombros de
cautivos musulmanes. El comandante almohade de Granada tuvo
que declararse, de rodillas, vasallo de Fernando, ayudándole a
apoderarse de Sevilla. Ahora a los moros sólo les quedaba el
pequeño reino de Granada. Fernando estaba pensando en cruzar
Gibraltar, rumbo al África, para llevar hasta allí el combate contra los
moros, cuando le alcanzó la muerte. No deja de ser significativo que
este gran caudillo, siempre invicto, que erigió catedrales, que recogió
en sus Universidades la herencia de los intelectuales árabes,
confiriéndole a España la dignidad de gran potencia católica, haya
sido canonizado por la Iglesia. Fue Fernando quien cerró el capítulo
medieval de la Reconquista, que dos siglos y medio más tarde
habrían de clausurar definitivamente otras dos grandes figuras,
Fernando e Isabel, los Reyes Católicos.

Concluyamos nuestras consideraciones sobre la Reconquista


evocando a estos dos reyes, y su victoria sobre el último bastión de
los moros, la ciudad de Granada. Habían pasado ya dos siglos y
medio desde la toma de Córdoba. El reino moro de Granada era en
esos momentos un centro cultural, artístico y económico de primer
nivel. Cuando el jefe turco que gobernaba en Jerusalén se enteró de
que los Reyes Católicos se proponían ocuparla, consumando así el
largo proceso de la Reconquista, presionó sobre ellos para que
renunciasen a dicho proyecto; en caso contrario, les hizo saber,
perseguiría a los católicos en Tierra Santa. Los Reyes le
respondieron que eran los moros quienes se habían apoderado de
las tierras españolas y, por tanto, en modo alguno podían aceptar
sus intimaciones. Comenzó así el asedio de Granada, prolongado y
lleno de peripecias. Por fin, los musulmanes tuvieron que rendirse. El
acto revistió peculiar solemnidad. Avanzó la Reina, rodeada por sus
damas, con sus mejores atavíos. A su lado, don Fernando, montado
en espléndido corcel, con lo más granado de la nobleza castellana y
andaluza, entre pífanos, tambores y clarines. Boabdil, comandante
de los guerreros musulmanes, entregó las llaves de la ciudad: “Estas
son las llaves del paraíso –le dijo a Fernando-; esta ciudad os
entregamos, pues así lo quiere Allah, y confiamos en que usarás de
tu triunfo con generosidad y clemencia”. El momento más
impresionante fue cuando los cristianos entronizaron la cruz en la
torre más alta de la Alhambra, la torre de la Vela, e izaron allí los
pendones de los Reyes. “¡Castilla, Castilla! ¡Granada, Granada! ¡Por
los reyes don Fernando y doña Isabel!”. Sonaron los clarines y todos
de rodillas cantaron el Te Deum. Un antiguo romance lo relata así:

En la ciudad de Granada grandes alaridos dan; unos llaman a


Mahoma, otros a la Trinidad.

Por un cabo entran las cruces de otro sale el Alcorán;


donde antes oían cuernos, campanas oyen sonar.

El te deum laudamus se oye en lugar de Alá, Alá, Alá. No se ve por


altas torres ya la luna levantar…

Entra un rey ledo [alegre] en Granada, el otro llorando va…

De acuerdo con las “Capitulaciones” que se firmaron entre ambos


bandos, los moros de Granada quedaban en adelante sujetos a la
condición de vasallos de los Reyes Católicos, conservando sus
bienes, su religión, sus mezquitas e incluso cierta jurisprudencia
propia. Pero al mismo tiempo a quienes lo quisiesen se les permitió
emigrar libremente con sus familias y llevándose sus bienes. Uno de
los primeros actos de los Reyes vencedores fue nombrar como
arzobispo de Granada al jerónimo Hernando de Talavera, quien
respetando el fuero religioso que los monarcas habían otorgado a los
vencidos, emprendió, en la más estrecha colaboración con el
gobernador recién nombrado, la tarea de procurar, sin violencia
alguna, ni física ni moral, la conversión de los moriscos granadinos,
en lo cual lo secundaron algunos religiosos, sobre todo franciscanos,
dominicos y agustinos. Ya en épocas anteriores, los españoles se
habían preocupado por ello. Alfonso el Sabio, hijo de San Fernando,
había dispuesto en las Siete Partidas: “Por buenas palabras y
convenientes predicaciones, los cristianos deben trabajar por
convertir a los moros, para llevarlos a creer en nuestra fe, pero no
por la fuerza, ni exigiéndola.”

A dicho emprendimiento se abocó con toda su alma el gran obispo,


que gozaba de enorme prestigio entre los moros, por su inmensa
caridad. En orden a ello dispuso que los clérigos y religiosos
aprendiesen el árabe con la mayor rapidez posible, así como que se
redactasen sermones y catecismos en esa lengua, de modo que se
hiciese viable un trato fluido entre los misioneros y los neófitos
musulmanes. Sólo podremos atraerlos al cristianismo, decía,
mediante métodos inspirados en la bondad y la caridad.

Según se ve, tanto el poder político como la autoridad religiosa


buscaron la convivencia pacífica entre ambas razas. Por desgracia el
intento duró poco. Cierta política coercitiva de parte de las
autoridades españolas y también reiteradas sublevaciones de los
moros del Albaicín, en Granada, que luego se extendieron a Baza,
Guadix y otros lugares, finalmente sofocadas, hicieron que la
experiencia apostólica no prosperase. Las dificultades persistieron a
tal punto que en 1502, los Reyes se vieron constreñidos a hacer
pública una “Pragmática” por la que los moriscos de Castilla y León
debían optar entre bautizarse o abandonar España, como se había
hecho en 1492 con los judíos. Las conversiones no fueron tantas, y
no pocas de ellas carecieron de sinceridad. El fracaso de ulteriores
intentos de integración religiosa y cultural llevaron a que la expulsión
se extendiera en 1609 a Valencia, Castilla, La Mancha y
Extremadura, y años después a Andalucía, Aragón, Murcia y
Cataluña.

Demos término a nuestro capítulo sobre la Reconquista de España,


la primera respuesta militar a la invasión musulmana. Cabe
preguntarse por qué será que se pudo reconquistar España, a
diferencia de lo que sucedió en el Asia Menor o en el norte de África,
que nunca lograron recuperarse. Quizás ello fue así porque en
España, antes de la invasión de los musulmanes, no sólo estaba
radicada la Iglesia sino también la Cristiandad, gracias a Recaredo,
Hermenegildo, Leandro e Isidoro, entre otros. El catolicismo español
contaba con literatura propia, leyes y orden político propios, en virtud
especialmente de los concilios toledanos. Dicho fenómeno no se dio
ni en Argelia, ni en Túnez, ni en Siria. Siendo el Islam un desafío total
que iba desde la teología hasta las armas, España supo enfrentarlo
en todos los terrenos, de modo que la victoria fue total. El hecho es
que así como la conquista de España fue el último esfuerzo del gran
ataque de la Media Luna, en su expansión hacia el oeste, así
también España fue la única nación que logró ganarle la guerra, no
una batalla, al Islam, aunque eso le llevara 800 años. Efectivamente,
a lo largo de la historia, el Islam perdería muchas batallas: Poitiers,
las Cruzadas, Lepanto, Viena, el colonialismo de los siglos XIX y XX,
pero sólo perdió una guerra, la que le entabló la España católica.

2. Las Cruzadas

La segunda gran reacción militar de la Cristiandad contra el Islam


fueron las Cruzadas. Antes de entrar en la consideración de este
magno emprendimiento, será conveniente tener en cuenta algunos
antecedentes. No se puede dejar de reconocer que mientras los
árabes gobernaron Palestina, los peregrinos que la visitaban, cuyo
número se había acrecentado considerablemente en el siglo X,
atraídos por la fascinación que sobre ellos ejercían los lugares
santos, no encontraban mayores trabas o dificultades. Eran, al
contrario, bastante bien recibidos, ya que aquellas nutridas y
continuas peregrinaciones constituían para los musulmanes una
fuente de abundantes ingresos, aunque no fuese más que por los
pasaportes que debían presentar, pagando asimismo una suma de
dinero en cada ciudad que visitaban. Por lo demás, en Jerusalén y en
otros lugares de Tierra Santa vivían muchos cristianos sin ser
molestados por nadie y pudiendo practicar libremente su religión.
Especialmente desde Carlomagno ejercían los francos una especie
de protectorado moral sobre los cristianos que allí residían.

Pero a fines del siglo X las cosas cambiaron a raíz del estallido de
una revolución política que puso toda Palestina en manos de los
fatimitas, una nueva dinastía islámica que había tomado el poder en
Egipto. El califa del Cairo, Al-Hakem, dio orden al gobernador de
Siria de destruir el Santo Sepulcro y hacer desaparecer en Jerusalén
todo lo que oliese a cristianismo, lo que fue inmediatamente acatado.
Basílicas y monasterios cayeron bajo la piqueta demoledora. Los
cristianos vieron sus casas saqueadas y sus personas ferozmente
perseguidas. Algunos huyeron, otros apostataron, y los que
prefirieron quedarse debían llevar señales infamantes. Luego de
algunos años, el sucesor de aquel Califa cambió de política,
disponiendo que se reconstruyesen los Santos Lugares, a cambio de
que en Constantinopla se restaurase una antigua mezquita.

Sin embargo, la ocupación de Tierra Santa por parte de los árabes


musulmanes era siempre como una espina en la garganta de los
fieles. Toda esa zona había sido tan cristiana que su pérdida no
podía resultar indiferente para la Iglesia y para la Cristiandad. A
veces se piensa que sólo el Occidente se preocupó de liberar el
Santo Sepulcro. No fue así. Ya en el siglo X los bizantinos
emprendieron una guerra de reconquista de los territorios usurpados
por el Islam invasor, retomando Creta, Chipre, el sur de la actual
Turquía (la costa), el norte de Siria, etc. Su intención era volver a
ocupar la tierra sagrada en que vivió Jesús. Es importante recordar
esto porque se suele creer que los bizantinos nada hicieron con tal
propósito. Lleno de celo, uno de sus emperadores, Juan I, se
encaminó hacia Palestina con el espíritu de un cruzado, y luego de
conquistar Beirut y Damasco, entró en Nazaret y en Cesarea,
llegando hasta las puertas de Jerusalén. Su deseo era “liberar el
santo sepulcro de Cristo de los ultrajes de los musulmanes”, según él
mismo decía.

Refirámonos ahora, si bien de manera suscinta, según el tiempo nos


lo permite, a las Cruzadas que emprendió el Occidente. Como de
costumbre, será conveniente tener en cuenta algunos antecedentes.
A fines del siglo X se había llegado a un “modus vivendi” entre los
Califas fatimitas y los bizantinos, al punto que los Basileus
participaban en la reconstrucción del Santo Sepulcro y enviaban trigo
a la Siria musulmana que pasaba por un momento de hambruna.
Pero hacia el año 1000 aconteció un hecho que cambiaría el curso de
la historia: la irrupción de los turcos. Eran éstos los descendientes de
un tal Seldjuk, que anteriormente había estado al servicio de quienes
gobernaban en el norte de Irán. La ofensiva de estos guerreros
llamados “seldjúcidas” por el nombre de su jefe, puso en problemas
no sólo al mundo islámico, sino también y sobre todo al mundo
cristiano. Venían en tropel, y se mostraban de extrema crueldad,
dispuestos a destruir por destruir, cosa que no habían hecho los
primitivos árabes del desierto al invadir el Cercano Oriente. De ojos
oblicuos, tenían todavía resabios mogólicos y tátaros. Habiendo
adoptado el islamismo, reanudaron la dormida guerra santa.

Sus tácticas guerreras eran elementales. Cargaban de a miles, a


galope tendido, disparando sus arcos, y luego retrocedían para dejar
paso a una segunda oleada y a una tercera. Cuando el enemigo se
encontraba suficientemente debilitado, cargaban todos a la vez.
Primero conquistaron la Mesopotamia y luego ocuparon Bagdad. Al
pasar por la Armenia cristiana, desencadenaron una matanza, por lo
que la mayor parte de los sobrevivientes marcharon a Capadocia
para establecer allí una nueva Armenia, que volveremos a encontrar
en la historia de las Cruzadas. El otro acto dramático fue una batalla
que en el año 1071 empeñaron contra los bizantinos, donde los
turcos vencieron a los ejércitos imperiales, derrotándolos por
completo. Fue la batalla de Mantzikert, de trascendentes
consecuencias, ya que dicha derrota dejó bien en claro que el
Imperio Romano de Oriente había llegado a ser incapaz de asegurar
el papel de bastión de la Cristiandad que hasta entonces había
cumplido. Ahora el Occidente tendría que tomar el relevo.

La derrota de Mantzikert abrió a los turcos, ya convertidos al islam, el


camino del oeste. Así invadieron y devastaron todo el Asia Menor,
que había sido el pedestal del poder político y religioso de Bizancio.
En sus plazas fuertes dejaron establecidas guarniciones al mando de
comandantes turcos. Nicea, la gloriosa Nicea del Concilio, pasó a ser
la primera capital del futuro sultanato seljúcida. Fue allí donde
apareció la figura del Sultán, institución basada en los modelos
sasánidas y ajena a la primitiva organización política del Islam.
Luego entraron en Damasco y expulsaron de Palestina a los fatimitas
de Egipto quienes, en 1078, debieron entregar Jerusalén.

Antes de seguir adelante recordemos algo que, si bien no deja de ser


elemental, la gente suele confundir. No es lo mismo árabe que
musulmán. Hay árabes que no son musulmanes, sino católicos,
sumando doscientos millones. Y hay musulmanes que no son
árabes. El Islam son los árabes que siguen a Mahoma, pero también
los turcos, los persas, los musulmanes negros, los de Pakistán,
Bangladesh, Afganistán, Malasia, más de cien millones en la India, y
unos doscientos millones en Indonesia, etc.

Volvamos a nuestro tema. Las Cruzadas, decíamos, no fueron sino la


consecuencia de la dimisión de las fuerzas bizantinas. Antes de que
empezaran formalmente, el emperador Miguel VIII se había dirigido
el año 1073 al papa Gregorio VII, en demanda de socorro,
prometiéndole, en cambio, el retorno de Bizancio a la unidad con
Roma, en el reconocimiento del primado pontificio. Piénsese que
sólo veinte años atrás se había producido el cisma que separó de la
sede de Pedro al mundo bizantino. La invitación del Basileus no
prosperó por el momento. Sin embargo parecía que las
circunstancias iban inclinando en esa dirección. Ya la Iglesia había
elaborado una doctrina de la guerra justa. Por lo demás, el ingreso
en la Cristiandad de los pueblos germánicos, de que hemos hablado
en anteriores conferencias, hizo que la Iglesia mirase con simpatía el
papel y el ideal de la caballería, es decir, de la fuerza armada al
servicio de la verdad desarmada. Por lo demás, el auge de dicho
estamento, que necesitaba campos de batalla donde desplegar sus
energías, coincidió con un renovado entusiasmo por las
peregrinaciones a Tierra Santa, fruto de la creciente devoción hacia
la humanidad del Salvador y los lugares donde vivió.

La situación en Palestina, ahora dominada por los turcos, se volvía


cada vez más insostenible. ¿Qué hacer? El impulso del que nació la
Cruzada fue obra de un solo hombre, el papa Urbano II. Se
desarrollaba por aquel entonces, más precisamente, el año 1095, un
concilio local en la ciudad de Clermont, que había sido convocado
para tratar temas muy diversos. El décimo día, el papa Urbano se
levantó para tomar la palabra, y dirigiéndose principalmente a los
caballeros y peregrinos, que atestaban las calles de Clermont, les
recordó la situación en que se encontraba el sepulcro donde Jesús
había estado por tres días, ahora en manos de los infieles,
profanado, casi inaccesible. “¡Hombres de Dios –dijo al terminar su
alocución–, tomad el camino del Santo Sepulcro! ¡Que cada cual
renuncie a sí mismo y cargue con la cruz!”. Sin duda que el Papa
tendría in mente el recuerdo de la trágica batalla de Mantzikert, en
que los bizantinos habían sido completamente derrotados por los
turcos, y ha de haber pensado que el Occidente debía relevar al
Oriente, socorriendo a Bizancio, como el Emperador se lo había
pedido a su antecesor. Asimismo la empresa a que convocaba
permitiría que los caballeros cristianos y los pueblos de la
Cristiandad dejaran de combatirse entre sí y se lanzasen a una
guerra indiscutiblemente justa.
Cuando el Santo Padre terminó de hablar, todos los presentes,
puestos de pie, exclamaron: “¡Dieu le volt!”, Dios lo quiere. Al oír el
clamor, Urbano II, emocionado, dijo: “Estas palabras tan unánimes,
como inspiradas por Dios, serán vuestro grito de guerra y vuestra
consigna en la batalla.” A los que tomasen las armas, les concedía
indulgencia plenaria, previa confesión sacramental. Porque en
realidad la Iglesia consideró las Cruzadas como una manera de
expresar la conversión interior. Los caballeros penitentes expiarían
sus faltas, ofrendando su vida en Oriente por una causa justa. De
aquí que en su convocatoria el Papa recordara aquellas palabras del
Señor: “Quien quiera venir tras mí, que renuncie a sí mismo y tome
su cruz”. El espíritu de las Cruzadas sería desde entonces
inescindible del afán de purificación espiritual, así como del ejercicio
de la peregrinación. Por eso en los primeros tiempos los Cruzados se
llamaron a sí mismos “peregrinos” o “penitentes”. La peregrinación,
que desde hacía siglos había sido una práctica corriente de la
penitencia cristiana, de modo que multitudes enormes de
arrepentidos, en función de la gravedad de sus faltas, cubrieron las
rutas de Europa dirigiéndose a Roma, Compostela o Mont Saint-
Michel, ahora tomaría el camino de Jerusalén. La Cruzada no fue
una guerra santa sino en la medida en que se la entendía como un
servicio a Dios. Tratábase de luchar contra los infieles, que ocupaban
ilegítimamente la Tierra Santa, herencia de Cristo y por ende de los
cristianos, la más alta forma de servicio por el hecho de que quien la
asumía se arriesgaba a morir por Dios. Para usar el vocabulario de
Péguy, allí la política se uniría con la mística. Porque las Cruzadas
fueron un hecho místico, la expresión heroica de una fe dispuesta al
sacrificio. La finalidad del combate no sería, pues, prioritariamente,
vencer a los turcos, y mucho menos, convertirlos por la fuerza, sino
convertirse a sí mismos por la prueba, al tiempo que defender a los
cristianos de Oriente y a los peregrinos.

“¡Dios lo quiere!”, gritó la multitud. Escribe Michelet: “Vióse a muchos


hombres asquearse súbitamente de todo lo que habían amado, y así
los nobles dejaron sus castillos, los artesanos sus oficios, los
aldeanos sus campos, para consagrar sus esfuerzos y su vida a
salvar de sacrílegas profanaciones aquellos diez pies cuadrados de
tierra que habían recogido, durante unas horas, el despojo terrestre
de su Dios.”

De Clermont, el llamado se propagó a muchas ciudades. El mismo


Papa recorrió personalmente varias de ellas, para repetir la
convocatoria. A él se le unieron numerosos obispos y predicadores.
Aplicándose aquellas palabras del Señor: “El que no toma su cruz y
me sigue, no es digno de mí”, las multitudes se sintieron involucradas
en la empresa. Para significarlo, la gente empezó a tomar como
distintivo una cruz roja, formada con dos bandas de tela, que cosían
sobre el hombro derecho. De ahí el nombre de “cruce signatus” o
cruzado. Y los caballeros que “tomaron la cruz” para luchar contra el
Islam, fueron llamados “milites Christi”, soldados de Cristo.

Así, ante la llamada de un gran Papa, la Cristiandad se puso en


marcha, abriéndose de este modo una página admirable de su
historia. La empresa iba a durar hasta finales del siglo XIII, dejando
su sello en todos los niveles de la civilización medieval, el político, el
religioso, el artístico, y hasta el económico. Una cifra convencional
habla de “ocho cruzadas”, pero en verdad no hubo un año en que no
partiesen de Europa diversos contingentes de cruzados. Por eso se
ha afirmado que mejor que hablar de “las Cruzadas”, habría que
hablar de “la Cruzada”, un solo y único ímpetu de fervor,
ininterrumpido durantes dos siglos, que puso al Occidente cristiano
de rodillas ante el Santo Sepulcro.

Por cierto que no nos será posible detallar los diversos momentos y
avatares de esta gigantesca empresa. Sólo nos limitaremos a
algunas consideraciones. El más fogoso de los predicadores
populares fue un hombre ascético, que ha pasado a la historia y a la
novela con el nombre de Pierre l’Ermite, Pedro el Ermitaño. Su verbo
fogoso hizo que lo siguiese una enorme cantidad de hombres de
todas las edades y clases sociales, incluidos no pocos aventureros,
inadaptados, y hasta sinvergüenzas…, un verdadero “montón”.
También se contagiaron mujeres, niños y ancianos: “Ustedes
manejarán la espada –les decían a los caballeros–, nosotros, si es
preciso, sufriremos el martirio.” De este modo, más allá de lo que el
Papa había proyectado, grandes multitudes amorfas se pusieron en
movimiento, siguiendo a aquel Pedro el Ermitaño. Ni siquiera sabían
bien hacia dónde debían dirigirse. “Era de ver –dice el cronista– una
cosa prodigiosa y que mueve a risa: algunos pobres, después de
herrar sus bueyes a manera de caballos, los enganchaban a un
vehículo de dos ruedas, ponían sobre él a sus hijos pequeños y sus
reducidos haberes, y adelante con su carrito; los niños, cuando
llegaban a cualquier castillo o ciudad, preguntaban: ¿Es ésta la
Jerusalén donde vamos?” Por supuesto que pocos llegaron a
destino, y los que lo lograron, fueron masacrados por las tropas
musulmanas. Militarmente se trató de algo ridículo, pero el hecho
mismo no deja de resultar conmovedor y sólo se vuelve inteligible en
una sociedad signada por la fe. Hoy sería del todo inimaginable. Ya
no hay cruzadas…

Mientras acontecía esta aventura, tan popular como disparatada, los


nobles preparaban la operación seria, bajo el mando de verdaderos
hombres de guerra. Previéronse cuatro grandes columnas, que
confluirían en Constantinopla, después de lo cual entrarían todos
juntos en la zona ocupada por los turcos. Uno de esos ejércitos,
formado por belgas, franceses y alemanes, tenía por jefe a
Godofredo de Bouillon, un hombre magnífico en todo sentido,
modesto y generoso, de un temple sobrehumano, el prototipo del
cruzado auténtico, casi un santo.

Cuando las columnas llegaron a Constantinopla, el emperador de


Bizancio se alarmó al ver que no venían con la intención de
someterse a su soberanía, sino de ocupar Tierra Santa. Su deseo
era que se declarasen vasallos suyos y se comprometiesen a poner
bajo su dominio todos los territorios que fuesen conquistando.
Algunos de los jefes, no todos, consintieron en hacerle juramento de
fidelidad, tras lo cual atravesaron el Bósforo, acampando junto a los
muros de Nicea, defendida por un poderoso ejército turco. Tras
arduo combate, los cruzados conquistaron la venerada ciudad y
enseguida se la entregaron al Emperador, según se había
convenido. Balduino, por su parte, hermano de Godofredo, llamado
apremiantemente por los armenios, que tanto habían sufrido bajo el
poder de sus ocupantes, se apoderó de Edesa. Pasado el tiempo se
casaría con una princesa armenia. Otros grupos llegaron a
Antioquía, ciudad amurallada, con 450 torres, que acabó siendo
también tomada, sólo que en este caso, no fue entregada, como
Nicea, al Basileus, sino que su conquistador, Bohemundo, la
conservó para sí, creándose allí un principado. Por desgracia,
justamente en esos momentos murió el delegado pontificio que el
Papa había designado para acompañar a las tropas, con lo que
comenzaron las luchas intestinas, que al parecer son inevitables
entre los nuestros. Ello, unido a las intrigas de los bizantinos, hizo
difícil la situación.

Sin embargo no era posible detenerse, había que seguir hacia


Jerusalén, la meta soñada. Señala Belloc que en estos momentos,
los cruzados cometieron un gravísimo error táctico. Como tenían los
ojos puestos en Jerusalén, olvidaron ocupar Damasco, la antigua
sede del Califato musulmán, cuya posesión hubiera sido decisiva
para el ulterior curso de las operaciones. Pronto llegaron a Beirut, y
la tomaron, ingresando enseguida en las regiones evangelizadas por
Cristo. Cuando se apoderaron de Emaús, podían ver a lo lejos la
ciudad amada. “¡Jerusalén, Jerusalén!”, gritaban. Los cristianos que
vivían en Belén los recibieron como a libertadores, y los
acompañaron a visitar la gruta de la Navidad, con la emoción que es
de imaginar. Ya estaban en las cercanías de Jerusalén.

Se ordenó entonces un ayuno general. Luego, el ejército marchó


solemnemente en procesión en torno a las murallas, desde el monte
de los Olivos, que dominaba la ciudad, hasta la colina de Sión,
entonando himnos y cantos sagrados. Mientras tanto, en lo alto de
las murallas se apiñaban los sarracenos, burlándose de ellos y de
sus cantos, y escupiendo sobre cruces a la vista de los cristianos.
Los guerreros gritaron que pronto habrían de vengar tamaña afrenta
a Jesucristo. Era, justamente, el Viernes Santo. El primero en
aproximar a sus murallas la torre de madera con ruedas, fue el
propio Godofredo, y tras él se lanzaron todos los suyos, entrando por
fin en la ciudad. La guarnición turca se retiró hasta las alturas donde
se halla el Templo, ofreciendo una violenta resistencia, mas al fin
resultaron vencidos. Fue, en verdad, un momento glorioso, pero
desgraciadamente, como suele acontecer en las cosas humanas, se
vio empañado por una matanza innecesaria, rodando cabezas de
turcos. El jefe cruzado había tratado de evitarla, pero el frenesí del
ataque, después de los violentos insultos y provocaciones, había
sido tal que las tropas no estaban en condiciones de escuchar orden
alguna. La acción condenable de los vencedores no obstó para que
al día siguiente subiesen al Calvario, de rodillas, hasta el sepulcro del
Señor. De aquellos que durante dos años y a lo largo de cientos de
leguas de viaje, habían clamado continuamente: “¡Jerusalén,
Jerusalén!”, sólo uno de cada veinte realizó el sueño de poder entrar
en la Ciudad Santa.

Resolvieron entonces entronizar un rey y para ello se designó, como


era obvio, a Godofredo de Bouillon. Al ser ungido, este hombre tan
virtuoso no quiso que lo considerasen rey allí donde Cristo había
llevado corona de espinas, y prefirió ser llamado “advocatus
(abogado o protector) del Santo Sepulcro”. Godofredo se afirmó en la
nueva sede, a pesar de los numerosos contraataques que lanzaron
los turcos para reconquistar la ciudad, y tuvo la satisfacción de
consolidar su territorio desde el Mediterráneo hasta el Jordán y el
Mar Muerto, levantando iglesias, fundando monasterios y
organizando un reino al estilo feudal de los de Occidente. Por
desgracia, murió pronto, siendo llorado por todos. Lo enterraron
cerca del Santo Sepulcro. En la Divina Comedia, Dante lo pondría en
el Paraíso, junto a Carlomagno y a Roldán, y Torcuato Tasso lo haría
protagonista de su poema “La Jerusalén liberada”. Luego fue elegido
Balduino, hermano de Godofredo. El nuevo jefe ya no tuvo
escrúpulos en tomar el título de rey de Jerusalén, y allí gobernó
durante diez y siete años.
Bien observa Belloc que lo que siguió a la toma de Jerusalén fue un
episodio sumamente llamativo en la historia de la Cristiandad. Se
había establecido en Oriente un Estado cristiano de estilo feudal. Su
forma era fantástica, prácticamente indefendible, ya que si bien
abarcaba centenares de leguas de arriba hacia abajo, a lo largo del
territorio costero, a lo ancho, en cambio, se lo recorría en un solo día.
Pero ni siquiera estaba completamente ocupado. Los cristianos
habían tomado ciudades, pero todo el interior quedaba en manos del
enemigo. Por cierto que edificaron numerosos castillos. Pero éstos
ejercían su poder en una zona determinada, que iba disminuyendo a
medida que la distancia era mayor. En todas partes se podían
encontrar cuerpos de jinetes musulmanes armados, y las caravanas
mahometanas iban y venían en forma regular.

Por lo demás, con el tiempo se fue produciendo una rara mezcla de


razas y de ritos. Se contraían matrimonios entre sirios y franceses,
dando lugar a una nueva generación de sangre oriental y europea,
que luego ocuparía los puestos principales. Si bien ello revelaba la
capacidad de asimilación de los cristianos, amalgamando al
conquistador y el conquistado, era cierto que los nacidos de dichos
matrimonios carecían de las virtudes políticas y militares de sus
padres. Asimismo coexistían en las mismas ciudades católicos
latinos y católicos de rito oriental, con los problemas que es fácil
imaginar.

Tampoco faltaron rivalidades entre los mismos gobernantes


cruzados. Antioquía, por ejemplo, estaba frecuentemente en conflicto
con Trípoli y Bizancio. Sin embargo, las guarniciones se mantuvieron
en sus puestos durante varias décadas. Este milagro se logró
gracias a la existencia de la monarquía, que gobernaba sobre los
señores feudales. Es cierto que éstos eran casi independientes,
obrando cada cual como un pequeño rey en su esfera, con un
vínculo feudal muy flojo respecto de Jerusalén, pero a pesar de ello,
la figura del Rey y la lealtad que se le debía permitieron que esa
sociedad mantuviese la cohesión suficiente para poder resistir la
presión de los musulmanes. Un papel importante les cupo a las
Órdenes Militares, algunas dedicadas a atender posadas y
hospitales, otras ocupadas en combatir, como los Caballeros del
Temple, también llamados Templarios. No eran feudatarios del rey de
Jerusalén, sino que dependían directamente del Papa. El islamismo,
por su parte, estaba más desunido aún, si cabe, y sólo se mostraba
capaz de unificarse cuando aparecía un caudillo militar.

Los combatientes cristianos eran, por lo demás, muy poco


numerosos. Godofredo, como comandante de las fuerzas de
Jerusalén, sólo disponía de trescientos hombres a caballo y mil a pie.
Había otros cuerpos armados, muy reducidos, en Belén y algunos
lugares más. Los musulmanes, en cambio, eran numerosísimos. Se
podría decir que fue la existencia de los castillos lo que permitió a los
cruzados mantener la resistencia frente a un enemigo abrumador. En
los combates, los mahometanos cedían siempre ante las cargas de
los caballeros cristianos, que saliendo de los castillos los acometían.
Pero si las batallas hubiesen sido en campo abierto, sin el reaseguro
de los castillos, los musulmanes los habrían exterminado.

El problema más grave que tuvieron que afrontar los Cruzados fue la
falta de refuerzos. Parecía que una vez conquistada Jerusalén, todo
hubiera quedado concluido, al punto que la mayoría de ellos
retornaron a sus lugares de origen, dejando la tierra santa liberada
del yugo de los turcos en un estado de abandono casi total. Los
pocos que permanecieron tenían que arreglárselas como podían,
frente a la enorme superioridad numérica de los mahometanos, que
contaban con reservas inagotables. Esa aplastante desproporción se
iría acentuando día a día, volviéndose desesperantes los largos
intervalos que transcurrían entre las llegadas de refuerzos.

Quedaron establecidos cuatro Estados cristianos, Jerusalén,


Antioquía, Edesa y Trípoli, pero como si fueran islotes, bajo la
amenaza constante del enemigo. Por otra parte, el emperador de
Bizancio se sentía molesto porque los Cruzados no les entregaban,
ni siquiera en forma de vasallaje, aquellos territorios que en un
tiempo habían dependido del Imperio. De modo que los que
permanecieron se sentían desamparados. De Europa seguía
viniendo gente en gran número, pero en su mayor parte eran
peregrinos, no guerreros que engrosasen las fuerzas ya existentes.
Incluso en el campo religioso las cosas resultaban complicadas.
Tenían que convivir en las mismas ciudades obispos griegos y
obispos latinos, con las rencillas que eran de esperar. Además, en
Tierra Santa sobrevivían grupos supérstites de las viejas herejías
que Bizancio había perseguido, como monofisitas, nestorianos, y
varios más. Los Cruzados los trataron bien. Fue entonces cuando en
la iglesia del Santo Sepulcro se les concedió una capilla o un altar
del edificio a algunos de esos grupos, según ha quedado estatuido
hasta hoy.

Si las cosas pudieron seguir adelante era, como lo señalamos más


arriba, porque los musulmanes estaban, también ellos, muy
discordes entre sí, luchando a veces los árabes de Egipto contra los
turcos de Siria, y éstos, a su vez, divididos en varios emiratos.

Ya que no nos hemos propuesto detallar el desarrollo histórico de las


sucesivas Cruzadas, sólo nos limitaremos a algunos de sus
momentos culminantes. Uno de ellos fue la caída de Edesa en
manos de los turcos. Cuando en Europa se enteraron de la noticia,
quedaron consternados. Si la cosa seguía así, todo estaría perdido.
Fue entonces cuando San Bernardo, por encargo del papa Eugenio
III, que había sido discípulo suyo, subió, en Vezelay, el día de
Pascua, a un púlpito improvisado en medio del campo y arengó a los
nobles y al pueblo, exhortándolos a engrosar las filas de los
Cruzados. “Cruces, cruces, cruces”, gritaban aquéllos enardecidos.
No bastaron los pedazos de tela ya preparados para tantos como
querían cruzarse, y fue preciso que el mismo Bernardo rasgara sus
hábitos blancos para satisfacer las demandas. Enseguida el Santo
se puso a recorrer varias ciudades de Francia y Alemania. Esta vez
la cosa parecía ir en serio. Luis VII de Francia y Conrado III de
Alemania se pusieron en marcha al frente de 115.000 hombres.
Pronto llegaron a Constantinopla, pero poco después, por complejas
razones que no nos es dado exponer aquí, fueron totalmente
vencidos por los ejércitos turcos. El descalabro produjo en la
Cristiandad el más amargo desencanto. Imaginemos lo que en su
interior habrá sufrido San Bernardo.

Los años que siguieron a esta Cruzada fallida fueron de franca


decadencia. Las embestidas de los turcos arreciaban. Los sucesivos
reyes de Jerusalén, Balduino III, un caballero impecable, y su
hermano Amaury, se cansaron de pedir ayuda al Occidente. La
situación se ponía cada vez peor. Tanto más que el Islam acababa
de encontrar un jefe genial que lograría unir los grupos dispersos en
un bloque formidable para lanzarlos a la contraofensiva. Era Salah-
ed-din, que los cristianos llamaron Saladino, hombre de carácter de
acero y un político excepcional, a quien respetaban los mismos
Cruzados, considerándolo ornado de las virtudes caballerescas.
Dante, en la Divina Comedia, lo pondría en un lugar del infierno
donde reunió un grupo de almas puras, que tuvieron la desdicha de
ignorar a Cristo. Pero se trató, sin duda, de una idealización. En la
realidad, Saladino era un adversario frontal del cristianismo. A su
juicio la Encarnación, el sacerdocio y los sacramentos “mancillaban
el aire”. Cuando se apoderaba de los enemigos, los aniquilaba sin
piedad. Recurrió, asimismo, a un inteligente ardid político-religioso, y
fue el de incluir el territorio de Palestina en el marco de la devoción
musulmana, alegando haberse encontrado allí las tumbas de los
compañeros de Mahoma, así como las huellas del ascenso místico
del Profeta al paraíso. ¿Cómo podía ser que se tolerase la presencia
de los francos en esos lugares santos del islam? Saladino se
desembarazó pronto del califa fatimí de Egipto, que no contribuía a la
unidad, de modo que Egipto y Siria formaron un solo Estado. En
lugar de un Islam fragmentado, se levantaba un imperio compacto,
conducido ahora con mano de hierro.

Precisamente por aquel entonces el Reino franco de Jerusalén sufría


un grave contratiempo, pero esta dolorosa página de su historia es
tan bella como el capítulo de una Gesta. Cuando murió Amaury, le
sucedió su hijo, Balduino IV, un adolescente lleno de vivacidad y
encanto, indomable y exquisito a la vez. Toda una promesa. Un día,
jugando a la pelota, cayó ésta en medio de un lugar espinoso. Fue a
buscarla, pero al tomarla entre sus manos se hirió hasta sangrar.
Cuando se acercaron para ayudarlo, dijo que no sentía nada. El
síntoma era claro. Tenía lepra. Sobrellevó su enfermedad durante
largos años con magnífica entereza, llegando incluso a perder la
vista. Sin embargo, con un heroísmo sólo explicable por la
profundidad de su fe, hizo frente al enemigo de manera heroica
durante los once años de su gobierno. Mientras pudo mantenerse a
caballo, siguió dirigiendo a sus tropas, obteniendo numerosas
victorias. En cierta ocasión hizo retroceder al propio Saladino, que
apenas pudo escapar, montado en un veloz camello. Murió a los 24
años y está enterrado en el Santo Sepulcro. Tras su muerte se
aceleró la carrera hacia el abismo. Saladino ocupó Sidón, Nazaret, y
el 2 de octubre de 1187, entró en Jerusalén. Encima de la cúpula de
la ex mezquita de Omar, que los cruzados habían convertido en
iglesia, se erguía una cruz dorada. Los musulmanes la derribaron.
“Allah es grande”.

La caída de Jerusalén sonó como una bomba en toda Europa y


suscitó varias expediciones más, pero ninguna de ellas logró
reconquistar el Santo Sepulcro. Entre dichas expediciones hubo una
que se llevó a cabo con la ayuda de la flota de Venecia. Al llegar a
Constantinopla los guerreros, cansados de las artimañas de los
bizantinos, saquearon la ciudad, lo que puso furioso al papa
Inocencio III. Los caballos de bronce, que habían constituido la gloria
del Hipódromo, fueron enviados a la iglesia de San Marcos, en
Venecia, donde todavía se encuentran. Luego resolvieron que
Balduino, conde de Flandes, fuese coronado en Santa Sofía, como
nuevo Emperador de Romania, según el espléndido ritual bizantino,
instaurándose así una dinastía latina en lugar de los emperadores
griegos, que se mantendría allí durante varias décadas,
sucediéndose siete emperadores.

Mientras tanto, en Tierra Santa, la situación seguía siendo precaria.


Numerosos fueron los combates donde héroes legendarios, como
Ricardo Corazón de León, para nombrar a sólo uno, se batieron con
una bravura impresionante. Pero las cosas no cambiaron
sustancialmente. En 1193 murió Saladino. Sin embargo, Jerusalén
nunca volvería a ser liberada.

Más allá de las miserias que hemos señalado, de tantos


desentendimientos e incluso crueldades, no querríamos dejar de
recordar algunos hechos encantadores que acaecieron por aquellos
tiempos en Europa y que muestran cómo el ideal de Cruzada no
había aún muerto en la Cristiandad. Nos referimos a la disposición
de los mismos niños para alistarse y tomar parte en esta epopeya
colectiva. Ni faltaron entre las personas mayores quienes se
ilusionasen pensando que a lo mejor los niños inocentes alcanzarían
de Dios el triunfo que a los demás, por sus errores y delitos, les había
negado. Así, un pastorcito de Vendôme, llamado Esteban, creyó oír
la voz del Señor que le llamaba a encabezar un grupo de muchachos
y chicos. Contra el parecer de los padres y de los sacerdotes, una
multitud de niños dejaron sus hogares, y junto con Esteban se
dirigieron a Marsella, donde se embarcaron en siete navíos. Dos de
ellos naufragaron en el Mediterráneo y otros dos llegaron hasta
Argelia, en la que los chicos fueron vendidos como esclavos. Algo
parecido pasó en Colonia. Allí también un muchacho llamado Nicolás
se puso al frente de 20.000 chicos, a quienes condujo hasta Bríndisi,
donde por fortuna se interpuso el obispo, impidiéndoles embarcarse.
Desde el punto de vista castrense, todo esto era absurdo, pero
muestra el idealismo de aquellas generaciones, el temple de aquella
juventud, y el espíritu de fe de aquel pueblo. “Estos niños nos
avergüenzan –exclamó Inocencio III–; nosotros dormimos, pero ellos
parten.”

A mediados del siglo XIII, el rey de Francia, San Luis, que vivía con la
mirada puesta en el Santo Sepulcro, se dirigió él también al Oriente,
a la cabeza de un ejército. Tras hacer una escala en Chipre,
desembarcó luego en Egipto. Al atacar la ciudad del Cairo, fue
derrotado, debiendo regresar a su patria. En los últimos años de su
gobierno retomó el intento, esta vez dirigiéndose a Túnez, donde sin
haber obtenido nada, murió susurrando: “Jerusalén”. En Tierra Santa
las cosas iban de mal en peor. La caída de Antioquía en manos de
los turcos aceleró el fin.

En su magnífico libro sobre las Cruzadas, Hilaire Belloc sostiene que,


en realidad, no hubo sino una sola Cruzada, con un único objeto, el
rescate del Santo Sepulcro. Por eso se puede decir que cuando cayó
Jerusalén en manos de los infieles, de alguna manera terminó la
epopeya. La Cristiandad no pudo o no quiso proporcionar con
regularidad los contingentes necesarios para retomar, mantener y
consolidar las conquistas efectuadas en Oriente, y tal es el motivo
por el cual se puede decir que las Cruzadas fracasaron.

¿Pero se trató de un fracaso completo? Al parecer sí, porque el


propósito primordial del emprendimiento no quedó satisfecho, el
Sepulcro no fue liberado. Algo se consiguió, por cierto, ya que tras
arduas negociaciones, se les permitió a los cristianos conservar en
Tierra Santa unos pocos establecimientos religiosos así como cierta
facilidad de movimiento. Más adelante, en el siglo XIV, el Papa
autorizaría que se comprase a los musulmanes algunos lugares
santos, confiando su custodia a los franciscanos. Sin embargo queda
en pie que el fin principal de las Cruzadas no fue obtenido. Tampoco
se logró que Bizancio se volviese a unir con Roma, como quizás
hubiera podido resultar de una acción militar conjunta contra el
enemigo común. Es verdad que uno de los Paleólogos, el emperador
Miguel VIII, que en el año 1261 había reconquistado Constantinopla
de los latinos, le ordenó al Patriarca de dicha ciudad se dirigiese a
Roma para gestionar el fin del cisma, incluida la aceptación del
Filioque. A ese efecto se celebró en 1274 un concilio en Lyon, donde
la reconciliación pareció lograda. Pero se trató más bien de una
operación política. El cisma continuaba, así, ante el Islam victorioso.

No hubo, pues, victoria militar sobre los turcos ni hubo fin del cisma.
¿Fue entonces inútil, reiteramos la pregunta, la gran aventura de la
Cruzada? De ninguna manera. Ante todo porque el común
emprendimiento contribuyó en gran manera a solidificar la unidad de
las naciones que integraban la Cristiandad. Y luego, porque permitió
que saliese a flote lo mejor de la época. Por cierto que no todos los
que participaron de aquella epopeya fueron santos, ni todos tienen
derecho a nuestra admiración. Pero cuando nueve siglos después de
la predicación de Urbano II, nos detenemos en la consideración de
ese período de la historia, no podemos sino quedar pasmados ante
el heroísmo de esos hombres, de esas mujeres y de esos niños, las
penurias que debieron soportar, y la lozanía de su esperanza. No
podemos sino quedar estupefactos contemplando a esos
campesinos tan pobres, caminando hacia Jerusalén detrás de sus
carros, movidos sólo por el anhelo de librar la tumba de Cristo, su
Salvador, de los infieles. Ellos entendían que la fe no sólo debía ser
vivida sino también defendida.

Durante muchísimo tiempo Occidente guardó la nostalgia de la


Cruzada. En el siglo XIV, Santa Catalina de Siena instó a retomarlas,
y tras ella, Santa Juana de Arco. Como señala Daniel-Rops, el hecho
de que la misma palabra “Cruzada” tenga todavía hoy el sentido de
empresa heroica y realizada con una intención pura y noble, al
servicio de un ideal, no deja de ser significativo.

3. La batalla de Lepanto

Los turcos, envalentonados con su victoria, trataron desde entonces


de llevar adelante una política expansiva. En el año 1453
protagonizaron uno de los hechos más importantes de la historia: la
toma de Constantinopla, y con ella, de lo que quedaba del viejo
Imperio Romano. Nació así un nuevo Imperio, el Imperio Otomano,
así llamado por uno de sus sultanes, Othman, que vivió entre 1259 y
1326. Instalándose sobre las dos orillas del estrecho del Bósforo, el
Imperio extendería sus tentáculos tanto hacia Europa como hacia el
este y el sur. Hacia Europa, ocupando Serbia y Kosovo, hasta llegar
a las puertas de Viena; y hacia el oriente y el sur, apoderándose de
Mesopotamia, Egipto, Arabia, Yemen… Con los turcos, el Islam se
retomó en su pujanza militar original. Durante los siglos XV y XVI, la
totalidad de los países de habla árabe quedaron incluidos en el
Imperio Otomano, cuya capital era Estambul, la antigua
Constantinopla o Bizancio. Sólo quedaron al margen algunas
regiones de Arabia, Sudán y Marruecos. Dicho Imperio fue una de
las estructuras políticas más grandes que la región oriental del
mundo haya conocido desde la desintegración del Imperio Romano,
llegando a abarcar, con el tiempo, Europa oriental, Asia occidental,
África del norte, y numerosos grupos étnicos –griegos, serbios,
búlgaros, rumanos, armenios y árabes. Turquía mantendría su
dominio durante unos 400 años, en algunos lugares, y en otros por
más de 600.

Los títulos que usaba el gobernante otomano, manifiestan su nexo


con la tradición monárquica persa, pero también con la tradición
islámica. Véase el modo como comenzaban los documentos
oficiales:

“Su Majestad, el sultán victorioso y triunfante, el gobernante ayudado


por Allah, cuyo fundamento es la victoria, cuya gloria es tan alta
como el cielo, rey de reyes que son como estrellas, corona de la
cabeza real […], determinante de las reglas del Islam, sultán de los
dos continentes y de los dos mares, gobernante de los dos orientes y
de los dos occidentes, servidor de los dos santuarios santos […]”

La última frase nos señala que no era sólo el defensor de las


fronteras del Islam, sino también el protector de los lugares santos,
La Meca y Medina, especialmente, pero también Jerusalén y Hebrón.
El control que ejercía sobre las peregrinaciones constituía una
reafirmación anual de la soberanía otomana en el corazón del mundo
musulmán. El Imperio Otomano llegaría a ser un poder europeo,
asiático y africano.

Tras este excursus sobre el nacimiento y el apogeo del Imperio


Otomano, vayamos a un hecho concreto que patentizó el
enfrentamiento entre dicho Imperio y la Cristiandad. Nos referimos a
la batalla de Lepanto que pasamos ahora a relatar, siguiendo sobre
todo el magnífico análisis que sobre dicho combate nos ha dejado
Jean Dumont.
La palabra Lepanto designa el acontecimiento católico fundamental,
gracias al cual Europa, e incluso Roma, fueron salvadas, en el siglo
XVI, del expansionismo islámico, ya a punto de engullirlas de manera
total. Los turcos avanzaban sin pausa y de manera al parecer
incontenible sobre los países del Mediterráneo, que codiciaban
desde hacía más de un siglo. Lo hacían brutalmente, llevando la
barbarie y la miseria por donde pasaban, transformando
sistemáticamente las iglesias en mezquitas, secuestrando
numerosos niños de familias cristianas para convertirlos en
mercenarios adoctrinados en el islam (los jenízaros), raptando
mujeres para poblar sus harenes, y hombres para hacerlos remeros
esclavos en las galeras. Cervantes, que pasaría cinco años como
cautivo de ellos en Argel, juzgaba al pachá “el asesino de todo el
género humano”. Sólo en esa ciudad se estima que sufrieron la
esclavitud cerca de un millón de cristianos. Ya hemos dicho cómo en
1453 la ofensiva islámica había logrado ocupar Constantinopla. En
1475 invadieron Grecia. En 1480 desembarcaron en Otranto, al sur de
Italia, que saquearon y conservaron durante dos años, después de
haber masacrado a su población. En 1517 se apoderaron del
sultanato musulmán del Cairo, así como del Yemen, Nubia y Libia. En
1518 tomaron bajo su control todo el Marruecos marítimo, de Túnez a
Argelia, haciendo esclavos a un número ingente de cautivos. En 1522
los caballeros de San Juan, que defendían Rodas, debieron rendirse,
tras una resistencia épica. En 1526 invadieron Bulgaria y Serbia.
Luego vencieron y mataron al rey de Hungría, cuñado del emperador
Carlos V, y entraron en Croacia. En 1529 se dirigieron a Viena, que a
último momento logró salvarse. En 1541 se apoderaron de Budapest
y de Hungría. En el Mediterráraron de Budapest y de Hungría. En el
Mediterrá 1544 Niza y Tolón, Córcega y la isla de Elba. En 1558 se
arrojaron sobre las Islas Baleares. En 1565 el sultán Solimán se lanzó
sobre Malta, defendida por los caballeros de San Juan, a quienes
aniquilaron casi por completo. En 1571 se adueñaron de Chipre, en
medio de masacres espantosas, y enfilaron hacia el Adriático, a las
puertas de Venecia. Roma, rodeada por todos lados, parecía un fruto
maduro, presto a caer en manos del Islam.
Había pasado, por cierto, el tiempo de las Cruzadas, y Europa no
tenía ya el espíritu de la Cristiandad medieval. Jean Dumont, a pesar
de ser francés, señala, con loable honestidad intelectual, cómo su
patria, desde 1530 a 1560, bajo Francisco I y Enrique II, fue aliada,
cómplice y aun excitadora permanente de los turcos, hasta el punto
de no vacilar en unir su propia flota con la de los infieles, para tomar
por asalto a Niza. ¿Por qué esto? Porque lo que entonces buscaba
Francia era dominar Italia, de donde los franceses habían sido
expulsados por el ejército español, llamado por los Papas. Se
aliaban, pues, con los turcos, para poder instalarse nuevamente en
Italia. Tal propósito se concretó en el año 1552, cuando proyectaron
que la flota francesa juntamente con la islámica se apoderasen de
Nápoles. Era la Cruzada, pero al revés. La inquina antiespañola
resultaba también evidente.

Pero ello no es todo. Por aquellos mismos tiempos Francia comenzó


a urdir una alianza con el protestantismo holandés y alemán. La
encontramos así tejiendo lazos con los protestantes y los turcos, en
su lucha contra España, la principal potencia católica, presente
entonces en los Países Bajos alcanzados por la Reforma. De este
modo se fue instaurando una coalición realmente bastarda: Francia,
la Reforma y el Islam. Por eso cuando San Pío V, preocupado por el
grave peligro musulmán, pidió a los católicos, en 1570, que
retomasen la Cruzada, formando una Santa Liga contra los turcos,
Francia se apartó ostensiblemente, por lo que el Papa, como escribe
uno de sus biógrafos, “no pudo contener su indignación”. Entonces
se dirigió al único príncipe católico que podía salvar la situación. Era
Felipe II. “De ti en primer lugar, muy querido hijo mío –le escribe San
Pío V–, imploramos la ayuda y el socorro. Tu madre, la Santa Iglesia,
está ante ti gimiendo y llorando.” Felizmente, según dice un cardenal
contemporáneo, “con una amplitud de miras digna de un príncipe
católico responde al Papa que los intereses de la Iglesia trascienden
los suyos”. Meritoria la actitud de este gran Rey ya que se
compromete en momentos en que todavía no había logrado vencer,
en su propia tierra, una gran rebelión de los moriscos de Granada,
armada y sostenida activamente por los musulmanes de Argelia y
por los turcos. “Pío V sintió una inmensa alegría”, dice el testigo.
Magnífico también este Papa, que al tiempo de tener que enfrentar la
crisis interior de la Iglesia, producida por la rebelión de Lutero y los
suyos, convocando un Concilio Ecuménico, el de Trento, supo
enfrentar con valentía a los enemigos de afuera, concertando una
alianza con los príncipes cristianos. De San Pío V, activo y
contemplativo a la vez, diría Solimán el Magnífico: “Más temo a las
oraciones de ese Papa que a las tropas del Emperador”.

Al enterarse del decidido compromiso de los españoles, los


venecianos, que contaban con una flota poderosa, no dando oídos a
las arteras insinuaciones de los franceses, confirmaron su
intervención activa en la Cruzada. El Papa, por su parte, aportó doce
galeras de combate. Como puede verse, fueron España, Venecia y el
Papa los principales participantes. Desde Roma se proclamó
oficialmente la Cruzada, en la basílica de San Pedro. San Pío V
confió el mando a un español, don Juan de Austria, hermano de
Felipe II, joven de 26 años, apasionado, corajudo, de gran capacidad
diplomática y militar.
Antes de que la expedición se lanzase al combate contra la armada
otomana, se emprendió una urgente acción de salvataje para
socorrer la isla de Chipre, posesión veneciana que los turcos
acababan de atacar. La operación, dirigida por un noble romano,
Marco Antonio Colonna, fracasó estrepitosamente. Chipre cayó en
poder del Islam, mientras que Colonna sólo pudo salvar tres de las
doce galeras que le habían sido confiadas.

La zozobra y la angustia se apoderaron de Italia. Para colmo, don


Juan demoró su llegada, porque a último momento se le había
encomendado sofocar primero la rebelión de los moriscos, a que
aludimos más arriba. Mientras tanto en España, donde la tradición de
la Cruzada había permanecido más viva que en el resto de Europa,
el entusiasmo por la empresa era creciente, al punto que las
parroquias emulaban entre sí para mejor financiarla. Cuando la flota
estuvo en condiciones, don Juan se embarcó, llevando consigo miles
de hombres de los tercios, grupos selectos de combate, que unían
infantería de asalto y poderosa artillería. Uno de esos infantes sería
nada menos que Miguel de Cervantes, joven de 24 años, quien luego
en “Don Quijote” evocaría Lepanto con verdadero orgullo. Allí sufriría
una grave herida, que lo honró hasta la muerte, y mereció se lo
llamase “el glorioso manco de Lepanto”.

Llegó la flota a Mesina, puerto de Sicilia. ¿No sería ya tarde? Porque


la enorme armada turca, de 250 galeras y 100 navíos, se encontraba
desde hacía poco en el Adriático, saqueando la isla de Corfú. Don
Juan hizo una escala en Nápoles, donde recibió el bastón de general
en jefe y el estandarte con la cruz de Cristo, bendecido por San Pío
V, que llevaba la inscripción “Por este signo vencerás”. En un tiempo
record, el gran capitán logró hacer de ese conjunto tan heterogéneo,
formado por españoles, venecianos, malteses y algunos voluntarios
de otras naciones, una flota homogénea. Quiso asimismo darle una
mística profundamente católica y de Cruzada, por lo que no sólo
recomendó que se ayunase durante tres días, sino que dispuso
también, en vísperas de la partida, la confesión y comunión
generales. Cada galera contaba con uno o varios capellanes,
dominicos, jesuitas, franciscanos y capuchinos, que exhortaban sin
cesar a la plegaria.

Don Juan se lanzó entonces al encuentro de la armada turca, cuya


ubicación exacta no se conocía. Luego de tres semanas de
exploraciones se supo que estaba a la entrada del golfo de Lepanto,
llamado también de Patras, que separa el Peloponeso de la Grecia
continental. Era el domingo 7 de octubre de 1571 cuando fue
finalmente avistada, en orden de batalla. Era un espectáculo
impresionante. Centenares de galeras a las órdenes del capitán Alí-
Bajá, con más de 50.000 hombres a bordo, selectos lobos de mar,
jenízaros y corsarios, y una poderosa artillería. El ejército católico
contaba con 208 galeras, 1300 piezas de artillería y también unos
50.000 hombres. Cien mil hombres, pues, se iban a enfrentar en el
mar. Jamás el Mediterráneo había visto flotas semejantes.
De pie sobre la nave capitana, empuñando es su mano un crucifijo
de marfil, don Juan pasó revista por última vez a su cuerpo de
combate. “Todos vosotros habéis venido aquí por la voluntad de Dios
–les dijo–. ¡Poned vuestra única esperanza en el Dios de los
ejércitos!”, lo que fue respondido con una aclamación resonante.
Revistió luego su armadura, y puso sobre ella el collar del Toisón de
oro, signo de la Orden que había fundado un antepasado suyo, el
duque de Borgoña. Ese emblema no tiene nada que ver, como a
veces se cree, con el objeto que buscaban los argonautas,
encabezados por Jasón, de acuerdo a lo que narra la mitología
griega, sino que fue la insignia de una Orden caballeresca de origen
cristiano, definida como “la milicia del príncipe de Borgoña, milicia
sagrada, reunida para dominar la furia de Satanás y repudiar al turco,
según el ejemplo de Gedeón en la Biblia, aquel hombre de Dios que,
animado por el doble milagro divino del Toisón, venció a los
madianitas (cf. Juec 6,36-40)”. La palabra proviene del francés
“toison”, que significa “vellón”, en referencia, precisamente, al
vellocino milagroso de Gedeón. Del duque de Borgoña, la insignia
pasó a Maximiliano, emperador de Alemania, hasta llegar a manos
de los Reyes Católicos y sus sucesores.

Tras pronunciar la alocución que acabamos de relatar, don Juan hizo


izar en el mástil de la nave capitana el gran estandarte damasco azul
que llevaba la cruz de Cristo, aquel que había bendecido para ese
efecto el papa Pío V. Se ha dicho que en la misma nave principal
había hecho entronizar una imagen-réplica de la Virgen de
Guadalupe de México, lo que le da un toque hispanoamericano a la
gesta. Luego se postró, y con él los soldados y marinos de todas las
naves, permaneciendo un rato en oración. Finalmente se anunció
que el Papa concedía indulgencia plenaria a los que muriesen en
combate y se impartió la absolución general.

Alí-Bajá tuvo sus vacilaciones. ¿No habría una segunda escuadra de


los cristianos, escondida tras alguna de las montañas de la zona? Sin
embargo dio la orden de ataque, lanzándose con sus mejores
galeras al centro de la escuadra enemiga, donde estaba don Juan en
persona. Entonces un oficial llamado Santa Cruz, a la cabeza de 36
galeras, todas cubiertas de blanco, el color de la Inmaculada
Concepción, ya honrada en España más que en otros lugares, se
lanzó sobre la escuadra adversaria, logrando abordar la nave
capitana. Fue el fin para Alí-Bajá. Lo mataron o se suicidó, no se
sabe bien. En el mástil de la nave capitana, el estandarte del Profeta
fue arriado y reemplazado por el de la Santa Liga. De las 230 galeras
enemigas sólo se salvaron 30. Las otras fueron hundidas o
capturadas. Los turcos perdieron más de 30.000 hombres y dejaron
3.000 prisioneros. Unos 15.000 cautivos cristianos que remaban
forzadamente en sus embarcaciones, recobraron la libertad, con la
alegría que se puede imaginar. Don Juan perdió 15 galeras, con
8.000 muertos; 21.000 de los suyos quedaron heridos, entre ellos
nuestro Cervantes. Notable proeza, obra maestra de la Cruzada,
digna de ser comparada con la victoria resonante del Gedeón bíblico.

Ese domingo 7 de octubre, a la hora misma en que terminaba la


batalla, el Papa, que estaba en Roma, es decir, a unos 1000
kilómetros del lugar del combate, se encontraba atendiendo una
audiencia. De pronto se detuvo y dijo, llorando de alegría: “No nos
ocupemos más de nuestros asuntos, vayamos a agradecer a Dios.
La armada cristiana acaba de lograr la victoria”. A los quince días, la
intuición del Papa se vio confirmada oficialmente. Fue entonces
cuando San Pío V exclamó, aplicando la Escritura a la hazaña del
capitán español: “Hubo un hombre enviado de Dios que se llamaba
Juan”. Luego, convencido de que la victoria se había debido a la
intercesión de la Santísima Virgen, resolvió que en adelante el 7 de
octubre fuese festejado litúrgicamente como la fiesta de nuestra
Señora de la Victoria. Hoy esa fiesta se celebra bajo el nombre de
nuestra Señora del Rosario. A las letanías de la Virgen se le agregó
la invocación “Auxilium christianorum”.

Lepanto fue una victoria realmente trascendental en la secular lucha


de los cristianos contra los musulmanes. Significó nada menos que
el fin del poder naval de los turcos. El Mediterráneo seguía siendo
cristiano. Roma misma se había salvado. El Papa pensó que este
gran triunfo podría preludiar una retoma de las Cruzadas. Por eso, al
día siguiente de que la noticia de la victoria llegase a Roma, rogó de
manera apremiante a las potencias católicas que la aprovechasen
como era debido. A partir del 10 de diciembre logró que todos los
días se reuniesen con él los plenipotenciarios de los países que
habían integrado la Liga, para tratar de convencerlos de la necesidad
de reconquistar Constantinopla. Por desgracia, había recelo
recíproco entre los venecianos y los españoles. Estos últimos, por su
parte, estaban indignados por la desvergonzada conducta de
Francia, que proyectaba una alianza con el Sultán contra España, al
tiempo que procuraba incidentes por medio de los hugonotes, los
rebeldes holandeses e Isabel de Inglaterra. Venecia acabó por
reanudar la paz con aquel Imperio que, vencido en el mar, un siglo
después haría relampaguear de nuevo su cimitarra hasta llegar al
corazón de Europa.

4. La batalla de Viena

Saboreando de antemano su venganza por Lepanto, los turcos


volvieron a irrumpir peligrosamente en el escenario europeo.
Estamos en el año 1683. Y así como allá fue un Papa el que organizó
la resistencia, también ahora será otro Papa, Inocencio XI, quien
encabece la reacción de la Cristiandad a la agresión turca. Casi
coincidiendo con los inicios del pontificado de este gran Papa, que
sería declarado santo, como aquél, asumió la dirección de la política
turca Kara Mustafá, en calidad de gran visir, o sea, primer ministro
del Sultán, con lo que aumentó el peligro de una nueva y poderosa
ofensiva. Para afrontar la situación, Inocencio no sólo trató de
establecer una Liga entre las naciones cristianas, sino que pensó en
extenderla a Estados no cristianos del Oriente, de modo que los
turcos quedasen cercados. Para pesar suyo, dicho propósito se
mostró inviable, sobre todo, una vez más, por el desinterés de
Francia. En este caso el responsable fue Luis XIV, quien deseoso de
debilitar el Imperio Habsburgo, no titubeó en valerse de los turcos,
estableciendo un pacto con la Sublime Puerta. A pesar de ello, el
Papa persistió en su proyecto, encargándole al nuncio de Viena se
dirigiese a Varsovia para pedir auxilio al rey de Polonia. Asimismo
confió a un capuchino, fray Marcos d’Aviano, la misión de reconciliar
a los polacos con el emperador Leopoldo de Habsburgo. Así se logró
consolidar a último momento una alianza entre el Imperio y Polonia.

Las circunstancias eran apremiantes. Los turcos, unos 150.000


soldados, se acercaban a Viena, defendida por un valiente guerrero,
el conde Ernest Rüdiger von Starhemberg. Poco antes, el Emperador
y su corte se habían retirado presurosamente, dirigiéndose hacia el
oeste. El triunfo de Kara Mustafá, hombre despiadado, hubiera
significado la islamización de toda Europa central. Aparentemente la
ciudad no podría resistir por mucho tiempo el asalto de los soldados
turcos, provistos de formidable artillería.

Dos interminables meses duró el asedio. El ejército que debía liberar


a Viena no contaba sino con 70.000 hombres, entre imperiales y
polacos, conducidos estos últimos por su rey Juan Sobieski, a
quienes se unieron algunos voluntarios de otros países que habían
respondido a la convocatoria anhelosa del Papa. Como entre las
tropas aliadas, a pesar de lo dramático del momento, seguían las
rivalidades, fue fray Marcos, ahora legado del Papa, quien aceitó las
tensas relaciones que tanto los debilitaban, logrando finalmente que
el rey de Polonia tomase el comando general. Sobieski y los suyos
llegaron a Viena justamente cuando la ciudad, ya probada hasta el
extremo, estaba a punto de capitular. El 12 de septiembre, el religioso
celebró la Santa Misa sobre un cerro que domina la ciudad, ayudado
por los reyes y príncipes de la coalición. Allí pronunció un encendido
sermón, mezcla de italiano, alemán y latín. Teminada la Misa, se
puso a rezar de rodillas, mientras las tropas se lanzaban al combate.
Como hemos señalado, los cristianos eran muy pocos, casi la mitad
de los musulmanes, y a diferencia de éstos, no tenían artillería, pero
el ímpetu con que se arrojaron sobre los soldados de Mahoma,
rebasó toda resistencia. La batalla fue tan breve como violenta. En
pocas horas 20.000 turcos yacían sobre el terreno mientras los
sobrevivientes huían, abandonando todo, incluso el “harén móvil” del
Gran Visir.
La amenaza islámica al corazón mismo de Europa se había
desvanecido. Aquella victoria, comparable a la de las Navas de
Tolosa y a la de Lepanto, señaló el hundimiento del poderío militar de
la Media Luna, que ya no volvería a rehacerse. Fray d’Aviano fue uno
de los primeros que entraron en la Viena liberada. Dirigiéndose
enseguida a la catedral, entonó el Te Deum. En los años siguientes
su actividad incansable sería decisiva para la liberación de Budapest
y de Belgrado. Cuando murió en su pobre celda, sollozaban de
rodillas el Emperador y su esposa, expresando su deseo de que el
humilde religioso, a quien se debía la salvación de Europa, fuese
sepultado en su mausoleo. De hecho descansa en la Cripta de los
Capuchinos de Viena. El papa Juan Pablo II lo acaba de declarar
Beato.

Si el mérito principal de la victoria ha de ser atribuido a Inocencio XI,


sería injusto no reconocer el que le corresponde al emperador
Leopoldo. Habiendo sido sus ejércitos vencidos en el Danubio, hizo
bien en retirarse de Viena. No obró así por cobardía sino para poner
en pie de guerra un nuevo ejército. Supo también elegir buenos jefes
e incluso aceptó alejarse personalmente del campo de batalla para
dejar a Sobieski la gloria principal de la victoria cristiana.

Pero de poco hubieran servido los esfuerzos de Inocencio XI y de


Leopoldo de Habsburgo, del rey Sobieski y de fray d’Aviano, si los
vieneses no hubiesen soportado durante dos interminables meses el
peso del asedio turco, en un espíritu de concordia, de sacrificio y de
heroísmo épico. La población
–si bien diezmada por una epidemia– fue del todo solidaria con los
soldados que defendían la ciudad. La liberación llegó cuando la
reserva de municiones y de víveres estaba por agotarse, y cuando ya
parecía imposible detener la marea turca que había llegado a abrir
una brecha en las murallas.

Un detalle simpático: para festejar la victoria, los panaderos de Viena


crearon una nueva factura, “las medialunas”, con las que todavía
hacemos sabrosos nuestros desayunos.
Tras la victoria, Sobieski envió al Papa los trofeos, juntamente con
una carta en que decía: “Venimus, vidimus, Deus vicit!”, vinimos,
vimos, Dios venció. San Inocencio XI, en agradecimiento a nuestra
Señora a quien, como lo había hecho San Pío V en Lepanto, atribuyó
el triunfo de la batalla de Viena, mandó que en toda la Iglesia se
celebrase, el domingo siguiente a la Natividad de la Virgen, la fiesta
del Nombre de María.

III. La respuesta misionera

La respuesta militar fue absolutamente necesaria, ya que el conflicto


con el Islam se entablaba ineludiblemente en el campo de las armas.
Pero, como era de esperar, la Iglesia quiso ir más allá, intentando la
conversión de los seguidores de Mahoma.

1. Órdenes de redención de cautivos

Antes de referirnos a dichos intentos, digamos algunas palabras


sobre la preocupación de la Iglesia por asistir a los cristianos que
estaban en manos de los moros. Si bien ello no tiene directamente
que ver con los designios misioneros, los gestos de caridad heroica
promovidos por miembros selectos de la Iglesia no dejaron de
provocar la admiración del mundo musulmán, lo que pudo incitarlos a
convertirse. Lo cierto es que los turcos, en sus diversas campañas
en Oriente y en Europa, habían hecho numerosísimos cautivos
cristianos. Para subvenir a sus necesidades aparecieron varias
Órdenes religiosas. Una de ellas es la de los trinitarios. Fue su
fundador un provenzal del siglo XII, Juan de Mata. De joven había
estudiado artes y teología en París, justamente cuando comenzaba a
existir aquella célebre Universidad, que todavía no tenía el nombre
de tal, si bien sus escuelas de arte en Santa Genoveva y de teología
en NotreDame eran las más apreciadas de Europa.

Resuelto a ser sacerdote, se ordenó a los 33 años. Tuvo entonces


una extraña visión: un ángel vestido de blanco, con una cruz azul y
roja sobre el pecho, que ponía su mano sobre unos esclavos
encadenados. Retiróse luego a la soledad, y allí se encontró con un
anciano sacerdote que llevaba vida de anacoreta. Se llamaba Félix
de Valois. Muchas veces Juan de Mata había oído hablar de la dura
suerte que soportaban los cristianos cautivos de los moros en África
y de los peligros que acechaban a sus almas. En atención a ello y
comulgando Félix de Valois en su propósito, determinaron ambos
consagrarse a la atención y rescate de dichos cautivos. Con el fin de
que ese proyecto fuese conocido, y se suscitasen vocaciones para el
nuevo emprendimiento, redactó Juan de Mata una Regla y la
presentó a Inocencio III. El Papa la aprobó, poniendo la nueva Orden
bajo la protección de la Santísima Trinidad: “Ordo Sanctissimi
Trinitatis de redemptione captivorum”, Orden de la Santísima
Trinidad para la redención de los cautivos. Llevarían un hábito
blanco, con una cruz azul y roja cosida al pecho, como Juan de Mata
lo había visto en su iluminación; por encima, un manto negro. El
régimen de vida de los trinitarios fue de gran austeridad, como quien
se entrena para las futuras estrecheces. Se comprometían a trabajar
por la redención de los cautivos, entregando en pro de ello la tercera
parte de sus bienes, juntamente con lo que recogiesen pidiendo
limosnas para ese fin, y, si era preciso, ofrendando su propia libertad
individual, en el intercambio de su persona con la de algún cautivo
que de otro modo no sería liberado.

Tras fundar los trinitarios un primer convento en Francia, prepararon


la primera expedición al norte de África. Pronto volvieron con 186
cristianos liberados de las mazmorras de los berberiscos, lo que
suscitó la admiración general entre los cristianos. Llevaron a cabo,
asimismo, notables obras de caridad y de heroísmo, sobre todo en
Argel y Túnez, pero también en Constantinopla y en Egipto,
rescatando prisioneros, alentando a los que quedaban, convirtiendo
a muchos cristianos presos que habían apostatado, e incluso
entregándose como rehenes por un tiempo o definitivamente. Se
calcula que hasta el siglo XVIII habían rescatado no menos de
500.000 cristianos, entre los cuales se contaría un ilustre prisionero
que estaba en Argel, el gran Cervantes, que fue recuperado por 500
escudos.
Otra Orden, que en su origen empezó siendo militar y caballeresca,
es la de los mercedarios. Su principal fundador fue Pedro Nolasco,
del siglo XIII, originario del Languedoc, pero que desde su juventud
residió en Barcelona, cerca del joven rey Jaime I. Allí empezó a
reunir un grupo de caballeros y sacerdotes, con la intención de que
se consagrasen a remediar la triste condición de tantos cautivos de
los musulmanes, expuestos a graves peligros de apostasía. No sólo
se dedicarían a defender con armas las costas contra los ataques de
los berberiscos sino también a visitar los puertos de África, para
ayudar espiritual y corporalmente a los esclavos, procurando su
rescate. Con el apoyo de Jaime I y el consejo de San Raimundo de
Peñafort, puso San Pedro Nolasco los fundamentos de la Orden de
nuestra Señora de la Merced, cuyas constituciones fueron
aprobadas por Roma.

Se dice que tanto el rey don Jaime como el obispo de Barcelona


impusieron al fundador el uniforme militar y el escapulario blanco.
Enseguida Pedro Nolasco revistió con el nuevo hábito a un grupo de
jóvenes nobles. Como la Orden era de Caballería, se les permitió
llevar un escudo de armas: cuatro barras encarnadas en campo de
oro, y sobre ellas, la cruz banca. En sus filas había militares y
clérigos. Los primeros, que habían de tomar parte en las guerras
contra los sarracenos, llevaban túnica corta, escapulario blanco
hasta las rodillas, mangas ajustadas, espada al cinto, capa corta, y el
escudo de Aragón al pecho. Los clérigos no podían empuñar armas y
vestían de blanco.

El mismo San Pedro Nolasco organizó “cofradías de la redención”,


en orden a recaudar en las parroquias el dinero necesario para el
rescate de los cautivos. En el capítulo general de cada año se
nombraban los “redentores” que habían de salir a tierras de infieles.
Desde el siglo XIV la Orden dejó de ser militar.

2. Grandes figuras de misioneros


Como se sabe, fue en la Edad Media cuando nacieron las Órdenes
mendicantes, entre cuyos fines estaba el llevar la fe a los
musulmanes y a los paganos del Oriente. En orden a ello, dichas
Órdenes fomentaron desde el comienzo el estudio de las lenguas
orientales, no por prurito de erudición, sino para asegurar la eficacia
de su acción misional.

Destaquemos la figura de San Francisco de Asís. Su vida es


suficientemente conocida, por lo que obviaremos detalles. Hombre
de múltiples facetas, era generoso, casi hasta el exceso, audaz,
siempre cordial. Tenía asimismo alma de trovador y de poeta, capaz
de leer el mensaje del viento, del fuego, del agua, de los pájaros y
hasta de los lobos. Su primera intención fue alistarse en la Cruzada,
para lo cual se dispuso a ser armado caballero, pero el Señor le
mostró que otro sería su camino: desposarse con la pobreza y
dedicarse a la predicación del Evangelio. Sobre estos dos pilares
comenzó una nueva Orden. Se ha dicho que nunca olvidó su primera
inclinación a las Cruzadas y a la Caballería, cuyo ideal seguiría
abrevando la espiritualidad que lo caracterizaría. Al parecer, su
proyecto inicial había sido dedicarse a la conversión de los moros.
Quizás sea por ello que hasta nuestros días están los franciscanos
tan presentes en el Oriente musulmán. Lo cierto es que Francisco
pensó ir personalmente al Marruecos musulmán para convertir a los
infieles, pero como de hecho se le hizo imposible, envió a seis
Hermanos, quienes pronto morirían mártires.

Por esos tiempos se estaba organizando una de las Cruzadas.


Francisco, sintiendo en sus venas el ardor del caballero y del mártir,
se unió a esas mesnadas con doce de sus compañeros. Los que
dirigían dicho emprendimiento pensaron que mejor que atacar a los
turcos en Tierra Santa sería invadir Egipto, tomar en prenda
Alejandría y Damieta, para negociar luego la restitución de Jerusalén
a cambio de esas ciudades. En 1218, los guerreros cristianos
acamparon frente a Damieta. El asedio se fue haciendo largo, y por
desgracia la Cruzada no se desarrollaba de modo conveniente:
había rencillas entre los jefes y cierto desenfreno en la tropa. Desde
el punto de vista militar, acumulaban fracaso tras fracaso. Durante
varios meses Francisco permaneció con ellos, suscitando su
admiración. Lo veían como el modelo mismo de la Caballería.

Un día se supo que aquel hombrecillo de hábito gris, que tenía algo
de trovador, se había propuesto nada menos que ir al campo mismo
de los infieles. Los soldados se morían de risa: hablarles de caridad
a esos moros que acababan justamente de anunciar que por cada
cabeza de cristiano cortada, el verdugo recibiría una moneda de oro,
parecía un verdadero dislate. El Santo no se amilanó. Llevando
consigo a uno de sus compañeros, fray Iluminado, se dirigió hacia las
filas enemigas entonando los versículos del salmo 22: “Aunque pase
por un valle tenebroso, ningún mal temeré, Señor, porque tú vas
conmigo”. Cuando vieron venir a los dos frailes, los musulmanes se
abalanzaron sobre ellos y los apalearon. “¡Sultán! ¡Sultán!”, gritaba
Francisco con todas sus fuerzas. Entonces los guardias, creyendo
que se trataba de parlamentarios, luego de encadenarlos, los
llevaron a su campamento. Allí, al ser interrogados sobre lo que
pretendían realmente, Francisco respondió con toda sencillez que lo
que querían era ver al Sultán para explicarle la doctrina de Cristo.

El sultán de Egipto era entonces Malek-el-Kamil, un hombre extraño


para ser musulmán, ya que se mostraba un tanto escéptico, y de
ningún modo le resultaba desagradable discutir con un sabio
cristiano los méritos comparados del Corán y del Evangelio. Ordenó,
pues, introducir a aquellos inesperados visitantes. Para divertirse un
poco, hizo tender ante ellos una alfombra cubierta de cruces, con el
objeto de que pisasen ese símbolo tan amado de nuestra fe.
Francisco lo hizo, sin la menor vacilación. “¿Cómo es que caminas
sobre la cruz de Cristo?”, le preguntó, burlón, el musulmán. “¿Es que
no sabes –le respondió el Santo– que en el Calvario había varias
cruces, la de Cristo y las de los ladrones? Nosotros adoramos a la
primera, pero las demás os las dejamos, y si os place sembrarlas por
tierra, ¿por qué íbamos a tener nosotros escrúpulos en pisotearlas?”
Iniciada de esta manera tan curiosa el diálogo entre los dos hombres,
pronto se cayeron en gracia. El Sultán le llegó a proponer que se
quedara con él. “Con mucho gusto –le respondió Francisco–, si tú te
haces cristiano”. Y para que el Sultán se convenciese de la
superioridad de su Dios, le propuso una prueba. “Que enciendan un
gran horno. Tus sacerdotes y yo entraremos allí, y por lo que suceda,
te darás cuenta por ti mismo cuál de las dos religiones es la más
santa y la más verdadera”. El Sultán, sorprendido, pero haciéndose
pocas ilusiones sobre el temple heroico de los suyos, respondió:
“Dudo que mis sacerdotes tengan ganas de entrar en un horno.”
“Pues entonces entraré yo solo en él –le dijo Francisco–. Si perezco,
no atribuyas esto más que a mis pecados, pero si el poder divino me
protege, ¿juras reconocer a Cristo como verdadero Dios y Salvador?”
Al Sultán le costó convencerle de que por ser el jefe de los creyentes
del Islam, le sería en extremo difícil hacerse bautizar. Pero al menos
quiso colmar de regalos a aquel hombre tan original. Luego ordenó
que lo acompañasen al campamento de los Cruzados con las
mayores consideraciones. “No me olvides –le dijo cuando se
despidió de él–. ¡Y quiera Dios, por tu intercesión, revelarme qué
creencia le es más agradable!”

El intento misional de la Iglesia se volcó sobre todo hacia el África del


norte. Quizás porque los recuerdos cristianos de esa zona,
evangelizada por San Cipriano, San Agustín y tantos otros héroes de
la fe, estaban aún frescos en la memoria de los fieles. ¿Era acaso
posible resignarse a considerar como definitiva la victoria del Islam
en aquellas tierras antes tan cristianas? Dentro de la Cristiandad, dos
eran los países que podían interesarse más por la conversión de
África: España, cuya historia estaba tan ligada a la del Islam, y
Sicilia, donde los normandos acababan de expulsar a los
musulmanes y cuyas costas miraban hacia Túnez. Entre los
religiosos, como dijimos, fueron sobre todo los franciscanos quienes,
siguiendo a su fundador, se sintieron especialmente atraídos por las
misiones en África. El mismo Francisco envió a Túnez a dos de sus
frailes, Egidio y Elías, pero fueron mal acogidos por los comerciantes
cristianos allí establecidos, porque temían que la predicación del
Evangelio desencadenase un movimiento hostil y arruinase sus
negocios, de modo que tuvieron que retornar.
Pronto se ofrecieron otros franciscanos para ir a Marruecos, con la
esperanza de morir mártires. Cuando pasaron por España, se
detuvieron en Sevilla, que todavía estaba en manos de los moros,
entraron en la mezquita y comenzaron a predicar contra el Corán, lo
que les valió ser allí mismo apaleados. Se dirigieron luego al palacio,
y lograron ser recibidos por el Rey moro, al cual anunciaron, con el
mismo desparpajo, que habían venido para ordenarle “que
renunciase a Mahoma, vil esclavo del demonio”. Se les arrojó en
prisión, donde todavía intentaron convertir a los carceleros.
Finalmente, el Rey, entendiendo lo que anhelaban, les dijo que no les
daría el gusto de ser mártires. Y los envió, efectivamente, a
Marruecos. Allí volvieron a las andadas. El jefe Abu-Yakub, que
representaba al Sultán almohade, tras ordenar que los encadenaran,
hizo que se presentasen delante de él. “¿Quiénes son ustedes?”, les
preguntó. “Discípulos del Hermano Francisco”, respondieron. “¿Por
qué están aquí?” “Porque él nos ha enviado a través del mundo para
enseñar el camino de la verdad.” “¿Cuál es ese camino?” Entonces
uno de ellos, que era sacerdote, empezó a recitar el Credo. El jefe
moro lo escuchaba con atención, pero cuando llegó a aquella parte
donde se dice que Jesús es el Hijo de Dios y que el Verbo se hizo
carne, se enfureció: “¡El diablo es el que los ha enviado para que yo
oiga tales cosas!” Llamó entonces a los verdugos. Durante toda una
noche los azotaron, los arrastraron sobre pedruscos, los rociaron con
aceite hirviendo y luego con vinagre. Ellos, como si nada, rezaban en
alta voz y se exhortaban mutuamente a resistir. Al día siguiente, el
musulmán mandó que los hicieran comparecer ante él. ¿Persistían
en despreciar el Corán? ¿Seguían teniendo fe en su Dios
encarnado? Ellos, a una sola voz, respondieron que no había más
que una verdad, el Evangelio. “¡Voy a matarlos!”, gritó el moro. “Tú
dispones de nuestros cuerpos –le contestaron–, pero nuestras almas
están en el poder de Dios.” Fueron sus últimas palabras, porque
Abu-Yakub hizo traer una cimitarra y los decapitó allí mismo con sus
propias manos. Cuando Francisco, que en esos momentos estaba
en Damieta, se enteró de ello dijo: “¡Alabado sea Dios! ¡Ahora sé, de
verdad, que tengo cinco Hermanos Menores!”
Casi coincidiendo con los franciscanos, llegaron también al África los
dominicos. Uno de ellos, fray Domingo de Fez, fue designado por el
Papa como obispo de Marruecos. Era una medida atrevida, tanto que
pronto fray Domingo murió mártir. Ante semejante perseverancia, tan
tenaz como heroica, los musulmanes entendieron que era cosa de
nunca terminar; si eliminaban a unos, enseguida éstos se veían
sustituidos por otros, igualmente corajudos. Y así comenzaron a
mostrar cierta “tolerancia” con los sacerdotes, a tal punto que el
Papa, a la sazón Gregorio IX, pudo llegar a creer, con evidente
ingenuidad, por cierto, que la misión estaba alcanzando sus
objetivos. Entonces se dirigió al sultán de Marruecos invitándolo
formalmente a convertirse. El asunto estaba lejos de ser tan sencillo.
Comprender el islam, rebatir sus argumentos, ganar la confianza de
los musulmanes, era una labor complicada y ciclópea, que exigiría, al
parecer, varias generaciones. No bastaba el heroísmo y la audacia.
Se requería, además, un buen conocimiento de la situación y mucha
inteligencia, pues los árabes no eran simplotes ni ignorantes, como a
veces se creía, sino que, según ya lo hemos señalado, al menos en
sus círculos culturales estaban muy adelantados en las ciencias e
incluso versados en Aristóteles.

Hubo hombres que lo comprendieron así, y varios de ellos fueron


españoles. Como dijimos más arriba, España estaba especialmente
capacitada para este emprendimiento. Nombremos ente otros a San
Raimundo de Peñafort, teólogo y canonista de la Orden de Santo
Domingo. Era Raimundo un religioso lleno de Dios, pletórico de
generosidad. Un día sintió que Dios lo llamaba a la evangelización de
los musulmanes. Decidió entonces fundar en Murcia, pero también
en Túnez, donde el Bey se mostraba más benévolo que otros con los
cristianos, sendos conventos dominicos en donde se formarían
misioneros para los países musulmanes, que hablasen el árabe y
conocieran el Corán. Su idea sería llevada adelante por una de las
personalidades más singulares de la historia de las misiones en la
Edad Media. Nos referimos a Raimundo Lulio, Ramón Llull, en
catalán.
La vida de Lulio fue una verdadera epopeya, una aventura continua.
Era un hombre realmente genial, un típico hijo del siglo XIII, de aquel
siglo tan culto, poético y místico, que daba a luz universidades y
Órdenes religiosas, que era capaz de jugarse por los altísimos
ideales de la Cruzada y también por las luchas de barrio. Lulio es un
vivo retrato de su época.

Nació en la isla de Mallorca. Dicha isla, reconquistada a los moros


cuatro años antes para la corona de Aragón, contaba con una
población musulmana del 40%, lo que permitió que Raimundo
conociera a los musulmanes muy de cerca. Su juventud fue azarosa,
parte dedicada al arte de trovar, parte a mundanidades y pecados,
sobre todo de lujuria. A los veinticinco años se casó y tuvo dos hijos.
Al llegar a los treinta sucedió que una tarde, cuando se aprestaba a
componer un poema de amor, tuvo una visión de Cristo crucificado;
la visión se repitió cuatro noches sucesivas, lo que hizo que se
rindiera, decidiéndose a dejar su vida mundana, su familia y sus
posesiones. Tomó entonces tres decisiones: 1) tratar de convertir a
los musulmanes a la fe cristiana, aun con peligro de morir mártir; 2)
escribir un libro, “el mejor del mundo, contra los errores de los
infieles”; 3) persuadir al Papa y a los Reyes de erigir monasterios
para enseñar las lenguas de los infieles a los futuros misioneros. Su
conversión fue total, volcándose desde ahora al amor de Dios con la
misma pasión con que antes había amado al mundo. “¿Soy digno de
alabaros, Dios mío, yo que fui tan pecador? Yo no soy más que un
trovador, y sin embargo os amo.” Se volvería trovador de Dios.

Para dejar en claro su nueva orientación concretó más aquellas


decisiones: procurar el honor de Dios por medio de la palabra oral o
escrita, tratando de que fuese conocido y amado de todos,
especialmente de los musulmanes, y luego, como corona de una
vida, demostrar ese amor derramando su sangre por Él. De hecho
toda su existencia no sería sino el fiel cumplimiento de dicho
programa. Comenzó así por dedicarse al estudio de diversas
ciencias, en base a fuentes cristianas, judías, árabes e incluso
paganas, siempre guiado por aquel propósito apostólico. Y así
estudió teología, filosofía, derecho, medicina, ciencias naturales, latín
y árabe, residiendo tanto en Mallorca como en Montpellier, ciudad
esta última que en aquella época formaba parte del reino de
Mallorca. Justamente en esa ciudad recibió del Ministro general de
los franciscanos una licencia para predicar en los conventos de los
Hermanos Menores en Italia, licencia concedida a raíz de uno de sus
viajes a dicho país. Sentía especial afinidad con el espíritu
franciscano, tanto que solicitó entrar en la Orden, pero le pidieron
que demorase dicha decisión. De hecho, a lo que parece, nunca
llegaría a ingresar.

De manera particular se interesó en sus estudios por los


musulmanes de su tiempo, particularmente por Al-Ghazâlî, uno de
los místicos sufistas a quien mencionamos páginas atrás. ¿Podría ya
lanzarse al apostolado oral? No. Le pareció que primero sería
conveniente escribir, y lo hizo con tanta abundancia que casi se hace
imposible reseñar el amplísimo catálogo de sus obras. Citemos entre
ellas el Libro del gentil, controversia religiosa entre la ley cristiana,
judía y sarracena, probablemente fruto de las controversias orales
que mantuvo con judíos y musulmanes; El arte de la contemplación,
formidable enciclopedia mística; Libro de la orden de Caballería, que
nos explica el estilo de vida y la espiritualidad de ese estamento
medieval, y que está en la base de muchas novelas de caballería;
Libro del pasaje, sobre la reconquista del Santo Sepulcro; Libro de
Santa María, un homenaje poético a nuestra Señora, que no desdiría
del místico San Bernardo; Libro de Evast y Blanquerna, donde trata
de los diversos estados en que puede vivir un cristiano, el
matrimonial, el religioso, el apostólico. Y un montón de libros más.
Entre obra y obra, se hizo algunas escapadas a Roma, donde habló
con el papa Honorio IV, proponiéndole sus aspiraciones, sobre todo
las tocantes a la conversión de los musulmanes. El Papa lo entendió
perfectamente, ya que con ese mismo fin había ordenado erigir en
París varios colegios de lenguas.

Comenzó entonces a gestar un plan grandioso. Primero formaría


misioneros en escuelas e institutos donde pudiesen aprender los
idiomas orientales, redactaría luego resúmenes de la fe cristiana en
dichas lenguas, y por fin se abocaría a la predicación exponiéndose
él mismo al martirio, con lo que daría a los infieles el testimonio de la
suprema fidelidad a Cristo. El aspecto intelectual de su proyecto
comenzó a tener eco. París, Oxford, Bolonia y Salamanca decidieron
que sus universidades tendrían cátedras de árabe, griego, hebreo y
caldeo. Después hizo publicar diversos compendios de nuestra fe en
aquellas lenguas. Sólo le quedaba la tercera parte de su plan, dar
público testimonio de su fe ante los musulmanes. A ello se abocaría
ahora.

En 1292 se embarcó para Túnez, sabiendo que allí encontraría


algunos cristianos, aquellos comerciantes instalados en ese lugar, de
que hablamos hace poco. Pero el incidente todavía reciente de los
franciscanos había mostrado que aquella gente era hostil a una
predicación audaz. Raimundo no se iba a arredrar por ello. Vestido
como un sabio musulmán, se mezcló con la gente, que gustaba
juntarse en las esquinas de las calles y en las plazas para escuchar
a algún poeta o predicador del islam.

Así procedió durante semanas enteras. Incluso llegó a presentarse


en las propias escuelas de los musulmanes, para entablar discusión
con los sabios. Pero un día, en que en uno de esos debates había
rebatido claramente a su adversario, éste, en vez de reconocer que
estaba equivocado, decidió vengarse y corrió a denunciarlo como
cristiano a las autoridades. Un tribunal musulmán lo condenó a
muerte como blasfemo. ¿Había llegado la hora que soñaba? Aún no.
Porque intervino entonces en su favor un poderoso personaje de
Túnez que lo había oído y lo apreciaba. “Convenció al rey –escribe
un autor anónimo de la época– de que no merecía pena de muerte
quien para ensalzar su fe se exponía a tal peligro; pues si no se
consideraba así, la misma sentencia se tendría que dar por bien
aplicada a los sarracenos que fuesen a predicar a los cristianos, y
con ello se retraerían”. El proceso terminó en la conmutación de la
pena de muerte por la de destierro de todos los dominios del rey,
bajo pena de muerte. Muchos no quedaron satisfechos con el
veredicto, de modo que cuando fue puesto en libertad, estalló un
tumulto, donde lo golpearon, abofetearon y apedrearon. Raimundo
tambaleaba, casi desvanecido, y entonces lo tiraron en un barco
genovés que iba a darse a la mar.

Volvió así a Mallorca. Al poco tiempo corrió la noticia de que el Kan


mongol de Persia, aliado posible de los cristianos contra los
musulmanes de Egipto, había invadido Siria, venciendo a los
sarracenos. Raimundo, tan propenso a los entusiasmos, pensó que a
lo mejor había llegado la hora de recuperar el Santo Sepulcro.
Resuelto a acompañar este emprendimiento, se metió en una nave y
se dirigió a Oriente, pero cuando llegó a Chipre se enteró de que la
noticia era tardía porque el ejército persa se había retirado. Ya que
estaba en Chipre aprovechó la ocasión para decirle al rey de aquella
isla que le gustaría ir al sultán de Babilonia, así como a los reyes de
Siria y de Egipto, e instruirlos en la fe católica. ¡Era Raimundo, en
verdad, un minero inagotable de iniciativas apostólicas! Como el rey
de Chipre no lo tomó en serio, volvió a Mallorca. Allí se preguntó si
no sería mejor ponerse de nuevo a escribir libros en lugar de estar
corriendo tantas aventuras. Reflexionando sobre ello, caminaba un
día por el bosque, cuando se topó con un ermitaño a quien le reveló
lo que le preocupaba. Éste le recomendó que siguiera adelante, no
teniendo en cuenta las dificultades ni los aparentes fracasos. Dios
quería solamente su testimonio. Lo demás le sería otorgado por
añadidura.

Se resolvió, pues, a partir una vez más. Ninguno de sus amigos se


animó a compartir los riesgos. Jaime, el rey de Aragón que tanto lo
apreciaba, le aconsejó que se quedara más bien en las Baleares y
en España, donde tanto había que hacer. Pero eso no era lo que
Dios le había ordenado en su interior. Aquella vez desembarcó en el
puerto de Bugía, en Argelia, y mostrando menos mesura que nunca,
se lanzó a atacar la doctrina de Mahoma en las plazas públicas.
Nuevamente fue encarcelado, tras haber recibido bastonazos,
pedradas y tirones de barba, “que la tenía larga”, hasta dejarlo casi
por muerto. Después lo metieron en la peor cárcel posible, con una
gran cadena al cuello, donde permaneció por largo tiempo. Un grupo
de navegantes genoveses y catalanes consiguieron que lo tratasen
un poco mejor, pero entonces este hombre incorregible aprovechó
para escribir en árabe un largo tratado contra la religión islámica.
Recordemos de paso que unos años atrás Santo Tomás había
recibido instrucciones de la Curia Romana para que escribiese un
tratado contra los errores de los musulmanes. El Santo extendió la
refutación a los albigenses, ubicando a ambas corrientes bajo el
común denominador del gnosticismo, en su obra Contra Gentiles.
Pero volvamos a nuestro Raimundo. Después de seis meses de
detención en las mazmorras argelinas, fue expulsado, y puesto en
una nave que iba a Pisa. Cerca ya de la costa, el navío naufragó,
salvándose junto con un compañero suyo, agarrados a un madero.

Volvió a partir otras dos veces. Antes de emprender su último viaje


hizo el testamento, dando instrucciones para que sus libros fuesen
traducidos a las principales lenguas de Occidente. En una nave
catalana cargada de mercancías llegó nuevamente a su querida
África. Tenía 81 años. El rey Jaime, comprendiendo la importancia de
su misión, le había escrito esta vez al Bey de Túnez para que lo
recibiese bien. En esos momentos la situación política de la ciudad
se mostraba muy diferente de la que había conocido veinte años
antes, ya que el influjo de la corona de Aragón era mucho mayor.
Gracias a este apoyo, convertido nuestro héroe en “Procurador de
los Infieles”, pudo moverse con cierta libertad durante un año. Veía
acercarse la muerte, pero seguía, obstinado y heroico, hablando,
escribiendo, y multiplicando los tratados para anunciar a Cristo y
rebatir la doctrina musulmana. Un día el populacho, amotinado por
algún contendiente, se abalanzó sobre él, lo molió a palos, y lo dejó
por muerto. Si no hubieran intervenido algunos marinos genoveses,
habría expirado allí mismo. Lo llevaron entonces a uno de sus
navíos, que estaba por partir. El único pesar que sentía durante el
viaje de retorno era no haber podido morir mártir en África. Con el
paso de los días se iba debilitando a ojos vistas. Cuando Mallorca
aparecía ya en el horizonte, falleció. Él había dicho en la plenitud de
sus días: “Los hombres que mueren, Señor, por vejez, mueren por
falta de calor natural y por sobreabundancia de frialdad. Por lo cual
vuestro servidor y vuestro súbdito, si así os pluguiese, no querría
morir de tal muerte, antes querría morir por calor de amor, pues Vos,
Señor, morir quisisteis de tal guisa”. Fue enterrado en la iglesia de
San Francisco de Palma de Mallorca, donde aún hoy reposa. La
Orden franciscana lo festeja como bienaventurado el día 3 de julio.

Tal fue Raimundo Lulio, el gran catalán, “Raimundo el Loco”, el


Doctor Iluminado, el loco de Dios.

IV. El Islam de los últimos tiempos

Como se ve, poco éxito tuvieron los intentos misioneros, heroicos, no


cabe duda, pero ineficaces, al menos si se los mide por el número de
conversiones. Cabe ahora preguntarnos por el Islam de los últimos
siglos.

1. ¿Por qué ha sobrevivido?

Es la primera pregunta. ¿Cómo ha podido durar 1500 años, a pesar


de tantas vicisitudes? Esta misma pregunta se la hacía Belloc en su
magnífico libro Las grandes herejías. ¿Por qué, dice allí, habiendo
desaparecido tantas herejías, como el arrianismo, el nestorianismo,
etc., ésta ha sobrevivido en la plenitud de sus fuerzas y aún sigue
expandiéndose? Recordemos que cuando el gran pensador inglés
escribía su libro, en el año 1937, el Islam no tenía el atractivo y la
fuerza que tiene hoy, y los europeos lo consideraban como un
fenómeno extraño, para nada preocupante. Belloc fue un verdadero
profeta: “Es, de hecho, el enemigo más formidable y persistente que
nuestra civilización haya tenido, y puede en el futuro transformarse
en una amenaza tan grande como lo fue en el pasado”.

Todas las herejías, señala dicho autor, han pasado por tres fases.
Primero surgen con gran ímpetu y se ponen de moda, resaltando
algunas ideas de manera exclusivista, en detrimento de otras. Así,
por ejemplo, el arrianismo insistió fuertemente en la unicidad de Dios,
negando que Cristo fuese verdadero Dios. Después de esta primera
fase, viene una segunda, que es la declinación, y suele durar unas
cinco o seis generaciones, doscientos años, más o menos. Durante
este período sus partidarios se vuelven menos numerosos y menos
entusiastas, hasta que, por último, sólo unos pocos permanecen
incondicionales. Luego llega la tercera fase, en que la herejía
desaparece totalmente como doctrina; ya nadie cree en ella, o si
subsiste algún grupo de seguidores es tan reducido que
prácticamente no cuenta, aun cuando queden flotando en el aire
algunos de sus asertos morales o sociales.

Ahora bien, en el caso del islamismo, nada de ello ha ocurrido. Sólo


vivió la primera fase. No hubo segunda fase de declinación gradual ni
en el número ni en la convicción de sus partidarios; por el contrario,
creció de manera incontenible hasta casi el siglo XVIII, adquiriendo
cada vez más territorios y ganando nuevos adeptos en África y en
Asia, hasta llegar a establecerse como una civilización separada.
Belloc no pudo prever que ese auge seguiría, con altibajos, hasta el
presente.

Hay otro punto, señala el pensador inglés, que no carece de relación


con la supervivencia del islamismo. Y es que, al parecer, parece
inconvertible. Los esfuerzos misioneros de las grandes Órdenes
religiosas, que se consagran a ello desde hace cerca de
cuatrocientos años, parecen haber fracasado por completo en todas
partes, salvo tal vez en algunos casos y lugares puntuales, como en
el sur de España durante el gobierno de los Reyes Católicos, por
obra del arzobispo de Granada, fray Hernando de Talavera, y ello en
proporciones mínimas.

¿Cómo se explica todo esto? ¿Por qué ha de ser el islamismo la


única de todas las grandes herejías que muestra tan persistente
vitalidad? Así se sigue preguntando Hilaire Belloc. Para responder a
tal interrogante, escribe, tenemos que observar en qué cosas la
historia del islamismo difiere de las demás grandes herejías. En dos
puntos principales. Ante todo, no surgió, como las demás, dentro de
la Iglesia, ni dentro de las fronteras de nuestra civilización. Su
fundador no fue un hombre originalmente católico, que apartó de la
Iglesia a sus hermanos en la fe con una nueva doctrina, como lo
hicieron Arrio o Calvino. Fue un hombre extraño a nuestra cultura,
que nació pagano, vivió entre paganos y nunca fue bautizado.
Adoptó, sí, algunas ideas del cristianismo, eligiendo entre ellas, como
hacen siempre los herejes. Luego, los aguerridos ejércitos árabes
que lograron asombrosas victorias en Siria y en Egipto en el siglo VII,
estaban compuestos, en buena parte, por hombres que habían sido
paganos antes de ser mahometanos; no había en ellos un
catolicismo anterior al cual volver. El segundo motivo de su
supervivencia en la historia es el gran poder militar que los
caracterizó. Las tropas con que atacaron a la Cristiandad, se
relevaban constantemente. Pronto del Asia Menor llegaron los
mongoles, también ellos conquistadores y guerreros, como lo habían
sido los árabes primitivos, que aceptaron enseguida el islamismo, se
hicieron buenos musulmanes y soldados de los Califas, propagando
así la religión de Mahoma. Cuando en plena Edad Media pareció que
el islamismo entraba en un cono de sombra, una nueva ola de
mongoles, los llamados “turcos”, salvaron de nuevo la suerte del
Islam. Fueron ellos a quienes la Cristiandad enfrentó en las
Cruzadas. El fracaso de este emprendimiento es la mayor tragedia
de la historia de nuestra lucha contra el islamismo. Éste no sólo
sobrevivió sino que se robusteció. Fue desalojado, sí, de España y
de las islas orientales del Mediterráneo, pero mantuvo su dominio en
toda el África del norte, Siria, Palestina, Asia Menor, y luego en los
Balcanes y Grecia, llegando a invadir Hungría y Alemania.

2. La época del colonialismo

Sin embargo el poder político mahometano sufrió en los dos últimos


siglos un evidente retroceso. Durante dicho período, el Imperio
Otomano perdió la mayoría de sus provincias europeas. En 1821, los
griegos resolvieron sacudir el yugo de los turcos. Ello coincidió con
un renacimiento europeo del interés por la Grecia antigua. Tras una
guerra de liberación, con apoyo diplomático de Europa, se creó allí
un reino independiente. En lo que hasta hace poco se llamaba
Yugoslavia, los serbios se rebelaron contra el gobierno turco local, y
luego de muchas vicisitudes lograron crear, también con la ayuda
europea, un Estado Serbio autónomo en 1830.

En el siglo XIX, Europa ocupó varios Estados árabes. Fue la época


de la llamada colonización. La primera conquista importante fue la de
Argelia y Túnez por parte de Francia, en el año 1830. Un ejército
francés desembarcó en la costa y ocupó Argel. El móvil fue
principalmente económico, ya que los comerciantes de Marsella
deseaban poner pie, y con fuerza, en la costa argelina para llevar
adelante sus negocios. Los soldados se instalaron primero en la
capital, y poco después en otras ciudades de la costa. Luego los
ocupantes no sabían bien qué hacer. Retirarse tras haber
desmantelado la administración otomana local hubiera sido ridículo.
Por eso decidieron extenderse hacia el interior, adquiriendo nuevas
tierras. Los argelinos, encabezados por un caudillo, Abd-al-Kader, se
opusieron a dicho propósito. Los símbolos de su resistencia fueron
los tradicionales, su guerra fue una jihad. Viéndose finalmente
derrotados, el jefe debió exiliarse. Entonces los franceses
comenzaron a instalar colonos en las tierras conquistadas,
incorporándolas al sistema administrativo francés. Argel y otras
ciudades de la costa se fueron convirtiendo en ciudades europeas.
Los inmigrantes deseaban que con el tiempo el país llegase a ser
totalmente francés. “Ya no hay una nación árabe –hubieran querido
decir los ocupantes–, hay hombres que hablan una lengua distinta de
la nuestra.”

También el Egipto cayó bajo la influencia francesa e inglesa, a raíz


de lo cual conoció un rápido desarrollo económico. Pronto
introdujeron el ferrocarril. Asimismo se emprendió una gran obra
pública: el Canal de Suez, construido principalmente con capitales
franceses y egipcios. La inauguración fue solemne. Entre los
invitados se encontraban el emperador de Austria, la esposa de
Napoleón III de Francia, la emperatriz Eugenia, autoridades de
Prusia, escritores y artistas franceses como Théophile Gautier, Émile
Zola, el noruego Enrique Ibsen, científicos y músicos famosos. Al
parecer, la ocupación europea no afligió demasiado a las antiguas
autoridades. El jedive Ismail, el virrey turco que entonces gobernaba
allí, aprovechó la oportunidad para demostrar que Egipto ya no era
parte de África, sino que pertenecía al mundo europeo civilizado. En
1882 intervino Gran Bretaña. Tras bombardear Alejandría, tropas
inglesas desembarcaron en la zona del Canal y luego ocuparon el
país, convirtiéndolo en un protectorado de Inglaterra. Pronto el
dominio británico se extendió hacia el sur, a lo largo del valle del Nilo,
llegando hasta el interior del Sudán. Luego de diversas alternativas,
en 1899 se instaló un “condominio” angloegipcio que de hecho no fue
sino una administración británica.

En la misma época, los ingleses compartieron con los rusos


respectivas zonas de influencia en la vieja Persia, hoy Irán. Rusia,
además, se extendió en la zona del Cáucaso, llegando a regiones
habitadas principalmente por musulmanes y gobernadas por
dinastías locales que habían vivido en la esfera de la influencia
otomana. En la Península Arábiga, los ingleses ocuparon el puerto
de Aden, haciendo de él una escala en la ruta marítima a la India.
Asimismo en el Golfo Pérsico la presencia británica fue cada vez
más importante.

También el reino de Marruecos se vio afectado por la política


expansiva de los países europeos. Los intentos del Sultán por
mantener el país libre de dicha intervención concluyeron en 1860,
cuando España lo invadió, en parte para extender su influencia más
allá de los dos puertos de Ceuta y Melilla, que desde hacía siglos
estaban en sus manos, y en parte para oponerse al aumento de la
influencia británica.

Si pasamos al siglo XX, advertimos que el proceso colonizador no se


detuvo. Los franceses ampliaron su influjo en los países islamizados
del África negra. En 1907, de acuerdo con los españoles, llegaron a
controlar en Marruecos la administración de las finanzas. Las dos
potencias ocuparon sendas partes del país, España el norte y
Francia la costa del Atlántico así como la frontera con Argelia. En
1911, Italia, que llegaba tarde a la “repartija del África”, luego de
declarar la guerra al Imperio Otomano, desembarcó una fuerza en
Trípoli, y a pesar de la resistencia turca pudo ocupar Libia,
especialmente sus puertos, logrando que el gobierno de la Sublime
Puerta le concediera cierto reconocimiento de su posición.

La primera guerra mundial trajo en este sentido importantes


consecuencias. Como se sabe, el Imperio Otomano participó en
dicha guerra aliándose con Alemania y Austria, contra Inglaterra,
Francia y Rusia. La derrota de los primeros, acrecentó el poder
militar de Inglaterra y Francia en Medio Oriente. El gobierno imperial,
bajo cuya autoridad la mayoría de los países árabes habían vivido
durante siglos, y que de alguna manera los había protegido contra el
dominio europeo, se vio gravemente eclipsado, y con la perspectiva
de su próxima desaparición. Habiendo perdido sus provincias
árabes, Palestina, Arabia, Siria y Mesopotamia, quedó reducido a
Anatolia y una exigua porción de Europa. El Sultán, ahora bajo el
control de los aliados, debió firmar en 1920 un tratado de paz
desfavorable. Kemal Pachá –Ataturk–, a la cabeza de un grupo de
jóvenes oficiales turcos, tomó entonces el poder, dando por
terminado el Imperio, e instaurando una república según modelos
occidentales y laicistas.

La estructura política en que la mayoría de los árabes habían vivido


durante cuatro siglos, se veía ahora desintegrada. La capital del
nuevo Estado turco ya no era Estambul sino Ankara, en la altiplanicie
de Anatolia. La ciudad de Estambul, que desde 1453 había sucedido
a la Constantinopla de los bizantinos, y que fue la sede del poder
turco durante tanto tiempo, ahora era una ciudad más. La dinastía
que a pesar de todas sus deficiencias había sido considerada el
custodio del Islam sunnita y la detentadora del Califato, ya no existía.
Estos cambios no pudieron sino tener un efecto muy profundo en el
modo como los musulmanes más lúcidos se veían a sí mismos y
trataban de definir su identidad política.
En Argelia, las cosas siguieron más o menos igual. En Marruecos, un
movimiento armado de resistencia al gobierno francés y español,
encabezado por Abd-el-Krim, fue derrotado en 1926, merced a la
acción conjunta de Pétain y de Primo de Rivera. El dominio italiano
se extendió con Mussolini desde la costa de Libia hacia el desierto
en 1934, y en 1936 se propagó a Abisinia. En Egipto, una declaración
británica puso fin a la soberanía otomana, que de hecho era
puramente nominal, y colocó al país bajo el protectorado británico.
Según los mandatos otorgados por la Liga de las Naciones en 1922,
Inglaterra sería responsable de Irak y Palestina, mientras que Siria y
el Líbano quedaron bajo la autoridad de Francia. Como se ve, si
miramos el conjunto de los países árabes, advertimos que el antiguo
Imperio estaba totalmente desintegrado y en manos extranjeras.
Sólo algunas regiones de la península arábiga permanecieron libres
del dominio europeo, formando el nuevo reino de Arabia Saudita, que
se extiende desde el Golfo Pérsico hasta el Mar Rojo.
Después de la segunda guerra mundial comenzó un proceso de
“descolonización”, por el que los países europeos fueron perdiendo
paulatinamente sus dominios, que adoptaron con frecuencia
regímenes apoyados por la Unión Soviética. No nos es posible
reseñar cómo se llevó a cabo en cada uno de ellos. Limitémonos a lo
que sucedió en Argelia, ya que allí el desarrollo de los hechos fue
más traumático que en la generalidad de los pueblos árabes.
Oficialmente, no era Argelia una colonia sino una provincia de
Francia metropolitana, de modo que el reclamo separatista
tropezaba con la resistencia de quienes afirmaban que el territorio de
Francia era indivisible. Más aún, habiendo pasado ya tantos años, la
mayor parte de los colonos europeos si bien habían nacido en
Argelia, se sentían plenamente franceses. Las dos ciudades
principales, Argel y Orán, eran más francesas que musulmanas. Es
cierto que la población autóctona se había elevado casi a nueve
millones, mientras que la europea era de un millón. Cuando de
Gaulle subió al poder afirmó que jamás arriaría el pabellón francés
en Argelia. Pero luego, sin atender al ejército y a los europeos que
allí vivían, se resolvió a entrar en negociaciones con el Frente de
Liberación Nacional de los argelinos. La tragedia fue terrible. Muchos
miles de argelinos que habían apoyado a los franceses, y se sentían
franceses, fueron asesinados por los rebeldes o se vieron forzados a
emigrar después de la independencia.

3. Una ocasión perdida

Poco se había extendido geográficamente el Islam desde el siglo XVI


hasta el XX, salvo en el África negra y en algunos países del
Pacífico. Por lo demás, cultural y religiosamente estaba aletargado,
por no decir anquilosado. Es innegable que en tales circunstancias la
colonización, a que acabamos de referirnos, discutible desde
distintos puntos de vista, ofreció de hecho una ocasión propicia para
la posible conversión de numerosos musulmanes al cristianismo, que
hasta entonces no se había podido llevar a cabo siguiendo los
métodos tradicionales. Pero la ocasión no fue aprovechada, ya que
la política de las naciones ocupantes, de índole laicista y franc-
masónica, apenas si ayudó a los misioneros. Incluso algunos
funcionarios, para caer bien a sus súbditos, no dudaron en favorecer
positivamente al Islam. Debemos exceptuar las regiones ocupadas
por España e Italia, pero tampoco allí se logró mucho.

Bien ha observado Belloc que la Cristiandad no era ya la Cristiandad.


Fue una verdadera desgracia: esa Europa, en la cual estaba
muriendo la fe por la cual viviera, esa Europa, que estaba
agonizando espiritualmente, se convirtió de repente, por decirlo así,
en la dominadora del mundo mahometano. Lo que las Cruzadas que
llevó adelante una Europa católica no había conseguido lograr, lo
alcanzó una Europa descreída, valiéndose de su superioridad en el
campo de las ciencias y de la introducción de nuevas máquinas de
transporte y de guerra. Los descendientes de los que no fueron
capaces de conservar sus guarniciones en uno de los rincones más
sagrados del mundo musulmán, lograron ahora dominarlo en su casi
totalidad, con otros medios y con otro espíritu. Fue Europa, y no la
Cristiandad, quien en el siglo XIX consiguió dominar el islamismo. De
doce musulmanes, diez estuvieron bajo el gobierno inglés, uno bajo
el francés, y sólo el restante bajo un gobierno mahometano
totalmente independiente. La lengua francesa, que era la más
recurrida en las guarniciones cruzadas, se oyó de nuevo en las calles
de Damasco, Alepo, Antioquía y el Líbano. El idioma inglés, que
también se usó en las Cruzadas, mezclado con el francés, se
escuchó de nuevo en los países del Mediterráneo oriental. El
Occidente había regresado. La obra de Saladino parecía
simplemente destruida. Pero esas lenguas vehiculaban otro espíritu.
Ese Occidente no era la Cristiandad, Francia no era la de San Luis ni
España la que descubrió y conquistó América.

En lo más importante, que es la religión, prosigue diciendo Belloc,


quien escribe en plena época del colonialismo, los occidentales
hemos decaído, mientras que, en general, el islamismo ha
conservado su alma. La Europa moderna, en particular la occidental,
ha ido perdiendo poco a poco su religión, y aún más su empuje por
impregnar en el espíritu del Evangelio la entera trama de la sociedad.
Los dirigentes políticos ya no tienen intereses espirituales, sino
puramente temporalistas. Más que gobernantes son plutócratas. El
islamismo, en cambio, no ha sufrido esta decadencia espiritual, y el
peligro para nosotros reside en el contraste entre nuestra defección y
las certezas religiosas aún firmes en todo el mundo mahometano,
tan vívidas en la India como en Irak, activas en todo el África del
norte, Irán, Siria, Pakistán y Egipto. Hemos vuelto al Mediterráneo
oriental, concluye el pensador inglés; en apariencia hemos vuelto
más señores de lo que lo fuimos durante la lucha de las Cruzadas,
pero hemos retrocedido en cuanto a esa riqueza espiritual que fue la
gloria de las Cruzadas. Belén y Nazaret están ocupadas –
recordemos que Belloc escribió su libro en 1937–, están ocupadas,
sí, pero no por haber sido la cuna del Verbo encarnado. Nos
encontramos divididos frente al mundo mahometano y esta división
no puede remediarse porque el cemento que una vez uniera a
nuestra civilización, el cemento cristiano, se ha disgregado.

Vamos a referirnos ahora con cierta detención a una figura de


especial interés para nuestro propósito. Se trata de Charles de
Foucauld, quien viviría en Argelia precisamente dentro del período
de la colonización francesa. Expondremos su vida y sobre todo la
idea que tenía del papel providencial que Francia podía cumplir en
su provincia africana. Lo haremos ayudándonos especialmente de lo
que sobre él ha escrito René Bazin, su gran biógrafo.

Nació Charles en Estrasburgo en 1858, de una familia de rancia


nobleza. Uno de sus antecesores tomó parte en las Cruzadas de San
Luis y sucumbió defendiendo a su Rey contra los musulmanes. Otro
de sus parientes fue un canónigo que murió asesinado por los gorros
frigios de la Revolución francesa mientras decía: “Señores, demos
gracias a Dios de que nos permita sellar con nuestra sangre la fe que
profesamos”. Su primera infancia fue piadosa, pero mientras cursaba
la secundaria, sufrió una crisis espiritual y acabó por perder la fe.
Luego diría que no fue por culpa de ningún profesor especialmente
perverso, ya que todos eran muy respetuosos, “pero aun ésos hacen
mal por el hecho de ser neutrales, por cuanto la juventud necesita
ser instruida, no por neutrales, sino por almas creyentes”.

Ingresó después en la Escuela Militar de Saint Cyr, el equivalente de


nuestro Colegio Militar, donde se recibió de oficial. Entre sus
compañeros de promoción figuraba el futuro mariscal Petain.
Enseguida fue destinado a Argelia. Ni bien llegó, el joven oficial
empezó a interesarse por el misterio que se escondía en aquellas
tierras y por el papel que Francia podría allí tener. Comenzó
enseguida a frecuentar las bibliotecas de Argel, al tiempo que
tomaba lecciones de árabe. Luego pidió licencia para viajar por
Argelia y zonas colindantes con el deseo de penetrar mejor en la
idiosincrasia de aquellos pueblos. Se dirigió entonces a Marruecos,
vestido de árabe, para investigar el modo de vida de sus habitantes,
sobre lo cual publicó posteriormente un meduloso estudio. Nunca se
olvidaría de Marruecos, “de ese pueblo –decía– sentado a la sombra
de la muerte”. Muchos años después escribirá: “Pienso mucho en
Marruecos, en ese Marruecos donde diez millones de habitantes no
cuentan con un solo sacerdote, ni con un altar; donde la noche de
Navidad transcurrirá sin misa y sin oración”.
Estaba encantado con su vocación a la milicia, más aún porque
habían dispuesto que la ejercitara en aquellas tierras. Curiosamente
fue esa experiencia la que lo llevaría a Dios. “El Islam ha producido
en mí una profunda conmoción –dirá luego–. Viendo esta fe, estas
almas que viven en continua presencia de Dios, he llegado a
entrever algo más grande y más sincero que las diversiones
mundanas”. Cuando observaba cómo se postraban en tierra, a un
mismo tiempo, con solemne ademán, y oía, en un tono cada vez más
alto, la invocación: Allah Akbar, Dios es grande!, sentía vergüenza y
ganas de gritar que él también sabía adorar.

A su vuelta de Marruecos se instaló en Argel. Sin embargo era el


misterio del desierto lo que especialmente lo atraía. Con permiso de
sus jefes, partió de nuevo, para conocer los arenales y los oasis de
Argelia y de Túnez. Allí no había pueblos, no había ríos, sólo dunas,
zonas pedregosas, hondonadas resecas, con matas de hierba.
Luego, aprovechando una licencia, volvió a París. En las paredes de
la casa que allí alquiló puso acuarelas y bocetos que le recordaban
diversos paisajes de Marruecos. Pero más allá de la nostalgia que le
producían esos lugares, lo que le era imposible olvidar era la
religiosidad de aquella gente, que oraban cinco veces por día, de
cara a La Meca. “¡Y pensar que yo no tengo religión!”, se decía.
Incluso le confesó a uno de sus amigos: “He pensado en hacerme
musulmán”. Turbado por esas vacilaciones, se dirigió a un santo
sacerdote. Había decidido entregarse a Dios de una vez para
siempre, poniendo a su servicio todos los talentos recibidos: su
fuerza de voluntad, su capacidad de resistencia, el amor a la ciencia,
el aprendizaje de idiomas desconocidos, pero todo ello para que los
habitantes de aquellos países que se le habían metido en su
corazón, reconociesen finalmente al verdadero Dios. Tras largas
deliberaciones interiores resolvió dejar la milicia, sin que por ello
perdiese jamás el enorme aprecio que por ella sentía, y dedicarse al
apostolado. Era una nueva vida la que se le abría por delante. La
comenzó haciendo un viaje a Tierra Santa. Luego de recorrer
Jerusalén, se dirigió a Nazaret. Este último sería el pueblo de su
predilección, que despertó en él algo que nunca se extinguiría, y fue
su afición por la vida oculta. Todo el resto de su existencia quedará
signado por el recuerdo de Nazaret.

Volvió después a París. Desde que se convirtió, había comenzado a


leer mucho más que antes, pero ahora otra clase de libros, de
religión, de historia. Iba todas las mañanas a Misa y comulgaba con
frecuencia. Un día, y sin que nada lo hiciera esperar, resolvió entrar
en la Trapa. Para comprender esta decisión tan radical, señala Bazin,
hay que considerar dos elementos fundamentales: ante todo, el
atractivo que experimentaba por la soledad, el silencio, la sencillez
de la indumentaria, de la alimentación y de la vivienda, atractivo que
se había despertado en él tanto durante su estadía en África como
en Nazaret; y en segundo término, la energía de su voluntad,
dispuesta a perseguir la perfección evangélica con la misma
tenacidad y ausencia de miedo que había demostrado cuando
emprendió solo su viaje a Marruecos. Fue primero a visitar la Trapa
de nuestra Señora de las Nieves, en una región salvaje del sur de
Francia, y solicitó entrar en el noviciado. Pero aún ello le pareció
poco. Buscando siempre entregarse más, pidió que lo mandasen al
más pobre y lejano monasterio del Asia Menor. Sería la Trapa de
Alejandreta, en Siria, donde todavía quedan ruinas de los castillos de
la época de las Cruzadas. Vivían en esa zona una mezcla de kurdos,
sirios, turcos y armenios, todos musulmanes, un semillero de
bandidos. “A nosotros nos toca forjar el porvenir de estos pueblos. La
conversión de estos pueblos depende de Dios, de ellos, y de
nosotros, los cristianos”.

Aun esto no acabó de satisfacerlo del todo. En el fondo de su alma


latía un insistente llamado: “¡Ve más lejos en la soledad!”. Le parecía
que donde estaba no vivía toda la pobreza que anhelaba, ni la
abyección que soñaba. Creyó que Dios le pedía dejar la Orden, no
para volver a su anterior vida de laico, sino para seguir una
inspiración del todo personal, desapareciendo más completamente
que en un monasterio de Siria. ¿No sería espléndido vivir al modo de
los Padres del desierto? Por ahora era sólo una idea. Con permiso de
los superiores, se radicó en las colinas de Nazaret, ese lugar que
tanto amaba, trabajando como sirviente en un convento de
religiosas. La abadesa lo exhortaba a que fuera sacerdote. Él
pensaba que serlo hubiera implicado exhibirse demasiado, y lo que
buscaba era la vida oculta. Ella, que admiraba sus virtudes y sus
dotes, le hizo notar que si se ordenaba habría en el mundo una Misa
más y un número infinito de gracias para los hombres. Charles tomó
en consideración el consejo. ¿Podría ser sacerdote y ermitaño a la
vez? Por fin se decidió a recibir el Orden Sagrado. Entonces los
superiores lo mandaron a Roma para que allí hiciera la teología. La
idea de ser sacerdote y ermitaño a la vez lo había ganado. Para
realizarla pensó que mejor que instalarse en Tierra Santa sería ir a
las almas más enfermas, a las ovejas más descarriadas, a almas sin
sacerdotes, como las que había conocido en Argelia y Marruecos.
Mientras excogitaba dicho proyecto prosiguió sus estudios, y luego
de terminados se ordenó de sacerdote. Poco después resolvió salir
de la Trapa con el fin de llevar a cabo en el mundo musulmán la
misión para la que creía que Dios lo llamaba. Su idea era instalar en
una de las guarniciones francesas que careciese de sacerdote un
pequeño oratorio público, y atender espiritualmente a los soldados,
pero sobre todo a los infieles, llevándoles a Jesús, presente en el
Santísimo Sacramento.

Luego de despedirse de los Trapenses, se dirigió a su nuevo destino


llevando en varios cajones los implementos necesarios para una
capilla, algunos libros, cincuenta metros de soga con un pequeño
balde para sacar agua de los pozos del desierto, y una lona sólida
con que armar una carpa. Al verlo, los oficiales se alegraron de tener
nuevamente entre ellos al célebre explorador, su antiguo camarada,
transformado en monje. Instalóse en un sitio llamado Beni-Abbes,
donde vivían unas mil doscientas personas, entre oriundos del lugar,
árabes de otra tribu, negros jardineros y labradores. Era un lugar
miserable, cerca de su Marruecos tan querido. Los soldados
franceses lo ayudaron a construir la capilla, muy pobre, por cierto,
donde pasaría horas, de día y de noche, en adoración, durmiendo en
las gradas del altar; y también una sacristía, una pieza para dormir y
otra para huéspedes. En las paredes puso algunos carteles con
textos del Evangelio: “Si alguno quiere ser mi discípulo, que renuncie
a todo, tome su cruz y sígame”, “Tengo también otras ovejas que no
pertenecen a esta majada”... Para cultivar algo con que alimentarse
debió arar un pedazo de desierto, probablemente nunca removido,
trayendo agua de pozos cercanos. Recibía a todos, a los más
miserables, a esclavos e importunos. La temperatura llegaba a
cincuenta grado en verano. La imagen de la Cruz y del Sagrado
Corazón lo alentaban. Como escribe Bazin: “Aquel hombre se había
ofrecido al abandono para que, en el lejano Sahara, Jesucristo no
fuese abandonado”.

Se dedicó primero a los esclavos, tratados muy duramente por los


árabes distinguidos. Pensó también en la enseñanza de los niños.
Había en la zona una sola escuela, y era musulmana. Construyó
entonces una escuela cristiana, a la que acudían los niños
berberiscos, que eran más abiertos. Decía que quizás “el ingreso de
los berberiscos a la fe será lo que induzca a entrar en ella a los
árabes”. Los progresos eran mínimos, y él mismo se lo echa en cara:
si fuera menos indigno, se decía, todos los musulmanes se
convertirían. “Tengo todo lo necesario para realizar un bien inmenso,
menos yo mismo”. Se había propuesto constituir una “hermandad”,
un grupo de religiosos, “Hermanitos del Sagrado Corazón”, decía, de
modo que a partir de un solo oratorio, el de Beni-Abbes, surgiese una
constelación de ellos, desde los cuales la Sagrada Eucaristía y el
Sagrado Corazón irradiasen la luz del Evangelio en ese mundo de
infieles, un mundo que carece de sagrarios y de Hostias. Pronto
consiguió que le enviasen una campana. Estaba feliz y la tocaba con
frecuencia. En el aire del desierto, su sonido se oía a la distancia…

Había ya transcurrido algún tiempo, cuando llegó allí un antiguo


camarada, Enrique Laperrine, nombrado comandante de los oasis
del Sahara. Era un gran hombre, el prototipo del oficial francés en
Argelia, un hombre de humor, a veces algo picante, con cierta
tendencia a la cólera, fácil de explicarse en aquellas regiones tan
inhóspitas. Lo único que no toleraba era el engaño y la mentira. De
energía prodigiosa, recorría hasta ochenta kilómetros en las arenas
del desierto, y apenas se apeaba del caballo o del camello hacía
armar su mesa de trabajo. Las tribus de Argelia y del Sahara sabían
perfectamente que aquel hombre no era su enemigo. Él no quería
explotarlos ni humillarlos, sino ganar su buena voluntad e
incorporarlos, como ayudantes y como amigos, en una Francia
prolongada. Nómada con el nómada, se adaptó al ambiente,
tomando del indígena todo lo que éste podía darle de su experiencia
ancestral, mientras él lo enseñoreaba mediante su inteligencia y su
ascendiente moral. La vocación de Laperrine y la de Foucauld eran
hermanas; distintas, sí, pero de una misma tesitura, muy francesa y
muy católica. Su amistad, que permanecería inalterable durante
cuarenta años, se basaba en la idea común que tenían del papel
civilizador de Francia. De Foucauld sentía admiración por el alma
leal y ardiente de Laperrine, capaz de sacrificar al ideal todas las
comodidades, incluidos los ascensos. En de Foucauld, a su vez,
Laperrine admiraba cualidades semejantes a las suyas, pero puestas
al servicio de un ideal todavía más grande.

Pocas conversiones podía contar en su haber el padre Charles, casi


ninguna. “Rece por este Marruecos –le escribe a un amigo–, por este
Sahara, que son, ay, una tumba sellada”. Y rogaba a Dios que
mandase un ángel para que retirase la losa de la tumba. Será
preciso, decía, hablar mucho a los indígenas, pero no de cosas
banales. Si todavía no se les puede hablar directamente de
Jesucristo, habrá que prepararlos para que un día lo reciban, tratar
de mejorar sus almas, acercarlos a Dios. No bastará con dirigirse
solamente a los niños. Será preciso ir también a los mayores, porque
sin familia cristiana, el trabajo se hará demasiado arduo. ¿Cómo los
musulmanes reciben su falsa religión?, se preguntaba. Por pura
autoridad, por la confianza que tenían en sus mayores, casi sin
razonar. Por eso se hacía preciso ganar su confianza, adquirir mayor
autoridad. Nada mejor para ello que progresar uno mismo
espiritualmente, acercarse a la santidad, ya que ésta, tarde o
temprano, conferirá autoridad, inspirará confianza.
He ahí las reflexiones que le suscitaba la aparente esterilidad de sus
esfuerzos. Pero lejos de él todo espíritu derrotista. Muy molesto se
ponía cuando escuchaba decir: “Los musulmanes son
inconvertibles”. ¿Acaso ese pueblo de varios centenares de millones
de hombres podría hallarse en la imposibilidad de conocer la verdad?
¿Habría en este mundo dos categorías de almas, las que pueden
percibir la belleza trascendente de la religión cristiana, y las
radicalmente incapaces de comprenderla, inhabilitadas, por ende,
para convertirse? Pensar eso sería una injuria. Injuria a Dios, ante
todo, porque implicaría negar el poder de su gracia, así como
desautorizar su mandato formal, ya que Él ha dicho: “Id a todas las
naciones”. E injuria, luego, al mismo pueblo musulmán.

En cierta ocasión, le hablaron a de Foucauld de la existencia de un


pueblo extraño, los tuaregs, pueblo nómade, de raza berebere, que
vivía en el Sahara. Ese pueblo tenía seis grandes facciones, y tres de
ellas se habían sometido al dominio francés. Ello significaba que una
parte de dicho pueblo, tan cerrado hasta entonces a los cristianos, se
abriría ahora a la predicación. De Foucauld se entusiasmó ante esta
nueva perspectiva. Lo primero que hizo fue estudiar su dialecto,
menos árabe que berberisco. Le encantaba pensar que esa lengua
era la que habían usado los antiguos cartagineses, la lengua de
Santa Mónica, cuyo nombre, decía, que era berberisco y no griego,
significa “reina”. A los tuaregs los llamaban “los señores del desierto”.
Se cree que eran berberiscos arrojados hasta el fondo del desierto a
raíz de las invasiones árabes. Su fisonomía era la misma que la de
los antiguos egipcios, blancos, esbeltos, de rostro alargado. Habían
aceptado el islamismo, que profesaban con mucha fe pero sin
ninguna práctica ni la menor instrucción.

Ensilló nuestro Padre el camello y se dirigió hacia allí, acompañado


por su amigo Laperrine y varios oficiales más. Su espíritu exultaba, a
pesar de que se iba internando en una soledad cada vez mayor. ¿Me
encontraré solo allí?, se preguntaba. De ninguna manera, se
respondía interiormente. Allí me voy a encontrar con Jesús, la Virgen,
San José, San Agustín y todos los santos, que serán los más
interesados en ayudarme. Eligió un lugar abandonado, llamado
Tamanrasset, a 700 kilómetros de In-Salah, el pueblo más cercano,
un paraje en medio de montañas, algunas de ellas de tres mil metros
de altura, y ahí se instaló. Como había hecho antes en Beni-Abbes,
empezó por edificar una “casa”, o mejor, un local para capilla y
sacristía. Mientras tanto, se alojó en una choza. Estos nómades, que
se dedicaban en verano a la caza, y en invierno a la guerra, su
industria más lucrativa, dormían en carpas hechas de pieles de
animales. El padre Charles dividiría el año entre las dos ermitas, la
de Beni-Abbes y ésta.

Permanecerá así por largo tiempo, absolutamente solo, en medio de


los tuaregs, sin ningún hombre de su raza, de su religión, ni de su
cultura con quien alternar de igual a igual. Su única aspiración era
por el momento obtener la insegura y desconfiada simpatía de
aquellos pastores nómades y guerreros acostumbrados al saqueo.
Como los tuaregs no se acercaban a nadie si no esperaban algún
provecho material, él iría a sus carpas a conversar con ellos, a darles
remedios y estampas de colores. Sin dejar de rezar por su
conversión, trataría de hacerse querer, y al fin daría algún consejo,
de ser posible. En cierta ocasión se le acercó un jefe de ellos, que
era musulmán. ¿Qué decirle? No le podía hablar directamente de
Jesucristo, pero sí decirle que amase a Dios por encima de todo,
hiciese a los demás lo que quisiera para sí, se humillase ante Dios,
ya que sólo Él es grande, obrase como quisiera haberlo hecho a la
hora de la muerte, y a la noche hiciese un examen del día
transcurrido.

Algo que le preocupaba, y con razón, eran los intentos de aquel


jeque que se le había acercado por islamizar a su pueblo. En
Tamanrasset, que dicho caudillo consideraba su capital, se había
propuesto erigir una mezquita para que en ella se enseñase el Corán
y el árabe a los jóvenes tuaregs. Hasta entonces éstos, que, como
dijimos, eran musulmanes poco fervorosos, entraban fácilmente en
relación con el padre. En caso de que ingresaran en esa escuela,
todo sería distinto. Ya le mostraban cierta desconfianza, pero si se
islamizaban más, la distancia sería mayor. No convenía que les
enseñaran el árabe, comenta en una de sus cartas, porque eso los
acercaría al Corán, y lo que había que hacer era justamente alejarlos
de él. Para lograr tal objetivo, trató de buscar palabras, dentro del
genio de su lengua, que le permitiesen expresar las ideas religiosas y
las virtudes cristianas; leerles párrafos que se refieren a la religión
natural, o a la moral, tales como las parábolas del hijo pródigo o del
buen samaritano. Apenas empezasen las conversiones, trataría de
hacerles un catecismo en su lengua. En los ratos libres comenzó a
traducirles el Evangelio. Asimismo preparó una gramática, un
diccionario tuareg-francés, y una historia sagrada abreviada, con
pasajes de los libros poéticos y sapienciales. Había advertido que se
trataba de una tribu con sentido poético. Para fomentarlo, prometía
algunas monedas por cada poesía o canto de guerra o de amor del
pueblo tuareg que le entregasen.

Pasaba el tiempo… y nada. Un día le preguntaron a cuántos había


convertido. A uno solo, respondió. Poco a poco fue comprendiendo
que quizá su vocación fuese semejante a la del Precursor de Jesús,
limitándose a preparar el camino. “Soy monje y no misionero –
decía–, hecho para el silencio y no para la palabra”. En una de sus
misivas escribió: “El gran bien que hago con mi presencia es que ella
procura la del Santísimo Sacramento. Sí; por lo menos hay un alma
que adora y reza a Jesús. Lo más que podría hacer es allanar el
terreno para los que me sucedan, que encontrarán espíritus menos
desconfiados y mejor dispuestos”. Y en otro lugar: “Que su voluntad
[la de Dios] se haga en África, como se hace en el cielo, después de
una noche tan larga”. Su experiencia, que ya se iba haciendo
prolongada, le permitió tener una visión exacta de la malicia y
endurecimiento del pueblo musulmán, pero al mismo tiempo
conservaba una fe irrestricta en el valor salvífico de la Sangre
redentora de Cristo. En carta a unos amigos les dice:

Me preguntan si se puede hacer entre ellos conversiones. Sí, con el


tiempo. Enseguida, no hay que tratar de hacerlo, sino preparar el
terreno. No son tan salvajes como para recibir nuestra religión y
abandonar la suya sin pruebas. No son tan instruidos, ni tan
inteligentes, para comprender las pruebas sobre las que se asienta
tan sólidamente. Salvo para algunas almas de elección, muy poco
numerosas, el cristianismo no penetrará en estos musulmanes más
que cuando hayan entrado allí nuestra educación, nuestros estudios,
y sean capaces de distinguir la inanidad de su fe y la solidez de la
nuestra. Lo que hay que hacer es preparar, de lejos, este futuro,
hacerse estimar, amar a los indígenas, ganar su confianza, hacerse
amigos suyos, hacerles conocer nuestra moral, familiarizarlos con
nosotros y con el cristianismo.

En otras cartas, tras dejar en claro que todos son llamados a la


salvación, agrega que en los musulmanes la conversión se hace
particularmente difícil, por el dominio que sobre ellos tienen las tres
concupiscencias.

No hay que esperar resultados importantes como número de


conversiones durante mucho tiempo. Pero lo que es cierto es que el
celo, la santidad de los misioneros y de todos los católicos por la
Comunión de los Santos, las oraciones hechas en la Iglesia por los
infieles, el fervor de esas oraciones, los sacrificios ofrecidos por su
conversión acelerarán mucho el momento feliz, extenderán mucho
los resultados felices. Todos debemos trabajar, trabajar sobre todo
santificándonos, porque se hace mucho más bien por lo que se es
que por lo que se hace. Y luego, como decía tan bien Monseñor
Freppel: Dios nos ordena combatir, no vencer.

Particular importancia atribuía a lo que podríamos llamar “apostolado


de la irradiación”, para poder llegar al corazón de aquella gente:
“Toda nuestra vida, por muda que sea, la vida del desierto, tanto
como la vida pública, deben ser una predicación del Evangelio por el
ejemplo: toda nuestra existencia, todo nuestro ser, debe gritar el
Evangelio sobre los techos, toda nuestra persona debe respirar a
Jesús, todos nuestros actos, toda nuestra vida deben gritar que
somos de Jesús, deben presentar la imagen de la vida evangélica;
todo nuestro ser debe ser una predicación viva, un reflejo de Jesús,
un perfume de Jesús, algo que grita Jesús, que brilla como una
imagen de Jesús”.

Él entendió que con el Islam no cabía ningún tipo de inmediatismo.


Sólo había que pensar en un trabajo a largo plazo:

Los musulmanes forman parte de esa multitud de almas que, a


menos de un milagro de la gracia, no serán llevados a la verdad; no
es ello un motivo para desanimarse, sino al contrario para trabajar
con mayor ardor, puesto que la obra pide mayores y más largos
esfuerzos […] Ponerse en estrecha relación con ellos, para
conocerlos, ser conocidos de ellos, para hacer caer por esta
comunicación sus prevenciones y darles confianza; corregir sus
ideas tocantes a la religión natural; finalmente desarrollar su
instrucción, darles una instrucción igual a la nuestra, para que sean
capaces de juzgar de la falsedad de su religión y de la verdad de la
nuestra […] Pasarán quizás siglos entre los primeros golpes de pala
y la cosecha, pero mientras más pronto se trabaje y más esfuerzo se
haga, más “el que da a quien pide y abre al que golpea” bendecirá el
trabajo de sus servidores y hará madurar los frutos.

El padre de Foucauld estuvo lejos de todo sincretismo, que habría


sido la solución barata y facilista: agregar un poco de cristianismo al
islam hecho piel en los tuaregs. Por eso llevaba siempre sobre su
hábito el emblema menos apto para disimular la oposición que
subsiste entre cristianos y musulmanes, a pesar de la fe común en el
Dios de Abraham, el emblema del Sagrado Corazón. Jamás hubiera
consentido a la tentación de presentar a Cristo como un profeta entre
otros, al estilo mahometano.

Detengámonos ahora en lo que más nos interesa para nuestro tema


sobre el Islam moderno, o sea lo que el P. de Foucauld pensaba
acerca de la conducta que Francia debía seguir en sus colonias. A su
juicio, la ocupación de Argelia por parte de una potencia católica
podría ser, de hecho, la única manera de ir llegando poco a poco al
corazón de aquellos musulmanes. Su correspondencia desde
Tamanrasset nos muestra cómo estaba consciente de que al ir allí
llevaba consigo no sólo su fe sino también toda una civilización. De
ahí la inmensa alegría que experimentó al enterarse que Marruecos,
su querida Marruecos, había pasado a ser protectorado de Francia.
Entonces escribió: “He aquí nuestro imperio colonial muy
aumentado. Si somos lo que debemos ser, si civilizamos en lugar de
explotar, Argelia, Túnez y Marruecos dentro de cincuenta años serán
una prolongación de Francia. Si no cumplimos con nuestro deber, si
explotamos en lugar de civilizar, lo perderemos todo y la unión que
hemos hecho de este pueblo se volverá contra nosotros”. A su juicio,
Francia tenía una misión providencial en la historia: colaborar en la
civilización y conversión del mundo musulmán. En relación con ello,
cierto día se le ocurrió una idea original, y fue pedirle a su hermano y
a algunos parientes que aceptasen recibir en su casa a un joven
tuareg que él les enviaría. Pensaba que dicho joven, al ver lo que era
Francia, quizás se inclinaría a hacerse cristiano. A su parecer, la
explicación de la suficiencia no carente de orgullo que mostraban los
indígenas radicaba en que se les había dicho, y ellos lo habían
creído, que los europeos, y especialmente los franceses, eran
incrédulos, o infieles, según el lenguaje mahometano. Sabía, lo que
no dejaba de ser triste, que ese convencimiento tenía ciertas razones
en su favor, ya que la Francia de aquel entonces no era la de San
Luis sino la de la francmasonería. De ahí la responsabilidad de su
patria: “Nuestras naciones civilizadas, que tienen entre ellas muchos
salvajes, muchas personas que ignoran las primeras verdades, son
muy culpables de no iluminar, de no esparcir el bien. ¡Sería tan
fácil!”. Sin embargo, pensaba que a este joven tuareg le harían ver lo
mejor de Francia, lo que quedaba de la Francia tradicional. Pensaba
que compartiendo la atmósfera de afecto de una familia cristiana,
entrevería lo que es realmente el cristianismo y cómo la religión
impregna toda la vida.

Respecto de la misión de Francia en África señalaba que dos eran


sus deberes fundamentales:
El primero es la administración y la civilización de nuestro imperio del
noroeste africano. Argelia, Marruecos, Túnez, el Sahara y Sudán,
forman un inmenso y magnífico imperio de un solo bloque, que tiene
tal unidad por primera vez. ¿Cómo asegurarnos ese imperio?
Civilizándolo, trabajando por elevar a sus habitantes, moral e
intelectualmente, hasta donde sea posible. Los habitantes de nuestro
imperio africano son muy diversos: unos, los berberiscos, pueden
llegar rápido a parecerse a nosotros; otros, los árabes, son más
lentos en asimilar el progreso; los negros son muy distintos unos de
otros. Pero todos se hallan capacitados para el progreso. El segundo
deber consiste en la evangelización de nuestras colonias. Ahora
bien, ¿qué hacemos para la evangelización de nuestro imperio
noroeste africano? Puede decirse que nada […] Se precisarían
buenos sacerdotes y en gran cantidad. No para predicar, sino para
establecer contacto, hacerse querer, inspirar estima, confianza y
amistad; se precisarían luego buenos cristianos laicos de ambos
sexos para desempeñar el mismo papel, establecer un contacto más
estrecho todavía, entrar donde no puede hacerlo un sacerdote, sobre
todo entre los musulmanes, dar el ejemplo de las virtudes cristianas,
mostrar la vida cristiana, la familia cristiana, el espíritu cristiano;
después se precisarían buenas religiosas que cuidaran a los
enfermos y educaran a los niños […] Si eso se hiciera, en un lapso
variable de 25, 50 o 100 años, las conversiones vendrían por sí solas,
como maduran los frutos… Pero si estos desdichados musulmanes
no conocen ningún sacerdote, no ven, como a sedicentes cristianos,
más que a explotadores, que dan el ejemplo del vicio, ¿cómo podrán
convertirse? ¿Cómo no llegarán a odiar nuestra santa religión?
¿Cómo no serán, cada vez más, enemigos nuestros?

La Francia oficial estaba, por cierto, muy lejos de comprender que,


como afirmaba el padre, “la evangelización de los berberiscos y de
los árabes constituye el gran deber de Francia”. No, por cierto,
imponiendo su conversión, sino impulsándola por etapas. Como le
decía, en carta, a un amigo suyo, había una gran negligencia
respecto a la evangelización de “nuestros hermanos musulmanes,
súbditos de Francia”, y agregaba: “Cada Madre Patria debía ser
llamada a constituir una unión similar para los infieles de sus
colonias, que habitualmente no pueden llegar al conocimiento de la
verdadera religión sino por intermedio de los pueblos cristianos de
los que dependen”.

Un general francés, Jean Charbonneau, que conoció muy de cerca a


nuestro padre, ha observado cómo en él se unieron de manera
inescindible la vocación militar y la vocación religiosa. El mismo de
Foucauld había dicho en cierta ocasión: “Si he podido hacer algún
bien y si he podido establecerme en el Sahara, es, después de
Jesús, porque he sido oficial, y porque he viajado a Marruecos”.
Desde su estadía en Saint Cyr adquirió ciertas virtudes del estilo
castrense, que luego prolongaría en su espiritualidad, como el
espíritu de sacrificio, el servicio en campaña, la idea de la muerte en
el campo de batalla, cierto gusto del riesgo, el orgullo del uniforme.
Por eso nunca dejó de cultivar la amistad con los buenos oficiales
franceses que veía trabajando en el Sahara, por quienes sentía viva
admiración. A su juicio, la vocación nacional de Francia pasaba por
su ejército y por la Iglesia. Como decía el general francés, fue “un
soldado sin uniforme”, un francotirador de la fe.

A juicio del padre, en el trato con los musulmanes había que unir la
bondad y la severidad. “No se los puede convertir, pero al menos que
nos respeten”, decía. Cuando un musulmán decidía convertirse,
estaba realizando un acto heroico, un acto de extrema valentía,
porque al tiempo de que se veía precisado a renunciar a varias
tradiciones y costumbres ancestrales de su pueblo, resultaba
excluido de la propia familia. Por eso dicho proceso debía ser
amparado desde fuera mediante la implementación de una política
cristiana. Cuando San Vicente de Paúl deseó convertir al Bey de
Argel, le envió a varios hermanos de la Misión; los mandó sin armas,
como había ido San Francisco de Asís, como parten todos los
misioneros, sin otras armas que el Evangelio y su disposición al
martirio. Pero cuando los primeros cristianos de Argel fueron
masacrados por los musulmanes, el Santo pidió a las autoridades
europeas que hiciesen cañonear la ciudad. Las dos cosas van juntas.
Cuando se va a predicar, se va sin nada, presto a morir, pero cuando
hay que proteger temporalmente la comunidad cristiana que está
naciendo, no hay que descartar la fuerza.

No todos los franceses compartían estas ideas, que eran las de


Charles de Foucauld. Más bien al revés, muy pocos las compartían.
Incluso en el ejército. Se nos cuenta que un general, no el que
nombramos anteriormente, llegó al África en 1903, y si bien conocía
la fama de santidad que tenía el padre, se mostró incómodo por su
presencia en el territorio a él confiado, al punto de solicitar que lo
enviasen de nuevo a Francia. ¿Cuál era la razón? Socavaba, se dijo,
las bases de una política indígena. ¿Cuál era esa política? Dejar que
los musulmanes siguiesen siendo tales, no hacer nada para que
mirasen con afecto al cristianismo y finalmente se convirtiesen. Aquel
general no era, por cierto, un hombre religioso, y entendía que había
que conservar todas las autoridades indígenas, dejando que las
cosas siguiesen su curso natural. El celo misionero del padre de
Foucauld se oponía a ese espíritu de “apertura” mal entendida.

Obviamente nuestro padre se sentía en total comunión con los jefes


y oficiales al estilo de Laperrine, que propiciaban una política
cristiana, secundando su acción y el significado de su presencia en
África. Refiriéndose a este mutuo entendimiento entre él y aquellos
oficiales, así le escribía a un amigo suyo: “Todo va bien,
políticamente, en el país. En este momento lo espiritual y lo político
están íntimamente ligados. Yo trato de familiarizarme, hacer amigos,
civilizar; querría propagar la instrucción y la educación, como
fundamento necesario de lo que es más alto y bueno: lo único
necesario. En este trabajo preparatorio, la administración serena,
paternal, amistosa para con los indígenas, de Laperrine, es para mí
una ayuda continua y poderosa. Lo espiritual y lo político se
amalgaman para los tuaregs”.
A su juicio, la colonización sólo quedaría justificada si incluía tres
elementos. El primero era la pacificación, aunque para ello hubiera
que recurrirse a la fuerza, “teniendo cortos” a los tuaregs y
reprimiendo sus posibles rebeliones. En segundo lugar, una buena
estrategia política, orientada a que los tuaregs se fuesen
incorporando poco a poco a la cosmovisión francesa. Para lograr
esta meta el padre deseaba que la situación de dependencia se
prolongase por 100, 200 y hasta 1000 años. ¿Acaso la opresión de los
árabes sobre los bereberes no había durado más de mil años?
Asimismo sería conveniente propagar el idioma francés, ya que el
árabe era para los tuaregs vehículo del islamismo. En tercer lugar,
una buena administración, que fuese realmente integradora: “Estoy
persuadido de que lo que debemos buscar para los indígenas de
nuestras colonias, no es la asimilación rápida, que resulta imposible,
ya que la asimilación pide generaciones y generaciones, ni la simple
asociación, que no logra alcanzar por sí misma el progreso de los
sujetos a nuestra administración… El verdadero progreso, que debe
ser intelectual, moral y material, no puede realizarse sino mediante
una Administración francesa, puramente francesa, en la que sólo
serán admitidos los indígenas cuando tengan no solamente la
nacionalidad y la instrucción francesas, sino también mentalidad
francesa”. Hoy estas palabras pueden resultar chocantes, pero él
veía que por allí pasaba el único camino concreto de evangelización.

Sea lo que fuere de la viabilidad y acierto de dicho criterio, la verdad


es que para Charles de Foucauld la posible evangelización del
pueblo musulmán que Francia había tomado a su cargo, requería la
unión de la autoridad espiritual y del poder político. Justamente el
prestigio del padre reposaba en buena parte sobre la veneración que
le tenían los jefes y oficiales, que para los tuaregs representaban a
Francia, y la afectuosa estima que él les profesaba. Así se
visibilizaba concretamente en Argelia la unión de la Iglesia y del
Estado. De hecho, si de Foucauld estaba allí, si por primera vez un
sacerdote había podido entrar en aquellas regiones, tomando
contacto con las poblaciones locales, ello se debía a personas como
el general Laperrine. Cuando Francia ocupó Tonkin, en el actual
Vietnam, ese gran obispo francés que fue mons. Freppel, al que
nuestro padre admiraba como a pocos, apoyó calurosamente a Jules
Ferry, jefe del gobierno, cuya política educativa había antes
combatido con el vigor que se le conoce. Su razonamiento era el
siguiente: Francia es la única gran potencia católica que extiende su
autoridad sobre vastas tierras lejanas, y por ende permite el ingreso
de numerosos misioneros en dichas regiones, lo que no sería factible
en las anteriores condiciones. Era un visión religiosa de aquellas
conquistas, más allá de las razones que pudiesen haberlas
motivado. Como se diría más adelante: “Fue la toma de Argel lo que
permitió a un Lavigerie [el cardenal Primado de África, fundador de
los Padres Blancos] lanzar la cohorte de sus misioneros al corazón
del África, abriendo así al Evangelio el interior del inmenso
continente africano”. Sobre estos presupuestos se entiende la
“política religiosa” de Charles de Foucauld. Toda su correspondencia
revela el agradecimiento y la admiración que sentía por los grandes
oficiales franceses de Argelia, como Laperrine, Nieger, Duclos y
tantos otros.

Por desgracia, la terca política laicista del gobierno francés no


permitiría ulteriores desarrollos. El padre de Foucauld pronosticó sus
resultados: “Mi convicción es que si los musulmanes de nuestro
imperio colonial del norte de África, poco a poco, suavemente, no se
convierten, se producirá un movimiento nacionalista análogo al de
Turquía; en las grandes ciudades se formará una «elite» intelectual,
instruida a la francesa, sin tener el alma ni el corazón franceses,
«elite» que habrá perdido toda fe islámica, pero que conservará su
etiqueta para poder influir con ella en las masas; por otro lado, la
multitud de nómadas y de campesinos permanecerá ignorante,
alejada de nosotros, firmemente mahometana [...] El sentimiento
nacional o berberisco se exaltará, pues, en la «elite» instruida; y
cuando encuentre una ocasión propicia para ello, por ejemplo al
producirse dificultades internas o externas en Francia, se servirá del
Islam como de una palanca para levantar a la masa ignorante y
procurará crear un imperio africano musulmán independiente […] Si
no logramos que esos pueblos se hagan franceses, nos expulsarán.
Y el único medio de que se vuelvan franceses es haciéndose
cristianos”. Estas palabras parecen proféticas. En el siglo XX, los
independentistas argelinos, con máscaras musulmanas, levantaron
al pueblo contra Francia. Aclaremos que en modo alguno el padre de
Foucauld pretendía subordinar la religión a la política, sino que se
limitaba a constatar una implicancia histórica, a saber, que la única
manera de integrar esos pueblos era mediante la evangelización.

En una carta que escribió hacia el fin de su vida le adjunta a su


corresponsal la traducción de una plegaria del siglo IX, que
probablemente, le dice, fue rezada y cantada más de una vez en la
catedral de Reims: “Dios todopoderoso y eterno, que has establecido
el imperio de los francos para que sea en el mundo el instrumento de
tu santa voluntad y la gloria y la defensa de tu santa Iglesia, ilumina
siempre y en todas partes con tu luz celestial a los hijos suplicantes
de los francos, de modo que vean lo que hay que hacer para
extender tu reino por todo el mundo y crezcan siempre en caridad y
en valor para llevar a cabo lo que tu luz les haya revelado”.
Exactamente era esa su visión del papel providencial que, a su
entender, Dios le había deparado a Francia. Por lo demás, la historia
nos ha dejado una enseñanza inconcusa, y es que cuantas veces el
poder temporal se puso al servicio de la autoridad espiritual, sólo
entonces se logró gestar un pueblo cristiano, una cristiandad. La
única nación del Asia plenamente católica es Filipinas, llamada así
en homenaje a Felipe II; es católica, ciertamente, gracias a los
misioneros que la evangelizaron, pero también lo es porque los
sucesivos gobiernos de la metrópoli colaboraron decididamente para
ello con la Iglesia. En otros lugares evangelizados sin esa ayuda
temporal, como en la India, por ejemplo, o el Japón, hay grupos de
cristianos, pero no “pueblo” cristiano.
En su libro sobre el personaje que estamos considerando, René
Bazin, tras señalar cómo Francia dotó a sus provincias del África de
carreteras, trenes, telégrafo, correo, introdujo nuevos métodos
agrícolas, instaló hospitales, edificó escuelas donde se enseña de
todo, menos religión cristiana, se pregunta si por ello los indígenas
se sienten más cerca de los franceses que al principio de la
conquista. La respuesta es francamente negativa. ¿Por qué será? En
buena parte por culpa del poder político, afirma, incapaz de
comprender que la civilización francesa es esencialmente católica. El
agnosticismo del Estado, las persecuciones religiosas de aquellas
décadas, que tanto dañaron el catolicismo de la metrópoli, no
pudieron sino desconcertar a los argelinos que, en el fondo, seguían
creyendo que Francia era católica. Se equivocaron, prosigue Bazin,
al organizar la escuela priorizando en la enseñanza la exaltación de
la libertad y de los derechos del ciudadano, en detrimento de las
verdades más trascendentes de la fe y de la moral. Mientras más
conocían esa “cultura” francesa, más los indígenas aborrecían a los
“ocupantes” y se sentían más inclinados a la rebeldía. No se les daba
auténtica formación sino consejos de higiene y discursos electorales,
dejándolos víctimas de las pasiones. El otro error consistió en
favorecer y difundir el islamismo, al punto de que el muezzín de Argel
podía decir a uno de sus amigos: “Nuestro culto es el único
reconocido por el Estado francés”. Concluye Bazin sus reflexiones:
“La paz africana será la consecuencia segura y la recompensa de la
conversión de África, y todos los demás medios, la fuerza y la
debilidad, la represión, el halago, la abundancia de riquezas y de
inventos, no aproximarán a nosotros un pueblo que sólo ve en
nosotros paganos y nos denomina así”.

Vayamos dando término a esta semblanza del padre de Foucauld.


En 1915 la situación de la región en que vivía se fue tensando más y
más. Al año siguiente, el padre pidió que le construyeran un fortín
para estar más seguro de posibles atentados. Le hicieron entonces
un edificio cuadrado de dieciséis metros de lado, rodeado de un foso
de dos metros de profundidad, con muros de dos metros de espesor
por cinco de altura, y cuatro torres almenadas; en el centro del patio,
un pozo para el agua. Era una especie de ermita fortificada. Este
recaudo se explica porque en aquella zona los bandoleros eran cada
vez más numerosos. Nuestro padre estaba espiritualmente
preparado para recibir la muerte de parte de aquellos hombres por
quienes había rezado tanto, por los que había andado tantos
kilómetros en medio de los arenales, por quienes había sufrido tanta
sed y tanto calor, estudiado tantos días y tantas noches, aceptado
tanta soledad, en resumen, sufrido tanto en su cuerpo y en su alma.
Dios no le había hecho ver grandes resultados, como a Francisco
Javier, ni mucho menos. Sólo lo había hecho para sembrar.
Un grupo de tuaregs enemigos, que formaban una secta fanática
proveniente de Libia, se movían en las cercanías de Tamanrasset. Al
parecer, tenían el propósito de apoderarse del sacerdote para tenerlo
como rehén, y luego saquear el fortín, por ver si allí escondía armas.
Para concretar su propósito reclutaron a algunos nómades tuaregs
entre los mismos que el padre atendía. Llegaron éstos al fortín, a pie
o en camellos. Eran unos cuarenta. Uno de ellos golpeó la puerta. El
padre preguntó quién era. Un cartero, le dijo. El padre abrió y tendió
la mano. Se la tomaron, y aferrándola fuertemente, lo sacaron del
fortín, y luego de atarlo, lo dejaron en el suelo. De Foucauld se puso
de rodillas. Le hicieron entonces una especie de interrogatorio:
“¿Hay soldados en las cercanías?”. El padre permaneció en silencio.
De repente uno de los captores gritó: “¡Los árabes! ¡Los árabes!”. Se
refería a árabes que colaboraban con los franceses. Y empezó la
balacera. El que estaba junto al padre apoyó su fusil en la cabeza y
lo mató. ¿Por qué lo hicieron? Principalmente como consecuencia de
la incitación a la guerra santa que se había hecho en toda el África
francesa. El padre era el que más se oponía a la defección de los
tuaregs. Se hacía preciso suprimir a un adversario en religión.

Era primer viernes el día de su muerte, día consagrado al Sagrado


Corazón, a quien él tanto amaba. Murió de la manera como siempre
había deseado morir, de muerte violenta, por odio al cristianismo,
aceptada con amor, en favor de la salvación de los musulmanes del
África, su tierra por elección. Se ha dicho que los asesinos, antes de
matarlo, intentaron que el padre apostatase, recitando la chehadam,
o sea, la fórmula de la oración musulmana, a lo que él se habría
negado terminantemente. Aunque la versión no sea segura, resulta
muy verosímil, dadas las costumbres de los musulmanes. Pronto
llegaron los soldados franceses del destacamento más cercano, en
persecución de los asesinos. Al pasar por el fortín se detuvieron,
plantaron una cruz de madera en la sepultura del padre, y le
rindieron honores militares. Entre los objetos que encontraron en su
celda había un rosario, un via crucis sobre tablitas de madera, una
custodia con la Hostia consagrada en su interior, que uno de los
oficiales puso respetuosamente en la silla de su camello para llevarla
a la guarnición. Este recorrido de cincuenta kilómetros fue la primera
procesión del Santísimo Sacramento en el Sahara. El gran amigo del
padre, el general Laperrine, se apresuró en visitar su tumba. Tres
años después sufriría un accidente aéreo. Herido en la caída, en
pleno desierto, tras soportar varios días de agonía, murió y fue
enterrado cerca de su amigo.

Nos hemos demorado en el relato de la vida de Charles de Foucauld


no tanto para exaltar su grandeza como santo ermitaño, sino más
bien porque nos parece que su figura posee cierto carácter
paradigmático en relación con la posibilidad histórica que se dio de la
conversión de los seguidores de Mahoma a raíz de los desembarcos
europeos en el África musulmana durante los últimos dos siglos, al
tiempo que nos ofrece una inteligente idea del papel providencial de
aquellas naciones ocupantes, varias de ellas católicas, en orden a
dicha conversión.

Sería interesante tratar acá de otra gran figura, también del ámbito
francés y relacionada con el África musulmana, la del joven oficial
Ernest Pischari (1883-1914). Como no tenemos tiempo para hacerlo
con la debida extensión, sólo diremos dos palabras. Fue Pischari un
hombre de “mística militar”, a lo Péguy, que primero se convirtió al
patriotismo y luego al catolicismo integral. Nacido en 1883, veinticinco
años después de Charles de Foucauld, era nieto de Ernest Renan,
en recuerdo del cual le pusieron el nombre que tenía. Educado al
margen de la Iglesia, se licenció en filosofía y luego ingresó al
ejército. Una vez recibido, pidió ser destinado al África. Accediendo a
su solicitud, lo enviaron al Sahara para consolidar el dominio francés
y desarmar grupos rebeldes. Al llegar allí quedó impresionado por el
modo de ser de los árabes. En su libro Le Voyage du Centurion nos
ha dejado un relato de su propia vida. De dicha obra extraemos los
datos que ahora emplearemos. A poco de llegar, nos cuenta, estaba
un día de viaje y le preguntó al joven moro que lo guiaba: “¿En qué
empleas tu vida?”. A lo que éste contestó: “En copiar el Libro
diligentemente, y meditar los hadits, porque está escrito: «La tinta de
los sabios es preciosa, y más preciosa que la sangre de los
mártires»”. Psichari entendió que se encontraba en medio de un
pueblo sorprendente, que practicaba su fe, de un pueblo que sabía lo
que era vivir y morir por una idea. Comparados con los franceses, le
parecían reflexivos y dotados de sabiduría. Entonces pensó en su
padre descreído y apático, y en lo que ha de haber sido Francia
cuando aún vivía su fe católica. Mediante una inesperada paradoja,
los moros le habían traído al recuerdo la Francia verdadera, la
Francia escondida, la Francia misionera, cosa en la que no había
reflexionado hasta entonces. El África musulmana lo estaba
liberando de las mentiras de la Francia masónica.

Durante otra de sus travesías por el desierto, mientras


experimentaba como nunca la sensación de su nada en medio de
esa elocuente belleza silenciosa, el árabe que lo escoltaba le dijo:
“Dios es grande”. Y luego agregó una frase que lo dejó
convulsionado: “Ustedes, los franceses, tienen el reino de la tierra,
pero nosotros, los moros, tenemos el reino del cielo”. Entonces brotó
del fondo de su alma aquello del centurión del Evangelio: “Dios mío,
di solamente una palabra y mi alma será curada”. Poco después
Psichari debió retornar a Francia. Tenía treinta años. Había
penetrado en la grandeza del islam pero también pudo captar una de
sus más graves falencias: “La libre explosión del amor no está en
vosotros y no sois sino pobres esclavos que tiemblan. Ciertamente
conocéis a Dios, el Todopoderoso y el Único, pero no lo conocéis en
la caridad”. Porque en verdad Dios, que es nuestro Padre, se ha
hecho amigo y hermano a la vez, en Cristo, verdadero Dios y
verdadero hombre, a quien los musulmanes ignoran como tal.

Ya resonaban en su interior las voces de la antigua Francia, no la de


su época, descreída y agnóstica, pecadora como él. Entonces desde
y con la Francia apóstata se puso de rodillas ante Cristo, como María
Magdalena. Había llegado la hora de su conversión. Se acercó a un
santo religioso dominico, el P. Clerissac, y por él se enteró de que el
bautismo que había recibido en su niñez de manos de un sacerdote
ortodoxo, ya que su padre provenía de Grecia, era válido, y por tanto
no debía ser reiterado. “¡Oh milagro! ¡Oh prueba adorable! Luego de
mis treinta años de abandono, la gracia bautismal rebrotaba, y yo me
sabía aquel a quien todo había sido realmente dado”. El padre, luego
de confesarlo, pidió que le administraran el sacramento de la
confirmación. Psichari tomó entonces el nombre de Pablo, en
reparación de los ultrajes con que su abuelo, Ernest Renan, había
cubierto al Apóstol en su libro Saint Paul, calificándolo de “laid petit
juif”. Al día siguiente hizo su primera comunión.

Poco después sería convocado a la guerra, la primera guerra


mundial, donde moriría heroicamente en combate. Citemos, para
terminar, dos párrafos de una carta suya al obispo de Dakar, donde
expresa lo que tendría que ser la relación de Francia con el Islam:

Desde hace seis meses que conozco a los musulmanes de África.


He comprendido la locura de algunos modernos que quieren separar
la raza francesa de la religión que la ha hecho lo que es y de donde
proviene toda su grandeza. En gente tan inclinada a la meditación
metafísica como los musulmanes del Sahara, este error puede tener
funestas consecuencias. Estoy realmente convencido de que ellos
no nos considerarán grandes mientras no conozcan la grandeza de
nuestra religión. No nos impondremos a ellos mientras no
comprendan el poder de nuestra fe. Ciertamente ya no tenemos
alma de Cruzados, y un oficial designado para el Tchad o el Adrar no
se va a regocijar con el pensamiento de ir a combatir al Infiel. Sin
embargo, he visto camaradas que en sus conversaciones con los
moros, se burlaban de las cosas divinas y hacían profesión de
ateísmo. No se daban cuenta de cuánto hacían retroceder nuestra
causa y cuánto, al humillar su religión, humillaban su propia raza.
Porque, para el moro, Francia y la Cristiandad no son sino una sola
cosa. ¿No nos llaman, acaso, “nazarenos” más que “franceses”? Y
es, en verdad, una cosa extraña que sean ellos quienes vengan en
este punto a iluminarnos sobre nosotros mismos y darnos una
lección.

Ignoro el número de musulmanes que ha convertido el ilustre Padre


de Foucauld en el Sahara septentrional. Pero estoy seguro que él ha
hecho más para asentar nuestro dominio en ese país que todos
nuestros administradores civiles y militares. Sería un hermoso sueño
que todos los oficiales del Sahara tuviesen alma de misioneros. Sólo
haremos política francesa el día en que, respetuosos de las
creencias de nuestros bereberes, permanezcamos fervientes en las
nuestras, el día en que estos musulmanes vean a San Luis, y cuando
vayan a Dakar vean la belleza de nuestros templos y el número de
fieles que allí acuden.

Charles de Foucauld y Ernest Psichari fueron almas gemelas.


Cuando de Foucauld leyó el libro de Psichari escribió: “Lo encuentro
un libro espléndido, que muestra al desnudo la acción de la gracia en
un alma”.

4. La resurrección del Islam

Centremos ahora la mirada en el Islam de nuestro tiempo. Tras el


sometimiento y la humillación que, en gran parte, supuso para los
musulmanes el período colonial, máxime que las naciones
ocupantes no se condujeron propiamente con espíritu cristiano sino
guiándose casi exclusivamente por intereses económicos, se inició el
proceso de descolonización, sobre todo al término de la segunda
guerra mundial. Era la época de la llamada “guerra fría”, de los no-
alineados, del antiimperialismo y del enfrentamiento en Vietnam. En
buena parte, aquel proceso se presentó como una lucha de los
pobres contra los ricos. Si se trata de los países musulmanes que
buscaban entonces su independencia, resulta revelador pensar que
este componente revolucionario de impostación socialista estaba ya
en cierta manera presente en los comienzos mismos de la historia
del Islam, según lo señalamos en conferencias anteriores: los
primeros secuaces de Mahoma fueron sus parientes, es cierto, pero
pronto se rodeó de libertos de origen extranjero, así como de gente
de baja extracción económica, en una perspectiva marcadamente
ebionita. Ello nos puede ayudar a comprender la extraña paradoja
que se encierra en el hecho de que el islamismo radical se haya
nutrido en muchos casos de ex-militantes provenientes de grupos
marxistas. De hecho, la Unión Soviética propició sin tapujos el
proceso de descolonización, de modo de poder luego ejercer
influencia en los países “liberados”. Ello explica también el camino
que recorrió Roger Garaudy, el intelectual francés marxista que
acabó haciéndose musulmán.

Advertimos asimismo cómo muchos activistas de aquellos países


han redescubierto el Islam como una alternativa política y una forma
de reaccionar contra las ideologías importadas de Occidente. No les
interesa la democracia tolerante, ni la libertad religiosa. Lo que
propician es una sociedad basada íntegramente en el Corán, la
sunna y la sharia. Su política es inescindible de lo religioso. Como
dice uno de ellos: “El musulmán no puede tener más nacionalidad
que la de su fe, que hace de él un miembro de la nación musulmana
en dar al-Islam (zona del Islam).”

Pero el siglo XX ha sido testigo de otras transformaciones. Varios


países que durante siglos se habían caracterizado por ser
francamente islámicos, renunciaron al confesionalismo estatal,
abrazando el ideario laicista. El primero de ellos fue nada menos que
Turquía, que hasta la primera guerra mundial había sido el centro
político de casi todos los países musulmanes. Ya en la época de los
Sultanes, algunos intentaron introducir ciertas reformas en esa
dirección, pero los ulemas, o sabios musulmanes, se habían opuesto
a toda innovación que proviniese del exterior, y sobre todo del
Occidente. En los años 20, poco después de que terminase la
primera guerra mundial, donde Turquía estuvo entre los perdedores,
estalló una revolución que puso fin al Imperio Otomano. Un grupo de
oficiales jóvenes, encabezados por Mustafá Kemal Pachá,
depusieron al Sultán e instauraron un Estado nacional laico, sobre el
modelo jacobino, liberado de la legislación islámica, en favor de un
código de tipo europeo, y de una modernización incompatible con la
tradición musulmana. Fue Kemal Pachá, llamado Ataturk o padre de
los turcos, quien proclamó la supresión de la institución del Califato.
Este hecho tuvo enorme repercusión en el mundo del Islam. Privado
de una autoridad político-religiosa única, cada país musulmán podía
en adelante elegir el sistema político que prefiriese. La
transformación de Turquía incluyó el abandono del propio alfabeto
para adoptar el alfabeto latino; asimismo los turcos debieron dejar su
indumentaria tradicional musulmana y vestirse a la europea, de saco
y corbata; las mujeres no pudieron usar más el velo y se les dio el
derecho a votar.

Algo parecido sucedió en el Irán o Persia. También al término de la


primera guerra mundial, en la década del 20, el comandante de los
cosacos persas, Reza Pahlevi, derrocó al último soberano de la
dinastía Kadjar, tomó el poder y fue proclamado Shah, abocándose
inmediatamente a la modernización occidentalizante del país,
proyecto que llevó adelante su hijo Mohammed Reza Shah, quien no
vaciló en enfrentarse con el clero chiita y desterrar al ayatollah
Khomeini.

Túnez siguió un derrotero semejante. Habib Burguiba, caudillo de los


nacionalistas tunecinos, sustituyó al depuesto Bey. Para dejar bien
en claro su actitud plenamente “laica” y anticonfesional, decidió
tomar una bebida alcohólica en pleno día durante el ramadan, el mes
sagrado del islam, ante las cámaras de televisión. Un proceso
semejante tuvo lugar en el Egipto de Gamal Abd Nasser, militar y
político que también se orientó hacia un modelo de Estado nacional-
laico. En la misma corriente podríamos quizás incluir a Siria e Irak,
con sus partidos de inspiración socialista.

Desde la caída de la Unión Soviética, Turquía trata de activar una


ideología que podríamos llamar “panturquista”, donde sin renunciar a
la laicidad oficial se incorporan ciertos resabios islámicos. En
cumplimiento de dicho propósito Ankara ha firmado toda clase de
acuerdos con las repúblicas hermanas de la ex Unión Soviética:
Azerbaidján, Uzbekistán, Turkmenistán, Tadjikistán y Kirguisistán,
para no dejar en manos de los “infieles” rusos el dominio del
“petróleo de los musulmanes”. Si bien nos parece que todo ello tiene
no poco de pose, de pura fachada, con todo se está dando de hecho
cierta reislamización de la sociedad turca, que en el fondo siempre
siguió siendo islámica, sobre todo en el campo. Uno de sus
dirigentes ha declarado no hace mucho: “El deber de Turquía es ser
el porta-estandarte del Islam”. Asimismo se lee en un diario: “Turquía
es la luz del Islam…; tomando su lugar en el mundo moderno, está
obligada a cumplir su deber histórico”. Últimamente un partido pro-
islámico se presentó a elecciones, obteniendo numerosos votos. Al
parecer Ankara sostiene un doble lenguaje: uno para Occidente,
laicista, y el otro para el Asia Central, pro-islámico. El panturquismo
sueña con un Estado grande y extenso, según lo declaró el
presidente Demirel: “Turquía se extiende del mar Adriático a la
muralla de China”. Muy difícil nos parece que las experiencias
laicizantes de antiguos países islámicos puedan prosperar. Tampoco
la actitud bifronte de la actual Turquía es a la larga sostenible. En un
país musulmán, no ser gobernado por el islam, resulta imposible. El
musulmán no puede existir como individuo aislado. Si quiere vivir
como tal y perseverar en dicha decisión, debe insertarse en un
medio, en una comunidad. Porque, como lo hemos señalado
anteriormente, el islam es una creencia, pero al mismo tiempo una
filosofía, una política, una moral, una atmósfera, en una palabra, un
estilo integral de vida. No se puede creer islámicamente, y actuar,
producir, divertirse y gobernar no islámicamente. Pretender lo
contrario, como se lo propuso la Persia de Reza Pahlevi, tan
apoyada por los Estados Unidos, era caminar sobre el filo de la
navaja. De ahí la victoria, en 1979, de la revolución irania,
encabezada por Khomeini, que instauró una República Islámica.
Para el mundo musulmán, la figura de Khomeini seguirá siendo
siempre un faro y un modelo, aun después de su desaparición física.

Otros Estados no han pasado por la aventura pro-occidentalista y


laicizante de Turquía y de Irán. Por ejemplo Arabia Saudita. Esta
enorme península, donde se encuentran los lugares santos del
Islam, fue dominada por Turquía desde 1517 hasta la primera guerra
mundial. En los años1924-1925, Ibn Saud, jefe de los guerreros
wahabitas, se proclamó Rey, instaurándose una nación donde se
mezcla el espíritu de los guerreros del desierto y una corriente
puritana. Viven allí más de 21 millones de habitantes, siendo
musulmanes casi el 93% de la población. Como se la considera
“tierra sagrada” musulmana, no se permite que en parte alguna de
dicho país los fieles de otras religiones construyan iglesias, ni
celebren sus cultos. Hay, asimismo, una policía religiosa de la
moralidad, según las leyes musulmanas. Cuando se les pregunta por
qué prohíben los otros cultos, dicen que “la sacralidad de los lugares
santos de La Meca y Medina se extiende a todo el territorio”. Los
cristianos que allí se encuentran, casi todos ciudadanos extranjeros
que han inmigrado por razones de trabajo, no pueden reunirse para
rezar, ni siquiera en casas particulares. Tampoco les es lícito tener
Biblias. El apostolado está castigado con la muerte. Por sus
poderosas reservas petroleras, el apoyo de los Estados Unidos hace
de Arabia Saudita una pieza esencial del dispositivo geopolítico
mundial.

En realidad la jihad no ha terminado. La “Enciclopedia del Islam”,


publicada en 1913, afirma claramente que “continuará hasta que el
Islam lo cubra todo”. La jihad está, pues, tan vigente como el primer
día, y constituye para los musulmanes una obligación colectiva cuyo
objetivo final es el triunfo total y el establecimiento universal de la ley
islámica. No exageraba Sayyid Qutn, ejecutado por Nasser en 1965,
cuando decía que la única salida existente “exige una operación de
resurrección en la zona islámica; una resurrección que será seguida,
tarde o temprano, por la toma de dirección del destino humano en el
mundo”.

Algunos ingenuos piensan que el Occidente no tiene problemas con


el Islam sino sólo con los extremistas islámicos violentos. Mil
cuatrocientos años de historia demuestran lo contrario, afirma
Samuel Huntington, y en estas páginas lo hemos comprobado, si
bien de manera suscinta. Comenzando por la península arábiga, en
el siglo VII, sometieron el África del norte, la Península Ibérica, el
Próximo y Medio Oriente, los Imperios persa y bizantino, parte de la
India, de Rusia y de la actual Ucrania. A fines del siglo XI, los
cristianos trataron de recuperar las tierras ocupadas. Luego vino la
ofensiva turca, etc. El proyecto de expansión territorial no es, pues,
algo coyuntural en la cosmovisión islámica. El islam es una “religión
política”, la única religión que ha elaborado un corpus doctrinal
geopolítico, un verdadero “derecho de guerra”, que rige las
relaciones entre musulmanes e “infieles”. La humanidad se divide en
dos sectores antagónicos: el mundo no musulmán, o “mundo de la
guerra” (dar al-Harb), franja impura y negativa de la humanidad, y el
mundo musulmán, “casa del Islam” (dar al-Islam). Europa, pero
también India, la China, los países de Iberoamérica, y todas las otras
naciones no musulmanas forman parte de un mismo bloque, el
“mundo de la impiedad”. No sería inteligible ninguna coexistencia
pacífica y estable entre la religión islámica y las instituciones sociales
y políticas no islámicas. Si en la práctica se tolera una situación
semejante, es por razones de fuerza mayor, por imposibilidad de
implantar la verdad total. Los “Hermanos Musulmanes”, un dinámico
movimiento islámico, fundado en Egipto en 1928, expresaban de este
modo por boca de su fundador el ideario que los impulsaba: “Allah es
nuestro jefe. El Corán es nuestra Constitución. El jihad es nuestra
vía. La muerte sobre el camino de Allah es el deseo supremo”.

Durante la guerra del Líbano, un cheik sunnita explicaba así, desde


el punto de vista musulmán, la génesis de la guerra civil en ese noble
país: “O el que gobierna es musulmán y el gobierno es islámico,
entonces el musulmán lo acepta y lo sostiene; o el que gobierna no
es musulmán [en aquel entonces era cristiano maronita] y el
gobierno no es islámico. Entonces lo rechaza y trata de abolirlo por
todos los medios, por la persuasión y por la fuerza, por el combate
secreto y por la lucha pública”. Todos los no musulmanes son
“impuros” e “inferiores”. Según el Corán, “todos, sin excepción, serán
arrojados al fuego de la gehena” (98,6). Tal es el fundamento de la
legitimidad sacra de la jihad. Véase lo que pasó en Indonesia en
1998, en Timor Oriental, en 1999, con matanzas y quemas de iglesias.
En unos treinta años han sido exterminados cerca de 200.000
cristianos del Timor por el poder musulmán indonesio. Algo
semejante sucedió en el Sudán contra los negros cristianos del sur,
con dos millones de muertos, y otro millón de cristianos ibos en
Biafra, muertos por los ausas musulmanes. Se trata, pues, de una
religión intrínsecamente conquistadora y guerrera. En el Occidente
se cree que en el Líbano, Filipinas, Timor Oriental, Chechenia, la
gente se enfrenta por cuestiones de “raza” o “purificaciones étnicas”;
se trata, esencialmente, de algo religioso, aun cuando se lo viva
como una pertenencia civilizacional o política.

El hecho es evidente. El Islam está en pie de guerra, a veces


resistiendo, a veces atacando. Cuando en 1979 se produjo la
intervención soviética en Afganistán, la resistencia afgana fue
extraordinaria, y en la opinión musulmana el triunfo de los afganos
tuvo un enorme efecto, superior incluso a la victoria del Vietcong
sobre los norteamericanos. En 1983, la ley islámica fue introducida en
el Sudán por el general Nimeiry. En el Pakistán hubo un golpe de
Estado, y el general victorioso, hoy en el poder, impuso él también la
ley islámica. Asimismo se observa un progreso del islamismo en el
África del norte, en Senegal y en el norte de Nigeria. En Turquía,
todavía oficialmente laicista, un partido islámico gana las elecciones
en Estambul y Ankara, las dos principales ciudades del país.

El Islam no descansará hasta que haya logrado que el Corán impere


sobre todas las naciones e impregne el entero orden temporal.
Cuando hace años, estuve de visita en el Museo Topkapi, en
Estambul, que era la antigua sede del Sultanato, pude observar que
en la sala del trono, detrás del sillón del Sultán, se encontraban
expuestas diversas reliquias de La Meca y del propio Mahoma. El
poder político buscaba respaldarse en la fe religiosa. Impregnación,
decíamos, de toda la vida, política, cultural y social. En las ciudades
islámicas, ya antes del alba, los altavoces de las mezquitas
despiertan a todos para la oración, la radio debe interrumpir sus
programas y noticiosos para transmitir las plegarias musulmanas. El
islam es materia obligatoria también para los no musulmanes.
Incluso en las escuelas privadas católicas, donde se las permite,
antes de comenzar las clases se debe leer y comentar algún pasaje
del Corán. Este clima realmente asfixiante explica las numerosas
apostasías o emigraciones.
Como se ve, el Islam ha ido pasando de aquel eclipse político del
siglo XIX a una evidente contraofensiva. Cuán profético se mostró
Belloc al escribir: “Estuvo muy cerca de destruirnos. Mantuvo
activamente la batalla contra la Cristiandad durante unos mil años, y
su historia no ha terminado en forma alguna: el poder del islamismo
puede resurgir en cualquier momento”. Cuando él escribió estas
palabras –año 1938–, ello parecía absolutamente inimaginable.

V. La situación actual

Para terminar, expongamos sucintamente el estado de la cuestión en


nuestro tiempo, cuál es la presencia del Islam, sus pretensiones, y la
respuesta que dicha situación suscita en el Occidente y en la Iglesia.

1. La tortuosa política de Norteamérica frente al Islam

Resulta innegable que en los últimos veinte años presenciamos un


despertar impresionante del alma islámica. ¿Cuáles son las causas?
Variadas, por cierto, pero quizás la principal sea el fracaso del
modelo occidental y del modelo soviético, que habían sido una
especie de señuelo para los países musulmanes durante el proceso
de descolonización, fracaso que se concretó con el desenlace
negativo del naserismo, del socialismo a la argelina, de la
autogestión estilo Libia, así como del modelo liberal, principalmente
porque en los países que adoptaron la economía de dicho signo, la
corrupción se ha generalizado. Frente a esta desilusión, tanto en el
ámbito económico, como social y político, es lícito ver en el despertar
musulmán un intento de retornar a su identidad original, la nostalgia
de un estilo de vida y de un modo de civilización propios, que
involucran para ellos una manera de afirmarse frente al Occidente.

Alexandre Del Valle, un notable estudioso del Islam, en el


esclarecedor libro que ha escrito hace muy poco bajo el título de
Guerres contre l’Europe. Bosnia-Kosovo-Tchétchénie…, nos ofrece
atinadas reflexiones sobre la absurda actitud que a este respecto ha
tomado los Estados Unidos en su política exterior. Se las podrá
compartir o no, pero son muy sugerentes. Tras señalar la necesidad
perentoria de que frente al estandarte revanchista del mundo
musulmán se coliguen los tres grandes componentes de la
civilización europea: América, Europa occidental y Europa eslavo-
ortodoxa, colectivamente amenazadas por el resurgimiento del
Islam, y que deberían estar más unidas que nunca, destaca la
peligrosa ambigüedad de la política del Departamento de Estado.
Durante la guerra fría sostuvo una estrategia pro-islámica, propiciada
por la CIA y el Pentágono, para debilitar a la Unión Soviética. Ahora,
cuando ya no existe el comunismo como factor dominante en Rusia,
continúa una taimada política antirrusa y más indirectamente
antieuropea, manteniendo su alianza con Turquía, Arabia Saudita y
las Repúblicas musulmanas de la ex URSS. Samuel Huntington
afirma que, al obrar así, los Estados Unidos “han roto la unidad
civilizacional del Occidente”.

Europa, por su parte, en lugar de constituir un “frente eslavo-


occidental” para salir al paso del peligro islámico –indiferentemente
anti-occidental y anti-ortodoxo–, se corta del pulmón eslavo-ortodoxo
y permanece pasiva. Las consecuencias de la guerra occidental-
americana contra Serbia, por ejemplo, fueron perjudiciales a los
intereses de Occidente, reforzando las posiciones de la internacional
islámica sunnita, antes acantonada entre el Pakistán y Afganistán y
ahora presente en la totalidad del mundo musulmán –exceptuando el
Irán chiita– y aun en la Europa balcánica. Estados Unidos no vaciló
en ayudar a los bosnios musulmanes y albaneses de Kosovo contra
la Serbia cristiana. Se ha dicho que las motivaciones yanquis en la
guerra de Kosovo eran tres: sustituir la OTAN a la ONU, para afirmar
la hegemonía norteamericana en Europa; defender los intereses
petrolíferos americanos; y finalmente cortar a Rusia de la comunidad
internacional. Al parecer, el Departamento de Estado quiere
convencer a los países europeos de que están más cerca del aliado
americano “atlántico” que de los vecinos continentales eslavo-
ortodoxos.
Vladimir Volkoff confirma dicha opinión al afirmar que “el problema es
el de Europa y sus dos pulmones, para citar a Juan Pablo II, tanto
más que si Europa se hace una alguna vez, hay muchas
probabilidades de que no sea ni del Atlántico al Niemen, lo que sería
insuficiente, ni del Atlántico a los Urales, lo que es absurdo, sino del
Atlántico al Pacífico, lo que está inscrito en los datos geográficos y
descontentaría sin duda mucho al Tío Sam”. Parece propiciarse una
nueva “cortina de hierro y de sangre”, una nueva guerra fría
geoestratégica, oponiendo, por una parte, el “hiper-Occidente”
americanizado y hegemónico, que exige la apertura de todas las
regiones del mundo a sus mercados y productos, y por otra, “el resto
del mundo” emergente o recalcitrante (China, India, Rusia, Europa
independiente). Desde este punto de vista, la ofensiva “aliada” contra
Serbia tiene el valor de advertencia a Rusia, China e India, cada vez
más refractarias al mundo unipolar de la postguerra fría, el
leadership norteamericano y el Nuevo Orden Mundial.

El caso de Bosnia es sintomático. Fruto de esta política de enredos,


en que los Estados Unidos se muestra tan fiel discípulo de Inglaterra,
el gobierno de aquella nueva nación está intentando implantar, de
manera categórica, la ideología del Islam. Su primer presidente, jefe
de un Partido abiertamente islámico, apareció como un militante
“simpático” a los ojos de muchos occidentales. Su objetivo: crear un
Estado islámico, en una óptica pro-turca y panislamista. Así leemos
en un documento suyo, al que llama “Declaración”, lo siguiente: “No
hay paz, ni coexistencia entre la religión islámica y las instituciones
sociales no islámicas […]; el islam excluye claramente el derecho y
la posibilidad de la puesta en práctica de una ideología extranjera
sobre su territorio. No hay principio de gobierno laico y el Estado
debe ser la expresión y el sostén de conceptos morales de la fe. El
movimiento islámico debe y puede tomar el poder desde que es
normal y numéricamente fuerte a tal punto que pueda no solamente
destruir el poder no islámico, sino que esté en condiciones de
construir el nuevo poder islámico. Siendo en las condiciones actuales
la función natural del orden islámico el acercamiento de todos los
musulmanes del mundo, esta tendencia implica la lucha por la gran
Federación islámica, de Marruecos a Indonesia y del África tropical al
Asia Central”. Como se ve, las tiene bien claras. En una obra
anterior, llamada El Islam entre el Este y el Oeste, publicada en los
Estados Unidos, afirmaba que “el Islam no puede en ningún caso
coexistir con otras religiones en el mismo Estado, salvo como un
expediente a corto término. Al largo término, por el contrario,
después de haberse vuelto más fuertes, en cualquier país que fuese,
los musulmanes tienen el deber de apoderarse del poder y de crear
un Estado auténticamente islámico”. Años después recibió el
“Premio islámico” que se le otorgó “en recompensa por su
compromiso a favor del jihad”.

De hecho, Alija Izetbegovic, que así se llama el primer presidente,


era un hombre de doble cara: ante los demócratas occidentales se
manifestaba como antirracista, mientras que ante los pueblos árabes
aparecía como combatiendo el imperialismo de las potencias
occidentales. El primer acto de la Bosnia independiente fue la
adhesión a la Organización de la Conferencia Islámica, dominada
por Arabia Saudita e Irán, siendo todavía Bosnia mayoritariamente
cristiana. De hecho, el régimen en el poder está islamizando de
manera progresiva la sociedad. Ha reintroducido parcialmente la ley
coránica en los tribunales, el ejército y la policía se encuadran en la
disciplina islámica, reaparece el uso del velo, se exalta la civilización
turcootomana e islámica en los manuales escolares, se ataca los
matrimonios mixtos, se da “preferencia musulmana” en los puestos
públicos, se introducen términos árabes y turcos en la nueva “lengua
bosnia”, se dictan cursos de árabe y del Corán en las escuelas, se
destruyen cientos de iglesias ortodoxas y católicas, se expulsa del
país a miles de croatas y serbios. Antes, el 50% de la capital bosnia
eran serbios, ahora son sólo el 10%. Los mismos croatas, que se
habían aliado con los musulmanes contra los serbios por orden de
los norteamericanos, son ahora víctimas de la intemperancia
islámica. Mientras en Zagreb, la capital de Croacia, nación
eminentemente católica, se eleva el más importante centro islámico y
la mayor mezquita de la exYugoslavia, con paso libre para los
musulmanes de Mostar, ciudad que se encuentra en la actual
Bosnia, los musulmanes se resisten a cohabitar con los croatas
católicos y viceversa. Finalmente, lo que impresiona a todo visitante
cuando llega a Sarajevo, no es solamente la cantidad de mezquitas y
centros islámicos que florecen en cada barrio sino sobre todo la
presencia de numerosos musulmanes de origen albanés, árabe,
turco, checheno, afgano o pakistaní, que después de la guerra han
sido naturalizados como “ciudadanos bosnios”, en señal de
agradecimiento por “servicios prestados”. Como se ve, y al parecer
con el aval norteamericano, Bosnia parece tener por vocación
geopolítica, desde su aparición como país, convertirse en el núcleo
central de un futuro Estado pan-islámico o transbalcánico.

Del Valle enfatiza la gravedad de la política proislámica del


Departamento de Estado, y el consiguiente rechazo del mundo
ortodoxo. La llama “estrategia del cinturón verde”, que busca cercar a
Rusia y su prolongación balcánica con una “medialuna islámica”
compuesta por Turquía, las repúblicas musulmanas turcófonas de la
ex Unión Soviética, y el Islam caucásico y balcánico. El “cinturón
islámico” se cierra sobre la Ortodoxia por obra de tres principales
pivotes geopolíticos: el primero es Arabia Saudita, que provee de
medios financieros a las guerrillas antieslavas (chechenos, afganos,
bosnios, etc); el segundo, la Turquía “laica”, pilar sur de la OTAN; el
tercero es el binomio pakistánafgano, zona de encuentro y
entrenamiento de todos los elementos activos del islamismo sunnita
mundial. De ahí el apoyo que en su momento dieron los
norteamericanos a los afganos contra el Imperio ruso-soviético,
apoyando el fanatismo islámico. Luego la tortilla se daría vuelta.

De manera tajante afirma Huntington que Estados Unidos, al romper


concientemente la unidad de la civilización europeo-occidental, se
comporta como “Estado faro de la civilización islámica”. Es el único
Estado no musulmán que promueve los intereses de los
musulmanes bosnios. La estrategia euro-asiática de Washington
consiste de hecho en reforzar por doquier las tendencias más duras
del islamismo radical, en gran parte fomentadas por Arabia Saudita y
Pakistán. Los turcos no han sido jamás inquietados por el genocidio
de los armenios, ni por las persecuciones a los cristianos del Líbano
en los siglos XIX y XX, ni por la expulsión masiva de millones de
griegos, ni por la masacre de decenas de miles de kurdos, ni por la
invasión de Chipre. En cambio se destruye Irak, responsable, aunque
en grado mucho menor, de hechos sangrientos como la invasión de
Kuwait y la masacre de kurdos. Los indonesios, que desde hace
treinta años han asesinado cerca de 200.000 cristianos del Timor
independentista, no son bombardeados por la OTAN ni por los
Estados Unidos, mientras que los serbios, responsables de la
masacre de 2000 a 3000 albaneses en Kosovo, han sufrido 78 días de
bombardeo. El Sudán, Afganistán e Irak son atacados por la aviación
de Estados Unidos so pretexto de que cooperan con las estructuras
del terrorismo internacional, mientras que Arabia Saudita, el gran
proveedor de fondos para los movimientos terroristas islámicos del
mundo, permanece aliada privilegiada de Washington. Todo ello da
que pensar.

Este extraño apoyo al islamismo contra los eslavos, produjo un


hecho no menos curioso. Djemal Gaidar, dirigente de origen azerí, se
abocó últimamente a atizar el sentimiento del nacionalismo
antinorteamericano de muchos rusos, afirmando que “los rusos
deben convertirse al islam para resistir al Occidente”. Su discurso,
violentamente antioccidental y antisemita, se inscribe en la tradición
llamada “eurasiana”, uno de los únicos puntos de encuentro entre
nacionalistas musulmanes y ortodoxos eslavófilos o nostálgicos de la
URSS. Gaidar propicia un proceso en dos etapas: la primera
consistiría en establecer una alianza de los ortodoxos y los
musulmanes contra la influencia “nefasta” del “Occidente” y de los
“judíos”; la segunda, una conversión general de Rusia al islam,
“única chance para cumplir su misión civilizadora y recuperar su
grandeza e independencia”.

No es fácil explicar las razones de la actitud proislámica de los


Estados Unidos. Quizás en todo ello se oculta algún influjo masónico
que miraría con gusto la destrucción de la Rusia ortodoxa y la
marginación de lo que resta de católico en Europa. El Islam, por su
parte, tiene su propio plan, más claro que el de los yanquis,
convencidos como están de que éstos no son verdaderos amigos
suyos. En dicho contexto se produce el ataque a las Dos Torres.
“Nueva York en llamas –escribe un periodista–, el Pentágono
desgarrado, los empleados del hipercapitalismo volando en el vacío,
aplastados en el acero o cubiertos de cenizas, el presidente de los
Estados Unidos obligado a esconderse en un bunker bajo tierra,
América llorando y rezando… Estas imágenes quedarán grabadas
en la historia del nuevo siglo.”

El objetivo de los terroristas fue agredir y humillar a Estados Unidos


donde más le podía doler, en su propio territorio y en los símbolos
más representativos de su poder: el político, el económico y el militar.
Para el periódico iraquí Al-Irak, “son el prestigio, la arrogancia y las
instituciones de América las que arden”. Osama Ben Laden, a su
vez, comentó: “He aquí América golpeada por Allah en su punto más
vulnerable, destruidos gracias a Dios sus edificios más prestigiosos”.
Es toda la cosmovisión norteamericana la que se vio afectada. Como
explica Vicente Verdú: “¿En qué creen los Estados Unidos? Creen en
el individuo, en el dinero, en su patria, en el poder económico, político
y militar. Creen en una América que les ha hecho fuertes, que
promete hacerles ricos y que les convierte, según leen por todas
partes, en los primeros ciudadanos del mundo. Ahora todo esto se
viene más o menos a pique, momentáneamente, con el desplome de
los símbolos de su fortaleza”. El arquitecto que proyectó las Torres,
un norteamericano de origen japonés, Minoru Yamasaki, hace
veinticinco años resumía así su mayor logro profesional: “El World
Trade Center debe ser una representación viva de la fe del hombre
en la humanidad”. Los yanquis, humanistas empedernidos,
exaltadores del hombre hasta el paroxismo, habían puesto su
admiración en las Torres Gemelas y su seguridad en el Pentágono.
Ni las unas ni el otro salieron indemnes.

En su discurso ante el Congreso, enseguida de los atentados, dijo el


presidente Bush: “Los estadounidenses se están preguntando: ¿Por
qué nos odian? Ellos odian lo que ven aquí en esta Cámara: un
gobierno democráticamente electo. Sus líderes son nombrados por
ellos mismos. Ellos nos odian por nuestras libertades: nuestra
libertad de religión, nuestra libertad de expresión, nuestra voluntad
de votar y congregarnos y de estar en desacuerdo entre nosotros”.
Aparecen así como víctimas de los enemigos de la democracia, de
los derechos del hombre y del liberalismo. Alain Peyrefitte acuñó la
expresión: “fundamentalismo de los derechos del hombre”, para
referirse al proselitismo democrático-humanitario, a menudo cínico,
de los Estados Unidos. Luego Bush declararía: La guerra que nos
espera debe ser entendida como “una lucha monumental entre el
bien y el mal”. Es el mismo tema de San Agustín y sus Dos
Ciudades, sólo que secularizado. Al presidente de los Estados
Unidos le gusta decir que ellos están en el bando de Dios contra
Satanás. Él piensa que está al frente del pueblo elegido para llevar
adelante una especie de guerra religiosa en orden a dirigir la tierra,
como si fuera voluntad de Dios la hegemonía mundial de los Estados
Unidos. Semejante idea, si bien con diversos matices, es recurrente
en los sucesivos políticos yanquis. Ya Wilson había lanzado una
“cruzada por la democracia” y Eisenhower llamó sus memorias de
guerra: “Cruzada en Europa”. Ben Laden, por su parte, ve en Bush
“el jefe internacional de los infieles, el símbolo moderno del
paganismo mundial”.

Un periodista de los Estados Unidos, George Hill, escribía: “[Bush]


está usando la palabra «virtud» en un sentido altamente
idiosincrático, ya que virtud en este caso significaría, para sólo citar
algunos casos recientes, esterilizar por la fuerza a 300.000 mujeres
peruanas a cargo de los impuestos norteamericanos, mantener un
embargo económico sobre Irak que está causando muertes
generalizadas, matar indiscriminadamente a civiles serbios durante
la guerra de Kosovo y apoyar tácitamente la reciente política israelí
de asesinar a los dirigentes palestinos. Con virtudes como éstas, el
país no tiene necesidad de vicios. La base real de nuestra política
exterior en estos momentos no es la virtud sino la hegemonía global
basada en una desestabilización programada de la moral, una
política que crea monstruos que se resuelven por atacar, si no
destruir, a aquellos que los han creado”.

Algunos pensadores entienden el atentando como un castigo de


Dios. “Ese horrible acontecimiento –escribe uno de ellos– parece
como un torrente que cae de repente sobre toda esta moda del
libertinaje, fruto de la insensibilidad de un capitalismo depredador y
presuntuoso y de un nihilismo modernista donde el exceso sexual es
una perpetua carrera de vértigo orgiástico y de autoburla cínica”. En
el New York Times alguien se animó a escribir que quizás el atentado
fuese en parte “culpa de los grupos feministas, homosexuales y
proabortistas, por haber vuelto la ira de Dios hacia América”. En un
diario de Italia se pudo leer: “¡Esas dos torres altísimas, el vértice de
la creatividad tecnológica, el símbolo de un progreso que es
problemático, devorado por el fuego! Esta tragedia ha tenido
subterráneamente, en el fondo de nosotros, el sabor de un castigo,
de un castigo no racionalmente sino oscuramente temido”.

El asunto se agravó cuando Bush resolvió responder de manera


categórica al atentado, bombardeando y ocupando primero a
Afganistán y luego a Irak. Especialmente el devastador ataque a Irak,
aparte de su intrínseca inmoralidad, que el Papa no trepidó en
denunciar, fue enteramente ineficaz para los fines públicamente
declamados. Irak era uno de los pocos países musulmanes donde se
permitía el culto y el apostolado cristiano, sin trabas especiales,
como lo reiteró una y otra vez el arzobispo católico de Bagdad. Más
allá de los crímenes que Saddam pudo haber cometido, parece
incuestionable que la acción bélica de los Estados Unidos resultó
totalmente contraproducente. “Tengo cada vez más la impresión –
escribe un columnista de The New York Times– de que los Estados
Unidos combatieron contra Saddam, pero los que triunfaron fueron
los fundamentalistas islámicos”. En sus proclamas, los
norteamericanos decían que había que acabar con la tiranía de
Saddam para implantar enseguida la democracia. Pero como lo
señaló uno de los dirigentes de Dawa, un partido fundamentalista
chiíta que cuenta con cada vez más apoyo en gran parte del país, “la
democracia significa elegir lo que la gente quiere, y no lo que
Occidente quiere”. Aquel columnista al que acabamos de aludir,
pone un ejemplo, algo banal, por cierto, pero esclarecedor. Un
cristiano, un “infiel”, como califican los musulmanes a los bautizados,
llamado Sabah Ghazali, que en épocas de Saddam tenía permiso
para vender bebidas alcohólicas, ahora fue acribillado en la calle, por
contravenir la ley islámica. ¿Es esta la libertad que ha traído Estados
Unidos? Por lo que concluye nuestro columnista: “Acaso tengamos
sencillamente que acostumbrarnos a la idea de que hemos sido la
partera del creciente fundamentalismo islámico en Irak”.

El diario La Nación nos informa que en una masiva marcha de


iraquíes contra las fuerzas ocupantes, se leía en un cartel: “No a
Bush. No a Saddam. Sí al islam”. Y en otra pancarta: “No a un
Estado musulmán, sí a un Estado islámico”. Como se ve, la acción
bélica de los Estados Unidos no hizo sino dar un espaldarazo al
Islam. Por lo demás, los ciudadanos de Irak, no ocultan su desprecio
por los invasores. Un joven decía: “Los estadounidenses son
bárbaros, son ignorantes. Nosotros tenemos 5000 años de
civilización, ellos no”.

Lo más triste es que el mundo islámico entiende el propósito


hegemónico de los Estados Unidos como la expresión más acabada
del proselitismo cristiano, del “espíritu de las Cruzadas” y de los
tiempos ya superados de la colonización. Esta confusión no deja de
ser dramática para nosotros, los católicos, que sufrimos al ver cómo
se confunden nuestros anhelos más nobles con aquellos proyectos
tan poco dignos de nuestro elogio y simpatía. Bien ha escrito Antonio
Caponnetto: “No es el Occidente Cristiano lo que defiende el
Pentágono. Es el Nuevo Orden Internacional, negador de la
Cristiandad y de los bienes sobre los cuales se forjó. No es una
Cruzada lo que lanzan. Es una invasión depredadora y sojuzgadora.
No es el terrorismo lo que se combate. Es la existencia soberana de
las naciones. Hoy, Irak, mañana podemos ser nosotros.”
Nos duele que los musulmanes incurran en tales equívocos. En 1998
Ben Laden creó un Frente Islámico Internacional contra los Judíos y
los Cruzados “para liberar de la iniquidad que ha sido impuesta a la
ummah por la alianza sionista-cruzada, particularmente desde que
ocuparon la tierra bendita de Jerusalén, etapa del viaje del Profeta, y
la tierra de los dos lugares santos”.

2. Progresiva infiltración del Islam en Occidente

Concentrémonos ahora en otro tema, a saber, la amenaza islámica a


numerosas naciones, varias de ellas cristianas. Dicha amenaza es
evidente, ante todo, en la antigua Unión Soviética. Desde la caída del
régimen comunista y la independencia de varias Repúblicas
musulmanas, resulta notoria la “reislamización” colectiva de aquellas
regiones, con la ayuda principalmente del presupuesto que a ello
dedica la Arabia Saudita. En la ex-URSS hay más de 50.000
mezquitas en funcionamiento, frente a las 18.000 parroquias
ortodoxas. En Tadjikistán había 17 mezquitas, y ahora son 2870,
mientras que las iglesias eran 19, y ahora siguen siendo 19.

Los que viven en las regiones musulmanas, que siguen siendo


integrantes de la Federación Rusa, como los tátaros, chechenos y
otros grupos semejantes, son ahora libres de practicar su fe y
celebrar su culto, lo que significa su reintegración de hecho al mundo
musulmán, a la ummah. Pero como ésta no es sólo una comunidad
de creyentes sino también una comunidad político-espiritual
transnacional, y aquellos musulmanes siguen siendo jurídicamente
“ciudadanos rusos”, sujetos al “poder infiel” de Moscú, la situación se
ha vuelto allí explosiva y belígera.

También Europa está en peligro, allí más bien merced a una larvada
invasión. En Francia, por ejemplo, hay en la actualidad unos seis
millones de inmigrantes musulmanes, constituyendo la comunidad
islámica más grande de Europa. Las mezquitas eran 23 en 1974, 555
en 1984, y 1400 en 1998, lo que muestra de manera fehaciente la
islamización progresiva de la sociedad. Numerosos son los
convertidos a esta religión, generalmente más hombres que mujeres.
Los conversos descubren la nueva fe por diversos motivos y
caminos. Algunos porque se han entusiasmado con la mística del
sufismo; la falta de espiritualidad que a veces encuentran en la
Iglesia hace que vean en el islam una especie de “complemento” o
de “profundización” de su barniz cristiano. Lo curioso es que, a
veces, al pasarse de religión, no reniegan de su cristianismo anterior,
así como tampoco renuncian a su visión laicista de la vida. Su
islamismo es light, componendero. Otras conversiones son
motivadas por la militancia pro-árabe, las relaciones con el tercer
mundo, las crisis de descolonización. Así por ejemplo, hombres
como Roger Garaudy, se convierten a un “islam de los pobres”. En
1999 unas 50.000 personas abrazaron el islam. El fenómeno es
realmente sorprendente. Es cierto que la conversión al islam resulta
más fácil que para cualquier otra religión: basta con profesar la fe (la
sharia) en una mezquita. Sea lo que fuere, lo cierto es que los
musulmanes son en la actualidad la segunda comunidad religiosa
del país.

Un jefe espiritual del Hezbollah libanés profetizó: “En veinte años, sin
duda, Francia será una república islámica”. En dicho país, se ha
establecido, asimismo, una unión de organizaciones islámicas de
Europa, en orden a que se les conceda el derecho de crear escuelas
islámicas privadas, o si no, lugares de oración islámica; la
autorización a llevar el velo en clase; la aceptación de la familia
islámica, con sus reglas propias, como por ejemplo la poligamia; la
creación de un partido político islámico… Se ha establecido también
un instituto de formación de imanes de Europa, controlado desde
Arabia Saudita. A veces los musulmanes se agrupan en zonas
determinadas, lo que a la larga podrá suscitar tentativas de
escisiones territoriales.

En Inglaterra, la libertad de proselitismo es casi total. Allí los jefes


islámicos del mundo pueden expresar su odio antioccidental con
toda libertad. En algunas ciudades como Bradford, “el orden
islámico” se va instalando paulatinamente: supresión de bebidas,
uso del velo, tribunales propios… El imán de dicha ciudad insiste en
que el deber de todo musulmán inglés es “ir reemplazando
progresivamente los valores del Estado secular por los del islam”. Ya
existe un “Partido islámico inglés”, y, lo que es más grave, han
logrado el reconocimiento de “territorios separados” y de un
“Parlamento musulmán”.

También en Italia el Islam está gravitando cada vez más. Han llegado
a pedir que se prohíba la lectura de la Divina Comedia en los
colegios y universidades italianos: Dante es un blasfemo, porque
puso a Mahoma en el “séptimo círculo del infierno”. Roma tiene la
mezquita más grande de Europa, financiada casi en su totalidad por
Arabia Saudita. Los promotores de dicho edificio habían pedido que
su minarete fuera más alto que la cúpula de la basílica de San Pedro.
Citando un hadit de Mahoma, según el cual las ciudades cristianas
que se convertirían al islam serían “primero Constantinopla y
enseguida Roma”, el representante del Frente Internacional Islámico
de Ben Laden para Europa declaró al diario La Repubblica:
“Constantinopla ha sido islamizada; ningún musulmán pone en duda
que Italia lo será a su vez y que la bandera del Islam flameará sobre
Roma”.

En Suiza, tras una larga batalla jurídica, se ha permitido que las


niñas lleven el velo en la foto de sus pasaportes, lo que antes estaba
prohibido.

En Bélgica, una ley de 1974, coloca el culto musulmán en igualdad de


condiciones con las otras religiones, al tiempo que prevé el
financiamiento por el Estado de la construcción de mezquitas. El jefe
de los musulmanes, un belga convertido al islam, señala la
estrategia: “Los musulmanes deben dar prueba de mayor
pragmatismo. El Corán dice que hay que proceder por etapas y
teniendo en cuenta el contexto”. Pero las etapas no se demoran. En
algunos barrios de Bruselas, la policía ni siquiera se anima a entrar.
Han creado, asimismo, una especie de Gran Consejo Islámico,
“interlocutor oficial del Estado”.
España se ha vuelto la tierra prometida de este proceso de
islamización progresiva. Con sede en Sevilla, funciona un
movimiento, Al-Morabitum, o Comunidad islámica en España,
compuesto únicamente de convertidos europeos. Fue creado en los
años 70 por estudiantes revolucionarios ingleses y escoceses
emigrados a Andalucía, y que luego se pasaron al islamismo.
Organizan ciclos en toda Europa, invitando a los jóvenes a hacer
“peregrinaciones de conversión a Andalucía”, para volver a encontrar
la “edad de oro de la civilización islámica europea”. ¿No será la
revancha de la Reconquista?

A menudo los que en Europa abrazan la religión de Mahoma son


antiguos militantes de organizaciones más o menos revolucionarias
de izquierda. Recordemos el célebre terrorista pro-palestino Carlos,
convertido al islam en su prisión, desde donde ahora lanza
convocatorias a la revolución islámica. Está también el caso de
Roger Garaudy, a quien aludimos varias veces, intelectual comunista
francés que luego de haber participado en numerosos diálogos con
los católicos… acabó haciéndose musulmán. Otras veces los
convertidos son artistas, como el coreógrafo Maurice Béjart, o el
cantor inglés de jazz Cat Steven, vuelto Yusuf Islam, que ahora
propaga la nueva fe en sus álbumes y a través de la escuela islámica
que fundó en Londres. También deportistas, como el boxeador
Cassius Clay, ahora Mohamed Alí. Se ha establecido hoy con cierta
aproximación el número de los europeos convertidos al islam: 50.000
en Francia, 30.000 en Inglaterra, 10.000 en Italia, 3.000 en España,
3.000 en Bélgica… Cada día 63 europeos se convierten al islam. En
la actualidad hay en Europa unos 26 millones de musulmanes.

Arabia Saudita es la principal fuente del proselitismo musulmán en


Europa, América y Asia: decenas de miles de mezquitas en todo el
mundo se construyen con el dinero que dicho país obtiene del
petróleo, y al frente de cada mezquita ponen un imán de la tendencia
que allí se propicia. No olvidemos, según lo señalamos
anteriormente, que en Arabia Saudita la ley islámica es entendida al
pie de la letra y en todo su rigor. Desde hacía siglos esa ley no se
aplicaba con tanto fundamentalismo, pero la escuela wahabita, que
es la que allí se impuso, la recuperó en su interpretación literal. No
dejan de ser preocupantes las prédicas de Mohamed bin Abdel-
Rahman el-Arifi, imán de la Academia Militar Malik Fahd de aquella
nación: “Los islámicos controlarán el territorio de San Pedro después
de haber conquistado la Roma de César y así, sin estas murallas,
Europa será islamizada”. Yussef el-Qaradhawui, por su parte, uno de
los imanes más influyentes, asegura, en base a las profecías de los
discípulos de Mahoma, que “el Islam será victorioso en Europa”.
Estas declaraciones se difunden por la ahora célebre radio-televisión
AlJazeera.

Quizás sea para lograr estos fines que los musulmanes que ahora
pueblan Europa no se han mezclado casi con las poblaciones
locales. Por lo demás son bien conscientes que no tienen ningún
deber de obediencia a las autoridades del país que los acoge, que
para ellos son impías. Un jesuita egipcio, el padre Samir Khalil,
profesor en la Universidad San José de Beirut, profundo conocedor
del Islam, ha afirmado recientemente: “Los musulmanes son los
únicos inmigrantes en toda Europa que piden un estatuto particular.
Los chinos, budistas, hinduistas u otros inmigrantes que vienen de
África o de Asia, no piden un estatuto particular. Sólo los
musulmanes. Esto suscita un interrogante: ¿Con qué derecho? ¿Por
qué tú, como musulmán, no puedes integrarte en la sociedad? Existe
un motivo: el Islam no es una religión. Es un proyecto global, socio-
político, que incluye a la religión y a la cultura, pero no es una religión
como la entendemos en Occidente. Entonces, el problema es que
hay una civilización global que es la occidental, que ya no se
reconoce como religiosa –aunque sus fuentes y sus raíces lo sean–,
y hay una civilización global que es política, aunque sea de fuente
religiosa, que es la del Islam. Tenemos así una confrontación entre
dos civilizaciones. Si acepto dentro de mi civilización que haya otro
sistema que, no obstante, existe dentro, creo un problema. Los
musulmanes, los jefes –ya sean predicadores mandados o los
conversos– tienen este objetivo: crear una estructura musulmana
dentro de la estructura occidental”.
3. La respuesta de Occidente

La infiltración musulmana en el Occidente constituye un dato


incontrovertible. “No es para inspirar confianza –escribe un experto
en el Islam, Aldo di Lello– el hecho de que el imán el-Qaradhawui
señale que esta vez la conquista no se hará con la espada del Islam,
sino con la vanguardia que los habrá precedido (moderno caballo de
Troya) en tierra europea. El predicador islámico ha comprendido, sin
dificultad, la grave crisis que sufre la Europa descristianizada, sin fe,
ni puntos de referencia, ni defensa, dada a luz por nuestros
devastadores mea culpas”.

Razón tiene aquel estudioso, ya que la respuesta de Europa no es


en modo alguno condigna a la gravedad de la amenaza. Bien ha
señalado Del Valle el estado de dimisión en que se encuentra Europa
cuando se trata del Islam, incapaz ya de controlar los flujos
migratorios provenientes de naciones musulmanas, y sobre todo de
sus sectores más fundamentalistas. Atribuye dicha actitud a tres
causas. Ante todo, al miedo, que se muestra a veces en el campo de
las publicaciones (el síndrome Rushdie), no sea que los autores o
editoriales sean juzgados “blasfemos” o anti-integracionistas. Miedo
también por los posibles atentados terroristas, el “jihad urbano”,
perpetrados para paralizar a los “infieles”. Luego de un atentado en
París, un boletín clandestino se expresaba en los siguientes
términos: “Las brigadas del Grupo islamista armado han provocado
la muerte de cierto número de personas y han herido a otras en una
violenta explosión que sacudió la capital francesa de los cruzados,
París”. Nueve siglos después de la convocatoria de Urbano II en
Clermont, el recuerdo de la Cruzada permanece vivo. Cuando
alguien se anima a denunciar tales provocaciones, los musulmanes
no dejan de enrostrar al denunciante, como para infundirle aún más
temor. Cuando en 1999 el cardenal Poupard dijo en una declaración
al diario Le Figaro que “Europa debe ser consciente de que el Islam
quiere conquistarla”, de donde concluía que “el islam pone al
Occidente un temible desafío”, enseguida el rector de la mezquita de
París atacó a la Iglesia de Francia, declarándose en el mismo Le
Figaro “apenado de que uno de los más grandes prelados de la
Iglesia católica retome las cantilenas en la línea de las acusaciones
de Juan Damasceno […] y abrume sin caridad «a esos hermanos en
Dios», con los arquetipos de la islamofobia”.

La segunda causa del progreso islámico en Europa, según Del Valle,


es la corrupción económica de los dirigentes europeos, que permiten
el proselitismo islámico a cambio de grandes contratos comerciales.
Se conducen así para permanecer en buenas relaciones con los
Estados musulmanes petroleros, pero también por miedo a
represalias. Triunfa de este modo la diplomacia “petro-islámica” que
lleva adelante sobre todo Arabia Saudita, presionando
financieramente a los gobiernos “infieles”.

La dimisión de Europa frente al Islam se muestra finalmente en su


renuncia a exigir reciprocidad en el trato que se da a musulmanes y
no-musulmanes. Esto es claro si se compara la suerte de los
musulmanes inmigrados en Europa con la que se reserva a los no-
musulmanes en algunos países islámicos, por ejemplo, Arabia
Saudita que, como dijimos, financia mezquitas en Europa (en la
Argentina costeó la mezquita de Buenos Aires), mientras prohíbe
que se exhiba el signo de la cruz en su territorio, o el culto, o los
matrimonios cristianos, o también Marruecos, donde a los cristianos
se les quita la nacionalidad. Es evidente que Europa no trata a sus
comunidades de inmigrantes como los países islámicos tratan a las
suyas.

Europa decadente corre peligro frente a un Islam en permanente


auge poblacional. Porque realmente no dejan de impresionar los
datos demográficos. El mundo musulmán, que ocupa un arco de 55
Estados que van desde la costa oriental de África hasta Indonesia,
en el último censo de religiones mundiales sumaba 1300 millones de
fieles frente a los 1000 millones de católicos. Crecimiento realmente
impresionante, y que sigue su curso, frente al envejecimiento de la
población de Occidente. A ello agreguemos el poder financiero a que
antes aludimos.
Por cierto que no todo es color de rosa para el Islam. Durante las
últimas décadas, las naciones musulmanas han mostrado su
incapacidad de unirse políticamente. Numerosos fueron los
enfrentamientos intestinos: Siria e Irak, Marruecos y Argelia, Egipto e
Irak, Irán e Irak, Egipto y Sudán, etc. Además, sus recursos
económicos están en baja: el petróleo no vale lo que valía hace una
década. Persisten también las divisiones religiosas, como la que
enfrenta a los sunnitas con los chiítas. Se observa asimismo cierta
relajación en la práctica ritual. Muchos ya no rezan las cinco
oraciones, el Ramadán se observa de manera menos estricta, sobre
todo en las clases altas. En el campo del pensamiento filosófico
advertimos cómo, desde hace ya bastante tiempo, los intelectuales
miran con benevolencia a autores renombrados de la modernidad
europea, al estilo de Descartes, Kant, Hegel, Comte. La razón por la
que se permitió dicha “infiltración” fue la de capacitar a los
musulmanes más inteligentes para conocer mejor al enemigo, de
modo que pudiesen luego refutarlo con conocimiento de causa. Sin
embargo, de hecho tal interferencia afectó más allá de lo deseado a
buena parte de la sociedad culta musulmana. Algo semejante
aconteció con las ciencias modernas, que al ser enseñadas con el
método de las universidades europeas, es decir, con prescindencia
de Dios, contribuyeron a dislocar la tradición islámica. Son como
dioses al lado de Allah. También se nota el influjo de la Europa
decadente en la jurisprudencia de varios países musulmanes,
trasuntándose en ella cierta dualidad por la coexistencia de los
códigos europeizantes y la autoridad de la sharia.

Por eso no sería realista pensar que el Islam entra en Occidente


pisando fuerte y con las espaldas aseguradas. Por lo demás, sus
dirigentes están muy preocupados por lo que les sucede a los
musulmanes comunes que se van a vivir a Europa o a los Estados
Unidos. A cualquiera le cuesta vivir en un ambiente adverso.
También los judíos y los cristianos han tenido que sobrellevar
situaciones semejantes, pero por lo general mostraron mayor
capacidad de resistencia. El musulmán, en cambio, acostumbrado a
vivir en un ambiente islámico, en un orden temporal impregnado por
el espíritu del Corán, cuando tiene que residir en una ciudad no
musulmana se siente desprotegido y apoyado en el vacío. ¿Cómo un
muslim, un “sumiso”, podrá vivir en un país de kafir, o de insumisos?
Gran problema que no se les había planteado en el pasado. ¿Cómo
injertar al “sumiso”, para quien cuenta ante todo la obediencia a
Allah, tal como se manifiesta en el Corán, en un tronco salvaje donde
lo que cuenta es la democracia liberal y la laicidad, cualquiera sea la
raza o religión? Allí reside el problema, que no es sólo social o
económico, sino teológico y espiritual, e incluso psicológico.

En relación con este tema afirma Del Valle que por el hecho de que
el Islam tiene el hábito milenario de apoyarse en un poder estatal que
administra sus asuntos y habiendo así siempre elaborado una
teología para una religión mayoritaria, nunca desarrolló una teología
de la minoría, ni se pensó a sí mismo, a diferencia de los judíos o de
los cristianos, fuera de un contexto de dominio. Como recordábamos
más arriba: si para todos es difícil vivir en una sociedad ajena a su
idiosincrasia, para los musulmanes resulta particularmente arduo
subsistir en un país cuando son minoría. La sharia no reconoce sino
un solo tipo de situación: aquella en que el musulmán es
naturalmente el señor de la ciudad y allí hace reinar la ley islámica.
Le resulta casi imposible “concebir” siquiera la obediencia a una
autoridad no musulmana, o “reconocer” valores no islámicos. Para
escapar a esta situación, prosigue Del Valle, sólo tiene una salida:
emerger en el plano social y político, alcanzando algunos logros
tangibles. En este contexto se vuelve inteligible el asunto del chador,
el velo, que para nosotros parece minúsculo, pero al que ellos
asignan tanta importancia. El chador no es, de ninguna manera, el
equivalente de la cruz para un cristiano. El chador es sólo un inicio
de islamización, que busca señalar públicamente la existencia del
Islam y su propósito de no diluirse en la sociedad que lo acoge.

Como se ve, la presencia islámica en los países europeos involucra


una situación problemática para ambas partes. ¿Qué actitud tomar?
Observemos lo que acontece en Francia. Preocupados por la
afluencia siempre creciente de musulmanes y el catálogo de sus
requerimientos, los dirigentes políticos no han encontrado mejor
recaudo que enarbolar las banderas de un laicismo exaltado, cual si
una sociedad sin Dios, desdeñosa de las leyes naturales y divinas,
que no conoce otra norma que el hedonismo y el relativismo, que
subvenciona la corrupción de la juventud con campañas oficiales en
nombre de los derechos del hombre, que permite el asesinato de
250.000 niños por año en nombre del derecho de la mujer a disponer
de su propio cuerpo, fuese la mejor y más adecuada respuesta a la
intransigencia del Islam.

Dicha respuesta, además de ser totalmente errónea, es igualmente


inconducente, si lo que se busca es la integración de los pueblos.
Los musulmanes que emigran al Occidente no se dejan embaucar
por el laicismo, ni aceptan diluirse en una sociedad sin Dios,
renunciando a manifestar su fe y a vivir según las costumbres y
normas de ella derivadas. Más aún, exigen. Si van, por ejemplo, a un
comedor gratuito regido por una institución humanitaria, cuando en el
menú hay cerdo, exigen perentoriamente otra comida. No se limitan
a no comerlo, exigen otra cosa. Y exigen siempre más. A una Europa
laicista y sin Dios, sólo capaz de ofrecer relativismo, individualismo,
consumismo, un matrimonio placentero con el menor número de
hijos posible, el Islam sólo puede responder con el desdén y la burla.

De ahí el gravísimo error de quienes piensan que si el Occidente se


presentase ante ellos con un rostro agnóstico y “mundialista”, un
rostro “moderno”, nutrido en la cosmovisión de una democracia
liberal, tolerante y neutralista, en las antípodas del antiguo
cristianismo militante, se volvería potable para los islámicos y el
mundo musulmán en general. Al contrario, el FMI, la UNESCO, así
como las políticas de control de la natalidad, la liberación sexual, la
igualdad del hombre y de la mujer, etc, constituirán para ellos una
especie de camouflage de empresas neo-coloniales, hipócritamente
universalistas, destinadas a perennizar la hegemonía de Occidente.

Dicha estrategia no podrá sino obtener resultados desastrosos. Nada


peor que intentar acercarse al Islam enarbolando las banderas de la
defección occidental. A este respecto José M. Petit Sullá nos ha
dejado agudas reflexiones, que vamos a glosar. Cuando sucedió el
atentado de las Dos Torres, escribe, se habló del integrismo islámico
que se escondía tras esa acción. La tesis era la siguiente: la
sociedad religiosa tolerante de los Estados Unidos ha sido atacada
por el integrismo religioso del Islam. Los buenos eran los que
propiciaban la democracia liberal, la sociedad laicista; los malos, los
integristas religiosos. Si la democracia es “el imperio del bien”, el
bien estaba ahora representado por el agnosticismo religioso. Todo
era un problema entre la religión entendida como algo
fundamentalista, y una actitud tolerante, agnóstica y laica. El autor
trae acá a colación un artículo aparecido en el diario español La
Vanguardia, bajo el curioso título de “Defender el islam”, que fue el
preámbulo de otro más explícito sobre el mismo tema. El fin de
ambos artículos era expresar su apoyo a los que llamaba
“musulmanes sensatos”, y para ello apelaban a la unión del mundo
“laico” de la sociedad actual, que abarca a cristianos “sensatos”, es
decir, “laicistas”, y musulmanes “sensatos”, es decir, también
laicistas. Los musulmanes “sensatos”, decía el articulista, han de
sentirse defendidos por los “millones de creyentes laicos que ha
dado a luz la Ilustración”. La tesis final era muy clara: las religiones
han de pasar por el tamiz del laicismo para perder toda influencia
moral y política, pues de otra manera la paz mundial está
amenazada. Tratábase, en última instancia, de un mensaje
chantajista: “Permitir que las sectas fanáticas secuestren las
religiones desataría un choque de civilizaciones sin precedentes”. La
idea es, en verdad, plenamente “ilustrada”: la paz se ha de fundar en
el ateísmo, esto es, en aquel “ateísmo” que lleva a “despreciar los
preceptos maximalistas que dictan algunos intérpretes de la Biblia o
del Corán”.

Viajando hace pocos años por el sur de Francia, en una parada del
colectivo compré el diario Le Monde, y allí leí un artículo donde se
decía que lo que en Francia había que hacer era iniciar una política
de desmantelamiento ideológico del Islam, tratando de que perdiera
su militancia “fundamentalista”, en la aceptación de los principios del
Iluminismo imperantes en Francia, la tolerancia, el laicismo, etc. Lo
que realmente nos defenderá del peligro islámico, sigue diciendo
Petit Sullá, no es el laicismo sino el ordenamiento de la sociedad
según el plan de Dios, que vela sobre todos los hombres de todas las
razas. Como afirmaba Pío XI: “No podemos trabajar con más ahínco
para establecer la paz, que restableciendo el reino de Cristo”. No otra
cosa es “la paz de Cristo en el reino de Cristo”. El atentado de los
fanáticos musulmanes contra las Dos Torres no mostró tanto su
voluntad de destruir la civilización cristiana sino más bien su versión
laica, aunque no lo sepan y confundan las cosas. Ben Laden no se
cansa de repetirlo: Occidente es el ateísmo. El enemigo es la
sociedad opulenta, pero porque en ella se ha organizado la sociedad
sin Dios, sustituyéndolo por el becerro de oro. Ellos juzgan a
Occidente corrupto y corruptor, en el convencimiento de que esta
sociedad materialista los quiere invadir y les quiere arrancar sus
creencias, principalmente la creencia de que Dios es único, y está
por encima de todo lo humano. El Occidente, por su parte, va
perdiendo las pocas certezas que le quedan. No hace mucho estuvo
en Buenos Aires el cardenal Walter Kaspers, responsable del
ecumenismo y del diálogo judeocristiano, y en una conferencia se
atrevió a decir: “La unidad requiere del sacrificio de abandonar las
certezas”. Tal es el Occidente que los musulmanes desprecian, y no
sin razón. Frente a este mundo que renuncia a las certezas, los
islamistas proponen un argumento que para ellos resulta imbatible y
definitivo: el islam sigue siendo la última y la única religión enviada
por Dios a los hombres. La ley islámica, la sharia, deberá fatalmente
triunfar un día sobre la humanidad entera, unificada por fin en torno
al Corán y la sumisión, islam, a Allah. Si una buena parte de los
“cristianos” occidentales, que renunciando a las certezas aceptan el
mundo moderno, es decir, el relativismo, la democracia liberal y el
laicismo de Estado, ha perdido el espíritu apostólico y el ímpetu
misionero, no así la mayoría de los musulmanes, que aprenden en
sus escuelas religiosas que el islam deberá triunfar tarde o
temprano, por las buenas o por las malas.
Es cierto que el mundo musulmán no es el único que se opone al
modelo universalista occidental, al “Estado universal y homogéneo”
de que habla Fukuyama. También los chinos y los indios, dos
civilizaciones comparables al Islam en cuanto a su poder y su fuerza
demográfica, se resisten a hacer suyo el progresismo occidental.
Pero sólo el Islam le opone otra forma de universalismo, también
proselitista y conquistador. Quizás en esto tenga razón Huntington
cuando habla de “conflicto de civilizaciones”, enfrentamiento de
cosmovisiones que se oponen radicalmente. El Occidente neutralista
y descreído y el Islam enfático y apasionado aspiran a un liderazgo
mundial, lo que explica su actual antagonismo, hasta que uno de los
dos pretendientes a la dirección del planeta no haya capitulado ante
el otro. El islamismo no es solamente un movimiento político-
religioso que alimenta un proyecto de conquista planetaria, sino
también un “modelo de civilización”, que cuenta en su haber con una
“edad de oro”, la época de Mahoma y del Califato, así como con un
patrimonio histórico y cultural común a 1300 millones de personas,
patrimonio que ha modelado la historia del mundo islámico desde el
632 hasta la colonización europea, y que ahora renace.

Se ha contrastado el vacío de una religiosidad occidental sólo


terrena, huérfana del Dios trascendente, y la fuerza de energía
misteriosa que brota de un Islam extasiado en la sumisión a un Dios
fuerte y guerrero. ¿Cómo olvidar la predicción dolorosa del cardenal
Biffi: “La «cultura de la nada» de nuestra casa no podrá aguantar el
asalto ideológico del Islam”? La sociedad occidental postcristiana,
que huye de las certezas y se ancla en el relativismo, ¿logrará
subsistir ante el persistente coincidir de religión, derecho y política
que exhibe el Islam?

Nosotros, los católicos, no hemos de tomar partido en esta nueva


guerra mundial. Así como en décadas pasadas no debimos haberlo
hecho en la guerra fría, como si la Unión Soviética hubiese sido la
sede del mal y Estados Unidos el abanderado de Dios. La guerra
entre el Islam invasor y el Occidente posticristiano nos es, en cierta
manera, extraña. La lucha verdadera es la que se entabla entre la
Ciudad de Dios y la Ciudad del Mundo, al decir de San Agustín. Los
actuales contrincantes pertenecen, ambos, a la Ciudad del Mundo.
Frente a lo que hemos llamado la “islamidad”, es decir el proyecto
musulmán de impregnación del orden temporal a partir del Corán,
debemos contraponer no la “laicidad” sino la “cristiandad”, o sea el
proyecto católico de impregnar el entero orden temporal con el
espíritu del Evangelio.

La actitud franca y militante del islam, que busca el dominio del


mundo, para que todos se sometan a Allah, contrasta abiertamente
con las claudicaciones vergonzantes no sólo de las sociedades
laicizadas sino aun de numerosos católicos ingenuos, o simplemente
cómplices. El padre Khalil nos ofrece un ejemplo de ello: “Hace unos
diez años el cardenal Pappalardo regaló a los musulmanes
tunecinos residentes en Palermo, como gesto de fraternidad, una
iglesia del siglo XVIII que ya no se usaba para el culto. Toda la
prensa católica elogió este gesto. A mi juicio fue un error. Si alguien
quiere construirse una mezquita y cuenta con los permisos
necesarios, que lo haga, pues fondos para construir mezquitas no
faltan. Dos días después, los periódicos tunecinos escribían en
primera página: «Victoria del islam sobre el cristianismo: el cardenal
de Palermo obligado a transformar una iglesia en mezquita.» De esto
no habló la prensa católica.”

Lejos de lo que muchos pueden llegar a creer, los musulmanes


desprecian tales gestos. Los consideran defecciones, derrotas,
apostasías. Así lo pensarían de ellos si hiciesen otro tanto con
nosotros. Cualquier implantación de edificios suyos en tierras
cristianas la entienden como una victoria más. Cuando se conoció la
noticia de la construcción de la mezquita en Roma, en un pueblo del
Alto Egipto, a la hora de la gran oración, el predicador afirmó que
dicha construcción transfería la ciudad santa bajo el señorío de Allah;
ella “consagraba”, en cierta manera, el Vaticano a Allah. Y recordó
que en la tradición musulmana había una especie de profecía según
la cual el día en que se construyese una mezquita en Roma sería la
señal de la reconquista musulmana de tierras cristianas.
Inmediatamente después de la oración, sus oyentes, enardecidos,
fueron a quemar las casas de los cristianos que vivían en esa aldea.

4. ¿Diálogo o conversión?

Cabe una pregunta final: ¿Qué hacer frente a tal situación, qué
actitud deben tomar los verdaderos cristianos cuando de hecho
cohabitan con los musulmanes?

Algunos piensan que conviene promover el diálogo con el Islam. No


es nada fácil. Hay quienes lo han intentado, pero de una manera
totalmente inadecuada, creyendo que había que argüir en base a los
presuntos valores que actualmente predominan en el Occidente, por
ejemplo los derechos del hombre. En la cultura islámica no hay otros
derechos que los de Allah. El creyente encuentra su identidad en el
hecho de ser miembro del partido de Allah, hizbullah, y de ser
constituido, por lo mismo, como responsable de los derechos de
Allah. Dios es quien otorga al hombre los derechos que él juzga que
debe otorgar, y que se encuentran consignados en el Corán, la
sunna y el hadit.

Un pensador musulmán, Seyyed Hossein Nasr, es claro a este


respecto:

No hay libertad posible en la huida y la rebelión contra el Principio


que es la fuente ontológica de la existencia humana y que nos
determina desde arriba. Rebelarse contra nuestro propio Principio
ontológico en nombre de la libertad es quedar cada vez más
esclavizado en el mundo de la multiplicidad y de la limitación […]
Buscar la infinitud en lo finito es lo más peligroso de las ilusiones,
una quimera […] Los jurisconsultos consideran la libertad humana
como un resultado del abandono personal a la Voluntad divina, más
bien que como un derecho personal innato […] Los derechos
humanos son, según la sharia, una consecuencia de las obligaciones
humanas, y no su antecedente. Poseemos ciertas obligaciones para
con Dios, la naturaleza y los demás seres humanos, todas las cuales
están definidas por la sharia. Como resultado del cumplimiento de
estas obligaciones obtenemos ciertos derechos y libertades que, a
su vez, están también definidos por la Ley divina. Los que no
cumplen estas obligaciones no poseen derechos legítimos, y
cualquier pretensión de libertad que expresen con respecto al
entorno o a la sociedad es ilegítimo y constituye una usurpación de lo
que no les pertenece.

Las palabras son nobles y propias de un musulmán integro. Por lo


demás, si el islam, como sostiene el padre Khalil, uno de los más
calificados expertos en la materia, no es una religión, sino más bien,
un proyecto socio-político de base religiosa, o si se quiere, una
ideología que engloba religión, sociedad y política, la pretensión de
encontrar denominadores comunes en temas específicos y parciales,
como los derechos del hombre, la laicidad del Estado, la igualdad de
sexos, etc, se revela enteramente inútil y contraproducente. El
problema real, según agrega aquel sacerdote, es “la pérdida de
identidad de Occidente. Los musulmanes llegan con una fuerte
identidad, y ven que Europa tiene una identidad débil: aquí se dice
que todas las religiones valen lo mismo; que todas las culturas son
similares. Ven que es la ocasión propicia para difundir el islam,
porque los europeos no creen en nada”.

¿Cómo dialogar con ellos desde el punto de vista cristiano? Varios


son los posibles abordajes. Convendrá, dicen algunos, insistir en la
ambigüedad de la doctrina musulmana: por una parte, la noción de
un Dios misericordioso, y por otra, las suras exterminadoras hacia
todos los que no son musulmanes. Habrá que reconocerles que
concordamos con ellos en que Dios es misericordioso, pero luego
tratar de que den un paso más, aceptando que Dios es Amor, como
lo ha enseñado Jesús, en quien el Amor se hizo carne. Por lo demás,
Mahoma no ha resucitado a nadie, mientras que Jesús no sólo
resucitó a Lázaro y a varios más, sino que él mismo pasó por la
muerte para luego recobrar la vida. Un hombre que tiene tal poder no
puede ser sino Dios. Habrá que ahondar sobre la común admiración
a la Santísima Virgen. La meta última del diálogo será, como decía el
padre de Foucauld, “que reconozcan la falsedad de su religión y la
verdad de la nuestra”.

Un sacerdote franciscano, Jean Abd-el-Jalil, ha tratado de llevar


adelante este diálogo intelectual. Nacido en Marruecos el año 1904,
creció en el seno de una familia musulmana. Ya mayor, se dirigió a
París, para hacer estudios superiores en la Sorbona, donde conoció
algunas familias sinceramente cristianas, resolviéndose finalmente
convertirse al cristianismo. Tras recibir el bautismo, entró en la Orden
de San Francisco. Su origen musulmán y los conocimientos que
tenía de la cultura árabe lo capacitaron particularmente para el
estudio de los problemas y del pensamiento religioso del islam,
vistos ahora desde la perspectiva católica. En varias de sus obras
nos ofrece un inteligente estudio comparativo. Luego de señalar las
semejanzas del islam con el cristianismo, indica las diferencias más
sustanciales. La principal es la imagen tan irreal que los musulmanes
se hacen de Cristo, una especie de monje errante, intemporal e
inconsistente, que no murió en realidad, sino que fue elevado por
Dios directamente al cielo. Asimismo en ninguna parte del Corán se
habla de una Iglesia fundada por Cristo y destinada a continuarlo, si
bien admite que Jesús tuvo discípulos. Es fundamental, afirma el
padre, lograr que los musulmanes acepten tales misterios.

Más allá de estos loables intentos de acercamiento, sigue siendo


verdad que el diálogo cristiano-musulmán no deja de resultar
espinoso. Siempre lo ha sido, a lo largo de los siglos, pero en la
actualidad lo es más, si cabe, y ello no sólo desde el lado musulmán
sino también de parte de los católicos que habitualmente se
interesan en dichos coloquios. A ese respecto ha escrito el padre
Smet: “El diálogo con los musulmanes es un gran peligro dada
nuestra mentalidad actual muy superficial: todo el mundo es bueno,
todos creemos en el mismo Dios, los musulmanes veneran a Myriam
[…] Esto es muy superficial, es preciso llegar al fin. Nuestra
concepción del Dios trino no es la del Allah coránico. La divinidad de
Cristo es esencial para nosotros, como su sacrificio en la Cruz. Esto
lo niega rotundamente el Islam. El concepto de la gracia como don
de Dios, el Islam lo niega totalmente”.

Un diálogo así encarado podría llegar a ser contraproducente, como


lo ha intuido Alain Besançon: “La historia enseña que la cohabitación
pacífica del Islam y el cristianismo es precaria. Es peligroso que una
Iglesia vacilante en su fe cohabite con un Islam firme e intransigente,
y hoy además rico. La fe cristiana débil peligra de pasar al Islam,
como ya sucedió con los nestorianos y monofisitas de Siria y Egipto,
con los donatistas del Magreb y los arrianos de Hispania.”
A veces los que han participado de esos diálogos interreligiosos
fueron, por ambas partes, personas de firmes convicciones, lo que
funda el único diálogo posible y realmente útil. Pero algunos de los
nuestros allí intervinientes señalan que se les hizo poco menos que
imposible seguir tomando parte en dichos encuentros. Al islam,
observan, le falta por completo el filtro de la cultura griega, de modo
que en las discusiones parecieran ignorar el principio de causalidad,
y sobre todo el principio de no contradicción. Para un musulmán una
cosa puede ser de esta manera y también de la manera contraria, y
si hoy una cosa ha quedado en claro, no quiere decir que lo siga
estando mañana. Hablando más en general de los posibles
contactos entre los adeptos al islam y al cristianismo, un
experimentado sacerdote escribe: “Con toda honestidad puedo decir
que existen al menos dos categorías que hay que distinguir en las
relaciones de los musulmanes con los cristianos. Los responsables
musulmanes, los que gobiernan, están siempre en busca de los
favores de Occidente. Al contrario, la gente sencilla, los que no
tienen nada y nada esperan de nosotros, son más sinceros. Se los
encuentra en las pequeñas aldeas de Egipto y de Siria: si tratas de
acercarte a ellos te tirarán piedras y dirán blasfemias contra la Santa
Cruz”.

Un sacerdote que asistió, en Francia, a un encuentro islamo-


cristiano, refiere algo francamente revelador. Los sacerdotes que
participaban en dicho coloquio, no dejaban de golpearse el pecho
diciendo: “¡Cuánto mal les hemos hecho nosotros, los cristianos, a
los musulmanes!...” Del otro lado era al revés: “Nosotros, los
musulmanes, nunca hemos hecho mal a los cristianos, porque está
prohibido en el Corán”. Ellos se sienten del todo inocentes y
absolutamente seguros de estar en la verdad. Cualquier encuentro
interreligioso les parece una pérdida de tiempo. Históricamente el
diálogo islamo-cristiano ha nacido y se ha desarrollado como una
iniciativa unilateral, tomada sólo por los cristianos, en beneficio de los
musulmanes. Nunca a la inversa. Baste pensar que en Occidente
buena parte de los lugares de culto musulmanes funcionan en
centros católicos de asistencia social o en locales de acción católica,
que se les ha prestado o regalado para ese efecto. ¿Podría
imaginarse algo semejante con nosotros en países musulmanes?

He aquí el testimonio de un sacerdote que vivía en Roma, y era muy


versado en la cultura y el idioma árabe. Cierta vez tomó un colectivo
que pasaba junto a la basílica de Santa María la Mayor. Una persona
que estaba ubicada en la parte trasera del vehículo le sugirió
sentarse a su lado. Era un árabe que viajaba junto a un amigo suyo.
Se rehusó el padre primero, porque tenía que hacer un recorrido
corto. El otro insistió, diciéndole en italiano: “Será un honor tener
entre nosotros un sacerdote católico. Tenemos respeto por los
sacerdotes católicos”. Entonces el padre asintió. Cuando estaba por
sentarse, aquél le dijo, en árabe: “Siéntate, hijo de perra”. Retomó
luego la conversación con su amigo en un dialecto egipcio. “Siempre
hay que ser gentil con los sacerdotes –le explicaba–, ello nos permite
tener acceso a las parroquias, encontrar gente. Hay que hablarles de
la paz y de la hospitalidad oriental. Luego vendrá la hora de la jihad.
Es por ellos que habrá que comenzar”. Cuando el padre llegó a su
destino, les agradeció muy gentilmente en italiano. Luego, en el
momento de bajar, les espetó en árabe: “Muchas gracias, pero
escúchenme bien: Yo soy hijo de Dios, y ustedes son hijos de perra.
Buenas tardes”.

En el Sínodo de Obispos de Europa realizado en octubre de 1999, se


habló largo y tendido sobre el ecumenismo, especialmente en
relación con los numerosos musulmanes que pueblan dicho
continente. Un obispo, Germano Bernardini, quien durante cuarenta
y dos años había vivido en Turquía, país musulmán en un 99,9%, y
desde hacía dieciocho años era arzobispo de Esmirna, en el Asia
Menor, dirigió la palabra a los obispos allí presentes. Expuso
entonces tres casos, a su juicio altamente sintomáticos. Durante un
encuentro oficial islamocristiano, un reconocido personaje
musulmán, dirigiéndose a los participantes cristianos, dijo en cierto
momento, con calma y seguridad: “Gracias a sus leyes democráticas
los invadiremos; gracias a sus leyes religiosas los dominaremos”.
Ese aserto debe creerse, comentaba el obispo, dado que el
“dominio” ya ha comenzado con los petrodólares, utilizados no para
crear trabajo en los países pobres del Norte de África o del Medio
Oriente, sino para construir mezquitas y centros culturales en los
países cristianos de inmigración islámica, incluida Roma, centro de la
cristiandad. ¿Cómo no ver en todo esto, se pregunta, un claro
programa de expansión y reconquista?

Durante otro encuentro islamo-cristiano, siguió relatando el


arzobispo de Esmirna, organizado, como siempre, por los cristianos,
un participante de estos últimos preguntó públicamente a los
musulmanes allí presentes, por qué no organizaban también ellos
encuentros similares a éste. El personaje musulmán autorizado que
allí estaba respondió: “¿Por qué deberíamos hacerlo? Ustedes no
tienen nada que enseñarnos y nosotros no tenemos nada que
aprender”. De modo que, en opinión del obispo, se trata de un
“diálogo entre sordos”. Términos como “diálogo”, “justicia”,
“reciprocidad”, o conceptos tales como “derechos del hombre” y
“democracia”, tienen para ellos un significado completamente
diferente del que tienen para nosotros.

Finalmente monseñor Bernardini contó la siguiente anécdota. En un


monasterio católico de Jerusalén había, dice, tal vez aún está, un
empleado doméstico árabe musulmán. Era una persona gentil y
honesta, muy estimada por los religiosos, a quienes, a su vez, él
también estimaba. Un día, con aire triste, les dijo: “Nuestros jefes se
han reunido y han decidido que todos los «infieles» deben ser
asesinados, pero ustedes no tengan miedo porque los mataré yo sin
hacerlos sufrir”. Terminó el arzobispo su alocución diciendo que
había que distinguir entre la minoría fanática y violenta y la mayoría
tranquila y honesta, pero si alguna vez esta última recibe una orden
dada en nombre de Allah o del Corán, marchará compacta y sin
vacilaciones. Es una enseñanza de la historia que las minorías
decididas siempre logran imponerse a las mayorías silenciosas. Por
eso, agregó, sería ingenuo subestimar, o peor aún, sonreír ante los
tres ejemplos referidos. Más bien convendrá reflexionar seriamente
sobre la enseñanza dramática que nos dejan. No habrá, por ello, que
perder la esperanza. La victoria final será de Cristo, pero los tiempos
de Dios pueden ser muy largos, y por lo general lo son. “Termino con
una exhortación que me ha sugerido la experiencia: no se debe
conceder jamás a los musulmanes una iglesia católica para su culto
porque ante sus ojos ésta es la prueba más certera de nuestra propia
apostasía”.

Reiteremos la invitación del obispo a no perder la esperanza de que


un día los musulmanes se conviertan. Dios los ha llamado, también a
ellos, a ser hijos de Dios. No en vano el Señor dijo que había que ir “a
todas las naciones”, para evangelizarlas. El drama de nuestro
tiempo, al que hemos aludido repetidas veces, es que el fuerte
renacimiento de la conciencia islámica coincide con la incuria y el
desmayo de tantos católicos que parecen haber renunciado al
mandato apostólico del Señor, al punto de que algunos misioneros
piensan que ya no hay que propiciar la conversión de los
musulmanes al Evangelio sino tratar de que sean lo más fieles
posibles al Corán. La convivencia que se está produciendo en el
Occidente entre musulmanes y católicos ofrece una oportunidad
inmejorable que deberían aprovechar los países cristianos que
acogen comunidades de origen musulmán. Recordemos que fuera
de la contención de la ummah, el corazón del musulmán puede
sentirse mejor dispuesto para convertirse a la verdadera fe.

Podemos consiguientemente terminar diciendo que frente a la


embestida islámica en el Occidente, la mejor respuesta es volver a
ser católicos en serio, tanto en la esfera individual como en la
pública, no dejando de lado el ideal de Cristiandad. A una
cosmovisión, como es la islámica, que no separa la revelación que
creen haber recibido de la construcción del orden temporal, sólo
cabe salirle al paso con otra cosmovisión, la verdadera, que busca la
integración jerarquizada del orden sobrenatural y el natural. Si los
musulmanes no ven eso, en modo alguno nos respetarán. El
musulmán es un hombre que cree en Allah, que reza, que da
limosna, que peregrina, y que sabe que será juzgado en el más allá,
lo que lo hace superior a todos los ateos de Occidente. Y así se
siente.

Si es cierto lo que afirma Messori, de que es preciso convencerse de


“una amarga realidad que se ha visto confirmada por mil trescientos
años de historia: con el islamismo es imposible un verdadero
diálogo”, y no pudiendo ni siquiera pensarse en la posibilidad de una
cruzada o de una reiteración de Lepanto o de Viena, sólo nos queda
excogitar una ofensiva espiritual. La típica pregunta que el musulmán
le dirige al cristiano es: ¿Cómo Dios puede abajarse hasta hacerse
hombre? Sería espléndido que un día cambiase el cómo por el por
qué: ¿Por qué Dios se ha abajado hasta hacerse hombre? Entonces
nosotros le podríamos contestar: Porque nos ama, porque es
misericordioso, el Misericordioso.

Eso es lo que está a nuestro alcance, dar testimonio de Cristo. No


nos es lícito, pues, renunciar a la conversión de los musulmanes.
Será la mejor manera de mostrarles que los amamos en el Cristo que
derramó su sangre por todos, también por ellos. Un sacerdote
originario de Irán cuenta que, en cierta ocasión, se encontraba en
Argel, esperando un colectivo, y vio que un musulmán, bien vestido,
lo miraba fijamente. Al rato éste se le acercó y le dijo: “Ustedes no
quieren convertirnos. Con ello nos están despreciando en demasía.
Lo lamentarán”. Lejos están, por cierto, los tiempos en que Francisco
de Asís decidía emprender viaje a Damieta para convertir al Sultán o
en que Raimundo Lulio se dirigía a Túnez para evangelizar a sus
pobladores. Sin embargo necesitamos algo del celo que caracterizó
a aquellos grandes hombres, un poco al estilo de Charles de
Foucauld. Necesitamos el coraje del testimonio que llevó a miles de
mártires a dar su vida precisamente para tratar de convertir a alguien
del Corán al Evangelio. No es haciéndoles mezquitas como vamos a
ganarlos. Ni los musulmanes serán convertidos por sacerdotes “sin
certezas”, ni atraídos por un catolicismo light y componendero.

Hay algo que nos puede servir de puente con el Islam. El común
aprecio a Jesús, que si bien no es para los musulmanes el Hijo de
Dios, el Verbo encarnado, lo consideran al menos como un hombre
sublime, un gran profeta, el que tomará cuentas a todos el día del
juicio final. Pero sobre todo la común veneración a la Santísima
Virgen, a Maryam. No es, por cierto, para ellos, la Madre de Dios, ya
que Cristo no es Dios. Pero sí es una mujer sublime, exenta de
pecado, virgen y madre, bendita entre todas las mujeres, que
obedeció decididamente los decretos divinos, la más noble de las
musulmanas, la perfecta prometida de Allah. Que ella los lleve algún
día a la única fe verdadera.

***

Cerremos este curso sobre la que hemos llamado quinta tempestad


de la historia. El islamismo ha sido un verdadero torbellino que se
abatió sobre la Iglesia y sobre la Cristiandad. A diferencia de las
anteriores tempestades, que concluyeron felizmente, sigue
amenazando con inundar la cubierta de la nave de Pedro. Pero
debemos confiar en que Cristo, que parece como dormido en la
nave, un día se despertará y calmará también esta tempestad,
haciendo que el Islam se convierta. Será un día realmente glorioso.

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