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Lo Que Nos Quedo

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**Capítulo 1: Los Ojos del Olvido**

La ciudad nunca dormía. Las luces de los rascacielos se re ejaban en los


charcos de agua sucia que cubrían las calles como una capa de piel muerta, y
el sonido constante de los coches y las sirenas llenaba el aire con una cacofonía
que a nadie parecía molestar. Entre los callejones y las sombras que se
arrastraban por los rincones más oscuros, había uno en particular que siempre
me llamaba la atención: un hombre sin hogar, un rostro que veía cada día, pero
cuya existencia parecía ser ignorada por todos, como si fuera un fantasma más
de la ciudad.

Lo vi por primera vez una noche mientras regresaba de la o cina. Estaba


sentado en la esquina de un callejón, con una manta raída que apenas cubría su
cuerpo encorvado. Su barba descuidada y su cabello sucio apenas dejaban
entrever los ojos que parecían jos en algo que solo él podía ver. Caminé más
rápido, intentando no prestar demasiada atención, pero por alguna razón, no
podía quitarme su imagen de la cabeza.

Durante semanas lo observé en silencio. Siempre estaba ahí, inmóvil, como una
estatua viviente que pertenecía a la ciudad tanto como las paredes cubiertas de
gra ti o los adoquines desgastados. Al principio, lo evité, como todos los
demás. Pero algo en su presencia me inquietaba, una sensación incómoda que
crecía cada vez que pasaba cerca.

Fue en una tarde de lluvia cuando nalmente me acerqué a él. El sonido del
agua golpeando el suelo parecía amortiguar el caos de la ciudad. Me detuve
frente a él, y aunque sabía que no me iba a responder, no pude evitar hablar.

—¿Cómo llegaste aquí?

No dijo nada al principio. Sus ojos, que hasta ese momento habían estado
perdidos en el suelo, se levantaron lentamente para encontrarse con los míos.
Me estremecí bajo su mirada. Había algo profundamente erróneo en esos ojos,
algo que no podía describir con palabras. No era solo tristeza o desesperanza...
era oscuridad. Una sombra profunda que parecía devorar todo lo que la
rodeaba.

—Nadie quiere saber la respuesta a esa pregunta —dijo, su voz ronca y baja,
como si no hubiera hablado en años.

—Yo sí —respondí, aunque no estaba seguro de por qué. Había algo en él que
me atraía, algo que me pedía entender, como si detrás de esa fachada rota
hubiera una historia mucho más oscura, mucho más peligrosa.
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—Yo sí —respondí, aunque no estaba seguro de por qué. Había algo en él que
me atraía, algo que me pedía entender, como si detrás de esa fachada rota
hubiera una historia mucho más oscura, mucho más peligrosa.

Se quedó en silencio un momento, sus dedos huesudos jugando con los


extremos de la manta que lo cubría. Luego, como si hubiera decidido con ar en
mí por razones que no comprendía, comenzó a hablar.

—No siempre fui así, ¿sabes? —susurró, su voz apenas audible sobre el sonido
de la lluvia—. Hubo un tiempo en que... en que era diferente. Pero esas cosas...
esas cosas siempre vuelven.

Algo en su tono me hizo sentir incómodo. No era el típico lamento de alguien


que había caído en desgracia. Había algo más, algo mucho más oscuro que se
escondía entre las palabras.

Durante los días siguientes, continué hablando con él, cada vez sacando más
retazos de su vida. Al principio, se mantuvo vago, hablando de las di cultades
de la vida en la calle, de cómo había perdido su hogar, su familia. Pero a medida
que nuestras conversaciones se volvían más frecuentes, comenzó a soltar
fragmentos de su pasado, detalles que me hicieron ver que este hombre no era
simplemente otro indigente.

Había mencionado cosas... personas. Personas que "desaparecieron", como


solía decir con una sonrisa vacía. Al principio pensé que era solo un delirio, que
sus años en la calle y el aislamiento habían nublado su mente. Pero poco a
poco, las piezas comenzaron a encajar.

Fue una tarde, cuando el sol se ocultaba detrás de los edi cios, que lo noté. En
uno de esos momentos de lucidez, su mirada cambió, como si recordara algo
con claridad aterradora.

—Yo los maté, ¿sabes? —dijo de repente, con una calma inquietante—. A todos
ellos.

El aire se congeló a mi alrededor. Quise pensar que estaba bromeando, o que


era una confesión fruto de su deterioro mental. Pero había algo en su tono, en la
manera en que lo dijo, que me hizo dudar.

—¿A quiénes? —pregunté, con el corazón latiéndome en la garganta.


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Sus ojos se clavaron en los míos, y por primera vez desde que lo conocí, sentí
un miedo real.

—Todos esos que nunca regresaron... Todos ellos... Fueron mías.

Lo miré, incapaz de decir una palabra. La verdad detrás de sus palabras era
palpable, como un puño cerrándose en mi estómago. Sentí que había abierto
una puerta que nunca debí tocar, y al hacerlo, había liberado algo monstruoso.

Había despertado los recuerdos. Y con ellos, el monstruo que dormía en él


comenzaba a estirarse, a desperezarse.

—¿Sabes qué es lo peor? —continuó, con una sonrisa que me heló los huesos
—. Que ahora, después de todo este tiempo... siento que quiero volver a
empezar.

No supe qué decir. Retrocedí lentamente, intentando procesar lo que acababa


de escuchar. Pero mientras me alejaba, sentí que algo había cambiado. No solo
en él, sino en mí. Había tocado la oscuridad, y sabía que no sería fácil escapar
de ella.

Ese fue el comienzo. El principio de algo mucho más grande y aterrador de lo


que jamás imaginé.

La oscuridad no solo había vuelto a despertar en él... también había comenzado


a seguirme a mí.

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