Lo Que Nos Quedo
Lo Que Nos Quedo
Lo Que Nos Quedo
Durante semanas lo observé en silencio. Siempre estaba ahí, inmóvil, como una
estatua viviente que pertenecía a la ciudad tanto como las paredes cubiertas de
gra ti o los adoquines desgastados. Al principio, lo evité, como todos los
demás. Pero algo en su presencia me inquietaba, una sensación incómoda que
crecía cada vez que pasaba cerca.
Fue en una tarde de lluvia cuando nalmente me acerqué a él. El sonido del
agua golpeando el suelo parecía amortiguar el caos de la ciudad. Me detuve
frente a él, y aunque sabía que no me iba a responder, no pude evitar hablar.
No dijo nada al principio. Sus ojos, que hasta ese momento habían estado
perdidos en el suelo, se levantaron lentamente para encontrarse con los míos.
Me estremecí bajo su mirada. Había algo profundamente erróneo en esos ojos,
algo que no podía describir con palabras. No era solo tristeza o desesperanza...
era oscuridad. Una sombra profunda que parecía devorar todo lo que la
rodeaba.
—Nadie quiere saber la respuesta a esa pregunta —dijo, su voz ronca y baja,
como si no hubiera hablado en años.
—Yo sí —respondí, aunque no estaba seguro de por qué. Había algo en él que
me atraía, algo que me pedía entender, como si detrás de esa fachada rota
hubiera una historia mucho más oscura, mucho más peligrosa.
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—Yo sí —respondí, aunque no estaba seguro de por qué. Había algo en él que
me atraía, algo que me pedía entender, como si detrás de esa fachada rota
hubiera una historia mucho más oscura, mucho más peligrosa.
—No siempre fui así, ¿sabes? —susurró, su voz apenas audible sobre el sonido
de la lluvia—. Hubo un tiempo en que... en que era diferente. Pero esas cosas...
esas cosas siempre vuelven.
Durante los días siguientes, continué hablando con él, cada vez sacando más
retazos de su vida. Al principio, se mantuvo vago, hablando de las di cultades
de la vida en la calle, de cómo había perdido su hogar, su familia. Pero a medida
que nuestras conversaciones se volvían más frecuentes, comenzó a soltar
fragmentos de su pasado, detalles que me hicieron ver que este hombre no era
simplemente otro indigente.
Fue una tarde, cuando el sol se ocultaba detrás de los edi cios, que lo noté. En
uno de esos momentos de lucidez, su mirada cambió, como si recordara algo
con claridad aterradora.
—Yo los maté, ¿sabes? —dijo de repente, con una calma inquietante—. A todos
ellos.
Lo miré, incapaz de decir una palabra. La verdad detrás de sus palabras era
palpable, como un puño cerrándose en mi estómago. Sentí que había abierto
una puerta que nunca debí tocar, y al hacerlo, había liberado algo monstruoso.
—¿Sabes qué es lo peor? —continuó, con una sonrisa que me heló los huesos
—. Que ahora, después de todo este tiempo... siento que quiero volver a
empezar.