La Leccion de Musica
La Leccion de Musica
La Leccion de Musica
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Pascal Quignard
La lección de música
ePub r1.0
Titivillus 12.11.2024
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Título original: La leçon de musique
Pascal Quignard, 1987
Traducción: Ascensión Cuesta
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UN EPISODIO EXTRAÍDO DE LA VIDA DE MARIN
MARAIS
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E l ROSTRO QUE TENGO ANTE MIS OJOS es amarillo, vasto, lejano, grasiento y diríase
fundido en el espacio que lo envuelve. Marin Marais, con altivez, sostiene en la
mano izquierda el mástil de la viola que muestra delante de él. Voy a tratar de la
muda de la voz humana, del momento en el que el timbre de la voz que articulan los
hombres muy jóvenes experimenta un cambio, a la vez que su sexo se acrecienta y
cae y les aparece el vello. Este ensombrecimiento de su voz es lo que los define y lo
que les hace pasar del estadio de muchacho al de hombre. Los hombres son los
ensombrecidos, esos seres de voz oscura que, hasta la muerte, vagan errantes en
busca de una vocecita aguda de niño que abandonó su garganta. Tengo presente el
recuerdo de un episodio de la vida de un músico de finales del siglo XVII, justo en la
edad en que se separaba de su infancia.
En las lindes de los bosques, a orillas de los lagos, se puede contemplar a las ranas de
zarzal que, con la boca abierta, croan de la misma manera que los hombres hablan.
Los mamíferos humanos macho son objeto de una mutación sexuada sonora. En el
caso de las ranas, se llaman unas a otras por medio de su croar y se estrechan de
placer con sus brazos. La llamada genital es sonora, pero la voz sexuada se convierte,
de repente, en voz de bajo.
En el seno de la voz humana masculina hay una barrera que separa de la infancia; una
voz de bajo que separa para siempre a los hombres del ser soprano que eran antes de
que la gran marea del lenguaje los sumergiera; algo bajo que los separa para siempre
del simple poder de repetir las primeras palabras de la infancia; algo bajo y oscuro
que los separa de las mujeres; una cosa repentinamente más baja en su lengua, en sus
oídos, en su garganta, en su paladar y bajo sus dientes que los separa de la
indestructible impronta de todo aquello que los marcó en el instante en el que vieron
la luz por primera vez.
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No es el loco croar de la rana macho lo que, en la orilla herbosa y encenagada de las
charcas, es capaz de atraer a la hembra. De repente, la gravedad de un canto hechiza
el oído, la apresa y la cautiva, y si este croar atrae hacia el cuerpo que croa, es solo
porque indica el cambio de otra parte de ese cuerpo que croa. Esta otra parte también
se hace más pesada, se oscurece y se hincha, y se vuelve más baja.
Lo que atrae a las hembras no es la visión de los genitales sino la audición de una
pequeña modificación en el sonido de un canto. Este sonido es lo que ellas desean o,
más aún, el secreto de este sonido. Lo que define la muda vocal es siempre doble,
siempre redobla y siempre atormenta al cuerpo con una simetría oscura que el pudor
intenta olvidar, y es más que una simetría, algo ya conyugal entre la laringe y el sexo.
En la pubertad de los muchachos se da a la vez un doble decaimiento y un doble
desarrollo de la laringe y el sexo. La laringe posee algo de instrumento de lengüeta; la
presión expiratoria tiene algo de canto; el llamado esfínter glótico, en el momento
más agudo de la infancia, tiene algo de labios cerrados, cuando se canta nasalmente, o
mejor algo de labios de un sexo femenino infantil o extraordinariamente pudoroso.
El coito de la rana dura entre tres semanas (eyaculación precoz) y cuatro semanas.
Sandor Ferenczi decía que de esta manera la rana prolonga el sueño de una regresión,
por así decirlo, ininterrumpida, en dirección a la cloaca materna. Añadía que era
preciso colocar a las ranas muy por encima de nosotros en la escala de los seres, y
reverenciar, como si de diosas se tratase, a estos pequeños antropoides verdes cuyo
espasmo se prolonga por espacio de un mes y provoca la envidiosa admiración de los
hombres.
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premeditado que los sustenta. Que aquel que me lee tenga en todo momento presente
que no me ilumina la verdad y que el ansia de decir o la de pensar quizás nunca se le
dobleguen por entero. Confieso algo que resulta un poco costoso de decir, a pesar de
que nunca es singular. Poco representa la verdad de lo que decimos frente a la
persuasión que con empeño buscamos al hablar, y esta misma persuasión, que es
poco, es todavía menos si la comparamos con la repetición colmada de un viejo
placer que perseguimos a través de ella. Este placer es más antiguo que la muda; es
más antiguo que las mismas palabras a las que la muda afecta, o cuya apariencia
metamorfosea. Y, dado que las palabras no llevan en sí su memoria, nunca lo apresan,
nunca lo conceden.
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PRIMERA PARTE
Cabría presentar los hechos de otra manera: cuando Marin Marais, al día siguiente de
la muda, bruscamente abandona toda esperanza de poder alcanza el magisterio de la
voz humana, expulsado del magisterio de Saint-Germain-l’Auxerrois por este motivo,
trata de alcanzar el magisterio de la imitación de la voz humana después de su muda,
es decir, el magisterio de la voz de bajo; de la voz masculina, de la voz sexuada, de la
voz exiliada de su primera tierra. Hora tras hora, año tras año, hasta la crisis de
silencios que marcó el final de su vida, imitó la voz con el bajo de viola. Con el torso
inclinado sobre el instrumento y la mano errabunda por encima de las cuerdas, este
hombre se esfuerza en domeñar la enfermedad sonora, en curar la afección de la voz
humana masculina; en oponer el mayor virtuosismo posible a la marea que lo arrastra
y se traga la playa sonora de la infancia, el arenal sonoro, no lingüístico, de la
infancia. Domeñar la muda —que separa de la infancia— y, al hacerlo, domeñar los
efectos de la muda y el abandono definitivo, marcado, oral, gutural e incesante de la
infancia en la voz que se ha ahondado.
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martillo de carretero fue el maestro de Joseph Haydn; el segundo maestro, para la
viola, fue Sainte-Colombe; el tercer maestro, para la composición, fue Lully. Imitar
hasta en la alteración que las gobierna las más bellas alteraciones a las que la
emoción lanza la voz humana; volver abordable, dúctil y familiar la muda que separa
de la voz afectada y poco a poco construida, afectante, de la voz afectiva, de l’affetto
de la infancia —y que separa de la expresión y de la realización de lo que padeció
esta voz—, domesticar la afección de la voz humana, de la martilleante voz paternal
del cordelero. Los dos instrumentos que Marais poco a poco llegó a dominar fueron
extraordinariamente masculinos: un bajo y una vara. El superintendente Jean-Baptiste
Lully era para él algo así como un padre. La oración fúnebre que Marais compuso a
la muerte de este padre es sobre todo conmovedora —más que el mismo Tombeau de
Sainte-Colombe— por medio de un abrupto descenso cromático: ¿hacia qué pequeño
vertiginoso corte en el fondo de sí? Marin Marais seguía el compás golpeando con
una vara el suelo durante la ejecución de las óperas de Lully.
Baja al río, ve los cerdos, las ocas y los niños que juegan en la hierba del arenal. Los
pescadores, los aguadores, los hombres desnudos y las mujeres que se lavan en
camisa, con el agua hasta la pantorrilla. Ve la isla, el puente, el agua que discurre sin
edad más allá del tiempo, en la luz espesa, como una herida inmortal y casi aplacada
a fuerza de belleza, la herida de un dios que es anterior al tiempo humano y que lo
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sucederá. Ve cómo el cauce de agua, al que entonces todavía llama río, discurre hacia
el Puerto de Gracia y se mezcla con las aguas del estuario que roe los acantilados y
los prados de los normandos inclinados hacia el mar.
Ha perdido su voz, ha seguido la calle del Arbre Sec y bordeado la orilla del Sena. Lo
ha abandonado la infancia, el verano ha terminado, se ha apresurado en llegar a casa
de Sainte-Colombe. Durante tres siglos no se supo nada de la obra de
Sainte-Colombe. No se había conservado nada; Paul Hooreman encontró en 1966
cinco conciertos para dos violas de una belleza muy difícil y dolorosa.
Sainte-Colombe, Maugars, Caignet y la mayor parte de los violas de entonces
valoraban más que nada la expresión, los grandes contrastes de altura y timbre, la
variedad, el énfasis y el desgarramiento de los colores, de los affetti. Ellos los
conseguían trabajando la extraordinaria tesitura sonora, acrecentando las múltiples
posibilidades sonoras que ofrecían todos los registros y las cuerdas de los
instrumentos de la época (violas de cinco, después de seis, luego de siete y más tarde
de ocho cuerdas) y todas las maneras de tocarlas con el arco o el dedo, multiplicando
y miniaturizando las alteraciones y su improvisación, delimitándolas tanto en la
pronunciación como en el tiempo. Era preciso, una y otra vez, que se hiciesen oír
varias voces simultáneamente, un alto voluble, un bajo muy pausado o sincopado,
siempre contrastados, patéticos, siempre turbadores, el juego de la melodía y de la
armonía que se disputan una y otra vez las partes de la obra. Jean Rousseau decía que
al intérprete de viola se le encomendaba la misión de imitar todo «lo que de
encantador y agradable puede provocar la voz», con la ternura, con la delicadeza, con
la tristeza y con el espanto que se proponía hacer sentir. Tenía que mantener esos
afectos, esas voces diferentes y al mismo tiempo siempre independientes, y aturdir a
aquel que les prestase oído hasta el punto de que se sorprendiera ante el hecho de que
una sola fuente sonora pudiese hablar tantas lenguas y disponer de tantas emociones.
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cuyas obras habían sido de su agrado. En septiembre de 1672, Marais deja la escuela
de Saint-Germain-l’Auxerrois y comienza a trabajar con Sainte-Colombe; a los veinte
años, en 1676, lo contratan en la corte como «musicqueur du Roy». Por tanto, es
durante el verano de 1673, 1674 o 1675, cuando hay que fechar la anécdota que el
antiguo comisario de guerra consignó alrededor de 1720. Sigo la edición del
Parnasse français aparecida en 1732; en la página 625 dice: «Sainte-Colombe llegó a
ser maestro incluso de Marais pero, al cabo de seis meses, al darse cuenta de que su
alumno podía superarlo, le dijo que ya no tenía nada que enseñarle. Marais, que
amaba apasionadamente la viola quiso, empero, sacar aún provecho del saber de su
maestro para perfeccionarse en este instrumento y, como tenía cierto acceso a la casa
de este, aprovechaba el tiempo en que Sainte-Colombe, en verano, se encerraba en su
jardín en una pequeña caseta de tablones que había levantado en las ramas de una
morera, con el fin de tocar allí la viola con mayor tranquilidad y placer. Marais se
deslizaba por debajo de esa caseta; allí escuchaba a su maestro y podía disfrutar de
algunos pasajes y toques particulares con el arco que a los maestros del arte les gusta
reservarse para sí; pero esto no duró mucho, al darse cuenta Sainte-Colombe y cuidar
de que su alumno no le escuchara más».
Esta anécdota del comisario de guerra —la cabaña, el suelo de la cabaña, casi el suelo
resonador del no— es una anécdota japonesa. Un discípulo del za-zen espía a su
maestro inmóvil; es preciso encontrar la lección de este Koan. O bien es un cuento de
la Grecia clásica: una mujer oculta en la llama de una lámpara la desnudez de un dios,
a poco que toda desnudez no sea dios.
La barrera sonora está ante todo en el orden del tiempo. Pero yo pienso, antes de que
nuestra propia carne nos envuelva, en la barrera tegumentosa de un vientre ajeno.
Luego, el pudor sexual, la presencia o la amenaza de la castración que no son
disociables de la barrera de la vestimenta. No el cuerpo, sino ciertas partes del
cuerpo, no las más personales sino, con toda seguridad, las más distintas, que se
sustraen a la curiosidad de los otros. Entonces, es preciso suponer una especie de
sonido ahogado que es como el sexo de la música; en este sentido Marin Marais
decide convertirse en virtuoso del bajo de viola aunque tenga que pasar por encima
del cuerpo de su maestro. Sin duda, se puede formar una suerte de sonido ahogado
mediante el pianoforte o el violonchelo, pero, en nuestros días, en el caso del
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clavicémbalo y de la viola de gamba funciona como si una colgadura, un tapiz o una
barrera nos separasen de los sonidos ahogados, y los ahogan. Lo más lejano en
nosotros nos quema los dedos, lo escondemos en nuestro seno y, sin embargo, nos
parece más antiguo que la prehistoria, o más alejado que Saturno.
Jean de la Fontaine, por la misma época, busca con la ayuda de viejas palabras y de
viejas imágenes resucitadas la novedad e incluso la juventud de un efecto arcaico. Yo
no tenía la mirada en este tiempo, como tampoco tenía la disposición del aliento ni
del viento, ni del aire atmosférico ni de la profundidad de los cielos. Siento con
intensidad y como nunca la impresión de no oír del todo y de no estar seguro de
comprender del todo.
Nada está crudo en el lenguaje, lenguaje demasiado cercano a la cocción, todo lo que
se dice está cocido, lenguaje que siempre nos llega demasiado tarde, prehistoria,
arcaísmo de la música en nosotros. El oído precedió a la voz durante meses, los
balbuceos, el canturreo, el grito y la voz llegan meses y estaciones antes que la lengua
articulada y más o menos con sentido. Era la primera muda, la muda de la pubertad la
repite y solo la repite con tanta viveza y frescura en los muchachos. La influencia de
las emociones sobre la voz de los que quiero, al trabajar la voz de los que quiero
como una especie de edad en ellos, me parece casi más infinita y más sorprendente y
más turbadora que la erubescencia en el rostro por el pudor o por la vergüenza. Pero
el sonido ahogado, renaciente a veces, el sonido sin renacimiento, el sonido tan
incierto a lo largo de los nueve o diez meses de la muda masculina, es el de la
infancia.
La erubescencia del rostro por la vergüenza, la voz que se estremece, que tiembla y
que se rompe. Tengo, de repente, la convicción de que si la fascinación que ejerce la
vista de un sexo humano es más absoluta, es menos infinita.
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El único detalle concreto, el único pequeño suceso verdadero que presenta este
episodio extraído de la juventud de Marin Marais se reduce a una caseta de tablones
en el jardín edificada en las ramas de una morera. La única palabra realista y,
digamos, viva es la palabra morera.[1] Marin Marais espía tras una barrera, un suelo
sonoro, una pequeña caseta de tablones que es ya un instrumento de música. Con la
oreja pegada a la madera, el cuerpo agachado, el héroe músico ladronzuelo reproduce
una postura más antigua. Esta escena era un embarazo y se convierte en un
alumbramiento; toda la escena, a finales del verano, evoca otra separación y otra
avidez auditiva.
Por lo demás, si la anécdota no versa directamente sobre la muda vocal
masculina, sitúa esta transformación, este aprendizaje mimético, esta muda de cantor
a viola, bajo el nombre mismo de la madera de la morera, el árbol que da unos frutos
que toman el color rojo, violeta y después negro y que, desde el momento en que
estos frutos se aplastan como sangre entre los dedos, se llaman moras. Único árbol
cuya denominación proviene del madurar. La maduración auditiva se transforma en
mutación de un cuerpo encogido, como estuvo en otro tiempo en el vientre materno,
en adelante bajo el dominio de un instrumento con voz de bajo y, en cierta manera,
granate como estos frutos.
¿A qué se llama muda en el ser humano? La muda se produce a los trece o catorce
años en los muchachos y entre los cuarenta y cinco y los cincuenta y cinco años en
las mujeres, de una forma más o menos apreciable. Podemos definir la muda
masculina de la siguiente forma: enfermedad sonora que solo se cura con la
castración; ligada al desarrollo de los genitales, la muda está en relación con la
amenaza que pesa sobre estos. Esta posibilidad es tan fuerte y tan definitoria de la
especie que solo ha dejado de ser quimérica en el caso en que la civilización se
despoja de su terror y se resigna a lo que amenaza al sexo masculino y cuyo
desarrollo es parejo al agravamiento de su voz; se trata de la castración del castrado.
Claudio Monteverdi, Marin Marais, Joseph Haydn y Franz Schubert; pocos son los
músicos que no hayan intentado reparar la traición de su propia voz —la exclusión
física, financiera y social a la que esta traición los arrojaba— con la composición de
su música.
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La virginidad y la castración separan de la animalidad, bien sea la castración animal,
bien sea la castración humana. A lo largo de la Historia, se puede separar la
domesticación de la castración.
La castración tiene una segunda función que permite que se invierta la escala
natural de las voces, libera a la voz humana de la dependencia del sexo y de la
dependencia de la edad.
Toda castración es inmediatamente vocal y quizás lo sea antes que otra cosa. El
desarrollo de lo cartílagos laríngeos y de las cuerdas vocales —que es una
opacificación de estas cuerdas, otro oscurecimiento y, por así decirlo, la confección
de las cuerdas de una viola lejana— no es distinto del desarrollo de los testículos.
Consecuencia de ello es la ausencia de muda que se da tras la castración. A decir
verdad, tal sustracción de la muda masculina no es «consecuencia» de la amputación
de los testículos, la simetría más oscura persiste en el cuerpo: ella es el sonido mismo
de esta supresión, ella es la voz de esta pérdida. El infantilismo de la voz «expresa» el
menoscabo del testículo. Esta doble escena ha apasionado a los hombres. La ablación
de los testículos en los niños conducía a una ablación de la muda.
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Tomo esta argumentación un poco lírica y desalentadora al pie de la letra. Explico por
qué este arte es tan frecuente y desesperadamente masculino: la muda masculina está
ligada a la pubertad, la muda femenina —que es menos indiscreta, hasta el punto de
no ser siempre perceptible— está ligada a la menopausia. Un niño pierde su voz: se
trata de una escena masculina. Esa voz —su identidad, la misma sustancia de la
expresión de su identidad, voz que unía ese cuerpo a la lengua materna, voz que unía
esa boca, esos oídos y esos recuerdos sonoros a la voz de la madre que no parece
conocer la muda— se ha perdido y quebrado para siempre. De una vez, para los
hombres solo, el pasado se deja para siempre. ¿Dónde está mi infancia? ¿Dónde está
mi voz? ¿Dónde estoy yo, o al menos dónde estuve? No me conozco ya ni de oídas.
¿Cómo recobrarme en mi voz? ¿Cómo acordarme siquiera del motivo de mi lamento,
yo que ya solo puedo expresarlo con una voz gruesa que sin cesar lo recrimina y le da
miedo y lo aleja?
Dos posibilidades muy extrañas, tanto una como otra, se habían abierto ante ellos: 1)
la castración, en la que su voz de niño se mantiene y se cortan sus testículos.
Sacrificio y reinado extraño; 2) la música, en la que intentan mudar la propia muda,
mudar de nuevo la propia muda. Se hacen compositores o instrumentistas, trabajan
una voz que no los traicionará. Esta es la vocación que Marin Marais se forjó:
convertirse en el virtuoso de la voz baja, de la voz mudada hasta el punto de volverla
imposible para cualquier otro.
A las mujeres la voz les es fiel, a los hombres la voz les es infiel. Un destino
biológico los ha sometido, en el mismo seno de su voz, a ser traicionados. Les ha
impuesto ser abandonados. Les ha impuesto mudar. Les ha impuesto cambiar.
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La muda de Mozart. En 1770, en Bolonia, se atraca de higos y melocotones, y
descubre la sandía, a la que cubre de azúcar y canela porque le encuentra gusto de
pepino. Crece bruscamente, las mangas le quedan demasiado cortas. Su voz muda y
su padre nota la tristeza que el niño siente de no poder ya cantar lo que escribe. Ha
perdido la voz y siente nostalgia de la Getreidegasse. Escribe a Marianne: «Tengo los
dedos tan cansados de escribir… Cansados, cansados, cansados». Sueña con el
canario de Salzburgo, con el canario de voz inmutable. Sueña con la voz de
Marianne. Niega la muda. Componer música es recomponer un territorio sonoro que
no muda, es hacer canarios, desgajar de entre sus dedos trozos de cobijas sonoras
amarillas.
Lejos de incitar a negar la muda, como hizo el Mozart adolescente, y de oponer
un rechazo obstinado, un rechazo del abandono de la infancia y de su patria sonora, la
muda de Marais, por el contrario, le empuja a abrazar el exilio. Es el bajo de viola,
meterse en el vientre, deslizarse en la «morera» de este segundo nacimiento que es la
muda de la pubertad, volver conmovedor o virtuoso o irresistible el agravamiento de
la voz humana masculina. Titon du Tillet escribe en la página 625: «Para volver más
sonora la viola, Marais es el primero que ha pensado en hacer hilar de latón las tres
últimas cuerdas de los bajos».
En Occidente, han abundado las mujeres virtuosas. A las mujeres les ha gustado
mucho la música. Las mujeres que han compuesto mucho han sido, sin embargo,
escasas. Escapan a la muda. No se les exige ningún esfuerzo para recobrar la voz de
su infancia, les basta con hablar, les basta con abrir la boca. Dominan su voz, de un
extremo a otro de su voz. Son preeminencia en el tiempo y todo-poderío tonal, y
hegemonía en la duración, y el más absoluto imperio en la impronta sonora ejercida
sobre los más pequeños, sobre los que nacen. Los hombres están condenados, a partir
de los trece o catorce años, a la pérdida de la compañía del propio canto de sus
emociones, de la emoción innata, del affetto. La muda se añade a la separación del
primer cuerpo. Igual que la presencia del sexo entre sus piernas, la voz grave, falible
y agravada que sale de sus labios, la nuez de Adán, en mitad del cuello, sellan la
pérdida del Edén. La muda es la impronta física que materializa la nostalgia, pero que
la vuelve inolvidable, se recuerda sin cesar en su misma expresión. Toda voz baja es
una voz caída. A poco que los hombres despeguen los labios, enseguida —como un
nimbo sonoro alrededor de su cuerpo— el sonido de su voz les dice que no
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recobrarán jamás la voz. El tiempo está en ellos. No volverán jamás sobre sus pasos.
Componen con la pérdida de la voz y se las componen con el tiempo, son
compositores. La metamorfosis del grave al agudo no es posible o al menos no es
corporalmente posible. Solo es instrumentalmente posible. Lleva por nombre música.
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SEGUNDA PARTE
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Existe una comedia muy sorprendente de Eugène Labiche que remite a este nombre y
a esta calle y que hizo representar en el Palais-Royal, en marzo de 1857. Un hombre
embriagado, a pesar de su patético esfuerzo, no llega a acordarse del recuerdo que
presiente y que no deja de presentir cada vez más temible.
Marais vio actuar a Moliere. La Fontaine oyó tocar a Marais. Esto ocurría antes del
matrimonio del rey con Madame de Maintenon; había sido ya nombrado Ordinario de
la Cámara. Es admirable lo anonadado que deja este título. Era pues entre 1679 y
1683, y ni Rameau ni Bach habían nacido.
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Esta audacia, este saber, eran propios de la literatura específica de la viola de
aquel entonces. Había cantado junto a Delalande en la infancia, y Delalande lo había
llevado a casa del abate Mathieu, cura de Saint-André-des-Arts. Se trataba de un
auténtico círculo de música italiana, pero no fue Marais sino Delalande quien heredó
la biblioteca del abate Mathieu.
Además de Sainte-Colombe y Lully, Marais conocía de forma admirable la obra
de Louis Couperin, de Chambonnières y de Charpentier; conocía la obra de William
Byrd a través de Maugars, el célebre viola de Richelieu, y tuvo los libros de Caignet.
De las cuatro óperas de Marais, la tercera, Alcione, que data de 1706, turbó a los
oyentes durante toda la primera mitad del siglo XVIII por la osadía y el pavor de su
tempestad: bajos de viola, parches de tambores distendidos y gritos de violines en lo
más alto de la cantarela.
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Durante los años 1726, 1727 y 1728, prácticamente había dejado de hablar. Como los
viejos que, para justificar la muerte o para soportar la proximidad cada vez más
acuciante y temible de su fin, levantan a manos llenas mil motivos de odio al mundo
que dejan en contra de su voluntad, pretendía haber susurrado un canto a unos oídos
que ya no se inscribían en faz alguna; que, sin que supiera cómo, era cual poeta que
escribiera versos en una lengua de un pueblo que hubiese sido diezmado en una
noche; que el arte de la viola había conocido su más elevado estadio cuando el
publico cesó de prestarle atención; que había escrito sobre el agua, a contracorriente,
en el movimiento imposible que va incesantemente de nuevo hacia la fuente.
Murió en septiembre de 1728. Aún era septiembre. No había nada que hubiera amado
tanto como el verano, los últimos días del estío, la espesa y suave textura de su luz.
En septiembre de 1672, expulsado del coro de una iglesia, bordeaba la orilla del Sena.
En septiembre de 1674 o 1675, bajo una cabaña, en los zarzales y las moras maduras,
negras, se estrujaba como la sangre.
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TERCERA PARTE
Pienso en los viejos letrados chinos de la época Ming, quienes para evocar su palacio,
su gineceo y sus parques, los llamaban por pudor su «humilde concha de caracol». El
pequeño gabinete de trabajo era esta concha. Esta concha era el recuerdo de una rama
de morera. Bajo la morera, los caracoles dejan fragmentos de luz; el dibujo que
forman los restos de su baba sobre las hojas roídas tiene la belleza de las joyas o del
aterrajado de las violas, a poco que un rayo de sol los ilumine de repente o se oriente
hacia su flanco.
Existe un secreto del sonido —de la invención del sonido en el universo— y yo lo
ignoro.
Se puede hablar de secreciones sonoras. La función que el olor desempeña en los
mamíferos, la ejerce en la rana el sonido. El secreto sonoro de la muda masculina es
el sexo que madura, que se vuelve fecundo; la gravedad de la voz solo es su secreción
sonora. Se puede hablar de resoplido, de lametón, de lactancia sonoros. Vestimenta
sonora del cuerpo, olor sonoro del recuerdo.
Huevo, larva, ninfa, adulto: se cuentan hasta siete estadios. Al huevo le sobrevienen
cuatro mudas de la oruga, a las que le siguen las de la crisálida, sucedida por la
mariposa. Me las he visto con el violín hasta la edad de una voz más grave, luego,
con la barba ya hirsuta, he hecho las veces de alto; más tarde, con el rostro glabro, me
las he apañado con el violonchelo. El domingo a las cuatro, en la rue de Solferino, me
uno a Yannick Guillou al clavicémbalo y a Gérard Dubuisson al violín. Interpretamos
sin un solo instante de interrupción a Rameau, Couperin, Caix d’Hervelois y Marais.
Durante horas se produce un total estupor solo interrumpido por algunas risas
incontroladas y algunos pasajes repetidos. Al cabo de tres o cuatro horas, agotados,
con la cabeza al final tan vacía y tan bella como la caja de un instrumento de música
antiguo —que no contiene nada—, el extremo del cuerpo tenso y los dedos llenos de
callos y muy blancos sin llegar a estar totalmente doloridos, bebemos vino. Fingimos
hablar de la sarabanda medida de François Couperin a la que hemos hecho gemir
hasta lo que nos parecían lágrimas. Son dos fusiones; una doble fusión que
desemboca en el simulacro de la última, la penúltima: el sueño beodo. No se trata de
la necesidad de morir.
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La necesidad de tónica, de acabar en la tónica, se vuelve irresistible a los trece o
catorce años de edad, la edad de la muda masculina. Se piensa en la dependencia de
la droga o en la dependencia del tabaco o más especialmente en la dependencia de la
soledad.
El oído humano es preterrestre y preatmosférico. Antes del aliento mismo y antes del
grito que lo desencadena, dos oídos se bañan durante dos o tres estaciones en la bolsa
del amnios, en la resonancia de un vientre. De manera que toda percepción sonora es
un reconocimiento y la organización o especialización de ese reconocimiento es la
música.
Las lenguas nacionales solo son pequeños fragmentos de música, pequeños
distritos de música. La aurora, el noviciado extremo en lo que a la lengua se refiere,
es ante todo una organización musical en la que el que balbucea busca reconocer algo
propio del sonido materno en el ruido bucal que produce, o reproducirlo por no estar
siempre presente su madre. Más tarde, un adolescente busca reproducir el sonido de
la infancia por no haber seguido compartiendo su vida dicho sonido. A este tipo de
adolescentes se les llama «garçons». Se trata de una antigua palabra del alto alemán
que significa proscrito. De esta proscripción derivaron los significados de
«mercenarios» y «lacayos». Desde cierto punto de vista, una lengua es materna igual
que una escala es tonal. A los cuatro años, un niño pequeño no conoce la quinta ni la
concesivas; «materna» y «tonal» son palabras que quieren expresar la marca que se
convertirá enseguida en estándar, debido a las circunstancias de los primeros días. Es
la huella sonora cuyo primer gorgorito es no terrestre, es líquido, amniótico. No
podemos deshacernos —en el afecto, en el vestido de Déjanire de los sentimientos—
de esta nube sonora original, mientras permanecemos bajo el régimen de la emoción,
mientras estamos vivos. El placer que se experimenta en el momento de la audición
de una música tonal es regresivo. Tratamos de acercarnos a la norma sonora que
reguló el oído antes incluso del nacimiento, a la gama primitiva que, de niños, nos
procuró el primer desbroce y que buscaba reconciliar y acordar en nosotros el pavor
de los sonidos. Por no poder aplacar jamás el primer grito, tratamos de equilibrarlo en
nosotros, de ponernos en consonancia con él y armonizar ese aullido desencadenador
de la pulmonación. Ese movimiento que nos guía hacia la música es fusional. Lo que
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se busca, más que cualquier recuerdo es, en el fondo de sí mismo, en la propia raíz, la
estabilidad sonora.
Se cuenta que para la altura de la voz hablada corriente, en tono de conversación, las
voces más heridas por la muda y las más bajas se hunden en sol 1. Los muezzi se
mueven en la sostenido 2. Y las soprani reinan en ut 3.
Los sonidos que el hombre adulto emite —que emitían Marais o Delalande al caer la
tarde, en Versalles, rodeados de Racine y de Saint-Simon, en la estancia del rey— y
los que canturreaban dos muchachitos Marin y Michel, los monaguillos de
Saint-Germain-l’Auxerrois, están tan lejos como la fauna y la flora australianas y
africanas cuando las tierras sobre las que estas se plegaban todavía formaban por
aquel entonces un único continente. Esta distancia es una espera que ningún objeto
del universo satisface. Tan distantes como, frente a frente, el pequeño koala en los
bosques de eucaliptos de Australia Oriental y el gigantesco gorila que deambula por
las malezas de las selvas pluviales de África, rodeado de okapis y de búfalos.
Si, por un instante, olvido la muda masculina, la espera es la única experiencia que el
tiempo nos ofrece de sí mismo. La duración es una resistencia. El tiempo es lo que
dura, lo que se sobrelleva, el alejamiento entre la presa y las mandíbulas, entre el
acecho y la predación, y entre el deseo y el goce. El niño —que sabe la verdad, en la
medida en que no es afecto al habla, a la resignación, a la pérdida y a la melancolía—
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no sabe sobrellevar la demora. Asimismo, una parte del objeto de la música es
precisamente sobrellevar la demora; construir tiempo más o menos no frustrante,
experimentar la consistencia del tiempo y, poco a poco infiltrar en este un antes y un
después, un regreso y un porvenir, un este y un oeste, un soprano y un grave, una
rapidez y una lentitud, un llevar las riendas de la frustración, dominar la creencia
inmediata y jugar con la impaciencia. A finales del siglo pasado, el filósofo
Marie-Jean Guyau decía que ningún tiempo humano en el universo se emanciparía
nunca de su origen mamífero: el intervalo doloroso, esto es, consciente entre la
necesidad y su satisfacción. Son palabras nobles para designar a un pecho que ofrece
el aflujo de leche y una boca con labios protuberantes que quiere morder, a pesar de
que todavía su dentadura es escasa; suponiendo que, con su enérgica entrega, la
avidez que los mueve a lo largo de las mandíbulas no suscite ya, poco a poco, los
dientes.
El perro tiene una laringe de gran tamaño cuya anatomía es parecida a la de la laringe
humana. A mayor abundamiento, la laringe canina emite sonidos dentro de los límites
de las secuencias de la voz humana. Un diapasón fijó su destino.
En las sabanas del cenozoico, hace menos de dos millones de años, dos jaurías
tenían prácticamente un mismo diapasón sonoro…
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El perro, la música y la muda —la mujer, el lenguaje y la rata—, la angustia, la
postura erguida, la barba y la muerte han acompañado siempre a los hombres a lo
largo de los últimos milenios, por todas partes, en el mundo sublunar.
Pero no existe nada más. El sufrimiento humano está ligado a la música porque el
sufrimiento humano resuena en el tiempo y en la voz masculina; y esta resuena en el
aire atmosférico que envuelve, de repente, el rostro durante varios meses antes de que
el grito se haga lenguaje. Incluso Dios es pasado, nacimiento que vuelve a lo actual, a
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lo que nace. Lamento y música. El lamento es una muda del grito. La música es una
muda de muda. Es el lamento de las confesiones de Agustín de Tagasta. Distentio est
vita mea. «Me he dispersado en un mundo cuyo ordenamiento ignoro». Siempre hay
algo que desgarra el instante. Y el desgarrado soy yo. Necesito una concordancia para
aliviar la discordancia. «¡Una intriga!», ese es el grito desde que el grito se vuelve
lenguaje. Mi vida es un continente abordado solo por un relato. No solo hace falta el
relato para abordar mi vida, sino un héroe para garantizar la narración, un yo mismo
para decir yo. Necesito una melodía —canturreo primero, cantus obscurius de la
lengua materna insignificante todavía, presencia substancial, alimentadora— para
calmar la aniquilación del tiempo por el tiempo.
El canto, el mélos está ligado a la memoria. Un canturreo anterior incluso al lenguaje,
que prepara el apresamiento de su mandíbula sobre nosotros, nos ha domesticado. La
recitación infantil se subordina no solo en su retención sino en su misma
rememoración a la melopea.
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¿Una novela? ¿La Historia? ¿La Biblia?
Abeja en la colmena que repite el camino de una flor.
Una voz resuena en el tiempo. La voz masculina se rompe ahí en dos pedazos, es
como si estuviese en dos tiempos. La voz de los hombres es el tiempo hecho voz.
Son las abejas de las que he hablado. En el jardín. Cuando el verano se vuelve
pesado, no cesa de espesarse. Vuelven voraces sin cesar alrededor del vestigio de
mermelada de mora que había quedado sobre la mesa. Zumban, se acercan, danzan,
succionan con brusquedad, se alejan con su murmullo.
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Una parte de la música es este tiempo trabajado por el tiempo, es este tiempo que
vuelve al tiempo, se dirige contra él con los medios que sus mismas propiedades le
ofrecen. La música es una corrección de tiempo más o menos espectral. En ella
parece que el tiempo regrese a sí mismo, retorne más allá de su origen. Que el tiempo
tenga la nostalgia de no haber estado siempre. Durante este tiempo, la pérdida del
tiempo no se hace soportable sino deseable.
Por perder la voz a los trece o catorce años el oyente de música se intercambia con el
movimiento de pérdida. Un tiempo busca complacerle; lo que lo frustra, le arrebata el
placer y lo aboca a la muerte, busca complacerle. Lo que se sustrae y está ligado al
mortal tiene, de repente, un acceso de generosidad y forma algo así como un presente.
Se da ahí una paradoja que hace que esta función, propia de la música, sea más o
menos perversa. La música aparece de pronto como hecha de un humor negro que
podemos tener ganas de rechazar con fuerza. Es un terrón de azúcar roto que con
suavidad colocamos sobre una muela cariada. La música susurra en el oído de su
oyente: «¡Contempla el tiempo! ¡Un juego de niños! ¡Un virtuoso trazo! ¡Y que
regresa! ¡Escucha! ¡El tiempo no es nada! ¡Y la muerte es solo una oportunidad de
placer!».
«¡Es largo!», contesta la infancia a la música. «Es largo, es largo. Nos vamos,
¿cuándo nos vamos?», repite la infancia sin cesar. La lengua alemana llamaba al
aburrimiento el «tiempo largo».
«¡Es largo! ¿Qué podemos hacer? ¿A qué podemos jugar?», susurran los niños de
repente despertados. Quizás estos susurros que se intercambian se puedan traducir.
Quizás digan: «¿Dónde podríamos hallar un verdadero deseo para llenar el tiempo?
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¿En qué región del universo o de la habitación están guardados los deseos? ¿Dónde
se encuentra la mesa incesante para el hambre incesante? ¿Dónde se halla la
actividad, la fogosidad que cubriría todo el espacio del tiempo?».
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CUARTA PARTE
Había conocido una gloria extrema, no había elegido como instrumento de su arte el
instrumento que caía en el olvido, al contrario, era la nostalgia del niño que ha
mudado lo que deseaba llevar al olvido. Había elegido como instrumento de su arte el
bajo, el bajo de viola, instrumento al que, en efecto, condujo al olvido por su
virtuosismo, por su habilidad retorcida que daba paz a su tormento, por la belleza
expresiva de sus piezas, rivales de la voz, por la extremada dificultad de sus piezas,
de la cuales la más bella y tal vez la más difícil lleva por título Les Voix humaines.
Es más corriente una segunda versión: desde 1699, Corelli impuso el violín frente a la
viola, y venció. Una tercera versión incluye prudentemente nuestro propio
desconocimiento: la viola de gamba cayó en el olvido a partir de la revolución
francesa y llevó consigo al olvido tanto a la técnica como al recuerdo de aquellos que
habían escrito para ella. Sin embargo, sería posible una cuarta versión; se trata de las
palabras de Rousseau: «¿Quién, en Francia, hubiese sido capaz de tocarlas que no
fuese el propio Marais y el joven Antoine Forqueray?». Habría que decir: la técnica
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puesta a punto por Marin Marais con el fin de rivalizar con toda la extensión de la
voz humana, deseó el declive del instrumento, buscó el olvido de este sufrimiento.
Las «voces humanas» son en sí mismas sonatas que se abren con gritos. Se extienden
entre el gorjeo y el balbuceo.
Luego vienen las voces blancas de la angustia y el timbre metálico de los maníacos,
las afonías terribles del desasosiego, la voz sorda, baja y mortecina de los depresivos,
y por último, la voz destimbrada de los viejos en el momento de morir.
Marais fue el viola de gamba predilecto del rey Luis XIV, como Hiromasa fue el
tañedor de laúd preferido del emperador Murakami. Marais no supo enseñar a sus
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hijos el secreto que había hecho suyo, con el oído pegado a la cabaña. El rey oyó a
los tres hijos de Marin Marais tocar la viola, por separado, y dijo: «Estoy muy
satisfecho de vuestros hijos, pero vos seréis siempre Marais y además su padre».
Con sesenta y nueve años de edad, Marais pidió su jubilación al joven rey Luis XV y
se retiró a la rue de l’Oursine, en el faubourg Saint-Marceau. A Marin Marais le
gustaban las ramas de las moreras y le gustaban las flores. La muda —al igual que la
ramificación de las raíces de los árboles en la tierra es simétrica a la proliferación de
las ramas que se elevan al cielo— proyecta una frondosidad glótica y sonora en el
aire que es como el reflejo, como una especie de rostro del sistema más oscuro y
enrojecido, testicular y sexual. El comisario Titon du Tillet dice: «Marais se había
retirado tres o cuatro años antes de su muerte a una casa en la rue de l’Oursine, en el
faubourg Saint-Marceau, donde cultivaba las plantas y las flores de su jardín. Sin
embargo, alquiló un estudio en la rue du Batoir en el barrio de Saint André des Ares,
donde, dos o tres veces por semana, daba lecciones a personas que deseaban
perfeccionarse en el arte de la viola».
El tiempo tiene tres dimensiones. La voz de los hombres tiene dos estaciones; luego,
la voz de los hombres se abisma, se hunde de una sola vez en el silencio. Dios es
eterno; era niño; era soprano; no conocía aún el lenguaje; era Dios, estaba en un
pesebre, y llegaron ellos, se les llamaba los reyes magos, eran tres, ofrecieron al
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joven dios el pasado para lamentarse, de manera que sufriese, el futuro para desear,
de manera que sufriese, el presente para ser abrumado por uno y otro, de manera que
sufriese.
Bach admiró la obra de Marais. Tenía en su poder varios de sus libros de suites para
viola. La Pasión según San Mateo está escrita en el estilo de Marais. Signo sublime
en el tiempo: Komm, süsses Kreuz…
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El primer colchón marca el ritmo. El segundo colchón marca la intensidad sonora. Lo
que el emperador expira marca la melodía. El nombre del intérprete es Macrón.
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UN JOVEN MACEDONIO DESEMBARCA EN EL
PUERTO DEL PIREO
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C ERÁMICO, un enorme bosque de olivos y plátanos que rodean la tumba del
héroe Academos. Aminora el paso, atraviesa la sombra, se acerca al gran
gimnasio.
Entra. Habla en griego. Está decepcionado. El maestro, Platón, hijo de Aristón,
ateniense, está ausente pues se halla en la corte de Siracusa. Quien lo recibe es el
matemático Eudoxio, nacido en Cnido, y durante un año le enseña.
De repente, entra el maestro, tiene sesenta y tres años, rostro cuadrado y aspecto
cansado. Esa misma noche Eudoxio presenta al joven macedonio:
—Aristóteles, hijo de Nicómaco, macedonio, originario de Estagiro.
El adolescente saluda al maestro. El padre Grenet asegura que, en el momento de
saludar a Platón por primera vez, la voz del joven Aristóteles era baja y ronca.
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Los griegos inventaron la tragedia. La tragedia en griego se denomina tragodía.
Tragodía quiere decir literalmente el canto del macho cabrío. Tragízein tiene dos
sentidos: apestar como un macho cabrío y mudar la voz (cantar como un macho
cabrío o como aquel que recuerda su olor). Es la voz rasposa, de repente chillona y
escarpada, que es la antigua y ya perdida acepción de farfallear; farfullar hoy en día.
Era muy al inicio de la primavera. La tragodía es el canto del macho cabrío. Durante
la procesión mayor, todo el pueblo cantaba. Las flautas oboes acompañaban el canto.
Llevaban alzados simulacros de sexos masculinos. A la sazón, Esquilo o Sófocles
dirigían el coro. El primer día se sacrificaba el toro. Antes de la competición (lo
coral, lo danzado y lo teatral no se habían disociado aún), se sacrificaba el lechón
sobre el altar. Aquello a lo que se llamaba danzas era el desfile de las jarras, la parada
de las armaduras. Bailaban, es decir, pateaban. Por último, las trompetas sonaban.
En aquel entonces théatron quería decir «lugar desde el que se mira». Entonces
orchestra quería decir «lugar en el que se baila». Entonces skené designaba la cabaña
de madera en la que se cambiaban de máscara o de vestimenta. Es el lugar de la
muda. Igual que en francés se dice «muer sa tête» para designar a un ciervo que muda
su cornamenta.
El intérprete de flauta oboe se quedaba cerca del altar del sacrificio. Allí donde se
degollaba el lechón. El altar se hallaba en el centro de la orquesta. El intérprete de
flauta oboe era el único que iba sin máscara, pero la flauta lo enmascaraba.
Acompañaba a lo que en nuestros días da en llamarse el «coro trágico», es decir, el
gran «farfulleo», el canto del macho cabrío, esto es, si puede decirse así, la muda.
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Los griegos llamaban a esto «teatro», «lugar de la mirada», porque durante esta
ceremonia del canto del macho cabrío el conjunto de habitantes del lugar se
desdoblaba entre el coro y sí mismo y se hablaba a sí mismo, se contemplaba.
Poco a poco, con el paso del tiempo, de entre el coro que pisoteaba y cantaba y la
comunidad que se había reunido en torno al altar, se separaron partes solitarias. Un
solo se alzó en la oda coral. Unos seres sobresalieron, unas voces se emanciparon,
más allá de los lamentos y al unísono, del puerco sacrificado. Monólogos y coros se
respondieron. Contaban y discutían leyendas muy viejas que les parecían cada vez
más discutibles.
Se ha dicho que esta muda —en griego, este canto de macho cabrío, esta tragedia
—, era la del muthos en logos. Al menos, así es como llamaron a la continuación de
estas extrañas ceremonias. Esas especies de tribunales populares, de sacrificios
pateadores y cantados, esas especies de competiciones, de indagaciones sobre la
violencia y la inteligibilidad de la leyenda duraron algo menos de tres siglos.
Los últimos días de marzo. En latín primavera se llama ver. Así como tragízein es
hacer el macho cabrío, emitir como él su olor o su canto, la vernatio romana —
palabra que solo designa la piel que las serpientes abandonan después de la muda de
primavera— imagino que quiso decir el «hacer primavera», el reverdecer, el
«mudar-de-piel».
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El teatro y el cambio de piel están ligados. Quizás por ello es por lo que mudar, en
griego, se pudo decir de manera tan curiosa: ser el grito del sacrificio, ser el balido de
un chivo expiatorio, por lo demás ausente en el sacrificio que lo nombra.
Podemos hacer uso de un muy lejano argumento que pertenece al Libro de los
Jueces. El grito de la plegaria llega a los oídos de Dios exactamente igual que el
humo sube a sus fosas nasales. El aire transporta lo uno y lo otro por encima del
sacrificio. El olor nauseabundo y el balido son transportados por el mismo médium.
La muda en el sentido de vernatio, en el sentido de mutación vocal, en el sentido de
mutación de sexos, en el sentido subyacente de muda característica del deseo
masculino: en todo ello radica la tragedia.
A finales del siglo XIII, cerca de Génova, Jacques de Vorágine reseña una leyenda
escocesa. Una oveja robada y devorada por el ladrón lanza un balido en el vientre del
que se la había comido. La víctima traiciona el robo. El alimento se vuelve contra su
devorador.
En el momento de la muda de los muchachos, en la antigua Grecia, el balido de
un macho cabrío es lo que traiciona el sacrificio definidor de la especie. La víctima
del sangriento banquete se atraviesa en el cuerpo de los fieles de la misma forma que
en la leyenda hebrea y cristiana un trozo de manzana se queda clavado en la garganta
de Adán. Al igual que los cristianos llamaban nuez de Adán a ese resalte, a esa
prominencia en la mitad del cuello, comparable a un pecho estéril, durante la muda
masculina, en la antigua Grecia, más allá del tiempo, un macho cabrío sin edad se
ponía a balar en el cuerpo de los muchachos en el mismo instante en que se hacían
hombres.
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Littré añade que la descamación continua de la epidermis en el hombre es una
«auténtica muda insensible». La idea es tan vieja como Homero, que compara la
muerte de los hombres a la caída de las hojas que sufren las ramas de los árboles en
otoño. De igual manera ocurre con la desfloración que los hijos de los hombres
conocen en su voz en la edad de la pubertad. El niño que es objeto de la muda, no es
capaz de oír tan sorprendente transformación debido a la incesante compañía de su
voz, ni de conservar un recuerdo agudo de esta. Esta involuntaria sordera es el único
hecho de que dispone para seguir oyéndose a sí mismo y entenderse consigo mismo.
Este sacrificio es de los que se censura como el recuerdo de un vientre glabro.
De nuestro cabello y de nuestras uñas se dice que son objeto de una muda incesante
que va más allá de la muerte personal.
A veces se dice eso de los libros que ciertos hombres escriben, de las sonatas que
ciertos hombres componen.
Diógenes Laercio narra que Aristóteles, unos meses antes de morir, encargó unas
estatuas al escultor Gruyón.
Una de Nicanor siendo niño. Otra de la madre de Nicanor.
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En el año 323, a la muerte de Alejandro, durante el verano, Aristóteles fue acusado
una vez más. Una vez más, abandona Atenas. Es de noche. Huye hacia Eubea para
llegar a la propiedad heredada de su madre en Calcídica. Tiene sesenta y tres años, no
puede más, está enfermo. Es la última muda.
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Florentinos del tiempo de los Medicis, parisinos de la época de Luis XIV, y alemanes
de Weimar estaban obsesionados por los griegos que vivían cuando Pericles vivía.
Estaban obsesionados por ellos hasta el dolor. John Keats, Friedrich Hölderlin y
Friedrich Nietzsche se perdieron en ese dolor. Los medievales también. Me parece
que esa obsesión al igual que ese dolor, se han disuelto. Esto ya casi no es
comprensible. Pienso en ese viejo viudo, agriado, que amontona estatuas en su jardín
de Eubea, vencido por el odio de los atenienses, vencido por el odio de los estagiritas,
vencido por el odio de Alejandro. Resuenan todavía en sus oídos los gritos agudos
del eunuco Hermias crucificado. Se acuerda de la isla de Lesbos, de su madre
Faestes, de la observación de la fauna marina en la bahía de Pirra. Le gustaba su casa
de Atenas, en el monte Licabeto, no lejos de las orillas del Ilisos. Mandó llamar a su
hija Pitias. Se muere.
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LA ÚLTIMA LECCIÓN DE MÚSICA DE CHANG LIEN
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A MPLÍO UNA VIEJA LEYENDA. La leí en una nota erudita de Chang Fu-Jui, en la
página 432 del segundo tomo de la Crónica de los mandarines. La traducción
francesa del libro de Wu-Jing-Zie se publicó en 1976. Aderezo con sueños y
reflexiones la leyenda de Pu Ya. Invento los diálogos y los recuerdos. Pero la escena
final es la de la leyenda, es esa última lección de Chang Lien lo que me fascina. Los
nombres de Pu Ya, de Feng Zi-Chuan, y de Chang Lien son reales. Chang Lien vivía
en la época de las Primaveras y Otoños (722-481 antes de Cristo). Fue el maestro del
Músico-Más-Grande-Del-Mundo. Los antiguos letrados chinos habían dado a Pu Ya
el título honorífico de «Músico-Más-Grande-Del-Mundo». Según el Yue-Fu Jia-Ti,
Pu Ya había ya estudiado durante cinco años laúd y cuatro años guitarra de tres
cuerdas antes de conocer a Chang Lien para recibir sus enseñanzas. Chang Lien lo
escuchó, lo acogió entre sus alumnos y le hizo trabajar durante tres años. Una
mañana, antes del amanecer, Chang Lien mandó buscar a Pu Ya y exigió que se
reuniese enseguida con él en la sala de instrumentos. Chang Lien se hallaba sentado
en el suelo con las piernas cruzadas con una luminaria de aceite a su izquierda y
permanecía silencioso.
—Dadme vuestro laúd —pidió, de repente, a Pu Ya.
Pu Ya lo saludó y le presentó su laúd.
—¡Escuchad este sonido! —dijo Chang Lien y blandió el laúd por encima de su
cabeza y lo arrojó contra el suelo—. ¡Tal es el sonido del laúd!
Era un laúd que tenía setecientos años (de finales del segundo milenio antes de
Cristo).
Pu Ya se inclinó y saludó tres veces.
—Dadme vuestra guitarra de tres cuerdas —pidió Chang Lien.
Pu Ya le entregó la guitarra.
—¡Escuchad este sonido! —le dijo Chang Lien.
Colocó la guitarra ante sí, se puso de pie, saltó encima de la guitarra y la pisoteó
durante un buen rato.
Pu Ya lloraba al ver sus instrumentos destrozados por los puntapiés de su maestro
dejaban maltrechos. Luego, Chang Lien apartó con el pie los restos de los
instrumentos empujándolos hacia Pu Ya, mientras le decía:
—¡Ahora, poned más sentimiento en la manera de interpretar la música!
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El joven Pu Ya quedó muy abatido. Solo tenía unas monedas. Había perdido sus
instrumentos de música. Dejó de comer durante una lunación y vaciló ante la idea de
abandonar a su maestro. Había dado a Chang Lien los taeles de plata de que disponía
para pagar sus lecciones, la cama de ladrillo y la comida de cada día. Qu Lin le
prestaba, de vez en cuando, su laúd.
Al final de una lunación, cuando Pu Ya vio que Chang Lien no lo había hecho llamar,
fue a su encuentro. Lo saludó. Chang Lien le hizo sentarse a su lado y mandó que
llevaran dos tazones de fideos sobre los que pusieron carne salteada y coliflor.
Cogieron sus palillos y comieron. Una vez que Chang Lien hubo acabado de comer
sus fideos, pidió que llevaran vino y lo puso a calentar. Bebieron unos vasos. Al final,
Pu Ya interrogó a su maestro:
—¡Mi laúd databa de poco después del nacimiento de los proverbios! Mi padre lo
había recibido del duque Feng a cambio de tres concubinas de una belleza inefable.
Mi guitarra la habían tocado los Siete Músicos. ¿Por qué, tío abuelo, los habéis roto?
La voz de Pu Ya estaba llena de lágrimas mientras hablaba y se quebraba al
pronunciar las palabras laúd y guitarra, tío abuelo y padre. De repente prorrumpió en
un enorme sollozo y lloró en sus mangas.
—¡Tío mío! —gritó.
Luego, Pu Ya se frotó los párpados y se prosternó por tres veces ante Chang Lien.
Chang Lien le respondió:
—¡Hijo mío, ya os respondí cuando los rompí! Vuestra interpretación en hábil
pero carecía de sentimiento. He roto vuestros instrumentos y vuestra voz ya ha
cambiado. Os escuchaba lamentaros y ya oía en el temblar de vuestra voz algo de un
canto. Empezáis a extraer de vos mismo entonaciones que conmueven. —Chang Lien
retiró de su manga un resto de coliflor que le había caído. Continuó—: Sois como un
niño cuya voz muda. Sois como un niño cuyos labios vacilan entre el seno de su
nodriza y el pecho de las prostitutas. Sois como un niño cuyo paladar duda entre el
universo de la leche y el del vino caliente, entre la voz que se levanta súbitamente
como un pajarito por encima de las frondosidades y la voz ronca de leñador o de
carretero que resuena y arremete contra su tronco o su mula. Dudáis entre lo que
sentís y lo que sabéis. ¡Tenéis por delante mucho que hacer aún para acercaros a la
música!
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Pu Ya saludó de nuevo tres veces. Cuando Pu Ya se disponía a retirarse, Chang
Lien lo retuvo. Lo invitó a sentarse nuevamente. Chang Lien pidió a Pu Ya qué le
había hecho inclinarse por el arte de la música.
Tres cosas habían hecho inclinarse a Pu Ya por la música. La primera había ocurrido
cuando apenas caminaba. Acompañaba, con el paso vacilante de sus dos piernecitas,
a una sirvienta que iba a buscar a la aldea leña para calentar y arroz, bordeando el
lago. A la orilla del lago vio por primera vez los sauces de enormes troncos y de
sombra redonda. Se acercó y descubrió a un joven que guardaba un búfalo y leía
murmurando al borde de la orilla. La sombra de los sauces era redonda y azul. El
silencio era inmenso. «El agua, la sombra redonda, el niño, el libro, el búfalo, el
sauce, el ronzal que amarraba al búfalo al tronco del sauce, ¡todo eso se grabó en mi
memoria sin más razón!», dijo Pu Ya.
La segunda cosa que había hecho decidirse a Pu Ya por la música, según Pu Ya,
había sucedido nueve años más tarde, a la muerte de la esposa principal de su padre.
La puerta estaba cubierta por un paño blanco. «¡La Primera ha muerto!», tal fue su
pensamiento. Había entrado. Había cogido un bastón de incienso y había saludado
con las manos juntas cuatro veces. Estaba arrodillado y su frente tocaba el suelo de
madera. Entreveía fulgores vacilantes de lámparas, sombras y pies. Luego, al mismo
tiempo, había oído la gota de aceite que crepitaba en la gran luminaria y el ruido de
sus lágrimas que caían en el suelo de madera.
El tercer suceso que había hecho decidirse a Pu Ya por la música, según Pu Ya,
había acaecido cerca de Nanjíng. Salía de una casa de té. Todavía conservaba el
recuerdo del calor del lugar, de la frescura de las hojas y de las flores, de la calidad
del agua de lluvia bullendo en el hervidor. Hacía mucho calor, había salido, le
sudaban el rostro y las nalgas, e iba siguiendo el camino que le conducía a casa de su
maestro de escritura, cuando le sorprendió la tormenta. Estaba agazapado en un
matorral. La tormenta había sido de extremada violencia. Las trombas de agua eran
montañas. La negrura de los cielos brillaba como los cabellos de las mujeres más
bellas. El trueno era ensordecedor y provocaba deseos de huir. Los rayos rasgaban la
espesura negra del cielo y dejaban entrever la naturaleza invislumbrable y pavorosa
que está en la naturaleza; fragmentos del horrendo sol que hay tras la noche. Pu Ya
ocultaba su rostro en la manga.
Luego vino el silencio, el fin brusco de la lluvia. Había vuelto a abrir los ojos. Era
como una luz nueva sobre el mundo. Una luz nueva y el silencio sobre los árboles
lavados, de un verde inexpresable, las perlas sobre las hojas, la belleza de un
fragmento de cielo totalmente azul.
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Pu Ya se exaltaba por tercera vez. Pu Ya pretendía que solo había un sonido que
pudiese pintar esa llanura rutilante y nueva, esos colores nunca vistos. Pu Ya sugirió
que ese sonido estaría muy cercano al silencio.
—¡Es falso! —replicó Chang Lien con sequedad.
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Recordad el tiempo en que vuestra voz estaba rota. Recordad vuestra voz cuando se
quebró por el recuerdo de vuestros instrumentos rotos. Vuestro laúd, de tiempos del
nacimiento de los proverbios, es como una cáscara de nuez. Es preciso partirla para
comer el fruto. Recordad que en la música el sonido no es el fruto.
Chang Lien dejó pasar ocho meses sin convocar a Pu Ya. Era primavera. Pu Ya se
había retirado para tocar a una linde del campo, sobre el ribazo del camino hacia la
entrada del pueblo. Había, entonces, melocotoneros en flor; las flores eran de un rosa
indescriptible. Pu Ya calzaba sandalias de cáñamo. Al pasar Chang Lien por ahí lo
oyó, se acercó y le hizo un gesto para que siguiera tocando y se sentó a su lado.
—¡El sonido es espantoso! Tirad este instrumento —dijo al cabo de un momento
a Pu Ya.
Pu Ya se estremeció. Sus mejillas palidecieron súbitamente. Chang Lien continuó:
—La música no mora en los instrumentos más bellos ni tampoco reside en los
peores. Los instrumentos más apropiados a la música son, sin duda, los que
emocionan pero son perecederos, como los cuerpos que envuelven a los hombres.
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Chang Lien dijo asimismo:
—Hay algo de dulce y triste en la música que habéis improvisado, pero todavía
no es música. ¡Abandonad esos instrumentos! ¡Salid de este jardín! ¡Buscad la
música! ¡Venid conmigo!
Pu Ya, una vez de regreso, después de largas negociaciones, obtuvo del intendente Fu
tres taeles de plata. Fue a casa del luthier imperial; hurgó un buen rato en los
armarios de la tienda, haciendo sonar las cuerdas en el vacío. No encontró
instrumentos que le agradaran. Descontento, salió a la calle. Subiendo la callejuela
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para volver a casa de Chang Lien, Pu Ya encontró a un hombre muy viejo que bajaba
ayudándose con un bastón pintado de rojo. Llevaba un sombrero de fieltro, un traje
de seda gris desgarrado, y zapatos rojos. Bajo el otro brazo sostenía un pequeño
violín. Pu Ya lo reconoció y lo saludó juntando las manos.
—¿Cómo estáis, tío?
—Hablad más alto, señor, soy duro de oído.
Pu Ya, con energía y lentamente, dijo:
—¿Cómo estáis, tío?
—No recuerdo quién sois —le respondió el anciano—. ¡He vivido tanto!
—Me llamo Pu Ya, tío. Compré en su tienda, hace tres estaciones, un laúd y una
guitarra de tres cuerdas. ¡Esas con las que se ejercitan los niños inexpertos! ¿Me
permitís importunaros y pediros que entréis en una casa de té conmigo?
Así hicieron. Se sentaron a la mesa ante una tetera en la que flotaban los
miembros de tres o cuatro flores; el olor era maravilloso.
—¿Me permitís que os pregunte vuestro honorable nombre, tío? —preguntó Pu
Ya pausadamente.
—Mi humilde nombre es Feng Yieng —contestó el restaurador de instrumentos.
—¿Dónde vivís? —preguntó Pu Ya.
—¡A dos pasos de mi taller! ¡Muy cerca de aquí! ¡En el Sepulcro del Viento! —
dijo Feng Yieng.
—Tío, vos que restauráis los instrumentos de música os equivocáis al lamentaros.
¡Vos debéis conocer la felicidad! ¡Vos sois el guardián ante el altar! Vos aseguráis la
belleza, la conservación, el silencio y la posibilidad de la música. ¡Vos no tenéis por
qué ser la música! —exclamó Pu Ya suspirando.
—Lo que decís es absurdo —dijo Feng Yieng—. No conozco la felicidad;
restauro instrumentos y me muero de hambre. Soy muy viejo. Dentro de poco hará
once mil años que padezco la vida. ¡Dentro de poco hará once mil años que reparo,
en vano, lo irreparable! ¡Dentro de poco, hará once mil años que no muero de verdad!
Señor, aquí donde me veis, yo fui un león, fui el pabellón del oído de una viuda. ¡Fui
una nube rosada en la aurora! Fui un pan de uvas. Fui una brema. ¡Fui una pequeña
frambuesa algo velluda entre los dedos húmedos de un niño!
—Tío —prosiguió Pu Ya—, vos que reparáis los instrumentos de música,
¿guardáis en el fondo de vuestra tienda guitarras de tres cuerdas y laúdes?
—Sí señor —respondió el anciano—. Conservo cinco o seis que, sin duda, no
visteis la última vez que estuvisteis allí. Pero soy demasiado viejo para llevarlos hasta
vuestra morada. ¡Mis dedos tiemblan!
—¿Cuándo podré importunaros y volver a vuestra honorable tienda? —le
preguntó Pu Ya.
—Vamos con paso ligero —dijo el anciano—. ¿Puedo subirme en vuestras
espaldas? ¡Estoy cansado!
Pu Ya dijo que sí y cargó a Feng Vieng a su espalda.
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—Soy muy viejo —repetía Feng Yieng—. ¡Hasta he olvidado cómo me llamo!
—Vuestro honorable nombre es Feng Yieng —gritaba Pu Ya—. Vivís en el
Sepulcro del Viento.
—Desgraciadamente —gritó el viejo—, ¡el Sepulcro del Viento no es el sepulcro
de la vida! ¡No he acabado de conocer la vida! ¡Seré aún pájaro y mejillón negro
sobre el arenal, y diente de león! No me he deshecho del peso de las formas. ¡Aspiro
impacientemente al vacío! ¿Queréis conocer lo peor de mi sufrimiento?
—Sí —gritó Pu Ya—, ¡quiero conocer lo peor de vuestro sufrimiento!
—¡Lo peor de mi sufrimiento es que sé que volveré a ser hombre! —dijo Feng
Yieng—. Los astros y el peso de todo lo que he vivido así lo han fijado. Volver a
convertirse en hombre, con toda seguridad, ¡es peor que convertirse en caballo de
posta! ¡Todavía siglos por venir! ¡Todavía luz por ver! ¡Todavía sonidos que hieren!
¡Todavía ojos para llorar!
Pu Ya encontraba sorprendentemente ligero de llevar sobre sus espaldas al viejo
Feng Yieng. Le preguntó:
—Tío, ¿el astrólogo os ha dicho acaso en qué lugar debéis volver a vivir en
estado de hombre? ¿Cuál será vuestra función? ¿En qué siglo?
Feng Yieng le dio unos golpecitos en la cabeza con las falanges blancas y secas
de la mano.
—El lugar será Cremona, una aldea cerca del Po. El siglo será el siglo XVII de la
era de los latinos. La función seguirá siendo la de fabricante de instrumentos de
cuerda.
—¿Cuál será vuestra apariencia? —preguntó Pu Ya.
—Tendré un delantal de cuero —contestó el viejo Feng Yieng, llorando.
Su mano temblaba. Se quitó el sombrero de fieltro y dijo:
—Llevaré un gorro de lana blanca en invierno para cruzar los pequeños puentes
que atraviesan el Cremonetta.
—Tío, ¿sabéis cuál será vuestro nombre? —gritó Pu Ya.
—Sobrino —dijo el anciano, moviendo sus pies rojos—, tengo once mil años. Me
llamo Tonio Stradivarius. No puedo más. Soy el padre de Omobono y de Catarina. Mi
maestro se llamaba Amati; mi amigo se llamaba Guarnerius…
Diciendo esas palabras, las lágrimas se deslizaron por el rostro del anciano.
—Me parece —prosiguió—, que recuerdo la plaza de Santo Dominico, frente a la
puerta principal. Siento la luz dorada. Veo el Torazzo. ¡En el aire hay un olor a
aceituna y a engrudo de pescado!
Y el restaurador de instrumentos de música se volvió a poner el sombrero de
fieltro y se llevó las manos a la cabeza. Gimió y aspiró por la nariz. La mucosidad
caía en el rostro de Pu Ya.
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Llegaron a casa de Feng Yieng. Pu Ya depositó al anciano y probó largo rato las
guitarras y laúdes. El segundo laúd que probó producía sonidos extraordinariamente
claros, como gotas de lluvia. La cuarta guitarra que probó era seguramente un
instrumento muy frágil, pero de una tristeza y una delicadeza infinitas. Una de las
cuerdas era muy aguda y parca de resonancia; otra, de una dulzura que, con certeza,
no era humana. Por último, la postrera, tan sorda, tan grave, aunque amplia y, sin
embargo, púdica como si se pusiera, una y otra vez, sus abrigos y faldas ante la
belleza desnuda del cuerpo.
Chang Lien comía pepitas de sandía mientras se paseaba cerca del lago del Grito de
la Gallina. Ese lago producía cada año varias decenas de miles de celemines de
castañas de agua. Los barcos de pesca iban de orilla a orilla. Allí fue donde Pu Ya
mostró a su maestro, cuatro meses más tarde, los instrumentos de música que había
elegido en casa de Feng Yieng. Se sentaron en un jardincito de bambúes, en frente de
un barco azul amarrado. Pu Ya tocó ante su maestro una breve pieza musical.
—El instrumento es bello —dijo Chang Lien.
Pu Ya perdió el color.
—… los dedos, el oído, el cuerpo y el espíritu, todo es apropiado —dijo aún
Chang Lien.
Pu Ya palideció hasta el extremo de ponerse azul como el barco de pesca
amarrado, ante ellos, tras el seto de bambúes.
—¡Solo falta encontrar la música! —concluyó Chang Lien.
Pu Ya sintió que la angustia en estado puro le invadía el cráneo. Sintió que el
corazón se encogía de dolor en su pecho. Chang Lien le obligó a levantarse.
—No puedo enseñaros nada más —dijo—. Vuestros sentimientos no están lo
bastante concentrados. No disponéis de lo que os conmueve, como la ola del lago lo
hace con la barca azul del pescador. Yo, Chang Lien, no puedo enseñaros más. Mi
maestro se llama Feng Zi-Chuan y vive en el mar del este. ¡Él sabe hacer nacer la
emoción en el oído humano!
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Una vez dicho esto, partió empujando una barca con la vara. Diez días después,
no había vuelto todavía. Pu Ya miraba a su alrededor, con hambre, con soledad, con
miedo. No había nadie. Solo oía el rumor del agua en la arena y el trino triste de los
pájaros. En ese momento se sintió mucho más débil y lanzó un suspiro, y dijo: «¡Esta
es la lección del maestro de mi maestro!». Empezó entonces a tocar la guitarra,
cantando, y lloraba con dulzura. Luego lloró en el fondo de su corazón y solo las
lágrimas eran sonidos. Cuando el canto ya moría en sus labios, regresó Chang Lien,
lentamente, sobre el agua. Pu Ya subió en la barca que Chang Lien empujaba con la
vara. Pu Ya se convirtió en el mejor músico del mundo.
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PASCAL QUIGNARD nace en 1948 en Verneuil-sur-Avre (Normandía). Tras
estudiar filosofía y lenguas clásicas trabaja en la editorial Gallimard, de la que llega a
ser director. Funda con el presidente François Miterrand el Festival de Música y
Teatro Barrocos de Versalles. Y con Jordi Savall dirige durante años el Concert des
Nations.
Tras dimitir de todos sus cargos en 1994, se dedica únicamente a escribir. Ha ganado
todos los galardones literarios importantes concedidos en Francia. Entre sus obras
destacan La frontera (1992, publicada recientemente en Funambulista), Todas las
mañanas del mundo, 1994 (la vida de Marin Marais que adaptó al cine Alain Corneau
en 1991), Terraza en Roma (2002), Vida secreta (2005), y Sombras errantes, que le
valió en 2002 el Premio Concourt.
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Notas
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[1]En francés la palabra mûrier significa morera; el autor juega a lo largo del texto
con la relación etimológica entre las palabras mûrier (morera), mûre (mora / madura)
y mûrir (madurar) que comparten la misma raíz, y que en castellano no puede
establecerse. (N. de la T.) <<
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