Teatro Griego-Edipo Rey
Teatro Griego-Edipo Rey
Teatro Griego-Edipo Rey
Layo
Hijo de Lábdaco, fue criado por el regente Lico, después de la muerte de su padre.
Cuando se hizo mayor intentó ocupar el trono, pero sus primos
segundos, Anfión y Zeto, usurparon el poder. Layo fue expulsado de Tebas y el
rey Pélope de Pisa, un reino vecino, le dio asilo.
Pélope quien aparte de las atenciones brindadas, le confió la guerra y educación
de su hijo Crisipo. Layo quedó prendado del joven y un día lo raptó y violó. Según
una versión, Crisipo se suicidó por la vergüenza infligida. Pélope al darse cuenta
de lo ocurrido, arrojó sobre Layo la maldición de Apolo, por la cual declara que tu
estirpe se exterminará a sí misma.
Después de la muerte de Anfión, Layo se convirtió en rey de Tebas y tomó como
esposa a otra descendiente del linaje de Cadmo y Harmonía, Yocasta. Durante
años intentaron tener hijos, sin conseguirlo. Layo fue al oráculo de
Delfos pidiendo una solución. La respuesta del oráculo no le satisfizo: «Tu hijo
matará a su padre y se acostará con su madre». Layo, prudente, guardó el secreto
y no lo reveló a su mujer. Una noche, bajo los efectos de la bebida yació con su
mujer, y engendró a Edipo
Siendo rey de Tebas, no tuvo hijos con su esposa Yocasta, por lo que decidió
consultar al Oráculo de Delfos, que le aconsejó no tener descendencia, pues sería
asesinado por su propio hijo. No obstante, Layo dejó embarazada a Yocasta
después de una borrachera y así nació Edipo, que fue expulsado a una montaña
lejana y poco hospitalaria, donde logró sobrevivir gracias a la intervención de un
pastor que lo encontró y de Polibo, rey de Corinto, que decidió cuidarlo.
Sólo un sirviente logró escapar hasta Tebas y pudo comunicar lo que había
sucedido. El asesino, que había actuado en defensa propia, no era otro que su
propio hijo Edipo, educado en Corinto y de regreso del Oráculo de Delfos, que le
había advertido que mataría a su padre y se casaría con su madre. Para evitar
este destino, había decidido no regresar a Corinto.
Edipo llegó hasta Tebas no sin antes resolver el acertijo de la Esfinge. Allí se
casó con Yocasta, con la que tuvo cuatro hijos sin descubrir quién era durante
muchos años.
Una profecía semejante había recibido Edipo en su juventud, razón por la cual se
exilió de Corinto para evitar su suerte. Edipo recuerda que en su exilio mató a
alguien en el cruce de tres caminos, pero lo hizo por sí mismo y no en grupo. Aun
así, comienza a temer que él sea el asesino de Layo.
Un mensajero aparece para anunciar que Polibo ha muerto y que este debe ir a
tomar su cargo como sucesor. En la conversación, Edipo descubre que no es hijo
de sangre de Polibo, ya que el mismo mensajero le explica que lo recibió de un
pastor cuando era niño y lo entregó al rey de Corinto.
Ante la terrible verdad, Yocasta se suicida. Edipo, consternado, decide romper sus
ojos con los broches del vestido de Yocasta, de modo que cuando muera no
pueda mirar a sus padres a los ojos en el Hades. Ciego, le pide a Creonte que lo
exilie, de modo que Edipo se condena a vivir para siempre como un extranjero,
desprovisto de todo poder, afecto y consideración.
Sófocles
Edipo rey
Personajes
Edipo.
Sacerdot
e.
Creonte.
Coro de ancianos
tebanos. Tiresias.
Vocasta.
Mensajero.
Servidor de
layo. Otro
mensajero.
CORO.
¡Oh dulce oráculo de Zeus! ¿Con qué espíritu has llegado desde Pito, la rica en
oro, a la ilustre Tebas? Mi ánimo está tenso por el miedo, temblando de
espanto, ¡oh dios, a quien se le dirigen agudos gritos, Delios, sanador! Por ti
estoy lleno de temor. ¿Qué obligación de nuevo me vas a imponer, bien
inmediatamente o después del transcurrir de los años? Dímelo, ¡oh hija de la
áurea Esperanza, palabra inmortal!
Te invoco la primera, hija de Zeus, inmortal Atenea, y a tu hermana, Artemis,
protectora del país, que se asienta en glorioso trono en el centro del ágora y a
Apolo el que flecha a distancia. ¡Ay! Haceos visibles para mí, los tres, como
preservadores de la muerte.
Si ya anteriormente, en socorro de una desgracia sufrida por la ciudad,
conseguisteis arrojar del lugar el ardor de la plaga, presentaos también ahora.
¡Ay de mí! Soporto dolores sin cuento. Todo mi pueblo está enfermo y no existe
el arma de la reflexión con la que uno se pueda defender. Ni crecen los frutos
de la noble tierra ni las mujeres tienen que soportar quejumbrosos esfuerzos en
sus partos. Y uno tras otro, cual rápido pájaro, puedes ver que se precipitan, con
más fuerza que el fuego irresistible, hacia la costa del dios de las sombras.
La población perece en número incontable. Sus hijos, abandonados, yacen en
el suelo, portadores de muerte, sin obtener ninguna compasión. Entretanto,
esposas y, también, canosas madres gimen por doquier en las gradas de los
templos, en actitud de suplicantes, a causa de sus tristes desgracias. Resuena
el peán y se oye, al mismo tiempo, un sonido de lamentos. En auxilio de estos
males, ¡oh dura hija de Zeus!, envía tu ayuda, de agraciado rostro.
Concede que el terrible Ares, que ahora sin la protección de los escudos me
abrasa saliéndome al encuentro a grandes gritos, se dé la vuelta en su
carrera, lejos de los confines de la patria, bien hacia el inmenso lecho de
Anfitrita, bien hacia la inhóspita agitación de los puertos tracios. Pues si la
noche deja algo pendiente, a terminarlo después llega el día. A ése, ¡oh tú,
que repartes las fuerzas de los abrasadores relámpagos, oh Zeus padre!,
destrúyelo bajo tu rayo.
Soberano Liceo, quisiera que tus flechas invencibles que parten de cuerdas
trenzadas en oro se distribuyeran, colocadas delante, como protectoras y,
también, las antorchas llameantes de Ártemis con las que corre por los montes
de Licia. Invoco al de la mitra de oro, el que da nombre a esta región, a Baco, el
de rojizo color, al del evohé,
compañero de las ménades, ¡que se acerque resplandeciente con
refulgente antorcha contra el dios odioso entre los dioses!
(Sale Edipo y se dirige al Coro.)
EDIPO.- Suplicas. Y de lo que suplicas podrías obtener remedio y alivio en tus
desgracias, si quisieras acoger mis palabras cuando las oigas y prestar servicio
en esta enfermedad. Y yo diré lo que sigue, como quien no tiene nada que ver
con este relato ni con este hecho. Porque yo mismo no podría seguir por
mucho tiempo la pista sin tener ni un rastro. Pero, como ahora he venido a ser
un ciudadano entre ciudadanos, os diré a todos vosotros, cadmeos, lo siguiente:
aquel de vosotros que sepa por obra de quién murió Layo, el hijo de Lábdaco, le
ordeno que me lo revele todo y, si siente temor, que aleje la acusación que pesa
contra sí mismo, ya que ninguna otra pena sufrirá y saldrá sano y salvo del país.
Si alguien, a su vez, conoce que el autor es otro de otra tierra, que no calle. Yo
le concederé la recompensa a la que se añadirá mi gratitud. Si, por el contrario,
calláis y alguno temiendo por un amigo o por sí mismo trata de rechazar esta
orden, lo que haré con ellos debéis escucharme. Prohíbo que en este país, del
que yo poseo el poder y el trono, alguien acoja y dirija la palabra a este hombre,
quienquiera que sea, y que se haga partícipe con él en súplicas o sacrificios a
los dioses y que le permita las abluciones. Mando que todos le expulsen,
sabiendo que es una impureza para nosotros, según me lo acaba de revelar el
oráculo pítico del dios. Ésta es la clase de alianza que yo tengo para con la
divinidad y para el muerto. Y pido solemnemente que, el que a escondidas lo ha
hecho, sea en solitario, sea en compañía de otros, desventurado, consuma su
miserable vida de mala manera. E impreco para que, si llega a estar en mi
propio palacio y yo tengo conocimiento de ello, padezca yo lo que acabo de
desear para éstos.
Y a vosotros os encargo que cumpláis todas estas cosas por mí mismo, por
el dios y por este país tan consumido en medio de esterilidad y desamparo de
los dioses. Pues, aunque la acción que llevamos a cabo no hubiese sido
promovida por un dios, no sería natural que vosotros la dejarais sin expiación,
sino que debíais hacer averiguaciones por haber perecido un hombre excelente
y, a la vez, rey.
Ahora, cuando yo soy el que me encuentro con el poder que antes tuvo
aquél, en posesión del lecho y de la mujer fecundada, igualmente, por los dos, y
hubiéramos tenido en común el nacimiento de hijos comunes, si su
descendencia no se hubiera malogrado -pero la adversidad se lanzo contra su
cabeza-, por todo esto yo, como si mi padre fuera, lo defenderé y llegaré a todos
los medios tratando de capturar al autor del asesinato para provecho del hijo de
Lábdaco, descendiente de Polidoro y de su antepasado Cadmo, y del antiguo
Agenor. Y pido, para los que no hagan esto, que los dioses no les hagan brotar
ni cosecha alguna de la tierra ni hijos de las mujeres, sino que perezcan a causa
de la desgracia en que se encuentran y aún peor que ésta. Y a vosotros, los
demás Cadmeos, a quienes esto os parezca bien, que la Justicia como aliada y
todos los demás dioses os asistan con buenos consejos.
CORIFEO.- Tal como me has cogido inmerso en tu maldición, te hablaré, oh rey.
Yo ni le maté ni puedo señalar a quien lo hizo. En esta búsqueda, era propio del
que nos la ha enviado, de Febo, decir quién lo ha hecho.
EDIPO.- Con razón hablas. Pero ningún hombre podría obligar a los dioses a
algo que no quieran.
CORIFEO.- En segundo lugar, después de eso, te podría decir lo que yo
creo. EDIPO.- También, si hay un tercer lugar, no dejes de decirlo.
CORO.- Sé que, más que ningún otro, el noble Tiresias ve lo mismo que el
soberano Febo, y de él se podría tener un conocimiento muy exacto, si se le
inquiriera, señor.
EDIPO.- No lo he echado en descuido sin llevarlo a la práctica; pues, al
decírmelo Creonte, he enviado dos mensajeros. Me extraña que no esté
presente desde hace rato. CORIFEO.- Entonces los demás rumores son
ineficaces y pasados.
EDIPO.- ¿Cuáles son? Pues atiendo a toda clase de
rumor. CORIFEO.- Se dijo que murió a manos de unos
caminantes. EDIPO.- También yo lo oí. Pero nadie
conoce al que lo vio.
CORIFEO.- Si tiene un poco de miedo, no aguardará después de oír tus
maldiciones. EDIPO.- El que no tiene temor ante los hechos tampoco tiene
miedo a la palabra. (Entra Tiresias con los enviados por Edipo. Un niño le
acompaña.)
CORIFEO.- Pero ahí está el que lo dejará al descubierto. Éstos traen ya aquí al
sagrado adivino, al único de los mortales en quien la verdad es innata.
EDIPO.- ¡Oh Tiresias, que todo lo manejas, lo que debe ser enseñado y lo que es
secreto, los asuntos del cielo y los terrenales! Aunque no ves, comprendes, sin
embargo, de qué mal es víctima nuestra ciudad. A ti te reconocemos como
único defensor y salvador de ella, señor. Porque Febo, si es que no lo has oído
a los mensajeros, contestó a nuestros embajadores que la única liberación de
esta plaga nos llegaría si, después de averiguarlo correctamente, dábamos
muerte a los asesinos de Layo o les hacíamos salir desterrados del país. Tú, sin
rehusar ni el sonido de las aves ni ningún otro medio de adivinación, sálvate a ti
mismo y a la ciudad y sálvame a mí, y líbranos de toda impureza originada por
el muerto. Estamos en tus manos. Que un hombre preste servicio con los
medios de que dispone y es capaz, es la más bella de las tareas.
TIRESIAS.- ¡Ay, ay! ¡Qué terrible es tener clarividencia cuando no aprovecha al
que la tiene! Yo lo sabía bien, pero lo he olvidado, de lo contrario no hubiera
venido aquí.
EDIPO.- ¿Qué pasa? ¡Qué abatido te has presentado!
TIRESIAS.- Déjame ir a casa. Más fácilmente soportaremos tú lo tuyo y yo lo
mío si me haces caso.
EDIPO.- No hablas con justicia ni con benevolencia para la ciudad que te
alimentó, si le privas de tu augurio.
TIRESIAS.- Porque veo que tus palabras no son oportunas para ti. ¡No vaya a
ser que a mí me pase lo mismo...!
(Hace ademán de retirarse.)
EDIPO.- No te des la vuelta, ¡por los dioses!, si sabes algo, ya que te lo
pedimos todos los que estamos aquí como suplicantes.
TIRESIAS.- Todos han perdido el juicio. Yo nunca revelaré mis desgracias,
por no decir las tuyas.
EDIPO.- ¿Qué dices? ¿Sabiéndolo no hablarás, sino que piensas traicionarnos y
destruir a la ciudad?
TIRESIAS.- Yo no quiero afligirme a mí mismo ni a ti. ¿Por qué me
interrogas inútilmente? No te enterarás por mí.
EDIPO.- ¡Oh el más malvado de los malvados, pues tú llegarías a irritar, incluso,
a una roca! ¿No hablarás de una vez, sino que te vas a mostrar así de duro e
inflexible?
TIRESIAS.- Me has reprochado mi obstinación, y no ves la que igualmente hay
en ti, y me censuras.
EDIPO.- ¿Quién no se irritaría al oír razones de esta clase con las que
tú estás perjudicando a nuestra ciudad?
TIRESIAS.- Llegarán por sí mismas, aunque yo las proteja con el
silencio. EDIPO.- Pues bien, debes manifestarme incluso lo que
está por llegar.
TIRESIAS.- No puedo hablar más. Ante esto, si quieres irrítate de la
manera más violenta.
EDIPO.- Nada de lo que estoy advirtiendo dejaré de decir, según estoy de
encolerizado. Has de saber que parece que tú has ayudado a maquinar el
crimen y lo has llevado a cabo en lo que no ha sido darle muerte con tus
manos. Y si tuvieras vista, diría que, incluso, este acto hubiera sido obra de ti
solo.
TIRESIAS.- ¿De verdad? Y yo te insto a que permanezcas leal al edicto que has
proclamado antes y a que no nos dirijas la palabra ni a éstos ni a mí desde el
día de hoy, en la idea de que tú eres el azote impuro de esta tierra.
EDIPO.- ¿Con tanta desvergüenza haces esta aseveración? ¿De qué
manera crees poderte escapar a ella?
TIRESIAS.- Ya lo he hecho. Pues tengo la verdad como fuerza.
EDIPO.- ¿Por quién has sido enseñado? Pues, desde luego, de tu arte no
procede. TIRESIAS.- Por ti, porque me impulsaste a hablar en contra de
mi voluntad.
EDIPO.- ¿Qué palabras? Dilo, de nuevo, para que aprenda mejor.
TIRESIAS.- ¿No has escuchado antes? ¿O es que tratas de que
hable? EDIPO.- No como para decir que me es comprensible. Dilo de
nuevo. TIRESIAS.- Afirmo que tú eres el asesino del hombre acerca
del cual están investigando.
EDIPO.- No dirás impunemente dos veces estos insultos.
TIRESIAS.- En ese caso, ¿digo también otras cosas para que te irrites
aún más? EDIPO.- Di cuanto gustes, que en vano será dicho.
TIRESIAS.- Afirmo que tú has estado conviviendo muy vergonzosamente,
sin advertirlo, con los que te son más queridos y que no te das cuenta en
qué punto de desgracia estás.
EDIPO.- ¿Crees tú, en verdad, que vas a seguir diciendo
alegremente esto? TIRESIAS.- Sí, si es que existe alguna fuerza en
la verdad.
EDIPO.- Existe, salvo para ti. Tú no la tienes, ya que estás ciego de los
oídos, de la mente y de la vista.
TIRESIAS.- Eres digno de lástima por echarme en cara cosas que a ti no
habrá nadie que no te reproche pronto.
EDIPO.- Vives en una noche continua, de manera que ni a mí, ni a ninguno que
vea la luz, podrías perjudicar nunca.
TIRESIAS.- No quiere el destino que tú caigas por mi causa, pues para ello
se basta Apolo, a quien importa llevarlo a cabo.
EDIPO.- ¿Esta invención es de Creonte o tuya?
TIRESIAS.- Creonte no es ningún dolor para ti, sino tú mismo.
EDIPO.- ¡Oh riqueza, poder y saber que aventajas a cualquier otro saber en una
vida llena de encontrados intereses! ¡Cuánta envidia acecha en vosotros, si, a
causa de este mando que la ciudad me confió como un don -sin que yo lo
pidiera-, Creonte, el que era leal, el amigo desde el principio, desea expulsarme
deslizándose a escondidas, tras sobornar a semejante hechicero, maquinador y
charlatán engañoso, que sólo ve en las ganancias y es ciego en su arte! Porque,
¡ea!, dime, ¿en qué fuiste tú un adivino infalible? ¿Cómo es que no dijiste alguna
palabra que liberara a estos ciudadanos cuando estaba aquí la perra cantora Y,
ciertamente, el enigma no era propio de que lo discurriera cualquier persona
que se presentara, sino que requería arte adivinatoria que tú no mostraste tener,
ni procedente de las aves ni conocida a partir de alguno de los dioses. Y yo,
Edipo, el que nada sabía, llegué y la hice callar consiguiéndolo por mi habilidad,
y no por haberlo aprendido de los pájaros. A mí es a quien tú intentas echar,
creyendo que estarás más cerca del trono de Creonte. Me parece que tú y el
que ha urdido esto tendréis que lograr la purificación entre lamentos. Y si no te
hubieses hecho
valer por ser un anciano, hubieras conocido con sufrimientos qué tipo de
sabiduría tienes.
CORIFEO.- Nos parece adivinar que las palabras de éste y las tuyas, Edipo, han
sido dichas a impulsos de la cólera. Pero no debemos ocuparnos en tales
cosas, sino en cómo resolveremos los oráculos del dios de la mejor manera.
TIRESIAS.- Aunque seas el rey, se me debe dar la misma oportunidad de
replicarte, al menos con palabras semejantes. También yo tengo derecho a ello,
ya que no vivo sometido a ti sino a Loxias, de modo que no podré ser inscrito
como seguidor de Creonte, jefe de un partido. Y puesto que me has echado en
cara que soy ciego, te digo: aunque tú tienes vista, no ves en qué grado de
desgracia te encuentras ni dónde habitas ni con quiénes transcurre tu vida.
¿Acaso conoces de quiénes desciendes? Eres, sin darte cuenta, odioso para los
tuyos, tanto para los de allí abajo como para los que están en la tierra, y la
maldición que por dos lados te golpea, de tu madre y de tu padre, con paso
terrible te arrojará, algún día, de esta tierra, y tú, que ahora ves claramente,
entonces estarás en la oscuridad. ¡Qué lugar no será refugio de tus gritos!, ¡qué
Citerón no los recogerá cuando te des perfecta cuenta del infausto matrimonio
en el que tomaste puerto en tu propia casa después de conseguir una feliz
navegación! Y no adviertes la cantidad de otros males que te igualarán a tus
hijos. Después de esto, ultraja a Creonte y a mi palabra. Pues ningún mortal
será aniquilado nunca de peor forma que tú.
EDIPO.- ¿Es que es tolerable escuchar esto de ése? ¡Maldito seas! ¿No te
irás cuanto antes? ¿No te irás de esta casa, volviendo por donde has venido?
TIRESIAS.- No hubiera venido yo, si tú no me hubieras llamado.
EDIPO.- No sabía que ibas a decir necedades. En tal caso, difícilmente te
hubiera hecho venir a mi palacio.
Tiresias.- Yo soy tal cual te parezco, necio, pero para los padres que te
engendraron era juicioso.
EDIPO.- ¿A quiénes? Aguarda. ¿Qué mortal me dio el
ser? TIRESIAS.- Este día te engendrará y te destruirá.
EDIPO.- ¡De qué modo enigmático y oscuro lo dices todo!
TIRESIAS.- ¿Acaso no eres tú el más hábil por naturaleza para
interpretarlo? EDIP0.- Échame en cara, precisamente, aquello en lo que
me encuentras grande. TIRESIAS.- Esa fortuna, sin embargo, te hizo
perecer.
EDIPO.- Pero si salvo a esta ciudad, no me
preocupa. TIRESIAS.- En ese caso me voy. Tú,
niño, condúceme.
EDIPO.- Que te lleve, sí, porque aquí, presente, eres un molesto obstáculo; y,
una vez fuera, puede ser que no atormentes más.
TIRESIAS.- Me voy, porque ya he dicho aquello para lo que vine, no porque tema
tu rostro. Nunca me podrás perder. Y te digo: ese hombre que, desde hace rato,
buscas con amenazas y con proclamas a causa del asesinato de Layo está
aquí. Se dice que es extranjero establecido aquí, pero después saldrá a la luz
que es tebano por su linaje y no se complacerá de tal suerte. Ciego, cuando
antes tenía vista, y pobre, en lugar de rico, se trasladará a tierra extraña
tanteando el camino con un bastón. Será manifiesto que él mismo es, a la vez,
hermano y padre de sus propios hijos, hijo y esposo de la mujer de la que nació
y de la misma raza, así como asesino de su padre. Entra y reflexiona sobre esto.
Y si me coges en mentira, di que yo ya no tengo razón en el arte adivinatorio.
(Tiresias se aleja y Edipo entra en palacio.)
CORO
ESTROFA 1ª
¿Quién es aquel al que la profética roca délfica nombró como el que ha
llevado a cabo, con sangrientas manos, acciones indecibles entre las
indecibles? Es el momento para
que él, en la huida, fuerce un paso más poderoso que el de caballos rápidos
como el viento, pues contra él se precipita, armado con fuego y relámpagos,
el hijo de Zeus. Y, junto a él, siguen terribles las infalibles diosas de la Muerte.
ANTÍSTROFA 1ª
No hace mucho resonó claramente, desde el nevado Parnaso, la voz que
anuncia que, por doquier, se siga el rastro al hombre desconocido. Va de un
lado a otro bajo el agreste bosque y por cuevas y grutas, cual un toro que
vive solitario, desgraciado, de desgraciado andar, rehuyendo los oráculos
procedentes del centro de la tierra. Pero éstos, siempre vivos, revolotean
alrededor.
ESTROFA 2ª
De terrible manera, ciertamente, de terrible manera me perturba el sabio adivino,
ya lo crea, ya niegue. ¿Qué diré? Lo ignoro. Estoy traído y llevado por las
esperanzas, sin ver ni el presente ni lo que hay detrás. Yo nunca he sabido, ni
antes ni ahora, qué motivo de disputa había entre los Labdácidas y el hijo de
Pólibo, que, por haberlo probado, me haga ir contra la pública fama de Edipo,
como vengador para los Labdácidas de muertes no claras.
ANTÍSTROFA 2ª
Por una parte, cierto es que Zeus y Apolo son sagaces y conocedores de los
asuntos de los mortales, pero que un adivino entre los hombres obtenga
mayor éxito que yo, no es un juicio verdadero. Un hombre podría contraponer
sabiduría a sabiduría. Y yo nunca, hasta ver que la profecía se cumpliera, haría
patentes los reproches. Porque, un día, llegó contra él, visible, la alada
doncella y quedó claro, en la prueba, que era sabio y amigo para la ciudad. Por
ello, en mi corazón nunca será culpable de maldad
(Entra Creonte.)
CREONTE.- Ciudadanos, habiéndome enterado de que el rey Edipo me acusa
con terribles palabras, me presento sin poder soportarlo. Pues si en los males
presentes cree haber sufrido de mi parte con palabras o con obras algo que le
lleve a un perjuicio, no tengo deseo de una vida que dure mucho tiempo con
esta fama. El daño que me reporta esta acusación no es sin importancia, sino
gravísimo, si es que voy a ser llamado malvado en la ciudad, y malvado ante ti
y ante los amigos.
CORIFEO.- Tal vez haya llegado a este ultraje forzado por la cólera,
más que intencionadamente.
CREONTE.- Fue declarado por éste abiertamente que, persuadido por mis
consejeros, el adivino decía palabras falaces?
CORIFEO.- Eso dijo, pero no sé con qué intención.
CREONTE.- ¿Y, con la mirada y la mente rectas, lanzó esta acusación contra
mí? CORIFEO.- No sé, pues no conozco lo que hacen los que tienen el poder.
Pero él, en persona, sale ya del palacio.
(Entra Edipo en escena.)
EDIPO.- ¡Tú, ése! ¿Cómo has venido aquí? ¿Eres, acaso, persona de tanta
osadía que has llegado a mi casa, a pesar de que es evidente que tú eres el
asesino de este hombre y un usurpador manifiesto de mi soberanía? ¡Ea, dime,
por los dioses! ¿Te decidiste a actuar así por haber visto en mí alguna cobardía
o locura? ¿O pensabas que no descubriría que tu acción se deslizaba con
engaño, o que no me defendería al averiguarlo? ¿No es tu intento una locura:
buscar con ahínco la soberanía sin el apoyo del pueblo y de los amigos, cuando
se obtiene con la ayuda de aquél y de las riquezas? CREONTE.- ¿Sabes lo que
vas a hacer? Opuestas a tus palabras, escúchame palabras semejantes y,
después de conocerlas, juzga tú mismo.
EDIPO.- Tú eres diestro en el hablar y yo soy torpe para comprenderte,
porque he descubierto que eres hostil y molesto para mí.
CREONTE.- En lo que a esto se refiere, óyeme primero cómo lo voy a
contar. EDIPO.- En lo que a esto se refiere, no me digas que no eres un
malvado.
CREONTE.- Si crees que la presunción separada de la inteligencia es un
bien, no razonas bien.
EDIPO.- Si crees que perjudicando a un pariente no sufrirás la pena, no
razonas correctamente.
CREONTE.- De acuerdo contigo en que has dicho esto con toda razón. Pero
infórmame qué perjuicio dices que has recibido.
EDIPO.- ¿Intentabas persuadirme, o no, de que era necesario que enviara a
alguien a buscar al venerable adivino?
CREONTE.- Y soy aún el mismo en lo que a ese consejo se
refiere. EDIPO.- ¿Cuánto tiempo hace ya desde que Layo...
CREONTE.- ¿Qué fue lo que hizo? No entiendo.
EDIPO sin que fuera visible, pereciera en un asesinato?
CREONTE.- Podrían contarse largos y antiguos
años. EDIPO.- ¿Ejercería entonces su arte ese
adivino?
CREONTE.- Sí, tan sabiamente como antes y honrado por
igual. EDIPO.- ¿Hizo mención de mí para algo en aquel
tiempo?
CREONTE.- No, ciertamente, al menos cuando yo estaba
presente. EDIPO.- Pero, ¿no hicisteis investigaciones acerca
del muerto?
CREONTE.- Las hicimos, ¿cómo no? Y no conseguimos
nada. EDIPO.- ¿Y cómo, pues, ese sabio no dijo entonces
estas cosas?
CREONTE.- No lo sé. De lo que no comprendo, prefiero guardar
silencio. EDIPO.- Sólo lo que sabes podrías decirlo con total
conocimiento.
CREONTE.- ¿Qué es ello? Si lo sé, no lo negaré.
EDIPO.- Que, si no hubiera estado concertado contigo, no hubiera hablado de la
muerte de Layo a mis manos.
CREONTE.- Si esto dice, tú lo sabes. Yo considero justo informarme de ti, lo
mismo que ahora tú lo has hecho de mí.
EDIPO.- Haz averiguaciones. No seré hallado culpable de
asesinato. CREONTE.- ¿Y qué? ¿Estás casado con mi
hermana?
EDIPO.- No es posible negar la pregunta que me haces.
CREONTE.- ¿Gobiernas el país administrándolo con igual poder que
ella? EDIPO.- Lo que desea, todo lo obtiene de mí.
CREONTE.- ¿Y no es cierto que, en tercer lugar, yo me igualo a vosotros
dos? EDIPO.- Por eso, precisamente, resultas ser un mal amigo.
CREONTE.- No si me das la palabra como yo a ti mismo. Considera
primeramente esto: si crees que alguien preferiría gobernar entre temores a
dormir tranquilo, teniendo el mismo poder. Por lo que a mí respecta, no tengo
más deseo de ser rey que de actuar como si lo fuera, ni ninguna otra persona
que sepa razonar. En efecto, ahora lo obtengo de ti todo sin temor, pero, si
fuera yo mismo el que gobernara, haría muchas cosas también contra mi
voluntad. ¿Cómo, pues, iba a ser para mí más grato el poder absoluto, que un
mando y un dominio exentos de sufrimientos? Aún no estoy tan mal
aconsejado como para desear otras cosas que no sean los honores
acompañados de provecho.
Actualmente, todos me saludan y me acogen con cariño. Los que ahora tienen
necesidad de ti me halagan, pues en esto está, para ellos, el obtener todo.
¿Cómo iba yo, pues, a pretender aquello desprendiéndome de esto? Una mente
que razona bien no puede volverse torpe. No soy, por tanto, amigo de esta idea
ni soportaría nunca la compañía de quien lo hiciera. Y, como prueba de esto, ve
a Delfos y entérate si te he anunciado fielmente la respuesta del oráculo. Y otra
cosa: si me sorprendes habiendo tramado algo
en común con el adivino, tras hacerlo, no me condenes a muerte por un solo
voto, sino por dos, por el tuyo y el mío; pero no me inculpes por tu cuenta a
causa de una suposición no probada. No es justo considerar, sin fundamento,
a los malvados honrados ni a los honrados malvados. Afirmo que es igual
rechazar a un buen amigo que a la propia vida, a la que se estima sobre todas
las cosas. Con el tiempo, podrás conocer que esto es cierto, ya que sólo el
tiempo muestra al hombre justo, mientras que podrías conocer al perverso en
un solo día.
CORIFEO.- Bien habló él, señor, para quien sea cauto en errar. Pues los
que se precipitan no son seguros para dar una opinión.
EDIPO.- Cuando el que conspira a escondidas avanza con rapidez, preciso es
que también yo mismo planee con la misma rapidez. Si espero sin moverme,
los proyectos de éste se convertirán en hechos y los míos, en frustraciones.
CREONTE.- ¿Qué pretendes, entonces? ¿Acaso arrojarme fuera del
país? EDIPO.- En modo alguno. Que mueras quiero, no que huyas.
CREONTE.- Cuando expliques cuál es la clase de
aborrecimiento... EDIPO.- ¿Quieres decir que no me
obedecerás ni me darás crédito? CREONTE pues veo que tú
no razonas con cordura.
EDIPO.- Sí, al menos, en lo que me afecta.
CREONTE.- Pero es preciso que lo hagas también en lo
mío. EDIPO.- Tú eres un malvado.
CREONTE.- ¿Y si es que tú no comprendes
nada? EDIPO.- Hay que obedecer, a pesar de
ello.
CREONTE.- No al que ejerce mal el
poder. EDIPO.- ¡Oh ciudad, ciudad!
CREONTE.- También a mí me interesa la ciudad, no sólo a ti.
CORIFEO.- Cesad, príncipes. Veo que, a tiempo para vosotros, sale de palacio
Yocasta, con la que debéis dirimir la disputa que estáis sosteniendo.
(Yocasta sale de palacio.)
YOCASTA.- ¿Por qué, oh desdichados, originasteis esta irreflexiva discusión?
¿No os da vergüenza ventilar cuestiones particulares estando como está
sufriendo la ciudad?
¿No irás tú a palacio y tú, Creonte, a tu casa sin transformar un disgusto que
no es nada en algo importante?
CREONTE.- Hermana, Edipo, tu esposo, pretende llevar a cabo decisiones
terribles respecto a mí, habiendo elegido entre dos calamidades: o desterrarme
de la patria o, tras hacerme prisionero, matarme.
EDIPO.- Asiento. Pues le he sorprendido, mujer, tramando contra mi
persona con mañas ruines.
CREONTE.- ¡Que no sea feliz, sino que perezca maldito, si he realizado contra
ti algo de lo que me imputas!
YOCASTA.- ¡Por los dioses!, Edipo, da crédito a esto, sobre todo si sientes
respeto ante un juramento en nombre de los dioses y, después, también por
respeto a mí y a los que están ante ti.
ESTROFA 1ª
CORO.- Obedece de grado y por prudencia, señor, te lo
suplico. EDIPO.- ¿En qué quieres que ceda?
CORO.- En respetar al que nunca antes fue necio y ahora es fuerte en
virtud del juramento.
EDIPO.- ¿Sabes lo que
pides? CORIFEO.- Lo sé.
EDIPO.- Explícame qué dices.
CORO.- Que, por un rumor poco probado, nunca lances una acusación de
deshonor a un pariente obligado por su propio juramento.
EDIPO.- Entérate bien ahora: cuando esto pretendes, me estás buscando la
ruina o mi destierro de este país.
ESTROFA 2ª
CORO.- No, ¡por el dios primero entre todos los dioses el Sol! ¡Qué muera sin
dios, sin amigos, de la peor manera, si tengo semejante pensamiento! Pero
esta tierra que se consume aflige mi ánimo, desventurado, si los males que os
atañen a vosotros dos se unen a los que ya había.
EDIPO.- ¡Que se vaya éste, aun cuando deba yo morir irremediablemente o ser
expulsado por la fuerza, deshonrado, de esta tierra! Ante tus palabras dignas
de lástima me apiado, que no ante las de éste. Él, en donde se encuentre, será
objeto de mi aborrecimiento.
CREONTE.- Es evidente que lleno de odio cedes, y estarás molesto cuando
termines de estar airado. Las naturalezas como la tuya son, con motivo, las
que más se duelen de soportarse a sí mismas.
EDIPO.- ¿No me dejarás tranquilo y te irás fuera?
CREONTE.- Me voy sin que me hayas entendido, pero para éstos soy el
mismo. (Se aleja.)
ANTÍSTROFA 1ª
CORO.- Mujer, ¿qué estás esperando para llevarlo a
palacio? YOCASTA.- Conocer qué es lo que ocurre.
CORO.- Una oscura sospecha surgió de unas palabras, pero también me
desgarra lo que puede ser injusto.
YOCASTA.- ¿Del uno y del otro?
CORIFEO.- Sí.
YOCASTA.- ¿Y cuál fue el motivo?
CORO.- Basta, me parece que es suficiente, estando atormentado el país. Que
se quede el asunto allí donde cesó.
EDIPO.- Date cuenta dónde has llegado, aun siendo hombre honesto en tu
intención, haciendo caso omiso y embotando mi corazón.
ANTÍSTROFA 2ª.
CORO.- ¡Oh señor, no te lo he dicho sólo una vez: sabe que habría de
mostrarme insensato, falto de razonable juicio, si te abandonara. Tú, que
dirigiste con justicia el rumbo de mi querido país, cuando estaba sacudido
entre desgracias, llegarás a ser también ahora un buen guía, si puedes.
YOCASTA.- ¡En nombre de los dioses! Dime también a mí, señor, por qué
asunto has concebido semejante enojo.
EDIPO.- Hablaré. Pues a ti, mujer, te venero más que a éstos. Es a causa de
Creonte y de la clase de conspiración que ha tramado contra mí.
YOCASTA.- Habla, si es que lo vas a hacer para denunciar claramente el
motivo de la querella.
EDIPO.- Dice que yo soy el asesino de Layo.
YOCASTA.- ¿Lo conoce por sí mismo o por haberlo oído decir a otro?
EDIPO.- Ha hecho venir a un desvergonzado adivino, ya que su boca, por lo que
a él en persona concierne, está completamente libre.
YOCASTA.- Tú, ahora, liberándote a ti mismo de lo que dices, escúchame y
aprende que nadie que sea mortal tiene parte en el arte adivinatoria. La prueba
de esto te la mostraré en pocas palabras. Una vez le llegó a Layo un oráculo -
no diré que del propio Febo, sino de sus servidores- que decía que tendría el
destino de morir a manos del hijo
que naciera de mí y de él. Sin embargo, a él, al menos según el rumor, unos
bandoleros extranjeros le mataron en una encrucijada de tres caminos. Por
otra parte, no habían pasado tres días desde el nacimiento del niño cuando
Layo, después de atarle juntas las articulaciones de los pies, le arrojó, por la
acción de otros, a un monte infranqueable.
Por tanto, Apolo ni cumplió el que éste llegara a ser asesino de su padre ni que
Layo sufriera a manos de su hijo la desgracia que él temía. Afirmo que los
oráculos habían declarado tales cosas. Por ello, tú para nada te preocupes,
pues aquello en lo que el dios descubre alguna utilidad, él en persona lo da a
conocer sin rodeos.
EDIPO.- Al acabar de escucharte, mujer, ¡qué delirio se ha apoderado de mi
alma y qué agitación de mis sentidos!
CREONTE.- ¿A qué preocupación te refieres que te ha hecho volverte sobre tus
pasos? EDIPO.- Me pareció oírte que Layo había sido muerto en una
encrucijada de tres caminos.
YOCASTA.- Se dijo así y aún no se ha dejado de decir.
EDIPO.- ¿Y dónde se encuentra el lugar ese en donde ocurrió la desgracia?
YOCASTA.- Fócide es llamada la región, y la encrucijada hace confluir los
caminos de Delfos y de Daulia.
EDIPO.- ¿Qué tiempo ha transcurrido desde estos acontecimientos?
YOCASTA.- Poco antes de que tú aparecieras con el gobierno de este país, se
anunció eso a la ciudad.
EDIPO.- ¡Oh Zeus! ¿Cuáles son tus planes para
conmigo? YOCASTA.- ¿Qué es lo que te desazona,
Edipo?
EDIPO.- Todavía no me interrogues. Y dime, ¿qué aspecto tenía Layo y de
qué edad era?
YOCASTA.- Era fuerte, con los cabellos desde hacía poco encanecidos, y su
figura no era muy diferente de la tuya.
EDIPO.- ¡Ay de mí, infortunado! Paréceme que acabo de precipitarme a mí
mismo, sin saberlo, en terribles maldiciones.
YOCASTA.- ¿Cómo dices? No me atrevo a dirigirte la mirada, señor.
EDIPO.- Me pregunto, con tremenda angustia, si el adivino no estaba en lo
cierto, y me lo demostrarás mejor, si aún me revelas una cosa.
YOCASTA.- En verdad que siento temor, pero a lo que me preguntes, si
lo sé, contestaré.
EDIPO.- ¿Iba de incógnito, o con una escolta numerosa cual corresponde a un
rey? YOCASTA.- Eran cinco en total. Entre ellos había un heraldo. Sólo un carro
conducía a Layo.
EDIPO.- ¡Ay, ay! Esto ya está claro. ¿Quién fue el que entonces os anunció las
nuevas, mujer?
YOCASTA.- Un servidor que llegó tras haberse salvado
sólo él. EDIPO.- ¿Por casualidad se encuentra ahora en
palacio?
YOCASTA.- No, por cierto. Cuando llegó de allí y vio que tú regentabas el poder
y que Layo estaba muerto, me suplicó, encarecidamente, cogiéndome la mano,
que le enviara a los campos y al pastoreo de rebaños para estar lo más alejado
posible de la ciudad. Yo lo envié, porque, en su calidad de esclavo, era digno de
obtener este reconocimiento y aún mayor.
EDIPO.- ¿Cómo podría llegar junto a nosotros con
rapidez? YOCASTA.- Es posible. Pero ¿por qué lo
deseas?
EDIPO.- Temo por mí mismo, oh mujer, haber dicho demasiadas cosas. Por ello,
quiero verle.
YOCASTA.- Está bien, vendrá, pero también yo merezco saber lo que te
causa desasosiego, señor.
EDIPO.- Y no serás privada, después de haber llegado yo a tal punto de zozobra.
Pues,
¿a quién mejor que a ti podría yo hablar, cuando paso por semejante trance?
Mi padre era Pólibo, corintio, y mi madre Mérope, doria. Era considerado yo
como el más importante de los ciudadanos de allí hasta que me sobrevino el
siguiente suceso, digno de admirar, pero, sin embargo, no proporcionado al
ardor que puse en ello. He aquí que en un banquete, un hombre saturado de
bebida, refiriéndose a mí, dice, en plena embriaguez, que yo era un falso hijo de
mi padre. Yo, disgustado, a duras penas me pude contener a lo largo del día,
pero, al siguiente, fui junto a mi padre y mi madre y les pregunté. Ellos llevaron a
mal la injuria de aquel que había dejado escapar estas palabras. Yo me alegré
con su reacción; no obstante, eso me atormentaba sin cesar, pues me había
calado hondo.
Sin que mis padres lo supieran, me dirigí a Delfos, y Febo me despidió sin
atenderme en aquello por lo que llegué, sino que se manifestó anunciándome,
infortunado de mí, terribles y desgraciadas calamidades: que estaba fijado que
yo tendría que unirme a mi madre y que traería al mundo una descendencia
insoportable de ver para los hombres y que yo sería asesino del padre que me
había engendrado.
Después de oír esto, calculando a partir de allí la posición de la región
corintia por las estrellas, iba, huyendo de ella, adonde nunca viera cumplirse
las atrocidades de mis funestos oráculos.
En mi caminar llego a ese lugar en donde tú afirmas que murió el rey. Y a ti,
mujer, te revelaré la verdad. Cuando en mi viaje estaba cerca de ese triple
camino, un heraldo y un hombre, cual tú describes, montado sobre un carro
tirado por potros, me salieron al encuentro. El conductor y el mismo anciano
me arrojaron violentamente fuera del camino. Yo, al que me había apartado, al
conductor del carro, le golpeé movido por la cólera. Cuando el anciano ve desde
el carro que me aproximo, apuntándome en medio de la cabeza, me golpea con
la pica de doble punta. Y él no pagó por igual, sino que, inmediatamente, fue
golpeado con el bastón por esta mano y, al punto, cae redondo de espaldas
desde el carro. Maté a todos.
Si alguna conexión hay entre Layo y este extranjero, ¿quién hay en este
momento más infortunado que yo? ¿Qué hombre podría llegar a ser más
odiado por los dioses, cuando no le es posible a ningún extranjero ni ciudadano
recibirle en su casa ni dirigirle la palabra y hay que arrojarle de los hogares? Y
nadie, sino yo, es quien ha lanzado sobre mí mismo tales maldiciones. Mancillo
el lecho del muerto con mis manos, precisamente con las que le maté. ¿No soy
yo, en verdad, un canalla? ¿No soy un completo impuro? Si debo salir
desterrado, no me es posible en mi destierro ver a los míos ni pisar mi patria, a
no ser que me vea forzado a unirme en matrimonio con mi madre y a matar a
Pólibo, que me crió y engendró. ¿Acaso no sería cierto el razonamiento de
quien lo juzgue como venido sobre mí de una cruel divinidad? ¡No, por cierto, oh
sagrada majestad de los dioses, que no vea yo este día, sino que desaparezca
de entre los mortales antes que ver que semejante deshonor impregnado de
desgracia llega sobre mí!
CORIFEO. A nosotros, oh rey, nos parece esto motivo de temor, pero
mientras no lo conozcas del todo por boca del que estaba presente, ten
esperanza.
EDIPO.- En verdad, ésta es la única esperanza que tengo: aguardar al
pastor. YOCASTA.- Y cuando él haya aparecido, ¿qué esperas que
suceda?
EDIPO.- Yo te lo diré. Si descubrimos que dice lo mismo que tú, yo podría
ponerme a salvo de esta calamidad.
YOCASTA.- ¿Qué palabras especiales me has oído?
EDIPO.- Decías que él afirmó que unos ladrones le habían matado. Si aún
confirma el mismo número, yo no fui el asesino, pues no podría ser uno solo
igual a muchos. Pero si dice que fue un hombre que viajaba en solitario, está
claro: el delito me es imputable.
YOCASTA.- Ten por seguro que así se propagó la noticia, y no le es posible
desmentirla de nuevo, puesto que la ciudad, no yo sola, lo oyó. Y si en algo se
apartara del anterior relato, ni aun entonces mostrará que la muerte de Layo se
cumplió debidamente, porque Loxias dijo expresamente que se llevaría a cabo
por obra de un hijo mío. Sin embargo, aquél, infeliz, nunca le pudo matar, sino
que él mismo sucumbió antes. De modo que en materia de adivinación yo no
podría dirigir la mirada ni a un lado ni a otro.
EDIPO.- Haces un sensato juicio. Pero, no obstante, envía a alguien para que
haga venir al labriego y no lo descuides.
(Entran en palacio.)
CORO.
ESTROFA
1ªº
¡Ojalá el destino me asistiera para cuidar de la venerable pureza de todas las
palabras y acciones cuyas leyes son sublimes, nacidas en el celeste
firmamento, de las que Olimpo es el único padre y ninguna naturaleza mortal
de los hombres engendró ni nunca el olvido las hará reposar! Poderosa es la
divinidad que en ellas hay y no envejece.
ANTÍSTROFA 1ªº
La insolencia produce al tirano. La insolencia, si se harta en vano de muchas
cosas que no son oportunas ni convenientes subiéndose a lo más alto, se
precipita hacia un abismo de fatalidad donde no dispone de pie firme. Pido que
la divinidad nunca haga cesar la emulación que es favorable para la ciudad. Al
dios no cesaré de tener como protector.
ESTROFA 2ªº
Si alguien se comporta orgullosamente en acciones o de palabra, sin sentir
temor de la Justicia ni respeto ante las moradas de los dioses, ¡ojalá le alcance
un funesto destino por causa de su infortunada arrogancia! Y si no saca con
justicia provecho y no se aleja de los actos impíos, o toca cosas que son
intocables en una insensata acción, ¿qué hombre, en tales circunstancias, se
jactará aún de rechazar de su alma las flechas de los dioses? Si las acciones
de este tipo son dignas de horrores, ¿por qué debo yo participar en los coros?
ANTÍSTROFA 2ª
Ya no iré honrando a la divinidad al sagrado centro de la tierra, ni al templo de
Abas ni a Olimpia, si estos oráculos no se cumplen como para que sean
señalados por todos los hombres. Pero, ¡oh Zeus poderoso!, si con razón eres
así llamado, que riges todo, no te pase esto inadvertido ni tampoco a tu poder
siempre inmortal. Se diluyen los antiguos oráculos acerca de Layo,
extinguiéndose, y Apolo no se manifiesta, en modo alguno, con honores, y los
asuntos divinos se pierden.
CORO
ESTROFA 1ª
¡Ah, descendencia de mortales! ¡Cómo considero que vivís una vida igual a nada!
Pues,
¿qué hombre, qué hombre logra más felicidad que la que necesita para
parecerlo y, una vez que ha dado esa impresión, para declinar? Teniendo este
destino tuyo, el tuyo como ejemplo, ¡oh infortunado Edipo!, nada de los
mortales tengo por dichoso.
ANTÍSTROFA 1ª
Tú, que, tras disparar el arco con incomparable destreza, conseguiste una
dicha por completo afortunada, ¡oh Zeus!, después de hacer perecer a la
doncella de corvas garras cantora de enigmas, y te alzaste como un baluarte
contra la muerte en mi tierra. Y, por ello, fuiste aclamado como mi rey y
honrado con los mayores honores, mientras reinabas en la próspera Tebas.
ESTROFA 2ª
Y ahora, ¿de quién se puede oír decir que es más desgraciado? ¿Quién es el
que vive entre violentas penas, quién entre padecimientos con su vida
cambiada? ¡Ah noble Edipo, a quien le bastó el mismo espacioso puerto para
arrojarse como hijo, padre y esposo! ¿Cómo, cómo pudieron los surcos
paternos tolerarte en silencio, infortunado, durante tanto tiempo?
ANTÍSTROFA 2ª
Te sorprendió, a despecho tuyo, el tiempo que todo lo ve y condena una
antigua boda que no es boda en donde se engendra y resulta engendrado. ¡Ah,
hijo de Layo, ojalá, ojalá nunca te hubiera visto! Yo gimo derramando lúgubres
lamentos de mi boca; pero, a decir verdad, yo tomé aliento gracias a ti y pude
adormecer mis ojos.