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Teatro Griego-Edipo Rey

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Una ante historia .

Layo

Hijo de Lábdaco, fue criado por el regente Lico, después de la muerte de su padre.
Cuando se hizo mayor intentó ocupar el trono, pero sus primos
segundos, Anfión y Zeto, usurparon el poder. Layo fue expulsado de Tebas y el
rey Pélope de Pisa, un reino vecino, le dio asilo.
Pélope quien aparte de las atenciones brindadas, le confió la guerra y educación
de su hijo Crisipo. Layo quedó prendado del joven y un día lo raptó y violó. Según
una versión, Crisipo se suicidó por la vergüenza infligida. Pélope al darse cuenta
de lo ocurrido, arrojó sobre Layo la maldición de Apolo, por la cual declara que tu
estirpe se exterminará a sí misma.
Después de la muerte de Anfión, Layo se convirtió en rey de Tebas y tomó como
esposa a otra descendiente del linaje de Cadmo y Harmonía, Yocasta. Durante
años intentaron tener hijos, sin conseguirlo. Layo fue al oráculo de
Delfos pidiendo una solución. La respuesta del oráculo no le satisfizo: «Tu hijo
matará a su padre y se acostará con su madre». Layo, prudente, guardó el secreto
y no lo reveló a su mujer. Una noche, bajo los efectos de la bebida yació con su
mujer, y engendró a Edipo

Siendo rey de Tebas, no tuvo hijos con su esposa Yocasta, por lo que decidió
consultar al Oráculo de Delfos, que le aconsejó no tener descendencia, pues sería
asesinado por su propio hijo. No obstante, Layo dejó embarazada a Yocasta
después de una borrachera y así nació Edipo, que fue expulsado a una montaña
lejana y poco hospitalaria, donde logró sobrevivir gracias a la intervención de un
pastor que lo encontró y de Polibo, rey de Corinto, que decidió cuidarlo.

Tiempo después, Layo visitó el Oráculo de nuevo porque la ciudad estaba


siendo devastada por la Esfinge, un león alado con cabeza de mujer que
planteaba acertijos a todo el que se encontraba y acababa con ellos si no eran
capaces de acertarlo. Quizá acudió a Delfos como penitencia por su ofensa a
Crisipo. En un punto del camino, cerca del monte Parnaso, su escolta se encontró
con un joven que no les cedió el paso. Layo le golpeó en la cabeza con su cayado
y el joven respondió matando al rey y a todo su séquito.

Sólo un sirviente logró escapar hasta Tebas y pudo comunicar lo que había
sucedido. El asesino, que había actuado en defensa propia, no era otro que su
propio hijo Edipo, educado en Corinto y de regreso del Oráculo de Delfos, que le
había advertido que mataría a su padre y se casaría con su madre. Para evitar
este destino, había decidido no regresar a Corinto.

Edipo llegó hasta Tebas no sin antes resolver el acertijo de la Esfinge. Allí se
casó con Yocasta, con la que tuvo cuatro hijos sin descubrir quién era durante
muchos años.

La peste se ha desatado sobre Tebas y el pueblo está muriendo. En su


desesperación, todos acuden al ágora para pedir la intervención de Edipo Rey. A
fin de comprender la causa y remedio de tan terrible flagelo, Edipo solicita la
ayuda de Creonte, hermano de su esposa Yocasta.

Tras consultar el oráculo de Delfos, Creonte le informa que la peste es el castigo


de los dioses por el asesinato de Layo, el antiguo rey de Tebas a quien Edipo no
llegó a conocer. Por lo tanto, hasta que el responsable no expíe sus culpas, la
peste seguirá azotando a la ciudad.

Edipo ordena una investigación y exhorta al pueblo a entregar al culpable. Entre


tanto, el rey consulta al ciego Tiresias por consejo de Creonte. Tiresias le hace
saber que él es el asesino de Layo, y que además vive en incesto con su madre,
Yocasta. Edipo, que se tiene por hijo de Polibo, rey de Corinto, y Mérida de Doria,
concluye que Creonte se ha confabulado con Tiresias para destronarlo.

Creonte y Edipo discuten acaloradamente, hasta que se hace presente Yocasta.


Con el propósito de disipar las preocupaciones de Edipo, Yocasta le hace saber
que Layo murió en manos de unos bandidos en el cruce de tres caminos.
Asimismo, le anima a no temer de las profecías del oráculo, ya que en tiempos
pasados el oráculo predijo que Layo y ella tendrían un hijo que mataría a su padre
y se desposaría con su madre. Para evitarlo, se deshicieron de la criatura.

Una profecía semejante había recibido Edipo en su juventud, razón por la cual se
exilió de Corinto para evitar su suerte. Edipo recuerda que en su exilio mató a
alguien en el cruce de tres caminos, pero lo hizo por sí mismo y no en grupo. Aun
así, comienza a temer que él sea el asesino de Layo.

Un mensajero aparece para anunciar que Polibo ha muerto y que este debe ir a
tomar su cargo como sucesor. En la conversación, Edipo descubre que no es hijo
de sangre de Polibo, ya que el mismo mensajero le explica que lo recibió de un
pastor cuando era niño y lo entregó al rey de Corinto.

Inmediatamente, hacen comparecer al pastor quien, finalmente, confiesa que ese


niño se trataba del hijo de Layo, y que este se lo había confiado para que lo
matara. Sin embargo, tuvo piedad de la criatura y lo entregó al mensajero
confiado de que se lo llevaría lejos de allí.

Ante la terrible verdad, Yocasta se suicida. Edipo, consternado, decide romper sus
ojos con los broches del vestido de Yocasta, de modo que cuando muera no
pueda mirar a sus padres a los ojos en el Hades. Ciego, le pide a Creonte que lo
exilie, de modo que Edipo se condena a vivir para siempre como un extranjero,
desprovisto de todo poder, afecto y consideración.

Sófocles
Edipo rey

Personajes

Edipo.
Sacerdot
e.
Creonte.
Coro de ancianos
tebanos. Tiresias.
Vocasta.
Mensajero.
Servidor de
layo. Otro
mensajero.

(Delante del palacio de Edipo, en Tebas. Un grupo de ancianos y de


jóvenes están sentados en las gradas del altar, en actitud suplicante,
portando ramas de olivo. El Sacerdote de Zeus se adelanta solo hacia el
palacio. Edipo sale seguido de dos ayudantes y contempla al grupo en
silencio. Después les dirige la palabra.)
EDIPO.- ¡Oh hijos, descendencia nueva del antiguo Cadmo ¿Por qué estáis en
actitud sedente ante mí, coronados con ramos de suplicantes? La ciudad está
llena de incienso, a la vez que de cantos, de súplica y de gemidos, y yo, porque
considero justo no enterarme por otros mensajeros, he venido en persona, yo,
el llamado Edipo, famoso entre todos. Así que, oh anciano, ya que eres por tu
condición a quien corresponde hablar, dime en nombre de todos: ¿cuál es la
causa de que estéis así ante mí? ¿El temor,
o el ruego? Piensa que yo querría ayudaros en todo. Sería insensible,
si no me compadeciera ante semejante actitud.
SACERDOTE.- ¡Oh Edipo, que reinas en mi país! Ves de qué edad somos los que
nos sentamos cerca de tus altares: unos, sin fuerzas aún para volar lejos; otros,
torpes por la vejez, somos Sacerdotes -yo lo soy de Zeus-, y otros, escogidos
entre los aún jóvenes. El resto del pueblo con sus ramos permanece sentado
en las plazas en actitud de súplica, junto a los dos templos de Palas y junto a la
ceniza profética de Ismeno.
La ciudad, como tú mismo puedes ver, está ya demasiado agitada y no es
capaz todavía de levantar la cabeza de las profundidades por la sangrienta
sacudida. Se debilita en las plantas fructíferas de la tierra, en los rebaños de
bueyes que pacen y en los partos infecundos de las mujeres. Además, la
divinidad que produce la peste, precipitándose, aflige la ciudad. ¡Odiosa
epidemia, bajo cuyos efectos está despoblada la morada Cadmea, mientras el
negro Hades se enriquece entre suspiros y lamentos! Ni yo ni estos jóvenes
estamos sentados como suplicantes por considerarte igual a los dioses, pero
sí el primero de los hombres en los sucesos de la vida y en las intervenciones
de los dioses. Tú que, al llegar, liberaste la ciudad Cadmea del tributo que
ofrecíamos a la cruel cantora y, además, sin haber visto nada más ni haber
sido informado por nosotros, sino con la ayuda de un dios, se dice y se cree
que enderezaste nuestra vida.
Pero ahora, ¡oh Edipo, el más sabio entre todos!, te imploramos todos los
que estamos aquí como suplicantes que nos consigas alguna ayuda, bien
sea tras oír el mensaje de algún dios, o bien lo conozcas de un mortal. Pues
veo que son efectivos, sobre todo, los hechos llevados a cabo por los
consejos de los que tienen experiencia.
¡Ea, oh el mejor de los mortales!, endereza la ciudad. ¡Ea!, apresta tu guardia,
porque esta tierra ahora te celebra como su salvador por el favor de antaño.
Que de ninguna manera recordemos de tu reinado que vivimos, primero, en la
prosperidad, pero caímos después; antes bien, levanta con firmeza la ciudad.
Con favorable augurio, nos procuraste entonces la fortuna. Sénos también
igual en esta ocasión. Pues, si vas a gobernar esta tierra, como lo haces, es
mejor reinar con hombres en ella que vacía, que nada es una fortaleza ni una
nave privadas de hombres que las pueblen.
EDIPO.- ¡Oh hijos dignos de lástima! Venís a hablarme porque anheláis algo
conocido y no ignorado por mí. Sé bien que todos estáis sufriendo y, al sufrir, no
hay ninguno de vosotros que padezca tanto como yo. En efecto, vuestro dolor
llega sólo a cada uno en sí mismo y a ningún otro, mientras que mi ánimo se
duele, al tiempo, por la ciudad y por mí y por ti. De modo que no me despertáis
de un sueño en el que estuviera sumido, sino que estad seguros de que muchas
lágrimas he derramado yo y muchos caminos he recorrido en el curso de mis
pensamientos. El único remedio que he encontrado, después de reflexionar a
fondo, es el que he tomado: envié a Creonte, hijo de Meneceo, mi propio cuñado,
a la morada Pítica de Febo, a fin de que se enterara de lo que tengo que hacer o
decir para proteger esta ciudad. Y ya hoy mismo, si lo calculo en comparación
con el tiempo pasado, me inquieta qué estará haciendo, pues, contra lo que es
razonable, lleva ausente más tiempo del fijado. Sería yo malvado si, cuando
llegue, no cumplo todo cuanto el dios manifieste.
SACERDOTE.- Con oportunidad has hablado. Precisamente éstos me están
indicando por señas que Creonte se acerca.
EDIPO.- ¡Oh soberano Apolo! ¡Ojalá viniera con suerte liberadora, del mismo
modo que viene con rostro radiante!
SACERDOTE.- Por lo que se puede adivinar, viene complacido. En otro
caso no vendría así, con la cabeza coronada de frondosas ramas de
laurel.
EDIPO.- Pronto lo sabremos, pues ya está lo suficientemente cerca para que
nos escuche. ¡Oh príncipe, mi pariente, hijo de Meneceo! ¿Con qué respuesta
del oráculo nos llegas?
(Entra Creonte en escena.)
CREONTE.- Con una buena. Afirmo que incluso las aflicciones, si llegan
felizmente a término, todas pueden resultar bien.
EDIPO.- ¿Cuál es la respuesta? Por lo que acabas de decir, no estoy ni
tranquilo ni tampoco preocupado.
CREONTE.- Si deseas oírlo estando éstos aquí cerca, estoy dispuesto a
hablar y también, si lo deseas, a ir dentro.
EDIPO.- Habla ante todos, ya que por ellos sufro una aflicción mayor, incluso,
que por mi propia vida.
CREONTE.- Diré las palabras que escuché de parte del dios. El soberano
Febo nos ordenó, claramente, arrojar de la región una mancilla que existe
en esta tierra y no mantenerla para que llegue a ser irremediable.
EDIPO.- ¿Con qué expiación? ¿Cuál es la naturaleza de la desgracia?
CREONTE.- Con el destierro o liberando un antiguo asesinato con otro, puesto
que esta sangre es la que está sacudiendo la ciudad.
EDIPO.- ¿De qué hombre denuncia tal desdicha?
CREONTE.- Teníamos nosotros, señor, en otro tiempo a Layo como soberano
de esta tierra, antes de que tú rigieras rectamente esta ciudad.
EDIPO.- Lo sé por haberlo oído, pero nunca lo vi.
CREONTE.- Él murió y ahora nos prescribe claramente que tomemos
venganza de los culpables con violencia,
EDIPO.- ¿En qué país pueden estar? ¿Dónde podrá encontrarse la huella de una
antigua culpa, difícil de investigar?
CREONTE.- Afirmó que en esta tierra. Lo que es buscado puede ser cogido,
pero se escapa lo que pasamos por alto.
EDIPO.- ¿Se encontró Layo con esta muerte en casa, o en el campo, o en
algún otro país?
CREONTE.- Tras haber marchado, según dijo, a consultar al oráculo, y una vez
fuera, ya no volvió más a casa.
EDIPO.- ¿Y ningún mensajero ni compañero de viaje lo vio, de quien,
informándose, pudiera sacarse alguna ventaja?
CREONTE.- Murieron, excepto uno, que huyó despavorido y sólo una cosa
pudo decir con seguridad de lo que vio.
EDIPO.- ¿Cuál? Porque una sola podría proporcionarnos el conocimiento de
muchas, si consiguiéramos un pequeño principio de esperanza.
CREONTE.- Decía que unos ladrones con los que se tropezaron le dieron
muerte, no con el rigor de una sola mano, sino de muchas.
EDIPO.- ¿Cómo habría llegado el ladrón a semejante audacia, si no se
hubiera proyectado desde aquí con dinero?
CREONTE.- Eso era lo que se creía. Pero, después que murió Layo, nadie
surgía como su vengador en medio de las desgracias.
EDIPO.- ¿Qué tipo de desgracia se presentó que impedía, caída así la
soberanía, averiguarlo?
CREONTE.- La Esfinge, de enigmáticos cantos, nos determinaba a atender a lo
que nos estaba saliendo al paso, dejando de lado lo que no teníamos a la vista.
EDIPO.- Yo lo volveré a sacar a la luz desde el principio, ya que Febo,
merecidamente, y tú, de manera digna, pusisteis tal solicitud en favor del
muerto; de manera que veréis
también en mí, con razón, a un aliado para vengar a esta tierra al mismo
tiempo que al dios. Pues no para defensa de lejanos amigos sino de mí mismo
alejaré yo en persona esta mancha. El que fuera el asesino de aquél tal vez
también de mí podría querer vengarse con violencia semejante. Así, pues,
auxiliando a aquél me ayudo a mí mismo.
Vosotros, hijos, levantaos de las gradas lo más pronto que podáis y
recoged estos ramos de suplicantes. Que otro congregue aquí al pueblo de
Cadmo sabiendo que yo voy a disponerlo todo. Y con la ayuda de la divinidad
apareceré triunfante o fracasado. (Entran Edipo y Creonte en el palacio.)
SACERDOTE.- Hijos, levantémonos. Pues con vistas a lo que él nos promete
hemos venido aquí. ¡Ojalá que Febo, el que ha enviado estos oráculos, llegue
como salvador y ponga fin a la epidemia!
(Salen de la escena y, seguidamente, entra en ella el Coro de ancianos
tebanos.)

CORO.
¡Oh dulce oráculo de Zeus! ¿Con qué espíritu has llegado desde Pito, la rica en
oro, a la ilustre Tebas? Mi ánimo está tenso por el miedo, temblando de
espanto, ¡oh dios, a quien se le dirigen agudos gritos, Delios, sanador! Por ti
estoy lleno de temor. ¿Qué obligación de nuevo me vas a imponer, bien
inmediatamente o después del transcurrir de los años? Dímelo, ¡oh hija de la
áurea Esperanza, palabra inmortal!
Te invoco la primera, hija de Zeus, inmortal Atenea, y a tu hermana, Artemis,
protectora del país, que se asienta en glorioso trono en el centro del ágora y a
Apolo el que flecha a distancia. ¡Ay! Haceos visibles para mí, los tres, como
preservadores de la muerte.
Si ya anteriormente, en socorro de una desgracia sufrida por la ciudad,
conseguisteis arrojar del lugar el ardor de la plaga, presentaos también ahora.
¡Ay de mí! Soporto dolores sin cuento. Todo mi pueblo está enfermo y no existe
el arma de la reflexión con la que uno se pueda defender. Ni crecen los frutos
de la noble tierra ni las mujeres tienen que soportar quejumbrosos esfuerzos en
sus partos. Y uno tras otro, cual rápido pájaro, puedes ver que se precipitan, con
más fuerza que el fuego irresistible, hacia la costa del dios de las sombras.
La población perece en número incontable. Sus hijos, abandonados, yacen en
el suelo, portadores de muerte, sin obtener ninguna compasión. Entretanto,
esposas y, también, canosas madres gimen por doquier en las gradas de los
templos, en actitud de suplicantes, a causa de sus tristes desgracias. Resuena
el peán y se oye, al mismo tiempo, un sonido de lamentos. En auxilio de estos
males, ¡oh dura hija de Zeus!, envía tu ayuda, de agraciado rostro.
Concede que el terrible Ares, que ahora sin la protección de los escudos me
abrasa saliéndome al encuentro a grandes gritos, se dé la vuelta en su
carrera, lejos de los confines de la patria, bien hacia el inmenso lecho de
Anfitrita, bien hacia la inhóspita agitación de los puertos tracios. Pues si la
noche deja algo pendiente, a terminarlo después llega el día. A ése, ¡oh tú,
que repartes las fuerzas de los abrasadores relámpagos, oh Zeus padre!,
destrúyelo bajo tu rayo.
Soberano Liceo, quisiera que tus flechas invencibles que parten de cuerdas
trenzadas en oro se distribuyeran, colocadas delante, como protectoras y,
también, las antorchas llameantes de Ártemis con las que corre por los montes
de Licia. Invoco al de la mitra de oro, el que da nombre a esta región, a Baco, el
de rojizo color, al del evohé,
compañero de las ménades, ¡que se acerque resplandeciente con
refulgente antorcha contra el dios odioso entre los dioses!
(Sale Edipo y se dirige al Coro.)
EDIPO.- Suplicas. Y de lo que suplicas podrías obtener remedio y alivio en tus
desgracias, si quisieras acoger mis palabras cuando las oigas y prestar servicio
en esta enfermedad. Y yo diré lo que sigue, como quien no tiene nada que ver
con este relato ni con este hecho. Porque yo mismo no podría seguir por
mucho tiempo la pista sin tener ni un rastro. Pero, como ahora he venido a ser
un ciudadano entre ciudadanos, os diré a todos vosotros, cadmeos, lo siguiente:
aquel de vosotros que sepa por obra de quién murió Layo, el hijo de Lábdaco, le
ordeno que me lo revele todo y, si siente temor, que aleje la acusación que pesa
contra sí mismo, ya que ninguna otra pena sufrirá y saldrá sano y salvo del país.
Si alguien, a su vez, conoce que el autor es otro de otra tierra, que no calle. Yo
le concederé la recompensa a la que se añadirá mi gratitud. Si, por el contrario,
calláis y alguno temiendo por un amigo o por sí mismo trata de rechazar esta
orden, lo que haré con ellos debéis escucharme. Prohíbo que en este país, del
que yo poseo el poder y el trono, alguien acoja y dirija la palabra a este hombre,
quienquiera que sea, y que se haga partícipe con él en súplicas o sacrificios a
los dioses y que le permita las abluciones. Mando que todos le expulsen,
sabiendo que es una impureza para nosotros, según me lo acaba de revelar el
oráculo pítico del dios. Ésta es la clase de alianza que yo tengo para con la
divinidad y para el muerto. Y pido solemnemente que, el que a escondidas lo ha
hecho, sea en solitario, sea en compañía de otros, desventurado, consuma su
miserable vida de mala manera. E impreco para que, si llega a estar en mi
propio palacio y yo tengo conocimiento de ello, padezca yo lo que acabo de
desear para éstos.
Y a vosotros os encargo que cumpláis todas estas cosas por mí mismo, por
el dios y por este país tan consumido en medio de esterilidad y desamparo de
los dioses. Pues, aunque la acción que llevamos a cabo no hubiese sido
promovida por un dios, no sería natural que vosotros la dejarais sin expiación,
sino que debíais hacer averiguaciones por haber perecido un hombre excelente
y, a la vez, rey.
Ahora, cuando yo soy el que me encuentro con el poder que antes tuvo
aquél, en posesión del lecho y de la mujer fecundada, igualmente, por los dos, y
hubiéramos tenido en común el nacimiento de hijos comunes, si su
descendencia no se hubiera malogrado -pero la adversidad se lanzo contra su
cabeza-, por todo esto yo, como si mi padre fuera, lo defenderé y llegaré a todos
los medios tratando de capturar al autor del asesinato para provecho del hijo de
Lábdaco, descendiente de Polidoro y de su antepasado Cadmo, y del antiguo
Agenor. Y pido, para los que no hagan esto, que los dioses no les hagan brotar
ni cosecha alguna de la tierra ni hijos de las mujeres, sino que perezcan a causa
de la desgracia en que se encuentran y aún peor que ésta. Y a vosotros, los
demás Cadmeos, a quienes esto os parezca bien, que la Justicia como aliada y
todos los demás dioses os asistan con buenos consejos.
CORIFEO.- Tal como me has cogido inmerso en tu maldición, te hablaré, oh rey.
Yo ni le maté ni puedo señalar a quien lo hizo. En esta búsqueda, era propio del
que nos la ha enviado, de Febo, decir quién lo ha hecho.
EDIPO.- Con razón hablas. Pero ningún hombre podría obligar a los dioses a
algo que no quieran.
CORIFEO.- En segundo lugar, después de eso, te podría decir lo que yo
creo. EDIPO.- También, si hay un tercer lugar, no dejes de decirlo.
CORO.- Sé que, más que ningún otro, el noble Tiresias ve lo mismo que el
soberano Febo, y de él se podría tener un conocimiento muy exacto, si se le
inquiriera, señor.
EDIPO.- No lo he echado en descuido sin llevarlo a la práctica; pues, al
decírmelo Creonte, he enviado dos mensajeros. Me extraña que no esté
presente desde hace rato. CORIFEO.- Entonces los demás rumores son
ineficaces y pasados.
EDIPO.- ¿Cuáles son? Pues atiendo a toda clase de
rumor. CORIFEO.- Se dijo que murió a manos de unos
caminantes. EDIPO.- También yo lo oí. Pero nadie
conoce al que lo vio.
CORIFEO.- Si tiene un poco de miedo, no aguardará después de oír tus
maldiciones. EDIPO.- El que no tiene temor ante los hechos tampoco tiene
miedo a la palabra. (Entra Tiresias con los enviados por Edipo. Un niño le
acompaña.)
CORIFEO.- Pero ahí está el que lo dejará al descubierto. Éstos traen ya aquí al
sagrado adivino, al único de los mortales en quien la verdad es innata.
EDIPO.- ¡Oh Tiresias, que todo lo manejas, lo que debe ser enseñado y lo que es
secreto, los asuntos del cielo y los terrenales! Aunque no ves, comprendes, sin
embargo, de qué mal es víctima nuestra ciudad. A ti te reconocemos como
único defensor y salvador de ella, señor. Porque Febo, si es que no lo has oído
a los mensajeros, contestó a nuestros embajadores que la única liberación de
esta plaga nos llegaría si, después de averiguarlo correctamente, dábamos
muerte a los asesinos de Layo o les hacíamos salir desterrados del país. Tú, sin
rehusar ni el sonido de las aves ni ningún otro medio de adivinación, sálvate a ti
mismo y a la ciudad y sálvame a mí, y líbranos de toda impureza originada por
el muerto. Estamos en tus manos. Que un hombre preste servicio con los
medios de que dispone y es capaz, es la más bella de las tareas.
TIRESIAS.- ¡Ay, ay! ¡Qué terrible es tener clarividencia cuando no aprovecha al
que la tiene! Yo lo sabía bien, pero lo he olvidado, de lo contrario no hubiera
venido aquí.
EDIPO.- ¿Qué pasa? ¡Qué abatido te has presentado!
TIRESIAS.- Déjame ir a casa. Más fácilmente soportaremos tú lo tuyo y yo lo
mío si me haces caso.
EDIPO.- No hablas con justicia ni con benevolencia para la ciudad que te
alimentó, si le privas de tu augurio.
TIRESIAS.- Porque veo que tus palabras no son oportunas para ti. ¡No vaya a
ser que a mí me pase lo mismo...!
(Hace ademán de retirarse.)
EDIPO.- No te des la vuelta, ¡por los dioses!, si sabes algo, ya que te lo
pedimos todos los que estamos aquí como suplicantes.
TIRESIAS.- Todos han perdido el juicio. Yo nunca revelaré mis desgracias,
por no decir las tuyas.
EDIPO.- ¿Qué dices? ¿Sabiéndolo no hablarás, sino que piensas traicionarnos y
destruir a la ciudad?
TIRESIAS.- Yo no quiero afligirme a mí mismo ni a ti. ¿Por qué me
interrogas inútilmente? No te enterarás por mí.
EDIPO.- ¡Oh el más malvado de los malvados, pues tú llegarías a irritar, incluso,
a una roca! ¿No hablarás de una vez, sino que te vas a mostrar así de duro e
inflexible?
TIRESIAS.- Me has reprochado mi obstinación, y no ves la que igualmente hay
en ti, y me censuras.
EDIPO.- ¿Quién no se irritaría al oír razones de esta clase con las que
tú estás perjudicando a nuestra ciudad?
TIRESIAS.- Llegarán por sí mismas, aunque yo las proteja con el
silencio. EDIPO.- Pues bien, debes manifestarme incluso lo que
está por llegar.
TIRESIAS.- No puedo hablar más. Ante esto, si quieres irrítate de la
manera más violenta.
EDIPO.- Nada de lo que estoy advirtiendo dejaré de decir, según estoy de
encolerizado. Has de saber que parece que tú has ayudado a maquinar el
crimen y lo has llevado a cabo en lo que no ha sido darle muerte con tus
manos. Y si tuvieras vista, diría que, incluso, este acto hubiera sido obra de ti
solo.
TIRESIAS.- ¿De verdad? Y yo te insto a que permanezcas leal al edicto que has
proclamado antes y a que no nos dirijas la palabra ni a éstos ni a mí desde el
día de hoy, en la idea de que tú eres el azote impuro de esta tierra.
EDIPO.- ¿Con tanta desvergüenza haces esta aseveración? ¿De qué
manera crees poderte escapar a ella?
TIRESIAS.- Ya lo he hecho. Pues tengo la verdad como fuerza.
EDIPO.- ¿Por quién has sido enseñado? Pues, desde luego, de tu arte no
procede. TIRESIAS.- Por ti, porque me impulsaste a hablar en contra de
mi voluntad.
EDIPO.- ¿Qué palabras? Dilo, de nuevo, para que aprenda mejor.
TIRESIAS.- ¿No has escuchado antes? ¿O es que tratas de que
hable? EDIPO.- No como para decir que me es comprensible. Dilo de
nuevo. TIRESIAS.- Afirmo que tú eres el asesino del hombre acerca
del cual están investigando.
EDIPO.- No dirás impunemente dos veces estos insultos.
TIRESIAS.- En ese caso, ¿digo también otras cosas para que te irrites
aún más? EDIPO.- Di cuanto gustes, que en vano será dicho.
TIRESIAS.- Afirmo que tú has estado conviviendo muy vergonzosamente,
sin advertirlo, con los que te son más queridos y que no te das cuenta en
qué punto de desgracia estás.
EDIPO.- ¿Crees tú, en verdad, que vas a seguir diciendo
alegremente esto? TIRESIAS.- Sí, si es que existe alguna fuerza en
la verdad.
EDIPO.- Existe, salvo para ti. Tú no la tienes, ya que estás ciego de los
oídos, de la mente y de la vista.
TIRESIAS.- Eres digno de lástima por echarme en cara cosas que a ti no
habrá nadie que no te reproche pronto.
EDIPO.- Vives en una noche continua, de manera que ni a mí, ni a ninguno que
vea la luz, podrías perjudicar nunca.
TIRESIAS.- No quiere el destino que tú caigas por mi causa, pues para ello
se basta Apolo, a quien importa llevarlo a cabo.
EDIPO.- ¿Esta invención es de Creonte o tuya?
TIRESIAS.- Creonte no es ningún dolor para ti, sino tú mismo.
EDIPO.- ¡Oh riqueza, poder y saber que aventajas a cualquier otro saber en una
vida llena de encontrados intereses! ¡Cuánta envidia acecha en vosotros, si, a
causa de este mando que la ciudad me confió como un don -sin que yo lo
pidiera-, Creonte, el que era leal, el amigo desde el principio, desea expulsarme
deslizándose a escondidas, tras sobornar a semejante hechicero, maquinador y
charlatán engañoso, que sólo ve en las ganancias y es ciego en su arte! Porque,
¡ea!, dime, ¿en qué fuiste tú un adivino infalible? ¿Cómo es que no dijiste alguna
palabra que liberara a estos ciudadanos cuando estaba aquí la perra cantora Y,
ciertamente, el enigma no era propio de que lo discurriera cualquier persona
que se presentara, sino que requería arte adivinatoria que tú no mostraste tener,
ni procedente de las aves ni conocida a partir de alguno de los dioses. Y yo,
Edipo, el que nada sabía, llegué y la hice callar consiguiéndolo por mi habilidad,
y no por haberlo aprendido de los pájaros. A mí es a quien tú intentas echar,
creyendo que estarás más cerca del trono de Creonte. Me parece que tú y el
que ha urdido esto tendréis que lograr la purificación entre lamentos. Y si no te
hubieses hecho
valer por ser un anciano, hubieras conocido con sufrimientos qué tipo de
sabiduría tienes.
CORIFEO.- Nos parece adivinar que las palabras de éste y las tuyas, Edipo, han
sido dichas a impulsos de la cólera. Pero no debemos ocuparnos en tales
cosas, sino en cómo resolveremos los oráculos del dios de la mejor manera.
TIRESIAS.- Aunque seas el rey, se me debe dar la misma oportunidad de
replicarte, al menos con palabras semejantes. También yo tengo derecho a ello,
ya que no vivo sometido a ti sino a Loxias, de modo que no podré ser inscrito
como seguidor de Creonte, jefe de un partido. Y puesto que me has echado en
cara que soy ciego, te digo: aunque tú tienes vista, no ves en qué grado de
desgracia te encuentras ni dónde habitas ni con quiénes transcurre tu vida.
¿Acaso conoces de quiénes desciendes? Eres, sin darte cuenta, odioso para los
tuyos, tanto para los de allí abajo como para los que están en la tierra, y la
maldición que por dos lados te golpea, de tu madre y de tu padre, con paso
terrible te arrojará, algún día, de esta tierra, y tú, que ahora ves claramente,
entonces estarás en la oscuridad. ¡Qué lugar no será refugio de tus gritos!, ¡qué
Citerón no los recogerá cuando te des perfecta cuenta del infausto matrimonio
en el que tomaste puerto en tu propia casa después de conseguir una feliz
navegación! Y no adviertes la cantidad de otros males que te igualarán a tus
hijos. Después de esto, ultraja a Creonte y a mi palabra. Pues ningún mortal
será aniquilado nunca de peor forma que tú.
EDIPO.- ¿Es que es tolerable escuchar esto de ése? ¡Maldito seas! ¿No te
irás cuanto antes? ¿No te irás de esta casa, volviendo por donde has venido?
TIRESIAS.- No hubiera venido yo, si tú no me hubieras llamado.
EDIPO.- No sabía que ibas a decir necedades. En tal caso, difícilmente te
hubiera hecho venir a mi palacio.
Tiresias.- Yo soy tal cual te parezco, necio, pero para los padres que te
engendraron era juicioso.
EDIPO.- ¿A quiénes? Aguarda. ¿Qué mortal me dio el
ser? TIRESIAS.- Este día te engendrará y te destruirá.
EDIPO.- ¡De qué modo enigmático y oscuro lo dices todo!
TIRESIAS.- ¿Acaso no eres tú el más hábil por naturaleza para
interpretarlo? EDIP0.- Échame en cara, precisamente, aquello en lo que
me encuentras grande. TIRESIAS.- Esa fortuna, sin embargo, te hizo
perecer.
EDIPO.- Pero si salvo a esta ciudad, no me
preocupa. TIRESIAS.- En ese caso me voy. Tú,
niño, condúceme.
EDIPO.- Que te lleve, sí, porque aquí, presente, eres un molesto obstáculo; y,
una vez fuera, puede ser que no atormentes más.
TIRESIAS.- Me voy, porque ya he dicho aquello para lo que vine, no porque tema
tu rostro. Nunca me podrás perder. Y te digo: ese hombre que, desde hace rato,
buscas con amenazas y con proclamas a causa del asesinato de Layo está
aquí. Se dice que es extranjero establecido aquí, pero después saldrá a la luz
que es tebano por su linaje y no se complacerá de tal suerte. Ciego, cuando
antes tenía vista, y pobre, en lugar de rico, se trasladará a tierra extraña
tanteando el camino con un bastón. Será manifiesto que él mismo es, a la vez,
hermano y padre de sus propios hijos, hijo y esposo de la mujer de la que nació
y de la misma raza, así como asesino de su padre. Entra y reflexiona sobre esto.
Y si me coges en mentira, di que yo ya no tengo razón en el arte adivinatorio.
(Tiresias se aleja y Edipo entra en palacio.)
CORO
ESTROFA 1ª
¿Quién es aquel al que la profética roca délfica nombró como el que ha
llevado a cabo, con sangrientas manos, acciones indecibles entre las
indecibles? Es el momento para
que él, en la huida, fuerce un paso más poderoso que el de caballos rápidos
como el viento, pues contra él se precipita, armado con fuego y relámpagos,
el hijo de Zeus. Y, junto a él, siguen terribles las infalibles diosas de la Muerte.
ANTÍSTROFA 1ª
No hace mucho resonó claramente, desde el nevado Parnaso, la voz que
anuncia que, por doquier, se siga el rastro al hombre desconocido. Va de un
lado a otro bajo el agreste bosque y por cuevas y grutas, cual un toro que
vive solitario, desgraciado, de desgraciado andar, rehuyendo los oráculos
procedentes del centro de la tierra. Pero éstos, siempre vivos, revolotean
alrededor.
ESTROFA 2ª
De terrible manera, ciertamente, de terrible manera me perturba el sabio adivino,
ya lo crea, ya niegue. ¿Qué diré? Lo ignoro. Estoy traído y llevado por las
esperanzas, sin ver ni el presente ni lo que hay detrás. Yo nunca he sabido, ni
antes ni ahora, qué motivo de disputa había entre los Labdácidas y el hijo de
Pólibo, que, por haberlo probado, me haga ir contra la pública fama de Edipo,
como vengador para los Labdácidas de muertes no claras.
ANTÍSTROFA 2ª
Por una parte, cierto es que Zeus y Apolo son sagaces y conocedores de los
asuntos de los mortales, pero que un adivino entre los hombres obtenga
mayor éxito que yo, no es un juicio verdadero. Un hombre podría contraponer
sabiduría a sabiduría. Y yo nunca, hasta ver que la profecía se cumpliera, haría
patentes los reproches. Porque, un día, llegó contra él, visible, la alada
doncella y quedó claro, en la prueba, que era sabio y amigo para la ciudad. Por
ello, en mi corazón nunca será culpable de maldad
(Entra Creonte.)
CREONTE.- Ciudadanos, habiéndome enterado de que el rey Edipo me acusa
con terribles palabras, me presento sin poder soportarlo. Pues si en los males
presentes cree haber sufrido de mi parte con palabras o con obras algo que le
lleve a un perjuicio, no tengo deseo de una vida que dure mucho tiempo con
esta fama. El daño que me reporta esta acusación no es sin importancia, sino
gravísimo, si es que voy a ser llamado malvado en la ciudad, y malvado ante ti
y ante los amigos.
CORIFEO.- Tal vez haya llegado a este ultraje forzado por la cólera,
más que intencionadamente.
CREONTE.- Fue declarado por éste abiertamente que, persuadido por mis
consejeros, el adivino decía palabras falaces?
CORIFEO.- Eso dijo, pero no sé con qué intención.
CREONTE.- ¿Y, con la mirada y la mente rectas, lanzó esta acusación contra
mí? CORIFEO.- No sé, pues no conozco lo que hacen los que tienen el poder.
Pero él, en persona, sale ya del palacio.
(Entra Edipo en escena.)
EDIPO.- ¡Tú, ése! ¿Cómo has venido aquí? ¿Eres, acaso, persona de tanta
osadía que has llegado a mi casa, a pesar de que es evidente que tú eres el
asesino de este hombre y un usurpador manifiesto de mi soberanía? ¡Ea, dime,
por los dioses! ¿Te decidiste a actuar así por haber visto en mí alguna cobardía
o locura? ¿O pensabas que no descubriría que tu acción se deslizaba con
engaño, o que no me defendería al averiguarlo? ¿No es tu intento una locura:
buscar con ahínco la soberanía sin el apoyo del pueblo y de los amigos, cuando
se obtiene con la ayuda de aquél y de las riquezas? CREONTE.- ¿Sabes lo que
vas a hacer? Opuestas a tus palabras, escúchame palabras semejantes y,
después de conocerlas, juzga tú mismo.
EDIPO.- Tú eres diestro en el hablar y yo soy torpe para comprenderte,
porque he descubierto que eres hostil y molesto para mí.
CREONTE.- En lo que a esto se refiere, óyeme primero cómo lo voy a
contar. EDIPO.- En lo que a esto se refiere, no me digas que no eres un
malvado.
CREONTE.- Si crees que la presunción separada de la inteligencia es un
bien, no razonas bien.
EDIPO.- Si crees que perjudicando a un pariente no sufrirás la pena, no
razonas correctamente.
CREONTE.- De acuerdo contigo en que has dicho esto con toda razón. Pero
infórmame qué perjuicio dices que has recibido.
EDIPO.- ¿Intentabas persuadirme, o no, de que era necesario que enviara a
alguien a buscar al venerable adivino?
CREONTE.- Y soy aún el mismo en lo que a ese consejo se
refiere. EDIPO.- ¿Cuánto tiempo hace ya desde que Layo...
CREONTE.- ¿Qué fue lo que hizo? No entiendo.
EDIPO sin que fuera visible, pereciera en un asesinato?
CREONTE.- Podrían contarse largos y antiguos
años. EDIPO.- ¿Ejercería entonces su arte ese
adivino?
CREONTE.- Sí, tan sabiamente como antes y honrado por
igual. EDIPO.- ¿Hizo mención de mí para algo en aquel
tiempo?
CREONTE.- No, ciertamente, al menos cuando yo estaba
presente. EDIPO.- Pero, ¿no hicisteis investigaciones acerca
del muerto?
CREONTE.- Las hicimos, ¿cómo no? Y no conseguimos
nada. EDIPO.- ¿Y cómo, pues, ese sabio no dijo entonces
estas cosas?
CREONTE.- No lo sé. De lo que no comprendo, prefiero guardar
silencio. EDIPO.- Sólo lo que sabes podrías decirlo con total
conocimiento.
CREONTE.- ¿Qué es ello? Si lo sé, no lo negaré.
EDIPO.- Que, si no hubiera estado concertado contigo, no hubiera hablado de la
muerte de Layo a mis manos.
CREONTE.- Si esto dice, tú lo sabes. Yo considero justo informarme de ti, lo
mismo que ahora tú lo has hecho de mí.
EDIPO.- Haz averiguaciones. No seré hallado culpable de
asesinato. CREONTE.- ¿Y qué? ¿Estás casado con mi
hermana?
EDIPO.- No es posible negar la pregunta que me haces.
CREONTE.- ¿Gobiernas el país administrándolo con igual poder que
ella? EDIPO.- Lo que desea, todo lo obtiene de mí.
CREONTE.- ¿Y no es cierto que, en tercer lugar, yo me igualo a vosotros
dos? EDIPO.- Por eso, precisamente, resultas ser un mal amigo.
CREONTE.- No si me das la palabra como yo a ti mismo. Considera
primeramente esto: si crees que alguien preferiría gobernar entre temores a
dormir tranquilo, teniendo el mismo poder. Por lo que a mí respecta, no tengo
más deseo de ser rey que de actuar como si lo fuera, ni ninguna otra persona
que sepa razonar. En efecto, ahora lo obtengo de ti todo sin temor, pero, si
fuera yo mismo el que gobernara, haría muchas cosas también contra mi
voluntad. ¿Cómo, pues, iba a ser para mí más grato el poder absoluto, que un
mando y un dominio exentos de sufrimientos? Aún no estoy tan mal
aconsejado como para desear otras cosas que no sean los honores
acompañados de provecho.
Actualmente, todos me saludan y me acogen con cariño. Los que ahora tienen
necesidad de ti me halagan, pues en esto está, para ellos, el obtener todo.
¿Cómo iba yo, pues, a pretender aquello desprendiéndome de esto? Una mente
que razona bien no puede volverse torpe. No soy, por tanto, amigo de esta idea
ni soportaría nunca la compañía de quien lo hiciera. Y, como prueba de esto, ve
a Delfos y entérate si te he anunciado fielmente la respuesta del oráculo. Y otra
cosa: si me sorprendes habiendo tramado algo
en común con el adivino, tras hacerlo, no me condenes a muerte por un solo
voto, sino por dos, por el tuyo y el mío; pero no me inculpes por tu cuenta a
causa de una suposición no probada. No es justo considerar, sin fundamento,
a los malvados honrados ni a los honrados malvados. Afirmo que es igual
rechazar a un buen amigo que a la propia vida, a la que se estima sobre todas
las cosas. Con el tiempo, podrás conocer que esto es cierto, ya que sólo el
tiempo muestra al hombre justo, mientras que podrías conocer al perverso en
un solo día.
CORIFEO.- Bien habló él, señor, para quien sea cauto en errar. Pues los
que se precipitan no son seguros para dar una opinión.
EDIPO.- Cuando el que conspira a escondidas avanza con rapidez, preciso es
que también yo mismo planee con la misma rapidez. Si espero sin moverme,
los proyectos de éste se convertirán en hechos y los míos, en frustraciones.
CREONTE.- ¿Qué pretendes, entonces? ¿Acaso arrojarme fuera del
país? EDIPO.- En modo alguno. Que mueras quiero, no que huyas.
CREONTE.- Cuando expliques cuál es la clase de
aborrecimiento... EDIPO.- ¿Quieres decir que no me
obedecerás ni me darás crédito? CREONTE pues veo que tú
no razonas con cordura.
EDIPO.- Sí, al menos, en lo que me afecta.
CREONTE.- Pero es preciso que lo hagas también en lo
mío. EDIPO.- Tú eres un malvado.
CREONTE.- ¿Y si es que tú no comprendes
nada? EDIPO.- Hay que obedecer, a pesar de
ello.
CREONTE.- No al que ejerce mal el
poder. EDIPO.- ¡Oh ciudad, ciudad!
CREONTE.- También a mí me interesa la ciudad, no sólo a ti.
CORIFEO.- Cesad, príncipes. Veo que, a tiempo para vosotros, sale de palacio
Yocasta, con la que debéis dirimir la disputa que estáis sosteniendo.
(Yocasta sale de palacio.)
YOCASTA.- ¿Por qué, oh desdichados, originasteis esta irreflexiva discusión?
¿No os da vergüenza ventilar cuestiones particulares estando como está
sufriendo la ciudad?
¿No irás tú a palacio y tú, Creonte, a tu casa sin transformar un disgusto que
no es nada en algo importante?
CREONTE.- Hermana, Edipo, tu esposo, pretende llevar a cabo decisiones
terribles respecto a mí, habiendo elegido entre dos calamidades: o desterrarme
de la patria o, tras hacerme prisionero, matarme.
EDIPO.- Asiento. Pues le he sorprendido, mujer, tramando contra mi
persona con mañas ruines.
CREONTE.- ¡Que no sea feliz, sino que perezca maldito, si he realizado contra
ti algo de lo que me imputas!
YOCASTA.- ¡Por los dioses!, Edipo, da crédito a esto, sobre todo si sientes
respeto ante un juramento en nombre de los dioses y, después, también por
respeto a mí y a los que están ante ti.
ESTROFA 1ª
CORO.- Obedece de grado y por prudencia, señor, te lo
suplico. EDIPO.- ¿En qué quieres que ceda?
CORO.- En respetar al que nunca antes fue necio y ahora es fuerte en
virtud del juramento.
EDIPO.- ¿Sabes lo que
pides? CORIFEO.- Lo sé.
EDIPO.- Explícame qué dices.
CORO.- Que, por un rumor poco probado, nunca lances una acusación de
deshonor a un pariente obligado por su propio juramento.
EDIPO.- Entérate bien ahora: cuando esto pretendes, me estás buscando la
ruina o mi destierro de este país.
ESTROFA 2ª
CORO.- No, ¡por el dios primero entre todos los dioses el Sol! ¡Qué muera sin
dios, sin amigos, de la peor manera, si tengo semejante pensamiento! Pero
esta tierra que se consume aflige mi ánimo, desventurado, si los males que os
atañen a vosotros dos se unen a los que ya había.
EDIPO.- ¡Que se vaya éste, aun cuando deba yo morir irremediablemente o ser
expulsado por la fuerza, deshonrado, de esta tierra! Ante tus palabras dignas
de lástima me apiado, que no ante las de éste. Él, en donde se encuentre, será
objeto de mi aborrecimiento.
CREONTE.- Es evidente que lleno de odio cedes, y estarás molesto cuando
termines de estar airado. Las naturalezas como la tuya son, con motivo, las
que más se duelen de soportarse a sí mismas.
EDIPO.- ¿No me dejarás tranquilo y te irás fuera?
CREONTE.- Me voy sin que me hayas entendido, pero para éstos soy el
mismo. (Se aleja.)
ANTÍSTROFA 1ª
CORO.- Mujer, ¿qué estás esperando para llevarlo a
palacio? YOCASTA.- Conocer qué es lo que ocurre.
CORO.- Una oscura sospecha surgió de unas palabras, pero también me
desgarra lo que puede ser injusto.
YOCASTA.- ¿Del uno y del otro?
CORIFEO.- Sí.
YOCASTA.- ¿Y cuál fue el motivo?
CORO.- Basta, me parece que es suficiente, estando atormentado el país. Que
se quede el asunto allí donde cesó.
EDIPO.- Date cuenta dónde has llegado, aun siendo hombre honesto en tu
intención, haciendo caso omiso y embotando mi corazón.
ANTÍSTROFA 2ª.
CORO.- ¡Oh señor, no te lo he dicho sólo una vez: sabe que habría de
mostrarme insensato, falto de razonable juicio, si te abandonara. Tú, que
dirigiste con justicia el rumbo de mi querido país, cuando estaba sacudido
entre desgracias, llegarás a ser también ahora un buen guía, si puedes.
YOCASTA.- ¡En nombre de los dioses! Dime también a mí, señor, por qué
asunto has concebido semejante enojo.
EDIPO.- Hablaré. Pues a ti, mujer, te venero más que a éstos. Es a causa de
Creonte y de la clase de conspiración que ha tramado contra mí.
YOCASTA.- Habla, si es que lo vas a hacer para denunciar claramente el
motivo de la querella.
EDIPO.- Dice que yo soy el asesino de Layo.
YOCASTA.- ¿Lo conoce por sí mismo o por haberlo oído decir a otro?
EDIPO.- Ha hecho venir a un desvergonzado adivino, ya que su boca, por lo que
a él en persona concierne, está completamente libre.
YOCASTA.- Tú, ahora, liberándote a ti mismo de lo que dices, escúchame y
aprende que nadie que sea mortal tiene parte en el arte adivinatoria. La prueba
de esto te la mostraré en pocas palabras. Una vez le llegó a Layo un oráculo -
no diré que del propio Febo, sino de sus servidores- que decía que tendría el
destino de morir a manos del hijo
que naciera de mí y de él. Sin embargo, a él, al menos según el rumor, unos
bandoleros extranjeros le mataron en una encrucijada de tres caminos. Por
otra parte, no habían pasado tres días desde el nacimiento del niño cuando
Layo, después de atarle juntas las articulaciones de los pies, le arrojó, por la
acción de otros, a un monte infranqueable.
Por tanto, Apolo ni cumplió el que éste llegara a ser asesino de su padre ni que
Layo sufriera a manos de su hijo la desgracia que él temía. Afirmo que los
oráculos habían declarado tales cosas. Por ello, tú para nada te preocupes,
pues aquello en lo que el dios descubre alguna utilidad, él en persona lo da a
conocer sin rodeos.
EDIPO.- Al acabar de escucharte, mujer, ¡qué delirio se ha apoderado de mi
alma y qué agitación de mis sentidos!
CREONTE.- ¿A qué preocupación te refieres que te ha hecho volverte sobre tus
pasos? EDIPO.- Me pareció oírte que Layo había sido muerto en una
encrucijada de tres caminos.
YOCASTA.- Se dijo así y aún no se ha dejado de decir.
EDIPO.- ¿Y dónde se encuentra el lugar ese en donde ocurrió la desgracia?
YOCASTA.- Fócide es llamada la región, y la encrucijada hace confluir los
caminos de Delfos y de Daulia.
EDIPO.- ¿Qué tiempo ha transcurrido desde estos acontecimientos?
YOCASTA.- Poco antes de que tú aparecieras con el gobierno de este país, se
anunció eso a la ciudad.
EDIPO.- ¡Oh Zeus! ¿Cuáles son tus planes para
conmigo? YOCASTA.- ¿Qué es lo que te desazona,
Edipo?
EDIPO.- Todavía no me interrogues. Y dime, ¿qué aspecto tenía Layo y de
qué edad era?
YOCASTA.- Era fuerte, con los cabellos desde hacía poco encanecidos, y su
figura no era muy diferente de la tuya.
EDIPO.- ¡Ay de mí, infortunado! Paréceme que acabo de precipitarme a mí
mismo, sin saberlo, en terribles maldiciones.
YOCASTA.- ¿Cómo dices? No me atrevo a dirigirte la mirada, señor.
EDIPO.- Me pregunto, con tremenda angustia, si el adivino no estaba en lo
cierto, y me lo demostrarás mejor, si aún me revelas una cosa.
YOCASTA.- En verdad que siento temor, pero a lo que me preguntes, si
lo sé, contestaré.
EDIPO.- ¿Iba de incógnito, o con una escolta numerosa cual corresponde a un
rey? YOCASTA.- Eran cinco en total. Entre ellos había un heraldo. Sólo un carro
conducía a Layo.
EDIPO.- ¡Ay, ay! Esto ya está claro. ¿Quién fue el que entonces os anunció las
nuevas, mujer?
YOCASTA.- Un servidor que llegó tras haberse salvado
sólo él. EDIPO.- ¿Por casualidad se encuentra ahora en
palacio?
YOCASTA.- No, por cierto. Cuando llegó de allí y vio que tú regentabas el poder
y que Layo estaba muerto, me suplicó, encarecidamente, cogiéndome la mano,
que le enviara a los campos y al pastoreo de rebaños para estar lo más alejado
posible de la ciudad. Yo lo envié, porque, en su calidad de esclavo, era digno de
obtener este reconocimiento y aún mayor.
EDIPO.- ¿Cómo podría llegar junto a nosotros con
rapidez? YOCASTA.- Es posible. Pero ¿por qué lo
deseas?
EDIPO.- Temo por mí mismo, oh mujer, haber dicho demasiadas cosas. Por ello,
quiero verle.
YOCASTA.- Está bien, vendrá, pero también yo merezco saber lo que te
causa desasosiego, señor.
EDIPO.- Y no serás privada, después de haber llegado yo a tal punto de zozobra.
Pues,
¿a quién mejor que a ti podría yo hablar, cuando paso por semejante trance?
Mi padre era Pólibo, corintio, y mi madre Mérope, doria. Era considerado yo
como el más importante de los ciudadanos de allí hasta que me sobrevino el
siguiente suceso, digno de admirar, pero, sin embargo, no proporcionado al
ardor que puse en ello. He aquí que en un banquete, un hombre saturado de
bebida, refiriéndose a mí, dice, en plena embriaguez, que yo era un falso hijo de
mi padre. Yo, disgustado, a duras penas me pude contener a lo largo del día,
pero, al siguiente, fui junto a mi padre y mi madre y les pregunté. Ellos llevaron a
mal la injuria de aquel que había dejado escapar estas palabras. Yo me alegré
con su reacción; no obstante, eso me atormentaba sin cesar, pues me había
calado hondo.
Sin que mis padres lo supieran, me dirigí a Delfos, y Febo me despidió sin
atenderme en aquello por lo que llegué, sino que se manifestó anunciándome,
infortunado de mí, terribles y desgraciadas calamidades: que estaba fijado que
yo tendría que unirme a mi madre y que traería al mundo una descendencia
insoportable de ver para los hombres y que yo sería asesino del padre que me
había engendrado.
Después de oír esto, calculando a partir de allí la posición de la región
corintia por las estrellas, iba, huyendo de ella, adonde nunca viera cumplirse
las atrocidades de mis funestos oráculos.
En mi caminar llego a ese lugar en donde tú afirmas que murió el rey. Y a ti,
mujer, te revelaré la verdad. Cuando en mi viaje estaba cerca de ese triple
camino, un heraldo y un hombre, cual tú describes, montado sobre un carro
tirado por potros, me salieron al encuentro. El conductor y el mismo anciano
me arrojaron violentamente fuera del camino. Yo, al que me había apartado, al
conductor del carro, le golpeé movido por la cólera. Cuando el anciano ve desde
el carro que me aproximo, apuntándome en medio de la cabeza, me golpea con
la pica de doble punta. Y él no pagó por igual, sino que, inmediatamente, fue
golpeado con el bastón por esta mano y, al punto, cae redondo de espaldas
desde el carro. Maté a todos.
Si alguna conexión hay entre Layo y este extranjero, ¿quién hay en este
momento más infortunado que yo? ¿Qué hombre podría llegar a ser más
odiado por los dioses, cuando no le es posible a ningún extranjero ni ciudadano
recibirle en su casa ni dirigirle la palabra y hay que arrojarle de los hogares? Y
nadie, sino yo, es quien ha lanzado sobre mí mismo tales maldiciones. Mancillo
el lecho del muerto con mis manos, precisamente con las que le maté. ¿No soy
yo, en verdad, un canalla? ¿No soy un completo impuro? Si debo salir
desterrado, no me es posible en mi destierro ver a los míos ni pisar mi patria, a
no ser que me vea forzado a unirme en matrimonio con mi madre y a matar a
Pólibo, que me crió y engendró. ¿Acaso no sería cierto el razonamiento de
quien lo juzgue como venido sobre mí de una cruel divinidad? ¡No, por cierto, oh
sagrada majestad de los dioses, que no vea yo este día, sino que desaparezca
de entre los mortales antes que ver que semejante deshonor impregnado de
desgracia llega sobre mí!
CORIFEO. A nosotros, oh rey, nos parece esto motivo de temor, pero
mientras no lo conozcas del todo por boca del que estaba presente, ten
esperanza.
EDIPO.- En verdad, ésta es la única esperanza que tengo: aguardar al
pastor. YOCASTA.- Y cuando él haya aparecido, ¿qué esperas que
suceda?
EDIPO.- Yo te lo diré. Si descubrimos que dice lo mismo que tú, yo podría
ponerme a salvo de esta calamidad.
YOCASTA.- ¿Qué palabras especiales me has oído?
EDIPO.- Decías que él afirmó que unos ladrones le habían matado. Si aún
confirma el mismo número, yo no fui el asesino, pues no podría ser uno solo
igual a muchos. Pero si dice que fue un hombre que viajaba en solitario, está
claro: el delito me es imputable.
YOCASTA.- Ten por seguro que así se propagó la noticia, y no le es posible
desmentirla de nuevo, puesto que la ciudad, no yo sola, lo oyó. Y si en algo se
apartara del anterior relato, ni aun entonces mostrará que la muerte de Layo se
cumplió debidamente, porque Loxias dijo expresamente que se llevaría a cabo
por obra de un hijo mío. Sin embargo, aquél, infeliz, nunca le pudo matar, sino
que él mismo sucumbió antes. De modo que en materia de adivinación yo no
podría dirigir la mirada ni a un lado ni a otro.
EDIPO.- Haces un sensato juicio. Pero, no obstante, envía a alguien para que
haga venir al labriego y no lo descuides.
(Entran en palacio.)

CORO.
ESTROFA
1ªº
¡Ojalá el destino me asistiera para cuidar de la venerable pureza de todas las
palabras y acciones cuyas leyes son sublimes, nacidas en el celeste
firmamento, de las que Olimpo es el único padre y ninguna naturaleza mortal
de los hombres engendró ni nunca el olvido las hará reposar! Poderosa es la
divinidad que en ellas hay y no envejece.
ANTÍSTROFA 1ªº
La insolencia produce al tirano. La insolencia, si se harta en vano de muchas
cosas que no son oportunas ni convenientes subiéndose a lo más alto, se
precipita hacia un abismo de fatalidad donde no dispone de pie firme. Pido que
la divinidad nunca haga cesar la emulación que es favorable para la ciudad. Al
dios no cesaré de tener como protector.
ESTROFA 2ªº
Si alguien se comporta orgullosamente en acciones o de palabra, sin sentir
temor de la Justicia ni respeto ante las moradas de los dioses, ¡ojalá le alcance
un funesto destino por causa de su infortunada arrogancia! Y si no saca con
justicia provecho y no se aleja de los actos impíos, o toca cosas que son
intocables en una insensata acción, ¿qué hombre, en tales circunstancias, se
jactará aún de rechazar de su alma las flechas de los dioses? Si las acciones
de este tipo son dignas de horrores, ¿por qué debo yo participar en los coros?
ANTÍSTROFA 2ª
Ya no iré honrando a la divinidad al sagrado centro de la tierra, ni al templo de
Abas ni a Olimpia, si estos oráculos no se cumplen como para que sean
señalados por todos los hombres. Pero, ¡oh Zeus poderoso!, si con razón eres
así llamado, que riges todo, no te pase esto inadvertido ni tampoco a tu poder
siempre inmortal. Se diluyen los antiguos oráculos acerca de Layo,
extinguiéndose, y Apolo no se manifiesta, en modo alguno, con honores, y los
asuntos divinos se pierden.

(Yocasta sale de palacio acompañada de servidoras.)


YOCASTA.- Señores de la región, se me ha ocurrido la idea de acercarme a los
templos de los dioses con estas coronas y ofrendas de incienso en las manos.
Porque Edipo tiene demasiado en vilo su corazón con aflicciones de todo tipo y
no conjetura, cual un hombre razonable, lo nuevo por lo de antaño, sino que
está pendiente del que habla si anuncia motivos de temor. Y ya que no consigo
nada con mis consejos, me llego ante ti, oh Apolo Liceo -pues eres el más
cercano-, cual suplicante, con estos signos de rogativas para que nos
proporciones alguna liberación purificadora, puesto que ahora todos sentimos
ansiedad, al ver asustado a aquel que es como el piloto de la nave.
(Entra en escena un mensajero.)
MENSAJERO.- ¿Podríais informarme, oh extranjeros, dónde se halla el palacio
del rey Edipo?
CORIFEO.- Ésta es su morada y él mismo está dentro, extranjero. Esta
mujer es la madre de sus hijos.
MENSAJERO.- ¡Que llegues a ser siempre feliz, rodeada de gente dichosa, tú
que eres esposa legítima de aquél!
YOCASTA.- De igual modo lo seas tú, oh extranjero, pues lo mereces por tus
favorables palabras. Pero dime con qué intención has llegado y qué quieres
anunciar. MENSAJERO.- Buenas nuevas para tu casa y para tu esposo, mujer.
YOCASTA.- ¿Cuáles son? ¿De parte de quién vienes?
MENSAJERO.- De Corinto. Ojalá te complazca -¿cómo no?- la noticia que te
daré a continuación, aun que tal vez te duelas.
YOCASTA.- ¿Qué es? ¿Cómo puede tener ese doble efecto?
MENSAJERO.- Los habitantes de la región del Istmo le van a designar rey,
según se ha dicho allí.
YOCASTA.- ¿Por qué? ¿No está ya el anciano Pólibo en el
poder? MENSAJERO.- No, ya que la muerte lo tiene en su
tumba.
YOCASTA.- ¿Cómo dices? ¿Ha muerto el padre de Edipo?
MENSAJERO.- Que sea merecedor de muerte, si no digo la
verdad.
YOCASTA.- Sirvienta, ¿no irás rápidamente a decirle esto al amo? ¡Oh oráculos
de los dioses! ¿Dónde estáis? Edipo huyó hace tiempo por el temor de matar a
este hombre y, ahora, él ha muerto por el azar y no a manos de aquél.
(Sale Edipo de palacio.)
EDIPO.- ¡Oh Yocasta, muy querida mujer! ¿Por qué me has mandado venir aquí
desde palacio?
YOCASTA.- Escucha a este hombre y observa, al oírle, en qué han
quedado los respetables oráculos del dios.
EDIPO.- ¿Quién es éste y qué me tiene que comunicar?
YOCASTA.- Viene de Corinto para anunciar que tu padre, Pólibo, no está ya vivo,
sino que ha muerto.
EDIPO.- ¿Qué dices, extranjero? Anúnciamelo tú mismo.
MENSAJERO.- Si es preciso que yo te lo anuncie claramente en primer lugar,
entérate bien de que aquél ha muerto.
EDIPO.- ¿Acaso por una emboscada, o como resultado de una
enfermedad? MENSAJERO.- Un pequeño quebranto rinde los
cuerpos ancianos.
EDIPO.- A causa de enfermedad murió el desdichado, a lo que
parece. MENSAJERO.- Y por haber vivido largos años.
EDIPO.- ¡Ah, ah! ¿Por qué, oh mujer, habría uno de tener en cuenta el altar
vaticinador de Pitón o los pájaros que claman en el cielo, según cuyos indicios
tenía yo que dar muerte a mi propio padre? Pero él, habiendo muerto, está
oculto bajo tierra y yo estoy aquí, sin haberle tocado con arma alguna, a no ser
que se haya consumido por nostalgia de mí. De esta manera habría muerto por
mi intervención. En cualquier caso, Pólibo yace en el Hades y se ha llevado
consigo los oráculos presentes, que no tienen ya ningún valor.
YOCASTA.- ¿No te lo decía yo desde antes?
EDIPO.- Lo decías, pero yo me dejaba guiar por el miedo.
YOCASTA.- Ahora no tomes en consideración ya ninguno de
ellos. EDIPO.- ¿Y cómo no voy a temer al lecho de mi madre?
YOCASTA.- Y ¿qué podría temer un hombre para quien los imperativos de la
fortuna son los que le pueden dominar, y no existe previsión clara de nada?
Lo más seguro es vivir al azar, según cada uno pueda. Tú no sientas temor
ante el matrimonio con tu madre, pues muchos son los mortales que antes se
unieron también a su madre en sueños. Aquel para quien esto nada supone
más fácilmente lleva su vida.
EDIPO.- Con razón hubieras dicho todo eso, si no estuviera viva mí madre.
Pero como lo está, no tengo más remedio que temer, aunque tengas razón.
YOCASTA.- Gran ayuda suponen los funerales de tu padre.
EDIPO.- Grande, lo reconozco. Pero siento temor por la que
vive. MENSAJERO.- ¿Cuál es la mujer por la que teméis?
EDIPO.- Por Mérope, anciano, con la que vivía Pólibo.
MENSAJERO.- ¿Qué hay en ella que os induzca al temor?
EDIPO.- Un oráculo terrible de origen divino, extranjero.
MENSAJERO.- ¿Lo puedes aclarar, o no es lícito que otro lo
sepa?
EDIPO.- Sí, por cierto. Loxias afirmó, hace tiempo, que yo había de unirme con
mi propia madre y coger en mis manos la sangre de mi padre. Por este motivo
habito desde hace años muy lejos de Corinto, feliz, pero, sin embargo, es muy
grato ver el semblante de los padres.
MENSAJERO.- ¿Acaso por temor a estas cosas estabas desterrado
de allí? EDIPO.- Por el deseo de no ser asesino de mi padre,
anciano.
MENSAJERO.- ¿Por qué, pues, no te he liberado yo de este recelo, señor, ya
que bien dispuesto llegué?
EDIPO.- En ese caso recibirías de mí digno agradecimiento.
MENSAJERO.- Por esto he venido sobre todo, para que en algo obtenga un
beneficio cuando tú regreses a palacio.
EDIPO.- Pero jamás iré con los que me engendraron.
MENSAJERO.- ¡Oh hijo, es bien evidente que no sabes lo que
haces... EDIPO.- ¿Cómo, oh anciano? Acláramelo, por los dioses.
MENSAJERO si por esta causa rehúyes volver a casa!
EDIPO.- Temeroso de que Febo me resulte veraz.
MENSAJERO.- ¿Es que temes cometer una infamia para con tus
progenitores? EDIPO.- Eso mismo, anciano. Ello me asusta
constantemente.
MENSAJERO.- ¿No sabes que, con razón, nada debes
temer? EDIPO.- ¿Cómo no, si soy hijo de esos padres?
MENSAJERO.- Porque Pólibo nada tenía que ver con tu
linaje. Edipo.- ¿Cómo dices? ¿Que no me engendró Pólibo?
MENSAJERO.- No más que el hombre aquí presente, sino igual.
EDIPO.- Y ¿cómo el que me engendró está en relación contigo que no me
eres nada? MENSAJERO.- No te engendramos ni aquél ni yo.
EDIPO.- Entonces, ¿en virtud de qué me llamaba hijo?
MENSAJERO.- Por haberte recibido como un regalo -entérate- de mis
manos. EDIPO.- Y ¿a pesar de haberme recibido así de otras manos, logró
amarme tanto? MENSAJERO.- La falta hasta entonces de hijos le
persuadió del todo.
Edipo.- Y tú, ¿me habías comprado o encontrado cuando me
entregaste a él? MENSAJERO.- Te encontré en los desfiladeros
selvosos del Citerón.
EDIPO.- ¿Por qué recorrías esos lugares?
MENSAJERO.- Allí estaba al cuidado de pequeños rebaños
montaraces. EDIPO.- ¿Eras pastor y nómada a sueldo?
MENSAJERO.- Y así fui tu salvador en aquel momento.
EDIPO.- ¿Y de qué mal estaba aquejado cuando me tomaste en tus manos?
MENSAJERO.- Las articulaciones de tus pies te lo pueden
testimoniar. EDIPO.- ¡Ay de mí! ¿A qué antigua desgracia te
refieres con esto?
MENSAJERO.- Yo te desaté, pues tenías perforados los
tobillos. EDIPO.- ¡Bello ultraje recibí de mis pañales!
MENSAJERO.- Hasta el punto de recibir el nombre que llevas por este suceso.
EDIPO.- ¡Oh, por los dioses! ¿De parte de mi madre o de mi padre la recibí?
Dímelo. MENSAJERO.- No lo sé. El que te entregó a mí conoce esto mejor
que yo.
EDIPO.- Entonces, ¿me recibiste de otro y no me encontraste por ti
mismo? MENSAJERO.- No, sino que otro pastor me hizo entrega de
ti.
EDIPO.- ¿Quién es? ¿Sabes darme su nombre?
MENSAJERO.- Por lo visto era conocido como uno de los servidores de
Layo. EDIPO.- ¿Del rey que hubo, en otro tiempo, en esta tierra?
MENSAJERO.- Sí, de ese hombre era él pastor.
EDIPO.- ¿Está aún vivo ese tal como para poder
verme?
MENSAJERO.- (Dirigiéndose al Coro.) Vosotros, los habitantes de aquí,
podríais saberlo mejor.
EDIPO.- ¿Hay entre vosotros, los que me rodeáis, alguno que conozca al pastor
a que se refiere, por haberle visto, bien en los campos, bien aquí? Indicádmelo,
pues es el momento de descubrirlo de una vez por todas.
CORIFEO.- Creo que a ningún otro se refiere, sino al que tratabas de ver antes
haciéndole venir desde el campo. Pero aquí está Yocasta que podría decirlo
mejor. EDIPO.- Mujer, ¿conoces a aquel que hace poco deseábamos que se
presentara? ¿Es a él a quien éste se refiere?
YOCASTA.- ¿Y qué nos va lo que dijo acerca de un cualquiera? No hagas ningún
caso, no quieras recordar inútilmente lo que ha dicho.
EDIPO.- Sería imposible que con tales indicios no descubriera yo mi
origen. YOCASTA.- ¡No, por los dioses! Si en algo te preocupa tu
propia vida, no lo investigues. Es bastante que yo esté angustiada.
EDIPO.- Tranquilízate, pues aunque yo resulte esclavo, hijo de madre esclava
por tres generaciones, tú no aparecerás innoble.
YOCASTA.- No obstante, obedéceme, te lo suplico. No lo
hagas. EDIPO.- No podría obedecerte en dejar de averiguarlo
con claridad. YOCASTA.- Sabiendo bien que es lo mejor para
ti, hablo.
EDIPO.- Pues bien, lo mejor para mí me está importunando desde
hace rato. YOCASTA.- ¡Oh desventurado! ¡Que nunca llegues a saber
quién eres!
EDIPO.- ¿Alguien me traerá aquí al pastor? Dejad a ésta que se
complazca en su poderoso linaje.
YOCASTA.- ¡Ah, ah, desdichado, pues sólo eso te puedo llamar y ninguna otra
cosa ya nunca en adelante!
(Yocasta, visiblemente alterada, entra al palacio.)
CORIFEO.- ¿Por qué se ha ido tu esposa, Edipo, tan precipitadamente bajo el
peso de una profunda aflicción? Tengo miedo de que de este silencio estallen
desgracias.
EDIPO.- Que estalle lo que quiera ella. Yo sigo queriendo conocer mi origen,
aunque sea humilde. Esa, tal vez, se avergüence de mi linaje oscuro, pues
tiene orgullosos pensamientos como mujer que es. Pero yo, que me tengo a
mí mismo por hijo de la Fortuna, la que da con generosidad, no seré
deshonrado, pues de una madre tal he nacido. Y los meses, mis hermanos,
me hicieron insignificante y poderoso. Y si tengo este origen, no podría
volverme luego otro, como para no llegar a conocer mi estirpe. CORO
ESTROFA
Si yo soy adivino y conocedor de entendimiento, ¡por el Olimpo!, no quedarás,
¡oh Citerón!, sin saber que desde el plenilunio de mañana yo te ensalzaré
como región de Edipo, al tiempo que nodriza y madre, y serás celebrado con
coros por nosotros como quien se hace protector de mis reyes. ¡Oh Febo,
que esto te sirva de satisfacción!
ANTÍSTROFA
¿Cuál a ti, hijo, cuál de las ninfas inmortales te engendró, acercándose al padre
Pan que vaga por los montes? ¿O fue una amante de Loxias, pues a él le son
queridas todas las agrestes planicies? El soberano de Cilene o el dios báquico
que habita en lo más alto de los montes te recibió como un hallazgo de alguna
de las ninfas del Helicón con las que juguetea la mayor parte del tiempo

(Entra el anciano pastor acompañado de dos esclavos.)


EDIPO.- Si he de hacer yo conjeturas, ancianos, creo estar viendo al pastor
que desde hace rato buscamos, aunque nunca he tenido relación con él. Pues
en su acusada edad coincide por completo con este hombre y, además,
reconozco a los que lo conducen como servidores míos. Pero tú, tal vez,
podrías superarme en conocimientos por haber visto antes al pastor.
CORIFEO.- Lo conozco, ten la certeza. Era un pastor de Layo, fiel cual
ninguno. EDIPO.- A ti te pregunto en primer lugar, al extranjero corintio: ¿es
de ése de quien hablabas?
MENSAJERO.- De éste que contemplas.
EDIPO.- Eh, tú, anciano, acércate y, mirándome, contesta a cuanto te pregunte.
¿Perteneciste, en otro tiempo, al servicio de Layo?
SERVIDOR.- Sí, como esclavo no comprado, sino criado en la
casa. EDIPO.- ¿En qué clase de trabajo te ocupabas o en qué
tipo de vida? SERVIDOR.- La mayor parte de mi vida conduje
rebaños.
EDIPO.- ¿En qué lugares habitabas sobre todo?
SERVIDOR.- Unas veces, en el Citerón; otras, en lugares colindantes.
EDIPO.- ¿Eres consciente de haber conocido allí a este hombre en
alguna parte? SERVIDOR.- ¿En qué se ocupaba? ¿A qué hombre te
refieres?
EDIPO.- Al que está aquí presente. ¿Tuviste relación con él alguna vez?
SERVIDOR.- No como para poder responder rápidamente de memoria.
MENSAJERO.- No es nada extraño, señor. Pero yo refrescaré claramente la
memoria del que no me reconoce. Estoy bien seguro de que se acuerda
cuando, en el monte
Citerón, él con doble rebaño y yo con uno, convivimos durante tres períodos
enteros de seis meses, desde la primavera hasta Arturo. Ya en el invierno yo
llevaba mis rebaños a los establos, y él, a los apriscos de Layo. ¿Cuento lo que
ha sucedido o no?
SERVIDOR.- Dices la verdad, pero ha pasado un largo tiempo.
MENSAJERO.- ¡Ea! Dime, ahora, ¿recuerdas que entonces me diste un niño
para que yo lo criara como un retoño mío?
SERVIDOR.- ¿Qué ocurre? ¿Por qué te informas de esta
cuestión? MENSAJERO.- Éste es, querido amigo, el que
entonces era un niño. SERVIDOR.- ¡Así te pierdas! ¿No
callarás?
EDIPO.- ¡Ah! No le reprendas, anciano, ya que son tus palabras, más que las de
éste, las que requieren un reprensor.
SERVIDOR.- ¿En qué he fallado, oh el mejor de los amos?
EDIPO.- No hablando del niño por el que éste pide
información. SERVIDOR.- Habla, y no sabe nada, sino que se
esfuerza en vano.
EDIPO.- Tú no hablarás por tu gusto, y tendrás que hacerlo
llorando. SERVIDOR.- ¡Por los dioses, no maltrates a un
anciano como yo!
EDIPO.- ¿No le atará alguien las manos a la espalda cuanto
antes? SERVIDOR.- ¡Desdichado! ¿Por qué? ¿De qué más
deseas enterarte? EDIPO.- ¿Le entregaste al niño por el que
pregunta?
SERVIDOR.- Lo hice y ¡ojalá hubiera muerto ese día!
EDIPO.- Pero a esto llegarás, si no dices lo que
corresponde. SERVIDOR.- Me pierdo mucho más aún
si hablo.
EDIPO.- Este hombre, según parece, se dispone a dar
rodeos. SERVIDOR.- No, yo no, pues ya he dicho que se
lo entregué.
EDIPO.- ¿De dónde lo habías tomado? ¿Era de tu familia o de algún
otro? SERVIDOR.- Mío no. Lo recibí de uno.
EDIPO.- ¿De cuál de estos ciudadanos y de qué casa?
SERVIDOR.- ¡No, por los dioses, no me preguntes más, mi
señor! EDIPO.- Estás muerto, si te lo tengo que preguntar de
nuevo.
SERVIDOR.- Pues bien, era uno de los vástagos de la casa de
Layo. EDIPO.- ¿Un esclavo, o uno que pertenecía a su linaje?
SERVIDOR.- ¡Ay de mí! Estoy ante lo verdaderamente terrible de
decir. EDIPO.- Y yo de escuchar, pero, sin embargo, hay que oírlo.
Servidor.- Era tenido por hijo de aquél. Pero la que está dentro, tu mujer, es
la que mejor podría decir cómo fue.
EDIPO.- ¿Ella te lo entregó?
SERVIDOR.- Sí, en efecto,
señor. EDIPO.- ¿Con qué fin?
SERVIDOR.- Para que lo matara.
EDIPO.- ¿Habiéndolo engendrado ella,
desdichada? SERVIDOR.- Por temor a funestos
oráculos.
EDIPO.- ¿A cuáles?
SERVIDOR - Se decía que él mataría a sus padres.
EDIPO.- Y ¿cómo, en ese caso, tú lo entregaste a este anciano?
SERVIDOR.- Por compasión, oh señor, pensando que se lo llevaría a otra tierra
de donde él era. Y éste lo salvó para los peores males. Pues si eres tú, en
verdad, quien él asegura, sábete que has nacido con funesto destino.
EDIPO.- ¡Ay, ay! Todo se cumple con certeza. ¡Oh luz del día, que te vea ahora
por última vez! ¡Yo que he resultado nacido de los que no debía, teniendo
relaciones con los que no podía y habiendo dado muerte a quienes no tenía que
hacerlo!
(Entra en palacio.)

CORO
ESTROFA 1ª
¡Ah, descendencia de mortales! ¡Cómo considero que vivís una vida igual a nada!
Pues,
¿qué hombre, qué hombre logra más felicidad que la que necesita para
parecerlo y, una vez que ha dado esa impresión, para declinar? Teniendo este
destino tuyo, el tuyo como ejemplo, ¡oh infortunado Edipo!, nada de los
mortales tengo por dichoso.
ANTÍSTROFA 1ª
Tú, que, tras disparar el arco con incomparable destreza, conseguiste una
dicha por completo afortunada, ¡oh Zeus!, después de hacer perecer a la
doncella de corvas garras cantora de enigmas, y te alzaste como un baluarte
contra la muerte en mi tierra. Y, por ello, fuiste aclamado como mi rey y
honrado con los mayores honores, mientras reinabas en la próspera Tebas.
ESTROFA 2ª
Y ahora, ¿de quién se puede oír decir que es más desgraciado? ¿Quién es el
que vive entre violentas penas, quién entre padecimientos con su vida
cambiada? ¡Ah noble Edipo, a quien le bastó el mismo espacioso puerto para
arrojarse como hijo, padre y esposo! ¿Cómo, cómo pudieron los surcos
paternos tolerarte en silencio, infortunado, durante tanto tiempo?
ANTÍSTROFA 2ª
Te sorprendió, a despecho tuyo, el tiempo que todo lo ve y condena una
antigua boda que no es boda en donde se engendra y resulta engendrado. ¡Ah,
hijo de Layo, ojalá, ojalá nunca te hubiera visto! Yo gimo derramando lúgubres
lamentos de mi boca; pero, a decir verdad, yo tomé aliento gracias a ti y pude
adormecer mis ojos.

(Sale un mensajero del palacio.)


MENSAJERO.- ¡Oh vosotros, honrados siempre, en grado sumo, en esta tierra!
¡Qué sucesos vais a escuchar, qué cosas contemplaréis y en cuánto
aumentaréis vuestra aflicción, si es que aún, con fidelidad, os preocupáis de la
casa de los Labdácidas! Creo que ni el Istro ni el Fasis podrían lavar, para su
purificación, cuanto oculta este techo y los infortunios que, enseguida, se
mostrarán a la luz, queridos y no involuntarios. Y, de las amarguras, son
especialmente penosas las que se demuestran buscadas voluntariamente.
CORIFEO.- Los hechos que conocíamos son ya muy lamentables. Además de
aquéllos,
¿qué anuncias?
MENSAJERO.- Las palabras más rápidas de decir y de entender: ha muerto la
divina Yocasta.
CORIFEO.- ¡Oh desventurada! ¿Por qué causa?
MENSAJERO.- Ella, por sí misma. De lo ocurrido falta lo más doloroso, al no ser
posible su contemplación. Pero, sin embargo, en tanto yo pueda recordarlo te
enterarás de los padecimientos de aquella infortunada. Cuando, dejándose
llevar por la pasión atravesó el vestíbulo, se lanzó derechamente hacia la
cámara nupcial mesándose los cabellos con ambas manos. Una vez que entró,
echando por dentro los cerrojos de las puertas, llama a Layo, muerto ya desde
hace tiempo, y le recuerda su antigua simiente, por cuyas manos él mismo iba a
morir y a dejar a su madre como funesto medio de procreación para sus hijos.
Deploraba el lecho donde, desdichada, había engendrado una doble
descendencia: un esposo de un esposo y unos hijos de hijos.
Y, después de esto, ya no sé cómo murió; pues Edipo, dando gritos, se
precipitó y, por él, no nos fue posible contemplar hasta el final el infortunio de
aquélla; más bien dirigíamos la mirada hacia él mientras daba vueltas.
En efecto, iba y venía hasta nosotros pidiéndonos que le
proporcionásemos una espada y que dónde se encontraba la esposa que
no era esposa, seno materno en dos ocasiones, para él y para sus hijos.
Algún dios se lo mostró, a él que estaba fuera de sí, pues no fue ninguno de
los hombres que estábamos cerca. Y gritando de horrible modo, como si
alguien le guiara, se lanzó contra las puertas dobles y, combándolas, abate
desde los puntos de apoyo los cerrojos y se precipita en la habitación en la que
contemplamos a la mujer colgada, suspendida del cuello por retorcidos lazos.
Cuando él la ve, el infeliz, lanzando un espantoso alarido, afloja el nudo
corredizo que la sostenía. Una vez que estuvo tendida, la infortunada, en tierra,
fue terrible de ver lo que siguió: arrancó los dorados broches de su vestido con
los que se adornaba y, alzándolos, se golpeó con ellos las cuencas de los ojos,
al tiempo que decía cosas como éstas: que no le verían a él, ni los males que
había padecido, ni los horrores que había cometido, sino que estarían en la
oscuridad el resto del tiempo para no ver a los que no debía y no conocer a los
que deseaba.
Haciendo tales imprecaciones una y otra vez –que no una sola-, se iba
golpeando los ojos con los broches. Las pupilas ensangrentadas teñían las
mejillas y no destilaban gotas chorreantes de sangre, sino que todo se mojaba
con una negra lluvia y granizada de sangre.
Esto estalló por culpa de los dos, no de uno sólo, pero las desgracias están
mezcladas para el hombre y la mujer. Su legendaria felicidad anterior era
entonces una felicidad en el verdadero sentido; pero ahora, en el momento
presente, es llanto, infortunio, muerte, ignominia y, de todos los pesares que
tienen nombre, ninguno falta. CORIFEO.- ¿Y ahora se encuentra el desdichado
en alguna tregua de su mal?
MENSAJERO.- Está gritando que se descorran los cerrojos y que muestren a
todos los Cadmeos al homicida, al que de su madre profiriendo expresiones
impías,
impronunciables para mí, como si se fuera a desterrar él mismo de esta tierra
y a no permanecer más en el palacio, estando como está sujeto a la maldición
que lanzó. Lo cierto es que requiere un soporte y un guía, pues la desgracia es
mayor de lo que se puede tolerar. Te lo mostrará también a ti, pues se abren
los cerrojos de las puertas. Pronto podrás ver un espectáculo tal, como para
mover a compasión, incluso, al que le odiara.
(Se abren las puertas del palacio y aparece Edipo con la cara ensangrentada,
andando a tientas.)
CORO.
¡Oh sufrimiento terrible de contemplar para los hambres! ¡Oh el más espantoso
de todos cuantos yo me he encontrado! ¿Qué locura te ha acometido, oh infeliz?
¿Qué deidad es la que ha saltado, con salto mayor que los más largos, sobre su
desgraciado destino?
¡Ay, ay, desdichado! Pero ni contemplarte puedo, a pesar de que quisiera
hacerte muchas preguntas, enterarme de muchas cosas y observarte mucho
tiempo. ¡Tal horror me inspiras!
Edipo.- ¡Ah, ah, desgraciado de mí! ¿A qué tierra seré arrastrado, infeliz?
¿Adónde se me irá volando, en un arrebato, mi voz? ¡Ay, destino! ¡Adónde te
has marchado?
CORIFEO.- A un desastre terrible que ni puede escucharse ni
contemplarse. ESTROFA 1ª
EDIPO.- ¡Oh nube de mi oscuridad, que me aíslas, sobrevenida de indecible
manera, inflexible e irremediable! ¡Ay, ay de mí de nuevo! ¡Cómo me penetran,
al mismo tiempo, los pinchazos de estos aguijones y el recuerdo de mis
males!
CORIFEO.- No tiene nada de extraño que en estos sufrimientos te lamentes y
soportes males dobles.
ANTÍSTROFA 1ª
EDIPO.- ¡Oh amigo!, tú eres aún mi fiel servidor, pues todavía te encargas de
cuidarme en mi ceguera. ¡Uy, uy!, No me pasas inadvertido, sino que, aunque
estoy en tinieblas, reconozco, sin embargo, tu voz.
CORIFEO.- ¡Ah, tú que has cometido acciones horribles! ¿Cómo te atreviste a
extinguir así tu vista?, ¿qué dios te impulsó?
ESTROFA 2ª
EDIPO.- Apolo era, Apolo, amigos, quien cumplió en mí estos tremendos, sí,
tremendos, infortunios míos. Pero nadie los hirió con su mano sino yo,
desventurado. Pues ¿qué me quedaba por ver a mí, a quien, aunque viera,
nada me sería agradable de contemplar?
CORO.- Eso es exactamente como dices.
EDIPO.- ¿Qué es, pues, para mí digno de ver o de amar, o qué saludo es
posible ya oír con agrado, amigos? Sacadme fuera del país cuanto antes,
sacad, oh amigos, al que es
funesto en gran medida, al maldito sobre todas las cosas, al más odiado de
los mortales incluso para los dioses.
CORIFEO.- ¡Desdichado por tu clarividencia, así como por tus sufrimientos!
¡Cómo hubiera deseado no haberte conocido nunca!
ANTÍSTROFA 2ª
EDIPO.- ¡Así perezca aquel, sea el que sea, que me tomó en los pastos,
desatando los crueles grilletes de mis pies, me liberó de la muerte y me salvó,
porque no hizo nada de agradecer! Si hubiera muerto entonces, no habría dado
lugar a semejante penalidad para mí y los míos.
CORO.- Incluso para mí hubiera sido mejor.
EDIPO.- No hubiera llegado a ser asesino de mi padre, ni me habrían llamado
los mortales esposo de la que nací. Ahora, en cambio, estoy desasistido de
los dioses, soy hijo de impuros, tengo hijos comunes con aquella de la que yo
mismo -¡desdichado!- nací. Y si hay un mal aún mayor que el mal, ése le
alcanzó a Edipo.
CORIFEO.- No veo el modo de decir que hayas tomado una buena decisión.
Sería preferible que ya no existieras a vivir ciego.
EDIPO.- No intentes decirme que esto no está así hecho de la mejor manera, ni
me hagas ya recomendaciones. No sé con qué ojos, si tuviera vista, hubiera
podido mirar a mi padre al llegar al Hades, ni tampoco a mi desventurada
madre, porque para con ambos he cometido acciones que merecen algo peor
que la horca. Pero, además, ¿acaso hubiera sido deseable para mí contemplar
el espectáculo que me ofrecen mis hijos, nacidos como nacieron? No por
cierto, al menos con mis ojos.
Ni la ciudad, ni el recinto amurallado, ni las sagradas imágenes de los
dioses, de las que yo, desdichado -que fui quien vivió con más gloria en Tebas-,
me privé a mí mismo cuando, en persona, proclamé que todos rechazaran al
impío, al que por obra de los dioses resultó impuro y del linaje de Layo.
Habiéndose mostrado que yo era semejante mancilla, ¿iba yo a mirar a éstos
con ojos francos? De ningún modo. Por el contrario, si hubiera un medio de
cerrar la fuente de audición de mis oídos, no hubiera vacilado en obstruir mi
infortunado cuerpo para estar ciego y sordo. Que el pensamiento quede
apartado de las desgracias es grato.
¡Ah, Citerón! ¿Por qué me acogiste? ¿Por qué no me diste muerte tan
pronto como me recibiste, para que nunca hubiera mostrado a los hombres
de dónde había nacido?
¡Oh Pólibo y Corinto y antigua casa paterna -sólo de nombre-, cómo me
criasteis con apariencia de belleza, pero corrompido de males por dentro!
Ahora soy considerado un infame y nacido de infames.
¡Oh tres caminos y oculta cañada, encinar y desfiladero en la encrucijada,
que bebisteis, por obra de mis manos, la sangre de mi padre que es la mía! ¿Os
acordáis aún de mí? ¡Qué clase de acciones cometí ante vuestra presencia y,
después, viniendo aquí, cuáles cometí de nuevo! ¡Oh matrimonio, matrimonio,
me engendraste y, habiendo engendrado otra vez, hiciste brotar la misma
simiente y diste a conocer a padres, hermanos, hijos, sangre de la misma
familia, esposas, mujeres y madres y todos los hechos más abominables que
suceden entre los hombres! Pero no se puede hablar de lo que no es noble
hacer. Ocultadme sin tardanza, ¡por los dioses!, en algún lugar fuera del país o
matadme o arrojadme al mar, donde nunca más me podáis ver. Venid, dignaos
tocar a este hombre desgraciado. Obedecedme, no tengáis miedo, ya que mis
males ningún mortal, sino yo, puede arrostrarlos.
CORIFEO.- A propósito de lo que pides, aquí se presenta Creonte para tomar
iniciativas o decisiones, ya que se ha quedado como único custodio del país en
tu lugar.
EDIPO.- ¡Ay de mí! ¿Qué palabras le voy a dirigir? ¿Qué garantía justa de
confianza podrá aparecer en mí? Pues de mi enfrentamiento anterior con él,
en todo me descubro culpable.
(Entra Creonte.)
CREONTE.- No he venido a burlarme, Edipo, ni a echarte en cara ninguno de los
ultrajes de antes. (Dirigiéndose al Coro.) Pero si no sentís respeto ya por la
descendencia de los mortales, sentidlo, al menos, por el resplandor del
soberano Helios que todo lo nutre y no mostréis así descubierta una mancilla
tal, que ni la tierra ni la sagrada lluvia ni la luz acogerán. Antes bien, tan pronto
como sea posible, metedle en casa; porque lo más piadoso es que las
deshonras familiares sólo las vean y escuchen los que forman la familia.
EDIPO.- ¡Por los dioses!, ya que me has liberado de mi presentimiento al haber
llegado con el mejor ánimo junto a mí, que soy el peor de los hombres, óyeme,
pues a ti te interesa, que no a mí, lo que voy a decir.
CREONTE.- ¿Y qué necesitas obtener para suplicármelo así?
EDIPO.- Arrójame enseguida de esta tierra, donde no pueda ser abordado por
ninguno de los mortales.
CREONTE.- Hubiera hecho esto, sábelo bien, si no deseara, lo primero de
todo, aprender del dios qué hay que hacer.
EDIPO.- Pero la respuesta de aquél quedó bien evidente: que yo perezca, el
parricida, el impío.
CREONTE.- De este modo fue dicho; pero, sin embargo, en la necesidad en
que nos encontramos es más conveniente saber qué debemos hacer.
EDIPO.- ¿Es que vais a pedir información sobre un hombre tan
miserable? CREONTE.- Sí, y tú ahora sí que puedes creer en la
divinidad.
EDIPO.- En ti también confío y te hago una petición: dispón tú, personalmente,
el enterramiento que gustes de la que está en casa. Pues, con rectitud,
cumplirás con los tuyos. En cuanto a mí, que esta ciudad paterna no consienta
en tenerme como habitante mientras esté con vida, antes bien, dejadme morar
en los montes, en ese Citerón que es llamado mío, el que mi padre y mi madre,
en vida, dispusieron que fuera legítima sepultura para mí, para que muera por
obra de aquellos que tenían que haberme matado.
No obstante, sé tan sólo una cosa, que ni la enfermedad ni ninguna otra
causa me destruirán. Porque no me hubiera salvado entonces de morir, a no ser
para esta horrible desgracia. Pero que mi destino siga su curso, vaya donde
vaya. Por mis hijos varones no te preocupes, Creonte, pues hombres son, de
modo que, donde fuera que estén, no tendrán nunca falta de recursos. Pero a
mis pobres y desgraciadas hijas, para las que nunca fue dispuesta mi mesa
aparte de mí, sino que de cuanto yo gustaba, de todo ello participaban siempre,
a éstas cuídamelas. Y, sobre todo, permíteme tocarlas con mis manos y
deplorar mis desgracias. ¡Ea, oh Señor! ¡Ea, oh noble en tu linaje! Si las tocara
con las manos, me parecería tenerlas a ellas como cuando veía. ¿Qué digo?
(Hace ademán de escuchar.) ¿No estoy oyendo llorar a mis dos queridas hijas?
¿No será que Creonte por compasión ha hecho venir lo que me es más querido,
mis dos hijas? ¿Tengo razón?
(Entran Antígona e Ismene conducidas por un siervo.)
CREONTE.- La tienes. Yo soy quien lo ha ordenado, porque imaginé la
satisfacción que ahora sientes, que desde hace rato te obsesionaba.
EDIPO.- ¡Ojalá seas feliz y que, por esta acción, consigas una divinidad que te
proteja mejor que a mí! ¡Oh hijas! ¿Dónde estáis? Venid aquí, acercaos a estas
fraternas manos mías que os han proporcionado ver de esta manera los ojos,
antes luminosos, del padre
que os engendró. Este padre, que se mostró como tal para vosotras sin
conocer ni saber dónde había sido engendrado él mismo.
Lloro por vosotras dos -pues no puedo miraros-, cuando pienso qué amarga
vida os queda y cómo será preciso que paséis vuestra vida ante los hombres.
¿A qué reuniones de ciudadanos llegaréis, a qué fiestas, de donde no volváis a
casa bañadas en lágrimas, en lugar de gozar del festejo? Y cuando lleguéis a la
edad de las bodas, ¿quién será, quién, oh hijas, el que se expondrá a aceptar
semejante oprobio, que resultará una ruina para vosotras dos como,
igualmente, lo fue para mis padres? ¿Cuál de los crímenes está ausente?
Vuestro padre mató a su padre, fecundó a la madre en la que él mismo había
sido engendrado y os tuvo a vosotras de la misma de la que él había nacido.
Tales reproches soportaréis. Según eso, ¿quién querrá desposaros? No habrá
nadie, oh hijas, sino que seguramente será preciso que os consumáis estériles
y sin bodas.
¡Oh hijo de Meneceo!, ya que sólo tú has quedado como padre para éstas -
pues nosotros, que las engendramos, hemos sucumbido los dos-, no dejes que
las que son de tu familia vaguen mendicantes sin esposos, no las iguales con
mis desgracias. Antes bien, apiádate de ellas viéndolas a su edad así, privadas
de todo excepto en lo que a ti se refiere. Prométemelo, ¡oh noble amigo!,
tocándome con tu mano. Y a vosotras, ¡oh hijas!, si ya tuvierais capacidad de
reflexión, os daría muchos consejos. Ahora, suplicad conmigo para que, donde
os toque en suerte vivir, tengáis una vida más feliz que la del padre que os dio
el ser.
CREONTE.- Basta ya de gemir. Entra en palacio.
EDIPO.- Te obedeceré, aunque no me es
agradable. CREONTE.- Todo está bien en su
momento oportuno. EDIPO.- ¿Sabes bajo qué
condiciones me iré?
CREONTE.- Me lo dirás y, al oírlas, me
enteraré. EDIPO.- Que me envíes desterrado
del país.
CREONTE.- Me pides un don que incumbe a la
divinidad. EDIPO.- Pero yo he llegado a ser muy odiado
por los dioses. CREONTE.- Pronto, en tal caso, lo
alcanzarás.
EDIPO.- ¿Lo aseguras?
CREONTE.- Lo que no pienso, no suelo decirlo en
vano. EDIPO.- Sácame ahora ya de aquí.
CREONTE.- Márchate y suelta a tus
hijas. EDIPO.- En modo alguno me las
arrebates.
CREONTE.- No quieras vencer en todo, cuando, incluso aquello en lo que
triunfaste, no te ha aprovechado en la vida.
(Entran todos en palacio.)
CORIFEO.- ¡Oh habitantes de mi patria, Tebas, mirad: he aquí a Edipo, el que
solucionó los famosos enigmas y fue hombre poderosísimo; aquel al que los
ciudadanos miraban con envidia por su destino! ¡En qué cúmulo de terribles
desgracias ha venido a parar! De modo que ningún mortal puede considerar a
nadie feliz con la mira puesta en el último día, hasta que llegue al término de su
vida sin haber sufrido nada doloroso.

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