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Sermón #3044

El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano 1

Transformaciones Espirituales
NO. 3044
SERMÓN PREDICADO LA NOCHE DE UN JUEVES DEL AÑO DE 1865,
POR CHARLES HADDON SPURGEON,
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES,
Y PUBLICADO EL JUEVES 13 DE JUNIO DE 1907.

“En lugar de la zarza crecerá ciprés, y en lugar de la ortiga crecerá arrayán;


y será a Jehová por nombre, por señal eterna que nunca será raída.”
Isaías 55:13.

Por muchos siglos Tierra Santa ha estado cubierta de zarzas y ortigas.


Los viajeros nos informan que es tan extremamente árida, que con la ex-
cepción del desolado desierto del Sahara, no se podría encontrar otra de-
solación tan absoluta como la que existe en muchas partes de Judea e
Israel. Pero la tierra no permanecerá siendo sempiternamente tan impro-
ductiva. Incluso ahora, en las zonas en las que puede ser cultivada, fluye
leche y miel; y vendrá el día cuando el pueblo escogido retornará a la tie-
rra de su propiedad, dada por Dios a ellos y a sus padres mediante un
pacto de sal, y comenzarán a irrigar otra vez los montes, a plantar los va-
lles, a cultivar las vides y a esparcir extensamente la semilla en los sur-
cos arados con esmero. Tierra Santa florecerá de nuevo: “En lugar de la
zarza crecerá ciprés, y en lugar de la ortiga crecerá arrayán.” Cuando es-
to sea cumplido, el mundo entero resonará con la fama que se habrá
propagado. Se dirá: “¿es esta la Sion que nadie pretendía? ¿Es esta la
tierra que fue llamada desolada? ¿Es esta la ciudad cuyo nombre fue ol-
vidado?” Entonces el monte Sion será de nuevo “Hermosa provincia, el
gozo de toda la tierra”; y entonces toda esa tierra fluirá con fertilidad, “y
será a Jehová por nombre, por señal eterna que nunca será raída.”
Pero el significado espiritual de nuestro texto, al cual queremos atraer
su más inmediata atención en esta noche, es este: Dios, por Su gracia,
obra transformaciones morales y espirituales. Los hombres—
comparables a zarzas y ortigas—son cambiados y renovados por la gracia
soberana de Dios, al punto que pueden ser entonces comparados a ci-
preses y arrayanes. Esta portentosa transformación es para gloria de
Dios, y es para él “por señal eterna que nunca será raída.” Hablemos un
poco entre nosotros, primero, en cuanto a estas transformaciones; en se-
gundo lugar, en relación a cómo son realizadas; y, en tercer lugar, con-
templemos su feliz resultado: “serán a Jehová por nombre, por señal
eterna que nunca será raída.”
I. Hablemos EN RELACIÓN A ESTAS TRANSFORMACIONES.
Pareciera, partiendo de nuestro texto, que hay algunos seres que pu-
dieran ser comparados adecuadamente a espinos y cardos. La similitud
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puede ser aplicada a su original. Aquí todos hemos de asumir nuestra


parte. El espino es el hijo de la maldición; el cardo es el vástago de la
Caída. No había cardos ni espinos que hicieran brotar el sudor en el ros-
tro de Adán mientras no hubo pecado. Entonces el Señor le dijo: “Maldita
será la tierra por tu causa; con dolor comerás de ella todos los días de tu
vida. Espinos y cardos te producirá.” Y nosotros somos también los
vástagos de la maldición.
¿Qué dice David? “He aquí, en maldad he sido formado, y en pecado
me concibió mi madre.” Nacemos bajo pecado; estamos sujetos a él desde
nuestros primeros instantes, y nos descarriamos, no meramente por una
imitación del mal ejemplo, sino por la fuerza de nuestra naturaleza co-
rrupta.
Pudiera ser que haya algunos aquí, esta noche, que sientan que están
bajo la maldición. No pueden mirar en retrospectiva hacia su ‘original’
sin descubrir esto. Pudiera ser, amigos míos, que sus padres les hubie-
ran enseñado a pecar; no pueden recordar haber sido instruidos alguna
vez en el camino de Dios. Pudiera ser que, en este preciso instante, re-
cuerden algo de su más temprano entrenamiento recibido, y recuerden
que fue de naturaleza tal que pudo hacerlos aptos para el servicio de Sa-
tanás, mas no podía conducirlos a la cruz de Cristo. Sienten que están
bajo la maldición, y se han enfrentado con tales aflicciones y su corazón
está tan desfallecido, que, que si yo procediera a registrar a algunos co-
mo hijos de la maldición, valerosamente me dirían: “Pon mi nombre en la
lista. En verdad, soy nacido de un traidor, y siento en mi sangre la
mácula de su pecado.”
Aun cuando esto es cierto en cuanto a nosotros, no obstante hay con-
suelo para nosotros. Somos zarzas, pero el Señor puede transformarnos
en arrayanes. Jehová sabe cómo suprimir la maldición del primer Adán
mediante la bendición del segundo Adán. Él puede arrancar de raíz todo
lo que es vil, y pecaminoso y maldito, y puede plantar, en lugar de todo
ello, todo lo amable y de buen nombre, y así heredaremos Su bendición.
Entonces, tengan buen ánimo; aunque ustedes están justamente aho-
ra bajo la maldición, el Señor Jesús, que fue hecho una maldición por
nosotros, puede pronunciarlos bendecidos.
Además, el espino es la imagen verdadera del pecador porque no presta
ningún tipo de servicio. Yo supongo que casi todas las cosas tienen su
uso, pero desconozco si se haya descubierto algún uso para la zarza y la
ortiga. Lo mismo ha sucedido con muchos de nosotros, y lo mismo suce-
de con algunos de ustedes esta noche. ¿Qué han hecho por Dios? Joven-
cito, veinte años te han conducido a la madurez, ¿pero qué servicio ha
recibido de ti el Todopoderoso alguna vez? Tal vez cuarenta años han sa-
zonado tu adultez, pero, hasta este punto, ¿qué cánticos de alabanza
han ascendido al cielo proferidos por ti? ¿Qué frutos aceptables has colo-
cado ante el altar de Dios? Tú eres Su viña: ¿cuántas uvas maduras le

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han sido entregadas alguna vez provenientes de ti? Él ha cavado alrede-


dor de ti, te ha protegido con el muro de Su providencia, y te ha vigilado
con el más tierno cuidado. ¿Cómo es que Él busca uvas y tú solamente
produces uvas amargas? Si Él espera recibir algún retorno por el talento
que ha confiado a tu cuidado, ¿cómo es que lo envolviste en un pañuelo,
y escondiste el dinero de tu Señor? Has sido un inútil: pero no has sido
así para con tus semejantes; tus hijos han recibido tu cuidado; tal vez
has sido de alguna ayuda para tus vecinos y amigos; pero, en lo concer-
niente a Dios, el hombre natural es perfectamente inútil; no aporta nin-
guna cosecha para el grandioso Propietario de la tierra. ¿Comenté, justo
ahora, que tenías cuarenta años de edad? ¿Qué pasaría si hubiera, en
este lugar, alguna persona inconversa de sesenta, setenta o incluso de
ochenta años de edad? Y en vano ha brillado todos estos años la luz del
cielo para ti; en vano la paciencia divina ha dicho: “Déjala todavía este
año”; en vano la predicación de la Palabra de Dios para ti junto con todas
las ordenanzas de Su casa. Todavía estás desnudo, sin hojas, sin fruto.
Has vivido para ti mismo únicamente, y no has glorificado a tu Creador y
Preservador en modo alguno.
Tú eres una zarza y una ortiga. Sin embargo, ten buen ánimo; si tie-
nes un corazón para cosas mejores, Dios puede convertirte en un ciprés
o en un arrayán que produzcan una sombra benéfica y alegren los huer-
tos del Señor. Él puede transformar todavía tu inutilidad en un verdade-
ro servicio, y tomarte de en medio de los ociosos en la plaza para que va-
yas y trabajes activa y exitosamente en Su viña.
La zarza, (apenas hemos comenzado a tocar este punto), desperdicia
también influencias benéficas que, si hubiesen caído en el buen grano,
habrían producido una cosecha. La lluvia cayó hoy, pero cayó sobre espi-
nos y abrojos a la par que sobre las verdes hebras del trigo. Las gotas del
rocío serán vertidas, y caerán tan copiosamente sobre los espinos espe-
samente entrelazados y las enredadas ortigas, como en el bien desherba-
do huerto del labrador; y cuando el sol brille con un rayo vivificador, pro-
yectará sus rayos benéficos tanto sobre los espinos y las ortigas como
sobre los árboles frutales y la cebada y el trigo.
Lo mismo sucede con ustedes, hombres y mujeres inconversos. Uste-
des han recibido los favores diarios con una abundancia tan grande co-
mo lo han hecho los justos. Es más, tal vez hasta hayan recibido más:
han llevado una vida holgada y visten de lino fino, como Epulón, mien-
tras los propios santos de Dios han estado consumiéndose a sus puertas,
como Lázaro. No han tenido que lamentar la falta de influencias externas
de los medios de la gracia. Algunos de ustedes son asiduos oyentes de
sermones; están constantemente dentro de las puertas de la casa de
Dios; frecuentan el lugar donde se hace libremente la proclamación de la
misericordia; sus Biblias no son desconocidas para ustedes; y, sin em-
bargo, todo esto ha sido un desperdicio en ustedes. ¿Acaso no están

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próximos a blasfemar? Han sido visitados por el favor diario, censurados


por la conciencia, sacudidos a veces por la moción natural de su propio
corazón, despertados por el Espíritu de Dios, atemorizados bajo Su Pala-
bra, y, sin embargo, a pesar de todo esto, son forasteros en cuanto a la
mancomunidad de Israel; pero, ¡no desesperen! Si sus almas persiguen
cosas mejores, Dios es capaz de transformar esas inútiles zarzas, esas
ortigas infructíferas, en cipreses que esparcirán en derredor su delicioso
fruto.
Fue insensata la expresión de un cierto predicador cuando dijo que la
cizaña no se convertirá nunca en trigo; no le incumbía retorcer la pará-
bola de Cristo. Pero esto sí sé: por la gracia divina, la zarza se convertirá
en ciprés, y la ortiga puede tornarse en un arrayán. ¿Tenía ese hombre el
propósito de negar la posibilidad de la conversión? ¿Quiso decir que la
gracia todopoderosa no podía convertir al león en un cordero, o al cuervo
en una paloma? Si así fuera, expresó una blasfemia directa, pues no hay
ningún milagro de gracia que Dios no pueda efectuar. Él puede tomar las
negras protuberancias del ébano, y convertirlas en alabastro. Él puede
sumergir en las aguas amargas de Mara el árbol de la cruz, y endulzarlas
como el agua del pozo de Belén que David anhelaba con vehemencia. Él
puede extraerle el veneno al áspid y el aguijón al basilisco, y hacerlos úti-
les para Dios y el hombre. El camello puede atravesar el ojo de la aguja.
Debes saber, con toda certeza, que nada es demasiado difícil para el Se-
ñor. Él puede hacer lo que le plazca.
Pero continuando con nuestras observaciones sobre el espino y su
transformación en un ciprés, ¿no es acaso el espino algo nocivo? El espi-
no rasga y desgarra a los viandantes. Algunas veces, si yo quisiera seguir
mi camino de manera directa hasta aquel punto, debo atravesar un va-
llado de zarzas; y, ¡cuán a menudo ha sido el cristiano atormentado y
desgarrado por los espinos de los impíos! La edad de los mártires podrá
decirnos en qué medida los santos de Dios han visto su carne desgarrada
hasta los huesos por esos espinos y esas ortigas; y la madre sollozante
habrá de decirnos cómo han quebrantado su corazón y han encanecido
prematuramente sus cabellos; y la esposa afligida habrá de confiarnos
cómo un esposo impío la ha enviado a su aposento con lágrimas amargas
brotando de sus ojos; y todos nosotros habremos de decir cómo algunas
veces nuestros parientes impíos han hecho palpitar aceleradamente
nuestros corazones al sentir una terrible ansiedad por ellos. Lot no pue-
de vivir en Sodoma sin ser vejado, y David no puede permanecer en Me-
sec sin clamar: “¡Ay de mí, que moro en Mesec, y habito entre las tiendas
de Cedar!”
Pero recuerden que por mucho que hayan perseguido a los santos de
Dios, por duro que hayan tratado a los seguidores de Cristo, el Señor
puede transformarlos en uno de ellos. Pablo no se imaginaba, cuando iba
cabalgando hacia Damasco, que eso le sucedería. Él tenía sus preciosos

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documentos completamente seguros. “Voy a asolar a los nazarenos,” pa-


recía decir; “voy a conducirlos al poste de los flagelos; los voy a arrastrar
fuera de la sinagoga, y los voy a forzar a blasfemar.” Ni te imaginas si-
quiera, Pablo, que pronto vas a doblar la rodilla ante ese mismo Jesús de
Nazaret a quien odias. Una luz resplandece a su alrededor, más brillante
que el sol del mediodía; cae de su cabalgadura; escucha una voz que le
dice: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Entonces pregunta mansa-
mente: “¿Quién eres, Señor?,” y le llega la respuesta: “Yo soy Jesús, a
quien tú persigues; dura cosa te es dar coces contra el aguijón.”
Ah, pecador, tal vez no sepas que estás persiguiendo a Jesús. Tú pien-
sas que se trata solamente de tu hijo, o de tu esposa, o de tu madre; pe-
ro, al perseguir a los miembros del cuerpo de Cristo, persigues a la Cabe-
za. Saulo de Tarso es llevado de la mano hasta Damasco; y después de
su conversión, ¿quién es más arrojado que él? El predicador sobre la co-
lina de Marte, el testigo delante de Nerón, el anciano de Dios sentado en
el calabozo, el hijo de Dios con su cabeza apoyada en el tajo, éste es el
hombre que perseguía a los santos de Dios; pero ahora está lleno de celo,
aventajando a todos los demás en la difusión del conocimiento de Cristo.
La zarza es convertida en un ciprés, y la ortiga en un arrayán.
Y todavía no he agotado la figura. El espino siembra su propia simiente;
y cuando los vientos se levantan, llevan sobre sus alas el vilano del car-
do, y la simiente es dejada caer por aquí y por allá y por todas partes. No
puedes mantener a las ortigas aisladas. Si las cultivas en tu propio
jardín, muy pronto estarán en el jardín de tu vecino; y si tu vecino las
cultiva, te será difícil mantenerlas fuera de tu solar.
Y este es el peor punto acerca de un hombre inconverso. Si has estado
haciendo el mal, tus hijos crecen según tu propia imagen, o tus siervos
imitan a su señor. Si eres un comerciante inescrupuloso, ayudas a que
otros comerciantes sean a su vez, si no palpablemente deshonestos, sí
escandalosamente laxos. Tu lenguaje contamina el aire que respiras; o si
controlas eso tolerablemente bien, tus sentimientos no están desprovis-
tos de influencia sobre tus semejantes. Tú no vives para ti mismo. Si fue-
ras a llevar la vida de un ermitaño, tu propia ausencia de la sociedad
tendría su influencia. Si eres literalmente un leproso, yo podría encerrar-
te, y hacer que cubrieras tu labio, y que te pusieras ceniza sobre tu cabe-
za, y gritaras: “¡Inmundo! ¡Inmundo!” Pero con tu lepra espiritual, no
puedo excluirte de esa manera. Tú contaminarás el aire doquiera vayas;
no tienes otra opción que diseminar la contaminación a tu alrededor.
¡Oh, espino que multiplicas tu semilla, que Dios te cambie!
¿Me estoy dirigiendo esta noche a algún infiel que ha sido muy diligen-
te en la propagación de sus puntos de vista? ¡Cómo saltaría de gozo mi
corazón si el Señor te hiciera tan diligente en ensalzar la cruz que has
hollado! Él puede hacerlo; le pido a Dios que lo haga. ¿Le estoy hablando

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esta noche a alguien que ha estado furiosamente en contra de las cosas


de Dios?
Hermanos, los peores pecadores se convierten en los mejores santos; y
si el Señor quisiera tocarlos, se volverán tan ardientes por Él como ahora
lo son contra Él. Aquel a quien se le ha perdonado mucho, amará mu-
cho. Nadie podría quebrar un frasco de alabastro de precioso ungüento
sino la mujer que era una pecadora. John Bunyan solía decir que él creía
que habría un gran grupo de santos en la siguiente generación, pues su
propia generación era notable por sus muchos y grandes pecadores; y él
en verdad esperaba que cuando estos grandes pecadores crecieran, Dios
los transformaría en grandes santos.
Nosotros podríamos mencionar muchos nombres de hombres que han
sido, por decirlo así, sargentos del diablo, pero que, una vez que Dios los
ha transformado en Sus propios soldados, se han convertido en los más
bienaventurados sargentos reclutadores para el reino de Cristo. Miren a
John Newton y a John Bunyan y a otros hombres de ese calibre, y vean
lo que puede hacer la gracia soberana en casos similares.
Y tengo otra observación. No puedo evitar señalar que fueron las zar-
zas y las ortigas las que conformaron la corona que traspasó las sienes
del Salvador; y son nuestros pecados, nuestros crueles pecados, los que
han sido Sus principales atormentadores. Cada alma que vive sin Cristo,
después de haber oído de Él, está atravesando otra vez las sienes de
Cristo. Cuando piensas que Él no está dispuesto a perdonarte, ese pen-
samiento poco generoso le hiere más que cualquier otra cosa. Y cuando
hablas mal de Su nombre, cuando calumnias a Su pueblo y desprecias a
Sus santos, ¿qué estás haciendo sino tejiendo otra corona de espinas pa-
ra ponerla sobre Su cabeza? Sin embargo, tú, tú que has atravesado la
frente del Salvador, tú puedes convertirte todavía en un ciprés que coro-
ne esa frente de victoria. El Salvador, habiendo combatido por ti, habién-
dote ganado, y habiéndote comprado con la sangre de Su corazón, te
pondrá como una guirnalda alrededor de Su frente, “y será a Jehová por
nombre, por señal eterna que nunca será raída.”
El significado del todo es que Dios transforma verdaderamente a Sus
enemigos en Sus amigos por el poder del Evangelio; Él vuelve a los hom-
bres de las tinieblas a la luz, del poder de Satanás al reino de Cristo, de
ser poseídos por demonios a llenarse del Espíritu Santo, de ser un es-
condrijo de dragones, lleno de pecado, a ser templos donde toda gracia
brillará para reflejar la gloria del Altísimo. Algunos de ustedes pueden
dar testimonio a favor de este asunto por experiencia; otros lo contem-
plan con un intenso deseo.
II. En segundo lugar, hemos de considerar CÓMO ES OBRADA ESTA
TRANSFORMACIÓN EN LOS HOMBRES.
Es obrada por la agencia misteriosa y secreta de Dios el Espíritu Santo.
Ciertamente, queridos amigos, no puede ser obrada nunca en nosotros

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por el poder del hombre. Deberíamos temblar si nuestra religión se apo-


yara en cualquier hombre, pues ese es un cimiento inestable y pobre. Yo
conozco más y más, cada día, mi total incapacidad para hacer el bien a
mis semejantes aparte del Espíritu de Dios. Me llegan casos, algunas ve-
ces, que me sacuden por completo. Por ejemplo, procuro consolar a un
corazón quebrantado. Busco, en vano, todo tipo de metáforas para pre-
sentar la verdad con claridad; cito las promesas, doblo mis rodillas en
oración, y, sin embargo, después de todo, el pobre espíritu atribulado
tiene que irse sin creer todavía, pues únicamente Dios puede darle la fe.
Hay otros casos en los que nos enteramos de hombres que han vivido en
pecado y le ha agradado a Dios poner Su aflictiva mano en ellos, y no sa-
bemos qué decirles. Ellos profesan arrepentimiento, pero tenemos temor
de que sólo sea remordimiento; hablan de fe en Cristo, pero tememos que
sea un engaño. Quisiéramos convencerlos de pecado si pudiésemos; les
recordamos el pasado, y dan su asentimiento a cada frase que expresa-
mos contra ellos, mas no sienten el mal de sus propios caminos. ¡Oh,
tratar con pecadores es una tarea difícil! Se requiere de una herramienta
más eficaz de las que el hombre puede guardar en su caja de herramien-
tas. Únicamente Dios puede quebrar los corazones; y cuando están que-
brantados, únicamente la misma mano que los quebró puede vendarlos.
Entonces, el Espíritu Santo, que está en todas partes en medio de Su
Iglesia, es quien sale y se pone en contacto directo con el espíritu huma-
no, y entonces, efectúa un cambio inmediato. Yo no podría decirles con
qué parte del hombre comienza el Espíritu Santo; pero sí puedo decirles
que cambia al hombre entero. El juicio no toma más a las tinieblas por
luz y a la luz por tinieblas; la voluntad no está apuntando obstinadamen-
te contra Dios, sino que inclina su cuello al yugo de Cristo; los afectos no
están puestos más en el placer pecaminoso, sino que están puestos en
Cristo. Es verdad que la corrupción permanece todavía en el corazón, pe-
ro nos son otorgados un corazón nuevo y un espíritu recto. Una simiente
viva es colocada en el alma vivificada, que no puede pecar, porque es na-
cida de Dios: una simiente viva que vive y permanece para siempre.
“Yo no sé”—dijo alguien—“si el mundo es un mundo nuevo, o si yo soy
una nueva criatura, pero tiene que ser alguna de las dos cosas, pues ‘las
cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas’. Cuando Cristo
desciende al corazón humano para reinar, pareciera tomar el lema: “He
aquí, yo hago nuevas todas las cosas.” Hay “cielos nuevos y tierra nueva,
en los cuales mora la justicia,” dentro del corazón de ese pobre pecador.
Es un cambio completo. Ustedes podrán observar que no se trata del es-
pino recortado y podado; no se trata de la ortiga que se hace crecer sobre
un muro, y es moldeada según un orden: eso es reforma. Se trata de un
espino convertido en un ciprés: esta es una perfecta recreación, es hacer
a un hombre de nuevo; y esto debe sucedernos a cada uno de nosotros,
por el poder y la energía del Espíritu Divino, pues, de otra manera, nun-

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ca floreceremos en el huerto del Señor, ni deberíamos unirnos a la Iglesia


de Dios en la tierra, pues no tenemos parte ni porción en el asunto.
Pero, mientras digo que es el Espíritu el que obra este cambio, ustedes
se están preguntando por qué medios lo hace. Les pido amablemente que
se refieran al capítulo del que es tomado mi texto, y observarán que el
Señor Jesús tiene que ver con esto: “He aquí que yo lo dí por testigo a los
pueblos, por jefe y por maestro a las naciones.” Ese versículo está ubica-
do antes de mi texto. Debemos conocer a Cristo antes de que podamos
ser cambiados jamás. Algunas personas piensan que han de cambiarse
ellas mismas para entonces venir a Cristo. ¡Oh, no! ¡Vengan a Cristo tal
como son! La obra del Espíritu es cambiarlos. Ustedes no han de obrar
un milagro, y entonces venir a Cristo para mostrarle el milagro; sino que
han de venir a Cristo para sea obrado el milagro en ustedes. La obra de
Cristo es comenzar con el pecador como pecador, lo mismo que hizo el
buen samaritano con el hombre que cayó entre ladrones. No esperó que
fuera curado antes de ayudarle, sino que derramó aceite y vino en sus
heridas, lo colocó sobre su cabalgadura, y luego lo transportó al mesón; y
Cristo puede también salvar perpetuamente a los que por Él se acercan a
Dios.
Pero el capítulo pareciera enseñar otra lección. Tú dices: “yo sé que el
Espíritu Santo hace que el corazón y la conciencia vean a Cristo, pero,
¿cómo puedo alcanzar a Cristo?” El capítulo te lo dice. Dice que la Pala-
bra de Dios no regresará a Él vacía. La forma en que Cristo es descubier-
to y encontrado por un pecador, es mediante la predicación de Cristo a
ese pecador. “Oíd, y vivirá vuestra alma.” Ese es el Evangelio. La vía por
la que Cristo viene al alma es a través de la puerta del Oído. “Satanás
trata de tapar la puerta del Oído con lodo,” comenta John Bunyan; pero,
oh, es algo glorioso cuando Dios limpia el lodo del prejuicio, de tal mane-
ra que los hombres están dispuesto a oír la verdad.
Había un anciano, un miembro de esta iglesia, que solía predicar cada
domingo en Billinsgate, y muchas personas trataban de iniciar una con-
troversia con él; pero era un viejo soldado en más de un sentido, y su
respuesta, cuando alguien trataba de disputar o iniciar una controversia
con él, era, “Oíd, y vivirá vuestra alma”; no he venido para dar inicio a
una controversia, sino para predicar la verdad, “Oíd, y vivirá vuestra al-
ma.” Esa era, verdaderamente, una respuesta muy clara. Ahora, ustedes
saben que la simple confianza en Cristo es todo lo que Él les pide, e in-
cluso eso, Él se los da. Es la obra de Su propio Espíritu.
Oigan esto, entonces, ustedes, espinos y ortigas, antes de que Dios se
disponga en orden de batalla contra ustedes, antes de que Sus fuegos los
devoren. Oigan las delicadas notas del corazón de un Padre cuando
habla en invitaciones evangélicas para ustedes. “Venid, comprad sin di-
nero y sin precio, vino y leche.” “A todos los sedientos: Venid a las

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aguas.” ¡Que todos ustedes sean llevados allí! ¡Que la gracia de Dios los
lleve a todos a tomar a Cristo!
III. Y entonces, para concluir, ¿CUÁL ES EL RESULTADO DE ESTA
TRANSFORMACIÓN?
¿En honor de quién redundará un cambio tan beneficioso? “Será a Je-
hová por nombre.” Tan pronto como ese gran pecador es convertido, ge-
nera un murmullo y un ruido en el taller en el que labora. “¡Cómo!,” pre-
guntan ellos, “¿se ha vuelto un santo ese infeliz?” Solía maldecir, pero,
“¡He aquí, él ora!” Podía beber con el borracho, pero ahora camina en el
temor de Dios “en todo dominio propio y sobriedad.” No se podía confiar
en él, pero ahora la tentación no puede apartarlo de su integridad. El
nombre de Cristo, en una época, le agolpaba la sangre en sus mejillas,
pero ahora—
“Sonidos más dulces de los que conoce la música
Embelésanlo en el nombre de Emanuel.”
Digo que hay un murmullo en torno al taller; los hombres se dicen unos
a otros: “¿Cuál es el significado de esto? ¿Cómo se produjo esto?,” y,
aunque odian el cambio, lo miran con atención, y lo admiran. No pueden
entenderlo; son como los magos de Egipto: no pueden hacer estas cosas
con sus encantamientos, y por ello se ven obligados a decir: “Dedo de
Dios es éste.” Si Dios convierte a algunos pecadores ordinarios, no recibe
ni la mitad de la gloria por ellos de la que recibe por estos seres extraor-
dinarios. El hombre cuyo carácter vil era conocido en todo un distrito,
cuyo nombre era detestable en el barrio en que vivía, que había adquiri-
do una reputación de malvado en todo el vecindario, cuando este espino
se convierte en un ciprés, entonces todo mundo es presa del asombro.
Si yo tuviera en mi huerto una gran ortiga que una vez rasgara mi
mano, y un día, al pasar por allí viera, en lugar de esa ortiga, un ciprés
en crecimiento, que proyecta un benéfica sombra que puede ser disfru-
tada bajo sus ramas, ¡cuán asombrado me quedaría! “¿Quién pudo haber
transformado esta ortiga en un ciprés?” Y así, cuando un gran pecador
es convertido, el dedo de Dios es identificado y Dios es glorificado. Inclu-
so los impíos son forzados a honrar el nombre del Altísimo cuando otros
impíos son salvados.
Y luego, en cuanto a la iglesia, los miembros tal vez son al principio un
poco tímidos, y no pueden creer que sea verdad; oyen que aquel que una
vez persiguió a los hermanos, ahora profesa el nombre de su Maestro; y,
por fin, obtienen una buena evidencia de la verdad de ello; y, ¡oh, qué re-
verente alegría hay entre los hijos de Dios! Hay una reunión de la iglesia
y él pasa al frente para confesar su fe; ellos saben cuán suciamente ha
errado, y se gozan al verle de regreso. Podrá haber un “hermano mayor”
que esté enojado, y no entre; pero, en su mayoría, la casa está muy con-
tenta cuando el hijo pródigo regresa; y el que más goza en medio de to-
dos ustedes, cuando ocurre una escena así, es aquel que les ha predica-

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10 Transformaciones Espirituales Sermón #3044

do el Evangelio. ¡Oh, el gozo que hubo en mi alma cuando algunos de us-


tedes fueron llevados a Cristo!
Recuerdo las alentadoras noches que experimenté, y cómo me fui a
casa gozándome triunfante en mi Dios por causa de algunos de ustedes.
Una vez fueron inmundos, “mas ya habéis sido lavados, ya habéis sido
santificados, ya habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesús, y
por el Espíritu de nuestro Dios,” y, ciertamente, habría más de tal gozo si
más fueran llevados a Cristo. Algunos de los mejores miembros de esta
iglesia son aquellos que fueron tizones arrebatados del incendio. ¡Que
tuviéramos más de esos pecadores por la sangre de Jesús!
Y esto no es todo. Un ángel estaba presente cuando el acto fue realiza-
do; ellos están siempre presentes en las asambleas de los santos; por es-
to es que las mujeres llevan sus cabezas cubiertas: “por causa de los
ángeles.” Si nadie más lo viera, los ángeles, que cubren sus rostros
cuando se inclinan delante de Dios, quisieran que entráramos en Su pre-
sencia en decencia y orden. Este ángel nos oye llorar; una corriente de
luz asciende a las regiones de los bienaventurados; de inmediato la bie-
naventuranza se esparce por todos los campos celestiales, y, conforme se
propagan las noticias: “un hijo pródigo ha regresado, otro heredero de la
gloria ha nacido,” toman sus arpas, y afinan de nuevo sus cuerdas; se
inclinan con mayor reverencia; cantan con un gozo más excelso; alzan
sus voces con una alabanza más gloriosa: “Al que amó las almas de los
hombres, y las lavó en Su sangre, a Él sea la gloria, el honor, el poder y
el dominio por siempre y para siempre”; y así los cánticos del cielo son
henchidos, se escuchan más profundos y más potentes y con un gozo
tumultuoso debido a los pecadores salvados en la tierra. Sí, comentan en
el cielo que el espinar se ha convertido en una alameda de cipreses y que
el abrojo se ha convertido en un arrayán; y, ¿qué me atreveré a decir?:
incluso la Divina Trinidad irrumpe en gozo. Su gozo no puede ser incre-
mentado, pues es Dios sobre todas las cosas “bendito por los siglos”; pe-
ro, aun así, está escrito, “Se gozará sobre ti con alegría, callará de amor,
se regocijará sobre ti con cánticos.” ¿No se dice, acaso, que cuando el
pródigo aún estaba lejos, lo vio su padre? ¿Acaso es posible que entre los
siervos y amigos hubiera gozo, y no lo hubiera en el corazón del padre?
¡Imposible! El Dios Eterno, Jehová mismo, ve con deleite a los elegidos de
Su corazón; Jesús ve la compra que hizo con Su sangre; el Espíritu ve el
resultado de Su propio poder; y así, hasta el propio trono de Dios, es
sentido el impulso de un pecador.
Ella vino del burdel; él vino de la prisión; y, sin embargo, incluso el
cielo siente una viva emoción con las noticias. Ella se había manchado a
sí misma con el pecado; él había contaminado a otros con sus crímenes;
y, sin embargo, los ángeles afinan sus arpas para las loas a Jehová por
su causa. ¿Fue profético el acto de la mujer de quebrar el frasco de ala-
bastro y llenar la casa con el olor del perfume? ¿Fue ese acto una profec-

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ía de lo que todo pecador penitente hace cuando su corazón quebrantado


llena el cielo y la tierra con el dulce perfume de gozo porque es salvado?
Y cuando lavó los pies del Salvador, y los secó con los cabellos de su ca-
beza, ¿fue eso también profético? ¿Mostró cómo Jesús recibe Su mayor
honor, Su más puro amor, Su más hermosa alabanza y Su más dulce so-
laz de parte de los pecadores salvados por la sangre? Me parece que así
fue. ¡Tal vez reciba tal gozo de nosotros! En verdad Jesús murió por mí; y
ahora estoy llorando al pie de Su cruz, para contar la historia de su ver-
dadero amor por los pecadores; y, ¡oh, pobre pecador, Cristo es capaz de
salvarte! Quienquiera que venga a Él, no le echará fuera. ¡Oh, que quisie-
ras venir! ¡Que la gracia soberana te forzara a entrar!
Esta tarde estuve compartiendo con una persona que tenía un sem-
blante marchito y sus mejillas hundidas, marcado por la muerte, que fue
miembro de esta iglesia alguna vez, pero que cayó inmundamente, y se
descarrió; y yo recuerdo a dos o tres de su edad, que profesaron también
una vez, quienes, es extraño decirlo, se apartaron de Dios, igual que él.
Cuando le hablé del Señor, de Su infinita compasión, no podía hacer otra
cosa que tener en el ojo de mi mente al hijo pródigo que desperdició su
herencia en una vida disipada, y sin embargo, su padre no lo menospre-
ció, y ni siquiera lo censuró, sino que—
“______ fue estrechado contra el pecho de su Padre,
Otra vez un hijo confeso,
Que no habría de apartarse más de su casa.”
Y pensé que les diría esta noche—
“Ven y sé bienvenido, pecador, ven.”
No piensen que Dios es duro: no piensen que Dios es áspero. No hay un
pecho tan suave como el Suyo, ni un corazón tan profundamente lleno
de simpatía. Él clama sobre los peores de ustedes: “¿Cómo podré aban-
donarte, oh Efraín? ¿Te entregaré yo, Israel? ¿Cómo podré yo hacerte
como Adma, oponerte como Zeboim? Mi corazón se conmueve dentro de
mí, se inflama toda mi compasión. No ejecutaré el ardor de mi ira, ni vol-
veré para destruir a Efraín; porque Dios soy, y no hombre.”
Oh, ¿los interpelará en vano mi Salvador? ¿Rodarán hasta el suelo las
lágrimas de Jesús? ¿Acaso no tendrá una influencia atractiva el amor de
Dios? ¿No los atraerá la misericordia al festín de amor, cuando suena su
campana de plata? ¡Oh!, ¿por qué habrían de morir? ¿Es tan dulce el pe-
cado que habrán de sufrir por siempre por su causa? ¿Acaso son las va-
nidades de este mundo tan importantes en su estimación como para
permitir que pierdan el cielo y la vida eterna? Les pido que “Busquen a
Jehová mientras pueda ser hallado, que le llamen en tanto que está cer-
cano,” y no crean que Él los rechazará, pues “será amplio en perdonar.”
¡Oh, que lo haga esta noche!—
“Dios mío, siento la funesta escena;
Mis entrañas suspiran por los hombres moribundos;
Y mi piedad desea recuperar,
Y arrebatar los tizones de la llama.
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Pero mi compasión resulta ser débil,
Y no puede sino llorar cuando más amo;
Emplea Tu propio brazo salvador,
Y cambia estas gotas de dolor en gozo.”
¡Oh Señor, te pedimos que lo hagas, pues Tú puedes hacerlo! ¡Sal, oh
Jesús; sube ahora a Tu carroza! El infierno vacila ante Tu majestad; el
cielo adora Tu presencia; la tierra no puede resistirte; las puertas de
bronce se abren de par en par, y las barras de hierro son quebradas.
Ven, Vencedor, ahora, y cabalga a lo largo de las calles de esta ciudad, y
a través de los corazones de todos nosotros, y serán tuyos, “y será a Je-
hová por nombre, por señal eterna que nunca será raída.” ¡Que Dios de-
rrame Su bendición sobre ustedes, por Jesucristo nuestro Señor! Amén.

Notas del traductor:

1) Basilisco: animal fabuloso al que se atribuía el poder de matar con


la mirada.
2) Viandante: persona que viaja a pie.
3) Tajo: trozo de madera grueso y pesado sobre el cual se cortaba la
cabeza a los condenados.
4) Vilano del cardo: apéndice de pelos o filamentos que corona el fruto
de muchas plantas compuestas y le sirve para ser transportado por
el aire. También puede ser la flor del cardo.

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Oren diariamente por los hermanos Allan Roman y Thomas Montgomery,
en la Ciudad de México. Oren porque el Espíritu Santo de nuestro Señor
los fortifique y anime en su esfuerzo por traducir los sermones
del Hermano Spurgeon al español y ponerlos en Internet.
Sermón #3044—Volume 53
SPIRITUAL TRANSFORMATIONS

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