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El Problema de Marta

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El comienzo de la vida

Y una mujer que estrechaba una criatura contra su seno dijo: - Háblanos
de los hijos. Y él dijo:
Llegan por medio de vosotros, pero no de vosotros, y, aunque están con
vosotros, no os pertenecen.
Les podéis dar vuestro amor, pero no vuestros pensamientos, porque
ellos tienen los suyos.
Podéis acoger sus cuerpos, pero no sus almas, porque sus almas moran
en la casa del mañana, que no podéis visitar ni siquiera en sueños.
Podéis esforzaros por ser como ellos, pero no tratéis de hacerlos como
vosotros.
Porque la vida no retrocede, ni se detiene en el ayer.
Sois el arco por el cual vuestros hijos son disparados, como flechas
vivientes.
El Arquero ve la diana en el camino del infinito, y con su fuerza os
doblega para que vuestras flechas vayan raudas y lejanas.
Dejad que vuestra tensión en las manos del Arquero sea una alegría; pues
de igual manera ama Él la flecha que vuela, como ama también el arco
que se tensa.
KHALILGIBRAN (El profeta)

No todos los niños son esperados con alegría e ilusión, este milagro de una nueva
vida, de la creación de un nuevo ser humano. Mientras escribo esto, quince millones
de niños padecen hambre; no todos ellos en lejanos continentes que los aparten de
nuestras mentes. Hay niños desesperados, hambrientos y necesitados en todo el
mundo, en todos los continentes, en todos los países, en todas las ciudades. El
aborto impide el nacimiento de cientos de miles de bebés, pero no soluciona los
problemas. Mientras nuestra actitud hacia la vida no cambie y no seamos capaces
de comprometernos seriamente con la calidad de vida; mientras no pasemos del
dicho al hecho en muchas cosas que predicamos; mientras no cambiemos nuestros
conceptos de vida y amor, no se resolverán los problemas de la sociedad.

La experiencia de Marta
Cuando su marido y ella ya habían iniciado el proceso de divorcio, se dio cuenta de
que volvía a estar embarazada. Se sintió muy herida porque su marido se negó a
considerar otro periodo de prueba para su matrimonio, para dar a sus niños y a su
antiguo compromiso otra posibilidad.
La mayor parte de los ocho meses siguientes los pasó en los despachos de
abogados, discutiendo airadamente con Jon, recibiendo llamadas telefónicas de su
familia política, que le echaba la culpa, y en noches en vela, preocupada pensando
cómo se las arreglaría con los niños con su exigua ayuda económica. Cuando el
parto comenzó, tuvo que pedir a una vecina que le cuidase a los niños, quienes,
profundamente dormidos, se asustarían si al despertar no encontraban a papá ni a
mamá. La llevaron en una camilla a la sala de partos, donde Marta entró presa de
pánico. Doce horas más tarde dio a luz a una niña adorable, a la que, en

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agradecimiento, puso el nombre de la vecina, quien parecía ser la única persona
dispuesta a ayudarla cuando necesitaba a alguien.

Finalmente, Marta pudo dormir, descansar, e incluso sonreír. Pero su felicidad no


duraría más de un día. Cuando despertó de su tranquilo sopor, entró en su
habitación un médico al que no había visto nunca; parecía estar impaciente. Se
presentó como pediatra y le dijo, en un modo que a ella le pareció muy frío, que el
bebé presentaba una grave malformación. Utilizando un lenguaje que no entendió,
trató de explicar- le que su hija tenía un defecto congénito, la espina bífida (fisura de
la columna vertebral), que podía dejarla paralizada. En pocas palabras, lo indicado
era operar, pero no podía garantizar que la intervención tuviese éxito; por lo menos
el bebé tenía alguna posibilidad de sobrevivir, y quizá podría desplazarse de mayor
en silla de ruedas.
Marta estaba consternada; entró un asistente social y le preguntó si quería que
avisara a su ex marido. Sólo mucho más adelante conocería el problema de los
bebés que nacen como el suyo, con la espina bífida; los miedos y las esperanzas, la
larga espera de que llegue el bebé para alimentarlo, mimarlo, abrazarlo y por fin
envolverlo en una manta y llevarlo a casa.
Marta aún estaba en período de recuperación cuando entraron varios médicos para
hacer una ronda y examinarla; cuando iban a salir, ella pidió una explicación. Una
enfermera la amonestó, pidiéndole que «se controlara». Marta estaba furiosa; le
parecía como si de repente todo el mundo quisiera hundirla. Quería golpear, gritar,
llorar, pero a nadie parecía importarle. Una inyección la dejó aturdida y se durmió. La
despertaron las confusas preguntas de un psiquiatra desconocido a quien no
entendía apenas y a quien no respondió. Insistió en ver a su hija, y forcejeó para
levantarse y salir de la habitación. Otra inyección la tranquilizó temporalmente.
El bebé de Marta murió antes de que lo viera. El equipo médico consideró que
Marta estaba demasiado «conmocionada» como para verlo. Lo enterraron y Marta ni
siquiera ha visto nunca la tumba. Le dijeron que la asistente social se había ocupado
de todo.
Marta fue al fin dada de alta, pero no antes de semanas de discusión con
psiquiatras, enfermeras y asistentes sociales, pues todos parecían estar seguros de
saber lo que más le convenía. Cuando Marta regresó a casa, su hija Cathy, de tres
años, se comportó con ella como con una extraña, se abrazó a su vecina y gritó
cuando Marta quiso cogerla. Johnny, de dos años, parecía más interesado por su
nuevo juguete que por su madre y la miró casi con indiferencia cuando entró en la
sala. Cuando se dispuso a cocinar, no encontraba los cacharros de cocina, todo era
extraño y diferente, como si perteneciera a otra persona.
Marta, igual que tantas otras madres, se sedó con Valium y «se animó» con alcohol.
Un año más tarde, su ex marido, al ver que nadie se ocupaba de los niños y que les
pegaban, pidió su custodia y se los llevó. Marta se quedó sola en una casa vacía,
con un montón de botellas vacías e interminables pesadillas.
Una vez más, fue su vecina quien finalmente trajo a Marta a nuestro «equipo» y le
salvó la vida y la salud. Basta con que una sola persona se preocupe por nosotros.
¡Ya es suficiente!

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