G.stephen - La España de Fernando de Rojas
G.stephen - La España de Fernando de Rojas
G.stephen - La España de Fernando de Rojas
LA ESPAÑA
DE
FERNANDO DE ROJAS
PANORAMA INTELECTUAL Y SOCIAL
DE «LA CELESTINA»
taurus
INDICE
P r ó l o g o ................................................................................................... 13
L ista de a b r e v i a t u r a s ....................................................................... 19
Capítulo 1. La r e a l i d a d d e F e rn a n d o d e R o ja s ........... 23
La p r i s i ó n ........................................................................................... 83
U n curriculum v i t a e ....................................................................... 88
El p r o c e s o .......................................................................................... 94
Evasión y afirm ación p e r s o n a l................................................... 110
La c á r c e l ............................................................................................. 118
— 9 —
Capítulo IV. Los t ie m p o s de F ernando de R o j a s . . . ... 163
— 10
«Primeramente unas casas principales de su morada» ... 404
«Todos los libros de romance que yo t e n g o » .................. 416
«Cada día vemos nouedades e las oymos» ........................ 440
«Todos mys bienes e acciones e derechos»........................ 454
«El señor bachiller Hernando de Rojas que en gloria sea». 464
— 11 —
PROLOGO
— 13 —
de un autor vivo, engastada en una biografía, que escribe enfebrecido
en una celda de estudiante, libre de clase durante dos semanas.
Es precisamente esto lo que el presente libro intentará remediar.
Colocando a Fernando de Rojas en el transfondo de su España, de sus
circunstancias históricas y biográficas, llamadas La Puebla de Montal
bán, Salamanca y Talavera de la Reina, podremos volverle a encon
trar y apreciar mejor su experiencia. Por la misma naturaleza de los
datos a su disposición, la mayoría de los biógrafos intentan revelar los
seres humanos a quienes estudian por un examen de su cautiverio. No
tienen por qué disculparse: solamente por el conocimiento de los ba
rrotes, cadenas, grilletes, muros y guardianes, puede reconocerse y
admirarse el milagro de la evasión creadora.
Recuerdo el momento en que por primera vez me di cuenta de
haber encontrado a Fernando de Rojas. Fue en Columbus, Ohio, en
una mañana de primavera de 1954. Me hallaba sentado en mi estudio
tratando de revisar un manuscrito mío que iba a llevar por título «La
C elestina»: arte y estructura *: es decir, unas páginas concebidas sobre
la idea tácita de que el texto, en alguna forma, era su propio artista.
Pensaba en aquella interpolación del acto XII en que Sempronio men
cionaba sus miedos de infancia al servicio de Mollejas el Ortelano; de
repente, me acordé de haber leído en uno de los tres documentos bio
gráficos entonces publicados, que el mismo Rojas había sido dueño de
una propiedad en La Puebla de Montalbán, llamada la «huerta de
Mollejas». La ironía y la astucia de atribuir a Sempronio ( ¡nada me
nos!) un recuerdo de su propia infancia, comunicaban una repentina
y viva intuición del hombre que había tras el diálogo, una presencia
de la que hasta entonces sólo oscuramente me había dado cuenta.
Mucho más tarde había de enterarme de que el descendiente de Ro
jas, don Fernando del Valle Lersundi (hoy fallecido), había publicado
el documento en cuestión (una copia del testimonio relativo al status
de Rojas como hidalgo, conservada en sus archivos privados) con idea
precisamente de resaltar este mismo punto. Pero de momento, quedé
atónito, tanto por el hecho del descubrimiento como por la aparición
inesperada en aquella página de un artista que antes no había sido
más que una especie de conjetura necesaria.
En aquel momento no tuve la menor idea del riesgo que corría
y, quizá si hubiese tenido más vista, habría interpretado resuelta
mente la semejanza como simple coincidencia. Sin embargo, en la
ceguera de mi exaltación decidí despejar ciertas dudas paleográfi-
cas (algunos testigos dan diferentes versiones del nombre Mollejas),
cotejando con el documento original, que se podía encontrar (según
me indicó mi colega Claudio Aníbal) en los Archivos de la Real Chan-
cillería de Valladolid. Al hacerlo, fue en aumento mi sorpresa al com
* Publicado en esta misma colección, n* 71.
— 14 —
probar que había descubierto una cantidad sustancial de testimonios
relativos a Rojas, testimonios que damos aquí por primera vez, según
la transcripción del más eminente de los paleógrafos, don Agustín
Millares Cario (véase Apéndice III). En ese momento, mi futuro
profesional quedó encauzado. Un documento llevaba a otro y ése a
otro, formando una cadena que recordaba muy de cerca el juego de
niños llamado «Caza del Tesoro». En efecto, he tenido con frecuencia
la sensación de que no era yo el que se había embarcado en escribir
este libro, sino que más bien — como en el caso del Invitado a la boda
acosado por el Viejo Marinero de Coleridge— el propio libro me
había elegido a mí como a su humano instrumento para venir a la
existencia. Por qué habría de ser así, dada mi incapacidad profesio
nal y temperamental para la tarea, me sería difícil decirlo. Sólo quie
ro pedir disculpa al lector cuando encuentre señales de desaliño y
desánimo aquí y allí en el transcurso de su lectura.
Antes de pasar del recuerdo personal a la expresión de gratitud
a las personas que me han ayudado, quisiera hablar de mi relación
con el hombre que más contribuyó a hacer posible La España d e Fer
nando d e R ojas: don Fernando del Valle Lersundi. Cuando advertí
que el testimonio que él había publicado en 1925 no procedía directa
mente de la Chancillería (en cuyo caso se habría publicado entero),
sino de una copia parcial (hecha hace siglos en un esfuerzo por esta
blecer la «nobleza» dudosa de los Rojas) que debió encontrar en los
archivos de familia, se me ocurrió que podría poseer también otros
documentos de interés. Entonces le escribí y concertamos una cita
en Madrid. Cuando apareció en la terraza del Café Gijón, trayendo
una cartera repleta de documentos del siglo xvi, me di cuenta de que
estaba en presencia de una persona totalmente excepcional. Digo
esto no por su porte de mando, su extraordinaria energía (con cerca
de ochenta años, me dejó atrás jadeante cuando subió de dos en dos
las escaleras del campanario de San Miguel de La Puebla), o su mente
fenomenalmente rápida. Lo más impresionante para mí fue que, como
descendiente directo del autor de La C elestina, tenía tan clara con
ciencia como yo de la plena significación de sus papeles, y estaba
ciertamente mejor preparado que yo para explotarlos.
Siendo joven, don Fernando había quedado fascinado por los ex
tensos archivos (los ochenta documentos relacionados con Rojas y su
linaje son solamente una pequeña parte del conjunto) que se conser
van en la casa familiar o solar, en Deva. Como consecuencia de ello,
se especializó en paleografía y aprovechando aquella biblioteca for
mada a lo largo de generaciones (contiene, de hecho, algunos libros
que pertenecieron a Rojas), llegó a ser un genealogista profesional.
No se trataba, pues, de que yo usara sus documentos, sino más bien
de que le ayudara a publicar aquel material que él ya conocía y enten
día. Y para ello necesitaba lo que yo, como profesor de una Univer
— 15 —
sidad americana, en alguna medida podía ofrecerle: tiempo y dinero.
Nuestro acuerdo fue el siguiente: compartiríamos cualquier ayuda o
beneficio que yo pudiera obtener en los Estados Unidos (de hecho re
cibimos varías ayudas de la Universidad de Harvard, el American
Counríl of Learned Societies y la American Phílosophical Society), y
él me permitiría hacer los trabajos preliminares en su biblioteca de
Deva y me ayudaría en las transcripciones difíciles; yo prepararía un
artículo o resumen que habría de ser firmado por los dos y que pre
sentaría, en citación directa, información relativa a Fernando de Ro
jas y a su familia inmediata. La realización de este trabajo me llevó
dos años, siendo necesario relacionar la serie de nuevos hechos con
otros que iba descubriendo al mismo tiempo. Fue preciso consultar
también a algunos eruditos, incluido mi maestro, Américo Castro.
Quedé con don Fernando en que cuando estuviera acabado mi
trabajo yo se lo sometería para su revisión y aprobación. Su repu
tación profesional quedaba tan comprometida como la mía, y él era
el único experto capaz de corregir los errores o las lecturas equivo
cadas de que yo, como «amateur», pudiera ser responsable. Desgra
ciadamente (por razones que no son del caso), nunca se llegó al exa
men final, a pesar de que todavía en 1969 seguía insistiendo yo en
mi empeño de persuadir a don Fernando para que lo emprendiese.
En la última carta que le dirigí le decía que, puesto que mí interés
en el asunto se cifraba únicamente en poder disponer de información
para esta biografía, yo vería con buenos ojos que él publicara bajo
su solo nombre una versión corregida. Me contestó que esperaba po
der realizar sus propias transcripciones en el futuro —y luego, unos
meses más tarde, me enteré de su muerte.
Como consecuencia, al escribir La España d e Fernando d e Rojas
me veo en la apurada situación de esos funcionarios del gobierno que
intentan justificar públicamente su política a base de información se
creta, Una solución en que he pensado más de una vez sería incluir
aquí mi resumen del archivo de Deva en forma de Apéndice. MÍ obli
gación personal con don Fernando ya no existe; y mi obligación pro
fesional hacia su antecesor es apremiante; todos los hechos relacio
nados con una figura tan enigmática e importante como el autor de
La C elestina deberían ver la luz. Pensándolo mejor, sin embargo, he
decidido dejar las cosas tal cual están. Aunque confío en que mis in
terpretaciones son correctas, no hay duda de que las transcripciones
debieran ser ratificadas por un experto con acceso a los documentos,
antes de su publicación. En caso de que cualquier erudito cuestiona
ra mis afirmaciones, con sumo gusto le facilitaría una copia de la
prueba que tengo a disposición. En la mayoría de los casos podría ser
un microfilm. Otra posibilidad es el recurso privado a los archivos
de Deva, archivos que, yo personalmente espero, serán con el tiempo
adquiridos por la Biblioteca Nacional, Todo lo relativo a Rojas habría
— 16 —
de ser publicado pero, mientras tanto, es de importancia para mí —y
espero y creo que para La C elestina— el que este libro pueda apare
cer lo antes posible.
Aparte de los ya mencionados, la lista de eruditos y amigos que
me Kan brindado generosamente su tiempo y su saber, es larga. En
efecto, tanta ayuda indispensable me ha sido dada por tantas perso
nas que, al comenzar a formar esta lista, mi único temor es que pue
da olvidarme de alguien merecedor de toda gratitud. Comenzaré por
mis investigadores auxiliares, Margery Resnick, Peter Goldman, Nora
Weinerth, Loraine Ledford y sobre todo Michael Ruggerio —que no
sólo han dedicado muchas horas al trabajo de investigación y de des
broce sino que además me han hecho muchas sugerencias valiosas—.
Lo mismo puede decirse de otros lectores a los que he recurrido den
tro y fuera de la profesión: Francisco Márquez Villanueva, Francis
Rogers, Roy Harvey Pearce, Mor ton Bloomfield, Raimundo Lida,
Claudio Guillen, Dorothy Severin y Jorge Guillen. Todos ellos vieron
un capítulo u otro en diferentes momentos de su desarrollo, y algunos
hace ya tanto tiempo que quizá no recuerden su contribución personal.
Los únicos que leyeron toda la obra en su forma más o menos defi
nitiva han sido Edmund L. King y Albert Sicroíf, lectores designados
por la Princeton University Press. A ellos he de manifestar mi espe
cial agradecimiento por su examen exhaustivo y sus sugerencias esen
ciales. Sin sus conocimientos y su sentido del estilo muchos errores
mayores y oscuridades de expresión jamás hubieran sido detectados.
Como siempre, la falta es mía por los muchos que puedan quedar.
Otros muchos han respondido a mi llamada de ayuda con una
generosidad que en el transcurso del texto se reconocerá. Estos son:
Luis G. de Valdeavellano, Ernest Grey, Ricardo Espinosa Maeso,
M. J. Benardete, Almiro Robledo, Antonio Rodríguez Moñino, An
gela Selke de Sánchez, Harry Levin, George Williams, Isadore Twers-
ky, Rafael Lapesa, Carmen Castro de Zubiri, Edith Hellman, y los
archiveros: padres Gerardo Maza, de la Real Chancillería de Valla-
dolid; José López de Toro, de la Biblioteca Nacional; Ramón Gon-
zálvez, de la catedral de Toledo, y Gregorio Sánchez Doncel, de la
catedral de Sigüenza. A todos ellos quiero expresar mi más profunda
gratitud.
Pero, aparte de don Fernando, hay dos personas que contribuye
ron más que ninguna a que este libro llegara a su término, y a quie
nes se lo dedico con todo afecto: mi maestro, don Américo, y mí mu
jer, Teresa.
C am bridge, Mass.
N oviem b re d e 1971.
— 17 —
2
LISTA DE ABREVIATURAS
— 19 —
lestina», Madíson, 1956. [Traducción española: «La Celestina»: arte y es
tructura, Madrid, 1974.]
D o m ín g u e z O r t i z = A n t o n io D o m ín g u e z O r t i z , La dase social de los cotí-
versos en la edad moderna, Madrid, 1955.
D u m o n t = Louis D u m o n T, Homo hierarchicus, París, 1966.
Epistolario = P e d r o M á r t i r , Epistolario, en Documentos inéditos para la his
toria de España, nueva serie, vols. IX-XII, publicado por J. López de
Toro, Madrid, 1955-57.
Erasmo = M a r c e l B a t a i l l o n , Erasmo y España, México, 1950.
E s p e r a b é A r t e a g a = E . E s p e r a b é A r t e a g a , Historia pragmática e interna de
la Universidad de Salamanca, Salamanca, 1914.
FELS = Fondo de expedientes de limpieza de sangre. _
G il m a n - G o n z á l v e z = S t e p h e n G i l m a n y R a m ó n G o n z á l v e z , «The Family
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HR = Híspame Revtew. _ _
I n q u isic ió n d e T o l e d o = Documentos del Archivo Histórico Nacional refe
rentes a la Inquisición de Toledo; habiendo cambiado los números de
referencia, ahora escritos a mano, en el catálogo de Vincent Vignau, Ma
drid, 1903, los documentos se citan en este libro exclusivamente por el
número de página.
Investigaciones = F r a n c i s c o M á r q u e z , Investigaciones sobre Juan Alvarex Gato,
M a d r id , 1960. ^
Judaizantes = F r a n c i s c o C a n t e r a B u r g o s y P . L e ó n T e l l o , Judaizantes del
Arzobispado de Toledo habilitados por la Inquisición en 1495 y 1497, Ma
drid, 1969. _
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L l ó r e n t e = J u a n A n t o n io L l ó r e n t e , Historia critica de la Inquisición en Es
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MLN = Modcrn Language Notes.
NBAE — «Nueva Biblioteca de Autores Españoles».
NRFH = Nueva Revista de Filología Hispánica (México).
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RABM = Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos.
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de C. Viñas y R. Paz, Madrid, 1951.
R e y n i e r = G u s t a v e R e y n ie r , La Vie unwersitaire dans l’ancienne Espagne, P a
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RF = Romaniscbe Forscbungen.
RFE = Revista de Filología Española (Madrid).
RH — Revue Hispanique.
RHM = Revista Hispánica Moderna (Nueva York).
R i v a = A. B a s a n t a d e l a R i v a , Sala de los hijosdalgo, catálogo de todos sus
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RO = Revista de Occidente.
— 20 —
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S i c r o f f — A l b e r t o A , S i c r o f f , Les Controverses des statuts de «.purété de
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VL II (VLA 35) = publicados por V a l l e L e r su n d i como «Documentos refe
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385-396.
VL II (VLA 7 y 33) = Testamento de Rojas y el inventario hecho después de
su muerte, publicado por V a l l e L e r s u n d i : «Testamento de Femando de
Rojas», Revista de Filología Española, XVI (1929), 367-388.
— 21 —
CAPITULO I
— 25 —
que les igualan— . La única diferencia es que en estos casos el inves
tigador puede servirse de gran cantidad de trabajos históricos y bio
gráficos previos, mientras que en el caso de La C elestina apenas si
hay nada: no hay una biografía conocida, ni siquiera una adecuada
comprensión de la época sobre las que apoyar las ideas. Como resul
tado de esta falta de base, la interpretación de La C elestina ha ido en
dos direcciones diferentes. Por un lado, están los que intentan pro
porcionar una comprensión histórica de carácter arqueológico sacada
de sus propios almacenes de erudición. La C elestina es una creación
retórica del siglo xv, un espejo de la moralidad medieval, o una ale
goría de los siete pecados capitales —lo que quiere decir que es una
obra^ interesante pero muerta— . Por otro lado, estamos unos pocos,
tan interesados en la vida explosiva del diálogo de Rojas, que nos
vernos expuestos a la acusación de ignorar lo que La C elestina quería
decir desde el punto de vista histórico. Es, pues, no sólo oportuno
sino urgente un nuevo planteamiento. Después de habernos ocupado
de la vida de la obra, debemos buscar el transfondo necesario para
comprender cómo ese libro virio a la vida de forma tan inmortal. La
valoración de La C elestina como una de las más importantes creacio
nes del hombre, lo veo ahora, exige algo más que un análisis textual
del estilo, de la estructura o del tema. Se necesita además un pacien
te esfuerzo por comprender las angustias históricas de su nacimiento.
En otras palabras, no podemos comprender verdaderamente lo que es
La C elestina sin tratar de resolver con todo rigor, tanto el problema
de su concepción como el problema, más amplio, de có m o fue posible
esa concepción. A nada menos que a esto va dedicado el presente
libro.
Esta declaración de propósitos enfrenta tanto al crítico como a
su lector con problemas teoricos de tal envergadura que requieren más
bien confesion de compromisos previos que soluciones preparadas de
antemano. Para comenzar, diré que la interrogación en términos de po
sibilidad fue ideada para eliminar la búsqueda positivista de la cau
salidad histórica. La C elestina no fue escrita por su «raza» (judeo-
española), «medio» (Salamanca) o «momento» (el Renacimiento isa-
belino). Por el contrario, fue escrita (dejando a un lado el angustioso
problema del acto I) por un hombre llamado Fernando de Rojas que
encontro y experimento estos tres determinantes, que vivió dentro
— —¡y al través! de su clima historico. No desde fuera de la historia,
sino desde la íntima conciencia personal y profunda de la historia
es como las obras maestras se abren camino a la luz. Lo que significa
proclamar algo evidente: que la historia modela el arte en la medida
en que penetra toda la vida del artista. No hay atajos ni corto circui
tos. La C elestina puede concebirse quizá como una posibilidad histó
rica realizada por el Fernando de Rojas de «carne y hueso». Pero no
puede concebirse como una necesidad histórica.
— 26 —
Este es nuestro compromiso y este nuestro programa. Si la litera
tura es, como diría Jean-Pierre Richard «una aventura del se r»3, he
mos de ver la época de La C elestina desde el punto de vista de su
asimilación en la biografía de un «ser humano». No nos interesa
lo que sucedió en la historia, sino la historia tal como podemos ha
cerla revivir con reverencia diltheyana; nos importa su presencia
inmediata para un hombre vivo y superconsciente dentro de sus cir
cunstancias concretas corporales, rurales o urbanas. La domesticidad
en el sentido amplío será por encima de todo decisiva. Más aún, si
el único conocimiento significativo que poseemos del hombre que
nos interesa es su obra, es claro que será por el prisma de nuestra lec
tura por donde tendremos que mirar fundamentalmente. En este sen
tido se puede afirmar sin paradoja que La C elestina crea su tiempo
más bien que lo contrario. Lo que va a decirnos, será para nosotros
la única posible medida del sentido histórico y biográfico de cual
quier hecho, viejo o nuevo, que pudiéramos presentar. La obra no
escoge los hechos (tal licencia cuando hay tan pocos a mano sería in
defendible), pero sí los valora y los ordena en una jerarquía inevita
ble. Sólo permitiendo a La C elestina realizar esta función esencial nos
será posible evitar la aberración crítica contra la que nos previene
José F. Montesinos, aberración «según la cual, la vida real de un poe
ta condiciona la comprensión de su arte, cuando lo cierto es justamen
te lo contrario» \
Un segundo y quizá más vulnerable flanco nos separa de aquellos
que insisten en los peligros que entraña el relacionar la infor
mación histórica y biográfica con la literatura. A pesar de todas las
precauciones, ciertos críticos creen que la aproximación de las dos es,
en el peor de los casos, nociva, y en el mejor, carente de sentido, una
mezcla insensata y complaciente de criterios inconciliables. Contra ta
les creencias podemos levantar dos líneas distintas de defensa. La
primera es la de mi maestro Améríco Castro: la comprensión de la
historia misma como ámbito de valor dentro del cual la literatura
más que extranjera se siente indígena —y es contada entre los ha
bitantes más respetados— . Característica del valiente e incesante es
fuerzo de Castro por reintegrar la historia dentro de las humanida
des es el siguiente juicio inédito: «La literaratura de una época y la
época de esa literatura son fenómenos indisolubles. Sin la luz de la
literatura y el arte, la dimensión historiable de cualquier momento
— 27 —
del pasado no sería como e s » 5. He traducido al inglés la expresión
de Castro «dimensión historiable» por el neologismo «historíabili-
ty», ya que con ella se quiere significar el derecho de un período a
la atención del historiador. Entre otras razones, la vida y el tiempo
de Fernando de Rojas son importantes por cuanto constituyen el sue
lo humano en el que La C elestina pudo crecer y, de hecho, creció.
Hemos de entender la literatura con criterios históricos y biográficos,
sostendría Castro, aunque no sea más que para salvar la biografía y
la historia de su trivialidad.
Es fácil aceptar este compromiso cuando se trata de una obra de
la intrínseca significación e inmortalidad de La C elestina. Por lo que
se refiere a mis esfuerzos, la negativa de Castro a aceptar la dispari
dad entre literatura e historia, me da pie, al menos, para una justifi
cación preliminar para escribir sobre la España de Fernando de Ro
jas. Y —aunque la prueba, claro está, se verá en el resultado...— con
tales ingredientes el riesgo no es grave. Si un ensayo sobre la vida y
la época de Rojas puede sacar a la luz un solo hecho hasta ahora des
conocido, un solo aspecto del proceso de esa creación que ha pasado
desapercibido, el ensayista —sean los que sean sus pecados de omisión
o comisión— no tiene nada que temer. Todo lo cual nos lleva a la se
gunda línea de defensa: la situación de La C elestina en los orígenes de
un género, la novela, que tradicionalmente ha estado compuesta de
grandes trozos de experiencia cruda, sacada en gran parte de la circuns
tancia histórica. Lo que el autor siente sobre el mundo histórico al que
ha sido arrojado, es el fundamento de casi todas las novelas que nos
importan, desde el Lazarillo d e T orm es hasta F ínnegan’s Wake. Preci
samente por esta razón, los que se oponen a la crítica biográfica e histó
rica suelen preferir hablar de otros géneros más formalmente elabo
rados. El historiador de La C elestina no puede permitirse tales prefe
rencias. Como espero demostrar en el curso de las muchas páginas que
siguen, su diálogo no se entiende si eliminamos de ella la profunda
experiencia histórica de Fernando de Rojas y su sardónica compren
sión de la España en que vivió.
Estas afirmaciones no se han de tomar como si buscaran una
ecuación romántica entre lo que sucede en La C elestina y los presun
tos hechos de la biografía de Rojas. En contraste con Stendhal, que
nos dejó toda clase de posibles facilidades para observar la transfor
mación de su vida en arte (concibiendo, al parecer, tal observación
como una componente necesaria del tipo de apreciación que buscaba),
Rojas no nos ofrece nada —ni siquiera las pocas huellas traviesas
de un Cervantes— . Aunque en ocasiones nos permite echar una mi
rada a sus fuentes, sus modelos vivos (que ciertamente existieron,
pues ninguna creación de la magnitud de La C elestina puede haber
5 Para mayor desarrollo de estas ideas, ver sus Dos Ensayos, México, 1956.
— 28 —
brotado sólo de fuentes literarias) quedan deliberadamente apartados
de nuestra vista. Incluso se nos esconde el nombre de la ciudad que es
el escenario de su «argumento» tragicómico. Todo artista impone la
aceptación de los términos de un pacto implícito, y puesto que ésas
son las condiciones del propio Rojas, no nos queda más remedio que
aceptarlas. Tal fue mi respuesta a una persona que me preguntó cómo
podía intentar una biografía de Rojas sin conocer la identidad de
Melibea. Cierto, si pudiéramos identificar los modelos de Rojas o
revivir sus experiencias personales de amor y de muerte, la tentación
sería irresistible. En un sentido muy real puede convenir a La C eles
tina el que este primer intento de describir la vida de su autor se haya,
hecho más de cuatro siglos después de su muerte. Pero hay que preci
sar algo más esta aclaración. La afirmación de que no es deseable (no
sólo imposible) revelar la incubación anecdótica de La C elestina no
pretende poner en duda la realidad viva y palpitante de su autor (o de
sus autores). Es histórica, como dijimos, precisamente porque es auto
biográfica —autobiográfica en un sentido más profundo que el de la
simple reminiscencia narrada— . «Cómo se hace una novela, ¡bien!,
pero ¿para qué se hace?», pregunta Unamuno, y contesta: «Para
hacerse el novelista. Y ¿para qué se hace el novelista? Para hacer el
lector. Y sólo haciéndose uno el novelador y el lector de la novela
se salvan ambos de su soledad radical»6. Tendremos ocasión en un
capítulo posterior de reflexionar con más detenimiento sobre La C e
lestin a como «autobiografía» de este tipo, concluyendo, con la ayuda
de Kenneth Burke, que Rojas buscaba en su escrito no tanto crea rse
a sí mismo cuanto —por un proceso de transmutación de sus más
íntimos pesares— salvarse a sí mismo. Pero de momento, basta con
confesar nuestra fe en el «pesar sobre la tierra» unamuniano de aquel
hombre del siglo xv cuyas experiencias están a punto de obsesionamos.
Los que no están familiarizados con el tipo de crítica que se viene
haciendo de La C elestina quizá no comprendan lo que tienen de poco
común estos empeños. Rojas ha sido, desde un principio, el menos
reconocido de todos los grandes autores del mundo occidental. Lope
de Vega, cuya admiración por La C elestina no tenía límites, se olvidó
de nombrarle junto a Jorge de Montemayor, Fray Luis de León y
otros escritores posteriores en su Laurel d e Apolo. Más significativa
aún es la breve mención que hace de él el padre de la historia literaria
española, Nicolás Antonio. El nombre de Rojas, como sabemos, sólo
aparece de pasada en un párrafo dedicado a Rodrigo de Cota, a quien la
mayoría de los lectores del tiempo suponían autor del acto I. Más
anónimo durante el siglo de oro que su totalmente anónimo predece
sor, Rojas no ha tenido desde entonces mejor suerte. No solamente
— 29 —
no ha prestado su nombre a ninguna calle en Madrid, no solamente es
confundido por algunos con Francisco de Rojas Zorrilla, sino que cuan
do se le menciona, ordinariamente se hace como si se tratara de una
no-entidad, de un rótulo humano, sin realidad existencial. La observa
ción de Blanco White de «que ningún autor ha gozado menos de la
fama de sus escritos que él de esta su famosa tragicomedia» 1, sigue
siendo verdad.
La excepción más conspicua a esta generalización fue, natural
mente, don Marcelino Menéndez Pelayo, el virtual fundador del his
panismo. Pero a pesar de sus valiosos esfuerzos a principios de este
siglo por establecer a Rojas como un gran escritor, si bien enigmáti
co 8, pocos de sus sucesores se han cuidado de afirmar otro tanto. Los
que conocen la historia del problema saben por qué. Tanto para Blan
co White como para Menéndez Pelayo, Rojas necesitaba ser reinventa-
do a fin de fortificar una cierta percepción crítica de la unidad orgá
nica de La Celestina, Para ellos La C elestina no pudo haber sido sino
■hija de un solo padre, padre cuya virtual desaparición hacía más ne
cesaria su resurrección crítica. Pero ahora que la afirmación de que el
acto I fue escrito por un predecesor, es generalmente aceptada, su
realidad como autor parece aún más dudosa y sin interés que antes.
Así, Menéndez Pidal se refiere a La C elestina como a una obra
«semianónima» 9, mientras que Claudio Sánchez Albornoz, ignorando
inexcusablemente la inequívoca evidencia documental, pone en duda
que sea realmente «el co n v erso Fernando de Rojas y no otro caste
llano portador del mismo nombre» la persona a quien se alude en los
versos acrósticos 10. Otros, admitiendo que Rojas probablemente exis
tió, no ponen de relieve su papel como autor. Carmelo Samoná, por
ejemplo, lo tiene por una «personalidad no cristalizada», que reúne y
refleja los tópicos de la retórica de la época u. Menos abiertamente,
esta misma viene a ser la postura de Marcel Bataillon, quien parece
considerar a Rojas —al menos implícitamente— como a un simple
imitador con talento de la «primitiva Celestina»; por otra parte, su
tesis de que el diálogo de La C elestina es espejo de una moralidad
medieval deja poco lugar a la creación personal u. Pero quizá el juicio
más demoledor sea el de los editores de una recentísima edición eru
dita: «A la antigua creencia en un autor único, ligada a la tesis idea
7 Variedades, o el Mensajero de Londres,’, L o n d re s, 1824 ( c ita d o por
B a t a illo n (ve r n. 12 ), p. 2 1 .
8 Orígenes de la Novela, Edición Nacional, Santander, 1943 (orig., 1905),
en adelante citada: Orígenes.
9 «La lengua en tiempo de los Reyes Católicos», Cuadernos Hispanoame
ricanos, Madrid, núm. 40, 1950, p. 15.
10 España, un enigma histórico, 2 vols., Buenos Aires, 1962, II, 280.
11 Aspetti del retoricísmo nella Celestina, Roma, 1953, p. 11.
12 M a r c e l B a t a i l l o n «La Celestiñe» selon Fernando de Rojas, París,
1961 (citado en lo sucesivo como B a t a i l l o n ).
— 30 —
lista y, al gran prestigio de don Marcelino Menéndez Pelayo, ha
sucedido la convicción de que se superponen en el texto diversas épo
cas y autores. Para nuestro concepto actual, La C elestina, lejos de
ser una creación improvisada y personalista, es el resultado de larga y
accidentada elaboración, en la que parece resumida una extensa suma
de elementos medievales y renacentistas» 13. El amigo y editor de
Rojas, Alonso de Proaza, demostró tener una intuición singular cuan
do al concluir los versos citados en el epígrafe de este capítulo ex
presó el temor de que la «fama de aqueste gran hombre» juntamente
con su «claro nombre» pudiera quedar «cubierto de olvido».
En presencia de tal coro de voces autorizadas, el lector podrá pre
guntarse: ¿por qué seguir discutiendo el tema? Sólo hay una res
puesta: «Por La C elestina.» Como ya indicó Menéndez Pelayo, el
carácter peculiar de este huérfano literario hace imperativo el descu
brimiento de un padre. Quiero decir, de manera concreta, que pensar
en la obra como de generación espontánea, o, lo que es peor, como
criatura de un número indefinido de progenitores anónimos, lleva a
las malas intelecciones implícitas en muchas de las observaciones arri
ba citadas. Contrariamente al P oem a d e m ió Cid o el Romancero,
La C elestina (¡Proaza tenía toda la razón!) lleva mal el anonimato.
Eliminar de ella una mente que la preside, lleva necesariamente a
convertirla en un montón de fuentes, un dechado de estilos, un «bre
viario» de doctrinas del siglo xv o un conglomerado de «elementos
medievales o renacentistas» indefinidos y quizá indefinibles.
Existe, por supuesto, un «argumento»' que, como todos los argu
mentos, se puede leer sin tener en cuenta al autor. Pero tomado en
sí mismo, es algo derivado y secundario que está descrito por Rojas
como un esqueleto seco y descarnado, como «huesos que no tienen
virtud». Hay también personajes que hablan — todos ellos fascinan
tes— , pero en tantas formas, entonaciones y niveles de expresión que
su caracetrización fija e independiente resulta con frecuencia ambigua.
Sólo la voz autónoma y consecuente de Celestina se enseñorea de la
obra, imponiendo una unidad que va a reflejarse en el título. Elimi
nado el autor, La C elestina cae así en manos de una vieja alcahueta
cuya combinación de conciencia sensual («assí goce yo de esta alma pe
13 G . D. T r o t t e r y M. C r ia d o de V a l , Tragicomedia, Madrid, 1958,
pp. vi-vii. En cierto sentido, eso está de acuerdo con la creencia de María Rosa
Lída de Malkiel (v. infra, n. 14), no sólo en un autor original y Rojas, sino
también en un «cenáculo» de amigos que compusieron juntos las adiciones
de 1502. No hay evidencia alguna en la que basar esta última opinión, la
cual parece haber surgido por la repulsa o desagrado de la Sra. Lida de Mal
kiel por ciertos párrafos y frases en las adiciones. Un ejemplo podría ser el
dicho suavemente irónico de Calisto: «el que quiere comer el ave, quita primero
las plumas». Sin embargo, me parece de mayor rigor el aceptar la responsabi
lidad directa y asumida por Rojas que seguir a Cejador y a Foulche-Delbosc
en su imposición de preferencias subjetivas en cuanto al texto.
— 31 —
cadora»), valor épico («dos veces he puesto... mi vida al tablero»), y
autoafirmación estoica («que soy una vieja cual Dios me hizo, no peor
que todas») ha fascinado a generaciones de lectores. Como lectores,
pueden tener alguna excusa. Pero cuando los eruditos, y esto es bas
tante más peligroso, deciden eliminar a Rojas, convierten con frecuen
cia a La C elestina en poco más que un receptáculo del acopio perso
nal de su erudición histórica.
Hemos de reconocer que ni el lector impresionable ni el erudito
miope son del todo culpables del eclipse de Fernando de Rojas. Como
veremos, él mismo como autor del prólogo, ha de llevar una gran par
te de responsabilidad. Al afirmar humildemente la existencia previa
del acto I (algo menos de una quinta parte del todo) y al revelar de
forma velada (en un acróstico fácil) su propia paternidad sobre el res
to, invitaba tanto a los elementos dispersos de su creación («fontezi-
cas de filosofía») como a las vidas más conspicuas por él creadas, a
proyectar su sombra sobre él. Parecía, incluso, apetecer la oscuridad.
Hasta el hecho de no haber ejercitado después nunca más su genio
para el diálogo puede interpretarse como demostración de falta de in
terés por la publicidad personal. Más adelante veremos con más de
talle algunos de los problemas planteados por la modesta confesión
de Rojas de que no ha sido más que continuador, por las ambigüeda
des del prólogo, y por el hecho de no haber establecido su derecho a
la fama con una segunda obra. Pero de momento estos tres factores
pueden descartarse: aunque significativos, no son cruciales en el he
cho de la desaparición del autor.
Dada la explosiva originalidad de La C elestina —originalidad de
fendida y documentada a lo largo de más de 700 páginas de apasiona
da erudición por la fallecida María Rosa Lida de M alkiel14— , la ne
cesidad de un ser responsable de esa originalidad, debería descartar
estas dudas e incertidumbres biográficas. La postura creadora del
Arcipreste de Hita es cuando menos tan ambigua como la de Rojas;
sin embargo, pocos críticos le describirían por esta razón como perso
naje carente de identidad o borrarían su nombre de la historia de la
literatura castellana.
Para una comprensión más profunda de lo que sucedió a Fernan
do de Rojas en su ascenso al Parnaso debemos examinar el texto. Fue
en lo que James Fitzmaurice-Kelly (uno de los pocos eruditos además
de Menéndez Pelayo que reconoció la urgente necesidad de encontrar
la procedencia humana de La C elestina) llamaba la «alta perfección»
de su arte, y no en la «furtiva» presentación de su persona donde se
fraguó su anonimato. Precisamente porque la «alta perfección» de
Rojas se consiguió a través de voces que parecen autónomas, él se
— 32 —
achica y retrocede. Los interlocutores y particularmente esa gran maes
tra del lenguaje hablado, Celestina, se apoderan de La C elestina, pa
reciendo — en una especie de apoteosis pirandeÜana— como sí fueran
sus autores.
Sin embargo, el reconocimiento de este fenómeno no supone ne
cesariamente su aceptación. Soy tan ferviente admirador como el que
más de la realidad existencial de Celestina. Pero estimo que ya es
hora de no seguir escuchando su voz como si de hecho sonara —esto
es, como si estuviera grabada en cinta en lugar de estar impresa en
un libro. El problema radical es cómo pudo crearse esta impresión de
autonomía auditiva... ¿Quién fue, preguntamos de nuevo, el creador
de Celestina? Y, ¿cómo pudo él, un don nadie silencioso en opi
nión de la mayoría de sus lectores, haberla captado en el papel?
SÍ estas preguntas nos vuelven a nuestro punto de partida —el
problema de la posibilidad de la literatura— , también aguzan más
esa interrogación preliminar: ¿cómo fue posible este misterioso tipo
de literatura? En busca de una respuesta preliminar a la cuestión,
prematura en este momento, podemos pedir ayuda a tres autoridades
bien conocidas. La primera es Stephen Díedalus:
La personalidad del artista, primeramente un grito, una canción, una humo
rada, más tarde una narración fluida y superficial, llega por fin como a evapo
rarse fuera de la existencia, a impersonalizarse, por decirlo así. La imagen
estética en la forma dramática es sólo vida purificada dentro de la imagina
ción humana y reproyectada por ella. El misterio de la estética, como el de
la creación material, está ya consumado. El artista, como el Dios de la crea
ción, permanece dentro, o detrás, o más allá, o por encima de su obra, tras-
fundido, evaporado de l a existencia... indiferente... entretenido en arreglarse
las uñas l5.
— 33 —
3
del tempo del diálogo en busca del efecto más seguro, etc.), precisa
mente por eso, las voces de los personajes por él creados parecen tan
autónomas.
Trataremos de expresarlo una vez más con una fórmula que nos
ofrece Giuseppe Borgese: «Los escritores románticos identifican el
arte con su fuente o raíz de inspiración, mientras que los escritores
clásicos la identifican con su realización o florecimiento en forma aca
bada» 16. La formulación de esta antítesis es particularmente intere
sante para los lectores de La C elestina por cuanto les recuerda una
imagen que figura en el prólogo. La palabra del sabio es como una
semilla, dice Rojas, « ... que de muy hinchada y llena quiere rebentar,
echando de sí tan crescidos ramos y hojas, que del menor pimpollo se
sacaría harto fruto». Dejados a un lado los orígenes del tópico, según
este texto el escritor es menos un dios que un jardinero. A medida
que las palabras florecen en situaciones y se ordenan ellas mismas en
actos, la mano y la conciencia de su horticultor solícito nunca están
manifiestas. El fluir de las voces a través de las páginas con su cons
tante generación de sentido parece espontáneamente autónomo —has
ta tal punto, que los lectores no sólo olvidan la fuente humana, sino
que, incluso, llegan a dudar de su existencia; al modo como en los
jardines más perfectos el artificio queda disimulado dentro del efecto
de conjunto. De aceptar las dos categorías de Borgese, tendríamos que
concluir que la «típica auto-ocultación» del autor clásico consigue su
última realización en La Celestina. ¡Pero sólo con la condición de que
estemos dispuestos a aceptar la monstruosidad formal, la rudeza feroz
y feraz del paisaje de Rojas! Lo mismo que en el caso de las distin
ciones genéricas de Stephen Daedalus, la simplicidad de la clasificación
no puede abarcar lo que tiene de único esta obra. Hay aquí una fecun
didad oral sin límites que por instinto creemos más cercana a Sha
kespeare que a Racine.
Esta comparación nos lleva a un tercer crítico preocupado de ma
nera especial por el problema de la autonomía de La Celestina. Aun
que Shakespeare ha servido con frecuencia como de vara de medir el
arte de Rojas (particularmente por la semejanza de su trama con la
de R om eo y Ju lieta ), esta relación ha sido estudiada más extensa y
persuasivamente por M.a R. Lida de Malkiel. La «rica individualidad
de los personajes» lo mismo que la «visión integral» y «la avidez» de
su creador hacia la realidad humana no pueden —hace constar María
Rosa Lida— quedan aprisionadas en fórmulas literarias. Sólo la com
paración con los más grandes —con un Shakespeare, con un Sófocles—
podría bastar. Así, por ejemplo, cuando Rojas «penetraba» las pasio
nes de interlocutores a quienes juzga con evidente severidad (la esté
— 34 —
ril rebeldía de Areusa, el equivocado sentido del honor de Celestina
o la ciega solicitud de Pleberio), sólo la objetiva e íntima presentación
que hace Shakespeare de un Shylock o de un Polonio se le podría
comparar17.
Los entusiastas de La C elestina no pueden dejar de aplaudir a
M.a R. Lida de Malkiel en la medida en que tales comparaciones hon
ran a su autor; pero dar por supuesto, tan claramente como hace ella,
que Rojas es un dramaturgo lo mismo que Shakespeare, es, a mi jui
cio, una simplificación excesiva y, en definitiva, equivocada.
La idea del arte de Shakespeare, tal como lo expresa María Rosa
Lida, viene por lo menos desde William Hazlitt y, en su origen, ten
día a echar sobre el poeta el mismo tipo de oscuro olvido que ha sido
el destino crítico de Rojas; «Shakespeare... fue lo menos egotista que
se puede ser. En sí mismo no era nada, pero era todo lo que otros
fueron o pudieron llegar a ser. No sólo tenía en sí mismo los gérme
nes de toda facultad y sentimiento, sino que podía anticiparlos (...).
Sus personajes son seres reales de carne y hueso; hablan como hom
bres, no como autores. Podemos imaginar al autor atento para escu
char secretamente lo que pasa entre ellos» 18.
Se puede dudar de si esta beatería ante el misterio shakespeariano
ha ilustrado mucho a lectores o espectadores, pero una cosa es segu
ra: trasladar esta idea proteica del artista a Fernando de Rojas sólo
puede agravar su evanescencia histórica y biográfica. Lo cual, a su
vez, impedirá inevitablemente la apreciación de esa «originalidad»
que la señora de Malkiel ha puesto tanto empeño en demostrar.
Los partidarios de Shakespeare, al ser enfrentados con asevera
ciones a su parecer tan atrevidas, podrían responder señalando la dis
paridad en la magnitud de las dos realizaciones. Después de todo, con
tinúa con entusiasmo Hazlitt, Shakespeare «refleja los tiempos pasa
dos y presentes: todos los hombres y mujeres que han vivido están
allí... Todos los rincones de la tierra, los reyes, reinas, estados, cria
das y matronas, hasta los secretos de la tumba: nada logra ocultarse a
su mirada escrutadora». ¿Cómo pueden compararse con tal universa
lidad las catorce voces —no más— de Rojas, repartidas entre hom
bres y mujeres, jóvenes y viejos, ricos y pobres que viven a un tiro
de piedra unos de otros y en un mismo y no identificado medio ur
bano? .
Se podría contestar, por supuesto, que estas diferencias de enfo
que no afectan a las profundas semejanzas del procedimiento artístico.
Pero, en última instancia, creo que M.a R. Lida de Malkiel hubiera
estado dispuesta a admitir que la limitación en la variedad y en el
17 La originalidad, p. 310.
i» Hazlitt's Works, Londres, 1902, ed. A. A. Waller y A. Glover, vol. V,
«Lectores on the English Poets», p. 47.
— 35 —
número de los interlocutores de La Celestina (en este sentido sí po
dría considerarse como clásico) era indispensable a su creación. Pues
to que la obra es un mosaico de encuentros y situaciones cuidadosa
mente yuxtapuestos (por ejemplo, la seducción que hace Celestina
de Areusa como repetición en caricatura de la primera seducción de
Melibea), las comparaciones y los contrastes humanos sugeridos de
acto en acto limitaban y canalizaban necesariamente el élan creador
de Rojas. El naciente empuje rabelesiano del acto I ha sido conte
nido, pero no disminuido. Lo cual equivale a decir que, a pe*ar de su
intensa vitalidad, el proceso de la «amplificación» del primer acto,
por su misma naturaleza, excluye la libertad shakespeariana de crea
ción de caracteres.
El empeño de M.a R. Lida de Malkiel en subrayar la caracterización
de los personajes de La Celestina, como base de comparación con los
de Shakespeare, hace indispensable clarificar más la distinción que
acabamos de hacer. Ella tiene razón, por supuesto, al afirmar que
cuando nos detenemos a considerar la experiencia ofrecida por la lec
tura de la T ragicomedia como un todo, es legítimo caracterizar no
sólo a Celestina sino también a voces tan vacilantes como las de Pár-
meno y Areusa. Tras veintiún actos, se nos han revelado ya totalmen
te tal como son y, en este sentido, poseen una «tercera persona», un
ser que puede ser juzgado como un todo desde fuera. Pero esto no es
lo mismo que decir que Rojas, como artista, estuvo primordialmente
interesado en la caracterización individual. Más bien lo que le preocu
paba, como he sostenido en «La Celestina»: arte y estructura, era el
diálogo concebido como una interacción de conciencias, es decir, dos o
más conciencias en íntima relación que cambian con cualquier cambio
de interlocutor. Caracterizares subrayar aquellos elementos que perma
necen estables en la acción y en la reacción, elementos que fascina
ban a Rojas bastante menos que la mutación momentánea o duradera.
Como el mismo Rojas Índica en el Prólogo, está menos interesado
en el retrato de los dos amantes en tanto que individuos que en se
guir hasta el fin «el proceso de su deleyte». Fue ésta seguramente la
primera vez que tal intención se expresara en castellano. Y es, por
tanto, una innovación personal que habremos de considerar en los ca
pítulos siguientes de esta «biografía».
En definitiva, mi desacuerdo con María Rosa Lida —o quizá fue
ra más exacto decir el de ella conmigo 19— se refiere a la cuestión bá
— 36 —
sica de cómo habría que leer La Celestina. Si el lector se acerca con
expectaciones derivadas del teatro (de un teatro virtualmente inexis
tente en tiempos de Rojas), ese número de actos sin precedente, cada
uno dedicado escena por escena a ilustrar el flujo de la conciencia, no
le resultará totalmente comprensible. Entenderemos de la obra poco
más o menos lo que ha entendido el público madrileño en la versión
de Casona. Sólo leyendo a Rojas como él quería que lo leyésemos
—es decir, sólo escuchando las cosas que él quería insinuar— cobra
rá sentido la repetida «geminación» de interlocutores y de encuentros
(término ostensiblemente novelístico aplicado a La C elestina por
M.a R. Lida) y podremos darnos cuenta de la estructura humana del
conjunto.
Esto no quiere decir que Shakespeare, como maestro en el diálo
go, no supiera emplear técnicas similares (por ejemplo, los consejos de
Polonio a su hijo y a su hija), pero difícilmente pueden considerarse
como la unidad fundamental de su arte. En sus comedias y tragedias
el diálogo, como expresión consciente del sentir personal, me atreve
ría a dedr, importaba más que el diálogo como revelación sin querer
de la intimidad recóndita.
Aceptando de momento las generalizaciones ya algo anticuadas de
A. C. Bradley, podríamos llegar a decir que en los cinco actos de la
tragedia shakcsDeariana el personaje central medita desesperadamente
sobre la mutabilidad (ordinariamente una trayectoria única) a la que
está sometido. En La C elestina, por el contrario, cada ser es el pro
ducto final de miles de transformaciones reunidas e incesantes. El
contraste es patente. La angustia trágica de un Hamlet o un Macbeth
surge tan sólo en las formas de muerte y de soledad, cuando el diá
logo llega a su fin. En La T em pestad, por ejemplo, escuchamos un
mundo de caracteres maravillosos que llenan la escena con su figura y
con su voz, para disiparse como sueños que son al final del acto V. Pero
Rojas, cuyo arte (como veremos en un capítulo posterior) es entera
mente oral, cuyo escenario es ilimitado, y que intencionadamente no
nos enseña las caras y los cuerpos de sus interlocutores, escucha más
— 37 —
de cerca, despaciosamente, las menores inflexiones momentáneas de
las conciencias. Los dos, Shakespeare y Rojas, crearon seres huma
nos independientes, pero por diferentes medios y para diferentes
fines.
Mi crítica de estas tres respuestas a la cuestión de la posibili
dad de La C elestina no significa rechazarlas. Cada uno de los ci
tados nos ha señalado una condición fundamental a la que ha de so
meterse un autor de vidas independientes. Ha de saber situarse, como
observaba Stephen Dsedalus, a cierta distancia y observar desapasio
nadamente los destinos que traza, Pero al mismo tiempo, como nos
recuerda Borgese, ha de ser un artífice consumado, jardinero invisible
pero siempre presente y solícito, capaz de dirigir el crecimiento de las
plantas en forma armónica. Finalmente (la condición de María Rosa
Lida es sin duda la más importante), habrá de ser un genio: un genio
dotado de aguda visión de la vida, capaz no sólo de podar y ordenar
sus ramas, sino también de penetrar hasta sus raíces. Que Fernando
de Rojas cumpliera plenamente con estos requisitos lo atestigua la
existencia de La C elestina. Aunque digan lo contrario críticos y lec
tores, Rojas es más real como hombre y como artista precisamente
por el hecho de que Celestina parece hablar con su propia boca. Como
sabía Galdós, que enlaza su arte del diálogo con el de Rojas, un autor
«podrá estar más o menos oculto, pero no desaparece nunca». O con
palabras de Eliot, «el mundo de un gran poeta dramático es un mun
do en que el creador está a la vez presente por todas partes y oculto
por todas partes»20.
Desde el punto de vista biográfico las dos primeras condiciones
(las de S. Díedalus y de Borgese) son más importantes, por más acce
sibles. El genio —sea el de Shakespeare, el de Rojas o el de cual
quier otro— es, por definición, objeto de reverencia más que de ex
plicación; el distanciamiento y la habilidad artística, en cambio, son
más fáciles de vincular a la experiencia personal. Así, por ejemplo,
el distanciamiento creador de Rojas fue a la vez irónico e intelectual
—dos adjetivos que corresponden, como veremos, a sectores de su
vida.
Walter Kaiser, en su reciente P raisers o f F olly, ha propuesto a
Erasmo, contemporáneo de Rojas, como el primer profesional de la iro
nía en la literatura europea. Pero Rojas, cuya precoz C elestina se ade
lantó a la primera publicación de Erasmo, presenta (profesionalismo
aparte, ya que él se confiesa «aficionado») títulos no menos convin
centes. Como traté de probar en mi libro anterior, y como veremos
nuevamente en éste, La C elestina es una estructura inmensamente
compleja de ironía, y sólo cuando la omnipresenda del autor es sen
— 38 —
tida entre líneas se llega a comprender a fondo el diálogo. Esto es lo
que no vio Stephen Daedalus. La ironía por su propia índole supone
una persona irónica que sale a nuestro encuentro y que, según Vladí-
mir Jankélévitch, ante todo quiere ser «entendida»21. Hay en La Ce
lestin a, como en toda obra de creación irónica, dos líneas opuestas de
comunicación: el diálogo sonoro de los interlocutores y, cruzándolo
verticalmente, la búsqueda silenciosa de nuestra compañía por parte
del autor y (como dice José Ferrater Mora, de acuerdo con Jankélé
vitch) de nuestra «participación»22. Lo cual viene a confirmar mi jui
cio inicial: una C elestina sin autor resultaría tan desconcertante, tan
escorzada y tan expuesta a ser malentendida como La Cartuja d e
Parma —valga el ejemplo— desgajada de Stendhal.
El hecho de que Kaiser presente a Erasmo como fundador de la
ironía europea Índica la dificultad y a la vez la importancia de enten
der el derecho de Rojas a compartir tal título. Será mi empeño de
mostrar que la ironía de Rojas nace no sólo de su temperamento per
sonal o del hecho de ser hombre del Renacimiento sino, además, de
haber sido lo que en la España de su tiempo se llamó un con verso.
Esta interpretación no es nueva. Tanto Menéndez Pelayo como Ra
miro de Maeztu han explicado ciertas actitudes expresadas en La Ce
lestin a —hedonismo y pesimismo metafísico— como consecuencia del
hecho (establecido en 1902 como hecho histórico incontrovertible) 23 de
que su autor fue un cristiano de origen judío, es decir, un alma perdi
da, que bien pudiera haber abandonado una fe sin ganar otra, un
hombre potencialmente escéptico ante el dogma y la moral tradicio
nales. A mi juicio, esta explicación tiene buena base, pero resulta in
suficiente. Es imposible demostrarlo a aquellos que, como Marcel
Bataillon y Gaspar von Barth, leen La C elestina desde otros puntos
de vista. Y, al suponer que Rojas buscaba ante todo expresar senti
mientos y opiniones personales, simplifica a ultranza la relación entre
biografía y creación.
Más recientemente, sin embargo, Américo Castro, en una serie de
libros y monografías que han hecho época (serie iniciada en 1948 con
la publicación de España en su H istoria) ha trasladado el dilema del
— 39 —
co n v erso del ámbito del individuo aislado, con sus incertidumbres y
su dislocación psicológica, al de la sociedad. Ser converso no es, sin
más, un modo de ser personal; es —cosa más importante— una ma
nera de ser con otros. Rojas no estaba solo, aunque viviera en soledad.
Biográficamente hablando, perteneció a una casta sujeta al escarnio y
la sospecha, relegada a una postura marginal, que se enfrentó a la
persecución en una serie de formas características. Entre ellas, como
veremos detenidamente, estaban el cultivo de la inteligencia y sus
profesiones (la experiencia salmantina de Rojas será el tema de un
capítulo ulterior) y la ironía.
Se puede filosofar solo, pero para ironizar, como dicen Jankélé-
vitch y Ferrater Mora, -ha de existir al menos en potencia una solida
ridad, una potencial comprensión. El irónico necesita una sociedad
—o quizá fuera mejor decir una contrasociedad, unos cuantos «happy»
o, en este caso, «unhappy few»—. De ahí la insuficiencia de la ecua
ción: La C elestina igual a producto de con verso. Más bien, siguiendo el
pensamiento de Castro, entiendo que el dístanciamiento irónico e in
telectual necesario para la creación de La C elestina fue posible por la
situación común de los conversos en cuanto conciencia plural.
Tal interpretación nos llevará de hecho más allá de las fronteras
de la vida privada de Rojas y de su arte personal hasta los límites
más amplios de la historia literaria. Si llegamos a entender cómo fue
primero posible la creación irónica —que equivale a decir cómo se
realizó una primera relación irónica entre autor, personaje y lector—
estaremos preparados para meditar por nosotros mismos su posterior
explotación. Aprendiendo cómo Rojas pudo estar irónicamente dis
tante, podemos asimismo aprender cómo la novela —la mayor contri
bución genérica de España a las letras europeas— fue no sólo «posi
ble», sino inevitable durante el siglo que siguió a La C elestina, En una
forma u otra, una amplia variedad de narraciones y diálogos (imitacio
nes de Le Celestina, Lazarillo d e T orm es y sus continuaciones, Guz-
mán d e A lfaracbe, Viaje d e Turquía, C rotalón, La lozana andaluza, y
numerosas otras) continuaron explotando las potencialidades irónicas
de la situación de conversos en la que habían nacido sus autores. Un
efecto lógico y evidente en algunas de estas obras fue la inmediata po
pularidad de Erasmo y los miembros de la casta de Rojas, no sólo por
sus propuestas de reforma religiosa sino también por su magistral ex
presión irónica. Indicativa es la fusión de las dos tradiciones en el Qui
jo te, producto de un espíritu que fue educado por un erasmista y que
casi seguramente era consciente de su remoto origen c o n v e r s o L a
21 S a l v a d o r d e M a d a r i a g a fue el primero en dar expresión impresa a
una sospecha de que aquellos lectores que habían percibido la constante
burla de Cervantes de las pretensiones de linaje (no sólo en el Retablo de
las maravillas, sino también en Persiles y el Quijote) habían sentido fu
gazmente: ver «Cervantes y su Tiempo», Cuadernos, 1960. Desde entonces,
— 40 —
despiadada y mordaz (demasiado «descubierto» para Cervantes) ironía
de los medioconversos se ha convertido en forma más delicada y com
pleja en un medio de exploración artística de la relación del hombre
moderno con la sociedad desvalorizada en que vive. Lo que describire
mos después como alienación del converso fue presagio drástica
mente impuesto de una alienación más general que se ha convertido
en una forma de vida para todos nosotros y que encontró su primera
y acabada expresión novelística en las páginas del Q uijote.
La mención de la novela que había de venir nos vuelve a la
condición sugerida por la definición que hace Borgese del clasicismo.
Sin las ventajas genéricas de un Cervantes —sin una voz narrativa
y sin la posibilidad de manipular el estilo narrativo— ¿cómo pudo
Rojas madurar lo que Ortega hubiera llamado su irónica «postura
hacia la vida»? O, para decirlo más sencillamente: ¿cómo pueden
unas voces autónomas originar implicaciones irónicas? Un ejemplo es
el de los trágicos griegos, e incuestionablemente en La C elestina pre
domina una ironía dramática tan terrible en su forma como la de Edipo
R ey. Sin embargo, como ya sugerí en la respuesta a la señora de Mal-
kiel, Rojas estaba, en última instancia, menos interesado en la presenta
ción dramática del destino del hombre que lo que él llama en el Pró
logo los «aceleramientos e mouimientos... afectos diuersos e varie
dades... desta nuestra flaca humanidad». Es decir, en la inmediata y
momentánea mutabilidad de la conciencia, íntimo tejido cómico de una
tragedia de mayor magnitud. ¿Cómo fue posible comunicar de una
manera irónica —no sólo con los compañeros de estudio sino también
con su casta y con las futuras generaciones de lectores— su sin par
comprensión de una materia tan efímera como ésta?
Es necesario plantear esta cuestión con tan repetido énfasis, aun
que no sea más que para evitar el peligro de tratar de explicar La Ce
lestina sociológicamente. Está muy bien describir a Rojas —como lo
haré en los capítulos siguientes— como perteneciente a una casta
marginal y como juzgando a la sociedad que le rodea desde una dis
tancia sardónica. Pero, para relacionar el diálogo de La C elestina con
su situación biográfica, hemos de molestarnos en describirle también
como artista. Al tratar de entender la posibilidad de su «ausencia»
de la sociedad («de sus tierras ausentes»), debemos asimismo tratar
de entender la posibilidad de su p resen cia creadora en cada conversa
C astro en su Cervantes y los casticismos, Madrid, 1966, ha aportado indica
ciones adicionales y ha corregido a Madariaga por considerar a Cervantes como
un tanto no español por sus orígenes. Como insistiremos nosotros mismos, nada
más lejos de la verdad esencial del tema. En cualquier caso, aparte la interpre
tación, los hechos son los hechos, y la presencia de no menos de cinco médicos
en la familia inmediata de Cervantes será altamente significativa a los que
conocen la historia social del tiempo. Otro hecho, si bien menos conclusivo, es
el que dio a con<xrer por primera vez E s t í .n a g a (ver n. 38) de que una Salazar
de Esquivias casó con un nieto de Rojas.
— 41 —
ción y en cada matiz de su lenguaje consciente. Como afirma la seño
ra de Malkiel, también interesada fervientemente en la ascendencia
judía de Rojas: «no puede servir de panacea que solucione todos los
problemas presentados en La C elestin a » 35. En particular no elucidará
la posibilidad del arte peculiar de Rojas. En otras y más crudas pala
bras, aunque pudiera haber sido tan consciente, tan irónico y tan
amargado como su compañero converso, el poeta Antón de Montoro,
sus técnicas de expresión y de comunicación fueron antitéticas. La
yuxtaposición del artista excepcional y del hombre de su tiempo es
un gran problema para cualquier biógrafo literario. En mi caso, dada
la inaccesibilidad de Rojas como persona, constituirá una preocupa
ción central hasta el final del último capítulo.
De momento, sin embargo, está el consuelo de una respuesta pre
liminar, respuesta derivada solamente de la atenta lectura del texto.
Rojas, se ha observado ya, está presente en La C elestina de la misma
manera que un jardinero está presente en su jardín. Sentimos su pre
sencia a través de su ordenación meticulosa, de sus calculadas com
placencias y de su hábil conversión de la corriente viva del diálogo
en exhibiciones maliciosas de emociones y pensamientos ocultos. A me
dida que los interlocutores se enfrentan unos a otros en su multitud de
situaciones paralelas y antitéticas (para ser una obra con tan pocos per
sonajes La C elestina es un jardín humano sorprendentemente intrinca
do), sus preguntas y respuestas, sus exclamaciones y explicaciones, que
dan patentes de tal forma que comunican su constante inconsistencia.
Incluso cuando intentan mantener un firme carácter {la transparente
y frágil máscara de virtud de Pármeno en el acto II) o dar razones
aceptables de cambios íntimos y de oleadas irresistibles de sentimiento
(la explicación de Celestina en el acto V de una estudiada estratagema
para engañar a Calísto cuando ella estalla de alegría con sus buenas no
ticias), Rojas sabe, exactamente la forma de hacernos oír lo que ellos es*
tan intentando ocultar. El es la mente y el oído que preside, y a nos
otros nos toca la asombrosa y deliciosa tarea de escuchar con él, mien
tras cultiva el huerto. En última instancia, por supuesto, tendremos
que suplir este sentido derivado del texto que delata la presencia real
de Rojas con una comprensión histórica. Es precisamente entonces
—al intentar convertir un punto crítico de partida en una biografía—
cuando nos aguarda la dificultad.
Antes de concluir mi defensa de la realidad de Rojas como autor,
he de reconocer la objeción obvia. La noción de escritor como con
ciencia que preside, que escucha, que juzga y dirige ]a conciencia he
cha voz de sus interlocutores es en sí misma tan paradójica como el
retrato del artista como fantasma que hace Stephen Díedalus. «¿D e
dónde vienen estas voces, si no es del espíritu de su autor?», pue-
25 La origindidad, p. 24.
— 42 —
de preguntar el lector. Y no se podrá evitar la cuestión sugiriendo
la posibilidad de modelos orales del género que sabemos empleó
Galdós. Aunque tales tipos seguramente existieron, el arte de Rojas,
como queda descrito, tiene poco que ver con la estenografía. La
verdad real, creo yo, es que Rojas estaba menos interesado en sus
interlocutores personales que en el castellano — tal como él lo vivía
y lo respiraba— como medio de comunicación. Es decir, que a pe
sar de nuestra inevitable tendencia a leer La C elestina dramática
mente o novelísticamente, el mismo Rojas tan sólo de manera secun
daria estaba interesado en la exposición de pasiones personales, debi
lidades, hipocresías y racionalizaciones de sus amantes y criados. Des
pués de escuchar una voz tras otra, el fenómeno del lenguaje mismo
era el origen de su fascinación irónica. Las profundidades y descubri
mientos humanos de La C elestina fueron para Rojas en cierto sentido
subproductos inesperados.
Juntamente con la primacía del lenguaje apareció una visión co
rrespondiente de la vida humana. Sin embargo, por mucho que Rojas
se haya podido sentir complacido con las decepciones y evoluciones
de cada uno de sus interlocutores, nosotros no debemos interpretar
sus «biografías» definitivas como una colección de casos psicológicos
o morales. Semejante colección de lamentables «dossiers» puede abs
traerse del diálogo, pero si lo hiciéramos en serio, frusificaríamos el
arte de Rojas. La originalidad más profunda de este genio del oído, su
más honda relevancia para nosotros y para nuestros intereses es su pre
sentación de la vida humana como un asunto mutuo, como una interac
ción continua. En separación y compañía simultáneas (como todos los
que comparten verbalmente el intervalo entre la vida y la muerte),
los habitantes de La C elestina han de entenderse en términos de su
inextricable compromiso mutuo. Incluso al final, cuando Pleberio se
encuentra totalmente abandonado, sigue buscando en vano interlo
cutores (un «tú» o «vosotros»), que no estén muertos o sean extraños.
De la misma manera, los demás soliloquios recuerdan diálogos pasa
dos o imaginan febrilmente los que han de ocurrir (o podrían ocurrir).
En estos veintiún actos, los hombres y las mujeres lamentan a veces
su soledad, pero nunca están totalmente solos. Su vivir es una tran
sacción oral con otras vidas en un siempre cambiante —caleidoscópi-
co— flujo de mutua conciencia.
Ya he mencionado el ejemplo más conspicuo: Calisto y Melibea
son escuchados por su autor durante el «proceso» de su amor. Y lo
que les aplica a ellos lo aplica también al conjunto de actores. Rojas
presenta a sus voces no como una agregación de caracteres o tipos
(la excepción que prueba la regla es Centurión) sino como una uni
dad, como una unión compleja y dinámica que camina interdependien-
temente hacia su propia destrucción. No deja de tener sentido el que
cada uno de sus miembros parezcan saber unos de otros o conocerse
_ _ 43 —
mutuamente antes del primer encuentro de los amantes: Celestina
fue comadre de Calisto; Sempronio y Pármeno están al tanto de
la belicosa reputación de los criados de Pleberio; Melibea tiene una
extraña memoria de Celestina como «hermosa» (¿con la cara pintada
quince años antes?), etc. La ciudad sin nombre es pequeña, y sus ciu
dadanos no necesitan presentarse unos a otros. Aún cuando una per
sona se olvide momentáneamente de quién es otra (por ejemplo, cuan
do Celestina no reconoce a Pármeno ya adolescente o la posible acti
tud hipócrita de Alisa al no querer recordar a Celestina), es una con
firmación de esa estrechez humana. Rojas escucha a cada personaje
como parte del coro general. Su ironía y su maestría cubren un tejido
de relaciones y, al hacerlo de este modo, ofrece una visión (o una
audición) intencionalmente importante para la sociedad y para la his
toria en que vivía.
La repetición de mi idea de que La C elestina ha de entenderse
ante todo en función de la honda experiencia de Fernando de Rojas
y de su juicio sardónico de la España de los Reyes Católicos no sig
nifica que sus cuatro casas constituyan un mundo en miniatura.
Aunque sea un precursor de la novela, el diálogo de Rojas es antino
velístico si pensamos en la novela en términos de Balzac o de Galdós.
Más que presentar un diorama descriptivo de individuos y papeles
representativos nos ofrece lo que podríamos llamar un núcleo social
o matriz, una exhibición horticultural de relaciones interpersonales
reducidas a su esencia oral. El último denominador común de cual
quier sociedad estriba en la comunicación o falta de comunicación
entre sus miembros, y es esto lo que Rojas se propone mostrar a los
«contemporáneos» de «nuestra común patria». Cómo se vivía y ex
presaba la vida, qué se sentía y entendía por todos los que hablaban
o escuchaban (no «quién era quién» en Castilla como en las G enera
cio n es y semblanzas), he ahí el tema de su irónica atención. De ahí la
sin par habilidad para recoger en el diálogo los detalles minúsculos
del comportamiento consciente.
No nos debe sorprender el hecho de que este núcleo social
tal como está captado en La C elestina estuviera manifiestamente po
drido. Rojas —como muchos de su casta y de su clase cuyas ideas
aparecerán en capítulos siguientes— conocía con dolor lo que Ezra
Pound llamaría la ruptura de las «right relations». Hombres y mu
jeres, amos y criados, padres e hijos (tres divisiones básicas internas
de la sociedad) no sólo eran opacos unos a otros sino que estaban
en trance de guerra no declarada. Como en el Lazarillo y sus picares
cos descendientes, cada frase e incluso cada palabra de la autorreve-
lación proyecta el testimonio de la decadencia social que ha echado
ya sus raíces. Como trataré de demostrar, el tema medieval perenne
del desorden (el mejor ejemplo conocido es el marco introductorio
del D ecam erón) se convirtió en un angustioso «tema de aquel tíem-
44 —
po», una forma común de la conciencia histórica para Rojas y sus
compañeros conversos durante las primeras décadas de la embestida
inquisitorial. Pero al decir esto, debemos evitar una simplificación
excesiva. En La C elestina, como en otras obras que comparten su
idea de sociedad, los efectos infinitamente perturbadores de la nueva
institución sobre las relaciones interpersonales no fueron directamente
presentados, ni en realidad lo podían ser26. No obstante, lo que se
podría llamar reacción generacional hacia la historia como experien
cia está implícito por todas partes. Lo que la revolución y las guerras
napoleónicas fueron para Stendhal (no como tema sino como pie para
una nueva percepción de la forma en que la gente se relaciona entre
sí) la Inquisición, me atreveré a afirmar, fue para Rojas.
El centro del núcleo social es ese genio de la persuasión, Celesti
na, cuya putrefacción verbal atrae e infecta a todos los que la escu
chan. No sólo los actores sino el conjunto tácito de la población —clero
y nobleza, rameras y debutantes, embajadores y criados— se apiñan
en torno a ella como las moscas sobre la carroña. Lo mismo que en
su diálogo inicial con Pármeno, provee —además del puro deleite de
dominio de la lengua— la sofistería necesaria para sus vidas. Lo pe
caminoso aparte, existe aquí la libertad sensual en función de la
exageración, de la prevaricación, racionalización, lamentación, tri-
vialización y toda clase de desmán comunicativo. Lo que es como
decir que, para Rojas y Celestina (el uno deplorándolo irónicamen
te y la otra celebrándolo con ferocidad), los hombres son animales
que hablan y que, por tanto, pervierten inevitablemente el discurso
racional. El resultado es la guerra interminable y fatal de su razonar 27
irrazonable. Marcel Bataillon, al acentuar el didactismo de Rojas
(como opuesto a la ironía), olvida esta distinción esencial. Por leer el
texto en función de la moralidad tradicional, no sólo tiende, como
hemos ya advertido, a despersonalizar al autor sino que además deja
de ver que las «right reladons» tan conspicuamente ausentes en
La C elestina son las de la razón y de la palabra más que las de la reve
lación. Rojas cuando escucha a su criatura Celestina aspira a ser un
— 45 —
«gran filósofo» tanto en el sentido estoico como aristotélico y no,
como trataré de demostrar, un predicador.
De aquí la manifiesta desesperación y sarcasmo que salen a la
superficie en el Acto XXI y que están implícitos a lo largo de todo el
diálogo. Un moralista, por desalentado que esté, no puede desespe
rar del hombre o de la definitiva fruición de la historia. Pero el
«filósofo» irónicamente distante, el jardinero de los espíritus y de
las voces, tan diestro como implacable, no tiene tales compromisos.
Las exigencias totales tanto de la comedia momentánea como la tra
gedia definitiva son claras para él. Así, al final, el texto mismo es el
testigo más explícito de la realidad de Fernando de Rojas. Cuando Ro
jas abandona la ironía (o quizá fuera mejor decir, cuando la ironía
junto con el diálogo ya no es posible), y, en la voz de Pleberio, habla
directamente sobre la vida del hombre en la tierra, queda confirmada
su existencia como hombre. O, traducido en términos teológicos,
cuando Pleberio se da cuenta de que la imposibilidad de la armonía
racional entre los hombres entraña la imposibilidad (o perversidad)
de Dios, ha probado sin saberlo la existencia de otro autor, Fernando
de Rojas. Hablando con una sola voz, a los dos les proporciona la so
ledad final tanto el conocimiento propio como la desesperación: «Yo
solo conozco mi total angustia; yo solo me doy cuenta completamen
te; yo solo soy racional en una sociedad, historia y universo irracio
nales; luego existo.» De esta forma, el espíritu que preside —si no
con estas palabras, con otras equivalentes y claras— llega por fin a
definirse. Y si esto se ha de interpretar una vez más como existencia-
Üsta, rogaría al intérprete que volviera a leer detenidamente el
Acto XXI a la luz de su análisis del capítulo VII antes de pasar al
juicio final.
El t e s t i m o n i o d e l o s a r c h i v o s
— 47 —
fueron condenados por la Inquisición, y un Cervantes (o un Rojas
Zorrilla, si hemos de apoyamos en los documentos) que, cien años
más tarde, fue vejado por conocimiento de sus orígenes remotamente
sospechosos. Sin embargo, los que aceptan impensadamente los pre
juicios del pasado difícilmente pueden meditar en tales distinciones.
Por mi parte, no dudo en aceptar la idea de Castro de que, por lo que
a la hispanidad se refiere, cada uno es tan español como el otro, y esto
se aplica a sus mismos perseguidores. En términos diferentes (según
la generación, casta y lugar de residencia, entre otros factores) y, con
distintos grados de intensidad, de sospecha y de angustia, cada alma
nacida en la península compartía un dilema común: tener que repre
sentar un papel social y tener que existir al mismo tiempo.
Si el dilema así expresado parece menos español que humano, se
puede añadir que en la España de Rojas y de Cervantes los «roles»
eran bastante más rígidos y menos numerosos de lo que nuestra ex
periencia de la vida en sociedad nos permite comprender. Y el resul
tado a veces fue que esas conciencias tan constreñidas (como la de
Segismundo encadenado) se apasionaron, se exaltaron, o se amarga
ron. O, en términos de la gramática castellana, el ser humano y el
estar humano chocaron duramente entre sí. El profundo e invertido
sentido de honor de Celestina y el atropellado heroísmo de Don Qui
jote —como reflexiones satíricas de los valores y conducta contempo
ráneos— indican la profunda hispanidad de los autores, hondamente
preocupada por las insuperables dificultades que comporta ser así.
Cuando Rojas se refería a «nuestra común patria» hablaba tan since
ramente —y quizá a la vez tan sarcásticamente— como sabía hacer
lo. Como veremos, la alienación del converso resentido y la «integra
ción» del cristiano viejo igualmente resentido son las dos caras de la
misma moneda.
Volviendo a los documentos (aquellos de que disponíamos hace
tiempo y los que se publican aquí por primera vez) hemos de recono
cer que su escasez nos preocupa menos que su parquedad en la anécdo-
dota. La vida de Fernando de Rojas puede reconstruirse con un pacien
te ensamblaje a base de un nada desdeñable número de hechos, pero
bien poco de lo que los documentos nos dicen sobre él sirve para reve
lárnoslo como persona. El espíritu corrosivamente irónico en que ger
minó y se desarrolló el diálogo de La C elestina tiene poca relación apa
rente con el ser humano atestiguado por los documentos que sobrevi
ven. Trataré de establecer sin lugar a dudas que Rojas fue un converso,
que escribió veinte actos de La C elestina y que, en las décadas anterio
res a 1541, vivió una vida relativamente próspera y de éxito social en
Talavera. Y si añadimos fuertes probabilidades a lo que ya tenemos de
cierto, es posible concluir bastante más. Pero es la intimidad de Rojas
lo que escapa desesperadamente a nuestra investigación —sólo quizá
con la única pequeña excepción de un momento de recuerdo de la infan
— 48 —
cia— . Es ésta una situación que puede ser afortunada para La C elesti
na (por cuanto su arte está basado en la aparente desaparición del que
lo escribió), pero desalentadora para nuestros fines actuales.
¿Cómo proceder entonces? Descartadas la intuición y el bor
dado imaginativo, la única alternativa ha sido lo que podríamos lla
mar un proceso de amalgama o mezcla. De forma muy simple he tra
tado de reunir los más datos posibles que tenemos a disposición y
que me parecían posiblemente importantes, relativos a las vidas de sus
vecinos, familiares y amistades, así como aquellos relativos a los luga
res en que vivió y las instituciones a que perteneció. Si hubiera tomado
el modelo para mi título de Ortega y Gasset en lugar de Menéndez
Pidal, este libro se podría haber titulado muy bien Fernando d e R ojas
y su circunstancia. Si bien los documentos revelan poco sobre el hom
bre, apuntan una abundancia de personas, sucesos y lugares que en
tran en el ámbito de su punto de vista. Todo ello ha sido ordenado lo
más adecuadamente posible en torno al escueto núcleo biográfico —es
decir, los fragmentos fosilizados que nos quedan de la vida del que
compuso el acróstico en 1500— . Ni que decir tiene que tal método
es insatisfactorio y, lo que es peor, reiterativo. Los capítulos sobre el
caso de Alvaro de Montalbán, la familia de conversos de Rojas, la vida
de La Puebla, y el resto, parecen suponer con frecuencia más un cam
bio de perspectiva que un cambio de tema. Pero, ventilándose nada
menos que la posibilidad histórica de La C elestina y la realidad de su
autor, creí necesario proseguir —sí, proseguir, aun cuando el mosaico
resultante de lo que se llama en español con viven cia o vida comparti
da, no valiera ni un instante en la experiencia perdida de Rojas— . Es
decir, he tratado de hacer lo que pedía con la copiosa insignificancia
a mi disposición.
Una razón para no estar satisfecho con lo que Siegfried Giedion
ha llamado estas «voces que nos vienen de las fortunas o desdichas
de una edad» 30 es que en su mayor parte son voces legales. Oímos
hablar del bachiller en Leyes Fernando de Rojas y a los que le co
nocieron (o supieron de él) en testamentos, en deposiciones sobre su
estado, cuidadosamente elaboradas y capciosas, en documentos de
venta, en libros de cuentas, en contratos de división de propiedad,
e incluso en el recibo de los costos de sus funerales. Como resultado,
todo lo que se nos dice se refiere a Rojas en obligada relación con los
demás; ni la persona del autor, sino una entidad legal definida en
términos de posición social, de propiedad y de obligaciones. El tes
timonio de los archivos y el testimonio del texto parece dividido por
un abismo insalvable. Sólo de vez en cuando, leyendo con cautela
entre líneas de un documento y otro, podremos entrever las posibili
dades de relación.
— 49 —
4
Se puede objetar que en este sentido el caso de Rojas no es único
ni mucho menos, y que estas observaciones hacen poca justicia al
enorme valor biográfico de los archivos legales del siglo xvi. En
efecto, es verdad que mucho de lo que se sabe de las vidas de los
contemporáneos de Rojas ha salido precisamente de tales documen
tos. Los eruditos actuales han sabido aprovechar debidamente lo que el
difunto Agustín G. de Amezúa ha calificado de la «furia legal» y del
«frenesí en papel» de la época31. Las relaciones sociales y legales del
siglo xvi, determinadas previamente por la tradición, estaban en pro
ceso de codificación. Todo tenía que ser registrado —fijado, como se
suponía, para siempre— o los litigios se harían interminables por los
testimonios en conflicto que pudieran surgir. El cambio político, la
tensión social y una pérdida de confianza en la palabra hablada, todo
ello tomado en conjunto, depositaba con frecuencia vetas de concen
tración mineral histórico en estas minas de pergamino.
En el caso de Rojas, sin embargo, se ha de considerar además
otra circunstancia. La mayor parte de los documentos que se refieren
a él más o menos directamente fueron reunidos, coleccionados y pre
servados en los archivos de familia por su nieto del mismo nombre,
el licenciado Fernando de Rojas. Estos archivos milagrosamente pre
servados y ahora en posesión de la familia del descendiente directo de
Rojas, don Fernando del Valle Lersundi, fueron reunidos en respuesta
a dos intereses fundamentales, ninguno de los dos literario o sentimen
tal. Su catálogo indica la conservación exclusiva, primero, de los docu
mentos financieros y legales y, segundo, de los que se llamaron desde
entonces «papeles de nobleza». Incluso el mismo nieto, lo mismo que
muchos otros de entre los descendientes de Rojas, que en ocasiones
alude con orgullo a su abuelo como autor de La C elestina, no con
servó nada que pudiera referirse a esa creación. La única carta per
sonal de toda la colección {de una de las hijas de Rojas, que vivía en
Madrid, a su hijo mayor en Talavera) contiene un reconocimiento de
un pago por una herencia.
El licenciado Fernando, lo destacaremos más tarde, además de
ser altamente inteligente, era, como su abuelo, sensible a la historia.
Después de graduarse en Salamanca en 1565 fue admitido como abo
gado ante la Chancillería de Valladolid: «Entré en Valladolid media
do Henero de 1566 y desde a dos meses me examiné para abogado
de la Real Chancillería siendo presidente Santillana» 32. Y allí, como
veremos, consiguió amasar una pequeña fortuna. Entre otras cosas,
— 50 —
como una especie de Tribunal Supremo de privilegio y exención so
cial, la Chancillería tenía poder de decidir quién era hidalgo y quién
villano o pechero (y obligado por lo tanto a pagar ciertos impuestos).
Así el joven abogado hizo una carrera a base de la creciente impor
tancia del linaje y el estado en la España de su tiempo y del futuro
previsible. Los chismosos podían murmurar (como veremos que lo
harían en su propio caso), pero los escudos y las fachadas de nobleza
se habían convertido en objetos de valor comercial. La riqueza, caso
de haberla adquirido, no se podía gozar plenamente sin blasones, y
había que pagar una gruesa suma al consejo profesional si se quería
conseguirla.
Aunque la vanidad burguesa jugaba naturalmente una gran parte
en estos esfuerzos por ennoblecerse, muchos clientes del licenciado
Fernando tenían otro y más excusable motivo. Como veremos, tres
generaciones después del establecimiento de la Inquisición, los descen
dientes de judíos (sea porque se consideraban ellos mismos asimilados
o porque habían tenido tiempo suficiente para perfeccionar sus nuevos
papeles) estaban menos en peligro de la persecución inquisitorial
que sujetos a una discriminación social implacable. Incapaz de impug
nar la observancia religiosa o la aculturación de los conversos, la socie
dad parecía determinada a castigarlos por su linaje por medio de «edic
tos de exclusión» de las profesiones, puestos y organizaciones apeteci
bles. Y contra tal injusticia uno de los más frecuentes remedios era el
ofrecido por el licenciado Fernando: un nuevo linaje amañado y oficial
que «probara» hidalguía. Aunque en un capítulo posterior entraremos
de lleno en este área de conflicto social, de momento lo que nos intere
sa es la luz que proyecta sobre la naturaleza de los documentos de que
disponemos. Es decir, el hecho de que el archivero original que prime
ro seleccionó y ordenó los papeles de familia fuera un manipulador
profesional del pasado, una persona experimentada en ocultar precisa
mente aquellas cosas que pudieran interesarnos más, no debe pasarse
por alto. Aún más, como se mostrará a su tiempo, la habilidad del li
cenciado Fernando en su especialidad particular fue tanta que sabía
exactamente hasta dónde podía ir con seguridad en la invención o sus
titución de antepasados. Resultado de esto ha sido que más de un eru
dito del siglo xx ha quedado deslumbrado por su artístico emborrona-
miento y falsificación del pasado familiar. La profesión del licenciado
Fernando justifica plenamente la observación de Marcel Bataillon; «El
afán de ser cristiano viejo ha falsificado muchas cosas en la historia de
España» 3i.
— 51 —
Si tenemos que lamentar la pérdida de tantos hechos que quizá Ilu
dieran haber sido salvados, debemos, no obstante, estar agradecidos al
archivero. Sin su cuidado, ni el testamento ni el inventario habrían so
brevivido. El catálogo de unas ochenta partidas contiene documentos
ordenados desde el comienzo del siglo xv hasta el principio del si
glo x v i i i ., y entre ellos, una parte considerable se refiere a Rojas y a
sus hijos. Hay, por ejemplo, la copia de un contrato entre el bachiller
y un miembro de la familia de su mujer referente a la compra de un
«censo perpetuo» (hipoteca permanente o gravamen) sobre una propie
dad de La Puebla. Están los testamentos de su mujer (1546, seguidos
como era su costumbre por una división completa de la propiedad entre
sus herederos) y el de una hija soltera, Juana (1557). Están los «li
bros de memorias» del licenciado Fernando y de su hijo, que aluden
ambos a su educación y a sus antepasados: «Fueron mis bisabuelos
el Bachiller Fernando de Rojas (que compuso a Celestina) y Leonor
Alvarez.» Están los ejemplares de dos probanzas separadas (depos:-
ciones), una de hidalguía y la otra de hidalguía y limpieza [de san
gre] 3i. En ambas se reconstruye la familia hasta el supuesto padre
del bachiller, quien, se afirma, emigró a La Puebla de Montalbán
desde Asturias. Hay fuertes razones, como aparecerá en breve, para
desatender algunos de los argumentos, pero sea o no cierto en todos
los detalles, el testimonio de los testigos que habían conocido perso
nalmente al autor de La C elestina no puede dejar de ser interesante.
Muchos otros documentos de menor o ninguna relevancia completan
la lista.
Sería anacrónico, supongo, esperar que un nieto abogado del si
glo xvi hubiera preservado documentos literarios para nuestro prove
cho. La idea de que su abuelo podía ser tema de una biografía litera
ria, si se le hubiera propuesto, seguramente le hubiera parecido arries
gada y sin fundamento. El interés en los autores como individuos no
apareció realmente hasta que a finales del siglo xvi y xvn, ingenios
como Montemayor, Lope y Cervantes comenzaron a ensalzar o deni
grar la fama de sus colegas para ilustrar al nuevo público nacional.
De ahí mi sincera gratitud al licenciado Fernando, así como a su des
cendiente y homónimo, don Fernando del Valle Lersundi. Sin la soli
citud del uno y la generosidad y el saber del otro, esta obra no exis
tiría. -
Los documentos suelen afortunadamente —o a veces por desdi
cha— llevarnos a otros documentos. Un fichero de todos los nombres
52 —
individuales mencionados en la colección Valle Lersundi, así como
en los publicados por Serrano y Sanz, indicaba la existencia de una
abigarrada colección de testamentos, deposiciones de hidalguía, pro
cesos inquisitoriales contra amigos, familiares y conocidos, partidas
de bautismo, investigaciones de limpieza, genealogías y otros do
cumentos. Todos éstos —de hecho, considerablemente más numero
sos que los citados— habían de ser encontrados, transcritos y exami
nados a veces con el más mínimo resultado. Aquí y allí se podían
descubrir algunas piedredtas de valor y colocarlas lo mejor posible
en el mosaico que se estaba formando. Estos documentos a su vez
apuntarían a otros y en tal abundancia que La España d e Fernando
d e R ojas (¡y qué España tan sumamente extraña e inoficial me ha sa
lido!) llega ahora a su término por agotamiento de sus fuentes ma
teriales de información que por el de su cronista. Cuando los indicios
más prometedores empezaron a llevar a datos a veces fascinantes en
sí mismos (como, por ejemplo, el curioso juicio y la evasión del licen
ciado toledano Diego Alonso mencionado en el capítulo V), pero irre
levantes para el autor de La C elestina, me pareció la hora de aban
donar la tarea. Cuando esto escribo, todavía abrigo la esperanza de
que Almiro Robledo descubrirá a tiempo, para poderlo incluir, más
material en los archivos talaveranos sobre las actividades de Rojas
como abogado al servicio de la municipalidad35. Pero no puedo espe
rar más.
Un mosaico por definición ha de tener un esquema además de un
tejido, un diseño general, así como piezas particulares. Lo que aparece
rá a la vista es el resultado, como se indicó previamente, de mi inter
pretación de La C elestina como pieza maestra del agnosticismo iróni
co, o quizá fuera mejor decir de la ironía agnóstica. Esto a su vez daba
suma significación a dos grupos de documentos reveladores del estado
sospechoso y marginal del autor como converso. Como veremos, el
licenciado Fernando conocía la existencia de los dos grupos, y podemos
suponer que en las circunstancias en que vivió se hubiera sacrificado
bastante para destruirlos. Pero afortunadamente para nosotros y des
graciadamente para él no hubo medio de que pudiera echarles mano.
Eran documentos de la Inquisición que de acuerdo con el inherente
secreto de la institución, estaban solamente a disposición de los in
quisidores y de su cuerpo de iniciados. Guardados con extraordinario
cuidado en arcas con fuertes candados o en inmensas criptas («el se
creto» era el término burocrático), los ficheros de la Inquisición eran
inaccesibles: «Ningún preso ni acusado ha visto jamás su proceso pro
■55 Sus poco conocidos artículos en Municipaltct, núms. 161 y 170 (1967),
«La Muy Noble y Leal Ciudad de Talavera de la Reina» y «Alcalde que
dejó grandiosa huella» contienen alusiones y extractos de documentos de los
archivos municipales. ¡Lástima que acabe de fallecer (1978) este erudito tala-
verano!
— 53 —
pío, quanto menos los de otras personas.» Estas palabras, y su tono
de extrañeza y horror que casi podemos nosotros escuchar, fueron
escritas por el padre Juan Antonio Llórente Este era secretario
cuando la historia, a la sombra de los ejércitos de Napoleón, rompió
los candados, convirtiéndose después en uno de los historiadores me
jor informados y más dignos de confianza de aquella área del oscu
rantismo pasado iluminada repentinamente37.
La primera de estas dos series de documentos (transcrita princi
palmente por Manuel Serrano y Sanz) del proceso del suegro de Rojas,
Alvaro de Montalbán, en 1525, no necesita ser discutida ahora. Es
harto conocida, y algunas de sus implicaciones se examinarán detalla
damente en el capítulo siguiente. Pero la segunda serie, por su recien
te disponibilidad y su crucial importancia para la realidad de Fer
nando de Rojas, ha de ser presentada en este momento38. Los docu
mentos originales —aquellos que el licenciado Fernando no podía
esperar ver nunca o deshacerse de ellos— han desaparecido. Pero
conocemos sus fechas, naturaleza y contenido, debido a una curiosa
serie de coincidencias históricas y malevolencias humanas.
Todo comenzó con una decisión arriesgada y funesta en sus con
secuencias. En 1606, un primo lejano de Rojas, Hernán Suárez Fran
co, insistió en incoar una probanza para restablecer el derecho de su
36 Historia crítica de la Inquisición en España, 10 vols., M a d r id , 1822,
I, 6 (e n a d e la n te c ita d a : L l ó r e n t e ) .
37 Llórente siguió siendo atacado de forma violenta hasta 1956 por Ber-
nardino L lo rc a {en «Problemas religiosos y eclesiásticos de los Reyes Católi
cos», Estudios, vol. II, Quinto Congreso de la Historia de Aragón) y en 1961
por M iguel de l a Pinta L ló re n te (en Aspectos históricos del sentimiento
religioso en España, Madrid, 1961). Este último le llama típicamente «hom
bre sin conciencia moral e histórica», «desleal y traidor», etc. (pp. 51-52).
Sin embargo, como advierte Francisco Márquez, «...hemos podido verificar
en muchas ocasiones la exactitud de sus datos contrastándolos con otras
fuentes y ... en este punto nos agrada encontrarnos en la compañía de aquel
gran científico que fue el P. Fidel Fita, S. I., autor de expresivos juicios
sobre^ la probidad de Llórente». (Investigaciones sobre Juan Alvarez Gato,
Madrid, 1960, p. 82; en adelante citadas como Investigaciones.) Quisiera aña
dir que yo también he encontrado los sumarios y conclusiones de Llórente
enteramente de acuerdo con la evidencia de los documentos, en los casos que
he tenido que volver a examinar.
38 Los documentos (en forma abreviada) fueron sacados a luz por primera
vez hace y a años por N a r c i s o d e E s tÉ n a g a , archivero y canónigo de la cate
dral de Toledo, en su «Sobre el Bachiller Fernando de Rojas y otros varones
toledanos del mismo apellido», Boletín de la Real Academia de Bellas Artes
y Ciencias Históricas de Toledo, IV (1923), 78-91. Pero fueron presentados
por él incompletos y sin una comprensión de su verdadero significado. E l nor
mal deseo de negar los orígenes conversos de Rojas, así como su fallo de no
tomar en consideración el material de Serrano y Sanz, parecen haber sido res
ponsables. Una información completa sobre estos documentos puede encon
trarse en Romanische Eorschungen, LXXVIII (1966), 255-290: S t e p h e n
G i l m a n y R a m ó n G o n z á l v e z , «The Family of Fernando de Rojas» (en ade
lante citado: G i l m a n - G o n z á l v e z ) .
— 54 —
familia a la hidalguía a una decisión definitiva. El licenciado Fernando,
que había estado al principio encargado del litigio (en conjunción con
el de su familia inmediata), probablemente había aconsejado en
contra 39. Sabía el pasado de la familia, y sabía que solicitar una eje*
cutoria (certificado de estado extendido por la Cancillería) supon
dría una arriesgada investigación. En su propio caso, como apare
cerá después, abandonó el empeño después de tomar declaraciones
únicamente de testigos amigos y previamente preparados, priván
donos con ello de una mina de información40. Los Franco creyeron,
sin embargo, que era indispensable una ejecutoria'’1. No sólo ambi
cionaron temerariamente los oficios y honores municipales, sino que
además vivían en una atmósfera urbana infectada de chismes y de
odio. Toledo, entre todas las ciudades españolas, parece haber ofrecí-
39 Como veremos, en 1606 fue descrito por un fiscal contrario como un
«abogado que fue de Valladolid, letrado de Hernán Suárez». Su nombre apa
rece también de vez en cuando como fiscal encargado de las pruebas del testi
monio favorable de testigos convocados por el primo de Hernán Suárez,
Pedro Franco, que había intentado en 1578 y luego en 1579 establecer hidal
guía. Ver A. B a s a n t a d e l a R i v a , Sala de los hijosdalgo, Catálogo de todos
sus pleitos, Valladolid, 1922, I , 424 (en adelante citado: R i v a ). Un testigo
de La Puebla de Montalbán (que testifica en el «expediente de limpieza»
de Toledo, citado arriba) confirma lo que hemos dicho y no proporciona más
identificación: «se trató por pariente de los Franco el licenciado Hernando
de Rojas, abogado que fue en Valladolid, nieto del dicho licenciado Hernando
de Rojas, que compuso a Celestina quando los Franco trataron pleito sobre
su hidalguía». No está claro si el testigo se refiere al caso de Pedro Franco
o al último caso de Hernán Suárez, o a los dos.
40 Una transcripción parcial de este testimonio favorable (el publicado
¡x)r Valle Lersundi; ver n. 34) se hizo (seguramente a petición del licenciado
Fernando) y fue incluido en el archivo familiar en el legajo titulado «Papeles
de nobleza» como prueba de status. El texto de la petición de la copia pre
cede al original en el archivo de la Chancillería, y es interesante aprender allí
que también se pedía otra del testimonio favorable a Pedro Franco, su primo
lejano. Parece que el licenciado Fernando llevaba los dos casos simultánea
mente y que quería que los Franco también se contentaran con este proceder
cauteloso..
41 La imposibilidad de presentar una ejecutoria también había de fastidiar
a los Rojas. Cuando los investigadores (que trabajaban en el expediente de
Toledo) preguntaron al nieto del bachiller, Fray García de Rojas, sobre la
reputación de la familia, contestó que un primo les enseñaría la ejecutoria de
la familia. Sin embargo, este último (un biznieto, Juan de Rojas, secretario
del conde de Lodosa), cuando se le pidió que lo hiciera, tuvo que confesar
que no la tenía: el testigo dice «que no tiene más papeles de hidalguía de los
que tiene referidos y la executoria no la tiene ni la ha avído menester porque
los han reconocido a sus antecedentes siempre por hijosdalgo notorios donde
quiera ayan estado» ( G i l m a n - G o n z á l v e z , p. 11). Los «papeles de nobleza»
incluían las dos probanzas transcritas, una exención de los impuestos de pecho
reconocida por el pueblo de Crespos donde los Rojas tenían propiedad (todo
ello en VLA), y el hecho, hasta la fecha sin registrar, de que el licenciado
Fernando había llegado a ser miembro de la restringida «Cofradía de los
Abades junto al ospital de Esgueva». Una ejecutoria, como veremos, podía
también testificar una mentira, pero habría sido más convincente.
— 55
do el más envenenado ejemplo de lo que se podría llamar la sociología
de un «cesto de cangrejos». En su foco de amargas rivalidades in
terfamiliares, de genealogías amañadas, de calumnia y contracalum
nia, este documento definitivo les podría servir de escudo valioso.
Los Franco sabían que otras familias de conversos se habían someti
do a una investigación rigurosa y que, a pesar algunos testigos hos
tiles, habían podido conseguir la deseada ejecutoria (los Cepeda de
Avila fueron solamente uno de los muchos ejemplos). Eran lo bas
tante ricos para pagar lo que fuera necesario a los testigos favorables.
Y habían pasado más de ciento veinte años desde que sus antepasa
dos habían sido sospechosos. ¿Por qué no seguir adelante?
Las consecuencias de esta decisión fueron tan desastrosas como el
licenciado Fernando (muerto doce años antes) había temido a primera
vista. La ejecutoria fue denegada; los Franco fueron sentenciados a
pagar todos los costos del tribunal; y quedaron más tarde con la ig
nominia de prohibírseles públicamente proseguir en sus aspiraciones
(«les pusieron perpetuo silencio»). Lo que había sucedido era que el
fiscal, en lugar de ser sobornado, como ordinariamente era el caso,
por la influencia y la riqueza de los Franco (de lo que veremos deta
lles en un capítulo posterior) fue urgido al pleno cumplimiento de su
deber por un poderoso enemigo de la familia. El individuo, un tal don
Antonio de Rojas, parece haber sido un linajudo particularmente feroz,
un tipo social de los de aquel tiempo, dedicado al examen crítico de
los linajes de los demás. Pero sean cualesquiera sus motivos, la parti
cipación de don Antonio en el proceso como parte interesada fue cla
ramente decisiva42. Si el fiscal hubiera llevado el asunto de una ma
nera rutinaria, el resultado habría sido una metamorfosis más de una
familia conversa en una familia hidalga, categorías que no fueron ne
cesariamente antagónicas. Pero no lo hizo. A instancias y con la ayuda
42 Un testigo del expediente atestigua más tarde que había oído hablar
de ciertas sesiones estratégicas en que varios individuos «por orden del dicho
don Antonio se reunían para discutir los modos y maneras de impedir que
los odiados Franco lo consiguiesen» ( G i l m a n - G o n z á l v e z , p. 18). Un motivo
para la persistente persecución de don Antonio puede haber sido sus propios
orígenes remotamente judíos como miembro de una rama colateral de la
familia de los Téllez Girón (ver cap. V, n. 33). Es decir, en la cima de los
honores (sus dos hermanos eran canónigos y otro «el señor de Mora y Layos»)
y no totalmente exento de las odiosas habladurías que llenaban la ciudad, era
de esperar que él y su familia habían de entorpecer a los que escalaban los
puestos sociales con unos orígenes conversos bástante más recientes y claros.
La discriminación dentro del grupo o de la casta es mi fenómeno sociológico,
así como un hecho histórico bien conocido de la España de Fernando de
Rojas (ver cap. IV, n. 67). Otra razón igualmente probable pudiera haber
sido la envidia de la riqueza de los Franco, así como de los honores muni
cipales y el servilismo que la acompañaba. De todos modos, el odio de don
Antonio era tan rabioso que según el árbol (en el que le llaman «delator de
la causa»; ver Apéndice II) encontró un modo de participar oficialmente en
la oposición a la petición.
56 —
de don Antonio ganó su caso al conseguir información condenatoria
sobre la ascendencia de los archivos de la Inquisición.
En estos archivos —como todo el mundo sabía— se podía encon
trar la verdad en un mundo de falsas apariencias, de camuflaje social y
de perjurio remunerado. Como he dicho, ahí radica el peligro que, con
toda su astucia y habilidad, el licenciado Fernando de Rojas no pudo
conjurar. Cuando pensamos en la Inquisición como una institución
histórica, tendemos de manera natural a acentuar su tenebroso apa
rato (hogueras, tortura, sambenitos, el ritual del auto de fe y otras co
sas), su corrupción y su supresión de la libertad religiosa e intelectual.
Pero quizá tan importante como todo esto para aquellos que vivían
bajo su amenaza fuera su procedimiento burocrático. Los informes
conservados durante siglos fueron armas secretas que ninguna socie
dad poseyó jamás, y en realidad apenas concebibles hoy en nuestra
sociedad en cambio. El secreto (y el desgraciado asunto que acabamos
de describir es solamente una prueba minúscula) representaba nada
menos que la petrificación de la historia social.
Pero no hemos llegado al final del relato. Aunque los documen
tos relativos al vano intento de otro Franco desesperado de poder
llegar a hidalgo están todavía intactos en los archivos de la Chancille-
ría 43, nuestra información relativa a la historia inquisitorial de la
familia de Rojas no proviene directamente de la fatal probanza de
Hernán Suárez. Lo mismo que el informe original en el secreto, tam
bién esa probanza fracasada ha desaparecido —y muy probablemente
a manos o a requerimiento de uno de los Rojas— . Sin embargo, una
vez más, el cambio y la mala voluntad actuaron de consuno para impe
dir el completo olvido. En un esfuerzo por ordenar el testimonio con
tradictorio sobre Hernán Suárez y sus familiares, el tribunal de la
Cnancillería preparó un árbol que exponía las alegaciones que se ha
bían hecho por ambas partes a cada uno de los interesados en disputa.
Este árbol fue después impreso, procedimiento no normal, que no sólo
facilitó ejemplares a los interesados sino también —inevitablemente—
a todos los chismosos no autorizados. Y a causa de ese malsano inte
rés existe todavía un solo ejemplar del árbol revelador.
La segunda serie de acontecimientos es más compleja que la mis
ma intriga que fue fatal a los Franco. En 1616, unos diez años des
pués de haberles impuesto «silencio perpetuo», un candidato a la
canonjía de la catedral de Toledo, Juan Francisco Palavesín y Rojas,
43 Ver n. 39. Pedro Franco (no consignado en el árbol) queda por ello
identificado como el hijo de Juan Sánchez Franco (n. 22), hermano de Gaspar
Sánchez Franco (n. 19), que era padre del segundo y finalmente derrotado
litigante, Hernán Suárez (n. 25). Ciertos testigos mencionan a los cuatro como
bien conocidos llegando hasta dar detalles de su parentesco. En la petición
(ver n. 40), Pedro Franco está vinculado a un Alonso Franco que puede haber
sido el núm. 26 del árbol.
— 57 —
fue sometido al examen genealógico indispensable. Esto supuso la
plena consideración de todo testimonio adverso, requisito que apro
vechó un enemigo de la familia del aspirante a canónigo para acu
sarle a él de parentesco de sangre con «los Rojas de La Puebla de
Montalbán y Talavera». Incluso una sospecha de linaje converso po
día ser fatal a los candidatos para el más rico y exclusivo de los pues
tos corno era éste. Y si no podía probar sin lugar a dudas que sus
antepasados no compartían la sangre con el autor de La C elestina} la
mancha le marcaría. El resultado fue que, después de que 227 testi
gos de Toledo, La Puebla y Talavera, Valladolid y otras partes fue
ran preguntados y de que 800 folios fueran archivados con su testimo
nio (¡tal era la demencia social del tiempo!) se probó que el cargo
era falso. El aspirante, irónicamente, no fue relacionado con el ba
chiller sino, más bien, a través de un lazo ilegítimo, con el vengati
vo don Antonio, el siniestro perseguidor de los Franco45. Pero ahora
estoy menos interesado en este despliegue de perversidad burocrática
y social que en dos pequeñas partes del documento a los que los mis
mos investigadores probablemente no dieron importancia —excepto en
sentido negativo—. La primera es el testimonio de los descendientes
de Rojas y de los que conocieron la familia, y la segunda es el ejem
plar de la genealogía impresa por Hernán Suárez que había sido inclui
do en el expediente como una prueba. En su acusación original, el ene
migo de la familia de Palavesín y Rojas había mencionado haberlo vis
to, y los investigadores, aunque no fuera más que para probar que nada
importante había en ello, pensaron que valía la pena conservar un
ejemplar. Toda la precaución del licenciado Fernando y todos los
— 58
estragos del tiempo fueron vanos. Los hechos ocultos encontraron
su propio circuito y su senda peculiar para sobrevivir.
Antes de entrar en el núcleo genealógico del asunto, veamos bre
vemente lo que los responsables del inmenso cuestionario eclesiástico
tuvieron que decir acerca de Fernando de Rojas, Por supuesto, había
muerto demasiado tiempo antes (tres cuartos de siglo) para que nin
guno de ellos pudiera recordarlo personalmente. Lo más digno de no
tar es que una y otra vez se le identifica espontáneamente como autor
de La C elestina. No sólo los dos nietos supervivientes (fray García
de Rojas, provisor de los Carmelitas Calzados, y García Ponce de Ro
jas, procurador del tribunal de la Cancillería ) 46 y los bisnietos, sino
también muchos otros añaden habitualmente al nombre de Rojas el
epíteto: «que compuso a Celestina»47. Contrariamente a los críticos
de última hora, esta sociedad de chismosos y linajudos no tenía dudas
sobre el problema de la paternidad. Faltos de las ventajas de la eru
dición literaria, la suya «chismográfica» les hacía estar al tanto de
quién era quién entre los autores pasados y otros más o menos promi
nentes miembros de la sociedad. Juntamente con el recuerdo que el
bachiller había sido autor de La C elestina, todos los que sabían algo
de la familia recordaban también sus orígenes manchados. Esto, na
turalmente, nunca fue admitido por aquellos que pertenecían a ella
{como veremos, pierden mucho tiempo y esfuerzo tratando de man
tener su condición de hidalgos y de ocultar su identificación con
sus condenados antepasados), pero todos los demás lo sabían. El ene
migo del futuro canónigo afirma, por ejemplo, «que a oydo decir pú
blicamente que los Rojas de la Puebla de Montalbán y los de Talavera
y los de Toledo por esta parte no eran gente limpia». Pero más reve
lador aún es el testimonio de los testigos favorables por cuanto no les
iba en ello ningún interés personal. Al ser preguntados si su candida
to estaba emparentado con los «Franco desta ciudad y de los Rojas
— 59 —
que salieron della para la villa de la Puebla de Montalbán y Tala-
vera», reaccionan con indignación y disgusto. Uno la califica de «falso
y levantado con pasión procedida de émulos»; otro dice que le «as
quea» la pregunta («abomina y hace ascos de la pregunta»); y un
tercero la llama «muy grande maldad y agravio»48. Incluso una rela
ción o parentesco remoto con el autor de La C elestina era un asunto
grave en la España del siglo xvi y xvn. A pesar de más de cien años
de escrupulosa conducta cristiana, de dos deposiciones de hidalguía
y tres cambios de residencia49>la reputación de la familia seguía irre
mediablemente ensombrecida.
¿Qué era lo que estos testigos sabían que nosotros no conocemos
—o al menos no conocíamos— hasta que la genealogía oficial de Her
nán Suárez vino a la luz? No era solamente el origen converso de
Rojas, una desgracia que a fin de cuentas el dinero o la suerte podría
haber compensado parcialmente. Era lamentable, pero no del todo su
ficiente para justificar semejante vehemencia. No, la sociedad tole
dana recordaba y se esforzaba en no olvidar algo bastante más ver
gonzoso: al menos cinco de los primos del bachiller fueron obligados
a aguantar la ceremonia de la penitencia y humillación pública llama
da «reconciliación» en la lengua oficial de entonces. Puesto que
esto suponía admitir la falsa conversión y las prácticas secretas
judías, constituía por el mismo hecho una mancha familiar bastante
más negra que las de otros conversos que, confiados en su inocencia
o precauciones, no se sometieron a la Inquisición.
Los detalles del parentesco de Rojas con la familia deshonrada
de los Franco aparecen en la transcripción del árbol (Apéndice I I ) 50.
Por ahora bastará una breve lista de los nombres y ocupaciones de
— 60 —
aquellos que se reconocieron culpables, descubierta en los ficheros
del «secreto» por el «fiscal» y el triunfante don Antonio. La mayor
era Mari Alvarez, mujer de Pedro Franco, «arrendador y trapero»
que fue primo carnal del padre de Rojas. De sus seis hijos, cuatro
se unieron a su madre (Pedro Franco había muerto antes de que se
estableciera la Inquisición) en el día desgarrador de la «reconcilia
ción» de 1485. Eran: Mencía Alvarez, acompañada de su marido,
un mercador de telas llamado Alonso de San Pedro; Catalina Alva
rez, mujer de un trapero, y Juan y Alonso Franco, cuyas ocupaciones
no se especifican. Como veremos, tales medios de ganarse la vida
eran típicos de la casta de los conversos.
Esta rica cosecha de delincuentes de antaño resultó aún más pro
vechosa a los dos ávidos investigadores cuando encontraron además
una partida de un interrogatorio de un bisnieto arrestado como judai
zante. Su mención en el árbol reza como sigue: «Luís Alvarez Fran
co [uno de los hijos no reconciliados!, alcayde de la casa de la mo
neda. Fué su hijo Juan Franco, preso por judayzante. No uvo senten
cia porque se volvió loco. Nombra por hermanos de su padre a Her
nán Franco y Alonso Franco y Mencía Alvarez» 51. De estas partidas
podemos, pues, concluir que Femando de Rojas pertenecía a ese gru
po de conversos (artesanos, mercaderes, profesionales, funcionarios
urbanos, etc.) que entre 1485 y 1501 (el número total se estima en
tre siete y ocho mil) 52 permanentemente desprestigiados (reconcilia
dos públicamente, encarcelados, ejecutados) por la Inquisición de
Toledo. Un parentesco de sangre con sólo uno de ellos era lo sufi
ciente para negarle a cualquiera la hidalguía y, de no haber habido
pruebas fehacientes de lo contrario, habría sido un obstáculo defini
tivo para la admisión en el cabildo de canónigos. Años, décadas, e
incluso más de un siglo no habían hecho nada para borrar aquella man
cha fatal. _
Puesto que Fernando de Rojas vivía en 1485 y probablemente
con edad suficiente para ser testigo del ocaso ritual de su familia (o
materia de hidalguías y ganó muchos ducados...» ( G i l m a n - G o n z á l v e z , p . 2 4 ) .
La información relativa a la fortuna amasada por el Licenciado de su promi
nente clientela puede encontrarse en el Capítulo VIII, n. 186.
51 La falta de secuencia en los tiempos verbales en el árbol («se volvió
loco» seguido de «nombra por sus hermanos») indica que ciertas frases, par
ticularmente las que explican parentescos, fueron copiadas del interrogatorio
original. Es decir, Juan Franco nombra sus tíos a los inquisidores, mientras
que el compilador del árbol resume el resultado final del caso en el pretérito
diciendo: «se volvió loco». ___
52 Esta estimación (la primera fue propuesta por Llórente) queda dividida
en categorías en H. C . L e a , The Inquisition of Spain, New York, 1907, IV, 518
(en adelante citado como Lea). Para un catálogo y estudio de sus ocupaciones,
ver F. C a n t e r a B u r g o s y P. L e ó n T e l l o , Judaizantes del Arzobispado de
Toledo habilitados por la Inquisición en 149? y 1497, Madrid, 1969 (en ade
lante citados como Judaizantes).
— 61 —
al menos de haber participado de una manera infantil en Ja alarma
y angustia que lo acompañaba), pensemos por un momento en la na
turaleza de la prueba impuesta a los Franco. Cuando se estableció la
Inquisición en Toledo en 1484, su primer paso fue, como era nor
mal, proclamar un Edicto de Gracia53. Los culpables de desacato a
los preceptos cristianos por negligencia o por haber seguido en forma
clandestina la religión de sus antepasados podían durante estos días
confesarse, arrepentirse públicamente y ser restablecidos a la Iglesia.
Su reconciliación sería sin expropiación, prisión u otras penas. Si a
primera vista esto puede parecer compasivo, una mirada más atenta
revela una intención eficazmente perversa. Uno no sólo tenía que
confesarse para conseguir el perdón, sino también había que denun
ciar las transgresiones de los amigos y parientes. Y si no, si los inqui
sidores llegaban a descubrir más adelante por medio de las deposi
ciones de otros que uno no había querido involucrar a alguien culpa
ble, la reconciliación era considerada nula e inválida, y el que se había
callado quedaría clasificado como «relapso» con las atroces penas co
rrespondientes. El resultado fue que los habían rezado juntos tuvieron
más tarde que conspirar juntos y, si uno de ellos se equivocaba o
desembuchaba lo que sabía para escapar de la agonía de la tortura,
purgarse juntos. Así, por lo que podemos concluir del árbol, los Fran
co fueron relativamente afortunados. Veremos casos en familias rela
cionadas con la mujer de Rojas en las que miembros débiles o mali
ciosos se doblegaron ante el interrogatorio y expusieron a todos a ulte
riores persecuciones.
La común consternación y la atmósfera de sospecha que rodea
ban la infancia de Rojas no se disiparon rápidamente. Después del
período de gracia, hubo cerca de un ano de asentamiento y verifi
cación de un gran número de confesiones, denuncias, interrogato
rios y declaraciones de genealogía (precisamente los documentos que
después se entregaron a los enemigos de Hernán Suárez). Luego, en
1485, vino el día cuidadosamente preparado por la penitencia pú
blica —marcando por su clímax de sufrimiento espiritual la división
entre la torturante incertidumbre y la deshonra permanente que
siguió— . En el capítulo II se incluye una descripción contemporá
nea de una reconciliación en masa que tuvo lugar un año más tar
de, y uno queda muy impresionado por la calculada vergüenza de
los participantes: la procesión a pie desnudo, a través de las calles,
de 900 ciudadanos más o menos prominentes (abucheados y befados
— 62 —
por sus vecinos más humildes), el sermón y la misa habidos frente
a la horca, las velas apagadas y las retractaciones cantadas. Todo esta
ba ideado para dejar huella en las memorias tanto de los penitentes
como de los espectadores —así como de los niños cuyas familias es
taban implicadas.
La intuición de la realidad de Fernando de Rojas que ofrece el
árbol de los Franco puede parecer hipotética. Viviendo como vivía
en La Puebla de Montalbán, a cinco leguas de Toledo, Rojas pudo
muy bien estar ignorante o sólo conocer vagamente la vergüenza de
sus primos. Es natural tratar de impedir que los niños se enteren de
los escándalos de familia. Hay, sin embargo, otro rótulo horroroso en
el árbol que se refiere a él directamente y que Índica que, antes de que
acabara su infancia, era plenamente consciente del destino de su fami
lia y de su raza. Reza así: «El Bachiller Rojas que compuso a Celestina
la vieja. El señor fiscal pretende que fue hijo de Hernando de Rojas,
condenado por judayzante año de 88 y que deste deciende el Licencia
do Rojas, abogado que fué de Valladolíd, letrado de Hernán Suárez,
para quien también pretendieron traer visagüelo de Asturias.» En otras
palabras, para poder oponerse a la solicitud de hidalguía de los Fran
co, el fiscal llegó hasta a examinar la información inquisitorial que
tenía a su disposición sobre su primo lejano, el «Bachiller Rojas que
compuso a Celestina la vieja». Y lo que encontró fue que era el hijo
de un judaizante condenado en el año 1488, hecho que luego incluyó
él en el árbol impreso en la forma que se acaba de reproducir.
Existen, pues, pruebas documentales que demuestran que cuando
Rojas tenía quizá quince años su padre fue detenido, encarcelado,
juzgado, hallado culpable y con toda probabilidad (en aquel período
inicial del rigor inquisitorial) ejecutado en la hoguera en un auto de
fe. El horror del hecho necesita poca decoración imaginativa. Los «ele
mentos medievales y renacentistas» que, según historicistas extremos
como Criado de Val y Trotter, crearon La C elestina no tienen padre
cuya vulnerabilidad carnal es la condición previa de la de su hijo. Si
según el mayor «realista» de España, Benito Pérez Galdós, la realidad
propia se intuye a través del dolor, un hijo de un padre pasado por el
fuego inquisitorial será más «real» que sus críticos todavía vivos y
que ni siquiera le mencionan en el programa de su reciente congreso
celestiniano...
Los que están familiarizados con los pocos documentos publica
dos referentes al autor de La C elestina pueden preguntar por qué con
sidero la afirmación del fiscal sobre su origen infinitamente más creí
ble que la hecha por el licenciado Fernando. Las dos probanzas de la
hidalguía de familia {que, como mencionamos, fueron dispuestas por
— 63 —
el licenciado), la genealogía facilitada por Hernán Suárez Franco y
los dos «Libros de Memorias» de los archivos Valle Lersundi, todos
están de acuerdo en que el padre de Rojas no fue condenado como
judaizante, también llamado Hernando o Fernando, sino más bien un
tal «Garcí González de Rojas, que dicen se fue [de Tineo] a La Pue
bla de Montalbán»ss. ¿Por qué no aceptar esta afirmación reiterada
de su progenitura en lugar de la acusación de un enemigo de familia?
Una buena razón está implícita en la observación añadida por el
fiscal «el licenciado Rojas... para quien también pretendieron traer
visagüelo de Asturias». Esto parece referirse claramente a la aserción
de la familia de que Garcí González vino de Tineo en Asturias, aser
ción que es sospechosa p er se. Fue una bien conocida estratagema de
los conversos, que luchaban por integrarse en una sociedad enemiga
y consciente de su status, reclamar a Asturias, «la Montaña» o el País
Vasco como el lugar de su origen ancestral. Estas regiones correspon
den a las que Jos norteamericanos llaman «ti dewater», el punto de
partida en las montañas del norte desde las que los cristianos viejos
originales, sobrevivientes de la invasión mora, se lanzaron hacía mu
chos siglos camino del sur. Por lo mismo, sus habitantes vindicaban la
limpieza racial por definición histórica y geográfica. Tan era así que,
si un converso podía hacer creer a sus vecinos que sus antepasados
eran asturianos o vascos, por fin podía vivir en paz y gozar de la
prosperidad que le cupiera.
Esto puede parecer una decepción muy obvia. Y ciertamente hubo
entonces muchas bromas y alusiones irónicas a semejante camuflaje.
Maritornes, por ejemplo, es, entre otras cosas, un retrato burlón de
una grotesca asturiana con pretensiones absurdas de hidalguía. Y es
fácil imaginar los contragolpes de los entrometidos cristianos viejos
ante nuevos anuncios de ascendencia del norte56. No obstante, a pesar
de esta posibilidad de sospecha, el árbol de Hernán Suárez deja claro
que fue el remedio propuesto por el licenciado Fernando tanto para
los Franco {como señala el fiscal con un casi perceptible tono de des
precio) como para él mismo. índica también el complicado proceder
que encentró necesario iniciar, a fin de hacer más convincente la de
cepción: un viaje a Asturias y el soborno de un hidalgo indigente
55 N.° 4 del árbol.
56 Ver C a r o B a r o j a , II, 298-299, 347, y 364. Para las bromas típicas, ver
J. S i l v e r m a n , «Judíos y conversos en el Libro de los Chistes de Luis de
Pinedo», Papeles de Son Armadans (Mallorca), n.° 69, 1969, pp. 289-301.
C a s t r o comenta sobre un ejemplar similar que se puede encontrar en el Guz-
mán de Alfarache en La realidad histórica de España, México, 1962, p. 223
(en adelante citado como Realidad, 2.* ed.; la primera edición, México, 1954,
se citará como Realidad, 1.* ed.). A u b r e y B e l l señala que uno de los ante
pasados de Fray Luis de León afirmaba de una manera similar que los orí
genes de la familia provenían de «La Montaña» (Luis de León, Oxford, 1925,
p. 87). Los orgullosos orígenes vascos de Alonso de Ercilla parecen represen
tar un caso similar.
— 64 —
extrCZ Pe„
extrema T ,íÓnsocial obligaba
presión “ mpl,iCÍdí,d'
a ir. Taks 1<* extremos a que k
Los resultados de los esfuerzos del licenciado Fernando fueron
narrados como sigue en la primera mención en el árbol: «Pedro Gon-
P r ^ 0t P10 ”e caSf d° 7 1 Mayor Fernánd« su muger año de 1420.
Pretende Fernán Suárez Franco que litiga que [Pedro González No-
GQnrllÍeXH %eS. hlJ0S; Alua/ F é l f <3ue quedó ^ Asturias, y Garcí
ongalez de Rojas que se fue a La Puebla de Montalbán, y Pedro
Franco que se fue a Toledo, y que deste desciende...» Por otra men
ción sabemos que «el señor de la casa al tiempo que se hazía la provan-
— 65
5
no admitir esta suposición, el hecho de que el árbol niegue el cristia
nismo viejo de Pedro Franco (el «arrendador y trapero» que acababa
de morir) indica que las afirmaciones sobre los orígenes de G ara
Goncalez fueron también inventados. Hay, creo yo, toda clase de ra
zones para creer que tanto los Rojas como los Franco eran de origen
toledano. , , , . , „
No obstante, queda todavía otra duda por despejar. Aun conce
diendo que la sangre asturiana de Rojas es un e n g a ñ o , ¿por que con
cluir de aquí que el condenado Hernando y no Garcí González era el
padre del bachiller? ¿Por qué no aceptar una vez más la reiterada
afirmación de la familia mejor que las acusaciones probablemente calcu
ladas de sus enemigos? No sólo se nombra a Garcí González en di
versos documentos sino que un numero de testigos (llamados a
testificar su hidalguía en 1584) recuerdan el nombre de su esposa,
Catalina de Rojas. E incluso uno de los testigos llega hasta mencionar
su venerable sepulcro cubierto con «una piedra grande morena» en
la iglesia parroquial de La Puebla58. He aquí una afirmación tan ta-
cilmente verificable que no la podemos rechazar como superchería.
Contra estos argumentos, he de contestar, primero, que la existencia
verificable dista mucho de ser lo mismo que su ascendencia probada.
Y, segundo, que un caso importante de esta misma naturaleza nos es
ofrecido por otra estratagema: la sustitución en el árbol de familia de
un familiar más aceptable por Alvaro de Montalban. ^
Los que han estudiado a fondo los papeles de Rojas han encon
trado chocante (quieran o no admitirlo) el que, aparte de lo publi
cado por Serrano y Sanz, en ningún documento de los que estaban
bajo el control de la familia se menciona al auténtico padre de Leo
nor Alvarez. De acuerdo con la estrategia (acordada probablemente
hacia 1616), cuando los descendientes tenían que dar cuenta de su
que en los ~ArckÍvos Vdie Lersundi (34-10) están archivados juntos dos do
cumentos curiosos (catalogados significativamente entre los «papeles de no
bleza») que el licenciado Femando _parece haber obtenido de su nuevo
pariente. Escritos en un asturiano arcaico y dialectal, son, el primero, el testa
mento de una doña Sancha de Arrojas (una variante del apellido, Kojas, ya
que arabos aparecen en una ejecutoría de 1588 extendida a nombre de un
Goncalo García de Rojas de Tineo, Archivo de la Real Chancilleria, Leg. 819)
y el segundo, la memoria de un viejo pleito seguido por un Alonso Francos
de Tineo contra un vecino. Tales documentos, supongo yo, se necesitaban para
dar una mayor verosimilitud a la decepción. Información adicional sobre
los Rojas de Tineo puede encontrarse en la investigación de 1651 de la ge
nealogía de un tal Alonso Flórez de Valdés y Rojas hecha en relación con su
candidatura a la Orden de Santiago. Ver la sección de «Pruebas de Santia
go» n.° 3108 en el Archivo Histórico Nacional (en adelante citado: AHJN).
58 VLA 35, publicado por su dueño en RFE, X II, 1925, como «Docu
mentos referentes a Fernando de Rojas», p. 395 (en^ adelante citado: VL I). El
testamento de Rojas y el inventario hecho despues de su muerte (VLA. 17
y 23) fueron publicados en RFE, XVI, 1929, como «Testamento de Fernando
de Rojas», y se citará en adelante como VL II.
— 66 —
ascendencia materna, presentaban un sustituto más aceptable. La
mujer de Rojas —sostenían al unisono— era «hija del Doctor Juan
Alvares, médico» 59. ¿Y quién era el doctor Juan Alvarez? Como
mostrará una simple mirada al árbol reconstruido (Apéndice II)
era el yerno de Leonor Alvarez, que había sido desplazado dos gene
raciones para atrás donde más se le necesitaba
Una mirada introductoria a la sociedad en que nacieron los nietos
y bisnietos de Rojas nos puede facilitar la comprensión de la necesi
dad de tal falsificación. Pero en este punto nos interesan menos los
peligros y maniobras del licenciado Fernando y de los que le rodean
que la luz que este engaño documental arroja sobre el verdadero ori
gen del bachiller. La desaparición de Alvaro de Montalbán indica
—por analogía— que una operación similar se llevó a cabo por Her
— 67 —
nando de Rojas «condenado por judaizante año 88», El verdadero
padre de Rojas —lo mismo que su suegro— fue borrado, y en su lu
gar se puso a un pariente presentable por su honroso enterramiento
dentro de una iglesia. El árbol impreso —dada su maliciosa e inveri-
ficable naturaleza— queda abierto a discusión. Pero, a mi modo de
ver, el mismo hecho de que los Rojas mientan revela la verdad. Cuan
to más repiten la misma historia y más se ufanan de su limpieza as
turiana, más dignos de crédito aparecen el fiscal y don Antonio.
Para concluir, abandonemos por un momento la realidad docu
mental de Fernando de Rojas y permítasenos un párrafo de especula
ción biográfica. Teniendo en cuenta la afirmación (muchas veces repe
tida y nunca negada en la probanza de Palavesín) de que los familia
res de Rojas se marcharon de Toledo a La Puebla, parece evidente
que el motivo de hacerlo fue la vergüenza, o el miedo, o ambas cosas.
Quizá el traslado se hizo en 1485 después de la «reconciliación» de
sus familiares, quizá en 1488 después de la condenación del padre del
bachiller. SÍ éste fue el caso, el autor de La C elestina no habría nacido
en La Puebla, sino en Toledo. Lo más probable es que se criara en La
Puebla (quizá en la casa de un pariente caritativo llamado Garcí Gon
zález), ya que, según veremos, mantuvo estrecha vinculación con el
lugar hasta su muerte. La única afirmación biográfica clara de los ver
sos acrósticos — «e fue nascido en la Puebla de Montalván»— habría
que considerarla según esto como un ocultamiento inicial de sus orí
genes inconfesables. Y sobre la base de este primer paso, el licenciado
Fernando y su familia habrían tramado, tres generaciones más tarde,
las posteriores elaboraciones.
El t e st im o n io del autor
61 UEtre et le néant, París, 1943, p. 626; «Etre oublié, c’est, en faít, étre
appréhendé résolument et pour toujours comme élément fondu dans une mas-
se (Ies grands féodaux du XIII* siécle, les bourgeois whígs du XVIII', les
fonctionnaires sovíétíques, etc.), ce n’est nullement s’anéatitir, mais c’est per-
dre son existence personelle pour étre constituée avec d’autres en existence
oollectíve.»
— 69
lo menos indicar— algunas de las cosas que Rojas, Proaza y quizá el
mismo autor del primer acto tratan de ocultar.
Rojas mismo no parece satisfecho con su máscara como autor.
Sentía su no convincente torpeza y en tres sucesivas versiones trató
de mejorarla, de llevarla a sazón —como el «proceso de... deleyte»
de sus amantes— . En la primera edición conocida (1499) la máscara
no tema facciones; era la máscara definitiva llamada anonimato. Pero
hay un título62, un título algo largo como era costumbre del siglo,
y en él, o Rojas o su predecesor se presentan como autoridad moral:
«La comedia de Calisto y Melibea, compuesta en reprehensión de los
locos enamorados que, vencidos de su desordenado apetito, a sus
amigas llaman e dizen ser su dios. Assi mesmo fecha en auiso de los
engaños de las alcahuetas e malos lisonjeros siruientes.» Más tarde,
para la tragedia de 21 actos de 1502, Rojas ha de revisar el título y se
presenta también como autoridad estética: «Tragicomedia de Calisto
y Melibea nuevamente revista y enmendada con adición de argumen
tos... La cual contiene de más de su agradable y dulce estilo muchas
sentencias filosofales...» Rojas anuncia aquí su capacidad profesional,
su conciencia de dominio del castellano («agradable y dulce estilo»).
Sigue su autopresentación como sabio: ha leído mucho y ha recogido
en su colección de lugares comunes un almacén de «sentencias filoso
fales». Así, al describir su libro, el autor del título se ha descrito a sí
mismo. Su destreza, su saber y su sabiduría son suyos. Los rasgos
genéricos de una máscara de autoridad que es todavía primitiva y
tácita.
Pero volvamos ahora a la «comedia» de 16 actos. Al preparar la
segunda (?) edición (1500) a su autor se le ocurre darse a sí mismo
una identidad, es decir, un nombre y una biografía en cápsula. El tí
tulo primitivo parecía insuficiente, aunque no fuera más que porque
una obra tan inaudita necesitaba una introducción más satisfactoria y
más explícitamente humana. Los lectores de toda España han debido
preguntarse qué es lo que realmente significaba, quién la escribió y
cómo se llegó a escribir. Entonces, también, no es injusto sospechar
que Rojas —a pesar de su evasividad— sintió el deseo natural de re
damar crédito ahora que La C elestina era un éxito y que se le había
pedido que preparara una nueva edición* Como observa Proaza (al
justificar la atribución de la obra de Rojas en los versos suyos al final),
era ahora el momento de asociar la «digna fama» con un «claro nom
bre», frases que discutiremos con más detalle en un capítulo posterior.
Pero, por natural y razonable que nos pueda parecer a nosotros la
decisión de Rojas, él, al parecer, no creyó que sería aconsejable el
añadir simplemente su nombre al título («acabada por el bachiller
62 Se ha supuesto con frecuencia que fue este título el único que enca
bezó el fragmento original.
— 70 —
Femando de Rojas») y conformarse con ello. La autorrevelación tenía
que prepararse cuidadosa y estratégicamente. De ;ihí que, valiéndose
de la tradición petrarquesca de una introductoria «Carta a un su ami
go», justifica explícitamente el anonimato que declara que está decidido
a mantener: «No me culpeys... si no expressare [mi nombre].» Su
segunda máscara es la de la inexperiencia, la modestia, la timidez, y
finge, por lo tanto, que no se atreve a identificarse. Pero al mismo
tiempo, como él mismo dice («offrezco los siguientes metros») tam
bién se ha ocupado en componer once estrofas de arte mayor que
contienen un acróstico que desvela el secreto. Y su amigo y probable
maestro, Alonso de Proaza, con el que debió haber consultado dete
nidamente sobre la estratagema, proporcionó (en sus versos finales)
una clave para descifrar el oculto mensaje — «juntemos de cada ren
glón de sus once coplas la letra primera, las cuales descubren por sa
bia manera su nombre»— juntamente con los heroicos accesorios de
linaje («clara nación») y lugar de nacimiento («tierra»). El lector que
sigue estas instrucciones es premiado en su esfuerzo con la bien co
nocida declaración: «El bachiller Femando de Rojas acabó la come
dia de Calysto y Melybea e fué nascido en la Puevla de Montalván.»
Podemos preguntarnos a quién esperaba Rojas engañar o impre
sionar con una estrategia tan transparente. ¿Cómo pudo un espíriu
dotado de la penetración que manifiesta La C elestina haber inventado
un juego de toma y daca tan poco convincente? Los eruditos nos
hacen referencia a acrósticos similares usados por otros autores rece
losos de aquella época. Pero debemos buscar una respuesta más ilumi
nadora en el naciente estado de relación entre autor y público. En las
primeras décadas de la nueva era de Gutenberg no había una forma
fácil y habitual de con tarto entre ellos. Ninguno de los dos sabía qué
esperar del otro, situación que terminaba con frecuencia (como los
lectores de Guevara o de Juan del Encina saben también)*3 en lu
chas complejas y desesperadas con los tópicos tradicionales de la auto-
presentación introductoria. Es decir, los autores tratan de emplear
las viejas fórmulas de humildad y didacticismo ejemplar para decir
cosas y expresar sentimientos correspondientes a una situación nueva
de la sociología de la literatura.
Juntamente con la necesidad hondamente sentida de encontrar
una nueva forma de relación con un público desconocido (necesidad
no totalmente satisfecha hasta que Cervantes se burlara de los que
seguían la senda conocida de la erudición postiza y la intención piadosa
y útil en el prólogo al Q u ijote de 1605), los autores del siglo xv y pri
meros del xvr se sintieron alternativamente fascinados y temerosos de
su nueva y masiva clientela. Se siente en escritores como Rojas y Gue
71 —
vara (de cuyas reacciones hablaremos más tarde) un verdadero terror
a la opinión pública, tan ajena a los ingenios oficiales del siglo xvn
(quienes se rieron con frecuencia del vulgo a quien servían) como a
los aislados y desconfiados artistas de tiempos más recientes. En otras
palabras, Rojas, consciente por sus propios términos de la originali
dad e importancia de lo que había hecho, deseando una participación
en la gloria resultante, pero temiendo las imprevistas consecuencias,
sólo disponía de formas tradicionales ya incapaces de protegerle.
Por fin, en el mismo acto de pintar el autorretrato supersimplifi-
cado e intencionadamente desorientador de la carta, puede haber
aprendido Rojas algo sobre la naturaleza de las máscaras: que funcio
nan no sólo para ocultar, sino también para flirtear. Había aprendido
a jactarse mientras pretendía hacer lo opuesto, a aludir a la verdad
cuando la estaba camuflando. Estas lecciones derivadas de la carta se
aplicaron al acróstico que siguió, acróstico que fue ejercicio comple
mentario en el flirteo y en la humildad fingida. Con esto quiero decir
de manera específica que al decidir posar por un momento bajo el
fogonazo de la «fama» como «gran hombre», Rojas sentía la necesi
dad de arreglárselas para ser empujado allí contra su voluntad por
un amigo, Alonso de Proaza. Los lectores astutos podrían entrever
la decepción y descubrir el cálculo, pero no importaba. Más importan
te que engañar a nadie era el poder revelar su identidad sin contra
decir abiertamente la falsa modestia de la carta. Así inventó una for
ma de anunciarse al pública sin perder la estratégica protección del
anonimato. Y la triste prueba de su éxito es el estado de reputación
desde entonces. ¡Y sobre todo hoy en día!
Los detalles del yo fabricado revelados en la carta y los versos
acrósticos son demasiado bien conocidos para exigir una larga exposi
ción. Pero, en pocas palabras, el autor depone lo que sigue: es abo
gado y está orgulloso de su profesión. Mientras se preparaba para su
carrera en Salamanca «encontró» un acto incompleto de diálogo, un
fragmento tan excelente artística y moralmente, que durante una va
cación de quince días, mientras sus compañeros de estudio («socios»)
se habían ido a casa, él lo completó en quince actos más. Emprendió
esta extraña e incompatible tarea, nos dice, tanto por admiración al
primer acto como por desaprobación del dominio fatal del amor sobre
todos sus compatriotas: «damas, matronas, mancebos, casados». La
moralidad, el «problema de España» y el juicio estético se juntaron
en una forma no desconocida a los lectores de literatura castellana.
El, por supuesto, se da bien cuenta de la inferioridad de su continua
ción y traza un contraste apologético entre ella y el diálogo de su
predecesor. Sólo sus buenas intenciones y motivación ejemplar pue
den servir para justificarle.
Aunque podemos descartar esta estrategia elemental (Rojas sabía
perfectamente el gran valor de su creación y seguramente ya gozaba
— 72 —
de su éxito), eremos que la «Carta» es completamente sincera cuando
subraya la distancia intelectual de su autor. Esto es, cuando se pre
senta a sí mismo como uno que está «absente de sus tierras» y que
por lo tanto puede ver claro y juzgar sin parcialidad. En los casos
de Vicente Espinel y Cervantes esta combinación de ausencia y cla
rividencia correspondía a la realidad de viajes a otros países, pero en el
de Rojas se trata más bien de un espíritu que se remonta hacia lo alto
(aunque como veremos también parece haber soñado con peregrinar al
Oriente): «Assaz vezes retraydo en mi cámara, acostado sobre mi
propia mano, echando mis sentidos por ventores en mi juyzio a bolar.»
¿Remontándose —preguntamos nosotros— como el halcón cuyo vue
lo arriesgado a través del espacio levantó la presa de La C elestina?
Las imágenes espaciales horizontales y verticales, el perro que
rastrea y el halcón que se cierne, que acabamos de citar, se combinan
con otras 64 para introducir el papel temáticamente central del espacio
como determinante del diálogo que va a seguir. Y, sin embargo, al
mismo tiempo sentimos en ellas la posibilidad que el esencial papel
temático del espacio en su obra puede haber sido acentuado por el
aislamiento experimentado durante esas dos semanas de vacaciones.
Un espíritu retirado y solo — digamos un Fabrice del Dongo en su
cárcel modelo— tiende naturalmente a concentrar su atención en los
seis planos que le encierran y del espacio sin límites que se extiende
más allá de la ventana. La distancia y la barrera, lo vacío y lo sólido
existen con más intensidad para la persona solitaria que para la acom
pañada, y le llevan a meditar sobre el gran enigma estoico de la relación
entre el espacio objetivo (el «más allá» de Guillen, pero no el de
Alvaro de Montalbán, como veremos) y la conciencia subjetiva.
El tiempo, también, como saben los lectores de Machado, insiste
mucho más en su tic-tac en la soledad, y podemos lícitamente suponer
que lo que Rojas comenta sobre «ratos hurtados» y horas cuidadosa
mente medidas para «recreación», así como las inexorables dos sema
nas serán indicativas de la suma sensibilidad temporal del «retraydo»
escritor. Más que meras apologías profesionales, ¿no acusan el estado
de espíritu que escucha con atenta ironía las angustias y las compla
cencias temporales de los interlocutores de la C om edia?
En cualquier caso, allí solo en su cuarto, cuando no medita sobre
el triste estado de Eros en Castilla o quizás con su «dulce imagina
ción» trata de sobrepasar el tiempo y el espacio que le separan de una
Melibea pueblerina, nuestro autor tiene algo maravilloso que hacer. Es
un lector. Y, al decírnoslo así, apunta a un Rojas real que pertenecía
(como veremos) a la primera generación que creció en un mundo en
que el libro circulaba. Es un lector, y lee con casi la misma viciosa
esclavitud a la letra impresa que recordarán aquellos de nosotros que
64 Ver «La Celestina»: arte y estructura, cap. V, secc. 2: «De la tesis
al tema: la fortuna», pp. 200 ss.
— 73
se criaron antes del advenimiento de la televisión. Como dice él mis
mo, cuando contempló el fragmento que había de ser después el acto I,
«leylo tres o quatro vezes. E cuantas más lo leya, tanta más necesi
dad me ponía de releerlo e tanto más me agradaba». Llega hasta afir
mar que lo que más le agradaban eran las máximas sentenciosas y las
«fuentecicas de filosofía» que hombres de su tiempo creían que era
la única razón válida para abrir un libro. Pero entre líneas percibimos
un lector totalmente enfrascado en lo que Albert Thibaudct ha lla
mado una de las dos variedades de «voluptuosidad» negadas a los an
tiguos 65. La otra, el tabaco, muy bien pudiera haber sido descubierta
por Rojas antes de su muerte. En todo caso, podemos concluir que
la «ausencia» de la que habla Rojas se había conseguido no sólo en
términos de un Vaucluse salmantino, sino también a través de una
continua y atenta lectura, la íntima compañía del literato que propor
ciona lo que Cervantes había de llamar «nuevo modo de vida» a los
adictos modernos. Como Montaigne, había encontrado otro mundo de
palabras en que podía sumergir la realidad de su dolor y a la vez juz
gar su circunstancia.
El prólogo añadido dos años más tarde (como una introducción a
la T ragicom edia de 1502, ampliada a veintiún actos) vuelve a acen
tuar y a reforzar el primitivo autorretrato. Y, al obrar así, aumenta
la ya fuerte sospecha del lector de que se trata de un disimulo calcu
lado: «MÍ pobre saber no basta a más de roer sus secas cortezas de
los dichos de aquellos, que por claror de sus ingenios merescieron
ser aprouados.» Existe manifiesta hipocresía en esta su inicial depre
ciación. Lo que sigue naturalmente es una exhibición de saber dirigido
a sugerir al lector que su pretendida ignorancia no es verdadera. La
estrategia es casi insultante. Se nos supone maravillados ante la mo
destia de un sabio que, sabiendo tanto, tenga tan baja opinión de
sí mismo. ¡Pero va más lejos aún! Hay una segunda capa de hipo
cresía aún más contraproducente que el fingido anonimato. Toda
la erudición del Prólogo es un plagio, y, lo que es peor, de una
fuente probablemente bien conocida de cualquier lector ilustrado.
A excepción de unas cuantas observaciones personales, Rojas se atre
ve a ofrecernos nada menos que una cuidadosa condensación y re
organización de la segunda parte del De rem ed iis utriu sq ue fo r í ti
m e. Tocios los ejemplos, incluida la cita de apertura tomada de He-
rácüto, fueron copiados, y el único reconocimiento es el del estu
diante tramposo que menciona con fingida casualidad el origen de
una sola frase de todo lo plagiado. En el caso de ser acusado por el
maestro (o en el caso de Rojas por un lector conocido) siempre puede
argüir que intentaba aludir a su fuente.
— 74 —
Debemos juzgar, creo yo, toda esta manifiesta insinceridad a la
luz de los mismos términos empleados para comprender el recurso a
un acróstico. Una vez más Rojas, en su papel de autor, se ve enfren
tado a la embarazosa y dolorosa tarea de vincular su obra al contexto
personal de su vida. Y una vez más encuentra que no hay una solu
ción fácil ni siquiera satisfactoria. Todo lo que puede hacer es repe
tir y subrayar su fingida humildad y después fingir erudición para
mostrarse humilde en tomo a ella Es una doble decepción que le
da poco crédito, pero que también nos hace comprender las dificulta
des insuperables que encontró al ocupar su lugar al frente de La C eles
tina. Rojas no sabía con claridad cómo comportarse como autor
—cómo ponerse su pública y desacostumbrada máscara de autoridad
moderna.
Hay un aspecto del Prólogo que, por el hecho de revelar un ras
go de la cara individual que está detrás de esa máscara, merece aten
ción especial. Es la curiosa descripción de las reacciones conflictivas
de los lectores de los 16 actos de la C om edia —que ya contaba con
tres años y tres ediciones por lo menos— . Después de expresar su ad
miración y su horror (los dos copiados a Petrarca) ante la universa
lidad de la lucha en la naturaleza y la sociedad, el autor concluye:
«no quiero marauillarme si esta presente obra ha seydo instrumento
de lid o contienda a sus lectores para ponerlos en differendas, dando
cada uno sentencia sobre ella a sabor de su voluntad. Unos dezían que
era prolixa, otros breue, otros agradable, otros oscura; de manera que
cortarla a medida de tantas e tan differentes condiciones a solo a Dios
pertenece». Sin embargo, es esto precisamente lo que Rojas hubiera
querido hacer: «cortar su obra a la medida de todos». No hay mejor
ejemplo que su solución al argumento sobre la designación genérica.
Empleando el mismo truco ensayado por Sancho Panza cuando aplacó
a los partidarios de la bacía y del yelmo, encuentra una senda inter
media entre los partidarios de la comedia y de la tragedia y llama a
su nueva versión «tragicomedia».
«... míre a donde la mayor parte acostaua, e hallé que querían que se alar-
gasse en el processo de su deleyte destos amantes, sobre lo qual fuy muy
importunado; de manera que acordé, aunque contra rni voluntad, meter se
gunda vez la pluma en tan extraña lauor é tan apona de mi facultad, hurtando
— 15 —
algunos ratos á mi principal estudio, con otras horas destinadas para recrea
ción, puesto que no han de faltar nueuos detractores á la nueua edición.»
— 77 —
identidad en la forma extraña que hemos visto. Es incluso posible
que la idea fuera engendrada con su amigo y más antiguo mentor,
Proaza, que era claramente un lector entusiasta y hasta apasionado.
También entre 1497 y 1500 (en un capítulo posterior el razonamiento
que apoya esta suposición se hará más claro) otra cosa de gran impor
tancia sucedió al autor. Se graduó, y ahora en su camino al grado su
perior de licenciado, pudo orgullosamente identificarse a sí mismo en
un acróstico como «bachiller». En todo caso, mientras estuvo en Sa
lamanca accedió de nuevo a los ruegos de sus camaradas y llevó a su
madurez los veintiún actos de La Celestina. En «momentos hurtados»
a sus_ estudios jurídicos debió volver a leer detenidamente un ejem
plar impreso de su primitiva creación y escribir pausadamente las
cuidadas interpolaciones a lo largo de sus márgenes70.
La historia del autor, contada de esta manera, nos permite enten
der mejor tanto las indicaciones de miedo como la sensación de aisla
miento que detectábamos bajo la máscara de autoridad. Es decir, que
el mismo hecho de ser Rojas un autor que continuaba la obra de
otro, seguramente el mayor autocontinuador que jamás existió, su
giere la especial cualidad de estos sentimientos. En lugar de pensar
en Rojas como hombre solitario, como apartado eremita académico,
hemos de ver en él a un hombre de soberana empatia, capaz de pe
netrar en la obra de otro y a partir de ella y desde el punto de vista
del otro crear una nueva, con un genio comparable solamente al de
Lope de Vega. Poseía una intuitiva comprensión del otro en cuanto
otro (o en su «otreidad», como dicen algunos filósofos) que le define
a pesar de la ironía de ambos— como la antítesis humana de un
Stendhal. SÍ éste, como ha sugerido Léon Blum, desempeña todos los
papeles de sus novelas, en el diálogo de Rojas se capta el interlocutor
en cuanto radicalmente otro. Y no sólo esto sino —más sorprendente
mente también sabe captar y conunuar una visión creadora ajena.
Asi, no nos debe extrañar que Rojas por su propia confesión se hu
biera sentido tan vulnerable a las conciencias de sus lectores y oyentes
y tan dispuesto a complacerlas.
Esto naturalmente no implica que Rojas no se daba cuenta de que
su obra era por lo menos tan meritaria como la de su predecesor, un
sentimiento de confianza expresada en forma oblicua en su alabanza
del acto I. Pero a pesar de esto, sigue pintándose a sí mismo como
casi fatalmente impelido a atender a los caracteres y opiniones de to
dos los que le rodean. Su sensibilidad extrema para captar el pensa
miento ^ajeno, para olfatearlo («echando mis sentidos por ventores»),
le convierten en un «sujeto»—tan vulnerable a sus admiradores como
a sus detractores— . La noción de Rojas cobarde sería inexacta y se
— 78 —
guramente injusta, pero su manifiesto interés _en los cobardes y su
burlesca comprensión de sus sentimientos indica que en cuanto par
ticipante en la guerra intelectual y física de Salamanca comprendía
eso tan bien como comprendía el valor a Celestina. Como un hombre
sentado junto al fuego en la selva y rodeado de ojos luminosos, Rojas
debió sentir otros puntos de vista que convergían en el y le traspa-
— 79 —
CAPITULO II
6
La p ris ió n
— 83 —
Más tarde, después de habérsele leído una acusación formal, se
preguntó al nuevo preso si quería un abogado para su defensa: con
testó que no quería ser defendido y que esperaba que los inquisidores
zanjarían su caso rápida y caritativamente. Solamente después de
unos pocos días más de meditación salió de su desesperante pasivi
dad. Al ser interrogado por segunda vez, «dixo que nombra[va] por
su letrado al bachiller Fernando de Rojas, su yerno, vecino de Tala-
vera, que es converso» 3. El inquisidor que presidía contestó que tal
representante sería inadecuado y que se había de encontrar alguien
«sin sospecha». Fue una negativa que no sorprendía. Como Índica
Llórente, la Inquisición insistía generalmente en que el acusado eli
giera de entre los abogados aprobados4. Uno de ellos fue el licen
ciado De Bonillo, que sustituyó a Rojas en este crítico momento y
cuyo único consejo a su cliente fue que pidiera misericordia5.
La publicación del proceso de Alvaro de Montalbán a principios
de este siglo fue una primera revelación del status social de Fernando
de Rojas. En vista de la repugnancia de los eruditos a dar crédito al
documento, podemos dar gracias por que haya sido cada vez más am
pliamente confirmado desde entonces. Pero, en sí misma, la declaración
directa de Alvaro de Montalbán debería haber sido definitiva. Pre
cisamente en un momento de máxima presión sobre la conciencia y el
corazón, en un momento en que una mentira hubiera sido fatal, en un
momento en que declarar a su yerno «cristiano viejo» hubiera sido
lo más adecuado, entonces Fernando de Rojas fue identificado como
converso por el padre de su mujer. Ni hay ninguna posibilidad de
equivocación respecto a su identidad. Al principio, cuando fue pre
guntado sobre su familia, Alvaro de Montalbán había mencionado a
su hija, Leonor Alvarez, «muger del Bachiller Rojas que compuso a
— 84 —
M elibea, vecino de Talavera»6. Como tantas veces en el espediente
de Palavesín, el Rojas que era converso y el Rojas que «compuso»
La C elestina se identifican indiscutiblemente.
Esto no ha de entenderse en el sentido de que Rojas hubiera te
nido que someterse a la conversión: que, empleando el lenguaje de
la época, fuera obligado a «ir a pie a la fuente bautismal». No nece
sitamos imaginárnosle en su primera adolescencia frente a la obli
gada elección de los judíos españoles en 1492: exilio o apostasía7.
Según se usaba más corrientemente, la palabra co n v erso (lo mismo
que la todavía más denigrante marrano, empleada probablemente pri
mero por los judíos que despreciaban a los que violaban las leyes
alimenticias y luego adoptada por los cristianos) podía designar a
cualquiera de origen de convertidos. Aunque, como veremos, al me
nos uno o quizá más de los Montalbán fueron obligados a hacerse
cristianos a última hora, el hecho mismo de que el padre de Rojas
fuese condenado (junto con el uso de nombres castellanos en el árbol
de los Franco) indica una familia que hacía tiempo había sido nomi
nalmente cristiana. La fecha de 1420 para el matrimonio de Pedro
González Notario 8 me lleva a creer que los bisabuelos de Rojas cru
zaron probablemente las fronteras de la fe durante la marejada de
conversiones que siguió a las matanzas de 1391. No obstante, a pesar
de las tres o cuatro generaciones entre él y su último antepasado ju
dío, Rojas seguía siendo miembro de una casta que era «sospechosa»
por definición. De aquí el celo genealógico que caracteriza no sólo a
este interrogatorio, sino a todos los documentos inquisitoriales rela
tivos a conversos y judaizantes.
La mera identificación del linaje de Rojas significa muy poco en
y por sí misma. Sin embargo, leído atentamente, el proceso transcrito
revelará algo más que el status social o la confianza —tanto hu
mana como profesional— de Alvaro de Montalbán en el marido
de su hija. Para comenzar, deducimos de su contenido un tiempo de
máxima consternación en la familia. Leonor Alvarez y su marido no
sólo estaban preocupados por las privaciones presentes y eventual
suerte de Alvaro; tenían también buenas razones (como Sempronio,
que no quiere quemarse con las chispas que saltan de la llama de
su amo) para estar preocupados por los posibles efectos de aquel
asunto pendiente. Lo menos que les podía suceder sería que la dote
6 S e r r a n o y S a n z , p . 263. _ _
7 Menéndez Pelayo sostiene lo contrarío. Si Rojas no se hubiera conver
tido, piensa él, Alvaro de Montalbán hubiera _empleado la fórmula común,
«de linaje de conversos» (Orígenes, p. 238). Sin embargo, dada la amplitud
del uso de esa palabra en la época (familiar a todo el que haya trabajado con
documentos) y dados los nombres propios del árbol, la distinción parece dema
siado sutil para tenerla en cuenta.
* Ver Apéndice II.
— 85 —
fuese confiscada, como en efecto sucedió, aunque, como veremos
en el capítulo VIII, parece ser que Rojas la recuperó al fin. Pero
lo que era más peligroso todavía, era la conocida debilidad de Al
varo bajo la presión. Como él mismo afirmó a sus inquisidores,
cuando se había reconciliado cuatro décadas antes, no había teni
do escrúpulos en implicar a sus familiares y conocidos. La acusa
ción de otros era exigida como prueba de buena fe y, contra el
consejo de su amigo toledano, Hernando de Husillo, se las arregló,
diciendo todo lo que sabía para escapar al escarnio público9. Los que
eran forzados a esta humillación personal (y esto incluía a un herma
no, dos hermanas y sus maridos y un primo carnal) notaban —re
cuerda— su inmunidad, y sacaron las conclusiones obvias. Al saber la
verdad de su conducta, le despreciaron y le llamaron p erd id o Tenía
— 86 —
entonces treinta y cinco años; ahora iba a cumplir los setenta y cinco.
¿Cómo reaccionaría en su debilitada edad y después de ser testigo
durante muchas décadas de hogueras? ¿Qué le sucedería en la pri
sión? ¿Qué estaba diciendo? Estas eran las preguntas que todos los
que conocían a Alvaro de Montalbán debieron hacerse, y sobre todo
los de su familia más allegada.
En segundo lugar, cuando en 1526 (se puede suponer que des
pués que sus familiares hicieran un pago sustancial)11 la sentencia de
prisión perpetua fue conmutada por el arresto domiciliario, hubo sus
consiguientes efectos inevitables. La historia de miedo y angustia,
de incomodidad y desesperación, y sobre todo de pérdida del honor
de Alvaro de Montalbán, era ya materia de chismorreo. Todavía en
1537, su caso era referido por un testigo en el enconado proceso de
Diego de Pisa, vecino de La Puebla. Lo peor del caso fue que, siendo
las relaciones familiares asunto de vivo interés en las pequeñas ciuda
des, la humillación de Alvaro de Montalbán se extendió plenamente
a Rojas y su mujer (aunque residentes en Talavera, a unas leguas de
distancia). Cuando asistía a la misa obligatoria con su coraza y su
sambenito amarillo ostentosamente blasonado con la cruz de San
Andrés, la deshonra de la familia entra con él y se sentaba a su lado.
Cuando la asamblea de fieles le miraba a él y a otros en la misma
situación, sus miembros veían (y debían ver) una red de familiares
manchados. La incertidumbre, la deshonra, la vergüenza, el acrecen
tado terror de los «fieros leones de alvedrío» 12, los inquisidores, eran
el residuo de semejante catástrofe dentro de la familia.
Finalmente, y lo más importante de todo, este juicio pone de ma
— 87 —
nifiesto el alma viva de una persona muy cercana Fernando de Rojas,
persona que compartió con él no sólo la situación de converso, sino
también años de común biografía. Lo que podemos ver que le sucede
a Alvaro de Montalbán es algo típico y al mismo tiempo radicalmente
personal. Pero también es íntimamente significativo para las vidas y
conciencias de su familia. La posesión de este documento es, de he
cho, la única ventaja real que tenemos en nuestra lucha por sacar
al autor de La C elestina de la oscuridad del anonimato que él mismo
se impuso. Inasequible, como hemos visto, para su nieto el licenciado
Fernando (tan implacable en sus esfuerzos por encubrir la ascenden
cia familiar), la transcripción nos revela a la vez experiencia personal
y hechos biográficos. Nos permite, pues, reflexionar despacio y con
simpatía sobre aquella vida olvidada. De los documentos que sabemos
se han perdido, quizá solamente el manuscrito de La C elestina o el
proceso de Hernando de Rojas «condenado por judayzante, año 88»
hubieran sido de mayor importancia.
Un « c u r r ic u l u m v it a e »
— 88 —
Cuando los inquisidores interrogan a Alvaro de Montalbán sobre
el significado de este comportamiento, sus respuestas parecen signifi
cativamente ambiguas. Era un «mofo necio», dice, que sin pensar
seguía los ejemplos de sus compañeros. A veces, la única carne que
se encontraba en La Puebla era la sacrificada a la usanza judía. La
misma observancia de los ritos judaicos difícilmente correspondía a
un estudiado programa de engaño: cuando él y otros cristianos iban
a las «cabañuelas, lo hacían para pasar un buen rato con los judíos (a
jugar él y otros cristianos con los judíos)» 14. Puesto que de todo esto
hacía ya mucho tiempo atrás, no recuerda si entró con intención de
participar en el culto como judío («con yntinción de judaizar»). Por
otra parte, habiendo ya confesado que comía pan sin levadura con
intención de obedecer la ley de Moisés, es posible que entrara en las
mencionadas cabañuelas con la misma intención, pero no recuerda.
Uno siente la genuina perplejidad del viejo cuando contempla el tem p s
p erd u de su juventud, antes de llegar la Inquisición.
El recuerdo de Alvaro de Montalbán de su alegre y gozoso con
vivir con sus vecinos judíos en una Puebla libre del miedo puede
ilustrarse con el comienzo de una anécdota en el C hebet Jebu da
(Báculo de Judá) de Salomón ben Verga. Ben Verga (desde el exilio)
contempla, también, la vida en España en los años anteriores a los
Reyes Católicos, pero menos con perplejidad que como historiador
moral que busca una explicación al destino de su pueblo en términos
de pecado y de imprudencia. No obstante, hay notas de nostalgia y
reminiscencia, como las que encontramos en el siguiente retrato de
los judíos de Monzón que salen al campo a disfrutar del día de Pas
cua: «Y jugaron allí el juego que hacen los muchachos consistente en
poner a uno en el centro con los ojos tapados y dar vueltas todos los
demás alrededor de él, y aquel a quien puede coger el del centro que
da sin lugar» 1S. Hay aquí una inocencia bucólica y jubilosa que está
en abierto contraste con los tiempos amargos que ahora nos con
ciernen.
En general, puede decirse que las dificultades iniciales de Alvaro
de Montalbán surgieron de la determinación de los inquisidores de
interpretar una forma de vida tradicional como un crimen consciente
e intencionadamente perpetrado. La insistencia en la comida, tanto
en la confesión como en las preguntas, era típica de esas investigacio
nes. Literalmente hablando, miles de conversos fueron condenados
— 89 —
e incluso quemados por razones dietéticas: prohibición del cerdo,
preparar el pan sin levadura, quitar los tendones de la pierna del
cordero y otras prácticas semejantes. Los otros, como expresó
el poeta converso Antón de Montoro (conocido familiarmente como
«el ropero de Córdoba») en versos amargados, se veían obligados a
«adorar ollas de tocino grueso» 17 juntamente con otros objetos espi-
utuales de religiosa adoración 1S. Una antropólogo contemporánea,
Dorothy Lee, ha destacado el papel tan profundamente arraigado y
central de los hábitos alimenticios, particularmente la relación de
ciertos alimentos con un ciclo anual de mito o creencia, en cualquier
cultura. Y en la tenaz cultura neojudaica de España, su tesis tiene
un apoyo sorprendente 19. Lo que uno comía y cuándo lo comía era
el principal vínculo con el pasado, y cambiar exigía un esfuerzo cons
ciente de valentía. La misma vista de la carne de cerdo podía poner
enfermos a los sensibles conversos tanto en el alma como en el cuer
po, y su consumo producía a menudo dolorosas reacciones alérgicas
, 16_p ^ ef Génesis, 32, 33: «Por esto no comen los hijos de Israel, hasta
hoy día, del tendón que se contrajo, el cual está en el encaje del muslo: por
que toco [el Angel] a Jacob en este sitio de su muslo...» A este nervio
ciático van adheridas ciertas glándulas linfáticas. Una defensa característica
contra las acusaciones de haber preparado cordero de esta manera (normal
mente procedentes de criados que eran cristianos viejos) era afirmar que la
giandula se cortaba simplemente por costumbre y no con «ánimo de judayzar».
más* arriba 6513 tom ^ proceso de Femando González Husillo; ver
17 Cancionero, Madrid, 1900, pp. 99-100.
I 18 ¡f'3 n,ec.es,daj i c° “ er puerco de manera ostentíva está subrayada por
í u £ 8 t H1“ sa^ a a"tlJudía Diál° í ° entre Lain Calvo y Ñuño Ra
sura (KhL, X, 1903) cuando observa que los conversos se pueden reconocer
entre si por un olor peculiar de «tocino puesto al fuego» (p. 174). A pesar de
a l/ ía manifiesto el dilema nutritivo del marrano (de
ahí la etimología mas frecuente) en todo su horror
wood L-nirs, IN. J.,TFaCÍ9%
1959, Ín
p. ^154T ss.
y Su
? h0¡Ce>>)
punto Frídeed0m and Culll(re>
vista queda sorprenden fe
mente c o n fia d o por Salomen ben Verga: «Todo alimento a que el hombre
det<Sa S S 1?si^ ¡H?°’ SC *° presentan> lo rechaza y su naturaleza lo
detesta. Como dijesen a un cristiano que comiera carne de perro o de eato
v o m it a r ía y h u ir í a d e aU i, a la m a n e ra q u e h u y e e l ju d í o d e la c o m id a d e
Sras“'>> {P ‘ he‘ e 62>- B“ a s ¿ X que
ademas de la .enemistad que sienten los cristianos motivada por la Báctica
t i l^ rra f ,e a P°r los. judíos, «todavía creo yo que existe otra razón
Í hlhL r 13 dlferencia que Ios seP ^ cristianos en su comer
uUeSj n° y COsa que mas aproxime los corazones de la gente como
la costumbre de comer unos con otros en igual trato íntimo» (p. 66)
.. numero de individuos perseguidos por la Inquisición a causa
Í J , ^ ePanCla! ^ etetliCas iní Iuía evidentemente a muchos que no tenían
S S S on concreta d.e volver a las prácticas antiguas, sino que más bien sentían
nauseas por la comida que se veían obligados a comer. H. C. Lea traduce la
horripilante escena recogida de la tortura de una mujer acusada de «no mm+r
carne de cerdo» y que finalmente confiesa que\ T c 5 o « a derto Z q uT 5
«cerdo me pone enferma» (III, 24). porque el
— 90 —
¿Cómo cabía esperar de Alvaro de Montalbán y de sus amigos en los
años anteriores a la imposición de la Inquisición que comieran como
los cristianos? Incluso después, cuando los conversos vivían bajo la
más estricta vigilancia, tuvieron que pasar varias generaciones antes
de que la conversión viniera a ser un facsímil convincente de acultura-
ción. El pobre Alonso Quijano todavía en 1605 se vio obligado a
comer «duelos y quebrantos»21.
La educación de Alvaro de Montalbán era un aprendizaje de co
mercio: «que siendo este confesante de hedad de nueve o diez años
[su padre] le puso a leer en esta cibdad y estuvo con unos parientes
que se decían Martín González, especiero, a San Vicente, e Mari Al
varez, su mujer, que era hermana de su padre deste confesante, y que
estuvo aprendiendo a leer aquí tres o quatro años, y que desde aquí
volvió a casa de su padre... y siendo de edad de quince o diez y seis
años yva a las ferias de £afra con Diego de Dueñas e Martín Sorja,
vecinos desta ciudad... luego boluía con los susodichos mercaderes a
comprar paños a la Mancha e a otras partes; e anduvo en esto yendo
y viniendo a casa del dicho su padre por espado de nueve o diez
años» n . Después de la muerte de su padre, cuando tenía unos vein
ticuatro años, volvió a La Puebla, donde, juntamente con una her
mana viuda y otro hermano soltero, cuidó a su madre. La oportuni
dad de ayudar a su cuñado, Gonzalo de Torrijos, en la recaudación de
las rentas para el obispo de Astorga y León se le presentó más tarde
y era demasiado buena para dejarla, pero se las arregló para volver
21 El que los problemas de Alvaro de Montalbán estaban lejos de ser
únicos, queda confirmado por los comentarios de C a r o B a r o j a sobre las di
ficultades generales que los conversos encontraban para adaptarse a su nueva
situación histórica: « ...lo s judaizantes condenados aún en las tres_ primeras
décadas del siglo xvi demuestran una inadaptación o incomprensión individual
constante hacia el régimen de fuerza que _supone el Santo Oficio, que les
hace comportarse, a veces, de modo más imprudente y distinto a como se
comportaron sus descendientes. Critican a la Inquisición en publico, defienden
la libertad de conciencia, ironizan o judaízan sin^recato.» {I, 433.)
22 S e r r a n o y S a n z , p. 2 7 6 . Un Martín Sorja, «mercader», está registrado
como «condenado» de la parroquia de San Ginés (Judaizantes, p. 2 4 ) . Para
el dominio que los conversos tenían del comercio de las telas (ya observado
en e l caso de los Franco) ver C a r o B a r o j a , I, 73. En un «Indice alfabético
de personas vecinas de los pueblos del distrito de la Inquisición de Toledo
a l parecer acusados o culpables de delitos contra la fe» (sin fecha, pero cier
tamente confeccionado en los últimos años de 1490^ o primeros de 1500) en
contramos el nombre de «Alvaro de Montalbán, gujetero». Es decir, un ven
dedor de agujetas o cordones. Esto correspondería a la autobiografía comercial
que dimos arriba, pero la identificación parece ligeramente dudosa porque su
lista va seguida de otros dos: «su muger» y «su madre». Alvaro afirma clara
mente que su matrimonio siguió a la muerte de su madre. Por otra parte,
esto podría explicarse como ejemplo de la práctica (tan atroz desde nuestro
punto de vista) de fichar y procesar a los muertos. La lista está catalogada
en el Leg. 2 6 2 , n.° 1. Debo a Angela Selke de Sánchez el que me hablara de
su existencia.
91 -
las más veces que podía a estar un día o dos con su madre. Su cariño
hacia ella queda demostrado más adelante cuando dijo tristemente a
los inquisidores que murió cuando él estaba ausente en Galicia.
Incluso de estos escasos recuerdos podemos intentar sacar algu
nas conclusiones. Como él dice de sí mismo, resulta claro que el sen
tido que Alvaro de Montalbán tiene de su propia vida supone dos se
ries distintas de valores: los que se miden por el dinero y los incon
mensurables lazos de afecto y obligación de la familia. Uno se echa
al camino o va a la ciudad para ganar o aprender, pero también vuelve
al hogar familiar siempre que puede o siempre que es necesario.
Solamente después de la muerte de su madre, cuando tenía unos
treinta años, pudo Alvaro de Montalbán aceptar la responsabilidad
de casarse con Mari Núñez, con la que estaba prometido años antes.
Pero también aquí el dinero estaba de por medio. La dote de 50.000
maravedíes que Mari Núñez aportó —dice él— le ayudó a mejorar
los escasos bienes de su madre, «su poquilla hacienda», dividida en
tantas porciones. Dar cuenta de uno mismo —según Claudio Guillén,
la más ominosa responsabilidad de los españoles del siglo x v i23— era
hacer una declaración financiera y una genealogía sentimental.
La llegada de la Inquisición a La Puebla en 148634 (cuando Al
varo de Montalbán tenía unos treinta y siete años y el futuro bachiller
era aún un niño) afectó hondamente a las dos seríes de valores. Como
explican con detalle autoridades de la talla de Lea, los inquisidores co
menzaban con un espeluznante sermón en que se informaba a la co
munidad que ocultar la conducta herética propia o de otra persona
no solo era un pecado mortal, sino un crimen que se castigaría con
todo el rigor posible. La denuncia estaba al orden del día. Luego,
como hemos visto, se anunciaría un «período de gracia» durante el
cual se reuniría la información que los aterrados informadores sumi
nistraban hasta hacer reventar los ficheros. El saber que uno era vul
nerable a las acusaciones creaba una especie de reacción en cadena
en la_ que los desventurados candidatos a la «reconciliación» eran
inducidos a contar todo lo que sabían o sospechaban sobre sus alle
gados. La rendición de Alvaro de Montalbán ante esta presión era
tan abyecta y sumisa que se las arreglo para evitar la pública vergüen
za, pero aquellos años no por eso fueron menos dolorosos. No pudo
evitar ser testigo al menos de oídas— de las humillantes ceremonias
en que su familia hubo de participar, cuando menos en parte, como
resultado de sus propias declaraciones. Y más desgarrador debió ser
264 279<<La disp° sición temP°ral de Lazarillo de Tormes», HR, XXV (1957),
M Como vimos en el caso de los Franco, la Inquisición se estableció en
ioledo en 1485, pero al parecer pasó otro año antes de que los reconciliados
de L a Fuebla fueran procesados. Ver L e a , I, 166.
— 92 —
la quema pública de los restos de padre y de su madre 25>acto que
iba acompañado (como casi invariablemente lo era) de la expropiación
a los herederos de sus bienes terrenos. Otro resultado era la imposi
ción de restricciones en el vestir, por cuya dispensa Alvaro de Mon
talbán hubo de pagar 2.400 maravedíes en La Puebla, así como 600
en Toledo, donde puede que tuviera una segunda residencia26. La
pérdida económica, la humillación personal y la ruptura de las fami
lias seguían a la Inquisición como la noche al día 27.
Debido a nuestra actual familiaridad con muchas de las mismas
técnicas inquisitoriales a escala más amplia y electrónicamente ampli
ficada, debemos recordar la peculiar naturaleza local del suplicio de
los Montalbán. Eran gentes que vivían la existencia de una población
pequeña, limitados por los ojos de sus vecinos, sujetos a la opinión
de los demás, y, como la misma Celestina, constantemente conscien
tes de su deber de «mantener la honra». Y su retractación ceremonial
y su humillación estuvo preparada precisamente en esos términos.
Un testigo contemporáneo describe un auto de esta clase que tuvo
lugar precisamente en ese tiempo (en 1486, un año despues de la re
conciliación idéntica de los Franco):
Domingo diez días del mes de diziembre del dicho año se fizo un aucto
de la sancta inquisición; é salieron en procesión todos los reconciliados del
ar^edianazgo de toledo. E salieron en pro^essíón del monesterio de Sant Pedro
mártir nuevedentas personas, hombres y mugeres, los quales yvan descalzos
y descubiertos, las caras descubiertas ellos y ellas, y ellos sin cobertura alguna
en la cabera é sin pintos; é fueron por donde las otras pro^essiones avían ydo
hasta la iglesia con candelas en las manos no ardiendo. E llegados al cadahalso
donde los inquisidores estavan, allí les predicaron y díxeron missa; ellos estu
vieron en pie sobre las losas bien afligidos por el gran frío que hazia. E des
pués del sermón se levantó un notario, notificando y leyendo en alta voz
en la manera que aquella gente avía judayzado, todo por estenso, y ellos dezían
que dende en adelante ellos querrían vivir é morir en la fe^de íhesu chnsto;
y allí les fueron notificados los artículos de la fee, á cada artículo^ dezían todos
á alta voz: Sí, creo; é esto, non sé si lo dezían con todo corazón. E sacaron
un libro de envangelios é una cruz; é todos, las manos aleadas, juraron de
nunca más judayzar, é que si supiesen que alguno judayzara de lo venir p
ziendo, é ser siempre en fabor y ayuda de la sancta inquisición y ensalzamiento
de la sancta fe católica 23.
S errano y Sanz, p . 2 6 2 . ^
36 Para un examen general de tal expropiación, ver L e a 1 1 ,
la rehabilitación de Alvaro de Montalbán en La Puebla y Toledo, ver judai-
— 93 —
Fueran o no los familiares de Alvaro de Montalbán (o los hijos
de Pedro Franco «arrendador y trapero») los que participaron en
esta ceremonia particular, es algo que no se puede determinar. Pero
sabemos que, después de su humillación en Toledo, fueron obligados
a recorrer una y otra vez las calles de La Puebla, donde su vergüen
za en la medida que era local— fue aun mayor. Como sabemos por
un testimonio de aquel tiempo, «los reconciliados de La Puebla de
Montalbán... andovieron su pena y andavan avergonzados e algunos
los corrían de manera que pudieran venir a desesperación» 29. El mun
do de la infancia de Fernando de Rojas no era precisamente un mundo
- que cristianos convertidos y judíos pudieran congregarse en las
cabañuelas para gozar de la mutua compañía. Era por el contrario un
mundo de alta tensión social, sometido a una forma espectacular de
agonía. El rígido fanatismo y el oculto resentimiento —no la alegría
despreocupada del juego de la gallina ciega— caracterizan a los que
jugaban a ese juego sin precedentes.
El pr o c e so
— 94 —
situado primo, Pero de Montalbán, aposentador real, y probablemen
te con Leonor Alvarez y su marido abogado, aunque no lo dice explí
citamente. Parecería como si estuviera más tranquilo lejos de su tie
rra natal.
Estas visitas podían durar períodos de tres o cuatro meses hasta
un año y, mientras estaba ausente, Alvaro de Montalbán se cuidaba
menos de ir a misa y de ofrecer una adecuada apariencia de ortodoxia
que en La Puebla. Una de las frases en su esfuerzo de defensa harto
desdichada Índica que asistir al culto entre sus vecinos le era suma
mente incómodo:
... es verdad que... yva a missa los días que podía, estando en la Puebla,
y que si algunas vezes faltaua era por no estar en la tierra... e que siempre
confesaua e comulgaua continuamente él y los de su casa31.
X Ibid., p. 274.
32 Para los problemas de transcripción, ver cap. V, n. 85,
— 95 —
El caso es que Pedro Gonsales de Oropesa y su mujer aquí men
cionados no eran otros que la hermana de Alvaro de Montalbán, Leo
nor Alvarez (apellido de la mujer de Rojas) y su cuñado33. Los dos
estaban en la lista de los «reconciliados» y «rehabilitados» (ver nota
10), pero esta prueba es todavía más decisiva. Incluso entre otros con
versos, los Montalbán de La Puebla fueron despreciados por su per
sonal proximidad a lo que se llamaba «ley vieja».
No sorprende, pues, que Alvaro de Montalbán tuviera el desliz
fatal que le llevó a su detención en un tiempo en que estaba ausente
de su terruño y por lo tanto mucho menos cauto de lo que de
otra manera hubiera sido. La Puebla, en palabras de uno de los testi
gos que testificaron en una probanza posterior, era «lugar pequeño
donde se sabe y conoce en particular cada uno quién es», un lugar
donde había que andar y hablar con toda cautela. La historia que
está detrás de la detención se nos narra mejor con las palabras del
principal acusador, un tal Yñigo de Mongon34, probablemente (y no
excepcionalmente) pariente por matrimonio35:
33 S e r r a n o y S anz, p . 2 7 5 .
34 L l ó r e n t e (II, 155-156) describe el proceso de acusación como sigue:
«Los juicios comienzan con una acusación... Cuando la acusación se ha fir
mado, el testimonio jurado del informador se incluye dentro de la lista de
personas de quienes el acusador sabe que poseen información importante o
que supone que pueden poseerla. Estas personas son interrogadas, y sus de
claraciones junto con las del acusador forman lo que se llama «información
sumaria».
35 Un Iñigo de Mondón está registrado en el padrón de 1 5 0 6 de la Pa
rroquia de San Ginés de Madrid como hidalgo exento de los impuestos del
pecho. Este documento está tomado en parte de la probanza de hidalguía
de 1 5 4 8 de Alonso Montalbán, el hijo de Pedro Montalbán, aposentador real
a quien Alvaro visitaba al tiempo de su detención. El nombre de Iñigo de
Mondón está en la lista inmediatamente después del de Alonso de Montalbán,
el abuelo (ver R i v a , II, 4 2 0 ) . Los Mondón y los Montalbán estaban relacio
nados de varías manetas. Un Fernando de Mondón (no hay una indicación
específica de su parentesco con Iñigo) fue padre de Ysabel Hurtado de Mon
dón, la primera esposa (la hija de Alvaro, Costan^a Núñez, fue por supuesto
la segunda) de Pero de Montalbán. Un Diego de Mondón, «escribano público»,
fue padrino de aquel Alonso de Montalbán, que entabló los procesos de pro
banza. Ver S e r r a n o y S a n z , pp. 2 9 7 - 2 9 8 . Goncalo de Mondón, «vecino de
Getafe», fue testigo de probanza de Alonso, dándose a conocer él mismo
«como pariente deste que litiga de parte de su madre y este que litiga es
sobrino deste testigo, hijo de una prima hermana deste testigo» (p. 8 9 ) . Más
información sobre Iñigo de Mondón nos la facilita una partida de 1 5 4 0 en
el Catálogo de Pasajeros a Indias, ed. C. Bermúdez Plata, Sevilla, 1 9 4 6 ,
vol. III n." 1 0 8 1 : «Alonso de Gutiérrez de Gibaja, hijo de Iñigo de Mondón
y de Ysabel^ de Gibaja, vecinos de Madrid, a Nueva España, 30 enero.»
A nadie familiarizado con los asuntos inquisitoriales puede sorprender que
un pariente o un allegado muy íntimo de Alvaro lo denunciase. Es curioso
notar que uno de los padrinos del autor converso de La Araucana, Alonso de
Ercilla, cuyo bautismo tuvo lugar en Madrid (1533) fue el Licenciado Monzón
(ver J o s é T o r i b i o M e d in a , Vida de Ercilla, México, 1 9 4 8 , p. 2 8 4 ) ,
— 96 —
Un día de los meses de mayo ó junio del año pasado de quinientos y veynte
y quatro Aluaro de Montaluan, de edad de setenta anos, poco más o menos,
suegro de Pedro de Montaluan, aposentador de sus Magestades, vecino desta
villa, donde avia venido a visitar á su hija, muger del dicho Pedro de Mon
taluan, aposentador, fueron el dicho Aluaro de Montaluan e yerno e fija que
se cree que se llama Costan^a, y Alonso Ruyz, cura de San Gines e este tes
tigo, á un heredamiento del dicho Pedro de Montaluan que es $erca de la
huerta de Leganés, en el término de Madrid, á se holgar e recrear, después
de mediodía; sobre aver merendado e pasado tiempo en plazer, boluiéndose
para la villa dixo este testigo: veys aquí cómo pasan los plazeres deste mundo;
que emos holgado e todo es pasado; todo es burla syno ganar para la vida
eterna. A lo qual respondio el dicho Aluaro de Montaluan: acá toviese yo
bien, que allá no sé yo si ay nada. Y que respondiéndole este testigo le dixo:
¿No sabéis que es nuestra fe: quien bien hiztere avrá vida eterna? E replicó
el dicho Aluaro de Montaluan e dixo: acá toviese yo bien, que no sé yo lo de
allá. Lo cual oyó también el dicho cura. E faziéndole este testigo seña con el
ojo e trabándole de la manga, le respondió el dicho cura: no quisiera avérgelo
oydo, porque lo avré de dezir, que es heregía36. E que después lo han plati
cado en uno para efecto de venirlo a denunciar veniendo carta de edito de la
Ynquisición 37.
— 97 —
7
por ejemplo, a un tal Gonzalo de Torrijos, tundidor de Toledo, que
un día de 1538 había bebido unos vasos de más y que, mientras esta
ba en la iglesia, había hecho notar a la mujer de un colega «que Dios
era verdad e los moros dezían verdad que se salvaban también los
moros en su ley como los cristianos en la su ya»39. La observación fue
recogida por los que estaban alrededor y, después de un año, llegó a oí
dos de un inquisidor. El bachiller Sanabria (un jurista salmantino, al
calde de Almagro y posible autor del Auto d e T raso) fue traicionado en
1555 por un tipo diferente de descuido: en una conversación pública
se entregó a una explosión jocosa contra la hipocresía de su propia
situación: «¡Boto a Dios, que soy judío, boto a D io s!»40.
O, en lugar de la borrachera o las bromas, el calor de la discusión
llevaba con frecuencia a la denuncia personal. Llórente tuvo acceso a
— 98 —
un expediente que describe como un médico defendía un diagnóstico
contra la opinion contraria de un colega, diagnóstico que confirmaba
no sólo con argumentos paganos, sino con los cuatro Evangelistas.
A lo que el colega replicó imprudentemente en voz alta: «también
mintieron ésos como los otros». Luego, cuando se hubo calmado, se
apresuro a retirar la observación ante los atentos circunstantes («mire
vmd. qué necedad he dicho»), pero era demasiado tarde41. Incluso
menores ofensas podían a veces traer resultados igualmente despro
porcionados. Un pariente lejano de la familia, Juan de Lucena, que
por un tiempo, como veremos, imprimió libros hebreos en La Puebla,
queda descrito por un testigo hostil como «hombre leydo y tenía
grandes yrrornas en la santa fe». El ejemplo dado es absolutamente
trivial, pero no obstante consignado con toda gravedad: «vine a ha
blar con él, dixele: señ or, ha v.m d. esto ; respondióme: no m e digáys
m erced , que y o n o s ó syn o mi ju dío azino» 42.
^ Para nuestro propósito, el aspecto más significativo de casos como
éstos no son las circunstancias psicológicas individuales —confianza,
euforia, cólera, borrachera, desesperación— que conducen a sus tri
viales aunque peligrosas revelaciones: es más bien la luz que, toma
dos en conjunto, arrojan sobre la explosividad potencial de la exis
t i d a de los conversos. El rígido enmascaramiento del yo inte*
rior, la calculada conformidad43, la constante autobservación a que
fueron obligados estos primeros habitantes a la sombra de la Inqui
41 L l ó r e n t e , III, 1 7 4 - 1 8 0 .
* t S e r r a n o y S a n z , p.
282. Las palabras «judío azino» pueden traducirse
por «judío desgraciado» (al parecer azino deriva del árabe aziti). Más espe
cíficas y menos triviales «yrronías en la sania fe» son citadas por C a r o B a r o j a ,
tomadas del proceso de 1603 del bachiller Felipe de Nájera (Los judíos, II,
201-206). Contrariamente a la blasfemia con su agresión directa y rabiosa, tales
«yrronías» juegan humorísticamente con las creencias aceptadas —como, por
ejemplo, cuando Nájera llama a la Virgen una «buena vieja», o cuandoun
Martín de Santa Clara recuerda a su abuelo que mantenía: «No hay más pa
raíso que el mercado de Calatayud» (J. C a b e z u d o A s t r a n a , « L os conversos
aragoneses según los procesos de la Inquisición», Sefarad, X VIII (1958, 282).
A veces los cristianos viejos —aunque gran parte del antisemitismo de los si
glos XVI y x v i i fue violento y amargo en sumo grado— pagaban en especie
la ironía de los conversos. Así, en una probanza paródica que confería el
status de marrano a un hidalgo pobre y además el derecho de participar en
su prosperidad, encontramos que al solicitante se le permite oficialmente a
creer «que no hay otro mundo sino nascer é morir». Ver la «Respuesta del
Capitán Salazar» en A. P a z y M e l i a , Sales españolas, Madrid, 1890, I, 95.
43 Es evidente que esta situación violenta a principios del siglo XVI fue
demasiado inmediata y tensa para permitir la generalización intelectual o la
reflexión moral. Incluso la idea de «disimulo» defendida por el filósofo del
siglo x v i i , exiliado y luego prisionero de la Inquisición, Isaac Orobio de Cas
tro (en un diálogo latino con un teólogo protestante estudiado extensamente
por C a r o B a r o j a , II, 282), parece demasiado abstracta y fácil para seme
jantes máscaras dedicadas a esconder la angustia interior.
— 99
sición, crea una tensión e inestabilidad suma u . Más tarde, la hipo
cresía se convertiría en una segunda naturaleza, pero durante la vida
de Fernando de Rojas había de mantenerse de manera consciente
y precaria. Sería sumamente arriesgado el tratar de explicar La C eles
tina en estos términos; es decir, como una expresión o explosión ex
trema de la interioridad que, una vez que gastada su fuerza, permitía
a su autor aceptar la inautenticidad de todo el resto de su vida. Por
otra parte, sin tratar de intuir la manera en que Rojas se sintió con
verso en los años de 1490 (un converso resuelto a no seguir los
pasos errantes y fatales de su padre), no hay posibilidad de entender
las más importantes calidades de su obra: su mordaz ironía, su implí
cito ataque a Dios, su casi épica destrucción de valores.
Me doy cuenta, por supuesto, de la infinita distancia que separa a
una obra maestra como La C elestina de unas cuantas palabras espon
táneas y dichas sin posibilidad de refrenarse. Al mismo tiempo he
de hacer hincapié en que si no conseguimos cierta comprensión de la
situación humana inmediata, el suelo humano potencialmente explo
sivo en que se mueve y crece la obra de Rojas, no podemos apreciar
su casi increíble unicidad como obra de arte. Nos quedaríamos enton
ces sencillamente con la tradición literaria de la que procedía o a la
que dio lugar. Desde luego, ambos puntos de referencia, el biográfico
y el literario, son necesarios y útiles, pero la dependencia ciega de
uno de ellos como base de interpretación lleva a la distorsión. Como
trataré de demostrar, las continuaciones, a veces moralizantes, a ve
ces jocosas, ofrecen una tentación particularmente peligrosa para el
crítico histórico. Leer La C elestina a su sola luz y, al hacerlo así,
100 —
tratar de negar lo que se incuba y se cuece en la vida que crea su
diálogo, vale tanto como leer el Q uijote a la luz de Avellaneda.
Pero, volviendo al caso de Alvaro de Montalbán, aparte de sus
circunstancias inmediatas, ¿qué es lo que le provocó a su repentina,
y manifiestamente no calculada expresión de agnosticismo? Por el
testimonio transcrito, podemos suponer que el suegro de Rojas fue
impelido menos por un deseo de negar directamente las creencias de
Yñigo de Monzón que por una reacción irrefrenable contra el estilo
piadoso, estereotipado y moralizante de sus expresiones. Era la chá-
chara de los tópicos, la repetición de la doctrina oída una y mil
veces antes y pronunciada tan solemnemente como si el que hablaba
acabara de inventarla, lo que sin previo aviso penetraba en la carne
viva por debajo de la armadura de la prudencia. Cuando un converso
aceptaba el cristianismo en los siglos xiv y xv, tenía que aceptar no
solamente un dogma extraño, no solamente una revolución en sus
convicciones y el ritmo más íntimo de su existencia diaria y anual
{la nueva «ley»), sino también toda una serie de afirmaciones recibi
das que se habían hecho cada vez menos originales y que se repetían
más y más insistentemente en el curso de la Edad Media. La presen
cia inmediata de Dios era subrayada una y otra vez; todo aconteci
miento tenía un sentido parabólico; el comportamiento moral era
alabado sentenciosamente en todo momento, con el resultado inevita
ble de que la tradición de la meditación ascética, tradición en la que
un San Bernardo o un Inocencio III habían conseguido su grandeza,
se convirtió en algo tan común y trillado como el lenguaje de los pe
riódicos de hoy. Sin embargo, el no alabar de boca para fuera este
tipo de piedad era peligroso en sumo grado. El sacerdote Alonso
Ruyz, que confirmó la denuncia de Yñigo de Monzón, recordaba la
conversación de esta manera: «Hablando el dicho cura con Yñigo de
Mongon... de los trabajos y desventuras que ay en este mundo e de
otras cosas semejantes, este testigo dixo que si no toviese por cierto
el descanso que ay en el otro mundo, según acá ay los trabajos, temían
[xic] mucha desventura, e comentó a loar y ensalmar las cosas de
Dios, e respondió e dixo el dicho Alvaro de Montaluán: lo d e acá
vem o s, q u e lo d e allá no sab em os qué a y» 4S.
Es fácil imaginar cómo reflexiones del calibre de éstas podían
ser fastidiosas y luego intolerables incluso para conversos que vivían
su fe con un fervor que le faltaba a Alvaro de Montalbán. Una Santa
Teresa, por ejemplo, supo bien desechar la falsa piedad con un buen
sentido del humor, mientras que el rechazo de perogrulladas y meli
fluos sermoneos fue la característica común de los impacientes erasmis-
tas. Raimundo G. de Montes, célebre por su evasión de la Inquisición,
— 101 —
describió a su maestro intelectual, el ferviente heterodoxo doctor
Constantino de la Fuente, como un genio que «sobre todo, se reía de
los predicadores nezios, que en ningún tiempo faltan, raza vilísima
de hombres» 46. Y si a esta clase de personas les parecía irritante este
género de sermoneo improvisado, para Alvaro de Montalbán y para
aquellos de sus compañeros que reaccionaban escépticamente a la si
tuación de conversos era inaguantable. El énfasis generalizado y dia
rio sobre la existencia de Dios, sobre la buena suerte de tenerle de
nuestra parte, sobre los beneficios de la Providencia, sobre la virtud
automáticamente recompensada en la otra vida, sólo podían producir
una actitud interior de repudio violento. La amenazada autenticidad
de la propia existencia, incluso la misma sensación de que se era
víctima de la injusticia organizada, llevaba inevitablemente a las nega
ciones apasionadas y bruscas del género de las que acabamos de oír.
Un modelo de reacción idéntica a la de Alvaro de Montalbán se
puede encontrar en el caso de una tal Ysabel Rodrigues, de San Mar
tín de Valdeiglesias, no lejos de Talavera. Encarcelada en vida (1506),
fue convicta por fin después de muerta (para detrimento económico
de sus herederos) de haber interrumpido violentamente una conver
sación de un grupo de «católicos... hablando en cosas de la muerte e
de los que murían e de commo por las culpas que acá cometían avían
de penar en el otro mundo, diziéndolo a otras personas cathólicas, la
dicha Ysabel dixo que el hombre no tenía más que huelgo e sangre» 47.
Un ejemplo todavía mucho más extremo es el que nos da Diego de
Pisa, un adolescente resentido de La Puebla y primo del imprudente
bachiller Sanabria arriba mencionado. Durante su proceso (1537) se
describe una riña con su madre: «Una bez riñendo ella a Diego de
Pisa, su hijo, algunas travesuras suyas... poniendo ella a Dios delan
te y amonestando al dicho su hijo con Dios para que se enmendase,,
el dicho su hijo, Diego de Pisa, rrespondió, no ay Dios, o cosa seme
jante» 47 bls.^Como veremos en otra parte, el agnosticismo e incluso el
ateísmo tenían ambos una tradición histórica y una especie de inevita-
bilidad sociológica entre ciertos conversos, pero de momento estamos
— 102 —
menos interesados en la historia de las ideas que en las reacciones
inmediatas de los individuos frente a la situación en que se veían
obligados a vivir4S.
Me atrevería a sostener, pues, que la fe al nivel del lugar común
del cura y de Yñígo de Monzón crearon, o al menos dieron expresión
clara, al escepticismo repentinamente manifestado de Alvaro de Mon
talbán. Que él mismo comprendiera en parte el camino que le había
llevado a su fatal indiscreción, se desprende de su defensa. Una vez
que hubo leído la acusación y tenido tiempo de reflexionar sobre
ella, alegó patéticamente su afecto por los lugares comunes morales:
...e l cual dixo que él ha pensado en aquel artículo que le acusan, que
auía dicho que en este mundo toviese el bien, que en la otra vida no sabía
sy avia nada; que no se acuerda él aver dicho tal cosa, mas antes syempre
ha tenido el contrario, e dezia fablando en las cosas deste mundo que no tenia
él este mundo e los bienes dél en nada; porque las cosas dél e sus bienes
son perecederos, y que teniendo él un sayo que se vista era o es tan contento
como otro que tenga veynte sobrados en el arca (porque no se viste más de
uno); e que si tenía vn poco de carne que comer, estava tan contento como
otro que le tmxiesen X X aves para comer, que en fin no comia mas que vna;
e que sy un muchacho le dava a beber un poco de vino, que tan contento
era como sy veníesen veynte pajes á dárselo; e que teniendo esto, todos los
otros bienes deste mundo no los tenia en nada; e que esto ha dicho muchas
vezes ante muchas personas, lo qual entiendo probar; e que cree que algunas
personas de los que allí estarían entenderían al revés, e avran dicho que lo
que él dezia deste mundo era por lo que dizen que dezia del otro mundo... 49.
— 103 —
Montalbán había dejado de dominar la maravillosa ambigüedad iró
nica con la que su yerno fue capaz a un tiempo de afirmar y minar
los tradicionales lugares comunes de su época. Más bien, de manera
muy parecida a ciertos caracteres de La C elestina, se las arregló para
traicionarse a sí mismo en casi todas las palabras que pronunció. Se
pregunta pensativo un poco después
... que sy este confesante creyera lo que los testigos dizen que él dixo,
que no tenía necesidad de tomar bullas, ¿cómo las ha tomado muchas vezes,
e las tiene desde las que los Reyes Católicos primero fízieron traer de la
Cruzada, de a seis reales, que a XLII años poco más o menos?
— 104 —
que existe— ya se cuidará de ella misma. La frase aparece en tan
sorprendente número de procesos de la Inquisición, incluidos los del
bachiller Sanabria y Diego de Pisa anteriormente citados que uno
llega a sospechar que era una acusación corriente hecha contra los
conversos sospechosos por sus enemigos o por sus vecinos cristianos
viejos.
Lo que es particularmente significativo desde nuestro punto de
vísta, es el hecho de que, en el curso del proceso de Diego de Pisa,
un testigo vincula específicamente este cínico proverbio al caso de
Alvaro de Montalbán. El dicho se pone en labios de una criada de la
residencia de Diego de Pisa en La Puebla: «En este mundo no me
veas mal caer, que en el otro no me verás arder.» Aunque suscepti
ble en esta forma de una piadosa interpretación («No peque yo en
este mundo y no me veré arder en el otro»), el testigo que lo relata
percibió la resonancia de la versión escéptica y recordó avisando a
la criada charlatana « ... que por otro tanto como esto que ella dezía
llevaron a la Ynquisición a Alvaro de Montalbán»5Í. Un segundo in
cidente que se refiere a la familia de los Montalbán es la autodenun-
cia en 1536 de una tal Isabel López, prima de la mujer de Rojas, por
el pecado de haber pronunciado la misma frase. Por lo que parece,
temía que otro la denunciara y su excuso verosímil fue que lo había
dicho sin darse cuenta «por manera de refrán» sin comprender las
implicaciones heréticas54. Los procesos y castigos del género aquí
aludido habían creado bacía 1536 una atmósfera de aguda angustia
oral, atmósfera que no pueden desconocer los que vivimos la historia
contemporánea. _ _
Como pueden apreciar los lectores de La C elestina, Rojas estaba
mucho más preocupado por utilizar irónicamente los lugares comunes
del neoestoicísmo que en responder a las frases piadosas de sus ami
gos y vecinos cristianos. Unicamente el autor totalmente anonimo
del Lazarillo d e T orm es se atrevería, cincuenta años^mas tarde, a dar
forma literaria a sus «grandes yrronías» contra los tópicos del lengua
— 105 —
je religiosoS5. Sin embargo, en un pasaje clave del Acto V II (imitado
de un modo muy significativo al comienzo del Lazarillo) Rojas des
pliega tanto su irritación contra las fórmulas comunes de consolación
metafísica como su habilidad para el rechazo irónico. Aludo, por su
puesto, al empleo por Celestina de Mateo V, 10, para predecir la
salvación de su compañera en la brujería, Claudina. El hecho de que
su amiga fuera procesada por la Inquisición y sentenciada a un ver
gonzoso escarnio público en la plaza de la villa, servirá, según Celes
tina, como pasaporte para el cielo: « ... el cura, que Dios aya... vi
niéndola a consolar, dixo que la sancta Escriptura tenía que 'Biena
venturados eran los que padescían persecución por la justicia, que
aquellos posseerían el reino de los cielos1. Míre si es mucho passar
algo en este mundo por gozar de la gloria del otro... Assí que todo
esto pasó tu buena madre acá, deuemos creer que le dará Dios buen
pago allá, si es verdad lo que nuestro cura nos dixo, e con esto me
consuelo.»
Será imposible que los lectores de habla inglesa puedan entender
cómo se las arregla Celestina para incluir a la archipecadora y notoria
hechicera Claudina en compañía de los que «padescían persecución
por la justicia», que es lo mismo que decir en compañía de los már
tires cristianos. Sin embargo, en la versión española citada por Celes
tina: «los que padescían persecución por la justicia», la palabra justi
cia puede tomarse para significar tanto el valor de la justicia (la causa
justa o «justicia» que lleva a la inicua persecución) o las fuerzas de
justicia (las instituciones que imponen la ley, como en nuestro «Justi-
ce Department»). Lo que Celestina ha hecho, pues, es sustituir de
manera perversa un sentido por otro. Como resultado de ello, los
auténticos mártires a quienes Cristo quería bendecir son escamotea
dos, y cualquiera, incluida Claudina, que haya sido castigado por la
ley, asegura así su salvación.
El haber citado Celestina la Escritura para meter a Claudina en
el cielo es a un mismo tiempo una monstruosa red tictio ad absurdum
y una expresión de suma displicencia contra los que fácilmente ha
blan de la vida futura. Pero Rojas, contrariamente a su bastante más
cándido e imprudente suegro, no irrumpe con un rechazo indignado;
prefiere parodiar la complaciente devoción oral y la fraseología mano
seada de sus vecinos. Esta interpretación está basada en un hecho
documentado en un artículo mío titulado «Matthew V: 10 in Cas-
tilían Jest and Earnest» [Sludia H ispanica in H onorem R, Lapesa,
Madrid, 1972, vol. I, pp. 257-265). Resulta que este mismo versículo
era repetido frecuentemente por los conversos sinceros al cristianis
mo que no obstante fueron perseguidos por la Inquisición. Sintién
— 106 —
dose a sí mismos auténticos mártires, encontraron en Mateo V, 10 y
su promesa de salvación una fuente de consuelo. Un ejemplo entre
muchos se da en el mismo proceso que describía la «desesperación»
suicida de los que habían sido reconciliados en La Puebla. En sus
penas, la creencia de que «los que ansí padecían serían bienaventu
rados» les procuraba alivio. Pero, para Rojas, la aplicación del bálsamo
celestial a las circunstancias infernales de la persecución inmediata
* era como tratar un cáncer cón aspirina. Es significativo, a mi modo
de ver, que fue la ingenuidad de los conversos sinceros (quienes no
compartían su escepticismo) lo que pudo estimular la respuesta medio
velada de Rojas. Quizá seguía reaccionando todavía contra su recuer
do del modelo vivo del cura mencionado por Celestina.
Volviendo a Alvaro de Montalbán, una acusación subsidiaria ilus
tra la agonía básica de la existencia de los conversos: la sospecha. El
y sus compañeros fueron condenados a vivir bajo observación cons
tante, a una vida durante ia cual todo cambio de expresión o gesto
espontáneo era detalladamente examinado como signo del pensa
miento oculto. Los lectores de La C elestina (y de sus imitaciones)56
han sido preparados a comprender su tormento, ya que también se
basa en la incesante observación de la exterioridad humana. Es decir,
La C elestina puede considerarse como un reflejo a su manera de una
España descrita por otro converso como nación de chismosos y de
espías («moscas y azechadores») S7. Era peligroso cualquier minuto
del día, pero los vigilantes estaban al acecho de manera particular
durante los servicios religiosos. En momentos de intensidad ritual,
en la oración, o cuando se elevaba el cáliz, la presión de ojos extraños
podía resultar intolerable. Un ejemplo que viene al caso es mencio
nado por el acusado m a yord om o en el juicio a que acabamos de alu
dir: «avía inclinado la cabera quantas vezes nombraran el nombre de
nuestro Salvador lesuchristo e de Nuestra Señora la Virgen Santa Ma
ría e Gloria Patri, e los que malamente lo miraron desde donde lo
107 —
vieron dizían con gran enemistad capital que sabadeava como ju d ío »58.
Encontramos asimismo en el sumario de otro proceso entablado
en 1525, el de la erasmista y «alumbrada» María Cazalla, una serie
de testigos que habían observado atentamente su comportamiento du
rante la misa. « ... al tiempo que alzaban la hostia y el cáliz miré con
curiosidad a María, y vi que estaba hincada de rodillas, apretado el
manto con las manos, escueta, derecha, sin mirar el Santo Sacramento
del altar y bajando los ojos al suelo, cosa que tomé por nueva y me
causó maravilla.» María Cazalla negó estos cargos, alegando: « ... siem
pre he practicado oyendo misa los actos exteriores que acostumbra
mos los católicos, conviene a saber, santiguarme con agua bendita,
Casos parecidos de observación directa y de maliciosa interpretación
de los gestos religiosos abundan en los anales de la Inquisición. De los suma
rios de personas detenidas o sometidas a investigación en Talavera y alrede
dores, he escogido cuatro ejemplos muy típicos. Primero, un campesino que
trabajaba para Diego de Oropesa, un amigo de Rojas, testifica: «Antes veía
este testigo al dicho Diego de Oropesa y tañendo el Ave María que _no
humillaba ni rezaba la oración y que algunas vezes este testigo y el dicho
su marido e madre se dejaban de humillar porque el dicho Diego de Oropesa
no lo hazía.» Segundo, en las acusaciones de 1557 contra la mujer del
licenciado Montenegro. Doña Marina de Rojas (al parecer no pariente del
Bachiller), por una loca y maliciosa beata encontramos lo siguiente: «porque
de diez veces gue doña Marina entrava en la dicha iglesia una vez tomaba
agua bendita y esa vez la tomava con un dedo como cosa que yba poco
en ello» (Inquisición de Toledo, p. 95). Tercero —y quizá el caso más estre-
mecedor— , es el de Martín Fernández Rubio, de la vecina villa de Halía
(donde Rojas tenía hipotecas sobre una considerable cantidad de propieda
des). Sus padres y su mujer habían sido «quemados», y él, como consecuen
cia, se encontraba bajo la vigilancia de todos los feligreses mientras estaba
en la iglesia. Alguien informó que nunca le vio rezar mientras se levantaba
la Hostia, pero su suerte quedó sentenciada cuando en 1522 más o menos,
dos vecinos informaron que en lugar de doblar las manos de la manera habi
tual, ponía su dedo pulgar sobre los demás dedos haciendo haciendo con ello un
gesto despectivo conocido como higas tanto a la Virgen como al Santísimo
Sacramento. Como declaró más tarde, el lugar estaba lleno «de mala gente»
y que debiera haber vendido su propiedad y haber marchado antes. Después
de su ejecución, su sambenito fue colgado en la iglesia, pero ya no quedó
ningún pariente vivo que pudiera avergonzarse de ello. Unos setenta años
después, el sacerdote escribió a la Inquisición ¡para averiguar quién era y
qué había hecho! (Inquisición de Toledo, p. 182). Finalmente, hay toda clase
de testimonios contradictorios sobre el comportamiento exterior de Abrahán
García. Algunos testigos afirman que nunca le.vieron rezar, inclinarse o arro
dillarse, mientras que otros —que le han observado detenidamente— afirman
que era escrupulosísimo en tales manifestaciones. A l b e r t S i c r o f f , en el
artículo sobre el monasterio de Guadalupe anteriormente citado (n. 39, arri
ba), demuestra que sus Jerónimos (compuestos de cristianos viejos, conversos
sinceros, pero con frecuencia más o menos heterodoxos y judaizantes decla
rados) empleaban gran parte del tiempo observando sus mutuas expresiones
y gestos, particularmente durante la Misa y otras ceremonias. Un tal Fray
Alonso de Nogales fue, como Pedro Serrano, acusado de estar «encorbán-
dose y encogiéndose» durante la misa de forma que semejaba la oración
judía (p. 103).
— 108 —
herirme el pecho cuando alzaban el Santísimo Sacramento, levantarme
al Evangelio, humillarme y rezar vocalmente.» No obstante, se le acusa
de haber dicho a un testigo que a veces durante la misa se sentía tan
angustiada «que querría más estar donde me azotasen dos sayones, y en
verdad ni esto ni aquello haría yo, sino para cumplir con el mundo» 59.
Sus sentimientos peculiares reflejan claramente el rechazo, no sólo de
la religiosidad ostentosa, sino también de muchas formas de exterio
ridad ritual por parte de los erasmistas y de los alumbrados60. Pero
al mismo tiempo es curioso ver al escéptico Alvaro de Montalbán y
a la hondamente religiosa María Cazalla aguantar semana tras se
mana en la misma situación y reaccionar frente a ella con un disgusto
semejante. El recibimiento entusiasta dispensado al E nchiridion de
Erasmo por parte de muchos conversos es un fenómeno mucho más
complejo y de más alcance que estas experiencias anecdóticas. No
obstante, no podemos dejar de especular sobre la probabilidad de que
la participación en el martirio del domingo hubiera afectado a la his
toria de las ideas del siglo xvi.
Que Alvaro de Montalbán sufrió una prueba similar durante su
exhibición pública semanal (¡diariamente mientras vivió en La Pue
bla!) se desprende del testimonio de sus azecbadores: «El dicho tes
tigo nunca le veya en misa los domingos ni fiestas, sino es alguna vez
que yva con su hija, y que en entrando en la iglesia se sentara en vn
poyo cabizbaxo y que asy se estavua sin sentarse de rodillas ni qui
tarse el bonete... Murmuraban muchas mugeres en la yglesia de verle
asy syn devoción y sin verle rezar ni menear los labios; e que otras
vezes se metía en vna capilla, donde estaua hasta que se acabase el
ofifio, sen tado »...61. La defensa de Alvaro tiene el mismo tono de
total cansancio y sumisión que acusamos antes: «en lo que dize de
estar la cabera baxo y con poca devoción dixo que no se acuerda;
109 —
pero que podría ser, porque es ombre de mucha hedad e sordo...,
pero que siempre tenía devoción y rezaua estando en la yglesia y es-
taua de rodillas e quitando su bonete al tiempo del al$ar; e que sobre
todo pide misericordia...».
El suegro de Rojas es un hombre que ha venido siendo observado
tanto tiempo y tan intensamente que parece estar ya entumecido.
Ya no puede seguir manteniendo las necesarias cautelas; es decir, en
lenguaje de nuestro siglo, ya no puede controlar más su «imagen».
El caso opuesto sería el de la creación de su yerno, Celestina, que,
como el amo ciego del Lazarillo62, hacía una perfecta imitación de
una «beata» y al mismo tiempo guardaba su vida interior para sí. Como
dice Sempronio, «Quando ay que roer en casa, sanos están los santos;
... Lo que en sus cuentas reza en los virgos que tiene a cargo e quán-
tos enamorados ay en la cibdad e quántas mo?as tiene encomenda
das... Quando menea los labios es fengír mentiras, ordenar cautelas
para hauer dinero; por aquí le entraré, esto me resoonderán, estotro
replicaré»63. Alvaro de Montalbán, al contrario, ha sido vaciado de
la vitalidad que late en Celestina por los numerosos ojos que le tala
dran. Es un criba, un hombre tan perforado por la observación ajena,
que ya no puede mantener un aspecto firme ante el mundo exterior
(un «ser quien es» en el lenguaje del tiempo). En cierto sentido se ha
convertido en la persona que sus observadores interpretan que ha
de ser. Le han capturado tan efectivamente que su encarcelamien
to por la Inquisición parece casi anticlimático.
E v a sió n y a f ir m a c ió n pe r so n a l
— 110 —
sin figura. Como dice Sartre hablando de los judíos que viven en una
sociedad gentil: «El judío no se molesta por que le quieran por su
dinero; el respeto, la adulación que sus riquezas le proporcionan van
dirigidas al ser anónimo que tiene tanto poder de contratación; en
realidad, es precisamente este anonimato lo que está buscando: de
forma paradójica, quiere ser rico para pasar desapercibido.» La ima
gen del dinero, en otras palabras, aparta y deslumbra los ojos de los
observadores M.
Aunque este camino particular al anonimato no era aconsejable
en un mundo dominado por codiciosos inquisidores y envidiosos cris
tianos viejos, la necesidad de evadirse era mucho más intensa. Y qui
zá fue Fernando de Rojas el mayor genio de su tiempo en cuestiones
de evasión. Trasladándose a otra villa y remedando allí el comporta
miento cristiano con aparente perfección, así como el «evaporarse
fuera de la existencia» en una obra de arte de ininterrumpido diálo
go, Rojas triunfó donde su suegro había fracasado65. Al final de La
C elestina, después que todos los caracteres han acabado de hablar,
hay unos versos titulados «Concluye el autor» que (como observa
Marcel Bataillon)66 han sido generalmente pasados por alto por los
críticos. La razón es clara. En estos versos, el supuesto «autor» se
sumerge en el punto de vista de la colectividad, de los observado
res que le rodeaban. Castiga a los enamorados moralmente, incita
al lector a evitar su fatal transgresión y «concluye» con una de las
dos alusiones explícitas a Cristo (la otra está en los versos inicia
les) en toda la obra67: «Pues aquí vemos quán mal fenescieron /
64 J e a n - P a u l S a r t r e , Réflexions sur la question juive, París, 1954,
p. 157. Lope de Vega hace la misma observación que Sartre sobre la riqueza
de los conversos en El galán de la membrílla. En el Acto I, dos personajes
discuten los méritos de un enamorado cuya sangre, como se ha sabido^ esta
ligeram ente m anchada; « T e l l o ; «R am iro es rico y G alan / no le esta m al
a Leonor.» B e n i t o : «Tiene no sé qué, señor; / más son cosas que ya es
tán / cubiertas con el dinero / en el mundo.» T e l l o : «Bien sé yo / lo que
el dinero doró, / que fue el dorador primero. / Si dora una guarnición j de
espada un pobre, echarán / de oro un pan, y solo un pan, / que a la primera
ocasión / que se trae, se desdora / y luego el hierro se ve; pero si de rico
fue, / con tantos panes se dora. Que nunca el hierro descubre; / y tales las
faltas son; / que en la menor ocasión / la del pobre se descubre, / y la del
rico jamás, / porque tiene a las riquezas / respeto el mundo”».
65 Como veremos, la familia Rojas puede ser considerada como perte
neciente a una época posterior a la de los contemporáneos _angustiados e
imprudentes de Alvaro de Montalbán. Contrariamente a estos individuos mal
adaptados y sorprendidos (estudiados por C a r o B a r o j a , ver n. 2 1 ) tanto
el Bachiller como sus hijos y nietos, hicieron todos los esfuerzos posibles
__en cuanto podemos saber— para conformarse. Para la documentación
contemporánea de este tipo de conducta ver A n t o n io D o m ín g u e z O r t i z ,
La clase social de los conversos en la edad moderna, Madrid, 1955, p. 223,
y en otras partes (en adelante, citado como D o m ín g u e z O r t i z ).
66 B a t a i l l o n , p. 2 1 5 . , .
67 Esto no tiene en consideración la interjección jesu empleada en vanas
111 —
aquestos amantes, huygamos su dan$a, / Amemos a aquel que espinas
y lan^a / Acotes y clauos su sangre vertieron. / Los falsos judíos su
haz escupieron, / Vinagre con hiel fue su potación; / Porque nos
lleue con el buen ladrón, / De dos que a sus santos lados pusieron.»
Con las palabras «falsos judíos», Fernando de Rojas, con toda la ha
bilidad de un mago de la escena, completa su desaparición 6S. Es la
última ironía de La C elestina, es la rúbrica final de un autor que ha
comunicado todo lo que tenía que comunicar y que está a punto de
emprender una nueva vida como jurista m.
El hecho de que otros conversos reaccionaran de manera muy di
ferente; de que, como el bachiller Sanabria, manifestaran descarada
mente su condicion personal al mundo en un grito que oscila entre
la broma y la angustia («¡Boto a Dios que soy judío, boto a Dios!»)
no es objeción válida. Las reacciones humanas, lo mismo que los va
lores humanos —así nos lo enseña Erik Erikson— son polares, y la
misma necesidad del anonimato conduce con frecuencia a actitudes de
explosion humorística o agresiva. Un campeón de este juego peligro-
? rn Uf conc^scÍPul° de Rojas en Salamanca, el médico Francisco de
Villalobos, que a lo largo de su vida hizo amargas charadas con su
propia figura70. Una anécdota típica que circulaba todavía a finales
de siglo es recogida por Luis de Pinedo en su antología de diálogos
ingeniosos, el Libro d e Chistes 71* Villalobos se encuentra en la igle
sia en el trance embarazoso de ser denunciado públicamente como
medicucho por la viuda de un paciente fallecido. Un joven se acerca
a él y le obliga a venir rápidamente a la cabecera de su padre en
fermo. Villalobos contesta: «Hermano, ¿vos nos veis que aquella que
ocasiones. En el Cap. VII estudiaremos la repugnancia del converso a pro
nunciar el nombre de Cristo.
“ Como observa María Rosa Lida de Malkíel, Rojas añadió la descrip
ción deprecatoria «falsos judíos» solamente en 1502 como uno más de los
cambios que convirtieron la «comedia» en «tragicomedia». El hecho mismo
de que fuera un pensamiento ulterior indica —en mi opinión— el deseo
consciente de Rojas de aparecer conformista.
69 Hay una pos;ble ambigüedad en el adjetivo falsos. Quizá se podría
interpretar como un rntento de separar a los criminales judíos responsables
de la crucifixión de los que nada tenían que ver con ella. Los conversos
2 ™„ T mente' d ' {? cu*P«biIidad de sus antepasados de
f l Coni? insistían en el carácter judío de la Sagrada Familia
TorrehlTnr^ Vm in 9 ^ ° j ? ARj0JA’ Para un estudio del «Memorial» de
i j ^tendiendo a la comunidad de judíos españoles
contra el cargo de deicidio (II, 313-314) p
t ul o™vn' I0 1963> pm icatam tnte d capí-
j i • Villalobos se daba perfecta cuenta de su manera de ser v
de Jos términos antitéticos expresados dentro de ella, queda manifiesto en
estos versos reveladores: «Escrivo burlas de veras, / Padezco veras burlan
do, / Y gufro dtssimulando / Mil angustias lastimeras, / Que me hieren
r 2í :m u “ a ' Dissimub ei ikn“ ' & - • 4 2
71 Sales españolas, I, 225 ss.
— 112 —
va allí va vituperándome y llamándome judío porque maté a su ma
rido? —Y señalando al altar— : Y esta que está aquí está llorando
y cabizbaja porque dice que le maté su hijo, y ¿queréis vos vaya aho
ra a matar a vuestro padre?» Otra vez, en un autorretrato directo (es
crito en forma de diálogo) apunta sus dudas sobre la existencia del
Espíritu Santo72.
Al tratar de comprender este extraño comportamiento desde den
tro, el ensayo de Sartre es importante, por cuanto no está interesado
por el judaismo p er se, sino por la «situación vital» del judío en una
sociedad extraña. Pues es precisamente esa situación (una situación in
dependiente de la discrepancia en la fe) lo que se intensificó lastimosa
mente para Rojas y sus compañeros. Sartre escribe lo siguiente: «La
raíz de la inquietud judía es esa necesidad en que el judío se encuentra
de no cesar de interrogarse, y de tomar finalmente partido, acerca
del personaje fantasma, desconocido y familiar, inasible y próximo,
que le obsesiona, y que no es más que él mismo, él mismo tal y como
es para los demás» 73. Lo cual significa —aplicado a nuestro intento—
que los acechadores crean otro yo, un yo que por otra parte bien puede
evadirse retirándose al anonimato, o ser dominado y dirigido haciendo
el payaso. O había que camuflarse, o si no convertirse en eterno choca-
rrero habitual, categoría humana familiar de la época cuyo ingenio se
especializa en observaciones chocantes y que por lo mismo hace de
sus observadores —sus m osca s y azecbadores— un auditorio74.
Si Rojas, después de escribir La C elestina, parece haber tomado
el primer camino, Villalobos tomó claramente el segundo. Acentuan
do su condición de judío, haciendo filigranas con sus características de
converso, jugando al máximo su papel, entretenía a su noble clien
tela al mismo tiempo que actuaba como su médico. Para citar sola
mente uno de los muchos comentarios que se le atribuyen cuando
habla de su cobardía, dice, «Yo que era el mayor judihuelo de mi
p u eb lo ...»75. Y con todo, al mismo tiempo podemos sentir en sus
17 Ver Curiosidades bibliográficas, BAE, vol. 36, p. 444.
73 Réflexions, p. 101.
74 El Bachiller Sanabria se defendió contra varios cargos de descuido
verbal diciendo que era hombre de «muchas chocarrerías y burlas con los
amigos». Por otra parte, para el fanático Juan de Padilla, conocido como «el
Cartuxano», esta disculpa, si la hubiera escuchado, hubiera sido tan repren
sible como la ofensa. En su Retablo de la vida de Cristo envía concretamente
a los chocarreros al infierno junto con otros Judas conversos que «venden
a Christo». Ver Cap. VIII, n. 120. De una manera parecida, pero más compa
sivo, Fray H e r n a n d o de T a l a v e r a , en su Breve forma de confesar, p. 3 0 ,
trata largamente «el pecado de la ironía o de disimulación».
75 Para muchos conversos —los poetas Rodrigo de Cota y Antón de
Montoro son ejemplos conocidos— lo molesto de su situación quedaba ali
viada únicamente por esta exhibición. Las cartas de V i l l a l o b o s son ricas en
comentarios con frecuencia demasiado dolorosos para ser humorísticos. «Yo no
puedo negar á V. S. esta maldita naturaleza que saqué de mi nación y tan sucia
— 113 —
8
escritos su profundo asco de sí mismo, su asco incluso de la risa que
tan bien sabía suscitar16. Los dos, él y Rojas, escribieron sus prime
ros libros en los últimos años del siglo xv estando en Salamanca, pero
desde aquel momento sus vidas tomaron rumbos opuestos, pero no
desvinculados. Uno eligió el anonimato, y el otro, una incesante y en
definitiva frustrada búsqueda de afirmación personal por el desplie
gue tanto de su habilidad profesional como de su cómico «personaje
fantasma» ante los hombres más poderosos de su tiempo.
Después de haber propuesto este contraste esquemático entre las
actitudes y biografías de Rojas y Villalobos, he de apresurarme a
añadir que un factor significativo derivado del mismo es la calidad y
la profundidad de la expresión creadora personal en los dos casos.
La C elestina es, entre otras y muy importantes cosas, una coherente
y profunda revelación de la vivencia del converso —afirmación ba
sada no solamente en mi propia interpretación, sino también, como
veremos, en sus lectores contemporáneos77— . Una vez que hubo
dicho lo que La C elestina dice, ya podía Rojas hacer las paces consi
go mismo; podía, también, aceptar la propia aceptación de su condi
ción durante los largos años que todavía le quedara vivir. Pero un
Villalobos, forzado a jugar sin cesar con su máscara de chorar re ro
(incluso se imagina a sí mismo jugando el papel de Sempronio en la
tentativa fragmentaria de diálogo celestinesco que acabamos de men-
mencionar)7S, no pudo nunca encontrar satisfacciónw.
que no la he podido lavar con todo el Jordán y el Espíritu Santo encima dél»
(Algunas obras, p. 21). La crítica oculta va contra los cristianos que no creen
en la eficacia de su propio sacramento del bautismo, pero al mismo tiempo
hay una nota de perversa autoflagelación. Para más estudio y ejemplos, ver
C a r o B a r o j a , I , 284-292.
76 En su Tratado de la gran risa, V i l l a l o b o s describe la circunstancia
de un humorista en la Corte de la siguiente manera prequevedesca: «Esta risa
es propiedad de una alimaña que se llama la corte. Este es un animal que
siempre se anda riendo, sin haber gana de reír; tiene dos o tres mil bocas,
todas muertas de risa, unas desdentadas como bocas de máscaras, otras colmi
lludas como de perros, otras grandes como calaveras, que descubren de oreja
a oído, otras fruncidas como ojales de botones, otras barbudas y otras rasas,
otras masculinas, otras vocingleras y otras roncas y otras gomitonas...» (Cu
riosidades, p. 454).
77 Ver Cap. VII, nn. 16-21.
78 Después de una serie de intercambios jocosos, algunos de los cuales
nos recuerdan el estilo del Acto I, hay un aparte parcialmente comprendido
como en La Celestina:
«Duque.— ...e n mi seso estoy de haceros mercedes, como os las he
hecho, más por vuestra buena razón que por la física.
Doctor,—Tal salud os dé Dios como vos me habéis hecho las mer
cedes, y aún como me las haréis.
Duque.— ¿Qué estáis gruñendo entre dientes?
Doctor,—Digo, Señor, que Dios dé mucha salud á vuestra señoría
por las mercedes que me ha hecho y me hará.» (Curiosidades, p. 446.)
79 Para un atinado y detallado estudio de un autor atormentado por n na
— 114 —
Me apresuro también a admitir que el contraste no es absoluto.
Rojas, contrariamente al autor de Lazarillo d e T orm es, no eligió el
camino del anonimato total80. No sólo había el acróstico y el autorre
trato en ei prólogo donde el autor se presenta como autor preocupa
do, intelectual y timorato (al tener que presentarse, se sirvió de esa
máscara convencional, pero no necesariamente falsa), sino que ade
más, como hemos visto, era conocido como «el que compuso a Ce
lestina» durante tres y cuatro generaciones después de su muerte. El
hecho de escribir La C elestina (deducimos) supuso un m ín im u m de
autoafirmación: «Yo soy el autor, y así soy yo.» Pero al mismo tiem
po el estilo de su redacción y el modo de vida del que la escribió
reflejan un talento extraordinario para el anonimato en cuanto autor
y en cuanto ser humano, talento que al menos en parte hemos de
vincular a la afirmación de Alvaro de Montalbán: «dixo que nom-
brava por su letrado al bachiller Fernando de Rojas, su yerno, vecino
de Tala vera, que es converso».
Esta meditación sobre la vida y el suplicio final de Alvaro de
Montalbán nos ha servido, pues, como de pórtico a la situación hu
mana en que fue creada La Celestina. Esto fue debido menos a que
la víctima fuera el suegro de Rojas, que a su existencia típica entre
las de muchos conversos de su generación8I. El atributo fundamental
de esa existencia se nos revela en las palabras de los inquisidores mis
mos: la afirmación recogida casi literalmente de que solamente acep
tarían a un abogado «sin sospecha». La desgracia de esas innumera
bles vidas que todavía nos gritan desde los archivos de la Inquisición
radica no sólo en un sentimiento de diferencia (del género descrito
por Sartre) sino todavía mucho más en las nubes de mortal sospecha
que les envolvieron. Suspicaces entre sí, objetos de sospecha por parte
de todo el mundo, los conversos vivían en un mundo en que no se
podía contar con ninguna relación humana, en que una frase impre
meditada podía traer una humillación indecible y una insoportable
tortura. Era un mundo en que había que estar constantemente obser
vándose a sí mismo desde el punto de vista ajeno, el de los acechado
115 —
res desde fuera. Era un mundo de simulación y camuflaje interrumpi
do por estallidos de autenticidad irrefrenable, de lugares comunes
rotos de repente por una súbita «originalidad», de máscaras neutrales
que se quitaban para revelar las muecas de las caras y las voces ás
peras del disentimiento. Un símbolo expresivo y harto repetido de esta
represión fue el empleado por Raimundo G. de Montes (en su obra
A ries, parcialmente autobiográfica): las mordazas y las esposas de
hierro que llevaban las víctimas impenitentes al patíbulo a fin de
impedir que se dirigieran a la multitud. Estas, nos dice él, eran sola
mente la contrapartida física de «aquellas mordazas más fuertes que
el hierro con las que la Inquisición aseguró su tiranía»82.
Los lectores del siglo xx pueden verse propensos a entender las
experiencias de Alvaro de Montalbán y de sus compañeros en térmi
nos de los personajes de Franz Kafka. Sin embargo, aquéllos no tu
vieron incertidumbre alguna sobre las transgresiones que les pudie
ron llevar al tormento, ni había en ellos vaguedad alguna sobre la
última autoridad a la que estaban sometidos. El tormento físico y
mental de estos hombres, mujeres y niños, más que emerger de un
vago sentimiento A ngst, era clara y perfectamente definible. Lo
mismo que la agonía amorosa de Calisto, su incendio duraba más y
era más doloroso que el de ninguna otra llama.
Por otra parte, la enorme disparidad de fuerzas entre los que sos
pechaban profesionalmente y los que estaban bajo sospecha es fami
liar a nuestra propia experiencia histórica como algo predicho por
Kafka. H. C. Lea, el más sobrio y completo investigador del tema,
escribiendo en un tiempo en que parecía que este tipo de institucio
nes pertenecían al pasado, describe la Inquisición de esta manera:
«Semejante concentración del poder secular y de la autoridad espi
ritual protegida con tan poca limitación y responsabilidad no ha sído
confiada nunca, bajo ningún sistema a la falible naturaleza huma
na» A resultas de lo cual, según una descripción del tiempo: «An-
dam estes mal bautizados tan cheos de temor fera que pella rúa vam
voltando os olhos se os arrebata, e com os corafoes yncertos e como a
folha de aruore mouedi^os caminham e se param atonítos, com temor
se delles vem trauar» B4.
Contra este monstruo burocrático y contra el número infinito de
82 Artes, p. 5.
“ L e a , II, 2 3 3 .
84 S a m u e l U s q u e , Consolagam as tribulagoen*
de Ysrael, citado por C a r o
B a r o ja ^ II, 440. Usque hablaba en realidad sobre
Portugal, pero la situación
de Castilla en las primeras décadas del siglo xvi se le podía comparar perfec
tamente. El librero talaverano Abrahán García declaró a los inquisidores que
un pariente suyo, un Martín Enrique, médico regio en Portugal, le había ur
gido en repetidas veces a buscar la seguridad en aquel reino, manifestando su
sorpresa de que un converso pudiera dormir pacíficamente en Castilla dado
que « do estaba en más de vida en cuanto su mozo quisiese».
— 116 —
ojos y oídos aficionados y profesionales, que le servían como sus
órganos del sentido 85, la única defensa del converso particular era
evadirse de la multitud, llevar en todo tiempo su frágil y a veces
inaguantable armadura de conformidad. Piadosas frases hechas, gestos
rituales, calculadas expresiones faciales y exhibición calculada de
costumbres dietéticas cristianas, todo ello constituía una especie de
negación del yo —pendiente de una incesante autoinspección— den
tro de la cual se podía esperar vivir desapercibido. Pero dentro de
esta concha, la conciencia ardía más, avivada por una obligada aliena
ción y atizada por el miedo, la vergüenza, el orgullo y, sobre todo,
por el resentimiento. Villalobos, que conoció a estos conversos me
jor que nadie de su tiempo, expresa los sentimientos de los mismos
con un rasgo estilístico típico. Comentando una carta de un amigo
francés, escribe: «dixe entre mí [con sorpresa]: este noble señor con
migo habla; parece que me responde; el romance es de puro caste
llano, la retórica es de toscano, la prolixidad de siciliano, la venganza,
de marrano; los disparates, de é l» 66.
El resentimiento y la venganza no son sentimientos que hayamos
de atribuir a las criaturas desesperadamente atormentadas de Kafka
pero, como veremos, parece que sí subyacen en ciertas observaciones
hondamente maliciosas de C elestina. Concediendo que tal reacción ante
la vida y el mundo es, por definición, negativa, solitaria, antipáti
ca, y en la mayor parte de los casos improductiva, prestémosle no
obstante simpatía y comprensión. Comencemos por aceptar la invita
ción de Francisco Márquez a meditar «sobre el sinvivir de aquellas
existencias aupadas sobre una mentira inicial y que podían derrum
bar el soplo de un delación, de cualquier cominería nacida de alguna
inconfesable envidia o resquemor»87. SÍ lo hacemos asi, y somos
capaces de recorrer los siglos con animo de captar refajos de aque
llas ardientes conciencias, podemos aprender otra cosa distinta. Y es
esta cosa distinta lo que importa: podemos comprender cómo fue
posible a Fernando de Rojas utilizar su situación de una forma crea
dora y positiva, convertir, en otras palabras, su resentimiento en
ironía. O, como observa el filósofo español, José Ferrater Mora,
117 -
«La ironía emerge sólo cuando la vida humana existe, individual o
colectivamente, en un estado de "crisis”... Si en el fondo de todo
estado de crisis humana hay una especie de desesperación, puede
admitirse que la ironía, cualquiera que sea su forma, es un modo
de escapar, o tratar de escapar, de esta desesperación»ss. Si podemos
llegar a entender el sentido de estas frases de Ferrater no sólo con
nuestra razón, sino con nuestra vida, si podemos de esta forma llegar
a participar con la imaginación en la desesperación de Rojas, habre
mos, por fin, comenzado a responder la pregunta que venimos hacien
do: «¿Cómo fue posible La C elestina?»
La c á r c e l
— 118 —
en aquella camaradería verbal, había otros con él en la prisión, y sus
diversas situaciones particulares merecen examen. Aunque distinta
de la suya, nos pueden dar perspectivas complementarias para su
propio caso e historia.
Dos de los presos les fueron seguramente bien conocidos, tanto
de Rojas preocupado en Talavera como de su suegro, que padecía
con patético desaliento dentro de los muros. Uno era pariente en
grado desconocido, Bartolomé Gallego, que había sido un mes an
tes y cuyo caso se examinará más detalladamente en el capitulo VIII.
De momento, basta con decir que, sometido a interrogatorio, iden
tificó a su madre como tía de Leonor Alvarez, y así ■mismo como
judío que acompañó a su padre al destierro en 1492, Antes^ de
volver primero a su lugar de nacimiento, La Puebla, y despues^ a
Talavera, había vivido en Marruecos y Argel y había sido denuncia
do en realidad por un desliz oral. Había comparado favorablemen
te la limpieza ritual de los mahometanos con el descuido cristia
n o 90. La otra era una bruja de la aldea de El Carpió, en las proxi
midades de La Puebla. Su nombre era Inés Alonso, «la Manjirona»,
y puesto que, al tiempo de su detención el año anterior, tenía unos
noventa años, su reputación en la región y su conocimiento de los
bajos fondos de la comunidad local debían ser grandes. Una vez más
tendremos que esperar hasta después (capítulo V) para tratar más
ampliamente sus actividades profesionales bastante primitivas (muy
por debajo del nivel alcanzado por Celestina)91. Lo que ahora^ nos
interesa es sugerir que los dos debieron ser compañeros muy incómo
dos para Alvaro de Montalbán. Se puede suponer que se apartaría de
ellos lo más posible, confiando desesperadamente el no verse envuelto
con ellos bajo ningún respecto. El que su nombre pudiera salir en los
interrogatorios a que fueron sometidos sólo haría empeorar las cosas.
Como sabemos, los inquisidores sugerían a veces posible clemencia a
los encarcelados que dieran detalles del pasado de sus compañeros y
estuvieran dispuestos a informar sobre ellos. ^
Un preso de Toledo, cuya culpa principal no era distinta a la del
propio Alvaro, era un tal Francisco Alvarez, fichado como «portu
gués» 92. Encarcelado por primera vez en 1522, manifestó mas ade
lante a un amigo que había estado detenido durante tres años tenien
do sólo una silla para dormir. Exagerando todavía más la iniquidad
inquisitorial, el resentido e imprudente ex presidiario llegó a decir
que su única culpa era haber llevado camisas limpias los sabados y
que los testigos de cargo eran tan sólo conversos miedosos cuidado
samente adoctrinados por los inquisidores. Por este crimen de violar
— 119 —
«e l secreto» (esto es, de hablar a otros de la experiencia personal con
la institución) fue detenido en 1531 y luego condenado, si bien se
desempolvaron de los archivos buen número de otros c a r g o s E n t r e
ellos, y al parecer el que dio comienzo a sus penas, había una indis
creción impremeditada del género arriba expuesto. La ocasión fue
Un l u-pU? S°bre la autenticidacl de una «carta de pago» que Alvarez
no había firmado, pero que otra persona le había atribuido a é l Des
pués de examinarla en presencia del alcalde, explotó diciendo: «¡juro
a Dios tan falsa es como la fe de Dios!» Y luego (como el desventu
rado medico que había gritado que los evangelistas eran unos embus
te ro s)^ apresuró a corregirse; «tan falsa es como el diablo». Difícil
es decir si esta blasfemia fatal se debió al descuido de un acceso de ira
o si fue resultado de un desliz freudiano provocado por la palabra
Dios en la primera cláusula; pero, como en el caso de Alvaro, una vez
que estas palabras fueron pronunciadas y pasaron a constar en su ex
pediente, Francisco Alvarez ya no podía negarlas ni olvidarlas.
. finalmente, según los documentos vistos por Lea, la famosa Fran
cisca Hernández, cuyos poderes de seducción física y espiritual fue
ron el escandalo de la época, pasó uno de sus varios períodos de
encarcelamiento en la misma prisión en 1525 9\ Puesto que más
tarde tendremos ocasión de mencionar el culto ferviente (particu
larmente entre los creyentes más o menos heterodoxos) que ella ani
mo y exploto, no son necesarios más comentarios sobre este punto
Lo importante es que este muestreo al azar de la población encar
celada (el archivo es desesperantemente incompleto) ilustra la amplia
varieda ddeitpos de delincuencia representadas por los tristes compa
ñeros de Alvaro de Montalbán. Brujas, indefensos, personas vueltas
del exilio que habían probado las tres religiones, escépticos amargados
y. °f , ^ue sabian como medrar al amparo de la exaltación reli
giosa de la época, estaban hacinados juntos detrás de los barrotes de
lo que literalmente bien puede llamarse su penitenciaría.
„ que slSue; «Wue alabando a uno por muy agudíssimo dixo ouer¿k
c h r ¿ o e.>l’ab'a did,° qu<! ” la lcy de Moys's“ y
P o ^ A n g e l? S E L ¿ T n El t u f a r .HistoZ 0{ (? pah3’ m 0 > P- 2 6 L Citado
— 120 —
C A PIT U LO III
FAMILIAS DE «CONVERSOS»
— 124 —
El matrimonio entre familias de conversos fue en realidad fre
cuente durante las décadas que estamos estudiando5. Si durante el
siglo XV, en los reinados de Juan II y Enrique IV, ciertos conversos
ríeos tuvieron la satisfacción de casar a sus bien dotadas hijas con los
a la vez nobles y pobres terratenientes cristianos, y si, en el siglo xvn,
muchas familias de conversos llegaron a ocultar sus orígenes y triun
far en la sociedad que les rodeaba, durante las vidas de Alvaro de
Montalbán, de Fernando de Rojas y de sus hijos, la exogamia fue
más difícil de concertar. Era éste un tiempo de sospecha y en el que
el pasado se recordaba más o menos claramente. Un segundo factor
—aunque quizá sólo efectivo en casos individuales— fue la vieja re
pugnancia judía a tales alianzas. En el proceso de una prima lejana de
los Montalbán, Teresa de Lucena, hay indicios de la persistencia de
este sentimiento entre los conversos de La Puebla: «Dixo ansimismo
este testigo que vido el dicho Juan de Lugena [padre de la acusada]
que se levantó un día de donde estava asentado en su casa mucho
arrebatadamente e que se fue a casa de un primo suyo en el dicho
lugar la Puebla de Montalbán, que se llama Fernán Gómez, e que este
testigo se fue tras el dicho Juan de Lucena e que lo falló a la mesa,
que acabavan ya de genar, e que oyó este testigo cómo el dicho Juan
de Lucena dixo al dicho Fernán Gómez: ¿qué os parece primo, que
nuestro primo el doctor mosen Fernando de Lugena ha dexado su
Dios e su ley por una puta?; e que lo dezie porque se casó con una
mujer xpíana. linda» 6. Sea o no cierta la acusación, el mero hecho
de hacerla Índica la fuerte persistencia en determinadas personas de la
conciencia de casta aun después de la «conversión».
Otras razones tenían sin duda que ver en la interacción de las dos
clases de valores que observamos en la autobiografía de Alvaro de
Montalbán: el deseo de conservar el capital y la hacienda para la fami
lia. Esta acusación se propalaba —y no sin razón— entre los vecinos y
deudos cristianos viejos. Al pasar a la Iglesia los recién desposados
(cuyo matrimonio había sido cuidadosamente calculado), eran inevi
vecíno de la ciudad de Granada; Melchor de Rojas, vecino de Talavera, y Fran
cisco Dávila». Puesto que los dos Dávílas son sus hijos varones (Francisco
era el canónigo de Sigüenza que falsificó su genealogía, Cap. I, n. 60), de la
misma manera tuvo que serlo el misterioso Melchor de Rojas (a quien ningún
otro documento hace alusión). Quiero decir que su apellido podría reflejar
consanguineidad con los Rojas. Otro hijo, Antonio, figura en la lista de pasa
jeros a Indias en 1534 (Catálogo de pasajeros, I, 4663). Probablemente murió
allí, ya que no se hace mención de él en el testamento. _ ^^
5 Ver Investigaciones, p. 63. Para el comportamiento similar de la familia
de Luis Vives, ver Realidad, ed. I, p. 551. C ako B a ro ja (I, 395-403) atri
buye el matrimonio entre conversos únicamente al deseo de practicar el judais
mo en secreto. Esto parece una generalización inaceptable.
6 S e r r a n o y S a n z , pp. 284-85. Un Fernando Lucena de la parroquia
de San Ginés de Toledo pagó 2.000 maravedís por su rehabilitación según
judaizantes (p. 29). Fernán Gómez no puede ser identificado.
— 125 —
tables la murmuración y el análisis económico entre los especta
dores. Pero tan decisivo como cualquier otro de estos posibles moti
vos era, en mí opinión, el deseo de una domestiddad en la que al fin
cada cual se sintiera líbre de las máscaras y mordazas que mutua
mente se habían impuesto. Sólo un Villalobos podía gozar perversa
mente en la situación contraria. Como escribe a un amigo después
de su tardía boda con una joven cristiana, «Nunca haze sino dezirme
en secreto mucho mal de los confesos, y que no los puede ver más que
al diablo. Yo dígole que tiene razón, porque son tan judíos el día de
hoy como el día que nacieron»7.
Tan interesante como la posible complejidad de motivos que
están detrás de los tres matrimonios entre los Rojas y los Montalbán
es su revelación del medio económico y social en el que vivía el bachi
ller que casó con Leonor Alvarez. Ya hemos observado antes las
diversas ocupaciones de los Franco (mercaderes de telas, ropavejeros,
funcionarios municipales, y uno de ellos alcayde de la Casa de la
Moneda); sobre la familia de los Montalbán —gracias de nuevo a
la Inquisición— estamos todavía mejor informados. Como grupo,
los Rojas, los Franco y los Montalbán eran representativos de una
casta o nación que fue de importancia decisiva en la historia de
aquel tiempo. Si anteriormente hemos observado la desgracia de con
versos individuales tal como se refleja en el destino de Alvaro de
Montalbán, es ahora el momento de considerar la grandeza de la
casta que hizo posible el casi increíble renacimiento político y cultu
ral de España. No puede ponerse en duda la participación de Fer
nando de Rojas, en calidad de autor de La C elestina y como hijo de
su padre, tanto en aquella miseria como en aquella grandeza.
Los estudios recientes sobre la participación de los conversos en
la sociedad española, llevados a cabo por historiadores tales como
Francisco Márquez, Antonio Domínguez Ortiz, Albert Sicroff y Julio
Caro Baroja 8 revelan que la restricción convencional de las activida
des de los conversos a la medicina, a las finanzas, a la administración
(un historiador social de ideas tradicionales describe a los conversos
simplemente como una «subaristocracia de capitalistas, comerciantes
y altos funcionarios» es tan limitada que parece indicar la persistencia
— 126
de prejuicios inveterados9. El constante odio a los judíos como muñi
dores de dinero y más dedicados a la pluma que al arado, o lo que
Sartre llama más cor test emente el «prejuicio antioficial» detrás del an
tisemitismo, parece manifiesto aquí. De todos modos, Márquez corrige
esta visión limitada en un párrafo que resume los amplios y variados
campos de actividades en que sobresalían los conversos peninsulares:
«No sólo fueron conversos los hombres más decisivos para el pensa
miento religioso de la época, sino también los juristas, los médicos,
los mercaderes y los expertos en materia financiera, los diplomáticos
y los poetas» fpág. 50 y nota 43). Y a esta impresionante lista se
pudiera muy bien añadir la de los expertos trabajadores manuales
(capataces, tundidores, sastres, tejedores, zapateros)10, profesores de
astrología, matemáticas y gramática, militares e incluso conquistadores.
Como observaba con mal humor Francesco Guicciardini, «todo el reino
estaba lleno de judíos y de herejes, y la mayor parte de los pueblos es
taban manchados con esta infección y se encontraban en sus manos
todos los cargos y heredamientos principales del reino, y con tanto
poder y en tan gran número, que se observaba sin gran trabajo» u. SÍ
estas observaciones son precisas —y las pruebas históricas que las ava
lan son abrumadoras— no podemos más que maravillarnos ante la
situación paradójica de una casta que está a un tiempo en el centro
y al margen de la sociedad. Es una paradoja de importancia crucial, a
la que tendremos ocasión de volver repetidas veces.
Aunque se había dicho mucho sobre los conversos en estudios
anteriores sobre los judíos en España, la Inquisición y el movimiento
erasmista, a Américo Castro le cupo en España en su H istoria (1948)
(libro que hace época) el mérito de extraer toda su significación para
la historia española. Castro, como uno de los grandes humanistas de
9 G. Céspedes del Castillo. Ver volumen II, p. 410, de la Historia social
y económica de España y América (ed. J. Vicens Vives, Barcelona, 1957) en
el que la presencia de los conversos queda reducida escandalosamente a unas
nocas alusiones de pasada.
10 La cita de Márquez está tomada del «Estudio preliminar» a la Im
pugnación católica de Fray H ernando de T alavera , Barcelona, 1961, p. 43.
La introducción a Judaizantes deja claro que cuantitativamente la gran ma
yoría de los conversos eran trabajadores manuales. Sin embargo, de entre
sus numerosos individuos (tales como el sastre Juan de Baena, que llego a
ser «comendador de Santiago» con la ayuda del Maestre, don Juan Pacheco),
en algunos casos parecen haber gozado de gran capacidad para ascender en
lá CSCülíl s o c ia l»
11 Viajes por España, «Libros de antaño», VIII, ed. A. M. Fabié, Madrid,
1879, p. 208. Otro viajero, Hieronymus Münzer, que viajó por Valencia unos
cinco años antes de haberse escrito La Celestina, observa que cuando un
converso decía a otro: «Hoy iremos a la parroquia de Santa Cruz», quería
indicar que se reunirían en la sinagoga. Concluye que los conversos «habían
sido, y en alguna forma lo seguían siendo, los dueños de España, ya que
tenían en sus manos los oficios principales». Viajes de extranjeros por España
y Portugal, ed. J. García Mercadal, vol. I, Madrid, 1952, p. 342.
— 127 —
este o de cualquier siglo, no comenzó tabulando las categorías socia
les ni los grupos ocupacíonaies. Más bien percibió con repentino
asombro el gran número de grandes individuos, creadores de valores,
que fueron de origen converso. En literatura, aparte de Rojas, pode
mos observar que los fundadores de las tres o cuatro variantes de
novela precervantina (sentimental, pastoril y picaresca) fueron ex
iUis. Entre los filósofos y humanistas, Luis Vives, Anas Montano (edi
tor de la primera Biblia poliglota) y Fray Luis de León (también gran
poeta) fueron de los más destacados en un campo en que abundaban
los conversos. Pero incluso más que la literatura, la filosofía o la eru
dición, fue la religión crisol de los valores contemporáneos, y en su
vanguardia hubo también conversos. Reformadores y místicos como
fray Hernando de Talavera, Santa Teresa, el beato Juan de Avila,
teólogos como Vitoria y Suárez y (si admitimos a los destructores de
valores entre los creadores de valores) famosos inquisidores como fray
Diego de Deza (protector de Colón) y Torquemada, todos compartie
ron la misma sangre. Apenas si es necesario añadir a esta lista los
nombres bien conocidos de juristas, médicos, científicos, nobles y
estadistas cuyo origen judío está fuera de toda duda n . No podemos
cerrar esta lista, sin embargo, sin mencionar el hecho para nosotros
sorprendente de que (como todos sabían en su tiempo) el hombre a
quien Gracián habría de llamar «El Político», Fernando el Católico
mismo, tenía una abuela manchada B. Descartada la coincidencia, tene
mos aquí, a juicio de Castro, un fenómeno que se presta a seria me
ditación.
Como resultado de este acercamiento axiológico al tema, la com
prensión por parte de Castro de la grandeza y desgracia de los con
versos se ha profundizado y tornado todavía más compleja en una
serie de estudios más amplios aparecidos desde 1948 14. En forma
12 Entre los personajes y estirpes tildados están los del médico real y cate
drático de medicina en Salamanca, Dr. Femando Alvarez de la Reina, el teó
rico y reformador legal Alfonso Díaz de Montalvo, el naturalista nacido en
La Puebla de Montalbán Francisco Hernández, así como los linajes de Alba,
Puñonrostro, Pozas, Osuna y muchos otros.
13 La abuela del rey, Juana Henríquez, era de la familia de los Almirantes
de Castilla. Su madre era conocida como conversa. Lo interesante sobre esta
mancha en la sangre real, sin embargo, era que tanto el rey como sus súbditos
eran conscientes de ella. Una anécdota de la época le retrata acusando en
broma a su primo, un tal don Sancho de Rojas, de ser converso. Y el primo
le contesta: «Hablóme aquel morico en algarabía como aquel que bien lo
sabe» ( P a z y M e l i a , Sales, I , 2 7 9 ) . El uso de la frase popular tomada de
un romance insinúa que el rey y su interlocutor hablaban el mismo lenguaje
de «casta». Otros ejemplos de la jocosa autoconciencía racial por parte de los
Henríquez aparecen en los escritos del Dr. Villalobos.
14 Particularmente De la edad conflictiva, Madrid, 1961: «La Celestina»
como contienda literaria, Madrid, 1 9 6 5 ; y Cervantes y los casticismos españoles,
Madrid, 1966.
— 128 —
simplificada, su método puede describirse como doble en su natura
leza. Por un lado —como hemos hecho en el caso de Alvaro de Mon
talbán— , a Castro le ha interesado la confrontación de los conversos
particulares con la sociedad. Examina a personas seleccionadas (par
ticularmente autores), para tratar de comprender sus reacciones al
sentirse sometidas a aquella tremenda presión social. El ocultamiento
vergonzoso y la pretensión jactanciosa, la razón y el fanatismo, la am
bición y la negación, la diligencia y la desesperación, la autoexpresión
y la autodestrucción, todo contribuye a las posturas ofensivas y defen
sivas de individuos «acosados por una sociedad enloquecida». Lo cual
equivale a decir: por una masa de cristianos viejos que, en su determi
nación por mantener los valores medievales en un mundo de mutación
histórica, se iban volviendo cada día más frustrados, más apasionados,
amargados y obsesionados por el honor.
Por otro lado, Castro también considera a los conversos colecti
vamente como una continuación de la desaparecida casta de los judíos,
una nueva casta que no había perdido casi nada de su tradicional im
portancia para la marcha de la sociedad. Aunque divididos por la histo
ria en segmentos desunidos y hostiles (los ricos contra los pobres, los
cristianos sinceros contra los judaizantes, e incluso los nobles contra los
plebeyos), los conversos han de considerarse no obstante, según él
cree, como una discreta entidad social. Esto es, como una «castas-
unida no sólo por su origen genético (mantenido por el matrimonio
entre ellos), no sólo por la indiscriminada hostilidad de los no-
miembros, sino también por ocupaciones preferenciales o impuestas.
Como sabemos, la noción de casta tal como se deriva de la práctica
hindú y de la teoría sociológica requiere, además de una sangre co
mún, la limitación a una esfera económica de costumbres I5. Como tal
casta, pues, los conversos se dedicaron a pensar, a hacer y a adminis
trar: la indispensable producción, administración y distribución que
hizo posible que España se transformara casi de la noche a la mañana
de una serie de reinos divididos y anárquicamente feudales en el pri
mer Estado moderno. Los conversos como individuos podían sobre
15 D umont , Homo hierarchícus, Cap. IV. La tercera, y para Dumont de
cisiva, característica de la división entre las castas es la preocupación por la
pureza y la impureza, regulando cada casta su conducta (comida de carne,
su dedicación a ocupaciones nefandas o poco limpias, etc.) según el grado de
pureza que corresponde a la misma. He aquí la diferencia principal entre este
fenómeno social en Iberia y en el Oriente. En la India todos aceptan (más
o menos de común acuerdo) una sola definición de lo impuro, mientras que
en la España medieval cada ley proponía su propia limpieza distinta de las
demás. En cierto sentido puede decirse que los conflictos del siglo xvi nacie
ron de los esfuerzos de la casta de cristianos viejos por imponer jerarquía
(considerándose ellos como brahmanes y a los conversos y moriscos, intoca
bles) donde en la Edad Media no la había habido en forma rigurosa. Una vez
convertidos e integrados a la fuerza en el mismo rebaño, el problema de la
superioridad e inferioridad, no existente anteriormente, se tornaba agudo.
— 129 —
9
salir bajo esta presión en las formas y campos especializados que
hemos consignado arriba, pero, considerados como un todo social, do*
minaban una área vocacional enorme (bastante más amplia que la de
cualquier casta india), sí bien claramente limitada,
Entre los conquistadores de las nuevas fronteras del Imperio y
los campesinos establecidos en las llanuras y montañas de la Penínsu
la, los conversos se dedicaron a hacer a España posible. Los dos ex
tremos (en este punto mi generalización histórica es tan patente que
no necesita excusa), el de guerrero y el del campesino, centraron sus
actividades en el reino de la fe: en la épica cosecha de nuevas almas
para Dios, y en la tradicional y sagrada cosecha de trigo, trigo que en
la Eucaristía se volvía Dios mismo 16. Viviendo como vivían en un
contexto medieval en el que todas las cosas eran potencialmente sa
cramentales, sus espíritus y voluntades se centraron en lo que tanto
Castro como Alvaro de Montalbán llaman el «más allá», el mundo
celestial que está por encima —pero no apartado— de éste. Entre
estos dos extremos, nos demuestra Castro (y una vez demostrado,
¡qué bien cuadran muchos hechos en su lugar!) que España estaba ad
ministrada por judíos y sus descendientes de pura y mezclada sangre.
Fue, pues, el honor y el deshonor de la casta de los conversos lo
que les llevó a comprender y saber manipular los asuntos humanos
y también divinos, por cuanto algunos de sus miembros dedicaron
su capacidad de razonar a la teología y a la burocracia de la Iglesia.
A la vez, una continuación de la experiencia medieval fronteriza y un
Estado recién nacido, implicado en múltiples empresas nacionales e in
ternacionales, la España de Fernando de Rojas, en forma contradic
toria, fue la nación más tradicional y la más moderna de Europa
Como tal, tenía que ser reformada, dirigida, financiada y coordina
da adecuadamente. Semejantes funciones habían sido desempeña
das durante la Edad Media de manera más limitada por los judíos;
ahora, la casta transformada que había quedado se sintió en pose
sión de un territorio mucho más amplio y exigente: el «más acá»
(el racional y tangible «más acá» que consolaba a Alvaro de Montal-
— 130 —
ban) cíe un repentino imperio. En realidad, la extrema tensión cíe
relaciones entre los cristianos viejos y los conversos provenía menos
deí deseo de los primeros en apoderarse de las funciones de los se
gundos (si bien la envidia de la riqueza del converso era inevitable
y amarga) que del resentimiento contra la racionalización creciente y
constante de la vida nacional17. El Imperio fue una expresión de lo
que se creía ser la misión histórica del pueblo español y, a nivel del
individuo, de lo que Castro llama «la dimensión imperativa de la per
sona española» 1S y, a pesar de ello, su misma existencia hizo necesario
un género de organización que era extraño a los dos, una organización
dirigida por empresarios previsores de causa y efecto.
Los M o n t a l b á n , lo s A v il a , l o s R o ja s , l o s T o r r ijo s ,
lo s L ucena y lo s F ranco
29 Esta costumbre está satirizada por el autor del Diálogo entre haín
Calvo y Ñuño Rasura. Este explica una referencia sarcástica a aquél afirmando
que estos «mercaderdllos cauaUeros» que ven ir y venir todos llevan nom
bres de ciudades y santos (es decir, nombres derivados del lugar o del día del
bautismo), excepto cuando se disfrazan con designaciones aristócraticas y pseu-
domedievales tales como Diego de Arias. De modo semejante, cuando un
cierto Alonso de Avila negó tener linaje converso (según los testigos), el
librero Abrahán Garda afirmó que «debía serlo o bien de baja condición,
pues solo en esos casos toman su apellido del lugar». Por lo que se refiere
a nombres de santos, recordemos que Quevedo señalaba los orígenes de Don
Pablos atribuyéndole antecesores de apellidos como «Santa Clara», etc.
21 Ver Investigaciones, p. 52. Entre los escribanos en este complejo de
familias había un Rodrigo de Avila que en 1496 copiaba documentos para
Gonzalo de Avila el Viejo (VLA I y 2). Alvaro, el hijo de Rojas, continuó
también esta profesión como lo hizo a su vez su hijo García, llevado de evi
dente herencia. Ver Luis C areaga, «Investigaciones referentes a Fernando de
Rojas en Talavera de la Reina», RHM, 1938, p. 15.
— 132 —
plicaba a los inquisidores, como la cosa más natural del mundo, cómo
había ayudado a su cuñado, Gonzalo de Torrijos, a recaudar las ren
tas eclesiásticas en Galicia. De modo semejante su hijo, Juan del Cas
tillo, acompañó, solamente dos años más tarde de la condena de Al
varo, a su primo y cunado (Pero de Montalbán, el aposetandor real)
a Mallorca, Orihuela y Córdoba a fin de recaudar los ingresos de las
indulgencias 2 . Entre los Lucena {uno de los que casó con una Mon
talbán) hubo dos arrendadores, la misma procesión tradicionalmente
judía de recaudador de impuestos seguida por el primer Pedro Franco
cuando no se dedicaba a la compraventa de trapos viejos. Intimamente
relacionados con tales actividades estaban las desempeñadas por ma
yordomos, administradores profesionales o encargados de los bienes
de la nobleza, de ayuntamientos, de las organizaciones eclesiásticas o
de otras entidades semejantes. Alvaro de Montalbán menciona haber
actuado en calidad de mayordomo del Ayuntamiento de la villa de
La Puebla, Y parece estar orgulloso por el hecho de que dos miem
bros de su familia hayan tenido puestos similares de honor y de con
fianza, Uno de ellos, su cuñado, Diego López23, había sido mayordo
mo nada menos que de un personaje tan campante como Arias de
Silva, un noble líder de la facción de los conversos en las algaradas
del siglo xv en Toledo24. Como ha observado Marcel Bataillon,
«cuando se estudian [las] genealogías [de los conversos] en los pro
cesos de la Inquisición, se queda uno asombrado al ver a tantos
miembros de esas familias marranas al servicio de los grandes, espe
cialmente en calidad de administradores, mayordomos o secretarios» 25.
— 133 —
Otra profesión representada en estas familias era la medicina
U-mo es bien sabido, los médicos en la Edad Media habían sido tra
dicionalmente judíos, y los ahora conversos continuaban la profesión
iegun una anécdota frecuentemente citada, en una ocasión Francis-
\t i f u-10 3 SU ega darlos V que le prestara un buen médico judío.
o había, por supuesto, ninguno a mano y, cuando la sustituyó un
converso, Francisco lo despidió, creyendo al parecer que el cambio de
te pudiera haber disminuido su habilidad * Este no era ciertamente
el caso del «doctor maestre» Martín, el patriarca de los Lucena, que
mucho mas que Rojas, era reconocido como el miembro más distin
guido de nuestro grupo de familias. Amador de los Ríos le menciona
como medico de la Corte de Juan II ” , y en el C hebet Jehudah se
alude a él como «gran sahro de nuestro lin aje»2*. Su hijo, el doctor
francisco de Lucena, así como su nieto, el médico papal Luis de
.Lucena, siguió la misma profesión. Además de estos parientes leja
nos, ya hemos mencionado al doctor Juan Alvarez de San Pedro, con
suegro del bachiller De su reputación profesional poco cabe decir,
pero que era respetable queda atestiguado por el uso que sus nietos
hacen de su nombre en su árbol de familia como sustituto del de
Alvaro de Montalban. Numéricamente, Cervantes con no menos de
ií“ í S
3
— 134 —
cinco médicos en su familia inmediata, estuvo mucho más implicado
que Rojas en la profesión. Sin embargo, incluso un pariente remoto
de estos célebres médicos como «el doctor maestre» Martín y sus
descendientes índica el status de estas familias dentro de su casta.
Las leyes y la administración local fueron los dos campos gemelos
en que pareció especializarse la rama de la familia de los Rojas29.
Además de los regidores y el jurado en el árbol de familia de los
Franco, conocemos por una de las probanzas que el hermano del ba
chiller, Juan, fue regidor de La Puebla. Pero lo más importante es
el hecho que durante mucho tiempo ha sido uno de los pocos hechos
conocidos de Femando de Rojas (hecho facilitado por la única per
sona del tiempo que se ocupó de escribir su biografía) de que «y aun
hizo algunos años en Talavera oficio de Alcalde m ayor»30. Como
veremos, los incompletos archivos municipales confirman esto sola
mente para el período entre el 15 de febrero y el 23 de marzo de
1538, pero conviene destacar que en una sociedad basada en el ho
nor y que tenía tan gran miramiento hacia las distinciones oficiales,
este nombramiento —sea único o repetido— es una indicación de la
estima que gozaba el bachiller en su comunidad adoptiva.
Pero esto no es todo. Los archivos Valle Lersundi nos revelan
además que el hijo mayor de Rojas continuo la tradición. No sólo
siguió el licenciado Francisco la carrera profesional de su padre estu
diando leyes en Salamanca; no sólo volvió a La Puebla a encontrar
una novia de la familia de su madre; sino que a su vuelta también
actuó como alcalde mayor de Talavera anadiando a estos notnbra^
mientos el de juez de Llerena31. Recientes estudios históricos han
aportado mucha luz sobre la participación de los conversos en la ge
rencia municipal durante este período32. La administración pública,
al parecer, lo mismo que la económica, atraía a los miembros de la
casta. Y si su comportamiento oficial era una ocasion espectacular,
como en el caso de Antonio Pérez, o arbitraría^ como en el de Mateo
Alemán33, con mucha más frecuencia era ejercida con moderación y
— 135 —
responsabilidad, como parecen haberlo hecho los Rojas, padre e
hijo
^ Ademas de las ocupaciones financieras, médicas, de leyes y admi
nistrativas (que suponen la racionalización de la existencia humana y
de la coexistencia social), los Montalbán estuvieron vinculados por lo
menos a un comerciante, el especiero toledano, a cuyo servicio Alvaro
de Montalban realizó su aprendizaje35. Fueron, sin embargo, los
Franco quienes constituyeron una familia de hombres de negocios de
éxito espectacular. Emparentados con los Montalbán sólo indirecta
mente a través de los Rojas, forman un grupo aparte cuya riqueza
estaba primordialmente en el comercio. En el árbol se nos transmiten
una serie de alusiones al comercio de telas de primera y segunda
mano, comenzando por Pedro Franco, «trapero», muerto en 1485.
Cuando tres generaciones y casi cien años más tarde, los miembros
de la familia se sirvieron del licenciado Fernando (qufeá porque era
j T Í f P 0 Par^en*e y en aquellos problemas) en su solicitud
de hidalguía, una de las ramas poseía tres sucursales comerciales en
Andalucía, juntamente con «gran caudal e azienda». Resultado de
todo esto fue que podían montar «muy buenos cavaüos», elegir entre
varias «casas muy buenas donde vibían e moraban» y «se tenían e
trataban e representaban» como «hidalgos». De hecho fueron muy
admirados y envidiados por sus testigos favorables, muchos de los
cuales eran comerciantes temporeros y buhoneros que operaban en
las ferias locales, lo mismo que había hecho Alvaro en su juventud
Otra salida vocacional a los conversos castellanos era la elegida
34 Además del oficio de alcalde, desempeñaron también, según dos tes
tigos, los cargos municipales de «alcaldes de la hermandad, jurados y procn
radores generales» (ver Apéndice III). Otro hijo, Gar9i Ponce, queda iden-
r v T A o * ? * c”a/ nZa P a r a d o r sindio en esta villa de Talavera»
l es indudablemente «síndico».
. j 3 rama toledana de los Montalbán (de parentesco incierto con los
^ 4 ^ “ s“ «“ « W ^ fundada por un Alonso de
l °ai° - i 1 ^ uneL.de,ia Totre y fue sepultado en la capilla
? , í/ fe ? de ^an ,Nlcolas- Un íújo, Rodrigo López de Mon
talbán (muerto en 1596) queda descrito como «insigne predicador». Otros
hijos casaron con los Fuente de La Puebla. Estos descendían de Diego de
H nSSÍ r f tub° ca^ s. e.n La Puebla» y «casó en Toledo con Guioma
d í la* -Rkt •OC' ¿ > l i f archivos de Salazar y Castro en la Acade-
® ÍOMj* ^ nuf tras referencias al Indice, ed. B. Cuartero
y Huerta y A de Vargas-Zúfiiga, Madrid, 1956, serán S alazar y X r c O
Rodrigo hijo de Diego, «veano de la ciudad'de Toledo», tenía tratos con
Alvaro de Montalbán en 1500 (VLA 3) y es identificado en el p r S o de
Serrano como dueño de un lagar. Era probablemente su nieto, también llamado
|0 ,^ VeCm*x Toledo morador en La Puebla» que treinta y siete años
después denunció a su propio hijastro, Diego de Pisa (Cap. II, n. 47). Hubo
varios cruces de matrimonio de esta familia con los Montalbán, pero cinco
Wn ^m neS x en« e sus descendientes estaban los marqueses de Peña-
° ZaÍ6 ? 1SnS % 31 de T°led° y cabaUeros de Santiago
— 136 —
por los siete hermanos de Santa Teresa: la emigración a las Indias,
donde los talentos administrativos eran todavía más necesarios que
en la Península. Y, una vez allí, terminaban frecuentemente (como
en el caso de Ercilla) por no distinguirse en su manera de ser y de
comportarse del resto de los conquistadores37. En realidad, además
de las numerosas oportunidades para hacer fortuna, las Indias pare
cen haberles ofrecido un escape a las presiones de la vida más bien
lugareña de España. Aunque la Inquisición hizo también el viaje
transatlántico (1528), era un gran solaz encontrar que todos en el
Nuevo Mundo eran recién venidos. De todos modos, de las familias
que ahora nos interesan, no menos de cinco individuos (incluido el
hijo de Rojas, Juan de Montemayor, poco después de la muerte de
su padre) están en las listas de los emigrantes3®. Me inclino a dudar,
sin embargo, que los hijos del licenciado Francisco intentaran de
hecho emigrar cuando trataban de conseguir una probanza de lim
pieza, que era un requisito preliminar. Como veremos (Apéndice I),
estas probanzas particulares eran lo más fácil de conseguir, y es pro
bable que el licenciado Fernando la tramitara como primer paso en
su campaña para lograr la respetabilidad de la familia.
Las más humildes ocupaciones a las que se hace alusión en los do
cumentos son las de tejedor de seda (Alfonso de Torrijos, un cuñado
de Alvaro de Montalbán) y sastre (aquel vagabundo sobrino y compa
ñero de prisión)39. Otro artesano —y, aparte de Rojas, seguramente el
37 Aunque L ucía G a r c í a d e P r o o d i a n reúne mucho material útil en su
libro Los Judíos en América, Madrid, 1966, su interés fundamental está en
los judíos clandestinos más que en los conversos. La historia completa del
papel de los conversos en la conquista sigue sin escribir, si bien Castro pro
porciona un sugestivo punto de partida con sus ideas sobre la tradición semí
tica que están detrás de la «guerra divinal».
38 VLA 26. Murió antes de 1555, ya que las particiones de la propiedad de
su madre fueron hechas entre sus hermanos y hermanas en esa fecha (VLA 28
y 29). Para su viaje a las Indias, véase el Catálogo de pasajeros, III, 1658:
«Juan de Rojas, hijo del Bachiller Hernando de Rojas y de Leonor Alvarez,
vecinos de ^ererife, a Nombre de Dios.—12 de agosto.» Tenerife es clara
mente una transcripción defectuosa de Talavera. Los otros emigrantes de en
tre estas familias eran: Antonio de Avila (hermano de Catalina Alvarez de
Avila mencionada en n. 4); Alonso de Montalbán (hijo de Pero, el primer
aposentador), que salió en 1538 con un séquito de criados (Catálogo, II,
4563); Francisco de Montalbán, hermano de Pero, y que salió en una fecha
tan temprana como 1512 (Catálogo, I, 670); y aquel Montalbán que, según
Valle Lersundi (no he podido encontrar otra referencia a él) actuó como mé
dico en uno de los viajes de Colón y trajo el caimán disecado para la Capilla
del Lagarto en San Ginés. Otro posible pariente que salió en 1535 para
el mismo refugio fue un tal Mateo Ramírez, el hijo de «Aldonza de Rojas,
natural de La Puebla» (Catálogo, II, 2129).
39 Para el estudio de los bajos estratos sociales y ocupadonales de mu
chos conversos recientes (zapateros, tejedores, alfareros, etc.), ver C aro B aroja ,
II, 26 ss., y D omínguez O rtiz , p. 145 ss. Antes de 1492, pudiera parecer
que estas vocaciones menos deseables eran seguidas por los judíos (ver. Cap. V,
137 —
miembro más interesante de nuestras familias de La Puebla— era
Juan de Lucena, cuyas «grandes Yrronías en la santa fe» han sido
ya mencionadas. En parte como resultado de la denuncia de un so
brino corto de luces (¡cuántos casos recuerdan el de Alvaro de Mon
talbán!), su historia y la de su familia se conservan en los archivos
de la Inquisición. El segundo hijo del «doctor maestre» Martín de
Lucena, Juan, hacia 1480 estableció una imprenta en La Puebla,
donde, con la ayuda de sus hijas, Teresa y Catalina (de quienes des
pués hablaremos), imprimió y vendió los primeros libros en hebreo
que se imprimieron en España m. Aunque sólo remotamente vincula
do al autor de La C elestina (en cuanto podemos determinarlo por los
documentos), las iniciativas de Juan nos dan pruebas significativas
de que cuando Rojas era niño existía aún una sólida tradición del
saber hebreo entre los judíos y los conversos de Toledo y de La Pue
bla. Recordamos las insinuaciones de Cervantes de que aún hasta
1605 no era difícil encontrar en Toledo un sabio versado en «otra
lengua mejor y más antigua» que el árabe.
Quizá por esta constante tradición o quizá porque el antagonis
mo escéptico de Alvaro de Montalbán hacia todo lo religioso era
compartido por sus familiares, lo cierto es que en esas familias no
hallamos ningún eclesiástico hasta la generación de los hijos de Ro
jas. Hemos mencionado ya al hermano de Catalina Alvarez de Avila,
Francisco de Avila (el canónigo de Sigüenza que falsificó el árbol de
su familia), y en la misma generación entre los Franco hubo un fraile
franciscano, Alonso de Villarreal, y una Francisca de los Arenales,
sólo identificada como «m onja». En la siguiente generación hay el
nieto de Rojas, fray García, aquel prior de los Carmelitas Calzados
(y posible antagonista de Santa Teresa) que estaba seguro de que la
familia poseía una ejecutoria. Pero la lista de ocupaciones o cargos de
la familia llega a su conclusión climáctica en 1616 cuando un testigo
declarante en el expediente de Palavesín se identifica a sí mismo
como «Martín de Avila, familiar de la Santa Inquisición de La Pue
bla de Montalbán»41. Como recordamos, los deberes de un familiar
— 138 —
incluían espiar a los vecinos y amigos y comunicar todo comporta
miento sospechoso...
«M i p r in c ip a l e s tu d io »
_ 139 —
en una sociedad más tolerante de la ficción novelesca, tuvo dudas
similares respecto a las compatibilidades de las dos vocaciones:
«...p u ed e haber una tendencia a herirme en mí profesión [por el
hecho de habérseme atribuido cierta novela] a la que me he en
tregado con tanta pasión y diligencia que no he tenido suficiente
descanso, aunque tuviera inclinación para componer una cosa seme
jante» 43. En el caso de Rojas, la vocación y el título de bachiller en
Leyes a la vez le mantuvieron y animaron durante decenios cuando Ja
creación de La C elestina se había convertido en un recuerdo de ju
ventud. Su epitafio puede parecerle grotescamente impropio a un
biógrafo literario, pero seguramente quiso él que así dijera: «Aquí
yace el honrado bachiller Fernando de R ojas»44.
Además del autorretrato del prólogo y de la inscripción en la
lápida sepulcral, el intenso sentimiento vocacíonal de Rojas aparece
también dentro de las fronteras del diálogo de La C elestina. Se ha
aludido con frecuencia a una expresión indirecta de resentimiento
finamente velado contra la irregularidad legal de los procedimientos
inquisitoriales. Cuando Celestina describe la persecución de Claudina
por la Inquisición (la misma persecución «por la justicia» que se su
ponía garantizaba la salvación), hace observar que su amiga no era
culpable de los cargos que se le imputaban: « según todos dezían, a
tuerto e sin razón e con falsos testigos e rezios tormentos la hizieron
aquella vez confesar lo que no era». Es harto más preferible, con
cluye ella, la justicia civil cuando se compara con estos procedimien
tos 4S. En un contexto irónico es siempre arriesgado atribuir cualquier
opinión o afirmación al autor, pero me atrevo a suponer que en mate
rias de su propia profesión Rojas deja que sus personajes hablen por
él. El justo y eficiente juez municipal que condena y ejecuta a Pár-
meno y Sempronio con laudable rapidez y sin dejarse influir por Ca
listo (acto XVI) se presenta, de esta manera, en agudo contraste con
los inquisidores de Claudina {¡y los de su propio padre!). Pudiera pare
cer como si el único campo de la actividad humana en que Rojas
Introducción a The Ad ventares of David Simple, de S ar ah F ielding,
London, 1744, p. IV.
34 VLA, documento final sin numerar, «Libro de memorias», de Juan
de Rojas.
45 «Calla, bobo! — replica Celestina a Pármeno—. Poco sabes de acha
que de iglesia y cuanto es mejor por manos' de justicia que de otra manera.»
Para el contexto de estas observaciones y su relación y de su relación a la
perversa interpretación de Celestina de «Bienaventurados los que padecen
persecución por la justicia»..., ver mi «Mathew V: 10 in Castilian Jest and
Earnest» ya citado. Cuando en La Tbebayda, un «rufián gracioso» se gloría
de que por medio del soborno ha podido conseguir la libertad de un criminal
que se encontraba al pie de la horca, la actitud del autor hacia la justicia civil
parece opuesta a la de Rojas. En un mundo desprovisto de razón a todos los
niveles, desde el de nuestro destino final a nuestras más rudimentarias conver
saciones, el derecho, con todos sus fallos posibles, ofrecía firme refugio.
140 —
confiaba totalmente íuera aquel al que había dedicado su vida: el
estudio y la práctica del Derecho civil.
Cabía esperar que otros miembros de la casta de Rojas, particu
larmente los emigrados a América, estuvieran afectados por la exal
tación del siglo. Un Alonso de Ercilla 46, al llegar a la extremidad
antartica de Chile, afirma con orgullo de un modo tan ajeno al cho-
carrero Villalobos como al evasivo Rojas: «Aquí llegué donde nadie
ha llegado.» Y además se atrevió a reclamar la fama duradera en una
creación épica, La Araucana, que en su celebración de los valores es
antitética a La C elestina. Es típico que Ercilla dejara al morir va
rios tomos cuidadosamente encuadernados de su obra mientras que
el testamento de Rojas sólo menciona únicamente un «Libro de Ca-
üsto» tasado en 10 maravedíes. Pero Ercilla es excepcional dentro
de su casta. En su mayor parte, las vocaciones individuales se afin
caban en las pequeñas ciudades y villas de España donde los antepa
sados de los conversos habían ocupado sus aljamas y formado las
«calles de judíos» con sus casas. Allí de manera consciente, metódica,
y no sin orgullo, se entregaban a los nada heroicos negocios que el mis
mo siglo necesitaba: recaudadores, contadores, cronistas, administra
dores, procuradores, jueces, pensadores, escritores y artesanos. O caso
de dejar el hogar, lo hacían menos como aventureros que como hom
bres que siguen una carrera específica del saber, la administración o
el servicio.
En las R elacion es dadas a Felipe II {el primer intento de censo
en España), Torrijos, una pequeña comunidad agrícola de unos 750
vecinos, a unos diecisiete kilómetros al norte de La Puebla de Mon
talbán, enumera con orgullo a los titulados que allí hicieron sus pri
meras letras. De una sola escuela elemental y secundaria, afirman los
relatores locales, salieron más de 50 profesores, médicos, juristas,
jueces, teólogos, obispos y burócratas, la mayoría de ellos de claro
origen de conversos. Entre ellos están Alonso de Torres, profesor de
Griego en Alcalá; el doctor Diego López, médico real; el licenciado
Busto de Villegas, gobernador del Arzobispado de Toledo, y un doc
tor Covarrubias, juez del Consejo real. Todos fueron alumnos de un
bachiller Francisco de Torrijos (quizá emparentado con los dos To
rrijos que casaron con las hermanas de Alvaro de Montalbán), un
creador de vocaciones totalmente olvidado pero tan notable en su voca
ción como cualquier institucionista del siglo x ix 47. Aunque la escuela
— 141 —
de Torrijos fue con toda certeza fundada después que el futuro ba
chiller recibiera su educación preuniversitaria, sus ilustres ex alumnos
nos iluminan en cuanto a los .talentos vocacionales que la población del
valle del Tormes entre Toledo y Talavera fue capaz de producir en
el siglo xvi.
La fuerte identificación de personalidades como éstas con sus
«vocaciones» seguramente les había ayudado a sostenerse en su lucha
Ínterper sonai diaria e incluso a crear cierta deferencia por parte de
los demás. Pero al mismo tiempo tales cargos podían acarrear los
peligros que pudieran emanar del resentimiento popular latente. In
dudablemente, la mayoría de los arriba enumerados eran conocidos
como conversos, cuyo poder, influencia oficial y riqueza bien podía
llevarlos a la destrucción. La frase popular (y título de una comedia)
Del r ey abajo, ninguno, va tácitamente dirigida contra la situación
intermedia de la casta conversa y confirma la intuición de Sartre de la
naturaleza profundamente «antioficial» del antisemitismo. O como
apunta en otro lugar: «Nous constatons que 3’antisémÍtisme est un
effort passionné pour réaíiser une unión na dónale co n tre la división
des sociétés en classes»4S. A. Castro, A. Sicroff, J, Silverman y otros
lian demostrado la identidad de la honra del campesino, que es pe
culiar del teatro español del siglo xvn, con el mito de la «limpie
za de sangre», un mito basado en la igualdad en la sangre y opues
to a presunciones de superioridad con base en la clase o en po
siciones vocaclónales. Por lo que se refiere a la riqueza, era des
preciada y envidiada a la vez: invitación primero a la violencia de la
chusma, y luego a la rapacidad de la Inquisición.
En estos términos, podemos acercarnos a sacar la profunda dife
tio infrecuente entre los conversos. Ver, por ejemplo, el Libro verde de Ara
gón, p. 271. Es también digno de notarse que Francisco Hernández, el natu
ralista de La Puebla, sirvió como médico en Torrijos para el duque de Ma-
queda hacia 1530. Ver sus Obras completas, ed. G. Somolinos d’Ardois,
México, 1960, I, 116. Es imposible determinar si esta escuela tuvo o no al
guna relación con la institución caritativa fundada en Torrijos por Doña Te
resa Enríquez, la Duquesa de Maqueda, conocida como «la loca del Sacra
mento», que un poco antes de su muerte en 1503: «Instituyó en su mismo
palacio un Recogimiento con destino a niños de todas edades, los cuales vivían
en comunidad bajo la dirección de un eclesiástico a fin de que, por medio
de una educación prudente y cristiana, lograsen el alivio a sus necesidades
y el camino por donde alcanzar el inapreciable tesoro de la sana moral y
letras... Vistió a todos los niños con un traje decente y uniforme... los servía
de almorzar con sus propias manos... Después acudían a la escuela para
aprender las primeras letras, y los proficientes se dedicaban a estudiar gramá
tica latina y filosofía con el padre Contreras (el primer superior de dicho
asilo») (M. A. A larcón, Biografía compendiada de la Exana. Sra. Doña Te
resa Enríquez, Valencia, 1895, pp. 43-44). La duquesa, podemos añadir de
pasada, como hija del tercer «Almirante de Castilla», pertenecía a una bien
conocida familia de nobles con ascendencia en parte conversa.
48 Réfiexions, p. 193.
— 142 —
rencia entre las circunstancias y la visión persona] de los conversos
del siglo xvi y los protestantes de los siglos x v i i y xvm tal como las
describe Max Weber. La justificación de la vida personal en términos
de éxito económico y la esperanza en la salvación como resultado de
la fidelidad a la propia vocación no fueron admitidas por la sociedad
a la que servían los conversos. Como señala Castro (hablando de los
judíos españoles de la Edad Media):
Es grave asunto que los servicios que prestamos, o nos prestan, no engra
nen con un sistema de estimaciones y lealtades mutuas según acontecía cuando
la organización feudal era una auténtica realidad. En zonas importantes de la
vida española las lealtades y las estimas estaban reemplazadas por la tiranía
del señor y por el lisonjero servilismo, obligado a pagar ese precio para subsis
tir. Tan funesto como aquella falsedad fue que las gentes del estado llano
tuvieran que aceptar como superiores y esquilmadores de su pobre haber a
quienes odiaban y despreciaban, tanto más, cuanto más evidente resultaba ser
su superioridad49.
— 143 —
La historia social de la España de Rojas era un tejido de semejan*
tes choques ya olvidados entre las castas.
Para comprender el desdén que sentía la masa de cristianos viejos
por la casta de los conversos y por sus vocaciones típicas hemos de
tener cuidado de no pensar en términos de los prejuicios actuales o
de nuestros propios grupos minoritarios. El sociólogo americano
Everett Stonequíst escogió de manera significativa el adjetivo «mar
ginal» para describir al individuo que «está condenado a vivir en
dos mundos» y obligado «a asumir en relación a esos mundos en los
que vive el papel de un cosmopolita y un extranjero»51. El negro, el
gitano, el indio aculturado y, en algunos casos, el judío, según Stone-
quist, existe marginalmente en Estados Unidos en cuanto que todos
ellos pertenecen a la sociedad y al mismo tiempo son tratados como
sí no pertenecieran a ella. No fue éste el caso, como ya hemos sugeri
do, de los conversos. Aunque los Montalbán pudieran calificarse de
marginados en la medida en que eran miembros de una minoría que
se reconocía como tal, las vidas que llevaban y las profesiones que
siguieron no eran nada margínales. Por el contrario, se encontraban
en el centro mismo de las cosas, siendo funcionarios esenciales a la
vez honrados y sospechosos, a la vez tratados con confianza y resen
timiento. En realidad, casi se podría decir que la amargada y suspicaz
sociedad de los cristianos viejos a la que servían les era «marginal».
En un folleto antisemítico del tiempo, el D iálogo en tre Lcún C alvo y
Ñuño R asuraS2, las estatuas de dos jueces de Castilla se enzarzan en
reñida y envidiosa conversación cuando miran al mundo moderno des
de una hornacina de la catedral. A su manera de ver, es un mundo que
se dedica a ocupaciones extrañas y repugnantes, un mundo en manos
de los conversos que montan soberbios caballos y visten atavíos deca
dentes. Sucede que son estos dos petrificados tradicionalistas los que
se sienten marginados, postura desde la cual el único medio posible
de volver a controlar la sociedad era la intervención inquisitorial.
De esta manera, volvemos a observar desde una perspectiva dife
rente la paradoja que observábamos antes. Fue la singular situación
sociológica de esta casta la de estar a un tiempo totalmente dentro y
totalmente fuera de la sociedad en que vivían 53, una sociedad que les
51 E v e i i e t t V. S tonequíst,
The Marginal Man, Nueva York, 1937 (intr. de
R. E . Park), pp. XVII-XVIII. ■
52 Ver Cap. II, n. 18. Además de insistir en sórdidos detalles sexuales,
las dos nobles estatuas critican principalmente la reducción de todos los valores
a términos monetarios. Los matrimonios se conciertan para mantener las for
tunas en casa, los títulos se compran y se venden en el mercado real, y así
lo demás. Para el «Celestinista» es curioso notar que el escritor parecía con
siderar el «mal de madre» como una expresión de conversos (p. 166).
53 C a r o B aro ja , de pasada, alude a la situación de los conversos como
«situación contradictoria y única», precisamente por esta paradoja (II, 37). Su
fallo en no seguir reflexionando largamente sobre esta anomalía esencial es
— 144 —
confería el poder de tomar las decisiones más cruciales y delicadas y,
no obstante, les sujetaba al poder arbitrario de los inquisidores y al
«miserable populacho que los adoraban» 54. O, como concluye Albert
Sicroff desde otro punto de vista, «terrible en verdad fue la ironía de
los esfuerzos de España por purificar a su sociedad cristiana, que, a pe
sar de los motines de las masas, de los bautismos impuestos, de los
estatutos discriminatorios de pureza de sangre, de las inquisiciones
y finalmente del Edicto de Expulsión, únicamente parecieron condu
cir al impuro elemento judío a un mando todavía más dominante de
los centros neurálgicos de su vida civil y eclesiástica» ss.
L i b e r t a d y d is e n t im ie n t o
Como señala Caro Baroja, sin duda hubo tantas y tan variadas
reacciones sentimentales a la situación anómala de la casta como el
número de individuos obligados a vivir en e lla 56:
Al terminar de presentar toda la gama de actitudes y pensamientos que se
observan en los conversos y los descendientes de ellos, es cuando se puede
dar cuenta uno mejor de lo falaces que son las historias que nos los pre
sentan con caracteres homogéneos. No. El alma humana, por mucho que se
la coaccione {o tal vez cuanto más se la coacciona), puede reaccionar de mil
formas distintas y ésta es la sola garantía que tenemos en un mundo como
el actual, en el que volvemos a estar sujetos a procedimientos coactivos sin
cuento, para pensar que el hombre es libre en esencia; por lo menos ante los
demás hombres, ya que no ante una naturaleza ciega e imperiosa. Es libre para
ser místico cristiano como el Beato Juan de Avila, o místico judío, como
Abrahán Cardoso; para ser hereje del catolicismo, como el Doctor Cazalla,
o para separarse del judaismo, como Espinosa; para ser escéptico como Mon
taigne, o negador de la inmortalidad del alma como Uriel; para arder en la
hoguera o para apostatar. Y ninguna voluntad de unidad, venga de la Iglesia
o de la Sinagoga, del Estado o de la Inquisición, impedirá que esta libertad
se manifieste como el don más precioso de que puede hacer uso57.
— 145 —
10
El debate de libertad versu s determinismo al que Caro Baroja
acaba de invitarnos, por su misma naturaleza presenta la casta con
versa (o las dos castas judía y conversa separadas, pero genéticamente
vinculadas) como una especie de conglomerado de conciencias inde
pendientes. Y visto así, así serán, pero para nuestros fines es indis
pensable tratar de meditar un momento sobre aquellas posibles reac
ciones que se expresan en un plano intermedio entre la mónada y la
colectividad total. Con esto quiero significar de manera específica
que hemos de intentar ordenar, no las reacciones y actitudes cons
cientes y personales, sino más bien las clases típicas de reacciones
ante la situación histórica y social impuesta. Dentro de la casta como
un todo, ¿no podemos tratar de clasificar las formas de vivir el ser
converso? S8.
Presento tres: la primera, el resentimiento propuesto por Fran
cisco de Villalobos («la venganza de un marrano»); la segunda, la
retirada irónica y el camuflaje; y la tercera, la aceptación, parcial o
completa. Los sociólogos que buscan otros fines y tienen una prepara
ción profesional insistirían seguramente en un esquema más comple
jo y más ajustado a la verdad, mientras que a los críticos literarios
se les ha enseñado a creer que lo que realmente cuenta son los infi
nitos matices individuales del sentimiento y expresión personales.
Respeto a ambos; pero lo desesperado de nuestra empresa —nuestro
afán por volver a encontrar a un hombre que casi ha desaparecido—
exige una especie de rudimentaria categorización. Igual que un dibu
jante de la policía que traza rasgos simplificados, al tratar de reinven-
tar la persona sugerida por nuestra lectura de La C elestina, no pode
mos hacer sino emplear tales medios para circunscribir la vida perdida.
Quizás donde se expresa más directamente el resentimiento agre
sivo del converso (junto con sus acompañantes sentimentales, el des
precio y el odio) es en el tratado De vita je lící, de Juan de Lucena. Lu
cena era cronista regio de los Reyes Católicos, padre de Luis de Luce
na (que nos interesa como autor y condiscípulo de Rojas en Sala
manca), y probablemente pariente del impresor de hebreo del mismo
nombre. De todas formas, mientras Alvaro de Montalbán reprimía
como podía sus sentimientos y Villalobos se proyectaba en el pa
pel de chocarrero que él mismo había escogido, Lucena (evidente
mente en una posición de poder) echaba al viento sus sentimientos
sin ninguna inhibición o transformación. Cuando discute el linaje, por
ejemplo, señala que el descendiente de los romanos («que pecaron en
58 M árquez llega a decir: «Ser cristiano nuevo suponía en el siglo xv,
para la mayor parte de ellos, el estar encuadrados en un panorama de vivísi
mas urgencias vitales, ante las que era forzoso adoptar unas actitudes intelec
tuales y, lo que era mucho más grave, una norma de conducta» (p. 44). En
efecto, contrariamente a las libres conciencias individuales, estas normas pue
den estar sujetas a clasificación.
— 146 —
formas bestiales»), o de los godos o de los doce pares de Francia
(«unos más bestias que otros»), es altamente estimado. Tal persona es
un «gentilhombre», «poco menos que Apolo», pero si un hombre des
ciende de hebreos, por virtuoso y sabio que sea, lo llaman un «marra
n o, poco más baxo del poluo». Y llega a exclamar: «Infieles cristianos
que tal dicen, ¡marrados tengan los ojos!» 59. Contra la falta de estima
de la sociedad hay aquí una inexorable venganza verbal.
¿Y qué decir de Rojas? Sí en el capítulo anterior le vimos esfu
marse y prevaricar, ahora podemos discutir el contraataque irónico e
indirecto que él y otros —menos atrevidos que un Lucena— dirigían
contra su hostil sociedad. En efecto, yo propondría que la posibilidad
de La C elestina dependía de la interacción mutua de las dos actitu
des, de la retirada prudente y de la expresión personal y mordaz. El
ejemplo más claro de la subversión irónica que hace Rojas de los
valores recibidos ocurre en un diálogo del acto III, un diálogo sín
duda mejor entendido por su familia y sus «socios» que por aquellos
que hoy ven en él tan sólo una indicación de la fecha de la composi
ción de la obra. Como recordamos, Celestina ha advertido a Sempro-
nio del peligro que pudiera resultar para los criados de la pasión de
Calisto. Y éste contesta: «¡Aun al diablo daría yo sus amores!... Que
no ay cosa tan dificile de ^ofrir en sus principios, que el tiempo no
la ablande e faga comportable.» Después de lo cual él hace un dis
curso al parecer innecesario e impertinente sobre la eterna guerra del
tiempo con los valores:
El mal é el bien, la prosperidad é aduersidad, la gloria é pena, todo pierde
con el tiempo la fuerza de su acelerado principio. Pues los casos de admiración
é venidos con gran deseo, tan presto como passados, oluídados. Cada día ve
mos nouedades é las oymos é las passamos é dessamos atrás. Diminuyelas el
tiempo, bázelas contingibles. ¿Qué tanto te marauillarías, si dixesen: la tierra
tembló ó otra semejante cosa, que no olvidases lu.-go? Assi como: elado está
el río, el ciego ve ya, muerto es tu padre, vn rayo cayó, ganada es Granada,
el Rey entra oy, el turco es vencido, eclipse ay mañana, la puente es lleuada,
— 147 —
aquel es ya obispo, á Pedro robaron, Ynés se ahorcó, Cristóbal fue borracho.
¿Qué rae díras, sino que á tres días passados ó á la segunda vista, no hay
quien dello se marauille? Todo es assí, todo passa desta manera, todo se oluída,
todo queda atrás60.
148 —
subvertidos por el contraataque creador, aparecen como máscaras
superpuestas a la nada. La desaparición del yo tanto de los autores
como de los personajes van concomitantes con la desaparición del sen
tido
La tercera categoría de reacción ilustra la noción de Stonequist de
que el espíritu de un «hombre marginado es un crisol en que se
puede decir que están mezcladas dos culturas diferentes y refracta
rias, total o parcialmente fundidas»63. El rechazo resentido y la de
valuación irónica de la sociedad iba acompañada inevitablemente por
una asimilación parcial de los puntos de vista de la casta dominante.
No aludo solamente a aquellos conversos que, como el obispo Pablo
de Santa María o Micer Pedro de la Caballería, se hicieron fanáticos
de la nueva fe y se dedicaron a atacar a sus propios congéneres 64. El
volverse a definir dentro de un molde rígido y agresivo, aunque es
un fenómeno muy conocido entre los que se someten a una conver
sión de cualquier clase, difícilmente cuadraba con los Montalbán y
sus familias consanguíneas. La única posible excepción que encontra
mos en los documentos es Yñigo de Monzón. La reacción que más
nos importa ahora es totalmente diferente: la aceptación por los con
versos — a veces sin darse cuenta, y otras hipócritamente— de los
valores y formas de comportamiento de sus vecinos y opresores cris
tianos viejos.
Aparte la obligada convivencia y el obligado empeño —frecuen
temente con medios y formas distintas— hacia las mismas metas
nacionales, sin duda el canal central de la osmosis axiológica entre
las dos castas era un común lenguaje. Para los conversos, los signifi
cados y los valores contenidos en las palabras o modismos que for
— 149 —
maban sus conciencias trajo necesariamente consigo al menos la acep
tación parcial de la cultura en que se habían criado. Incluso para los
individuos que subrayaban su propia marginalidad, la comunidad
lingüística implicaba al que hablaba o escribía en un dialogo tácito
con muchas cosas que rechazaba, diálogo que dependía del acuerdo
común sobre los términos y valoraciones. En este sentido, la casta de
los conversos (y particularmente los escritores conversos en su aguda
grandeza y miseria) recordaba los que contribuyeron a aquel mara
villoso renacimiento literario irlandés encabezado por Yeats y Joyce.
Cuando Rojas habla de sus predecesores (los varios posibles autores
del acto I) como de «doctos varones castellanos» está reconociendo
la comunidad que a otro nivel (el de la conquista de Granada) recha
za. Creo que no es mera coincidencia el que, al menos tres de los bien
conocidos intelectuales conversos; Juan de Valdés, Mateo Alemán y
Juan de Luna, todos en la línea de la tradición de Nebrija, estuvieran
tan interesados por la naturaleza y la perfección del castellano como
lo habían estado sus antepasados judíos que lo habían defendido e
ilustrado cuatro siglos antes en la corte de Alfonso el Sabio 6S.
De aquí viene la conservación del español y de su literatura oral
en forma de romances (algunos de ellos sobre temas de los poemas
épicos cristianos de Castilla) mantenida durante siglos entre las colo
nias sefardíes esparcidas por todo el mundo. De aquí también las
obras de Quevedo en la biblioteca de Spinoza y la floreciente litera
tura judeo-española de los siglos xvi y x v i i . Y de aquí, sobre todo,
los lamentos por España como patria perdida, una «común patria», de
aquellos a quienes el edicto de expulsión o la presión inquisitorial
envió después al exilio. La posibilidad del disentimiento y separación
personal violentamente negativos (Juan de Lucena) o irónicamente
creadores (Fernando de Rojas) estaba abierta a todos los que vivían
en la situación de los conversos. Pero, al mismo tiempo, había que
expresarse en un lenguaje que atribuía un valor inherente a mucho
de lo que se quería rechazar, habría que arremeter contra los valores
que eran no solamente «de ellos» sino al mismo tiempo lingüística
mente «nuestros». La complejidad estilística casi sin límites de La
Celestina y del Lazarillo, los planos superpuestos de significado que
yacen detrás de sus signos verbales, sólo se pueden entender como
repentinamente posibles en los términos de este dilema. La ambigüe
65 Alonso de Proaza, en sus versos finales, afirma que ningún famoso
dramaturgo romano o griego igualó a «este poeta en su castellano». Los tres
libros aludidos son la Ortografía española, de Mateo Alemán; El diálogo de la
lengua, de Juan de Valdés, y El arte breve y compendiosa para aprender a
leer, escribir, pronunciar y hablar la lengua española, de Juan de Luna, Lon
dres, 1623. Para un estudio del cultivo del castellano por los judíos en la
corte de Alfonso el Sabio, ver Realidad, 1.* ed., p. 460 ss. Castro cree (si bien
no hay pruebas directas) que Nebrija, llamado característicamente por la ciu
dad de su nacimiento, era de origen converso.
— 150 —
dad no es aquí una abstracción para los críticos o una estrategia para
los poetas, sino un modo de existencia.
« P orque so y h id a l g o ...»
— 151 —
ti do de hidalguía. Son proverbiales las pretensiones de los sefardíes
a la aristocracia, y sólo nos puede sorprender momentáneamente el
hecho de que (como nos informa M. J. Benardete) gran número
de tumbas del cementerio judío de Salónica puedan exhibir pulcros
escudos españoles Lo único que podemos concluir es que, las eos-
tumbres dietéticas, tardaron en conseguir una completa asimilación,
mientras el íntimo enajenamiento de la propia alma y la intimidad de
la autorrepresentación ante la sociedad se modificó más fácilmen
te, Una vez descartados el vestido y la vida en g h etto s judíos, la
confrontación con una sociedad hostil y suspicaz creaban nuevos pa
peles defensivos que eran pronto tan genuinos y tan motivo de orgullo
que ya no se abandonaban aunque no se los necesitara.
Otro aspecto de la misma fusión es la exaltación en términos cris
tianos de la ascendencia hebrea. Los que se negaban a camuflar su
linaje (en los años antes de que la Inquisición y los edictos discrimi
natorios de exclusión hicieran tal acto indispensable) tomaban la sen
da opuesta y se gloriaban de él como del más antiguo y menos conta
minado. Castro estudia detenidamente las muchas alusiones a «linaje»
y «alcurnia» entre los judíos y conversos conocidos, alusiones que
dieron términos y connotaciones españoles a un orgullo que fue ori
ginalmente hebraico. Así, Ribbi Mosé Arragel, en el prólogo a su
Biblia, adscribe a los judíos «quatro preheminencias»: «en linaje, en
riqueza, en bondades, en sdencia» 69. De manera significativa el linaje
es puesto en primer lugar. Así también, según Castro, el poeta y autor
de aforismos Sem Tob creía que los judíos eran «fidalgos de natu
ra» 70, Mosén Diego de Valera, que fue un converso intelectual y al
mismo tiempo un ejemplar caballero andante del siglo xv (vagando
por toda Europa,'retando a los paladines locales a singular combate,
y alistándose en las cruzadas de reyes extranjeros), en su traducción
del compendio de la doctrina caballeresca de Honoré Bonet, el Arbre
d e batailles, añade una sección de los escudos de armas de famosos
héroes pasados. Junto al Rey Arturo, Héctor y otros coloca a Josué,
al Rey David y a Judas Macabeo71. Al menos en lo que se refiere a
funciones y definiciones personales en beneficio de otros, estos judíos
y conversos eran (según suponemos) no menos españoles y hombres
de su tiempo que sus contrarios. Pueden haber estado alienados, pero
en su modo de hablar y en los papeles que desempeñaban no eran
extraños. ■
Esta «fusión» particular de valores se había convertido en algo
65 M . J . B e n a r d e t e , Híspanle Culture and the Cbaracter of tbe Sepbardic
]ews, New York, 1953, pp. 43-45.
69 Realidad, 1.a ed., p. 466.
70 Ibid., p. 532.
71 Ver M a r q u é s d e L a u r e n c ín , «Mosén Diego de Valera y el Arbol de
Batallas», BRAH, LXXVI (1920), 294-308.
— 152 —
tan común hacia el siglo xvn que el mismo prestigio de hidalguía fue
cada vez más controvertido. Castro y otros señalan numerosos pasajes
en el teatro de Loüe de Vega y sus sucesores en que los campesinos
son enfrentados a los hidalgos y en los que se alude más o menos
abiertamente a su ascendencia manchada, simplemente porque eran
hidalgos Tt. Si al lector moderno le resulta difícil comprender tales
alusiones, es porque ha olvidado la historia social de los siglos xv y xvi
que ahora nos preocupa; ha olvidado, para ser concretos, que toda fa
milia de conversos que podía procurárselo, de una forma o de otra
(por soborno, por compra, por matrimonio, o por simple afirmación
propia) había conseguido el status de hidalgo. Tampoco eran las dos
clasificaciones (a pesar del triste destino de los Franco) tan mutua
mente exclusivas como pudiera teóricamente parecer. La vocación de
mayordomo, por ejemplo, con su administración de castillos y propie
dades lejanas, suponía con frecuencia la espada y el mando de fuerzas
armadas lo mismo que la pluma y las cuentas. Diego de Rojas, de La
Puebla de Montalbán (un contemporáneo de incierto parentesco con
el bachiller), presenta un caso típico. Comenzando como administra
dor doméstico de los señores de Montalbán, llegó más tarde a capitán
a las órdenes del «Gran Capitán», Gonzalo de Córdoba, y a «alcaide»
de una fortaleza. Los varios testigos que recuerdan su carrera (en una
probanza que examinaremos luego) parecen ver esto como una tran
sición perfectamente natural.
La adopción de las características de la clase cristiana no libró a la
casta de los conversos de verse constantemente envuelta en los en
démicos antagonismos sociales de España. Como podremos ver en los
próximos capítulos, la fusión del converso con el hidalgo condujo por
parte de los villanos a la correspondiente fusión del antisemitismo
con la rebelión contra la explotación. Era natural que en lo que Amé-
rico Castro adecuadamente denomina «edad conflictiva», los campesi
nos, despreciados y carentes de privilegios, respondieran a las pre
tensiones de sus vecinos arrogándose para ellos un nuevo y revolucio
nario género de nobleza: lim pieza, una presunción de linaje y de san
72 Era natural, como señala M a d a r i a g a {Vida del muy magnífico señor
Cristóbal Colón, Buenos Aires, 1940, p. 183), para hombres enfrentados con
una sociedad hostil y sospechosa el tratar de encontrar defensas eficaces y
convincentes dentro de su propia tradición que fueran comprensibles a sus
adversarios. Ideal para este propósito era el sentido judío del linaje inconta
minado fácilmente traducible a términos caballerescos y feudales. El orgullo
judío por la genealogía (tan irritante, como hemos visto, a sus vednos campe
sinos de humilde y oscuro nacimiento) se identificaba de esta manera con la
arrogancia de las familias nobles con las que entraban a formar parte por el
matrimonio. Salomón ben Verga recuerda una triste observación de un rey
español: «De todos es sabido que ningún pueblo de la tierra puede demostrar
la pureza de su origen, de su estirpe y linaje, como estos infelices judíos.»
C a s t r o (p. 71), C a r o B a r o j a (I, 401 ss.) y L e a (I, 152)comentan este
aspecto del encuentro entre las dos castas.
— 153 —
gre pura y sin mezcla que creían tener garantizada precisamente por la
humildad de sus orígenesli. Fue esta conciencia de ser hijos impolu
tos de la tierra la que los habitantes de Fuenteovejuna esgrimieron
contra la dudosa alcurnia del comendador y que estaba en la raíz del
peculiar concepto español de la honra del campesino74. No obstante,
lo que se admiró y sigue siendo admirable en el teatro, era maligno
en la práctica social75. La manía de limpieza no sólo produjo un
cúmulo de sufrimientos personales sino que también, cuando llegó a
los extremos de los que vemos un ejemplo en el expediente de Pala-
vesín, creó una nociva costumbre de falsificación histórica, que debilitó
las auténticas relaciones entre los hombres. Ha impedido incluso,
como hemos visto, mucha de la erudición literaria e histórica con
temporánea.
Estas reacciones prolongadas contra la hidalguía de los conversos
descrita por Castro, Sicroff y otros sobrepasan también nuestras pre
sentes preocupaciones. Lo que nos interesa directamente ahora es
algo mucho menos fácil de determinar: su grado de autenticidad como
medio de comprender el lugar de uno en el mundo. ¿En qué medida
y de qué manera se vio a sí mismo Fernando de Rojas como hidalgo?
Puesto que en su caso sabemos más sobre sus nietos que sobre él mis
mo, comencemos por considerar el caso espectacular que nos ofrece
la rama de los Montalbán de Madrid, en la que casó su hija Catalina.
El fundador de la familia de Madrid fue un primo carnal de Alvaro,
otro nieto del primer Garcí Alvarez, llamado Alonso de Montalbán.
Durante la reconquista de Granada sirvió con tal distinción que se
le entregó el mando de un contingente gallego. En palabras de uno
de los testigos de la probanza, «este testigo se alió en las guerras de
la toma del reyno de Granada e bio cómo el dicho agüelo fue capitan
de la gente de Galizia e después le dieron el oficio de aposentador
real»76. Así, una carrera brillante del servicio militar vinculó a Alon
— 154 —
so de Montalbán con ese grupo de hábiles conversos —el secretario
real, Gabriel de Santángel; el confesor de la Reina, fray Hernando de
Talavera; el teórico jurista y legislador, doctor Alonso Díaz de Mon-
talvo; y muchos otros 77— que administraron la Corte y el reino de
los Reyes Católicos. Fue durante su vida en el campo y en el nuevo
mundo de la corte cuando Alonso de Montalbán adquirió la aparien
cia, las maneras, los privilegios y, en la práctica, la realidad de la hi
dalguía.
Hacia 1548, unos veintisiete años después de su muerte, Alonso
de Montalbán se había convertido en un respetado y venerable ante
pasado, recordado con orgullo por sus nietos y bisnietos en su «pro
banza de hidalguía». Su suntuosa casa en la parroquia de San Ginés,
con su escudo de armas de piedra («tres panelas e una flor de lys e
una vanda atravesada con dos bocas de dragones») sobre la puerta
era su casa solariega. Aquí se había «tratado a sí mismo» como hidal
go, y lo mismo que su hijo y sus nietos en los años siguientes, había
gozado orgullosamente los privilegios y exenciones a los que tenía
derecho7S. Ninguno de los testigos amigos y, probablemente bien pa
gados, creyó necesario recordar la merienda catastrófica de 1525
cuando quedó manchado el nombre de la familia. Como los numerosos
Montalbán que habían sido quemados después de la muerte o ver
gonzosamente reconciliados en La Puebla, aquel acontecimiento, aun
— 155 —
que no olvidado, no venía al caso para la certificación formal del
status que ahora se buscaba79. Y en Madrid no había ningún enemigo
vengativo para impedir la certificación como don Antonio de Rojas.
Tres generaciones de favor real y responsabilidad administrativa (el
cargo de aposentador seguía estando en manos de un miembro de la
familia) ®°, tres generaciones de heredada riqueza, y tres generaciones
de escrupulosa conformidad quedarían ahora reconocidos oficialmen
te. Y ahí se quedó.
A pesar de los chismes de la parroquia, los Montalbán eran lo
que aparentaban, o lo que querían parecer. Viajaron al Nuevo Mundo
llevando consigo un equipo de criados51; establecieron su propia capi
lla privada dentro de la iglesia de San Ginés (la «Capilla del Lagarto»,
que todavía existe con su caimán disecado traído de América) , don
de se celebraron con ostentación sus bodas, entierros y bautismos.
Es imposible —ya que no dejaron actas de procesos ni piezas maes
tras de diálogo detrás de ellos— tratar de penetrar sus espíritus o sus
sentimientos ocultos, pero en esa superficie del ser llamado por Sar
tre «Pétre pour autrui», eran hidalgos. En este sentido habría que
entender su probanza menos como una decepción social cuidadosamen
te amañada que como una certificación de la verdad social.
156 —
Podemos volver ahora a Fernando de Rojas, cuya conversión en
un venerable antepasado era también intentada por sus nietos (si
bien más tímidamente, como hemos visto). Hablando biográficamen
te, sería erróneo limitar su gama personal de reacciones a la capaci
dad de retirada irónica y al velado contraataque revelado en La Ce
lestina. Por encima de toda otra cosa estaba la fuerte dedicación voca-
cional a su «principal estudio» y con ello —como resultado de la
cautelosa realización a lo largo de su vida del papel de hidalgo de la
villa— su preocupación por el status. La imagen de la vida de Rojas
que emerge del inventario de su casa hecho a raíz de su muerte apoya
esta suposición con detalles concretos. Verdaderamente, nos sor
prende que las posesiones del bachiller semejen a las del más ilus
tre de todos los hidalgos, Alonso Quijano «el bueno». Los dos «lan-
zones viejos», las picas, las ballestas para cazar y los ejemplares de
Amadís, Esplandián, P rim aleón, así como otras cinco novelas de caba
llería, serán familiares a todos los lectores de la literatura española.
Podemos advertir, además, que el hijo mayor de Rojas, el licen
ciado Francisco, no tenía dudas sobre sus derechos y privilegios como
hidalgo. Cuando en su ancianidad se vio amenazado con la cárcel por
impago de deudas, contestó: «y yo, por ser como soy hijodalgo, y
estar y aber estado en tal posesión y reputación de my y de mis ante
cessores, y aber tenydo oficio noble de abogacía e judicatura, no
puedo estar preso por debdas civiles»83. La pretensión es convincen
te, no sólo porque estaba apoyada por el corregidor de Talavera
(probablemente amigo o amigo de amigos), sino porque además difí
cilmente se hubiera hecho si los demandantes hubieran podido redar
güiría. Y si el hijo confiaba y estaba orgulloso de su hidalguía, hemos
de pensar que estos sentimientos los debió heredar, al menos en
parte, de su padre. Como sus primos, los Montalbán, y como los
Franco (si hubieran triunfado), los Rojas fueron hidalgos en cuanto
vivieron como tales. En este sentido, sus dos probanzas testifican
tanto una realidad social como una ficción social.
La sociedad estancada en la que Rojas vivía prestaba muchísima
importancia al rango o categoría, es decir, la imagen social fija de cada
individuo para tratarle de acuerdo con una norma predeterminadaS4.
» VLA, 34-39. _ ,.
** Una reflexión típica de esta situación la constituye el autoexilio del
tercer amo del Lazarillo, el escudero. Las páginas de Lea traen un ejemplo
tras otro de las complejas, quisquillosas y rabiosamente impugnadas rivalidades
por motivo del status. Los conflictivos encuentros de casta que hemos seña
lado arriba se convirtieron después en competición entre los que representa
ban las distintas formas de autoridad (civil, inquisitorial, noble, eclesiástica,
real, etc.). Una situación en que no se había establecido en forma definitiva
ningún status, y que las masas podían identificarse con el grito «¡Del rey abajo,
ninguno!», paradójicamente sólo podía tener como resultado una serie infinita
de enfrentamientos sin solución.
La precedencia y el protocolo eran asuntos de cotidiana discusión.
Y Rojas, precisamente por su hondo interés creador hacia los cambios
psíquicos que se ocultan bajo los papeles exteriores de amo o de cria
do,, no pudo dejar de darse cuenta de ello. Los lectores de La C eles
tina pueden poner en duda el que apreciara su hidalguía como fuente
primordial del valor personal, pero que en su diario intercambio con
el mundo insistiera que debía ser tratado de acuerdo con las normas
habituales de su categoría social, puede darse por supuesto. En la
«probanza de hidalguía», tres testigos dan similares explicaciones por
su abandono de La Puebla para trasladarse a Talavera. En palabras
de uno de ellos:
Este testigo oyó decir que el Concejo de la dicha villa de La Puebla de
Montalbán y los coxedores del pecho y serbicio Rreal debido a su Magestad
pedían al dicho bachiller Hernando de Roxas que pechase por ra^ón de los
vienes que tenía en la dicha villa, el dicho bachiller Hernando de Rojas jamás
quiso pagar el dicho pecho real ny dar prendas ningunas por ser tal hombre
hijodalgo, antes saue este testigo y bido que por los malos tratamyentos que el
señor de la dicha villa, que Uamauan Don Alonso ®, les hacia a los hijosdalgo
se desabenzindaron algunos dellos y se fueron de la dicha villa, que vn Fulano
Hortiz86 se fue para Toledo y un Fulano de Sahabedra se fue para la villa de
Torríxos, y el dicho bachiller Hernando de Rojas se fue a biuir a la dicha villa
de Talauera S7.
— 159 —
don a la que contribuyeron, refleja la situación sin precedentes que
les era común.
Las características raciales y cualquier resto de la cultura judía
y de las actitudes judías que puedan hallarse en algunas de sus obras
no nos importan en absoluto. Lo que nos interesa es la existencia de
tales individuos a la vez dentro y fuera de su circunstancia social.
Fue precisamente esto lo que facilitó la distancia irónica y el conoci
miento desde dentro de la sociedad que son igualmente necesarios
para la tarea de reflejar el mundo en la ficción. La penetración intui
tiva, unida a la perspectiva, fueron los componentes de la visión no
velística entonces como ahora, y fue esta visión que distinguió a
Rojas y algunos de sus compañeros para bien o para mal. Quevedo,
forzado a vivir al margen de su mundo, se ve conducido a la sátira 91;
Lope en su centro vital celebró los valores nacionales en sus come
dias; pero Cervantes como novelista abarcó dos perspectivas a un
mismo tiempo. O, como Alberto Moravia lo ha expresado reciente
mente, tenía que estar simultáneamente «dentro e fuori del suo
mondo»92.
Carecería de sentido tratar de propugnar que la novela no existi
ría, o incluso que su nacimiento en Inglaterra y Francia se hubiera
retrasado, sin la casta de los judíos conversos de España. Pero, no
obstante, ya que la historia literaria se interesa menos por hipótesis
que por tradiciones veríficables, la España de Fernando de Rojas
habría de tomarse en cuenta por los investigadores de la ficción.
Aunque no se le pueda considerar formalmente novelista, su distan-
sobre sus orígenes varía, como es natural. En el caso de Diego de San Pedro,
C a r o B a r oj a ( I f 284) acepta (tanto por el nombre como por el «humorismo
agrio» y «la ironía templada» de La cárcel de amor) su origen converso. Para
un estudio más detallado de estos aspectos subterráneos del libro, ver F r a n c i s c o
M á r q u e z , «Cárcel de amoi, novela política», RO, IV (1966), 185-200. D oro-
t h y V i v í a n en su estudio de la Passión trabada (Anuario de estudios medieva
les, I, Barcelona, 1964) aporta otros argumentos a este mismo respecto. Otros
nombres que podrían enriquecer la lista incluirían muchos de los que con
tinuaron o fueron influenciados por La Celestina; por ejemplo, Francisco De
licado (ver Cap. VII, n. 18). M a r c e l B a t a i l l o n se ha dedicado reciente
mente a estudiar la presencia de «Les Nouveaux Chrétiens dans l ’essor du
román pjcaresque» {Neophilologus, 48 [1964], 283-298), encontrando en el
género una burla temática persistente de las pretensiones de casta.
91 No ha de entenderse esto como si yo quisiera suponer que Quevedo
estaba incluido en la lista creciente de conversos amargados. Todo lo contra
rio,^ su género especial _de marginalidad y su variada pero anónima sátira le
harían más bien compañero de armas verbales de las estatuas de Laín Calvo
y Ñuño Rasura. SÍ era —o se creía— cristiano viejo, ¡menos mal! No hay
que interpretar toda la disidencia como producto exclusivamente converso.
92 Corriere della Sera, 29 septiembre 1963. Después de siglos, nuestros
grandes novelistas —Faulkner, Joyce, Dickens, Twain— han encontrado otras
formas de interioridad y exterioridad, las ofrecidas por sus siglos, pero inevi
tablemente repiten la doble postura de Cervantes.
160 —
cía personal y su exploración irónica de todo lo que había conocido
tan de cerca era a un mismo tiempo profundamente novelística en
el sentido moderno y sin precedentes en el resto de la Europa de
1499. En última instancia tendremos que tratar de distinguir entre
las cualidades personales de Rojas como creador y su situación social
(compartida por innumerables contemporáneos), pero de momento
es el fruto de esta última situación —que pudiera llamarse un poco
pedantemente la sociología del nacimiento de la novela—, lo que
tiene importancia. En el capítulo siguiente reflexionaremos 'sobre el
mismo problema, no desde una perspectiva personal o colectiva, sino
Histórica.
— 161 —
il
CAPITULO IV
— 165 —
cara su propia existencia como perteneciente a una circunstancia
histórica. Como observa Ortega, sólo podemos entender el sentido de
la vida a través de una narración, contándola primero como un cuen
to y luego como una historia.
No sabremos nunca quién fue el primero que trató de responder
a las preguntas de Rojas. Pero podemos al menos intentar aproxi
marnos a la versión histórica que siendo adulto aceptó para sí mismo
en base a las diferentes respuestas que progresivamente había reci
bido. No me propongo aquí volver a contar en detalle la fascinante
historia de los conversos españoles, una historia que los lectores pue
den encontrar a mano y desde diferentes puntos de vista3. Los capí
tulos de Castro sobre los judíos y conversos en La realidad histórica
d e España por sus ideas profundas y renovadoras merecen especial
recomendación. Lo que no puedo evitar, sin embargo, es una breve
recapitulación de las cosas que Rojas aprendió de sus preguntas.
Para comenzar, hemos de tener en cuenta que era una historia de
horror y violencia, década tras década, de continua agresión, de pa
rientes muertos, de casas quemadas, de propiedades robadas, de esca
padas por un pelo, de huidas desesperadas, de odios profundos y de
incesante peligro. Uno era lo que era porque se veía obligado de
forma violenta a ser así. De todas las palabras que definen al con
verso, quizá la más apropiada fuera la hebrea «anusim », que signifi
ca «el forzado».
El primer gran estallido tuvo lugar en 1391, casi exactamente un
siglo antes de que el joven Fernando de Rojas comenzara a tratar de
entender su propia biografía. Anteriormente —como Castro, Menén
dez P idal4 y Amador de los Ríos han demostrado— las tres «castas»
de la España medieval habían vivido juntas con una rara armonía
en la historia social europea. Aunque la violencia era rutinaria en la
vida cotidiana medieval, tanto en España como en otros países, los
cristianos, moros y judíos se las habían arreglado para conseguir una
especie de coexistencia funcional e incluso institucional. Durante el si
glo X V I , sin embargo, el creciente desasosiego social (del género que se
iba extendiendo en toda Europa), la pérdida de la frontera como mi
sión y como válvula de seguridad para los instintos de agresión, la rup
tura anárquica de las formas estables del convivir social (Rojas vuelve
una y otra vez en La C elestina sobre el tema de la ruptura de las rela
ciones humanas), el espectáculo diario del poder y riquezas de los
judíos (derivados de sus funciones administrativas cada vez más ne
cesarias) y muchos otros factores disecadores crearon una situación
3 Además del libro clásico de A m a d o r de l o s R í o s recientemente reedi
tado, véanse los de C a r o B a r o j a y D o m ín g u e z O r t i z , citados aquí con pro
fusión. En inglés, la aportación más novedosa es la de Y i t z a k B a e r , A His-
tory of tbe Jews in ChristUm Spain, Philadelphia, vol. I, 1961; vol. II, 1966.
4 Particularmente en l,a España del Cid.
— 166 —
social altamente combustible. En 1391 prendió la chispa mediante
la predicación fanática de unos pocos franciscanos, y en unos meses
casi todas las ciudades de España fueron escenario de almas infla
madas y de carne violada.
Huir al campo con su población de atemorizados moriscos y cam
pesinos cristianos amotinados y enfurecidos (que se creían guerreros
de cru2ada) era imposible. La protección de los nobles y del rey era
fortuita e ineficaz. En realidad, no parecía haber otro lugar donde
ir más que a la pila bautismal. Y grandes masas de judíos eligieron la
seguridad —muchos de ellos convencidos por el fervor oratorio y la
calurosa bienvenida a la fe de San Vicente Ferrer, que aprovechó
la violencia reinante para convertirse en uno de los misioneros de
más éxito de todos los tiempos. Si al obrar así incurrieron en el des
precio de sus hermanos de fuera de España, por lo menos habían
mantenido una situación de poder, de riqueza e importancia social
sin paralelo en ningún otro país. Arraigados en las ciudades y villas
de toda la nación, los nuevos conversos continuaron los negocios
de sus antepasados —arte y artesanía, recaudación, administración,
medicina— y, como vimos, añadieron otras muchas. Casaron con fa
milias nobles; condujeron la diplomacia; reanimaron el comercio y
la industria; entraron en la Iglesia con notable éxito; escribieron
poemas y discutieron con ignorancia o con acierto sobre teología;
estudiaron leyes; se entregaron con dedicación a la administración
civil; y casi sin proponérselo formaron una especie de partido políti
co que hizo sentir su peso en las confusas luchas para conseguir el
predominio que caracterizaron la historia española del siglo xv. La
caída de una gran figura política de la época, don Alvaro de Luna, se
debió ciertamente en parte a su política de favorecer a los judíos so
bre los conversos. Era una época adicta a la fortuna y al poder, una
época que produjo, como observó ya Amador de los Ríos, «grandes
caracteres» en el sentido marloviano, una época en que una antigua
«casta» podía esperar convertirse en clase rectora.
Pero no fue por mucho tiempo. La bienvenida inicial desapareció
pronto. En 1449, los conversos de Toledo experimentaron el mismo
género de violencia a que sus padres judíos habían sido sometidos a
finales del siglo precedente. Fueron destruidas numerosas casas ñor
el fuego, y los valientes esfuerzos de autodefensa fueron definitiva
mente ahogados por la chusma enfurecida. Y lo peor de todo fue que
ni el Rey Juan II ni don Alvaro de Luna fueron capaces de ayudar y,
una vez que la revuelta se hubo terminado, el alcalde, Pedro Sar
miento, promulgó una sen ten cia esta tu to. Unos quince concejales, no
tarios y jueces fueron por esta causa destituidos sin otra razón que la
impureza de su sangre. Fue el primero de una larguísima serie de
estatutos, estatutos que, aunque ineficaces y dúctiles en manos de
manipuladores profesionales como el licenciado Fernando, habían de
— 167 —
influir definitivamente en la historia y sociedad españolas de forma
fundamental. Muchos conversos reconocieron el peligro inherente al
estatuto original y lo atacaron tanto en la práctica (consiguiendo la
intervención papal) como en teoría (en un tratado legal por el emi
nente jurista Alonso Díaz de Montalvo, y una discusión teológica por
Alonso de Cartagena)s.
Todo fue en vano. Durante la vida de Rojas, una asociación tras
otra (colegios, cofradías, órdenes y otras) adoptaron esas reglas, con
el resultado de que, al tiempo de su muerte, era inconcebible un
partido político de conversos. Aunque hubo oposición a la discrimi
nación (un general converso de los jesuítas llamó a los estatutos
«error nacional» 6) y no se le concedió un apoyo real completo hasta
1548, su existencia privó a los conversos del reconocimiento abierto
de sus orígenes que hubiera supuesto una acción conjunta. Había co
menzado una era de engaño, de hipocresía y de falsificación genealógi
ca que había de durar siglos y que, como hemos visto, sigue afectando
hoy día a ciertos sectores de la erudición hispánica 1. En efecto, se po
dría sostener que estos estatutos (particularmente en su forma extrema
del siglo x v h j representada por el expediente de Pala ves ín) y la falta
de honradez a que obligaron a candidatos y testigos, fueron tan respon
sables como la Inquisición de la petrificación de la sociedad española.
Lo cual equivale a decir: de la muerte lenta de España como cuerpo
político. Se pueden considerar como un complemento e incluso mas
adelante un sustituto del Santo Oficio como instrumento mayor de
presión social. Una vez reducida al mínimo la desviación doctrinal,
la aguda conciencia de la estirpe racial reaÜzaba cotidianamente la
misma función de la humillación definitiva en los autos de fe. Pero
esto vino después. Lo que se contó a Rojas fue la germinación del
mito de la «limpieza de sangre» de los cristianos viejos y de la im
pureza de la de los conversos unos treinta años antes de que naciera.
Volviendo a nuestra sinopsis, el primer ensayo de violencia y
discriminación no atemorizó a los conversos de Toledo. En 1467 fue
ron ellos los que tomaron la ofensiva con un ataque a la catedral,
pero, si bien dentro de la ciudad pudieron a veces conseguir superio
ridad de número, pronto fueron derrotados por las masas de cristia-
— 168 —
nos viejos venidas del campo. La persecución resultante fue horrible:
1.600 casas quemadas, matanza general de los que no pudieron es
conderse y hambre lenta para muchos de los amotinados que, aban
donando la ciudad, vagaron por el campo inhóspito hasta que mu
rieron. En 1473 se repetían las mismas escenas aún a mayor escala
en Córdoba (donde uno de los antepasados de Cervantes fue la pri
mera víctima) y, después, las matanzas y la violencia del populacho
se extendieron sobre España como una fiebre. Jaén, Vatladolid, Se
gó via y otras pequeñas ciudades prorrumpieron en actos parecidos.
Era un tiempo de gran miedo, un tiempo de incertidumbre que cris
paba los nervios, tiempo en que todo converso observaba a sus veci
nos los cristianos viejos, pues el más ligero cambio de actitudes o ma
neras podía predecirles una tormenta futura. En La Puebla de Mon
talbán, donde, como veremos, había una preponderancia de conver
sos, el peligro inmediato no era tan grande, pero los habitantes esta
ban necesariamente afectados por los sangrientos acontecimientos de
Toledo, distante tan sólo cinco leguas. En 1450, en otra ocasión
semejante, muchos de ellos se refugiaron con sus ganados y bienes
en el castillo cercano a Montalbán. Por esta protección fueron obli
gados a pagar «de veinte crías que naciesen le diesen una y de cien
ovejas y vacas una parida y otra nacida» 8.
Como era natural, después de haber comentado y hablado de
ellos durante años, los brutales acontecimientos de 1449 y 1467
quedaron institucionalizados como parte central de la tradición his
tórica de los conversos de Toledo. Toda persona se reconocía a sí
misma como miembro del grupo, ya que él o sus antepasados habían
participado en un común sufrimiento, y probablemente volverían a
participar de nuevo. Es decir, que aunque las familias y los indivi
duos tenían para contar experiencias y atrocidades por separado, no
se contaban aisladamente. Más bien pertenecían a una narración o
historia común que daba a cada uno de los años de atrocidad un
nombre institucional por el cual pudiera ser conocido. Rojas oyó
hablar del motín y robos de 1449 como de «lo de Pedro Sarmiento»,
mientras que a la otra gran asonada se aludía como a «lo de la Ma-
d alen a» 9. Para poder sentir directamente la forma en que estos años
— 169 —
hacían vibrar la conciencia de los conversos, podemos leer un pasaje
del proceso después de la muerte de un tal Fernán González Husillo
(probablemente el padre de Hernán Husillo, que había aconsejado a
Alvaro de Montalbán que no testificara contra su familia) 10. Sus
hijos le defienden del habitual cargo de apostasía y atestiguan
...que / cuando el robo de Pedro Sarmiento y el de la Madalena / el
dicho Fernán Gongales, e assimismo por ser católico y fiel cristiano... mo
rando donde el maior fuego o el maior peligro / en la casa vecina a la de
Fernando de la Torre n, el jefe de los conversos / se estuvo a su puerta e
ninguno de los fidalgos nin xris ríanos viejos Je robó ni tomó cosa alguna de
su fasienda.
— 170 —
acontecimientos de Sevilla que la Inquisición podía serles de prove
cho descargándoles y librándoles del miedo, pronto descubrieron que
estaban en las garras de un adversario tan sin entrañas y violento
como cualquier populacho, y además harto más eficiente. En lugar
de limitar su agresión a unos días de terror, la amenaza burocrá
tica de la Inquisición duraba más que la vida misma, envolviendo
a los muertos lo mismo que a los vivos y llegando hasta castigar
a los no nacidos15. Y, en lugar de robar o destruir la propiedad
tangible, se las arregló para conseguir la posesión legal de lo intan
gible: deudas, escrituras, herencias, hipotecas. Finalmente, además
de quitar la vida a sus víctimas, se especializó, como hemos visto, en
destruir su honra. El incremento de la eficacia, sin embargo, no supu
so necesariamente la separación eficaz del inocente del culpable.
Como el populacho a quien sustituyó, el Santo Oficio, al menos en
sus primeras décadas, actuó con frecuencia indiscriminadamente en
su agresión.
Hemos de comprender además que esta narración no era pretéri
ta. Cada año e incluso cada mes se añadían nuevos párrafos y capí
tulos. Un cronista de la Inquisición de Toledo recoge los hechos del
comienzo del año de 1501 (el año en que Rojas estaba ocupado en la
ampliación de La C elestina) de la siguiente manera:
Auto del lunes de carnaval, 22 febrero 1501
En veinte y dos días de febrero de mil y quinientos y uno, día de sanct
pedro de cátedra se fizo un acto de la sanct a inquisición, en que sacaron a
quemar treynta y ocho hombres, naturales de herrera y de la puebla de al
cocer, que es en el arzobispado de toledo. Estos todos avían seydo reconci
liados. Y en la dicha villa de herrera fue tomada una moga de fasta quince
años, la cual por consejo de su padre y de un tío suyo dezía que fablava con
ella el mextas, y la subía al cielo, y veya allá á todos los que avian quemado,
que estaban asentados en sillas de oro.
— 171 —
Auto del Martes de carnaval, 23 Febrero 1501
Luego al día siguiente veinte y tres días del dicho mes de febretfo de]
dicho año sacaron á quemar a sesenta y siete mugeres, todas naturales de las
dichas dos villas.
Y dízese que algunas de ellas murieronen la fee cristiana, conociendo su
error; las quales fueron afogadas antes que las quemasen.
En esta sazón vino la nueva á esta cibdad que encordo va avían quemado
noventa y tantas personas.
— 172 —
antes parecía que la Inquisición había sido inventada por Edgar Alian
Poe, hoy estamos mejor preparados para entenderla desde dentro. El
celo de ciertos conversos en predicar y ayudar a establecer la Inqui
sición es particularmente comprensible en nuestro tiempo. Como hace
resaltar Castro, la violencia mitad revolucionaria, mitad antisemita, de
las masas, su «embestida antijudaica», estaba unida entonces a la «furia
teológica» de ciertos neófitos cuyo único e íntimo solaz, cuyos únicos
medios de purgarse de la culpabilidad consistían en atacar y destruir a
sus compañeros. Los nombres de fray Alonso de Espina wa, fray Je
rónimo de Santa Fe (anteriormente Rabbi Josué Lurquí), fray Diego
de Deza (protector de Colón), e incluso el mismo Torquemada, fue
ron todos ellos famosos (o infames) en este sentido. Sus aptitudes ad
ministrativas, así como su ferviente identificación personal con la
nueva fe les capacitaron para fundar y para organizar un tribunal se
mejante 19.
Los bien preparados autos de fe en los que los burocráticos in
quisidores y sus víctimas — ¡conversos todos ellos en algunas oca
siones!— representaban un simulacro del día de juicio ante un
auditorio populachero de presuntos cristianos viejos nos recuerdan
tantos archiconocidos festivales políticos de nuestro siglo. Y no sólo
por su fatídica aparatosidad ni por sus crueles tormentes corporales.
La Inquisición, en cuanto simbiosis entre las masas apasionadas y los
manipuladores profesionales de su opinión, llegó a ser nada menos
que una institución... artificial. Es decir, una institución duradera
(la historia no corría tan de prisa entonces) pero n o orgánica. Una
institución inventada, precursora de nuestros gobiernos totalitarios.
Su medrosa combinación de cálculo y odio, de codicia y piedad, de
procedimiento secreto y vergüenza pública, la conocemos demasiado
bien M. En su omnipotencia, en su misterio y en su poder, los inqui
sidores les parecían dioses a algunas de sus víctimas 21; en su pasión y
en su brutalidad, otros los comparaban a los animales («lobos, leones
— 173 —
y andriagos que odiaban locamente») n . Ni había otra evasión al poder
inquisitorial más que la huida, y ésta con frecuencia era imposible B.
Las apelaciones al Papa sólo tenían como resultado el pago inútil de
sobornos y unas prohibiciones eclesiásticas que nunca se cumplieron 24;
las apelaciones al Rey o a la Reina nunca penetraron en la ciega pie
dad de la una ni en el cálculo político del otro25.
El hombre estaba, así, sometido a una inhumanidad organizada e
institucionalizada sólo comparable a las demasiado conocidas del si
glo xx. Pero en un país tradicionalmente consagrado a medir el mundo
en términos humanos, en un país cuyos héroes eran un Cid en el
pasado y un Hernán Cortés en el presente, tal sumisión parecía a
muchos extraña, inaudita y sin precedentes. Las reacciones transmiti
das por el padre Mariana acentúan precisamente esto: la Inquisición
se comportó Je una manera «completamente contraria a la acostum
brada en otros tribunales»; el hecho de que los hijos fueran castiga
dos por los pecados de sus padres era «especialmente sorprendente»;
la pérdida de la libertad de palabra constituía una «servidumbre gra
vísima y a par de muerte» 26. Como observa Francisco Márquez, «la
Inquisición no fue un hecho más en la esfera de lo político o de lo
religioso; desde el primer momento entró a formar parte de esa cate
goría especial de acontecimientos que obligan al hombre, en ciertas
ocasiones, a replantear sus actitudes humanas desde los cimientos más
profundos» 71. Es decir, los que la probaron y vivieron bajo ella per
tenecieron a una generación histórica diferente de los que ni la cono
cieron. Cuando Leonor de Lucena, la hija del impresor, usó la expre
sión «vivir muriendo» en una carta a su hermana, sólo intentaba
comunicarle lo desesperado de su situación inmediata. Pero en esta
frase familiar, usada en muchos contextos por Santa Teresa y otros,
— 174
se expresa también un sentido generacional de la vida como an
gustia 3S.
Para concluir, podemos dividir de un modo general la historia
de la casta conversa en tres períodos. En los tiempos de violencia
anteriores al establecimiento de la Inquisición, también los conversos
fueron violentos. Individuos rebeldes y anárquicos como un Fernan
do de la Torre en Toledo se revolvieron contra los estatutos y res
tricciones y resistieron o colaboraron (en aquellas ocasiones en que se
podía manipularlo para ventaja de los conversos) con el desasosiego
popular. Como veremos, la última y disimulada erupción de esta últi
ma posibilidad fue la rebelión de las «Comunidades» 29. Después en
contramos a los atormentados, imprudentes e inadaptados compañeros
de Alvaro de Montalbán que, o con fervor erasmiano, o con exhibi
ción chocarrera e irónica de su displicencia, o con el escepticismo
desesperado, intentaron vivir su propia vida bajo la presión de una
institución y de una situación social que no comprendieron totalmen
te. Finalmente vinieron los encubiertos, los clientes del licenciado
Fernando de Rojas de las últimas décadas del siglo xvi y del siglo xvii,
que dedicaron todo su tiempo al camuflaje y a la asimilación. Natu
ralmente que esta división es en cierta medida arbitraria, ya que una
vida particular puede participar de los tres (correspondiendo cada
«período» de modo general a una de las tres variedades de reacción
personal indicadas anteriormente) en diferentes tiempos y en combi
naciones cambiantes. En cualquier caso, Femando de Rojas, visto
desde un punto de vista histórico, había oído hablar del primer pe
ríodo, pero él pertenecía a una generación más o menos intermedia
entre la segunda y la tercera. Aunque consciente de su existencia
como algo radicalmente diferente (La C elestina} entre otras cosas, es
un manifiesto de discrepancia), era también capaz de una conformi
dad irreprochable que duró más de cuarenta años. De ahí quizá la
combinación única en el prólogo de anonimato y exhibición, de reti
cencia y autorrevelación. Contrariamente a su padre y a su suegro, ha
bía aprendido evidentemente de la historia que se le había contado.
La c a íd a d e l a f o r t u n a
— 175 —
que la acompañaba, primero, en la biografía individual y segundo
entre los conversos como grupo. En el capítulo siguiente trataremos
de la ruptura causada en la vida de una pequeña comunidad, La Pue
bla de Montalbán, donde se criaron Alvaro de Montalbán y su yerno.
Nuestra atención presente, sin embargo (ahora que se ha terminado
nuestra breve narración), va dirigida a la generación histórica: la
primera generación de conversos que crecieron bajo la presión inqui
sitorial. ¿Cuáles eran los sentimientos de sus miembros, sus pensa
mientos, sus modos característicos de entender y de expresar lo que
les ocurría?
Quizá la reacción más inmediata fuera la intensidad especial y el
nuevo sentido del viejo tópico de la fortuna y sus proverbiales caídas.
Fernando de Rojas pertenecía a una casta que ya había caído, una
casta que durante su vida había perdido toda capacidad para actuar
en su propio interés y estaba comenzando a darse cuenta de que sus
hijos tendrían que asimilarle o esconderse para siempre30.
Era éste, por supuesto, un proceso gradual (como la «casa que se
acuesta» de Sempronio); sin embargo, el correr del tiempo día tras
día y año tras año hacía sentir de una manera dolo rosa las caídas per
sonales de amigos y vecinos. Muchos no habían subido a alturas peli
grosas y por lo tanto no tenían tanto que perder: tal era el caso de
Alonso de Arévalo, protegido y agente de Rojas, a quien en 1517 se
le prohibió el ejercicio de su profesión como guardacampos en Tala-
vera por una observación fortuita ofensiva al Santo Oficio31. Más
conspicuas fueron las caídas de una cumbre más alta: las caídas de
nobles (perseguidos en Córdoba por Lucero), de altos dignatarios de
la Iglesia (fray Hernando de Talavera), de líderes de profesiones
(doctor Alonso Cota) y en general de todos aquellos que, como Plebe-
rio, habían triunfado a lo largo de su vida buscando la riqueza y el
honor.
Los cambios repentinos eran la regla del día —y no siempre cau
sados directamente por la Inquisición— . En 1496, por ejemplo, el
presidente y todos los oidores de la Corte real de la Chandllería fue
ron destituidos sin demora por ser «cristianos nuevos y poco limpios
de manos» ( co n verso s cuya falta de limpieza de sangre se extendía a
30 Los esfuerzos de los conversos por mitigar la persecución inquisitorial
ofreciendo a la corona sumas considerables de- dinero (recurso tradicional de
los judíos medievales, como hemos visto, Cap. III, n. 28) fueron abandonados
casi por completo después de las Comunidades. Esto en parte podría expli
carse por su inutilidad (ver Epistolario, de P edro M ártir ., editado por J . Ló
pez de T oro , volúmenes IX al XII de la nueva serie de Documentos inéditos
para la historia de España, Madrid, 1955-57, XI, 322; en adelante citado
como Epistolario) y en parte también al disimulo obligado a que se veían
obligados los conversos particulares por los estatutos, como se ha mencionado
arriba.
31 Inquisición de Toledo, p. 257, y VLA 28 B.
— 176 —
sus dedos «pringados») ^ . Cuando Rojas y sus compañeros observaban
año tras año estos inmediatos «casos de la fortuna» y se miraban
unos a otros preguntándose quién sería el próximo, su mundo les de
bía parecer cada vez más azaroso, cada vez más sembrado de trampas.
Era un mundo apoyado en la cuerda floja, en el cual una vida de pre
caución constante se podía venir abajo por un momento de descuido.
Los conversos que en muchos casos durante el siglo xv habían sido
los favorecidos de la fortuna 33 se sentían ahora señalados como sus
víctimas especiales34.
Para comprender esta renovación de un vértigo ya viejo, hemos
de darnos cuenta que la Inquisición operaba del mismo modo que
tradicionalmente se había creído que actuaba la fortuna: es decir,
su malevolencia era atraída al reclamo de la riqueza y de los altos ho
nores, Así lo observó un converso que había podido huir: «que el
que tema fazienda fiziese cuenta que tenía el fuego consigo» 3S. O, en
palabras de Raimundo de Montes, uno de los pocos que supie
ron evadirse de una prisión inquisitorial, «¿Qué mayor avarizia
que aquellas confiscaziones de bienes; qué cosa más inicua, más ab
surda i ajena de la profesión cristiana?»36. Estos cargos frecuentes
32 V icente de l a F uente, Historia de las Universidades, Madrid, 1885,
II, 41.
33 Me refiero menos a familias establecidas, como las de los Caballería,
los Coronel, los Santamaría y los Dávila, que a los casos de subida espectacu
lar tales como la de Alonso de Montalbán o del sastre Juan de Baena, quien
cambió su nombre por Juan de Pineda y a quien, como se mencionó arriba,
su noble protector, don Juan Pacheco, le dio la categoría de Comendador
de la Orden de Santiago. Su caída posterior en manos de la Inquisición (/«-
quisición de Toledo, p. 218) puede considerarse como una vuelta ejemplar de
la rueda en manos de sus nuevos dueños. Caro Baroja, desconocedor de los
orígenes de Pineda (aunque mencionado en el acta del proceso y estudiado
por Baer, II, 347 ss.) le considera un cristiano noble influido por sus servi
dores judíos (I, 509). ^ _
34 Antes de la Inquisición, la sensibilidad de los conversos a la fortuna
estuvo preparada por los expoíios y turbulencia mencionados arriba. Así, un
Alvarez Gato lamenta «las huellas que este amargo reyno ha ávido y dado en
tan breve espacio, y los muchos ricos tornados pobres y las crueles guerras
y la amarga muerte que de continuo llovizna» (citado en Investigaciones, p. 391).
35 F ritz B aer, Die J tiden im christlicbem Spatiien, 2 vols., Berlín, 1929,
1926, II, 473. Esta compilación sirvió al autor («Fritz» se convirtió en «Yitz-
hak» después de su emigración a Israel) como libro de fuentes para la History
citada anteriormente. La frecuencia de tales cargos y la sensibilidad de la
Corona y de la Inquisición a los mismos es evidente en una carta de instruc
ciones de Carlos V a su enviado en Roma. Para impedir que León X modificara
los métodos inquisitoriales, se instruyó al enviado para que contestara que la
reforma daría crédito a las falsas acusaciones de avaricia por parte de los
conversos: «... tal renovación... dar[ía] a entender que es verdad lo que fal
samente algunos conversos han querido dezir e afirmar que los ynquisidores
condemnavan a muchos sin culpa por tomarles sus bienes y haziendas...»
(F. F ita , Los judaizantes en el reinado de Carlos I, BRAH, XXXI, 1898, p. 334).
36 Artes, p. 19.
— 177 —
12
sólo fueron admitidos una sola vez, en el caso del infame Lucero,
que fue efectivamente procesado (no castigado) por sus extorsiones
y el empleo del testimonio con perjurio. Exceptuado Lucero, sin em
bargo, la práctica de procesar y quemar a los muertos para privar a
los vivos de su patrimonio es una indicación suficiente de motivo. El
austero Torquemada, según Lea y Llórente, no estuvo libre de tales
tentaciones. Sus frustrados esfuerzos por condenar los huesos de
EHagarias (Diego Arias de Avila, mencionado anteriormente como
tesorero converso de Enrique IV), solamente puede atribuirse al de
seo de conseguir la posesión de sus riquezas11, Durante su vida, Dia-
garias había tenido buen cuidado de cumplir sus obligaciones reli
giosas.
Las repetidas negativas regias difícilmente convencen en presen
cia de los hechos. Incluso Isabel se nos antoja un tanto a la defensi
va (entre retórica y evasiva) cuando habla de esas acusaciones. Afirma
—en su carta al Papa— haber causado grandes calamidades, despo
blado tierras, provincias y reinos, pero ha actuado así por amor de
Cristo y de su Santa Madre; habrá embusteros y calumniadores que
dirán que había obrado así por amor del dinero, pero no ha dispuesto
de un solo maravedí de los bienes confiscados a los muertos. Por el
contrario, empleó el dinero en educar y entregar dotes matrimoniales
a los hijos de los condenados3S. No obstante este desmentido, se ini
ciaba un típico proceso por avaricia, y terminaba con la gratificación
de las masas a la caída del poderoso con un público auto de fe. Como
hemos visto, el fervor religioso y el resentimiento de clase iban de
la mano. La diosa fortuna había encontrado en los inquisidores los
agentes humanos dispuestos y eficientes para su labor en la tierra.
Un segundo factor a considerar es la importancia peculiar de la
— 178 —
noción de fortuna durante el siglo que precedió a la Inquisición.
Como ha demostrado Huizinga, el juego semipagano de las nobles
ambiciones, el repentino subir y bajar de la política feudal, el juego
a todo o nada que reemplazó a la aceptación del orden medieval, todo
hacía dirigir la atención a la fortuna con miedo y entusiasmo cada vez
mayores. En Castilla, don Alvaro de Luna, descrito por Juan de
Mena como montado a lomos de la fortuna y domando «su cuello
con ásperas riendas», vino a caer finalmente y a convertirse en figura
tan ejemplar como cualquiera de la colección de Boccaccio en su obra
D e cas'tbus. En una composición tan tardía como La conquista d e la
N ueva Castilla (1537?), el triunfo de Pizarro se explica como resul
tado de su soberbio manejo de la fortuna que se presenta ya como
enemiga, ya como aliada39.
En la Península, sin embargo, los Reyes Católicos terminaron
con el reinado de anarquía de los nobles, y enviaron a aquellos faci
nerosos feudales, ya sea a la cruzada en las fronteras de Granada o a
sus Estados, donde se ocuparon de sus vecinos y arrendatarios, sin
más cambios de fortuna que los resultantes de sus pleitos. Un ejem
plo típico es don Alonso Téllez de Girón, el señor de La Puebla de
Montalbán y tercer hijo del más notorio de los turbulentos grandes
del siglo xv, don Juan Pacheco, marqués de Villena y maestre de
Santiago. Después de la toma de Granada, don Alonso pasó décadas
de relativa pobreza (murió en 1526) querellándose con sus vecinos por
cuestión de mojones, estrujando con impuestos a los habitantes de La
Puebla y recaudando el peaje de los pastores por sus migraciones anua
les. El cambio está más noblemente expresado (como demuestra Pedro
Salinas)40 en las Coplas p o r la m u erte d e su padre, de Jorge Manrique,
una de las dos o tres más bellas poesías en español. El tiempo, la for
tuna y la muerte borran las glorias pasajeras de don Alvaro de Luna
y sus compañeros, pero el padre del poeta, don Rodrigo Manrique,
vence a la fortuna, ya que representaba en persona el renovado des
tino religioso que iba a dar gloria a su nación durante el siglo venidero.
Cuando la á -d eva n t diosa apartó su atención de sus anteriores
favoritos y víctimas, encontró que había una nueva dase que aten
der. Era la clase de los que administraban los bienes de los nobles,
de los que compraban y vendían y hacían créditos: los co n v erso s que
habían estado sometidos a la Inquisición en los mismos años en que
sus amos habían estado ausentes renovando la lucha contra los moros.
Este es el sentido hondo de la observación de Villalobos al efecto
de que
— 179 —
... los hijos de la fortuna son los grandes señores y los príncipes del
mundo [...] y los privados de la fortuna son los que gobiernan sus estados
y andan siempre al lado de los dichos sus hijos...
— 180 —
observa con sorpresa que el De rem ediis (tratado fundamental sobre
los antídotos de la fortuna) a pesar de ser conocido en italiano o latín
por escritores aristócratas de la talla de los marqueses de Santillana
y Villena, y de sabios como Alfonso de Madrigal «el Tostado» y del
Arcipreste de Talavera, no fue traducido o impreso antes de Í510.
Hubo, sin embargo, al menos seis ediciones antes de 1534 *6. Es
decir, que sólo cuando la fortuna se decidió a ampliar su campo de
operaciones de unas pocas docenas de nobles exaltados a toda una casta
más o menos intelectual por definición, el D e rem ediis encontró un
público apreciable. Un tratado que tanto entusiasmo despertó en Fer
nando de Rojas se dirigía también a los que, como él, vivían bajo la
sombra de una fortuna malévola y estaban necesitados de los remedios
adecuados.
¿Por qué era esto así? Es una pregunta que me be esforzado por
responder en otra parte en términos literarios , y que para nuestros
fines presentes necesita una respuesta histórica más adecuada. Como
hemos visto, antes del reinado de los Reyes Católicos, la fortuna, aun
que fue con frecuencia blanco del castigo moral (por ejemplo, en el
diálogo de Bias con tra Fortuna, del marqués de Santillana) no siem
pre fue concebida en términos totalmente negativos. La fortuna era
maquiavélica y de dos caras, a un mismo tiempo castigadora del avaro
y del despreocupado y pródiga en oportunidades para el valiente y
el habilidoso. Don Alvaro de Luna jugó el juego de la fortuna y, si
bien en última instancia fue el perdedor, había conocido al menos
los riesgos a que se exponía. El y sus compañeros «habían puesto su
vida al tablero» 45 y difícilmente podían haber estado interesados en
46 Las indicaciones de interés español en Petrarca pasadas por alto por TJe~
yermond son las siguientes: 1) que la Invectiva contra un médico rudo y
parlero, de Fray H ernando de T alavera , fue presentado como un ensayo pre
liminar de una traducción De Remediis nunca terminada (ver J. D omínguez
B ordona, «Algunas precisiones sobre Fray Hernando de Talavera», BRAH,
CLIV, 1959, p. 228); 2) que De vita solitaria fue citada en el Retablo de la
vida de Cristo; 3) que el Marqués de Santíllana poseía un Prospera et adversa
fortuna (sin duda el De remediis) que probablemente ejerció, a pesar de la
afirmación contraria de Deyermond, alguna influencia menor en sus escritos
sobre la fortuna (ver Obras, ed. Amador de los Ríos, Madrid, 1852, p. 629).
[En la edición original (en inglés) señalé dos lagunas más, pero desde entonces
me ba escrito el profesor Deyermond y me demuestra que una de ellas es un
error, y la otra, una equivocación debida a nuestra utilización de distintas
fuentes. Por otra parte él cree que el Retablo es posterior a La Celestina,
a pesar de que en la bibliografía de Simón Díaz se le da la fecha de 1485,]
47 Ver Cap. V I de La Celestina: arte y estructura.
w La frase típica «poner la vida al tablero» fue usada por jugadores tan
diestros en el juego de la fortuna como don Rodrigo Manrique y Celestina. Esto
es, aunque viviendo en un mundo petrarquista de sujeción desesperada, Celes
tina vive su vida libremente dentro de una tradición más antigua. El encuentro
-v : ,i
— 181 —
la protección interior, neoesCoica, contra los embates de la fortuna
ofrecida por Petrarca. Tales hombres pueden haberse creído a sí
mismos personajes dignos del De casibus, pero no necesitaban alegorías
que les explicaran cómo debían reformarse desde dentro o cómo en
mendar sus malas costumbres49.
Los conversos, por otra parte, se encontraban en una situación
bastante más angustiosa: eran los receptores pasivos de los cambios
de la fortuna, sujetos día tras día y minuto a minuto a sus agresiones
incalculables. No habían elegido el juego de la fortuna. Ni sus carre
ras responsables les conducían a entrever a una diosa a la que pu
dieran retar50. En lugar de esto se encontraban a sí mismos en
un estado de vulnerabilidad, inermes ante la Inquisición, ante la so
ciedad que la apoyaba y que los espiaba, y ante el universo ajeno y
extraño al cual podían ser arrojados como el pobre Lazarillo de Tor-
mes, desprovisto de refugio y de dineros. Una de las partes más tris
tes de la historia de su casta contada al joven Fernando de Rojas
fue la expulsión de familias enteras de Toledo en 1449 y 1467, fa
milias que anduvieron errantes hasta que murieron en el campo
inhóspito. Y el destino de los hijos de los encarcelados o ejecutados
vagando de un lado para otro y esperando que la reina Isabel les die
ra educación y dotes, hacía patente las diarias secuelas del tipo más
desgarrador. Para personas como éstas, la interpretación neoestoica
de la fortuna ofrecida por Petrarca, junto con sus recetas para la au
todisciplina mental, cobraron especial sentido.
Podemos observar también que mientras las tradicionales fuen
tes de consuelo —Séneca, Job, Boecio— seguían leyéndose en gran
des círculos de lectores, carecían de algo que ofrecía Petrarca; un
retrato del hombre expuesto al mundo y a su agresiva inmediatez.
Boecio se 'había propuesto liberar el alma para que pudiera volar al
cielo y al mismo tiempo trataba de explicar los actos aparentemente
arbitrarios de la providencia. Al dejar de meditar en las circunstancias
inmediatas del individuo, su musa era de tipo inspiracional y teórico.
Por lo que se refiere al Libro d e J o b , la trágica relación del hombre
con Dios aparta la atención del escritor de la existencia diaria. El
mal, como una intrusión humanamente inexplicable en el florecer del
— 182 —
hombre, se presenta como un problema me tafísico-teológico, pero no
como una experiencia vivida. No se nos dice realmente cómo duelen
los forúnculos de Job. Y tampoco Séneca, aunque admirado por Pe
trarca y tan leído al menos como él, insistía en esa experiencia. La ma
yor parte del tiempo parece estar hablando desde un escenario clásico
en el que el sufrimiento es extremo y la paciencia heroica, pero uno
y otra un tanto retóricos, irreales, extraños a las preocupaciones y
humillaciones domésticas51. Contrariamente a sus predecesores, Pe
trarca pensaba en términos de situaciones específicas, de alegrías y
tristezas, que surgen de vivir en el mundo tal cual e s 52. El pasaje so
bre los ruidos que fascinó al autor del Acto I de La C eles ¿íjm es quizá
el mejor ejemplo de la densidad circunstancial de De rem ediis:
...quien no padesce las guerras o las aues nocturnas de los buhos y le
chuzas: y el demasiado velar de los perros que ladran a la luna, y los gatos
que entre las tejas con espantosos miados hazen sus tratos, y con infernales
vozes rompen los sosegados reposos; y el enojoso cherriar y roer de los rato
nes: y todo aquelo que de noche haze ruydo enojoso. Llegase también a esto
eí ruydo que las ranas de noche hazen y los llantos matutinos y amenazas de
las golondrinas que creerás estar ythis y tbereo presentes. Pues el reposo del
dia no es mayor: antes las cigarras gritadoras y el graznido de los cueruos y
roznidos de los asnos le impide. Y allí mesmo el balido de las ouejas: y el
bramido de los bueyes, y el desordenado cacarear sin fin de las gallinas que
sus pequeños huevos por muy gran precio nos venden, y sobre todo el gruñir
de los puercos. El clamor y boces del pueblo, las risas de los locos que no
hay cosa más desordenada como dize Catulo, y el cantar de los borrachos y
sus plazeres que ninguna cosa puede ser más triste, y las querellas de los liti
gantes, y el reñir de las viejas y sus gritos: y las quesriones y el llorar de los
niños, y los regozijados convites de las bodas y sus dangas, y las aleares lá
grimas de las mugeres que fingidamente a sus maridos lloran, y los verdaderos
lloros de los padres en las muertes de sus hijos...53.
Así como Séneca o Job tenían mayor sentido para quienes esta
ban sometidos a la tortura o condenados a la hoguera, Petrarca ha
blaba a un grupo más amplio, a los que se veían obligados a vivir sus
vidas en un estado de alienación. La conciencia individual obligada
a volver sobre sí misma, insegura en sus creencias, perseguida por la
sospecha de incontables acechadores y espías, resentida, temerosa,
bipersensible, adoptó a D e rem ed iis como breviario. Los «remedios»
estoicos de Petrarca estaban desarrollados con menos confianza que
Jos de sus predecesores (es en cierto sentido más difícil forjar una
armadura psíquica defensiva contra un gato que maúlla o un corrillo
malicioso de vecinos que contra un verdugo), pero su identificación
51 Para el interés de los conversos por Séneca, ver Investigaciones,
pp. 187 ss.
52 «La Celestina:» arte y estructura, pp. 261 ss.
53 La traducción al castellano era de Francisco Madrid.
— 183 —
de la fortuna adversa con la constante agresión que viene de fuera
estaba en profundo acuerdo con la experiencia del converso. La hu
millación en la vecindad, la sujeción sin «remedio» al azar incontrola
ble, el sentirse expuesto constituían el trasfondo diario de las grandes
catástrofes y cambios de la fortuna. Era este sentido de la vida el que
Fernando de Rojas y su casta veían reflejado y definido en D e re
medáis.
Villalobos, en su Canción con su glosa (evidentemente concebida
sobre D e rem ed iis), expresa el sentimiento particular de sujeción de los
conversos a la fortuna de la manera siguiente:
Quantas servidumbres y yugos tenga el hombre en este mundo, cada uno,
sí quisiere pensar en ello, lo verá en sí mismo. Porque desde que nacemos
somos cautivos y subjetos i las necesidades del mundo adonde venimos; con
viene saber: á la hambre, á la sed, a los grandes fríos y á los grandes calores,
á las enfermedades y dolores... y á las veces á los tira/tos y malos jueces54, á
las pasiones de la carne y á sus concupiscencias. Y, finalmente, ¿á quién no
servimos? Servimos a la tierra, que fue hecha para nuestro servicio; servimos
lo labrado en ella para que nos dé de comer; servimos á los animales que nos
fueron dados por esclavos. Porque, ¿quién no cura de su caballo? ¿quién no
le írcga y le rasca y le alimpia? Y á las veces se hace esto en tanto extremo,
que si no fuese por la crisma, querría ser más el caballo que su dueño. Item,
servimos a los bueyes y á los otros ganados, y también somos subjectos á los
peligros y destemplanzas y corrupciones de la tierra, y del ayre, y á los terre
motos, y á las tempestades del mar, y á los truenos y rayos y relámpagos del
fuego. Y somos subjetos á las guerras y tumultuaciones y disensiones del li
naje humano. Y, en fin, ¿a quién no somos nosotros subjectos? pues que
hasta las moscas y las chinches nos ofenden y no podemos defendemos de ellas,
ni de las pulgas, ni de las langostas, ni de los otros cocos y gusanos de los
huertos... K.
184 —
trarca el poeta lírico se unían en la conciencia de la conciencia ex
puesta a las hondas y flechas de la adversa fortuna. En una vertien
te, Petrarca intenta explicar y «remediar» la situación; en la otra la
expresa poéticamente, pero es el tema central de gran parte de su
obra. Fue principalmente la primera vertiente la que interesó a Rojas
y Villalobos y a los compradores de las siete ediciones del D e rem e
diis que aparecieron entre 1510 y 1534. Había ahí un libro que ex
plicaba en prosa clara lo que Ortega y Gasset hubiera podido llamar
«el tema de aquel tiempo».
Estos lectores, lo mismo que Petrarca (aunque evidentemente
de forma diferente), se sentían a sí mismos como desarmadas con
ciencias solitarias: la presa de su concupiscencia interior, del antago
nismo social y, en definitiva, del abandono del cielo. Y lo último era
lo peor de todo. Jacques Maritain —refiriéndose principalmente a la
Francia descrita por Huizinga, toda ella enloquecida por la muerte y
la fortuna— habla de la «angustia existencial» del final del siglo x v 56.
Una ruptura del orden medieval — sigue él generalizando— prepara
ba el camino al renacimiento del estoicismo en el siglo xvi (en que
Petrarca jugó un papel importante)57 y en última instancia para la
investigación científica. En España, la misma crisis, al principio pálido
reflejo de lo que estaba ocurriendo en Europa se agudizó en tér
minos de una especial agonía social y humana. Los que vivían en un
mundo presidido por la Inquisición comprendieron, como pocos han
sido capaces de comprender hasta nuestros días, la fuerza de la alie
nación. Es decir, entendieron que cuando se habla de un mundo hostil
y extraño, ambos adjetivos no son realmente contradictorios.
— 185 —
medios contra la mala fortuna», es una tempestuosa compilación de
anécdotas que pintan el mundo natural como un campo de batalla.
Animales, insectos, pájaros, peces, incluso los cuatro elementos (como
vimos en el pasaje de Villalobos) todos ellos están enzarzados en
constante guerra. Pero el peor de todos es el mundo de los hombres.
La «especie humana» (una descripción pesimista más que científica
que los nenestoicos empleaban para restar dignidad al hombre) m tiene
una perversidad consciente que falta a las demás especies, y su his
toria es un catálogo ininteligible de crueldades, violaciones, cambios
arbitrarios y degradación general. Acabamos de citar de esa misma
introducción una descripción (que por cierto nos recuerda los cua
dros de Breughel) que resalta tan belicosas agresiones como los
«conflictos de los pájaros» que turban a los hombres con su «horri
ble clamor», «el reñir de las viejas y sus gritos», así como las fingidas
«alegres lágrimas» de las viudas insinceras. Es una introducción ade
cuada a un libro que está dedicado a la presentación de la vida hu
mana como un « panier d e cra b es» íl.
El D e rem ediis atraía a Rojas (como miembro de su casta y ge
neración) por la frecuencia de pasajes tan vivos en cada diálogo. Aun
que la España de su tiempo había quedado unida ante su renovado
destino, aunque a su historia nacional le. fue restaurado el antiguo
significado épico y religioso por los Reyes Católicos y sus sucesores,
muchos de los conversos que vivieron en medio de los tumultos de
1470 y los primeros años de la Inquisición tenían un sentido dife
sentado como dioses y a otros como hombres; a unos los ha hecho esclavos
y a otros libres», y el 26: «Hay que entender que la guerra es la situación
ordinaria, que la lucha es justicia y que todas las cosas se suceden por la
fuerza de la contienda» (P. W h e e lw r ig h t , HeracUtus, New York, 1964,
p. 29). Sobre todo, habría aceptado la afirmación atribuida a Heráclito al
efecto que la «guerra y Zeus son la misma cosa» (p. 35). Para la profunda
y decisiva influencia de Heráclito sobre Petrarca, ver M. F r ANCON, «Petrarch,
Disciple of Heraclitus», Speculum, XI, (1936), 265-271.
60 La Celestina, I, pp. 101-102. En contraste con los anímales, los estoi
cos afirmaban tradicionalmente que la «especie humana» estaba en desventaja
por la desgracia de la conciencia.
61 Podemos contras tai esta concepción con la del converso temprano
Alonso de Cartagena, que dos generaciones antes había traducido una frase
central del Libro de Job en términos caballerescos: «Caballería es la vida del
hombre sobre la tierra» (Sa n t il l a n a , Obras, p. 494). D e manera semejante
M o s é n D i e g o de V a l e r a traduce el Arbre de BataiUcs, d e H o n o r é d e Bo-
n e t , dando un contexto caballeresco a sus respuestas a preguntas filosóficas
como, «s¡ es posible que este mundo esté en sosyego e paz» (citado en el
Cap. III, n. 71). Por fortuna para ellos, tales escritores no participaron de la
desesperación generacional de un Villalobos, un Rojas, un Alvarez Gato («todo
es peligro e batalla quanto ay sobre la tierra», Investigaciones, p. 280), o un
Torres Naharro. Constante Rose, en su disertación citada anteriormente (Cap. I,
n. 26), da un número de ejemplos tomados del grupo que rodea a Núñez de
Reinoso. Algunos de ellos coinciden con Rojas al citar (también de segunda
mano) a Heráclito.
— 186 —
rente del presente y del pasado. Lo mismo que Petrarca, habían experi
mentado la historia como una guerra incesante y carente de sentido en
tre individuos y grupos, guerra en la que irremediablemente ellos esta
ban envueltos. La mayor batalla era, por supuesto, la empeñada por los
cristianos viejos contra los conversos, todos ellos judíos camuflados
según fray Alonso de Espina. O, al decir de un poema cómico del
tiempo: «mas porque soys de una pluma / el judío y vos marrano»
Pero esta definición racista de los conversos es errónea. La solidaridad
racial de los dos grupos era sumamente frágil. Como señala Castro,
«algunos conversos, al amparo de su nueva creencia, atacaban, según
hemos visto, a los hebreos, fueran o no conversos, impulsados por su
miedo y por su ambición. Los judíos, por su parte, denunciaban como
represalia a los conversos, y España se ahogaba en una atmósfera de
espionaje y contraespionaje» 63.
Es verdad que a veces, y en lugares protegidos, la armonía e in
cluso un afecto profundo caracterizaba las relaciones entre ambos
grupos. Como hemos visto, La Puebla de Montalbán en el decenio
de 1470 y primeros del 80 fue un ejemplo sorprendente de tal co
existencia amistosa. Fue un idilio perdido contado a Rojas juntamente
con posteriores anécdotas de horror y violencia, anécdotas que le han
debido parecer todavía más atroces por comparación. Pero tales ex
cepciones fueron escasas y casi olvidadas; en general se puede de
cir que prevaleció la envidia, el odio y el fanatismo. Tendremos
ocasión de referirnos de nuevo a un converso llamado Juan de Sevi
lla, que fraternizó con los judíos en La Puebla en un tiempo en que
esto era todavía posible, y que más tarde fue denunciado a la Inqui
sición por una serie de testigos judíos. El suyo fue un caso típico64.
Pero incluso el plan de batalla de doble frente resultaría una sim
plificación demasiado esquemática. Como demuestra extensamente
Domínguez Ortiz en su estudio sociológico e histórico de los conver
sos de Castilla, los cristianos nuevos estaban violenta y sañudamente
divididos entre sí. Este insigne historiador alude no solamente a su
— 187 —
persecución por los fanáticos neófitos católicos de su propia estirpe,
aquellos inquisidores conversos (o inquisidores en potencia) de los que
anteriormente hablamos. Además de éstos, los conversos pertecien
tes a las familias bautizadas hacía 1390 y cuyo cristianismo se había
hecho habitual se sentían agraviados de que los equiparasen con con
versos posteriores cuyo judaismo, evidente en la apariencia y en los
hábitos o costumbres, hacía sospechosa a toda la casta. Estos, a su
modo de ver, eran los auténticamente cristianos n u evos, y los denun
ciaban y se apartaban de ellos de varias maneras. Los «anusim» recien
tes, por su parte, envidiosos del atrincheramiento social y económico
de las familias de conversos viejos, se defendieron contra ellas lo me
jor que pudieronÉ5. Por ejemplo, como recordamos, el bien establecido
mayordomo del señor de La Puebla rehusó casarse con una sobrina
de Alvaro de Montalbán, porque consideraba que era de familia
ajudiada; de aquí que los padres de ella iniciaran una campaña de
represalias y de calumnias contra él.
Es un tópico sociológico el que los grupos minoritarios tienden a
desarrollar formas internas de discriminación que recuerdan a los que
Ies son impuestos a ellos desde fuera, así como que asimilan los tér
minos y valores de la sociedad que les oprime. Everett Stonequist, en
T he M arginal Man, presenta una serie de casos de los judíos america
nos que ilustra este punto de manera sorprendente. Cabía esperar
-por lo tanto— que, bajo la presión violenta por parte del mundo
cristiano, la solidaridad de los conversos presentara fisuras y resque
brajaduras en distintas direcciones. Había, en efecto, tal exacerbación
de la dimensión social del individuo, que no solamente las excentrici
dades y las personales idiosincrasias, sino todos los signos de clase
y casta tendían a envolver a su portador en conflictos no apetecidos.
Relacionado con esto (y quizá más característico de España debí-
do al extraño papel* marginal y central a un tíempo>de los conversos*
que del comportamiento social en general) cabe señalar la injerencia
(ya señalada arriba) del sentimiento antisemítico en otras áreas de la
lucha de clases. La rivalidad tradicional entre campo y ciudad estaba
amargada por la creencia de los campesinos de que sus opresores
urbanos eran todos de origen judío. Hemos mencionado ya la irrup
ción decisiva de los campesinos en Toledo durante el levantamiento
de los conversos en 1467, y Domínguez Ortiz presenta una serie de
otros ejemplos concluyentes. En dos localidades al menos (Nájera
y Almagro) observa que la palabra «manos» para designar a los ha
bitantes de la ciudad (los que andaban por las rúas o calles), vino a
ser sinónimo de converso “ En general se puede decir que la rabia
contra los conversos era en muchos aspectos una forma solapada de
65 D o m ín g u e z O r t iz , p. 31.
66 Ibid,, p. 144. Ha sido comentado anteriormente por Castro.
— 188 —
sentimiento revolucionario, y que el resentimiento de la clase inferior
contra sus explotadores económicos tendía a expresarse en términos
religiosos 67. Este hecho se reconocía a medías en aquel tiempo. Los
conversos (con razón) se acostumbraron a llamar a sus enemigos v i
llanos, y los cristianos viejos, frecuentemente con igual razón, devol
vían el cumplido llamando judíos a los nobles e hidalgos68. Como
Castro ha demostrado brillantemente, de esta guerra de clases par
cialmente solapada (y por esta misma razón más enconada) surgirían
muchas de las fatales peculiaridades de la vida social española, eJ
mito de la limpieza y las exageraciones del «honor». Para nuestro
intento, sin embargo, basta con tratar de imaginar la vida de un hom
bre irreparable y peligrosamente implicado en una historia alocada
que no tenía medio de controlar. Esto, después de todo, quizá no sea
demasiado difícil, pues aunque la historia de Rojas y la nuestra sean
totalmente diferentes, su manera de vivirla y sufrirla no era distinta a
la nuestra.
Como hemos visto y veremos de nuevo (cuando tratemos de la
vida diaria en La Puebla de Montalbán) todos estos sectores de con
flicto se extendieron desde el nivel de la historia hacia lo que siglos
después llamaría Unamuno «la intrahistoria»69. En realidad, si excep
tuamos motines mayores y autos de fe, la guerra en torno a Rojas
fue primordialmente intrahístórica y sus guerreros más feroces fueron
los vecinos envidiosos, los criados resentidos, las astutas e ignorantes
beatas 70, así como los miembros más íntimos de la familia, que con
189 —
sus crecientes odios fueron los más belicosos de todos. La continuidad
de la historia dentro de la intrahistoria es un tema importante de La
C elestina y aparece por primera vez en el Prólogo en una serie de
sinónimos:
«¿Pues qué diremos entre los hombres...?
¿Quién explanará sus guerras, sus enemistades, sus embidias, sus aceleramien
tos e mouímíentos e descontentamientos?»
— 190 —
La percepción de la vida como guerra, guerra que va desde los
mayores enfrentamientos de las naciones y de las culturas, pasando
por las pequeñas escaramuzas y agresiones que constituyen el tejido
de la existencia humana, a la ferocidad sin historia del mundo animal,
era, de esta manera, a un tiempo tema de La C elestina y parte fun
damental de la experiencia de ser un converso. De aquí que el disimu
lo y el camuflaje a que recurren constantemente los personajes de
Rojas sea un reflejo del disimulo y camuflaje que él y Alvaro de
Montalbán, así como sus amigos y parientes, encontraron necesario
para poder vivir. Madaríaga ve a los conversos como ejército en reti
rada, dividido contra sí mismo y con moral muy baja; sus filas desmo
ralizadas con «honda irritación y profundo resentimiento»73. No obs
tante sobreviven porque «el fingimiento o la disimulación llegan a ser
para ellos una segunda naturaleza».
Pero no debemos olvidar que este ejército de supuestos cobar
des (como hemos señalado, el tema de la cobardía en La C elestina
es digno de notarse por su penetración psicológica) fue también ca
paz de producir héroes. La misma sujeción del converso individual
a la fortuna, así como la sensación de ser «una víctima del desdén
social» le llevó al tipo de heroísmo vocacíonal que ya hemos visto.
Desde el punto de vista de los cristianos viejos, esto se interpretaba
como «ambición» y «descontentamiento», una terminología nacida
del prejuicio, no desconocida en nuestro tiempo. Pero este punto de
vista es equivocado. Aunque el deseo de distinguirse suponía frecuen
temente el llegar simplemente a la cima en una profesión determinada,
podía también expresarse en términos de la exaltación del martirio14,
de reforma religiosa y proezas de conquista 7\ La cobardía y el heroís
— 191 —
mo, el disimulo y la exaltación iban necesariamente de la mano en el
mundo de «contienda y batalla» en que los conversos se criaron. No
sorprende el que encontremos tod os esos rasgos en la caracterización
y comportamiento de los habitantes de La C elestina.
La expresión literaria de este mundo no queda limitada a Fer
nando de Rojas y a su predecesor. La volvemos a encontrar en el Laza
rillo d e T orm es y más explícitamente aún en el Guztnán d e A lfatache
y las novelas picarescas del siglo x v i i . Lazarillo comienza su narra
ción, si no recordamos mal, hablándonos de la muerte de su padre en
k batalla de las Gelves (Djerba), pero, lo mismo que en el discurso
de Sempronio, inmediatamente abandona el plano de la historia y
comienza la crónica de batallas y escaramuzas ofensivas y defensivas
en los más bajos niveles de la vida diaria. Antihéroe y héroe al mis
mo tiempo, Lazarillo hace la guerra a sus amos con cálculo y cora
je en un mundo que exige las dos cosas para poder sobrevivir.
Por lo que se refiere a Guznián, pasajes como el que sigue son eco de
alta fidelidad de Petrarca y Rojas:
Todo anda revuelto, todo apriesa, todo marañado. No hallarás hombre
con hombre: todos vivimos en asechanzas los unos de los otros como el gato
para el ratón o la yaiia para la culebra, que hallándola descuidada, se deja
colgar de un hilo y, asiéndola de la cerviz, la aprieta fuertemente no apartán
dose de ella hasta que con su ponzoña la mata76.
— 192 —
«Lo DE A L L Á NO SABEMOS QUÉ E S»
— 193 —
13
mos: eran la primera comunidad de hombres que desde los romanos
tenía que habérselas con un mundo sin esperanza y de dimensiones
ajenas. En el caso particular de Rojas, los sentimientos de Alvaro
de Montalbán son reveladores, pero no decisivos. No tienen por qué
serlo. Como veremos, una lectura de La C elestina} particularmente de
los diálogos más climáticos antes y después del suicidio de Melibea,
110 puede llevar a otra conclusión. Aunque Dios permanece en el len
guaje de los interlocutores, está ausente de su mundo de contienda
y de lucha.
Una vez más —como nos advierte Luden Febvre— hemos de ha
cer un esfuerzo para comprender esta retirada divina en otros térmi
nos que los habituales nuestros79. SÍ hablamos de la «muerte de Dios»,
o del menos definitivo «eclipse de Dios» de Martín Buber, con una
cierta complacencia, es porque los descubrimientos científicos han ac
tuado como amortiguadores entre nosotros y el último misterio. Pero
en tiempo de Rojas la súbita ausencia del sentido divino en toda activi
dad ritual de la vida diaria, de las oraciones, de la preparación de la co
mida, del vestido, de los saludos y de todo lo demás, dejaba un vacío y
una falta de raíz bastante más alarmante que la que hemos experi
mentado la mayoría de nosotros. No era solamente cuestión de falta
de fe, ni de duda, sino también de no pertenecer ni a una «ley» ni a
otra, de carecer de un sentido y un rumbo previamente ordenados en
los senderos de la existencia.
La historia del bautizo de Abraham Sénior en 1492 (consejero
principal de los Reyes Católicos y, de hecho, agente para concertar
su matrimonio) es reveladora. La ceremonia iba a ser de postín; el
Rey y la Reina mismos iban a ser los padrinos; pero en el día señalado
se supo que el futuro converso había ido a rezar a la sinagoga. Los
regios padrinos se afectaron profundamente, temiendo que pudiera
haber cambiado de opinión y que pudiera perderse esta importante
conquista para el catolicismo {según Lea, presionaron fuertemente
sobre él a fin de no perder sus servicios) ®°. Abraham explicó, sin em
bargo, «que hasta ser baptizado, no auía de dexar de hazer, lo que
como judío era obligado: porque ni una hora auia de biuir sin ley» 81.
La religión estaba bastante más arraigada en los hábitos y ritmos bá
sicos de la existencia que lo está para nosotros; y la conversión, como
descubrió Alvaro de Montalbán, exigía un esfuerzo bastante mayor
que la mera aceptación intelectual.
No muchos conversos tuvieron la fuerza de voluntad de Abraham
Sénior o la plena comprensión de su propia situación. Tendieron por
el contrario a ir sorteando entre las dos leyes, manteniendo parte de
— 194 —
cada una, y terminando por perder la comodidad que la ciega confor
midad con una u otra pudiera haberles dado82. Hay muchos indi
cios de ello en la literatura antisemítica del tiempo. Como era previsi
ble, la mayoría de los que atacaban a los conversos concentraban su
fuego en torno a las prácticas secretas y conspiraciones: ritos obscenos
y profanación de objetos del culto cristiano, planes para derrocar al go
bierno y envenenar a los vecinos y otras picardías. Pero, en medio
de estos clichés atroces, nos sorprendemos de encontrar momentos
de auténtica intuición de la situación de los conversos. El mejor
ejemplo ocurre, quizá, en una polémica entre el cronista de los Reyes
Católicos, Hernando del Pulgar, y un adversario anónimo. Hernando
del Pulgar, que era también converso, conocía bien las desviaciones
de sus compañeros, y en su C rónica defiende el establecimiento de
la Inquisición en Toledo: « ... entre los cristianos que habían sido de
linaje de judíos... se fallaron... algunos homes e mugeres... los cuales
con gran ignorancia é peligro de sus ánimas, ni guardaban una ni otra
l e y » 83. Con ocasión de la polémica, sin embargo, salió en defensa de
los cristianos nuevos, sosteniendo que en el peor de los casos serían
«buenos judíos» en un mundo de muy «malos christianos». La res
puesta anónima, infrecuente por su tono moderado, va directamente
al centro del problema: admitiendo que hay malos cristianos y que
«si algunos desfloran por mala vida las paredes de la sancta Iglesia,
entero se queda el edificio de la Ley; mas, quitada la primera piedra
del edifico todo, ques la fee, de?id ¿qués lo que queda? Esto hazen
los que vos dezís buenos judíos, que son mentirosos en ambas le
yes» w. El verdadero peligro que presentaban los conversos —a pesar
de las frenéticas acusaciones que corrían— no era criminal o moral,
sino para la fe misma. La naturaleza de su experiencia les había hecho
escépticos.
Un folleto anticonverso citado frecuentemente, que subraya este
peligro particular, es el anónimo Libro d el A lborayque (1488). La
palabra alborayq ue se refiere al monstruoso animal que llevó en su
— 195
lomo a Maboma desde Jerusalén a La Meca y que, como los conversos,
pertenecía a una especie híbrida. Todos los conversos, según el pole
mista, pueden dividirse en dos grupos: los m esum ad, cuyo cambio
de fe era voluntario y sincero, y los hcnuzaym (anusim ), los «forza
dos», Estos últimos «tienen la circuncisión como Moros, e el sabad
commo luidos, e el solo nombre de Xpristianos, e nin sean moros, nin
Ludios, nin Xpristianos, aunque por la voluntad ludios, pero non
guardan el Talmud nin las ceremonias todas de ludios, nin menos la
Ley Xpristiana. E por esto los fue puesto esto sobrenombre por ma
yor uituperio, conuiene a saber albor ay eos» . El resultado —se afir
ma— es una receptividad especial a la herejía. Los anusim tienden a
dar crédito a «tantas herejías como los antiguos filósofos, algunos de
los cuales afirmaron que no había nada más que el nacer y el morir,
o como sus antepasados, los ju d ío s...»ss. El autor del Libro d el Al-
borayqu e era fuertemente partidista (es fácil adivinar que era miem
bro del grupo que él llama m esum ad), pero parece tan interesado en
analizar una situación real como en echar al viento su pasión. Nuestra
mirada a los espíritus marginales y escépticos de Alvaro de Montal
bán y sus compañeros da a su libro patética confirmación.
En un caso al que no se ha aludido todavía, el testimonio inquisi
torial nos permite escuchar a un converso, Micer Pedro de la Caballe
ría (anteriormente don Bonafós), uno de los más poderosos hombres
de Aragón, que expresa su propia opinión como tal alborayque. El
testimonio es probablemente falso (fue dado por un judío hostil mu
cho después de su muerte), pero no por esta razón menos interesante.
En una conversación con un amigo judío se le oyó decir a Micer
Pedro: «¿Quién me quita a mí si yo quiero ayunar el qr.ípur y tener
vuestras pascuas y todo?, ¿quién me lo veda a mí que no lo faga que,
quando era judio, en el sabado no osava yr fasta ahí, y agora fago lo
que quiero?» El amigo judío, un tanto escandalizado, contestó: «Ha,
sennor, no sabéis que dize la ley esto y esto, diziéndole que syendo
christiano no fazia bien en fazer aquello» ® 6. La respuesta de Micer
Pedro fue casi marloviana: «Ahora todo mestá franco para fer lo que
quiero, que aquexe otro tiempo era» 87. Puede hablar con una fran
— 196 —
queza tan reveladora precisamente porque se gloría de haberse libera
do de lo ritual. Si, a finales de siglo, muchos de los anus'tm se sintie
ron perdidos, expuestos y marginados en su mundo de fervor, Micer
Pedro de la Caballería (que fue asesinado en 1465) no lamentaba las
certezas perdidas. Y, como él, parecían haber hablado los altos cor
tesanos y favoritos paganos de Enrique IV de Castilla, atacados
por los partidarios del príncipe Alfonso en un manifiesto de índole
propagandística:
Es muy notorio en vuestra corte haber personas, en vuestro palacio e cerca
de vuestra persona, infieles, enemigos de nuestra santa fe católica; e otras,
aunque cristianas por nombre, muy sospechosas de la fe, en especial que creen
e dizen e afirman que otro mundo non haya, sínon nascer e morir como bes
tias, que es una herejía esta que destruye la fe cristiana: e ende están conti
nuos blasfemos, renegadores de nuestro Señor y de nuestra señora la Virgen
María e de los santos, a los cuales vuestra señoría ha sublimado en altos ho
nores e estados e dignidades de vuestros rey nos... *®,
«R azón y sin r a z ó n »
— 197 —
mucho tiempo atrás había habido un movimiento averroístico en los
círculos judíos saduceos, favorable al escepticismo y al pensamiento
racional Baer, en particular, en su reciente H istory o f th e J e w s in
Christian Spain ofrece mucha nueva información relativa a las ideas
que subyacen en La C elestina y en el suplicio de Alvaro de Montalbán.
Después de una serie de ataques violentos de los rabinos ortodoxos
contra los mantenedores de las ideas averroístas del siglo xv, observa
que la desilusión racional respecto a las creencias heredadas y a las
rigideces rituales parece haberse extendido entre los que poseían ri
quezas y honores. Y, lo que es todavía peor, el peligro represen
tado por el averroísmo a la continuidad de la comunidad judía se
agravó de manera especial por la existencia de los conversos y por la
ventajosa y tentadora posibilidad de unirse a su número. Aunque el
cristianismo era «mucho más... contrario a la religión de la razón que
el judaismo», la falta de una fe ferviente en este último hizo que el
bautismo pareciera un paso menos significativo. ¿Por qué no, en
otras palabras, someterse a un rito más, exigido por la sociedad, ya
que todos ellos hubieran parecido irrazonables a Aristóteles y a su
profeta moro? «Nacer y morir; todo lo demás es una asechanza y una
desilusión» resumía —concluye Baer— «toda la fe» de «los filósofos,
averroístas y nihilistas» sea que se presentaran como banqueros o mé
dicos «en su modesto atuendo judío» o como conversos «en el ropaje
magnífico de los cortesanos y caballeros» 90. No me atrevería a afir
mar que las vidas de Femando de Rojas o de su suegro (a la vista
de lo que sabemos del más o menos humilde judaizar de sus familias)
se puedan explicar en términos de una filosofía tan bien definida y en
definitiva tan aproblemática. Ni los grandes libros ni las incautas
exclamaciones escépticas vienen directamente de las ideas; la experien
cia viva ha de ser la incubadora. Pero, por otro lado, no puede haber
duda de que la visión angustiada del mundo como abandonado por la
providencia y sólo justificado por el «gozo» pasajero de un amor ar
diente o de un vaso de buen vino fresco «traído por un solo cria
do» no era totalmente el producto de las circunstancias inmediatas.
Había evidentemente una tradición intelectual del siglo xv a la que
podían dirigirse sus espíritus inquietos.
Ejemplos pertinentes nos ofrece un libro de la biblioteca de Rojas,
La visión d eleita b le (una visión alegorizada y semicristiana de la Guía
d e p erp lejo s), que queriendo ser una respuesta del hombre razonable
al materialismo y al agnosticismo, revela, en efecto, por el mismo
hecho, que existen. Entre las opiniones peregrinas que el autor, Al-
89 Es interesante observar que Fray Alonso de Espina, en una enumera
ción de las sectas judías en el Vortaliiium fidei, identifica a los saduceos con
los que niegan la inmortalidad: «alii vocantur saducei qui non credunt almas
post mortem manere» {citado por C a r o B a r o j a , I, 489).
50 Baer, II, 270-277.
— 198
fonso de la Torre, propone corregir, están las siguientes: «no había
diferencia entre la muerte de un ratón que iba á beber, que lo mató
un gato, y en la de un profeta, el cual iba á predicar, y matólo una
sierpe ó una bestia en el camino»; «Dios había desamparado toda la
tierra por él creada»; o «después de hombre muerto no hay ninguna
cosa»91. No quiero sugerir (ni creo que tampoco Baer lo mantendría)
que tales judíos españoles y algunos de sus descendientesconversos
fueran paladines dieciochescos de la cruzada de la razóncontra la fe,
o que incluso un Alvaro de Montalbán fuera necesariamente más
«filósofo» que sus inquisidores. Lo que parece ser el caso, sin embar
go, es que el interés por la filosofía y la discusión razonada de sus
problemas les llevó a ciertos judíos, mucho antes de la época de los
conversos, a una idea del universo como algo distinto del hombre,
ajeno a él, inexplicable quizá, pero libre de fantasmas y agüeros.
El brillante estudio que hace Américo Castro del poeta judío del
siglo xiv Sem Tob de Carrión se centraen este punto:
. . . .
Este refinado racionalista, rebelde al aburrimiento, rechaza los lugares co
munes de quienes maldicen el mundo: «Non ay otro mal en él sinon nosotros
mismos, nin vestiglos, ni al / ... Nos se paga nin se ensaña, nin ama ni
desama, / nos ha ninguna roana, nin responde nin llama.,, / Ca cierto el
mundo den / todo tiempo igualdad» 9Z.
— 199
y el espacio y como calcular los deseos humanos en términos de valor
monetario, los conversos participaron naturalmente en la preocupa
ción por el espacio de sus contemporáneos. Es decir, vieron el espacio
de manera distinta a la que se había concebido antes. Mucho antes
de La Celestina, Sem Tob (en un pasaje estudiado por Castro) había
descrito su mundo objetivo y ajeno como «la lueñe tierra» De la
misma manera que Calisto en el soliloquio del acto XIV se da cuenta
de que las dimensiones externas no cambiarán a medida de nuestros
deseos («que a. todos es un ygual curso, a todos un mesmo espacio
por muerte y vida») y llega a una visión espacial («el alto firmamento
celestial»), así Sem I .ib había asociado la dÍmensionalÍbÍÜdad del
mundo con su falta de interés por las preocupaciones humanas.
Y después, en el siglo de Colón y Uccello, el siglo en que el paisaje
en el. trasfondo comenzo a reemplazar a las figuras de primer plano
en pintura, la conciencia espacial era evidentemente mucho más
aguda.
, Nosera ^necesario tratar aquí de la excelencia hebrea en la astrono
mía (Abrahán Zacut se había marchado de Salamanca en 1492 poco an-
tes.de la llegada de Rojas) y en la navegación, o de la posterior acep
tación de Copémico por los profesores conversos. Lo que primordial
mente nos interesa es la conciencia del espacio como algo ajeno e in
conmensurable con el hombre, una conciencia que era característica del
periodo en su conjunto y que no podía dejar de ser compartida en for
ma aguda por los intelectuales conversos95. Una de las falsas opiniones
a que se aludía en la Visión d eleita b le es «que allende del cielo ó haya
un cuerpo infinito ó sea todo vacío» %. Cuando Juan de Lucena, en
su D e vita felict, presenta el tópico gastado de la fama transitoria, la
reproduce precisamente en estos términos: sustituyendo el espacio por
el lugar común temporal. ¿Por qué afanarse por la fama, pregunta
como Luciano y Sancho Panza, «ca la tierra, según los mathemáticos
no es mas que un pequeño punto en medio del mundo, á manera de
compás rotado de cielos, que llaman ellos centro, y nos otros, abis-
so»? .
Nuestra comprensión del mundo que rodea a Fernando de Rojas
quedaría peligrosamente, simplificada si imagináramos a los conver
sos como un cenáculo privado de racionalistas, intelectuales y técnicos
perseguidos por una sociedad enferma y fanática. La verdad es que
I P:^ m 'l40Á Para„ ut\ f tudio definitivo de este nuevo sentido del es-
p 176 ss filosofía renacentista, ver TheIndividual, de C a s s ire r,
— 200
el fanatismo y la pasión (característica de un período alerta ante los
signos de la venida del Anticristo)93 abundaba entre las filas de los
conversos, y no solamente entre aquellos que trataban de ser más
cristianos que sus mismos vecinos cristianos viejos. Los procesos de
la Inquisición están llenos de blasfemias y suponen con frecuencia
un odio tan intenso hacia los ritos recién impuestos, que casi parece
indicar (como las misas negras) una especie de culto al revés. Eran
profanados y golpeados crucifijos y otros objetos del culto cristiano;
las hostias eran robadas, torturadas y usadas como ingredientes en las
mezclas mágicas; se hablaba mucho de crucifixiones rituales, aunque
de hecho no hay pruebas fehacientes de casos reales. La suegra de
Fernando de Montalbán (un pariente probable del suegro de Rojas y
vecino de La Puebla) fue típicamente acusada no sólo de haber lava
do la cabeza de su hijo después de ser bautizado, sino además de
haber tirado un crucifijo a una cloaca". Por supuesto, muchas de es
tas acusaciones eran mentiras maliciosas, mientras que otras eran
abultadas exageraciones. No obstante, después de leer una serie de
sumarios de procesos, he de concluir que tales profanaciones (com
prensibles bajo aquellas circunstancias) no fueron infrecuentes.
Así, de manera a la vez antitética y complementaria al cansado
escepticismo de Alvaro de Montalbán, vemos que otros conversos
más supersticiosos estaban dispuestos a hacer lo que fuese para aliviar
sus sentimientos o creer en cualquier superstición que prometiera una
esperanza jx>sible. Ya hemos mencionado un ejemplo; la ola mesiánica
que inundó a Castilla y Andalucía como resultado de la predicación
de una falsa profetisa de quince años. Otro género de consuelo en
contraron los conversos que engrosaron las filas de los «alumbrados»,
secta de illum inati de que hablaremos brevemente en el capítulo VI.
Las brujas y magos, algunos de ellos abiertamente charlatanes y otros
(como Celestina) más o menos convencidos de sus propios poderes,
sacaron grandes ganancias. Un contemporáneo de Rojas que comenzó
a practicar como mago en 1501 fue el médico Eugenio Torralba, fa
moso por un espíritu familiar llamado Zequiel que de modo caracte
rístico le llevaba a través del espacio (como en la leyenda original
del D octor Fausto) y le traía noticias de todas las capitales del mun
do, pero que no pudo protegerle del Santo Oficio 10°. Era el único
poder que incluso Celestina temía.
No todo este irracíonalísmo merece condescendencia, volteriana
95 La venida del Anticristo había sido predicada con gran efecto por San
Vicente Ferrer, y el miedo de su venida permaneció a lo largo del siglo. Ver
J. W a d s w o r t h , Lyotis, Cambridge, Mass., 1962, pp. 27-31. En 1497 aparecía
en español una «biografía-crónica» del An ti cristo (relacionada probablemente
con los citados por Wadsworth). Ver Cap. VI, n. 120.
99 Baer, Vie Juden, II, 448.
100 y er L l ó r e n t e , ITT, 228 ss,
— 201 —
o materialista. Mucho se ha escrito sobre la importante contribución
de los conversos a la espiritualidad renacida y al misticismo del si
glo xvi. Aunque era un fenómeno por el que Rojas sentía probable
mente poca simpatía, seguramente había leído y admirado las elo
cuentes traducciones españolas del Antiguo Testamento que circula
ban entre los conversos, así como la poesía de sus oraciones clandes
tinas. Algunas de éstas se han conservado en los archivos de la In
quisición y están escritas con una intensidad apasionada capaz de
mover incluso a los no creyentes. Con palabras de desesperación y
esperanza, el espíritu humano torturado, lo mismo que el mono de
Kafka (en In fo rm e a una academ ia) encontró un nuevo sentido en
sus facultades más altas. Un lamento típico d e p ro ju n á is expresa di
rectamente la angustia del tiempo:
E tórnome a ty, muncho arrepyntiéndome con lloro e con lágrimas e con
sospiros, ansy como fyjo a padre, que me perdones e que me ayas merced
por la tu misericordia e piedad, e que me saques e que me relevantes deste
lodo y desta tribulación en que so caydo... Et adonay, adonay adotiay, ayas-
me merced... tú que eres Ius de las Iuses a flama con caridad, conplida ley
de los buenos, alabanza de los coronados, Rey de los reyes, pas con humildad,
pagen^ia de amor, voluntad conplida, vya e vyda, sol antes del día, estrella
de lus... parayso de folganfa... 10).
— 202 —
a entonar: ésos que explican por qué Dios permite que exista el mal,
y lo agradecidos que debemos estar a sus designios.
A ? UredÓ desPués de <5ue d mentido de lo divino desapareciera
de la vida? La respuesta ha sido ya dada: una aguda y especial forma
de esa «angustia existencialísta» que Marítain ve como característica
del hnal del siglo xv. Uno se siente a la deriva, expuesto al infinito
e implacable espacio, sujeto a los días, a los años y a las décadas de
historia sin sentido. El D e rem ed iis de Petrarca con su visión del
mundo como conflicto incesante, como lugar de rencor y de cambio,
en que dar valor a cualquier cosa era un acto de locura (aunque inevi
table), encontró en los conversos españoles algunos de sus mejores
lectores. Cjyorgy Lukács describe la novela como basada en un sen
tido de u b d a cb losigk eit, que vale como decir encontrarse sin techo y
sin albergue. Era comprensible que en tiempos como éstos y para
tales lectores, se hubieran escrito los primeros ancedentes de nuestro
genero preferido.
Ni el mismo Taine pretendería que «le moment» pudiera llorar o
escribir un libro . El verdadero significado de la historia recopilado por
remando de Rojas estriba no en las cosas que oyó ni siquiera en los
hechos de que pudo haber sido testigo, sino en la naturaleza y en la
calidad de su reacción. Aquí está el Rojas que no ha desaparecido, el
Rojas que vive en nosotros. Cuando la vieja historia de la perse
cución se asimilara y volvió a nacer en una nueva historia llamada
La C elestina, su experiencia personal de su tiempo, no lo que entonces
sabia, sino su manera de sentirlo, se hizo inmortal. Generalizaciones
en si mismas tan evidentes se aplican a cualquier autor importante;
lo especial en el caso de Rojas y de sus colegas protonovelistas es la
aguda autoconciencia de su investigación de su historia y su corres
pondiente aguda preocupación creadora por la conciencia individual
en su relación con otros y con el mundo. Todas las atrocidades de
esos terribles años son, por supuesto, no menos atroces porque hicie
ron posible La C elestina, el Lazarillo o, en último término, el Q uijote.
Y, sin embargo, la nuevamente intensa y, en definitiva, nada me
dieval autoconciencia expresada en estas piezas maestras y engendra
da por una necesidad de comprender aquellos tiempos incomprensi
bles, ha sido una bendición para la humanidad desde entonces.
El adjetivo «autoconsciente» va asociado en inglés normalmente
a la torpeza social, a la timidez y a la falta de esa «naturalidad» que
Stendhal solía tratar de imitar. Archipreocupado por la impresión
que puede causar a los demás, la persona autoconsciente se vigila su
comportamiento, se escucha a sí mismo al hablar y se critica como si
fuera otra persona. En la medida en que hayamos participado en tales
sentimientos, estamos en una posición mejor para comprender la si
tuación de Fernando de Rojas al tratar de explicar el nuevo ser que
le había impuesto la sociedad. ¿Como llegó este ente extraño a ser yo
— 203 —
mismo? ¿Quién es él? ¿Qué implica su destino? Estas eran las pre
guntas a las que la primera biografía oral (no autobiografía) del futu
ro autor de La C elestina debía contestar. Para los que existían como
él, esa entidad que ahora conocemos como «historia contemporánea»
era en sí misma una forma de autoconciencia.
Se objetará que la autoconciencia que nosotros conocemos se con
sidera comúnmente como una etapa de la adolescencia a través de la
cual pasamos al camino de la madurez, etapa o estadio que se termina
cuando nos aceptamos a nosotros mismos y a aquellos con quienes te
nemos que vivir. La objeción es válida. La profunda e importante dife
rencia entre la autoconciencia de los conversos del siglo xvi y la que
nosotros podamos haber experimentado, es que la suya no llegó nun
ca a término. Cuanto más escuchaban la historia de su casta, más
extraños y alienados se parecían respecto de sí mismos. Como hom
bres que miran su figura en el espejo, se ensayaban gestos y observa
ban sus propios movimientos con asombro1Q2. Vivir tiempos como
éstos era ser desesperadamente consciente de la conciencia. O, visto
más positivamente, madurar sin envejecer, y de esta manera ser capaz
de combinar la sabiduría acumulada con una no mermada capacidad
para una intensa experiencia. En un sentido profundo (y fuera de toda
ortodoxia psicológica), me atrevería a sostener que no sólo las nove
las que acabamos de mencionar, sino también la poesía de Fray Luis
de León, la autobiografía de Santa Teresa, e incluso las comedias de
Juan del Encina, se originaron en una permanente crisis de identidad.
Esto no debe tomarse como un intento por mi parte de proponer
ningún tipo de caracterización general para los escritores conversos y
de sus escritos. Todo lo contrario: desde el punto de vista de la auto-
conciencia, el número de sendas es ilimitado y la libertad de elegir en
tre ellas queda garantizada. Lo que tienen en común no soq los temas o
rasgos fijos o el estilo o el género, sino un sentido del yo como un ser
diferente e inexplicable. Inexplicable, entre otras cosas, porque está
cambiando siempre. Una y otra vez discernimos en estos escritores
una percepción muy especial del tiempo: el momento pasado, el mo
mento que pasa y el momento que va a pasar, momentos sentidos no
con ostentación barroca, sino como íntima mutabilidad interna. A me
— 204 —
dida que uno observa con curiosidad todos los sentimientos, reaccio
nes e ideas efímeras que constituyen el fluir de la conciencia perma
nente, percibe una nueva región del tiempo. Esta es precisamente la
razón por la que Rojas estaba harto más interesado en el «proceso de...
deleite» de sus enamorados que en su caracterización fija; y por la que
Fray Luis de León circunscribió sus sentimientos en un marco de
adverbios temporales: «cuando», «ya», «mientras», «luego», «aún».
Seria temerario afirmar, según la fórmula de Ortega, que el tema de
los tiempos de Rojas era el tiempo. Más bien hemos de tratar de ima
ginar desde dentro cómo el nuevo tipo de conciencia que él compartía
con los suyos pudo asimilar el loco frenesí del tiempo de la historia
vivida y el tiempo inexorable de los relojes, y los transformó. De esta
manera fue cómo La C elestina y el Tratado d el alma de Luis Vives
—la una creadoramente y el otro con la reflexión— preguntan y con
testan las mismas cuestiones. En lugar de preguntarse «Quid est ani
m a?» de los teólogos, estas sensibilidades sin precedentes se pregunta
ban «cómo es [el alma] y cuáles son sus operaciones... [que] se pre
sentan poco a poco y por partes a nuestra inteligencia» iaí. Debajo de
lo que Juan Manchal ha llamado «imagen ya previamente compuesta»
de autoridad, piedad y sabiduría de Antonio de Guevara 104, este últi
mo era (lo confiesa él) «variable en los apetitos, profundo en el cora
zón, mudable en los pensamientos, inconstante en los propósitos e in
determinable en los fines» 103.
Se podrían añadir otros muchos ejemplos y, no obstante, como
he dicho, sería equivocado proponer que el florecer del tiempo huma
no (o inhumano) en el huerto del tiempo de la historia fue un resul
tado de la conversión. Como autores, un Rojas o un Vives o un Fray
Luis de León no fueron conversos; fueron conciencias sujetas a la
situación de los conversos. Sólo pensando en estos términos podemos
esperar comprender cómo la cáustica ironía de La C elestina manifies
ta un espíritu que se mantiene a distancia, consciente de sí mismo
en el tiempo ya que todo lo demás es ajeno, incluso su nombre y
la reflexión de su envoltura corporal en el espejo. Las biografías
de conversos tomados como grupo son biografías de cautiverio y
liberación. Desde fuera, cada individuo estaba encarcelado, «obli
gado» a aceptar la identidad de su casta; pero desde dentro, su espí
ritu en el curso el tiempo podía descubrir medios de consuelo,
abrir avenidas de escape, o darse cuenta, como Fabrice del Dongo
— 205 —
en la Torre Farnese, de que la conciencia de cautiverio es la forma
más alta de libertad. En este momento, precisamente, es cuando se
hace posible una C elestina y cuando su autor deja de ser un converso.
Algunos compañeros de Rojas trataron de apagar su ardiente con
ciencia —o sea trataron de parar el tiempo— en el irracionalismo o
el fanatismo. Esto es; trataron de destruir o de justificar su imagen
como cristianos. Otros, como el impresor Juan de Lucena, apagó su
calor existencial en «grandes yrronías» y «humor chocarrero». Y aún
otros encontraron refugio para sus espíritus en hogares psíquicos y se
calentaron a sí mismos durante décadas con fuego cuidadosamente
mantenido de resentimiento y de odio. Y finalmente hubo unas pocas
excepciones que poseyeron la serenidad necesaria para explorar el
nuevo mundo de tiempo interior descubierto en el cautiverio. Obsér
vese que, en todas esas diferentes reacciones, lo que hemos dado en
llamar autoconciencia no era más que el estímulo, el rumbo inicial im
puesto en la vida por la historia. Ser converso era estar condenado a
un fuego tan cruel como el encendido por la Inquisición (o por Ne
rón, como Calísto insiste), pero en ciertas almas bien ventiladas podía
a veces proporcionar una mayor iluminación. Castro hace la misma
distinción entre los dos aspectos o momentos de las biografías de los
conversos cuando dice que «la persecución inquisitorial no hubiera
motivado por sí sola la espléndida floración literaria...». Una capa
cidad innata «para expresar valiosamente los fenómenos de concien
cia» era también necesaria 106.
La noción de autoconciencia no es exactamente la misma cosa que
la introspección. Esta última era una parte inevitable del proceso, pues
como dice Castro, «las circunstancias [externas] incitaban [al con
verso español] a volver a las más profundas raíces de su existir».
Pero en su caminar hacía el interior, los conversos individuales —Ro
jas es el ejemplo supremo— encontraron con frecuencia un mirador
desde donde poder observar hacia fuera. El estar indeleblemente
marcado por la sociedad y el sentirse uno mismo axiológicamente
huérfano, rechazado por Dios y por la historia, le hacía al individuo
volverse sobre sí mismo, pero al mismo tiempo le procuraba una
perspectiva incomparable para ver las cosas como son. El adolescente
tímido se mide a sí mismo por los ojos de la sociedad; el adulto
introspectivo se retira al mundo de su propio espíritu; pero Fer
nando de Rojas, solo en su habitación, «acostado sobre su propia
mano», observa su íntima caza de la verdad: «echando sus sentidos
como ventores» que olfatean el viento, y su juicio que vuela como
un halcón cernido. Así aprendió el autor de La C elestina a juzgar el
mundo y la historia contemporánea en los que le tocó nacer y vivir,
no sólo en términos de su personal criterio discrepante, sino también
106 Realidad, 1.* ed., p. 545.
— 206 —
penetrar la hipocresía profunda de la suciedad que le rodeaba.
Y, al mismo tiempo, igual que Celestina, supo proyectar su imagina
ción en otras conciencias menos emancipadas que la suya (Melibea,
Pleberio, Sosia, etc.) y dictarse a sí misma sus esfuerzos para comuni
car y expresar quiénes eran y lo que sentían dentro de los distintos
momentos de su vida.
Al decir esto, vamos bastante más allá de la historia que acaba
mos de volver a narrar. La utilización única y creadora por parte de
Rojas de la situación social (que comparte con tantos otros) de nacer
converso, no es en definitiva susceptible de ninguna clase de explica
ción sociológica ni psicológica, histórica o existendal. La biografía de
un hombre como éste, lo mismo que la biografía de Shakespeare o de
Picasso, es un viaje al límite del misterio. Y una vez allí, lo que po
demos intentar, a lo más, es quitar alguna barrera artificial a fin de
poder contemplar la misteriosa posibilidad humana de su potencia
creadora con callada reverencia. No obstante, admitiendo estas rigu
rosas limitaciones, nuestra lectura de La C elestina ganará mucho si
nos damos cuenta de estas dos cosas: primera, que su autor fue un
ser humano (no una «personalidad no cristalizada» ni un intérprete
de la moralidad común del tiempo) y, segunda, que era un ser hu
mano, no determinado por su raza, su medio y su momento, sino más
bién un hombre como nosotros hecho consciente en su vivir libre
dentro de circunstancias impuestas.
CAPITULO V
LA PUEBLA DE MONTALBAN
í4
« E FUÉ NASCIDO EN L á PUEBLA DE MONTALVÁN»
— 211 —
tico sea un engaño deliberado y que Rojas pasara su primera infan
cia atormentada en Toledo, hemos de seguir aceptando dos períodos
separados de residencia en su «clara nación» y «patria chica». El
primero, como niño recogido por sus parientes sobrevivientes (¿la
familia de Garcí González?) después de la dispersión de la fami
ba en 1488, y, el segundo, como joven abogado que comienza su
carrera profesional. Un testigo de la probanza declara de manera
específica: «fue vezino della cierto tiempo hasta que se fué a Talave
ra» 4. El hecho más significativo de todos, sin embargo, es que, por
propia definición, Rojas era, o quería ser, nativo de La Puebla, y es
a él a quien debemos dejar la última palabra.
En este punto es inevitable la determinación de cuatro fechas. Es
tas son: el año del nacimiento de Rojas, el de su marcha a Salamanca,
el de su vuelta a La Puebla y el de su establecimiento en Talavera.
Puesto que, excepto para la última, no existe prueba documental a
mano, hemos de calcular partiendo de las tres cosas que conocemos
(o al menos que parecen probables) sobre los años pasados en Sala
manca. La primera es que la C om edia fue escrita — o más bien «ter
minada»— después de 1496, el año de la publicación de la edición
de Basilea de Petrarca usada en ella como libro de referencia para
los lugares comunes o citas s. En este tiempo, Rojas, según sus pro
pias afirmaciones, era estudiante. La segunda es que había recibido el
grado de bachiller hacia 1500, fecha de la primera edición que lleva
ría los versos acrósticos. Finalmente está la sólida indicación del pró
logo de que las añadiduras e interpolaciones impresas por primera
vez en 1502 6 fueron escritas estando todavía en Salamanca. Me re
fiero de manera particular a la afirmación de que fue «la alegre ju
ventud e mancebía» la que discutió la obra y le urgió a que la
alargara, y la afirmación de que la tarea fue realizada durante momen
tos hurtados al «principal estudio» del escritor. Una obra comenzada
en la Universidad y provisionalmente concluida allí, una obra conce
bida por un «filósofo» con estilo propio para un auditorio académico
—es lo único razonable suponer— se llevó a su perfección final den
tro del mismo contorno. Lo cual equivale a proponer que la vertien
4 VL I, p. 391.
5 Ver F. C a s t r o G u i s a s o l a , Observaciones sobre las fuentes de «La Ce
lestina», Madrid, 1924, p. 48 (a quien se debe todo crédito) y D e y e r m o n d ,
The Petrarcban Sources, cap. II. ,
6 Los bibliógrafos (muy recientemente J. Homer Herriot en su Totearás
a Critical Eáition, pp. 5-6) han propuesto una primera edición perdida de la
Tragicomedia fechada en 1500. Aunque la hipótesis no pueda despreciarse
(no es necesario exponer las razones aquí), las continuas impresiones de la
Comedia en 1500 y 1501 la hacen arriesgada desde el punto de vista biblio
gráfico. Si tuviéramos que aceptar que la obra de continuación e interpolación
tuvo lugar en 1499 o a principios de 1500, las tres primeras fechas de nuestra
cronología habría que retrasarlas uno o dos años.
— 212 —
te de la vida de Rojas, la divisoria entre autor y jurista, fue su salida
final de Salamanca.
Ahora bien, si combinamos estas tres sólidas probabilidades (la
tercera es discutible; pero, como apuntamos antes, debemos aceptar
las dos primeras si hemos de hablar de algún modo de Rojas) con lo
que sabemos sobre el plan de estudios en la Facultad de Derecho,
pueden inferirse las cuatro fechas aproximadas. Puesto que el grado
de bachiller en Leyes exigía normalmente seis años de preparación
y la licenciatura requería cuatro años más7, podemos provisional
mente suponer que Rojas llegó a Salamanca en 1493 ó 1494 (esto es,
unos seis años antes de la mención de su título de bachiller en los
acrósticos) y que permaneció allí hasta 1501 ó 1502 (es decir, después
de terminar la T ragicom edia). El razonamiento que sustenta estas su
posiciones es sencillo. Si hubiera Rojas comenzado mucho antes o per
manecido mucho después, con toda probabilidad hubiera tenido tiem
po de conseguir el título universitario más alto. O al menos lo hubiera
completado lo suficiente como para permitirle llegar a graduarse a
pesar de todas las dificultades que pudieran haberse interpuesto. Des
pués de haber leído La C elestina, no podemos poner en duda la inte
ligencia y la habilidad de Rojas, y habiendo leído los versos acrósti
cos y el epitafio (subrayando ambos el título de bachiller, apenas si
podemos poner en discusión su vocación profesional). En efecto,
resultaría que sólo una grave crisis económica o de familia podría
haber sido responsable de la interrupción de sus estudios. SÍ hubiera
podido, seguramente que habría completado los requisitos para el
grado de licenciado a como su hijo mayor, Francisco, y sus dos nietos
habrían de hacer9.
La aceptación del año 1494 para la llegada a Salamanca nos per
mitirá a su vez estimar la fecha más importante de todas, la del naci
miento de Rojas. La edad normal de los estudiantes de primer año
estaba entre catorce (Fray Luis de León, Juan de Segovia y Juan del
Encina son ejemplos de esta precocidad nada excepcional) y dieciséis,
si bien había más casos particulares en ambas direcciones de lo que
— 213 —
se acostumbra hoy. Estudiantes de doce años y algunos incluso más
jóvenes eran con frecuencia admitidos a los cursos preparatorios de
latín y gramática; así que quizá no exagerara demasiado Vicente Es*
pinel cuando recordaba haber salido de Ronda para Salamanca llevan
do todavía pañales. Sin embargo, en el caso de Rojas, la mayoría de
los lectores de La C elestina se inclinarán a aceptar una fecha poste
rior. Podemos conjeturar pues —sabiendo bien que es una conjetu
ra— que Rojas tenía dieciocho años cuando emprendió el largo viaje
desde La Puebla a Salamanca por vez primera. Lo cual a su vez fija
la fecha de su nacimiento en 1476, año de la muerte de don Rodrigo
Manrique. Tendría veinte o veintiún años cuando adquirió la edición
de Basilea de Petrarca, o veintiuno o veintidós (1497-1498) cuando
se sentó durante las vacaciones de primavera a continuar la C om edia.
Menéndez Pelayo se permite otra conjetura cuando observa que
Rojas puede haber atribuido su propia edad a Calisto; esto es, cuando
Celestina dice a Melibea (que no había preguntado): «Podrá ser, se
ñora, de veynte e tres años» 10. Esto no es improbable. Supondría
simplemente que Rojas era incluso más conspicuamente senil entre
sus compañeros de clase de lo que hemos supuesto, que había estu
diado más para la licenciatura de lo que parecería probable, o que sus
estudios habían sido interrumpidos por alguna razón.
Afortunadamente, la fecha de su traslado a Talavera es menos
especulativa. En el proceso de un residente local en 1517, llamado
Diego de Oropesa, Rojas, aunque parece poco dispuesto a comprome
terse como testigo, asevera que había conocido al acusado «de diez
años a esta parte» u. La fecha de 1507 queda confirmada más tarde
por dos testigos talaveranos en la probanza preparada en 1571 por sus
nietos para obtener el permiso de emigrar a las Indias. Los dos, uno
de ochenta y otro de ochenta y seis, recuerdan haber conocido por pri
mera vez al bachiller «más de sesenta años a esta parte» n . Y si ellos
habían sido adoctrinados por el licenciado Fernando, esto mismo
confirma la probabilidad de nuestra suposición. Resumiendo, estas
cuatro conjeturas, en conjunto, aparecen de la manera siguiente: na
cimiento, 1476; permanencia en Salamanca, 1494-1502; estableci
miento profesional en Talavera, 1507. Meditando sobre su interrela-
cionada probabilidad, podemos seguir observando que el nacimiento
— 214 —
en 1475 ó 1476 haría a Rojas razonablemente quince años más viejo
que su mujer 13 y que a su muerte en 1541 tenía sesenta y cinco.
Antes de terminar estas especulaciones cronológicas, es necesario
tratar un nuevo hecho perturbador que llamó mi atención después
de haber escrito los párrafos precedentes. En la lista de Judaizantes
d el arzobispado d e T oled o habilitados por la Inquisición en 1495 y
1497, recientemente publicada por Francisco Cantera Burgos y P. León
Tello (ver cap. I, n. 52) encontramos la siguiente anotación para La
Puebla de Montalbán: «Leonor Alvarez, muger de Ferrando de Ro
jas, e sus hijos menores, 500 maravedís.» Esto significa, como vimos
anteriormente en el caso de Alvaro de Montalbán (cap. II) que había
sido gravada con la suma indicada a cambio de anular las restriccio
nes indumentarias o de otras penas parecidas impuestas después de
su reconciliación. Parece querer significar también que Rojas estaba
ya casado y que tenía hijos al tiempo de escribir La C elestina, supo
sición que será muy del gusto de los que creen improbable que un
estudiante relativamente joven hubiera podido ser su autor.
No obstante, a pesar de la coincidencia de los nombres de marido
y mujer, otros hechos eliminan la necesidad de volver a considerar
las fechas ya propuestas. En primer lugar está la afirmación directa
e inequívoca de Alvaro de Montalbán de que la mujer de Rojas tenía
alrededor de treinta y cinco años en 1525, o sea sólo siete en la fecha
en que fue compuesta la lista de rehabilitados. Pudo, naturalmente,
haberse confundido, pero la probabilidad de un error tan sustancial es
mínima. En segundo lugar, el mismo Rojas nos dice que era estudiante
cuando encontró y completó el fragmento original, tarea para la que,
como vimos hace un momento, la fecha posible más temprana es 1496.
Y estudiantes con mujeres e hijos (aun suponiendo que la familia
estuviera en La Puebla) eran excepcionales, tanto por razones eco
nómicas (como aprendió bien pronto Guzmán de Alfarache) como
por el carácter semimonástico de una Universidad que prohibía a
sus estudiantes visitas incluso a los casados. Por último, y de manera
más concluyente, las fechas de nacimiento de los hijos de Rojas in
dican que estaba casado en 1507 o después, más bien que una déca
da antes. Aunque las dos hijas pueden haber precedido al hijo mayor
(Catalina de Rojas presentó a su padre su primer nieto en 1530), éste
(que sería después el licenciado Francisco) nació en Talavera después
de 1511. Una serie de testigos en la probanza de 1571 están de acuer-
— 215 —
do, y en este punto no había razón para el engaño. Uno de ellos, hom
bre de sesenta años, afirma de manera terminante que Francisco na
ció en la casa de Talavera y que le había conocido desde los dos
años. Por lo que se refiere a los tres hermanos y hermanas que que
dan, en la partición de bienes hecha a raíz de la muerte de Rojas en
1541, afirman de modo concreto que están entre los dieciocho y vein
ticinco años. Es decir, el grueso de la familia nació entre 1513 y 1523
más o menos. En los documentos que tenemos a disposición no hay
indicación ninguna de nacimientos antes de 1507, y menos antes
de 1497. _ _
Es, por supuesto, remotamente posible que la pareja pudiera ha
ber perdido hijos anteriores por enfermedad o la peste, pero las fe
chas, agrupadas todas juntas de modo tan natural, corroboran clara
mente las afirmaciones tanto de Rojas como de su suegro. Todos los
hechos convergen para desmentir la posible identificación de la per
sona aludida en la lista publicada por Cantera con el autor de La
C elestina. ¿Quién, entonces, era el misterioso Ferrando de Rojas cuya
mujer, Leonor Alvarez, vivía en La Puebla? Pregunta que quizá no po
dremos contestar nunca, pero sospecho que era su padre, el Fernando
de Rojas que fue condenado en 1488. Por lo que se refiere a la coin
cidencia de nombres de madre y esposa, no tenemos por qué sor
prendernos demasiado. Leonor y Alvarez eran una combinación tan
frecuente en aquel tiempo que había no menos de tres de ellas en la
familia inmediata de Alvaro de Montalbán, y dieciocho en la 'ista de
los reconciliados en Toledo. Ali conjetura es que, al tiempo del pro
ceso de su marido, ella fue reconciliada y sancionada; que en ese
mismo momento se trasladó a La Puebla (quizá a casa de un posible
cuñado, Garcí González) y que después pidió la rehabilitación con el
resto de su familia. Y nuestro Fernando de Rojas habría sido uno de
sus «hijos menores», lo cual significa «menores de 25 años», para em
plear la frase de sus hijos cuando declaran su edad.
La importancia de señalar una fecha para el nacimiento de Rojas
está por encima de la costumbre de poder ponerla detrás de su nom
bre (con la acostumbrada interrogación) en las historias de la literatura
y por encima también de la pregunta —ociosa en mi opinión— de sí
un autor tan joven pudo haber escrito una obra maestra tan madura.
Como hemos apuntado ya, aun cuando 1476 pueda estar equivocada,
el fechar su llegada en el «más acá» de este mundo en la década 1470
1480 le da derecho a matricularse como miembro de la primera gene
ración de conversos que sufrió la embestida inquisitorial. Además le
confiere una realidad histórica que en su rebuscado anonimato le hace
muchísima falta. El mero hecho de poder atribuirle una fecha de na
cimiento — ¡fecha mágica!— nos identifica a nuestro misterioso Fer
nando de Rojas, según la moda historicista, con contemporáneos tales
como Erasmo (1469), Lutero (1483), Tomás Moro (1478), Miguel An
— 216 —
gel (1475), Rafael (1483), Ariosto (1474), Bandello (1480), Castiglione
(1478), Guicciardini (1483), Cranach (1472), Patinír (1475), Maga
llanes (1480), Copérnico (1473) y el doctor Fausto que, como Rojas,
murió en 1541. La lista, en cuanto tal (no hace falta decirlo) es una
abstracción imperdonable. Sugerir una unidad generacional o un pa
recido espiritual (espiritual en el sentido de Z eitgeist) para estas figu
ras tan diversas y de orígenes nacionales tan distintos seria frívolo.
Pero por otra parte, y aunque inconsciente, la identidad que surge de
la historia internacional vivida personalmente y compartida con ex
tranjeros todavía desconocidos, sí contribuye al ser quien es de
cada uno. El enigmático autor de La C elestina se hace menos enig
mático, menos tema de discusión erudita, por su inclusión en esa
generación europea a la que los historiadores suelen conceder el honor
de haber inaugurado las dos más importantes abstracciones en las que
ellos siguen creyendo: el Renacimiento y la Reforma.
«M o l l e ja s el ortelano»
— 218 —
suyo; en sus repugnantes hazañas y satisfacciones, solamente puede ser
suyo; y su constante alusión a él en sus razonamientos y recuerdos es
central para su densidad existencial. Aquí reside lo que Unamuno
denominaría su «realidad». Pero en este caso, al menos uno (o quizá
más) de los recuerdos de la nerviosa mocedad de los criados semeja
un diente con dos raigones. Además de pertenecer al pasado de Sem
pronio, supera los límites de La C elestina y procede de otra biogra
fía, la del autor, Fernando de Rojas. La aventura de muchacho en el
huerto de Mollejas es —por una inesperada casualidad histórica— la
única ventana abierta desde dentro de la obra a la vida olvidada de la
que brotó.
Como he señalado en «La C elestina»: arte y estru ctu ra 11, los tes
tigos que testifican en la probanza d e hidalguía identifican el huerto
de Mollegas, Mollejas o Moblejas (los problemas paleográfícos de
transcripción son graves)15 como parte del patrimonio de Rojas en La
Puebla. La doble coincidencia de los nombres, «huerta de Mollegas»
«Mollejas el hortelano» indican, de esta manera, la fuente externa
de la anécdota de Sempronio. Parecería como si Rojas, en 1501 (o por
entonces), a la hora de corregir el acto XII de la C om edia y buscar
una manera de ampliar la relativamente breve respuesta de Sempro
nio a la jactancia adolescente de Pármeno, se hubiera acordado de
un recuerdo de su propia infancia. Recordaba haber sido enviado
—quizá por G ara González— a guardar la parcela del huerto fami
liar; volvió a sentir su miedo de niño acosado por muchachos mayores
y su orgullo de haber sido fiel a su deber; los pájaros, las piedras que
volaban, la ortaliza (jt/c) destrozada, todo volvió a su memoria y fue
entonces cuando injertó ese recuerdo suyo tan vivido en la conciencia
de su personaje. Y a lo mejor, al hacerlo, el huerto mismo se le con
virtió verbalmente en un amo picaresco: «Mollejas el ortelano». Por
un proceder parecido nació el personaje romancesco de Durandarte.
Seguramente otros recuerdos e incidentes de La C elestina fueron
«creados» de la misma manera (así es como se fabrica la experiencia en
la literatura), pero éste ha sido el único que la casualidad, en forma
de testigos aleccionados y por la preservación de un documento, nos
ha revelado 19. Pero, aparte de nuestra curiosidad biográfica, no deja
” P. 218.
18 VL I, pp. 388 y 393. Valle Lersundi publicó su transcripción de una
copia hecha para los archivos de la familia por el Licenciado Fernando a
finales del siglo xvi. He tenido acceso también al original del Archivo de la
Real Chancíllería de Valladolid, transcrito para mí por una autoridad de la
talla de don Agustín Millares Cario (Apéndice III). En su opinión, la «letra
procesal» del último documento es tan apresurada y tan descuidada que hace
difícil un juicio firme sobre la forma correcta. «Huertas» existen todavía a lo
largo del Tajo, pero ninguna de ellas lleva tal designación, según los habitantes
de edad avanzada a quienes pregunté.
19 Otros dos estudiosos y amantes de La Celestina han advertido indepen-
— 219 —
de tener cierta significación el que en este recuerdo —por pequeño
que pueda parecer— coincidieran las vidas del autor y del personaje.
La niñez presenta a todos los muchachos de todas las épocas (a Fer
nando de Rojas, a Sempronio, a mi lector y al escritor de esta página)
una experiencia básica y central: la experiencia de la vulnerabilidad
cuando ha desaparecido la protección de los mayores y uno ha de in
ventar su propio coraje. La primera pc’ea infantil de un hombre per
manece tan viva en su memoria como su primer amor. Esto mismo
dientemente la coincidencia de la «huerta de Mollegas» con «Mollejas el orte-
!ano». Marcel Bataillon admite la probable identidad, pero la interpreta como
debida a la popularidad de la obra: «Dado que se trata de documentos tar
díos (1588), ochenta y seis años posteriores a la revisión de La Celestina, es
muy posible que este detalle de nuestra Tragicomedia haya servido para bau
tizar de golpe una huerta perteneciente a la familia de Rojas. La gloria de la
obra era suficiente como para crear por ello la tradición de la ”casa de Ce
lestina” en Salamanca» (p. 143). Se me ocurren dos objeciones. La primera es
sencillamente que, aunque los documentos fueron escritos ochenta y seis años
después de La Celestina, lo escrito en ellos (las respuestas dadas por viejos,
uno de ochenta y cuatro y otro de setenta y un años) corresponde a la historia
local de antaño. La segunda es que la casa de Celestina y el huerto de Melibea,
rápidamente inventados en Salamanca y mostrados entonces y ahora a los tu
ristas por los aficionados locales, corresponden — como era de esperar— a los
principales personajes y lugares de la obra, conocidos por todos. Aquí, por
otra parte, nos interesa un nombre —no un personaje— mencionado una sola
vez y de pasada. ¿Por qué, en otras palabras, si fuera tan sólo un nombre
pasajero recordado por Sempronio, se habría de recordar y conservar por los
lectores de La Puebla? Los interesados en relacionar la realidad local con la
ficción llamarían con más probabilidad a la propiedad «la huerta de Sempro
nio». Además, por si puede tener algún valor, cuando visité La Puebla en
compañía de Valle Lersundi, encontramos la siguiente partida del registro pa
rroquial: «Sábado en diez y seis del mes de marzo, año de mil e quinientos
e sesenta años se baptizó Juan, hijo de Juan Mollejas y de su muger, Ana
Sánchez...» (fo. 203). ¿Podían éstos ser descendientes de un primer hortelano
o propietario? Ciertamente no se llamaban así para celebrar al primer amo de
Sempronio. Don Fernando mismo va al extremo contrario. En un artículo es
crito en 1958 en el Diario Vasco (5 de agosto) incurre en lo que Bataillon
denomina (impersonalmente, puesto que no había visto el artículo) «una inge
nua búsqueda de modelos vivos». Su intención al publicar la probanza unos
treinta y tres años antes —según él mismo me informó— había sido precisa
mente llamar nuestra atención a la importante biográfica de «Mollejas el hor
telano». Y si esa hipótesis se acepta — pensaba— , otros incidentes mencio
nados en el diálogo entre los dos criados podrían igualmente interpretarse
como recuerdos de los primeros años de la vida de Rojas. Por ejemplo, cuando
Sempronio dice, «¿E yo no serví al cura de San Miguel?» se hace alusión a «la
Iglesia de San Miguel». De la misma manera hay un «mesón» del siglo xv en
la plaza y enormes «álamos» en las «huertas» a lo largo del Tajo. Todo el
pasaje puede ser interpretado entonces como un nido de recuerdos personales,
siendo _el cura y los «frayles de Guadalupe» los puntos de referencia para la
educación primaría y secundaria de Rojas. Personalmente, creo que hay una
fuerte posibilidad de que Valle Lersundi esté en lo cierto. Es éste, por su
puesto, un tema más propio de la conjetura que de la afirmación, pero, de
todos modos, se ha de admirar al descendiente del bachiller por su falta de
miedo a la ingenuidad.
— 220 —
parece haber sucedido aquí. El recuerdo inolvidable de aquellos mo
mentos angustiosos en el huerto familiar contribuye al tema comple
jamente orquestado de la cobardía y valentía del acto XII (el pánico
de los criados en contraste con la temeridad personal de Calisto y
Celestina) al aludir a los orígenes hogareños e infantiles de dos reac
ciones antitéticas ante el peligro, el miedo y el valor. Que, al hacer
esto, Rojas hizo una pausa para sonreír irónicamente ante su yo infan
til, es un regalo que no teníamos derecho a esperar. Por un momento
hemos tenido el privilegio de atisbar su infancia en La Puebla de
Montalbán20.
La v il l a de La P uebla de M ontalbán
— 221 —
M eaulnes (libros que hubieran desconcertado seguramente a Rojas),
síno el Lazarillo d e T orm es. Con esto no quiero decir que el autor
de La C elestina fuera un picaro ni que incluso el Lazarillo y sus
descendientes literarios representen la infancia en el siglo xvi como
realmente fuera. Lo que yo propongo es que el contraste entre la vida
infantil en las novelas del siglo xix y xx y las que aparecen en la del
siglo xvi es nuestro mejor medio de poder captar el sentido de ese
incidente de la huerta de Mollejas que acabamos de revivir después
de cinco siglos de olvido. En el mundo de los hombres en miniatura 21
que eran los hijos de nuestros antepasados, las circunstancias de la
vida (la casa, el paisaje, el ambiente, la relación con la familia y todos
los otros elementos de nuestra nostalgia contemporánea) tendían a
institucionalizarse, lo cual quiere decir que se aceptaban como dadas e
inevitables, a menos que de repente se acentuaran con violencia. La
huerta y el hortelano son recordados por las piedras tiradas y no como
el paisaje del «verano sin fin» de M. Twain 22. Dándonos cuenta, en
tonces, de lo radicalmente que Jean-Jacques Rousseau y sus sucesores
han cambiado la conciencia de nuestras propias vidas, tratemos de
reconstruir La Puebla de Montalbán como una institución y no como
una experiencia infantil. Si evitamos en la forma más consciente posi
ble las nociones anacrónicas de infancia, e incluso de biografía, po
demos intentar llenar la cláusula vacía del acróstico «e fue nascido en
222 —
La Puebla de Montalván» con los hechos dispersos a nuestra dispo
sición. ¿Qué tipo de institución era aquélla en que comenzó a vivir el
futuro autor de La C elestina? He ahí la pregunta más adecuada.
Físicamente, La Puebla ha cambiado muy poco desde el tiempo
de Rojas. La iglesia de San Miguel, donde García González Pon ce de
Rojas fue sepultado bajo «una piedra grande morena», ha desapare
cido dejando tan sólo una torre (no erigida todavía en el siglo xv)
detrás de ella. El palacio de los señores de Montalbán (ahora de los
duques de Osuna) que domina la plaza no había sido todavía cons
truido con su actual ostentación. Pero, si exceptuamos solamente el
tendido eléctrico, el parcial pavimento de cemento y los recientes edi
ficios de los alrededores, todo lo demás le parecería familiar a Rojas.
La elegante plaza con su fonda del siglo xv (donde Sempronio puede
haber recibido sus primeros golpes) es probablemente la misma que
cuando Rojas vivía allí. Desde la plaza central parten calles irregula
res de casas enjalbegadas hacia las colinas que miran al Tajo, y las
últimas viviendas y patíos dejan paso a los trigales, viñedos y olivares.
La calle Real ya no es la carretera de Toledo, distante casi una jorna
da de camino, pero sigue siendo la calle más importante. En las vegas
de la parte baja, a ambos lados de la carretera que conduce al puen
te (antiguo ahora, pero, de todos modos, sustituto del puente de ma
dera cruzado por Rojas) y al castillo de Montalbán al otro lado de
las colinas, las huertas regadas están divididas en forma cuadrada y
alargada. Hay incluso unos pocos álamos23 enormes de los que ha
cían sombra a «la güerta de Mollejas»; probablemente separados tan
sólo por una generación de aquel árbol defendido por Fernando de
Rojas (y por Sempronio). Y, sobre todo, el amplio arco del cielo des
de las bajas colinas detrás de la villa a las que están al otro lado del
pequeño valle sigue siendo idéntico a lo que fuera siempre. Como
escribió Lucio Marineo, llamado «el Sículo», en 1539 en una guía
humanística de España, «la provincia de Toledo supera a todas las
regiones de España por su nobleza, por la fertilidad de su tierra y
por la disposición de su cielo» 2\
Hay, sin embargo, otras cosas menos inmediatamente perceptibles
en La Puebla actual que pudieran impresionar a un imaginario visi
tante llegado desde el siglo xv con la inmensidad del tiempo pasado.
La región en conjunto es mucho más seca y está muchísimo más des
provista de árboles que en tiempos de Rojas. Tan es así que el proyec
to parcialmente realizado de Felipe II de hacer el Tajo navegable desde
Lisboa a Toledo, sería hoy inconcebible25. Es un cambio físico que
23 Aunque son llamados álamos, parecen ser una variedad de los olmos, y
no de los chopos.
24 De las cosas memorables de España, Alcalá de Henares, 1539, fol. XII.
25 Ver A. M a r t í n G a m e r o , Historia de la Ciudad de Toledo, Toledo,
1862, pp. 981-982.
— 223 —
quizá no haya sido la causa pero que al menos ha acompañado la
sequía histórica de La Puebla y de sus vecinos centros de población
como Torrijos, Maqueda, Casarrubios e incluso Toledo. A la par de la
desaparición de la persecución inquisitorial, de las intensidades anti
téticas de la fe y el escepticismo, y de la misma artesanía («carpinte
ros... herradores... tejedores» con su ritmo hipnótico «puta vieja,
puta vieja») ha habido una correspondiente somnolencia vital y social.
Y es esta deceleración del tiempo humano lo que Rojas habría encon
trado más extraño y desconcertante. AI polo opuesto de un Azorín
que goza de la «lentitud estupenda» de las campanas de Argamasilla
de Alba al dar la hora, el autor de La C elestina, una obra —a pesar
de su supuesto pesimismo— rebosante de tiempo vivido y dentro de
la cual los relojes no pueden satisfacer la impaciencia de los habitan
tes, no podía haber comprendido esa peculiar y melancólica pereza que
Ganivet había de llamar «abulia» y diagnosticar como una enferme
dad nacional. No es necesario aquí discurrir sobre el contraste tantas
veces lamentado entre la España de 1498 y la de 1898: la pérdida
del empuje épico (la «voluntad» de Azorín), de la industria tradicio
nal, del ímpetu creador y de las demás cosas. Lo que importa ahora es
dejar constancia de que la intensa, belicosa, enconada y vitalmente
bullen te villa en que Rojas se crio, era totalmente diferente del seco,
tranquilo y vacío reflejo de sí misma que hoy ofrece al visitante.
La mención de Azorín nos recuerda una de sus fuentes más fre
cuentes y eficaces, las llamadas R elacion es h echas a F elipe II, censo
villa por villa e inventario nacional ya citado por su in form e sobre
la escuela primaria de Torrijos26. Hecho en 1560 y 1566, aproxima
damente un siglo después del otorgamiento real de La Puebla de
Montalbán a don Juan Pacheco, su informe sobre la villa nos sirve
como de introducción y descripción reveladora. Aunque durante las
décadas que siguieron a la primera publicación de La C elestina ya
empezaron a manifestarse la rigidez y la marchitez, Juan Martínez y el
bachiller Ramírez de Orejón (cada uno de ellos escribió diferentes
respuestas a las sesenta preguntas reales) 27 vivieron dentro de la mis
ma estructura histórica que sus abuelos. En este sentido —a pesar
de su percepción de la naciente petrificación de la comunidad— son
todavía contemporáneos de Rojas. En efecto, como manifestaron al
representante de Su Majestad, parte de su información sobre el pasa
do de La Puebla había sido obtenida de un anciano sacerdote llamado
Francisco Esteban, «que hobiera ahora más de ciento y diez años».
Nacido en 1456, ese erudito oral de La Puebla seguramente había
— 224 —
conocido al bachiller y compartid con él un fondo común de tradición
histórica
La villa de la Puebla de Montalbán [se nos dice en las Relaciones], está a
cinco leguas de la población de Toledo y cuenta con seiscientas casas 29 y ocho
cientos vecinos, es población antigua a lo que se entiende del tiempo de los
templarios 30 que la poblaron y poseyeron, estuvo primero poblada junto al río
Tajo de la otra parte donde ahora está, con nombre de Villa hermosa, y des
pués de la otra parte del río donde se llamó Villa harta y [después] ... Villa
de Ronda.
— 225 —
15
comunidad. Este último instaló a su querida, doña María de Padilla,
allí «en palacios... [en] una güerta muy principal y grande» pala
cios qur; en 1508 (¿un año después de la salida de Rojas?) fueron
convertidos en convento de monjas. En el reinado de Pedro el Cruel,
La Puebla gozó de una serie importante de libertades políticas:
...antiguamente fue behetría según he oído a ancianos, y que cada vecino
tenía voz y voto en concejo y todos los concejos que se hacían habían de ser
abiertos para que lo supiesen todos.
El rey Pedro, que fue más «cruel» con la nobleza que con los villanos,
...le dio [a La Puebla] los privilegios que tenía y mandó que de la dicha
villa se eligiesen dos hombres de bien que fuesen alcaldes y que no tuviesen
superior sino tan solamente eí mismo rey, y les dio licencia para que ellos
mismos mandasen hacer las cortas de madera... en el robledo de Montalbán
y en los montes de ía tierra.
— 226 —
había sido «población de judíos» a un noble de lejana ascendencia
hebraica (era bien notorio en aquel tiempo que don Juan Pache
co, el altivo adversario y favorito de Enrique el Impotente, era des
cendiente de un converso medieval llamado Ruy Capón)31 es, sin
duda, una coincidencia, Pero nos puede ayudar a comprender algunas
de las cosas que veremos más tarde: la falta de preocupación del se
ñor por la confraternización de sus súbditos, conversos con los judíos
todavía no emigrados, la penetración de la Inquisición hasta su misma
casa con el arresto y proceso de su mayordomo y el matrimonio de
un bisnieto con una Rojas que era descendiente de un tutor (ayo) de
la familia y que parece haber tenido un parentesco lejano con el
bachiller. Aunque profundamente odiado por muchas razones, el se
ñor don Alonso, por lo menos, no estaba propenso a perturbar los
últimos años de la coexistencia feliz recordado patéticamente por Al
varo de Montalbán.
Otras respuestas en las R elacion es se refieren al entorno físico y a
los recursos naturales de la villa y el campo:
La calidad de la dicha villa y su tierra en invierno es muy fría y en ve
rano no es demasiado caliente, antes es templada, y parte de la dicha tierra
es llana y parte sierra y montuosa y áspera para caminar por ella... y es muy
sana.
— 227 —
y buenas de comer; hay otros árboles que se llaman manzanos maíllos
que son silvestres».
La colaboración humana con la naturaleza se centraba y se sigue
centrando todavía en el río que baja de Toledo en su camino a Tala-
vera, Portugal y el mar. Distante un cuarto de legua de la villa, «aquel
río Tajo tiene en su ribera... tres güertas, la una del dicho conde y
las dos de particulares y las frutas que se cogen son: albaricoques,
guindas de las menudas y garrobales, manzanas, xabíes, peras cer
meñas, ciruelas de todos géneros, otros dos géneros de manzanas y
poras, y la hortaliza [recordemos la ortaliza de Mollejas] es melo
nes, cohombros, pepinos, axos, cebollas, habas, nabos, berengenas,
rábanos, lechugas y otras hortalizas, y los pescados del dicho río de
Taxo son barbos, anguillas, bogas y otros...» Además de los peces,
el río proporcionaba fuerza hidráulica a tres molinos, el mayor de
los cuales pertenecía al conde. Otros molinos sólo se usaban en in
vierno, y los riachuelos Torcón y Cedeña son los dos tributarios
que discurren a lo largo de pequeños huertos. En la sierra hay mu
cho terreno de pastizales y muchos campos de trigo «donde se coge
cantidad de pan» y «el pan que se coge es trigo, cebada, centeno,
garbanzos y alcarceña». «De lo que más necesidad padece es de pes
cado de mar, por estar lexos, y de sal.» Pero a falta de esto hay
«muy linda miel, la mejor que se dice haber en España, y espárragos
casi so teños como campíos los mejores que hay en España, y vino
aloque y blanco, y aunque no es de los pueblos de mucha fama, hailo
muy bueno y sano porque no tiene adobo ninguno, así mesmo cabri
tos y leche y queso cabruno y ovejuno muy bueno, y ansimesmo
se crían melones mejores que los de las otras partes, porque se llevan
de aquí a la Corte y Toledo». La cornucopia de la abundancia rural
se ha vaciado en una explosión de celebración paraláctica.
Fuera de la villa hay dos centros en torno a los cuales se ha acu
mulado la historia y la leyenda local. Uno es la «antiquísima y nota
ble» ermita de Nuestra Señora de Melque, «que antiguamente se
llamaba Meca», construida con piedras tan curiosamente trabadas que
no se ha necesitado mortero:
...e n tiempo antiguo estaba dorada toda la dicha ermita, y que le pegaron
fuego pensando que era oro fino de martillo, y ansí esta toda ahumada, y se
dice que la hicieron templarios34, y así se cree porgue esta edificada en cruz
y en medio de la bóveda un crucero, y en las piedras hay labradas medias
lunas y a la redonda hay manera de haber sido población porque hay muchos
rastros de edificios antiguos y con estar dos leguas del mas cercano pueblo que
— 228
es esta villa hay cierta cantidad de olivas y hay unos estanques en unos valles
sin agua porque tienen una pared de tres estados de alto y de ancho mas de
tres varas y toda de piedra y cal y por encima del hay ciertos morales muy
antiguos y una fuente labrada en una peña de una vara de hondo y corre
agua que va a parar a este estanque, y por allí se dice haberse bailado algu
nos tesoros.
Más verdadera y más reciente era la historia del joven rey, Juan II,
y su favorito, Alvaro de Luna. Fingiendo una excursión venatoria en
una mañana de noviembre de 1420, los dos se apartaron de su escolta
y escaparon de Talavera; siendo niño el rey había sido hecho medio
prisionero por uno de los mismos arrogantes infantes de Aragón a que
hemos aludido anteriormente. Después de una huida a caballo desespe
rada, y el rey y el privado buscaron refugio en el castillo de Montalbán,
río arriba, y sostuvieron un asedio de algunos meses. La guarnición
casi estaba muerta de hambre, pero todos los días eran enviadas al rey
dos perdices, según se decía entre los campesinos del lugar que estaban
de parte de su rey y al fin le ayudaron a ahuyentar a los sitiadores36.
Más tarde (después de haber servido como refugio a los conversos
de La Puebla) el castillo fue triunfalmente conquistado por las tro
pas de Enrique IV. Este estaba resuelto, como hemos visto, a arre
batárselo a la viuda de don Alvaro y otorgarlo, juntamente con La
Puebla, a su propio privado, don Juan Pacheco. Agradecido por la
ayuda prestada por los villanos (que no tenían idea de los nuevos
amos que les iban a imponer), el rey le concedió un mercado libre,
que se había de celebrar los jueves 37.
En contraste con estos reinados turbulentos, la coronación de los
Reyes Católicos trajo la paz a la tierra de Montalbán. El castillo fue
35 La «hermandad vieja» se refiere a las irregulares fuerzas de defensa
regional establecidas mucho antes de que les Reyes Católicos fundaran la
«Santa» o «Nueva Hermandad».
36 Una narración detallada del sitio se encuentra en la Crónica de don
Juan II, caps. 29-45, de F e r n á n P é r e z d e G u z m á n . _
37 Esto significaba que el señor no estaba autorizado a fijar impuestos
sobre los productos traídos al mercado.
— 229 —
abandonado gradualmente y, hacia 1560, sus armas y municiones es
taban anticuadas, su guarnición reducida y sus fortificaciones en un
estado de ruina. La tierra que se acostumbraba destinar al sustento
del alcaide había sido ya arrendada durante muchos años. No obstan
te, los dos informantes insisten en que esta paz rural era decepcio
nante. La conducta arbitraria y la avaricia de los señores (mas tarde
los condes) de Montalbán habían empeorado las cosas. Don Alonso
y su nieto no sólo habían echado fuera a los hidalgos locales, sino
también, lo que es peor, habían roturado las tierras de bosque que
eran de propiedad común de la villa, vendiéndolas como tierras de
pan a individuos particulares. El resultado, como hemos visto, fue
que la villa tenía muy poca leña y carbón, la caza había desaparecido
y «nuestra miel la mas blanca y mejor que había en España, ya no
la hay». Típico de estos dueños nobles fue su fallo en no rehacer el
viejo puente de madera sobre el Tajo a pesar del excesivo peaje exi
gido para poder usarlo. Cuando los rebaños de ovejas trashumantes
lo cruzaban durante tres días (a razón de tres florines por mil cabe
zas), «se caen pedazos della donde peligran muchas personas y bes
tias... y por estar tan mala como está ha perecido y perece mucha
gente».
El despotismo de los Téllez Girón, se nos dice más adelante, fue
tanto político como económico, y afectó gravemente a las tradiciona
les libertades de la villa. Cuando los alcaldes, regidores, alcaldes de la
hermandad y los alguaciles son votados en «el día de la Natividad de
Nuestra Señora», no son elegidos entre los que tienen más votos se
gún están obligados tradicionalmente a serlo, sino que más bien se
escogen entre los que han de ser sumisos. El segundo señor se atre
vió incluso a encarcelar a un alcalde que se negó a obedecerle. De
todos los dueños feudales de la villa, esta familia (la queja dirigida
directamente al rey se vuelve aquí enfática) ha sido la que más daño
ha hecho.
Si de este relato de ruinas románticas y de decadencia política y
económica sacamos la impresión de que Las R elacion es fueran escri
tas por Bécquer o el mismo Azorín, su ingenua descripción de las re
liquias y milagros locales nos recuerda su origen remoto. Con la ex
cepción de individuos amordazados y atormentados como Alvaro de
Montalbán, la mayoría de los habitantes de La Puebla seguían vivien
do en un cosmos medieval en el que el cielo'y la tierra no estaban se
parados sino íntimamente compenetrados o superpuestos. Era un tiem
po todavía en que (como ha puesto de relieve Paul Ludwig Landsberg
con nostalgia) así como se podían abreviar los sufrimientos del Purga
torio con la oración, se esperaba asimismo que los frecuentes milagros
podían aliviar muchos de los males de la vida en la tierra33. Los con
— 230
ceptos de lo natural y sobrenatural y los de sus correspondientes varie
dades de causalidad, reconocidos aún hoy entre los creyentes más fer
vientes, no eran modelos mentales habituales entre aquellos habitantes
de La Puebla que iban de grado a la iglesia. Era un mundo, en una
palabra, en que los sacerdotes (y aun otra gente no ordenada) podían
fácilmente aspirar a ser aceptados como shamans.
No nos ha de sorprender, por tanto, la gran importancia que
estos dos informadores atribuyen a ciertos días santos de la localidad,
particularmente el de San Miguel, el 8 de mayo, día dedicado al Ar
cángel por los antepasados de los actuales creyentes para que librase
a las viñas de la plaga. De aquí también el acento puesto por los in
formadores en el acopio de reliquias de la villa, así como el interés
de Felipe II (que contó en su colección privada de El Escorial alre
dedor de 7.422)39 por poder usar las R elaciones como inventario de
los bienes de España a este respecto. Las reliquias propiedad de La
Puebla, sobre todo «dos cabezas de dos vírgenes de las once mil»,
desgraciadamente no habían hecho milagros conocidos40. Pero la ima
gen de Nuestra Señora de la Paz, una imagen que había sido venerada
ya desde el siglo xi cuando había sido mostrado como signo de bien
venida a las tropas de Alfonso VI que avanzaban (supuestamente por
los habitantes neutrales de la «población de judíos») tenía varios mi
lagros en su haber. No sólo se la empleaba contra las depredaciones
de la langosta y la oruga, sino también contra la peste misma. La
historia nos la cuenta el sacerdote Ramírez de Orejón de esta manera:
...e n tiempo de guerras y de faltas de agua y hambre y pestilencias se
saca en procesión... hay testigos que en tiempo de la pestilencia que fue el
año de siete... que fueron en procesión vecinos de la dicha villa a Nuestra
Señora de Melque a píe con la dicha imagen y que dexaban a sus parientes
y deudos heridos de pestilencia que enviaron a llamar a los que fueron di
ciendo que ya estaban buenos y que llovió tres días arreos de donde se mitigó
231 —
la peste... y nació cierta yerba con las raíces de la cual se curaron y en el
pueblo se comía della por haber hambre y falta de pan, y que dispués de cu
rado esto, no se vio más la yerba41.
232 —
por los informes de los espías de la prisión que denunciaron a Abra-
hán García, que fue presa en 1514. Y estaba todavía allí (lo cual
índica que su caso no se había decidido todavía) en 15IB, según otro
informe. De las mismas informaciones fragmentarias de lo que se de
cían entre los presos colegimos que era una profesional destacada,
así como mujer de carácter. En una ocasión, como la misma Celestina,
cuando discursea a Pármeno sobre el imperativo erótico, se le oyó
citar la «autoridad de Aristóteles»44, y en otra gritó a través de los
barrotes a un compañero de prisión: «Bernaldino D íaz45, ¿qué tal es
táis?» AI serle respondido que estaba mal, que estaba encarcelado y
solo, ella «le dijo que se esforzara, que no tuviese pena, que también
ella estaba presa y era mujer y sola» Ella sí que había de necesitar
todo el valor que pudiera reunir, pues, según un documento poste
rior, fue llevada a la hoguera un poco antes de 152947.
Sería equivocado, no sólo por la escasez de las pruebas, sino por
no violar principios generalmente aceptados de la crítica literaria, pro
poner a «la Física» o a cualquier otra persona de carne y hueso como
modelo viviente para la mayor creación humana de Rojas. Pero al mis
mo tiempo, si hemos de entender a La Puebla como una institución so
cial para criar niños y jóvenes, debemos darnos cuenta también de que
mujeres como éstas eran parte de esa institución por sus ocupaciones
y por sus motes, una parte de la vida del pueblo, presente en su vidn.
La verdad más honda quizá sea que entre Celestina y estas hechice
ras de carne y hueso la «influencia» se ejercía en ambas direcciones.
Conmueve escuchar (en el proceso de 1547 de Juana Núñez Dientes,
largamente estudiado por Caro Baroja) a una bruja que vivía en Tole
do durante la vida de Rojas invocar a Satanás con estas palabras:
«Conjurote con todos los siete conjuros de C elestina...»48,
Volviendo a las R elacion es y a su somera descripción de La Pue
bla se nos dice que su población, ya de 800 vecinos, se había dobla
do durante los últimos cincuenta años. Puesto que este período nos
retrotrae al tiempo de la partida de Rojas, el total de la población
durante su infancia (según la ecuación común de un «vecino» cada
44 Referente a las conversaciones de la prisión, un recluso soplón cuenta
«que oyó hablar a un hombre y a una mujer, no entendiendo bien lo que
decían, pero que la mujer mentó una autoridad de Aristotelis, parecíéndole ser
esta mujer la física de la Puebla, cosa que resultó ser cierta...» ( A b r a h a m
G a r c í a , Inquisición de Toledo, p. 184). _ _ ^_
45 Sí este Bernaldino Díaz (que fue preso al mismo tiempo que «la Física»),
natural de Talavera, es el mismo que el desafiante y belicoso sacerdote cuyo
caso es presentado por Lea (ver más adelante, cap. VIII), las fechasdelúltimo
deben estar equivocadas. Lea sitúa su huida a Roma en 1512,
46 ( A b r a h a m G a r c í a , ibidem). ^
47 En ese ano, su hijo, Diego de Adrada, también de LaPuebla, fue
denunciado por violar las restricciones sobre el vestido impuestas a los hijos
de los condenados (Inquisición de Toledo, p. 139).
48 Vidas mágicas, II, 43.
— 233 —
cinco habitantes) no habría sido más de 2.000 habitantes49. ¿Como
vivían? En 1560 (quizá hacía 1490 las cifras estarían reducidas a la
mitad) había tres escribanos, diecisiete sacerdotes (ahora hay uno) y
once hidalgos *, de los que tres estaban exentos de pagar la alcabala
real. El resto, aparte las brujas, son pobres y «viven de su trabajo
de sus manos... y que hay algunos que viven del oficio de la lana,
la cual se labra muy bien, y de viñas y olivares»51. Todos viven en
casas bien construidas de adobe o de ladrillo. Pero el agua es escasa;
hay que cavar pozos profundos o ir hasta el Tajo por ella. Hay dos
«hospitales» libres y dos iglesias, San Miguel (donde reposaba Garcí
González), adornada con las lunas de don Alvaro de Luna, y Nuestra
Señora de la Paz, en la que se guarda la imagen milagrosa. Hay tam
bién dos monasterios, uno de franciscanos con unos trece frailes men
dicantes y otro convento para cuarenta monjas fundado por don Alon
so Téllez.
Finalmente viene la lista acostumbrada de hombres famosos que
son nativos de La Puebla. Hay tres guerreros famosos: uno llamado
Bolonia, que «está con el Emperador Maximiliano en Hungría y es su
capitán general contra Turquía», «los capitanes Peñas y Bartolomé
López, personas muy señaladas en Italia y otras partes de guerra».
Otro es «don Pedro Pacheco, hijo que fué de don Alonso Téllez,
señor que fué de la dicha villa, el cual dicho don Pedro Pacheco vino
a ser vísorrey de Nápoles y Cardenal de Roma, y tuvo voto para
Papa y se dice que estuvo sentado en la silla pontifical y adorado
por Papa y que por falta de ciertos votos dexo de sello [y ] murió en
Roma muy privado de los Sumos Pontífices, el cual con toda esta pri
vanza no hizo a la dicha villa bien ninguno ni dexo memoria ningu
na» 12. El resentimiento contra los bien relacionados de la localidad
49 Juan Martínez menciona 600 «casas de motada», añadiendo <tpodrá
aver ochocientos vecinos y que la dicha villa no ha sido tan poblada como al
presente porque en sus días se habrán aumentado quatro cientos vecinos». Ha
cia 1535, según diversas partidas en el Catálogo de Pasajeros a Indias, La Pue
bla había comenzado a exportar su población al Nuevo Mundo. La población
en 1958, dada por Moreno Nieto, era de 7.642.
50 Era una proporción relativamente pequeña, ya que en la provincia de
Toledo, según el censo de 1541, había un hidalgo por cada 12 vecinos pecheros
(Documentos inéditos para la historia de España, ed. M. Salva y P. Saínz de
Baranda, Madrid, 1848, X III, 529).
51 En 1573, según M o r e n o N i e t o , existíaí) «cuatrocientos telares, nume
rosas curtidurías, varios molinos aceiteros de los llamados de viga, bodegas
alfares, etc. De la importancia que alcanzaron los gremios en aquella coyun
tura nos hablan los nombres de algunas de sus calles, tales como Tenerías,
Bataneros, Canastas, Labradores, Bodegones, etc.» (p. 499).
52 Una biografía de este don Pedro Pacheco nacido en La Puebla unos años
después de Rojas (1488) se puede encontrar en F . F e r n á n d e z d e B e t h e n -
c o u r t , Historia genealógica y heráldica de la monarquía española, casa real
y grandes de España, Madrid, 1897-1920, TI. 428 (en adelante citado como
Be th en co urt ).
— 234
se deja oír todavía. De mucha menos importancia era uno de los
nombres últimamente mencionados: «el bachiller Rojas que compu
so a Celestina» 53.
«U na p o b l a c ió n de ju d ío s»
— 235 —
ñalar a ciertas familias como deshonradas, nadie en la población iba
a misa. Todos los apellidos locales estaban allí colgados, y el pá
rroco se vio obligado a pedir a los inquisidores la retirada de tales
señales de vergüenza * Desgraciadamente para aquellos que sufrían,
las cosas no llegaron a este extremo en La Puebla, pero, si el sambe
nito de Alvaro de Montalbán se hubiera expuesto después de su
muerte en una de las dos iglesias, podemos estar seguros que hubiera
sido acompañado por otros muchos. Amigos, vecinos y parientes (mu
chos de ellos conspicuamente ajudiados) restregaban sus largas man
gas vacías siempre que una corriente de aire pasaba a través de sus
emblemas de deshonra. Aun admitiendo la exageración, Alonso Ruiz
nos ofrece todavía un testimonio útil sobre la composición humana de
La Puebla. En una proporción considerable, la antigua «población
de judíos» era ahora una «población de conversos».
A pesar de todo, el verdadero significado de esta caracterización
de La Puebla no es demográfico. El mismo elemento de exageración
en el testimonio del cura señala el hecho de que está menos interesa
do en los grupos y porcentajes de población que en lo que, como
hombre de su tiempo, consideraba ser la opinión o reputación de la
comunidad. La implicación es que Alvaro de Montalbán, aparte de
sus orígenes y su conducta, era nativo de una villa sin honra, y que
tal deshonra afectaba a todos los nacidos en ella. Tal actitud es difí
cil de aceptar hoy día —cuando la mayoría de nosotros creemos una
aberración la culpabilidad por asociación—, pero era aceptada como
verdadera por todo el mundo de la España de los siglos xvi v xvii.
En este contexto social olvidado, un argumento frecuente y —para
nosotros— paradójico presentado por los adversarios conversos de la
Inquisición fue que los autos de fe públicos y la exhibición de sam
benitos tenían el efecto de deshonrar a España entre las naciones
cristianas. Francia e Inglaterra, argüían, habían encontrado la manera
de absorber a sus judíos conversos y castigar sus reincidencias mucho
más subrepticiamentess.
Para Alonso Ruiz y para los inquisidores que le llamaron a testi
ficar, sin embargo, no era toda España la que se deshonraba, sino
ciertos enclaves o comunidades manchados. Para que España pudiera
— 236 —
presentarse al mundo con honra, era necesario que éstos fueran pri
mero descubiertos y «limpiados». Tales hombres eran incapaces de
pensar a escala nacional; lo que les importaban eran los vecinos y las
ciudades y pueblos cercanos. Hoy día, Camilo José Cela puede descri
bir con fascinación perversa las reputaciones que siguen caracterizando
a pueblos de una aislada región como La Alcarria. Pero no había nada
de rural o retrógrado en tales nociones en la España de Fernando de
Rojas. Incluso un sacerdote de Madrid que contaba a la familia
Montalbán entre sus principales y más asiduos feligreses, sabía y no
dudaba en afirmar lo que significaba haber nacido en La Puebla de
Montalbán.
La relación entre la historia antigua y la reputación contemporá
nea del lugar de nacimiento de Rojas, lugar que él mismo se atribuye,
nos ayudará a comprender una de las principales ambigüedades del
prólogo. Como recordamos, cuando Alonso de Proaza, amigo de Rojas,
en sus versos finales, desvela el misterio del acróstico inicial, pro
mete que revelará no sólo el n om b re del autor, sino también su «tie
rra y su clara nación». Y cuando seguimos las indicaciones de Proaza,
encontramos que las dos primeras —n om bre y tierra— están cla
ramente significadas: «ELBACHJLERFERNANDODEROIAS» y
«PUEVLADEMONTALVAN». Pero ¿qué quiere decir lo de « clara
n ación ?». A primera vista, estamos inclinados a considerarlo como
una repetición retórica de tierra: «su tierra y su clara nación». Aun
que en el español contemporáneo este sentido de la palabra «nación»
se ha prácticamente olvidado, en los textos de antaño no es infrecuen
te 59. Lo que es difícil de entender, sin embargo, en esta interpretación
no problemática es el adjetivo «clara» aplicado a un lugar de origen
tan humilde y deshonroso. ¿Juega Rojas y Proaza con nosotros de
manera irónica o es que realmente ignoran el abismo entre la alti
sonante descripción de Proaza y la revelación real de Rojas? La se
gunda alternativa no me parece más probable que proponer que Cer
vantes no se daba cuenta de lo cómico de «Don Quijote d e la Man
ch a » como título.
Nuestra sospecha de que se nos ha gastado una broma estilística
quedará confirmada si tenemos en cuenta otro y complementario sig
nificado de «nación». Además de «lugar de nacimiento» significa
«línea de nacimiento o linaje» tí>. Como observa Castro, «nación» tie-
— 237 —
lie una connotación casticista que no acompaña a la palabra «nación» ni
en francés ni en inglés61. En el V ocabulario de Diego de Guadix, por
ejemplo, se ponen juntas las dos palabras como sinónimas, «casta o
nación». Que Proaza quería referirse a La Puebla no sólo como lugar
o tierra de origen, sino también como fuente del linaje queda indica
do en el adjetivo que precede, «clara» (en el doble sentido de no man
chada y famosa) empleada para celebrar el abolengo en fórmulas
como «claro linaje» o «claros varones» Lo cual equivale a decir de
manera concreta: la tierra de Fernando de Rojas es La Puebla de
Montalbán, mientras que su «clara nación» es la casta judía que (como
atestigua Alonso Ruiz) se identifica con ella. En el acróstico, Rojas,
con la ayuda retórica de Proaza, insinúa el mismo pasado familiar
que su nieto menos de un siglo después trató de ocultar con tanta
dificultad. Si el licenciado Fernando hubiera compuesto el oculto
mensaje, probablemente habría concluido con «e fué nasddo en As
turias».
El examen de este aspecto de la estratégica autopresentación pre
liminar de Rojas tiene valor biográfico en cuanto que Índica su ac
titud hada sus propios orígenes. Marcel Bataillon no yerra cuando
observa que la originalidad de las octavas preliminares no deriva de
su artifido, sino de su extensión6Í. Dicho de otro modo, tales acrós
ticos por lo general se limitan a la reveladón de una identidad oculta.
Pero Rojas, imponiéndose un trabajo poético mayor, compone un ver
so para cada una de las diecinueve letras del nombre de la humilde —y
en los círculos de cristianos viejos, despreciada— villa en la que se glo
riaba haber nacido. ¿Por qué? Yo respondería: porque creía que su de
recho a una «digna fama» y a un «daro nombre» no podía separarse
de su lugar de nacimiento y de la casta identificada con él. Para el
sacerdote cristiano viejo Alonso Ruiz, ser nativo de La Puebla era
por sí mismo sospechoso, una mancha en la reputación de cualquier
hombre. Pero lo que Proaza y Rojas intentan con su juego de toma
y daca calculado e irónico es precisamente lo contrario de esa valo
ración. Para ellos, La Puebla y los conversos que la habitaban cons-
— 238
títuyen juntos una «nación» que, lejos de ser deshonrosa, es «clara»
por definición. Es un afirmación que, de paso, no choca de ninguna
manera con la probabilidad de que Rojas estuviera interesado al mis
mo tiempo en ocultar una tragedia dolorosa a la vez que socialmente
humillante. Más bien, de un golpe y con la sutileza que cabía esperar
del autor de La C elestina, el anuncio «e fue nascido en la Puebla de
Montalbán», es simultáneamente un acto de vergonzoso ocultamiento
(si realmente nació en Toledo) y de exhibición orgullosa.
Como ya hemos visto, hubo muchos precedentes de semejante
expresión de orgullo. Una de las reacciones típicas —que podemos
escuchar en la discusión de Abrahán García con su carcelero64 o leer
en las páginas llenas de indignación de Villalobos y Fernán Díaz de
Toledo— de los conversos contra su marginalidad fue defender el
linaje hebreo en términos cristianos medievales. Algunos conversos,
incluso antes de la llegada de la Inquisición, trataron de pretender
ser lo que no eran, pero otros prefirieron lanzar una orgullosa, aun
que en definitiva desesperada, contraofensiva. Es para nuestro propó
sito particularmente interesante encontrar un eco de estos sentimien
tos en el tiempo de La C elestina y en su tradición inmediata; es de
cir, en una imitación contemporánea que evidentemente era obra de
un compañero converso. Un interlocutor de la obra anónima T hebay-
da (1504) 65 contrasta la auténtica nobleza de un descendiente de los
hebreos con la prestada y artificial nobleza de los títulos recientemen
te comprados en estos términos: « ... pregunta a los israelitas si hubo
entre ellos nobles, y más que nobles... [En vista de lo cual] ¿te
piensas que tengo de hacer mención de las noblezas ganadas de an
teayer?»66. Es mejor, en otras palabras, estar orgulloso del linaje de
Abrahán y de Isaac que ocultarse detrás de nombres tan épicos como
Diagarias o de títulos tan espúreos como conde de Puñonrostro 67.
Así parecen sentir también Rojas y Proaza: es mejor alabar la «clara
nación» de La Puebla que vivir en la vergüenza. Que esto se diga
evasivamente y de modo ambiguo, más que con la afirmación resen
tida de otros conversos, puede explicarse tanto en términos de perso
nalidad como de estrategia a la hora de presentarse públicamente.
Pero, no obstante, está dicho y (me atrevería a sostener) dicho de una
manera clara al género de lectores que Rojas espera encontrar63.
* Cap. III, n. 50.
56 Ver M.“ R. L ida de M alkiel , «Pata la fecha de la Comedia Tbebayda»,
KP, X VII (1952), 45, para la benevolente comprensión del autor anónimo so
bre la situación de los conversos. _
66 Editado por el Marqués de la Fuensanta del Valle, Madrid, 1894, pá
ginas 488-490. ^
67 Para información sobre la conversión y transformación de los Arias,
ver C aro B aroja , I, 121-122. _ ^
68 Incluso S errano y S anz, siglos después, sintió algo oculto detrás de la
afirmación enfática: «Que Fernando de Rojas fue nascido en la Puebla de
239 —
En Ja muy repetida afirmación en el expediente de Palavesín de
que la familia Rojas salió de Toledo «para la villa de La Puebla de
Montalbán» también es posible ver una alusión a la «reputación» de
la villa, que se ha de examinar. En los años anteriores a la Inquisi
ción se consideraba comúnmente a La Puebla como lugar de refugio
para todos aquellos individuos medio conversos (particularmente los
vejados de Toledo) que se negaban a perder el contacto con su pasa
do judío. Junto con los recuerdos nostálgicos de Alvaro de Montal
bán de un tiempo en que judíos y conversos vivían siendo una misma
cosa, la elección de La Puebla por Juan de Lucena para experimentar
con letras de molde en hebreo, y después para implantar una impronta
y taller de encuadernación, parece significativo en esta conexión. Como
se descubrió en el proceso de su hija, Lucena tenía casas tanto en
Toledo como en La Puebla, pero en esta última se sentía más libre
para ejercer su nueva vocación. Allí también «venían muchas parien-
tas e amigas... en su casa los días de los sábados con sus hijas e se
holgauan muy vestidas e ataviadas a puerta cerrada»69. Otro ejemplo,
por el que debemos estar agradecidos a Baer, es el de Juan de Sevi*
lia, acusado por un informador judío en Toledo de ir a La Puebla
para celebrar la Pascua. Una vez allí, «se desia don Isaque e se estava
con los judíos e andava con ellos e comía en sus casas toda la pascua
e yva a la xinoga»70. Asimismo, en la confesión de 1487 de una tal
Beatriz González, admite ella que, estando en La Puebla, había dado
«limosna a judíos y dineros por azeyte y cera para la xinoga y para
dezir oraciones»71.
El mismo contraste entre la atmósfera represiva de Toledo y el
aire más libre de La Puebla puede deducirse de las dificultades mari
tales de Leonor Jarada, una de las mujeres amigas de las hijas de
Juan de Lucena y posiblemente una de las que había sido observada
celebrando los sábados con ellas en su casa. Como su marido explicó
después a los inquisidores, el miedo a que sus vecinos pudieran fijar
se en sus reincidencias fue la causa de que la volviera a enviar a casa
de su madre en La Puebla. Allí la familia (dice él) «facían muy públi
camente cerimonías de judíos», y su mujer hizo un donativo de dine
ro a un judío que hada pellejos de vino72. Partiendo de estos frag*
— 240
mentos de hechos reales, no se necesita mucha imaginación para re
construir la atmósfera singular de la primitiva villa de los judíos que
Fernando de Rojas reconocía con orgullo como suya.
El factor común de estos incidentes separados, así como de lo
que sabemos de la juventud de Alvaro de Montalbán, es la fraternal
coexistencia de los cristianos nominales con el resto de los judíos.
Fue precisamente esta «partipa^ion, conversación o comunicación» lo
que Fernando e Isabel acentuaron para justificar el edicto de expul
sión de 1492. Según este documento tan citado, los judíos
... procuran siempre, por quantas vias é maneras pueden, de subvertir
de Nuestra Sancta Fée Católica á los fieles, e los apartan della é tráenlos
á su dañada creencia é opinión, instruyéndolos en las creencias é ceremonias
de su ley, faciendo ayuntamiento, donde les lean é enseñen lo que han de
tener é guardar según su ley; procurando de circuncidar á ellos é á sus fijos;
dándoles libros, por donde re$en sus oraciones; declarándoles los ayunos;
notificándoles las pascuas antes que vengan; dándoles é levándoles de su pan
ázimo; persuadiéndoles que tengan é guarden cuanto pudieren la ley de
Moysen; faciéndoles entender que no hay otra ley, nin verdad, sinon aquella.
e n r o m a n c e . . . b u e l t a s a la p a r e d » ( S e r r a n o y S a n z , p p . 285-289). j a r a d a e ra
u n a p e l l i d o t í p i c o d e lo s c o n v e r s o s ( v e r D o m í n g u e z O r t i z , p . 152).
73 A m a d o r , d e l o s R í o s , p . 1 0 6 .
74 Para una conclusión similar por parte de C a r o B a r o j a , ver I, 387.
75 Ver F . F i t a , «Documentos anteriores al siglo xvi, sacados de los archi
vos de Talavera» (BRAH, II (1882), 309 ss.). Describe las deprimidas condi
ciones económicas y sociales de la aljama de Talavera después de la deserción
en masa de sus miembros ricos al cristianismo. No hay razón para creer que
no existía la misma situación en La Puebla. Serrano y Sanz concluye que
hacia 1474 no quedaban más de 15 casas de judíos (p. 249). Lo cual confir
maría el estudio que hace L e a del decaimiento general de las aljamas castella
nas durante el siglo xv (I, 125). Baer ofrece una base concreta para el cálculo:
en 1485 se pidió a la aljama de La Puebla que contribuyera con «60 castella
nos» a un tributo extraordinario recaudado para la guerra contra Granada.
Podemos comparar esto con los 227 tributarios de la comunidad judía tala-
verana y los 225 de la de Santaolalla (una población a la escala de La Puebla).
La contribución de Toledo (como resultado de las matanzas) fue mínima (Die
Juden, 1/2, p. 370).
— 241 —
16
dad de conversos, por otra parte, había sido premiada política y eco
nómicamente: razón principal para el bautismo había sido en primer
lugar el temor de perder el dinero y los puestos que ocupaban. Y des
de esta situación aventajada, por razones de conciencia o de nostalgia,
hacían lo que podían para ayudar a los humildes artesanos —cesteros,
alfareros, zapateros, talabarteros y demás— que permanecían fieles
a la ley antigua76.
Concluyendo, diremos que si en las grandes ciudades la dispari
dad material entre los segmentos de la casta dividida pudo a la larga
llevar (bajo la provocación inquisitorial) a la denuncia judía de los
vecinos conversos77, en La Puebla parece haber habido una relación
de hermandad, de protección y de buscada identidad, llevando los
conversos el papel principal. Teresa de Lucena y sus amigos se encar
gaban frecuentemente de «dar lismona a judíos y azeyte a la xinoga» 1S,
de manera «que en sabiendo que estaba algún judío o alguna judía
estaba mal o de parto ayunaban por ellos». De modo similar, Leonor
Jarada, como recordamos, irritaba y atemorizaba a su marido por su ca
ridad hada los judíos. Había excepciones, por supuesto, siendo una de
ellas un judío llamado Abulafia, intelectual y médico, que todavía
residía en La Puebla en 149079. Tenía libros para prestar y se sabía
que había discutido temas religiosos con cristianos viejos y nuevos,
pero es difícil creer que convenciera o sedujera más eficazmente que
un Juan de Lucena. Y había seguramente otros conversos que trata
ban de cortar todas las amarras con el pasado. Sin embargo, en gene
ral, los documentos parecen indicar que, durante los años anteriores al
nacimiento de Rojas y en villas tan pequeñas como La Puebla, la dife
rencia entre converso y judío era con frecuencia más económica y so
cial que religiosa;
— 242 —
« S U S ENEM ISTADES, SUS E M B ID IA S, SUS A C E LE R A M IE N T O S E M O V IM IE N
TO S E DESCO N T EN TAM IE N TOS»
— 243 —
á su favor. Finalmente, se imponían severas penas {pero raras veces
se aplicaban por miedo a taponar las fuentes de información), sí se
llegaba a probar la falsedad de la denuncia. Frágiles salvaguardas en
verdad, y cualquiera que fuese su eficacia en casos individuales no
pudieron detener el rápido surgir de la marea histórica de miedo y de
conflicto. El resultado fue que la vida social fue sometida (durante
la infancia de Rojas) a una dura tensión que llegaba a los límites de
la tolerancia humana.
El modo más eficaz para comprender las tensiones concretas a
que eran sometidas las pequeñas villas durante los primeros años de
la Inquisición es a través del testimonio directo. «Voces... que nos
vienen de... las fortunas o desdichas de una edad» se dejan oír tem
blorosas con reprimida histeria en las listas del tipo de las que aca
bamos de mencionar: o sea, listas sacadas de los recuerdos de los en
carcelados ansiosos de poder identificar a sus posibles acusadores.
Oigamos, pues, un ejemplo especialmente largo y detallado, presen
tado en 1490 por un converso de La Puebla a cuyo caso se ha aludido
ya varias veces, el de Pedro Serrano, mayordomo del señor don Alon
so S2. Se le imputaba a Serrano (entre otros crímenes) «que había
rezado oraciones judaycas e como los judíos fazia la pared en pie
meneándose e sabadeando como judío», que leía la Biblia judía «tra
ducida clandestinamente al castellano», que conspiraba con su her
mano, el capellán del señor, para evitar la «reconciliación», y que
aseguraba a los que habían sido perseguidos por sus vecinos que serían
«bienaventurados» en la vida futura8Í mientras se castigaría a «los
que goz[aban] de lo que padecían». La verdad es que se com
probó que todos estos cargos eran fruto de una serie de maliciosas
y falsas interpretaciones. En el sumario del proceso, Serrano aparece
como un hombre de buen corazón, aunque ingenuo y demasiado cons
ciente de su propia virtud. En cuanto sinceramente convertido, era
dado a discutir cuestiones de teología con los judíos, manifestándose
piadoso y defensor de la Inquisición. Pero los cargos eran graves, y
a pesar de los muchos testimonios favorables (entre otros el de su
amo el señor de La Puebla), Serrano comprendió que, si no podía
identificar a sus acusadores y probar su previa enemistad, quedaría
convicto.
Como hombre en trance mortal, Pedro Serrano trató de recordar
todos y cada uno de los incidentes y razones que pudieran haberle
82 Don Alonso era tocayo de su abuelo paterno, «señor que fue de Bel-
montes» ( B e t h e n c o u r t , Historia Genealógica, II, 425) y es posible que esta
circunstancia fuera responsable del traslado de los hermanos Serrano de aque
lla población como capellán y mayordomo respectivamente. Como veremos,
había cierta fricción y sospecha entre este converso forastero y los miembros
locales de la casta.
53 Ver Cap. III, n. 45.
— 244
conducido a su denuncia. El resultado fue una especie de diario de la
cotidiana guerra en La Puebla de Montalbán que, si fue eficaz para
Pedro Serrano (en él sí llegó a identificar a sus acusadores), para nos
otros no tiene precio. Tenemos aquí una ventana abierta a una varie
dad de «intrahistoría», antitética a la de Niebla o de Paz en la guerra.
Es decir, memorias de «guerra en la paz» agudamente trazadas. Lo
que se llama en el prólogo «las enemistades, las embidias, los acelera
mientos e movimientos e descontentamientos» que según Rojas com
ponen la biografía diaria de todos los hombres, están recopilados
aquí con detalles concretos y locales. Además, fueron estos sucesos
los que Rojas bien pudo haber visto y oído siendo niño. De tales
encuentros, terriblemente peligrosos aunque insignificantes en su ori
gen, brotó la incesante tensión de su experiencia juvenil.
Como de costumbre, hemos de tratar de entender lo que nos han
de decir estas voces del pasado en sus propios términos. Concretamen
te hemos de acordarnos de que la atmósfera de violencia física des
crita por Pedro Serrano no le parecía tan anormal o extraña como
pudiera parecerle a cualquier que lea estas páginas.
Aunque la historia que hemos vivido nosotros ha sido aún más
atroz, nuestra actitud hacía la violencia cotidiana (con los puños o con
armas blancas) ha cambiado de modo significativo. John U. Nef, escri
biendo en 1956, puede parecer complaciente cuando comenta sobre el
cambio, pero su acostumbrada agudeza para captar la historia trabaja
a su favor:
Lo que echamos de menos en todos estos «humanistas» del Renacimiento
es un sentimiento de que el sufrimiento corporal deliberadamente infligido
fuera del campo de batalla es un abuso tan atroz del poder, que sobrepasa
los límites de unas normas de conducta aceptadas. Lo que echamos de menos
en Montaigne, escribiendo como escribe a la sombra de las guerras de reli
gión francesas, es la idea de que la conciencia humana no debe resignarse
nunca a la comisión de «atrocidades», la idea de que la violencia desatada
sobrepasa los límites que una comunidad decente (incluso la comunidad in
ternacional de estados independientes con prácticas religiosas diferentes) se
pueda aceptar. La palabra atrocidad, como término para condenar la cruel
y nefanda conducta de un pueblo, apenas parece haber existido en inglés an
tes del siglo xvni®4.
— 245 —
Inquisición a las personas ofendidas para saldar cuentas con sus
ofensores. _
Véase este texto que, con algunos retoques, puede servir de cua
derno de apuntes para una novela documental sobre la vida de un
pueblo de la España del siglo x v 85:
Es su enemigo Alonso de Pastrana porque le tobó un macho en un camino
e fizogelo pagar [...] e tiene sospecha quel e Alonso de Arenas, que era algua-
síl, se concertarían contra él. Testigo don Alfonso.
Es su enemigo un frayle prieto que se dice Frey Diego Sarmiento porque
queriendo suplicar por el para que predicase otro año le dixo un paje en casa,
que mal le conoscia, que avía oydo a Nicolás de Arenas que babia requerido de
amores a las que se confesaban con el e el dicho Pedro Serrano ge lo dixo
e andovieron en pruebas e asy quedo corrido el dicho frayle y lo amenasó.
Testigo el dicho Juan Rodríguez, clérigo.
Tienele odio e enemiga Gonzalo de Covisa, vecino de la Puebla, porque
don Alfonso le mando cobrar cuatro mil maravedís e anduvo huido por ellos
que non osaba entrar en la villa. Testigo Lope Majon.
Tienele odio e enemiga Fernando de la Coleta porque no le quiso vender
un barbo día de cuaresma para palacio e ge lo tomo e le quito la ración como
a ingrato; quexose dél e amenasólo. Testigo el dicho señor don Alfonso ante
quien se quexo.
Riaga es su enemigo porque trayendo de Santolalla tres sábalos que no
avia más, tomóle el mejor e desonestóse [con] el dicho Pedro Serrano, e porque
le dixo que faria a su mozo que le diese de palos sintióse, e tiene odio c
enemiga con él [...]. Testigos Pedro Barvero e Carrasco,
Es su enemigo Pedro de Sylva, vecino de la Puebla. Tiene grande odio e
enemiga al dicho Pedro Serrano e le reprehendía porque leía en los Evan
gelios de la Iglesia e non leya coránicas y con gran furia el dicho Pedro
Serrano le respondió que le dexase, que non era su cura [y] que aun defendía
la bribia e [...] el evangelio [y] que luego fuese a buscar el alcoran; que no
quería leer corónicas ni vanidades, salvo el evangelio en que no podía aver nin
gún herror. E luego tornó por el un escudero que se dice Capo e tomaron
con el quistion e grande odio. Testigo Juan Rodríguez, clérigo.
Tienele odio e enemiga Diaguito, fijo de Pero Terciado, porque desonrró
a un maestre que llaman Quincoces e se quexo al dicho Pedro Serrano e
diole de palos. Testigo el dicho Pedro de Quíncoces, que vive en esta cibdad.
Tienele enemiga Juan Rodrigues, albañil, e dos peones hermanos que traia
en la obra porque riño con ellos el dicho Pedro Serrano, bíspera de Pascua
Florida, porque era puesto el sol y non querían alzar de la obra, amenasáronlo.
Testigo Pedro de Quesada. .
Es su enemigo Martín Navarro, cocinero de Don Alfonso, porque estando
a la mesa les dixo de ruines y vellacos, y Quesada le dixo que acallase que non
era ombre para estar en la mesa con los otros e el dicho Pedro Serrano tomó
— 246 —
un puñal e arremetió a el pata dalle y este se juntó con Juan de Murcia e
otros para [le] dañar jurando a Dios de buscarle todo mal que pudiesen. Es
mal ombre e de mal vevir, tenia manceba publica, e de poca conciencia e de
leve opinion. Dixo que daría un miembro de su cuerpo por ver su perdición.
Testigos Diego de Córdoba, de Alcubillete e Saravia, paje de Don Alfonso, e
Pedro Palacios.
Es su enemigo un judio de la Puebla que dizen mosen Seneor, porque
echaron por huesped al dicho Pedro Serrano, en su casa, y sobre la cama,
con favor de Fernando Gomes, que lo quería mal, tomaron contra el dicho
Pedro Serrano espadas de noche para le matar [a] él e un su hijo, e don Al
fonso mando quebrar la espada, e tomó de abi odio e enemiga. Testigo don
Alfonso.
Tienele odio e enemiga Abolafia86, fisico, porque riñó con el dicho Pedro
Serrano porque dixo que parescia mal que un día andoviesen a pedir agua
los christianos e otro los judíos e que por esto non llovía y vino con gran
furia a le desyr si le parescia bien lo que avia dicho, que se quexaría a su
merced porque Reyes e grandes lo facían e que no podía negar ser de su
linaje y sobre esto ovieron muchas palabras estando en la cosina tomó un leño
diciendo que le daría de palos. De allí tomó odio, e otro rabigordillo porque
asi mismo lo ynjnrió, nunca le fablara despues sy no fuese por necesydad
con grande odio e enemiga que le tovieron. Testigo Jaco Abealega.
Es su enemiga Torres, criada de la señora muger de don Alfonso porque,
antes que partiese de la Puebla, dixo al dicho Pedro Serrano ciertas descor
tesías e porque la tomo por el brazo, quisiera que le castigara la señora.
Testigo Villegas que sabe el caso.
Es su enemigo Beltran, uno de la Montaña, porque andava fecho vellaco
e la señora mandó a Maldonado e al dicho Pedro Serrano que lo prendiesen
e llevasen a Montalvan y antes una noche yendose a acostar el dicho Pedro
Serrano lo fallo escondido en su posada e pensando que era ladrón echo
mano por una espada para él, e lo echó fuera e lo cubrió de amenasas. Testigo
Maldonado.
Es su enemigo Lodeña, alcayde de Montalvan, porque le tomo cuenta el
dicho Pedro Serrano estrechamente y de Pero Rodrigues, un [sello] quel puso
en casa [...], e que amos a dos le buscavan e trataban en la muerte al dicho
Pedro Serrano porque no entrase más allá. Testigos don Alfonso y Villegas.
[Tiene] sospecha en Miguel Pardo que esta preso en la cárcel porque quiere
muy mal al dicho Pedro Serrano y se sintió que avía dicho mal de [él] por
fablas que tenia e es ombre de leve opinión, tiene maneras de malsyn. Testigo
Garda Gonzales.
Tienele odio y enemiga Sant Román, otro vecino finíciador, porque traya
iin peso falso...; el dícho Pedro Serrano lo dixo a don Alfonso, y [además]
porque cometió un hurto en el puerto y [Pedro Serrano] fue fiscal para
don Alfonso para la sentencia [...]. Testigo el dicho señor don Alfonso.
— 247 —
Tienen odio e enemiga con el dicho Pedro Serrano, Juan del Carpió e
Graviel de Lerma, porque eran criados del dicho Comendador Diego Sedeño
e serian inducidos por él, por ser ornes de leve opínion. Asy mesmo Miguel
e Catalina, su mujer, sus criados. Testigos el dicho Villegas e Femando de
Vallado líd.
Tienenle odio e enemiga Juan de Murcia e Francisco de Murcia, su her
mano, porque es cornudo. E por mandado de don Alfonso hizo que perdonase
a su esposa y porque le prometió gualardon por ello de don Alfonso; hizo lo
e despues quexauase mucho diciendo que lo burla va, y porque apaleó a un
mofo suyo. Testigos el señor don Alfonso e Villegas, su despensero.
Es su enemiga Leonor, mujer de Matute, que fue manceba del comen
dador, e tiene della un hijo, [porque es] mujer de mala fama e de mala con
ciencia y porque el dicho Pedro Serrano aguardó al dicho Matute un dia para
le matar en el mesón de A. Varico porque dio de coces a un su hermano que
bíbía con don Alfonso. Testigo Alonso Varica.
Es su enemigo Sancho Ortiz Calderón desde que Diego Sedeño mandó al
dicho Pedro Serrano hacellc unas coplas díziendo que era enamorado de
una vieja que tenía en su casa por ama que dicen Marihoz e el dicho comen
dador se las fiso haser por le meter en enemiga. Sábelo el dicho señor don
Alfonso e Fernando de Valladolid.
Tienele odio e enemiga Fernando Ruyz porque su hermana era manceba
del alcayde Juan Sedeño e [...] se apalabreó con el dicho Pedro Serrano y
dixogelo y de como tenia en esta cibdad un hermano fuydo por ladrón y por
esta causa tomaron odio e enemiga con el. Testigos Fernnando de Valladolid
e Majon.
Tiene odio e enemiga con el dicho Pedro Serrano, Andrés de Ocaña y
es malsyn e alborotador e le tomó para acotar don Alfonso e lo dexó por
mego de la señora doña Marina de Guevara*7. Es levantador e mal ombre.
Testigo el dicho señor don Alfonso e otros.
Es su enemigo Pedro de Polanco, de Peñafiel, porque fué inducido atesti
guar por los dichos Andrés de Ocaña e Fernando Ruíz para que dótese que
estando rezando que [se] volvía a la pared e [se] volvía como judio díziendo:
pese a tal contigo que perdida tienes el alma; ve di eso que entiendes, y como
es un borracho y de poco seso faria lo que le ynduxeron y aun porque despues
dixo que estaba arrepiso de lo que avia hecho desyr e lo avía dicho a su
confesor Fernando García, clérigo. E asy como ombre liviano fue inducido
57 Los Guevara (algunos de los cuales casaron con los Téllez Girón) que
dan descritos en las Relaciones (ver también VLA 4) como grandes terrate
nientes de la región de La Puebla. La doña Marina a que se alude aquí era
la mujer de nuestro don Alonso, descendiente por línea materna de los Rojas
de Poza ( B e t h e n c o u r t . II, 428), más tarde condenados por «protestantismo»
en el auto de 1559 de Valladolid. A pesar de mis esfuerzos no he podido en
contrar indicación de ningún parentesco entre la familia del bachiller y estos
conversos ennoblecidos del mismo apellido, a excepción, por supuesto, de los
débiles y dudosos lazos del primero con los Téllez Girón que examinaremos
después. En el momento del auto de 1559, don Alonso Téllez Girón II, como
miembro de la familia, intervino en favor de otra Doña Marina de Guevara,
que había sido encarcelada ( L l ó r e n t e , IV, 224).
—248 —
e atraído a desir falso testimonio. Testigo Diego de Cora! e Antón Cachiporro
e Catalina de Toledo, casera de Alonso Dávila8®.
JTienenle odio e enemiga Diego Pañi agua y su mujer amos de la señora
doña María, porque el dicho Pedro Serrano firió una noche a un fijo suyo
e oyolo el dicho don Alfonso e riñó con el dicho amo y asi mismo es
su enemigo Bitoria, repostero, porque le fiso echar en el cepo porque hirió
a un paje [llamado] Castellanícos e asi mismo tienele enemiga Fernando, un
mozo de espuelas que vive con don Enrique Manrique que le enviaba por
cabritos para la boda del dicho Lira e no quiso e desonestóse contra él e dióle
con una caldera e ciertas puñadas, e eso mismo Sepulveda, porque le acoceó
a un mozo e la mandaba llevar a la cárcel, riñeron malamente en uno e que
da ron_omÍcÍados. Testigos Garnica e Villegas.
Tiene odio e enemiga con él Soto, criado de don Alfonso porque libró
en él el dicho Pedro Serrano su quitación e ciertos derechos de su oficio e
no ge lo quiso pagar e por esto le hizo tirar la rabión en la despensa, e riñe
ron una noche e dixo el dicho Soto que non desia verdad e tomó un palo por
el dicho Pedro Serrano para le dar; quedaron omiciados. Testigo Villegas.
Tienele grande odio y enemiga Juan Alonso, clérigo, capellan en la Puebla,
[que] es hombre de malas condiciones, envidioso e susurrador; e como vino
la ynquisición a esta ciudad dixo al dicho Pedro Serrano: «agora me vengaré
de vos e de vuestros parientes», e como vino por ende Pero Gonzales, clérigo,
dixo: «vedes aquel viejo, yo le fare quemar [...] por que desia la Misa
apriesa»; entonces respondió Pedro Serrano que maldita fuese tal condición
de tal serpiente desear matar a su hermano e clérigo de Misa e alü andava
profanando dél dicho Pedro Serrano e de ahi se travaron palabras porque no
[pudo sacar a] Don Alfonso un poco de trigo que quería para una su manceba,
syempre le quiso mal e odio entrañable e así lo desia publicamente e desia
mal de sus padres. Tesdgos Juan Rodrigues clérigo e Pedro González Sa
cristán, clérigos.
Es su enemigo el comendador Alonso de Fuentesalida que, aunque sea
fijo de buenos, es sin temor de Dios e envidioso e trabóse con Frey Andrés
que le quitase la mayordomia e se la diese a él e andaba pesquisando si era
converso para le dañar y despues el dicho comendador por codisia de la
fasienda de su mujer andabale levantando falsos testimonios con un moro
maestre Avdallá, alfaharero. Testigos Juan Rodríguez clérigo e Pero Baruero.
Tienele odio e enemiga Pedro Gonsales de Oropesa e su mujer porque
tratando frey Andrés, que en su casa posaba, dixo al dicho Pedro Serrano
que se casase con su fija, [a lo] que le respondió: «¡con gente tan ajudiada!»
De ay le tomaron odio grande e echaron una loca que lo desonrase. Testigo
Frey Miguel de la Puente90.
Es su enemigo Alonso Alvarez, hermano de la mujer de Pedro Gonzales
sobre un caso de Diego de la Fuente9-, criado de Don Alfonso le vino a
— 249 —
menasar al dicho Pedro Serrano de parte de Gonzalo, fijo de Fernando Gomes,
que se guardase del. Testigo Diego de la Fuente.
Es su enemigo Femand Gomes Quemado; le quería mal porque quando
vino & servir a Don Alfonso le quitó los oficios e se los dio a él [y] porque le
dixo una vez que mas seguros estaban los huesos de su padre que no los del
dicho Fernand Gomes [y] porque le descubrió unas cartas que falseó para la
mujer de don Alfonso de Aguilar. Testigos Don Alfonso.
Es su enemigo Juan de Sant Juan Verdugo porque [...] apaleó con una
lanza al dicho Pedro Serrano mi parte; quedó su enemigo. Testigo Femando
de Valladolíd.
Alfonso de Arenas, vecino de la Puebla, es su enemigo porque, estando
en Escalona, envió el ayo de don Alfonso a mandar a Pedro Serrana, mi
parte, que rondase con el; dixo por el que non rondaba con rapaces e porque
Serrano mi parte riyó, le llamó beodo e vínole a buscar con armas e de [él]
se escondió. Quedaron enemigos. Testigos Briones, vecino de Mesegan.
Juan Nieto, vecino de la Puebla, es su enemigo porque fue a cobrar unos
dineros a Valladolíd y estando ende don Alfonso non osaba venir por la
neve y el dicho Pedro Serrano le físó unas coplas de escarnio sobre ello e
pasaron palabras de enemiga y por aquella causa su suegra, que se reconcilió,
se sintió por ultrajada del dicho Pedro Serrano. Con tino con el odio, quedó
su enemigo el e su suegra. Testigos Alfonso e Fernandode Valladolid.
Colaneche, un tañedor de baldosa, es [su] enemigo, que vivia con Don
Alfonso, mi señor, [le] tomó un bonete una noche en la sala e andúvolo a
buscar y no lo hallaba e quando [se] lo tornó un [su] hermano supo cómo el
lo tenia y [riñeron] e otro dia aguardó[Ie] a un cantón con una espada e un
palo. [El] lo [vio] y [vino] para él y non esperó; [quedaron] enemigos.
Testigos don Alfonso e Fernando de Valladolid.
Juan Sedeño e Matute e Juancho e Diego de Lerma tienenle odio e ene
miga capital porque Juan Sedeño, alcayde que fue de Montalvan, yendo a ver
uno de don Alfonso que estaba doliente por inducimiento de los otros levan
taron falso testimonio al dicho Pedro Serrano que le quiso matar e poner
las manos en él, por lo cual se fue de casa de don Alfonso por do quedó el
dicho Juan Sedeño e los dichos sus criados por enemigos. Testigo Avira
Gomes, ama de García Gonzales.
Es su enemigo Diego Sedeño porque un domingo de Ramos fizo acuchillar
a Mena de celos de una su manceba y fue corriendo a don Alfonso y el dicho
Pedro Serrano topó con un paje que traia el espada del herido e ge la tomó
e arremetió al dicho comendador Diego Sedeño e le dixo si le parecia bien
robar a su merced e matalle sus criados y le llevaron preso a Montalvan [y]
desde que fue suelto le envió a amenasar desde Torrijos. Testigos el dicho
señor don Alonso e Pedro Sánchez, cura de Burujo.
Es su enemigo Lira, criado de don Alfonso, porque hubo muchas quis-
tiones con él en Medina del Campo e la Puebla y dixo quel daría de palos
al dicho Pedro Serrano y él que le faria besar su muía y lo envió a desir con
Villegas, despensero; [además dijo] que él daria el alma al diablo porque
[antes de] tres meses non fuese mayordomo e fue preso antes de dos e medio.
Muchas vezes llegaron a las manos y por celos que dél tenia y [...] y por
mano de Pedro de Paredes le trataban mui mal y díxo que daría al dicho mi
parte veynte palos. Testigos el señor don Alonso e Villegas, su despensero.
Es su enemigo Maldonado, criado del dicho señor don Alfonso, porque
— 250 —
el dicho Pedro Serrano le físo una afrenta porque el dicho Maldonado estaba
fablando por una redesílla con una mujer de casa que se fue a la corte [ ...y ]
non osaban Jos unos ni los otros mostrar la enemiga por temor de don Alfonso.
Testigos el dicho Villegas que lo vio e le llamó para que viese al dicho
Maldonado fablar con la dicha mujer. (Al margen dice: no es suficiente.)
Esu enemigo Pedro Paredes porque después de haberle tirado [de] la
despensa por ladrón, queriéndose uno a otro muy mal, non tenia con él otra
conversación sy non que le venia a demandar cierta libranza [...] e por la
dicha causa le tenían grande odio e por ser mal ombre e omiciero y porque
le apremió que se allegase a cuenta de ciertas gallinas [...] anduvo hasyendo
concilio con los de su casa que le querían mal. Tesdgos Diego de Cerralvo,
vecino de la Puebla, e Juan de Villegas. (En el margen dice: no es suficiente.)
Es su enemigo Juan Alonso, clérigo *, por causa de su manceba e de un
nieto suyo e de su fija Leonor de Cuarela e Alonso de Cota que fue acemilero
de don Alfonso que se fasía doliente cada semana por non trabajar e buscaba
el dicho Pedro Serrano quien traxese las acémilas fasta que lo uvo de despedir
de casa e bivia con el dicho Juan Alonso. Testigo Andrés, acemilero de don
Alfonso. [Al margen: «non dixo» **.]
Es su enemigo un mocbacho que era rapaz del bachiller Francisco Ortiz
por la enemiga que tenia e tiene el dicho Lira porque posaba en su casa e
le avisó e truxo para que testificase falso testimonio; es un loquillo e liviano;
y de mal tyento y por tal lo echo el dicho bachiller de sy y andava diciendo
muchas liviandades y paresce ser sobornado e ynducido y con liviandad aver
dicho lo que no sabia ni oyó [él] que rezaba el dicho Pedro Serrano. Testigo
el dicho bachiller Francisco Ortiz,
Es su enemigo García Martin, zapatero vecino de la Puebla, porque dicho
Pedro Serrano syendo mayordomo le quitó el calzado de la casa del dicho
señor don Alfonso e informó del e lo supo e se palabreó con él y le respondió
el dicho Pedro Serrano que a Dios gracias non avia en sus parientes judio ni
reconciliado e quexose al alcalde y, porque non era cosa dél hacer justicia
quedó él indinado con grande odio. Testigo don Pedro Rodríguez Baruero.
Es su enemigo Pimienta, zapatero, judio, porque físo unas zapatas para
la señora doña Francisca por mandado del dicho Pedro Serrano y non lo físo
a su grado e dio con ellas en un tinajón de agua sucia que tenia cabe sy y
mojóle todas las barbas y la cara. Túvose por desonrado y omiciado. Testigo
Nicolás de Arenas, Alcalde.
Es su enemigo Juan Herrero, vecino de la Puebla, porque herraba las
vestías de don Alfonso y no sabia herrar y llevaba las muías a los judíos
herreros porque eran albéytares y [...] tomava a rezagar sobre ello cada mes
y divn que para que le herrara de balde lo hacía, y riñó con él y quedo muy
odioso e indinado. Testigos Mose Salomon e Mose [...], herreros.
Tiénenle odio Mena e Espinosa, criados que fueron de don Alfonso, porque
cometieron ciertas vellaquerias, quel dicho Salomon mostró por escrito a don
Alfonso. Testigos el dicho señor don Alfonso.
— 251 —
Es su enemigo Torrecillas, un paje, porquel dicho Pedro Serrano le dio
de bofetadas muchas veces sobre la cuenta que tenia cargo de curar de los
pobres e porque de confino jugaban, [y] syntíose dello. Testigo Villegas.
Tienele odio e enemiga Pero Natos, criado del dicho señor don Alfonso,
que cura de los caballos, porquel dicho Pedro Serrano le fiso echar en el cepo
e tener preso muchos dias en casa del dicho alguasíl porque se tomaba con el
dicho despensero. Testigo el dicho Villegas.
Tienele odio e enemiga Alonsyco fijo de García, el sastre, mocbacbo liviano
e de poco seso, porque el dicho Pedro Serrano viniendo [a] él le dio de cabe
zadas a la pared y por aquello e porque no pagó la cura que desia su padre
quedo odioso e liviano de opinión. Testigos P. Mose de Sanmartín e los de casa
e don Alfonso.
Tienele odio e enemiga un fijo del ventero de la venta Nueva y García,
fijo de Femando de Torrijos, porque biniendo furtaban la cebada de las muías
e con la flaqueza dellas lo supieron y [al uno] le apaleó y al otro le fiso
prender su hermano el capellan e asi se fueron e quedaron por enemigos. Tes
tigos Fernando e su mujer, caseros de Gómez, e Miguel García, e Majon que
lo tuvo preso en su casa.
Es su enemigo Alonso de Nava Ocanna que era aguadero de don Alfonso
porque era vellaco e ruin e lo apaleó e echo de casa. Testigos el dicho Fer
nando e su mujer caseros de Gomes García.
Es su enemigo Pedro de Cuenca, tundidor, porque el dicho Pedro Serrano
testiguó dél antel señor don Vasco, Obispo de Coria; súpolo e tienele odio e
enemiga por ello. Testigo el registrador dicho.
Es su enemigo Sebastianico que bivíe con su hermano del dicho Pedro
Serrano, el abad, porque estando su muía lazrada la llevó al agua aviendo
mandado el albéitar que non cabalgasen en ella e ge la vido traer aguijando
e el dicho Pedro Serrano le asió de los cabellos e lo apuñeó, e él e su padre
ovieron en uno rencilla; sintióse dello e quedóles odio. Testigos Fernando,
casero de Gomes García e su mujer e Catalina de Toledo.
Tienele odio e enemiga Juanillo, mozo que fué de Quesada, defunto,
porque biuiendo con el dicho Pedro Serrano era muy vellaco piojoso, porque
le hirió llevóle un sayo e fue deciendo del mal e amenasandolo. Testigos los
dichos Femando, casero de Gomes García e su mujer.
Es su enemigo Alonso de Pastrana porque le fiso prender el dicho Pedro
Serrano sobre un macho que le tomó en el camino e le fiso prender. Testigo
el escribano e alcalde de la Puebla.
«E l d ic h o b a c h il l e r se a b ia ydo de la d ic h a
VILLA DE LA P U E B L A »
— 2 53 —
Una mayor corroboración de esta historia de autoexilio Ja encon
tramos en la información bien documentada que poseemos sobre la
lamentable situación financiera del irascible señor de La Puebla, don
Alonso Téllez Girón. En efecto, vivía con tanta estrechez que era de
esperar que haría todo lo posible por quitar a sus vasallos lo que po
seían. Ya hemos advertido el resentimiento de los habitantes de La
Puebla como resultado de los impuestos del bisnieto de don Alonso,
Y, en tiempo de Rojas, la pobreza de la familia parece haber sido toda
vía mas extrema. En su testamento, don Alonso menciona a varios
acreedores, entre ellos Alonso de Montalbán, el aposentador real que
le prestó pequeñas sumas de dinero Pero lo más revelador es una
manda especial a su hija todavía sin casar, «ansí por no haber hallado
persona que la convenga segund su nobleza y merecimiento como por
las grandes necesidades que siempre me he hallado» 96. Es decir, no la
podía dar una dote conveniente.
Una razón principal de esta condicion de penuria de don Alonso
eran sus habituales pleitos. No sólo se trataba de las disputas consa
bidas con los vecinos sobre jurisdicción de límites y los mojones97,
sino que además, a lo largo de toda su tenencia, estuvo envuelto en
un pleito muy caro con el duque del Infantado, quien, como herede
ro de don Alvaro de Luna, reclamaba nada menos que el señorío de
La Puebla para sí mismo. Gracias a Pedro de Baeza (el mayordomo
del padre de don Alonso) se llegó a firmar un compromiso provisio
nal en 1506 que obligó a don Alonso a una serie de pagos sustan
ciales en metálico9S. Pero los pleitos son difíciles de matar. El litigio
a ,S.AL^zf1R, Y C astro, doc. 20, 561: «Iten, mando, que se paguen a Alon
so de Montalban doce ducados que me prestó en dineto.»
96 Ibid.
Particularmente con su vecino, don Carlos de Guevara (ver n. 87) so
bre la posesión de una propiedad llamada la «Gramosilía», Registro general
deludió, III, 2308 y 3618 (1484), y con la ciudad de Toledo, ibid,, III, 2005
— 254 —
que se renovó entre 1520 y 1526 (cuando se llegó al acuerdo definiti
vo) 99 indica que Baeza puede haber sobreestimado la capacidad de
pago de su joven amo. En cualquier caso, en 1506, precisamente en
el momento en que Rojas parece haberse decidido a marcharse, don
Alonso se debió haber visto obligado a gravar los impuestos sobre
arrendatarios y vasallos, lo cual debió motivar que se enojara espe
cialmente con aquellos que se creían exentos como hidalgos. Añádase
a esto el que Fernando e Isabel, conscientes de las dificultades de
don Alonso y de la responsabilidad de sus demasiado generosos ante
pasados reales que las habían creado, dieron el paso desacostumbrado
de permitirle retener de por vida las alcabalas reales 100} que eran
precisamente los impuestos que los hidalgos tradicionalmente no te
nían que pagar. Esto explica las salidas en 1506 ó 1507 del «Fulano
Ortiz» para Toledo, del «Fulano de Sahabedra» para Torrijos y pro
bablemente de Fernando de Rojas para Talavera10i.
Después de su primitiva gloria conseguida en la toma de Granada,
los problemas económicos de don Alonso (y quizá, también, sus mu
chos años al frente de una casa en constante estado de rencilla, como
nos recuerda Pedro Serrano) hicieron de él un viejo caballero amar
gado y brusco. Francisco de Villalobos, que escribe en 1520, le re
trata «cargado de rosarios y envejecido en ayunos y abstinencias, todo
mal tratado, mal dispuesto y barbudo». Y lo que es peor aun: a pesar
de su piedad, su mala suerte es notoria. En el mismo momento «ya
cuando están las espigas llenas de grano, con un granito del diablo, o
con una niebla del mundo», se le deshace todo. «¡Estos son los jui
cios escondidos de Dios!», concluye perversamente el médico m . De
jado a un lado el escepticismo del converso sobre la justicia divina,
semejante regocijo indica que el desagradable y fanático viejo no era
muy querido por los que le conocían.
herida de que murió...» (pp. 503-504). En 1503, Pedro de Baeza, cuyos servi
cios fueron heredados por don. Alonso, fue testigo de los esponsales del hijo
del último con doña Leonor Chacón, hija de Gonzalo Chacón, «adelantado de
Murcia, Señor de Cartagena, Contador Mayor, Mayordomo Mayor de la Reina»
( S a l a z a r y C a s t r o , doc. 20, 568).
99 B e t h e n c o u r t , II, 4 2 7 .
ico Como se narra en las Relaciones, III, 261: «Y ansimesmo tiene las
alcavalas tercias de la villa y de la tierra, las quales se dice aver hecho merced
della el rey don Hernando y la reyna doña Isabel a don Alonso Téllez, su
cesor del dicho maestre don Juan Pacheco, por los días y la vida del dicho
don Alonso Téllez; lo qual es mucha suma de maravedís que lo desta villa
valdrá un cuento o más de maravedís.»
101 Empleo la palabra «probablemente» porque al menos _es concebible
que el licenciado Fernando pudiera haber recordado a sus testigos un suceso
conocido en la historia municipal y luego sugerido a los mismos que la salida
de su abuelo estaba relacionada con él.
102 Algunas obras, p. 46. Le describe también como un chismoso «podre
ciendo su sangre con los negocios ajenos, perdiendo todos los días el sueño
y el comer por mil cosas en que no le va nada».
255 —
Además del tenor receloso de vida de La Puebla y las irascibles
reacciones de su señor, una serie de otros factores pudieron influir
en la decisión de Fernando de Rojas de abandonar «su tierra y su clara
nación». Precisamente durante los años de 1506*1507 (los que mar
caron la salida de Rojas y las nuevas obligaciones económicas de don
Alvaro) se cernieron el hambre y la peste de las que hacen viva me
moria las R elaciones. Las dos, naturalmente, se extendieron mucho
allá de los límites municipales. Rodrigo de Reinosa describe el año
1506 en el título de una copla como «el año del hambre» 1<B, mien
tras que la epidemia que le acompañaba, hacía estragos hasta en Lis
boa. Y allá, como sabemos, el rumor popular echaba la culpa a los emi
grados conversos de España, y, como había sucedido antes, el resultado
fue una feroz matanza 1M. No es difícil imaginar la alarma que esto
causó entre los conversos de La Puebla al verse enfrentados con ca
tástrofes naturales y humanas de tales proporciones. ¿Se contagiarían
ellos? ¿Durarían los víveres? Semejante rumor, ¿no excitaría a los
recelosos campesinos cristianos viejos que estaban a su alrededor y
frente a los cuales formaban una isla humana? Además de estas
preocupaciones, podemos también meditar en el disgusto escéptico
con que esos conversos (que, como Alvaro de Montalbán «allá no
[sabían] si ay nada»), contemplaban el fervor religioso de sus conve
cinos durante este período. Como recordamos, los maltrechos habi
tantes se daban a hacer procesiones, votos y peregrinaciones. Y, lo
que es peor todavía, cuando las condiciones se hubieron mitigado por
fin, ellos (lo mismo que el amo muerto de hambre de Lazarillo cuan
do un real le sale al encuentro) estaban patéticamente inclinados a
atribuir el cambio a la intervención divina. Es curioso pensar que el
autor de La C elestina vivió en una atmósfera como ésta.
Este momento concreto puede haber jugado también su parte en
la biografía de Rojas. Nos encontramos con un joven que había es
crito ya nada menos que La Celestina, un joven abogado que, como
veremos en el capítulo siguiente, había vuelto a casa después de años
de libre camaradería intelectual con otros de su misma edad y clase;
es decir, con sus socios de Universidad, «la alegre juventud e mance
bía». Y ahora, con una conciencia inmensamente acrecentada, se en
contraba no sólo sometido a la endémica y peligrosa disensión des
crita por Pedro Serrano, sino también obligado a tragar aquella pa
pilla mental que, incluso el mismo Alvaro de Montalbán, bastante
menos educado que su yerno, encontró imposible de digerir. Ya no
existía aquella Puebla que recordaba Serrano: «y como nos topa-
vamos en la piafa [yo y un judío] o dondequiera eramos asydos y
103 «Otras coplas suyas a una mota q en el año de 3a habré de mili y qui-
nietos y seys a la ql reqria damores.» Citado por J. M. H ill, «An Addítional
Note for the BibHography of Rodrigo de Reinosa», HR, XVII (1949), 244.
104 Ver el Chebet }ekudah, p. 8 , y C a r o B atcoja , I, 201.
— 256 —
[hablábamos de] alguna abtoridad de las que [admite] la yglesia e
me la negaba, yvamos a su casa y cantava su libro y hallavala asy de
manera que yo sostenía con fe e con la abtoridad de nuestra fe católica
contra los dichos judíos antes que vinie la Santa Ynquisicion y aun
despues que vino». Pero el exilio de los unos y la vigilancia inquisi
torial sobre los otros habían dado al traste con tales discusiones
cuando vuelve Rojas. Pedro Serrano es un ejemplo de lo que esta
mos diciendo. Después de torturas y dificultades sin cuento, fue ab-
suelto de herejía y apostasía, pero condenado a cincuenta azotes por
atreverse a discutir de teología «syn letras e syn ciencia» 10S.
No creo que un Fernanda de Rojas pudiera haber estado interesa
do por las ingenuas opiniones de Pedro Serrano y de otros como él;
pero al mismo tiempo, el castigo de éste significaba —en contraste
con la libertad intelectual todavía posible en Salamanca— el encerrar
se la vida local en una neblina de convencionalismo. Como nos infor
ma Salomón ben Verga, la conversación cotidiana en la España que
recordaba desde el exilio giraba casi obsesivamente sobre las discre
pancias mayores o menores de las tres leyes coexistentes 106. Pero aho
ra, tales comparaciones y tales discusiones habían sido obligados a
dejar la plaza pública para retirarse a las universidades, monas
terios y a la comunicación reservada de grupos clandestinos como el
de los alumbrados. En el curioso volumen de polémica teológica con
tra las creencias judías titulado Las epístola s d e Rabí Samuel embia-
das a Rabí Ysaac d o cto r y m aestro d e la syn agoga publicado (junto
con el Libro d el A nticristo antes mencionado) en 1496, el «Prólogo»
lleva la siguiente advertencia significativa: «Quiero empos amonestar
a quantos legos (y que no sean maestros de theología) esta obra leye
ren que no tengan ya por esso presucion de trauar disputa con ju
díos algunos, endemas publicamente cómo sea cosa defendida el dispu-
105 Antes de la sentencia y después de haber estado encarcelado durante
años, estuvo sometido a repetidas torturas. Por las deliberaciones transcritas,
sabemos que los inquisidores le absolvieron de los cargos más importantes con
su acostumbrada desgana.
106 El Cbebet Jebudab está construido en base a tal argumento, siendo
el hilo de la unidad entre sus reminiscencias dispersas un continuo diálogo
entre cristianos y judíos. Como miembro de la «generación del 92», Ben
Verga está interesado en analizar críticamente la conducta de su propio pueblo
en sus relaciones y conversaciones diarias con los vecinos cristianos como
causa del desastre. Como resultado, presenciamos la confrontación oral de los
miembros de las diferentes «leyes» como uno de los aspectos más intensos de
la existencia española de las pequeñas poblaciones anterior a la venida de la
Inquisición. No existiendo los deportes y constituyendo la política un secreto,
los problemas de fe se habían convertido en tema principal de conversación.
El Cancionero de Baena (admirablemente analizado desde este punto de vista
por C. W . F r a k e r en sus Studies on tbe Cancionero de Baena, Chapel
Hill, N. C„ 1966) contiene una serie de poemas que expresan esta inclina
ción a la disputa teológica. Leídos hoy, parecen pertenecer a una España tan
extraña a la que estamos acostumbrados que se dirían propios de otra nación.
— 257 —
17
tur y contender de la fe publicamente a los legos... porque diciéndole
el otro alguna razón sophistica... y el lego no supiendo responder
engendrariase escandalo en los corazones de los que oyran quifa la
disputa» m . La vuelta a La Puebla le debió parecer al joven graduado
volver a un silencio que no tenía ní siquiera la única ventaja que el
silencio puede ofrecer: la intimidad.
Finalmente, no debemos olvidar los procesos y cargos que caían
de acá y de allá sobre amigos y vecinos cada vez que una víctima
acosada implicaba a otra. No eran éstos los penitenciados más o me
nos desconocidos que Rojas podía haber visto en Salamanca durante
los autos de fe, sino gente que conocía íntimamente, a quien quería
o no quería, admiraba o despreciaba. Desgraciadamente, debido a la
naturaleza fragmentaria de los archivos, no sobreviven sumarios de
los casos de La Puebla de esos años (1502-1507). Pero no cabe duda
de que existieron, y solamente una caída de alguna persona íntima
pudo haber inducido a Rojas a cambiar de residencia. Hemos de ad
mitir que estos motivos adicionales del abandono de La Puebla por
Rojas son especulativos; pudo haber otra serie de motivos como los
relacionados con su matrimonio o las oportunidades de mejora ofre
cidas por sus amigos y parientes de Talavera. Sin embargo, a lo peor
estas especulaciones son por lo menos tan legítimas como las dedica-
cadas a identificar la villa deliberadamente sin nombre donde vivía
Celestina, y tienen la ventaja de ayudarnos a comprender La Puebla
como un lugar de origen al que (todo lo contrario a Stratford-on-
Avon) era sumamente difícil volver otra vez.
« S on m ás de lo s R o ja s»
107 Zaragoza, 1496, fo. LXVII. He visto también una alusión a la edición
de 1497. En un libro lleno de ecos y repeticiones de argumentos religiosos
seculares (desde el punto de vista cristiano), esta ■advertencia final revela la
semiconciencia del autor de que su libro ahora carece de sentido y está fuera
de lugar. En el proceso de 1537 de Juan López de Illescas (ver Cap. II, n. 44)
vemos que gran parte de sus dificultades derivaba de una discusión sobre
Erasmo entre los clientes de una barbería.
10S Ver Apéndice III.
— 258 —
nos informa de un vago e íntimo parentesco entre ambos. Felizmente
(para las conclusiones provisionales que hemos propuesto aquí) la con
tradicción queda explicada por otra probanza iniciada en 1555 por un
tal Diego de Rojas de La Puebla 109. En este documento se revela que
el abuelo de este aspirante a hidalgo había servido a don Alonso como
ayo de sus hijos y que sus descendientes conservaron puestos similares
dentro de la familia. Y sabemos por otra fuente que una hija de Diego,
una vez concedido el título de hidalguía, casó con uno de los Téllez
Girón. Lo que parece haber sucedido fue que el testigo de sesenta y
tres años atribuyó a la familia del bachiller (por confusión o por deseo
de apoyar la causa del licenciado Fernando) la historia chismográfica
— como diría Galdós— del éxito social de estos otros Rojas. No te
nemos por qué sorprendernos de esta confusión. Quienquiera que
haya examinado las genealogías increíblemente complejas de los Rojas
de la zona de Toledo entenderá que, incluso en una época tan cons
ciente del linaje, era con frecuencia imposible mantener las cosas
claras. Una manera proverbial de expresar la multiplicidad repetida
por Juan de Lucena en D e vita fel'tci era «son más de los Rojas»:
los Rojas de España eran como granos de arena en la playa.
No obstante, hemos de estudiar, en la medida de lo posible, estas
ramificaciones genéticas. La existencia en La Puebla de dos familias
Rojas, cada una de las cuales intentó a su debido tiempo un cambio
de situación o estado, sugiere la posibilidad —e incluso la probabili
dad— de que estaban emparentados en alguna forma. Veamos, pues,
si tenemos algo más que aprender respecto a la genealogía del bachi
ller. SÍ nuestra información sobre la identidad de su padre es con
tradictoria, sobre la identidad de su madre, Catalina de Rojas, nom
brada en la probanza, no sabemos absolutamente nada. En el mismo
Libro d e m em orias en que el licenciado Fernando atribuye el origen
de familia al «pueblo de Tineo» comenzó una frase sobre ella y en
seguida (desgraciadamente para nosotros) lo pensó mejor y la tachó
totalmente. Según Valle Lersundi, las palabras borradas sólo dicen
«deuda de la casa d e ...». Respecto a Juan de Rojas, hermano del ba
chiller, la probanza ofrece más información. Se le menciona varias
veces, la más sugestiva de las cuales es la siguiente: «Dixo que pe
cheros no les a connos?Ído ningunos parientes, antes hijos dalgo, es
pecialmente les a conos$Ído por parientes a un Martin de Roxas,
vecino del lugar de Carriches, ques hombre hijo dalgo, y un Juan de
Roxas, vecino y Regidor de la Puebla de Montaluán» no. Además de
esto, parece razonable suponer que Juan estaba casado y que dejó
descendientes en La Puebla. En el expediente Palavesín, una serie de
i» R i v a , III, 238. . , ,
110 VL, I, p. 389. En otro lugar se le llama «hermano del dicho bachiller»
y «tío del dicho licenciado Hernando».
— 259 —
testigos de La Puebla atestiguan que «los nietos del dicho Licenciado
(sic) Hernando de Rojas que compuso a Celestina... tubieron algunos
parientes en esta villa con que se comunicaron..,» nl. La afirmación
está confirmada por un asiento de 1548 en el registro parroquial
que recoge el bautismo de un Fernando de Rojas, hijo de Miguel, cuyo
padrino fue el hijo mayor del bachiller, el licenciado Francisco.
La mención casual de «Martín de Roxas, vecino del lugar de Ca
rriches» nos es mucho más sugerente de lo que podíamos haber espe
rado (gracias a información facilitada por Valle Lersundi). El N obi
liario gen ea ló g ico d e los r ey es y títulos d e España (Madrid, 1622), de
Alonso López de Haro, en la sección dedicada a los descendientes de
Iñigo López de Ayala, identifica a Martín de Rojas como sigue: «El
dicho Martín Vásquez de Roxas y D.a Leonor de Ayala su muger
tuuieron los hijos siguientes: Francisco de Roxas llamado el Ronco,
Martín de Ayala cauallero del habito de Santiago, Rodrigo Daualos,
cauallero del habito de Calatrava, y despues de Santiago, Gouernador
de Alexandria en el Estado de Milán, D.a Ynés de Ayala, Bracera y
Camarera de la reina Germana, segunda muger del Rey don Fernando
el CatoÜco... Francisco de Roxas llamado el Ronco, como tenemos
dicho, casó con D.a Francisca de Acuña, y tuuieron por sus hijos a
Martín de Roxas, vecino y heredado en Carriches...» (Primera par
te, p. 115).
De esta información y de otras fuentes se puede componer una
genealogía fragmentaria de la familia, una genealogía que revela dos
parentescos de particular interés para nosotros. El primero es que
Martín Vásquez de Roxas, su hijo, y su nieto, Martín (el supuesto
pariente del bachiller) eran descendientes directos de Diego Romero,
tesorero de Enrique IV, y de su mujer, AMonza Núñez, conocida
como la «romera», que fue condenada y quemada después de muer
ta 1I2. Dejados a un lado honores y órdenes y servicio real, esta fami
lia fue objeto de tanta murmuración como los Rojas que se marcha
ron de Toledo a La Puebla. El segundo es que Martín Vásquez de
Rojas (según el testimonio jurado de otro nieto) fue un primo de
los Rojas que sirvieron a los condes de Montalbán m. De esta manera,
si el testigo que afirmó que el bachiller «especialmente les a conos-
$Ído por parientes a un Martín de Roxas» decía la verdad, hemos
relacionado de un solo golpe a su familia con una bien conocida linea
— 260 —
de aristócratas bastante «manchados» y —a distancia considerable—
con los servidores y parientes de los señores de Montalbán,
Aunque sea legítimo dudar de la veracidad del testimonio que
vincula a las dos familias (este testigo, también, parece deseoso de
ayudar al licenciado Fernando), persiste la posibilidad del parentesco.
De todos modos —sean parientes o no— , nos es conveniente exa
minar brevemente la historia de la familia de estos deudos de tres
generaciones de los Téllez Girón. Sus carreras añadirán — como diría
Ortega— una perspectiva más a esa «circunstancia» del autor de La
C elestina que llamamos La Puebla de Montalbán. Por su probanza
de 1555 sabemos que la otra familia de Rojas era originalmente de
Illescas, donde vivían en «casas principales», montaban a caballo se
guidos de una comitiva de criados, y, en general, «se tenían e tratauan
por tales onbres hijos dalgo e caballeros». El abuelo del peticionario
Diego de Rojas, se presentaba en La Puebla como «joven bien dis
puesto», casado allí hacia 1495, y, como decimos, desempeñando el
puesto de ayo de los hijos menores de don Alonso. Unos cuatro años
después, tras una riña con su difícil amo, le abandonó para ser alcaide
de una fortaleza perteneciente al militar más famoso del tiempo,
Gonzalo Fernández de Córdoba, conocido como el «Gran Capitán».
Después de la muerte prematura de Diego, su mujer volvió a su
casa de La Puebla donde su hijo, Gonzalo de Rojas, fue aceptado a su
vez al servicio de la familia Téllez Girón, primero como camarero y
después, lo mismo que su padre, como ayo de los niños del segundo
señor. Su hijo, Diego (que incoó la probanza), se vio favorecido
aún más; habiendo comenzado su carrera como paje en los primeros
años de 1550, casó con una dama emparentada con toda probabilidad
con la familia de su amo, llamada doña Juana Téllez de Toledo m. En
1555 recibió ayuda considerable de sus nuevos parientes a la hora de
establecer su hidalguía. En la probanza, la descripción del tío de don
Alonso revestido con todos los atributos de comendador de Calatrava
y negándose, para salvar las buenas formas, a jurar sin permiso del
114 Por el apellido Téllez y por otras circunstancias, pudiera ser que fuera
hija ilegítima de un miembro de la familia que mandaba en La Puebla. Aparte
del hecho de que siempre se la menciona con el título de «doña» en los
documentos (el bautismo en 1555 de su hijo Gonzalo y la «Prueba de San
tiago» de 1608 de su nieto don Juan Girón de Rojas, AHN 3414), la ayuda
sustancial aportada por los Téllez Girón al novio a conseguir su hidalguía es
algo sospechoso en sí mismo. Finalmente está el testimonio de ese mismo
sacerdote a quien vimos mencionado como fuente de información en las Re
laciones, Francisco Esteban: «Dijo que conocía a Diego de Rojas desde hocho
años a esta parte, poco más o menos, porque lo a bysto estar con su padre,
que se llama Gonzalo de Roxas, e con su madre, bybiendo e morando en la
dicha villa de la Puebla, e después lo a conoscido casado desde dos o tres años
a esta parte, poco más o menos... e teniendo byenes y hacienda... que le
dieron con su mujer en casamiento.» La misma afirmación se hace dos veces
por Diego Ruiz, «pechero llano».
— 261
maestre de la Orden, es muy dramática 115. Sin embargo, la negra
toga del abogado encargado del pleito parece haber prevalecido.
Después de haber sido amenazado con una multa, el comendador se
avino a testificar: naturalmente, a favor de Diego de Rojas. Después,
una generación más tarde, la hija de Diego, llamada aristocráticamente
doña Beatriz de Rojas y Toledo, subió el peldaño final de la escalera
social al casarse con un hijo legítimo de los Téllez Girón, don Alon
so de Cárdenas ll6. Este último, a través de su familia, como recor
damos, estaba vinculado a nuestro viejo amigo, don Antonio de Ro
jas, el perseguidor de los Franco. Como cabía esperar en una genealo
gía trazada de forma horizontal, hemos cerrado el círculo: hemos lle
gado al descubrimiento democrático de que cada uno puede ser pa
riente de todos los demás.
La historia del triunfo social que acabamos de contar es típica de la
época 117 y podría servir para prevenimos contra las explicaciones de
masiado simples del hecho de que Calisto no pida a Pleberio la mano
de Melibea. A mi modo de ver hay pocas dudas de que estos Rojas —lo
mismo que los descendientes del «condenado por judayzante»— eran
conversos que «tenían la dicha rra?a en todas las partes» (para em
plear la frase de la época) y que los Téllez Girón lo sabían. Afirmo
esto no por su lejano parentesco con los descendientes de Diego
Romero y Aldonza Núñez, sino sobre la base de sus vocaciones.
Como hemos dicho, la carrera del servicio administrativo e intelec
tual en las familias nobles es altamente indicativa. Luego, también,
115 «E luego el dicho don Alonso Téllez dixo que él hera comendador
suxeto al mayoral de su encomienda, e no podrá jurar syn lyfenfia de su
prelado e patrón de su encomienda, e que trayéndolo, que estaba presto de
luego jurar e declarar. E yo el dicho rre^cebtor le notifiqué que luego a la
ora, syn embargo de su rrespuesta, sopeña del mili castellanos de horo para
la camara e fisco de su magestad, luego jurase e declarase. El qual dixo que
por temor de la pena que estaba presto de luego jurar, e del yo el dicho
rrefcetor tomé e rrescebí juramento en forma debyda e de derecho, poniendo
sus manos sobre una cruz que tenía de su encomienda e borden de caballería
que en sus pechos tenía e jurando por ella e por el abyto de su encomienda
en lo demás como se contiene de suso, e a la confusyon del, dixo e rrespondió
”sy juro" y "amén”.»-
116 «Don Alonso de Cárdenas... ya era muerto en 1608 y había casado
con Doña Beatriz de Rojas y Toledo, hija de Diego de Rojas, alcalde del es
tado de los hijosdalgo de la Villa de Montalbán, y de doña Juana Téllez de
Toledo, su mujer, naturales y vednos de La Puebla. De esta unión nació
Don Juan Girón que fue Caballero de la Orden de Santiago...» ( B e t h e n c o u r t ,
II, 439, y S a l a z a r y C a s t r o , doc. 20.571). La probanza requerida para la en
trada en la orden está registrada en el catálogo AHN para 1608 y da idéntica
información.
117 Otro caso parecido aludido en el Libro verde de Aragón (citado
Cap. II, n. 38) es el del sastre del conde de Belchite que fue promovido a
«procurador general de toda su tierra, y el mismo conde le armó caballero».
Pero, contrariamente a Rojas, la caída de la fortuna fue rápida: «Ambos ma
rido y mujer fueron presos por la Inquisición y salieron penitenciados» (p. 267).
— 262 —
como en el caso de los Franco, hay una ironía callada en algunas
partes del testimonio de la probanza, particularmente en la descrip
ción de la casa de Illescas y en las pretensiones de los propietarios,
que «se tratan» y «se presentan» como nobles. Por último, el hecho
de que el abuelo escogiera La Puebla como lugar para casarse y asen
tarse, y tomara a don Alonso como amo, es sospechoso a la luz de lo
que de ambos sabemos. No es necesario insistir acerca de los atractivos
que la población ofrecía a los conversos errantes, y conocemos la
tolerancia de su señor, así como la casta de su mayordomo y su
capellán. Don Juan Pacheco, padre de don Alonso, había combatido
en una ocasión el poder político del naciente «partido» converso, y
sin embargo, entre sus criados había un grupo hábil de conversos, en
especial Pedro de Baeza y el sastre cordobés Juan de Baena 11S, a
quien elevó al rango de comendador de Santiago. No ha de sorpren
dernos, pues, que su hijo buscase similar ayuda en sus pugnas legales
y en su diario afán de vivir de un modo concorde con su estado119.
Aun conociendo la discrepancia de rango y sangre entre esos
Rojas y los Téllez Girón, tampoco ha de sorprendernos que su larga
vinculación acabase en matrimonio entre las familias. Como hace
notar Marcel Bataillon, esas alianzas, más o menos disfrazadas, eran
frecuentes en tiempos de La C elestina y después 120. Hoy no nos es
fácil, a la luz tanto de nuestra experiencia sobre prejuicios raciales
como de nuestro conocimiento del posterior mito de la limpieza, com
prender la actitud hacia judíos y conversos por parte de la nobleza es
pañola en la baja Edad Media y en el Renacimiento. Cuando vemos
que Francisco de Villalobos, en su larga correspondencia con el almi
rante de Castilla, medio con afecto y medio con ironía, le echa en cara
su porción de sangre judía m, naturalmente nos tememos peligrosas
reacciones de rabia y vergüenza. En absoluto. El almirante le devuelve
la mofa, y su auténtica amistad permanece intacta. Parcialmente, esto
se explica, a mi entender, por el hecho de que el orgullo estaba tan
arraigado en esos proceres, que casi resulta inconcebible que pudiesen
avergonzarse de absolutamente nada. Además, la noción de la noble
za hebraica, como anteriormente vimos, supone algo más que una
mera reacción contra los valores cristianos. Cuando Villalobos le re
cuerda al almirante que «somos nacidos de grandes reyes ungidos y
de fuertes capitanes» m , demuestra su firme creencia en el honor de
— 263 —
sus compartidos orígenes. Siempre hay cierto «humor chocarrero» en
esas observaciones (en una ocasión, Villalobos alude despectivamente
a los supuestos orígenes cristianos viejos de don Antonio Manrique,
llamándole vülanazo —o sea, destripaterrones— de Ocón)123; pero
también hay en ello genuino orgullo.
En conclusión, desde los puntos de vista histórico y sociológico,
no hemos de olvidar que tanto las clases medias conversas como la
aristocracia estaban sujetas a intensas presiones de las masas recién
unidas y conscientes de sí mismas. El desasosiego social y el fana
tismo religioso estallaron en esporádicos brotes de violencia, y duran
te las décadas de 1470 y 1480, Fernando e Isabel los canalizaron en
forma de fuerza política efectiva y continua. Con el fin de unir el
reino en torno a sus personas, los reyes trataron de contrarrestar el
poder de los nobles y la riqueza de los conversos mediante esas pre
siones. Más adelante, claro está, las familias nobles tuvieron que so
meterse, al menos de manera ficticia, a la doctrina de la limpieza,
soslayándola, en caso necesario, con pruebas contrahechas m . Pero,
en la época de que hablamos, esto no afectaba todavía a la posibilidad
de los matrimonios. Por el contrario, un señor como don Alonso y sus
administradores eran aliados naturales, aliados que eran amigos I2S,
que hablaban el mismo lenguaje y que, movidos por las dotes o por
el ascenso en la escala social, estrechaban la alianza al enlazar las
familias. Tal era la casa señorial, más o menos típica —pero curiosa
para nosotros— , que regía la vida en La Puebla de Montalbán, y a la
cual Fernando de Rojas, su padre y su hermano pueden haber estado
en cierto modo vinculados.
El grado de vinculación {si es que existió) y los sentimientos del
bachiller y de sus hijos (de amistad, odio o envidia) hacia esos tre
padores sociales que compartían su apellido, no nos es dado saberlos.
Lilio al Flos Sanctorum de P e d r o d e l a V e g a (Alcalá de Henares, 1 5 2 1 ) ,
percibimos un eco similar del mismo orgullo: «Acordémonos que fueron sal
vos nuestros padres (como se lee en los Machabeos) quando los perseguía
Pharaón, que es el demonio, en el mar Bermejo.»
123 Algunas obras, p . 1 3 3 .
124 La burda hipocresía de esta práctica, así como la rectitud pretenciosa
y la satisfacción fingida en el linaje que las acompañaban, es blanco específico
del Tizón de la nobleza. El airado autor estaba menos interesado en la revela
ción maliciosa de las manchas individuales que en mostrar la total falsificación
de aquella sociedad.
125 Es una generalización válida que, no obstante, puede engañamos cuan
do se aplica a los casos individuales. La ambigüedad de las relaciones interper
sonales de estos médicos y mayordomos conversos y sus más o menos man
chados nobles señores puede entenderse escuchando el Diálogo parcialmente
celestinesco de Villalobos con un «grande de este reino de Castilla» (Curiosi
dades, BAE, vol. 36, p. 442). La familiaridad, el desprecio, el miedo, el
afecto, la adulación y la impertinencia, todos estos sentimientos dejan oír su
voz cuando Villalobos graba para la posteridad su tratamiento médico grotes
camente rabelesiano del conde de Benavente.
— 264 —
Pero es seguro que se conocían, visto el continuo contacto con La
Puebla por parte de los Rojas que se habían ido de Talavera. Desgra
ciadamente, en el testamento no hay mención de la «huerta de Mo
llejas», ni de ninguna otra propiedad local, pero el bachiller parece
haber conservado su parte de propiedad familiar allí por lo menos
hasta después del matrimonio del licenciado Francisco (probablemen
te entre 1536 y 1540) m. Además del testimonio del expediente Pa-
lavesín relativa a los parientes con quienes los Rojas continuaban
«comunicándose», varios testigos de la probanza recuerdan conocer
al bachiller no cuando residía en La Puebla (unos setenta y siete años
antes), sino en sus frecuentes visitas en que «yba a uer los vienes y
acienda que en la dicha villa tenya» 121. «Dexo en ella sus casas» m ,
probablemente aquellas en las que se había criado. Además, Rojas no
sólo conservó sus bienes en La Puebla, sino que los aumentó. En los
archivos Valle Lersundi hay un largo contrato por el que compra en
1512 una hipoteca sobre la propiedad de Elvira Gómez, hermana de
Alvaro de Montalbán 129. Estos hechos insignificantes en sí son, no obs
tante, dignos de atención por cuanto nos ofrecen alguna indicación de
la larga estancia y hondo interés por su tierra de Fernando de Rojas 13°.
El compositor de un verso en arte mayor para cada letra de «y fué
nascido en la Pueblo de Montalván» era hombre que había aprendi
do mucho de la gente que conocía a su alrededor (y de lo humano
— 265 —
supo tanto como cualquier español de cualquier época haya podido
saber) mientras vivió allí. Nada tiene de extraño el que se recuerde
que volvía con frecuencia Ul. Las raíces eran hondas; y aunque —como
el Grenoble de Stendhal— el pasado al que llegaban puede haberse
recordado más con ironía que con afecto, Rojas nunca pensó en cor
tarlas.
— 266 —
CAPITULO VI
SALAMANCA
— 269 —
estas dos fuentes posibles de información se han dispersado o des
truido, no se ha descubierto todavía, ni es probable que se descubra,
una prueba directa de la carrera universitaria del bachiller.
Por fortuna, una serie de refuerzos apoyan esta conclusión, en sí
precaria. En primer lugar, tenemos la carta prólogo en que se afirma
que La C elestina fue compuesta durante una vacación de quince días
hurtados al «principal estudio» de jurisprudencia de Rojas. En el
mismo contexto, el escritor escribc a un amigo desconocido sobre
so cio s ausentes (seguramente los compañeros estudiantes que escu
charían más tarde su diálogo y lo discutirían acaloradamente) y de
que lo escribió mientras se encontraba fuera de casa. Considerándo
se o no estas observaciones como estratagemas para minimizar la
propia labor de Rojas, lo cierto es que nos llevan a concluir que al
menos algunas partes de La C elestina fueron escritas en Salamanca
durante las vacaciones de Pascua de 1497 ó 1498 2, Probablemente
este último año, por razones que veremos en seguida. En segundo
lugar, no debemos pasar por alto el aire de ciencia recién adquirida,
de erudición vanidosa que domina la composición de Rojas (lo mismo
que la de su predecesor); aire que dice bien con su adopción de obra
representativa de la Universidad hecha por el cuerpo de estudiantes.
Como se ha hecho notar con frecuencia, la tradición local inme
diatamente acogió como propios los personajes y lugares de La C eles
tina, y desde el siglo xvi hasta hoy los guías estudiantes han señalado
a los visitantes el huerto de Melibea, la torre y la casa decrépita de
Celestina. Cuando el nieto de Rojas, Fernando, estudiaba en Sa
lamanca (lo cual es una indicación de que seguía los pasos de su
fam ilia)3, se consigna incluso que su apodo era «Celestina». Como
I s t v a n H a j n a l (L’Enseignement de l’écriture aux universités medievales, Bu
dapest, 1959, p. 30), a la capacidad de memoria de los que vivían dentro de
una cultura oral. La colación de grados observada ceremoniosamente («cérémo-
nies spectacu)aires et compliquées») servían para reforzar la «recordatio» de
los compañeros de estudio que pudieran testificar en el caso de que e) grado
fuera discutido.
2 Los Estatutos de 1538 describen las vacaciones de la Universidad como
sigue: «los quarenta días de vacaciones y los ocho de la fiesta de la Natíuidad
y los quinze de la Resureción» (E s p e r a b é A r t e a g a , I, 198). E s curioso que
una obra que subraya en su último acto el triunfo de la muerte hubiese sido
escrita precisamente en esa época del año.
3 En su «Libro de memorias» (VLA 25), el licenciado Fernando describe
su educación como sigue:
— 270 —
testificó un compañero de estudios años después, «este testigo fue
compañero en Salamanca en el pupilaje del Licenciado Velasco que
vibía en la calle del Doctor de la Parra con Fernando de Rojas, na
tural de la villa de Talavera, al qual este testigo como los demás
pupilos llamaban Celestina por ser descendiente del Bachiller Rojas
que la compuso, y tener el rostro afeminado»4. Por último, tenemos
los hechos subrayados por Menéndez y Pelayo que, de las dos Facul
— 271 —
tades de Leyes de la España de Rojas, Salamanca era con mucho la
más sobresaliente, así como la más próxima a La Puebla ~\
Ya hemos propuesto los años de 1494 a 1502 como fechas pro
bables de la estancia de Rojas en Salamanca. Suponiendo que fuera
aproximadamente correcto, podemos intentar ahora situar al joven
Rojas en su circunstancia universitaria, es decir, en un momento par
ticular de la historia de Salamanca. Sería anacrónico y artificial clasi
ficar al autor de La C elestina como miembro de una escuela o de una
generación literaria definidas. La generación histórica que hemos su
gerido anteriormente es ya bastante discutible. Pero podemos al me
nos rodearle de nombres de aquellos compañeros de estudio y profe
sores del claustro que sabemos estuvieron en Salamanca a finales del
siglo. Entre los primeros estaban el chocarrero profesional y médico
Francisco de Villalobos (del que ya hemos hablado); Luis de Lucena
(del que hablaremos luego), y el abuelo de Cervantes, el turbulento
Juan de Cervantes, que obtuvo su grado de bachiller en 1499 y co
menzó su carrera uniéndose al siniestro equipo de inquisidores de
Lucero. Otros dignos de mención son los discípulos humanistas de
Nebrija Francisco de Quirós y el bachiller Vifloslada, los músicos
Diego de Fermoselle y Lucas Fernández (nacido en 1474)6, y dos fu
turos profesores de Derecho, Fernando Rodríguez de San Isidro y
Tomás de San Pedro7. Los rectores de estudiantes durante el período
de 1494 y 1496 fueron Pedro Manuel del Madrigal y Rodrigo Man
rique, seguramente de la familia del autor de las C oplas. Pero a lo
largo de la carrera, la figura más conocida de los compañeros de
Rojas había de ser Hernán Cortés (nacido en 1485), que comenzó
sus estudios para el grado de bachiller en 1499 s.
Los profesores del claustro durante estos años —aparte del hu
manista importado Lucio Marineo «el Sículo» y algunos otros— son
5 «No había más que dos Estudios de Leyes en todo el territorio de la
corona de Castilla, y el de Valladolid estaba más lejos de Talavera o de La
Puebla que el de Salamanca y tenía menos nombradla que él» (Orígenes,
p. 21). _
6 Probablemente Hojas no coincidió con Juan del Encina, que se marchó
de Salamanca en 1492 y no volvió hasta después de unos diez años. Lucas
Fernández, sin embargo, nadó en Salamanca hacia 1474, entró en la Univer
sidad en 1490, más o menos, y parece haber vivido en la ciudad toda su vida.
7 E s p e r a b é A r t e a g a , vol. II, da un catálogo de biografías de miembros
del claustro, incluidos los arriba mencionados. C a r o L y n n , en su biografía
de Lucio Marineo, A College Professor of the Renatssance (Chicago, 1937),
menciona algunas de éstas en el Cap. V, «The Circle af Salamanca», un bos
quejo de la vida de la universidad durante los años de la estancia de Rojas.
s No es probable que Cortés estuviera el tiempo suficiente para conse
guir un grado, pero su dominio del latín y su conocimiento de los procedi
mientos legales testifican algunos años de estudio universitario. Además de
estos nombres, J. E. G i l l e t acepta la conjetura de Menéndez y Pelayo de
que Torres Naharro comenzó sus estudios en Salamanca en 1500 (Propalladia.
IV, Philadelphía, 1961, p. 402).
— 272 —
apenas nombrados hoy. Llegado después del exilio de Abrahán Zacut
en 1492, astrólogo y cosmógrafo judío y durante la ausencia de Ne-
brija (1486-1503), Rojas hacía ya veinte años que tenía el grado de
bachiller cuando comenzó la gran tradición de sabios del siglo xvi
con nombramientos como los de Francisco de Vitoria (1526) y Fer
nán Núñez, el llamado «comendador griego» (1524). No obstante,
podemos señalar tres profesores conocidos de la época de Rojas por
motivos especiales. El primero de ellos es el médico Femando Alva
rez de la Reina, llamado frecuentemente a la Corte, como lo eran mu
chos de sus colegas en medicina y leyes. Luego, el curioso profesor de
matemáticas y astrología Rodrigo de Basurto (o Basuarto) que, a pesar
de sus orígenes judíos, fue elegido en 1495 para el colegio residencia
que existía entonces, el Colegio Viejo de San Bartolomé, y que tenía
fama haber predicho la muerte repentina del príncipe Juan durante
una visita a Salamanca en 1497 9.
Debemos mencionar, finalmente, al más antiguo admirador, co
rrector y colaborador de Rojas (en la estrategia de la autorrevelación),
Alonso de Proaza (nacido en 1445?), quien parece haber ocupado un
puesto docente en el programa preparatorio (las «Escuelas menores»)
durante esos años. Que era hombre y mentor querido y respetado no
sólo por el estudiante que fue autor de La C elestina, sino por todos
los que le conocieron, queda atestiguado por un elogio salido de la
pluma del antologista de un ca n cion ero definitivo, Hernando del
Castillo:
A vos que sois primo de los inuentores
y todo saber en vos resplandesce,
a vos a quien grandes, medianos, menores
vienen pidiendo de vuestros favores
y llevan complido lo que les íallesce 10.
— 273 —
18
prudentes / Tan bien... en metro romano...». Por lo que se refiere
a los griegos: «Cratino y Menandro y Magnes anciano / ... supieron
apenas / Pintar un estilo primero de Atenas, / Como este poeta en
su castellano». A juicio de Proaza, Rojas, como un verdadero Amadís
de los «poetas», había ganado su batalla contra los antiguos con un
solo golpe de su pluma.
De los otros, todo lo que podemos decir es que sus nombres
—Andrés de Carmona, Antón de Salamanca, Pedro de Gomiel, Pedro
de Burgos, Martín de Avila, Juan de la Villa, etc.— indican que pro
bablemente ellos, como muchos de sus famosos sucesores, eran de
origen converso. Como hemos hecho notar en otro lado, la identifi
cación del apellido con un lugar era generalmente aceptada como
signo del linaje hebraico. Hubo indudablemente cierta dosis de anti
semitismo en Salamanca. Es evidente, por ejemplo, en los chismosos
anales de Pedro de Torres u; y en 1498 un converso belicoso fue ex
pulsado de forma escandalosa y a la fuerza del Colegio Viejo de San
Bartolomé (institución cuyo temprano Estatuto de «Limpieza» se ob
servaba todavía de manera laxa, como lo Índica la elección de Basur-
to) Además, como hemos visto, había varios conversos sinceros y co
nocidos no exentos de este sentimiento. Así, el profesor de Teología y
director del Colegio Viejo, fray Diego de Deza, que había defendido
a Colón y fue nombrado obispo de Zamora en 1496 (¿se refiere a él
Sempronio cuando dice «aquel es ya obispo», en el discurso sobre el
tiempo en el acto III?), llegó a ser uno de los más vengativos de
todos los inquisidores a pesar de (o a causa de) su propio linaje. No
obstante, pienso que es prudente dedr que la Salamanca que Rojas
conoció fue, entre otras cosas, un refugio para los acosados intelec
tuales conversos B. Un amplio porcentaje de estudiantes y seguramen-
11 Extractos d e su Cronicón aparecen en la Historia d e D e l a F u e n t e ,
pp. 58-71. Entre otras cosas, Torres «acusa a esta malvada gente judiega» de
haber arruinado la escritura castellana con sus «garabatos», cargo grave en
verdad, a juzgar por la dura experiencia d e los que han tenido que aprender
a leer la letra procesal del período.
12 El incidente está descrito por Ruiz d e V e r g a r a ( I , 234) y C a r o
B a r o j a alude brevemente a él, II, 271. Otros miembros conversos conocidos
eran Alfonso de la Torre y Juan Arias Dávila. Al parecer, este estudiante anó
nimo irritaba a sus compañeros por su suma arrogancia. Cuando, después de
la invocación del Estatuto, se negó a salir, el Colegio apeló a la Reina. A pesar
de ser una «persona favorecida de parientes poderosos y nobles», su reacción
fue mandar que le tirasen por la ventana si no .quería salir por la puerta.
1J Aparte de los años de la asistencia de Rojas, entre los profesores con
versos conocidos a finales del siglo xv y principios del xvi se contaban los
médicos Fernando Alvarez de la Reina (quien pasó la mayor parte del tiempo
en la Corte) y Alonso de la Parra (cuyo nombre se recuerda todavía en roman
ces que narran la enfermedad y muerte del Príncipe Juan), el filósofo y teólogo
Francisco de Vitoria, así como varios miembros de la familia Coronel. Pablo
Coronel, catedrático de Sagradas Escrituras, es estudiado por A m a d o r d e
l o s Ríos en sus Estudios sobre los judíos de España (Madrid, 1848), junto
— 274 —
te la mayor parte de la Facultad debió compartir de manera cómoda
o incómoda su conciencia de un común origen.
V isio n e s l it e r a r ia s
— 275 —
que llueve!» En realidad, este pasaje, tomado de la E gloga d e las
gran des lluvias, se refiere a un otoño e invierno famosos por su in
clemencia, los de 1497 y 1498, año en que muy probablemente fue
escrita La C elestina. Los rústicos interlocutores de Encina exageran
sin duda con miras a un efecto cómico, pero el ganado ahogado, las
casas derruidas, las vidas en peligro, el hambre y el lamento general
bien pueden haber formado parte del complejo de experiencia personal
que subyace en la obra. Ricardo de Espinosa Maeso supone que la
inclusión de Sempronio de «la puente es llevada» en su lista de he
chos pasajeros ocurridos, alude a un resultado históricamente regis
trado de la crecida del Tormes en aquel año —y bien puede estar en
lo cierto 1S— . El invierno medieval en general, y el de Salamanca en
particular —aunque no siempre tan espectacular como el del cuarto
año académico de Rojas— era un período de sumo desasosiego y
hasta de temor.
Volviendo al otoño de 1494, aparte de los sentimientos de sole
dad y de vulnerabilidad, ¿qué le ocurrió a Rojas el día en que llegó
a la Universidad? Es una pregunta que cualquier lector de la litera
tura española puede responder por sí mismo. Generaciones de estu
diantes más o menos fieles al rito de la «novatada» convertían ese
acontecimiento en una tradición que conocemos a través de la novela
picaresca. Fueran o no los ritos de iniciación a que tuvo que some
terse Rojas tan brutales y tan asquerosos como los pintados por don
Pablos «el Buscón» (que se describe a sí mismo como cubierto con
los gargajos de los «antiguos»), el tópico mismo indica que entrar
en el nuevo mundo de la Universidad era en cierto sentido entrar en
un mundo de ficción. En contraste con las Universidades de nuestro
tiempo en los Estados Unidos (tan pobres en tradiciones que a ve
ces los administradores tratan de crearlas), Salamanca era tremenda
mente tradicional: consciente de sí misma como entidad separada y
única, apartada del mundo ordinario de donde venían sus miembros.
Es decir: durante siglos, Salamanca se iba contando a sí misma una
historia legendaria, y el primer deber del recién llegado era entrar en
la corriente de esa historia y vivir en ella como persona. De ahí la
importancia de la iniciación, la «novatada».
El retrato picaresco de Salamanca es tan conocido que huelga una
descripción detallada. Debemos destacar, sin embargo, que la vida
de estudiante supuso una faceta de la tradición picaresca totalmente
diferente de la guerra diaria despiadada y sin remordimientos de la
infancia del Lazarillo en la misma ciudad. Los estudiantes picaros
llevaban esa condición con una alegría y un ritmo juvenil tan propios
que nos hace pensar más en Cervantes que en el Lazarillo. Rojas, en
su P ró logo , habla de sus compañeros como «la alegre juventud y man
15 «Dos notas», arriba citado, n. 13.
— 276 —
cebía». Y en La verd a d sosp ech osa , de Alarcón (comedia injustamente
famosa como fuente de Le m en teu r), Ja descripción se amplía:
En Salamanca, Señor
Son mogos, gastan humor,
sigue cada cual su gusto;
bazen donaire del vicio
gala de la travesura.
grandeza de la locura:
haze, al fin, la edad su oficio.
— 277 —
sacarle a espaciar, de salirse por las aldeas cercanas o huertas deleytosas que la
ciudad tiene alrededor de sí, y por mejor se festejar inventan pasatiempos y
juegos honestos 1®.
— 278 —
iguala con un correr de un pastel, rodar un melón, volar una tabla de
turrón 20.
— 279 —
Y en obras posteriores en prosa como el Q u ijote apócrifo de Avella
neda y La tía fin gida , las alusiones celestinescas y universitarias apa
recen juntas como algo natural. Es decir, tradicionalmente, y sin
imitación intencionada. En la primera de las obras, Bárbara «la mon
donguera», una alcahueta sórdida, grotescamente vil, descendiente de
la de Rojas, enseña el vicio a los estudiantes de la manera más degra
dante 23, mientras que en la segunda hay una alegría y un humor
espontáneo bastante alejado del original. De esta manera, La C eles
tina, como pieza maestra única y demostrablemente inimitable, crea
ba ella sola una nueva versión de Salamanca. Años después, ir a Sa
lamanca era ir no sólo a un lugar tranquilo y bucólico, no sólo a un
escenario de enredos picarescos o al reino de la galantería y la aven
tura, sino a la misma ciudad donde Melibea y Celestina vivieron y
murieron tan intensamente.
¿Por qué es esto así? ¿Por qué la Universidad y la ciudad se adap
tan tan fácilmente a las autorrepresentaciones literarias? Es una cues
tión que lleva nuestra atención hacia algunos aspectos generales de toda
sociedad universitaria, aspectos que estaban acentuados de manera
particular en Salamanca. Como otras Universidades de su tiempo (y
del nuestro, aunque en mucho menor grado), Salamanca era un «esta
do independíente», consciente de ser distinta de la ciudad y de la na
ción que la rodeaba. Sus estudiantes llegaban del mundo entero, y de
hecho casi todos ellos eran devueltos a ese mundo exterior, Pero mien
tras eran ciudadanos de la «república llamada Universidad» 24, las con
diciones sociales de su existencia eran profundamente ajenas a todo lo
que pudiera encontrarse fuera. Ir a Salamanca era hacer un viaje a un
país extranjero, país que, a pesar de su pequeñez (Lucio Marineo Sícu-
lo calcula la población estudiantil de tiempos de Rojas en siete mil) 25,
estaba decididamente resuelta a mantener su prestigio e independen
cia. La historia de Salamanca vista desde fuera estaba formada por la
disensión normal «entre toga y capa» y por las negociaciones con la
Corona (cuando, por ejemplo, interfería o solicitaba los servidos de los
drid, 1918, p. 29). Los libros mencionados son, por supuesto, los textos prin
cipales de las tres facultades más importantes: derecho, teología y medicina.
Hay muchos otros ejemplos. J. E. Gillet ve indirectamente algo del mismo
ambiente en la obra de Rojas, llegando hasta explicar la erudición de Sem-
pronio y su ambigua relación con Calisto como un reflejo de la conducta de
los fámulos conocidos localmente como «capigorrones» (Propdladta, IV, 182),
23 Dado que Bárbara operó en Alcalá, es curioso observar que la univer
sidad más joven asimiló rápidamente las tradiciones litenrias de la más antigua.
24 Citado de los Estatutos de 1538 por G u s t a v e R e y n i e r en La vie uni-
versitaire dans Vancienne Espagne, París, 1902, p. 30. Según D e l a F u e n t e ,
la independencia de Salamanca respecto del poder civil venía desde las Cons
tituciones del Papa Martín V en 1421. Por la autoridad papal en un tiempo
en que el poder real era casi no existente, «la Universidad se erigió ya en
estado independiente» (I, 274).
25 C a r o Lynn, p, 60.
— 280 —
expertos médicos y legales de la Universidad) y con el Papado. Pero
nos interesa menos aquí el estudio de las relaciones exteriores que la
comprensión desde dentro de leyes, costumbres, folklore y la peculiar
conciencia nacional del nuevo país al que emigró Rojas y en el que se
escribió La C elestina. La presencia en Salamanca supuso precisamente
un reajuste a fondo del comportamiento social, ya que la Universidad
era un estado conscientemente autónomo de ciudadanos naturaliza
dos, un estado que se deleitaba en el retrato literario de sí mismo.
La imagen picaresca y bucólica de Salamanca, en otras palabras, se
prestaba a modelos de autocomprensión. Eran las leyendas apropia
das —la una, leyenda de libertad contada por los estudiantes, y la
otra, leyenda de perfectibilidad contada por la facultad— de una so
ciedad n un tiempo totalmente letrada y totalmente artificial.
— 281 —
tribución proporcional de los votos según los años de residencia30.
Por otro, « ... como en la mayor parte de las Escuelas de la Edad Me
día, los jóvenes estudiantes acababan casi siempre, a pesar de las in
trigas y cabalas, por someterse a la influencia de los compañeros más
serios y más antiguos que, habiendo con frecuencia superado los
treinta, licenciados ya o hasta doctores y futuros candidatos a las
cátedras, son a la vez capaces de juzgar bien a los aspirantes como de
interesarse por que sea recompensado el verdadero mérito» iI.
Nuestro propósito, sin embargo, no es tanto juzgar el sistema
cuanto tratar de comprender su significado para aquellos que estaban
dentro de él. Además de acumular saberes y habilidades que se supo
nía había de emplear después en el mundo de fuera de la Univer
sidad, el joven estudiante, como resultado de su derecho a voto, tenía
un sentido de participación en la profesión académica que, en compa
ración, es desconocido hoy. Además, la forma en que se llevaba la
votación tendía a reforzar este sentimiento de participación. Los días
de elecciones eran tensos por el nerviosismo, y las celebraciones de
victoria eran con frecuencia explosivamente jubilosas. Los anales de
la Universidad están repletos de campañas electorales conducidas con
sobornos, conspiraciones, violencia, intensa solicitación de votos y
procesiones de antorchas. La política académica no era seguramente
mucho más lúcida y altruista de lo que es hoy; pero, llevada de esta
manera, desembocaba en una nueva relación del individuo con su
sociedad inmediata. Uno llegaba a ser ciudadano de un estado acadé
mico o —para usar la palabra de Rojas— so cio {socius en latín)
de la misma empresa académica. En tiempo de reñidas y acaloradas
oposiciones, los nuevos estudiantes que venían a matricularse hasta
eran acogidos en camino por partidarios de su provincia. Para conse
guir sus votos, esos recién llegados no sólo se libraban de los ritos
de la novatada, sino que además eran tratados regiamente32, Para re
sumir, Rojas había hecho nada menos que emigrar a un mundo en
el que cada cual votaba, en el que todos vestían de forma más o menos
igual33 y en el que la distinción entre clases de cristianos no era lo
suficientemente importante como para impedir a cualquiera el subir
hasta las alturas académicas. Si el primer descubrimiento de Rojas
fue que no pertenecía a su mundo, el segundo, después de llegar a
dencia de los colegios y la corrupción de la política de admisión en los mis
mos. Ver R e y n i e r , Parte II, cap. 3.
30 Ver la descripción de B e l l , Luis de León, pp. 7 9 ss.
31 Ibid., p. 7 8 .
32 R e y n i e r , p , 7 7 .
33 R e y n i e r , p. 30. Las normas de la Universidad para lograr ]a uniformi
dad están repletas de castigos por diversas infracciones, normalmente las de
los estudiantes más ricos o generosos que trataban de exhibir su riqueza por
medio de cuellos de pieles, mangas acuchilladas, o materias de seda. Ver E s p e -
r a b é A r t e a g a , I, 204-205.
— 282 —
Salamanca, fue que sí pertenecía. De aquí, al menos en parte, la suma
importancia que diera a su grado y a su «principal estudio».
Ese sentimiento de participación, de pertenecer a una corpora
ción, es tanto una negación como una confirmación de la visión pasto
ril de Salamanca. Porque aquella participación era sobre todo partici
pación en una lucha constante. Aunque la Universidad presentara un
frente común contra el mundo del exterior, su historia se asemejaba
a la de La Puebla de Montalbán en su tendencia a la «contienda o
batalla» intra m uros. Las reyertas sañudas, prolongadas y a veces
mezquinas entre los miembros del claustro y entre facciones de estu
diantes confirman plenamente la descripción de Huizinga de las Uni
versidades medievales como «generalmente tumultuosas y agitadas.
Las formas de intercambio científico entrañaban un elemento de irri
tabilidad: disputas interminables, elecciones frecuentes y alborotos de
los estudiantes. A esto hay que añadir viejas y nuevas rencillas de
todas clases entre órdenes, escuelas y grupos. Los diferentes colegios
contendían entre sí y el clero secular estaba a la greña con el re
gular» 34.
Como hemos dicho, Rojas fue estudiante durante la ausencia del
célebre gramático español Nebrija (1488-1503), pero la prolongada
y agria disputa de éste con Lucio Marineo Sículo por motivos de
prestigio y además a causa de la competencia entre sus respectivos
textos latinos introductorios, fue típica35. Fray Luis de León, cuyos
celebrados momentos de tranquilidad fueron poco frecuentes, descri
be su vida académica de forma que nos recuerda tanto el prólogo de
— 283 —
Ím C elestina como el de su fuente, el De rem ed iis de Petrarca: «To
dos vivíamos como en guerra por razón de las pretensiones y compe
tencias, y por la misma causa todos teníamos enemigos» 36. Era inevi
table la implicación de los discípulos predilectos de los profesores,
de las órdenes religiosas y de los grupos regionales en estas rivalidades.
El resultado era que el cuerpo estudiantil no sólo votaba, sino que
además tomaba plena parte en la lucha de sus mayores, discutiendo
incesantemente las doctrinas opuestas de los líderes de partido. La
Universidad se dedicaba en principio del saber dialéctico y, en efecto,
los aspectos más académicos de La C elestina son las discusiones sobre
ella de sus lectores universitarios (los «dissonos e varios juyzíos» del
prólogo), a la vez que el constante argumento y debate que caracteri
zaba su diálogo. Ir a Salamanca desde La Puebla fue dejar un país
donde la discusión había sido acallada (recordamos los azotes sufridos
por Pedro Serrano por discutir sobre teología con sus vecinos ju
díos) y llegar a otro donde era programática y acalorada.
La guerra de Salamanca —como saben los lectores de sus retratos
literarios— no se limitaba a las palabras. Los estudiantes, a excepción
de las clases y de las conferencias, llevaban espadas y dagas ocultas,
y muy frecuentemente llevaban armaduras bajo sus capas. En una
época de armas37, la ciudad era un campo armado en que se acostum
braba, incluso en los que habían recibido las órdenes sagradas, a salir
a la calle preparados para el ataque y la defensa. En tales circunstan
cias, cuando hervía la sangre o cuando los candidatos de facciones
rivales competían por una cátedra, las calles se convertían en escena
rio de un conflicto de masas. Duelos privados, escaramuzas noctur
nas con la ronda de la ciudad, incluso asaltos armados y robos eran
tan frecuentes como cabía esperar de una sociedad de esa naturaleza.
Es difícil para nosotros imaginar a nuestras bandas de delincuentes
juveniles comprometidas en una motivación intelectual razonada,
pero en su juventud, en su partidismo, en su belicosidad y en su apa
sionado interés por el honor, el cuerpo estudiantil salmantino presen
ta notables semejanzas con las actuales contrasociedades. Tanto he
mos subido (¡o caído!).
Los años de estudiante de Rojas fueron particularmente turbulen
tos, basta el punto que en 1504 la atención real señaló los «escánda
los e daños e ynconvenientes» causados «a cabsa de las muchas armas
que traen por la cibdad» 38. El remedio propuesto por el Rey Fer
284 —
nando fue un nuevo estatuto limitándolas a una espada por estudian
t e 39. Salamanca, por su constante cambio de población, ofrecía una
sociedad liberada, una sociedad liberada del resentimiento petrificado
de las poblaciones pequeñas. Pero su guerra diaria, movida por la len
gua y la espada, era mucho más intensa y excitante; o, si el estu
diante era sensible o cobarde, más espantosa. Tenemos aquí un
mundo plenamente adaptado al lenguaje figurativo de los versos
acrósticos: el «silencio escuda» o «e a mi esta cortando / Reproches,
reuistas e tachas»40.
Esta Salamanca de las algaradas y aventuras, de la bullente ju
ventud que manifiesta su vitalidad en burlas y retos, parece confir
mar a la vez la interpretación picaresca y la de «capa y espada». Sin
embargo, no debemos engañarnos. Como todos los buenos retratos, la
Salamanca del Guzmán o de La tía fin gid a tiene un fuerte elemento
de caricatura. Pues, junto a la turbulencia y el desorden, existe un
continuado y persistente esfuerzo por organizar e imponer el orden
en todos los aspectos de la existencia del estudiante y el claustro. Los
reglamentos de la Universidad de 1538 eran tan severos como lo exi
gían los irreprimibles espíritus de aquellos a quienes se pretendía re
gular. La expulsión era evidentemente rara, pero las multas eran de
pago obligatorio, imponiéndose además el encarcelamiento en la cár
cel de la Universidad por pequeñas infracciones. Dos días era la pena
ordinaria por volver la espalda al profesor de una manera descortés.
Añádase que la legislación fue creada para aspectos de la vida diaria
y del comportamiento personal que incluso los más autoritarios de
los actuales administradores universitarios no se atreverían a meterse.
Junto con la normal prohibición del juego y de frecuentar casas de
mala fama, se prescribían en forma positiva los detalles del vestido,
dieta e incluso de la conversación. Por lo visto el reglamento menos
observado era el de hablar latín siempre41. Los legisladores eran
severos de manera especial en el uso del tiempo hora a hora y semana
a semana. La hora de retreta para los estudiantes más jóvenes era a
las siete, y durante el día había horas de conferencias, de repeticiones,
de tiempos de estudio privado, así como «otras horas destinadas
— 285 —
para recreación», según la frase del propio Rojas. La imagen viva de
un caballo queda expresa en el perfil de su arnés. De la misma ma
nera, el tiempo libre, la vida anárquica de la existencia estudiantil
queda expresada en las barreras y restricciones de estos reglamentos
del siglo xvi.
Tenemos aquí una vez más un contraste fundamental entre la so
ciedad universitaria y la de La Puebla de Montalbán. Allá el orden
de la vida hogareña había sido tradicional; los modelos de la conducta
de las relaciones interpersonales habían sido trazados lentamente con
el andar del tiempo al dictado de las necesidades económicas y bio
lógicas reflejadas en la cultura de la comunidad. Había desorden,
como hemos visto, un desorden crítico y profundo, pero era posterior
a los ritos y certidumbres medievales que alteró y destruyó. Era un
desorden que por su misma existencia implicaba un orden subyacente
y violado de la vida individual y comunal. En Salamanca se daba el
caso opuesto. En aquella sociedad pasajera de juventud, la ebullición
y el entusiasmo constituían un no orden o falta de orden sobre el que
el orden tenía que superponerse de un modo más o menos eficaz. Así,
cuando se otorgaba el grado de licenciado, los estatutos de 1538 inten
tan limitar la manifestación festiva organizada por el recipiendario y
sus amigos para la celebración a «seis trompetas y tres pares de tam
bores». Las «chirimías» asimismo estaban prohibidas. Cada examina
dor (evidentemente la finalidad de todo esto era proteger a los candi
datos más pobres y evitar favorecer la riqueza) sólo podía recibir
«dos doblas de cabeza o castellanos y un hacha y una caxa de diaci
trón y una libra de confites y tres pares de gallinas». Incluso el ban
quete mismo que se esperaba del candidato victorioso estaba sometido
a un menú estricto42. Los que establecieron estas costumbres artifi
ciales, sin duda quisieron salir al paso de extravagancias mucho mayo
res. Conscientes de la falta de orden y de los efectos perniciosos del
derroche exuberante, los legisladores académicos intentaban a base
de una combinación de tira y afloja sobreimponer al menos una apa
riencia de regularidad permisible.
El lado importante de todo esto es que los estudiantes mismos,
como resultado de su participación en la empresa académica, compar
tían el ordenamiento de sus propias vidas. Es decir, estudiar en Sala
manca —una institución bastante más democrática que militar— era
llegar a darse cuenta del orden y desorden como un problema que
afectaba a uno personalmente. Si, en sus patrias chicas, los estudiantes
habían sido preparados para aceptar más o menos conscientemente
el orden de una costumbre largamente establecida, en Salamanca el
42 E s p e r a b é A r t e a g a , I , 1 7 0 . E l m e n ú c o n s is tía e n « u n a p e r d iz o p o llo
o d o s tó r to la s y u n a e s c u d illa d e m a n ja r b la n c o y u n a f r u t a a n te s y o t r a d e s p u é s
y su p a n y v i n o » . . .
286 —
encuentro del nuevo estudiante con la regularidad y las normas (al
gunas gastadas por el tiempo, otras recientes) establecidas por sus
compañeros, era algo consciente. Y, por ser consciente, la rebelión
contra el orden impuesto en la existencia diaria o el conformismo
era una experiencia personal profunda. Durante seis años o más, cada
estudiante, por el mero becbo de serlo, era consciente de una mane
ra intensa de la relación problemática entre él y la sociedad.
En La C elestina aparece esta conciencia no sólo en la preocupa
ción preliminar de Rojas por las reacciones de sus camaradas y su
público, sino también, y más profundamente, en pasajes como los
de la reflexión de Calisto sobre la ejecución pública de sus criados.
Es un monólogo que va más allá del acostumbrado «¿Qué dirán?», y
que no tuvo precedentes en su tiempo. Boccaccio, en la descripción
de la peste del D ecam erón, nos muestra la dolorosa ruptura del orden
medieval (ruptura vista como una erosión de las lealtades por Ro
jas) 43 como marco para el reordenamiento autoconsciente de la vida
(diez cuentos, diez días, tópicos prescritos, decoro estricto pero gra
cioso) construido por sus jóvenes narradores. En la villa boccacciana
(como en la Utopia del orden medieval restaurado de Moro) hay un
ordenamiento académico y artificial de la existencia comparable a la
sociedad en que Rojas se había naturalizado después de salir de La
Puebla de Montalbán. No tenemos por qué sorprendernos si en el
diálogo de éste y en los cuentos de aquél contemplamos la esponta
neidad amorosa y vital en conflicto con el orden social.
Un cambio paralelo experimentado por Rojas y sus compañeros
de estudio era el carácter nacional e internacional de su nuevo entor
no. Todos ellos habían salido de comunidades que eran esencialmen
te locales en sus puntos de vista y preocupaciones. La identificación
personal en cuanto espa ñ ol había ganado en intensidad durante el rei
nado de los Reyes Católicos, pero, aún así, la visión de los habitan
tes tanto de las pequeñas poblaciones como de las ciudades era en
gran parte provinciana. A medida que la visión de uno quedaba cir
cunscrita a los límites de la población y luego a las parroquias y
vecindades (los barrios tan queridos por Areusa), los chismes tenían
más peso y los acontecimientos parecían más importantes. Era un
mundo sin periódicos en que toda noticia que no fuera local era exó
tica, y en que los hombres estaban vueltos sobre sí mismos y sobre
sus vecinos inmediatos. En Salamanca, por otra parte, los estudiantes
43 Esto no quiere decir que los comentarios sobre la ruptura del orden
de vida prescrito no se mantuvieran a lo largo de la Edad Media (ver, por
ejemplo, los cuartetos 126 y 127 del Libro de buen amor), sino que más
bien en tiempos de Rojas, por razones ya examinadas, revestían un carácter
más angustioso. Torres Naharro (la queja de Jacinto), Alvarez Gato, Villalo
bos, Núñez de Reinoso y muchos otros, como hemos visto, se juntan aquí
al coro lúgubre de Rojas.
— 2S7 —
de todas las partes de España e, incluso del extranjero, vivían mezcla
dos en fraterna compañía. Hablaban (o se suponía que hablaban) una
lengua internacional, y llevaban más o menos las mismas ropas: capas,
túnicas y gorras cuadradas. En otras palabras, además del fermento
intelectual de este momento particular en la historia de Salamanca,
el mismo hecho de la estancia en ella era en sí misma una expansión
de horizontes.
No hemos de sobreestimar, por supuesto, la homogeneidad del
cuerpo estudiantil. La importancia del dinero en el mantenimiento
de los aspectos de la estructura de clase del mundo exterior era
inevitable entonces como lo es ahora44. Las restricciones de vestido
a que se ha aludido arriba, aunque tendentes a disminuir la distinción
entre clases, también refleja su existencia. Y había otras costumbres,
tales como la adjudicación de los mejores asientos del aula para los
estudiantes ricos (a quienes se llamaba esperanzadamente los «genero
sos») y el vestido especial de los estudiantes criados (los «capigorro
nes» o los portadores de capa y gorra) que estaban abiertamente basa
das en la discriminación. Sin embargo, la hereditaria distinción so
cial y el linaje perdió algo de su importancia en este mundo del
intelecto. Pero esto no se debió totalmente a la nueva jerarquía de
valores. Cervantes, en el C oloquio d e lo s p erros} habla de ricos «mer
caderes» (sospecho fuertemente que lo que quiere decir con la palabra
es conversos) que viven modestamente en casa, pero que se enorgu
llecen de proporcionar lujo y ostentación a sus hijos en la Universi
dad, comparable al de los descendientes de la aristocracia.
Las diferencias regionales reconocidas políticamente en la elección
del consejo de estudiantes por «naciones» eran también dignas de
tenerse en cuenta4S. Las características provincianas descritas en La
tía fingida 45f así como los gritos de las manifestaciones — «Viva la
espiga» de los castellanos, «Viva la aceituna» de los andaluces y otros
por el estilo— son rasgos frecuentemente citados. Cada individuo
traía necesariamente consigo su pasado, no solamente en su memoria,
sino también en su acento, sus preferencias dietéticas y sus modales.
Y, en mayor o menor medida, lo conservaban. Salamanca, lo mismo
que ciertas Universidades de nuestro tiempo y de mi país, estaba
orgullosa de ser una fábrica de caballeros, una «nutríx eq u itu m »,
tanto como una escuela 47. Pero, en muchos casos, esa educación del
comportamiento se quedó en algo muy-superficial. O sea, a veces
la súbita revelación de los nuevos horizontes intelectuales y de los
puntos de vista diferentes, de hecho no hacía más que reforzar la vincu
14 R e y n i e r , p a r t e I , c a p . 3 , y B e l l , Luis de León, p p , 6 6 - 6 7 ,
45 Luís de León, p. 63,
46 Editado por A, Bonilla y San Martín, Madrid, 1911, pp, 63-67.
47 De Hispan iae laudibus, Burgos, ca. 1496, fo. XVIII.
— 288 —
lación al pasado. Cuando uno de los contemporáneos de Rojas, el
estudiante autor de un poema dirigido precisamente a enseñar el
comportamiento decoroso, se identifica a sí mismo como «Gratia Dei,
un gallego hijo de la Universidad» 43) podemos apreciar sus lealtades
complementarias. ¿Quién sabe si las palabras «Bachiller... nascido en
la Puebla de Montalván» no expresan sentimientos similares?
A pesar de esta partición y segmentación íntima del cuerpo estu
diantil, los cambios exigidos al matricularse eran profundos. Las
7.000 clases de pasado que se guardaban en las entrañas de Rojas y
sus compañeros, si bien no eran eliminadas, sí eran sometidas necesa
riamente a requisitos hasta entonces desconocidos. Lo cual equivale
a decir que la localidad que el estudiante llevaba consigo era reinter-
pretada su b s p ecie universitatis, Cuando Rojas volvía a La Puebla en
sus vacaciones (y lo debió hacer en algunas ocasiones) y después de
graduarse, la veía con ojos nuevos. Los penosos momentos de la
huerta de Mollejas, por ejemplo, no sólo habían «disminuido con el
tiempo» (como Sempronio dijo a Celestina); ahora le parecían una
demostración cómica de la aplicabilidad de la doctrina heraclitana y
petrarquista: om nia secu n d u m litem fíunt. Como veremos, La C eles
tina es un amplio ejemplo de lo que se pudiera llamar visión univer
sitaria de la realidad local. Es una obra más profundamente salman
tina que la posterior de Lisandro y R oselía, precisamente porque
no presenta la vida estudiantil (aparte de unas pocas y discutibles alu
siones), sino crea su mundo de «contienda y batalla», física y verbal,
en términos claramente clásicos.
Otro aspecto del libro apreciado por sus estudiantes oyentes es
su frecuente sátira de los intereses y limitaciones de barrio. Pienso
en cosas como el elogio de los chismes compartidos por las vecinas
de Areusa, el catálogo sardónico de noticias locales de Sempronio, o la
intimidad de Celestina con Alisa cuando vivían cerca, intimidad olvi
dada cuando esta última se mudó a un barrio mejor. Pero incluso
estas alusiones maliciosas nunca son específicas; son muestras de la
realidad, «una selección típica», según María Rosa Lida de Malkiel,
que de intento evita cualquier semejanza con el color local49. En este
sentido, la visión cómica de Rojas se puede contrastar con la de su
contemporáneo salmantino Lucas Fernández, cuyo diálogo reprodu
cía el lenguaje, las genealogías grotescas y los limitados puntos de
43 La crianza y Virtuosa doctrina dedicada a la Ilustre y muy esclarecida
Doña Isabel primera Infante de Castilla en la Universidad de Salamanca por
un gallego, hijo del dicho Studio, de nombre Gracia Dei, ca. 1490, ed. A. Paz
y Melía, Madrid, 1892, p. 381. Identificado por el editor con Pedro Gracia
Dei que publicó en 1489 un Blasón General.
49 Two Spanish Masterpieces, p. 77. En La originalidad señala el mismo
punto más enfáticamente: «los autores de La Celestina han sacrificado todos
los elementos particulares que hubiesen ligado su representación a tal o cual
localidad. Así lo subraya el contraste con Juan del Encina...» (p. 166).
— 289 —
19
vista de los campesinos que venían a la dudad los días de mercado s0.
En una égloga como M ingo, Pascuala y e l escu d ero , el auditorio uni
versitario reconocía fácilmente la cómica rusticidad del campo que
rodea a la ciudad del Tormes. Los barrios de La C elestina, por otro
lado, son, como su ciudad y su lenguaje, de aquí y de todas partes.
Como señala M. R. Lida de Malkiel, la obra «aspira a la representa
ción artística concreta pero no particular» 51. O, como lo hubiera dicho
Rojas en la jerga de sus estudios, su tragicomedia quería tratar los
«particulares» como si fuesen «universales».
Un contraste final entre los dos mundos en que Rojas vivía se
refiere al aspecto clave de cualquier cultura: la finalidad y estilo de
sus ceremonias. Guicdardini, un visitante generalmente poco simpá
tico, describe la España del tiempo de Rojas como obsesivamente
ceremoniosa:
En la apariencia y en las demostraciones exteriores, los españoles son muy
religiosos, pero no en realidad; son muy pródigos en ceremonias y las hacen
con mucha reverenda...52.
Pero incluso para un país y un siglo tan ceremoniosos (el final del
«otoño medieval» de Huizinga tan enloquecido por las formas exter
nas) Salamanca parece haber sido espectacular en este sentido. Como
resaltaremos luego, la vida y trabajo universitarios eran predominan
temente orales, una situación que por su misma naturaleza requiere
un ordenamiento ceremonioso. Marshall McLuhan observa que, inclu
so las Universidades del siglo xx —a pesar de las bibliotecas, labora
torios y catálogos impresos— , siguen dependiendo de la «regular co
municación oral» 53 y, en consecuencia, de una reverencia hacia los
ciclos ceremoniales, la observancia del ritual y la jerarquía tradicional
que no es enteramente caduca. Nos movemos en el tiempo de la pa
labra y, por tanto, las ceremonias repetidas, siempre acompañadas de
palabras adecuadas, son medios de reconocer y celebrar el significado
de nuestro tiempo mutuo y las seguimos necesitando. Si proyectamos
esta situación conocida a España y al siglo xv, podemos comenzar a
captar el despliegue increíble de ceremonias que constituían la expe
riencia diaria de Rojas y de sus compañeros.
Entendidas como un medio de formular el tiempo humano, las
50 Aunque las Farsas y Églogas fueron publicadas en 1514, Cañete cree
que la primera obra de Fernández data de 1500. SÍ se representaron oral
mente cuando Rojas estaba todavía en Salamanca, su falta de influencia en los
cinco actos añadidos es digna de notarse. Como sabemos, Sosia, el villano,
puede ser cándido, pero su lenguaje no es cómicamente rústico. En su misma
simplicidad es también el único habitante no corrompido de la obra.
51 La originalidad, p. 167.
Viajes por España, p. 201.
5Í «Culture without Iiteracy», Explorations, I (1953), 120.
— 290 —
mas importantes ceremonias de Salamanca eran aquellas que acompa
ñaban a los cambios de status. Hemos aludido ya a las estudiadas pro
cesiones y banquetes que seguían a los grados de licenciatura y docto
rado; pero incluso el grado de bachiller de Rojas le era conferido in-
vidualmente y según un ritual prescrito. Después de la asistencia a
clase durante un número requerido de años y horas según el testimo
nio del bedel (subalterno que era al mismo tiempo maestro de cere
monias, archivero, policía del cam pus universitario y pregonero del
boletín del colegio), el candidato a bachiller pedía al rector que seña
lara una fecha. Esta era anunciada públicamente por el bedel y, cuan
do llegaba el momento, el estudiante se presentaba en una de las aulas
acompañado por el doctor que le apadrinaba. El doctor ocupaba pri
meramente la cathedra, y el aspirante, en pie, suplicaba el grado:
«A cced en s p ro p e catbedram gradum p ostu let.» El padrino bajaba de
la cátedra, colocaba la birreta de bachiller en la cabeza del candidato
y le permitía ocupar el sitio de honor. Allí, después de comenzar con
el acostumbrado «E xplicaturus agredíar» (a lo que el bedel replicaba
«Satis»), el nuevo bachiller hacía un breve discurso en latín sobre un
punto relacionado con sus estudios. El costo de la recepción que ce
rraba la ceremonia estaba fijado en cinco florines aragoneses M.
Además de las ceremonias que acompañaban el cambio o mejora
de status (Rojas fue testigo en 1496 de la fastuosa celebración del
doctorado conferido a Palacios Rubio, uno de los dos mayores juris
consultos de la época) había numerosas celebraciones regulares y es
peciales. Entre ellas, de manera típica, estaban las lecturas y «repre
sentaciones» en latín, debates, romerías, corridas de toros 55, así como
lujosas manifestaciones de bienvenida a príncipes visitantes y a dis
tinguidos profesores de fuera. A esto hay que añadir las celebraciones
religiosas, observadas igualmente por estudiantes y la población de k
ciudad que daban otra dimensión ceremoniosa a la vida diaria del
ano académico.
Lo más destacable es que de una circunstancia tan inmersa en la
ceremonia haya podido salir un libro únicamente interesado en las
situaciones de conciencia que están por debajo de la superficie del
comportamiento tradicionalmente prescrito. En este sentido, La C e
lestin a puede considerarse como una especie de manifiesto anticere
monial. Me refiero aquí no sólo a su muy conocido descuido de los
dos sacramentos esenciales, el matrimonio y la confesión final y absolu
ción, sino también a una serie de manifestaciones menos importantes
54 De la F uente, I , 2 7 9 -2 8 0 .
55 Las corridas de toros a caballo eran típicas y llamaban la atención de
los visitantes del extranjero. Uno puede figurarse que las imágenes taurinas
características tanto en el Acto I como en los de Rojas («Aquella cara, señor,
que suelen los bravos toros mostrar contra los que lanzan las agudas frechas
en el coso...») provenían de tales espectáculos.
__ 291 —
de la misma antipatía. Celestina se sirve de ceremonias («missas de ga
llo», «procesiones de noche») para comunicar con mujeres que de
otro modo quedarían inaccesibles, y, cuando finge rezar su rosario,
lo que hace es echar sus cuentas profesionales. Sempronio no ve la
diferencia entre la investidura de un obispo o la bienvenida de un
rey y la borrachera de un vecino. Incluso la ceremonia central de la
misa es interrumpida por la corrompida presencia de Celestina en la
cáustica parodia de Rojas de una balada inofensiva, La m isa d e a m o r 5Í.
Sólo Elida, en su breve luto por Celestina —la ironía aquí llega a su
mordiente máximo—, se comporta con ceremoniosa propiedad.
Como hemos sugerido, la antipatía de Rojas hacia las ceremonias
de su tiempo derivaba de una situación humana más angustiosa y mu
cho más honda que la de su estancia en Salamanca. Pero limitándonos
a términos universitarios, podemos considerar este aspecto de La C e
lestina como un ejemplo de la broma y de la irreverencia burlesca del
estudiante. En general se puede decir que, si bien Salamanca iguala
ba e incluso superaba a otras partes en su densidad ceremonial, la
actitud de sus ciudadanos académicos hada la ceremonia era única en
España de aquella época. Ya hemos visto algo de la seriedad que los
españoles daban a lo ritual. En el Libro d e b u en am or, del siglo xiv,
poema que vuelve una y otra vez sobre el tema de toda clase de ce
remonias y en un sentido está organizado ceremonialmente 57, había
habido un sentido jubiloso de participación y celebración común (casi
como una Navidad a lo Dickens) que se estaba perdiendo en los
tiempos inquisitoriales. La intensidad fanática de los autos de fe, la
conversión de la misa en una ocasión para la ostentación del fervor
y para espiar a los vecinos sospechosos, las procesiones de reliquias y
de imágenes durante las cuales toda una población gritaba angustiada
pidiendo un milagro, todo esto testifica que la gravedad y la auto vi
gilancia había sustituido al júbilo de los primeros siglos anteriores.
Añádase que los sombríos inquisidores estaban interesados de
modo particular en cualquier irregularidad o sospechosa felicidad
manifiestas durante las ceremonias. Entre los procesos por sacrilegio
(recogidos en el catálogo de la Inquisición de Toledo) hay varías in
culpaciones de grupos de campesinos (supuestamente cristianos vie
jos) por parodia y burla ceremonial. En 1538, por ejemplo, 16 habi
tantes de Valdegrudas, Taracena, Iriepal y Guadalajara fueron acu
— 292 —
sados y procesados porque «estos reos, reunidos en tiempo de reco
lección, parodiaron ciertas ceremonias del Domingo de Ramos y to
maron parte en un funeral burlesco»58. Su defensa fue que no ha
bían hecho tal cosa para ofender a Dios, «sino solamente para diver-
lirse», pero, por todo esto, fueron condenados a una penitencia humi
llante. Era un mundo en que la mofa, al menos que se disimulara
hábilmente, era sacrilega, un mundo en que Alvaro de Montalbán y
otros como él evitaban todas las ceremonias que podían.
Dentro de las fronteras de «la república llamada Universidad»,
sin embargo, las ceremonias se desarrollaban con alegría y entusiasmo
despreocupado. En cierta medida, esto tiene su explicación en la
desmesurada cantidad de actos rituales en que estudiantes y profeso
res tenían que participar. El análisis de Huizinga de la forma en que
el exceso de ceremonial de la vida cortesana en la baja Edad Media
fue sustituido por la burla y la parodia, se aplicaría en este caso con
creto. Pero si, en la sociedad de la caballería la ceremonia, al igual
que la armadura, se fueron haciendo poco a poco pesados y artificiales,
en la sociedad académica llevaba consigo una inherente artificialidad.
La inversión ingeniosa de los modales serios es una tradición sempi
terna entre los estudiantes más o menos jóvenes y parecería como un
corolario de la naturaleza del ser estudiante. Así, en Salamanca, una
parte integral de la larga y compleja ceremonia que acompañaba al
doctorado era el veja m en : una oración o coloquio denigrante sobre
el candidato que, en ocasiones, descendía a insultos gordos altamen
te celebrados. Así, también, el estudiante que escribía —desde los
poemas goliardos hasta la burlesca R ep etición d e am ores de Luis
de Lucena, escrita y leída en voz alta en Salamanca poco antes
de que Rojas se sentara a continuar la C om edia— no vaciló nunca en
usar el lenguaje y las formas literarias del cu rriculu m de un modo
atrevido59. Rojas, en otras palabras, dejó una sociedad en que la cere
monia era grave sin reparos y entró en otra en que lo festivo y el jubi
loso juego acompañaban sus momentos de mayor esplendor. Debió
ser un sh ock para el joven Rojas ser testigo por primera vez de la
«fiesta del obispillo» en que los estudiantes se vestían de curas y pa
rodiaban el ritual religioso ®. En La Puebla de Montalbán nunca se
había visto cosa semejante.
53 Inquisición de Toledo, p. 308.
& J. Ornstein en su edición (Berkeley, 1954) parece suponer que la
Repetición estaba seriamente proyectada para leerse en la colación de un grado
académico (p. 2). Esto parece sumamente improbable no sólo por el caste
llano, sino norque Lucena mismo la presenta como una imitación implícita
mente frivola: «el orden de mí repetición no difiere del que en las científicas
letras se usa». Además tenemos escritos otros ejemplos de esta burlesca univer
sitaria de la época. Ver L. T h o r n d i k e , «Public Recitáis in the Universities
of the Fífteenth Century», Speculum, III (1928), 104-105.
60 G a r c í a M e k c a d a l {Estudiantes, pp, 136 ss.) da cuenta de la costumbre.
— 293 —
En las páginas que preceden hemos aplicado una serie de adjeti
vos al mundo académico dentro del cual y para el cual se escribió La
Celestina. Le hemos caracterizado, entre otras cosas, de joven, autó
nomo, autoconsciente, artificial, no localista, excitante, dinámico, be
licoso, disputador, festivo, irónico, altamente ceremonioso y relativa
mente sin clases sociales. Son estos atributos los que en mayor o menor
grado se aplican no sólo a Salamanca al final del siglo xv, sino a todas
las Universidades de todos los siglos. Se aplican a la sociedad universi
taria como tal, y podemos hacerlos válidos —aunque en un grado
inferior al de Salamanca— desde nuestra propia experiencia. O sea,
Salamanca fue un ejemplo supremo y superlativo de sociedad uni
versitaria.
No obstante, concediendo que la creación en un medio tan cons
ciente de sí mismo incide de modo significativo en La C elestina, he
mos de evitar la ingenua y positivista derivación de ésta de aquel me
dio. Podríamos describir bien la obra con las mismas palabras —juve
nil, autónoma, irónico, etc.— , pero estos adjetivos no significan lo
mismo al aplicarse a esta creación literaria. La C elestina no es una
obra universitaria como la R ep etición d e am ores; es —para entonar
una vez más nuestra letanía— una pieza maestra única. Y por lo tan
to es menos interesante concebir a Salamanca como un medio deter
minante que tratar de intuir la experiencia de estudiar leyes allí a
finales del siglo xv. Lo cual equivale a decir, entre otras cosas, que
hemos de tratar de imaginar a Salamanca no sólo como una institución
extraordinaria, sino como una forma de liberación después de haber
vivido como hijo de una familia de conversos en La Puebla de Mon
talbán, o Toledo o donde sea.
Adjetivos aparte, lo importante, pues, es recrear con imaginación
histórica el alivio de sentirse miembro de un cuerpo social, el alivio
de la repentina e incluso vertiginosa liberación de la presión puebleri
na, el alivio de descubrir la posibilidad de relaciones amistosas y sin
ceras, el alivio de sentir en uno mismo una creciente fuerza intelec
tual, y sobre todo el alivio de poder experimentar creadoramente con
formas literarias recibidas. Sería equivocado comparar La C elestina con
la comedia humanista y creerla tan sólo una imitación medio en broma
de Terencío hecha por un estudiante. No obstante, este tradicional
De origen anterior a 1400, se hizo sacrosanto y, a pesar de ulteriores restric
ciones y desaprobaciones por parre de las autoridades de los siglos XVI y x v i i ,
continuó hasta el siglo xvm e incluso el xix. El inquisidor salmantino, Fray
Diego de Deza, prohibió su representación dentro de la catedral y en las reglas
del Colegio Viejo de San Bartolomé que rigió durante un tiempo hay un
párrafo bastante dolorido (reproducido por Ruiz de Vergara) que la deplora.
La «Fiesta del Obispillo», observa el escritor, es irrespetuosa y causa senti
mientos que ofenden «durante muchos días después». No obstante, ni la Uni
versidad, con ser lo que era, ni siquiera la Inquisición ni la Contrarreforma
pudieron lograr suprimirla del todo.
294 —
género académico (como demuestra María Rosa Lida de Malkiel), y la
desenvuelta tradición de los escritos universitarios en general, eran
esenciales a la única cosa importante que Salamanca tenía que enseñar
a Fernando de Rojas: no las leyes del país, sino la libertad para ver y
expresar y poder sentir la ironía y la furia que llevaba dentro. La atri
bución tradicional del Lazarillo a un estudiante de Salamanca, sea
cierta o no, testifica la conciencia popular de una atmósfera univer
sitaria a la vez subversiva y festiva. Los lectores sentían en ambas
obras, al parecer, la falta de reverencia fundamental de espíritus ya
pertenecientes a una nueva sociedad y que miran hacia la antigua
como algo que ha quedado atrás. El padre Ong observa en general
sobre este aspecto de la posibilidad de La C elestina: «La ruptura
con el pasado llegaba de esta manera a una especie de máximum en el
Renacimiento, y la conciencia de las escuelas donde enseñaban latín
y en latín como un ambiente marginal especial llegaba a su mayor in
tensidad» 61.
« L a f e r ia de l a s l e t r a s »
_ _ 295
demos afirmar al menos lo siguiente: en los siglos xv y xvi, la ciudad
y la Universidad eran un punto focal del acontecer histórico y de la
creación de valores casi en el mismo sentido en que Midrid lo fue en
el siglo xix. Ir de La Puebla de Montalbán a Salamanca era compara
ble a la emigración de los miembros de la generación del 98 desde
provincias a la capital. Era un viaje desde la intrahistoría a la historia.
O, para emplear términos todavía más anacrónicos, desde la Edad Me
dia al Renacimiento. En La Puebla, como hemos visto, los espíritus
de los hombres estaban vueltos nostálgicamente hacia el pasado; en
Salamanca, miraban —unas veces desesperadamente, otras confia
dos— hacía el futuro.
Cuando Rojas llegó a Salamanca sobre 1494, difícilmente pudo
darse cuenta de estas generalizaciones. La ciudad conservaba todavía
la mayor parte de su arquitectura del viejo estilo. Todavía no había
sido construida la catedral nueva, y la mayoría de las casas, del tiem
po de los bandos muncipales, estaban fortificadas con torres, paredes
almenadas y aspilleras para los a r q u e r o s U n a s pocas casas presenta
ban las más confiadas y monumentales cualidades del estilo llamado
«isabelino», pero la gran época de reconstrucción urbana comenzaría
una generación después, poco más o menos64.
Tampoco eran las preocupaciones de los habitantes tan optimistas
y llenas de fe en el progreso como pudiera indicar el homenaje a Burck-
hardt que acabamos de insinuar. Salamanca, tradicionalmente tolerante,
se había visto líbre de modo singular de la violencia de las masas que
había conducido a tantas conversiones forzadas en otras partes. Su alja
ma o colonia judía era numerosa y próspera, y el edicto de expulsión
fue en consecuencia un severo azotefiS. La Inquisición, caracterizada
todavía por su ferocidad inicial, fue otra causa del pánico general. Pro
bablemente, Rojas no fue uno de los 50.000 espectadores —entre ellos
Ludo Marineo Sículo— que en julio de 1494, durante las vacaciones
de verano, llenaron la plaza para ser testigos de las hogueras públicas66,
— 296
Pero hubo indudablemente otros espectáculos parecidos67. La Univer
sidad misma todavía no se había visto hondamente afectada por la nue
va institución, que en aquel tiempo estaba en fase de persecución
social, más que de represión ideológica. Pero sus muchos profesores
y estudiantes conversos no podían menos de participar de la angustia
de los vecinos de la ciudad.
En esta coyuntura hemos de añadir que el saber filológico y teo
lógico de Salamanca (el nominalismo acababa de ser introducido por
fray Alonso de Córdoba, que había estudiado y enseñado en la Sor-
bona)68 no había llegado en general a un punto de manifiesto peligro.
La retractación de doctrinas disputadas por parte de Pedro de Osma,
profesor de Teología, seguía siendo objeto de comentario catorce años
más tarde 69; pero los choques importantes de la Inquisición con pro
minentes miembros de la Facultad —Fray Luis de León, Juan de
Vergara, Francisco Sánchez «el Brócense»— no ocurrirían durante
décadas. El conflicto entre lo nuevo y lo heredado en el ámbito del
pensamiento no se había entablado todavía abiertamente.
Otra razón por la que Rojas, a su llegada, no podría haber senti
do los vientos del cambio histórico que habían comenzado a soplar a
través de la Universidad, fue que la rama en que se enroló profe
sionalmente era de lo más tradicional y honorable. Salamanca, en sus
primeros siglos, había sido sobre todo una escuela de Derecho. El
presupuesto estipulado por Alfonso el Sabio en 1254 destinaba el
doble de dinero para cinco profesores de Leyes que para el resto del
claustro (unos seis profesores de Gramática, Lógica y Ciencias)70. Era
una preeminencia que seguía siendo fuerte bajo los Reyes Católicos.
Los más destacados profesores de Derecho, como el doctor Palacios
Rubios o el converso Alonso Díaz de Montalvo, continuaban siendo
distinguidos con todos los honores y privilegios de los grandes, y sus
mejores estudiantes encontraban fácil acceso a los más altos escalones
de la nueva burocracia. En 1496, Palacios Rubios comenzó su lección
inaugural como profesor de Valladolid con estas palabras:
de la llegada de Rojas?) fueron quemados muchos herejes: «Quo armo haere-
tíci Salmanticae incendium passi sunt.» Ver también Caro L ynn, p. 81._
67 Me ha sido imposible determinar los hechos sobre las actividades inqui
sitoriales en Salamanca durante los años de residencia de Rojas, pero siendo
ese período de intensa persecución en toda la península (como hemos visto,
Caro Baroja advierte en 1500 una recrudescencia sustancial de los procesos
llegando a igualar casi a la atroz situación de los años 80) no hay razón para
suponer que Salamanca fuera una excepción. _
68 Fray F r a n c i s c o M é n d e z , en su Tipografía española, Madrid, 1861,
cita la alabanza o elogio que Fray Alonso de Orozco hace de Fray Alonso
de Córdoba: «A este Doctor debe mucho nuestra España: porque él truxo la
vía que dicen de los Nominales; y regentó buenos años leyendo las artes libe
rales en Salamanca», p. 43.
w C a r o L y n n , p. 89.
™ Wtd.. p. 6.
— 297 —
Entre las demás instituciones de las artes humanas a través de las cuales
los hombres se elevan todos los días a los más altos niveles y a los mayores
honores, es sabido que el Derecho Canónico y Civil ocupan el primero y más
eminente puesto. Pues además de la claridad de pensamiento que dan, aquellos
hombres entendidos en ellos son guiados más fácilmente hacia la administra
ción de los asuntos privados y públicos y a veces vemos incluso que son
admitidos en la presencia y al Consejo del R ey71.
— 298 —
en primer lugar, la deficiente formación filosófica hacía que pudieran muy bien
crearse leguleyos comerciales de curia, pero no jurisconsultos de altura; y, en
segundo lugar, el predominio exclusivo del derecho canónico y romano, con
olvido casi absoluto de las legislaciones nacionales, cerraban al legista en la
región de las abstracciones, inutilizándolo para la vida práctica. Si a esto se
añaden: la barbarie del lenguaje, las refinadas sutilezas escolásticas, la manía
del casuísmo, y la farragosa ampulosidad de comentarios, basados, no en las
fuentes originales, sino en otros también farragosos comentarios, se compren
derá con cuánta razón censuró estos sistemas, años adelante, el inmortal Luis
Vives 73.
— 299 —
llevan consigo tantas y tan variadas finalidades. El Derecho G vil es en todas
partes tan eminente que siento que el talento de los legisladores se ha de
admirar no menos que el cuerpo de leyes se ha de admirar y respetar75.
mismo que las palabras de una generalización legal pueden aplicarse a di te-
rentes casos, de la misma manera la sentencia de Heráclito expresa una ley
natural que personas discretas pueden observar como actuando en todas las
esferas y de innumerables formas. En general, en el uso retórico del tiempo
las palabras preñadas^ eran importantes o palabras «cargadas» con la posibili
dad de doble o múltiple significación. Fray Francisco Ortiz explica, por ejem
plo, que una afirmación suya mal interpretada por el relator era realmente
una «palabra preñada» que había de entenderse de una manera totalmente
diferente ( S e l k e , El Santo Oficio, p. 196). Dando un paso más, podríamos
proponer que el «embarazo» o la preñez que, según Rojas, caracterizaba a
«Omnia_ secumdum lítem fiunt» es una forma de expresar la aplicabílidad
de la cita a las innumerables clases de guerra cotidiana (incluida la del len
guaje) que forman la trama de La Celestina, Rojas afirmaría de esta irónica
manera su «tema».
75 G ir o L ynn, p. 214.
16 Ibid., pp. 264-265.
— 300 —
cordemos también a Ezra Pound y sus sabios chinos) han recorrido
una vez más a la proposición de que para poder actuar correctamente
se ha de juzgar correctamente, y para juzgar correctamente hay que
elegir y ordenar las palabras correctamente. Pero no hemos de desta
car demasiado esa semejanza. Nebrija no era un lingüista teórico ni
un reformador semántico. Era un humanista, y encontró en el latín
una lengua ya hecha, no sólo sagrada, sino tan humanamente apta
que, usada correctamente por una élite rectora, crearía una sociedad
perfecta basada en la razón y en la plena comprensión mutua. Podía
incluso, fomentando la ciencia médica, curar el cuerpo de sus enfer
medades. Aparte de su valor cultural e histórico, el latín era conce
bido como un medio de rehacer las instituciones nacionales y, en
última instancia, de salvar la ciudad del hombre. Estudiar en Sala
manca era estudiar en un lugar en que se creía en la posibilidad de la
Utopía. De aquí que Nebrija pusiera tanto celo (lo mismo que los
españoles del siglo xix en Alemania) en sus estudios de joven en Ita
lia y se lanzara a la conquista triunfal de la Universidad «como una
fortaleza» desde la que podría dominar a España y a «todos mis es
pañoles».
Nebrija ya se había marchado de Salamanca en 1486, unos ocho
años antes de la llegada de Rojas, y no habría de volver hasta 1503.
Pero aunque se le echaba muchísimo de menos71, su influencia, ejer
cida por medio de sus In trod u ctíon es latinae y sus discípulos (entre
otros, los autores condiscípulos de Rojas Alonso de la Cámara y el
bachiller Cerezo)7S, era enorme. La tentadora comparación de Nebri
ja con posteriores reformadores académicos de la futura historia na
cional, tales como Sanz del Río u Ortega, es en cierto sentido equivo
cada. Sería erróneo pensar en él como líder de un bando de intelec
tuales disidentes empeñados en la batalla de despertar la nación o de
influir en su juventud. Por el contrario, como tanto se ha repetido,
la obra de Nebrija representaba un propósito central de la política
real: el de hacer del reino recién unido no sólo el líder militar y polí
tico de Europa, sino también el intelectual. En los tiempos de Sanz
del Rio y Ortega, la historia estaba dividida en generaciones; en los
de Nebrija estaba dividida en reinos. O como Juan de Lucena (no el
impresor hebreo, sino el cronista real) lo expresa con sencillez: «Ju
gaba el rey, éramos todos tahúres; studia la Reina, somos agora stu-
diantes» 19. Por lo que a Salamanca concernía, ello implicaba no sólo
mecenazgo y patronazgo para Nebrija y otros, sino también una cons
tante protección real, frecuentes visitas y sustanciosos proyectos de
r? Así concluye P e d r o U r b a n o G o n z á l e z d e l a C a l l e sobre la base de
las observaciones de Nicolás Antonio (Elfo Antonio de Nebrija, Bogotá, 1945,
p. 25).
78 O lmedo , Nebrija, cap. XIV. ,
79 «Epístola exhortatoria a las letras», en Opúsculos hiéranos, p. ¿Ib.
— 301 —
reforma. Si Rojas ingresó en 1494 como hemos supuesto, se adverti
rá que esto tuvo lugar tan sólo dos años después de que los Reyes
Católicos hubieran prohibido los abusos ya habituales de los fueros
de la Universidad, al mismo tiempo que se cursaban drásticas órde
nes contra la demasiada indulgencia en la colación de grados y la co
rrupción en las elecciones al claustro. La Salamanca de Rojas estaba
en un período de renovado rigor y de propósitos académicoseo.
El reconocimiento simbólico de la futura importancia nacional de
la Universidad había sido hecho en 1480, poco después que se acabara
la pacificación del reino. En una visita estatal combinada a Santiago
y a Salamanca, Fernando e Isabel subrayaron geográficamente que las
armas y las letras eran para ellos igualmente importantes. EÍ viaje
real de inspección quedaba conmemorado de una manera adecuada
por una inscripción en griego en la fachada de la Universidad: «Los
Reyes por la Universidad, y la Universidad por los Reyes.»
Salamanca había tenido que defenderse ella sola durante los men
guados y anárquicos reinados que precedieron a Fernando e Isabel,
y no pudo hacer más que tratar de conservar su propia tradición. Pero
ahora, bajo esos dos reyes y después de su «conquista» por Nebrija,
se encontró a sí misma en el centro de la historia. El humanista Juan
Ginés de Sepúlveda, tal como le cita Prescott, resume el cambio de
esta manera: «Antes del presente reinado apenas si se encontraba
persona de ilustre nacimiento que incluso hubiera estudiado latín en
su juventud, pero ahora veo que los jóvenes de la nobleza frecuentan
las aulas y se esfuerzan por dar lustre a la gloria de las hazañas béli
cas de los mayores con el brillo de su ciencia» 81. Estos jóvenes serían
los futuros protagonistas de la historia nacional, pero la competente
latinidad de los que tenían un nacimiento más oscuro — como el de
Fernando de Rojas82— les podía llevar a resultados de mayor impor
tancia todavía. La insistencia renacentista en el uso cuidado y ele
gante de un lenguaje literario heredado produjo — en Salamanca y en
otras partes de Europa— una conciencia de las posibilidades creadoras
del lenguaje hablado por todo el orbe. La mejora del latín era un requi
sito previo para la explosión de la literatura estudiantil que, como ve
remos, tuvo lugar a finales del siglo. Rojas y Juan de Mena no sólo
están separados por reinados, sino también por el cultivo nuevo del
latín que con tanto ahínco habían fomentado los Reyes Católicos.
Para palpar de modo más directo la densa atmósfera cultural de
Salamanca en este período, sólo tenemos que leer el relato de Pedro
Mártir de dos célebres visitas. La primera fue de un afamado huma
80 De l a F u e n t e , II, 2 8 - 3 7 .
81 Ferdittíind and Isabella, Nueva York, 1 8 3 7 , I , 4 8 5 .
82 Así se concluye de la exigua lista de sólo cuatro errores de menor im
portancia descubierto por Deyermond en las traducciones que Rojas hizo
del Petrarca, p. 92.
— 302 —
nista italiano (el propio narrador), y la segunda, del príncipe heredero
del reino. En su E pistolario, se nos díce que en 1488 el humanista
recién llegado anunció su presencia colocando en las puertas de la
catedral y en las aulas un epigrama latino de doce versos alabando a
la Universidad. Esta gentileza hizo que la institución «vuelque en mí
su afecto». Su lección especial sobre Juvenal fue anunciada por el
bedel y sus ayudantes:
Era jueves, y en este día vacaban las lecciones públicas. Hubo tal concu
rrencia de primates que era imposible entrar en las clases. La mayor parte
de los doctores, para ayudar al ordenanza — llamado bedel— en su tarea de
abrir paso, se proveyeron de picas y látigos. A fuerza de voces, de golpes y
de amenazas, se abrió por fin un camino. A hombros me llevaron en volandas
basta la catedra. Uno que era fraile, Gómez de Toledo, pariente suyo por parte
de su madre, la Condesa de Coria, y Alonso de Ace vedo, hijo del Arzobispo
de Compostela, y otros muchos del público tuvieron que ser sacados fuera
medio asfixiados. Se perdieron muchos zapatos y no pocos bonetes. Se hicie
ron jirones muchas capas. Entre los demás, perdió el bedel, al caérsele, su
capa roja. Se fue en consulta a los doctores a ver si me podía obligar a pagár
sela, supuesto que por mi causa la había perdido.
Ellos lo tomaron a guasa.
Pero volvamos a lo nuestro. Cuando llegó el día señalado, desde la cá
tedra, pregunté qué desean les explique; Marineo Sículo, que desempeña aquí
la cátedra de Poesía, en nombre de todos escogió la segunda sátira de Juvenal.
Desde antes de las dos —que, como dije, era la hora señalada—, en que subí
a la cátedra, hasta las tres, se me estuvo oyendo con oídos atentos, en perfecto
orden, sin el menor ruido, sin moverse nadie. Todavía a las tres estaba en mi
disertación, cuando dos jóvenes, en vista de mi prolijidad, empezaron a res
tregar los pies en el suelo, según es costumbre. Los reprende la gente mayor,
y me ruegan que prosiga. Cuando terminé el capítulo que había comenzado,
pidiéndoles perdón descendí de la cátedra. Como a un vencedor desde el
Olimpo, los más autorizados me acompañaron basta mi domicilio83.
— 303 —
de semejante acontecimiento. Salamanca era una de las ciudades otor
gadas como dote matrimonial al príncipe don Juan, y los habitantes
estaban resueltos a dejar buena impresión en su nuevo dueño:
Así, pues, el día 28 de septiembre entró el príncipe en Salamanca; y fue
tanto el aplauso de trompetas y atabales con que sus vecinos le recibieron,
que parecía rasgarse el aire de júbilo. ¡Ob, qué melodías de cítaras, qué diver
sidad de cantos, qué himnos nupciales preparó el clero!... Bien merecía la pena
contemplar en el campo las formaciones de la caballería ligera; era no sólo
hermoso, sino admirable ver los jaeces de los caballos, los adornos de los
jinetes. Creerías que en aquel día se dieron allí cita todas las riquezas de
España. Los coros de niños y niñas, desde los tablados construidos en las
plazas y desde las ventanas de las casas, imitando celestes armonías, recreaban
en extremo los ánimos de los transeúntes. Con juncias, perfumados tomillos
y demás hierbas olorosas estaban alfombradas las calles por donde había de
pasar la comitiva. Todas las portadas estaban adornadas de ramas verdes y
las paredes de las casas cubiertas de artísticos tapices admirablemente fabrica
dos por artesanos flamencos. Con más esmero y largueza se dispusieron estas
solemnidades en honor del Príncipe, en razón de que siendo esta ciudad —en
la cual tú, purpurado príncipe, desde tu juventud te dedicaste al estudio de
las letras— la fuente literaria de toda España, esperaban de su futuro rey
—porque amaba y cultivaba las letras— un patrocinio más eficaz que el dispen
sado a las demás ciudades84.
— 304 —
la capital intelectual de España y en un momento cumbre de la histo
ria nacional.
Los perfiles son por definición parciales y abocetados..Y el perfil
que acabamos de presentar de Salamanca a finales del siglo está to
davía más esquemático. Un análisis más profundo revelaría que Ne-
bríja, con toda su importancia, era sólo el más destacado entre los
célebres humanistas —algunos de ellos extranjeros, como los sicilia
nos Lucio Marineo y Lucio Flamminio o el portugués Arias Barbo
sa— que contribuyeron a la renovación intelectual de ese tiempo.
Tampoco el recién intensificado estudio del latín provenía tan sólo de
los dos motivos sugeridos aquí: el patriótico deseo de la regeneración
nacional (Nebrija) y la más egoísta necesidad de prepararse para una
vocación prestigiosa (Palacios Rubios). Unos cuantos estudiosos, por
lo menos, creían en el ideal humanístico de la salvación mundana por
medio de la asimilación de los clásicos: la esperanza de encontrar en
ellos una entrada o pórtico para la eterna e incorruptible vida del
espíritu. La correspondencia de Sículo y de Pedro Mártir con sus
jóvenes discípulos y amigos españoles revela la medida que el tópico
«P er aspera ad astra» se había encarnado en la vida86. Me atrevería
— 305 —
20
a suponer que Rojas, en su devoción per el Derecho, en su conciencia
de estar enajenado y en su estimación sardónica de los valores gene
ralmente admitidos, nunca participo plenamente de este ideal (su
biblioteca, como veremos, difícilmente nos lleva a suponer una lectura
asidua de los clásicos), pero no pudo menos de darse cuenta de lo que
sucedía entre sus compañeros. A su modo irónico, le interesaba tanto
como a cualquier descubridor de Juvenal el nuevo espíritu huma
nista.
Finalmente, aunque la lengua y la literatura latina predominaban
en la Salamanca de aquellos años, un retrato más apurado nos reve
laría el naciente interés por el griego y el hebreo, así como por el
lenguaje de las matemáticas. Salamanca, sin embargo, no nos interesa
en sí y por sí misma; lo que importa es que veamos con más detalle
el perfil de aquella Salamanca particular que fue la circunstancia de
La Celestina. Para Rojas y sus compañeros fue «una feria de las le
tras» 87 en que la dignidad tradicional de los estudios legales, aunque
no mermada, quedaba aumentada por el nuevo fervor por las pala
bras y las frases, concebidas como hermosas e importantes en sí
' ítft
mismas .
«H abla el autor»
— 306 —
sentido en que propiamente puede describirse a La C elestina como
obra de transición. Cuando Rojas nos dice en la «carta a un su amigo»
preliminar que el estilo del Acto I es tan «elegante» que nada como
él fue «jamás en nuestra castellana lengua visto ni oído», los dos par
ticipios reflejan su composición en un momento en que la invención
de la imprenta estaba transformando el mundo intelectual: frase que,
en la España de Rojas, era casi sinónima de Salamanca. Si, con ante
rioridad, la Universidad había sido una institución predominantemente
oral, entonces estaba cada vez más preocupada por la lectura. Los
estudiantes de las dos generaciones anteriores a Rojas habían emplea
do la mayor parte de su tiempo en escuchar y repetir; y aunque recu
rrir al texto, entonces como ahora era el mejor argumento posible, eso
se conseguía con dificultad. Caro Lynn observa al respecto:
A comienzos del siglo xv, era tal la falta de libros en Castilla que los que
se encontraban en los claustros eran alquilados por un año, como las casas,
bajo fianza; y a tal precio que la renta era una apreciable fuente de ingresos
para las iglesias. Muchas obras conocidas no podían conseguirse ni por influen
cia ni por dinero, y los libros de derecho y de teología eran sacados a pública
subasta para mayor contribución a la iglesia89.
89 Pp. 18-19.
°° E s ta tu to s de 1538, E spe r a b k A rteaga, I, 149.
— 307 —
pages de los estudiantes jugan do...»91. Finalmente, la importancia de
la repetición oral queda subrayada como medio tanto de aprender
como de presentar lo aprendido. Las rep etitio n es formales y las di
sertaciones (gran parte del vocabulario académico de hoy surge en
los siglos de enseñanza oral) eran impuestas al claustro y a los estu
diantes de cursos superiores en determinados momentos, y el sábado
estaba destinado a ejercicios y a revisión oral del trabajo de cada se
mana. La razón dada para esta ordenación es indicativa: «porque la
mayor parte del prouecho de la facultad consiste en la plática y ejer
cicio de los estudiantes entre si» 92.
En una Universidad regida por normas como éstas, la experiencia
diaria del estudiante era fundamentalmente la del oído. En vez de
mírar a un boletín informativo, escuchaba al bedel que gritaba los
avisos sobre los acontecimientos importantes: lecciones, debates e
incluso representaciones dramádcas en latín. Además del estudio de
Terencio en el aula, la representación o al menos la lectura dramática
del diálogo de las obras clásicas y humanísticas parece haber sido una
costumbre normal. Aunque no hay pruebas específicas de tales acon
tecimientos en tiempo de Rojas, la publicación en 1501 en Salamanca
del P btlodoxus de Alberti podría indicar que la reglamentación de
1538 a efectos de que se dedicaran ciertos domingos a la represen
tación de una «Comedia de Plauto o Terencio o Tragicomedia» estaba
basada en una tradición anterior9i. Durante las comidas —como se
sigue haciendo aún hoy día en los monasterios— se leían en voz alta
libros edificantes. Y después de las clases matutinas y ejercicios de
la tarde, el estudiante podía juntarse con sus amigos para cantar o
escuchar una recitación privada de un experimento literario de un
compañero de clase.
Todos los exámenes eran, naturalmente, orales, siendo el más te
91 Ibtd., p. 197. Contra la interrupción de los que estaban «oyendo y le
yendo» se había legislado ya en 1426 (Ajo, I, 350).
92 Ibid., p. 200. El término «repetitio» se empleaba de una. manera vaga
y podía significar desde un simple ejercicio oral a «una discusión elocuente
y exhaustiva de un tema elegido». En este último sentido correspondía a nues
tras disertaciones doctorales o magistrales «y servía como de casa de mues
tras del repertorio del escritor, pues por su misma naturaleza... su finalidad
es hacer un amplio despliegue del saber» ( C a r o L y n n , «The Repetitio», Specu-
lum, 1931, pp. 126-129). Con tal preparación apenas puede sorprender que
Rojas estuviera orgulloso de su «gran copia de sentencias entretejidas». Pero
lo que esta hipótesis no explica es cómo supo tan bien «entretexerlas» en la
vida hablada. Para un estudio general de los géneros de «repetitio», ver
H a j n a l , p p . 138-141.
93 Para la fecha: La originalidad, p. 37. Para las normas: G a r c í a M e r -
c a d a l , p. 144. Para el uso de Terencio como texto: A jo, II, 237. Para el entor
no general: E, J, W e b b e r , «The Literary Reputation of Terence and Plautus in
Medieval and Prerenaissance Spain», HR, X X IV (1956), 191-206. El P. O l
m e d o observa que Ovidio y Terencio eran los textos ordinarios para las clases
de gramática, p. 163.
— 308 —
mido de todos el que calificaba de latinista al aspirante principiante,
permitiéndole pasar de las «Escuelas Menores» a una especialidad
determinada. Durante esta prueba, el atemorizado y consciente estu
diante podía oír no sólo el eco agresivo e incluso brutal de las pre
guntas, sino también su propia voz que contestaba tímidamente como
a distancia. Al enemigo de Fray Luis de León, León de Castro, se le
temía de modo particular su violencia oral: en algunas ocasiones,
según los testimonios, pasó de las palabras a los hechos, espantando
a los aterrorizados y mudos candidatos con su bastón91. En conjunto,
había poco silencio y un tiempo limitado para leer, escribir o meditar
en la rutina diaria del estudiante en Salamanca. No era de sorpren
der, pues, que Rojas hubiera transcrito las voces de sus caracteres
durante unas vacaciones, cuando podía oírlas sin interrupción. Como
observaba Luis Vives en su amarga crítica de la educación superior
de su tiempo, De causis corruptarum artium, «así, esos novatos han
de acostumbrarse a no callar nunca, a afirmar reciamente lo que les
viniere a la boca, porque no se diga que en trance alguno cedieron»
( O bras com pleta s, trad. L. Riber, Madrid, 1948, vol. II, p. 378)9S.
La resistencia de la palabra a la sustitución por la letra impresa
no era solamente cuestión de una tradición profundamente arraigada
ni del encanto de lo sonoro. El concepto oral del saber era defendido
por dos paladines indiscutidos e invencibles: la fe católica y los clási
cos. La palabra hablada y el aprender por medio de la palabra habla
da no sólo eran habituales: eran además sagrados. Así, el clímax
de una ceremonia de tres horas y media prescrita para el doctorado
era una lectura del comienzo del evangelio de San Juan «In principio
erat V erbum ». García Mercadal describe el momento de manera pin
toresca: «Cuando el candidato iba a llegar al final, el bedel mayor
daba con su bastón un golpe en el estrado, y todos, maestrescuela,
rector, doctores y público caían de rodillas, permaneciendo en tal ac
titud y con la cabeza severamente inclinada, mientras el graduado,
también de rodillas, pronunciaba las palabras: ”Et verb u m caro fac-
tum est, et habitavit in nobis ” Es como si se identificase con Cristo
recién nacido» 96■
— 309 —
Tan importante como esta continuidad del « V erbum » divino y
la palabra académica 97 era la reverencia humanística hacia la retórica
ciceroniana. Recién entendidos en tiempo de Rojas, los distintos tra
tados de Cicerón eran estudiados diligentemente a la vez como libros
de texto en el arte de persuadir y como camino en la transformación
personal. La idea de Cicerón de que el perfecto orador era también
un ser humano perfecto quizá no fuera compartida por algunos cíni
cos entre los estudiantes que le leían; pero contribuía no obstante a
la nueva afirmación del prestigio de la palabra hablada. Cuando Ne-
brija, por ejemplo, quería alabar a Plauto como artista literario, le
describe como un maestro de la palabra: «Flautus est sum m us orator
ut om nium hom inum g es tus sciat e ffin g e r e » 98. Fueron alabanzas
como éstas las que asimiló Rojas. Pudo ser escéptico acerca de los
beneficios morales de la retórica —Celestina es el orador más convin
cente de España— , pero estaba claramente fascinado por las potenciali
dades de la palabra para la creación de nuevos seres humanos.
Este punto puede necesitar alguna aclaración. Como observan
Charles Homer Haskins y otros, la retórica medieval consistía prin
cipalmente en recetas para la composición con la plum a". Servía
como de clave para los misterios del lenguaje escrito (en latín o en
lengua vernácula) como mester opuesto a la tradición oral. Pero pri
mero en Italia con el desarrollo del humanismo, y más tarde en Fran
cia, España e Inglaterra, se llegó a una comprensión gradual de que
la retórica tal como la entendieron los antiguos trataba (en palabras
del mismo Aristóteles) de los «efectos producidos por palabras y diá
logos». Fue precisamente en este momento de comprensión renovada
de la oratoria de los antiguos cuando se compuso La C elestina. Los
elementos del retoridsmo del siglo xv que Spitzer y Samoná 100 en
cuentran tan prominentes en ella son innegables, pero, como señala este
último, quedan transformados por el hecho de la pronunciación indi
vidual. Seria difícil mantener que la postura de Rojas hacia la vida
97 La reverenda hacia e l lenguaje como facultad divina del entendimiento,
está basada, por supuesto en la tradición occidente y, por lo que conozco,
en todas l a s tradiciones. Limitándonos a los libros leídos por Rojas, en la
Visión deleitable, «la lumbre intelectual» constituye la «lengua» de Dios,
mientras que la distinción básica entre un «.idiota» y una cuasi-sagrado «se¡enfe»
es el conocimiento de la retórica (pp. 343, 347 y 392). Hablar era ser humano,
y por lo mismo ser capaz de salvación. Cuatro ¡generaciones más tarde encon
tramos a G u e v a r a identificando a los sordomudos con las bestias sin alma
{Relox de príncipes, Sevilla, 1543, fo. Cvi).
98 Citado por W e b b e r , p. 201.
99 The Renatssanee o¡ the Twelftb Century, Nueva York, 1957, p. 138.
Ver también M. B. K e n n e d y , The Oration in Shakespeare, Chape! HiU,
N. G , 1942, y más concretamente D, L. C l a r k , Rbetoric and Poetry in the
Renatssanee, pp. 44 ss. y 62 ss.
100 «A New Book on the Art of La Celestina», RH, X XV (1957), If 25,
y Aspetti del retoridsmo nella «Celestina», Roma, 1953.
— 310 —
era humanística, pero es innegablemente ciceroniano tanto en el do
minio del lenguaje hablado como en su respeto por lo dicho y lo deci
ble. Para sentir la magnitud de la innovación basta con comparar el
estilo de la prosa de Rojas con el de Juan de Mena o el del marqués
de Villena en su Tratado d e la con sola ción 101. En pocas palabras, La
C elestina es el producto de un momento relativamente breve pero de
inmenso significado en la historia de la literatura. El poder creador
cuasi mágico del lenguaje oral (que estudiaremos dentro de poco) no
había sido aún debilitado seriamente por la imprenta y, al mismo
tiempo, había recibido una dignidad y respeto nuevos como el verda
dero tema de la retórica.
El estudio de las nuevas posibilidades de la dignidad literaria
(Proaza, como recordamos, declara que Rojas era superior a Terencio)
adquirida por el lenguaje oral por medio de los nuevos estudios hu
manísticos, añade un nuevo nivel de significación al concepto de tran
sición. La transición sería una etiqueta demasiado simplista y equivo
cada si tuviéramos que limitarla a una guerra incierta entre la palabra
hablada y la palabra escrita, entre la lectura y la audición. La verdad
un tanto más sutil que acabamos de observar es que la tradición oral
misma estaba en trance de cambio. Rojas, Proaza y sus socios estaban
claramente fascinados por la imprenta, pero —por su falta de pers
pectiva histórica y por su reverenda por los clásicos— no habían pre
visto todavía el futuro cisma entre el lenguaje impreso y el lenguaje
transmitido por la voz humana. No se habían dado cuenta de que el
invento de Gutenberg —como afirma Marshall McLuhan— estaba
ya comenzando a crear un nuevo mundo de palabras escritas que se
difundiría con bastante mayor rapidez 102 que la que el oído y la len
gua pudieron nunca alcanzar.
101 RH, XLI (1917), 110. De una manera clara el autor desconocido del
Acto I inició la transformación de la retórica escrita en oral, pero es un logro
de Rojas haber comprendido creadoramente las innovaciones de su modelo y
haberlas mejorado sustancialmente. Si aquí y en otras partes parezco dar de
masiado crédito al autor continuador, ha de atribuirse a mi admiración por el
extraordinario crecimiento orgánico del conjunto al ser confiado a su cuidado
de hortelano. Para el estudio de un ejemplo concreto (el retrato oral del
arcano depósito de Celestina) de este paso en la evolución progresiva, ver
«Rodrigo de Reinosa y La Celestina», RF, LXXIII (1961), 255-284, por
M. J. R uggerio y yo mismo.
103 The Gutenberg Galaxy (Toronto, 1962), que tanto me ha ayudado a
pensar en estos problemas, es particularmente convincente en su examen del
período llamado de «transición» al que pertenecía La Celestina. Durante la vida
de Rojas, la lectura había girado de un rito sabio a una costumbre diaria, como
lo demuestran los libros de caballería que se encuentran en su biblioteca per
sonal. La aparición gradual de un público habitual y silencioso de lectores
—lectores que, como su paladín, Alonso Quijano, devoraban a libro por día-—
era, como puntualiza McLuhan, al menos tan importante como el cambio
ideológico para la transformación de la literatura medieval durante la primera
mitad del siglo xvi,
— 311 —
Ahora ya podemos constatar las ganancias y pérdidas que se si
guieron. Lo que se perdió de hecho en entonación, personalidad e
inmediatez en la relación entre autor y público, había de compensar
se no sólo en eficacia y cantidad, sino también en una nueva capaci
dad para comunicar experiencia en profundidad, para captar en la
novela cervantina la complejidad y la simultaneidad del vivir I03. Pero
esto no había sucedido todavía. La lectura se concebía todavía como
lectura en voz alta para uno mismo o para otros. La obra D e H íspa
nm e laudibiis del Sículo estaba escrita en siete libros, cada uno de
ellos pensado para una sesión vespertina; las cartas humanísticas que
él y Pedro Mártir se complacían en enviar y coleccionar están escritas
en un estilo que con toda evidencia ha sido escuchado con deleite;
incluso la gramática latina de ese primer explotador académico del
mercado de libros de textos, Nebrija, estaba rimada a fin de que se
— 312 —
pudieran leer en voz alta y aprenderse de memoria m . La imprenta, en
otras palabras, no había creado aún un público de lectores silencio
sos; había multiplicado simplemente el número de textos disponibles
para la lectura en voz alta.
Precisamente en este sentido es en el que la Salamanca de Fer
nando de Rojas se hallaba en estado de transición. Había un comercio
floreciente de libros impresos a lo largo de la nueva «calle de los
Libreros»; una nueva biblioteca universitaria se había terminado en
la década de 1480; la lectura para recreo personal y la más libre
circulación de textos dentro del reducido público estudiantil comen
zaba a suplir la repetición académica. Pero al mismo tiempo, ninguno
de los afectados por estos cambios potencialmente revolucionarios
había modificado su habitual sentido del lenguaje. Escribían para ser
oídos, no leídos, y leían como si estuvieran declamando, moviendo
sus labios y haciendo gestos abortivos mientras paseaban. Compa
rarlos con colegiales sería altamente descortés, pues sabían leer con
grada sonora y con una conciencia de lo que suponía la palabra, cosa
que ha sido olvidada hoy y que sólo los hombres muy preparados en
una Universidad oral podrían realizar. Pero tenían una cosa en común
con una clase de párvulos: su sentido del lenguaje era todavía profun
damente oral.
En esa época y en esa Universidad era la cosa más natural del
mundo el que Rojas «hallara» el fragmento del primer acto circulan
do entre sus compañeros y de que lo leyera en voz alta para sí una y
otra vez: « ... leylo tres o quatro veces. E tantas quantas más lo leya,
tanta más necessidad me ponía de releerlo e tanto más me agradaua
y en su processo n u evas sen ten cias sentía». Rojas no aprendía, ni
veta, ni siquiera en con traba las viejas sentencias que anteriormente
habían pasado desapercibidas. Más bien las escuchaba. «Sentir»
—como saben los lectores de las comedias del Siglo de Oro (y queda
definido en el D iccionario d e autoridades)— se emplea generalmente
en un sentido auditivo 105, mientras que « sen ted a s» (según el mismo
diccionario) es «d ich o grave, y sucinto que encierra doctrina o mora
lidad». Lo cual equivale a decir que Rojas descubría una significación
cada vez más honda detrás de los «signos» hablados a medida que los
iba pronunciando y a medida que se escuchaba a sí mismo una y otra
vez. En resumen, nos está describiendo el proceso de adquisición de
la sabiduría o ralI06.
— 313 —
Tampoco puede sorprender el que la intimidad oral de Rojas con
los interlocutores del acto I, su virtual identificación con ellos en el
decir, le hubiera llevado a continuar sus vidas. La comprensión de la
manera en que leía Rojas nos lleva a la comprensión de su forma de
escribir. Istvan Hajnal ha puesto de relieve hasta qué punto la tarea
de escribir y sobre todo el proceso de aprender a escribir era en las
Universidades medievales un asunto hondamente oral. Cada etapa del
aprendizaje del estudiante escritor iba acompañada por el ejercicio de
una pronunciación esmerada (pronuntiatio). Para escribir (como para
leer) había que oírse a sí mismo, con el resultado de que las palabras
nunca iban divorciadas del sonido y de la entonación calculada. Como
concluye Hajnal,
En la Edad Media, el escribir era algo auxiliar, la expresión materializada
de una técnica sumamente sensible y disciplinada de la cultura verbal; y,
como tal, ía escritura encontró su lugar en todos los campos de la obra oral.
No eliminaba la obra oral; no la hacía desaparecer; por el contrario, contribuía
a su reforzamiento ltfí.
— 314
ba de una conversación a otra. Hombre de prodigiosa (para nosotros
inconcebible) sensibilidad oral, Rojas oía voces tan auténticas y reales
como cualquiera de las oídas por Juana de Arco. Las voces de Ro
jas, sin embargo, no venían de lo alto, sino del infierno de la con
ciencia humana, y en el mismo acto de leer y escribir se dejaban escu
char a través de su propia boca. La C elestina demuestra cómo la plu
ma oral en la mano derecha de un genio oral se ’hizo magna creación.
Tal cual fue escrita La C elestina, así esperaba su autor que fuera
leída: en voz alta y a un grupo íntimo. La idea de innumerables ge
neraciones futuras de lectores callados era ajena a los autores de aquel
tiempo. Estaban más bien interesados en sus socios congregados en
grupos pequeños: «cuando diez personas se juntaren a oyr esta come
dia». De modo antitético al de —pongamos— una novela de Stendhal,
La C elestina apunta al oído y al corazón, es decir, los dos blancos su
cesivos del lenguaje oral. Pero había peligro también en una trayec
toria tan plana. Rojas había estado herido y, en realidad, abrumado
por el impacto oral directo del acto I, pero bien pudiera ser que otros
lectores reaccionaran de modo diferente y para evitar «detractores y
nocibles lenguas», el anonimato —o por lo menos las calculadas estra
tegias de una cuidada revelación personal— pudiera ser necesario.
Unos treinta años después de escrito el prólogo, Antonio de Gue
vara incluía en el «argumento» a su b est-seller europeo, El R elox d e
P rín cip es, una descripción que ilustra como si fuera en caricatura las
reflexiones de Rojas sobre la violenta «batalla o contienda» que su diá
logo suscitaba entre sus oyentes. Guevara describe una escena en que
tres o cuatro personas discuten de sobremesa una obra literaria: «to
mando un libro entre manos, uno dize que es prolixo; otro dice que
habla fuera de propósito; otro dice que es escuro; otro dize que tiene
mal romance; otro dice que todo lo que dize es ficto; otro díze que no
habla provechoso; otro dize que es curioso; otro dize que es mali
cioso; por manera que a mejor librar la doctrina que da por sospe
chosa, y el autor no escapa sin macula. Presupuesto que son tales los
que lo dizen, y adonde lo dizen es sobremesa, dignos son de perdonar:
pues hablan no según los libros que avian leydo, sino según los man
jares que avian comido...» 1W. Siendo como son de carne y hueso, un
auditorio semejante, al ser comparado con un público anónimo, bien
pudiera ser tan turbulento que hiciera necesario el anonimato del
. * . s¡rs
autor.
Pensar en La C elestina como obra de transición en este sentido
limitado es, creo yo, mucho más revelador que creer que es una mez-
autor. Esta idea extraña y paradójica para lectores de siglos posteriores puede
en realidad (como se sugirió al principio) ahondar más que solucionar el mis
terio de cómo fue posible la continuación de Rojas, pero sí creo que ayuda por
lo menos a simarlo en su contexto propio.
109 Del prólogo a la edición anteriormente citada.
315 —
cía de características medievales y renacentistas. Algunas de las «pa
radojas» más enigmáticas que han dado fama a la obra quedan ilumi
nadas —si no explicadas— por la comprensión de la tradición oral
que está detrás de la fachada impresa. Por ejemplo, en las primeras
ediciones, la falta de acotaciones marginales, de subrayados, de pun
tuación en el sentido moderno, e incluso de sangrados tipográficos,
sólo pueden entenderse en términos de la fuerza oral que^ todavía
poseía la palabra, de su capacidad para sugerir la pronunciación y
entonación sin ayuda externa 110. Hernán Pérez de Oliva observa en la
introducción a su traducción del A m phhryon (impreso según esta
misma tradición en 1525, y, aparte de la Propalladta, la única obra
en diálogo, propiedad de Rojas):
El estilo de dezir en comedia es tan díuerso como son los mouimientos de
los hombres. A vezes va tibio, y a vezes con heruor; unas con odio, y otras
con amor; graue algunas vezes y otras vezes es habla familiar... 111.
Pero sin las acotaciones específicas del autor, así como de la ayuda
tipográfica, el lector moderno se perderá sin saber cómo sortear tal
variedad de entonaciones.
En estos comentarios de Pérez de Oliva sentimos la incertidum-
110 Un ejemplo clave al comienzo mismo es el siguiente: «Cal.— ¡Sempro-
nio, Sempronio, Sempronio! ¿Dónde está este maldito? Setnp.—Aquí soy, se
ñor, curado destos cauallos. Cal.— Pues ¿cómo sales de la sala? Setnp.— Aba
tióse el gíritalte e vínele a enderezar en el alcándara. Cal.— ¡Assí los diablos
te ganen!...» Sólo oyendo el tono de las dos excusas nada convincentes e im
premeditadas para disculpar su no hacer nada en la sala durante la ausencia
de su amo (así como el tono de incrédula irritación de éste) nos puede indicar
qué está ocurriendo en realidad. Traductores que no captan el tono, tales
como Símpson (Berkeley, 1955) y Hartnoll (Londres, 1959) alteran total
mente el intercambio a causa de la incomprensión oral en inglés. El primero
pone esta pregunta de Calisto a Sempronio: «¿Por qué dejaste la sala?» Y el
segundo, preocupado por atar los cabos de la trama, cree el cuento de Sempro
nio, ya que el halcón ha debido «volver volando a su alcándara». Singleton
(Madison, ’Wis., 1958) y otros traducen correctamente, pero no aciertan a ayu
dar al silencioso lector a comprender la pereza de Sempronio. La mejor so
lución que he visto es la encontrada por E. Hartmann y F. R. Fríes (Bre-
men, 1959), quienes hacen preguntar a Calisto a Sempronio: «¿Por qué, pues,
saliste corriendo de la sala?» Aquí la acción suple sabiamente a lo que se
ha perdido de entonación. Quizá un tanto demasiado explícita es la interpre
tación de Barth, que pinta a Sempronio tendido en un «triclinium» en ausen
cia de su amo.
111 Citado por W . A t k in s o n , «Hernán Pérez de Oliva», RH, LXXI, 1927,
p. 400. Pérez de Oliva, que Uegó a Salamanca en 1508 a la edad de catorce
años, estuvo claramente influido por el estilo de La Celestina (igual que el
otro traductor del Amphitryon, Villalobos), como indican las observaciones que
preceden sobre el decóram oral. Lo mismo que Nebrija («Terentius est sum-
mus orator»), Pérez de Oliva se daba bien cuenta de la semejanza del diálogo
de la comedia y de la oratoria: «Las comedias antes escritas fueron fuentes
de la elocuencia de Marco Tulio, que mucho amó su muy familiar Terencio.»
— 316 —
bie implícita de la famosa lección sobre la elocución de Alonso de
Proaza:
Si amas y quieres a mucha atención / leyendo a Calisto mouer los oyen
tes, / Cumple que sepas hablar entre dientes, / a vezes con gozo, esperanza
y passión, / A vezes ayrado con gran turbación. / Finge leyendo mil artes y
modos, / Pregunta y responde por boca de todos, / Llorando y riyendo en
dempo y sazón i12.
— 317
Aunque el comer, el dormir, el anochecer y el amanecer (que marcan los
segmentos de la acción) crean la ilusión de que todo se desenvuelve ante
los ojos del lector, la acción proyectada en La Celestina no es la corriente
ininterrumpida de la realidad, sino más bien una selección típica de la misma,
que no coincide en ningún punto con la continuada secuencia de la vida in .
— 318 —
literatura medieval poco sofisticada y oral (una balada o cuento de
hadas), peto en las páginas impresas de La C elestina nos desorienta.
« L e e l o s y s t o r ia l e s, e s t u d ia los f il ó s o f o s ,
M IRA LOS PO E TA S»
— 319
influencia de la Guia d e p erp lejo s, de Maimónides, detrás de la
semicris ti anidada alegoría de La visión d eleita b le (preparada para la
imprenta en 1480 por el converso Alonso de la Torre) m .^
Tampoco fueron descuidados los mejores escritos del siglo xv es
pañol en ese primer intento de encontrar lectores no especializados.
El alegórico L aberinto d e la Fortuna, de Juan de Mena (Salamanca,
hacia 1480); las Coplas, de Fernán Pérez de Guzmán (conocidas por
Las setecien ta s) (1492), y posteriormente su Mar d e historias; el
C orbacho, del Arcipreste de Talavera (1495 )521; los P roverb ios, del
marqués de ¿antillana (1490), así como las crónicas (la C rónica d e
España, de Mosén Diego de Valera, fue la más popular), ca n cion eros
y obras de piedad fueron rescatadas del pasado y distribuidas en can
tidad m .
Pero, ¿qué significan estos hechos dispersos? Debemos recordar
que estamos hablando de un período inmediatamente anterior a la
revisión de Garcí Rodríguez de Montalvo de un oscuro libro de ca
ballería medieval llamado Amadis d e Gaula. La aparición de este pri
mer b est-seller mundial en 1506 ha sido considerada comúnmente
— 320 —
como un paso importante hacia la formación de una entidad todavía
no prevista por Rojas y su círculo oral de «socios»: un publico na
cional. Sin embargo, no creo que haya que destacar demasiado esa
novela y su fecha como una divisoria de aguas. Que el proceso fue
gradual y que una comunidad de aislados y silenciosos lectores no
nació de la noche a la mañana, nos lo atestiguan la escena conocida
de Don Q u ijote en que el ventero describe la lectura en voz alta de
una novela de caballería a segadores reunidos en su venta en un día
de verano. De modo similar se podría decir que el éxito nacional del
A madís fue preparado por la ¿amorosa acogida que grupos disper
sos localmente (uno se los figura al principio compuestos fundamen
talmente por titulados universitarios y sus familias) hicieron de los
libros publicados en décadas anteriores.
Admitiendo, pues, la importancia de la obra de Montalvo al crear
una ficción en prosa que pudo leerse silenciosamente por los solita
rios Alonsos Quijanos de este mundo (frente al diálogo hablado de
h a C elestina y el C orbacho) m, hemos de procurar todavía no pasar
por alto el cambio repentino en la relación de literatura y sociedad
experimentado por Rojas y su generación. La lectura, para estas gen
tes, aun cuando seguía siendo primordialmente oral, se había conver
tido rápidamente en una actividad fascinante y en un tópico absor
bente de conversación. La intensa reacción de Rojas al acto I, así
como las disensiones inspiradas por la lectura que él y Guevara des
criben, parecen típicas de los primeros años de la imprenta. Como
observaba con cierto retintín un discípulo de Nebrija, «el que publica
una nueva obra tiene que oír muchos pareceres» m .
— 321 —
2t
De todo esto podemos intuir una importante conclusión: para la
génesis de La C elestina, el repentino autodescubrimiento del futuro
autor en cuanto lector es al menos tan importante como el anterior
descubrimiento de sí mismo en cuanto converso. En otras palabras,
Rojas se hizo escritor de la misma manera que Cervantes, Shakespeare
y sus herederos se hicieron escritores: como resultado de la lectura.
No necesitamos forzar nuestra capacidad para la imaginación histórica
a fin de volver a captar la excitación que reinaba entre los estudian
tes y el claustro de Salamanca cuando descubrieron lo que significaba
leer no manuscritos consagrados, sino libros de los que podían go
zar y que podían juzgar con toda libertad en sus propios méritos.
Aparte los campos personales de especializarión, se dieron cuenta de
que compartían, discutían y posiblemente contribuían a una común
vida intelectual e imaginativa. Estos jóvenes ávidos —dispuestos,
como Cervantes, a recoger de la calle trozos de papel impreso— se
pueden comparar a peces que de repente se han visto trasladados de
un estanque tranquilo a una corriente impetuosa. Aunque inmersos
todavía en el mundo oral de sus antepasados, encontraban un repen
tino y nuevo júbilo de vivir en él.
La C elestina, como libro nuevo enviado a la imprenta, no era el
único de su clase ni siquiera el primero. Una vez creado el mercado
de libros antiguos no disponibles hasta entonces, el siguiente paso
—la composición y circulación de nuevos libros— era fácil de dar.
Editores y revisores de textos conocidos tenían ahora que competir con
los nuevos autores. Aparte el mismo Rojas, el mayordomo converso
Diego de San Pedro fue el de más éxito y el más digno de notar de
entre estos últimos. Después de publicar el manuscrito de su T ractado
d e a m ores (acabado probablemente años antes) en 1491, parece haber
sido el primero en escribir una obra literaria (La cá rcel d e am or prime-
mera edición, Sevilla, en el annus mirabiUs de 1492), con miras a la
publicación IZS. Aparte de los méritos como «novela sentimental», su
125 Una serie de hechos son relevantes en esta hipótesis. Como es bien
sabido, la primera «novela sentimental» de San Pedro, el Tractado áe Amores}
fue escrita en 1483 y tardíamente publicada en 1491. Fue un éxito inmediato,
y^un año después apareció en el mercado la Cárcel — dirigida al mismo ávido
público. Que fue escrita después del Trataáo queda afirmado por el mismo
San Pedro, y que fue escrita mucho después se desprende del estudio que
hace Gili Gaya de_ su simplificación estilística. (Introducción a las Obras, Ma
drid, 1950.) Francisco Márquez presenta pruebas adicionales de los años de
experiencia^ que separan la creación de las dos obras en su « Cárcel áe Amor,
novela política», RO, IV {1966, 185-200). El primer entusiasmo de San Pe
dro por los Reyes Católicos, que es evidente en el Tractaáo, fue reemplazado,
como demuestra Márquez, por el horror del despotismo real. Hay incluso
— como en La Celestina— arremetidas medio veladas contra la Inquisición y
su justicia especial {ver Cap. III, n. 45). Una vez que se admite un lapso sus
tancial destiempo entre los dos períodos de la composición, la suposición de
que el estímulo para acometer la creación de la segunda novela fue la popu-
— 322 —
aparición en ese año como la primera novela escrita en castellano para
la imprenta es un hecho al menos tan significativo para la sociología de
la literatura española como el de Amaáís. El clima intelectual de Sala
manca desde el tiempo del bachiller Alfonso de la Torre había sido par
ticularmente favorable a esta nueva actividad. Los estudiantes y el
claustro estaban preparados para la composición oral (la preparación de
las repeticiones, disertaciones, objeciones y demás) y, dado que no
distinguían entre el lenguaje hablado y el escrito, era natural que se
encontraran preparados para dar a la imprenta nuevos escritos. Lo
cual equivale a decir que, en un sentido, Salamanca —precisamente
por su tradición oral y su énfasis fundamental en la gramática y la
retórica— centró todo su cu rriculu m en la enseñanza de lo que en
mi país se llama «ex p ository ivriting».
El latín era, por supuesto, la lengua de la retórica y de la forma
ción oratoria. Además del poco original pero curioso tomo de adula
ción oral de Lucio Marineo Sículo De H ispaniae laudibus (1495), la
publicación de las repeticiones académicas y otros tratados por el
claustro y estudiantes de los cursos superiores no era infrecuente 126.
No obstante, y a pesar de su recién aprendida y recién apreciada lati
nidad, los habitantes de Salamanca no se sentían reacios a la explo
tación del mayor mercado de libros en castellano. La lista de los tí
tulos en español publicados durante los pocos años de la residencia de
Rojas es impresionante. Francisco de Villalobos resumió su recién
adquirida ciencia en su Sumario d e M edicina U498], escrito (proba
blemente para la repetición oral) en verso como el de su modelo,
Avicenna. Luis de Lucena, el hijo de Juan de Lucena que había escri
to el Libro d e la vida beata (1483), siguió las huellas de su padre
publicando su R ep etición d e am ores e arte d e axedrez (1497) cuando
estaba «estudiando en el preclarissimo studio de la muy noble ciudad
de Salamanca» m . Por lo que se refiere a la poesía, además de la
— 323 —
didáctica Crianza y virtuosa doctrina (citada en nota 48), dedicada
a doña Isabel por un «hijo de la Universidad», Juan del Encina, un
graduado reciente, publicaba su C ancionero en Salamanca en 1496 m.
Pasar de este resumen de publicaciones de sus compañeros univer
sitarios al propio comportamiento creador de Rojas como estudiante
nos llevaría directamente al problema de las fuentes. La primera pre
gunta que nos deberíamos hacer sería exactamente qué clase de libros
el ávido joven lector había devorado y más tarde incorporado a su
escrito. Afortunadamente, este aspecto de la biografía de Rojas ha
sido investigado de forma adecuada (por Menéndez Pelayo, Castro
Guisasola y María Rosa Lida de Malkiel, entre otros) y no necesita
mayor discusión ahora. Podemos extrañarnos, sin embargo, al darnos
cuenta de que muchas de las fuentes conocidas brotan de los libros
en latín y en español almacenados por los libreros que competían
por el comercio académico en la rúa Nueva (más tarde calle de los
Libreros) durante los años de 1490 m . Los celestinistas todos sabe
mos que la edición de Petrarca convenientemente dotada de un útil
índice de lugares comunes era una n ou vea u té literaria 130 y que Te-
— 324 —
rancio constituía un b est-seller entre los estudiantes mucho mayor que
las comedias humanísticas m. La antología escolar de autores latinos
antiguos y modernos de Albrecht von Eyb mencionada anteriormen
te es otra posibilidad (aunque dudosa, como veremos). Por lo que al
español respecta, las traducciones de la Viammeita y la H istoria d e
d u ob u s am antibus, así como las obras de autores nativos tales como
Rodrigo de Cota U2, Diego de San Pedro, Jorge Manrique, Martínez
de Toledo, Rodrigo de Reinosa y Juan del Encina, todos ellos estu
vieron presentes °3. La C elestina no es sólo una obra maestra eterna;
está también —o estuvo— integrada dentro de la vida literaria o
intelectual de su época, fue un libro escrito en una sociedad y una
década en que la lectura ya no constituía un ritual infrecuente y toda
vía no un hábito trivializado.
Estas consideraciones nos ayudarán a entender también la forma
peculiar de Rojas de incorporar lo que había leído a lo que estaba
escribiendo. El mosaico descarado de las fuentes de La C elestina
(fuentes probablemente conocidas de sus lectores), así como la con
fianza del autor en que la expresión oral de su estilo podría rejuve
necerlas y renovarlas, son dos fenómenos de transición. El Q uijote,
como prodigiosa obra maestra de palabras escritas, era consciente de
préstamos literarios y de su propia condición de obra impresa. Pero
La C elestina, compuesta enteramente a base de palabra hablada, es
natural que fuera irresponsable en sus citas. Es decir, tomó prestado
de otros textos compuestos oralmente de una forma tan libre y tan
sin problemas como una balada toma de otra, o un profesor de otro.
fue esencial, como hemos visto (Cap. V, n. 5), y como sabemos es esencial
para establecer la fecha de la composición de Rojas,
B1 Como hemos mencionado anteriormente, sólo el Pbilodoxus parece
haber sido publicado en Salamanca durante la estancia de Rojas. Sin embargo,
los dos autores pudieron haber tenido a su disposición otras comedías neo
latinas, sea importadas (como su Petrarca) o impresas en España y perdidas
desde entonces. Que supo de la existencia del género es cierto, ya que frag
mentos de una serie de tales comedias se incluyen en la antología latina
Margarita poética, que estaba en su biblioteca. Para su posible influencia
en La Celestina, ver Cap. V III, n. 67, En la misma tradición estaba la cu
riosa « d ramatizad ó n» de un hecho corriente (el intento sobre la vida del
Rey Fernando) por Cario y Marcelino Verardi: el Fernandas seruatus, Roma,
1493. Según Menéndez Pelayo, la híbrida designación genérica del Acto 21
de Celestina como tragicomedia pudo haberse derivado de aquí ( Orígenes,
pág. 291).
02 Aparte de Castro Guisasola, ver M. J . Ruggeiuo, The Evolation of the
Go-Between in Spanisb Liierature through the Sixteenth Century, Berkeley
y Los Angeles, 1966 (para la tradición dentro de la cual tanto Cota como
Rojas manifestaron su originalidad) y la introducción de Elisa Aragone a su
edición del Diálogo, Florencia, 1961, págs. 48-54 (para estudio más completo
de paralelos específicos).
133 Sólo los dos últimos necesitan anotación. Pata Reinosa, ver n. 101,
y para Juan del Encina, ver C. d e l R e a l de la R iva, Notas a La Celestina,
Strence (homenaje a Manuel García Blanco), Salamanca, 1962, págs. 387-391.
— 325 —
La diferencia, por supuesto, entre la práctica de Rojas y la de un
poeta popular es que el primero, como hemos visto y veremos nueva
mente, sabía muy bien explotar la ironía que la incrustación de los
lugares comunes robados dentro de las situaciones específicas del
diálogo le permitía. Aparte de esto —como Menéndez Pidal fue el
primero en señalar 134— el prosista oral y el poeta oral trabajan en la
misma forma. O, enfocando la misma cosa desde distinto punto de
vista: si bien hoy es habitual acentuar la disparidad entre erudición
y vida, la Salamanca de Rojas no reconocía este bache como insalva
ble. El resultado (como observa la señora de M alkiel)135 es la singu
lar vulnerabilidad de La C elestina a la crítica anacrónica y a la falsa
interpretación. El mismo Menéndez Pelayo juzgaba «pedantesco» el
uso del Petrarca por Rojas y la inverosímil erudición de las últimas
peroraciones de Melibea y Pleberio, «impertinente». La primera
tarea del que quiere explicar La C elestina es precisamente ésta: hacer
comprender a sus alumnos una época de transición en que el saber
prestado podía ser un componente de la vida hablada.
Don Ramón, por supuesto, estuvo preocupado por destacar la na
turaleza oral de la creación de Rojas para poder solucionar a su ma
nera el clásico problema de la unidad de La C elestina. Y con razón.
Sólo pensando en términos del romancero y de la épica podemos co
menzar a entender cómo autores distintos pudieron colaborar tan
íntimamente. En este sentido se podría decir que el Acto I fue la fuen
te más importante y al mismo tiempo la más completamente asi
milada de La Celestina. Pero, además de la peculiar destreza del artista
oral para insertarse en la creación de otro, debemos aceptar también
como un hecho (o al menos como una fuerte probabilidad) que el
acto I fue tan fruto de la Universidad como los que le siguieron.
Salamanca fue donde Rojas lo «halló», y sólo en Salamanca se podía
aprender a citar a Aristóteles y demás autoridades admiradas por sus
personajes. Ambos autores se criaron en el mismo invernadero aca
démico y más o menos en la misma década, ya que ciertos indicios in
ternos (a pesar del supuesto arcaísmo de ciertas palabras y expresiones
indican que el fragmento original fue escrito después de 1490) m .
— 326 —
Fue la comunidad de formación e intereses la que unió a sus espíritus
lo suficiente como para permitirles que una constante corriente de
diálogo pasara de uno a otro.
Un factor final, no susceptible de prueba pero, para mí, virtual-
— 327 —
mente cierto, sería la comunidad de castas. Es posible, e incluso pro
bable, que Rojas conociera la identidad de su predecesor lí7, pero, de
todos modos, la fingida y significativamente tardía especulación
de que pudiera ser o «Cota o Mena con su gran saber» Índica la con
ciencia de orígenes similares. Estas suposiciones (que el autor del
Acto I fue otro converso educado en Salamanca) son la mejor refuta
ción que yo puedo presentar a los que interpretan la doble paternidad
como una demostración de la «irrealidad» de Rojas. Estos dos hom
bres, precisamente por las circunstancias sociales e intelectuales que
compartían, llevaron unas vidas altamente conscientes y dolorosamen
te reales. Por otra parte, ni éste ni ningún otro intento de comprender
el misterio de su colaboración (lo que equivale a decir de su común
ironía) debe conducir a menguar la admiración de su maravilla.
amores. Como en el caso de la Orbajosa de Galdós, los modelos clasicos
que aparecen en el diálogo son traicionados por la existencia humana.
Una segunda indicación de que la fecha del Acto I era cercana a la
de la Crónica resulta de la observación de Menéndez Pídal de que la lectura
equivocada de Erosístrato hecha por Rojas en el manuscrito del Acto I
como «Eras y Crato» (cambiada más tarde por «Hipócrates y Galeno») era
resultado de su ignorancia de una anécdota que aparece en Dktorum jacto-
rumque memorabUium exempla, de Valerio M á x i m o , traducido por primera
vez en 1495 (Antología de prosistas, Buenos Aires, 1951, págs. 58-59). Esto,
sin embargo, es menos decisivo, ya que el autor del Acto I pudo haberla
leído en una de las muchas ediciones latinas impresas en las décadas del 70
y del 80. Su latín era ciertamente capaz de ello, ya que las traducciones de
Séneca parecen ser suyas propias. En cuanto yo puedo ver, no proceden de
las versiones impresas que corrían de Pérez de Guzmán y de Alonso de
Cartagena.
Volviendo a Rojas, es posible que recordara su confusión juvenil y reco
nociera su error cuando leyó la anécdota de Erosístrato, sea en su ejemplar
de Los Triumphos de Apiano, Valencia, 1522, o en su traducción de / trionfi
del Petrarca, Logroño, 1512, en que se alude a esa anécdota, en el dedicado
al triunfar del Amor.
lí7 Así lo supongo, primeramente por la proximidad de las fechas esta
blecidas arriba. Pero existe además otra anomalía menor en el Acto I que
indica que Rojas tenía alguna idea de los planes de su predecesor para
terminar la obra, idea que quizá Índica su posesión de otra información
no revelada en la «carta a un su amigo». Que Erosístrato sea la lectura correcta
por el Eras y Crato de Rojas se desprende ciertamente s¡ atendemos a la
alusión a Seleuco (el padre de la anécdota original que, aconsejado por su
médico, Erosístrato, abandonó a su esposa a un hijo mayor — de otro matri
monio— a fin de curarle de la enfermedad del amor) que sigue en la
misma frase. Y si esto es así, la frase «plebérico corazón» tiene que referirse
a Pleberío como padre de Melibea, lo que no deja de sorprender, ya que su
nombre no se menciona en el Acto I. Ni Rojas mismo habría entendido la
alusión a Erosístrato ni luego habría usado el nombre, ni lo hubiera podido
insertar después de nombrar al padre de Melibea. Estas dos alternativas
dependen de su conocimiento de la anécdota de Celeuco y su médico,
conocimiento que no tenía. Por tanto, el primer autor desconocido debió
pensar llamar Pleberio al padre de Melibea. Y Rojas debió conocer esa
intención de alguna fuente exterior al texto, posiblemente de oídas, posible
mente de un proyecto provisional tal como el «Argumento de toda la obra».
328 —
Resumiendo, la Salamanca de Fernando de Rojas no sólo fue un
refugio intelectual, ni únicamente un ambiente que experimentaba
una intensa renovación histórica; representó algo así como el más
alto nivel cultural jamás alcanzado por una sociedad oral. La impren
ta no había diluido o borrado los límites del lenguaje. Ni había crea
do todavía un público capaz de limitar la creación literaria por medio
de expectaciones habituales: esto es una novela; esto es un drama.
Pero había multiplicado, en las dos décadas de su existencia efecdva
en España, las posibilidades de la experiencia literaria. Todavía más,
ese género importantísimo de experiencia había dado una intensidad
inesperada, un sentido de novedad y de repentina autoconciencia sin
precedentes. Era un mundo en el que ni el lector ni el escritor habían
explorado los límites y exigencias de la creación en palabras. Por
ejemplo, todavía no se reconocía que la conversación tenía que se
guir las reglas del decoro; el tiempo, consecuente; y las acciones, mo
tivadas de modo convencional. Pero era también un mundo en que
tanto el que hacía libros como el que los compraba estaban profun
damente agitados por las nuevas posibilidades de publicar lo escrito,
posibilidades que parecían estar abiertas a cualquiera que estuviera
ducho en las artes del decir.
Una comparación con la América de Hernán Cortés puede ser ilu
minadora, aunque rebuscada. Dejando a un lado el juicio de Las Casas,
se puede mantener imparcialmente que la conquista de Méjico, Perú,
Chile y el resto, representó la más alta expresión del sentido caballe
resco de la vida. Lo cual en esencia equivale a proponer que tales
conquistas sólo fueron posibles para unas personas inconscientes de
las limitaciones del heroísmo. Los primeros años después del descu
brimiento de América y del descubrimiento de la imprenta fueron
momentos únicos en la historia militar y literaria. Tenían en común
una calidad de aventura, de ilimitadas posibilidades nuevas para los
caminos trazados. Para un desconocido estudiante de Salamanca, atre
verse a escribir y triunfar en la creación de La C elestina; y para su
compañero de estudios, atreverse a atacar y triunfar en la conquista
de Tenochtitlán, son hazañas de incredibilidad comparable.
«E s c u c h a a l A ristó te le s»
— 330 —
de ambos era fácil. La filosofía moral, después de todo, iba dirigida
a la voluntad de un lector u oyente particular, mientras que la filoso
fía natural —es decir, la aristotélica— apelaba a la razón. Uno tenía
que elegir (o ser persuadido a tomar) su medicina estoica, pero el
pensar en silogismos y entender la naturaleza como una compleja
cadena de causa y efecto era algo que había que aprender. Podemos
imaginarnos, pues, a algunos estudiantes leyendo a Séneca y Petrarca
y discutiendo acaloradamente los flamantes incunables que contenían
sus doctrinas, mientras que, en clase, Aristóteles seguía siendo el texto
central, la sustancia misma de su aprendizaje en el razonar y disputar.
Como Universidad, Salamanca estaba necesariamente basada en los
métodos aristotélicos para el reconocimiento y uso de la verdad y, al
mismo tiempo, ofrecía un clima intelectual que favorecía la reflexión
moral independiente.
El carácter complementario de las dos «escuelas» se ve perfecta
mente evidente en La C elestina lí9. Los protagonistas hablan de sus
problemas y situaciones en términos senequistas y petrarquistas: uno
se ha de armar contra la Fortuna; ha de domeñar las pasiones; y así
en las demás cosas. Y, al mismo tiempo, como se desprende del «Ar
g u m en to d e toda la obra» (resumen de la acción, que aparece al co
mienzo), todos quedan atrapados en una incesante cadena de causa y
efecto; cadena que, a pesar de sus buenas resoluciones, son incapaces
de evadir o controlar. La causa inicial es el amor; dice Sempronio en
el Acto I: «¿No as leydo el filosofo que dize: Assi como la materia
apetece a la forma, asi la muger al varón?» 14°. Y una vez que el curso
natural de los acontecimientos ya está en marcha, nada —ni el decoro
social ni la armadura personal— lo puede detener.
Nicówaco. De aquí, el lamento de Quevedo en 1638 de que el estoicismo
había casi desaparecido «no sólo en el vulgo siempre nado, pero aún entre
los que encanezen en las universidades». V er Arnold R o t h e , Quevedo und
Sefieca3 Colonia, 1965, págs. 22-23. Para una apreciación general reciente de
la importancia de Aristóteles en tiempos de Rojas, ver Michael L e v e y, Early
Renaissatjce, Middlesex, 1967.
139 El hecho, observado por Castro Guisasola, de las frecuentes citas de
Aristóteles en el acto Ison sustituidas en los actos de Rojas por el Petrarca
como la autoridad más sonada no niega estas conclusiones. En ambas partes,
como trato de demostrar en el texto, la filosofía natural y moral son com
plementarias. Séneca es el portavoz de la filosofía moral en el Acto I.
140 También en el Acto I, Celestina impresiona a Pármeno con un argu
mento aristotélico a la vez gracioso y pomposo: el amor («el soberano
deley te») es natural y biológicamente necesario para la preservación de la
especie («la humana especie»). El argumento pierde, sin embargo, su encanto
picaresco, cuando al final llegamos a entender las consecuencias fatales de
esta ley natural. A medida que La Celestina camina hacia su inexorable con
clusión, nuestra risa inicial ante la burla del aristotelismo por Celestina (y
también por Sempronio arriba citado) parece espantosamente superficial. Ambos,
condenados por la secuencia inevitable de la causa y del efecto amoroso,
anuncian una verdad más triste de lo que ellos o los lectores de esas páginas
— 331
Aunque las alusiones directas a Aristóteles son más frecuentes en
el acto I que en los siguientes, Rojas permite que sus personajes con
templen en otras ocasiones clave la ordenación implacable de sus
vidas. Una de ellas ocurre en el acto II cuando Pármeno (todavía no
está irremediablemente involucrado en el curso de los acontecimien
tos) resume para su amo todo lo que ha sucedido hasta el momento:
«Señor, porque perderse el otro día el neblí fue causa de tu entrada
en la huerta de Melibea a le buscar, la entrada causa de la ver e ha
blar, la habla engendró amor, el amor parió tu pena, la pena causará
perder tu cuerpo e alma e hazienda» 141. O en otra ocasión, después
de que la acción está concluida, Rojas le permite a Pleberio un mo
mento de penetración más honda: «Yo no lloro triste a ella muerta,
pero la causa desastrada de su morir», y llega a la terrible conclusión
de que él, su hija, su amor e incluso Celestina y los criados son vícti
mas del orden de la naturaleza 142, Han caído como las hojas. Pero
sólo cuando se ven libres de los apuros de la contienda, sienten los
interlocutores su sino. Otras veces confían en una ilusión de libre
albedrío y en las máximas estoicas que son incapaces de relacionar
adecuadamente con la verdad de sus vidas doloridas.
Ni que decir tiene que el conocimiento creador de Fernando de
Rojas del comportamiento humano era más hondo y sutil que todo lo
que pudo aprender en la Universidad de Salamanca; y aún más que
en todo lo que se pudiera encontrar en los escritos de Aristóteles y
de sus comentaristas. No obstante, la forma intencional de La C eles
tina era aristotélica, pues sólo en estos términos podía su autor expli
carse a sí mismo su estructura como una máquina consecuente en su
proceso desde la causa inicial hasta el último efecto 143. Por lo que al
podían imaginar. En estos flirteos iniciales con Aristóteles hay una ironía
no sólo en la trama, sino en el tono, ironía propia de una auténtica tragico
media.
141 Para un estudio más amplio de «cómo Rojas se complace en ajustar
causas y consecuencias recorriendo sin cesar su bien urdida tela, y mental
mente, en el recuerdo o la imaginación, repasa el encadenamiento perfecto
de los hechos», ver La originalidad, pág. 235.
_ 142 Como descubre Pleberio — juntamente con el oyente o lector— en La
Celestina el concepto del orden natural tan consolador a otros «filósofos»
es temiblemente irónico. Desde el punto de vista personal representa el desorden
más abominable. La filosofía moral aquí ha chocado con la filosofía natural,
terminando por anularse las dos, como veremos en el capítulo siguiente.
143 Ver Philosopbiscbe Antbropologie, de G r o e t h u y s e n (citado ante
riormente, Cap. IV, n. 71), pág. 40:
_^ Puedo explicar el por qué de todo detalle y su significado en rela
ción al conjunto; puedo concebir el conjunto e interpretar todo dentro
de él como un elemento integrante significativo. Todo es susceptible
de explicación si comenzamos por el conjunto, el concepto total, la con
templación de la forma más amplia. Todo, pues, se puede abarcar.
Cada cosa pertenece a otra y todas al conjunto.
Este criterio es aplicado sistemáticamente por Aristóteles en todas
— 332 —
lector se refiere, es su gran responsabilidad —y Pleberio se la recor*
dará, si en el curso de su lectura llega a entusiasmarse demasiado—
el darse cuenta de la relación fatal de las partes con el todo. La iro
nía que se desprende de La C elestina hubiera complacido sin duda
a Aristóteles tanto o más que la de Sófocles. Está basada no solamen
te en la presciencia del destino, sino también en un conocimiento in
creíblemente detallado (oculto desde la parte de los personajes) de
cómo es inevitable cada paso hacia la destrucción. Desde el punto aven
tajado de la razón, oímos un mundo de sinrazón y somos llevados a
entender su más íntimo engranaje. En este sentido, La C elestina es
una obra profundamente racional. La razón es una condición tanto o
más importante en su ser como en cualquier drama francés del si
glo xvn, si bien las nociones de Corneille o de Moliere sobre la fa
cultad de la razón pudieran no coincidir con las de Rojas. La obra
española no recomienda necesariamente la razón como solución (Ple
berio parece ser el miembro más razonable del elenco) ni basa su
catástrofe en la sinrazón admirablemente heroica de sus caracteres.
Más bien atisba con desapasionada inteligencia y sardónica ironía
dentro de la irracionalidad de las vidas humanas y recoge con el ma
yor número de detalles posible la inexorable lógica de su destino.
Y, en España, al final del siglo xv, el único lugar que ofrecía una
atalaya tan aventajada era la Universidad de Salamanca.
La pintura de Salamanca como dudadela de la razón en un país y
en una época más característicamente entregada a la pasión, al fana
tismo y al heroísmo, une los dos hilos centrales de nuestra biografía
oculta. Cuando estudiamos los tiempos de Rojas, comentamos en pri
mer lugar el cuento de terror contado a todo nuevo converso durante
su mocedad, para pasar después a las significativas clases de reacción
ante la situación histórica pavorosamente descubierta. Quizá la más
típica de estas reacciones (precisamente por sus profundas raíces en
333 —
el pasado) fuera la confianza en la razón encaminada a un entendi
miento práctico de la condición humana. El resultado natural fue el
comentado al principio de este capítulo: conversos de toda España
afluyeron a Salamanca y más tarde a Alcalá. Allí conseguirían los gra
dos que les permitirían mejorar su situación; allí, como hemos visto,
podrían estar al abrigo de las miradas sospechadas de sus localidades
de origen; y allí, sobre todo, encontraron respeto profesional por su
propia y tradicional postura racional hacia los problemas. Ya hemos
mencionado a los estudiantes autores Francisco de Villalobos, cuyo
Sumario d e M edicina (1498) es un esfuerzo algo temerario para pro
pagar el sentido común médico dentro de una profesión supersticio
sa I44; a Luis de Lucena, con su manida denuncia de la irracionalidad
femenina, y a Alonso de la Torre, cuya curiosa alegorización de Mai-
mónides, La visión d eleita b le, dio nueva relevancia académica con
temporánea a la antigua tradición racional14S. Debemos añadir ahora
que Rodrigo Basurto, cuya obra De natura lo ci e t tem p oris (Salaman
ca, 1494) contiene una brillante explicación de la teoría aristotélica
del tiempo y del movimiento, que se aplica directamente (como ha
demostrado Dorothy Severin)lí6 a la presentación que se hace de ella
en La Celestina. Estos nombres, sin embargo, son tan sólo unos po
cos entre los más prominentes de la larga lista de conversos bachille
res, licenciados y doctores que pasaron por Salamanca como paso
indispensable para las carreras administrativas nuevamente abiertas y
los que se quedaron como miembros distinguidos del claustro. A pe
144 En una carta a su padre escrita el mismo año, Villalobos, defendiendo
a Avicenna, se pronuncia sobre la practica contemporánea de la medicina
con un escepticismo racional que nos recuerda un siglo más cercano a nos
otros. Para terminar — cosa bastante curiosa— hace la primera alusión cono
cida a la figura folklórica hecha famosa más tarde por otro médico: «... todas
éstas son, en mi sentir, falsas invenciones acreditadas por los que corren
detrás de los charlatanes como los carneros de Panurgo...» {Algunas obras,
pág. 120). Como hombre de razón, Villalobos —lo mismo que su socio,
Femando de Rojas— tenía una conciencia muy aguda de las ambigüedades
y mutaciones de la vida humana que están detrás de esa definición engañosa
llamada carácter individual. Típicamente, escribe a su amigo flamenco, Jufré:
«... así que vos... soys compuesto de diversas maneras...» (pág. 9). Y una
vez más, en una carta anterior: «Vos sois amigo de buenos y amigo de
ruynes, diligente y floxarrón, muy cuerdo y muy loco...» (pág. 1).
145 Típico del libro es su desprecio de los Godos «como bestias», su
ataque al prejuicio y a la «pasión» como cegadores de la razón y su disgusto
por esos ámbitos de la vida humana conocidos con el nombre de historia y
costumbre. El autor se muestra particularmente molesto por todas las formas
del cambio irracional (como Rojas lo está en el Prólogo), siendo los más
evidentes los cambios en el vestir (pág. 391). La única defensa contra estos
cambios es la recta razón: «...b ien me place ser desnudo de toda fantástica
opinión, et no moverá más la verdad dicha por boca de cristiano que del
judío o moro o gentil, si verdades sean todas, ni negaré menos la falsía dicha
por la boca de uno que por la boca de otro» (pág. 352).
146 Memory in « La Celestina» (Londres, 1970).
— 334 —
sar de todo su tumulto y belicosidad, las oportunidades ofrecidas por
Salamanca hacían que la Universidad les pareciese a estos semí-exiíia-
dos una aproximación terrena al «Monte sagrado de la Razón» de De
la Torre: «En aquel lugar nunca había noche, que todo era día claro,
y parescía el sol siete veces tanto más resplandeciente que lo acostum
brado sin obstáculo et impedimento de nubes... et cuasi era admirable
que, como la claridad fuese tanta, no hobiese calor excesivo...» 147.
En esta coyuntura, puede ser útil volver al punto de vista socio
lógico. Thorsten Veblen, preguntándose por qué «el pueblo judío ha
contribuido mucho más de lo que de él cabía esperar a la vida intelec
tual de la Europa moderna», llega a la prevista conclusión de que los
factores raciales tienen poco que ver con el tema. Por el contrario,
como vimos que sugería Robert Ezra Park, lo que parece ser respon
sable es la marginalídad creadora del judío;
El judío intelectualmente dotado está en una posición particularmente pri
vilegiada por estar exento de las inhibiciones del quietismo intelectual. Pero
puede acceder a esa exención sólo a costa de la pérdida de su puesto seguro
dentro del esquema de convenciones en que ha nacido, y a costa, también,
de no encontrar un lugar seguro enese esquema de convenciones cristianas
en que se ha metido. Para él como para otros hombres en caso parecido, el
escepticismo que le permite contribuir al crecimiento y difusión del saber entre
los hombres supone una pérdida de la paz de espíritu que es la herencia del
«quietista» seguro y sano. Se convierte en un perturbador de la paz intelec
tual, pero sólo a costa de hacerse un viajero intelectual, que busca otro lugar
para descansar, más allá del camino, en un lugar detrás del horizonte. Estos
extraños de píes inquietos no son de una índole ni complaciente nicontenta;
pero, después de todo, no es esto lo que nos importa 143.
— 335 —
La sustitución gradual de los conversos marlovianos (los Caba
llería, los Arias Dávila, el rebelde toledano Fernando de la Torre, el
comendador Juan de Baena o el zaragozano Xímeno Gordo, cuyo «gran
carácter» admiraba Amador de los Ríos) 150 que habían dominado
el siglo xv, por esta creciente clase de intelectuales universitarios es
un fenómeno no menos cierto porque haya sido descuidado por los
historiadores ist. Como hemos visto, aventureros, privados reales y
rebeldes municipales tenían que dar paso a hombres profesionales,
hombres de razón y de carreras ordenadas mejor preparados para el
nuevo siglo y la nueva nación. Pero, como hemos visto también, ni
los grados universitarios ni una imagen colectiva más pacífica borró
la sospecha ni el resentimiento de sus vecinos cristianos viejos. El
acceso de estos nuevos conversos a las invisibles y racionalizadas fuen
tes del poder económico y legal era quizá más intolerable a los espí
ritus condicionados por la frontera que la presunción, la arrogancia
y la turbulencia de sus padres y abuelos. Así, los cerebros obtusos
de Laín Calvo y Ñuño Rasura atribuyen típicamente el éxito social,
comercial-y oficial de estos tenaces conversos, no al cultivo de la ra
zón (del que no tienen la menor idea), sino a su hereditaria y desver
gonzada agudeza 1S2.
Otra reacción no necesariamente manchada de antisemitismo era
el despreciar lo que se ignoraba. El bachiller charlatán y sabelotodo
representado por Sansón Carrasco, se convirtió en una figura cómica
secundaria, y las alusiones a la pomposidad salmantina y los bizanti-
nismos eran motivo frecuente de risa. Pero el reírse, incluso con
escarnio y mala intención, era menos significativo y peligroso que el
odio. En general se puede decir que el número creciente de gradua
dos conversos, todos orgullosos de sus grados, se plantó en primera
fila de una de las batallas más encarnizadas e intestinas del Renaci
miento español: la batalla entre la in telligen iú a (me adelanto a admi
tir el anacronismo) y la sociedad resentida a quien servía.
Son frecuentes las indicaciones de entusiasmo peculiarmente be
sultado de su «preparación en la dialéctica talmúdica» (History, II, 273). Es
una posibilidad que quizá se aplica mejor a la tradición que está detrás de
Rojas que a su propia educación preuniversitaria.
150 Hablando del poder político de los conversos aragoneses anteriores a
la Inquisición, Amador de los Ríos observa: «Y esta preponderancia, que así
se refería a las regiones superiores de la gobernación y de la nobleza como
a las más llanas y populares del municipio y de la gente menuda, daba ocasión
y aliento al desarrollo de grandes caracteres...» (p. 670). En cierto sentido,
la siguiente generación, la de Rojas, también estaba compuesta de grandes
caracteres, pero privados de reconocimiento y obligados a sustituir un papel
cuidadosamente estudiado y una vocación compensadora.
151 Domínguez Ortiz y Giro Baroja adoptan una orientación fundamental
mente sociológica, mientras Castro, Márquez y Sicroff han observado el tema
históricamente desde perspectivas más amplias o más estrechas que la mía.
152 Para el tópico de la agudeza judia, ver. cap. III, n. 17.
— 336 —
licoso para la ilustración en los escritos de los conversos educados,
y son más interesantes para nuestro propósito que el antagonismo de
los cristianos viejos. Si el converso intelectual vivía en un mundo
que tendía a mirarle con resentimiento, con sospecha o con burla, se
vengaba con su desdén para sus ignorantes vednos. En una carta de
1521, refiriéndose a ciertos participantes en la rebelión de las «Co
munidades» contra Carlos V, pregunta Villalobos: «No sé cómo se
nodrán someter a razón los jornaleros y baruaros que nunca tuvieron
uso de razón humana» m . Y en su famosa carta, en que ataca el
prejuicio anticonversos de los franciscanos, advierte que muchos miem
bros de la orden no saben el suficiente latín para decir misa «y algu
nos hay tan torpes y tan groseros, que apenas entienden el romance».
En general, son «hombres apasionados, indignos, idiotas, villanos,
expureos, brutos», hijos de «zafios labradores» que muerden con en
vidia a cualquier converso que asciende en la jerarquía de la Iglesia
debido a sus estudios y capacidades. En el mismo sentido, Juan de
Lucena, en su D e vita fe lici, se lamenta que «quántos de ingenio y
doctrina excelentes» son ignorados y olvidados, mientras el rey envía
como embajadores suyos a verdaderos «troteros: si supieren fablar
por latin, sy no, róznenlo en romance» 154. En su E pístola Extortato-
ría so b re las L etras, escrita hacia 1490, Lucena anticipa una de las
mayores quejas de los erasmistas y de los reformadores del siglo xvi.
Los que rezan en latín sin entender lo que rezan son «asnos... de dos
pies». «Ni roznan ni rezan, ni ellos se entienden, ni yo entiendo que
Dios les entiende, porque Dios entiende la habla del corazón» iS5.
En vista de tales sentimientos, no tenemos por qué sorprender
nos de que uno de los cargos más frecuentes hechos por las víctimas
de la Inquisición contra sus acusadores (el proceso de Fray Luis de
León está lleno de tales alusiones) sea la falta, por estupidez e igno
rancia, de comprensión del significado de los hechos que denuncian.
El converso se sentía rodeado por un mundo no sólo malicioso, sino
también, como ellos decían, tan bárbaro y tan rudo de mollera que
era casi imposible tratar con él. María Cazalla, en el proceso ya men
cionado 156, reacciona espontáneamente después de haber oído una de
155 «El Alm irante... haze cartas más elegantes que Séneca y Tulio, las
quales leídas en pulpito... la gente baxa e menuda... entienden los primores
y sutilezas dellas como las ouejas y las uacas entendían los altos versos que les
cantaba la sibila. No sé cómo se podrán someter a razón los jornaleros y
baruaros que nunca tuuieron uso de razón humana» (Aigtau’s obras, p. 53).
Para la carta sobre los franciscanos, ver pp. 165-179.
154 Opúsculo literario, p. 160. Gran parte del diálogo del naciente teatro
(particularmente el de Torres Naharro) ofrece un chocante testimonio de des
precio hacía el habla de los campesinos cristianos viejos.
155 Ibid., p. 213.
156 M e l g a r e s M a r í n , Procedimientos, I, 117. Una nota de exasperada
impaciencia aparece por doquier con los «ignorantes de mala vida» en su larga
— 337 —
52
las acusaciones que acaban de leerle y grita, «sólo una persona de tan
torpe y basto entendimiento pudo haber dicho tal cosa». Y Raimundo
González de Montes, cuyas A rtes d e la In qu isición van cargadas de
semejante desdén157, concluye con este apostrofe: «¡O mil veces de
testable Barbarie!, ya que nunca puedes restituirlas, ¿cómo satisfarás
al mundo, tantas lumbreras clarísimas, por tí estinguidas?» IS8. Si el
siglo xix vio a la Inquisición históricamente como una fuerza de
reacción, Montes la ve más como una especie de ejército de la sinra
zón en guerra con la inteligencia.
El simple hecho de haber conseguido un grado en Salamanca no
le clasificaba a uno en las filas de la razón. Los graduados cristianos
viejos eran blanco del desprecio de sus colegas conversos, sobre todo
cuando se oponían a sus intereses. Fernán Díaz de Toledo ataca al
bachiller Marcos García de Moyos (el «Marquillos de Mazarambros»
que había provocado la primera «sentencia estatuto» de Toledo) con
estas palabras: «Como descendiente de villanos del poblachón de
Mazarambros, le sería mejor volver allá y dedicarse a cavar, arar, e
sarmentar e trabajar en los semejantes trabajos, así como sus padres
y abuelos y linajes fizieron» ,59. Hay una gran amargura y desespe
ranza en estos paladines de la razón totalmente opuesta al optimismo
defensa. Su descripción de los testigos contrarios considerados como grupo es
típica: « ...so n solos o singulares, vanos e inconstantes, confusos... contrarios
en sí mismos... deponen de oídas y vanas creencias, y no dan razón de sus
dichos, deponen con odio... juzgan... por congeturas y pareceres» (p. 112),
Parecidos sentimientos de frustración ante la estupidez de los testigos y de
las acusaciones aparecen de vez en cuando en las réplicas de Fray Francisco
Ortiz. Se alude a un testigo como a un «neciarronazo» o a un «símplonazo»
(A. S e l k e , El Santo Oficio, p. 193) y las palabras de otro son calificadas como
«habladas por infinitivo, que es lengua de negros» (p. 269). V er también
C a r o B a r o ja , I , 447.
^ Dos ejemplos al azar serán suficientes. En una ocasión describe a los
monjes de San Isidoro como durmiendo «el sueño profundo de la ignorancia
en medio de aquella inveterada superstizión» (p. 267). En otra, recuerda con
placer al Dr. Constantino de la Fe que dice a sus Inquisidores: que eran más
a propósito para andar de arrieros con tres o cuatro burros, i que esto les
estaría mejor que arrogarse la censura de una fe que tan torpemente ignora
ban...» (p. 279).
P. 330.
159 Contra algunos zizañadores, p. 201. En otra parte se alude a Marqui
llos como de «baja sangre pastoril». Aquí encontramos una combinación de
desprecio intelectual y antagonismo de castas tan extendido que confirma ple
namente las ¡deas de Castro sobre la «edad conflictiva». Desde el punto de
vista de los «naturales de Toledo» Mazarambros era una nación despreciable,
un villorrio de «jornaleros de agadón» donde — según las Relaciones— ni hidal
gos ni caballeros se dignaban vivir y «los dos escribanos se mueren de hambre».
Otra expresión de la idea de que los cristianos viejos eran incapaces de educa
ción es la descripción que hace Montes del Cardenal Silíceo como «majadero
obispo... que^ desde el arado i los terrones, sin virtud ni erudizión, más bien
por un capricho de la fortuna... había arremetido a la suprema dignidad
de toda España...» (p. 310). Ver también C a r o B a r o ja , II, 278.
— 338
de los p b ílo so p b es de la Ilustración. Podemos sentir en la violencia
de sus observaciones que la batalla va mal y que terminará perdién
dose. El llamado pesimismo de La C elestina corresponde, en último
análisis, a la batalla final y desesperada de la razón 160.
Sin embargo, no conviene simplificar demasiado. Si, como yo creo,
en La C elestina queda efectivamente reflejado el sentimiento del
autor como paladín de la razón en vías de derrota, hay que recono
cer que está disfrazado. Como veremos en el capítulo siguiente, es
impensable que Rojas quisiera presentar en su diálogo las complejas
y tensas relaciones de los conversos con los cristianos viejos. A falta
de la novela moderna, el único género que podía expresar tales pro
blemas era la poesía directa de persona a persona de los cancioneros.
La ficción —y en esto Marcel Bataillon no se equivoca— no era
social, sino moral, con el resultado de que Rojas expresaba su angus
tia social y su pesimismo en términos de una lucha tradicionalmente
moral: la lucha de la razón no con la sinrazón externa, sino con la
pasión interior del amor. En este sentido, La C elestina puede consi
derarse como una especie de última oiensiva importante emprendida
por la negativa al cansado debate sobre las mujeres y el amor en que
los intelectuales españoles habían estado empeñados durante unos
sesenta años W1. Es difícil estimar hoy el grado de preocupación real
mente seria sentida por los que tomaron parte en la polémica anti
feminista en la España del siglo xv. Cuando Sempronio observa a Ca
listo en el Acto I, «considera, ¡qué sesito está debaxo de aquellas
grandes e delgadas tocas!», podemos suponer que el autor, el lector
y los oyentes se deleitaban ante la despreocupada alusión a la doctri
na aristotélica (doctrina central en todo el debate) de la irracionalidad
femenina.
En gran medida, la disputa se había convertido en una rutina de
argumentos comunes y de listas hechas un poco a la ligera de mujeres
virtuosas y mujeres viciosas que se podían repetir pomposamente o
—si uno era un estudiante desvergonzado— parafrasear frívolamen
iw Emblema de la derrota de la razón en España son las escenas horri
pilantes del exorcismo en el lecho de muerte de Carlos II en 1699. Doscientos
años después de la presentación irónica que hace La Celestina de la magia
de su protagonista, la más extraña superstición se había apoderado de la vida
nacional. Los brujos habían sustituido a hombres como Villalobos. Así, puede
decirse que un Feijoo no sólo se apoyaba en el racionalismo de las naciones
vecinas, sino que además revivió la campaña fracasada de la hueste de los
olvidados conversos.
1(1 A pesar de infinitos antecedentes en la tradición clásica y cristiana,
esta polémica particular fue iniciada en prosa con la aparición del Corbacho
en 1438 y en verso con la aparición de las célebres Coplas de Maldezir de
Pere Torrellas en el Cancionero de Estúñiga veinte años después. Los versos
aristotélicos de Torrellas, «Muger es un animal / que se dize imperfecto...»
los repite Sempronio como un tópico: «Que sometes la dignidad del hombre
a la imperfección de la flaca muger.»
— 339 —
te. Había en este tema una variedad de sinrazón que por su misma
naturaleza provocaba el humor, y que se podía emplear sin recelo en
disputas y repeticiones, medio en broma, medio en serio. Por otra
parte, debajo de este nivel podremos observar en La C elestina una
honda y auténtica preocupación por el ímpetu erótico, no sólo porque
es «una deidad misteriosa y terrible, cuyo maléfico influjo emponzo
ña y corrompe la vida humana» (a través de estas palabras encontra
mos los propios principios morales de Menéndez y Pelayo) 162, sino
también porque es capaz de reducir a cualquier hombre a un animal
irracional. El amor — «enemigo de toda razón»— tiene una fuerza
que la experiencia demuestra ser invariablemente superior a la resis
tencia de las «defensivas armas» de la razón. Por debajo de los luga
res comunes empleados en la disputa tópica, por obra y gracia de
nuestra creación, somos carne de cañón de una guerra desesperada.
La irresistíbilidad del amor y la inutilidad de intentar combatir su
fatal urgencia eran ideas que ya habían aparecido en lugares tan di
versos como los «m attére d e B retagn e», poemas, alegorías, novelas
sentimentales y tratados eruditos. El miedo y la reverencia hacia Ve
nus, una diosa tan implacable como la Fortuna o la Muerte, habían
invadido todo el mundo occidental. Y en la pequeña parte de ese
mundo, llamada Salamanca, donde Rojas, quizá, conoció y experimen
tó su poder, ocupaba una gran parte de la atención de cada uno. Los
estudiantes, precisamente por su dedicación profesional a la razón,
dedicaban mucho tiempo a lamentar y discutir las imperiosas formas
del amor. Más de cuarenta años antes, Alonso de Madrigal «el Tosta
do», profesor todavía famoso en tiempos de Cervantes por su solem
ne prolijidad, había compuesto su bastante discutido D e có m o al orne
es n ecesario amar, tratado que recomendaba la resignación, y que
parece haber sido una fuente para el Acto 1 16í. Villalobos, en su Su
mario, por otra parte, parecía tomar en serio la presentación ovidiana
del amor como una enfermedad susceptible de terapia 164. La descrip
ción médica de sus síntomas suena como si Calisto mismo hubiera ido
a él para tratamiento. La capacidad de comprender (afirma Villalobos)
se ha dejado engañar por el falso testimonio de la «corrupta imagi
nación» con el resultado de que el juicio, la fortaleza, la sabiduría, la
prudencia y la razón misma se han perdido. Es un «ardentísimo fue
go» en el corazón, continuamente alimentado y criado a la llama del
deseo. Después de esto, «verasle al paciente perder sus continos /
negocios y sueños, comer y beuer, / congoxas, sospiros y mil desati
nos, / desear soledades y lloros mesquinos, / que no hay quien le
162 Orígenes, p. 381.
163 C a st r o G u isa s o l a , p. 176.
164 Esta tradición debe separarse de la usada por Celestina en el Acto X .
Para un excelente estudio de la última (fundamentalmente como una figura
poética), ver M árquez , Investigaciones, pp. 223-224.
— 340 —
valga o pueda valer...» 165. A pesar de que esta descripción es tópica,
una vez más nos vemos inclinados a sospechar que Villalobos era uno
de los miembros del círculo salmantino de oyentes de La Celestina.
Una tercera actitud hacía el amor con que Rojas pudiera haber
se encontrado en Salamanca no suponía ni resignación pasiva ni
prescripción clínica, sino rendición extática. En el Acto I, Pármeno
responde a la incitante descripción que hace Celestina del placer
amoroso, comparando a la alcahueta con «los que caresciendo de ra
zonable fundamento, opinando bizieron sectas embueltas en dulce
veneno para captar las voluntades de los flacos e con poluos de sa
broso afeto cegaron los ojos de la razón». La posibilidad de que
Pármeno esté aludiendo a los llamados «alumbrados» (movimiento
de iluminados, muchos de ellos conversos perseguidos más tarde por la
Inquisición y reputados por el especial fervor de su fusión de la sen
sualidad con la espiritualidad)166 está apoyada por el hecho de que al
gunas de sus primeras actividades pueden detectarse en Salamanca al
principio del siglo xvi. En el proceso del sacerdote, el bachiller Anto
nio de Medrano 167, las reuniones y el proselítismo en Salamanca se re
trotraen hasta 1516, y es muy probable que, en atención a la continui
dad oculta de tales cultos, su grupo tuviera predecesores en la ciu
dad 168.
El proceso de Medrano concierne de modo particular a los estu
diosos de La C elestina, ya que su identificación blasfema del amor
humano con el divino es tan seria como la de Calisto. No vale la pena
dudar que la retórica convencional de los cancioneros —los enamora
dos cortesanos que a «sus amigas llaman y dicen ser su dios» de una
y mil formas— sea la fuente literaria primordial de la tesis inicial169.
— 341
Pero, al mismo tiempo, a medida que vamos leyendo acto tras acto,
nos encontramos con un tácito culto del amor que yace bajo la extra
vagancia verbal y puede muy bien ser reflejo de ciertos aspectos del
«alumbramiento». La sacerdotisa o rectora del cenáculo salmantino
era una mujer extraordinaria, llamada Francisca Hernández, tan her
mosa y tan espiritualmente y sensualmente intensa, que Medrano y
sus amigos no dudaron en admitir que «se podía adorar a Dios en ella»
y que «ningún santo del cielo se ygualaba con ella», «Era más santa
que Santa Catalina» y «aunque estava seco [el prado] ella le avia
florecido», paseando por él. Todo esto iba acompañado por confesio
nes de un comportamiento erótico tan descarado que nos acordamos
de la observación de Sempronio de que Calisto quería hacer «abomi
nable uso» de la misma persona «con el que confiessas ser Dios».
Jirones del vestido de Francisca Hernández eran reverenciados como
reliquias, incluido un cinturón que Medrano se ponía de hecho duran
te la misa 17°. El cordón de Melibea al que daba culto Calisto no
«porque ha tocado reliquias...», sino por «el poder y merescimiento
de ceñir» el cuerpo de Melibea, encuentra aquí una contrapartida
histórica. La misma Melibea, cuando habla de la visitación de su
amante, nos recuerda a otra sospechosa de «alumbrada» de la que se
contaba que había dicho que «estando ella en el acto carnal con su
marido, estaba más allegada a Dios que sí estuviese en la más alta
oración del mundo» m. Con tales acontecimientos en la plaza, no es
extraño que los defensores de la ciudadela de la razón estuvieran
preocupados del amor.
Otro sector paralelo de sinrazón o antirazón estudiado e im
pugnado a un tiempo por los sabios salmantinos, era la magia m ,
Menéndez Pelayo piensa que la leyenda de la Cueva de Salaman
ca —una especie de seminario subetrráneo mantenido constante
mente en la clandestinidad y limitado a siete estudiantes— fue pos
terior al siglo xvi m . Puede estar en lo cierto, pero la falta de una
clara distinción entre las ciencias naturales y las sobrenaturales hizo
inevitable que los teóricos y prácticos de la magia (tradicionalmente
— 342 —
judíos, moros o conversos) se congregaran en Salamanca. En un tiem
po en que astrología y astronomía eran inseparables (después del
exilio de Abrahán Zacut, el titular de esta prestigiosa cátedra era
el converso Diego de Torres), y cuando la teoría médica estaba toda
vía cargada de superstición, habría sido difícil mandarlas a paseo.
Rojas y el autor del Acto I pueden muy bien haber creído que el sa
ber arcano de Celestina era falso («E todo era burla y mentira»), pero
no por esa razón estaban menos fascinados con sus tan elaborados
engaños rituales.
Otros muchos de entre estos sabios contemporáneos del doctor
Fausto que eran decididamente menos escépticos que un Sem Tob, un
Rojas o un Villalobos, estaban dispuestos a aceptar la posibilidad de
lo mágico y a experimentar con ello. Es decir, a investigar «la ra2Ón
de la sinrazón». Como recordamos, de los 60.000 volúmenes quema
dos en los primeros años de la década de 1490 en Salamanca, muchos
trataban de ciencias ocultas m. Aun entre aquellos que estaban inte
resados en reprobar y condenar las prácticas ocultas encontramos una
medida de credulidad en su eficacia. Pedro Ciruelo (que salió de Sa
lamanca en 1495 poco después de la llegada de Rojas) nos ofrece un
ejemplo relevante con su R eproitaáón d e su p ersticion es (1497) 115,
174 La cifra se da en una carta de 1623 del inquisidor Andrés Pacheco
«sobre la aprobación de los libros» (C. P é r e z P a s t o r , Bibliografía madrileña,
Madrid, 1891-1907, III, 442-443). Según Pacheco, estos libros que tratan de
«artes vanas y sciencias ilícitas, supersticiones de mágica y encantamientos»
fueron confiscados a los «judíos y los nuevamente convertidos dellos y otras
personas».
175 La primera edición existente es la de Alcalá, 1530, pero hay indicios
positivos de que la princeps fue la de Salamanca, 1497. Me refiero a la que
está en la lista del Inventario de la librería del Sr. Don Lorenzo Ramírez
de Prado (Ed. J. de Entrambasaguas, Madrid, 1943): «Maestro Ciruelo contra
las hechicerías, Salamanca, 1497» (p. 73). De hecho, Ramírez de Prado poseía
tres ediciones, una de las cuales, sin indicación de fecha, estaba encuadernada
juntamente con La Celestina. Justo García de Morales en su edición del texto
de Alcalá (Madrid, 1952) pone en duda la primera fecha, pero no ofrece
razones convincentes aparte de las ya empleadas para dudar de la paternidad
literaria de Rojas. Es decir, el hecho de que en esa fecha, Ciruelo había
acabado sus estudios en Salamanca y no pudiera haber tenido más de veinte
o veinticinco años de edad. O sea, que era demasiado joven. Esto, naturalmen
te, me lleva a mí a la conclusión contraria: Ciruelo fue un estudiante autor
más del tipo que hemos considerado en este capítulo. Salamanca fue precisa
mente el lugar de la España de Rojas donde el entusiasmo intelectual y las
nuevas posibilidades para la publicación se dieron la mano. En cualquier
caso, la coincidencia del interés de Celestina por <(agüeros» y su primera
visita a Melibea y el estudio de Ciruelo sobre los mismos es en sí mismo una
indicación de una edición en 1497. Rojas parece haber leído este reproche a
los que creen en agüeros y encontró en ello una conclusión adecuada para
el valiente y a la vez receloso monólogo de Celestina: «Todos los agüeros
se aderezan favorablemente o yo no sé nada de esta arte. Quatro hombres,
que he topado, a los tres llaman Juanes e los dos son cornudos. La primera
palabra que oy por la calle, fue de achaque de amores. Nunca he tropezado
— 343 —
como hace el padre Vitoria en su D e a rte m ágica que apareció más
tarde 17í. Según Cassirer, la misma naturaleza de la ciencia del Rena
cimiento, incapaz de separar lo «necesario» de lo «accidental», con
dujo a pensadores como Della Porta y Campanella hacia una seria
consideración de lo mágico m .
Lo que nos interesa ahora, sin embargo, es el hecho de que toda
la cuestión de Ja magia, tanto su licitud como su posibilidad, conti
nuó discutiéndose tan intensamente (y quizá más seriamente) en los
siglos xv y xvi, como la de las mujeres y el amorl73. En este sentido,
la presentación aparentemente ambigua, pero en el fondo claramente
racionalista, que hace del tema La C elestina corresponde a su manera
de exponer el exceso amoroso. En ambos casos, la intención es utili
zar creadoramente una preocupación contemporánea. No quiero dar a
entender con esto que Rojas, por supuesto, quisiera condenar o de
fender (como veremos, La C elestina realmente no sostiene tesis algu
na), sino que más bien, desde el punto de vista de la razón, trató de
observar y recoger sardónicamente la tragicomedia de su ausencia
normal de las razones humanas. Es decir, si se le hubiera preguntado
directamente qué pensaba sobre la mágico, creo que habría respon-
como otras vezes. Ni perro me ha ladrado n¡ aue negra he visto, tordo ni
cuervo ni otras noturnas» (Acto IV). De estos agüeros, cuatro quedan cataloga
dos por Ciruelo: la vista de los pájaros («el cuervo, la graja o el milano»); el
tropezar («cuando el cuerpo del hombre se hace algún movimiento puro natural
y se hace a deshora sin pensar el hombre en ello; ansi como toser, estornudar,
tropezar»); el perro, una transformación urbana de los animales salvajes
de Ciruelo («lobo o raposa o conejo»); la palabra oída («dichos o hechos que
otros lo hacen a otro propósito y los adevinos lo aplican a otro»). Esto natu
ralmente podía ser pura coincidencia, pero es al menos una coincidencia inte
resante y que corresponde a la forma que conocemos en que Rojas y su ante
cesor tomaron materiales del Petrarca y de Reinosa. No he encontrado otros
ejemplos concretos de utilización de Ciruelo, a excepción de los acostumbrados
círculos mágicos, de los papeles escritos («El papel escrito con sangre de
murciélago» de Celestina) y la invocación del demonio, que para Gruelo es
como una especie de supercientífico sumamente racional. Para un estudio más
amplio, ver A. V. E b e r s o l e , Jr., «Pedro Ciruelo y su Reprobación de hechi
cerías», NRHF, XVI (1962), (430-437). Se ha de notar asimismo que el nom
bre indica que era converso. Tres hijas (una con sus propios hijos) de un
Bachiller Ciruelo quedan consignadas en Judaizantes,
176 Obras, Madrid, 1917, Relaciones teológicas, vol. III, p. 112. Como
los neoplatónicos, Vitoria admite «en las cosas naturales virtudes admirables»
y secretas, y, como Calderón, el poder del demonio para «trasmutar maravi
llosamente la materia y las naturalezas corporales» (p. 156), manejando como
un científico actual las secretas fuerzas naturales. No obstante, a lo largo de
todo esto se siente el mismo escepticismo preocupado que encontramos en
Ciruelo: «Muchas veces —según admite Vitoria— el resultado deseado no se
consigue a pesar de haber complido con exactitud todos los ritos e ceremo
nias» (p. 1274).
177 The Individual and the Cosmos, p. 152.
ns Ver Heterodoxos, I, 699, y para una visión europea más amplia del
debate, W a d s w o r t h . Lyoits, p, 80.
— 344 —
dido de una forma muy parecida a la del gracioso en La cu eva d e Sa
lam anca, de Ruiz de Alarcón: «Señores / contra estudiante gorrón, /
salmantino socarrón, / non praestant incantatores.»
Podemos concluir observando que estos debates sobre mujeres,
amor y magia ejemplifican la polaridad inherente a la conciencia hu
mana, la tendencia del espíritu humano a percibir y, por ende, a pen
sar en términos antitéticos. Los dedicados profesionalmente al uso y
al cultivo de la razón (la Universidad y sus habitantes) estaban, no
obstante, obsesivamente preocupados por lo irracional. Y esto era así
no simplemente porque estaban irritados por la contradicción, sino
porque, además, la razón se conoce a sí misma y a su propia utilidad
en el proceso de habérselas con lo irracional o no racional. La voca
ción de la razón es racionalizar, aportar la gramática al lenguaje, leyes
a la naturaleza y normas a la conducta estudiantil. O, para decir la
misma cosa de otra forma, un hombre sano, felizmente inconsciente
de su salud, raras veces cavila sobre la enfermedad. Pero un hombre
conscientemente racional, apenas si puede evitar el estar preocupado
por la estupidez y la ignorancia (que él espera reformar) por la pasión
(que espera dominar) y por la farsa (que espera desenmascarar). Por
esta razón, nuestros racionalistas salmanticenses dedicaron tanto tiem
po a pensar sobre el solapado peligro del amor, las falsas pretensio
nes de la magia y la ceguera intelectual (ya de las mujeres, ya de sus
ineducados vecinos), como a la contemplación de la geometría, a la
lectura de los clásicos o a calcular el movimiento de las estrellas.
En estos términos, La C elestina puede concebirse como una espe
cie de máximo ejemplo de la polaridad de la razón y sinrazón. Dentro
de sus límites, uno de los espíritus más racionales que jamás haya
producido la raza humana escucha y medita, no sobre la luz brillante
de «La visión deleitable», sino sobre la oscura noche de lo irracional,
casi animal, que esclaviza lógicamente la existencia humana. Y esto le
llevó a entender todavía mejor la manera de pensar y de comportarse
de la gente y, sobre todo, su dialogar incesante y tragicómico de lo
que su propia tradición racional estaba preparada para explicar. La
C elestina rebasa el medio universitario en que nació; pero, en su ex
plotación fundamental de la confrontación de la razón con los domi
nios que están fuera de ella, fue una obra profundamente académica.
— 345
CAPITULO VII
— 351 —
difícil negar que la obra está moralmente interesada por la condición
humana, que, en último análisis, es «un ex em plum de grande enver
gad ure» 2. Pero concluir de ahí que Rojas sólo quería repetir o reno
var el castigo moral cristiano como algo heredado de los siglos prece
dentes, es ignorar el sentido del soliloquio de Pleberio. Equivale nada
menos que a preferir las salvedades convencionales de los versos aña
didos y de las explicaciones introductorias al texto mismo.
Bataillon, adelantándose a esta objeción, contesta que no hay ne
cesidad de identificar aquí las intenciones de Rojas con el llanto de
un solo personaje, personaje que está además angustiado e «incons-
cient» después de la catástrofe que le ha ocurrido. El argumento es
razonable; en efecto, podríamos incluso figurarnos que Rojas la ha
bría empleado si un lector inquisitorial le acusara de impiedad, de pe
simismo pecaminoso o (como su suegro) de haber dejado de preocu
parse por «lo de allá». Pero lo que Bataillon no puede explicar es el
sumo énfasis dado al « planetas» final en ambas versiones de La C e
lestina. Ocupa un acto final; sirve como de monólogo de conclusión
después que todos los participantes en el diálogo han muerto o des
aparecido; sale del alma del único personaje cuyo diálogo no ha sido
subvertido irónicamente durante el curso de la obra 3 y, sobre todo,
resume e intenta dar sentido (o quitárselo) a todo lo que ha sucedido.
En vista de estos hechos tan evidentes en sí mismos —y aunque lec
turas posteriores de la obra no coincidan o no hayan coincidido con
la de Rojas— se requiere una dosis sospechosa de destreza crítica
para evitar atribuir al joven autor las palabras del personaje ya ancia
no. Como afirmó Menéndez Pelayo explícitamente (y como casi to
dos los lectores antes y después han supuesto tácitamente), Pleberio
en el Acto XXI es el portavoz de la intención final de Rojas, intención
redefinida en el curso de la redacción de La C elestin a 4.
Enfrentarse a un maestro tan sabio, imparcial y cortés como Mar-
cel Bataillon no es fácil ni agradable. Por esto, cualquiera que esté
interesado por la interpretación de Rojas de su propia obra puede
estar agradecido a María Rosa Lida de Malkiel por su detallada y ex
2 P. 255.
3 Bataillon afirma: «Si Rojas se decide a mettre en plus vive lumiére les
parents de Melibée, c’est pour faire d’eux, plus nettement, des personnages
ridicules, aussi comiques, dans leur genre, que le Calisto du premier auteur»
(p. 186). Pero él mismo se empeña en admitir que este juicio es más válido
para Alisa que para su marido. -
^ 4 Esto no reduce necesariamente a Pleberio a un simple muñeco o portavoz.
Como señala T. S. E lio t, «se pueden oír de vez en cuando... las voces del
autor y del personaje al unísono, diciendo algo apropiado al personaje, pero
algo que el autor podría decirse también a sí mismo aunque las palabras no
tengan el mismo significado para los dos. Esto puede ser algo muy diferente
de unventriloquismo que hace del personaje sólo un vocero de las ideas o
sentimientos del autor» («The Three Voices of Poetry», On Poetrv and Poets.
p. 100).
352 —
perta refutación de la tesis de «La C eles tiñ e» selo n F em ando d e R o
jas. Su argumentación central es de naturaleza histórica. Basándose en
las condenaciones morales de Vives, Guevara, Venegas, fray Luis de
Alarcón, fray Juan de Pineda, Lope, Cervantes, Gracián y otros
autores, concluye que si Bataillon estuviera en lo cierto, «La C eles
tina constituiría el raro caso de una obra didáctica cuya fundamental
intención está tan velada que escapó a la mayoría de los lectores de
su siglo y de los siglos siguientes; lo cual implica el más rotundo fra*
caso didáctico»5. Si exceptuamos a Gaspar von Barth (un pedante
alemán del siglo x v ii en cuya interpretación Bataillon basa buena
parte de su tesis)6 y unos pocos imitadores y editores (cuyo interés
era afirmar el beneficio m oral)7, la intención tradicional, tal como
aparece en la «Carta a un su amigo» y en los versos de arte mayor,
fue entendida como puramente convencional. Casi todos leyeron La
C elestina, y casi nadie lo juzgó libro moralizante. Los lectores de su
época sabían — como sabemos nosotros— que, por definición, los
autores tenían que fingir una postura moral, pero sabían también que,
como glosa un poeta de veras moral contemporáneo de Rojas, «por
ende no haga ningún trobador / assí como hace cualquier calderero /
que por remediar un pequeño agujero / abre los veynte por alre
dedor» 6.
Habría que añadir al testimonio directo recogido por la señora
Malkiel la mofa que hace Francisco de Villalobos de esa autojustifica-
5 La originalidad, p. 296. El caso puede reforzarse escuchando el tono de
una denuncia típica, la del agustino converso F r a y A l o n s o d e A l a r c ó n ;
«¿Qué otra cosa hace el que da a leer en estos tales tratados o libros sino
estar soplando y encendiendo tizones que tienen a sí apegados, con que sea
de cada día encendida y abrasada con la cobdícia camal en este mundo, y
después con mayor fuego en el infierno? Del número de estos libros son en
latín: Ovidio y Terencio en algunas obras y otros tales. En romance: un A m a -
dís o Celestina y otros semejantes... Los que estas cosas han escrito o escriben
no son sino hombres ya muy perdidos o pestíferos, hombres que han perdido
el temor de Dios.» Camino del cielo y la maldad y ceguedad del mundo,
Barcelona, 1959, pp. 88-89. _
6 Que cienos crítico-moralistas franceses del siglo XV trataron de explicar
el Decamerón e n términos didácticos (ver W a d s w o r t h , Lyons, p. 163) es
interesante pero no más revelador de la intención de Boccaccio que la inter
pretación por Barth de la obra deRojas.
7 La originalidadp. 297. F r a n c i s c o D e l i c a d o , el autor de_ La lozana
andaluza (obra celestinesca que el mismo Barth difícilmente hubiera justifi
cado) prologa su edición veneciana de La Celestina de 1531 con observaciones
que yo interpreto como una parodia de esa justificación moral: «Y porque
en latín ni en lengua italiana no tiene ni puede tener aquel impresso sentido
que le dió su sapientísimo autor; y también por gozar su encubierta doctrina
encerrada [j/c] debaxo de su grande y maravilloso ingenio... lo acabé este
año de 1531.» En La originalidad se advierte una parodia similar por Veláz-
quez de Velasco, p. 308.
8 P a d i l l a , Retablo, Sevilla, 1518, Tabla primera, Cantigo XVII. La pagi
nación de esta edición es irregular,
— 353 —
23
ción moral tan común en una carta de 1515, relativa a su traducción
del A m phitryon:
...con las liviandades de Júpiter como con plumas de gallo, he pescado
aquí galanes como truchas, para metellos en la sancta doctrina del amor vir
tuoso 9.
— 354
en cuenta respecto a la actitud hacia la religión. Incluso en La Tbe-
bayda y la C om edia Y polita (que escandalizaron a Menéndez Pelayo),
las repetidas alusiones a Cristo y a los preceptos cristianos están en
marcado contraste con el tratamiento sardónico de Rojas de la fe ruti
naria y supersticiosa de sus personajes, personajes que nunca pro
nuncian el nombre del Salvador. Esta omisión del nombre de Cristo
(notoria también en el Lazarillo) se mantiene en los versos finales,
donde una de las dos alusiones claras a El en todo el texto («amemos
aquel...») es una circunlocución 12. Parecería como si Rojas compar
tiera la repugnancia de algunos de sus compañeros conversos a nom
brar directamente a un mesías impuesto y espúreo. Quizá usara él
también tales evasiones (registradas en numerosas actas inquisito
riales) como « O tohays» (que significa «ese camarada»), «aquel enfor-
cadillo» o «barbillas» siempre que en íntima compañía había que
referirse a Cristo. De todos modos, en contraste con aquellas imita
ciones que se propusieron reinterpretar a su modelo en términos de
moralidad convencional, el no cristianismo virtual de La C elestina es
sorprendente u.
Las consideraciones que acabamos de hacer no se han de enten
der como una negación de que para Rojas La C elestina era inicial y
últimamente una obra moral: esto es, una obra interesada por la pos
tura moral del hombre en el mundo. En su pensamiento no era ni
inmoral, como muchos de sus contemporáneos proclamaban, ni amo
ral y, así, comparable a ciertas creaciones de los dos últimos siglos.
Lo que se ha de acentuar, sin embargo, es el punto que ya hemos
puesto de relieve: que el desarrollo de su creación no estuvo contro
lado por la intención didáctica tan manifiesta al principio (la con
templación de la blasfemia amorosa y de los perversos engaños). Más
bien, La C elestina evolucionó hada un punto de vista moral más ori
ginal y profundo durante el curso de su diálogo. No se equivoca
Bataillon en este sentido, a pesar de su concepto demasiado simplifi
cado de la intención. Si hubiera procedido de modo diferente, hubiera
llegado a la misma conclusión que la de Henri Fluchére sobre la tra
gedia isabelina: « ... una escuela de moralidad en tal grado que ni
siquiera las mismas comedias de propaganda han conseguido jamás.
P u es n o co n tien e ninguna tesis y su ñamada a los fines éticos es del
todo instintiva. ... No hay, en efecto, ninguna comedia de Shakespea
re o de sus contemporáneos que no contenga en algún grado, bajo el
— 355 —
discreto velo de alusiones, bajo la abundancia de metáforas o bajo las
incisivas máximas epigramáticas, revelaciones esenciales sobre el sen
tido de la vida, sobre el significado moral de una actitud o un gesto,
de manera que el choque producido en la sensibilidad del auditorio
se prolongue en su espíritu sobre el plano ético» 14. Si hubiéramos de
aceptar un concepto así sobre la visión moral de La C elestina} tendría
mos, sin embargo, que proponer —quizá demasiado temerariamen
te— que Rojas dio un paso más allá que Shakespeare. En el desespe
rado soliloquio de Pleberio, cuando el diálogo estaba ya terminado, el
autor español intentó una hazaña que el inglés (en cuanto hombre de
teatro) vio que sería contraproducente. Puso plenamente de mani
fiesto lo que él creía que eran «sus revelaciones esenciales sobre el
sentido de la vida». Que vale tanto como decir, en palabras más sim
ples, que Pleberio nos da (o espera darnos) un programa específico
de «moralidad» trágica.
Pero, antes de que podamos volver a examinar directamente la
conclusión de La C elestina, hemos de comentar otra idea sobre la in
tención de Rojas que ha tenido amplia circulación en años recientes.
Tres críticos han lanzado independientemente la idea de que la obra
retrata los clandestinos amores de un cristiano viejo de buena familia
con una conversa rica, o sea, que La C elestina es nada menos que un
R om eo y Julieta racista I5. La idea es tentadora tanto con miras al
trasfondo social de Rojas como a la relación anteriormente sugerida
entre ese trasfondo y la comunicación irónica l6. Por ello quiero sig
nificar la comunicación tácita de Rojas con lectores que eran también
«conversos» y que compartían su corrosiva visión de la sociedad y
del universo. En otras palabras, ¿no encontrarían aquellos persegui
dos en La C elestina un significado casticista que permanece oculto
para nosotros hoy día?
Que este entenderse mediante la ironía fue real y no una creación
de nuestra fantasía erudita, nos lo atestigua la influencia literaria de
La C elestina en su época. Tanto la imitación más antigua, La T he-
bayda, como la continuación más antigua, la llamada «comedia que
ordenó Sanabria», contienen alusiones significativas a la situación de
la casta 17. Después, en las preocupaciones de los conversos que ha
14 Shakespeare and the Elixabethans, tr. Guy Hamilton, Nueva York.
1956, p. 91. .
15 ^E. O r o z c o , «L a Celestina, Hipótesis para una interpretación», Insula
(Madrid), XII, 1957, n.° 124; F. G a r r i d o P a l l a r d ó , L os problemas de Ca-
listo y Melibea, Figueras, 1957; y S . S e r r a n o P o n c e l a , «El secreto de Meli
bea», Cuadernos Americanos, 3, 1958, publicado después con el mismo título
como libro, Madrid, 1959.
16 Cap. II, n. 88, y Cap. I, n. 22.
17 En el único acto existente (el llamado Auto de Trasso, interpolado
por primera vez en una edición de 1526 de La Celestina; ver. Cap. II, n. 40)
Centurio admite que le aterra cruzar la plaza del mercado por si puede caer
— 356
bían emigrado a Italia, aparecen en obras de corte neocelestinesco
tales como La lozana andaluza y en la C om edia Jacinta, de Torres
Naharro I8. Incluso ese producto de am plifica do llamado La segu n da
C elestina, de Feliciano de Silva, no carece de huellas de este tipo I9,
pero ni con mucho tan numerosas como las que se pueden encontrar
en los fragmentos de diálogo de Villalobos o en La E u fro sim 20. Con
siderando que, en el público contemporáneo de Rojas, eran éstos los
pocos lectores cuyas reacciones todavía quedan asequibles, tales alu
siones parecen particularmente significativas. Pero quizá el lector más
sorprendente de todos sea el médico judío y filólogo oriental José ben
Samuel Zarfati, quien antes de 1527 tradujo La C elestina al hebreo 21.
Sin embargo, a pesar del éxito de Rojas entre sus compañeros
conversos, la proposición de que La C elestina contiene un mensaje
secreto sobre el prejuicio racial y la discriminación matrimonial pare
ce dudosa. Ninguno de los lectores-autores arriba mencionados alude
a él; de hecho, no hay pruebas en absoluto de que antes de la publi
cación de España en su historia, de Améríco Castro, nadie propusiera
esa interpretación de la supuesta imposibilidad de matrimonio entre
los dos amantes. Aunque las intenciones de un autor puedan revelarse
de modo solapado (veremos un ejemplo antes de terminar este capí
tulo), una intención com p leta m en te secreta es un contrasentido críti
co. Han de estar presentes señales y alusiones reconocibles al menos
a los lectores inmediatos de quienes se espera comprensión. Se puede
advertir también en esta coyuntura que, mientras Rojas (por medio de
Celestina en el Acto VII) comunica su juicio sobre los procedimien
tos inquisitoriales, no se echan de ver alusiones a los conversos en
cuanto tales en sus veinte actos 22. Melibea queda descrita por Calisto
— 357
en el acto XII como «limpia» de «sangre e fechos», y, como en esta
materia es su juicio el que cuenta, no tenemos por qué hacer problema
de ello. La verdadera intención irónica aquí puede estar en el con
traste entre la pureza teórica de su sangre, y lo que sabemos acerca
de la impureza de sus fech o s 23.
Finalmente, como ha demostrado Bataillon con erudición conclu
yente34, esta interpretación (la imposibilidad de enlaces matrimonia
les entre las dos castas) tiene poca relación con lo que se sabe de la
situación social de finales del siglo xv. Más tarde, cuando la manía
de la limpieza llegó a su apogeo, el conocimiento de los antecedentes
judíos de vino o de otra podría dificultarles las cosas (como en El ga
lán d e la M embrilla, de Lope); pero, durante la vida de Rojas, los
matrimonios mixtos, si bien menos frecuentes que durante el reinado
de Enrique IV, eran todavía posibles. Así como Bataillon y otros se
contentan con reconocer solamente la intención inicial, estos investiga
dores fascinados con la posibilidad del racismo oculto van más allá
del «planetas» final de Pleberio (y de Rojas). Invaden regiones de
suposición pseudohistóricas que caen fuera del texto, las mismas re
giones en que nacieron y crecieron los hijos posibles o supuestos de
lady Macbeth.
— 358 —
nes y a la que los interesados en su arte encontrarían respuestas di
versas, Es decir, las encontrarían si estuvieran dispuestos a hacerse
esa pregunta. Por mi parte, como se ha sugerido ya (y como he tra
tado de demostrar en otra parte más extensamente) 25, me atengo a la
ironía. El contraste constante entre las prescripciones morales está
ticas y la incesante mutabilidad humana (que, como vimos, fue un
«tema del tiempo» de los conversos) permitía la visión irónica, la
distancia, la separación, la implacable observación del tormento ajeno.
O, para decir la misma cosa de distinta forma, integrados dentro de
una continuidad del diálogo que los traiciona, los principios morales
comunes no se ven directamente como verdades irrefutables, sino al tra
vés, como excusas y racionalizaciones. El resultado es que «las prime
ras intenciones morales y ejemplares han sido absorbidas en un organis
mo artístico de un significado más complejo y menos reconfortante. Ro
jas no era un rebelde, sino un irónico fuera del reino de los valores y
explicaciones aceptados, que observaba a sus personajes a distancia y
les dejaba traicionar sus propias racionalizaciones y corrupciones» 36.
Como lo expresa Northrop Frye, «el irónico finge fábulas, pero sin
moralizar y no tiene más objeto que su propio tema» 27.
Hasta ahora nos hemos ocupado del contexto social y biográ
fico para esta ironía, ironía tan cáustica y sardónica como para hacer
parecer al joven autor de La C elestina humanamente monstruoso
cuando se le compara a aquel irónico más anciano y más comprensivo
25 «La Celestina»: arte y estructura, pp. 273-275. S p i t z e r , al parecer sin
darse cuenta de que lo hacía, confirma esto en su hostil «A New Book on the
Art of La Celestina», RH, XXV (1957), 1-25. Su autoridad indiscutible en
esta materia debe ayudar a convencer a los que por otra parte pudieran estar
convencidos por las interpretaciones ingenuas y antiirónicas.
26 Para ahorrar tiempo, cito mi propia Introducción a la edición de La
Celestina, en Alianza Editorial (ed. D. Severin), Madrid, 1969, pp. 7-29.
27 Anatomy of Crhticism, Prínceton, 1957, p. 41. F r y e llega a observar
que «la ironía es un modo naturalmente sofisticado y que la diferencia principal
entre la ironía sofisticada y la ironía ingenua es que el irónico ingenuo llama la
atención sobre el hecho de que él es irónico, mientras que la ironía sofisticada
sólo afirma y deja que el lector añada el tono irónico». En eso estriba preci
samente la diferencia entre la ironía de Rojas y las «grandes yrronías» de su
paisano, Juan de Lucena —como de las de Villalobos, Antón de Montoro y
FrancesiUo de Zúñiga. Los fallos posteriores — tales como los de Barth— en
la comprensión de los mensajes dentro del mensaje pueden atribuirse a la
misma sofisticación. En otro lugar, al comentar la oposición de la ironía al
mito, F r y e observa que «el tono irónico es central en la literatura moderna»
por la «enajenación temática» que le acompaña (Myth and Symbol, ed. B. Slote,
Lincoln, Neb., 1963, p. 11), de ahí que confirme nuestra comprensión de una
Celestina relevante para nosotros precisamente por la postura descrita en la
carta. Es decir, la postura de un hombre preocupado por su «patria» y las
vidas de sus «coterráneos» desde una distancia. Para un estudio semejante
del apartamiento de Rojas de la sociedad que tan íntimamente conoció, ver
Two Spanish Masterpieces, p. 14, de M.J R o s a L id a d e M a l k i e l . En La origi
nalidad, esto aparece menos claramente.
— 359 —
que después de él había de escribir el Q uijote. Pero, ahora que hemos
hecho todo lo posible por comprender cómo fue posible semejante
visión inexorable de «lo humano» (así se refirió Cervantes a las «co
sas humanas» en su crítica de La C elestina), nuestra próxima tarea
será observar a ese monstruo observando su propia monstruosidad.
Ha terminado de escuchar y de escribir su diálogo y, en la figura de
Pleberio, dirigiéndose a sus conciudadanos, se dirige a nosotros para
explicarnos su intención final. O sea, lo que piensa que La C elestina
augura.
Es clásica la explicación de Menéndez Pelayo del soliloquio de
Pleberio. En ella comprende a Rojas como una especie de precursor
de Denis de Rougemont es decir, como un castigador de aquellos
que encuentran placer perverso y romántico en el culto de L iebestoá.
Menéndez Pelayo observa que, si la obra hubiera acabado con el
suicidio de Melibea en el Acto XX, «podría creerse que el poeta había
querido envolver en luz de gloria a los dos infortunados amantes,
haciendo la apoteosis del amor libre» 29. En su intención, se la podría
comparar a la historia de Tristán e Isolda. Pero las palabras de Ple
berio proyectan una luz diferente sobre la acción. A través de sus
ojos vemos el amor tal cual es, «una deidad misteriosa y terrible cuyo
maléfico influjo emponzoña y corrompe la vida humana» y lleva a
una repentina y terrible muerte a sus servidores: Celestina, Melibea,
Calisto, Sempronio y Pármeno. Pero, admitiendo esta moral implaca
ble, Menéndez Pelayo se apresura a decir que La C elestina es, no
obstante, lamentablemente heterodoxa. Quizá no sea «escandalosa» ni
«libidinosa» y «es cierto que se cumple, exteriormente al menos, la
ley de expiación»; pero, en el fondo, lo que encontramos en la obra
es «un pesimismo epicúreo poco velado, una ironía trascendental y
amarga» 10.
Aunque el juicio literario de Menéndez Pelayo es, como de cos
tumbre, admirable y agudo, ni penetra, en mi opinión, hasta el fondo
del problema, ni quiere dar los pasos intermedios absolutamente in
dispensables. Por la primera objeción quiero decir que deja de señalar
que el lamento de Pleberio, lo mismo que la carta y el prólogo, es
esencialmente neoestoico (no «epicúreo») en sus fuentes y en su doc
trina y estilo. Escrito más o menos al mismo tiempo que la carta (es
decir, al concluir el diálogo del. Acto XVI de la comedia), se deriva
menos de los plancti medievales (Juan Ruiz, Juan de Mena, Diego de
San Pedro) que de algunos de los casos debatidos en el D e rem ediis
uiriusque fortu n a e: D e tranquilo statu, De infaafis filii caso m isero
y D e am isso filio , de Petrarca. Pleberio, en forma diferente (aunque
360 —
comparable), a Calisto y Melibea, en términos estoicos se ha quitado
las armas defensivas impulsado por el amor. Se ha asegurado dentro
de lo que cabe; ha plantado árboles; ha edificado torres y construido
barcos; ha acumulado riqueza sin darle mayor importancia; incluso
ha aceptado su edad y su cercana muerte, planeando sabiamente (sólo
que un mes demasiado tarde) la boda de su hija. Pero es vulnerable
a través de la sola cosa que ama por encima de toda razón: su hija
Melibea. Su patética observación, «Agora perderé contigo, mi desdi
chada hija, los miedos y temores que cada día me espauorecían: sola
tu muerte es la que a mí me haze seguro de sospecha», es un claro
eco de la «Rario» de Petrarca en D e am isso filio , un eco que se vol
vería a oír de nuevo tanto en R íders to th e Sea como en Bodas d e
sa n g r e 31.
Escuchemos su conclusión: «Del mundo me quexo, porque en sí
me crió, porque no me dando vida, no engendrará en él a Melibea;
no nascida, no amara; no amando, cessara mi quexosa e desconsola
da postrimería», es el razonamiento de un estoico ortodoxo. El que
Pleberio no lamente el suicidio de su hija y la condenación automá
tica que llevaba consigo, ha sido con frecuencia explicada por la con
versión insincera de Rojas. Esto es muy probable, aunque difícil
de probar. Pero, observado desde otro punto de vista, el suicidio
de esa casi niña puede contemplarse también como la «solución»
clásica del estoicismo, y Pleberio, reconociendo su «desconsolada
y desgraciada agonía» en la de su hija, está en posición de poderla
comprender32.
En vista del repetido énfasis de Pleberio en la agonía de la con
ciencia (como él observa, Alisa se libra de ella al desmayarse, uno
de los remedios o píldoras más fáciles de tragar de Petrarca), es evi
31 «L j Celestina»; arte y estructura, p. 277. Esta ha sido aceptada y ela
borada desde entonces por Bataillon en su artículo-reseña de La originalidad
(ver infra, n. 46).
32 Villalobos da un diagnóstico neoestoico de los estados suicidas del
espíritu que interesa relacionar con el de Melibea: «Y que sean mayores los
trabajos del pensamiento que los del cuerpo manifiestamente se paresce en esto.
Que ninguno por cavar y remar, ni por otros afanes por grandes que sean,
se desesperan; y muchos hombres y mujeres por una congoja o triste pensa
miento se dan crueles muertes, unos despeñándose, otros dándose de estocadas,
otros ahorcándose, otros en agua, otros en fuego. Porque es tan grande la
pasión del alma que cualquier muerte tienen en muy poco por acabar la
tormenta que padescen» {Algunas obras¡ p. 208). Por lo que se refiere al silen
cio de Pleberio sobre la condenación, podemos compararlo a la advertencia
explícita de suplicio a Plácido cuando este último está al borde del suicidio:
«¿Tú quieres perder el alma con el cuerpo?» ( J u a n d e l E n c in a , Teatro com
pleto, ed. M. Cañete, Madrid, 1893, p. 324). Notamos también que Encina
(p. 353) y Villalobos emplean la misma palabra para indicar la autodestruc-
ción, «desesperarse», término usado más tarde por Cervantes para damos
a conocer la naturaleza de la muerte de Grisóstomo. Los documentos de la
Inquisición la emplean con frecuencia. Ver, por ejemplo, Cap. II, n. 29.
— 361
dente que cuando Rojas contemplaba su obra era desde un punto de
vista neoestoico petrarquísta. La inicial moral didáctica, el aviso me
diante ex em plum contra la blasfemia y la lisonja de los criados, se ha
bía convertido en una contemplación estoica de la condición humana.
La intención de Rojas sigue siendo moral y ejemplar, pero el ejemplo
funciona de forma difícilmente previsible en el acto I y su título.
Allí podíamos esperar que los amantes fuesen castigados por su mala
conducta, imprudencia y su retórica exagerada y pecaminosa. Ser tes
tigos del castigo hubiera sido para nosotros una lección. Pero al final,
el reo sometido a tortura es el inocente Pleberio, «castigado» por
amar a su hija demasiado, dejando así un punto débil en sus defensas
estoicas contra el mundo. De aquí que, en la carta, nos diga Rojas
que La C elestina suministrará al lector «defensiuas armas... no fabri
cadas en las grandes herrerías de Milán, mas en los claros ingenios de
doctos varones castellanos formadas...» (4-5). Esta familiar imagen
estoica (usada también en el D e rem ed iis) 33 Índica cómo al contem
plar Rojas lo que había hecho, lo veía menos como una guía para la
conducta que como un escudo axiológico.
Solamente en estos términos tiene sentido la catástrofe final. La
muerte de Calisto, un accidente que resulta de su conducta irracional,
es un dardo que penetra la vulnerabilidad de Melibea, lo mismo que el
de Melibea atraviesa la armadura de su padre. Rojas ha expresado con
precisión su revisada intención moral. Ni el padre ni la hija son culpa
bles ante la ética o la sociedad. Pleberio no parece concebir la seduc
ción ni el suicidio de Melibea como pecados y no parece estar preocu
pado (como Caüsto en el Acto XIV) por su honor manchado. Como se
ha señalado con frecuencia, es en este respecto contrario a los padres
del teatro de la Edad de Oro. El único error del padre y de la hija
—y en esto son igualmente culpables— es haber pasado por alto los
preceptos estoicos fundamentales sobre la valoración. Y de manera
retrospectiva podemos ver que en este punto los acompañan Celes
tina y los criados, avariciosamente amarrados a la fatal cadena del
oro. Solamente se escapan los desinteresados (Sosia) y las totalmente
cínicas (Elicia y Areusa).
Esta moral heterodoxa (desde el punto de vista de las creencias
convencionales morales y religiosas) no es apéndice aislado de La C e
lestina. Por el contrario, como hemos indicado anteriormente, la lec
ción explícita, tan irónica como patética, es el producto final necesa
rio del arte singular del diálogo de Rojas. El abierto estoicismo de la
conclusión no puede separarse del uso que hace Rojas —evidente,
como hemos tratado de demostrar en otro lugar, desde el comienzo
— 362
del Acto I I 34 —de los lugares comunes petrarquistas para comunicar
al lector una comprensión irónica del locutor, de su pensamiento y
de su situación vital. Esta relación entre la ironía y los lugares comu
nes petrarquescos es, de hecho, el único aspecto de La C elestina sobre
el que parece estar de acuerdo la crítica de nuestro tiempo35.
De una manera específica, si se me permite por un momento re
hacer los pasos seguidos hace años, diré que Rojas obliga a sus inter
locutores a citar a Petrarca para que revelen el abismo entre los tópi
cos ejemplares («Contrólate»; «no te enorgullezcas de tu linaje»;
«Unicamente por medio de la comunicación humana y de la amistad,
la experiencia personal vale la pena»; etc.) y las intenciones y situa
ciones particulares a las que van vinculados. El fluir de la conciencia
va siempre yuxtapuesta irónicamente a los modelos estáticos a los
que el individuo pretende ajustar su vida. Los tratados latinos neoestoi-
cos de Petrarca son fuentes importantes de La C elestina precisamente
por esta razón. Su copioso inventario de sen ten íia e que predican el
dominio de sí mismo nos da el contrapunto intelectual para los incon
trolables procesos vitales del amor, del odio, del deseo, del ataque y
de la defensa en que los interlocutores están empeñados. Ofrecen un
punto de vísta fijo para la observación irónica que hace Rojas de la
vida humana en su cambio incesante. Que el retrato que Rojas ofrece
de la conciencia baya sido cáustico, no ba de sorprendernos teniendo
en cuenta la biografía que hemos propuesto. La C elestina es una
obra en la que la moral estoica, si bien no es negada nunca, sí es trai
cionada siempre por la vida, y que termina por infligir los mayores
sufrimientos al personaje que es menos responsable. Por cuanto cum
ple la intención del autor, este «ex em plum de grande envergure»
queda irónicamente invertido, vuelto negativamente de arriba a abajo.
Menéndez Pelayo probablemente hubiera respondido a esta inter
pretación señalando el hecho de que Pleberio no dedica todo, ni si
quiera la mayor parte, de su soliloquio a lamentar su propio estado
de ánimo. Intenta también fijar la culpa, de tratar de entender cómo
ha sucedido la repentina e increíble catástrofe. Suspendiendo la in
trospección, prorrumpe en un amargo apostrofe a la Fortuna, al Mun
do, al Amor (mencionados por orden de ascendiente importancia), a
los que acusa de responsabilidad por todas sus muertes. A la interpre
tación estoica se añade lo que a primera vista aparece ser una vuelta
a los grandes tópicos personificados de la tradición medieval. Lejos
de negar la validez y la importancia de estas acusaciones centrales,
yo sostendría que fue precisamente en su interpretación de las mismas
«La Celestina»: arte y estructura, pp. 269-270.
35 Además de Spitzer, B a t a i l l o n , pp. 103-104, y La originalidad, p. 253.
Una excepción es A. D . D e y e r m o n d , que continúa leyendo La Celestina como
colección de exempla no diferentes de cualquiera otra (The Petrarcban Sottr-
ces, p. III).
— 363 —
donde Menéndez Pelayo no apuró el asunto suficientemente. Oiga
mos otra vez a Pleberio en su papel, ahora no como padre estoico
fracasado, sino como fiscal de la humanidad, fiscal que increpa contra
nuestra inherente fragilidad:
O fortuna variable, ministra e mayordoma de los temporales bienes! ¿Por
qué no executaste tu cruel yra, tus mudables ondas, en aquello que a ñ es
subjeto? ¿Por qué no destruyste mi patrimonio? ¿Por qué no quemaste mi
morada? ¿Por qué no asolaste mis grandes heredamientos? Dexárasme aquella
florida planta, en quien ttí poder no tenías; diérasme, fortuna fluctuosa, triste
la mocedad con vegez alegre, no peruertieras la orden...
¡O mundo, mundo! Muchos mucho de tí dixeron, yo por triste esperíencia
lo contaré, como a quien las ventas e compras de tu engañosa feria no prós
peramente sucedieron, como aquel que mucho ha fasta agora callado tus falsas
propiedades, por no encender con odio tu yra, porque no me secasses sin
tiempo esta flor que este día echaste de tu poder. Pues agora sin temor, como
quien no tiene qué perder... Yo pernaua en mi más tierna edad que eras y
eran tus hechos regidos por alguna orden; agora, visto el pro e la contra de
tus bienandanzas, me pareces vn laberinto de errores, vn desierto espantable,
vna morada de fieras, juego de hombres que andan en corro, laguna llena de
cieno, región llena de espinas, monte alto, campo pedregoso, prado lleno de
serpientes, huerto florido e sin fruto, fuente de cuydados, río de lágrimas,
mar de miserias, trabajo sin prouvecho, dulce ponzoña, vana esperanza, falsa
alegría, verdadero dolor. Ceuasnos, mundo falso, con el manjar de tus de-
leytes; al mejor sabor nos descubres el anzuelo.
¡O amor, amor! ¡Que no pensé que tenías fuerza ni poder de matar a tus
subjectos! Herida fue de tí mí juuentud, por medio de tus brasas passé: ¿cómo
me soltaste, para me dar la paga de la huyda en mi vegez? Bien pensé que
de tus lazos me auía librado, quando los quarenta años toqué, quando fui
contento con mi conyugal compañera, quando me vi con el fruto que me cor
taste el día de oy. No pensé que tomauas en los hijos la venganza de los
padres. Ni sé si hieres con hierro ni si quemas con fuego. Sana dexas la ropa;
lastimas el corazón. Hazes que feo amen e hermoso les parezca. ¿Quién te dió
tanto poder? ¿Quién te puso nombre que no te conuíene? Si amor fuesses,
amarías a tus simientes. Si los amasses, no les darías pena. Si alegres viuiessen,
no se matarían, como agora mi amada hija. ¿En qué pararon tus simientes e
sus ministros? La falsa alcahueta Celestina murió a manos de los más fieles
compañeros que ella para su seruicio enpon$o5ado jamás halló. Ellos murieron
degollados. Calisto, despeñado. Mi triste hija quiso tomar la misma muerte
por seguirle. Esto todo causas. Dulce nombre te dieron; amargos hechos hazes.
No das yguales galardones. Iníqua es la ley, que a todos ygual no es. Alegra
tu sonido; entristece tu trato. Bienauenttirados, los que no conociste o de los
que no te curaste. D hs te llamaron otros, no sé con qué error de su sentido
fraydos. Cata que Dios mata los que crió; tú matas los que te siguen. Enemigo
de toda razón, a los que menos te simen das mayores dones, hasta tenerlos
metidos en tu congoxosa danga. Enemigo de amigos, amigo de enemigos, ¿por
qué te riges sin orden ni concierto?... La leña, que gasta tu llama, son almas
e vidas de humanas criaturas. Las quales son tantas, que de quien comentar
pueda, apenas me ocurre. No sólo de christianos: mas de gentiles e judíos e
todo en pago de buenos seruicios.
364 —
Después de leer estos tres pasajes acusatorios, queda uno sorpren
dido por la coincidencia en todos ellos de su aseveración del caos
impersonal e inhumano que constituye el universo. El marco externo
de la personificación alegórica —y por ende del orden que supone—
aquí esconde una negación explícita del orden, negación que, como en
la descripción de la peste del D ecam erón, era totalmente demoledora
para el espíritu medieval —y a la que los conversos, como hemos
visto, eran particularmente propensos— . La Fortuna para Pleberio
(como portavoz de Rojas) pervierte, en consecuencia, el orden, y no
ejerce su ira sobre aquello que debiera estar sometido a ella. Antes
estaba acostumbrado a pensar que el Mundo y sus hechos estaban
«regidos por alguna orden», pero ahora sabe la atroz verdad. El amor
también es injusto, arbitrario, cruel, y su armonioso y gentil nombre
no es más que un disfraz. Se conduce «sin orden ni concierto». Esta
idea del universo —sea que refleje las conclusiones de Rojas o el
simple frenesí de Pleberio— es heterodoxa en todos los sentidos. No
es estoica, pues el primer principio del estoicismo es que es la perso
na la que está fuera del orden, no la naturaleza. Ni es cristiana (aun
que algunos de los adjetivos aplicados al Mundo suenen como cris
tianos), ya que ignora la existencia (e incluso la posibilidad) de una
providencia oculta.
No deberíamos sorprendernos, por tanto, de que en una traduc
ción francesa del siglo xvii se introduzca un nuevo personaje, «Aris
tón, frére d A lise», cuyo papel es consolar a Pleberio y conducirle
desde el pesimismo metafísico a la resignación cristiana. La respuesta
de este Pleberio «afrancesado» y cristianizado indica que su fe se
ha restablecido en última instancia: «Tú me has devuelto la vida, tú
has rasgado las espesas tinieblas con que el dolor anterior había ofus
cado mi espíritu» 36. Rojas y su portavoz, sin embargo, no están dis
puestos a admitir tal consuelo. Para ellos no hay ley a que puedan
— 365 —
acogerse, no existe « ley» alguna —ni cristiana, ni judía, ni gentil—
en cuyos brazos se pueda hallar descanso. Los creyentes de las tres
castas están igualmente sujetos a su agresión arbitraria.
Si para Pleberio el universo es algo en constante desbarajuste,
indiferente, caótico e insensiblemente bostil, su mismo desorden su
giere paradójicamente un modelo literario familiar: el de las danzas
de la Muerte, tan populares en el siglo que precede a La C elestina.
En estas danzas, profusamente retratadas en la poesía y en las artes
gráficas, la muerte elige sus sucesivas parejas sin atender a la edad ni
a la importancia jerárquica. El papa, el labriego, el rey, el caballero,
el mendigo, el niño y todos los demás se sienten obligados a pronun
ciar sus últimas palabras, se dan media vuelta y mueren según el in
flexible y tétrico antojo de la muerte bailarina. Así, vemos que
cuando Pleberio menciona la «congoxosa dan<ja» del «enemigo de toda
razón», y cuando Rojas, en los versos finales, advierte a sus lectores
de que «huygamos su danga» (la de Calisto y Melibea), ambos sugie
ren que el amor actúa con la misma arbitrariedad que la muerte en
esa alegoría popular. Por una asimilación de tópicos característicos de
la época37, Rojas contempla a La C elestina como una danza de amor,
un baile tan fatal, tan horrendo e insensato como su predecesor, con
el agravante de la perversidad de su promesa engañosa de gozo. Se ha
de notar, por supuesto, que los oyentes y espectadores de las danzas
de la muerte (normalmente miembros de las clases oprimidas más ba
jas) parecen haber encontrado un consuelo y un compensatorio delei
te al contemplar el destino común de toda la humanidad mientras
que Pleberio (y, por extensión, Rojas) se queda solo en su horror a
la vez apasionado e intelectual. El Mundo y el Amor son tan « outra-
g eo u s» como la Fortuna de Hamlet. Los dos bailarines, lo mismo que
el paso de las dos danzas fatales, no son idénticos. Pero es importante
para nuestro propósito ver cómo Rojas (exactamente lo mismo que
hizo con el neoestoidsmo del De rem ediis) se vale de una tradición
conocida a fin de comprender su por otra parte incomprensible inno
vación. A la Danza d e la M uerte, que correspondía a lo que Jacques
Maritain llamó la «desazón existencial» del siglo x v 39 en toda Europa,
— 366 —
se le refiere aquí para poder expresar en términos familiares a todo el
mundo la alienación mucho más radical y en definitiva desesperada
del solitario converso español.
Rojas no detiene ni puede detener aquí sus esfuerzos para expre
sar su resentida y vengativa intención. Como espíritu que preside
toda la obra y que está preocupado por su coherencia aristotélica
(una coherencia antitética al orden humano), cree que es su deber
asignar una causa final a las condiciones que describe. Está bien echar
la culpa al Amor, pero la naturaleza humana con su inherente impul
so erótico en última instancia no puede ser culpable: «¿Quién te dio
tanto poder?», pregunta Pleberio al Amor de una manera directa; y
deja que el oyente saque sus conclusiones. Este, si es que ha seguido
atentamente el diálogo tan cargado de premoniciones y augurios que
está para terminar, recordará que la cuestión fue contestada de ma
nera concreta casi al comienzo. Al principio del Acto I, Sempronio
había lanzado la respuesta correcta: «¡O Soberano Dios, qué altos
son tus misterios! ¡Quánta premia pusiste en el amor, que es necessa-
ria turbación en el am ante!»40. Aquí está la intención secreta de que
acabamos de hablar. Una vez que el lector se da cuenta de que Ro
jas, sin decirlo abiertamente, quiere que se entienda el Amor como
un eufemismo para designar a Dios («Dios te llamaron otros»), las
frases adicionales del soliloquio adquieren un significado insospecha
do: la cita del Antiguo Testamento «no pensé que tomauas en los
hijos la venganza de los padres», la amarga observación de que «Cata
que Dios mata los que crió», y la potencialmente blasfema paráfrasis
de las Bienaventuranzas «Bienaventurados los que no conociste o de
los que no te curaste». Pero la declaración definitiva de la intención
medio oculta ocurre en el mismo final cuando Pleberio observa «del
Mundo me quexo porque en si me crió». La consecuencia de un uni
verso natural sin Dios es casi tan explícito ahora como lo pudo ser en
su tiempo. O a lo más, suponiendo que detrás de las máscaras de la
Fortuna, del Mundo y del Amor acecha una especie de supervisor,
hay que reconocer que es caprichoso y despiadado, comparable a esos
dioses de El R ey Lear que son como niños traviesos que matan las
moscas.
¿Cuál es el sino del hombre nacido en semejante situación? Es
precisamente la respuesta a esta cuestión la que el auditorio invisible
de Pleberio acaba de oír a lo largo de los veinte actos anteriores
de La C elestina. El hombre está lanzado a una febril e inevitable
danza de la vida compuesta de dos movimientos fundamentales. Por
un lado (como se explica en el prólogo y se copia directamente de
Petrarca), hay un constante e implacable conflicto, un conflicto de
— 367
palabras, puños, espadas, espíritus y garras entre todos los que viven:
animales, amos, criados, clases, hijos, padres, ciudades, naciones y las
antagónicas facultades del alma. «Todas las cosas ser criadas a manera
de contienda o batalla» y, como ba puesto de relieve Castro, incluso
el caos es «litigioso» A]. Por otro, hay un impulso erótico igualmente
implacable (al que incluso el «Viejo» de Cota se vio obligado a su
cumbir) sometiéndonos a todos a la furia ferina. Sempronio continúa
el apostrofe a Dios citado arriba con una vivida descripción de la
raza humana desatada en el amor: «Paresce al amante que atrás que
da. Todos passan, todos rompen, pungidos e esgarrochados como li
geros toros. Sin freno saltan por las barreras.» Aparte la intimación
de la forma de la futura muerte de Calisto, podemos fijarnos en el
dinamismo desordenado de ambos movimientos de la danza de la
vida de Rojas, tan parecida a un cuadro de El Bosco. En su in
fancia, la sociedad le había contado a Rojas una historia de horror
compuesta de mil y una anécdotas atroces sobre la persecución de su
casta. Y ahora, en La Celestina, él, a su vez (lo mismo que el autor
del Lazarillo habría de hacer unas décadas después), ha contado a la
sociedad otra historia de horror. Ha contado a sus oyentes y lectores
la historia de un mundo de causa y efecto vertiginosos sin Providen
cia y sin asilo ni antes ni después de la muerte, un mundo en que la
muerte era una bendición a causa del insano y despiadado dinamismo
de encontrarse vivo.
Si, a un nivel, Rojas contempla la vida con el ojo irónico de un
moralista estoico —es decir, como una serie de errores y de falsas
valoraciones— a otro, y éste es el centro mismo de su intención, nos
viene a decir que son inútiles los «remedios» para la fortuna y para
la vida. Los que vivimos en su desierto universo neoaristotélico esta
mos inexorablemente sentenciados, en una forma u otra, ya sea como
Calisto, ya como Pleberio. En el primer nivel, Rojas es cómico (y es
cribe una «comedia de errores»); en el segundo, es trágico; de ma
nera que el conjunto es debidamente clasificado por su autor como
la primera tragicomedia del mundo.
Resumiendo, diremos que, cuando Rojas contempló la obra ex
traña que había creado y trató luego de explicar sus propias intencio
nes, echó mano de modelos al alcance de la comprensión de todos:
los preceptos morales estoicos, la danza de la muerte, la personifica
ción alegórica. En cada caso, sin embargo, el modelo quedaba imbuido
— 368 —
de consecuencias sin precedentes. Seguramente Rojas no habría com
partido nuestra comprensión de su originalidad como algo profunda
mente revolucionario. Su visión pesimista de la vida humana y de la
historia habría sido suficiente para impedir que se vislumbrara el
futuro desarrollo de los géneros modernos, géneros hechos posibles (y
por primera vez visibles) en La C ele sima. No obstante, en su redefi
nición de las doctrinas poéticas recibidas, en su abandono creador del
didactismo, demuestra su conciencia de haber cumplido el mandato
de Ezra Pound: «Make it new» («Hágalo nuevo»). Rojas sí sabía lo
que sabemos nosotros: aunque La C elestina había comenzado con
un propósito, terminó con otro muy distinto. En efecto, fue precisa
mente su aguda conciencia de la posible peligrosa originalidad la que
le condujo a emplear las variadas estrategias protectoras del prólogo,
la carta y los versos. A pesar de que estos escritos nos ayudan a com
prender la visión que Rojas tenía de sí mismo como «autor» o «filó
sofo», el tomarlos literalmente es tan ingenuo como tomar el prólogo
de D on Q u ijote al pie de la letra. Es Pleberio el que durante su
erupción de conciencia revela mejor lo que Rojas pensaba, y no el
camuflaje postizo.
«C ortaron m i c o m p a ñ ía »
— 369 —
24
tinente, si hemos de estudiar las relaciones entre autor y obra que
trascienden el nivel de la intención, hemos de darnos plena cuenta
de que entramos en un territorio peligroso y prohibido. En esta pro
hibición, de manera curiosa, estarían de acuerdo tanto el historiador
literario como el que sugiere una crítica ahistórica. El primero diría
que una comprensión parcial de la intención es todo lo que podemos
y debemos esperar de nuestros esfuerzos arqueológicos, mientras
que el segundo, desdeñando semejante conocimiento como falaz, pre
feriría trazar el diseño de un universo artístico aislado y en cuanto
tal. Ni el uno ni el otro estaría dispuesto a intentar relacionar el co
nocimiento crítico con la vida del autor. Tienen razón, pero el que se
propone hablar sobre la vida de un Fernando de Rojas no puede dejar
de arriesgar ningún salto mortal. Su documento más significativo
es La C elestina y ha de usarlo en todas las formas que pueda.
En mi caso concreto, he tomado como guía para el peligroso viaje
a mi inolvidable profesor y amigo, Augusto Centeno. Su noción del
«intento» del artista {como algo distinto de la «intención») Índica un
posible paso de la interpretación crítica a la comprensión biográfica.
Centeno define el «intento» como un «sentido de vida profunda e
intensa» que informa el mundo creado y que expresa los ámbitos de
la experiencia personal con mucha más amplitud y profundidad de lo
que puede entrar en la autointerpretación consciente42. De aquí se
sigue que, si nos movemos con la debida cautela y basamos nuestras
conclusiones en ejemplos cuidadosamente seleccionados, podemos lle
gar a conocer a Rojas a través de La C elestina de una manera que ni
siquiera él mismo pudo conocerse con toda su intensa conciencia.
Quizá el punto de partida más visible y atractivo fuera el arte de
la caracterización. En las páginas de La C elestina podemos sorpren
der a Rojas escuchando y observando a otras personas. ¿Cómo las
juzga?, podríamos preguntarnos a nosotros mismos. ¿Cuál es su acti
tud hacia ellas? Sin embargo, puesto que las respuestas a estas pre
guntas pudieran parecer arbitrarias (al menos que se basen en un
análisis crítico demasiado detallado para presentarle aquí), yo he to
mado un sendero menos obvio y más modesto. Se observó con ante
rioridad que las grandes obras redefinen el arte poético de su tiempo.
Podemos añadir ahora que también redefinen el lenguaje, particular
mente algunas palabras clave íntimamente relacionadas con su tema
{o, como Centeno lo habría expresado, con su «intento»). La obser
vación detenida del uso que hace Rojas de ciertas palabras —es de
esperar con Buffon— nos llevará del estilo «h Vbomme ¡n em e» . De
todos modos, dando por supuesto el riesgo de esta aventura, una in
vestigación del lenguaje tiene menos probabilidad de desorientar a un
biógrafo bisoño especializado ante todo en filología. Como punto de
— 370 —
partida para un viaje hacia la conciencia de Rojas, éste tiene la ven
taja de pertenecer al área de mi supuesta competencia.
Es inútil preguntarse cuáles de las palabras empleadas por los
interlocutores de La C elestina han sido más significativamente rede-
finidas, puesto que Rojas mismo tiene que haberlas subrayado. Po
demos volver a comenzar, pues, con la parte más enfática de la obra,
el lamento de Pleberio, y tratar de leerla desde este punto de vista.
Anteriormente nos centramos en aquellas sentencias que delataban la
velada interpretación de Rojas de los veinte primeros actos. Ahora,
en lugar de leer lo que Pleberio dice como una presentación de la
intención final, tratemos de escucharla como una expresión personal,
una confesión pronunciada por un hombre que trata de comunicar su
desesperación particular. Las dificultades inherentes a su esfuerzo le
llevan a repetir una y otra vez la misma palabra. Es la palabra solo, y
resume el hado personal de Pleberio, una particular soledad paternal
que Rojas no comparte. Como recordamos, cuando Melibea va a dar
su salto fatal, aunque sin miedo a la muerte y a la condenación, tiene
un momento de vacilación. Se ha detenido a pensar —así lo afirma
ella explícitamente— porque siente dejar a su padre «en gran sole
dad». Y solamente después de justificarse a sí misma con una serie
de exem pla, sacados de las páginas reservadas a la «crueldad entre
las familias» en su álbum de lugares comunes (tales colecciones han
estado de moda desde entonces hasta el mismo siglo xix), y recordan
do a Dios que es cautiva de amor, se mata. Que el presagio de Me
libea queda justificado, lo demuestra ampliamente Pleberio cuando
después de callarse de modo algo inverosímil, reacciona a su explica
ción y a su suicidio43. Se dirige a su mujer: « ... porque no llore yo
so lo la pérdida dolorida de entrambos, ves allí a la que tu pariste e yo
engendré hecha p e d á is » .
Incluso en esta primera aparición de la palabra «solo» se puede
apreciar la redefinición. No es la mera compañía física la que Plebe-
rio desea, sino más bien una conciencia compañera que pueda acom
pañarle en su dolor. Alisa le niega esto al desmayarse, y él la reprocha:
«Leuántate sobre ella e, si alguna vida te queda, gástala con tigo en
tristes gemidos, en quebrantamiento e sospirar... Si ya has dexado esta
vida de dolor, ¿ p orq u é q u esisie q u e lo pase y o to d o ? » . Al fallarle Ali
sa, se vuelve a sus paisanos y vecinos «que han venido a ser testigos
— 371 —
de su pena», y les dice: «¡O amigos e señores, ayúdam e a sen tir mi
pena!». La conciencia de Pleberio está separada de las otras por la
misma intensidad de su sentimiento. Y luego se pregunta por qué
la muerte ha invertido el orden dejándole a él «solo». Termina
su denuncia del mundo observando que, si bien esa institución po
dría tratar de justificarse por el mal trato que da a todos los hom
bres y su consiguiente provisión de cada uno de alguna «compañía
en el dolor», en su caso no ha sido así: «Pues desconsolado viejo,
¡qué so lo esto y!»44. Otros ejemplos son: la descripción que hace de
la habitación «solitaria» de Melibea; la pregunta «¿Quién acompaña
rá mi desacompañada morada?»; y el retórico adiós final al cuerpo
deshecho a sus pies. «¿Porqué me dexaste triste e so lo in hac lacry*
marum valle?» Así, pues, en el lamento hay dos variedades com
plementarias de soledad. Hay una percepción especial del abis
mo insalvable entre las conciencias, así como un sentimiento na
tural de abandono personal. En el mundo de La C elestina, el diálogo
incesante queda equilibrado —y en un sentido más hondo, hecho po
sible— frente a la radical soledad del espíritu en sí mismo. Pleberio
es el definitivo «sujeto» estoico, que se encuentra solo en un mundo
que percibe a un tiempo como «un desierto espantable» (anticipán
dose a la inacabada S oledad d el yerm o, de Góngora) y como un «jue
go de hombres que andan en corro», el juego inútil y sin sentido del
diálogo sin auténtica comunicación.
Las especiales implicaciones de la palabra so lo en La C elestina (y
del estado de soledad que representa) son también manifiestas en el
Acto XX cuando él padre y la hija se enfrentan por última vez. El
plan suicida de Melibea depende de que la dejan sola, y, después de
haber enviado aviso a su padre para que traiga músicos que la conso
laran, luego con gran sutileza utiliza el tema de la soledad como excu
sa para que se marche Lucrecia: «Lucrecia, amiga mía, muy alto es
esto. Ya m e p esa p o r dexar la com pañía d e m i p ad re. Baxa a él e dile
que se pare al pie desta torre...» Una vez cumplida esta orden, excla
ma con patética exaltación: «D e to d o s so y dexada. Bien se ha adere
zado la manera de mi morir...» La sola figura de Melibea abalanzándo
— 372
se desde lo alto de la torre es, de este modo, una representación visual,
un emblema de la soledad. Cuando Pleberio viene luego y mira hacia
arriba, sus primeras palabras son: «Hija mía Melibea, ¿que hazes
sola?» En cuyo preciso momento el emblema humano vuelve a la vida
y comienza a hablar. Durante todos los años de la vida de Melibea, Ple
berio había sido engañado por la domesticidad — el diálogo de la
coexistencia diaria— creyendo que estaba acompañado. Y es ahora
sólo a través de un espacio vertical cuando se da cuenta de la distan
cia entre el espíritu de su hija y el suyo. Sólo ahora, sólo cuando su
hija le dice por fin todo lo que ha tenido oculto, comprende la natu
raleza radical de su soledad.
Como es normal en La C elestina, la situación física y la humana
se completan. La torre y la confesión de Melibea expresan juntas la
aguda comprensión de Rojas de que ser consciente es estar aislado:
separado por el espacio y el tiempo (la «frágil pared de vientos, / de
cielos y de años», de Salinas) incluso de aquellos que están muy cerca
de nosotros. La soledad lírica estudiada por Karl Vossler está también
presente (particularmente al comienzo de la segunda escena en el
huerto), pero la que Pleberio ha experimentado y trata de expresar
en su plan ctu s tiene poca relación con la languidez o melancolía. Es
una soledad irremediable, inherente a la condición humana.
Contrariamente a su mentor Petrarca, los habitantes de La C eles
tina no pueden sacar de sus particulares soledades los consuelos del
Vaucluse. Por el contrario, buscan frenéticamente la compañía en to
das las formas concebibles; la misma intensidad de su diálogo mues
tra la ineficacia de los remedios estoicos o de la sublimación lírica.
Sólo en el huerto y únicamente durante unas pocas horas nocturnas,
la aguda percepción del tiempo y del espacio (las formas externas de la
soledad individual) desaparece y da lugar a la bucólica inmersión en
la naturaleza. El resto del tiempo —como bien podemos figurarnos le
sucede al mismo Rojas— las vidas de las que emergen las voces de
La C elestina —no sólo se persiguen «a manera de contienda e bata
lla», sino que se miran como presa codiciada—. Incluso Celestina, tan
segura de su ser, alude nostálgicamente una y otra vez a su pasada
compañía con Claudina. Alude a las nueve jóvenes que vivían con
ella cuando se hallaba en la cima de su prosperidad perdida, como
una fuente de «descanso y aliuio». Tampoco hemos de pasar por alto
la domesticidad afectivamente quejumbrosa de sus diálogos caseros
con Elicia y la pasajera pero no obstante genuina pena que esta última
siente después de su muerte. A pesar de la maliciosa ironía que ca
racteriza a estos aspectos de la vida y la muerte de Celestina, para
los que hablan son auténticos. Aunque Celestina es un guerrero inven
cible e incansable de la palabra, la heroína oral de su libro, sólo una
necesidad complementaria de compañía puede explicar su celebrada
redefinición de «d e le v te ». La unión camal, le dice a Pármeno en el
— 373 —
acto I, lo realizan mejor los asnos en el campo que los seres huma
nos, sólo que estos últimos pueden hablar con compañeros sobre ella
y darse cuenta de la misma por medio del diálogo. «¿A y deley te sin
compañía», sin poder «recontar las cosas de amores e comunicarlas?».
Una relación mucho más íntima e intensa entre las conciencias,
por otra parte sobrarías, es la que los amantes llaman su « goz o» . El
d ele y te de Celestina, basada en la camaradería del diálogo, se limita
a los placeres que recuerda de la vida compartida con Claudina, o los
de Areusa con sus vednos. Pero el gozo proporciona, aunque sea bre
vemente, no una unión superficial de almas, sino la forma más subli
me e íntima de compañía. Los diccionarios nos dan dos definiciones
conocidas de gozar y de gozo. Por un lado, significa «congreso carnal»,
y es la que usa el don Juan de Tirso en su estribillo: «Esta noche he
de goza lia.» Por otro, significa simplemente «tener gusto, compla
cencia y alegría de una cosa» 45. Ambos sentidos se alternan de vez en
cuando en La C elestina, particularmente durante los primeros actos.
Cuando Celestina aconseja a Areusa en el Acto VII, «E pues tu no
puedes de ti propia gozar, goze quien puede», ese primer sentido es
claro; pero cuando dice, «¡O , si quisiesses, Pármeno, qué vida goza
ríamos!» (acto I), oímos el segundo sentido. Pero de hecho, en el cur
so de la creación (después del Acto X, según Bataillon), la noción de
gozo repetida y acentuada por Calisto y Melibea combina estos dos
significados de una manera altamente significativa. El gozo se con
vierte nada menos que en el antídoto que el amor ofrece para la
horrible soledad que Pleberio ve como destino del hombre, «¿Cómo
no gozé más del gozo?» es la reacción aparentemente inmoral de
Melibea a la muerte de Calisto. Pero en realidad lo que ella se plan
tea no es la pregunta sensual, que sería grotesca en tales circunstan
cias, «¿Por qué no hice yo más el amor físico?». Una paráfrasis mu
cho más adecuada podría ser ésta: «En mi soledad presente, ¡cómo
lamento no haber partidpado más de la intensa compañía que sólo el
amor puede propordonar!»
Es naturalmente cierto, como señala Marcel Bataillon en una re
visión reden te de su interpretación moral que, a nivel de la inten
— 374 —
ción que nos permite leer La C elestina como una «comedia» neoes-
toica, la búsqueda y el culto del gozo tipifica a los amantes como
representaciones vivas del gaudium de Petrarca, siempre cándida
mente optimista y siempre desilusionado. El gaudium , junto con la
sp es, llenan las páginas del D e rem ediis con sus vanos esfuerzos por
ganar su debate con la ratio. Así, la lección moral que los lectores de
Petrarca aprenden de la derrota intelectual siempre repetida del
gaudium («gozo» en la traducción al castellano de Francisco de Ma
drid) está represantada en Rojas por la repentina muerte de los que
escogen vivir únicamente en sus términos. Que vale tanto como de
cir: aquellos que escogen vivir sin razón. El gozo en el mundo de La
C elestina está limitado temporalmente, y por definición sólo puede
existir durante unas breves horas y semanas, Y siempre que escu
chamos a Calisto y Melibea extasiarse ante su maravilla, nosotros
también temblamos ante el sino que sabemos les aguarda. Es quizá
la más patética y la más despiadada de las muchas variedades de la
ironía dramática con que Rojas capta nuestra continua atención. Cuan
do todo está terminado, como dice Bataillon, «estalla, por fin, la
desesperación de Pleberio en la fórmula proverbial N uestro gozo en
el pozo que al gusto moderno podrá saber a disonancia en la tonalidad
trágica, pero que por eso mismo atrae la atención sobre el efímero
gozo cuyas ilusiones se acabaron»47.
Y, sin embargo, creo yo, el tratamiento que hace Rojas del gozo
no tiene por qué estar interpretado solamente en términos de la doc
trina estoica. A un nivel más profundo —el del «intento» más que
el de la «intención»— se independiza de su propia transítoriedad. Se
convierte en la única (la única posible) experiencia humana que ofre
ce una justificación para vivir en el desolado m tm do execrado por
Pleberio. Puede llevar a la catástrofe, pero sin ella no habría nada.
Tendríamos que hacer frente a un destino todavía peor que la des
aparición repentina: nos veríamos obligados a vivir en |x)der de los
crueles, bestiales y pasajeros impulsos que dominan a la mayor parte
de los miembros del elenco. Pues, como el mismo Bataillon señala, el
goz o representa algo mucho más consolador que el alivio sensual: «Es
realmente la felicid a d de que colma la pura vista, la pura evocación
de su amante, goz o que ella siente compartido por el huerto a su lle
gada» (p. 287). Lo cual equivale a decir en otras palabras: el goz o,
si bien su intemporalidad es ilusoria, trasciende la transgresión racio
nal y moral y no es, por tanto, propiamente hablando, objeto de
— 375 —
castigo. En vez de sentir satisfacción («ya lo veía yo venir») ante la
«caída de la fortuna» de los amantes, sentimos el hondo sentido de
pérdida que es signo de la auténtica tragedia.
A fin de poder defender y clarificar este juicio, veamos en el tex
to exactamente cómo esta segunda «palabra preñada» (como Ba
taillon la denomina) ha sido redefinida. Oigamos por un momento a
Calisto recordar su primera seducción de Melibea. Al final de un lar
go monólogo en su mayor parte dedicado a deplorar la pérdida de
honor que puede causar la ejecución pública de los criados, se vuelve
a buscar consuelo en la memoria e imaginación:
Peto tú, dulce ytnaginación, tú que puedes, me acorre. Trae a mi fantasía
la presencia angélica de aquella ymagen luziente; buelue a mis oydos el suaue
son de sus palabras, aquellos desuíos sin gana, aquel apártate allá, señor, no
llegues a mi; aquel no seas descortés, que con sus rubicundos labrios vía
sonar; aquel no quieras mi perdición, que de rato en rato proponía; aquellos
amorosos abramos entre palabra e palabra, aquel soltarme e prenderme, aquel
huyr e llegarse, aquellos azucarados besos, aquella final salutación con que se
me despidió. ¡Con quánta pena salió por su boca! ¡Con quántos desperezos!
¡Con quántas lágrimas, que parescían granos de aljófar, que sin sentir se le
cayan de aquellos claros e resplandecientes ojos! (XIV).
— 376 —
Redefinída de esta manera, la palabra gozo, en vez de significar
simplemente una ilusión estoica, puede entenderse también como
una representación de lo que podría, llamarse el triunfo de la con
ciencia. Cuando en el Acto XVI Melibea explica a su criada, Lucre
cia, por qué rechaza los planes de matrimonio de sus padres, equipara
de modo significativo su pasión por Calisto con el amor paterno:
«Déxenme mis padres gozar délf sí ellos quieren gozar de mí.» Y lue
go llega a decir: «No tengo otra lástima sino por el tiempo que perdí
de no gozarlo, de no conoscerlo, después que a mí me sé conoscer.»
Lo que Melibea lamenta de hecho es que entre el primer momento
que se dio cuenta de sí misma («desde que me sé conoscer») y su
encuentro con Calisto, no había vivido el amor-gozo. No había encon
trado ]a intensa compañía que sus encuentros con Calisto entonces
le proporcionaban. Así, también, su afirmación de que la satisfac
ción que su compañía da a sus padres —si bien difícilmente tan in
tensa— es comparable a la que recibe del amor. El amor es compen
sación de la soledad, una fusión de los espíritus y no sólo de los cuer
pos. El resultado es que la blasfemia retórica de Calisto destacada
en el Acto I, al final Melibea la repite de una manera inesperada:
«Señor, vo soy la que gozo, yo la que gano; tú, señor, el que me
hazes con tu visitación incomparable merced.» (XIX.) La palabra
visitación, con sus implicaciones místicas, recalca la intensidad del
amor humano en cuanto nos puede liberar de nuestra soledad exis-
tendal. El goz o en su fusión de la gloria divina, el d eleite humano
y el p la cer animal, actúa como un contrapunto temático al pesimismo
de Pleberio. A un tiempo profundamente irónicas y profundamente
patéticas (más que morales), estas palabras ponen punto final al «pro
ceso de los amores» y un momento después Calisto encontrará la
última soledad y la última inconsciencia.
Aunque es claro que el gozo de los amantes está basado en el
deseo desenfrenado y la consumación física, ambos se dan cuenta de
que ese placer es la base de algo más duradero. Hemos visto ya esto
en el caso de Melibea, y, hacia el final —una vez que ha asimilado
totalmente la experiencia del amor— es verdad también del ardiente
Calisto. En el Acto XIX le encontramos encaramado al muro fatal
escuchando el canto de su amada y de su criada y gozando plenamente
el testimonio melódico de su presencia en los espíritus de ellas. Una
vez más, y de acuerdo con la repetida práctica de Rojas (el ejemplo
inicial ocurre en el Acto I I ) 49, el sentido amplio del diálogo acompasa
no sólo a los que hablan, sino a los acechadores silenciosos cuyas
reacciones se hacen manifiestas después, Calisto, sin embargo, no
puede permanecer pasivo durante mucho tiempo y se precipita de
repente a la escena. Explica y deplora esta acción con las siguientes
— 377 —
significativas palabras: «¡O salteada melodía! ¡O goz oso rato! ¡O co
razón mío! ¿E cómo no podiste más tiempo sufrir sin interrumpir
tu g o z o ,,.? »
La «noble conversación» que sucede poco después y que lleva al
clímax físico del gozo está, de este modo, subordinada al encuentro
de las conciencias50. La mutua conciencia —conciencia de que la per
sona amada se da también cuenta— es la esencia de la nueva defini
ción de la palabra «gozo». Es esto lo que los amantes han aprendido
a saborear durante su mes de experiencia amorosa. Si, en el muro,
Calisto puede pasar un intervalo arrebatado oyendo el «suave canto»,
durante la primera y naturalmente muy agitada seducción, tal pa
ciencia habría sido imposible. Como Calisto dijo, «mora en mi perso
na tanta turbación de placer, que me haze no sentir todo el goz o que
poseo» (XIV). Sin este triunfo de la conciencia, el acto de amor que
da reducido a un «breve deleyte», que pasa rápidamente y que se
deplora en seguida, como bien pronto descubrirán tanto Calisto como
Melibea51. Pero una vez experimentado, los amantes se sienten in
munes al tiempo, «siempre dispuestos», como apunta Melibea en
una interpolación de 1502: «porque siempre te espere apercibida
d el gozo co n q u e q u ed o » (XIV).
Este largo y detallado análisis de la presentación que hace Rojas
del gozo no puede justificarse por su originalidad. Como siglos de
lectores (Lope es sin duda el mayor ejemplo) han podido ver por sí
mismos, el tratamiento que La C elestina hace del amor y de los aman
tes es profunda y significativamente ambivalente: por un lado, la re
probación tradicional {el amor es temible, y los amantes son o ri
dículos o hipócritas) y, por otro, la profunda simpatía hacia el sentir
auténtico. Pero, aunque puede que yo haya insistido demasiado, esta
;imbivalencia evidente nos sirve para hacernos recordar algo esencial.
Demuestra con gran claridad que Rojas no p u ed e ser en ten d id o sola
m en te (como los pobres hechos de que disponemos nos han llevado a
* Como indica Calisto cuando rehúsa comer y beber, el gozo prevalece
no solo en el climax del amor (como es el caso de Don Juan), sino a lo largo
de toda la escena: «¿cómo mandas que se me passe ningún momento que no
goze?»
51 Los dos emplean el mismo tópico para expresar su remordimiento
por la pérdida de su honor (la violación de la virginidad de Melibea y la
ejecución pública de los criados de Calisto) después de la primera seducción
en el Acto XIV. Otro término con el que puede contrastarse gozo es el de
solaz tal como lo usa Elicia en el Acto IX: «Madre, a la puerta llaman. ¡El
solaz es derramado!» Parece referirse aquí a la orgiástica falta de conciencia,
a la entrega a la borrachera y a la animalidad. Gozo, por otra parte, se obtiene
y mantiene por medio de la visión. Así como el amor arquetípicamente pro
cede de los ojos y entra a través de los ojos, así la vista y la conciencia de ver
son centrales en la verdadera relación amorosa. Ver, entre otros ejemplos,
«Goza de lo que yo gozo, que es ver y llegar a tu persona» (XIV), y «en
verlo me gozo» (XVI).
— 378 —
entenderlo) como un converso alienado e irónico que se venga artísti
camente de la sociedad en que vivió o como estudiante universitario
que observa la vida desde una distancia estoica o aristotélica. Ade
más de lo que Centeno llama la «separación» del artista de su creación,
es decir, además de su uso cruel del impulso erótico para exponer la
animalidad que está debajo de las pretensiones sociales, Rojas fue
también, de manera profunda y necesaria, parte de la cosa que hizo.
Era un hombre (cuya experiencia personal de ello nunca podremos re
crear) que entendió el amor desde dentro como una salvación para
la condición humana: como un alivio estático, si bien transitorio, de
la soledad. El tema de la soledad y de la compañía que culminan en
el contraste entre el huerto cerrado y la torre expuesta al espacio
puede identificarse, en otras palabras, como uno de los aspectos del,
al parecer, «intento» insondable de La C elestina. Como tal, repre
senta el «hondo e intenso sentido de la vida» (pero no necesaria
mente consciente) de donde brotan las magnas creaciones humanas.
Además de moralista riguroso y filósofo irónico, Rojas era también,
en el más pleno sentido, un artista, un artista sumamente dotado para
convertir la experiencia personal en verdad de todos.
La r e t ó r ic a d e l a a n g u st ia
— 379 —
cervantina. En el caso de La C elestina, en la que la pronunciación
solemne del lugar común realiza lo que Améríco Castro llama la fun
ción irónica de la «palabra escrita» en Don Q u ijo te54, deberíamos
quizá reemplazar la hipótesis visual («viéndose») por la auditiva. ¿No
oía Rojas (como hemos sugerido al hablar de la creación oral) voces?
¿No le «golpeaban en los oídos», para emplear una frase de Eliot
tomada de Dickens? 55. ¿Y no es el hecho de que estamos condicio*
nados por la imprenta lo que no nos deja oírlos, y que ensordece a
los mermados santos y héroes que todavía poseemos?
Todo esto, sin embargo, no significa nada más que una reafirma
ción rotunda del misterio. Y aunque un misterio genuino sea por
definición algo sin solución, nos tienta a los que no compartimos
la repugnancia de Elíot a «penetrar este laberinto» hacia un mayor
atrevimiento especulativo. El único teólogo crítico que he encontrado
y que se ha atrevido a pensar sistemáticamente sobre la creación de
otros seres desde el ser de los autores es Kenneth Burke, y puede
ser provocativo (aunque sujeto a controversia) aplicar sus conclusio
nes a Rojas. Burke propone esencialmente que la relación entre autor
y personaje es comparable a la de los sentimientos de un bailarín con
las figuras de su baile. Es decir, lo que el personaje hace, dice o
siente, sí bien totalmente diferente de lo que el autor pudiera hacer
o decir o sentir, proporciona alivio a las «cargas» de la existencia del
último. El creador «danza» sus palabras, palabras habladas por otros.
En una ocasión, Burke analiza la retórica de la enfermedad física (las
metamorfosis literarias características de las diversas enfermedades)
y, redefiniendo ligeramente sus términos, La C elestina puede servir
de ejemplo de la retórica de la enfermedad social. O, cambiando un
[>oco el término, podríamos decir —con más propiedad— angustia so
cial, la angustia de ser converso en la España del siglo xv.
Rojas (sostendría Burke) no necesitaba escribir directamente sobre
los problemas o «sentimientos» de los conversos como hicieron otros
de su casta, porque creó personajes que, enfrentados a situaciones
muy diferentes, podían utilizar y así «gastar» su propio resentimien
to, miedo, decepción y cinismo. La función de la obra para el autor
(y Burke insiste que es impropio aplicarlo al lector) es la de purgarse
y en casos extremos puede llegar a la autoanulación. Un Montoro o un
Villalobos nunca se vieron libres de su angustia social por medio
de la incesante expresión autobiográfica, quizá porque hablaban de sus
sentimientos «líricos» de una manera desesperada e insistente. Rojas,
en cambio, habiéndose autoanulado en una obra maestra importante,
ya nunca necesitó volver a escribir. Creó literalmente a otros para
54 «La palabra escrita y el Quijote», Hacia Cervantes. Madrid. 1967, pá
ginas 359-420.
55 Of) Poetry and Poets, p. 92.
56 The Pbilomphy of Literary Form, Nueva York, 1957, p. 16.
— 380 —
llevar su carga «simbólicamente», casi de la misma manera que pocas
décadas después se liberó de la suya el autor anónimo de Lazari
llo d e T orm es. En este sentido puede ser significativo que La C e
lestin a como \Verther (el ejemplo mejor conocido de este tipo de
retórica) terminan en un suicidio57. La autodestrucción de Meli
bea puede interpretarse de esta manera como una expresión, y a la
vez una evasión del propio impulso de Rojas hacia la autodestrucción.
Aliviaba a su intensa y dolorosa conciencia —una conciencia aguijo
neada por la soledad inherente en su esfuerzo creador— y que le per
mitió vivir en paz el resto de sus días profesional y domésticamente.
En el lenguaje de la época, matarse a sí mismo equivalía a «desespe
rarse» (ver nota 32), y podría decirse, según Burke, que fue nada
menos que la «desesperación» de Rojas la que se llevó consigo Meli
bea en su salto m ortalK.
Y, sin embargo, sin embargo..., una vez más me retiro espanta
do ante las afirmaciones que el afán de escribir una «biografía» como
ésta me he llevado a hacer. Pensar únicamente en La C elestina —e in
cluso primordialmente— como una especie de ritual de la salvación
57 El estudio que hace Burke de este punto merece ser meditado por
quienes están preocupados por la relación de La Celestina con su autor. «De
hecho, aun cuando toda acción y persona va hacia la catástrofe, encontraría
mos una afirmación de identidad en el acto constructivo del poema mismo.
Querría pensar incluso en el suicidio de la vida real como un acto de rena
cimiento reducido a su más simple y más escueta forma (su menos complejo
término de expresión). Sea esto verdad o no, el acto de voluntad necesario
para la organización poética justifica nuestra pretensión de que un suicidio
simbólico (en la página escrita) es una forma de afirmación, la construcción
de un papel posible y no simplemente el abandono de uno mismo a la desin
tegración de todos los papeles» {ibid,, p. 34).
53 Desde la primera publicación de este capítulo en 1963, una serie de
artículos han tomado un aspecto u otro del tema de la relevancia del Acto XXI
en relación al conjunto (que para mí es indiscutible). O t i s G r e e n corrige rec
tamente mí interpretación de «Del mundo me quexo porque en sí me crió»)
advirtiendo con ejemplos adecuados que «mundo» significa el mundo creado
en el cual vivimos, «la tierra», más que el universo creado. Pero no acabo
de ver que esto disminuya en medida apreciable la desesperación subyacente
que Pleberio tiene de la existencia o que anule la implicación de que, si hay
alguien responsable del desorden mundano y del amor todo poderoso, ese
alguien haya de ser censurado por ello. («Did the ’WorkP Create Pleberio»,
RF, LXXVII, 1965, 108-110). La idea que tiene Green de Pleberio como un
«hombre abobado y mundano» cuyas palabras no se han de identificar con
Rojas ha encontrado la oposición sensible de C h a r l e s F r a k e r («The Impor-
tance of Pleberio’s Soliloquy», RF, LXXVII1, 1966, pp. 515-529) y de F r a n k
C a s i («Pleberio ’s Lament for Melibea», Zeitsckrift fiir Romaniscbe Pbilologie,
LXXXIV, 1968, pp. 20-29). B r u c e W a r d r o p p e r , si bien fundamentalmente
interesado, como indica su artículo, por la tradición escondida en tales piancti,
también parece verlo como un resumen intencionado. Ver su «Pleberio’s La
ment for Melibea and the Medieval Elegiac Tradition», MLN, LXXIX (1964),
140-152. Probablemente ninguno de estos críticos estaría de acuerdo con ei
género de interpretación sugerido aquí.
— 381 —
personal, es una negación de su relevancia más honda para los hom
bres del tiempo de Rojas y para los de nuestro tiempo. Interpretar
la obra biográficamente en las diferentes formas propuestas por un
Eliot, un Azaña o un Burke, puede ser fascinador e (en un capítulo
titulado «Fernando de Rojas como autor») indispensable. Pero es
también un acto de miopía crítica. Lo que haya podido conseguir con
estos años de esfuerzo por sacar de su semianonimato al hombre de
carne y hueso que escribió La C elestina debe juzgarse a la luz de la
idea que C. G. Jung tiene del artista no como una persona «que bus
ca sus propios fines, sino como quien permite que el arte realíce sus
intenciones a través de él» 59. Ser un gran artista no es ser solamente
un individuo destacado (o torturado) y superior; es también ser agen
te de la humanidad, el medio humano de «un proceso creador imper
sonal». De aquí la impropiedad y el peligro —¿ y quién más cualifi
cado que Jung para advertírnoslo?— de hacer un corto circuito de la
«psicología» a la «retórica». Personalmente hablando, yo no emplea
ría siquiera estos términos (al menos en su usual sentido limitado)
para describir lo que se ha intentado aquí, pero al mismo tiempo no
puede dejar de reconocer la profunda validez de la posible censura.
Proceder de la vida al diálogo y viceversa en un proceso continuado
ha sido indispensable para mi propósito, pero mi lector no debería
pensar —o pensar que yo pienso— que la grandeza de La C elestina
puede explicarse y estimarse de ese modo.
— 382 —
CAPITULO VIIL
TALAVERA DE LA REINA
C o sm e G ó m e z T e ja d a de l o s R e y e s
¿P or qué T a la v e r a ?
386 —
El matrimonio bien «dotado» de Rojas con Leonor Alvarez pro
bablemente coincidió con la fecha de su establecimiento en Talavera.
En 1507 ella era ya una moza casadera —tenía diecisiete años— y el
hecho de que el primer nieto naciera en 1530 nos lleva a confirmar,
más que a negar, esa suposición. Sin embargo, es asimismo probable
que el novio fuera a Talavera varias veces antes de la boda, a fin
de hacer los preparativos para su nueva vida, y que sólo después vol
viera a remontar el valle del Tajo para casarse y llevar a casa a su jo
ven esposa con su considerable dote de 80.000 maravedíes 2. Era un
camino que ya había hecho antes y que había de andar muchas veces
más, siendo quizá la última vez con ocasión del matrimonio de su
hijo mayor, el licenciado Francisco, con una de sus primas en La
Puebla3. Los hechos de estos años que pueden fecharse con más pre
cisión son los siguientes: la adquisición de una hipoteca sobre una
finca de La Puebla, en 15124; el testimonio tibio en favor de Diego
de Oropesa, en 1517; los procesos de Alvaro de Montalbán y su so
2 Esta suma, mencionada en el testamento, que ha de revettír a Leonor
Alvarez antes de la partición de bienes («yo recibí con ella en dote y casa-
rayen to de sus padre y madre ochenta myll maravedís, ansy en dineros como
en heredades y bienes muebles... mando ante todas cosas sea pagada a la dicha
mi muger...»), ascendía, como veremos, a un quinto de los bienes de Rojas
al tiempo de su muerte y al menos el doble de lo que yo estimo sus totales
ingresos anuales. La provisión de una dote de este calibre (considerando que
tenía tres hijas) indica el bienestar económico de Alvaro, y al mismo tiempo
ayuda a explicar el constante interés por su ortodoxia de parte del Santo
Oficio.
3 El licenciado Francisco casó con Catalina Alvarez de Avila estando en
La Puebla, probablemente a finales de la década de 1530. Su primer hijo, el
licenciado Fernando, nació el 5 de noviembre de 1541, unos ocho meses des
pués de la muerte de su abuelo (VLA 25). Como vimos (Cap. V, n. 130), el
testimonio de un pariente de La Puebla en la «probanza de Indias» de 1571
(VLA 32), que asistió a los «desposorios» indica la vuelta allí para la cere
monia. Rojas, sin embargo, tuvo la oportunidad de mecer en sus rodillas por lo
menos a una de sus nietas, Ysabel Hurtada, nacida en 1530 (S e r r a n o y S anz ,
p. 298). _
4 VLA 5. Ver Cap. V, notas 3 y 129. El sumamente meticuloso y en rea
lidad — a los ojos modernos— mezquino texto del documento legal, sigue gene
ralmente el estilo del modelo presentado por Las notas del relator, de Fernando
Díaz de Toledo (primera edición, Burgos, 1490), que Rojas poseía. Aparecen
dos detalles por importantes de información concreta. El primero es que en 1512
Rojas todavía era considerado como «vecino de La Puebla»: «otorgo e conozco
que vendo — e do por juro e dejuro de heredad para agora a para siempre
jamás— a vos el honrrado bachiller Hernando de Rojas, vísyno desta dicha
villa de la Puebla de Montalbán, que estades presente...». El segundo es que
Rojas es presentado como persona amable con sus parientes, o al menos con
Elvira, la tía de Leonor a quien se había hecho la compra; «Yo de mi propia
e libre e agradable voluntad, vos fago gracia e donación e traspasación de la
tal demasía... esto por muchas honrras e buenas obras que debo al dicho
bachiller...» A la hora de valorar esto, debemos tener en cuenta tanto su
tono un tamo formulario como la posibilidad de que !o escribiera el mismo
Rojas.
— 387 —
brino {?), Bartolomé Gallego, en 1525; las negociaciones para impe
dir la confiscación por la Inquisición de la mitad de su dote, en 1527;
ciertos tratos legales con la corporación municipal, en 1527 y 1535;
la elección como alcalde durante cinco semanas, en 1538; y, final
mente, la muerte en el intervalo entre el 3 y el 8 de abril de 1541.
De estos bechos y fechas, lo único que podemos concluir —con
Menéndez Pelayo— es que Rojas, después del matrimonio, centró su
vida en su hogar y en su viña, en su práctica legal y en sus modestas
inversiones (la mayor parte hipotecas sobre la propiedad rural) en
Talavera. Las relativas proporciones de resignación y satisfacción o de
modestia y prudencia en estos treinta y cuatro años de existencia tran
quila, no las podremos descubrir nunca. Sin embargo, puesto que la
persona que se sometió a esta existencia aparentemente nada excep
cional no fue otra que el autor de La C elestina, podemos al menos tra
tar de buscar cuanto podamos sobre ella. No creamos que los años de
Talavera fueron simplemente como un largo y monótono epílogo a un
breve momento de gloria literaria. Quizá no fueron apasionantes, pero
nos interesan. Fueron años de la vida que Rojas se inventó para sí —o
la sociedad le inventó— después de haber terminado de inventar las
vidas de La C elestina para el mundo.
«La y n s ig n e v i l l a d e T alavera»
— 389 —
nía las virtudes físicas y espirituales propias de los vecinos del lugar
de su nacimiento. Las bandas de actores errantes y sin patria que
llevaron el drama del Siglo de Oro a los últimos confines de España
y América eran tan conscientes de este mito de la localidad que acos
tumbraban a iniciar sus representaciones con loas, dirigidas a halagar
y a apaciguar a sus turbulentos auditorios. Estas loas tópicas, repeti
das incesantemente, han pasado de moda hoy, pero en su tiempo fun
cionaron con k misma eficacia que el folklore y el color local para
nuestros inmediatos predecesores1.
No insisto aquí en el valor peculiar de la localidad en la España
de Rojas porque él —escéptico como era a todos los valores y creen
cias apasionadamente defendidos— necesariamente la reverenciaba.
Como hemos visto, La C elestina es despiadada con el honor de su
ciudad (que significativamente no tiene nombre) y con la adhesión
local de algunos de sus habitantes, especialmente la de Areusa. Po
dría proponerse incluso que, habiendo elegido al tiempo como vence
dor en su batalla con los valores, Rojas lo alentó. Así, cuando Rojas
aludía a su propia nación en los versos acrósticos, sospechamos que lo
hizo con cierta dosis de desafío irónico, invirtiendo sardónicamente
las formas habituales del orgullo local y racial.
No obstante, si bien Rojas no compartió estas estimaciones, sí
tuvo que contar con ellas, y nosotros también. Admitiendo que en
la soledad de su conciencia y la de su composición en prosa pudiera
rechazar sarcásticamente la identidad protectora de la comunidad,
es importante entender lo que representaba para él vivir honra
damente en Talavera. Cuando se escribió La C elestina en la Uni
versidad, era un sitio fácil para expresar desde una altura intelec
tual un punto de vista tangencial al orgullo local y a la localidad como
compromiso personal. Pero ahora, enfrentado al proyecto de dejar
La Puebla para siempre, la adaptación de Rojas a las creencias colec
tivas municipales debió ser a la vez indispensable y difícil. No sólo
era difícil de por sí un traslado semejante en aquel mundo, sino que
también Talavera, lo mismo que otras villas de mediana población
(2.000 vecinos fueron censados en tiempo de Felipe II, en 1576)6
parece haber sido particularmente consciente de su propia valía mu
nicipal y por lo tanto difícil de penetrar. Esta exagerada vanidad
urbana aparece tanto en las R elaciones geográ fica s como en esa otra
fuente de más abundante información que es la H istoria d e Talavera,
— 390 —
de Cosme Gómez Tejada de los Reyes9, de la cual citaré extensamen
te. Dejemos ahora los sentimientos ocultos en La C elestina y su acrós
tico; Talavera, la idea que ésta tenía de sí misma, así como la mag
nitud del éxito de Rojas al ser elegido alcalde 10>todo esto necesita
una explicación preliminar para lectores que viven en un mundo
mucho más dinámico y más centrado en el individuo en cuanto tal.
Cosme Gómez comienza su H istoria informándonos que el nom
bre antiguo de Talavera era Elbora, y que es «una de las más antiguas
poblaciones de España». Para asegurar a los habitantes que, en efec
to, pertenecían a una comunidad diamantina e impermeable al tiem
po, era costumbre de los historiadores locales acentuar la antigüe
dad. La «prueba» etimológica de la existencia continuada a partir
de tiempos antiguos era un requisito mínimo para la clase de monu-
mentalidad exigida tanto por Cosme Gómez como por sus lectores.
Como sabía bien Galdós, doña Perfecta no habría podido ser quien
era sin un Orbajosa que derivaba de una Urbs Augusta. Sólo la iden
tidad inmutable de la villa podía proporcionar identidades inmutables
a los que participaban en su ser. Así, al final del primer capítulo, el
orgulloso autor atribuye la fundación de la ciudad a los griegos y es
tudia su existencia continuada bajo los romanos y —lo que es bastan
te inexplicable— los hebreos “.
A pesar de lo dudoso de esta información, hay que tener en cuen
ta que Cosme Gómez rechaza el mito popular que hace de Hércules
nada menos que fundador de la ciudad. La demostrable antigüedad
vale mucho más que «vulgares rumores», como resulta evidente en
el cuidadoso estudio que hace de la etimología municipal en el capí
tulo III. Allí, la edad de la villa se retrotrae de manera ingeniosa y
probablemente correcta a los tiempos ibéricos. «Sospecho que Tala,
en la antigua lengua de España, es lo mismo que pueblo, como Tala-
— 391
bán, Talarrubia y Talamanca...» El resultado de esta especulación es
otra etimología, tala ebura: Talavera, que significa «ciudad de la lla
nura» 12. Con semejante estirpe, los habitantes ya no necesitaban de
pender de Hércules o del legendario Rey Bríga (quien, según las R ela
cion es, fundó la ciudad exactamente 1917 años antes de Cristo) como
garantía de su fama municipal. Contrariamente a la humilde Puebla
de Montalbán, que carecía de etimología, de una historia anterior a
la Reconquista, e incluso de escudo municipal, Talavera, en su propia
opinión, era un lugar impresionantemente antiguo y famoso para
vivir.
Cosme Gómez no era escritor que se contentara con meras afir
maciones de la inmutabilidad municipal. Prefiere (y esto es lo fasci
nante de la H istoria si la comparamos con las ordinarias loas) retratar
a la Talavera eterna dentro del tiempo, contrastada con el tiempo,
enzarzada en una guerra incierta con el tiempo. En el capítulo I,
inmediatamente después de proclamar los antiguos orígenes de la
ciudad, comienza a hablar del tiempo meteorológico (es significativo
que en español, como en otras lenguas románicas, no se distingue
ese «tiempo» del que marcan los relojes) y describe su lugar de naci
miento, no ya en forma monumental, sino sumergido bajo un mar
de aíre variable:
Talavera ocupa el llano de un valle muy ameno, una legua de ancho, que
corre de oriente a poniente, y por estas dos partes se dilata en campos espa
ciosos. Yaze en el quinto clima; en altura de Polo latitud a la equínocíal
quarenta grados, algunos minutos menos de longitud de nuevo. Domina en él
Géminis y participa las ynfluencias de Mercurio, Señor de aquel signo. El
temple declina a cálido y húmedo, y assí por esto, como por los vientos subío-
lanos que de hordinario soplan algo pernicioso principalmente en el estío y
otoño se juzga poco sano el sitio; más corrigen su malicia los favonios, que
también son aquí frecuentes y apacibles, y a vezes los septentrionales con la
frescura de los montes de Segovia, Avila, y Pico de Gredos, donde inaccesibles
se levantan mas casi sobre la segunda región del aire.
Con el aire está el agua, el río Tajo —a la vez símbolo del tiempo
y de la eternidad—, que corriendo desde Toledo y La Puebla de
Montalbán lame los mismos muros de Talavera:
... río el más celebrado en España y famoso en las historias por sus arenas
de oro, aguas muy delgadas, y saludables, fertilidad y hermosura de los cam
pos que riega. Baña los elborenses muros por la parte austral, estendido
— 392 —
con anchas riveras, tanto que dividido en bracos haze varias razonables ísletas
llenas de yerva y álamos...»
— 393 —
ral de este destino en una piedra escrita en caracteres arábigos'que,
de acuerdo con la creencia local, estaba en la mitad superior del
muro y rezaba así: «¡Cuando Tajo llega aquí, Talabera guay de tí!» .
Pero «todavía» no estamos en ruinas, concluye ambiguamente, y la
fábrica que nos rodea es una estructura tan grandiosa que «ni es obra
para edificada dos vezes ni destruida una».
Dentro del recinto de los muros, coinciden las mismas afirmacio
nes de monumentalidad y de molestas intimaciones de la mutabili
dad. El alcázar, uno de los más bellos del reino, con sus salones, ha
bitaciones, artesonados de madera taraceada y patio, es ya una ruina
inhabitable. Aunque el arzobispo de Toledo «tiene la obligación de
tenerle en pie con su antiguo lustre, la paz del reino ocasiona despre
cio de castillo tan importante, y, por no gastar una moderada canti
dad, está abandonado a la inconstancia de fortuna». En el mismo sen
tido, los incontables torneos, corridas de toros, fiestas, juegos de arti
ficio, corridas de caballos y procesiones de máscaras que tradicional
mente habían llenado las veinte plazas de la villa durante el largo oto
ño medieval, son al mismo tiempo alabados y lamentados por Cosme
Gómez. Estas celebraciones de la fama ciudadana estaban comenzan
do a parecer cada vez más costosa y había que nombrar un regidor
especial que velara para que «no decaezcan de lo que antiguamente
fueron», funcionario que «en tiempos tan apretados es bien me
nester».
Dentro de la vida personal de los ciudadanos de Talavera —terre
no por debajo del horizonte convencional del historiador— se en
cuentra la misma dualidad. Por un lado, cada habitante convertía su
propia existencia por la fuerza de la voluntad en un monumento
social. Era un ser honorable, sosegado, capaz de mantener indefini
damente una rígida postura dé gravedad y de reverencia, un héroe en
potencia. Sin embargo, siente al mismo tiempo que la vida se le
escapa, que bajo la máscara de su propio cuerpo se le desvanecía su
"propia identidad. Es difícil imaginarnos, dice Castro, «la intensidad
con que el español sentía el bacerse-deshacerse del proceso de su pro
pia vida» l7. Esta desintegración, sin embargo, no habría que entender
la simplemente en términos de vejez, debilidad, enfermedad (la deca
dencia corporal que atormentaba al Diego Laínez de Guillén de Cas
tro), condiciones que, tomadas en sí mismas, eran susceptibles a los
remedios del consuelo religioso y de la renovación biológica 1S. El anta
_ 394 —
gonista verdaderamente traidor de estas estatuas ambulantes (Castro
los llama «retablos de su propio existir» I9) era una sensación íntima
de falsedad o de inautenticidad vital. Cada uno tenía su secreto oculto:
quizá una mancha celosamente guardada en su linaje, quizá la concien
cia de una incapacidad moral que no podría nunca confesar como en el
caso de Cardenio, o quizá una angustiosa sensación de oquedad interior
del tipo que atormentaba a Alonso Quijano. La intimidad y el honor,
la conciencia de sí mismo y la opinión rígidamente mantenida, el estar
y el ser reproducían, de esta manera, entre los organismos humanos
participantes, el dilema de la colonia como un todo.
El aspecto de Talavera que se presta más fácilmente —y menos
convincentemente— al retrato de sí misma como monumento es el
campo; el fértil valle junto al río y las montañas del término munici
pal. Cosme Gómez dedica páginas enteras a una descripción neovir-
giliana de bucólicos parques, olivares, suaves arroyos, cargados viñe
dos, huertas hábilmente regadas, repletas ubres, zumbantes enjam
bres, árboles cargados de frutos, manteca fragante de pastos de las
montañas e incluso pescado fresco del Tajo envuelto en nieve para
la exportación a Toledo y Madrid. Esta cornucopia de la abundancia
rural es auténtica, es decir, que no está falsificada ni exagerada. Es
tos productos se producían y hacían en Talavera, cuando Rojas se
trasladó allí (y siguen haciéndose ahora), el centro regional de la
abundancia agrícola más sobresaliente de Castilla. Pero al retratar la
naturaleza tan sólo en términos de plenitud y de cosecha, Cosme Gó
mez le quita su temporalidad crucial. La convierte en pura culmina
ción, un monumento animal y vegetal que trasciende el cambio y el
cultivo que la dio el ser. Precisamente por esta razón, este retrato
tan tópico de la naturaleza parece alejado de la experiencia campe
sina, irremediablemente urbanizado.
Fernando de Rojas, que poseía una viña fuera de Talavera y que
hacía su propio vino con cargas de uva traídas a lomo de muía (car
gas que estaban eximidas del impuesto municipal llamado «el portaz-
guillo», por su status o condición de h idalgo) 20, seguramente tenía una
visión diferente de la abundancia rural. Habiendo pasado mucho tiem
po de su vida en el campo (desde cuando había guardado la huerta de
Mollejas de los ociosos del lugar hasta sus últimas visitas «bancarías»
a las propiedades hipotecadas en las cercanías de Talavera), conocía
lo traicionero de las estaciones y con frecuencia los catastróficos re
sultados de una cosecha mermada. Como consecuencia, difícilmente
mos treinta años según Berceo, sino también, como en el caso de Diego Laínez
y Rodrigo Díaz de Vivar, en términos de la regeneración de la casta con el
nacimiento de nuevos héroes.
19 Realidad, ed. II, p. 244.
20 Ver Apéndice III. Se alude también a la institución de forma confusa
en las Relaciones,
— 395 —
hubiera suscrito el optimismo virgilíano de Cosme Gómez. Como de
muestran poéticamente las imágenes orgánicas —tanto zoológicas
como horticulturales— de La C elestina, Rojas se daba muy bien cuen
ta de que los frutos de la Naturaleza dependían del tiempo, que eran
tan esencialmente temporales como la misma conciencia humana.
Los grandes rebaños de ovejas nómadas que dos veces al año lle
naban el puente d e piedra sobre el Tajo, al otro lado del muro (que
se alzaba detrás de la casa de Rojas), servían como de recuerdo de
que el tiempo cíclico de la Naturaleza era ajeno a la monumentalidad
de la dudad. Avanzando lentamente desde las montanas de León en
tiempo de verano para pasar el invierno en Extremadura, las ovejas
eran una oleada herbívora, una ola canalizada por los pocos puentes
disponibles sobre los ríos que van a desembocar al Atlántico, el Tajo
y el Duero. Como recordamos, incluso el desvencijado puente de
madera de La Puebla, un camino supletorio caro en su peaje y en sus
caídas accidentales, recibía algunas de aquellas manadas. Tampoco el
paso por Talavera era tan idílicamente bucólico como Cosme Gómez
podía haberlo descrito. Exactamente como si fuera una marea de
verdad, el flujo y reflujo atraía a los depredadores: los ladrones de
ovejas llamados go lfin es (literalmente, «hombres-lobos») que se jun
taban dos veces al año en las jaras que dominan la ciudad para hacer
presa en los rebaños trashumantes. Contra ellos, Talavera acostum
braba a enviar pelotones de arqueros de la hermandad municipal (mi
licia que había sido organizada para la defensa y protección durante
la anarquía de los reinados precedentes), y a veces se libraron reñidas
batallas con las consiguientes pérdidas por ambos bandos21.
Había, pues, dos naturalezas en torno a Talavera: el círculo inte
rior formado por campos y huertos donde los insectos y las aves eran
un peligro constante, y un área circundante más salvaje de montañas
y bosques. En ella, los pastores seguían a sus hatos con miedo: ani
males salvajes (osos, lobos y jabalíes son nombrados por otro historia
dor)22 y hombres todavía más fieros; allí se seguía rindiendo culto
a deidades paganas23; e incluso se decía que había gigantes y prodi-
— 396 —
glosas serpientes acechando el paso de viajeros solitarios24. Ni en la
naturaleza agrícola ni en la agreste se parecía la experiencia temporal
a la urbana, ese tiempo medido que transcurría dentro de Talavera.
En vez de ir hacia la nada a intervalos regulares, contenidos aquí y
allí por los frágiles diques de la fama, el tiempo natural fluía como
la marea anual de las ovejas. Era tiempo, no de horas y relojes, sino de
estaciones.
Para concluir, tanto en su profunda y rica temporalidad como en
su incensante «batalla y contienda» —los golfines contra las ovejas,
los parásitos contra las cosechas, y así sucesivamente—, la Naturaleza
en torno a Talavera quedaba mucho mejor descrita en el prólogo de La
C elestina que en la H istoria de Cosme Gómez. Puede que Rojas haya
sido una figura huidiza, pero poseía una capacidad innegable: como
genio temporal, no compartía la incapacidad del hombre de la ciudad
(«el ruano») para captar la percepción que el hombre del campo tiene
del tiempo, fallo en que radica su mutuo antagonismo. En los prime
ros capítulos hablamos de la rivalidad entre los que vivían en las ca
lles (ruanos) y los campesinos (rivalidad tan encarnizada en la Tala-
vera de Rojas como en cualquier otra parte) en términos económicos
y sociales. La ciudad fue odiada por su poder financiero, su misterio
sa manipulación del dinero y el crédito para atrapar a la tierra en la
red de las hipotecas25. En España, además, el resentimiento era amar
guísimo por la injusta sospecha de que todos los habitantes de la ciu
dad eran conversos. Pero debajo de ese resentimiento y sospecha
había un desprecio —desprecio por ambas partes— nacido precisa
mente de la forma en que el tiempo era percibido y entendido. Como
en seguida veremos, un desprecio de este género nunca se apoderó
del espíritu de Rojas.
Las ocupaciones rurales de la población del campo —arar, des
terronar, injertar, cada una en su estación— eran despreciadas como
labores manuales inferiores y como hemos visto fueron consideradas
como insultos al achacarlos al cardenal Silíceo, Marquillos de Maza
rambros y los frailes franciscanos antisemitas. Era un desprecio que
se devolvía con interés. Los campesinos sabían por intuición que los
habitantes de la ciudad, a un nivel más hondo que la rapacidad fi
nanciera o la falta de fe, tenían un sentido inauténtico del tiempo. Al
cuyo templo estaba en aquel pueblo, una pala de madera muy adornada y com
puesta de joyas y los demás trajes de una mujer galana lo cual duró basta
poco menos deste tiempo, y a pocos años que murieron unos viejos que la vie
ron traer, y, considerando los perlados era gentilicia superstición, mandaron
que cesase.»
24 J im é n e z de G r e g o r io , p. 635.
23 Ver C a r a n d e , If 75. Jiménez de Gregorio ofrece detalles precisos rela
tivos al aspecto económico del resentimiento rural contra Talavera y relativos
a los vanos esfuerzos de los campesinos para escapar a la dominación de la
ciudad.
— 397 —
mirar a los calendarios o al escuchar como daban las horas (Lewís
Mumford ve en las doce horas de la campana la fatal enfermedad del
orden medieval)2S, el hombre urbano soñaba y charlaba de lo eterno,
de la eternidad monumental de su ciudad natal, de sus tumbas o (si
podían costearlas) de sus capillas privadas. Creía que el dinero con
seguido en el tiempo —en realidad, hecho del tiempo concebido abs
tractamente— le haría eterno. Esto no sólo era contradictorio o in
conscientemente hipócrita; era, además, falso. Ni relojes ni monu
mentos tenían nada que ver con el tiempo natural: el único tiempo
que contaba realmente, el tiempo de las estaciones y del clima.
Un beneficiado de la parroquia de San Miguel a la que pertenecía
Rojas, y miembro prominente de una familia de intelectuales talave
ranos, Gabriel Alonso de Herrera, presentaba estas dos percepciones
antitéticas —urbana y rural— del tiempo en términos contemporá
neos. En el prólogo de un libro que había de ser reimpreso casi tan
tas veces como La C elestina, el Libro d e A gricultura (1513) ” , com
para la vida de un mercader con la de un cultivador de campos. Co
— 398
menzando con el tópico de Plinto (empleado más adelante por Cer
vantes y Lazarillo de Tormes) al efecto de «que no avía libro tan
malo que en alguna parte no fuesse provechoso», se justifica diciendo
que el suyo no es herético ni novelesco 28. Por el contrario, se propone
persuadir al lector a seguir una forma de vida que sea «sin offensa
de Dios»:
... que sí de los mercaderes hablamos, ¿qué officlo ni trato ay en que más
peligro se crezca a las animas y cuerpos, cargados de trabajos, de temores, ni
seguros en tierras ni en mar, con trabajos, perjuros, engaños y falsedades, el
mas tiempo fuera de sus casas, desseando siempre el reposo y quietud de que
su officio es muy ageno.
-8 Libros como el suyo, afirma él, salvarán a sus lectores del pecado:
«Esto entiendo yo con que no sean libros de doctrinas heréticas ni tampoco
de fábulas ni mentiras que despiertan y abivan a pccar que los avían de
quemar con sus autores» (fo. iii). Uno se pregunta cómo podía haber sentado
esta opinión al autor de La Celestina y vecino suyo.
29 Herrera es ambiguo en su actitud hacia los campesinos cristianos vie
jos que de hecho estaban entregados al trabajo de la agricultura. Comienza
por lamentarse de que «ios labradores a quien pertenesce saber esto no saben
leer» y así no pueden aprender su ciencia. Y luego exclama con mayor bene
volencia todavía: «¡O quánto devemos y somos obligados a los labradores
de cuyo trabajo nos sustentamos! Y ellos son dignos y merecedores de más
favores y libertades que muchos que heredan hidalguías» (fo. iii). Por otra
parte, es evidente que su libro se dirige claramente a un público de propie
tarios señoritos y de mayordomos. Por ejemplo, cuando estudia el tiempo de la
siembra y de la recolección, aconseja al propietario o al capataz estar sobre
aviso para evitar los hurtos y sortear las innumerables estratagemas empleadas
por los campesinos contratados en su incesante guerra contra los amos. En
otro lugar, lamentando la crisis agrícola de Castilla, pone el acento de su
— 399 —
¿Cómo ha ordenado Dios la vida natural? La respuesta es la sus
tancia del tratado de Herrera y particularmente de la última parte,
una amplificación detallada, teórica y práctica del tópico medieval
«Laus om nium m en siu m » 20. Aquí, en términos racionales más que
tradicionales, instruye al aprendiz de labrador en las actividades pro
pias de las estaciones y de los meses. El tiempo de la siembra y el
tiempo de la siega, los signos del buen tiempo y del malo, la amenaza
de la erosión, todas estas actividades representan un tiempo prehistó
rico ajeno al medido por el reloj o por los re'ditos del dinero. En un
mundo atado a la rueda de la fortuna e impelido por una ambición
desmedida, Herrera en su curiosa y tecnológica «alabanza de aldea»
propone la vuelta a la existencia de los «patriarcas y piophetas» y a
los padres fundadores de Roma.
Por los riesgos bien conocidos que acompañan el relacionar direc
tamente la biografía y la creación, no me atrevo a explicar la impor
tancia de estas dos variedades de tiempo en La C elestina en términos
de la experiencia juvenil de Rojas primero como niño en La Puebla y
luego como adolescente en Salamanca31. Sin embargo, ciertos pasajes
de Ja obra pueden emplearse para ilustrar la percepción por el autor
de esta dualidad. El conflicto del tiempo medido, urbano, raciona!
dentro de las vidas humanas con los tiempos naturales e impulsos bio
lógicos que comienza en el Acto I y corre a lo largo de toda ella, ex
presa un dilema central del hombre en la sociedad civilizada. La misma
prisa e impaciencia de los amantes (ilustrada con sorprendentes imáge
nes de animales) 32 puede comprenderse en términos de las represiones
y barreras impuestas por la comunidad. Pero como contraste humano a
estos individuos frenéticos (sobre todo Calisto), Rojas opone la figura
de Sosia, el labriego, «nascido e criado en una aldea, quebrando terro
nes con un arado, para lo qual [es] más dispuesto que para ena-
lamentación en la pereza, la falta de preparación y la ignorancia de sus la
bradores.
30 Esta sección del libro va acompañada de grabados en madera emblemá
ticos dentro de una clara tradición medieval.
31 Se puede pensar que Rojas vivía en Talavera una existencia mitad ur
bana, mitad rural. Aun cuando era abogado urbano, también se ocupaba de
asuntos agrícolas («la viña que es al pago de Terumbre»), actividades que la
familia continuó y amplió después de su muerte. En 1578, el Licenciado
Francisco (como sabemos por los archivos de Valle Lersundi) hizo una manda
especial a favor de su hijo Garci Ponce (a quien encontramos anteriormente
como procurador de Valladolid, casado con doña María de Salazar) por su
ayuda en estas faenas (doc. 20). Tampoco fue excepcional esta dualidad de
interés. Como señala L e w is M u m fo r d , era frecuente que los ciudadanos de
toda Europa tuvieran sus propios huertos y viñas en los suburbios, mientras
que las mismas ciudades seguían siendo «obstinadamente rurales» en su carác
ter (The City in History, Nueva York, 1961, pp. 288-289).
32 Como queda estudiado detalladamente y con notable perspicacia por
G e o rg e S h i p l e y en «Functions of Tmagery ín La Celestina», tesis, Har
vard, 1968,
400 —
morado». El sólo (¡y con qué simpatía lo retrata Rojas si se le com
para con los rústicos de un Lucas Fernández o un Torres Naharro!)
está^ realmente cómodo temporalmente, integrado en la corriente de
su tiempo vital. El mismo se describe yendo «con la luna de noche a
dar agua a mis caballos, holgando e avíendo placer, diziendo cantares
por oluidar el trabajo e desechar enojo» (XVII). Contrariamente a su
amo, Sosia vive en sintonía hondamente rítmica con su propia vida.
Y es Sosia el que, con bastante propiedad, representa la oposición
entre el tiempo urbano y el rural, y la saca a la superficie del diálogo:
— 401 —
:ó
das en un cierto equilibrio» 34. Según los archivos municipales, Tala-
vera era responsable de reclutar y enviar tropas, y todavía se conser
va en esos archivos una carta de Carlos V, fechada en 1522, en que
da las gracias a la ciudad, como si fuera un vasallo humano, por su
buen comportamiento durante la rebelión de las Comunidades. El
emperador, muy agradecido, promete su real favor para el futuro 35.
Como si fuera un regimiento militar, se considera la comunidad ur
bana como entidad única.
La existencia como polis, o al menos como ciudad-estado inde
pendiente, dependía, como apunta Weber, fundamentalmente de la
participación efectiva de los ciudadanos en el gobierno, y en el siglo
de Rojas éste parece haber sido el caso. Talavera era un feudo del
arzobispo de Toledo, siendo sus representantes (normalmente de ori
gen local) los que ostentaban el último resorte administrativo. En la
práctica, sin embargo, este poder estaba ejercido a través de una red
compleja de costumbres locales, estamentos, oficios, privilegios e
instituciones mantenidas celosamente por los ciudadanos dentro de
una tradición medieval36. El privilegio o el honor más sobresaliente
de la villa (ambos estudiados por Cosme Gómez en las R ela cion es)
era el nombramiento local del alcalde en períodos que transcurrían
entre la muerte de un arzobispo y la investidura de su sucesor. Al
contrario de Toledo, Talavera no había sufrido largos períodos de
desorden interno, facciones, matanzas o levantamientos, y la trama
de su existencia como comunidad estaba mucho más intacta37. Gre
mios, parroquias, fiestas tradicionales, hermandades r e lig io s a s d e -
34 Tomado del resumen introductorio de M a r t i n d a l e , p. 38.
35 L. J iménez de la Llave, «Archivo municipal de Talavera de la Reina»,
BRAH, XXIV (1894), 188.
36 Cosme Gómez explica detalladamente cómo los doce puestos perma
nentes de rexidores son vendidos a los ciudadanos ricos «que no baja su precio
de cinco mili ducados»; cómo son nombrados los jurados (eligiendo primero
tres de la condición de hidalgos y tres de la de hombres buenos y luego por
selección, el arzobispo nombraba a cuatro de entre ellos); cómo es elegido
el procurador general por el consejo de la ciudad de entre los tres que tienen
el mayor número de votos de las parroquias, etc.
37 A m a d o r d e i o s R í o s , p. 483.
38 Al estudiar las doce cofradías locales (que desfilaban en los funerales
y ceremonias religiosas) Cosme Gómez presta particular atención a ¡a de los
treinta hidalgos, que se fundó cuando «antiguamente algunos caballeros de
Talavera con la nobleza y el poder se ensobervecieron de modo que eran into
lerables; Jos hidalgos, viendose oprimidos, para defenderse y reprimir sus de
masías hicieron confederación». Observa también que, en los primeros años
del siglo xvi, una de las cofradías pidió «informaciones de limpieza»; «mas
por consejo de varones sanctos y doctos las dejaron de hacer». Torrejón, por
otra parte,t estudia «una cofradía de nuestra señora» que impone un estatuto
de discriminación y lo defiende. «La gente maculada —dice— suele ser muy
inquieta y ambiciosa... aunque no todos en general ternán esta falta... y para
decirlo de una vez y en pocas palabras, ¿de gentes que a su Dios y señor
crucificó con tantas injurias y afrentas qué se puede esperar que buena sea
— 402 —
finían la existencia dentro de las murallas y ayudaban a crear formas
estables de relaciones personales. Fue precisamente esto lo que hizo
posible que el grado sustancial de autonomía que poseía Talavera lo
siguiera disfrutando incluso durante el reinado de Felipe II. Esta
misma participación, como veremos, parece haber contribuido a limi
tar en alguna medida las actividades perturbadoras de la Inquisición,
institución que se encontraba como en casa en ciudades en constante
contienda como Toledo, Córdoba y Sevilla, o en pueblos escindidos
por los arraigados resentimientos de casta.
La población de Talavera tenía un alto porcentaje de conversos.
Además de aquellos que, según Amador de los Ríos, habían ido en
tropel a la pila bautismal en el año de pánico de 1391 39, hubo una
colonia importante de judíos no convertidos a lo largo del siglo xv.
En 1450, por ejemplo, una contribución de 9.000 ducados impues
ta a la ciudad fue aportada de la manera siguiente: 3.000 por los cris
tianos (viejos y nuevos), 2.500 por los judíos, 500 por los moriscos
y 3.000 por los territorios circunvecinos y aldeas dependientes40. Mu
chos de los judíos hasta entonces decididos a dedicarse al trabajo ma
n ual41 y a aceptar la discriminación de todo orden para permanecer
fieles a su verdadera fe, tuvieron, no obstante, que doblegarse en
1492. El resultado fue que, cuando Rojas se trasladó a vivir dentro
de los muros de Talavera, se encontró no sólo con otros doscientos
hidalgos y caballeros, sino también con una comunidad de tamaño me
dio en que quizá una mayoría de sus habitantes tenía sus mismos oríge
nes raciales. Todo lo cual lleva a una conclusión provisional: en Talave
ra (y probablemente en otras comunidades como ella) la asimilación de
los conversos a los hábitos y costumbres sociales cristianos había sido
llevada a cabo con más éxito que en La Puebla o Toledo. Era una
ciudad ideal para el tipo de existencia que nos figuramos que Rojas
se forjó para sí. Por un lado, era una comunidad estructurada, orgu
llosa de su escudo de armas, costumbres, monumentos, gremios, fa
milias nobles y ciudadanos famosos, y, por otro, hacía buen uso de
los cristianos nuevos que estaban dispuestos a contribuir a su forma
de vida.
— 403 —
« P r im e r a m e n t e un as c a s a s p r in c ip a l e s d e su m o r a d a »
— 404 —
tamentarios. El primero es un producto de la conciencia: orgánico,
complejo, ambiguo, y el segundo es un mero recuerdo: una descrip
ción ocasional, directa y real del tangible camuflaje doméstico que
escondía la conciencia de su dueño.
Los riesgos implícitos en esta dicotomía simplificada son claros.
Rojas, como todos los hombres, llegó necesariamente a identificarse
con los papeles domésticos y municipales que la sociedad le ofreció
después de haberse graduado. Como ya conjeturamos, basados tanto
en su hidalguía como en el ejercicio de su profesión de abogado, era
la persona que sus vecinos conocían. Pues, como nos advierte James
Baldwin, los roles, creados para «ayudarnos a sobrevivir», son peli
grosos por definición. «El mundo tiende a engordarte y a inmovilizarte
dentro del papel que desempeñas; y no siempre es fácil —de hecho
es siempre sumamente difícil— mantener una especie de distancia
vigilante y socarrona entre lo que uno parece ser y lo que uno es
realm ente»43. Por otro lado, ¿quién podía estar mejor preparado para
soslayar este peligro que un artista que basaba su arte en una distin
ción irónica entre las formas internas y externas de la existencia?
Lo cual quiere decir que Rojas, como converso y sobre todo como
autor de La C elestina, no es tema o sujeto probable de una descrip
ción realista. Su ambiente doméstico era sin duda menos determinan
te (en el sentido de Zola) que determinado por el deseo de sobrevi
vir y por la consiguiente actitud cauta y consciente frente a los peli
gros de la vida diaria. De lo cual podemos concluir que el abismo
entre el Rojas que, en palabras de Kenneth Burke «bailaba» su dile
ma y resentimiento en 1498 y 1501, y el Rojas que se arrellanaba
en su sillón y contaba sus posesiones, hay más apariencia que reali
dad. Como los vecinos de Talavera, sospechamos que algún secreto
se esconde detrás de esa vida convencional, pero sin poder saber
qué es exactamente.
Sin olvidar estas reservas preliminares, examinemos ahora la do-
mesticidad de Rojas tal como queda revelada en los archivos de Valle
Lersundi. Puesto que disponemos del material bruto necesario para
esa clase de retratos que mejor podria haber hecho Azorín (es decir,
el retrato de una existencia que había aprendido a aceptar la triviali
dad y a consolarse a sí mismo con la experiencia de cada día), no po
demos dejarlo sin explotar. Después de todo, ¿podemos estar segu
ros de que el inmóvil, agridulce y manso Rojas que Azorín pudiera
haber recreado no era uno de sus innumerables yo? Imaginémoslo a
la hora de levantarse temprano por la mañana, un día de 1540. Su
mujer está a su lado; su cabeza reposa en una almohada francesa bor
dada en seda negra; contempla el «cielo de Mengo pintado» que cubre
su «cama matrimonial». ¿Pintado en qué estilo y representando qué?,
— 405 —
se habría preguntado Azorín, y nosotros compartimos con él la curio
sidad. Hace frío, y los dos se visten rápidamente. Rojas se cubre con
su «sayuelo frisado», se pone las calzas (hechas por «Diego López,
calcetero», a quien debía dos reales) e incluso la «capa de estameña
hasta los pies». Leonor Alvarez, que tiene cincuenta o cincuenta y un
años, lleva un anillo de plata valorado en diez maravedíes y, cuando
es fiesta, un vestido de «tres tiras de terciopelo» y «una sarta con
diez cuentas de calcedonias y dos jaspes». Se contempla en uno de sus
dos espejos antes de salir de la habitación. La imagen es borrosa si
se mira en el espejo de metal, y desenfocada si lo hace en el de cristal.
Cuando marido y mujer se visten, piensan en las actividades del
día que comienza: hay que preparar las comidas, echar las cuentas,
visitar a colegas, clientes y amigos, amén de instruir y ayudar a los
muchachos que viven todavía en casa. Se acaban de enterar quizá del
embarazo de Catalina Alvarez de Avila, su prima y nuera, y hablan
del futuro primer nieto, hijo de su primogénito. Al dejar la habita
ción, descorren la pesada cortina verde, bordada con un águila de
lana que cubre la puerta y preserva la alcoba de las corrientes de aire.
El desayuno se toma en la cocina bajo la enorme chimenea donde
el fuego cruje con la llama encendida de los sarmientos. Hay tres
braseros en k casa, pero pasará algún tiempo hasta que se enciendan
o se reavive su calor. A esta hora gusta más sentarse a una gran mesa
de madera en la cocina y contemplar cómo el fuego lame las trébedes
con su caldero colgante. Hay dos criadas, Francisca del Alamo y Jua
na de Torres (que vivía fuera con su marido), y durante el frugal
desayuno no quedan excluidas del círculo familiar. Como señala Lewis
Muraford, la cohabitación de amos y criados (hasta el punto de dor
mir en la misma habitación) era normal en la época +4. Algunos años
después, las dos mujeres serían recordadas en el testamento de la
hija Juana45, probablemente de trece o catorce años cuando aparece
en el desayuno de esta mañana concreta. Los otros hijos que vivían
todavía en casa eran el futuro escribano Alvaro, de unos diecinueve
años, y Juan de Montemayor (que después de la muerte de su padre
partió para Nombre de Dios, en Panamá, y ya nunca volvió), de edad
intermedia entre su hermano y su hermana.
A pesar de la comodidad e intimidad algo dickensianas que evo
can estos detalles, si tuviéramos que oír la conversación en tomo al
fuego, nos sorprendería probablemente su formalismo. A Rojas, sin
duda ninguna se le trataba de «señor padre», y cuando él se dirigía
— 406 —
a su mujer, es probable que repetía las palabras pronunciadas por
Pleberio en el acto XVI: «Señora muger». Una carta escrita en 1555
por Catalina, la hija de Rojas, a su hermano mayor, el licenciado
Francisco, comienza: «Señor: la carta de vuesa merced recibí y con
ella muy gran merced, porqué la tenía bien deseada, y holguéme mu
cho en saber que vuesa merced tubiese salud y la señora Catalina
Alvarez y toda su casa. Plegue a Dios de dársela muy cumplida a
vuestras mercedes y los guarde muchos años y me los dexe ver como
yo deseo» 46. Los saludos de familia en la mañana de que estamos ha
blando quizá fueran menos altisonantes que los de esta muestra
epistolar reveladora de las relaciones interpersonales del siglo xvi,
pero con toda probabilidad eran por lo menos tan respetuosos. Se
podría incluso proponer que, desde el punto de vista de Rojas, el am
biente hogareño de Calisto, tal como queda descrito en el acto I, no
era tanto inmoral como indecoroso. La intimidad de la relación entre
criados y amo tenía una relación directa con sus querellas y su falta
de respeto humano y de vinculación de unos a otros47.
La coana estaba en el piso bajo y abierta a un patio con un pozo
en el centro. De la descripción dada en el testamento, pudiera pare
cer que la parte trasera del patio era la muralla de la ciudad y que
alrededor de ella se extendían las tres alas o casas de la vivienda. No
hay medio de calcular el tamaño exacto del lugar, pero la modesta
cantidad de muebles registrados en el inventario indica que era todo
menos palaciego, en modo alguno comparable con la vivienda de Ple
berio o Calisto con sus establos, torres, apartamentos de criados y
demás. Edificios y tierras juntos fueron valorados en 80.000 marave
díes en la partición de bienes hecha a raíz de la muerte de Rojas, una
suma considerable pero no enorme. El que la dote de Leonor Alvarez
fuera exactamente la misma cantidad puede indicar que fue éste el
* VLA 28B.
47 Nosotros parecemos más cercanos a las relaciones interpersonales in
formales y a la vez respetuosas del Cid y de sus vasallos que a las de Pleberio
y Alista o a las de Calisto con sus criados. El problema es que el efecto cómico
del retrato de la enfermiza intimidad y mutabilidad de lo que sucedía en la
casa de Calisto dependía para los lectores del siglo xvi del contraste con su
propia conducta doméstica. En los tiempos en que había frontera con los mo
ros, las reacciones habían sido espontáneas e inmediatas; pero ahora la sociedad
establecida e institucional mandaba y el individuo trataba de ocultar sus propias
pasiones, vicios, impulsos y cambios íntimos detrás de una máscara convencio
nal. El decoro, el status, la jerarquía y su reconocimiento por otros (como se
dan bien cuenta los lectores de la historia del siglo xvii) parecían muy im
portantes. Para tales lectores, La Celestina, las novelas picarescas, y sobre todo
el Quijote constituían una relajación que podía ser chocante o saludable (o am
bas cosas), y que iba siempre acompañada de risa. Como recordamos, Cervantes
observa que los pajes socialmente oprimidos y los lacayos aburridos y cansados
por el ambiente de las antecámaras y de los figurones que servían eran sus
más entusiastas admiradores.
— 407 —
precio original de compra. Lo cual quiere decir que, cuando Rojas se
mudó a Talavera, Alvaro de Montalbán le dio suficiente capital que
permitiera a su hija vivir en el modesto pero confortable estilo al que
estaba acostumbrada.
Los muebles del ala empleada para vivienda eran igualmente mo
destos. Dos alfombras y siete «almohadas de asentar» tapizadas de
paño verde daban una nota de un confort moro no infrecuente en la
época. Había también un «escaño viejo», pero el resto de los mue
bles consistía en vasares, bancos, camas y varias de esas sillas
españolas sin respaldo peculiarmente incómodas4S. No había, por
supuesto, armarios. Tanto los vestidos como los buenos juegos de
mesa y de cama de tela de lino eran guardados en arcas cerradas,
de las que se consignan unas diez. Las arquetas y cofres eran re
servados para fines especiales tales como el almacenaje de la cera,
las candelas y material de costura. Había también una caja fuerte
para el dinero y otros valores, incluidos en ellos las joyas de oro,
cuchadas de plata y una salsera de plata que, al parecer, se conservaban
como prendas de fianza de préstamos. En el inventario no hay indi
cación alguna de vajilla o de cristalería, todo al parecer tan sin valor
que no se consideró que merecía la pena consignarlo. Los artesanos
moriscos de Talavera eran famosos por su alfarería, y durante la vida
de Rojas se estaban comenzando a introducir las imitaciones de ani
males fantásticos y pájaros dentro de los tradicionales dibujos geo
métricos azules y blancos. Suponemos que esas piezas de alfarería se
usaban tanto en la mesa como para la decoración de paredes. Toda
ella, aunque habitable, constituía una mansión incapaz de excitar la
envidia de sus vecinos o la codicia de la Inquisición. De hecho, un
tren de vida deliberadamente modesto, alejado del «lujo insultante»
que muchos de los compañeros de Rojas (incluidos sus familiares los
Franco) pagaron caro.
La casa de Rojas era algo más que sus señas —en la calle
de Gaspar Duque, de la parroquia de San Miguel— y más que una
forma calculada de camuflaje social con paredes para ocultarse y mue
bles para sentarse, acostarse o reposar el codo. Como todos los ho
gares, era también un lugar para emplear y organizar el tiempo; es
decir, para llevar a cabo actividades necesarias al mantenimiento de
la vida. Es igual hoy en día, al menos por lo que se refiere a las
comidas, recreo y sueño, pero en el siglo xvi la casa era además una
unidad autónoma de producción tanto para sus propias necesidades
— 408 —
(amasar el pan, tejer, etc.) como para las de la comunidad (como taller,
farmacia o cualquier otro negocio). La casa de Rojas, en consecuen
cia, era también su despacho de abogado. En ella guardaba su biblio
teca profesional de unos 45 tomos, una mesa de trabajo, sus libros de
cuentas (los d eb e y haber más importantes se consignan en el inven
cano), «dos escrivanías de asiento [supongo que para empleados],
con sus tijeras y cuchillo» [para preparar las plumas de ave], un «pe-
sito de pesar oro» y la caja fuerte.
Si Rojas después del desayuno iba a este despacho o se dirigía al
establo a ver ensillar la muía para un viaje49, Leonor Alvarez tenía
un número más variado de alternativas. Aparte de esas interminables
ocupaciones como hilar, tejer o bordar en sus dos bastidores, sus fun
ciones supervisoras le hacían ir de un lado para otro: cocer el pan,
lavar la ropa, fregar el piso, guisar y otras por el estilo, según la vieja
rutina de los días y las horas. El símbolo de su autoridad era (como
sigue siendo todavía en la España provinciana) el gran manojo de
llaves colgado de su cinto. Por ejemplo, en el día señalado (quizá una
vez al mes) para hacer las candelas, abría el arca que contenía la
cera, mirándola después para asegurarse de que las nuevas candelas
estaban en su sitio correspondiente. La constante inspección y la vi
gilancia eran una segunda naturaleza en este tipo de existencia, de la
misma manera que la falta de cuidado caracterizaba el domicilio sin
ama de Calisto. La limpieza de las diversas habitaciones, el estado de
la ropa familiar (tan cara en la época que Celestina prefería una
«saya» a un regalo de dinero), los víveres, todo tenía que estar en
constante revisión ^ Si añadimos a esto la necesidad de una devoción
religiosa visible y audible (oración, lectura en voz alta del Flos Sane-
toru m u otros libros piadosos de la biblioteca familiar, y el desgranar
las cuentas del rosario de marfil en una parte de la casa donde los
criados pudieran seguirlo), llegamos a la conclusión de que Leonor
Alvarez no se preocupaba por las horas muertas. La pereza y la lige
reza de la madre de Melibea, Alisa, parecen quedar excluidas en el
hogar descrito por el inventario.
Una gran parte del tiempo de Leonor Alvarez transcurría en la
preparación de la comida, incluidos los capítulos del pan y del vino.
El pan se hacía en casa con harina sacada del trigo almacenado en
casa y llevado a moler a uno de los molinos del Tajo (todavía se pue
den ver las ruinas de uno de estos molinos al otro lado del puente
viejo). Por lo que respecta al vino, una vez al año se dejaba todo para
atender a las cargas de uva traídas de la viña al corral, donde se api
laban en grandes cestos y banastas antes de pisarlas. La preparación
49 En el inventarío no se mencionan animales domésticos, pero hay un
«freno viejo y unas cabezadas de muía, viejas» (p. 380).
50 Los dos inventarios dan pruebas por sí mismos de la cuidadosa super
visión de lo que se poseía y de lo que se les debía.
— 409 —
diaria de la comida comenzaba con la compra de fruta fresca y verdu
ra de la temporada, pescado, y menos frecuentemente carne en el mer
cado de la villa, si bien muchos de estos artículos aparecían en la
casa como regalos de los clientes rurales de Rojas o como pagos en
especies. Como recordamos por el Acto IX, éste era precisamente el
caso de la economía doméstica de Calisto. En sonadas ocasiones, Leo
nor Alvarez puede haber buscado en la plaza exquisiteces locales
como perdices, truchas de los torrentes de la Sierra de Gredos o ca
pones. Y, tras consultar su Libro d e cozina (de Ruperto de Ñola,
1525) ella misma ayudaría a preparar platos especiales. Podemos figu
rárnosla, por ejemplo, siguiendo la receta para el «manjar blanco», un
plato de pollo, harina de arroz y leche, espolvoreado con azúcar y «con
siderado como una de las tres principales delicadezas del mundo»51.
La mayoría de los días, sin embargo, o Francisca del Alamo o
Juana de Torres lidiaban con las ollas, cacerolas y asadores y el cal
dero mencionado en el inventario. Las criadas sabían hacer entonces
—como saben ahora por la misma tradición oral— excelentes guisa
dos y buenos platos de pescado, aves y huevos. El cerdo, jamón, tocino
y chorizo eran servidos con frecuencia (a juzgar poi otros indicios de
hogares de conversos) y comidos con tanta ostentación como callado re
sentimiento y mala gana51. Como explica Castro, el jamón y los huevos
que aparecían regularmente en la mesa de Alonso Quijano se denomi
naban en la jerga sarcástica del tiempo «duelos y quebrantos»53. Por
otra parte, el aceite de oliva era la grasa básica como había sido para
los antepasados de Rojas y, por cierto, que el hecho de que sustituyera
a la manteca en la cocina castellana fue el gran triunfo de las leyes
dietéticas mahometana y judía. También cabe destacar la aparición
anual muy anticipada de las primicias de frutas y verduras (Tala-
vera se ufanaba de sus espárragos), un placer perdido en una época
como la nuestra de la conserva artificial y del mercado a distancia. Con
todo, y aparte la imposición del puerco, parece que hay pocos moti
vos para compadecerse del sino culinario de los vecinos de Talavera
en el siglo xvi.
Si entráramos en la casa de Rojas, como don Quijote y Sancho
entraron en la de don Diego de Miranda, el Caballero del Verde Ga-
— 410 —
ban, compartiríamos sin duda su admiración por las enormes tinajas
del patio. En las dos familias (los Miranda y los Rojas) estas tinajas
eran signos externos de seguridad burguesa; en ellas se almacenaba
el trigo, el aceite y el vino, lo cual en aquellos tiempos inciertos
permitía a los miembros hacer frente a las interrupciones en el sumi
nistro. Nadie sabía mejor que el creador de Pleberio los peligros de
la demasiada confían2a en semejante seguridad material, pero esa
conciencia no significaba de ninguna manera negligencia que les lle
vara a prescindir de ella. Igual que su suegro, Rojas creía que un vaso
de vino, un buen pollo y un abrigo caliente no eran de despreciar.
El y su esposa se cuidaban, pues, de que sus 34 tinajas de varios
tamaños (en la mayor cabían 60 arrobas, unos 950 litros) fueran lim
piadas con un cepillo especial, llenadas hasta el borde y cerradas her
méticamente con sus tapadores.
De esta manera, si la residencia de Rojas proporcionaba, como he
supuesto, un camuflaje social (un refugio convencional para la con
ciencia errante de sus habitantes), era al mismo tiempo un lugar de
santuario físico. Era un lugar donde —como sabía Sancho al ver las
tinajas de don Diego— habría siempre algo que comer y beber. In*
cluso en una época en que el gas y la electricidad viene de fuera, y en
que las casas son de construcción barata y en las que dependemos de
aparatos electrodomésticos mal fabricados, las palabras «casa» y «ho
gar» siguen evocando seguridad, independencia y confort. Y, en la Es
paña de Rojas, la diferencia entre el interior y el exterior, entre estar
preparado para el hambre o verse abandonado a la suerte, entre refu
gio e intemperie era tan grande que casi se palpaba. De aquí la emo
ción de Sancho e incluso de don Quijote cuando entran en casa de
don Diego, y de aquí también que Celestina, cuando sale fuera de la
puerta, se haga eco del grito clásico «¡Adiós paredes!» con un fervor
personal. Las 34 tinajas eran una parte tangible de este sentimiento
de la seguridad doméstica. Eran nada menos que la respuesta biográ
fica de Rojas a la vida picaresca y sin seguridad (« ob á a ch los», en el
alemán de Lukács) de las multitudes que en su España se veían obli
gadas a vivir sin hogar o que, según sus fortu n as y adversidades indi
viduales, se movían constantemente de casa en casa. La vida de Cer
vantes es un caso típico.
El tiempo doméstico no podía, naturalmente, dedicarse entera
mente a los negocios, a la piedad ostentosa y externa ni a las labo
res rituales requeridas para la provisión de las tres necesidades de la
vida. Como comenta Rojas en el prólogo, «había otras horas destina
das para recreación». O, en palabras de su más ilustre lector y admi
rador, «sí, que no siempre se está en los templos, no siempre se ocu
pan los oratorios, no siempre se asiste a Jos negocios, por calificados
que sean; horas hay de recreación, donde el afligido espíritu descan
se». Si Cervantes nos suena aquí un tanto apologético, hemos de re
— 411 —
cordar que estamos hablando de una época que vivía con rigidez las
fórmulas domésticas prescritas. Fray Hernando de Talavera, por
ejemplo» establece el intervalo ideal para el descanso en un hogar
cristiano en esta forma:
levantada ya la mesa y hecha oración también al comienzo como al cabo,
podéis entonces pasar tiempo, cuanto media hora, en alguna recreación, ó de
honesta é provechosa habla con algunas buenas personas, ó de alguna honesta
música, o de una buena lección; y esto sería lo mejor, aunque no para la
digestión. Y podréis luego, sí queréis, reposar é dormir quanto otra medía
hora54.
— 412 —
Tenemos una clara anticipación de la futura regularidad de la
vida diaria de Rojas no sólo en la carta y en el prólogo, sino también
en la moralidad ambigua de La Celestina. Quizá el efecto más inmo
ral y perturbador del amor sea su temporal anarquía. El amor alter
nativamente se rebela contra el reloj o se distrae de sus exigencias,
olvidándose locamente de distinguir entre el día y la noche. El éxta
sis y la miseria, dos formas psíquicas que hacen de reactivos frente al
tiempo, han reemplazado la marcha regular de la vida doméstica. El
enamorado, moralmente hablando, es un p erd id o no sólo por su blas
femia y concupiscencia, sino porque vive una existencia desordena
da y sin rumbo. Careciendo de esquema y de programa para su vida,
es presa del olvido y de repentinos accesos de una conciencia indefen
sa. Por lo cual ha de ser más bien censurado que compadecido. Pero
Rojas —aun cuando haya podido experimentar los sublimes y tran
sitorios premios de una liberación tan apasionada— no era Calisto.
Tanto en su vida como en su obra, le juzgamos como un hombre con
una extraordinaria conciencia del tiempo. La domesticidad para él,
como para muchos de nosotros, era confortable no sólo por los abul
tados vientres de las tinajas, sino también por la tranquila repetición
de sus actividades acostumbradas57.
¿Cómo llenaban Rojas y su familia sus «otras horas destinadas
para recreación»? En los primeros años había habido cacerías, excur
siones a los montes del norte y del sur, incluso a las faldas de la
sierra, en busca de caza menor y aves. El bachiller pudo volver una
tarde de una manera que recuerda la descripción de Peribáñez por
Lope: « ... la ballesta atravesada, / y del arzón de la silla / dos per
dices o conejos.» Dos de estas armas (una de ellas todavía utilizable)
quedan consignadas en el inventario, indicando con ello que se hacía
acompañar con frecuencia por su hijo o un pariente o amigo. Y no
olvidemos el trato social. Un tal Diego Hernández, testigo en la p ro
banza, recuerda frecuentes visitas a la casa: « ... parientes... hijosdal
go, como eran algunos vecinos de Talavera, y otros forasteros que
— 413
venían a cassa del bachiller Rojas»58. Siendo quien lo relata un cristia
no viejo, que había conocido al autor de La C elestina «quinze años y
más tiempo», e incluso había estado presente en la boda del licencia
do Francisco (probablemente en 1538 ó 1539), hay razón para creer
le. Para los conocidos y de confianza, era un hogar acogedor. Otra
posibilidad era el ajedrez jugado con miembros de la familia o con
amigos. Incluso solo, Rojas podía entretenerse con las posibles com
binaciones de finales de partida que Sempronio había recomendado a
Calisto para distraerse del tormento amoroso. Si, como muchos juga
dores de ajedrez, tomó en serio el juego, para 1541 había superado
los sencillos problemas y doctrina elemental contenida en su ejemplar
del Arte d e Axedrez, de su condiscípulo Luis de Lucena, publicado
juntamente con R ep etición d e am ores en 1497.
Por lo que se refiere a la conversación intelectual, no tenemos
por qué suponer que un hombre de la capacidad intelectual de Rojas
estaba tan solo en la Talavera del siglo xvi como podría estar hoy.
Cosme Gómez señala con orgullo: «son innumerables los jóvenes que
dejan a sus padres para ir a la universidad» y que después de com
pletar su carrera al servicio de la Iglesia, del ejército o en la adminis
tración pública se retiraban a su ciudad natal. Hay algo emocionante
y profundamente español en la frase de su conclusión: «Buena es
Talavera para nacer en ella y no suele ser mala para morir en la
vegez» 59. Rojas, en consecuencia, no estaba totalmente separado de
la compañía de sus socios, de aquellos que habían asistido a las clases
de Salamanca a finales de siglo y que ahora residían en Talavera, así
como de los que iban y venían (años después los compañeros de es
tudio de Francisco) y le traían noticias de los cambios académicos
y de los escándalos. De lo cual podemos concluir que en Talavera no
sufría Rojas esa especie de exilio intelectual que un amigo atribuye
al antagonista de Guevara, el bachiller Pedro de Rúa, por su residen
cia en Soria:
...lo s dioses me pierdan, doctísimo Rúa, si muchas vezes no me he lamen
tado de que un sujeto tan erudito, digno de toda alabanza, como tú lo eres,
estés entre incultos Uracos y vivas con Pelendones y Arevacos... ¿Hay, cier
tamente, alguna razón para que mientras cultivas la luz de Atenas, sufras al
mismo tiempo la barbarie escita?e0.
— 414 —
Talavera, naturalmente, tenía su parte de uracos, pelendones y
a re vacos (nombres de las primitivas tribus ibéricas usados para refe
rirse de forma despectiva a la población rural), pero, contrariamente
a Soria tal como la veía el amigo De Rúa, los campesinos no domi
naban la existencia municipal ni daban la nota de la población como
tal. Hay que notar que entre los intelectuales surgidos de la ciudad
que Rojas adoptó como suya, estaban los tres hermanos Herrera, uno
de los cuales, Gabriel Alonso de Herrera, fue mencionado anterior
mente como autor del Libro d e agricultura. Nacido más o menos una
generación antes de la llegada del bachiller, él y sus hermanos eran
al parecer de la familia de fray Hernando de Talavera6l. Como sacer
dote con beneficio en la parroquia de San Miguel, a la que pertenecía
Rojas, Gabriel Alonso se quedó en Talavera, mientras los otros dos,
Diego Hernández y Hernán Alonso, siguieron carreras académicas
que les llevaron a las dos Universidades más importantes. El primero
enseñó Música en Salamanca como «maestro del órgano»62, mientras
que el segundo, discípulo de Nebrija, obtuvo una cátedra de Gramá
tica y Retórica en Alcalá. Conocido principalmente por su diálogo
preerasmista D isputa en o ch o levadas con tra A ristótü y sus secu a ces
(escrito en Salamanca en 1517), Hernán Alonso quizá estaría intere
sado en frecuentar a Rojas siempre que volvía a casa63. El vivo diá
logo de esta obra es incluso más popular en su tono que el de La
C elestina y contiene al menos una reminiscencia directa del acto 1 64.
Hernán Alonso, según un contemporáneo, «era una persona de inge
— 415 —
nio vivo y de fácil conversación»65, y, si nos place, no nos sería di
fícil imaginarnos a los dos hombres enzarzados en brillante conver
sación. Las «horas destinadas para recreación» de Rojas, difícilmente
podían emplearse más adecuadamente.
« T o d o s l o s l ib r o s d e r o m a n c e q u e y o t e n g o »
416 —
más rico durante las cuatro décadas que median entre el graduarse
de Salamanca y el doloroso graduarse del «más acá» de este mundo.
Su «principal estudio» aparte, Rojas —a juzgar por los dos «inven
tarios» de sus libros— parece no haberse mantenido al tanto de la
explosiva vida intelectual de su tiempo. No hay nada, por ejemplo,
que indique que había continuado la exploración de la literatura en
latín que había comenzado con sus estudios universitarios de Cice
rón y Terencio y con su ávida lectura del D e rem ediis. En una época
en que el canon clásico empezaba a estar al alcance de todos los
lectores de latín. Rojas poseía solamente los pocos textos que había
traído de la Universidad: su «Petrarca en latín», sus «oraciones de
Tulio», y ese monumento de la futilidad de la enseñanza medieval
de la retórica, la M argarita p oética , de Albrecht von Eyb (15 edicio
nes entre 1472 y 1503). Esta última le puso en conocimiento de la
existencia de numerosos autores y títulos (entre otros, Plutarco, Lac
rando, Apuleyo, ocho comedias de Plauto y tres comedias humanís
ticas), pero sus cuidadosos índices de extractos de « elega n tice et
au ctorita tes» no son más que fragmentos pulverizados, presentados
de tal manera que no son capaces de transmitir idea alguna de los
organismos literarios de donde proceden. En el caso de las obras dra
máticas, no sólo desaparece la escena y caracterización de personajes,
sino incluso la misma forma del diálogo. La M argarita p oética no es
nada más que un compendio de retórica seguido de una enorme antolo
gía de tópicos que, por cuanto yo puedo colegir, Rojas jamás se molestó
en usar 67. Lo mismo cabe decir de la adquisición de El Asno d e O r o 6S,
— 417 —
27
Jas M etam orfosis 69, Boecio y las E pístolas70 de Séneca, todas ellas en
castellano. Como muchos otros antes y después de él, el autor de La
Celestina parece haber dejado enmohecer su conocimiento del latín
universitario.
de Pérez de Guzmán hablan también de esas cuatro cualidades: honestidad,
belleza, linaje, y riqueza (ver infra, n. 114).
Para la interpretación de la Margarita como adaptación medieval del saber
humanístico, ver. J . H. H i l l e r , Albrecbt von Eyb, Medieval Moralist, Wash
ington, D.C., 1939. La decidida interpretación moral que Eyb hace de Plauto
no sólo en la Margarita, sino también en sus traducciones (como las estudia
Hiller) puede ayudar a explicar el que Rojas no haya aprovechado a Eyb. El
contraste entre las pretensiones moralizantes de ciertos pasajes de la «Carta
a un su amigo» y de los versos y lo que realmente ocurre dentro de La Ce
lestina puede deberse no sólo a la repetición rutinaria de tales tópicos o al
deseo de camuflar una intención subversiva, sino también a una parodia deli
berada de aquella ya tradicional distorsión de lo que los textos — digamos de
un Terencio o un Plauto— dicen de verdad. Esto era particularmente evidente
en la afirmación de intención de Villalobos al traducir el Amph'itryon (ver
cap. VII, n. 9). _
68 Puesto que El Asno áe Oro sólo aparece en el inventario de 1546,
puede ser un ejemplar de la edición de 1543 de Medina del Campo, edición
adquirida después de la muerte de Rojas por Leonor Alvarez. Pero ¿lo había
leído él antes de escribir La Celestina? Castro Guisasola y M,s R, Lida de
Malkiel (La originalidad, p. 338, n. 43) rechazan la proposición de Menéndez
Pelayo de que Apuleyo fuera una fuente apoyándose en la posibilidad de que
el «diacitrón» de Pármeno al final del Acto VIII pudo haber sido tomada
también de Petrarca. Pero, por otra parte, lo que sigue parece recordar la
conversación postmortem de Melibea a Calisto: « ...la hermana [Psique] inci
tada de imbidia mortal, compuesta una mentira para engañar a su marido,
díziendo que hauía sabido de cómo su padre estaba a la muerte, metióse en
una nao y fue nauegando hasta que llegó a aquel risco, en el qual subida, dixo:
O Cupido recíbeme que soy pertenescente para ser tu muger; tu viento cier£o
recibe a tu señora. Con estas palabras dio un salto grande del risco abaxo...»
(Alcalá de Henares, 15S4, fo. 84). En otras partes de la obra encontramos
repetidas caídas, insistencia en la altura y un intento de suicidio desde una
torre. Hay incluso una ecuación implícita de la caída de lafortuna con el
desplomarse por el espacio: Alcino, «que no pudo huir la sentencia de la
cruel fortuna», es empujado de una alta ventana por una vil «vejezuela»
(fo. 60). Palau señala la traducción de 1513 de Sevilla como la primera publi
cada, pero no hay razón de que Rojas no pudiera haber leído el original o
una edición perdida en español durante su estancia en Salamanca.
69 Al parecer no hubo traducción anterior a La Celestina, pero Rojas
(sea que la leyera en latín o en castellano más taide) podría haber estado
interesado en el lamento de Dédalo por Icaro, entre otras cosas, así como
en la interpretación heraclitana del proceso de metamorfosis (citado de la edi
ción de Amberes de 1551): «Los elementos nunca están en una figura; siempre
se mudan y renuevan; ninguna cosa perece; antes de nuevo torna a renovar
y paresce que nascen otra vez. Ninguna cosa puede luengamente durar en un
ser» (fo. 228).
70 Zaragoza, 1496, con tres ediciones existentes anteriores a 1541. Tradu
cidas de una versión italiana por Fernán Pérez de Guzmán, es una fuente más
demostrable para las Coplas de vicios y virtudes {reunidas más tarde con otras
piezas en Las Setecientas, también en nuestra lista) que para Rojas. El autor
del Acto I, en cuanto yo puedo determinar por comparaciones textuales deta-
— 418 —
Dos tratados mal clasificados como libros de leyes nos confir
man este juicio —aunque sólo sea porque parecen fueron adqui
ridos durante los años de Salamanca. El primero, De secretís mu-
lierum et virorum (atribuido a Alberto Magno)71, es manifiestamente
medieval por su procedencia, mientras que el segundo, el Vascicn-
lum tem p o rw n , representa una innovación tipográfica que hubie
ra deleitado a Marshall McLuhan. El De secretís es una mezcla de
astrología, superstición y doctrina científica tradicional sobre los mis
terios de la procreación humana. Dividido en partes alternativas
de tex tos y com m en tu m , trata de temas como el «mal de la madre»,
que se dice tiene lugar cuando « rnatrix d e proprio lo c o tolUtur», Pero
aparte de esto, no he visto nada que incida en La Celestina. Por lo
que respecta al Tascículum, representa un esfuerzo extraordinario
por coordinar gráficamente todo el saber histórico acumulado. En
el mundo anterior a Gutenberg, la historia se concebía como largas
narraciones orales que luego (como en el Antiguo Testamento) podían
escribirse para la posteridad. Pero un buen día un cartujo alemán
llamado Werner Rolevinck (1425-1502) tuvo el genio de ver que, si
en la página impresa estas líneas separadas se podían coordinar cro
nológicamente, el coordinador produciría un best-seller'71. Y por eso
este Fasciculum, con su serie de diagramas a doble página de empe
radores, reyes, profetas y papas, acompañados de secciones intercala
das de información esencial, se convirtió en uno de los incunables
más reimpresos. Comparando las tres o cuatro hileras que dividen
horizontalmente la página, el lector podía, por ejemplo, llegar a saber
sin laboriosa consulta a través de crónicas personales qué personaje
de la Biblia fue contemporáneo de un período determinado de la
historia clásica. Fue la primera ayuda visual para los estudiantes, un
signo de los nuevos tiempos.
liadas, usó el original latín más que esta traducción o los Cinco libros de
Séneca, de Alonso de Cartagena, Sevilla, 1491. En los actos de Rojas hay una
serie de sugestivas semejanzas que no son concluyentes. De particular interés
son las cartas que estudian la conversación con sus gestos, entonaciones y
expresiones faciales. Algunos locutores inseguros, observa Séneca, «abaxan e
inclinan el rostro a tierra» exactamente lo mismo que hace Pármeno en el
Acto II (Epístola 11 y luego en las 15, 40 y 41). El remedio que da Celestina
a Melibea en elActo X quizá deba leerse a la luz de «El decir que se hace
por melecinar el corazón... deve entrar dentro a la fondura» (41). En general,
el substrato estoico de La Celestina está explícito en las cartas sobre la for
tuna, el amor, la vejez y otras.
71 Es imposible determinar qué edición poseía Rojas. Haebler no registra
ninguna, pero en el resto de Europa hubo por lo menos cinco entre 1475
y 1490. Desgraciadamente para los estudiantes del laboratorio de Celestina,
la costumbre de imprimir el De secretís junto con otros tratados como el
De virtutibus herbarum fue iniciada en el siglo xvn.
72 Hubo unas treinta ediciones impresas durante la vida del autor, in
cluida una en España (Valencia, 1480), consignada por Haebler.
419 —
Quizá todavía más desilusionante que la ausencia de los clásicos
en esa biblioteca es la de las obras de Erasmo, tanto en su original
como en su traducción. Se diría que entre los libros o intereses de
Rojas no había lugar para el Enchiridion¡ los Colloquia u otros que
ya circulaban ampliamente en español. Dos comentarios me vienen es
pontáneamente. En primer lugar, La Celestina misma — si la consi
deramos como representación del espíritu del autor en sus últimas
décadas— en todo menos erasmítico o preerasmítico en su presenta
ción de la vida humana. Su crítica tradicional dél clero es la manifes
tación superficial no de un deseo de reforma, sino de un escepticismo
más hondo sobre la condición humana. Y su ironía, como la del Laza
rillo, manifiesta más bien lo hondo de la desesperación y de la falta
de fe de su autor y no la juguetona sátira intelectual de la Mortae en-
c o m iu m 73. Como sabemos, Rojas y Erasmo asistieron a sus respecti
vas Universidades más o menos durante los mismos años; ambos fue
ron marginales a la sociedad y a las creencias recibidas; y los dos
fueron irónicos. Pero ahí termina la semejanza. Mi lectura de La C e
lestina me lleva a creer que, contrariamente a muchos de sus compa
ñeros conversos, Rojas nunca aceptó su impuesta religión con la su
ficiente sinceridad como para estar preocupado por su purificación.
Las formalidades externas del catolicismo pueden haberle sido gra
tas más que haberle molestado —como veremos al examinar su lite
ratura religiosa— precisamente porque eran externas. Es decir, por
que podían proporcionarle una ley o forma de vida tras la cual podía
esconder su escepticismo.
En segundo lugar, a pesar de la ausencia de las obras más conoci
das de Erasmo, había por lo menos una traducción (y quizá dos) '4
73 Ver mí «Death of Lazarillo de Tormes», PMLA, LXXXI (1966), 149
166. En esto estoy más de acuerdo con la tesis de B a t a i l l o n de que la pos
tura de la obra (incluido el anticlericalismo) es ajeno al erasmismo (El sentido
de «Lazarillo de Tormes», París, 1954) que con el de F r a n c i s c o M á r q u e z
(Espiritualidad y literatura en el siglo XVI, Madrid, 1968). Para dar un
ejemplo concreto y — a mi ver— decisivo, cuando el Lazarillo describe su
silenciosa y feroz exclamación, ¡San Juan y ciégale! como una «oración se
creta» el autor alude irónicamente a una de las proposiciones centrales del
movimiento para la reforma devocional.
74 En el inventario de 1546 hay un «libro de la mala lengua» que ha
sido idendficado provisionalmente por mí y M. J. Ruggerio (siguiendo una
sugerencia de Valle Lersundi) como «pliego suelto» de Rodrigo de Reinosa,
«Aquí comienzan unas coplas de las comadres no tocando en las buenas salvo
de las malas y de sus lenguas y hablas malas...» (ver cap. VI, n. 101). Puesto
que las Coplas de Reinosa sirvieron de inspiración tanto a Rojas como al
autor del Acto I, Id identificación nos pareció razonable. Sin embargo, hay
otra identificación quizá más probable: La lengua de Erasmo nuevamente
romaneada, de la que hubo varias ediciones en la década de 1530. Puesto que
el título de la parte primera es «Libro primero de los malos oficios y daños
de la mala lengua», parece verosímil que el que hacía el inventario abriera
en esta página para comprobar el título. O quizá Rojas mismo lo escribió
— 420
de sus obras menores. Me refiero a su Querela pacis, que, al ser la
primera en aparecer en castellano (1520), se empleó para rellenar una
edición de un texto de poco bulto de un autor pasado, Aeneas Silvio,
en aquella época más conocido del público lector. El libro aparece en
el inventario sólo como Tratado d e miseria d e cortesa n os y su primera
parte es, en efecto, una curiosa fuente concreta y nada retórica para
Guevara7S. Luego viene Erasmo, introducido a sus nuevos lectores (el
título de la portada, como sucedía con frecuencia, tenía casi la misma
función que hoy tienen las cubiertas de los libros) de la manera si
guiente:
Y otro tractado de como se quexa la Paz. Compuesto por Erasmo, varón
doctíssimo76.
así en la cubierta. Si Rojas poseía esta traducción anónima, sin duda encon
tró mucho que le interesaba en ella. El elogio inicial de la razón, la com
paración de la palabra del hombre sabio con la semilla que brota, el ataque
a los calumniadores y perjuros que emplean las palabras como armas mortífe
ras para llevar a la cárcel, a la confiscación de bienes o a la deshonra social,
todo esto nos suena demasiado familiar ya. Véase la edición reciente y el
estudio de la profesora D o r o t h y S e v e r in , Madrid, 1975.
Aparte de este aspecto, Rojas sin duda encontró normales las descripciones
satíricas de los «necios» monólogos de los amantes, así como del vicio inútil
de las «rameras» que con sus malas lenguas causan «quistiones y muertes».
75 La idea de Eneas Silvio de la vida cortesana como guerra perpetua
mantenida por un rey que se complace en cebar a sus favoritos para una
muerte y el despojo futuros es bastante más fuerte que la de Guevara. En vez
de la falsa cortesía, los banqueteadores cortesanos son descritos como aquellos
a quienes se les cae la baba por entre los ralos dientes y que están a la caza
de pulgas en sus barbas. Los constantes viajes, la suciedad y la intriga, que
hacen de la vida cortesana algo inaguantable, más que un tópico, parece ser
un retrato realista de la experiencia del escritor. Incluida en el libro hay
también una pequeña alegoría por el mismo autor titulada «Sueño de la For
tuna» en que las imágenes consabidas de la diosa (dos caras, una «mansa»
y otra «sañuda», etc.) son presentadas con viveza.
76 Traducido por el Arcediano de Sevilla Diego López de León.
— 421 —
continuo andan rebueltos en quistíones y guerras rixando y peleando unos con
otros... gozándose con sangre, robos, muertes y distruiciones...?
Y, si esto es cierto,
... ¿qué dirán [los paganos] quando ven que los christianos por causas
muy livianas entre si tienen differencia y enojos más que los gentiles y con
mayor crueldad que los eteges?
— 422 —
...e l mismo hombre individual tiene guerra consigo mismo. La razón pelea
con los affectos y passiones del anima, y aun estos mismos affectos o passiones
contradicen unos a otros: quando la piedad lleva a una parte y la codicí.t a otra.
Demas esto, una cosa persuade la luxuria; otra la yra; otra quiere el deseo
y ambición de la honrra; otra la avaricia7®.
— 423 —
falta de interés. Por otra parte, aunque difícilmente sea un registro
exhaustivo de la vida intelectual de Rojas, el inventario es una indi
cación de la misma, y por eso mismo decepcionante. Los libros que
Rojas compró y conservó —aparte del Q uerela pacis y de los libros
de leyes— reflejan menos un espíritu abierto y novedoso que quien
se contenta con mantener su ilustración de estudiante. No hay, entre
los varios libros de viaje, ninguno que trate (ni los mencione siquie
ra) de los apasionantes descubrimientos en el Nuevo Mundo.
Solamente cuando examinamos los libros de Rojas, no como per
tenecientes a un posible Montaigne, sino a un Alonso Quijano de
carne y hueso, empezamos a darnos cuenta en qué medida somos deu
dores del licenciado Fernando y de Valle Lersundi. Si consideramos
esta biblioteca provinciana del siglo xvi (para repetir lo que propu
simos al principio) como un refugio del cúmulo cotidiano de «tra
bajos» de que nos habla Guevara, nos damos cuenta de que se nos
ha entregado un documento único, un documento que sugiere menos
lo que el autor de La Celestina aprendió en los libros que la manera
en que los vivió y vivió con ellos en casa. El inventario es nuestra
única ventaja frente a los biógrafos de figuras tan grandes y tan es
quivas como Shakespeare o Marlowe. Sin él, por ejemplo, por mí
mismo nunca me habría figurado a Rojas compartiendo el entusias
mo de Juan de Valdés, del canónigo de Cervantes, y de Santa Tere
sa (entre otros adictos inesperados) por los libros de caballerías.
Pero éste parece ser el caso. Entre cerca de sesenta libros no profe
sionales, quedan configurados no menos de diez libros de ese género:
Amadís d e Gaula, y una de sus continuaciones, Las Sergas d e Esplan-
dián; Ciarían d e Landanís; Palmerín d e Oliva y sus dos imitaciones80;
la Historia d e H enrrique f i d e Oliva; el Guarino M esquino, y una de
las varias versiones de la historia de Tristán e I s o ld a 81.
¿Cómo explicar esta aparente predilección por un género tan
ajeno en sus temas y visión a La Celestina? Quizá, como sugerimos
en el capítulo precedente, había más de Calisto en su autor de lo que
hubiera querido admitir. Quizá fueron estos libros comprados para ser
leídos en voz alta a su familia y acompañantes, costumbre que ha
bría de describir más tarde el ventero del Quijote. Pero la verdad
del asunto es que ninguna de estas explicaciones extraliterarias es ne-
80 Registrado en las notas editoriales al inventario como Libro segundo
de Palmerín: que trata de los altos hechos de armas de Pr'tmaleón su hijo:
y de su hermano Polendos (Salamanca, 1516; Sevilla, 1524; Toledo, 1528;
Venecia, 1534) y La crónica del muy valiente y esforzado Píafir, hijo del in
vencible Empádor [j/c] Primdeón, Valladolid, 1533.
31 El «Don Trístán» consignado en 1546 podría haber sido el Libro del
esforzado cauallero don Tristán de Leonts (Valladolid, 1501, y Sevilla, 1528
y 1533); la Crónica de don Tristán de Leonts en español (Sevilla, 1520) o la
Crónica nuebamente enmendada y añadida del buen cauallero don Tristán de
Leonts (Sevilla, 1534).
— 424
cesar i amen te válida. Precisamente porque el sentido de la vida expre
sado por Montalvo y sus sucesores fuese tan contrario al de Rojas,
tales libros ofrecían evasión. En vez del mundo concéntrico y con
centrado de la ciudad conflictiva de Celestina, aquí (como sabía
intelectualmente el canónigo de Cervantes y como su loco interlocutor
sabía vitalmente) el espacio y el tiempo están abiertos y son infini
tos. La aventura reemplaza a la domesticidad; el heroísmo, a la cavi
lación; y los horizontes elásticos de la imaginación, a las paredes y a
las calles: «Allí se parece que el cielo es más transparente, y que el
sol luce con claridad más nueva... y verá cómo le destierran la me
lancolía y le mejoran la condición.» Lo cual equivale a decir, en una
terminología ya gastada, que para el lector de los libros de caballe
ría, los peligros cotidianos de la fortuna han dado paso a los placeres
que son fruto de la ventura. Como explica Esplandián después de ha
ber llegado a la deriva en barca sin remos a una playa desconocida,
«que yo no soy de esta tierra; antes de muy lejos della, y la ventura
me trajo aquí» 62. Y, de la misma manera, Rojas podía soslayar esas
características celestinescas de la vida tala ve rana que podían divertirle,
circunscribirle u horrorizarle. En el espacio de un párrafo, su espíritu
podía descansar en lo que Ortega llamó «un mundo incomunicante
con el suyo auténtico» M, un mundo en que reinaba la ventura.
Para ser justos, sin embargo, hemos de señalar que dos de los li
bros registrados, la H ystoria del cruzado «Enrique, fi de Oliva, rey de
Iheru salem, emperador de Constantinopla» y el curioso viaje caballe
resco llamado Guarino M esquino u , nos llevan a una geografía ins
tructiva más que a reinos imaginarios. Pero, aun así, estos dos, como
los otros, proporcionan un agradable alivio de la constante presión
de los papeles urbanos y domésticos. Podrían, superando las limita
ciones del localismo, «damos la vida y quitarnos mil canas», para
repetir la defensa del tantas veces mencionado ventero.
Como acabamos de sugerir, las fronteras genéricas de los libros
de caballerías no están tajantemente delimitadas. En una dirección se
funden con la historia y la leyenda, y en otra con narraciones de
viajes contemporáneos que en aquellos años iban siendo cada vez
— 425 —
más populares. De estos últimos, Rojas poseía cuatro: el Libro d el
Y rifante d on P edro d e Portugal, de Santesteban, así como traduccio
nes de Mandeville, el It'merarium de Ludovico Vartheraa de un viaje
a Egipto y a lugares del Oriente, y las P eregrinatíones de Bernhard
von Breydenbach a Tierra Santa85. El esmero de la observación y de
la narración seguramente no era el motivo de la elección de estos li
bros. La loca geografía de Santesteban, así como sus observaciones
totalmente fantásticas (correspondientes en parte, como demuestra
Francis Rogers, al propósito oculto de sugerir la reforma clerical se
gún las líneas de la Utopía cristiana del preste Ju an )86 hubiera sido
tan increíbles para un hombre del escepticismo de Rojas como los
cuentos chinos de Mandeville. Varthema, también, si bien basa su
narración en un viaje real, con frecuencia deja correr la imaginación
por aquello de que «añora la novedad como un sediento el agua fres
ca». Ha visto aJ unicornio, y, lo que es más improbable, resistió los
seductores encantos de una reina oriental con tanto éxito como el
Don Juan de Byron. Unicamente Breydenbach informa de sus viajes
con realismo y con admiración detallada de escenas, costumbres y
encuentros.
¿Cómo podemos comprender el interés por historias tan fantás
ticas por parte de un hombre tan escéptico como Rojas? Digamos
para comenzar que, como hemos observado ya, estos «itinerarios» de
los siglos xv y xvi daban un sentido de liberación que se diferenciaba
poco del que se encontraba en las novelas. Nuestro serio bachiller,
también, como otros clientes de Luis «Abrahán» García dentro de los
muros de Talavera, pudo tener tanta sed de novedad como el mismo
Varthema. Pero es sugestivo el que estos libros (lo mismo que las
dos últimas novelas mencionadas y las traducciones de Josepho y del
De b ello Kbodio, de Jacobo Fontano)87 estuvieran relacionadas con
el Oriente. Como muchos europeos de su tiempo, Rojas soñaba no
con las Indias recientemente descubiertas y por lo tanto inexplica
bles, sino con el Oriente, que ofrecía, además de la geografía, una
85 B r e y d e n b a c h , que hizo su viaje en 1484-85, vio las posibilidades que
ofrecía la imprenta e inmediatamente se puso a trabajar en sus Peregrinatíones
in Terram Sanctam, publicadas dos años después. La versión española, Viaje
de la tierra sancta, apareció en Zaragoza en 1498. V a r t h e m a parece haberse
aprovechado de su ejemplo, publicando su Novum Uinerartum en 1510, tam
bién dos años después de volver a casa. La versión española titulada Y tiñe-
rario del venerable varón micer Luis patricio romano: en el cud cuenta
mucha parte de la Ethiopta, Egipto: y entrambas Arabias: Siria y la Yndia apa
reció en Sevilla en 1520 con una segunda edición en 1523.
56 Para un estudio definitivo del libro y de su entorno, ver el cap. VII
de The Travels of the Infante Dom Pedro of Portugal, de F r a n c is M . R o g e r s ,
Cambridge, Mass., 1961.
_ 87 La muy lamentable y cruenta batalla de Rodas, Sevilla, 1526, tradu
cida por el mismo Cristóbal de Arcos, «bachiller y clérigo», que fue respon
sable de la versión española del Ytinerario.
- - 426 —
civilización inmemorial y una historia medio olvidada. Allá había
tierras hada donde un hombre «retraydo en su cámara, acostado so
bre su propia mano» podía dejar volar su espíritu. ¡Pero no sola
mente por el placer de vagar o por la fascinante contemplación de lo
maravilloso! En un lugar del Oriente había el jardín —del que el de
Melibea era un simulacro transitorio y engañoso— en que el miste
rio del ser humano podía quedar resuelto y la alienación superada.
En el caso de Rojas, sin embargo, se puede suponer una pérdida más
acuciante y concreta. En Oriente estaba la tierra prometida de la que
su linaje había sido desposeído.
La colección de crónicas de Rojas constituye una categoría de lec
turas tan extensa como la de novelas. Además de las dos ya citadas,
poseía seís libros referentes al pasado de España, traducciones de Sa-
lustio88 y de Appio de Alejandría89, así como una narración de las
hazañas de Juana de Arco90. De los libros de la «historia» nacional,
al menos dos, un «libro del Cid» 91 y la legendaria Crónica d el R ey don
R odrigo (Sevilla, 1499 y 1511) probablemente no le parecían a Ro'
jas distintos de sus libros de caballería. De ser así, fue un fallo pare
cido al de otro hidalgo lector bien conocido de todos nosotros. Un
tanto menos novelesca era la breve y muy leída Crónica d e España92
del converso Mosén Diego de Valer a, registrada en el inventario con
su nombre corriente de «la valeriana». Impresa en 1482, fue la pri
mera historia en español preparada para la imprenta. Finalmente, y
de mayor interés, había un tratado de Lucio Marineo93, así como la
** Cathalinario e Jurgurthino de Salustio, Valladolid, 1519, o Logroño,
1529, incluida solamente en el inventarío de 1546. El traductor fue Francisco
Vidal de Noya.
89 Los triumphos de Apiano, Valencia, 1522, descrito en el Catálogo del
Museo Británico como «conteniendo los libros sobre las guerras de Libia, Si
ria, de los Parthos y de los Mitrídates, traducidos por Juan de Molina».
90 Los editores del RFE citan tres posibles crónicas.
91 Identificado en RFE como Crónica del Cid Ruy Díaz {reimpresa seis
veces entre 1498 y 1541), que contenía una mezcla de hechoshistóricos y de
invención épica. Sin embargo, podría haber sido también la Crónica del famoso
cavallero Cid Ruy Díaz Campeador, Burgos, 1512, comprendiendo incluso una
proporción mayor de material fantástico de «refundiciones» posteriores. Ver
F. J. N o r t o n , Prutting in Spain, 1501-1520, Cambridge, Inglaterra, 1966, para
un estudio de su preparación especial por real orden para el monasterio de
San Pedro de Cardeña {pp. 59-60).
92 A pesar del título, más de un tercio del texto es un resumen de la
historia y de la geografía universales que refleja el concepto medieval del pa
sado dividido en edades. El elogio que hace Va lera de la imprenta como medio
de traer todas estas edades hacia una nueva Edad de Oro índica la índole de
una obra que corresponde a aquel período de transición. Véase también J u a n
d e Mata C a r r i a z o en su introducción al Memorial de diversas hazañas, Ma
drid, 1941. _
93 Registrado solamente como «el sículo» en el inventario de 1546, el
volumen podría haber sido la Crónica daragón (Valencia, 1524), De la vida
y heroicos hechos... de los católicos reyes {Valladolid, 1533), o más probable
— 427 —
Crónica d el R ey d on P e d r o M, de Pero López de Ay ala, que alude a
los hechos locales de Torrijos, Talavera y La Puebla de Montalbán^95,
y el Mar d e historias (impreso en 1512), de Fernán Pérez de Guzmán.
Este último es el más conocido hoy por su colección de fasci
nantes y vivos retratos de los grandes españoles del período anterior
al nacimiento de Rojas. Pero, aparte de esta sección, llamada G ene
raciones y semblanzas} había otras historias que podían haber atraí
do al autor de La Celestina. Aunque Pérez de Guzmán se dedica
ba fundamentalmente a la reflexión moralizante sobre las vidas per
sonales (algunos de ellos conversos y judíos)96 sacadas de la tra
dición clásica y bíblica, demostraba también una preocupación por la
razón y sinrazón de la historia97. SÍ Rojas hallaba ciertamente un
placer en la lectura de sus crónicas comparable al que le ofrecían los
libros de caballerías, podemos con todo figurarnos que encontraba
otra suerte de satisfacción cuando se fijaba en una afirmación carac
mente, De las cosas memorables de España (Alcalá, 1539). Este último es cu
rioso por su cándido tratamiento de temas judíos y conversos. El estudio de
los desórdenes durante el reinado de Enrique IV va acompañado de una des
cripción infantilmente indecente de las costumbres de los judíos («pasan el
sábado limpiándose el culo con los dedos»), Pero cuando Marineo ataca el
problema de la reincidencia de los conversos, va más allá de la línea oficial
(«la conversación que tenían con los judíos») hacia una comprensión inci
piente de su situación humana; «...e s cosa difícil dexar las cosas acostum
bradas» (fo. CLXIII). Lo más digno de notar es su invención de antiguos
linajes romanos para apellidos conversos tan conocidos como Merlo, Coronel,
Deza, Coscón y Cota. En este pasaje es imposible afirmar s¡ el humanista
revela su ingenuidad, si expresa su ironía o si intenta ser útil a los afligidos.
94 Los editores de RFE proponen sólo la Crónica del rey D. Pedro, Se
villa, 1495, pero podría haber sido lo mismo la Crónica del rey D. Pedro
aumentada con las Crónicas de Enrique II y de don Juan I, Toledo, 1526.
95 Talavera, Torrijos y La Puebla eran importantes como puntos de segu
ridad y descanso a medio camino entre Castilla la Vieja y las ciudades recien
temente conquistadas de Andalucía, los dos centros principales de poder y
población. Desde estas ciudades más pequeñas (libres de las presiones urbanas
y de los peligros de Toledo) los reyes del siglo xiv podían reaccionar a los
hechos en ambas direcciones. Las alusiones concretas a que nos referimos
aquí son el asesinato de la querida de Alfonso XI, dona Leonor de Guzmán,
en el Alcázar de Talavera; la herida de don Pedro en un torneo en Torrijos,
la donación del castillo de Montalbán a su hija y la huida romántica (después
de casarse por motivos de Estado) a La Puebla, donde doña María de Padilla
le estaba esperando.
96 Entre otros, todos sumamente alabados, están Filón,Josefo («noble
varón de la generación de los judíos») y Pero Alfonso.
97 Empleando las mismas técnicas del retrato que habían de hacer famoso
el extracto que conocemos con el título de Generaciones y semblanzas, Pérez
de Guzmán hace un continuado esfuerzo para presentar y dotar a la historia
y biografía remotas con la viveza de la experiencia presente. En este sentido,
el Mar de historias puede considerarse un precursor del Marco Aurelio, sien
do el retrato de Carlomagno un buen ejemplo de ello. También guevarescas
son las cartas apócrifas de intención moral atribuidas a diversas figuras his
tóricas.
— 428 —
terística de Pérez de Guzmán al hablar del Santo Grial: «quanto
quier que sea deleitable de leer y dulce, empero por muchas cosas
extrañas que en ella, se cuentan, asaz deuele ser dada poca fe»
El Mar d e historias, también perteneciente a un género híbrido,
se mueve entre la historia y los catálogos de exempla humanos. Los
últimos, muy difundidos en la Edad Media, estaban representados
en la biblioteca de Rojas por traducciones de las obras De casibus
y De claris mulieribus, de Boccaccio. Tales obras dan menos un sen
tido del pasado que una apreciación del enorme abanico de posibili
dades que se ofrecen al ser humano. Comparables en cierto sentido
al visionario Laberinto, de Juan de Mena, en estos compendios las
figuras humanas son presentadas en un eterno presente para nuestra
contemplación como si fueran exhibidas en un museo moral. El lec
tor las miraba boquiabierto, aprendía de ellas, educaba a sus amigos
y a sus hijos por sus buenos y malos ejemplos (Sempronio recuerda a
Calisto que los libros están llenos de las caídas de los que iban tras
las mujeres) e incluso se podría llegar hasta encontrar en ellos lugares
comunes útiles para sus propios ensayos de creación literaria. En esta
coyuntura, como he observado en otra parte", merece la pena refle
xionar sobre el hecho de que Rojas, que sin duda había hojeado el
De casibus ( Cayda d e Príncipes, Sevilla, 1495) antes de continuar La
Celestina, no se sirvió de él. La visión de Boccaccio de la fortuna
como entidad moral que castiga los casos personales de orgullo y de
exceso era ajena a su visión más íntima de la fortuna como resultado
de la vulnerabilidad innata en la condición humana. Las caídas que
ocurren en las páginas de Rojas son causadas nada más —o nada me*
nos— que por la gravedad. Haber empleado extensamente a Boccac
cio hubiera sido embotar la ironía de doble filo de la advertencia de
Sempronio, advertencia tan verdadera en su propio caso como en el
de Calisto y, al mismo tiempo, inadecuada por su confiada moralidad.
Podemos imaginar una falta semejante, no de interés (Rojas tenía
ciertamente curiosidad por los extremos de la conducta humana), sino
de utilidad temática de la obra De claris mulieribus (M ujeres ilustres,
1494). Uno de sus aspectos, compartido por la Crónica troyana (que
Rojas poseía y que, como vimos, fue una fuente de inspiración para
la descripción de Melibea) 10°, es un torpe intento de reducir la mito
logía clásica a términos puramente humanos e históricos, cuyo ejem
plo más flagrante es la presentación de Venus como una «madama»
de prostitutas. Ni es la única semejanza entre las dos obras. Lo mis
mo que en Boccaccio, en la Crónica troyana se convierte la narración
de la guerra de Troya en una serie de casos d e Troya; Héctor es el
— 429 —
héroe virtuoso, Aquiles el exem plum de la traición y de la cobardía
que le apuñala por la espalda, etc.
Afortunadamente* para su ilustración personal, Rojas compró más
tarde la Y liada en rom ance, de Juan de Mena, compuesta en parte
—como se nos dice en el «prohemio»— para corregir los errores «si
niestros» de Guido delle Colonne y devolver a Homero (conocido por
él a través de un resumen en versos latinos) a su lugar de honor101.
Allí la narración homérica queda como consecuencia reforzada, más
auténtica y unificada, aun cuando Mena, lo mismo que su predecesor,
concibe la litada como un libro de «hechos esclarecidos de hombres
pasados que animarán y reforzarán la voluntad» de los lectores. Tan
to el esfuerzo por persuadir como por informar queda más manifies
to en el estilo con su forzada elocuencia retórica y (como ciertos pa
sajes de La Celestina) en sus incrustados versos de «arte mayor». En
estas versiones de la historia de Troya nos hemos acercado una vez
más a las borrosas fronteras medievales entre la historia, la poesía y
la ejemplificación moral.
Más rígidamente selectiva que éstas, pero perteneciente a la mis
ma categoría de ambigüedad, es la Crónica llamada el Triunpho d e
los n u ev e más preciados varones d e la Fama (traducida del francés
en una edición de Lisboa de 1530). De entre los nueve, tres son hé
roes judíos 1QZ, Josué, David y Judas Macabeo, cuyas hazañas no se
cuentan en exempla esquemáticos, sino extensamente. Cualquiera que
haya podido ser la reacción de Rojas ante esta exaltación del pasado
de su raza, lo cierto es que no pudo menos de fijarse en un pasaje
particular de la historia de Judas Macabeo. En él, Antíoco IV ofrece
a cierto Matatías dinero y un alto puesto si renuncia al judaismo.
Este responde que él y sus hijos y sus hermanos «obedecerán la reli
gión de sus passados» y, después de matar al mensajero del rey (un
101 Aunque probablemente no fue una fuente (la primera impresión co
nocida fuella de Valladolid en 1519), el lamento de Crisis por Crisida (Cres-
sida) debió impresionar a Rojas por sus semejanzas con el de Pleberio, El
caprichoso y desordenado comportamiento de la deidad (en este caso Apolo),
el deseo de la muerte, la queja de que la hija ha sido injustamente castigada
por los pecados del padre, todo esto está presente. Incluso hay algunas seme
janzas verbales inexplicables: «¿Estos son, Phebo, los galardones que tú me
das en la postrimería de la mi desierta vejez?» Yliada en romance, ed. M, de
Riquer, Barcelona, 1949, p. 53.
102 El anónimo Triotnpbe des neuf preux, AbbéviUe, 1487, provenía de
una tradición manuscrita anterior. Los otros seis incluyen tres paganos, Ale
jandro, Héctor y César, y tres cristianos, Arturo, Carlomagno y Godofredo de
BouiUon. La versión española fue reeditada en 1581 por López de Hoyos, que
la describió como una «ejemplar obra para affícionar a la cavallería a honestos
exerdeios y obras históricas». Probablemente se lo habría recomendado al
héroe creado por su estudiante más famoso como lectura más provechosa que
los libros de caballerías.
— 430 —
renegado), huye al desierto con otros fieles para defenderse 103. Fren
te a estos anales de intransigencia;, encontramos en El relox d e
P ríncipes, de Guevara, una acumulación monumental, y amañada con
bastante más astucia, de exem pla que abogan reiteradamente por
la tolerancia. El retrato del feroz juez romano Licaónico (evidente
mente un inquisidor)104 y las conversaciones del Villano del Danubio
y el viejo embajador «del reyno de Judea» forman el meollo del libro,
precisamente porque en estos episodios el género tradicional cobra
importancia para la historia contemporánea. Al modificar los exempla
medievales con pseudo-humanismo y sonora retórica (aunque libro
impreso, como vimos en el caso de La Celestina, escrito para la
lectura en voz alta), Guevara, a pesar de su talento para la super
cherías (algunas solemnes y otras graciosas) no podía pasar por alto
los urgentes problemas humanos e intelectuales de su nuevo público.
¡Con qué complacencia debieron escuchar Rojas y sus compañeros al
embajador judío ( en realidad un vocero de las protestas suyas): «De
cuántos consejos ha tomado Judea de Roma [o sea, la casta de los
conversos que ha tomado la religión cristiana y su cultura de España],
tome agora este Roma de Judea... el nombrar jueces que conserva
rán su dominio no con rigurosidad derramando sangre, sino con cle
mencia juntando corazones»! 10S.
Los restantes libros profanos de la biblioteca no necesitan tanto
estudio. O son ya muy conocidos (Esopo m , El D ecamerón, La Cárcel
d e amor, El Asno d e Oro, Boecio, las Epístolas de Seneca, El Cortesa
103 El incidente parte de las Antigüedades de Josefo, libro XII, cap. 6,
Cito por la edición de Alcalá, 1585, p. 31.
104 Ver mi «The Sequel to the Villano del Danubio», RHAÍ, XXXI
(1965), 175-185. Aunque no había yo reparado entonces en ello, el nombre
es evidentemente una derivación del de Lícaón, el rey de Arcadia, sediento de
sangre, convertido por Ovidio en un lobo. Sin embargo, si es que Guevara
se había dado cuenta de las derivaciones de la raíz íyko que significan luz
(p. ej., Apollo Lykios), podía haber un segundo plano de alusión a Lucero.
105 Francamente es difícil defender un paralelismo exacto entre la «justi
cia» romana y la inquisitorial, pero observaciones como las que siguen de
muestran claramente la intención de Guevara: «en el pueblo romano no tienen
crédito los que sanan con olio, sino los que curan con fuego» (fo. CXLVII).
O también: «De una cosa estoy muy espantado... en que siendo de derecho
la justicia de los dioses, y siendo ellos los ofendidos, se quieren llamar pia
dosos, y nosotros teniendo la justicia emprestada y no siendo ofendidos, nos
gloriamos de ser crueles» (fo. CXLV). El subrayado es mío.
106 Las ediciones típicas incluían una biografía proto-picaresca del fabu
lista como esclavo de «muchos amos», que provenía probablemente de la tra
dición medieval. Curiosamente desde nuestro punto de vista, Esopo en una
ocasión avisa a un vil hijo adoptivo de que está «subjeto a las caídas huma
nales», y al final, cuando surgen a la luz las malas obras del último, «desespe
rando de una alta torre se echó»: La vida y fábulas del clarísimo y sabio
fabulador Y sopo, Amberes, 15 --, p. 30. El inventario que condene «fábulas
de Ysopo» puede indicar que Rojas tenía una edición titulada así (Salaman
ca, 1491).
— 431 —
n o de Castiglione y las M etam orfosis de Ovidio, todos en prosa es
pañola) o han sido estudiados anteriormente con detalle (la Visión
deleitable y la R epetición d e amores). Sin embargo, podemos hacer
dos observaciones a la lista en conjunto. Rojas, si bien no era un
latinista ni un erasmista, no se contentaba con una mera evasión por
medio de la literatura. Juntamente con una afición a los libros de
caballería, no desdeñó «las buenas lecturas». En segundo lugar, vol
vemos a observar una vez más una falta de fronteras genéricas pre
cisas. La ficción de Diego de San Pedro y de Apuleyo se mezclan im
perceptiblemente con las alegorías filosóficas de Boecio y Alfonso de
la Torre. Es decir, el predominio de la fábula y de los marcos ale
góricos hace imposible nuestra acostumbrada división de ficción y
no ficción. Sólo en los extremos del espectro puede un Boccaccio,
por ejemplo, separarse de un Séneca. Y, aun en estos casos, habrá
que tener en cuenta la ocasional pretensión moral de uno y la artifi-
ciosidad retórica del otro. De lo cual pedemos concluir una vez más
que la atribución de una intención moral a La Celestina —en cuanto
obra de calidad e importancia literarias— si no es errónea, es poco
reveladora. Lo que se ha de determinar en cada caso es la dirección y
el significado de la intención moral del autor y la manera y el grado
de su trasmutación artística. Juzgar por criterios externos y genéricos
nos dirá poco sobre las obras escritas en esta tradición.
Una conclusión un tanto más válida quizá pudiera sacarse de la
clasificación separada y formal de las sorprendentemente pocas obras
en diálogo y verso presentes en la biblioteca. De las primeras, es a
primera vista desconcertante advertir la ausencia de las continuaciones
de La Celestina. ¿Cómo pudo Rojas —preguntamos— haber estado
tan poco interesado por su propia influencia y fortuna literaria?
Pero, si reflexionamos un momento sobre nuestra propia lectura de
sus imitadores, nos podemos imaginar que su diálogo y el desarrollo
de la acción fueran dolorosos para él. Es ésta una sensación confirma
da por las dos excepciones parciales: la traducción del A mpbitryon
hecha por Hernán Pérez de Oliva y la Propalladia de Torres Naha-
rro. El primero, como vimos, teoriza sobre la presentación oral de las
conversaciones de forma similar a Proaza, y en la práctica las apoya
en una fluidez coloquial que recuerda a la de La Celestina IOT. Em
pleado para revelar a Plauto en castellano vivo, el diálogo de Pé
rez de Oliva está lejos de la intolerable e interminable caricatura
de la T bebayda y de muchas otras continuaciones. Y en sentido com
pletamente diferente, Torres Naharro llevó la perfección estilística
de Rojas a nuevos propósitos artísticos. En vez de resucitar una pieza
maestra clásica, unió lo que había aprendido de La Celestina a la
107 V e r c a p_ v i , n, 111.
— 432 —
naciente tradición teatral de Juan del Encina, sacando de esta combi
nación las primeras obras dramáticas extensas en castellano 108.
Aunque con satisfacción justificada pudo reconocer Rojas en es
tas obras una contribución personal a la historia literaria, su único
ejemplar de la tragicomedia 109 parece indicar un relativo desinterés
hacia sí mismo como hombre de letras. Contrariamente a Ercilla que,
como observamos anteriormente, acariciaba varios volúmenes cuida
dosamente encuadernados de La Araucana, Rojas parece haber estado
bastante más preocupado por su papel de «honrado Bachiller» que
por su triunfo juvenil como autor.
En verso, con la excepción de los Trionfi, en la versión hecha por
Antonio de Obregón, y el Cancionero definitivo de Hernando del
Castillo n0, los restantes libros eran morales y narrativos: el Labe
rinto d e la fortuna, su execrable imitación; Las d ocien tas d e l castillo
d e la fama {escrito posiblemente por un condiscípulo)111; los Prover-
ids p ara Ja consideración de las alusiones a los conversos y sus problemas
en Torres Naharro, ver mis «Retratos de conversos en la Comedia Jacinta»,
NRFH, X VII (1963-64), y la tesis de Harvard de N o r a W e in e r t h , titulada
The Experimental Theatre of Bartolomé Torres Naharro (1977). Es digno
de notar que, contrariamente a Rojas, Torres Naharro alude de una forma
inmediatamente descifrable a los varios aspectos de la situación de los con
versos. Así, en cuanto que demuestra la posibilidad de lo que La Celestina
evita, la Comedia Jacinta puede usarse como un argumento contra la tesis
de que Melibea y su familia eran de extracción judía. Es decir, si Rojas trans
formó su «desesperación» en otros términos, Torres Naharro — quizá menos
profundamente angustiado que su predecesor— fue capaz de emplear el diá
logo dramático para dar forma comprensible a su propia experiencia.
Por el hecho de estar registrado en el inventario el ejemplar de Rojas
como «el libro de Calisto», Bataillon lo identifica con el Libro de Calisto y
Melibea y de la puta vieja Celestina, cuyo único ejemplar existente lo iden
tifica F. J. N o r t o n como impreso por Cromberger en Sevilla entre 1518
y 1520 (Printing in Spain, 1501-1520, p. 151). Al parecer, sin embargo, es
una reimpresión de una edición perdida de 1502 con el mismo título, que
puede haber sido la retenida por el bachiller. Este texto ha sido editado por
M. Criado de Val y G, D. Trotter {Madrid, 1958) y reproducido en facsímil
por A. Pérez y Gómez (Valencia, 1958). J. H. H e r r i o t t , en su Towards a
Critical Edition, no considera que sea la primera edición de la Tragicomedia
ni la más cuidada.
110 Es imposible, naturalmente, asegurar cuál de las muchas y muy dis
tintas ediciones poseía Rojas. La primera, que se propone incluir «todas las
obras que de Juan de Mena acá se escrivieron», data de 1511. Están incluidas
piezas antijudías y anticonversas, así como otras que defienden o que alaban
a esas minorías. ÍPrevalece el empleo del diálogo y me parece que además de
las comedías en latín y el Corbacho, esta tradición poética habría que tomarla
en cuenta como fuente formal para La Celestina, Es decir, además del tema
de la retórica blasfema de los amantes, el uso del lenguaje dirigido _de un
«yo» a un «tú»» tan perfeccionado en algunos poemas de los cancioneros
también entraba en la tradición asequible a nuestro lector-autor. _ _
111 Por Alfonso Alba res Guerrero, «jurista», Valencia, 1519. No identi
ficado en RFE, pero la edición facsímil de A. Pérez y Gómez, Valencia,
1958, revela que fue impresa junto con otra pieza, «las cincuenta del labe
— 433 —
28
bios, del marques de Santillana (que le procuró a Rojas más de un
tópico irónicamente usados al revés) m , y la compilación de versos de
Fernán Pérez de Guzmán editada con el título de Las Setecientas.
Sólo este último, por la posibilidad de que pudiera ser una fuente
basta ahora no reconocida para La Celestina, necesita un poco más de
comentario. Impreso por primera vez en 1492 1B, sus cuartetos octo
sílabos iban dirigidos a infundir en el lector («Tú, hombre, que estás
leyendo...») un doble molde de «sciencia y caballería»114. Pero a
pesar de su intención anticelestinesca, en el curso de su larga argu
mentación estoica, oímos frases que nos suenan a familiares: «E por
que sin compañía / no ay alegre posesión...» O también (exactamen
te igual que en la primera interpolación del acto X II), «El hombre
apercibido / es medio combatido...». Mucho más convincentes que
estos ecos senequistas son las recomendaciones para atajar los accesos
de la ira ajena que parecen haber sido hechas de encargo para Celes
tina 115. Pérez de Guzmán, lo mismo que otros repetidores de tópi
cos morales, habría quedado sorprendido y desconcertado en el nuevo
contexto de sus ideas y palabras. Y esto, no sólo porque habría des
aprobado a los interlocutores y la perversidad de sus intenciones, sino
incluso porque su doctrina ortodoxa del mal es contraria a la de Ple
berio, de Rojas y Alvaro de Montalbán:
tinto contra fortuna: Compuestas por el mismo autor», en «arte menor» con
ingenuas glosas para cada estrofa.
i j 112 C°mo hace notar Castro Guisa sola, «e non exeludas el viejo / de tu
lado» reaparece en un contexto obsceno en el Acto VII. Es uno más de los
ejemplos chocantes de la conversión irónica de Rojas de los tópicos morales
yuxtaponiéndolos frente a las situaciones vivas. Castro Guisasola sugiere una
serie de otras posibles reminiscencias, p. 169.
153 rA “?5 ue, Ia Primera impresión fue mucho después de la muerte del
poeta, ocviUji, 1492, los versos introductorios indican que Pérez de Guzmán
y no un editor posterior, fue el compilador. La edición de Sevilla, 1506, la
za™ 9 6 5 60 11 arse Setecientas, ha sido reproducida en facsímil, Cié-
a j 114 Pesar de su preferencia neoestoíca de la virtud a la nobleza here
dada, 1 erez de Guzman hubiera tenido poca simpatía a la creencia posterior
en eJ honor de los campesinos; «No digo de religiosos / ni de rústica na
ción / entre quien jamas questión / se hace de actos famosos.» {Coplas fechas
YV™ A e v Z i " e e virtudes> Cancionero castellano del
Zt K'Dclhosc’ M “ d lld > I912’ 58L> |N° le
“ 5 «La fresca yra y saña / no es luego de exsecutar. / Déxala un poco
r l T f , ' ef T S “ n tlento maña- / El que en sí no tiene tiento /
con la nueva turbación / de la tu insultación / haurá doble sentimiento; / dexa
. ^ >Sl Peligro non es cercano; / después con manso dulzor /
pmnl J 0 r 7Síma>>, p. 596.) La misma palabra «amansar» {no
empleada en La Celestina) aparece en otra semejanza remota: «ca non ay dolor
que non canse / e que el tiempo non lo amanse: e non lo faga cesar» {p. 586).
— 434 —
Toda fortuna se vence sufriendo,
digo sufriendo en esta manera,
con la paciencia, que muy plazentera
es al señor non contradíziendo,
sus justos juizios e fírme creyendo,
que lo mal obrado con razón padece,
o sí Dios le tienta sufriendo, meresce
assí de fortuna triunphar venciendo... n6.
— 435 —
el aprendiz de cristiano —ya que no sólo los conversos, sino todos
los cristianos, son por definición aprendices— era instruido en las
cosas que debía conocer, creer y acatar en el culto. Contrariamente
a la multitud de las familias de clase baja social de origen judío o
morisco, cuya ignorancia abismal de su nueva «ley» tanto preocupaba
a fray Hernando de Talavera, los Rojas evidentemente se creyeron
en el deber de entender sus compromisos. Tal lectura —así como su
funeral rigurosamente convencional y las ofrendas piadosas de las que
hablaremos después— era parte del precio para poder sobrevivir.
Más interesante para nosotros que estos compendios comunes
era el Retablo d e la vida d e Cristo (1485) 1B, que circulaba amplia
mente, y cuyo autor era Juan de Padilla, conocido como «el Cartuja
no». Inspirado probablemente en un modelo alemán n9, Padilla dirige
muchas de sus «coplas de arte mayor» a un público formado por los
nuevos conversos que en 1492 habían preferido el bautismo al exilio.
La explicación («¿Por qué quiso Dios que fuesse su madre casada?»),
la acusación («Hereje maldito, cruel zizañoso, / dentro judío, de fuera
cristiano, / mira dañado muy más que pagano / este misterio muy
maravilloso: La Trinidad») y la persuasión («O ciegos incrédulos,
veys y no veys / la fe de tan sanctos e dignos testigos... que revelan
la verdad de nuestra Católica religión») glosan la biografía sagrada
mientras el poeta predicador se exalta cada vez más. En su implaca
ble fanatismo, el Retablo expresa la furia religiosa de su época y, con
ello, nos ayuda a comprender el escepticismo igualmente implacable
de La Celestina y el Lazarillo. En cierto sentido podemos creer que
se trata de una especie de anti-Celestina, escrito por un converso casi
esquizofrénico acerca de sus antepasados. En una estrofa, Padilla
alaba el rito de la circuncisión o «la gran dignidad del precepto
mosaico», y en la siguiente se regocija en la diáspora y dice que los
adversarios de nuestra fe «merecen... yr todo ahechos a las hogue
ras que son temporales» 12°. Sólo podemos conjeturar la reacción de
la qual se llama historia lombarda, Burgos, 1500, y Madrid, 1525) fueron edi
tadas en Santiago, 1483, y Madrid, 1525.
U£ J. S i m ó n D ía z , Bibliografía de la literatura hispánica, vol. III, Ma
drid, 1953, registra nueve ediciones durante la vida de Rojas, y siguió reedi
tándose a lo largo del siglo xvi.
U9 Ver Erasmo, I, 52.
120 El continuo tránsito de Padilla desde el pasado evangélico al present
dominado por el odio puede ilustrarse por dos ejemplos más tomados del
tercer «Retablo». Todos los sorprendidos realizando «cerimonias de la jude
ría... merecen... yr todos ahecho a las hogueras que son temporales». Luego
arremete contra los que hoy, lo mismo que Judas en su tiempo, continúan
traicionando a Cristo: «Venden a Christo mercantes traperos / y los alqui
mistas también sobre todos / y los echacuechos con formas y modos / y mas
los ypocritas y chocarreros.» «Echacueros» parece ser una corrupción de
«echacuervos», que significa «alcahuetes». Otros mencionados son los «he
chiceros» y los «logreros». Todo lo cual equivale a decir que los «conversos»,
— 436 —
Rojas ante tan apasionados excesos. Pero no es probable que le per
suadieran a creer que el cristianismo era una religión de amor y ca
ridad, Hombres como Padilla, a quienes Rojas conocía demasiado
bien, eran los enemigos más feroces de su raza, y era necesario enten
derlos, aunque no fuera más que con el propósito de defenderse de
ellos.
Los dos últimos libros religiosos, un Confesionario y los Diálogos
christianos contra la secta m ahom ética y la pertinacia d e los judíos
(Valencia, 1535) m, del erasmista Bernardo Pérez de Chinchón, son
muy diferentes. El Confesionario es difícil de identificar, pero, sí
era —como muy bien pudiera haber sido— la B reve form a d e con
fesa r m , de fray Hernando de Talavera, la familia Rojas hubiera en
contrado en ella una instrucción útil para su conducta y su fe. Diri
gido directamente a los lectores conversos, pero con una comprensiva
firmeza que contrasta extrañamente con la obra de Padilla, muchos de
los pecados explicados por Talavera nos son ya familiares: la discu
sión entre laicos de cuestiones de fe 123, el trato familiar con judíos124
y (como Alvaro de Montalbán) el esquivar la misa en la iglesia pa
rroquial. Por otra parte, en defensa de los que a la fuerza han perdi
do su ley tradicional, declara que el demasiado celo de algunos ecle
siásticos que bautizan a adultos que no han sido instruidos en su
nueva fe durante un período que ha de durar por lo menos ocho me
ses, es también pecado. Fray Hernando, converso y fervoroso d is
— 437 —
tíano lo mismo que Padilla, presentaba un ejemplo opuesto de hu
mana comprensión hada aquellos a quienes se dirigía.
En la actitud de Bernardo Pérez de Chinchón hacia el no creyen
te, aunque igualmente tolerante y caritativa, vemos menos las adver
tencias prácticas que un interés irreprimible por precisamente ese
tipo de argumentación religiosa que fray Hernando de Talavera
encontraba peligrosa. Los Diálogos, de los que hoy existe tan sólo un
ejemplar U5f van dirigidos contra la idea (ya mencionada como co
rriente entre círculos medio convertidos) de que moros, judíos y cris
tianos «cada uno se puede salvar en su ley, el judío en la suya, el
Christiano en la suya y el moro en la suya». Apoyado en su experien
cia de predicar a la población morisca de la costa levantina de Espa
ña (era canónigo de Gandía), el autor inventa una serie de conversa
ciones razonables y desapasionadas con «Joseph Zumilla mi maestro
en aráuigo» en las que prueba que sólo el camino de Cristo lleva a la
salvación. El problema real es encontrar la senda dentro de uno mis
mo. Las «guerras y armas» pueden forzar la conversión y regular la
conducta; pero, como afirmó Unamuno en una ocasión tan tremenda
como famosa, nunca pueden llevar a la convicción interna. Sólo una
llamada a la facultad de la comprensión racional compartida por
«todo linaje... y estado de personas» 126 puede superar la desgracia
de haber sido educado en una fe errónea 171. «Dios mismo —observa
Pérez de Chinchón en términos que habrían parecido heréticos a los
inquisidores de Pedro Serrano— quiere que su ley sea examinada,
discutida y probada por la razón» m . Los argumentos empleados son
125 No puedo hallar rastro de una edición valenciana de 1534, vista
por J. P. F u s t e r , al compilar su Biblioteca valenciana, Valencia, 1827-30.
Pero he leído un microfilm de la edición de 1535 existente en la Staats-
bibliothek de Munich; Diálogos chrisfíanos contra la secta mahomética y
contra la pertinacia de los judíos compuestos por el maestro Bernardo Pérez
de Chinchón: obra nueuamente compuesta muy útil y prouechosa. El impresor
fue Francisco Díaz. La numeración de los folios no es sistemática.
m «... ní por parte de ser hombres nos devemos recelar el uno del otro
pues el entendimiento humano es amigable compañero desseosso del saber
y amigo de la verdad, y hazer lo contrario es ser el hombre más fiera que
no hombre». Eáte rechazo de la conciencia «conflictiva» de casta en favor de
la hermandad de la razón despertó sin duda reacciones interesantes en el
autor de La Celestina, libro igualmente alejado de la cerrazón del espíritu
pero carente de confianza en el homo sapiens, Pérez de Chinchón parece
haber sido un converso sincero que en unas cuantas observaciones indica la
admiración por sus antepasados (los Macabeos eran «mártires»), pero que, al
mismo tiempo, en contraste con los preceptos cristianos, juzga la forma de
vida judía como una. «ley pesada».
127 Pérez de Chinchón comienza por observar que nadie debe ser conde
nado por creer aquello que le han enseñado a creer: «Cosa clara está que
todo hijo naturalmente ama y sigue la doctrina y crianza de su padre».
128 «El mismo Dios quiere que su ley se examine y platique y averigüe
conforme a la razón...» O también: «'l'atita es la excelencia de la razón humana
quando está fuera de malicia que puede juzgar de las cosas divinas.»
— 438 —
los tradicionales (basados en su mayor parte en las profecías del An
tiguo Testamento sobre la vida del Mesías) pero la actitud de to
lerancia y serenidad desplegada a lo largo de la obra es digna de
destacar. De aquí quizá lo útil y lo placentero de este libro a una
persona que se encontraba en la postura de Rojas. ¿Meditó seriamen
te el autor de La Celestina —preguntamos nosotros— sobre la razón
de la sinrazón teológica durante sus últimos años? ¿O simplemente
utilizó los Diálogos como una fuente de argumentos aceptables, cuan
do no podía esquivar aquel apasionante tema de conversación? Una
vez más hemos tenido que resistir la tentación de simplificar dema
siado la España y la secreta conciencia de Fernando de Rojas.
Tal era, pues, la biblioteca personal del autor de La Celestina 13°,
biblioteca dedicada principalmente al consuelo y alivio de las amena
zas y preocupaciones de la existencia cotidiana que Guevara vio como
la función principal de la lectura. Reconociendo los riesgos de los
juicios positivos basados en factores negativos (los libros que pudie
ran haberse encontrado en el inventario), no obstante distinguimos en
ella más interés por los libros de caballería que por Erasmo, más de
leite en la lengua vernácula que en el lenguaje del humanismo. Unos
pocos libros —notablemente el Quereta pacís— reflejan una cons
tante meditación sobre el tema de La Celestina. Otros representan
una selección típica de la buena lectura (moral, ejemplar, informa
tiva) y de los buenos escritos que se encontraban en aquel tiempo.
Pero, tomada en conjunto, la biblioteca delata lo que pudiera lla
marse un sentido «arquitectónico» de la afición a la lectura: puer
tas de evasión (al pasado, al extremo Oriente o a los horizontes de la
125 El escritor cree que los exponentes del nuevo saber han abandonado
lamentablemente la vieja tarea de defender la fe y de combatir credos extra
ños: «Mueren algunos por anotar a Plinío, sudan por declarar a Virgilio, tra
bajan por metrificar epigramas y versos de amores, y ninguno se excita por
estírpar este error de Maboma que tanto cunde.» Sólo él —aunque indigno—
quiere continuar la tradición de Lulio y probar apoyado en las profecías del
Antiguo Testamento que Cristo fue realmente el Mesías. Como se señala al
principio, puesto que los mahometanos aceptan el Antiguo Testamento, no
pueden rechazar esta argumentación sin más ni más.
130 Un tomo no mencionado arriba es el Jardín de las nobles mujeres, de
fray M a r t í n d e C ó r d o b a , Valladolid, 1500, registrado en el inventario de 1546.
Como espejo de princesas dedicado a Isabel, al ser impreso se convirtió en un
compendio de piadosos y decorosos consejos para un público de jóvenes
literatas. Se aconsejaba aquí a Leonor Alvarez cómo había de hablar («Mucho
hablar y mucho callar... son vicios de la lengua»), caminar (« ...n o sea mucho
apriesa ni mucho de vagar, ni andando quebrar el paso que es una manera
de lozanía y significa liviandad»), y vestir («cada una según su estado»).
Sí Rojas lo leyó, pudo haberse complacido en las observaciones sobre los cos
méticos: «... no hayan en sí ningún afeite sofístico ca esto es ilícito y siempre
es pecado cuando la mujer procura parescer más hermosa de lo que es, po
niendo albayalde y arrebol, azafrán y alcohol y otras posturas deshonestas.» Cito
de la edición facsímil de Toledo, 1953,
— 439 —
imaginación) y muros de tópicos y formación religiosa detrás de los
cuales el espíritu escéptico podía encontrar reposo. Más que luchar
por remodelar el cristianismo a la medida de su propia tradición, Ro
jas y su familia —así lo suponemos— prefirió aprender lo que se
esperaba de ellos y a conformarse a lo que habían aprendido. Una
vez realizado esto, ya podían permitir a su conciencia vivir (o morir a
lo Unamuno) en la libertad sin precedentes que ofrecían los libros
impresos131.
A modo de epílogo, podemos observar que la biblioteca tal
como quedó registrada en el inventario, no permaneció mucho tiem
po intacta. En 1546, después de la muerte de Leonor Alvarez, fue
dividida juntamente con el resto de los bienes entre los hijos. Por lo
que se refiere al inestimable ejemplar de La Celestina (valorado en
el segundo inventario en 10 maravedíes) fue, sin discusión, a Alvaro
el escribano. El licenciado Francisco que, como hijo mayor, tenía la
primera opción, no se la llevó; y esta decisión suya bien pudiera
haber sido la causa de no incluirla entre los pocos libros que aún
siguen en posesión de su descendiente directo, don Fernando del
Valle Lersundi. Cuando en 1580 murió el licenciado durante una visi
ta a su hijo, éste trajo a Valladolid los muebles y los bienes domés
ticos que estaban en buenas condiciones y se podían trasladar. Entre
ellos estaba la biblioteca de su padre y los libros que en ella queda
ban de la de su abuelo. El resto, principalmente las enormes tinajas
y su contenido, así como los utensilios usados y los muebles medio
rotos, fueron puestos a subasta. Uno no puede menos de preguntarse
qué hizo Pedro Hernández, el pescador, con «un estante de libros»
que adquirió en una puja por ocho reales m .
— 440 —
tir» tenían aguda conciencia de «que desde la primera edad hasta
que blanquean las canas» estaban envueltos en litigio y sometidos a
ia fortuna tanto desde dentro como desde fuera. La catastrófica de
rrota biológica a la que todo hombre está abocado encontraba su
compensación en la fe o —para los hombres sin fe— en la misma
ínevitabilidad. Pero la historia que rondaba desde fuera, en las len
guas de los vecinos, aterrorizaba porque era arbitraria, imprevisible,
empujada por las pasiones o accidentes siempre cambiantes. Estas
eran fuerzas contra las cuales los muros sólo ofrecían una débilísima
defensa.
Más allá de la vecindad, había zonas de lucha más importantes
para la historia: la municipalidad, la provincia, el reino y el continen
te. Y aunque no tan inmediatamente peligrosos como una riña con
la familia cristiana (o conversa) de al lado, la muy desarrollada sensi
bilidad de los conversos hacia los tiempos cambiantes creaba un inte
rés sin precedentes respecto a las noticias impersonales. Pero esto
no estaba limitado a su casta atormentada. Como pone de manifiesto
Pierre Sardella, una conciencia y un interés general por las noticias
parece haberse extendido desde Italia sobre el resto de Europa a fina
les del siglo xv y principios del x v i133. Rojas vivió en un tiempo en
que los «titulares orales» empezaron a divulgarse, en que empezaban
a interferir en la vida diaria con toda su superficialidad, alarma, os
tentación y encanto. Más allá del refugio de las paredes y de la rela
tiva seguridad y orden de la vida doméstica, mil voces en los merca
dos y en las esquinas se preguntaban unas a otras: «¿Habéis oído...?»
Sardella está fundamentalmente interesado por los cambios histó
ricos y los progresos técnicos — incremento del comercio, mejoras en
los transportes de mar y tierra, la imprenta— que dieron urgencia y
prominencia sin precedentes a las noticias internacionales. Insiste
largamente en los efectos de las noticias sobre los precios y las con
diciones de vida, y de modo particular sobre la repentina aceleración
de la actividad económica originada por la llegada de buenas o malas
nuevas. Podemos pensar, por ejemplo, en Jacques Cceur (que tenía
sus émulos españoles) y su escuadrón de palomas mensajeras. Sar
della no reflexiona, sin embargo, sobre un aspecto que interesa de
modo especial a los lectores de La Celestina: el impacto de las no-
— 441 —
ticms sobre el espíritu europeo como último y más fascinante me
dio de representar la mutabilidad. Mí ejemplo favorito es, por su
puesto, el diálogo de Sempronio en el acto III (un fragmento suyo
es el título de esta sección) que representa el paso del tiempo en una
ecuación de las habladurías locales y las noticias nacionales e interna
cionales. Un pasaje comparable en inglés es la última conversación
de Lear con Cordelia en que compara las «noticias de la Corte» y las
alzas y bajas del favor real al flujo y reflujo de la marea impulsada
por la luna, y no sería difícil encontrar otros muchos parecidos. En
ambos casos, el escritor presenta las noticias como una imagen del
tiempo, y hasta llega a expresar de manera implícita su placer per
verso en su paso. ¡El ubi sunt melancólico del siglo anterior se esta
ba conviniendo en un quid n ovi concupiscente!
Como comprendieron tanto Sempronio como Lear, las noticias
son fascinantes y transitorias a la vez, como los fuegos de artificio,
que fascinan precisamente por su transitoriedad. Las noticias ofrecen
una tentación casi irresistible incluso a Tboreau (su frase tantas veces
citada, «El tiempo es una corriente en la que yo soy un pescador»}
alude a su caminata a pie a Concord en busca de noticias) o a un Béc-
quer que aguarda impaciente la prensa de Madrid junto al camino en
Veruela. Pero volviendo al siglo xvi, es significativo que en dos casos
—los dos más o menos contemporáneos de Rojas— duendes familia
res traen noticias a sus dueños. Hemos aludido ya al médico Eugenio
Torralba (con el que Rojas pudo muy bien estar relacionado), cuyo
contacto sobrenatural, Zequiel, le anunció la muerte del Rey Fer
nando y predijo la guerra civil de las Comunidades, En otro proce
so narrado por Llórente encontramos exactamente el mismo uso
del poder oculto. Una monja demente declara que sabía de antema
no el futuro encarcelamiento de Francisco I, su matrimonio y tam
bién las Comunidades, todo ello comunicado por un duende llama
do Balbán1J4. Cuando Pedro Mártir, cuya correspondencia parece
un continuo boletín de noticias, escribía que se sentía inquieto y pre
ocupado cuando se veía privado de noticias us, expresaba una moda
de su tiempo. Castilla, ya como parte de Europa y América, no se
guía meditando, como lo había hecho la generación anterior, en el
lamentable paso y duradera claridad de sus varones famosos; por el
contrario, sus habitantes —lo mismo conversos que cristianos viejos,
114 L l ó r e n t e , IV, 40 .
135 Debemos distinguir entre la conciencia de noticias en La Celestina y en
la de una comedía como Volpone. En esta última, interesada fundamental
mente por los bienes de la fortuna, las noticias que vienen de fuera son
decisivas, mientras que en la primera encontramos por parte de los habitantes
un interés igualmente intenso, pero puramente local por la novedad o el
chismorreo, que vale tanto como decir las noticias de las relaciones humanas.
En ambos casos, sin embargo, las antenas hacia el mundo exterior se menean
con avidez.
— 442 —
pero quizá los primeros con avidez más temerosa— escuchaban con
curiosidad las noticias de sus hechos más recientes.
La guerra de las Comunidades (1520-21), tan inequívocamente
predicha por Balbán y Zequiel, fue la mayor noticia de la época. Fue
un amargo conflicto civil que se interpreta normalmente como la
representación del último esfuerzo de las ciudades y comunidades
de Castilla para defender la soberanía local frente a los grandiosos
sueños imperiales y la política sin tacto de la nueva dinastía de los
Habsburgo. Por entonces se asignaron también otras causas más inme
diatas, tales como los nombramientos a rapaces privados flamencos del
joven Emperador para altos cargos. Pero políticamente hablando, la ex
plosión de la violencia local y de la anarquía repentina e imprevista
(excepto para los que se servían de la ayuda sobrenatural) ha sido ex
plicada por los historiadores como un esfuerzo por cambiar la corriente
de los acontecimientos y defender los tradicionales privilegios medieva
les y la autonomía municipal frente a las exigencias de la corona. Más
recientemente, José A. Maravall ha estudiado la revuelta en el contex
to del desarrollo social y económico de la Europa occidental: es decir,
el crecimiento de la burguesía y la evolución del poder parlamenta
rio. Cree Maravall que los comuneros eran, hablando en general, la
contrapartida castellana de los «squires» y mercaderes ingleses que
buscaban un rol político correspondiente a su naciente poder econó
mico. El que no pudieran imponerse y la misma abyección de su de
rrota total, había de ser la desgracia histórica de España 136.
Hay ciertamente algo de verdad tanto en las interpretaciones
neomedievales como protoeuropeas de los acontecimientos. A pesar
de sus diferentes matices, no son contradictorios. Sin embargo, como
ha observado Américo Castro (a base de una extensa documentación
del siglo xvi), detrás de la violencia yace una tradición, no sólo de
conservadurismo institucional o de evolución institucional, sino de
guerra sangrienta de castas. Hombres como Femando de la Torre, el
converso rebelde de Toledo, y los que pertenecían a los turbulentos
«partidos» políticos conversos en tiempo de don Alvaro de Luna,
fueron los auténticos precursores de los Comuneros. En cuanto a los
cristianos viejos (burgueses enojados por los impuestos reales, hidal
gos pobres, e incluso campesinos resentidos que constituyeron la
mayoría), en esta coyuntura encontraron intereses en común con los
conversos de clase media que todavía gobernaban muchas villas y
que durante dos generaciones habían sido la presa favorita del San
to Oficio. Contrariamente a los amotinados y conspiradores de Tole
do, Zaragoza y Sevilla allá por los años de 1480 y antes, estos rebel
des más o menos adaptados y bien establecidos habían aprendido a
camuflar sus motivos y a sacar ventaja del desasosiego general. Mo
— 443 —
tivos de interés nacional, de derechos municipales y del poder de las
Cortes ofrecían ahora un atractivo aspecto político a los ocultos pre
juicios de casta. Las viejas querellas habían encontrado un nuevo
disfraz.
Era, en efecto, una época de disfraces. Como hemos visto en un
contexto tras otro (incluido el de La Celestina), la España de Fer
nando de Rojas estuvo caracterizada por un engaño y una hipocresía
de tipo histórico tanto individual como socialmente. No sólo llevaba
cada hombre su máscara social como algo normal, sino que ahora
volvemos a encontrar una casta que consigue alzarse como sí fuera una
clase social. Sí los campesinos cristianos viejos convirtieron su justifica
do resentimiento económico y político en fanatismo religioso y en
virulento prejuicio racista, los conversos habían aprendido a cu
brir sus propias reacciones a la persecución con un manto de patrio
tismo y de tradicionalismo burgués. Uno sospecha asimismo que, en
muchos casos, ambos aprendieron algo aún más útil: el creérselo 137.
Pero los disfraces —por útiles e inteligentes que sean— pueden, o
podían penetrarse. Como comentaba, a propósito de una batalla cerca
de Toledo, «don» Francesíllo de Zúñiga, el cronista cómico: «En esta
batalla fueron hallados muchos muertos sín prepucios»13S. Siendo
él mismo converso, Zúñiga supo penetrar por debajo de las causas
históricas y autojustificaciones para llegar hasta la médula del odio, la
tradición agresiva y vengativa que animaba el movimiento.
¿Cómo reaccionó Rojas ante las noticias de las Comunidades?
Juzgando por el escepticismo irónico de La Celestina y por lo poco que
conocemos sobre su conducta biográfica, mi sospecha sería que no fue
ra partidario entusiasta 139. Mientras simpatizaba con los rebeldes, su
alienación personal de la historia pudo haberle llevado a estar de
acuerdo con su condiscípulo Villalobos. Este (que también percibía el
,J7 Además de «La Celestina» como contienda, págs. 41-67, ver J. I. Gu
N i e t o , « L o s conversos y el movimiento comunero», Collected Studíes
t ié r r e z
in Honour of Américo Castro’s Etghtietb Year, ed. M. P. Homík, Oxford,
1965, págs. 199-220. En la transcripción de los extensos, coloquios y delibe
raciones de los vecinos de Teruel aterrorizados por la amenaza de la In
quisición (ver el fascinante relato hecho por A. C. F l o r i a n o C u m b r e ñ o ,
«El tribunal del Santo Oficio en Aragón», BRAH, LXXXVII, 1925, pági
nas 544-605), es ¡significativo que nunca hablan ni siquiera indirectamente
de su casta. Superficialmente —y quizá en .muchos casos profundamen
te— su propia imagen colectiva era burguesa y nada más. Pero cuando
después muchos de ellos fueron condenados y quemados, uno se pre
gunta sín no se quebró esa fachada socioeconómica.
«« Crónica, BAE, vol. XXXVI, pág. 14.
139 Hubo un Fernando de Rojas, «vecino de Toledo», a quien en
1522 se le negó la amnistía por su participación en la revuelta {Orígenes,
pág. 247), pero, como apunta Menéndez Pelayo, no hay base para afirmar
ni la identidad ni el parentesco. El nombre era, como ya sabemos de sobra,
bastante frecuente.
— Í44 —
largo rencor de los conversos en las raíces de la rebelión) 140 se expre
só de esta manera en una carta de 1520:
Otras nueuas no las escribo, porque si hablo contra el Rey seré traydor,
y si contra la Comunidad seré puto, porque ya no quieren ahorcar a ninguno
sino de los pies 141, y sí hablo contra el tiempo seré herege, porque es delito
contra el primer mandamiento, y no faltará quien me lo acuse.
— 445 —
tura y prisión en Madrid de Francisco I. Y el Nuevo Mundo, preci
samente por ser totalmente nuevo (inimaginable y sin relación apa
rante con el individuo y su comunidad) constituyó una noticia
extraña. Balbán y Zequiel no se molestaron en hablar de elía.
Las noticias nacionales que interesaban por su relevancia local
incluían el paso del Rey Fernando por Talavera (Pedro Mártir, que
iba en el acompañamiento, la llamó una «insigne ciudad»)145, en su
camino hacía Madrigalejo, donde murió un mes después. Tres años
antes, la comunidad le había demostrado su lealtad enviando 400
peones locales a sus guerras con Francia 146. En 1522, los tala veranos
se excitaron todavía más por la accesión y matrimonio de un nuexo
duque de Estrada (el título más importante de la región) y por los
festejos que lo acompañaron 147. Pero hubo además otro aconteci
miento, sin duda despreciado por Rojas y sus vecinos como mero
chisme, y que había de ser, andando el tiempo, de más importancia
para la historia que cualquiera de los anteriores: el nacimiento en
1536 de un hijo natural del reverendo bachiller Juan Martínez de Ma
riana, deán de la Iglesia Colegial y representante local de la Inqui
sición m .
Aparte de los dos años de las Comunidades, la fuente más impor
tante de noticias, noticias comunicadas y escuchadas con especial avi
dez por su interés humano, fue el Santo Oficio. El secreto y misterio
que acompañaban sus trámites conseguían el efecto deseado de dar
gusto a los chismosos con una especie de titilación horrorizada.
Ese tipo de publicidad era el más efectivo. No sólo se podía poner
uno en lugar de la víctima («Sólo por la gracia de D ios...»), sino
que, además, la incertidumbre y los rumores que acompañaban a los
procesos individuales y las pesquisas daban rienda suelta a la imagina
ción colectiva. Las noticias oficiales que salían cuando los cargos eran
leídos y era infligido el castigo en los autos de fe iban precedidas por
446 —
años de aprehensiones, de discusiones y conjeturas. Contrariamente
a algunas otras comunidades, Talavera no fue diezmada con saña, pero
proporcionó una serie de casos bien conocidos que se conservan en
los archivos hasta hoy. En 1486, por ejemplo, un sacerdote de la igle
sia de San Martín fue degradado y quemado en la hoguera. La escena
está descrita en una crónica de su tiempo: él y otro beneficiado,
...a sí vestidos con sus cálices y libros en las manos, puestos delante el
obispo leyendo por un libro en alta voz, les fueron quitando de grado en
grado todos los vestimentos, hasta que les quitaron los mantos y hopas y los
dejaron en sendos sayuelos. Entonces los entregaron a la justicia seglar; y
desde allí les pusieron sendas corolas en las caberas, e sogas a los percue^os;
y los llevaron a la vega, donde fueron quemados; y así se acabaron 1W.
447 __
y maltratados que la mayoría de los hebreos conversos) podían reunir
se secretamente para practicar ritos medio olvidados, que comenzaban
con el lavatorio público de sus partes privadas. Luego, cuando la
atmósfera estaba convenientemente cargada y llena de reverencia, uno
del grupo entraba en trance y era poseído por un ángel. De éste se
decía que había bendecido en varías ocasiones a la asamblea, que ha
bía prometido conseguir para ella un Corán en español y haber anun
ciado noticias tan espera nzadoras como la conquista de Venecia por
los turcos ,sí. Otro caso que probablemente causó comentarios entre
tenidos por la naturaleza pública y pintoresca de la sentencia fue el
de un joven inglés residente en Talavera. En 1524, este individuo,
cuyo nombre había sido hispanizado como Gaspar Guíllén (¿Jasper
Williams?) y que al parecer era bilingüe, fue acusado de haber
hecho la observación en una taberna de que un grabado en madera
de la Virgen que se pregonaba a los parroquianos, estaba tan mal
ejecutado que ni siquiera serviría con horror para limpiar los excre
mentos. Por esta imprudente observación (contada por varios de
los piadosos bebedores) fue sentenciado a estar de pie todo un día
frente a la iglesia, desnudo hasta la cintura, amordazado y «teniendo
en una mano una imagen similar a aquella contra la que había blas
femado y golpeando su pecho con la o tra...» IS4. En cuanto testigo de
tales espectáculos, seguía siendo agudísima la conciencia de Fernando
de Rojas de la necesidad de la máxima precaución verbal.
Un tercer proceso que nos lleva fuera de la imprudencia ebria
de la atmósfera de taberna nos permite escuchar una conversación en
un corrillo nervioso de conversos. Sobresaltados, blasfemos y burles
cos a un tiempo, se trata de un intercambio de noticias y comenta
rios del tipo de los que Rojas se esforzaba por evitar. En 1535, un
tal Francisco López Cortidor fue acusado por un cristiano viejo car
pintero de que orinaba sobre un crucifijo al mismo tiempo que pro
nunciaba «No creo en Dios». Por supuesto, ni el relator, nuestro
viejo amigo Diego Ortíz de Angulo, ni el inquisidor, el temible Pedro
de Vaguer que sentenció a las hijas de Juan de Lucena, estaban do
tados de la suficiente sensibilidad como para percibir que los dos
cargos tenían un sentido profundamente contradictorio. De todas
maneras, habiendo sido preso e informado de la acusación, el pri
sionero hizo la siguiente declaración en su defensa:
Y este testigo, para leuantarme este falso testimonio, devíera de tomar oca-
sion que estando un día hablando el bachiller guevara y Juan Sevilla, clérigo,
arrimados a un poste del portal de la yglesia de San Miguel en la villa de
talauera, estauan diziendo de un judio que avia andado por badajoz y por
llerena y que traya un capazo de moysen y que hazia mili vellaquerias y el
bachiller guevara dixo que tenia un crucifixo en nn entresuelo y le daua con
153 Inquisición de Toledo, pág. 246.
154 Ibid., p. 146,
— 448
orines en la cara y le ponía un trapo suzio en la cara y que le daua al cruci-
fixo con unos cagaxones y el bachiller montenegro 155 que estaua alli presente
díxo que daría harto para mas de ocho dias al crucifico y luego se partieron
y yo abia llegado antes y abia dicho que me avía hallado en badajoz quando
por lo susodicho prendieron al primer honbre que se avia prendido por la
santa ynquisicion y que avía huydo un mercader rrico que se llamaba paredes
o pariente de paredes y estaua en yelves en portugal y que le avian prendido
la muger y que avia dado a un caballero portugués dozientos ducados, lo
qual dixe que yo avia oydo dezir y de la dicha conseja y platica el dicho tes
tigo deviera de tomar ocasion de me levantar tan gran falso testimonio... ,5Ú.
— 449 —
29
De especial interés para nosotros son dos procesos en los que
Rojas estuvo personalmente implicado. El primero es el del pariente
y compañero de prisión de Alvaro de Montalbán, llamado Bartolomé
Gallego, del que ya hicimos mención en el capítulo II. Como explica
Serrano y Sanz, la vida errante y el exilio (la común suerte de los
judíos españoles fieles a su fe) habían sido su destino y su suplicio:
Entre los conversos de La Puebla de Montalbán, y emparentado sin duda
alguna con el suegro de Femando de Rojas, hubo uno que por su vida y
costumbres fue modelo acabado del picaro... Hijo de padres judíos, llamóse
el niño Menahen, y después Bartolomé Gallego; en el año 1492 salió de
España... y se hizo cristiano en Cerdeña; luego residió en Fez, Tremecén y
Orán, comerciando ya en garbanzos, aceite y lienzo, ya en sortijas y otras
alhajuelas de plata. Allí judaizaba a su gusto, o mejor dicho, según su conve
niencia. Vuelto a España y establecido en Talavera de la Reina, donde ejercía
el oficio de Sastre...J39.
— 450 —
(por mi parte me lo figuro temblando más que riendo al darse cuenta
de lo que no le había pasado), no hay duda de que fue molesto para
Leonor Alvarez y su marido el presentarse ante tal pariente en Talave
ra. En efecto, seria interesante saber cómo le recibió la familia (no
sólo los Rojas, sino también la tía, Beatriz Alvarez). ¿Fueron hos
tiles? ¿Le cerraron las puertas, o más bien cumplieron sus obligacio
nes de parientes del desventurado Gallego? Pues, como observa
Serrano y Sanz, está probado documentalmente que existía el paren
tesco; la única cuestión que permanece oscura es el grado del mis
mo 1É3, En todo caso, cualquiera que fuera el grado de consanguinidad
y proximidad personal, una cosa parece cierta: la prisión de Gallego
trajo la consternación a la familia. ¿Qué no podría él confesar o in
ventar cuando fue sometido a tortura? ¿Qué acusaciones no podrían
inducirle a hacer (contra cualquiera o todos ellos) los avariciosos in
quisidores? El trato que le habían dado, ¿le había molestado en al
guna forma? Luego, cuando menos de un mes después fue preso
Alvaro de Montalbán (quizá lo que primero pudieron sospechar
fue la debilidad o la malevolencia de Gallego), estos sentimientos se
multiplicaron. En 1525, temibles e inciertas noticias llegaron hasta la
puerta de aquella bien ordenada casa junto a los muros de la ciudad.
El segundo proceso tenía una relación menor con Rojas. El acu
sado, un arrendador llamado Diego de Oropesa, fue preso en 1517 e
inculpado, entre otros crímenes, de haber afirmado que el pago de
los diezmos no era «un mandamiento divino», de llevar camisa lim
pia en sábado y de negarse a comer tocino 163. En el curso de los
trámites (el abogado defensor era el mismo licenciado Bonillo), Orope
sa pidió a algunos de sus amigos que testificaran a su favor y que ase
guraran a los inquisidores de que era buen cristiano. Entre ellos estaba
Rojas, a quien se le hicieron las tres preguntas siguientes:
Y ten, sí saben, etc., que el dicho Diego de Otopesa bivia como fiel y ca
tólico xpiano. Y facía obras de xpiano. yendo á oyr misas y sermones y otros
divinos oficios, guardando los domingos y pascuas y fiestas mandadas guardar
— 451 —
por la santa madre Yglesia, confesando e comulgando y rebebiendo los Santos
Sacramentos como fiel y católico xpiano.
Yten, si saben, etc., que el dicho Diego de Oropesa fazia matar puercos
en su casa y comía y come tocino y morcillas y longanizas y lechones y otras
cosas de puerco y liebres y conejos y otras cosas proyvidas comer á los judíos
en su ley.
Yten, si saben, etc., que aquí en la iglesia, como en otras partes, todas
las veces que se ofrecía tañer á la ave María ó á la plegaria se fincaba de
rodillas como xpiano, y rezava con mucha devoción, como lo fazen los fieles
y católicos xpianos.
— 452 —
misma noche... se vinieron a esta ciudad a decir sus dichos; que vino un
alguacil de la dicha villa con un mandamiento del dicho alcalde maior para
los prender... e como no los hallaron, sacaron prendas de casa de este tes
tigo 166.
— 453 —
« T o d o s m y s b ie n e s e a c c io n e s e d e r e c h o s »
— 454 —
vencer a los inquisidores de su ascetismo cristiano, pero en realidad
estas frases (frases «que él siempre acostumbraba a decir») expresan
su pericia comercial. Es decir: no tenía interés en acumular pollos y
botellas de vino, precisamente porque pensaba en términos moneta
rios. Y lo mismo sucedía —como los lectores de la última parte del
testamento pueden observar por sí mismos— con su yerno. La mo
destia de la casa está compensada por la estudiada cartera de inversio
nes. El recuerdo patético de Alvaro de estas sentencias capitalistas
ilumina irónicamente basta qué punto él y su familia eran indepen
dientes de las formas ya pasadas de adquisición. No sólo estaban
liberados de la tiranía del almacenaje y de los cofres, sino que además
se daban plena cuenta de su libertad yde sus posibilidades.
Por otro lado, como señaló Gabriel Alonso de Herrera, tal libe
ración trajo consigo otra clase de servidumbre. Las actividades finan
cieras de las nuevas generaciones de hombres mercantiles se vieron
acosadas por «trabajos, perjurios, engaños y falsedades», dificultades
todas ellas más peligrosas, implica él, para sus compañeros conversos.
Triunfar, por tanto, suponía estar en constante alerta en todas las
relaciones interpersonales, en mantener amistades profesionales, en
ser siempre capaz de ganar y mantener la confianza de la clientela.
Jean-Paul Sartre ha descrito estas exigencias con su habitual capacidad
iluminadora:
La mayoría de los judíos franceses pertenecen a la pequeña o gran burgue
sía. Ejercen, en su mayor parte, oficios que yo llamaría de opinión, en el
sentido de que el éxito no depende de la habilidad con que se trabaja la
materia, sino de la opinión que los demás tienen de uno. Ya sea uno abogado
o sombrerero, la clientela viene si uno sabe complacerla. En consecuencia, los
oficios de que hablamos están llenos de ceremonias; hay que seducir, retener,
captar la confianza; la corrección del vestido, la severidad externa de la
conducta, la honorabilidad todas ellas aparecen en estas ceremonias, en estos
miles de danzas en miniatura que hay que danzar para mantener la clientela.
Así, lo que cuenta, por encima de todo, es la reputación: se forja uno una
reputación, se vive de elía, lo cual significa que en el fondo se depende ente
ramente de otros hombres, de modo opuesto al campesino que depende ante
todo de su tierra, o al obrero que depende de su materia y de sus herramien
tas. Ahora bien, en este sentido el judío se encuentra en una situación
paradójica. Pero esta reputación se añade a otra reputación primera, conseguida
de golpe y de la que no se puede librar haga lo que haga: la de ser judío.
Un obrero judío olvidará en su mina, en su vagoneta o en su fundición que
es judío. Un comerciante judío no puede olvidarla m .
455 -
calde del 15 de febrero de 1538 al 21 de marzo del mismo añ o 1,2
indica por sí mismo su aceptación por parte de la camarilla munici
pal que {como hemos visto) en éste como en otros ayuntamientos de
Castilla y Aragón estaba formada por miembros de su casta 173. Los
contactos locales de Rojas están confirmados por dos documentos de
los archivos de la ciudad que revelan que en 1527 y 1535 actuó
como abogado de ella. En la primera fecha, el concejo ordenó que le
fuera pagado un ducado por sus servicios en «ciertas caps as» 174. Entre
los que participaron en la decisión estaba el «Corregidor doctor Ortiz
de Zarate», que diez años antes había ordenado la segunda prisión de
Bemaldino Díaz y que puede estar relacionado con el «relator»
del mismo nombre que en Madrid redactó los cargos contra Alvaro
de Montalbán 175. En la segunda se le hizo otro pago de 340 marave
díes por su participación en un pleito del gobierno contra un veci
no 176. Otros que compartieron los honorarios con él fueron el bachi
ller Alonso Martínez de Prado {posiblemente el mismo bachiller Mar
tínez que enseñó gramática a su nieto en 1549)177 y un activo escri-
172 Orígenes, pág. 245. Este nombramiento particular fue hecho proba
blemente con el consentimiento del arzobispo, don Juan Tavera, no habiendo
«sede bacante» en aquel tiempo. Durante este período, el ayuntamiento pre
sidido por Rojas ordenó la siguiente norma para reducir la contaminación
del aire proveniente de los hornos de alfarería: «Dende el primero de mar^o
de cada anno, asta fin de set., den fuego a los fornos dende el anochezer para
que ardan toda la noche; esto conformándose a las ordenanzas antiguas y por
el danno que se faze a la saluz.» Según Akniro Robledo que descubrió y
reprodujo este reglamento, «La firma del bachiller Rojas es muy garabatosa
ya que apenas tiene letras». Al parecer, tal como Robledo lo interpreta, un
secretario firmó por él con la abreviatura «bachiller Ferd.*». Desgraciada
mente, cuando estuve en Talavera no pude ver el original personalmente.
A l m i r o R o b l e d o , «Alcalde que dejó grandiosa huella», Municipalia, n. 170
(1967), pág. 950.
m Ver Cap. III, n. 32.
174 Tal como lo reproduce Robledo: «Este día los sobredichos señores
platicaron de como el bachiller Fernando de Rojas, becino desta, a ayuda e
ayuda sobre ciertas capsas desta dicha, como letrado y para su cuenta, ypor
gracia de lo que a de suplir en ello, le mandaron librar unducado.Firma:
E yo, Comes Mayordomo» (op. cit., pág. 950).
173 S e r r a n o y S a n z creyó que eran los mismos (pág. 269), pero es difícil
identificar a un «bachiller» que funcionaba como «relator»en Madrid en
1525 con el «corregidor doctor» de Talavera dos años más tarde.
176 «Iten, que dió y pagó por otro libramiento firmado de Alonso Bemal
e del dicho escribano trezientos e quarenta maravedís al dicho Francisco
Verdugo escribano, e al bachiller Alonso Martínez de Prado e al bachiller
Rojas e a Iohan Fanega de las costas de un proceso que se causó contra
Bartolomé Sanches (tachado) vecino del lugar. Su fecha a veynte y seys
días del dicho mes de mayo del dicho año». Tomado del Libro de Actas
de 1535 existente en el Archivo Municipal y estudiado por primera vez
por Valle Lersundi. Más tarde conseguí una fotografía, de la que se hizo la
transcripción arriba citada.
VLA-25.
— 456 —
baño local con el que trataba con frecuencia, Francisco Verdugo 116.
Además de estos servicios al concejo de que tenemos pruebas do
cumentales, existen otros dos recuerdos más vagos de la prominencia
oficial de Rojas. Cosme Gómez va más allá de los pocos meses en
que hizo de alcalde tal como consta en los archivos fragmentarios y
afirma: «y aun hizo algunos años oficio de Alcalde Mayor» 179. Tam
bién aquel mismo testigo de la probanza, Alonso Martínez, que re
cordaba los muchos visitantes de la casa, le menciona a él y a su hijo
el licenciado Francisco como ostentando otros puestos y honores lo
cales:
... e ansí mismo sabe que fueron alcaldes de la Hermandad, jurados e pro
curadores generales de la dicha villa algunos años ynterpoladamente, por el
estado de los hijosdalgo, porque en la dicha villa se husa e acostumbra, que la
mitad de los dichos oficios de jurados e alcaldes de la Hermandad y fieles se
dan a los hijosdalgo, y la otra mitad a los que no lo son, y el oficio de pro
curador general syempre se le dio a honbres hijosdalgo, y el padre y el agüelo
del que litiga syempre Ies vio tener y húsar los dichos oficios por el estado de
los hijosdalgo, y oyó decir por público y notorio e pública voz e fama que por
ser tales hijosdalgo no pagavan ni pagaron el dicho derecho del portaz
gúelo... lg\
— 457 —
Alonso de Castro, Juan Martín del Lomo («vednos de Halía»), Pero
Sánchez Qa$o («vecino de Castilblanco»), Pero González Hidalgo
(«vecino de Ylíán de Vacas») y otros consignados en él son clara
mente campesinos y propietarios modestos de la casta de cristianos
viejos. Eran éstos precisamente aquellos individuos cuyo rencor, como
en el caso de Diego de Oropesa, podía terminar fácilmente en denun
cia. No obstante, no está nada claro el que Rojas compartiera el des
dén hacia el campesino de sus compañeros de casta o que ellos por
su parte le miraran con odio como a un típico señorito converso que
vivía en la ciudad y prestaba dinero. No sólo no hay ningún indicio
de que fuera denunciado, sino que además su éxito profesional indi
ca que debió ser muy hábil «en las mil danzas y pequeñas ceremo
nias» de que habla Sartre. La buena disposición de los pecheros cris
tianos viejos (los que no siendo hidalgos estaban «pactados» a pagar
ciertos impuestos o «pechos») de La Puebla y Talavera a testificar en
favor de la familia en las dos probanzas y el respeto con que recuer
dan al bachiller y los suyos («hijodalgo notorio», «gente onrrada y
principal», de «aver tenydo oficio noble», «gente muy honrada»,
«abidos y tenidos como tales hijosdalgo») son significativos. Como
abogado, como prestamista, como hidalgo y como vecino, Rojas pare
ce haber ganado la confianza y la estima no sólo de sus semejantes,
sino de un círculo mucho más amplio y mucho más humilde de cris
tianos viejos.
¿Cómo consiguió Rojas su reputación, una reputación esencia]
tanto para su prosperidad como para su seguridad? La idea de Sartre
de la inocente hipocresía inherente a los «oficios de opinión» es in
dudablemente una parte de la respuesta. Le podemos añadir nuestra
propia hipótesis de que el autor de La Celestina era un maestro en
el arte del autocamuflaje a que se veían obligados los conversos. Pero
estos hábitos del engaño diario, tomados en sí mismos, tienden a
simplificar demasiado la complejidad y la ambivalencia de las realida
des humanas con las que intento tratar. Los cristianos viejos que
acudían en masa a los autos de fe y que literalmente daban culto a
los inquisidores (Montes los llama un «miserable populacho» que «se
postra en tierra» ante ellos)182 ya nos son conocidos. Son los mismos
públicos fanáticos violentos, exaltados y afirmativos que acudían en
masa en décadas posteriores a las comedias. Lo colectivo en este caso,
sin embargo, corresponde al ámbito del prejuicio y no a una verda
dera conciencia mutua. Individualmente —y ésta era la manera con
que los conversos individuales conocían a sus vecinos— eran perso
nas. Y entre personas que hablan el mismo lenguaje el afecto, la
simpatía y la confianza, son tan probables como la envidia, el rencor
y la sospecha.
— 458 —
Había, naturalmente, muchas clases de relaciones positivas éntre
los conversos educados y los simples cristianos viejos. Amador de
los Ríos describe al converso zaragozano Xímeno Gordo como una
especie de demagogo shakesperiano que agita las pasiones popula
res en provecho político propio. O en el pueblo de El Viso (al otro
lado de Toledo), donde, siendo muchacho Rojas, un cura local y
médico ganó tal reputación de mago entre sus feligreses y enfermos
que en el lugar se seguía hablando de él y de sus poderes mágicos un
siglo después 18í. Y, en la misma Talavera, el bachiller Alonso de
Montenegro (presente en la conversación recogida por López Cortí-
dor) y su mujer se divirtieron con bromas bien estudiadas para sus
crédulos vecinos. A ambos, el fingir y engañar a los simples, les pa
recía un pasatiempo estupendo 1SÍ.
En el caso de Rojas, sin embargo, parece apenas razonable ima
ginarle tratando de explotar su inteligencia y su penetración de la
vida humana en beneficio de un interés político, de la admiración
popular, o de una carcajada falta de gusto. Más bien, pienso que
deberíamos imaginárnoslo dispensando favores y buenos consejos, o
prestando dinero a aquellos que se encontraban en apuros, y sin hacer
excesivos esfuerzos para recuperar el dinero cuando el deudor no pu
diera hacer frente a sus pagos a tiempo. De hecho, el inventarío men
ciona deudas no vencidas. Como demuestran ciertos procesos de la In
quisición, este tipo de relación protectora y amistosa podía ayudar a
salvar a algunos conversos en sus horas de peligro. El bachiller Sana
bria (abogado y alcalde de Almagro, cuyos exabruptos verbales com
paramos a Jos de Alvaro de Montalbán) fue absuelto porque sus clien
tes le defendieron como testigos ante el Santo Oficio. Les había
prestado dinero, había aconsejado gratuitamente a los perseguidos,
dando limosna a los pobres y, en general, se había portado como una
especie de funcionario intelectual y responsable. De igual manera,
el médico Juan López de Illescas, cuyas observaciones sobre la no
existencia de Dios han sido ya citadas, fue ayudado por el testimonio
de sus pacientes agradecidos 18:>.
En las actas de estos procesos no hay nada que indique que la
mutua confianza y el calor de la amistad fueran resultado de una
política calculada o solamente del desarrollo habitual de las ceremo
nias adecuadas. Más bien, parecería ser fruto de años de trato diario,
183 En las Relaciones (III, 773-776) la leyenda de sus cuevas mágicas,
de sus espíritus familiares, de sus diagnósticos de enfermedades por medios
sobrenaturales, etc., está contada con tal detenimiento que lo único que pode
mos concluir es que durante su estancia, sus simples parroquianos estaban
totalmente sometidos a sus brujerías. En esa localidad, que debía ser par
ticularmente dada a la superstición, los relatores se acuerdan no sólo de este
cura, sino de otro que poseía las mismas artes.
Ver n. 155.
1*5 Ver Cap. II, n. 44.
— 459 —
de consultas, de negociaciones, de saludos y de intercambio de noti
cias. Lo que hemos llamado el ámbito bidimensional de los negocios
puede profundizarse gradualmente, de la misma manera que las en
tidades legales y compañías anónimas pueden ocasionalmente expre
sar en su conducta la humanidad de sus directores. Sancho Panza y
Sosia antes que él (a diferencia de los grotescos y obscenos «villanos»
de Torres Naharro) tipifican en la literatura el respeto y el afecto
que la simplicidad, la honradez y la fidelidad de los cristianos viejos
campesinos pudieron inspirar a escritores cuyos espíritus eran bastan
te más complejos y sofisticados que los suyos. No es mi intención,
por supuesto, retratar al bachiller viviendo en Talavera rodeado úni
camente de un coro de admiradores fieles y sumisos. En cada clien
tela hay de todo. Pero, por otro lado, no necesitamos ir al otro ex
tremo y figurárnosle caminando siempre con miedo y temblor, rodea
do constantemente de espías voluntarios al servicio del Santo Oficio.
Conoceríamos seguramente más sobre las actividades legales de
Rojas, de no estar ya jubilado en favor de su hijo en el momento de
su muerte. Contrariamente a su nieto el licenciado Fernando, cuyo
albacea hubo de rescatar de sus clientes deudas impagadas, no hay
indicación de actividad profesional reciente en el testamento ni en
el inventario l86. No obstante, hay dos hechos que sugieren que era
empleado como abogado y hombre de negocios por miembros emi
nentes de la sociedad local. Uno de ellos era nada menos que el
secretario y canónigo de la colegiata de Talavera, don Pero Martínez
de Mariana. Este individuo (hermano del deán de quien dijimos ha
bía sido padre natural de Juan de Mariana) había hecho un testamen
— 460 —
to ante Rojas, cuya copia sigue en posesión de Valle Lersundi w . En
segundo lugar, el dinero que se le debía de la herencia de «el señor
Juan de A ya la» (unos 16.000 maravedíes) no representaban présta
mos vencidos, sino tres libramientos impagados. Puesto que esto
significa concretamente órdenes de pago dadas a un administrador o
representante financiero, sólo podemos concluir que al menos duran*
te un tiempo Rojas actuó como abogado de Aya la y también como su
mayordomo. El hecho de haber sido enterrado en el convento de la
Madre de Dios confirma esa relación, ya que había sido construido
en 1517 con el patronazgo de un miembro de la familia, doña María
de Ayala, monja que fue enterrada allí más tarde 1S8. Los servicios
prestados fueron sin duda un factor a la hora de hacer estos arreglos
funerarios, que al mismo tiempo eran difíciles y social mente indispen
sables para una persona de la posición de Rojas.
Un resultado probable de tan altas relaciones fue la oposición
coronada por el éxito que Rojas hizo a la confiscación de la mitad de
su dote por parte del Santo Oficio. Como sabemos por los do
cumentos de Serrano y Sanz, el 21 de noviembre de 1525 fue sen
tenciado Alvaro de Montalbán (tres días después del fallo) a prisión
y a sufrir la confiscación de todo el dinero y propiedades adquiridos
desde 1480. A resultas de lo cual, a Rojas y su cuñado, el aposenta
dor Pedro de Montalbán (que se había casado con una hermana de
Leonor, Constanza Núñez), les fueron confiscados la mitad de sus
respectivas dotes, según los documentos recientemente descubiertos
por A. Redondo ]89. La cifra mencionada para Rojas de «quarenta mil
maravedís de la mitad de la dote» corresponden exactamente a la
suma de los 80.000 mencionados varias veces en los documentos
Valle Lersundi. En cualquier caso, lo que sorprende no es el hecho
de la confiscación (práctica común, como hemos visto), sino la reac
ción de Rojas a la misma. En vez de entregar mansamente el dinero,
trató de evitar el pago y, aunque sus esfuerzos iniciales fallaron (en
1527 «fue confirmada la sentencia»), en definitiva, o ganó su causa
o consiguió se le restituyera la suma. Esta fue la buena fortuna de
Pero de Montalbán que en 1532 no sólo recobró su dinero, sino que
además percibió los intereses. Por lo que se refiere a Rojas, cuyos
80.000 maravedíes seguían intactos en el momento de su muerte ^ es
difícil imaginárnoslo tomando una resolución tan firme sin estar
seguro de una poderosa ayuda exterior.
— 461 —
Que Rojas traspasó su clientela al licenciado Francisco (venido
-de Salamanca con su nuevo grado y recientemente casado con su
prima, Catalina Alvarez de Avila) se prueba por la donación de «sus
libros de derechos e leyes» a este último. Viviera o no en su casa,
parece que el licenciado se -hizo cargo de la clientela de su padre du
rante algún tiempo en el mismo despacho antes y después de 1541 191.
La misma biblioteca, de unos cuarenta y cuatro tomos, la considera
Luis G. de Valdeavellano una buena colección de trabajo que indica
no sólo lo que el bachiller había aprendido en Salamanca, sino tam
bién el desarrollo profesional a lo largo de los años. Como puede
verse en el Apéndice IV, si muchos de los libros datan de los años 70,
80 y 90, un apredable número de los mismos fueron comprados du
rante los años vividos en Talavera. En general, no desmerece de la
biblioteca del célebre jurista toledano (ejecutado en la hoguera en
1486) doctor Alonso Cota m . Como colección, no contradice nuestra
conjetura de que Rojas fue un experto abogado de su «facultad» y
cuya conducta profesional se basaba en el profundo respeto a la ley
(aunque no a todos los abogados) que hemos observado en La C eles
tina.
Profesionalismo aparte, puede haber existido otro motivo más
hondo de la profunda estima de Rojas por su disciplina. Como escri
tor temáticamente interesado con el tiempo y el cambio, probable
mente estaba de acuerdo con Pedro Mártir, quien exaltaba el derecho
como antídoto racional de la mutabilidad m . En lugar de la evasión
(la vida tranquila de la bien ordenada domesticidad de Talavera) ha
bía aquí una forma tradicional de contraataque. Es decir, en la medi
da en que una biblioteca de Derecho podía ayudar a resolver los miles
de problemas de. la existencia humana, constituía asimismo la única
arma eficaz del hombre contra el estado de cosas descrito por Petrar
ca y ejemplificado en La Celestina, El combate legal contra el caos
de la historia —Rojas sería el primero en afirmarlo— no puede ga
narse, pero eso no le libra del deber de entregarse a él con diligencia
y conciencia. Ser un abogado competente en Talavera en vez de ser
un exiliado, un rebelde o un mártir, suponía no sólo prudencia, sino
una clase especial de heroísmo.
191 Según el «Libro de memorias» del licenciado Femando, su padre fue
nombrado juez de Llerena el año de 1546, volviendo después a ejercer de
abogado en Talavera. Que tuviera menos éxito profesional que su padre (el
bachiller) o que sus hijos, resulta claro por el hecho ya observado de que uno
de los documentos de hidalguía conservados en la familia revela que apeló
al fuero de hidalguía para evitar la prisión pedida por sus acreedores. Ver
Cap. III, n. 83.
192 A. J. B a t t i s t e s s a , «Biblioteca de un jurisconsulto toledano», RABM,
XLVI (1925), 342-351. La comparación de las dos bibliotecas está basada en
la consulta con el profesor Valdeavellano.
193 Ver su carta adulatoria al Dr. Villasandino, Epistolario, II, 103-105.
— 462 —
Si nuestro conocimiento de la clientela legal de Rojas es limita
do, tenemos la compensación parcial de una información detallada
sobre sus inversiones y su posición económica. A la hora de su muer
te, su riqueza total (o al menos la parte de la misma que se registró
públicamente) llegaba a la suma de algo menos de 400.000 marave
díes l94, y de esta cantidad, como un tercio (119.500) lo formaban
hipotecas sobre tierras. Esta era, por supuesto, la forma más común
de invertir dinero en aquel tiempo 19S. Incluso Sancho Panza ingenuo,
desde el punto de vista económico —además de su futura ínsula—
sueña con tener una cartera de censos lucrativos si llega a encontrar
una segunda talega de doblones. El interés cargado por Rojas no era
usurario (invariablemente 8,3 u 8,4 por ciento) y ascendía en 1541 a
10.572 maravedíes al año. Con todo, esta cantidad, combinada con
los procedimientos de préstamo de prendas 196, rentas de la propiedad
rural y honorarios de su profesión, ascendía probablemente a un total
de 30 ó 40.000 maravedíes durante sus más activos años de trabajo.
Que todo esto proporcionó un razonable confort burgués y seguridad
(a pesar de la inflación galopante del tiempo)197 lo podemos deducir
de algunos salarios típicos. En 1538, un alguacil de Salamanca ga
naba 10.000 maravedíes 193, mientras que los profesores de gramática
percibían el doble de esta cantidad m . En Sevilla, en 1557, el padre
de Mateo Alemán recibió la miserable suma de 12.000 maravedíes
como médico de la prisión suma que se puede comparar con los
100.000 que tenían asignados los inquisidores en 1541 201. ¿Qué sig
nifican estos números? En cuanto yo alcanzo a ver, no existe una for
ma totalmente satisfactoria de traducirlos a sus equivalentes moder
nos 20C, pero es claro al menos que la familia Rojas era una familia
m La «partida de bienes» entre los herederos de Rojas hecha en 1541
arroja la cifra de 396.510 maravedís (VLA 24). Sin embargo, como sospecha
mos anteriormente, pudo haber habido posesiones ocultas, incluidas las propie
dades de La Puebla. Ver Cap. V, n. 126.
195 Ver C a r a n d e , I, 75.
196 Alonso de Ercilla estaba entregado también a esta ocupación en mayor
escala, como sabemos por M e d i n a , p. 180. Probablemente el interés exigido
p a r a tales préstamos era mayor que el de los censos. C a r o B a r o j a ( I , 7 1 )
afirma que las cargas normales para estos últimos eran normalmente del 6-7 % ,
pero podían llegar hasta el diez.
197 Ver C a r a n d e , I , 244-245. Estima una subida de precios en más del
50 % entre 1518 y 1530 y añade que la curva va subiendo hasta 1540.
198 E s f e r a b é A r t e a g a , I, 334. _
l" R , E s p i n o s a M a e s o , «El maestro Fernán Pérez de Oliva en Salaman
ca», BRAE, X III (1926), 457. Fue sólo en 1529 cuando Pérez de Oliva, ac
tuando como rector, pudo nombrar dos profesores de esa materia.
200 G . A l v a r e z , Mateo Alemán, Buenos Aires, 1953, p . 39.
mi L e a , II, 2 5 1 . . ,
Es posible determinar, como lo hace E. J . H a m i lT o n {The History of
Money and Pnces tn Andalusia: 1503-1660, tesis de Harvard, 1 9 2 9 ) , que en
1 5 3 9 dos libras de carne de vaca podían costar a la familia de Rojas unos
— 463 —
acomodada en el sentido de que ganaba sustancialmente más de lo que
necesitaba gastar. El bachiller no tuvo tanto éxito en los negocios como
su nieto el abogado de la Real Chancillería que fundó un mayorazgo,
pero dentro de las más modestas posibilidades ofrecidas por Talavera,
su acumulación de capital era económicamente respetable. Como
consecuencia, podíii prestar sin interés a Isabel Núñez, su cuñada viu
da, la suma considerable de 44 ducados «que se los prestó el dicho
señor bachiller de su mano a la suya» 203. Y al morir tenía la satisfac
ción no sólo de haber triunfado en su profesión, sino de saber que
su mujer e hijos vivirían sin apremiantes necesidades.
« E l s e ñ o r b a c h i l l e r H e r n a n d o d e R o j a s q u e en
GLORIA SEA»
11 maravedís, una piel de cuero unos 72, etc. (II, 394). Pero tales precios
hay que juzgarlos en función de la gama completa de bienes existentes en el
mercado, así como de las necesidades probables y gastos necesarios de una
familia típica de entonces. Esto es lo que hace que las comparaciones de la
posición económica de Rojas con la de un abogado próspero, digamos de Má
laga ahora, aparezcan dudosas.
203 A este acto de delicadeza se alude en el testamento: «Yten quarenta
y quatro ducados que deve la de Alonso Rodríguez de Palma, biuda, vecina
de Toledo, que se los prestó el dicho señor bachiller de su mano a la suya»
(p. 3 8 1 ) . Esta mujer queda identificada como hija suya por Alvaro de Montal
bán: «Ysabel Núñez, muger de Alonso Rodríguez de Palma que biue en Va
lencia» (S e r r a n o y . S anz , p, 2 6 3 ) . A l realizar el caudal hereditario, los here
deros (al parecer menos caritativos que el bachiller) enviaron a Alonso Martín,
el marido de su criada, Juana de Torres (VLA 1 8 ) , a Toledo a hacerse cargo
de la deuda. S u sueldo y dietas de viaje ascendieron a siete reales y medio
(VLA 2 4 ) .
a» VL II, pp. 366-368.
— 464
Lina vez más encontramos la misma mente racional consciente de sí
misma que hacía tantos años se había observado a sí mismo como ca
zador terrestre y aéreo de la verdad. Debajo de la fraseología al uso,
intuimos la presencia de un espíritu con temple.
La escena que acompañaba el dictado mortal que acabamos de
escuchar, no es difícil de imaginar. En torno al moribundo, lo mismo
que alrededor de la cama de don Alonso Quijano el Bueno, estaba la
familia, su servidumbre, dos escribanos y los testigos legales indis
pensables. No era infrecuente en los siglos xvi y x v i i diferir la pre
paración del testamento hasta el último momento. Entonces, con gran
solemnidad, cuando las glorias del otro mundo estaban ya casi a la
vista del testador, podía disponer de los bienes acumulados en éste.
La partición parcialmente obligatoria de la hacienda entre los miem
bros de la familia según el Derecho Romano (la mitad a la esposa su
perviviente, una parte más importante al hijo primogénito, etc.) pare
ce haber hecho menos necesario que en derecho anglosajón el ade
lantarse a la posibilidad de un muerte repentina. Lo cual equivale
a decir en esencia que la última redacción semipública del testamento
podía considerarse tanto un rito de transición como una operación
legal. Lo mismo que la última confesión y la extremaunción (que sin
duda Rojas exigía con insistencia), formaba parte de la ceremonia de
la despedida final. Y, como todas las ceremonias, se realizaba en com
pañía de otros. La única cosa que Rojas hubo de evitar fue el deseo
de volver su cara a la pared y entregar su espíritu en la soledad, según
la costumbre de sus antepasados. En repetidos casos, la Inquisición
había quemado los restos y expropiado la herencia de individuos acu
sados de haber muerto en esa postura.
Además de Leonor Alvarez, los hijos y las criadas, junto a la cama
de Rojas encontramos algunos nombres conocidos: Andrés Dávyla, el
escribano que después redactó la renuncia de Juan de Montemayor a
su parte de los bienes a cambio de una suma fija antes de partir para
las Indias en 1542; Francisco Dávyla, un notario que anterior
mente había testimoniado a favor de Abrahán García; Alonso Or-
tiz, que era probablemente uno de los jurados municipales menciona
dos Cosme Gómez por haber apoyado la causa real contra los comu
neros 205; y finalmente el escribano público, favorito del bachiller,
Juan de Arévalo, que certificó el documento Otros dos testigos,
“ Ver n. 144. . . .
204 Consignó cierto número de censos relacionados en el inventario y,
aparte de su empleo por Rojas, se han conservado otros indicios de su actividad
profesional. Ver, por ejemplo, Clemente V i l l a s a n t e , «Alcaudete de la Jara»,
BRAH, XC (1927), 157, para su inventario de bienes donado a la iglesia local.
Que la familia había sido influyente en los medios oficiales durante mucho
tiempo queda demostrado por la existencia de otro Juan de Arévalo que actuó
como procurador en 1476. Ver F i t a , citado en la n. 152.
— 465 —
30
Pedro Rosado y Juan Bravo, son inidentificables. Y tampoco conoce
mos nada sobre Gonzalo de Salcedo que, como albacea y probable
mente amigo profesional de confianza, pudo haber estado también
presente. Todos éstos estaban dispuestos a certificar —en caso de que
la veracidad o la piedad de la última ceremonia pública de Rojas
hubiera sido cuestionada por los chismosos— que había cumplido su
papel con ortodoxia irreprochable según la ley y la religión.
Se han hecho naturalmente algunos intentos para interpretar el
lenguaje y mandas religiosos como pruebas de que, cualquiera que
sea su origen, Rojas era (o llegó a ser con los años) un indudable cre
yente en «la Santa Madre Yglesia». ¿Cómo explicar de otro modo,
se ha preguntado, el entierro en un convento, las reiteradas afirma
ciones de fe («creyendo como creo firmemente en la Santísima Tryni-
dad... en la qual fee y creencia protesto de bivir e morir»), el bas
tante caro «abito del señor San Francisco» que fue su sudario 207, los
legados a los monasterios e iglesias locales, o los 2.000 maravedíes
que se habían de distribuir en limosnas a «las personas pobres e
vergonzantes» por el mayordomo de la institución que le ofreció su
último asilo?
Aparte de la costumbre, caben dos respuestas a esta pregunta
múltiple. La primera es que la sepultura cristiana certificada en una
institución religiosa (como en el caso del supuesto padre de Rojas
Garcí González) era de máxima importancia social para estos inse
guros hidalgos. El luminoso ensayo de Francisco Márquez sobre el
trasfondo económico de las «fundaciones» de Santa Teresa ilustra
este hecho sin lugar a ulterior disputa. Mucho del dinero era donado
por los conversos que no podían comprar sus nichos en las criptas,
capillas, conventos o iglesias establecidos 203. De lo cual podemos cole
gir que Rojas, también, en 1517 había contribuido con admirable
previsión a la construcción monástica de los Ayala. La segunda res
puesta es que en algunos casos (por ejemplo, el de Ysabel Rodríguez,
condenada después de muerta por una indiscreción momentánea se
mejante a la de Alvaro de Montalbán) 209, legados similares eran
empleados por los herederos para probar la ortodoxia de sus parien
— 466 —
tes, y de esta manera proteger sus herencias de la expropiación pos-
m orí en¿ por la Inquisición, Se ha de notar en relación con esto que
el licenciado Fernando conservaba también el testamento redactado
en parecidos términos de su tía soltera, Juana, que murió en 1557 210.
Al parecer, Leonor Alvarez no tuvo oportunidad de preparar esta
salvaguardia para sus hijos antes de su muerte.
Es imposible determinar la fecha exacta y el tiempo de la muerte
de Rojas, pero probablemente las honras fúnebres terminaron hacia
el 8 de abril, cuando se comenzó el inventario. Por lo que se refiere
a su tumba, podemos aceptar la opinión de Luis Careaga de que, en
contraste con la monumentalidad tan cultivada por sus paisanos de
Talavera, Rojas eligió un lugar de descanso notablemente modesto215.
El nuevo convento de la Madre de Dios no sólo carecía de historia
ilustre, sino que además era de construcción sencilla y sin pretensio
nes, cual convenía a las «pobres y humildes monjas» que lo habita
ban. Otras familias más prominentes (y menos «manchadas») prefe
rían descansar en los grandiosos edificios religiosos que abundaban en
la ciudad, pero los Rojas evitaron escrupulosamente toda ostentación
externa. Es típico el que, cuando Juana preparaba su propio sepulcro,
ordenara que fuese «el más humilde que estaba todavía por ocupar
en la nave trasera» de la iglesia de su parroquia.
Tales disposiciones para la muerte corresponden a la vida de fa
milia que les había precedido. El hogar era seguro, cómodo e incluso
abundante. Las sábanas de lino estaban bien guardadas; las tinajas,
llenas hasta el borde; las cuentas, en orden, y las dieciséis horas del
día serenamente reguladas. Pero lo que claramente estaba de más era
«la presunción de soberbia», al amor al lujo y a los vestidos finos, la
sed de «muy gran riqueza y vanagloria», la «empinación y lozanía»
por la que los cristianos viejos criticaban a sus vecinos conversos2i'.
O había que tratar de dominar la sociedad circundante (como los
Franco, los Rojas de Escalona o los Montalbán de Madrid con su
suntuosa capilla privada) o de lo contrario había que apartarse de sus
ojos con una coloración protectora. Y esto último es lo que eligió
Rojas.
VLA 18.
211 C areaga, Investigaciones, diado Cap. III, n. 2 0 . «Hacia 1541, el Mo
nasterio de la Madre de Dios carecía de historia y de tradición, estaba habi
tado por monjas pobres y humildes, y seguramente presentaba poco o ningún
aliciente a las familias encumbradas de la villa, como lugar destinado a recoger
sus restos mortales después de la muerte...» (p. 4). _
212 Esta descripción frecuentemente citada está tomada de la Historia de
ios Reyes Católicos, de A n d ré s B ern áld e z (el llamado «Cura de los Pala
cios), ed. M. Gómez Moreno y J. de M. Carriazo, Madrid, 1962, p. 95. Allí
encontramos todas las acusaciones acostumbradas de las prácticas secretas ju
días junto con el comentario ya citado: « ...n o eran judíos ni cristianos...
más eran ereges e sín ley...». Ver Cap. IV, n. 84.
— 467 —
Así, tal como se desprende del inventario, ía casa predice la tum
ba. Allí había lo necesario, pero la falta de guardarropa superfluo
para marido y m ujer213, y el servicio de mesa limitado a siete cucha
ras de plata, indican la estudiada falta de ostentación. Quizá lo más
significativo de todo sea la pobreza de joyas de Leonor Alvarez, cuyo
valor total ascendía únicamente a seis reales y diez maravedíes. No
eran para llevar un público «una lanternica de oro para la toca» o
«dos sortijas de oro» y «tres prendedericos de la toca de oro» con
signados en otra parte como de valor y probablemente adquiridos
como prenda2H. De la misma manera, el bachiller llevó tan sólo a la
tumba su acostumbrado «medallón» al pecho y un «pequeño alfiler
de oro». Tanto en vida como en muerte, siguió el consejo de la Pru
dencia al final de La visión deleitable:
El que quiere ser prudente ha menester que no sea solitario, mas que sea
conforme al tiempo et a la gente, ca en otra manera verná a murmuración et
a perseguirlo et aborrecerlo; e si no se pudiere con toda gente conformar el
corazón, conforme la cara si la plática es necesaria 215.
— 468 —
APENDICES
APENDICE I
PROBANZAS Y EXPEDIENTES
Dado que muchos de los hechos a los que se alude en los capí
tulos precedentes se encuentran en las probanzas d e hidalguía y los
ex ped ien tes d e limpieza d e sangre, puede ser útil a los lectores no
familiarizados con tales documentos incluir aquí algunas observacio
nes generales relativas a los mismos. Por desgracia, no se han hecho,
que yo sepa, estudios técnicos exhaustivos (que combinen las con
sideraciones legales, sociológicas e históricas) de este casi aplastante
cuerpo de documentos heredados del pasado español. El estudio de
finitivo de Albert Sicroff de la discriminación contra los que tenían
antepasados conversos nos proporciona un conocimiento esencial rela
tivo a la situación humana que fue responsable de la investigación
maníaca de la genealogía así como —naturalmente— Ve la edad
conflictiva, de A, Castro. Y F. Mendizábal, en un breve artículo
sobre «La Real Chancillería de Valladolid», da útiles explicaciones
del procedimiento y terminología legales de su colección de proban
zas 2. Pero lo que se echa de menos es una ojeada de conjunto a los
documentos mismos, sus diversos propósitos, sus métodos varios de
reunir información y su resultante credibilidad histórica.
Está bien que ciertos españoles e hispanoamericanos vanidosos
y preocupados por su linaje (son los que principalmente consultan
tales archivos hoy en día) crean que esas probanzas les ha de propor
cionar una certificación incontrovertible de su alcurnia. Es una forma
inocente de autoengaño. Pero, como hemos visto, cualquiera que bus
que en ellas la verdad sobre Fernando de Rojas y su familia tiene que
— 471 —
ser más exigente y escéptico. El conocimiento de las circunstancias
legales y humanas de cada pleito y la habilidad para leer entre líneas
son esenciales \ Como investigador de textos literarios y no de histo
ria legal, ciertamente estoy mejor preparado para hacer lo segundo
que lo primero, pero he leído buen número de estos documentos y
he llegado a algunas conclusiones sobre los mismos.
De entrada, es esencial hacer una distinción entre investigaciones
de hidalguía e investigaciones de limpieza. Las probanzas legales
como la amañada por el licenciado Fernando (la que se reproduce en
el Apéndice III es un ejemplo) pueden en este sentido colocarse
aparte de la certificación de la ascendencia sin mancha por los cuatro
costados que era necesaria para la admisión de instituciones sociales
restringidas y semioficiales, tales como las órdenes militares, los cole
gios residenciales universitarios, los calbídos de las catedrales impor
tantes, las cofradías e incluso ciertos gremios. Precisamente porque la
hidalguía no sólo era una categoría social sino que estaba sujeta a una
definición legal (los hidalgos estaban exentos de ciertos impuestos y
de ciertas formas de encarcelamiento, y tenían el derecho a ejercer de
terminados cargos), los poseedores y candidatos a ese fuero no eran
interrogados acerca de su sangre. Identificar la España de Rojas con
la Alemania de Hitler sería un craso error. Ser converso era social-
menté difícil y a veces angustioso, pero no era ilegal.
Es cierto, naturalmente (como en el caso de los Franco) que una
ascendencia exclusiva o preponderantemente judía podía privar de
todo derecho a la hidalguía, sobre todo si había abuelos reconciliados.
Pero, al mismo tiempo, el objeto de la investigación era establecer
que la condición de hidalgo la había mantenido la familia durante
cuatro generaciones y no establecer una genealogía exhaustiva. La
posesión de fincas, el matrimonio legal, la legitimidad del nacimien
to y el reconocimiento de los privilegios tradicionales por los veci
nos y la comunidad era lo que estaba en cuestión, más que la sos
pecha de la «mancha». No era necesario inquirir el linaje materno
(con frecuencia el más dudoso), resultando de ello que la mayoría
de los conversos que lo solicitaban tenían poca dificultad en tapar
los descubrimientos comprometedores. Y aun cuando éstos se pro
dujeran (como en el caso de los Cepeda)4, el solicitante podía to
davía, si era lo bastante influyente, conseguir la deseada ejecutoria.
3 Aun suponiendo que la hidalguía requiriese un genuino pasado de
cristiano viejo (que claramente no lo exigía) sería totalmente inadecuado afir*
mar sobre la base de la probanza que Rojas no era converso, como lo hizo
C ejado r , quien al parecer vio el ejemplar de Valle Lersundi: «El bachiller
Hernando de Rojas, verdadero autor de La Celestina», Revista Crítica Hispano-
Amerícana, II (1916), 85-86. Como j-a hemos visto, el perjurio y la falsifica
ción son ingredientes de este y otros documentos.
* Ver Homero S e r ís , «Nueva genealogía de Santa Teresa», NRJFH, X,
1 9 5 6 , y N. A lo n so C o r t é s , «Pleitos de los Cepeda», BRAE, 1 9 4 6 , p. 9 1 .
— 472
Lo que sucedió a los Franco (desgraciadamente para ellos, afortu
nadamente para nosotros) parece haber sido bastante excepcional.
Lo único que podemos concluir, pues, es que un Pero de Montal-
ban, un Alonso Quijano, o esos individuos ufanos de su hidalguía
en las comedias de Lope, pero desdeñados por sus vecinos peche
ros, eran en efecto hidalgos. Algunos de los más recientes pue
den no haber tenido gran confianza en sus pretensiones, particu
larmente en el momento cuando sus amaestrados pero posible
mente traicioneros testigos, hacían sus declaraciones (la decisión del
licenciado Fernando de no llevar hasta el fin su litigio lo demues
tra) 5,^pero una vez que la certificación estaba hecha, eran lo que eran.
Quizás era resultado de perjurio6; quizás sus fortunas no venían de
tierras ancestrales sino de antepasados arrendadores o traperos; pero
ya eran hidalgos de ley —así como Sem Tob creía ser de «natura».
No todas las probanzas eran dirigidas a conseguir un estado de
tras del cual se podía esconder el linaje converso. A medida que Es
paña iba dejando atrás su pasado medieval y oral y entraba en una
nueva era burocrática de reglamentación y documentación fue inevi
table que el problema legal de si uno era hidalgo o pechero tendría
que resolverse por escrito y en pergamino. Particularmente al prin
cipio, muchos pleitos se originaron de desavenencias reales. Por
ejemplo, vecinos enemigos podían incitar a los funcionarios muni
cipales a incluir a un hidalgo no simpático en las listas de impues
tos, a fin de fastidiarle. También se dio el caso de que un individuo,
después de haberse visto obligado a dejar su hacienda en el norte,
pasando a una nueva situación en las provincias del sur o en las In
dias, se encontró con que sus derechos sobre su pasado eran pues
tos en duda. Cuando ocurrían tales disputas, había que seguir los
procedimientos legales, se aducían argumentos por ambas partes y
se llegaba a una decisión por parte de la Chancillería. En otros ca
sos, sin embargo, es claro que los acosados conversos veían en estos
nuevos trámites (la primeza probanza registrada fue la de Pedro de
la Caballería en 1447) una forma de resolver sus dificultades socia
les. Como insinuamos antes, parece un golpe de genio del licenciado
Fernando, siendo joven abogado, haber reconocido en su momento
justo esta necesidad y oportunidad.
5 Esto no se temía en muchos otros casos. Ver, por ejemplo, las proban
zas de los Cepeda o la de los antepasados de Jorge Guillen, con las que he
disfrutado de modo particular leyéndolas en eí ejemplar de la familia. Ver
R i v a , V II, 165. La prudencia del licenciado Fernando, podemos concluir, era
tan excepcional como justificada.
6 Un caso curiosamente paralelo al de Rojas nos lo ofrece la probanza de
los descendientes de otro famoso abogado converso de su tiempo, el Dr. Alonso
Díaz de Montalvo, que entre otras cosas se había atrevido a componer una
fuerte defensa de «nuestro linaje»-. Ve*" Fermín C a b a l l e r o , Noticia de h
vida, carga y escritos del doctor Alonso Díaz de Montalvo, Madrid, 1873.
— 473
No quisiera dar a entender, naturalmente, que estas dos clases
de probanzas eran rígidamente categóricas. Entre los advenedizos
como los Franco y los auténticos hidalgos de pueblo cuyas reclama
ciones podían ponerse en duda (tales como el tercer amo del Lazarillo
o don Mendo en El alcalde d e Zalamea) hay una serie de situaciones
intermedias. Y en cada caso, una lectura cuidadosa del testimonio
ha de revelar las proporciones de verdad y mentira. Pienso, por
ejemplo, en la probanza de los Cepeda, algunos de cuyos antepa
sados parecen haber tenido una genuina pretensión a la hidalguía,
o en los otros Rojas de La Puebla que habían ocupado cargos ele
vados y hasta militares a pesar de nuestras sospechas sobre su
origen. El problema consiste en que (admitiendo las infinitas grada
ciones de las reclamaciones individuales) en cada caso hay que tomar
en cuenta y sopesar los dos motivos, el uno resultado del cambio
histórico y el otro de la persecución social. En todo caso los dos —en
conjunto— han dejado en las Chandllerías de Valladolid y de Gra
nada una extraordinaria cantidad de documentación histórica.
Más apremiantes en sus interrogatorios, pero menos costosos en
su tramitación, eran los certificados de limpieza exigidos para la emi
gración a Indias. El número extraordinario de conversos conocidos
como tales por todo el mundo que consiguieron tramitar su certifica
ción de limpieza para salir de España hacia las nuevas colonias indica la
relativa facilidad para conseguir el permiso. La razón es sencilla. Lo
mismo que en el caso del certificado conseguido por el licenciado Fer
nando y sus hermanos, en lugar de la oposición de un fiscal, los cues
tionarios pro forma eran normalmente examinados únicamente por
funcionarios municipales que probablemente eran también sospecho
sos del mismo achaque. Tales examinadores podían estar inclinados a
pasar por alto el testimonio levemente dudoso o negativo. No obs
tante, contrariamente a las probanzas de hidalguía, numerosos testi
gos de los lugares de origen de los solicitantes eran preguntados sobre
el linaje materno y concretamente sobre su limpieza. Para escapar a
América, en otras palabras, los conversos como Mateo Alemán7, el
hijo de Rojas, Juan de Montemayor, y sus nietos (que no emigraron)
tuvieron que acudir a amigos y conocidos, especialmente cristianos
viejos campesinos que pudieran ser comprados u obligados a mentir.
El perjurio era, en efecto, frecuente e, tal como queda testificado
7 Ver J. G e st o so y P érez , Nuevos dalos para ilustrar las biografías del
Maestro Juan de Mal hara y de Mateo Alemán, Sevilla, 1896.
8 Sobre la frecuencia del soborno y el perjurio, ver en general (los do
cumentos aquí empleados ofrecen ejemplos concretos), C a r o B a r o ja , I I ,
323 ss.; S ic r o f f , p. 189, y D o m ín g u e z O r t iz , pp. 73 ss. Este último cita
a Roco C a m p o f r í o : «la honra y reputación de toda la nobleza... estriba tan
solamente en las deposiciones y dichos de los hombres más viejos de cada
lugar, que {ttt in plurimum) son sastres, zapateros, curtidores y la hez del
pueblo, y los más de ellos tan pobres y miserables que con quatro reales y
— 474 —
de manera directa por escritores de la época e indirectamente por la
creciente elaboración de los juramentos que se tomaban. En el expe
diente de 1571, los testigos de Rojas que afirmaron la espúrea lim
pieza de Inés de Avila y de su marido, el médico Juan Alvarez de
San Pedro9, fueron obligados a jurar como sigue: «por Dios nuestro
Señor e por Santa María su madre y por las palabras de los santos
evangelios y por una señal de cruz... en que corporalmente pusieron
sus manos derechas... les fue preguntado si a berdad dixeren, Dios
nuestro Señor les ayude y al contrarío se lo demande, y a la fuerza de
dicho juramento, dixo cada uno por sy: "si juro” e ”amén”». Poco
nos ha de maravillar si a la luz de un juramento semejante uno de los
testigos contestara a la cuestión principal con una evasión: «los tuvo
este testigo en posesión de buenos cristianos y de gente onrrada, y en
possessión de buenos cristianos y de gente onrrada eran abidos y te
nidos en esta villa, y que en quanto a declarar si son cristianos vie
jos, no lo puede declarar, porque no a conocido su linaje de atrás, y
que este testigo no sabe si los susodichos descienden de moros y ju
díos, y que no a visto este testigo ni oyó decir que ayan sido peniten
ciados por el santo oficio de la Ynquisición, y si otra cosa fuere, este
testigo lo supiera o obiera oydo decir...». Es significativo que a lo
largo de todo el documento sólo esta voz revela una reacción adversa
a la hipocresía inherente en el proceso y en la época 10.
Las investigaciones más costosas eran las exigidas para la admi
sión en órdenes v cabildos exclusivistas y en los colegios universita
una vez (sic) de vino o con una amenaza o caricia les hacen decir quanto
quieren» (p. 237). Observaciones similares se hacen en el Diálogo de la vida
de los pajes de palacio. Ver J. S i l v e r m a n , «Judíos y conversos en el Libro
de chistes de Luis Pinedo», Papeles de Son Armadans, n.® 69, 1961, p. 294.
La posibilidad del soborno queda cuestionada directamente por un examinador
en la probanza de Montalbán (cit. Cap. III, n. 76).
9 C o m o v im o s, su fa m ilia es p ro m in e n te e n la lis ta q u e d a C an te ra en
Judaizantes ( v e r Cap. II, n . 10). C a r o B a r o ja lleg a h a sta lla m a r a estas in v e s
tig acio nes « p u ra fa rs a ec o n ó m ic a » (II, 339).
10 VLA, 32. Otra protección contra el testimonio influenciado eran las
llamadas «preguntas generales de la ley» a que cada testigo estaba sometido
previamente a toda interrogación. Entre ellas estaba la de sí era «pariente o
enemigo» de las partes litigantes. Normalmente, como en el caso de Alfonsina
de Avila, testigo en el expediente citado arriba, los lazos familiares eran de
masiado conocidos para permitir el perjurio. Por esto, ella admite: «que es
pariente de la dicha doña Catalina no sabe en qué grado, y ansimismo es
pariente del dicho Licenciado Francisco de Rojas poca cosa...». Por otra parte,
encontramos a Antonio Salazar, el primer testigo llamado a declarar en la
probanza reproducida como Apéndice III, negando cualquier parentesco. En
realidad, como sabemos por testimonio de Palavesín, era el suegro del her
mano del licenciado Fernando, Garcí Ponce. Ver G i l m a n - G o n z á l v e z ,^ p. 3.
Asimismo, como se advirtió anteriormente (Cap. I, n. 24), pues se había^ tras
ladado de Esquivias a La Puebla, seguramente era miembro de la familia de
la mujer de Cervantes.
— 475
rios —como ya hemos visto— . Pero en los tres tipos de probanzas,
los candidatos, junto con el soborno que pudiera ser necesario, tenían
que pagar los costos legales, incluidas las cargas p er d iem y toda
clase de extras a los funcionarios locales y de la ChanciUería, así
como los proverbiales chupatintas, los escribanos y sus asistentes
ayudantes, Y así (como vimos en el expediente Palavesín), para las
investigaciones más exhaustivas, la cuenta podía ser astronómica.
Una vez más se han de hacer algunas precisiones. Como indica el
caso del hermano de Catalina Alvarez de Avila, Francisco, era bas
tante más fácil obtener una canonjía en la catedral de Sigüenza que
en la de Toledo. Unos pocos testigos brevemente interrogados fue
ron suficientes en su caso frente a la interminable lista de testigos
de numerosas localidades sometidas a un largo y serio examen escri
to que llenan Jos legajos de los archivos de Toledo. En el mismo
sentido, la orden de Santiago trataba de ser más rígida en sus exi
gencias que las demás. Una regla general podría ser que, cuánto más
exclusiva era la organización, más altas eran las costas. El honor era
un lujo que se vendía como marca registrada, estando tasada cada
marca según su grado de prestigio. En ese sentido, una canonjía de
Toledo era el Rolls Royce de aquella época.
Más inquietante incluso que las costas era el peligro que acompa
ñaba a esta tercera clase de expedientes. Recordemos los varios in
tentos maliciosos de denigrar a Juan Francisco Palavesín porque su
segundo apellido era Rojas. El fue de hecho vindicado pero hubo
otros casos en que personas de linaje irreprochable sufrieron públi
ca vergüenza al serles negada la admisión en tal o cual cabildo, gremio
u orden a causa de testimonio anónimo n . Puesto que la limpieza de
sangre, contrariamente a la nobleza hereditaria, era fundamentalmen
te irreal (un mito social inventado para justificar y camuflar una re
volución oculta), la prueba misma se convirtió en algo cada vez más
carente de sentido. La limpieza dependía menos de los hechos (que
ordinariamente estaban fuera del alcance de una determinación posi
tiva) que de la opinión, que es como decir de la buena voluntad o del
odio de mil y una lenguas desconocidas. Uno era lo que la gente decía
que era, y en casos extremos (como mencionan Domínguez Ortiz y
otros ,2) los examinadores, lo mismo que los más severos maridos de
— 476 —
Calderón, rehusarían la admisión aunque sabían que el testimonio
era falso.
Por otra parte, si el riesgo era grande, también lo era el premio:
casarse bien (como en La verdad sospechosa) o por lo menos poder
callar a los chimosos al ser certificado como miembro limpio de una
organización exclusiva. Claro está que los chismosos de entonces sa
bían que en muchos casos descendientes de conversos lograron con
seguir estos honores, pero aquello tampoco era susceptible a prueba.
Y después de todo las creencias existen para que se crea en ellas. Caro
Baroja, que ha estudiado el asunto con tacto admirable, comenta que
aquellas «armas» defensivas contra la sociedad u, también eran in
dispensables hasta para familias nobles y nada sospechosas. Los Ro
jas, por ejemplo, que sabían lo que hacían al pedir su ejecutoria,
nunca se hubieran atrevido a solicitar un hábito. A lo más que se
atrevió el licenciado Fernando fue a conseguir el ingreso en la «Co
fradía de los Abades» de Valladolid, a pesar de su estatuto l4. Fue
esta clase de eficacia negativa la que hizo apetecibles tales organiza
ciones sociales a pesar del extendido escepticismo sobre la pureza de
tod os sus miembros.
» II, 350-357.
14 V er Cap. I, n. 41.
— 477 —
APENDICE II
GENEALOGIAS
— 478 —
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Juan
Galargo
Agu s t ín
Francisco
Hem onde
31
reconciliados en tiempo de gracia por judayzantes, que son los que
tienen esta señal2 y fuera destos lo fueron Luis Alvarez, alcayde de
la casa de la moneda y Hernán Franco que no fueron reconciliados,
como lo dize Alonso Franco reconciliado.
(4) Garcí González de Rojas, que dicen se fue a La Puebla y que
tuvo por su Hijo al Bachiller Rojas.
(5) Aluar Pérez, y que este tuvo por su hijo mayor a Alonso de
Francos.
(6) Mencía Alvarez casó con Alonso de San Pedro mercader de
paños, fueron ambos reconciliados en el término de la gracia año
1485 do dize ques su madre María Alvarez muger de Pedro Franco.
(7) Catalina Alvarez, casó con Antonio de San Pedro, trapero,
fue reconciliada en el termino de gracia año 1485, do dize que es
hija de Pedro Franco difunto y de María Alvarez su muger.
(8) Hernán Franco agüelo del que litiga, en el testamento que
hizo año de 35 dize son sus hermanos Alonso Franco y Luis Alvarez
y a Mencía Alvarez y Juan Franco que tienen esta señal3; casó con
Catalina Alvarez, tuvieron 8 hijos.
(9) Luis Alvarez Franco, alcayde de la casa de la moneda, casó
con Leonor de Villareal, fue su hijo Juan Franco preso por juday-
zante, no tuvo sentencia porque se volvió loco, nombra por herma
nos de su padre a Hernán Franco y Alonso Franco y Mencía Al
varez 4.
(10) Juan Franco reconciliado año de 1485, dize que es hijo de
Pedro Franco, y María Alvarez su muger.
(11) Alonso Franco reconciliado año de 1485, dize que es su
madre María Alvarez muger de Pedro Franco difunto y que son
sus hermanos Luis Alvarez alcayde de la casa de la moneda y
Hernando Franco y Mencía Alvarez muger de Alonso de San Pedro
y que ambos fueron reconciliados, casó con Leonor d e ' Villareal
Cuello tuvieron por hijo a Alonso de Villareal Franco.
(12) El Bachiller Rojas que compuso a Celestina la vieja. El
señor Fiscal pretende que fue hijo de Hernando de Rojas condenado
por judayzante año de 88 y que deste deciende el Licenciado Rojas
2 Los que llevan «esta señal» (una cruz que indica «reconciliación») son
Mencía Alvarez, Catalina Alvarez, Juan Franco y Alonso Franco. El resto del
párrafo, aunque algo oscuro, puede interpretarse así: «Y además de éstos, sus
hijos fueron Luis Alvarez y Hernán Franco que no fueron reconciliados,
como señala Alonso Franco, que sí fue reconciliado.»
3 Los que llevan esta señal (un «corazón coronado con cruz») en el árbol
son, a pesar del texto, Mencía Alvarez, Catalina Alvarez, Juan Franco y Alonso
Franco. A Hernán Franco habría que tomarle como el sujeto de la oración
siguiente «casó con Catalina Alvarez».
4 Los nombres de Alonso Franco y Mencía Alvarez están escritos a mano.
— 482 —
abogado que fue de Valladolid letrado de Hernán Suárez para quien
también pretendieron traer visaguelo de Asturias.
(13) Alonso de Francos; y este no tuvo hijos y por esto vino la
casa a Gonzalo García.
(14) Gonzalo García, hijo segundo del segundo Aluar Pérez, y
este tuvo por hijo a Aluar Pérez,
(15) Alonso de Villareal, frayle Francisco.
(16) Ysabel Alvarez casó con Alonso Aluarez.
(17) Mencía Aluarez que casó con el licenciado Alonso Pérez
de Ubeda.
(18) María Aluarez que casó con Hernán Pérez de Villareal.
(19) Gaspar Sánchez Franco, padre del que litiga, casó con doña
Teresa O rtiz5 y tuuo por hijo a Hernán Suárez.
(20) Pedro Franco, jurado.
(21) Francisca de los Arenales, monja.
(22) Juan Sánchez6.
(23) Alonso de Villareal Franco, que casó con doña Ynés de
Cepeda; tuuo por hijo a Alonso Franco.
(24) Aluar Pérez y este tuvo por hijo a Juan de Rojas Franco.
(25) Hernán Suárez7 que casó con doña Ynés de Léon; tuuieron
por hijos a Gaspar Suárez Franco y Hernán Suárez Franco, deposita
rio de Toledo, y a doña Teresa Franco y Alonso Suárez Franco que
fueron citados al pleito y salieron a él y están condenados en vista
de la propiedad y en costas personales y procesales y puesto perpetuo
silencio, año 1593.
(26) Alonso Franco, regidor que fue de Toledo, año de 1597;
casó con doña Leonor Acre; tuuo por hijo a Francisco Suárez Franco.
(27) Juan de Rojas Franco, señor de la casa al tiempo que se
hazía la provanza, año de 1584.
(28) Francisco Suárez Franco, regidor que es de Toledo, año
1606.
El segundo cuadro ha sido trazado para ilustrar los tres matrimo
nios entre los Rojas y los Montalbán y para juntar las diversas fuen
— 483
tes de información genealógica sobre las dos familias. Con Ja excep^
ción de la dudosa relación entre el bachiller y Garcí González Ponce
de Rojas (que indicamos con líneas cruzadas), nos dice en lo posible
la verdad sobre las dos familias en cuanto yo he pedido afirmarlo.
Todas las afirmaciones al parecer falsas, tales como la sustitución del
doctor Juan Alvarez de San Pedro por Alvaro de Montalbán (ver ca*
pítulo I, n. 50) no se toman en cuenta.
484 —
APENDICE III
T. D e p o sic io n e s legales
II. T r a n s c r ip c ió n del t e st im o n io
— 497 —
32
carga de qualquier / cossa que entra en la dicha villa, que / el conce
jo la arrienda, y entiende que es en poca cantidad, y esto se haze en
gierta manera que el que es pechero / paga ciertos maravedís de cada
carga que / entra en la dicha cibdad, y el que es hijo- / dalgo no
paga nada, ansí vecinos de la / dicha villa como forasteros, lo qual
sabe como vezino de la dicha villa, / y lo a visto ser y pasar desde el
tiempo que dicho tiene a esta parte, y esto rresponde / a la pregunta.
IIII. A la quarta pregunta dixo que del tiempo que dicho tiene
a esta parte, sabe que en las aldeas de la dicha // villa de Talabera
se an pagado y pagan pechos de pecheros por / rrepartimiento por los
bienes rrayzes / que tienen en los dichos pueblos, así vecinos como
forasteros, siendo pecheros, aunque sean vecinos de Talabera, y sabe
este testigo que en / los lugares de la parrochia de Almofrague y Al-
caudete an en- / padronado a algunos vecinos de la dicha / villa de
Talabera por los bienes / que tienen en los pueblos, y sobre ello se
an mobido pleitos, / e lo susodicho es público e notorio e / pública
boz e fama, y esto rrespon- / de a la pregunta.
V. A la quinta pregunta dixo que en el tiempo que dicho y
declarado tiene en la / primera pregunta que conosdó al licenciado
Francisco de Rojas e al bachiller / Hernando de Rojas, padre y agüe
lo del dicho licenciado Rojas, / que litiga, bibir y morar en la dicha
villa / de Talabera, donde heran vecinos, sabe / que los susodichos
y cada uno dellos / en su tiempo estubieron en pacifica / posesión
de honbres hijodalgo no- / torios, y como tales sabe que / en tiempo
de sede bacante de los / arcobispos de Toledo fueron / nonbrados
por alcaldes ordinarios // de la dicha villa cada uno dellos / en su
tiempo por el ayuntamiento de / la dicha villa de Talabera, y este
testigo / les vió tener y húsar los dichos oficios / pacificamente, y si
no fueran hijos- / dalgo notorios, como lo heran, no / les dieran los
dichos oficios, e ansi- / mismo sabe que fueron alcaldes / de la Her
mandad, jurados e procuradores / generales de la dicha villa algunos /
años ynterpoladamente, por el estado de los hijosdalgo, porque en la
dicha villa se husa e acostumbra / que la mitad de los dichos oficios /
de jurados e alcaldes de la Her- / mandad y fieles se dan a los / hijos
dalgo, y la otra mitad a los que no lo son, y el oficio de procurador
general syenpre se le dió a honbres / hijosdalgo, y el padre y agüelo
del que litiga syenpre les vió tener y húsar los dichos oficios por el
estado de los hijosdalgo, y oyó decir por público /e notorio e pública
voz e fama que / por ser tales hijosdalgo no paga- / van ni pagaron
el dicho derecho del por- / tazguillo por carga de ubas / e trigo que
de sus heredades y de / otras partes metían en la dicha villa / para
sus casas, e ni más ni menos / oyó decir que ansimismo en los luga
res // de Almofrague y Alcaudete y Halla, /y do tenían bienes y
hazienda rraíz, / no pechavan ni contribuían en los / pechos de pe
cheros de los dichos / por los bienes rrayzes / que tenían en los di
— 498 —
chos lugares e sus / términos, por ser hijos dalgo noto- / rios, y están
en tal posesión, y que si / fueran pecheros pagaran y se les / rrepar-
tiera como a los demás vecinos / pecheros de los dichos lugares y
foras- / teros que en ellos tenían bienes / rrayzes, lo qual este testigo
oyó decir / por cosa pública e notoria en la dicha villa de Talavera
en tiempo de los / susodichos, e dello e de lo demás / que dicho tiene
tal a sido y es / la pública hoz y fama y común / opinión, e nunca
vtó ni oyó / decir cosa en contrario, y en quanto a la posición del
dicho licenciado Rojas, / que litiga, ordinariamente, / desde que hera
muchacho a estado / ausente de Talabera, así en Salamanca / como
en esta villa de Valladolid, y en / otras partes, e no sabe cossa ningu
na / de su posición, y en quanto al vísagüelo / dize lo que dicho
tiene en la segunda pregunta deste su dicho, y esto rresponde // a la
pregunta, e no sabe más della. Fuéronle hechas las rrepreguntas /
de oficio necesarias; dixo que / dize lo que dicho tiene.
VI. A la sesta pregunta del dicho ynterrogatorío / dixo que dize
lo que dicho tiene en la pregunta / antes desta, a que se rrefiere, y
esta rresponde / a la pregunta, y no sabe más della.
VII. A la sétima pregunta del dicho ynterrogatorío dixo / que
dize lo que dicho tiene en la primera pregunta, / y no sabe otra cosa,
y esto rresponde / de la dicha pregunta.
V III. A la otava pregunta del dicho ynterrogatorío, dixo / que
aunque no vió casar ni velar / a los contenidos en la pregunta, / los
vio estar casados y hacer vida ma- / ridable en uno, como tales ma
rido / y muger, y como tales heran ávidos / e tenidos, e durante su
matrimonio entre otros hijos vió que tenían por su / hijo legítimo al
dicho licenciado Francisco / de Rojas, padre deste que litiga, llaman- /
dolé hijo y él a ellos padre e madre, e por tal su hijo legítimo fue
ávido / e tenido y comúnmente rreputado, y heredó sus bienes y ha
zienda de / los dichos su padre e madre lo que le / cupo como uno
de sus hijos, e dello / es la pública boz y fama, y esto rresponde / a
la pregunta.
IX. A la nobena pregunta del dicho ynterrogatorío // dixo que
la sabe como en ella se contiene, / porque este testigo se halló en las
bodas y ve- / laciones de los contenidos en la pregunta / y los vió
hacer vida maridable en uno, como tales marido y mujer, y durante
su ma- / trímonio ovieron por sus hijos legítimos / al dicho licen
ciado Rojas, que litiga, y al licenciado / Juan de Rojas y a doña Elvira
de / Rojas, e a García Ponze de Rojas, / llamándolos hijos y ellos a
ellos / padre e madre, y por tales marido / e muger e hijos legítimos
an sido / y son comúnmente rre- / putados, e dello esla pública /
boz y fama, y esto rresponde a la pregunta.
A la húltima pregunta dixo que lo que dicho tiene / es verdad
para el juramento que hizo, e / siéndole leído su dicho, se rratificó
en él, / y le fue encargado el secreto hasta la / publicación y prome
— 499 —
tiólo en forma, y no lo firmó porque dixo que no sabía / escriuír, e
rrubricólo el señor alcalde. Va testado lo siguiente: «porque / sabe
que,» y «procuradores.» Pase por testado.
(Rúbrica) Pasó ante mí, Juan Martín de Villalobos
(Rúbrica)
— 503 —
III. R e su m e n de l o s t e s t im o n io s r e st a n t e s
— 506
APENDICE IV
1. E l D ecreto
2. L as D ecretales
— 507
3. El vo lu m e n v ie jo de T o r t is
4. La se g u n d a p a r t e d e S a l ic e t o
5. F r a n c isc o de A r e c io
6. C o d ig o
— 508 —
8. Yten la Y n s t it u t a
9. Yten Ba ld o so b r e lo s feudos
11. Y ten la pr im e r a pa r t e de S a l ic e t o
Véase el número 4.
14 . Yten e l D igesto v ie jo
lustinianus, Corpus Juris Civilis _
D igestum vetu s cu m glossa, c. 1478/80; Venecia 1494.
— 509 —
15. Yten Jan so n s o b re e l E s fo rc a d o
Véase el número 1.
Véase el número 4.
21. Y ten J a so n so b r e l a p r im e r a d e l D ig e s t o v ie jo
— 510 —
23. Yten P aulo de C astr o so b r e el D ig e s t o v ie jo
27. Yten C iñ o s o b r e e l D ig e st o v ie jo
28. Y te ti P e t r a r c a en l a t ín
No es un libro de leyes.
32. Y ten U go de C e l so
37. Yten L e y e s C a p it u l a r e s
41. Yten c a p ít u l o s de c o r r e g id o r e s
— 513 —
33
42. Yten S u m a R ó se l a
A Alvaro de Montalbán.
claustro Miembros no conocidos del claustro de la
Universidad de Salamanca.
Franco Miembros de la familia Franco, primos de
Rojas.
Inq. Inquisición.
probanza Los nombrados en las probanzas del licen
ciado Fernando de Rojas como funcionarios,
testigos o informantes.
Puebla Vecinos de La Puebla de Montalbán.
Puebla, otros Rojas Miembros de otra familia Rojas de La Pue
bla con los que el bachiller estaba probable
mente emparentado.
R Fernando de Rojas
Relaciones Personas mencionadas en las Relaciones d e
los p u eb los d e España ordenadas p e r Fe
lipe II.
— 515 —
Rojas d e Carriches Miembros de la aristocrática familia de Mar
tín de Rojas, de Carriches, identificada como
pariente del bachiller.
Rojas d e T ineo Miembros de la familia hidalga de Rojas en
Cangas de Tineo con los que el Licenciado
Fernando pretendía estar emparentado.
Serrano Vecinos de La Puebla nombrados en el pro
ceso de Pedro Serrano de 1494.
— 516
Alvarez, Francisco {reo de la Inq. de Apuleyo, 417, 418 n., 432.
Toledo), 105 n-, 119, 120. Aragón, infantes de, 226.
Alvarez, Guzmán, 463. Aragone, Elisa, 325 n.
Alvarez, Ysabel (Franco), 483. Arco, Juana de, 315, 427.
Alvarez, Leonor (hermana de A.), Arcos, Cristóbal de, 426 n.
86 n., 96. Arenales, Francisca de los (Franco),
Alvarez, Leonor {mujer de R.), 52, 66, 138, 482.
67 83 n., 84, 85, 95, 119, 124, 126, Arenas, Alonso de (Serrano), 246, 250.
137 n., 215, 216, 386, 387, 404 n„ Arenas, Nicolás de (Puebla), 246, 251.
406, 407, 409, 410, 418 n., 423, Aretio, Francesco de, 508.
439 n„ 440, 451, 461, 465, 467, Arévalo, Alonso de (agente de R.),
468 , 488, 495. 176, 447.
Alvarez, Mari (Franco), 61, 91, 478, Arévalo, Juan de {escribano de R.),
482. 465.
Alvarez, María (Franco), 483. Arévalo, Juan de (Talavera, procura
Alvarez, Mencía (hija de Pedro Fran dor), 465 n.
co), 61, 478, 482. Arias Dávila, Juan, 274 n.
Alvarez, Mencía {nieta de Pedro Fran Arias de Avila, Diego, 132 n., 151,
co), 61, 483. 178, 182 n., 239.
Alvarez de Avila, Catalina (nuera de Arias Montano, Benito, 128.
R.), 124, 131 n., 137 n., 138, 265 n., Ariés, P„ 214 n., 222.
387 n., 406, 407 , 462, 476, 488, Ariosto, Ludovico, 217.
495. Aristóteles, 198, 233, 310, 326, 329
Alvarez de Avila, Francisco {hermano 333, 415.
de Catalina, canónigo de Sigiienza), Arragel, Rabbi Mosé, 152, 232 n.
67 n., 125 n., 138, 465, 476. Arrojas, Sancha de (Rojas de Tineo),
Alvarez de la Reina, doctor Fernando, 66 n.
128 n., 273, 274 n. Arturo, rey, 152, 430 n.
Alvare2 de Montalbán, Alonso (her Asensio, Eugenio, 47, 168 n.
mano de A.), 86 n., 249 n., 483. Atkinson, W., 316 n.
Alvarez de Montalbán, Fernando (pa- Aulestia, Cristóbal de (probanza), 486,
de de A.), 86 n., 132. 493.
Alvarez de Montalbán, Garcí {abuelo Aurelio, Marco, 412 n.
de A.), 88, 132, 154. Ausonio, 303 n.
Alvarez de Montalbán, Pero {tío de Avdallá [Abdullah] (alfarero, Serra
A.), 87 n. no), 249.
Alvarez de San Pedro, D. Juan {padre Avellaneda, Alonso Fernández de, 101,
de Catalina Alvarez de Avila), 67, 280, 354.
134, 475, 484. Avicenna, 323, 334 n.
Alvarez Franco, Luís (Franco), 61, Avila, Alfonsina de (pariente lejana
482. de R.), 124, 265 n., 475 n. ^
Alvarez Gato, Juan, 54 n., 163, 177 n„ Avila, Alonso de (conocido de Luís
186 n., 287 n. García, el «librero»), 132 n., 249.
Amad'ts de Gattla, 157, 424. Avila, Alvaro de (hermano de Cata
Amaral, A. do, 306 n. lina Alvarez de Avila), 124 n.
Ainezúa, Agustín G. de, 50. Avila, Antonio de (hermano de Cata
Andreae. Johannes, 507, 509. lina Alvarez de Avila), 125 n.,
Andrés {acemilero, Serrano), 251. 137 n.
Andrés, fray (Serrano), 95, 249. Avila, Francisco de {véase Alvarez de
Andrews, J. R., 71 n., 115 n. Avila, Francisco).
Angulo, Julio, 468 n. Avila, Gonzalo de {cuñado de R.),
Aníbal, Claudio, 14. 67 n„ 86 n., 131 n., 132 n., 138 n.
Antíoco IV, 430. Avila, Gutierre de (Puebla)^ 138 n.
Antonio, Nicolás, 29, 301 n. Avila, Inés [Ynés] de (sobrina de A.),
Apiano de Alejandría, 328 n., 427 n. 67 n„ 124 n., 475.
Apráiz, Angel de, 296 n. Avila, Beato Juan de, 128, 145, 191 n.
517 —
Avila, Martín de {Puebla, familiar de Battistessa, A. J., 462 n.
la Inq.), 59 n., 138, 274. Baudelaire, Charles, 221.
Avila, Rodrigo de {Puebla), 132 n. Bécquer, Gustavo Adolfo, 230, 442.
Ayala, Ynés de (Rojas de Carrícbes), Belchite, conde de, 262 n.
260. Beltrán (Sermno), 247.
Ayala, Juan de {Talavera, deudor de Bell, Aubrey, 19, 64 n„ 243 n., 281 n„
R.), 445, 461. 292 n., 284 n„ 288 n.
Ayala, Leonor de (Rojas de Carricbes), ücllow, Saúl, 193 n.
260. Bernardete, M. J., 17, 98 n., 1;>2 ,
Ayala, María de (Talavera, monja), 193 n.
445 n., 461. Benavente, conde de, 264 n.
Ayala, Martín de (Rojas de Carricbes), Bénichou, Paul, 304 n.
260, 275. Benito Ruano, Eloy, 133 n., 195 n.,
Azaña, Manuel, 379, 382. 386 n.
Aznar, doctor, 468. Berceo, Gonzalo de, 13, 130 n„ 395 n.
Azorín, 224 , 230, 405, 406. Bergenroth, G. A., 178 n.
Bergua, J., 357 n.
Bermúdez Plata, C., 20, 96 n.
B Bernal, Alonso (Talavera, funciona
rio), 456 n.
Baena, Juan de (sastre cordobés), Bernáldez, Andrés, 467 n.
127 n., 177 n., 263, 336. Bernardo, San, 101.
Baena, Juan Alfonso de (compilador Beyle, Henri, 13, 28, 39, 45, 68, 76,
del Cancionero), 257 n. 78, 203, 266, 300, 315, 369.
Baer, Yitzhak [Fritz], 19, 89 n., 104 n., Biel, Friedrich, 324 n.
138 n., 166 n„ 177 n„ 193 n., 196 n., Bitoria (repostero, Serrano), 249.
197-199, 201 n., 240, 241 n„ 242 n., Blanco Águinaga, Carlos, 193.
335 n., 403 n. Blanco White, José María, 30.
Bae2a, Gonzalo de, 154. Blavis, Bartholomaeus de, 509.
Baeza, Pedro de, 182 n., 254 , 255, Blavis, Thomas de, 509.
263. Bloch, Joshua, 138 n., 236 n.
Baladro del Sabio Merl'tn, 237 n. Bloomfield, Morton, 17, 197 n.
Baldwin, James, 405. Blum, Léon, 78.
Balzac, Honoré de, 44, 399. Boccaccio, Giovanni, 179, 287, 319,
Ballesta, bachiller, 270 n. 353 n., 429, 432.
Bandello, Matteo, 217. Boecio, A. M., 182, 418, 431, 432.
Barberino, Andrea de, 425 n. Bolonia (Puebla, soldado), 234.
Barbosa, Arias [Aires Barbosa], 281, Bonet, Honoré de, 152, 186.
285 n., 305, 306 n. Bonifacio VIII, papa, 507, 509.
Barreda, Maestro (Talavera, precep Bonilla y San Martín, Adolfo, 288 n.,
tor del licenciado Fernando), 270 n. 398, 415, 416 n„ 437 n.
Barros, Joao de, 193 n. Bonillo, Licenciado De (abogado de
Barth, Gaspar von, 39, 316 n., 353, A.), 84, 451.
359 n. Borgese, Giuseppe, 34, 38, 41.
Basanta de la Riva, Alfredo, 20, 55 n„ Bosco, El (van Aeken, Hieronymus),
96 n., 154 n., 236 n., 259 n., 473 n., 368.
485. Bou ilion, Godofredo de, 430 n.
Basilea, Fadrique de, 511, 513. Bradley, A. C., 37.
Basurto (o Basuarto), Rodrigo de, 273, Brant, Sebastiano, 507.
274, 334. Bravo, Juan (testigo de descargo), 466,
Bataillon, Marcel, 19, 20, 30, 39, 45, Breughel, Peter, 186.
51, 87 n., 109 n., 111, 133. 160 n., Breydenbach, Bernhard voo, 426.
ISO n., 192 n., 193 n., 220, 221, Briones (Serrano), 250.
238, 263, 339, 341, 349, 351-355, Brixiensis, Bartholomaeus, 507.
358 , 361, 363 n., 366 n., 374-376, Brocar, Juan de, 512.
420 n„ 433 n. 437 n. Brombert, Víctor, 39 n.
— 518 —
Buber, Martin, 194. Carranca y Miranda, fray Bartolomé
Budd, Billy, 81. de, 271 n.
Buenhombre de España, Alonso, 320 n. Carrera, Andrés de la (Talavera, pro
Buffon, G. L. Leclerc de, 370. banza), 490.
Bullón y Fernández, Eloy, 297 n. Carrillo (cristiano nuevo), 450 n.
Buonarroti, Miguel Angel, 216, 217. Cartagena, Alonso de, 168, 186, 328 n.,
Burckhardt, Jacob, 296. 330, 419 n.
Burgos, Pedro de {claustro), 274. Casa, Frank, 381 n.
Burke, Kenneth, 29, 380-382, 405. Casas Hom, J. M., 417 n.
Byron. George Gordon, Lord, 426. Casona, Alejandro, 37.
Gissirer, Ernst, 98 n., 190 n., 200 n.,
344.
C Cissuto, U., 357 n.
Castellanicos (paje, Serrano), 249.
Caballería, Alfonso de la, 197. Castiglione, Baldassare, 217, 432.
Caballería, Micer Pedro de la («don Castillo, Hernando del, 273, 433.
Bonafós»), 149, 196, 197, 473. Castillo, Juan [Johan] del, 104 n.,
Caballero, Fermín, 473n. ^ 133, 215.
Cabezudo Astrana, J., 99 n. Castro, Alvaro de, 511.
Sáceres, bachiller Bernaldino de (Ta Castro, Américo, 16, 17, 20, 27, 28,
lavera, deudor de R.)t 404, 423. 39, 40, 47, 48, 51 n., 64, 98, 107 n.,
Cachiporro, Antón (Serrano), 249. 117 n , 123, 124 n., 127-131, 137,
Calderón de la Barca, Pedro, 344 n., 141 n.-143, 147, 149 n„ 150, 152
477. 154, 166, 173, 180, 187-189, 192 n.,
Calvo, Laín, 336, 410 n. 193 n., 197 n., 199, 200, 205, 206,
Camándulas, bachiller, 151 n. 232 n., 237, 304 n., 335 n., 336,
Cámara, Alonso de la, 301. 338, 357 , 368, 380, 394, 395, 410,
Campanella, Tommaso, 344. 443, 444 n,, 471, 476 n.
Campofrío, Roco, 474 n. Castro, Baltasar de (inquisidor, A.),
Cantera Burgos, Francisco, 20, 61 n., 83 n., 123.
89 n., 131, 195 n., 215, 216. 296 n., Castro, Guillen de, 394.
475 n. Castro, Juan Alonso de (deudor de
Cañete, Manuel, 290 n., 361. R.), 457, 458.
Capo 'escudero, Serrano), 246. Castro, León de, 243 n., 309.
Capón, Ruy, 227. Castro, Paulo de, 509, 510, 511.
Carande, Ramón, 178 n., 390 , 397, Castro de Zubiri, Carmen, 17.
463 n. Castro Guisasola, F., 75 n., 212 n.,
Cárdenas, Alonso de, 262. 324, 325 n., 331 n., 340 n„ 418 n.,
Cardoso, Abraham, 145. 434 n.
Careaga, Luis, 132 n., 467. Catalina de Siena, santa, 342.
Carlornagno, 428 n., 430 n. Catulo, Cayo Valerio, 183.
Carlos II, 339 n. Cazalla, docior Agustín, 145.
Carlos V, 134, 177 n„ 337, 390 n., Cazalla, María, 108, 109, 337.
402. Cejador, Julio, 31 n., 218 n., 472 n.
Carmona, Andrés de (claustro), 274. Cela, Camilo José, 237.
Caro Baroja, Julio, 19, 47, 62 n., 64, Celso, Hugo de, 512, 513.
84 n„ 91, 99 n., 105 n., 107 n., Centenero, Antón de. 511, 513.
111 n., 112 n., 114 n., 116 n., Centeno, Augusto, 79, 370, 379.
125 n., 126, 137 n., 139 n., 144 n.f Cepeda de Avila, Ynés (Franco), 56,
145, 146, 153 n., 154, 160 n., 166 n., 155, 472-474, 483.
170 n.f 172, 177 n., 193 n., 197, Cepolla, Bartholomaeus, 511.
198 n.f 232 n., 233, 239 n., 241 n., Cerezo, bachiller, 301, 321, 323.
256 n., 263 n., 274 n., 297 n., 336 n., Cerralvo, Diego de, 251.
338 n., 357 n., 358 n., 447 n., 449, Cervantes, Juan de, 272.
463 n., 474, 475, 477. Cervantes, Miguel de, 13, 28, 40 n.,
Carpió, Juan del, 248. 41, 47, 48, 52, 71-74, 76, 128 n.,
— 519 —
134, 138, 159, 160, 169, 193 n , Platir, hijo del invencible Emp&dor
237, 272, 276, 288, 322, 340, 349, Prímaleón, La, 424 n.
353, 354, 360, 361, 379, 380, 385, Crónica del Rey don Rodrigo, 427.
399, 407, 410 n., 411, 415, 424, Cuarela, Leonor de, 251,
425, 468, 475. Cuartera y Huerta, B., 21, 136 n.
César, Julio, 430 n. Cuenca, Pedro de, 252.
Céspedes del Castillo, G., 127 n. Cusa, Nicolás de, 98 n.
Cicerón, Marco Tulio, 75 n., 310,
316 n,, 337 n., 417.
Cirac Estopiñán, S., 172 n.
Ciruelo, Pedro, 343 , 344 n. CH
Cisneros, Francisco Jiménez de 178 n
211 n., 398 n. Chacón, Gonzalo, 255.
Clarión de Landanís, 424 Chacón, Leonor, 255.
Clark, D. L., 310 n. Chaucer, Geoffrey, 292 n.
Clemente V, papa, 225 n., 509, 510. Cbronica llamada el Triunpho de los
Coeur, Jacques, 441. nueve más preciados varones de la
Fama, 430.
Colaneche (tañedor de baldosa, Se
rrano), 250.
Coleta, Fernando de la {Serrano), 246.
Colon, Cristóbal, 77, 97 n., 128, 137 n D
153 n., 173, 200, 274, 275, 320.
Colonia, Johannes de, 507. Dávalos, Rodrigo (Rojas de Carriches),
Colonne, Guido delle, 327 n., 430. 260. '
Comedia Ypólita, 355, David, rey, 152, 430.
Coutreras, Padre (Torrijos, preceptor), Dávyla, Andrés (escribano, testigo de
142 n> la muerte de R.), 465.
Copérnico, Nicolás, 200, 217, Delicado, Francisco, 160 n., 353 n.,
357 n.
Córdoba, Fr. Alonso de, 297, Deo, Johannes de, 507.
Córdoba, Diego de {Serrano), 274. Deyermond, A. D., 180, 181 n., 212 n„
Córdoba, Fr. Martín de, 182 n., 439 n. 302 n., 363 n., 365 n.
Coria, condesa de, 303. Deza Fr. Diego de, 128, 173, 274,
Corneille, Pierre, 333. 275,_ 294 n.
Coronel, María, 225. Diagarias (vease Anas de Avila, Diego).
Coronel, Pablo, 274 n. Diálogo entre Lain Calvo y Ñuño Ra-
Coránica miebámente enmendada y * « « ,9 0 n , 132 n , 144, 410 n.
añadida del buen cauallero don Tris Díaz, Bemaldino (Talavera, se libró de
tán de Leo ais, 424 n. la Inq.), 233, 447, 456.
Corral, Diego de (Serrano), 249. Díaz, Diego (deudor de R.), 457.
Cortés, Hernán, 174, 272, 329. Díaz, Francisco, 438 n.
Cota, Dr. Alonso de, 176, 462. Díaz, Juana (vecina de Madrid, pa
rroquia de San Ginés), 155 n
^ 2 5 1 A1° nS° de (aceniilef0> Serrano), Díaz de Montalvo, Alfonso [Alonso],
Cota, Rodrigo de, 29, 113 n., 151 n., Í 11 i6 8 ' 170> 297, 423 n.,
317 n., 325, 328, 330, 368.
Díaz de Pan y Agua, Juana (Puebla,
Covarrubias Orozco, doctor Sebastián,
esposa del Dr, Francisco Hernán
Covisa, Gonzalo de, 246. dez, «protomédico de las Indias»),
235 n.
Cranach, Lucas, 217.
Cratino, 274. Díaz de Rojas, Garcí (Puebla, escriba
no), 224.
Criado de Val, M., 31, 63, 433 n.
Cromberger, Juan, 433 n. Díaz de Toledo, Fernando, 239, 338
387 n., 513.
Crónica de don Tristán de Leonís en
español, 424 n. °395dn ^427^ Roí,rigo' e! Cid> 114>
Crónica del muy valiente y esforzado
Diccionario de autoridades, 313, 374 n.
— 520 —
Dickens, Charles, 160 n„ 292, 380. 269 n., 271 n„ 275 n , 276, 446 n„
Diógenes, 412. 463 n.
Docientas del castillo de la fama, Las, Esplandi&n, Las Sergas de, 157, 424,
433. Espronceda, José de, 279.
Documentos inéditos para 4a historia Esteban, Francisco (sacerdote coetá
de España, 234 n. neo del bachiller), 224, 225, 261 n..
Dolfos, Vellido, 389. Esténaga, Narciso de, 41 n„ 54 n
Domínguez Bordona, J., 133 n., 181 n. 59 n., 260 n.
Domínguez Ortiz, Antonio, 20f 111 n.f Estrada, duque de, 446.
126, 133 n., 137 n., 154 n.t 166 n„ Eyb, Albrecbt von, 319, 325, 417,
187, 188, 189, 191 n , 195 n., 235 n , 518 n.
241 n., 336 n.t 474 n., 476.
Du Bois, William, 204 n.
Dueñas, Diego de (amo de A.), 91.
Dumont, Louis, 20, 124, 129 n. F
Fabié, A. M., 127 n.
Fanega, Iohan (Talavera, ayudante de
E R.), 456 n.
Faulkner, William, 160 n.
Ebersole, A. V., Jr., 344 n. Fe, Dr. Constantino de la (véase Fuen
Eboli, Princesa de, 460 n, te, doctor Constantino de la),
Edel, León, 159 n. Febvre, Luden, 194, 320 n., 440 n.
Eliot, T. S., 38, 352 n., 379, 380, Feijoo, Benito Jerónimo, 339 n.
382. Felipe II, 141, 223, 224, 231, 323,
Encina, Juan del, 71, 115 n., 190 n., 390, 403, 516.
204, 213, 221, 272 n., 275, 276, Ferguson, Francís, 34 n.
289 n., 304, 324, 325, 361 n., 416, Fermoselle, Diego de, 272.
423, 433. Fernández, Lucas, 272, 289, 290 n„
Enrique, Martín {médico regio en 401.
Portugal, pariente de Luis García Fernández, Mayor (Franco), 65, 478.
el «librero»), 116 n. Fernández Aceituno, Alonso, 59 n.
Enrique IV de Castilla, 125, 151, 178, Fernández de Bethencourt, F., 19,
197, 227, 229, 260, 319 n., 358, 234 n., 244, 248, 255, 262 n.
528. Fernández de Córdoba, Gonzalo (el
Enriquez, Teresa (duquesa de Maque- Gran Capitán), 153, 261.
da), 142 n. Fernández de Retama, Luis, 298.
Entrambasaguas, J. de, 343. Fernández Rubio, Martín (vecino de
Epístolas de Rabí Samuel embiadas Halía, reo de la Inq.), 108 n.
a Rabí Ysaac doctor y maestro de Femando el Católico, 128, 174 n., 194,
la synagoga, Las, 257, 320 n. 229, 241, 255, 260, 264, 284, 285,
Erasmo, Desiderio, 20, 3840, 109, 302, 325 n., 442, 446.
133 n., 216, 222, 258, 305, 341, Ferrater Mora, José, 39, 40, 117, 118.
415, 420-423, 436 n., 437 n., 439. Ferrer, san Vicente, 167, 201 n., 296 n.
Ercilla, Alonso de, 64 n., 96 n., 137, Fielding, Henry, 76, 139.
141, 191 n., 433, 463 n. Fielding, Sarah, 140 n.
Erikson, Erik, 112 . Filón de Alejandría, 428 n.
Erosístrato, 328 n. «Física», la, véase Mondón, Mayor de.
Esopo, 431. Fita, P. Fidel, 54 n., 93 n., 104 n.,
Esperabé Arteaga, E., 20, 269 n., 171 n., 177 n., 187 n„ 195 n., 196 n.,
270 n., 272 n , 273 n„ 282 n„ 286 n„ 202 n., 242 n., 403 n., 447 n., 465 n.
307 n., 463 n. Fitzmaurice-Kelly, James, 32.
Espina, Fr. Alonso de (Alfonso), 104, Flamminio, Lucio, 303 n., 305.
173, 187, 198. FIórez de Valdés y Rojas, Alonso,
Espinel, Vicente, 73, 192 n., 214, 66 n.
275 n. Floriano Cumbre ño, A. C., 174 n.,
Espinosa Maeso, Ricardo de, 17, 251, 444.
— 521 —
Fluchére, Henri, 355. Gurda, Fernando (clérigo, Serrano),
Fontano, Jacobo, 426. 248.
Foulché - Delbosc, Raymond, 31 n., García, Francisco (Talavera, proban
D I n., 434 n. za), 505.
Fraker, Charles W., 257 n., 381 n. García, Gonzalo (Rojas de Tineo),
Francisco I, 134, 442, 446. 483.
Franco, Alonso (Franco), 57 n., 61, García, licenciado Juan (probanza),
478, 482. 487, 493, 496.
Franco, Alonso (hijo de Alonso de García, Luís [Abraham] (librero de
Villareal Franco e Inés de Cepeda), Talavera, reo de la Inq,), 84 n.,
483, 486. 104 n„ 108 n., 116 n., 118 n„ 132 n.,
Franco, García (reo de la Inq., santo 138 n., 143, 233, 239, 423, 426, 449,
Niño de la Guardia), 104 n., 320 n. 465.
Franco, Hernán (Franco), 61, 482, 483. García, Miguel, 252.
Franco, Juan (Franco), 61, 478, 483. García Blanco, Manuel, 29 n., 324 n.,
Franco, Mentía, 478. 325 n.
Franco, Pedro (arrendador de alcaba García de Moyos, bachiller Marcos
las y trapero, marido de María Al ( « M a rq u illo s de Mazarambros»),
varez, reconciliado en Toledo), 55 n., 195 n., 338, 397.
57 n., 61, 65, 66, 94, 133, 136, 478, García de Proodian, Lucía, 137 n.
482, 483, 486. García de Rojas, Gonzalo (Rojas de
Franco, Teresa (Franco), 483. Tineo), 66 n.
Franfon, M., 186 n. García de Santa María, Alvar, 131 n.
Francos, Alonso de (Rojas de Tineo), García de Santa María, Gonzalo, 435.
66 n., 482, 483. García Mercadal, José, 127 n., 213 n.,
Friedburg, Bemhard, 138 n., 235 n. 277 n., 284 n., 293 n., 308 n., 309,
Fries, F. R., 316 n. 342 n.
Frye, Northrop, 359. García Morales, Justo, 343 n.
Fuensanta del Valle, marqués de la, Garcilaso de la Vega, 235 n.
239 n. Garnica (Serrano), 249.
Fuente, Dr. Constantino de la, 102, Garrido Pallardó, F., 356 n.
338 n.
Garzón, P. F. de Paula, 393 n.
Fuente, Diego de la (terrateniente de
La Puebla), 136 n., 249. Gestoso y Pérez, J., 474 n.
Fuente, Rodrigo de la (Puebla, hijo Gibaja, Ysabel de, 96 n.
de Diego), 136 n. Gíedion, Siegfried, 49, 388.
Fuente, Rodrigo de la (Puebla, nieto Gili Gaya, Samuel, 263 n., 322 n.
de Diego), 136 n. Gilman, Stephen, 20, 54 n., 55 n.,
Fuente, Vicente de la, 176 n., 211 n., 56 n., 57 n., 58 n., 59 n., 60 n.,
213 n., 274 n., 280 n„ 281, 291 n., 61 n., 260 n., 271 n., 475 n., 483 n.
302 n„ 309 n. Gilmore, Myron, 299 n., 303 n.
Fuentesalida, comendador, Alonso de Gillet, J. E., 20, 272 n., 273 n., 280 n„
(Serrano), 249. 320.
Fuster, J. P., 438 n. Girón, Pedro, 263 n.
Girón de Rojas, Juan (Puebla, oíros
Rojas), 261 n., 262 n.
Glaser, Edward, 154.
G Glover, A., 35 n.
Goldman, Peter, 17, 357. 358.
Galeno, 328 n. Gómez, Avira, 250.
Gallego, Bartolomé (sobrino de A., je Gómez, Elvira (hermana de A.), 86 n.,
fugó de la Inquisición), 83 n., 119, 124, 211 n., 265.
123, 388, 450, 451. Gómez, Fernán (primo de Juan de
Ganívet, Angel, 224. Lucena, impresor), 125 n.
García (sastre, Serrano), 252. Gómez, Fernando (Serrano), 247, 249.
García, Alonsyco (Serrano), 252. Gómez, Gonzalo (Serrano), 249.
— 522 —
Gómez de Avila, Ferrant (Puebla), Gregoriis, Johannes de, 509.
131 n. Gregorio IX, papa, 507.
Gómez de Castro, Alvaro, 414 n., Grey, Ernest, 17, 196 n., 235 n.,
415 n. 236 n.
Gómez de Santesteban, 426. Griffin, N. E., 327 n.
Gómez de Toledo, Alvar (claustro), Groethuysen, Bernhard, 190 n., 332 n.
303, 415 n., 416 n. Guadix, Diego de, 238.
Gómez Moreno, Manuel, 467 n. Guarino Mesquino, Crónica del ftoble
Gómez Quemado, Fernando (Serrano), cauallero-------, 424 , 425.
250. _ Guevara, Antonio de, 71, 72, 205, 248,
Gómez Tejada de los Reyes, Cosme, 310 n., 315, 321, 353, 412, 414, 416,
135 n., 383, 391-397, 401, 402, 414, 4 2 1 ,4 2 4 ,4 3 1.4 3 9 .
445, 446 n„ 457, 465. Guevara, bachiller (Talavera), 448.
Gomiel, Pedro de, 274. Guevara, Carlos de (Puebla), 254 n.
Góngora, Luis de, 372. Guevara, Marina de (esposa de Alon
González, Beatriz (Puebla, reo de la so Téllez), 248.
Inquisición), 240. Guevara, Marina de (mencionada por
González, Bernardino (procurador, pro Llórente), 248.
banza), 485. Guicciardini, Francesco, 127, 217, 290.
González, Catalina (loca, informadora Guillén, Claudio, 17, 92, 135.
de la Inquisición), 189 n. Guillén, Gaspar (Talavera, reo de la
González, García (Serrano), 247, 250. Inquisición), 448.
González, Julio, 279. Guillen, Jorge, 17, 73, 130 n., 473 n.
González, Martín, 91. Gutenberg, Johann Gensfleisch, 71,
González Berna), Dr., 468 n. 311, 419.
González de Bustamante, Gonzalo, Gutiérrez de Gibaja, Alonso de (hijo
513. de Iñigo de Monzón), 96 n.
González de la Calle, Pedro Urbano, Gutiérrez Nieto, J. I., 444 n.
301 n. Guzmán, Gaspar de (probanza), 493,
González de Mendoza, cardenal Pe 504.
dro, 151 n., 365 n. Guzmán, Leonor de, 428 n.
González de Montes, Raimundo, 19,
87 n., 101, 116, 174 n„ 177, 191,
338, 458.
González de Oropesa, Pedro (cuñado H
de A.), 86 n., 95, 96, 249.
González Francés, Antonio (inquisi Haebler, 419 n., 437 n.
dor, A.), 83 n., 123. Hajnal, Istvan, 270 n., 308 n., 309 n.,
González Hidalgo, Pedro (deudor de 314, 317 n.
R.), 458. Hamilton, E. J., 463 n.
González Husillo, Fernando (converso Hamilton, Guy, 356 n.
toledano), 86 n., 90, 169 n., 170, Hartmatm, E., 316 n.
242 n. HartnoU, 316.
González Notario, Pedro (Franco), 65, Haskins, Charles Homer, 310.
85, 132, 478. Hazlitt, William, 35.
González Sacristán, Pedro, 249. Héctor, 152, 430.
Gonzálvez, Ramón, 17, 20, 54 n., 55 n., Hellman, Edith, 17.
56 n., 59 n., 60 n., 61 n., 65 n., Henríquez, Juana, 128 n.
130 n., 260 n., 271 n., 475 n., Heráclito, 74, 185, 186, 300.
483 n. Herbort, Johannes, 508.
Gordo, Ximeno, 182 n., 336, 459. Hernández, Diego (hermano de Ga
Gracia Dei, Pedro, 289 n. briel Alonso de Herrera), 415.
Gracián, Baltasar, 128, 349, 353. Hernández, Diego (probanza), 413,
Green, Otis, 156 n., 326 n.. 358 n., 493, 496.
381 n. ^ Hernández, Francisca, 120, 341 n.,
Gregoriis, Gregorius de, 509. 342.
52> —
Hernández, Francisco, 128 n., 142 n., Jenson, Nicolaus, 507, 509.
235 n., 266, 333 n. Jiménez, Lucas (procurador, probanza),
Hernández, Pedro, 440. 485, 486, 493.
Herrera, Gabriel Alonso de, 398-400, Jiménez de Gregorio, F., 396 n., 397 n.
415, 455. Jiménez de la Llave, Lucas, 402 n.,
Herrera, Hernán Alonso de, 398 n., 446 n.
415. Jiménez Herrador, Rodrigo (Talavera,
Herrero, Juan (Serrano), 251. reo de la Inq.), 447.
Herriot, J. Homer, 78 n., 212 n., 433 n. Job, 182, 183, 186, 413.
Hijes Cuevas, V., 414 n. Jonson, Ben, 379.
HÍ1I, J. M., 256 n. Josefo, Flavio, 319, 320 n., 426, 428 n.,
Hiller, J. H., 418 n. 431 n.
Hillgarth, Jocelyn, 178 n. Josué, 152, 430.
Hinojosa, doctor (notable de Talavera, Joyce, James, 33 n., 150, 160 n.
probanza), 489, 491, 496. Juan, príncipe, 273, 274, n., 284 n.,
Hipócrates, 428 n. 304.
Historia de Henrrique ji de Oliva, Juan II, 125, 134, 167, 226, 229.
A?A 475 Juan Bautista, san, 231 n.
Hitler, Adolf, 472. Judas Iscariote, 437.
Homero, 430. Judas Macabeo, 152, 430.
Hornik, M. P., 147 n., 444 n. Jufré, 334 n., 445 n.
Hordz (véase Ortiz, «Fulano»), Jung, Cari Gustav, 382.
Huizinga, Johan, 178, 185, 283 , 290, Junta, Juan de, 324, 512.
293, 366. Justiniano, 509, 510.
Hurtada, Ysabel (nieta de R.), 387 n. Juvenal, Décimo J., 303, 306.
Hurtado, Elvira (esposa de Alonso de
Montalbán), 155 n.
Hurtado, Guiomar (esposa de Diego K
de la Fuente), 136 n.
Huitado, Luis (yerno de R.), 124. Kafka, Franz, 116, 117, 202.
Hurtado de Mendoza, Diego, 237 n., Kaiser, Walter, 38, 39.
295 n., 298 n. Kennedy, M. B., 310 n.
Hurtado de Mondón, Ysabel (esposa King, Edmund L., 17.
de Pero de Montalbán), 96 n. Kohut, George A., 357 n.
Hurus, Juan, 511.
Husillo, Diego [González] (converso
toledano), 86 n.
Husillo, Fernán o Hernando (véase L
González Husillo).
Lacrando, 417.
Ladrada, Diego (véase Adrada).
I Laínez, Diego, 168 n.
Landsberg, Paul Ludwig, 230.
Ignacio, San, 168 n. Lapesa, Rafael. 17, 106, 147, 237 n.
Infantado, duque del, 254. Larra, Mariano José de, 79.
Inocencio III, 101. Las Casas, Bartolomé de, 329.
Isaac, 239. Laurencín, marqués de, 152 n.
Isabel I la Católica, 109 n., 178, 182, Lavardin, Jacques de, 365 n.
194 , 229, 241, 255, 264, 289 n., Lawrence, D. H., 34 n.
302, 324, 439 n. Lazarillo de Tomes, passirn.
Lea, H. C., 20, 61 n., 62 n„ 84 n.,
87 n., 90 n., 92, 93 n., 98 n., 116,
J 120, 157 n., 165 n„ 170 n„ 171 n„
174 n., 178 n., 191 n., 194, 195 n.,
Jankélévitch, Vladimir, 39, 40. 197, 241 n„ 243 n., 295 n., 447,
Jarada, Leonor (Puebla, reo de la 463 n., 476 n.
Inquisición), 240, 241 n., 242. Ledford, Loraine, 17.
— 524 —
Lee, Dorothy, 90. López Barbadillo, J., 107 n,, 279 n.,
Leo, Ulrich, 312 n. 354 n.
León X, papa, 177 n. López Cortídos, Francisco (Talavera,
León, Francisco (Talavera, probanza), reo de la Inquisición), 84 n„ 448
505. 459.
León, Fray Luis de, 19, 29, 64 n., 128, López de Ayala, Iñigo, 260.
204, 205, 213, 243 n., 278, 281 n„ López de Ayala, Pero, 84 n., 148, 226,
282 n., 283, 284, 288 n ., 297, 309, 428.
337, 391 n. López de Haro, Alonso, 260.
León, Ynés de [Franco), 483. López de Hoyos, Juan, 430 n.
León Tello, P., 20, 61 n., 215. López de Illescas, doctor Juan, 100 n.f
Leonor, Reina (Relaciones, esposa de 258 n„ 459.
Juan II), 226. López de León, Diego, 421 n.
Lerma, Diego de (Serrano), 250. López de Montalbán, Rodrigo (To
Lerma, Gravíel de (Serrano), 248. ledo), 136 n.
Lerma, Juancho de (Serrano), 250. López de Toledo, Ana (esposa de Fran
Levey, Michael, 331 n. cisco de Montalbán), 105.
Levin, Hariy, 17. López de^ Toro, José, 17, 20, 176 n.
Lewin, B., 202 n. Louys, Pierre, 74 n.
Libro del Alborayque, 195-197. Lucena, Catalina de (hija de Juan de
Libro del Anticristo, 257. Lucena, impresor), 138.
Libro del esforzado cauallero don Tris Lu?ena, doctor mosén Fernando de
tán de Leonís, 424. (Puebla), 125.
Libro segundo de Palmerín..., 424. Lucena, Francisco (hijo del doctor
Libro verde de Aragón, 97 n., 262 n. maestro Martín), 134.
Lícaón (rey de Arcadia), 431 n. Lucena, Juan de (cronista real), 301.
Lida, Raimundo, 17. Lucena, Juan de (impresor en hebreo
Lida de Malkiel, María Rosa, 20, 31, de La Puebla), 93 n., 99, 125, 131
32, 34-38, 41, 42, 47, 112 n„ 218, 133, 138, 146, 147, 150, 174 n.,
239 n., 289, 290, 295, 312 n., 317, 200, 206, 235 n„ 240-242, 259, 319,
324, 326, 327, n., 349, 352, 353, 323, 324, 337, 359 n„ 448.
359 n., 372 n„ 376 n., 417, 418 n. Lucena, Leonor de (hija de Juan de
Lilio, Fray Martín de, 263 n., 264 n. Lucena, impresor), 174.
Lira (Serrano), 250, 251. Lucena, Luis de, 134, 146, 147, 272,
Lodeña (Serrano), 247. 293, 323, 334, 414.
Lodosa, conde de, 55 n. Lucena, Martín de («El doctor maes
Lomo, Juan Martín del (deudor de tre»), 134, 135, 138.
R.), 458. Lucena, Teresa de (hija de Juan de
López, Ana (firmante del recibo del Lucena, impresor), 84 n., 125, 138,
hábito de R.), 466 n. 242.
López, capitán Bartolomé (Puebla), Lucero, Diego Rodrigues, 176-178,
234. 272, 431 n.
López, Diego (cuñado de A,, y ma Lukács, Gyorgy, 203, 411.
yordomo de Arias de Silva), 133. Lulio, Raimundo, 439 n.
López, doctor Diego (médico real), Luna, Alvaro de, 134, 167, 169 n.,
141. 179, 181, 182, 226, 229, 234, 254,
López, Diego (Talavera, calcetero), 443.
406. Luna, Juan de, 150.
López, Isabel (hija de Francisco de Lurquí, Rabbi Josué [fray Jerónimo
Montalbán), 105. de Santa Fe], 173.
López, Juan (escribano, probanza), Lutero, Martín, 216, 452.
486. Lynn, Caro, 19, 272 n., 278 n., 280 n.,
López, Mencía (enemiga de Diego 281 n., 283 n., 285, 297 n., 300 n.,
de Oropesa), 453 n. 303, 307, 308 n., 309 n„ 313 n.
— 525 —
LL Maritain, Jacques, 185, 203, 366.
Marlowe, Chistopher, 424.
Llaguno Amirola, A., 226 n. Márquez Villanueva, Francisco, 17, 20,
Llorca, Bernardino, 54 n. 54 n., 117, 126, 127, 135 n., 145 n.,
Llórente, Juan Antonio, 20, 54, 61 n., 146 n., 160 n., 173 n„ 174, 189,
84, 96 n., 98, 99 n., 117 n., 174 n., 195 n., 275, 322 n., 324 n., 336 n.,
178, 201 n., 236 n., 248 n., 442, 340, 341 n., 420 n., 466.
453 n. Martín V., papa, 280 n.
Martín, Alonso (Talavera, esposo de
Juana de Torres, criada de R.),
M 406 n., 464 n.
Martín, García (zapatero, Serrano),
Machado, Antonio, 73. 251.
Madariaga, Salvador de, 40 n., 41, Martín, H.-J., 320 n., 440 n.
153 n., 187 n„ 191, 320. Martín, Pero (Halía, deudor de R.),
Madrid, Francisco, 183 n., 375. 457.
Madrid, Francisco de (Alcalá, reo de Martín Gamero, A., 223 n.
la Inquisición), 105 n. Martindale, D., 401 n., 402 n.
Madrigal, Alonso de, «el Tostado», Martínez, bachiller (Talavera, precep
181, 330, 340. tor del lie. Fernando), 270 n.
Madrigal, Pedro Manuel de, 272. Martínez, Juan (Puebla, informador
Maeztu, Ramiro de, 39. en las Relaciones), 224, 234 n., 235.
Magallanes, Fernando de, 217. Martínez Dampiés, Martín, 320.
Magnes, 274. Martínez de Mariana, bachiller Juan
Magno (impresor sevillano), 511. (Talavera, padre de Juan de Maria
Mahoma, 196, 439 n. na), 446.
Maimónides, 202, 320, 334. Martínez de Mariana, Pero (canónigo
Maino, Jasón de, 510. de la colegiata de Talavera, clien
Majón, Lope (Serrano), 246, 248, 252. te de R.), 460.
Mal Lara, Juan de, 284, 474 n. Martínez de Prado, Alonso, 456, 457.
Maldonado (criado, Serrano), 247, 250, Martínez de Silíceo, cardenal Juan,
251. 131 n., 338 n., 397.
Maldonado Verdejo, Juan (Talavera, Martínez de Toledo, Alonso, 159, 181,
probanza), 493, 500, 503. 292 n., 320, 325.
Mandeville, Sir John, 426.
Mártir, Pedro, 20, 176, 190, 283 n.,
«Manjirona», la (véase Alonso, Inés).
302, 304, 305, 312, 442, 446, 462.
Manrique, Antonio, 264.
Manrique, Enrique, 249. Mata Carriazo, Juan de, 427 n., 467 n.
Manrique, Jorge, 179, 182 n., 226, Matute (Serrano), 248, 250.
254, 325, 349. Maximiliano, Emperador, 234.
Manrique, Rodrigo, 179, 181 n., 214. Máximo, Valerio, 328 n.
Manrique, Rodrigo (rector de estu Mayre, 134 n.
diantes de Salamanca), 272. Maza, Gerardo, 17.
Manthen, Johannes, 507. «Mazarambros, Marquillos de» (véase
Maqueda, duque de, 142 n. García de Moyos, Marcos).
Maravall, José Antonio, 443. McLuhan, Marshall, 290, 311, 312,
Mariana, Alonso de (inquisidor, A.), 314 n., 317 n., 319, 321 n„ 419.
83 n., 123, 143. McPheeters, D. W., 273 n., 317 n.
Mariana, Juan de, 117 n., 174, 245, Medina, José Toribio, 96 n., 141 n.,
392 n., 393, 460. 463 n.
Marichal, Juan, 205, 379 n. Medrano, Antonio de, 84 n., 341, 342.
Marihoz (Serrano), 248. Melgar, Alonso de, 512.
Marineo Sículo, Lucio, 19, 223, 272, Melgares Marín, J., 109 n., 337 n.,
278, 280, 281, 283, 296, 299, 303, 342.
305, 306 n., 312, 313 n., 323, 427, Melville, Hermán, 278.
428. Aleña {Serrano), 250, 251.
— 526 —
Mena, Juan de, 179, 302, 311, 320, mo de A.; aposentador real de los
328, 349, 360, 429, 430, 433 n. Reyes Católicos), 124, 125 n., 154,
Menandro, 274. 155, 177 n„ 254.
Méndez, Diego, 320. Montalbán, Alonso de (Toledo), 136 n.
Méndez, Fray Francisco, 297. Montalbán, Alvaro de, 49, 54, 66, 67,
Méndez Bejarano, M., 131 n. 73, 81, 83-89, 91-98 n., 101-105,
Mendizábal, F., 471. 107, 109-111 n„ 115, 116, 118-120,
Mendoza Lassalle, M. A. de, 155 n. 123-126, 129-139, 141, 146, 147 n„
Mendoza y Bobadilla, cardenal Fran 154, 156, 170, 171 n„ 175, 176,
cisco de, 151 n. 188, 191, 194, 196, 198, 199, 201,
Menéndez Pelayo, Marcelino, 20, 30 215, 216, 227, 230, 232, 235, 236,
32, 39, 85 n„ 94 n„ 190 n„ 214, 240-243, 249 n., 252, 253, 265, 293,
271, 272 n., 324, 325 n., 326, 327 n., 386, 387, 408, 434, 437, 450, 451,
340-342, 352, 355, 358, 360, 363, 454-456, 459, 461, 464 n., 466, 484,
364, 388, 418 n , 444 n. 515.
Menéndez Pidal, Ramón, 30, 49, 166, Montalbán, Fernando de (Puebla), 197.
326, 328, 392 n. Montalbán, Francisca de (Madrid),
Meneses, Gerónimo (Talavera, proban 155 n.
za), 504. Montalbán, Francisco de (hijo de Alon
Meneses y Padilla, Antonio de, 59 n. so de Montalbán, aposentador real),
Merton, R., 178 n. 137 n.
Míguez, Joáo, 357 n. Montalbán, Francisco de (primo de A.),
Millares Cario, Agustín, 15, 219, 485. 86 n., 105 n., 265 n., 440, 450,
Moliere, J. B. P., 333. 451 n.
Molina, Juan de, 427 n. Montalbán, García de (hermano de
Mollejas «el ortelano», 217, 218 n., Alonso de Montalbán, aposentador
219, 221-223, 228, 253, 265, 289, real), 135 n.
385, 395. Montalbán, Juan de (Madrid), 155 n.
Mollejas, Juan (Puebla), 220. Montalbán, Juan de (Toledo), 155 n.
Mondón, Diego de (escribano de Ma Montalbán, Juana de (Madrid), 155 n.
drid, suegro de Alonso de Montal Montalbán, Melchor de (nieto de A.
bán), 96 n. y último aposentador real), 156 n.
Mondón, Femando de (Madrid, padre Montalbán, Pedro de (primo de A.,
de Isabel Hurtado de Mondón), sobrino de Alonso de Montalbán,
96 n. aposentador real), 86 n.
Mondón. Gonzalo de (Getafe; testigo Montalbán, Pero [Pedro] de (yerno
de la probanza de Alonso de Mon de A., segundo aposentador real),
talbán), 96 n. 95, 95 n., 97, 104 n., 124, 133,
Moncón, Yñigo de (denunciante de A.), 137 n., 156 n., 461, 473.
96-98 n., 101, 103, 149, 451 n. Montemayor, Jorge de, 29, 52, 159.
Mondón, Isabel (madre de Alonso de Montemayor, Juan de (hijo de R.),
Montalbán), 156 n. 137, 406, 465, 474.
Mondón, licenciado (Madrid; padrino Montenegro, licenciado (y bachiller),
de Alonso de Ercilla), 96 n. Alonso de (Talavera), 108 n., 189 n.,
Mondón, Mayor de «la Física» (Pue 449, 459.
bla; reo de la Inq.; posible modelo Montes, Raimundo (véase González de
de «Celestina»), 232, 233. Montes, Raimundo).
Montaigne, Michel de, 74, 145, 245, Montesa, Jaime de, 104 n.
416, 424. _ Montesinos, José F., 27.
Montalbán, Aldonga de (prima de A.), Montoro, Antón de, «el Ropero», 42,
86 n.^ 90, 113 n., 330, 359 n., 380.
Montalbán, Alonso de (hermano de A.), Monzón, véase Mondón.
véase Alvarez de Montalbán, Alonso. Mora y Layos, señor de, 56 n.
Montalbán, Alonso de (hijo de Pero Moravia, Alberto, 160.
de Montalbán), 96 n., 133 n., 137 n. Moreno Nieto, Luis, 228 n., 232 n.,
Montalbán, Alonso de (Madrid; pri 234 n.
— 527 —
Moro, Tomás, 216, 287, 412. O
Morton, F. Rand, 179 n.
Mose (herrero, Serrano), 251. Obregón, Antonio de, 433.
Mumford, Lewis, 318 n., 398, 400 n., Ocaña, Andrés de (Serrano), 248.
406, 454. O ’Connor, W. V., 34 n.
Münzer, Hieronymus, 127 n., 172. Olmedo, F. G., 222 n„ 285 n., 301 n„
Muñón, Sancho de, 107 n., 279, 354 n., 308 n , 321 n., 323 n.
365 n. Ong, P. W. J., 283 n., 295, 309 n.,
Murcia, Francisco de {Serrano), 248. 313 n.
Murcia, Juan de {Serrano), 247, 248. Ornstein, J., 293 n.
Murry, John Middleton, 148. Orobio de Castro, Isaac, 99 n.
Oropesa, Diego de (Talavera, reo de
la Inquisición), 84 n., 103 n., 108 n.,
N 214, 387, 423 n., 446 n.. 451, 452,
453, 458.
Nájera, bachiller Felipe de, 99 n. Orozco, Fray Alonso de, 297 n.
Napoleón, 54. Orozco, E., 356 n.
Natos, Pero {Serrano), 252. Orozco, Sebastián de, 171 n., 394 n.
Nava Ocanna, Alonso de (Serrano), Ortega, Fray Juan, 295.
252. Ortega y Gasset, José, 41, 49, 166,
Navagero, Andrea, 393. 185, 205, 261, 301, 330; 425.
Navarro, Martín {Serrano), 246. Ortegón, Simón de (escribano, pro
Nebrija, Elio Antonio de, 150, 222, banza), 486.
272, 273, 283, 285 n., 299 n., 300 Ortiz, Alonso (jurado municipal, Ta
302, 304, 305, 306 n., 310, 312, 313, lavera), 445 n., 465.
316 n., 321, 323 n., 324 n„ 415. Ortiz, Blas (testigo de la abjuración
Nef, John V., 245. de A.), 84 n.
Nehama, J., 193 n. Ortiz, Fray Francisco, 191 n., 251,
Nerón, 206. 253, 300, 338, 342.
Neuwirth, G., 401 n. Ortiz, «Fulano» (hidalgo que marchó
Nevio, 273. de La Puebla con R.), 158, 253, 255.
Nieto, Juan {Serrano), 250. Ortiz, Teresa (Franco), 483.
Niño de la Guardia, santo (véase Fran Ortiz Calderón, Sancho (Serrano), 248.
co, García). Ortiz de Angulo, Diego (fiscal en el
Nogales, fray Alonso de, 108 n. proceso de A.), 83 n., 448.
Ñola, Ruperto de, 410. Ortiz de Zarate, Doctor (corregidor de
Norris, F. P., 327 n. Talavera), 456.
Norton, F. J., 427 n., 433 n. Osma, Pedro de, 297.
Núñez, Aldonza «la Romera» (Toledo, Osuna, duques de, 128 n„ 223.
reo de la Inquisición), 260, 262. Ovidio, Publio, 308 n., 353 n., 431 n.,
Núñez, Costan^a (hija de A.), 94, 432.
96 n., 97, 124, 156 n., 461.
Núnez, Fernán «el Comendador grie
go», 273.
Núñez, Isabel (hija de A.), 94, 406 n., P
464.
Núñez, Mari (esposa de A.), 92. Pacheco, Andrés, 343 n.
Núñez de la Torre, Mari (Toledo), Pacheco, Juan (marqués de Villena),
136 n. 127 n., 177 n., 179, 181, 182 n.,
Núñez de Reínoso, Alonso, 45 n., 159, 224, 226, 227, 229, 254, 255, 263,
186 n., 287 n. 311, 342 n.
Núnez Delgado, Pero, 327 n. Pacheco, Pedro, 234.
Núñez Dientes, Juana, 233. Padilla, Juan de, «el Cartujano», 113,
190 n„ 351, 353 n., 436-438.
Padilla, María de, 226, 428 n.
Palacios, Pedro (Serrano), 247.
— 528 —
Palacios Rubios, doctor Juan López Pericles, 372 n.
de, 291, 297, 298 n„ 305. Petrarca, Francesco, 75, 180, 181 n.,
Palau, Bartolomé, 418 n. 182, 183, 185, 187, 190, 192, 203,
Palavesín y Rojas, Juan Francisco (To 212, 214, 284, 299 n., 302 n., 319,
ledo, pretendiente a canonjía), 57 , 324, 325 n., 326, 328 n., 331, 344 n.,
58, 59 n., 65 n., 67 n., 68, 85, 360, 361, 363, 367, 368, 373, 375,
130 n., 131, 138, 154, 168, 211, 417, 418 n., 422, 4 6 2 ,5 1 1 .
240, 259, 265, 475 n., 476, 483, 486. Picasso, Pablo, 207.
Falencia, Alfonso de, 197 n., 319, 320. Pimentel, Juana, 169 n.
Palma, Bachiller, 324 n, Pimienta (zapatero, Serrano), 251.
Palmerín de Oliva, 424. Pineda, fray Juan de, 353.
Paniagua, Diego (Serrano), 235 n., 249. Pineda, Juan de (véase Baena, Juan
Pardo, Miguel (Serrano), 247. Alfonso de).
Pardo Bazán, Emilia, 277. Pinedo, Luis de, 112, 475 n.
Paredes (mercader; se libró de la In Pinta Llórente, Miguel de la, 54 n.
quisición), 449. Pisa, Diego de (Puebla, reo de la In
Paredes, Pedro de (Serrano), 250, 251. quisición), 87, 93 n., 102, 103 n.,
Parisiensis, Guillermus, 435. 105, 136 n.
Park, Robert Ezra, 144 n., 149 n., Pistoia, Ciño da, 511, 514.
335. Pizarro, Francisco, 179.
Parra, Alonso de la, 274 n. Platón, 317 n.
Pastrana, Alonso de (Serrano), 246, Plauto, 273, 308, 310, 417, 418 n.,
252. 432.
Patinir, Joachim de, 217. Plinio, 199 n., 303 n., 399, 439 n.
Paz, R., 20, 141 n. Plutarco, 417.
Paz y Melia, A., 99 n., 128 n., 148 n., Poe, Edgar Alian, 173.
289 n. Pilanco, Pedro de (Serrano), 248.
Pearce, Roy Harvey, 17, 25 n. Polono, Stanislau, 511, 513.
Pedro I, el Cruel, 225, 226, 428. Porras Barrenechea, R., 235 n.
Pegnitzer, Juan, 511. Porta, Giambatústa della, 344.
Peñaloza, marqueses de, 136 n. Pound, Erza, 44, 301, 369.
Peñas, capitán (Puebla), 234. Prado, Juan de, 193 n.
Pérez, Alvar (Rojas de Tineo), 65, 478, Prescott, W. H., 303, 305 n.
482, 483. Primaleón, 157.
Pérez, Alvar (Rojas de Tineo, hijo del Proaza, Alonso de: 23, 31) 70-72, 76,
anterior), 483. 78, 79, 150 n., 237-239, 273, 274,
Pérez, Antonio, 135. 311, 314 n., 317, 324, 389, 393 n.,
Pérez, Francisco (Puebla), 105 n. 432.
Pérez de Chinchón, Bernardo, 435, Puente, frey Miguel de la (Serrano),
437, 438. 95, 249.
Pérez de Espinaredo, Alvar (abogado, Pulgar, Femando del, 121, 187 n.,
probanza), 485. 195, 386.
Pérez de Guzmán, Fernán, 229 n., 320, Puñonrostro, conde de, 151, 239.
328 n., 330, 418 n., 428, 429, 434, Puyol y Alonso, J., 319 n.
445.
Pérez de Oliva, Fernán, 269, 316, 317,
432, 463 n. Q
Pérez de Rojas, Alvar (Rojas de Ti
neo), 478. Quesada, Pedro de (Serrano), 246, 252.
Pérez de Ubeda, Alonso (Franco), 483. Quevedo, Francisco de, 132 n., 150,
Pérez de Villarreal, Hernán (Franco), 160, 192 n., 292 n„ 331, 391 n.,
483. 476 n.
Pérez Galdós, Benito, 38, 43, 44, 63, Quíncoces, Pedro de (maestre de or
259, 328, 391. den militar. Serrano), 246.
Pérez Pastor, C., 343 n. Quirós, Francisco de, 272.
Pérez y Gómez, A., 187 n., 433 n.
— 529 —
34
R Rodríguez de Palma, Alonso (yerno
de A.), 464 n.
Rabel ais, Fran^ois, 193 n., 298 n. Rodríguez de San Isidro, Fernando
Racíne, Jean, 34. (claustro), 272.
Ramírez de Orejón, Mateo (informa Rodríguez Marín, Francisco, 237 n.
dor en las Relaciones), 137 n., 224, Rodríguez Moñino, Antonio, 17.
225 n., 231, 235. Rogers, Francis M., 17, 426.
Ramírez de Prado, Lorenzo, 343 n. Rojas, Alonza de (Puebla), 137 n.
Ramus, Pierre, 312 n. Rojas, Alvaro de (escribano, hijo de
Rasura, Ñuño, 336, 410 n. R.), 132 n., 406, 440.
Real de la Riva, C. del, 325 n. Rojas, Antonio de (enemigo de los
Redondo, A., 461. Franco), 56-58, 61, 68, 156, 262,
Reinosa, Rodrigo de, 256, 311, 325, 478.
325 n., 344 n., 420 n. Rojas, Catalina de (hija de R-), 124,
Resnick, Margery, 17. 154, 215, 407.
Révah, I. S., 193 n. Rojas, Catalina de (madre de R.), 66,
Rey, E., 168. 2 11, 259, 488, 495.
Reynier, Gustave, 20, 280 n., 282 n., Rojas, Diego de (Puebla, otros Rojas),
288 n. 153, 225 n., 259-262.
Ria?a (Serrano), 246. ' Rojas, Elvira de (nieta de R.), 488,
Riber, L., 309. 496, 499, 503.
Ribera, Juan de (testigo de la abju Rojas, Fernando de (abad de Santa
ración de A.), 84 n. Coloma), 58 n.
Richard, Jean-Pierre, 27. Rojas, licenciado Femando de (nieto
Ríos, José Amador de los, 19, 62 n., de R.), 50-54, 55 n„ 56-59, 60 n.:
87 n., 131 n., 133 n., 134, 155 n., 63-68, 88, 135-137, 167, 238, 253,
166, 167, 181 n., 235 n„ 241 n„ 255 n., 259-261, 270, 271, 387 n.,
274 n., 336, 402 n., 403, 459. 424 , 460, 462 n., 467, 472474,
Riquer, Martín de, 77, 430 n. 475 n., 477, 485-489, 491-500, 502
Riva de Trento (véase Basanta de la 505.
Ríva, A.). Rojas, Fernando de (Puebla; pariente
Rivers, J. Pítt, 389 n. de R.), 260.
Roa, Femando de, 323 n. Rojas, Femando de (Toledo; participó
Robbins, E. R., 319 n. en las Comunidades), 444 n.
Robledo, Almiro, 17, 53, 456, 457 n., Rojas, licenciado Francisco de (hijo
461 n., 468 n. de R.), 124, 135, 137, 157, 213,
Robles, Juan de (Franco), 483 11. 215, 216, 260, 265, 387, 393, 400 n„
Rodrigo, Rey Don, 304 n., 427. 407, 414, 457, 462, 475 n., 487, 488,
Rodríguez, Blas (Puebla, probanza), 489 , 491, 493 , 495-500, 503-506.
487, 491. t Rojas, Francisco de, «el Ronco» (Rojas
Rodríguez, Diego, 134. de Carriches), 260.
Rodríguez, Francisca (cuñada de A.), Rojas, fray García de (nieto de R.),
249 n. 55 n., 59, 132 n., 138.
Rodríguez, Ysabel (San Martín de Val- Rojas, Garcí González Ponce de (su
deiglesias, reo de la Inquisición), puesto padre de R.), 64-66, 68, 211,
102, 466. 212, 216, 219, 223, 234, 253, 466,
Rodríguez, Juan (albañil, Serrano), 246. 478, 482, 484, 487-489, 491-496,
Rodríguez, Juan (clérigo, Serrano), 246, 505.
249. Rojas, Garcí Ponce de (hijo de R.),
Rodríguez, Mayor (Toledo), 86 n. 136 n.
Rodríguez, Pedro (barbero, Serrano), Rojas, Garcí Ponce de (nieto de R.),
246, 247 , 249 , 251. 59, 400 n., 460 n„ 475 n„ 496, 499,
Rodríguez de Dueñas, Francisco (abue 503.
lo de A.), 133. Rojas, Gonzalo de (Puebla, otros Ro
Rodríguez de Montalvo, Garcí, 320, jas), 261 .
321, 425. Rojas, Hernando de (padre de R., se
— 530 —
gún la Inquisición), 63, 64 , 66, 68, S
88, 211, 253, 479.
Rojas, Juan de (hermano de R.), 135, Sahabedra (hidalgo, se marchó de La
137 n„ 211 n„ 259. Puebla con R.), 158, 255.
Rojas, Juan de {hijo de R.), véase Sainz de Baranda, P., 234 n.
Montemayor, Juan de. Sainz de Zúñiga, G., 19, 213 n.
Rojas, Juan de {nieto de R.), 271 n., Salamanca, Antón de {claustro), 274.
496, 499, 503. Salazar, Antonio de (testigo en la pro
Rojas, Juan de {biznieto de R.), 55 n., banza; suegro del nieto de R.),
67 n., 140 n. 475 n.f 487, 488, 491.
Rojas, Juana de, 52, 467. Salazar, capitán, 99 n.
Rojas, Marina de {Talavera), 108 n. Salazar, María de {esposa del nieto
Rojas, Martín de (Rojas de Carriches), de R.), 400 n.
259, 260, 483, 515. Salazar y Castro, Luis de, 21, 136 n.,
Rojas, Martín de (Toledo, abuelo de 254, 255, 262 n., 445 n., 446 n.,
Palavesín y Rojas), 58 n. 457.
Rojas, Melchor de {Talavera), 125 n. Salcedo, Emilio, 296.
Rojas, Miguel de {Puebla), 260. Saliceto, Bartholomaus de, 508-510.
Rojas, Rodrigo de (sacerdote; 'Puebla, Salinas, Pedro, 179, 373.
otros Rojas), 260 n. Salomón, Mose (Serrano), 251.
Rojas, Sancho de (primo del rey Fer Salustio, Cayo, 427.
nando), 128 n. Salva, M., 234 n.
Rojas Franco, Juan de {Rojas de Ti Salzedo, Gonzalo de (albacea de R.),
neo), 65, 483. 466.
Rojas y Toledo, Beatriz {Puebla, otros Samoná, Carmelo, 30, 310.
Rojas), 262. San Martín, Francissco de (reo de la
Rojas Zorrilla, Francisco de, 30, 48. Inquisición), 118 n„ 173 n.
Rolevínck, Werner, 419. San Pedro, Alonso de (Franco), 61,
Romero, Diego, 260, 262. 478, 482.
Rosado, Pedro {testigo del testamen San Pedro, Antonio de (Franco), 478,
to), 466. 482.
Rose, Constance, 45 n., 186 n. San Pedro, Diego de, 47, 159, 160 n.,
Rosellis, Antonius de, 514. 180, 263 , 322-325, 349, 360, 432.
Rosenfeld, H., 366 n. San Pedro, Tomás de (claustro), 272.
Rothe, Arnold, 331 n. Sanabria, bachiller (Almagro, reo de
Rougemont, Denis de, 360.
Rousseau, Jean-Jacques, 222. la Inquisición), 84 n., 93 n„ 98,
Rozmital de Blatna, León von, 197 n. 102, 105, 112, 113, 356, 459.
Rúa, Pedro de, 414, 415. Sancipriano, M., 205 n.
Ruiz, Diego (Puebla, otros Rojas), Sánchez, Ana (Puebla), 220 n.
261 n. Sánchez, Baltasar (Talavera, probanza),
Ruggerio, Michael J., 17, 311 n., 325 506.
y n., 366 n., 420 n. Sánchez, Bartolomé (Talavera), 456 n.
Ruiz, Alonso (sacerdote, acusador de Sánchez, Bartolomé {Universidad de
A.), 97, 101, 235, 236, 238. Salamanca), 271 n.
Ruiz, Fernando (Serrano), 248. Sánchez, Francisco, «el Brócense», 297,
Ruiz, Juan, Arcipreste de Hita, 32, ^309 n.
292 n., 360. Sánchez, Pedro (Serrano), 250.
Ruiz de Alarcón, Juan, 213 n., 277, Sánchez-Albomoz, Claudio, 30, 47 n.,
279, 345. 168 n.
Ruiz de Vergara, F., 273 n., 274 n., Sánchez CaC°> Pedro (deudor de R.),
294 n. 458.
Ruiz Regarbe, Fernán (escribano, pro Sánchez Doncel, padre Gregorio, 17,
banza]), 491, 493. 67 n.
Sánchez Franco, Gaspar (Franco), 57 n.,
483.
531 —
Sánchez Franco, Juan (Franco), 57 n., 156 n., 169 n., 170 n„ 175 n., 214 n.,
483. 215 n., 235 n., 239 n., 240 n., 241 n.,
Sánchez Lasa (probanza), 493. 247 n., 260 n„ 275 n., 278, 341 n„
Sánchez y Piníllos, M., 231 n. 387 n„ 450, 451, 456 n., 461, 464 n.
Sanmartín, P. Mose de (Serrano), 252. Severin, Dorothy, 17, 180 n., 218, 334,
Sant Juan Verdugo, Juan de (Serra 359 n., 421 n.
no), 250. Sevilla, Juan de, «don Ysaque» {To
Sant Román (Serrano), 247. ledo, reo de la Inquisición), 187,
Santa Clara, Martín de, 99 n. 240, 241, 448.
Santa Fe, fray Jerónimo de {véase Shakespeare, W., 34-38, 207, 310 n.,
Lurquí, Rabbi Josué). 322, 349, 355, 356, 424.
Santa María, obisoo Pablo de, 149. Sheshet, Isaac ben, 236 n.
Santángel, Gabriel de, 155. Shipjev, George, 400 n.
Santillana, marqués de, 50, 151, 181, Sicroff, Alberto, 17. 21 , 98 n., 108 n.,
186, 320, 434. 126, 142, 145, 154, 168 n., 170 n.,
Santo Domingo, Sor María de, 341 n. 194 n., 235 n., 236 n„ 336 n., 471,
Sanz del Río, Julián, 301. 474 n.
Sanzio, Rafael, 217. Sigüenza, fray José de, 231 n.
Saravía (Serrano), 247. Silíceo, cardenal {véase Martínez de
Sardella, Pierre, 441, 445. Silíceo).
Sarmiento, frey Diego (Serrano), 246. Silva, Arias de, 133.
Sarmiento, Pedro, 167, 169, 170. Silva, Feliciano de, 218 n., 221. 357.
Sartre, Jean-Paul, 69, 1 1 1 , 113, 115, Sílverman, Joseph, 64 n., 142, 173 n.,
127, 142, 156, 165, 455, 457, 458. 475 n.
Sassoferrato, Bartolo de, 299 n. Silvio, Eneas, 319, 421.
Scott, sir Walter, 389. Simón Díaz, José, 181 n., 320, 436 n.
Schmeller, J. A., 197 n. Simpson, L. B., 316 n.
Sedeño, Diego (Serrano), 248. Singleton, Mack, 316 n.
Sedeño, Juan (Serrano), 248, 250. Slote, B., 359 n.
Sedeño, Rodrigo (Serrano), 247. Sobriqués, S., 393 n., 408 n.
Segovia, Juan de, 213, 279. Sófocles, 34, 333.
Segura, Alfonso, 299, 300. Somolinos d’Ardois, G., 142 n.
Seleuco, rey, 328 n. Sorja, Martín (mercader toledano, amo
Selke de Sánchez, Angela, 17, 84 n., de A.), 91.
91 n., 100 n., 120 n., 191 n„ 243 n., Soto (Serrano), 249.
300 n., 338 n., 341, 342. Spinoza, Baruch, 145, 150, 193 n.
Séneca, Lucio A., 75 n., 182, 183, 319, Spitzer, Leo, 310. 318, 359 n., 363 n.
328 n., 330, 331, 337 n., 418, 419 n„ Stendhal, véase Beyle.
431, 432. Stonequist, Everett V., 144, 149. 188,
Seneor Mosén (Serrano), 247. 204 n.
Sepúlveda (Serrano), 249. Suárez, Francisco, 12S.
Sepúlveda, Juan Ginés de, 302, 305. Suárez, Hernán (Franco), 483.
Seraphina, La, 354. Suárez Franco, Alonso (Franco), 483.
Serís, Homero, 168 n., 472 n. Suárez Franco, Francisco (Franco), 483.
Serma, Nicolás de la {Talavera, pro Suárez Franco, Gaspar (Franco), 483.
banza), 506. Suárez Franco, Hernán (Franco), 54,
Serrano, Pedro (Puebla, reo de la In 55 n., 57, 58, 60-65, 478, 483.
quisición), 94 n., 95, 108 n., 136 n., Sylbii, Pedro de (Serrano), 246.
235 n., 242 n., 243 n., 244-253,
255-257, 284, 437 n., 438, 449, 516.
Serrano Poncela, S., 356 n. T
Serrano y Sans, Manuel, 21 , 39 n., 53,
54, 66, 83 n .-86 n., 89 n., 9 i n., Taine, H. A., 203.
93, 94 n., 96 n., 97 n., 99 n., 101 n., Talavera, Arcipreste de (véase Martí
103 n.-105 n., 109 n., 119 n., 124 n„ nez de Toledo, Alonso).
125 n., 133 n., 138 n., 147 n., 155, n.. Talavera, fray Hernando de, 88 n.,
532 —
109 n., 127 n., 133 n., 155, 173 n„ Torres, Pedro de, 274.
176, 181, 189, 254, 398 n.. 412, Torres Naharro, Bartolomé de (cuña
413 n., 415, 436-438. do de A.), 45 n., 186 n., 221 n.,
Tapia, Catalina de, 84 n. 272 n., 287 n., 33 n., 357, 401, 432,
Tartagnis, Alexander de [Imola] (véa 433 n., 441 n., 460.
se Ymola, Alexandro de). Torresanus, Andreas, 509.
Tavera, arzobispo Juan, 456 n. Torrijos, Alfonso de, 137.
Téllez Girón, Alonso (Señor de La Torrijos, Fernando de (Serrano), 252.
Puebla), 56 n., 58 n., 60 n., 95, Torrijos, bachiller Francisco de (To
158 n., 226, 227, 230, 234, 244, 248, rrijos, maestro), 141, 386.
253-255 , 259 , 261-264 , 385, 386. Torrijos, García de (Serrano), 252.
Téllez Girón II, Alonso, 262 n. Torrijos, Gonzalo de (cuñado de A.),
Téllez Girón, Pedro, 263 n. 91, 133.
Téllez de Toledo, Juana (Puebla, oíros Torrijos, Gonzalo de (tundidor toleda
Rojas), 261, 262 n. no), 98.
Terciado, Diaguito (Serrano), 246. Tortis, Baptista de, 509.
Terciado, Pero (Serrano), 246. Tortis, Hieronymus de, 508.
Terencio, Publio, 75 n„ 294, 305, 308, Triomphe des neuf preux, 430 n.
3 11, 316 n„ 319. 324, 325, 353 n., Trotter, G. D., 31, 63, 433 n.
417, 418 n. Tuppi, Franciscus, 513.
Teresa de Avila, Santa, 47, 101, 128, Twain, Mark, 160 n., 222.
137, 138 168 n., 174, 191 n„ 204, Twersky, Isadore, 17.
304 n., 424, 466, 472 n.
Tetzel, Gabriel, 197 n.
Thebayda, La, 140 n., 239, 354, 355, U
432.
Thíbaudet, Albert, 74, 416. Ubaldis, Baldus de [Baldo], 509, 510,
Tbomas (impresor sevÚlano), 511. 511.
Thoreau, H. D., 442. Ucello, Paolo, 200.
Thomdike, L., 293 n. Unamuno, M. de, 29, 189, 219, 416,
Tirso de Molina, 374. 438, 440.
Tob (de Cardón), rabí Sem, 152, 199, Ungut M., 511, 513.
200, 343, 416, 473. Ureña y Smengaud, 513.
Toledo, Catalina de (Serrano), 249, Urraca, Reina, 227.
252. Usillo, Hernán (ver Husillo, Her
Tomás de Aquino, santo, 275. nando).
Torquemada, fray Tomás de, 128, 173, Usillos, Fernando (ver Husillo, Fer
178. nando).
Torralba, doctor Eugenio, 201, 442. Usoz y Río, U. L., 19, 87 n.
Torre, A. de la, 154 n. Usque, Samuel, 116 n.
Torre, Alfonso de la, 198, 199, 274 n.,
320, 323, 334, 335, 432.
Torre, E. de la, 154 n. V
Torre, Fernando de la, 133 n., 170,
175, 336, 443. Vaguer, Pedro de, 448.
Torreblanca Villalpando, Francisco, Valdeavellano, Luis G. de, 17, 178 n„
112 n. 462, 507.
Torrecillas (paje, Serrano), 252. Valdés, Juan de, 150, 424.
Torrejón, Andrés de, 396 n., 402 n. Val era, mosén Diego de, 152, 182 n.,
Torrellas, Pere, 339 n. 186 n., 320, 427.
Torres (criada de Alonso Téllez Gi Valla, Lorenzo, 299 n.
rón, Serrano), 247. Valladolid, Alfonso de (Serrano), 250.
Torres, Alonso de, 141. Valladolid, Fernando de (Serrano),
Torres, Diego de, 343. 250. ,
Torres, Juana de (criada de R.), 406, Valle Lersundi, Fernando del, 14-17,
410. 464 n. 21, 50, 52, 53, 55 n., 64, 66 n.,
— 533 —
67 n., 97 n„ 135, 137 n., 156 n„ Villegas, licenciado Busto de, 141.
219 n., 220, 259, 260, 265, 400 n., Villegas Selvago, Alfonso de, 317 n.
404 n„ 405, 420 n., 424, 440, 456 n., Villena, marqués de {véase Pacheco,
460 n„ 461, 466 n., 472 n„ 486, Juan).
504, 507. Villon, Fran?oís, 468.
Vargas, Diego de (Talavera, reo de la Villoslada, bachiller, 272.
Inquisición), 453 n., 454 n. Viñas, C., 20, 141 n.
Vargas-Zúñign, A. de, 21, 136 n. Virgilio, Publio, 439 n.
Vanea, Alonso (Serrano), 248. Vitoria, Francisco de, 128, 273, 274 n.,
Varthema, Ludovico, 426. 275, 298, 344.
Vasco, obispo de Cotia (Serrano), 252. Vives, Luis, 107 n., 125 n., 128, 180,
Vázquez de Rojas, Martín (Rojas de 205, 299, 309, 312, 353.
Carriches), 260. Vivían, Dorothy, 160 n.
Veblen, Thorsten, 335. Voltaire, F. M. A., 102 n., 171 n.
Vega, Lope de, 27 n., 29, 52, 78, Vossler, Karl, 373. _
111 n„ 153, 154, 160, 353, 358, • .i .i. . ' '
378, 389, 413, 473. W
Vega, Pedro de la, 264, 435.
Velasco (Salamanca, tutor del licen Wadsivorth, J. B., 201 n., 320 n.,
ciado Fernando), 271. 344 n., 353 n.
Velázquez de Velasco, Alfonso, 353 n. Waller, A. A„ 35 n.
Venegas, Alejo, 353. Wardropper, Bruce, 381 n.
Venero y Leiva, doctor don Carlos Webber, E. J., 308 n., 310 n.
(investigador, Palavesín y Rojas, pro Weber, Max, 143, 401, 402.
banza), 209. Wehmer, Karl, 324 n.
Verardi, Cario, 325 n. Weinerth, Nora, 17, 433 n.
Verardi, Marcelino, 325 n. Wennsler, Michael, 324 n.
Verdugo, Francisco (Talavera, escriba Wheelwright, P., 186.
no), 456 n., 457. Williams, George, 17, 197 n.
Verga, Solomón ben, 89, 90 n., 141 n., Williams, Jasper {véase Guillen, Gas
153 n., 247 n., 257. par).
Vergara, Juan de, 297. Woolf, Virginia, 159.
Vícens Vives, J,, 127 n., 408 n.
Vidal de Noya, Francisco, 427. X
Vignau, Vincent, 20, 86 n., 172.
Villa, Juan de la (claustro), 274. Ximénez, Lucas, véase Jiménez, Lu
Villalobos, Francisco de, 112-114, 117, cas.
123, 126, 128 n., 141, 146, 154 n.,
179, 180, 184-186, 190 n., 199 n„ Y
222, 239, 255, 263, 264, 272, 287 n.,
316 n., 323, 334, 337, 339 n„ 340, Yeats, W. B., 150.
341, 343, 353, 357, 359 n„ 361 n., YUada en romance, La, 430.
380, 418 n., 444, 445. Ymola, Alexandro de, 508, 510.
Villalobos, Juan Martín de {escribano,
probanza), 493 , 500, 503. Z “
Villalón, Cristóbal de, 277.
Villareal, Alonso de {franciscano, Fran Zabnrella, Francesco, 510.
co), 138, 483. Zacut, Abrabán, 200, 273, 295, 296 n„
Villareal Cuello, Leonor de (Franco), . 343.
482. Zamora, Alfonso de, 275 n.
Villareal Franco, Alonso de (Franco), Zamora Lucas, F., 414 n.
482, 483. Zanta, L., 185 n.
Villasandino, doctor, 462 n. Zarfati, José ben Samuel, 357.
VÍIIasante, Clemente, 465 n. Zola, Emile, 405.
Villegas, Juan de {despensero, Serra Zumilla, Joseph, 438.
no), 247-252. Zúñiga, Francesillo de 359 rt., 444.
— 534 —
E s t e li b r o s e t e r m i n ó d e i m p r i m i r el día
17 DE JULIO DE 1 9 7 8 , EN LOS TALLERES
de T o r d e s illa s , O rg a n iz a c ió n G rá
f ic a , S ie rra de M o n c h iq u e , 25,
M a d rio -1 8