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G.stephen - La España de Fernando de Rojas

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STEPHEN GILMAN

LA ESPAÑA
DE
FERNANDO DE ROJAS
PANORAMA INTELECTUAL Y SOCIAL
DE «LA CELESTINA»

taurus
INDICE

P r ó l o g o ................................................................................................... 13

L ista de a b r e v i a t u r a s ....................................................................... 19

Capítulo 1. La r e a l i d a d d e F e rn a n d o d e R o ja s ........... 23

El testim onio del t e x t o ............................................................ 25


El testim onio de los archivos .................................................. 46
El testim onio del a u t o r ........................................................... 68

Capítulo II. El c a s o de A l v a r o d e M o n t a lb á n ......... 81

La p r i s i ó n ........................................................................................... 83
U n curriculum v i t a e ....................................................................... 88
El p r o c e s o .......................................................................................... 94
Evasión y afirm ación p e r s o n a l................................................... 110
La c á r c e l ............................................................................................. 118

Capítulo III. F a m ilia s d e c o n v e r s o s ...................................... 121

La casta de los c o n v e r s o s ............................................................ 12 3


Los M ontalbán, los A v ila , los Rojas, los T orrijos, los Lu-
cena y los Franco ... ............................................................. 131
« M i principal e s t u d i o » .................................................................. 139
L ibertad y d is e n tim ie n to ............................................................. 145
« P o rq u e soy h i d a lg o ...» ............................................................... 151
Los «d istin to s yo » de los a u t o r e s ............................................ 158

— 9 —
Capítulo IV. Los t ie m p o s de F ernando de R o j a s . . . ... 163

Los «a n u sím »............................................................................... 165


La caída de la fo rtu n a............................................................... 175
« ...A manera de contienda o batalla» ............................... 185
«Lo de allá no sabemos qué e s » ........................................... 193
«Razón y sinrazón»..................................................................... 197

C apítulo V. L a P u e b la d e M o n t a l b á n ............................... 209

«E fue nascido en La Puebla de Montalván» ................. 211


«Mollejas el ortelano »................................................................ 217
La villa de La Puebla de M ontalbán..................................... 221
«Una población de ju d ío s»........................................................ 235
«Sus enemistades, sus embidias, sus aceleramientos e des­
contentamiento» .................................................................... 243
«El dicho bachiller se abia ydo de la dicha villa de La
P u e b la ».................................................................................... 252
«Son más de los R o jas»............................................................. 258

Capítulo VI. S a l a m a n c a .............................................................. 267

Estudiantes y claustro ................................................................ 269


Visiones lite rarias........................................................................ 275
La república llamada Universidad........................................... 281
«La feria de las le tr a s » ........................................................... 295
«Habla el a u to r» .......................................................................... 306
«Lee los ys tonales, estudia los filósofos,mira los poetas». 319
«Escucha al Aristóteles» .......................................................... 329
S * - va."ñ ' -H . ................... ~*-
••

Capítulo VII. F e rn a n d o d e R o ja s c o m o a u t o r ................ 347

La intención de La C e le s tin a .................................................. 349


«In hac lachrymarum v a lle » .................................................... 358
«Cortaron mi com pañía»................. ...................................... 369
La retórica de la angustia......................................................... 379

C apítulo VIII. T a la v e r a de l a R e in a ............................... 383

¿Por qué Talavera? ................................................................... 385


«La ynsigne villa de Talavera» ............................................. 388

— 10
«Primeramente unas casas principales de su morada» ... 404
«Todos los libros de romance que yo t e n g o » .................. 416
«Cada día vemos nouedades e las oymos» ........................ 440
«Todos mys bienes e acciones e derechos»........................ 454
«El señor bachiller Hernando de Rojas que en gloria sea». 464

A péndice I. P ro b a n z a s y e x p e d i e n t e s ............................... 471

A péndice II. G e n e a l o g í a s .......................................................... 473

A péndice III. La p ro b a n z a de h id a lg u ía d e l lic e n ­


c ia d o F e rn a n d o d e R o j a s ......................................................... 485

I. Deposiciones le g a le s........................................................ 485


II. Transcripción del testim onio....................................... 486
III. Resumen de los testimonios restantes ................... 504

A péndice IV. Los lib r o s de leyes d e l ba c h i l l e r ... 507

I n d ice de n o m b r e s y obras a n ó n i m a s .............................................. 515

— 11 —
PROLOGO

Las páginas de La C elestina son un venerable lugar de encuen­


tro. En ellas, como en todo libro de su magnitud, sea de ficción o no,
generaciones de lectores han encontrado con siempre renovada admi­
ración el espíritu de su autor. Pero no es ran sólo la mente de Rojas,
por única, sensible e inteligente que sea, la que engendra esta mara­
villa y secreto regocijo. La sensación de que algo misterioso, total­
mente nuevo e inmensamente importante rezuma de la obra, se debe
a una intuición de a temporalidad. Nos encontramos ante un espíritu
que ha descubierto la manera de liberarse de la monótona limitación
de la rutina cotidiana; espíritu encaramado al pináculo del poder crea­
dor, rastreando como un lebrel, cerniéndose como un balcón y ha­
ciendo eternos «algunos ratos [hurtados] de [su] principal estudio»,
Tales espíritus y tal liberación son la sustancia misma de una calidad
llamada —por aquellos que la han experimentado de segunda mano—
grandeza artística.
Nuestra noción de lo que significa la creación literaria queda ilus­
trada frecuentemente por el recuerdo anecdótico de estos intervalos
fuera del tiempo. Berceo en su oscuro portal, Cervantes en su pri­
sión, Stendhal escondido en el número 8 de la rué Caumartin, nos
recuerdan que lo que parece superior a la capacidad humana, comien­
za en la liberación del hombre. Pero Fernando de Rojas no tiene un
mito tan familiar, si bien trató de darnos uno en su carta-prólogo.
Los lectores quedaron tan subyugados por las voces registradas por
él, y que apagaron la suya propia, que generalmente han pasado por
alto las circunstancias de su trascendencia. La autonomía de los locu­
tores proporciona de por sí una sensación casi embriagadora de liber­
tad. Hasta el punto de que, cuando los lectores encuentran el espíritu
de Rojas, no caen en la cuenta de que es su alma —es decir, la mente

— 13 —
de un autor vivo, engastada en una biografía, que escribe enfebrecido
en una celda de estudiante, libre de clase durante dos semanas.
Es precisamente esto lo que el presente libro intentará remediar.
Colocando a Fernando de Rojas en el transfondo de su España, de sus
circunstancias históricas y biográficas, llamadas La Puebla de Montal­
bán, Salamanca y Talavera de la Reina, podremos volverle a encon­
trar y apreciar mejor su experiencia. Por la misma naturaleza de los
datos a su disposición, la mayoría de los biógrafos intentan revelar los
seres humanos a quienes estudian por un examen de su cautiverio. No
tienen por qué disculparse: solamente por el conocimiento de los ba­
rrotes, cadenas, grilletes, muros y guardianes, puede reconocerse y
admirarse el milagro de la evasión creadora.
Recuerdo el momento en que por primera vez me di cuenta de
haber encontrado a Fernando de Rojas. Fue en Columbus, Ohio, en
una mañana de primavera de 1954. Me hallaba sentado en mi estudio
tratando de revisar un manuscrito mío que iba a llevar por título «La
C elestina»: arte y estructura *: es decir, unas páginas concebidas sobre
la idea tácita de que el texto, en alguna forma, era su propio artista.
Pensaba en aquella interpolación del acto XII en que Sempronio men­
cionaba sus miedos de infancia al servicio de Mollejas el Ortelano; de
repente, me acordé de haber leído en uno de los tres documentos bio­
gráficos entonces publicados, que el mismo Rojas había sido dueño de
una propiedad en La Puebla de Montalbán, llamada la «huerta de
Mollejas». La ironía y la astucia de atribuir a Sempronio ( ¡nada me­
nos!) un recuerdo de su propia infancia, comunicaban una repentina
y viva intuición del hombre que había tras el diálogo, una presencia
de la que hasta entonces sólo oscuramente me había dado cuenta.
Mucho más tarde había de enterarme de que el descendiente de Ro­
jas, don Fernando del Valle Lersundi (hoy fallecido), había publicado
el documento en cuestión (una copia del testimonio relativo al status
de Rojas como hidalgo, conservada en sus archivos privados) con idea
precisamente de resaltar este mismo punto. Pero de momento, quedé
atónito, tanto por el hecho del descubrimiento como por la aparición
inesperada en aquella página de un artista que antes no había sido
más que una especie de conjetura necesaria.
En aquel momento no tuve la menor idea del riesgo que corría
y, quizá si hubiese tenido más vista, habría interpretado resuelta­
mente la semejanza como simple coincidencia. Sin embargo, en la
ceguera de mi exaltación decidí despejar ciertas dudas paleográfi-
cas (algunos testigos dan diferentes versiones del nombre Mollejas),
cotejando con el documento original, que se podía encontrar (según
me indicó mi colega Claudio Aníbal) en los Archivos de la Real Chan-
cillería de Valladolid. Al hacerlo, fue en aumento mi sorpresa al com­
* Publicado en esta misma colección, n* 71.

— 14 —
probar que había descubierto una cantidad sustancial de testimonios
relativos a Rojas, testimonios que damos aquí por primera vez, según
la transcripción del más eminente de los paleógrafos, don Agustín
Millares Cario (véase Apéndice III). En ese momento, mi futuro
profesional quedó encauzado. Un documento llevaba a otro y ése a
otro, formando una cadena que recordaba muy de cerca el juego de
niños llamado «Caza del Tesoro». En efecto, he tenido con frecuencia
la sensación de que no era yo el que se había embarcado en escribir
este libro, sino que más bien — como en el caso del Invitado a la boda
acosado por el Viejo Marinero de Coleridge— el propio libro me
había elegido a mí como a su humano instrumento para venir a la
existencia. Por qué habría de ser así, dada mi incapacidad profesio­
nal y temperamental para la tarea, me sería difícil decirlo. Sólo quie­
ro pedir disculpa al lector cuando encuentre señales de desaliño y
desánimo aquí y allí en el transcurso de su lectura.
Antes de pasar del recuerdo personal a la expresión de gratitud
a las personas que me han ayudado, quisiera hablar de mi relación
con el hombre que más contribuyó a hacer posible La España d e Fer­
nando d e R ojas: don Fernando del Valle Lersundi. Cuando advertí
que el testimonio que él había publicado en 1925 no procedía directa­
mente de la Chancillería (en cuyo caso se habría publicado entero),
sino de una copia parcial (hecha hace siglos en un esfuerzo por esta­
blecer la «nobleza» dudosa de los Rojas) que debió encontrar en los
archivos de familia, se me ocurrió que podría poseer también otros
documentos de interés. Entonces le escribí y concertamos una cita
en Madrid. Cuando apareció en la terraza del Café Gijón, trayendo
una cartera repleta de documentos del siglo xvi, me di cuenta de que
estaba en presencia de una persona totalmente excepcional. Digo
esto no por su porte de mando, su extraordinaria energía (con cerca
de ochenta años, me dejó atrás jadeante cuando subió de dos en dos
las escaleras del campanario de San Miguel de La Puebla), o su mente
fenomenalmente rápida. Lo más impresionante para mí fue que, como
descendiente directo del autor de La C elestina, tenía tan clara con­
ciencia como yo de la plena significación de sus papeles, y estaba
ciertamente mejor preparado que yo para explotarlos.
Siendo joven, don Fernando había quedado fascinado por los ex­
tensos archivos (los ochenta documentos relacionados con Rojas y su
linaje son solamente una pequeña parte del conjunto) que se conser­
van en la casa familiar o solar, en Deva. Como consecuencia de ello,
se especializó en paleografía y aprovechando aquella biblioteca for­
mada a lo largo de generaciones (contiene, de hecho, algunos libros
que pertenecieron a Rojas), llegó a ser un genealogista profesional.
No se trataba, pues, de que yo usara sus documentos, sino más bien
de que le ayudara a publicar aquel material que él ya conocía y enten­
día. Y para ello necesitaba lo que yo, como profesor de una Univer­

— 15 —
sidad americana, en alguna medida podía ofrecerle: tiempo y dinero.
Nuestro acuerdo fue el siguiente: compartiríamos cualquier ayuda o
beneficio que yo pudiera obtener en los Estados Unidos (de hecho re­
cibimos varías ayudas de la Universidad de Harvard, el American
Counríl of Learned Societies y la American Phílosophical Society), y
él me permitiría hacer los trabajos preliminares en su biblioteca de
Deva y me ayudaría en las transcripciones difíciles; yo prepararía un
artículo o resumen que habría de ser firmado por los dos y que pre­
sentaría, en citación directa, información relativa a Fernando de Ro­
jas y a su familia inmediata. La realización de este trabajo me llevó
dos años, siendo necesario relacionar la serie de nuevos hechos con
otros que iba descubriendo al mismo tiempo. Fue preciso consultar
también a algunos eruditos, incluido mi maestro, Américo Castro.
Quedé con don Fernando en que cuando estuviera acabado mi
trabajo yo se lo sometería para su revisión y aprobación. Su repu­
tación profesional quedaba tan comprometida como la mía, y él era
el único experto capaz de corregir los errores o las lecturas equivo­
cadas de que yo, como «amateur», pudiera ser responsable. Desgra­
ciadamente (por razones que no son del caso), nunca se llegó al exa­
men final, a pesar de que todavía en 1969 seguía insistiendo yo en
mi empeño de persuadir a don Fernando para que lo emprendiese.
En la última carta que le dirigí le decía que, puesto que mí interés
en el asunto se cifraba únicamente en poder disponer de información
para esta biografía, yo vería con buenos ojos que él publicara bajo
su solo nombre una versión corregida. Me contestó que esperaba po­
der realizar sus propias transcripciones en el futuro —y luego, unos
meses más tarde, me enteré de su muerte.
Como consecuencia, al escribir La España d e Fernando d e Rojas
me veo en la apurada situación de esos funcionarios del gobierno que
intentan justificar públicamente su política a base de información se­
creta, Una solución en que he pensado más de una vez sería incluir
aquí mi resumen del archivo de Deva en forma de Apéndice. MÍ obli­
gación personal con don Fernando ya no existe; y mi obligación pro­
fesional hacia su antecesor es apremiante; todos los hechos relacio­
nados con una figura tan enigmática e importante como el autor de
La C elestina deberían ver la luz. Pensándolo mejor, sin embargo, he
decidido dejar las cosas tal cual están. Aunque confío en que mis in­
terpretaciones son correctas, no hay duda de que las transcripciones
debieran ser ratificadas por un experto con acceso a los documentos,
antes de su publicación. En caso de que cualquier erudito cuestiona­
ra mis afirmaciones, con sumo gusto le facilitaría una copia de la
prueba que tengo a disposición. En la mayoría de los casos podría ser
un microfilm. Otra posibilidad es el recurso privado a los archivos
de Deva, archivos que, yo personalmente espero, serán con el tiempo
adquiridos por la Biblioteca Nacional, Todo lo relativo a Rojas habría
— 16 —
de ser publicado pero, mientras tanto, es de importancia para mí —y
espero y creo que para La C elestina— el que este libro pueda apare­
cer lo antes posible.
Aparte de los ya mencionados, la lista de eruditos y amigos que
me Kan brindado generosamente su tiempo y su saber, es larga. En
efecto, tanta ayuda indispensable me ha sido dada por tantas perso­
nas que, al comenzar a formar esta lista, mi único temor es que pue­
da olvidarme de alguien merecedor de toda gratitud. Comenzaré por
mis investigadores auxiliares, Margery Resnick, Peter Goldman, Nora
Weinerth, Loraine Ledford y sobre todo Michael Ruggerio —que no
sólo han dedicado muchas horas al trabajo de investigación y de des­
broce sino que además me han hecho muchas sugerencias valiosas—.
Lo mismo puede decirse de otros lectores a los que he recurrido den­
tro y fuera de la profesión: Francisco Márquez Villanueva, Francis
Rogers, Roy Harvey Pearce, Mor ton Bloomfield, Raimundo Lida,
Claudio Guillen, Dorothy Severin y Jorge Guillen. Todos ellos vieron
un capítulo u otro en diferentes momentos de su desarrollo, y algunos
hace ya tanto tiempo que quizá no recuerden su contribución personal.
Los únicos que leyeron toda la obra en su forma más o menos defi­
nitiva han sido Edmund L. King y Albert Sicroíf, lectores designados
por la Princeton University Press. A ellos he de manifestar mi espe­
cial agradecimiento por su examen exhaustivo y sus sugerencias esen­
ciales. Sin sus conocimientos y su sentido del estilo muchos errores
mayores y oscuridades de expresión jamás hubieran sido detectados.
Como siempre, la falta es mía por los muchos que puedan quedar.
Otros muchos han respondido a mi llamada de ayuda con una
generosidad que en el transcurso del texto se reconocerá. Estos son:
Luis G. de Valdeavellano, Ernest Grey, Ricardo Espinosa Maeso,
M. J. Benardete, Almiro Robledo, Antonio Rodríguez Moñino, An­
gela Selke de Sánchez, Harry Levin, George Williams, Isadore Twers-
ky, Rafael Lapesa, Carmen Castro de Zubiri, Edith Hellman, y los
archiveros: padres Gerardo Maza, de la Real Chancillería de Valla-
dolid; José López de Toro, de la Biblioteca Nacional; Ramón Gon-
zálvez, de la catedral de Toledo, y Gregorio Sánchez Doncel, de la
catedral de Sigüenza. A todos ellos quiero expresar mi más profunda
gratitud.
Pero, aparte de don Fernando, hay dos personas que contribuye­
ron más que ninguna a que este libro llegara a su término, y a quie­
nes se lo dedico con todo afecto: mi maestro, don Américo, y mí mu­
jer, Teresa.

C am bridge, Mass.
N oviem b re d e 1971.

— 17 —
2
LISTA DE ABREVIATURAS

AHN = Archivo Histórico Nacional.


Ajo = C. M. Ajo y G. S a i n z d e Z ú ñ ig a , Historia de las Universidades Hispáni­
cas, 2 vols., Madrid, 1957.
A m a d o r d e l o s R ío s = J . A m a d o r d e l o s R ío s , Historia social, política y
religiosa de los jud'tos de España y Portugal, Madrid, 1960.
Artes — R a im u n d o G o n z á l e z d e M o n t e s , Artes de la Inquisición Española
. publicadas y traducidas de la edición original latina (Heidelberg, 1567),
por U. Usoz y R ío , n, p., 1851.
BAE = «Biblioteca de Autores Españoles».
B a e r = Y i t z h a k B a e r , History of the Jews in Cbristian Spain, 2 vols., Phila-
delphia, 1961, 1966 (también: F r it z B a e r , Die Juden in Christlicben Spa-
nien, 2 vols., Berlín, 1929, 1936 libro base de la posterior History del mis­
mo autor).
B A íl = Boletín de la Academia de la Historia.
B a t a i l l o n = M a r c e l B a t a i l l o n , «La Céiestine» selon Fernando de Rojas, Pa­
rís, 1961.
B e l l = A u b r e y B e l l , Luis de León, Oxford, 1925.
B e t h e n c o u r t = F. F e r n á n d e z de B e t h e n c o u r t , Historia genealógica y he­
ráldica de la monarquía española, casa real y grandes de España, 10 vols.,
Madrid, 1897-1920.
BH = Bulletin Hispanique.
BHS = Bulletin of Hispanic Studies.
BN = Biblioteca Nacional.
BNM = (cita de un manuscrito de la Biblioteca Nacional).
BRAE = Boletín de la Real Academia Española.
BRAH = Boletín de la Real Academia de la Historia.
C a r o B a r o j a = J u l i o C a r o B a r o j a , Los judíos en la España moderna y con­
temporánea, 3 vols., Madrid, 1961.
C aro L y n n = Caro L y n n , A College Professor of the Renaissance (Lucio Ma­
rineo), Chicago, 1937.
Catálogo de pasajeros = Catálogo de pasajeros a Indias, ed. C. Bermúdez Plata,
3 vols., Sevilla, 1946.
«La Celestina»: arte y estructura = S t e p h e n G i l m a n , The Art of «La Ce­

— 19 —
lestina», Madíson, 1956. [Traducción española: «La Celestina»: arte y es­
tructura, Madrid, 1974.]
D o m ín g u e z O r t i z = A n t o n io D o m ín g u e z O r t i z , La dase social de los cotí-
versos en la edad moderna, Madrid, 1955.
D u m o n t = Louis D u m o n T, Homo hierarchicus, París, 1966.
Epistolario = P e d r o M á r t i r , Epistolario, en Documentos inéditos para la his­
toria de España, nueva serie, vols. IX-XII, publicado por J. López de
Toro, Madrid, 1955-57.
Erasmo = M a r c e l B a t a i l l o n , Erasmo y España, México, 1950.
E s p e r a b é A r t e a g a = E . E s p e r a b é A r t e a g a , Historia pragmática e interna de
la Universidad de Salamanca, Salamanca, 1914.
FELS = Fondo de expedientes de limpieza de sangre. _
G il m a n - G o n z á l v e z = S t e p h e n G i l m a n y R a m ó n G o n z á l v e z , «The Family
of Femando de Rojas», Romaniscbe Forscbungen, LXXVIII (1966), 1-26,
HR = Híspame Revtew. _ _
I n q u isic ió n d e T o l e d o = Documentos del Archivo Histórico Nacional refe­
rentes a la Inquisición de Toledo; habiendo cambiado los números de
referencia, ahora escritos a mano, en el catálogo de Vincent Vignau, Ma­
drid, 1903, los documentos se citan en este libro exclusivamente por el
número de página.
Investigaciones = F r a n c i s c o M á r q u e z , Investigaciones sobre Juan Alvarex Gato,
M a d r id , 1960. ^
Judaizantes = F r a n c i s c o C a n t e r a B u r g o s y P . L e ó n T e l l o , Judaizantes del
Arzobispado de Toledo habilitados por la Inquisición en 1495 y 1497, Ma­
drid, 1969. _
L e a = H, C . L e a , The Inquisición of Spain, 3 vols., Nueva York, 1907.
L l ó r e n t e = J u a n A n t o n io L l ó r e n t e , Historia critica de la Inquisición en Es­
paña, 10 vols., Madrid, 1822.
MLN = Modcrn Language Notes.
NBAE — «Nueva Biblioteca de Autores Españoles».
NRFH = Nueva Revista de Filología Hispánica (México).
Orígenes = M a r c e l i n o M e n é n d e z y P e l a y o , Orígenes de la Novela, edición
nacional, Santander, 1943 (edición original, 1905).
La originalidad = M a r í a R o s a L id a d e M a l k i e l , La originalidad artística de
«La Celestina», Buenos Aires, 1962.
Propalladta — J. E. G i l l e t , Filadelfia, 1961.
RABM = Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos.
Realidad = A m é r i c o C a s t r o , La realidad histórica de España, 1,® edición,
México, 1954; 2.* edición, México, 1962.
Relaciones = Relaciones de los pueblos de España, Reino de Toledo, edición
de C. Viñas y R. Paz, Madrid, 1951.
R e y n i e r = G u s t a v e R e y n ie r , La Vie unwersitaire dans l’ancienne Espagne, P a ­
r ís , 1 9 0 2 .
RF = Romaniscbe Forscbungen.
RFE = Revista de Filología Española (Madrid).
RH — Revue Hispanique.
RHM = Revista Hispánica Moderna (Nueva York).
R i v a = A. B a s a n t a d e l a R i v a , Sala de los hijosdalgo, catálogo de todos sus
pleitos, 4 vols., VaUadolid, 1922.
RO = Revista de Occidente.

— 20 —
Salazar y C a s t r o = S a l a z a r y C a s t r o ; Archivos de la Academia de la His­
toria, Indice editado por B. Cuartero v Huerta y A. de Vargas-Zúñiga, Ma­
drid, 1956.
S e r r a n o y S a n z = M a n u e l S e r r a n o Y S a n z , «Noticias biográficas de Fer­
nando de Rojas», Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, VI (1902),
245-298.
S i c r o f f — A l b e r t o A , S i c r o f f , Les Controverses des statuts de «.purété de
sartg» en Espagne du XV' au XVII' siécle, París, 1960.
VLA = Archivos V a l l e L e r s u n d i ,
VL II (VLA 35) = publicados por V a l l e L e r su n d i como «Documentos refe­
rentes a Fernando de Rojas», Revista de Filología Española, XII (1925),
385-396.
VL II (VLA 7 y 33) = Testamento de Rojas y el inventario hecho después de
su muerte, publicado por V a l l e L e r s u n d i : «Testamento de Femando de
Rojas», Revista de Filología Española, XVI (1929), 367-388.

— 21 —
CAPITULO I

LA REALIDAD DE FERNANDO DE ROJAS

No quiere mi pluma tú manda razón


Que quede la fama de aqueste gran hombre
Ni su digna fama ni su claro nombre
Cubierto de olvido...
A lo n so de P ro aza
E l t e st im o n io del te xto

No hace mucho tiempo un distinguido humanista americano pro­


puso a la actual generación de críticos profesionales una pregunta radi­
cal y desconcertante: «¿Cómo es posible la literatura?» *. Y por lo
que a mí respecta, he de confesar que la acogida hostil que la críti­
ca ha dispensado a mí libro T he Art o f «La C elestin a » 2, justifica
tal pregunta. Clasificado por quienes me han reseñado como «exis-
tencialista» o como típico del «New Criticismo americano, el apre­
tado análisis textual que allí se hace de La C elestina les parecía ana­
crónico. En mi opinión, los marbetes son contradictorios y la acusa­
ción de anacronismo carece de base. No obstante, he de admitir al
mismo tiempo mi responsabilidad por la incomprehensión. Cautivado
por la vitalidad del diálogo y de los personajes, dejé de considerar la
cuestión histórica preliminar: «¿Cómo fue posible el arte sin prece­
dentes y enteramente original de su autor, Fernando de Rojas?» Hay
aquí dos preguntas tácitas: primero, «¿cómo pudo un hombre que
vivió a finales del siglo xv en España haber escrito un libro de tanto
significado para nosotros y nuestras preocupaciones?». Y, segundo,
«¿qué se puede saber sobre él y sobre su vida que nos pueda ayudar
en nuestra búsqueda de una respuesta adecuada?».
Las cuestiones que acabamos de plantear son evidentemente idénti­
cas a las que plantea cualquier obra maestra que trasciende el tiempo
—el Q u ijote, Edipo R ey, H am let y ese limitado número de las
1 R o y P j : a r c e , «Historicism Once More», en Historictsm Once More:
Problems and Occasions for the American Scholar, Princeton, 1969.
2 Madison, Wis., 1956 {traducción española: «La Celestina»: arte y estruc-
tara.

— 25 —
que les igualan— . La única diferencia es que en estos casos el inves­
tigador puede servirse de gran cantidad de trabajos históricos y bio­
gráficos previos, mientras que en el caso de La C elestina apenas si
hay nada: no hay una biografía conocida, ni siquiera una adecuada
comprensión de la época sobre las que apoyar las ideas. Como resul­
tado de esta falta de base, la interpretación de La C elestina ha ido en
dos direcciones diferentes. Por un lado, están los que intentan pro­
porcionar una comprensión histórica de carácter arqueológico sacada
de sus propios almacenes de erudición. La C elestina es una creación
retórica del siglo xv, un espejo de la moralidad medieval, o una ale­
goría de los siete pecados capitales —lo que quiere decir que es una
obra^ interesante pero muerta— . Por otro lado, estamos unos pocos,
tan interesados en la vida explosiva del diálogo de Rojas, que nos
vernos expuestos a la acusación de ignorar lo que La C elestina quería
decir desde el punto de vista histórico. Es, pues, no sólo oportuno
sino urgente un nuevo planteamiento. Después de habernos ocupado
de la vida de la obra, debemos buscar el transfondo necesario para
comprender cómo ese libro virio a la vida de forma tan inmortal. La
valoración de La C elestina como una de las más importantes creacio­
nes del hombre, lo veo ahora, exige algo más que un análisis textual
del estilo, de la estructura o del tema. Se necesita además un pacien­
te esfuerzo por comprender las angustias históricas de su nacimiento.
En otras palabras, no podemos comprender verdaderamente lo que es
La C elestina sin tratar de resolver con todo rigor, tanto el problema
de su concepción como el problema, más amplio, de có m o fue posible
esa concepción. A nada menos que a esto va dedicado el presente
libro.
Esta declaración de propósitos enfrenta tanto al crítico como a
su lector con problemas teoricos de tal envergadura que requieren más
bien confesion de compromisos previos que soluciones preparadas de
antemano. Para comenzar, diré que la interrogación en términos de po­
sibilidad fue ideada para eliminar la búsqueda positivista de la cau­
salidad histórica. La C elestina no fue escrita por su «raza» (judeo-
española), «medio» (Salamanca) o «momento» (el Renacimiento isa-
belino). Por el contrario, fue escrita (dejando a un lado el angustioso
problema del acto I) por un hombre llamado Fernando de Rojas que
encontro y experimento estos tres determinantes, que vivió dentro
— —¡y al través! de su clima historico. No desde fuera de la historia,
sino desde la íntima conciencia personal y profunda de la historia
es como las obras maestras se abren camino a la luz. Lo que significa
proclamar algo evidente: que la historia modela el arte en la medida
en que penetra toda la vida del artista. No hay atajos ni corto circui­
tos. La C elestina puede concebirse quizá como una posibilidad histó­
rica realizada por el Fernando de Rojas de «carne y hueso». Pero no
puede concebirse como una necesidad histórica.

— 26 —
Este es nuestro compromiso y este nuestro programa. Si la litera­
tura es, como diría Jean-Pierre Richard «una aventura del se r»3, he­
mos de ver la época de La C elestina desde el punto de vista de su
asimilación en la biografía de un «ser humano». No nos interesa
lo que sucedió en la historia, sino la historia tal como podemos ha­
cerla revivir con reverencia diltheyana; nos importa su presencia
inmediata para un hombre vivo y superconsciente dentro de sus cir­
cunstancias concretas corporales, rurales o urbanas. La domesticidad
en el sentido amplío será por encima de todo decisiva. Más aún, si
el único conocimiento significativo que poseemos del hombre que
nos interesa es su obra, es claro que será por el prisma de nuestra lec­
tura por donde tendremos que mirar fundamentalmente. En este sen­
tido se puede afirmar sin paradoja que La C elestina crea su tiempo
más bien que lo contrario. Lo que va a decirnos, será para nosotros
la única posible medida del sentido histórico y biográfico de cual­
quier hecho, viejo o nuevo, que pudiéramos presentar. La obra no
escoge los hechos (tal licencia cuando hay tan pocos a mano sería in­
defendible), pero sí los valora y los ordena en una jerarquía inevita­
ble. Sólo permitiendo a La C elestina realizar esta función esencial nos
será posible evitar la aberración crítica contra la que nos previene
José F. Montesinos, aberración «según la cual, la vida real de un poe­
ta condiciona la comprensión de su arte, cuando lo cierto es justamen­
te lo contrario» \
Un segundo y quizá más vulnerable flanco nos separa de aquellos
que insisten en los peligros que entraña el relacionar la infor­
mación histórica y biográfica con la literatura. A pesar de todas las
precauciones, ciertos críticos creen que la aproximación de las dos es,
en el peor de los casos, nociva, y en el mejor, carente de sentido, una
mezcla insensata y complaciente de criterios inconciliables. Contra ta­
les creencias podemos levantar dos líneas distintas de defensa. La
primera es la de mi maestro Améríco Castro: la comprensión de la
historia misma como ámbito de valor dentro del cual la literatura
más que extranjera se siente indígena —y es contada entre los ha­
bitantes más respetados— . Característica del valiente e incesante es­
fuerzo de Castro por reintegrar la historia dentro de las humanida­
des es el siguiente juicio inédito: «La literaratura de una época y la
época de esa literatura son fenómenos indisolubles. Sin la luz de la
literatura y el arte, la dimensión historiable de cualquier momento

3 «On a done vu dans l’écriture une activité positíve et créatrice a l ’in-


térieur de íaquelle ceitains étres parviennent á coincider pleinement avec eux
mémes... L’élaboration d une grande oeuvre Jittéraire n'est ríen d’autre en
effet que la découverte d'une perspective vraie sur soi-méme, ía vie, les hom-
mes. Et la littérature est une aventure d’étre» (Littérature ct Sensación, París,
1954, p. 14). t _
4 Estudios sobre Lope de Vega, México, 1951, p. /I.

— 27 —
del pasado no sería como e s » 5. He traducido al inglés la expresión
de Castro «dimensión historiable» por el neologismo «historíabili-
ty», ya que con ella se quiere significar el derecho de un período a
la atención del historiador. Entre otras razones, la vida y el tiempo
de Fernando de Rojas son importantes por cuanto constituyen el sue­
lo humano en el que La C elestina pudo crecer y, de hecho, creció.
Hemos de entender la literatura con criterios históricos y biográficos,
sostendría Castro, aunque no sea más que para salvar la biografía y
la historia de su trivialidad.
Es fácil aceptar este compromiso cuando se trata de una obra de
la intrínseca significación e inmortalidad de La C elestina. Por lo que
se refiere a mis esfuerzos, la negativa de Castro a aceptar la dispari­
dad entre literatura e historia, me da pie, al menos, para una justifi­
cación preliminar para escribir sobre la España de Fernando de Ro­
jas. Y —aunque la prueba, claro está, se verá en el resultado...— con
tales ingredientes el riesgo no es grave. Si un ensayo sobre la vida y
la época de Rojas puede sacar a la luz un solo hecho hasta ahora des­
conocido, un solo aspecto del proceso de esa creación que ha pasado
desapercibido, el ensayista —sean los que sean sus pecados de omisión
o comisión— no tiene nada que temer. Todo lo cual nos lleva a la se­
gunda línea de defensa: la situación de La C elestina en los orígenes de
un género, la novela, que tradicionalmente ha estado compuesta de
grandes trozos de experiencia cruda, sacada en gran parte de la circuns­
tancia histórica. Lo que el autor siente sobre el mundo histórico al que
ha sido arrojado, es el fundamento de casi todas las novelas que nos
importan, desde el Lazarillo d e T orm es hasta F ínnegan’s Wake. Preci­
samente por esta razón, los que se oponen a la crítica biográfica e histó­
rica suelen preferir hablar de otros géneros más formalmente elabo­
rados. El historiador de La C elestina no puede permitirse tales prefe­
rencias. Como espero demostrar en el curso de las muchas páginas que
siguen, su diálogo no se entiende si eliminamos de ella la profunda
experiencia histórica de Fernando de Rojas y su sardónica compren­
sión de la España en que vivió.
Estas afirmaciones no se han de tomar como si buscaran una
ecuación romántica entre lo que sucede en La C elestina y los presun­
tos hechos de la biografía de Rojas. En contraste con Stendhal, que
nos dejó toda clase de posibles facilidades para observar la transfor­
mación de su vida en arte (concibiendo, al parecer, tal observación
como una componente necesaria del tipo de apreciación que buscaba),
Rojas no nos ofrece nada —ni siquiera las pocas huellas traviesas
de un Cervantes— . Aunque en ocasiones nos permite echar una mi­
rada a sus fuentes, sus modelos vivos (que ciertamente existieron,
pues ninguna creación de la magnitud de La C elestina puede haber

5 Para mayor desarrollo de estas ideas, ver sus Dos Ensayos, México, 1956.

— 28 —
brotado sólo de fuentes literarias) quedan deliberadamente apartados
de nuestra vista. Incluso se nos esconde el nombre de la ciudad que es
el escenario de su «argumento» tragicómico. Todo artista impone la
aceptación de los términos de un pacto implícito, y puesto que ésas
son las condiciones del propio Rojas, no nos queda más remedio que
aceptarlas. Tal fue mi respuesta a una persona que me preguntó cómo
podía intentar una biografía de Rojas sin conocer la identidad de
Melibea. Cierto, si pudiéramos identificar los modelos de Rojas o
revivir sus experiencias personales de amor y de muerte, la tentación
sería irresistible. En un sentido muy real puede convenir a La C eles­
tina el que este primer intento de describir la vida de su autor se haya,
hecho más de cuatro siglos después de su muerte. Pero hay que preci­
sar algo más esta aclaración. La afirmación de que no es deseable (no
sólo imposible) revelar la incubación anecdótica de La C elestina no
pretende poner en duda la realidad viva y palpitante de su autor (o de
sus autores). Es histórica, como dijimos, precisamente porque es auto­
biográfica —autobiográfica en un sentido más profundo que el de la
simple reminiscencia narrada— . «Cómo se hace una novela, ¡bien!,
pero ¿para qué se hace?», pregunta Unamuno, y contesta: «Para
hacerse el novelista. Y ¿para qué se hace el novelista? Para hacer el
lector. Y sólo haciéndose uno el novelador y el lector de la novela
se salvan ambos de su soledad radical»6. Tendremos ocasión en un
capítulo posterior de reflexionar con más detenimiento sobre La C e­
lestin a como «autobiografía» de este tipo, concluyendo, con la ayuda
de Kenneth Burke, que Rojas buscaba en su escrito no tanto crea rse
a sí mismo cuanto —por un proceso de transmutación de sus más
íntimos pesares— salvarse a sí mismo. Pero de momento, basta con
confesar nuestra fe en el «pesar sobre la tierra» unamuniano de aquel
hombre del siglo xv cuyas experiencias están a punto de obsesionamos.
Los que no están familiarizados con el tipo de crítica que se viene
haciendo de La C elestina quizá no comprendan lo que tienen de poco
común estos empeños. Rojas ha sido, desde un principio, el menos
reconocido de todos los grandes autores del mundo occidental. Lope
de Vega, cuya admiración por La C elestina no tenía límites, se olvidó
de nombrarle junto a Jorge de Montemayor, Fray Luis de León y
otros escritores posteriores en su Laurel d e Apolo. Más significativa
aún es la breve mención que hace de él el padre de la historia literaria
española, Nicolás Antonio. El nombre de Rojas, como sabemos, sólo
aparece de pasada en un párrafo dedicado a Rodrigo de Cota, a quien la
mayoría de los lectores del tiempo suponían autor del acto I. Más
anónimo durante el siglo de oro que su totalmente anónimo predece­
sor, Rojas no ha tenido desde entonces mejor suerte. No solamente

6 «Cómo se hace una novela», Obras Completas, ed. M. García Blan­


co, vol. X, Madrid, 1958, p. 922.

— 29 —
no ha prestado su nombre a ninguna calle en Madrid, no solamente es
confundido por algunos con Francisco de Rojas Zorrilla, sino que cuan­
do se le menciona, ordinariamente se hace como si se tratara de una
no-entidad, de un rótulo humano, sin realidad existencial. La observa­
ción de Blanco White de «que ningún autor ha gozado menos de la
fama de sus escritos que él de esta su famosa tragicomedia» 1, sigue
siendo verdad.
La excepción más conspicua a esta generalización fue, natural­
mente, don Marcelino Menéndez Pelayo, el virtual fundador del his­
panismo. Pero a pesar de sus valiosos esfuerzos a principios de este
siglo por establecer a Rojas como un gran escritor, si bien enigmáti­
co 8, pocos de sus sucesores se han cuidado de afirmar otro tanto. Los
que conocen la historia del problema saben por qué. Tanto para Blan­
co White como para Menéndez Pelayo, Rojas necesitaba ser reinventa-
do a fin de fortificar una cierta percepción crítica de la unidad orgá­
nica de La Celestina, Para ellos La C elestina no pudo haber sido sino
■hija de un solo padre, padre cuya virtual desaparición hacía más ne­
cesaria su resurrección crítica. Pero ahora que la afirmación de que el
acto I fue escrito por un predecesor, es generalmente aceptada, su
realidad como autor parece aún más dudosa y sin interés que antes.
Así, Menéndez Pidal se refiere a La C elestina como a una obra
«semianónima» 9, mientras que Claudio Sánchez Albornoz, ignorando
inexcusablemente la inequívoca evidencia documental, pone en duda
que sea realmente «el co n v erso Fernando de Rojas y no otro caste­
llano portador del mismo nombre» la persona a quien se alude en los
versos acrósticos 10. Otros, admitiendo que Rojas probablemente exis­
tió, no ponen de relieve su papel como autor. Carmelo Samoná, por
ejemplo, lo tiene por una «personalidad no cristalizada», que reúne y
refleja los tópicos de la retórica de la época u. Menos abiertamente,
esta misma viene a ser la postura de Marcel Bataillon, quien parece
considerar a Rojas —al menos implícitamente— como a un simple
imitador con talento de la «primitiva Celestina»; por otra parte, su
tesis de que el diálogo de La C elestina es espejo de una moralidad
medieval deja poco lugar a la creación personal u. Pero quizá el juicio
más demoledor sea el de los editores de una recentísima edición eru­
dita: «A la antigua creencia en un autor único, ligada a la tesis idea­
7 Variedades, o el Mensajero de Londres,’, L o n d re s, 1824 ( c ita d o por
B a t a illo n (ve r n. 12 ), p. 2 1 .
8 Orígenes de la Novela, Edición Nacional, Santander, 1943 (orig., 1905),
en adelante citada: Orígenes.
9 «La lengua en tiempo de los Reyes Católicos», Cuadernos Hispanoame­
ricanos, Madrid, núm. 40, 1950, p. 15.
10 España, un enigma histórico, 2 vols., Buenos Aires, 1962, II, 280.
11 Aspetti del retoricísmo nella Celestina, Roma, 1953, p. 11.
12 M a r c e l B a t a i l l o n «La Celestiñe» selon Fernando de Rojas, París,
1961 (citado en lo sucesivo como B a t a i l l o n ).

— 30 —
lista y, al gran prestigio de don Marcelino Menéndez Pelayo, ha
sucedido la convicción de que se superponen en el texto diversas épo­
cas y autores. Para nuestro concepto actual, La C elestina, lejos de
ser una creación improvisada y personalista, es el resultado de larga y
accidentada elaboración, en la que parece resumida una extensa suma
de elementos medievales y renacentistas» 13. El amigo y editor de
Rojas, Alonso de Proaza, demostró tener una intuición singular cuan­
do al concluir los versos citados en el epígrafe de este capítulo ex­
presó el temor de que la «fama de aqueste gran hombre» juntamente
con su «claro nombre» pudiera quedar «cubierto de olvido».
En presencia de tal coro de voces autorizadas, el lector podrá pre­
guntarse: ¿por qué seguir discutiendo el tema? Sólo hay una res­
puesta: «Por La C elestina.» Como ya indicó Menéndez Pelayo, el
carácter peculiar de este huérfano literario hace imperativo el descu­
brimiento de un padre. Quiero decir, de manera concreta, que pensar
en la obra como de generación espontánea, o, lo que es peor, como
criatura de un número indefinido de progenitores anónimos, lleva a
las malas intelecciones implícitas en muchas de las observaciones arri­
ba citadas. Contrariamente al P oem a d e m ió Cid o el Romancero,
La C elestina (¡Proaza tenía toda la razón!) lleva mal el anonimato.
Eliminar de ella una mente que la preside, lleva necesariamente a
convertirla en un montón de fuentes, un dechado de estilos, un «bre­
viario» de doctrinas del siglo xv o un conglomerado de «elementos
medievales o renacentistas» indefinidos y quizá indefinibles.
Existe, por supuesto, un «argumento»' que, como todos los argu­
mentos, se puede leer sin tener en cuenta al autor. Pero tomado en
sí mismo, es algo derivado y secundario que está descrito por Rojas
como un esqueleto seco y descarnado, como «huesos que no tienen
virtud». Hay también personajes que hablan — todos ellos fascinan­
tes— , pero en tantas formas, entonaciones y niveles de expresión que
su caracetrización fija e independiente resulta con frecuencia ambigua.
Sólo la voz autónoma y consecuente de Celestina se enseñorea de la
obra, imponiendo una unidad que va a reflejarse en el título. Elimi­
nado el autor, La C elestina cae así en manos de una vieja alcahueta
cuya combinación de conciencia sensual («assí goce yo de esta alma pe­
13 G . D. T r o t t e r y M. C r ia d o de V a l , Tragicomedia, Madrid, 1958,
pp. vi-vii. En cierto sentido, eso está de acuerdo con la creencia de María Rosa
Lída de Malkiel (v. infra, n. 14), no sólo en un autor original y Rojas, sino
también en un «cenáculo» de amigos que compusieron juntos las adiciones
de 1502. No hay evidencia alguna en la que basar esta última opinión, la
cual parece haber surgido por la repulsa o desagrado de la Sra. Lida de Mal­
kiel por ciertos párrafos y frases en las adiciones. Un ejemplo podría ser el
dicho suavemente irónico de Calisto: «el que quiere comer el ave, quita primero
las plumas». Sin embargo, me parece de mayor rigor el aceptar la responsabi­
lidad directa y asumida por Rojas que seguir a Cejador y a Foulche-Delbosc
en su imposición de preferencias subjetivas en cuanto al texto.

— 31 —
cadora»), valor épico («dos veces he puesto... mi vida al tablero»), y
autoafirmación estoica («que soy una vieja cual Dios me hizo, no peor
que todas») ha fascinado a generaciones de lectores. Como lectores,
pueden tener alguna excusa. Pero cuando los eruditos, y esto es bas­
tante más peligroso, deciden eliminar a Rojas, convierten con frecuen­
cia a La C elestina en poco más que un receptáculo del acopio perso­
nal de su erudición histórica.
Hemos de reconocer que ni el lector impresionable ni el erudito
miope son del todo culpables del eclipse de Fernando de Rojas. Como
veremos, él mismo como autor del prólogo, ha de llevar una gran par­
te de responsabilidad. Al afirmar humildemente la existencia previa
del acto I (algo menos de una quinta parte del todo) y al revelar de
forma velada (en un acróstico fácil) su propia paternidad sobre el res­
to, invitaba tanto a los elementos dispersos de su creación («fontezi-
cas de filosofía») como a las vidas más conspicuas por él creadas, a
proyectar su sombra sobre él. Parecía, incluso, apetecer la oscuridad.
Hasta el hecho de no haber ejercitado después nunca más su genio
para el diálogo puede interpretarse como demostración de falta de in­
terés por la publicidad personal. Más adelante veremos con más de­
talle algunos de los problemas planteados por la modesta confesión
de Rojas de que no ha sido más que continuador, por las ambigüeda­
des del prólogo, y por el hecho de no haber establecido su derecho a
la fama con una segunda obra. Pero de momento estos tres factores
pueden descartarse: aunque significativos, no son cruciales en el he­
cho de la desaparición del autor.
Dada la explosiva originalidad de La C elestina —originalidad de­
fendida y documentada a lo largo de más de 700 páginas de apasiona­
da erudición por la fallecida María Rosa Lida de M alkiel14— , la ne­
cesidad de un ser responsable de esa originalidad, debería descartar
estas dudas e incertidumbres biográficas. La postura creadora del
Arcipreste de Hita es cuando menos tan ambigua como la de Rojas;
sin embargo, pocos críticos le describirían por esta razón como perso­
naje carente de identidad o borrarían su nombre de la historia de la
literatura castellana.
Para una comprensión más profunda de lo que sucedió a Fernan­
do de Rojas en su ascenso al Parnaso debemos examinar el texto. Fue
en lo que James Fitzmaurice-Kelly (uno de los pocos eruditos además
de Menéndez Pelayo que reconoció la urgente necesidad de encontrar
la procedencia humana de La C elestina) llamaba la «alta perfección»
de su arte, y no en la «furtiva» presentación de su persona donde se
fraguó su anonimato. Precisamente porque la «alta perfección» de
Rojas se consiguió a través de voces que parecen autónomas, él se

14 La originalidad artística de «.La Celestina», Buenos Aires, 1962 (citado


en lo sucesivo: La originalidad).

— 32 —
achica y retrocede. Los interlocutores y particularmente esa gran maes­
tra del lenguaje hablado, Celestina, se apoderan de La C elestina, pa­
reciendo — en una especie de apoteosis pirandeÜana— como sí fueran
sus autores.
Sin embargo, el reconocimiento de este fenómeno no supone ne­
cesariamente su aceptación. Soy tan ferviente admirador como el que
más de la realidad existencial de Celestina. Pero estimo que ya es
hora de no seguir escuchando su voz como si de hecho sonara —esto
es, como si estuviera grabada en cinta en lugar de estar impresa en
un libro. El problema radical es cómo pudo crearse esta impresión de
autonomía auditiva... ¿Quién fue, preguntamos de nuevo, el creador
de Celestina? Y, ¿cómo pudo él, un don nadie silencioso en opi­
nión de la mayoría de sus lectores, haberla captado en el papel?
SÍ estas preguntas nos vuelven a nuestro punto de partida —el
problema de la posibilidad de la literatura— , también aguzan más
esa interrogación preliminar: ¿cómo fue posible este misterioso tipo
de literatura? En busca de una respuesta preliminar a la cuestión,
prematura en este momento, podemos pedir ayuda a tres autoridades
bien conocidas. La primera es Stephen Díedalus:
La personalidad del artista, primeramente un grito, una canción, una humo­
rada, más tarde una narración fluida y superficial, llega por fin como a evapo­
rarse fuera de la existencia, a impersonalizarse, por decirlo así. La imagen
estética en la forma dramática es sólo vida purificada dentro de la imagina­
ción humana y reproyectada por ella. El misterio de la estética, como el de
la creación material, está ya consumado. El artista, como el Dios de la crea­
ción, permanece dentro, o detrás, o más allá, o por encima de su obra, tras-
fundido, evaporado de l a existencia... indiferente... entretenido en arreglarse
las uñas l5.

A esta afirmación, tan citada, se le pueden añadir dos comentarios.


En primer lugar, ese «evaporarse fuera de la existencia» no es una
situación real, ni tan siquiera posible, sino como cabía esperar del jo­
ven estudiante de teología que la formula, una paradoja. Alguien ha
de realizar ese «evaporarse», alguien que es tanto más él mismo por el
hecho de realizarlo. El misterio ha sido replanteado con locuacidad ju­
venil pero no queda resuelto. En segundo lugar, si el recurso al diálo­
go fuera por sí mismo capaz de producir tales resultados, todos los
dramaturgos tendrían la misma habilidad para liberar la vida humana
en sus obras —cosa evidentemente absurda a la vista de los resulta­
dos— . Aparte del genio, veremos en su momento que precisamente
por no ser Rojas un dramaturgo y no estar sujeto a las expectaciones
del público de teatro (caracterizaciones más o menos rígidas, dominio

15 J a m e s J o y c e , El artista adolescente. Traduc. de «Alfonso Donado» [Dá­


maso Alonso], Madrid, Biblioteca Nueva, 1926, p. 289.

— 33 —
3
del tempo del diálogo en busca del efecto más seguro, etc.), precisa­
mente por eso, las voces de los personajes por él creados parecen tan
autónomas.
Trataremos de expresarlo una vez más con una fórmula que nos
ofrece Giuseppe Borgese: «Los escritores románticos identifican el
arte con su fuente o raíz de inspiración, mientras que los escritores
clásicos la identifican con su realización o florecimiento en forma aca­
bada» 16. La formulación de esta antítesis es particularmente intere­
sante para los lectores de La C elestina por cuanto les recuerda una
imagen que figura en el prólogo. La palabra del sabio es como una
semilla, dice Rojas, « ... que de muy hinchada y llena quiere rebentar,
echando de sí tan crescidos ramos y hojas, que del menor pimpollo se
sacaría harto fruto». Dejados a un lado los orígenes del tópico, según
este texto el escritor es menos un dios que un jardinero. A medida
que las palabras florecen en situaciones y se ordenan ellas mismas en
actos, la mano y la conciencia de su horticultor solícito nunca están
manifiestas. El fluir de las voces a través de las páginas con su cons­
tante generación de sentido parece espontáneamente autónomo —has­
ta tal punto, que los lectores no sólo olvidan la fuente humana, sino
que, incluso, llegan a dudar de su existencia; al modo como en los
jardines más perfectos el artificio queda disimulado dentro del efecto
de conjunto. De aceptar las dos categorías de Borgese, tendríamos que
concluir que la «típica auto-ocultación» del autor clásico consigue su
última realización en La Celestina. ¡Pero sólo con la condición de que
estemos dispuestos a aceptar la monstruosidad formal, la rudeza feroz
y feraz del paisaje de Rojas! Lo mismo que en el caso de las distin­
ciones genéricas de Stephen Daedalus, la simplicidad de la clasificación
no puede abarcar lo que tiene de único esta obra. Hay aquí una fecun­
didad oral sin límites que por instinto creemos más cercana a Sha­
kespeare que a Racine.
Esta comparación nos lleva a un tercer crítico preocupado de ma­
nera especial por el problema de la autonomía de La Celestina. Aun­
que Shakespeare ha servido con frecuencia como de vara de medir el
arte de Rojas (particularmente por la semejanza de su trama con la
de R om eo y Ju lieta ), esta relación ha sido estudiada más extensa y
persuasivamente por M.a R. Lida de Malkiel. La «rica individualidad
de los personajes» lo mismo que la «visión integral» y «la avidez» de
su creador hacia la realidad humana no pueden —hace constar María
Rosa Lida— quedan aprisionadas en fórmulas literarias. Sólo la com­
paración con los más grandes —con un Shakespeare, con un Sófocles—
podría bastar. Así, por ejemplo, cuando Rojas «penetraba» las pasio­
nes de interlocutores a quienes juzga con evidente severidad (la esté­

16 G t. por pRAN Cls F e r g u s o n , «D. H. Lawrence’s Sensibility», en Forms


of Modern Fiction, comp. por W. V. O’Connor, Minneapolis, 1948, p. 77.

— 34 —
ril rebeldía de Areusa, el equivocado sentido del honor de Celestina
o la ciega solicitud de Pleberio), sólo la objetiva e íntima presentación
que hace Shakespeare de un Shylock o de un Polonio se le podría
comparar17.
Los entusiastas de La C elestina no pueden dejar de aplaudir a
M.a R. Lida de Malkiel en la medida en que tales comparaciones hon­
ran a su autor; pero dar por supuesto, tan claramente como hace ella,
que Rojas es un dramaturgo lo mismo que Shakespeare, es, a mi jui­
cio, una simplificación excesiva y, en definitiva, equivocada.
La idea del arte de Shakespeare, tal como lo expresa María Rosa
Lida, viene por lo menos desde William Hazlitt y, en su origen, ten­
día a echar sobre el poeta el mismo tipo de oscuro olvido que ha sido
el destino crítico de Rojas; «Shakespeare... fue lo menos egotista que
se puede ser. En sí mismo no era nada, pero era todo lo que otros
fueron o pudieron llegar a ser. No sólo tenía en sí mismo los gérme­
nes de toda facultad y sentimiento, sino que podía anticiparlos (...).
Sus personajes son seres reales de carne y hueso; hablan como hom­
bres, no como autores. Podemos imaginar al autor atento para escu­
char secretamente lo que pasa entre ellos» 18.
Se puede dudar de si esta beatería ante el misterio shakespeariano
ha ilustrado mucho a lectores o espectadores, pero una cosa es segu­
ra: trasladar esta idea proteica del artista a Fernando de Rojas sólo
puede agravar su evanescencia histórica y biográfica. Lo cual, a su
vez, impedirá inevitablemente la apreciación de esa «originalidad»
que la señora de Malkiel ha puesto tanto empeño en demostrar.
Los partidarios de Shakespeare, al ser enfrentados con asevera­
ciones a su parecer tan atrevidas, podrían responder señalando la dis­
paridad en la magnitud de las dos realizaciones. Después de todo, con­
tinúa con entusiasmo Hazlitt, Shakespeare «refleja los tiempos pasa­
dos y presentes: todos los hombres y mujeres que han vivido están
allí... Todos los rincones de la tierra, los reyes, reinas, estados, cria­
das y matronas, hasta los secretos de la tumba: nada logra ocultarse a
su mirada escrutadora». ¿Cómo pueden compararse con tal universa­
lidad las catorce voces —no más— de Rojas, repartidas entre hom­
bres y mujeres, jóvenes y viejos, ricos y pobres que viven a un tiro
de piedra unos de otros y en un mismo y no identificado medio ur­
bano? .
Se podría contestar, por supuesto, que estas diferencias de enfo­
que no afectan a las profundas semejanzas del procedimiento artístico.
Pero, en última instancia, creo que M.a R. Lida de Malkiel hubiera
estado dispuesta a admitir que la limitación en la variedad y en el

17 La originalidad, p. 310.
i» Hazlitt's Works, Londres, 1902, ed. A. A. Waller y A. Glover, vol. V,
«Lectores on the English Poets», p. 47.

— 35 —
número de los interlocutores de La Celestina (en este sentido sí po­
dría considerarse como clásico) era indispensable a su creación. Pues­
to que la obra es un mosaico de encuentros y situaciones cuidadosa­
mente yuxtapuestos (por ejemplo, la seducción que hace Celestina
de Areusa como repetición en caricatura de la primera seducción de
Melibea), las comparaciones y los contrastes humanos sugeridos de
acto en acto limitaban y canalizaban necesariamente el élan creador
de Rojas. El naciente empuje rabelesiano del acto I ha sido conte­
nido, pero no disminuido. Lo cual equivale a decir que, a pe*ar de su
intensa vitalidad, el proceso de la «amplificación» del primer acto,
por su misma naturaleza, excluye la libertad shakespeariana de crea­
ción de caracteres.
El empeño de M.a R. Lida de Malkiel en subrayar la caracterización
de los personajes de La Celestina, como base de comparación con los
de Shakespeare, hace indispensable clarificar más la distinción que
acabamos de hacer. Ella tiene razón, por supuesto, al afirmar que
cuando nos detenemos a considerar la experiencia ofrecida por la lec­
tura de la T ragicomedia como un todo, es legítimo caracterizar no
sólo a Celestina sino también a voces tan vacilantes como las de Pár-
meno y Areusa. Tras veintiún actos, se nos han revelado ya totalmen­
te tal como son y, en este sentido, poseen una «tercera persona», un
ser que puede ser juzgado como un todo desde fuera. Pero esto no es
lo mismo que decir que Rojas, como artista, estuvo primordialmente
interesado en la caracterización individual. Más bien lo que le preocu­
paba, como he sostenido en «La Celestina»: arte y estructura, era el
diálogo concebido como una interacción de conciencias, es decir, dos o
más conciencias en íntima relación que cambian con cualquier cambio
de interlocutor. Caracterizares subrayar aquellos elementos que perma­
necen estables en la acción y en la reacción, elementos que fascina­
ban a Rojas bastante menos que la mutación momentánea o duradera.
Como el mismo Rojas Índica en el Prólogo, está menos interesado
en el retrato de los dos amantes en tanto que individuos que en se­
guir hasta el fin «el proceso de su deleyte». Fue ésta seguramente la
primera vez que tal intención se expresara en castellano. Y es, por
tanto, una innovación personal que habremos de considerar en los ca­
pítulos siguientes de esta «biografía».
En definitiva, mi desacuerdo con María Rosa Lida —o quizá fue­
ra más exacto decir el de ella conmigo 19— se refiere a la cuestión bá­

19 A mi entender, la señora de Malkiel ha insistido demasiado en su crítica


de mi intento de entender a los habitantes de La Celestina como vidas — o
voces— conscientes, conocibles no sólo exclusivamente a través del diálogo, sino
viviendo en función del diálogo. Mi afirmación de que no se puede definir para
ninguna de ellas —excepto Celestina— la tercera persona del paradigma creador
(un «él» o «ella» definitivos) es evidentemente extremada. Pero el lector acos­
tumbrado a los géneros posteriores de novela y drama que dedica su atención

— 36 —
sica de cómo habría que leer La Celestina. Si el lector se acerca con
expectaciones derivadas del teatro (de un teatro virtualmente inexis­
tente en tiempos de Rojas), ese número de actos sin precedente, cada
uno dedicado escena por escena a ilustrar el flujo de la conciencia, no
le resultará totalmente comprensible. Entenderemos de la obra poco
más o menos lo que ha entendido el público madrileño en la versión
de Casona. Sólo leyendo a Rojas como él quería que lo leyésemos
—es decir, sólo escuchando las cosas que él quería insinuar— cobra­
rá sentido la repetida «geminación» de interlocutores y de encuentros
(término ostensiblemente novelístico aplicado a La C elestina por
M.a R. Lida) y podremos darnos cuenta de la estructura humana del
conjunto.
Esto no quiere decir que Shakespeare, como maestro en el diálo­
go, no supiera emplear técnicas similares (por ejemplo, los consejos de
Polonio a su hijo y a su hija), pero difícilmente pueden considerarse
como la unidad fundamental de su arte. En sus comedias y tragedias
el diálogo, como expresión consciente del sentir personal, me atreve­
ría a dedr, importaba más que el diálogo como revelación sin querer
de la intimidad recóndita.
Aceptando de momento las generalizaciones ya algo anticuadas de
A. C. Bradley, podríamos llegar a decir que en los cinco actos de la
tragedia shakcsDeariana el personaje central medita desesperadamente
sobre la mutabilidad (ordinariamente una trayectoria única) a la que
está sometido. En La C elestina, por el contrario, cada ser es el pro­
ducto final de miles de transformaciones reunidas e incesantes. El
contraste es patente. La angustia trágica de un Hamlet o un Macbeth
surge tan sólo en las formas de muerte y de soledad, cuando el diá­
logo llega a su fin. En La T em pestad, por ejemplo, escuchamos un
mundo de caracteres maravillosos que llenan la escena con su figura y
con su voz, para disiparse como sueños que son al final del acto V. Pero
Rojas, cuyo arte (como veremos en un capítulo posterior) es entera­
mente oral, cuyo escenario es ilimitado, y que intencionadamente no
nos enseña las caras y los cuerpos de sus interlocutores, escucha más

a la caracterización de los que hablan o habrá simplificado el arte de Rojas o se


quedará aturullado ante el número casi infinito de inesperados cambios en el
«proceso» de esas vidas. Por ejemplo, la vuelta a una aparente postura de
virtud de parte de Pármeno en el Acto II se comprende en el contexto del di a-
logo, pero los lectores que creían que ya comprendían su «carácter» débil a
base de su autopresentación en el Acto I, quedan desconcertados, como cual­
quiera que haya tratado de explicar la obra a una clase de principiantes sabe
perfectamente. Es el mismo desconcierto que experimentan cuando se dan cuenta
de la imposibilidad de visualizar un retrato físico para cada voz. Y aun en el
caso de Celestina, cuyo carácter e imagen parecen logrados y fijos, resulta sor­
prendente que su medrosa facha no asuste a Melibea —que la recuerda como
«hermosa» hace pocos años.

— 37 —
de cerca, despaciosamente, las menores inflexiones momentáneas de
las conciencias. Los dos, Shakespeare y Rojas, crearon seres huma­
nos independientes, pero por diferentes medios y para diferentes
fines.
Mi crítica de estas tres respuestas a la cuestión de la posibili­
dad de La C elestina no significa rechazarlas. Cada uno de los ci­
tados nos ha señalado una condición fundamental a la que ha de so­
meterse un autor de vidas independientes. Ha de saber situarse, como
observaba Stephen Dsedalus, a cierta distancia y observar desapasio­
nadamente los destinos que traza, Pero al mismo tiempo, como nos
recuerda Borgese, ha de ser un artífice consumado, jardinero invisible
pero siempre presente y solícito, capaz de dirigir el crecimiento de las
plantas en forma armónica. Finalmente (la condición de María Rosa
Lida es sin duda la más importante), habrá de ser un genio: un genio
dotado de aguda visión de la vida, capaz no sólo de podar y ordenar
sus ramas, sino también de penetrar hasta sus raíces. Que Fernando
de Rojas cumpliera plenamente con estos requisitos lo atestigua la
existencia de La C elestina. Aunque digan lo contrario críticos y lec­
tores, Rojas es más real como hombre y como artista precisamente
por el hecho de que Celestina parece hablar con su propia boca. Como
sabía Galdós, que enlaza su arte del diálogo con el de Rojas, un autor
«podrá estar más o menos oculto, pero no desaparece nunca». O con
palabras de Eliot, «el mundo de un gran poeta dramático es un mun­
do en que el creador está a la vez presente por todas partes y oculto
por todas partes»20.
Desde el punto de vista biográfico las dos primeras condiciones
(las de S. Díedalus y de Borgese) son más importantes, por más acce­
sibles. El genio —sea el de Shakespeare, el de Rojas o el de cual­
quier otro— es, por definición, objeto de reverencia más que de ex­
plicación; el distanciamiento y la habilidad artística, en cambio, son
más fáciles de vincular a la experiencia personal. Así, por ejemplo,
el distanciamiento creador de Rojas fue a la vez irónico e intelectual
—dos adjetivos que corresponden, como veremos, a sectores de su
vida.
Walter Kaiser, en su reciente P raisers o f F olly, ha propuesto a
Erasmo, contemporáneo de Rojas, como el primer profesional de la iro­
nía en la literatura europea. Pero Rojas, cuya precoz C elestina se ade­
lantó a la primera publicación de Erasmo, presenta (profesionalismo
aparte, ya que él se confiesa «aficionado») títulos no menos convin­
centes. Como traté de probar en mi libro anterior, y como veremos
nuevamente en éste, La C elestina es una estructura inmensamente
compleja de ironía, y sólo cuando la omnipresenda del autor es sen­

20 G a l d ó s , prólogo a El abuelo. La cita de Eliot es de «The Three


Voices of Poetry», en O# Poetry and Poets, Londres, 1947, p. 102.

— 38 —
tida entre líneas se llega a comprender a fondo el diálogo. Esto es lo
que no vio Stephen Daedalus. La ironía por su propia índole supone
una persona irónica que sale a nuestro encuentro y que, según Vladí-
mir Jankélévitch, ante todo quiere ser «entendida»21. Hay en La Ce­
lestin a, como en toda obra de creación irónica, dos líneas opuestas de
comunicación: el diálogo sonoro de los interlocutores y, cruzándolo
verticalmente, la búsqueda silenciosa de nuestra compañía por parte
del autor y (como dice José Ferrater Mora, de acuerdo con Jankélé­
vitch) de nuestra «participación»22. Lo cual viene a confirmar mi jui­
cio inicial: una C elestina sin autor resultaría tan desconcertante, tan
escorzada y tan expuesta a ser malentendida como La Cartuja d e
Parma —valga el ejemplo— desgajada de Stendhal.
El hecho de que Kaiser presente a Erasmo como fundador de la
ironía europea Índica la dificultad y a la vez la importancia de enten­
der el derecho de Rojas a compartir tal título. Será mi empeño de­
mostrar que la ironía de Rojas nace no sólo de su temperamento per­
sonal o del hecho de ser hombre del Renacimiento sino, además, de
haber sido lo que en la España de su tiempo se llamó un con verso.
Esta interpretación no es nueva. Tanto Menéndez Pelayo como Ra­
miro de Maeztu han explicado ciertas actitudes expresadas en La Ce­
lestin a —hedonismo y pesimismo metafísico— como consecuencia del
hecho (establecido en 1902 como hecho histórico incontrovertible) 23 de
que su autor fue un cristiano de origen judío, es decir, un alma perdi­
da, que bien pudiera haber abandonado una fe sin ganar otra, un
hombre potencialmente escéptico ante el dogma y la moral tradicio­
nales. A mi juicio, esta explicación tiene buena base, pero resulta in­
suficiente. Es imposible demostrarlo a aquellos que, como Marcel
Bataillon y Gaspar von Barth, leen La C elestina desde otros puntos
de vista. Y, al suponer que Rojas buscaba ante todo expresar senti­
mientos y opiniones personales, simplifica a ultranza la relación entre
biografía y creación.
Más recientemente, sin embargo, Américo Castro, en una serie de
libros y monografías que han hecho época (serie iniciada en 1948 con
la publicación de España en su H istoria) ha trasladado el dilema del

21 Viróme ou la bonne conscience, París, 1950, p. 51 (cit. por V í c t o r


B rom bert en Stendhal el la voie oblíque, París y New Ha ven, 1954: « L ’ i r o
nie ne veut pas étre crue; elle veut étre comprise»).
22 Cuestiones disputadas, Madrid, 1955, pp. 31-32.
23 M a n u e l S e r r a n o y S a n z , «Noticias biográficas de Fernando de Rojas»,
RABM, VI (1902), 245-298 (citado en lo sucesivo: S e r r a r n o y S a n z ) . En el
proceso del suegro de Rojas allí reproducido, el acusado afirma específica­
mente: primero, que su yerno escribid La Celestina; y segundo, que «es un
converso». Aceptando esto —como debía— Menéndez Pelayo lo utilizó como
base para su noticia biográfica en los Orígenes. El examen del tema «hedonís-
tico» de Rojas puede hallarse en Don Quijote, Don Juan y La Celestina, de
R a m i r o d e M a e z t u , Madrid, 1926.

— 39 —
co n v erso del ámbito del individuo aislado, con sus incertidumbres y
su dislocación psicológica, al de la sociedad. Ser converso no es, sin
más, un modo de ser personal; es —cosa más importante— una ma­
nera de ser con otros. Rojas no estaba solo, aunque viviera en soledad.
Biográficamente hablando, perteneció a una casta sujeta al escarnio y
la sospecha, relegada a una postura marginal, que se enfrentó a la
persecución en una serie de formas características. Entre ellas, como
veremos detenidamente, estaban el cultivo de la inteligencia y sus
profesiones (la experiencia salmantina de Rojas será el tema de un
capítulo ulterior) y la ironía.
Se puede filosofar solo, pero para ironizar, como dicen Jankélé-
vitch y Ferrater Mora, -ha de existir al menos en potencia una solida­
ridad, una potencial comprensión. El irónico necesita una sociedad
—o quizá fuera mejor decir una contrasociedad, unos cuantos «happy»
o, en este caso, «unhappy few»—. De ahí la insuficiencia de la ecua­
ción: La C elestina igual a producto de con verso. Más bien, siguiendo el
pensamiento de Castro, entiendo que el dístanciamiento irónico e in­
telectual necesario para la creación de La C elestina fue posible por la
situación común de los conversos en cuanto conciencia plural.
Tal interpretación nos llevará de hecho más allá de las fronteras
de la vida privada de Rojas y de su arte personal hasta los límites
más amplios de la historia literaria. Si llegamos a entender cómo fue
primero posible la creación irónica —que equivale a decir cómo se
realizó una primera relación irónica entre autor, personaje y lector—
estaremos preparados para meditar por nosotros mismos su posterior
explotación. Aprendiendo cómo Rojas pudo estar irónicamente dis­
tante, podemos asimismo aprender cómo la novela —la mayor contri­
bución genérica de España a las letras europeas— fue no sólo «posi­
ble», sino inevitable durante el siglo que siguió a La C elestina, En una
forma u otra, una amplia variedad de narraciones y diálogos (imitacio­
nes de Le Celestina, Lazarillo d e T orm es y sus continuaciones, Guz-
mán d e A lfaracbe, Viaje d e Turquía, C rotalón, La lozana andaluza, y
numerosas otras) continuaron explotando las potencialidades irónicas
de la situación de conversos en la que habían nacido sus autores. Un
efecto lógico y evidente en algunas de estas obras fue la inmediata po­
pularidad de Erasmo y los miembros de la casta de Rojas, no sólo por
sus propuestas de reforma religiosa sino también por su magistral ex­
presión irónica. Indicativa es la fusión de las dos tradiciones en el Qui­
jo te, producto de un espíritu que fue educado por un erasmista y que
casi seguramente era consciente de su remoto origen c o n v e r s o L a
21 S a l v a d o r d e M a d a r i a g a fue el primero en dar expresión impresa a
una sospecha de que aquellos lectores que habían percibido la constante
burla de Cervantes de las pretensiones de linaje (no sólo en el Retablo de
las maravillas, sino también en Persiles y el Quijote) habían sentido fu­
gazmente: ver «Cervantes y su Tiempo», Cuadernos, 1960. Desde entonces,

— 40 —
despiadada y mordaz (demasiado «descubierto» para Cervantes) ironía
de los medioconversos se ha convertido en forma más delicada y com­
pleja en un medio de exploración artística de la relación del hombre
moderno con la sociedad desvalorizada en que vive. Lo que describire­
mos después como alienación del converso fue presagio drástica­
mente impuesto de una alienación más general que se ha convertido
en una forma de vida para todos nosotros y que encontró su primera
y acabada expresión novelística en las páginas del Q uijote.
La mención de la novela que había de venir nos vuelve a la
condición sugerida por la definición que hace Borgese del clasicismo.
Sin las ventajas genéricas de un Cervantes —sin una voz narrativa
y sin la posibilidad de manipular el estilo narrativo— ¿cómo pudo
Rojas madurar lo que Ortega hubiera llamado su irónica «postura
hacia la vida»? O, para decirlo más sencillamente: ¿cómo pueden
unas voces autónomas originar implicaciones irónicas? Un ejemplo es
el de los trágicos griegos, e incuestionablemente en La C elestina pre­
domina una ironía dramática tan terrible en su forma como la de Edipo
R ey. Sin embargo, como ya sugerí en la respuesta a la señora de Mal-
kiel, Rojas estaba, en última instancia, menos interesado en la presenta­
ción dramática del destino del hombre que lo que él llama en el Pró­
logo los «aceleramientos e mouimientos... afectos diuersos e varie­
dades... desta nuestra flaca humanidad». Es decir, en la inmediata y
momentánea mutabilidad de la conciencia, íntimo tejido cómico de una
tragedia de mayor magnitud. ¿Cómo fue posible comunicar de una
manera irónica —no sólo con los compañeros de estudio sino también
con su casta y con las futuras generaciones de lectores— su sin par
comprensión de una materia tan efímera como ésta?
Es necesario plantear esta cuestión con tan repetido énfasis, aun­
que no sea más que para evitar el peligro de tratar de explicar La Ce­
lestina sociológicamente. Está muy bien describir a Rojas —como lo
haré en los capítulos siguientes— como perteneciente a una casta
marginal y como juzgando a la sociedad que le rodea desde una dis­
tancia sardónica. Pero, para relacionar el diálogo de La C elestina con
su situación biográfica, hemos de molestarnos en describirle también
como artista. Al tratar de entender la posibilidad de su «ausencia»
de la sociedad («de sus tierras ausentes»), debemos asimismo tratar
de entender la posibilidad de su p resen cia creadora en cada conversa­
C astro en su Cervantes y los casticismos, Madrid, 1966, ha aportado indica­
ciones adicionales y ha corregido a Madariaga por considerar a Cervantes como
un tanto no español por sus orígenes. Como insistiremos nosotros mismos, nada
más lejos de la verdad esencial del tema. En cualquier caso, aparte la interpre­
tación, los hechos son los hechos, y la presencia de no menos de cinco médicos
en la familia inmediata de Cervantes será altamente significativa a los que
conocen la historia social del tiempo. Otro hecho, si bien menos conclusivo, es
el que dio a con<xrer por primera vez E s t í .n a g a (ver n. 38) de que una Salazar
de Esquivias casó con un nieto de Rojas.

— 41 —
ción y en cada matiz de su lenguaje consciente. Como afirma la seño­
ra de Malkiel, también interesada fervientemente en la ascendencia
judía de Rojas: «no puede servir de panacea que solucione todos los
problemas presentados en La C elestin a » 35. En particular no elucidará
la posibilidad del arte peculiar de Rojas. En otras y más crudas pala­
bras, aunque pudiera haber sido tan consciente, tan irónico y tan
amargado como su compañero converso, el poeta Antón de Montoro,
sus técnicas de expresión y de comunicación fueron antitéticas. La
yuxtaposición del artista excepcional y del hombre de su tiempo es
un gran problema para cualquier biógrafo literario. En mi caso, dada
la inaccesibilidad de Rojas como persona, constituirá una preocupa­
ción central hasta el final del último capítulo.
De momento, sin embargo, está el consuelo de una respuesta pre­
liminar, respuesta derivada solamente de la atenta lectura del texto.
Rojas, se ha observado ya, está presente en La C elestina de la misma
manera que un jardinero está presente en su jardín. Sentimos su pre­
sencia a través de su ordenación meticulosa, de sus calculadas com­
placencias y de su hábil conversión de la corriente viva del diálogo
en exhibiciones maliciosas de emociones y pensamientos ocultos. A me­
dida que los interlocutores se enfrentan unos a otros en su multitud de
situaciones paralelas y antitéticas (para ser una obra con tan pocos per­
sonajes La C elestina es un jardín humano sorprendentemente intrinca­
do), sus preguntas y respuestas, sus exclamaciones y explicaciones, que­
dan patentes de tal forma que comunican su constante inconsistencia.
Incluso cuando intentan mantener un firme carácter {la transparente
y frágil máscara de virtud de Pármeno en el acto II) o dar razones
aceptables de cambios íntimos y de oleadas irresistibles de sentimiento
(la explicación de Celestina en el acto V de una estudiada estratagema
para engañar a Calísto cuando ella estalla de alegría con sus buenas no­
ticias), Rojas sabe, exactamente la forma de hacernos oír lo que ellos es*
tan intentando ocultar. El es la mente y el oído que preside, y a nos­
otros nos toca la asombrosa y deliciosa tarea de escuchar con él, mien­
tras cultiva el huerto. En última instancia, por supuesto, tendremos
que suplir este sentido derivado del texto que delata la presencia real
de Rojas con una comprensión histórica. Es precisamente entonces
—al intentar convertir un punto crítico de partida en una biografía—
cuando nos aguarda la dificultad.
Antes de concluir mi defensa de la realidad de Rojas como autor,
he de reconocer la objeción obvia. La noción de escritor como con­
ciencia que preside, que escucha, que juzga y dirige ]a conciencia he­
cha voz de sus interlocutores es en sí misma tan paradójica como el
retrato del artista como fantasma que hace Stephen Díedalus. «¿D e
dónde vienen estas voces, si no es del espíritu de su autor?», pue-

25 La origindidad, p. 24.

— 42 —
de preguntar el lector. Y no se podrá evitar la cuestión sugiriendo
la posibilidad de modelos orales del género que sabemos empleó
Galdós. Aunque tales tipos seguramente existieron, el arte de Rojas,
como queda descrito, tiene poco que ver con la estenografía. La
verdad real, creo yo, es que Rojas estaba menos interesado en sus
interlocutores personales que en el castellano — tal como él lo vivía
y lo respiraba— como medio de comunicación. Es decir, que a pe­
sar de nuestra inevitable tendencia a leer La C elestina dramática­
mente o novelísticamente, el mismo Rojas tan sólo de manera secun­
daria estaba interesado en la exposición de pasiones personales, debi­
lidades, hipocresías y racionalizaciones de sus amantes y criados. Des­
pués de escuchar una voz tras otra, el fenómeno del lenguaje mismo
era el origen de su fascinación irónica. Las profundidades y descubri­
mientos humanos de La C elestina fueron para Rojas en cierto sentido
subproductos inesperados.
Juntamente con la primacía del lenguaje apareció una visión co­
rrespondiente de la vida humana. Sin embargo, por mucho que Rojas
se haya podido sentir complacido con las decepciones y evoluciones
de cada uno de sus interlocutores, nosotros no debemos interpretar
sus «biografías» definitivas como una colección de casos psicológicos
o morales. Semejante colección de lamentables «dossiers» puede abs­
traerse del diálogo, pero si lo hiciéramos en serio, frusificaríamos el
arte de Rojas. La originalidad más profunda de este genio del oído, su
más honda relevancia para nosotros y para nuestros intereses es su pre­
sentación de la vida humana como un asunto mutuo, como una interac­
ción continua. En separación y compañía simultáneas (como todos los
que comparten verbalmente el intervalo entre la vida y la muerte),
los habitantes de La C elestina han de entenderse en términos de su
inextricable compromiso mutuo. Incluso al final, cuando Pleberio se
encuentra totalmente abandonado, sigue buscando en vano interlo­
cutores (un «tú» o «vosotros»), que no estén muertos o sean extraños.
De la misma manera, los demás soliloquios recuerdan diálogos pasa­
dos o imaginan febrilmente los que han de ocurrir (o podrían ocurrir).
En estos veintiún actos, los hombres y las mujeres lamentan a veces
su soledad, pero nunca están totalmente solos. Su vivir es una tran­
sacción oral con otras vidas en un siempre cambiante —caleidoscópi-
co— flujo de mutua conciencia.
Ya he mencionado el ejemplo más conspicuo: Calisto y Melibea
son escuchados por su autor durante el «proceso» de su amor. Y lo
que les aplica a ellos lo aplica también al conjunto de actores. Rojas
presenta a sus voces no como una agregación de caracteres o tipos
(la excepción que prueba la regla es Centurión) sino como una uni­
dad, como una unión compleja y dinámica que camina interdependien-
temente hacia su propia destrucción. No deja de tener sentido el que
cada uno de sus miembros parezcan saber unos de otros o conocerse
_ _ 43 —
mutuamente antes del primer encuentro de los amantes: Celestina
fue comadre de Calisto; Sempronio y Pármeno están al tanto de
la belicosa reputación de los criados de Pleberio; Melibea tiene una
extraña memoria de Celestina como «hermosa» (¿con la cara pintada
quince años antes?), etc. La ciudad sin nombre es pequeña, y sus ciu­
dadanos no necesitan presentarse unos a otros. Aún cuando una per­
sona se olvide momentáneamente de quién es otra (por ejemplo, cuan­
do Celestina no reconoce a Pármeno ya adolescente o la posible acti­
tud hipócrita de Alisa al no querer recordar a Celestina), es una con­
firmación de esa estrechez humana. Rojas escucha a cada personaje
como parte del coro general. Su ironía y su maestría cubren un tejido
de relaciones y, al hacerlo de este modo, ofrece una visión (o una
audición) intencionalmente importante para la sociedad y para la his­
toria en que vivía.
La repetición de mi idea de que La C elestina ha de entenderse
ante todo en función de la honda experiencia de Fernando de Rojas
y de su juicio sardónico de la España de los Reyes Católicos no sig­
nifica que sus cuatro casas constituyan un mundo en miniatura.
Aunque sea un precursor de la novela, el diálogo de Rojas es antino­
velístico si pensamos en la novela en términos de Balzac o de Galdós.
Más que presentar un diorama descriptivo de individuos y papeles
representativos nos ofrece lo que podríamos llamar un núcleo social
o matriz, una exhibición horticultural de relaciones interpersonales
reducidas a su esencia oral. El último denominador común de cual­
quier sociedad estriba en la comunicación o falta de comunicación
entre sus miembros, y es esto lo que Rojas se propone mostrar a los
«contemporáneos» de «nuestra común patria». Cómo se vivía y ex­
presaba la vida, qué se sentía y entendía por todos los que hablaban
o escuchaban (no «quién era quién» en Castilla como en las G enera­
cio n es y semblanzas), he ahí el tema de su irónica atención. De ahí la
sin par habilidad para recoger en el diálogo los detalles minúsculos
del comportamiento consciente.
No nos debe sorprender el hecho de que este núcleo social
tal como está captado en La C elestina estuviera manifiestamente po­
drido. Rojas —como muchos de su casta y de su clase cuyas ideas
aparecerán en capítulos siguientes— conocía con dolor lo que Ezra
Pound llamaría la ruptura de las «right relations». Hombres y mu­
jeres, amos y criados, padres e hijos (tres divisiones básicas internas
de la sociedad) no sólo eran opacos unos a otros sino que estaban
en trance de guerra no declarada. Como en el Lazarillo y sus picares­
cos descendientes, cada frase e incluso cada palabra de la autorreve-
lación proyecta el testimonio de la decadencia social que ha echado
ya sus raíces. Como trataré de demostrar, el tema medieval perenne
del desorden (el mejor ejemplo conocido es el marco introductorio
del D ecam erón) se convirtió en un angustioso «tema de aquel tíem-
44 —
po», una forma común de la conciencia histórica para Rojas y sus
compañeros conversos durante las primeras décadas de la embestida
inquisitorial. Pero al decir esto, debemos evitar una simplificación
excesiva. En La C elestina, como en otras obras que comparten su
idea de sociedad, los efectos infinitamente perturbadores de la nueva
institución sobre las relaciones interpersonales no fueron directamente
presentados, ni en realidad lo podían ser26. No obstante, lo que se
podría llamar reacción generacional hacia la historia como experien­
cia está implícito por todas partes. Lo que la revolución y las guerras
napoleónicas fueron para Stendhal (no como tema sino como pie para
una nueva percepción de la forma en que la gente se relaciona entre
sí) la Inquisición, me atreveré a afirmar, fue para Rojas.
El centro del núcleo social es ese genio de la persuasión, Celesti­
na, cuya putrefacción verbal atrae e infecta a todos los que la escu­
chan. No sólo los actores sino el conjunto tácito de la población —clero
y nobleza, rameras y debutantes, embajadores y criados— se apiñan
en torno a ella como las moscas sobre la carroña. Lo mismo que en
su diálogo inicial con Pármeno, provee —además del puro deleite de
dominio de la lengua— la sofistería necesaria para sus vidas. Lo pe­
caminoso aparte, existe aquí la libertad sensual en función de la
exageración, de la prevaricación, racionalización, lamentación, tri-
vialización y toda clase de desmán comunicativo. Lo que es como
decir que, para Rojas y Celestina (el uno deplorándolo irónicamen­
te y la otra celebrándolo con ferocidad), los hombres son animales
que hablan y que, por tanto, pervierten inevitablemente el discurso
racional. El resultado es la guerra interminable y fatal de su razonar 27
irrazonable. Marcel Bataillon, al acentuar el didactismo de Rojas
(como opuesto a la ironía), olvida esta distinción esencial. Por leer el
texto en función de la moralidad tradicional, no sólo tiende, como
hemos ya advertido, a despersonalizar al autor sino que además deja
de ver que las «right reladons» tan conspicuamente ausentes en
La C elestina son las de la razón y de la palabra más que las de la reve­
lación. Rojas cuando escucha a su criatura Celestina aspira a ser un

26 Una excepción es la Comedia Jacinta, de T o r r e s N a h a r r o , con su


casta de conversos fugitivos llanamente escondidos detrás del endeble disfraz
de pastores. Ver mis «Retratos de conversos en la Comedia Jacinta», NRFH,
X VII ( 1 9 6 3 - 6 4 ) , 2 0 - 3 9 . Un tanto menos transparentes son los interlocutores
y personajes de la poesía y prosa de Núñez de Reinoso. Ver C o n st a n c e
R o s e , Life and Works of Alonso Núñez de Reinoso, Rutherford, N . J . , 1 9 7 1 .
27 Precisamente la palabra que usa Rojas para expresar la noción del diá­
logo es ésta: «razonar». Así en uno de los «argumentos» compuestos por él,
dice: «Pleberio y Alisa... están razonando sobre el casamiento de Melibea.»
En efecto, la base de la ironía de nuestro sagaz hortelano es su capacidad de
hacemos sentir la sinrazón que yace la aparente razón de lo que dicen sus
personajes.

— 45 —
«gran filósofo» tanto en el sentido estoico como aristotélico y no,
como trataré de demostrar, un predicador.
De aquí la manifiesta desesperación y sarcasmo que salen a la
superficie en el Acto XXI y que están implícitos a lo largo de todo el
diálogo. Un moralista, por desalentado que esté, no puede desespe­
rar del hombre o de la definitiva fruición de la historia. Pero el
«filósofo» irónicamente distante, el jardinero de los espíritus y de
las voces, tan diestro como implacable, no tiene tales compromisos.
Las exigencias totales tanto de la comedia momentánea como la tra­
gedia definitiva son claras para él. Así, al final, el texto mismo es el
testigo más explícito de la realidad de Fernando de Rojas. Cuando Ro­
jas abandona la ironía (o quizá fuera mejor decir, cuando la ironía
junto con el diálogo ya no es posible), y, en la voz de Pleberio, habla
directamente sobre la vida del hombre en la tierra, queda confirmada
su existencia como hombre. O, traducido en términos teológicos,
cuando Pleberio se da cuenta de que la imposibilidad de la armonía
racional entre los hombres entraña la imposibilidad (o perversidad)
de Dios, ha probado sin saberlo la existencia de otro autor, Fernando
de Rojas. Hablando con una sola voz, a los dos les proporciona la so­
ledad final tanto el conocimiento propio como la desesperación: «Yo
solo conozco mi total angustia; yo solo me doy cuenta completamen­
te; yo solo soy racional en una sociedad, historia y universo irracio­
nales; luego existo.» De esta forma, el espíritu que preside —si no
con estas palabras, con otras equivalentes y claras— llega por fin a
definirse. Y si esto se ha de interpretar una vez más como existencia-
Üsta, rogaría al intérprete que volviera a leer detenidamente el
Acto XXI a la luz de su análisis del capítulo VII antes de pasar al
juicio final.

El t e s t i m o n i o d e l o s a r c h i v o s

Los datos documentales sobre Fernando de Rojas son escasos,


pero no tanto como la opinión crítica, que hemos expuesto arriba,
pudiera hacernos creer. No podemos saber la fecha exacta del naci­
miento de Rojas, la identidad de su primer amor, ni leer muestras
de su estilo epistolar. Sin embargo, por otra parte, me figuro que
los eruditos shakespearianos estarían radiantes de júbilo si descu­
brieran archivos similares a los que nosotros poseemos: un inven­
tario de la bilioteca particular de su poeta o un extenso testimo­
nio de su estado social por parte de los viejos de Stratford-on-Avon.
Empeñados en su mayor parte en la noción del semianonimato, los
investigadores de La C elestina han dejado lamentablemente de medi­
tar en los hechos biográficos hace mucho tiempo conocidos. Da pena,
por ejemplo, tener que señalar que el primer estudio detallado so­
46 —
bre la colección de libros de Rojas es el que se ha intentado —temo
que de una forma bastante inexperta— en el capítulo VIII de este
libro. Pero lo que es más doloroso todavía es la existencia en los
archivos de importantes documentos fáciles de conseguir, que nadie
se ha tomado la pena de examinar. Dada su relación con una obra
maestra de una importancia histórica y literaria tan central, no puedo
apartar la sospecha de que Rojas ha sido la víctima de una conspi­
ración erudita del silencio.
Además de la inatención, de la que la maestría peculiar de Ro­
jas y su evasiva presentación personal pudieran haber sido respon­
sables, hemos de pensar que su bien conocida filiación en la casta de
los conversos españoles, ha desanimado también a los mejor prepa­
rados, de una consideración de su biografía. La incredulidad y el dis­
gusto con que en ciertos círculos se han recibido los hallazgos de Amé-
rico Castro en conexión con este tema revelan la hondura del pro­
blema 33. Los orígenes judíos de muchos españoles importantes fue­
ron primero negados (en el caso de Rojas, en fecha tan reciente como
1967 :9); y después, ya que no se puede mantener la negación frente
a la evidencia, son pasados por alto. No hay mejor indicación de las
desgracias sufridas por individuos de los siglos xvi y xvn cuyas «man­
chas» fueron públicamente conocidas, que la repugnancia de muchos
eruditos del siglo xx a reconocer sus situaciones y experiencias. La
creencia de que sólo la casta de los cristianos viejos era verdaderamen­
te española y verdaderamente honorable estaba tan enraizada que ha
durado por espacio de cuatro siglos. Incluso parece prevalecer entre
algunos de nuestros colegas (peninsulares o extranjeros) la idea tá­
cita de que sacar a la luz la ascendencia de un Rojas o de un Diego de
San Pedro (para no hablar de una Santa Teresa de Avila) equivale a
borrar sus obras de la lista honorífica nacional. De ahí que, contra­
riamente a Cervantes (cuyo probable origen converso carece afortu­
nadamente de pruebas documentales), Fernando de Rojas haya tenido
que esperar como biógrafo a un discípulo norteamericano de Améri-
co Castro.
No deberíamos, naturalmente, reaccionar demasiado contra tales
actitudes. Como nos ha advertido la señora Malkiel, la categoría de
converso se debería usar sólo con gran precaución para caracterizar
adjetivamente un determinado autor u obra. Hay, por ejemplo, una
enorme diferencia entre un Rojas que pertenecía a una familia más o
menos sin asimilar a finales del siglo xv y cuyos padre y suegro

28 Típicos de ía polémica son los dos tomos de Sánchez Albornoz citados


anteriormente (arriba, n. 10) y más recientemente E u g e n io A s e n s io , «Refle­
xiones sobre La realidad histórica de España», MLN, LXXXI (1966). Cada
uno a su manera expresa su resentimiento patriótico y su incomprensión inte­
lectual de la postura de Castro. _
39 J. C a r o Ba r o j a , Vidas mágicas e Inquisición, Madrid, 1967, I, 119.

— 47 —
fueron condenados por la Inquisición, y un Cervantes (o un Rojas
Zorrilla, si hemos de apoyamos en los documentos) que, cien años
más tarde, fue vejado por conocimiento de sus orígenes remotamente
sospechosos. Sin embargo, los que aceptan impensadamente los pre­
juicios del pasado difícilmente pueden meditar en tales distinciones.
Por mi parte, no dudo en aceptar la idea de Castro de que, por lo que
a la hispanidad se refiere, cada uno es tan español como el otro, y esto
se aplica a sus mismos perseguidores. En términos diferentes (según
la generación, casta y lugar de residencia, entre otros factores) y, con
distintos grados de intensidad, de sospecha y de angustia, cada alma
nacida en la península compartía un dilema común: tener que repre­
sentar un papel social y tener que existir al mismo tiempo.
Si el dilema así expresado parece menos español que humano, se
puede añadir que en la España de Rojas y de Cervantes los «roles»
eran bastante más rígidos y menos numerosos de lo que nuestra ex­
periencia de la vida en sociedad nos permite comprender. Y el resul­
tado a veces fue que esas conciencias tan constreñidas (como la de
Segismundo encadenado) se apasionaron, se exaltaron, o se amarga­
ron. O, en términos de la gramática castellana, el ser humano y el
estar humano chocaron duramente entre sí. El profundo e invertido
sentido de honor de Celestina y el atropellado heroísmo de Don Qui­
jote —como reflexiones satíricas de los valores y conducta contempo­
ráneos— indican la profunda hispanidad de los autores, hondamente
preocupada por las insuperables dificultades que comporta ser así.
Cuando Rojas se refería a «nuestra común patria» hablaba tan since­
ramente —y quizá a la vez tan sarcásticamente— como sabía hacer­
lo. Como veremos, la alienación del converso resentido y la «integra­
ción» del cristiano viejo igualmente resentido son las dos caras de la
misma moneda.
Volviendo a los documentos (aquellos de que disponíamos hace
tiempo y los que se publican aquí por primera vez) hemos de recono­
cer que su escasez nos preocupa menos que su parquedad en la anécdo-
dota. La vida de Fernando de Rojas puede reconstruirse con un pacien­
te ensamblaje a base de un nada desdeñable número de hechos, pero
bien poco de lo que los documentos nos dicen sobre él sirve para reve­
lárnoslo como persona. El espíritu corrosivamente irónico en que ger­
minó y se desarrolló el diálogo de La C elestina tiene poca relación apa­
rente con el ser humano atestiguado por los documentos que sobrevi­
ven. Trataré de establecer sin lugar a dudas que Rojas fue un converso,
que escribió veinte actos de La C elestina y que, en las décadas anterio­
res a 1541, vivió una vida relativamente próspera y de éxito social en
Talavera. Y si añadimos fuertes probabilidades a lo que ya tenemos de
cierto, es posible concluir bastante más. Pero es la intimidad de Rojas
lo que escapa desesperadamente a nuestra investigación —sólo quizá
con la única pequeña excepción de un momento de recuerdo de la infan­
— 48 —
cia— . Es ésta una situación que puede ser afortunada para La C elesti­
na (por cuanto su arte está basado en la aparente desaparición del que
lo escribió), pero desalentadora para nuestros fines actuales.
¿Cómo proceder entonces? Descartadas la intuición y el bor­
dado imaginativo, la única alternativa ha sido lo que podríamos lla­
mar un proceso de amalgama o mezcla. De forma muy simple he tra­
tado de reunir los más datos posibles que tenemos a disposición y
que me parecían posiblemente importantes, relativos a las vidas de sus
vecinos, familiares y amistades, así como aquellos relativos a los luga­
res en que vivió y las instituciones a que perteneció. Si hubiera tomado
el modelo para mi título de Ortega y Gasset en lugar de Menéndez
Pidal, este libro se podría haber titulado muy bien Fernando d e R ojas
y su circunstancia. Si bien los documentos revelan poco sobre el hom­
bre, apuntan una abundancia de personas, sucesos y lugares que en­
tran en el ámbito de su punto de vista. Todo ello ha sido ordenado lo
más adecuadamente posible en torno al escueto núcleo biográfico —es
decir, los fragmentos fosilizados que nos quedan de la vida del que
compuso el acróstico en 1500— . Ni que decir tiene que tal método
es insatisfactorio y, lo que es peor, reiterativo. Los capítulos sobre el
caso de Alvaro de Montalbán, la familia de conversos de Rojas, la vida
de La Puebla, y el resto, parecen suponer con frecuencia más un cam­
bio de perspectiva que un cambio de tema. Pero, ventilándose nada
menos que la posibilidad histórica de La C elestina y la realidad de su
autor, creí necesario proseguir —sí, proseguir, aun cuando el mosaico
resultante de lo que se llama en español con viven cia o vida comparti­
da, no valiera ni un instante en la experiencia perdida de Rojas— . Es
decir, he tratado de hacer lo que pedía con la copiosa insignificancia
a mi disposición.
Una razón para no estar satisfecho con lo que Siegfried Giedion
ha llamado estas «voces que nos vienen de las fortunas o desdichas
de una edad» 30 es que en su mayor parte son voces legales. Oímos
hablar del bachiller en Leyes Fernando de Rojas y a los que le co­
nocieron (o supieron de él) en testamentos, en deposiciones sobre su
estado, cuidadosamente elaboradas y capciosas, en documentos de
venta, en libros de cuentas, en contratos de división de propiedad,
e incluso en el recibo de los costos de sus funerales. Como resultado,
todo lo que se nos dice se refiere a Rojas en obligada relación con los
demás; ni la persona del autor, sino una entidad legal definida en
términos de posición social, de propiedad y de obligaciones. El tes­
timonio de los archivos y el testimonio del texto parece dividido por
un abismo insalvable. Sólo de vez en cuando, leyendo con cautela
entre líneas de un documento y otro, podremos entrever las posibili­
dades de relación.

39 Space, Time, and Archilecture, Cambridge, Mass., 1959, p. 18.

— 49 —
4
Se puede objetar que en este sentido el caso de Rojas no es único
ni mucho menos, y que estas observaciones hacen poca justicia al
enorme valor biográfico de los archivos legales del siglo xvi. En
efecto, es verdad que mucho de lo que se sabe de las vidas de los
contemporáneos de Rojas ha salido precisamente de tales documen­
tos. Los eruditos actuales han sabido aprovechar debidamente lo que el
difunto Agustín G. de Amezúa ha calificado de la «furia legal» y del
«frenesí en papel» de la época31. Las relaciones sociales y legales del
siglo xvi, determinadas previamente por la tradición, estaban en pro­
ceso de codificación. Todo tenía que ser registrado —fijado, como se
suponía, para siempre— o los litigios se harían interminables por los
testimonios en conflicto que pudieran surgir. El cambio político, la
tensión social y una pérdida de confianza en la palabra hablada, todo
ello tomado en conjunto, depositaba con frecuencia vetas de concen­
tración mineral histórico en estas minas de pergamino.
En el caso de Rojas, sin embargo, se ha de considerar además
otra circunstancia. La mayor parte de los documentos que se refieren
a él más o menos directamente fueron reunidos, coleccionados y pre­
servados en los archivos de familia por su nieto del mismo nombre,
el licenciado Fernando de Rojas. Estos archivos milagrosamente pre­
servados y ahora en posesión de la familia del descendiente directo de
Rojas, don Fernando del Valle Lersundi, fueron reunidos en respuesta
a dos intereses fundamentales, ninguno de los dos literario o sentimen­
tal. Su catálogo indica la conservación exclusiva, primero, de los docu­
mentos financieros y legales y, segundo, de los que se llamaron desde
entonces «papeles de nobleza». Incluso el mismo nieto, lo mismo que
muchos otros de entre los descendientes de Rojas, que en ocasiones
alude con orgullo a su abuelo como autor de La C elestina, no con­
servó nada que pudiera referirse a esa creación. La única carta per­
sonal de toda la colección {de una de las hijas de Rojas, que vivía en
Madrid, a su hijo mayor en Talavera) contiene un reconocimiento de
un pago por una herencia.
El licenciado Fernando, lo destacaremos más tarde, además de
ser altamente inteligente, era, como su abuelo, sensible a la historia.
Después de graduarse en Salamanca en 1565 fue admitido como abo­
gado ante la Chancillería de Valladolid: «Entré en Valladolid media­
do Henero de 1566 y desde a dos meses me examiné para abogado
de la Real Chancillería siendo presidente Santillana» 32. Y allí, como
veremos, consiguió amasar una pequeña fortuna. Entre otras cosas,

31 Para su defensa elocuente del valor artístico y literario de tales archi­


vos, ver La vida privada española en el protocolo notarialf Madrid, 1950.
32 Archivo Valle Lersundi, documento 25, «Libro de memorias del licen­
ciado Fernando de Rojas». (La información obtenida posteriormente de estos
archivos será identificada con la sigla VLA seguida del número correspondiente
del documento.)

— 50 —
como una especie de Tribunal Supremo de privilegio y exención so­
cial, la Chancillería tenía poder de decidir quién era hidalgo y quién
villano o pechero (y obligado por lo tanto a pagar ciertos impuestos).
Así el joven abogado hizo una carrera a base de la creciente impor­
tancia del linaje y el estado en la España de su tiempo y del futuro
previsible. Los chismosos podían murmurar (como veremos que lo
harían en su propio caso), pero los escudos y las fachadas de nobleza
se habían convertido en objetos de valor comercial. La riqueza, caso
de haberla adquirido, no se podía gozar plenamente sin blasones, y
había que pagar una gruesa suma al consejo profesional si se quería
conseguirla.
Aunque la vanidad burguesa jugaba naturalmente una gran parte
en estos esfuerzos por ennoblecerse, muchos clientes del licenciado
Fernando tenían otro y más excusable motivo. Como veremos, tres
generaciones después del establecimiento de la Inquisición, los descen­
dientes de judíos (sea porque se consideraban ellos mismos asimilados
o porque habían tenido tiempo suficiente para perfeccionar sus nuevos
papeles) estaban menos en peligro de la persecución inquisitorial
que sujetos a una discriminación social implacable. Incapaz de impug­
nar la observancia religiosa o la aculturación de los conversos, la socie­
dad parecía determinada a castigarlos por su linaje por medio de «edic­
tos de exclusión» de las profesiones, puestos y organizaciones apeteci­
bles. Y contra tal injusticia uno de los más frecuentes remedios era el
ofrecido por el licenciado Fernando: un nuevo linaje amañado y oficial
que «probara» hidalguía. Aunque en un capítulo posterior entraremos
de lleno en este área de conflicto social, de momento lo que nos intere­
sa es la luz que proyecta sobre la naturaleza de los documentos de que
disponemos. Es decir, el hecho de que el archivero original que prime­
ro seleccionó y ordenó los papeles de familia fuera un manipulador
profesional del pasado, una persona experimentada en ocultar precisa­
mente aquellas cosas que pudieran interesarnos más, no debe pasarse
por alto. Aún más, como se mostrará a su tiempo, la habilidad del li­
cenciado Fernando en su especialidad particular fue tanta que sabía
exactamente hasta dónde podía ir con seguridad en la invención o sus­
titución de antepasados. Resultado de esto ha sido que más de un eru­
dito del siglo xx ha quedado deslumbrado por su artístico emborrona-
miento y falsificación del pasado familiar. La profesión del licenciado
Fernando justifica plenamente la observación de Marcel Bataillon; «El
afán de ser cristiano viejo ha falsificado muchas cosas en la historia de
España» 3i.

33 Citado de una carta personal reproducida en España en su historia,


de A m é r i c o C a s t r o , Buenos Aires, 1948, pp. 615-616. Comenta ampliamente
el problema histórico planteado por muchos casos de feliz ^auto-camuflaje
en el Avant-propos a la edición francesa de La edad conflictiva: Le Dranie

— 51 —
Si tenemos que lamentar la pérdida de tantos hechos que quizá Ilu­
dieran haber sido salvados, debemos, no obstante, estar agradecidos al
archivero. Sin su cuidado, ni el testamento ni el inventario habrían so­
brevivido. El catálogo de unas ochenta partidas contiene documentos
ordenados desde el comienzo del siglo xv hasta el principio del si­
glo x v i i i ., y entre ellos, una parte considerable se refiere a Rojas y a
sus hijos. Hay, por ejemplo, la copia de un contrato entre el bachiller
y un miembro de la familia de su mujer referente a la compra de un
«censo perpetuo» (hipoteca permanente o gravamen) sobre una propie­
dad de La Puebla. Están los testamentos de su mujer (1546, seguidos
como era su costumbre por una división completa de la propiedad entre
sus herederos) y el de una hija soltera, Juana (1557). Están los «li­
bros de memorias» del licenciado Fernando y de su hijo, que aluden
ambos a su educación y a sus antepasados: «Fueron mis bisabuelos
el Bachiller Fernando de Rojas (que compuso a Celestina) y Leonor
Alvarez.» Están los ejemplares de dos probanzas separadas (depos:-
ciones), una de hidalguía y la otra de hidalguía y limpieza [de san­
gre] 3i. En ambas se reconstruye la familia hasta el supuesto padre
del bachiller, quien, se afirma, emigró a La Puebla de Montalbán
desde Asturias. Hay fuertes razones, como aparecerá en breve, para
desatender algunos de los argumentos, pero sea o no cierto en todos
los detalles, el testimonio de los testigos que habían conocido perso­
nalmente al autor de La C elestina no puede dejar de ser interesante.
Muchos otros documentos de menor o ninguna relevancia completan
la lista.
Sería anacrónico, supongo, esperar que un nieto abogado del si­
glo xvi hubiera preservado documentos literarios para nuestro prove­
cho. La idea de que su abuelo podía ser tema de una biografía litera­
ria, si se le hubiera propuesto, seguramente le hubiera parecido arries­
gada y sin fundamento. El interés en los autores como individuos no
apareció realmente hasta que a finales del siglo xvi y xvn, ingenios
como Montemayor, Lope y Cervantes comenzaron a ensalzar o deni­
grar la fama de sus colegas para ilustrar al nuevo público nacional.
De ahí mi sincera gratitud al licenciado Fernando, así como a su des­
cendiente y homónimo, don Fernando del Valle Lersundi. Sin la soli­
citud del uno y la generosidad y el saber del otro, esta obra no exis­
tiría. -
Los documentos suelen afortunadamente —o a veces por desdi­
cha— llevarnos a otros documentos. Un fichero de todos los nombres

de Vhonneur dans la vie et dans la Uttérature espugnóles du XVI’ siécle


París, 1965.
34 VLA 34-8. Es una copia del siglo xvii de un trozo de la probanza
original (que sigue en el Archivo de la Real ChanciUería de ValladoUd) y
que íuc publicado por V a l l e L e r su n d i en RFE, X II (1925). El testimonio no
publicado hasta la fecha aparece aquí en el Apéndice III.

52 —
individuales mencionados en la colección Valle Lersundi, así como
en los publicados por Serrano y Sanz, indicaba la existencia de una
abigarrada colección de testamentos, deposiciones de hidalguía, pro­
cesos inquisitoriales contra amigos, familiares y conocidos, partidas
de bautismo, investigaciones de limpieza, genealogías y otros do­
cumentos. Todos éstos —de hecho, considerablemente más numero­
sos que los citados— habían de ser encontrados, transcritos y exami­
nados a veces con el más mínimo resultado. Aquí y allí se podían
descubrir algunas piedredtas de valor y colocarlas lo mejor posible
en el mosaico que se estaba formando. Estos documentos a su vez
apuntarían a otros y en tal abundancia que La España d e Fernando
d e R ojas (¡y qué España tan sumamente extraña e inoficial me ha sa­
lido!) llega ahora a su término por agotamiento de sus fuentes ma­
teriales de información que por el de su cronista. Cuando los indicios
más prometedores empezaron a llevar a datos a veces fascinantes en
sí mismos (como, por ejemplo, el curioso juicio y la evasión del licen­
ciado toledano Diego Alonso mencionado en el capítulo V), pero irre­
levantes para el autor de La C elestina, me pareció la hora de aban­
donar la tarea. Cuando esto escribo, todavía abrigo la esperanza de
que Almiro Robledo descubrirá a tiempo, para poderlo incluir, más
material en los archivos talaveranos sobre las actividades de Rojas
como abogado al servicio de la municipalidad35. Pero no puedo espe­
rar más.
Un mosaico por definición ha de tener un esquema además de un
tejido, un diseño general, así como piezas particulares. Lo que aparece­
rá a la vista es el resultado, como se indicó previamente, de mi inter­
pretación de La C elestina como pieza maestra del agnosticismo iróni­
co, o quizá fuera mejor decir de la ironía agnóstica. Esto a su vez daba
suma significación a dos grupos de documentos reveladores del estado
sospechoso y marginal del autor como converso. Como veremos, el
licenciado Fernando conocía la existencia de los dos grupos, y podemos
suponer que en las circunstancias en que vivió se hubiera sacrificado
bastante para destruirlos. Pero afortunadamente para nosotros y des­
graciadamente para él no hubo medio de que pudiera echarles mano.
Eran documentos de la Inquisición que de acuerdo con el inherente
secreto de la institución, estaban solamente a disposición de los in­
quisidores y de su cuerpo de iniciados. Guardados con extraordinario
cuidado en arcas con fuertes candados o en inmensas criptas («el se­
creto» era el término burocrático), los ficheros de la Inquisición eran
inaccesibles: «Ningún preso ni acusado ha visto jamás su proceso pro­
■55 Sus poco conocidos artículos en Municipaltct, núms. 161 y 170 (1967),
«La Muy Noble y Leal Ciudad de Talavera de la Reina» y «Alcalde que
dejó grandiosa huella» contienen alusiones y extractos de documentos de los
archivos municipales. ¡Lástima que acabe de fallecer (1978) este erudito tala-
verano!

— 53 —
pío, quanto menos los de otras personas.» Estas palabras, y su tono
de extrañeza y horror que casi podemos nosotros escuchar, fueron
escritas por el padre Juan Antonio Llórente Este era secretario
cuando la historia, a la sombra de los ejércitos de Napoleón, rompió
los candados, convirtiéndose después en uno de los historiadores me­
jor informados y más dignos de confianza de aquella área del oscu­
rantismo pasado iluminada repentinamente37.
La primera de estas dos series de documentos (transcrita princi­
palmente por Manuel Serrano y Sanz) del proceso del suegro de Rojas,
Alvaro de Montalbán, en 1525, no necesita ser discutida ahora. Es
harto conocida, y algunas de sus implicaciones se examinarán detalla­
damente en el capítulo siguiente. Pero la segunda serie, por su recien­
te disponibilidad y su crucial importancia para la realidad de Fer­
nando de Rojas, ha de ser presentada en este momento38. Los docu­
mentos originales —aquellos que el licenciado Fernando no podía
esperar ver nunca o deshacerse de ellos— han desaparecido. Pero
conocemos sus fechas, naturaleza y contenido, debido a una curiosa
serie de coincidencias históricas y malevolencias humanas.
Todo comenzó con una decisión arriesgada y funesta en sus con­
secuencias. En 1606, un primo lejano de Rojas, Hernán Suárez Fran­
co, insistió en incoar una probanza para restablecer el derecho de su
36 Historia crítica de la Inquisición en España, 10 vols., M a d r id , 1822,
I, 6 (e n a d e la n te c ita d a : L l ó r e n t e ) .
37 Llórente siguió siendo atacado de forma violenta hasta 1956 por Ber-
nardino L lo rc a {en «Problemas religiosos y eclesiásticos de los Reyes Católi­
cos», Estudios, vol. II, Quinto Congreso de la Historia de Aragón) y en 1961
por M iguel de l a Pinta L ló re n te (en Aspectos históricos del sentimiento
religioso en España, Madrid, 1961). Este último le llama típicamente «hom­
bre sin conciencia moral e histórica», «desleal y traidor», etc. (pp. 51-52).
Sin embargo, como advierte Francisco Márquez, «...hemos podido verificar
en muchas ocasiones la exactitud de sus datos contrastándolos con otras
fuentes y ... en este punto nos agrada encontrarnos en la compañía de aquel
gran científico que fue el P. Fidel Fita, S. I., autor de expresivos juicios
sobre^ la probidad de Llórente». (Investigaciones sobre Juan Alvarez Gato,
Madrid, 1960, p. 82; en adelante citadas como Investigaciones.) Quisiera aña­
dir que yo también he encontrado los sumarios y conclusiones de Llórente
enteramente de acuerdo con la evidencia de los documentos, en los casos que
he tenido que volver a examinar.
38 Los documentos (en forma abreviada) fueron sacados a luz por primera
vez hace y a años por N a r c i s o d e E s tÉ n a g a , archivero y canónigo de la cate­
dral de Toledo, en su «Sobre el Bachiller Fernando de Rojas y otros varones
toledanos del mismo apellido», Boletín de la Real Academia de Bellas Artes
y Ciencias Históricas de Toledo, IV (1923), 78-91. Pero fueron presentados
por él incompletos y sin una comprensión de su verdadero significado. E l nor­
mal deseo de negar los orígenes conversos de Rojas, así como su fallo de no
tomar en consideración el material de Serrano y Sanz, parecen haber sido res­
ponsables. Una información completa sobre estos documentos puede encon­
trarse en Romanische Eorschungen, LXXVIII (1966), 255-290: S t e p h e n
G i l m a n y R a m ó n G o n z á l v e z , «The Family of Fernando de Rojas» (en ade­
lante citado: G i l m a n - G o n z á l v e z ) .

— 54 —
familia a la hidalguía a una decisión definitiva. El licenciado Fernando,
que había estado al principio encargado del litigio (en conjunción con
el de su familia inmediata), probablemente había aconsejado en
contra 39. Sabía el pasado de la familia, y sabía que solicitar una eje*
cutoria (certificado de estado extendido por la Cancillería) supon­
dría una arriesgada investigación. En su propio caso, como apare­
cerá después, abandonó el empeño después de tomar declaraciones
únicamente de testigos amigos y previamente preparados, priván­
donos con ello de una mina de información40. Los Franco creyeron,
sin embargo, que era indispensable una ejecutoria'’1. No sólo ambi­
cionaron temerariamente los oficios y honores municipales, sino que
además vivían en una atmósfera urbana infectada de chismes y de
odio. Toledo, entre todas las ciudades españolas, parece haber ofrecí-
39 Como veremos, en 1606 fue descrito por un fiscal contrario como un
«abogado que fue de Valladolid, letrado de Hernán Suárez». Su nombre apa­
rece también de vez en cuando como fiscal encargado de las pruebas del testi­
monio favorable de testigos convocados por el primo de Hernán Suárez,
Pedro Franco, que había intentado en 1578 y luego en 1579 establecer hidal­
guía. Ver A. B a s a n t a d e l a R i v a , Sala de los hijosdalgo, Catálogo de todos
sus pleitos, Valladolid, 1922, I , 424 (en adelante citado: R i v a ). Un testigo
de La Puebla de Montalbán (que testifica en el «expediente de limpieza»
de Toledo, citado arriba) confirma lo que hemos dicho y no proporciona más
identificación: «se trató por pariente de los Franco el licenciado Hernando
de Rojas, abogado que fue en Valladolid, nieto del dicho licenciado Hernando
de Rojas, que compuso a Celestina quando los Franco trataron pleito sobre
su hidalguía». No está claro si el testigo se refiere al caso de Pedro Franco
o al último caso de Hernán Suárez, o a los dos.
40 Una transcripción parcial de este testimonio favorable (el publicado
¡x)r Valle Lersundi; ver n. 34) se hizo (seguramente a petición del licenciado
Fernando) y fue incluido en el archivo familiar en el legajo titulado «Papeles
de nobleza» como prueba de status. El texto de la petición de la copia pre­
cede al original en el archivo de la Chancillería, y es interesante aprender allí
que también se pedía otra del testimonio favorable a Pedro Franco, su primo
lejano. Parece que el licenciado Fernando llevaba los dos casos simultánea­
mente y que quería que los Franco también se contentaran con este proceder
cauteloso..
41 La imposibilidad de presentar una ejecutoria también había de fastidiar
a los Rojas. Cuando los investigadores (que trabajaban en el expediente de
Toledo) preguntaron al nieto del bachiller, Fray García de Rojas, sobre la
reputación de la familia, contestó que un primo les enseñaría la ejecutoria de
la familia. Sin embargo, este último (un biznieto, Juan de Rojas, secretario
del conde de Lodosa), cuando se le pidió que lo hiciera, tuvo que confesar
que no la tenía: el testigo dice «que no tiene más papeles de hidalguía de los
que tiene referidos y la executoria no la tiene ni la ha avído menester porque
los han reconocido a sus antecedentes siempre por hijosdalgo notorios donde
quiera ayan estado» ( G i l m a n - G o n z á l v e z , p. 11). Los «papeles de nobleza»
incluían las dos probanzas transcritas, una exención de los impuestos de pecho
reconocida por el pueblo de Crespos donde los Rojas tenían propiedad (todo
ello en VLA), y el hecho, hasta la fecha sin registrar, de que el licenciado
Fernando había llegado a ser miembro de la restringida «Cofradía de los
Abades junto al ospital de Esgueva». Una ejecutoria, como veremos, podía
también testificar una mentira, pero habría sido más convincente.

— 55
do el más envenenado ejemplo de lo que se podría llamar la sociología
de un «cesto de cangrejos». En su foco de amargas rivalidades in­
terfamiliares, de genealogías amañadas, de calumnia y contracalum­
nia, este documento definitivo les podría servir de escudo valioso.
Los Franco sabían que otras familias de conversos se habían someti­
do a una investigación rigurosa y que, a pesar algunos testigos hos­
tiles, habían podido conseguir la deseada ejecutoria (los Cepeda de
Avila fueron solamente uno de los muchos ejemplos). Eran lo bas­
tante ricos para pagar lo que fuera necesario a los testigos favorables.
Y habían pasado más de ciento veinte años desde que sus antepasa­
dos habían sido sospechosos. ¿Por qué no seguir adelante?
Las consecuencias de esta decisión fueron tan desastrosas como el
licenciado Fernando (muerto doce años antes) había temido a primera
vista. La ejecutoria fue denegada; los Franco fueron sentenciados a
pagar todos los costos del tribunal; y quedaron más tarde con la ig­
nominia de prohibírseles públicamente proseguir en sus aspiraciones
(«les pusieron perpetuo silencio»). Lo que había sucedido era que el
fiscal, en lugar de ser sobornado, como ordinariamente era el caso,
por la influencia y la riqueza de los Franco (de lo que veremos deta­
lles en un capítulo posterior) fue urgido al pleno cumplimiento de su
deber por un poderoso enemigo de la familia. El individuo, un tal don
Antonio de Rojas, parece haber sido un linajudo particularmente feroz,
un tipo social de los de aquel tiempo, dedicado al examen crítico de
los linajes de los demás. Pero sean cualesquiera sus motivos, la parti­
cipación de don Antonio en el proceso como parte interesada fue cla­
ramente decisiva42. Si el fiscal hubiera llevado el asunto de una ma­
nera rutinaria, el resultado habría sido una metamorfosis más de una
familia conversa en una familia hidalga, categorías que no fueron ne­
cesariamente antagónicas. Pero no lo hizo. A instancias y con la ayuda
42 Un testigo del expediente atestigua más tarde que había oído hablar
de ciertas sesiones estratégicas en que varios individuos «por orden del dicho
don Antonio se reunían para discutir los modos y maneras de impedir que
los odiados Franco lo consiguiesen» ( G i l m a n - G o n z á l v e z , p. 18). Un motivo
para la persistente persecución de don Antonio puede haber sido sus propios
orígenes remotamente judíos como miembro de una rama colateral de la
familia de los Téllez Girón (ver cap. V, n. 33). Es decir, en la cima de los
honores (sus dos hermanos eran canónigos y otro «el señor de Mora y Layos»)
y no totalmente exento de las odiosas habladurías que llenaban la ciudad, era
de esperar que él y su familia habían de entorpecer a los que escalaban los
puestos sociales con unos orígenes conversos bástante más recientes y claros.
La discriminación dentro del grupo o de la casta es mi fenómeno sociológico,
así como un hecho histórico bien conocido de la España de Fernando de
Rojas (ver cap. IV, n. 67). Otra razón igualmente probable pudiera haber
sido la envidia de la riqueza de los Franco, así como de los honores muni­
cipales y el servilismo que la acompañaba. De todos modos, el odio de don
Antonio era tan rabioso que según el árbol (en el que le llaman «delator de
la causa»; ver Apéndice II) encontró un modo de participar oficialmente en
la oposición a la petición.

56 —
de don Antonio ganó su caso al conseguir información condenatoria
sobre la ascendencia de los archivos de la Inquisición.
En estos archivos —como todo el mundo sabía— se podía encon­
trar la verdad en un mundo de falsas apariencias, de camuflaje social y
de perjurio remunerado. Como he dicho, ahí radica el peligro que, con
toda su astucia y habilidad, el licenciado Fernando de Rojas no pudo
conjurar. Cuando pensamos en la Inquisición como una institución
histórica, tendemos de manera natural a acentuar su tenebroso apa­
rato (hogueras, tortura, sambenitos, el ritual del auto de fe y otras co­
sas), su corrupción y su supresión de la libertad religiosa e intelectual.
Pero quizá tan importante como todo esto para aquellos que vivían
bajo su amenaza fuera su procedimiento burocrático. Los informes
conservados durante siglos fueron armas secretas que ninguna socie­
dad poseyó jamás, y en realidad apenas concebibles hoy en nuestra
sociedad en cambio. El secreto (y el desgraciado asunto que acabamos
de describir es solamente una prueba minúscula) representaba nada
menos que la petrificación de la historia social.
Pero no hemos llegado al final del relato. Aunque los documen­
tos relativos al vano intento de otro Franco desesperado de poder
llegar a hidalgo están todavía intactos en los archivos de la Chancille-
ría 43, nuestra información relativa a la historia inquisitorial de la
familia de Rojas no proviene directamente de la fatal probanza de
Hernán Suárez. Lo mismo que el informe original en el secreto, tam­
bién esa probanza fracasada ha desaparecido —y muy probablemente
a manos o a requerimiento de uno de los Rojas— . Sin embargo, una
vez más, el cambio y la mala voluntad actuaron de consuno para impe­
dir el completo olvido. En un esfuerzo por ordenar el testimonio con­
tradictorio sobre Hernán Suárez y sus familiares, el tribunal de la
Cnancillería preparó un árbol que exponía las alegaciones que se ha­
bían hecho por ambas partes a cada uno de los interesados en disputa.
Este árbol fue después impreso, procedimiento no normal, que no sólo
facilitó ejemplares a los interesados sino también —inevitablemente—
a todos los chismosos no autorizados. Y a causa de ese malsano inte­
rés existe todavía un solo ejemplar del árbol revelador.
La segunda serie de acontecimientos es más compleja que la mis­
ma intriga que fue fatal a los Franco. En 1616, unos diez años des­
pués de haberles impuesto «silencio perpetuo», un candidato a la
canonjía de la catedral de Toledo, Juan Francisco Palavesín y Rojas,

43 Ver n. 39. Pedro Franco (no consignado en el árbol) queda por ello
identificado como el hijo de Juan Sánchez Franco (n. 22), hermano de Gaspar
Sánchez Franco (n. 19), que era padre del segundo y finalmente derrotado
litigante, Hernán Suárez (n. 25). Ciertos testigos mencionan a los cuatro como
bien conocidos llegando hasta dar detalles de su parentesco. En la petición
(ver n. 40), Pedro Franco está vinculado a un Alonso Franco que puede haber
sido el núm. 26 del árbol.

— 57 —
fue sometido al examen genealógico indispensable. Esto supuso la
plena consideración de todo testimonio adverso, requisito que apro­
vechó un enemigo de la familia del aspirante a canónigo para acu­
sarle a él de parentesco de sangre con «los Rojas de La Puebla de
Montalbán y Talavera». Incluso una sospecha de linaje converso po­
día ser fatal a los candidatos para el más rico y exclusivo de los pues­
tos corno era éste. Y si no podía probar sin lugar a dudas que sus
antepasados no compartían la sangre con el autor de La C elestina} la
mancha le marcaría. El resultado fue que, después de que 227 testi­
gos de Toledo, La Puebla y Talavera, Valladolid y otras partes fue­
ran preguntados y de que 800 folios fueran archivados con su testimo­
nio (¡tal era la demencia social del tiempo!) se probó que el cargo
era falso. El aspirante, irónicamente, no fue relacionado con el ba­
chiller sino, más bien, a través de un lazo ilegítimo, con el vengati­
vo don Antonio, el siniestro perseguidor de los Franco45. Pero ahora
estoy menos interesado en este despliegue de perversidad burocrática
y social que en dos pequeñas partes del documento a los que los mis­
mos investigadores probablemente no dieron importancia —excepto en
sentido negativo—. La primera es el testimonio de los descendientes
de Rojas y de los que conocieron la familia, y la segunda es el ejem­
plar de la genealogía impresa por Hernán Suárez que había sido inclui­
do en el expediente como una prueba. En su acusación original, el ene­
migo de la familia de Palavesín y Rojas había mencionado haberlo vis­
to, y los investigadores, aunque no fuera más que para probar que nada
importante había en ello, pensaron que valía la pena conservar un
ejemplar. Toda la precaución del licenciado Fernando y todos los

44 Catalogado ahora por uno de los actuales archiveros, Ramón Gonzálvez,


que colaboró conmigo para sacar a luz su información como FELS {Fondo
de expedientes de limpieza de sangre), 7-22. El padre Gonzálvez prepara
actualmente un catálogo de la colección de la catedral de tales expedientes.
45 El abuelo del candidato, el licenciado Martín de Rojas, era el hijo ile­
gítimo de un Fernando de Rojas, abad de Santa Coloma, que parece haber
sido pariente de don Antonio ( G i l m a n - G o n z á l v e z , p. 1 8 ) . El mal carácter
y la conducta vengativa del licenciado Martín (estuvo envuelto en largas peti­
ciones y altercados tanto con los Franco como con otra familia toledana de
ricos conversos conocidos como los «Madrídes») parece haber motivado la
denuncia posterior de su ambicioso nieto. Como revela el expediente de este
último, las familias sospechosas de alguna mancha iniciaban frecuentemente
una campaña de contra-calumnia contra sus perseguidores {ibid., p, 6). En
cualquier caso, el licenciado Martín, quizá en parte por su vergonzosa ilegi­
timidad (como hijo de cura) era conocido por sus pleitos induso dentro de
las normas de su dañada sociedad. Es descrito por un testigo como lleno de
«ojeriza y mala voluntad», siendo «de tan áspera condición que estrellaba con
todo el mundo» y manifestando implacable odio contra todos los conversos
{ibid., p. 5). Uno se pregunta si se daba cuenta él de los orígenes de los
Téllez Girón con los que (como hemos visto en n. 42) estaba remotamente
emparentado.

— 58
estragos del tiempo fueron vanos. Los hechos ocultos encontraron
su propio circuito y su senda peculiar para sobrevivir.
Antes de entrar en el núcleo genealógico del asunto, veamos bre­
vemente lo que los responsables del inmenso cuestionario eclesiástico
tuvieron que decir acerca de Fernando de Rojas, Por supuesto, había
muerto demasiado tiempo antes (tres cuartos de siglo) para que nin­
guno de ellos pudiera recordarlo personalmente. Lo más digno de no­
tar es que una y otra vez se le identifica espontáneamente como autor
de La C elestina. No sólo los dos nietos supervivientes (fray García
de Rojas, provisor de los Carmelitas Calzados, y García Ponce de Ro­
jas, procurador del tribunal de la Cancillería ) 46 y los bisnietos, sino
también muchos otros añaden habitualmente al nombre de Rojas el
epíteto: «que compuso a Celestina»47. Contrariamente a los críticos
de última hora, esta sociedad de chismosos y linajudos no tenía dudas
sobre el problema de la paternidad. Faltos de las ventajas de la eru­
dición literaria, la suya «chismográfica» les hacía estar al tanto de
quién era quién entre los autores pasados y otros más o menos promi­
nentes miembros de la sociedad. Juntamente con el recuerdo que el
bachiller había sido autor de La C elestina, todos los que sabían algo
de la familia recordaban también sus orígenes manchados. Esto, na­
turalmente, nunca fue admitido por aquellos que pertenecían a ella
{como veremos, pierden mucho tiempo y esfuerzo tratando de man­
tener su condición de hidalgos y de ocultar su identificación con
sus condenados antepasados), pero todos los demás lo sabían. El ene­
migo del futuro canónigo afirma, por ejemplo, «que a oydo decir pú­
blicamente que los Rojas de la Puebla de Montalbán y los de Talavera
y los de Toledo por esta parte no eran gente limpia». Pero más reve­
lador aún es el testimonio de los testigos favorables por cuanto no les
iba en ello ningún interés personal. Al ser preguntados si su candida­
to estaba emparentado con los «Franco desta ciudad y de los Rojas

^ Un hermano del licenciado Fernando (el fraile era su primo hermano)


fue el que casó con una hija de los Salazar de Esquivias (ver n. 24), Su ama­
bilidad en proporcionar mesa y alojamiento, así como una posición clerical a
un primo del aspirante a canónigo, fue empleada por las malas lenguas para dar
crédito al cargo de su parentesco ( G i l m a n - G o n z á l v e z , pp, 9-10).
47 Ocho de tales identificaciones son citadas en G i l m a n - G o n z á l v e z , pero
en el expediente Palavesín (como observó Esténaga) hay muchas más: «¿Se
puede deducir de las informaciones testifícales... que el bachiller Hernando
de Rojas fue autor de La Celestina? Así lo declaran Martín de Avila, fami­
liar del Santo Oficio... de la Puebla... el 13 de octubre de 1916, don Antonio
de Meneses y Padilla, vecino y natural de Talavera de la Reina y familiar
del Santo Oficio en ella, y don Alonso Fernández Aceituno, el 14 del mismo
mes y año... y varios más. Cuando se nombra el autor de la famosa tragedia
y son muchísimas las veces, se le llama el «Bachiller Hernando de Rojas que
compuso a Celestina la vieja», sin que ni en las preguntas n¡ en las res­
puestas jamás se ponga en duda, refiriéndose siempre los testigos a lo que
tienen oído a sus padres y es público y notorio en sus lugares» (p. 81).

— 59 —
que salieron della para la villa de la Puebla de Montalbán y Tala-
vera», reaccionan con indignación y disgusto. Uno la califica de «falso
y levantado con pasión procedida de émulos»; otro dice que le «as­
quea» la pregunta («abomina y hace ascos de la pregunta»); y un
tercero la llama «muy grande maldad y agravio»48. Incluso una rela­
ción o parentesco remoto con el autor de La C elestina era un asunto
grave en la España del siglo xvi y xvn. A pesar de más de cien años
de escrupulosa conducta cristiana, de dos deposiciones de hidalguía
y tres cambios de residencia49>la reputación de la familia seguía irre­
mediablemente ensombrecida.
¿Qué era lo que estos testigos sabían que nosotros no conocemos
—o al menos no conocíamos— hasta que la genealogía oficial de Her­
nán Suárez vino a la luz? No era solamente el origen converso de
Rojas, una desgracia que a fin de cuentas el dinero o la suerte podría
haber compensado parcialmente. Era lamentable, pero no del todo su­
ficiente para justificar semejante vehemencia. No, la sociedad tole­
dana recordaba y se esforzaba en no olvidar algo bastante más ver­
gonzoso: al menos cinco de los primos del bachiller fueron obligados
a aguantar la ceremonia de la penitencia y humillación pública llama­
da «reconciliación» en la lengua oficial de entonces. Puesto que
esto suponía admitir la falsa conversión y las prácticas secretas
judías, constituía por el mismo hecho una mancha familiar bastante
más negra que las de otros conversos que, confiados en su inocencia
o precauciones, no se sometieron a la Inquisición.
Los detalles del parentesco de Rojas con la familia deshonrada
de los Franco aparecen en la transcripción del árbol (Apéndice I I ) 50.
Por ahora bastará una breve lista de los nombres y ocupaciones de

48 G i l m a n - G o n z á l v e z , pp. 6-7. En otra parte del testimonio, un testigo


Independíente confiesa que no tiene duda sobre la ascendencia de Rojas: «Dixo
que públicamente oyó dezir que los Rojas no eran limpios y su padre des te
testigo lo oyó dezir en Valladolíd y Escalona y que esto ha sido siempre voz
pública y fama...» (i b i d pp. 6-7). Los únicos Rojas de Escalona que lie
podido descubrir son la familia que proporcionó tutores y mayordomos a los
Téllez G i r ó n en La Puebla. Sin embargo, como veremos en el Capítulo V,
hay algunas indicaciones de que pueden haber estado relacionados al menos
una manera remota con el Bachiller.
49 De Toledo a La Puebla, de La Puebla a Talavera, y de Talayera a
Valladolíd.
50 Para satisfacer cualquier duda que pudiera quedar de que el árbol
índica realmente la relación de sangre de los Rojas con los Franco, podemos
comenzar señalando el manejo conjunto del licenciado Fernando del litigio de
la hidalguía de ambos «presentándose como pariente» (ver n. 39). Sin em­
bargo, otro testigo independiente recuerda algo más concreto y concluyente:
«Dos años después de su partida de Salamanca el dicho Fernando de Rojas
vino a esta ciudad y se fue a posar a casa de un Fulano Franco bajo las casas
del correo mayor». En esa casa, llega a decir el testigo, él y el futuro licen­
ciado estudiaron sus ejercicios finales. Luego, después de su graduación «este
Fernando de Rojas se fue a la ciudad de Valladolíd adonde fue abogado en

— 60 —
aquellos que se reconocieron culpables, descubierta en los ficheros
del «secreto» por el «fiscal» y el triunfante don Antonio. La mayor
era Mari Alvarez, mujer de Pedro Franco, «arrendador y trapero»
que fue primo carnal del padre de Rojas. De sus seis hijos, cuatro
se unieron a su madre (Pedro Franco había muerto antes de que se
estableciera la Inquisición) en el día desgarrador de la «reconcilia­
ción» de 1485. Eran: Mencía Alvarez, acompañada de su marido,
un mercador de telas llamado Alonso de San Pedro; Catalina Alva­
rez, mujer de un trapero, y Juan y Alonso Franco, cuyas ocupaciones
no se especifican. Como veremos, tales medios de ganarse la vida
eran típicos de la casta de los conversos.
Esta rica cosecha de delincuentes de antaño resultó aún más pro­
vechosa a los dos ávidos investigadores cuando encontraron además
una partida de un interrogatorio de un bisnieto arrestado como judai­
zante. Su mención en el árbol reza como sigue: «Luís Alvarez Fran­
co [uno de los hijos no reconciliados!, alcayde de la casa de la mo­
neda. Fué su hijo Juan Franco, preso por judayzante. No uvo senten­
cia porque se volvió loco. Nombra por hermanos de su padre a Her­
nán Franco y Alonso Franco y Mencía Alvarez» 51. De estas partidas
podemos, pues, concluir que Femando de Rojas pertenecía a ese gru­
po de conversos (artesanos, mercaderes, profesionales, funcionarios
urbanos, etc.) que entre 1485 y 1501 (el número total se estima en­
tre siete y ocho mil) 52 permanentemente desprestigiados (reconcilia­
dos públicamente, encarcelados, ejecutados) por la Inquisición de
Toledo. Un parentesco de sangre con sólo uno de ellos era lo sufi­
ciente para negarle a cualquiera la hidalguía y, de no haber habido
pruebas fehacientes de lo contrario, habría sido un obstáculo defini­
tivo para la admisión en el cabildo de canónigos. Años, décadas, e
incluso más de un siglo no habían hecho nada para borrar aquella man­
cha fatal. _
Puesto que Fernando de Rojas vivía en 1485 y probablemente
con edad suficiente para ser testigo del ocaso ritual de su familia (o
materia de hidalguías y ganó muchos ducados...» ( G i l m a n - G o n z á l v e z , p . 2 4 ) .
La información relativa a la fortuna amasada por el Licenciado de su promi­
nente clientela puede encontrarse en el Capítulo VIII, n. 186.
51 La falta de secuencia en los tiempos verbales en el árbol («se volvió
loco» seguido de «nombra por sus hermanos») indica que ciertas frases, par­
ticularmente las que explican parentescos, fueron copiadas del interrogatorio
original. Es decir, Juan Franco nombra sus tíos a los inquisidores, mientras
que el compilador del árbol resume el resultado final del caso en el pretérito
diciendo: «se volvió loco». ___
52 Esta estimación (la primera fue propuesta por Llórente) queda dividida
en categorías en H. C . L e a , The Inquisition of Spain, New York, 1907, IV, 518
(en adelante citado como Lea). Para un catálogo y estudio de sus ocupaciones,
ver F. C a n t e r a B u r g o s y P. L e ó n T e l l o , Judaizantes del Arzobispado de
Toledo habilitados por la Inquisición en 149? y 1497, Madrid, 1969 (en ade­
lante citados como Judaizantes).

— 61 —
al menos de haber participado de una manera infantil en Ja alarma
y angustia que lo acompañaba), pensemos por un momento en la na­
turaleza de la prueba impuesta a los Franco. Cuando se estableció la
Inquisición en Toledo en 1484, su primer paso fue, como era nor­
mal, proclamar un Edicto de Gracia53. Los culpables de desacato a
los preceptos cristianos por negligencia o por haber seguido en forma
clandestina la religión de sus antepasados podían durante estos días
confesarse, arrepentirse públicamente y ser restablecidos a la Iglesia.
Su reconciliación sería sin expropiación, prisión u otras penas. Si a
primera vista esto puede parecer compasivo, una mirada más atenta
revela una intención eficazmente perversa. Uno no sólo tenía que
confesarse para conseguir el perdón, sino también había que denun­
ciar las transgresiones de los amigos y parientes. Y si no, si los inqui­
sidores llegaban a descubrir más adelante por medio de las deposi­
ciones de otros que uno no había querido involucrar a alguien culpa­
ble, la reconciliación era considerada nula e inválida, y el que se había
callado quedaría clasificado como «relapso» con las atroces penas co­
rrespondientes. El resultado fue que los habían rezado juntos tuvieron
más tarde que conspirar juntos y, si uno de ellos se equivocaba o
desembuchaba lo que sabía para escapar de la agonía de la tortura,
purgarse juntos. Así, por lo que podemos concluir del árbol, los Fran­
co fueron relativamente afortunados. Veremos casos en familias rela­
cionadas con la mujer de Rojas en las que miembros débiles o mali­
ciosos se doblegaron ante el interrogatorio y expusieron a todos a ulte­
riores persecuciones.
La común consternación y la atmósfera de sospecha que rodea­
ban la infancia de Rojas no se disiparon rápidamente. Después del
período de gracia, hubo cerca de un ano de asentamiento y verifi­
cación de un gran número de confesiones, denuncias, interrogato­
rios y declaraciones de genealogía (precisamente los documentos que
después se entregaron a los enemigos de Hernán Suárez). Luego, en
1485, vino el día cuidadosamente preparado por la penitencia pú­
blica —marcando por su clímax de sufrimiento espiritual la división
entre la torturante incertidumbre y la deshonra permanente que
siguió— . En el capítulo II se incluye una descripción contemporá­
nea de una reconciliación en masa que tuvo lugar un año más tar­
de, y uno queda muy impresionado por la calculada vergüenza de
los participantes: la procesión a pie desnudo, a través de las calles,
de 900 ciudadanos más o menos prominentes (abucheados y befados

51 Para un estudio más detallado de los Edictos de Gracia y «reconci­


liación», ver A m a d o r d e l o s Ríos, Historia social, política y religiosa de
España y Portugal, Madrid, 1960, p. 689 (en adelante citado como Amador
de los Ríos), L e a , I, 165. y III, 146-147, y J. C a r o B a r o j a . L os judíos en
la España moderna y contemporánea, Madrid, 1961, I, 318 (en adelante citado:
C a ro B a r o ja ) .

— 62 —
por sus vecinos más humildes), el sermón y la misa habidos frente
a la horca, las velas apagadas y las retractaciones cantadas. Todo esta­
ba ideado para dejar huella en las memorias tanto de los penitentes
como de los espectadores —así como de los niños cuyas familias es­
taban implicadas.
La intuición de la realidad de Fernando de Rojas que ofrece el
árbol de los Franco puede parecer hipotética. Viviendo como vivía
en La Puebla de Montalbán, a cinco leguas de Toledo, Rojas pudo
muy bien estar ignorante o sólo conocer vagamente la vergüenza de
sus primos. Es natural tratar de impedir que los niños se enteren de
los escándalos de familia. Hay, sin embargo, otro rótulo horroroso en
el árbol que se refiere a él directamente y que Índica que, antes de que
acabara su infancia, era plenamente consciente del destino de su fami­
lia y de su raza. Reza así: «El Bachiller Rojas que compuso a Celestina
la vieja. El señor fiscal pretende que fue hijo de Hernando de Rojas,
condenado por judayzante año de 88 y que deste deciende el Licencia­
do Rojas, abogado que fué de Valladolíd, letrado de Hernán Suárez,
para quien también pretendieron traer visagüelo de Asturias.» En otras
palabras, para poder oponerse a la solicitud de hidalguía de los Fran­
co, el fiscal llegó hasta a examinar la información inquisitorial que
tenía a su disposición sobre su primo lejano, el «Bachiller Rojas que
compuso a Celestina la vieja». Y lo que encontró fue que era el hijo
de un judaizante condenado en el año 1488, hecho que luego incluyó
él en el árbol impreso en la forma que se acaba de reproducir.
Existen, pues, pruebas documentales que demuestran que cuando
Rojas tenía quizá quince años su padre fue detenido, encarcelado,
juzgado, hallado culpable y con toda probabilidad (en aquel período
inicial del rigor inquisitorial) ejecutado en la hoguera en un auto de
fe. El horror del hecho necesita poca decoración imaginativa. Los «ele­
mentos medievales y renacentistas» que, según historicistas extremos
como Criado de Val y Trotter, crearon La C elestina no tienen padre
cuya vulnerabilidad carnal es la condición previa de la de su hijo. Si
según el mayor «realista» de España, Benito Pérez Galdós, la realidad
propia se intuye a través del dolor, un hijo de un padre pasado por el
fuego inquisitorial será más «real» que sus críticos todavía vivos y
que ni siquiera le mencionan en el programa de su reciente congreso
celestiniano...
Los que están familiarizados con los pocos documentos publica­
dos referentes al autor de La C elestina pueden preguntar por qué con­
sidero la afirmación del fiscal sobre su origen infinitamente más creí­
ble que la hecha por el licenciado Fernando. Las dos probanzas de la
hidalguía de familia {que, como mencionamos, fueron dispuestas por

54 Un esfuerzo dirigido a establecer el año del nacimiento de Rojas puede


encontrarse al comienzo del capítulo V.

— 63 —
el licenciado), la genealogía facilitada por Hernán Suárez Franco y
los dos «Libros de Memorias» de los archivos Valle Lersundi, todos
están de acuerdo en que el padre de Rojas no fue condenado como
judaizante, también llamado Hernando o Fernando, sino más bien un
tal «Garcí González de Rojas, que dicen se fue [de Tineo] a La Pue­
bla de Montalbán»ss. ¿Por qué no aceptar esta afirmación reiterada
de su progenitura en lugar de la acusación de un enemigo de familia?
Una buena razón está implícita en la observación añadida por el
fiscal «el licenciado Rojas... para quien también pretendieron traer
visagüelo de Asturias». Esto parece referirse claramente a la aserción
de la familia de que Garcí González vino de Tineo en Asturias, aser­
ción que es sospechosa p er se. Fue una bien conocida estratagema de
los conversos, que luchaban por integrarse en una sociedad enemiga
y consciente de su status, reclamar a Asturias, «la Montaña» o el País
Vasco como el lugar de su origen ancestral. Estas regiones correspon­
den a las que Jos norteamericanos llaman «ti dewater», el punto de
partida en las montañas del norte desde las que los cristianos viejos
originales, sobrevivientes de la invasión mora, se lanzaron hacía mu­
chos siglos camino del sur. Por lo mismo, sus habitantes vindicaban la
limpieza racial por definición histórica y geográfica. Tan era así que,
si un converso podía hacer creer a sus vecinos que sus antepasados
eran asturianos o vascos, por fin podía vivir en paz y gozar de la
prosperidad que le cupiera.
Esto puede parecer una decepción muy obvia. Y ciertamente hubo
entonces muchas bromas y alusiones irónicas a semejante camuflaje.
Maritornes, por ejemplo, es, entre otras cosas, un retrato burlón de
una grotesca asturiana con pretensiones absurdas de hidalguía. Y es
fácil imaginar los contragolpes de los entrometidos cristianos viejos
ante nuevos anuncios de ascendencia del norte56. No obstante, a pesar
de esta posibilidad de sospecha, el árbol de Hernán Suárez deja claro
que fue el remedio propuesto por el licenciado Fernando tanto para
los Franco {como señala el fiscal con un casi perceptible tono de des­
precio) como para él mismo. índica también el complicado proceder
que encentró necesario iniciar, a fin de hacer más convincente la de­
cepción: un viaje a Asturias y el soborno de un hidalgo indigente
55 N.° 4 del árbol.
56 Ver C a r o B a r o j a , II, 298-299, 347, y 364. Para las bromas típicas, ver
J. S i l v e r m a n , «Judíos y conversos en el Libro de los Chistes de Luis de
Pinedo», Papeles de Son Armadans (Mallorca), n.° 69, 1969, pp. 289-301.
C a s t r o comenta sobre un ejemplar similar que se puede encontrar en el Guz-
mán de Alfarache en La realidad histórica de España, México, 1962, p. 223
(en adelante citado como Realidad, 2.* ed.; la primera edición, México, 1954,
se citará como Realidad, 1.* ed.). A u b r e y B e l l señala que uno de los ante­
pasados de Fray Luis de León afirmaba de una manera similar que los orí­
genes de la familia provenían de «La Montaña» (Luis de León, Oxford, 1925,
p. 87). Los orgullosos orígenes vascos de Alonso de Ercilla parecen represen­
tar un caso similar.

— 64 —
extrCZ Pe„
extrema T ,íÓnsocial obligaba
presión “ mpl,iCÍdí,d'
a ir. Taks 1<* extremos a que k
Los resultados de los esfuerzos del licenciado Fernando fueron
narrados como sigue en la primera mención en el árbol: «Pedro Gon-
P r ^ 0t P10 ”e caSf d° 7 1 Mayor Fernánd« su muger año de 1420.
Pretende Fernán Suárez Franco que litiga que [Pedro González No-
GQnrllÍeXH %eS. hlJ0S; Alua/ F é l f <3ue quedó ^ Asturias, y Garcí
ongalez de Rojas que se fue a La Puebla de Montalbán, y Pedro
Franco que se fue a Toledo, y que deste desciende...» Por otra men­
ción sabemos que «el señor de la casa al tiempo que se hazía la provan-

nía, vendió' su limpieza


v ^ Un JlíanT de R°JaS Francos
de linaje - d ^ue>
. En cualquier se§ún
caso, « supo­
debamos o

U ? í n la Probanza de Franco de 1578 (ver n. 39) el origen regional de


la familia queda identificado mas vagamente como el de S M o S ñ T De
manera particular en el testimonio tomado en Valladolid, testigo tras testigo
bien amaestrado repite con casi idénticas palabras: «Un Pedro Franco visaeife-
í f a s . k , ? ' 1' y trapero» que fue “ fu ™ d X
j ■ j i q , “ numero 3 del árbol— «no le conoció más de aver
cido°s S r n í L a j m^feS vlej° s e ancianos que a muchos años que son falles-
cidos, los cuales dezian que hera natural de las montañas e hijodalgo e que
abia venido a bivir e morar a Toledo,. De modo similar en 1584 en el testí
T 7 ° M 6 - proban2a df Rojas los primeros testigos continúan mencionando
a «la Montana» como el lugar de origen de la familia (ver Apéndice III) pero
(Apéndice IO o b r a d o por primera vez a Tineo en As'turias
cuando se SiTí9 ,quV T que flíe Precisamente en este punto
cuando se decidió el Licenciado Fernando a cambiar de región y a presentar
una localidad concreta y una familia conocida. En conexión con la oportunidad
1571a Tambfe?3 o r ln ^ H “ f í® ^ en h «Probanza de Indias» de
1 5 7 1 , también organizada por el licenciado Fernando para sí y para sus dos

en La Hpuebk ]° S ° rígeneS de Ios RoÍas 0™ «quiera


“ 71 Puebla Montalban!) y que la posterior alusión a Tineo queda confir-
<<L,brode ^ m o rías» (1593). Para saber lo que real-
,¡ 7 ° Cn , ' n° S S,ervif de ayuda el testimonio de un testigo
que vivía en aquel tiempo: «El dicho árbol (explica a los que investigaban la
H ' era faIi° y fingid° P°r Ios Francos de esta ciudad para
T m n ^ í hidalguía muy largo que trataron y, viéndose sin remedio acor-
t l T Á Z f P StUnaS y traeUe d?< m Provando que heran de la casa de
Juan de Rojas Franco que en aquella provincia es muy hidalga y calificada »
(G ilman-GonzAlvez, p, 26.) Que esta habladuría nu carecía d/fun“ tt
L Í T T ’ POF i" ; que d . t? ! ¡8° f“ C»P“ de identificar al mismo
Juan de Rojas Franco llamado en el árbol «señor de la casa al tiempo que
M prm£nZa an° d£,.1584;>- Es Puf s evidente que el licenciado Fernando
había ido a Cangas de Tineo (una poblacion cuya situación geogra'fica le con­
venía) por haber oído hablar de una familia hidalga que vivía en dicha
villa cuyos dos apellidos se parecían al suyo y al de sus primos. Cómo enton­
ces se las arreglo para conseguir la indispensable complacencia del «señor
de la casa» para la fusión de las dos familias, es lo que no se puede natu­
ralmente concretar. Pero me atrevo a sospechar que éste (a pesar de sus
blasones y manifiesta limpieza) era tan pobre como esos otros dos hidalgos
Alonso Quijano y el tercer amo de Lazarillo, y por lo tanto nada reacio a
aceptar una suma de dinero. Unido a esto podemos observar más todavía

— 65
5
no admitir esta suposición, el hecho de que el árbol niegue el cristia­
nismo viejo de Pedro Franco (el «arrendador y trapero» que acababa
de morir) indica que las afirmaciones sobre los orígenes de G ara
Goncalez fueron también inventados. Hay, creo yo, toda clase de ra­
zones para creer que tanto los Rojas como los Franco eran de origen
toledano. , , , . , „
No obstante, queda todavía otra duda por despejar. Aun conce­
diendo que la sangre asturiana de Rojas es un e n g a ñ o , ¿por que con­
cluir de aquí que el condenado Hernando y no Garcí González era el
padre del bachiller? ¿Por qué no aceptar una vez más la reiterada
afirmación de la familia mejor que las acusaciones probablemente calcu­
ladas de sus enemigos? No sólo se nombra a Garcí González en di­
versos documentos sino que un numero de testigos (llamados a
testificar su hidalguía en 1584) recuerdan el nombre de su esposa,
Catalina de Rojas. E incluso uno de los testigos llega hasta mencionar
su venerable sepulcro cubierto con «una piedra grande morena» en
la iglesia parroquial de La Puebla58. He aquí una afirmación tan ta-
cilmente verificable que no la podemos rechazar como superchería.
Contra estos argumentos, he de contestar, primero, que la existencia
verificable dista mucho de ser lo mismo que su ascendencia probada.
Y, segundo, que un caso importante de esta misma naturaleza nos es
ofrecido por otra estratagema: la sustitución en el árbol de familia de
un familiar más aceptable por Alvaro de Montalban. ^
Los que han estudiado a fondo los papeles de Rojas han encon­
trado chocante (quieran o no admitirlo) el que, aparte de lo publi­
cado por Serrano y Sanz, en ningún documento de los que estaban
bajo el control de la familia se menciona al auténtico padre de Leo­
nor Alvarez. De acuerdo con la estrategia (acordada probablemente
hacia 1616), cuando los descendientes tenían que dar cuenta de su
que en los ~ArckÍvos Vdie Lersundi (34-10) están archivados juntos dos do­
cumentos curiosos (catalogados significativamente entre los «papeles de no­
bleza») que el licenciado Femando _parece haber obtenido de su nuevo
pariente. Escritos en un asturiano arcaico y dialectal, son, el primero, el testa­
mento de una doña Sancha de Arrojas (una variante del apellido, Kojas, ya
que arabos aparecen en una ejecutoría de 1588 extendida a nombre de un
Goncalo García de Rojas de Tineo, Archivo de la Real Chancilleria, Leg. 819)
y el segundo, la memoria de un viejo pleito seguido por un Alonso Francos
de Tineo contra un vecino. Tales documentos, supongo yo, se necesitaban para
dar una mayor verosimilitud a la decepción. Información adicional sobre
los Rojas de Tineo puede encontrarse en la investigación de 1651 de la ge­
nealogía de un tal Alonso Flórez de Valdés y Rojas hecha en relación con su
candidatura a la Orden de Santiago. Ver la sección de «Pruebas de Santia­
go» n.° 3108 en el Archivo Histórico Nacional (en adelante citado: AHJN).
58 VLA 35, publicado por su dueño en RFE, X II, 1925, como «Docu
mentos referentes a Fernando de Rojas», p. 395 (en^ adelante citado: VL I). El
testamento de Rojas y el inventario hecho despues de su muerte (VLA. 17
y 23) fueron publicados en RFE, XVI, 1929, como «Testamento de Fernando
de Rojas», y se citará en adelante como VL II.

— 66 —
ascendencia materna, presentaban un sustituto más aceptable. La
mujer de Rojas —sostenían al unisono— era «hija del Doctor Juan
Alvares, médico» 59. ¿Y quién era el doctor Juan Alvarez? Como
mostrará una simple mirada al árbol reconstruido (Apéndice II)
era el yerno de Leonor Alvarez, que había sido desplazado dos gene­
raciones para atrás donde más se le necesitaba
Una mirada introductoria a la sociedad en que nacieron los nietos
y bisnietos de Rojas nos puede facilitar la comprensión de la necesi­
dad de tal falsificación. Pero en este punto nos interesan menos los
peligros y maniobras del licenciado Fernando y de los que le rodean
que la luz que este engaño documental arroja sobre el verdadero ori­
gen del bachiller. La desaparición de Alvaro de Montalbán indica
—por analogía— que una operación similar se llevó a cabo por Her­

59 En el «libro de Memorias» del biznieto del bachiller, Juan de Rojas


(ver n. 41), Leonor Alvarez queda identificada de manera concreta como hija
del doctor Juan Alvarez de San Pedro y de Ynés Dávila, hija de «Gonzalo
Dávila». Aquí está en desacuerdo con su padre, el licenciado Fernando, que
en su propio «Libro» (1594) identifica de forma correcta al Doctor y a su
mujer como «abuelos de parte de madre». Los padres de Leonor Alvarez no
son mencionados. De esto y del hecho de que todos los Rojas que testifica­
ren en el expediente Palavesín mantienen al unísono que «el Bachiller Her­
nando de Rojas que compuso Celestina la vieja... se casó con Leonor Alvarez,
hija del Doctor Juan Alvarez de San Pedro, médico, naturales de la ciudad de
Toledo», concluyo que la mentira quedó acordada en 1616 cuando la familia
empezó a darse cuenta con gran consternación que toda su historia genealógica
sería examinada. La probanza de hidalguía de 1584 no había sido necesario
(por la misma naturaleza del documento) introducir el linaje materno. Pero
• ahora, cuando estaba en juego la canonjía con sus requisitos de limpieza total,
hubo que tenerlo en cuenta. ¿Qué hacer? La decisión tomada fue la que queda
aludida más arriba: retrasar al abuelo materno dos generaciones. Lo que equivale
a decir que reemplazaron a su bisabuelo condenado, Alvaro de Montalbán, por
el padre de su madre. La principal ventaja de este arreglo, se figura uno, fue
que si eran reclamados o acusados de perjurio, podían alegar que se habían
equivocado. En cualquier caso, la mentira es patente. No sólo el «Libro» del
Licenciado Femando, sino también los dos documentos Valle Lersundi (La
«probanza de Indias», N.° 32, y la partición de bienes de Ynés de Avila
entre sus hijos, N.° 31) afirman inequívocamente el verdadero parentesco de
la familia con el médico. Antes, los Rojas habían creído necesario ocultar
únicamente a un solo condenado de sus antepasados (el padre del Bachiller);
ahora eran dos, y, según esto, el árbol de familia tenía que ser reorganizado
nuevamente.
60 En un expediente de limpieza de 1665 conseguido por un tío materno
del Licenciado Femando, Francisco de Avila, con el fin de poder ser admitido
a una canonjía de Sigüenza, encontramos un cambio parecido respecto a las
ramas. En vez de consignar sus verdaderos padres, Ynés de Avila y nuestro
amigo el Doctor (como queda demostrado en VLA 31 así como en el testimo­
nio de Palavesín) por alguna razón sustituye los nombres de su hermano y
de su hermana. La única salvación para una orden social tan restrictiva pa­
rece haber sido la disposición de muchos testigos a jurar lo que fuere. Debo
al Padre Gregorio Sánchez Doncel la transcripción del documento; Archivo
de la Catedral de Sigüenza, Expedientes de limpieza, leg. 5.

— 67 —
nando de Rojas «condenado por judaizante año 88», El verdadero
padre de Rojas —lo mismo que su suegro— fue borrado, y en su lu­
gar se puso a un pariente presentable por su honroso enterramiento
dentro de una iglesia. El árbol impreso —dada su maliciosa e inveri-
ficable naturaleza— queda abierto a discusión. Pero, a mi modo de
ver, el mismo hecho de que los Rojas mientan revela la verdad. Cuan­
to más repiten la misma historia y más se ufanan de su limpieza as­
turiana, más dignos de crédito aparecen el fiscal y don Antonio.
Para concluir, abandonemos por un momento la realidad docu­
mental de Fernando de Rojas y permítasenos un párrafo de especula­
ción biográfica. Teniendo en cuenta la afirmación (muchas veces repe­
tida y nunca negada en la probanza de Palavesín) de que los familia­
res de Rojas se marcharon de Toledo a La Puebla, parece evidente
que el motivo de hacerlo fue la vergüenza, o el miedo, o ambas cosas.
Quizá el traslado se hizo en 1485 después de la «reconciliación» de
sus familiares, quizá en 1488 después de la condenación del padre del
bachiller. SÍ éste fue el caso, el autor de La C elestina no habría nacido
en La Puebla, sino en Toledo. Lo más probable es que se criara en La
Puebla (quizá en la casa de un pariente caritativo llamado Garcí Gon­
zález), ya que, según veremos, mantuvo estrecha vinculación con el
lugar hasta su muerte. La única afirmación biográfica clara de los ver­
sos acrósticos — «e fue nascido en la Puebla de Montalván»— habría
que considerarla según esto como un ocultamiento inicial de sus orí­
genes inconfesables. Y sobre la base de este primer paso, el licenciado
Fernando y su familia habrían tramado, tres generaciones más tarde,
las posteriores elaboraciones.

El t e st im o n io del autor

Nuestra suposición de que la veracidad del acróstico puede ser


discutida proviene no sólo del árbol, sino de la falta de confianza en
Fernando de Rojas cuando asume el papel de autor. Los críticos han
sospechado, en general con buenas razones, que la información que
nos da la «carta», el Prólogo y los versos, estaba dirigida más a despis­
tar que a informar sobre las intenciones y la realidad del hombre que
escribió La Celestina. En parte, esto parece haber sido debido a su
meditado empeño de «ocultar su vida» (como expresaría más tar­
de Stendhal), tanto dentro como fuera de' las fronteras de la crea­
ción. Como se ha indicado ya, en el curso del escrito el escritor de
una manera astuta y calculada encubrió sus huellas personales de tal
forma que el diálogo producido puede considerarse como un ejemplo
supremo de la anonimidad creadora. Y, como vamos a ver en los capí­
tulos siguientes, ese bachiller Rojas, que fue a Salamanca y que se
estableció después en Talavera en su domesticidad relativamente mo~
— 68
desta y sin aprovechar en forma excesiva de su profesión legal, nos
parece consciente de concertar cada paso de su peregrinación hacia la
muerte con el ritmo de sus vecinos. Jean-Paul Sartre observa que nues­
tras vidas para nosotros personales se hacen más y más genéricas a
medida que se alejen en el tiempo61, pero Rojas aparece como si
hubiera tomado buen cuidado de hacer su vida lo más genérica posi­
ble mientras la vive. Lo que equivale a decir que, dedicándose él a
su etre-pour-autrui eligió una forma cómoda de muerte como forma
de vida. Como resultado, cuando repentina e inopinadamente se le­
vanta, se identifica a sí mismo y nos habla de sus intenciones y senti­
mientos como autor, le leemos con sospecha. ¿Es concebible que un
tal D icbter se nos hable con «W ahrbeit»?
Pero dejada a un lado la falta de confianza, debemos simpatizar
con Rojas en este momento extremadamente difícil de su existencia.
Después de todo, había de enfrentarse con un problema idéntico al
que ahora me preocupa a mí: ¿cómo dar cuenta en términos persona­
les de una obra de arte tan visiblemente impersonal? La C elestina
ha llegado ya a su acto XVI; Pleberio ha pronunciado ya su última
palabra; y ahora en el acto del bautismo verbal Rojas tiene que hablar
al menos con su propia voz. Ha de decirnos directamente quién era
él y qué es lo que quería decirnos. El escritor creador, en otras pala­
bras, tenía ahora que presentarse a sí como autor y fundar su creación
en una auctoritas respetable. Y el hacer esto suponía un acto doble:
un esconderse y exhibirse simultáneos, que bien pudiera haberle sido
muy penoso. Se trata de un desasosiego familiar —aun cuando no tan
agudo a todos los que introducen lo que han escrito al público, y
que puede haber sido la causa del convencionalismo de la solución:
exhibirse no como hombre sino como máscara, atribuirse intenciones
morales y generalmente aceptables y fingir una modestia extrema que
con toda seguridad no sentía. El resultado era un P ortrait o f th e Artist
as a Y oung Man que no sólo no nos convence, sino que nos parece
de un candor casi risible. Celestina, en cuanto maestra en el empleo
de la verdad y de facsímiles ricamente detallados de la verdad de en­
gañar la habría despreciado. Pero estos escritos añadidos al diálogo
son dignos de detenido examen precisamente por su precipitación,
aridez y falta de originalidad. Constituyen un primer intento de relacio­
nar vida y obra y además el único hecho por dos «críticos» con acceso a
la verdad. Leerlos con detenimiento y atención puede revelar —o por

61 UEtre et le néant, París, 1943, p. 626; «Etre oublié, c’est, en faít, étre
appréhendé résolument et pour toujours comme élément fondu dans une mas-
se (Ies grands féodaux du XIII* siécle, les bourgeois whígs du XVIII', les
fonctionnaires sovíétíques, etc.), ce n’est nullement s’anéatitir, mais c’est per-
dre son existence personelle pour étre constituée avec d’autres en existence
oollectíve.»

— 69
lo menos indicar— algunas de las cosas que Rojas, Proaza y quizá el
mismo autor del primer acto tratan de ocultar.
Rojas mismo no parece satisfecho con su máscara como autor.
Sentía su no convincente torpeza y en tres sucesivas versiones trató
de mejorarla, de llevarla a sazón —como el «proceso de... deleyte»
de sus amantes— . En la primera edición conocida (1499) la máscara
no tema facciones; era la máscara definitiva llamada anonimato. Pero
hay un título62, un título algo largo como era costumbre del siglo,
y en él, o Rojas o su predecesor se presentan como autoridad moral:
«La comedia de Calisto y Melibea, compuesta en reprehensión de los
locos enamorados que, vencidos de su desordenado apetito, a sus
amigas llaman e dizen ser su dios. Assi mesmo fecha en auiso de los
engaños de las alcahuetas e malos lisonjeros siruientes.» Más tarde,
para la tragedia de 21 actos de 1502, Rojas ha de revisar el título y se
presenta también como autoridad estética: «Tragicomedia de Calisto
y Melibea nuevamente revista y enmendada con adición de argumen­
tos... La cual contiene de más de su agradable y dulce estilo muchas
sentencias filosofales...» Rojas anuncia aquí su capacidad profesional,
su conciencia de dominio del castellano («agradable y dulce estilo»).
Sigue su autopresentación como sabio: ha leído mucho y ha recogido
en su colección de lugares comunes un almacén de «sentencias filoso­
fales». Así, al describir su libro, el autor del título se ha descrito a sí
mismo. Su destreza, su saber y su sabiduría son suyos. Los rasgos
genéricos de una máscara de autoridad que es todavía primitiva y
tácita.
Pero volvamos ahora a la «comedia» de 16 actos. Al preparar la
segunda (?) edición (1500) a su autor se le ocurre darse a sí mismo
una identidad, es decir, un nombre y una biografía en cápsula. El tí­
tulo primitivo parecía insuficiente, aunque no fuera más que porque
una obra tan inaudita necesitaba una introducción más satisfactoria y
más explícitamente humana. Los lectores de toda España han debido
preguntarse qué es lo que realmente significaba, quién la escribió y
cómo se llegó a escribir. Entonces, también, no es injusto sospechar
que Rojas —a pesar de su evasividad— sintió el deseo natural de re­
damar crédito ahora que La C elestina era un éxito y que se le había
pedido que preparara una nueva edición* Como observa Proaza (al
justificar la atribución de la obra de Rojas en los versos suyos al final),
era ahora el momento de asociar la «digna fama» con un «claro nom­
bre», frases que discutiremos con más detalle en un capítulo posterior.
Pero, por natural y razonable que nos pueda parecer a nosotros la
decisión de Rojas, él, al parecer, no creyó que sería aconsejable el
añadir simplemente su nombre al título («acabada por el bachiller

62 Se ha supuesto con frecuencia que fue este título el único que enca­
bezó el fragmento original.

— 70 —
Femando de Rojas») y conformarse con ello. La autorrevelación tenía
que prepararse cuidadosa y estratégicamente. De ;ihí que, valiéndose
de la tradición petrarquesca de una introductoria «Carta a un su ami­
go», justifica explícitamente el anonimato que declara que está decidido
a mantener: «No me culpeys... si no expressare [mi nombre].» Su
segunda máscara es la de la inexperiencia, la modestia, la timidez, y
finge, por lo tanto, que no se atreve a identificarse. Pero al mismo
tiempo, como él mismo dice («offrezco los siguientes metros») tam­
bién se ha ocupado en componer once estrofas de arte mayor que
contienen un acróstico que desvela el secreto. Y su amigo y probable
maestro, Alonso de Proaza, con el que debió haber consultado dete­
nidamente sobre la estratagema, proporcionó (en sus versos finales)
una clave para descifrar el oculto mensaje — «juntemos de cada ren­
glón de sus once coplas la letra primera, las cuales descubren por sa­
bia manera su nombre»— juntamente con los heroicos accesorios de
linaje («clara nación») y lugar de nacimiento («tierra»). El lector que
sigue estas instrucciones es premiado en su esfuerzo con la bien co­
nocida declaración: «El bachiller Femando de Rojas acabó la come­
dia de Calysto y Melybea e fué nascido en la Puevla de Montalván.»
Podemos preguntarnos a quién esperaba Rojas engañar o impre­
sionar con una estrategia tan transparente. ¿Cómo pudo un espíriu
dotado de la penetración que manifiesta La C elestina haber inventado
un juego de toma y daca tan poco convincente? Los eruditos nos
hacen referencia a acrósticos similares usados por otros autores rece­
losos de aquella época. Pero debemos buscar una respuesta más ilumi­
nadora en el naciente estado de relación entre autor y público. En las
primeras décadas de la nueva era de Gutenberg no había una forma
fácil y habitual de con tarto entre ellos. Ninguno de los dos sabía qué
esperar del otro, situación que terminaba con frecuencia (como los
lectores de Guevara o de Juan del Encina saben también)*3 en lu­
chas complejas y desesperadas con los tópicos tradicionales de la auto-
presentación introductoria. Es decir, los autores tratan de emplear
las viejas fórmulas de humildad y didacticismo ejemplar para decir
cosas y expresar sentimientos correspondientes a una situación nueva
de la sociología de la literatura.
Juntamente con la necesidad hondamente sentida de encontrar
una nueva forma de relación con un público desconocido (necesidad
no totalmente satisfecha hasta que Cervantes se burlara de los que
seguían la senda conocida de la erudición postiza y la intención piadosa
y útil en el prólogo al Q u ijote de 1605), los autores del siglo xv y pri­
meros del xvr se sintieron alternativamente fascinados y temerosos de
su nueva y masiva clientela. Se siente en escritores como Rojas y Gue­

63 Ver mí «Seque] to the Villano del Danubio», RIiA1, XXXI, 1965, y


J. R. A Jum del Encina, Berkeley, 1959.
n d r e w s,

71 —
vara (de cuyas reacciones hablaremos más tarde) un verdadero terror
a la opinión pública, tan ajena a los ingenios oficiales del siglo xvn
(quienes se rieron con frecuencia del vulgo a quien servían) como a
los aislados y desconfiados artistas de tiempos más recientes. En otras
palabras, Rojas, consciente por sus propios términos de la originali­
dad e importancia de lo que había hecho, deseando una participación
en la gloria resultante, pero temiendo las imprevistas consecuencias,
sólo disponía de formas tradicionales ya incapaces de protegerle.
Por fin, en el mismo acto de pintar el autorretrato supersimplifi-
cado e intencionadamente desorientador de la carta, puede haber
aprendido Rojas algo sobre la naturaleza de las máscaras: que funcio­
nan no sólo para ocultar, sino también para flirtear. Había aprendido
a jactarse mientras pretendía hacer lo opuesto, a aludir a la verdad
cuando la estaba camuflando. Estas lecciones derivadas de la carta se
aplicaron al acróstico que siguió, acróstico que fue ejercicio comple­
mentario en el flirteo y en la humildad fingida. Con esto quiero decir
de manera específica que al decidir posar por un momento bajo el
fogonazo de la «fama» como «gran hombre», Rojas sentía la necesi­
dad de arreglárselas para ser empujado allí contra su voluntad por
un amigo, Alonso de Proaza. Los lectores astutos podrían entrever
la decepción y descubrir el cálculo, pero no importaba. Más importan­
te que engañar a nadie era el poder revelar su identidad sin contra­
decir abiertamente la falsa modestia de la carta. Así inventó una for­
ma de anunciarse al pública sin perder la estratégica protección del
anonimato. Y la triste prueba de su éxito es el estado de reputación
desde entonces. ¡Y sobre todo hoy en día!
Los detalles del yo fabricado revelados en la carta y los versos
acrósticos son demasiado bien conocidos para exigir una larga exposi­
ción. Pero, en pocas palabras, el autor depone lo que sigue: es abo­
gado y está orgulloso de su profesión. Mientras se preparaba para su
carrera en Salamanca «encontró» un acto incompleto de diálogo, un
fragmento tan excelente artística y moralmente, que durante una va­
cación de quince días, mientras sus compañeros de estudio («socios»)
se habían ido a casa, él lo completó en quince actos más. Emprendió
esta extraña e incompatible tarea, nos dice, tanto por admiración al
primer acto como por desaprobación del dominio fatal del amor sobre
todos sus compatriotas: «damas, matronas, mancebos, casados». La
moralidad, el «problema de España» y el juicio estético se juntaron
en una forma no desconocida a los lectores de literatura castellana.
El, por supuesto, se da bien cuenta de la inferioridad de su continua­
ción y traza un contraste apologético entre ella y el diálogo de su
predecesor. Sólo sus buenas intenciones y motivación ejemplar pue­
den servir para justificarle.
Aunque podemos descartar esta estrategia elemental (Rojas sabía
perfectamente el gran valor de su creación y seguramente ya gozaba
— 72 —
de su éxito), eremos que la «Carta» es completamente sincera cuando
subraya la distancia intelectual de su autor. Esto es, cuando se pre­
senta a sí mismo como uno que está «absente de sus tierras» y que
por lo tanto puede ver claro y juzgar sin parcialidad. En los casos
de Vicente Espinel y Cervantes esta combinación de ausencia y cla­
rividencia correspondía a la realidad de viajes a otros países, pero en el
de Rojas se trata más bien de un espíritu que se remonta hacia lo alto
(aunque como veremos también parece haber soñado con peregrinar al
Oriente): «Assaz vezes retraydo en mi cámara, acostado sobre mi
propia mano, echando mis sentidos por ventores en mi juyzio a bolar.»
¿Remontándose —preguntamos nosotros— como el halcón cuyo vue­
lo arriesgado a través del espacio levantó la presa de La C elestina?
Las imágenes espaciales horizontales y verticales, el perro que
rastrea y el halcón que se cierne, que acabamos de citar, se combinan
con otras 64 para introducir el papel temáticamente central del espacio
como determinante del diálogo que va a seguir. Y, sin embargo, al
mismo tiempo sentimos en ellas la posibilidad que el esencial papel
temático del espacio en su obra puede haber sido acentuado por el
aislamiento experimentado durante esas dos semanas de vacaciones.
Un espíritu retirado y solo — digamos un Fabrice del Dongo en su
cárcel modelo— tiende naturalmente a concentrar su atención en los
seis planos que le encierran y del espacio sin límites que se extiende
más allá de la ventana. La distancia y la barrera, lo vacío y lo sólido
existen con más intensidad para la persona solitaria que para la acom­
pañada, y le llevan a meditar sobre el gran enigma estoico de la relación
entre el espacio objetivo (el «más allá» de Guillen, pero no el de
Alvaro de Montalbán, como veremos) y la conciencia subjetiva.
El tiempo, también, como saben los lectores de Machado, insiste
mucho más en su tic-tac en la soledad, y podemos lícitamente suponer
que lo que Rojas comenta sobre «ratos hurtados» y horas cuidadosa­
mente medidas para «recreación», así como las inexorables dos sema­
nas serán indicativas de la suma sensibilidad temporal del «retraydo»
escritor. Más que meras apologías profesionales, ¿no acusan el estado
de espíritu que escucha con atenta ironía las angustias y las compla­
cencias temporales de los interlocutores de la C om edia?
En cualquier caso, allí solo en su cuarto, cuando no medita sobre
el triste estado de Eros en Castilla o quizás con su «dulce imagina­
ción» trata de sobrepasar el tiempo y el espacio que le separan de una
Melibea pueblerina, nuestro autor tiene algo maravilloso que hacer. Es
un lector. Y, al decírnoslo así, apunta a un Rojas real que pertenecía
(como veremos) a la primera generación que creció en un mundo en
que el libro circulaba. Es un lector, y lee con casi la misma viciosa
esclavitud a la letra impresa que recordarán aquellos de nosotros que
64 Ver «La Celestina»: arte y estructura, cap. V, secc. 2: «De la tesis
al tema: la fortuna», pp. 200 ss.
— 73
se criaron antes del advenimiento de la televisión. Como dice él mis­
mo, cuando contempló el fragmento que había de ser después el acto I,
«leylo tres o quatro vezes. E cuantas más lo leya, tanta más necesi­
dad me ponía de releerlo e tanto más me agradaba». Llega hasta afir­
mar que lo que más le agradaban eran las máximas sentenciosas y las
«fuentecicas de filosofía» que hombres de su tiempo creían que era
la única razón válida para abrir un libro. Pero entre líneas percibimos
un lector totalmente enfrascado en lo que Albert Thibaudct ha lla­
mado una de las dos variedades de «voluptuosidad» negadas a los an­
tiguos 65. La otra, el tabaco, muy bien pudiera haber sido descubierta
por Rojas antes de su muerte. En todo caso, podemos concluir que
la «ausencia» de la que habla Rojas se había conseguido no sólo en
términos de un Vaucluse salmantino, sino también a través de una
continua y atenta lectura, la íntima compañía del literato que propor­
ciona lo que Cervantes había de llamar «nuevo modo de vida» a los
adictos modernos. Como Montaigne, había encontrado otro mundo de
palabras en que podía sumergir la realidad de su dolor y a la vez juz­
gar su circunstancia.
El prólogo añadido dos años más tarde (como una introducción a
la T ragicom edia de 1502, ampliada a veintiún actos) vuelve a acen­
tuar y a reforzar el primitivo autorretrato. Y, al obrar así, aumenta
la ya fuerte sospecha del lector de que se trata de un disimulo calcu­
lado: «MÍ pobre saber no basta a más de roer sus secas cortezas de
los dichos de aquellos, que por claror de sus ingenios merescieron
ser aprouados.» Existe manifiesta hipocresía en esta su inicial depre­
ciación. Lo que sigue naturalmente es una exhibición de saber dirigido
a sugerir al lector que su pretendida ignorancia no es verdadera. La
estrategia es casi insultante. Se nos supone maravillados ante la mo­
destia de un sabio que, sabiendo tanto, tenga tan baja opinión de
sí mismo. ¡Pero va más lejos aún! Hay una segunda capa de hipo­
cresía aún más contraproducente que el fingido anonimato. Toda
la erudición del Prólogo es un plagio, y, lo que es peor, de una
fuente probablemente bien conocida de cualquier lector ilustrado.
A excepción de unas cuantas observaciones personales, Rojas se atre­
ve a ofrecernos nada menos que una cuidadosa condensación y re­
organización de la segunda parte del De rem ed iis utriu sq ue fo r í ti­
m e. Tocios los ejemplos, incluida la cita de apertura tomada de He-
rácüto, fueron copiados, y el único reconocimiento es el del estu­
diante tramposo que menciona con fingida casualidad el origen de
una sola frase de todo lo plagiado. En el caso de ser acusado por el
maestro (o en el caso de Rojas por un lector conocido) siempre puede
argüir que intentaba aludir a su fuente.

65 Ver Le Lheur de Románs, París, 1925, p. ii. Pierre Louys ha sugerido


el tabaco como nuestro único progreso voluptuoso en aquella época.

— 74 —
Debemos juzgar, creo yo, toda esta manifiesta insinceridad a la
luz de los mismos términos empleados para comprender el recurso a
un acróstico. Una vez más Rojas, en su papel de autor, se ve enfren­
tado a la embarazosa y dolorosa tarea de vincular su obra al contexto
personal de su vida. Y una vez más encuentra que no hay una solu­
ción fácil ni siquiera satisfactoria. Todo lo que puede hacer es repe­
tir y subrayar su fingida humildad y después fingir erudición para
mostrarse humilde en tomo a ella Es una doble decepción que le
da poco crédito, pero que también nos hace comprender las dificulta­
des insuperables que encontró al ocupar su lugar al frente de La C eles­
tina. Rojas no sabía con claridad cómo comportarse como autor
—cómo ponerse su pública y desacostumbrada máscara de autoridad
moderna.
Hay un aspecto del Prólogo que, por el hecho de revelar un ras­
go de la cara individual que está detrás de esa máscara, merece aten­
ción especial. Es la curiosa descripción de las reacciones conflictivas
de los lectores de los 16 actos de la C om edia —que ya contaba con
tres años y tres ediciones por lo menos— . Después de expresar su ad­
miración y su horror (los dos copiados a Petrarca) ante la universa­
lidad de la lucha en la naturaleza y la sociedad, el autor concluye:
«no quiero marauillarme si esta presente obra ha seydo instrumento
de lid o contienda a sus lectores para ponerlos en differendas, dando
cada uno sentencia sobre ella a sabor de su voluntad. Unos dezían que
era prolixa, otros breue, otros agradable, otros oscura; de manera que
cortarla a medida de tantas e tan differentes condiciones a solo a Dios
pertenece». Sin embargo, es esto precisamente lo que Rojas hubiera
querido hacer: «cortar su obra a la medida de todos». No hay mejor
ejemplo que su solución al argumento sobre la designación genérica.
Empleando el mismo truco ensayado por Sancho Panza cuando aplacó
a los partidarios de la bacía y del yelmo, encuentra una senda inter­
media entre los partidarios de la comedia y de la tragedia y llama a
su nueva versión «tragicomedia».

«... míre a donde la mayor parte acostaua, e hallé que querían que se alar-
gasse en el processo de su deleyte destos amantes, sobre lo qual fuy muy
importunado; de manera que acordé, aunque contra rni voluntad, meter se­
gunda vez la pluma en tan extraña lauor é tan apona de mi facultad, hurtando

Una de las cosas realmente extraordinarias en La Celestina es la exi­


güidad del saber de su autor. Gimo veremos, en el siglo del humanismo, la
cultura personal de Rojas llegaba a la de un lector de los best sellers impre­
sos. Sus fuentes directas no son las propuestas por C a s t r o G u i s a s o l a (Obser­
vaciones sobre las fuentes literarias, Madrid, 1924, sino que más bien corres­
ponden en gran medida a las de la lectura entusiasta de las nouveautés lite­
rarias de la década, así como al saber latín rudimentario y neo-medieval (Séne­
ca, Terencío, Cicerón, etc.) de un «Bachiller».

— 15 —
algunos ratos á mi principal estudio, con otras horas destinadas para recrea­
ción, puesto que no han de faltar nueuos detractores á la nueua edición.»

Esta última cláusula, añadida tan ilógica y reveladoramente, es


una clara indicación de su temor. La realidad circunstancial de Fer­
nando de Rojas —tal como la ve él— no se diferencia de aquélla a
la que los habitantes de La C elestina están sometidos. Los dos vivían
en mundos de guerra verbal donde las lenguas eran tan afiladas y tan
mortíferas como las espadas («reproches, revistas y tachas me están
cortando») y contra las cuales la única defensa era un «escudo de si­
lencio». En un capítulo posterior añadiremos otros ejemplos, pero
por ahora bastará con haber destacado el miedo oculto bajo la másca­
ra de un modesto joven abogado y autor que predica celosamente la
moralidad y que mide sus horas de descanso y trabajo. Tratando de
mantenerse casi desesperadamente en la aurea m ed io crm s, hará todo
lo que haga falta para agradar a la opinión de la mayoría. Igual que
Sempronio enfrentado de repente con la explosiva y amenazadora pa­
sión de su amo, cada decisión —quizás hasta cada frase escrita— va
acompañada por la angustia y la duda.
El retrato del autor que emerge de estos escritos añadidos — títu­
lo, carta, versos acrósticos, prólogo y los versos finales suyos y de
Proaza— es manifiestamente espúreo. Hasta tenemos motivos por
sospechar que en lugar de ser moral en sus intenciones artísticas y
modesto en su estimación propia, el hombre que estaba detrás de su
papel introductor era en realidad un cínico orgulloso. ¡Y precisamen­
te por su ineptitud al fingir lo contrario! Así lo que situamos a Rojas
en la tradición del autor del Lazarillo, de Cervantes, de Fielding y
Stendhal (todos ellos maestros en el arte de escribir prólogos iróni­
cos), nos quedamos un tanto decepcionados. Parecería que las torpe­
zas de las varias decepciones que acabamos de exponer corresponden
a una profunda y genuina incapacidad de enfrentarse con su público.
Rojas, en otras palabras, por razones que no sólo tienen que ver con
su temperamento personal, sino también por la metamorfosis del
papel del autor que escribe para la imprenta, quiere a un tiempo decir
la verdad y mentir. De aquí la legitimidad de leer entre líneas un sen­
timiento de alienación intelectual, un deleite voluptuoso en el refugio
de la lectura y un miedo mórbido. El testimonio del autor es un per­
jurio y una repetición de tópicos gastados, pero al mismo tiempo
puede ser una revelación —de hecho la única que nos queda— de la
intimidad perdida de Fernando de Rojas.
Ahora bien, se puede hacer un juicio más favorable de los hechos
presentados. Aunque la insistencia en haber nacido en La Puebla de
Montalbán puede haber sido un primer intento por ocultar su verda­
dera familia — ¡no su linaje!— , Rojas no tenía razones aparentes para
mentir a su público sobre la génesis de La C elestina. Los estudiantes
— 76 —
lectores y oyentes al volver de sus vacaciones lo habrían pescado en
el acto. Y en realidad, la verdad del distinto origen del acto I, negado
apasionadamente durante mucho tiempo y recientemente afirmado
(a mi entender sin lugar a duda) por Martín de Riquer67, indica la
posibilidad de igual verdad para otras afirmaciones introductorias. La
autodefensa retórica puede ser manifiestamente fraudulenta, pero la
información que nos da no es necesariamente sospechosa.
Comenzaría, pues, por creer la mayor parte de lo que el «autor»
dice sobre «Fernando de Rojas». Era un estudiante de Derecho en Sala­
manca. Encontró un fragmento del diálogo probablemente ya titulado
C om edia d e Calisto y M elibea y encontró en ella una calidad literaria
solamente atribuible a los mejores escritores en castellano. Cierta­
mente, la leyó y releyó con tan creciente entusiasmo que no pudo re­
sistir a la tentación de acabarla durante el período de suspensión de
clases68. Allí, en esa ciudad universitaria, de color entre rosa y ama­
rillo tostado, de repente silenciosa, vacía durante dos semanas de
su población estudiantil, turbulenta y transitoria, quedaba uno. Pero
no en un estado de aburrimiento y nostalgia del hogar, sino tan
exaltado como Colón mismo seis años antes al buscar apoyo entre la
facultad para sus inauditos proyectos de exploración. Rojas ya estaba
embarcado en uno de los más memorables y decisivos viajes de descu­
brimiento del mundo interior del hombre que se han hecho en cas­
tellano.
Después, cuando la Universidad se llenó de nuevo, la recién ter­
minada C om edia fue leída en voz alta para los compañeros de clase de
su autor, entre los que creó un gran revuelo. El producto de unas
vacaciones vividas en soledad, los quince actos añadidos fueron aho­
ra el centro de discusión pública y vehemente. Y puesto que el pú­
blico estaba ante todo formado por estudiantes, el nuevo libro que­
daba sometido a toda clase de disputas, debates y pasiones intelec­
tuales a las que el medio universitario puede entregarse a sus anchas.
Pasó un año o dos; el manuscrito, que había sido enviado (quizá por
la presión de algunos de sus primeros oyentes) con su título y sin
otro prólogo a un impresor alemán recientemente establecido en
Burgos, llegó a conocimiento de un público mucho más amplio El
éxito llevó a otra edición, y el estudiante autor decidió revelar su
67 «Fernando de Rojas y el primer acto de La Celestina'», RFE, XLII
(1958). _
68 No creo que sea necesario revivir el manoseado argumento sobre la
posibilidad humana de escribir los quince actos en dos semanas. Según la carta,
Rojas esperaba que pudiera discutírsele la afirmación y encoge sus espaldas:
«aún más tiempo e menos acepto». Pero aun cuando no la hubiera terminado
para la realización del curso, no hay razón para no creer que comenzó su
continuación en las circunstancias que él afirma.
m No se debería descartar la posibilidad de una primera edición en Sa­
lamanca.

— 77 —
identidad en la forma extraña que hemos visto. Es incluso posible
que la idea fuera engendrada con su amigo y más antiguo mentor,
Proaza, que era claramente un lector entusiasta y hasta apasionado.
También entre 1497 y 1500 (en un capítulo posterior el razonamiento
que apoya esta suposición se hará más claro) otra cosa de gran impor­
tancia sucedió al autor. Se graduó, y ahora en su camino al grado su­
perior de licenciado, pudo orgullosamente identificarse a sí mismo en
un acróstico como «bachiller». En todo caso, mientras estuvo en Sa­
lamanca accedió de nuevo a los ruegos de sus camaradas y llevó a su
madurez los veintiún actos de La Celestina. En «momentos hurtados»
a sus_ estudios jurídicos debió volver a leer detenidamente un ejem­
plar impreso de su primitiva creación y escribir pausadamente las
cuidadas interpolaciones a lo largo de sus márgenes70.
La historia del autor, contada de esta manera, nos permite enten­
der mejor tanto las indicaciones de miedo como la sensación de aisla­
miento que detectábamos bajo la máscara de autoridad. Es decir, que
el mismo hecho de ser Rojas un autor que continuaba la obra de
otro, seguramente el mayor autocontinuador que jamás existió, su­
giere la especial cualidad de estos sentimientos. En lugar de pensar
en Rojas como hombre solitario, como apartado eremita académico,
hemos de ver en él a un hombre de soberana empatia, capaz de pe­
netrar en la obra de otro y a partir de ella y desde el punto de vista
del otro crear una nueva, con un genio comparable solamente al de
Lope de Vega. Poseía una intuitiva comprensión del otro en cuanto
otro (o en su «otreidad», como dicen algunos filósofos) que le define
a pesar de la ironía de ambos— como la antítesis humana de un
Stendhal. SÍ éste, como ha sugerido Léon Blum, desempeña todos los
papeles de sus novelas, en el diálogo de Rojas se capta el interlocutor
en cuanto radicalmente otro. Y no sólo esto sino —más sorprendente­
mente también sabe captar y conunuar una visión creadora ajena.
Asi, no nos debe extrañar que Rojas por su propia confesión se hu­
biera sentido tan vulnerable a las conciencias de sus lectores y oyentes
y tan dispuesto a complacerlas.
Esto naturalmente no implica que Rojas no se daba cuenta de que
su obra era por lo menos tan meritaria como la de su predecesor, un
sentimiento de confianza expresada en forma oblicua en su alabanza
del acto I. Pero a pesar de esto, sigue pintándose a sí mismo como
casi fatalmente impelido a atender a los caracteres y opiniones de to­
dos los que le rodean. Su sensibilidad extrema para captar el pensa­
miento ^ajeno, para olfatearlo («echando mis sentidos por ventores»),
le convierten en un «sujeto»—tan vulnerable a sus admiradores como
a sus detractores— . La noción de Rojas cobarde sería inexacta y se­

• 70 ,Yeij.-T* *Í£MER H e rrio t> Tomarás a Critical Edltion of tbe «Celes-


Una», Madison, Wis., 1964, p. 283.

— 78 —
guramente injusta, pero su manifiesto interés _en los cobardes y su
burlesca comprensión de sus sentimientos indica que en cuanto par­
ticipante en la guerra intelectual y física de Salamanca comprendía
eso tan bien como comprendía el valor a Celestina. Como un hombre
sentado junto al fuego en la selva y rodeado de ojos luminosos, Rojas
debió sentir otros puntos de vista que convergían en el y le traspa-

Por lo que se refiere a la soledad y distancia, el mero hecho de


ser capaz de continuar el acto I Índica una antitética capacidad de
amistad íntima y una necesidad de compañía. Como lo ha expresado
mi maestro Augusto Centeno, Rojas, como todos los artistas de su
talla, estaba al mismo tiempo «separado» e «inseparable» de la rea­
lidad humana que era su materia prima. Pero lo que parece peculiar
en el «yo» que se revela en la Carta y el Prólogo es la aguda concien­
cia de la presente soledad y la futura reunión que se avecina^Durante
esas dos semanas intensas, cuando los «socios» (esta expresión en si
puede ser significativa) no estaban, él esperaba su vuelta con recelo
quizá mezclado con anticipación. Meditaba no solo en lo que decían
las voces que transcribía allí «retraydo», sino también en que dirían
los oyentes con quienes quería comunicar irónicamente. Por una par­
te, seguía la receta artística de Stephen Daedalus («evaporarse de la
existencia»), y por otra, proyectaba la futura lectura a los £uy°s-
Se ha de observar como conclusión que el publico que Rojas espe
raba no era representativo de los peligros y la hostilidad de la socie­
dad en general. No se trataba exclusivamente de rivales y hngidos
amigos que le forzaban a protegerse con una armadura de lugares
comunes; había otros. Los que discuten La C elestina nos dice el
autor, son de la misma edad que él, «la alegre juventud J - *
l o que equivale a decir en nuestros términos de hoy, que Kojas Sf
consideraba a sí mismo como miembro de una generación. Quiz
fuera un miembro discutido o «retraído» a veces, pero con toda se
guridad había también en Salamanca amigos a quienes se P°°la ‘
para pedir consejo y con los que se podía apagar la sed devoradora
de compañía que quizá compartía él con los habitantes de su creac .
Coloquemos, pnes, el retrato inicial del autor solitario en su habi­
tación con una conciencia aguda del espacio y del tiempo con otro
Imaginémosle — tal como le describe indirectamente Proaza— en el
centro de un grupo de diez compañeros leyendo La C elestina en voz
alta con una entonación adecuada. La primera de estas
nes orales fue en verdad un «momento generacional» tan bien del
nido y significativo para la historia de la literatura española como el
funeral de Larra. Y fue en ese momento cuando el autor y el hom­
bre coincidieron plenamente.

— 79 —
CAPITULO II

EL CASO DE ALVARO DE MONTALBAN

...E ste rumor llegó hasta las baterías de los caño­


nes, basta los mástiles, pues la tripulación de un gran
barco de guerra es en cierto aspecto como los aldea­
nos, que se fijan con mirada microscópica en todo lo
que va y viene, sucede o no, a su alrededor.
B illy Budd, Yoretopnian

6
La p ris ió n

A primeros de junio de 1525, el suegro de Fernando de Rojas,


Alvaro de Montalbán, fue preso por los alguaciles del Santo Oficio
El hecho fue repentino e inesperado. Había quedado libre de la In­
quisición desde su primera confesión y «reconciliación» unos cuarenta
años antes, es decir, durante la misma época inicial de la desgracia
de la comunidad a la que se aludía en el árbol de los Franco. Y aho­
ra se le inculpaba de un delito que ni siquiera podía imaginar o re­
cordar: un desafortunado desliz oral que había ocurrido muchos meses
antes mientras estaba con unos familiares en Madrid. Tampoco los
inquisidores modificaron su práctica usual de tratar de conseguir una
confesión previa mientras mantenían al prisionero en la total igno­
rancia de su supuesto delito. Aunque a veces conseguían toda clase
de insospechada información de tales «ejercicios de sondeo», el pro­
cedimiento no logró resultado alguno en el caso de Alvaro de Mon­
talbán. A pesar de todos sus esfuerzos, no llegó a imaginar lo que se
le podía imputar. Sólo supo que todos sus bienes terrenos habían
sido incautados y que su persona era confinada a la prisión de la In­
quisición en Toledoz.
1 La copia completa del proceso se halla en la monografía de Serrano y
Sanz.
2 Los inquisidores que presidían eran Baltasar de Castro, Antonio Gonzá­
lez Francés y el licenciado Alonso de Mariana, canánigo de Toledo y Padre
Superior de San Vicente. Estos mismos inquisidores actuaron en el caso del
sobrino de Alvaro de Montalbán, Bartolomé Gallego, «procesado» el mismo
año, como veremos al final del presente capítulo. Por lo que se refiere al fiscal,
el bachiller Diego Ortiz de Angulo, fue de una actividad implacable en una
serie de procesos de la Inquisición, induidos los de la sobrina de Leonor

— 83 —
Más tarde, después de habérsele leído una acusación formal, se
preguntó al nuevo preso si quería un abogado para su defensa: con­
testó que no quería ser defendido y que esperaba que los inquisidores
zanjarían su caso rápida y caritativamente. Solamente después de
unos pocos días más de meditación salió de su desesperante pasivi­
dad. Al ser interrogado por segunda vez, «dixo que nombra[va] por
su letrado al bachiller Fernando de Rojas, su yerno, vecino de Tala-
vera, que es converso» 3. El inquisidor que presidía contestó que tal
representante sería inadecuado y que se había de encontrar alguien
«sin sospecha». Fue una negativa que no sorprendía. Como Índica
Llórente, la Inquisición insistía generalmente en que el acusado eli­
giera de entre los abogados aprobados4. Uno de ellos fue el licen­
ciado De Bonillo, que sustituyó a Rojas en este crítico momento y
cuyo único consejo a su cliente fue que pidiera misericordia5.
La publicación del proceso de Alvaro de Montalbán a principios
de este siglo fue una primera revelación del status social de Fernando
de Rojas. En vista de la repugnancia de los eruditos a dar crédito al
documento, podemos dar gracias por que haya sido cada vez más am­
pliamente confirmado desde entonces. Pero, en sí misma, la declaración
directa de Alvaro de Montalbán debería haber sido definitiva. Pre­
cisamente en un momento de máxima presión sobre la conciencia y el
corazón, en un momento en que una mentira hubiera sido fatal, en un
momento en que declarar a su yerno «cristiano viejo» hubiera sido
lo más adecuado, entonces Fernando de Rojas fue identificado como
converso por el padre de su mujer. Ni hay ninguna posibilidad de
equivocación respecto a su identidad. Al principio, cuando fue pre­
guntado sobre su familia, Alvaro de Montalbán había mencionado a
su hija, Leonor Alvarez, «muger del Bachiller Rojas que compuso a

Alvarez, Teresa d e Lucena ( S e r r a n o y S an z , p. 292), el talaverano Francisco


López Cortidor (ver Cap. XIII), e l bachiller Sanabria (estudiado arriba), Anto­
nio Medrano (ver A n g e l a S e l k e de S á n c h e z , « E l caso Medrano», BH, LIX,
1957), y la bruja Catalina d e Tapia (ver C a r o B a r o j a , Vidas mágicas, II, 24).
Pero la mejor muestra de la perversa estupidez e inexorabilidad de su compor­
tamiento profesional la hemos sacado d e l excelente estudio de A n g e l a S e l k e
d e S á n c h e z , El Santo Oficio de la Inquisición, Proceso de Fray Francisco
Ortiz, Madrid, 1068. Ver también L e a , II, 14. Entre los que presenciaron la
«abjuración» formal de Alvaro de Montalbán se contaban Pero López de A y a la ,
conde de Fuensalida, Juan de Ribera, y e l licenciado B la s Ortiz ( S e r r a n o
y S a n z , 297). El último, canónigo de la catedral, queda señalado como testigo
profesional de los procedimientos inquisitoriales por L e a (II, 15). Más tarde
aparece como inquisidor en Valencia ( L e a , I, 384, y IV, 97).
3 S e r r a n o y S an z , p. 296.
4 L l ó r e n t e , II, 180.
5 Bonillo fue también el abogado de Diego de Oropesa en un proceso
de 1517 en que el mismo Rojas fue testigo (ver Cap. VIII). Un bachiller
de Bonillo actuó para el librero talaverano Luis (Abrabam) García en un pro­
ceso de 1514 que también se estudiará en el Cap. VIII.

— 84 —
M elibea, vecino de Talavera»6. Como tantas veces en el espediente
de Palavesín, el Rojas que era converso y el Rojas que «compuso»
La C elestina se identifican indiscutiblemente.
Esto no ha de entenderse en el sentido de que Rojas hubiera te­
nido que someterse a la conversión: que, empleando el lenguaje de
la época, fuera obligado a «ir a pie a la fuente bautismal». No nece­
sitamos imaginárnosle en su primera adolescencia frente a la obli­
gada elección de los judíos españoles en 1492: exilio o apostasía7.
Según se usaba más corrientemente, la palabra co n v erso (lo mismo
que la todavía más denigrante marrano, empleada probablemente pri­
mero por los judíos que despreciaban a los que violaban las leyes
alimenticias y luego adoptada por los cristianos) podía designar a
cualquiera de origen de convertidos. Aunque, como veremos, al me­
nos uno o quizá más de los Montalbán fueron obligados a hacerse
cristianos a última hora, el hecho mismo de que el padre de Rojas
fuese condenado (junto con el uso de nombres castellanos en el árbol
de los Franco) indica una familia que hacía tiempo había sido nomi­
nalmente cristiana. La fecha de 1420 para el matrimonio de Pedro
González Notario 8 me lleva a creer que los bisabuelos de Rojas cru­
zaron probablemente las fronteras de la fe durante la marejada de
conversiones que siguió a las matanzas de 1391. No obstante, a pesar
de las tres o cuatro generaciones entre él y su último antepasado ju­
dío, Rojas seguía siendo miembro de una casta que era «sospechosa»
por definición. De aquí el celo genealógico que caracteriza no sólo a
este interrogatorio, sino a todos los documentos inquisitoriales rela­
tivos a conversos y judaizantes.
La mera identificación del linaje de Rojas significa muy poco en
y por sí misma. Sin embargo, leído atentamente, el proceso transcrito
revelará algo más que el status social o la confianza —tanto hu­
mana como profesional— de Alvaro de Montalbán en el marido
de su hija. Para comenzar, deducimos de su contenido un tiempo de
máxima consternación en la familia. Leonor Alvarez y su marido no
sólo estaban preocupados por las privaciones presentes y eventual
suerte de Alvaro; tenían también buenas razones (como Sempronio,
que no quiere quemarse con las chispas que saltan de la llama de
su amo) para estar preocupados por los posibles efectos de aquel
asunto pendiente. Lo menos que les podía suceder sería que la dote

6 S e r r a n o y S a n z , p . 263. _ _
7 Menéndez Pelayo sostiene lo contrarío. Si Rojas no se hubiera conver­
tido, piensa él, Alvaro de Montalbán hubiera _empleado la fórmula común,
«de linaje de conversos» (Orígenes, p. 238). Sin embargo, dada la amplitud
del uso de esa palabra en la época (familiar a todo el que haya trabajado con
documentos) y dados los nombres propios del árbol, la distinción parece dema­
siado sutil para tenerla en cuenta.
* Ver Apéndice II.

— 85 —
fuese confiscada, como en efecto sucedió, aunque, como veremos
en el capítulo VIII, parece ser que Rojas la recuperó al fin. Pero
lo que era más peligroso todavía, era la conocida debilidad de Al­
varo bajo la presión. Como él mismo afirmó a sus inquisidores,
cuando se había reconciliado cuatro décadas antes, no había teni­
do escrúpulos en implicar a sus familiares y conocidos. La acusa­
ción de otros era exigida como prueba de buena fe y, contra el
consejo de su amigo toledano, Hernando de Husillo, se las arregló,
diciendo todo lo que sabía para escapar al escarnio público9. Los que
eran forzados a esta humillación personal (y esto incluía a un herma­
no, dos hermanas y sus maridos y un primo carnal) notaban —re­
cuerda— su inmunidad, y sacaron las conclusiones obvias. Al saber la
verdad de su conducta, le despreciaron y le llamaron p erd id o Tenía

9 Buscando casi desesperadamente una posible transgresión (al ser some­


tido a cuestión con anterioridad a la lectura de cargos)) Alvaro de Montalbán
recordó una conversación que había olvidado incluir en la confesión hecha
cuarenta años antes: «dixo que se acuerda que al tiempo que dio su confesión
tomó consejo... con Hernando Husillo, vecino de Toledo, el cual dixo a este
declarante que si sus hermanas avían confesado las cosas que avían fecho
contra nuestra santa fee católica que aunque este testigo lo o viese visto
o barruntado que no curase dello... porque este confesante le preguntó a
UsiUo si avía de dezir lo que les avía visto o barruntado fazer a las dichas
sus hermanas... e que si en esto erró, o en otras cosas, que pide misericordia.»
{ S e r r a n o y S a n z , pp. 265-66). Es difícil de identificar el denominado «Hernán
Usillo» consultado por Alvaro de Montalbán. Parece haber habido tres o
cuatro Fernando Usillos en la comunidad de conversos de Toledo. Uno de
ellos, jurado municipal, fue obligado a testificar contra su propia mujer en un
proceso postumo que tuvo lugar en 1487 (AHN, Inquisición de Toledo, p. 219;
puesto que los números de referencia han sido cambiados a mano por los
archiveros en el catálogo compilado por Vicente Vignau, Madrid, 1903, en
adelante nos referiremos a los documentos de estos archivos como Inquisición
de Toledo, seguidos del número de página). En este proceso otros testigos
son otro Fernando Husillo, hijo de Diego Husillo y Mayor Rodríguez «muger
de Fernando Husillo que fué quemado». El Fernando Husillo identificado
como «jurado», como sabemos por otro proceso, era hijo de un tal Fernán
González Husillo, absuelto en 1489. El último era un rico y bien conocido
mercader que vendía objetos religiosos tanto judíos como cristianos. Los autos
del proceso indican claramente que, a edad muy temprana, ya hablaba y escri­
bía hebreo y que su segundo nombre era David Abengon$alen. El factor más
eficaz en su defensa parece haber sido el hecho de que su persona y bienes
fueron respetados^ en los dos grandes motines anticonversos del siglo xv en
Toledo (Inquisición de Toledo, p. 194). Para más información relativa a este
y otros Husillos, ver Judaizantes, pp. xlvüi-xlix.
10 S e r r a n o y S a n z , p. 265. La lista de parientes de La Puebla obligados
a pagar la «rehabilitación» (ver n. 11) tal como se señala en Judaizantes, in­
cluye muchos nombres que volveremos a encontrar en los capítulos siguientes.
Con certeza son: «Alonso de Montalbán hijo de Fernán Alvarez, 8.000 mara­
vedís», un hermano; «Gonzalo de Avila, E lviT a Gómez su muger, 10.500 ma­
ravedís», una hermana y un cuñado; «Pedro Gon$ales de Oropesa, Leonor
Alvares su muger, 5.000 maravedís», otra hermana y otro cuñado: y «Francisco
de Montalvan e Elvira Alvares su muger e Pedro e Aldorta sus hijos, 4.000 ma-

— 86 —
entonces treinta y cinco años; ahora iba a cumplir los setenta y cinco.
¿Cómo reaccionaría en su debilitada edad y después de ser testigo
durante muchas décadas de hogueras? ¿Qué le sucedería en la pri­
sión? ¿Qué estaba diciendo? Estas eran las preguntas que todos los
que conocían a Alvaro de Montalbán debieron hacerse, y sobre todo
los de su familia más allegada.
En segundo lugar, cuando en 1526 (se puede suponer que des­
pués que sus familiares hicieran un pago sustancial)11 la sentencia de
prisión perpetua fue conmutada por el arresto domiciliario, hubo sus
consiguientes efectos inevitables. La historia de miedo y angustia,
de incomodidad y desesperación, y sobre todo de pérdida del honor
de Alvaro de Montalbán, era ya materia de chismorreo. Todavía en
1537, su caso era referido por un testigo en el enconado proceso de
Diego de Pisa, vecino de La Puebla. Lo peor del caso fue que, siendo
las relaciones familiares asunto de vivo interés en las pequeñas ciuda­
des, la humillación de Alvaro de Montalbán se extendió plenamente
a Rojas y su mujer (aunque residentes en Talavera, a unas leguas de
distancia). Cuando asistía a la misa obligatoria con su coraza y su
sambenito amarillo ostentosamente blasonado con la cruz de San
Andrés, la deshonra de la familia entra con él y se sentaba a su lado.
Cuando la asamblea de fieles le miraba a él y a otros en la misma
situación, sus miembros veían (y debían ver) una red de familiares
manchados. La incertidumbre, la deshonra, la vergüenza, el acrecen­
tado terror de los «fieros leones de alvedrío» 12, los inquisidores, eran
el residuo de semejante catástrofe dentro de la familia.
Finalmente, y lo más importante de todo, este juicio pone de ma­

ravedís». el hijo de su tío Pero Alvarez Montalbán. Un tercer cuñado y un


primo lejano son menos ciertos pero probables. Las sumas que tuvieron que
pagar los Montalbán eran las más altas de La Puebla. Ver Judaizantes, pági­
nas 130-131.
11 P a r a u n e s t u d i o d e la « r e h a b ili t a c ió n » ( p a g o d e m u lta s a la c o r o n a
p o r la c o n m u t a c ió n d e s e n te n c ia s y p o r p e r m is o p a r a p o d e r v o l v e r a lle v a r
v e s tid o s n o r m a le s , m o n t a r a c a b a llo , e tc .) , v e r L e a , II, 402-408, y m á s r e c ie n ­
te m e n t e M. B a t a i l l o n , « L e s n o u v e a u x c h r é tie n s d e S é g o v ie e n 1510», BH,
L V I I I (1956) y Judaizantes. El p r e c io , se g ú n M o n t e s ( p . 181; v e r m á s a b a jo )
v a r ia b a d e a c u e r d o c o n la s e v e r id a d d e la s e n te n c ia , y e n d o d e s d e e l le v a n t a ­
m ie n t o d e r e s t r ic c ió n d e v e s ti d o s a la lib e r a c ió n d e la « c á r c e l jw r p e t u a ir r e m i­
s i b le » . E n c a d a c a s o , lo s in q u is id o r e s y e s c r ib a n o s q u e d e s d e e l p r in c ip io h a b ía n
e s t a d o in t e r e s a d o s e n e l c a s o r e c ib ía n su t a ja d a ... ( R a im u n d o G o n z á l e z d e
M o n t e s , Artes de la Inquisición Española, e d it a d o y t r a d u c id o d e la e d ic ió n
o r ig in a l la t in a , H e id e lb e r g , 1567, p o r L. U s o z y R ío , n. p., 1851; e n a d e la n te
c ita d o c o m o Artes),
12 A m a d o r d e l o s Ríos, Etudes sur les Juifs d'Espagrte, París, 1861,
p, 470. David Abenatar Meló alaba a Dios después de su liberación en 1611
como sigue: «Nel infierno metido / de la Inquisición dura / entre fieros
leones de alvedrío, / de allí me has redimido...» En otro lugar pide a Dios
que pueda romper sus «colmillos de leones» (p, 473). El estilo de los salmos
es manifiesto. Ver también Cap. IV, n. 22.

— 87 —
nifiesto el alma viva de una persona muy cercana Fernando de Rojas,
persona que compartió con él no sólo la situación de converso, sino
también años de común biografía. Lo que podemos ver que le sucede
a Alvaro de Montalbán es algo típico y al mismo tiempo radicalmente
personal. Pero también es íntimamente significativo para las vidas y
conciencias de su familia. La posesión de este documento es, de he­
cho, la única ventaja real que tenemos en nuestra lucha por sacar
al autor de La C elestina de la oscuridad del anonimato que él mismo
se impuso. Inasequible, como hemos visto, para su nieto el licenciado
Fernando (tan implacable en sus esfuerzos por encubrir la ascenden­
cia familiar), la transcripción nos revela a la vez experiencia personal
y hechos biográficos. Nos permite, pues, reflexionar despacio y con
simpatía sobre aquella vida olvidada. De los documentos que sabemos
se han perdido, quizá solamente el manuscrito de La C elestina o el
proceso de Hernando de Rojas «condenado por judayzante, año 88»
hubieran sido de mayor importancia.

Un « c u r r ic u l u m v it a e »

Cuando Alvaro de Montalbán fue llevado ante los inquisidores,


fue interrogado por su genealogía como de costumbre; genealogía
que, a lo largo de la interrogación, prácticamente se convirtió en una
autobiografía elemental. Hacia 1470, Alvaro de Montalbán y sus ocho
hermanos y hermanas, aunque nietos de un bautizado, Garcí Alvarez
de Montalbán, vivían en un ambiente que seguía siendo en gran parte
judío en sus costumbres, actitudes, relaciones y reacciones. Era un
mundo en que los conversos eran sólo nominalmente diferentes de
sus compañeros judíos residentes en la misma población. El primer
lance amoroso de Alvaro de Montalbán fue con una judía bien co­
nocida en La Puebla como «muger errada e infamada»; comía pan
sin levadura; su familia compraba la carne a un carnicero judío («la
carnicería de los judíos»); y, lo más llamativo de todo, es que el ciclo
anual de su vida y sus costumbres era más judío que cristiano. Admite,
por ejemplo, su falta de observancia de los ayunos de Cuaresma:
«digo, señores, mi culpa, que pequé en que algunas veces comí carne,
e queso, e huevos, y leche en quaresma e en algunos días vedados por
la sancta madre Iglesia». Su única «ley» parece haber sido la de los
antepasados y compañeros judíos: «digo, señores, mi culpa, que al­
gunas veces entré en la synagoga de los judíos y en sus cauañas» n.

13 F r a y H e r n a n d o d e T a l a v e r a define las «cabañuelas» (usadas durante


las fiestas de septiembre llamadas de los Tabernáculos) como «aquellas caba­
ñas o chozas en que el pueblo havía de estar aquellos siete días representavan
cómo estovíeron luengo tiempo en chozas, en el desierto cuando salieron de

— 88 —
Cuando los inquisidores interrogan a Alvaro de Montalbán sobre
el significado de este comportamiento, sus respuestas parecen signifi­
cativamente ambiguas. Era un «mofo necio», dice, que sin pensar
seguía los ejemplos de sus compañeros. A veces, la única carne que
se encontraba en La Puebla era la sacrificada a la usanza judía. La
misma observancia de los ritos judaicos difícilmente correspondía a
un estudiado programa de engaño: cuando él y otros cristianos iban
a las «cabañuelas, lo hacían para pasar un buen rato con los judíos (a
jugar él y otros cristianos con los judíos)» 14. Puesto que de todo esto
hacía ya mucho tiempo atrás, no recuerda si entró con intención de
participar en el culto como judío («con yntinción de judaizar»). Por
otra parte, habiendo ya confesado que comía pan sin levadura con
intención de obedecer la ley de Moisés, es posible que entrara en las
mencionadas cabañuelas con la misma intención, pero no recuerda.
Uno siente la genuina perplejidad del viejo cuando contempla el tem p s
p erd u de su juventud, antes de llegar la Inquisición.
El recuerdo de Alvaro de Montalbán de su alegre y gozoso con­
vivir con sus vecinos judíos en una Puebla libre del miedo puede
ilustrarse con el comienzo de una anécdota en el C hebet Jebu da
(Báculo de Judá) de Salomón ben Verga. Ben Verga (desde el exilio)
contempla, también, la vida en España en los años anteriores a los
Reyes Católicos, pero menos con perplejidad que como historiador
moral que busca una explicación al destino de su pueblo en términos
de pecado y de imprudencia. No obstante, hay notas de nostalgia y
reminiscencia, como las que encontramos en el siguiente retrato de
los judíos de Monzón que salen al campo a disfrutar del día de Pas­
cua: «Y jugaron allí el juego que hacen los muchachos consistente en
poner a uno en el centro con los ojos tapados y dar vueltas todos los
demás alrededor de él, y aquel a quien puede coger el del centro que­
da sin lugar» 1S. Hay aquí una inocencia bucólica y jubilosa que está
en abierto contraste con los tiempos amargos que ahora nos con­
ciernen.
En general, puede decirse que las dificultades iniciales de Alvaro
de Montalbán surgieron de la determinación de los inquisidores de
interpretar una forma de vida tradicional como un crimen consciente
e intencionadamente perpetrado. La insistencia en la comida, tanto
en la confesión como en las preguntas, era típica de esas investigacio­
nes. Literalmente hablando, miles de conversos fueron condenados

Egipto, también representavan la amenidad y verdura del paraíso terrenal».


(«De cómo se ha de ordenar el tiempo», NBAE, vol. 16, p. 99.)
14 S e r r a n o y S a n z , p. 267. Y i t z h a k B a e r en su History o{ the Jews
tn Cbrist’tan Spain (Filadelfia, 1961, 1966; en adelante citada como B a e r ) in­
terpreta «jugar*» para significar concretamente juego de dinero (II, 345).
15 S a l o m ó n b e n V e r g a , Chebet Jebuda, Granada, 1927, tr. F. Cantera
Burgos, p. 117.

— 89 —
e incluso quemados por razones dietéticas: prohibición del cerdo,
preparar el pan sin levadura, quitar los tendones de la pierna del
cordero y otras prácticas semejantes. Los otros, como expresó
el poeta converso Antón de Montoro (conocido familiarmente como
«el ropero de Córdoba») en versos amargados, se veían obligados a
«adorar ollas de tocino grueso» 17 juntamente con otros objetos espi-
utuales de religiosa adoración 1S. Una antropólogo contemporánea,
Dorothy Lee, ha destacado el papel tan profundamente arraigado y
central de los hábitos alimenticios, particularmente la relación de
ciertos alimentos con un ciclo anual de mito o creencia, en cualquier
cultura. Y en la tenaz cultura neojudaica de España, su tesis tiene
un apoyo sorprendente 19. Lo que uno comía y cuándo lo comía era
el principal vínculo con el pasado, y cambiar exigía un esfuerzo cons­
ciente de valentía. La misma vista de la carne de cerdo podía poner
enfermos a los sensibles conversos tanto en el alma como en el cuer­
po, y su consumo producía a menudo dolorosas reacciones alérgicas
, 16_p ^ ef Génesis, 32, 33: «Por esto no comen los hijos de Israel, hasta
hoy día, del tendón que se contrajo, el cual está en el encaje del muslo: por­
que toco [el Angel] a Jacob en este sitio de su muslo...» A este nervio
ciático van adheridas ciertas glándulas linfáticas. Una defensa característica
contra las acusaciones de haber preparado cordero de esta manera (normal­
mente procedentes de criados que eran cristianos viejos) era afirmar que la
giandula se cortaba simplemente por costumbre y no con «ánimo de judayzar».
más* arriba 6513 tom ^ proceso de Femando González Husillo; ver
17 Cancionero, Madrid, 1900, pp. 99-100.
I 18 ¡f'3 n,ec.es,daj i c° “ er puerco de manera ostentíva está subrayada por
í u £ 8 t H1“ sa^ a a"tlJudía Diál° í ° entre Lain Calvo y Ñuño Ra­
sura (KhL, X, 1903) cuando observa que los conversos se pueden reconocer
entre si por un olor peculiar de «tocino puesto al fuego» (p. 174). A pesar de
a l/ ía manifiesto el dilema nutritivo del marrano (de
ahí la etimología mas frecuente) en todo su horror
wood L-nirs, IN. J.,TFaCÍ9%
1959, Ín
p. ^154T ss.
y Su
? h0¡Ce>>)
punto Frídeed0m and Culll(re>
vista queda sorprenden fe
mente c o n fia d o por Salomen ben Verga: «Todo alimento a que el hombre
det<Sa S S 1?si^ ¡H?°’ SC *° presentan> lo rechaza y su naturaleza lo
detesta. Como dijesen a un cristiano que comiera carne de perro o de eato
v o m it a r ía y h u ir í a d e aU i, a la m a n e ra q u e h u y e e l ju d í o d e la c o m id a d e
Sras“'>> {P ‘ he‘ e 62>- B“ a s ¿ X que
ademas de la .enemistad que sienten los cristianos motivada por la Báctica
t i l^ rra f ,e a P°r los. judíos, «todavía creo yo que existe otra razón
Í hlhL r 13 dlferencia que Ios seP ^ cristianos en su comer
uUeSj n° y COsa que mas aproxime los corazones de la gente como
la costumbre de comer unos con otros en igual trato íntimo» (p. 66)
.. numero de individuos perseguidos por la Inquisición a causa
Í J , ^ ePanCla! ^ etetliCas iní Iuía evidentemente a muchos que no tenían
S S S on concreta d.e volver a las prácticas antiguas, sino que más bien sentían
nauseas por la comida que se veían obligados a comer. H. C. Lea traduce la
horripilante escena recogida de la tortura de una mujer acusada de «no mm+r
carne de cerdo» y que finalmente confiesa que\ T c 5 o « a derto Z q uT 5
«cerdo me pone enferma» (III, 24). porque el

— 90 —
¿Cómo cabía esperar de Alvaro de Montalbán y de sus amigos en los
años anteriores a la imposición de la Inquisición que comieran como
los cristianos? Incluso después, cuando los conversos vivían bajo la
más estricta vigilancia, tuvieron que pasar varias generaciones antes
de que la conversión viniera a ser un facsímil convincente de acultura-
ción. El pobre Alonso Quijano todavía en 1605 se vio obligado a
comer «duelos y quebrantos»21.
La educación de Alvaro de Montalbán era un aprendizaje de co­
mercio: «que siendo este confesante de hedad de nueve o diez años
[su padre] le puso a leer en esta cibdad y estuvo con unos parientes
que se decían Martín González, especiero, a San Vicente, e Mari Al­
varez, su mujer, que era hermana de su padre deste confesante, y que
estuvo aprendiendo a leer aquí tres o quatro años, y que desde aquí
volvió a casa de su padre... y siendo de edad de quince o diez y seis
años yva a las ferias de £afra con Diego de Dueñas e Martín Sorja,
vecinos desta ciudad... luego boluía con los susodichos mercaderes a
comprar paños a la Mancha e a otras partes; e anduvo en esto yendo
y viniendo a casa del dicho su padre por espado de nueve o diez
años» n . Después de la muerte de su padre, cuando tenía unos vein­
ticuatro años, volvió a La Puebla, donde, juntamente con una her­
mana viuda y otro hermano soltero, cuidó a su madre. La oportuni­
dad de ayudar a su cuñado, Gonzalo de Torrijos, en la recaudación de
las rentas para el obispo de Astorga y León se le presentó más tarde
y era demasiado buena para dejarla, pero se las arregló para volver
21 El que los problemas de Alvaro de Montalbán estaban lejos de ser
únicos, queda confirmado por los comentarios de C a r o B a r o j a sobre las di­
ficultades generales que los conversos encontraban para adaptarse a su nueva
situación histórica: « ...lo s judaizantes condenados aún en las tres_ primeras
décadas del siglo xvi demuestran una inadaptación o incomprensión individual
constante hacia el régimen de fuerza que _supone el Santo Oficio, que les
hace comportarse, a veces, de modo más imprudente y distinto a como se
comportaron sus descendientes. Critican a la Inquisición en publico, defienden
la libertad de conciencia, ironizan o judaízan sin^recato.» {I, 433.)
22 S e r r a n o y S a n z , p. 2 7 6 . Un Martín Sorja, «mercader», está registrado
como «condenado» de la parroquia de San Ginés (Judaizantes, p. 2 4 ) . Para
el dominio que los conversos tenían del comercio de las telas (ya observado
en e l caso de los Franco) ver C a r o B a r o j a , I, 73. En un «Indice alfabético
de personas vecinas de los pueblos del distrito de la Inquisición de Toledo
a l parecer acusados o culpables de delitos contra la fe» (sin fecha, pero cier­
tamente confeccionado en los últimos años de 1490^ o primeros de 1500) en­
contramos el nombre de «Alvaro de Montalbán, gujetero». Es decir, un ven­
dedor de agujetas o cordones. Esto correspondería a la autobiografía comercial
que dimos arriba, pero la identificación parece ligeramente dudosa porque su
lista va seguida de otros dos: «su muger» y «su madre». Alvaro afirma clara­
mente que su matrimonio siguió a la muerte de su madre. Por otra parte,
esto podría explicarse como ejemplo de la práctica (tan atroz desde nuestro
punto de vista) de fichar y procesar a los muertos. La lista está catalogada
en el Leg. 2 6 2 , n.° 1. Debo a Angela Selke de Sánchez el que me hablara de
su existencia.

91 -
las más veces que podía a estar un día o dos con su madre. Su cariño
hacia ella queda demostrado más adelante cuando dijo tristemente a
los inquisidores que murió cuando él estaba ausente en Galicia.
Incluso de estos escasos recuerdos podemos intentar sacar algu­
nas conclusiones. Como él dice de sí mismo, resulta claro que el sen­
tido que Alvaro de Montalbán tiene de su propia vida supone dos se­
ries distintas de valores: los que se miden por el dinero y los incon­
mensurables lazos de afecto y obligación de la familia. Uno se echa
al camino o va a la ciudad para ganar o aprender, pero también vuelve
al hogar familiar siempre que puede o siempre que es necesario.
Solamente después de la muerte de su madre, cuando tenía unos
treinta años, pudo Alvaro de Montalbán aceptar la responsabilidad
de casarse con Mari Núñez, con la que estaba prometido años antes.
Pero también aquí el dinero estaba de por medio. La dote de 50.000
maravedíes que Mari Núñez aportó —dice él— le ayudó a mejorar
los escasos bienes de su madre, «su poquilla hacienda», dividida en
tantas porciones. Dar cuenta de uno mismo —según Claudio Guillén,
la más ominosa responsabilidad de los españoles del siglo x v i23— era
hacer una declaración financiera y una genealogía sentimental.
La llegada de la Inquisición a La Puebla en 148634 (cuando Al­
varo de Montalbán tenía unos treinta y siete años y el futuro bachiller
era aún un niño) afectó hondamente a las dos seríes de valores. Como
explican con detalle autoridades de la talla de Lea, los inquisidores co­
menzaban con un espeluznante sermón en que se informaba a la co­
munidad que ocultar la conducta herética propia o de otra persona
no solo era un pecado mortal, sino un crimen que se castigaría con
todo el rigor posible. La denuncia estaba al orden del día. Luego,
como hemos visto, se anunciaría un «período de gracia» durante el
cual se reuniría la información que los aterrados informadores sumi­
nistraban hasta hacer reventar los ficheros. El saber que uno era vul­
nerable a las acusaciones creaba una especie de reacción en cadena
en la_ que los desventurados candidatos a la «reconciliación» eran
inducidos a contar todo lo que sabían o sospechaban sobre sus alle­
gados. La rendición de Alvaro de Montalbán ante esta presión era
tan abyecta y sumisa que se las arreglo para evitar la pública vergüen­
za, pero aquellos años no por eso fueron menos dolorosos. No pudo
evitar ser testigo al menos de oídas— de las humillantes ceremonias
en que su familia hubo de participar, cuando menos en parte, como
resultado de sus propias declaraciones. Y más desgarrador debió ser

264 279<<La disp° sición temP°ral de Lazarillo de Tormes», HR, XXV (1957),
M Como vimos en el caso de los Franco, la Inquisición se estableció en
ioledo en 1485, pero al parecer pasó otro año antes de que los reconciliados
de L a Fuebla fueran procesados. Ver L e a , I, 166.

— 92 —
la quema pública de los restos de padre y de su madre 25>acto que
iba acompañado (como casi invariablemente lo era) de la expropiación
a los herederos de sus bienes terrenos. Otro resultado era la imposi­
ción de restricciones en el vestir, por cuya dispensa Alvaro de Mon­
talbán hubo de pagar 2.400 maravedíes en La Puebla, así como 600
en Toledo, donde puede que tuviera una segunda residencia26. La
pérdida económica, la humillación personal y la ruptura de las fami­
lias seguían a la Inquisición como la noche al día 27.
Debido a nuestra actual familiaridad con muchas de las mismas
técnicas inquisitoriales a escala más amplia y electrónicamente ampli­
ficada, debemos recordar la peculiar naturaleza local del suplicio de
los Montalbán. Eran gentes que vivían la existencia de una población
pequeña, limitados por los ojos de sus vecinos, sujetos a la opinión
de los demás, y, como la misma Celestina, constantemente conscien­
tes de su deber de «mantener la honra». Y su retractación ceremonial
y su humillación estuvo preparada precisamente en esos términos.
Un testigo contemporáneo describe un auto de esta clase que tuvo
lugar precisamente en ese tiempo (en 1486, un año despues de la re­
conciliación idéntica de los Franco):
Domingo diez días del mes de diziembre del dicho año se fizo un aucto
de la sancta inquisición; é salieron en procesión todos los reconciliados del
ar^edianazgo de toledo. E salieron en pro^essíón del monesterio de Sant Pedro
mártir nuevedentas personas, hombres y mugeres, los quales yvan descalzos
y descubiertos, las caras descubiertas ellos y ellas, y ellos sin cobertura alguna
en la cabera é sin pintos; é fueron por donde las otras pro^essiones avían ydo
hasta la iglesia con candelas en las manos no ardiendo. E llegados al cadahalso
donde los inquisidores estavan, allí les predicaron y díxeron missa; ellos estu­
vieron en pie sobre las losas bien afligidos por el gran frío que hazia. E des­
pués del sermón se levantó un notario, notificando y leyendo en alta voz
en la manera que aquella gente avía judayzado, todo por estenso, y ellos dezían
que dende en adelante ellos querrían vivir é morir en la fe^de íhesu chnsto;
y allí les fueron notificados los artículos de la fee, á cada artículo^ dezían todos
á alta voz: Sí, creo; é esto, non sé si lo dezían con todo corazón. E sacaron
un libro de envangelios é una cruz; é todos, las manos aleadas, juraron de
nunca más judayzar, é que si supiesen que alguno judayzara de lo venir p
ziendo, é ser siempre en fabor y ayuda de la sancta inquisición y ensalzamiento
de la sancta fe católica 23.

S errano y Sanz, p . 2 6 2 . ^
36 Para un examen general de tal expropiación, ver L e a 1 1 ,
la rehabilitación de Alvaro de Montalbán en La Puebla y Toledo, ver judai-

Como resultado inevitable de esta ruptura, la denuncia dentro de


las familias era frecuente. Además de Alvaro de Montalban, otras
que tendremos ocasión de mencionar y que sufrieron la misma desgracia fue­
ron Diego de Pisa, el bachiller Sanabria y las hijas de Juan_de Oncena.
Otado frecuentemente desde la publicación en 18S7 por rlDEL riTA

— 93 —
Fueran o no los familiares de Alvaro de Montalbán (o los hijos
de Pedro Franco «arrendador y trapero») los que participaron en
esta ceremonia particular, es algo que no se puede determinar. Pero
sabemos que, después de su humillación en Toledo, fueron obligados
a recorrer una y otra vez las calles de La Puebla, donde su vergüen­
za en la medida que era local— fue aun mayor. Como sabemos por
un testimonio de aquel tiempo, «los reconciliados de La Puebla de
Montalbán... andovieron su pena y andavan avergonzados e algunos
los corrían de manera que pudieran venir a desesperación» 29. El mun­
do de la infancia de Fernando de Rojas no era precisamente un mundo
- que cristianos convertidos y judíos pudieran congregarse en las
cabañuelas para gozar de la mutua compañía. Era por el contrario un
mundo de alta tensión social, sometido a una forma espectacular de
agonía. El rígido fanatismo y el oculto resentimiento —no la alegría
despreocupada del juego de la gallina ciega— caracterizan a los que
jugaban a ese juego sin precedentes.

El pr o c e so

Las actas del proceso de Alvaro de Montalbán sugieren más de lo


que dicen de su vida en esta nueva circunstancia histórica. Aunque pa­
rece que pudo continuar sus actividades comerciales, quedó, sin embar­
go, limitado en otros aspectos. Durante un tiempo fue mayordomo
del Ayuntamiento de La Puebla, pero cuando los inquisidores «vinie-
r? . unV r aUí>> Ie muItaron con maravedíes «e nunca más tuuo
Otilio» . En años anteriores pasó mucho tiempo con las familias de
sus hijos; en Valencia con su hija Ysabel Núñez, en Madrid donde
otra hija, Constanza Núñez, había casado con un próspero y bien

en BRAH, XI (p, 302). Al confrontarlo con un espectáculo tan extraño v.


para nosotros tan repugnante, podemos preguntamos sobre el carácter de la
imaginación plastica que hay detrás de él. Podemos encontrar una indicación
en una observación contemporánea citada por M e n é n d e z P e l a y o (Historia de
rlnHi Madrid, 1956 ’ If 107°) referente a un auto de fe en Valla-
“ "sre8,ci,5n *“ erd del “ ""*>•••. ™ ProP¡o
Inquisición de Toledo, p. 229. Esto era probable­
mente con ocasión de las procesiones secundarias de La Puebla. La indica-
cion de que tuvieron lugar está en el documento citado, p. 302: «E luego
otro día lunes salieron en procession de Sant pedro mártir, e fueron a sant
francisco disciplinándose en la forma susodicha. E les mandaron que andovíe-
sen siete viernes disciplina; e después todo un año, de cada mes el primer
viernes y mas que viniesen d día de santa maría de agosto a esta ciudad
Ttr Una pt0?essión¿ y eI íueves de la cena otra en dicha ciudad; e todas
^ SUS qU£ ÍUntaSS£n £n las ^ más
30 S errano y S anz, p . 266.

— 94 —
situado primo, Pero de Montalbán, aposentador real, y probablemen­
te con Leonor Alvarez y su marido abogado, aunque no lo dice explí­
citamente. Parecería como si estuviera más tranquilo lejos de su tie­
rra natal.
Estas visitas podían durar períodos de tres o cuatro meses hasta
un año y, mientras estaba ausente, Alvaro de Montalbán se cuidaba
menos de ir a misa y de ofrecer una adecuada apariencia de ortodoxia
que en La Puebla. Una de las frases en su esfuerzo de defensa harto
desdichada Índica que asistir al culto entre sus vecinos le era suma­
mente incómodo:
... es verdad que... yva a missa los días que podía, estando en la Puebla,
y que si algunas vezes faltaua era por no estar en la tierra... e que siempre
confesaua e comulgaua continuamente él y los de su casa31.

En Madrid, según un testimonio del sacerdote que le había de­


nunciado, nunca se sometió ni a la confesión ni a la comunión. Ya
fuera resultado del resentimiento, del asco por los rituales cristianos
o de la sensación de estar constantemente espiado, o de las tres cosas
a la vez, lo cierto es que Alvaro de Montalbán parece claramente ha­
ber preferido el semianonimato de Valencia y Madrid a la vida parro­
quial de la villa cuyo nombre llevaba.
En el proceso de 1494 en que fue descrita la persecución de los
reconciliados de La Puebla (y que tendremos ocasión de citar exten­
samente en el capítulo V), hay bastantes más pruebas de la dudosa
reputación local de los Montalbán y del género de menosprecios y
desaires a que fueron sometidos. El acusado era un converso bien
situado, el mayordomo de Alonso Téllez Girón, señor de La Puebla,
y siguiendo el procedimiento usual, los inquisidores le dieron una
oportunidad de tratar de adivinar la identidad de sus acusadoresy de
probar sus prejuicios. Por lo tanto, compuso una lista un tantofre­
nética de todo incidente desagradable, querella y encuentro personal
que podía recordar. Como veremos, equivale a un verdadero informe
sociológico revelador de la forma de vida que se vivía en La Puebla
de Montalbán durante la adolescencia de Rojas. Pero lo que nos in­
teresa ahora es que entre los nombres y hechos que enumera están
los siguientes:
Tiénele odio e enemiga Pedro Gonsales de Oropesa e su mujer, porque
tratando Frey Andrés, que en su casa posaba, dixo al dicho Pedro Serrano que
se casase con su fija, que le respondió [Serrano] que no con gente tanto aju­
diada. De ay le tomaron grande odio e echaron una loca que lo desonTase.
Testigo Frey Miguel de la Puente33.

X Ibid., p. 274.
32 Para los problemas de transcripción, ver cap. V, n. 85,

— 95 —
El caso es que Pedro Gonsales de Oropesa y su mujer aquí men­
cionados no eran otros que la hermana de Alvaro de Montalbán, Leo­
nor Alvarez (apellido de la mujer de Rojas) y su cuñado33. Los dos
estaban en la lista de los «reconciliados» y «rehabilitados» (ver nota
10), pero esta prueba es todavía más decisiva. Incluso entre otros con­
versos, los Montalbán de La Puebla fueron despreciados por su per­
sonal proximidad a lo que se llamaba «ley vieja».
No sorprende, pues, que Alvaro de Montalbán tuviera el desliz
fatal que le llevó a su detención en un tiempo en que estaba ausente
de su terruño y por lo tanto mucho menos cauto de lo que de
otra manera hubiera sido. La Puebla, en palabras de uno de los testi­
gos que testificaron en una probanza posterior, era «lugar pequeño
donde se sabe y conoce en particular cada uno quién es», un lugar
donde había que andar y hablar con toda cautela. La historia que
está detrás de la detención se nos narra mejor con las palabras del
principal acusador, un tal Yñigo de Mongon34, probablemente (y no
excepcionalmente) pariente por matrimonio35:

33 S e r r a n o y S anz, p . 2 7 5 .
34 L l ó r e n t e (II, 155-156) describe el proceso de acusación como sigue:
«Los juicios comienzan con una acusación... Cuando la acusación se ha fir­
mado, el testimonio jurado del informador se incluye dentro de la lista de
personas de quienes el acusador sabe que poseen información importante o
que supone que pueden poseerla. Estas personas son interrogadas, y sus de­
claraciones junto con las del acusador forman lo que se llama «información
sumaria».
35 Un Iñigo de Mondón está registrado en el padrón de 1 5 0 6 de la Pa­
rroquia de San Ginés de Madrid como hidalgo exento de los impuestos del
pecho. Este documento está tomado en parte de la probanza de hidalguía
de 1 5 4 8 de Alonso Montalbán, el hijo de Pedro Montalbán, aposentador real
a quien Alvaro visitaba al tiempo de su detención. El nombre de Iñigo de
Mondón está en la lista inmediatamente después del de Alonso de Montalbán,
el abuelo (ver R i v a , II, 4 2 0 ) . Los Mondón y los Montalbán estaban relacio­
nados de varías manetas. Un Fernando de Mondón (no hay una indicación
específica de su parentesco con Iñigo) fue padre de Ysabel Hurtado de Mon­
dón, la primera esposa (la hija de Alvaro, Costan^a Núñez, fue por supuesto
la segunda) de Pero de Montalbán. Un Diego de Mondón, «escribano público»,
fue padrino de aquel Alonso de Montalbán, que entabló los procesos de pro­
banza. Ver S e r r a n o y S a n z , pp. 2 9 7 - 2 9 8 . Goncalo de Mondón, «vecino de
Getafe», fue testigo de probanza de Alonso, dándose a conocer él mismo
«como pariente deste que litiga de parte de su madre y este que litiga es
sobrino deste testigo, hijo de una prima hermana deste testigo» (p. 8 9 ) . Más
información sobre Iñigo de Mondón nos la facilita una partida de 1 5 4 0 en
el Catálogo de Pasajeros a Indias, ed. C. Bermúdez Plata, Sevilla, 1 9 4 6 ,
vol. III n." 1 0 8 1 : «Alonso de Gutiérrez de Gibaja, hijo de Iñigo de Mondón
y de Ysabel^ de Gibaja, vecinos de Madrid, a Nueva España, 30 enero.»
A nadie familiarizado con los asuntos inquisitoriales puede sorprender que
un pariente o un allegado muy íntimo de Alvaro lo denunciase. Es curioso
notar que uno de los padrinos del autor converso de La Araucana, Alonso de
Ercilla, cuyo bautismo tuvo lugar en Madrid (1533) fue el Licenciado Monzón
(ver J o s é T o r i b i o M e d in a , Vida de Ercilla, México, 1 9 4 8 , p. 2 8 4 ) ,

— 96 —
Un día de los meses de mayo ó junio del año pasado de quinientos y veynte
y quatro Aluaro de Montaluan, de edad de setenta anos, poco más o menos,
suegro de Pedro de Montaluan, aposentador de sus Magestades, vecino desta
villa, donde avia venido a visitar á su hija, muger del dicho Pedro de Mon­
taluan, aposentador, fueron el dicho Aluaro de Montaluan e yerno e fija que
se cree que se llama Costan^a, y Alonso Ruyz, cura de San Gines e este tes­
tigo, á un heredamiento del dicho Pedro de Montaluan que es $erca de la
huerta de Leganés, en el término de Madrid, á se holgar e recrear, después
de mediodía; sobre aver merendado e pasado tiempo en plazer, boluiéndose
para la villa dixo este testigo: veys aquí cómo pasan los plazeres deste mundo;
que emos holgado e todo es pasado; todo es burla syno ganar para la vida
eterna. A lo qual respondio el dicho Aluaro de Montaluan: acá toviese yo
bien, que allá no sé yo si ay nada. Y que respondiéndole este testigo le dixo:
¿No sabéis que es nuestra fe: quien bien hiztere avrá vida eterna? E replicó
el dicho Aluaro de Montaluan e dixo: acá toviese yo bien, que no sé yo lo de
allá. Lo cual oyó también el dicho cura. E faziéndole este testigo seña con el
ojo e trabándole de la manga, le respondió el dicho cura: no quisiera avérgelo
oydo, porque lo avré de dezir, que es heregía36. E que después lo han plati­
cado en uno para efecto de venirlo a denunciar veniendo carta de edito de la
Ynquisición 37.

Al reflexionar sobre este fatal fragmento de una conversación


del siglo xvi, deberíamos en primer lugar tener en cuenta sus peculia­
res circunstancias. Alvaro de Montalbán había comido, bebido y se
había explayado con sus amigos en un día de primavera en el campo.
Era un hombre en estado de descuido, un hombre que por un momen­
to se había quitado su armadura de autocontrol, un hombre que
había olvidado que nunca más podría expresar su ser auténtico. Y en
esta situación de relajamiento cometió el único desliz que la Inquisi­
ción había estado aguardando poder oír durante casi cuarenta años.
Las actas del Santo Oficio están llenas de ejemplos similares de
momentáneo descuido verbal; sus redes eran tupidas y se tiraba de
ellas con la esperanza de capturar tales peces minúsculos38. Oigamos,

36 Alonso Ruiz, el párroco de San Ginés, parece haberse mostrado un


tanto reacio a acusar a un pariente de la influyente familia de los Montalbán
residente en la parroquia. Su testimonio, en general, es menos malicioso y
extenso que el de Iñigo de Mondón, el instigador verdadero del asunto. Po­
demos advertir que los Montalbán de Madrid continuaron siendo influyentes
en los asuntos parroquiales mucho después del proceso de Alvaro. Pero de
Montalbán fue sepultado en la capilla privada de su familia en la parroquia
de San Ginés (la llamada «Capilla del Lagarto» que posee un caimán disecado
que todavía se puede ver y que, según Valle Lersundi, fue traído por un
miembro de la familia en uno de los viajes de Colón). En 1528, un «cura
de San Ginés», sin nombre, fue nombrado albacea por el muerto ( S e r r a n o
y S a n z , p. 298).
57 Ibid., 212.
34 En el llamado Libro verde de Aragón (una especie de «guía confiden­
cial» para la actividad inquisitorial o un «Quién es quién entre los condena­
dos», al parecer compuesto per un funcionario converso malicioso) se recogen

— 97 —
7
por ejemplo, a un tal Gonzalo de Torrijos, tundidor de Toledo, que
un día de 1538 había bebido unos vasos de más y que, mientras esta­
ba en la iglesia, había hecho notar a la mujer de un colega «que Dios
era verdad e los moros dezían verdad que se salvaban también los
moros en su ley como los cristianos en la su ya»39. La observación fue
recogida por los que estaban alrededor y, después de un año, llegó a oí­
dos de un inquisidor. El bachiller Sanabria (un jurista salmantino, al­
calde de Almagro y posible autor del Auto d e T raso) fue traicionado en
1555 por un tipo diferente de descuido: en una conversación pública
se entregó a una explosión jocosa contra la hipocresía de su propia
situación: «¡Boto a Dios, que soy judío, boto a D io s!»40.
O, en lugar de la borrachera o las bromas, el calor de la discusión
llevaba con frecuencia a la denuncia personal. Llórente tuvo acceso a

una verdadera cosecha de frases como éstas. (Reproducido en Revista de Es­


paña, 1885, vols. 105-106; ver también Lea, II, 563-564). Más tarde podre­
mos ver algo del trasfondo histórico del escepticismo del converso, pero de
momento es mejor concentrar nuestra atención sobre las situaciones inme­
diatas.
39 Inquisición de Toledo, p. 54. Las palabras exactas de Torrijos repre­
sentaban otra opinión común totalmente diferente de la expresada por Alvaro
de Montalbán. En contraste con su escepticismo sobre la idea en conjunto de
la otra vida, encontramos aquí una tolerancia igualmente reprensible desde
el punto de vista de la Inquisición. Para la aceptación de esta opinión entre
los conversos, ver el fascinante estudio de A. S icroff, «Clandestine Judaism
in the Hieronymite Monastery of... Guadalupe», Studies in Honor of M. j. Be-
nardete (Nueva York, 1965) y «Saladino en las literaturas románicas» de
A. Castro, Semblanzas y estudios españoles (Princeton, 1956), así como en
Realidad, 2.a ed., p. 200. Ernst Cassirer, en The Individual and the Cosmos
in Renaissanee Pbilosopby (Nueva York, 1963), estudia la defensa de Nicolás
de Cusa de una doctrina similar. La atribución de la imprudencia de Torrijos
a la borrachera proviene del testimonio de un testigo que temía ser moles­
tado por no haber denunciado mucho antes a su amigo. La intoxicación le
parecía al testigo, aunque no al Santo Oficio, una buena razón para olvidar
el desliz.
Inquisición de Toledo, p. 227. El llamado Auto de Traso es un frag­
mento de un solo acto de una primera continuación perdida («la comedia
que ordenó Sanabria») puesto como apéndice a La Celestina en tres ediciones
después de 1526. Es interesante por cuanto que su autor parece haber em­
pleado la propia técnica de Rojas de continuar el Acto I. Esto es, sin inter­
valo de tiempo, parte de una situación del original en su nueva dirección. Mi
atribución de la comedia a este bachiller Sanabria es pura conjetura. Está un
tanto reforzada por el tenor antiinquisitorial de ciertas partes del diálogo del
Auto y por una indicación (mencionada arriba) de su parentesco con una
familia de conversos en la Puebla de _Montalbán. Sanabria fue libertado más
tarde como resultado de un testimonio favorable por parte de clientes cris­
tianos viejos de Almagro. En el decurso de la investigación se tornó claro
que el denunciante principal (como en el caso de Iñigo de Mondón, un pa­
riente) estaba movido por codicia y una riña pasada. Del proceso aparecería
que Sanabria nació en la primera década del siglo. Si fue el autor de la
comedia de la que se tomó el Auto, debió ser un producto de una primera
juventud, como La Celestina, escrita mientras su autor estudiaba en Salamanca.

— 98 —
un expediente que describe como un médico defendía un diagnóstico
contra la opinion contraria de un colega, diagnóstico que confirmaba
no sólo con argumentos paganos, sino con los cuatro Evangelistas.
A lo que el colega replicó imprudentemente en voz alta: «también
mintieron ésos como los otros». Luego, cuando se hubo calmado, se
apresuro a retirar la observación ante los atentos circunstantes («mire
vmd. qué necedad he dicho»), pero era demasiado tarde41. Incluso
menores ofensas podían a veces traer resultados igualmente despro­
porcionados. Un pariente lejano de la familia, Juan de Lucena, que
por un tiempo, como veremos, imprimió libros hebreos en La Puebla,
queda descrito por un testigo hostil como «hombre leydo y tenía
grandes yrrornas en la santa fe». El ejemplo dado es absolutamente
trivial, pero no obstante consignado con toda gravedad: «vine a ha­
blar con él, dixele: señ or, ha v.m d. esto ; respondióme: no m e digáys
m erced , que y o n o s ó syn o mi ju dío azino» 42.
^ Para nuestro propósito, el aspecto más significativo de casos como
éstos no son las circunstancias psicológicas individuales —confianza,
euforia, cólera, borrachera, desesperación— que conducen a sus tri­
viales aunque peligrosas revelaciones: es más bien la luz que, toma­
dos en conjunto, arrojan sobre la explosividad potencial de la exis­
t i d a de los conversos. El rígido enmascaramiento del yo inte*
rior, la calculada conformidad43, la constante autobservación a que
fueron obligados estos primeros habitantes a la sombra de la Inqui­

41 L l ó r e n t e , III, 1 7 4 - 1 8 0 .
* t S e r r a n o y S a n z , p.
282. Las palabras «judío azino» pueden traducirse
por «judío desgraciado» (al parecer azino deriva del árabe aziti). Más espe­
cíficas y menos triviales «yrronías en la sania fe» son citadas por C a r o B a r o j a ,
tomadas del proceso de 1603 del bachiller Felipe de Nájera (Los judíos, II,
201-206). Contrariamente a la blasfemia con su agresión directa y rabiosa, tales
«yrronías» juegan humorísticamente con las creencias aceptadas —como, por
ejemplo, cuando Nájera llama a la Virgen una «buena vieja», o cuandoun
Martín de Santa Clara recuerda a su abuelo que mantenía: «No hay más pa­
raíso que el mercado de Calatayud» (J. C a b e z u d o A s t r a n a , « L os conversos
aragoneses según los procesos de la Inquisición», Sefarad, X VIII (1958, 282).
A veces los cristianos viejos —aunque gran parte del antisemitismo de los si­
glos XVI y x v i i fue violento y amargo en sumo grado— pagaban en especie
la ironía de los conversos. Así, en una probanza paródica que confería el
status de marrano a un hidalgo pobre y además el derecho de participar en
su prosperidad, encontramos que al solicitante se le permite oficialmente a
creer «que no hay otro mundo sino nascer é morir». Ver la «Respuesta del
Capitán Salazar» en A. P a z y M e l i a , Sales españolas, Madrid, 1890, I, 95.
43 Es evidente que esta situación violenta a principios del siglo XVI fue
demasiado inmediata y tensa para permitir la generalización intelectual o la
reflexión moral. Incluso la idea de «disimulo» defendida por el filósofo del
siglo x v i i , exiliado y luego prisionero de la Inquisición, Isaac Orobio de Cas­
tro (en un diálogo latino con un teólogo protestante estudiado extensamente
por C a r o B a r o j a , II, 282), parece demasiado abstracta y fácil para seme­
jantes máscaras dedicadas a esconder la angustia interior.

— 99
sición, crea una tensión e inestabilidad suma u . Más tarde, la hipo­
cresía se convertiría en una segunda naturaleza, pero durante la vida
de Fernando de Rojas había de mantenerse de manera consciente
y precaria. Sería sumamente arriesgado el tratar de explicar La C eles­
tina en estos términos; es decir, como una expresión o explosión ex­
trema de la interioridad que, una vez que gastada su fuerza, permitía
a su autor aceptar la inautenticidad de todo el resto de su vida. Por
otra parte, sin tratar de intuir la manera en que Rojas se sintió con­
verso en los años de 1490 (un converso resuelto a no seguir los
pasos errantes y fatales de su padre), no hay posibilidad de entender
las más importantes calidades de su obra: su mordaz ironía, su implí­
cito ataque a Dios, su casi épica destrucción de valores.
Me doy cuenta, por supuesto, de la infinita distancia que separa a
una obra maestra como La C elestina de unas cuantas palabras espon­
táneas y dichas sin posibilidad de refrenarse. Al mismo tiempo he
de hacer hincapié en que si no conseguimos cierta comprensión de la
situación humana inmediata, el suelo humano potencialmente explo­
sivo en que se mueve y crece la obra de Rojas, no podemos apreciar
su casi increíble unicidad como obra de arte. Nos quedaríamos enton­
ces sencillamente con la tradición literaria de la que procedía o a la
que dio lugar. Desde luego, ambos puntos de referencia, el biográfico
y el literario, son necesarios y útiles, pero la dependencia ciega de
uno de ellos como base de interpretación lleva a la distorsión. Como
trataré de demostrar, las continuaciones, a veces moralizantes, a ve­
ces jocosas, ofrecen una tentación particularmente peligrosa para el
crítico histórico. Leer La C elestina a su sola luz y, al hacerlo así,

44 A n g e l a S e l k e d e S á n c h e z en su fascinante «Un ateo español» {Ar-


chivum, VII, 1957) presenta el caso de un médico cuyas oraciones de rutina
le sugerían esta frase repetida: «Deus non est.» La afirmación común, aun
cuando se haga por uno mismo, parece sugerir su antítesis. Angela Selke con­
cluye (pp. 22-23): «Creemos que la circunstancia de que Illescas fuese de la
estirpe de los conversos no debió ser ajena a esas dudas y a esa angustia.
Aunque él hubiera nacido y vivido siempre en un mundo cerradamente cató­
lico, debía sin duda, como hijo de judíos, sentirse muy distinto de los cris*
tianos viejos. Estos nunca se veían obligados a preguntarse si creían o no lo
que enseñaba la Iglesia. Los conversos, por el contrario, y dejando de lado las
muchas conversiones forzosas, conversiones sólo en la apariencia, tenían que
empezar^ por hacerse creyentes mediante un acto de la voluntad, por una
aceptación interior de los credos y prácticas de la Iglesia. Y sería mucho su­
poner que ellos, o ■sus hijos, y aun sus nietos, fueran siempre capaces de
sentirse identificados totalmente con el mundo de quienes eran católicos por
el mero hecho de existir. En el proceso contra Illescas encontramos algunos
indicios de cuán precaria era, en realidad, la integración a la sociedad cris­
tiana de ciertos conversos, aun de aquellos que, como el médico de Yepes,
creían haber abrazado firmemente la fe católica; y de cómo, en cualquier
momento, en ellos podían salir a flote ideas y sentimientos que habían sido
severamente reprimidos y relegados al fondo de la conciencia.»

100 —
tratar de negar lo que se incuba y se cuece en la vida que crea su
diálogo, vale tanto como leer el Q uijote a la luz de Avellaneda.
Pero, volviendo al caso de Alvaro de Montalbán, aparte de sus
circunstancias inmediatas, ¿qué es lo que le provocó a su repentina,
y manifiestamente no calculada expresión de agnosticismo? Por el
testimonio transcrito, podemos suponer que el suegro de Rojas fue
impelido menos por un deseo de negar directamente las creencias de
Yñigo de Monzón que por una reacción irrefrenable contra el estilo
piadoso, estereotipado y moralizante de sus expresiones. Era la chá-
chara de los tópicos, la repetición de la doctrina oída una y mil
veces antes y pronunciada tan solemnemente como si el que hablaba
acabara de inventarla, lo que sin previo aviso penetraba en la carne
viva por debajo de la armadura de la prudencia. Cuando un converso
aceptaba el cristianismo en los siglos xiv y xv, tenía que aceptar no
solamente un dogma extraño, no solamente una revolución en sus
convicciones y el ritmo más íntimo de su existencia diaria y anual
{la nueva «ley»), sino también toda una serie de afirmaciones recibi­
das que se habían hecho cada vez menos originales y que se repetían
más y más insistentemente en el curso de la Edad Media. La presen­
cia inmediata de Dios era subrayada una y otra vez; todo aconteci­
miento tenía un sentido parabólico; el comportamiento moral era
alabado sentenciosamente en todo momento, con el resultado inevita­
ble de que la tradición de la meditación ascética, tradición en la que
un San Bernardo o un Inocencio III habían conseguido su grandeza,
se convirtió en algo tan común y trillado como el lenguaje de los pe­
riódicos de hoy. Sin embargo, el no alabar de boca para fuera este
tipo de piedad era peligroso en sumo grado. El sacerdote Alonso
Ruyz, que confirmó la denuncia de Yñigo de Monzón, recordaba la
conversación de esta manera: «Hablando el dicho cura con Yñigo de
Mongon... de los trabajos y desventuras que ay en este mundo e de
otras cosas semejantes, este testigo dixo que si no toviese por cierto
el descanso que ay en el otro mundo, según acá ay los trabajos, temían
[xic] mucha desventura, e comentó a loar y ensalmar las cosas de
Dios, e respondió e dixo el dicho Alvaro de Montaluán: lo d e acá
vem o s, q u e lo d e allá no sab em os qué a y» 4S.
Es fácil imaginar cómo reflexiones del calibre de éstas podían
ser fastidiosas y luego intolerables incluso para conversos que vivían
su fe con un fervor que le faltaba a Alvaro de Montalbán. Una Santa
Teresa, por ejemplo, supo bien desechar la falsa piedad con un buen
sentido del humor, mientras que el rechazo de perogrulladas y meli­
fluos sermoneos fue la característica común de los impacientes erasmis-
tas. Raimundo G. de Montes, célebre por su evasión de la Inquisición,

1,5 S e rra n o y Sanz, p. 272.

— 101 —
describió a su maestro intelectual, el ferviente heterodoxo doctor
Constantino de la Fuente, como un genio que «sobre todo, se reía de
los predicadores nezios, que en ningún tiempo faltan, raza vilísima
de hombres» 46. Y si a esta clase de personas les parecía irritante este
género de sermoneo improvisado, para Alvaro de Montalbán y para
aquellos de sus compañeros que reaccionaban escépticamente a la si­
tuación de conversos era inaguantable. El énfasis generalizado y dia­
rio sobre la existencia de Dios, sobre la buena suerte de tenerle de
nuestra parte, sobre los beneficios de la Providencia, sobre la virtud
automáticamente recompensada en la otra vida, sólo podían producir
una actitud interior de repudio violento. La amenazada autenticidad
de la propia existencia, incluso la misma sensación de que se era
víctima de la injusticia organizada, llevaba inevitablemente a las nega­
ciones apasionadas y bruscas del género de las que acabamos de oír.
Un modelo de reacción idéntica a la de Alvaro de Montalbán se
puede encontrar en el caso de una tal Ysabel Rodrigues, de San Mar­
tín de Valdeiglesias, no lejos de Talavera. Encarcelada en vida (1506),
fue convicta por fin después de muerta (para detrimento económico
de sus herederos) de haber interrumpido violentamente una conver­
sación de un grupo de «católicos... hablando en cosas de la muerte e
de los que murían e de commo por las culpas que acá cometían avían
de penar en el otro mundo, diziéndolo a otras personas cathólicas, la
dicha Ysabel dixo que el hombre no tenía más que huelgo e sangre» 47.
Un ejemplo todavía mucho más extremo es el que nos da Diego de
Pisa, un adolescente resentido de La Puebla y primo del imprudente
bachiller Sanabria arriba mencionado. Durante su proceso (1537) se
describe una riña con su madre: «Una bez riñendo ella a Diego de
Pisa, su hijo, algunas travesuras suyas... poniendo ella a Dios delan­
te y amonestando al dicho su hijo con Dios para que se enmendase,,
el dicho su hijo, Diego de Pisa, rrespondió, no ay Dios, o cosa seme­
jante» 47 bls.^Como veremos en otra parte, el agnosticismo e incluso el
ateísmo tenían ambos una tradición histórica y una especie de inevita-
bilidad sociológica entre ciertos conversos, pero de momento estamos

t El doctor Constantino de la Fuente está descrito por su discípulo en


términos que indican que sus frecuentes deslices verbales eran debidos a «un
injenio sumamente festivo» que le conducía a «perder, alguna vez, con la li­
bertad de sus chistes, aun en la edad más provecta, sus aprobadas costum­
bres». (Artes, pp. 305-306.) Tales solemnidades, tantas veces repetidas, le lle­
varon, como llevaron a tantos otros conversos, a actitudes de cómica no partici­
pación, La ironía y el ingenio eran armas de defensa oral y de ofensa en aquel
mundo asfixiante de piadosas afirmaciones en voz alta en el que vivían.
^ 47_ Fue asimismo acusada de observar (con una ironía que hubiera de­
leitado a Voltaire) que éste era el mejor de los purgatorios posibles: «no
avia syno^tres purgatorios y que este era el mejor deste mundo y que ella
aca querría biuir mili annos...» (Inquisición de Toledo, o. 221).
47 bis Ibid., p. 45.

— 102 —
menos interesados en la historia de las ideas que en las reacciones
inmediatas de los individuos frente a la situación en que se veían
obligados a vivir4S.
Me atrevería a sostener, pues, que la fe al nivel del lugar común
del cura y de Yñígo de Monzón crearon, o al menos dieron expresión
clara, al escepticismo repentinamente manifestado de Alvaro de Mon­
talbán. Que él mismo comprendiera en parte el camino que le había
llevado a su fatal indiscreción, se desprende de su defensa. Una vez
que hubo leído la acusación y tenido tiempo de reflexionar sobre
ella, alegó patéticamente su afecto por los lugares comunes morales:
...e l cual dixo que él ha pensado en aquel artículo que le acusan, que
auía dicho que en este mundo toviese el bien, que en la otra vida no sabía
sy avia nada; que no se acuerda él aver dicho tal cosa, mas antes syempre
ha tenido el contrario, e dezia fablando en las cosas deste mundo que no tenia
él este mundo e los bienes dél en nada; porque las cosas dél e sus bienes
son perecederos, y que teniendo él un sayo que se vista era o es tan contento
como otro que tenga veynte sobrados en el arca (porque no se viste más de
uno); e que si tenía vn poco de carne que comer, estava tan contento como
otro que le tmxiesen X X aves para comer, que en fin no comia mas que vna;
e que sy un muchacho le dava a beber un poco de vino, que tan contento
era como sy veníesen veynte pajes á dárselo; e que teniendo esto, todos los
otros bienes deste mundo no los tenia en nada; e que esto ha dicho muchas
vezes ante muchas personas, lo qual entiendo probar; e que cree que algunas
personas de los que allí estarían entenderían al revés, e avran dicho que lo
que él dezia deste mundo era por lo que dizen que dezia del otro mundo... 49.

Prescindiendo de la revelación tácita del gusto de Alvaro de Mon­


talbán por los vestidos que abrigan, la buena comida y el vino, es
interesante escucharle en un intento de probar su ciudadanía en el
mundo de clichés. Pero era inútil. Una vez que el camuflaje verbal,
indispensable para la existencia pacífica de los siglos xv y xvi, había
quedado al descubierto, era imposible ya el ocultamiento. Alvaro de
48 El proceso de 1517 contra Diego de Oropesa en que el mismo Rojas
fue citado como testigo (y que consideramos en el Cap. VIII) recoge unos
cuantos exabruptos fruto de la irritación o del descuido parecidos a los que
hemos visto arriba. Uno de ellos, en particular, indica una viva reacción ante
la repetición de palabras pías: «Porque cierta persona reprendía a ciertas per­
sonas que no quebrantasen las fiestas, el dicho Diego de Oropesa dijo: twMíra
qué majadero; déles él de comer y no quebrantarán las fiestas”» (Inquisición
de Toledo, p. 215). El problema es que para caracterizar a Diego de Pisa,
Diego de Oropesa, Alvaro de Montalbán y sus semejantes como ateos o ag­
nósticos en base a tales afirmaciones hay que sacarles fuera de su contexto
vivo. Parece muy plausible que Alvaro de Montalbán tuviera poca o ninguna
fe en una vida futura preparada por una divinidad benévola, pero la desca­
rada falta de fe expresada en «Acá toviera yo bien...» ha de entenderse ante
todo como una reacción a un mundo irritantemente enfático en cuanto a su
fe al margen del cual vivía.
49 S errano y S an z, p p . 2 6 8 -2 6 9 .

— 103 —
Montalbán había dejado de dominar la maravillosa ambigüedad iró­
nica con la que su yerno fue capaz a un tiempo de afirmar y minar
los tradicionales lugares comunes de su época. Más bien, de manera
muy parecida a ciertos caracteres de La C elestina, se las arregló para
traicionarse a sí mismo en casi todas las palabras que pronunció. Se
pregunta pensativo un poco después
... que sy este confesante creyera lo que los testigos dizen que él dixo,
que no tenía necesidad de tomar bullas, ¿cómo las ha tomado muchas vezes,
e las tiene desde las que los Reyes Católicos primero fízieron traer de la
Cruzada, de a seis reales, que a XLII años poco más o menos?

^ Otra curiosa indicación de la lucha diaria del converso con las


afirmaciones religiosas prefabricadas y repetidas que le perseguían du­
rante todas sus horas de vigilia, era la invención y la amplia circula­
ción de un lugar común negativo, un lugar común que expresaba
escepticismo y una resignada falta de fe. Me refiero a una sentencia
a modo de proverbio que aparece en distintas formas de las que la
mas antigua (en el Vortalitium Fidet de fray Alonso de Espina, 1460)
era: «En este mundo no me veas mal pasar; en el otro no me verás
penar» SI. Lo mismo que en el caso de la observación imprudente de
Alvaro de Montalbán, el sentido claro que se desprende es que debe­
mos vivir lo mejor posible en esta vida, puesto que la futura —si es
50 _ Aunque el hijo de Alvaro de Montalbán, Juan del Castillo, junto con
su^ cuñado, Pedro de Montalbán, y un tercer socio «cobraba la bula en los
obispados de Mallorca,_ Oríhuela y Córdoba» ( S e r r a n o y S a n z , p. 298), la
presión social que obligaba a la compra de dispensas era una fuente par­
ticular de irritación para los conversos indefensos. Ya estaba bien (incluso
se prestaba a la diversión picaresca como en el caso del astuto buldero del
, vender nada por algo, pero verse obligado por las circunstancias
y dándose plena<cuenta_de que se compraba en tales términos era intolerable.
En el testimonio amañado para conseguir la condena de los desgraciados
acusados de haber crucificado al «Santo Niño de la Guardia», se atribuye
a dos de ellos el siguiente diálogo, evidentemente apócrifo: «”Fi de Puta sea
quien blanca gastare en tomar tales bullas.” E el dicho García Franco dúdera:
Non es faser así; e destas cosas semejantes nunca nos apartamos por el
gentes; e por tanto no dexemos de entrar y estar en algunas
cofradías cabildos, o tomar algunas veces bullas, solamente por dar color
a la gente’’» (F. F i t a , «La verdad sobre el martirio del Santo Niño de la
Guardia...», BRAH, XI, 1887, p. 45). ¡Qué mejor indicación del extendido
resentimiento de los conversos contra las «bullas» que este estuerzo primi-
verofimilitud en la mentira! Una de las muchas acusaciones contra
el librero talaverano Abrahan García (ver Cap. VIII) fue su respuesta a
un vecino piadoso que en una ocasión dijo de una manera solemne «que
a los labradores les era penoso pagar las bulas de la Santa Cruzada, pero
que leíJ gracias a Dios nunca había dejado de adquirirlas». Al oír esto,
el, lo ^mismo que Alvaro de Montalbán, no pudo reprimir sus sentimientos
y g«to que «eran burlas esas bulas» (Inquisición de Toledo, p. 184).
_ B a e r , II, 286. La frase se atribuyó también, según B a e r (II, 369) al
conspirador aragonés contra la Inquisición, Jaime de Montesa.

— 104 —
que existe— ya se cuidará de ella misma. La frase aparece en tan
sorprendente número de procesos de la Inquisición, incluidos los del
bachiller Sanabria y Diego de Pisa anteriormente citados que uno
llega a sospechar que era una acusación corriente hecha contra los
conversos sospechosos por sus enemigos o por sus vecinos cristianos
viejos.
Lo que es particularmente significativo desde nuestro punto de
vísta, es el hecho de que, en el curso del proceso de Diego de Pisa,
un testigo vincula específicamente este cínico proverbio al caso de
Alvaro de Montalbán. El dicho se pone en labios de una criada de la
residencia de Diego de Pisa en La Puebla: «En este mundo no me
veas mal caer, que en el otro no me verás arder.» Aunque suscepti­
ble en esta forma de una piadosa interpretación («No peque yo en
este mundo y no me veré arder en el otro»), el testigo que lo relata
percibió la resonancia de la versión escéptica y recordó avisando a
la criada charlatana « ... que por otro tanto como esto que ella dezía
llevaron a la Ynquisición a Alvaro de Montalbán»5Í. Un segundo in­
cidente que se refiere a la familia de los Montalbán es la autodenun-
cia en 1536 de una tal Isabel López, prima de la mujer de Rojas, por
el pecado de haber pronunciado la misma frase. Por lo que parece,
temía que otro la denunciara y su excuso verosímil fue que lo había
dicho sin darse cuenta «por manera de refrán» sin comprender las
implicaciones heréticas54. Los procesos y castigos del género aquí
aludido habían creado bacía 1536 una atmósfera de aguda angustia
oral, atmósfera que no pueden desconocer los que vivimos la historia
contemporánea. _ _
Como pueden apreciar los lectores de La C elestina, Rojas estaba
mucho más preocupado por utilizar irónicamente los lugares comunes
del neoestoicísmo que en responder a las frases piadosas de sus ami­
gos y vecinos cristianos. Unicamente el autor totalmente anonimo
del Lazarillo d e T orm es se atrevería, cincuenta años^mas tarde, a dar
forma literaria a sus «grandes yrronías» contra los tópicos del lengua­

53 Para otros casos, ver C a r o B a r o j a , I , 3 7 1 (el caso de un tal Fran­


cisco de Madrid, acusado de haber dicho no solamente este refrán, sino
otro parecido, «yo después de muerto, ni viña ni huerto»), y II, 366._ x-n
el momento de corregir estas notas he encontrado por casualidad la misma
expresión en el juicio de Francisco Alvarez (Inquisición de loledo, p.
uno de los compañeros de prisión de Alvaro de Montalban.
53 S e r r a n o y S a n z , p. 261. , ,
54 «Yo Ysabel, muger que soy deFrancisco Pérez, digo que no mirando
lo que dezía ni creyendoque errava dbte las palabras siguientes, en este
mundo no me veas mal pasar que en el otro no me verás penar , y esto digo
que lo d b te por manera de refrán que se suele dezir.» D e s p u e s informa
a los inquisidores que «a su padre llamaronFrancisco de Montalbán y a
su madre Ana López de Toledo los quales eran, convertidos de judíos».
Francisco de Montalbán era primo hermano de Alvaro: ver Apendice 11.

— 105 —
je religiosoS5. Sin embargo, en un pasaje clave del Acto V II (imitado
de un modo muy significativo al comienzo del Lazarillo) Rojas des­
pliega tanto su irritación contra las fórmulas comunes de consolación
metafísica como su habilidad para el rechazo irónico. Aludo, por su­
puesto, al empleo por Celestina de Mateo V, 10, para predecir la
salvación de su compañera en la brujería, Claudina. El hecho de que
su amiga fuera procesada por la Inquisición y sentenciada a un ver­
gonzoso escarnio público en la plaza de la villa, servirá, según Celes­
tina, como pasaporte para el cielo: « ... el cura, que Dios aya... vi­
niéndola a consolar, dixo que la sancta Escriptura tenía que 'Biena­
venturados eran los que padescían persecución por la justicia, que
aquellos posseerían el reino de los cielos1. Míre si es mucho passar
algo en este mundo por gozar de la gloria del otro... Assí que todo
esto pasó tu buena madre acá, deuemos creer que le dará Dios buen
pago allá, si es verdad lo que nuestro cura nos dixo, e con esto me
consuelo.»
Será imposible que los lectores de habla inglesa puedan entender
cómo se las arregla Celestina para incluir a la archipecadora y notoria
hechicera Claudina en compañía de los que «padescían persecución
por la justicia», que es lo mismo que decir en compañía de los már­
tires cristianos. Sin embargo, en la versión española citada por Celes­
tina: «los que padescían persecución por la justicia», la palabra justi­
cia puede tomarse para significar tanto el valor de la justicia (la causa
justa o «justicia» que lleva a la inicua persecución) o las fuerzas de
justicia (las instituciones que imponen la ley, como en nuestro «Justi-
ce Department»). Lo que Celestina ha hecho, pues, es sustituir de
manera perversa un sentido por otro. Como resultado de ello, los
auténticos mártires a quienes Cristo quería bendecir son escamotea­
dos, y cualquiera, incluida Claudina, que haya sido castigado por la
ley, asegura así su salvación.
El haber citado Celestina la Escritura para meter a Claudina en
el cielo es a un mismo tiempo una monstruosa red tictio ad absurdum
y una expresión de suma displicencia contra los que fácilmente ha­
blan de la vida futura. Pero Rojas, contrariamente a su bastante más
cándido e imprudente suegro, no irrumpe con un rechazo indignado;
prefiere parodiar la complaciente devoción oral y la fraseología mano­
seada de sus vecinos. Esta interpretación está basada en un hecho
documentado en un artículo mío titulado «Matthew V: 10 in Cas-
tilían Jest and Earnest» [Sludia H ispanica in H onorem R, Lapesa,
Madrid, 1972, vol. I, pp. 257-265). Resulta que este mismo versículo
era repetido frecuentemente por los conversos sinceros al cristianis­
mo que no obstante fueron perseguidos por la Inquisición. Sintién­

55 Ver mi «The Death of Lazarillo de Tormes», PMLA, LXXXI (1966),


149-166.

— 106 —
dose a sí mismos auténticos mártires, encontraron en Mateo V, 10 y
su promesa de salvación una fuente de consuelo. Un ejemplo entre
muchos se da en el mismo proceso que describía la «desesperación»
suicida de los que habían sido reconciliados en La Puebla. En sus
penas, la creencia de que «los que ansí padecían serían bienaventu­
rados» les procuraba alivio. Pero, para Rojas, la aplicación del bálsamo
celestial a las circunstancias infernales de la persecución inmediata
* era como tratar un cáncer cón aspirina. Es significativo, a mi modo
de ver, que fue la ingenuidad de los conversos sinceros (quienes no
compartían su escepticismo) lo que pudo estimular la respuesta medio
velada de Rojas. Quizá seguía reaccionando todavía contra su recuer­
do del modelo vivo del cura mencionado por Celestina.
Volviendo a Alvaro de Montalbán, una acusación subsidiaria ilus­
tra la agonía básica de la existencia de los conversos: la sospecha. El
y sus compañeros fueron condenados a vivir bajo observación cons­
tante, a una vida durante ia cual todo cambio de expresión o gesto
espontáneo era detalladamente examinado como signo del pensa­
miento oculto. Los lectores de La C elestina (y de sus imitaciones)56
han sido preparados a comprender su tormento, ya que también se
basa en la incesante observación de la exterioridad humana. Es decir,
La C elestina puede considerarse como un reflejo a su manera de una
España descrita por otro converso como nación de chismosos y de
espías («moscas y azechadores») S7. Era peligroso cualquier minuto
del día, pero los vigilantes estaban al acecho de manera particular
durante los servicios religiosos. En momentos de intensidad ritual,
en la oración, o cuando se elevaba el cáliz, la presión de ojos extraños
podía resultar intolerable. Un ejemplo que viene al caso es mencio­
nado por el acusado m a yord om o en el juicio a que acabamos de alu­
dir: «avía inclinado la cabera quantas vezes nombraran el nombre de
nuestro Salvador lesuchristo e de Nuestra Señora la Virgen Santa Ma­
ría e Gloria Patri, e los que malamente lo miraron desde donde lo

54 Sobre todo, el Lisandro y Roselia, de Sancho de Muñón, ed. J. Lónez


Barbadillo, Madrid, 1918. C a r o B a r o j a concluye: «La Inquisición era, pues,
como un ojo que todo lo escrutaba, un ojo de una maravillosa penetración
según lo que reflejan miles y miles de testimonios» (I, 359). Ver también I, 308.
57 Artes, p. 105. Técnicamente, la mosca alude al espía policía que
simulando ser un prisionero, informa de la conversación de sus compañeros;
el azechador, por otra parte, con frecuencia un «familiar» de la Inquisición,
operaba desde fuera, no perdiendo de vista a sus vecinos y amigos. C a s t r o
describe la situación del converso típico como sujeto a una «sociedad enlo­
quecida, que fisgaba en sus actos» (Realidad, 1.* ed., I, p. 543; Slruclure,
p. 569). Luego cita a Luis Vives que alude a los conversos que permanecieron
en España como si estuvieran en el exilio: «Y allí creen tener su destierro
donde el ciudadano molesta al ciudadano o al advenedizo; donde el vecino
curioso o turbulento causa enojo al vecino; donde inquiete el ánimo al pa­
riente, el amigo, el conocido a medias, el perfecto desconocido, y le arranque
de aquel reposo» (p. 552).

107 —
vieron dizían con gran enemistad capital que sabadeava como ju d ío »58.
Encontramos asimismo en el sumario de otro proceso entablado
en 1525, el de la erasmista y «alumbrada» María Cazalla, una serie
de testigos que habían observado atentamente su comportamiento du­
rante la misa. « ... al tiempo que alzaban la hostia y el cáliz miré con
curiosidad a María, y vi que estaba hincada de rodillas, apretado el
manto con las manos, escueta, derecha, sin mirar el Santo Sacramento
del altar y bajando los ojos al suelo, cosa que tomé por nueva y me
causó maravilla.» María Cazalla negó estos cargos, alegando: « ... siem­
pre he practicado oyendo misa los actos exteriores que acostumbra­
mos los católicos, conviene a saber, santiguarme con agua bendita,
Casos parecidos de observación directa y de maliciosa interpretación
de los gestos religiosos abundan en los anales de la Inquisición. De los suma­
rios de personas detenidas o sometidas a investigación en Talavera y alrede­
dores, he escogido cuatro ejemplos muy típicos. Primero, un campesino que
trabajaba para Diego de Oropesa, un amigo de Rojas, testifica: «Antes veía
este testigo al dicho Diego de Oropesa y tañendo el Ave María que _no
humillaba ni rezaba la oración y que algunas vezes este testigo y el dicho
su marido e madre se dejaban de humillar porque el dicho Diego de Oropesa
no lo hazía.» Segundo, en las acusaciones de 1557 contra la mujer del
licenciado Montenegro. Doña Marina de Rojas (al parecer no pariente del
Bachiller), por una loca y maliciosa beata encontramos lo siguiente: «porque
de diez veces gue doña Marina entrava en la dicha iglesia una vez tomaba
agua bendita y esa vez la tomava con un dedo como cosa que yba poco
en ello» (Inquisición de Toledo, p. 95). Tercero —y quizá el caso más estre-
mecedor— , es el de Martín Fernández Rubio, de la vecina villa de Halía
(donde Rojas tenía hipotecas sobre una considerable cantidad de propieda­
des). Sus padres y su mujer habían sido «quemados», y él, como consecuen­
cia, se encontraba bajo la vigilancia de todos los feligreses mientras estaba
en la iglesia. Alguien informó que nunca le vio rezar mientras se levantaba
la Hostia, pero su suerte quedó sentenciada cuando en 1522 más o menos,
dos vecinos informaron que en lugar de doblar las manos de la manera habi­
tual, ponía su dedo pulgar sobre los demás dedos haciendo haciendo con ello un
gesto despectivo conocido como higas tanto a la Virgen como al Santísimo
Sacramento. Como declaró más tarde, el lugar estaba lleno «de mala gente»
y que debiera haber vendido su propiedad y haber marchado antes. Después
de su ejecución, su sambenito fue colgado en la iglesia, pero ya no quedó
ningún pariente vivo que pudiera avergonzarse de ello. Unos setenta años
después, el sacerdote escribió a la Inquisición ¡para averiguar quién era y
qué había hecho! (Inquisición de Toledo, p. 182). Finalmente, hay toda clase
de testimonios contradictorios sobre el comportamiento exterior de Abrahán
García. Algunos testigos afirman que nunca le.vieron rezar, inclinarse o arro­
dillarse, mientras que otros —que le han observado detenidamente— afirman
que era escrupulosísimo en tales manifestaciones. A l b e r t S i c r o f f , en el
artículo sobre el monasterio de Guadalupe anteriormente citado (n. 39, arri­
ba), demuestra que sus Jerónimos (compuestos de cristianos viejos, conversos
sinceros, pero con frecuencia más o menos heterodoxos y judaizantes decla­
rados) empleaban gran parte del tiempo observando sus mutuas expresiones
y gestos, particularmente durante la Misa y otras ceremonias. Un tal Fray
Alonso de Nogales fue, como Pedro Serrano, acusado de estar «encorbán-
dose y encogiéndose» durante la misa de forma que semejaba la oración
judía (p. 103).

— 108 —
herirme el pecho cuando alzaban el Santísimo Sacramento, levantarme
al Evangelio, humillarme y rezar vocalmente.» No obstante, se le acusa
de haber dicho a un testigo que a veces durante la misa se sentía tan
angustiada «que querría más estar donde me azotasen dos sayones, y en
verdad ni esto ni aquello haría yo, sino para cumplir con el mundo» 59.
Sus sentimientos peculiares reflejan claramente el rechazo, no sólo de
la religiosidad ostentosa, sino también de muchas formas de exterio­
ridad ritual por parte de los erasmistas y de los alumbrados60. Pero
al mismo tiempo es curioso ver al escéptico Alvaro de Montalbán y
a la hondamente religiosa María Cazalla aguantar semana tras se­
mana en la misma situación y reaccionar frente a ella con un disgusto
semejante. El recibimiento entusiasta dispensado al E nchiridion de
Erasmo por parte de muchos conversos es un fenómeno mucho más
complejo y de más alcance que estas experiencias anecdóticas. No
obstante, no podemos dejar de especular sobre la probabilidad de que
la participación en el martirio del domingo hubiera afectado a la his­
toria de las ideas del siglo xvi.
Que Alvaro de Montalbán sufrió una prueba similar durante su
exhibición pública semanal (¡diariamente mientras vivió en La Pue­
bla!) se desprende del testimonio de sus azecbadores: «El dicho tes­
tigo nunca le veya en misa los domingos ni fiestas, sino es alguna vez
que yva con su hija, y que en entrando en la iglesia se sentara en vn
poyo cabizbaxo y que asy se estavua sin sentarse de rodillas ni qui­
tarse el bonete... Murmuraban muchas mugeres en la yglesia de verle
asy syn devoción y sin verle rezar ni menear los labios; e que otras
vezes se metía en vna capilla, donde estaua hasta que se acabase el
ofifio, sen tado »...61. La defensa de Alvaro tiene el mismo tono de
total cansancio y sumisión que acusamos antes: «en lo que dize de
estar la cabera baxo y con poca devoción dixo que no se acuerda;

59 J . M e l g a r e s M a r í n , Procedimientos de la Inquisición, M a d r id , 1888,


H, 8 y 17. . . _
60 El estudio fundamental sobre la religiosidad erasmiana en España es
el lúcido y sensible Erasme et l’Espagne, de M a r c e l B a t a i l l o n , París, 1937.
Versiones ampliadas más recientes aparecieron en Méjico en 1950 y 1966
(Erasmo y España). Aunque no está fundamentalmente interesado con los
orígenes raciales, Bataillon revela el predominio de los conversos entre los eras-
mistas entusiastas. Parecen haber encontrado en sus enseñanzas una variante
del cristianismo espiritual con más sentido y más confortable que el culto
normal exteriorizado. Fray H e r n a n d o d e T a l a v e r a , un converso preerasmista
y santo confesor de la Reina Isabel, reconoce de manera bastante ambigua la
importancia de la conducta externa en su explicación de «Como se ha de
haver al momento de comulgar». Dice, por ejemplo, «el comulgante debe
otrosí gemir y llorar, a lo menos en el corazón, el desagradecimiento pasado á
tan benigno Señor» (Breve forma de confesar, NBAE, vol. 16, p. 39). Fray Her­
nando, en otras palabras, reconoce que el comportamiento piadoso es indis­
pensable para sobrevivir, pero insuficiente para la salvación.
61 S frran o y S an z, p . 2 7 1 .

109 —
pero que podría ser, porque es ombre de mucha hedad e sordo...,
pero que siempre tenía devoción y rezaua estando en la yglesia y es-
taua de rodillas e quitando su bonete al tiempo del al$ar; e que sobre
todo pide misericordia...».
El suegro de Rojas es un hombre que ha venido siendo observado
tanto tiempo y tan intensamente que parece estar ya entumecido.
Ya no puede seguir manteniendo las necesarias cautelas; es decir, en
lenguaje de nuestro siglo, ya no puede controlar más su «imagen».
El caso opuesto sería el de la creación de su yerno, Celestina, que,
como el amo ciego del Lazarillo62, hacía una perfecta imitación de
una «beata» y al mismo tiempo guardaba su vida interior para sí. Como
dice Sempronio, «Quando ay que roer en casa, sanos están los santos;
... Lo que en sus cuentas reza en los virgos que tiene a cargo e quán-
tos enamorados ay en la cibdad e quántas mo?as tiene encomenda­
das... Quando menea los labios es fengír mentiras, ordenar cautelas
para hauer dinero; por aquí le entraré, esto me resoonderán, estotro
replicaré»63. Alvaro de Montalbán, al contrario, ha sido vaciado de
la vitalidad que late en Celestina por los numerosos ojos que le tala­
dran. Es un criba, un hombre tan perforado por la observación ajena,
que ya no puede mantener un aspecto firme ante el mundo exterior
(un «ser quien es» en el lenguaje del tiempo). En cierto sentido se ha
convertido en la persona que sus observadores interpretan que ha
de ser. Le han capturado tan efectivamente que su encarcelamien­
to por la Inquisición parece casi anticlimático.

E v a sió n y a f ir m a c ió n pe r so n a l

La comprensión de la prueba de Alvaro de Montalbán como re­


presentación de la manera en que muchos conversos se veían obliga­
dos a vivir puede ayudar a explicar la urgencia que el propio Fer­
nando de Rojas sentía de quitarse de en medio y de esconder su pro­
pia biografía. Tan gran simplificación sería afirmar que Rojas pasó
su vida tratando de ocultarse de la Inquisición, como afirmar que La
C elestina oculta un mensaje subversivo tras una máscara moral. La
cosa es más sutil y tiene raíces más profundas. Asediado por una
multitud de ojos inquisitivos, el anonimato era descanso, nirvana, vida

Lazarillo hay por lo menos otros dos maestros del arte de la


oración publica, el extravagante, pero eficaz buldero, y el irreprochablemente
tranquilo escudero. Ver mi «Deadi of Lazarillo», citado anteriormente, n. 55
_ A c to I X . Bastante más interesante para nosotros que la dudosa hipó­
tesis de que Celestina pudiera ser una conversa que sabía mantenerse a flote
(ver Lap. VII) es la importancia del tema de la piedad externa e hipócrita
en -Ltf Retestina y a la vez en el mundo en que los conversos se veían obligados
a vivir. *

— 110 —
sin figura. Como dice Sartre hablando de los judíos que viven en una
sociedad gentil: «El judío no se molesta por que le quieran por su
dinero; el respeto, la adulación que sus riquezas le proporcionan van
dirigidas al ser anónimo que tiene tanto poder de contratación; en
realidad, es precisamente este anonimato lo que está buscando: de
forma paradójica, quiere ser rico para pasar desapercibido.» La ima­
gen del dinero, en otras palabras, aparta y deslumbra los ojos de los
observadores M.
Aunque este camino particular al anonimato no era aconsejable
en un mundo dominado por codiciosos inquisidores y envidiosos cris­
tianos viejos, la necesidad de evadirse era mucho más intensa. Y qui­
zá fue Fernando de Rojas el mayor genio de su tiempo en cuestiones
de evasión. Trasladándose a otra villa y remedando allí el comporta­
miento cristiano con aparente perfección, así como el «evaporarse
fuera de la existencia» en una obra de arte de ininterrumpido diálo­
go, Rojas triunfó donde su suegro había fracasado65. Al final de La
C elestina, después que todos los caracteres han acabado de hablar,
hay unos versos titulados «Concluye el autor» que (como observa
Marcel Bataillon)66 han sido generalmente pasados por alto por los
críticos. La razón es clara. En estos versos, el supuesto «autor» se
sumerge en el punto de vista de la colectividad, de los observado­
res que le rodeaban. Castiga a los enamorados moralmente, incita
al lector a evitar su fatal transgresión y «concluye» con una de las
dos alusiones explícitas a Cristo (la otra está en los versos inicia­
les) en toda la obra67: «Pues aquí vemos quán mal fenescieron /
64 J e a n - P a u l S a r t r e , Réflexions sur la question juive, París, 1954,
p. 157. Lope de Vega hace la misma observación que Sartre sobre la riqueza
de los conversos en El galán de la membrílla. En el Acto I, dos personajes
discuten los méritos de un enamorado cuya sangre, como se ha sabido^ esta
ligeram ente m anchada; « T e l l o ; «R am iro es rico y G alan / no le esta m al
a Leonor.» B e n i t o : «Tiene no sé qué, señor; / más son cosas que ya es­
tán / cubiertas con el dinero / en el mundo.» T e l l o : «Bien sé yo / lo que
el dinero doró, / que fue el dorador primero. / Si dora una guarnición j de
espada un pobre, echarán / de oro un pan, y solo un pan, / que a la primera
ocasión / que se trae, se desdora / y luego el hierro se ve; pero si de rico
fue, / con tantos panes se dora. Que nunca el hierro descubre; / y tales las
faltas son; / que en la menor ocasión / la del pobre se descubre, / y la del
rico jamás, / porque tiene a las riquezas / respeto el mundo”».
65 Como veremos, la familia Rojas puede ser considerada como perte­
neciente a una época posterior a la de los contemporáneos _angustiados e
imprudentes de Alvaro de Montalbán. Contrariamente a estos individuos mal
adaptados y sorprendidos (estudiados por C a r o B a r o j a , ver n. 2 1 ) tanto
el Bachiller como sus hijos y nietos, hicieron todos los esfuerzos posibles
__en cuanto podemos saber— para conformarse. Para la documentación
contemporánea de este tipo de conducta ver A n t o n io D o m ín g u e z O r t i z ,
La clase social de los conversos en la edad moderna, Madrid, 1955, p. 223,
y en otras partes (en adelante, citado como D o m ín g u e z O r t i z ).
66 B a t a i l l o n , p. 2 1 5 . , .
67 Esto no tiene en consideración la interjección jesu empleada en vanas

111 —
aquestos amantes, huygamos su dan$a, / Amemos a aquel que espinas
y lan^a / Acotes y clauos su sangre vertieron. / Los falsos judíos su
haz escupieron, / Vinagre con hiel fue su potación; / Porque nos
lleue con el buen ladrón, / De dos que a sus santos lados pusieron.»
Con las palabras «falsos judíos», Fernando de Rojas, con toda la ha­
bilidad de un mago de la escena, completa su desaparición 6S. Es la
última ironía de La C elestina, es la rúbrica final de un autor que ha
comunicado todo lo que tenía que comunicar y que está a punto de
emprender una nueva vida como jurista m.
El hecho de que otros conversos reaccionaran de manera muy di­
ferente; de que, como el bachiller Sanabria, manifestaran descarada­
mente su condicion personal al mundo en un grito que oscila entre
la broma y la angustia («¡Boto a Dios que soy judío, boto a Dios!»)
no es objeción válida. Las reacciones humanas, lo mismo que los va­
lores humanos —así nos lo enseña Erik Erikson— son polares, y la
misma necesidad del anonimato conduce con frecuencia a actitudes de
explosion humorística o agresiva. Un campeón de este juego peligro-
? rn Uf conc^scÍPul° de Rojas en Salamanca, el médico Francisco de
Villalobos, que a lo largo de su vida hizo amargas charadas con su
propia figura70. Una anécdota típica que circulaba todavía a finales
de siglo es recogida por Luis de Pinedo en su antología de diálogos
ingeniosos, el Libro d e Chistes 71* Villalobos se encuentra en la igle­
sia en el trance embarazoso de ser denunciado públicamente como
medicucho por la viuda de un paciente fallecido. Un joven se acerca
a él y le obliga a venir rápidamente a la cabecera de su padre en­
fermo. Villalobos contesta: «Hermano, ¿vos nos veis que aquella que
ocasiones. En el Cap. VII estudiaremos la repugnancia del converso a pro­
nunciar el nombre de Cristo.
“ Como observa María Rosa Lida de Malkíel, Rojas añadió la descrip­
ción deprecatoria «falsos judíos» solamente en 1502 como uno más de los
cambios que convirtieron la «comedia» en «tragicomedia». El hecho mismo
de que fuera un pensamiento ulterior indica —en mi opinión— el deseo
consciente de Rojas de aparecer conformista.
69 Hay una pos;ble ambigüedad en el adjetivo falsos. Quizá se podría
interpretar como un rntento de separar a los criminales judíos responsables
de la crucifixión de los que nada tenían que ver con ella. Los conversos
2 ™„ T mente' d ' {? cu*P«biIidad de sus antepasados de
f l Coni? insistían en el carácter judío de la Sagrada Familia
TorrehlTnr^ Vm in 9 ^ ° j ? ARj0JA’ Para un estudio del «Memorial» de
i j ^tendiendo a la comunidad de judíos españoles
contra el cargo de deicidio (II, 313-314) p
t ul o™vn' I0 1963> pm icatam tnte d capí-
j i • Villalobos se daba perfecta cuenta de su manera de ser v
de Jos términos antitéticos expresados dentro de ella, queda manifiesto en
estos versos reveladores: «Escrivo burlas de veras, / Padezco veras burlan­
do, / Y gufro dtssimulando / Mil angustias lastimeras, / Que me hieren
r 2í :m u “ a ' Dissimub ei ikn“ ' & - • 4 2
71 Sales españolas, I, 225 ss.

— 112 —
va allí va vituperándome y llamándome judío porque maté a su ma­
rido? —Y señalando al altar— : Y esta que está aquí está llorando
y cabizbaja porque dice que le maté su hijo, y ¿queréis vos vaya aho­
ra a matar a vuestro padre?» Otra vez, en un autorretrato directo (es­
crito en forma de diálogo) apunta sus dudas sobre la existencia del
Espíritu Santo72.
Al tratar de comprender este extraño comportamiento desde den­
tro, el ensayo de Sartre es importante, por cuanto no está interesado
por el judaismo p er se, sino por la «situación vital» del judío en una
sociedad extraña. Pues es precisamente esa situación (una situación in­
dependiente de la discrepancia en la fe) lo que se intensificó lastimosa­
mente para Rojas y sus compañeros. Sartre escribe lo siguiente: «La
raíz de la inquietud judía es esa necesidad en que el judío se encuentra
de no cesar de interrogarse, y de tomar finalmente partido, acerca
del personaje fantasma, desconocido y familiar, inasible y próximo,
que le obsesiona, y que no es más que él mismo, él mismo tal y como
es para los demás» 73. Lo cual significa —aplicado a nuestro intento—
que los acechadores crean otro yo, un yo que por otra parte bien puede
evadirse retirándose al anonimato, o ser dominado y dirigido haciendo
el payaso. O había que camuflarse, o si no convertirse en eterno choca-
rrero habitual, categoría humana familiar de la época cuyo ingenio se
especializa en observaciones chocantes y que por lo mismo hace de
sus observadores —sus m osca s y azecbadores— un auditorio74.
Si Rojas, después de escribir La C elestina, parece haber tomado
el primer camino, Villalobos tomó claramente el segundo. Acentuan­
do su condición de judío, haciendo filigranas con sus características de
converso, jugando al máximo su papel, entretenía a su noble clien­
tela al mismo tiempo que actuaba como su médico. Para citar sola­
mente uno de los muchos comentarios que se le atribuyen cuando
habla de su cobardía, dice, «Yo que era el mayor judihuelo de mi
p u eb lo ...»75. Y con todo, al mismo tiempo podemos sentir en sus
17 Ver Curiosidades bibliográficas, BAE, vol. 36, p. 444.
73 Réflexions, p. 101.
74 El Bachiller Sanabria se defendió contra varios cargos de descuido
verbal diciendo que era hombre de «muchas chocarrerías y burlas con los
amigos». Por otra parte, para el fanático Juan de Padilla, conocido como «el
Cartuxano», esta disculpa, si la hubiera escuchado, hubiera sido tan repren­
sible como la ofensa. En su Retablo de la vida de Cristo envía concretamente
a los chocarreros al infierno junto con otros Judas conversos que «venden
a Christo». Ver Cap. VIII, n. 120. De una manera parecida, pero más compa­
sivo, Fray H e r n a n d o de T a l a v e r a , en su Breve forma de confesar, p. 3 0 ,
trata largamente «el pecado de la ironía o de disimulación».
75 Para muchos conversos —los poetas Rodrigo de Cota y Antón de
Montoro son ejemplos conocidos— lo molesto de su situación quedaba ali­
viada únicamente por esta exhibición. Las cartas de V i l l a l o b o s son ricas en
comentarios con frecuencia demasiado dolorosos para ser humorísticos. «Yo no
puedo negar á V. S. esta maldita naturaleza que saqué de mi nación y tan sucia

— 113 —
8
escritos su profundo asco de sí mismo, su asco incluso de la risa que
tan bien sabía suscitar16. Los dos, él y Rojas, escribieron sus prime­
ros libros en los últimos años del siglo xv estando en Salamanca, pero
desde aquel momento sus vidas tomaron rumbos opuestos, pero no
desvinculados. Uno eligió el anonimato, y el otro, una incesante y en
definitiva frustrada búsqueda de afirmación personal por el desplie­
gue tanto de su habilidad profesional como de su cómico «personaje
fantasma» ante los hombres más poderosos de su tiempo.
Después de haber propuesto este contraste esquemático entre las
actitudes y biografías de Rojas y Villalobos, he de apresurarme a
añadir que un factor significativo derivado del mismo es la calidad y
la profundidad de la expresión creadora personal en los dos casos.
La C elestina es, entre otras y muy importantes cosas, una coherente
y profunda revelación de la vivencia del converso —afirmación ba­
sada no solamente en mi propia interpretación, sino también, como
veremos, en sus lectores contemporáneos77— . Una vez que hubo
dicho lo que La C elestina dice, ya podía Rojas hacer las paces consi­
go mismo; podía, también, aceptar la propia aceptación de su condi­
ción durante los largos años que todavía le quedara vivir. Pero un
Villalobos, forzado a jugar sin cesar con su máscara de chorar re ro
(incluso se imagina a sí mismo jugando el papel de Sempronio en la
tentativa fragmentaria de diálogo celestinesco que acabamos de men-
mencionar)7S, no pudo nunca encontrar satisfacciónw.
que no la he podido lavar con todo el Jordán y el Espíritu Santo encima dél»
(Algunas obras, p. 21). La crítica oculta va contra los cristianos que no creen
en la eficacia de su propio sacramento del bautismo, pero al mismo tiempo
hay una nota de perversa autoflagelación. Para más estudio y ejemplos, ver
C a r o B a r o j a , I , 284-292.
76 En su Tratado de la gran risa, V i l l a l o b o s describe la circunstancia
de un humorista en la Corte de la siguiente manera prequevedesca: «Esta risa
es propiedad de una alimaña que se llama la corte. Este es un animal que
siempre se anda riendo, sin haber gana de reír; tiene dos o tres mil bocas,
todas muertas de risa, unas desdentadas como bocas de máscaras, otras colmi­
lludas como de perros, otras grandes como calaveras, que descubren de oreja
a oído, otras fruncidas como ojales de botones, otras barbudas y otras rasas,
otras masculinas, otras vocingleras y otras roncas y otras gomitonas...» (Cu­
riosidades, p. 454).
77 Ver Cap. VII, nn. 16-21.
78 Después de una serie de intercambios jocosos, algunos de los cuales
nos recuerdan el estilo del Acto I, hay un aparte parcialmente comprendido
como en La Celestina:
«Duque.— ...e n mi seso estoy de haceros mercedes, como os las he
hecho, más por vuestra buena razón que por la física.
Doctor,—Tal salud os dé Dios como vos me habéis hecho las mer­
cedes, y aún como me las haréis.
Duque.— ¿Qué estáis gruñendo entre dientes?
Doctor,—Digo, Señor, que Dios dé mucha salud á vuestra señoría
por las mercedes que me ha hecho y me hará.» (Curiosidades, p. 446.)
79 Para un atinado y detallado estudio de un autor atormentado por n na

— 114 —
Me apresuro también a admitir que el contraste no es absoluto.
Rojas, contrariamente al autor de Lazarillo d e T orm es, no eligió el
camino del anonimato total80. No sólo había el acróstico y el autorre­
trato en ei prólogo donde el autor se presenta como autor preocupa­
do, intelectual y timorato (al tener que presentarse, se sirvió de esa
máscara convencional, pero no necesariamente falsa), sino que ade­
más, como hemos visto, era conocido como «el que compuso a Ce­
lestina» durante tres y cuatro generaciones después de su muerte. El
hecho de escribir La C elestina (deducimos) supuso un m ín im u m de
autoafirmación: «Yo soy el autor, y así soy yo.» Pero al mismo tiem­
po el estilo de su redacción y el modo de vida del que la escribió
reflejan un talento extraordinario para el anonimato en cuanto autor
y en cuanto ser humano, talento que al menos en parte hemos de
vincular a la afirmación de Alvaro de Montalbán: «dixo que nom-
brava por su letrado al bachiller Fernando de Rojas, su yerno, vecino
de Tala vera, que es converso».
Esta meditación sobre la vida y el suplicio final de Alvaro de
Montalbán nos ha servido, pues, como de pórtico a la situación hu­
mana en que fue creada La Celestina. Esto fue debido menos a que
la víctima fuera el suegro de Rojas, que a su existencia típica entre
las de muchos conversos de su generación8I. El atributo fundamental
de esa existencia se nos revela en las palabras de los inquisidores mis­
mos: la afirmación recogida casi literalmente de que solamente acep­
tarían a un abogado «sin sospecha». La desgracia de esas innumera­
bles vidas que todavía nos gritan desde los archivos de la Inquisición
radica no sólo en un sentimiento de diferencia (del género descrito
por Sartre) sino todavía mucho más en las nubes de mortal sospecha
que les envolvieron. Suspicaces entre sí, objetos de sospecha por parte
de todo el mundo, los conversos vivían en un mundo en que no se
podía contar con ninguna relación humana, en que una frase impre­
meditada podía traer una humillación indecible y una insoportable
tortura. Era un mundo en que había que estar constantemente obser­
vándose a sí mismo desde el punto de vista ajeno, el de los acechado­

sucesión de roles insatisfactorios, ver J . R. A n d rew s, Juan del Encina, Ber-


keley, Cal., 1959.
80 Ver mi «Death of Lazarillo», anteriormente citado (n. 55).
81 Me refiero particularmente a aquellos individuos mal adaptados, sor­
prendidos e imprudentes, cuyas diversas indiscreciones constituyeron el ne­
gocio de la Inquisición durante sus primeras décadas (ver n. 21). Muchos
otros contemporáneos suyos fueron sospechosos por un fervor contrario a su
«Acá toviera bien»: erasmístas intelectuales, alumbrados sensuales, seguidores
ignorantes de una variedad de improbables profetas, incluida una jovencitade
quince años que insistía en haber visitado el Cielo y haber visto los mártires
de la Inquisición en tronos de oro, y otras cosas. Como veremos, es bastante
más difícil calibrar las reacciones que describir la común situación de la
casta.

115 —
res desde fuera. Era un mundo de simulación y camuflaje interrumpi­
do por estallidos de autenticidad irrefrenable, de lugares comunes
rotos de repente por una súbita «originalidad», de máscaras neutrales
que se quitaban para revelar las muecas de las caras y las voces ás­
peras del disentimiento. Un símbolo expresivo y harto repetido de esta
represión fue el empleado por Raimundo G. de Montes (en su obra
A ries, parcialmente autobiográfica): las mordazas y las esposas de
hierro que llevaban las víctimas impenitentes al patíbulo a fin de
impedir que se dirigieran a la multitud. Estas, nos dice él, eran sola­
mente la contrapartida física de «aquellas mordazas más fuertes que
el hierro con las que la Inquisición aseguró su tiranía»82.
Los lectores del siglo xx pueden verse propensos a entender las
experiencias de Alvaro de Montalbán y de sus compañeros en térmi­
nos de los personajes de Franz Kafka. Sin embargo, aquéllos no tu­
vieron incertidumbre alguna sobre las transgresiones que les pudie­
ron llevar al tormento, ni había en ellos vaguedad alguna sobre la
última autoridad a la que estaban sometidos. El tormento físico y
mental de estos hombres, mujeres y niños, más que emerger de un
vago sentimiento A ngst, era clara y perfectamente definible. Lo
mismo que la agonía amorosa de Calisto, su incendio duraba más y
era más doloroso que el de ninguna otra llama.
Por otra parte, la enorme disparidad de fuerzas entre los que sos­
pechaban profesionalmente y los que estaban bajo sospecha es fami­
liar a nuestra propia experiencia histórica como algo predicho por
Kafka. H. C. Lea, el más sobrio y completo investigador del tema,
escribiendo en un tiempo en que parecía que este tipo de institucio­
nes pertenecían al pasado, describe la Inquisición de esta manera:
«Semejante concentración del poder secular y de la autoridad espi­
ritual protegida con tan poca limitación y responsabilidad no ha sído
confiada nunca, bajo ningún sistema a la falible naturaleza huma­
na» A resultas de lo cual, según una descripción del tiempo: «An-
dam estes mal bautizados tan cheos de temor fera que pella rúa vam
voltando os olhos se os arrebata, e com os corafoes yncertos e como a
folha de aruore mouedi^os caminham e se param atonítos, com temor
se delles vem trauar» B4.
Contra este monstruo burocrático y contra el número infinito de
82 Artes, p. 5.
“ L e a , II, 2 3 3 .
84 S a m u e l U s q u e , Consolagam as tribulagoen*
de Ysrael, citado por C a r o
B a r o ja ^ II, 440. Usque hablaba en realidad sobre
Portugal, pero la situación
de Castilla en las primeras décadas del siglo xvi se le podía comparar perfec­
tamente. El librero talaverano Abrahán García declaró a los inquisidores que
un pariente suyo, un Martín Enrique, médico regio en Portugal, le había ur­
gido en repetidas veces a buscar la seguridad en aquel reino, manifestando su
sorpresa de que un converso pudiera dormir pacíficamente en Castilla dado
que « do estaba en más de vida en cuanto su mozo quisiese».

— 116 —
ojos y oídos aficionados y profesionales, que le servían como sus
órganos del sentido 85, la única defensa del converso particular era
evadirse de la multitud, llevar en todo tiempo su frágil y a veces
inaguantable armadura de conformidad. Piadosas frases hechas, gestos
rituales, calculadas expresiones faciales y exhibición calculada de
costumbres dietéticas cristianas, todo ello constituía una especie de
negación del yo —pendiente de una incesante autoinspección— den­
tro de la cual se podía esperar vivir desapercibido. Pero dentro de
esta concha, la conciencia ardía más, avivada por una obligada aliena­
ción y atizada por el miedo, la vergüenza, el orgullo y, sobre todo,
por el resentimiento. Villalobos, que conoció a estos conversos me­
jor que nadie de su tiempo, expresa los sentimientos de los mismos
con un rasgo estilístico típico. Comentando una carta de un amigo
francés, escribe: «dixe entre mí [con sorpresa]: este noble señor con­
migo habla; parece que me responde; el romance es de puro caste­
llano, la retórica es de toscano, la prolixidad de siciliano, la venganza,
de marrano; los disparates, de é l» 66.
El resentimiento y la venganza no son sentimientos que hayamos
de atribuir a las criaturas desesperadamente atormentadas de Kafka
pero, como veremos, parece que sí subyacen en ciertas observaciones
hondamente maliciosas de C elestina. Concediendo que tal reacción ante
la vida y el mundo es, por definición, negativa, solitaria, antipáti­
ca, y en la mayor parte de los casos improductiva, prestémosle no
obstante simpatía y comprensión. Comencemos por aceptar la invita­
ción de Francisco Márquez a meditar «sobre el sinvivir de aquellas
existencias aupadas sobre una mentira inicial y que podían derrum­
bar el soplo de un delación, de cualquier cominería nacida de alguna
inconfesable envidia o resquemor»87. SÍ lo hacemos asi, y somos
capaces de recorrer los siglos con animo de captar refajos de aque­
llas ardientes conciencias, podemos aprender otra cosa distinta. Y es
esta cosa distinta lo que importa: podemos comprender cómo fue
posible a Fernando de Rojas utilizar su situación de una forma crea­
dora y positiva, convertir, en otras palabras, su resentimiento en
ironía. O, como observa el filósofo español, José Ferrater Mora,

53 L l ó r e n t e , en su Memoria histórica, y C a s t r o , en La realidad, citan


el juicio cautelosamente expresado del historiador jesuíta P* juap de Mariana
en el sentido de que el aspecto más impugnable de la Inquisición no era el
traspasar los pecados de los padres a los hijos, ní la denuncia secreta, nt si­
quiera la pena de muerte por infracciones menos importantes. Peor que esta
lista cada vez mayor de iniquidades institucionales era «que le s quitaban la
libertad de oir y hablar entre sí, por tener en las ciudades, pueblos y aldeas
personas a propósito, para dar aviso de lo que pasaba, cosa q u e a l g u n o s
tenían en figura de una servidumbre gravissima y a par de muerte». Keattdaa,
1* ed-, I, p. 509.
36 Algunas obras, p. 9.
87 Investigaciones, p . 7 9 .

117 -
«La ironía emerge sólo cuando la vida humana existe, individual o
colectivamente, en un estado de "crisis”... Si en el fondo de todo
estado de crisis humana hay una especie de desesperación, puede
admitirse que la ironía, cualquiera que sea su forma, es un modo
de escapar, o tratar de escapar, de esta desesperación»ss. Si podemos
llegar a entender el sentido de estas frases de Ferrater no sólo con
nuestra razón, sino con nuestra vida, si podemos de esta forma llegar
a participar con la imaginación en la desesperación de Rojas, habre­
mos, por fin, comenzado a responder la pregunta que venimos hacien­
do: «¿Cómo fue posible La C elestina?»

La c á r c e l

A modo de epílogo podemos echar una breve ojeada al interior


de los muros impenetrables de la cárcel de la Inquisición de Toledo.
En 1525, cuando Alvaro de Montalbán se vio obligado a residir en
ella, habla un número considerable de otros presos cuyos casos indi­
viduales —a pesar de la resignación senil o del confinamiento solita­
rio— bien pudieron llegar a su horrorizada atención. De los sumarios
de los procesos y de los «soplos» que incluyen, bien sean de los
presos que trataban de conseguir el favor de los inquisidores o de los
m oscas profesionales, pudiera parecer que toda la institución estaba
envuelta en rumores, ecos, voces, cuchicheos subrepticios y señas
desde las ven tan asP o strados en la agonía e incertidumbre, los indi­
viduos acusados encontraban en sí mismos un irresistible impulso
hacia la comunidad. El consejo de los que habían sufrido interroga­
torio y tortura, las noticias del mundo exterior y de las familias,
traídas por los que seguían ingresando en la cárcel, los avisos contra
un testimonio que pudiera traicionar, y sobre todo el mero solaz del
diálogo eran por sí mismos indispensables y daban al lóbrego aloja­
miento más la apariencia de un club infernal que de un hotel imper­
sonal. De todos modos, haya o no participado Alvaro de Montalbán
s® Tres mundos, Barcelona, 1963, p. 137.
• 39 pr° ces?s de Abrahán García (1514) y del médico bachiller Fran­
cisco de San Martin 1537, Inquisición de Toledo, p. 229) reveían mejor que
otros varios que he leído este aspecto de la existencia en la prisión. Aparte
e las denuncias originales (San Martin se había negado a comer un estofado
de lamprea en una taberna de Valladolíd), ambos habían sido perjudicados
por una información detallada de su indignación ante su propia situación
(ver Caps. IV, n. 22, y III, n . 49). Puesto que no eran judaizantes, difícil*
mente podían llegar a creer que fuese posible lo que les iba a suceder o que
fuese posible tal regimen. De todos modos, ya que todo lo que dijeron fue
delatado por moscas y' compañeros de prisión, sus casos ofrecen una transcrip­
ción fascinante del diálogo de aquella sociedad encarcelada. En el primer pro­
ceso se consigna que «todas las noches los prisioneros gritan las preguntas de
vuestras Reverencias en la Ynterrogadón».

— 118 —
en aquella camaradería verbal, había otros con él en la prisión, y sus
diversas situaciones particulares merecen examen. Aunque distinta
de la suya, nos pueden dar perspectivas complementarias para su
propio caso e historia.
Dos de los presos les fueron seguramente bien conocidos, tanto
de Rojas preocupado en Talavera como de su suegro, que padecía
con patético desaliento dentro de los muros. Uno era pariente en
grado desconocido, Bartolomé Gallego, que había sido un mes an­
tes y cuyo caso se examinará más detalladamente en el capitulo VIII.
De momento, basta con decir que, sometido a interrogatorio, iden­
tificó a su madre como tía de Leonor Alvarez, y así ■mismo como
judío que acompañó a su padre al destierro en 1492, Antes^ de
volver primero a su lugar de nacimiento, La Puebla, y despues^ a
Talavera, había vivido en Marruecos y Argel y había sido denuncia­
do en realidad por un desliz oral. Había comparado favorablemen­
te la limpieza ritual de los mahometanos con el descuido cristia­
n o 90. La otra era una bruja de la aldea de El Carpió, en las proxi­
midades de La Puebla. Su nombre era Inés Alonso, «la Manjirona»,
y puesto que, al tiempo de su detención el año anterior, tenía unos
noventa años, su reputación en la región y su conocimiento de los
bajos fondos de la comunidad local debían ser grandes. Una vez más
tendremos que esperar hasta después (capítulo V) para tratar más
ampliamente sus actividades profesionales bastante primitivas (muy
por debajo del nivel alcanzado por Celestina)91. Lo que ahora^ nos
interesa es sugerir que los dos debieron ser compañeros muy incómo­
dos para Alvaro de Montalbán. Se puede suponer que se apartaría de
ellos lo más posible, confiando desesperadamente el no verse envuelto
con ellos bajo ningún respecto. El que su nombre pudiera salir en los
interrogatorios a que fueron sometidos sólo haría empeorar las cosas.
Como sabemos, los inquisidores sugerían a veces posible clemencia a
los encarcelados que dieran detalles del pasado de sus compañeros y
estuvieran dispuestos a informar sobre ellos. ^
Un preso de Toledo, cuya culpa principal no era distinta a la del
propio Alvaro, era un tal Francisco Alvarez, fichado como «portu­
gués» 92. Encarcelado por primera vez en 1522, manifestó mas ade­
lante a un amigo que había estado detenido durante tres años tenien­
do sólo una silla para dormir. Exagerando todavía más la iniquidad
inquisitorial, el resentido e imprudente ex presidiario llegó a decir
que su única culpa era haber llevado camisas limpias los sabados y
que los testigos de cargo eran tan sólo conversos miedosos cuidado­
samente adoctrinados por los inquisidores. Por este crimen de violar

90 S errano y S anz, pp. 252-255.


91 Vidas mágicas, II, 12-16.
52 Inquisición de Toledo, p. 162.

— 119 —
«e l secreto» (esto es, de hablar a otros de la experiencia personal con
la institución) fue detenido en 1531 y luego condenado, si bien se
desempolvaron de los archivos buen número de otros c a r g o s E n t r e
ellos, y al parecer el que dio comienzo a sus penas, había una indis­
creción impremeditada del género arriba expuesto. La ocasión fue
Un l u-pU? S°bre la autenticidacl de una «carta de pago» que Alvarez
no había firmado, pero que otra persona le había atribuido a é l Des­
pués de examinarla en presencia del alcalde, explotó diciendo: «¡juro
a Dios tan falsa es como la fe de Dios!» Y luego (como el desventu­
rado medico que había gritado que los evangelistas eran unos embus­
te ro s)^ apresuró a corregirse; «tan falsa es como el diablo». Difícil
es decir si esta blasfemia fatal se debió al descuido de un acceso de ira
o si fue resultado de un desliz freudiano provocado por la palabra
Dios en la primera cláusula; pero, como en el caso de Alvaro, una vez
que estas palabras fueron pronunciadas y pasaron a constar en su ex­
pediente, Francisco Alvarez ya no podía negarlas ni olvidarlas.
. finalmente, según los documentos vistos por Lea, la famosa Fran­
cisca Hernández, cuyos poderes de seducción física y espiritual fue­
ron el escandalo de la época, pasó uno de sus varios períodos de
encarcelamiento en la misma prisión en 1525 9\ Puesto que más
tarde tendremos ocasión de mencionar el culto ferviente (particu­
larmente entre los creyentes más o menos heterodoxos) que ella ani­
mo y exploto, no son necesarios más comentarios sobre este punto
Lo importante es que este muestreo al azar de la población encar­
celada (el archivo es desesperantemente incompleto) ilustra la amplia
varieda ddeitpos de delincuencia representadas por los tristes compa­
ñeros de Alvaro de Montalbán. Brujas, indefensos, personas vueltas
del exilio que habían probado las tres religiones, escépticos amargados
y. °f , ^ue sabian como medrar al amparo de la exaltación reli­
giosa de la época, estaban hacinados juntos detrás de los barrotes de
lo que literalmente bien puede llamarse su penitenciaría.

condenado en 1537, aunque la sentencia no se concreta en el exüe-


diente, Entre otros cargos hay quebrantamientos del ayuno y abstinencia de

„ que slSue; «Wue alabando a uno por muy agudíssimo dixo ouer¿k
c h r ¿ o e.>l’ab'a did,° qu<! ” la lcy de Moys's“ y
P o ^ A n g e l? S E L ¿ T n El t u f a r .HistoZ 0{ (? pah3’ m 0 > P- 2 6 L Citado

— 120 —
C A PIT U LO III

FAMILIAS DE «CONVERSOS»

Los claros ingenios de doctos varones castellanos.


F ernando de R o ja s

No sé yo por cierto, señor, cómo esto se pueda pro­


porcionar: desecharnos por parientes y escogernos por
señores.
F ernando del P ulgar
La c a s ta d e lo s c o n v e rso s

El suplicio de Alvaro de Montalbán a manos de Baltasar de Cas­


tro, Antonio González Francés y el temible Alonso de Mariana fue
en solitario. Nada importa el que pudiera haber tenido comunica­
ción subrepticia de celda a celda con su errante pariente Bartolomé
Gallego o con su anciana vecina, Inés Alonso, para que a la hora de
enfrentarse con sus inquisidores estuvieran tan solo como puede estar
un hombre. Solamente en el trance de la muerte tendremos que pasar
probablemente por una situación semejante. Y lo que es todavía más
angustioso, es que el interrogatorio tendía por sí mismo a buscar los
recuerdos de haber estado acompañado: un lance de adolescente ena­
morado, los juegos en las «cabañuelas», días de desasosiego en la
iglesia, una excursión con amigos al campo, los negocios con sus so­
cios y, sobre todo, las relaciones familiares que había cultivado y trai­
cionado, Durante aquellas horas de radical soledad, cuando el diálogo
mismo semejaba una batalla desesperada, surgió el fantasma de otra
vida, vida en compañía, una vida dedicada —a veces con éxito mode­
rado y otras con doloroso fracaso— al amor y a la subsistencia. Es
esta segunda vida la que nos interesa en el presente capítulo. En lu­
gar de seguir meditando sobre Alvaro de Montalbán, Francisco de
Villalobos o el casi desaparecido Fernando de Rojas como individuos
que reaccionan ante una circunstancia de sospecha, ahora los contem­
plamos, en cuanto colectividad, como miembros de la que Américo
Castro ha denominado (captando el significado del lenguaje del tiem­
po) «la casta de los conversos». Nacidos todos ellos en una circuns­
tancia histórica común, ¿cómo vivían y cómo se veían a sí mismos
como entidad social?
— 123 —
El concepto de casta implica primero y sobre todo la estricta con­
servación —sea por elección sea por incapacidad de hacer otra
cosa— de una línea genética común por medio de matrimonios entre
los miembrosí. Y esto sucedió con los Rojas y los Montalbán. El
matrimonio de Fernando de Rojas con Leonor Alvarez no fue el úni­
co lazo entre las dos familias. Como demostrará un examen de las
genealogías que aparecen en el Apéndice, la hija del bachiller, Catali­
na, casó con Luis Hurtado, que era al mismo tiempo primo lejano de
Alvaro de Montalbán y nietastro. El primer parentesco surgió del
hecho de que el abuelo de Luis Hurtado (Alonso de Montalbán,
que fundó la rama de familia de Madrid) era primo carnal de Alvaro;
y el segundo, porque su padre (Pero de Montalbán, que acompañó a
Alvaro a la merienda fatal) se casó en segundas nupcias con Cons­
tanza Núñez, hermana de Leonor Alvarez2. Un tercer matrimonio
entre las dos familias fue el del hijo mayor de Rojas, el licenciado
Francisco, con «doña» (así se la nombra en las probanzas) Catalina
Alvarez de Avila, nieta de Elvira Gómez (una de las hermanas me­
nores de Alvaro que fueron «reconciliadas como niñas»). Además de
estos parentescos documentados, las dos familias tenían al parecer
otra historia de consanguinidad, historia que no sorprende en una
pequeña villa como La Puebla. En la «probanza de hidalguía y lim­
pieza» de 1571 (anteriormente mencionada y que amañaron los nie­
tos de Rojas para poder acreditar la emigración a las Indias)3, uno de
los testigos de La Puebla, Alfonsina de Avila, admite «que es pa­
riente de la dicha doña Catalina no sabe en qué grado, y asimismo es
pariente del dicho licenciado Francisco de Rojas poca cosa». En ca­
lidad de pariente, había estado presente en sus «desposorios», cere­
monia que probablemente tuvo lugar en La Puebla4.
1 La palabra casta tal como se usaba entonces (y ahora) significaba gene­
ralmente «linaje» y podía emplearse para otros seres vivos, como cuando
Lazarillo irónicamente compara a su tercer amo con un galgo de buena casta.
El mismo significado va vinculado al hindú ja ti, según LouiS D u m o n t en su
Homo hierarch'tcus, París, 1966, p. 63. Dumont parece dar poca importancia
a este significado, ni tampoco presta mucha atención al origen ibérico de la
palabra «casta» (como es ya desde hace tiempo conocido, los exploradores
portugueses acudían a su palabra familiar cuando trataban de explicarse a sí
mismos la naturaleza de la extraña sociedad que habían descubierto) que sor­
prende a C a s t r o de manera tan significativa (.ver Realidad, 2,* ed., p. 30).
Las castas españolas y las castas indias son distintas en una característica
importante (la falta de aceptación y reconocimiento jerárquico del status entre
moros, judíos y cristianos, cada uno de los cuales se creía superior a los
demás), pero, como veremos, una serie de otras semejanzas clave dan crédito
a estos olvidados aprendices de sociólogos salidos de Portugal.
2 S e r r a n o y S a n z , p. 263, y Apéndice II.
3 VLA 32.
4 Ver Cap. V, n. 130. Otra indicación del parentesco entre las dos fami­
lias se halla en el testamento de Inés Dávila, la suegra del licenciado Francisco
(VLA 31). Fechado en 1558, el testamento deja sus bienes a «Alvaro Dávila,

— 124 —
El matrimonio entre familias de conversos fue en realidad fre­
cuente durante las décadas que estamos estudiando5. Si durante el
siglo XV, en los reinados de Juan II y Enrique IV, ciertos conversos
ríeos tuvieron la satisfacción de casar a sus bien dotadas hijas con los
a la vez nobles y pobres terratenientes cristianos, y si, en el siglo xvn,
muchas familias de conversos llegaron a ocultar sus orígenes y triun­
far en la sociedad que les rodeaba, durante las vidas de Alvaro de
Montalbán, de Fernando de Rojas y de sus hijos, la exogamia fue
más difícil de concertar. Era éste un tiempo de sospecha y en el que
el pasado se recordaba más o menos claramente. Un segundo factor
—aunque quizá sólo efectivo en casos individuales— fue la vieja re­
pugnancia judía a tales alianzas. En el proceso de una prima lejana de
los Montalbán, Teresa de Lucena, hay indicios de la persistencia de
este sentimiento entre los conversos de La Puebla: «Dixo ansimismo
este testigo que vido el dicho Juan de Lugena [padre de la acusada]
que se levantó un día de donde estava asentado en su casa mucho
arrebatadamente e que se fue a casa de un primo suyo en el dicho
lugar la Puebla de Montalbán, que se llama Fernán Gómez, e que este
testigo se fue tras el dicho Juan de Lucena e que lo falló a la mesa,
que acabavan ya de genar, e que oyó este testigo cómo el dicho Juan
de Lucena dixo al dicho Fernán Gómez: ¿qué os parece primo, que
nuestro primo el doctor mosen Fernando de Lugena ha dexado su
Dios e su ley por una puta?; e que lo dezie porque se casó con una
mujer xpíana. linda» 6. Sea o no cierta la acusación, el mero hecho
de hacerla Índica la fuerte persistencia en determinadas personas de la
conciencia de casta aun después de la «conversión».
Otras razones tenían sin duda que ver en la interacción de las dos
clases de valores que observamos en la autobiografía de Alvaro de
Montalbán: el deseo de conservar el capital y la hacienda para la fami­
lia. Esta acusación se propalaba —y no sin razón— entre los vecinos y
deudos cristianos viejos. Al pasar a la Iglesia los recién desposados
(cuyo matrimonio había sido cuidadosamente calculado), eran inevi­
vecíno de la ciudad de Granada; Melchor de Rojas, vecino de Talavera, y Fran­
cisco Dávila». Puesto que los dos Dávílas son sus hijos varones (Francisco
era el canónigo de Sigüenza que falsificó su genealogía, Cap. I, n. 60), de la
misma manera tuvo que serlo el misterioso Melchor de Rojas (a quien ningún
otro documento hace alusión). Quiero decir que su apellido podría reflejar
consanguineidad con los Rojas. Otro hijo, Antonio, figura en la lista de pasa­
jeros a Indias en 1534 (Catálogo de pasajeros, I, 4663). Probablemente murió
allí, ya que no se hace mención de él en el testamento. _ ^^
5 Ver Investigaciones, p. 63. Para el comportamiento similar de la familia
de Luis Vives, ver Realidad, ed. I, p. 551. C ako B a ro ja (I, 395-403) atri­
buye el matrimonio entre conversos únicamente al deseo de practicar el judais­
mo en secreto. Esto parece una generalización inaceptable.
6 S e r r a n o y S a n z , pp. 284-85. Un Fernando Lucena de la parroquia
de San Ginés de Toledo pagó 2.000 maravedís por su rehabilitación según
judaizantes (p. 29). Fernán Gómez no puede ser identificado.

— 125 —
tables la murmuración y el análisis económico entre los especta­
dores. Pero tan decisivo como cualquier otro de estos posibles moti­
vos era, en mí opinión, el deseo de una domestiddad en la que al fin
cada cual se sintiera líbre de las máscaras y mordazas que mutua­
mente se habían impuesto. Sólo un Villalobos podía gozar perversa­
mente en la situación contraria. Como escribe a un amigo después
de su tardía boda con una joven cristiana, «Nunca haze sino dezirme
en secreto mucho mal de los confesos, y que no los puede ver más que
al diablo. Yo dígole que tiene razón, porque son tan judíos el día de
hoy como el día que nacieron»7.
Tan interesante como la posible complejidad de motivos que
están detrás de los tres matrimonios entre los Rojas y los Montalbán
es su revelación del medio económico y social en el que vivía el bachi­
ller que casó con Leonor Alvarez. Ya hemos observado antes las
diversas ocupaciones de los Franco (mercaderes de telas, ropavejeros,
funcionarios municipales, y uno de ellos alcayde de la Casa de la
Moneda); sobre la familia de los Montalbán —gracias de nuevo a
la Inquisición— estamos todavía mejor informados. Como grupo,
los Rojas, los Franco y los Montalbán eran representativos de una
casta o nación que fue de importancia decisiva en la historia de
aquel tiempo. Si anteriormente hemos observado la desgracia de con­
versos individuales tal como se refleja en el destino de Alvaro de
Montalbán, es ahora el momento de considerar la grandeza de la
casta que hizo posible el casi increíble renacimiento político y cultu­
ral de España. No puede ponerse en duda la participación de Fer­
nando de Rojas, en calidad de autor de La C elestina y como hijo de
su padre, tanto en aquella miseria como en aquella grandeza.
Los estudios recientes sobre la participación de los conversos en
la sociedad española, llevados a cabo por historiadores tales como
Francisco Márquez, Antonio Domínguez Ortiz, Albert Sicroff y Julio
Caro Baroja 8 revelan que la restricción convencional de las activida­
des de los conversos a la medicina, a las finanzas, a la administración
(un historiador social de ideas tradicionales describe a los conversos
simplemente como una «subaristocracia de capitalistas, comerciantes
y altos funcionarios» es tan limitada que parece indicar la persistencia

7 Algunas obras, p. 138. La frase es, por supuesto, intencionada y cómi­


camente ambigua. '
_ 8 Las Investigaciones de Márquez y la obra de Domínguez Ortiz ya han
sido citadas. El estudio fundamental de S icroff se titula Les Controverses
des statuts de «pureté de sang» en Espagne du XVC au XVII* siécles, París,
1960 (en adelante citado como S icroff ). Los capítulos de C aro B aroja titu­
lados «El cristiano nuevo en lucha: capitalismo incipiente»- y «El cristiano
nuevo en lucha: la realidad económica» (Los judíos, II, 9-50) contienen un
estudio detallado de las ocupaciones de los conversos y de su poder económico.
Concluye que muchos de los miembros de la casta llegan a constituir una
nueva nobleza, la «nobleza del dinero».

— 126
de prejuicios inveterados9. El constante odio a los judíos como muñi­
dores de dinero y más dedicados a la pluma que al arado, o lo que
Sartre llama más cor test emente el «prejuicio antioficial» detrás del an­
tisemitismo, parece manifiesto aquí. De todos modos, Márquez corrige
esta visión limitada en un párrafo que resume los amplios y variados
campos de actividades en que sobresalían los conversos peninsulares:
«No sólo fueron conversos los hombres más decisivos para el pensa­
miento religioso de la época, sino también los juristas, los médicos,
los mercaderes y los expertos en materia financiera, los diplomáticos
y los poetas» fpág. 50 y nota 43). Y a esta impresionante lista se
pudiera muy bien añadir la de los expertos trabajadores manuales
(capataces, tundidores, sastres, tejedores, zapateros)10, profesores de
astrología, matemáticas y gramática, militares e incluso conquistadores.
Como observaba con mal humor Francesco Guicciardini, «todo el reino
estaba lleno de judíos y de herejes, y la mayor parte de los pueblos es­
taban manchados con esta infección y se encontraban en sus manos
todos los cargos y heredamientos principales del reino, y con tanto
poder y en tan gran número, que se observaba sin gran trabajo» u. SÍ
estas observaciones son precisas —y las pruebas históricas que las ava­
lan son abrumadoras— no podemos más que maravillarnos ante la
situación paradójica de una casta que está a un tiempo en el centro
y al margen de la sociedad. Es una paradoja de importancia crucial, a
la que tendremos ocasión de volver repetidas veces.
Aunque se había dicho mucho sobre los conversos en estudios
anteriores sobre los judíos en España, la Inquisición y el movimiento
erasmista, a Américo Castro le cupo en España en su H istoria (1948)
(libro que hace época) el mérito de extraer toda su significación para
la historia española. Castro, como uno de los grandes humanistas de
9 G. Céspedes del Castillo. Ver volumen II, p. 410, de la Historia social
y económica de España y América (ed. J. Vicens Vives, Barcelona, 1957) en
el que la presencia de los conversos queda reducida escandalosamente a unas
nocas alusiones de pasada.
10 La cita de Márquez está tomada del «Estudio preliminar» a la Im­
pugnación católica de Fray H ernando de T alavera , Barcelona, 1961, p. 43.
La introducción a Judaizantes deja claro que cuantitativamente la gran ma­
yoría de los conversos eran trabajadores manuales. Sin embargo, de entre
sus numerosos individuos (tales como el sastre Juan de Baena, que llego a
ser «comendador de Santiago» con la ayuda del Maestre, don Juan Pacheco),
en algunos casos parecen haber gozado de gran capacidad para ascender en
lá CSCülíl s o c ia l»
11 Viajes por España, «Libros de antaño», VIII, ed. A. M. Fabié, Madrid,
1879, p. 208. Otro viajero, Hieronymus Münzer, que viajó por Valencia unos
cinco años antes de haberse escrito La Celestina, observa que cuando un
converso decía a otro: «Hoy iremos a la parroquia de Santa Cruz», quería
indicar que se reunirían en la sinagoga. Concluye que los conversos «habían
sido, y en alguna forma lo seguían siendo, los dueños de España, ya que
tenían en sus manos los oficios principales». Viajes de extranjeros por España
y Portugal, ed. J. García Mercadal, vol. I, Madrid, 1952, p. 342.

— 127 —
este o de cualquier siglo, no comenzó tabulando las categorías socia­
les ni los grupos ocupacíonaies. Más bien percibió con repentino
asombro el gran número de grandes individuos, creadores de valores,
que fueron de origen converso. En literatura, aparte de Rojas, pode­
mos observar que los fundadores de las tres o cuatro variantes de
novela precervantina (sentimental, pastoril y picaresca) fueron ex
iUis. Entre los filósofos y humanistas, Luis Vives, Anas Montano (edi­
tor de la primera Biblia poliglota) y Fray Luis de León (también gran
poeta) fueron de los más destacados en un campo en que abundaban
los conversos. Pero incluso más que la literatura, la filosofía o la eru­
dición, fue la religión crisol de los valores contemporáneos, y en su
vanguardia hubo también conversos. Reformadores y místicos como
fray Hernando de Talavera, Santa Teresa, el beato Juan de Avila,
teólogos como Vitoria y Suárez y (si admitimos a los destructores de
valores entre los creadores de valores) famosos inquisidores como fray
Diego de Deza (protector de Colón) y Torquemada, todos compartie­
ron la misma sangre. Apenas si es necesario añadir a esta lista los
nombres bien conocidos de juristas, médicos, científicos, nobles y
estadistas cuyo origen judío está fuera de toda duda n . No podemos
cerrar esta lista, sin embargo, sin mencionar el hecho para nosotros
sorprendente de que (como todos sabían en su tiempo) el hombre a
quien Gracián habría de llamar «El Político», Fernando el Católico
mismo, tenía una abuela manchada B. Descartada la coincidencia, tene­
mos aquí, a juicio de Castro, un fenómeno que se presta a seria me­
ditación.
Como resultado de este acercamiento axiológico al tema, la com­
prensión por parte de Castro de la grandeza y desgracia de los con­
versos se ha profundizado y tornado todavía más compleja en una
serie de estudios más amplios aparecidos desde 1948 14. En forma

12 Entre los personajes y estirpes tildados están los del médico real y cate­
drático de medicina en Salamanca, Dr. Femando Alvarez de la Reina, el teó­
rico y reformador legal Alfonso Díaz de Montalvo, el naturalista nacido en
La Puebla de Montalbán Francisco Hernández, así como los linajes de Alba,
Puñonrostro, Pozas, Osuna y muchos otros.
13 La abuela del rey, Juana Henríquez, era de la familia de los Almirantes
de Castilla. Su madre era conocida como conversa. Lo interesante sobre esta
mancha en la sangre real, sin embargo, era que tanto el rey como sus súbditos
eran conscientes de ella. Una anécdota de la época le retrata acusando en
broma a su primo, un tal don Sancho de Rojas, de ser converso. Y el primo
le contesta: «Hablóme aquel morico en algarabía como aquel que bien lo
sabe» ( P a z y M e l i a , Sales, I , 2 7 9 ) . El uso de la frase popular tomada de
un romance insinúa que el rey y su interlocutor hablaban el mismo lenguaje
de «casta». Otros ejemplos de la jocosa autoconciencía racial por parte de los
Henríquez aparecen en los escritos del Dr. Villalobos.
14 Particularmente De la edad conflictiva, Madrid, 1961: «La Celestina»
como contienda literaria, Madrid, 1 9 6 5 ; y Cervantes y los casticismos españoles,
Madrid, 1966.

— 128 —
simplificada, su método puede describirse como doble en su natura­
leza. Por un lado —como hemos hecho en el caso de Alvaro de Mon­
talbán— , a Castro le ha interesado la confrontación de los conversos
particulares con la sociedad. Examina a personas seleccionadas (par­
ticularmente autores), para tratar de comprender sus reacciones al
sentirse sometidas a aquella tremenda presión social. El ocultamiento
vergonzoso y la pretensión jactanciosa, la razón y el fanatismo, la am­
bición y la negación, la diligencia y la desesperación, la autoexpresión
y la autodestrucción, todo contribuye a las posturas ofensivas y defen­
sivas de individuos «acosados por una sociedad enloquecida». Lo cual
equivale a decir: por una masa de cristianos viejos que, en su determi­
nación por mantener los valores medievales en un mundo de mutación
histórica, se iban volviendo cada día más frustrados, más apasionados,
amargados y obsesionados por el honor.
Por otro lado, Castro también considera a los conversos colecti­
vamente como una continuación de la desaparecida casta de los judíos,
una nueva casta que no había perdido casi nada de su tradicional im­
portancia para la marcha de la sociedad. Aunque divididos por la histo­
ria en segmentos desunidos y hostiles (los ricos contra los pobres, los
cristianos sinceros contra los judaizantes, e incluso los nobles contra los
plebeyos), los conversos han de considerarse no obstante, según él
cree, como una discreta entidad social. Esto es, como una «castas-
unida no sólo por su origen genético (mantenido por el matrimonio
entre ellos), no sólo por la indiscriminada hostilidad de los no-
miembros, sino también por ocupaciones preferenciales o impuestas.
Como sabemos, la noción de casta tal como se deriva de la práctica
hindú y de la teoría sociológica requiere, además de una sangre co­
mún, la limitación a una esfera económica de costumbres I5. Como tal
casta, pues, los conversos se dedicaron a pensar, a hacer y a adminis­
trar: la indispensable producción, administración y distribución que
hizo posible que España se transformara casi de la noche a la mañana
de una serie de reinos divididos y anárquicamente feudales en el pri­
mer Estado moderno. Los conversos como individuos podían sobre­
15 D umont , Homo hierarchícus, Cap. IV. La tercera, y para Dumont de­
cisiva, característica de la división entre las castas es la preocupación por la
pureza y la impureza, regulando cada casta su conducta (comida de carne,
su dedicación a ocupaciones nefandas o poco limpias, etc.) según el grado de
pureza que corresponde a la misma. He aquí la diferencia principal entre este
fenómeno social en Iberia y en el Oriente. En la India todos aceptan (más
o menos de común acuerdo) una sola definición de lo impuro, mientras que
en la España medieval cada ley proponía su propia limpieza distinta de las
demás. En cierto sentido puede decirse que los conflictos del siglo xvi nacie­
ron de los esfuerzos de la casta de cristianos viejos por imponer jerarquía
(considerándose ellos como brahmanes y a los conversos y moriscos, intoca­
bles) donde en la Edad Media no la había habido en forma rigurosa. Una vez
convertidos e integrados a la fuerza en el mismo rebaño, el problema de la
superioridad e inferioridad, no existente anteriormente, se tornaba agudo.

— 129 —
9
salir bajo esta presión en las formas y campos especializados que
hemos consignado arriba, pero, considerados como un todo social, do*
minaban una área vocacional enorme (bastante más amplia que la de
cualquier casta india), sí bien claramente limitada,
Entre los conquistadores de las nuevas fronteras del Imperio y
los campesinos establecidos en las llanuras y montañas de la Penínsu­
la, los conversos se dedicaron a hacer a España posible. Los dos ex­
tremos (en este punto mi generalización histórica es tan patente que
no necesita excusa), el de guerrero y el del campesino, centraron sus
actividades en el reino de la fe: en la épica cosecha de nuevas almas
para Dios, y en la tradicional y sagrada cosecha de trigo, trigo que en
la Eucaristía se volvía Dios mismo 16. Viviendo como vivían en un
contexto medieval en el que todas las cosas eran potencialmente sa­
cramentales, sus espíritus y voluntades se centraron en lo que tanto
Castro como Alvaro de Montalbán llaman el «más allá», el mundo
celestial que está por encima —pero no apartado— de éste. Entre
estos dos extremos, nos demuestra Castro (y una vez demostrado,
¡qué bien cuadran muchos hechos en su lugar!) que España estaba ad­
ministrada por judíos y sus descendientes de pura y mezclada sangre.
Fue, pues, el honor y el deshonor de la casta de los conversos lo
que les llevó a comprender y saber manipular los asuntos humanos
y también divinos, por cuanto algunos de sus miembros dedicaron
su capacidad de razonar a la teología y a la burocracia de la Iglesia.
A la vez, una continuación de la experiencia medieval fronteriza y un
Estado recién nacido, implicado en múltiples empresas nacionales e in­
ternacionales, la España de Fernando de Rojas, en forma contradic­
toria, fue la nación más tradicional y la más moderna de Europa
Como tal, tenía que ser reformada, dirigida, financiada y coordina­
da adecuadamente. Semejantes funciones habían sido desempeña­
das durante la Edad Media de manera más limitada por los judíos;
ahora, la casta transformada que había quedado se sintió en pose­
sión de un territorio mucho más amplio y exigente: el «más acá»
(el racional y tangible «más acá» que consolaba a Alvaro de Montal-

16 En su ensayo sobre Berceo {Lenguaje y poesía, Madrid, 1962), J orge


G uillen comenta sobre esta tradición poética central, tradición que en el
Siglo de Oro seguía siendo vigorosa como reconocerán los lectores de los «autos
sacramentales»- (ver, por ejemplo, La siega de Lope). En relación con esto, es
curioso observar que se creía que los conversos manchaban el trigo con sólo
tocarlo (una superstición típica de la mentalidad de casta). En un testimonio
del expediente de Palavesín, que no se refiere para nada a los Rojas o a los
Franco, encontramos una alusión a un individuo cuya limpieza es puesta en
entredicho porque otros se niegan a comprar su trigo. El Padre Gonzálvez me
informa que son numerosas tales acusaciones en los archivos de la Catedral.
Según podemos recordar, el escudero del Lazarillo es reacio a aceptar el pan
que se ha pedido para él porque no sabe si estaba «amasado de manos
limpias».

— 130 —
ban) cíe un repentino imperio. En realidad, la extrema tensión cíe
relaciones entre los cristianos viejos y los conversos provenía menos
deí deseo de los primeros en apoderarse de las funciones de los se­
gundos (si bien la envidia de la riqueza del converso era inevitable
y amarga) que del resentimiento contra la racionalización creciente y
constante de la vida nacional17. El Imperio fue una expresión de lo
que se creía ser la misión histórica del pueblo español y, a nivel del
individuo, de lo que Castro llama «la dimensión imperativa de la per­
sona española» 1S y, a pesar de ello, su misma existencia hizo necesario
un género de organización que era extraño a los dos, una organización
dirigida por empresarios previsores de causa y efecto.

Los M o n t a l b á n , lo s A v il a , l o s R o ja s , l o s T o r r ijo s ,
lo s L ucena y lo s F ranco

Por esquemático que sea mi resumen de las meditaciones de


Castro, puede ayudarnos a entender las vocaciones y las activida­
des de los Montalbán y de las principales familias con quienes se
entremezclaron por el matrimonio: los Rojas, los Avila 19, los Torrijos
17 A cierto nivel, esto tiene su expresión en el amargo convencimiento
de que los conversos de manera un tanto misteriosa estaban particularmente
dotados para tales oficios. Son agudos; se infiltran de una manera que es im­
posible prever. El cardenal Siiíceo en su esfuerzo coronado por el éxito para
excluir a los conversos del cabildo de canónigos de la catedral de Toledo
(exclusión que hizo necesario el expediente de Palavesín), cita una carta
apócrifa dirigida por los judíos de Constantinopla a los judíos de España
en la que se expresa este sentimiento: «Pues os quitan la hazíenda, hazed
a vros. hijos mercaderes, y pues os quitan las vidas sean vros. hijos médi­
cos y boticarios, y pues os destruyen vras. sinagogas hazed a vros. hijos
clérigos, y en quanto a las demás exaciones, procurad que vros. hijos ten­
gan officios públicos y de gouiernos...» (citado por M. Méndez Bejarano,
Hístoire de la juíveríe de Sévílle, Madrid, 1 9 2 2 , pp. 2 6 6 - 2 6 7 ) . A nivel más
hondo existe un resentimiento contra los oficios burocráticos en cuanto tales,
como se expresa en la sátira de los escribanos o en la frase: «¡Del rey abajo
ninguno!». Para el predominio de los conversos en tales puestos, ver A mador
de los Ríos, p. 5 6 3 .
18 Sobre el nombre y el quién de los españoles, Madrid, 1973, pp. 300 ss.
Castro se refiere allí a la imposición del ser de uno en el mundo exterior, un
mundo sujeto no a la manipulación racional, sino al dominio de la voluntad.
Su ejemplo más importante de tan triunfante qujotismo es el carácter peculiar
de la conquista de América.
19 La familia Avila había vivido en La Puebla desde 1 4 1 7 . F. C antera
Burgos en su Alvar García de Santa María (Madrid, 1 9 5 2 ) hace alusión a
Ferrant Gómez de Avila, «procurador y vecino de La Puebla de Montalbán»
que dio en esa fecha ciertas casas de Toledo en arriendo (p. 6 5 ) . En el Regis­
tro General del Sello (Simancas), vol. VI, Ítem 2 3 9 1 , encontramos^ mención
de Gonzalo de Avila el Viejo (el abuelo de Catalina Alvarez de Avila, nuera
de Rojas y cuñado «reconciliado» de Alvaro) que recibe en 1 4 8 9 un «amparo»
(forma de intervención legal) en sus esfuerzos por tomar posesión de su
propiedad de La Puebla.
— 131 —
y los Lucena. Como grupo, juntamente con íos Franco, se pueden con­
siderar como una demostración en miniatura de la precisión de la in­
tuición histórica expresada por primera vez en España en su H istoria.
No sólo siguen las vocaciones de su casta, sino que, en Fernando de
Rojas, su semilla produjo un gran creador de valores literarios.
El primer miembro de la familia mencionado por Alvaro de Mon­
talbán fue G ara Alvarez de Montalbán, «que no fue llamado ni que­
mado». Puesto que su nieto nadó hacia 1450, es cronológicamente
probable que Garcí Alvarez, lo mismo que el patriarca de los Hojas
y de los Franco, Pedro González Notario, fuera uno de los innumera­
bles judíos que cruzaron las fronteras de la fe como consecuencia de
la violencia de 1391. Fue precisamente entonces — aunque anterior­
mente las conversiones individuales no fueron infrecuentes— cuando
la casta de los conversos vino al mundo. Además de esto, su nombre
indica que su obligado bautismo tuvo lugar en La Puebla. Era cos­
tumbre del tiempo atribuir ascendencia judía a cualquier familia cuyo
apellido fuera el de una villa o localidad, ya que era una práctica
común el cristianizar con nombres topográficos. Donde uno se bau­
tizaba, allí encontraba su nueva identidad 70. No hay indicación de su
profesión, pero sabemos que su hijo Fernando Alvarez de Montal­
bán (padre de Alvaro, que, como recordamos, fue quemado después
de muerto) era «escribano» o notario. Y dada la necesidad de conser­
var la verdad legal durante generaciones y siglos, esa profesión solía
tener un carácter hereditario. Así es probable que su padre (el abuelo
de Alvaro) ocupara el mismo cargo21. Esta es cuando más una supo­
sición razonable, pero sí que podemos afirmar que Garcí Alvarez fun*
dó una familia que directamente o por el matrimonio estuvo implica­
da en casi todas las ocupaciones familiares de su casta.
En primer lugar, hubo quienes pasaron parte o todo su tiempo
en el manejo del dinero. Recordemos que Alvaro de Montalbán cx-

29 Esta costumbre está satirizada por el autor del Diálogo entre haín
Calvo y Ñuño Rasura. Este explica una referencia sarcástica a aquél afirmando
que estos «mercaderdllos cauaUeros» que ven ir y venir todos llevan nom­
bres de ciudades y santos (es decir, nombres derivados del lugar o del día del
bautismo), excepto cuando se disfrazan con designaciones aristócraticas y pseu-
domedievales tales como Diego de Arias. De modo semejante, cuando un
cierto Alonso de Avila negó tener linaje converso (según los testigos), el
librero Abrahán Garda afirmó que «debía serlo o bien de baja condición,
pues solo en esos casos toman su apellido del lugar». Por lo que se refiere
a nombres de santos, recordemos que Quevedo señalaba los orígenes de Don
Pablos atribuyéndole antecesores de apellidos como «Santa Clara», etc.
21 Ver Investigaciones, p. 52. Entre los escribanos en este complejo de
familias había un Rodrigo de Avila que en 1496 copiaba documentos para
Gonzalo de Avila el Viejo (VLA I y 2). Alvaro, el hijo de Rojas, continuó
también esta profesión como lo hizo a su vez su hijo García, llevado de evi­
dente herencia. Ver Luis C areaga, «Investigaciones referentes a Fernando de
Rojas en Talavera de la Reina», RHM, 1938, p. 15.

— 132 —
plicaba a los inquisidores, como la cosa más natural del mundo, cómo
había ayudado a su cuñado, Gonzalo de Torrijos, a recaudar las ren­
tas eclesiásticas en Galicia. De modo semejante su hijo, Juan del Cas­
tillo, acompañó, solamente dos años más tarde de la condena de Al­
varo, a su primo y cunado (Pero de Montalbán, el aposetandor real)
a Mallorca, Orihuela y Córdoba a fin de recaudar los ingresos de las
indulgencias 2 . Entre los Lucena {uno de los que casó con una Mon­
talbán) hubo dos arrendadores, la misma procesión tradicionalmente
judía de recaudador de impuestos seguida por el primer Pedro Franco
cuando no se dedicaba a la compraventa de trapos viejos. Intimamente
relacionados con tales actividades estaban las desempeñadas por ma­
yordomos, administradores profesionales o encargados de los bienes
de la nobleza, de ayuntamientos, de las organizaciones eclesiásticas o
de otras entidades semejantes. Alvaro de Montalbán menciona haber
actuado en calidad de mayordomo del Ayuntamiento de la villa de
La Puebla, Y parece estar orgulloso por el hecho de que dos miem­
bros de su familia hayan tenido puestos similares de honor y de con­
fianza, Uno de ellos, su cuñado, Diego López23, había sido mayordo­
mo nada menos que de un personaje tan campante como Arias de
Silva, un noble líder de la facción de los conversos en las algaradas
del siglo xv en Toledo24. Como ha observado Marcel Bataillon,
«cuando se estudian [las] genealogías [de los conversos] en los pro­
cesos de la Inquisición, se queda uno asombrado al ver a tantos
miembros de esas familias marranas al servicio de los grandes, espe­
cialmente en calidad de administradores, mayordomos o secretarios» 25.

22 La expresión española «pata cobrar la bula» parece indicar la admi­


nistración de cantidades y colectas procedentes de los vendedores locales
más que de ventas al pormenor, tal como aparece en el caso del amo «bul-
dero» del Lazarillo. Juan del Castillo (cuñado de Rojas, como se indicó arriba)
tenía como treinta años en 1525 (S errano y S anz, pp. 263 y 298). En 1548,
él (o una persona de nombre idéntico) apareció como testigo en la probanza
de hidalguía iniciada por su sobrino, Alonso de Montalbán, que estudiaremos
más adelante en este mismo capítulo. Afirma que es «vecino de la aldea de
Huente». ^
23 Está confirmado por judaizantes (p. 40): «Diego López, mayordomo
de Arias de Sylva. Catalina Alvares, sti mujer 1.500 maravedís.» El otro era
el abuelo materno de Alvaro, Francisco Rodríguez de Dueñas, un escribano
toledano y mayordomo del convento de Santo Domingo el Real.
24 Respecto a Arias de Silva, cabecilla de la facción de los conversos jun­
tamente con Fernando de la Torre, ejecutado más tarde, ver E. Benito Rua­
no, Toledo en el siglo XV, Madrid, 1961, p. 114 ss. Para las inclinaciones
turbulentas de la familia, ver A mador de los Ríos, p. 633.
25 Bataillon , Erasmo y España, México, 1950, I, 212. Esta edición (en
adelante citada como Erasmo) era la más reciente cuando escribí esto. Ver
también Investigaciones, pp. 68-69, y D omínguez O rtiz, p. 146. Los deberes
del mayordomo son expuestos con todo detalle por Fray H ernando de T ala -
vera en su Instrucción para los funcionarios del palacio arzobispal de Granada
(ed. J. Domínguez Bordona, BRAH, XCVI, 1930, pp. 785-835). El mayordomo

— 133 —
Otra profesión representada en estas familias era la medicina
U-mo es bien sabido, los médicos en la Edad Media habían sido tra­
dicionalmente judíos, y los ahora conversos continuaban la profesión
iegun una anécdota frecuentemente citada, en una ocasión Francis-
\t i f u-10 3 SU ega darlos V que le prestara un buen médico judío.
o había, por supuesto, ninguno a mano y, cuando la sustituyó un
converso, Francisco lo despidió, creyendo al parecer que el cambio de
te pudiera haber disminuido su habilidad * Este no era ciertamente
el caso del «doctor maestre» Martín, el patriarca de los Lucena, que
mucho mas que Rojas, era reconocido como el miembro más distin­
guido de nuestro grupo de familias. Amador de los Ríos le menciona
como medico de la Corte de Juan II ” , y en el C hebet Jehudah se
alude a él como «gran sahro de nuestro lin aje»2*. Su hijo, el doctor
francisco de Lucena, así como su nieto, el médico papal Luis de
.Lucena, siguió la misma profesión. Además de estos parientes leja­
nos, ya hemos mencionado al doctor Juan Alvarez de San Pedro, con­
suegro del bachiller De su reputación profesional poco cabe decir,
pero que era respetable queda atestiguado por el uso que sus nietos
hacen de su nombre en su árbol de familia como sustituto del de
Alvaro de Montalban. Numéricamente, Cervantes con no menos de

r t “ Stra^ generaI’ auditor> a§ente de compras, oficial paga-


26 Realidad, 1 .* ed., p, 49,
> 0 <¡e Luna «encomendó la salud del rey a la ciencia y a los cui-

not? c°menta eJ ,car8° hecho contra ambos, al e S t o dé

ií“ í S
3

para comunicar a ta jS d f a T q “ f e íiJ * " i 1 !e i *5 *“ « “


habí, puesto en acción’ V d' q“e K

— 134 —
cinco médicos en su familia inmediata, estuvo mucho más implicado
que Rojas en la profesión. Sin embargo, incluso un pariente remoto
de estos célebres médicos como «el doctor maestre» Martín y sus
descendientes índica el status de estas familias dentro de su casta.
Las leyes y la administración local fueron los dos campos gemelos
en que pareció especializarse la rama de la familia de los Rojas29.
Además de los regidores y el jurado en el árbol de familia de los
Franco, conocemos por una de las probanzas que el hermano del ba­
chiller, Juan, fue regidor de La Puebla. Pero lo más importante es
el hecho que durante mucho tiempo ha sido uno de los pocos hechos
conocidos de Femando de Rojas (hecho facilitado por la única per­
sona del tiempo que se ocupó de escribir su biografía) de que «y aun
hizo algunos años en Talavera oficio de Alcalde m ayor»30. Como
veremos, los incompletos archivos municipales confirman esto sola­
mente para el período entre el 15 de febrero y el 23 de marzo de
1538, pero conviene destacar que en una sociedad basada en el ho­
nor y que tenía tan gran miramiento hacia las distinciones oficiales,
este nombramiento —sea único o repetido— es una indicación de la
estima que gozaba el bachiller en su comunidad adoptiva.
Pero esto no es todo. Los archivos Valle Lersundi nos revelan
además que el hijo mayor de Rojas continuo la tradición. No sólo
siguió el licenciado Francisco la carrera profesional de su padre estu­
diando leyes en Salamanca; no sólo volvió a La Puebla a encontrar
una novia de la familia de su madre; sino que a su vuelta también
actuó como alcalde mayor de Talavera anadiando a estos notnbra^
mientos el de juez de Llerena31. Recientes estudios históricos han
aportado mucha luz sobre la participación de los conversos en la ge­
rencia municipal durante este período32. La administración pública,
al parecer, lo mismo que la económica, atraía a los miembros de la
casta. Y si su comportamiento oficial era una ocasion espectacular,
como en el caso de Antonio Pérez, o arbitraría^ como en el de Mateo
Alemán33, con mucha más frecuencia era ejercida con moderación y

29 El único abogado de los Montalbán era el bachiller García de Montal;


bán, hermano de Alonso, el primer aposentador real. Fue el a quien se aludió
anteriormente (Cap. II, n. 10) como probable primo lejano de Alvaro que tue
«reconciliado» y «rehabilitado» según la lista incluida en Judaizantes.
so C osme G ómez T ejada de los Reyes, Historia de Talavera, BN m í
8396. Citado en Orígenes, p. 244. . , .
31 VLA 32 (la probanza conseguida para el pasaje a las in“ as Ia
que un testigo afirma que tanto padre como hijo habían sido alcaldes), lara
k magistratura de Llerena (1546) ver VLA 25, el «Libro de memorias» dd
I, *j jp jmfludo
1Ce32C1V e r Particularmente F r a n c i s c o M á r q u e z , «Conversos y cargos conce-
iiles en el siglo xv», RABM, LXIII (1957, 503-540).
33 V e r CLAUDIO G uillen , «L os p leitos extrememos de M ateo A lem án »,
Archivo hispalense, 103-104 (1960), 1-21.

— 135 —
responsabilidad, como parecen haberlo hecho los Rojas, padre e
hijo
^ Ademas de las ocupaciones financieras, médicas, de leyes y admi­
nistrativas (que suponen la racionalización de la existencia humana y
de la coexistencia social), los Montalbán estuvieron vinculados por lo
menos a un comerciante, el especiero toledano, a cuyo servicio Alvaro
de Montalban realizó su aprendizaje35. Fueron, sin embargo, los
Franco quienes constituyeron una familia de hombres de negocios de
éxito espectacular. Emparentados con los Montalbán sólo indirecta­
mente a través de los Rojas, forman un grupo aparte cuya riqueza
estaba primordialmente en el comercio. En el árbol se nos transmiten
una serie de alusiones al comercio de telas de primera y segunda
mano, comenzando por Pedro Franco, «trapero», muerto en 1485.
Cuando tres generaciones y casi cien años más tarde, los miembros
de la familia se sirvieron del licenciado Fernando (qufeá porque era
j T Í f P 0 Par^en*e y en aquellos problemas) en su solicitud
de hidalguía, una de las ramas poseía tres sucursales comerciales en
Andalucía, juntamente con «gran caudal e azienda». Resultado de
todo esto fue que podían montar «muy buenos cavaüos», elegir entre
varias «casas muy buenas donde vibían e moraban» y «se tenían e
trataban e representaban» como «hidalgos». De hecho fueron muy
admirados y envidiados por sus testigos favorables, muchos de los
cuales eran comerciantes temporeros y buhoneros que operaban en
las ferias locales, lo mismo que había hecho Alvaro en su juventud
Otra salida vocacional a los conversos castellanos era la elegida
34 Además del oficio de alcalde, desempeñaron también, según dos tes­
tigos, los cargos municipales de «alcaldes de la hermandad, jurados y procn
radores generales» (ver Apéndice III). Otro hijo, Gar9i Ponce, queda iden-
r v T A o * ? * c”a/ nZa P a r a d o r sindio en esta villa de Talavera»
l es indudablemente «síndico».
. j 3 rama toledana de los Montalbán (de parentesco incierto con los
^ 4 ^ “ s“ «“ « W ^ fundada por un Alonso de
l °ai° - i 1 ^ uneL.de,ia Totre y fue sepultado en la capilla
? , í/ fe ? de ^an ,Nlcolas- Un íújo, Rodrigo López de Mon­
talbán (muerto en 1596) queda descrito como «insigne predicador». Otros
hijos casaron con los Fuente de La Puebla. Estos descendían de Diego de
H nSSÍ r f tub° ca^ s. e.n La Puebla» y «casó en Toledo con Guioma
d í la* -Rkt •OC' ¿ > l i f archivos de Salazar y Castro en la Acade-
® ÍOMj* ^ nuf tras referencias al Indice, ed. B. Cuartero
y Huerta y A de Vargas-Zúfiiga, Madrid, 1956, serán S alazar y X r c O
Rodrigo hijo de Diego, «veano de la ciudad'de Toledo», tenía tratos con
Alvaro de Montalbán en 1500 (VLA 3) y es identificado en el p r S o de
Serrano como dueño de un lagar. Era probablemente su nieto, también llamado
|0 ,^ VeCm*x Toledo morador en La Puebla» que treinta y siete años
después denunció a su propio hijastro, Diego de Pisa (Cap. II, n. 47). Hubo
varios cruces de matrimonio de esta familia con los Montalbán, pero cinco
Wn ^m neS x en« e sus descendientes estaban los marqueses de Peña-
° ZaÍ6 ? 1SnS % 31 de T°led° y cabaUeros de Santiago

— 136 —
por los siete hermanos de Santa Teresa: la emigración a las Indias,
donde los talentos administrativos eran todavía más necesarios que
en la Península. Y, una vez allí, terminaban frecuentemente (como
en el caso de Ercilla) por no distinguirse en su manera de ser y de
comportarse del resto de los conquistadores37. En realidad, además
de las numerosas oportunidades para hacer fortuna, las Indias pare­
cen haberles ofrecido un escape a las presiones de la vida más bien
lugareña de España. Aunque la Inquisición hizo también el viaje
transatlántico (1528), era un gran solaz encontrar que todos en el
Nuevo Mundo eran recién venidos. De todos modos, de las familias
que ahora nos interesan, no menos de cinco individuos (incluido el
hijo de Rojas, Juan de Montemayor, poco después de la muerte de
su padre) están en las listas de los emigrantes3®. Me inclino a dudar,
sin embargo, que los hijos del licenciado Francisco intentaran de
hecho emigrar cuando trataban de conseguir una probanza de lim­
pieza, que era un requisito preliminar. Como veremos (Apéndice I),
estas probanzas particulares eran lo más fácil de conseguir, y es pro­
bable que el licenciado Fernando la tramitara como primer paso en
su campaña para lograr la respetabilidad de la familia.
Las más humildes ocupaciones a las que se hace alusión en los do­
cumentos son las de tejedor de seda (Alfonso de Torrijos, un cuñado
de Alvaro de Montalbán) y sastre (aquel vagabundo sobrino y compa­
ñero de prisión)39. Otro artesano —y, aparte de Rojas, seguramente el
37 Aunque L ucía G a r c í a d e P r o o d i a n reúne mucho material útil en su
libro Los Judíos en América, Madrid, 1966, su interés fundamental está en
los judíos clandestinos más que en los conversos. La historia completa del
papel de los conversos en la conquista sigue sin escribir, si bien Castro pro­
porciona un sugestivo punto de partida con sus ideas sobre la tradición semí­
tica que están detrás de la «guerra divinal».
38 VLA 26. Murió antes de 1555, ya que las particiones de la propiedad de
su madre fueron hechas entre sus hermanos y hermanas en esa fecha (VLA 28
y 29). Para su viaje a las Indias, véase el Catálogo de pasajeros, III, 1658:
«Juan de Rojas, hijo del Bachiller Hernando de Rojas y de Leonor Alvarez,
vecinos de ^ererife, a Nombre de Dios.—12 de agosto.» Tenerife es clara­
mente una transcripción defectuosa de Talavera. Los otros emigrantes de en­
tre estas familias eran: Antonio de Avila (hermano de Catalina Alvarez de
Avila mencionada en n. 4); Alonso de Montalbán (hijo de Pero, el primer
aposentador), que salió en 1538 con un séquito de criados (Catálogo, II,
4563); Francisco de Montalbán, hermano de Pero, y que salió en una fecha
tan temprana como 1512 (Catálogo, I, 670); y aquel Montalbán que, según
Valle Lersundi (no he podido encontrar otra referencia a él) actuó como mé­
dico en uno de los viajes de Colón y trajo el caimán disecado para la Capilla
del Lagarto en San Ginés. Otro posible pariente que salió en 1535 para
el mismo refugio fue un tal Mateo Ramírez, el hijo de «Aldonza de Rojas,
natural de La Puebla» (Catálogo, II, 2129).
39 Para el estudio de los bajos estratos sociales y ocupadonales de mu­
chos conversos recientes (zapateros, tejedores, alfareros, etc.), ver C aro B aroja ,
II, 26 ss., y D omínguez O rtiz , p. 145 ss. Antes de 1492, pudiera parecer
que estas vocaciones menos deseables eran seguidas por los judíos (ver. Cap. V,

137 —
miembro más interesante de nuestras familias de La Puebla— era
Juan de Lucena, cuyas «grandes Yrronías en la santa fe» han sido
ya mencionadas. En parte como resultado de la denuncia de un so­
brino corto de luces (¡cuántos casos recuerdan el de Alvaro de Mon­
talbán!), su historia y la de su familia se conservan en los archivos
de la Inquisición. El segundo hijo del «doctor maestre» Martín de
Lucena, Juan, hacia 1480 estableció una imprenta en La Puebla,
donde, con la ayuda de sus hijas, Teresa y Catalina (de quienes des­
pués hablaremos), imprimió y vendió los primeros libros en hebreo
que se imprimieron en España m. Aunque sólo remotamente vincula­
do al autor de La C elestina (en cuanto podemos determinarlo por los
documentos), las iniciativas de Juan nos dan pruebas significativas
de que cuando Rojas era niño existía aún una sólida tradición del
saber hebreo entre los judíos y los conversos de Toledo y de La Pue­
bla. Recordamos las insinuaciones de Cervantes de que aún hasta
1605 no era difícil encontrar en Toledo un sabio versado en «otra
lengua mejor y más antigua» que el árabe.
Quizá por esta constante tradición o quizá porque el antagonis­
mo escéptico de Alvaro de Montalbán hacia todo lo religioso era
compartido por sus familiares, lo cierto es que en esas familias no
hallamos ningún eclesiástico hasta la generación de los hijos de Ro­
jas. Hemos mencionado ya al hermano de Catalina Alvarez de Avila,
Francisco de Avila (el canónigo de Sigüenza que falsificó el árbol de
su familia), y en la misma generación entre los Franco hubo un fraile
franciscano, Alonso de Villarreal, y una Francisca de los Arenales,
sólo identificada como «m onja». En la siguiente generación hay el
nieto de Rojas, fray García, aquel prior de los Carmelitas Calzados
(y posible antagonista de Santa Teresa) que estaba seguro de que la
familia poseía una ejecutoria. Pero la lista de ocupaciones o cargos de
la familia llega a su conclusión climáctica en 1616 cuando un testigo
declarante en el expediente de Palavesín se identifica a sí mismo
como «Martín de Avila, familiar de la Santa Inquisición de La Pue­
bla de Montalbán»41. Como recordamos, los deberes de un familiar

n. 75). Después fueron desempeñadas naturalmente por los convertidos de


última hora.
40 S e r r a n o y S a n z , pp. 256-260 y 282-295. Los datos allí suministrados
han sido empleados por J . B l o c h , «Early Hebrew Printing in Spain and
Portugal», Bulletin o} the New York Public Library, XLVI (1938); B aer
(II, 345 ss.); y B ernhard F riedbukg, History of Hebrew Typozraphy, Arn-
beres, 1934 (ver Cap. V, n. 55).
41 Otro pariente probable, Gutierre de Avila, sirvió de testigo en dos
transacciones para Gonzalo de Avila el Viejo en 1496 y 1498 (VLA 1 y 2).
Quizá sea posible identificarlo con el «comendador de Santiago» y «mayor­
domo del Cardenal de España» del mismo nombre que en 1514 fue testigo en
el proceso de Abrahán García relativo a los productos de la «alcabala» recau­
dados por el último.

— 138 —
incluían espiar a los vecinos y amigos y comunicar todo comporta­
miento sospechoso...

«M i p r in c ip a l e s tu d io »

Mi justificación por destacar en esta forma la solidaz economice


y profesional del trasfondo familiar de Fernando de Rojas estriba en
la necesidad de corregir y ampliar el siniestro retrato de la existencia
de los conversos que sacamos de nuestra lectura del proceso de
Alvaro de Montalbán. La angustiada y vulnerable subjetividad, así
como la necesidad imperativa de la armadura social constituyen un
cuadro muy incompleto de lo que los conversos sentían y eran. Esta
limitada visión puede ayudarnos a entender ciertos aspectos de La
C elestina, Pero el hombre que vivió en Talavera durante unos treinta
y tres años como «honrado bachiller», que creó una familia acomo­
dada y que terminó su carrera con el honor del nombramiento de
«alcalde mayor» poseía sin duda una gran firmeza interior, una só­
lida identidad, que ni el genio para el anonimato creador ni el miedo
al no conformismo pueden explicar. Es precisamente aquí donde es­
triba la utilidad de nuestra investigación del trasfondo de su familia.
Rojas alude a este aspecto de sí mismo en los acrósticos cuando pre­
fiere inventar nueve versos adicionales antes que omitir su título de
«bachiller». Como sus parientes y otros conversos educados, tenía un
fuerte sentido de la vocación personal, de su identificación vital con
lo que él llama su «principal estudio» 42.
Sin duda, las diversas frases de la carta introductora y el prólogo
en que Rojas expresa menosprecio de su propio talento literario
comparado con su ilustre status de jurista nos hacen sospechar cierta
dosis de falsa modestia. No obstante, al mismo tiempo, si se leen des­
de otro punto de vista, revelan también una genuina sensación de
orgullo profesional: « ... no me culpeys, si... no espressare [m i nom­
bre]. Mayormente que, siendo jurista yo, aunque obra discreta, es
ajena de mi facultad e quien lo supiese diría que no por recreación
de mi principal estudio, del cual yo más me precio, como es la
verdad lo hiziesse; antes distraído de los derechos, en este nueua labor
me entremetiesse». Otro autor jurista, Henry Fieldíng, aunque vivió
42 C a ro B a r o ja , en su inmensamente útil, admirablemente desapasionado y
curiosamente arbitrario estudio simplifica grosso modo en una ocasión las
últimas motivaciones de los conversos. A pesar de que lo financiero era uno
de ios aspectos de la conciencia de los conversos (esto es, como hemos podido
ver en el caso de Alvaro de Montalbán, el dinero no era solamente el poder
de comprar o una entidad para amontonar, sino un medio o forma de pensar
en términos racionales sobre la vida), es equivocado e injusto atribuir la
dedicación vocacíonal de la casta a «la fiebre del oro... en última instancia»
(II, 50).

_ 139 —
en una sociedad más tolerante de la ficción novelesca, tuvo dudas
similares respecto a las compatibilidades de las dos vocaciones:
«...p u ed e haber una tendencia a herirme en mí profesión [por el
hecho de habérseme atribuido cierta novela] a la que me he en­
tregado con tanta pasión y diligencia que no he tenido suficiente
descanso, aunque tuviera inclinación para componer una cosa seme­
jante» 43. En el caso de Rojas, la vocación y el título de bachiller en
Leyes a la vez le mantuvieron y animaron durante decenios cuando Ja
creación de La C elestina se había convertido en un recuerdo de ju­
ventud. Su epitafio puede parecerle grotescamente impropio a un
biógrafo literario, pero seguramente quiso él que así dijera: «Aquí
yace el honrado bachiller Fernando de R ojas»44.
Además del autorretrato del prólogo y de la inscripción en la
lápida sepulcral, el intenso sentimiento vocacíonal de Rojas aparece
también dentro de las fronteras del diálogo de La C elestina. Se ha
aludido con frecuencia a una expresión indirecta de resentimiento
finamente velado contra la irregularidad legal de los procedimientos
inquisitoriales. Cuando Celestina describe la persecución de Claudina
por la Inquisición (la misma persecución «por la justicia» que se su­
ponía garantizaba la salvación), hace observar que su amiga no era
culpable de los cargos que se le imputaban: « según todos dezían, a
tuerto e sin razón e con falsos testigos e rezios tormentos la hizieron
aquella vez confesar lo que no era». Es harto más preferible, con­
cluye ella, la justicia civil cuando se compara con estos procedimien­
tos 4S. En un contexto irónico es siempre arriesgado atribuir cualquier
opinión o afirmación al autor, pero me atrevo a suponer que en mate­
rias de su propia profesión Rojas deja que sus personajes hablen por
él. El justo y eficiente juez municipal que condena y ejecuta a Pár-
meno y Sempronio con laudable rapidez y sin dejarse influir por Ca­
listo (acto XVI) se presenta, de esta manera, en agudo contraste con
los inquisidores de Claudina {¡y los de su propio padre!). Pudiera pare­
cer como si el único campo de la actividad humana en que Rojas
Introducción a The Ad ventares of David Simple, de S ar ah F ielding,
London, 1744, p. IV.
34 VLA, documento final sin numerar, «Libro de memorias», de Juan
de Rojas.
45 «Calla, bobo! — replica Celestina a Pármeno—. Poco sabes de acha
que de iglesia y cuanto es mejor por manos' de justicia que de otra manera.»
Para el contexto de estas observaciones y su relación y de su relación a la
perversa interpretación de Celestina de «Bienaventurados los que padecen
persecución por la justicia»..., ver mi «Mathew V: 10 in Castilian Jest and
Earnest» ya citado. Cuando en La Tbebayda, un «rufián gracioso» se gloría
de que por medio del soborno ha podido conseguir la libertad de un criminal
que se encontraba al pie de la horca, la actitud del autor hacia la justicia civil
parece opuesta a la de Rojas. En un mundo desprovisto de razón a todos los
niveles, desde el de nuestro destino final a nuestras más rudimentarias conver­
saciones, el derecho, con todos sus fallos posibles, ofrecía firme refugio.

140 —
confiaba totalmente íuera aquel al que había dedicado su vida: el
estudio y la práctica del Derecho civil.
Cabía esperar que otros miembros de la casta de Rojas, particu­
larmente los emigrados a América, estuvieran afectados por la exal­
tación del siglo. Un Alonso de Ercilla 46, al llegar a la extremidad
antartica de Chile, afirma con orgullo de un modo tan ajeno al cho-
carrero Villalobos como al evasivo Rojas: «Aquí llegué donde nadie
ha llegado.» Y además se atrevió a reclamar la fama duradera en una
creación épica, La Araucana, que en su celebración de los valores es
antitética a La C elestina. Es típico que Ercilla dejara al morir va­
rios tomos cuidadosamente encuadernados de su obra mientras que
el testamento de Rojas sólo menciona únicamente un «Libro de Ca-
üsto» tasado en 10 maravedíes. Pero Ercilla es excepcional dentro
de su casta. En su mayor parte, las vocaciones individuales se afin­
caban en las pequeñas ciudades y villas de España donde los antepa­
sados de los conversos habían ocupado sus aljamas y formado las
«calles de judíos» con sus casas. Allí de manera consciente, metódica,
y no sin orgullo, se entregaban a los nada heroicos negocios que el mis­
mo siglo necesitaba: recaudadores, contadores, cronistas, administra­
dores, procuradores, jueces, pensadores, escritores y artesanos. O caso
de dejar el hogar, lo hacían menos como aventureros que como hom­
bres que siguen una carrera específica del saber, la administración o
el servicio.
En las R elacion es dadas a Felipe II {el primer intento de censo
en España), Torrijos, una pequeña comunidad agrícola de unos 750
vecinos, a unos diecisiete kilómetros al norte de La Puebla de Mon­
talbán, enumera con orgullo a los titulados que allí hicieron sus pri­
meras letras. De una sola escuela elemental y secundaria, afirman los
relatores locales, salieron más de 50 profesores, médicos, juristas,
jueces, teólogos, obispos y burócratas, la mayoría de ellos de claro
origen de conversos. Entre ellos están Alonso de Torres, profesor de
Griego en Alcalá; el doctor Diego López, médico real; el licenciado
Busto de Villegas, gobernador del Arzobispado de Toledo, y un doc­
tor Covarrubias, juez del Consejo real. Todos fueron alumnos de un
bachiller Francisco de Torrijos (quizá emparentado con los dos To­
rrijos que casaron con las hermanas de Alvaro de Montalbán), un
creador de vocaciones totalmente olvidado pero tan notable en su voca­
ción como cualquier institucionista del siglo x ix 47. Aunque la escuela

46 Para los detalles de la falsificación de la probanza de Ercilla, ver no­


tas 3, 4 y 5 de la Vida de Ercilla, de Medina (citada en el Cap. II, n. 35),
así como Realidad, de C astro, 1* ed., p. 540.
47 Relaciones de los pueblos de España, Reítío de Toledo, ed. C. Viñas
y R. Paz, Madrid, 1951, III, 624-625 (en adelante citado como Relaciones).
Como observa Ben V erga (p. 206), todos los judíos de Torri¡os se habían
convertido bada 1390 con el resultado de que «de Torrijos» fue un apellido

— 141 —
de Torrijos fue con toda certeza fundada después que el futuro ba­
chiller recibiera su educación preuniversitaria, sus ilustres ex alumnos
nos iluminan en cuanto a los .talentos vocacionales que la población del
valle del Tormes entre Toledo y Talavera fue capaz de producir en
el siglo xvi.
La fuerte identificación de personalidades como éstas con sus
«vocaciones» seguramente les había ayudado a sostenerse en su lucha
Ínterper sonai diaria e incluso a crear cierta deferencia por parte de
los demás. Pero al mismo tiempo tales cargos podían acarrear los
peligros que pudieran emanar del resentimiento popular latente. In­
dudablemente, la mayoría de los arriba enumerados eran conocidos
como conversos, cuyo poder, influencia oficial y riqueza bien podía
llevarlos a la destrucción. La frase popular (y título de una comedia)
Del r ey abajo, ninguno, va tácitamente dirigida contra la situación
intermedia de la casta conversa y confirma la intuición de Sartre de la
naturaleza profundamente «antioficial» del antisemitismo. O como
apunta en otro lugar: «Nous constatons que 3’antisémÍtisme est un
effort passionné pour réaíiser une unión na dónale co n tre la división
des sociétés en classes»4S. A. Castro, A. Sicroff, J, Silverman y otros
lian demostrado la identidad de la honra del campesino, que es pe­
culiar del teatro español del siglo xvn, con el mito de la «limpie­
za de sangre», un mito basado en la igualdad en la sangre y opues­
to a presunciones de superioridad con base en la clase o en po­
siciones vocaclónales. Por lo que se refiere a la riqueza, era des­
preciada y envidiada a la vez: invitación primero a la violencia de la
chusma, y luego a la rapacidad de la Inquisición.
En estos términos, podemos acercarnos a sacar la profunda dife­
tio infrecuente entre los conversos. Ver, por ejemplo, el Libro verde de Ara­
gón, p. 271. Es también digno de notarse que Francisco Hernández, el natu­
ralista de La Puebla, sirvió como médico en Torrijos para el duque de Ma-
queda hacia 1530. Ver sus Obras completas, ed. G. Somolinos d’Ardois,
México, 1960, I, 116. Es imposible determinar si esta escuela tuvo o no al­
guna relación con la institución caritativa fundada en Torrijos por Doña Te­
resa Enríquez, la Duquesa de Maqueda, conocida como «la loca del Sacra­
mento», que un poco antes de su muerte en 1503: «Instituyó en su mismo
palacio un Recogimiento con destino a niños de todas edades, los cuales vivían
en comunidad bajo la dirección de un eclesiástico a fin de que, por medio
de una educación prudente y cristiana, lograsen el alivio a sus necesidades
y el camino por donde alcanzar el inapreciable tesoro de la sana moral y
letras... Vistió a todos los niños con un traje decente y uniforme... los servía
de almorzar con sus propias manos... Después acudían a la escuela para
aprender las primeras letras, y los proficientes se dedicaban a estudiar gramá­
tica latina y filosofía con el padre Contreras (el primer superior de dicho
asilo») (M. A. A larcón, Biografía compendiada de la Exana. Sra. Doña Te­
resa Enríquez, Valencia, 1895, pp. 43-44). La duquesa, podemos añadir de
pasada, como hija del tercer «Almirante de Castilla», pertenecía a una bien
conocida familia de nobles con ascendencia en parte conversa.
48 Réfiexions, p. 193.

— 142 —
rencia entre las circunstancias y la visión persona] de los conversos
del siglo xvi y los protestantes de los siglos x v i i y xvm tal como las
describe Max Weber. La justificación de la vida personal en términos
de éxito económico y la esperanza en la salvación como resultado de
la fidelidad a la propia vocación no fueron admitidas por la sociedad
a la que servían los conversos. Como señala Castro (hablando de los
judíos españoles de la Edad Media):
Es grave asunto que los servicios que prestamos, o nos prestan, no engra­
nen con un sistema de estimaciones y lealtades mutuas según acontecía cuando
la organización feudal era una auténtica realidad. En zonas importantes de la
vida española las lealtades y las estimas estaban reemplazadas por la tiranía
del señor y por el lisonjero servilismo, obligado a pagar ese precio para subsis­
tir. Tan funesto como aquella falsedad fue que las gentes del estado llano
tuvieran que aceptar como superiores y esquilmadores de su pobre haber a
quienes odiaban y despreciaban, tanto más, cuanto más evidente resultaba ser
su superioridad49.

Las raíces de la hostilidad eran, pues, seculares. El natural y sim­


ple resentimiento del villano medieval oprimido en tiempo de Rojas
había evolucionado hacia un sistema complejo de estimaciones nega­
tivas y de reacciones sociales automáticas. El converso, en otras pala­
bras, no sólo vivía bajo sospecha; vivía asimismo en la desestima.
Sólo entre sus colegas, dentro de su «contrasociedad» podía llegar a
conseguir hacerse respetar y a veces afirmar con violencia o ironía
su sentido herido de superioridad.
En los siguientes capítulos aparecerán abundantes ejemplos de la
rivalidad jerárquica entre las dos castas. De momento bastará con oír
un insignificante pero representativo altercado entre el librero Luis
(Abrahán) García y un carcelero de la Inquisición. La fecha, como
recordamos, fue 1514, y la chispa que suscitó sus pasiones fue una
falta de agua en el botijo de que cada celda estaba provista:
Insistió Luis García en decir que sí tenían ganas de matarlo este testigo
y el licenciado Mariana por malquerencia que le tienen y que le respondió este
testigo: ¡Mejor os sería perder con esos cojones que tenéis! A esto respondió
Luis García con insultos y de allí pasaron a los hechos, arrojándole este testigo
un plato que no le acertó. Trabáronse de nuevo en insultos y golpes, saliendo
ambos de la pelea maltrechos y desgarrados, y no sin que todavía Luis García
dijese que más valia un cristiano nuevo que uno viejo, ya que ellos, los nue­
vos venían del linaje de Cristo y los viejos de los gentiles. Mientes como
un bellaco, respondióle este testigo, que más vale el más pequeñito labrador
cristiano en la suela del zapato que vosotros en la casa.. . 50.

A9 Realidad, ed. I, p. 473.


50 Véase cap. II, n. 80.

— 143 —
La historia social de la España de Rojas era un tejido de semejan*
tes choques ya olvidados entre las castas.
Para comprender el desdén que sentía la masa de cristianos viejos
por la casta de los conversos y por sus vocaciones típicas hemos de
tener cuidado de no pensar en términos de los prejuicios actuales o
de nuestros propios grupos minoritarios. El sociólogo americano
Everett Stonequíst escogió de manera significativa el adjetivo «mar­
ginal» para describir al individuo que «está condenado a vivir en
dos mundos» y obligado «a asumir en relación a esos mundos en los
que vive el papel de un cosmopolita y un extranjero»51. El negro, el
gitano, el indio aculturado y, en algunos casos, el judío, según Stone-
quist, existe marginalmente en Estados Unidos en cuanto que todos
ellos pertenecen a la sociedad y al mismo tiempo son tratados como
sí no pertenecieran a ella. No fue éste el caso, como ya hemos sugeri­
do, de los conversos. Aunque los Montalbán pudieran calificarse de
marginados en la medida en que eran miembros de una minoría que
se reconocía como tal, las vidas que llevaban y las profesiones que
siguieron no eran nada margínales. Por el contrario, se encontraban
en el centro mismo de las cosas, siendo funcionarios esenciales a la
vez honrados y sospechosos, a la vez tratados con confianza y resen­
timiento. En realidad, casi se podría decir que la amargada y suspicaz
sociedad de los cristianos viejos a la que servían les era «marginal».
En un folleto antisemítico del tiempo, el D iálogo en tre Lcún C alvo y
Ñuño R asuraS2, las estatuas de dos jueces de Castilla se enzarzan en
reñida y envidiosa conversación cuando miran al mundo moderno des­
de una hornacina de la catedral. A su manera de ver, es un mundo que
se dedica a ocupaciones extrañas y repugnantes, un mundo en manos
de los conversos que montan soberbios caballos y visten atavíos deca­
dentes. Sucede que son estos dos petrificados tradicionalistas los que
se sienten marginados, postura desde la cual el único medio posible
de volver a controlar la sociedad era la intervención inquisitorial.
De esta manera, volvemos a observar desde una perspectiva dife­
rente la paradoja que observábamos antes. Fue la singular situación
sociológica de esta casta la de estar a un tiempo totalmente dentro y
totalmente fuera de la sociedad en que vivían 53, una sociedad que les

51 E v e i i e t t V. S tonequíst,
The Marginal Man, Nueva York, 1937 (intr. de
R. E . Park), pp. XVII-XVIII. ■
52 Ver Cap. II, n. 18. Además de insistir en sórdidos detalles sexuales,
las dos nobles estatuas critican principalmente la reducción de todos los valores
a términos monetarios. Los matrimonios se conciertan para mantener las for­
tunas en casa, los títulos se compran y se venden en el mercado real, y así
lo demás. Para el «Celestinista» es curioso notar que el escritor parecía con­
siderar el «mal de madre» como una expresión de conversos (p. 166).
53 C a r o B aro ja , de pasada, alude a la situación de los conversos como
«situación contradictoria y única», precisamente por esta paradoja (II, 37). Su
fallo en no seguir reflexionando largamente sobre esta anomalía esencial es

— 144 —
confería el poder de tomar las decisiones más cruciales y delicadas y,
no obstante, les sujetaba al poder arbitrario de los inquisidores y al
«miserable populacho que los adoraban» 54. O, como concluye Albert
Sicroff desde otro punto de vista, «terrible en verdad fue la ironía de
los esfuerzos de España por purificar a su sociedad cristiana, que, a pe­
sar de los motines de las masas, de los bautismos impuestos, de los
estatutos discriminatorios de pureza de sangre, de las inquisiciones
y finalmente del Edicto de Expulsión, únicamente parecieron condu­
cir al impuro elemento judío a un mando todavía más dominante de
los centros neurálgicos de su vida civil y eclesiástica» ss.

L i b e r t a d y d is e n t im ie n t o

Como señala Caro Baroja, sin duda hubo tantas y tan variadas
reacciones sentimentales a la situación anómala de la casta como el
número de individuos obligados a vivir en e lla 56:
Al terminar de presentar toda la gama de actitudes y pensamientos que se
observan en los conversos y los descendientes de ellos, es cuando se puede
dar cuenta uno mejor de lo falaces que son las historias que nos los pre­
sentan con caracteres homogéneos. No. El alma humana, por mucho que se
la coaccione {o tal vez cuanto más se la coacciona), puede reaccionar de mil
formas distintas y ésta es la sola garantía que tenemos en un mundo como
el actual, en el que volvemos a estar sujetos a procedimientos coactivos sin
cuento, para pensar que el hombre es libre en esencia; por lo menos ante los
demás hombres, ya que no ante una naturaleza ciega e imperiosa. Es libre para
ser místico cristiano como el Beato Juan de Avila, o místico judío, como
Abrahán Cardoso; para ser hereje del catolicismo, como el Doctor Cazalla,
o para separarse del judaismo, como Espinosa; para ser escéptico como Mon­
taigne, o negador de la inmortalidad del alma como Uriel; para arder en la
hoguera o para apostatar. Y ninguna voluntad de unidad, venga de la Iglesia
o de la Sinagoga, del Estado o de la Inquisición, impedirá que esta libertad
se manifieste como el don más precioso de que puede hacer uso57.

a mi juicio la principal debilidad del libro, un libro que reúne admirable


copia de hechos sin darles una consistente estructura sociológica.
54 Artes, p. 156.
55 «Clandestine Judaism » (ver Cap. II, n. 39), p. 125.
56 F rancisco M árquez, en sus Investigaciones {p. 44), plantea este pro­
blema con su acostumbrada precisión: «SÍ podemos llegar a establecer el
judaismo de origen de un personaje determinado, es probable que, lejos de
haber resuelto un problema, sólo nos hayamos situado en los umbrales de
las cuestiones realmente decisivas: ¿De qué formas, por qué caminos se mani­
fiesta ese judaismo? ¿Llega acaso a manifestarse? ¿Cuáles son sus consecuen­
cias en todos los planos? En suma, hay que plantear después el problema
siempre dificultoso, de la persona aislada y concreta, con sus múltiples y pro­
fundas implicaciones.»
57 II, 244.

— 145 —
10
El debate de libertad versu s determinismo al que Caro Baroja
acaba de invitarnos, por su misma naturaleza presenta la casta con­
versa (o las dos castas judía y conversa separadas, pero genéticamente
vinculadas) como una especie de conglomerado de conciencias inde­
pendientes. Y visto así, así serán, pero para nuestros fines es indis­
pensable tratar de meditar un momento sobre aquellas posibles reac­
ciones que se expresan en un plano intermedio entre la mónada y la
colectividad total. Con esto quiero significar de manera específica
que hemos de intentar ordenar, no las reacciones y actitudes cons­
cientes y personales, sino más bien las clases típicas de reacciones
ante la situación histórica y social impuesta. Dentro de la casta como
un todo, ¿no podemos tratar de clasificar las formas de vivir el ser
converso? S8.
Presento tres: la primera, el resentimiento propuesto por Fran­
cisco de Villalobos («la venganza de un marrano»); la segunda, la
retirada irónica y el camuflaje; y la tercera, la aceptación, parcial o
completa. Los sociólogos que buscan otros fines y tienen una prepara­
ción profesional insistirían seguramente en un esquema más comple­
jo y más ajustado a la verdad, mientras que a los críticos literarios
se les ha enseñado a creer que lo que realmente cuenta son los infi­
nitos matices individuales del sentimiento y expresión personales.
Respeto a ambos; pero lo desesperado de nuestra empresa —nuestro
afán por volver a encontrar a un hombre que casi ha desaparecido—
exige una especie de rudimentaria categorización. Igual que un dibu­
jante de la policía que traza rasgos simplificados, al tratar de reinven-
tar la persona sugerida por nuestra lectura de La C elestina, no pode­
mos hacer sino emplear tales medios para circunscribir la vida perdida.
Quizás donde se expresa más directamente el resentimiento agre­
sivo del converso (junto con sus acompañantes sentimentales, el des­
precio y el odio) es en el tratado De vita je lící, de Juan de Lucena. Lu­
cena era cronista regio de los Reyes Católicos, padre de Luis de Luce­
na (que nos interesa como autor y condiscípulo de Rojas en Sala­
manca), y probablemente pariente del impresor de hebreo del mismo
nombre. De todas formas, mientras Alvaro de Montalbán reprimía
como podía sus sentimientos y Villalobos se proyectaba en el pa­
pel de chocarrero que él mismo había escogido, Lucena (evidente­
mente en una posición de poder) echaba al viento sus sentimientos
sin ninguna inhibición o transformación. Cuando discute el linaje, por
ejemplo, señala que el descendiente de los romanos («que pecaron en
58 M árquez llega a decir: «Ser cristiano nuevo suponía en el siglo xv,
para la mayor parte de ellos, el estar encuadrados en un panorama de vivísi­
mas urgencias vitales, ante las que era forzoso adoptar unas actitudes intelec­
tuales y, lo que era mucho más grave, una norma de conducta» (p. 44). En
efecto, contrariamente a las libres conciencias individuales, estas normas pue­
den estar sujetas a clasificación.

— 146 —
formas bestiales»), o de los godos o de los doce pares de Francia
(«unos más bestias que otros»), es altamente estimado. Tal persona es
un «gentilhombre», «poco menos que Apolo», pero si un hombre des­
ciende de hebreos, por virtuoso y sabio que sea, lo llaman un «marra­
n o, poco más baxo del poluo». Y llega a exclamar: «Infieles cristianos
que tal dicen, ¡marrados tengan los ojos!» 59. Contra la falta de estima
de la sociedad hay aquí una inexorable venganza verbal.
¿Y qué decir de Rojas? Sí en el capítulo anterior le vimos esfu­
marse y prevaricar, ahora podemos discutir el contraataque irónico e
indirecto que él y otros —menos atrevidos que un Lucena— dirigían
contra su hostil sociedad. En efecto, yo propondría que la posibilidad
de La C elestina dependía de la interacción mutua de las dos actitu­
des, de la retirada prudente y de la expresión personal y mordaz. El
ejemplo más claro de la subversión irónica que hace Rojas de los
valores recibidos ocurre en un diálogo del acto III, un diálogo sín
duda mejor entendido por su familia y sus «socios» que por aquellos
que hoy ven en él tan sólo una indicación de la fecha de la composi­
ción de la obra. Como recordamos, Celestina ha advertido a Sempro-
nio del peligro que pudiera resultar para los criados de la pasión de
Calisto. Y éste contesta: «¡Aun al diablo daría yo sus amores!... Que
no ay cosa tan dificile de ^ofrir en sus principios, que el tiempo no
la ablande e faga comportable.» Después de lo cual él hace un dis­
curso al parecer innecesario e impertinente sobre la eterna guerra del
tiempo con los valores:
El mal é el bien, la prosperidad é aduersidad, la gloria é pena, todo pierde
con el tiempo la fuerza de su acelerado principio. Pues los casos de admiración
é venidos con gran deseo, tan presto como passados, oluídados. Cada día ve­
mos nouedades é las oymos é las passamos é dessamos atrás. Diminuyelas el
tiempo, bázelas contingibles. ¿Qué tanto te marauillarías, si dixesen: la tierra
tembló ó otra semejante cosa, que no olvidases lu.-go? Assi como: elado está
el río, el ciego ve ya, muerto es tu padre, vn rayo cayó, ganada es Granada,
el Rey entra oy, el turco es vencido, eclipse ay mañana, la puente es lleuada,

59 Libro de la vida beata, ed. A. Paz y Meüa, Madrid, 1892, Opúsculos


literariost p. 148. R a fa e l Lapesa ha hecho recientemente un comentario sobre
el estilo de Lucena y sobre su defensa heterodoxa de la inmortalidad del alma,
con el título de «Sobre Juan de Lucena», Collccted Studies in Honour of
Américo Castro’s Eightielh Year, ed. M, P. Hornik, Oxford, 1965. En otro
artículo visto después de escribir el texto que precede, Angel A lc a lá ofrece la
fascinadora hipótesis (basada en una serie de sorprendentes coincidencias) de
que el impresor y el autor cronista son una misma persona. Sin embargo,
hasta que aparezcan más hechos, no deja de ser una hipótesis. En el proceso
parcialmente impreso (juntamente con el de Alvaro de Montalbán) por Serrano
y Sanz, las actividades del último en la corte real quedan completamente
ignoradas en una situación que bien pudieran haber sido mencionadas. Ver
«Juan de Lucena y el preerasmismo español», RHM, XXXIV (1968), 108-131.
Los dos ofrecen abundante bibliografía complementaría.

— 147 —
aquel es ya obispo, á Pedro robaron, Ynés se ahorcó, Cristóbal fue borracho.
¿Qué rae díras, sino que á tres días passados ó á la segunda vista, no hay
quien dello se marauille? Todo es assí, todo passa desta manera, todo se oluída,
todo queda atrás60.

El haber calificado la conquista de Granada, el gran aconteci­


miento épico de la época y clímax histórico de todo el pasado de
España, como ejemplo de la fragilidad del sentido humano compara­
ble a «Cristóbal fue borracho» es una negación realmente extraordi­
naria de las estimaciones y los valores de aquel tiempo. El haberlo
tratado como una simple noticia más en el curso sin sentido de la
chismografía humana implica una especie de júbilo irónico que co­
rresponde claramente a un sentimiento de venganza.
Por lo que se refiere a la afirmación de la carta que la intención
del autor es sólo dar a los «coterráneos... de nuestra común patria»
armas contra el amor, el lector que sale de la tremenda experiencia
de los veintiún actos difícilmente creerá que Rojas pensaba que se
podía — ¡o incluso se debía!— derrotar al amor. No sólo existe allí
una ternura implícita en su contemplación de las últimas fases del
«proceso» (como veremos en el capítulo VII), sino que además el autor
emplea el amor para expresar su intención irónica a todo lo largo de la
obra. Más que castigarlo como un vicio, lo erótico constituye un ácido
de concentrada fuerza biológica que (como el hambre de Lazarillo)
pone de relieve las múltiples decepciones e hipocresías de la vida en la
convivencia urbana. Es un escalpelo de cirujano que en las hábiles
manos de Rojas penetra hasta la entraña podrida de la sociedad y la
deja abierta para que podamos inspeccionarla.
Cómo pudo Rojas llegar a explicar la naturaleza última de esta
necesidad humana, quién era responsable, y cómo se podía remediar,
no nos interesan de momento. Lo que nos importa es entender cómo
él, lo mismo que el autor totalmente anónimo del Lazarillo, pudo
deshacer su mundo desde una distancia a la vez serena y corro­
siva. Los dos fueron irónicos no satíricos —si entendemos la sátira
en términos de la definición de John Middleton M urry61 y la práctica
de Pero López de Ayala como «crítica de la sociedad en referencia
a un ideal»— . Ni el uno ni el otro proponen la salud social como esta­
do posible o deseable. Sólo el suicidio —físico, en el caso de Meli­
bea; espiritual, en el de Lazarillo— nos -ofrece una posibilidad de
escape de un mundo en que no queda valor alguno. El linaje, el ho­
nor, la piedad ostentosa, la elevación social una vez que han sido

La frase «Cristóbal fue borracho» está entre corchetes porque Rojas


parece haberla añadido maliciosamente en la edición cíe 1501 y después él
{o algún editor) la quitó considerándola acontecimiento demasiado baladí aun
para su contexto satírico.
61 The Problem of Style, Oxford, 1960, p. 159.

148 —
subvertidos por el contraataque creador, aparecen como máscaras
superpuestas a la nada. La desaparición del yo tanto de los autores
como de los personajes van concomitantes con la desaparición del sen­
tido
La tercera categoría de reacción ilustra la noción de Stonequist de
que el espíritu de un «hombre marginado es un crisol en que se
puede decir que están mezcladas dos culturas diferentes y refracta­
rias, total o parcialmente fundidas»63. El rechazo resentido y la de­
valuación irónica de la sociedad iba acompañada inevitablemente por
una asimilación parcial de los puntos de vista de la casta dominante.
No aludo solamente a aquellos conversos que, como el obispo Pablo
de Santa María o Micer Pedro de la Caballería, se hicieron fanáticos
de la nueva fe y se dedicaron a atacar a sus propios congéneres 64. El
volverse a definir dentro de un molde rígido y agresivo, aunque es
un fenómeno muy conocido entre los que se someten a una conver­
sión de cualquier clase, difícilmente cuadraba con los Montalbán y
sus familias consanguíneas. La única posible excepción que encontra­
mos en los documentos es Yñigo de Monzón. La reacción que más
nos importa ahora es totalmente diferente: la aceptación por los con­
versos — a veces sin darse cuenta, y otras hipócritamente— de los
valores y formas de comportamiento de sus vecinos y opresores cris­
tianos viejos.
Aparte la obligada convivencia y el obligado empeño —frecuen­
temente con medios y formas distintas— hacia las mismas metas
nacionales, sin duda el canal central de la osmosis axiológica entre
las dos castas era un común lenguaje. Para los conversos, los signifi­
cados y los valores contenidos en las palabras o modismos que for­

62 E v e r e t t S t o n e q u is t , en el libro anteriormente citado (n. 51), observa


de la manera siguiente la agresiva crítica social de los «hombres marginales»:
«Por su misma situación intermedia, el hombre marginal puede llegar a ser un
crítico agudo y saga2 del grupo dominante y de su cultura. Y esto porque
combina el conocimiento y la visión del que está dentro con la actitud crítica
del que está fuera... Tiene una habilidad especial para anotar las contradic­
ciones y las hipocresías de la cultura dominante. E l abismo entre las preten­
siones morales y las realidades escondidas o conseguidas le salta a la vísta»
(pp. 154-155). Si esto es verdad de los hombres marginales en general, esta
afirmación ha de ser mucho más aplicable a las conciencias sometidas a la
paradójica situación social de los conversos españoles de principios del siglo XVI.
De lo que se podría también concluir que el tan debatido problema de la
madurez o inmadurez de Rojas es realmente ¡rrelevante. Ser lo que Rojas era
y existir en las condiciones en que él existió era ser muchísimo más maduro
de lo que la mayoría de nosotros llegamos a ser.
63 Park, en la introducción a S t o n e q u is t , Marginal Man, p. XV.
64 Como sostiene Castro (si bien su punto de vista ha causado gran anta­
gonismo entre los eruditos que sostienen una historia moralmente absoluta),
muchos de los inquisidores eran ellos mismos de origen converso. El concepto
puro de limpieza y la idea concomitante de castas que son cruciales en la
peculiaridad histórica de España, son, a su modo de ver, de origen semítico.

— 149 —
maban sus conciencias trajo necesariamente consigo al menos la acep­
tación parcial de la cultura en que se habían criado. Incluso para los
individuos que subrayaban su propia marginalidad, la comunidad
lingüística implicaba al que hablaba o escribía en un dialogo tácito
con muchas cosas que rechazaba, diálogo que dependía del acuerdo
común sobre los términos y valoraciones. En este sentido, la casta de
los conversos (y particularmente los escritores conversos en su aguda
grandeza y miseria) recordaba los que contribuyeron a aquel mara­
villoso renacimiento literario irlandés encabezado por Yeats y Joyce.
Cuando Rojas habla de sus predecesores (los varios posibles autores
del acto I) como de «doctos varones castellanos» está reconociendo
la comunidad que a otro nivel (el de la conquista de Granada) recha­
za. Creo que no es mera coincidencia el que, al menos tres de los bien
conocidos intelectuales conversos; Juan de Valdés, Mateo Alemán y
Juan de Luna, todos en la línea de la tradición de Nebrija, estuvieran
tan interesados por la naturaleza y la perfección del castellano como
lo habían estado sus antepasados judíos que lo habían defendido e
ilustrado cuatro siglos antes en la corte de Alfonso el Sabio 6S.
De aquí viene la conservación del español y de su literatura oral
en forma de romances (algunos de ellos sobre temas de los poemas
épicos cristianos de Castilla) mantenida durante siglos entre las colo­
nias sefardíes esparcidas por todo el mundo. De aquí también las
obras de Quevedo en la biblioteca de Spinoza y la floreciente litera­
tura judeo-española de los siglos xvi y x v i i . Y de aquí, sobre todo,
los lamentos por España como patria perdida, una «común patria», de
aquellos a quienes el edicto de expulsión o la presión inquisitorial
envió después al exilio. La posibilidad del disentimiento y separación
personal violentamente negativos (Juan de Lucena) o irónicamente
creadores (Fernando de Rojas) estaba abierta a todos los que vivían
en la situación de los conversos. Pero, al mismo tiempo, había que
expresarse en un lenguaje que atribuía un valor inherente a mucho
de lo que se quería rechazar, habría que arremeter contra los valores
que eran no solamente «de ellos» sino al mismo tiempo lingüística­
mente «nuestros». La complejidad estilística casi sin límites de La
Celestina y del Lazarillo, los planos superpuestos de significado que
yacen detrás de sus signos verbales, sólo se pueden entender como
repentinamente posibles en los términos de este dilema. La ambigüe­
65 Alonso de Proaza, en sus versos finales, afirma que ningún famoso
dramaturgo romano o griego igualó a «este poeta en su castellano». Los tres
libros aludidos son la Ortografía española, de Mateo Alemán; El diálogo de la
lengua, de Juan de Valdés, y El arte breve y compendiosa para aprender a
leer, escribir, pronunciar y hablar la lengua española, de Juan de Luna, Lon­
dres, 1623. Para un estudio del cultivo del castellano por los judíos en la
corte de Alfonso el Sabio, ver Realidad, 1.* ed., p. 460 ss. Castro cree (si bien
no hay pruebas directas) que Nebrija, llamado característicamente por la ciu­
dad de su nacimiento, era de origen converso.

— 150 —
dad no es aquí una abstracción para los críticos o una estrategia para
los poetas, sino un modo de existencia.

« P orque so y h id a l g o ...»

Un área principal de aceptación y fusión (con muchos ejemplos


dentro de nuestras familias) fue el valor de la nobleza. Dentro de la
paradójica situación de los conversos —era natural que las estimacio­
nes más fácilmente aceptadas fueran las que se adherían a la superfi­
cie del ser. Por ello quiero significar valores relativos a la confronta­
ción del yo personal con otros: honor, categoría, vestido, presunción,
postura, actitud. Contra la desestima circundante, en un caso tras
otro se levantó una fachada de nobleza que se defendió y, pasado al­
gún tiempo, se llegó a creer en ella. «Se tratan como hidalgos...» y
«Se representan como hidalgos...» son frases que cualquiera que lee
los testimonios de probanzas encuentra una y otra vez. Y de aquí a
sentirse ellos efectivamente hidalgos no había más que un paso. Así
Diagarias (Diego Arias de Avila, el tesorero inmensamente rico de En­
rique IV) puede haberse bautizado a sí mismo con un nombre tomado
de la tradición épica con cierto cinismo; y cuando su nieto compró el
castillo de Puñonrostro juntamente con el derecho a llamarse conde
del mismo nombre, se daba sin duda cuenta de su propia presunción.
Pero a la vuelta de una generación, más o menos, los poseedores del
título (descendientes no sólo de él, sino también parientes del mar­
qués de Santillana, después de un matrimonio muy discutido)66 esta­
ban convencidos de su propia nobleza67. Ellos y todos los demás sabían
el origen de su linaje, pero la pretensión inicial fue ganando acepta­
ción con los años.
Más chocante aún es el hecho bien conocido de que los judíos y
conversos (que abandonaron España porque no podían acostumbrar­
se a vivir dentro de la nueva fe) se llevaron consigo un fuerte sen-
66 Rodrigo Cota, el autor del celestinesco Diálogo entre el amor y un
viejo y, a este respecto, un candidato plausible para la paternidad del Acto I,
inmortalizó en un poema cáustico este matrimonio de un hijo (o quizá so­
brino) de Diagarias con una parienta del Cardenal don Peio González de
Mendoza. No había sido invitado a la boda. Ver «Epitalamio satírico», ed.
Foulché-Delbosc, RH, 1894, pp. 69-72.
67 Entre los escandalizados por el panfleto iracundo de otro Cardenal
M e n d o z a sobre las falsas pretensiones a la limpieza de las familias nobles
(El fizón de la nobleza, Barcelona, 1880, pero escrito en 1560 porque a un
pariente cercano se le había negado el ingreso en una orden militar restrin­
gida) había un bachiller Camándulas (evidentemente un pseudónimo) que acu­
saba al Cardenal en una balada satírica de ser un segundo Judas que «había
entregado á sus hermanos en poder del mesmo pueblo» (p. 204). Con este
folleto, el Cardenal había deshecho un camuflaje que los miembros de la no­
bleza tácitamente estaban de acuerdo en sostener,

— 151 —
ti do de hidalguía. Son proverbiales las pretensiones de los sefardíes
a la aristocracia, y sólo nos puede sorprender momentáneamente el
hecho de que (como nos informa M. J. Benardete) gran número
de tumbas del cementerio judío de Salónica puedan exhibir pulcros
escudos españoles Lo único que podemos concluir es que, las eos-
tumbres dietéticas, tardaron en conseguir una completa asimilación,
mientras el íntimo enajenamiento de la propia alma y la intimidad de
la autorrepresentación ante la sociedad se modificó más fácilmen­
te, Una vez descartados el vestido y la vida en g h etto s judíos, la
confrontación con una sociedad hostil y suspicaz creaban nuevos pa­
peles defensivos que eran pronto tan genuinos y tan motivo de orgullo
que ya no se abandonaban aunque no se los necesitara.
Otro aspecto de la misma fusión es la exaltación en términos cris­
tianos de la ascendencia hebrea. Los que se negaban a camuflar su
linaje (en los años antes de que la Inquisición y los edictos discrimi­
natorios de exclusión hicieran tal acto indispensable) tomaban la sen­
da opuesta y se gloriaban de él como del más antiguo y menos conta­
minado. Castro estudia detenidamente las muchas alusiones a «linaje»
y «alcurnia» entre los judíos y conversos conocidos, alusiones que
dieron términos y connotaciones españoles a un orgullo que fue ori­
ginalmente hebraico. Así, Ribbi Mosé Arragel, en el prólogo a su
Biblia, adscribe a los judíos «quatro preheminencias»: «en linaje, en
riqueza, en bondades, en sdencia» 69. De manera significativa el linaje
es puesto en primer lugar. Así también, según Castro, el poeta y autor
de aforismos Sem Tob creía que los judíos eran «fidalgos de natu­
ra» 70, Mosén Diego de Valera, que fue un converso intelectual y al
mismo tiempo un ejemplar caballero andante del siglo xv (vagando
por toda Europa,'retando a los paladines locales a singular combate,
y alistándose en las cruzadas de reyes extranjeros), en su traducción
del compendio de la doctrina caballeresca de Honoré Bonet, el Arbre
d e batailles, añade una sección de los escudos de armas de famosos
héroes pasados. Junto al Rey Arturo, Héctor y otros coloca a Josué,
al Rey David y a Judas Macabeo71. Al menos en lo que se refiere a
funciones y definiciones personales en beneficio de otros, estos judíos
y conversos eran (según suponemos) no menos españoles y hombres
de su tiempo que sus contrarios. Pueden haber estado alienados, pero
en su modo de hablar y en los papeles que desempeñaban no eran
extraños. ■
Esta «fusión» particular de valores se había convertido en algo
65 M . J . B e n a r d e t e , Híspanle Culture and the Cbaracter of tbe Sepbardic
]ews, New York, 1953, pp. 43-45.
69 Realidad, 1.a ed., p. 466.
70 Ibid., p. 532.
71 Ver M a r q u é s d e L a u r e n c ín , «Mosén Diego de Valera y el Arbol de
Batallas», BRAH, LXXVI (1920), 294-308.

— 152 —
tan común hacia el siglo xvn que el mismo prestigio de hidalguía fue
cada vez más controvertido. Castro y otros señalan numerosos pasajes
en el teatro de Loüe de Vega y sus sucesores en que los campesinos
son enfrentados a los hidalgos y en los que se alude más o menos
abiertamente a su ascendencia manchada, simplemente porque eran
hidalgos Tt. Si al lector moderno le resulta difícil comprender tales
alusiones, es porque ha olvidado la historia social de los siglos xv y xvi
que ahora nos preocupa; ha olvidado, para ser concretos, que toda fa­
milia de conversos que podía procurárselo, de una forma o de otra
(por soborno, por compra, por matrimonio, o por simple afirmación
propia) había conseguido el status de hidalgo. Tampoco eran las dos
clasificaciones (a pesar del triste destino de los Franco) tan mutua­
mente exclusivas como pudiera teóricamente parecer. La vocación de
mayordomo, por ejemplo, con su administración de castillos y propie­
dades lejanas, suponía con frecuencia la espada y el mando de fuerzas
armadas lo mismo que la pluma y las cuentas. Diego de Rojas, de La
Puebla de Montalbán (un contemporáneo de incierto parentesco con
el bachiller), presenta un caso típico. Comenzando como administra­
dor doméstico de los señores de Montalbán, llegó más tarde a capitán
a las órdenes del «Gran Capitán», Gonzalo de Córdoba, y a «alcaide»
de una fortaleza. Los varios testigos que recuerdan su carrera (en una
probanza que examinaremos luego) parecen ver esto como una tran­
sición perfectamente natural.
La adopción de las características de la clase cristiana no libró a la
casta de los conversos de verse constantemente envuelta en los en­
démicos antagonismos sociales de España. Como podremos ver en los
próximos capítulos, la fusión del converso con el hidalgo condujo por
parte de los villanos a la correspondiente fusión del antisemitismo
con la rebelión contra la explotación. Era natural que en lo que Amé-
rico Castro adecuadamente denomina «edad conflictiva», los campesi­
nos, despreciados y carentes de privilegios, respondieran a las pre­
tensiones de sus vecinos arrogándose para ellos un nuevo y revolucio­
nario género de nobleza: lim pieza, una presunción de linaje y de san­
72 Era natural, como señala M a d a r i a g a {Vida del muy magnífico señor
Cristóbal Colón, Buenos Aires, 1940, p. 183), para hombres enfrentados con
una sociedad hostil y sospechosa el tratar de encontrar defensas eficaces y
convincentes dentro de su propia tradición que fueran comprensibles a sus
adversarios. Ideal para este propósito era el sentido judío del linaje inconta­
minado fácilmente traducible a términos caballerescos y feudales. El orgullo
judío por la genealogía (tan irritante, como hemos visto, a sus vednos campe­
sinos de humilde y oscuro nacimiento) se identificaba de esta manera con la
arrogancia de las familias nobles con las que entraban a formar parte por el
matrimonio. Salomón ben Verga recuerda una triste observación de un rey
español: «De todos es sabido que ningún pueblo de la tierra puede demostrar
la pureza de su origen, de su estirpe y linaje, como estos infelices judíos.»
C a s t r o (p. 71), C a r o B a r o j a (I, 401 ss.) y L e a (I, 152)comentan este
aspecto del encuentro entre las dos castas.

— 153 —
gre pura y sin mezcla que creían tener garantizada precisamente por la
humildad de sus orígenesli. Fue esta conciencia de ser hijos impolu­
tos de la tierra la que los habitantes de Fuenteovejuna esgrimieron
contra la dudosa alcurnia del comendador y que estaba en la raíz del
peculiar concepto español de la honra del campesino74. No obstante,
lo que se admiró y sigue siendo admirable en el teatro, era maligno
en la práctica social75. La manía de limpieza no sólo produjo un
cúmulo de sufrimientos personales sino que también, cuando llegó a
los extremos de los que vemos un ejemplo en el expediente de Pala-
vesín, creó una nociva costumbre de falsificación histórica, que debilitó
las auténticas relaciones entre los hombres. Ha impedido incluso,
como hemos visto, mucha de la erudición literaria e histórica con­
temporánea.
Estas reacciones prolongadas contra la hidalguía de los conversos
descrita por Castro, Sicroff y otros sobrepasan también nuestras pre­
sentes preocupaciones. Lo que nos interesa directamente ahora es
algo mucho menos fácil de determinar: su grado de autenticidad como
medio de comprender el lugar de uno en el mundo. ¿En qué medida
y de qué manera se vio a sí mismo Fernando de Rojas como hidalgo?
Puesto que en su caso sabemos más sobre sus nietos que sobre él mis­
mo, comencemos por considerar el caso espectacular que nos ofrece
la rama de los Montalbán de Madrid, en la que casó su hija Catalina.
El fundador de la familia de Madrid fue un primo carnal de Alvaro,
otro nieto del primer Garcí Alvarez, llamado Alonso de Montalbán.
Durante la reconquista de Granada sirvió con tal distinción que se
le entregó el mando de un contingente gallego. En palabras de uno
de los testigos de la probanza, «este testigo se alió en las guerras de
la toma del reyno de Granada e bio cómo el dicho agüelo fue capitan
de la gente de Galizia e después le dieron el oficio de aposentador
real»76. Así, una carrera brillante del servicio militar vinculó a Alon­

73 De la edad conflictiva, p. 36.


™ D omínguez O rtiz cita un documento de protesta del siglo xvn: «En
España ay dos géneros de Nobleza. Una mayor que es Hidalguía, y otra me­
nor, que es Limpieza, que llamamos Christianos viejos. Y aunque la primera
de la hidalguía es más honrado tenerla, pero muy más afrentoso es faltar
la segunda; porque en España muy más estimamos a un hombre pechero y
limpio que a un hidalgo que no es limpio» (p. 196). Villalobos se rió sin
ofenderse cuando cierto «acemilero mancebo que tenía» se alarmó y desde­
ñosamente se negó cuando su amo le tomó el pelo ofreciéndole la mano de su
hija («Los Problemas», BAE, vol. 36, p. 425).
75 Pueden hallarse otros ejemplos en D o m ín g u e z O r t iz , p. 199; C a s t r o ,
De la edad conflictiva, pp. 205 ss., y C a r o B a r o j a , II, 278. Al final del
Acto II del «Niño inocente de la Guardia», de Lope, admirablemente estu­
diado por E d w a r d G l a s e r (BHS, XXXII, 1955), la ecuación converso = hi­
dalgo es particularmente explícita.
76 Alonso de Montalbán: R i v a , II, 420. En las Cuentas de Gonzalo de
Baeza, ed. A. de la Torre y E. A. de la Torre, Madrid, 1956, II, 318, Alonso

— 154 —
so de Montalbán con ese grupo de hábiles conversos —el secretario
real, Gabriel de Santángel; el confesor de la Reina, fray Hernando de
Talavera; el teórico jurista y legislador, doctor Alonso Díaz de Mon-
talvo; y muchos otros 77— que administraron la Corte y el reino de
los Reyes Católicos. Fue durante su vida en el campo y en el nuevo
mundo de la corte cuando Alonso de Montalbán adquirió la aparien­
cia, las maneras, los privilegios y, en la práctica, la realidad de la hi­
dalguía.
Hacia 1548, unos veintisiete años después de su muerte, Alonso
de Montalbán se había convertido en un respetado y venerable ante­
pasado, recordado con orgullo por sus nietos y bisnietos en su «pro­
banza de hidalguía». Su suntuosa casa en la parroquia de San Ginés,
con su escudo de armas de piedra («tres panelas e una flor de lys e
una vanda atravesada con dos bocas de dragones») sobre la puerta
era su casa solariega. Aquí se había «tratado a sí mismo» como hidal­
go, y lo mismo que su hijo y sus nietos en los años siguientes, había
gozado orgullosamente los privilegios y exenciones a los que tenía
derecho7S. Ninguno de los testigos amigos y, probablemente bien pa­
gados, creyó necesario recordar la merienda catastrófica de 1525
cuando quedó manchado el nombre de la familia. Como los numerosos
Montalbán que habían sido quemados después de la muerte o ver­
gonzosamente reconciliados en La Puebla, aquel acontecimiento, aun­

de Montalbán es mencionado como receptor de una suma de 5.000 maravedís


en 1496. En 1503 le fue pagado por haber alojado en su casa a ciertos miem­
bros de la Casa real (p. 578). Otro curioso recuerdo de una riña de familia
nos la da el Registro general del Sello de Simancas hacia 1487 (ed. M. A. de
Mendoza Lassalle, Valladolid, 1950-59): «A las justicias de Madrid a petición
de Elvira Hurtado, mujer de Alonso de Montalbán, aposentador real, que
desea no permitan a su madre vender bienes de la legítima a cambio de man­
tenerla y vestirla» (262). Otros Montalbán mencionados son dos toledanos
mercaderes de telas, Juan y Alonso, que vendían con frecuencia sus mercancías
a la familia real (ver pp. 471 y 545). El primero no es probable que sea el
mismo Juan de Montalbán «marido de Juana Díaz, y padre de Juana y Fran­
cisca de Montalbán» que vivía enla parroquia de S a n Ginés en 1544 ( S e r r a n o
y S a n z , p. 256). ■
77 Ver, entre otros muchos estudios, Investigaciones, p. 54, y A m a d o r d e
l o s Ríos, pp. 671-84. t ^
73 En su breve (y pro forma) afirmación que ataca la petición de _los
Montalbán, el fiscal se basa en el mismo punto: «digo que el suso dicho
[Alonso de Montalbán] y su padre e agüelo fueron e son de linaje y casta
de pecheros y s¡ algún tiempo se escusaron de pechar fue porque su agüelo
fue criado de los señores reyes cathólicos que llevaba su razión a quitación».
Las frases «tratarse como hidalgo» o «representarse como hidalgo» ocurren
no sólo aquí, sino también en las probanzas de los Franco, los otros Rojas
de La Puebla y los Cepeda. En la última, un testigo afirma: «Viben como
buenos muy limpiamente e tienen e an tenido cavallos muy buenos e sus
personas muy atabladas, e se tratan como hidalgos e aun como cavalleros»
(N. A lonso C ortés, «Pleitos de los Cepedas», BRAE, XXV, 1946, p. 91).
La ironía de tal testimonio casi la podemos oír todavía.

— 155 —
que no olvidado, no venía al caso para la certificación formal del
status que ahora se buscaba79. Y en Madrid no había ningún enemigo
vengativo para impedir la certificación como don Antonio de Rojas.
Tres generaciones de favor real y responsabilidad administrativa (el
cargo de aposentador seguía estando en manos de un miembro de la
familia) ®°, tres generaciones de heredada riqueza, y tres generaciones
de escrupulosa conformidad quedarían ahora reconocidos oficialmen­
te. Y ahí se quedó.
A pesar de los chismes de la parroquia, los Montalbán eran lo
que aparentaban, o lo que querían parecer. Viajaron al Nuevo Mundo
llevando consigo un equipo de criados51; establecieron su propia capi­
lla privada dentro de la iglesia de San Ginés (la «Capilla del Lagarto»,
que todavía existe con su caimán disecado traído de América) , don­
de se celebraron con ostentación sus bodas, entierros y bautismos.
Es imposible —ya que no dejaron actas de procesos ni piezas maes­
tras de diálogo detrás de ellos— tratar de penetrar sus espíritus o sus
sentimientos ocultos, pero en esa superficie del ser llamado por Sar­
tre «Pétre pour autrui», eran hidalgos. En este sentido habría que
entender su probanza menos como una decepción social cuidadosamen­
te amañada que como una certificación de la verdad social.

79 O t i s G r e e n , en su «Femando de Rojas, converso e hidalgo», H K , X V


(1947), 384-387, está tan empeñado en hacer de Rojas un hidalgo respetable
no diferente de cualquier otro (y así, piensa uno, salvarlo para la «Tradición
Occidental»), que va al otro extremo y pasa por alto los delicados ritos de la
transición legal que habían de prepararse con tanto cuidado. Las dos catego­
rías —converso e hidalgo— se unían en muchos casos, pero presentarlas
como idénticas sin hacer de ello problema indica un grave lapso tanto de
investigación como de reflexión. El fracaso de los Franco es un caso a tener
en cuenta. La conclusión posterior de Green de que, siendo Rojas hidalgo,
«Podemos suponer con seguridad... que no conoció cosa alguna de judaismo
o del rito de él» (p. 385) representa una falta de rigor científico (dada la
información fácilmente asequible sobre la vida en La Puebla) que sorprende
en una persona tan intransigente con otros.
El último Montalbán aposentador de que tenemos huellas fue proba­
blemente Melchor de Montalbán, el hijo mayor del segundo matrimonio de
Pero de Montalbán (con Constanza Núñez, la hija de Alvaro). Uno de los
testigos de la probanza afirma «que no conoze a otros dos hermanos deste
que litiga [el nieto, Alonso, mencionado en n. 78] que biben casados en la
dicha villa de Madrid, y el uno es aposentador de su Alteza...».
81 Catálogo de pasajeros, II, 4563: «Alons'o de Montalván, hijo de Pedro
de Montalván y de Isabel Monzón, vecino de Madrid, a la provincia de Car­
tagena. Lleva consigo dos criados naturales de Madrid y ViUafranca. Dímosle
licencia que pasasen' por quanto que parece por los libros desta casa que
otras vezes han pasado. 7 marzo (1538). [El subrayado es mío.]
82 Ver n, 38. A pesar de varios incendios serios, la capilla todavía existe.
Agradezco a don Fernando del Valle Lersundi el habérmela enseñado. La im­
portancia de los Montalbán queda también de manifiesto en las instruccio­
nes para un funeral solemne dadas con todo detalle en el testamento de Pero
de Montalbán de 1 5 2 8 ( S e r r a n o y S a n z , p. 2 9 8 ) .

156 —
Podemos volver ahora a Fernando de Rojas, cuya conversión en
un venerable antepasado era también intentada por sus nietos (si
bien más tímidamente, como hemos visto). Hablando biográficamen­
te, sería erróneo limitar su gama personal de reacciones a la capaci­
dad de retirada irónica y al velado contraataque revelado en La Ce­
lestina. Por encima de toda otra cosa estaba la fuerte dedicación voca-
cional a su «principal estudio» y con ello —como resultado de la
cautelosa realización a lo largo de su vida del papel de hidalgo de la
villa— su preocupación por el status. La imagen de la vida de Rojas
que emerge del inventario de su casa hecho a raíz de su muerte apoya
esta suposición con detalles concretos. Verdaderamente, nos sor­
prende que las posesiones del bachiller semejen a las del más ilus­
tre de todos los hidalgos, Alonso Quijano «el bueno». Los dos «lan-
zones viejos», las picas, las ballestas para cazar y los ejemplares de
Amadís, Esplandián, P rim aleón, así como otras cinco novelas de caba­
llería, serán familiares a todos los lectores de la literatura española.
Podemos advertir, además, que el hijo mayor de Rojas, el licen­
ciado Francisco, no tenía dudas sobre sus derechos y privilegios como
hidalgo. Cuando en su ancianidad se vio amenazado con la cárcel por
impago de deudas, contestó: «y yo, por ser como soy hijodalgo, y
estar y aber estado en tal posesión y reputación de my y de mis ante­
cessores, y aber tenydo oficio noble de abogacía e judicatura, no
puedo estar preso por debdas civiles»83. La pretensión es convincen­
te, no sólo porque estaba apoyada por el corregidor de Talavera
(probablemente amigo o amigo de amigos), sino porque además difí­
cilmente se hubiera hecho si los demandantes hubieran podido redar­
güiría. Y si el hijo confiaba y estaba orgulloso de su hidalguía, hemos
de pensar que estos sentimientos los debió heredar, al menos en
parte, de su padre. Como sus primos, los Montalbán, y como los
Franco (si hubieran triunfado), los Rojas fueron hidalgos en cuanto
vivieron como tales. En este sentido, sus dos probanzas testifican
tanto una realidad social como una ficción social.
La sociedad estancada en la que Rojas vivía prestaba muchísima
importancia al rango o categoría, es decir, la imagen social fija de cada
individuo para tratarle de acuerdo con una norma predeterminadaS4.

» VLA, 34-39. _ ,.
** Una reflexión típica de esta situación la constituye el autoexilio del
tercer amo del Lazarillo, el escudero. Las páginas de Lea traen un ejemplo
tras otro de las complejas, quisquillosas y rabiosamente impugnadas rivalidades
por motivo del status. Los conflictivos encuentros de casta que hemos seña­
lado arriba se convirtieron después en competición entre los que representa­
ban las distintas formas de autoridad (civil, inquisitorial, noble, eclesiástica,
real, etc.). Una situación en que no se había establecido en forma definitiva
ningún status, y que las masas podían identificarse con el grito «¡Del rey abajo,
ninguno!», paradójicamente sólo podía tener como resultado una serie infinita
de enfrentamientos sin solución.
La precedencia y el protocolo eran asuntos de cotidiana discusión.
Y Rojas, precisamente por su hondo interés creador hacia los cambios
psíquicos que se ocultan bajo los papeles exteriores de amo o de cria­
do,, no pudo dejar de darse cuenta de ello. Los lectores de La C eles­
tina pueden poner en duda el que apreciara su hidalguía como fuente
primordial del valor personal, pero que en su diario intercambio con
el mundo insistiera que debía ser tratado de acuerdo con las normas
habituales de su categoría social, puede darse por supuesto. En la
«probanza de hidalguía», tres testigos dan similares explicaciones por
su abandono de La Puebla para trasladarse a Talavera. En palabras
de uno de ellos:
Este testigo oyó decir que el Concejo de la dicha villa de La Puebla de
Montalbán y los coxedores del pecho y serbicio Rreal debido a su Magestad
pedían al dicho bachiller Hernando de Roxas que pechase por ra^ón de los
vienes que tenía en la dicha villa, el dicho bachiller Hernando de Rojas jamás
quiso pagar el dicho pecho real ny dar prendas ningunas por ser tal hombre
hijodalgo, antes saue este testigo y bido que por los malos tratamyentos que el
señor de la dicha villa, que Uamauan Don Alonso ®, les hacia a los hijosdalgo
se desabenzindaron algunos dellos y se fueron de la dicha villa, que vn Fulano
Hortiz86 se fue para Toledo y un Fulano de Sahabedra se fue para la villa de
Torríxos, y el dicho bachiller Hernando de Rojas se fue a biuir a la dicha villa
de Talauera S7.

Como veremos, las razones de Rojas para trasladarse fueron pro­


bablemente más complejas de lo que se explica en este esquemático
relato seguramente preparado de antemano por el licenciado Fernan­
do. Al mismo tiempo, al leer este testimonio, nos acordamos inevi­
tablemente del tercer amo de Lazarillo, el escudero, que dejó su
villa natal para ir a Toledo porque un señor del lugar persistía en sa­
ludarle de una forma ofensiva a su rango.

LO S «DISTINTOS Y O » DE LOS AUTORES

Las tres clases de reacción de los conversos a la circunstancia so­


cial que acabamos de proponer: el rechazo violento, la retirada irónica
y la aceptación pardal, de por sí no se excluyen mutuamente. El
estado de ánimo de un Rojas o de cualquier otro que vive en la situa­
ción de converso era sin duda una mezcla de las tres, mezcla cuyas
proporciones diferían no sólo de individuo a individuo sino de un
día a otro, de un año para otro dentro de un mismo individuo. In­
85 Para más detalles sobre don Alonso Téllez Girón, primer señor de
Montalbán, ver Cap. V.
86 Ver Cap. V, n. 94.
cluso en esa estructura compleja de ironía verbal llamada La C elesti­
na hay, como hemos visto, momentos de sutil y velada cólera y otros
de aseveración. Las brujas, también, son seres humanos y merecen
algo mejor que «justicia» inquisitorial, mientras que Pármeno y Sem-
pronio cogidos m fragan ti son castigados de manera ejemplar. «Una
biografía se considera completa (observa Virginia Woolf) si da cuen­
ta de seis o siete ”yo”, mientras que una persona puede presentar
más de m il» ss. Esto nos puede servir de aviso para no tratar de com­
pensar nuestra ignorancia de la biografía de Rojas con esfuerzos abs­
tractos o intuitivos de caracterización. Estamos abocados a no conocer
nunca y a no poder dar cuenta de uno siquiera de todos los «yo» que
llevaba consigo el nombre de Fernando de Rojas, pero podemos al
menos suponer que fueron muchos y fluidos, combinando en sus
siempre cambiantes proporciones la evanescencia irónica con la soli­
dez interna vocacional que llevaba debajo su identificación externa
con el papel de hidalgo.
Nuestro reconocimiento de la inmensa modestia de estas especu­
laciones biográficas no deja de sernos útil. Conduce a una más exacta
definición de nuestro tema. No nos interesa la vida de Fernando de
Rojas sólo porque un ser con ese nombre y ese apellido escribiera
la mayor parte de La C elestina, Como anunciamos al comienzo, no
quedará satisfecha la curiosidad de nadie, y no vamos a tratar de rela­
cionar personajes e incidentes de La C elestina con anécdotas biográ­
ficas. Pero, al considerar a Rojas en su familia como miembro de
una casta, podemos conseguir al menos cierta comprensión de la
relación más amplia entre la situación de los conversos y la prehis­
toria de la ficción, relación que estuvo encarnada en su vida. Los
conversos contribuyeron con muchas cosas a la vida de España: ad­
ministración, labor intelectual, poesía de calidad sin par, reforma
religiosa, etc. Pero lo que aportaron al mundo no castellano fue
nada menos que la posibilidad de un gran género literario de los
tiempos modernos: la novela. Cervantes y los hombres que contri­
buyeron a asentar su tradición: Mateo Alemán, Alonso Núñez de
Reinoso (el primer restaurador de la novela bizantina de Espa­
ña) Jorge de Montemayor (creador de la primera novela pastoril
en castellano), el autor anónimo del Lazarillo d e T orm es, Fernando de
Rojas, el «novelista sentimental» Diego de San Pedro y anteriormen­
te Alonso Martínez de Toledo (que en su C orbacho fue el que pri­
mero llevó el habla oral a la prosa castellana), tod os ello s fueron con­
versos90. Y la forma de su creación, la forma cohesiva de la tradí-
-- ----- .--- . II,
88 Orlando, Londres, 1928, pp. 189-190, citado por León E d e l , Literary
Biograpby, Nueva York, 1959.
89 Ver Cap. I, n. 26. _
90 Ciertos eruditos modernos han discutido con fervor el linaje de algunos
de los nombres mencionados. Y hay que admitir que nuestro grado de certeza

— 159 —
don a la que contribuyeron, refleja la situación sin precedentes que
les era común.
Las características raciales y cualquier resto de la cultura judía
y de las actitudes judías que puedan hallarse en algunas de sus obras
no nos importan en absoluto. Lo que nos interesa es la existencia de
tales individuos a la vez dentro y fuera de su circunstancia social.
Fue precisamente esto lo que facilitó la distancia irónica y el conoci­
miento desde dentro de la sociedad que son igualmente necesarios
para la tarea de reflejar el mundo en la ficción. La penetración intui­
tiva, unida a la perspectiva, fueron los componentes de la visión no­
velística entonces como ahora, y fue esta visión que distinguió a
Rojas y algunos de sus compañeros para bien o para mal. Quevedo,
forzado a vivir al margen de su mundo, se ve conducido a la sátira 91;
Lope en su centro vital celebró los valores nacionales en sus come­
dias; pero Cervantes como novelista abarcó dos perspectivas a un
mismo tiempo. O, como Alberto Moravia lo ha expresado reciente­
mente, tenía que estar simultáneamente «dentro e fuori del suo
mondo»92.
Carecería de sentido tratar de propugnar que la novela no existi­
ría, o incluso que su nacimiento en Inglaterra y Francia se hubiera
retrasado, sin la casta de los judíos conversos de España. Pero, no
obstante, ya que la historia literaria se interesa menos por hipótesis
que por tradiciones veríficables, la España de Fernando de Rojas
habría de tomarse en cuenta por los investigadores de la ficción.
Aunque no se le pueda considerar formalmente novelista, su distan-

sobre sus orígenes varía, como es natural. En el caso de Diego de San Pedro,
C a r o B a r oj a ( I f 284) acepta (tanto por el nombre como por el «humorismo
agrio» y «la ironía templada» de La cárcel de amor) su origen converso. Para
un estudio más detallado de estos aspectos subterráneos del libro, ver F r a n c i s c o
M á r q u e z , «Cárcel de amoi, novela política», RO, IV (1966), 185-200. D oro-
t h y V i v í a n en su estudio de la Passión trabada (Anuario de estudios medieva­
les, I, Barcelona, 1964) aporta otros argumentos a este mismo respecto. Otros
nombres que podrían enriquecer la lista incluirían muchos de los que con­
tinuaron o fueron influenciados por La Celestina; por ejemplo, Francisco De­
licado (ver Cap. VII, n. 18). M a r c e l B a t a i l l o n se ha dedicado reciente­
mente a estudiar la presencia de «Les Nouveaux Chrétiens dans l ’essor du
román pjcaresque» {Neophilologus, 48 [1964], 283-298), encontrando en el
género una burla temática persistente de las pretensiones de casta.
91 No ha de entenderse esto como si yo quisiera suponer que Quevedo
estaba incluido en la lista creciente de conversos amargados. Todo lo contra­
rio,^ su género especial _de marginalidad y su variada pero anónima sátira le
harían más bien compañero de armas verbales de las estatuas de Laín Calvo
y Ñuño Rasura. SÍ era —o se creía— cristiano viejo, ¡menos mal! No hay
que interpretar toda la disidencia como producto exclusivamente converso.
92 Corriere della Sera, 29 septiembre 1963. Después de siglos, nuestros
grandes novelistas —Faulkner, Joyce, Dickens, Twain— han encontrado otras
formas de interioridad y exterioridad, las ofrecidas por sus siglos, pero inevi­
tablemente repiten la doble postura de Cervantes.

160 —
cía personal y su exploración irónica de todo lo que había conocido
tan de cerca era a un mismo tiempo profundamente novelística en
el sentido moderno y sin precedentes en el resto de la Europa de
1499. En última instancia tendremos que tratar de distinguir entre
las cualidades personales de Rojas como creador y su situación social
(compartida por innumerables contemporáneos), pero de momento
es el fruto de esta última situación —que pudiera llamarse un poco
pedantemente la sociología del nacimiento de la novela—, lo que
tiene importancia. En el capítulo siguiente reflexionaremos 'sobre el
mismo problema, no desde una perspectiva personal o colectiva, sino
Histórica.

— 161 —

il
CAPITULO IV

LOS TIEMPOS DE FERNANDO DE ROJAS

¡...cuánta desventura le sigue y a seguido en estos


nuestros tiempos, y las huellas que este amargo reyno
ha ávido y dado en tan breve espacio, y los muchos
ricos tornados pobres, y las crueles guerras, y la amar­
ga muerte que de continuo llovizna!

J uan A lvarez G ato


LOS «ANUSIM»

Jean-Paul Sartre describe el primer momento crítico de la vida


de un judío que crece en una sociedad gentil como el descubrimiento
de su unicidad, de su ser diferente en opinión de los demás:
...pero de cualquier forma, un día habrán de conocer la verdad: unas
veces será quizá por la sonrisa de las personas que están a su alrededor, otras
por un rumor o por insultos. Cuanto más tarde sea el descubrimiento, más
violenta será la sacudida: se dan cuenta de golpe de que los demás sabían de
ellos algo que ignoraban *.

No tenemos medio de determinar cómo y cuándo descubrió Rojas


que era converso (descubrimiento mucho más temible en su España
que el judaismo en la Francia de Sartre), pero podemos estar seguros
de que lo hizo. Y sabemos también que una vez descubierto (quizá
tan sólo en el momento de la detención de su padre) 2 creó en él un
intento de comprensión. Como sucede después de todos los descubri­
mientos, siguió un período de preguntas: no las desesperadas, sin
respuesta, definitivas, que Rojas y Pleberio habrían de hacerse más
tarde, sino más bien esas preguntas que exigen una historia. El nue­
vo ser —él mismo en cuanto converso— que acababa de descubrir,
no podría comprenderse sin una biografía familiar, sin una «vida y
época». Es decir, que Fernando de Rojas, como todos sus compa­
ñeros, buscó necesariamente una narración preliminar que le expli­
1 Reflexión?, pp. 91-92. _ ^
2 Según Lea y otras autoridades reconocidas, si la familia practicaba los
ritos judíos, era costumbre revelar el secreto al joven converso atando alcan­
zaba la edad de la discreción.

— 165 —
cara su propia existencia como perteneciente a una circunstancia
histórica. Como observa Ortega, sólo podemos entender el sentido de
la vida a través de una narración, contándola primero como un cuen­
to y luego como una historia.
No sabremos nunca quién fue el primero que trató de responder
a las preguntas de Rojas. Pero podemos al menos intentar aproxi­
marnos a la versión histórica que siendo adulto aceptó para sí mismo
en base a las diferentes respuestas que progresivamente había reci­
bido. No me propongo aquí volver a contar en detalle la fascinante
historia de los conversos españoles, una historia que los lectores pue­
den encontrar a mano y desde diferentes puntos de vista3. Los capí­
tulos de Castro sobre los judíos y conversos en La realidad histórica
d e España por sus ideas profundas y renovadoras merecen especial
recomendación. Lo que no puedo evitar, sin embargo, es una breve
recapitulación de las cosas que Rojas aprendió de sus preguntas.
Para comenzar, hemos de tener en cuenta que era una historia de
horror y violencia, década tras década, de continua agresión, de pa­
rientes muertos, de casas quemadas, de propiedades robadas, de esca­
padas por un pelo, de huidas desesperadas, de odios profundos y de
incesante peligro. Uno era lo que era porque se veía obligado de
forma violenta a ser así. De todas las palabras que definen al con­
verso, quizá la más apropiada fuera la hebrea «anusim », que signifi­
ca «el forzado».
El primer gran estallido tuvo lugar en 1391, casi exactamente un
siglo antes de que el joven Fernando de Rojas comenzara a tratar de
entender su propia biografía. Anteriormente —como Castro, Menén­
dez P idal4 y Amador de los Ríos han demostrado— las tres «castas»
de la España medieval habían vivido juntas con una rara armonía
en la historia social europea. Aunque la violencia era rutinaria en la
vida cotidiana medieval, tanto en España como en otros países, los
cristianos, moros y judíos se las habían arreglado para conseguir una
especie de coexistencia funcional e incluso institucional. Durante el si­
glo X V I , sin embargo, el creciente desasosiego social (del género que se
iba extendiendo en toda Europa), la pérdida de la frontera como mi­
sión y como válvula de seguridad para los instintos de agresión, la rup­
tura anárquica de las formas estables del convivir social (Rojas vuelve
una y otra vez en La C elestina sobre el tema de la ruptura de las rela­
ciones humanas), el espectáculo diario del poder y riquezas de los
judíos (derivados de sus funciones administrativas cada vez más ne­
cesarias) y muchos otros factores disecadores crearon una situación
3 Además del libro clásico de A m a d o r de l o s R í o s recientemente reedi­
tado, véanse los de C a r o B a r o j a y D o m ín g u e z O r t i z , citados aquí con pro­
fusión. En inglés, la aportación más novedosa es la de Y i t z a k B a e r , A His-
tory of tbe Jews in ChristUm Spain, Philadelphia, vol. I, 1961; vol. II, 1966.
4 Particularmente en l,a España del Cid.

— 166 —
social altamente combustible. En 1391 prendió la chispa mediante
la predicación fanática de unos pocos franciscanos, y en unos meses
casi todas las ciudades de España fueron escenario de almas infla­
madas y de carne violada.
Huir al campo con su población de atemorizados moriscos y cam­
pesinos cristianos amotinados y enfurecidos (que se creían guerreros
de cru2ada) era imposible. La protección de los nobles y del rey era
fortuita e ineficaz. En realidad, no parecía haber otro lugar donde
ir más que a la pila bautismal. Y grandes masas de judíos eligieron la
seguridad —muchos de ellos convencidos por el fervor oratorio y la
calurosa bienvenida a la fe de San Vicente Ferrer, que aprovechó
la violencia reinante para convertirse en uno de los misioneros de
más éxito de todos los tiempos. Si al obrar así incurrieron en el des­
precio de sus hermanos de fuera de España, por lo menos habían
mantenido una situación de poder, de riqueza e importancia social
sin paralelo en ningún otro país. Arraigados en las ciudades y villas
de toda la nación, los nuevos conversos continuaron los negocios
de sus antepasados —arte y artesanía, recaudación, administración,
medicina— y, como vimos, añadieron otras muchas. Casaron con fa­
milias nobles; condujeron la diplomacia; reanimaron el comercio y
la industria; entraron en la Iglesia con notable éxito; escribieron
poemas y discutieron con ignorancia o con acierto sobre teología;
estudiaron leyes; se entregaron con dedicación a la administración
civil; y casi sin proponérselo formaron una especie de partido políti­
co que hizo sentir su peso en las confusas luchas para conseguir el
predominio que caracterizaron la historia española del siglo xv. La
caída de una gran figura política de la época, don Alvaro de Luna, se
debió ciertamente en parte a su política de favorecer a los judíos so­
bre los conversos. Era una época adicta a la fortuna y al poder, una
época que produjo, como observó ya Amador de los Ríos, «grandes
caracteres» en el sentido marloviano, una época en que una antigua
«casta» podía esperar convertirse en clase rectora.
Pero no fue por mucho tiempo. La bienvenida inicial desapareció
pronto. En 1449, los conversos de Toledo experimentaron el mismo
género de violencia a que sus padres judíos habían sido sometidos a
finales del siglo precedente. Fueron destruidas numerosas casas ñor
el fuego, y los valientes esfuerzos de autodefensa fueron definitiva­
mente ahogados por la chusma enfurecida. Y lo peor de todo fue que
ni el Rey Juan II ni don Alvaro de Luna fueron capaces de ayudar y,
una vez que la revuelta se hubo terminado, el alcalde, Pedro Sar­
miento, promulgó una sen ten cia esta tu to. Unos quince concejales, no­
tarios y jueces fueron por esta causa destituidos sin otra razón que la
impureza de su sangre. Fue el primero de una larguísima serie de
estatutos, estatutos que, aunque ineficaces y dúctiles en manos de
manipuladores profesionales como el licenciado Fernando, habían de
— 167 —
influir definitivamente en la historia y sociedad españolas de forma
fundamental. Muchos conversos reconocieron el peligro inherente al
estatuto original y lo atacaron tanto en la práctica (consiguiendo la
intervención papal) como en teoría (en un tratado legal por el emi­
nente jurista Alonso Díaz de Montalvo, y una discusión teológica por
Alonso de Cartagena)s.
Todo fue en vano. Durante la vida de Rojas, una asociación tras
otra (colegios, cofradías, órdenes y otras) adoptaron esas reglas, con
el resultado de que, al tiempo de su muerte, era inconcebible un
partido político de conversos. Aunque hubo oposición a la discrimi­
nación (un general converso de los jesuítas llamó a los estatutos
«error nacional» 6) y no se le concedió un apoyo real completo hasta
1548, su existencia privó a los conversos del reconocimiento abierto
de sus orígenes que hubiera supuesto una acción conjunta. Había co­
menzado una era de engaño, de hipocresía y de falsificación genealógi­
ca que había de durar siglos y que, como hemos visto, sigue afectando
hoy día a ciertos sectores de la erudición hispánica 1. En efecto, se po­
dría sostener que estos estatutos (particularmente en su forma extrema
del siglo x v h j representada por el expediente de Pala ves ín) y la falta
de honradez a que obligaron a candidatos y testigos, fueron tan respon­
sables como la Inquisición de la petrificación de la sociedad española.
Lo cual equivale a decir: de la muerte lenta de España como cuerpo
político. Se pueden considerar como un complemento e incluso mas
adelante un sustituto del Santo Oficio como instrumento mayor de
presión social. Una vez reducida al mínimo la desviación doctrinal,
la aguda conciencia de la estirpe racial reaÜzaba cotidianamente la
misma función de la humillación definitiva en los autos de fe. Pero
esto vino después. Lo que se contó a Rojas fue la germinación del
mito de la «limpieza de sangre» de los cristianos viejos y de la im­
pureza de la de los conversos unos treinta años antes de que naciera.
Volviendo a nuestra sinopsis, el primer ensayo de violencia y
discriminación no atemorizó a los conversos de Toledo. En 1467 fue­
ron ellos los que tomaron la ofensiva con un ataque a la catedral,
pero, si bien dentro de la ciudad pudieron a veces conseguir superio­
ridad de número, pronto fueron derrotados por las masas de cristia-

5 Una relación detallada de todo esto se nos da de manera ejemplar en


SiC R O F r.
6 La expresión «humor o error nacional», frecuentemente citada de Diego
Laínez, repite el comentario de San Ignacio de que el recharo y exclusión
de los conversos pudiera atribuirse al «humor español». Ver E. R e y , «San
Ignacio y el problema de los cristianos nuevos», Razón y Fe, 153 (1956),
173-204.
7 Además de Sánchez Albornoz y Eugenio Asensío, citados en el Cap. I,
ver los curiosos esfuerzos por proteger la reputación de los antepasados de
Santa Teresa, tal como queda estudiado por H o m e r o S e r í s , «Nueva genealo­
gía de Santa Teresa», NRFH, X (1956), 365-384.

— 168 —
nos viejos venidas del campo. La persecución resultante fue horrible:
1.600 casas quemadas, matanza general de los que no pudieron es­
conderse y hambre lenta para muchos de los amotinados que, aban­
donando la ciudad, vagaron por el campo inhóspito hasta que mu­
rieron. En 1473 se repetían las mismas escenas aún a mayor escala
en Córdoba (donde uno de los antepasados de Cervantes fue la pri­
mera víctima) y, después, las matanzas y la violencia del populacho
se extendieron sobre España como una fiebre. Jaén, Vatladolid, Se­
gó via y otras pequeñas ciudades prorrumpieron en actos parecidos.
Era un tiempo de gran miedo, un tiempo de incertidumbre que cris­
paba los nervios, tiempo en que todo converso observaba a sus veci­
nos los cristianos viejos, pues el más ligero cambio de actitudes o ma­
neras podía predecirles una tormenta futura. En La Puebla de Mon­
talbán, donde, como veremos, había una preponderancia de conver­
sos, el peligro inmediato no era tan grande, pero los habitantes esta­
ban necesariamente afectados por los sangrientos acontecimientos de
Toledo, distante tan sólo cinco leguas. En 1450, en otra ocasión
semejante, muchos de ellos se refugiaron con sus ganados y bienes
en el castillo cercano a Montalbán. Por esta protección fueron obli­
gados a pagar «de veinte crías que naciesen le diesen una y de cien
ovejas y vacas una parida y otra nacida» 8.
Como era natural, después de haber comentado y hablado de
ellos durante años, los brutales acontecimientos de 1449 y 1467
quedaron institucionalizados como parte central de la tradición his­
tórica de los conversos de Toledo. Toda persona se reconocía a sí
misma como miembro del grupo, ya que él o sus antepasados habían
participado en un común sufrimiento, y probablemente volverían a
participar de nuevo. Es decir, que aunque las familias y los indivi­
duos tenían para contar experiencias y atrocidades por separado, no
se contaban aisladamente. Más bien pertenecían a una narración o
historia común que daba a cada uno de los años de atrocidad un
nombre institucional por el cual pudiera ser conocido. Rojas oyó
hablar del motín y robos de 1449 como de «lo de Pedro Sarmiento»,
mientras que a la otra gran asonada se aludía como a «lo de la Ma-
d alen a» 9. Para poder sentir directamente la forma en que estos años

8 «...cuando la Condesa de Montalbán, doña Juana Pimentel, muger de


don Alvaro de Luna, residía en esta villa por señora della, se levantó cierta
guerra en Toledo sobre la tenencia del alcázar y había grandes disensiones por
esta tierra, y que al dicho castillo y fortaleza de Montalbán se iban a recoger
muchas personas de esta villa y tierra y llevaban sus haciendas para las poner
en salvo allí, y por intercesión de se las guardar la dicha Condesa impuso
cierta impusíción sobre los ganados de víUa y tierra que de veinte crías que
naciesen le diesen una y de cien ovejas y vacas una parida y otra vacía...»
{Relaciones, II, 260). ,
9 S e r r a k o Y S a n z , p. 2 9 0 . En el proceso de Femando González Husillo
ya citado (Cap. II, n. 9), los dos hechos se denominan «el robo de Pedro

— 169 —
hacían vibrar la conciencia de los conversos, podemos leer un pasaje
del proceso después de la muerte de un tal Fernán González Husillo
(probablemente el padre de Hernán Husillo, que había aconsejado a
Alvaro de Montalbán que no testificara contra su familia) 10. Sus
hijos le defienden del habitual cargo de apostasía y atestiguan
...que / cuando el robo de Pedro Sarmiento y el de la Madalena / el
dicho Fernán Gongales, e assimismo por ser católico y fiel cristiano... mo­
rando donde el maior fuego o el maior peligro / en la casa vecina a la de
Fernando de la Torre n, el jefe de los conversos / se estuvo a su puerta e
ninguno de los fidalgos nin xris ríanos viejos Je robó ni tomó cosa alguna de
su fasienda.

Aquí el sentimiento de participación en una historia compartida es


más claro precisamente porque el individuo en cuestión escapó del
despojo común. Nuestra ignorancia de las anécdotas y recuerdos par­
ticulares sobre los que se zurció la historia de violencia contada a
Fernando de Rojas no es la menor de nuestras desgracias 12.
No nos debe sorprender que en estas circunstancias de odio de las
masas y de violencia inminente que algunos conversos prominentes
(entre ellos el jurista Montalvo) pidieran una «inquisición» 13, Con­
fiados en su escrupulosa conformidad a la conducta católica ortodoxa,
esperaban que una escarda de los realmente culpables de prácticas
judaicas les permitiría proseguir sus carreras sin verse amenazados
por la sociedad que les rodeaba. Otros, por supuesto, penetraban más
hondamente en su verdadera situación y comprendían que la nueva
institución trataría de destruirlos como individuos, como familias y
como casta. De aquí las revueltas —sofocadas drásticamente— con­
tra la Inquisición por los conversos de Sevilla y Zaragoza en 1481 y
1485, respectivamente. Incluso en Toledo, donde la causa de los
conversos había fracasado por dos veces de una manera decisiva, hubo
un intento más de autodefensa 14,
Si algunos conversos seguían creyendo cuatro años después de los
Sarmiento... e el de la Madalena». El segundo nombre, según C aro B aroja
(I, 124), deriva del hecho de que era el «barrio de la Magdalena» el que fue
saqueado.
10 S e r r a n o y Sanz, p. 265. En el acta del proceso arriba señalado, re­
sulta que el acusado murió en 1469 dejando, un gran número de herederos
—entre ellos un tal Fernán de Husillo— que defendió la reputación de su
padre y la herencia de todos frente a la Inquisición.
11 Puesto que Fernando de la Torre era muy conocido como líder eje­
cutado de la insurrección de conversos que acarreó las represalias, la exención
de Husillo fue notable.
12 Los hechos atroces que se contaban una y otra vez entre los conversos
y judíos están representados en el Chebet Jebudah, Ver, por ejemplo, la narra­
ción del exilio (pp. 209 ss.), o la matanza de 1506 en Lisboa (p. 215).
13 S icroff , p. 66.
14 Lea, I, 168.

— 170 —
acontecimientos de Sevilla que la Inquisición podía serles de prove­
cho descargándoles y librándoles del miedo, pronto descubrieron que
estaban en las garras de un adversario tan sin entrañas y violento
como cualquier populacho, y además harto más eficiente. En lugar
de limitar su agresión a unos días de terror, la amenaza burocrá­
tica de la Inquisición duraba más que la vida misma, envolviendo
a los muertos lo mismo que a los vivos y llegando hasta castigar
a los no nacidos15. Y, en lugar de robar o destruir la propiedad
tangible, se las arregló para conseguir la posesión legal de lo intan­
gible: deudas, escrituras, herencias, hipotecas. Finalmente, además
de quitar la vida a sus víctimas, se especializó, como hemos visto, en
destruir su honra. El incremento de la eficacia, sin embargo, no supu­
so necesariamente la separación eficaz del inocente del culpable.
Como el populacho a quien sustituyó, el Santo Oficio, al menos en
sus primeras décadas, actuó con frecuencia indiscriminadamente en
su agresión.
Hemos de comprender además que esta narración no era pretéri­
ta. Cada año e incluso cada mes se añadían nuevos párrafos y capí­
tulos. Un cronista de la Inquisición de Toledo recoge los hechos del
comienzo del año de 1501 (el año en que Rojas estaba ocupado en la
ampliación de La C elestina) de la siguiente manera:
Auto del lunes de carnaval, 22 febrero 1501
En veinte y dos días de febrero de mil y quinientos y uno, día de sanct
pedro de cátedra se fizo un acto de la sanct a inquisición, en que sacaron a
quemar treynta y ocho hombres, naturales de herrera y de la puebla de al­
cocer, que es en el arzobispado de toledo. Estos todos avían seydo reconci­
liados. Y en la dicha villa de herrera fue tomada una moga de fasta quince
años, la cual por consejo de su padre y de un tío suyo dezía que fablava con
ella el mextas, y la subía al cielo, y veya allá á todos los que avian quemado,
que estaban asentados en sillas de oro.

15 Me refiera, por supuesto, a las severas prohibiciones en el vestido y


ocupación impuestas a los descendientes de las víctimas de la Inquisición. El
texto clásico que describe estas prohibiciones es el Edicto de^ Fe, reproducido
por L e a (II, 588). Sebastián de Orozco describe casi poéticamente la fun­
ción del despliegue de sambenitos (que incluso llevaron individuos tan diversos
como el Cándido de Voltaire y Alvaro de Montalbán) en el mantenimiento de
la deshonra familiar: «Los sambenitos de todos estos quemados se ponían é
pusieron colgados en la claustra de la sancta iglesia de^ toledo á la parte del
güerto en unos maderos colgados; é yo los vi allí. Más porque, andando el
tiempo, con los aires, soles y aguas los_dichos sambenitos, estavan ya rotos
y gastados y no se podían leer. Y los señores inquisidores los mandaron reno­
var y poner en cada perrochia desta cibdad, donde los tales quemados ó
reconciliados eran perrochianos» (F. F ita , «La Inquisición toledana», BRAH,
XI, 1887, p. 302). Los interesados en el autor de La Celestina tendrían mu­
cho interés en saber si uno de ellos llevaba el nombre de su padre.

— 171 —
Auto del Martes de carnaval, 23 Febrero 1501
Luego al día siguiente veinte y tres días del dicho mes de febretfo de]
dicho año sacaron á quemar a sesenta y siete mugeres, todas naturales de las
dichas dos villas.
Y dízese que algunas de ellas murieronen la fee cristiana, conociendo su
error; las quales fueron afogadas antes que las quemasen.
En esta sazón vino la nueva á esta cibdad que encordo va avían quemado
noventa y tantas personas.

Auto del martes de Pasión, JO Marzo 1501


En treinta días del mes de mar^ del dicho año de quinientos y uno fue
fecho un acto de la sancta inquisición en que sacaron á quemar seis hombres
y tres mugeres. Fueron naturales de esta cibdad y avían seydo reconciliados,
y se falló que avían tornado á judayzar, los quatro hombres y las tres muge-
res; y los otros fueron de la puebla de alcocer. Y así fueron todos quemados
por relapsos 16.

La atmósfera de miedo y horror sugerida por estos anales esque­


máticos está confirmada en los diarios de viajeros a la España de
Rojas. Por ejemplo, en 1494 el bávaro Hieronymus Münzer descri­
be un manicomio en Valencia en el que se podía oír a un loco con­
verso rezando en hebreo dentro de una pequeña jaula 17. Observa de
pasada que su padre había sido quemado como resultado de su loca
indiscreción. Un número incontable de escenas e historias como
éstas constituyen el contexto social de lo que hemos llamado la España
de Fernando de Rojas.
Es asimismo digno de notar, según los cálculos de Caro Baroja,
que hubo una marcada aceleración en la actividad inquisitorial duran­
te los años que siguieron inmediatamente a la aparición de la C om e­
dia. Basándose en el C atálogo de Vignau de los archivos fragmenta­
rios del Santo Oficio en Toledo, concluye: «Si se examina con aten­
ción el mismo índice de los procesos del Tribunal de la Inquisición
de Toledo, se observa... que, en primer término, cuando aquél estu­
vo más desenfrenado persiguiendo a judaizantes propiamente dichos
fue en sus comienzos, concretamente en el decenio que va de 1480 a
1490 (con el clímax en 1485). Bajan luego algo las causas de 1490
a 1499, para subir la cifra en 1500 y en los primeros años del si­
glo xvi» 18.
El cuento de horror contado a Rojas seguramente tendrá más sen­
tido para un lector de hoy que hubiera tenido para sus abuelos. Si
w Ibid., pp. 307-308.
17 Ver Cap. III, n. 11,
18 Vol. I, p. 352. Estas conclusiones no están confirmadas por los archi­
vos más completos de Cuenca (ver S. C irac E stopiñán , Registros de los
documentos del Santo Oficio de Cuenca y SigXenza, Cuenca-Barcelona, 1965),
que señalan a 1492 y 1496 como años de actividad máxima. Pocos documentos
toledanos quedan de los primeros años de 1500.

— 172 —
antes parecía que la Inquisición había sido inventada por Edgar Alian
Poe, hoy estamos mejor preparados para entenderla desde dentro. El
celo de ciertos conversos en predicar y ayudar a establecer la Inqui­
sición es particularmente comprensible en nuestro tiempo. Como hace
resaltar Castro, la violencia mitad revolucionaria, mitad antisemita, de
las masas, su «embestida antijudaica», estaba unida entonces a la «furia
teológica» de ciertos neófitos cuyo único e íntimo solaz, cuyos únicos
medios de purgarse de la culpabilidad consistían en atacar y destruir a
sus compañeros. Los nombres de fray Alonso de Espina wa, fray Je­
rónimo de Santa Fe (anteriormente Rabbi Josué Lurquí), fray Diego
de Deza (protector de Colón), e incluso el mismo Torquemada, fue­
ron todos ellos famosos (o infames) en este sentido. Sus aptitudes ad­
ministrativas, así como su ferviente identificación personal con la
nueva fe les capacitaron para fundar y para organizar un tribunal se­
mejante 19.
Los bien preparados autos de fe en los que los burocráticos in­
quisidores y sus víctimas — ¡conversos todos ellos en algunas oca­
siones!— representaban un simulacro del día de juicio ante un
auditorio populachero de presuntos cristianos viejos nos recuerdan
tantos archiconocidos festivales políticos de nuestro siglo. Y no sólo
por su fatídica aparatosidad ni por sus crueles tormentes corporales.
La Inquisición, en cuanto simbiosis entre las masas apasionadas y los
manipuladores profesionales de su opinión, llegó a ser nada menos
que una institución... artificial. Es decir, una institución duradera
(la historia no corría tan de prisa entonces) pero n o orgánica. Una
institución inventada, precursora de nuestros gobiernos totalitarios.
Su medrosa combinación de cálculo y odio, de codicia y piedad, de
procedimiento secreto y vergüenza pública, la conocemos demasiado
bien M. En su omnipotencia, en su misterio y en su poder, los inqui­
sidores les parecían dioses a algunas de sus víctimas 21; en su pasión y
en su brutalidad, otros los comparaban a los animales («lobos, leones

18 a Desde que escribí esto — me advierte mi colega Joseph Silverman— ,


el origen converso de Fray Alonso ha sido definitivamente descartado.
19 Como ya hemos dicho, A. C a s t r o (¡de linaje de conversos para algunos
y antisemita para otros!), con datos convincentes, atribuye el fanatismo inqui­
sitorial a la herencia hebrea de los primeros inquisidores. La ortodoxia feroz­
mente defendida del ghetto medieval — afirma— se extendía ahora a toda
España (Realidad, ed. I, pp. 496-518). ^
20 Ver la introducción de Márquez a la Católica impugnación, de Fray
H e r n a n d o d e T a l a v e r a , p. 27, n. 26, para un estudio convincente de la
Inquisición como forma de gobierno. ^
21 Entre los imprudentes arranques atribuidos por un «mosca» al médico
bachiller Francisco de San Martín, anteriormente aludido (Cap. II, n, 89),
encontramos el que dijo que sus inquisidores (que habían encarcelado a un
carnicero por no despachar carne a un «familiar» de la misma) habían ac­
tuado como si fueran «unos segundos dioses».

— 173 —
y andriagos que odiaban locamente») n . Ni había otra evasión al poder
inquisitorial más que la huida, y ésta con frecuencia era imposible B.
Las apelaciones al Papa sólo tenían como resultado el pago inútil de
sobornos y unas prohibiciones eclesiásticas que nunca se cumplieron 24;
las apelaciones al Rey o a la Reina nunca penetraron en la ciega pie­
dad de la una ni en el cálculo político del otro25.
El hombre estaba, así, sometido a una inhumanidad organizada e
institucionalizada sólo comparable a las demasiado conocidas del si­
glo xx. Pero en un país tradicionalmente consagrado a medir el mundo
en términos humanos, en un país cuyos héroes eran un Cid en el
pasado y un Hernán Cortés en el presente, tal sumisión parecía a
muchos extraña, inaudita y sin precedentes. Las reacciones transmiti­
das por el padre Mariana acentúan precisamente esto: la Inquisición
se comportó Je una manera «completamente contraria a la acostum­
brada en otros tribunales»; el hecho de que los hijos fueran castiga­
dos por los pecados de sus padres era «especialmente sorprendente»;
la pérdida de la libertad de palabra constituía una «servidumbre gra­
vísima y a par de muerte» 26. Como observa Francisco Márquez, «la
Inquisición no fue un hecho más en la esfera de lo político o de lo
religioso; desde el primer momento entró a formar parte de esa cate­
goría especial de acontecimientos que obligan al hombre, en ciertas
ocasiones, a replantear sus actitudes humanas desde los cimientos más
profundos» 71. Es decir, los que la probaron y vivieron bajo ella per­
tenecieron a una generación histórica diferente de los que ni la cono­
cieron. Cuando Leonor de Lucena, la hija del impresor, usó la expre­
sión «vivir muriendo» en una carta a su hermana, sólo intentaba
comunicarle lo desesperado de su situación inmediata. Pero en esta
frase familiar, usada en muchos contextos por Santa Teresa y otros,

22 La cantidad y variedad de comparaciones con el mundo animal usadas


por Montes (como en este ejemplo) es digna de tenerse en cuenta. La imagen
clave parece ser bíblica en su origen: los cristianos son ovejas cuyos pastores
se han convertido en bestias salvajes que devoran a su propio rebaño.
23 L ea comenta algunos casos de evasión del poder inquisitorial, sobre
todo al principio (I, 183-184), y también la posterior organización eficaz esta­
blecida para tapar todos los posibles agujeros (II, 513).
24 L lórente (II, 99) estudia los amargos lamentos de eminentes con­
versos que se derivaron de esto, incluidos los de Juan de Lucena, el cronista
real (citado anteriormente, Cap. III, n. 59).
25 A. C. Floriano Cumbreño nos llama la atención acerca de los inútiles
esfuerzos de los concejales de Teruel (conversos todos) para persuadir al
rey Fernando que les quitara de en medio a un inquisidor especialmente
cruel y sin escrúpulos (ya decidido, como su posterior conducta confirmó,
a imponer múltiples quemas y confiscaciones). Su estudio arroja una luz
dura sobre la codicia e implacabilidad real (ver Cap. VIII, n. 137).
Ver Cap. II, n. 85.
27 Investigaciones, p. 95.

— 174
se expresa también un sentido generacional de la vida como an­
gustia 3S.
Para concluir, podemos dividir de un modo general la historia
de la casta conversa en tres períodos. En los tiempos de violencia
anteriores al establecimiento de la Inquisición, también los conversos
fueron violentos. Individuos rebeldes y anárquicos como un Fernan­
do de la Torre en Toledo se revolvieron contra los estatutos y res­
tricciones y resistieron o colaboraron (en aquellas ocasiones en que se
podía manipularlo para ventaja de los conversos) con el desasosiego
popular. Como veremos, la última y disimulada erupción de esta últi­
ma posibilidad fue la rebelión de las «Comunidades» 29. Después en­
contramos a los atormentados, imprudentes e inadaptados compañeros
de Alvaro de Montalbán que, o con fervor erasmiano, o con exhibi­
ción chocarrera e irónica de su displicencia, o con el escepticismo
desesperado, intentaron vivir su propia vida bajo la presión de una
institución y de una situación social que no comprendieron totalmen­
te. Finalmente vinieron los encubiertos, los clientes del licenciado
Fernando de Rojas de las últimas décadas del siglo xvi y del siglo xvii,
que dedicaron todo su tiempo al camuflaje y a la asimilación. Natu­
ralmente que esta división es en cierta medida arbitraria, ya que una
vida particular puede participar de los tres (correspondiendo cada
«período» de modo general a una de las tres variedades de reacción
personal indicadas anteriormente) en diferentes tiempos y en combi­
naciones cambiantes. En cualquier caso, Femando de Rojas, visto
desde un punto de vista histórico, había oído hablar del primer pe­
ríodo, pero él pertenecía a una generación más o menos intermedia
entre la segunda y la tercera. Aunque consciente de su existencia
como algo radicalmente diferente (La C elestina} entre otras cosas, es
un manifiesto de discrepancia), era también capaz de una conformi­
dad irreprochable que duró más de cuarenta años. De ahí quizá la
combinación única en el prólogo de anonimato y exhibición, de reti­
cencia y autorrevelación. Contrariamente a su padre y a su suegro, ha­
bía aprendido evidentemente de la historia que se le había contado.

La c a íd a d e l a f o r t u n a

En capítulos precedentes hemos observado los efectos que supo­


nía estar expuesto a la acción de la Inquisición y a la atmósfera social

28 La carta fue escrita desde su exilio en Lisboa, donde su hijo había


muerto después de su llegada. Después de pedir urgentemente noticias de
los parientes y amigos, describe su exilio como sigue: «... de acá, señora,
no sé que diga, sino que yo siempre vivo muriendo...» (S errano y S anz,
p. 287).
29 Ver Cap. VIII, sección 4.

— 175 —
que la acompañaba, primero, en la biografía individual y segundo
entre los conversos como grupo. En el capítulo siguiente trataremos
de la ruptura causada en la vida de una pequeña comunidad, La Pue­
bla de Montalbán, donde se criaron Alvaro de Montalbán y su yerno.
Nuestra atención presente, sin embargo (ahora que se ha terminado
nuestra breve narración), va dirigida a la generación histórica: la
primera generación de conversos que crecieron bajo la presión inqui­
sitorial. ¿Cuáles eran los sentimientos de sus miembros, sus pensa­
mientos, sus modos característicos de entender y de expresar lo que
les ocurría?
Quizá la reacción más inmediata fuera la intensidad especial y el
nuevo sentido del viejo tópico de la fortuna y sus proverbiales caídas.
Fernando de Rojas pertenecía a una casta que ya había caído, una
casta que durante su vida había perdido toda capacidad para actuar
en su propio interés y estaba comenzando a darse cuenta de que sus
hijos tendrían que asimilarle o esconderse para siempre30.
Era éste, por supuesto, un proceso gradual (como la «casa que se
acuesta» de Sempronio); sin embargo, el correr del tiempo día tras
día y año tras año hacía sentir de una manera dolo rosa las caídas per­
sonales de amigos y vecinos. Muchos no habían subido a alturas peli­
grosas y por lo tanto no tenían tanto que perder: tal era el caso de
Alonso de Arévalo, protegido y agente de Rojas, a quien en 1517 se
le prohibió el ejercicio de su profesión como guardacampos en Tala-
vera por una observación fortuita ofensiva al Santo Oficio31. Más
conspicuas fueron las caídas de una cumbre más alta: las caídas de
nobles (perseguidos en Córdoba por Lucero), de altos dignatarios de
la Iglesia (fray Hernando de Talavera), de líderes de profesiones
(doctor Alonso Cota) y en general de todos aquellos que, como Plebe-
rio, habían triunfado a lo largo de su vida buscando la riqueza y el
honor.
Los cambios repentinos eran la regla del día —y no siempre cau­
sados directamente por la Inquisición— . En 1496, por ejemplo, el
presidente y todos los oidores de la Corte real de la Chandllería fue­
ron destituidos sin demora por ser «cristianos nuevos y poco limpios
de manos» ( co n verso s cuya falta de limpieza de sangre se extendía a
30 Los esfuerzos de los conversos por mitigar la persecución inquisitorial
ofreciendo a la corona sumas considerables de- dinero (recurso tradicional de
los judíos medievales, como hemos visto, Cap. III, n. 28) fueron abandonados
casi por completo después de las Comunidades. Esto en parte podría expli­
carse por su inutilidad (ver Epistolario, de P edro M ártir ., editado por J . Ló­
pez de T oro , volúmenes IX al XII de la nueva serie de Documentos inéditos
para la historia de España, Madrid, 1955-57, XI, 322; en adelante citado
como Epistolario) y en parte también al disimulo obligado a que se veían
obligados los conversos particulares por los estatutos, como se ha mencionado
arriba.
31 Inquisición de Toledo, p. 257, y VLA 28 B.

— 176 —
sus dedos «pringados») ^ . Cuando Rojas y sus compañeros observaban
año tras año estos inmediatos «casos de la fortuna» y se miraban
unos a otros preguntándose quién sería el próximo, su mundo les de­
bía parecer cada vez más azaroso, cada vez más sembrado de trampas.
Era un mundo apoyado en la cuerda floja, en el cual una vida de pre­
caución constante se podía venir abajo por un momento de descuido.
Los conversos que en muchos casos durante el siglo xv habían sido
los favorecidos de la fortuna 33 se sentían ahora señalados como sus
víctimas especiales34.
Para comprender esta renovación de un vértigo ya viejo, hemos
de darnos cuenta que la Inquisición operaba del mismo modo que
tradicionalmente se había creído que actuaba la fortuna: es decir,
su malevolencia era atraída al reclamo de la riqueza y de los altos ho­
nores, Así lo observó un converso que había podido huir: «que el
que tema fazienda fiziese cuenta que tenía el fuego consigo» 3S. O, en
palabras de Raimundo de Montes, uno de los pocos que supie­
ron evadirse de una prisión inquisitorial, «¿Qué mayor avarizia
que aquellas confiscaziones de bienes; qué cosa más inicua, más ab­
surda i ajena de la profesión cristiana?»36. Estos cargos frecuentes
32 V icente de l a F uente, Historia de las Universidades, Madrid, 1885,
II, 41.
33 Me refiero menos a familias establecidas, como las de los Caballería,
los Coronel, los Santamaría y los Dávila, que a los casos de subida espectacu­
lar tales como la de Alonso de Montalbán o del sastre Juan de Baena, quien
cambió su nombre por Juan de Pineda y a quien, como se mencionó arriba,
su noble protector, don Juan Pacheco, le dio la categoría de Comendador
de la Orden de Santiago. Su caída posterior en manos de la Inquisición (/«-
quisición de Toledo, p. 218) puede considerarse como una vuelta ejemplar de
la rueda en manos de sus nuevos dueños. Caro Baroja, desconocedor de los
orígenes de Pineda (aunque mencionado en el acta del proceso y estudiado
por Baer, II, 347 ss.) le considera un cristiano noble influido por sus servi­
dores judíos (I, 509). ^ _
34 Antes de la Inquisición, la sensibilidad de los conversos a la fortuna
estuvo preparada por los expoíios y turbulencia mencionados arriba. Así, un
Alvarez Gato lamenta «las huellas que este amargo reyno ha ávido y dado en
tan breve espacio, y los muchos ricos tornados pobres y las crueles guerras
y la amarga muerte que de continuo llovizna» (citado en Investigaciones, p. 391).
35 F ritz B aer, Die J tiden im christlicbem Spatiien, 2 vols., Berlín, 1929,
1926, II, 473. Esta compilación sirvió al autor («Fritz» se convirtió en «Yitz-
hak» después de su emigración a Israel) como libro de fuentes para la History
citada anteriormente. La frecuencia de tales cargos y la sensibilidad de la
Corona y de la Inquisición a los mismos es evidente en una carta de instruc­
ciones de Carlos V a su enviado en Roma. Para impedir que León X modificara
los métodos inquisitoriales, se instruyó al enviado para que contestara que la
reforma daría crédito a las falsas acusaciones de avaricia por parte de los
conversos: «... tal renovación... dar[ía] a entender que es verdad lo que fal­
samente algunos conversos han querido dezir e afirmar que los ynquisidores
condemnavan a muchos sin culpa por tomarles sus bienes y haziendas...»
(F. F ita , Los judaizantes en el reinado de Carlos I, BRAH, XXXI, 1898, p. 334).
36 Artes, p. 19.

— 177 —
12
sólo fueron admitidos una sola vez, en el caso del infame Lucero,
que fue efectivamente procesado (no castigado) por sus extorsiones
y el empleo del testimonio con perjurio. Exceptuado Lucero, sin em­
bargo, la práctica de procesar y quemar a los muertos para privar a
los vivos de su patrimonio es una indicación suficiente de motivo. El
austero Torquemada, según Lea y Llórente, no estuvo libre de tales
tentaciones. Sus frustrados esfuerzos por condenar los huesos de
EHagarias (Diego Arias de Avila, mencionado anteriormente como
tesorero converso de Enrique IV), solamente puede atribuirse al de­
seo de conseguir la posesión de sus riquezas11, Durante su vida, Dia-
garias había tenido buen cuidado de cumplir sus obligaciones reli­
giosas.
Las repetidas negativas regias difícilmente convencen en presen­
cia de los hechos. Incluso Isabel se nos antoja un tanto a la defensi­
va (entre retórica y evasiva) cuando habla de esas acusaciones. Afirma
—en su carta al Papa— haber causado grandes calamidades, despo­
blado tierras, provincias y reinos, pero ha actuado así por amor de
Cristo y de su Santa Madre; habrá embusteros y calumniadores que
dirán que había obrado así por amor del dinero, pero no ha dispuesto
de un solo maravedí de los bienes confiscados a los muertos. Por el
contrario, empleó el dinero en educar y entregar dotes matrimoniales
a los hijos de los condenados3S. No obstante este desmentido, se ini­
ciaba un típico proceso por avaricia, y terminaba con la gratificación
de las masas a la caída del poderoso con un público auto de fe. Como
hemos visto, el fervor religioso y el resentimiento de clase iban de
la mano. La diosa fortuna había encontrado en los inquisidores los
agentes humanos dispuestos y eficientes para su labor en la tierra.
Un segundo factor a considerar es la importancia peculiar de la

37 L lórente, II, 120-123, L ea, III, 82.


3i Calendar of Letters, Dispatcbes, and State Papers, Londort, 1862, Vol. I,
ed. G. A. Bergenroth, pp. XLV-XLVI. Citado por R. M e r t o n , Cardinal Ximé-
nez de Cimeros and the Making of Spain, London, 1934, pp. 36-37. Bergenroth
da como su fuente la siguiente: «Archivo General de la Corona de Aragón. Re*
gis tros; Varia. II. Derdin. II; vol. 3686, f. 105. No he podido encontrar el
texto original de esta cita, aquí retraducida del inglés, y agradezco la ayuda
generosa de los dos máximos historiadores que me han ayudado a buscarla:
Luis G. de Valdeavellano y Ramón Carande. Sin embargo, este último me manda
un texto parecido que ha sacado del Archivo de la Corona de Aragón (C. Rg.
3686 - 105 Cancillería, Registro 3686): «Su santidad... sabe bien que lo que
nos ha movido y mueve acerca la prosequeion del Santo Oficio es solamente
el zelo de su servicio y el ensalzamiento de su Santa Fe Catholica, prefiriendo
aquel y aquella a los grandes danos y depopulaciones que desta causa se han
seguido y siguen en todos nuestros Reynos, Ciudades y tierras, y ahun en lo
destos difuntos processados se fallara por verdad que tenemos fecha, cuidando
de todos los bienes dellos en el caso de confiscación a sus mismos deudos y
pariente para dotar y collocar todos los fijos y fijas y nietas que dellos quedan...»
Agradezco al profesor Jocelyn Hillgarth ja transcripción de la fotocopia.

— 178 —
noción de fortuna durante el siglo que precedió a la Inquisición.
Como ha demostrado Huizinga, el juego semipagano de las nobles
ambiciones, el repentino subir y bajar de la política feudal, el juego
a todo o nada que reemplazó a la aceptación del orden medieval, todo
hacía dirigir la atención a la fortuna con miedo y entusiasmo cada vez
mayores. En Castilla, don Alvaro de Luna, descrito por Juan de
Mena como montado a lomos de la fortuna y domando «su cuello
con ásperas riendas», vino a caer finalmente y a convertirse en figura
tan ejemplar como cualquiera de la colección de Boccaccio en su obra
D e cas'tbus. En una composición tan tardía como La conquista d e la
N ueva Castilla (1537?), el triunfo de Pizarro se explica como resul­
tado de su soberbio manejo de la fortuna que se presenta ya como
enemiga, ya como aliada39.
En la Península, sin embargo, los Reyes Católicos terminaron
con el reinado de anarquía de los nobles, y enviaron a aquellos faci­
nerosos feudales, ya sea a la cruzada en las fronteras de Granada o a
sus Estados, donde se ocuparon de sus vecinos y arrendatarios, sin
más cambios de fortuna que los resultantes de sus pleitos. Un ejem­
plo típico es don Alonso Téllez de Girón, el señor de La Puebla de
Montalbán y tercer hijo del más notorio de los turbulentos grandes
del siglo xv, don Juan Pacheco, marqués de Villena y maestre de
Santiago. Después de la toma de Granada, don Alonso pasó décadas
de relativa pobreza (murió en 1526) querellándose con sus vecinos por
cuestión de mojones, estrujando con impuestos a los habitantes de La
Puebla y recaudando el peaje de los pastores por sus migraciones anua­
les. El cambio está más noblemente expresado (como demuestra Pedro
Salinas)40 en las Coplas p o r la m u erte d e su padre, de Jorge Manrique,
una de las dos o tres más bellas poesías en español. El tiempo, la for­
tuna y la muerte borran las glorias pasajeras de don Alvaro de Luna
y sus compañeros, pero el padre del poeta, don Rodrigo Manrique,
vence a la fortuna, ya que representaba en persona el renovado des­
tino religioso que iba a dar gloria a su nación durante el siglo venidero.
Cuando la á -d eva n t diosa apartó su atención de sus anteriores
favoritos y víctimas, encontró que había una nueva dase que aten­
der. Era la clase de los que administraban los bienes de los nobles,
de los que compraban y vendían y hacían créditos: los co n v erso s que
habían estado sometidos a la Inquisición en los mismos años en que
sus amos habían estado ausentes renovando la lucha contra los moros.
Este es el sentido hondo de la observación de Villalobos al efecto
de que

35 Publicado por F. R a n d M orton, México, 1963, pp. x v ií-x x l.


40 En Jorge Manrique, Tradición y originalidad, Buenos Aires, 1948, que
contiene un ensayo admirable y un resumen de las ideas medievales sobre la
fortuna.

— 179 —
... los hijos de la fortuna son los grandes señores y los príncipes del
mundo [...] y los privados de la fortuna son los que gobiernan sus estados
y andan siempre al lado de los dichos sus hijos...

La alusión a los mayordomos y tutores conversos es clara, pero


la palabra «privado» quizá no exprese totalmente el contraste que
Villalobos buscaba. Los «hijos» son amados por su madre, la fortuna,
sin cambio ni mutación, pero sus cortesanos favoritos son elevados a
las alturas o son despuestos a su antojo.
En el mismo sentido escribe también el filósofo Luis Vives en
1525 (desde su asilo seguro como profesor de Oxford: «La Fortuna
continúa siendo igual y fiel a sí misma, contra mi padre, contra todos
los míos y aun contra mí mismo, pues lo que hace con ellos, pienso
yo que lo hace conmigo, pues a todos ellos los quiero no menos que
a m í» 42. El uso del término fortuna como un eufemismo para la
Inquisición es claro. Según Américo Castro, el padre de Luis Vives
fue quemado al año siguiente, y los restos de su madre fueron desen­
terrados corriendo igual suerte. Por lo que se refiere a sus tres her­
manas, quedaron «huérfanas, solteras y pobres». No fue necesario
añadir «deshonradas». Como resume Castro, «el judío y su adversa­
rio el converso no eran gentes cualesquiera: llevaban en su alma la
agonía de sentirse despeñados desde cimas venturosas hasta el espan­
to de las matanzas, las hogueras, el tormento, los sambenitos y el
acoso de una sociedad enloquecida, que fisgaba continuamente en sus
actos y en su conciencia, siempre expuesta a salir a la intemperie por
la vía de las torturas»43.
Más interesante para nuestros propósitos que los discursos y poe­
mas postinquisitoriáles sobre la fortuna (por ejemplo, el poco intere­
sante D esprecio d e la Fortuna, de Diego de San Pedro)44 es la fascina­
ción de los conversos por Petrarca, particularmente por su D e rem ediis
utriusque fortu n ae, cuya lectura fue una de las más decisivas expe­
riencias de Rojas. A. D. Deyermond, en su reciente T he P etrarcban
S ources o f «La C elestina»*5, tiene un bien documentado primer ca­
pítulo que resume lo ya sabido sobre la presencia de las obras latinas
de Petrarca en España. Ciertamente que influyeron, pero Deyermond

41 Algunas obras, p. 212.


42 Realidad, ed. I, p. 551, n. 44. [La traducción es mía.]
43 Ibid,, pp. 543-544. Es sorprendente que Bataillon, en vista de su insis­
tencia en interpretar La Celestina como obra de su tiempo y para su tiempo,
no acentúe el tema de la fortuna y su peculiar tratamiento por Rojas.
44 La profesora Dorothy Severin ha llamado mi atención por la muy con­
creta descripción del hombre rico (¿converso?) perseguido por la Fortuna en el
Desprecio: «Ella [la pobreza] dormirá / sin dar buelcos en la cama / no teme
lo que verná / ni llora que perderá / la hazienda ni la fama» (Obras, «Clásicos
castellanos», Madrid, 1950, p. 241).
45 Oxford, 1961.

— 180 —
observa con sorpresa que el De rem ediis (tratado fundamental sobre
los antídotos de la fortuna) a pesar de ser conocido en italiano o latín
por escritores aristócratas de la talla de los marqueses de Santillana
y Villena, y de sabios como Alfonso de Madrigal «el Tostado» y del
Arcipreste de Talavera, no fue traducido o impreso antes de Í510.
Hubo, sin embargo, al menos seis ediciones antes de 1534 *6. Es
decir, que sólo cuando la fortuna se decidió a ampliar su campo de
operaciones de unas pocas docenas de nobles exaltados a toda una casta
más o menos intelectual por definición, el D e rem ediis encontró un
público apreciable. Un tratado que tanto entusiasmo despertó en Fer­
nando de Rojas se dirigía también a los que, como él, vivían bajo la
sombra de una fortuna malévola y estaban necesitados de los remedios
adecuados.
¿Por qué era esto así? Es una pregunta que me be esforzado por
responder en otra parte en términos literarios , y que para nuestros
fines presentes necesita una respuesta histórica más adecuada. Como
hemos visto, antes del reinado de los Reyes Católicos, la fortuna, aun­
que fue con frecuencia blanco del castigo moral (por ejemplo, en el
diálogo de Bias con tra Fortuna, del marqués de Santillana) no siem­
pre fue concebida en términos totalmente negativos. La fortuna era
maquiavélica y de dos caras, a un mismo tiempo castigadora del avaro
y del despreocupado y pródiga en oportunidades para el valiente y
el habilidoso. Don Alvaro de Luna jugó el juego de la fortuna y, si
bien en última instancia fue el perdedor, había conocido al menos
los riesgos a que se exponía. El y sus compañeros «habían puesto su
vida al tablero» 45 y difícilmente podían haber estado interesados en

46 Las indicaciones de interés español en Petrarca pasadas por alto por TJe~
yermond son las siguientes: 1) que la Invectiva contra un médico rudo y
parlero, de Fray H ernando de T alavera , fue presentado como un ensayo pre­
liminar de una traducción De Remediis nunca terminada (ver J. D omínguez
B ordona, «Algunas precisiones sobre Fray Hernando de Talavera», BRAH,
CLIV, 1959, p. 228); 2) que De vita solitaria fue citada en el Retablo de la
vida de Cristo; 3) que el Marqués de Santíllana poseía un Prospera et adversa
fortuna (sin duda el De remediis) que probablemente ejerció, a pesar de la
afirmación contraria de Deyermond, alguna influencia menor en sus escritos
sobre la fortuna (ver Obras, ed. Amador de los Ríos, Madrid, 1852, p. 629).
[En la edición original (en inglés) señalé dos lagunas más, pero desde entonces
me ba escrito el profesor Deyermond y me demuestra que una de ellas es un
error, y la otra, una equivocación debida a nuestra utilización de distintas
fuentes. Por otra parte él cree que el Retablo es posterior a La Celestina,
a pesar de que en la bibliografía de Simón Díaz se le da la fecha de 1485,]
47 Ver Cap. V I de La Celestina: arte y estructura.
w La frase típica «poner la vida al tablero» fue usada por jugadores tan
diestros en el juego de la fortuna como don Rodrigo Manrique y Celestina. Esto
es, aunque viviendo en un mundo petrarquista de sujeción desesperada, Celes­
tina vive su vida libremente dentro de una tradición más antigua. El encuentro
-v : ,i
— 181 —
la protección interior, neoesCoica, contra los embates de la fortuna
ofrecida por Petrarca. Tales hombres pueden haberse creído a sí
mismos personajes dignos del De casibus, pero no necesitaban alegorías
que les explicaran cómo debían reformarse desde dentro o cómo en­
mendar sus malas costumbres49.
Los conversos, por otra parte, se encontraban en una situación
bastante más angustiosa: eran los receptores pasivos de los cambios
de la fortuna, sujetos día tras día y minuto a minuto a sus agresiones
incalculables. No habían elegido el juego de la fortuna. Ni sus carre­
ras responsables les conducían a entrever a una diosa a la que pu­
dieran retar50. En lugar de esto se encontraban a sí mismos en
un estado de vulnerabilidad, inermes ante la Inquisición, ante la so­
ciedad que la apoyaba y que los espiaba, y ante el universo ajeno y
extraño al cual podían ser arrojados como el pobre Lazarillo de Tor-
mes, desprovisto de refugio y de dineros. Una de las partes más tris­
tes de la historia de su casta contada al joven Fernando de Rojas
fue la expulsión de familias enteras de Toledo en 1449 y 1467, fa­
milias que anduvieron errantes hasta que murieron en el campo
inhóspito. Y el destino de los hijos de los encarcelados o ejecutados
vagando de un lado para otro y esperando que la reina Isabel les die­
ra educación y dotes, hacía patente las diarias secuelas del tipo más
desgarrador. Para personas como éstas, la interpretación neoestoica
de la fortuna ofrecida por Petrarca, junto con sus recetas para la au­
todisciplina mental, cobraron especial sentido.
Podemos observar también que mientras las tradicionales fuen­
tes de consuelo —Séneca, Job, Boecio— seguían leyéndose en gran­
des círculos de lectores, carecían de algo que ofrecía Petrarca; un
retrato del hombre expuesto al mundo y a su agresiva inmediatez.
Boecio se 'había propuesto liberar el alma para que pudiera volar al
cielo y al mismo tiempo trataba de explicar los actos aparentemente
arbitrarios de la providencia. Al dejar de meditar en las circunstancias
inmediatas del individuo, su musa era de tipo inspiracional y teórico.
Por lo que se refiere al Libro d e J o b , la trágica relación del hombre
con Dios aparta la atención del escritor de la existencia diaria. El
mal, como una intrusión humanamente inexplicable en el florecer del

de estas dos concepciones de la fortuna en las páginas del libro es temática­


mente central.
49 Fray M a r t ín d e C ó r d o b a dirigió a don Alvaro un tratado titulado
Compendia de Fortuna, pero no hay razón para creer que el interés de éste
hubiera sido despertado ni su conducta influenciada por él.
50 Exceptúa, por supuesto, algunos conversos pertenecientes a las genera­
ciones anteriores a la Inquisición y a los expolios de mayor importancia. Hom­
bres como Diagarias, Ximeno Gordo, Mosén Diego de Valera y (sospecho) Pedro
de Baeza, el mayordomo de don Juan Pacheco que mató a Jorge Manrique,
no difieren en su actitud hacia la fortuna de los nobles rapaces con quienes
jugaban su juego.

— 182 —
hombre, se presenta como un problema me tafísico-teológico, pero no
como una experiencia vivida. No se nos dice realmente cómo duelen
los forúnculos de Job. Y tampoco Séneca, aunque admirado por Pe­
trarca y tan leído al menos como él, insistía en esa experiencia. La ma­
yor parte del tiempo parece estar hablando desde un escenario clásico
en el que el sufrimiento es extremo y la paciencia heroica, pero uno
y otra un tanto retóricos, irreales, extraños a las preocupaciones y
humillaciones domésticas51. Contrariamente a sus predecesores, Pe­
trarca pensaba en términos de situaciones específicas, de alegrías y
tristezas, que surgen de vivir en el mundo tal cual e s 52. El pasaje so­
bre los ruidos que fascinó al autor del Acto I de La C eles ¿íjm es quizá
el mejor ejemplo de la densidad circunstancial de De rem ediis:
...quien no padesce las guerras o las aues nocturnas de los buhos y le­
chuzas: y el demasiado velar de los perros que ladran a la luna, y los gatos
que entre las tejas con espantosos miados hazen sus tratos, y con infernales
vozes rompen los sosegados reposos; y el enojoso cherriar y roer de los rato­
nes: y todo aquelo que de noche haze ruydo enojoso. Llegase también a esto
eí ruydo que las ranas de noche hazen y los llantos matutinos y amenazas de
las golondrinas que creerás estar ythis y tbereo presentes. Pues el reposo del
dia no es mayor: antes las cigarras gritadoras y el graznido de los cueruos y
roznidos de los asnos le impide. Y allí mesmo el balido de las ouejas: y el
bramido de los bueyes, y el desordenado cacarear sin fin de las gallinas que
sus pequeños huevos por muy gran precio nos venden, y sobre todo el gruñir
de los puercos. El clamor y boces del pueblo, las risas de los locos que no
hay cosa más desordenada como dize Catulo, y el cantar de los borrachos y
sus plazeres que ninguna cosa puede ser más triste, y las querellas de los liti­
gantes, y el reñir de las viejas y sus gritos: y las quesriones y el llorar de los
niños, y los regozijados convites de las bodas y sus dangas, y las aleares lá­
grimas de las mugeres que fingidamente a sus maridos lloran, y los verdaderos
lloros de los padres en las muertes de sus hijos...53.

Así como Séneca o Job tenían mayor sentido para quienes esta­
ban sometidos a la tortura o condenados a la hoguera, Petrarca ha­
blaba a un grupo más amplio, a los que se veían obligados a vivir sus
vidas en un estado de alienación. La conciencia individual obligada
a volver sobre sí misma, insegura en sus creencias, perseguida por la
sospecha de incontables acechadores y espías, resentida, temerosa,
bipersensible, adoptó a D e rem ed iis como breviario. Los «remedios»
estoicos de Petrarca estaban desarrollados con menos confianza que
Jos de sus predecesores (es en cierto sentido más difícil forjar una
armadura psíquica defensiva contra un gato que maúlla o un corrillo
malicioso de vecinos que contra un verdugo), pero su identificación
51 Para el interés de los conversos por Séneca, ver Investigaciones,
pp. 187 ss.
52 «La Celestina:» arte y estructura, pp. 261 ss.
53 La traducción al castellano era de Francisco Madrid.

— 183 —
de la fortuna adversa con la constante agresión que viene de fuera
estaba en profundo acuerdo con la experiencia del converso. La hu­
millación en la vecindad, la sujeción sin «remedio» al azar incontrola­
ble, el sentirse expuesto constituían el trasfondo diario de las grandes
catástrofes y cambios de la fortuna. Era este sentido de la vida el que
Fernando de Rojas y su casta veían reflejado y definido en D e re­
medáis.
Villalobos, en su Canción con su glosa (evidentemente concebida
sobre D e rem ed iis), expresa el sentimiento particular de sujeción de los
conversos a la fortuna de la manera siguiente:
Quantas servidumbres y yugos tenga el hombre en este mundo, cada uno,
sí quisiere pensar en ello, lo verá en sí mismo. Porque desde que nacemos
somos cautivos y subjetos i las necesidades del mundo adonde venimos; con­
viene saber: á la hambre, á la sed, a los grandes fríos y á los grandes calores,
á las enfermedades y dolores... y á las veces á los tira/tos y malos jueces54, á
las pasiones de la carne y á sus concupiscencias. Y, finalmente, ¿á quién no
servimos? Servimos a la tierra, que fue hecha para nuestro servicio; servimos
lo labrado en ella para que nos dé de comer; servimos á los animales que nos
fueron dados por esclavos. Porque, ¿quién no cura de su caballo? ¿quién no
le írcga y le rasca y le alimpia? Y á las veces se hace esto en tanto extremo,
que si no fuese por la crisma, querría ser más el caballo que su dueño. Item,
servimos a los bueyes y á los otros ganados, y también somos subjectos á los
peligros y destemplanzas y corrupciones de la tierra, y del ayre, y á los terre­
motos, y á las tempestades del mar, y á los truenos y rayos y relámpagos del
fuego. Y somos subjetos á las guerras y tumultuaciones y disensiones del li­
naje humano. Y, en fin, ¿a quién no somos nosotros subjectos? pues que
hasta las moscas y las chinches nos ofenden y no podemos defendemos de ellas,
ni de las pulgas, ni de las langostas, ni de los otros cocos y gusanos de los
huertos... K.

Resumiendo, diremos que a medida que la fortuna ampliaba su do­


minio, y toda una casta se acostumbraba a vivir en una circunstancia
vertical, en que caer era un hecho rutinario más que un clímax bio­
gráfico, en esa misma medida había una metamorfosis en su naturale­
za fundamental. La historia de persecución contada a la generación
de Rojas y, sobre todo, lo más decisivo todavía, la experiencia de
vivir en el mundo reflejado en esa historia, de tener que habérselas
con la fortuna como fenómeno cotidiano, le hizo receptivo a la visión
del mundo presentada por el De rem ediis. Petrarca el filósofo y Pe­

. . EI^ tópico de j a rapacidad de los jueces se aplicaba bien a la conducta


inquisitorial. Ver mi «The Sequel to El villano del Danubio», RHM XXXI
(1965), 175-185.
55 Algunas obras, pp. 205-20ó. En su Tratado de la gran risa ( Curiosida­
des, p. 454), se hace alusión a la «simulación de risa y de gozo que fingen
unos hombres para engañar á otros» (p. 454). Para Villalobos, incluso la risa
puede ser un arma en su mundo de «contienda y batalla».

184 —
trarca el poeta lírico se unían en la conciencia de la conciencia ex­
puesta a las hondas y flechas de la adversa fortuna. En una vertien­
te, Petrarca intenta explicar y «remediar» la situación; en la otra la
expresa poéticamente, pero es el tema central de gran parte de su
obra. Fue principalmente la primera vertiente la que interesó a Rojas
y Villalobos y a los compradores de las siete ediciones del D e rem e­
diis que aparecieron entre 1510 y 1534. Había ahí un libro que ex­
plicaba en prosa clara lo que Ortega y Gasset hubiera podido llamar
«el tema de aquel tiempo».
Estos lectores, lo mismo que Petrarca (aunque evidentemente
de forma diferente), se sentían a sí mismos como desarmadas con­
ciencias solitarias: la presa de su concupiscencia interior, del antago­
nismo social y, en definitiva, del abandono del cielo. Y lo último era
lo peor de todo. Jacques Maritain —refiriéndose principalmente a la
Francia descrita por Huizinga, toda ella enloquecida por la muerte y
la fortuna— habla de la «angustia existencial» del final del siglo x v 56.
Una ruptura del orden medieval — sigue él generalizando— prepara­
ba el camino al renacimiento del estoicismo en el siglo xvi (en que
Petrarca jugó un papel importante)57 y en última instancia para la
investigación científica. En España, la misma crisis, al principio pálido
reflejo de lo que estaba ocurriendo en Europa se agudizó en tér­
minos de una especial agonía social y humana. Los que vivían en un
mundo presidido por la Inquisición comprendieron, como pocos han
sido capaces de comprender hasta nuestros días, la fuerza de la alie­
nación. Es decir, entendieron que cuando se habla de un mundo hostil
y extraño, ambos adjetivos no son realmente contradictorios.

« ... A M ANERA DE CONTIENDA O B A T A L L A »

La observación de Villalobos (que escribe cuando la rebelión de


las Comunidades) de que «como subjetos á las guerras y tumultua-
ciones y disensiones» nos recuerdan aquella sección de De rem ediis
que Rojas tradujo a modo de glosa a Heráclito: «omnia secundum
Iitem fiunt», «todas las cosas ser criadas a manera de contienda o
batalla»59. La introducción a la segunda parte del De rem ediis, «Re­
M Creative InlutHon in Art and Poetry, New York, 1955 (Merídian Edi-
tion), p. 2 1 .
57 L . Z a n t a , La Renahsanee du Stoicisme au XV* siécle, París, 1914, p. 12.
58 Sólo un Danza de la muerte en castellano ha llegado hasta nosotros y
no hay en España una versión del diálogo, por otra parte muy traducido, de
los Trois morís.
59 Sí Rojas hubiera podido conocer directamente a Herádito, le habrían
interesado otros fragmentos parecidos a éste. Así como el 24: «El tiempo es
un niño que mueve las piezas como en un juego; el poder real es el de un
niño», el 25: «la guerra es a un tiempo padre y rey; a algunos los ha pre­

— 185 —
medios contra la mala fortuna», es una tempestuosa compilación de
anécdotas que pintan el mundo natural como un campo de batalla.
Animales, insectos, pájaros, peces, incluso los cuatro elementos (como
vimos en el pasaje de Villalobos) todos ellos están enzarzados en
constante guerra. Pero el peor de todos es el mundo de los hombres.
La «especie humana» (una descripción pesimista más que científica
que los nenestoicos empleaban para restar dignidad al hombre) m tiene
una perversidad consciente que falta a las demás especies, y su his­
toria es un catálogo ininteligible de crueldades, violaciones, cambios
arbitrarios y degradación general. Acabamos de citar de esa misma
introducción una descripción (que por cierto nos recuerda los cua­
dros de Breughel) que resalta tan belicosas agresiones como los
«conflictos de los pájaros» que turban a los hombres con su «horri­
ble clamor», «el reñir de las viejas y sus gritos», así como las fingidas
«alegres lágrimas» de las viudas insinceras. Es una introducción ade­
cuada a un libro que está dedicado a la presentación de la vida hu­
mana como un « panier d e cra b es» íl.
El D e rem ediis atraía a Rojas (como miembro de su casta y ge­
neración) por la frecuencia de pasajes tan vivos en cada diálogo. Aun­
que la España de su tiempo había quedado unida ante su renovado
destino, aunque a su historia nacional le. fue restaurado el antiguo
significado épico y religioso por los Reyes Católicos y sus sucesores,
muchos de los conversos que vivieron en medio de los tumultos de
1470 y los primeros años de la Inquisición tenían un sentido dife­
sentado como dioses y a otros como hombres; a unos los ha hecho esclavos
y a otros libres», y el 26: «Hay que entender que la guerra es la situación
ordinaria, que la lucha es justicia y que todas las cosas se suceden por la
fuerza de la contienda» (P. W h e e lw r ig h t , HeracUtus, New York, 1964,
p. 29). Sobre todo, habría aceptado la afirmación atribuida a Heráclito al
efecto que la «guerra y Zeus son la misma cosa» (p. 35). Para la profunda
y decisiva influencia de Heráclito sobre Petrarca, ver M. F r ANCON, «Petrarch,
Disciple of Heraclitus», Speculum, XI, (1936), 265-271.
60 La Celestina, I, pp. 101-102. En contraste con los anímales, los estoi­
cos afirmaban tradicionalmente que la «especie humana» estaba en desventaja
por la desgracia de la conciencia.
61 Podemos contras tai esta concepción con la del converso temprano
Alonso de Cartagena, que dos generaciones antes había traducido una frase
central del Libro de Job en términos caballerescos: «Caballería es la vida del
hombre sobre la tierra» (Sa n t il l a n a , Obras, p. 494). D e manera semejante
M o s é n D i e g o de V a l e r a traduce el Arbre de BataiUcs, d e H o n o r é d e Bo-
n e t , dando un contexto caballeresco a sus respuestas a preguntas filosóficas
como, «s¡ es posible que este mundo esté en sosyego e paz» (citado en el
Cap. III, n. 71). Por fortuna para ellos, tales escritores no participaron de la
desesperación generacional de un Villalobos, un Rojas, un Alvarez Gato («todo
es peligro e batalla quanto ay sobre la tierra», Investigaciones, p. 280), o un
Torres Naharro. Constante Rose, en su disertación citada anteriormente (Cap. I,
n. 26), da un número de ejemplos tomados del grupo que rodea a Núñez de
Reinoso. Algunos de ellos coinciden con Rojas al citar (también de segunda
mano) a Heráclito.

— 186 —
rente del presente y del pasado. Lo mismo que Petrarca, habían experi­
mentado la historia como una guerra incesante y carente de sentido en­
tre individuos y grupos, guerra en la que irremediablemente ellos esta­
ban envueltos. La mayor batalla era, por supuesto, la empeñada por los
cristianos viejos contra los conversos, todos ellos judíos camuflados
según fray Alonso de Espina. O, al decir de un poema cómico del
tiempo: «mas porque soys de una pluma / el judío y vos marrano»
Pero esta definición racista de los conversos es errónea. La solidaridad
racial de los dos grupos era sumamente frágil. Como señala Castro,
«algunos conversos, al amparo de su nueva creencia, atacaban, según
hemos visto, a los hebreos, fueran o no conversos, impulsados por su
miedo y por su ambición. Los judíos, por su parte, denunciaban como
represalia a los conversos, y España se ahogaba en una atmósfera de
espionaje y contraespionaje» 63.
Es verdad que a veces, y en lugares protegidos, la armonía e in­
cluso un afecto profundo caracterizaba las relaciones entre ambos
grupos. Como hemos visto, La Puebla de Montalbán en el decenio
de 1470 y primeros del 80 fue un ejemplo sorprendente de tal co­
existencia amistosa. Fue un idilio perdido contado a Rojas juntamente
con posteriores anécdotas de horror y violencia, anécdotas que le han
debido parecer todavía más atroces por comparación. Pero tales ex­
cepciones fueron escasas y casi olvidadas; en general se puede de­
cir que prevaleció la envidia, el odio y el fanatismo. Tendremos
ocasión de referirnos de nuevo a un converso llamado Juan de Sevi­
lla, que fraternizó con los judíos en La Puebla en un tiempo en que
esto era todavía posible, y que más tarde fue denunciado a la Inqui­
sición por una serie de testigos judíos. El suyo fue un caso típico64.
Pero incluso el plan de batalla de doble frente resultaría una sim­
plificación demasiado esquemática. Como demuestra extensamente
Domínguez Ortiz en su estudio sociológico e histórico de los conver­
sos de Castilla, los cristianos nuevos estaban violenta y sañudamente
divididos entre sí. Este insigne historiador alude no solamente a su

62 Cancionero de obras de burlas provocantes a risa, Valencia, 1519, facsí­


mil. ed. A. Pérez y Gómez, Valencia, 1952, sin fol. «De un galán a Juan
Poeta».
® Realidad, ed. I, p. 517. El Padre F i d e l F i t a da detalles documentales
en «La Inquisición toledana» (cit. arriba, n. 15). Cita a Pulgar, que acusa
a los denunciantes judíos que se complacen en el falso testimonio.
64 Cap. V, n. 70. Ver también a F . F i t a : «La Inquisición de Torquemada»,
BRAH, X XI, 1893, p. 407. La especial pugnacidad de los judíos españoles es
un tema que aparece con frecuencia en el Chebet Jehudab. Las represalias de
los conversos eran, por supuesto, igualmente violentas. Madariaga explica la
reacción contra los que seguían la ley de sus padres de forma convincente:
«La persistencia de los judíos "diferentes”, cuando ellos [los conversos]
habían sacrificado su fe precisamente para borrar aquella diferencia, tenía que
producir en ellos honda irritación, profundo resentimiento» (Vida, p. 176).

— 187 —
persecución por los fanáticos neófitos católicos de su propia estirpe,
aquellos inquisidores conversos (o inquisidores en potencia) de los que
anteriormente hablamos. Además de éstos, los conversos pertecien­
tes a las familias bautizadas hacía 1390 y cuyo cristianismo se había
hecho habitual se sentían agraviados de que los equiparasen con con­
versos posteriores cuyo judaismo, evidente en la apariencia y en los
hábitos o costumbres, hacía sospechosa a toda la casta. Estos, a su
modo de ver, eran los auténticamente cristianos n u evos, y los denun­
ciaban y se apartaban de ellos de varias maneras. Los «anusim» recien­
tes, por su parte, envidiosos del atrincheramiento social y económico
de las familias de conversos viejos, se defendieron contra ellas lo me­
jor que pudieronÉ5. Por ejemplo, como recordamos, el bien establecido
mayordomo del señor de La Puebla rehusó casarse con una sobrina
de Alvaro de Montalbán, porque consideraba que era de familia
ajudiada; de aquí que los padres de ella iniciaran una campaña de
represalias y de calumnias contra él.
Es un tópico sociológico el que los grupos minoritarios tienden a
desarrollar formas internas de discriminación que recuerdan a los que
Ies son impuestos a ellos desde fuera, así como que asimilan los tér­
minos y valores de la sociedad que les oprime. Everett Stonequist, en
T he M arginal Man, presenta una serie de casos de los judíos america­
nos que ilustra este punto de manera sorprendente. Cabía esperar
-por lo tanto— que, bajo la presión violenta por parte del mundo
cristiano, la solidaridad de los conversos presentara fisuras y resque­
brajaduras en distintas direcciones. Había, en efecto, tal exacerbación
de la dimensión social del individuo, que no solamente las excentrici­
dades y las personales idiosincrasias, sino todos los signos de clase
y casta tendían a envolver a su portador en conflictos no apetecidos.
Relacionado con esto (y quizá más característico de España debí-
do al extraño papel* marginal y central a un tíempo>de los conversos*
que del comportamiento social en general) cabe señalar la injerencia
(ya señalada arriba) del sentimiento antisemítico en otras áreas de la
lucha de clases. La rivalidad tradicional entre campo y ciudad estaba
amargada por la creencia de los campesinos de que sus opresores
urbanos eran todos de origen judío. Hemos mencionado ya la irrup­
ción decisiva de los campesinos en Toledo durante el levantamiento
de los conversos en 1467, y Domínguez Ortiz presenta una serie de
otros ejemplos concluyentes. En dos localidades al menos (Nájera
y Almagro) observa que la palabra «manos» para designar a los ha­
bitantes de la ciudad (los que andaban por las rúas o calles), vino a
ser sinónimo de converso “ En general se puede decir que la rabia
contra los conversos era en muchos aspectos una forma solapada de

65 D o m ín g u e z O r t iz , p. 31.
66 Ibid,, p. 144. Ha sido comentado anteriormente por Castro.

— 188 —
sentimiento revolucionario, y que el resentimiento de la clase inferior
contra sus explotadores económicos tendía a expresarse en términos
religiosos 67. Este hecho se reconocía a medías en aquel tiempo. Los
conversos (con razón) se acostumbraron a llamar a sus enemigos v i­
llanos, y los cristianos viejos, frecuentemente con igual razón, devol­
vían el cumplido llamando judíos a los nobles e hidalgos68. Como
Castro ha demostrado brillantemente, de esta guerra de clases par­
cialmente solapada (y por esta misma razón más enconada) surgirían
muchas de las fatales peculiaridades de la vida social española, eJ
mito de la limpieza y las exageraciones del «honor». Para nuestro
intento, sin embargo, basta con tratar de imaginar la vida de un hom­
bre irreparable y peligrosamente implicado en una historia alocada
que no tenía medio de controlar. Esto, después de todo, quizá no sea
demasiado difícil, pues aunque la historia de Rojas y la nuestra sean
totalmente diferentes, su manera de vivirla y sufrirla no era distinta a
la nuestra.
Como hemos visto y veremos de nuevo (cuando tratemos de la
vida diaria en La Puebla de Montalbán) todos estos sectores de con­
flicto se extendieron desde el nivel de la historia hacia lo que siglos
después llamaría Unamuno «la intrahistoria»69. En realidad, si excep­
tuamos motines mayores y autos de fe, la guerra en torno a Rojas
fue primordialmente intrahístórica y sus guerreros más feroces fueron
los vecinos envidiosos, los criados resentidos, las astutas e ignorantes
beatas 70, así como los miembros más íntimos de la familia, que con

61 Además de D o m ín g u e z O r t i z (p. 51, p. 180 y passim), el tema está


estudiado por F r a n c i s c o M á r q u e z en su introducción a la Católica Impug­
nación de Fray Hernando de Talavera, Barcelona, 1961, con su habitual com­
petencia. Castro fue una vez más el iniciador de esta nueva visión con su
descripción del «Siglo de Oro» menos como una continuación consciente y ar­
tificial de la Edad Media (esta idea tradicional es sólo superficialmente ilumi­
nadora) que como una especie de revolución social petrificada. De la edad,
conflictiva presenta el desarrollo más reciente de estas ideas.
68 Además de De la edad conflictiva de C a s t r o , ver D o m ín g u e z O r t i z ,
pp. 198-199. . .
69 Con ello quería significar la trama diaria de las relaciones y activi­
dades humanas, las costumbres y repeticiones eternas, que subyacen a los
acontecimientos superficiales (batallas, matrimonios reales y demas cambios),
tradidonalmente considerados más dignos de la atención del historiador. Ahí,
según la Generación del 98, se ha de encontrar la permanencia de las na­
ciones.
70 Ver, por ejemplo, el extenso dossier que contiene las maliciosas y evi­
dentemente paranoicas acusaciones hechas durante varios años (1557-1559) por
la beata talaverana Catalina González contra su vecino el licenciado Alonso
de Montenegro (citadas en Cap. II, n. 58). Abruma observar la atención que
los inquisidores prestaron a sus locas alucinaciones, si bien hay que decir
que de hecho y s, regañadientes decidieron no dar crédito a sus cargos, Conio
veremos en el Cap. VIII, el licenciado y su mujer parecen haber gozado
con el peligroso juego de pasmar a su simpleza maliciosa.

189 —
sus crecientes odios fueron los más belicosos de todos. La continuidad
de la historia dentro de la intrahistoria es un tema importante de La
C elestina y aparece por primera vez en el Prólogo en una serie de
sinónimos:
«¿Pues qué diremos entre los hombres...?
¿Quién explanará sus guerras, sus enemistades, sus embidias, sus aceleramien­
tos e mouímíentos e descontentamientos?»

Una vez que la trascendencia se le niega a la historia, no se distin­


gue entre la guerra y los inconvenientes menores, entre las batallas de­
cisivas y las riñas de familia. Son expresiones de un único fenómeno.
Esta sensación de alienación de la historia es básica para comprender
el interés del converso en el De rem ediis. Cuando Petrarca degradó
a la fortuna de su divina eminencia como supervisora de los nobles
y poderosos y la colocó al nivel de los sucesos de cada día —un niño
que se cae de una ventana, criados que roban, una mujer que rega­
ña—, sus lectores conversos de España le entendieron desde el inte­
rior de sus propias vidas7l.
Toda La C elestina con su tejido de argumentación, de contienda
y de agonizante lucha interna puede considerarse como ejemplo mag­
no del sentido petrarquista de la vida. Pero quizá donde mejor apare­
ce la relación de la alienación de converso del autor con la íntima
desazón de la conflictiva existencia diaria, es en el discurso de Sem-
pronio sobre la guerra del tiempo con el valor anteriormente expues­
to. Las batallas con turcos y moros, la agresión de los ladrones contra
las posesiones de Pedro y la discordia interna que llevó a la borrache­
ra de Cristóbal y al suicidio de Inés, todas ellas tomadas como ma­
nifestaciones de la misma contienda sin sentido a que el hombre
está expuesto, forman un manifiesto generacional. Es un pasaje que
sólo pudo haber sido escrito por un hombre que estuviera en el exilio
en casa, axiológicamente «de su tierra absente». Y habló directamente
a los corazones y a las mentes de aquellos que compartían esa misma
situación72.

71 Se puede aplicar a la experiencia que los conversos tenían de Petrarca


la misma observación que B e r n h a r d G r o e t h u y s e n aplica a la comprensión
que el propio Petrarca tiene del estoicismo de los antiguos. Los conceptos
estoicos de la vida —dice— «adquieren una .nueva importancia y significación
porque son percibidos por una nueva clase de hombre y aparecen dentro de
una nueva referencia a la vida». (Pbilosophtscbe Antropologte, Munich y Ber­
lín, 1931, p. 105). Con percepción similar para la historia (ausente por des­
gracia en Menéndez Pelayo que vio solamente pedantería en De remediis),
C a s s i r e r analiza «el estímulo y viveza de estos diálogos» para los hombres
de aquel tiempo (ver The Individual and the Cosmos, p. 37).
72 Ante todo hemos de distinguir la díst.mcia irónica y el aparente desin­
terés de Rojas y Villalobos de la actitud de los escritores presa del entusiasmo
del momento épico: Juan de Encina, el Cartujano y el italiano Pedro Mártir

— 190 —
La percepción de la vida como guerra, guerra que va desde los
mayores enfrentamientos de las naciones y de las culturas, pasando
por las pequeñas escaramuzas y agresiones que constituyen el tejido
de la existencia humana, a la ferocidad sin historia del mundo animal,
era, de esta manera, a un tiempo tema de La C elestina y parte fun­
damental de la experiencia de ser un converso. De aquí que el disimu­
lo y el camuflaje a que recurren constantemente los personajes de
Rojas sea un reflejo del disimulo y camuflaje que él y Alvaro de
Montalbán, así como sus amigos y parientes, encontraron necesario
para poder vivir. Madaríaga ve a los conversos como ejército en reti­
rada, dividido contra sí mismo y con moral muy baja; sus filas desmo­
ralizadas con «honda irritación y profundo resentimiento»73. No obs­
tante sobreviven porque «el fingimiento o la disimulación llegan a ser
para ellos una segunda naturaleza».
Pero no debemos olvidar que este ejército de supuestos cobar­
des (como hemos señalado, el tema de la cobardía en La C elestina
es digno de notarse por su penetración psicológica) fue también ca­
paz de producir héroes. La misma sujeción del converso individual
a la fortuna, así como la sensación de ser «una víctima del desdén
social» le llevó al tipo de heroísmo vocacíonal que ya hemos visto.
Desde el punto de vista de los cristianos viejos, esto se interpretaba
como «ambición» y «descontentamiento», una terminología nacida
del prejuicio, no desconocida en nuestro tiempo. Pero este punto de
vista es equivocado. Aunque el deseo de distinguirse suponía frecuen­
temente el llegar simplemente a la cima en una profesión determinada,
podía también expresarse en términos de la exaltación del martirio14,
de reforma religiosa y proezas de conquista 7\ La cobardía y el heroís­

(que vio en la Reconquista la conclusión feliz de las calamidades de España).


Pero igualmente importante es distinguirlos de esa otra posible reacción con­
versa presentada en el capítulo anterior: el odio nihilista y agresivo panicu-
larmente hacia todo lo oficial. Domínguez Ortiz cita al embajador veneciano
que describe a ciertos conversos «que tienen un odio particular e indecible al
rey, a la corona, al gobierno, a la justicia y de una manera general a todos».
Como descendientes de los perseguidos por la Inquisición, eran condenados a
«perpetua infamia y a vivir por lo mismo en la mayor desesperación y ra­
bia» (180). . .
74 Ver Cap. III, n. 45. Montes relata emocionantes ejemplos de martirios
conscientes en los condenados en los autos de fe y, de hecho, comoen el caso
de San Juan de Avila, la mera atribución del martirio a las víctimas de la
Inquisición era suficiente motivo para la denuncia. Ver Lea, II, 588, y las
emocionantes afirmaciones de Fray Francisco Ortiz reproducidas por A n g e l a
S e l k e en El Santo Oficio, p. 143 y otros lugares. _
75 Aunque conversos como Santa Teresa o Alonso de Ercilla pueden ha­
berse opuesto en algún sentido a la «historia oficial» (la Santa ve la hipocre­
sía de las pretensiones de su Orden, mientras que el poeta conquistador en
uno de sus últimos cantos pinta a los españoles como corruptores de una Edad
de Oro india), no obstante, contrariamente a Rojas, creían que la historia po­
día y debía tener un profundo significado.

— 191 —
mo, el disimulo y la exaltación iban necesariamente de la mano en el
mundo de «contienda y batalla» en que los conversos se criaron. No
sorprende el que encontremos tod os esos rasgos en la caracterización
y comportamiento de los habitantes de La C elestina.
La expresión literaria de este mundo no queda limitada a Fer­
nando de Rojas y a su predecesor. La volvemos a encontrar en el Laza­
rillo d e T orm es y más explícitamente aún en el Guztnán d e A lfatache
y las novelas picarescas del siglo x v i i . Lazarillo comienza su narra­
ción, si no recordamos mal, hablándonos de la muerte de su padre en
k batalla de las Gelves (Djerba), pero, lo mismo que en el discurso
de Sempronio, inmediatamente abandona el plano de la historia y
comienza la crónica de batallas y escaramuzas ofensivas y defensivas
en los más bajos niveles de la vida diaria. Antihéroe y héroe al mis­
mo tiempo, Lazarillo hace la guerra a sus amos con cálculo y cora­
je en un mundo que exige las dos cosas para poder sobrevivir.
Por lo que se refiere a Guznián, pasajes como el que sigue son eco de
alta fidelidad de Petrarca y Rojas:
Todo anda revuelto, todo apriesa, todo marañado. No hallarás hombre
con hombre: todos vivimos en asechanzas los unos de los otros como el gato
para el ratón o la yaiia para la culebra, que hallándola descuidada, se deja
colgar de un hilo y, asiéndola de la cerviz, la aprieta fuertemente no apartán­
dose de ella hasta que con su ponzoña la mata76.

76 Guztnán de Alfaracbe, Parte I, Libro II, Cap. IV. Se ha discutido mu­


cho sobre el picaro como tipo literario y social, discusión que normalmente
supone un catálogo de características necesarias o comunes. Pero, como sostiene
Castro, semejante tipificación es abstracta y carente de sentido sin la compren­
sión complementaria del picaro viviendo en su mundo de picaresca. Las nove­
las —y aquí se incluyen estas protonovelas— no son narraciones de heroísmo
o antiheroísmo, sino más bien una recreación de la experiencia de una persona
en su circunstancia. De aquí que la clasificación del Lazarillo, del Guztnán y de
sus sucesores como «novelas picarescas» implique la existencia de los prota-
ganistas (o como lo expresa Castro... «la novela que no consiste en la expre­
sión de Ío que acontezca a la persona, sino de cómo ésta se encuentre exis­
tiendo en lo que acontece») en un mundo literario más o menos idéntico: un
mundo de hostilidad y de brutalidad belicosa día tras día. Es decir, la novela
picaresca presentaba la vida adaptada a un mundo —y esto en sí mismo es
profundamente histórico— tal como aparecía a los conversos en la tradición de
Fernando de Rojas. Incluso autores que no fueron conversos (Vicente Espinel)
o que atacaron a los conversos (Quevedo) como ha puesto de relieve B a t a i l l o n
{«Les Nouveaux Chrétíens»), imitaron no sólo el personaje y la intriga, sino
la sátira del honor y del linaje como irrelevante para una existencia semejante.
La constante guerra cotidiana y la pérdida de valores coinciden en un entorno
tan duro y ajeno como la columna de piedra con la que chocó el primer amo
de Lazarillo. Esto no significa, por supuesto, que yo piense que Rojas, el autor
del Lazarillo, o Mateo Alemán, fueran también ellos picaros en algún sentido.
Más bien, estas novelas, lo mismo que La Celestina, pero de modo diferente,
quizá haya que juzgarlas como simples proyectos literarios — parábolas narrati­
vas— del mundo de las ideas heraclitanas y petrarquistas que habían echado
raíces en la generación pos inquisitorial de vidas marginadas y que posterior*

— 192 —
«Lo DE A L L Á NO SABEMOS QUÉ E S»

La expresión de este sentido «conflictivo» de la vida en Guzmán


d e A lfarache, publicado exactamente un siglo después de La C elesti­
na, ofrece una mayor clarificación y codificación. Actitudes que están
implícitas o bajo la superficie en la obra de Rojas se hacen explícitas
en la de Mateo Alemán. Esto se nota sobre todo en la pérdida de
relación entre el cielo y el despreciado e incesantemente belicoso
mundo en que vivimos. Gamo ha apuntado Carlos Blanco, el co­
mienzo de la autobiografía de Guzmán es una representación de la
caída del hombre y de su expulsión del paraíso77. Después de eso,
los dos planos, el mundano y el celestial, discurren aparte y en con­
tinuo y recíproco contraste a lo largo de toda la narración. El modelo
biográfico básico de la Edad Media había sido la vida del santo, una
vida en que lo humano y lo divino se entremezclaban por definición.
En la vida de este picaro arquetípico, sin embargo, los dos planos
están rígidamente separados y se alude a ellos en segmentos alternos.
Petrarca hubiera disentido amargamente de esta conclusión, pero es
cierto no obstante que presentar el mundo tal como él, Rojas y Mateo
Alemán lo presentan, implica una retirada de Dios de los asuntos
humanos. Esto pudiera (como en el Lazarillo) o no pudiera (como en
el Guzmán) reflejar alguna duda o incluso negación tácita de la exis­
tencia de Dios. Lo que nos importa ahora es el sentimiento de la sepa­
ración. La fascinación que el De rem ediis tenía para Fernando de
Rojas y otros como él puede, de esta manera, relacionarse con su ex­
periencia de la vida como lucha diaria, pero también con una pérdida
concomitante de la inmediatez religiosa78. Habiendo abandonado una
fe sin haber conseguido otra, se encontraron abandonados a sí mis­

mente «brotaron ramas y hojas» de palabras. Una lectura de las continuaciones


o imitaciones del Lazarillo y del Guzmán (me apoyo en Bataillon para esta
última parte de la afirmación) demuestra que la visión conversa de la metáfora
narrativa picaresca era claramente comprendida en aquella época. Leer estas
novelas en términos del Till Euletispiegel, del Decamerón, de Rabelais o de
Saúl Bellow, es un anacronismo.
77 «Cervantes y la picaresca», NRFH, XI (1957), 316-328.
73 Para estudios más generales de la incredulidad de los conversos y su
transfondo judío, ver, además de C a s t r o , C a r o B a r o j a (I, 229 ss. 45; II,
193, 220, 229, 383), y B a e r . B e n a r d e t e estudia las dificultades que suponía
la reintegración a la «Ley de Moisés» experimentadas por los conversos des­
pués de la emigración (p, 41). Según J. Nehama, a quien éste cita, los Ashkena-
sis sospechaban de los Sepharditas, a quienes consideraban tibios en la fe y
racionalistas. I. S. R é v a h , en sus estudios sobre Spinoza y Joáo de Barros,
indica las vivas polémicas suscitadas entre los judíos españoles exiliados y los
conversos reconvertidos relativas a la inmortalidad del alma y al castigo despues
de la muerte (Spinoza et le Dr. Juan de Prado, París, 1959, y otros).

— 193 —
13
mos: eran la primera comunidad de hombres que desde los romanos
tenía que habérselas con un mundo sin esperanza y de dimensiones
ajenas. En el caso particular de Rojas, los sentimientos de Alvaro
de Montalbán son reveladores, pero no decisivos. No tienen por qué
serlo. Como veremos, una lectura de La C elestina} particularmente de
los diálogos más climáticos antes y después del suicidio de Melibea,
110 puede llevar a otra conclusión. Aunque Dios permanece en el len­
guaje de los interlocutores, está ausente de su mundo de contienda
y de lucha.
Una vez más —como nos advierte Luden Febvre— hemos de ha­
cer un esfuerzo para comprender esta retirada divina en otros térmi­
nos que los habituales nuestros79. SÍ hablamos de la «muerte de Dios»,
o del menos definitivo «eclipse de Dios» de Martín Buber, con una
cierta complacencia, es porque los descubrimientos científicos han ac­
tuado como amortiguadores entre nosotros y el último misterio. Pero
en tiempo de Rojas la súbita ausencia del sentido divino en toda activi­
dad ritual de la vida diaria, de las oraciones, de la preparación de la co­
mida, del vestido, de los saludos y de todo lo demás, dejaba un vacío y
una falta de raíz bastante más alarmante que la que hemos experi­
mentado la mayoría de nosotros. No era solamente cuestión de falta
de fe, ni de duda, sino también de no pertenecer ni a una «ley» ni a
otra, de carecer de un sentido y un rumbo previamente ordenados en
los senderos de la existencia.
La historia del bautizo de Abraham Sénior en 1492 (consejero
principal de los Reyes Católicos y, de hecho, agente para concertar
su matrimonio) es reveladora. La ceremonia iba a ser de postín; el
Rey y la Reina mismos iban a ser los padrinos; pero en el día señalado
se supo que el futuro converso había ido a rezar a la sinagoga. Los
regios padrinos se afectaron profundamente, temiendo que pudiera
haber cambiado de opinión y que pudiera perderse esta importante
conquista para el catolicismo {según Lea, presionaron fuertemente
sobre él a fin de no perder sus servicios) ®°. Abraham explicó, sin em­
bargo, «que hasta ser baptizado, no auía de dexar de hazer, lo que
como judío era obligado: porque ni una hora auia de biuir sin ley» 81.
La religión estaba bastante más arraigada en los hábitos y ritmos bá­
sicos de la existencia que lo está para nosotros; y la conversión, como
descubrió Alvaro de Montalbán, exigía un esfuerzo bastante mayor
que la mera aceptación intelectual.
No muchos conversos tuvieron la fuerza de voluntad de Abraham
Sénior o la plena comprensión de su propia situación. Tendieron por
el contrario a ir sorteando entre las dos leyes, manteniendo parte de

79 Le Probléme de l'hicroyavce au XVI' siecle, París, 1942, p. 496 ss.


" I, 138.
gI SlCROFF, p. 147.

— 194 —
cada una, y terminando por perder la comodidad que la ciega confor­
midad con una u otra pudiera haberles dado82. Hay muchos indi­
cios de ello en la literatura antisemítica del tiempo. Como era previsi­
ble, la mayoría de los que atacaban a los conversos concentraban su
fuego en torno a las prácticas secretas y conspiraciones: ritos obscenos
y profanación de objetos del culto cristiano, planes para derrocar al go­
bierno y envenenar a los vecinos y otras picardías. Pero, en medio
de estos clichés atroces, nos sorprendemos de encontrar momentos
de auténtica intuición de la situación de los conversos. El mejor
ejemplo ocurre, quizá, en una polémica entre el cronista de los Reyes
Católicos, Hernando del Pulgar, y un adversario anónimo. Hernando
del Pulgar, que era también converso, conocía bien las desviaciones
de sus compañeros, y en su C rónica defiende el establecimiento de
la Inquisición en Toledo: « ... entre los cristianos que habían sido de
linaje de judíos... se fallaron... algunos homes e mugeres... los cuales
con gran ignorancia é peligro de sus ánimas, ni guardaban una ni otra
l e y » 83. Con ocasión de la polémica, sin embargo, salió en defensa de
los cristianos nuevos, sosteniendo que en el peor de los casos serían
«buenos judíos» en un mundo de muy «malos christianos». La res­
puesta anónima, infrecuente por su tono moderado, va directamente
al centro del problema: admitiendo que hay malos cristianos y que
«si algunos desfloran por mala vida las paredes de la sancta Iglesia,
entero se queda el edificio de la Ley; mas, quitada la primera piedra
del edifico todo, ques la fee, de?id ¿qués lo que queda? Esto hazen
los que vos dezís buenos judíos, que son mentirosos en ambas le­
yes» w. El verdadero peligro que presentaban los conversos —a pesar
de las frenéticas acusaciones que corrían— no era criminal o moral,
sino para la fe misma. La naturaleza de su experiencia les había hecho
escépticos.
Un folleto anticonverso citado frecuentemente, que subraya este
peligro particular, es el anónimo Libro d el A lborayque (1488). La
palabra alborayq ue se refiere al monstruoso animal que llevó en su

® Ver la Introducción de Márquez a la Católica impugnación, para una


serie de ejemplos gráficos de esta mezcla de leyes, así como el catálogo repro­
ducido por L e a de casos inquisitoriales del año 1486 en Zaragoza (I, 601).
&3 p. F i t a , «La Inquisición en Ciudad Real», BRAH, XVI-XVII (1890),
510.
84 Ver F. C a n t e r a B u r g o s , «Fernando del Pulgar y los conversos», Sefa­
rad, IV (1944), 318. Tales acusaciones eran frecuentes en la literatura antise­
mítica del tiempo. El célebre bachiller Marquillos de Mazarambros (instigador
del primer estatuto discriminatorio) llama a los conversos «el aborrecido, da­
ñado, detestado cuarto género e estado de judíos baptizados e los procedentes
de su línea dañada, adúlteros, fijos de incredulidad e infidelidad» (E. B . R u a n o ,
«El memorial contra los conversos», Sefarad, X VII [1957], 321). El cura de
los Palacios llega a ser tan violento que dice: « ...n o eran ni judíos ni cris­
tianos... sino herejes sin ley» (citado por D o m ín g u e z O r t i z , p. 19).

— 195
lomo a Maboma desde Jerusalén a La Meca y que, como los conversos,
pertenecía a una especie híbrida. Todos los conversos, según el pole­
mista, pueden dividirse en dos grupos: los m esum ad, cuyo cambio
de fe era voluntario y sincero, y los hcnuzaym (anusim ), los «forza­
dos», Estos últimos «tienen la circuncisión como Moros, e el sabad
commo luidos, e el solo nombre de Xpristianos, e nin sean moros, nin
Ludios, nin Xpristianos, aunque por la voluntad ludios, pero non
guardan el Talmud nin las ceremonias todas de ludios, nin menos la
Ley Xpristiana. E por esto los fue puesto esto sobrenombre por ma­
yor uituperio, conuiene a saber albor ay eos» . El resultado —se afir­
ma— es una receptividad especial a la herejía. Los anusim tienden a
dar crédito a «tantas herejías como los antiguos filósofos, algunos de
los cuales afirmaron que no había nada más que el nacer y el morir,
o como sus antepasados, los ju d ío s...»ss. El autor del Libro d el Al-
borayqu e era fuertemente partidista (es fácil adivinar que era miem­
bro del grupo que él llama m esum ad), pero parece tan interesado en
analizar una situación real como en echar al viento su pasión. Nuestra
mirada a los espíritus marginales y escépticos de Alvaro de Montal­
bán y sus compañeros da a su libro patética confirmación.
En un caso al que no se ha aludido todavía, el testimonio inquisi­
torial nos permite escuchar a un converso, Micer Pedro de la Caballe­
ría (anteriormente don Bonafós), uno de los más poderosos hombres
de Aragón, que expresa su propia opinión como tal alborayque. El
testimonio es probablemente falso (fue dado por un judío hostil mu­
cho después de su muerte), pero no por esta razón menos interesante.
En una conversación con un amigo judío se le oyó decir a Micer
Pedro: «¿Quién me quita a mí si yo quiero ayunar el qr.ípur y tener
vuestras pascuas y todo?, ¿quién me lo veda a mí que no lo faga que,
quando era judio, en el sabado no osava yr fasta ahí, y agora fago lo
que quiero?» El amigo judío, un tanto escandalizado, contestó: «Ha,
sennor, no sabéis que dize la ley esto y esto, diziéndole que syendo
christiano no fazia bien en fazer aquello» ® 6. La respuesta de Micer
Pedro fue casi marloviana: «Ahora todo mestá franco para fer lo que
quiero, que aquexe otro tiempo era» 87. Puede hablar con una fran­

85 De los sumarios y resúmenes de F . F i t a , «La inquisición de Torque-


mada», pp. 379-82. Las sectas heréticas entre los judíos quedan registradas con
los nombres de «marbonios, saduceos, oseos (esenios?), fariseos, meristeos,
y merobatistas». El empleo de imágenes híbridas (tales como el «alborayque»)
para pintar a los conversos particulares dando a entender que no pertenecen
a especie fija, era un tópico de la poesía satírica del siglo xv. Para un ejemplo,
ver E. G r e y , «An Ingenious Portrrayal of a Split Personality», Romance No­
tes, IX (1968), 1 4 .
“ En su History, Baer interpreta esto para significar que él no se había
permitido ir «más allá de los límites prescritos del camino de un día de Sá­
bado» (II, 227).
87 Este documento está reproducido en Die Jüden (II, 464) antes de la

— 196 —
queza tan reveladora precisamente porque se gloría de haberse libera­
do de lo ritual. Si, a finales de siglo, muchos de los anus'tm se sintie­
ron perdidos, expuestos y marginados en su mundo de fervor, Micer
Pedro de la Caballería (que fue asesinado en 1465) no lamentaba las
certezas perdidas. Y, como él, parecían haber hablado los altos cor­
tesanos y favoritos paganos de Enrique IV de Castilla, atacados
por los partidarios del príncipe Alfonso en un manifiesto de índole
propagandística:
Es muy notorio en vuestra corte haber personas, en vuestro palacio e cerca
de vuestra persona, infieles, enemigos de nuestra santa fe católica; e otras,
aunque cristianas por nombre, muy sospechosas de la fe, en especial que creen
e dizen e afirman que otro mundo non haya, sínon nascer e morir como bes­
tias, que es una herejía esta que destruye la fe cristiana: e ende están conti­
nuos blasfemos, renegadores de nuestro Señor y de nuestra señora la Virgen
María e de los santos, a los cuales vuestra señoría ha sublimado en altos ho­
nores e estados e dignidades de vuestros rey nos... *®,

«R azón y sin r a z ó n »

El Libro d el A lboray q u e, al hablar de las herejías de los «filóso­


fos» y de los «judíos» sugiere una tradición que se remonta mucho
más allá que el paganismo arrogante de algunos miembros de la gene­
ración precedente. Como demuestran Lea, Caro Baroja y Baer, de

publicación de la History. En ésta, Baer dedica considerable atención a la fa­


milia de La Caballería, siendo una excelente fuente el largo proceso de Alfonso
de la Caballería, Vicecanciller de Aragón que fue finalmente absuelto en 1501.
De él se desprende el retrato fascinante de un hombre de brillantes capaci­
dades legales, de espíritu fino, y de ideas escépticas, «una típica personalidad
del Renacimiento». Una serie de testigos confiesa haberle oído repetir un
dicho: «En este mundo no hay más que nacer y morir; no hay otro paraíso»
(pp. 372-379), todavía más explícito que «En este mundo no me veas mal
pasar...»
83 A l f o n s o de F a l e n c ia , Crónica de Enrique IV (citado por C a s t r o ,
Realidad, 2.* ed., p. 238). Esta descripción de la Corte Real está confirmada
por el secretario Gabriel Tetzel, que acompañaba a León von Rozmital de
Blatna en un viaje por España en 1465. Pinta a la Corte en Olmedo como
llena de «infieles» que asistían a misa irreverentes y que se dedicaban a la
sodomía. La falta de fanatismo durante este reinado sorprende a este mismo
observador. Cuando pasa por Mérida, por ejemplo, comenta la coexistencia
de seis sectas diferentes, cuyos nombres no se dan en la traducción española
(Viajes de extranjeros, por España, citado Cap. III, n. 11 ): «heiden, juden,
confessen, pauletten, grecben, und de la Centura» (Des bohtn'tschen Herrn Leo’s
von Rozmital1s Ritter-, Hof- und Pilger-reise durch die Abenlande, ed. J. A.
Schmeller, Stuttgart, 1844, p. 185). Por el contexto podemos concluir que los
heiden eran «moriscos», mientras que los juden y confessen no ofrecen pro­
blema. Mis colegas Morton Bloorrfield y George Williams sugirieron que los
otros pueden ser albigenses, griegos ortodoxos y espiritualistas franciscanos.

— 197 —
mucho tiempo atrás había habido un movimiento averroístico en los
círculos judíos saduceos, favorable al escepticismo y al pensamiento
racional Baer, en particular, en su reciente H istory o f th e J e w s in
Christian Spain ofrece mucha nueva información relativa a las ideas
que subyacen en La C elestina y en el suplicio de Alvaro de Montalbán.
Después de una serie de ataques violentos de los rabinos ortodoxos
contra los mantenedores de las ideas averroístas del siglo xv, observa
que la desilusión racional respecto a las creencias heredadas y a las
rigideces rituales parece haberse extendido entre los que poseían ri­
quezas y honores. Y, lo que es todavía peor, el peligro represen­
tado por el averroísmo a la continuidad de la comunidad judía se
agravó de manera especial por la existencia de los conversos y por la
ventajosa y tentadora posibilidad de unirse a su número. Aunque el
cristianismo era «mucho más... contrario a la religión de la razón que
el judaismo», la falta de una fe ferviente en este último hizo que el
bautismo pareciera un paso menos significativo. ¿Por qué no, en
otras palabras, someterse a un rito más, exigido por la sociedad, ya
que todos ellos hubieran parecido irrazonables a Aristóteles y a su
profeta moro? «Nacer y morir; todo lo demás es una asechanza y una
desilusión» resumía —concluye Baer— «toda la fe» de «los filósofos,
averroístas y nihilistas» sea que se presentaran como banqueros o mé­
dicos «en su modesto atuendo judío» o como conversos «en el ropaje
magnífico de los cortesanos y caballeros» 90. No me atrevería a afir­
mar que las vidas de Femando de Rojas o de su suegro (a la vista
de lo que sabemos del más o menos humilde judaizar de sus familias)
se puedan explicar en términos de una filosofía tan bien definida y en
definitiva tan aproblemática. Ni los grandes libros ni las incautas
exclamaciones escépticas vienen directamente de las ideas; la experien­
cia viva ha de ser la incubadora. Pero, por otro lado, no puede haber
duda de que la visión angustiada del mundo como abandonado por la
providencia y sólo justificado por el «gozo» pasajero de un amor ar­
diente o de un vaso de buen vino fresco «traído por un solo cria­
do» no era totalmente el producto de las circunstancias inmediatas.
Había evidentemente una tradición intelectual del siglo xv a la que
podían dirigirse sus espíritus inquietos.
Ejemplos pertinentes nos ofrece un libro de la biblioteca de Rojas,
La visión d eleita b le (una visión alegorizada y semicristiana de la Guía
d e p erp lejo s), que queriendo ser una respuesta del hombre razonable
al materialismo y al agnosticismo, revela, en efecto, por el mismo
hecho, que existen. Entre las opiniones peregrinas que el autor, Al-
89 Es interesante observar que Fray Alonso de Espina, en una enumera­
ción de las sectas judías en el Vortaliiium fidei, identifica a los saduceos con
los que niegan la inmortalidad: «alii vocantur saducei qui non credunt almas
post mortem manere» {citado por C a r o B a r o j a , I, 489).
50 Baer, II, 270-277.

— 198
fonso de la Torre, propone corregir, están las siguientes: «no había
diferencia entre la muerte de un ratón que iba á beber, que lo mató
un gato, y en la de un profeta, el cual iba á predicar, y matólo una
sierpe ó una bestia en el camino»; «Dios había desamparado toda la
tierra por él creada»; o «después de hombre muerto no hay ninguna
cosa»91. No quiero sugerir (ni creo que tampoco Baer lo mantendría)
que tales judíos españoles y algunos de sus descendientesconversos
fueran paladines dieciochescos de la cruzada de la razóncontra la fe,
o que incluso un Alvaro de Montalbán fuera necesariamente más
«filósofo» que sus inquisidores. Lo que parece ser el caso, sin embar­
go, es que el interés por la filosofía y la discusión razonada de sus
problemas les llevó a ciertos judíos, mucho antes de la época de los
conversos, a una idea del universo como algo distinto del hombre,
ajeno a él, inexplicable quizá, pero libre de fantasmas y agüeros.
El brillante estudio que hace Américo Castro del poeta judío del
siglo xiv Sem Tob de Carrión se centraen este punto:
. . . .
Este refinado racionalista, rebelde al aburrimiento, rechaza los lugares co­
munes de quienes maldicen el mundo: «Non ay otro mal en él sinon nosotros
mismos, nin vestiglos, ni al / ... Nos se paga nin se ensaña, nin ama ni
desama, / nos ha ninguna roana, nin responde nin llama.,, / Ca cierto el
mundo den / todo tiempo igualdad» 9Z.

Palabras tales como «ateísmo» o «agnosticismo» parecen un tanto


fuera de lugar; pero, cuando individuos que se saben poseedores de
una herencia de esta tradición intelectual, fingían una fe desconocida
que les habían impuesto por la fuerza, la duda y las ocultas (o agresi­
vas) preguntas sobre la providencia, eran posturas que cabía esperar.
Su existencia en La C elestina no ha de sorprender ciertamente a los
críticos interesados en interpretarla en términos de su tiempo93.
Un corolario natural de esta actitud racional era el interés por la
comprensión del espacio y del tiempo como dimensiones. En su nivel
más bajo, esto puede relacionarse con la tradicional capacidad judía
para la abstracción monetaria:.cálculo de interés, administración de
riquezas, agrimensura, partición de bienes y herencias. Pero, aparte
de este conocimiento tradicional y práctico de cómo medir el tiempo
91 Curiosidades bibliográficas, BAE, vol. 36 (Madrid, 1871), pp. 358,
373-374. El ateísmo queda refutado con el siguiente argumento: «así como
el ciego piensa que la ceguedad que está en sus ojos es privación de su vísta,
que fuese común a todos los otros ojos; y comúnmente, como ellos no ven
cosa la cual no tenga cuerpo, piensan que no haya Dios ni ángel» (p. 350).
« Realidad, 1.a ed., p. 528.
93 En su Diálogo celestinesco, Villalobos se retrata a sí mismo como retado
en broma por su noble interlocutor por su escepticismo y dudas relativas a
la Trinidad. En otra parte advierte que Plinio en «nostro aevo» habría sido
encarcelado por la «moderna chantas» por sus ideas sobre la mortalidad del
alma {Algunas obras, p. 200).

— 199
y el espacio y como calcular los deseos humanos en términos de valor
monetario, los conversos participaron naturalmente en la preocupa­
ción por el espacio de sus contemporáneos. Es decir, vieron el espacio
de manera distinta a la que se había concebido antes. Mucho antes
de La Celestina, Sem Tob (en un pasaje estudiado por Castro) había
descrito su mundo objetivo y ajeno como «la lueñe tierra» De la
misma manera que Calisto en el soliloquio del acto XIV se da cuenta
de que las dimensiones externas no cambiarán a medida de nuestros
deseos («que a. todos es un ygual curso, a todos un mesmo espacio
por muerte y vida») y llega a una visión espacial («el alto firmamento
celestial»), así Sem I .ib había asociado la dÍmensionalÍbÍÜdad del
mundo con su falta de interés por las preocupaciones humanas.
Y después, en el siglo de Colón y Uccello, el siglo en que el paisaje
en el. trasfondo comenzo a reemplazar a las figuras de primer plano
en pintura, la conciencia espacial era evidentemente mucho más
aguda.
, Nosera ^necesario tratar aquí de la excelencia hebrea en la astrono­
mía (Abrahán Zacut se había marchado de Salamanca en 1492 poco an-
tes.de la llegada de Rojas) y en la navegación, o de la posterior acep­
tación de Copémico por los profesores conversos. Lo que primordial­
mente nos interesa es la conciencia del espacio como algo ajeno e in­
conmensurable con el hombre, una conciencia que era característica del
periodo en su conjunto y que no podía dejar de ser compartida en for­
ma aguda por los intelectuales conversos95. Una de las falsas opiniones
a que se aludía en la Visión d eleita b le es «que allende del cielo ó haya
un cuerpo infinito ó sea todo vacío» %. Cuando Juan de Lucena, en
su D e vita felict, presenta el tópico gastado de la fama transitoria, la
reproduce precisamente en estos términos: sustituyendo el espacio por
el lugar común temporal. ¿Por qué afanarse por la fama, pregunta
como Luciano y Sancho Panza, «ca la tierra, según los mathemáticos
no es mas que un pequeño punto en medio del mundo, á manera de
compás rotado de cielos, que llaman ellos centro, y nos otros, abis-
so»? .
Nuestra comprensión del mundo que rodea a Fernando de Rojas
quedaría peligrosamente, simplificada si imagináramos a los conver­
sos como un cenáculo privado de racionalistas, intelectuales y técnicos
perseguidos por una sociedad enferma y fanática. La verdad es que

94 Realidad, 1.a ed.f p. 457,


mmza , ° l Foitune: from Allegar); » Fiction», Biología ro­
manza, XXV (1957), 340 ss., para un estudio mas amplio de la presentación
« p 3 4 ^ Celestina en su relación con el arte y la historia.

I P:^ m 'l40Á Para„ ut\ f tudio definitivo de este nuevo sentido del es-
p 176 ss filosofía renacentista, ver TheIndividual, de C a s s ire r,

— 200
el fanatismo y la pasión (característica de un período alerta ante los
signos de la venida del Anticristo)93 abundaba entre las filas de los
conversos, y no solamente entre aquellos que trataban de ser más
cristianos que sus mismos vecinos cristianos viejos. Los procesos de
la Inquisición están llenos de blasfemias y suponen con frecuencia
un odio tan intenso hacia los ritos recién impuestos, que casi parece
indicar (como las misas negras) una especie de culto al revés. Eran
profanados y golpeados crucifijos y otros objetos del culto cristiano;
las hostias eran robadas, torturadas y usadas como ingredientes en las
mezclas mágicas; se hablaba mucho de crucifixiones rituales, aunque
de hecho no hay pruebas fehacientes de casos reales. La suegra de
Fernando de Montalbán (un pariente probable del suegro de Rojas y
vecino de La Puebla) fue típicamente acusada no sólo de haber lava­
do la cabeza de su hijo después de ser bautizado, sino además de
haber tirado un crucifijo a una cloaca". Por supuesto, muchas de es­
tas acusaciones eran mentiras maliciosas, mientras que otras eran
abultadas exageraciones. No obstante, después de leer una serie de
sumarios de procesos, he de concluir que tales profanaciones (com­
prensibles bajo aquellas circunstancias) no fueron infrecuentes.
Así, de manera a la vez antitética y complementaria al cansado
escepticismo de Alvaro de Montalbán, vemos que otros conversos
más supersticiosos estaban dispuestos a hacer lo que fuese para aliviar
sus sentimientos o creer en cualquier superstición que prometiera una
esperanza jx>sible. Ya hemos mencionado un ejemplo; la ola mesiánica
que inundó a Castilla y Andalucía como resultado de la predicación
de una falsa profetisa de quince años. Otro género de consuelo en­
contraron los conversos que engrosaron las filas de los «alumbrados»,
secta de illum inati de que hablaremos brevemente en el capítulo VI.
Las brujas y magos, algunos de ellos abiertamente charlatanes y otros
(como Celestina) más o menos convencidos de sus propios poderes,
sacaron grandes ganancias. Un contemporáneo de Rojas que comenzó
a practicar como mago en 1501 fue el médico Eugenio Torralba, fa­
moso por un espíritu familiar llamado Zequiel que de modo caracte­
rístico le llevaba a través del espacio (como en la leyenda original
del D octor Fausto) y le traía noticias de todas las capitales del mun­
do, pero que no pudo protegerle del Santo Oficio 10°. Era el único
poder que incluso Celestina temía.
No todo este irracíonalísmo merece condescendencia, volteriana

95 La venida del Anticristo había sido predicada con gran efecto por San
Vicente Ferrer, y el miedo de su venida permaneció a lo largo del siglo. Ver
J. W a d s w o r t h , Lyotis, Cambridge, Mass., 1962, pp. 27-31. En 1497 aparecía
en español una «biografía-crónica» del An ti cristo (relacionada probablemente
con los citados por Wadsworth). Ver Cap. VI, n. 120.
99 Baer, Vie Juden, II, 448.
100 y er L l ó r e n t e , ITT, 228 ss,

— 201 —
o materialista. Mucho se ha escrito sobre la importante contribución
de los conversos a la espiritualidad renacida y al misticismo del si­
glo xvi. Aunque era un fenómeno por el que Rojas sentía probable­
mente poca simpatía, seguramente había leído y admirado las elo­
cuentes traducciones españolas del Antiguo Testamento que circula­
ban entre los conversos, así como la poesía de sus oraciones clandes­
tinas. Algunas de éstas se han conservado en los archivos de la In­
quisición y están escritas con una intensidad apasionada capaz de
mover incluso a los no creyentes. Con palabras de desesperación y
esperanza, el espíritu humano torturado, lo mismo que el mono de
Kafka (en In fo rm e a una academ ia) encontró un nuevo sentido en
sus facultades más altas. Un lamento típico d e p ro ju n á is expresa di­
rectamente la angustia del tiempo:
E tórnome a ty, muncho arrepyntiéndome con lloro e con lágrimas e con
sospiros, ansy como fyjo a padre, que me perdones e que me ayas merced
por la tu misericordia e piedad, e que me saques e que me relevantes deste
lodo y desta tribulación en que so caydo... Et adonay, adonay adotiay, ayas-
me merced... tú que eres Ius de las Iuses a flama con caridad, conplida ley
de los buenos, alabanza de los coronados, Rey de los reyes, pas con humildad,
pagen^ia de amor, voluntad conplida, vya e vyda, sol antes del día, estrella
de lus... parayso de folganfa... 10).

Por mucho que Rojas pudiera haber admirado el estilo de estas


oraciones o compadecido a sus compañeros que gritaban, como Ple­
berio, desde lo hondo de hac lacrym arum va lle, no podía, sin embar­
go, participar de su exaltación. Acosado por la fuerza bruta, el odio
burocrático y la enemiga fortuna, llegó a sentir, como sintieron los
judíos heréticos atacados por Maimónides, que Dios «había abando­
nado el mundo». Como veremos, el sentido de desesperación es tan
fuerte al final de La C elestina que un traductor francés se sintió obli­
gado a añadir un nuevo personaje cuyo papel era consolar al padre
afligido con una serie de lugares comunes que Rojas se había negado

101 f . F i t a , «La Inquisición en Guadalupe», BRAH, X XII (1893), 325­


326. El fragmento citado arriba formaba parte de una oración mucho mayor
cuya frase inicial sugiere uno de los motivos de predilección de los conversos
hacia Erasmo: «...syn ymagen esculpida nin pintada, e sin ningún abogado
que me fie delante de ty, ca non es menester, señor...» (p. 323). En otras
ocasiones se empleaban ritualmente versiones de los Salmos transmitidos oral­
mente. Las versiones del Salmo 114, una viva celebración del poder divino
que supera todos los límites de la naturaleza y de la razón, fueron no infre­
cuentes y se pueden encontrar en los archivos españoles y americanos: «Los
montes baylaron como ciervos; los cerros como fijos de las ovejas. ¿Qué es la
mar? ¿Porqué fuyes? Et el Jordán ¿porqué tornas atrás?...» Ver F. F i t a ,
«Fragmentos de un ritual hispano-hebreo del siglo xv», BRAH, XXXVI (1900),
87. También en B. L k w i n , Mártires y conquistadores judíos en la América
Hispana, Buenos Aires, 1954, p. 16.

— 202 —
a entonar: ésos que explican por qué Dios permite que exista el mal,
y lo agradecidos que debemos estar a sus designios.
A ? UredÓ desPués de <5ue d mentido de lo divino desapareciera
de la vida? La respuesta ha sido ya dada: una aguda y especial forma
de esa «angustia existencialísta» que Marítain ve como característica
del hnal del siglo xv. Uno se siente a la deriva, expuesto al infinito
e implacable espacio, sujeto a los días, a los años y a las décadas de
historia sin sentido. El D e rem ed iis de Petrarca con su visión del
mundo como conflicto incesante, como lugar de rencor y de cambio,
en que dar valor a cualquier cosa era un acto de locura (aunque inevi­
table), encontró en los conversos españoles algunos de sus mejores
lectores. Cjyorgy Lukács describe la novela como basada en un sen­
tido de u b d a cb losigk eit, que vale como decir encontrarse sin techo y
sin albergue. Era comprensible que en tiempos como éstos y para
tales lectores, se hubieran escrito los primeros ancedentes de nuestro
genero preferido.
Ni el mismo Taine pretendería que «le moment» pudiera llorar o
escribir un libro . El verdadero significado de la historia recopilado por
remando de Rojas estriba no en las cosas que oyó ni siquiera en los
hechos de que pudo haber sido testigo, sino en la naturaleza y en la
calidad de su reacción. Aquí está el Rojas que no ha desaparecido, el
Rojas que vive en nosotros. Cuando la vieja historia de la perse­
cución se asimilara y volvió a nacer en una nueva historia llamada
La C elestina, su experiencia personal de su tiempo, no lo que entonces
sabia, sino su manera de sentirlo, se hizo inmortal. Generalizaciones
en si mismas tan evidentes se aplican a cualquier autor importante;
lo especial en el caso de Rojas y de sus colegas protonovelistas es la
aguda autoconciencia de su investigación de su historia y su corres­
pondiente aguda preocupación creadora por la conciencia individual
en su relación con otros y con el mundo. Todas las atrocidades de
esos terribles años son, por supuesto, no menos atroces porque hicie­
ron posible La C elestina, el Lazarillo o, en último término, el Q uijote.
Y, sin embargo, la nuevamente intensa y, en definitiva, nada me­
dieval autoconciencia expresada en estas piezas maestras y engendra­
da por una necesidad de comprender aquellos tiempos incomprensi­
bles, ha sido una bendición para la humanidad desde entonces.
El adjetivo «autoconsciente» va asociado en inglés normalmente
a la torpeza social, a la timidez y a la falta de esa «naturalidad» que
Stendhal solía tratar de imitar. Archipreocupado por la impresión
que puede causar a los demás, la persona autoconsciente se vigila su
comportamiento, se escucha a sí mismo al hablar y se critica como si
fuera otra persona. En la medida en que hayamos participado en tales
sentimientos, estamos en una posición mejor para comprender la si­
tuación de Fernando de Rojas al tratar de explicar el nuevo ser que
le había impuesto la sociedad. ¿Como llegó este ente extraño a ser yo
— 203 —
mismo? ¿Quién es él? ¿Qué implica su destino? Estas eran las pre­
guntas a las que la primera biografía oral (no autobiografía) del futu­
ro autor de La C elestina debía contestar. Para los que existían como
él, esa entidad que ahora conocemos como «historia contemporánea»
era en sí misma una forma de autoconciencia.
Se objetará que la autoconciencia que nosotros conocemos se con­
sidera comúnmente como una etapa de la adolescencia a través de la
cual pasamos al camino de la madurez, etapa o estadio que se termina
cuando nos aceptamos a nosotros mismos y a aquellos con quienes te­
nemos que vivir. La objeción es válida. La profunda e importante dife­
rencia entre la autoconciencia de los conversos del siglo xvi y la que
nosotros podamos haber experimentado, es que la suya no llegó nun­
ca a término. Cuanto más escuchaban la historia de su casta, más
extraños y alienados se parecían respecto de sí mismos. Como hom­
bres que miran su figura en el espejo, se ensayaban gestos y observa­
ban sus propios movimientos con asombro1Q2. Vivir tiempos como
éstos era ser desesperadamente consciente de la conciencia. O, visto
más positivamente, madurar sin envejecer, y de esta manera ser capaz
de combinar la sabiduría acumulada con una no mermada capacidad
para una intensa experiencia. En un sentido profundo (y fuera de toda
ortodoxia psicológica), me atrevería a sostener que no sólo las nove­
las que acabamos de mencionar, sino también la poesía de Fray Luis
de León, la autobiografía de Santa Teresa, e incluso las comedias de
Juan del Encina, se originaron en una permanente crisis de identidad.
Esto no debe tomarse como un intento por mi parte de proponer
ningún tipo de caracterización general para los escritores conversos y
de sus escritos. Todo lo contrario: desde el punto de vista de la auto-
conciencia, el número de sendas es ilimitado y la libertad de elegir en­
tre ellas queda garantizada. Lo que tienen en común no soq los temas o
rasgos fijos o el estilo o el género, sino un sentido del yo como un ser
diferente e inexplicable. Inexplicable, entre otras cosas, porque está
cambiando siempre. Una y otra vez discernimos en estos escritores
una percepción muy especial del tiempo: el momento pasado, el mo­
mento que pasa y el momento que va a pasar, momentos sentidos no
con ostentación barroca, sino como íntima mutabilidad interna. A me­

102 S t o n e q u is t señala: «La hípersensibilidad del hombre marginal ha sido


advertida repetidas veces por los sociólogos. Este rasgo está relacionado con
una exagerada autoconciencia desarrollada por el- constante observarse a sí mis­
mo a través de los ojos de los demás.» Llega a citar entre otros muchos ejem­
plos la presentación que hace Williani Du Bois de la existencia de los negros
como representada «por una doble conciencia». La explicación que S t o n e q u is t
hace del término es interesante para nuestro propósito: «En el caso del hom­
bre marginal, es como si estuviera colocado simultáneamente entre dos espe­
jos, cada uno de los cuales le presentara una imagen distinta de sí mismo.»
De ahí la situación marginal con sus «opiniones fluctuantes y contradictorias,
su tendencia al rechazo propio y otras cosas» (The Marginal Man, pp. 145-150).

— 204 —
dida que uno observa con curiosidad todos los sentimientos, reaccio­
nes e ideas efímeras que constituyen el fluir de la conciencia perma­
nente, percibe una nueva región del tiempo. Esta es precisamente la
razón por la que Rojas estaba harto más interesado en el «proceso de...
deleite» de sus enamorados que en su caracterización fija; y por la que
Fray Luis de León circunscribió sus sentimientos en un marco de
adverbios temporales: «cuando», «ya», «mientras», «luego», «aún».
Seria temerario afirmar, según la fórmula de Ortega, que el tema de
los tiempos de Rojas era el tiempo. Más bien hemos de tratar de ima­
ginar desde dentro cómo el nuevo tipo de conciencia que él compartía
con los suyos pudo asimilar el loco frenesí del tiempo de la historia
vivida y el tiempo inexorable de los relojes, y los transformó. De esta
manera fue cómo La C elestina y el Tratado d el alma de Luis Vives
—la una creadoramente y el otro con la reflexión— preguntan y con­
testan las mismas cuestiones. En lugar de preguntarse «Quid est ani­
m a?» de los teólogos, estas sensibilidades sin precedentes se pregunta­
ban «cómo es [el alma] y cuáles son sus operaciones... [que] se pre­
sentan poco a poco y por partes a nuestra inteligencia» iaí. Debajo de
lo que Juan Manchal ha llamado «imagen ya previamente compuesta»
de autoridad, piedad y sabiduría de Antonio de Guevara 104, este últi­
mo era (lo confiesa él) «variable en los apetitos, profundo en el cora­
zón, mudable en los pensamientos, inconstante en los propósitos e in­
determinable en los fines» 103.
Se podrían añadir otros muchos ejemplos y, no obstante, como
he dicho, sería equivocado proponer que el florecer del tiempo huma­
no (o inhumano) en el huerto del tiempo de la historia fue un resul­
tado de la conversión. Como autores, un Rojas o un Vives o un Fray
Luis de León no fueron conversos; fueron conciencias sujetas a la
situación de los conversos. Sólo pensando en estos términos podemos
esperar comprender cómo la cáustica ironía de La C elestina manifies­
ta un espíritu que se mantiene a distancia, consciente de sí mismo
en el tiempo ya que todo lo demás es ajeno, incluso su nombre y
la reflexión de su envoltura corporal en el espejo. Las biografías
de conversos tomados como grupo son biografías de cautiverio y
liberación. Desde fuera, cada individuo estaba encarcelado, «obli­
gado» a aceptar la identidad de su casta; pero desde dentro, su espí­
ritu en el curso el tiempo podía descubrir medios de consuelo,
abrir avenidas de escape, o darse cuenta, como Fabrice del Dongo

103 He arreglado ligeramente la cita. El latín de V i v e s dice así: «Anima


quid sit, nihil interest nostra scire; qualis autem et quae eius opera, permul-
tum... quae paulatim se per partes ad intelligentium totius proferant» (De
anima et vita, Basilea, 1538, ed. facsímil M. Sancipriano, Turín, 1959, p. 39).
104 La voluntad de estilo, Barcelona, 1957, p. 96.
105 T o m a d o d e l Relox de príncipes, t a l c o m o lo c ita A. C a s t r o , «El villano
del Danubio» y otros fragmentos, P r in c e to n , 1945, p. x i.

— 205 —
en la Torre Farnese, de que la conciencia de cautiverio es la forma
más alta de libertad. En este momento, precisamente, es cuando se
hace posible una C elestina y cuando su autor deja de ser un converso.
Algunos compañeros de Rojas trataron de apagar su ardiente con­
ciencia —o sea trataron de parar el tiempo— en el irracionalismo o
el fanatismo. Esto es; trataron de destruir o de justificar su imagen
como cristianos. Otros, como el impresor Juan de Lucena, apagó su
calor existencial en «grandes yrronías» y «humor chocarrero». Y aún
otros encontraron refugio para sus espíritus en hogares psíquicos y se
calentaron a sí mismos durante décadas con fuego cuidadosamente
mantenido de resentimiento y de odio. Y finalmente hubo unas pocas
excepciones que poseyeron la serenidad necesaria para explorar el
nuevo mundo de tiempo interior descubierto en el cautiverio. Obsér­
vese que, en todas esas diferentes reacciones, lo que hemos dado en
llamar autoconciencia no era más que el estímulo, el rumbo inicial im­
puesto en la vida por la historia. Ser converso era estar condenado a
un fuego tan cruel como el encendido por la Inquisición (o por Ne­
rón, como Calísto insiste), pero en ciertas almas bien ventiladas podía
a veces proporcionar una mayor iluminación. Castro hace la misma
distinción entre los dos aspectos o momentos de las biografías de los
conversos cuando dice que «la persecución inquisitorial no hubiera
motivado por sí sola la espléndida floración literaria...». Una capa­
cidad innata «para expresar valiosamente los fenómenos de concien­
cia» era también necesaria 106.
La noción de autoconciencia no es exactamente la misma cosa que
la introspección. Esta última era una parte inevitable del proceso, pues
como dice Castro, «las circunstancias [externas] incitaban [al con­
verso español] a volver a las más profundas raíces de su existir».
Pero en su caminar hacía el interior, los conversos individuales —Ro­
jas es el ejemplo supremo— encontraron con frecuencia un mirador
desde donde poder observar hacia fuera. El estar indeleblemente
marcado por la sociedad y el sentirse uno mismo axiológicamente
huérfano, rechazado por Dios y por la historia, le hacía al individuo
volverse sobre sí mismo, pero al mismo tiempo le procuraba una
perspectiva incomparable para ver las cosas como son. El adolescente
tímido se mide a sí mismo por los ojos de la sociedad; el adulto
introspectivo se retira al mundo de su propio espíritu; pero Fer­
nando de Rojas, solo en su habitación, «acostado sobre su propia
mano», observa su íntima caza de la verdad: «echando sus sentidos
como ventores» que olfatean el viento, y su juicio que vuela como
un halcón cernido. Así aprendió el autor de La C elestina a juzgar el
mundo y la historia contemporánea en los que le tocó nacer y vivir,
no sólo en términos de su personal criterio discrepante, sino también
106 Realidad, 1.* ed., p. 545.

— 206 —
penetrar la hipocresía profunda de la suciedad que le rodeaba.
Y, al mismo tiempo, igual que Celestina, supo proyectar su imagina­
ción en otras conciencias menos emancipadas que la suya (Melibea,
Pleberio, Sosia, etc.) y dictarse a sí misma sus esfuerzos para comuni­
car y expresar quiénes eran y lo que sentían dentro de los distintos
momentos de su vida.
Al decir esto, vamos bastante más allá de la historia que acaba­
mos de volver a narrar. La utilización única y creadora por parte de
Rojas de la situación social (que comparte con tantos otros) de nacer
converso, no es en definitiva susceptible de ninguna clase de explica­
ción sociológica ni psicológica, histórica o existendal. La biografía de
un hombre como éste, lo mismo que la biografía de Shakespeare o de
Picasso, es un viaje al límite del misterio. Y una vez allí, lo que po­
demos intentar, a lo más, es quitar alguna barrera artificial a fin de
poder contemplar la misteriosa posibilidad humana de su potencia
creadora con callada reverencia. No obstante, admitiendo estas rigu­
rosas limitaciones, nuestra lectura de La C elestina ganará mucho si
nos damos cuenta de estas dos cosas: primera, que su autor fue un
ser humano (no una «personalidad no cristalizada» ni un intérprete
de la moralidad común del tiempo) y, segunda, que era un ser hu­
mano, no determinado por su raza, su medio y su momento, sino más
bién un hombre como nosotros hecho consciente en su vivir libre
dentro de circunstancias impuestas.
CAPITULO V

LA PUEBLA DE MONTALBAN

«E fue nascído en la puebla de Montalvan»


(El bachiller F ernando de R o ja s)

«... si saue o a oydo dezir que el dicho pretendiente


y sus ascendentes sean descendientes de los Francos
desta ciudad y de los Rojas que salieron della para la
villa de la Puebla de Montalbán y Talavera de la
Reina...»
(El d o c to r d o n C arlos V enero y L e iv a )

í4
« E FUÉ NASCIDO EN L á PUEBLA DE MONTALVÁN»

Que Fernando de Rojas fuera o no hijo de Garcí González Pon-


ce de Rojas y de Catalina de Rojas y naciera en La Puebla de Mon­
talbán, o hijo del «condenado» Hernando de Rojas y naciera en
Toledo, es una cuestión (de hecho dos cuestiones entrelazadas)1 que
probablemente no tendrá nunca respuesta definitiva2. Si bien yo me
inclino a aceptar la segunda alternativa, no por eso quisiera mermar
la importancia de La Puebla en la biografía del autor. Que Rojas
volvió a la villa después de estudiar en Salamanca, que allí tenía ha­
cienda, que parientes próximos se contaban entre sus habitantes y
que los visitaba de vez en cuando durante los años de Talavera, son
hechos apoyados en documentos3. Así, aun suponiendo que el acrós­
1 Aunque me parece más probable el doble engaño (en vista de las diver­
sas indicaciones del origen toledano para los Rojas en el expediente Palavesín),
no hay razón documentada para negar un traslado anterior de la familia: por
ejemplo, como consecuencia de «lo de la Magdalena» (1467). Si éste fuera el
caso, el acróstico sería verdadero.
2 La esperanza de una aclaración documental parece escasa. Los archivos
parroquiales sistemáticos de las estadísticas vitales («libros parroquiales») fue­
ron instituidos por Cisneros a principios de 1500 (ver V. DE LA F u e n t e , His­
toria de las Universidades, II, 39). En cualquier caso, los primeros documen­
tos parroquiales de que disponemos en La Puebla comienzan hacia 1520.
3 En VLA 5, todavía se alude a Rojas en 1512 como «vecino de La Pue­
bla» cuando compró un «censo perpetuo» sobre una casa de una tía de su
mujer, Elvira Gómez (ver n. 129 más adelante). Probablemente esto tuvo lugar
durante un período intermedio cuando iba y venía entre las dos poblaciones.
Las probanzas aluden a las repetidas visitas para la inspección de propiedades
como la «huerta de Mollegas» y el «majuelo de la Cumbre». Asimismo se
menciona el contacto con los miembros de la familia (incluyendo probable­
mente con su hermano Juan, regidor local). Ver VL I, pp. 388 y 389.

— 211 —
tico sea un engaño deliberado y que Rojas pasara su primera infan­
cia atormentada en Toledo, hemos de seguir aceptando dos períodos
separados de residencia en su «clara nación» y «patria chica». El
primero, como niño recogido por sus parientes sobrevivientes (¿la
familia de Garcí González?) después de la dispersión de la fami­
ba en 1488, y, el segundo, como joven abogado que comienza su
carrera profesional. Un testigo de la probanza declara de manera
específica: «fue vezino della cierto tiempo hasta que se fué a Talave­
ra» 4. El hecho más significativo de todos, sin embargo, es que, por
propia definición, Rojas era, o quería ser, nativo de La Puebla, y es
a él a quien debemos dejar la última palabra.
En este punto es inevitable la determinación de cuatro fechas. Es­
tas son: el año del nacimiento de Rojas, el de su marcha a Salamanca,
el de su vuelta a La Puebla y el de su establecimiento en Talavera.
Puesto que, excepto para la última, no existe prueba documental a
mano, hemos de calcular partiendo de las tres cosas que conocemos
(o al menos que parecen probables) sobre los años pasados en Sala­
manca. La primera es que la C om edia fue escrita — o más bien «ter­
minada»— después de 1496, el año de la publicación de la edición
de Basilea de Petrarca usada en ella como libro de referencia para
los lugares comunes o citas s. En este tiempo, Rojas, según sus pro­
pias afirmaciones, era estudiante. La segunda es que había recibido el
grado de bachiller hacia 1500, fecha de la primera edición que lleva­
ría los versos acrósticos. Finalmente está la sólida indicación del pró­
logo de que las añadiduras e interpolaciones impresas por primera
vez en 1502 6 fueron escritas estando todavía en Salamanca. Me re­
fiero de manera particular a la afirmación de que fue «la alegre ju­
ventud e mancebía» la que discutió la obra y le urgió a que la
alargara, y la afirmación de que la tarea fue realizada durante momen­
tos hurtados al «principal estudio» del escritor. Una obra comenzada
en la Universidad y provisionalmente concluida allí, una obra conce­
bida por un «filósofo» con estilo propio para un auditorio académico
—es lo único razonable suponer— se llevó a su perfección final den­
tro del mismo contorno. Lo cual equivale a proponer que la vertien­

4 VL I, p. 391.
5 Ver F. C a s t r o G u i s a s o l a , Observaciones sobre las fuentes de «La Ce­
lestina», Madrid, 1924, p. 48 (a quien se debe todo crédito) y D e y e r m o n d ,
The Petrarcban Sources, cap. II. ,
6 Los bibliógrafos (muy recientemente J. Homer Herriot en su Totearás
a Critical Eáition, pp. 5-6) han propuesto una primera edición perdida de la
Tragicomedia fechada en 1500. Aunque la hipótesis no pueda despreciarse
(no es necesario exponer las razones aquí), las continuas impresiones de la
Comedia en 1500 y 1501 la hacen arriesgada desde el punto de vista biblio­
gráfico. Si tuviéramos que aceptar que la obra de continuación e interpolación
tuvo lugar en 1499 o a principios de 1500, las tres primeras fechas de nuestra
cronología habría que retrasarlas uno o dos años.

— 212 —
te de la vida de Rojas, la divisoria entre autor y jurista, fue su salida
final de Salamanca.
Ahora bien, si combinamos estas tres sólidas probabilidades (la
tercera es discutible; pero, como apuntamos antes, debemos aceptar
las dos primeras si hemos de hablar de algún modo de Rojas) con lo
que sabemos sobre el plan de estudios en la Facultad de Derecho,
pueden inferirse las cuatro fechas aproximadas. Puesto que el grado
de bachiller en Leyes exigía normalmente seis años de preparación
y la licenciatura requería cuatro años más7, podemos provisional­
mente suponer que Rojas llegó a Salamanca en 1493 ó 1494 (esto es,
unos seis años antes de la mención de su título de bachiller en los
acrósticos) y que permaneció allí hasta 1501 ó 1502 (es decir, después
de terminar la T ragicom edia). El razonamiento que sustenta estas su­
posiciones es sencillo. Si hubiera Rojas comenzado mucho antes o per­
manecido mucho después, con toda probabilidad hubiera tenido tiem­
po de conseguir el título universitario más alto. O al menos lo hubiera
completado lo suficiente como para permitirle llegar a graduarse a
pesar de todas las dificultades que pudieran haberse interpuesto. Des­
pués de haber leído La C elestina, no podemos poner en duda la inte­
ligencia y la habilidad de Rojas, y habiendo leído los versos acrósti­
cos y el epitafio (subrayando ambos el título de bachiller, apenas si
podemos poner en discusión su vocación profesional). En efecto,
resultaría que sólo una grave crisis económica o de familia podría
haber sido responsable de la interrupción de sus estudios. SÍ hubiera
podido, seguramente que habría completado los requisitos para el
grado de licenciado a como su hijo mayor, Francisco, y sus dos nietos
habrían de hacer9.
La aceptación del año 1494 para la llegada a Salamanca nos per­
mitirá a su vez estimar la fecha más importante de todas, la del naci­
miento de Rojas. La edad normal de los estudiantes de primer año
estaba entre catorce (Fray Luis de León, Juan de Segovia y Juan del
Encina son ejemplos de esta precocidad nada excepcional) y dieciséis,
si bien había más casos particulares en ambas direcciones de lo que

7 Ver los documentos reproducidos por C. M. Ajo y G . S á i n z d e Z ú ñ i g a ,


Historia de las Universidades hispánicas, Madrid, 1957, I, 618, y II, 222 (en
adelante citado como A jo). Así, también, V. d e l a F u e n t e {Historia, II, 39)
estima que un licenciado típico del siglo xv tenía veinticinco anos al gra­
duarse.
8 Tal especulación ha de tener en cuenta los altos costos para la adquisi­
ción de un grado superior. Como en tiempo de Ruiz de Alarcón (cuyas obser­
vaciones s o n transcritas por J . G a r c í a M e r c a d a l , Estudiantes, sopistas y pica­
ros, Madrid, 1934, p. 151) los derechos de matrícula, las generosas propinas
acostumbradas y los banquetes cuidadosamente descritos, podían haber repre­
sentado un problema insoluble para un candidato cuya familia estuviera en
estrecheces económicas.
3 Ver Cap. VI, n. 3.

— 213 —
se acostumbra hoy. Estudiantes de doce años y algunos incluso más
jóvenes eran con frecuencia admitidos a los cursos preparatorios de
latín y gramática; así que quizá no exagerara demasiado Vicente Es*
pinel cuando recordaba haber salido de Ronda para Salamanca llevan­
do todavía pañales. Sin embargo, en el caso de Rojas, la mayoría de
los lectores de La C elestina se inclinarán a aceptar una fecha poste­
rior. Podemos conjeturar pues —sabiendo bien que es una conjetu­
ra— que Rojas tenía dieciocho años cuando emprendió el largo viaje
desde La Puebla a Salamanca por vez primera. Lo cual a su vez fija
la fecha de su nacimiento en 1476, año de la muerte de don Rodrigo
Manrique. Tendría veinte o veintiún años cuando adquirió la edición
de Basilea de Petrarca, o veintiuno o veintidós (1497-1498) cuando
se sentó durante las vacaciones de primavera a continuar la C om edia.
Menéndez Pelayo se permite otra conjetura cuando observa que
Rojas puede haber atribuido su propia edad a Calisto; esto es, cuando
Celestina dice a Melibea (que no había preguntado): «Podrá ser, se­
ñora, de veynte e tres años» 10. Esto no es improbable. Supondría
simplemente que Rojas era incluso más conspicuamente senil entre
sus compañeros de clase de lo que hemos supuesto, que había estu­
diado más para la licenciatura de lo que parecería probable, o que sus
estudios habían sido interrumpidos por alguna razón.
Afortunadamente, la fecha de su traslado a Talavera es menos
especulativa. En el proceso de un residente local en 1517, llamado
Diego de Oropesa, Rojas, aunque parece poco dispuesto a comprome­
terse como testigo, asevera que había conocido al acusado «de diez
años a esta parte» u. La fecha de 1507 queda confirmada más tarde
por dos testigos talaveranos en la probanza preparada en 1571 por sus
nietos para obtener el permiso de emigrar a las Indias. Los dos, uno
de ochenta y otro de ochenta y seis, recuerdan haber conocido por pri­
mera vez al bachiller «más de sesenta años a esta parte» n . Y si ellos
habían sido adoctrinados por el licenciado Fernando, esto mismo
confirma la probabilidad de nuestra suposición. Resumiendo, estas
cuatro conjeturas, en conjunto, aparecen de la manera siguiente: na­
cimiento, 1476; permanencia en Salamanca, 1494-1502; estableci­
miento profesional en Talavera, 1507. Meditando sobre su interrela-
cionada probabilidad, podemos seguir observando que el nacimiento

10 Orígenes, p. 26. Ver P. A r ie s , Centuries of Chilákood, New York,


1962, parte II, caps. I y IV, para las variaciones de edad entre los estudiantes
de la Edad Media.
11 S errano y S anz, p . 2 5 2 .
12 VLA, 32. El documento de 1512 al que se alude en la nota 3 indica
que el establecimiento en Talavera era, como podía esperarse, un proceso gra­
dual que^ suponía continuos viajes de un lado para otro y no un exilio repentino
y definitivo.

— 214 —
en 1475 ó 1476 haría a Rojas razonablemente quince años más viejo
que su mujer 13 y que a su muerte en 1541 tenía sesenta y cinco.
Antes de terminar estas especulaciones cronológicas, es necesario
tratar un nuevo hecho perturbador que llamó mi atención después
de haber escrito los párrafos precedentes. En la lista de Judaizantes
d el arzobispado d e T oled o habilitados por la Inquisición en 1495 y
1497, recientemente publicada por Francisco Cantera Burgos y P. León
Tello (ver cap. I, n. 52) encontramos la siguiente anotación para La
Puebla de Montalbán: «Leonor Alvarez, muger de Ferrando de Ro­
jas, e sus hijos menores, 500 maravedís.» Esto significa, como vimos
anteriormente en el caso de Alvaro de Montalbán (cap. II) que había
sido gravada con la suma indicada a cambio de anular las restriccio­
nes indumentarias o de otras penas parecidas impuestas después de
su reconciliación. Parece querer significar también que Rojas estaba
ya casado y que tenía hijos al tiempo de escribir La C elestina, supo­
sición que será muy del gusto de los que creen improbable que un
estudiante relativamente joven hubiera podido ser su autor.
No obstante, a pesar de la coincidencia de los nombres de marido
y mujer, otros hechos eliminan la necesidad de volver a considerar
las fechas ya propuestas. En primer lugar está la afirmación directa
e inequívoca de Alvaro de Montalbán de que la mujer de Rojas tenía
alrededor de treinta y cinco años en 1525, o sea sólo siete en la fecha
en que fue compuesta la lista de rehabilitados. Pudo, naturalmente,
haberse confundido, pero la probabilidad de un error tan sustancial es
mínima. En segundo lugar, el mismo Rojas nos dice que era estudiante
cuando encontró y completó el fragmento original, tarea para la que,
como vimos hace un momento, la fecha posible más temprana es 1496.
Y estudiantes con mujeres e hijos (aun suponiendo que la familia
estuviera en La Puebla) eran excepcionales, tanto por razones eco­
nómicas (como aprendió bien pronto Guzmán de Alfarache) como
por el carácter semimonástico de una Universidad que prohibía a
sus estudiantes visitas incluso a los casados. Por último, y de manera
más concluyente, las fechas de nacimiento de los hijos de Rojas in­
dican que estaba casado en 1507 o después, más bien que una déca­
da antes. Aunque las dos hijas pueden haber precedido al hijo mayor
(Catalina de Rojas presentó a su padre su primer nieto en 1530), éste
(que sería después el licenciado Francisco) nació en Talavera después
de 1511. Una serie de testigos en la probanza de 1571 están de acuer-

13 Hijos deste confesante... Leonor Alvarez, mujer d el Bachiller Rojas


que compuso a M elibea, vecino de Talavera; avrá X X X V años» ( S e r r a n o
y S a n z , p. 263). La posibilidad remota sugerida por algunos de que esto pudiera
interpretarse como una alusión a la fecha de la composición de La Celestina
queda eliminada por el asiento que precede; «Johan del Castillo, escudero, ve­
cino de Montalbán, mofo; dixo que avría trevnta años.» La fecha del docu­
mento es, naturalmente, de 1525.

— 215 —
do, y en este punto no había razón para el engaño. Uno de ellos, hom­
bre de sesenta años, afirma de manera terminante que Francisco na­
ció en la casa de Talavera y que le había conocido desde los dos
años. Por lo que se refiere a los tres hermanos y hermanas que que­
dan, en la partición de bienes hecha a raíz de la muerte de Rojas en
1541, afirman de modo concreto que están entre los dieciocho y vein­
ticinco años. Es decir, el grueso de la familia nació entre 1513 y 1523
más o menos. En los documentos que tenemos a disposición no hay
indicación ninguna de nacimientos antes de 1507, y menos antes
de 1497. _ _
Es, por supuesto, remotamente posible que la pareja pudiera ha­
ber perdido hijos anteriores por enfermedad o la peste, pero las fe­
chas, agrupadas todas juntas de modo tan natural, corroboran clara­
mente las afirmaciones tanto de Rojas como de su suegro. Todos los
hechos convergen para desmentir la posible identificación de la per­
sona aludida en la lista publicada por Cantera con el autor de La
C elestina. ¿Quién, entonces, era el misterioso Ferrando de Rojas cuya
mujer, Leonor Alvarez, vivía en La Puebla? Pregunta que quizá no po­
dremos contestar nunca, pero sospecho que era su padre, el Fernando
de Rojas que fue condenado en 1488. Por lo que se refiere a la coin­
cidencia de nombres de madre y esposa, no tenemos por qué sor­
prendernos demasiado. Leonor y Alvarez eran una combinación tan
frecuente en aquel tiempo que había no menos de tres de ellas en la
familia inmediata de Alvaro de Montalbán, y dieciocho en la 'ista de
los reconciliados en Toledo. Ali conjetura es que, al tiempo del pro­
ceso de su marido, ella fue reconciliada y sancionada; que en ese
mismo momento se trasladó a La Puebla (quizá a casa de un posible
cuñado, Garcí González) y que después pidió la rehabilitación con el
resto de su familia. Y nuestro Fernando de Rojas habría sido uno de
sus «hijos menores», lo cual significa «menores de 25 años», para em­
plear la frase de sus hijos cuando declaran su edad.
La importancia de señalar una fecha para el nacimiento de Rojas
está por encima de la costumbre de poder ponerla detrás de su nom­
bre (con la acostumbrada interrogación) en las historias de la literatura
y por encima también de la pregunta —ociosa en mi opinión— de sí
un autor tan joven pudo haber escrito una obra maestra tan madura.
Como hemos apuntado ya, aun cuando 1476 pueda estar equivocada,
el fechar su llegada en el «más acá» de este mundo en la década 1470­
1480 le da derecho a matricularse como miembro de la primera gene­
ración de conversos que sufrió la embestida inquisitorial. Además le
confiere una realidad histórica que en su rebuscado anonimato le hace
muchísima falta. El mero hecho de poder atribuirle una fecha de na­
cimiento — ¡fecha mágica!— nos identifica a nuestro misterioso Fer­
nando de Rojas, según la moda historicista, con contemporáneos tales
como Erasmo (1469), Lutero (1483), Tomás Moro (1478), Miguel An­
— 216 —
gel (1475), Rafael (1483), Ariosto (1474), Bandello (1480), Castiglione
(1478), Guicciardini (1483), Cranach (1472), Patinír (1475), Maga­
llanes (1480), Copérnico (1473) y el doctor Fausto que, como Rojas,
murió en 1541. La lista, en cuanto tal (no hace falta decirlo) es una
abstracción imperdonable. Sugerir una unidad generacional o un pa­
recido espiritual (espiritual en el sentido de Z eitgeist) para estas figu­
ras tan diversas y de orígenes nacionales tan distintos seria frívolo.
Pero por otra parte, y aunque inconsciente, la identidad que surge de
la historia internacional vivida personalmente y compartida con ex­
tranjeros todavía desconocidos, sí contribuye al ser quien es de
cada uno. El enigmático autor de La C elestina se hace menos enig­
mático, menos tema de discusión erudita, por su inclusión en esa
generación europea a la que los historiadores suelen conceder el honor
de haber inaugurado las dos más importantes abstracciones en las que
ellos siguen creyendo: el Renacimiento y la Reforma.

«M o l l e ja s el ortelano»

En la lóbrega oscuridad del acto XII de La C elestina, Pármeno y


Sempronio conversan en voz queda mientras esperan el resultado del
primer encuentro de Calísto con Melibea. A pesar de ir armados y a
pesar de que su amo creía que eran «esforzados», están ridiculamente
aterrados y dispuestos a huir a la primera señal de peligro. Cuando
hablan, mutuamente se suscitan el miedo. ¿Era la cita de su amo una
trampa cuidadosamente tramada? ¿Son los belicosos criados de Ple­
berio «que no desean tanto comer ni dormir como questiones e ruy-
dos» los que acechan para hacerles una emboscada? ¿Ha mentido
Celestina? Los dos. nerviosos, permanecen de pie, apoyados ora en
uno ora en otro pie, las armas y la armadura dispuestas, no para la
batalla, sino para la huida, quedándoles solamente un consuelo a este
par de desgraciados: su recién firmada amistad les permite manifes­
tar su miedo mutuamente sin tener vergüenza. Habla Sempronio:
¡O Pármeno amigo! ¡Quán alegre e prouechosa es la conformidad en los
compañeros! Aunque por otra cosa no nos fuera buena Celestina era harta la
utilidad que por su causa nos ba venido.
P á r m e n o . —Ninguno podra negar lo que por sí se muestra. Manifiesta es
que con vergüenza el uno del otro, por no ser odiosamente acusado de couarde,
esperáramos aquí la muerte con nuestro amo...

Sin embargo, a pesar de su alarde de falta de vergüenza, la verdad


es que están avergonzados, tan profundamente avergonzados que,
cuando Celestina les acusa más tarde de cobardía, el insulto les es in­
— 217
soportable y se convierte en la causa inmediata de su asesinato 14. Hay
un indicio inicial de esta complejidad de sentimientos, cuando la
pareja abyecta vuelve hacia la casa de Pleberío después que una falsa
alarma les hiciera huir. En su conversación se excusan a sí mismos
exagerando su actual peligro, jactándose débilmente de las afrentas
pasadas y de los trances apurados afrontados con mayor frialdad:
P á r m e n o .—En mi vida me acuerdo aver tan gran temor ní verme en tal
afrenta, aunque he andado por casas agenas harto tiempo e en lugares de harto
trabajo. Que nueue años seruí a los frayles de Guadalupe, que mil vezes nos
apuneauamos yo e otros. Pero nunca como esta vez houe miedo de morir.
S e m p ro n io .— ¿E yo no seruí al cura de S ant Miguel e al mesonero de la
piafa e a Mollejas, el ortelano? 1S. E también yo tenía mis cuestiones con los
que tirauan piedras a los páxaros que assentauan en un Mamo grande que
tenia, porque dañauan la ortaliza.

Tenemos aquí una conversación característica de la coexistencia


dentro de La Celestina. Como ha subrayado María Rosa Lida de Mal-
kiel, sus personajes son únicos entre los de otras obras de aquel tiempo
a causa de la penetrante presencia del pasado en sus vidas 16. En las
situaciones más intensas e inmediatas, surgen a la superficie fragmen­
tos de la experiencia pasada y participan en la corriente de autorreve-
lación de cada interlocutor.
¿De dónde proceden estos recuerdos empleados de modo tan su­
gestivo y como por casualidad? El arte de Rojas, como hemos observa­
do ya detenidamente, es misterioso en su capacidad para crear la ilusión
de que los personajes mismos, como seres autónomos, los han sacado
de sus propias memorias. El pasado de Celestina es exclusivamente
14 Para una estructura de los motivos del Acto XII, ver cap. IV de mi
«La Celestina»: arte y estructura.
15 Cejador, siguiendo la edición de 1514, da «Mollejar», pero «Mollejas»
más cercana a la transcripción de la probanza, aparece en el Libro de Calisto
y Melibea (Sevilla, 1518-1520). En segundo lugar, como veremos, Mollejas,
aunque desconocido, es un apellido real (el único no latinizado en el texto,
cosa bastante significativa). Finalmente, como veremos (n. 20), Mollejas era
la forma que _Feliciano de Silva tomó de La Celestina. La letra bastardilla del
pasaje se refiere, naturalmente, al hecho de que es una interpolación inser­
tada en el texto primitivo de la Comedia. Como tal, la inclusión del nombre
de Mollejas proporciona un argumento nuevo, aunque poco decisivo, contra los
que dudan todavía de la paternidad de Rojas sobre la Tragicomedia.
16 «Por innovación extraordinaria, los personajes no sólo varían dentro
de la obra, cambiando cada uno según su propia ley — es decir, su propia
vida— , sino que dan también al lector la sensación de que ya han vivido y cam­
biado. Los personajes tienen una historia detrás de sí» (Two Spanish Master-
pieces, Urbana, III, 1961, p. 87). El único cambio que yo propondría en lo
dicho por ella sería, como veremos, la sustitución de «revolucionaria» por
«extraordinaria». En su brillante Memory in «La Celestina» {Londres, 1970)
la profesora D o r o t h y S e v e r i n estudia detalladamente los distintos aspectos
de esta «innovación»,

— 218 —
suyo; en sus repugnantes hazañas y satisfacciones, solamente puede ser
suyo; y su constante alusión a él en sus razonamientos y recuerdos es
central para su densidad existencial. Aquí reside lo que Unamuno
denominaría su «realidad». Pero en este caso, al menos uno (o quizá
más) de los recuerdos de la nerviosa mocedad de los criados semeja
un diente con dos raigones. Además de pertenecer al pasado de Sem­
pronio, supera los límites de La C elestina y procede de otra biogra­
fía, la del autor, Fernando de Rojas. La aventura de muchacho en el
huerto de Mollejas es —por una inesperada casualidad histórica— la
única ventana abierta desde dentro de la obra a la vida olvidada de la
que brotó.
Como he señalado en «La C elestina»: arte y estru ctu ra 11, los tes­
tigos que testifican en la probanza d e hidalguía identifican el huerto
de Mollegas, Mollejas o Moblejas (los problemas paleográfícos de
transcripción son graves)15 como parte del patrimonio de Rojas en La
Puebla. La doble coincidencia de los nombres, «huerta de Mollegas»
«Mollejas el hortelano» indican, de esta manera, la fuente externa
de la anécdota de Sempronio. Parecería como si Rojas, en 1501 (o por
entonces), a la hora de corregir el acto XII de la C om edia y buscar
una manera de ampliar la relativamente breve respuesta de Sempro­
nio a la jactancia adolescente de Pármeno, se hubiera acordado de
un recuerdo de su propia infancia. Recordaba haber sido enviado
—quizá por G ara González— a guardar la parcela del huerto fami­
liar; volvió a sentir su miedo de niño acosado por muchachos mayores
y su orgullo de haber sido fiel a su deber; los pájaros, las piedras que
volaban, la ortaliza (jt/c) destrozada, todo volvió a su memoria y fue
entonces cuando injertó ese recuerdo suyo tan vivido en la conciencia
de su personaje. Y a lo mejor, al hacerlo, el huerto mismo se le con­
virtió verbalmente en un amo picaresco: «Mollejas el ortelano». Por
un proceder parecido nació el personaje romancesco de Durandarte.
Seguramente otros recuerdos e incidentes de La C elestina fueron
«creados» de la misma manera (así es como se fabrica la experiencia en
la literatura), pero éste ha sido el único que la casualidad, en forma
de testigos aleccionados y por la preservación de un documento, nos
ha revelado 19. Pero, aparte de nuestra curiosidad biográfica, no deja

” P. 218.
18 VL I, pp. 388 y 393. Valle Lersundi publicó su transcripción de una
copia hecha para los archivos de la familia por el Licenciado Fernando a
finales del siglo xvi. He tenido acceso también al original del Archivo de la
Real Chancíllería de Valladolid, transcrito para mí por una autoridad de la
talla de don Agustín Millares Cario (Apéndice III). En su opinión, la «letra
procesal» del último documento es tan apresurada y tan descuidada que hace
difícil un juicio firme sobre la forma correcta. «Huertas» existen todavía a lo
largo del Tajo, pero ninguna de ellas lleva tal designación, según los habitantes
de edad avanzada a quienes pregunté.
19 Otros dos estudiosos y amantes de La Celestina han advertido indepen-

— 219 —
de tener cierta significación el que en este recuerdo —por pequeño
que pueda parecer— coincidieran las vidas del autor y del personaje.
La niñez presenta a todos los muchachos de todas las épocas (a Fer­
nando de Rojas, a Sempronio, a mi lector y al escritor de esta página)
una experiencia básica y central: la experiencia de la vulnerabilidad
cuando ha desaparecido la protección de los mayores y uno ha de in­
ventar su propio coraje. La primera pc’ea infantil de un hombre per­
manece tan viva en su memoria como su primer amor. Esto mismo
dientemente la coincidencia de la «huerta de Mollegas» con «Mollejas el orte-
!ano». Marcel Bataillon admite la probable identidad, pero la interpreta como
debida a la popularidad de la obra: «Dado que se trata de documentos tar­
díos (1588), ochenta y seis años posteriores a la revisión de La Celestina, es
muy posible que este detalle de nuestra Tragicomedia haya servido para bau­
tizar de golpe una huerta perteneciente a la familia de Rojas. La gloria de la
obra era suficiente como para crear por ello la tradición de la ”casa de Ce­
lestina” en Salamanca» (p. 143). Se me ocurren dos objeciones. La primera es
sencillamente que, aunque los documentos fueron escritos ochenta y seis años
después de La Celestina, lo escrito en ellos (las respuestas dadas por viejos,
uno de ochenta y cuatro y otro de setenta y un años) corresponde a la historia
local de antaño. La segunda es que la casa de Celestina y el huerto de Melibea,
rápidamente inventados en Salamanca y mostrados entonces y ahora a los tu­
ristas por los aficionados locales, corresponden — como era de esperar— a los
principales personajes y lugares de la obra, conocidos por todos. Aquí, por
otra parte, nos interesa un nombre —no un personaje— mencionado una sola
vez y de pasada. ¿Por qué, en otras palabras, si fuera tan sólo un nombre
pasajero recordado por Sempronio, se habría de recordar y conservar por los
lectores de La Puebla? Los interesados en relacionar la realidad local con la
ficción llamarían con más probabilidad a la propiedad «la huerta de Sempro­
nio». Además, por si puede tener algún valor, cuando visité La Puebla en
compañía de Valle Lersundi, encontramos la siguiente partida del registro pa­
rroquial: «Sábado en diez y seis del mes de marzo, año de mil e quinientos
e sesenta años se baptizó Juan, hijo de Juan Mollejas y de su muger, Ana
Sánchez...» (fo. 203). ¿Podían éstos ser descendientes de un primer hortelano
o propietario? Ciertamente no se llamaban así para celebrar al primer amo de
Sempronio. Don Fernando mismo va al extremo contrario. En un artículo es­
crito en 1958 en el Diario Vasco (5 de agosto) incurre en lo que Bataillon
denomina (impersonalmente, puesto que no había visto el artículo) «una inge­
nua búsqueda de modelos vivos». Su intención al publicar la probanza unos
treinta y tres años antes —según él mismo me informó— había sido precisa­
mente llamar nuestra atención a la importante biográfica de «Mollejas el hor­
telano». Y si esa hipótesis se acepta — pensaba— , otros incidentes mencio­
nados en el diálogo entre los dos criados podrían igualmente interpretarse
como recuerdos de los primeros años de la vida de Rojas. Por ejemplo, cuando
Sempronio dice, «¿E yo no serví al cura de San Miguel?» se hace alusión a «la
Iglesia de San Miguel». De la misma manera hay un «mesón» del siglo xv en
la plaza y enormes «álamos» en las «huertas» a lo largo del Tajo. Todo el
pasaje puede ser interpretado entonces como un nido de recuerdos personales,
siendo _el cura y los «frayles de Guadalupe» los puntos de referencia para la
educación primaría y secundaria de Rojas. Personalmente, creo que hay una
fuerte posibilidad de que Valle Lersundi esté en lo cierto. Es éste, por su­
puesto, un tema más propio de la conjetura que de la afirmación, pero, de
todos modos, se ha de admirar al descendiente del bachiller por su falta de
miedo a la ingenuidad.

— 220 —
parece haber sucedido aquí. El recuerdo inolvidable de aquellos mo­
mentos angustiosos en el huerto familiar contribuye al tema comple­
jamente orquestado de la cobardía y valentía del acto XII (el pánico
de los criados en contraste con la temeridad personal de Calisto y
Celestina) al aludir a los orígenes hogareños e infantiles de dos reac­
ciones antitéticas ante el peligro, el miedo y el valor. Que, al hacer
esto, Rojas hizo una pausa para sonreír irónicamente ante su yo infan­
til, es un regalo que no teníamos derecho a esperar. Por un momento
hemos tenido el privilegio de atisbar su infancia en La Puebla de
Montalbán20.

La v il l a de La P uebla de M ontalbán

Además de ser —como toda villa del mundo— un campo de bata­


lla juvenil, ¿qué clase de lugar era La Puebla de Montalbán? Y ¿cómo
era criarse y crecer allí? Para preguntar y responder ampliamente, he­
mos de comenzar revisando nuestras nociones habituales de infancia
como un momento de intensa experiencia que los mayores recordamos
con nostalgia: el «verde paraíso» de Baudelaire. Es decir, debemos
emplear como modelo de comprensión, no T om S aw yer ni Le Grand

20 Es curioso observar que el mismo Mollejas que se deslizó tan llana­


mente desde la experiencia biográfica a la experiencia creada atravesara des­
pués las fronteras de la obra de Rojas y reapareciera en la Segunda Celestina
de Feliciano de Silva. Juntamente con otros detalles de menor importancia
(tales como los barcos de Melibea) y los personajes marginales (como Crito),
Mollejas no quedó ignorado en la continuación de un lector tan extraordina­
riamente atento a La Celestina. Se le menciona dos veces como abuelo de
Pandulfo, el criado principal del enamorado Felides. El pasaje comentado por
Bataillon es interesante por cuanto se le vincula a una genealogía burlesca
comparable a los personajes de Torres Naharro y Juan del Encina. Pandulfo
observa al comienzo de la «vigesimose'ptima cena»: «Pues voto a la Casa
Santa, que mi agüelo Mollejas, que no debía nada a Don Brasco, su agüelo,
sino por la renta, que aunque era hortelano, él era muy buen hidalgo.»
Además de ser, según Bataillon, una «broma racista de Feliciano de Silva,
hidalgo bastante mezclado, como Rojas, con los nuevos cristianos de origen ju­
dío», es también una indicación (examinaremos otras en un capítulo posterior)
de la aceptación de La Celestina entre los conversos y su relevancia para los
mismos. Es decir, Mollejas se ha convertido en una forma de contraataque
literario contra los rudos y rústicos cristianos viejos que desprecian las man­
chas y que cubren la ignorancia de sus propios linajes con presunción. Para
un estudio más detallado, ver mis «Retratos de conversos en la Comedia
Jacinta, de Torres Naharro», NRFH, XVIII (1964), 20-21. Sigo sospechando
que la ocupación de «hortelano» sugirió a Feliciano de Silva que Mollejas
era un «morisco». Los conversos despreciaban con frecuencia las pretensiones
de la casta rival a la «limpieza de sangre» señalando que los «labradores» (son
ejemplo los de El Toboso), o no conocían, o encubrían el elemento morisco
de su ascendencia. El mismo apellido de Mollejas, que suena a ridiculamente
rural en España, pudo haber tenido esta connotación.

— 221 —
M eaulnes (libros que hubieran desconcertado seguramente a Rojas),
síno el Lazarillo d e T orm es. Con esto no quiero decir que el autor
de La C elestina fuera un picaro ni que incluso el Lazarillo y sus
descendientes literarios representen la infancia en el siglo xvi como
realmente fuera. Lo que yo propongo es que el contraste entre la vida
infantil en las novelas del siglo xix y xx y las que aparecen en la del
siglo xvi es nuestro mejor medio de poder captar el sentido de ese
incidente de la huerta de Mollejas que acabamos de revivir después
de cinco siglos de olvido. En el mundo de los hombres en miniatura 21
que eran los hijos de nuestros antepasados, las circunstancias de la
vida (la casa, el paisaje, el ambiente, la relación con la familia y todos
los otros elementos de nuestra nostalgia contemporánea) tendían a
institucionalizarse, lo cual quiere decir que se aceptaban como dadas e
inevitables, a menos que de repente se acentuaran con violencia. La
huerta y el hortelano son recordados por las piedras tiradas y no como
el paisaje del «verano sin fin» de M. Twain 22. Dándonos cuenta, en­
tonces, de lo radicalmente que Jean-Jacques Rousseau y sus sucesores
han cambiado la conciencia de nuestras propias vidas, tratemos de
reconstruir La Puebla de Montalbán como una institución y no como
una experiencia infantil. Si evitamos en la forma más consciente posi­
ble las nociones anacrónicas de infancia, e incluso de biografía, po­
demos intentar llenar la cláusula vacía del acróstico «e fue nascido en

21 La sorprendida observación de Erasmo (en su De puerh insthuendis)


de que los niños aprenden de manera totalmente diferente de los adultos y de
que los métodos pedagógicos, que hasta entonces no habían tenido en cuenta
esas capacidades, necesitaban modificarse, es en sí misma una indicación sig­
nificativa de que la infancia del siglo XV era completamente diferente de la
que nosotros recordamos. Los chicos no han cambiado, naturalmente, sino más
bien el concepto de infancia de la cultura adulta y vivida por los niños. Para
un estudio completo con abundantes ejemplos, ver A r i e s , Certtur Íes of Ch'tld-
bood, parte I, caps. II y V.
22 Cuando ciertos humanistas trataron de retratar su propia infancia, el
resultado nos parece que se asemeja más a un T e d i a d o tópico de las activida­
des infantiles que a una experiencia vivida. Escuchemos la «Salutatío ad Pa-
triam suam multis ante annis non vísam, et, memorata infamia sua...» de Ne-
brija: «Aquí estaba la cuna donde me acostaban; aquí me cantaba mi madre
para que me durmiera. Aquí me colgaba del cuello de mi padre, y era peso
dulcísimo para él, y carga agradable para el regazo de m¡ madre. Aquí me
arrastré por el suelo; en esta pequeña era comencé a andar a gatas sostenido
en mis tiernas manos; aquí comencé a hacer pinitos, y agitando el sonajero,
le decía con media lengua ternezas a mi madre. Estas paredes me vieron
jugar con otros niños de mi edad, y me vieron perder y ganar a las nueces.
Aquí jugué a la guerra montado en una caña larga, que hacía de caballo;
pero mi juego predilecto era la peonza» (F. G. O l m e d o , Nebrija, Madrid,
1942, p, 221). Contra esta memoria de la infancia de corte evidentemente arti­
ficial, la broma que hace Villalobos de su propia cobardía infantil antes citada
(«Yo que [de niño] era el mayor judihuelo de mi pueblo») parece más autén­
tico. Y probablemente estaba más cerca de lo que Rojas recordaba sobre
La Puebla.

222 —
La Puebla de Montalván» con los hechos dispersos a nuestra dispo­
sición. ¿Qué tipo de institución era aquélla en que comenzó a vivir el
futuro autor de La C elestina? He ahí la pregunta más adecuada.
Físicamente, La Puebla ha cambiado muy poco desde el tiempo
de Rojas. La iglesia de San Miguel, donde García González Pon ce de
Rojas fue sepultado bajo «una piedra grande morena», ha desapare­
cido dejando tan sólo una torre (no erigida todavía en el siglo xv)
detrás de ella. El palacio de los señores de Montalbán (ahora de los
duques de Osuna) que domina la plaza no había sido todavía cons­
truido con su actual ostentación. Pero, si exceptuamos solamente el
tendido eléctrico, el parcial pavimento de cemento y los recientes edi­
ficios de los alrededores, todo lo demás le parecería familiar a Rojas.
La elegante plaza con su fonda del siglo xv (donde Sempronio puede
haber recibido sus primeros golpes) es probablemente la misma que
cuando Rojas vivía allí. Desde la plaza central parten calles irregula­
res de casas enjalbegadas hacia las colinas que miran al Tajo, y las
últimas viviendas y patíos dejan paso a los trigales, viñedos y olivares.
La calle Real ya no es la carretera de Toledo, distante casi una jorna­
da de camino, pero sigue siendo la calle más importante. En las vegas
de la parte baja, a ambos lados de la carretera que conduce al puen­
te (antiguo ahora, pero, de todos modos, sustituto del puente de ma­
dera cruzado por Rojas) y al castillo de Montalbán al otro lado de
las colinas, las huertas regadas están divididas en forma cuadrada y
alargada. Hay incluso unos pocos álamos23 enormes de los que ha­
cían sombra a «la güerta de Mollejas»; probablemente separados tan
sólo por una generación de aquel árbol defendido por Fernando de
Rojas (y por Sempronio). Y, sobre todo, el amplio arco del cielo des­
de las bajas colinas detrás de la villa a las que están al otro lado del
pequeño valle sigue siendo idéntico a lo que fuera siempre. Como
escribió Lucio Marineo, llamado «el Sículo», en 1539 en una guía
humanística de España, «la provincia de Toledo supera a todas las
regiones de España por su nobleza, por la fertilidad de su tierra y
por la disposición de su cielo» 2\
Hay, sin embargo, otras cosas menos inmediatamente perceptibles
en La Puebla actual que pudieran impresionar a un imaginario visi­
tante llegado desde el siglo xv con la inmensidad del tiempo pasado.
La región en conjunto es mucho más seca y está muchísimo más des­
provista de árboles que en tiempos de Rojas. Tan es así que el proyec­
to parcialmente realizado de Felipe II de hacer el Tajo navegable desde
Lisboa a Toledo, sería hoy inconcebible25. Es un cambio físico que
23 Aunque son llamados álamos, parecen ser una variedad de los olmos, y
no de los chopos.
24 De las cosas memorables de España, Alcalá de Henares, 1539, fol. XII.
25 Ver A. M a r t í n G a m e r o , Historia de la Ciudad de Toledo, Toledo,
1862, pp. 981-982.

— 223 —
quizá no haya sido la causa pero que al menos ha acompañado la
sequía histórica de La Puebla y de sus vecinos centros de población
como Torrijos, Maqueda, Casarrubios e incluso Toledo. A la par de la
desaparición de la persecución inquisitorial, de las intensidades anti­
téticas de la fe y el escepticismo, y de la misma artesanía («carpinte­
ros... herradores... tejedores» con su ritmo hipnótico «puta vieja,
puta vieja») ha habido una correspondiente somnolencia vital y social.
Y es esta deceleración del tiempo humano lo que Rojas habría encon­
trado más extraño y desconcertante. AI polo opuesto de un Azorín
que goza de la «lentitud estupenda» de las campanas de Argamasilla
de Alba al dar la hora, el autor de La C elestina, una obra —a pesar
de su supuesto pesimismo— rebosante de tiempo vivido y dentro de
la cual los relojes no pueden satisfacer la impaciencia de los habitan­
tes, no podía haber comprendido esa peculiar y melancólica pereza que
Ganivet había de llamar «abulia» y diagnosticar como una enferme­
dad nacional. No es necesario aquí discurrir sobre el contraste tantas
veces lamentado entre la España de 1498 y la de 1898: la pérdida
del empuje épico (la «voluntad» de Azorín), de la industria tradicio­
nal, del ímpetu creador y de las demás cosas. Lo que importa ahora es
dejar constancia de que la intensa, belicosa, enconada y vitalmente
bullen te villa en que Rojas se crio, era totalmente diferente del seco,
tranquilo y vacío reflejo de sí misma que hoy ofrece al visitante.
La mención de Azorín nos recuerda una de sus fuentes más fre­
cuentes y eficaces, las llamadas R elacion es h echas a F elipe II, censo
villa por villa e inventario nacional ya citado por su in form e sobre
la escuela primaria de Torrijos26. Hecho en 1560 y 1566, aproxima­
damente un siglo después del otorgamiento real de La Puebla de
Montalbán a don Juan Pacheco, su informe sobre la villa nos sirve
como de introducción y descripción reveladora. Aunque durante las
décadas que siguieron a la primera publicación de La C elestina ya
empezaron a manifestarse la rigidez y la marchitez, Juan Martínez y el
bachiller Ramírez de Orejón (cada uno de ellos escribió diferentes
respuestas a las sesenta preguntas reales) 27 vivieron dentro de la mis­
ma estructura histórica que sus abuelos. En este sentido —a pesar
de su percepción de la naciente petrificación de la comunidad— son
todavía contemporáneos de Rojas. En efecto, como manifestaron al
representante de Su Majestad, parte de su información sobre el pasa­
do de La Puebla había sido obtenida de un anciano sacerdote llamado
Francisco Esteban, «que hobiera ahora más de ciento y diez años».
Nacido en 1456, ese erudito oral de La Puebla seguramente había

26 Cap. III, n. 47.


2J La versión posterior (la de 1560 está en la Academia de la Historia)
aquí citada fue escrita en presencia del «notario apostólico, Garcí Díaz de
Rojas», residente en La Puebla, Relaciones, III, 254-274.

— 224 —
conocido al bachiller y compartid con él un fondo común de tradición
histórica
La villa de la Puebla de Montalbán [se nos dice en las Relaciones], está a
cinco leguas de la población de Toledo y cuenta con seiscientas casas 29 y ocho­
cientos vecinos, es población antigua a lo que se entiende del tiempo de los
templarios 30 que la poblaron y poseyeron, estuvo primero poblada junto al río
Tajo de la otra parte donde ahora está, con nombre de Villa hermosa, y des­
pués de la otra parte del río donde se llamó Villa harta y [después] ... Villa
de Ronda.

Así, en el período primitivo <Je la historia local, La Puebla era un


lugar de asiento provisional de gente fronteriza venida de fuera, una
entidad incierta de su nombre e incluso de su ubicación. Pero luego,
probablemente a principios del siglo xiv, se hizo el traslado y asenta­
miento definitivo que había de ser de enorme importancia para la his­
toria futura de la literatura española.
... andando los vecinos de la tierra de Montalbán... a buscar sitio más sano
que el que tenían junto al río, hicieron asiento en una población de judíos
donde se quedaron, y ella se quedó con nombre de la Puebla de Montalbán,
porque la tierra donde ella está se llama de Montalbán 31.

Si los orígenes tolerantes y fronterizos de la villa parecen repre­


sentar en miniatura los de España en su conjunto, hay igualmente
elementos típicos en su historia subsiguiente. Doña María Coronel,
y después de ella Pedro el Cruel, fueron las primeras personas de
importancia que prestaron alguna atención a la reciente y floreciente

28 Un sacerdote llamado Francisco Esteban fue testigo en la probanza


de 1555 de Diego de Rojas (que examinaremos al final del presente capítulo).
Afirma que tiene setenta y tres años «poco más o menos» y por tanto nacido
en 1484. La coincidencia del nombre y ocupación indicaría que, a pesar de la
discrepancia de fechas, es la misma persona a que se alude en las Relaciones.
29 En las Relaciones tenemos una descripción de las casas de El Viso
(también en la provincia de Toledo): «hay casas... que están fundadas con
rafas y hormigón y blanqueadas por dentro con su yeso y caquicamies y lo
más común son las casas de tierra tejadas con su teja y madera de la sierra...»
f i n , 773). t _
30 Los Templarios existían en España desde el tiempo de su fundación
en 1128. Entre sus posesiones había castillos y ciudades fortificadas, la prin­
cipal de las cuales era Monzón. La orden fue disuelta en 1312 por el Papa
Clemente V. Así que La Puebla había existido probablemente unos tres siglos
antes del nacimiento de Rojas.
31 Versión similar nos da el bachiller Ramírez de Orejón: «Andando a
buscar los vecinos de la tierra de Montalbán donde vivir más sanos, porque
vivían enfermos junto al río, hallaron una población de judíos en el lugar
donde está ahora fundada la dicha villa, y se vinieron con su juredicción al
dicho lugar donde está fundada, y ansí lo oyó decir a sus padres y algunos
ancianos desta villa» (p. 263).

— 225 —
15
comunidad. Este último instaló a su querida, doña María de Padilla,
allí «en palacios... [en] una güerta muy principal y grande» pala­
cios qur; en 1508 (¿un año después de la salida de Rojas?) fueron
convertidos en convento de monjas. En el reinado de Pedro el Cruel,
La Puebla gozó de una serie importante de libertades políticas:
...antiguamente fue behetría según he oído a ancianos, y que cada vecino
tenía voz y voto en concejo y todos los concejos que se hacían habían de ser
abiertos para que lo supiesen todos.

El rey Pedro, que fue más «cruel» con la nobleza que con los villanos,
...le dio [a La Puebla] los privilegios que tenía y mandó que de la dicha
villa se eligiesen dos hombres de bien que fuesen alcaldes y que no tuviesen
superior sino tan solamente eí mismo rey, y les dio licencia para que ellos
mismos mandasen hacer las cortas de madera... en el robledo de Montalbán
y en los montes de ía tierra.

Aunque el sentimiento igualitario y su expresión verbal puedan


sonar a comedia de la Edad de Oro, la historia de La Puebla no tuvo
un final feliz. En los revueltos y anárquicos tiempos que siguieron,
dos hombres «de bien» no ofrecieron mucha protección, y los habi­
tantes de La Puebla se vieron obligados a elegir una serie de pode­
rosos «señores... para que los defendiese[n]». Se suponía que esto
era un arreglo vitalicio, pero el último de ellos fue nada menos que
uno de los arrogantes infantes de Aragón, a cuya ambición y gloria
pasajera se alude en las Coplas de Jorge Manrique.
El infante —relatan los informantes con apenas disimulada amar­
gura— estaba encantado con La Puebla, ya que «se quedó con la
dicha villa y tierra por ser tan buena como era, y después siendo rey
de Aragón la dio a la reina doña Leonor, mujer del rey don Juan el
segundo». Su dueño siguiente fue el conocido favorito del Rey Juan II,
don Alvaro de Luna, y después de su ejecución fue otorgada como
dádiva real al maestre de Santiago don Juan Pacheco, que a su vez
lo convirtió en feudo para «un hijo suyo que se llamaba don Alonso
Téllez [el bisabuelo] del dicho conde de Montalbán cuyo es al pre­
sente». Este primer señor de Montalbán mantuvo el título hasta 1527
(sobreviviendo a su hijo y heredero), y su mal trato, como hemos
visto, fue la causa de la salida de Fernando de Rojas y de algunos
de los otros hidalgos locales. El regalo de lo que en un tiempo

32 En su Crónica, P e r o L ó p e z d e A y a l a cuenta cómo Pedro el Cruel, al


tiempo de salir de mala gana para su boda en Valladolíd «dexó a Doña María
de Padilla en eí castillo de Montalván acerca de Toledo, que es un castillo fuer­
te y bien construido» y cómo después volvió a ella inmediatamente después
de su sonada huida de su novia» (ed. A. Uaguno Amirola, Madrid, 1779,
p. 86).

— 226 —
había sido «población de judíos» a un noble de lejana ascendencia
hebraica (era bien notorio en aquel tiempo que don Juan Pache­
co, el altivo adversario y favorito de Enrique el Impotente, era des­
cendiente de un converso medieval llamado Ruy Capón)31 es, sin
duda, una coincidencia, Pero nos puede ayudar a comprender algunas
de las cosas que veremos más tarde: la falta de preocupación del se­
ñor por la confraternización de sus súbditos, conversos con los judíos
todavía no emigrados, la penetración de la Inquisición hasta su misma
casa con el arresto y proceso de su mayordomo y el matrimonio de
un bisnieto con una Rojas que era descendiente de un tutor (ayo) de
la familia y que parece haber tenido un parentesco lejano con el
bachiller. Aunque profundamente odiado por muchas razones, el se­
ñor don Alonso, por lo menos, no estaba propenso a perturbar los
últimos años de la coexistencia feliz recordado patéticamente por Al­
varo de Montalbán.
Otras respuestas en las R elacion es se refieren al entorno físico y a
los recursos naturales de la villa y el campo:
La calidad de la dicha villa y su tierra en invierno es muy fría y en ve­
rano no es demasiado caliente, antes es templada, y parte de la dicha tierra
es llana y parte sierra y montuosa y áspera para caminar por ella... y es muy
sana.

De los montes circundantes se nos dice en otra parte:


... la dicha villa y su tierra es abundosa de leña, aunque solía ser más,
porque de quince años a esta parte se han rompido muchos montes, y se han
sembrado de pan, y que ¡a calidad de los montes era mucha cantidad de ma­
droñales y romerales y encinares e que ya todo esta raso, y que las cazas que
hay son conexos, liebres, perdices, venados, puercos, xabalíes y gamos, aunque
a causa de lo desmontado no hay tanta caza como solia haber.

La España (al menos la Castilla la Nueva) de la juventud de


Fernando de Rojas, era todavía bosque, una tierra en que los escasos
pueblos estaban rodeados por grandes extensiones de tierra silvestre y
no el campo desnudo, arrasado por los hombres, que atravesamos hoy.
Además de la caza había otras atracciones del monte. Nos pregunta­
mos si Rojas recordaba tan bien como el escritor de las R elaciones
que había en sus hondonadas, donde todos podían libremente hacer
su cosecha: «cerezos silvestres que llaman cerezas prietas, pequeñas
33 En el vengativo Tizón de la nobleza (citado en el Cap. III, n. 67) hay
todo un capítulo dedicado a los descendientes de «Ruy Capón, judío conver­
tido, almojarife de la reina doña Urraca». En la línea principal del descen-
diiente no sólo incluye a don Juan Pacheco, sino también a «la casa de la
Puebla de Moltalbán, que heredó su hijo tercero» (p. 65). Este tercer hijo
fue don Alonso Téllez Girón, quien había de ejercer, como veremos, una
influencia importante en la biografía de su más famoso vasallo.

— 227 —
y buenas de comer; hay otros árboles que se llaman manzanos maíllos
que son silvestres».
La colaboración humana con la naturaleza se centraba y se sigue
centrando todavía en el río que baja de Toledo en su camino a Tala-
vera, Portugal y el mar. Distante un cuarto de legua de la villa, «aquel
río Tajo tiene en su ribera... tres güertas, la una del dicho conde y
las dos de particulares y las frutas que se cogen son: albaricoques,
guindas de las menudas y garrobales, manzanas, xabíes, peras cer­
meñas, ciruelas de todos géneros, otros dos géneros de manzanas y
poras, y la hortaliza [recordemos la ortaliza de Mollejas] es melo­
nes, cohombros, pepinos, axos, cebollas, habas, nabos, berengenas,
rábanos, lechugas y otras hortalizas, y los pescados del dicho río de
Taxo son barbos, anguillas, bogas y otros...» Además de los peces,
el río proporcionaba fuerza hidráulica a tres molinos, el mayor de
los cuales pertenecía al conde. Otros molinos sólo se usaban en in­
vierno, y los riachuelos Torcón y Cedeña son los dos tributarios
que discurren a lo largo de pequeños huertos. En la sierra hay mu­
cho terreno de pastizales y muchos campos de trigo «donde se coge
cantidad de pan» y «el pan que se coge es trigo, cebada, centeno,
garbanzos y alcarceña». «De lo que más necesidad padece es de pes­
cado de mar, por estar lexos, y de sal.» Pero a falta de esto hay
«muy linda miel, la mejor que se dice haber en España, y espárragos
casi so teños como campíos los mejores que hay en España, y vino
aloque y blanco, y aunque no es de los pueblos de mucha fama, hailo
muy bueno y sano porque no tiene adobo ninguno, así mesmo cabri­
tos y leche y queso cabruno y ovejuno muy bueno, y ansimesmo
se crían melones mejores que los de las otras partes, porque se llevan
de aquí a la Corte y Toledo». La cornucopia de la abundancia rural
se ha vaciado en una explosión de celebración paraláctica.
Fuera de la villa hay dos centros en torno a los cuales se ha acu­
mulado la historia y la leyenda local. Uno es la «antiquísima y nota­
ble» ermita de Nuestra Señora de Melque, «que antiguamente se
llamaba Meca», construida con piedras tan curiosamente trabadas que
no se ha necesitado mortero:

...e n tiempo antiguo estaba dorada toda la dicha ermita, y que le pegaron
fuego pensando que era oro fino de martillo, y ansí esta toda ahumada, y se
dice que la hicieron templarios34, y así se cree porgue esta edificada en cruz
y en medio de la bóveda un crucero, y en las piedras hay labradas medias
lunas y a la redonda hay manera de haber sido población porque hay muchos
rastros de edificios antiguos y con estar dos leguas del mas cercano pueblo que

M Este es al parecer un hecho. Según Luis M o r e n o N i e t o , «Este mismo


rey Alfonso VII a finales del primer tercio del siglo x i i hizo donación del
territorio de los Templarios, que hicieron de Melque uno de los doco conven­
tos que poseían en España...» (La provincia de Toledo, Toledo, 1960, p. 499).

— 228
es esta villa hay cierta cantidad de olivas y hay unos estanques en unos valles
sin agua porque tienen una pared de tres estados de alto y de ancho mas de
tres varas y toda de piedra y cal y por encima del hay ciertos morales muy
antiguos y una fuente labrada en una peña de una vara de hondo y corre
agua que va a parar a este estanque, y por allí se dice haberse bailado algu­
nos tesoros.

Desde la ermita de Melque, un camino empedrado nos lleva al


castillo de Montalbán, distante como una legua. Desde hacía mucho
tiempo el castillo acostumbraba a ser el refugio de dos hermanas
que salían del castillo armadas en sus caballos a saltear a los que pasaban
por allí y fué tanto el mal y daño que hacían que nadie osaba pasar por allí,
hasta que vinieron dos hombres padre e hijo, y el padre traía en la mano
una zagaya y la tiró a una dellas y la dio en una teta y dixo a la otra hermana,
muerto me han hermana, y las prendieron y llevaron ante el rey que a la
sazón era, y en recompensa desto fueron padre y hijo los primeros alcaldes
que huvo de la Hermandad vieja del reino de Toledo35.

Más verdadera y más reciente era la historia del joven rey, Juan II,
y su favorito, Alvaro de Luna. Fingiendo una excursión venatoria en
una mañana de noviembre de 1420, los dos se apartaron de su escolta
y escaparon de Talavera; siendo niño el rey había sido hecho medio
prisionero por uno de los mismos arrogantes infantes de Aragón a que
hemos aludido anteriormente. Después de una huida a caballo desespe­
rada, y el rey y el privado buscaron refugio en el castillo de Montalbán,
río arriba, y sostuvieron un asedio de algunos meses. La guarnición
casi estaba muerta de hambre, pero todos los días eran enviadas al rey
dos perdices, según se decía entre los campesinos del lugar que estaban
de parte de su rey y al fin le ayudaron a ahuyentar a los sitiadores36.
Más tarde (después de haber servido como refugio a los conversos
de La Puebla) el castillo fue triunfalmente conquistado por las tro­
pas de Enrique IV. Este estaba resuelto, como hemos visto, a arre­
batárselo a la viuda de don Alvaro y otorgarlo, juntamente con La
Puebla, a su propio privado, don Juan Pacheco. Agradecido por la
ayuda prestada por los villanos (que no tenían idea de los nuevos
amos que les iban a imponer), el rey le concedió un mercado libre,
que se había de celebrar los jueves 37.
En contraste con estos reinados turbulentos, la coronación de los
Reyes Católicos trajo la paz a la tierra de Montalbán. El castillo fue
35 La «hermandad vieja» se refiere a las irregulares fuerzas de defensa
regional establecidas mucho antes de que les Reyes Católicos fundaran la
«Santa» o «Nueva Hermandad».
36 Una narración detallada del sitio se encuentra en la Crónica de don
Juan II, caps. 29-45, de F e r n á n P é r e z d e G u z m á n . _
37 Esto significaba que el señor no estaba autorizado a fijar impuestos
sobre los productos traídos al mercado.

— 229 —
abandonado gradualmente y, hacia 1560, sus armas y municiones es­
taban anticuadas, su guarnición reducida y sus fortificaciones en un
estado de ruina. La tierra que se acostumbraba destinar al sustento
del alcaide había sido ya arrendada durante muchos años. No obstan­
te, los dos informantes insisten en que esta paz rural era decepcio­
nante. La conducta arbitraria y la avaricia de los señores (mas tarde
los condes) de Montalbán habían empeorado las cosas. Don Alonso
y su nieto no sólo habían echado fuera a los hidalgos locales, sino
también, lo que es peor, habían roturado las tierras de bosque que
eran de propiedad común de la villa, vendiéndolas como tierras de
pan a individuos particulares. El resultado, como hemos visto, fue
que la villa tenía muy poca leña y carbón, la caza había desaparecido
y «nuestra miel la mas blanca y mejor que había en España, ya no
la hay». Típico de estos dueños nobles fue su fallo en no rehacer el
viejo puente de madera sobre el Tajo a pesar del excesivo peaje exi­
gido para poder usarlo. Cuando los rebaños de ovejas trashumantes
lo cruzaban durante tres días (a razón de tres florines por mil cabe­
zas), «se caen pedazos della donde peligran muchas personas y bes­
tias... y por estar tan mala como está ha perecido y perece mucha
gente».
El despotismo de los Téllez Girón, se nos dice más adelante, fue
tanto político como económico, y afectó gravemente a las tradiciona­
les libertades de la villa. Cuando los alcaldes, regidores, alcaldes de la
hermandad y los alguaciles son votados en «el día de la Natividad de
Nuestra Señora», no son elegidos entre los que tienen más votos se­
gún están obligados tradicionalmente a serlo, sino que más bien se
escogen entre los que han de ser sumisos. El segundo señor se atre­
vió incluso a encarcelar a un alcalde que se negó a obedecerle. De
todos los dueños feudales de la villa, esta familia (la queja dirigida
directamente al rey se vuelve aquí enfática) ha sido la que más daño
ha hecho.
Si de este relato de ruinas románticas y de decadencia política y
económica sacamos la impresión de que Las R elacion es fueran escri­
tas por Bécquer o el mismo Azorín, su ingenua descripción de las re­
liquias y milagros locales nos recuerda su origen remoto. Con la ex­
cepción de individuos amordazados y atormentados como Alvaro de
Montalbán, la mayoría de los habitantes de La Puebla seguían vivien­
do en un cosmos medieval en el que el cielo'y la tierra no estaban se­
parados sino íntimamente compenetrados o superpuestos. Era un tiem­
po todavía en que (como ha puesto de relieve Paul Ludwig Landsberg
con nostalgia) así como se podían abreviar los sufrimientos del Purga­
torio con la oración, se esperaba asimismo que los frecuentes milagros
podían aliviar muchos de los males de la vida en la tierra33. Los con­

34 «La Edad Medía y nosotros», RO, IX (1925), 327.

— 230
ceptos de lo natural y sobrenatural y los de sus correspondientes varie­
dades de causalidad, reconocidos aún hoy entre los creyentes más fer­
vientes, no eran modelos mentales habituales entre aquellos habitantes
de La Puebla que iban de grado a la iglesia. Era un mundo, en una
palabra, en que los sacerdotes (y aun otra gente no ordenada) podían
fácilmente aspirar a ser aceptados como shamans.
No nos ha de sorprender, por tanto, la gran importancia que
estos dos informadores atribuyen a ciertos días santos de la localidad,
particularmente el de San Miguel, el 8 de mayo, día dedicado al Ar­
cángel por los antepasados de los actuales creyentes para que librase
a las viñas de la plaga. De aquí también el acento puesto por los in­
formadores en el acopio de reliquias de la villa, así como el interés
de Felipe II (que contó en su colección privada de El Escorial alre­
dedor de 7.422)39 por poder usar las R elaciones como inventario de
los bienes de España a este respecto. Las reliquias propiedad de La
Puebla, sobre todo «dos cabezas de dos vírgenes de las once mil»,
desgraciadamente no habían hecho milagros conocidos40. Pero la ima­
gen de Nuestra Señora de la Paz, una imagen que había sido venerada
ya desde el siglo xi cuando había sido mostrado como signo de bien­
venida a las tropas de Alfonso VI que avanzaban (supuestamente por
los habitantes neutrales de la «población de judíos») tenía varios mi­
lagros en su haber. No sólo se la empleaba contra las depredaciones
de la langosta y la oruga, sino también contra la peste misma. La
historia nos la cuenta el sacerdote Ramírez de Orejón de esta manera:
...e n tiempo de guerras y de faltas de agua y hambre y pestilencias se
saca en procesión... hay testigos que en tiempo de la pestilencia que fue el
año de siete... que fueron en procesión vecinos de la dicha villa a Nuestra
Señora de Melque a píe con la dicha imagen y que dexaban a sus parientes
y deudos heridos de pestilencia que enviaron a llamar a los que fueron di­
ciendo que ya estaban buenos y que llovió tres días arreos de donde se mitigó

39 F r a y J o s é d e S i g ü e n z a , Historia primitiva y exacta del monasterio


del Escorial, ed. M. Sánchez y Pinillos, Madrid, 1881, p. 202. Sigüenza mismo
no cita la cifra, sino que más bien describe la alegría desbordante del Rey
a la llegada de una importante colección salvada de la Alemania protestante,
seguido de los consiguientes órdenes para la tabulación. La cifra final se da
en un índice de 1754, convenientemente dividida en categorías — «insignes»,
«casi-insignes», «menores», etc.—, mediante rótulos pegados a los «relicarios».
40 La pobrera de La Puebla por lo que se refería a las reliquias puede
contrastarse con las riquezas de que se vanagloriaba una ciudad tan retrógrada
y crédula como Coria. Su cronista local mencionaba con orgullo la posesión
de «todas las quijadas del glorioso Sant Juan Bautista con sus dientes», «la
mayor parte de la cabeza del mismo», «un diente colmillo del gigante San
Cristóbal, el cual es tan grande de largo como seis dedos travesados y tan gordo
como un dedo de un hombre», «un gran pedazo del espinazo del glorioso san
Lorenzo y de la ceniza y grasa que del salió cuando le asaron en Roma», etc.

231 —
la peste... y nació cierta yerba con las raíces de la cual se curaron y en el
pueblo se comía della por haber hambre y falta de pan, y que dispués de cu­
rado esto, no se vio más la yerba41.

La interpenetración de lo natural y sobrenatural era también ma­


nifiesta en la magia negra. Omitida por los piadosos informadores de
Felipe II (aunque seguramente de gran interés para el joven Fernan­
do de Rojas), La Puebla no dejaba de tener su tradición de brujería.
Sólo existe un documento de los sumarios contra una bruja quiza co­
nocido por el futuro autor de La C elestina, pero los posteriores^ pro­
cesos de la región indican que el recurso clandestino a la hechicería
para influir en los acontecimientos y en la conducta humana era tan
común allí como en cualquier otra parte. Desgraciadamente, el caso
concreto que poseemos, el de la compañera de prisión de Alvaro de
Montalbán, Inés Alonso, revela una actividad que es claramente más
intermitente y de aficionado que de profesional. Conocida por el
apodo de «la Manjirona» en la cercana aldea de El Carpió, confesó,
bajo tortura, haber sido llamada a deshacer un conjuro (que ella
misma había lanzado sirviéndose de una figura de plomo) y de haber
invocado dos veces al menos a Satán, Barrabás y Beelzebub por ra­
zones triviales. En una ocasión se trataba de traer a casa al marido
extraviado de la hija de un amigo42.
Probablemente de bastante más interés que esta aficionada de no­
venta años a los remedios mágicos y populares (cuya lastimosa figura
puede haber impulsado a sus vednos a volverse contra ella) fue otra
encarcelada durante mucho tiempo en la prisión de la Inquisición en
Toledo, una tal Mayor de Mondón, conocida normalmente como la
«física de la Puebla de Montalbán»43. «La física» era evidentemente
su apodo local y, como «la Manjirona»: esto era suficiente para iden­
tificarla en La Puebla e incluso en la región. Aunque su expediente ha
desaparecido y con él la relación de sus cargos, de ello sabemos
41 Nuestra Señora de la Paz como intercesora milagrosa fue sustituida más
tarde por razones pragmáticas por el Santísimo Cristo de la Caridad, quien,
según se creía, salvó en 1591 a los habitantes de una epidemia de peste bubó­
nica. Ver M o r e n o N i e t o , La provincia de Toledo, p. 504.
42 C a r o B a r o j a concluye: «...era una vieja curandera más o menos in­
jerta en hechicera y que —como otras veces ha ocurrido— su clientela se
volvió en contra», Vidas mágicas, II, 15. Gracias a A m é r i c o C a s t r o , quien
localizó la alusión en los ficheros de la Academia, sé que «giroñas», son de­
finidos en la Biblia de Arragel «omnes de mal bevir e ladrones» (Madrid,
1921, I, 23).
45 Su nombre se nos da en las actas del proceso del licenciado Diego
Alonso (Inquisición de Toledo, p. 161): «... el alcaide... sacó a este testigo...
para barrer el patio de la cárcel, y que estando barriendo... llamó a este
testigo el licenciado Diego Alonso... y le puso dos cartas en la mano... la
una a Mayor de Monzón, física, presa en la dicha cárcel, vecina de la Puebla
de Montalbán...» Las cartas contenían noticias y aconsejos sobre las situa­
ciones particulares de los encarcelados.

232 —
por los informes de los espías de la prisión que denunciaron a Abra-
hán García, que fue presa en 1514. Y estaba todavía allí (lo cual
índica que su caso no se había decidido todavía) en 15IB, según otro
informe. De las mismas informaciones fragmentarias de lo que se de­
cían entre los presos colegimos que era una profesional destacada,
así como mujer de carácter. En una ocasión, como la misma Celestina,
cuando discursea a Pármeno sobre el imperativo erótico, se le oyó
citar la «autoridad de Aristóteles»44, y en otra gritó a través de los
barrotes a un compañero de prisión: «Bernaldino D íaz45, ¿qué tal es­
táis?» AI serle respondido que estaba mal, que estaba encarcelado y
solo, ella «le dijo que se esforzara, que no tuviese pena, que también
ella estaba presa y era mujer y sola» Ella sí que había de necesitar
todo el valor que pudiera reunir, pues, según un documento poste­
rior, fue llevada a la hoguera un poco antes de 152947.
Sería equivocado, no sólo por la escasez de las pruebas, sino por
no violar principios generalmente aceptados de la crítica literaria, pro­
poner a «la Física» o a cualquier otra persona de carne y hueso como
modelo viviente para la mayor creación humana de Rojas. Pero al mis­
mo tiempo, si hemos de entender a La Puebla como una institución so­
cial para criar niños y jóvenes, debemos darnos cuenta también de que
mujeres como éstas eran parte de esa institución por sus ocupaciones
y por sus motes, una parte de la vida del pueblo, presente en su vidn.
La verdad más honda quizá sea que entre Celestina y estas hechice­
ras de carne y hueso la «influencia» se ejercía en ambas direcciones.
Conmueve escuchar (en el proceso de 1547 de Juana Núñez Dientes,
largamente estudiado por Caro Baroja) a una bruja que vivía en Tole­
do durante la vida de Rojas invocar a Satanás con estas palabras:
«Conjurote con todos los siete conjuros de C elestina...»48,
Volviendo a las R elacion es y a su somera descripción de La Pue­
bla se nos dice que su población, ya de 800 vecinos, se había dobla­
do durante los últimos cincuenta años. Puesto que este período nos
retrotrae al tiempo de la partida de Rojas, el total de la población
durante su infancia (según la ecuación común de un «vecino» cada
44 Referente a las conversaciones de la prisión, un recluso soplón cuenta
«que oyó hablar a un hombre y a una mujer, no entendiendo bien lo que
decían, pero que la mujer mentó una autoridad de Aristotelis, parecíéndole ser
esta mujer la física de la Puebla, cosa que resultó ser cierta...» ( A b r a h a m
G a r c í a , Inquisición de Toledo, p. 184). _ _ ^_
45 Sí este Bernaldino Díaz (que fue preso al mismo tiempo que «la Física»),
natural de Talavera, es el mismo que el desafiante y belicoso sacerdote cuyo
caso es presentado por Lea (ver más adelante, cap. VIII), las fechasdelúltimo
deben estar equivocadas. Lea sitúa su huida a Roma en 1512,
46 ( A b r a h a m G a r c í a , ibidem). ^
47 En ese ano, su hijo, Diego de Adrada, también de LaPuebla, fue
denunciado por violar las restricciones sobre el vestido impuestas a los hijos
de los condenados (Inquisición de Toledo, p. 139).
48 Vidas mágicas, II, 43.

— 233 —
cinco habitantes) no habría sido más de 2.000 habitantes49. ¿Como
vivían? En 1560 (quizá hacía 1490 las cifras estarían reducidas a la
mitad) había tres escribanos, diecisiete sacerdotes (ahora hay uno) y
once hidalgos *, de los que tres estaban exentos de pagar la alcabala
real. El resto, aparte las brujas, son pobres y «viven de su trabajo
de sus manos... y que hay algunos que viven del oficio de la lana,
la cual se labra muy bien, y de viñas y olivares»51. Todos viven en
casas bien construidas de adobe o de ladrillo. Pero el agua es escasa;
hay que cavar pozos profundos o ir hasta el Tajo por ella. Hay dos
«hospitales» libres y dos iglesias, San Miguel (donde reposaba Garcí
González), adornada con las lunas de don Alvaro de Luna, y Nuestra
Señora de la Paz, en la que se guarda la imagen milagrosa. Hay tam­
bién dos monasterios, uno de franciscanos con unos trece frailes men­
dicantes y otro convento para cuarenta monjas fundado por don Alon­
so Téllez.
Finalmente viene la lista acostumbrada de hombres famosos que
son nativos de La Puebla. Hay tres guerreros famosos: uno llamado
Bolonia, que «está con el Emperador Maximiliano en Hungría y es su
capitán general contra Turquía», «los capitanes Peñas y Bartolomé
López, personas muy señaladas en Italia y otras partes de guerra».
Otro es «don Pedro Pacheco, hijo que fué de don Alonso Téllez,
señor que fué de la dicha villa, el cual dicho don Pedro Pacheco vino
a ser vísorrey de Nápoles y Cardenal de Roma, y tuvo voto para
Papa y se dice que estuvo sentado en la silla pontifical y adorado
por Papa y que por falta de ciertos votos dexo de sello [y ] murió en
Roma muy privado de los Sumos Pontífices, el cual con toda esta pri­
vanza no hizo a la dicha villa bien ninguno ni dexo memoria ningu­
na» 12. El resentimiento contra los bien relacionados de la localidad
49 Juan Martínez menciona 600 «casas de motada», añadiendo <tpodrá
aver ochocientos vecinos y que la dicha villa no ha sido tan poblada como al
presente porque en sus días se habrán aumentado quatro cientos vecinos». Ha­
cia 1535, según diversas partidas en el Catálogo de Pasajeros a Indias, La Pue­
bla había comenzado a exportar su población al Nuevo Mundo. La población
en 1958, dada por Moreno Nieto, era de 7.642.
50 Era una proporción relativamente pequeña, ya que en la provincia de
Toledo, según el censo de 1541, había un hidalgo por cada 12 vecinos pecheros
(Documentos inéditos para la historia de España, ed. M. Salva y P. Saínz de
Baranda, Madrid, 1848, X III, 529).
51 En 1573, según M o r e n o N i e t o , existíaí) «cuatrocientos telares, nume­
rosas curtidurías, varios molinos aceiteros de los llamados de viga, bodegas
alfares, etc. De la importancia que alcanzaron los gremios en aquella coyun­
tura nos hablan los nombres de algunas de sus calles, tales como Tenerías,
Bataneros, Canastas, Labradores, Bodegones, etc.» (p. 499).
52 Una biografía de este don Pedro Pacheco nacido en La Puebla unos años
después de Rojas (1488) se puede encontrar en F . F e r n á n d e z d e B e t h e n -
c o u r t , Historia genealógica y heráldica de la monarquía española, casa real
y grandes de España, Madrid, 1897-1920, TI. 428 (en adelante citado como
Be th en co urt ).

— 234
se deja oír todavía. De mucha menos importancia era uno de los
nombres últimamente mencionados: «el bachiller Rojas que compu­
so a Celestina» 53.

«U na p o b l a c ió n de ju d ío s»

La observación más sugerente de las R elacion es no es la alusión


de pasada a La C elestina, sino la información de que el núcleo de
La Puebla era una «población de judíos» al que se adhirió después
una población de cristianos desorganizados y errantes. Pues, a su luz,
la respuesta de Alonso Ruiz, el párroco de San Ginés de Madrid, al
serle preguntado «en qué reputación tyene al dicho Alvaro de Mon-
taluán, e quien fueron sus padres», adquiere renovada importancia:
«Dixo que los padres ha oydo dezir que son de la dicha Puebla, y
que en toda la dicha Puebla apenas ay persona que no sea reconci­
liado» 54. Parecería, pues, si, de acuerdo con su historia, La Puebla
de Montalbán fuera una de esas poblaciones tales como Almagro,
Cardón, Lucena, Llerena, Montilla, Monzón y Madrid mismo, en que
una parte sustancial de los habitantes eran judíos de origen w.
Hemos de ver, por supuesto, cierta exageración en la declaración
de Alonso Ruiz. Si tomáramos su afirmación tal como suena, no ha­
bría quedado ninguno en la villa para poder atormentar a los que ha­
bían sido reconciliados «de manera que pudieron venir a desespera­
ción» durante los años subsiguientes de suma tensión civil. Era cu­
riosa, según Lea, la situación paradójica de una comunidad entera de
habitantes «reconciliados», como la de Cifuentes, en la cual nadie
podía sentirse superior a los demás. Los inquisidores habían llenado
la iglesia de esta localidad con tantos sambenitos que, en vez de se­
5J Rojas sólo es mencionado de pasada por Ramírez de Orejón y omitido
totalmente por Juan Martínez. Un nativo ilustre de La Puebla, nacido un
poco demasiado tarde para ser mencionado (1514?) fue el Dr. Francisco Her­
nández, el llamado «proto-médico de las Indias» y autor de la monumental
Historia natural de la Nueva España. Hernández casó con una joven de su
ciudad natal, Juana Díaz de Pan y Agua (ver Obras completas, México, 1960,
I, 119). En el proceso de Serrano se menciona a un «Diego Panlagua y su
mujer» como criados de la noble casa que pudieran haber sido sus padres...
54 Sereano y S anz, p. 272.
55 Ver D o m í n g u e z O r t i z , p. 141; A m a d o r d e l o s R í o s , p. 158, e In­
vestigación, p. 52. Para Montilla, ver R . P o r r a s B a r r e n e o h e a . El Inca Gar-
cilaso en Montilla, Lima, 1955. Para Almagro, ver, S i c r o f f , p. 211. Respecto
de La Puebla misma, B e r n h ARD F r i e d b u r g en su History of Hebrew Typo-
graphy (en hebreo), Amberes, 1934, observa: «Hacia el año 1485 la tipografía
había hecho ya grandes adelantos en España. El judío Juan de Lucena, con­
vertido a la fuerza, estableció dos talleres de imprenta, uno en su Toledo
nativa y otro en la villa de Montalbán que está cerca y que era una antigua
ciudad poblada desde los primeros anos por habitantes judíos» (p. 71; tradu­
cido para mí por Ernest Grey).

— 235 —
ñalar a ciertas familias como deshonradas, nadie en la población iba
a misa. Todos los apellidos locales estaban allí colgados, y el pá­
rroco se vio obligado a pedir a los inquisidores la retirada de tales
señales de vergüenza * Desgraciadamente para aquellos que sufrían,
las cosas no llegaron a este extremo en La Puebla, pero, si el sambe­
nito de Alvaro de Montalbán se hubiera expuesto después de su
muerte en una de las dos iglesias, podemos estar seguros que hubiera
sido acompañado por otros muchos. Amigos, vecinos y parientes (mu­
chos de ellos conspicuamente ajudiados) restregaban sus largas man­
gas vacías siempre que una corriente de aire pasaba a través de sus
emblemas de deshonra. Aun admitiendo la exageración, Alonso Ruiz
nos ofrece todavía un testimonio útil sobre la composición humana de
La Puebla. En una proporción considerable, la antigua «población
de judíos» era ahora una «población de conversos».
A pesar de todo, el verdadero significado de esta caracterización
de La Puebla no es demográfico. El mismo elemento de exageración
en el testimonio del cura señala el hecho de que está menos interesa­
do en los grupos y porcentajes de población que en lo que, como
hombre de su tiempo, consideraba ser la opinión o reputación de la
comunidad. La implicación es que Alvaro de Montalbán, aparte de
sus orígenes y su conducta, era nativo de una villa sin honra, y que
tal deshonra afectaba a todos los nacidos en ella. Tal actitud es difí­
cil de aceptar hoy día —cuando la mayoría de nosotros creemos una
aberración la culpabilidad por asociación—, pero era aceptada como
verdadera por todo el mundo de la España de los siglos xvi v xvii.
En este contexto social olvidado, un argumento frecuente y —para
nosotros— paradójico presentado por los adversarios conversos de la
Inquisición fue que los autos de fe públicos y la exhibición de sam­
benitos tenían el efecto de deshonrar a España entre las naciones
cristianas. Francia e Inglaterra, argüían, habían encontrado la manera
de absorber a sus judíos conversos y castigar sus reincidencias mucho
más subrepticiamentess.
Para Alonso Ruiz y para los inquisidores que le llamaron a testi­
ficar, sin embargo, no era toda España la que se deshonraba, sino
ciertos enclaves o comunidades manchados. Para que España pudiera

56 III, 168. También Llórente alude al incidente.


57 Los documentos relativos a la vida judía en La Puebla son pocos v
tardíos. Si exceptuamos el que revela lo reducido de la aljama en 1485 (ver
n. 75), el único que he visto me lo proporcionó Ernest Grey tomado del Res­
ponsiva de Isaac ben S h e s h e t (1326-1408), Constantinopla, 1547, rela­
tivo a una riña entre judíos por motivos de arrendamiento de tierras (1510).
El profesor Grey cree que la alusión hecha por Joshua Bloch («Early Hebrew
Printing ¡n Spain and Portugal», Buttetin of the New York Public Library,
1938, p. 375) al Responsum 560 del Sbeelot Teshubot del mismo autor (Riva
di T rento, 1559) es un error.
58 Ver S i c r o f f , p. 130 y paisim.

— 236 —
presentarse al mundo con honra, era necesario que éstos fueran pri­
mero descubiertos y «limpiados». Tales hombres eran incapaces de
pensar a escala nacional; lo que les importaban eran los vecinos y las
ciudades y pueblos cercanos. Hoy día, Camilo José Cela puede descri­
bir con fascinación perversa las reputaciones que siguen caracterizando
a pueblos de una aislada región como La Alcarria. Pero no había nada
de rural o retrógrado en tales nociones en la España de Fernando de
Rojas. Incluso un sacerdote de Madrid que contaba a la familia
Montalbán entre sus principales y más asiduos feligreses, sabía y no
dudaba en afirmar lo que significaba haber nacido en La Puebla de
Montalbán.
La relación entre la historia antigua y la reputación contemporá­
nea del lugar de nacimiento de Rojas, lugar que él mismo se atribuye,
nos ayudará a comprender una de las principales ambigüedades del
prólogo. Como recordamos, cuando Alonso de Proaza, amigo de Rojas,
en sus versos finales, desvela el misterio del acróstico inicial, pro­
mete que revelará no sólo el n om b re del autor, sino también su «tie­
rra y su clara nación». Y cuando seguimos las indicaciones de Proaza,
encontramos que las dos primeras —n om bre y tierra— están cla­
ramente significadas: «ELBACHJLERFERNANDODEROIAS» y
«PUEVLADEMONTALVAN». Pero ¿qué quiere decir lo de « clara
n ación ?». A primera vista, estamos inclinados a considerarlo como
una repetición retórica de tierra: «su tierra y su clara nación». Aun­
que en el español contemporáneo este sentido de la palabra «nación»
se ha prácticamente olvidado, en los textos de antaño no es infrecuen­
te 59. Lo que es difícil de entender, sin embargo, en esta interpretación
no problemática es el adjetivo «clara» aplicado a un lugar de origen
tan humilde y deshonroso. ¿Juega Rojas y Proaza con nosotros de
manera irónica o es que realmente ignoran el abismo entre la alti­
sonante descripción de Proaza y la revelación real de Rojas? La se­
gunda alternativa no me parece más probable que proponer que Cer­
vantes no se daba cuenta de lo cómico de «Don Quijote d e la Man­
ch a » como título.
Nuestra sospecha de que se nos ha gastado una broma estilística
quedará confirmada si tenemos en cuenta otro y complementario sig­
nificado de «nación». Además de «lugar de nacimiento» significa
«línea de nacimiento o linaje» tí>. Como observa Castro, «nación» tie-

59 Por ejemplo, en Guerras de Granada, de H urtado de M endoza, BAE,


vol. 69: «... la aldea que llaman Alfacar en mi niñez vi abierta y tenida por
lugar religioso donde los ancianos de aquella nación...» (p. 2 ).
40 Gracias a don Rafael Lapesa pude consultar el fichero sobre «nación»
en la Real Academia. En una nota al Quijote (III, 209), Rodríguez Marín
equipara «de nación» a «de nacimiento». En eJ Baladro del Sabio Mertín
(NBAE, vol. I, pp. 120-121) encontramos la misma cosa: «... e de su nas-
cencia e de los nuevos linajes de nación.» Hay una serie de otros ejemplos.

— 237 —
lie una connotación casticista que no acompaña a la palabra «nación» ni
en francés ni en inglés61. En el V ocabulario de Diego de Guadix, por
ejemplo, se ponen juntas las dos palabras como sinónimas, «casta o
nación». Que Proaza quería referirse a La Puebla no sólo como lugar
o tierra de origen, sino también como fuente del linaje queda indica­
do en el adjetivo que precede, «clara» (en el doble sentido de no man­
chada y famosa) empleada para celebrar el abolengo en fórmulas
como «claro linaje» o «claros varones» Lo cual equivale a decir de
manera concreta: la tierra de Fernando de Rojas es La Puebla de
Montalbán, mientras que su «clara nación» es la casta judía que (como
atestigua Alonso Ruiz) se identifica con ella. En el acróstico, Rojas,
con la ayuda retórica de Proaza, insinúa el mismo pasado familiar
que su nieto menos de un siglo después trató de ocultar con tanta
dificultad. Si el licenciado Fernando hubiera compuesto el oculto
mensaje, probablemente habría concluido con «e fué nasddo en As­
turias».
El examen de este aspecto de la estratégica autopresentación pre­
liminar de Rojas tiene valor biográfico en cuanto que Índica su ac­
titud hada sus propios orígenes. Marcel Bataillon no yerra cuando
observa que la originalidad de las octavas preliminares no deriva de
su artifido, sino de su extensión6Í. Dicho de otro modo, tales acrós­
ticos por lo general se limitan a la reveladón de una identidad oculta.
Pero Rojas, imponiéndose un trabajo poético mayor, compone un ver­
so para cada una de las diecinueve letras del nombre de la humilde —y
en los círculos de cristianos viejos, despreciada— villa en la que se glo­
riaba haber nacido. ¿Por qué? Yo respondería: porque creía que su de­
recho a una «digna fama» y a un «daro nombre» no podía separarse
de su lugar de nacimiento y de la casta identificada con él. Para el
sacerdote cristiano viejo Alonso Ruiz, ser nativo de La Puebla era
por sí mismo sospechoso, una mancha en la reputación de cualquier
hombre. Pero lo que Proaza y Rojas intentan con su juego de toma
y daca calculado e irónico es precisamente lo contrario de esa valo­
ración. Para ellos, La Puebla y los conversos que la habitaban cons-

61 En Realidad, ed. II, explica: «el modelo para la estructuración colec­


tiva no fue ni el visigodo, ni el francés, ni el inglés en los cuales la dimensión
política predominaba sobre la religiosa. La base de la nación fue la circuns­
tancia de haber nacido la persona dentro de la casta religiosa a la que pertenecía
cada uno de los tres grupos de creyentes. Por eso se dice aún en español «ser
ciego de nación»; es decir, de nacimiento... La nación iba determinado por
la creencia, mientras en Francia nación refería a la tierra en donde se había
nacido» (p. 246).
62 Este era, por supuesto, el sentido latino de «clarus». Habría que ob­
servar que, si Proaza aplica el adjetivo a la «nación» a Rojas, al menos por
implicación, se incluye a sí mismo dentro del mismo linaje, cosa que dada su
vocación particular, no sorprendería
43 P. 205.

— 238
títuyen juntos una «nación» que, lejos de ser deshonrosa, es «clara»
por definición. Es un afirmación que, de paso, no choca de ninguna
manera con la probabilidad de que Rojas estuviera interesado al mis­
mo tiempo en ocultar una tragedia dolorosa a la vez que socialmente
humillante. Más bien, de un golpe y con la sutileza que cabía esperar
del autor de La C elestina, el anuncio «e fue nascido en la Puebla de
Montalbán», es simultáneamente un acto de vergonzoso ocultamiento
(si realmente nació en Toledo) y de exhibición orgullosa.
Como ya hemos visto, hubo muchos precedentes de semejante
expresión de orgullo. Una de las reacciones típicas —que podemos
escuchar en la discusión de Abrahán García con su carcelero64 o leer
en las páginas llenas de indignación de Villalobos y Fernán Díaz de
Toledo— de los conversos contra su marginalidad fue defender el
linaje hebreo en términos cristianos medievales. Algunos conversos,
incluso antes de la llegada de la Inquisición, trataron de pretender
ser lo que no eran, pero otros prefirieron lanzar una orgullosa, aun­
que en definitiva desesperada, contraofensiva. Es para nuestro propó­
sito particularmente interesante encontrar un eco de estos sentimien­
tos en el tiempo de La C elestina y en su tradición inmediata; es de­
cir, en una imitación contemporánea que evidentemente era obra de
un compañero converso. Un interlocutor de la obra anónima T hebay-
da (1504) 65 contrasta la auténtica nobleza de un descendiente de los
hebreos con la prestada y artificial nobleza de los títulos recientemen­
te comprados en estos términos: « ... pregunta a los israelitas si hubo
entre ellos nobles, y más que nobles... [En vista de lo cual] ¿te
piensas que tengo de hacer mención de las noblezas ganadas de an­
teayer?»66. Es mejor, en otras palabras, estar orgulloso del linaje de
Abrahán y de Isaac que ocultarse detrás de nombres tan épicos como
Diagarias o de títulos tan espúreos como conde de Puñonrostro 67.
Así parecen sentir también Rojas y Proaza: es mejor alabar la «clara
nación» de La Puebla que vivir en la vergüenza. Que esto se diga
evasivamente y de modo ambiguo, más que con la afirmación resen­
tida de otros conversos, puede explicarse tanto en términos de perso­
nalidad como de estrategia a la hora de presentarse públicamente.
Pero, no obstante, está dicho y (me atrevería a sostener) dicho de una
manera clara al género de lectores que Rojas espera encontrar63.
* Cap. III, n. 50.
56 Ver M.“ R. L ida de M alkiel , «Pata la fecha de la Comedia Tbebayda»,
KP, X VII (1952), 45, para la benevolente comprensión del autor anónimo so­
bre la situación de los conversos. _
66 Editado por el Marqués de la Fuensanta del Valle, Madrid, 1894, pá­
ginas 488-490. ^
67 Para información sobre la conversión y transformación de los Arias,
ver C aro B aroja , I, 121-122. _ ^
68 Incluso S errano y S anz, siglos después, sintió algo oculto detrás de la
afirmación enfática: «Que Fernando de Rojas fue nascido en la Puebla de

239 —
En Ja muy repetida afirmación en el expediente de Palavesín de
que la familia Rojas salió de Toledo «para la villa de La Puebla de
Montalbán» también es posible ver una alusión a la «reputación» de
la villa, que se ha de examinar. En los años anteriores a la Inquisi­
ción se consideraba comúnmente a La Puebla como lugar de refugio
para todos aquellos individuos medio conversos (particularmente los
vejados de Toledo) que se negaban a perder el contacto con su pasa­
do judío. Junto con los recuerdos nostálgicos de Alvaro de Montal­
bán de un tiempo en que judíos y conversos vivían siendo una misma
cosa, la elección de La Puebla por Juan de Lucena para experimentar
con letras de molde en hebreo, y después para implantar una impronta
y taller de encuadernación, parece significativo en esta conexión. Como
se descubrió en el proceso de su hija, Lucena tenía casas tanto en
Toledo como en La Puebla, pero en esta última se sentía más libre
para ejercer su nueva vocación. Allí también «venían muchas parien-
tas e amigas... en su casa los días de los sábados con sus hijas e se
holgauan muy vestidas e ataviadas a puerta cerrada»69. Otro ejemplo,
por el que debemos estar agradecidos a Baer, es el de Juan de Sevi*
lia, acusado por un informador judío en Toledo de ir a La Puebla
para celebrar la Pascua. Una vez allí, «se desia don Isaque e se estava
con los judíos e andava con ellos e comía en sus casas toda la pascua
e yva a la xinoga»70. Asimismo, en la confesión de 1487 de una tal
Beatriz González, admite ella que, estando en La Puebla, había dado
«limosna a judíos y dineros por azeyte y cera para la xinoga y para
dezir oraciones»71.
El mismo contraste entre la atmósfera represiva de Toledo y el
aire más libre de La Puebla puede deducirse de las dificultades mari­
tales de Leonor Jarada, una de las mujeres amigas de las hijas de
Juan de Lucena y posiblemente una de las que había sido observada
celebrando los sábados con ellas en su casa. Como su marido explicó
después a los inquisidores, el miedo a que sus vecinos pudieran fijar­
se en sus reincidencias fue la causa de que la volviera a enviar a casa
de su madre en La Puebla. Allí la familia (dice él) «facían muy públi­
camente cerimonías de judíos», y su mujer hizo un donativo de dine­
ro a un judío que hada pellejos de vino72. Partiendo de estos frag*

Montalbán, según él dice en los famosos versos acrósticos, es cosa indubitable;


<¡a qué fin iba a inventar una patria tan humilde...?» (p. 250).
69 S errano y S anz, p. 285.
70 Die Juden, 1/2, p. 446.
71 Inquisición de Toledo, p. 189.
12' No sólo guardaban los sábados y trabajaban los domingos, sino que
además observaban los días tradicionales de ayuno, «a remembranza de la
reyna Ester porque libró los judíos de la malicia de Hanimar [sic]; e su
desayuno destas donzellas diz que hera con lechugas e sal e vinagre, en vasijas
nuevas». Sus oraciones eran recitadas de un «citurí de oraciones de judíos

— 240
mentos de hechos reales, no se necesita mucha imaginación para re­
construir la atmósfera singular de la primitiva villa de los judíos que
Fernando de Rojas reconocía con orgullo como suya.
El factor común de estos incidentes separados, así como de lo
que sabemos de la juventud de Alvaro de Montalbán, es la fraternal
coexistencia de los cristianos nominales con el resto de los judíos.
Fue precisamente esta «partipa^ion, conversación o comunicación» lo
que Fernando e Isabel acentuaron para justificar el edicto de expul­
sión de 1492. Según este documento tan citado, los judíos
... procuran siempre, por quantas vias é maneras pueden, de subvertir
de Nuestra Sancta Fée Católica á los fieles, e los apartan della é tráenlos
á su dañada creencia é opinión, instruyéndolos en las creencias é ceremonias
de su ley, faciendo ayuntamiento, donde les lean é enseñen lo que han de
tener é guardar según su ley; procurando de circuncidar á ellos é á sus fijos;
dándoles libros, por donde re$en sus oraciones; declarándoles los ayunos;
notificándoles las pascuas antes que vengan; dándoles é levándoles de su pan
ázimo; persuadiéndoles que tengan é guarden cuanto pudieren la ley de
Moysen; faciéndoles entender que no hay otra ley, nin verdad, sinon aquella.

Aunque la expulsión fue el corolario inevitable de la Inquisición,


y aunque Fernando e Isabel pueden haber descrito correctamente las
consecuencias inevitables de la coexistencia, al menos para La Puebla,
sus generalizaciones son erróneas. Juan de Lucena y su familia, lo
mismo que el patético individuo llamado unas veces Juan de Sevi­
lla y otras don Isaque, difícilmente parecen estar en peligro de se­
ducción ni necesitar una adoctrinación7i. Mi conclusión sería exacta­
mente la contraria: eran los conversos los que ayudaban a los judíos e
influían en ellos. La aljama de La Puebla era pequeña y, sí se asemejaba
a otras de las villas vecinas, estaba en desventaja social7S. La comuni­

e n r o m a n c e . . . b u e l t a s a la p a r e d » ( S e r r a n o y S a n z , p p . 285-289). j a r a d a e ra
u n a p e l l i d o t í p i c o d e lo s c o n v e r s o s ( v e r D o m í n g u e z O r t i z , p . 152).
73 A m a d o r , d e l o s R í o s , p . 1 0 6 .
74 Para una conclusión similar por parte de C a r o B a r o j a , ver I, 387.
75 Ver F . F i t a , «Documentos anteriores al siglo xvi, sacados de los archi­
vos de Talavera» (BRAH, II (1882), 309 ss.). Describe las deprimidas condi­
ciones económicas y sociales de la aljama de Talavera después de la deserción
en masa de sus miembros ricos al cristianismo. No hay razón para creer que
no existía la misma situación en La Puebla. Serrano y Sanz concluye que
hacia 1474 no quedaban más de 15 casas de judíos (p. 249). Lo cual confir­
maría el estudio que hace L e a del decaimiento general de las aljamas castella­
nas durante el siglo xv (I, 125). Baer ofrece una base concreta para el cálculo:
en 1485 se pidió a la aljama de La Puebla que contribuyera con «60 castella­
nos» a un tributo extraordinario recaudado para la guerra contra Granada.
Podemos comparar esto con los 227 tributarios de la comunidad judía tala-
verana y los 225 de la de Santaolalla (una población a la escala de La Puebla).
La contribución de Toledo (como resultado de las matanzas) fue mínima (Die
Juden, 1/2, p. 370).

— 241 —
16
dad de conversos, por otra parte, había sido premiada política y eco­
nómicamente: razón principal para el bautismo había sido en primer
lugar el temor de perder el dinero y los puestos que ocupaban. Y des
de esta situación aventajada, por razones de conciencia o de nostalgia,
hacían lo que podían para ayudar a los humildes artesanos —cesteros,
alfareros, zapateros, talabarteros y demás— que permanecían fieles
a la ley antigua76.
Concluyendo, diremos que si en las grandes ciudades la dispari­
dad material entre los segmentos de la casta dividida pudo a la larga
llevar (bajo la provocación inquisitorial) a la denuncia judía de los
vecinos conversos77, en La Puebla parece haber habido una relación
de hermandad, de protección y de buscada identidad, llevando los
conversos el papel principal. Teresa de Lucena y sus amigos se encar­
gaban frecuentemente de «dar lismona a judíos y azeyte a la xinoga» 1S,
de manera «que en sabiendo que estaba algún judío o alguna judía
estaba mal o de parto ayunaban por ellos». De modo similar, Leonor
Jarada, como recordamos, irritaba y atemorizaba a su marido por su ca­
ridad hada los judíos. Había excepciones, por supuesto, siendo una de
ellas un judío llamado Abulafia, intelectual y médico, que todavía
residía en La Puebla en 149079. Tenía libros para prestar y se sabía
que había discutido temas religiosos con cristianos viejos y nuevos,
pero es difícil creer que convenciera o sedujera más eficazmente que
un Juan de Lucena. Y había seguramente otros conversos que trata­
ban de cortar todas las amarras con el pasado. Sin embargo, en gene­
ral, los documentos parecen indicar que, durante los años anteriores al
nacimiento de Rojas y en villas tan pequeñas como La Puebla, la dife­
rencia entre converso y judío era con frecuencia más económica y so­
cial que religiosa;

76 Ver el artículo de Fidel Fita que acabamos de citar.


77 Ver F . F i t a , «La Inquisición toledana», BRAH, X I (1887), 289 ss.,
para los problemas que de allí se derivaron.
78 Esta fue también una de las acusaciones contra Fernán González Hu­
sillo (mencionada anteriormente en relación corl el consejo dado a Alvaro de
Montalbán anterior a la reconciliación). Admitiendo el cargo, sus hijos le de­
fendieron puntualizando su caridad paralela a las «yglesias, e monasterios,
e a monjas e beatas, e fidalgos e xristianos viejos pobres». Fue absuelto.
79 Antes de su riña (que mencionaremos después), Abulafia prestó una
traducción de la Biblia {«brivia en romance») a Pedro Serrano. Los Abulafia
formaban una distinguida familia de moralistas, místicos, cabalistas y corte­
sanos durante la Edad Media (ver el Indice de la History de B a e r ). El nom­
bre es árabe y significa médico, literalmente: «padre de la salud».

— 242 —
« S U S ENEM ISTADES, SUS E M B ID IA S, SUS A C E LE R A M IE N T O S E M O V IM IE N ­
TO S E DESCO N T EN TAM IE N TOS»

Antes de que llegara la Inquisición, los habitantes de La Puebla


podían recordar tan sólo una ejecución pública, en un caso de viola­
ción incestuosa. Pero, según vimos, tanto en la biografía de Alvaro
de Montalbán como al estudiar el pesimismo histórico de los conver­
sos, el año 1485 rompió la armonía de aquel refugio rural. No sólo
se había disipado la seguridad física que antes ofrecía, no sólo los
crisdanos «reconciliados» eran atormentados «de manera que pudie­
ron venir a desesperación», sino que además la mera presencia de la
nueva institución llevó la vida de la comunidad a una desarticulación
profunda. Parte de esto se debió a aficionados al acecho, tales como
el «enbidioso» cura de La Puebla, Juan Alonso, «hombre de malas
entrañas» que estaba contentísimo en poder vengarse «de sus ’'parien­
tes” porque los llama él asy por escarnio a los conversos» y que en
público señaló a un colega diciendo «a este viejo haré quemar el pri­
mero» ®°. Pero más ruptura social causaba el miedo constante de que
cualquier desacuerdo con un vecino pudiera terminar en denuncia. Las
pequeñas incidencias y querellas de la existencia diaria eran así en­
grandecidas y recordadas, y así todas las relaciones humanas dentro
y fuera de las familias se hacían problemáticas. Cada encuentro con
otro era potencialmente fatal.
Los inquisidores se daban cuenta, naturalmente, del peligro de
recibir información falsa, y tomaron las debidas precauciones. Nor­
malmente se exigía un segundo testigo para sustanciar las denuncias
individuales y, aunque la confrontación con los acusadores (privile­
gio fervientemente solicitado de la corona por víctimas potenciales)ft
estaba prohibida, se permitía al acusado tomar nota de sus enemigos
conocidos y de aquellos con quienes se había querellado. Si podía
identificar a las personas que le habían hecho prender, era un punto

80 Así descrito en el proceso Serrano. Tales amenazas no eran infrecuentes


durante los primeros años de la presencia inquisitorial. Recordamos, por ejem­
plo, la observación parecida de León de Castro a los mismos efectos respecto
a Fray Luis de León durante una reunión de facultad (B ell , Luis de León,
p. 115 ). A ngela S elke de S á n c h ez nos da un ejemplo todavía más horri­
pilante en «Un ateo español», citado anteriormente (Cap. 2, n. 44). Los ene­
migos del acusado, señala ella, se aprovecharon de su condición de converso
para ejercitar su rencor. Uno de ellos, un escribano, Uegó hasta decir que «el
doctor era un judío y que le avían de quemar a él y a toda su casa». Incluso
había ensenado a su hijo a gritar en público: «Quemar tienen al doctor y a su
madre.» Y según un testigo, «y de cómo el muchacho lo decía, se reían los
que estaban presentes» (p. 8).
81 L ea , II, 574 ss.

— 243 —
á su favor. Finalmente, se imponían severas penas {pero raras veces
se aplicaban por miedo a taponar las fuentes de información), sí se
llegaba a probar la falsedad de la denuncia. Frágiles salvaguardas en
verdad, y cualquiera que fuese su eficacia en casos individuales no
pudieron detener el rápido surgir de la marea histórica de miedo y de
conflicto. El resultado fue que la vida social fue sometida (durante
la infancia de Rojas) a una dura tensión que llegaba a los límites de
la tolerancia humana.
El modo más eficaz para comprender las tensiones concretas a
que eran sometidas las pequeñas villas durante los primeros años de
la Inquisición es a través del testimonio directo. «Voces... que nos
vienen de... las fortunas o desdichas de una edad» se dejan oír tem­
blorosas con reprimida histeria en las listas del tipo de las que aca­
bamos de mencionar: o sea, listas sacadas de los recuerdos de los en­
carcelados ansiosos de poder identificar a sus posibles acusadores.
Oigamos, pues, un ejemplo especialmente largo y detallado, presen­
tado en 1490 por un converso de La Puebla a cuyo caso se ha aludido
ya varias veces, el de Pedro Serrano, mayordomo del señor don Alon­
so S2. Se le imputaba a Serrano (entre otros crímenes) «que había
rezado oraciones judaycas e como los judíos fazia la pared en pie
meneándose e sabadeando como judío», que leía la Biblia judía «tra­
ducida clandestinamente al castellano», que conspiraba con su her­
mano, el capellán del señor, para evitar la «reconciliación», y que
aseguraba a los que habían sido perseguidos por sus vecinos que serían
«bienaventurados» en la vida futura8Í mientras se castigaría a «los
que goz[aban] de lo que padecían». La verdad es que se com­
probó que todos estos cargos eran fruto de una serie de maliciosas
y falsas interpretaciones. En el sumario del proceso, Serrano aparece
como un hombre de buen corazón, aunque ingenuo y demasiado cons­
ciente de su propia virtud. En cuanto sinceramente convertido, era
dado a discutir cuestiones de teología con los judíos, manifestándose
piadoso y defensor de la Inquisición. Pero los cargos eran graves, y
a pesar de los muchos testimonios favorables (entre otros el de su
amo el señor de La Puebla), Serrano comprendió que, si no podía
identificar a sus acusadores y probar su previa enemistad, quedaría
convicto.
Como hombre en trance mortal, Pedro Serrano trató de recordar
todos y cada uno de los incidentes y razones que pudieran haberle

82 Don Alonso era tocayo de su abuelo paterno, «señor que fue de Bel-
montes» ( B e t h e n c o u r t , Historia Genealógica, II, 425) y es posible que esta
circunstancia fuera responsable del traslado de los hermanos Serrano de aque­
lla población como capellán y mayordomo respectivamente. Como veremos,
había cierta fricción y sospecha entre este converso forastero y los miembros
locales de la casta.
53 Ver Cap. III, n. 45.

— 244
conducido a su denuncia. El resultado fue una especie de diario de la
cotidiana guerra en La Puebla de Montalbán que, si fue eficaz para
Pedro Serrano (en él sí llegó a identificar a sus acusadores), para nos­
otros no tiene precio. Tenemos aquí una ventana abierta a una varie­
dad de «intrahistoría», antitética a la de Niebla o de Paz en la guerra.
Es decir, memorias de «guerra en la paz» agudamente trazadas. Lo
que se llama en el prólogo «las enemistades, las embidias, los acelera­
mientos e movimientos e descontentamientos» que según Rojas com­
ponen la biografía diaria de todos los hombres, están recopilados
aquí con detalles concretos y locales. Además, fueron estos sucesos
los que Rojas bien pudo haber visto y oído siendo niño. De tales
encuentros, terriblemente peligrosos aunque insignificantes en su ori­
gen, brotó la incesante tensión de su experiencia juvenil.
Como de costumbre, hemos de tratar de entender lo que nos han
de decir estas voces del pasado en sus propios términos. Concretamen­
te hemos de acordarnos de que la atmósfera de violencia física des­
crita por Pedro Serrano no le parecía tan anormal o extraña como
pudiera parecerle a cualquier que lea estas páginas.
Aunque la historia que hemos vivido nosotros ha sido aún más
atroz, nuestra actitud hacía la violencia cotidiana (con los puños o con
armas blancas) ha cambiado de modo significativo. John U. Nef, escri­
biendo en 1956, puede parecer complaciente cuando comenta sobre el
cambio, pero su acostumbrada agudeza para captar la historia trabaja
a su favor:
Lo que echamos de menos en todos estos «humanistas» del Renacimiento
es un sentimiento de que el sufrimiento corporal deliberadamente infligido
fuera del campo de batalla es un abuso tan atroz del poder, que sobrepasa
los límites de unas normas de conducta aceptadas. Lo que echamos de menos
en Montaigne, escribiendo como escribe a la sombra de las guerras de reli­
gión francesas, es la idea de que la conciencia humana no debe resignarse
nunca a la comisión de «atrocidades», la idea de que la violencia desatada
sobrepasa los límites que una comunidad decente (incluso la comunidad in­
ternacional de estados independientes con prácticas religiosas diferentes) se
pueda aceptar. La palabra atrocidad, como término para condenar la cruel
y nefanda conducta de un pueblo, apenas parece haber existido en inglés an­
tes del siglo xvni®4.

Debemos, en otras palabras, entender claramente que no fue la


violencia que caracteriza a muchos de los incidentes lo que movió a
Pedro Serrano a entresacar éstos como potencialmente peligrosos.
Para él, la violencia era tan rutinaria y tangencial como lo es en el
Q uijote. Lo que es nuevo «y especialmente sorprendente» (para usar
otra vez la frase del Padre Mariana) era la facilidad ofrecida por la

w The Cultural Foundations of Industrial Civilización, O xford, 1958, p. 77.

— 245 —
Inquisición a las personas ofendidas para saldar cuentas con sus
ofensores. _
Véase este texto que, con algunos retoques, puede servir de cua­
derno de apuntes para una novela documental sobre la vida de un
pueblo de la España del siglo x v 85:
Es su enemigo Alonso de Pastrana porque le tobó un macho en un camino
e fizogelo pagar [...] e tiene sospecha quel e Alonso de Arenas, que era algua-
síl, se concertarían contra él. Testigo don Alfonso.
Es su enemigo un frayle prieto que se dice Frey Diego Sarmiento porque
queriendo suplicar por el para que predicase otro año le dixo un paje en casa,
que mal le conoscia, que avía oydo a Nicolás de Arenas que babia requerido de
amores a las que se confesaban con el e el dicho Pedro Serrano ge lo dixo
e andovieron en pruebas e asy quedo corrido el dicho frayle y lo amenasó.
Testigo el dicho Juan Rodríguez, clérigo.
Tienele odio e enemiga Gonzalo de Covisa, vecino de la Puebla, porque
don Alfonso le mando cobrar cuatro mil maravedís e anduvo huido por ellos
que non osaba entrar en la villa. Testigo Lope Majon.
Tienele odio e enemiga Fernando de la Coleta porque no le quiso vender
un barbo día de cuaresma para palacio e ge lo tomo e le quito la ración como
a ingrato; quexose dél e amenasólo. Testigo el dicho señor don Alfonso ante
quien se quexo.
Riaga es su enemigo porque trayendo de Santolalla tres sábalos que no
avia más, tomóle el mejor e desonestóse [con] el dicho Pedro Serrano, e porque
le dixo que faria a su mozo que le diese de palos sintióse, e tiene odio c
enemiga con él [...]. Testigos Pedro Barvero e Carrasco,
Es su enemigo Pedro de Sylva, vecino de la Puebla. Tiene grande odio e
enemiga al dicho Pedro Serrano e le reprehendía porque leía en los Evan­
gelios de la Iglesia e non leya coránicas y con gran furia el dicho Pedro
Serrano le respondió que le dexase, que non era su cura [y] que aun defendía
la bribia e [...] el evangelio [y] que luego fuese a buscar el alcoran; que no
quería leer corónicas ni vanidades, salvo el evangelio en que no podía aver nin­
gún herror. E luego tornó por el un escudero que se dice Capo e tomaron
con el quistion e grande odio. Testigo Juan Rodríguez, clérigo.
Tienele odio e enemiga Diaguito, fijo de Pero Terciado, porque desonrró
a un maestre que llaman Quincoces e se quexo al dicho Pedro Serrano e
diole de palos. Testigo el dicho Pedro de Quíncoces, que vive en esta cibdad.
Tienele enemiga Juan Rodrigues, albañil, e dos peones hermanos que traia
en la obra porque riño con ellos el dicho Pedro Serrano, bíspera de Pascua
Florida, porque era puesto el sol y non querían alzar de la obra, amenasáronlo.
Testigo Pedro de Quesada. .
Es su enemigo Martín Navarro, cocinero de Don Alfonso, porque estando
a la mesa les dixo de ruines y vellacos, y Quesada le dixo que acallase que non
era ombre para estar en la mesa con los otros e el dicho Pedro Serrano tomó

85 El texto, como el lector verá en seguida, es sumamente coloquial y en


el original gira frecuentemente entre la primera persona del acusado y la ter­
cera del abogado. Aquí hemos optado por esta última, con los cambios indi­
cados entre corchetes. No siendo un texto dedicado a estudios filológicos, he­
mos quitado y añadido palabras, puntuación y acentos para aclarar el contenido.

— 246 —
un puñal e arremetió a el pata dalle y este se juntó con Juan de Murcia e
otros para [le] dañar jurando a Dios de buscarle todo mal que pudiesen. Es
mal ombre e de mal vevir, tenia manceba publica, e de poca conciencia e de
leve opinion. Dixo que daría un miembro de su cuerpo por ver su perdición.
Testigos Diego de Córdoba, de Alcubillete e Saravia, paje de Don Alfonso, e
Pedro Palacios.
Es su enemigo un judio de la Puebla que dizen mosen Seneor, porque
echaron por huesped al dicho Pedro Serrano, en su casa, y sobre la cama,
con favor de Fernando Gomes, que lo quería mal, tomaron contra el dicho
Pedro Serrano espadas de noche para le matar [a] él e un su hijo, e don Al­
fonso mando quebrar la espada, e tomó de abi odio e enemiga. Testigo don
Alfonso.
Tienele odio e enemiga Abolafia86, fisico, porque riñó con el dicho Pedro
Serrano porque dixo que parescia mal que un día andoviesen a pedir agua
los christianos e otro los judíos e que por esto non llovía y vino con gran
furia a le desyr si le parescia bien lo que avia dicho, que se quexaría a su
merced porque Reyes e grandes lo facían e que no podía negar ser de su
linaje y sobre esto ovieron muchas palabras estando en la cosina tomó un leño
diciendo que le daría de palos. De allí tomó odio, e otro rabigordillo porque
asi mismo lo ynjnrió, nunca le fablara despues sy no fuese por necesydad
con grande odio e enemiga que le tovieron. Testigo Jaco Abealega.
Es su enemiga Torres, criada de la señora muger de don Alfonso porque,
antes que partiese de la Puebla, dixo al dicho Pedro Serrano ciertas descor­
tesías e porque la tomo por el brazo, quisiera que le castigara la señora.
Testigo Villegas que sabe el caso.
Es su enemigo Beltran, uno de la Montaña, porque andava fecho vellaco
e la señora mandó a Maldonado e al dicho Pedro Serrano que lo prendiesen
e llevasen a Montalvan y antes una noche yendose a acostar el dicho Pedro
Serrano lo fallo escondido en su posada e pensando que era ladrón echo
mano por una espada para él, e lo echó fuera e lo cubrió de amenasas. Testigo
Maldonado.
Es su enemigo Lodeña, alcayde de Montalvan, porque le tomo cuenta el
dicho Pedro Serrano estrechamente y de Pero Rodrigues, un [sello] quel puso
en casa [...], e que amos a dos le buscavan e trataban en la muerte al dicho
Pedro Serrano porque no entrase más allá. Testigos don Alfonso y Villegas.
[Tiene] sospecha en Miguel Pardo que esta preso en la cárcel porque quiere
muy mal al dicho Pedro Serrano y se sintió que avía dicho mal de [él] por
fablas que tenia e es ombre de leve opinión, tiene maneras de malsyn. Testigo
Garda Gonzales.
Tienele odio y enemiga Sant Román, otro vecino finíciador, porque traya
iin peso falso...; el dícho Pedro Serrano lo dixo a don Alfonso, y [además]
porque cometió un hurto en el puerto y [Pedro Serrano] fue fiscal para
don Alfonso para la sentencia [...]. Testigo el dicho señor don Alfonso.

86 Cuando S e r r a n o y S a n z menciona a Abulafia «que se distinguía por


su fanatismo» (p. 249) y dice que era vecino de La Puebla en 1487, es pro­
bable que su fuente sea este proceso. S o l o m o n BEN V e r g a habla de las
oraciones tradicionales judías para la lluvia de esta manera: «En cuanto al
descenso de la lluvia, hubo en nuestro Talmud muchos varones justos que
hicieron esto. Asimismo, a los judíos habitantes de Toledo pidiéronles los
cristianos que hicieran caer lluvia, y con su oración la obtuvieron.»

— 247 —
Tienen odio e enemiga con el dicho Pedro Serrano, Juan del Carpió e
Graviel de Lerma, porque eran criados del dicho Comendador Diego Sedeño
e serian inducidos por él, por ser ornes de leve opínion. Asy mesmo Miguel
e Catalina, su mujer, sus criados. Testigos el dicho Villegas e Femando de
Vallado líd.
Tienenle odio e enemiga Juan de Murcia e Francisco de Murcia, su her­
mano, porque es cornudo. E por mandado de don Alfonso hizo que perdonase
a su esposa y porque le prometió gualardon por ello de don Alfonso; hizo lo
e despues quexauase mucho diciendo que lo burla va, y porque apaleó a un
mofo suyo. Testigos el señor don Alfonso e Villegas, su despensero.
Es su enemiga Leonor, mujer de Matute, que fue manceba del comen­
dador, e tiene della un hijo, [porque es] mujer de mala fama e de mala con­
ciencia y porque el dicho Pedro Serrano aguardó al dicho Matute un dia para
le matar en el mesón de A. Varico porque dio de coces a un su hermano que
bíbía con don Alfonso. Testigo Alonso Varica.
Es su enemigo Sancho Ortiz Calderón desde que Diego Sedeño mandó al
dicho Pedro Serrano hacellc unas coplas díziendo que era enamorado de
una vieja que tenía en su casa por ama que dicen Marihoz e el dicho comen­
dador se las fiso haser por le meter en enemiga. Sábelo el dicho señor don
Alfonso e Fernando de Valladolid.
Tienele odio e enemiga Fernando Ruyz porque su hermana era manceba
del alcayde Juan Sedeño e [...] se apalabreó con el dicho Pedro Serrano y
dixogelo y de como tenia en esta cibdad un hermano fuydo por ladrón y por
esta causa tomaron odio e enemiga con el. Testigos Fernnando de Valladolid
e Majon.
Tiene odio e enemiga con el dicho Pedro Serrano, Andrés de Ocaña y
es malsyn e alborotador e le tomó para acotar don Alfonso e lo dexó por
mego de la señora doña Marina de Guevara*7. Es levantador e mal ombre.
Testigo el dicho señor don Alfonso e otros.
Es su enemigo Pedro de Polanco, de Peñafiel, porque fué inducido atesti­
guar por los dichos Andrés de Ocaña e Fernando Ruíz para que dótese que
estando rezando que [se] volvía a la pared e [se] volvía como judio díziendo:
pese a tal contigo que perdida tienes el alma; ve di eso que entiendes, y como
es un borracho y de poco seso faria lo que le ynduxeron y aun porque despues
dixo que estaba arrepiso de lo que avia hecho desyr e lo avía dicho a su
confesor Fernando García, clérigo. E asy como ombre liviano fue inducido

57 Los Guevara (algunos de los cuales casaron con los Téllez Girón) que­
dan descritos en las Relaciones (ver también VLA 4) como grandes terrate­
nientes de la región de La Puebla. La doña Marina a que se alude aquí era
la mujer de nuestro don Alonso, descendiente por línea materna de los Rojas
de Poza ( B e t h e n c o u r t . II, 428), más tarde condenados por «protestantismo»
en el auto de 1559 de Valladolid. A pesar de mis esfuerzos no he podido en­
contrar indicación de ningún parentesco entre la familia del bachiller y estos
conversos ennoblecidos del mismo apellido, a excepción, por supuesto, de los
débiles y dudosos lazos del primero con los Téllez Girón que examinaremos
después. En el momento del auto de 1559, don Alonso Téllez Girón II, como
miembro de la familia, intervino en favor de otra Doña Marina de Guevara,
que había sido encarcelada ( L l ó r e n t e , IV, 224).

—248 —
e atraído a desir falso testimonio. Testigo Diego de Cora! e Antón Cachiporro
e Catalina de Toledo, casera de Alonso Dávila8®.
JTienenle odio e enemiga Diego Pañi agua y su mujer amos de la señora
doña María, porque el dicho Pedro Serrano firió una noche a un fijo suyo
e oyolo el dicho don Alfonso e riñó con el dicho amo y asi mismo es
su enemigo Bitoria, repostero, porque le fiso echar en el cepo porque hirió
a un paje [llamado] Castellanícos e asi mismo tienele enemiga Fernando, un
mozo de espuelas que vive con don Enrique Manrique que le enviaba por
cabritos para la boda del dicho Lira e no quiso e desonestóse contra él e dióle
con una caldera e ciertas puñadas, e eso mismo Sepulveda, porque le acoceó
a un mozo e la mandaba llevar a la cárcel, riñeron malamente en uno e que­
da ron_omÍcÍados. Testigos Garnica e Villegas.
Tiene odio e enemiga con él Soto, criado de don Alfonso porque libró
en él el dicho Pedro Serrano su quitación e ciertos derechos de su oficio e
no ge lo quiso pagar e por esto le hizo tirar la rabión en la despensa, e riñe­
ron una noche e dixo el dicho Soto que non desia verdad e tomó un palo por
el dicho Pedro Serrano para le dar; quedaron omiciados. Testigo Villegas.
Tienele grande odio y enemiga Juan Alonso, clérigo, capellan en la Puebla,
[que] es hombre de malas condiciones, envidioso e susurrador; e como vino
la ynquisición a esta ciudad dixo al dicho Pedro Serrano: «agora me vengaré
de vos e de vuestros parientes», e como vino por ende Pero Gonzales, clérigo,
dixo: «vedes aquel viejo, yo le fare quemar [...] por que desia la Misa
apriesa»; entonces respondió Pedro Serrano que maldita fuese tal condición
de tal serpiente desear matar a su hermano e clérigo de Misa e alü andava
profanando dél dicho Pedro Serrano e de ahi se travaron palabras porque no
[pudo sacar a] Don Alfonso un poco de trigo que quería para una su manceba,
syempre le quiso mal e odio entrañable e así lo desia publicamente e desia
mal de sus padres. Tesdgos Juan Rodrigues clérigo e Pedro González Sa­
cristán, clérigos.
Es su enemigo el comendador Alonso de Fuentesalida que, aunque sea
fijo de buenos, es sin temor de Dios e envidioso e trabóse con Frey Andrés
que le quitase la mayordomia e se la diese a él e andaba pesquisando si era
converso para le dañar y despues el dicho comendador por codisia de la
fasienda de su mujer andabale levantando falsos testimonios con un moro
maestre Avdallá, alfaharero. Testigos Juan Rodríguez clérigo e Pero Baruero.
Tienele odio e enemiga Pedro Gonsales de Oropesa e su mujer porque
tratando frey Andrés, que en su casa posaba, dixo al dicho Pedro Serrano
que se casase con su fija, [a lo] que le respondió: «¡con gente tan ajudiada!»
De ay le tomaron odio grande e echaron una loca que lo desonrase. Testigo
Frey Miguel de la Puente90.
Es su enemigo Alonso Alvarez, hermano de la mujer de Pedro Gonzales
sobre un caso de Diego de la Fuente9-, criado de Don Alfonso le vino a

38 La alusión es indudablemente a Alonso de Avila «el viejo», que to­


davía vivía en La Puebla en 1500 (VLA 4) y cuñado de Alvaro de Montalbán.
» Ver n. 53.
Ver Cap. II, n. 32.
91 Alonso Alvarez de Montalbán, nacido después de 1460 y muerto en 1525,
era hermano de Alvaro de Montalbán. Casó con Francisca Rodríguez.
92 Probablemente el Diego de la Fuente identificado en el Cap. III, n. 35.

— 249 —
menasar al dicho Pedro Serrano de parte de Gonzalo, fijo de Fernando Gomes,
que se guardase del. Testigo Diego de la Fuente.
Es su enemigo Femand Gomes Quemado; le quería mal porque quando
vino & servir a Don Alfonso le quitó los oficios e se los dio a él [y] porque le
dixo una vez que mas seguros estaban los huesos de su padre que no los del
dicho Fernand Gomes [y] porque le descubrió unas cartas que falseó para la
mujer de don Alfonso de Aguilar. Testigos Don Alfonso.
Es su enemigo Juan de Sant Juan Verdugo porque [...] apaleó con una
lanza al dicho Pedro Serrano mi parte; quedó su enemigo. Testigo Femando
de Valladolíd.
Alfonso de Arenas, vecino de la Puebla, es su enemigo porque, estando
en Escalona, envió el ayo de don Alfonso a mandar a Pedro Serrana, mi
parte, que rondase con el; dixo por el que non rondaba con rapaces e porque
Serrano mi parte riyó, le llamó beodo e vínole a buscar con armas e de [él]
se escondió. Quedaron enemigos. Testigos Briones, vecino de Mesegan.
Juan Nieto, vecino de la Puebla, es su enemigo porque fue a cobrar unos
dineros a Valladolíd y estando ende don Alfonso non osaba venir por la
neve y el dicho Pedro Serrano le físó unas coplas de escarnio sobre ello e
pasaron palabras de enemiga y por aquella causa su suegra, que se reconcilió,
se sintió por ultrajada del dicho Pedro Serrano. Con tino con el odio, quedó
su enemigo el e su suegra. Testigos Alfonso e Fernandode Valladolid.
Colaneche, un tañedor de baldosa, es [su] enemigo, que vivia con Don
Alfonso, mi señor, [le] tomó un bonete una noche en la sala e andúvolo a
buscar y no lo hallaba e quando [se] lo tornó un [su] hermano supo cómo el
lo tenia y [riñeron] e otro dia aguardó[Ie] a un cantón con una espada e un
palo. [El] lo [vio] y [vino] para él y non esperó; [quedaron] enemigos.
Testigos don Alfonso e Fernando de Valladolid.
Juan Sedeño e Matute e Juancho e Diego de Lerma tienenle odio e ene­
miga capital porque Juan Sedeño, alcayde que fue de Montalvan, yendo a ver
uno de don Alfonso que estaba doliente por inducimiento de los otros levan­
taron falso testimonio al dicho Pedro Serrano que le quiso matar e poner
las manos en él, por lo cual se fue de casa de don Alfonso por do quedó el
dicho Juan Sedeño e los dichos sus criados por enemigos. Testigo Avira
Gomes, ama de García Gonzales.
Es su enemigo Diego Sedeño porque un domingo de Ramos fizo acuchillar
a Mena de celos de una su manceba y fue corriendo a don Alfonso y el dicho
Pedro Serrano topó con un paje que traia el espada del herido e ge la tomó
e arremetió al dicho comendador Diego Sedeño e le dixo si le parecia bien
robar a su merced e matalle sus criados y le llevaron preso a Montalvan [y]
desde que fue suelto le envió a amenasar desde Torrijos. Testigos el dicho
señor don Alonso e Pedro Sánchez, cura de Burujo.
Es su enemigo Lira, criado de don Alfonso, porque hubo muchas quis-
tiones con él en Medina del Campo e la Puebla y dixo quel daría de palos
al dicho Pedro Serrano y él que le faria besar su muía y lo envió a desir con
Villegas, despensero; [además dijo] que él daria el alma al diablo porque
[antes de] tres meses non fuese mayordomo e fue preso antes de dos e medio.
Muchas vezes llegaron a las manos y por celos que dél tenia y [...] y por
mano de Pedro de Paredes le trataban mui mal y díxo que daría al dicho mi
parte veynte palos. Testigos el señor don Alonso e Villegas, su despensero.
Es su enemigo Maldonado, criado del dicho señor don Alfonso, porque

— 250 —
el dicho Pedro Serrano le físo una afrenta porque el dicho Maldonado estaba
fablando por una redesílla con una mujer de casa que se fue a la corte [ ...y ]
non osaban Jos unos ni los otros mostrar la enemiga por temor de don Alfonso.
Testigos el dicho Villegas que lo vio e le llamó para que viese al dicho
Maldonado fablar con la dicha mujer. (Al margen dice: no es suficiente.)
Esu enemigo Pedro Paredes porque después de haberle tirado [de] la
despensa por ladrón, queriéndose uno a otro muy mal, non tenia con él otra
conversación sy non que le venia a demandar cierta libranza [...] e por la
dicha causa le tenían grande odio e por ser mal ombre e omiciero y porque
le apremió que se allegase a cuenta de ciertas gallinas [...] anduvo hasyendo
concilio con los de su casa que le querían mal. Tesdgos Diego de Cerralvo,
vecino de la Puebla, e Juan de Villegas. (En el margen dice: no es suficiente.)
Es su enemigo Juan Alonso, clérigo *, por causa de su manceba e de un
nieto suyo e de su fija Leonor de Cuarela e Alonso de Cota que fue acemilero
de don Alfonso que se fasía doliente cada semana por non trabajar e buscaba
el dicho Pedro Serrano quien traxese las acémilas fasta que lo uvo de despedir
de casa e bivia con el dicho Juan Alonso. Testigo Andrés, acemilero de don
Alfonso. [Al margen: «non dixo» **.]
Es su enemigo un mocbacho que era rapaz del bachiller Francisco Ortiz
por la enemiga que tenia e tiene el dicho Lira porque posaba en su casa e
le avisó e truxo para que testificase falso testimonio; es un loquillo e liviano;
y de mal tyento y por tal lo echo el dicho bachiller de sy y andava diciendo
muchas liviandades y paresce ser sobornado e ynducido y con liviandad aver
dicho lo que no sabia ni oyó [él] que rezaba el dicho Pedro Serrano. Testigo
el dicho bachiller Francisco Ortiz,
Es su enemigo García Martin, zapatero vecino de la Puebla, porque dicho
Pedro Serrano syendo mayordomo le quitó el calzado de la casa del dicho
señor don Alfonso e informó del e lo supo e se palabreó con él y le respondió
el dicho Pedro Serrano que a Dios gracias non avia en sus parientes judio ni
reconciliado e quexose al alcalde y, porque non era cosa dél hacer justicia
quedó él indinado con grande odio. Testigo don Pedro Rodríguez Baruero.
Es su enemigo Pimienta, zapatero, judio, porque físo unas zapatas para
la señora doña Francisca por mandado del dicho Pedro Serrano y non lo físo
a su grado e dio con ellas en un tinajón de agua sucia que tenia cabe sy y
mojóle todas las barbas y la cara. Túvose por desonrado y omiciado. Testigo
Nicolás de Arenas, Alcalde.
Es su enemigo Juan Herrero, vecino de la Puebla, porque herraba las
vestías de don Alfonso y no sabia herrar y llevaba las muías a los judíos
herreros porque eran albéytares y [...] tomava a rezagar sobre ello cada mes
y divn que para que le herrara de balde lo hacía, y riñó con él y quedo muy
odioso e indinado. Testigos Mose Salomon e Mose [...], herreros.
Tiénenle odio Mena e Espinosa, criados que fueron de don Alfonso, porque
cometieron ciertas vellaquerias, quel dicho Salomon mostró por escrito a don
Alfonso. Testigos el dicho señor don Alfonso.

* Clérigo, un tanto malvado, que amenazaba de muerte a sus colegas^


** Fórmula con la cual los inquisidores, como en tantos casos, consigna­
ban que el incidente no fue confirmado.

— 251 —
Es su enemigo Torrecillas, un paje, porquel dicho Pedro Serrano le dio
de bofetadas muchas veces sobre la cuenta que tenia cargo de curar de los
pobres e porque de confino jugaban, [y] syntíose dello. Testigo Villegas.
Tienele odio e enemiga Pero Natos, criado del dicho señor don Alfonso,
que cura de los caballos, porquel dicho Pedro Serrano le fiso echar en el cepo
e tener preso muchos dias en casa del dicho alguasíl porque se tomaba con el
dicho despensero. Testigo el dicho Villegas.
Tienele odio e enemiga Alonsyco fijo de García, el sastre, mocbacbo liviano
e de poco seso, porque el dicho Pedro Serrano viniendo [a] él le dio de cabe­
zadas a la pared y por aquello e porque no pagó la cura que desia su padre
quedo odioso e liviano de opinión. Testigos P. Mose de Sanmartín e los de casa
e don Alfonso.
Tienele odio e enemiga un fijo del ventero de la venta Nueva y García,
fijo de Femando de Torrijos, porque biniendo furtaban la cebada de las muías
e con la flaqueza dellas lo supieron y [al uno] le apaleó y al otro le fiso
prender su hermano el capellan e asi se fueron e quedaron por enemigos. Tes­
tigos Fernando e su mujer, caseros de Gómez, e Miguel García, e Majon que
lo tuvo preso en su casa.
Es su enemigo Alonso de Nava Ocanna que era aguadero de don Alfonso
porque era vellaco e ruin e lo apaleó e echo de casa. Testigos el dicho Fer­
nando e su mujer caseros de Gomes García.
Es su enemigo Pedro de Cuenca, tundidor, porque el dicho Pedro Serrano
testiguó dél antel señor don Vasco, Obispo de Coria; súpolo e tienele odio e
enemiga por ello. Testigo el registrador dicho.
Es su enemigo Sebastianico que bivíe con su hermano del dicho Pedro
Serrano, el abad, porque estando su muía lazrada la llevó al agua aviendo
mandado el albéitar que non cabalgasen en ella e ge la vido traer aguijando
e el dicho Pedro Serrano le asió de los cabellos e lo apuñeó, e él e su padre
ovieron en uno rencilla; sintióse dello e quedóles odio. Testigos Fernando,
casero de Gomes García e su mujer e Catalina de Toledo.
Tienele odio e enemiga Juanillo, mozo que fué de Quesada, defunto,
porque biuiendo con el dicho Pedro Serrano era muy vellaco piojoso, porque
le hirió llevóle un sayo e fue deciendo del mal e amenasandolo. Testigos los
dichos Femando, casero de Gomes García e su mujer.
Es su enemigo Alonso de Pastrana porque le fiso prender el dicho Pedro
Serrano sobre un macho que le tomó en el camino e le fiso prender. Testigo
el escribano e alcalde de la Puebla.

«E l d ic h o b a c h il l e r se a b ia ydo de la d ic h a
VILLA DE LA P U E B L A »

La visión aterradora de la vida cotidiana en La Puebla que aparece


a través de esta ventana documental ahonda nuestra comprensión
no sólo de la preferencia de Alvaro de Montalbán por Madrid y Va­
lencia, sino también de la decisión del bachiller de trasladarse a Tala-
vera. Además de la irritabilidad y la obsesión por la honra que co­
— 252
rresponden a la vida pueblerina española de siempre, las intrigas del
palacio feudal, las rivalidades entre cristianos, judíos y conversos (en
sus diferentes grados de asimilación), así como la competición entre
los artesanos, hacían de cada día un campo de Jucha. Y si a esto aña­
dimos las sombras de sospecha mortal lanzadas por la Inquisición,
se entenderá cómo la tirantez de las relaciones interpersonales se
había hecho intolerable. Fue necesario abandonar la esperanza de
que La Puebla se convertiría de nuevo en un refugio comunal, ha­
bía que buscar fuera, familia por familia, cualquier semianonimato
que les ofrecieran otras y mayores comunidades. Como vimos en el
caso de Alvaro, y como resulta del todo evidente de la lista de Pedro
Serrano, no había lugar al camuflaje en un lugar como La Puebla.
Allí, todos sabían «la vida y milagros» de todos; ni se olvidaban unos
de otros, como la alocada Alisa se olvidó de Celestina cuando ya no
vivieron en el mismo barrio9Í.
Lo dicho, evidentemente no pretende negar, sino suplementar
la explicación «oficial» (de los testigos Instruidos por el licenciado
Fernando en la probanza de hidalguía) del traslado del bachiller a Ta­
lavera. Es decir, que «los malos tratamyentos» de don Alonso Téllez,
combinados con sus esfuerzos para «empadronar» a Rojas y a otros
hidalgos locales, fueron responsables directos de tal decisión. Convie­
ne insistir en ello, porque a primera vista estas pruebas tan obviamen­
te amañadas —en las que tres personas sucesivas recuerdan el mismo
incidente casi de la misma forma— huelen a mentira. Pero, por otra
parte, hay que tener en cuenta, lo mismo que en el caso de los testi­
gos que mencionaron la «huerta de Mollejas» o «Mollegas», que el
adoctrinamiento previo del licenciado Fernando no significa necesaria­
mente una incitación al perjurio. Más bien su técnica parecía consistir
en recordar a los ancianos habitantes ciertos hechos verdaderos que a
él le convenían, reservando las mentiras gordas para casos de grave­
dad: la sustitución de Garcí González de Rojas por «Hernando de
Rojas condenado como judayzante», etc. Así, los otros dos hidalgos que
se fueron de la villa por la misma razón y al mismo tiempo que Rojas,
son mencionados por su nombre, y uno de ellos, un «Fulano Ortiz que
fue a Toledo», es probablemente el mismo «bachiller Francisco Or­
tiz», cuyo nombre aparece en el proceso de Serrano

93 Los antecedentes de Rojas eran probablemente aún mejor conocidos en


La Puebla que, según hemos visto, lo eran en Toledo mucho después. Es
significativo que al preparar la probanza de Indias (VLA 32), los nietos de
Rojas se cuidaron de no pedir que declarasen los testigos de La Puebla sobre
la limpieza de su abuelo paterno. Unicamente se alude a los Avila en el cues­
tionario, mientras que los testigos favorables al Bachiller se reclutaron en Ta­
lavera.
n Véase injra, p. 251.

— 2 53 —
Una mayor corroboración de esta historia de autoexilio Ja encon­
tramos en la información bien documentada que poseemos sobre la
lamentable situación financiera del irascible señor de La Puebla, don
Alonso Téllez Girón. En efecto, vivía con tanta estrechez que era de
esperar que haría todo lo posible por quitar a sus vasallos lo que po­
seían. Ya hemos advertido el resentimiento de los habitantes de La
Puebla como resultado de los impuestos del bisnieto de don Alonso,
Y, en tiempo de Rojas, la pobreza de la familia parece haber sido toda­
vía mas extrema. En su testamento, don Alonso menciona a varios
acreedores, entre ellos Alonso de Montalbán, el aposentador real que
le prestó pequeñas sumas de dinero Pero lo más revelador es una
manda especial a su hija todavía sin casar, «ansí por no haber hallado
persona que la convenga segund su nobleza y merecimiento como por
las grandes necesidades que siempre me he hallado» 96. Es decir, no la
podía dar una dote conveniente.
Una razón principal de esta condicion de penuria de don Alonso
eran sus habituales pleitos. No sólo se trataba de las disputas consa­
bidas con los vecinos sobre jurisdicción de límites y los mojones97,
sino que además, a lo largo de toda su tenencia, estuvo envuelto en
un pleito muy caro con el duque del Infantado, quien, como herede­
ro de don Alvaro de Luna, reclamaba nada menos que el señorío de
La Puebla para sí mismo. Gracias a Pedro de Baeza (el mayordomo
del padre de don Alonso) se llegó a firmar un compromiso provisio­
nal en 1506 que obligó a don Alonso a una serie de pagos sustan­
ciales en metálico9S. Pero los pleitos son difíciles de matar. El litigio

a ,S.AL^zf1R, Y C astro, doc. 20, 561: «Iten, mando, que se paguen a Alon­
so de Montalban doce ducados que me prestó en dineto.»
96 Ibid.
Particularmente con su vecino, don Carlos de Guevara (ver n. 87) so­
bre la posesión de una propiedad llamada la «Gramosilía», Registro general
deludió, III, 2308 y 3618 (1484), y con la ciudad de Toledo, ibid,, III, 2005

98 Los documentos relativos a la familia Téllez Girón de La Puebla se


encuentran en los archivos Salazar y Castro en el legajo D-14. El que se re-
tiere concretamente al acuerdo preliminar de 1506 forma el número 20, 565
í! í0 ae21 ’ ej apodeT;tí^ de don Juan Pacheco, describe
“ 3 udoCí,or tde Calavera» {representante del Conde
de Alba que defendía los derechos de la viuda de Don Alvaro de Luna) res*
pecto al señorío de La Puebla en su fascinadora «Carta que Pedro de Baeca
esc,,».o a el m araes de Villena sobre que le pidió un m e m S d e loqu'e
por él avia fecho» (Memorial histórico español, vol. V, Madrid, 1853, pp. 485 ss )
d 3 cas
del iíloFe¿deT los
castillo f T Tellez
' i i S Girón
r * 5/ 623 «*«>durante
en Gar?i Muñoz « I criado está
el cual su defensa
mató a Torae
Manrique: «... pelee con don Xorxe Manrrique, e le desbaraté e tomé la ca­
balgada que llevaba de la Morilla... e a la postre la noche que Vuestra Señoría
sabe que peleé con don Jorxe como vuestro capitán, él salió herido de una

— 254 —
que se renovó entre 1520 y 1526 (cuando se llegó al acuerdo definiti­
vo) 99 indica que Baeza puede haber sobreestimado la capacidad de
pago de su joven amo. En cualquier caso, en 1506, precisamente en
el momento en que Rojas parece haberse decidido a marcharse, don
Alonso se debió haber visto obligado a gravar los impuestos sobre
arrendatarios y vasallos, lo cual debió motivar que se enojara espe­
cialmente con aquellos que se creían exentos como hidalgos. Añádase
a esto el que Fernando e Isabel, conscientes de las dificultades de
don Alonso y de la responsabilidad de sus demasiado generosos ante­
pasados reales que las habían creado, dieron el paso desacostumbrado
de permitirle retener de por vida las alcabalas reales 100} que eran
precisamente los impuestos que los hidalgos tradicionalmente no te­
nían que pagar. Esto explica las salidas en 1506 ó 1507 del «Fulano
Ortiz» para Toledo, del «Fulano de Sahabedra» para Torrijos y pro­
bablemente de Fernando de Rojas para Talavera10i.
Después de su primitiva gloria conseguida en la toma de Granada,
los problemas económicos de don Alonso (y quizá, también, sus mu­
chos años al frente de una casa en constante estado de rencilla, como
nos recuerda Pedro Serrano) hicieron de él un viejo caballero amar­
gado y brusco. Francisco de Villalobos, que escribe en 1520, le re­
trata «cargado de rosarios y envejecido en ayunos y abstinencias, todo
mal tratado, mal dispuesto y barbudo». Y lo que es peor aun: a pesar
de su piedad, su mala suerte es notoria. En el mismo momento «ya
cuando están las espigas llenas de grano, con un granito del diablo, o
con una niebla del mundo», se le deshace todo. «¡Estos son los jui­
cios escondidos de Dios!», concluye perversamente el médico m . De­
jado a un lado el escepticismo del converso sobre la justicia divina,
semejante regocijo indica que el desagradable y fanático viejo no era
muy querido por los que le conocían.
herida de que murió...» (pp. 503-504). En 1503, Pedro de Baeza, cuyos servi­
cios fueron heredados por don. Alonso, fue testigo de los esponsales del hijo
del último con doña Leonor Chacón, hija de Gonzalo Chacón, «adelantado de
Murcia, Señor de Cartagena, Contador Mayor, Mayordomo Mayor de la Reina»
( S a l a z a r y C a s t r o , doc. 20, 568).
99 B e t h e n c o u r t , II, 4 2 7 .
ico Como se narra en las Relaciones, III, 261: «Y ansimesmo tiene las
alcavalas tercias de la villa y de la tierra, las quales se dice aver hecho merced
della el rey don Hernando y la reyna doña Isabel a don Alonso Téllez, su­
cesor del dicho maestre don Juan Pacheco, por los días y la vida del dicho
don Alonso Téllez; lo qual es mucha suma de maravedís que lo desta villa
valdrá un cuento o más de maravedís.»
101 Empleo la palabra «probablemente» porque al menos _es concebible
que el licenciado Fernando pudiera haber recordado a sus testigos un suceso
conocido en la historia municipal y luego sugerido a los mismos que la salida
de su abuelo estaba relacionada con él.
102 Algunas obras, p. 46. Le describe también como un chismoso «podre­
ciendo su sangre con los negocios ajenos, perdiendo todos los días el sueño
y el comer por mil cosas en que no le va nada».

255 —
Además del tenor receloso de vida de La Puebla y las irascibles
reacciones de su señor, una serie de otros factores pudieron influir
en la decisión de Fernando de Rojas de abandonar «su tierra y su clara
nación». Precisamente durante los años de 1506*1507 (los que mar­
caron la salida de Rojas y las nuevas obligaciones económicas de don
Alvaro) se cernieron el hambre y la peste de las que hacen viva me­
moria las R elaciones. Las dos, naturalmente, se extendieron mucho
allá de los límites municipales. Rodrigo de Reinosa describe el año
1506 en el título de una copla como «el año del hambre» 1<B, mien­
tras que la epidemia que le acompañaba, hacía estragos hasta en Lis­
boa. Y allá, como sabemos, el rumor popular echaba la culpa a los emi­
grados conversos de España, y, como había sucedido antes, el resultado
fue una feroz matanza 1M. No es difícil imaginar la alarma que esto
causó entre los conversos de La Puebla al verse enfrentados con ca­
tástrofes naturales y humanas de tales proporciones. ¿Se contagiarían
ellos? ¿Durarían los víveres? Semejante rumor, ¿no excitaría a los
recelosos campesinos cristianos viejos que estaban a su alrededor y
frente a los cuales formaban una isla humana? Además de estas
preocupaciones, podemos también meditar en el disgusto escéptico
con que esos conversos (que, como Alvaro de Montalbán «allá no
[sabían] si ay nada»), contemplaban el fervor religioso de sus conve­
cinos durante este período. Como recordamos, los maltrechos habi­
tantes se daban a hacer procesiones, votos y peregrinaciones. Y, lo
que es peor todavía, cuando las condiciones se hubieron mitigado por
fin, ellos (lo mismo que el amo muerto de hambre de Lazarillo cuan­
do un real le sale al encuentro) estaban patéticamente inclinados a
atribuir el cambio a la intervención divina. Es curioso pensar que el
autor de La C elestina vivió en una atmósfera como ésta.
Este momento concreto puede haber jugado también su parte en
la biografía de Rojas. Nos encontramos con un joven que había es­
crito ya nada menos que La Celestina, un joven abogado que, como
veremos en el capítulo siguiente, había vuelto a casa después de años
de libre camaradería intelectual con otros de su misma edad y clase;
es decir, con sus socios de Universidad, «la alegre juventud e mance­
bía». Y ahora, con una conciencia inmensamente acrecentada, se en­
contraba no sólo sometido a la endémica y peligrosa disensión des­
crita por Pedro Serrano, sino también obligado a tragar aquella pa­
pilla mental que, incluso el mismo Alvaro de Montalbán, bastante
menos educado que su yerno, encontró imposible de digerir. Ya no
existía aquella Puebla que recordaba Serrano: «y como nos topa-
vamos en la piafa [yo y un judío] o dondequiera eramos asydos y
103 «Otras coplas suyas a una mota q en el año de 3a habré de mili y qui-
nietos y seys a la ql reqria damores.» Citado por J. M. H ill, «An Addítional
Note for the BibHography of Rodrigo de Reinosa», HR, XVII (1949), 244.
104 Ver el Chebet }ekudah, p. 8 , y C a r o B atcoja , I, 201.

— 256 —
[hablábamos de] alguna abtoridad de las que [admite] la yglesia e
me la negaba, yvamos a su casa y cantava su libro y hallavala asy de
manera que yo sostenía con fe e con la abtoridad de nuestra fe católica
contra los dichos judíos antes que vinie la Santa Ynquisicion y aun
despues que vino». Pero el exilio de los unos y la vigilancia inquisi­
torial sobre los otros habían dado al traste con tales discusiones
cuando vuelve Rojas. Pedro Serrano es un ejemplo de lo que esta­
mos diciendo. Después de torturas y dificultades sin cuento, fue ab-
suelto de herejía y apostasía, pero condenado a cincuenta azotes por
atreverse a discutir de teología «syn letras e syn ciencia» 10S.
No creo que un Fernanda de Rojas pudiera haber estado interesa­
do por las ingenuas opiniones de Pedro Serrano y de otros como él;
pero al mismo tiempo, el castigo de éste significaba —en contraste
con la libertad intelectual todavía posible en Salamanca— el encerrar­
se la vida local en una neblina de convencionalismo. Como nos infor­
ma Salomón ben Verga, la conversación cotidiana en la España que
recordaba desde el exilio giraba casi obsesivamente sobre las discre­
pancias mayores o menores de las tres leyes coexistentes 106. Pero aho­
ra, tales comparaciones y tales discusiones habían sido obligados a
dejar la plaza pública para retirarse a las universidades, monas­
terios y a la comunicación reservada de grupos clandestinos como el
de los alumbrados. En el curioso volumen de polémica teológica con­
tra las creencias judías titulado Las epístola s d e Rabí Samuel embia-
das a Rabí Ysaac d o cto r y m aestro d e la syn agoga publicado (junto
con el Libro d el A nticristo antes mencionado) en 1496, el «Prólogo»
lleva la siguiente advertencia significativa: «Quiero empos amonestar
a quantos legos (y que no sean maestros de theología) esta obra leye­
ren que no tengan ya por esso presucion de trauar disputa con ju­
díos algunos, endemas publicamente cómo sea cosa defendida el dispu-
105 Antes de la sentencia y después de haber estado encarcelado durante
años, estuvo sometido a repetidas torturas. Por las deliberaciones transcritas,
sabemos que los inquisidores le absolvieron de los cargos más importantes con
su acostumbrada desgana.
106 El Cbebet Jebudab está construido en base a tal argumento, siendo
el hilo de la unidad entre sus reminiscencias dispersas un continuo diálogo
entre cristianos y judíos. Como miembro de la «generación del 92», Ben
Verga está interesado en analizar críticamente la conducta de su propio pueblo
en sus relaciones y conversaciones diarias con los vecinos cristianos como
causa del desastre. Como resultado, presenciamos la confrontación oral de los
miembros de las diferentes «leyes» como uno de los aspectos más intensos de
la existencia española de las pequeñas poblaciones anterior a la venida de la
Inquisición. No existiendo los deportes y constituyendo la política un secreto,
los problemas de fe se habían convertido en tema principal de conversación.
El Cancionero de Baena (admirablemente analizado desde este punto de vista
por C. W . F r a k e r en sus Studies on tbe Cancionero de Baena, Chapel
Hill, N. C„ 1966) contiene una serie de poemas que expresan esta inclina­
ción a la disputa teológica. Leídos hoy, parecen pertenecer a una España tan
extraña a la que estamos acostumbrados que se dirían propios de otra nación.

— 257 —
17
tur y contender de la fe publicamente a los legos... porque diciéndole
el otro alguna razón sophistica... y el lego no supiendo responder
engendrariase escandalo en los corazones de los que oyran quifa la
disputa» m . La vuelta a La Puebla le debió parecer al joven graduado
volver a un silencio que no tenía ní siquiera la única ventaja que el
silencio puede ofrecer: la intimidad.
Finalmente, no debemos olvidar los procesos y cargos que caían
de acá y de allá sobre amigos y vecinos cada vez que una víctima
acosada implicaba a otra. No eran éstos los penitenciados más o me­
nos desconocidos que Rojas podía haber visto en Salamanca durante
los autos de fe, sino gente que conocía íntimamente, a quien quería
o no quería, admiraba o despreciaba. Desgraciadamente, debido a la
naturaleza fragmentaria de los archivos, no sobreviven sumarios de
los casos de La Puebla de esos años (1502-1507). Pero no cabe duda
de que existieron, y solamente una caída de alguna persona íntima
pudo haber inducido a Rojas a cambiar de residencia. Hemos de ad­
mitir que estos motivos adicionales del abandono de La Puebla por
Rojas son especulativos; pudo haber otra serie de motivos como los
relacionados con su matrimonio o las oportunidades de mejora ofre­
cidas por sus amigos y parientes de Talavera. Sin embargo, a lo peor
estas especulaciones son por lo menos tan legítimas como las dedica-
cadas a identificar la villa deliberadamente sin nombre donde vivía
Celestina, y tienen la ventaja de ayudarnos a comprender La Puebla
como un lugar de origen al que (todo lo contrario a Stratford-on-
Avon) era sumamente difícil volver otra vez.

« S on m ás de lo s R o ja s»

Una muestra típica de la falta de veracidad del testimonio de la


probanza es la afirmación siguiente hecha por uno de los testigos:
que la familia de Rojas ha estado y está «en rreputación de hombres
hijosdalgo de sangre y como descendientes de tales les tratauan y co-
municauan con los condes que hauían sido de la Puebla de Monta-
luán e los tenían por sus deudos e parientes...» I0S. Repetidos testimo­
nios y los hechos que los corroboran indican la persecución de nuestro
hidalgo converso por su sefíor (también algo manchado), y ahora se

107 Zaragoza, 1496, fo. LXVII. He visto también una alusión a la edición
de 1497. En un libro lleno de ecos y repeticiones de argumentos religiosos
seculares (desde el punto de vista cristiano), esta ■advertencia final revela la
semiconciencia del autor de que su libro ahora carece de sentido y está fuera
de lugar. En el proceso de 1537 de Juan López de Illescas (ver Cap. II, n. 44)
vemos que gran parte de sus dificultades derivaba de una discusión sobre
Erasmo entre los clientes de una barbería.
10S Ver Apéndice III.

— 258 —
nos informa de un vago e íntimo parentesco entre ambos. Felizmente
(para las conclusiones provisionales que hemos propuesto aquí) la con­
tradicción queda explicada por otra probanza iniciada en 1555 por un
tal Diego de Rojas de La Puebla 109. En este documento se revela que
el abuelo de este aspirante a hidalgo había servido a don Alonso como
ayo de sus hijos y que sus descendientes conservaron puestos similares
dentro de la familia. Y sabemos por otra fuente que una hija de Diego,
una vez concedido el título de hidalguía, casó con uno de los Téllez
Girón. Lo que parece haber sucedido fue que el testigo de sesenta y
tres años atribuyó a la familia del bachiller (por confusión o por deseo
de apoyar la causa del licenciado Fernando) la historia chismográfica
— como diría Galdós— del éxito social de estos otros Rojas. No te­
nemos por qué sorprendernos de esta confusión. Quienquiera que
haya examinado las genealogías increíblemente complejas de los Rojas
de la zona de Toledo entenderá que, incluso en una época tan cons­
ciente del linaje, era con frecuencia imposible mantener las cosas
claras. Una manera proverbial de expresar la multiplicidad repetida
por Juan de Lucena en D e vita fel'tci era «son más de los Rojas»:
los Rojas de España eran como granos de arena en la playa.
No obstante, hemos de estudiar, en la medida de lo posible, estas
ramificaciones genéticas. La existencia en La Puebla de dos familias
Rojas, cada una de las cuales intentó a su debido tiempo un cambio
de situación o estado, sugiere la posibilidad —e incluso la probabili­
dad— de que estaban emparentados en alguna forma. Veamos, pues,
si tenemos algo más que aprender respecto a la genealogía del bachi­
ller. SÍ nuestra información sobre la identidad de su padre es con­
tradictoria, sobre la identidad de su madre, Catalina de Rojas, nom­
brada en la probanza, no sabemos absolutamente nada. En el mismo
Libro d e m em orias en que el licenciado Fernando atribuye el origen
de familia al «pueblo de Tineo» comenzó una frase sobre ella y en
seguida (desgraciadamente para nosotros) lo pensó mejor y la tachó
totalmente. Según Valle Lersundi, las palabras borradas sólo dicen
«deuda de la casa d e ...». Respecto a Juan de Rojas, hermano del ba­
chiller, la probanza ofrece más información. Se le menciona varias
veces, la más sugestiva de las cuales es la siguiente: «Dixo que pe­
cheros no les a connos?Ído ningunos parientes, antes hijos dalgo, es­
pecialmente les a conos$Ído por parientes a un Martin de Roxas,
vecino del lugar de Carriches, ques hombre hijo dalgo, y un Juan de
Roxas, vecino y Regidor de la Puebla de Montaluán» no. Además de
esto, parece razonable suponer que Juan estaba casado y que dejó
descendientes en La Puebla. En el expediente Palavesín, una serie de

i» R i v a , III, 238. . , ,
110 VL, I, p. 389. En otro lugar se le llama «hermano del dicho bachiller»
y «tío del dicho licenciado Hernando».

— 259 —
testigos de La Puebla atestiguan que «los nietos del dicho Licenciado
(sic) Hernando de Rojas que compuso a Celestina... tubieron algunos
parientes en esta villa con que se comunicaron..,» nl. La afirmación
está confirmada por un asiento de 1548 en el registro parroquial
que recoge el bautismo de un Fernando de Rojas, hijo de Miguel, cuyo
padrino fue el hijo mayor del bachiller, el licenciado Francisco.
La mención casual de «Martín de Roxas, vecino del lugar de Ca­
rriches» nos es mucho más sugerente de lo que podíamos haber espe­
rado (gracias a información facilitada por Valle Lersundi). El N obi­
liario gen ea ló g ico d e los r ey es y títulos d e España (Madrid, 1622), de
Alonso López de Haro, en la sección dedicada a los descendientes de
Iñigo López de Ayala, identifica a Martín de Rojas como sigue: «El
dicho Martín Vásquez de Roxas y D.a Leonor de Ayala su muger
tuuieron los hijos siguientes: Francisco de Roxas llamado el Ronco,
Martín de Ayala cauallero del habito de Santiago, Rodrigo Daualos,
cauallero del habito de Calatrava, y despues de Santiago, Gouernador
de Alexandria en el Estado de Milán, D.a Ynés de Ayala, Bracera y
Camarera de la reina Germana, segunda muger del Rey don Fernando
el CatoÜco... Francisco de Roxas llamado el Ronco, como tenemos
dicho, casó con D.a Francisca de Acuña, y tuuieron por sus hijos a
Martín de Roxas, vecino y heredado en Carriches...» (Primera par­
te, p. 115).
De esta información y de otras fuentes se puede componer una
genealogía fragmentaria de la familia, una genealogía que revela dos
parentescos de particular interés para nosotros. El primero es que
Martín Vásquez de Roxas, su hijo, y su nieto, Martín (el supuesto
pariente del bachiller) eran descendientes directos de Diego Romero,
tesorero de Enrique IV, y de su mujer, AMonza Núñez, conocida
como la «romera», que fue condenada y quemada después de muer­
ta 1I2. Dejados a un lado honores y órdenes y servicio real, esta fami­
lia fue objeto de tanta murmuración como los Rojas que se marcha­
ron de Toledo a La Puebla. El segundo es que Martín Vásquez de
Rojas (según el testimonio jurado de otro nieto) fue un primo de
los Rojas que sirvieron a los condes de Montalbán m. De esta manera,
si el testigo que afirmó que el bachiller «especialmente les a conos-
$Ído por parientes a un Martín de Roxas» decía la verdad, hemos
relacionado de un solo golpe a su familia con una bien conocida linea

111 G il m a n -G o n zálvez, p . 15.


112 S errano yp. 250, y E st é n e g a , p. 83.
S anz,
113 El testigo, Rodrigo de Rojas, era un sacerdote nacido en IUescas en
1505. Afirma que «su padre... se llamaba Francisco de Rojas»- y que él era
«primo en tercero grado» de «Diego de Rojas, abuelo del que litiga». Más
tarde, cuando nos enteramos de que el nombre de su abuelo era Martín, nos
damos cuenta de que era uno de los «otros hijos» de Francisco de Rojas «el
Ronco» y hermano del terrateniente de Carriches.

— 260 —
de aristócratas bastante «manchados» y —a distancia considerable—
con los servidores y parientes de los señores de Montalbán,
Aunque sea legítimo dudar de la veracidad del testimonio que
vincula a las dos familias (este testigo, también, parece deseoso de
ayudar al licenciado Fernando), persiste la posibilidad del parentesco.
De todos modos —sean parientes o no— , nos es conveniente exa­
minar brevemente la historia de la familia de estos deudos de tres
generaciones de los Téllez Girón. Sus carreras añadirán — como diría
Ortega— una perspectiva más a esa «circunstancia» del autor de La
C elestina que llamamos La Puebla de Montalbán. Por su probanza
de 1555 sabemos que la otra familia de Rojas era originalmente de
Illescas, donde vivían en «casas principales», montaban a caballo se­
guidos de una comitiva de criados, y, en general, «se tenían e tratauan
por tales onbres hijos dalgo e caballeros». El abuelo del peticionario
Diego de Rojas, se presentaba en La Puebla como «joven bien dis­
puesto», casado allí hacia 1495, y, como decimos, desempeñando el
puesto de ayo de los hijos menores de don Alonso. Unos cuatro años
después, tras una riña con su difícil amo, le abandonó para ser alcaide
de una fortaleza perteneciente al militar más famoso del tiempo,
Gonzalo Fernández de Córdoba, conocido como el «Gran Capitán».
Después de la muerte prematura de Diego, su mujer volvió a su
casa de La Puebla donde su hijo, Gonzalo de Rojas, fue aceptado a su
vez al servicio de la familia Téllez Girón, primero como camarero y
después, lo mismo que su padre, como ayo de los niños del segundo
señor. Su hijo, Diego (que incoó la probanza), se vio favorecido
aún más; habiendo comenzado su carrera como paje en los primeros
años de 1550, casó con una dama emparentada con toda probabilidad
con la familia de su amo, llamada doña Juana Téllez de Toledo m. En
1555 recibió ayuda considerable de sus nuevos parientes a la hora de
establecer su hidalguía. En la probanza, la descripción del tío de don
Alonso revestido con todos los atributos de comendador de Calatrava
y negándose, para salvar las buenas formas, a jurar sin permiso del
114 Por el apellido Téllez y por otras circunstancias, pudiera ser que fuera
hija ilegítima de un miembro de la familia que mandaba en La Puebla. Aparte
del hecho de que siempre se la menciona con el título de «doña» en los
documentos (el bautismo en 1555 de su hijo Gonzalo y la «Prueba de San­
tiago» de 1608 de su nieto don Juan Girón de Rojas, AHN 3414), la ayuda
sustancial aportada por los Téllez Girón al novio a conseguir su hidalguía es
algo sospechoso en sí mismo. Finalmente está el testimonio de ese mismo
sacerdote a quien vimos mencionado como fuente de información en las Re­
laciones, Francisco Esteban: «Dijo que conocía a Diego de Rojas desde hocho
años a esta parte, poco más o menos, porque lo a bysto estar con su padre,
que se llama Gonzalo de Roxas, e con su madre, bybiendo e morando en la
dicha villa de la Puebla, e después lo a conoscido casado desde dos o tres años
a esta parte, poco más o menos... e teniendo byenes y hacienda... que le
dieron con su mujer en casamiento.» La misma afirmación se hace dos veces
por Diego Ruiz, «pechero llano».

— 261
maestre de la Orden, es muy dramática 115. Sin embargo, la negra
toga del abogado encargado del pleito parece haber prevalecido.
Después de haber sido amenazado con una multa, el comendador se
avino a testificar: naturalmente, a favor de Diego de Rojas. Después,
una generación más tarde, la hija de Diego, llamada aristocráticamente
doña Beatriz de Rojas y Toledo, subió el peldaño final de la escalera
social al casarse con un hijo legítimo de los Téllez Girón, don Alon­
so de Cárdenas ll6. Este último, a través de su familia, como recor­
damos, estaba vinculado a nuestro viejo amigo, don Antonio de Ro­
jas, el perseguidor de los Franco. Como cabía esperar en una genealo­
gía trazada de forma horizontal, hemos cerrado el círculo: hemos lle­
gado al descubrimiento democrático de que cada uno puede ser pa­
riente de todos los demás.
La historia del triunfo social que acabamos de contar es típica de la
época 117 y podría servir para prevenimos contra las explicaciones de­
masiado simples del hecho de que Calisto no pida a Pleberio la mano
de Melibea. A mi modo de ver hay pocas dudas de que estos Rojas —lo
mismo que los descendientes del «condenado por judayzante»— eran
conversos que «tenían la dicha rra?a en todas las partes» (para em­
plear la frase de la época) y que los Téllez Girón lo sabían. Afirmo
esto no por su lejano parentesco con los descendientes de Diego
Romero y Aldonza Núñez, sino sobre la base de sus vocaciones.
Como hemos dicho, la carrera del servicio administrativo e intelec­
tual en las familias nobles es altamente indicativa. Luego, también,
115 «E luego el dicho don Alonso Téllez dixo que él hera comendador
suxeto al mayoral de su encomienda, e no podrá jurar syn lyfenfia de su
prelado e patrón de su encomienda, e que trayéndolo, que estaba presto de
luego jurar e declarar. E yo el dicho rre^cebtor le notifiqué que luego a la
ora, syn embargo de su rrespuesta, sopeña del mili castellanos de horo para
la camara e fisco de su magestad, luego jurase e declarase. El qual dixo que
por temor de la pena que estaba presto de luego jurar, e del yo el dicho
rrefcetor tomé e rrescebí juramento en forma debyda e de derecho, poniendo
sus manos sobre una cruz que tenía de su encomienda e borden de caballería
que en sus pechos tenía e jurando por ella e por el abyto de su encomienda
en lo demás como se contiene de suso, e a la confusyon del, dixo e rrespondió
”sy juro" y "amén”.»-
116 «Don Alonso de Cárdenas... ya era muerto en 1608 y había casado
con Doña Beatriz de Rojas y Toledo, hija de Diego de Rojas, alcalde del es­
tado de los hijosdalgo de la Villa de Montalbán, y de doña Juana Téllez de
Toledo, su mujer, naturales y vednos de La Puebla. De esta unión nació
Don Juan Girón que fue Caballero de la Orden de Santiago...» ( B e t h e n c o u r t ,
II, 439, y S a l a z a r y C a s t r o , doc. 20.571). La probanza requerida para la en­
trada en la orden está registrada en el catálogo AHN para 1608 y da idéntica
información.
117 Otro caso parecido aludido en el Libro verde de Aragón (citado
Cap. II, n. 38) es el del sastre del conde de Belchite que fue promovido a
«procurador general de toda su tierra, y el mismo conde le armó caballero».
Pero, contrariamente a Rojas, la caída de la fortuna fue rápida: «Ambos ma­
rido y mujer fueron presos por la Inquisición y salieron penitenciados» (p. 267).

— 262 —
como en el caso de los Franco, hay una ironía callada en algunas
partes del testimonio de la probanza, particularmente en la descrip­
ción de la casa de Illescas y en las pretensiones de los propietarios,
que «se tratan» y «se presentan» como nobles. Por último, el hecho
de que el abuelo escogiera La Puebla como lugar para casarse y asen­
tarse, y tomara a don Alonso como amo, es sospechoso a la luz de lo
que de ambos sabemos. No es necesario insistir acerca de los atractivos
que la población ofrecía a los conversos errantes, y conocemos la
tolerancia de su señor, así como la casta de su mayordomo y su
capellán. Don Juan Pacheco, padre de don Alonso, había combatido
en una ocasión el poder político del naciente «partido» converso, y
sin embargo, entre sus criados había un grupo hábil de conversos, en
especial Pedro de Baeza y el sastre cordobés Juan de Baena 11S, a
quien elevó al rango de comendador de Santiago. No ha de sorpren­
dernos, pues, que su hijo buscase similar ayuda en sus pugnas legales
y en su diario afán de vivir de un modo concorde con su estado119.
Aun conociendo la discrepancia de rango y sangre entre esos
Rojas y los Téllez Girón, tampoco ha de sorprendernos que su larga
vinculación acabase en matrimonio entre las familias. Como hace
notar Marcel Bataillon, esas alianzas, más o menos disfrazadas, eran
frecuentes en tiempos de La C elestina y después 120. Hoy no nos es
fácil, a la luz tanto de nuestra experiencia sobre prejuicios raciales
como de nuestro conocimiento del posterior mito de la limpieza, com­
prender la actitud hacia judíos y conversos por parte de la nobleza es­
pañola en la baja Edad Media y en el Renacimiento. Cuando vemos
que Francisco de Villalobos, en su larga correspondencia con el almi­
rante de Castilla, medio con afecto y medio con ironía, le echa en cara
su porción de sangre judía m, naturalmente nos tememos peligrosas
reacciones de rabia y vergüenza. En absoluto. El almirante le devuelve
la mofa, y su auténtica amistad permanece intacta. Parcialmente, esto
se explica, a mi entender, por el hecho de que el orgullo estaba tan
arraigado en esos proceres, que casi resulta inconcebible que pudiesen
avergonzarse de absolutamente nada. Además, la noción de la noble­
za hebraica, como anteriormente vimos, supone algo más que una
mera reacción contra los valores cristianos. Cuando Villalobos le re­
cuerda al almirante que «somos nacidos de grandes reyes ungidos y
de fuertes capitanes» m , demuestra su firme creencia en el honor de

m Ver n. 98 y Cap, IV, n. 33.


119 Diego de San Pedro, como es bien sabido, fue mayordomo de otro
miembro de la familia, don Pedro Téllez Girón, Maestre de Calacrava, y de
su hijo, Don Pedro Girón. Ver Obras, ed. S. Gili Gaya, Madrid, 1950,
p. xxxiií.
120 P. 175. Ver también C a r o B a r o j a , I, 248-258.
121 Uno de los muchos ejemplos puede verse en Algunas obras, p. 91.
122 {Algunas obras, p. 90.) En el prólogo del franciscano Fray Martín de

— 263 —
sus compartidos orígenes. Siempre hay cierto «humor chocarrero» en
esas observaciones (en una ocasión, Villalobos alude despectivamente
a los supuestos orígenes cristianos viejos de don Antonio Manrique,
llamándole vülanazo —o sea, destripaterrones— de Ocón)123; pero
también hay en ello genuino orgullo.
En conclusión, desde los puntos de vista histórico y sociológico,
no hemos de olvidar que tanto las clases medias conversas como la
aristocracia estaban sujetas a intensas presiones de las masas recién
unidas y conscientes de sí mismas. El desasosiego social y el fana­
tismo religioso estallaron en esporádicos brotes de violencia, y duran­
te las décadas de 1470 y 1480, Fernando e Isabel los canalizaron en
forma de fuerza política efectiva y continua. Con el fin de unir el
reino en torno a sus personas, los reyes trataron de contrarrestar el
poder de los nobles y la riqueza de los conversos mediante esas pre­
siones. Más adelante, claro está, las familias nobles tuvieron que so­
meterse, al menos de manera ficticia, a la doctrina de la limpieza,
soslayándola, en caso necesario, con pruebas contrahechas m . Pero,
en la época de que hablamos, esto no afectaba todavía a la posibilidad
de los matrimonios. Por el contrario, un señor como don Alonso y sus
administradores eran aliados naturales, aliados que eran amigos I2S,
que hablaban el mismo lenguaje y que, movidos por las dotes o por
el ascenso en la escala social, estrechaban la alianza al enlazar las
familias. Tal era la casa señorial, más o menos típica —pero curiosa
para nosotros— , que regía la vida en La Puebla de Montalbán, y a la
cual Fernando de Rojas, su padre y su hermano pueden haber estado
en cierto modo vinculados.
El grado de vinculación {si es que existió) y los sentimientos del
bachiller y de sus hijos (de amistad, odio o envidia) hacia esos tre­
padores sociales que compartían su apellido, no nos es dado saberlos.
Lilio al Flos Sanctorum de P e d r o d e l a V e g a (Alcalá de Henares, 1 5 2 1 ) ,
percibimos un eco similar del mismo orgullo: «Acordémonos que fueron sal­
vos nuestros padres (como se lee en los Machabeos) quando los perseguía
Pharaón, que es el demonio, en el mar Bermejo.»
123 Algunas obras, p . 1 3 3 .
124 La burda hipocresía de esta práctica, así como la rectitud pretenciosa
y la satisfacción fingida en el linaje que las acompañaban, es blanco específico
del Tizón de la nobleza. El airado autor estaba menos interesado en la revela­
ción maliciosa de las manchas individuales que en mostrar la total falsificación
de aquella sociedad.
125 Es una generalización válida que, no obstante, puede engañamos cuan­
do se aplica a los casos individuales. La ambigüedad de las relaciones interper­
sonales de estos médicos y mayordomos conversos y sus más o menos man­
chados nobles señores puede entenderse escuchando el Diálogo parcialmente
celestinesco de Villalobos con un «grande de este reino de Castilla» (Curiosi­
dades, BAE, vol. 36, p. 442). La familiaridad, el desprecio, el miedo, el
afecto, la adulación y la impertinencia, todos estos sentimientos dejan oír su
voz cuando Villalobos graba para la posteridad su tratamiento médico grotes­
camente rabelesiano del conde de Benavente.

— 264 —
Pero es seguro que se conocían, visto el continuo contacto con La
Puebla por parte de los Rojas que se habían ido de Talavera. Desgra­
ciadamente, en el testamento no hay mención de la «huerta de Mo­
llejas», ni de ninguna otra propiedad local, pero el bachiller parece
haber conservado su parte de propiedad familiar allí por lo menos
hasta después del matrimonio del licenciado Francisco (probablemen­
te entre 1536 y 1540) m. Además del testimonio del expediente Pa-
lavesín relativa a los parientes con quienes los Rojas continuaban
«comunicándose», varios testigos de la probanza recuerdan conocer
al bachiller no cuando residía en La Puebla (unos setenta y siete años
antes), sino en sus frecuentes visitas en que «yba a uer los vienes y
acienda que en la dicha villa tenya» 121. «Dexo en ella sus casas» m ,
probablemente aquellas en las que se había criado. Además, Rojas no
sólo conservó sus bienes en La Puebla, sino que los aumentó. En los
archivos Valle Lersundi hay un largo contrato por el que compra en
1512 una hipoteca sobre la propiedad de Elvira Gómez, hermana de
Alvaro de Montalbán 129. Estos hechos insignificantes en sí son, no obs­
tante, dignos de atención por cuanto nos ofrecen alguna indicación de
la larga estancia y hondo interés por su tierra de Fernando de Rojas 13°.
El compositor de un verso en arte mayor para cada letra de «y fué
nascido en la Pueblo de Montalván» era hombre que había aprendi­
do mucho de la gente que conocía a su alrededor (y de lo humano

126 El problema de la falta de alusión a la propiedad de La Puebla en el


inventario no ofrece fácil solución. En la «probanza de hidalguía» los testigos
locales atestiguan repetidas veces que ambos, padre e hijo, tenían propiedades
en la villa (VL, I, pp 389-90). Es posible que los herederos de Rojas, a fin
de no suscitar la rapacidad oficial, prefirieran no registrar la propiedad fuera de
la ciudad en un documento de carácter público en Talavera.
127 VL I, p. 389.
o» VL I, p. 393.
129 Ver más arriba, n. 3. La hipoteca era sobre una casa que estaba a
la puerta siguiente de la de Diego Ladrada, probablemente, por el nombre y
la fecha, el marido de «la Física» (ver n. 47). Además de ser hermana de
Alvaro, Elvira Gómez era también abuela de Catalina Alvarez de Avila, que
casó con el licenciado Francisco. En el documento I de los Archivos Valle
Lersundi la encontramos en 1496 y 1498 hipotecando «unas casas que tenían
en la dicha villa». Viuda hacia 1500 y aparentemente necesitaba de dinero,
vendió más tarde su propiedad agrícola a su hermano Alvaro (VLA 4). El
trato con el Bachiller en 1512 indica constantes dificultades económicas.
130 Como sabemos, el licenciado Francisco, como su padre, casó con una
joven de La Puebla, y es probable que, si la ceremonia tuvo lugar allí (como
sería naturalmente el caso), el Bachiller y su familia volvieron allí con ese
motivo. Alfonsina de Avila, testigo de La Puebla en la «probanza de Indias»
(VLA 32), que era «parienta de la dicha doña Catalina no sabe en qué grado,
y asimismo... del dicho Licenciado Francisco de Rojas poca cosa», afirma
únicamente: «...este testigo estubo presente a sus desposorios quando^ se
helaron». En cualquier caso, un segundo testigo recuerda que la pareja vivió
en La Puebla (probablemente en la casa de la familia) durante un tiempo des­
pués del matrimonio «e después se fueron a bibir a la villa de Talavera».

— 265 —
supo tanto como cualquier español de cualquier época haya podido
saber) mientras vivió allí. Nada tiene de extraño el que se recuerde
que volvía con frecuencia Ul. Las raíces eran hondas; y aunque —como
el Grenoble de Stendhal— el pasado al que llegaban puede haberse
recordado más con ironía que con afecto, Rojas nunca pensó en cor­
tarlas.

131 También Francisco Hernández, el autocalificado de «Aristóteles de las


Indias» y el único intelectual famoso que reconoció a La Puebla como su patria,
tuvo propiedades en ella hasta el fin de su vida. Parece haber vuelto a su
tierra algunas veces despucs de regresar de Méjico {Obras, I, 288).

— 266 —
CAPITULO VI

SALAMANCA

«Yo v¡ en Salamanca la obra presente.»


F ernando de R o ja s
E s t u d ia n t e s y c l a u s t r o

Nuestra reconstrucción de los años de Femando de Rojas en Sala­


manca cobra forma de pirámide invertida. Todo lo que tenemos que
decir sobre la estructura de la sociedad universitaria, sobre el momen­
to histórico y sobre la Facultad, cursos y compañeros de clase descansa
en definitiva sobre una sola afirmación específica. Hablando como au­
tor continuador en los versos acrósticos, Rojas nos dice que fue en Sala­
manca donde encontró o «vio primero» el primer acto anónimo. Es ra­
zonable concluir por lo tanto que el grado de bachiller del que estaba
tan orgulloso le fuera conferido por la Universidad de Salamanca.
Y, si esto es así, nos incumbe ahora reflexionar sobre su asistencia a
la misma durante los últimos años del siglo xv como experiencia cen­
tral de su vida.
Pero ¿es así? Hemos de comenzar admitiendo que, por razonable
que pueda parecer tal conclusión, no es susceptible de prueba docu­
mental. Sólo en el curso del siglo siguiente empezó la Universidad a
disponer de sus propios escribanos y a registrar sus graduados y sus
grados. Antes de ese tiempo, los registros académicos únicamente
eran conservados por cada profesor y por los notarios de la ciudad
que extendían el pergamino iluminado llamado «carta de bachillera*
m ien to » y que le costaba al candidato 10 maravedíes Puesto que

1 Tal como se prescribía en los Estatutos de 1538, recogidos en la Histo­


ria pragmática e interna de la Universidad de Salamanca, de E . E s p e r a b é
A r t e a g a (Salamanca, 1914, I, 195). R ic a r d o E s p i n o s a M a e s o , en « E l maes­
tro Fernán Pérez de Oliva en Salamanca» (BRAE, X III, 1926, p. 434), explica
que la Universidad asumió tardíamente la responsabilidad de crear un archivo.
Esta falta era general en las universidades medievales y correspondía, según

— 269 —
estas dos fuentes posibles de información se han dispersado o des­
truido, no se ha descubierto todavía, ni es probable que se descubra,
una prueba directa de la carrera universitaria del bachiller.
Por fortuna, una serie de refuerzos apoyan esta conclusión, en sí
precaria. En primer lugar, tenemos la carta prólogo en que se afirma
que La C elestina fue compuesta durante una vacación de quince días
hurtados al «principal estudio» de jurisprudencia de Rojas. En el
mismo contexto, el escritor escribc a un amigo desconocido sobre
so cio s ausentes (seguramente los compañeros estudiantes que escu­
charían más tarde su diálogo y lo discutirían acaloradamente) y de
que lo escribió mientras se encontraba fuera de casa. Considerándo­
se o no estas observaciones como estratagemas para minimizar la
propia labor de Rojas, lo cierto es que nos llevan a concluir que al
menos algunas partes de La C elestina fueron escritas en Salamanca
durante las vacaciones de Pascua de 1497 ó 1498 2, Probablemente
este último año, por razones que veremos en seguida. En segundo
lugar, no debemos pasar por alto el aire de ciencia recién adquirida,
de erudición vanidosa que domina la composición de Rojas (lo mismo
que la de su predecesor); aire que dice bien con su adopción de obra
representativa de la Universidad hecha por el cuerpo de estudiantes.
Como se ha hecho notar con frecuencia, la tradición local inme­
diatamente acogió como propios los personajes y lugares de La C eles­
tina, y desde el siglo xvi hasta hoy los guías estudiantes han señalado
a los visitantes el huerto de Melibea, la torre y la casa decrépita de
Celestina. Cuando el nieto de Rojas, Fernando, estudiaba en Sa­
lamanca (lo cual es una indicación de que seguía los pasos de su
fam ilia)3, se consigna incluso que su apodo era «Celestina». Como
I s t v a n H a j n a l (L’Enseignement de l’écriture aux universités medievales, Bu­
dapest, 1959, p. 30), a la capacidad de memoria de los que vivían dentro de
una cultura oral. La colación de grados observada ceremoniosamente («cérémo-
nies spectacu)aires et compliquées») servían para reforzar la «recordatio» de
los compañeros de estudio que pudieran testificar en el caso de que e) grado
fuera discutido.
2 Los Estatutos de 1538 describen las vacaciones de la Universidad como
sigue: «los quarenta días de vacaciones y los ocho de la fiesta de la Natíuidad
y los quinze de la Resureción» (E s p e r a b é A r t e a g a , I, 198). E s curioso que
una obra que subraya en su último acto el triunfo de la muerte hubiese sido
escrita precisamente en esa época del año.
3 En su «Libro de memorias» (VLA 25), el licenciado Fernando describe
su educación como sigue:

«Enseñáronme las primeras Ierras en la villa de Llerena estando allí


mi padre en aquella provincia de León por juez de residencia por el año
de 1546 y después en Talavera con el Maestro Barreda. Comencé a estu­
diar gramática en la villa de Talavera con el Bachiller Martínez por San
Lucas del año de 1549, y acabéla de estudiar con el Bachiller Ballesta.
Fui a Salamanca por San Lucas del año de 1557 donde estudié leyes
cinco años.

— 270 —
testificó un compañero de estudios años después, «este testigo fue
compañero en Salamanca en el pupilaje del Licenciado Velasco que
vibía en la calle del Doctor de la Parra con Fernando de Rojas, na­
tural de la villa de Talavera, al qual este testigo como los demás
pupilos llamaban Celestina por ser descendiente del Bachiller Rojas
que la compuso, y tener el rostro afeminado»4. Por último, tenemos
los hechos subrayados por Menéndez y Pelayo que, de las dos Facul­

Hízome de corona el año siguiente don Fray Bartolomé de Carranca


y Miranda, Arzobispo de Toledo.
Graduóme de bachiller en leyes en la Universidad de Salamanca el
once de mayo de 1562. Diome el grado el famoso doctor Emanuel de
Acosta.
Graduéme de licenciado en la Universidad de Toledo a 12 de mayo
de 1565;
Entré en Valladolid mediado Henero de 1556 y desde a dos meses me
examiné para abogado de la Real Chancillería.»

Mientras estudiaba para su último examen, se hospedó en Toledo con


sus primos los Franco (ver Cap. I , n . 5 0 ) . En otro lugar ( G il m a n -G o n z á lve z ,
p. 14) se nos dice que el Licenciado Femando y su hermano Juan, que más
tarde ejerció como licenciado en Madrid (VL I, p. 387), fueron a la Universi­
dad juntos, donde vivieron en el «pupilaje de Velasco».
Ricardo Espinosa Maeso se ha mostrado amabilísimo enviándome un ejem­
plar de sus respectivas matrículas de los archivos de la Universidad. Las de
Juan en la «Facultad de Cánones» dicen así: (1) «juebes vispera de san meó­
las a cinco de diez de 1560 juan de rrojas natural de talabera diócesis de
toledo» (Libro de Matrículas, 1560-61, fo. 21 Archivo de la Universidad de
Salamanca, no. 277); (2) «lunes a diez y siete de nob* 1561 juan de Rojas
natural de Talavera de la Reyna diócesis de Toledo» (ibid., 1561-62, fo. 21,
no. 278); (3) «martes a xvii de noviembre 1562 juan de rrojas natural de
talabera de la rreyna diócesis de toledo» (ibid., 1562-63, fo. 26, no. 279);
(4) «sabado 13 de nobiembre 1563 juan de Rojas natural de talavera diócesis
de toledo» (ibid., 1563-64, fo. 21, no. 280); y (5) «sabado xviií de nobiem­
bre 1564 juan de Rojas natural de taluera [jkt] de la Reina diócesis de Tole­
do» (ibid., 1564-65, fo. 24, no. 281). El profesor Espinosa sólo ha encontrado
dos matrículas en «Leyes» del licenciado Fernando: (1) «xxix de noviembre
de 1562 hernando de rrojas natural de talavera de la treyna diócesis de toledo»
(ibid., 1561-62, fo. 42, no. 279); y (2) «viernes a xiiü de noviembre 1562
hernando de rrojas natural de talavera de la rreyna diócesis de toledo» (ibid.,
1562-63, fo. 42, no. 279). El mismo erudito me informa que en el Libro de
Pruebas de Cursos, 1562-65, que ahora falta de los archivos, se aludía también
a los dos. Según las notas de Espinosa, el licenciado Fernando estaba inscrito
como «bachiller legista» el 11 de mayo de 1562, mientras que el acta acadé­
mica de Juan fue aceptada el 5 de mayo de 1565. Los folios eran respectiva­
mente el 14 y el 185. Las fechas para Juan están confirmadas por los archi­
vos AHN de Universidades (Libro 1254, fo. 237). Allí encontramos que «Juan
de Roxas natural de Talavera de la Reyna» en 1571 «pidió licencia para se
graduaT de licenciado en cánones», presentando como credenciales un «título de
bachiller en cánones de la Universidad de Salamanca firmado por Bartolomé
Sánchez» y fechado en 1565. Evidentemente, los dos hermanos seguían ca­
rreras diferentes al mismo tiempo.
A G ilm a n - G o n z á lv e z , p . 14 .

— 271 —
tades de Leyes de la España de Rojas, Salamanca era con mucho la
más sobresaliente, así como la más próxima a La Puebla ~\
Ya hemos propuesto los años de 1494 a 1502 como fechas pro­
bables de la estancia de Rojas en Salamanca. Suponiendo que fuera
aproximadamente correcto, podemos intentar ahora situar al joven
Rojas en su circunstancia universitaria, es decir, en un momento par­
ticular de la historia de Salamanca. Sería anacrónico y artificial clasi­
ficar al autor de La C elestina como miembro de una escuela o de una
generación literaria definidas. La generación histórica que hemos su­
gerido anteriormente es ya bastante discutible. Pero podemos al me­
nos rodearle de nombres de aquellos compañeros de estudio y profe­
sores del claustro que sabemos estuvieron en Salamanca a finales del
siglo. Entre los primeros estaban el chocarrero profesional y médico
Francisco de Villalobos (del que ya hemos hablado); Luis de Lucena
(del que hablaremos luego), y el abuelo de Cervantes, el turbulento
Juan de Cervantes, que obtuvo su grado de bachiller en 1499 y co­
menzó su carrera uniéndose al siniestro equipo de inquisidores de
Lucero. Otros dignos de mención son los discípulos humanistas de
Nebrija Francisco de Quirós y el bachiller Vifloslada, los músicos
Diego de Fermoselle y Lucas Fernández (nacido en 1474)6, y dos fu­
turos profesores de Derecho, Fernando Rodríguez de San Isidro y
Tomás de San Pedro7. Los rectores de estudiantes durante el período
de 1494 y 1496 fueron Pedro Manuel del Madrigal y Rodrigo Man­
rique, seguramente de la familia del autor de las C oplas. Pero a lo
largo de la carrera, la figura más conocida de los compañeros de
Rojas había de ser Hernán Cortés (nacido en 1485), que comenzó
sus estudios para el grado de bachiller en 1499 s.
Los profesores del claustro durante estos años —aparte del hu­
manista importado Lucio Marineo «el Sículo» y algunos otros— son
5 «No había más que dos Estudios de Leyes en todo el territorio de la
corona de Castilla, y el de Valladolid estaba más lejos de Talavera o de La
Puebla que el de Salamanca y tenía menos nombradla que él» (Orígenes,
p. 21). _
6 Probablemente Hojas no coincidió con Juan del Encina, que se marchó
de Salamanca en 1492 y no volvió hasta después de unos diez años. Lucas
Fernández, sin embargo, nadó en Salamanca hacia 1474, entró en la Univer­
sidad en 1490, más o menos, y parece haber vivido en la ciudad toda su vida.
7 E s p e r a b é A r t e a g a , vol. II, da un catálogo de biografías de miembros
del claustro, incluidos los arriba mencionados. C a r o L y n n , en su biografía
de Lucio Marineo, A College Professor of the Renatssance (Chicago, 1937),
menciona algunas de éstas en el Cap. V, «The Circle af Salamanca», un bos­
quejo de la vida de la universidad durante los años de la estancia de Rojas.
s No es probable que Cortés estuviera el tiempo suficiente para conse­
guir un grado, pero su dominio del latín y su conocimiento de los procedi­
mientos legales testifican algunos años de estudio universitario. Además de
estos nombres, J. E. G i l l e t acepta la conjetura de Menéndez y Pelayo de
que Torres Naharro comenzó sus estudios en Salamanca en 1500 (Propalladia.
IV, Philadelphía, 1961, p. 402).

— 272 —
apenas nombrados hoy. Llegado después del exilio de Abrahán Zacut
en 1492, astrólogo y cosmógrafo judío y durante la ausencia de Ne-
brija (1486-1503), Rojas hacía ya veinte años que tenía el grado de
bachiller cuando comenzó la gran tradición de sabios del siglo xvi
con nombramientos como los de Francisco de Vitoria (1526) y Fer­
nán Núñez, el llamado «comendador griego» (1524). No obstante,
podemos señalar tres profesores conocidos de la época de Rojas por
motivos especiales. El primero de ellos es el médico Femando Alva­
rez de la Reina, llamado frecuentemente a la Corte, como lo eran mu­
chos de sus colegas en medicina y leyes. Luego, el curioso profesor de
matemáticas y astrología Rodrigo de Basurto (o Basuarto) que, a pesar
de sus orígenes judíos, fue elegido en 1495 para el colegio residencia
que existía entonces, el Colegio Viejo de San Bartolomé, y que tenía
fama haber predicho la muerte repentina del príncipe Juan durante
una visita a Salamanca en 1497 9.
Debemos mencionar, finalmente, al más antiguo admirador, co­
rrector y colaborador de Rojas (en la estrategia de la autorrevelación),
Alonso de Proaza (nacido en 1445?), quien parece haber ocupado un
puesto docente en el programa preparatorio (las «Escuelas menores»)
durante esos años. Que era hombre y mentor querido y respetado no
sólo por el estudiante que fue autor de La C elestina, sino por todos
los que le conocieron, queda atestiguado por un elogio salido de la
pluma del antologista de un ca n cion ero definitivo, Hernando del
Castillo:
A vos que sois primo de los inuentores
y todo saber en vos resplandesce,
a vos a quien grandes, medianos, menores
vienen pidiendo de vuestros favores
y llevan complido lo que les íallesce 10.

Teniendo en cuenta su mayor edad, la admiración constante por La


C elestina confirma estas dos cualidades, a saber, su sabiduría y su
generosidad. No sólo editó el texto, sino que, en sus versos finales,
este humanista profesional y poeta en latín, sin vacilación alguna y
con una visión crítica aguda, eleva a su joven amigo a la cima del
Parnaso: «No debuxó la cómica mano / De Neuio ni Plauto, varones
9 Además del catálogo de Esperabé Arteaga, ver G i l l e t , Propdladia,
III, 630, y Ruiz be V e r g a r a , Historia, I, 229-30, para información sobre
Basurto. ._
Cancionero de Castillo, Madrid, 1882, I, 622. Para la edad y educación
de Proaza, ver El humanista español Alonso de Proaza, de D. W. M cPhee-
t e r s , Valencia, 1961, pp. 22-24. McPheeters da poca importancia a la hala­
gadora descripción de Hernando del Castillo (p. 114) y aún parece dudar de
la colaboración entre Rojas y su admirador «corrector» (p. 201). Sin embargo,
la connivencia entre los dos a la hora de preparar simultáneamente y de reve­
lar el acróstico parece indicar claramente la anterior confianza y amistad.

— 273 —

18
prudentes / Tan bien... en metro romano...». Por lo que se refiere
a los griegos: «Cratino y Menandro y Magnes anciano / ... supieron
apenas / Pintar un estilo primero de Atenas, / Como este poeta en
su castellano». A juicio de Proaza, Rojas, como un verdadero Amadís
de los «poetas», había ganado su batalla contra los antiguos con un
solo golpe de su pluma.
De los otros, todo lo que podemos decir es que sus nombres
—Andrés de Carmona, Antón de Salamanca, Pedro de Gomiel, Pedro
de Burgos, Martín de Avila, Juan de la Villa, etc.— indican que pro­
bablemente ellos, como muchos de sus famosos sucesores, eran de
origen converso. Como hemos hecho notar en otro lado, la identifi­
cación del apellido con un lugar era generalmente aceptada como
signo del linaje hebraico. Hubo indudablemente cierta dosis de anti­
semitismo en Salamanca. Es evidente, por ejemplo, en los chismosos
anales de Pedro de Torres u; y en 1498 un converso belicoso fue ex­
pulsado de forma escandalosa y a la fuerza del Colegio Viejo de San
Bartolomé (institución cuyo temprano Estatuto de «Limpieza» se ob­
servaba todavía de manera laxa, como lo Índica la elección de Basur-
to) Además, como hemos visto, había varios conversos sinceros y co­
nocidos no exentos de este sentimiento. Así, el profesor de Teología y
director del Colegio Viejo, fray Diego de Deza, que había defendido
a Colón y fue nombrado obispo de Zamora en 1496 (¿se refiere a él
Sempronio cuando dice «aquel es ya obispo», en el discurso sobre el
tiempo en el acto III?), llegó a ser uno de los más vengativos de
todos los inquisidores a pesar de (o a causa de) su propio linaje. No
obstante, pienso que es prudente dedr que la Salamanca que Rojas
conoció fue, entre otras cosas, un refugio para los acosados intelec­
tuales conversos B. Un amplio porcentaje de estudiantes y seguramen-
11 Extractos d e su Cronicón aparecen en la Historia d e D e l a F u e n t e ,
pp. 58-71. Entre otras cosas, Torres «acusa a esta malvada gente judiega» de
haber arruinado la escritura castellana con sus «garabatos», cargo grave en
verdad, a juzgar por la dura experiencia d e los que han tenido que aprender
a leer la letra procesal del período.
12 El incidente está descrito por Ruiz d e V e r g a r a ( I , 234) y C a r o
B a r o j a alude brevemente a él, II, 271. Otros miembros conversos conocidos
eran Alfonso de la Torre y Juan Arias Dávila. Al parecer, este estudiante anó­
nimo irritaba a sus compañeros por su suma arrogancia. Cuando, después de
la invocación del Estatuto, se negó a salir, el Colegio apeló a la Reina. A pesar
de ser una «persona favorecida de parientes poderosos y nobles», su reacción
fue mandar que le tirasen por la ventana si no .quería salir por la puerta.
1J Aparte de los años de la asistencia de Rojas, entre los profesores con­
versos conocidos a finales del siglo xv y principios del xvi se contaban los
médicos Fernando Alvarez de la Reina (quien pasó la mayor parte del tiempo
en la Corte) y Alonso de la Parra (cuyo nombre se recuerda todavía en roman­
ces que narran la enfermedad y muerte del Príncipe Juan), el filósofo y teólogo
Francisco de Vitoria, así como varios miembros de la familia Coronel. Pablo
Coronel, catedrático de Sagradas Escrituras, es estudiado por A m a d o r d e
l o s Ríos en sus Estudios sobre los judíos de España (Madrid, 1848), junto

— 274 —
te la mayor parte de la Facultad debió compartir de manera cómoda
o incómoda su conciencia de un común origen.

V isio n e s l it e r a r ia s

Cuando el adolescente Rojas llegó a Salamanca para comenzar sus


estudios — solamente diez años después de la escéptica acogida a Co­
lón— se sintió solo y extraño. Hay ciertas situaciones humanas que
no se explican en términos de historia, aunque, como veremos, la sole­
dad y la extrañeza de los recién llegados a Salamanca excedía a todo lo
que están expuestos los novatos de hoy. Además, como podemos cole­
gir de los relatos contemporáneos, se había sentido muy poco cómodo
físicamente. Salamanca era muy conocida por sus inviernos duros, sus
húmedas plazas y sus glaciales aulas. Un futuro arzobispo de Valen­
cia describe de la manera siguiente su llegada a la Universidad:
Proveídos que fuimos a Salamanca por el mes de noviembre del año de 1528,
como la casa del colegio era estrecha y estaban los religiosos de León mal con
los de Uclés, fuimos mal recibidos y albergados. Yo tomé mi aposento para
recogerme a estudiar de noche porque el día oía lecciones de Santo Tomás,
donde tuve por maestro principal cerca de un año a Fr. Francisco de Vitoria...
Y así pasamos algunos días mal acomodados con harto de rigor de frío que
aquel invierno hizo, que muchas veces, por ser el aposento bajo, llegaba a
tener los pies sin sentido ninguno de que no encurrí en pequeñas enferme­
dades de cuartanas y otras; al cabo, como no podíamos estar allí... determi­
naron de pasamos a A lcalá...14.

Las «defensivas armas» estoicas de Rojas pueden haberle propor­


cionado mayor protección de la que disponía el quejumbroso estu­
diante del Padre Vitoria. O quizá (como «hijo» del propietario de una
finca de primera de tierra de regadío) tuviera un alojamiento más
confortable. No obstante, sin duda hubo veces en que incurrió en las
imprecaciones del Rodrigacho de Juan del Encina: «Agua y nieve / y
vientos bravos corrutos / ¡reniego de tiempos putos! ¡Y ha dos meses

con Alfonso de Zamora, el primer profesor de hebreo de la Universidad, y


otro médico, Alfonso de Alcalá. E n cuanto a Deza, ver M á r q u e z , Investiga­
ciones, p. 148. R ic a r d o E s p i n o s a M a e s o fue el primero en relacionar su obis­
pado con la observación de Sempronio («Dos notas para La Celestina», BRAE,
XIII, 1926, pp. 182-184). ,
w M. S e r r a n o y S a n z , Autobiografías y memorias (NBAE, Madrid, 1905),
p. 215: «Discutso de la vida del... señor don Martín de Ayala». El frío se
convierte en una parte de la tradición picaresca en el «Descanso XII», de
Marcos de Obregón, cuando Espinel inserta reminiscencias personales de sus
propios sufrimientos en la universidad. La anécdota del hueso de mulo em­
pleado como leña, por ser indudablemente autobiográfico, se sitúa en el cruce
entre la vida y la literatura.

— 275 —
que llueve!» En realidad, este pasaje, tomado de la E gloga d e las
gran des lluvias, se refiere a un otoño e invierno famosos por su in­
clemencia, los de 1497 y 1498, año en que muy probablemente fue
escrita La C elestina. Los rústicos interlocutores de Encina exageran
sin duda con miras a un efecto cómico, pero el ganado ahogado, las
casas derruidas, las vidas en peligro, el hambre y el lamento general
bien pueden haber formado parte del complejo de experiencia personal
que subyace en la obra. Ricardo de Espinosa Maeso supone que la
inclusión de Sempronio de «la puente es llevada» en su lista de he­
chos pasajeros ocurridos, alude a un resultado históricamente regis­
trado de la crecida del Tormes en aquel año —y bien puede estar en
lo cierto 1S— . El invierno medieval en general, y el de Salamanca en
particular —aunque no siempre tan espectacular como el del cuarto
año académico de Rojas— era un período de sumo desasosiego y
hasta de temor.
Volviendo al otoño de 1494, aparte de los sentimientos de sole­
dad y de vulnerabilidad, ¿qué le ocurrió a Rojas el día en que llegó
a la Universidad? Es una pregunta que cualquier lector de la litera­
tura española puede responder por sí mismo. Generaciones de estu­
diantes más o menos fieles al rito de la «novatada» convertían ese
acontecimiento en una tradición que conocemos a través de la novela
picaresca. Fueran o no los ritos de iniciación a que tuvo que some­
terse Rojas tan brutales y tan asquerosos como los pintados por don
Pablos «el Buscón» (que se describe a sí mismo como cubierto con
los gargajos de los «antiguos»), el tópico mismo indica que entrar
en el nuevo mundo de la Universidad era en cierto sentido entrar en
un mundo de ficción. En contraste con las Universidades de nuestro
tiempo en los Estados Unidos (tan pobres en tradiciones que a ve­
ces los administradores tratan de crearlas), Salamanca era tremenda­
mente tradicional: consciente de sí misma como entidad separada y
única, apartada del mundo ordinario de donde venían sus miembros.
Es decir: durante siglos, Salamanca se iba contando a sí misma una
historia legendaria, y el primer deber del recién llegado era entrar en
la corriente de esa historia y vivir en ella como persona. De ahí la
importancia de la iniciación, la «novatada».
El retrato picaresco de Salamanca es tan conocido que huelga una
descripción detallada. Debemos destacar, sin embargo, que la vida
de estudiante supuso una faceta de la tradición picaresca totalmente
diferente de la guerra diaria despiadada y sin remordimientos de la
infancia del Lazarillo en la misma ciudad. Los estudiantes picaros
llevaban esa condición con una alegría y un ritmo juvenil tan propios
que nos hace pensar más en Cervantes que en el Lazarillo. Rojas, en
su P ró logo , habla de sus compañeros como «la alegre juventud y man­
15 «Dos notas», arriba citado, n. 13.

— 276 —
cebía». Y en La verd a d sosp ech osa , de Alarcón (comedia injustamente
famosa como fuente de Le m en teu r), Ja descripción se amplía:
En Salamanca, Señor
Son mogos, gastan humor,
sigue cada cual su gusto;
bazen donaire del vicio
gala de la travesura.
grandeza de la locura:
haze, al fin, la edad su oficio.

Era un mundo de bandas juveniles y vagabundas afanosas de


novedades y jolgorio, un mundo «penetrado», como lo califica doña
Emilia Pardo Bazán, «de la idea anárquica que palpita en la literatura
picaresca», un mundo cuyos habitantes estaban «ebrios de libertad,
de travesura y de vagancia» 16. Esa negación de valores que es funda­
mental a la visión picaresca se presenta no a través de la desesperación
y de la discrepancia individuales, sino en términos de explosiva vita­
lidad. Salamanca era una «reacción en cadena» que, según las reglas,
tanto físicas como sociológicas, de tales reacciones, dependía de la
alta concentración de juventud.
La verdad vital del cuadro picaresco de Salamanca no queda dis­
minuida por el hecho de que fuera una ficción, una autoconsciente
interpretación literaria, como se desprende de su coexistencia con
otra imagen pastoril. Menos conocida y menos boyante que la Sala­
manca de Marcos de Obregón, Guzmán de Alfarache y de don Pablos,
la tradición pastoril era igualmente inherente, ya manifiesta en la
descripción de la ciudad universitaria ideal de las S iete Partidas
(1252) de Alfonso el Sabio:
...la ciudad que albergue a la universidad lia de ser de aire sano y que
invite a pasear, de manera que los profesores que impartan sus disciplinas y
los estudiantes que las estudian puedan «tozar de buena salud y disfrutar
juntos y gozar cuando salgan por la tarde cansados como están por sus es­
fuerzos 17.

El mismo ideal cobra viso humanístico y color de perfecciona­


miento renacentista en la descripción que Cristóbal de Villalón hace
de Salamanca en verano:
Venido el estío, en el cual en alguna manera afloxan las letturas y estudio
por causa del gran calor, exercítanse en virtuosos pasatiempos todos aquellos
señores; en compañía unos de otros, acostumbran por recrear el espíritu y

16 Otado por J. G a r c í a M e r c a d a l , Estudiantes, sopistas y picaros, p. 3 9 ,


de un discurso que, en cuanto yo puedo precisar, no se reproduce enteramente
en sus Obras completas.
n Partida 2, título XXXI, ley 2, citado por G a r c í a M e r c a d a l , p. 56.

— 277 —
sacarle a espaciar, de salirse por las aldeas cercanas o huertas deleytosas que la
ciudad tiene alrededor de sí, y por mejor se festejar inventan pasatiempos y
juegos honestos 1®.

La Salamanca rural —vírgiliana y horaciana— de Fray Luis de


León es sin duda la expresión más definitiva de esa tradición. Pero
va precedida por estos y otros ejemplos 19. Tan válida como la des­
cripción picaresca de las luchas y burlas estudiantiles era esta propo­
sición de la Universidad como lugar de comunión bucólica y de au­
téntico diálogo. No podemos saber si Fernando de Rojas salía al
campo o experimentó tal comunión, si bien en el prólogo indica que
encontró unos cuantos oyentes que le entendieron perfectamente
(«aquellos [que] coligen la suma para su prouecho»). Pero como los
estudiantes de una de nuestras Universidad bucólicas, o como Mel-
ville cuando consigna sus impresiones de Oxford («Jardín ceñido por
el río. Extensas praderas. Bueyes y ovejas. Vida pastoril y estudiantil
mezcladas»), Rojas percibía sin duda el sueño literario que se fabrica­
ba dentro de su mundo particular.
Un aspecto curioso de estos bocetos de Salamanca es que no se
excluyen mutuamente. No sólo coexisten, sino que se mezclan en
ocasiones. Además de la reminiscencia puramente picaresca —robo
de capas y Übros, solicitación de votos, ceremonias burlescas y todo
lo demás—, Guzmán de Alfarache recuerda sus días de estudiante
como algo de una perfección y comunión bucólicas:
¿Dónde se goza de mayor libertad? ¿Quién vive vida tan sosegada? ¿Cuáles
entretenimientos de todo género dellos faltaron a los estudiantes y de todo
mucho?
Si son recogidos, hallan sus iguales; y si perdidos, no les faltan compañe­
ros. Todos hallan sus gustos como los han menester. Los estudiosos tienen con
quién conferir sus estudios, gozan de sus horas, escriben sus liciones, estudian
sus actos y, sí se quieren espaciar, son como las mujeres de la montaña: donde­
quiera que van llevan su rueca, que aun arando hilan.
Dondequiera que se halla el estudiante, aunque haya salido de casa con
solo ánimo de recrearse por aquella tan espaciosa y fresca ribera, en ella va
recapacitando, arguyendo, confiriendo consigo mismo, sin sentir soledad; que
verdaderamente los hombres bien ocupados nunca la tienen.
Si se quiere desmandar una vez en el año, aflojando a el arco la cuerda,
haciendo travesuras con alguna bulla de amigos, ¿qué fiesta o regocijo se

13 Tomado de El Escolástico. Citado por S e r r a n o y S a n z en su intro­


ducción a la Ingeniosa comparación entre lo antiguo y lo presente, Madrid,
1897, p. 81.
19 C a r o L yn n , por ejemplo, cita y traduce las siguientes líneas de Lucio
Marineo: «caminamos por verdes jardines y descendimos luego al sombreado
río. / Caminando, las horas pasaban en sabia conversación» (p. 66).

— 278 —
iguala con un correr de un pastel, rodar un melón, volar una tabla de
turrón 20.

Si la literatura pastoril y la picaresca tienen en común una intui­


ción de la libertad (un «Fay ce que vouldras» en el campo o en la ciu­
dad) difieren a la hora de gozar de esa misma libertad. Frente al estu­
diante «pastor» libre de toda distracción en su meditación, el estudian­
te picaro goza de la libertad de la acción inherente a la guerra, a la tra­
viesa guerra diaria contra sus compañeros y contra los sufridos habi­
tantes de la ciudad. En este punto, sin embargo, se une a los dos un
tercer autorretrato, el del estudiante caballero. Tan pronto como el
picaro ataca con su espada en lugar de hacerlo con sus manos o con
su boca, cambia la alegría y la dialéctica por el honor y entra en la
Salamanca de «capa y espada». El texto ya clásico aquí es la segunda
mentira de La verd a d sosp ech osa de Alarcón, mentira que pinta la
vida de la Universidad como una gran intriga galante dentro de la
mejor tradición de la comedia española. El retrato era en general tan
halagador (aunque no sin cierta verdad) que la única persona que
parece haberlo aceptado totalmente fue Espronceda tres siglos des­
pués al escribir su obra romántica El estu dian te d e Salamanca. Rojas,
desde luego, no lo aceptó. La escena nocturna del acto XII con su
descripción cómica de la cobardía de Pármeno y Sempronio (a pesar
de sus armas) fue seguramente entendida por sus primeros oyentes
estudiantes como una sátira de ese mito.
La extrema susceptibilidad de Salamanca al bosquejo literario
(don García, el estudiante cuya vida entera es una ficción, es un ade­
cuado ejemplo representativo) queda ilustrada de modo extraño por
los efectos de La C elestina sobre la ciudad. Gimo apuntamos ya,
poco después de su publicación se mostraba a los visitantes de la
ciudad «la derribada casa de la vieja Celestina» y «la nombrada y
poco vistosa torre de M elibea»21. La mejor imitación de la obra,
Lisandro y RoseUa, de Sancho de Muñón, sustituye el escenario ur­
bano decididamente anónimo de Rojas (es erróneo creer que es una
ciudad particular) por un decorado con color universitario local72.
20 Libro III, cap. 4. Que esta coexistencia tenía su contrapartida en la
vida, queda confirmado en un documento citado por J u l i o G o n z á l e z en El
maestro Juan de Segovia y su biblioteca, Madrid, 1944: incluso los canóni­
gos de la catedral de Salamanca caminaban «armas portando ad taxiUos et
alios íllicitos ludos ludendo, ad tabernas, ortos, vineas, prata, blada et alia loca
vetíta et inhonesta ¡ntrando...» (pp. 30-31; lo subrayado es mío).
21 Orígenes, p. 279. ^_
22 De forma típica, la Celestina de Sancho de Muñón increpa a una de
sus protegidas: «Tomarás, ¡maldita seas!, ejemplo de nuestra vecina la Cal-
venta que primero recibe que da: si no traen dineros, que dexen prendas.
¿Dónde tenías los ojos ayer cuando la fuimos a visitar? ¿No miraste la alhaja
de atavíos, y la rima que tenía llena de decretos y Baldos y de Scotos y de
Avicenas y otros libros?» (Lisandro y Roselia, ed. J. López Barbadillo, Ma­

— 279 —
Y en obras posteriores en prosa como el Q u ijote apócrifo de Avella­
neda y La tía fin gida , las alusiones celestinescas y universitarias apa­
recen juntas como algo natural. Es decir, tradicionalmente, y sin
imitación intencionada. En la primera de las obras, Bárbara «la mon­
donguera», una alcahueta sórdida, grotescamente vil, descendiente de
la de Rojas, enseña el vicio a los estudiantes de la manera más degra­
dante 23, mientras que en la segunda hay una alegría y un humor
espontáneo bastante alejado del original. De esta manera, La C eles­
tina, como pieza maestra única y demostrablemente inimitable, crea­
ba ella sola una nueva versión de Salamanca. Años después, ir a Sa­
lamanca era ir no sólo a un lugar tranquilo y bucólico, no sólo a un
escenario de enredos picarescos o al reino de la galantería y la aven­
tura, sino a la misma ciudad donde Melibea y Celestina vivieron y
murieron tan intensamente.
¿Por qué es esto así? ¿Por qué la Universidad y la ciudad se adap­
tan tan fácilmente a las autorrepresentaciones literarias? Es una cues­
tión que lleva nuestra atención hacia algunos aspectos generales de toda
sociedad universitaria, aspectos que estaban acentuados de manera
particular en Salamanca. Como otras Universidades de su tiempo (y
del nuestro, aunque en mucho menor grado), Salamanca era un «esta­
do independíente», consciente de ser distinta de la ciudad y de la na­
ción que la rodeaba. Sus estudiantes llegaban del mundo entero, y de
hecho casi todos ellos eran devueltos a ese mundo exterior, Pero mien­
tras eran ciudadanos de la «república llamada Universidad» 24, las con­
diciones sociales de su existencia eran profundamente ajenas a todo lo
que pudiera encontrarse fuera. Ir a Salamanca era hacer un viaje a un
país extranjero, país que, a pesar de su pequeñez (Lucio Marineo Sícu-
lo calcula la población estudiantil de tiempos de Rojas en siete mil) 25,
estaba decididamente resuelta a mantener su prestigio e independen­
cia. La historia de Salamanca vista desde fuera estaba formada por la
disensión normal «entre toga y capa» y por las negociaciones con la
Corona (cuando, por ejemplo, interfería o solicitaba los servidos de los
drid, 1918, p. 29). Los libros mencionados son, por supuesto, los textos prin­
cipales de las tres facultades más importantes: derecho, teología y medicina.
Hay muchos otros ejemplos. J. E. Gillet ve indirectamente algo del mismo
ambiente en la obra de Rojas, llegando hasta explicar la erudición de Sem-
pronio y su ambigua relación con Calisto como un reflejo de la conducta de
los fámulos conocidos localmente como «capigorrones» (Propdladta, IV, 182),
23 Dado que Bárbara operó en Alcalá, es curioso observar que la univer­
sidad más joven asimiló rápidamente las tradiciones litenrias de la más antigua.
24 Citado de los Estatutos de 1538 por G u s t a v e R e y n i e r en La vie uni-
versitaire dans Vancienne Espagne, París, 1902, p. 30. Según D e l a F u e n t e ,
la independencia de Salamanca respecto del poder civil venía desde las Cons­
tituciones del Papa Martín V en 1421. Por la autoridad papal en un tiempo
en que el poder real era casi no existente, «la Universidad se erigió ya en
estado independiente» (I, 274).
25 C a r o Lynn, p, 60.

— 280 —
expertos médicos y legales de la Universidad) y con el Papado. Pero
nos interesa menos aquí el estudio de las relaciones exteriores que la
comprensión desde dentro de leyes, costumbres, folklore y la peculiar
conciencia nacional del nuevo país al que emigró Rojas y en el que se
escribió La C elestina. La presencia en Salamanca supuso precisamente
un reajuste a fondo del comportamiento social, ya que la Universidad
era un estado conscientemente autónomo de ciudadanos naturaliza­
dos, un estado que se deleitaba en el retrato literario de sí mismo.
La imagen picaresca y bucólica de Salamanca, en otras palabras, se
prestaba a modelos de autocomprensión. Eran las leyendas apropia­
das —la una, leyenda de libertad contada por los estudiantes, y la
otra, leyenda de perfectibilidad contada por la facultad— de una so­
ciedad n un tiempo totalmente letrada y totalmente artificial.

La r e pú b l ic a llam ada U n ive r sid ad

La profundidad del cambio social experimentado por Rojas al


salir de La Puebla e ir a Salamanca se advierte por el simple hecho
de que el primero era un mundo regido por ancianos autoritarios,
mientras que el segundo era una democracia de jóvenes en que la
mayoría de los profesores e incluso el rector eran elegidos 36. Es ver­
dad que el claustro deploraba esto de vez en cuando. En 1554,
según De la Fuente, se presentó un informe al claustro sobre la pobre
calidad del estudio de gramática en Salamanca comparado con el de
Alcalá. La causa específica de esta situación era la envidia y la codicia
surgidas de la práctica del voto de los estudiantes. La conclusión es
tajante; «Mientras [los estudiantes] elijan sus maestros, tendrán
éstos que encubrir sus vicios y holgazanerías y adularlos...»37. En
1503, cuando el profesor de Griego, Arias Barbosa, fue derrotado en
una elección para la cátedra de Gramática, su amigo Lucio Marineo
le escribió una carta reprochándole «no sé qué razón te llevó a con­
fiar tu dignidad y tu honor a los votos de volubles chiquillos, sabedor
como eres de que se dejan arrastrar por pasteles y caramelos e incluso
por miserables castañas»28. Pero a pesar de tales objeciones y de
nombramientos de baja calidad en ocasiones, el sistema funcionaba
no peor que cualquiera en uso hoy día 29. Por un lado, había una dis­
26 No todos los cargos de la Universidad eran electivos. Era característica
de Salamanca su curiosa administración dual. Además del rector, había xm
maestrescuela nombrado por la Iglesia. La estructura de los consejos y comités
era también de autoridad entremezclada y compleja, según las historias acep­
tadas y citadas.
27 Historia, II, 240. Ver también B e l l , Luis de León, p. 81.
28 C a r o L y n n , p. 1 0 0 . ,
^ La decadencia y profunda corrupción del sistema de elección de pro­
fesores en los siglos xvn y xvm estaba íntimamente relacionada con la deca-

— 281 —
tribución proporcional de los votos según los años de residencia30.
Por otro, « ... como en la mayor parte de las Escuelas de la Edad Me­
día, los jóvenes estudiantes acababan casi siempre, a pesar de las in­
trigas y cabalas, por someterse a la influencia de los compañeros más
serios y más antiguos que, habiendo con frecuencia superado los
treinta, licenciados ya o hasta doctores y futuros candidatos a las
cátedras, son a la vez capaces de juzgar bien a los aspirantes como de
interesarse por que sea recompensado el verdadero mérito» iI.
Nuestro propósito, sin embargo, no es tanto juzgar el sistema
cuanto tratar de comprender su significado para aquellos que estaban
dentro de él. Además de acumular saberes y habilidades que se supo­
nía había de emplear después en el mundo de fuera de la Univer­
sidad, el joven estudiante, como resultado de su derecho a voto, tenía
un sentido de participación en la profesión académica que, en compa­
ración, es desconocido hoy. Además, la forma en que se llevaba la
votación tendía a reforzar este sentimiento de participación. Los días
de elecciones eran tensos por el nerviosismo, y las celebraciones de
victoria eran con frecuencia explosivamente jubilosas. Los anales de
la Universidad están repletos de campañas electorales conducidas con
sobornos, conspiraciones, violencia, intensa solicitación de votos y
procesiones de antorchas. La política académica no era seguramente
mucho más lúcida y altruista de lo que es hoy; pero, llevada de esta
manera, desembocaba en una nueva relación del individuo con su
sociedad inmediata. Uno llegaba a ser ciudadano de un estado acadé­
mico o —para usar la palabra de Rojas— so cio {socius en latín)
de la misma empresa académica. En tiempo de reñidas y acaloradas
oposiciones, los nuevos estudiantes que venían a matricularse hasta
eran acogidos en camino por partidarios de su provincia. Para conse­
guir sus votos, esos recién llegados no sólo se libraban de los ritos
de la novatada, sino que además eran tratados regiamente32, Para re­
sumir, Rojas había hecho nada menos que emigrar a un mundo en
el que cada cual votaba, en el que todos vestían de forma más o menos
igual33 y en el que la distinción entre clases de cristianos no era lo
suficientemente importante como para impedir a cualquiera el subir
hasta las alturas académicas. Si el primer descubrimiento de Rojas
fue que no pertenecía a su mundo, el segundo, después de llegar a
dencia de los colegios y la corrupción de la política de admisión en los mis­
mos. Ver R e y n i e r , Parte II, cap. 3.
30 Ver la descripción de B e l l , Luis de León, pp. 7 9 ss.
31 Ibid., p. 7 8 .
32 R e y n i e r , p , 7 7 .
33 R e y n i e r , p. 30. Las normas de la Universidad para lograr ]a uniformi­
dad están repletas de castigos por diversas infracciones, normalmente las de
los estudiantes más ricos o generosos que trataban de exhibir su riqueza por
medio de cuellos de pieles, mangas acuchilladas, o materias de seda. Ver E s p e -
r a b é A r t e a g a , I, 204-205.

— 282 —
Salamanca, fue que sí pertenecía. De aquí, al menos en parte, la suma
importancia que diera a su grado y a su «principal estudio».
Ese sentimiento de participación, de pertenecer a una corpora­
ción, es tanto una negación como una confirmación de la visión pasto­
ril de Salamanca. Porque aquella participación era sobre todo partici­
pación en una lucha constante. Aunque la Universidad presentara un
frente común contra el mundo del exterior, su historia se asemejaba
a la de La Puebla de Montalbán en su tendencia a la «contienda o
batalla» intra m uros. Las reyertas sañudas, prolongadas y a veces
mezquinas entre los miembros del claustro y entre facciones de estu­
diantes confirman plenamente la descripción de Huizinga de las Uni­
versidades medievales como «generalmente tumultuosas y agitadas.
Las formas de intercambio científico entrañaban un elemento de irri­
tabilidad: disputas interminables, elecciones frecuentes y alborotos de
los estudiantes. A esto hay que añadir viejas y nuevas rencillas de
todas clases entre órdenes, escuelas y grupos. Los diferentes colegios
contendían entre sí y el clero secular estaba a la greña con el re­
gular» 34.
Como hemos dicho, Rojas fue estudiante durante la ausencia del
célebre gramático español Nebrija (1488-1503), pero la prolongada
y agria disputa de éste con Lucio Marineo Sículo por motivos de
prestigio y además a causa de la competencia entre sus respectivos
textos latinos introductorios, fue típica35. Fray Luis de León, cuyos
celebrados momentos de tranquilidad fueron poco frecuentes, descri­
be su vida académica de forma que nos recuerda tanto el prólogo de

34 Erasmus and tbe Age of Reformalion, Nueva York, 1957, p. 20. En


otra parte, H u i z i n g a comenta la semejanza de las disputas de escuela con los
torneos caballerescos: «La universidad medieval era en el pleno sentido de la
palabra una arena... En ella se jugaba un juego serio y a veces peligroso:
las actividades de la Universidad, como las de la caballería, tenían el carácter,
o de consagración e iniciación, o por el contrario de reto y conflicto» («The
Task of Cultural History», Men and Ideas, Nueva York, 1957, p. 17). En este
sentido, el mismo estudio del latín podía, según el P. O n g , compararse al rito
de la pubertad destinado a separar al individuo de su pasado y cualificarle
—por la prueba del valor, así como del saber— para entrar plenamente en la
«organización interna de la Universidad, cerrada a los que no podían merecer
ese privilegio». Así, los muchachos que habían temido antes a los que tiraban
piedras a los pájaros se preparaban ahora para las batallas intelectuales de su
madurez. «Latin Language Study as a Renaissance Puberty Rite», Studies in
Pbilology, LVI (1959), 103-124. ^ _
35 C a r o L y n n , pp. 96-99. Cuando Marineo se quejaba a Pedro Mártir de
la arrogancia de Nebrija, Pedro Mártir le aconsejaba que en la vida universi­
taria hay que acostumbrarse no sólo a las «discusiones, sino las injurias y las
afrentas». El que medita en la venganza sólo «se atormenta, se tortura, se
martima a sí mismo» (Epistolar ¿a, IX, 46-47). Los nuevos libros de texto
eran motivo de controversia, tanto por los beneficios que esto podía repor­
tar como por las sacudidas que, según veremos, habían de alterar la vida
universitaria, como consecuencia de la introducción de la imprenta.

— 283 —
Ím C elestina como el de su fuente, el De rem ed iis de Petrarca: «To­
dos vivíamos como en guerra por razón de las pretensiones y compe­
tencias, y por la misma causa todos teníamos enemigos» 36. Era inevi­
table la implicación de los discípulos predilectos de los profesores,
de las órdenes religiosas y de los grupos regionales en estas rivalidades.
El resultado era que el cuerpo estudiantil no sólo votaba, sino que
además tomaba plena parte en la lucha de sus mayores, discutiendo
incesantemente las doctrinas opuestas de los líderes de partido. La
Universidad se dedicaba en principio del saber dialéctico y, en efecto,
los aspectos más académicos de La C elestina son las discusiones sobre
ella de sus lectores universitarios (los «dissonos e varios juyzíos» del
prólogo), a la vez que el constante argumento y debate que caracteri­
zaba su diálogo. Ir a Salamanca desde La Puebla fue dejar un país
donde la discusión había sido acallada (recordamos los azotes sufridos
por Pedro Serrano por discutir sobre teología con sus vecinos ju­
díos) y llegar a otro donde era programática y acalorada.
La guerra de Salamanca —como saben los lectores de sus retratos
literarios— no se limitaba a las palabras. Los estudiantes, a excepción
de las clases y de las conferencias, llevaban espadas y dagas ocultas,
y muy frecuentemente llevaban armaduras bajo sus capas. En una
época de armas37, la ciudad era un campo armado en que se acostum­
braba, incluso en los que habían recibido las órdenes sagradas, a salir
a la calle preparados para el ataque y la defensa. En tales circunstan­
cias, cuando hervía la sangre o cuando los candidatos de facciones
rivales competían por una cátedra, las calles se convertían en escena­
rio de un conflicto de masas. Duelos privados, escaramuzas noctur­
nas con la ronda de la ciudad, incluso asaltos armados y robos eran
tan frecuentes como cabía esperar de una sociedad de esa naturaleza.
Es difícil para nosotros imaginar a nuestras bandas de delincuentes
juveniles comprometidas en una motivación intelectual razonada,
pero en su juventud, en su partidismo, en su belicosidad y en su apa­
sionado interés por el honor, el cuerpo estudiantil salmantino presen­
ta notables semejanzas con las actuales contrasociedades. Tanto he­
mos subido (¡o caído!).
Los años de estudiante de Rojas fueron particularmente turbulen­
tos, basta el punto que en 1504 la atención real señaló los «escánda­
los e daños e ynconvenientes» causados «a cabsa de las muchas armas
que traen por la cibdad» 38. El remedio propuesto por el Rey Fer­

36 B e l l , Luis de León, p. 77.


t 37 Juan de Mal Lara (citado por G a r c í a M e r c a d a l , p. 167) vio en la
violencia de Salamanca una forma exagerada de lo que «acontesce en España,
que los hombres nascen armados y se matan sin razón unos a otros por muy
livianas causas». Las reminiscencias de Pedro Serrano confirman este juicio.
38 En una carra de fecha 22 de abril de 1497, el Príncipe Juan ordena

284 —
nando fue un nuevo estatuto limitándolas a una espada por estudian­
t e 39. Salamanca, por su constante cambio de población, ofrecía una
sociedad liberada, una sociedad liberada del resentimiento petrificado
de las poblaciones pequeñas. Pero su guerra diaria, movida por la len­
gua y la espada, era mucho más intensa y excitante; o, si el estu­
diante era sensible o cobarde, más espantosa. Tenemos aquí un
mundo plenamente adaptado al lenguaje figurativo de los versos
acrósticos: el «silencio escuda» o «e a mi esta cortando / Reproches,
reuistas e tachas»40.
Esta Salamanca de las algaradas y aventuras, de la bullente ju­
ventud que manifiesta su vitalidad en burlas y retos, parece confir­
mar a la vez la interpretación picaresca y la de «capa y espada». Sin
embargo, no debemos engañarnos. Como todos los buenos retratos, la
Salamanca del Guzmán o de La tía fin gid a tiene un fuerte elemento
de caricatura. Pues, junto a la turbulencia y el desorden, existe un
continuado y persistente esfuerzo por organizar e imponer el orden
en todos los aspectos de la existencia del estudiante y el claustro. Los
reglamentos de la Universidad de 1538 eran tan severos como lo exi­
gían los irreprimibles espíritus de aquellos a quienes se pretendía re­
gular. La expulsión era evidentemente rara, pero las multas eran de
pago obligatorio, imponiéndose además el encarcelamiento en la cár­
cel de la Universidad por pequeñas infracciones. Dos días era la pena
ordinaria por volver la espalda al profesor de una manera descortés.
Añádase que la legislación fue creada para aspectos de la vida diaria
y del comportamiento personal que incluso los más autoritarios de
los actuales administradores universitarios no se atreverían a meterse.
Junto con la normal prohibición del juego y de frecuentar casas de
mala fama, se prescribían en forma positiva los detalles del vestido,
dieta e incluso de la conversación. Por lo visto el reglamento menos
observado era el de hablar latín siempre41. Los legisladores eran
severos de manera especial en el uso del tiempo hora a hora y semana
a semana. La hora de retreta para los estudiantes más jóvenes era a
las siete, y durante el día había horas de conferencias, de repeticiones,
de tiempos de estudio privado, así como «otras horas destinadas

a las autoridades civiles de Salamanca que ayuden al maestrescuela para reducir


a disciplina («punir y castigar») a los estudiantes rebeldes (Ajo, I, 634).
39 Ibid„ I, 353. El disgusto real por la falta de obediencia a esta orden
fue expresado en una serie de cartas que siguieron a lo largo de los dos años
siguientes.
40 También encontramos en el Prólogo que «los impressores han dado
sus punturas». _ _
41 En tiempo de Rojas la norma era universalmente violada. Ver Nebrija,
de O l m e d o , cap. X III. C a r o L y n n cita a Arias Barbosa, que escribe en 1503:
«Apenas si se encuentran dos o tres en Salamanca que hablen latín, muchos
que hablan español, y muchísimos que hablan un lenguaje bárbaro» (p. 101).
Por bárbaro entiende probablemente los dialectos regionales.

— 285 —
para recreación», según la frase del propio Rojas. La imagen viva de
un caballo queda expresa en el perfil de su arnés. De la misma ma­
nera, el tiempo libre, la vida anárquica de la existencia estudiantil
queda expresada en las barreras y restricciones de estos reglamentos
del siglo xvi.
Tenemos aquí una vez más un contraste fundamental entre la so­
ciedad universitaria y la de La Puebla de Montalbán. Allá el orden
de la vida hogareña había sido tradicional; los modelos de la conducta
de las relaciones interpersonales habían sido trazados lentamente con
el andar del tiempo al dictado de las necesidades económicas y bio­
lógicas reflejadas en la cultura de la comunidad. Había desorden,
como hemos visto, un desorden crítico y profundo, pero era posterior
a los ritos y certidumbres medievales que alteró y destruyó. Era un
desorden que por su misma existencia implicaba un orden subyacente
y violado de la vida individual y comunal. En Salamanca se daba el
caso opuesto. En aquella sociedad pasajera de juventud, la ebullición
y el entusiasmo constituían un no orden o falta de orden sobre el que
el orden tenía que superponerse de un modo más o menos eficaz. Así,
cuando se otorgaba el grado de licenciado, los estatutos de 1538 inten­
tan limitar la manifestación festiva organizada por el recipiendario y
sus amigos para la celebración a «seis trompetas y tres pares de tam­
bores». Las «chirimías» asimismo estaban prohibidas. Cada examina­
dor (evidentemente la finalidad de todo esto era proteger a los candi­
datos más pobres y evitar favorecer la riqueza) sólo podía recibir
«dos doblas de cabeza o castellanos y un hacha y una caxa de diaci­
trón y una libra de confites y tres pares de gallinas». Incluso el ban­
quete mismo que se esperaba del candidato victorioso estaba sometido
a un menú estricto42. Los que establecieron estas costumbres artifi­
ciales, sin duda quisieron salir al paso de extravagancias mucho mayo­
res. Conscientes de la falta de orden y de los efectos perniciosos del
derroche exuberante, los legisladores académicos intentaban a base
de una combinación de tira y afloja sobreimponer al menos una apa­
riencia de regularidad permisible.
El lado importante de todo esto es que los estudiantes mismos,
como resultado de su participación en la empresa académica, compar­
tían el ordenamiento de sus propias vidas. Es decir, estudiar en Sala­
manca —una institución bastante más democrática que militar— era
llegar a darse cuenta del orden y desorden como un problema que
afectaba a uno personalmente. Si, en sus patrias chicas, los estudiantes
habían sido preparados para aceptar más o menos conscientemente
el orden de una costumbre largamente establecida, en Salamanca el

42 E s p e r a b é A r t e a g a , I , 1 7 0 . E l m e n ú c o n s is tía e n « u n a p e r d iz o p o llo
o d o s tó r to la s y u n a e s c u d illa d e m a n ja r b la n c o y u n a f r u t a a n te s y o t r a d e s p u é s
y su p a n y v i n o » . . .

286 —
encuentro del nuevo estudiante con la regularidad y las normas (al­
gunas gastadas por el tiempo, otras recientes) establecidas por sus
compañeros, era algo consciente. Y, por ser consciente, la rebelión
contra el orden impuesto en la existencia diaria o el conformismo
era una experiencia personal profunda. Durante seis años o más, cada
estudiante, por el mero becbo de serlo, era consciente de una mane­
ra intensa de la relación problemática entre él y la sociedad.
En La C elestina aparece esta conciencia no sólo en la preocupa­
ción preliminar de Rojas por las reacciones de sus camaradas y su
público, sino también, y más profundamente, en pasajes como los
de la reflexión de Calisto sobre la ejecución pública de sus criados.
Es un monólogo que va más allá del acostumbrado «¿Qué dirán?», y
que no tuvo precedentes en su tiempo. Boccaccio, en la descripción
de la peste del D ecam erón, nos muestra la dolorosa ruptura del orden
medieval (ruptura vista como una erosión de las lealtades por Ro­
jas) 43 como marco para el reordenamiento autoconsciente de la vida
(diez cuentos, diez días, tópicos prescritos, decoro estricto pero gra­
cioso) construido por sus jóvenes narradores. En la villa boccacciana
(como en la Utopia del orden medieval restaurado de Moro) hay un
ordenamiento académico y artificial de la existencia comparable a la
sociedad en que Rojas se había naturalizado después de salir de La
Puebla de Montalbán. No tenemos por qué sorprendernos si en el
diálogo de éste y en los cuentos de aquél contemplamos la esponta­
neidad amorosa y vital en conflicto con el orden social.
Un cambio paralelo experimentado por Rojas y sus compañeros
de estudio era el carácter nacional e internacional de su nuevo entor­
no. Todos ellos habían salido de comunidades que eran esencialmen­
te locales en sus puntos de vista y preocupaciones. La identificación
personal en cuanto espa ñ ol había ganado en intensidad durante el rei­
nado de los Reyes Católicos, pero, aún así, la visión de los habitan­
tes tanto de las pequeñas poblaciones como de las ciudades era en
gran parte provinciana. A medida que la visión de uno quedaba cir­
cunscrita a los límites de la población y luego a las parroquias y
vecindades (los barrios tan queridos por Areusa), los chismes tenían
más peso y los acontecimientos parecían más importantes. Era un
mundo sin periódicos en que toda noticia que no fuera local era exó­
tica, y en que los hombres estaban vueltos sobre sí mismos y sobre
sus vecinos inmediatos. En Salamanca, por otra parte, los estudiantes

43 Esto no quiere decir que los comentarios sobre la ruptura del orden
de vida prescrito no se mantuvieran a lo largo de la Edad Media (ver, por
ejemplo, los cuartetos 126 y 127 del Libro de buen amor), sino que más
bien en tiempos de Rojas, por razones ya examinadas, revestían un carácter
más angustioso. Torres Naharro (la queja de Jacinto), Alvarez Gato, Villalo­
bos, Núñez de Reinoso y muchos otros, como hemos visto, se juntan aquí
al coro lúgubre de Rojas.

— 2S7 —
de todas las partes de España e, incluso del extranjero, vivían mezcla­
dos en fraterna compañía. Hablaban (o se suponía que hablaban) una
lengua internacional, y llevaban más o menos las mismas ropas: capas,
túnicas y gorras cuadradas. En otras palabras, además del fermento
intelectual de este momento particular en la historia de Salamanca,
el mismo hecho de la estancia en ella era en sí misma una expansión
de horizontes.
No hemos de sobreestimar, por supuesto, la homogeneidad del
cuerpo estudiantil. La importancia del dinero en el mantenimiento
de los aspectos de la estructura de clase del mundo exterior era
inevitable entonces como lo es ahora44. Las restricciones de vestido
a que se ha aludido arriba, aunque tendentes a disminuir la distinción
entre clases, también refleja su existencia. Y había otras costumbres,
tales como la adjudicación de los mejores asientos del aula para los
estudiantes ricos (a quienes se llamaba esperanzadamente los «genero­
sos») y el vestido especial de los estudiantes criados (los «capigorro­
nes» o los portadores de capa y gorra) que estaban abiertamente basa­
das en la discriminación. Sin embargo, la hereditaria distinción so­
cial y el linaje perdió algo de su importancia en este mundo del
intelecto. Pero esto no se debió totalmente a la nueva jerarquía de
valores. Cervantes, en el C oloquio d e lo s p erros} habla de ricos «mer­
caderes» (sospecho fuertemente que lo que quiere decir con la palabra
es conversos) que viven modestamente en casa, pero que se enorgu­
llecen de proporcionar lujo y ostentación a sus hijos en la Universi­
dad, comparable al de los descendientes de la aristocracia.
Las diferencias regionales reconocidas políticamente en la elección
del consejo de estudiantes por «naciones» eran también dignas de
tenerse en cuenta4S. Las características provincianas descritas en La
tía fingida 45f así como los gritos de las manifestaciones — «Viva la
espiga» de los castellanos, «Viva la aceituna» de los andaluces y otros
por el estilo— son rasgos frecuentemente citados. Cada individuo
traía necesariamente consigo su pasado, no solamente en su memoria,
sino también en su acento, sus preferencias dietéticas y sus modales.
Y, en mayor o menor medida, lo conservaban. Salamanca, lo mismo
que ciertas Universidades de nuestro tiempo y de mi país, estaba
orgullosa de ser una fábrica de caballeros, una «nutríx eq u itu m »,
tanto como una escuela 47. Pero, en muchos casos, esa educación del
comportamiento se quedó en algo muy-superficial. O sea, a veces
la súbita revelación de los nuevos horizontes intelectuales y de los
puntos de vista diferentes, de hecho no hacía más que reforzar la vincu­

14 R e y n i e r , p a r t e I , c a p . 3 , y B e l l , Luis de León, p p , 6 6 - 6 7 ,
45 Luís de León, p. 63,
46 Editado por A, Bonilla y San Martín, Madrid, 1911, pp, 63-67.
47 De Hispan iae laudibus, Burgos, ca. 1496, fo. XVIII.

— 288 —
lación al pasado. Cuando uno de los contemporáneos de Rojas, el
estudiante autor de un poema dirigido precisamente a enseñar el
comportamiento decoroso, se identifica a sí mismo como «Gratia Dei,
un gallego hijo de la Universidad» 43) podemos apreciar sus lealtades
complementarias. ¿Quién sabe si las palabras «Bachiller... nascido en
la Puebla de Montalván» no expresan sentimientos similares?
A pesar de esta partición y segmentación íntima del cuerpo estu­
diantil, los cambios exigidos al matricularse eran profundos. Las
7.000 clases de pasado que se guardaban en las entrañas de Rojas y
sus compañeros, si bien no eran eliminadas, sí eran sometidas necesa­
riamente a requisitos hasta entonces desconocidos. Lo cual equivale
a decir que la localidad que el estudiante llevaba consigo era reinter-
pretada su b s p ecie universitatis, Cuando Rojas volvía a La Puebla en
sus vacaciones (y lo debió hacer en algunas ocasiones) y después de
graduarse, la veía con ojos nuevos. Los penosos momentos de la
huerta de Mollejas, por ejemplo, no sólo habían «disminuido con el
tiempo» (como Sempronio dijo a Celestina); ahora le parecían una
demostración cómica de la aplicabilidad de la doctrina heraclitana y
petrarquista: om nia secu n d u m litem fíunt. Como veremos, La C eles­
tina es un amplio ejemplo de lo que se pudiera llamar visión univer­
sitaria de la realidad local. Es una obra más profundamente salman­
tina que la posterior de Lisandro y R oselía, precisamente porque
no presenta la vida estudiantil (aparte de unas pocas y discutibles alu­
siones), sino crea su mundo de «contienda y batalla», física y verbal,
en términos claramente clásicos.
Otro aspecto del libro apreciado por sus estudiantes oyentes es
su frecuente sátira de los intereses y limitaciones de barrio. Pienso
en cosas como el elogio de los chismes compartidos por las vecinas
de Areusa, el catálogo sardónico de noticias locales de Sempronio, o la
intimidad de Celestina con Alisa cuando vivían cerca, intimidad olvi­
dada cuando esta última se mudó a un barrio mejor. Pero incluso
estas alusiones maliciosas nunca son específicas; son muestras de la
realidad, «una selección típica», según María Rosa Lida de Malkiel,
que de intento evita cualquier semejanza con el color local49. En este
sentido, la visión cómica de Rojas se puede contrastar con la de su
contemporáneo salmantino Lucas Fernández, cuyo diálogo reprodu­
cía el lenguaje, las genealogías grotescas y los limitados puntos de
43 La crianza y Virtuosa doctrina dedicada a la Ilustre y muy esclarecida
Doña Isabel primera Infante de Castilla en la Universidad de Salamanca por
un gallego, hijo del dicho Studio, de nombre Gracia Dei, ca. 1490, ed. A. Paz
y Melía, Madrid, 1892, p. 381. Identificado por el editor con Pedro Gracia
Dei que publicó en 1489 un Blasón General.
49 Two Spanish Masterpieces, p. 77. En La originalidad señala el mismo
punto más enfáticamente: «los autores de La Celestina han sacrificado todos
los elementos particulares que hubiesen ligado su representación a tal o cual
localidad. Así lo subraya el contraste con Juan del Encina...» (p. 166).

— 289 —
19
vista de los campesinos que venían a la dudad los días de mercado s0.
En una égloga como M ingo, Pascuala y e l escu d ero , el auditorio uni­
versitario reconocía fácilmente la cómica rusticidad del campo que
rodea a la ciudad del Tormes. Los barrios de La C elestina, por otro
lado, son, como su ciudad y su lenguaje, de aquí y de todas partes.
Como señala M. R. Lida de Malkiel, la obra «aspira a la representa­
ción artística concreta pero no particular» 51. O, como lo hubiera dicho
Rojas en la jerga de sus estudios, su tragicomedia quería tratar los
«particulares» como si fuesen «universales».
Un contraste final entre los dos mundos en que Rojas vivía se
refiere al aspecto clave de cualquier cultura: la finalidad y estilo de
sus ceremonias. Guicdardini, un visitante generalmente poco simpá­
tico, describe la España del tiempo de Rojas como obsesivamente
ceremoniosa:
En la apariencia y en las demostraciones exteriores, los españoles son muy
religiosos, pero no en realidad; son muy pródigos en ceremonias y las hacen
con mucha reverenda...52.

Pero incluso para un país y un siglo tan ceremoniosos (el final del
«otoño medieval» de Huizinga tan enloquecido por las formas exter­
nas) Salamanca parece haber sido espectacular en este sentido. Como
resaltaremos luego, la vida y trabajo universitarios eran predominan­
temente orales, una situación que por su misma naturaleza requiere
un ordenamiento ceremonioso. Marshall McLuhan observa que, inclu­
so las Universidades del siglo xx —a pesar de las bibliotecas, labora­
torios y catálogos impresos— , siguen dependiendo de la «regular co­
municación oral» 53 y, en consecuencia, de una reverencia hacia los
ciclos ceremoniales, la observancia del ritual y la jerarquía tradicional
que no es enteramente caduca. Nos movemos en el tiempo de la pa­
labra y, por tanto, las ceremonias repetidas, siempre acompañadas de
palabras adecuadas, son medios de reconocer y celebrar el significado
de nuestro tiempo mutuo y las seguimos necesitando. Si proyectamos
esta situación conocida a España y al siglo xv, podemos comenzar a
captar el despliegue increíble de ceremonias que constituían la expe­
riencia diaria de Rojas y de sus compañeros.
Entendidas como un medio de formular el tiempo humano, las
50 Aunque las Farsas y Églogas fueron publicadas en 1514, Cañete cree
que la primera obra de Fernández data de 1500. SÍ se representaron oral­
mente cuando Rojas estaba todavía en Salamanca, su falta de influencia en los
cinco actos añadidos es digna de notarse. Como sabemos, Sosia, el villano,
puede ser cándido, pero su lenguaje no es cómicamente rústico. En su misma
simplicidad es también el único habitante no corrompido de la obra.
51 La originalidad, p. 167.
Viajes por España, p. 201.
5Í «Culture without Iiteracy», Explorations, I (1953), 120.

— 290 —
mas importantes ceremonias de Salamanca eran aquellas que acompa­
ñaban a los cambios de status. Hemos aludido ya a las estudiadas pro­
cesiones y banquetes que seguían a los grados de licenciatura y docto­
rado; pero incluso el grado de bachiller de Rojas le era conferido in-
vidualmente y según un ritual prescrito. Después de la asistencia a
clase durante un número requerido de años y horas según el testimo­
nio del bedel (subalterno que era al mismo tiempo maestro de cere­
monias, archivero, policía del cam pus universitario y pregonero del
boletín del colegio), el candidato a bachiller pedía al rector que seña­
lara una fecha. Esta era anunciada públicamente por el bedel y, cuan­
do llegaba el momento, el estudiante se presentaba en una de las aulas
acompañado por el doctor que le apadrinaba. El doctor ocupaba pri­
meramente la cathedra, y el aspirante, en pie, suplicaba el grado:
«A cced en s p ro p e catbedram gradum p ostu let.» El padrino bajaba de
la cátedra, colocaba la birreta de bachiller en la cabeza del candidato
y le permitía ocupar el sitio de honor. Allí, después de comenzar con
el acostumbrado «E xplicaturus agredíar» (a lo que el bedel replicaba
«Satis»), el nuevo bachiller hacía un breve discurso en latín sobre un
punto relacionado con sus estudios. El costo de la recepción que ce­
rraba la ceremonia estaba fijado en cinco florines aragoneses M.
Además de las ceremonias que acompañaban el cambio o mejora
de status (Rojas fue testigo en 1496 de la fastuosa celebración del
doctorado conferido a Palacios Rubio, uno de los dos mayores juris­
consultos de la época) había numerosas celebraciones regulares y es­
peciales. Entre ellas, de manera típica, estaban las lecturas y «repre­
sentaciones» en latín, debates, romerías, corridas de toros 55, así como
lujosas manifestaciones de bienvenida a príncipes visitantes y a dis­
tinguidos profesores de fuera. A esto hay que añadir las celebraciones
religiosas, observadas igualmente por estudiantes y la población de k
ciudad que daban otra dimensión ceremoniosa a la vida diaria del
ano académico.
Lo más destacable es que de una circunstancia tan inmersa en la
ceremonia haya podido salir un libro únicamente interesado en las
situaciones de conciencia que están por debajo de la superficie del
comportamiento tradicionalmente prescrito. En este sentido, La C e­
lestin a puede considerarse como una especie de manifiesto anticere­
monial. Me refiero aquí no sólo a su muy conocido descuido de los
dos sacramentos esenciales, el matrimonio y la confesión final y absolu­
ción, sino también a una serie de manifestaciones menos importantes

54 De la F uente, I , 2 7 9 -2 8 0 .
55 Las corridas de toros a caballo eran típicas y llamaban la atención de
los visitantes del extranjero. Uno puede figurarse que las imágenes taurinas
características tanto en el Acto I como en los de Rojas («Aquella cara, señor,
que suelen los bravos toros mostrar contra los que lanzan las agudas frechas
en el coso...») provenían de tales espectáculos.

__ 291 —
de la misma antipatía. Celestina se sirve de ceremonias («missas de ga­
llo», «procesiones de noche») para comunicar con mujeres que de
otro modo quedarían inaccesibles, y, cuando finge rezar su rosario,
lo que hace es echar sus cuentas profesionales. Sempronio no ve la
diferencia entre la investidura de un obispo o la bienvenida de un
rey y la borrachera de un vecino. Incluso la ceremonia central de la
misa es interrumpida por la corrompida presencia de Celestina en la
cáustica parodia de Rojas de una balada inofensiva, La m isa d e a m o r 5Í.
Sólo Elida, en su breve luto por Celestina —la ironía aquí llega a su
mordiente máximo—, se comporta con ceremoniosa propiedad.
Como hemos sugerido, la antipatía de Rojas hacia las ceremonias
de su tiempo derivaba de una situación humana más angustiosa y mu­
cho más honda que la de su estancia en Salamanca. Pero limitándonos
a términos universitarios, podemos considerar este aspecto de La C e­
lestina como un ejemplo de la broma y de la irreverencia burlesca del
estudiante. En general se puede decir que, si bien Salamanca iguala­
ba e incluso superaba a otras partes en su densidad ceremonial, la
actitud de sus ciudadanos académicos hada la ceremonia era única en
España de aquella época. Ya hemos visto algo de la seriedad que los
españoles daban a lo ritual. En el Libro d e b u en am or, del siglo xiv,
poema que vuelve una y otra vez sobre el tema de toda clase de ce­
remonias y en un sentido está organizado ceremonialmente 57, había
habido un sentido jubiloso de participación y celebración común (casi
como una Navidad a lo Dickens) que se estaba perdiendo en los
tiempos inquisitoriales. La intensidad fanática de los autos de fe, la
conversión de la misa en una ocasión para la ostentación del fervor
y para espiar a los vecinos sospechosos, las procesiones de reliquias y
de imágenes durante las cuales toda una población gritaba angustiada
pidiendo un milagro, todo esto testifica que la gravedad y la auto vi­
gilancia había sustituido al júbilo de los primeros siglos anteriores.
Añádase que los sombríos inquisidores estaban interesados de
modo particular en cualquier irregularidad o sospechosa felicidad
manifiestas durante las ceremonias. Entre los procesos por sacrilegio
(recogidos en el catálogo de la Inquisición de Toledo) hay varías in­
culpaciones de grupos de campesinos (supuestamente cristianos vie­
jos) por parodia y burla ceremonial. En 1538, por ejemplo, 16 habi­
tantes de Valdegrudas, Taracena, Iriepal y Guadalajara fueron acu­

56 «ha Celestina» como contienda, pp. 96-98.


_57 El deleite constante en la ordenación ritualística y ceremonial de la
existencia es manifiesto en todas las partes de la creación de Juan Ruiz y
corresponde a su índole festiva, distinta de la tradición de humor negro que
discurre desde el Arcipreste de Talavera y va hasta Quevedo. La alegría que
resulta del ciclo anual de actividades descrita en la tienda de Don Amor es
típica. En su tratamiento de la ceremonia Juan Ruiz se puede comparar a
Chaucer.

— 292 —
sados y procesados porque «estos reos, reunidos en tiempo de reco­
lección, parodiaron ciertas ceremonias del Domingo de Ramos y to­
maron parte en un funeral burlesco»58. Su defensa fue que no ha­
bían hecho tal cosa para ofender a Dios, «sino solamente para diver-
lirse», pero, por todo esto, fueron condenados a una penitencia humi­
llante. Era un mundo en que la mofa, al menos que se disimulara
hábilmente, era sacrilega, un mundo en que Alvaro de Montalbán y
otros como él evitaban todas las ceremonias que podían.
Dentro de las fronteras de «la república llamada Universidad»,
sin embargo, las ceremonias se desarrollaban con alegría y entusiasmo
despreocupado. En cierta medida, esto tiene su explicación en la
desmesurada cantidad de actos rituales en que estudiantes y profeso­
res tenían que participar. El análisis de Huizinga de la forma en que
el exceso de ceremonial de la vida cortesana en la baja Edad Media
fue sustituido por la burla y la parodia, se aplicaría en este caso con­
creto. Pero si, en la sociedad de la caballería la ceremonia, al igual
que la armadura, se fueron haciendo poco a poco pesados y artificiales,
en la sociedad académica llevaba consigo una inherente artificialidad.
La inversión ingeniosa de los modales serios es una tradición sempi­
terna entre los estudiantes más o menos jóvenes y parecería como un
corolario de la naturaleza del ser estudiante. Así, en Salamanca, una
parte integral de la larga y compleja ceremonia que acompañaba al
doctorado era el veja m en : una oración o coloquio denigrante sobre
el candidato que, en ocasiones, descendía a insultos gordos altamen­
te celebrados. Así, también, el estudiante que escribía —desde los
poemas goliardos hasta la burlesca R ep etición d e am ores de Luis
de Lucena, escrita y leída en voz alta en Salamanca poco antes
de que Rojas se sentara a continuar la C om edia— no vaciló nunca en
usar el lenguaje y las formas literarias del cu rriculu m de un modo
atrevido59. Rojas, en otras palabras, dejó una sociedad en que la cere­
monia era grave sin reparos y entró en otra en que lo festivo y el jubi­
loso juego acompañaban sus momentos de mayor esplendor. Debió
ser un sh ock para el joven Rojas ser testigo por primera vez de la
«fiesta del obispillo» en que los estudiantes se vestían de curas y pa­
rodiaban el ritual religioso ®. En La Puebla de Montalbán nunca se
había visto cosa semejante.
53 Inquisición de Toledo, p. 308.
& J. Ornstein en su edición (Berkeley, 1954) parece suponer que la
Repetición estaba seriamente proyectada para leerse en la colación de un grado
académico (p. 2). Esto parece sumamente improbable no sólo por el caste­
llano, sino norque Lucena mismo la presenta como una imitación implícita­
mente frivola: «el orden de mí repetición no difiere del que en las científicas
letras se usa». Además tenemos escritos otros ejemplos de esta burlesca univer­
sitaria de la época. Ver L. T h o r n d i k e , «Public Recitáis in the Universities
of the Fífteenth Century», Speculum, III (1928), 104-105.
60 G a r c í a M e k c a d a l {Estudiantes, pp, 136 ss.) da cuenta de la costumbre.

— 293 —
En las páginas que preceden hemos aplicado una serie de adjeti­
vos al mundo académico dentro del cual y para el cual se escribió La
Celestina. Le hemos caracterizado, entre otras cosas, de joven, autó­
nomo, autoconsciente, artificial, no localista, excitante, dinámico, be­
licoso, disputador, festivo, irónico, altamente ceremonioso y relativa­
mente sin clases sociales. Son estos atributos los que en mayor o menor
grado se aplican no sólo a Salamanca al final del siglo xv, sino a todas
las Universidades de todos los siglos. Se aplican a la sociedad universi­
taria como tal, y podemos hacerlos válidos —aunque en un grado
inferior al de Salamanca— desde nuestra propia experiencia. O sea,
Salamanca fue un ejemplo supremo y superlativo de sociedad uni­
versitaria.
No obstante, concediendo que la creación en un medio tan cons­
ciente de sí mismo incide de modo significativo en La C elestina, he­
mos de evitar la ingenua y positivista derivación de ésta de aquel me­
dio. Podríamos describir bien la obra con las mismas palabras —juve­
nil, autónoma, irónico, etc.— , pero estos adjetivos no significan lo
mismo al aplicarse a esta creación literaria. La C elestina no es una
obra universitaria como la R ep etición d e am ores; es —para entonar
una vez más nuestra letanía— una pieza maestra única. Y por lo tan­
to es menos interesante concebir a Salamanca como un medio deter­
minante que tratar de intuir la experiencia de estudiar leyes allí a
finales del siglo xv. Lo cual equivale a decir, entre otras cosas, que
hemos de tratar de imaginar a Salamanca no sólo como una institución
extraordinaria, sino como una forma de liberación después de haber
vivido como hijo de una familia de conversos en La Puebla de Mon­
talbán, o Toledo o donde sea.
Adjetivos aparte, lo importante, pues, es recrear con imaginación
histórica el alivio de sentirse miembro de un cuerpo social, el alivio
de la repentina e incluso vertiginosa liberación de la presión puebleri­
na, el alivio de descubrir la posibilidad de relaciones amistosas y sin­
ceras, el alivio de sentir en uno mismo una creciente fuerza intelec­
tual, y sobre todo el alivio de poder experimentar creadoramente con
formas literarias recibidas. Sería equivocado comparar La C elestina con
la comedia humanista y creerla tan sólo una imitación medio en broma
de Terencío hecha por un estudiante. No obstante, este tradicional
De origen anterior a 1400, se hizo sacrosanto y, a pesar de ulteriores restric­
ciones y desaprobaciones por parre de las autoridades de los siglos XVI y x v i i ,
continuó hasta el siglo xvm e incluso el xix. El inquisidor salmantino, Fray
Diego de Deza, prohibió su representación dentro de la catedral y en las reglas
del Colegio Viejo de San Bartolomé que rigió durante un tiempo hay un
párrafo bastante dolorido (reproducido por Ruiz de Vergara) que la deplora.
La «Fiesta del Obispillo», observa el escritor, es irrespetuosa y causa senti­
mientos que ofenden «durante muchos días después». No obstante, ni la Uni­
versidad, con ser lo que era, ni siquiera la Inquisición ni la Contrarreforma
pudieron lograr suprimirla del todo.

294 —
género académico (como demuestra María Rosa Lida de Malkiel), y la
desenvuelta tradición de los escritos universitarios en general, eran
esenciales a la única cosa importante que Salamanca tenía que enseñar
a Fernando de Rojas: no las leyes del país, sino la libertad para ver y
expresar y poder sentir la ironía y la furia que llevaba dentro. La atri­
bución tradicional del Lazarillo a un estudiante de Salamanca, sea
cierta o no, testifica la conciencia popular de una atmósfera univer­
sitaria a la vez subversiva y festiva. Los lectores sentían en ambas
obras, al parecer, la falta de reverencia fundamental de espíritus ya
pertenecientes a una nueva sociedad y que miran hacia la antigua
como algo que ha quedado atrás. El padre Ong observa en general
sobre este aspecto de la posibilidad de La C elestina: «La ruptura
con el pasado llegaba de esta manera a una especie de máximum en el
Renacimiento, y la conciencia de las escuelas donde enseñaban latín
y en latín como un ambiente marginal especial llegaba a su mayor in­
tensidad» 61.

« L a f e r ia de l a s l e t r a s »

Nuestra reconstrucción imaginaria de la experiencia de Rojas en


Salamanca es todavía peligrosamente incompleta. Debemos añadir
ahora el ^momento» al «medio» (ya hemos hablado demasiado de
«raza») y volver nuestra atención a la Universidad y a la ciudad tal
como eran en los años en que fue concebida La C elestina y escrita y
leída en voz alta a su auditorio apasionado y disputador. Para comen­
zar, podemos señalar el hecho obvio de que la historia de Salamanca
es una parte de la historia de España. Los contrastes entre lo intra-
mural y lo extramural no pueden trazarse netamente, pues, aunque
había aspectos específicos propios de los anales académicos, la historia
de la Universidad, de la ciudad, de la nación y del mundo cristiano
eran en definitiva de una sola pieza. La Universidad puede haberse
definido a sí misma como una entidad sociológicamente separada,
pero no podía dejar de estar orgánicamente unida a su tiempo. En su
mejor momento hizo historia, como cuando sus teólogos fueron a
Trento y sus juristas inspiraron las reformas legales de los Reyes Ca­
tólicos. En sus tiempos peores, se sometió a la historia, como cuando
en 1492 Abrahán Zacut fue obligado al exilio o cuando a comienzos de
la década de 1490 unos 60.000 libros heréticos (algunos sobre ma­
gia, astrología y judaismo) fueron quemados62.
Pero tanto en sus mejores momentos como en los peores, po­
61 Op. cit. (n. 34 anterior), p. 113. Las atribuciones del Lazarillo tanto
a Hurtado de Mendoza como a Fray Juan de Ortega tienen esta misma con­
jetura.
« Lea, III, 480.

_ _ 295
demos afirmar al menos lo siguiente: en los siglos xv y xvi, la ciudad
y la Universidad eran un punto focal del acontecer histórico y de la
creación de valores casi en el mismo sentido en que Midrid lo fue en
el siglo xix. Ir de La Puebla de Montalbán a Salamanca era compara­
ble a la emigración de los miembros de la generación del 98 desde
provincias a la capital. Era un viaje desde la intrahistoría a la historia.
O, para emplear términos todavía más anacrónicos, desde la Edad Me­
dia al Renacimiento. En La Puebla, como hemos visto, los espíritus
de los hombres estaban vueltos nostálgicamente hacia el pasado; en
Salamanca, miraban —unas veces desesperadamente, otras confia­
dos— hacía el futuro.
Cuando Rojas llegó a Salamanca sobre 1494, difícilmente pudo
darse cuenta de estas generalizaciones. La ciudad conservaba todavía
la mayor parte de su arquitectura del viejo estilo. Todavía no había
sido construida la catedral nueva, y la mayoría de las casas, del tiem­
po de los bandos muncipales, estaban fortificadas con torres, paredes
almenadas y aspilleras para los a r q u e r o s U n a s pocas casas presenta­
ban las más confiadas y monumentales cualidades del estilo llamado
«isabelino», pero la gran época de reconstrucción urbana comenzaría
una generación después, poco más o menos64.
Tampoco eran las preocupaciones de los habitantes tan optimistas
y llenas de fe en el progreso como pudiera indicar el homenaje a Burck-
hardt que acabamos de insinuar. Salamanca, tradicionalmente tolerante,
se había visto líbre de modo singular de la violencia de las masas que
había conducido a tantas conversiones forzadas en otras partes. Su alja­
ma o colonia judía era numerosa y próspera, y el edicto de expulsión
fue en consecuencia un severo azotefiS. La Inquisición, caracterizada
todavía por su ferocidad inicial, fue otra causa del pánico general. Pro­
bablemente, Rojas no fue uno de los 50.000 espectadores —entre ellos
Ludo Marineo Sículo— que en julio de 1494, durante las vacaciones
de verano, llenaron la plaza para ser testigos de las hogueras públicas66,

61 Según E m i l i o S a l c e d o , muchos de estos castillos urbanos fueron de­


rruidos durante el reinado de los Reyes Católicos a fin de suprimir los bandos
fortificados en ellos. Los bandos eran característicos de la vida urbana no sólo
en Salamanca, sino también en Toledo, Valladolid y casi todas las ciudades
españolas antes de la pacificación a finales del siglo xv. Ver «Notas sobre
"La Celestina" Boletín informativo del Seminario de Derecho Político, 1962,
p. 109.
64 A n g e l d e A p r a i z , La casa y la vida en la antigua Salamanca. Sala­
manca, 1917.
65 Aunque San Vicente Ferrer había predicado en Salamanca en 1 4 1 1 , no
tuvo el mismo éxito que en otros sitios por no haber notable persecución
local. El repartimiento o contribución asignado a la comunidad judía fue com­
parativamente alto, y parece que gozó de un fuero especial y de una atmósfera
de tolerancia hasta 1 4 9 2 . Ver, F. C a n t e r a B u r g o s , Abraham Zacut, Ma­
drid, 1 9 3 5 .
66 De Hispanice laudibus, fo. XIX, donde se señala que en ese año {¿el

— 296
Pero hubo indudablemente otros espectáculos parecidos67. La Univer­
sidad misma todavía no se había visto hondamente afectada por la nue­
va institución, que en aquel tiempo estaba en fase de persecución
social, más que de represión ideológica. Pero sus muchos profesores
y estudiantes conversos no podían menos de participar de la angustia
de los vecinos de la ciudad.
En esta coyuntura hemos de añadir que el saber filológico y teo­
lógico de Salamanca (el nominalismo acababa de ser introducido por
fray Alonso de Córdoba, que había estudiado y enseñado en la Sor-
bona)68 no había llegado en general a un punto de manifiesto peligro.
La retractación de doctrinas disputadas por parte de Pedro de Osma,
profesor de Teología, seguía siendo objeto de comentario catorce años
más tarde 69; pero los choques importantes de la Inquisición con pro­
minentes miembros de la Facultad —Fray Luis de León, Juan de
Vergara, Francisco Sánchez «el Brócense»— no ocurrirían durante
décadas. El conflicto entre lo nuevo y lo heredado en el ámbito del
pensamiento no se había entablado todavía abiertamente.
Otra razón por la que Rojas, a su llegada, no podría haber senti­
do los vientos del cambio histórico que habían comenzado a soplar a
través de la Universidad, fue que la rama en que se enroló profe­
sionalmente era de lo más tradicional y honorable. Salamanca, en sus
primeros siglos, había sido sobre todo una escuela de Derecho. El
presupuesto estipulado por Alfonso el Sabio en 1254 destinaba el
doble de dinero para cinco profesores de Leyes que para el resto del
claustro (unos seis profesores de Gramática, Lógica y Ciencias)70. Era
una preeminencia que seguía siendo fuerte bajo los Reyes Católicos.
Los más destacados profesores de Derecho, como el doctor Palacios
Rubios o el converso Alonso Díaz de Montalvo, continuaban siendo
distinguidos con todos los honores y privilegios de los grandes, y sus
mejores estudiantes encontraban fácil acceso a los más altos escalones
de la nueva burocracia. En 1496, Palacios Rubios comenzó su lección
inaugural como profesor de Valladolid con estas palabras:
de la llegada de Rojas?) fueron quemados muchos herejes: «Quo armo haere-
tíci Salmanticae incendium passi sunt.» Ver también Caro L ynn, p. 81._
67 Me ha sido imposible determinar los hechos sobre las actividades inqui­
sitoriales en Salamanca durante los años de residencia de Rojas, pero siendo
ese período de intensa persecución en toda la península (como hemos visto,
Caro Baroja advierte en 1500 una recrudescencia sustancial de los procesos
llegando a igualar casi a la atroz situación de los años 80) no hay razón para
suponer que Salamanca fuera una excepción. _
68 Fray F r a n c i s c o M é n d e z , en su Tipografía española, Madrid, 1861,
cita la alabanza o elogio que Fray Alonso de Orozco hace de Fray Alonso
de Córdoba: «A este Doctor debe mucho nuestra España: porque él truxo la
vía que dicen de los Nominales; y regentó buenos años leyendo las artes libe­
rales en Salamanca», p. 43.
w C a r o L y n n , p. 89.
™ Wtd.. p. 6.

— 297 —
Entre las demás instituciones de las artes humanas a través de las cuales
los hombres se elevan todos los días a los más altos niveles y a los mayores
honores, es sabido que el Derecho Canónico y Civil ocupan el primero y más
eminente puesto. Pues además de la claridad de pensamiento que dan, aquellos
hombres entendidos en ellos son guiados más fácilmente hacia la administra­
ción de los asuntos privados y públicos y a veces vemos incluso que son
admitidos en la presencia y al Consejo del R ey71.

Estudiar Derecho civil en Salamanca era de esta manera participar


en el prestigio consagrado de una rama central del saber y a la vez
preparar un distinguido futuro personal.
En estas circunstancias, y con tales incentivos, el estudiante de
Derecho o civilista no oponía grandes objeciones a la audición, expli­
cación, repetición o memorización de los cuatro Códigos de Justiniano
(el Codex, el D igesto y las P andectas, las In stitu cion es y las N uevas
o N ovellae) que constituían su sino académico 72. Durante su infancia
se había acostumbrado a aprender de esta manera tradicional medie­
val, y probablemente no habría estado de acuerdo con la presentación
de los estudios legales del siglo xv hecha por Luis Fernández de
Retama:
El estado de los estudios en Salamanca andaba en relación con la deca­
dencia del siglo; 25 eran las principales cátedras que funcionaban en la Uni­
versidad, entre las cuales seis eran de Cánones, y cuatro de Leyes, a las cuales
se daba gran preferencia por el gran porvenir que ofrecían abriendo el camino
de los honores y las magistraturas; los estudios teológicos y filosóficos que
tanto habían de brillar en el siglo xvi, estaban entonces en secundario lugar,
esperando el impulso de Francisco de Vitoria, y el resurgir ocasionado por la
emulación, al nacer poco después la Universidad teológica cisneriana. Peto
aun en las mismas disciplinas jurídicas, con ser las privativas de Salamanca,
adolecían allí, como en todo el resto de Europa, de varios graves defectos:

71 E l o y B u l l ó n y F e r n á n d e z , El doctor Palacios Rubios y sus obras,


Madrid, 1927, p. 357. Como es bien conocido, los Reyes Católicos se distin­
guieron por su alta estima de los juristas y la profesión del Derecho como
fuente de la reforma judicial y administrativa. Así, don Diego Hurtado de
Mendoza afirma:
Pusieron los Reyes el gobierno de la justicia y cosas públicas en ma­
nos de letrados, gente media entre grandes y pequeños, sin ofensa
de los unos ni de los otros, cuya profesión eran letras legales, come­
dimiento, secreto, verdad, vida llana sin corrupción de costumbres;
no visitar, no recibir dones, no profesar estrechura de amistades; no
vestir ni gastar suntuosamente; blandura y humanidad en el trato; jun­
tarse a horas señaladas para oir causas o para determinarlas, y tratar
del bien público {Guerra de Granada, p. 70).
Podemos comparar esta actitud de respeto y admiración (compartida
por Rojas, como hemos visto) con la sátira y burla de Rabelais.
72 Las Siete Partidas y otros textos en castellano eran estudiadas, pero
no tan a fondo.

— 298 —
en primer lugar, la deficiente formación filosófica hacía que pudieran muy bien
crearse leguleyos comerciales de curia, pero no jurisconsultos de altura; y, en
segundo lugar, el predominio exclusivo del derecho canónico y romano, con
olvido casi absoluto de las legislaciones nacionales, cerraban al legista en la
región de las abstracciones, inutilizándolo para la vida práctica. Si a esto se
añaden: la barbarie del lenguaje, las refinadas sutilezas escolásticas, la manía
del casuísmo, y la farragosa ampulosidad de comentarios, basados, no en las
fuentes originales, sino en otros también farragosos comentarios, se compren­
derá con cuánta razón censuró estos sistemas, años adelante, el inmortal Luis
Vives 73.

Un discípulo favorito de Sículo, Alfonso Segura, contesta a estos


cargos algo anacrónicos (pensemos en Rojas, orgulloso como estaba
de su «principal estudio») cuando en 1501 escribe a un amigo sus
primeras impresiones como estudiante de Leyes:
Sé que te estás preguntando qué es lo que pienso del Derecho Civil y te
voy a responder brevemente. Hay en el Derecho Civil una justicia santa que,
si los juristas no la impiden, no sólo no nos conducirá a la destrucción, como
se piensa comúnmente, sino que nos levantará a empresas mejores. Tiene una
dignidad que obliga a la reverencia y un cuidado en el manejo de los más
pequeños asuntos que me admira cuando contemplo su misión. Está preñada
de dignidad en el hablar; pues digo que las «leyes están preñadas»74 cuando

73 Cisneros y su siglo, Madrid, 1929, I, 43-44. Como es sabido, los


estudios jurídicos en la Salamanca de Rojas continuaban la tradición medieval
de Bartolo y de su escuela de •.-post-glosadores» que —según Myron Gilmore—
«estaban mucho más interesados en la elaboración y aplicación de un sistema
de normas que en la realización de una comprensión histórica del desarrollo
de la ley o incluso de la existencia de diferentes períodos en la historia de
las instituciones», G i l m o r e llega hasta citar las expresiones de Petrarca en
que se lamenta haber perdido su tiempo en el estudio del Derecho y el ataque
violento de Lorenzo Valla {y violentamente contestado) a Bartolo como anti­
histórico y bárbaro (Humanists and Jurists, Cambridge, Mass., 1964, pp. 30-31).
Lo que, según veremos, es una chocante ausencia de textos humanísticos en
la biblioteca personal de Rojas podría entenderse en parte como resultado
de su postura intelectual hacia sus «bártulos» (como se denominaba colecti­
vamente a los libros de leyes) y no simplemente a una falta de interés por el
latín. Por otra parte, puesto que la única prueba de disensión abierta entre
humanistas y juristas en Salamanca es el desprecio que Nebrija tenía por el
latín de sus colegas, y dado que Rojas (como veremos) parece haber sido
un competente latinista, parecería probable que, aun cuando su «principal
estudio» fuera «medieval», él participara a su manera en el nuevo sentido de
importancia y exaltación que caracterizaba a las actividades académicas del
tiempo. Una manera de describir a La Celestina sería presentándola como la
expresión de un humanismo negativo (no antihumanismo).
74 El latín de esta frase reza así: «Et postremo praegnans quaedam dig-
nitas orationis: praegnantes enim appello leges quod intra se tam multa et
varia contineant» (Lucio M a r i n e o , Epistolarum familiariunt, Valladolid, 1514,
epístola IX). Pudo ser esta aplicación profesional de la palabra la que nuestro
estudiante de Derecho (y compañero de Segura) tenía in mente cuando escribió
en su prólogo: «toda palabra del hombre sciente está preñada». Es decir, lo

— 299 —
llevan consigo tantas y tan variadas finalidades. El Derecho G vil es en todas
partes tan eminente que siento que el talento de los legisladores se ha de
admirar no menos que el cuerpo de leyes se ha de admirar y respetar75.

Un poco después se queja Segura de que a causa del «agobio de


sucesivas horas de estudio» se encuentra «mohoso, sucio, deslustrado
y al margen de todo», pero otro amigo le consuela con dos argumen­
tos de interés para los lectores de La C elestina. Le recuerda a Segura
que, primero, «durante los días de vacación y descanso puede dejar
sus estudios» en que (como Fernando de Rojas) puede tomarse «bre­
ves vacaciones alejadas de la tarea de los juristas» y volver a los estu­
dios humanos. Le recuerda, en segundo lugar, la excelencia del latín
de sus textos16. Además del prestigio y de los emolumentos materia­
les, el estudio del Derecho, como había de señalar Stendhal siglos
después, llevaba consigo ventajas inherentes para quien estuviera in­
teresado en las palabras y sus significados.
Aunque Rojas, en su preocupación por una disciplina profunda­
mente arraigada en el pasado académico, pudiera al principio no ha­
berse dado cuenta de la especial efervescencia histórica que distinguía
a la Salamanca suya de la de la generación anterior, pudo seguramente
captar pronto el cambio que estaba en el aire. Lo habría percibido
primero en el nuevo empeño puesto en el estudio del latín y en la
especial significación dada a su cultivo. Dentro de la Universidad, el
propulsor era, por supuesto, Antonio de Nebrija, el señero «debela-
dor de la barbarie», cuyo credo básico era que la reforma lingüística
era la base sobre la que se habían de apoyar en definitiva todas las
demás reformas. La lengua —señala extensamente en el prólogo a su
In trod u ction es latinae— «es la puerta principal que conduce a todas
las dencias, y de aquí que un error, aunque pueda parecer sin conse­
cuencias, lleve a un laberinto de confusión».
Los semánticos y estudiosos de la lógica de nuestro tiempo (re­

mismo que las palabras de una generalización legal pueden aplicarse a di te-
rentes casos, de la misma manera la sentencia de Heráclito expresa una ley
natural que personas discretas pueden observar como actuando en todas las
esferas y de innumerables formas. En general, en el uso retórico del tiempo
las palabras preñadas^ eran importantes o palabras «cargadas» con la posibili­
dad de doble o múltiple significación. Fray Francisco Ortiz explica, por ejem­
plo, que una afirmación suya mal interpretada por el relator era realmente
una «palabra preñada» que había de entenderse de una manera totalmente
diferente ( S e l k e , El Santo Oficio, p. 196). Dando un paso más, podríamos
proponer que el «embarazo» o la preñez que, según Rojas, caracterizaba a
«Omnia_ secumdum lítem fiunt» es una forma de expresar la aplicabílidad
de la cita a las innumerables clases de guerra cotidiana (incluida la del len­
guaje) que forman la trama de La Celestina, Rojas afirmaría de esta irónica
manera su «tema».
75 G ir o L ynn, p. 214.
16 Ibid., pp. 264-265.

— 300 —
cordemos también a Ezra Pound y sus sabios chinos) han recorrido
una vez más a la proposición de que para poder actuar correctamente
se ha de juzgar correctamente, y para juzgar correctamente hay que
elegir y ordenar las palabras correctamente. Pero no hemos de desta­
car demasiado esa semejanza. Nebrija no era un lingüista teórico ni
un reformador semántico. Era un humanista, y encontró en el latín
una lengua ya hecha, no sólo sagrada, sino tan humanamente apta
que, usada correctamente por una élite rectora, crearía una sociedad
perfecta basada en la razón y en la plena comprensión mutua. Podía
incluso, fomentando la ciencia médica, curar el cuerpo de sus enfer­
medades. Aparte de su valor cultural e histórico, el latín era conce­
bido como un medio de rehacer las instituciones nacionales y, en
última instancia, de salvar la ciudad del hombre. Estudiar en Sala­
manca era estudiar en un lugar en que se creía en la posibilidad de la
Utopía. De aquí que Nebrija pusiera tanto celo (lo mismo que los
españoles del siglo xix en Alemania) en sus estudios de joven en Ita­
lia y se lanzara a la conquista triunfal de la Universidad «como una
fortaleza» desde la que podría dominar a España y a «todos mis es­
pañoles».
Nebrija ya se había marchado de Salamanca en 1486, unos ocho
años antes de la llegada de Rojas, y no habría de volver hasta 1503.
Pero aunque se le echaba muchísimo de menos71, su influencia, ejer­
cida por medio de sus In trod u ctíon es latinae y sus discípulos (entre
otros, los autores condiscípulos de Rojas Alonso de la Cámara y el
bachiller Cerezo)7S, era enorme. La tentadora comparación de Nebri­
ja con posteriores reformadores académicos de la futura historia na­
cional, tales como Sanz del Río u Ortega, es en cierto sentido equivo­
cada. Sería erróneo pensar en él como líder de un bando de intelec­
tuales disidentes empeñados en la batalla de despertar la nación o de
influir en su juventud. Por el contrario, como tanto se ha repetido,
la obra de Nebrija representaba un propósito central de la política
real: el de hacer del reino recién unido no sólo el líder militar y polí­
tico de Europa, sino también el intelectual. En los tiempos de Sanz
del Rio y Ortega, la historia estaba dividida en generaciones; en los
de Nebrija estaba dividida en reinos. O como Juan de Lucena (no el
impresor hebreo, sino el cronista real) lo expresa con sencillez: «Ju­
gaba el rey, éramos todos tahúres; studia la Reina, somos agora stu-
diantes» 19. Por lo que a Salamanca concernía, ello implicaba no sólo
mecenazgo y patronazgo para Nebrija y otros, sino también una cons­
tante protección real, frecuentes visitas y sustanciosos proyectos de
r? Así concluye P e d r o U r b a n o G o n z á l e z d e l a C a l l e sobre la base de
las observaciones de Nicolás Antonio (Elfo Antonio de Nebrija, Bogotá, 1945,
p. 25).
78 O lmedo , Nebrija, cap. XIV. ,
79 «Epístola exhortatoria a las letras», en Opúsculos hiéranos, p. ¿Ib.

— 301 —
reforma. Si Rojas ingresó en 1494 como hemos supuesto, se adverti­
rá que esto tuvo lugar tan sólo dos años después de que los Reyes
Católicos hubieran prohibido los abusos ya habituales de los fueros
de la Universidad, al mismo tiempo que se cursaban drásticas órde­
nes contra la demasiada indulgencia en la colación de grados y la co­
rrupción en las elecciones al claustro. La Salamanca de Rojas estaba
en un período de renovado rigor y de propósitos académicoseo.
El reconocimiento simbólico de la futura importancia nacional de
la Universidad había sido hecho en 1480, poco después que se acabara
la pacificación del reino. En una visita estatal combinada a Santiago
y a Salamanca, Fernando e Isabel subrayaron geográficamente que las
armas y las letras eran para ellos igualmente importantes. EÍ viaje
real de inspección quedaba conmemorado de una manera adecuada
por una inscripción en griego en la fachada de la Universidad: «Los
Reyes por la Universidad, y la Universidad por los Reyes.»
Salamanca había tenido que defenderse ella sola durante los men­
guados y anárquicos reinados que precedieron a Fernando e Isabel,
y no pudo hacer más que tratar de conservar su propia tradición. Pero
ahora, bajo esos dos reyes y después de su «conquista» por Nebrija,
se encontró a sí misma en el centro de la historia. El humanista Juan
Ginés de Sepúlveda, tal como le cita Prescott, resume el cambio de
esta manera: «Antes del presente reinado apenas si se encontraba
persona de ilustre nacimiento que incluso hubiera estudiado latín en
su juventud, pero ahora veo que los jóvenes de la nobleza frecuentan
las aulas y se esfuerzan por dar lustre a la gloria de las hazañas béli­
cas de los mayores con el brillo de su ciencia» 81. Estos jóvenes serían
los futuros protagonistas de la historia nacional, pero la competente
latinidad de los que tenían un nacimiento más oscuro — como el de
Fernando de Rojas82— les podía llevar a resultados de mayor impor­
tancia todavía. La insistencia renacentista en el uso cuidado y ele­
gante de un lenguaje literario heredado produjo — en Salamanca y en
otras partes de Europa— una conciencia de las posibilidades creadoras
del lenguaje hablado por todo el orbe. La mejora del latín era un requi­
sito previo para la explosión de la literatura estudiantil que, como ve­
remos, tuvo lugar a finales del siglo. Rojas y Juan de Mena no sólo
están separados por reinados, sino también por el cultivo nuevo del
latín que con tanto ahínco habían fomentado los Reyes Católicos.
Para palpar de modo más directo la densa atmósfera cultural de
Salamanca en este período, sólo tenemos que leer el relato de Pedro
Mártir de dos célebres visitas. La primera fue de un afamado huma­
80 De l a F u e n t e , II, 2 8 - 3 7 .
81 Ferdittíind and Isabella, Nueva York, 1 8 3 7 , I , 4 8 5 .
82 Así se concluye de la exigua lista de sólo cuatro errores de menor im­
portancia descubierto por Deyermond en las traducciones que Rojas hizo
del Petrarca, p. 92.

— 302 —
nista italiano (el propio narrador), y la segunda, del príncipe heredero
del reino. En su E pistolario, se nos díce que en 1488 el humanista
recién llegado anunció su presencia colocando en las puertas de la
catedral y en las aulas un epigrama latino de doce versos alabando a
la Universidad. Esta gentileza hizo que la institución «vuelque en mí
su afecto». Su lección especial sobre Juvenal fue anunciada por el
bedel y sus ayudantes:
Era jueves, y en este día vacaban las lecciones públicas. Hubo tal concu­
rrencia de primates que era imposible entrar en las clases. La mayor parte
de los doctores, para ayudar al ordenanza — llamado bedel— en su tarea de
abrir paso, se proveyeron de picas y látigos. A fuerza de voces, de golpes y
de amenazas, se abrió por fin un camino. A hombros me llevaron en volandas
basta la catedra. Uno que era fraile, Gómez de Toledo, pariente suyo por parte
de su madre, la Condesa de Coria, y Alonso de Ace vedo, hijo del Arzobispo
de Compostela, y otros muchos del público tuvieron que ser sacados fuera
medio asfixiados. Se perdieron muchos zapatos y no pocos bonetes. Se hicie­
ron jirones muchas capas. Entre los demás, perdió el bedel, al caérsele, su
capa roja. Se fue en consulta a los doctores a ver si me podía obligar a pagár­
sela, supuesto que por mi causa la había perdido.
Ellos lo tomaron a guasa.
Pero volvamos a lo nuestro. Cuando llegó el día señalado, desde la cá­
tedra, pregunté qué desean les explique; Marineo Sículo, que desempeña aquí
la cátedra de Poesía, en nombre de todos escogió la segunda sátira de Juvenal.
Desde antes de las dos —que, como dije, era la hora señalada—, en que subí
a la cátedra, hasta las tres, se me estuvo oyendo con oídos atentos, en perfecto
orden, sin el menor ruido, sin moverse nadie. Todavía a las tres estaba en mi
disertación, cuando dos jóvenes, en vista de mi prolijidad, empezaron a res­
tregar los pies en el suelo, según es costumbre. Los reprende la gente mayor,
y me ruegan que prosiga. Cuando terminé el capítulo que había comenzado,
pidiéndoles perdón descendí de la cátedra. Como a un vencedor desde el
Olimpo, los más autorizados me acompañaron basta mi domicilio83.

La segunda visita ilustra la especial importancia que tanto la du­


dad como la Universidad daban a sus relaciones con la realeza. Para
nosotros tiene un doble interés el hecho de haber tenido lugar en
1497: es decir, en una ocasión en que Rojas pudo haber sido testigo
a C a r o L y n n , pp, 95-96. Lynn cita también una carta de Lucio Hammi-
nío sobre una conferencia suya acerca de Plinio a otro grupo. El tono de la
complacencia personal y del sabio braggadocio en ambas descripciones es típico
de estos caballeros andantes de la erudición. Pero, al mismo tiempo, el entu­
siasmo era real. Como señala G i l m o r e —comentando una carta similar que
describe una conferencia sobre Ausonio en la Universidad de París, en 1511— :
«SÍ un discurso tan largo sobre un autor antiguo de tercera categoría pudiera
sorprender que causara tal sensación, hemos de recordar que el éxito popular
del movimiento humanista estribaba menos en su contenido que en su método.
Había aquí una nueva manera de contemplar la literatura, la historia y el
mundo... Les parecía a quienes la compartían tener un más alto sentido de
la vida y la realidad» {The World of Humamsm, Nueva York, 1962, pá­
ginas 183-184).

— 303 —
de semejante acontecimiento. Salamanca era una de las ciudades otor­
gadas como dote matrimonial al príncipe don Juan, y los habitantes
estaban resueltos a dejar buena impresión en su nuevo dueño:
Así, pues, el día 28 de septiembre entró el príncipe en Salamanca; y fue
tanto el aplauso de trompetas y atabales con que sus vecinos le recibieron,
que parecía rasgarse el aire de júbilo. ¡Ob, qué melodías de cítaras, qué diver­
sidad de cantos, qué himnos nupciales preparó el clero!... Bien merecía la pena
contemplar en el campo las formaciones de la caballería ligera; era no sólo
hermoso, sino admirable ver los jaeces de los caballos, los adornos de los
jinetes. Creerías que en aquel día se dieron allí cita todas las riquezas de
España. Los coros de niños y niñas, desde los tablados construidos en las
plazas y desde las ventanas de las casas, imitando celestes armonías, recreaban
en extremo los ánimos de los transeúntes. Con juncias, perfumados tomillos
y demás hierbas olorosas estaban alfombradas las calles por donde había de
pasar la comitiva. Todas las portadas estaban adornadas de ramas verdes y
las paredes de las casas cubiertas de artísticos tapices admirablemente fabrica­
dos por artesanos flamencos. Con más esmero y largueza se dispusieron estas
solemnidades en honor del Príncipe, en razón de que siendo esta ciudad —en
la cual tú, purpurado príncipe, desde tu juventud te dedicaste al estudio de
las letras— la fuente literaria de toda España, esperaban de su futuro rey
—porque amaba y cultivaba las letras— un patrocinio más eficaz que el dispen­
sado a las demás ciudades84.

En este punto la carta, como la visita que describe, cobra un giro


inesperado. Lo que comenzó como una celebración de alto rango y de
juventud y de amor terminó, en palabras de Juan del Encina, en «muy
misero caso de la fortuna», cuando pocos días después el joven prín­
cipe murió de una fiebre. Pero si el patético contraste llamó la aten­
ción de estos escritores, lo que a nosotros nos interesa es la concien­
cia histórica colectiva de la ciudad tal como se manifiesta en estos
relatos. Este poema de Encina llega hasta incluir un apostrofe a
la ciudad que lamenta su deshonor y a la que predice futura «mala,
ventura»85. Como sede de la Universidad, Salamanca se creía a sí
misma fuente de renovación intelectual, protegida (por sus indiscuti­
bles méritos) por la autoridad real; pero ahora, a punto de perder su
favor regio. Para concluir, el bullente entusiasmo que saludó la visita
y la lección del propio Pedro Mártir suponía algo más que el amor
a la ciencia. Salamanca aspiraba a ser y era (Nebrija lo vio claramente)
84 Epistolario, IX, 344-345. -
85 Cancionero (ed. fase.), Madrid, 1928, fos. A. y Aiii. Para la tradición
del «romancero», ver Santa Teresa y otros ensayos, de C a s t r o , Madrid, 1929,
y P a u l B é n i c h o u , Creación poética en el Romancero tradicional, Madrid,
1968. En Realidad, ed. XI, C a s t r o compara la constante leyenda de la muerte
del príncipe Juan a la de la culpa del Rey Rodrigo, el «último de los Go­
dos»,en el sentido de que ambos ofrecen explicaciones personales y humanas
a la _decadencia de otra manera inexplicable (p, 243). De haber vivido el
príncipe, no hubieran venido los Habsburgo, y entonces...

— 304 —
la capital intelectual de España y en un momento cumbre de la histo­
ria nacional.
Los perfiles son por definición parciales y abocetados..Y el perfil
que acabamos de presentar de Salamanca a finales del siglo está to­
davía más esquemático. Un análisis más profundo revelaría que Ne-
bríja, con toda su importancia, era sólo el más destacado entre los
célebres humanistas —algunos de ellos extranjeros, como los sicilia­
nos Lucio Marineo y Lucio Flamminio o el portugués Arias Barbo­
sa— que contribuyeron a la renovación intelectual de ese tiempo.
Tampoco el recién intensificado estudio del latín provenía tan sólo de
los dos motivos sugeridos aquí: el patriótico deseo de la regeneración
nacional (Nebrija) y la más egoísta necesidad de prepararse para una
vocación prestigiosa (Palacios Rubios). Unos cuantos estudiosos, por
lo menos, creían en el ideal humanístico de la salvación mundana por
medio de la asimilación de los clásicos: la esperanza de encontrar en
ellos una entrada o pórtico para la eterna e incorruptible vida del
espíritu. La correspondencia de Sículo y de Pedro Mártir con sus
jóvenes discípulos y amigos españoles revela la medida que el tópico
«P er aspera ad astra» se había encarnado en la vida86. Me atrevería

56 Las cartas de Lucio Marineo y sus alumnos están llenas de alusiones


tópicas a esta salvación. Otra ejemplo típico ocurre en una carta de 1494
de Pedro Mártir a un discípulo (el heredero del Ducado de Alba), cuyos
estudios fueron interrumpidos por su padre: «... si ves que tu padre retrasa
tu vuelta a la corte, suplícale encarecidamente que te deje venir, haciéndole
saber que son mucho más preciosas y mejores las cosas que se sacan de los
libros de los sabios que las que se esperan de los pingües patrimonios de los
antepasados. Arguméntale que aquéllas son eternas, dulces, celestiales, inco­
rruptibles; estas otras, en cambio, mortales, empapadas de malignos venenos,
terronas y corruptibles» {Epistolario, IX, 283). Una vez más, en De Híspanme
laudibus encontramos a Salamanca como lugar de refugio para aquellos «es­
pañoles... que se aplican al estudio de las letras no por el interesse, sino por
saber, y prosiguen el camino que comentaron; bolando cada día más alto,
llegan a subir hasta el cíelo» (fo. XXIX). Estas tendencias eran aceleradas
por las sucesivas generaciones de estudiantes. Prescott cita a Erasmo y a
Sepúlveda al efecto de que Salamanca consiguió en el siglo xvi un envidiable
cultivo de los estudios humanísticos llegando a ser considerada como «modelo»
de la universidad europea. Lo interesante sobre todo esto para todos nosotros
es el aparente apartamiento de Rojas de esta nueva fe. El, lo mismo que
sus personajes, está destinado a la Tierra en español y no al Cielo en latín.
La sorpresa y el entusiasmo que saludaron a Pedro Mártir indica que en
tiempo de Rojas —a pesar de Nebrija— la filología humanística era todavía
una novedad intelectual. No había afectado aún de una manera íntima a las
vociciones o disciplinas tradicionales de la masa de estudiantes. Concretamente,
Rojas usaba de Terencío según la forma aprendida de las generaciones me­
dievales precedentes: como un punto de partida moralístíco para la creación
de un diálogo y no como un texto que hubiera que restaurar. Por lo que le
debemos estar agradecidos, en vísta de la influencia restrictiva de los clásicos
sobre los escritos vernáculos (por ejemplo, los esfuerzos por imitar drama clá­
sico) de generaciones posteriores de estudiantes. Rojas, históricamente hablando,
•asistió a Salamanca en el tiempo exactamente justo, un tiempo de exaltación

— 305 —
20
a suponer que Rojas, en su devoción per el Derecho, en su conciencia
de estar enajenado y en su estimación sardónica de los valores gene­
ralmente admitidos, nunca participo plenamente de este ideal (su
biblioteca, como veremos, difícilmente nos lleva a suponer una lectura
asidua de los clásicos), pero no pudo menos de darse cuenta de lo que
sucedía entre sus compañeros. A su modo irónico, le interesaba tanto
como a cualquier descubridor de Juvenal el nuevo espíritu huma­
nista.
Finalmente, aunque la lengua y la literatura latina predominaban
en la Salamanca de aquellos años, un retrato más apurado nos reve­
laría el naciente interés por el griego y el hebreo, así como por el
lenguaje de las matemáticas. Salamanca, sin embargo, no nos interesa
en sí y por sí misma; lo que importa es que veamos con más detalle
el perfil de aquella Salamanca particular que fue la circunstancia de
La Celestina. Para Rojas y sus compañeros fue «una feria de las le­
tras» 87 en que la dignidad tradicional de los estudios legales, aunque
no mermada, quedaba aumentada por el nuevo fervor por las pala­
bras y las frases, concebidas como hermosas e importantes en sí
' ítft
mismas .

«H abla el autor»

Una forma tradicional y socorrida de dejar a un lado el hondo


misterio literario de La C elestina ha sido la de etiquetarla como obra
de transición. La impropiedad del término —por cuanto implica una
mezcla de elementos renacentistas y medievales— es clara. Aparte el
hecho de que la historia es por definición transícional, cualquier in­
tento de dividir los contenidos de la obra en compartimentos tempo­
rales es una negación maligna de su unidad orgánica. Pero hay un

lingüística intelectual en que el antiguo orden se tambaleaba, pero en que


las nuevas fórmulas no habían sido todavía generalmente aceptadas como co­
rrectas por los estudiantes y la facultad.
87 Lucio M a r i n e o repite los tópicos de la autoconciencia local en su De
las cosas memorables de España, Alcalá, 1539. En ella llama a Salamanca «la
muy esclarecida ciudad de Salamanca, madre de las artes liberales y todas
virtudes...». Es el centro de los estudios legales, y de todas partes de España
«piden leyes y derechos para bien vivir». También ofrece profesionales para
la corte. Resumiendo, es la capital de la vida intelectual española: «Al estudio
desta ciudad vienen como a feria de letras y todas virtudes no solamente de
muchas ciudades y lugares de España mas también extrangeros de otras na­
ciones» (fos. ü-iii).
** Además de Nebrija, A r i a s B a r b o s a (el profesor portugués de griego)
trató de reformar los estudios de la universidad sobre la base de la pureza
lingüística, de la concisión, simplicidad y definición rigurosa. Ver A carta
do helenista Aires Barbosa sobre a reforma dos estudos, ed. A. do Amaral
Coimbra, 1935, p. 14.

— 306 —
sentido en que propiamente puede describirse a La C elestina como
obra de transición. Cuando Rojas nos dice en la «carta a un su amigo»
preliminar que el estilo del Acto I es tan «elegante» que nada como
él fue «jamás en nuestra castellana lengua visto ni oído», los dos par­
ticipios reflejan su composición en un momento en que la invención
de la imprenta estaba transformando el mundo intelectual: frase que,
en la España de Rojas, era casi sinónima de Salamanca. Si, con ante­
rioridad, la Universidad había sido una institución predominantemente
oral, entonces estaba cada vez más preocupada por la lectura. Los
estudiantes de las dos generaciones anteriores a Rojas habían emplea­
do la mayor parte de su tiempo en escuchar y repetir; y aunque recu­
rrir al texto, entonces como ahora era el mejor argumento posible, eso
se conseguía con dificultad. Caro Lynn observa al respecto:

A comienzos del siglo xv, era tal la falta de libros en Castilla que los que
se encontraban en los claustros eran alquilados por un año, como las casas,
bajo fianza; y a tal precio que la renta era una apreciable fuente de ingresos
para las iglesias. Muchas obras conocidas no podían conseguirse ni por influen­
cia ni por dinero, y los libros de derecho y de teología eran sacados a pública
subasta para mayor contribución a la iglesia89.

Pero en la década de 1490, cuando la primera generación de maes­


tros impresores de España había terminado su tarea, los libros de
texto comenzaban a venderse en cantidad.
Sería equivocado, por supuesto, pensar que el cambio era auto­
máticamente revolucionario. Aún hoy día —a pesar de la publicidad
dada a las máquinas como sucesores eficaces tanto de los libros como
de los maestros— la palabra hablada manda y no está en peligro al­
guno de exilio. No hay por qué sorprenderse, pues, de que la Sala­
manca del tiempo de Rojas fuera una Universidad primordialmente
oral y de que sólo comenzara a explorar las posibilidades de la ense­
ñanza visual. La resistencia a la innovación la encontramos implícita
en una de las normas de 1538 que exige que los estudiantes lleven
los libros a clase para que puedan —según frase característica de este
período de transición— «oyr por libros» 90.
Otro indicio de la primacía total del lenguaje hablado es la impor­
tancia otorgada al comportamiento (o mal comportamiento) oral. Se
prohíbe el castellano una y otra vez; la blasfemia es tratada como
una ofensa de especial gravedad; se explican detalladamente las nor­
mas para la argumentación o discusión cortés; y durante las horas
de clase y de lectura «en las escuelas aya un alguazil que sosiegue los
rumores de los que impiden las liciones como son los que hazen los

89 Pp. 18-19.
°° E s ta tu to s de 1538, E spe r a b k A rteaga, I, 149.

— 307 —
pages de los estudiantes jugan do...»91. Finalmente, la importancia de
la repetición oral queda subrayada como medio tanto de aprender
como de presentar lo aprendido. Las rep etitio n es formales y las di­
sertaciones (gran parte del vocabulario académico de hoy surge en
los siglos de enseñanza oral) eran impuestas al claustro y a los estu­
diantes de cursos superiores en determinados momentos, y el sábado
estaba destinado a ejercicios y a revisión oral del trabajo de cada se­
mana. La razón dada para esta ordenación es indicativa: «porque la
mayor parte del prouecho de la facultad consiste en la plática y ejer­
cicio de los estudiantes entre si» 92.
En una Universidad regida por normas como éstas, la experiencia
diaria del estudiante era fundamentalmente la del oído. En vez de
mírar a un boletín informativo, escuchaba al bedel que gritaba los
avisos sobre los acontecimientos importantes: lecciones, debates e
incluso representaciones dramádcas en latín. Además del estudio de
Terencio en el aula, la representación o al menos la lectura dramática
del diálogo de las obras clásicas y humanísticas parece haber sido una
costumbre normal. Aunque no hay pruebas específicas de tales acon­
tecimientos en tiempo de Rojas, la publicación en 1501 en Salamanca
del P btlodoxus de Alberti podría indicar que la reglamentación de
1538 a efectos de que se dedicaran ciertos domingos a la represen­
tación de una «Comedia de Plauto o Terencio o Tragicomedia» estaba
basada en una tradición anterior9i. Durante las comidas —como se
sigue haciendo aún hoy día en los monasterios— se leían en voz alta
libros edificantes. Y después de las clases matutinas y ejercicios de
la tarde, el estudiante podía juntarse con sus amigos para cantar o
escuchar una recitación privada de un experimento literario de un
compañero de clase.
Todos los exámenes eran, naturalmente, orales, siendo el más te­
91 Ibtd., p. 197. Contra la interrupción de los que estaban «oyendo y le­
yendo» se había legislado ya en 1426 (Ajo, I, 350).
92 Ibid., p. 200. El término «repetitio» se empleaba de una. manera vaga
y podía significar desde un simple ejercicio oral a «una discusión elocuente
y exhaustiva de un tema elegido». En este último sentido correspondía a nues­
tras disertaciones doctorales o magistrales «y servía como de casa de mues­
tras del repertorio del escritor, pues por su misma naturaleza... su finalidad
es hacer un amplio despliegue del saber» ( C a r o L y n n , «The Repetitio», Specu-
lum, 1931, pp. 126-129). Con tal preparación apenas puede sorprender que
Rojas estuviera orgulloso de su «gran copia de sentencias entretejidas». Pero
lo que esta hipótesis no explica es cómo supo tan bien «entretexerlas» en la
vida hablada. Para un estudio general de los géneros de «repetitio», ver
H a j n a l , p p . 138-141.
93 Para la fecha: La originalidad, p. 37. Para las normas: G a r c í a M e r -
c a d a l , p. 144. Para el uso de Terencio como texto: A jo, II, 237. Para el entor­
no general: E, J, W e b b e r , «The Literary Reputation of Terence and Plautus in
Medieval and Prerenaissance Spain», HR, X X IV (1956), 191-206. El P. O l ­
m e d o observa que Ovidio y Terencio eran los textos ordinarios para las clases
de gramática, p. 163.

— 308 —
mido de todos el que calificaba de latinista al aspirante principiante,
permitiéndole pasar de las «Escuelas Menores» a una especialidad
determinada. Durante esta prueba, el atemorizado y consciente estu­
diante podía oír no sólo el eco agresivo e incluso brutal de las pre­
guntas, sino también su propia voz que contestaba tímidamente como
a distancia. Al enemigo de Fray Luis de León, León de Castro, se le
temía de modo particular su violencia oral: en algunas ocasiones,
según los testimonios, pasó de las palabras a los hechos, espantando
a los aterrorizados y mudos candidatos con su bastón91. En conjunto,
había poco silencio y un tiempo limitado para leer, escribir o meditar
en la rutina diaria del estudiante en Salamanca. No era de sorpren­
der, pues, que Rojas hubiera transcrito las voces de sus caracteres
durante unas vacaciones, cuando podía oírlas sin interrupción. Como
observaba Luis Vives en su amarga crítica de la educación superior
de su tiempo, De causis corruptarum artium, «así, esos novatos han
de acostumbrarse a no callar nunca, a afirmar reciamente lo que les
viniere a la boca, porque no se diga que en trance alguno cedieron»
( O bras com pleta s, trad. L. Riber, Madrid, 1948, vol. II, p. 378)9S.
La resistencia de la palabra a la sustitución por la letra impresa
no era solamente cuestión de una tradición profundamente arraigada
ni del encanto de lo sonoro. El concepto oral del saber era defendido
por dos paladines indiscutidos e invencibles: la fe católica y los clási­
cos. La palabra hablada y el aprender por medio de la palabra habla­
da no sólo eran habituales: eran además sagrados. Así, el clímax
de una ceremonia de tres horas y media prescrita para el doctorado
era una lectura del comienzo del evangelio de San Juan «In principio
erat V erbum ». García Mercadal describe el momento de manera pin­
toresca: «Cuando el candidato iba a llegar al final, el bedel mayor
daba con su bastón un golpe en el estrado, y todos, maestrescuela,
rector, doctores y público caían de rodillas, permaneciendo en tal ac­
titud y con la cabeza severamente inclinada, mientras el graduado,
también de rodillas, pronunciaba las palabras: ”Et verb u m caro fac-
tum est, et habitavit in nobis ” Es como si se identificase con Cristo
recién nacido» 96■

94 F r a n c i s c o S á n c h e z , «el Brócense», crítica la violencia oral de los


exámenes de León de Castro en De l a F u e n t e , II, 251. _
93 Citado por Caro Lynn, p. 36. El carácter oral de la vida universitaria
medieval y renacentista y de su influencia sobre el estilo en prosa ha sido
estudiado más recientemente por el Padre W. J. Ong, S. J., en su «Oral Resi-
due in Tudor Prose Style», PMLA, LXXX (1965), 145*154. H ajnal, que des­
cribe extensamente estas olvidadas técnicas educacionales, concluye: _ «Cada
pasaje es comentado con cada persona, en voz alta, a lo largo de ejercicios^ pro­
longados; cada una de las materias de la ciencia por así decirlo personificada
acompaña al estudiante en la vida» (UEnseignement de Vécriture atix urtiver-
silés medievales, p. 29).
96 Estudiantes, pp. 156-157. Juan 1,14 se lee en la misa de Navidad.

— 309 —
Tan importante como esta continuidad del « V erbum » divino y
la palabra académica 97 era la reverencia humanística hacia la retórica
ciceroniana. Recién entendidos en tiempo de Rojas, los distintos tra­
tados de Cicerón eran estudiados diligentemente a la vez como libros
de texto en el arte de persuadir y como camino en la transformación
personal. La idea de Cicerón de que el perfecto orador era también
un ser humano perfecto quizá no fuera compartida por algunos cíni­
cos entre los estudiantes que le leían; pero contribuía no obstante a
la nueva afirmación del prestigio de la palabra hablada. Cuando Ne-
brija, por ejemplo, quería alabar a Plauto como artista literario, le
describe como un maestro de la palabra: «Flautus est sum m us orator
ut om nium hom inum g es tus sciat e ffin g e r e » 98. Fueron alabanzas
como éstas las que asimiló Rojas. Pudo ser escéptico acerca de los
beneficios morales de la retórica —Celestina es el orador más convin­
cente de España— , pero estaba claramente fascinado por las potenciali­
dades de la palabra para la creación de nuevos seres humanos.
Este punto puede necesitar alguna aclaración. Como observan
Charles Homer Haskins y otros, la retórica medieval consistía prin­
cipalmente en recetas para la composición con la plum a". Servía
como de clave para los misterios del lenguaje escrito (en latín o en
lengua vernácula) como mester opuesto a la tradición oral. Pero pri­
mero en Italia con el desarrollo del humanismo, y más tarde en Fran­
cia, España e Inglaterra, se llegó a una comprensión gradual de que
la retórica tal como la entendieron los antiguos trataba (en palabras
del mismo Aristóteles) de los «efectos producidos por palabras y diá­
logos». Fue precisamente en este momento de comprensión renovada
de la oratoria de los antiguos cuando se compuso La C elestina. Los
elementos del retoridsmo del siglo xv que Spitzer y Samoná 100 en­
cuentran tan prominentes en ella son innegables, pero, como señala este
último, quedan transformados por el hecho de la pronunciación indi­
vidual. Seria difícil mantener que la postura de Rojas hacia la vida
97 La reverenda hacia e l lenguaje como facultad divina del entendimiento,
está basada, por supuesto en la tradición occidente y, por lo que conozco,
en todas l a s tradiciones. Limitándonos a los libros leídos por Rojas, en la
Visión deleitable, «la lumbre intelectual» constituye la «lengua» de Dios,
mientras que la distinción básica entre un «.idiota» y una cuasi-sagrado «se¡enfe»
es el conocimiento de la retórica (pp. 343, 347 y 392). Hablar era ser humano,
y por lo mismo ser capaz de salvación. Cuatro ¡generaciones más tarde encon­
tramos a G u e v a r a identificando a los sordomudos con las bestias sin alma
{Relox de príncipes, Sevilla, 1543, fo. Cvi).
98 Citado por W e b b e r , p. 201.
99 The Renatssanee o¡ the Twelftb Century, Nueva York, 1957, p. 138.
Ver también M. B. K e n n e d y , The Oration in Shakespeare, Chape! HiU,
N. G , 1942, y más concretamente D, L. C l a r k , Rbetoric and Poetry in the
Renatssanee, pp. 44 ss. y 62 ss.
100 «A New Book on the Art of La Celestina», RH, X XV (1957), If 25,
y Aspetti del retoridsmo nella «Celestina», Roma, 1953.

— 310 —
era humanística, pero es innegablemente ciceroniano tanto en el do­
minio del lenguaje hablado como en su respeto por lo dicho y lo deci­
ble. Para sentir la magnitud de la innovación basta con comparar el
estilo de la prosa de Rojas con el de Juan de Mena o el del marqués
de Villena en su Tratado d e la con sola ción 101. En pocas palabras, La
C elestina es el producto de un momento relativamente breve pero de
inmenso significado en la historia de la literatura. El poder creador
cuasi mágico del lenguaje oral (que estudiaremos dentro de poco) no
había sido aún debilitado seriamente por la imprenta y, al mismo
tiempo, había recibido una dignidad y respeto nuevos como el verda­
dero tema de la retórica.
El estudio de las nuevas posibilidades de la dignidad literaria
(Proaza, como recordamos, declara que Rojas era superior a Terencio)
adquirida por el lenguaje oral por medio de los nuevos estudios hu­
manísticos, añade un nuevo nivel de significación al concepto de tran­
sición. La transición sería una etiqueta demasiado simplista y equivo­
cada si tuviéramos que limitarla a una guerra incierta entre la palabra
hablada y la palabra escrita, entre la lectura y la audición. La verdad
un tanto más sutil que acabamos de observar es que la tradición oral
misma estaba en trance de cambio. Rojas, Proaza y sus socios estaban
claramente fascinados por la imprenta, pero —por su falta de pers­
pectiva histórica y por su reverenda por los clásicos— no habían pre­
visto todavía el futuro cisma entre el lenguaje impreso y el lenguaje
transmitido por la voz humana. No se habían dado cuenta de que el
invento de Gutenberg —como afirma Marshall McLuhan— estaba
ya comenzando a crear un nuevo mundo de palabras escritas que se
difundiría con bastante mayor rapidez 102 que la que el oído y la len­
gua pudieron nunca alcanzar.
101 RH, XLI (1917), 110. De una manera clara el autor desconocido del
Acto I inició la transformación de la retórica escrita en oral, pero es un logro
de Rojas haber comprendido creadoramente las innovaciones de su modelo y
haberlas mejorado sustancialmente. Si aquí y en otras partes parezco dar de­
masiado crédito al autor continuador, ha de atribuirse a mi admiración por el
extraordinario crecimiento orgánico del conjunto al ser confiado a su cuidado
de hortelano. Para el estudio de un ejemplo concreto (el retrato oral del
arcano depósito de Celestina) de este paso en la evolución progresiva, ver
«Rodrigo de Reinosa y La Celestina», RF, LXXIII (1961), 255-284, por
M. J. R uggerio y yo mismo.
103 The Gutenberg Galaxy (Toronto, 1962), que tanto me ha ayudado a
pensar en estos problemas, es particularmente convincente en su examen del
período llamado de «transición» al que pertenecía La Celestina. Durante la vida
de Rojas, la lectura había girado de un rito sabio a una costumbre diaria, como
lo demuestran los libros de caballería que se encuentran en su biblioteca per­
sonal. La aparición gradual de un público habitual y silencioso de lectores
—lectores que, como su paladín, Alonso Quijano, devoraban a libro por día-—
era, como puntualiza McLuhan, al menos tan importante como el cambio
ideológico para la transformación de la literatura medieval durante la primera
mitad del siglo xvi,

— 311 —
Ahora ya podemos constatar las ganancias y pérdidas que se si­
guieron. Lo que se perdió de hecho en entonación, personalidad e
inmediatez en la relación entre autor y público, había de compensar­
se no sólo en eficacia y cantidad, sino también en una nueva capaci­
dad para comunicar experiencia en profundidad, para captar en la
novela cervantina la complejidad y la simultaneidad del vivir I03. Pero
esto no había sucedido todavía. La lectura se concebía todavía como
lectura en voz alta para uno mismo o para otros. La obra D e H íspa­
nm e laudibiis del Sículo estaba escrita en siete libros, cada uno de
ellos pensado para una sesión vespertina; las cartas humanísticas que
él y Pedro Mártir se complacían en enviar y coleccionar están escritas
en un estilo que con toda evidencia ha sido escuchado con deleite;
incluso la gramática latina de ese primer explotador académico del
mercado de libros de textos, Nebrija, estaba rimada a fin de que se

103 Al afirmar esto, difiero de McLuhan, que prefiere explorar la concep-


tualizacíón lineal, racional y abstracta del «hombre tipográfico». U n a idea
tan limitada nos lleva lejos de una comprensión de las nuevas posibilidades
de explorar la vida humana desde múltiples perspectivas, tales como el creci­
miento de la experiencia temporal. Lo que equivale a decir que Alonso Quija-
no-Don Quijote es tan «hombre tipográfico» como Fierre Ramus. Esto no ha
de entenderse, sin embargo, como sí yo, lo mismo que U l r i c h L e o («Die
Literarische Gattung der Celestina», RF, LXXV, 1963), considerase a La Ce­
lestina como una novela psicológica primitiva o embrionaria. Muchos de los
lectores habituales de hoy cuando se enfrentan con su diálogo se encuentran
desconcertados, genéricamente inseguros, y personalmente incómodos. Se en­
cuentran con una obra que presenta sus personajes que cambian con el tiempo
y que varían constantemente según sus situaciones del momento; ese tipo de
personajes que solemos encontrar en las novelas. Y no obstante, al mismo tiem­
po falta el análisis explicativo por parte del autor omnisdente, falta un diálogo
indirecto revelador y una relación vivida y experimentada con un mundo na­
rrado y construido sistemáticamente. Los habitantes de La Celestina reaccionan
unos contra otros en profundidad (a diferentes niveles internos) y en extensión
(desde la memoria de una experienda previa), pero únicamente en palabras
habladas. De aquí la confusión y las definiciones genéricas y asiluetadas, tanto
de Ulrich Leo como de M. R. Lida de Malkiel, que van al extremo opuesto y
tratan de entender la obra de una manera abstracta en términos de una
tradición teatral inexistente. La verdad es, pienso yo, que la reflexión crea­
dora de Rojas sobre lo que Luis Vives habría de llamar unos anos más
tarde el «cómo» de la vida consciente nos lleva a Don Quijote, pero al mismo
tiempo su visión (o quizá su «audición») de lo significativo de sus personajes
está siempre en función de su medio oral. Como consecuenda tiende sobre
todo a explorar estas intensas regiones de la conciencia sentimentai-cólera
explosiva, violenta enfermedad de amor, alegría cruel, júbilo demoníaco, temor
de muerte, dolor que atraviesa el alma, que son susceptibles de expresarse
oralmente. El oír estas pasiones (en sí mismas no diferentes de las expresadas
en el Romancero) no sólo intensamente presentes, sino en constante flujo y
reflujo en el tiempo constituye la grandeza —aunque boy para algunos enigmá­
tica— de la obra. El novelista del siglo xix, por otra parte, ha de entenderse
como el hombre que trata de penetrar en el subsuelo de la interioridad, en
las sombras de los sentimientos y de las motivaciones, que la observadón y
la palabra dicha nunca pueden sacar a plena conciencia.

— 312 —
pudieran leer en voz alta y aprenderse de memoria m . La imprenta, en
otras palabras, no había creado aún un público de lectores silencio­
sos; había multiplicado simplemente el número de textos disponibles
para la lectura en voz alta.
Precisamente en este sentido es en el que la Salamanca de Fer­
nando de Rojas se hallaba en estado de transición. Había un comercio
floreciente de libros impresos a lo largo de la nueva «calle de los
Libreros»; una nueva biblioteca universitaria se había terminado en
la década de 1480; la lectura para recreo personal y la más libre
circulación de textos dentro del reducido público estudiantil comen­
zaba a suplir la repetición académica. Pero al mismo tiempo, ninguno
de los afectados por estos cambios potencialmente revolucionarios
había modificado su habitual sentido del lenguaje. Escribían para ser
oídos, no leídos, y leían como si estuvieran declamando, moviendo
sus labios y haciendo gestos abortivos mientras paseaban. Compa­
rarlos con colegiales sería altamente descortés, pues sabían leer con
grada sonora y con una conciencia de lo que suponía la palabra, cosa
que ha sido olvidada hoy y que sólo los hombres muy preparados en
una Universidad oral podrían realizar. Pero tenían una cosa en común
con una clase de párvulos: su sentido del lenguaje era todavía profun­
damente oral.
En esa época y en esa Universidad era la cosa más natural del
mundo el que Rojas «hallara» el fragmento del primer acto circulan­
do entre sus compañeros y de que lo leyera en voz alta para sí una y
otra vez: « ... leylo tres o quatro veces. E tantas quantas más lo leya,
tanta más necessidad me ponía de releerlo e tanto más me agradaua
y en su processo n u evas sen ten cias sentía». Rojas no aprendía, ni
veta, ni siquiera en con traba las viejas sentencias que anteriormente
habían pasado desapercibidas. Más bien las escuchaba. «Sentir»
—como saben los lectores de las comedias del Siglo de Oro (y queda
definido en el D iccionario d e autoridades)— se emplea generalmente
en un sentido auditivo 105, mientras que « sen ted a s» (según el mismo
diccionario) es «d ich o grave, y sucinto que encierra doctrina o mora­
lidad». Lo cual equivale a decir que Rojas descubría una significación
cada vez más honda detrás de los «signos» hablados a medida que los
iba pronunciando y a medida que se escuchaba a sí mismo una y otra
vez. En resumen, nos está describiendo el proceso de adquisición de
la sabiduría o ralI06.

104 C a r o L y n n (pp. 97 ss.) comenta que la gramática rival de Marineo


tuvo menos éxito, sí bien estaba mejor y más racionalmente organizada que
la de Nebrija, por no ser rimada y probablemente destinada al estudio en
silencio. Aparentemente los estudiantes de la generación de Rojas no estaban
todavía preparados para el paso adelante «tipográfico». _ ^
105 «Particularmente se toma por oír o percibir con el sentido del oído.»
106 El Padre Ong (en el artículo citado en la n. 95) comenta bri liante-

— 313 —
Tampoco puede sorprender el que la intimidad oral de Rojas con
los interlocutores del acto I, su virtual identificación con ellos en el
decir, le hubiera llevado a continuar sus vidas. La comprensión de la
manera en que leía Rojas nos lleva a la comprensión de su forma de
escribir. Istvan Hajnal ha puesto de relieve hasta qué punto la tarea
de escribir y sobre todo el proceso de aprender a escribir era en las
Universidades medievales un asunto hondamente oral. Cada etapa del
aprendizaje del estudiante escritor iba acompañada por el ejercicio de
una pronunciación esmerada (pronuntiatio). Para escribir (como para
leer) había que oírse a sí mismo, con el resultado de que las palabras
nunca iban divorciadas del sonido y de la entonación calculada. Como
concluye Hajnal,
En la Edad Media, el escribir era algo auxiliar, la expresión materializada
de una técnica sumamente sensible y disciplinada de la cultura verbal; y,
como tal, ía escritura encontró su lugar en todos los campos de la obra oral.
No eliminaba la obra oral; no la hacía desaparecer; por el contrario, contribuía
a su reforzamiento ltfí.

En este entorno (Hajnal subraya que la preparación oral se daba


tanto en las Universidades como en las escuelas menores) Rojas con­
tinuó escuchando a los personajes del acto I a medida que iba redac­
tando sus propios actos. (Jomo suponíamos en la introducción, se le
puede imaginar como dictándose a sí mismo 108 a medida que avanza­
mente la relación del empleo de los lugares comunes (incluso de los entresa­
cados de las colecciones impresas) con el «espíritu orientado oralmente» (p. 152).
Ver también McLuhan , pp. 102 ss., que comienza; «Cuando se entiende que
las defensas de todas estas tesis eran totalmente orales, se ve más fácilmente
la necesidad que tenían los estudiantes de memorias equipadas con un amplio
repertorio de aforismos y sentencias.»
107 P. 153. Hajnal es citado extensamente por M c L u h a n , pp. 94-99. Su
obra, como hemos visto, es de gran interés para todo el que está interesado
en el trasfondo universitario de determinadas obras literarias en la Edad Media
y en el Renacimiento, ya que ofrece abundantes detalles sobre el género de
preparación oral a que eran sometidos los estudiantes. Entre otras cosas,
H a j n a l acentúa el interés peculiar de los académicos del siglo xv (p. 17) por
«el arte de escribir como prueba de una sólida formación oral» (p. 127) y
por el uso de la lectura en voz alta como un medio importante de sacar a la
luz y de mejorar los oscuros manuscritos de sus primitivos copistas: «On
croirait que c’est la parole prononcée á baute voix et avec precisión qui pro­
voque ce progrés» (p. 41). Quizá Proaza en sus instrucciones al lector estu­
viera revelando un aspecto de su técnica como editor.
106 H a j n a l estudia (pp. 117-134 y en otros lugares) detalladamente el
dictado de la sala de conferencias y de clase como método pedagógico (y tam­
bién como medio de reproducir viejos y nuevos textos...). La práctica llamada
en aquel tiempo simplemente «legere» o «.pronuntiare ad pennarn» nos ayuda
a entender la actitud de Rojas hacia la escritura (como quedó sugerido en el
Capítulo I) como una especie de dictado particular de las voces del locutor
para él. O, dicho de otra manera, una vez inventadas y conocidas oralmente,
estas voces comienzan a dictar el resto de las cosas que tienen que decir al

— 314
ba de una conversación a otra. Hombre de prodigiosa (para nosotros
inconcebible) sensibilidad oral, Rojas oía voces tan auténticas y reales
como cualquiera de las oídas por Juana de Arco. Las voces de Ro­
jas, sin embargo, no venían de lo alto, sino del infierno de la con­
ciencia humana, y en el mismo acto de leer y escribir se dejaban escu­
char a través de su propia boca. La C elestina demuestra cómo la plu­
ma oral en la mano derecha de un genio oral se ’hizo magna creación.
Tal cual fue escrita La C elestina, así esperaba su autor que fuera
leída: en voz alta y a un grupo íntimo. La idea de innumerables ge­
neraciones futuras de lectores callados era ajena a los autores de aquel
tiempo. Estaban más bien interesados en sus socios congregados en
grupos pequeños: «cuando diez personas se juntaren a oyr esta come­
dia». De modo antitético al de —pongamos— una novela de Stendhal,
La C elestina apunta al oído y al corazón, es decir, los dos blancos su­
cesivos del lenguaje oral. Pero había peligro también en una trayec­
toria tan plana. Rojas había estado herido y, en realidad, abrumado
por el impacto oral directo del acto I, pero bien pudiera ser que otros
lectores reaccionaran de modo diferente y para evitar «detractores y
nocibles lenguas», el anonimato —o por lo menos las calculadas estra­
tegias de una cuidada revelación personal— pudiera ser necesario.
Unos treinta años después de escrito el prólogo, Antonio de Gue­
vara incluía en el «argumento» a su b est-seller europeo, El R elox d e
P rín cip es, una descripción que ilustra como si fuera en caricatura las
reflexiones de Rojas sobre la violenta «batalla o contienda» que su diá­
logo suscitaba entre sus oyentes. Guevara describe una escena en que
tres o cuatro personas discuten de sobremesa una obra literaria: «to­
mando un libro entre manos, uno dize que es prolixo; otro dice que
habla fuera de propósito; otro dice que es escuro; otro dize que tiene
mal romance; otro dice que todo lo que dize es ficto; otro díze que no
habla provechoso; otro dize que es curioso; otro dize que es mali­
cioso; por manera que a mejor librar la doctrina que da por sospe­
chosa, y el autor no escapa sin macula. Presupuesto que son tales los
que lo dizen, y adonde lo dizen es sobremesa, dignos son de perdonar:
pues hablan no según los libros que avian leydo, sino según los man­
jares que avian comido...» 1W. Siendo como son de carne y hueso, un
auditorio semejante, al ser comparado con un público anónimo, bien
pudiera ser tan turbulento que hiciera necesario el anonimato del
. * . s¡rs
autor.
Pensar en La C elestina como obra de transición en este sentido
limitado es, creo yo, mucho más revelador que creer que es una mez-
autor. Esta idea extraña y paradójica para lectores de siglos posteriores puede
en realidad (como se sugirió al principio) ahondar más que solucionar el mis­
terio de cómo fue posible la continuación de Rojas, pero sí creo que ayuda por
lo menos a simarlo en su contexto propio.
109 Del prólogo a la edición anteriormente citada.

315 —
cía de características medievales y renacentistas. Algunas de las «pa­
radojas» más enigmáticas que han dado fama a la obra quedan ilumi­
nadas —si no explicadas— por la comprensión de la tradición oral
que está detrás de la fachada impresa. Por ejemplo, en las primeras
ediciones, la falta de acotaciones marginales, de subrayados, de pun­
tuación en el sentido moderno, e incluso de sangrados tipográficos,
sólo pueden entenderse en términos de la fuerza oral que^ todavía
poseía la palabra, de su capacidad para sugerir la pronunciación y
entonación sin ayuda externa 110. Hernán Pérez de Oliva observa en la
introducción a su traducción del A m phhryon (impreso según esta
misma tradición en 1525, y, aparte de la Propalladta, la única obra
en diálogo, propiedad de Rojas):
El estilo de dezir en comedia es tan díuerso como son los mouimientos de
los hombres. A vezes va tibio, y a vezes con heruor; unas con odio, y otras
con amor; graue algunas vezes y otras vezes es habla familiar... 111.

Pero sin las acotaciones específicas del autor, así como de la ayuda
tipográfica, el lector moderno se perderá sin saber cómo sortear tal
variedad de entonaciones.
En estos comentarios de Pérez de Oliva sentimos la incertidum-
110 Un ejemplo clave al comienzo mismo es el siguiente: «Cal.— ¡Sempro-
nio, Sempronio, Sempronio! ¿Dónde está este maldito? Setnp.—Aquí soy, se­
ñor, curado destos cauallos. Cal.— Pues ¿cómo sales de la sala? Setnp.— Aba­
tióse el gíritalte e vínele a enderezar en el alcándara. Cal.— ¡Assí los diablos
te ganen!...» Sólo oyendo el tono de las dos excusas nada convincentes e im­
premeditadas para disculpar su no hacer nada en la sala durante la ausencia
de su amo (así como el tono de incrédula irritación de éste) nos puede indicar
qué está ocurriendo en realidad. Traductores que no captan el tono, tales
como Símpson (Berkeley, 1955) y Hartnoll (Londres, 1959) alteran total­
mente el intercambio a causa de la incomprensión oral en inglés. El primero
pone esta pregunta de Calisto a Sempronio: «¿Por qué dejaste la sala?» Y el
segundo, preocupado por atar los cabos de la trama, cree el cuento de Sempro­
nio, ya que el halcón ha debido «volver volando a su alcándara». Singleton
(Madison, ’Wis., 1958) y otros traducen correctamente, pero no aciertan a ayu­
dar al silencioso lector a comprender la pereza de Sempronio. La mejor so­
lución que he visto es la encontrada por E. Hartmann y F. R. Fríes (Bre-
men, 1959), quienes hacen preguntar a Calisto a Sempronio: «¿Por qué, pues,
saliste corriendo de la sala?» Aquí la acción suple sabiamente a lo que se
ha perdido de entonación. Quizá un tanto demasiado explícita es la interpre­
tación de Barth, que pinta a Sempronio tendido en un «triclinium» en ausen­
cia de su amo.
111 Citado por W . A t k in s o n , «Hernán Pérez de Oliva», RH, LXXI, 1927,
p. 400. Pérez de Oliva, que Uegó a Salamanca en 1508 a la edad de catorce
años, estuvo claramente influido por el estilo de La Celestina (igual que el
otro traductor del Amphitryon, Villalobos), como indican las observaciones que
preceden sobre el decóram oral. Lo mismo que Nebrija («Terentius est sum-
mus orator»), Pérez de Oliva se daba bien cuenta de la semejanza del diálogo
de la comedia y de la oratoria: «Las comedias antes escritas fueron fuentes
de la elocuencia de Marco Tulio, que mucho amó su muy familiar Terencio.»

— 316 —
bie implícita de la famosa lección sobre la elocución de Alonso de
Proaza:
Si amas y quieres a mucha atención / leyendo a Calisto mouer los oyen­
tes, / Cumple que sepas hablar entre dientes, / a vezes con gozo, esperanza
y passión, / A vezes ayrado con gran turbación. / Finge leyendo mil artes y
modos, / Pregunta y responde por boca de todos, / Llorando y riyendo en
dempo y sazón i12.

Es como si Rojas (empleando de portavoz a Proa2a) y Pérez de


Oliva confiaran en la capacidad oral de su diálogo escrito hasta que
llegara el momento de abandonarlo a los nuevos y desconocidos lec­
tores. Entonces y sólo entonces comienzan a preguntarse si alguna
instrucción preliminar podía ser útil. Los consejos de Proaza en este
sentido son indispensables pura el lector moderno que ha perdido lo
que un estudiante imitador de La C elestina llamó su «apetito audi­
tivo» 1,3 y para quien las palabras impresas dejan de poseer la fuerza
mágica de ser capaces de hablar por sí mismas.
Una segunda paradoja, que se puede observar más claramente
desde este punto de vista, ha sido descrita magistral mente por María
Rosa Lida de Malkiel:

112 McPheeters interpreta estos versos en términos anacrónicamente pla­


tónicos. El rapsoda griego tal como se describe en el Ion, dice, estaba inspi­
rado por la poesía homérica que recitaba para revivir emocionalmente las vidas
y las conversaciones de los héroes. Y lo mismo sucede en La Celestina. Aparte
de que Platón era poco más que un nombre en el mundo intelectual que
rodeaba a Rojas (los datos que presenta para el supuesto neoplatonismo de
Proaza son poco convincentes), tal comparación pasa por alto una serie de
diferencias evidentes. La obra de Rojas es un diálogo (no heroico o incluso
antiheroico) en prosa impreso para la lectura en voz alta, no un poema épico
totalmente oral, ya familiar a la mayoría de sus oyentes. Las disciplinas me­
dievales de la efectiva comprensión y expresión oral (la «pronuntiatton» de
Hajnal), más que la «inspiración épica», son las que están aquí en litigio {El
humanista español, p. 34).
113 A l f o n s o d e V i l l e g a s S e l v a g o , La Selvagta, Madrid, 1873, p. iv. La
alusión a La Celestina suena así; «...dando gusto al apetito auditivo con el
estilo de sus razones.» Escribiendo en 1554, Villegas llega hasta atribuir el
Acto I a Cota, pero no por esta razón escatima su alabanza de Rojas; «Sabe­
mos de Cota que pudo empegar / Obrando su ciencia la gran Celestina / la­
bróse por Rojas su fin con mui fina / Ambrosia que nunca se puede estimar.»
La imagen de «fina ambrosia» para el estilo indica que su deleite gustativo en
la palabra es algo más que un asunto de grosero placer sensual, rabelaisiano.
Aunque también hay pasajes que nos recuerdan al contemporáneo francés de
Rojas (fundamentalmente en el Acto I con el pasaje de «puta vieja», el debate
de las mujeres, etc.), la tradición oral de las universidades prestaba «una de­
licada atención al matiz preciso del uso de la palabra» ( M c L u h a n , p. 156) y
experimentaba un placer refinado en ello. La Celestina, para un lector como
Selvago, era una maravilla exquisita de precisión oral a todos los niveles del
decorum expresivo.

— 317
Aunque el comer, el dormir, el anochecer y el amanecer (que marcan los
segmentos de la acción) crean la ilusión de que todo se desenvuelve ante
los ojos del lector, la acción proyectada en La Celestina no es la corriente
ininterrumpida de la realidad, sino más bien una selección típica de la misma,
que no coincide en ningún punto con la continuada secuencia de la vida in .

Ella alude, por supuesto, no sólo a la muy discutida doble secuen­


cia del tiempo (una de las cuales sería la del diálogo ininterrumpido y
la otra la percibida o experimentada por los interlocutores), sino tam­
bién a observaciones como las siguientes dirigidas por Sempronio a
Calisto en el acto II: «Que en viéndote solo, dizes desuaríos de hom­
bre sin sesso, sospirando, gimiendo, maltrobando holgando con lo
escuro, deseando soledad, buscando nuevos modos de pensativo tor­
mento». Calisto únicamente ha estado solo a lo más durante tres o
cuatro minutos al comienzo del acto I, pero la palabra hablada tiene
el poder de crear ex nih'tlo una habitual dedicación a la desesperación
amorosa l15.
Para comprender la posibilidad de tal creación debemos comenzar
por poner entre paréntesis nuestra experiencia literaria habitual. Como
lectores acostumbrados a los géneros posrenacentistas de novela y de
drama, comprendemos el Q uijote o H am let como si fueran mundos
ficticios o regiones imaginarias, cada una con su espacio y tiempo in­
dependiente, mundos que «contienen», diríamos, las cosas significa­
das por las palabras. Autor y lector (u oyente) están de acuerdo de
manera tácita y genérica en esta comprensión de la experiencia
literaria. Así, lo mismo que en nuestra vida diaria, la palabra es un
signo que se refiere a algo que nosotros creemos (o fingimos creer)
que tiene una existencia anterior. Pero en La C elestina se da la si­
tuación opuesta: las palabras crean sus realidades en el mismo mo­
mento de ser pronunciadas y el autor no necesita preocuparse por
adecuarlas a un conjunto completo y congruente. Para Rojas, el len­
guaje no había perdido lo que Leo Spitzer, refiriéndose al romancero,
llamaba su fuerza invocativa “6, es decir, su fuerza para traer a la ima­
ginación realidades nuevas y totalmente inesperadas. No sólo el es­
pacio y tiempo previamente fijados carecen de vigencia; más bien
surgen cuando los interlocutores los necesitan y los inventan en su
decir. Melibea crea «mucho e muchos días de amor» cuando los re­
cuerda, a pesar de que el diálogo en esa coyuntura (Acto X) sólo nos
da dos, y así en otros casosli7. Tal fuerza no nos parece extraña en la
114 Two Spanisb Masterpieces, pp. 76-77.
115 Así también podría decirse que Calisto y Melibea crean sus nombres
al conocerse y pronunciarlos. ¡Exactamente como en un romance!
116 «Los romances españoles», Asomante I (1945), 13.
117 Para más ejemplos, ver mi «El tiempo y el género literario en La Ce­
lestina», RFH, V il (1945), 147-159, De haberlo leído a tiempo, el estudio de
Lewis Mumtord sobre el espacio y el tiempo medievales «como dos sistemas

— 318 —
literatura medieval poco sofisticada y oral (una balada o cuento de
hadas), peto en las páginas impresas de La C elestina nos desorienta.

« L e e l o s y s t o r ia l e s, e s t u d ia los f il ó s o f o s ,
M IRA LOS PO E TA S»

Una transición similar es patente en la relación de La C elestina


con la inmediata historia literaria de su tiempo. Como ya apuntamos,
los estudiantes de Salamanca no habían previsto ni experimentado
todavía las profundas metamorfosis de la lengua y de la cultura que
la imprenta había de producir, pero se daban perfecta cuenta de la
renovación intelectual que suscitaba. Los libros impresos —observa
McLuhan— fueron «los primeros artículos uniformes, repetibles pro­
ducidos en serie en la historia del mundo» y su aparición en el mer­
cado no dejó de chocar a los literatos. Los clásicos, sea en antologías
importadas como la de Albrecht von Eyb M argarita p oética (un libro
de texto que Rojas todavía poseía al morir) o bien en ediciones con
notas (Terencio fue reimpreso repetidas veces con glosas cada vez
más cuidadas)115 estuvieron de repente a disposición de los que sa­
bían leerlos. Y aparte los textos tradicionales en latín de Derecho,
literatura y teología (generalmente importados), Numerosas traduc­
ciones impresas localmente empezaron a aparecer en las tiendas de
libros recién establecidas y en manos de los amigos. Historia, novela,
tratados morales con índices a mano de lugares comunes circulaban
ampliamente por Salamanca y en otras ciudades de España donde
los maestros impresores extranjeros y aprendices locales se habían
establecido. Séneca en diversas compilaciones y ediciones era un gran
éxito, juntamente con Petrarca, no tanto como poeta sino como el
moderno discípulo de los estoicos. Por lo que se refiere a Boccaccio,
el D e casibus, el D ecam erón y la Fiamm etta aparecieron por primera
vez en 1495, 1496 y 1497, respectivamente. Otra obra importada
de Italia con notable éxito era la H istoria d e d u ob u s am antibus, de
Eneas Silvio (1496). También hay indicaciones de interés en publicar
para el mercado converso. Aparte de la imprenta hebrea clandestina de
Juan de Lucena, en 1492 apareció Josefo (traducido por el «humil
Cronista» Alonso de Palencia), que sirvió como justificación del orgu­
llo de casta 119. El mismo público debe haber reconocido la fuerte
relativamente independientes» me hubiera sido de grandísima utilidad. (Ver
Techmcs and Civilization, Nueva York, 1934, pp. 18-22.) Habría podido en­
tender entonces que era su situación temporal única en cuanto diálogo oral
impreso y no una me2cla de géneros posteriores que hizo parecer tan misterio­
sas las anomalías dimensionales de La Celestina.
118 E . R . R o b b in s , Dramatic Characteñzation in Printed Commentaries
on Terence, Urbana, 111., 1951. t
119 Según J. P u y o l y A l o n s o (Los cronistas de Enrique IV, Madrid,

— 319
influencia de la Guia d e p erp lejo s, de Maimónides, detrás de la
semicris ti anidada alegoría de La visión d eleita b le (preparada para la
imprenta en 1480 por el converso Alonso de la Torre) m .^
Tampoco fueron descuidados los mejores escritos del siglo xv es­
pañol en ese primer intento de encontrar lectores no especializados.
El alegórico L aberinto d e la Fortuna, de Juan de Mena (Salamanca,
hacia 1480); las Coplas, de Fernán Pérez de Guzmán (conocidas por
Las setecien ta s) (1492), y posteriormente su Mar d e historias; el
C orbacho, del Arcipreste de Talavera (1495 )521; los P roverb ios, del
marqués de ¿antillana (1490), así como las crónicas (la C rónica d e
España, de Mosén Diego de Valera, fue la más popular), ca n cion eros
y obras de piedad fueron rescatadas del pasado y distribuidas en can­
tidad m .
Pero, ¿qué significan estos hechos dispersos? Debemos recordar
que estamos hablando de un período inmediatamente anterior a la
revisión de Garcí Rodríguez de Montalvo de un oscuro libro de ca­
ballería medieval llamado Amadis d e Gaula. La aparición de este pri­
mer b est-seller mundial en 1506 ha sido considerada comúnmente

1921), Alonso de Palencia fue a un tiempo converso y apologista de su casta.


Por el cariño de los conversos a esta crónica de la gloria de sus antepasados,
Lope hace que los judíos que crucifican «el santo Niño de la Guardia» le
llamen «nuestro Josefo». Los hechos de que Colón cite a Josefo en su «Carta
a los Reyes» y de que su «escribano mayor», Diego Méndez, poseyera un
ejemplar en su biblioteca, son considerados por M a d a r i a g a como posibles
indicaciones de su ascendencia de conversos (Vida del magnífico señor Cris­
tóbal Colón, Buenos Aires, 1940, p. 539). Como veremos, Rojas poseía su
propio ejemplar.
120 G i l l e t sospecha que el autor del Acto I pensaba en Maímónides
cuando Calisto reza: «Tú que guías a los perdidos...» ( Propdladia, V I, 345.)
Para los que se oponían a los conversos, los impresores ofrecieron obras como
el olvidado Libro del Ant¡cristo y Juicio final, sermón de San Vicente, y las
epístolas de Rabb’t Samuel a Rabbí Isaac, Zaragoza, 1496, por diversas razo­
nes atribuidas a Alonso Buenhombre de España o a Martín Martínez Dampiés.
Aparte de la desesperación y de las dudas sobre la validez de su fe expresada
por los Rabinos en sus cartas apócrifas (cartas dirigidas evidentemente a hacei
que los lectores cristianos se sintieran halagados), en la segunda parte se des­
cribe al Anticristo como un falso mesías circunciso que conduce a los judíos
a una eventual derrota a manos de los cristianos a quienes han perseguido.
Una tercera parte se titula «el libro del juicio postrimero».
121 La edición de 1495 está consignada como «muy dudosa» por Simón
Díaz, pero la indudable influencia de la obra en La Celestina Índica su
existencia. La primera edición existente fue impresa en 1498, fecha que di­
fícilmente pudo dar tiempo a Rojas para asimilar la creación de su predecesor.
El acceso al manuscrito de la obra es, por supuesto, otra posibilidad, pero,
dado que son tantas las fuentes registrables que se derivan de libros impresos,
yo me inclinaría a dudar de ella.
122 Los investigadores parecen estar de acuerdo sobre la tendencia de los
primeros impresores en poner a disposición en primer término el material me­
dieval ya conocido. Ver J. B. W a d s w o r t h , Lyons, anteriormente citado, así
como L. F e b v r e y H.-J. M a r t in , L'apparition du lívre, París, 1950.

— 320 —
como un paso importante hacia la formación de una entidad todavía
no prevista por Rojas y su círculo oral de «socios»: un publico na­
cional. Sin embargo, no creo que haya que destacar demasiado esa
novela y su fecha como una divisoria de aguas. Que el proceso fue
gradual y que una comunidad de aislados y silenciosos lectores no
nació de la noche a la mañana, nos lo atestiguan la escena conocida
de Don Q u ijote en que el ventero describe la lectura en voz alta de
una novela de caballería a segadores reunidos en su venta en un día
de verano. De modo similar se podría decir que el éxito nacional del
A madís fue preparado por la ¿amorosa acogida que grupos disper­
sos localmente (uno se los figura al principio compuestos fundamen­
talmente por titulados universitarios y sus familias) hicieron de los
libros publicados en décadas anteriores.
Admitiendo, pues, la importancia de la obra de Montalvo al crear
una ficción en prosa que pudo leerse silenciosamente por los solita­
rios Alonsos Quijanos de este mundo (frente al diálogo hablado de
h a C elestina y el C orbacho) m, hemos de procurar todavía no pasar
por alto el cambio repentino en la relación de literatura y sociedad
experimentado por Rojas y su generación. La lectura, para estas gen­
tes, aun cuando seguía siendo primordialmente oral, se había conver­
tido rápidamente en una actividad fascinante y en un tópico absor­
bente de conversación. La intensa reacción de Rojas al acto I, así
como las disensiones inspiradas por la lectura que él y Guevara des­
criben, parecen típicas de los primeros años de la imprenta. Como
observaba con cierto retintín un discípulo de Nebrija, «el que publica
una nueva obra tiene que oír muchos pareceres» m .

m La distinción aquí propuesta no es rígida. Así como es posible y pro­


vechoso leer estos textos en silencio (a pesar de las entonaciones llenas de
sentido que no se oyen), el ventero en el Quijote, por el contrario, sólo co­
noce los Libros de Caballería de oírlos y de leerlos en voz alta. Pero la dife­
rencia esencial impresa entre el Amadís y el Corbacho (o incluso la Cárcel de
Amor), me atrevería a afirmar, estriba en los intentos de aquél por lograr una
descripción visual de personas y escenas exóticas y siempre cambiantes. El
resultado era que un lector silencioso podía pintar inmediatamente en su ima­
ginación los castillos y las grutas vistos por el héroe. Esto a su vez tendía a
incrementar su sentido de identificación con él. La lectura acelerada más que
el lento saborear de las palabras y de las conversaciones, como sugiere McLuhan,
fue la necesaria precondición de la novela.
124 El bachiller Cerezo nos recuerda a Rojas cuando (en su expresiva car­
ta sobre la recepción de su gramática de 1485) describe a los «críticos que
necesitan carne en que cebarse» (reproducido en O lm edo, Nebrija, pp. 172­
174). Sin embargo, su contraataque es más agresivo que el prudente prólogo
de La Celestina: «A vosotros que uncís las zorras y ordeñáis los cabrones,
a vosotros que lleváis a los niños por precipicios y derrumbaderos..., a vos­
otros, digo, es a los que había que azotar. ¿Qué estudiantes habéis formado?
¿En qué laberinto se ha metido vuestra zafia Minerva?» Como ejemplo de la
actividad intelectual del tiempo, vemos que la retórica castellana de Cerezo
no tenía pelos en la lengua.

— 321 —
2t
De todo esto podemos intuir una importante conclusión: para la
génesis de La C elestina, el repentino autodescubrimiento del futuro
autor en cuanto lector es al menos tan importante como el anterior
descubrimiento de sí mismo en cuanto converso. En otras palabras,
Rojas se hizo escritor de la misma manera que Cervantes, Shakespeare
y sus herederos se hicieron escritores: como resultado de la lectura.
No necesitamos forzar nuestra capacidad para la imaginación histórica
a fin de volver a captar la excitación que reinaba entre los estudian­
tes y el claustro de Salamanca cuando descubrieron lo que significaba
leer no manuscritos consagrados, sino libros de los que podían go­
zar y que podían juzgar con toda libertad en sus propios méritos.
Aparte los campos personales de especializarión, se dieron cuenta de
que compartían, discutían y posiblemente contribuían a una común
vida intelectual e imaginativa. Estos jóvenes ávidos —dispuestos,
como Cervantes, a recoger de la calle trozos de papel impreso— se
pueden comparar a peces que de repente se han visto trasladados de
un estanque tranquilo a una corriente impetuosa. Aunque inmersos
todavía en el mundo oral de sus antepasados, encontraban un repen­
tino y nuevo júbilo de vivir en él.
La C elestina, como libro nuevo enviado a la imprenta, no era el
único de su clase ni siquiera el primero. Una vez creado el mercado
de libros antiguos no disponibles hasta entonces, el siguiente paso
—la composición y circulación de nuevos libros— era fácil de dar.
Editores y revisores de textos conocidos tenían ahora que competir con
los nuevos autores. Aparte el mismo Rojas, el mayordomo converso
Diego de San Pedro fue el de más éxito y el más digno de notar de
entre estos últimos. Después de publicar el manuscrito de su T ractado
d e a m ores (acabado probablemente años antes) en 1491, parece haber
sido el primero en escribir una obra literaria (La cá rcel d e am or prime-
mera edición, Sevilla, en el annus mirabiUs de 1492), con miras a la
publicación IZS. Aparte de los méritos como «novela sentimental», su
125 Una serie de hechos son relevantes en esta hipótesis. Como es bien
sabido, la primera «novela sentimental» de San Pedro, el Tractado áe Amores}
fue escrita en 1483 y tardíamente publicada en 1491. Fue un éxito inmediato,
y^un año después apareció en el mercado la Cárcel — dirigida al mismo ávido
público. Que fue escrita después del Trataáo queda afirmado por el mismo
San Pedro, y que fue escrita mucho después se desprende del estudio que
hace Gili Gaya de_ su simplificación estilística. (Introducción a las Obras, Ma­
drid, 1950.) Francisco Márquez presenta pruebas adicionales de los años de
experiencia^ que separan la creación de las dos obras en su « Cárcel áe Amor,
novela política», RO, IV {1966, 185-200). El primer entusiasmo de San Pe­
dro por los Reyes Católicos, que es evidente en el Tractaáo, fue reemplazado,
como demuestra Márquez, por el horror del despotismo real. Hay incluso
— como en La Celestina— arremetidas medio veladas contra la Inquisición y
su justicia especial {ver Cap. III, n. 45). Una vez que se admite un lapso sus­
tancial destiempo entre los dos períodos de la composición, la suposición de
que el estímulo para acometer la creación de la segunda novela fue la popu-

— 322 —
aparición en ese año como la primera novela escrita en castellano para
la imprenta es un hecho al menos tan significativo para la sociología de
la literatura española como el de Amaáís. El clima intelectual de Sala­
manca desde el tiempo del bachiller Alfonso de la Torre había sido par­
ticularmente favorable a esta nueva actividad. Los estudiantes y el
claustro estaban preparados para la composición oral (la preparación de
las repeticiones, disertaciones, objeciones y demás) y, dado que no
distinguían entre el lenguaje hablado y el escrito, era natural que se
encontraran preparados para dar a la imprenta nuevos escritos. Lo
cual equivale a decir que, en un sentido, Salamanca —precisamente
por su tradición oral y su énfasis fundamental en la gramática y la
retórica— centró todo su cu rriculu m en la enseñanza de lo que en
mi país se llama «ex p ository ivriting».
El latín era, por supuesto, la lengua de la retórica y de la forma­
ción oratoria. Además del poco original pero curioso tomo de adula­
ción oral de Lucio Marineo Sículo De H ispaniae laudibus (1495), la
publicación de las repeticiones académicas y otros tratados por el
claustro y estudiantes de los cursos superiores no era infrecuente 126.
No obstante, y a pesar de su recién aprendida y recién apreciada lati­
nidad, los habitantes de Salamanca no se sentían reacios a la explo­
tación del mayor mercado de libros en castellano. La lista de los tí­
tulos en español publicados durante los pocos años de la residencia de
Rojas es impresionante. Francisco de Villalobos resumió su recién
adquirida ciencia en su Sumario d e M edicina U498], escrito (proba­
blemente para la repetición oral) en verso como el de su modelo,
Avicenna. Luis de Lucena, el hijo de Juan de Lucena que había escri­
to el Libro d e la vida beata (1483), siguió las huellas de su padre
publicando su R ep etición d e am ores e arte d e axedrez (1497) cuando
estaba «estudiando en el preclarissimo studio de la muy noble ciudad
de Salamanca» m . Por lo que se refiere a la poesía, además de la

laridad de la edición impresa del Tractado, parece razonable. Había comen­


zado la simbiosis de novela e imprenta.
136 Aparte del Sumario de V il l a l o b o s y de la Gramática de C e r e zo ,
F ernando de R o a publicó sus Repeticiones en 1502. Para otros discípulos
de Nebrija que publicaron obras, ver O l m e d o ,, Nebrija, cap. X I V .
127 La Repetición de amores fue probablemente escrita hacia el mismo tiem­
po que La Celestina, ya que, a pesar de ciertas semejanzas sobre tema y técnica
no hay signos inequívocos de influencia que podían indicar la primacía de
uno y otro. Por lo que se refiere a las semejanzas, en la Repetición, lo mismo
que en ambas partes de La Celestina, las afirmaciones generales son seguidas
inmediatamente de ejemplos de prueba (la forma oral de las anotaciones ac­
tuales); en los dos oímos los tópicos de la blasfemia amorosa y del amor
como una enfermedad; y hay una despreciable alcahueta cuyo diálogo es
reproducido con una ordinariez típica que debía divertir mucho a los oyen­
tes. Todo lo cual constituye un testimonio innecesario del genio de los
autores de La Celestina. Queda una pregunta sin respuesta: ¿Por qué no

— 323 —
didáctica Crianza y virtuosa doctrina (citada en nota 48), dedicada
a doña Isabel por un «hijo de la Universidad», Juan del Encina, un
graduado reciente, publicaba su C ancionero en Salamanca en 1496 m.
Pasar de este resumen de publicaciones de sus compañeros univer­
sitarios al propio comportamiento creador de Rojas como estudiante
nos llevaría directamente al problema de las fuentes. La primera pre­
gunta que nos deberíamos hacer sería exactamente qué clase de libros
el ávido joven lector había devorado y más tarde incorporado a su
escrito. Afortunadamente, este aspecto de la biografía de Rojas ha
sido investigado de forma adecuada (por Menéndez Pelayo, Castro
Guisasola y María Rosa Lida de Malkiel, entre otros) y no necesita
mayor discusión ahora. Podemos extrañarnos, sin embargo, al darnos
cuenta de que muchas de las fuentes conocidas brotan de los libros
en latín y en español almacenados por los libreros que competían
por el comercio académico en la rúa Nueva (más tarde calle de los
Libreros) durante los años de 1490 m . Los celestinistas todos sabe­
mos que la edición de Petrarca convenientemente dotada de un útil
índice de lugares comunes era una n ou vea u té literaria 130 y que Te-

leyó Lucena el Acto I? Su ausencia en su texto puede indicar que cuando


Rojas la «halló», era más o menos desconocido.
m Otro estudiante autor de la época fue el bachiller P a l m a , cuya obra
La divina retribución (inédita hasta 1879) reflejaba la exaltación épica de la
historia contemporánea en forma diametralmente opuesta a La Celestina. Con­
siste en una especie de himno de celebración patriótica a raíz de la victoria
de los Reyes Católicos en la batalla de Toro, en 1476. Pudo cambiar des­
pués su actitud, como demuestra Márquez que lo hizo Diego de San Pedro
(ver n. 125).
129 Que muchos italianos, probablemente preparados por estudios huma­
nísticos, entraron en este floreciente nuevo comercio, lo sabemos por «La
casa de Nebrija», de Manuel G a r c ía B lan c o , en Seis estudios salmantinos,
Salamanca, 1961. A l parecer, Nebrija mismo montó una librería en una de
las casas de su residencia y la mantuvo abierta durante su ausencia en Alcalá.
Los mismos lazos intelectuales e íntimos entre libreros, lectores, editores
(como Proaza) e impresores aparecenen lo poco que conocemos sobre Fa-
drique Alemán de Basilea, el impresor de la primera edición existente de
La Celestina. K a r l W e h m e r resume sus actividades como sigue; «El im­
presor alemán Friedrich Biel, que trabajaba en Basilea durante los primeros
años de la década del 70 en compañía de Michael Wennsler, se trasladó a
Burgos en 1485, donde se llamó a sí mismo Fadrique Alemán de Basilea.
En el período intermedio pudo estar en el sur de Francia, en aquella época
lugar favorito para el trabajo de los impresores procedentes de Basilea. Su
imprenta, la primera de Burgos, duró hasta la segunda década del siglo x vi,
pasando después a manos de Juan de Junta y sus sucesores hasta principios
del xvii, Biel publicó obras distinguidas de literatura y de ciencia. Estuvo
relacionado con los dirigentes del movimiento humanístico de España, que le
confiaron la impresión de sus escritos. Especialidad característica de su im­
prenta fue que Biel desde finales del siglo xv empleó el tipo romano» (Deut­
sche Buchdruck im Jahrhundert Gutenbergs, Leipzig, 1940, Tafel 96).
130 El descubrimiento de Castro Guisasola del empleo de este índice

— 324 —
rancio constituía un b est-seller entre los estudiantes mucho mayor que
las comedias humanísticas m. La antología escolar de autores latinos
antiguos y modernos de Albrecht von Eyb mencionada anteriormen­
te es otra posibilidad (aunque dudosa, como veremos). Por lo que al
español respecta, las traducciones de la Viammeita y la H istoria d e
d u ob u s am antibus, así como las obras de autores nativos tales como
Rodrigo de Cota U2, Diego de San Pedro, Jorge Manrique, Martínez
de Toledo, Rodrigo de Reinosa y Juan del Encina, todos ellos estu­
vieron presentes °3. La C elestina no es sólo una obra maestra eterna;
está también —o estuvo— integrada dentro de la vida literaria o
intelectual de su época, fue un libro escrito en una sociedad y una
década en que la lectura ya no constituía un ritual infrecuente y toda­
vía no un hábito trivializado.
Estas consideraciones nos ayudarán a entender también la forma
peculiar de Rojas de incorporar lo que había leído a lo que estaba
escribiendo. El mosaico descarado de las fuentes de La C elestina
(fuentes probablemente conocidas de sus lectores), así como la con­
fianza del autor en que la expresión oral de su estilo podría rejuve­
necerlas y renovarlas, son dos fenómenos de transición. El Q uijote,
como prodigiosa obra maestra de palabras escritas, era consciente de
préstamos literarios y de su propia condición de obra impresa. Pero
La C elestina, compuesta enteramente a base de palabra hablada, es
natural que fuera irresponsable en sus citas. Es decir, tomó prestado
de otros textos compuestos oralmente de una forma tan libre y tan
sin problemas como una balada toma de otra, o un profesor de otro.
fue esencial, como hemos visto (Cap. V, n. 5), y como sabemos es esencial
para establecer la fecha de la composición de Rojas,
B1 Como hemos mencionado anteriormente, sólo el Pbilodoxus parece
haber sido publicado en Salamanca durante la estancia de Rojas. Sin embargo,
los dos autores pudieron haber tenido a su disposición otras comedías neo­
latinas, sea importadas (como su Petrarca) o impresas en España y perdidas
desde entonces. Que supo de la existencia del género es cierto, ya que frag­
mentos de una serie de tales comedias se incluyen en la antología latina
Margarita poética, que estaba en su biblioteca. Para su posible influencia
en La Celestina, ver Cap. V III, n. 67, En la misma tradición estaba la cu­
riosa « d ramatizad ó n» de un hecho corriente (el intento sobre la vida del
Rey Fernando) por Cario y Marcelino Verardi: el Fernandas seruatus, Roma,
1493. Según Menéndez Pelayo, la híbrida designación genérica del Acto 21
de Celestina como tragicomedia pudo haberse derivado de aquí ( Orígenes,
pág. 291).
02 Aparte de Castro Guisasola, ver M. J . Ruggeiuo, The Evolation of the
Go-Between in Spanisb Liierature through the Sixteenth Century, Berkeley
y Los Angeles, 1966 (para la tradición dentro de la cual tanto Cota como
Rojas manifestaron su originalidad) y la introducción de Elisa Aragone a su
edición del Diálogo, Florencia, 1961, págs. 48-54 (para estudio más completo
de paralelos específicos).
133 Sólo los dos últimos necesitan anotación. Pata Reinosa, ver n. 101,
y para Juan del Encina, ver C. d e l R e a l de la R iva, Notas a La Celestina,
Strence (homenaje a Manuel García Blanco), Salamanca, 1962, págs. 387-391.

— 325 —
La diferencia, por supuesto, entre la práctica de Rojas y la de un
poeta popular es que el primero, como hemos visto y veremos nueva­
mente, sabía muy bien explotar la ironía que la incrustación de los
lugares comunes robados dentro de las situaciones específicas del
diálogo le permitía. Aparte de esto —como Menéndez Pidal fue el
primero en señalar 134— el prosista oral y el poeta oral trabajan en la
misma forma. O, enfocando la misma cosa desde distinto punto de
vista: si bien hoy es habitual acentuar la disparidad entre erudición
y vida, la Salamanca de Rojas no reconocía este bache como insalva­
ble. El resultado (como observa la señora de M alkiel)135 es la singu­
lar vulnerabilidad de La C elestina a la crítica anacrónica y a la falsa
interpretación. El mismo Menéndez Pelayo juzgaba «pedantesco» el
uso del Petrarca por Rojas y la inverosímil erudición de las últimas
peroraciones de Melibea y Pleberio, «impertinente». La primera
tarea del que quiere explicar La C elestina es precisamente ésta: hacer
comprender a sus alumnos una época de transición en que el saber
prestado podía ser un componente de la vida hablada.
Don Ramón, por supuesto, estuvo preocupado por destacar la na­
turaleza oral de la creación de Rojas para poder solucionar a su ma­
nera el clásico problema de la unidad de La C elestina. Y con razón.
Sólo pensando en términos del romancero y de la épica podemos co­
menzar a entender cómo autores distintos pudieron colaborar tan
íntimamente. En este sentido se podría decir que el Acto I fue la fuen­
te más importante y al mismo tiempo la más completamente asi­
milada de La Celestina. Pero, además de la peculiar destreza del artista
oral para insertarse en la creación de otro, debemos aceptar también
como un hecho (o al menos como una fuerte probabilidad) que el
acto I fue tan fruto de la Universidad como los que le siguieron.
Salamanca fue donde Rojas lo «halló», y sólo en Salamanca se podía
aprender a citar a Aristóteles y demás autoridades admiradas por sus
personajes. Ambos autores se criaron en el mismo invernadero aca­
démico y más o menos en la misma década, ya que ciertos indicios in­
ternos (a pesar del supuesto arcaísmo de ciertas palabras y expresiones
indican que el fragmento original fue escrito después de 1490) m .

134 «La lengua en tiempo de los Reyes Católicos», Cuadernos Hispano­


americanos (Madrid), n" 40, 1950.
05 La originalidad, págs. 130 ss.
L a primera edición impresa de la Crónica troyana, que contenía el
retrato de Elena de Troya, que es la fuente directa de la descripción que hace
Calixto de Melibea, apareció en 1490. No niego el hecho evidente (sobre
el que han insistido M .“ R. L id a de M a l k ie l , La originalidad, pág. 449, y O t is
G reen , «On Rojas’ Descríptíon of Melibea», HR, X IV , 1946), de que el pa­
saje de La Celestina está ordenado según un modelo medieval convencional y
que está hecho a base de comparaciones retóricas convencionales. Sin embargo,
una serie de coincidencias verbales concretas indica por encima de toda duda
razonable que el autor del Acto I pensaba en esta señora en particular.

— 326 —
Fue la comunidad de formación e intereses la que unió a sus espíritus
lo suficiente como para permitirles que una constante corriente de
diálogo pasara de uno a otro.
Un factor final, no susceptible de prueba pero, para mí, virtual-

En ambos casos, sus «cabellos» parecen «madexas de oro»; son de gran


«longura» y están divididos por una parte o «pequeña cerda» (un uso ai
parecer no acostumbrado de la palabra que sugiere «essos tales no serán
cerdas de asno» cómicos de Sempronio y que es corregido por «cartera»
en la revisión de la Crónica de Pero Núñez Delgado, Sevilla, 1509). Venían
después las cejas que tanto para Melibea como para Elena eran «delgadas»;
la nariz, «no grande ni pequeña» en un caso y «mediana» en el otro; las
bocas «pequeñas»; los dientes que son «menudos»; los labios que son «colo­
rados»; los dedos que son «luengos»; los pechos que son «pequeños»; y las
complexiones de cada una, de nieve. Muchos de estos adjetivos son tópicos
(los dos primeros no lo son), y, una vez más he de admitir, que el imitador
abrevia el original y hace cambios («Iabrios grosezuelos» en lugar de «delga­
dos» y «uñas coloradas» en lugar «de marfil») según su gusto personal. Pero
la coincidencia general de palabras y secuencia es, no obstante, decisiva.
La atribución es apoyada más adelante por la observación final de Calisto:
«Aquella proporción que ver no pude, no sin duda por el bulto de fuera juzgo
incomparable ser mejor, que la que París juzgó entre las Deesas.» Aquí su
alusión parece ser a un primer capítulo de la misma Crónica en que París
«respondió que no podía dar verdadero juycío de aquel fecho s¡ eUas todas
tres no se presentassen desnudas ante él para que las viese y con la vista
esaminase por todas las facciones de sus cuerpos».
El origen de la descripción es evidentemente la Historia Destnictionis
Troiae, de G u id o d e l l e C o lo n n e (Ed. N. E. Griffin, Cambridge, Mass,
1936, págs. 71-72), y cuyo primer manuscrito de la traducción castellana
(La Crónica Iroyatta, ed. F. P. Norris, Chapel Hill, 1970) data del final del
siglo x iv. Que el autor del Acto I había leído y utilizado la versión impresa
se deduce de una serie de detalles pequeños pero decisivos. Es decir, sólo
en esa versión del retrato de Elena encontramos la «cerda», la «longura» del
pelo, y las cejas «delgadas».
M e n é n d e z P e l a y o se dio cuenta del parecido de las dos descripciones,
pero habiendo visto únicamente el plagio literal con que concluye el Tristán
de Leonís, Valladolid, 1501, encontró difícil situarlo cronológicamente: «No
dudo que también la tuvo presente el autor de La Celestina» (Orígenes,
pág. 333). A l parecer, el escritor del Tristán castellano (tan distinto del
autor irónico y escéptico del Acto I) vio en este pasaje una impresionante am­
plificación de la descripción retórica medieval que le había de proporcionar una
rúbrica final y una justificación física de aquellos malhadados amores.
No he podido examinar la edición original de la Crónica t royana, Burgos,
1490, y he tenido que basarme en un microfilm hecho sobre la reimpresión
de 1500 en Pamplona existente en el Museo Británico, La versión editada
de Pero Núñez Delgado está en la colección Ticknor.
Se ha de notar además que Rojas reconoció la fuente de la descripción,
como se indica en el Acto IV cuando hace observar a Calisto: «Si oy fuera
viva Elena...» También comprendió el intento irónico de la comparación. Aun­
que M .“ R. L id a de M a l k ie l ve en las alusiones clásicas de La Celestina un
mero «repositorio didáctico» (La originalidad, pág. 337), la visión de Melibea
como Helena, de Calisto como «en esfuerzo Etor» y del asalto de su virtud como
el asedio de Troya («Más fuerte estaba Troya»)_ funcionan como una forma
de destacar por contraste el aspecto local, sórdido y engañoso de aquellos

— 327 —
mente cierto, sería la comunidad de castas. Es posible, e incluso pro­
bable, que Rojas conociera la identidad de su predecesor lí7, pero, de
todos modos, la fingida y significativamente tardía especulación
de que pudiera ser o «Cota o Mena con su gran saber» Índica la con­
ciencia de orígenes similares. Estas suposiciones (que el autor del
Acto I fue otro converso educado en Salamanca) son la mejor refuta­
ción que yo puedo presentar a los que interpretan la doble paternidad
como una demostración de la «irrealidad» de Rojas. Estos dos hom­
bres, precisamente por las circunstancias sociales e intelectuales que
compartían, llevaron unas vidas altamente conscientes y dolorosamen­
te reales. Por otra parte, ni éste ni ningún otro intento de comprender
el misterio de su colaboración (lo que equivale a decir de su común
ironía) debe conducir a menguar la admiración de su maravilla.
amores. Como en el caso de la Orbajosa de Galdós, los modelos clasicos
que aparecen en el diálogo son traicionados por la existencia humana.
Una segunda indicación de que la fecha del Acto I era cercana a la
de la Crónica resulta de la observación de Menéndez Pídal de que la lectura
equivocada de Erosístrato hecha por Rojas en el manuscrito del Acto I
como «Eras y Crato» (cambiada más tarde por «Hipócrates y Galeno») era
resultado de su ignorancia de una anécdota que aparece en Dktorum jacto-
rumque memorabUium exempla, de Valerio M á x i m o , traducido por primera
vez en 1495 (Antología de prosistas, Buenos Aires, 1951, págs. 58-59). Esto,
sin embargo, es menos decisivo, ya que el autor del Acto I pudo haberla
leído en una de las muchas ediciones latinas impresas en las décadas del 70
y del 80. Su latín era ciertamente capaz de ello, ya que las traducciones de
Séneca parecen ser suyas propias. En cuanto yo puedo ver, no proceden de
las versiones impresas que corrían de Pérez de Guzmán y de Alonso de
Cartagena.
Volviendo a Rojas, es posible que recordara su confusión juvenil y reco­
nociera su error cuando leyó la anécdota de Erosístrato, sea en su ejemplar
de Los Triumphos de Apiano, Valencia, 1522, o en su traducción de / trionfi
del Petrarca, Logroño, 1512, en que se alude a esa anécdota, en el dedicado
al triunfar del Amor.
lí7 Así lo supongo, primeramente por la proximidad de las fechas esta­
blecidas arriba. Pero existe además otra anomalía menor en el Acto I que
indica que Rojas tenía alguna idea de los planes de su predecesor para
terminar la obra, idea que quizá Índica su posesión de otra información
no revelada en la «carta a un su amigo». Que Erosístrato sea la lectura correcta
por el Eras y Crato de Rojas se desprende ciertamente s¡ atendemos a la
alusión a Seleuco (el padre de la anécdota original que, aconsejado por su
médico, Erosístrato, abandonó a su esposa a un hijo mayor — de otro matri­
monio— a fin de curarle de la enfermedad del amor) que sigue en la
misma frase. Y si esto es así, la frase «plebérico corazón» tiene que referirse
a Pleberío como padre de Melibea, lo que no deja de sorprender, ya que su
nombre no se menciona en el Acto I. Ni Rojas mismo habría entendido la
alusión a Erosístrato ni luego habría usado el nombre, ni lo hubiera podido
insertar después de nombrar al padre de Melibea. Estas dos alternativas
dependen de su conocimiento de la anécdota de Celeuco y su médico,
conocimiento que no tenía. Por tanto, el primer autor desconocido debió
pensar llamar Pleberio al padre de Melibea. Y Rojas debió conocer esa
intención de alguna fuente exterior al texto, posiblemente de oídas, posible­
mente de un proyecto provisional tal como el «Argumento de toda la obra».

328 —
Resumiendo, la Salamanca de Fernando de Rojas no sólo fue un
refugio intelectual, ni únicamente un ambiente que experimentaba
una intensa renovación histórica; representó algo así como el más
alto nivel cultural jamás alcanzado por una sociedad oral. La impren­
ta no había diluido o borrado los límites del lenguaje. Ni había crea­
do todavía un público capaz de limitar la creación literaria por medio
de expectaciones habituales: esto es una novela; esto es un drama.
Pero había multiplicado, en las dos décadas de su existencia efecdva
en España, las posibilidades de la experiencia literaria. Todavía más,
ese género importantísimo de experiencia había dado una intensidad
inesperada, un sentido de novedad y de repentina autoconciencia sin
precedentes. Era un mundo en el que ni el lector ni el escritor habían
explorado los límites y exigencias de la creación en palabras. Por
ejemplo, todavía no se reconocía que la conversación tenía que se­
guir las reglas del decoro; el tiempo, consecuente; y las acciones, mo­
tivadas de modo convencional. Pero era también un mundo en que
tanto el que hacía libros como el que los compraba estaban profun­
damente agitados por las nuevas posibilidades de publicar lo escrito,
posibilidades que parecían estar abiertas a cualquiera que estuviera
ducho en las artes del decir.
Una comparación con la América de Hernán Cortés puede ser ilu­
minadora, aunque rebuscada. Dejando a un lado el juicio de Las Casas,
se puede mantener imparcialmente que la conquista de Méjico, Perú,
Chile y el resto, representó la más alta expresión del sentido caballe­
resco de la vida. Lo cual en esencia equivale a proponer que tales
conquistas sólo fueron posibles para unas personas inconscientes de
las limitaciones del heroísmo. Los primeros años después del descu­
brimiento de América y del descubrimiento de la imprenta fueron
momentos únicos en la historia militar y literaria. Tenían en común
una calidad de aventura, de ilimitadas posibilidades nuevas para los
caminos trazados. Para un desconocido estudiante de Salamanca, atre­
verse a escribir y triunfar en la creación de La C elestina; y para su
compañero de estudios, atreverse a atacar y triunfar en la conquista
de Tenochtitlán, son hazañas de incredibilidad comparable.

«E s c u c h a a l A ristó te le s»

Hemos aludido ya al cambio revolucionario en el punto de vista


que acompañó la experiencia universitaria de Rojas. Ir de La Puebla
de Montalbán a la U niversidad de Salamanca, decíamos, era dejar un
mundo de particulares por un mundo de universales, el único mundo
en que era posible crear La C elestina. Al decir esto, nos referimos
menos a las académicas «fontezicas de filosofía» y a las alusiones eru­
ditas tejidas en la trama discursiva de la obra que a su presentación
— 329 —
de los personajes, las localidades, los sucesos y las opiniones desde esa
distancia implicada en la expresión «sabiduría». Pero ¡ojo! el lle­
nar su libro de lugares comunes sardónicos era menos impoitan-
te que llegar a una visión «filosófica» de la vida; es decir, lle­
gar a ser, como el autor del acto I, un «gran filósofo». Así, el estilo
de La C elestina —entendiendo por estilo no sólo la retórica, sino lo
que Ortega llamaba una «postura hacia la vida»— es profundamente
salmantino. Un Rodrigo de Cota o un Antón de Montoro «el Ropero»
trataron de emplear la tradición del siglo xv de poesía cortesana
para poder dar forma objetiva a sus experiencias como conversos y
como hombres. Pero la distancia, la perspectiva hacia sus propias
almas y hacia la vida exterior que les ofrecía esta tradición super­
ficial fue insuficiente. Con la parcial excepción del D iálogo en tre e l
am or y un viejo, ninguno de los dos poetas pudo hacer más que con­
vertir su amargura en brillantes piezas ocasionales. La C elestina, por
otra parte, gracias a los años de estancia de su autor en Salamanca,
contempla un paisaje de la vida más amplio y más complejo desde
una elevación más alta: desde la altura de la meditación del «filóso­
fo». En este sentido ambicioso aludía Rojas a su predecesor como a
un «gran filósofo», y no como a un gran escritor o gran autor. Y se­
guramente él aspiraba, a pesar de su profesión de modestia, al mismo
honor.
La altura filosófica, por supuesto, no es en sí misma una virtud
o un prerrequisito para el valor literario. La R ep etición d e am ores,
una obra infinitamente inferior, fue escrita por uno de los condiscí­
pulos de Rojas para los mismos oyentes, y trata un tema parecido en
un estilo parecido. No obstante, como en el caso del concepto oral del
lenguaje de la Universidad, el haber aprendido a pensar fue, si no la
causa, sí al menos una condición de la peculiar grandeza de La C eles­
tina. El estudio de los años de Rojas en Salamanca quedaría, en con­
secuencia, incompleto sin cierta comprensión de las ideas filosóficas
imperantes en ella. ¿Qué tipo de «gran filósofo» hubiera desea­
do ser?
Para comenzar diremos que, si bien el estoicismo (particularmen­
te Séneca, tal como fue estudiado, traducido y predicado por «el
Tostado», Fernán Pérez de Guzmán y Alonso de Cartagena) «renacía»
con creciente influencia, Aristóteles seguía siendo en Salamanca «el
filósofo» Pero lejos de llegar a una confrontación, la coexistencia

m En el Cap. X V III de La visión deleitable, el Entendimiento, guiado


por la Verdad y la Razón, entra en la casa de la Naturaleza. A llí se la ve
sentada en su trono con una panoplia de cortesanos, todos cHos filósofos
naturales, a sus pies. Y en el mismo centro está «el filósofo» Aristóteles.
Y nunca perdió esa preeminencia. En el transcurso del siglo xvi, a medida
que sus obras fueron conociéndose más directa e íntimamente, hizo incur­
siones a los dominios de la filosofía moral con la enseñanza de la Etica #

— 330 —
de ambos era fácil. La filosofía moral, después de todo, iba dirigida
a la voluntad de un lector u oyente particular, mientras que la filoso­
fía natural —es decir, la aristotélica— apelaba a la razón. Uno tenía
que elegir (o ser persuadido a tomar) su medicina estoica, pero el
pensar en silogismos y entender la naturaleza como una compleja
cadena de causa y efecto era algo que había que aprender. Podemos
imaginarnos, pues, a algunos estudiantes leyendo a Séneca y Petrarca
y discutiendo acaloradamente los flamantes incunables que contenían
sus doctrinas, mientras que, en clase, Aristóteles seguía siendo el texto
central, la sustancia misma de su aprendizaje en el razonar y disputar.
Como Universidad, Salamanca estaba necesariamente basada en los
métodos aristotélicos para el reconocimiento y uso de la verdad y, al
mismo tiempo, ofrecía un clima intelectual que favorecía la reflexión
moral independiente.
El carácter complementario de las dos «escuelas» se ve perfecta­
mente evidente en La C elestina lí9. Los protagonistas hablan de sus
problemas y situaciones en términos senequistas y petrarquistas: uno
se ha de armar contra la Fortuna; ha de domeñar las pasiones; y así
en las demás cosas. Y, al mismo tiempo, como se desprende del «Ar­
g u m en to d e toda la obra» (resumen de la acción, que aparece al co­
mienzo), todos quedan atrapados en una incesante cadena de causa y
efecto; cadena que, a pesar de sus buenas resoluciones, son incapaces
de evadir o controlar. La causa inicial es el amor; dice Sempronio en
el Acto I: «¿No as leydo el filosofo que dize: Assi como la materia
apetece a la forma, asi la muger al varón?» 14°. Y una vez que el curso
natural de los acontecimientos ya está en marcha, nada —ni el decoro
social ni la armadura personal— lo puede detener.
Nicówaco. De aquí, el lamento de Quevedo en 1638 de que el estoicismo
había casi desaparecido «no sólo en el vulgo siempre nado, pero aún entre
los que encanezen en las universidades». V er Arnold R o t h e , Quevedo und
Sefieca3 Colonia, 1965, págs. 22-23. Para una apreciación general reciente de
la importancia de Aristóteles en tiempos de Rojas, ver Michael L e v e y, Early
Renaissatjce, Middlesex, 1967.
139 El hecho, observado por Castro Guisasola, de las frecuentes citas de
Aristóteles en el acto Ison sustituidas en los actos de Rojas por el Petrarca
como la autoridad más sonada no niega estas conclusiones. En ambas partes,
como trato de demostrar en el texto, la filosofía natural y moral son com­
plementarias. Séneca es el portavoz de la filosofía moral en el Acto I.
140 También en el Acto I, Celestina impresiona a Pármeno con un argu­
mento aristotélico a la vez gracioso y pomposo: el amor («el soberano
deley te») es natural y biológicamente necesario para la preservación de la
especie («la humana especie»). El argumento pierde, sin embargo, su encanto
picaresco, cuando al final llegamos a entender las consecuencias fatales de
esta ley natural. A medida que La Celestina camina hacia su inexorable con­
clusión, nuestra risa inicial ante la burla del aristotelismo por Celestina (y
también por Sempronio arriba citado) parece espantosamente superficial. Ambos,
condenados por la secuencia inevitable de la causa y del efecto amoroso,
anuncian una verdad más triste de lo que ellos o los lectores de esas páginas

— 331
Aunque las alusiones directas a Aristóteles son más frecuentes en
el acto I que en los siguientes, Rojas permite que sus personajes con­
templen en otras ocasiones clave la ordenación implacable de sus
vidas. Una de ellas ocurre en el acto II cuando Pármeno (todavía no
está irremediablemente involucrado en el curso de los acontecimien­
tos) resume para su amo todo lo que ha sucedido hasta el momento:
«Señor, porque perderse el otro día el neblí fue causa de tu entrada
en la huerta de Melibea a le buscar, la entrada causa de la ver e ha­
blar, la habla engendró amor, el amor parió tu pena, la pena causará
perder tu cuerpo e alma e hazienda» 141. O en otra ocasión, después
de que la acción está concluida, Rojas le permite a Pleberio un mo­
mento de penetración más honda: «Yo no lloro triste a ella muerta,
pero la causa desastrada de su morir», y llega a la terrible conclusión
de que él, su hija, su amor e incluso Celestina y los criados son vícti­
mas del orden de la naturaleza 142, Han caído como las hojas. Pero
sólo cuando se ven libres de los apuros de la contienda, sienten los
interlocutores su sino. Otras veces confían en una ilusión de libre
albedrío y en las máximas estoicas que son incapaces de relacionar
adecuadamente con la verdad de sus vidas doloridas.
Ni que decir tiene que el conocimiento creador de Fernando de
Rojas del comportamiento humano era más hondo y sutil que todo lo
que pudo aprender en la Universidad de Salamanca; y aún más que
en todo lo que se pudiera encontrar en los escritos de Aristóteles y
de sus comentaristas. No obstante, la forma intencional de La C eles­
tina era aristotélica, pues sólo en estos términos podía su autor expli­
carse a sí mismo su estructura como una máquina consecuente en su
proceso desde la causa inicial hasta el último efecto 143. Por lo que al
podían imaginar. En estos flirteos iniciales con Aristóteles hay una ironía
no sólo en la trama, sino en el tono, ironía propia de una auténtica tragico­
media.
141 Para un estudio más amplio de «cómo Rojas se complace en ajustar
causas y consecuencias recorriendo sin cesar su bien urdida tela, y mental­
mente, en el recuerdo o la imaginación, repasa el encadenamiento perfecto
de los hechos», ver La originalidad, pág. 235.
_ 142 Como descubre Pleberio — juntamente con el oyente o lector— en La
Celestina el concepto del orden natural tan consolador a otros «filósofos»
es temiblemente irónico. Desde el punto de vista personal representa el desorden
más abominable. La filosofía moral aquí ha chocado con la filosofía natural,
terminando por anularse las dos, como veremos en el capítulo siguiente.
143 Ver Philosopbiscbe Antbropologie, de G r o e t h u y s e n (citado ante­
riormente, Cap. IV, n. 71), pág. 40:
_^ Puedo explicar el por qué de todo detalle y su significado en rela­
ción al conjunto; puedo concebir el conjunto e interpretar todo dentro
de él como un elemento integrante significativo. Todo es susceptible
de explicación si comenzamos por el conjunto, el concepto total, la con­
templación de la forma más amplia. Todo, pues, se puede abarcar.
Cada cosa pertenece a otra y todas al conjunto.
Este criterio es aplicado sistemáticamente por Aristóteles en todas

— 332 —
lector se refiere, es su gran responsabilidad —y Pleberio se la recor*
dará, si en el curso de su lectura llega a entusiasmarse demasiado—
el darse cuenta de la relación fatal de las partes con el todo. La iro­
nía que se desprende de La C elestina hubiera complacido sin duda
a Aristóteles tanto o más que la de Sófocles. Está basada no solamen­
te en la presciencia del destino, sino también en un conocimiento in­
creíblemente detallado (oculto desde la parte de los personajes) de
cómo es inevitable cada paso hacia la destrucción. Desde el punto aven­
tajado de la razón, oímos un mundo de sinrazón y somos llevados a
entender su más íntimo engranaje. En este sentido, La C elestina es
una obra profundamente racional. La razón es una condición tanto o
más importante en su ser como en cualquier drama francés del si­
glo xvn, si bien las nociones de Corneille o de Moliere sobre la fa­
cultad de la razón pudieran no coincidir con las de Rojas. La obra
española no recomienda necesariamente la razón como solución (Ple­
berio parece ser el miembro más razonable del elenco) ni basa su
catástrofe en la sinrazón admirablemente heroica de sus caracteres.
Más bien atisba con desapasionada inteligencia y sardónica ironía
dentro de la irracionalidad de las vidas humanas y recoge con el ma­
yor número de detalles posible la inexorable lógica de su destino.
Y, en España, al final del siglo xv, el único lugar que ofrecía una
atalaya tan aventajada era la Universidad de Salamanca.
La pintura de Salamanca como dudadela de la razón en un país y
en una época más característicamente entregada a la pasión, al fana­
tismo y al heroísmo, une los dos hilos centrales de nuestra biografía
oculta. Cuando estudiamos los tiempos de Rojas, comentamos en pri­
mer lugar el cuento de terror contado a todo nuevo converso durante
su mocedad, para pasar después a las significativas clases de reacción
ante la situación histórica pavorosamente descubierta. Quizá la más
típica de estas reacciones (precisamente por sus profundas raíces en

partes. Si es obra del hombre o producto de la naturaleza... lo indivi­


dual, sólo se puede entender si se lo ve en fundón del conjunto...
Aristóteles está interesado en la elaboración filosófica de la expe­
riencia humana, pero siempre en función de la esfera total de la
humana experiencia y de una continua aspiración a no dejar nada fuera,
a no dejar fuera de sitio nada.

El atento investigador de La Celestina podrá recordar con esto una pre­


ocupación similar por el conjunto en relación con las partes. Como dice
Rojas, el mejor lector es el que sabe «coligir la suma»: esto es, cómo inte­
grar «las particularidades» no dentro de una narración («los huesos que no
tienen virtud, que es la historia toda junta»), sino dentro de una estructura
con sentido. Rojas ciertamente no aspiraba a ser un nuevo Aristóteles de su
España (a la manera de su paisano de La Puebla y compañero de casta, el
médico y naturalista Francisco Hernández; ver Cap. V, n. 53), pero al frente
de sureparto de voces humanas, podía pensar que escuchaba como creía
que podía haber escuchado Aristóteles.

333 —
el pasado) fuera la confianza en la razón encaminada a un entendi­
miento práctico de la condición humana. El resultado natural fue el
comentado al principio de este capítulo: conversos de toda España
afluyeron a Salamanca y más tarde a Alcalá. Allí conseguirían los gra­
dos que les permitirían mejorar su situación; allí, como hemos visto,
podrían estar al abrigo de las miradas sospechadas de sus localidades
de origen; y allí, sobre todo, encontraron respeto profesional por su
propia y tradicional postura racional hacia los problemas. Ya hemos
mencionado a los estudiantes autores Francisco de Villalobos, cuyo
Sumario d e M edicina (1498) es un esfuerzo algo temerario para pro­
pagar el sentido común médico dentro de una profesión supersticio­
sa I44; a Luis de Lucena, con su manida denuncia de la irracionalidad
femenina, y a Alonso de la Torre, cuya curiosa alegorización de Mai-
mónides, La visión d eleita b le, dio nueva relevancia académica con­
temporánea a la antigua tradición racional14S. Debemos añadir ahora
que Rodrigo Basurto, cuya obra De natura lo ci e t tem p oris (Salaman­
ca, 1494) contiene una brillante explicación de la teoría aristotélica
del tiempo y del movimiento, que se aplica directamente (como ha
demostrado Dorothy Severin)lí6 a la presentación que se hace de ella
en La Celestina. Estos nombres, sin embargo, son tan sólo unos po­
cos entre los más prominentes de la larga lista de conversos bachille­
res, licenciados y doctores que pasaron por Salamanca como paso
indispensable para las carreras administrativas nuevamente abiertas y
los que se quedaron como miembros distinguidos del claustro. A pe­
144 En una carta a su padre escrita el mismo año, Villalobos, defendiendo
a Avicenna, se pronuncia sobre la practica contemporánea de la medicina
con un escepticismo racional que nos recuerda un siglo más cercano a nos­
otros. Para terminar — cosa bastante curiosa— hace la primera alusión cono­
cida a la figura folklórica hecha famosa más tarde por otro médico: «... todas
éstas son, en mi sentir, falsas invenciones acreditadas por los que corren
detrás de los charlatanes como los carneros de Panurgo...» {Algunas obras,
pág. 120). Como hombre de razón, Villalobos —lo mismo que su socio,
Femando de Rojas— tenía una conciencia muy aguda de las ambigüedades
y mutaciones de la vida humana que están detrás de esa definición engañosa
llamada carácter individual. Típicamente, escribe a su amigo flamenco, Jufré:
«... así que vos... soys compuesto de diversas maneras...» (pág. 9). Y una
vez más, en una carta anterior: «Vos sois amigo de buenos y amigo de
ruynes, diligente y floxarrón, muy cuerdo y muy loco...» (pág. 1).
145 Típico del libro es su desprecio de los Godos «como bestias», su
ataque al prejuicio y a la «pasión» como cegadores de la razón y su disgusto
por esos ámbitos de la vida humana conocidos con el nombre de historia y
costumbre. El autor se muestra particularmente molesto por todas las formas
del cambio irracional (como Rojas lo está en el Prólogo), siendo los más
evidentes los cambios en el vestir (pág. 391). La única defensa contra estos
cambios es la recta razón: «...b ien me place ser desnudo de toda fantástica
opinión, et no moverá más la verdad dicha por boca de cristiano que del
judío o moro o gentil, si verdades sean todas, ni negaré menos la falsía dicha
por la boca de uno que por la boca de otro» (pág. 352).
146 Memory in « La Celestina» (Londres, 1970).

— 334 —
sar de todo su tumulto y belicosidad, las oportunidades ofrecidas por
Salamanca hacían que la Universidad les pareciese a estos semí-exiíia-
dos una aproximación terrena al «Monte sagrado de la Razón» de De
la Torre: «En aquel lugar nunca había noche, que todo era día claro,
y parescía el sol siete veces tanto más resplandeciente que lo acostum­
brado sin obstáculo et impedimento de nubes... et cuasi era admirable
que, como la claridad fuese tanta, no hobiese calor excesivo...» 147.
En esta coyuntura, puede ser útil volver al punto de vista socio­
lógico. Thorsten Veblen, preguntándose por qué «el pueblo judío ha
contribuido mucho más de lo que de él cabía esperar a la vida intelec­
tual de la Europa moderna», llega a la prevista conclusión de que los
factores raciales tienen poco que ver con el tema. Por el contrario,
como vimos que sugería Robert Ezra Park, lo que parece ser respon­
sable es la marginalídad creadora del judío;
El judío intelectualmente dotado está en una posición particularmente pri­
vilegiada por estar exento de las inhibiciones del quietismo intelectual. Pero
puede acceder a esa exención sólo a costa de la pérdida de su puesto seguro
dentro del esquema de convenciones en que ha nacido, y a costa, también,
de no encontrar un lugar seguro enese esquema de convenciones cristianas
en que se ha metido. Para él como para otros hombres en caso parecido, el
escepticismo que le permite contribuir al crecimiento y difusión del saber entre
los hombres supone una pérdida de la paz de espíritu que es la herencia del
«quietista» seguro y sano. Se convierte en un perturbador de la paz intelec­
tual, pero sólo a costa de hacerse un viajero intelectual, que busca otro lugar
para descansar, más allá del camino, en un lugar detrás del horizonte. Estos
extraños de píes inquietos no son de una índole ni complaciente nicontenta;
pero, después de todo, no es esto lo que nos importa 143.

Veblen llega hasta indicar que esta eminencia intelectual —exac­


tamente lo mismo que en el caso de nuestros graduados conversos en
Derecho romano o en Teología (la Medicina es una excepción clara)—
se ejercitaba en los campos y disciplinas de la sociedad cristiana. Falto
de los prejuicios convencionales y tradicionales de sus rivales gentiles
(«la inercia de la costumbre»), el «dotado joven judío, todavía flexi­
ble en sus hábitos mentales», puede sobresalir más fácilmente. O, se­
gún acabamos de concluir, era la situación de converso la que les
permitía a los que estaban marcados por esa mancha sacar tanto pro­
vecho de Salamanca 149.
w* Pág. 352.
14a Essays on our Cbartgtng Order, Nueva York, 1934, pág. 227. _
149 Castro insistiría con razón, por supuesto, en que España con su emi­
nente tradición judía, su división en castas y su constante consideración como
sospechosas por parte de los cristianos viejos de todas las formas intelectuales
de trabajo, representaba un caso especial y grave de tal «preeminencia». Por
lo que respecta a la excelencia de los conversos en los estudios legales, Baer
llega a sugerir que la jurisprudencia les «iba bien» a los conversos como re­

— 335 —
La sustitución gradual de los conversos marlovianos (los Caba­
llería, los Arias Dávila, el rebelde toledano Fernando de la Torre, el
comendador Juan de Baena o el zaragozano Xímeno Gordo, cuyo «gran
carácter» admiraba Amador de los Ríos) 150 que habían dominado
el siglo xv, por esta creciente clase de intelectuales universitarios es
un fenómeno no menos cierto porque haya sido descuidado por los
historiadores ist. Como hemos visto, aventureros, privados reales y
rebeldes municipales tenían que dar paso a hombres profesionales,
hombres de razón y de carreras ordenadas mejor preparados para el
nuevo siglo y la nueva nación. Pero, como hemos visto también, ni
los grados universitarios ni una imagen colectiva más pacífica borró
la sospecha ni el resentimiento de sus vecinos cristianos viejos. El
acceso de estos nuevos conversos a las invisibles y racionalizadas fuen­
tes del poder económico y legal era quizá más intolerable a los espí­
ritus condicionados por la frontera que la presunción, la arrogancia
y la turbulencia de sus padres y abuelos. Así, los cerebros obtusos
de Laín Calvo y Ñuño Rasura atribuyen típicamente el éxito social,
comercial-y oficial de estos tenaces conversos, no al cultivo de la ra­
zón (del que no tienen la menor idea), sino a su hereditaria y desver­
gonzada agudeza 1S2.
Otra reacción no necesariamente manchada de antisemitismo era
el despreciar lo que se ignoraba. El bachiller charlatán y sabelotodo
representado por Sansón Carrasco, se convirtió en una figura cómica
secundaria, y las alusiones a la pomposidad salmantina y los bizanti-
nismos eran motivo frecuente de risa. Pero el reírse, incluso con
escarnio y mala intención, era menos significativo y peligroso que el
odio. En general se puede decir que el número creciente de gradua­
dos conversos, todos orgullosos de sus grados, se plantó en primera
fila de una de las batallas más encarnizadas e intestinas del Renaci­
miento español: la batalla entre la in telligen iú a (me adelanto a admi­
tir el anacronismo) y la sociedad resentida a quien servía.
Son frecuentes las indicaciones de entusiasmo peculiarmente be­
sultado de su «preparación en la dialéctica talmúdica» (History, II, 273). Es
una posibilidad que quizá se aplica mejor a la tradición que está detrás de
Rojas que a su propia educación preuniversitaria.
150 Hablando del poder político de los conversos aragoneses anteriores a
la Inquisición, Amador de los Ríos observa: «Y esta preponderancia, que así
se refería a las regiones superiores de la gobernación y de la nobleza como
a las más llanas y populares del municipio y de la gente menuda, daba ocasión
y aliento al desarrollo de grandes caracteres...» (p. 670). En cierto sentido,
la siguiente generación, la de Rojas, también estaba compuesta de grandes
caracteres, pero privados de reconocimiento y obligados a sustituir un papel
cuidadosamente estudiado y una vocación compensadora.
151 Domínguez Ortiz y Giro Baroja adoptan una orientación fundamental­
mente sociológica, mientras Castro, Márquez y Sicroff han observado el tema
históricamente desde perspectivas más amplias o más estrechas que la mía.
152 Para el tópico de la agudeza judia, ver. cap. III, n. 17.

— 336 —
licoso para la ilustración en los escritos de los conversos educados,
y son más interesantes para nuestro propósito que el antagonismo de
los cristianos viejos. Si el converso intelectual vivía en un mundo
que tendía a mirarle con resentimiento, con sospecha o con burla, se
vengaba con su desdén para sus ignorantes vednos. En una carta de
1521, refiriéndose a ciertos participantes en la rebelión de las «Co­
munidades» contra Carlos V, pregunta Villalobos: «No sé cómo se
nodrán someter a razón los jornaleros y baruaros que nunca tuvieron
uso de razón humana» m . Y en su famosa carta, en que ataca el
prejuicio anticonversos de los franciscanos, advierte que muchos miem­
bros de la orden no saben el suficiente latín para decir misa «y algu­
nos hay tan torpes y tan groseros, que apenas entienden el romance».
En general, son «hombres apasionados, indignos, idiotas, villanos,
expureos, brutos», hijos de «zafios labradores» que muerden con en­
vidia a cualquier converso que asciende en la jerarquía de la Iglesia
debido a sus estudios y capacidades. En el mismo sentido, Juan de
Lucena, en su D e vita fe lici, se lamenta que «quántos de ingenio y
doctrina excelentes» son ignorados y olvidados, mientras el rey envía
como embajadores suyos a verdaderos «troteros: si supieren fablar
por latin, sy no, róznenlo en romance» 154. En su E pístola Extortato-
ría so b re las L etras, escrita hacia 1490, Lucena anticipa una de las
mayores quejas de los erasmistas y de los reformadores del siglo xvi.
Los que rezan en latín sin entender lo que rezan son «asnos... de dos
pies». «Ni roznan ni rezan, ni ellos se entienden, ni yo entiendo que
Dios les entiende, porque Dios entiende la habla del corazón» iS5.
En vista de tales sentimientos, no tenemos por qué sorprender­
nos de que uno de los cargos más frecuentes hechos por las víctimas
de la Inquisición contra sus acusadores (el proceso de Fray Luis de
León está lleno de tales alusiones) sea la falta, por estupidez e igno­
rancia, de comprensión del significado de los hechos que denuncian.
El converso se sentía rodeado por un mundo no sólo malicioso, sino
también, como ellos decían, tan bárbaro y tan rudo de mollera que
era casi imposible tratar con él. María Cazalla, en el proceso ya men­
cionado 156, reacciona espontáneamente después de haber oído una de

155 «El Alm irante... haze cartas más elegantes que Séneca y Tulio, las
quales leídas en pulpito... la gente baxa e menuda... entienden los primores
y sutilezas dellas como las ouejas y las uacas entendían los altos versos que les
cantaba la sibila. No sé cómo se podrán someter a razón los jornaleros y
baruaros que nunca tuuieron uso de razón humana» (Aigtau’s obras, p. 53).
Para la carta sobre los franciscanos, ver pp. 165-179.
154 Opúsculo literario, p. 160. Gran parte del diálogo del naciente teatro
(particularmente el de Torres Naharro) ofrece un chocante testimonio de des­
precio hacía el habla de los campesinos cristianos viejos.
155 Ibid., p. 213.
156 M e l g a r e s M a r í n , Procedimientos, I, 117. Una nota de exasperada
impaciencia aparece por doquier con los «ignorantes de mala vida» en su larga

— 337 —
52
las acusaciones que acaban de leerle y grita, «sólo una persona de tan
torpe y basto entendimiento pudo haber dicho tal cosa». Y Raimundo
González de Montes, cuyas A rtes d e la In qu isición van cargadas de
semejante desdén157, concluye con este apostrofe: «¡O mil veces de­
testable Barbarie!, ya que nunca puedes restituirlas, ¿cómo satisfarás
al mundo, tantas lumbreras clarísimas, por tí estinguidas?» IS8. Si el
siglo xix vio a la Inquisición históricamente como una fuerza de
reacción, Montes la ve más como una especie de ejército de la sinra­
zón en guerra con la inteligencia.
El simple hecho de haber conseguido un grado en Salamanca no
le clasificaba a uno en las filas de la razón. Los graduados cristianos
viejos eran blanco del desprecio de sus colegas conversos, sobre todo
cuando se oponían a sus intereses. Fernán Díaz de Toledo ataca al
bachiller Marcos García de Moyos (el «Marquillos de Mazarambros»
que había provocado la primera «sentencia estatuto» de Toledo) con
estas palabras: «Como descendiente de villanos del poblachón de
Mazarambros, le sería mejor volver allá y dedicarse a cavar, arar, e
sarmentar e trabajar en los semejantes trabajos, así como sus padres
y abuelos y linajes fizieron» ,59. Hay una gran amargura y desespe­
ranza en estos paladines de la razón totalmente opuesta al optimismo
defensa. Su descripción de los testigos contrarios considerados como grupo es
típica: « ...so n solos o singulares, vanos e inconstantes, confusos... contrarios
en sí mismos... deponen de oídas y vanas creencias, y no dan razón de sus
dichos, deponen con odio... juzgan... por congeturas y pareceres» (p. 112),
Parecidos sentimientos de frustración ante la estupidez de los testigos y de
las acusaciones aparecen de vez en cuando en las réplicas de Fray Francisco
Ortiz. Se alude a un testigo como a un «neciarronazo» o a un «símplonazo»
(A. S e l k e , El Santo Oficio, p. 193) y las palabras de otro son calificadas como
«habladas por infinitivo, que es lengua de negros» (p. 269). V er también
C a r o B a r o ja , I , 447.
^ Dos ejemplos al azar serán suficientes. En una ocasión describe a los
monjes de San Isidoro como durmiendo «el sueño profundo de la ignorancia
en medio de aquella inveterada superstizión» (p. 267). En otra, recuerda con
placer al Dr. Constantino de la Fe que dice a sus Inquisidores: que eran más
a propósito para andar de arrieros con tres o cuatro burros, i que esto les
estaría mejor que arrogarse la censura de una fe que tan torpemente ignora­
ban...» (p. 279).
P. 330.
159 Contra algunos zizañadores, p. 201. En otra parte se alude a Marqui­
llos como de «baja sangre pastoril». Aquí encontramos una combinación de
desprecio intelectual y antagonismo de castas tan extendido que confirma ple­
namente las ¡deas de Castro sobre la «edad conflictiva». Desde el punto de
vista de los «naturales de Toledo» Mazarambros era una nación despreciable,
un villorrio de «jornaleros de agadón» donde — según las Relaciones— ni hidal­
gos ni caballeros se dignaban vivir y «los dos escribanos se mueren de hambre».
Otra expresión de la idea de que los cristianos viejos eran incapaces de educa­
ción es la descripción que hace Montes del Cardenal Silíceo como «majadero
obispo... que^ desde el arado i los terrones, sin virtud ni erudizión, más bien
por un capricho de la fortuna... había arremetido a la suprema dignidad
de toda España...» (p. 310). Ver también C a r o B a r o ja , II, 278.

— 338
de los p b ílo so p b es de la Ilustración. Podemos sentir en la violencia
de sus observaciones que la batalla va mal y que terminará perdién­
dose. El llamado pesimismo de La C elestina corresponde, en último
análisis, a la batalla final y desesperada de la razón 160.
Sin embargo, no conviene simplificar demasiado. Si, como yo creo,
en La C elestina queda efectivamente reflejado el sentimiento del
autor como paladín de la razón en vías de derrota, hay que recono­
cer que está disfrazado. Como veremos en el capítulo siguiente, es
impensable que Rojas quisiera presentar en su diálogo las complejas
y tensas relaciones de los conversos con los cristianos viejos. A falta
de la novela moderna, el único género que podía expresar tales pro­
blemas era la poesía directa de persona a persona de los cancioneros.
La ficción —y en esto Marcel Bataillon no se equivoca— no era
social, sino moral, con el resultado de que Rojas expresaba su angus­
tia social y su pesimismo en términos de una lucha tradicionalmente
moral: la lucha de la razón no con la sinrazón externa, sino con la
pasión interior del amor. En este sentido, La C elestina puede consi­
derarse como una especie de última oiensiva importante emprendida
por la negativa al cansado debate sobre las mujeres y el amor en que
los intelectuales españoles habían estado empeñados durante unos
sesenta años W1. Es difícil estimar hoy el grado de preocupación real­
mente seria sentida por los que tomaron parte en la polémica anti­
feminista en la España del siglo xv. Cuando Sempronio observa a Ca­
listo en el Acto I, «considera, ¡qué sesito está debaxo de aquellas
grandes e delgadas tocas!», podemos suponer que el autor, el lector
y los oyentes se deleitaban ante la despreocupada alusión a la doctri­
na aristotélica (doctrina central en todo el debate) de la irracionalidad
femenina.
En gran medida, la disputa se había convertido en una rutina de
argumentos comunes y de listas hechas un poco a la ligera de mujeres
virtuosas y mujeres viciosas que se podían repetir pomposamente o
—si uno era un estudiante desvergonzado— parafrasear frívolamen­
iw Emblema de la derrota de la razón en España son las escenas horri­
pilantes del exorcismo en el lecho de muerte de Carlos II en 1699. Doscientos
años después de la presentación irónica que hace La Celestina de la magia
de su protagonista, la más extraña superstición se había apoderado de la vida
nacional. Los brujos habían sustituido a hombres como Villalobos. Así, puede
decirse que un Feijoo no sólo se apoyaba en el racionalismo de las naciones
vecinas, sino que además revivió la campaña fracasada de la hueste de los
olvidados conversos.
1(1 A pesar de infinitos antecedentes en la tradición clásica y cristiana,
esta polémica particular fue iniciada en prosa con la aparición del Corbacho
en 1438 y en verso con la aparición de las célebres Coplas de Maldezir de
Pere Torrellas en el Cancionero de Estúñiga veinte años después. Los versos
aristotélicos de Torrellas, «Muger es un animal / que se dize imperfecto...»
los repite Sempronio como un tópico: «Que sometes la dignidad del hombre
a la imperfección de la flaca muger.»

— 339 —
te. Había en este tema una variedad de sinrazón que por su misma
naturaleza provocaba el humor, y que se podía emplear sin recelo en
disputas y repeticiones, medio en broma, medio en serio. Por otra
parte, debajo de este nivel podremos observar en La C elestina una
honda y auténtica preocupación por el ímpetu erótico, no sólo porque
es «una deidad misteriosa y terrible, cuyo maléfico influjo emponzo­
ña y corrompe la vida humana» (a través de estas palabras encontra­
mos los propios principios morales de Menéndez y Pelayo) 162, sino
también porque es capaz de reducir a cualquier hombre a un animal
irracional. El amor — «enemigo de toda razón»— tiene una fuerza
que la experiencia demuestra ser invariablemente superior a la resis­
tencia de las «defensivas armas» de la razón. Por debajo de los luga­
res comunes empleados en la disputa tópica, por obra y gracia de
nuestra creación, somos carne de cañón de una guerra desesperada.
La irresistíbilidad del amor y la inutilidad de intentar combatir su
fatal urgencia eran ideas que ya habían aparecido en lugares tan di­
versos como los «m attére d e B retagn e», poemas, alegorías, novelas
sentimentales y tratados eruditos. El miedo y la reverencia hacia Ve­
nus, una diosa tan implacable como la Fortuna o la Muerte, habían
invadido todo el mundo occidental. Y en la pequeña parte de ese
mundo, llamada Salamanca, donde Rojas, quizá, conoció y experimen­
tó su poder, ocupaba una gran parte de la atención de cada uno. Los
estudiantes, precisamente por su dedicación profesional a la razón,
dedicaban mucho tiempo a lamentar y discutir las imperiosas formas
del amor. Más de cuarenta años antes, Alonso de Madrigal «el Tosta­
do», profesor todavía famoso en tiempos de Cervantes por su solem­
ne prolijidad, había compuesto su bastante discutido D e có m o al orne
es n ecesario amar, tratado que recomendaba la resignación, y que
parece haber sido una fuente para el Acto 1 16í. Villalobos, en su Su­
mario, por otra parte, parecía tomar en serio la presentación ovidiana
del amor como una enfermedad susceptible de terapia 164. La descrip­
ción médica de sus síntomas suena como si Calisto mismo hubiera ido
a él para tratamiento. La capacidad de comprender (afirma Villalobos)
se ha dejado engañar por el falso testimonio de la «corrupta imagi­
nación» con el resultado de que el juicio, la fortaleza, la sabiduría, la
prudencia y la razón misma se han perdido. Es un «ardentísimo fue­
go» en el corazón, continuamente alimentado y criado a la llama del
deseo. Después de esto, «verasle al paciente perder sus continos /
negocios y sueños, comer y beuer, / congoxas, sospiros y mil desati­
nos, / desear soledades y lloros mesquinos, / que no hay quien le
162 Orígenes, p. 381.
163 C a st r o G u isa s o l a , p. 176.
164 Esta tradición debe separarse de la usada por Celestina en el Acto X .
Para un excelente estudio de la última (fundamentalmente como una figura
poética), ver M árquez , Investigaciones, pp. 223-224.

— 340 —
valga o pueda valer...» 165. A pesar de que esta descripción es tópica,
una vez más nos vemos inclinados a sospechar que Villalobos era uno
de los miembros del círculo salmantino de oyentes de La Celestina.
Una tercera actitud hacía el amor con que Rojas pudiera haber­
se encontrado en Salamanca no suponía ni resignación pasiva ni
prescripción clínica, sino rendición extática. En el Acto I, Pármeno
responde a la incitante descripción que hace Celestina del placer
amoroso, comparando a la alcahueta con «los que caresciendo de ra­
zonable fundamento, opinando bizieron sectas embueltas en dulce
veneno para captar las voluntades de los flacos e con poluos de sa­
broso afeto cegaron los ojos de la razón». La posibilidad de que
Pármeno esté aludiendo a los llamados «alumbrados» (movimiento
de iluminados, muchos de ellos conversos perseguidos más tarde por la
Inquisición y reputados por el especial fervor de su fusión de la sen­
sualidad con la espiritualidad)166 está apoyada por el hecho de que al­
gunas de sus primeras actividades pueden detectarse en Salamanca al
principio del siglo xvi. En el proceso del sacerdote, el bachiller Anto­
nio de Medrano 167, las reuniones y el proselítismo en Salamanca se re­
trotraen hasta 1516, y es muy probable que, en atención a la continui­
dad oculta de tales cultos, su grupo tuviera predecesores en la ciu­
dad 168.
El proceso de Medrano concierne de modo particular a los estu­
diosos de La C elestina, ya que su identificación blasfema del amor
humano con el divino es tan seria como la de Calisto. No vale la pena
dudar que la retórica convencional de los cancioneros —los enamora­
dos cortesanos que a «sus amigas llaman y dicen ser su dios» de una
y mil formas— sea la fuente literaria primordial de la tesis inicial169.

165 Algunas obras, pp. 322-323.


166 Ideas más equilibradas sobre el movimiento « alumbrado» en conjunto
nos las da A n g e l a S e l k e (ver la bibliografía citada al final de su Santo Oficio)
y B a t a il l o n en Erasmo y España, cap. IV, Desde luego, en muchísimos ca­
sos, «el abandono de uno mismo en Dios» no terminó en «laxitud moral».
No obstante, en la opinión popular, « alumbramiento» equivalía en efecto a
transgresión sexual. Una de las primeras alusiones al movimiento («ínimpri-
mible» según Menéndez y Pelayo) es la de Villalobos en su Sumario de
Medicina (escrito, como recordamos, en Salamanca, en 1498, probablemente
el mismo año que La Celestina): «Los aluminados padescen dolencia / de ser
putos...» ( Algunas obras, p. 400). _ _
167 M. S er r a n o y S anz , «Francisca Hernández y el Bachiller Antonio de
Medrano», BRAH, X L II, 1903. _
163 Otra indicación de que Salamanca fue el primer centro del alumbrismo
fue la presencia en ella en 1519 de Sor María de Santo Domingo, la tan discu­
tida «beata de Piedrahita» que acostumbraba a besar a sus secuaces masculinos
«con la mayor sencillez del mundo, sin recatarse» (Erasmo, I, 207). Parece ser
que Sor María y Francisca Hernández estuvieron allí en ese mismo año (ibid.,
P- 81). .
l*9 M árquez da la b ib lio g r a f ía e s e n c ia l p a ra e s ta ta n d is c u tid a sen e de
sustituciones retóricas ( Investigaciones, p. 235).

— 341
Pero, al mismo tiempo, a medida que vamos leyendo acto tras acto,
nos encontramos con un tácito culto del amor que yace bajo la extra­
vagancia verbal y puede muy bien ser reflejo de ciertos aspectos del
«alumbramiento». La sacerdotisa o rectora del cenáculo salmantino
era una mujer extraordinaria, llamada Francisca Hernández, tan her­
mosa y tan espiritualmente y sensualmente intensa, que Medrano y
sus amigos no dudaron en admitir que «se podía adorar a Dios en ella»
y que «ningún santo del cielo se ygualaba con ella», «Era más santa
que Santa Catalina» y «aunque estava seco [el prado] ella le avia
florecido», paseando por él. Todo esto iba acompañado por confesio­
nes de un comportamiento erótico tan descarado que nos acordamos
de la observación de Sempronio de que Calisto quería hacer «abomi­
nable uso» de la misma persona «con el que confiessas ser Dios».
Jirones del vestido de Francisca Hernández eran reverenciados como
reliquias, incluido un cinturón que Medrano se ponía de hecho duran­
te la misa 17°. El cordón de Melibea al que daba culto Calisto no
«porque ha tocado reliquias...», sino por «el poder y merescimiento
de ceñir» el cuerpo de Melibea, encuentra aquí una contrapartida
histórica. La misma Melibea, cuando habla de la visitación de su
amante, nos recuerda a otra sospechosa de «alumbrada» de la que se
contaba que había dicho que «estando ella en el acto carnal con su
marido, estaba más allegada a Dios que sí estuviese en la más alta
oración del mundo» m. Con tales acontecimientos en la plaza, no es
extraño que los defensores de la ciudadela de la razón estuvieran
preocupados del amor.
Otro sector paralelo de sinrazón o antirazón estudiado e im­
pugnado a un tiempo por los sabios salmantinos, era la magia m ,
Menéndez Pelayo piensa que la leyenda de la Cueva de Salaman­
ca —una especie de seminario subetrráneo mantenido constante­
mente en la clandestinidad y limitado a siete estudiantes— fue pos­
terior al siglo xvi m . Puede estar en lo cierto, pero la falta de una
clara distinción entre las ciencias naturales y las sobrenaturales hizo
inevitable que los teóricos y prácticos de la magia (tradicionalmente

170 En el proceso de Fray Francisco Ortiz, se indica que tenía todo


un acopio de dulas y otros efectos personales que distribuía libremente entre
sus admiradores, aunque ella protesta de que no cree en su poderes milagrosos
(A. Selke, p. 302).
171 M e l g a r e s M arín , Procedimientos, I, II.
_172 «Paralelo», en el sentido de que el amor — como en la leyenda de
Tristón e Isolda y por lo menos retóricamente en La Celestina— podía pro­
ducirse por arte de magia. Según M en é n d e z P e l a y o , una de las explicaciones
contemporáneas de Ja extraña conducta y de los síntomas de los alumbrados
era que estaban bajo un hechizo mágico {Heterodoxos, II, 189).
173 _ Heterodoxos, I, 696. Tradicionalmente, la Cueva tenía que ver con
las actividades del Marqués de Villena «a partir de 1 3 3 2 » ( G a r c í a M e r c a d a l ,
P. 1 8 1 ) . '

— 342 —
judíos, moros o conversos) se congregaran en Salamanca. En un tiem­
po en que astrología y astronomía eran inseparables (después del
exilio de Abrahán Zacut, el titular de esta prestigiosa cátedra era
el converso Diego de Torres), y cuando la teoría médica estaba toda­
vía cargada de superstición, habría sido difícil mandarlas a paseo.
Rojas y el autor del Acto I pueden muy bien haber creído que el sa­
ber arcano de Celestina era falso («E todo era burla y mentira»), pero
no por esa razón estaban menos fascinados con sus tan elaborados
engaños rituales.
Otros muchos de entre estos sabios contemporáneos del doctor
Fausto que eran decididamente menos escépticos que un Sem Tob, un
Rojas o un Villalobos, estaban dispuestos a aceptar la posibilidad de
lo mágico y a experimentar con ello. Es decir, a investigar «la ra2Ón
de la sinrazón». Como recordamos, de los 60.000 volúmenes quema­
dos en los primeros años de la década de 1490 en Salamanca, muchos
trataban de ciencias ocultas m. Aun entre aquellos que estaban inte­
resados en reprobar y condenar las prácticas ocultas encontramos una
medida de credulidad en su eficacia. Pedro Ciruelo (que salió de Sa­
lamanca en 1495 poco después de la llegada de Rojas) nos ofrece un
ejemplo relevante con su R eproitaáón d e su p ersticion es (1497) 115,
174 La cifra se da en una carta de 1623 del inquisidor Andrés Pacheco
«sobre la aprobación de los libros» (C. P é r e z P a s t o r , Bibliografía madrileña,
Madrid, 1891-1907, III, 442-443). Según Pacheco, estos libros que tratan de
«artes vanas y sciencias ilícitas, supersticiones de mágica y encantamientos»
fueron confiscados a los «judíos y los nuevamente convertidos dellos y otras
personas».
175 La primera edición existente es la de Alcalá, 1530, pero hay indicios
positivos de que la princeps fue la de Salamanca, 1497. Me refiero a la que
está en la lista del Inventario de la librería del Sr. Don Lorenzo Ramírez
de Prado (Ed. J. de Entrambasaguas, Madrid, 1943): «Maestro Ciruelo contra
las hechicerías, Salamanca, 1497» (p. 73). De hecho, Ramírez de Prado poseía
tres ediciones, una de las cuales, sin indicación de fecha, estaba encuadernada
juntamente con La Celestina. Justo García de Morales en su edición del texto
de Alcalá (Madrid, 1952) pone en duda la primera fecha, pero no ofrece
razones convincentes aparte de las ya empleadas para dudar de la paternidad
literaria de Rojas. Es decir, el hecho de que en esa fecha, Ciruelo había
acabado sus estudios en Salamanca y no pudiera haber tenido más de veinte
o veinticinco años de edad. O sea, que era demasiado joven. Esto, naturalmen­
te, me lleva a mí a la conclusión contraria: Ciruelo fue un estudiante autor
más del tipo que hemos considerado en este capítulo. Salamanca fue precisa­
mente el lugar de la España de Rojas donde el entusiasmo intelectual y las
nuevas posibilidades para la publicación se dieron la mano. En cualquier
caso, la coincidencia del interés de Celestina por <(agüeros» y su primera
visita a Melibea y el estudio de Ciruelo sobre los mismos es en sí mismo una
indicación de una edición en 1497. Rojas parece haber leído este reproche a
los que creen en agüeros y encontró en ello una conclusión adecuada para
el valiente y a la vez receloso monólogo de Celestina: «Todos los agüeros
se aderezan favorablemente o yo no sé nada de esta arte. Quatro hombres,
que he topado, a los tres llaman Juanes e los dos son cornudos. La primera
palabra que oy por la calle, fue de achaque de amores. Nunca he tropezado

— 343 —
como hace el padre Vitoria en su D e a rte m ágica que apareció más
tarde 17í. Según Cassirer, la misma naturaleza de la ciencia del Rena­
cimiento, incapaz de separar lo «necesario» de lo «accidental», con­
dujo a pensadores como Della Porta y Campanella hacia una seria
consideración de lo mágico m .
Lo que nos interesa ahora, sin embargo, es el hecho de que toda
la cuestión de Ja magia, tanto su licitud como su posibilidad, conti­
nuó discutiéndose tan intensamente (y quizá más seriamente) en los
siglos xv y xvi, como la de las mujeres y el amorl73. En este sentido,
la presentación aparentemente ambigua, pero en el fondo claramente
racionalista, que hace del tema La C elestina corresponde a su manera
de exponer el exceso amoroso. En ambos casos, la intención es utili­
zar creadoramente una preocupación contemporánea. No quiero dar a
entender con esto que Rojas, por supuesto, quisiera condenar o de­
fender (como veremos, La C elestina realmente no sostiene tesis algu­
na), sino que más bien, desde el punto de vista de la razón, trató de
observar y recoger sardónicamente la tragicomedia de su ausencia
normal de las razones humanas. Es decir, si se le hubiera preguntado
directamente qué pensaba sobre la mágico, creo que habría respon-
como otras vezes. Ni perro me ha ladrado n¡ aue negra he visto, tordo ni
cuervo ni otras noturnas» (Acto IV). De estos agüeros, cuatro quedan cataloga­
dos por Ciruelo: la vista de los pájaros («el cuervo, la graja o el milano»); el
tropezar («cuando el cuerpo del hombre se hace algún movimiento puro natural
y se hace a deshora sin pensar el hombre en ello; ansi como toser, estornudar,
tropezar»); el perro, una transformación urbana de los animales salvajes
de Ciruelo («lobo o raposa o conejo»); la palabra oída («dichos o hechos que
otros lo hacen a otro propósito y los adevinos lo aplican a otro»). Esto natu­
ralmente podía ser pura coincidencia, pero es al menos una coincidencia inte­
resante y que corresponde a la forma que conocemos en que Rojas y su ante­
cesor tomaron materiales del Petrarca y de Reinosa. No he encontrado otros
ejemplos concretos de utilización de Ciruelo, a excepción de los acostumbrados
círculos mágicos, de los papeles escritos («El papel escrito con sangre de
murciélago» de Celestina) y la invocación del demonio, que para Gruelo es
como una especie de supercientífico sumamente racional. Para un estudio más
amplio, ver A. V. E b e r s o l e , Jr., «Pedro Ciruelo y su Reprobación de hechi­
cerías», NRHF, XVI (1962), (430-437). Se ha de notar asimismo que el nom­
bre indica que era converso. Tres hijas (una con sus propios hijos) de un
Bachiller Ciruelo quedan consignadas en Judaizantes,
176 Obras, Madrid, 1917, Relaciones teológicas, vol. III, p. 112. Como
los neoplatónicos, Vitoria admite «en las cosas naturales virtudes admirables»
y secretas, y, como Calderón, el poder del demonio para «trasmutar maravi­
llosamente la materia y las naturalezas corporales» (p. 156), manejando como
un científico actual las secretas fuerzas naturales. No obstante, a lo largo de
todo esto se siente el mismo escepticismo preocupado que encontramos en
Ciruelo: «Muchas veces —según admite Vitoria— el resultado deseado no se
consigue a pesar de haber complido con exactitud todos los ritos e ceremo­
nias» (p. 1274).
177 The Individual and the Cosmos, p. 152.
ns Ver Heterodoxos, I, 699, y para una visión europea más amplia del
debate, W a d s w o r t h . Lyoits, p, 80.

— 344 —
dido de una forma muy parecida a la del gracioso en La cu eva d e Sa­
lam anca, de Ruiz de Alarcón: «Señores / contra estudiante gorrón, /
salmantino socarrón, / non praestant incantatores.»
Podemos concluir observando que estos debates sobre mujeres,
amor y magia ejemplifican la polaridad inherente a la conciencia hu­
mana, la tendencia del espíritu humano a percibir y, por ende, a pen­
sar en términos antitéticos. Los dedicados profesionalmente al uso y
al cultivo de la razón (la Universidad y sus habitantes) estaban, no
obstante, obsesivamente preocupados por lo irracional. Y esto era así
no simplemente porque estaban irritados por la contradicción, sino
porque, además, la razón se conoce a sí misma y a su propia utilidad
en el proceso de habérselas con lo irracional o no racional. La voca­
ción de la razón es racionalizar, aportar la gramática al lenguaje, leyes
a la naturaleza y normas a la conducta estudiantil. O, para decir la
misma cosa de otra forma, un hombre sano, felizmente inconsciente
de su salud, raras veces cavila sobre la enfermedad. Pero un hombre
conscientemente racional, apenas si puede evitar el estar preocupado
por la estupidez y la ignorancia (que él espera reformar) por la pasión
(que espera dominar) y por la farsa (que espera desenmascarar). Por
esta razón, nuestros racionalistas salmanticenses dedicaron tanto tiem­
po a pensar sobre el solapado peligro del amor, las falsas pretensio­
nes de la magia y la ceguera intelectual (ya de las mujeres, ya de sus
ineducados vecinos), como a la contemplación de la geometría, a la
lectura de los clásicos o a calcular el movimiento de las estrellas.
En estos términos, La C elestina puede concebirse como una espe­
cie de máximo ejemplo de la polaridad de la razón y sinrazón. Dentro
de sus límites, uno de los espíritus más racionales que jamás haya
producido la raza humana escucha y medita, no sobre la luz brillante
de «La visión deleitable», sino sobre la oscura noche de lo irracional,
casi animal, que esclaviza lógicamente la existencia humana. Y esto le
llevó a entender todavía mejor la manera de pensar y de comportarse
de la gente y, sobre todo, su dialogar incesante y tragicómico de lo
que su propia tradición racional estaba preparada para explicar. La
C elestina rebasa el medio universitario en que nació; pero, en su ex­
plotación fundamental de la confrontación de la razón con los domi­
nios que están fuera de ella, fue una obra profundamente académica.

— 345
CAPITULO VII

FERNANDO DE ROJAS COMO AUTOR

¡Gran filósofo era!


F ernando de R o ja s
La in te n c ió n d e «La C e le s tin a »

Si Fernando de Rojas fue menos el autor de su propia vida que


pueden serlo los artistas de nuestro tiempo, y si en su semianonimato
y convencional carrera legal aceptó plenamente las exigencias, las im­
posiciones y la rutina del mundo en el que había nacido, durante las
semanas en que escribió La C elestina fue uno de los creadores más
extraordinarios de vidas imaginarias que jamás han existido. Quiero
decir con esto que, no sólo es comparable a Shakespeare, sino que
además sería casi imposible exagerar la falta de convencionalismo de
su arte. La obra exhaustiva y apasionada de la difunta María Rosa
Lida de Malkiel La originalidad artística d e «La C elestina» tendrá
una importancia duradera por haber descubierto el abismo entre las
fuentes y el nuevo clásico. Gracias a ella, a todos nos aparece eviden­
te esa honda fisura que atraviesa la literatura castellana y divide la
geografía humana de Juan de Mena, Jorge Manrique y Diego de San
Pedro, de la del Lazarillo, Cervantes y Gracián. En otras regiones de
esta literatura, la continuidad y la tradición presentan una belleza in­
tegral a los ojos del lector, pero el que trate de estudiar a Fernando
de Rojas y La C eles tifia se enfrenta con la discontinuidad, la grandeza
sin precedentes de un repentino e inesperado salto a un mundo nue­
vo. Así es que (como insiste Marcel Bataillon) si queremos hablar de
la vida del autor de La C elestina, sobre todo tenemos que tratar de
comprender su intención artística. Se ha de preguntar no qué es La
C elestina (cuestión que ha de dejarse a los críticos), sino cómo
veía Rojas lo que estaba haciendo durante el corto período en que
desde su vida dio a luz nuevas vidas que nunca habían vivido antes
en la literatura. ¿Qué pensaba Rojas de su propio anticonvenciona­
— 349 —
lismo? ¿Se daba plena cuenta de él? ¿En qué términos lo habría
entendido sí se hubiera dado cuenta? Estas son las preguntas exigen­
tes y esquivas que he de tratar de responder.
Todo lo que hemos dicho hasta aquí sobre Fernando de Rojas
—los pocos datos, las muchas conjeturas, el trasfondo que hemos
pintado— apunta a este único problema. La vida de Rojas tiene sen­
tido para nosotros en la medida en que las vidas de La C elestina bro­
taron de ella durante las horas de vacaciones dedicadas a escribir y
meditar «acostado sobre [su] propia mano». ¿En qué pensaba cuan­
do estaba sentado allí en su habitación en esa postura tan tópica? Si,
como se afirmó en la introducción, nuestro propósito es tratar de en­
tender cómo fue posible La Celestina, no es mera curiosidad erudita
lo que nos impulsa a imaginar cómo la entendió Rojas como posible.
Lo que se llama hoy la «intención del artista» es para nosotros una
cuestión crucial.
Son éstas palabras comprometedoras. Por un lado, los nuevos crí­
ticos norteamericanos nos ponen en guardia contra « th e in ten tional
fallacy» y nos aconsejan que, si de verdad amamos la literatura, aban-
nemos el problema como perturbador e impropio. Por otro, muchos
de los historiadores de la literatura de la vieja escuela no sólo defien­
den la conveniencia de reconstruir las intenciones pasadas, sino que lle­
gan hasta afirmar su necesidad. Sólo examinando lo que el escritor
quería decir, puede entenderse adecuadamente una obra determinada.
Sólo un total conocimiento de la poética y de la retórica de la época
nos puede salvar del impresionismo anacrónico. A mi manera de ver,
ambas escuelas simplifican demasiado. Así como la reacción de Rojas
ante la historia contemporánea fue en definitiva personal, de la mis­
ma manera su encuentro con doctrinas literarias recibidas (otra ma­
nera de decir intenciones hechas) fue personal. En efecto, fue un sec­
tor clave en su guerra particular con la situación histórica en la que
nació. Entendido de esta manera, podemos hablar de la intención de
Rojas sin rebajar lo que es intemporal en La C elestina (como recla­
marían los nuevos críticos) y tampoco sin reducirla al más bajo deno­
minador común de la teoría literaria del siglo xv (como han exigido
ciertos eruditos más conservadores). Como otras obras de su catego­
ría, La C elestina está hecha tanto de vida como de ideas.
Lo cual quiere decir: primero, un autor potencial recibe de su
tradición una noción doctrinal de lo que debería ser y significar la li­
teratura; pero luego, ya autor de hecho, en el curso del proceso de su
trabajo creador, tiene que aprender por su propia cuenta cómo expre­
sar lo que siente y cómo traspasar su vida a las vidas de los otros.
Toda obra verdaderamente significativa debe, en otras palabras, volver
a definir la poética recibida con que comenzó. En el caso particular
de La C elestina, esta redefinición no es solamente revolucionaria
(como acabamos de insistir), sino también complicada por el problema
350 —
de la existencia anterior del acto I. En éste, también, el primer autor
desconocido comenzó con una intención original, intención que fue
modificada a medida que iba escuchando y transcribiendo el diálogo
de sus interlocutores. El debate cómico sobre las mujeres entablado
entre Sempronio y su amo y los inventarios rabelesianos que hace
Pármeno del almacén y de las relaciones interpersonales de Celestina
(el pasaje de «puta vieja») son totalmente diferentes del intenso en­
cuentro díalógico de Celestina y Pármeno al final. El acto de creación
ha comenzado por transformar la intención preliminar.
Sería quizá equivocado proponer que el escritor anónimo había
dado cuenta de haber sobrepasado la declaración de su probable
título: «Síguese la Comedia de Calisto y Melibea, compuesta en re­
prehensión de los locos enamorados, que, vencidos en su desordenado
apetito, a sus amigas llaman e dizen ser su dios, assí mesmo fecha en
auiso de los engaños de las alcahuetas e malos e lisonjeros simientes».
Pero si su intención no había tenido tiempo de madurar, sí se debió
dar cuenta, al menos parcialmente, de que su atención había girado
del vicio y la virtud definidos de antemano hacia la exploración de
cómo operan los espíritus humanos en situaciones cambiantes. Pode­
mos incluso llegar a suponer que fue esta innovación la que fascinó
a Rojas y le incitó a embarcarse en la continuación. En todo caso,
tomando La C elestina como un todo, es a mi juicio innegable que la
intención original de reprobar y de predicar fue sustituida por una
moral mucho menos optimista.
Aquí reside, a mi parecer, el error fundamental de Marcel Ba­
taillon en su reciente libro la intención de Rojas, «La C elestm e» selo n
F em ando d e Rojas. Apoyado por el título arriba citado, por otras ob­
servaciones entresacadas del prólogo, por la conclusión «Habla el
autor» (como se ha sugerido en otro lugar, probablemente una forma
irónica de despedida y camuflaje) *, y por la doctrina literaria común
en tiempo de Rojas, Bataillon no distingue entre la intención inicial
de La C elestina y lo que Rojas descubrió durante su creación. Sería
1 La misma palabra autor, en mi opinión, tal como se la aplica Rojas
a sí mismo tiene un acento irónico. Un autor típicamente serio y nada irónico
de la época fue Juan de Padilla, «el Cartujano», que emplea la palabra para
describirse a sí mismo como una especie de eslabón último en una cadena
de auctoritas que llega hasta el pasado clásico y eclesiástico. Es una persona
respetable cuyo lenguaje reúne la sabiduría moral de los tiempos. Como autor,
Padilla se coloca aquí y allí al margen de su Retablo de la vida de Cristo
(Sevilla, 1513) pata indicar que los comentarios explanatorios y didácticos de
los hechos descritos son suyos. Así, cuando Rojas, al final de La Celestina,
emplea la misma fórmula «Habla el autor», advierte a su lector de que en
su papel de autor no dejará de afirmar (aunque brevemente) la piedad tradi­
cional, la mención de Cristo, y la exhortación moral que faltan de una manera
evidente en el lamento de Pleberio. El título de los versos finales pudiera
traducirse al español moderno como «Habla el Predicador» o «Habla el Filó­
sofo moralista», más que el «Autor» en el sentido de artista o creador.

— 351 —
difícil negar que la obra está moralmente interesada por la condición
humana, que, en último análisis, es «un ex em plum de grande enver­
gad ure» 2. Pero concluir de ahí que Rojas sólo quería repetir o reno­
var el castigo moral cristiano como algo heredado de los siglos prece­
dentes, es ignorar el sentido del soliloquio de Pleberio. Equivale nada
menos que a preferir las salvedades convencionales de los versos aña­
didos y de las explicaciones introductorias al texto mismo.
Bataillon, adelantándose a esta objeción, contesta que no hay ne­
cesidad de identificar aquí las intenciones de Rojas con el llanto de
un solo personaje, personaje que está además angustiado e «incons-
cient» después de la catástrofe que le ha ocurrido. El argumento es
razonable; en efecto, podríamos incluso figurarnos que Rojas la ha­
bría empleado si un lector inquisitorial le acusara de impiedad, de pe­
simismo pecaminoso o (como su suegro) de haber dejado de preocu­
parse por «lo de allá». Pero lo que Bataillon no puede explicar es el
sumo énfasis dado al « planetas» final en ambas versiones de La C e­
lestina. Ocupa un acto final; sirve como de monólogo de conclusión
después que todos los participantes en el diálogo han muerto o des­
aparecido; sale del alma del único personaje cuyo diálogo no ha sido
subvertido irónicamente durante el curso de la obra 3 y, sobre todo,
resume e intenta dar sentido (o quitárselo) a todo lo que ha sucedido.
En vista de estos hechos tan evidentes en sí mismos —y aunque lec­
turas posteriores de la obra no coincidan o no hayan coincidido con
la de Rojas— se requiere una dosis sospechosa de destreza crítica
para evitar atribuir al joven autor las palabras del personaje ya ancia­
no. Como afirmó Menéndez Pelayo explícitamente (y como casi to­
dos los lectores antes y después han supuesto tácitamente), Pleberio
en el Acto XXI es el portavoz de la intención final de Rojas, intención
redefinida en el curso de la redacción de La C elestin a 4.
Enfrentarse a un maestro tan sabio, imparcial y cortés como Mar-
cel Bataillon no es fácil ni agradable. Por esto, cualquiera que esté
interesado por la interpretación de Rojas de su propia obra puede
estar agradecido a María Rosa Lida de Malkiel por su detallada y ex­
2 P. 255.
3 Bataillon afirma: «Si Rojas se decide a mettre en plus vive lumiére les
parents de Melibée, c’est pour faire d’eux, plus nettement, des personnages
ridicules, aussi comiques, dans leur genre, que le Calisto du premier auteur»
(p. 186). Pero él mismo se empeña en admitir que este juicio es más válido
para Alisa que para su marido. -
^ 4 Esto no reduce necesariamente a Pleberio a un simple muñeco o portavoz.
Como señala T. S. E lio t, «se pueden oír de vez en cuando... las voces del
autor y del personaje al unísono, diciendo algo apropiado al personaje, pero
algo que el autor podría decirse también a sí mismo aunque las palabras no
tengan el mismo significado para los dos. Esto puede ser algo muy diferente
de unventriloquismo que hace del personaje sólo un vocero de las ideas o
sentimientos del autor» («The Three Voices of Poetry», On Poetrv and Poets.
p. 100).

352 —
perta refutación de la tesis de «La C eles tiñ e» selo n F em ando d e R o­
jas. Su argumentación central es de naturaleza histórica. Basándose en
las condenaciones morales de Vives, Guevara, Venegas, fray Luis de
Alarcón, fray Juan de Pineda, Lope, Cervantes, Gracián y otros
autores, concluye que si Bataillon estuviera en lo cierto, «La C eles­
tina constituiría el raro caso de una obra didáctica cuya fundamental
intención está tan velada que escapó a la mayoría de los lectores de
su siglo y de los siglos siguientes; lo cual implica el más rotundo fra*
caso didáctico»5. Si exceptuamos a Gaspar von Barth (un pedante
alemán del siglo x v ii en cuya interpretación Bataillon basa buena
parte de su tesis)6 y unos pocos imitadores y editores (cuyo interés
era afirmar el beneficio m oral)7, la intención tradicional, tal como
aparece en la «Carta a un su amigo» y en los versos de arte mayor,
fue entendida como puramente convencional. Casi todos leyeron La
C elestina, y casi nadie lo juzgó libro moralizante. Los lectores de su
época sabían — como sabemos nosotros— que, por definición, los
autores tenían que fingir una postura moral, pero sabían también que,
como glosa un poeta de veras moral contemporáneo de Rojas, «por
ende no haga ningún trobador / assí como hace cualquier calderero /
que por remediar un pequeño agujero / abre los veynte por alre­
dedor» 6.
Habría que añadir al testimonio directo recogido por la señora
Malkiel la mofa que hace Francisco de Villalobos de esa autojustifica-
5 La originalidad, p. 296. El caso puede reforzarse escuchando el tono de
una denuncia típica, la del agustino converso F r a y A l o n s o d e A l a r c ó n ;
«¿Qué otra cosa hace el que da a leer en estos tales tratados o libros sino
estar soplando y encendiendo tizones que tienen a sí apegados, con que sea
de cada día encendida y abrasada con la cobdícia camal en este mundo, y
después con mayor fuego en el infierno? Del número de estos libros son en
latín: Ovidio y Terencio en algunas obras y otros tales. En romance: un A m a -
dís o Celestina y otros semejantes... Los que estas cosas han escrito o escriben
no son sino hombres ya muy perdidos o pestíferos, hombres que han perdido
el temor de Dios.» Camino del cielo y la maldad y ceguedad del mundo,
Barcelona, 1959, pp. 88-89. _
6 Que cienos crítico-moralistas franceses del siglo XV trataron de explicar
el Decamerón e n términos didácticos (ver W a d s w o r t h , Lyons, p. 163) es
interesante pero no más revelador de la intención de Boccaccio que la inter­
pretación por Barth de la obra deRojas.
7 La originalidadp. 297. F r a n c i s c o D e l i c a d o , el autor de_ La lozana
andaluza (obra celestinesca que el mismo Barth difícilmente hubiera justifi­
cado) prologa su edición veneciana de La Celestina de 1531 con observaciones
que yo interpreto como una parodia de esa justificación moral: «Y porque
en latín ni en lengua italiana no tiene ni puede tener aquel impresso sentido
que le dió su sapientísimo autor; y también por gozar su encubierta doctrina
encerrada [j/c] debaxo de su grande y maravilloso ingenio... lo acabé este
año de 1531.» En La originalidad se advierte una parodia similar por Veláz-
quez de Velasco, p. 308.
8 P a d i l l a , Retablo, Sevilla, 1518, Tabla primera, Cantigo XVII. La pagi­
nación de esta edición es irregular,

— 353 —

23
ción moral tan común en una carta de 1515, relativa a su traducción
del A m phitryon:
...con las liviandades de Júpiter como con plumas de gallo, he pescado
aquí galanes como truchas, para metellos en la sancta doctrina del amor vir­
tuoso 9.

Otra fuente de argumentos que no explota totalmente es el con­


traste evidente entre La C elestina y las «Celestinas» posteriores (nin­
guna de las cuales Rojas se dignó comprar) que tomaron en serio la
pretensión didáctica del título original. En vez de apoyar la tesis de
Bataillon de la intención moral demostrando cómo fue entendida la
obra por los lectores contemporáneos, ciertas continuaciones por sus
cambios, lapsos y énfasis carentes de gusto, demuestran cómo fue
mal interpretada por unos pocos. El Don Q u ijote didáctico de Ave­
llaneda no tiene nada que ver con la intención de Cervantes, sino que
ilustra más bien lo excepcional de la obra maestra. Por ejemplo, mien­
tras en La C elestina ningún personaje particular representa la virtud
ni señala infracciones contra ella 10, en La Tbeb&yda (1504), obra tan
soporífera como lasciva, Menedemo mantiene una postura inflexible
y (en esa circunstancia literaria desesperada) de la moral cristiana.
Otro contraste tan obvio como el anterior nos lo ofrece otra imita­
ción mucho más legible el Lisandro y R oselia (1542), que (como
muchas otras) hace referencia a la moral por medio del constante
comentario del autor. El «argumento» del acto IV, escena 4, es in­
dicativo:
... Lisandro, no sufriendo el buen consejo de tan leal servidor, envíale
a dar el conocimiento a Celestina por desechalle de sí. Este acto es muy docto
y lleno de doctrina» **.

En general, las continuaciones e imitaciones pueden dividirse en


las que exageran el erotismo y el humor burdo (La T bebayda, La Se-
raphina, La logana andaluza) y las que intentan corregir moralmente
el tema prestado, ya sea concluyendo los amores con el matrimonio
(la Eufrosina, La segu n da Celestina, La Selvagia) o subrayando la re­
lación entre transgresión y castigo (La p en iten cia d e am or o La ter c e ­
ra C elestina, en la que la alcahueía también muere de una caída). Las
dos variedades están repletas, como se podía esperar, de la predica­
ción directa que, gracias a Rojas y a su predecesor, no encontramos
en la obra original. Finalmente, hay una diferencia digna de tenerse

9 Algunas obras, p. 159.


10 La originalidad, p. 308.
11 Sancho de M uñón, Lisandro y Roselia, ed. J. López Barbadillo,
p. 155.

— 354
en cuenta respecto a la actitud hacia la religión. Incluso en La Tbe-
bayda y la C om edia Y polita (que escandalizaron a Menéndez Pelayo),
las repetidas alusiones a Cristo y a los preceptos cristianos están en
marcado contraste con el tratamiento sardónico de Rojas de la fe ruti­
naria y supersticiosa de sus personajes, personajes que nunca pro­
nuncian el nombre del Salvador. Esta omisión del nombre de Cristo
(notoria también en el Lazarillo) se mantiene en los versos finales,
donde una de las dos alusiones claras a El en todo el texto («amemos
aquel...») es una circunlocución 12. Parecería como si Rojas compar­
tiera la repugnancia de algunos de sus compañeros conversos a nom­
brar directamente a un mesías impuesto y espúreo. Quizá usara él
también tales evasiones (registradas en numerosas actas inquisito­
riales) como « O tohays» (que significa «ese camarada»), «aquel enfor-
cadillo» o «barbillas» siempre que en íntima compañía había que
referirse a Cristo. De todos modos, en contraste con aquellas imita­
ciones que se propusieron reinterpretar a su modelo en términos de
moralidad convencional, el no cristianismo virtual de La C elestina es
sorprendente u.
Las consideraciones que acabamos de hacer no se han de enten­
der como una negación de que para Rojas La C elestina era inicial y
últimamente una obra moral: esto es, una obra interesada por la pos­
tura moral del hombre en el mundo. En su pensamiento no era ni
inmoral, como muchos de sus contemporáneos proclamaban, ni amo­
ral y, así, comparable a ciertas creaciones de los dos últimos siglos.
Lo que se ha de acentuar, sin embargo, es el punto que ya hemos
puesto de relieve: que el desarrollo de su creación no estuvo contro­
lado por la intención didáctica tan manifiesta al principio (la con­
templación de la blasfemia amorosa y de los perversos engaños). Más
bien, La C elestina evolucionó hada un punto de vista moral más ori­
ginal y profundo durante el curso de su diálogo. No se equivoca
Bataillon en este sentido, a pesar de su concepto demasiado simplifi­
cado de la intención. Si hubiera procedido de modo diferente, hubiera
llegado a la misma conclusión que la de Henri Fluchére sobre la tra­
gedia isabelina: « ... una escuela de moralidad en tal grado que ni
siquiera las mismas comedias de propaganda han conseguido jamás.
P u es n o co n tien e ninguna tesis y su ñamada a los fines éticos es del
todo instintiva. ... No hay, en efecto, ninguna comedia de Shakespea­
re o de sus contemporáneos que no contenga en algún grado, bajo el

12 No tengo en cuenta, por supuesto, la interjección Jes tí, que sólo se


usa por las mujeres en momentos de exaltación. Al parecer, Rojas la escuchó
como una expresión de la peculiar irracionalidad femenina, reacción que apoya
más mi tesis. La otra mención de Cristo es de nuevo la del «autor» que ruega
piadosamente por el alma de su predecesor en los versos acrósticos. ^
13 Ver en La originalidad el convincente estudio sobre la religiosidad inte­
resada de los personajes (p. 365).

— 355 —
discreto velo de alusiones, bajo la abundancia de metáforas o bajo las
incisivas máximas epigramáticas, revelaciones esenciales sobre el sen­
tido de la vida, sobre el significado moral de una actitud o un gesto,
de manera que el choque producido en la sensibilidad del auditorio
se prolongue en su espíritu sobre el plano ético» 14. Si hubiéramos de
aceptar un concepto así sobre la visión moral de La C elestina} tendría­
mos, sin embargo, que proponer —quizá demasiado temerariamen­
te— que Rojas dio un paso más allá que Shakespeare. En el desespe­
rado soliloquio de Pleberio, cuando el diálogo estaba ya terminado, el
autor español intentó una hazaña que el inglés (en cuanto hombre de
teatro) vio que sería contraproducente. Puso plenamente de mani­
fiesto lo que él creía que eran «sus revelaciones esenciales sobre el
sentido de la vida». Que vale tanto como decir, en palabras más sim­
ples, que Pleberio nos da (o espera darnos) un programa específico
de «moralidad» trágica.
Pero, antes de que podamos volver a examinar directamente la
conclusión de La C elestina, hemos de comentar otra idea sobre la in­
tención de Rojas que ha tenido amplia circulación en años recientes.
Tres críticos han lanzado independientemente la idea de que la obra
retrata los clandestinos amores de un cristiano viejo de buena familia
con una conversa rica, o sea, que La C elestina es nada menos que un
R om eo y Julieta racista I5. La idea es tentadora tanto con miras al
trasfondo social de Rojas como a la relación anteriormente sugerida
entre ese trasfondo y la comunicación irónica l6. Por ello quiero sig­
nificar la comunicación tácita de Rojas con lectores que eran también
«conversos» y que compartían su corrosiva visión de la sociedad y
del universo. En otras palabras, ¿no encontrarían aquellos persegui­
dos en La C elestina un significado casticista que permanece oculto
para nosotros hoy día?
Que este entenderse mediante la ironía fue real y no una creación
de nuestra fantasía erudita, nos lo atestigua la influencia literaria de
La C elestina en su época. Tanto la imitación más antigua, La T he-
bayda, como la continuación más antigua, la llamada «comedia que
ordenó Sanabria», contienen alusiones significativas a la situación de
la casta 17. Después, en las preocupaciones de los conversos que ha­
14 Shakespeare and the Elixabethans, tr. Guy Hamilton, Nueva York.
1956, p. 91. .
15 ^E. O r o z c o , «L a Celestina, Hipótesis para una interpretación», Insula
(Madrid), XII, 1957, n.° 124; F. G a r r i d o P a l l a r d ó , L os problemas de Ca-
listo y Melibea, Figueras, 1957; y S . S e r r a n o P o n c e l a , «El secreto de Meli­
bea», Cuadernos Americanos, 3, 1958, publicado después con el mismo título
como libro, Madrid, 1959.
16 Cap. II, n. 88, y Cap. I, n. 22.
17 En el único acto existente (el llamado Auto de Trasso, interpolado
por primera vez en una edición de 1526 de La Celestina; ver. Cap. II, n. 40)
Centurio admite que le aterra cruzar la plaza del mercado por si puede caer

— 356
bían emigrado a Italia, aparecen en obras de corte neocelestinesco
tales como La lozana andaluza y en la C om edia Jacinta, de Torres
Naharro I8. Incluso ese producto de am plifica do llamado La segu n da
C elestina, de Feliciano de Silva, no carece de huellas de este tipo I9,
pero ni con mucho tan numerosas como las que se pueden encontrar
en los fragmentos de diálogo de Villalobos o en La E u fro sim 20. Con­
siderando que, en el público contemporáneo de Rojas, eran éstos los
pocos lectores cuyas reacciones todavía quedan asequibles, tales alu­
siones parecen particularmente significativas. Pero quizá el lector más
sorprendente de todos sea el médico judío y filólogo oriental José ben
Samuel Zarfati, quien antes de 1527 tradujo La C elestina al hebreo 21.
Sin embargo, a pesar del éxito de Rojas entre sus compañeros
conversos, la proposición de que La C elestina contiene un mensaje
secreto sobre el prejuicio racial y la discriminación matrimonial pare­
ce dudosa. Ninguno de los lectores-autores arriba mencionados alude
a él; de hecho, no hay pruebas en absoluto de que antes de la publi­
cación de España en su historia, de Améríco Castro, nadie propusiera
esa interpretación de la supuesta imposibilidad de matrimonio entre
los dos amantes. Aunque las intenciones de un autor puedan revelarse
de modo solapado (veremos un ejemplo antes de terminar este capí­
tulo), una intención com p leta m en te secreta es un contrasentido críti­
co. Han de estar presentes señales y alusiones reconocibles al menos
a los lectores inmediatos de quienes se espera comprensión. Se puede
advertir también en esta coyuntura que, mientras Rojas (por medio de
Celestina en el Acto VII) comunica su juicio sobre los procedimien­
tos inquisitoriales, no se echan de ver alusiones a los conversos en
cuanto tales en sus veinte actos 22. Melibea queda descrita por Calisto

en manos de los que le condenarían a «purgar en la prisión» sus «pecados


viejos». Llega hasta observar que la «codicia de los alguaciles de hogaño» dis­
puestos a quedar sin dormir cinco noches seguidas para confiscar la capa de
un pobre. Estos tales «en lugar de ayudar al que poco puede, no le dejan cera
en la oreja, saben bien trasquilar a cruces» {La Celestina, ed. J. Bergua, Ma­
drid, sin fecha, p. 251). La alusión a la Inquisición, aunque no se pueda de­
mostrar, me parece a mí sumamente probable.
18 Para la Comedía Jacinta, ver. Cap. I, n. 26. Para Delicado, ver C a s t r o ,
Realidad, ed. I, p. 545, n. 37, y Caro B a r o j a , I, 244. _
19 Un ejemplo es la burlesca genealogía campesina mencionada anterior­
mente, Cap. V, n. 20. Otro es el hecho de que Feliciano de Silva (que estaba
casado con una conversa conocida, y que, como miembro de la familia Silva,
tenía indudablemente una corriente de sangre manchada. Ver Cap. III, n. 24)
dedicó la continuación al bien conocido ex-converso en el exilio, Joao Míguez.
Ver C a r o B a r o j a , I, 223. ,
20 No sólo en el «Diálogo» con un «grande deste reino» (ver Cap. II,
n. 78), sino en el que le precedió. _ _
21 Ver U. C a s s u t o , «The First Hebrew Comedy», Jewisb Studics in Me­
mory of George A. Kohut, Nueva York, 1935, pp. 121-128.
22 Una excepción podría ser la frase del Acto I, «¡O qué comedor de hue­
vos asados!» si aceptamos la muy razonable interpretación que hace Peter

— 357
en el acto XII como «limpia» de «sangre e fechos», y, como en esta
materia es su juicio el que cuenta, no tenemos por qué hacer problema
de ello. La verdadera intención irónica aquí puede estar en el con­
traste entre la pureza teórica de su sangre, y lo que sabemos acerca
de la impureza de sus fech o s 23.
Finalmente, como ha demostrado Bataillon con erudición conclu­
yente34, esta interpretación (la imposibilidad de enlaces matrimonia­
les entre las dos castas) tiene poca relación con lo que se sabe de la
situación social de finales del siglo xv. Más tarde, cuando la manía
de la limpieza llegó a su apogeo, el conocimiento de los antecedentes
judíos de vino o de otra podría dificultarles las cosas (como en El ga ­
lán d e la M embrilla, de Lope); pero, durante la vida de Rojas, los
matrimonios mixtos, si bien menos frecuentes que durante el reinado
de Enrique IV, eran todavía posibles. Así como Bataillon y otros se
contentan con reconocer solamente la intención inicial, estos investiga­
dores fascinados con la posibilidad del racismo oculto van más allá
del «planetas» final de Pleberio (y de Rojas). Invaden regiones de
suposición pseudohistóricas que caen fuera del texto, las mismas re­
giones en que nacieron y crecieron los hijos posibles o supuestos de
lady Macbeth.

« In h a c lach rym arum valle »

¿En qué crisol se pudo transformar la comprensión inicial —la


intención preliminar— que Rojas tuviera de La C elestina? Es ésta
una cuestión que nos lleva más allá de nuestras actuales preocupacio­

Goldman de la frase: «A New Interpretatíon de comedor de huevos asados»,


RF, LXXVII (1965), 363-367.
23 Esta broma sobre aquellos que están orgullosos de su limpio linaje
repite de una forma velada las burdas implicaciones de «Lo de tu abuela
con el ximio» de Sempronio, tal como lo interpretó M e n é n d e z P e l a y o ,
Orígenes, p. 277. La interpretación de Ot¡s Green de la frase como un lugar
común más no llega a convencer. Aun los tópicos más evidentes se prestan
a la fuerza del diálogo y a la inmediatez humana en el lenguaje de La Celes-
lina. Si Calisto deja de reaccionar violentamente en la forma que espera
Green, una explicación más adecuada sería su debilidad moral puesta de
manifiesto irónicamente por el autor desconocido. Uno puede figurarse a Ro­
jas riéndose del grosero menosprecio de la casta, de sus opresores, pero sin
querer personalmente hacer más que alusiones más sutiles. Ver «Lo de tu abue­
la con el ximio», HR, XXIV (1956), 1-12. Anteriormente en el Acto IX vimos
la misma ironía cuando Sempronio servilmente aprueba el amor de Calisto:
«Calisto es un cauallero, Melibea fijadalgo; assi los nacidos por linaje escojido
buscanse unos a otros.» Si hubiera habido alguna posibilidad de una mancha
en cualquiera de los dos familias, sin duda se hubiera aludido a ella en el
chismorreo del banquete.
24 _ B a t a i l l o n , pp. 175-176. Ver también C a r o B a r o j a , II, 249-250, y
La originalidadpp. 475-476.

— 358 —
nes y a la que los interesados en su arte encontrarían respuestas di­
versas, Es decir, las encontrarían si estuvieran dispuestos a hacerse
esa pregunta. Por mi parte, como se ha sugerido ya (y como he tra­
tado de demostrar en otra parte más extensamente) 25, me atengo a la
ironía. El contraste constante entre las prescripciones morales está­
ticas y la incesante mutabilidad humana (que, como vimos, fue un
«tema del tiempo» de los conversos) permitía la visión irónica, la
distancia, la separación, la implacable observación del tormento ajeno.
O, para decir la misma cosa de distinta forma, integrados dentro de
una continuidad del diálogo que los traiciona, los principios morales
comunes no se ven directamente como verdades irrefutables, sino al tra­
vés, como excusas y racionalizaciones. El resultado es que «las prime­
ras intenciones morales y ejemplares han sido absorbidas en un organis­
mo artístico de un significado más complejo y menos reconfortante. Ro­
jas no era un rebelde, sino un irónico fuera del reino de los valores y
explicaciones aceptados, que observaba a sus personajes a distancia y
les dejaba traicionar sus propias racionalizaciones y corrupciones» 36.
Como lo expresa Northrop Frye, «el irónico finge fábulas, pero sin
moralizar y no tiene más objeto que su propio tema» 27.
Hasta ahora nos hemos ocupado del contexto social y biográ­
fico para esta ironía, ironía tan cáustica y sardónica como para hacer
parecer al joven autor de La C elestina humanamente monstruoso
cuando se le compara a aquel irónico más anciano y más comprensivo
25 «La Celestina»: arte y estructura, pp. 273-275. S p i t z e r , al parecer sin
darse cuenta de que lo hacía, confirma esto en su hostil «A New Book on the
Art of La Celestina», RH, XXV (1957), 1-25. Su autoridad indiscutible en
esta materia debe ayudar a convencer a los que por otra parte pudieran estar
convencidos por las interpretaciones ingenuas y antiirónicas.
26 Para ahorrar tiempo, cito mi propia Introducción a la edición de La
Celestina, en Alianza Editorial (ed. D. Severin), Madrid, 1969, pp. 7-29.
27 Anatomy of Crhticism, Prínceton, 1957, p. 41. F r y e llega a observar
que «la ironía es un modo naturalmente sofisticado y que la diferencia principal
entre la ironía sofisticada y la ironía ingenua es que el irónico ingenuo llama la
atención sobre el hecho de que él es irónico, mientras que la ironía sofisticada
sólo afirma y deja que el lector añada el tono irónico». En eso estriba preci­
samente la diferencia entre la ironía de Rojas y las «grandes yrronías» de su
paisano, Juan de Lucena —como de las de Villalobos, Antón de Montoro y
FrancesiUo de Zúñiga. Los fallos posteriores — tales como los de Barth— en
la comprensión de los mensajes dentro del mensaje pueden atribuirse a la
misma sofisticación. En otro lugar, al comentar la oposición de la ironía al
mito, F r y e observa que «el tono irónico es central en la literatura moderna»
por la «enajenación temática» que le acompaña (Myth and Symbol, ed. B. Slote,
Lincoln, Neb., 1963, p. 11), de ahí que confirme nuestra comprensión de una
Celestina relevante para nosotros precisamente por la postura descrita en la
carta. Es decir, la postura de un hombre preocupado por su «patria» y las
vidas de sus «coterráneos» desde una distancia. Para un estudio semejante
del apartamiento de Rojas de la sociedad que tan íntimamente conoció, ver
Two Spanish Masterpieces, p. 14, de M.J R o s a L id a d e M a l k i e l . En La origi­
nalidad, esto aparece menos claramente.

— 359 —
que después de él había de escribir el Q uijote. Pero, ahora que hemos
hecho todo lo posible por comprender cómo fue posible semejante
visión inexorable de «lo humano» (así se refirió Cervantes a las «co­
sas humanas» en su crítica de La C elestina), nuestra próxima tarea
será observar a ese monstruo observando su propia monstruosidad.
Ha terminado de escuchar y de escribir su diálogo y, en la figura de
Pleberio, dirigiéndose a sus conciudadanos, se dirige a nosotros para
explicarnos su intención final. O sea, lo que piensa que La C elestina
augura.
Es clásica la explicación de Menéndez Pelayo del soliloquio de
Pleberio. En ella comprende a Rojas como una especie de precursor
de Denis de Rougemont es decir, como un castigador de aquellos
que encuentran placer perverso y romántico en el culto de L iebestoá.
Menéndez Pelayo observa que, si la obra hubiera acabado con el
suicidio de Melibea en el Acto XX, «podría creerse que el poeta había
querido envolver en luz de gloria a los dos infortunados amantes,
haciendo la apoteosis del amor libre» 29. En su intención, se la podría
comparar a la historia de Tristán e Isolda. Pero las palabras de Ple­
berio proyectan una luz diferente sobre la acción. A través de sus
ojos vemos el amor tal cual es, «una deidad misteriosa y terrible cuyo
maléfico influjo emponzoña y corrompe la vida humana» y lleva a
una repentina y terrible muerte a sus servidores: Celestina, Melibea,
Calisto, Sempronio y Pármeno. Pero, admitiendo esta moral implaca­
ble, Menéndez Pelayo se apresura a decir que La C elestina es, no
obstante, lamentablemente heterodoxa. Quizá no sea «escandalosa» ni
«libidinosa» y «es cierto que se cumple, exteriormente al menos, la
ley de expiación»; pero, en el fondo, lo que encontramos en la obra
es «un pesimismo epicúreo poco velado, una ironía trascendental y
amarga» 10.
Aunque el juicio literario de Menéndez Pelayo es, como de cos­
tumbre, admirable y agudo, ni penetra, en mi opinión, hasta el fondo
del problema, ni quiere dar los pasos intermedios absolutamente in­
dispensables. Por la primera objeción quiero decir que deja de señalar
que el lamento de Pleberio, lo mismo que la carta y el prólogo, es
esencialmente neoestoico (no «epicúreo») en sus fuentes y en su doc­
trina y estilo. Escrito más o menos al mismo tiempo que la carta (es
decir, al concluir el diálogo del. Acto XVI de la comedia), se deriva
menos de los plancti medievales (Juan Ruiz, Juan de Mena, Diego de
San Pedro) que de algunos de los casos debatidos en el D e rem ediis
uiriusque fortu n a e: D e tranquilo statu, De infaafis filii caso m isero
y D e am isso filio , de Petrarca. Pleberio, en forma diferente (aunque

28 Me refiero, por supuesto, a la tesis L’Amom et l’Occident, París, 1939.


29 Orígenes, p. 379.
10 Ibid., p. 385.

360 —
comparable), a Calisto y Melibea, en términos estoicos se ha quitado
las armas defensivas impulsado por el amor. Se ha asegurado dentro
de lo que cabe; ha plantado árboles; ha edificado torres y construido
barcos; ha acumulado riqueza sin darle mayor importancia; incluso
ha aceptado su edad y su cercana muerte, planeando sabiamente (sólo
que un mes demasiado tarde) la boda de su hija. Pero es vulnerable
a través de la sola cosa que ama por encima de toda razón: su hija
Melibea. Su patética observación, «Agora perderé contigo, mi desdi­
chada hija, los miedos y temores que cada día me espauorecían: sola
tu muerte es la que a mí me haze seguro de sospecha», es un claro
eco de la «Rario» de Petrarca en D e am isso filio , un eco que se vol­
vería a oír de nuevo tanto en R íders to th e Sea como en Bodas d e
sa n g r e 31.
Escuchemos su conclusión: «Del mundo me quexo, porque en sí
me crió, porque no me dando vida, no engendrará en él a Melibea;
no nascida, no amara; no amando, cessara mi quexosa e desconsola­
da postrimería», es el razonamiento de un estoico ortodoxo. El que
Pleberio no lamente el suicidio de su hija y la condenación automá­
tica que llevaba consigo, ha sido con frecuencia explicada por la con­
versión insincera de Rojas. Esto es muy probable, aunque difícil
de probar. Pero, observado desde otro punto de vista, el suicidio
de esa casi niña puede contemplarse también como la «solución»
clásica del estoicismo, y Pleberio, reconociendo su «desconsolada
y desgraciada agonía» en la de su hija, está en posición de poderla
comprender32.
En vista del repetido énfasis de Pleberio en la agonía de la con­
ciencia (como él observa, Alisa se libra de ella al desmayarse, uno
de los remedios o píldoras más fáciles de tragar de Petrarca), es evi­
31 «L j Celestina»; arte y estructura, p. 277. Esta ha sido aceptada y ela­
borada desde entonces por Bataillon en su artículo-reseña de La originalidad
(ver infra, n. 46).
32 Villalobos da un diagnóstico neoestoico de los estados suicidas del
espíritu que interesa relacionar con el de Melibea: «Y que sean mayores los
trabajos del pensamiento que los del cuerpo manifiestamente se paresce en esto.
Que ninguno por cavar y remar, ni por otros afanes por grandes que sean,
se desesperan; y muchos hombres y mujeres por una congoja o triste pensa­
miento se dan crueles muertes, unos despeñándose, otros dándose de estocadas,
otros ahorcándose, otros en agua, otros en fuego. Porque es tan grande la
pasión del alma que cualquier muerte tienen en muy poco por acabar la
tormenta que padescen» {Algunas obras¡ p. 208). Por lo que se refiere al silen­
cio de Pleberio sobre la condenación, podemos compararlo a la advertencia
explícita de suplicio a Plácido cuando este último está al borde del suicidio:
«¿Tú quieres perder el alma con el cuerpo?» ( J u a n d e l E n c in a , Teatro com­
pleto, ed. M. Cañete, Madrid, 1893, p. 324). Notamos también que Encina
(p. 353) y Villalobos emplean la misma palabra para indicar la autodestruc-
ción, «desesperarse», término usado más tarde por Cervantes para damos
a conocer la naturaleza de la muerte de Grisóstomo. Los documentos de la
Inquisición la emplean con frecuencia. Ver, por ejemplo, Cap. II, n. 29.

— 361
dente que cuando Rojas contemplaba su obra era desde un punto de
vista neoestoico petrarquísta. La inicial moral didáctica, el aviso me­
diante ex em plum contra la blasfemia y la lisonja de los criados, se ha­
bía convertido en una contemplación estoica de la condición humana.
La intención de Rojas sigue siendo moral y ejemplar, pero el ejemplo
funciona de forma difícilmente previsible en el acto I y su título.
Allí podíamos esperar que los amantes fuesen castigados por su mala
conducta, imprudencia y su retórica exagerada y pecaminosa. Ser tes­
tigos del castigo hubiera sido para nosotros una lección. Pero al final,
el reo sometido a tortura es el inocente Pleberio, «castigado» por
amar a su hija demasiado, dejando así un punto débil en sus defensas
estoicas contra el mundo. De aquí que, en la carta, nos diga Rojas
que La C elestina suministrará al lector «defensiuas armas... no fabri­
cadas en las grandes herrerías de Milán, mas en los claros ingenios de
doctos varones castellanos formadas...» (4-5). Esta familiar imagen
estoica (usada también en el D e rem ed iis) 33 Índica cómo al contem­
plar Rojas lo que había hecho, lo veía menos como una guía para la
conducta que como un escudo axiológico.
Solamente en estos términos tiene sentido la catástrofe final. La
muerte de Calisto, un accidente que resulta de su conducta irracional,
es un dardo que penetra la vulnerabilidad de Melibea, lo mismo que el
de Melibea atraviesa la armadura de su padre. Rojas ha expresado con
precisión su revisada intención moral. Ni el padre ni la hija son culpa­
bles ante la ética o la sociedad. Pleberio no parece concebir la seduc­
ción ni el suicidio de Melibea como pecados y no parece estar preocu­
pado (como Caüsto en el Acto XIV) por su honor manchado. Como se
ha señalado con frecuencia, es en este respecto contrario a los padres
del teatro de la Edad de Oro. El único error del padre y de la hija
—y en esto son igualmente culpables— es haber pasado por alto los
preceptos estoicos fundamentales sobre la valoración. Y de manera
retrospectiva podemos ver que en este punto los acompañan Celes­
tina y los criados, avariciosamente amarrados a la fatal cadena del
oro. Solamente se escapan los desinteresados (Sosia) y las totalmente
cínicas (Elicia y Areusa).
Esta moral heterodoxa (desde el punto de vista de las creencias
convencionales morales y religiosas) no es apéndice aislado de La C e­
lestina. Por el contrario, como hemos indicado anteriormente, la lec­
ción explícita, tan irónica como patética, es el producto final necesa­
rio del arte singular del diálogo de Rojas. El abierto estoicismo de la
conclusión no puede separarse del uso que hace Rojas —evidente,
como hemos tratado de demostrar en otro lugar, desde el comienzo

33 En la «Epistolaris praefatio»; ver «La Celestina»: arte y estructura


p. 93.

— 362
del Acto I I 34 —de los lugares comunes petrarquistas para comunicar
al lector una comprensión irónica del locutor, de su pensamiento y
de su situación vital. Esta relación entre la ironía y los lugares comu­
nes petrarquescos es, de hecho, el único aspecto de La C elestina sobre
el que parece estar de acuerdo la crítica de nuestro tiempo35.
De una manera específica, si se me permite por un momento re­
hacer los pasos seguidos hace años, diré que Rojas obliga a sus inter­
locutores a citar a Petrarca para que revelen el abismo entre los tópi­
cos ejemplares («Contrólate»; «no te enorgullezcas de tu linaje»;
«Unicamente por medio de la comunicación humana y de la amistad,
la experiencia personal vale la pena»; etc.) y las intenciones y situa­
ciones particulares a las que van vinculados. El fluir de la conciencia
va siempre yuxtapuesta irónicamente a los modelos estáticos a los
que el individuo pretende ajustar su vida. Los tratados latinos neoestoi-
cos de Petrarca son fuentes importantes de La C elestina precisamente
por esta razón. Su copioso inventario de sen ten íia e que predican el
dominio de sí mismo nos da el contrapunto intelectual para los incon­
trolables procesos vitales del amor, del odio, del deseo, del ataque y
de la defensa en que los interlocutores están empeñados. Ofrecen un
punto de vísta fijo para la observación irónica que hace Rojas de la
vida humana en su cambio incesante. Que el retrato que Rojas ofrece
de la conciencia baya sido cáustico, no ba de sorprendernos teniendo
en cuenta la biografía que hemos propuesto. La C elestina es una
obra en la que la moral estoica, si bien no es negada nunca, sí es trai­
cionada siempre por la vida, y que termina por infligir los mayores
sufrimientos al personaje que es menos responsable. Por cuanto cum­
ple la intención del autor, este «ex em plum de grande envergure»
queda irónicamente invertido, vuelto negativamente de arriba a abajo.
Menéndez Pelayo probablemente hubiera respondido a esta inter­
pretación señalando el hecho de que Pleberio no dedica todo, ni si­
quiera la mayor parte, de su soliloquio a lamentar su propio estado
de ánimo. Intenta también fijar la culpa, de tratar de entender cómo
ha sucedido la repentina e increíble catástrofe. Suspendiendo la in­
trospección, prorrumpe en un amargo apostrofe a la Fortuna, al Mun­
do, al Amor (mencionados por orden de ascendiente importancia), a
los que acusa de responsabilidad por todas sus muertes. A la interpre­
tación estoica se añade lo que a primera vista aparece ser una vuelta
a los grandes tópicos personificados de la tradición medieval. Lejos
de negar la validez y la importancia de estas acusaciones centrales,
yo sostendría que fue precisamente en su interpretación de las mismas
«La Celestina»: arte y estructura, pp. 269-270.
35 Además de Spitzer, B a t a i l l o n , pp. 103-104, y La originalidad, p. 253.
Una excepción es A. D . D e y e r m o n d , que continúa leyendo La Celestina como
colección de exempla no diferentes de cualquiera otra (The Petrarcban Sottr-
ces, p. III).

— 363 —
donde Menéndez Pelayo no apuró el asunto suficientemente. Oiga­
mos otra vez a Pleberio en su papel, ahora no como padre estoico
fracasado, sino como fiscal de la humanidad, fiscal que increpa contra
nuestra inherente fragilidad:
O fortuna variable, ministra e mayordoma de los temporales bienes! ¿Por
qué no executaste tu cruel yra, tus mudables ondas, en aquello que a ñ es
subjeto? ¿Por qué no destruyste mi patrimonio? ¿Por qué no quemaste mi
morada? ¿Por qué no asolaste mis grandes heredamientos? Dexárasme aquella
florida planta, en quien ttí poder no tenías; diérasme, fortuna fluctuosa, triste
la mocedad con vegez alegre, no peruertieras la orden...
¡O mundo, mundo! Muchos mucho de tí dixeron, yo por triste esperíencia
lo contaré, como a quien las ventas e compras de tu engañosa feria no prós­
peramente sucedieron, como aquel que mucho ha fasta agora callado tus falsas
propiedades, por no encender con odio tu yra, porque no me secasses sin
tiempo esta flor que este día echaste de tu poder. Pues agora sin temor, como
quien no tiene qué perder... Yo pernaua en mi más tierna edad que eras y
eran tus hechos regidos por alguna orden; agora, visto el pro e la contra de
tus bienandanzas, me pareces vn laberinto de errores, vn desierto espantable,
vna morada de fieras, juego de hombres que andan en corro, laguna llena de
cieno, región llena de espinas, monte alto, campo pedregoso, prado lleno de
serpientes, huerto florido e sin fruto, fuente de cuydados, río de lágrimas,
mar de miserias, trabajo sin prouvecho, dulce ponzoña, vana esperanza, falsa
alegría, verdadero dolor. Ceuasnos, mundo falso, con el manjar de tus de-
leytes; al mejor sabor nos descubres el anzuelo.
¡O amor, amor! ¡Que no pensé que tenías fuerza ni poder de matar a tus
subjectos! Herida fue de tí mí juuentud, por medio de tus brasas passé: ¿cómo
me soltaste, para me dar la paga de la huyda en mi vegez? Bien pensé que
de tus lazos me auía librado, quando los quarenta años toqué, quando fui
contento con mi conyugal compañera, quando me vi con el fruto que me cor­
taste el día de oy. No pensé que tomauas en los hijos la venganza de los
padres. Ni sé si hieres con hierro ni si quemas con fuego. Sana dexas la ropa;
lastimas el corazón. Hazes que feo amen e hermoso les parezca. ¿Quién te dió
tanto poder? ¿Quién te puso nombre que no te conuíene? Si amor fuesses,
amarías a tus simientes. Si los amasses, no les darías pena. Si alegres viuiessen,
no se matarían, como agora mi amada hija. ¿En qué pararon tus simientes e
sus ministros? La falsa alcahueta Celestina murió a manos de los más fieles
compañeros que ella para su seruicio enpon$o5ado jamás halló. Ellos murieron
degollados. Calisto, despeñado. Mi triste hija quiso tomar la misma muerte
por seguirle. Esto todo causas. Dulce nombre te dieron; amargos hechos hazes.
No das yguales galardones. Iníqua es la ley, que a todos ygual no es. Alegra
tu sonido; entristece tu trato. Bienauenttirados, los que no conociste o de los
que no te curaste. D hs te llamaron otros, no sé con qué error de su sentido
fraydos. Cata que Dios mata los que crió; tú matas los que te siguen. Enemigo
de toda razón, a los que menos te simen das mayores dones, hasta tenerlos
metidos en tu congoxosa danga. Enemigo de amigos, amigo de enemigos, ¿por
qué te riges sin orden ni concierto?... La leña, que gasta tu llama, son almas
e vidas de humanas criaturas. Las quales son tantas, que de quien comentar
pueda, apenas me ocurre. No sólo de christianos: mas de gentiles e judíos e
todo en pago de buenos seruicios.

364 —
Después de leer estos tres pasajes acusatorios, queda uno sorpren­
dido por la coincidencia en todos ellos de su aseveración del caos
impersonal e inhumano que constituye el universo. El marco externo
de la personificación alegórica —y por ende del orden que supone—
aquí esconde una negación explícita del orden, negación que, como en
la descripción de la peste del D ecam erón, era totalmente demoledora
para el espíritu medieval —y a la que los conversos, como hemos
visto, eran particularmente propensos— . La Fortuna para Pleberio
(como portavoz de Rojas) pervierte, en consecuencia, el orden, y no
ejerce su ira sobre aquello que debiera estar sometido a ella. Antes
estaba acostumbrado a pensar que el Mundo y sus hechos estaban
«regidos por alguna orden», pero ahora sabe la atroz verdad. El amor
también es injusto, arbitrario, cruel, y su armonioso y gentil nombre
no es más que un disfraz. Se conduce «sin orden ni concierto». Esta
idea del universo —sea que refleje las conclusiones de Rojas o el
simple frenesí de Pleberio— es heterodoxa en todos los sentidos. No
es estoica, pues el primer principio del estoicismo es que es la perso­
na la que está fuera del orden, no la naturaleza. Ni es cristiana (aun­
que algunos de los adjetivos aplicados al Mundo suenen como cris­
tianos), ya que ignora la existencia (e incluso la posibilidad) de una
providencia oculta.
No deberíamos sorprendernos, por tanto, de que en una traduc­
ción francesa del siglo xvii se introduzca un nuevo personaje, «Aris­
tón, frére d A lise», cuyo papel es consolar a Pleberio y conducirle
desde el pesimismo metafísico a la resignación cristiana. La respuesta
de este Pleberio «afrancesado» y cristianizado indica que su fe se
ha restablecido en última instancia: «Tú me has devuelto la vida, tú
has rasgado las espesas tinieblas con que el dolor anterior había ofus­
cado mi espíritu» 36. Rojas y su portavoz, sin embargo, no están dis­
puestos a admitir tal consuelo. Para ellos no hay ley a que puedan

36 París, 1577, citado por D e y e r m o n d , p. 110. Quien proporcionó el con­


suelo fue una figura familiar en los plana i desesperados, costumbre que hace
su ausencia en el Acto XXI mucho más digno de notarse. En el Fernandas
servatus (1493) el papel era desempeñado nada menos que por un personaje
de la talla del Cardenal Pedro González de Mendoza al que se dedica la
«comedia». En el lamento imitativo al final de la Tercera Celestina de Sancho
de Muñón (cit. Cap. II, n. 56) el interlocutor se consuela a sí mismo con un
soliloquio moral y concluye: «... determino irme a servir a Dios en un yermo,
donde esté apartado de tu furia [refiriéndose al Amor] y de los placeres
y halagos y deleites de la vida, para conseguir la suma bienaventuranza ad
qtiarn Deus optimus nos vehat» (p. 182). El contraste con el final del original
no podía ser más chocante. Así Muñón y Jacques de Lavardin, el traductor
al francés, sienten que desde el punto de vista moral falta algo esencial en la
Tragicomedia. Como señala Deyermond (aunque parece no tener conciencia del
significado del cambio), en este respecto Rojas se apartaba de modo significa­
tivo del modelo del De remediis con su constante provisión de consuelo.

— 365 —
acogerse, no existe « ley» alguna —ni cristiana, ni judía, ni gentil—
en cuyos brazos se pueda hallar descanso. Los creyentes de las tres
castas están igualmente sujetos a su agresión arbitraria.
Si para Pleberio el universo es algo en constante desbarajuste,
indiferente, caótico e insensiblemente bostil, su mismo desorden su­
giere paradójicamente un modelo literario familiar: el de las danzas
de la Muerte, tan populares en el siglo que precede a La C elestina.
En estas danzas, profusamente retratadas en la poesía y en las artes
gráficas, la muerte elige sus sucesivas parejas sin atender a la edad ni
a la importancia jerárquica. El papa, el labriego, el rey, el caballero,
el mendigo, el niño y todos los demás se sienten obligados a pronun­
ciar sus últimas palabras, se dan media vuelta y mueren según el in­
flexible y tétrico antojo de la muerte bailarina. Así, vemos que
cuando Pleberio menciona la «congoxosa dan<ja» del «enemigo de toda
razón», y cuando Rojas, en los versos finales, advierte a sus lectores
de que «huygamos su danga» (la de Calisto y Melibea), ambos sugie­
ren que el amor actúa con la misma arbitrariedad que la muerte en
esa alegoría popular. Por una asimilación de tópicos característicos de
la época37, Rojas contempla a La C elestina como una danza de amor,
un baile tan fatal, tan horrendo e insensato como su predecesor, con
el agravante de la perversidad de su promesa engañosa de gozo. Se ha
de notar, por supuesto, que los oyentes y espectadores de las danzas
de la muerte (normalmente miembros de las clases oprimidas más ba­
jas) parecen haber encontrado un consuelo y un compensatorio delei­
te al contemplar el destino común de toda la humanidad mientras
que Pleberio (y, por extensión, Rojas) se queda solo en su horror a
la vez apasionado e intelectual. El Mundo y el Amor son tan « outra-
g eo u s» como la Fortuna de Hamlet. Los dos bailarines, lo mismo que
el paso de las dos danzas fatales, no son idénticos. Pero es importante
para nuestro propósito ver cómo Rojas (exactamente lo mismo que
hizo con el neoestoidsmo del De rem ediis) se vale de una tradición
conocida a fin de comprender su por otra parte incomprensible inno­
vación. A la Danza d e la M uerte, que correspondía a lo que Jacques
Maritain llamó la «desazón existencial» del siglo x v 39 en toda Europa,

^ Un ejemplo común (también presentado por La Celestina) es la asimi­


lación de los tópicos que se refieren al amor divino y humano. M. J. R uggerio
en su Evolutíon of the Go-Between in Spanish Literature (Berkeley, 1966)
basa^ su aproximación de Venus a la «alcahueta» sobre la misma clase de susti­
tución. Bataillon observa la semejanza de las dos danzas en los versos finales,
pero lo explica como una indicación más de la intención moral, y no como
una representación del desorden (p. 218).
38 Ver, naturalmente, el capítulo pertinente de El otoño de la Edad Media,
de H u i z i n g a , así como el más reciente Der mittelalterliche Totentanz, de
H . R o s e n fe ld , Münster-Koln, 1954.
39 Creative Intuition in Art and Poetry, Nueva York, 1955, (Merídian
Edítion), p. 21.

— 366 —
se le refiere aquí para poder expresar en términos familiares a todo el
mundo la alienación mucho más radical y en definitiva desesperada
del solitario converso español.
Rojas no detiene ni puede detener aquí sus esfuerzos para expre­
sar su resentida y vengativa intención. Como espíritu que preside
toda la obra y que está preocupado por su coherencia aristotélica
(una coherencia antitética al orden humano), cree que es su deber
asignar una causa final a las condiciones que describe. Está bien echar
la culpa al Amor, pero la naturaleza humana con su inherente impul­
so erótico en última instancia no puede ser culpable: «¿Quién te dio
tanto poder?», pregunta Pleberio al Amor de una manera directa; y
deja que el oyente saque sus conclusiones. Este, si es que ha seguido
atentamente el diálogo tan cargado de premoniciones y augurios que
está para terminar, recordará que la cuestión fue contestada de ma­
nera concreta casi al comienzo. Al principio del Acto I, Sempronio
había lanzado la respuesta correcta: «¡O Soberano Dios, qué altos
son tus misterios! ¡Quánta premia pusiste en el amor, que es necessa-
ria turbación en el am ante!»40. Aquí está la intención secreta de que
acabamos de hablar. Una vez que el lector se da cuenta de que Ro­
jas, sin decirlo abiertamente, quiere que se entienda el Amor como
un eufemismo para designar a Dios («Dios te llamaron otros»), las
frases adicionales del soliloquio adquieren un significado insospecha­
do: la cita del Antiguo Testamento «no pensé que tomauas en los
hijos la venganza de los padres», la amarga observación de que «Cata
que Dios mata los que crió», y la potencialmente blasfema paráfrasis
de las Bienaventuranzas «Bienaventurados los que no conociste o de
los que no te curaste». Pero la declaración definitiva de la intención
medio oculta ocurre en el mismo final cuando Pleberio observa «del
Mundo me quexo porque en si me crió». La consecuencia de un uni­
verso natural sin Dios es casi tan explícito ahora como lo pudo ser en
su tiempo. O a lo más, suponiendo que detrás de las máscaras de la
Fortuna, del Mundo y del Amor acecha una especie de supervisor,
hay que reconocer que es caprichoso y despiadado, comparable a esos
dioses de El R ey Lear que son como niños traviesos que matan las
moscas.
¿Cuál es el sino del hombre nacido en semejante situación? Es
precisamente la respuesta a esta cuestión la que el auditorio invisible
de Pleberio acaba de oír a lo largo de los veinte actos anteriores
de La C elestina. El hombre está lanzado a una febril e inevitable
danza de la vida compuesta de dos movimientos fundamentales. Por
un lado (como se explica en el prólogo y se copia directamente de
Petrarca), hay un constante e implacable conflicto, un conflicto de

40 Celestina da la misma respuesta a Pármeno: ¿el soberano deleite, que


por el Hacedor de las cosas fue puesto».

— 367
palabras, puños, espadas, espíritus y garras entre todos los que viven:
animales, amos, criados, clases, hijos, padres, ciudades, naciones y las
antagónicas facultades del alma. «Todas las cosas ser criadas a manera
de contienda o batalla» y, como ba puesto de relieve Castro, incluso
el caos es «litigioso» A]. Por otro, hay un impulso erótico igualmente
implacable (al que incluso el «Viejo» de Cota se vio obligado a su­
cumbir) sometiéndonos a todos a la furia ferina. Sempronio continúa
el apostrofe a Dios citado arriba con una vivida descripción de la
raza humana desatada en el amor: «Paresce al amante que atrás que­
da. Todos passan, todos rompen, pungidos e esgarrochados como li­
geros toros. Sin freno saltan por las barreras.» Aparte la intimación
de la forma de la futura muerte de Calisto, podemos fijarnos en el
dinamismo desordenado de ambos movimientos de la danza de la
vida de Rojas, tan parecida a un cuadro de El Bosco. En su in­
fancia, la sociedad le había contado a Rojas una historia de horror
compuesta de mil y una anécdotas atroces sobre la persecución de su
casta. Y ahora, en La Celestina, él, a su vez (lo mismo que el autor
del Lazarillo habría de hacer unas décadas después), ha contado a la
sociedad otra historia de horror. Ha contado a sus oyentes y lectores
la historia de un mundo de causa y efecto vertiginosos sin Providen­
cia y sin asilo ni antes ni después de la muerte, un mundo en que la
muerte era una bendición a causa del insano y despiadado dinamismo
de encontrarse vivo.
Si, a un nivel, Rojas contempla la vida con el ojo irónico de un
moralista estoico —es decir, como una serie de errores y de falsas
valoraciones— a otro, y éste es el centro mismo de su intención, nos
viene a decir que son inútiles los «remedios» para la fortuna y para
la vida. Los que vivimos en su desierto universo neoaristotélico esta­
mos inexorablemente sentenciados, en una forma u otra, ya sea como
Calisto, ya como Pleberio. En el primer nivel, Rojas es cómico (y es­
cribe una «comedia de errores»); en el segundo, es trágico; de ma­
nera que el conjunto es debidamente clasificado por su autor como
la primera tragicomedia del mundo.
Resumiendo, diremos que, cuando Rojas contempló la obra ex­
traña que había creado y trató luego de explicar sus propias intencio­
nes, echó mano de modelos al alcance de la comprensión de todos:
los preceptos morales estoicos, la danza de la muerte, la personifica­
ción alegórica. En cada caso, sin embargo, el modelo quedaba imbuido

4* « ...lo propio de esta literatura finicuatrocentista es el relieve y la


inquietud del «aniinm tacea di», expresivo del «caos litigioso» en y desde
la cual el autor escribe. En una adición introducida en la edición de 1514,
Rojas cambió la expresión «eterno caos» de Petrarca en «litigioso caos» («La
Celestina como contienda...», p. 70). El cambio fue hecho probablemente en
1502 y no en 1514. No estoy convencido de que Rojas interviniera personal­
mente en ediciones posteriores,

— 368 —
de consecuencias sin precedentes. Seguramente Rojas no habría com­
partido nuestra comprensión de su originalidad como algo profunda­
mente revolucionario. Su visión pesimista de la vida humana y de la
historia habría sido suficiente para impedir que se vislumbrara el
futuro desarrollo de los géneros modernos, géneros hechos posibles (y
por primera vez visibles) en La C ele sima. No obstante, en su redefi­
nición de las doctrinas poéticas recibidas, en su abandono creador del
didactismo, demuestra su conciencia de haber cumplido el mandato
de Ezra Pound: «Make it new» («Hágalo nuevo»). Rojas sí sabía lo
que sabemos nosotros: aunque La C elestina había comenzado con
un propósito, terminó con otro muy distinto. En efecto, fue precisa­
mente su aguda conciencia de la posible peligrosa originalidad la que
le condujo a emplear las variadas estrategias protectoras del prólogo,
la carta y los versos. A pesar de que estos escritos nos ayudan a com­
prender la visión que Rojas tenía de sí mismo como «autor» o «filó­
sofo», el tomarlos literalmente es tan ingenuo como tomar el prólogo
de D on Q u ijote al pie de la letra. Es Pleberio el que durante su
erupción de conciencia revela mejor lo que Rojas pensaba, y no el
camuflaje postizo.

«C ortaron m i c o m p a ñ ía »

Ahora bien: aun así no debemos concederle demasiada autori­


dad a Pleberio. Nuestra afirmación de que Rojas era un artista cons­
ciente de su intención subversiva no tiene por qué hacernos acep­
tar al pie de la letra la ex plication d e tex te del Acto XXI. Los «nuevos
críticos» norteamericanos que nos han vuelto suspicaces ante toda in­
terpretación basada en la «intención» de un autor (« th e intentional
fu lla cy ») nos han advertido bien que no nos fiemos de una interpreta­
ción «autoritaria» que para las posteriores generaciones de lectores
no tendría importancia ni apenas interés. Incluso autores tan auto-
conscientes y tan irónicos como Stendhal y Fernando de Rojas no
están capacitados para juzgar lo nuevo que han aportado o las impli­
caciones de su propia novedad. Esta advertencia está justificada de
modo enfático por el ya conocido cambio de título de La Celestina,
SÍ Rojas centró su a ten ción en los amantes y su in ten ción en Plebe-
rio, los lectores vieron pronto que una originalidad más profunda
yacía en el diálogo que revelaba la vitalidad ávida y corrompida de
la heroica alcahueta. Claro que es necesario indagar y definir la in­
tención del autor, pero es igualmente necesario recordar que cual­
quier creación literaria de importancia duradera presenta una visión
de la vida que no puede medirse por la interpretación personal de su
autor.
Aunque la reiteración de esta letanía crítica pueda parecer imper­

— 369 —
24
tinente, si hemos de estudiar las relaciones entre autor y obra que
trascienden el nivel de la intención, hemos de darnos plena cuenta
de que entramos en un territorio peligroso y prohibido. En esta pro­
hibición, de manera curiosa, estarían de acuerdo tanto el historiador
literario como el que sugiere una crítica ahistórica. El primero diría
que una comprensión parcial de la intención es todo lo que podemos
y debemos esperar de nuestros esfuerzos arqueológicos, mientras
que el segundo, desdeñando semejante conocimiento como falaz, pre­
feriría trazar el diseño de un universo artístico aislado y en cuanto
tal. Ni el uno ni el otro estaría dispuesto a intentar relacionar el co­
nocimiento crítico con la vida del autor. Tienen razón, pero el que se
propone hablar sobre la vida de un Fernando de Rojas no puede dejar
de arriesgar ningún salto mortal. Su documento más significativo
es La C elestina y ha de usarlo en todas las formas que pueda.
En mi caso concreto, he tomado como guía para el peligroso viaje
a mi inolvidable profesor y amigo, Augusto Centeno. Su noción del
«intento» del artista {como algo distinto de la «intención») Índica un
posible paso de la interpretación crítica a la comprensión biográfica.
Centeno define el «intento» como un «sentido de vida profunda e
intensa» que informa el mundo creado y que expresa los ámbitos de
la experiencia personal con mucha más amplitud y profundidad de lo
que puede entrar en la autointerpretación consciente42. De aquí se
sigue que, si nos movemos con la debida cautela y basamos nuestras
conclusiones en ejemplos cuidadosamente seleccionados, podemos lle­
gar a conocer a Rojas a través de La C elestina de una manera que ni
siquiera él mismo pudo conocerse con toda su intensa conciencia.
Quizá el punto de partida más visible y atractivo fuera el arte de
la caracterización. En las páginas de La C elestina podemos sorpren­
der a Rojas escuchando y observando a otras personas. ¿Cómo las
juzga?, podríamos preguntarnos a nosotros mismos. ¿Cuál es su acti­
tud hacia ellas? Sin embargo, puesto que las respuestas a estas pre­
guntas pudieran parecer arbitrarias (al menos que se basen en un
análisis crítico demasiado detallado para presentarle aquí), yo he to­
mado un sendero menos obvio y más modesto. Se observó con ante­
rioridad que las grandes obras redefinen el arte poético de su tiempo.
Podemos añadir ahora que también redefinen el lenguaje, particular­
mente algunas palabras clave íntimamente relacionadas con su tema
{o, como Centeno lo habría expresado, con su «intento»). La obser­
vación detenida del uso que hace Rojas de ciertas palabras —es de
esperar con Buffon— nos llevará del estilo «h Vbomme ¡n em e» . De
todos modos, dando por supuesto el riesgo de esta aventura, una in­
vestigación del lenguaje tiene menos probabilidad de desorientar a un
biógrafo bisoño especializado ante todo en filología. Como punto de

42 The Inient of the Arttst, Prínceton, 1941, p. 22.

— 370 —
partida para un viaje hacia la conciencia de Rojas, éste tiene la ven­
taja de pertenecer al área de mi supuesta competencia.
Es inútil preguntarse cuáles de las palabras empleadas por los
interlocutores de La C elestina han sido más significativamente rede-
finidas, puesto que Rojas mismo tiene que haberlas subrayado. Po­
demos volver a comenzar, pues, con la parte más enfática de la obra,
el lamento de Pleberio, y tratar de leerla desde este punto de vista.
Anteriormente nos centramos en aquellas sentencias que delataban la
velada interpretación de Rojas de los veinte primeros actos. Ahora,
en lugar de leer lo que Pleberio dice como una presentación de la
intención final, tratemos de escucharla como una expresión personal,
una confesión pronunciada por un hombre que trata de comunicar su
desesperación particular. Las dificultades inherentes a su esfuerzo le
llevan a repetir una y otra vez la misma palabra. Es la palabra solo, y
resume el hado personal de Pleberio, una particular soledad paternal
que Rojas no comparte. Como recordamos, cuando Melibea va a dar
su salto fatal, aunque sin miedo a la muerte y a la condenación, tiene
un momento de vacilación. Se ha detenido a pensar —así lo afirma
ella explícitamente— porque siente dejar a su padre «en gran sole­
dad». Y solamente después de justificarse a sí misma con una serie
de exem pla, sacados de las páginas reservadas a la «crueldad entre
las familias» en su álbum de lugares comunes (tales colecciones han
estado de moda desde entonces hasta el mismo siglo xix), y recordan­
do a Dios que es cautiva de amor, se mata. Que el presagio de Me­
libea queda justificado, lo demuestra ampliamente Pleberio cuando
después de callarse de modo algo inverosímil, reacciona a su explica­
ción y a su suicidio43. Se dirige a su mujer: « ... porque no llore yo
so lo la pérdida dolorida de entrambos, ves allí a la que tu pariste e yo
engendré hecha p e d á is » .
Incluso en esta primera aparición de la palabra «solo» se puede
apreciar la redefinición. No es la mera compañía física la que Plebe-
rio desea, sino más bien una conciencia compañera que pueda acom­
pañarle en su dolor. Alisa le niega esto al desmayarse, y él la reprocha:
«Leuántate sobre ella e, si alguna vida te queda, gástala con tigo en
tristes gemidos, en quebrantamiento e sospirar... Si ya has dexado esta
vida de dolor, ¿ p orq u é q u esisie q u e lo pase y o to d o ? » . Al fallarle Ali­
sa, se vuelve a sus paisanos y vecinos «que han venido a ser testigos

43 Hemos de comprender el que de Pleberio no interrumpa la larga con­


versación de Melibea —por sicológicamente improbable que pueda parecer—
no sólo como resultado de su advertencia («No la interrumpas con lloro ni
palabras; si no, quedarás más quejoso en no saber por qué me mato...»)
introducida por Rojas como una explicación poco convincente, sino también
como una indicación de que nos acercamos a las fronteras del mundo del diá­
logo. A medida que nos acercamos al final, el intercambio íntimamente trabado
de paso de modo natural a la oratoria.

— 371 —
de su pena», y les dice: «¡O amigos e señores, ayúdam e a sen tir mi
pena!». La conciencia de Pleberio está separada de las otras por la
misma intensidad de su sentimiento. Y luego se pregunta por qué
la muerte ha invertido el orden dejándole a él «solo». Termina
su denuncia del mundo observando que, si bien esa institución po­
dría tratar de justificarse por el mal trato que da a todos los hom­
bres y su consiguiente provisión de cada uno de alguna «compañía
en el dolor», en su caso no ha sido así: «Pues desconsolado viejo,
¡qué so lo esto y!»44. Otros ejemplos son: la descripción que hace de
la habitación «solitaria» de Melibea; la pregunta «¿Quién acompaña­
rá mi desacompañada morada?»; y el retórico adiós final al cuerpo
deshecho a sus pies. «¿Porqué me dexaste triste e so lo in hac lacry*
marum valle?» Así, pues, en el lamento hay dos variedades com­
plementarias de soledad. Hay una percepción especial del abis­
mo insalvable entre las conciencias, así como un sentimiento na­
tural de abandono personal. En el mundo de La C elestina, el diálogo
incesante queda equilibrado —y en un sentido más hondo, hecho po­
sible— frente a la radical soledad del espíritu en sí mismo. Pleberio
es el definitivo «sujeto» estoico, que se encuentra solo en un mundo
que percibe a un tiempo como «un desierto espantable» (anticipán­
dose a la inacabada S oledad d el yerm o, de Góngora) y como un «jue­
go de hombres que andan en corro», el juego inútil y sin sentido del
diálogo sin auténtica comunicación.
Las especiales implicaciones de la palabra so lo en La C elestina (y
del estado de soledad que representa) son también manifiestas en el
Acto XX cuando él padre y la hija se enfrentan por última vez. El
plan suicida de Melibea depende de que la dejan sola, y, después de
haber enviado aviso a su padre para que traiga músicos que la conso­
laran, luego con gran sutileza utiliza el tema de la soledad como excu­
sa para que se marche Lucrecia: «Lucrecia, amiga mía, muy alto es
esto. Ya m e p esa p o r dexar la com pañía d e m i p ad re. Baxa a él e dile
que se pare al pie desta torre...» Una vez cumplida esta orden, excla­
ma con patética exaltación: «D e to d o s so y dexada. Bien se ha adere­
zado la manera de mi morir...» La sola figura de Melibea abalanzándo­

44 En la sección del lamento que sigue, Pleberio, como Melibea unos


momentos antes, recuerda ejemplos clásicos para consolarse, pero con aún me­
nor confianza. Con todo su prestigio, los héroes' pasados de la Soledad no pue­
den acompañarle: ^«Yo fui lastimado sin hauer ygual compañero de semejante
dolor, aunque^ más en mi fatigada memoria rebueluo presente e pasados...
¿Qtté' compañía me teman en mi dolor aquel Pericles...?» M.“ Rosa Lida de
Malkiel pone de relieve la real angustia humana que informa a estos tópicos:
«la máscara docente que recita la moraleja... es al mismo tiempo un personaje,
un concreto caso humano, y su lamento atestado de aforismos y ejemplos
generalizadores, acaba en una desgarradora pena individual! (La originalidad
p. 473).

— 372
se desde lo alto de la torre es, de este modo, una representación visual,
un emblema de la soledad. Cuando Pleberio viene luego y mira hacia
arriba, sus primeras palabras son: «Hija mía Melibea, ¿que hazes
sola?» En cuyo preciso momento el emblema humano vuelve a la vida
y comienza a hablar. Durante todos los años de la vida de Melibea, Ple­
berio había sido engañado por la domesticidad — el diálogo de la
coexistencia diaria— creyendo que estaba acompañado. Y es ahora
sólo a través de un espacio vertical cuando se da cuenta de la distan­
cia entre el espíritu de su hija y el suyo. Sólo ahora, sólo cuando su
hija le dice por fin todo lo que ha tenido oculto, comprende la natu­
raleza radical de su soledad.
Como es normal en La C elestina, la situación física y la humana
se completan. La torre y la confesión de Melibea expresan juntas la
aguda comprensión de Rojas de que ser consciente es estar aislado:
separado por el espacio y el tiempo (la «frágil pared de vientos, / de
cielos y de años», de Salinas) incluso de aquellos que están muy cerca
de nosotros. La soledad lírica estudiada por Karl Vossler está también
presente (particularmente al comienzo de la segunda escena en el
huerto), pero la que Pleberio ha experimentado y trata de expresar
en su plan ctu s tiene poca relación con la languidez o melancolía. Es
una soledad irremediable, inherente a la condición humana.
Contrariamente a su mentor Petrarca, los habitantes de La C eles­
tina no pueden sacar de sus particulares soledades los consuelos del
Vaucluse. Por el contrario, buscan frenéticamente la compañía en to­
das las formas concebibles; la misma intensidad de su diálogo mues­
tra la ineficacia de los remedios estoicos o de la sublimación lírica.
Sólo en el huerto y únicamente durante unas pocas horas nocturnas,
la aguda percepción del tiempo y del espacio (las formas externas de la
soledad individual) desaparece y da lugar a la bucólica inmersión en
la naturaleza. El resto del tiempo —como bien podemos figurarnos le
sucede al mismo Rojas— las vidas de las que emergen las voces de
La C elestina —no sólo se persiguen «a manera de contienda e bata­
lla», sino que se miran como presa codiciada—. Incluso Celestina, tan
segura de su ser, alude nostálgicamente una y otra vez a su pasada
compañía con Claudina. Alude a las nueve jóvenes que vivían con
ella cuando se hallaba en la cima de su prosperidad perdida, como
una fuente de «descanso y aliuio». Tampoco hemos de pasar por alto
la domesticidad afectivamente quejumbrosa de sus diálogos caseros
con Elicia y la pasajera pero no obstante genuina pena que esta última
siente después de su muerte. A pesar de la maliciosa ironía que ca­
racteriza a estos aspectos de la vida y la muerte de Celestina, para
los que hablan son auténticos. Aunque Celestina es un guerrero inven­
cible e incansable de la palabra, la heroína oral de su libro, sólo una
necesidad complementaria de compañía puede explicar su celebrada
redefinición de «d e le v te ». La unión camal, le dice a Pármeno en el
— 373 —
acto I, lo realizan mejor los asnos en el campo que los seres huma­
nos, sólo que estos últimos pueden hablar con compañeros sobre ella
y darse cuenta de la misma por medio del diálogo. «¿A y deley te sin
compañía», sin poder «recontar las cosas de amores e comunicarlas?».
Una relación mucho más íntima e intensa entre las conciencias,
por otra parte sobrarías, es la que los amantes llaman su « goz o» . El
d ele y te de Celestina, basada en la camaradería del diálogo, se limita
a los placeres que recuerda de la vida compartida con Claudina, o los
de Areusa con sus vednos. Pero el gozo proporciona, aunque sea bre­
vemente, no una unión superficial de almas, sino la forma más subli­
me e íntima de compañía. Los diccionarios nos dan dos definiciones
conocidas de gozar y de gozo. Por un lado, significa «congreso carnal»,
y es la que usa el don Juan de Tirso en su estribillo: «Esta noche he
de goza lia.» Por otro, significa simplemente «tener gusto, compla­
cencia y alegría de una cosa» 45. Ambos sentidos se alternan de vez en
cuando en La C elestina, particularmente durante los primeros actos.
Cuando Celestina aconseja a Areusa en el Acto VII, «E pues tu no
puedes de ti propia gozar, goze quien puede», ese primer sentido es
claro; pero cuando dice, «¡O , si quisiesses, Pármeno, qué vida goza­
ríamos!» (acto I), oímos el segundo sentido. Pero de hecho, en el cur­
so de la creación (después del Acto X, según Bataillon), la noción de
gozo repetida y acentuada por Calisto y Melibea combina estos dos
significados de una manera altamente significativa. El gozo se con­
vierte nada menos que en el antídoto que el amor ofrece para la
horrible soledad que Pleberio ve como destino del hombre, «¿Cómo
no gozé más del gozo?» es la reacción aparentemente inmoral de
Melibea a la muerte de Calisto. Pero en realidad lo que ella se plan­
tea no es la pregunta sensual, que sería grotesca en tales circunstan­
cias, «¿Por qué no hice yo más el amor físico?». Una paráfrasis mu­
cho más adecuada podría ser ésta: «En mi soledad presente, ¡cómo
lamento no haber partidpado más de la intensa compañía que sólo el
amor puede propordonar!»
Es naturalmente cierto, como señala Marcel Bataillon en una re­
visión reden te de su interpretación moral que, a nivel de la inten­

45 El primero se da en el Diccionario de autoridades y el segundo se


encuentra en todos los diccionarios al uso.
46 «La originalidad artística de La Celestina», NRFH, X VIII (1963-1964),
264-290. Puesto que este capítulo se escribió en, 1963 (una versión preliminar
con el mismo título apareció en RF, LXXVI, 1964, 255-290) ciertamente
coincidimos en centrarlo en este sentimiento y palabra clave. Aunque Bataillon
con gran agudeza y penetración afirma aquí el significado neoestoico e irónico
del final trágico, no parece ver claramente en qué medida semejante interpre­
tación modifica su anterior interpretación del título, del «Argumento de toda
la obra», de la Carta, y de los versos finales. Una comedia de moralidad ascética
y «medieval» difícilmente es lo mismo que una presentación de autodestrucción
estoica y, en última instancia, arreligiosa. Esto es, que la retribución es mundana,

— 374 —
ción que nos permite leer La C elestina como una «comedia» neoes-
toica, la búsqueda y el culto del gozo tipifica a los amantes como
representaciones vivas del gaudium de Petrarca, siempre cándida­
mente optimista y siempre desilusionado. El gaudium , junto con la
sp es, llenan las páginas del D e rem ediis con sus vanos esfuerzos por
ganar su debate con la ratio. Así, la lección moral que los lectores de
Petrarca aprenden de la derrota intelectual siempre repetida del
gaudium («gozo» en la traducción al castellano de Francisco de Ma­
drid) está represantada en Rojas por la repentina muerte de los que
escogen vivir únicamente en sus términos. Que vale tanto como de­
cir: aquellos que escogen vivir sin razón. El gozo en el mundo de La
C elestina está limitado temporalmente, y por definición sólo puede
existir durante unas breves horas y semanas, Y siempre que escu­
chamos a Calisto y Melibea extasiarse ante su maravilla, nosotros
también temblamos ante el sino que sabemos les aguarda. Es quizá
la más patética y la más despiadada de las muchas variedades de la
ironía dramática con que Rojas capta nuestra continua atención. Cuan­
do todo está terminado, como dice Bataillon, «estalla, por fin, la
desesperación de Pleberio en la fórmula proverbial N uestro gozo en
el pozo que al gusto moderno podrá saber a disonancia en la tonalidad
trágica, pero que por eso mismo atrae la atención sobre el efímero
gozo cuyas ilusiones se acabaron»47.
Y, sin embargo, creo yo, el tratamiento que hace Rojas del gozo
no tiene por qué estar interpretado solamente en términos de la doc­
trina estoica. A un nivel más profundo —el del «intento» más que
el de la «intención»— se independiza de su propia transítoriedad. Se
convierte en la única (la única posible) experiencia humana que ofre­
ce una justificación para vivir en el desolado m tm do execrado por
Pleberio. Puede llevar a la catástrofe, pero sin ella no habría nada.
Tendríamos que hacer frente a un destino todavía peor que la des­
aparición repentina: nos veríamos obligados a vivir en |x)der de los
crueles, bestiales y pasajeros impulsos que dominan a la mayor parte
de los miembros del elenco. Pues, como el mismo Bataillon señala, el
goz o representa algo mucho más consolador que el alivio sensual: «Es
realmente la felicid a d de que colma la pura vista, la pura evocación
de su amante, goz o que ella siente compartido por el huerto a su lle­
gada» (p. 287). Lo cual equivale a decir en otras palabras: el goz o,
si bien su intemporalidad es ilusoria, trasciende la transgresión racio­
nal y moral y no es, por tanto, propiamente hablando, objeto de

con la fortuna cambiada en espacio (como en De remediis-, ver mí «Fall of


Fortune», citado Cap. IV, n. 95) y no divina. Nuestro aspirante a «gran filó­
sofo» es sardónico más que piadoso.
47 B a t a i l l o n , op. c i t p. 4 7 . Ciertamente Rojas o uno de los «correcto­
res» compartió este «gusto moderno», ya que la exclamación fue borrada en
algunas ediciones posteriores.

— 375 —
castigo. En vez de sentir satisfacción («ya lo veía yo venir») ante la
«caída de la fortuna» de los amantes, sentimos el hondo sentido de
pérdida que es signo de la auténtica tragedia.
A fin de poder defender y clarificar este juicio, veamos en el tex­
to exactamente cómo esta segunda «palabra preñada» (como Ba­
taillon la denomina) ha sido redefinida. Oigamos por un momento a
Calisto recordar su primera seducción de Melibea. Al final de un lar­
go monólogo en su mayor parte dedicado a deplorar la pérdida de
honor que puede causar la ejecución pública de los criados, se vuelve
a buscar consuelo en la memoria e imaginación:
Peto tú, dulce ytnaginación, tú que puedes, me acorre. Trae a mi fantasía
la presencia angélica de aquella ymagen luziente; buelue a mis oydos el suaue
son de sus palabras, aquellos desuíos sin gana, aquel apártate allá, señor, no
llegues a mi; aquel no seas descortés, que con sus rubicundos labrios vía
sonar; aquel no quieras mi perdición, que de rato en rato proponía; aquellos
amorosos abramos entre palabra e palabra, aquel soltarme e prenderme, aquel
huyr e llegarse, aquellos azucarados besos, aquella final salutación con que se
me despidió. ¡Con quánta pena salió por su boca! ¡Con quántos desperezos!
¡Con quántas lágrimas, que parescían granos de aljófar, que sin sentir se le
cayan de aquellos claros e resplandecientes ojos! (XIV).

Lo que nos choca aquí es la falta de meditación erótica y de


complacencia masculina en la conquista. La evocación sensual —vis­
ta, oído, tacto e incluso gusto (besos azucarados)— apunta más que
a su proximidad con Melibeaen cuanto otra p erson a, a su mutua e
intensa compañía en las fronteras de ojos, labios y dedos. Los
signos corporales de la conciencia de él en Melibea (es decir, de su
gozar de él), quedan atesorados como un elemento esencial del gozo
de él. El acto de posesión cuenta menos para Calisto que la penetran­
te y consciente alegría de la mutua posesión. De ahí la reiterada
insistencia de estos actos y gestos que delatan los sentimientos de
Melibea. Frente al d ele y te superficial y a la engañosa domesticidad,
el gozo brota de las profundidades de sus partícipes y testifica su
propia verdad 4Í. Un momento como éste fue el «más feliz» de la vida
de Fabrice del Dongo: el ver que Clelia Conti le manifestaba su amor
en un gesto de turbación.
43 Es éste el significado más hondo del repetido lugar común (en el
Acto VII cínicamente por Celestina y en el Acto XVI orguLiosamente por
Melibea): «el amor no admite sino el solo amor por paga». Bataillon ve sim­
plemente esto como «vicio, como en una novela picaresca» (p. 103), pero me
impresiona más la percepción que M.* R. Lida de Maíkiel tiene de la diferencia
entre «breve deley te» y la desgarradora pregunta citada arriba, «¿Cómo no gozé
más del gozo?» que ella atribuye a la «noble franqueza» de Melibea (p. 431).
En la Visión deleitable hay una explicación del «gozo» que nos ayuda a com­
prender la definición de Rojas; «delectación o gozo.,, lo alcanzamos y nos
holgamos en él» (p, 384),

— 376 —
Redefinída de esta manera, la palabra gozo, en vez de significar
simplemente una ilusión estoica, puede entenderse también como
una representación de lo que podría, llamarse el triunfo de la con­
ciencia. Cuando en el Acto XVI Melibea explica a su criada, Lucre­
cia, por qué rechaza los planes de matrimonio de sus padres, equipara
de modo significativo su pasión por Calisto con el amor paterno:
«Déxenme mis padres gozar délf sí ellos quieren gozar de mí.» Y lue­
go llega a decir: «No tengo otra lástima sino por el tiempo que perdí
de no gozarlo, de no conoscerlo, después que a mí me sé conoscer.»
Lo que Melibea lamenta de hecho es que entre el primer momento
que se dio cuenta de sí misma («desde que me sé conoscer») y su
encuentro con Calisto, no había vivido el amor-gozo. No había encon­
trado ]a intensa compañía que sus encuentros con Calisto entonces
le proporcionaban. Así, también, su afirmación de que la satisfac­
ción que su compañía da a sus padres —si bien difícilmente tan in­
tensa— es comparable a la que recibe del amor. El amor es compen­
sación de la soledad, una fusión de los espíritus y no sólo de los cuer­
pos. El resultado es que la blasfemia retórica de Calisto destacada
en el Acto I, al final Melibea la repite de una manera inesperada:
«Señor, vo soy la que gozo, yo la que gano; tú, señor, el que me
hazes con tu visitación incomparable merced.» (XIX.) La palabra
visitación, con sus implicaciones místicas, recalca la intensidad del
amor humano en cuanto nos puede liberar de nuestra soledad exis-
tendal. El goz o en su fusión de la gloria divina, el d eleite humano
y el p la cer animal, actúa como un contrapunto temático al pesimismo
de Pleberio. A un tiempo profundamente irónicas y profundamente
patéticas (más que morales), estas palabras ponen punto final al «pro­
ceso de los amores» y un momento después Calisto encontrará la
última soledad y la última inconsciencia.
Aunque es claro que el gozo de los amantes está basado en el
deseo desenfrenado y la consumación física, ambos se dan cuenta de
que ese placer es la base de algo más duradero. Hemos visto ya esto
en el caso de Melibea, y, hacia el final —una vez que ha asimilado
totalmente la experiencia del amor— es verdad también del ardiente
Calisto. En el Acto XIX le encontramos encaramado al muro fatal
escuchando el canto de su amada y de su criada y gozando plenamente
el testimonio melódico de su presencia en los espíritus de ellas. Una
vez más, y de acuerdo con la repetida práctica de Rojas (el ejemplo
inicial ocurre en el Acto I I ) 49, el sentido amplio del diálogo acompasa
no sólo a los que hablan, sino a los acechadores silenciosos cuyas
reacciones se hacen manifiestas después, Calisto, sin embargo, no
puede permanecer pasivo durante mucho tiempo y se precipita de
repente a la escena. Explica y deplora esta acción con las siguientes

19 «La Celestina»: arte y estructura, pp. 112-114.

— 377 —
significativas palabras: «¡O salteada melodía! ¡O goz oso rato! ¡O co­
razón mío! ¿E cómo no podiste más tiempo sufrir sin interrumpir
tu g o z o ,,.? »
La «noble conversación» que sucede poco después y que lleva al
clímax físico del gozo está, de este modo, subordinada al encuentro
de las conciencias50. La mutua conciencia —conciencia de que la per­
sona amada se da también cuenta— es la esencia de la nueva defini­
ción de la palabra «gozo». Es esto lo que los amantes han aprendido
a saborear durante su mes de experiencia amorosa. Si, en el muro,
Calisto puede pasar un intervalo arrebatado oyendo el «suave canto»,
durante la primera y naturalmente muy agitada seducción, tal pa­
ciencia habría sido imposible. Como Calisto dijo, «mora en mi perso­
na tanta turbación de placer, que me haze no sentir todo el goz o que
poseo» (XIV). Sin este triunfo de la conciencia, el acto de amor que­
da reducido a un «breve deleyte», que pasa rápidamente y que se
deplora en seguida, como bien pronto descubrirán tanto Calisto como
Melibea51. Pero una vez experimentado, los amantes se sienten in­
munes al tiempo, «siempre dispuestos», como apunta Melibea en
una interpolación de 1502: «porque siempre te espere apercibida
d el gozo co n q u e q u ed o » (XIV).
Este largo y detallado análisis de la presentación que hace Rojas
del gozo no puede justificarse por su originalidad. Como siglos de
lectores (Lope es sin duda el mayor ejemplo) han podido ver por sí
mismos, el tratamiento que La C elestina hace del amor y de los aman­
tes es profunda y significativamente ambivalente: por un lado, la re­
probación tradicional {el amor es temible, y los amantes son o ri­
dículos o hipócritas) y, por otro, la profunda simpatía hacia el sentir
auténtico. Pero, aunque puede que yo haya insistido demasiado, esta
;imbivalencia evidente nos sirve para hacernos recordar algo esencial.
Demuestra con gran claridad que Rojas no p u ed e ser en ten d id o sola­
m en te (como los pobres hechos de que disponemos nos han llevado a
* Como indica Calisto cuando rehúsa comer y beber, el gozo prevalece
no solo en el climax del amor (como es el caso de Don Juan), sino a lo largo
de toda la escena: «¿cómo mandas que se me passe ningún momento que no
goze?»
51 Los dos emplean el mismo tópico para expresar su remordimiento
por la pérdida de su honor (la violación de la virginidad de Melibea y la
ejecución pública de los criados de Calisto) después de la primera seducción
en el Acto XIV. Otro término con el que puede contrastarse gozo es el de
solaz tal como lo usa Elicia en el Acto IX: «Madre, a la puerta llaman. ¡El
solaz es derramado!» Parece referirse aquí a la orgiástica falta de conciencia,
a la entrega a la borrachera y a la animalidad. Gozo, por otra parte, se obtiene
y mantiene por medio de la visión. Así como el amor arquetípicamente pro­
cede de los ojos y entra a través de los ojos, así la vista y la conciencia de ver
son centrales en la verdadera relación amorosa. Ver, entre otros ejemplos,
«Goza de lo que yo gozo, que es ver y llegar a tu persona» (XIV), y «en
verlo me gozo» (XVI).

— 378 —
entenderlo) como un converso alienado e irónico que se venga artísti­
camente de la sociedad en que vivió o como estudiante universitario
que observa la vida desde una distancia estoica o aristotélica. Ade­
más de lo que Centeno llama la «separación» del artista de su creación,
es decir, además de su uso cruel del impulso erótico para exponer la
animalidad que está debajo de las pretensiones sociales, Rojas fue
también, de manera profunda y necesaria, parte de la cosa que hizo.
Era un hombre (cuya experiencia personal de ello nunca podremos re­
crear) que entendió el amor desde dentro como una salvación para
la condición humana: como un alivio estático, si bien transitorio, de
la soledad. El tema de la soledad y de la compañía que culminan en
el contraste entre el huerto cerrado y la torre expuesta al espacio
puede identificarse, en otras palabras, como uno de los aspectos del,
al parecer, «intento» insondable de La C elestina. Como tal, repre­
senta el «hondo e intenso sentido de la vida» (pero no necesaria­
mente consciente) de donde brotan las magnas creaciones humanas.
Además de moralista riguroso y filósofo irónico, Rojas era también,
en el más pleno sentido, un artista, un artista sumamente dotado para
convertir la experiencia personal en verdad de todos.

La r e t ó r ic a d e l a a n g u st ia

Volvamos ahora al punto de partida, al misterio de la relación en­


tre la vida de Rojas y las vidas a las que hizo hablar. Hemos sospe­
chado que el amor de Calisto y Melibea (en la medida en que repre­
sentaba no sólo la pasión incontrolable e irracional de la doctrina del
siglo xv, sino también la plena experiencia del gozo) podía reflejar
una experiencia del autor. Pero concediendo que una vida creada sí
puede reflejar una vida creadora, tal reflejo no es más que una fase
de un proceso complejo de metamorfosis. En un ensayo sobre Ben
Jonson, pone T. S. Eliot de relieve la «transfusión» del yo a otros
roles.
La creación de una obra de arte, digamos la creación de un personaje en
un drama, consiste en una transfusión de la personalidad o, en un sentido
más profunde, de la vida del autor en el personaje52.

Y Manuel Azaña, al sostener que las raíces de la «maravillosa in­


ventiva» de Cervantes son autobiográficas, va más allá todavía, «Es
forzoso que Cervantes haya soñado y delirado, viéndose muchas veces
otros» 53, dice Azaña cuando explica el «prodigio de la composición»
52 Essays on Elizabethan Drama, Nueva York, 1956, p. 79,
53 «Cervantes y la invención del Quijote», Obras completas, ed. J. Man­
chal, México, 1966, I, 1106.

— 379 —
cervantina. En el caso de La C elestina, en la que la pronunciación
solemne del lugar común realiza lo que Améríco Castro llama la fun­
ción irónica de la «palabra escrita» en Don Q u ijo te54, deberíamos
quizá reemplazar la hipótesis visual («viéndose») por la auditiva. ¿No
oía Rojas (como hemos sugerido al hablar de la creación oral) voces?
¿No le «golpeaban en los oídos», para emplear una frase de Eliot
tomada de Dickens? 55. ¿Y no es el hecho de que estamos condicio*
nados por la imprenta lo que no nos deja oírlos, y que ensordece a
los mermados santos y héroes que todavía poseemos?
Todo esto, sin embargo, no significa nada más que una reafirma­
ción rotunda del misterio. Y aunque un misterio genuino sea por
definición algo sin solución, nos tienta a los que no compartimos
la repugnancia de Elíot a «penetrar este laberinto» hacia un mayor
atrevimiento especulativo. El único teólogo crítico que he encontrado
y que se ha atrevido a pensar sistemáticamente sobre la creación de
otros seres desde el ser de los autores es Kenneth Burke, y puede
ser provocativo (aunque sujeto a controversia) aplicar sus conclusio­
nes a Rojas. Burke propone esencialmente que la relación entre autor
y personaje es comparable a la de los sentimientos de un bailarín con
las figuras de su baile. Es decir, lo que el personaje hace, dice o
siente, sí bien totalmente diferente de lo que el autor pudiera hacer
o decir o sentir, proporciona alivio a las «cargas» de la existencia del
último. El creador «danza» sus palabras, palabras habladas por otros.
En una ocasión, Burke analiza la retórica de la enfermedad física (las
metamorfosis literarias características de las diversas enfermedades)
y, redefiniendo ligeramente sus términos, La C elestina puede servir
de ejemplo de la retórica de la enfermedad social. O, cambiando un
[>oco el término, podríamos decir —con más propiedad— angustia so­
cial, la angustia de ser converso en la España del siglo xv.
Rojas (sostendría Burke) no necesitaba escribir directamente sobre
los problemas o «sentimientos» de los conversos como hicieron otros
de su casta, porque creó personajes que, enfrentados a situaciones
muy diferentes, podían utilizar y así «gastar» su propio resentimien­
to, miedo, decepción y cinismo. La función de la obra para el autor
(y Burke insiste que es impropio aplicarlo al lector) es la de purgarse
y en casos extremos puede llegar a la autoanulación. Un Montoro o un
Villalobos nunca se vieron libres de su angustia social por medio
de la incesante expresión autobiográfica, quizá porque hablaban de sus
sentimientos «líricos» de una manera desesperada e insistente. Rojas,
en cambio, habiéndose autoanulado en una obra maestra importante,
ya nunca necesitó volver a escribir. Creó literalmente a otros para
54 «La palabra escrita y el Quijote», Hacia Cervantes. Madrid. 1967, pá­
ginas 359-420.
55 Of) Poetry and Poets, p. 92.
56 The Pbilomphy of Literary Form, Nueva York, 1957, p. 16.

— 380 —
llevar su carga «simbólicamente», casi de la misma manera que pocas
décadas después se liberó de la suya el autor anónimo de Lazari­
llo d e T orm es. En este sentido puede ser significativo que La C e­
lestin a como \Verther (el ejemplo mejor conocido de este tipo de
retórica) terminan en un suicidio57. La autodestrucción de Meli­
bea puede interpretarse de esta manera como una expresión, y a la
vez una evasión del propio impulso de Rojas hacia la autodestrucción.
Aliviaba a su intensa y dolorosa conciencia —una conciencia aguijo­
neada por la soledad inherente en su esfuerzo creador— y que le per­
mitió vivir en paz el resto de sus días profesional y domésticamente.
En el lenguaje de la época, matarse a sí mismo equivalía a «desespe­
rarse» (ver nota 32), y podría decirse, según Burke, que fue nada
menos que la «desesperación» de Rojas la que se llevó consigo Meli­
bea en su salto m ortalK.
Y, sin embargo, sin embargo..., una vez más me retiro espanta­
do ante las afirmaciones que el afán de escribir una «biografía» como
ésta me he llevado a hacer. Pensar únicamente en La C elestina —e in­
cluso primordialmente— como una especie de ritual de la salvación

57 El estudio que hace Burke de este punto merece ser meditado por
quienes están preocupados por la relación de La Celestina con su autor. «De
hecho, aun cuando toda acción y persona va hacia la catástrofe, encontraría­
mos una afirmación de identidad en el acto constructivo del poema mismo.
Querría pensar incluso en el suicidio de la vida real como un acto de rena­
cimiento reducido a su más simple y más escueta forma (su menos complejo
término de expresión). Sea esto verdad o no, el acto de voluntad necesario
para la organización poética justifica nuestra pretensión de que un suicidio
simbólico (en la página escrita) es una forma de afirmación, la construcción
de un papel posible y no simplemente el abandono de uno mismo a la desin­
tegración de todos los papeles» {ibid,, p. 34).
53 Desde la primera publicación de este capítulo en 1963, una serie de
artículos han tomado un aspecto u otro del tema de la relevancia del Acto XXI
en relación al conjunto (que para mí es indiscutible). O t i s G r e e n corrige rec­
tamente mí interpretación de «Del mundo me quexo porque en sí me crió»)
advirtiendo con ejemplos adecuados que «mundo» significa el mundo creado
en el cual vivimos, «la tierra», más que el universo creado. Pero no acabo
de ver que esto disminuya en medida apreciable la desesperación subyacente
que Pleberio tiene de la existencia o que anule la implicación de que, si hay
alguien responsable del desorden mundano y del amor todo poderoso, ese
alguien haya de ser censurado por ello. («Did the ’WorkP Create Pleberio»,
RF, LXXVII, 1965, 108-110). La idea que tiene Green de Pleberio como un
«hombre abobado y mundano» cuyas palabras no se han de identificar con
Rojas ha encontrado la oposición sensible de C h a r l e s F r a k e r («The Impor-
tance of Pleberio’s Soliloquy», RF, LXXVII1, 1966, pp. 515-529) y de F r a n k
C a s i («Pleberio ’s Lament for Melibea», Zeitsckrift fiir Romaniscbe Pbilologie,
LXXXIV, 1968, pp. 20-29). B r u c e W a r d r o p p e r , si bien fundamentalmente
interesado, como indica su artículo, por la tradición escondida en tales piancti,
también parece verlo como un resumen intencionado. Ver su «Pleberio’s La­
ment for Melibea and the Medieval Elegiac Tradition», MLN, LXXIX (1964),
140-152. Probablemente ninguno de estos críticos estaría de acuerdo con ei
género de interpretación sugerido aquí.

— 381 —
personal, es una negación de su relevancia más honda para los hom­
bres del tiempo de Rojas y para los de nuestro tiempo. Interpretar
la obra biográficamente en las diferentes formas propuestas por un
Eliot, un Azaña o un Burke, puede ser fascinador e (en un capítulo
titulado «Fernando de Rojas como autor») indispensable. Pero es
también un acto de miopía crítica. Lo que haya podido conseguir con
estos años de esfuerzo por sacar de su semianonimato al hombre de
carne y hueso que escribió La C elestina debe juzgarse a la luz de la
idea que C. G. Jung tiene del artista no como una persona «que bus­
ca sus propios fines, sino como quien permite que el arte realíce sus
intenciones a través de él» 59. Ser un gran artista no es ser solamente
un individuo destacado (o torturado) y superior; es también ser agen­
te de la humanidad, el medio humano de «un proceso creador imper­
sonal». De aquí la impropiedad y el peligro —¿ y quién más cualifi­
cado que Jung para advertírnoslo?— de hacer un corto circuito de la
«psicología» a la «retórica». Personalmente hablando, yo no emplea­
ría siquiera estos términos (al menos en su usual sentido limitado)
para describir lo que se ha intentado aquí, pero al mismo tiempo no
puede dejar de reconocer la profunda validez de la posible censura.
Proceder de la vida al diálogo y viceversa en un proceso continuado
ha sido indispensable para mi propósito, pero mi lector no debería
pensar —o pensar que yo pienso— que la grandeza de La C elestina
puede explicarse y estimarse de ese modo.

59 «Psychology and Literature», en The Spirti in Man Art, and Lilerature,


Collected Works, vol. 15, New York, 1966, p. 101.

— 382 —
CAPITULO VIIL
TALAVERA DE LA REINA

«... hizo asiento en Talavera; aquí


vivió y murió y está enterrado.»

C o sm e G ó m e z T e ja d a de l o s R e y e s
¿P or qué T a la v e r a ?

Cuando Fernando de Rojas dejó Salamanca y, por razones desco­


nocidas, abandonó sus estudios para el grado de licenciado, volvió a
La Puebla de Montalbán. Pocos años permaneció allí, probablemen­
te de 1502 ó 1503 a 1506 ó 1507. La asfixia social e intelectual de
la vida pueblerina (particularmente intolerable después de la relativa
libertad estudiantil), los esfuerzos por cobrar las alcabalas del señor
don Alonso y el desorden social que acarreó la peste han sido propues­
tas como causas del disgusto y la partida. Tratemos, no obstante, de
especular ahora un poco desde el punto de vista profesional. ¿Qué po­
día ofrecer Talavera de la Reina a un joven abogado para abandonar su
«clara nación»? Las oportunidades para el ejercicio profesional de los
conocimientos legales recién adquiridos eran necesariamente limitadas
en esa sociedad rural y semifeudal que había dejado ocho anos an­
tes. En La Puebla, como vimos en las R elaciones, las más de las
veces, la voluntad de don Alonso era el único derecho existente. Una
persona en la posición de Rojas, o tenía que servir en la casa señorial
(ocupación desagradable y llena de conflictos) o de lo contrario re­
signarse a una vida monótona y más o menos necesitada de hidalgo
rural. El supervisar el cultivo de la «huerta de Mollejas» y el «ma­
juelo de la cumbre» y seguir una rutina semejante a la que Cervantes
atribuye a Alonso Quijano era ciertamente menos de lo que cabía
esperar de la preparación universitaria del bachiller. Si Rojas rechazó
esa posibilidad prefiriendo ejercer como abogado independiente en
otra parte o si simplemente no hubo lugar de elección —-porque no
hubo quien le apoyara o porque el reconocimiento de hidalgo le había
sido negado por el señor de la comunidad— nos es incierto. Pero sí
— 385 —
25
poseemos datos que indican que, una vez que se hízo el traslado, el
estilo de su vida quedó establecido hasta su muerte, ocurrida treinta
y cuatro años más tarde.
Pero ¿por qué asentarse en Talavera? Siendo ésa la próxima comu­
nidad importante en la vega del Tajo hacia Poniente y sometida, como
La Puebla, a la jurisdicción de Toledo, difícilmente pudo haber espera­
do Rojas ocultar allí sus orígenes como sus nietos intentaron hacerlo en
Valladolid. Pero había otras ventajas plausibles. Digamos, para co­
menzar, que vivir en Talavera, a sólo siete leguas de su casa paterna,
no impondría una ruptura completa con el pasado. Como hemos visto,
Rojas siguió visitando sus bienes y a sus familiares de La Puebla aún
mucho después de su partida. Podría, desde luego, haberse marcha­
do a Toledo, como hízo un hidalgo compañero, igualmente perseguido
por don Alonso. Pero Toledo, particularmente en 1507, no tenía
atractivo alguno para un converso que comenzaba su vida profesional
y que quizá prefería pasar desapercibido que lucirse o hacerse envi­
diar. En la antigua capital no sólo no se habían aflojado las tensio­
nes sociales del siglo pasado, sino que más bien, como sede de la nue­
va Inquisición, los resentimientos, las sospechas y las intrigas de los
toledanos se habían agravado. Como vimos en el caso de los Franco,
los frecuentes autos de fe y los comentarios que ocasionaban, daban
a la vida de Toledo un clima inquisitorial sólo comparable al de Se­
villa. Bien lo expresa Hernando del Pulgar, cronista real y converso:
¿Qué diré del cuerpo de aquella noble ?ibdad de Toledo alcázar de em­
peradores, donde chicos y mayores todos biuen una vida bien triste por cierto
e desventurada? *.

En Talavera, sin embargo, los elementos conversos de la pobla­


ción estaban bastante menos amedrentados. Como veremos, en fecha
tan tardía como 1517 todavía se atrevían a ejercer su poder en el
concejo para impedir las investigaciones del Santo Oficio. Es decir,
los conversos de Talavera (a pesar de la tendencia de su raza a desarro­
llar formas internas de discriminación cuando se hallaban sometidos a
presión) tenían a su disposición una especie de sociedad de protección
mutua. Finalmente, había familiares que vivían en Talavera con cuya
ayuda pudo haber contado Rojas para las posibles dificultades inicia­
les. La tía de Leonor Alvarez, Beatriz, se había trasladado allí con su
esposo, Francisco de Torrijos, y es razonable suponer que las dos
familias, los Rojas y los Montalbán, tuvieran otras amistades útiles
en la villa vecina. Y puede haber habido otros factores importantes
—quizá los compañeros talaveranos de estudios en Salamanca— que
influyeron en la elección final.
1 Citado en E . B e n ito R uano, Toledo en el Siglo XV, Madrid 1961,
p. 158. • •

386 —
El matrimonio bien «dotado» de Rojas con Leonor Alvarez pro­
bablemente coincidió con la fecha de su establecimiento en Talavera.
En 1507 ella era ya una moza casadera —tenía diecisiete años— y el
hecho de que el primer nieto naciera en 1530 nos lleva a confirmar,
más que a negar, esa suposición. Sin embargo, es asimismo probable
que el novio fuera a Talavera varias veces antes de la boda, a fin
de hacer los preparativos para su nueva vida, y que sólo después vol­
viera a remontar el valle del Tajo para casarse y llevar a casa a su jo­
ven esposa con su considerable dote de 80.000 maravedíes 2. Era un
camino que ya había hecho antes y que había de andar muchas veces
más, siendo quizá la última vez con ocasión del matrimonio de su
hijo mayor, el licenciado Francisco, con una de sus primas en La
Puebla3. Los hechos de estos años que pueden fecharse con más pre­
cisión son los siguientes: la adquisición de una hipoteca sobre una
finca de La Puebla, en 15124; el testimonio tibio en favor de Diego
de Oropesa, en 1517; los procesos de Alvaro de Montalbán y su so­
2 Esta suma, mencionada en el testamento, que ha de revettír a Leonor
Alvarez antes de la partición de bienes («yo recibí con ella en dote y casa-
rayen to de sus padre y madre ochenta myll maravedís, ansy en dineros como
en heredades y bienes muebles... mando ante todas cosas sea pagada a la dicha
mi muger...»), ascendía, como veremos, a un quinto de los bienes de Rojas
al tiempo de su muerte y al menos el doble de lo que yo estimo sus totales
ingresos anuales. La provisión de una dote de este calibre (considerando que
tenía tres hijas) indica el bienestar económico de Alvaro, y al mismo tiempo
ayuda a explicar el constante interés por su ortodoxia de parte del Santo
Oficio.
3 El licenciado Francisco casó con Catalina Alvarez de Avila estando en
La Puebla, probablemente a finales de la década de 1530. Su primer hijo, el
licenciado Fernando, nació el 5 de noviembre de 1541, unos ocho meses des­
pués de la muerte de su abuelo (VLA 25). Como vimos (Cap. V, n. 130), el
testimonio de un pariente de La Puebla en la «probanza de Indias» de 1571
(VLA 32), que asistió a los «desposorios» indica la vuelta allí para la cere­
monia. Rojas, sin embargo, tuvo la oportunidad de mecer en sus rodillas por lo
menos a una de sus nietas, Ysabel Hurtada, nacida en 1530 (S e r r a n o y S anz ,
p. 298). _
4 VLA 5. Ver Cap. V, notas 3 y 129. El sumamente meticuloso y en rea­
lidad — a los ojos modernos— mezquino texto del documento legal, sigue gene­
ralmente el estilo del modelo presentado por Las notas del relator, de Fernando
Díaz de Toledo (primera edición, Burgos, 1490), que Rojas poseía. Aparecen
dos detalles por importantes de información concreta. El primero es que en 1512
Rojas todavía era considerado como «vecino de La Puebla»: «otorgo e conozco
que vendo — e do por juro e dejuro de heredad para agora a para siempre
jamás— a vos el honrrado bachiller Hernando de Rojas, vísyno desta dicha
villa de la Puebla de Montalbán, que estades presente...». El segundo es que
Rojas es presentado como persona amable con sus parientes, o al menos con
Elvira, la tía de Leonor a quien se había hecho la compra; «Yo de mi propia
e libre e agradable voluntad, vos fago gracia e donación e traspasación de la
tal demasía... esto por muchas honrras e buenas obras que debo al dicho
bachiller...» A la hora de valorar esto, debemos tener en cuenta tanto su
tono un tamo formulario como la posibilidad de que !o escribiera el mismo
Rojas.

— 387 —
brino {?), Bartolomé Gallego, en 1525; las negociaciones para impe­
dir la confiscación por la Inquisición de la mitad de su dote, en 1527;
ciertos tratos legales con la corporación municipal, en 1527 y 1535;
la elección como alcalde durante cinco semanas, en 1538; y, final­
mente, la muerte en el intervalo entre el 3 y el 8 de abril de 1541.
De estos bechos y fechas, lo único que podemos concluir —con
Menéndez Pelayo— es que Rojas, después del matrimonio, centró su
vida en su hogar y en su viña, en su práctica legal y en sus modestas
inversiones (la mayor parte hipotecas sobre la propiedad rural) en
Talavera. Las relativas proporciones de resignación y satisfacción o de
modestia y prudencia en estos treinta y cuatro años de existencia tran­
quila, no las podremos descubrir nunca. Sin embargo, puesto que la
persona que se sometió a esta existencia aparentemente nada excep­
cional no fue otra que el autor de La C elestina, podemos al menos tra­
tar de buscar cuanto podamos sobre ella. No creamos que los años de
Talavera fueron simplemente como un largo y monótono epílogo a un
breve momento de gloria literaria. Quizá no fueron apasionantes, pero
nos interesan. Fueron años de la vida que Rojas se inventó para sí —o
la sociedad le inventó— después de haber terminado de inventar las
vidas de La C elestina para el mundo.

«La y n s ig n e v i l l a d e T alavera»

En la Edad Media y en el Siglo de Oro de España, los hombres


eran definidos por sus lugares de nacimiento en una medida tal que
difícilmente podemos entender hoy nosotros. Lo que Siegfríed Gie-
dion califica de « eth os urbano de lo gótico»3 adquirió para los
españoles una permanencia casi mitologógica. De entrada, el orgullo
tocai ocupaba un sector importante del espectro emocional de cada
individuo, si bien de tipo distinto del localismo posterior. Se atendía
menos a las costumbres, vestidos, folklore y platos regionales que
tanto fascinaban ajo s románticos, que a la fama: la fama de los mo­
numentos, de los orígenes, de las vírgenes, reliquias, héroes vivos y
muertos, tierras fértiles, agua e incluso mal clima. Los románticos
apreciaban sentimentalmente los más insignificantes detalles de la
vida —la vida rural en particular— de su patria chica, mientras que
sus antepasados afirmaban apasionadamente la importancia de la po­
blación (el campo que la rodeaba era secundario), que era su lugar de
nacimiento. Sin embargo, a pesar del contraste, la semejanza es sig­
nificativa. Tanto en el sentimiento folklórico como en el orgullo afir­
mativo del Siglo de Oro, la localidad sirve como de escudo contra el
tiempo. Es una forma de vinculación personal con lo atemporal: lo

5 Space, Tinte, and Architectnre, p. 55.


— 388
que sobrepasa el tiempo (la fama) o que es impermeable a sus cam­
bios (la costumbre). En el primer caso, uno se atribuye un ser o iden­
tidad permanente como un «talaverano» que defiende la conciencia
vulnerable contra la incesante erosión del mundo del estar o sea de la
existencia diaria en que todos vivimos. Los hombres de la época de
Rojas y de las siguientes estaban tan profundamente preocupados por
la mutabilidad («¿aquel mudar de trajes, aquel derribar e renouar
edificios, e otros muchos affectos diuersos e variedades que desta
nuestra flaca humanidad nos prouienen?») como los hombres de la
época de sir Walter Scott podían estarlo con la historia. Y, en ambos
casos, se exaltaba la localidad como un antídoto.
Intimamente ligado a su identificación con una colectividad más
duradera que la desnuda y transitoria existencia personal, estaba el
hecho de que los talaveranos (como tantos otros) se sentían ufanos
de pertenecer genéticamente a una rama honrosa de la humanidad. El
racismo en sentido nacional es la peor tentación del romántico, y en
la España de Rojas la casta representaba otra especie de atemporali-
dad biológica más susceptible de identificación con una localidad par­
ticular. La casta de una persona, como recordamos, podía ser famosa
o infame (Vellido Dolfos), honrada o sin honra (de aquí la práctica
de estigmatizar a los descendientes de víctimas de la Inquisición) y
en este sentido no era conceptualtnente diferente de una localidad.
Además, de acuerdo con el contexto dado, la misma palabra podía
referirse a grupos de todo tamaño y especie, desde lo que nosotros
llamaríamos «raza» (las tres castas de judíos, moros y cristianos) has­
ta una familia particular. El resultado era, como hemos visto, que el
lugar de nacimiento y el nacimiento no se concebían como distintos
y que el individuo se sentía como perteneciente casi carnalmente a la
provincia, ciudad e incluso vecindad de la que era «natural».
La confluencia del orgullo municipal con la identidad de clan
—que sigue siendo todavía una sorprendente peculiaridad del mundo
de habla española 6— fue un tema familiar a la literatura clásica en
castellano. Aparece en La C elestina cuando Rojas y Proaza explotan
irónicamente el doble sentido de nación en su juego preliminar de
toma y daca. Y en F u en teovejun a , Lope emplea simultáneamente los
mismos significados geográficos y biológicos de la palabra p u eb lo a
fin de celebrar la dignidad humana de los aldeanos. El grito «¡V a­
liente pueblo!» expresa la unión repentina de los cristianos viejos
campesinos y del pueblo en un solo e invencible organismo. Por in­
digno o desgraciado que un individuo pudiera ser (y en Fuenteoveju-
na no faltaban ejemplos), él estaba intuitivamente seguro de que te­
6 Para un estudio antropológico contemporáneo, ver J. PlTT R iv e r s , The
People of the Sierra, Nueva York, 1954. Pero, erudición aparte, sólo se nece­
sita haber hablado con algunos españoles o hispanoamericanos para darse cuenta
de la calidad obsesivamente geográfica de su sentido de identidad.

— 389 —
nía las virtudes físicas y espirituales propias de los vecinos del lugar
de su nacimiento. Las bandas de actores errantes y sin patria que
llevaron el drama del Siglo de Oro a los últimos confines de España
y América eran tan conscientes de este mito de la localidad que acos­
tumbraban a iniciar sus representaciones con loas, dirigidas a halagar
y a apaciguar a sus turbulentos auditorios. Estas loas tópicas, repeti­
das incesantemente, han pasado de moda hoy, pero en su tiempo fun­
cionaron con k misma eficacia que el folklore y el color local para
nuestros inmediatos predecesores1.
No insisto aquí en el valor peculiar de la localidad en la España
de Rojas porque él —escéptico como era a todos los valores y creen­
cias apasionadamente defendidos— necesariamente la reverenciaba.
Como hemos visto, La C elestina es despiadada con el honor de su
ciudad (que significativamente no tiene nombre) y con la adhesión
local de algunos de sus habitantes, especialmente la de Areusa. Po­
dría proponerse incluso que, habiendo elegido al tiempo como vence­
dor en su batalla con los valores, Rojas lo alentó. Así, cuando Rojas
aludía a su propia nación en los versos acrósticos, sospechamos que lo
hizo con cierta dosis de desafío irónico, invirtiendo sardónicamente
las formas habituales del orgullo local y racial.
No obstante, si bien Rojas no compartió estas estimaciones, sí
tuvo que contar con ellas, y nosotros también. Admitiendo que en
la soledad de su conciencia y la de su composición en prosa pudiera
rechazar sarcásticamente la identidad protectora de la comunidad,
es importante entender lo que representaba para él vivir honra­
damente en Talavera. Cuando se escribió La C elestina en la Uni­
versidad, era un sitio fácil para expresar desde una altura intelec­
tual un punto de vista tangencial al orgullo local y a la localidad como
compromiso personal. Pero ahora, enfrentado al proyecto de dejar
La Puebla para siempre, la adaptación de Rojas a las creencias colec­
tivas municipales debió ser a la vez indispensable y difícil. No sólo
era difícil de por sí un traslado semejante en aquel mundo, sino que
también Talavera, lo mismo que otras villas de mediana población
(2.000 vecinos fueron censados en tiempo de Felipe II, en 1576)6
parece haber sido particularmente consciente de su propia valía mu­
nicipal y por lo tanto difícil de penetrar. Esta exagerada vanidad
urbana aparece tanto en las R elaciones geográ fica s como en esa otra
fuente de más abundante información que es la H istoria d e Talavera,

7 En el mundo negativo del picaro, como es bien sabido, el tópico de la


localidad es parodiado sardónicamente con la mención de lugares como el
potro de Córdoba y los arenales de Sevilla,
8 Relaciones, II, 200. De éstos, unos doscientos eranhidalgos. R a m ó n
C arande da la cifra de 6.035 de población total en 1530. Esta puede compa­
rarse con los 31.930 de Toledo, los 8,600 de Burgos y los 4,060 de Madrid
(Carlos V y sus banqueros, Madrid, 1965, I, 60).

— 390 —
de Cosme Gómez Tejada de los Reyes9, de la cual citaré extensamen­
te. Dejemos ahora los sentimientos ocultos en La C elestina y su acrós­
tico; Talavera, la idea que ésta tenía de sí misma, así como la mag­
nitud del éxito de Rojas al ser elegido alcalde 10>todo esto necesita
una explicación preliminar para lectores que viven en un mundo
mucho más dinámico y más centrado en el individuo en cuanto tal.
Cosme Gómez comienza su H istoria informándonos que el nom­
bre antiguo de Talavera era Elbora, y que es «una de las más antiguas
poblaciones de España». Para asegurar a los habitantes que, en efec­
to, pertenecían a una comunidad diamantina e impermeable al tiem­
po, era costumbre de los historiadores locales acentuar la antigüe­
dad. La «prueba» etimológica de la existencia continuada a partir
de tiempos antiguos era un requisito mínimo para la clase de monu-
mentalidad exigida tanto por Cosme Gómez como por sus lectores.
Como sabía bien Galdós, doña Perfecta no habría podido ser quien
era sin un Orbajosa que derivaba de una Urbs Augusta. Sólo la iden­
tidad inmutable de la villa podía proporcionar identidades inmutables
a los que participaban en su ser. Así, al final del primer capítulo, el
orgulloso autor atribuye la fundación de la ciudad a los griegos y es­
tudia su existencia continuada bajo los romanos y —lo que es bastan­
te inexplicable— los hebreos “.
A pesar de lo dudoso de esta información, hay que tener en cuen­
ta que Cosme Gómez rechaza el mito popular que hace de Hércules
nada menos que fundador de la ciudad. La demostrable antigüedad
vale mucho más que «vulgares rumores», como resulta evidente en
el cuidadoso estudio que hace de la etimología municipal en el capí­
tulo III. Allí, la edad de la villa se retrotrae de manera ingeniosa y
probablemente correcta a los tiempos ibéricos. «Sospecho que Tala,
en la antigua lengua de España, es lo mismo que pueblo, como Tala-

t 9 BNM 2039. Ver E. A l a r c o s G a r c ía (Homenaje, Valladolid, 1965, pá­


ginas 616-634) para una presentación del ataque de Cosme Gómez al «culte­
ranismo» en su curiosa novela alegórica El león prodigioso (Madrid, 1636).
Su interés por La Celestina, en consecuencia, se debía no sólo a su proceden­
cia Iocí'I, sino también (como el interés de Quevedo por la poesía de Fray
Luís) a que presentaba un ejemplo viejo del estilo llano y expresivo: «Cum­
plió bien sus obligaciones en aquel género de escrevir, con que pueden enten­
der tantos autores modernos de libros de entretenimiento y de otros, que no
consiste la arte y gallardía de decir en afectadas "culturas”, todo ruido de
palabras que atruenan el viento y lisonjean el oído, mas no hieren el alma
porque Ies falta sólida munición» (Orígenes, p. 244).
10 La importancia del nombramiento de alcalde está puesta de relieve
extensamente por Cosme Gómez, así como por los informadores de las Rela­
ciones. El primero lo considera un honor concedido a Rojas en cuanto «abogado
docto»: «y aún hizo algunos años oficio de Alcalde mayor» (Orígenes, p. 244).
11 En las Relaciones hay frecuentes alusiones llenas de orgullo a las pie­
dras con inscripciones romanas, tomadas de las edificaciones romanas y vuel­
tas a emplear. Varias son citadas textualmente.

— 391
bán, Talarrubia y Talamanca...» El resultado de esta especulación es
otra etimología, tala ebura: Talavera, que significa «ciudad de la lla­
nura» 12. Con semejante estirpe, los habitantes ya no necesitaban de­
pender de Hércules o del legendario Rey Bríga (quien, según las R ela­
cion es, fundó la ciudad exactamente 1917 años antes de Cristo) como
garantía de su fama municipal. Contrariamente a la humilde Puebla
de Montalbán, que carecía de etimología, de una historia anterior a
la Reconquista, e incluso de escudo municipal, Talavera, en su propia
opinión, era un lugar impresionantemente antiguo y famoso para
vivir.
Cosme Gómez no era escritor que se contentara con meras afir­
maciones de la inmutabilidad municipal. Prefiere (y esto es lo fasci­
nante de la H istoria si la comparamos con las ordinarias loas) retratar
a la Talavera eterna dentro del tiempo, contrastada con el tiempo,
enzarzada en una guerra incierta con el tiempo. En el capítulo I,
inmediatamente después de proclamar los antiguos orígenes de la
ciudad, comienza a hablar del tiempo meteorológico (es significativo
que en español, como en otras lenguas románicas, no se distingue
ese «tiempo» del que marcan los relojes) y describe su lugar de naci­
miento, no ya en forma monumental, sino sumergido bajo un mar
de aíre variable:
Talavera ocupa el llano de un valle muy ameno, una legua de ancho, que
corre de oriente a poniente, y por estas dos partes se dilata en campos espa­
ciosos. Yaze en el quinto clima; en altura de Polo latitud a la equínocíal
quarenta grados, algunos minutos menos de longitud de nuevo. Domina en él
Géminis y participa las ynfluencias de Mercurio, Señor de aquel signo. El
temple declina a cálido y húmedo, y assí por esto, como por los vientos subío-
lanos que de hordinario soplan algo pernicioso principalmente en el estío y
otoño se juzga poco sano el sitio; más corrigen su malicia los favonios, que
también son aquí frecuentes y apacibles, y a vezes los septentrionales con la
frescura de los montes de Segovia, Avila, y Pico de Gredos, donde inaccesibles
se levantan mas casi sobre la segunda región del aire.

Con el aire está el agua, el río Tajo —a la vez símbolo del tiempo
y de la eternidad—, que corriendo desde Toledo y La Puebla de
Montalbán lame los mismos muros de Talavera:
... río el más celebrado en España y famoso en las historias por sus arenas
de oro, aguas muy delgadas, y saludables, fertilidad y hermosura de los cam­
pos que riega. Baña los elborenses muros por la parte austral, estendido

n Cosme Gómez tomó, al parecer esta etimología de la Historia del


P. Mariana (libro IV, cap. 13). Los eruditos contemporáneos están de acuerdo
en «ebura», pero M enéndez Pidal vincula «tala» a una raíz mediterránea que
significa «tierra pedregosa» {Toponimia prerrománica hispana, Madrid, 1952,
p. 120, n. 30).

— 392 —
con anchas riveras, tanto que dividido en bracos haze varias razonables ísletas
llenas de yerva y álamos...»

Bajo el viento, y junto al río, Talavera no sólo es un monumen­


to, sino un sujeto (sujeto en el sentido estoico) sometido a las influen­
cias y fuerzas que están por encima de su control.
El encuentro de la in temporalidad municipal con el tiempo, en
ninguna parte es más evidente que en la rapsódica descripción que
hace Cosme Gómez de las fortificaciones de la ciudad. Aunque ahora
han desaparecido casi en su totalidad, cuando Rojas se trasladó a Ta­
lavera en 1507 la ciudad estaba rodeada por murallas que impresio­
naban (el padre Mariana las describe como de «espantable aspec­
to») ,J aún en aquellos días i4. Tres hileras de murallas, unas dieci­
siete torres redondas que se levantaban de ellas, otras cuatro torres
cuadradas, cada una con su barbacana formaban una grandiosa estruc­
tura que parecía haber sido «especialmente eximida de la ley e juris-
dición d e tos tiem p os». La alusión se hace aquí a la clase de tiempo
que está dividido en segundos y siglos. Pero Cosme Gómez no olvida,
cosa característica, la otra faceta de la palabra: «Las torres —nos
dice— se han mantenido sólidas sin mostrar debilidad en sus fieros
combates con el tiem p o y el agua al ser atacadas ferozmente durante
los lluviosos meses de invierno...»
A pesar de la confianza aquí expuesta, el hecho (también señalado
por Andrea Navagero)15 de que muchas de las piedras usadas para
construir los muros hubiesen sido tomadas de «edificios ruinados y
de sepulturas que ocupaban los campos», y que «manifiestan aver
sido labradas para otros lugares [y por otras] manos» con inscripcio­
nes en otras lenguas, es interpretado con tristeza. En vista de este
pasado, los primeros signos de decadencia en muros y torres (obra
de los elementos, del tiempo y de los habitantes que quitan piedras
para los nuevos edificios, «un atrevimiento digno de Castilla») son de
mal agüero. Talavera, por su misma monumentalidad, ¿está llamada
a convertirse en ruinas?, se pregunta Cosme, afirmándolo por un
lado y negándolo por otro. Había incluso una predicción sobrenatu­
13 E n e l p re fa c io al De
rege el regis inslitutione, c ita d o e n P . F . de P a u l a
G a rz ó n , S. J., El P. Juan
de Mariana, Madrid, 1889, p . 29.
14 Se£Ún las Relaciones, las murallas tenían 15 pies de ancho y 50 de
alto, con torres salientes de 60 pies de alto. Su existencia representaba una
ventaja importante tanto en prestigio como en seguridad, en contraste con la
indefensa vida de La Puebla. Gimo observa S. S o b r iq u é s , «El río y la mu­
ralla son siempre elementos indispensables en una ciudad medieval. Una pobla­
ción por pequeña que fuese, si no la defendían un muro y un foso era tenida
por cosa de poca monta que se tomaba a broma» {Historia económica y so­
cial, II, 399). Aquí tenemos una excelente razón para sospechar de la ironía
de Proaza y de Rojas en su común exaltación retórica del «lugar de naci­
miento» del último.
15 Viajes por España, p. 261.

— 393 —
ral de este destino en una piedra escrita en caracteres arábigos'que,
de acuerdo con la creencia local, estaba en la mitad superior del
muro y rezaba así: «¡Cuando Tajo llega aquí, Talabera guay de tí!» .
Pero «todavía» no estamos en ruinas, concluye ambiguamente, y la
fábrica que nos rodea es una estructura tan grandiosa que «ni es obra
para edificada dos vezes ni destruida una».
Dentro del recinto de los muros, coinciden las mismas afirmacio­
nes de monumentalidad y de molestas intimaciones de la mutabili­
dad. El alcázar, uno de los más bellos del reino, con sus salones, ha­
bitaciones, artesonados de madera taraceada y patio, es ya una ruina
inhabitable. Aunque el arzobispo de Toledo «tiene la obligación de
tenerle en pie con su antiguo lustre, la paz del reino ocasiona despre­
cio de castillo tan importante, y, por no gastar una moderada canti­
dad, está abandonado a la inconstancia de fortuna». En el mismo sen­
tido, los incontables torneos, corridas de toros, fiestas, juegos de arti­
ficio, corridas de caballos y procesiones de máscaras que tradicional­
mente habían llenado las veinte plazas de la villa durante el largo oto­
ño medieval, son al mismo tiempo alabados y lamentados por Cosme
Gómez. Estas celebraciones de la fama ciudadana estaban comenzan­
do a parecer cada vez más costosa y había que nombrar un regidor
especial que velara para que «no decaezcan de lo que antiguamente
fueron», funcionario que «en tiempos tan apretados es bien me­
nester».
Dentro de la vida personal de los ciudadanos de Talavera —terre­
no por debajo del horizonte convencional del historiador— se en­
cuentra la misma dualidad. Por un lado, cada habitante convertía su
propia existencia por la fuerza de la voluntad en un monumento
social. Era un ser honorable, sosegado, capaz de mantener indefini­
damente una rígida postura dé gravedad y de reverencia, un héroe en
potencia. Sin embargo, siente al mismo tiempo que la vida se le
escapa, que bajo la máscara de su propio cuerpo se le desvanecía su
"propia identidad. Es difícil imaginarnos, dice Castro, «la intensidad
con que el español sentía el bacerse-deshacerse del proceso de su pro­
pia vida» l7. Esta desintegración, sin embargo, no habría que entender­
la simplemente en términos de vejez, debilidad, enfermedad (la deca­
dencia corporal que atormentaba al Diego Laínez de Guillén de Cas­
tro), condiciones que, tomadas en sí mismas, eran susceptibles a los
remedios del consuelo religioso y de la renovación biológica 1S. El anta­

16 Algo de esta misma desazón temporal se puede captar en la queja de


Sebastián de Orozco sobre los sambenitos colgados en las iglesias como monu­
mentos permanentes de vergüenza. Con el tiempo se hacían jirones y perdían
la identificación de sus nombres «espuestos como estaban, al tiempo, a los
aíres, al sol y al agua». Ver cap. IV, n. 15.
17 Realidad, ed. II, p. 134.
18 Esto es, no sólo en fundón de la vida futura en la que todos tendre-

_ 394 —
gonista verdaderamente traidor de estas estatuas ambulantes (Castro
los llama «retablos de su propio existir» I9) era una sensación íntima
de falsedad o de inautenticidad vital. Cada uno tenía su secreto oculto:
quizá una mancha celosamente guardada en su linaje, quizá la concien­
cia de una incapacidad moral que no podría nunca confesar como en el
caso de Cardenio, o quizá una angustiosa sensación de oquedad interior
del tipo que atormentaba a Alonso Quijano. La intimidad y el honor,
la conciencia de sí mismo y la opinión rígidamente mantenida, el estar
y el ser reproducían, de esta manera, entre los organismos humanos
participantes, el dilema de la colonia como un todo.
El aspecto de Talavera que se presta más fácilmente —y menos
convincentemente— al retrato de sí misma como monumento es el
campo; el fértil valle junto al río y las montañas del término munici­
pal. Cosme Gómez dedica páginas enteras a una descripción neovir-
giliana de bucólicos parques, olivares, suaves arroyos, cargados viñe­
dos, huertas hábilmente regadas, repletas ubres, zumbantes enjam­
bres, árboles cargados de frutos, manteca fragante de pastos de las
montañas e incluso pescado fresco del Tajo envuelto en nieve para
la exportación a Toledo y Madrid. Esta cornucopia de la abundancia
rural es auténtica, es decir, que no está falsificada ni exagerada. Es­
tos productos se producían y hacían en Talavera, cuando Rojas se
trasladó allí (y siguen haciéndose ahora), el centro regional de la
abundancia agrícola más sobresaliente de Castilla. Pero al retratar la
naturaleza tan sólo en términos de plenitud y de cosecha, Cosme Gó­
mez le quita su temporalidad crucial. La convierte en pura culmina­
ción, un monumento animal y vegetal que trasciende el cambio y el
cultivo que la dio el ser. Precisamente por esta razón, este retrato
tan tópico de la naturaleza parece alejado de la experiencia campe­
sina, irremediablemente urbanizado.
Fernando de Rojas, que poseía una viña fuera de Talavera y que
hacía su propio vino con cargas de uva traídas a lomo de muía (car­
gas que estaban eximidas del impuesto municipal llamado «el portaz-
guillo», por su status o condición de h idalgo) 20, seguramente tenía una
visión diferente de la abundancia rural. Habiendo pasado mucho tiem­
po de su vida en el campo (desde cuando había guardado la huerta de
Mollejas de los ociosos del lugar hasta sus últimas visitas «bancarías»
a las propiedades hipotecadas en las cercanías de Talavera), conocía
lo traicionero de las estaciones y con frecuencia los catastróficos re­
sultados de una cosecha mermada. Como consecuencia, difícilmente

mos treinta años según Berceo, sino también, como en el caso de Diego Laínez
y Rodrigo Díaz de Vivar, en términos de la regeneración de la casta con el
nacimiento de nuevos héroes.
19 Realidad, ed. II, p. 244.
20 Ver Apéndice III. Se alude también a la institución de forma confusa
en las Relaciones,

— 395 —
hubiera suscrito el optimismo virgilíano de Cosme Gómez. Como de­
muestran poéticamente las imágenes orgánicas —tanto zoológicas
como horticulturales— de La C elestina, Rojas se daba muy bien cuen­
ta de que los frutos de la Naturaleza dependían del tiempo, que eran
tan esencialmente temporales como la misma conciencia humana.
Los grandes rebaños de ovejas nómadas que dos veces al año lle­
naban el puente d e piedra sobre el Tajo, al otro lado del muro (que
se alzaba detrás de la casa de Rojas), servían como de recuerdo de
que el tiempo cíclico de la Naturaleza era ajeno a la monumentalidad
de la dudad. Avanzando lentamente desde las montanas de León en
tiempo de verano para pasar el invierno en Extremadura, las ovejas
eran una oleada herbívora, una ola canalizada por los pocos puentes
disponibles sobre los ríos que van a desembocar al Atlántico, el Tajo
y el Duero. Como recordamos, incluso el desvencijado puente de
madera de La Puebla, un camino supletorio caro en su peaje y en sus
caídas accidentales, recibía algunas de aquellas manadas. Tampoco el
paso por Talavera era tan idílicamente bucólico como Cosme Gómez
podía haberlo descrito. Exactamente como si fuera una marea de
verdad, el flujo y reflujo atraía a los depredadores: los ladrones de
ovejas llamados go lfin es (literalmente, «hombres-lobos») que se jun­
taban dos veces al año en las jaras que dominan la ciudad para hacer
presa en los rebaños trashumantes. Contra ellos, Talavera acostum­
braba a enviar pelotones de arqueros de la hermandad municipal (mi­
licia que había sido organizada para la defensa y protección durante
la anarquía de los reinados precedentes), y a veces se libraron reñidas
batallas con las consiguientes pérdidas por ambos bandos21.
Había, pues, dos naturalezas en torno a Talavera: el círculo inte­
rior formado por campos y huertos donde los insectos y las aves eran
un peligro constante, y un área circundante más salvaje de montañas
y bosques. En ella, los pastores seguían a sus hatos con miedo: ani­
males salvajes (osos, lobos y jabalíes son nombrados por otro historia­
dor)22 y hombres todavía más fieros; allí se seguía rindiendo culto
a deidades paganas23; e incluso se decía que había gigantes y prodi-

t 21 F. J im é n e z de G r e g o r io , en su detallado y fascinante estudio de Bel-


vis, una aldea de la jurisdicción de Talavera, observa al respecto: «Los her­
manados de Talavera recorrieron en incansable caminar estas tierras de la Jara
en persecución de los golfines. Estos últimos, con sus arcos y flechas, vivían
como los indios, rodeados de olorosos y brillantes jarales, de grandes alcorno­
ques y broncos encinares y chaparrales.
Atados a las poderosas encinas, en algún claro del monte murieron por la
saeta de la Hermandad muchos golfines» («El pasado económico-social de
Belvís», Estudios de historia social de España, Madrid, 1932, p. 637).
22 Fray A ndrés de T o r r e jó n , «Historia de Talavera por un monge de
San Jerónimo», 1595, BNM, 1498.
23 Ibid. «De la villa de Mejorada que está una legua de esta villa detrás
de los cerros de la parte del norte traían en memoria de la diosa Pal asi,

— 396 —
glosas serpientes acechando el paso de viajeros solitarios24. Ni en la
naturaleza agrícola ni en la agreste se parecía la experiencia temporal
a la urbana, ese tiempo medido que transcurría dentro de Talavera.
En vez de ir hacia la nada a intervalos regulares, contenidos aquí y
allí por los frágiles diques de la fama, el tiempo natural fluía como
la marea anual de las ovejas. Era tiempo, no de horas y relojes, sino de
estaciones.
Para concluir, tanto en su profunda y rica temporalidad como en
su incensante «batalla y contienda» —los golfines contra las ovejas,
los parásitos contra las cosechas, y así sucesivamente—, la Naturaleza
en torno a Talavera quedaba mucho mejor descrita en el prólogo de La
C elestina que en la H istoria de Cosme Gómez. Puede que Rojas haya
sido una figura huidiza, pero poseía una capacidad innegable: como
genio temporal, no compartía la incapacidad del hombre de la ciudad
(«el ruano») para captar la percepción que el hombre del campo tiene
del tiempo, fallo en que radica su mutuo antagonismo. En los prime­
ros capítulos hablamos de la rivalidad entre los que vivían en las ca­
lles (ruanos) y los campesinos (rivalidad tan encarnizada en la Tala-
vera de Rojas como en cualquier otra parte) en términos económicos
y sociales. La ciudad fue odiada por su poder financiero, su misterio­
sa manipulación del dinero y el crédito para atrapar a la tierra en la
red de las hipotecas25. En España, además, el resentimiento era amar­
guísimo por la injusta sospecha de que todos los habitantes de la ciu­
dad eran conversos. Pero debajo de ese resentimiento y sospecha
había un desprecio —desprecio por ambas partes— nacido precisa­
mente de la forma en que el tiempo era percibido y entendido. Como
en seguida veremos, un desprecio de este género nunca se apoderó
del espíritu de Rojas.
Las ocupaciones rurales de la población del campo —arar, des­
terronar, injertar, cada una en su estación— eran despreciadas como
labores manuales inferiores y como hemos visto fueron consideradas
como insultos al achacarlos al cardenal Silíceo, Marquillos de Maza­
rambros y los frailes franciscanos antisemitas. Era un desprecio que
se devolvía con interés. Los campesinos sabían por intuición que los
habitantes de la ciudad, a un nivel más hondo que la rapacidad fi­
nanciera o la falta de fe, tenían un sentido inauténtico del tiempo. Al
cuyo templo estaba en aquel pueblo, una pala de madera muy adornada y com­
puesta de joyas y los demás trajes de una mujer galana lo cual duró basta
poco menos deste tiempo, y a pocos años que murieron unos viejos que la vie­
ron traer, y, considerando los perlados era gentilicia superstición, mandaron
que cesase.»
24 J im é n e z de G r e g o r io , p. 635.
23 Ver C a r a n d e , If 75. Jiménez de Gregorio ofrece detalles precisos rela­
tivos al aspecto económico del resentimiento rural contra Talavera y relativos
a los vanos esfuerzos de los campesinos para escapar a la dominación de la
ciudad.

— 397 —
mirar a los calendarios o al escuchar como daban las horas (Lewís
Mumford ve en las doce horas de la campana la fatal enfermedad del
orden medieval)2S, el hombre urbano soñaba y charlaba de lo eterno,
de la eternidad monumental de su ciudad natal, de sus tumbas o (si
podían costearlas) de sus capillas privadas. Creía que el dinero con­
seguido en el tiempo —en realidad, hecho del tiempo concebido abs­
tractamente— le haría eterno. Esto no sólo era contradictorio o in­
conscientemente hipócrita; era, además, falso. Ni relojes ni monu­
mentos tenían nada que ver con el tiempo natural: el único tiempo
que contaba realmente, el tiempo de las estaciones y del clima.
Un beneficiado de la parroquia de San Miguel a la que pertenecía
Rojas, y miembro prominente de una familia de intelectuales talave­
ranos, Gabriel Alonso de Herrera, presentaba estas dos percepciones
antitéticas —urbana y rural— del tiempo en términos contemporá­
neos. En el prólogo de un libro que había de ser reimpreso casi tan­
tas veces como La C elestina, el Libro d e A gricultura (1513) ” , com­
para la vida de un mercader con la de un cultivador de campos. Co­

26 Cuando las campanas dejaron de sonar para las oraciones y comenzaron


a dar las Horas, la vida humana sufrió una revolución íntima. «La idea del
tiempo, o más bien, de la temporalidad, resumía su dominio sobre los espí­
ritus de los hombres. En toda Europa, desde el comienzo del siglo xm , los
ciudadanos erigieron campanarios y torres para marcar el paso del tiempo.
Inmerso en el comercio o en la artesanía, orgulloso de su ciudad o de su
gremio, el ciudadano comenzó a olvidar su terrible.destino eterno; observaba
la sucesión de los minutos y trataba de hacer de ellos lo que podía» (The Gol-
den Day, Nueva York, 1957, p. 3). Estas ideas tienen un desarrollo más am­
plio en Technics and Civilhation (pp. 12-18).
27 Libro de agricultura que es de labranza y cvianqa de muchas otras par­
ticularidades y provechos del campo, «copilado por Gabriel Alonso de Herrera,
Dirigido al muy illustre y Reverendísimo señor don fray Francisco Ximcnes
Arzobispo de Toledo y Cardenal de España su señor». He tenido acceso a una
versión de Córdoba de 1563 «nuevamente corregido y añadido por el mesmo».
La primera edición registrada es la de Alcalá en 1513. B onilla (en su «Un
antiaristotélico del Renacimiento, Hernando Alonso de Herrera», RH, I, 1920,
p. 73) consigna otras 28 ediciones (omitiendo la que usamos aquí y probable­
mente otras) en español, italiano y latín. Ofrece asimismo datos biográficos
que, aunque trataremos después de la familia en general, pueden mencionarse
aquí. Nacido probablemente después de 1460, Herrera obtuvo el grado de
bachiller en Salamanca (posiblemente en medicina, por los extensos discursos
sobre las propiedades medicinales de los productos agrícolas) y más tarde viajó
y estudió en Francia e Italia. En algún momento se vinculó al grupo de Fray
Hernando de Talavera en Granada, donde estudió la agricultura mora y sus
técnicas, plantando un huerto y jardín experimental. De que escribió el tra­
tado en su ciudad natal, hay constancia en el texto por las frases que comien­
zan: «Aquí en Talavera...» y otras parecidas. Bonilla concluye de otros co­
mentarios suyos que, además de su interés por la ciencia, era eclesiástico y, en
efecto, en 1515 una persona de su mismo nombre está registrada como «Bene­
ficiado en San Miguel». Puesto que Rojas vivía precisamente en esta parro­
quia, es casi cierto que no sólo conoció a Herrera, sino que lo vio con fre­
cuencia.

— 398
menzando con el tópico de Plinto (empleado más adelante por Cer­
vantes y Lazarillo de Tormes) al efecto de «que no avía libro tan
malo que en alguna parte no fuesse provechoso», se justifica diciendo
que el suyo no es herético ni novelesco 28. Por el contrario, se propone
persuadir al lector a seguir una forma de vida que sea «sin offensa
de Dios»:
... que sí de los mercaderes hablamos, ¿qué officlo ni trato ay en que más
peligro se crezca a las animas y cuerpos, cargados de trabajos, de temores, ni
seguros en tierras ni en mar, con trabajos, perjuros, engaños y falsedades, el
mas tiempo fuera de sus casas, desseando siempre el reposo y quietud de que
su officio es muy ageno.

O, como iba a observar Balzac tres siglos después refiriéndose a esa


misma clase social, en La filie aux yeux d ’or:
Le temps est leur tyran, il leur manque, il Ieur échappe; ils ne peuvent
ni 1’étendre ni le resserrer.

En contraste con esta desgracia mercantil, la agricultura,


por la quietud, por la seguridad, y por la innocencia tiene ventaja a los
más de los otros officios... Labrar el campo es vida sancta, vida segura, de
si mesma llena de innocencia y muy agena de pecado... En el campo no hay
rencores ni enemistades. En el campo mas se conserva la salud.

Así, el bachiller Herrera invita a sus conciudadanos a abandonar


su peligrosa dedicación a la medida abstracta de las horas y del di­
nero para redescubrir el orden natural y divino que existe al otro
lado de las murallas:
¡O vida del campo ordenada por Diós! 29.

-8 Libros como el suyo, afirma él, salvarán a sus lectores del pecado:
«Esto entiendo yo con que no sean libros de doctrinas heréticas ni tampoco
de fábulas ni mentiras que despiertan y abivan a pccar que los avían de
quemar con sus autores» (fo. iii). Uno se pregunta cómo podía haber sentado
esta opinión al autor de La Celestina y vecino suyo.
29 Herrera es ambiguo en su actitud hacia los campesinos cristianos vie­
jos que de hecho estaban entregados al trabajo de la agricultura. Comienza
por lamentarse de que «ios labradores a quien pertenesce saber esto no saben
leer» y así no pueden aprender su ciencia. Y luego exclama con mayor bene­
volencia todavía: «¡O quánto devemos y somos obligados a los labradores
de cuyo trabajo nos sustentamos! Y ellos son dignos y merecedores de más
favores y libertades que muchos que heredan hidalguías» (fo. iii). Por otra
parte, es evidente que su libro se dirige claramente a un público de propie­
tarios señoritos y de mayordomos. Por ejemplo, cuando estudia el tiempo de la
siembra y de la recolección, aconseja al propietario o al capataz estar sobre
aviso para evitar los hurtos y sortear las innumerables estratagemas empleadas
por los campesinos contratados en su incesante guerra contra los amos. En
otro lugar, lamentando la crisis agrícola de Castilla, pone el acento de su

— 399 —
¿Cómo ha ordenado Dios la vida natural? La respuesta es la sus­
tancia del tratado de Herrera y particularmente de la última parte,
una amplificación detallada, teórica y práctica del tópico medieval
«Laus om nium m en siu m » 20. Aquí, en términos racionales más que
tradicionales, instruye al aprendiz de labrador en las actividades pro­
pias de las estaciones y de los meses. El tiempo de la siembra y el
tiempo de la siega, los signos del buen tiempo y del malo, la amenaza
de la erosión, todas estas actividades representan un tiempo prehistó­
rico ajeno al medido por el reloj o por los re'ditos del dinero. En un
mundo atado a la rueda de la fortuna e impelido por una ambición
desmedida, Herrera en su curiosa y tecnológica «alabanza de aldea»
propone la vuelta a la existencia de los «patriarcas y piophetas» y a
los padres fundadores de Roma.
Por los riesgos bien conocidos que acompañan el relacionar direc­
tamente la biografía y la creación, no me atrevo a explicar la impor­
tancia de estas dos variedades de tiempo en La C elestina en términos
de la experiencia juvenil de Rojas primero como niño en La Puebla y
luego como adolescente en Salamanca31. Sin embargo, ciertos pasajes
de Ja obra pueden emplearse para ilustrar la percepción por el autor
de esta dualidad. El conflicto del tiempo medido, urbano, raciona!
dentro de las vidas humanas con los tiempos naturales e impulsos bio­
lógicos que comienza en el Acto I y corre a lo largo de toda ella, ex­
presa un dilema central del hombre en la sociedad civilizada. La misma
prisa e impaciencia de los amantes (ilustrada con sorprendentes imáge­
nes de animales) 32 puede comprenderse en términos de las represiones
y barreras impuestas por la comunidad. Pero como contraste humano a
estos individuos frenéticos (sobre todo Calisto), Rojas opone la figura
de Sosia, el labriego, «nascido e criado en una aldea, quebrando terro­
nes con un arado, para lo qual [es] más dispuesto que para ena-
lamentación en la pereza, la falta de preparación y la ignorancia de sus la­
bradores.
30 Esta sección del libro va acompañada de grabados en madera emblemá­
ticos dentro de una clara tradición medieval.
31 Se puede pensar que Rojas vivía en Talavera una existencia mitad ur­
bana, mitad rural. Aun cuando era abogado urbano, también se ocupaba de
asuntos agrícolas («la viña que es al pago de Terumbre»), actividades que la
familia continuó y amplió después de su muerte. En 1578, el Licenciado
Francisco (como sabemos por los archivos de Valle Lersundi) hizo una manda
especial a favor de su hijo Garci Ponce (a quien encontramos anteriormente
como procurador de Valladolid, casado con doña María de Salazar) por su
ayuda en estas faenas (doc. 20). Tampoco fue excepcional esta dualidad de
interés. Como señala L e w is M u m fo r d , era frecuente que los ciudadanos de
toda Europa tuvieran sus propios huertos y viñas en los suburbios, mientras
que las mismas ciudades seguían siendo «obstinadamente rurales» en su carác­
ter (The City in History, Nueva York, 1961, pp. 288-289).
32 Como queda estudiado detalladamente y con notable perspicacia por
G e o rg e S h i p l e y en «Functions of Tmagery ín La Celestina», tesis, Har­
vard, 1968,

400 —
morado». El sólo (¡y con qué simpatía lo retrata Rojas si se le com­
para con los rústicos de un Lucas Fernández o un Torres Naharro!)
está^ realmente cómodo temporalmente, integrado en la corriente de
su tiempo vital. El mismo se describe yendo «con la luna de noche a
dar agua a mis caballos, holgando e avíendo placer, diziendo cantares
por oluidar el trabajo e desechar enojo» (XVII). Contrariamente a su
amo, Sosia vive en sintonía hondamente rítmica con su propia vida.
Y es Sosia el que, con bastante propiedad, representa la oposición
entre el tiempo urbano y el rural, y la saca a la superficie del diálogo:

Tristán, deuemos yr muy callando, porque suelen leuantarse a esta hora


los ricos, los cobdigosos de temporales bienes, los deuotos de templos, mones­
tenos e yglesias, los enamorados como nuestro amo, los trabajadores de los
campos e labranzas, e los pastores que en este tiempo traen las ouejas a estos
apriscos a ordeñar... (XIV).

La mezcla de ritmos constituye una gama maravillosa de la expe­


riencia temporal: desde amantes a quienes molesta el reloj, pasando
por los ricos que de él dependen y los obedientes al ritual ca­
nónico, a la aceptación diurna de los que aran y guardan el ganado.
Los tiempos de ciudad y de campo se han unido en un pasaje que
comunica poéticamente la existencia futura del escritor detrás de los
muros de la ciudad de Talavera. Aunque el tratamiento del tiempo
en La C elestina es bastante más complejo, en la figura de Sosia puede
decirse al menos que la expresión literaria coincide con una experien­
cia biográfica que duró toda la vida del autor. Una vez más observa­
mos la existencia humana desde el alto vuelo del ju y cio independien­
te de Rojas.
Volviendo a entrar en Talavera, acompañados ahora por Max We-
ber en vez de Cosme Gómez, observamos que su vigoroso sentido de
identidad y de importancia propia correspondía a la autonomía muni­
cipal que, aunque mermada por los Reyes Católicos, seguía sien­
do considerable. Talavera era, en efecto, «en el aspecto económico un
lugar de industria y comercio, políticamente una fortaleza y una guar­
nición, administrativamente un distrito judicial y socialmente una
confederación jurada»33. Como tal tenía conciencia colectiva de sí
misma como una entidad que funcionaba como un «modelo distinto
de vida humana... con un sistema total de fuerzas vitales manteni­

33 The City, tr. D. Martindale y G. Neuwirth, New York, 1958, p. 111.


El último de la mínima lista de requisitos de Weber parecería corresponder
a los jurados elegidos anualmente, con juramento de preservar las tradiciones
orales municipales y de observar rigurosamente el funcionamiento del gobierno.
En un sentido podemos pensar que estos jurados (elegidos por todos y entre
todos) juraban fidelidad a la ciudad como entidad.

— 401 —

das en un cierto equilibrio» 34. Según los archivos municipales, Tala-
vera era responsable de reclutar y enviar tropas, y todavía se conser­
va en esos archivos una carta de Carlos V, fechada en 1522, en que
da las gracias a la ciudad, como si fuera un vasallo humano, por su
buen comportamiento durante la rebelión de las Comunidades. El
emperador, muy agradecido, promete su real favor para el futuro 35.
Como si fuera un regimiento militar, se considera la comunidad ur­
bana como entidad única.
La existencia como polis, o al menos como ciudad-estado inde­
pendiente, dependía, como apunta Weber, fundamentalmente de la
participación efectiva de los ciudadanos en el gobierno, y en el siglo
de Rojas éste parece haber sido el caso. Talavera era un feudo del
arzobispo de Toledo, siendo sus representantes (normalmente de ori­
gen local) los que ostentaban el último resorte administrativo. En la
práctica, sin embargo, este poder estaba ejercido a través de una red
compleja de costumbres locales, estamentos, oficios, privilegios e
instituciones mantenidas celosamente por los ciudadanos dentro de
una tradición medieval36. El privilegio o el honor más sobresaliente
de la villa (ambos estudiados por Cosme Gómez en las R ela cion es)
era el nombramiento local del alcalde en períodos que transcurrían
entre la muerte de un arzobispo y la investidura de su sucesor. Al
contrario de Toledo, Talavera no había sufrido largos períodos de
desorden interno, facciones, matanzas o levantamientos, y la trama
de su existencia como comunidad estaba mucho más intacta37. Gre­
mios, parroquias, fiestas tradicionales, hermandades r e lig io s a s d e -
34 Tomado del resumen introductorio de M a r t i n d a l e , p. 38.
35 L. J iménez de la Llave, «Archivo municipal de Talavera de la Reina»,
BRAH, XXIV (1894), 188.
36 Cosme Gómez explica detalladamente cómo los doce puestos perma­
nentes de rexidores son vendidos a los ciudadanos ricos «que no baja su precio
de cinco mili ducados»; cómo son nombrados los jurados (eligiendo primero
tres de la condición de hidalgos y tres de la de hombres buenos y luego por
selección, el arzobispo nombraba a cuatro de entre ellos); cómo es elegido
el procurador general por el consejo de la ciudad de entre los tres que tienen
el mayor número de votos de las parroquias, etc.
37 A m a d o r d e i o s R í o s , p. 483.
38 Al estudiar las doce cofradías locales (que desfilaban en los funerales
y ceremonias religiosas) Cosme Gómez presta particular atención a ¡a de los
treinta hidalgos, que se fundó cuando «antiguamente algunos caballeros de
Talavera con la nobleza y el poder se ensobervecieron de modo que eran into­
lerables; Jos hidalgos, viendose oprimidos, para defenderse y reprimir sus de­
masías hicieron confederación». Observa también que, en los primeros años
del siglo xvi, una de las cofradías pidió «informaciones de limpieza»; «mas
por consejo de varones sanctos y doctos las dejaron de hacer». Torrejón, por
otra parte,t estudia «una cofradía de nuestra señora» que impone un estatuto
de discriminación y lo defiende. «La gente maculada —dice— suele ser muy
inquieta y ambiciosa... aunque no todos en general ternán esta falta... y para
decirlo de una vez y en pocas palabras, ¿de gentes que a su Dios y señor
crucificó con tantas injurias y afrentas qué se puede esperar que buena sea

— 402 —
finían la existencia dentro de las murallas y ayudaban a crear formas
estables de relaciones personales. Fue precisamente esto lo que hizo
posible que el grado sustancial de autonomía que poseía Talavera lo
siguiera disfrutando incluso durante el reinado de Felipe II. Esta
misma participación, como veremos, parece haber contribuido a limi­
tar en alguna medida las actividades perturbadoras de la Inquisición,
institución que se encontraba como en casa en ciudades en constante
contienda como Toledo, Córdoba y Sevilla, o en pueblos escindidos
por los arraigados resentimientos de casta.
La población de Talavera tenía un alto porcentaje de conversos.
Además de aquellos que, según Amador de los Ríos, habían ido en
tropel a la pila bautismal en el año de pánico de 1391 39, hubo una
colonia importante de judíos no convertidos a lo largo del siglo xv.
En 1450, por ejemplo, una contribución de 9.000 ducados impues­
ta a la ciudad fue aportada de la manera siguiente: 3.000 por los cris­
tianos (viejos y nuevos), 2.500 por los judíos, 500 por los moriscos
y 3.000 por los territorios circunvecinos y aldeas dependientes40. Mu­
chos de los judíos hasta entonces decididos a dedicarse al trabajo ma­
n ual41 y a aceptar la discriminación de todo orden para permanecer
fieles a su verdadera fe, tuvieron, no obstante, que doblegarse en
1492. El resultado fue que, cuando Rojas se trasladó a vivir dentro
de los muros de Talavera, se encontró no sólo con otros doscientos
hidalgos y caballeros, sino también con una comunidad de tamaño me­
dio en que quizá una mayoría de sus habitantes tenía sus mismos oríge­
nes raciales. Todo lo cual lleva a una conclusión provisional: en Talave­
ra (y probablemente en otras comunidades como ella) la asimilación de
los conversos a los hábitos y costumbres sociales cristianos había sido
llevada a cabo con más éxito que en La Puebla o Toledo. Era una
ciudad ideal para el tipo de existencia que nos figuramos que Rojas
se forjó para sí. Por un lado, era una comunidad estructurada, orgu­
llosa de su escudo de armas, costumbres, monumentos, gremios, fa­
milias nobles y ciudadanos famosos, y, por otro, hacía buen uso de
los cristianos nuevos que estaban dispuestos a contribuir a su forma
de vida.

en el servicio de su soberana madre?» Además, es necesario respetar las exi­


genc;as de la «honra humana».
39 A mador de los Ríos, p. 483.
w F . F i t a , «Documentos inéditos, anteriores al siglo xvi, sacados de los
archivos de Talavera de la Reina», BRAH, II (18S2), 317. Para estudio más
amplio de este reparto junto con los comentarios generales sobre la comuni­
dad judía de Talavera, ver B a e r , I, 202. ^
41 El padrón de unos 168 contribuyentes relacionados comprende un
gran número de cesteros, herreros, talabarteros y zapateros junto con otros
más prestigiosos físicos, tenderos y sastres (Ibid., p. 332).

— 403 —
« P r im e r a m e n t e un as c a s a s p r in c ip a l e s d e su m o r a d a »

A pesar de haberse esfumado en el tiempo, la vida de Fernando


de Rojas nos ha dejado dos recuerdos importantes; la calidad de
su conciencia revelada enigmáticamente en La C elestina y los bie­
nes de su morada tal como quedaron consignados de manera con­
creta en el testamento y en los dos inventarios hechos después de su
muerte42. Toda otra cosa que nos atrevamos a decir sobre ella está
basada o en la reconstrucción especulativa o en fragmentos de dudosa
información que la mayoría de las veces fastidian y confunden, más
que iluminan. Sólo el texto y los documentos p ostm orten i pueden co­
nocerse total y satisfactoriamente. Es, por tanto, particularmente iró­
nico que estos dos documentos aparezcan tan heterogéneos y tan sin
relación entre sí que parecen aludir a seres humanos diferentes.
¿Es el Rojas, a un tiempo lleno de entusiasmo creador y meditabun­
do, que se describe a sí mismo «acostado sobre su propia mano» es­
cuchando una pieza maestra fragmentaria y que se gloriaba confiada­
mente de «su principal estudio», idéntico al que cuidadosamente
organizó su propio funernl, pesó el oro en finas balanzas, supervisó
la elaboración del vino y poseyó «ciertos libros de leyes» pertene­
cientes a su colega, el bachiller Cáceres, como garantía de un présta­
mo de doce ducados? Una respuesta, por supuesto, es que no. El
estudiante de 1498 y el hombre que muere en 1541 están separados
no simplemente por los años, sino por una serie de decisiones diarias
hechas a lo largo de los mismos, así como por la experiencia de ellos
derivada. Cuatro décadas y las innumerables leguas cubiertas durante
este lapso de tiempo son suficientes para cambiar a cualquier hom­
bre —por monótono que sea biográficamente— en otro distinto.
Por otra parte, existe una continuidad orgánica en cualquier vida,
incluso en la más inestable biográficamente. Cuando leemos el inven­
tario de los libros de Rojas, tanto los viejos que se trajo de Salaman­
ca como los que fue acumulando en Talavera, o cuando descubrimos
entre sus posesiones «un tablero de axedrez con sus tablas y axedre-
zes», sentimos que después de todo puede haber sido la misma per­
sona. Tenemos la sensación de que su espíritu ha seguido viviendo
dentro de él, hablándole ininterrumpidamente al correr de los años.
Son precisamente estas débiles indicaciones de una vida intelectual
continuada las que señalan la auténtica diferencia entre el encuentro
de Rojas en La C elestina y la búsqueda de él en sus documentos tes-

42 El primero, por supuesto, fue publicado junto con el «Testamento»


por Valle Lersundi (VL II), y el segundo fue hecho después de la muerte de
Leonor Alvarez en 1546 (VLA 27A).

— 404 —
tamentarios. El primero es un producto de la conciencia: orgánico,
complejo, ambiguo, y el segundo es un mero recuerdo: una descrip­
ción ocasional, directa y real del tangible camuflaje doméstico que
escondía la conciencia de su dueño.
Los riesgos implícitos en esta dicotomía simplificada son claros.
Rojas, como todos los hombres, llegó necesariamente a identificarse
con los papeles domésticos y municipales que la sociedad le ofreció
después de haberse graduado. Como ya conjeturamos, basados tanto
en su hidalguía como en el ejercicio de su profesión de abogado, era
la persona que sus vecinos conocían. Pues, como nos advierte James
Baldwin, los roles, creados para «ayudarnos a sobrevivir», son peli­
grosos por definición. «El mundo tiende a engordarte y a inmovilizarte
dentro del papel que desempeñas; y no siempre es fácil —de hecho
es siempre sumamente difícil— mantener una especie de distancia
vigilante y socarrona entre lo que uno parece ser y lo que uno es
realm ente»43. Por otro lado, ¿quién podía estar mejor preparado para
soslayar este peligro que un artista que basaba su arte en una distin­
ción irónica entre las formas internas y externas de la existencia?
Lo cual quiere decir que Rojas, como converso y sobre todo como
autor de La C elestina, no es tema o sujeto probable de una descrip­
ción realista. Su ambiente doméstico era sin duda menos determinan­
te (en el sentido de Zola) que determinado por el deseo de sobrevi­
vir y por la consiguiente actitud cauta y consciente frente a los peli­
gros de la vida diaria. De lo cual podemos concluir que el abismo
entre el Rojas que, en palabras de Kenneth Burke «bailaba» su dile­
ma y resentimiento en 1498 y 1501, y el Rojas que se arrellanaba
en su sillón y contaba sus posesiones, hay más apariencia que reali­
dad. Como los vecinos de Talavera, sospechamos que algún secreto
se esconde detrás de esa vida convencional, pero sin poder saber
qué es exactamente.
Sin olvidar estas reservas preliminares, examinemos ahora la do-
mesticidad de Rojas tal como queda revelada en los archivos de Valle
Lersundi. Puesto que disponemos del material bruto necesario para
esa clase de retratos que mejor podria haber hecho Azorín (es decir,
el retrato de una existencia que había aprendido a aceptar la triviali­
dad y a consolarse a sí mismo con la experiencia de cada día), no po­
demos dejarlo sin explotar. Después de todo, ¿podemos estar segu­
ros de que el inmóvil, agridulce y manso Rojas que Azorín pudiera
haber recreado no era uno de sus innumerables yo? Imaginémoslo a
la hora de levantarse temprano por la mañana, un día de 1540. Su
mujer está a su lado; su cabeza reposa en una almohada francesa bor­
dada en seda negra; contempla el «cielo de Mengo pintado» que cubre
su «cama matrimonial». ¿Pintado en qué estilo y representando qué?,

43 Nobody Knows my Ñame, Nueva York, 1962, pp. 2 18 -2 19 .

— 405 —
se habría preguntado Azorín, y nosotros compartimos con él la curio­
sidad. Hace frío, y los dos se visten rápidamente. Rojas se cubre con
su «sayuelo frisado», se pone las calzas (hechas por «Diego López,
calcetero», a quien debía dos reales) e incluso la «capa de estameña
hasta los pies». Leonor Alvarez, que tiene cincuenta o cincuenta y un
años, lleva un anillo de plata valorado en diez maravedíes y, cuando
es fiesta, un vestido de «tres tiras de terciopelo» y «una sarta con
diez cuentas de calcedonias y dos jaspes». Se contempla en uno de sus
dos espejos antes de salir de la habitación. La imagen es borrosa si
se mira en el espejo de metal, y desenfocada si lo hace en el de cristal.
Cuando marido y mujer se visten, piensan en las actividades del
día que comienza: hay que preparar las comidas, echar las cuentas,
visitar a colegas, clientes y amigos, amén de instruir y ayudar a los
muchachos que viven todavía en casa. Se acaban de enterar quizá del
embarazo de Catalina Alvarez de Avila, su prima y nuera, y hablan
del futuro primer nieto, hijo de su primogénito. Al dejar la habita­
ción, descorren la pesada cortina verde, bordada con un águila de
lana que cubre la puerta y preserva la alcoba de las corrientes de aire.
El desayuno se toma en la cocina bajo la enorme chimenea donde
el fuego cruje con la llama encendida de los sarmientos. Hay tres
braseros en k casa, pero pasará algún tiempo hasta que se enciendan
o se reavive su calor. A esta hora gusta más sentarse a una gran mesa
de madera en la cocina y contemplar cómo el fuego lame las trébedes
con su caldero colgante. Hay dos criadas, Francisca del Alamo y Jua­
na de Torres (que vivía fuera con su marido), y durante el frugal
desayuno no quedan excluidas del círculo familiar. Como señala Lewis
Muraford, la cohabitación de amos y criados (hasta el punto de dor­
mir en la misma habitación) era normal en la época +4. Algunos años
después, las dos mujeres serían recordadas en el testamento de la
hija Juana45, probablemente de trece o catorce años cuando aparece
en el desayuno de esta mañana concreta. Los otros hijos que vivían
todavía en casa eran el futuro escribano Alvaro, de unos diecinueve
años, y Juan de Montemayor (que después de la muerte de su padre
partió para Nombre de Dios, en Panamá, y ya nunca volvió), de edad
intermedia entre su hermano y su hermana.
A pesar de la comodidad e intimidad algo dickensianas que evo­
can estos detalles, si tuviéramos que oír la conversación en tomo al
fuego, nos sorprendería probablemente su formalismo. A Rojas, sin
duda ninguna se le trataba de «señor padre», y cuando él se dirigía

44 The City in History, p. 286.


_ 45 Un Francisco del Alamo (quizá pariente de Francisca) testificó en tér­
minos favorables en la probanza de Indias de 1571. Por esa fecha tenía unos
sesenta años. Alonso Martín, el marido de Juana Torres, fue enviado a Toledo
cuando los herederos del Bachiller querían cobrar los 44 ducados que, como
veremos, había prestado libres de interés a su cuñada, Ysabel Núñez.

— 406 —
a su mujer, es probable que repetía las palabras pronunciadas por
Pleberio en el acto XVI: «Señora muger». Una carta escrita en 1555
por Catalina, la hija de Rojas, a su hermano mayor, el licenciado
Francisco, comienza: «Señor: la carta de vuesa merced recibí y con
ella muy gran merced, porqué la tenía bien deseada, y holguéme mu­
cho en saber que vuesa merced tubiese salud y la señora Catalina
Alvarez y toda su casa. Plegue a Dios de dársela muy cumplida a
vuestras mercedes y los guarde muchos años y me los dexe ver como
yo deseo» 46. Los saludos de familia en la mañana de que estamos ha­
blando quizá fueran menos altisonantes que los de esta muestra
epistolar reveladora de las relaciones interpersonales del siglo xvi,
pero con toda probabilidad eran por lo menos tan respetuosos. Se
podría incluso proponer que, desde el punto de vista de Rojas, el am­
biente hogareño de Calisto, tal como queda descrito en el acto I, no
era tanto inmoral como indecoroso. La intimidad de la relación entre
criados y amo tenía una relación directa con sus querellas y su falta
de respeto humano y de vinculación de unos a otros47.
La coana estaba en el piso bajo y abierta a un patio con un pozo
en el centro. De la descripción dada en el testamento, pudiera pare­
cer que la parte trasera del patio era la muralla de la ciudad y que
alrededor de ella se extendían las tres alas o casas de la vivienda. No
hay medio de calcular el tamaño exacto del lugar, pero la modesta
cantidad de muebles registrados en el inventario indica que era todo
menos palaciego, en modo alguno comparable con la vivienda de Ple­
berio o Calisto con sus establos, torres, apartamentos de criados y
demás. Edificios y tierras juntos fueron valorados en 80.000 marave­
díes en la partición de bienes hecha a raíz de la muerte de Rojas, una
suma considerable pero no enorme. El que la dote de Leonor Alvarez
fuera exactamente la misma cantidad puede indicar que fue éste el

* VLA 28B.
47 Nosotros parecemos más cercanos a las relaciones interpersonales in­
formales y a la vez respetuosas del Cid y de sus vasallos que a las de Pleberio
y Alista o a las de Calisto con sus criados. El problema es que el efecto cómico
del retrato de la enfermiza intimidad y mutabilidad de lo que sucedía en la
casa de Calisto dependía para los lectores del siglo xvi del contraste con su
propia conducta doméstica. En los tiempos en que había frontera con los mo­
ros, las reacciones habían sido espontáneas e inmediatas; pero ahora la sociedad
establecida e institucional mandaba y el individuo trataba de ocultar sus propias
pasiones, vicios, impulsos y cambios íntimos detrás de una máscara convencio­
nal. El decoro, el status, la jerarquía y su reconocimiento por otros (como se
dan bien cuenta los lectores de la historia del siglo xvii) parecían muy im­
portantes. Para tales lectores, La Celestina, las novelas picarescas, y sobre todo
el Quijote constituían una relajación que podía ser chocante o saludable (o am­
bas cosas), y que iba siempre acompañada de risa. Como recordamos, Cervantes
observa que los pajes socialmente oprimidos y los lacayos aburridos y cansados
por el ambiente de las antecámaras y de los figurones que servían eran sus
más entusiastas admiradores.

— 407 —
precio original de compra. Lo cual quiere decir que, cuando Rojas se
mudó a Talavera, Alvaro de Montalbán le dio suficiente capital que
permitiera a su hija vivir en el modesto pero confortable estilo al que
estaba acostumbrada.
Los muebles del ala empleada para vivienda eran igualmente mo­
destos. Dos alfombras y siete «almohadas de asentar» tapizadas de
paño verde daban una nota de un confort moro no infrecuente en la
época. Había también un «escaño viejo», pero el resto de los mue­
bles consistía en vasares, bancos, camas y varias de esas sillas
españolas sin respaldo peculiarmente incómodas4S. No había, por
supuesto, armarios. Tanto los vestidos como los buenos juegos de
mesa y de cama de tela de lino eran guardados en arcas cerradas,
de las que se consignan unas diez. Las arquetas y cofres eran re­
servados para fines especiales tales como el almacenaje de la cera,
las candelas y material de costura. Había también una caja fuerte
para el dinero y otros valores, incluidos en ellos las joyas de oro,
cuchadas de plata y una salsera de plata que, al parecer, se conservaban
como prendas de fianza de préstamos. En el inventario no hay indi­
cación alguna de vajilla o de cristalería, todo al parecer tan sin valor
que no se consideró que merecía la pena consignarlo. Los artesanos
moriscos de Talavera eran famosos por su alfarería, y durante la vida
de Rojas se estaban comenzando a introducir las imitaciones de ani­
males fantásticos y pájaros dentro de los tradicionales dibujos geo­
métricos azules y blancos. Suponemos que esas piezas de alfarería se
usaban tanto en la mesa como para la decoración de paredes. Toda
ella, aunque habitable, constituía una mansión incapaz de excitar la
envidia de sus vecinos o la codicia de la Inquisición. De hecho, un
tren de vida deliberadamente modesto, alejado del «lujo insultante»
que muchos de los compañeros de Rojas (incluidos sus familiares los
Franco) pagaron caro.
La casa de Rojas era algo más que sus señas —en la calle
de Gaspar Duque, de la parroquia de San Miguel— y más que una
forma calculada de camuflaje social con paredes para ocultarse y mue­
bles para sentarse, acostarse o reposar el codo. Como todos los ho­
gares, era también un lugar para emplear y organizar el tiempo; es
decir, para llevar a cabo actividades necesarias al mantenimiento de
la vida. Es igual hoy en día, al menos por lo que se refiere a las
comidas, recreo y sueño, pero en el siglo xvi la casa era además una
unidad autónoma de producción tanto para sus propias necesidades

48 Una descripción de una casa similar nos la da S. S obriqués en la


sección^ citada anteriormente de la Historia de V icens V ives. Observa que
accesorios como «tapices, alfombras, almohadones y arquillas» eran más im­
portantes que los muebles tales como los que nos rodean hoy (p. 398). Dos
de las sillas son mencionadas concretamente en el inventario como lujosas
por sus respaldos.

— 408 —
(amasar el pan, tejer, etc.) como para las de la comunidad (como taller,
farmacia o cualquier otro negocio). La casa de Rojas, en consecuen­
cia, era también su despacho de abogado. En ella guardaba su biblio­
teca profesional de unos 45 tomos, una mesa de trabajo, sus libros de
cuentas (los d eb e y haber más importantes se consignan en el inven­
cano), «dos escrivanías de asiento [supongo que para empleados],
con sus tijeras y cuchillo» [para preparar las plumas de ave], un «pe-
sito de pesar oro» y la caja fuerte.
Si Rojas después del desayuno iba a este despacho o se dirigía al
establo a ver ensillar la muía para un viaje49, Leonor Alvarez tenía
un número más variado de alternativas. Aparte de esas interminables
ocupaciones como hilar, tejer o bordar en sus dos bastidores, sus fun­
ciones supervisoras le hacían ir de un lado para otro: cocer el pan,
lavar la ropa, fregar el piso, guisar y otras por el estilo, según la vieja
rutina de los días y las horas. El símbolo de su autoridad era (como
sigue siendo todavía en la España provinciana) el gran manojo de
llaves colgado de su cinto. Por ejemplo, en el día señalado (quizá una
vez al mes) para hacer las candelas, abría el arca que contenía la
cera, mirándola después para asegurarse de que las nuevas candelas
estaban en su sitio correspondiente. La constante inspección y la vi­
gilancia eran una segunda naturaleza en este tipo de existencia, de la
misma manera que la falta de cuidado caracterizaba el domicilio sin
ama de Calisto. La limpieza de las diversas habitaciones, el estado de
la ropa familiar (tan cara en la época que Celestina prefería una
«saya» a un regalo de dinero), los víveres, todo tenía que estar en
constante revisión ^ Si añadimos a esto la necesidad de una devoción
religiosa visible y audible (oración, lectura en voz alta del Flos Sane-
toru m u otros libros piadosos de la biblioteca familiar, y el desgranar
las cuentas del rosario de marfil en una parte de la casa donde los
criados pudieran seguirlo), llegamos a la conclusión de que Leonor
Alvarez no se preocupaba por las horas muertas. La pereza y la lige­
reza de la madre de Melibea, Alisa, parecen quedar excluidas en el
hogar descrito por el inventario.
Una gran parte del tiempo de Leonor Alvarez transcurría en la
preparación de la comida, incluidos los capítulos del pan y del vino.
El pan se hacía en casa con harina sacada del trigo almacenado en
casa y llevado a moler a uno de los molinos del Tajo (todavía se pue­
den ver las ruinas de uno de estos molinos al otro lado del puente
viejo). Por lo que respecta al vino, una vez al año se dejaba todo para
atender a las cargas de uva traídas de la viña al corral, donde se api­
laban en grandes cestos y banastas antes de pisarlas. La preparación
49 En el inventarío no se mencionan animales domésticos, pero hay un
«freno viejo y unas cabezadas de muía, viejas» (p. 380).
50 Los dos inventarios dan pruebas por sí mismos de la cuidadosa super­
visión de lo que se poseía y de lo que se les debía.

— 409 —
diaria de la comida comenzaba con la compra de fruta fresca y verdu­
ra de la temporada, pescado, y menos frecuentemente carne en el mer­
cado de la villa, si bien muchos de estos artículos aparecían en la
casa como regalos de los clientes rurales de Rojas o como pagos en
especies. Como recordamos por el Acto IX, éste era precisamente el
caso de la economía doméstica de Calisto. En sonadas ocasiones, Leo­
nor Alvarez puede haber buscado en la plaza exquisiteces locales
como perdices, truchas de los torrentes de la Sierra de Gredos o ca­
pones. Y, tras consultar su Libro d e cozina (de Ruperto de Ñola,
1525) ella misma ayudaría a preparar platos especiales. Podemos figu­
rárnosla, por ejemplo, siguiendo la receta para el «manjar blanco», un
plato de pollo, harina de arroz y leche, espolvoreado con azúcar y «con­
siderado como una de las tres principales delicadezas del mundo»51.
La mayoría de los días, sin embargo, o Francisca del Alamo o
Juana de Torres lidiaban con las ollas, cacerolas y asadores y el cal­
dero mencionado en el inventario. Las criadas sabían hacer entonces
—como saben ahora por la misma tradición oral— excelentes guisa­
dos y buenos platos de pescado, aves y huevos. El cerdo, jamón, tocino
y chorizo eran servidos con frecuencia (a juzgar poi otros indicios de
hogares de conversos) y comidos con tanta ostentación como callado re­
sentimiento y mala gana51. Como explica Castro, el jamón y los huevos
que aparecían regularmente en la mesa de Alonso Quijano se denomi­
naban en la jerga sarcástica del tiempo «duelos y quebrantos»53. Por
otra parte, el aceite de oliva era la grasa básica como había sido para
los antepasados de Rojas y, por cierto, que el hecho de que sustituyera
a la manteca en la cocina castellana fue el gran triunfo de las leyes
dietéticas mahometana y judía. También cabe destacar la aparición
anual muy anticipada de las primicias de frutas y verduras (Tala-
vera se ufanaba de sus espárragos), un placer perdido en una época
como la nuestra de la conserva artificial y del mercado a distancia. Con
todo, y aparte la imposición del puerco, parece que hay pocos moti­
vos para compadecerse del sino culinario de los vecinos de Talavera
en el siglo xvi.
Si entráramos en la casa de Rojas, como don Quijote y Sancho
entraron en la de don Diego de Miranda, el Caballero del Verde Ga-

51 Libro de cozina, reimpreso, Madrid, Taurus, 1969, pp. 46-47. La ma­


yor parte de los platos de Ñola estaban sumamente cargados de especias y
basados en una combinación de ingredientes dulces y agrios a fin de conseguir
un vigoroso ataque al paladar. Entre las fórmulas más interesantes hay varias
de origen morisco que prescriben el aceite de oliva (por ejemplo, «calabazas a
la morisca») (p. 68) y gato asado («gato asado como se quiere comer») azotado
con varas verdes y untado con ajo y aceite según se va asando (p. 99).
52 «Y con esto verás criar en sus casas gruesos lechones y marranos; y
sáuete que cada gruñido que dan les es una gruessa lanzada, como s¡ el Cid
los hiriese» {Diálogo entre La'm Calvo y Ñuño Rasura, pp. 178-179).
5} Cervantes y los casticismos, p. 15.

— 410 —
ban, compartiríamos sin duda su admiración por las enormes tinajas
del patio. En las dos familias (los Miranda y los Rojas) estas tinajas
eran signos externos de seguridad burguesa; en ellas se almacenaba
el trigo, el aceite y el vino, lo cual en aquellos tiempos inciertos
permitía a los miembros hacer frente a las interrupciones en el sumi­
nistro. Nadie sabía mejor que el creador de Pleberio los peligros de
la demasiada confían2a en semejante seguridad material, pero esa
conciencia no significaba de ninguna manera negligencia que les lle­
vara a prescindir de ella. Igual que su suegro, Rojas creía que un vaso
de vino, un buen pollo y un abrigo caliente no eran de despreciar.
El y su esposa se cuidaban, pues, de que sus 34 tinajas de varios
tamaños (en la mayor cabían 60 arrobas, unos 950 litros) fueran lim­
piadas con un cepillo especial, llenadas hasta el borde y cerradas her­
méticamente con sus tapadores.
De esta manera, si la residencia de Rojas proporcionaba, como he
supuesto, un camuflaje social (un refugio convencional para la con­
ciencia errante de sus habitantes), era al mismo tiempo un lugar de
santuario físico. Era un lugar donde —como sabía Sancho al ver las
tinajas de don Diego— habría siempre algo que comer y beber. In*
cluso en una época en que el gas y la electricidad viene de fuera, y en
que las casas son de construcción barata y en las que dependemos de
aparatos electrodomésticos mal fabricados, las palabras «casa» y «ho­
gar» siguen evocando seguridad, independencia y confort. Y, en la Es­
paña de Rojas, la diferencia entre el interior y el exterior, entre estar
preparado para el hambre o verse abandonado a la suerte, entre refu­
gio e intemperie era tan grande que casi se palpaba. De aquí la emo­
ción de Sancho e incluso de don Quijote cuando entran en casa de
don Diego, y de aquí también que Celestina, cuando sale fuera de la
puerta, se haga eco del grito clásico «¡Adiós paredes!» con un fervor
personal. Las 34 tinajas eran una parte tangible de este sentimiento
de la seguridad doméstica. Eran nada menos que la respuesta biográ­
fica de Rojas a la vida picaresca y sin seguridad (« ob á a ch los», en el
alemán de Lukács) de las multitudes que en su España se veían obli­
gadas a vivir sin hogar o que, según sus fortu n as y adversidades indi­
viduales, se movían constantemente de casa en casa. La vida de Cer­
vantes es un caso típico.
El tiempo doméstico no podía, naturalmente, dedicarse entera­
mente a los negocios, a la piedad ostentosa y externa ni a las labo­
res rituales requeridas para la provisión de las tres necesidades de la
vida. Como comenta Rojas en el prólogo, «había otras horas destina­
das para recreación». O, en palabras de su más ilustre lector y admi­
rador, «sí, que no siempre se está en los templos, no siempre se ocu­
pan los oratorios, no siempre se asiste a Jos negocios, por calificados
que sean; horas hay de recreación, donde el afligido espíritu descan­
se». Si Cervantes nos suena aquí un tanto apologético, hemos de re­
— 411 —
cordar que estamos hablando de una época que vivía con rigidez las
fórmulas domésticas prescritas. Fray Hernando de Talavera, por
ejemplo» establece el intervalo ideal para el descanso en un hogar
cristiano en esta forma:
levantada ya la mesa y hecha oración también al comienzo como al cabo,
podéis entonces pasar tiempo, cuanto media hora, en alguna recreación, ó de
honesta é provechosa habla con algunas buenas personas, ó de alguna honesta
música, o de una buena lección; y esto sería lo mejor, aunque no para la
digestión. Y podréis luego, sí queréis, reposar é dormir quanto otra medía
hora54.

Aunque no tenemos necesidad de figuramos semejante rutina tan


inflexible o un alivio tan breve para Rojas y su familia, ellos y sus
contemporáneos eran personas que daban culto al orden en la vida;
personas que —como Tomás Moro— , cuando lo encontraban al­
terado, soñaban y se esforzaban por restaurarlo. El concepto de «ley»
anteriormente estudiado como interpretación de la fe religiosa dentro
de las actividades diarias significaba exactamente esto: un ritual que
ordenaba una conducta. Y Rojas, habiéndose sometido tan claramen­
te a una conformidad externa a su «ley prestada» (si en su fuero
interno creía en sus dogmas y promesas, es otra cuestión), sin duda
era meticuloso día a día y hora a hora en su vida cristiana. Antonio
de Guevara explica de manera significativa el orden de las actividades
diarias tanto como medio para «mantener el honor» (un manteni­
miento necesario para la seguridad personal y asimismo para el pres­
tigio de familia) como para cumplir los preceptos clásicos:
No ay oy generoso señor ni delicada señora que antes no sufriese una
pedrada en la cabera que no una cuchillada en la fama... porque, como
dijo Díógenes, toda la armonía de los antiguos y todo el fin de los philo-
sophos fue enseñar a los de su república cómo avían de hablar, negociar, co­
mer, dormir, tratar, vestir, trabajar, y descansar... Y que cada uno reforme
su casa y concierte su persona... Los hombres que quieren biuir quietos y
sosegados en esta vida, es les necessarios tomar algún estado y manera de biuir
en ella...55.

Y así nos figuramos que vivió Rojas. En su casa, el orden y la


limpieza (indudablemente heredó de la tradición de sus mayores una
preocupación por la higiene personal) eran casi divinos*.
54 De cómo se ha de ordenar el tiempo, NBAE, vol. 16, p. 102. El loan
classícus de tal disposición temporal nos dio G u e v a r a en su obra significati­
vamente titulada Relox. Ver particularmente el Libro II, cap, 13, para el
estricto y detallado orden de la actividad diaria de Marco Aurelio. Tales pres­
cripciones, naturalmente, abundaban en siglos anteriores, pero, si es típica la
de las Siete Partidas, no de una manera tan autoconsciente y enfática.
55 Del «Prólogo general» del Relox.
56 Como es bien sabido, los baños públicos, frecuentados por todas las

— 412 —
Tenemos una clara anticipación de la futura regularidad de la
vida diaria de Rojas no sólo en la carta y en el prólogo, sino también
en la moralidad ambigua de La Celestina. Quizá el efecto más inmo­
ral y perturbador del amor sea su temporal anarquía. El amor alter­
nativamente se rebela contra el reloj o se distrae de sus exigencias,
olvidándose locamente de distinguir entre el día y la noche. El éxta­
sis y la miseria, dos formas psíquicas que hacen de reactivos frente al
tiempo, han reemplazado la marcha regular de la vida doméstica. El
enamorado, moralmente hablando, es un p erd id o no sólo por su blas­
femia y concupiscencia, sino porque vive una existencia desordena­
da y sin rumbo. Careciendo de esquema y de programa para su vida,
es presa del olvido y de repentinos accesos de una conciencia indefen­
sa. Por lo cual ha de ser más bien censurado que compadecido. Pero
Rojas —aun cuando haya podido experimentar los sublimes y tran­
sitorios premios de una liberación tan apasionada— no era Calisto.
Tanto en su vida como en su obra, le juzgamos como un hombre con
una extraordinaria conciencia del tiempo. La domesticidad para él,
como para muchos de nosotros, era confortable no sólo por los abul­
tados vientres de las tinajas, sino también por la tranquila repetición
de sus actividades acostumbradas57.
¿Cómo llenaban Rojas y su familia sus «otras horas destinadas
para recreación»? En los primeros años había habido cacerías, excur­
siones a los montes del norte y del sur, incluso a las faldas de la
sierra, en busca de caza menor y aves. El bachiller pudo volver una
tarde de una manera que recuerda la descripción de Peribáñez por
Lope: « ... la ballesta atravesada, / y del arzón de la silla / dos per­
dices o conejos.» Dos de estas armas (una de ellas todavía utilizable)
quedan consignadas en el inventario, indicando con ello que se hacía
acompañar con frecuencia por su hijo o un pariente o amigo. Y no
olvidemos el trato social. Un tal Diego Hernández, testigo en la p ro ­
banza, recuerda frecuentes visitas a la casa: « ... parientes... hijosdal­
go, como eran algunos vecinos de Talavera, y otros forasteros que

castas durante la baja Edad Media, desaparecieron durante el reinado de los


Reyes Católicos, pero podemos suponer que Rojas se acordaba de la limpieza
tradicional de su familia durante la infancia y quizá trató de mantenerla en
privado. Ver Realidad, ed. I, p. 117. _
57 En el curso del tratado ya citado, Fray Hernando de Talavera pinta
un vivo y casi celestinesco retrato del desorden doméstico y vocacíonal: «Nun­
ca, como dice el Santo Job, en un estado permanescemos, aun los que paresce
que estamos apartados de los movimientos; henos enfermos, henos sanos; he­
nos recios, henos cansados, henos fervientes, henos resfriados; henos devotos,
henos atíbiados. En la hora de dormir, altérase el sueño. En ia hora de velar,
viene de ligero. En la hora de rezar, acaescen los debates. En la hora de librar
y de despachar a los librantes, vienen tales personas y de tanto acatamiento
a vos ver e visitar, que es forzado de las recebir, ver y hablar. ¿Quién podrá
dar ni tomar ley cierta en humanidad subjeta a tanta diversidad?» (p. 112).

— 413
venían a cassa del bachiller Rojas»58. Siendo quien lo relata un cristia­
no viejo, que había conocido al autor de La C elestina «quinze años y
más tiempo», e incluso había estado presente en la boda del licencia­
do Francisco (probablemente en 1538 ó 1539), hay razón para creer­
le. Para los conocidos y de confianza, era un hogar acogedor. Otra
posibilidad era el ajedrez jugado con miembros de la familia o con
amigos. Incluso solo, Rojas podía entretenerse con las posibles com­
binaciones de finales de partida que Sempronio había recomendado a
Calisto para distraerse del tormento amoroso. Si, como muchos juga­
dores de ajedrez, tomó en serio el juego, para 1541 había superado
los sencillos problemas y doctrina elemental contenida en su ejemplar
del Arte d e Axedrez, de su condiscípulo Luis de Lucena, publicado
juntamente con R ep etición d e am ores en 1497.
Por lo que se refiere a la conversación intelectual, no tenemos
por qué suponer que un hombre de la capacidad intelectual de Rojas
estaba tan solo en la Talavera del siglo xvi como podría estar hoy.
Cosme Gómez señala con orgullo: «son innumerables los jóvenes que
dejan a sus padres para ir a la universidad» y que después de com­
pletar su carrera al servicio de la Iglesia, del ejército o en la adminis­
tración pública se retiraban a su ciudad natal. Hay algo emocionante
y profundamente español en la frase de su conclusión: «Buena es
Talavera para nacer en ella y no suele ser mala para morir en la
vegez» 59. Rojas, en consecuencia, no estaba totalmente separado de
la compañía de sus socios, de aquellos que habían asistido a las clases
de Salamanca a finales de siglo y que ahora residían en Talavera, así
como de los que iban y venían (años después los compañeros de es­
tudio de Francisco) y le traían noticias de los cambios académicos
y de los escándalos. De lo cual podemos concluir que en Talavera no
sufría Rojas esa especie de exilio intelectual que un amigo atribuye
al antagonista de Guevara, el bachiller Pedro de Rúa, por su residen­
cia en Soria:
...lo s dioses me pierdan, doctísimo Rúa, si muchas vezes no me he lamen­
tado de que un sujeto tan erudito, digno de toda alabanza, como tú lo eres,
estés entre incultos Uracos y vivas con Pelendones y Arevacos... ¿Hay, cier­
tamente, alguna razón para que mientras cultivas la luz de Atenas, sufras al
mismo tiempo la barbarie escita?e0.

54 Ver Apéndice III. .


59 Esta muestra de orgullo local pone de relieve de manera enfática ese
consuelo de la comunidad tan perdido para nosotros.
60 F. Z a m o r a L u c a s y V. H i je s C u e v a s , El bachiller Pedro de Rúa
humanista y critico, Madrid, 1957, p. 107. El motivo de la ra2Ón de estos
reproches fue que Rúa había rehusado un puesto en Alcalá que había sido
preparado para él por su corresponsal Alvaro Gómez de Castro. Este llega
a decir con un tono juguetón típicamente humanístico que Rúa debe haber
«libado la sangre humana» y haber hecho pacto con los «Pelendones y Nu-
mantinos». De otra manera, seguramente que no estaría en Soria. A pesar de

— 414 —
Talavera, naturalmente, tenía su parte de uracos, pelendones y
a re vacos (nombres de las primitivas tribus ibéricas usados para refe­
rirse de forma despectiva a la población rural), pero, contrariamente
a Soria tal como la veía el amigo De Rúa, los campesinos no domi­
naban la existencia municipal ni daban la nota de la población como
tal. Hay que notar que entre los intelectuales surgidos de la ciudad
que Rojas adoptó como suya, estaban los tres hermanos Herrera, uno
de los cuales, Gabriel Alonso de Herrera, fue mencionado anterior­
mente como autor del Libro d e agricultura. Nacido más o menos una
generación antes de la llegada del bachiller, él y sus hermanos eran
al parecer de la familia de fray Hernando de Talavera6l. Como sacer­
dote con beneficio en la parroquia de San Miguel, a la que pertenecía
Rojas, Gabriel Alonso se quedó en Talavera, mientras los otros dos,
Diego Hernández y Hernán Alonso, siguieron carreras académicas
que les llevaron a las dos Universidades más importantes. El primero
enseñó Música en Salamanca como «maestro del órgano»62, mientras
que el segundo, discípulo de Nebrija, obtuvo una cátedra de Gramá­
tica y Retórica en Alcalá. Conocido principalmente por su diálogo
preerasmista D isputa en o ch o levadas con tra A ristótü y sus secu a ces
(escrito en Salamanca en 1517), Hernán Alonso quizá estaría intere­
sado en frecuentar a Rojas siempre que volvía a casa63. El vivo diá­
logo de esta obra es incluso más popular en su tono que el de La
C elestina y contiene al menos una reminiscencia directa del acto 1 64.
Hernán Alonso, según un contemporáneo, «era una persona de inge­

su prestigio clásico, los numantinos le parecen tan bárbaros a Gómez de Cas­


tro como aparecen en la comedia de Cervantes, y de su tronco —implica con
claridad— han brotado los campesinos de hoy en día. Una vez más hemos sido
testigos de una escaramuza en la guerra verbal entre castas, niveles de cultura
y lugares de nacimiento.
61 Propongo esta relación en vistas de su común origen municipal y del
hecho de que, estando en Granada estudiando las técnicas moras de la agri­
cultura, Gabriel fue comensal de Fray Hernando. Es bien sabido que este
último, no creyendo que el nepotismo fuera pecado, mantenía un número de
parientes {incluso un sobrino y una hermana cuyo apellido era Herrera) en
su residencia oficial {Investigaciones, pp. 130-133).
62 B onilla parece demasiado escrupuloso en poner en tela de juicio esta
afirmación de Alvar Gómez de Toledo en vísta de su parcial confirmación
documental (p. 73).
65 Si nació en 1460 como supone Bonilla, probablemente no estuvo en
Salamanca durante la estancia de Rojas. La abandonó después de sus años
de estudio y volvió para enseñar entre 1513 y 1517. Por lo que se refiere
a su «erasmismo», sólo en sus ataques a la «corrupción medieval de las artes
liberales» y particularmente de la doctrina aristotélica, parece ser un precursor
medio en broma del movimiento todavía naciente. Ver Erasmo, I, 17-18.
64 «Maestre Pedro.— ... Mas b ie n m e a c u e r d o a v e r le í d o q u e d e o m b r u n o
y c a b a llu n o h a n s a li d o y b iu id o lo s c e n t a u r o s ... Diego de Herrera.— ¿Cómo?
¿ Y p h ilo s o p h o tan g r a n d e c o m o v o s d a y s fé e n h a b lilla s ? » { B o n i l l a , p . 1 2 0 ) .

— 415 —
nio vivo y de fácil conversación»65, y, si nos place, no nos sería di­
fícil imaginarnos a los dos hombres enzarzados en brillante conver­
sación. Las «horas destinadas para recreación» de Rojas, difícilmente
podían emplearse más adecuadamente.

« T o d o s l o s l ib r o s d e r o m a n c e q u e y o t e n g o »

En Salamanca —como dijimos— , Fernando de Rojas se descu­


brió a sí mismo en su nuevo papel de estudiante liberado que sigue
el proceso ritual de la Universidad que va desde el aprendizaje infan­
til al status profesional adulto. Pero mucho más importante desde
nuestro punto de vista fue el descubrimiento de sí mismo como lec­
tor, como miembro empollón de un público de lectores estudiantes
altamente exaltados. Así le vemos nosotros, capacitado para asimilar,
juzgar y discutir libros tan diversos como La Fiam m etía, la C árcel
d e am or, el C ancionero de Juan del Encina, el P bilodoxus o la Vi­
sión d eleyta b le. Y, efectivamente, del suelo altamente fertilizado de
su intensa experiencia como lector, nació un nuevo libro, La C elesti­
na, con sus «crescidos ramos y hojas».
Sin embargo, el «fruto abundante» de este logro no podía señalar
el fin del desarrollo intelectual de Rojas. Lo que Albert Thibaudet ha
llamado el «vicio de la lectura», vicio que, según Unamuno, «lleva a
muchas muertes por anticipado», es, como todos los vicios, muy di­
fícil de desarraigar. Además, incluso admitiendo que cada volumen a
medida que avanza a su fin proporciona como una anticipación del
propio fin del lector, la lectura proporciona solaz, particularmente
para la clase de vida que Rojas llevaba en Talavera. En el K elox d e
P ríncipes encontramos una respuesta a Unamuno que pudiera haber
sido escrita por el mismo Rojas:
Porque considerados los sobresaltos de la carne, los peligros del mundo,
las tendencias del demonio, las assechangas de los enemigos, las importunida­
des de los amigos, ¿qué cora?on podrá sufrir tantos y tan continuos trabajos,
sino es leyendo y consolándose con libros? 66,

Una presentación de la biblioteca de Rojas en términos de Gue­


vara — como un refugio o portal para la evasión del espíritu— puede
ayudarnos a mitigar nuestra sorpresa decepcionante ante su contenido.
Pues, aunque Rojas, como Montaigne y Sem Tob, hayan podido juz­
gar a sus libros como sus mejores amigos (están entre los primeros
legados de su testamento), pudiéramos haber esperado un acopio
65 «... hominem ingenio promptum et extemporal! facundia praestantem.»
Alvar Gómez de Toledo, citado por Bonilla, p. 67.
66 Relox, «Prólogo general».

416 —
más rico durante las cuatro décadas que median entre el graduarse
de Salamanca y el doloroso graduarse del «más acá» de este mundo.
Su «principal estudio» aparte, Rojas —a juzgar por los dos «inven­
tarios» de sus libros— parece no haberse mantenido al tanto de la
explosiva vida intelectual de su tiempo. No hay nada, por ejemplo,
que indique que había continuado la exploración de la literatura en
latín que había comenzado con sus estudios universitarios de Cice­
rón y Terencio y con su ávida lectura del D e rem ediis. En una época
en que el canon clásico empezaba a estar al alcance de todos los
lectores de latín. Rojas poseía solamente los pocos textos que había
traído de la Universidad: su «Petrarca en latín», sus «oraciones de
Tulio», y ese monumento de la futilidad de la enseñanza medieval
de la retórica, la M argarita p oética , de Albrecht von Eyb (15 edicio­
nes entre 1472 y 1503). Esta última le puso en conocimiento de la
existencia de numerosos autores y títulos (entre otros, Plutarco, Lac­
rando, Apuleyo, ocho comedias de Plauto y tres comedias humanís­
ticas), pero sus cuidadosos índices de extractos de « elega n tice et
au ctorita tes» no son más que fragmentos pulverizados, presentados
de tal manera que no son capaces de transmitir idea alguna de los
organismos literarios de donde proceden. En el caso de las obras dra­
máticas, no sólo desaparece la escena y caracterización de personajes,
sino incluso la misma forma del diálogo. La M argarita p oética no es
nada más que un compendio de retórica seguido de una enorme antolo­
gía de tópicos que, por cuanto yo puedo colegir, Rojas jamás se molestó
en usar 67. Lo mismo cabe decir de la adquisición de El Asno d e O r o 6S,

67 Esta afirmación está basada en tres largos días pasados comprobando


los lugares comunes celestinescos tanto en el texto como en su copioso índice.
Mi búsqueda distó de ser exhaustiva, pero la falta total de resultados positivos
me llevó a la conclusión arriba indicada. El adjetivo «total» que empleo in­
cluye también la afirmación equivocada de M.* Rosa Lida de Malkiel de que
la fuente de Rojas para el soliloquio de Melibea en el acto X fue el párrafo
de Eyb tomado del soliloquio de Philogenia que espera a su amante. Ver su
reseña de la edición del Polidorus de J. M. Casas H om (NRFH, X, 1956,
p. 423). Como suele hacer, sin ninguna indicación del diálogo, Eyb reproduce
tres de las sentencias más ejemplares del mismo, ninguna de las cuales corres­
ponde a nada dicho por Melibea. Es muy posible que Rojas tuviera acceso a
la misma Philogenia, ya que esta conversación {en la que la heroína hecha
víctima desea no haber sido tan adamantina y teme que su amante se haya
entregado a otro) se parece en su contenido a la de Melibea. También, como
se recuerda en ha originalidad (p. 492) los padres preocupados (uno de los
cuales se llama Calisto) reaccionan de una manera semejante a la de Pleberio
y Alisa en el Acto XVII. Lo que parece que no hay en estos posibles recuer­
dos son los ecos verbales concretos que normalmente acompañan a lo copiado
por Rojas. No he podido localizar en la Margarita una segunda semejanza
de menos importancia mencionada por la señora de Malkiel: la posible fuente
de la frase de Pleberio: «En quién caben las cuatro principales cosas que en
los casamientos se demandan...» (Acto XVI). Sin embargo, las Coplas 141 y 142

— 417 —
27
Jas M etam orfosis 69, Boecio y las E pístolas70 de Séneca, todas ellas en
castellano. Como muchos otros antes y después de él, el autor de La
Celestina parece haber dejado enmohecer su conocimiento del latín
universitario.
de Pérez de Guzmán hablan también de esas cuatro cualidades: honestidad,
belleza, linaje, y riqueza (ver infra, n. 114).
Para la interpretación de la Margarita como adaptación medieval del saber
humanístico, ver. J . H. H i l l e r , Albrecbt von Eyb, Medieval Moralist, Wash­
ington, D.C., 1939. La decidida interpretación moral que Eyb hace de Plauto
no sólo en la Margarita, sino también en sus traducciones (como las estudia
Hiller) puede ayudar a explicar el que Rojas no haya aprovechado a Eyb. El
contraste entre las pretensiones moralizantes de ciertos pasajes de la «Carta
a un su amigo» y de los versos y lo que realmente ocurre dentro de La Ce­
lestina puede deberse no sólo a la repetición rutinaria de tales tópicos o al
deseo de camuflar una intención subversiva, sino también a una parodia deli­
berada de aquella ya tradicional distorsión de lo que los textos — digamos de
un Terencio o un Plauto— dicen de verdad. Esto era particularmente evidente
en la afirmación de intención de Villalobos al traducir el Amph'itryon (ver
cap. VII, n. 9). _
68 Puesto que El Asno áe Oro sólo aparece en el inventario de 1546,
puede ser un ejemplar de la edición de 1543 de Medina del Campo, edición
adquirida después de la muerte de Rojas por Leonor Alvarez. Pero ¿lo había
leído él antes de escribir La Celestina? Castro Guisasola y M,s R, Lida de
Malkiel (La originalidad, p. 338, n. 43) rechazan la proposición de Menéndez
Pelayo de que Apuleyo fuera una fuente apoyándose en la posibilidad de que
el «diacitrón» de Pármeno al final del Acto VIII pudo haber sido tomada
también de Petrarca. Pero, por otra parte, lo que sigue parece recordar la
conversación postmortem de Melibea a Calisto: « ...la hermana [Psique] inci­
tada de imbidia mortal, compuesta una mentira para engañar a su marido,
díziendo que hauía sabido de cómo su padre estaba a la muerte, metióse en
una nao y fue nauegando hasta que llegó a aquel risco, en el qual subida, dixo:
O Cupido recíbeme que soy pertenescente para ser tu muger; tu viento cier£o
recibe a tu señora. Con estas palabras dio un salto grande del risco abaxo...»
(Alcalá de Henares, 15S4, fo. 84). En otras partes de la obra encontramos
repetidas caídas, insistencia en la altura y un intento de suicidio desde una
torre. Hay incluso una ecuación implícita de la caída de lafortuna con el
desplomarse por el espacio: Alcino, «que no pudo huir la sentencia de la
cruel fortuna», es empujado de una alta ventana por una vil «vejezuela»
(fo. 60). Palau señala la traducción de 1513 de Sevilla como la primera publi­
cada, pero no hay razón de que Rojas no pudiera haber leído el original o
una edición perdida en español durante su estancia en Salamanca.
69 Al parecer no hubo traducción anterior a La Celestina, pero Rojas
(sea que la leyera en latín o en castellano más taide) podría haber estado
interesado en el lamento de Dédalo por Icaro, entre otras cosas, así como
en la interpretación heraclitana del proceso de metamorfosis (citado de la edi­
ción de Amberes de 1551): «Los elementos nunca están en una figura; siempre
se mudan y renuevan; ninguna cosa perece; antes de nuevo torna a renovar
y paresce que nascen otra vez. Ninguna cosa puede luengamente durar en un
ser» (fo. 228).
70 Zaragoza, 1496, con tres ediciones existentes anteriores a 1541. Tradu­
cidas de una versión italiana por Fernán Pérez de Guzmán, es una fuente más
demostrable para las Coplas de vicios y virtudes {reunidas más tarde con otras
piezas en Las Setecientas, también en nuestra lista) que para Rojas. El autor
del Acto I, en cuanto yo puedo determinar por comparaciones textuales deta-

— 418 —
Dos tratados mal clasificados como libros de leyes nos confir­
man este juicio —aunque sólo sea porque parecen fueron adqui­
ridos durante los años de Salamanca. El primero, De secretís mu-
lierum et virorum (atribuido a Alberto Magno)71, es manifiestamente
medieval por su procedencia, mientras que el segundo, el Vascicn-
lum tem p o rw n , representa una innovación tipográfica que hubie­
ra deleitado a Marshall McLuhan. El De secretís es una mezcla de
astrología, superstición y doctrina científica tradicional sobre los mis­
terios de la procreación humana. Dividido en partes alternativas
de tex tos y com m en tu m , trata de temas como el «mal de la madre»,
que se dice tiene lugar cuando « rnatrix d e proprio lo c o tolUtur», Pero
aparte de esto, no he visto nada que incida en La Celestina. Por lo
que respecta al Tascículum, representa un esfuerzo extraordinario
por coordinar gráficamente todo el saber histórico acumulado. En
el mundo anterior a Gutenberg, la historia se concebía como largas
narraciones orales que luego (como en el Antiguo Testamento) podían
escribirse para la posteridad. Pero un buen día un cartujo alemán
llamado Werner Rolevinck (1425-1502) tuvo el genio de ver que, si
en la página impresa estas líneas separadas se podían coordinar cro­
nológicamente, el coordinador produciría un best-seller'71. Y por eso
este Fasciculum, con su serie de diagramas a doble página de empe­
radores, reyes, profetas y papas, acompañados de secciones intercala­
das de información esencial, se convirtió en uno de los incunables
más reimpresos. Comparando las tres o cuatro hileras que dividen
horizontalmente la página, el lector podía, por ejemplo, llegar a saber
sin laboriosa consulta a través de crónicas personales qué personaje
de la Biblia fue contemporáneo de un período determinado de la
historia clásica. Fue la primera ayuda visual para los estudiantes, un
signo de los nuevos tiempos.

liadas, usó el original latín más que esta traducción o los Cinco libros de
Séneca, de Alonso de Cartagena, Sevilla, 1491. En los actos de Rojas hay una
serie de sugestivas semejanzas que no son concluyentes. De particular interés
son las cartas que estudian la conversación con sus gestos, entonaciones y
expresiones faciales. Algunos locutores inseguros, observa Séneca, «abaxan e
inclinan el rostro a tierra» exactamente lo mismo que hace Pármeno en el
Acto II (Epístola 11 y luego en las 15, 40 y 41). El remedio que da Celestina
a Melibea en elActo X quizá deba leerse a la luz de «El decir que se hace
por melecinar el corazón... deve entrar dentro a la fondura» (41). En general,
el substrato estoico de La Celestina está explícito en las cartas sobre la for­
tuna, el amor, la vejez y otras.
71 Es imposible determinar qué edición poseía Rojas. Haebler no registra
ninguna, pero en el resto de Europa hubo por lo menos cinco entre 1475
y 1490. Desgraciadamente para los estudiantes del laboratorio de Celestina,
la costumbre de imprimir el De secretís junto con otros tratados como el
De virtutibus herbarum fue iniciada en el siglo xvn.
72 Hubo unas treinta ediciones impresas durante la vida del autor, in­
cluida una en España (Valencia, 1480), consignada por Haebler.

419 —
Quizá todavía más desilusionante que la ausencia de los clásicos
en esa biblioteca es la de las obras de Erasmo, tanto en su original
como en su traducción. Se diría que entre los libros o intereses de
Rojas no había lugar para el Enchiridion¡ los Colloquia u otros que
ya circulaban ampliamente en español. Dos comentarios me vienen es­
pontáneamente. En primer lugar, La Celestina misma — si la consi­
deramos como representación del espíritu del autor en sus últimas
décadas— en todo menos erasmítico o preerasmítico en su presenta­
ción de la vida humana. Su crítica tradicional dél clero es la manifes­
tación superficial no de un deseo de reforma, sino de un escepticismo
más hondo sobre la condición humana. Y su ironía, como la del Laza­
rillo, manifiesta más bien lo hondo de la desesperación y de la falta
de fe de su autor y no la juguetona sátira intelectual de la Mortae en-
c o m iu m 73. Como sabemos, Rojas y Erasmo asistieron a sus respecti­
vas Universidades más o menos durante los mismos años; ambos fue­
ron marginales a la sociedad y a las creencias recibidas; y los dos
fueron irónicos. Pero ahí termina la semejanza. Mi lectura de La C e­
lestina me lleva a creer que, contrariamente a muchos de sus compa­
ñeros conversos, Rojas nunca aceptó su impuesta religión con la su­
ficiente sinceridad como para estar preocupado por su purificación.
Las formalidades externas del catolicismo pueden haberle sido gra­
tas más que haberle molestado —como veremos al examinar su lite­
ratura religiosa— precisamente porque eran externas. Es decir, por­
que podían proporcionarle una ley o forma de vida tras la cual podía
esconder su escepticismo.
En segundo lugar, a pesar de la ausencia de las obras más conoci­
das de Erasmo, había por lo menos una traducción (y quizá dos) '4
73 Ver mí «Death of Lazarillo de Tormes», PMLA, LXXXI (1966), 149­
166. En esto estoy más de acuerdo con la tesis de B a t a i l l o n de que la pos­
tura de la obra (incluido el anticlericalismo) es ajeno al erasmismo (El sentido
de «Lazarillo de Tormes», París, 1954) que con el de F r a n c i s c o M á r q u e z
(Espiritualidad y literatura en el siglo XVI, Madrid, 1968). Para dar un
ejemplo concreto y — a mi ver— decisivo, cuando el Lazarillo describe su
silenciosa y feroz exclamación, ¡San Juan y ciégale! como una «oración se­
creta» el autor alude irónicamente a una de las proposiciones centrales del
movimiento para la reforma devocional.
74 En el inventario de 1546 hay un «libro de la mala lengua» que ha
sido idendficado provisionalmente por mí y M. J. Ruggerio (siguiendo una
sugerencia de Valle Lersundi) como «pliego suelto» de Rodrigo de Reinosa,
«Aquí comienzan unas coplas de las comadres no tocando en las buenas salvo
de las malas y de sus lenguas y hablas malas...» (ver cap. VI, n. 101). Puesto
que las Coplas de Reinosa sirvieron de inspiración tanto a Rojas como al
autor del Acto I, Id identificación nos pareció razonable. Sin embargo, hay
otra identificación quizá más probable: La lengua de Erasmo nuevamente
romaneada, de la que hubo varias ediciones en la década de 1530. Puesto que
el título de la parte primera es «Libro primero de los malos oficios y daños
de la mala lengua», parece verosímil que el que hacía el inventario abriera
en esta página para comprobar el título. O quizá Rojas mismo lo escribió

— 420
de sus obras menores. Me refiero a su Querela pacis, que, al ser la
primera en aparecer en castellano (1520), se empleó para rellenar una
edición de un texto de poco bulto de un autor pasado, Aeneas Silvio,
en aquella época más conocido del público lector. El libro aparece en
el inventario sólo como Tratado d e miseria d e cortesa n os y su primera
parte es, en efecto, una curiosa fuente concreta y nada retórica para
Guevara7S. Luego viene Erasmo, introducido a sus nuevos lectores (el
título de la portada, como sucedía con frecuencia, tenía casi la misma
función que hoy tienen las cubiertas de los libros) de la manera si­
guiente:
Y otro tractado de como se quexa la Paz. Compuesto por Erasmo, varón
doctíssimo76.

Pero la excepción quizá no sea una excepción. Por su singular


acercamiento al tema de « Omrita secun d um litem fiunt», este tratado
particular parece confirmar mi conjetura de que Rojas no estaba par­
ticularmente interesado en el Erasmo reformador. La Paz —en una
forma antropomórfica comparada a la Locura— comienza su largo
monólogo de queja (querela) observando la demencia y la insensibili­
dad de toda la humanidad. Entre ciertos animales hay caridad y paz
(se nos recuerda en ciertos ejemplos de Celestina en el acto IV),
pero los hombres están sujetos a la «furia infernal de guerra» que
hace estragos en ellos:
Y si la costumbre no quítasse que ya ninguno se maravilla ni siente tanto
mal, ¿quién podría creer que estos tales tienen natura de hombres, pues de

así en la cubierta. Si Rojas poseía esta traducción anónima, sin duda encon­
tró mucho que le interesaba en ella. El elogio inicial de la razón, la com­
paración de la palabra del hombre sabio con la semilla que brota, el ataque
a los calumniadores y perjuros que emplean las palabras como armas mortífe­
ras para llevar a la cárcel, a la confiscación de bienes o a la deshonra social,
todo esto nos suena demasiado familiar ya. Véase la edición reciente y el
estudio de la profesora D o r o t h y S e v e r in , Madrid, 1975.
Aparte de este aspecto, Rojas sin duda encontró normales las descripciones
satíricas de los «necios» monólogos de los amantes, así como del vicio inútil
de las «rameras» que con sus malas lenguas causan «quistiones y muertes».
75 La idea de Eneas Silvio de la vida cortesana como guerra perpetua
mantenida por un rey que se complace en cebar a sus favoritos para una
muerte y el despojo futuros es bastante más fuerte que la de Guevara. En vez
de la falsa cortesía, los banqueteadores cortesanos son descritos como aquellos
a quienes se les cae la baba por entre los ralos dientes y que están a la caza
de pulgas en sus barbas. Los constantes viajes, la suciedad y la intriga, que
hacen de la vida cortesana algo inaguantable, más que un tópico, parece ser
un retrato realista de la experiencia del escritor. Incluida en el libro hay
también una pequeña alegoría por el mismo autor titulada «Sueño de la For­
tuna» en que las imágenes consabidas de la diosa (dos caras, una «mansa»
y otra «sañuda», etc.) son presentadas con viveza.
76 Traducido por el Arcediano de Sevilla Diego López de León.

— 421 —
continuo andan rebueltos en quistíones y guerras rixando y peleando unos con
otros... gozándose con sangre, robos, muertes y distruiciones...?

Parece como si Erasmo hubiera leído La Celestina.


Lo que sigue a modo de ejemplos concretos, prolonga el eco del
pensamiento tácito de Rojas. Afirma la Paz que entre los cristianos
...hay mas bozes, quistíones, pleitos y rebueltas... que entre los infieles
y gentiles.

Y, si esto es cierto,
... ¿qué dirán [los paganos] quando ven que los christianos por causas
muy livianas entre si tienen differencia y enojos más que los gentiles y con
mayor crueldad que los eteges?

Al recomendar la amnistía general, Erasmo comenta:


Agrade a los christianos el olvido de los males passados; el qual antigua­
mente agradó a los infieles. De aquí en adelante trabajad todos con paresceres
y consejos comunes en el ejercicio de la paz.

Además, parte de la guerra real y del derramamiento de sangre


(realizados por reyes que con frecuencia no son más que «criminales co­
ronados» que matan por dinero) hay infinitas formas menos virulentas
de lucha, pero no menos molestas. Observa la Paz:
Quando veo una cibdad luego me viene la esperanza de residir al menos
entre estos, porque todos están debaxo de un muro y todos biven por unas
leyes... pero, ó mezquino de m¡, quan corrompido de discordias y quistíones
hallo todo lo que ay aquí.

Y, en las mismas Universidades, «una escuela no concuerda con


otra» 77 e incluso en la vida doméstica, «aun aquella espantable furia
entró aquí». Finalmente, haciendo claro eco al estoicismo de Pe­
trarca,

77 En relación con nuestro anterior estudio de la vida de Salamanca, el


pasaje ofrece esta otra cita: «...con el retor discorda el lógico; con el canonista
no concuerda el theologo. En tal manera que en una misma profesión contra-
dize el thomista al escotista, el real con el nominal, el platonico con el peri­
patético tanto que hasta en las cosas muy menudas entre estos no ay con­
cordia. Y aun contece que muchas vezes riñen y tienen rezias quistíones sobre
la lana de las cabras, y encendidos con el calor de la disputa vienen de los
argumentos a las injurias, y de las injurias a darse de puñadas, y si la cosa
no viene a langas y espadas, al menos con los pintones y cuchillos de las
escrivanias envenenadas se hieren, y con los dientes se ronpen las conclusiones
unos a otros, y se desonrran poniendo la lengua el uno en la fama del otro»
(p. 22).

— 422 —
...e l mismo hombre individual tiene guerra consigo mismo. La razón pelea
con los affectos y passiones del anima, y aun estos mismos affectos o passiones
contradicen unos a otros: quando la piedad lleva a una parte y la codicí.t a otra.
Demas esto, una cosa persuade la luxuria; otra la yra; otra quiere el deseo
y ambición de la honrra; otra la avaricia7®.

Por casualidad o por designio, la única obra de Erasmo que po­


seía Rojas le debió recordar su lectura juvenil y decisiva del De re­
mediis. Y si Pleberio hubiera leído la Q ue reí a pacis, seguro que la
hubiera encontrado pasaje tras pasaje perfectamente acomodada a su
lamento final. Oigamos una exclamación más:
¿Qué más quebradizo que el hombre? Aun suponiéndole inconmovible
ante los acontecimientos, ¡qué breve es la duración natural! Sin embargo, ¡qué
pronto a la enfermedad, cuán expuesto a los accidentes transitorios!

Las conclusiones positivas basadas en títulos que faltan son ex­


tremadamente precarias. La posibilidad de descuido por parte de los
encargados de hacer el inventario (como parecen indicar los tomos
adicionales registrados en 1546 cuando murió Leonor Alvarez) es
solamente una de las varias razones para no considerar ese inventario
como indicio seguro de las lecturas de Rojas. La Celestina misma
atestigua el hecho de que su autor había leído y asimilado una serie
de libros (la Fiam metía, el Cancionero de Encina y el Corbacho son
los más conocidos) de los cuales no se encuentran ejemplares en su
posesión en 1541. Entre los miembros del exaltado público estudian­
til de Salamanca, los libros se leían en voz alta, se prestaban durante
un tiempo y se intercambiaban con una facilidad que sólo era posi­
ble debido a la repentina y nueva posibilidad de adquirirlos. Tampo­
co, como hemos visto, el traslado a Talavera le supuso aislamiento
intelectual. Como ya hemos mencionado, Rojas, mientras redactaba
su testamento, recordó de manera concreta que su colega el bachiller
Cáceres (acusado años antes de haber expresado ideas heterodoxas
sobre los diezmos) 79 le había dejado ciertos libros como fianza por
un préstamo de doce ducados. El trasfondo social y racial común de
muchos de los lectores locales queda manifiesto también en la mala
suerte del librero de la villa, Luis García, como recordamos, era
conocido de su clientela íntima por el nombre de Abrahán. Tenemos
aquí hechos de los que sólo podemos concluir que Rojas tuvo acceso
durante toda su vida a muchos más libros de los que poseía y que,
por lo que se refiere a los clásicos y a Erasmo, no está probada su
78 Ver «La Celestina»: arte y estructura, pp. 262-263.
79 Durante el proceso de Diego de Oropesa (ya mencionado varias veces
y en el que, como veremos, Rojas fue llamado a testificar) un bachiller Ber-
naldino de Cáceres fue acusado de haber afirmado que los diezmos no corres­
pondían a una ley divina, sino a una tradición humana,

— 423 —
falta de interés. Por otra parte, aunque difícilmente sea un registro
exhaustivo de la vida intelectual de Rojas, el inventario es una indi­
cación de la misma, y por eso mismo decepcionante. Los libros que
Rojas compró y conservó —aparte del Q uerela pacis y de los libros
de leyes— reflejan menos un espíritu abierto y novedoso que quien
se contenta con mantener su ilustración de estudiante. No hay, entre
los varios libros de viaje, ninguno que trate (ni los mencione siquie­
ra) de los apasionantes descubrimientos en el Nuevo Mundo.
Solamente cuando examinamos los libros de Rojas, no como per­
tenecientes a un posible Montaigne, sino a un Alonso Quijano de
carne y hueso, empezamos a darnos cuenta en qué medida somos deu­
dores del licenciado Fernando y de Valle Lersundi. Si consideramos
esta biblioteca provinciana del siglo xvi (para repetir lo que propu­
simos al principio) como un refugio del cúmulo cotidiano de «tra­
bajos» de que nos habla Guevara, nos damos cuenta de que se nos
ha entregado un documento único, un documento que sugiere menos
lo que el autor de La Celestina aprendió en los libros que la manera
en que los vivió y vivió con ellos en casa. El inventario es nuestra
única ventaja frente a los biógrafos de figuras tan grandes y tan es­
quivas como Shakespeare o Marlowe. Sin él, por ejemplo, por mí
mismo nunca me habría figurado a Rojas compartiendo el entusias­
mo de Juan de Valdés, del canónigo de Cervantes, y de Santa Tere­
sa (entre otros adictos inesperados) por los libros de caballerías.
Pero éste parece ser el caso. Entre cerca de sesenta libros no profe­
sionales, quedan configurados no menos de diez libros de ese género:
Amadís d e Gaula, y una de sus continuaciones, Las Sergas d e Esplan-
dián; Ciarían d e Landanís; Palmerín d e Oliva y sus dos imitaciones80;
la Historia d e H enrrique f i d e Oliva; el Guarino M esquino, y una de
las varias versiones de la historia de Tristán e I s o ld a 81.
¿Cómo explicar esta aparente predilección por un género tan
ajeno en sus temas y visión a La Celestina? Quizá, como sugerimos
en el capítulo precedente, había más de Calisto en su autor de lo que
hubiera querido admitir. Quizá fueron estos libros comprados para ser
leídos en voz alta a su familia y acompañantes, costumbre que ha­
bría de describir más tarde el ventero del Quijote. Pero la verdad
del asunto es que ninguna de estas explicaciones extraliterarias es ne-
80 Registrado en las notas editoriales al inventario como Libro segundo
de Palmerín: que trata de los altos hechos de armas de Pr'tmaleón su hijo:
y de su hermano Polendos (Salamanca, 1516; Sevilla, 1524; Toledo, 1528;
Venecia, 1534) y La crónica del muy valiente y esforzado Píafir, hijo del in­
vencible Empádor [j/c] Primdeón, Valladolid, 1533.
31 El «Don Trístán» consignado en 1546 podría haber sido el Libro del
esforzado cauallero don Tristán de Leonts (Valladolid, 1501, y Sevilla, 1528
y 1533); la Crónica de don Tristán de Leonts en español (Sevilla, 1520) o la
Crónica nuebamente enmendada y añadida del buen cauallero don Tristán de
Leonts (Sevilla, 1534).

— 424
cesar i amen te válida. Precisamente porque el sentido de la vida expre­
sado por Montalvo y sus sucesores fuese tan contrario al de Rojas,
tales libros ofrecían evasión. En vez del mundo concéntrico y con­
centrado de la ciudad conflictiva de Celestina, aquí (como sabía
intelectualmente el canónigo de Cervantes y como su loco interlocutor
sabía vitalmente) el espacio y el tiempo están abiertos y son infini­
tos. La aventura reemplaza a la domesticidad; el heroísmo, a la cavi­
lación; y los horizontes elásticos de la imaginación, a las paredes y a
las calles: «Allí se parece que el cielo es más transparente, y que el
sol luce con claridad más nueva... y verá cómo le destierran la me­
lancolía y le mejoran la condición.» Lo cual equivale a decir, en una
terminología ya gastada, que para el lector de los libros de caballe­
ría, los peligros cotidianos de la fortuna han dado paso a los placeres
que son fruto de la ventura. Como explica Esplandián después de ha­
ber llegado a la deriva en barca sin remos a una playa desconocida,
«que yo no soy de esta tierra; antes de muy lejos della, y la ventura
me trajo aquí» 62. Y, de la misma manera, Rojas podía soslayar esas
características celestinescas de la vida tala ve rana que podían divertirle,
circunscribirle u horrorizarle. En el espacio de un párrafo, su espíritu
podía descansar en lo que Ortega llamó «un mundo incomunicante
con el suyo auténtico» M, un mundo en que reinaba la ventura.
Para ser justos, sin embargo, hemos de señalar que dos de los li­
bros registrados, la H ystoria del cruzado «Enrique, fi de Oliva, rey de
Iheru salem, emperador de Constantinopla» y el curioso viaje caballe­
resco llamado Guarino M esquino u , nos llevan a una geografía ins­
tructiva más que a reinos imaginarios. Pero, aun así, estos dos, como
los otros, proporcionan un agradable alivio de la constante presión
de los papeles urbanos y domésticos. Podrían, superando las limita­
ciones del localismo, «damos la vida y quitarnos mil canas», para
repetir la defensa del tantas veces mencionado ventero.
Como acabamos de sugerir, las fronteras genéricas de los libros
de caballerías no están tajantemente delimitadas. En una dirección se
funden con la historia y la leyenda, y en otra con narraciones de
viajes contemporáneos que en aquellos años iban siendo cada vez

82 BAE, vol. XL, p. 407.


^ Obras completas, Madrid, 1947, II I, 410.
M Crónica del noble cauallero Guarino Mesquino, Sevilla, 1527. El título
llega hasta prometer «hazañas y aventuras», pero «el argumento» añadido in­
dica muy dispares intenciones: «... en el qual se muestran los nombres de las
provincias quasi de todo el mundo y de la diversidad de los hombres y de sus
diversas costumbres y de muchos y diversos animales.» Como resultado, la
obra es incluso más invertebrada que los libros de caballería. Sin embargo,
alcanza un clímax moral cuando el autor, Andrea de Barberino (italiano del
siglo xiv), destina a su héroe al Purgatorio de San Patricio (entra vivo por
una cueva) por haber coqueteado con «la muy sabia Sybila». Las influencias
virgilianas y dantescas son manifiestas y curiosamente primitivas.

— 425 —
más populares. De estos últimos, Rojas poseía cuatro: el Libro d el
Y rifante d on P edro d e Portugal, de Santesteban, así como traduccio­
nes de Mandeville, el It'merarium de Ludovico Vartheraa de un viaje
a Egipto y a lugares del Oriente, y las P eregrinatíones de Bernhard
von Breydenbach a Tierra Santa85. El esmero de la observación y de
la narración seguramente no era el motivo de la elección de estos li­
bros. La loca geografía de Santesteban, así como sus observaciones
totalmente fantásticas (correspondientes en parte, como demuestra
Francis Rogers, al propósito oculto de sugerir la reforma clerical se­
gún las líneas de la Utopía cristiana del preste Ju an )86 hubiera sido
tan increíbles para un hombre del escepticismo de Rojas como los
cuentos chinos de Mandeville. Varthema, también, si bien basa su
narración en un viaje real, con frecuencia deja correr la imaginación
por aquello de que «añora la novedad como un sediento el agua fres­
ca». Ha visto aJ unicornio, y, lo que es más improbable, resistió los
seductores encantos de una reina oriental con tanto éxito como el
Don Juan de Byron. Unicamente Breydenbach informa de sus viajes
con realismo y con admiración detallada de escenas, costumbres y
encuentros.
¿Cómo podemos comprender el interés por historias tan fantás­
ticas por parte de un hombre tan escéptico como Rojas? Digamos
para comenzar que, como hemos observado ya, estos «itinerarios» de
los siglos xv y xvi daban un sentido de liberación que se diferenciaba
poco del que se encontraba en las novelas. Nuestro serio bachiller,
también, como otros clientes de Luis «Abrahán» García dentro de los
muros de Talavera, pudo tener tanta sed de novedad como el mismo
Varthema. Pero es sugestivo el que estos libros (lo mismo que las
dos últimas novelas mencionadas y las traducciones de Josepho y del
De b ello Kbodio, de Jacobo Fontano)87 estuvieran relacionadas con
el Oriente. Como muchos europeos de su tiempo, Rojas soñaba no
con las Indias recientemente descubiertas y por lo tanto inexplica­
bles, sino con el Oriente, que ofrecía, además de la geografía, una
85 B r e y d e n b a c h , que hizo su viaje en 1484-85, vio las posibilidades que
ofrecía la imprenta e inmediatamente se puso a trabajar en sus Peregrinatíones
in Terram Sanctam, publicadas dos años después. La versión española, Viaje
de la tierra sancta, apareció en Zaragoza en 1498. V a r t h e m a parece haberse
aprovechado de su ejemplo, publicando su Novum Uinerartum en 1510, tam­
bién dos años después de volver a casa. La versión española titulada Y tiñe-
rario del venerable varón micer Luis patricio romano: en el cud cuenta
mucha parte de la Ethiopta, Egipto: y entrambas Arabias: Siria y la Yndia apa­
reció en Sevilla en 1520 con una segunda edición en 1523.
56 Para un estudio definitivo del libro y de su entorno, ver el cap. VII
de The Travels of the Infante Dom Pedro of Portugal, de F r a n c is M . R o g e r s ,
Cambridge, Mass., 1961.
_ 87 La muy lamentable y cruenta batalla de Rodas, Sevilla, 1526, tradu­
cida por el mismo Cristóbal de Arcos, «bachiller y clérigo», que fue respon­
sable de la versión española del Ytinerario.

- - 426 —
civilización inmemorial y una historia medio olvidada. Allá había
tierras hada donde un hombre «retraydo en su cámara, acostado so­
bre su propia mano» podía dejar volar su espíritu. ¡Pero no sola­
mente por el placer de vagar o por la fascinante contemplación de lo
maravilloso! En un lugar del Oriente había el jardín —del que el de
Melibea era un simulacro transitorio y engañoso— en que el miste­
rio del ser humano podía quedar resuelto y la alienación superada.
En el caso de Rojas, sin embargo, se puede suponer una pérdida más
acuciante y concreta. En Oriente estaba la tierra prometida de la que
su linaje había sido desposeído.
La colección de crónicas de Rojas constituye una categoría de lec­
turas tan extensa como la de novelas. Además de las dos ya citadas,
poseía seís libros referentes al pasado de España, traducciones de Sa-
lustio88 y de Appio de Alejandría89, así como una narración de las
hazañas de Juana de Arco90. De los libros de la «historia» nacional,
al menos dos, un «libro del Cid» 91 y la legendaria Crónica d el R ey don
R odrigo (Sevilla, 1499 y 1511) probablemente no le parecían a Ro'
jas distintos de sus libros de caballería. De ser así, fue un fallo pare­
cido al de otro hidalgo lector bien conocido de todos nosotros. Un
tanto menos novelesca era la breve y muy leída Crónica d e España92
del converso Mosén Diego de Valer a, registrada en el inventario con
su nombre corriente de «la valeriana». Impresa en 1482, fue la pri­
mera historia en español preparada para la imprenta. Finalmente, y
de mayor interés, había un tratado de Lucio Marineo93, así como la
** Cathalinario e Jurgurthino de Salustio, Valladolid, 1519, o Logroño,
1529, incluida solamente en el inventarío de 1546. El traductor fue Francisco
Vidal de Noya.
89 Los triumphos de Apiano, Valencia, 1522, descrito en el Catálogo del
Museo Británico como «conteniendo los libros sobre las guerras de Libia, Si­
ria, de los Parthos y de los Mitrídates, traducidos por Juan de Molina».
90 Los editores del RFE citan tres posibles crónicas.
91 Identificado en RFE como Crónica del Cid Ruy Díaz {reimpresa seis
veces entre 1498 y 1541), que contenía una mezcla de hechoshistóricos y de
invención épica. Sin embargo, podría haber sido también la Crónica del famoso
cavallero Cid Ruy Díaz Campeador, Burgos, 1512, comprendiendo incluso una
proporción mayor de material fantástico de «refundiciones» posteriores. Ver
F. J. N o r t o n , Prutting in Spain, 1501-1520, Cambridge, Inglaterra, 1966, para
un estudio de su preparación especial por real orden para el monasterio de
San Pedro de Cardeña {pp. 59-60).
92 A pesar del título, más de un tercio del texto es un resumen de la
historia y de la geografía universales que refleja el concepto medieval del pa­
sado dividido en edades. El elogio que hace Va lera de la imprenta como medio
de traer todas estas edades hacia una nueva Edad de Oro índica la índole de
una obra que corresponde a aquel período de transición. Véase también J u a n
d e Mata C a r r i a z o en su introducción al Memorial de diversas hazañas, Ma­
drid, 1941. _
93 Registrado solamente como «el sículo» en el inventario de 1546, el
volumen podría haber sido la Crónica daragón (Valencia, 1524), De la vida
y heroicos hechos... de los católicos reyes {Valladolid, 1533), o más probable­

— 427 —
Crónica d el R ey d on P e d r o M, de Pero López de Ay ala, que alude a
los hechos locales de Torrijos, Talavera y La Puebla de Montalbán^95,
y el Mar d e historias (impreso en 1512), de Fernán Pérez de Guzmán.
Este último es el más conocido hoy por su colección de fasci­
nantes y vivos retratos de los grandes españoles del período anterior
al nacimiento de Rojas. Pero, aparte de esta sección, llamada G ene­
raciones y semblanzas} había otras historias que podían haber atraí­
do al autor de La Celestina. Aunque Pérez de Guzmán se dedica­
ba fundamentalmente a la reflexión moralizante sobre las vidas per­
sonales (algunos de ellos conversos y judíos)96 sacadas de la tra­
dición clásica y bíblica, demostraba también una preocupación por la
razón y sinrazón de la historia97. SÍ Rojas hallaba ciertamente un
placer en la lectura de sus crónicas comparable al que le ofrecían los
libros de caballerías, podemos con todo figurarnos que encontraba
otra suerte de satisfacción cuando se fijaba en una afirmación carac­
mente, De las cosas memorables de España (Alcalá, 1539). Este último es cu­
rioso por su cándido tratamiento de temas judíos y conversos. El estudio de
los desórdenes durante el reinado de Enrique IV va acompañado de una des­
cripción infantilmente indecente de las costumbres de los judíos («pasan el
sábado limpiándose el culo con los dedos»), Pero cuando Marineo ataca el
problema de la reincidencia de los conversos, va más allá de la línea oficial
(«la conversación que tenían con los judíos») hacia una comprensión inci­
piente de su situación humana; «...e s cosa difícil dexar las cosas acostum­
bradas» (fo. CLXIII). Lo más digno de notar es su invención de antiguos
linajes romanos para apellidos conversos tan conocidos como Merlo, Coronel,
Deza, Coscón y Cota. En este pasaje es imposible afirmar s¡ el humanista
revela su ingenuidad, si expresa su ironía o si intenta ser útil a los afligidos.
94 Los editores de RFE proponen sólo la Crónica del rey D. Pedro, Se­
villa, 1495, pero podría haber sido lo mismo la Crónica del rey D. Pedro
aumentada con las Crónicas de Enrique II y de don Juan I, Toledo, 1526.
95 Talavera, Torrijos y La Puebla eran importantes como puntos de segu­
ridad y descanso a medio camino entre Castilla la Vieja y las ciudades recien­
temente conquistadas de Andalucía, los dos centros principales de poder y
población. Desde estas ciudades más pequeñas (libres de las presiones urbanas
y de los peligros de Toledo) los reyes del siglo xiv podían reaccionar a los
hechos en ambas direcciones. Las alusiones concretas a que nos referimos
aquí son el asesinato de la querida de Alfonso XI, dona Leonor de Guzmán,
en el Alcázar de Talavera; la herida de don Pedro en un torneo en Torrijos,
la donación del castillo de Montalbán a su hija y la huida romántica (después
de casarse por motivos de Estado) a La Puebla, donde doña María de Padilla
le estaba esperando.
96 Entre otros, todos sumamente alabados, están Filón,Josefo («noble
varón de la generación de los judíos») y Pero Alfonso.
97 Empleando las mismas técnicas del retrato que habían de hacer famoso
el extracto que conocemos con el título de Generaciones y semblanzas, Pérez
de Guzmán hace un continuado esfuerzo para presentar y dotar a la historia
y biografía remotas con la viveza de la experiencia presente. En este sentido,
el Mar de historias puede considerarse un precursor del Marco Aurelio, sien­
do el retrato de Carlomagno un buen ejemplo de ello. También guevarescas
son las cartas apócrifas de intención moral atribuidas a diversas figuras his­
tóricas.

— 428 —
terística de Pérez de Guzmán al hablar del Santo Grial: «quanto
quier que sea deleitable de leer y dulce, empero por muchas cosas
extrañas que en ella, se cuentan, asaz deuele ser dada poca fe»
El Mar d e historias, también perteneciente a un género híbrido,
se mueve entre la historia y los catálogos de exempla humanos. Los
últimos, muy difundidos en la Edad Media, estaban representados
en la biblioteca de Rojas por traducciones de las obras De casibus
y De claris mulieribus, de Boccaccio. Tales obras dan menos un sen­
tido del pasado que una apreciación del enorme abanico de posibili­
dades que se ofrecen al ser humano. Comparables en cierto sentido
al visionario Laberinto, de Juan de Mena, en estos compendios las
figuras humanas son presentadas en un eterno presente para nuestra
contemplación como si fueran exhibidas en un museo moral. El lec­
tor las miraba boquiabierto, aprendía de ellas, educaba a sus amigos
y a sus hijos por sus buenos y malos ejemplos (Sempronio recuerda a
Calisto que los libros están llenos de las caídas de los que iban tras
las mujeres) e incluso se podría llegar hasta encontrar en ellos lugares
comunes útiles para sus propios ensayos de creación literaria. En esta
coyuntura, como he observado en otra parte", merece la pena refle­
xionar sobre el hecho de que Rojas, que sin duda había hojeado el
De casibus ( Cayda d e Príncipes, Sevilla, 1495) antes de continuar La
Celestina, no se sirvió de él. La visión de Boccaccio de la fortuna
como entidad moral que castiga los casos personales de orgullo y de
exceso era ajena a su visión más íntima de la fortuna como resultado
de la vulnerabilidad innata en la condición humana. Las caídas que
ocurren en las páginas de Rojas son causadas nada más —o nada me*
nos— que por la gravedad. Haber empleado extensamente a Boccac­
cio hubiera sido embotar la ironía de doble filo de la advertencia de
Sempronio, advertencia tan verdadera en su propio caso como en el
de Calisto y, al mismo tiempo, inadecuada por su confiada moralidad.
Podemos imaginar una falta semejante, no de interés (Rojas tenía
ciertamente curiosidad por los extremos de la conducta humana), sino
de utilidad temática de la obra De claris mulieribus (M ujeres ilustres,
1494). Uno de sus aspectos, compartido por la Crónica troyana (que
Rojas poseía y que, como vimos, fue una fuente de inspiración para
la descripción de Melibea) 10°, es un torpe intento de reducir la mito­
logía clásica a términos puramente humanos e históricos, cuyo ejem­
plo más flagrante es la presentación de Venus como una «madama»
de prostitutas. Ni es la única semejanza entre las dos obras. Lo mis­
mo que en Boccaccio, en la Crónica troyana se convierte la narración
de la guerra de Troya en una serie de casos d e Troya; Héctor es el

98 Citado en RH, 1913, p. 600.


w «La Celestina»; arte y estructura, capítulos V y VI.
loo Ver supra, cap. VI, n. 136.

— 429 —
héroe virtuoso, Aquiles el exem plum de la traición y de la cobardía
que le apuñala por la espalda, etc.
Afortunadamente* para su ilustración personal, Rojas compró más
tarde la Y liada en rom ance, de Juan de Mena, compuesta en parte
—como se nos dice en el «prohemio»— para corregir los errores «si­
niestros» de Guido delle Colonne y devolver a Homero (conocido por
él a través de un resumen en versos latinos) a su lugar de honor101.
Allí la narración homérica queda como consecuencia reforzada, más
auténtica y unificada, aun cuando Mena, lo mismo que su predecesor,
concibe la litada como un libro de «hechos esclarecidos de hombres
pasados que animarán y reforzarán la voluntad» de los lectores. Tan­
to el esfuerzo por persuadir como por informar queda más manifies­
to en el estilo con su forzada elocuencia retórica y (como ciertos pa­
sajes de La Celestina) en sus incrustados versos de «arte mayor». En
estas versiones de la historia de Troya nos hemos acercado una vez
más a las borrosas fronteras medievales entre la historia, la poesía y
la ejemplificación moral.
Más rígidamente selectiva que éstas, pero perteneciente a la mis­
ma categoría de ambigüedad, es la Crónica llamada el Triunpho d e
los n u ev e más preciados varones d e la Fama (traducida del francés
en una edición de Lisboa de 1530). De entre los nueve, tres son hé­
roes judíos 1QZ, Josué, David y Judas Macabeo, cuyas hazañas no se
cuentan en exempla esquemáticos, sino extensamente. Cualquiera que
haya podido ser la reacción de Rojas ante esta exaltación del pasado
de su raza, lo cierto es que no pudo menos de fijarse en un pasaje
particular de la historia de Judas Macabeo. En él, Antíoco IV ofrece
a cierto Matatías dinero y un alto puesto si renuncia al judaismo.
Este responde que él y sus hijos y sus hermanos «obedecerán la reli­
gión de sus passados» y, después de matar al mensajero del rey (un

101 Aunque probablemente no fue una fuente (la primera impresión co­
nocida fuella de Valladolid en 1519), el lamento de Crisis por Crisida (Cres-
sida) debió impresionar a Rojas por sus semejanzas con el de Pleberio, El
caprichoso y desordenado comportamiento de la deidad (en este caso Apolo),
el deseo de la muerte, la queja de que la hija ha sido injustamente castigada
por los pecados del padre, todo esto está presente. Incluso hay algunas seme­
janzas verbales inexplicables: «¿Estos son, Phebo, los galardones que tú me
das en la postrimería de la mi desierta vejez?» Yliada en romance, ed. M, de
Riquer, Barcelona, 1949, p. 53.
102 El anónimo Triotnpbe des neuf preux, AbbéviUe, 1487, provenía de
una tradición manuscrita anterior. Los otros seis incluyen tres paganos, Ale­
jandro, Héctor y César, y tres cristianos, Arturo, Carlomagno y Godofredo de
BouiUon. La versión española fue reeditada en 1581 por López de Hoyos, que
la describió como una «ejemplar obra para affícionar a la cavallería a honestos
exerdeios y obras históricas». Probablemente se lo habría recomendado al
héroe creado por su estudiante más famoso como lectura más provechosa que
los libros de caballerías.

— 430 —
renegado), huye al desierto con otros fieles para defenderse 103. Fren­
te a estos anales de intransigencia;, encontramos en El relox d e
P ríncipes, de Guevara, una acumulación monumental, y amañada con
bastante más astucia, de exem pla que abogan reiteradamente por
la tolerancia. El retrato del feroz juez romano Licaónico (evidente­
mente un inquisidor)104 y las conversaciones del Villano del Danubio
y el viejo embajador «del reyno de Judea» forman el meollo del libro,
precisamente porque en estos episodios el género tradicional cobra
importancia para la historia contemporánea. Al modificar los exempla
medievales con pseudo-humanismo y sonora retórica (aunque libro
impreso, como vimos en el caso de La Celestina, escrito para la
lectura en voz alta), Guevara, a pesar de su talento para la super­
cherías (algunas solemnes y otras graciosas) no podía pasar por alto
los urgentes problemas humanos e intelectuales de su nuevo público.
¡Con qué complacencia debieron escuchar Rojas y sus compañeros al
embajador judío ( en realidad un vocero de las protestas suyas): «De
cuántos consejos ha tomado Judea de Roma [o sea, la casta de los
conversos que ha tomado la religión cristiana y su cultura de España],
tome agora este Roma de Judea... el nombrar jueces que conserva­
rán su dominio no con rigurosidad derramando sangre, sino con cle­
mencia juntando corazones»! 10S.
Los restantes libros profanos de la biblioteca no necesitan tanto
estudio. O son ya muy conocidos (Esopo m , El D ecamerón, La Cárcel
d e amor, El Asno d e Oro, Boecio, las Epístolas de Seneca, El Cortesa­
103 El incidente parte de las Antigüedades de Josefo, libro XII, cap. 6,
Cito por la edición de Alcalá, 1585, p. 31.
104 Ver mi «The Sequel to the Villano del Danubio», RHAÍ, XXXI
(1965), 175-185. Aunque no había yo reparado entonces en ello, el nombre
es evidentemente una derivación del de Lícaón, el rey de Arcadia, sediento de
sangre, convertido por Ovidio en un lobo. Sin embargo, si es que Guevara
se había dado cuenta de las derivaciones de la raíz íyko que significan luz
(p. ej., Apollo Lykios), podía haber un segundo plano de alusión a Lucero.
105 Francamente es difícil defender un paralelismo exacto entre la «justi­
cia» romana y la inquisitorial, pero observaciones como las que siguen de­
muestran claramente la intención de Guevara: «en el pueblo romano no tienen
crédito los que sanan con olio, sino los que curan con fuego» (fo. CXLVII).
O también: «De una cosa estoy muy espantado... en que siendo de derecho
la justicia de los dioses, y siendo ellos los ofendidos, se quieren llamar pia­
dosos, y nosotros teniendo la justicia emprestada y no siendo ofendidos, nos
gloriamos de ser crueles» (fo. CXLV). El subrayado es mío.
106 Las ediciones típicas incluían una biografía proto-picaresca del fabu­
lista como esclavo de «muchos amos», que provenía probablemente de la tra­
dición medieval. Curiosamente desde nuestro punto de vista, Esopo en una
ocasión avisa a un vil hijo adoptivo de que está «subjeto a las caídas huma­
nales», y al final, cuando surgen a la luz las malas obras del último, «desespe­
rando de una alta torre se echó»: La vida y fábulas del clarísimo y sabio
fabulador Y sopo, Amberes, 15 --, p. 30. El inventario que condene «fábulas
de Ysopo» puede indicar que Rojas tenía una edición titulada así (Salaman­
ca, 1491).

— 431 —
n o de Castiglione y las M etam orfosis de Ovidio, todos en prosa es­
pañola) o han sido estudiados anteriormente con detalle (la Visión
deleitable y la R epetición d e amores). Sin embargo, podemos hacer
dos observaciones a la lista en conjunto. Rojas, si bien no era un
latinista ni un erasmista, no se contentaba con una mera evasión por
medio de la literatura. Juntamente con una afición a los libros de
caballería, no desdeñó «las buenas lecturas». En segundo lugar, vol­
vemos a observar una vez más una falta de fronteras genéricas pre­
cisas. La ficción de Diego de San Pedro y de Apuleyo se mezclan im­
perceptiblemente con las alegorías filosóficas de Boecio y Alfonso de
la Torre. Es decir, el predominio de la fábula y de los marcos ale­
góricos hace imposible nuestra acostumbrada división de ficción y
no ficción. Sólo en los extremos del espectro puede un Boccaccio,
por ejemplo, separarse de un Séneca. Y, aun en estos casos, habrá
que tener en cuenta la ocasional pretensión moral de uno y la artifi-
ciosidad retórica del otro. De lo cual pedemos concluir una vez más
que la atribución de una intención moral a La Celestina —en cuanto
obra de calidad e importancia literarias— si no es errónea, es poco
reveladora. Lo que se ha de determinar en cada caso es la dirección y
el significado de la intención moral del autor y la manera y el grado
de su trasmutación artística. Juzgar por criterios externos y genéricos
nos dirá poco sobre las obras escritas en esta tradición.
Una conclusión un tanto más válida quizá pudiera sacarse de la
clasificación separada y formal de las sorprendentemente pocas obras
en diálogo y verso presentes en la biblioteca. De las primeras, es a
primera vista desconcertante advertir la ausencia de las continuaciones
de La Celestina. ¿Cómo pudo Rojas —preguntamos— haber estado
tan poco interesado por su propia influencia y fortuna literaria?
Pero, si reflexionamos un momento sobre nuestra propia lectura de
sus imitadores, nos podemos imaginar que su diálogo y el desarrollo
de la acción fueran dolorosos para él. Es ésta una sensación confirma­
da por las dos excepciones parciales: la traducción del A mpbitryon
hecha por Hernán Pérez de Oliva y la Propalladia de Torres Naha-
rro. El primero, como vimos, teoriza sobre la presentación oral de las
conversaciones de forma similar a Proaza, y en la práctica las apoya
en una fluidez coloquial que recuerda a la de La Celestina IOT. Em­
pleado para revelar a Plauto en castellano vivo, el diálogo de Pé­
rez de Oliva está lejos de la intolerable e interminable caricatura
de la T bebayda y de muchas otras continuaciones. Y en sentido com­
pletamente diferente, Torres Naharro llevó la perfección estilística
de Rojas a nuevos propósitos artísticos. En vez de resucitar una pieza
maestra clásica, unió lo que había aprendido de La Celestina a la

107 V e r c a p_ v i , n, 111.

— 432 —
naciente tradición teatral de Juan del Encina, sacando de esta combi­
nación las primeras obras dramáticas extensas en castellano 108.
Aunque con satisfacción justificada pudo reconocer Rojas en es­
tas obras una contribución personal a la historia literaria, su único
ejemplar de la tragicomedia 109 parece indicar un relativo desinterés
hacia sí mismo como hombre de letras. Contrariamente a Ercilla que,
como observamos anteriormente, acariciaba varios volúmenes cuida­
dosamente encuadernados de La Araucana, Rojas parece haber estado
bastante más preocupado por su papel de «honrado Bachiller» que
por su triunfo juvenil como autor.
En verso, con la excepción de los Trionfi, en la versión hecha por
Antonio de Obregón, y el Cancionero definitivo de Hernando del
Castillo n0, los restantes libros eran morales y narrativos: el Labe­
rinto d e la fortuna, su execrable imitación; Las d ocien tas d e l castillo
d e la fama {escrito posiblemente por un condiscípulo)111; los Prover-
ids p ara Ja consideración de las alusiones a los conversos y sus problemas
en Torres Naharro, ver mis «Retratos de conversos en la Comedia Jacinta»,
NRFH, X VII (1963-64), y la tesis de Harvard de N o r a W e in e r t h , titulada
The Experimental Theatre of Bartolomé Torres Naharro (1977). Es digno
de notar que, contrariamente a Rojas, Torres Naharro alude de una forma
inmediatamente descifrable a los varios aspectos de la situación de los con­
versos. Así, en cuanto que demuestra la posibilidad de lo que La Celestina
evita, la Comedia Jacinta puede usarse como un argumento contra la tesis
de que Melibea y su familia eran de extracción judía. Es decir, si Rojas trans­
formó su «desesperación» en otros términos, Torres Naharro — quizá menos
profundamente angustiado que su predecesor— fue capaz de emplear el diá­
logo dramático para dar forma comprensible a su propia experiencia.
Por el hecho de estar registrado en el inventario el ejemplar de Rojas
como «el libro de Calisto», Bataillon lo identifica con el Libro de Calisto y
Melibea y de la puta vieja Celestina, cuyo único ejemplar existente lo iden­
tifica F. J. N o r t o n como impreso por Cromberger en Sevilla entre 1518
y 1520 (Printing in Spain, 1501-1520, p. 151). Al parecer, sin embargo, es
una reimpresión de una edición perdida de 1502 con el mismo título, que
puede haber sido la retenida por el bachiller. Este texto ha sido editado por
M. Criado de Val y G, D. Trotter {Madrid, 1958) y reproducido en facsímil
por A. Pérez y Gómez (Valencia, 1958). J. H. H e r r i o t t , en su Towards a
Critical Edition, no considera que sea la primera edición de la Tragicomedia
ni la más cuidada.
110 Es imposible, naturalmente, asegurar cuál de las muchas y muy dis­
tintas ediciones poseía Rojas. La primera, que se propone incluir «todas las
obras que de Juan de Mena acá se escrivieron», data de 1511. Están incluidas
piezas antijudías y anticonversas, así como otras que defienden o que alaban
a esas minorías. ÍPrevalece el empleo del diálogo y me parece que además de
las comedías en latín y el Corbacho, esta tradición poética habría que tomarla
en cuenta como fuente formal para La Celestina, Es decir, además del tema
de la retórica blasfema de los amantes, el uso del lenguaje dirigido _de un
«yo» a un «tú»» tan perfeccionado en algunos poemas de los cancioneros
también entraba en la tradición asequible a nuestro lector-autor. _ _
111 Por Alfonso Alba res Guerrero, «jurista», Valencia, 1519. No identi­
ficado en RFE, pero la edición facsímil de A. Pérez y Gómez, Valencia,
1958, revela que fue impresa junto con otra pieza, «las cincuenta del labe­

— 433 —
28
bios, del marques de Santillana (que le procuró a Rojas más de un
tópico irónicamente usados al revés) m , y la compilación de versos de
Fernán Pérez de Guzmán editada con el título de Las Setecientas.
Sólo este último, por la posibilidad de que pudiera ser una fuente
basta ahora no reconocida para La Celestina, necesita un poco más de
comentario. Impreso por primera vez en 1492 1B, sus cuartetos octo­
sílabos iban dirigidos a infundir en el lector («Tú, hombre, que estás
leyendo...») un doble molde de «sciencia y caballería»114. Pero a
pesar de su intención anticelestinesca, en el curso de su larga argu­
mentación estoica, oímos frases que nos suenan a familiares: «E por­
que sin compañía / no ay alegre posesión...» O también (exactamen­
te igual que en la primera interpolación del acto X II), «El hombre
apercibido / es medio combatido...». Mucho más convincentes que
estos ecos senequistas son las recomendaciones para atajar los accesos
de la ira ajena que parecen haber sido hechas de encargo para Celes­
tina 115. Pérez de Guzmán, lo mismo que otros repetidores de tópi­
cos morales, habría quedado sorprendido y desconcertado en el nuevo
contexto de sus ideas y palabras. Y esto, no sólo porque habría des­
aprobado a los interlocutores y la perversidad de sus intenciones, sino
incluso porque su doctrina ortodoxa del mal es contraria a la de Ple­
berio, de Rojas y Alvaro de Montalbán:

tinto contra fortuna: Compuestas por el mismo autor», en «arte menor» con
ingenuas glosas para cada estrofa.
i j 112 C°mo hace notar Castro Guisa sola, «e non exeludas el viejo / de tu
lado» reaparece en un contexto obsceno en el Acto VII. Es uno más de los
ejemplos chocantes de la conversión irónica de Rojas de los tópicos morales
yuxtaponiéndolos frente a las situaciones vivas. Castro Guisasola sugiere una
serie de otras posibles reminiscencias, p. 169.
153 rA “?5 ue, Ia Primera impresión fue mucho después de la muerte del
poeta, ocviUji, 1492, los versos introductorios indican que Pérez de Guzmán
y no un editor posterior, fue el compilador. La edición de Sevilla, 1506, la
za™ 9 6 5 60 11 arse Setecientas, ha sido reproducida en facsímil, Cié-
a j 114 Pesar de su preferencia neoestoíca de la virtud a la nobleza here­
dada, 1 erez de Guzman hubiera tenido poca simpatía a la creencia posterior
en eJ honor de los campesinos; «No digo de religiosos / ni de rústica na­
ción / entre quien jamas questión / se hace de actos famosos.» {Coplas fechas
YV™ A e v Z i " e e virtudes> Cancionero castellano del
Zt K'Dclhosc’ M “ d lld > I912’ 58L> |N° le
“ 5 «La fresca yra y saña / no es luego de exsecutar. / Déxala un poco
r l T f , ' ef T S “ n tlento maña- / El que en sí no tiene tiento /
con la nueva turbación / de la tu insultación / haurá doble sentimiento; / dexa
. ^ >Sl Peligro non es cercano; / después con manso dulzor /
pmnl J 0 r 7Síma>>, p. 596.) La misma palabra «amansar» {no
empleada en La Celestina) aparece en otra semejanza remota: «ca non ay dolor
que non canse / e que el tiempo non lo amanse: e non lo faga cesar» {p. 586).

— 434 —
Toda fortuna se vence sufriendo,
digo sufriendo en esta manera,
con la paciencia, que muy plazentera
es al señor non contradíziendo,
sus justos juizios e fírme creyendo,
que lo mal obrado con razón padece,
o sí Dios le tienta sufriendo, meresce
assí de fortuna triunphar venciendo... n6.

Una categoría final es la de la instrucción religiosa y la piadosa


edificación. Tres de estos tomos —los Evangelios y Epístolas} la Flos
Sancionan y el R etablo d e la vida d e Cristo— encabezan el inventa­
rio y al parecer ocupaban un lugar destacado en los anaqueles. Pero
otros dos —un Confesionario y los Diálogos Christianos, de Pérez
de Chinchón— fueron incluidos, quizá por descuido, entre los volú­
menes profanos. Las únicas otras indicaciones de orden bibliográfico
son cinco historias y crónicas agrupadas no lejos de éstas y de los
libros de caballería (que forman con dos interrupciones desde Amad'ts
a Platir nueve tomos más). En vista de este lugar de honor (así como
de nuestras anteriores suposiciones sobre el esceptimismo de Rojas)
será necesario examinar estos libros piadosos con algún detalle. Es
imposible saber si la fe que parecía implícitamente rechazada en
La Celestina fue apoderándose paulatinamente del alma de su autor,
o si, como fue el caso de otras familias de conversos, los padres creían
necesario apoyar el engaño de su conformismo no sólo por lo que co­
mían, sino también por lo que leían. Tal es el problema planteado por
la posesión por Rojas de estos volúmenes. Lo que cabe decir con certe­
za es el hecho de que no hay nada en la biblioteca (ningún Antiguo
Testamento en español, por ejemplo) o en La Celestina misma que
indique un judaismo clandestino.
Los E vangelios y Epístolas, puestos en «romance» por el con­
verso y abogado aragonés Gonzalo García de Santa María, es una
colección glosada de material evangélico dispuesto según determina­
dos domingos y fiestas. Traducido en 1484 de la Postilla su p er epís­
tolas e t evangelia, de Guillermus Parisiensis (1437), parece haber que­
rido servir tanto a los predicadores deficientes en latín como para la
lectura semanal en voz alta en el círculo familiar. El autor espera de
modo explícito que cada uno «en la intimidad del hogar» vaya apren­
diendo los dichos («In illo tempore dixit Jesús...») y los hechos de
su Salvador al ritmo de la celebración litúrgica. El mismo didactis-
mo temporal aparece en la traducción de la Flos Sanctorum hecha
por fray Pedro de la Vega, versión que parece haber sido la más di­
fundida entre las varias que circulaban 117. Día a día y mes tras mes,
116 Ibtd., p. 604.
117 Ediciones que llevan este título (y no el de ha Leyenda de los sanctos:

— 435 —
el aprendiz de cristiano —ya que no sólo los conversos, sino todos
los cristianos, son por definición aprendices— era instruido en las
cosas que debía conocer, creer y acatar en el culto. Contrariamente
a la multitud de las familias de clase baja social de origen judío o
morisco, cuya ignorancia abismal de su nueva «ley» tanto preocupaba
a fray Hernando de Talavera, los Rojas evidentemente se creyeron
en el deber de entender sus compromisos. Tal lectura —así como su
funeral rigurosamente convencional y las ofrendas piadosas de las que
hablaremos después— era parte del precio para poder sobrevivir.
Más interesante para nosotros que estos compendios comunes
era el Retablo d e la vida d e Cristo (1485) 1B, que circulaba amplia­
mente, y cuyo autor era Juan de Padilla, conocido como «el Cartuja­
no». Inspirado probablemente en un modelo alemán n9, Padilla dirige
muchas de sus «coplas de arte mayor» a un público formado por los
nuevos conversos que en 1492 habían preferido el bautismo al exilio.
La explicación («¿Por qué quiso Dios que fuesse su madre casada?»),
la acusación («Hereje maldito, cruel zizañoso, / dentro judío, de fuera
cristiano, / mira dañado muy más que pagano / este misterio muy
maravilloso: La Trinidad») y la persuasión («O ciegos incrédulos,
veys y no veys / la fe de tan sanctos e dignos testigos... que revelan
la verdad de nuestra Católica religión») glosan la biografía sagrada
mientras el poeta predicador se exalta cada vez más. En su implaca­
ble fanatismo, el Retablo expresa la furia religiosa de su época y, con
ello, nos ayuda a comprender el escepticismo igualmente implacable
de La Celestina y el Lazarillo. En cierto sentido podemos creer que
se trata de una especie de anti-Celestina, escrito por un converso casi
esquizofrénico acerca de sus antepasados. En una estrofa, Padilla
alaba el rito de la circuncisión o «la gran dignidad del precepto
mosaico», y en la siguiente se regocija en la diáspora y dice que los
adversarios de nuestra fe «merecen... yr todo ahechos a las hogue­
ras que son temporales» 12°. Sólo podemos conjeturar la reacción de

la qual se llama historia lombarda, Burgos, 1500, y Madrid, 1525) fueron edi­
tadas en Santiago, 1483, y Madrid, 1525.
U£ J. S i m ó n D ía z , Bibliografía de la literatura hispánica, vol. III, Ma­
drid, 1953, registra nueve ediciones durante la vida de Rojas, y siguió reedi­
tándose a lo largo del siglo xvi.
U9 Ver Erasmo, I, 52.
120 El continuo tránsito de Padilla desde el pasado evangélico al present
dominado por el odio puede ilustrarse por dos ejemplos más tomados del
tercer «Retablo». Todos los sorprendidos realizando «cerimonias de la jude­
ría... merecen... yr todos ahecho a las hogueras que son temporales». Luego
arremete contra los que hoy, lo mismo que Judas en su tiempo, continúan
traicionando a Cristo: «Venden a Christo mercantes traperos / y los alqui­
mistas también sobre todos / y los echacuechos con formas y modos / y mas
los ypocritas y chocarreros.» «Echacueros» parece ser una corrupción de
«echacuervos», que significa «alcahuetes». Otros mencionados son los «he­
chiceros» y los «logreros». Todo lo cual equivale a decir que los «conversos»,

— 436 —
Rojas ante tan apasionados excesos. Pero no es probable que le per­
suadieran a creer que el cristianismo era una religión de amor y ca­
ridad, Hombres como Padilla, a quienes Rojas conocía demasiado
bien, eran los enemigos más feroces de su raza, y era necesario enten­
derlos, aunque no fuera más que con el propósito de defenderse de
ellos.
Los dos últimos libros religiosos, un Confesionario y los Diálogos
christianos contra la secta m ahom ética y la pertinacia d e los judíos
(Valencia, 1535) m, del erasmista Bernardo Pérez de Chinchón, son
muy diferentes. El Confesionario es difícil de identificar, pero, sí
era —como muy bien pudiera haber sido— la B reve form a d e con ­
fesa r m , de fray Hernando de Talavera, la familia Rojas hubiera en­
contrado en ella una instrucción útil para su conducta y su fe. Diri­
gido directamente a los lectores conversos, pero con una comprensiva
firmeza que contrasta extrañamente con la obra de Padilla, muchos de
los pecados explicados por Talavera nos son ya familiares: la discu­
sión entre laicos de cuestiones de fe 123, el trato familiar con judíos124
y (como Alvaro de Montalbán) el esquivar la misa en la iglesia pa­
rroquial. Por otra parte, en defensa de los que a la fuerza han perdi­
do su ley tradicional, declara que el demasiado celo de algunos ecle­
siásticos que bautizan a adultos que no han sido instruidos en su
nueva fe durante un período que ha de durar por lo menos ocho me­
ses, es también pecado. Fray Hernando, converso y fervoroso d is­

iden tíficados por sus ocupaciones y actividades típicas, merecen el castigo


impuesto a Judas.
121 Erróneamente identificado por los editores del RFE como «catecismo
de la época», este libro es descrito por B a t a i l l o n (Erasmo, I , 331), y más
detalladamente por Bonilla («Erasmo en España», RH, XVII, 1907, págs. 466­
469), ya que el autor, según parece, era un traductor subrepticio de Erasmo.
122 Esta obra queda ahora como una sección de la Breue y muy prouecho-
sa doctrina de lo que deue saber todo christiano, con otros tratados muy
prouecbosos, de Talavera, impresa antes de 1500 y que se puede encontrar
en la BAE, vol. XVI. Sin embargo, como señala Haebler, un examen tipo­
gráfico indica que los tratados individuales están impresos separadamente
y probablemente así distribuidos. Más tarde, el impresor parece haber encua­
dernado el stock que sobraba con un nuevo «título y tabla común» en la
forma en que sobrevivió. _ _
12i «Peca el que cree las cosas de la Santa Fe no porque Dios las dijo
y las manda creer, mas por razones naturales que al su parecer convencer
a creer; por manera que si las tales razones no le convencíessen, no creería.»
O también, «Pecan los que delante cristianos simples, que no son por infieles
o hereges temptados cerca de la fe, disputan della» (pág. 4). Como vimos,
Pedro Serrano fue castigado precisamente por este pecado. ^
134 «Pecan los no muy firmes en la fe que gran familiaridad tienen con
los infieles.» Escribiendo antes de 1492, Fray Hernando^ llega hasta proponer
una rígida segregación. Condena la presencia de^ los criados y amas de cría
cristianos en los hogares judíos, el uso de médicos judíos, comadronas y
farmacéuticos, así como los baños mixtos.

— 437 —
tíano lo mismo que Padilla, presentaba un ejemplo opuesto de hu­
mana comprensión hada aquellos a quienes se dirigía.
En la actitud de Bernardo Pérez de Chinchón hacia el no creyen­
te, aunque igualmente tolerante y caritativa, vemos menos las adver­
tencias prácticas que un interés irreprimible por precisamente ese
tipo de argumentación religiosa que fray Hernando de Talavera
encontraba peligrosa. Los Diálogos, de los que hoy existe tan sólo un
ejemplar U5f van dirigidos contra la idea (ya mencionada como co­
rriente entre círculos medio convertidos) de que moros, judíos y cris­
tianos «cada uno se puede salvar en su ley, el judío en la suya, el
Christiano en la suya y el moro en la suya». Apoyado en su experien­
cia de predicar a la población morisca de la costa levantina de Espa­
ña (era canónigo de Gandía), el autor inventa una serie de conversa­
ciones razonables y desapasionadas con «Joseph Zumilla mi maestro
en aráuigo» en las que prueba que sólo el camino de Cristo lleva a la
salvación. El problema real es encontrar la senda dentro de uno mis­
mo. Las «guerras y armas» pueden forzar la conversión y regular la
conducta; pero, como afirmó Unamuno en una ocasión tan tremenda
como famosa, nunca pueden llevar a la convicción interna. Sólo una
llamada a la facultad de la comprensión racional compartida por
«todo linaje... y estado de personas» 126 puede superar la desgracia
de haber sido educado en una fe errónea 171. «Dios mismo —observa
Pérez de Chinchón en términos que habrían parecido heréticos a los
inquisidores de Pedro Serrano— quiere que su ley sea examinada,
discutida y probada por la razón» m . Los argumentos empleados son
125 No puedo hallar rastro de una edición valenciana de 1534, vista
por J. P. F u s t e r , al compilar su Biblioteca valenciana, Valencia, 1827-30.
Pero he leído un microfilm de la edición de 1535 existente en la Staats-
bibliothek de Munich; Diálogos chrisfíanos contra la secta mahomética y
contra la pertinacia de los judíos compuestos por el maestro Bernardo Pérez
de Chinchón: obra nueuamente compuesta muy útil y prouechosa. El impresor
fue Francisco Díaz. La numeración de los folios no es sistemática.
m «... ní por parte de ser hombres nos devemos recelar el uno del otro
pues el entendimiento humano es amigable compañero desseosso del saber
y amigo de la verdad, y hazer lo contrario es ser el hombre más fiera que
no hombre». Eáte rechazo de la conciencia «conflictiva» de casta en favor de
la hermandad de la razón despertó sin duda reacciones interesantes en el
autor de La Celestina, libro igualmente alejado de la cerrazón del espíritu
pero carente de confianza en el homo sapiens, Pérez de Chinchón parece
haber sido un converso sincero que en unas cuantas observaciones indica la
admiración por sus antepasados (los Macabeos eran «mártires»), pero que, al
mismo tiempo, en contraste con los preceptos cristianos, juzga la forma de
vida judía como una. «ley pesada».
127 Pérez de Chinchón comienza por observar que nadie debe ser conde­
nado por creer aquello que le han enseñado a creer: «Cosa clara está que
todo hijo naturalmente ama y sigue la doctrina y crianza de su padre».
128 «El mismo Dios quiere que su ley se examine y platique y averigüe
conforme a la razón...» O también: «'l'atita es la excelencia de la razón humana
quando está fuera de malicia que puede juzgar de las cosas divinas.»

— 438 —
los tradicionales (basados en su mayor parte en las profecías del An­
tiguo Testamento sobre la vida del Mesías) pero la actitud de to­
lerancia y serenidad desplegada a lo largo de la obra es digna de
destacar. De aquí quizá lo útil y lo placentero de este libro a una
persona que se encontraba en la postura de Rojas. ¿Meditó seriamen­
te el autor de La Celestina —preguntamos nosotros— sobre la razón
de la sinrazón teológica durante sus últimos años? ¿O simplemente
utilizó los Diálogos como una fuente de argumentos aceptables, cuan­
do no podía esquivar aquel apasionante tema de conversación? Una
vez más hemos tenido que resistir la tentación de simplificar dema­
siado la España y la secreta conciencia de Fernando de Rojas.
Tal era, pues, la biblioteca personal del autor de La Celestina 13°,
biblioteca dedicada principalmente al consuelo y alivio de las amena­
zas y preocupaciones de la existencia cotidiana que Guevara vio como
la función principal de la lectura. Reconociendo los riesgos de los
juicios positivos basados en factores negativos (los libros que pudie­
ran haberse encontrado en el inventario), no obstante distinguimos en
ella más interés por los libros de caballería que por Erasmo, más de­
leite en la lengua vernácula que en el lenguaje del humanismo. Unos
pocos libros —notablemente el Quereta pacís— reflejan una cons­
tante meditación sobre el tema de La Celestina. Otros representan
una selección típica de la buena lectura (moral, ejemplar, informa­
tiva) y de los buenos escritos que se encontraban en aquel tiempo.
Pero, tomada en conjunto, la biblioteca delata lo que pudiera lla­
marse un sentido «arquitectónico» de la afición a la lectura: puer­
tas de evasión (al pasado, al extremo Oriente o a los horizontes de la

125 El escritor cree que los exponentes del nuevo saber han abandonado
lamentablemente la vieja tarea de defender la fe y de combatir credos extra­
ños: «Mueren algunos por anotar a Plinío, sudan por declarar a Virgilio, tra­
bajan por metrificar epigramas y versos de amores, y ninguno se excita por
estírpar este error de Maboma que tanto cunde.» Sólo él —aunque indigno—
quiere continuar la tradición de Lulio y probar apoyado en las profecías del
Antiguo Testamento que Cristo fue realmente el Mesías. Como se señala al
principio, puesto que los mahometanos aceptan el Antiguo Testamento, no
pueden rechazar esta argumentación sin más ni más.
130 Un tomo no mencionado arriba es el Jardín de las nobles mujeres, de
fray M a r t í n d e C ó r d o b a , Valladolid, 1500, registrado en el inventario de 1546.
Como espejo de princesas dedicado a Isabel, al ser impreso se convirtió en un
compendio de piadosos y decorosos consejos para un público de jóvenes
literatas. Se aconsejaba aquí a Leonor Alvarez cómo había de hablar («Mucho
hablar y mucho callar... son vicios de la lengua»), caminar (« ...n o sea mucho
apriesa ni mucho de vagar, ni andando quebrar el paso que es una manera
de lozanía y significa liviandad»), y vestir («cada una según su estado»).
Sí Rojas lo leyó, pudo haberse complacido en las observaciones sobre los cos­
méticos: «... no hayan en sí ningún afeite sofístico ca esto es ilícito y siempre
es pecado cuando la mujer procura parescer más hermosa de lo que es, po­
niendo albayalde y arrebol, azafrán y alcohol y otras posturas deshonestas.» Cito
de la edición facsímil de Toledo, 1953,

— 439 —
imaginación) y muros de tópicos y formación religiosa detrás de los
cuales el espíritu escéptico podía encontrar reposo. Más que luchar
por remodelar el cristianismo a la medida de su propia tradición, Ro­
jas y su familia —así lo suponemos— prefirió aprender lo que se
esperaba de ellos y a conformarse a lo que habían aprendido. Una
vez realizado esto, ya podían permitir a su conciencia vivir (o morir a
lo Unamuno) en la libertad sin precedentes que ofrecían los libros
impresos131.
A modo de epílogo, podemos observar que la biblioteca tal
como quedó registrada en el inventario, no permaneció mucho tiem­
po intacta. En 1546, después de la muerte de Leonor Alvarez, fue
dividida juntamente con el resto de los bienes entre los hijos. Por lo
que se refiere al inestimable ejemplar de La Celestina (valorado en
el segundo inventario en 10 maravedíes) fue, sin discusión, a Alvaro
el escribano. El licenciado Francisco que, como hijo mayor, tenía la
primera opción, no se la llevó; y esta decisión suya bien pudiera
haber sido la causa de no incluirla entre los pocos libros que aún
siguen en posesión de su descendiente directo, don Fernando del
Valle Lersundi. Cuando en 1580 murió el licenciado durante una visi­
ta a su hijo, éste trajo a Valladolid los muebles y los bienes domés­
ticos que estaban en buenas condiciones y se podían trasladar. Entre
ellos estaba la biblioteca de su padre y los libros que en ella queda­
ban de la de su abuelo. El resto, principalmente las enormes tinajas
y su contenido, así como los utensilios usados y los muebles medio
rotos, fueron puestos a subasta. Uno no puede menos de preguntarse
qué hizo Pedro Hernández, el pescador, con «un estante de libros»
que adquirió en una puja por ocho reales m .

«C ada d ía vemos nouedades e las o ym o s»

Rodeadas por la «fábrica y fortaleza» de las murallas de la ciu­


dad, así como por las de sus casas, las vidas de Fernando de Rojas
y de su familia parecen sigularmente protegidas, inmunes a la his­
toria. Por otro lado, como ya hemos observado varias veces, precisa­
mente por su veneración del orden y de la repetición ritual, él y sus
contemporáneos se daban perfecta cuenta de la mutabilidad y del cam­
bio. Vidas que intentaban convertirse en «retablos de su propio exis­
t í El tamaño de ta biblioteca (aparte de las obras legales, los dos inven­
tarios registran 62 volúmenes) era respetable en aquella época. L . F e b v r e
y H. J. M a r t i n . , en Vapparition du livre, mencionan ciertos hombres de toga
de París que hacia 1520 poseían muchísimo más (pág. 399), pero la colec­
ción de Rojas parece bastante amplia para un abogado talaverano. Luego,
además, tenía sin duda amigos locales con los que podía intercambiar los
libros.
™ El 22 de enero de Í58Í, VLA 33.

— 440 —
tir» tenían aguda conciencia de «que desde la primera edad hasta
que blanquean las canas» estaban envueltos en litigio y sometidos a
ia fortuna tanto desde dentro como desde fuera. La catastrófica de­
rrota biológica a la que todo hombre está abocado encontraba su
compensación en la fe o —para los hombres sin fe— en la misma
ínevitabilidad. Pero la historia que rondaba desde fuera, en las len­
guas de los vecinos, aterrorizaba porque era arbitraria, imprevisible,
empujada por las pasiones o accidentes siempre cambiantes. Estas
eran fuerzas contra las cuales los muros sólo ofrecían una débilísima
defensa.
Más allá de la vecindad, había zonas de lucha más importantes
para la historia: la municipalidad, la provincia, el reino y el continen­
te. Y aunque no tan inmediatamente peligrosos como una riña con
la familia cristiana (o conversa) de al lado, la muy desarrollada sensi­
bilidad de los conversos hacia los tiempos cambiantes creaba un inte­
rés sin precedentes respecto a las noticias impersonales. Pero esto
no estaba limitado a su casta atormentada. Como pone de manifiesto
Pierre Sardella, una conciencia y un interés general por las noticias
parece haberse extendido desde Italia sobre el resto de Europa a fina­
les del siglo xv y principios del x v i133. Rojas vivió en un tiempo en
que los «titulares orales» empezaron a divulgarse, en que empezaban
a interferir en la vida diaria con toda su superficialidad, alarma, os­
tentación y encanto. Más allá del refugio de las paredes y de la rela­
tiva seguridad y orden de la vida doméstica, mil voces en los merca­
dos y en las esquinas se preguntaban unas a otras: «¿Habéis oído...?»
Sardella está fundamentalmente interesado por los cambios histó­
ricos y los progresos técnicos — incremento del comercio, mejoras en
los transportes de mar y tierra, la imprenta— que dieron urgencia y
prominencia sin precedentes a las noticias internacionales. Insiste
largamente en los efectos de las noticias sobre los precios y las con­
diciones de vida, y de modo particular sobre la repentina aceleración
de la actividad económica originada por la llegada de buenas o malas
nuevas. Podemos pensar, por ejemplo, en Jacques Cceur (que tenía
sus émulos españoles) y su escuadrón de palomas mensajeras. Sar­
della no reflexiona, sin embargo, sobre un aspecto que interesa de
modo especial a los lectores de La Celestina: el impacto de las no-

133 S a r d e l l a concluye: «C’est au debut de X V P siécle que ía nouvelle


étend son pouvoir sur des domables beaucoup plus íarges et plus dífférenciés
qu’auparavant, et acquiert un róíe beaucoup plus évident dans la vie des
hommes» (Nouvelles et spéculations a Venise au áébut du X VI' síécle, París,
1948, pág. 16). Divina, la heroína de la curiosa Comedia Jacinta, de Torres
Naharro (basada en el tema de las noticias), aparece en una postura repre­
sentativa de la época: «Poníase a la ventana / muchas vezes a prazer / con
voluntad y con gana / de nueuas nueuas saber» (Propalladia, II, 327).

— 441 —
ticms sobre el espíritu europeo como último y más fascinante me­
dio de representar la mutabilidad. Mí ejemplo favorito es, por su­
puesto, el diálogo de Sempronio en el acto III (un fragmento suyo
es el título de esta sección) que representa el paso del tiempo en una
ecuación de las habladurías locales y las noticias nacionales e interna­
cionales. Un pasaje comparable en inglés es la última conversación
de Lear con Cordelia en que compara las «noticias de la Corte» y las
alzas y bajas del favor real al flujo y reflujo de la marea impulsada
por la luna, y no sería difícil encontrar otros muchos parecidos. En
ambos casos, el escritor presenta las noticias como una imagen del
tiempo, y hasta llega a expresar de manera implícita su placer per­
verso en su paso. ¡El ubi sunt melancólico del siglo anterior se esta­
ba conviniendo en un quid n ovi concupiscente!
Como comprendieron tanto Sempronio como Lear, las noticias
son fascinantes y transitorias a la vez, como los fuegos de artificio,
que fascinan precisamente por su transitoriedad. Las noticias ofrecen
una tentación casi irresistible incluso a Tboreau (su frase tantas veces
citada, «El tiempo es una corriente en la que yo soy un pescador»}
alude a su caminata a pie a Concord en busca de noticias) o a un Béc-
quer que aguarda impaciente la prensa de Madrid junto al camino en
Veruela. Pero volviendo al siglo xvi, es significativo que en dos casos
—los dos más o menos contemporáneos de Rojas— duendes familia­
res traen noticias a sus dueños. Hemos aludido ya al médico Eugenio
Torralba (con el que Rojas pudo muy bien estar relacionado), cuyo
contacto sobrenatural, Zequiel, le anunció la muerte del Rey Fer­
nando y predijo la guerra civil de las Comunidades, En otro proce­
so narrado por Llórente encontramos exactamente el mismo uso
del poder oculto. Una monja demente declara que sabía de antema­
no el futuro encarcelamiento de Francisco I, su matrimonio y tam­
bién las Comunidades, todo ello comunicado por un duende llama­
do Balbán1J4. Cuando Pedro Mártir, cuya correspondencia parece
un continuo boletín de noticias, escribía que se sentía inquieto y pre­
ocupado cuando se veía privado de noticias us, expresaba una moda
de su tiempo. Castilla, ya como parte de Europa y América, no se­
guía meditando, como lo había hecho la generación anterior, en el
lamentable paso y duradera claridad de sus varones famosos; por el
contrario, sus habitantes —lo mismo conversos que cristianos viejos,
114 L l ó r e n t e , IV, 40 .
135 Debemos distinguir entre la conciencia de noticias en La Celestina y en
la de una comedía como Volpone. En esta última, interesada fundamental­
mente por los bienes de la fortuna, las noticias que vienen de fuera son
decisivas, mientras que en la primera encontramos por parte de los habitantes
un interés igualmente intenso, pero puramente local por la novedad o el
chismorreo, que vale tanto como decir las noticias de las relaciones humanas.
En ambos casos, sin embargo, las antenas hacia el mundo exterior se menean
con avidez.

— 442 —
pero quizá los primeros con avidez más temerosa— escuchaban con
curiosidad las noticias de sus hechos más recientes.
La guerra de las Comunidades (1520-21), tan inequívocamente
predicha por Balbán y Zequiel, fue la mayor noticia de la época. Fue
un amargo conflicto civil que se interpreta normalmente como la
representación del último esfuerzo de las ciudades y comunidades
de Castilla para defender la soberanía local frente a los grandiosos
sueños imperiales y la política sin tacto de la nueva dinastía de los
Habsburgo. Por entonces se asignaron también otras causas más inme­
diatas, tales como los nombramientos a rapaces privados flamencos del
joven Emperador para altos cargos. Pero políticamente hablando, la ex­
plosión de la violencia local y de la anarquía repentina e imprevista
(excepto para los que se servían de la ayuda sobrenatural) ha sido ex­
plicada por los historiadores como un esfuerzo por cambiar la corriente
de los acontecimientos y defender los tradicionales privilegios medieva­
les y la autonomía municipal frente a las exigencias de la corona. Más
recientemente, José A. Maravall ha estudiado la revuelta en el contex­
to del desarrollo social y económico de la Europa occidental: es decir,
el crecimiento de la burguesía y la evolución del poder parlamenta­
rio. Cree Maravall que los comuneros eran, hablando en general, la
contrapartida castellana de los «squires» y mercaderes ingleses que
buscaban un rol político correspondiente a su naciente poder econó­
mico. El que no pudieran imponerse y la misma abyección de su de­
rrota total, había de ser la desgracia histórica de España 136.
Hay ciertamente algo de verdad tanto en las interpretaciones
neomedievales como protoeuropeas de los acontecimientos. A pesar
de sus diferentes matices, no son contradictorios. Sin embargo, como
ha observado Américo Castro (a base de una extensa documentación
del siglo xvi), detrás de la violencia yace una tradición, no sólo de
conservadurismo institucional o de evolución institucional, sino de
guerra sangrienta de castas. Hombres como Femando de la Torre, el
converso rebelde de Toledo, y los que pertenecían a los turbulentos
«partidos» políticos conversos en tiempo de don Alvaro de Luna,
fueron los auténticos precursores de los Comuneros. En cuanto a los
cristianos viejos (burgueses enojados por los impuestos reales, hidal­
gos pobres, e incluso campesinos resentidos que constituyeron la
mayoría), en esta coyuntura encontraron intereses en común con los
conversos de clase media que todavía gobernaban muchas villas y
que durante dos generaciones habían sido la presa favorita del San­
to Oficio. Contrariamente a los amotinados y conspiradores de Tole­
do, Zaragoza y Sevilla allá por los años de 1480 y antes, estos rebel­
des más o menos adaptados y bien establecidos habían aprendido a
camuflar sus motivos y a sacar ventaja del desasosiego general. Mo­

13í Las Comunidades, Madrid, 1963.

— 443 —
tivos de interés nacional, de derechos municipales y del poder de las
Cortes ofrecían ahora un atractivo aspecto político a los ocultos pre­
juicios de casta. Las viejas querellas habían encontrado un nuevo
disfraz.
Era, en efecto, una época de disfraces. Como hemos visto en un
contexto tras otro (incluido el de La Celestina), la España de Fer­
nando de Rojas estuvo caracterizada por un engaño y una hipocresía
de tipo histórico tanto individual como socialmente. No sólo llevaba
cada hombre su máscara social como algo normal, sino que ahora
volvemos a encontrar una casta que consigue alzarse como sí fuera una
clase social. Sí los campesinos cristianos viejos convirtieron su justifica­
do resentimiento económico y político en fanatismo religioso y en
virulento prejuicio racista, los conversos habían aprendido a cu­
brir sus propias reacciones a la persecución con un manto de patrio­
tismo y de tradicionalismo burgués. Uno sospecha asimismo que, en
muchos casos, ambos aprendieron algo aún más útil: el creérselo 137.
Pero los disfraces —por útiles e inteligentes que sean— pueden, o
podían penetrarse. Como comentaba, a propósito de una batalla cerca
de Toledo, «don» Francesíllo de Zúñiga, el cronista cómico: «En esta
batalla fueron hallados muchos muertos sín prepucios»13S. Siendo
él mismo converso, Zúñiga supo penetrar por debajo de las causas
históricas y autojustificaciones para llegar hasta la médula del odio, la
tradición agresiva y vengativa que animaba el movimiento.
¿Cómo reaccionó Rojas ante las noticias de las Comunidades?
Juzgando por el escepticismo irónico de La Celestina y por lo poco que
conocemos sobre su conducta biográfica, mi sospecha sería que no fue­
ra partidario entusiasta 139. Mientras simpatizaba con los rebeldes, su
alienación personal de la historia pudo haberle llevado a estar de
acuerdo con su condiscípulo Villalobos. Este (que también percibía el

,J7 Además de «La Celestina» como contienda, págs. 41-67, ver J. I. Gu­
N i e t o , « L o s conversos y el movimiento comunero», Collected Studíes
t ié r r e z
in Honour of Américo Castro’s Etghtietb Year, ed. M. P. Homík, Oxford,
1965, págs. 199-220. En la transcripción de los extensos, coloquios y delibe­
raciones de los vecinos de Teruel aterrorizados por la amenaza de la In­
quisición (ver el fascinante relato hecho por A. C. F l o r i a n o C u m b r e ñ o ,
«El tribunal del Santo Oficio en Aragón», BRAH, LXXXVII, 1925, pági­
nas 544-605), es ¡significativo que nunca hablan ni siquiera indirectamente
de su casta. Superficialmente —y quizá en .muchos casos profundamen­
te— su propia imagen colectiva era burguesa y nada más. Pero cuando
después muchos de ellos fueron condenados y quemados, uno se pre­
gunta sín no se quebró esa fachada socioeconómica.
«« Crónica, BAE, vol. XXXVI, pág. 14.
139 Hubo un Fernando de Rojas, «vecino de Toledo», a quien en
1522 se le negó la amnistía por su participación en la revuelta {Orígenes,
pág. 247), pero, como apunta Menéndez Pelayo, no hay base para afirmar
ni la identidad ni el parentesco. El nombre era, como ya sabemos de sobra,
bastante frecuente.

— Í44 —
largo rencor de los conversos en las raíces de la rebelión) 140 se expre­
só de esta manera en una carta de 1520:
Otras nueuas no las escribo, porque si hablo contra el Rey seré traydor,
y si contra la Comunidad seré puto, porque ya no quieren ahorcar a ninguno
sino de los pies 141, y sí hablo contra el tiempo seré herege, porque es delito
contra el primer mandamiento, y no faltará quien me lo acuse.

La ciudad de Talavera, a la que Rojas se había vinculado, adoptó


una política de neutralidad que reflejaba una actitud cauta similar a la
expuesta privadamente por Villalobos. Como recordamos, recibió des­
pués una carta de agradecimiento del joven monarca. Entre los parti­
cipantes en las deliberaciones municipales en ese momento crucial
(según Cosme Gómez) estaba el mismo «señor Juan de Ayala» (muer­
to en 1530) 142, cuyas diversas deudas a Rojas son consignadas en el
inventario. Este dignatario local, terrateniente y nieto de Fernán Pé­
rez de Guzmán 143, era entonces el «procurador general» y al parecer
uno de los más influyentes del consejo 144. El resultado fue que Ro­
jas, sabio en su elección de un refugio apartado de la historia, pudo
con toda probabilidad residir tranquilamente en su casa durante estos
años y oír hablar de los violentos hechos de los Comuneros como
simples noticias, intensamente interesantes pero que no exigían com­
promiso personal alguno.
El que la guerra de las Comunidades, más que el descubrimiento
de América o las victorias europeas (que ahora parecen de bastante
más importancia histórica) dominara el cuadro de noticias, Índica
que desde el principio el concepto «noticias» dependía de la relevan­
cia personal y del interés humano. Es noticioso lo que yo me figuro
que podía ver o haber visto, aquello en que me figuro estoy tomando
parte, o — en la linea del pensamiento de Sardella— aquello que pu­
diera afectar mi vida o mis negocios. Así, la misma batalla de Pavía
era menos destacada en cuanto noticia que sus resultados: la cap­
140 por ejemplo, nos habla de un noble flamenco que, para salvarse, tra­
taba de pasar por castellano y comunero, diciendo «que no cree en Dios a
cada paso» {Algunas obras, pág. 47). Como sabía Villalobos, su amigo Jufre
había sido atrozmente asesinado por haber llamado a ciertos comuneros
«marranos» que merecían ser relajados (Introducción, pág. 33).
141 íbid., pág. 48. Al parecer esta forma de ejecución de la pena capital
se aplicaba a los homosexuales.
142 S u testamento se encuentra en S a l a z a r y C a s t r o , doc. 20, 889. Se
hace una donación a una hermana, doña María de Ayala, monja del convento
de la Madre de Dios. Esto es claramente idéntica a la patrona original
mencionada por Cosme Gómez, que entró en la orden en 1518.
143 S a l a z a r y C a s t r o , docs. 20, 888 y 20, 889.
Cosme Gómez da una descripción bastante detallada de la prudencia
oficial talaverana durante esos años. Uno de los jurados que aconsejó lealtad
al joven rey fue el licenciado Alonso Ortiz, que bien pudo ser el testigo de
idéntico nombre presente en la certificación del testamento.

— 445 —
tura y prisión en Madrid de Francisco I. Y el Nuevo Mundo, preci­
samente por ser totalmente nuevo (inimaginable y sin relación apa­
rante con el individuo y su comunidad) constituyó una noticia
extraña. Balbán y Zequiel no se molestaron en hablar de elía.
Las noticias nacionales que interesaban por su relevancia local
incluían el paso del Rey Fernando por Talavera (Pedro Mártir, que
iba en el acompañamiento, la llamó una «insigne ciudad»)145, en su
camino hacía Madrigalejo, donde murió un mes después. Tres años
antes, la comunidad le había demostrado su lealtad enviando 400
peones locales a sus guerras con Francia 146. En 1522, los tala veranos
se excitaron todavía más por la accesión y matrimonio de un nuexo
duque de Estrada (el título más importante de la región) y por los
festejos que lo acompañaron 147. Pero hubo además otro aconteci­
miento, sin duda despreciado por Rojas y sus vecinos como mero
chisme, y que había de ser, andando el tiempo, de más importancia
para la historia que cualquiera de los anteriores: el nacimiento en
1536 de un hijo natural del reverendo bachiller Juan Martínez de Ma­
riana, deán de la Iglesia Colegial y representante local de la Inqui­
sición m .
Aparte de los dos años de las Comunidades, la fuente más impor­
tante de noticias, noticias comunicadas y escuchadas con especial avi­
dez por su interés humano, fue el Santo Oficio. El secreto y misterio
que acompañaban sus trámites conseguían el efecto deseado de dar
gusto a los chismosos con una especie de titilación horrorizada.
Ese tipo de publicidad era el más efectivo. No sólo se podía poner
uno en lugar de la víctima («Sólo por la gracia de D ios...»), sino
que, además, la incertidumbre y los rumores que acompañaban a los
procesos individuales y las pesquisas daban rienda suelta a la imagina­
ción colectiva. Las noticias oficiales que salían cuando los cargos eran
leídos y era infligido el castigo en los autos de fe iban precedidas por

145 Epistolario, XI, 204.


146 Jim é n e z de la L la v e , pág. 19 2 .
MT Sa l a z a r y C a s t r o , doc. 27, 345.
148 Este hecho, pocas veces mencionado por los biógrafos de Mariana,
está recogido por Cosme Gómez. Entre los deberes inquisitoriales de su padre
estaba el presidir la toma de testimonios de testigos talaveranos para enviarlos
después a Toledo. Así, en el proceso de Diego de Oropesa, amigo de Rojas,
encontramos: «En Talavera a doce días de noviembre de mil e quinientos
e diez y seis años, ante el reverendo señor bachiller Juan Martínez de Ma­
riana, deán de la iglesia colegial de nuestra señora Santa María de la dicha
villa, juez e vicario general en ella e su arcedianazgo, e en presencia de mi
el notario público...» Con toda probabilidad, el deán había sido también
un condiscípulo de Rojas en Salamanca, ya que difícilmente podía haber con­
seguido un puesto tan prominente inmediatamente después de su gradua­
ción, y dado que en una carta de 1526 se describe a sí mismo como «verda­
dero hijo» de aquella universidad. R. E s p i n o s a Maeso, «Una carta inédita
del licenciado Mariana», BRAE, XIII (1926), 285.

446 —
años de aprehensiones, de discusiones y conjeturas. Contrariamente
a algunas otras comunidades, Talavera no fue diezmada con saña, pero
proporcionó una serie de casos bien conocidos que se conservan en
los archivos hasta hoy. En 1486, por ejemplo, un sacerdote de la igle­
sia de San Martín fue degradado y quemado en la hoguera. La escena
está descrita en una crónica de su tiempo: él y otro beneficiado,
...a sí vestidos con sus cálices y libros en las manos, puestos delante el
obispo leyendo por un libro en alta voz, les fueron quitando de grado en
grado todos los vestimentos, hasta que les quitaron los mantos y hopas y los
dejaron en sendos sayuelos. Entonces los entregaron a la justicia seglar; y
desde allí les pusieron sendas corolas en las caberas, e sogas a los percue^os;
y los llevaron a la vega, donde fueron quemados; y así se acabaron 1W.

Un caso igualmente notíciable (comentado por Lea como famoso


en aquel entonces) que ocurrió no mucho después de la llegada de
Rojas, fue el de Bemaldino Díaz, otro eclesiástico. Después de ser
absuelto de sus cargos de herejía en 1512, usó de su libertad para
matar a su acusador cristiano viejo, un rico campesino. Menos por el
hecho en sí mismo que por desacato a su autoridad y por el peligro
de que los futuros denunciantes podían no atreverse a dar sus testi­
monios, los inquisidores ordenaron que se le prendiera de nuevo. Pero
Bemaldino se escapó, huyó a Roma, consiguió la protección papal y
el caso suyo fue uno de los pocos que conocemos en los que la au­
toridad papal prevaleciera sobre la de los inquisidores. En el decurso
de la contienda jurisdiccional, los inquisidores fueron excomulgados,
Bemaldino Díaz fue quemado en efigie y los familiares de éste, en­
carcelados 150. Un mínimo resultado posterior fue la deprivación
(mencionada anteriormente como una caída mínima de la fortuna)
de Alonso de Arévalo — que más tarde fue protegido y agente de
Rojas— de su derecho a ejercer su profesión de gm rdacam pos. Se le
había oído aprobar el acto de venganza 151.
Otros procesos, aunque menos sensacionalistas, nos sirven para
poder presenciar aspectos insospechados de la vida de Talavera. Sa­
bemos, por medio del caso de un bautizado con el nombre de Rodri­
go Jiménez Herrador, de una curiosa subsodedad de alfareros, ceste­
ros y albañiles moriscos (había habido una mezquita y un barrio
morisco claramente delimitado en Talavera hasta los años 1470)152
dedicados al mesianismo y a la superstición. Todavía hacia 1530,
estos desgraciados supervivientes del pasado (bastante más primitivos
149 F . F i t a , «La Inquisición toledana», pág. 300.
150 Ver C a p . V, n. 45, y L e a , II, 123 y 550. Un defensor contemporáneo
del secreto inquisitorial señaló este caso como prueba de su necesidad ( C a r o
B a r o j a , II, 311).
Ver Cap. IV, n. 31.
152 F . F i t a , «Documentos inéditos de Talavera», BRAE, II (1882), 314.

447 __
y maltratados que la mayoría de los hebreos conversos) podían reunir­
se secretamente para practicar ritos medio olvidados, que comenzaban
con el lavatorio público de sus partes privadas. Luego, cuando la
atmósfera estaba convenientemente cargada y llena de reverencia, uno
del grupo entraba en trance y era poseído por un ángel. De éste se
decía que había bendecido en varías ocasiones a la asamblea, que ha­
bía prometido conseguir para ella un Corán en español y haber anun­
ciado noticias tan espera nzadoras como la conquista de Venecia por
los turcos ,sí. Otro caso que probablemente causó comentarios entre­
tenidos por la naturaleza pública y pintoresca de la sentencia fue el
de un joven inglés residente en Talavera. En 1524, este individuo,
cuyo nombre había sido hispanizado como Gaspar Guíllén (¿Jasper
Williams?) y que al parecer era bilingüe, fue acusado de haber
hecho la observación en una taberna de que un grabado en madera
de la Virgen que se pregonaba a los parroquianos, estaba tan mal
ejecutado que ni siquiera serviría con horror para limpiar los excre­
mentos. Por esta imprudente observación (contada por varios de
los piadosos bebedores) fue sentenciado a estar de pie todo un día
frente a la iglesia, desnudo hasta la cintura, amordazado y «teniendo
en una mano una imagen similar a aquella contra la que había blas­
femado y golpeando su pecho con la o tra...» IS4. En cuanto testigo de
tales espectáculos, seguía siendo agudísima la conciencia de Fernando
de Rojas de la necesidad de la máxima precaución verbal.
Un tercer proceso que nos lleva fuera de la imprudencia ebria
de la atmósfera de taberna nos permite escuchar una conversación en
un corrillo nervioso de conversos. Sobresaltados, blasfemos y burles­
cos a un tiempo, se trata de un intercambio de noticias y comenta­
rios del tipo de los que Rojas se esforzaba por evitar. En 1535, un
tal Francisco López Cortidor fue acusado por un cristiano viejo car­
pintero de que orinaba sobre un crucifijo al mismo tiempo que pro­
nunciaba «No creo en Dios». Por supuesto, ni el relator, nuestro
viejo amigo Diego Ortíz de Angulo, ni el inquisidor, el temible Pedro
de Vaguer que sentenció a las hijas de Juan de Lucena, estaban do­
tados de la suficiente sensibilidad como para percibir que los dos
cargos tenían un sentido profundamente contradictorio. De todas
maneras, habiendo sido preso e informado de la acusación, el pri­
sionero hizo la siguiente declaración en su defensa:
Y este testigo, para leuantarme este falso testimonio, devíera de tomar oca-
sion que estando un día hablando el bachiller guevara y Juan Sevilla, clérigo,
arrimados a un poste del portal de la yglesia de San Miguel en la villa de
talauera, estauan diziendo de un judio que avia andado por badajoz y por
llerena y que traya un capazo de moysen y que hazia mili vellaquerias y el
bachiller guevara dixo que tenia un crucifixo en nn entresuelo y le daua con
153 Inquisición de Toledo, pág. 246.
154 Ibid., p. 146,

— 448
orines en la cara y le ponía un trapo suzio en la cara y que le daua al cruci-
fixo con unos cagaxones y el bachiller montenegro 155 que estaua alli presente
díxo que daría harto para mas de ocho dias al crucifico y luego se partieron
y yo abia llegado antes y abia dicho que me avía hallado en badajoz quando
por lo susodicho prendieron al primer honbre que se avia prendido por la
santa ynquisicion y que avía huydo un mercader rrico que se llamaba paredes
o pariente de paredes y estaua en yelves en portugal y que le avian prendido
la muger y que avia dado a un caballero portugués dozientos ducados, lo
qual dixe que yo avia oydo dezir y de la dicha conseja y platica el dicho tes­
tigo deviera de tomar ocasion de me levantar tan gran falso testimonio... ,5Ú.

El acusado llega hasta tratar de establecer el prejuicio de su desco­


nocido acusador y da una lista de posibles enemigos comparable a la de
Pedro Serrano de La Puebla. Sin embargo, a pesar de su falta de
éxito en este juego de sospechas, se las arregló para sustanciar la con­
versación citada arriba y al fin fue absuelto.
Uno de los casos más amargamente contestados durante los años
de Rojas en Talavera fue el de Luis (Abrahán) García, al que hemos
aludido ya en varias ocasiones. En 1514, este belicoso librero y arren­
dador fue preso por un supuesto amigo cuando trataba de huir a
Portugal y cayó de nuevo en manos de la Inquisición. Un gran nú­
mero de personas, tanto de dentro como de fuera de la prisión, tenían
ganas de declarar contra él. Al poco tiempo, no menos de veintitrés
cargos distintos le habían sido hechos, a los que contestó con esme­
rado y tesonero detalle. Este caso lo describe Caro Baroja 157 como
uno de los de inadaptación extrema. Convertido por la fuerza en
1492 cuando ya era adulto, pasó su vida arrepintiéndose del cambio
y manifestando su pesar de palabra y de obra. Como resultado, se le
trató sin compasión y, según la tradición local talaverana, su muerte
en la hoguera ocurrió fuera de los muros, en presencia de multitud de
vecinos. Además se dice que parte del combustible había sido su al­
macén de libros. Su mujer flagrantemente infiel y su agresivo aman­
te (paje de un noble local), que le había perseguido a través de la
ciudad con una espada había contribuido a amargarle la vida, pero
lo que le llevó a las llamas fue la verdad aparente de la afirmación
que se le atribuía: «Juro a Dios que más quisiera ser cochino o puer­
co que no convertido» 158.

155 Este individuo fue acusado de múltiples e increíbles blasfemias y


pecados por la beata enloquecida mencionada anteriormente (Cap. II, n. 58).
Por su testimonio parecería que él y su mujer se complacían en tomarle el
pelo inventando diálogos espeluznantes. Dada la seria atención concedida
inicialmente a estos informes, esas bromas estuvieron a punto de convertirse
en el más arriesgado de los juegos.
156 Inquisición de Toledo, pág. 310.
157 C a r o B a r o j a , I , 434. ^
158 Caro Baroja pasa por alto los aspectos del caso que antes menciona­
mos, Ver mi Cap. II, nn. 58, 84, 89; y Cap. III, n. 50.

— 449 —
29
De especial interés para nosotros son dos procesos en los que
Rojas estuvo personalmente implicado. El primero es el del pariente
y compañero de prisión de Alvaro de Montalbán, llamado Bartolomé
Gallego, del que ya hicimos mención en el capítulo II. Como explica
Serrano y Sanz, la vida errante y el exilio (la común suerte de los
judíos españoles fieles a su fe) habían sido su destino y su suplicio:
Entre los conversos de La Puebla de Montalbán, y emparentado sin duda
alguna con el suegro de Femando de Rojas, hubo uno que por su vida y
costumbres fue modelo acabado del picaro... Hijo de padres judíos, llamóse
el niño Menahen, y después Bartolomé Gallego; en el año 1492 salió de
España... y se hizo cristiano en Cerdeña; luego residió en Fez, Tremecén y
Orán, comerciando ya en garbanzos, aceite y lienzo, ya en sortijas y otras
alhajuelas de plata. Allí judaizaba a su gusto, o mejor dicho, según su conve­
niencia. Vuelto a España y establecido en Talavera de la Reina, donde ejercía
el oficio de Sastre...J39.

Serrano y Sanz llega hasta reproducir la breve autobiografía es­


crita por Gallego en 24 de abril de 1525 para la Inquisición. En ella
nombra a su padre como un tal Abenyule, que le llevó al exilio a la
edad de seis años, e identifica a su madre como hermana de Alva­
ro y Francisco de Montalbán. Pero luego volvió a España y después
de un año de aprendiz de sastre en Valencia apareció de nuevo en
su «clara nación», donde pidió ayuda a sus parientes 16°. Y luego
en 1522 (a los treinta y seis años) se trasladó a Talavera, donde des­
pués de un tiempo fue denunciado por su alabanza de la limpieza
religiosa mora en contraste con la práctica cristiana «de llevar zapatos
llenos de lodo» en la iglesia. Condenado, lo mismo que su tío Alvaro,
a un sambenito y a prisión perpetua, sé escapó valiéndose de una ar­
timaña, siendo después quemado en efigie. A propósito de esto, ob­
serva Serrano y Sanz: «SÍ Gallego,que con seguridadsehallaría
fuera de España, se enteró del auto de fe, hecho con su estatua, la
única a que podía esperar un hombre de su laya, se reiría de lo lin­
do...»- En otras palabras, «había jugado una treta picaresca a los
honrrados y venerables Inquisidores» 161.
Estemos o no de acuerdo con Serrano y Sanz al comparar la vida
ele este desarraigado y vulnerable converso con la del alegre Gil Blas
159 S errano y S an z, p p . 2 5 2 - 2 5 3 .
160 Al parecer vivían en Toledo por ese tiempo (hacia 1510): «... dende
allí se vino a esta cibdad de Toledo y pasó a la Puebla de Montaluan y estuvo
en casa de Carrillo xpiano nuevo de judío, y desde allí volvió a esta cibdad
y habló con unos tíos suyos que se dezían los Montaluanes que biuían
en la perrochia de Sant Miguel, xpianos nuevos, y que se llamavan el uno
Francisco de Montaluán y el otro Alvaro de Montaluán, los quales eran her­
manos de su madre de este testigo, y estuvo con ellos obra de un mes poco
más o menos...» ( S e r r a n o y S a n z , pág. 253).
161 Ibid., p á g . 2 5 5 .

— 450 —
(por mi parte me lo figuro temblando más que riendo al darse cuenta
de lo que no le había pasado), no hay duda de que fue molesto para
Leonor Alvarez y su marido el presentarse ante tal pariente en Talave­
ra. En efecto, seria interesante saber cómo le recibió la familia (no
sólo los Rojas, sino también la tía, Beatriz Alvarez). ¿Fueron hos­
tiles? ¿Le cerraron las puertas, o más bien cumplieron sus obligacio­
nes de parientes del desventurado Gallego? Pues, como observa
Serrano y Sanz, está probado documentalmente que existía el paren­
tesco; la única cuestión que permanece oscura es el grado del mis­
mo 1É3, En todo caso, cualquiera que fuera el grado de consanguinidad
y proximidad personal, una cosa parece cierta: la prisión de Gallego
trajo la consternación a la familia. ¿Qué no podría él confesar o in­
ventar cuando fue sometido a tortura? ¿Qué acusaciones no podrían
inducirle a hacer (contra cualquiera o todos ellos) los avariciosos in­
quisidores? El trato que le habían dado, ¿le había molestado en al­
guna forma? Luego, cuando menos de un mes después fue preso
Alvaro de Montalbán (quizá lo que primero pudieron sospechar
fue la debilidad o la malevolencia de Gallego), estos sentimientos se
multiplicaron. En 1525, temibles e inciertas noticias llegaron hasta la
puerta de aquella bien ordenada casa junto a los muros de la ciudad.
El segundo proceso tenía una relación menor con Rojas. El acu­
sado, un arrendador llamado Diego de Oropesa, fue preso en 1517 e
inculpado, entre otros crímenes, de haber afirmado que el pago de
los diezmos no era «un mandamiento divino», de llevar camisa lim­
pia en sábado y de negarse a comer tocino 163. En el curso de los
trámites (el abogado defensor era el mismo licenciado Bonillo), Orope­
sa pidió a algunos de sus amigos que testificaran a su favor y que ase­
guraran a los inquisidores de que era buen cristiano. Entre ellos estaba
Rojas, a quien se le hicieron las tres preguntas siguientes:
Y ten, sí saben, etc., que el dicho Diego de Otopesa bivia como fiel y ca­
tólico xpiano. Y facía obras de xpiano. yendo á oyr misas y sermones y otros
divinos oficios, guardando los domingos y pascuas y fiestas mandadas guardar

Ifi2 Alvaro de Montalbán, en su propio interrogatorio, no^ menciona el


matrimonio de una de sus hermanas con Abenyule, pero, en vísta del exilio
de este último en 1492, pudo creer que esta tergiversación no podía descu­
brirse. Parecería por el testimonio un tanto esquemático de Gallego que su
madre prefirió permanecer en España, donde probablemente volvió a casarse
en su nueva ley. Por otra parte, pudiera ser que Gallego estuviera _confun­
dido sobre su parentesco con los miembros de esa numerosa familia que
no había visto desde niño. Según Alvaro ( S e r r a n o y S a n z , pág. 263), él
y Francisco no eran hermanos, sino primos, en cuyo caso el ultimo sólo
podía ser tío de Gallego.
láí Además, como se advirtió en el Cap. II, n. 48, se_ había permitido
varios deslices orales parecidos a los que motivaron la acusación de Yñigo de
Mondón.

— 451 —
por la santa madre Yglesia, confesando e comulgando y rebebiendo los Santos
Sacramentos como fiel y católico xpiano.
Yten, si saben, etc., que el dicho Diego de Oropesa fazia matar puercos
en su casa y comía y come tocino y morcillas y longanizas y lechones y otras
cosas de puerco y liebres y conejos y otras cosas proyvidas comer á los judíos
en su ley.
Yten, si saben, etc., que aquí en la iglesia, como en otras partes, todas
las veces que se ofrecía tañer á la ave María ó á la plegaria se fincaba de
rodillas como xpiano, y rezava con mucha devoción, como lo fazen los fieles
y católicos xpianos.

Las respuestas de Rojas fueron transcritas como sigue:


Este dicho día, mes y ano el bachiller Fernando de Rrojas, testigo jurado
en forma de derecho dixo que conoce á Diego de Oropesa de diez años á esta
parte e que no es pariente suyo, ni es sobornado n¡ induzido.
A la [primera] pregunta dixo que por buen xpiano, le tenia e le veya yr á
misa e sermones, e lo demás que no lo sabe164.
A la [segunda] pregunta dixo que no lo sabe.
A la [tercera] pregunta dixo que la cree, pero que no lo bió 165.

Más interesantes que las respuestas evasivas y sin compromiso


de Rojas (dadas en el mismo año en que Lutero clavaba sus 95 tesis
a la puerta de la catedral) son otros aspectos del proceso. Diego de
Oropesa, «converso y no de los recientemente convertidos» fue de­
nunciado por dos mujeres de la aldea de Montearagón, de donde era
terrateniente. El instigador de la denuncia fue el cura del lugar, con
cuya hermana Oropesa había tenido una relación amorosa, pero,
aparte de esta causa específica, podemos apreciar en buena parte del
testimonio el antagonismo de la gente campesina hacia los propieta­
rios ausentes, holgazanes, manipuladores de dinero, deshonestos y es­
cépticos. Y como es natural, los valientes y eficaces esfuerzos de Diego
de Oropesa para defenderse parecen haber fomentado más que apa­
ciguado tales sentimientos. Por ejemplo, al saber que se le iban a
hacer las denuncias, Oropesa
... tovo manera como... el alcalde de la dicha villa de Talavera, envió un
mandamiento con un reportero so pena de dos mil maravedís, que fuese la
dicha muger de este testigo e su suegra e parescíese otro día siguiente ante
él... en que el mismo día que habían de parecer no habían ido; el dicho
alcalde envió otro día... un escrivano para tomarles los dichos de las palabras
que le habían oído decir / a Diego de Oropesa y que pensaban denunciar
al Santo Oficio. / E como este testigo supo que el dicho escrivano era ido...
se fue este testigo, su muger e su suegra a las viñas por no parecer; e que la

164 La numeración de las preguntas de la transcripción ha sido reorde­


nada con fines de claridad.
165 S errano y S anz, p ágs. 2 5 1 -2 5 2 .

— 452 —
misma noche... se vinieron a esta ciudad a decir sus dichos; que vino un
alguacil de la dicha villa con un mandamiento del dicho alcalde maior para
los prender... e como no los hallaron, sacaron prendas de casa de este tes­
tigo 166.

Amenazas de golpes, de muerte y de mutilación 167 e incluso de la


influencia del cardenal arzobispo163 recayeron también sobre el sacer­
dote. Pero el hecho más extraordinario de desafío al poder inquisi­
torial se dio después de su prisión. La mujer y el hermano de Oro-
pesa se atrevieron a presionar sobre uno de los testigos de cargo con
la intención de saber las preguntas que les habían hecho y lo que
habían respondido. Cuando el testigo, una pobre mujer, protestó de
que decirlo sería violar su juramento, se le contestó que fuera a «un
fraile de la Trinidad» que, con toda seguridad, le absolvería y le li­
braría de su excomunión. Ni siquiera el temido y sacrosanto secreto
intimidaba a esta familia.
Aunque estos esfuerzos para defenderse mediante contraataques
seguramente le acarrearon a Oropesa más daño que provecho (el acta
del proceso está incompleta) indican claramente hasta qué punto los
conversos de Talavera podían actuar unidos como una clase estable­
cida y poderosa. El alcalde y otros funcionarios municipales se mo­
vían a sus órdenes y eran capaces (o creían serlo) de conseguir la ayu­
da de los frailes e incluso del mismo cardenal de Toledo. Diego de
Oropesa y sus amigos, en otras palabras, eran no sólo ricos y estaban
acostumbrados a pensar en los términos abstractos del tiempo, del
dinero y de la ley; eran también influyentes. Por lo menos, en 1517,
en Talavera, ciertos conversos todavía se sentían protegidos por una
red de relaciones a la que podían acudir en caso de necesidad. Toda­
vía no habían visto la necesidad del aislamiento, con su máscara de
hipocresía y su genealogía artificial. Rojas, con su cauto testimonio
(quizá precisamente más cauto debido a la audacia del acusado), su
modesto tren de vida,y su estudiada conformidad, parece en este sen­
tido haberse adelantado a su tiempo. El y los que como él se por­
taban, serían los que sobrevivirían. Sabían que la supervivencia
dependía, no de influenciar las noticias ni de formar parte de ellas,
sino más bien de estar al tanto de ellas y de ponerse fuera de su
alcance169.

lí6 inquisición de Toledo, pág, 215,


167 «...este declarante dijo a la dicha Mencía López que dijese a su
hija que callase su lengua, si no que no sería mucho que le cruzasen la cara...»
168 Según el testimonio del sacerdote, « ...e l dicho Diego de Oropesa
ha dicho y publicado que ha de decir muchos males y cosas de mí al cardenal...»
169 Otro caso con el que Rojas pudo haber estado relacionado fue el de
un tal Diego de Vargas, un vecino de Talavera condenado en 1519 {por
rrasgresiones que ignoramos) después de una inútil apelación al Papa ( L l ó ­
r e n t e , X, 55). Desgraciadamente, el acta se ha perdido, ya que su nombre

— 453 —
« T o d o s m y s b ie n e s e a c c io n e s e d e r e c h o s »

Entre las modestas paredes de la casa sita en la calle de Gaspar


Duque y las famosas murallas de la ciudad, entre la intimidad de la
vida de familia y la publicidad de las noticias, se extendía para el
bachiller Rojas una zona intermedia de actividad. Era el mundo de
los negocios y de los asuntos legales, es decir, un mundo de seres
humanos transformado convencionalmente en abstractas entidades
jurídicas y financieras. He aquí un ámbito de dos dimensiones en que
la vida constituía un juego serio y en que el tiempo se medía en tér­
minos de dinero y el dinero en términos de tiempo. Lewis Mumford
sigue su estudio de la erosión del orden medieval por las horas pre­
gonadas por las campanas de la manera siguiente:
Primero vino el método mecánico de medir el tiempo: luego un método
para medir el espacio: finalmente en la moneda, los hombres comenzaron a
aplicar con más amplitud una forma más abstracta de medir el poder, y en el
dinero lograron un cálculo para toda actividad humana.
Este sistema financiero de medir liberó al europeo de su viejo sentido de
limitaciones sociales y económicas. Nadie, pur glotón que sea, puede comer
cien faisanes; ningún borracho puede beber cien botellas de vino de una
sentada; y si alguien se propusiera llevar demasiada comida y bebida a su
mesa diaria, estaría loco. Cuando pudo cambiar los faisanes que sobraban
y el vino de Borgoña que no podía beber por marcos o táleros, pudo dirigir
el trabajo de sus vecinos y conseguir el puesto de un aristócrata sin estar
sujeto a su condición social según el nacimiento. La actividad económica cesó
de tratar con realidades tangibles propias del mundo medieval: la tierra, el
grano, las casas, las universidades y las ciudades. Se había cambiado en la
caza de una abstracción: el dinero 170.

Aparte de la revolución económica, todos estos cambios repre­


sentaban también una revolución en la conciencia. Cuando Alvaro
de Montalbán, por ejemplo, se refugió detrás de una pantalla de tó­
picos protectores, estaba en realidad —si bien sin darse cuenta—
expresando esta nueva forma de valoración: «e que si tenía un poco
de carne que comer, estaba tan contento como otro que le truxiessen
aves para comer, que en fin no comía más de una». La semejanza
de la reflexión habitual de Alvaro con la especulación histórica de
Lewis Mumford es sorprendente. Alvaro pudo haber querido con­
no aparece en el catálogo de la Inquisición de Toledo. De todos modos,,
una persona del mismo nombre aparece en la lista de «censos» en el testa­
mento: «Yten mili maravedís de censo al quitar questan sobre las casas e
maxuelo de Diego de Vargas, vecino desta dicha villa, que son las casas de
su morada...» (pág. 373).
170 The Golden Day, pág. 9.

— 454 —
vencer a los inquisidores de su ascetismo cristiano, pero en realidad
estas frases (frases «que él siempre acostumbraba a decir») expresan
su pericia comercial. Es decir: no tenía interés en acumular pollos y
botellas de vino, precisamente porque pensaba en términos moneta­
rios. Y lo mismo sucedía —como los lectores de la última parte del
testamento pueden observar por sí mismos— con su yerno. La mo­
destia de la casa está compensada por la estudiada cartera de inversio­
nes. El recuerdo patético de Alvaro de estas sentencias capitalistas
ilumina irónicamente basta qué punto él y su familia eran indepen­
dientes de las formas ya pasadas de adquisición. No sólo estaban
liberados de la tiranía del almacenaje y de los cofres, sino que además
se daban plena cuenta de su libertad yde sus posibilidades.
Por otro lado, como señaló Gabriel Alonso de Herrera, tal libe­
ración trajo consigo otra clase de servidumbre. Las actividades finan­
cieras de las nuevas generaciones de hombres mercantiles se vieron
acosadas por «trabajos, perjurios, engaños y falsedades», dificultades
todas ellas más peligrosas, implica él, para sus compañeros conversos.
Triunfar, por tanto, suponía estar en constante alerta en todas las
relaciones interpersonales, en mantener amistades profesionales, en
ser siempre capaz de ganar y mantener la confianza de la clientela.
Jean-Paul Sartre ha descrito estas exigencias con su habitual capacidad
iluminadora:
La mayoría de los judíos franceses pertenecen a la pequeña o gran burgue­
sía. Ejercen, en su mayor parte, oficios que yo llamaría de opinión, en el
sentido de que el éxito no depende de la habilidad con que se trabaja la
materia, sino de la opinión que los demás tienen de uno. Ya sea uno abogado
o sombrerero, la clientela viene si uno sabe complacerla. En consecuencia, los
oficios de que hablamos están llenos de ceremonias; hay que seducir, retener,
captar la confianza; la corrección del vestido, la severidad externa de la
conducta, la honorabilidad todas ellas aparecen en estas ceremonias, en estos
miles de danzas en miniatura que hay que danzar para mantener la clientela.
Así, lo que cuenta, por encima de todo, es la reputación: se forja uno una
reputación, se vive de elía, lo cual significa que en el fondo se depende ente­
ramente de otros hombres, de modo opuesto al campesino que depende ante
todo de su tierra, o al obrero que depende de su materia y de sus herramien­
tas. Ahora bien, en este sentido el judío se encuentra en una situación
paradójica. Pero esta reputación se añade a otra reputación primera, conseguida
de golpe y de la que no se puede librar haga lo que haga: la de ser judío.
Un obrero judío olvidará en su mina, en su vagoneta o en su fundición que
es judío. Un comerciante judío no puede olvidarla m .

Al tratar de estimar la relevancia de estas consideraciones para


la vida profesional del bachiller, no hemos de olvidar que muchos de
sus contactos fueron con otros conversos. Su nombramiento como al­

171 Reflexión s, págs. 94, 95.

455 -
calde del 15 de febrero de 1538 al 21 de marzo del mismo añ o 1,2
indica por sí mismo su aceptación por parte de la camarilla munici­
pal que {como hemos visto) en éste como en otros ayuntamientos de
Castilla y Aragón estaba formada por miembros de su casta 173. Los
contactos locales de Rojas están confirmados por dos documentos de
los archivos de la ciudad que revelan que en 1527 y 1535 actuó
como abogado de ella. En la primera fecha, el concejo ordenó que le
fuera pagado un ducado por sus servicios en «ciertas caps as» 174. Entre
los que participaron en la decisión estaba el «Corregidor doctor Ortiz
de Zarate», que diez años antes había ordenado la segunda prisión de
Bemaldino Díaz y que puede estar relacionado con el «relator»
del mismo nombre que en Madrid redactó los cargos contra Alvaro
de Montalbán 175. En la segunda se le hizo otro pago de 340 marave­
díes por su participación en un pleito del gobierno contra un veci­
no 176. Otros que compartieron los honorarios con él fueron el bachi­
ller Alonso Martínez de Prado {posiblemente el mismo bachiller Mar­
tínez que enseñó gramática a su nieto en 1549)177 y un activo escri-

172 Orígenes, pág. 245. Este nombramiento particular fue hecho proba­
blemente con el consentimiento del arzobispo, don Juan Tavera, no habiendo
«sede bacante» en aquel tiempo. Durante este período, el ayuntamiento pre­
sidido por Rojas ordenó la siguiente norma para reducir la contaminación
del aire proveniente de los hornos de alfarería: «Dende el primero de mar^o
de cada anno, asta fin de set., den fuego a los fornos dende el anochezer para
que ardan toda la noche; esto conformándose a las ordenanzas antiguas y por
el danno que se faze a la saluz.» Según Akniro Robledo que descubrió y
reprodujo este reglamento, «La firma del bachiller Rojas es muy garabatosa
ya que apenas tiene letras». Al parecer, tal como Robledo lo interpreta, un
secretario firmó por él con la abreviatura «bachiller Ferd.*». Desgraciada­
mente, cuando estuve en Talavera no pude ver el original personalmente.
A l m i r o R o b l e d o , «Alcalde que dejó grandiosa huella», Municipalia, n. 170
(1967), pág. 950.
m Ver Cap. III, n. 32.
174 Tal como lo reproduce Robledo: «Este día los sobredichos señores
platicaron de como el bachiller Fernando de Rojas, becino desta, a ayuda e
ayuda sobre ciertas capsas desta dicha, como letrado y para su cuenta, ypor
gracia de lo que a de suplir en ello, le mandaron librar unducado.Firma:
E yo, Comes Mayordomo» (op. cit., pág. 950).
173 S e r r a n o y S a n z creyó que eran los mismos (pág. 269), pero es difícil
identificar a un «bachiller» que funcionaba como «relator»en Madrid en
1525 con el «corregidor doctor» de Talavera dos años más tarde.
176 «Iten, que dió y pagó por otro libramiento firmado de Alonso Bemal
e del dicho escribano trezientos e quarenta maravedís al dicho Francisco
Verdugo escribano, e al bachiller Alonso Martínez de Prado e al bachiller
Rojas e a Iohan Fanega de las costas de un proceso que se causó contra
Bartolomé Sanches (tachado) vecino del lugar. Su fecha a veynte y seys
días del dicho mes de mayo del dicho año». Tomado del Libro de Actas
de 1535 existente en el Archivo Municipal y estudiado por primera vez
por Valle Lersundi. Más tarde conseguí una fotografía, de la que se hizo la
transcripción arriba citada.
VLA-25.

— 456 —
baño local con el que trataba con frecuencia, Francisco Verdugo 116.
Además de estos servicios al concejo de que tenemos pruebas do­
cumentales, existen otros dos recuerdos más vagos de la prominencia
oficial de Rojas. Cosme Gómez va más allá de los pocos meses en
que hizo de alcalde tal como consta en los archivos fragmentarios y
afirma: «y aun hizo algunos años oficio de Alcalde Mayor» 179. Tam­
bién aquel mismo testigo de la probanza, Alonso Martínez, que re­
cordaba los muchos visitantes de la casa, le menciona a él y a su hijo
el licenciado Francisco como ostentando otros puestos y honores lo­
cales:
... e ansí mismo sabe que fueron alcaldes de la Hermandad, jurados e pro­
curadores generales de la dicha villa algunos años ynterpoladamente, por el
estado de los hijosdalgo, porque en la dicha villa se husa e acostumbra, que la
mitad de los dichos oficios de jurados e alcaldes de la Hermandad y fieles se
dan a los hijosdalgo, y la otra mitad a los que no lo son, y el oficio de pro­
curador general syempre se le dio a honbres hijosdalgo, y el padre y el agüelo
del que litiga syempre Ies vio tener y húsar los dichos oficios por el estado de
los hijosdalgo, y oyó decir por público y notorio e pública voz e fama que por
ser tales hijosdalgo no pagavan ni pagaron el dicho derecho del portaz­
gúelo... lg\

Aunque este testimonio probablemente exagera, no puede pasar­


se por alto. Sería razonable esperar que una persona que había sido
designado alcalde tuviera antes y después honores menores. La men­
ción del licenciado Francisco es asimismo significativa, ya que, como
demuestran las actas, también él fue alcalde un año después de la
muerte de su padre 141. De todo lo cual podemos concluir que una
parte importante de los negocios y asuntos profesionales de Rojas
era tratar con la camarilla municipal que —para decirlo sin querer
provocar a nadie— n o tenía prejuicios contra sus orígenes. Al menos
esta parte de la sociedad en la que sé movía profesionalmente no era
tan hostil como la que Sartre supone para un abogado judío en Francia.
Pero al mismo tiempo, como indica la lista de deudores dada en
el inventario, Rojas tenía que tratar también con una clientela distin­
ta y potencialmente más peligrosa. Diego Díaz, Pero Martín, Juan

!7e En el testamento aparece como «escribano» para tres «cartas de censo».


Aparece como agente de los Ayala en S a l a z a r y C a s t r o , doc. 2 3 , 8 3 2 .
179 Orígenes, p. 244. Ver supra, n. 10 de este capítulo.
180 Apéndice III. También mencionado por un testigo en la «probanza
de Indias», VLA 32.
181 A l m i r o R o b l e d o afirma que ba visto dctoimentos a este efecto, si
bien no los reproduce: «Localizamos en el Archivo Municipal que el licen­
ciado Francisco de Rojas Alvarez tomó posesión de Alcalde Mayor en 1542,
al año de morir su padre.» «La Muy Noble y Leal Ciudad de Talavera de
la Reina». Municipalia, n. 161 (1967), pág. 83. Tampoco pude verlos perso­
nalmente.

— 457 —
Alonso de Castro, Juan Martín del Lomo («vednos de Halía»), Pero
Sánchez Qa$o («vecino de Castilblanco»), Pero González Hidalgo
(«vecino de Ylíán de Vacas») y otros consignados en él son clara­
mente campesinos y propietarios modestos de la casta de cristianos
viejos. Eran éstos precisamente aquellos individuos cuyo rencor, como
en el caso de Diego de Oropesa, podía terminar fácilmente en denun­
cia. No obstante, no está nada claro el que Rojas compartiera el des­
dén hacia el campesino de sus compañeros de casta o que ellos por
su parte le miraran con odio como a un típico señorito converso que
vivía en la ciudad y prestaba dinero. No sólo no hay ningún indicio
de que fuera denunciado, sino que además su éxito profesional indi­
ca que debió ser muy hábil «en las mil danzas y pequeñas ceremo­
nias» de que habla Sartre. La buena disposición de los pecheros cris­
tianos viejos (los que no siendo hidalgos estaban «pactados» a pagar
ciertos impuestos o «pechos») de La Puebla y Talavera a testificar en
favor de la familia en las dos probanzas y el respeto con que recuer­
dan al bachiller y los suyos («hijodalgo notorio», «gente onrrada y
principal», de «aver tenydo oficio noble», «gente muy honrada»,
«abidos y tenidos como tales hijosdalgo») son significativos. Como
abogado, como prestamista, como hidalgo y como vecino, Rojas pare­
ce haber ganado la confianza y la estima no sólo de sus semejantes,
sino de un círculo mucho más amplio y mucho más humilde de cris­
tianos viejos.
¿Cómo consiguió Rojas su reputación, una reputación esencia]
tanto para su prosperidad como para su seguridad? La idea de Sartre
de la inocente hipocresía inherente a los «oficios de opinión» es in­
dudablemente una parte de la respuesta. Le podemos añadir nuestra
propia hipótesis de que el autor de La Celestina era un maestro en
el arte del autocamuflaje a que se veían obligados los conversos. Pero
estos hábitos del engaño diario, tomados en sí mismos, tienden a
simplificar demasiado la complejidad y la ambivalencia de las realida­
des humanas con las que intento tratar. Los cristianos viejos que
acudían en masa a los autos de fe y que literalmente daban culto a
los inquisidores (Montes los llama un «miserable populacho» que «se
postra en tierra» ante ellos)182 ya nos son conocidos. Son los mismos
públicos fanáticos violentos, exaltados y afirmativos que acudían en
masa en décadas posteriores a las comedias. Lo colectivo en este caso,
sin embargo, corresponde al ámbito del prejuicio y no a una verda­
dera conciencia mutua. Individualmente —y ésta era la manera con
que los conversos individuales conocían a sus vecinos— eran perso­
nas. Y entre personas que hablan el mismo lenguaje el afecto, la
simpatía y la confianza, son tan probables como la envidia, el rencor
y la sospecha.

IÍG M o n te s, A rtes, p. 156.

— 458 —
Había, naturalmente, muchas clases de relaciones positivas éntre­
los conversos educados y los simples cristianos viejos. Amador de
los Ríos describe al converso zaragozano Xímeno Gordo como una
especie de demagogo shakesperiano que agita las pasiones popula­
res en provecho político propio. O en el pueblo de El Viso (al otro
lado de Toledo), donde, siendo muchacho Rojas, un cura local y
médico ganó tal reputación de mago entre sus feligreses y enfermos
que en el lugar se seguía hablando de él y de sus poderes mágicos un
siglo después 18í. Y, en la misma Talavera, el bachiller Alonso de
Montenegro (presente en la conversación recogida por López Cortí-
dor) y su mujer se divirtieron con bromas bien estudiadas para sus
crédulos vecinos. A ambos, el fingir y engañar a los simples, les pa­
recía un pasatiempo estupendo 1SÍ.
En el caso de Rojas, sin embargo, parece apenas razonable ima­
ginarle tratando de explotar su inteligencia y su penetración de la
vida humana en beneficio de un interés político, de la admiración
popular, o de una carcajada falta de gusto. Más bien, pienso que
deberíamos imaginárnoslo dispensando favores y buenos consejos, o
prestando dinero a aquellos que se encontraban en apuros, y sin hacer
excesivos esfuerzos para recuperar el dinero cuando el deudor no pu­
diera hacer frente a sus pagos a tiempo. De hecho, el inventarío men­
ciona deudas no vencidas. Como demuestran ciertos procesos de la In­
quisición, este tipo de relación protectora y amistosa podía ayudar a
salvar a algunos conversos en sus horas de peligro. El bachiller Sana­
bria (abogado y alcalde de Almagro, cuyos exabruptos verbales com­
paramos a Jos de Alvaro de Montalbán) fue absuelto porque sus clien­
tes le defendieron como testigos ante el Santo Oficio. Les había
prestado dinero, había aconsejado gratuitamente a los perseguidos,
dando limosna a los pobres y, en general, se había portado como una
especie de funcionario intelectual y responsable. De igual manera,
el médico Juan López de Illescas, cuyas observaciones sobre la no
existencia de Dios han sido ya citadas, fue ayudado por el testimonio
de sus pacientes agradecidos 18:>.
En las actas de estos procesos no hay nada que indique que la
mutua confianza y el calor de la amistad fueran resultado de una
política calculada o solamente del desarrollo habitual de las ceremo­
nias adecuadas. Más bien, parecería ser fruto de años de trato diario,
183 En las Relaciones (III, 773-776) la leyenda de sus cuevas mágicas,
de sus espíritus familiares, de sus diagnósticos de enfermedades por medios
sobrenaturales, etc., está contada con tal detenimiento que lo único que pode­
mos concluir es que durante su estancia, sus simples parroquianos estaban
totalmente sometidos a sus brujerías. En esa localidad, que debía ser par­
ticularmente dada a la superstición, los relatores se acuerdan no sólo de este
cura, sino de otro que poseía las mismas artes.
Ver n. 155.
1*5 Ver Cap. II, n. 44.

— 459 —
de consultas, de negociaciones, de saludos y de intercambio de noti­
cias. Lo que hemos llamado el ámbito bidimensional de los negocios
puede profundizarse gradualmente, de la misma manera que las en­
tidades legales y compañías anónimas pueden ocasionalmente expre­
sar en su conducta la humanidad de sus directores. Sancho Panza y
Sosia antes que él (a diferencia de los grotescos y obscenos «villanos»
de Torres Naharro) tipifican en la literatura el respeto y el afecto
que la simplicidad, la honradez y la fidelidad de los cristianos viejos
campesinos pudieron inspirar a escritores cuyos espíritus eran bastan­
te más complejos y sofisticados que los suyos. No es mi intención,
por supuesto, retratar al bachiller viviendo en Talavera rodeado úni­
camente de un coro de admiradores fieles y sumisos. En cada clien­
tela hay de todo. Pero, por otro lado, no necesitamos ir al otro ex­
tremo y figurárnosle caminando siempre con miedo y temblor, rodea­
do constantemente de espías voluntarios al servicio del Santo Oficio.
Conoceríamos seguramente más sobre las actividades legales de
Rojas, de no estar ya jubilado en favor de su hijo en el momento de
su muerte. Contrariamente a su nieto el licenciado Fernando, cuyo
albacea hubo de rescatar de sus clientes deudas impagadas, no hay
indicación de actividad profesional reciente en el testamento ni en
el inventario l86. No obstante, hay dos hechos que sugieren que era
empleado como abogado y hombre de negocios por miembros emi­
nentes de la sociedad local. Uno de ellos era nada menos que el
secretario y canónigo de la colegiata de Talavera, don Pero Martínez
de Mariana. Este individuo (hermano del deán de quien dijimos ha­
bía sido padre natural de Juan de Mariana) había hecho un testamen­

156 En la «Sección de Reales Cartas Ejecutorías» del Archivo de la Real


Chancíllería (Leg. 971, n.° 36) el nieto de Rojas, Gar^í Ponce, actuando como
albacea de su difunto hermano, el licenciado Fernando, consiguió al realizar
su herencia el reconocimiento de una deuda de «diez y ocho mil maravedís
por todo el tiempo que el dicho licenciado Rojas ayudó [a un cliente] como
abogado en sus pleitos...». Garcí Ponce fue nombrado albacea en un codicilo
añadido al testamento del licenciado Fernando a 24 de Septiembre de 1594
(Archivo de Protocolos, Valladolid, Leg. 948, fols. 708-709). Del tenor del do­
cumento se desprende que, contrariamente a su abuelo, el licenciado Fernando
se daba cuenta que su fallecimiento inminente (murió dos días después, como
anota Gar^í Ponce en eu «Libro de memorias», VLA 25) no le daría tiempo
para dejar arreglados sus negocios. El arreglarlos constituía una verdadera tarea,
ya que su riqueza era considerable (suficiente para la fundación de un «ma­
yorazgo» el 15 de septiembre de 1594, VLA 34B) y su clientela numerosa y
muy bien situada. Entre los que aparecen en el «Libro de Memorias» están
la princesa de Eboli, varios otros miembros de la nobleza, la ciudad de Tala-
vera, el arzobispado de Sevilla y las tres órdenes militares de mayor categoría.
Según Valle Lersundi, su residencia habitual en Valladolid en la calle de
Francos (ahora Juan Mambrilla) sigue todavía en posesión de la familia. Otro
documento de última hora también en el Archivo de Protocolos es un poder
de procurador por parte de un hijo (Leg. 984, fols. 691-692).

— 460 —
to ante Rojas, cuya copia sigue en posesión de Valle Lersundi w . En
segundo lugar, el dinero que se le debía de la herencia de «el señor
Juan de A ya la» (unos 16.000 maravedíes) no representaban présta­
mos vencidos, sino tres libramientos impagados. Puesto que esto
significa concretamente órdenes de pago dadas a un administrador o
representante financiero, sólo podemos concluir que al menos duran*
te un tiempo Rojas actuó como abogado de Aya la y también como su
mayordomo. El hecho de haber sido enterrado en el convento de la
Madre de Dios confirma esa relación, ya que había sido construido
en 1517 con el patronazgo de un miembro de la familia, doña María
de Ayala, monja que fue enterrada allí más tarde 1S8. Los servicios
prestados fueron sin duda un factor a la hora de hacer estos arreglos
funerarios, que al mismo tiempo eran difíciles y social mente indispen­
sables para una persona de la posición de Rojas.
Un resultado probable de tan altas relaciones fue la oposición
coronada por el éxito que Rojas hizo a la confiscación de la mitad de
su dote por parte del Santo Oficio. Como sabemos por los do­
cumentos de Serrano y Sanz, el 21 de noviembre de 1525 fue sen­
tenciado Alvaro de Montalbán (tres días después del fallo) a prisión
y a sufrir la confiscación de todo el dinero y propiedades adquiridos
desde 1480. A resultas de lo cual, a Rojas y su cuñado, el aposenta­
dor Pedro de Montalbán (que se había casado con una hermana de
Leonor, Constanza Núñez), les fueron confiscados la mitad de sus
respectivas dotes, según los documentos recientemente descubiertos
por A. Redondo ]89. La cifra mencionada para Rojas de «quarenta mil
maravedís de la mitad de la dote» corresponden exactamente a la
suma de los 80.000 mencionados varias veces en los documentos
Valle Lersundi. En cualquier caso, lo que sorprende no es el hecho
de la confiscación (práctica común, como hemos visto), sino la reac­
ción de Rojas a la misma. En vez de entregar mansamente el dinero,
trató de evitar el pago y, aunque sus esfuerzos iniciales fallaron (en
1527 «fue confirmada la sentencia»), en definitiva, o ganó su causa
o consiguió se le restituyera la suma. Esta fue la buena fortuna de
Pero de Montalbán que en 1532 no sólo recobró su dinero, sino que
además percibió los intereses. Por lo que se refiere a Rojas, cuyos
80.000 maravedíes seguían intactos en el momento de su muerte ^ es
difícil imaginárnoslo tomando una resolución tan firme sin estar
seguro de una poderosa ayuda exterior.

157 He visto el documento, pero su importancia en relación a la repu­


tación legal de Rojas fue percibida primero por Almiro Robledo, «Alcalde
que dejó grandiosa huella», p. 497.
i® Ver n. 143. ,
189 «Fernando de Rojas et Tlnquisition», Mélanges de la Casa de Veláz-
quez, 1965, II, 345-347.
190 Lo afirma concretamente Rojas en el testamento.

— 461 —
Que Rojas traspasó su clientela al licenciado Francisco (venido
-de Salamanca con su nuevo grado y recientemente casado con su
prima, Catalina Alvarez de Avila) se prueba por la donación de «sus
libros de derechos e leyes» a este último. Viviera o no en su casa,
parece que el licenciado se -hizo cargo de la clientela de su padre du­
rante algún tiempo en el mismo despacho antes y después de 1541 191.
La misma biblioteca, de unos cuarenta y cuatro tomos, la considera
Luis G. de Valdeavellano una buena colección de trabajo que indica
no sólo lo que el bachiller había aprendido en Salamanca, sino tam­
bién el desarrollo profesional a lo largo de los años. Como puede
verse en el Apéndice IV, si muchos de los libros datan de los años 70,
80 y 90, un apredable número de los mismos fueron comprados du­
rante los años vividos en Talavera. En general, no desmerece de la
biblioteca del célebre jurista toledano (ejecutado en la hoguera en
1486) doctor Alonso Cota m . Como colección, no contradice nuestra
conjetura de que Rojas fue un experto abogado de su «facultad» y
cuya conducta profesional se basaba en el profundo respeto a la ley
(aunque no a todos los abogados) que hemos observado en La C eles­
tina.
Profesionalismo aparte, puede haber existido otro motivo más
hondo de la profunda estima de Rojas por su disciplina. Como escri­
tor temáticamente interesado con el tiempo y el cambio, probable­
mente estaba de acuerdo con Pedro Mártir, quien exaltaba el derecho
como antídoto racional de la mutabilidad m . En lugar de la evasión
(la vida tranquila de la bien ordenada domesticidad de Talavera) ha­
bía aquí una forma tradicional de contraataque. Es decir, en la medi­
da en que una biblioteca de Derecho podía ayudar a resolver los miles
de problemas de. la existencia humana, constituía asimismo la única
arma eficaz del hombre contra el estado de cosas descrito por Petrar­
ca y ejemplificado en La Celestina, El combate legal contra el caos
de la historia —Rojas sería el primero en afirmarlo— no puede ga­
narse, pero eso no le libra del deber de entregarse a él con diligencia
y conciencia. Ser un abogado competente en Talavera en vez de ser
un exiliado, un rebelde o un mártir, suponía no sólo prudencia, sino
una clase especial de heroísmo.
191 Según el «Libro de memorias» del licenciado Femando, su padre fue
nombrado juez de Llerena el año de 1546, volviendo después a ejercer de
abogado en Talavera. Que tuviera menos éxito profesional que su padre (el
bachiller) o que sus hijos, resulta claro por el hecho ya observado de que uno
de los documentos de hidalguía conservados en la familia revela que apeló
al fuero de hidalguía para evitar la prisión pedida por sus acreedores. Ver
Cap. III, n. 83.
192 A. J. B a t t i s t e s s a , «Biblioteca de un jurisconsulto toledano», RABM,
XLVI (1925), 342-351. La comparación de las dos bibliotecas está basada en
la consulta con el profesor Valdeavellano.
193 Ver su carta adulatoria al Dr. Villasandino, Epistolario, II, 103-105.

— 462 —
Si nuestro conocimiento de la clientela legal de Rojas es limita­
do, tenemos la compensación parcial de una información detallada
sobre sus inversiones y su posición económica. A la hora de su muer­
te, su riqueza total (o al menos la parte de la misma que se registró
públicamente) llegaba a la suma de algo menos de 400.000 marave­
díes l94, y de esta cantidad, como un tercio (119.500) lo formaban
hipotecas sobre tierras. Esta era, por supuesto, la forma más común
de invertir dinero en aquel tiempo 19S. Incluso Sancho Panza ingenuo,
desde el punto de vista económico —además de su futura ínsula—
sueña con tener una cartera de censos lucrativos si llega a encontrar
una segunda talega de doblones. El interés cargado por Rojas no era
usurario (invariablemente 8,3 u 8,4 por ciento) y ascendía en 1541 a
10.572 maravedíes al año. Con todo, esta cantidad, combinada con
los procedimientos de préstamo de prendas 196, rentas de la propiedad
rural y honorarios de su profesión, ascendía probablemente a un total
de 30 ó 40.000 maravedíes durante sus más activos años de trabajo.
Que todo esto proporcionó un razonable confort burgués y seguridad
(a pesar de la inflación galopante del tiempo)197 lo podemos deducir
de algunos salarios típicos. En 1538, un alguacil de Salamanca ga­
naba 10.000 maravedíes 193, mientras que los profesores de gramática
percibían el doble de esta cantidad m . En Sevilla, en 1557, el padre
de Mateo Alemán recibió la miserable suma de 12.000 maravedíes
como médico de la prisión suma que se puede comparar con los
100.000 que tenían asignados los inquisidores en 1541 201. ¿Qué sig­
nifican estos números? En cuanto yo alcanzo a ver, no existe una for­
ma totalmente satisfactoria de traducirlos a sus equivalentes moder­
nos 20C, pero es claro al menos que la familia Rojas era una familia
m La «partida de bienes» entre los herederos de Rojas hecha en 1541
arroja la cifra de 396.510 maravedís (VLA 24). Sin embargo, como sospecha­
mos anteriormente, pudo haber habido posesiones ocultas, incluidas las propie­
dades de La Puebla. Ver Cap. V, n. 126.
195 Ver C a r a n d e , I, 75.
196 Alonso de Ercilla estaba entregado también a esta ocupación en mayor
escala, como sabemos por M e d i n a , p. 180. Probablemente el interés exigido
p a r a tales préstamos era mayor que el de los censos. C a r o B a r o j a ( I , 7 1 )
afirma que las cargas normales para estos últimos eran normalmente del 6-7 % ,
pero podían llegar hasta el diez.
197 Ver C a r a n d e , I , 244-245. Estima una subida de precios en más del
50 % entre 1518 y 1530 y añade que la curva va subiendo hasta 1540.
198 E s f e r a b é A r t e a g a , I, 334. _
l" R , E s p i n o s a M a e s o , «El maestro Fernán Pérez de Oliva en Salaman­
ca», BRAE, X III (1926), 457. Fue sólo en 1529 cuando Pérez de Oliva, ac­
tuando como rector, pudo nombrar dos profesores de esa materia.
200 G . A l v a r e z , Mateo Alemán, Buenos Aires, 1953, p . 39.
mi L e a , II, 2 5 1 . . ,
Es posible determinar, como lo hace E. J . H a m i lT o n {The History of
Money and Pnces tn Andalusia: 1503-1660, tesis de Harvard, 1 9 2 9 ) , que en
1 5 3 9 dos libras de carne de vaca podían costar a la familia de Rojas unos

— 463 —
acomodada en el sentido de que ganaba sustancialmente más de lo que
necesitaba gastar. El bachiller no tuvo tanto éxito en los negocios como
su nieto el abogado de la Real Chancillería que fundó un mayorazgo,
pero dentro de las más modestas posibilidades ofrecidas por Talavera,
su acumulación de capital era económicamente respetable. Como
consecuencia, podíii prestar sin interés a Isabel Núñez, su cuñada viu­
da, la suma considerable de 44 ducados «que se los prestó el dicho
señor bachiller de su mano a la suya» 203. Y al morir tenía la satisfac­
ción no sólo de haber triunfado en su profesión, sino de saber que
su mujer e hijos vivirían sin apremiantes necesidades.

« E l s e ñ o r b a c h i l l e r H e r n a n d o d e R o j a s q u e en
GLORIA SEA»

No deja de ser irónico el que sepamos más sobre las circunstan­


cias de la muerte de Rojas que sobre las de su vida. No puede deter­
minarse, por supuesto, la naturaleza de su última enfermedad, pero
de la afirmación del testamento en que se dice que fue redactado es­
tando «enfermo del cuerpo y sano de la memoria», parecería que fue
de ese tipo de enfermedades que le permitieron prever el fin sin terri­
ble agonía, ni coma y alucinación prolongados. Y cuando miraba de
cara a la muerte el 3 de abril de 1541, oímos un posible eco de ese
«yo» joven que en la «Carta &un su amigo» había mirado de cara
al amor:
Yo el bachiller Fernando de Rojas, vesino e morador que soy en la noble
villa de Talavera, estando enfermo del cuerpo e sano de la memoria y estando
como estoy en my seso y entendimiento natural tal qual Dios nuestro Señor,
por su santa e infinita bondad le plugo de me dar, temyendome de la muerte*
ques cosa natural de la qual ninguna persona puede buyr ny escapar... 204.

11 maravedís, una piel de cuero unos 72, etc. (II, 394). Pero tales precios
hay que juzgarlos en función de la gama completa de bienes existentes en el
mercado, así como de las necesidades probables y gastos necesarios de una
familia típica de entonces. Esto es lo que hace que las comparaciones de la
posición económica de Rojas con la de un abogado próspero, digamos de Má­
laga ahora, aparezcan dudosas.
203 A este acto de delicadeza se alude en el testamento: «Yten quarenta
y quatro ducados que deve la de Alonso Rodríguez de Palma, biuda, vecina
de Toledo, que se los prestó el dicho señor bachiller de su mano a la suya»
(p. 3 8 1 ) . Esta mujer queda identificada como hija suya por Alvaro de Montal­
bán: «Ysabel Núñez, muger de Alonso Rodríguez de Palma que biue en Va­
lencia» (S e r r a n o y . S anz , p, 2 6 3 ) . A l realizar el caudal hereditario, los here­
deros (al parecer menos caritativos que el bachiller) enviaron a Alonso Martín,
el marido de su criada, Juana de Torres (VLA 1 8 ) , a Toledo a hacerse cargo
de la deuda. S u sueldo y dietas de viaje ascendieron a siete reales y medio
(VLA 2 4 ) .
a» VL II, pp. 366-368.

— 464
Lina vez más encontramos la misma mente racional consciente de sí
misma que hacía tantos años se había observado a sí mismo como ca­
zador terrestre y aéreo de la verdad. Debajo de la fraseología al uso,
intuimos la presencia de un espíritu con temple.
La escena que acompañaba el dictado mortal que acabamos de
escuchar, no es difícil de imaginar. En torno al moribundo, lo mismo
que alrededor de la cama de don Alonso Quijano el Bueno, estaba la
familia, su servidumbre, dos escribanos y los testigos legales indis­
pensables. No era infrecuente en los siglos xvi y x v i i diferir la pre­
paración del testamento hasta el último momento. Entonces, con gran
solemnidad, cuando las glorias del otro mundo estaban ya casi a la
vista del testador, podía disponer de los bienes acumulados en éste.
La partición parcialmente obligatoria de la hacienda entre los miem­
bros de la familia según el Derecho Romano (la mitad a la esposa su­
perviviente, una parte más importante al hijo primogénito, etc.) pare­
ce haber hecho menos necesario que en derecho anglosajón el ade­
lantarse a la posibilidad de un muerte repentina. Lo cual equivale
a decir en esencia que la última redacción semipública del testamento
podía considerarse tanto un rito de transición como una operación
legal. Lo mismo que la última confesión y la extremaunción (que sin
duda Rojas exigía con insistencia), formaba parte de la ceremonia de
la despedida final. Y, como todas las ceremonias, se realizaba en com­
pañía de otros. La única cosa que Rojas hubo de evitar fue el deseo
de volver su cara a la pared y entregar su espíritu en la soledad, según
la costumbre de sus antepasados. En repetidos casos, la Inquisición
había quemado los restos y expropiado la herencia de individuos acu­
sados de haber muerto en esa postura.
Además de Leonor Alvarez, los hijos y las criadas, junto a la cama
de Rojas encontramos algunos nombres conocidos: Andrés Dávyla, el
escribano que después redactó la renuncia de Juan de Montemayor a
su parte de los bienes a cambio de una suma fija antes de partir para
las Indias en 1542; Francisco Dávyla, un notario que anterior­
mente había testimoniado a favor de Abrahán García; Alonso Or-
tiz, que era probablemente uno de los jurados municipales menciona­
dos Cosme Gómez por haber apoyado la causa real contra los comu­
neros 205; y finalmente el escribano público, favorito del bachiller,
Juan de Arévalo, que certificó el documento Otros dos testigos,

“ Ver n. 144. . . .
204 Consignó cierto número de censos relacionados en el inventario y,
aparte de su empleo por Rojas, se han conservado otros indicios de su actividad
profesional. Ver, por ejemplo, Clemente V i l l a s a n t e , «Alcaudete de la Jara»,
BRAH, XC (1927), 157, para su inventario de bienes donado a la iglesia local.
Que la familia había sido influyente en los medios oficiales durante mucho
tiempo queda demostrado por la existencia de otro Juan de Arévalo que actuó
como procurador en 1476. Ver F i t a , citado en la n. 152.

— 465 —
30
Pedro Rosado y Juan Bravo, son inidentificables. Y tampoco conoce­
mos nada sobre Gonzalo de Salcedo que, como albacea y probable­
mente amigo profesional de confianza, pudo haber estado también
presente. Todos éstos estaban dispuestos a certificar —en caso de que
la veracidad o la piedad de la última ceremonia pública de Rojas
hubiera sido cuestionada por los chismosos— que había cumplido su
papel con ortodoxia irreprochable según la ley y la religión.
Se han hecho naturalmente algunos intentos para interpretar el
lenguaje y mandas religiosos como pruebas de que, cualquiera que
sea su origen, Rojas era (o llegó a ser con los años) un indudable cre­
yente en «la Santa Madre Yglesia». ¿Cómo explicar de otro modo,
se ha preguntado, el entierro en un convento, las reiteradas afirma­
ciones de fe («creyendo como creo firmemente en la Santísima Tryni-
dad... en la qual fee y creencia protesto de bivir e morir»), el bas­
tante caro «abito del señor San Francisco» que fue su sudario 207, los
legados a los monasterios e iglesias locales, o los 2.000 maravedíes
que se habían de distribuir en limosnas a «las personas pobres e
vergonzantes» por el mayordomo de la institución que le ofreció su
último asilo?
Aparte de la costumbre, caben dos respuestas a esta pregunta
múltiple. La primera es que la sepultura cristiana certificada en una
institución religiosa (como en el caso del supuesto padre de Rojas
Garcí González) era de máxima importancia social para estos inse­
guros hidalgos. El luminoso ensayo de Francisco Márquez sobre el
trasfondo económico de las «fundaciones» de Santa Teresa ilustra
este hecho sin lugar a ulterior disputa. Mucho del dinero era donado
por los conversos que no podían comprar sus nichos en las criptas,
capillas, conventos o iglesias establecidos 203. De lo cual podemos cole­
gir que Rojas, también, en 1517 había contribuido con admirable
previsión a la construcción monástica de los Ayala. La segunda res­
puesta es que en algunos casos (por ejemplo, el de Ysabel Rodríguez,
condenada después de muerta por una indiscreción momentánea se­
mejante a la de Alvaro de Montalbán) 209, legados similares eran
empleados por los herederos para probar la ortodoxia de sus parien­

m Costó 600 maravedís y fue descrito como «espléndido» por el médico


que lo examinó del Laboratorio de Medicina Legal de Madrid sobre la base
de los pocos fragmentos que se encontraron con los restos de Rojas {ver n. 216).
Sin embargo, esta suma era poca si la comparamos con otros gastos del fune­
ral, que incluían mil maravedís al «Cabildo» para el cortejo, 400 a la Cofradía
de la Caridad que acompañó al féretro; casi 2.000 por las «hachas de cera»,
así como mayores cantidades aún para las misas que se piden en el testamento.
Sin catalogar y al parecer empleado como señal de página, el recibo del hábito
(firmado el 19 de junio de 1491 por una tal Ana López) fue encontrado en los
Archivos de Rojas por Valle Lersundi.
208 «Santa Teresa y el linaje», Espiritualidad y literatura, pp. 141-205.
^ Ver Cap. II, n. 47.

— 466 —
tes, y de esta manera proteger sus herencias de la expropiación pos-
m orí en¿ por la Inquisición, Se ha de notar en relación con esto que
el licenciado Fernando conservaba también el testamento redactado
en parecidos términos de su tía soltera, Juana, que murió en 1557 210.
Al parecer, Leonor Alvarez no tuvo oportunidad de preparar esta
salvaguardia para sus hijos antes de su muerte.
Es imposible determinar la fecha exacta y el tiempo de la muerte
de Rojas, pero probablemente las honras fúnebres terminaron hacia
el 8 de abril, cuando se comenzó el inventario. Por lo que se refiere
a su tumba, podemos aceptar la opinión de Luis Careaga de que, en
contraste con la monumentalidad tan cultivada por sus paisanos de
Talavera, Rojas eligió un lugar de descanso notablemente modesto215.
El nuevo convento de la Madre de Dios no sólo carecía de historia
ilustre, sino que además era de construcción sencilla y sin pretensio­
nes, cual convenía a las «pobres y humildes monjas» que lo habita­
ban. Otras familias más prominentes (y menos «manchadas») prefe­
rían descansar en los grandiosos edificios religiosos que abundaban en
la ciudad, pero los Rojas evitaron escrupulosamente toda ostentación
externa. Es típico el que, cuando Juana preparaba su propio sepulcro,
ordenara que fuese «el más humilde que estaba todavía por ocupar
en la nave trasera» de la iglesia de su parroquia.
Tales disposiciones para la muerte corresponden a la vida de fa­
milia que les había precedido. El hogar era seguro, cómodo e incluso
abundante. Las sábanas de lino estaban bien guardadas; las tinajas,
llenas hasta el borde; las cuentas, en orden, y las dieciséis horas del
día serenamente reguladas. Pero lo que claramente estaba de más era
«la presunción de soberbia», al amor al lujo y a los vestidos finos, la
sed de «muy gran riqueza y vanagloria», la «empinación y lozanía»
por la que los cristianos viejos criticaban a sus vecinos conversos2i'.
O había que tratar de dominar la sociedad circundante (como los
Franco, los Rojas de Escalona o los Montalbán de Madrid con su
suntuosa capilla privada) o de lo contrario había que apartarse de sus
ojos con una coloración protectora. Y esto último es lo que eligió
Rojas.

VLA 18.
211 C areaga, Investigaciones, diado Cap. III, n. 2 0 . «Hacia 1541, el Mo­
nasterio de la Madre de Dios carecía de historia y de tradición, estaba habi­
tado por monjas pobres y humildes, y seguramente presentaba poco o ningún
aliciente a las familias encumbradas de la villa, como lugar destinado a recoger
sus restos mortales después de la muerte...» (p. 4). _
212 Esta descripción frecuentemente citada está tomada de la Historia de
ios Reyes Católicos, de A n d ré s B ern áld e z (el llamado «Cura de los Pala­
cios), ed. M. Gómez Moreno y J. de M. Carriazo, Madrid, 1962, p. 95. Allí
encontramos todas las acusaciones acostumbradas de las prácticas secretas ju­
días junto con el comentario ya citado: « ...n o eran judíos ni cristianos...
más eran ereges e sín ley...». Ver Cap. IV, n. 84.

— 467 —
Así, tal como se desprende del inventario, ía casa predice la tum­
ba. Allí había lo necesario, pero la falta de guardarropa superfluo
para marido y m ujer213, y el servicio de mesa limitado a siete cucha­
ras de plata, indican la estudiada falta de ostentación. Quizá lo más
significativo de todo sea la pobreza de joyas de Leonor Alvarez, cuyo
valor total ascendía únicamente a seis reales y diez maravedíes. No
eran para llevar un público «una lanternica de oro para la toca» o
«dos sortijas de oro» y «tres prendedericos de la toca de oro» con­
signados en otra parte como de valor y probablemente adquiridos
como prenda2H. De la misma manera, el bachiller llevó tan sólo a la
tumba su acostumbrado «medallón» al pecho y un «pequeño alfiler
de oro». Tanto en vida como en muerte, siguió el consejo de la Pru­
dencia al final de La visión deleitable:
El que quiere ser prudente ha menester que no sea solitario, mas que sea
conforme al tiempo et a la gente, ca en otra manera verná a murmuración et
a perseguirlo et aborrecerlo; e si no se pudiere con toda gente conformar el
corazón, conforme la cara si la plática es necesaria 215.

En su testamento, Femando de Rojas, lo mismo que Fran^ois


Villon antes que él, y según la invariable costumbre de aquellos
tiempos, legó su «cuerpo a la tierra donde fue formado». Pero en
la primavera de 1936, esta manda fue revocada por el acta de ex­
humación. Por el lugar y por los pobres restos de huesos y vestido,
la identidad quedó establecida por encima de toda duda razonable.
El examen ulterior reveló que era hombre de buena estatura y que.
contrariamente a Cervantes, sus dientes estaban en perfectas condi­
*
ciones .

20 Sólo nueve vestidos, la mayor parte de eüos descritos como usados,


quedan registrados para ambos.
*14 Están relacionados con su peso en el inventario inmediatamente des­
pués de «el pesito de o to » , instrumento esencial para tasar la s joyas toma­
das a empeño.
™ p! 388.
214 A l m i r o R o b l e d o ha tenido la amabilidad de proporcionarme una fo­
tocopia de «La ciencia en el descubrimiento de los restos del autor de La
Celestina», Aurora, 31 de mayo de 1936. Consiste en una entrevista de Julio
Angulo con los Doctores González Bern.tl y Aznar (no se dan las iniciales
o los nombres), profesores de la Escuela de Medicina Legal, que examinaron
los restos. Suyas son las dos afirmaciones hechas más arriba. La estatura de
Rojas se estima en un metro setenta centímetros. Su perfección dental, ob­
servan, es común entre los talaveranos, aunque no pueden explicarlo. El flúor
natural del agua potable parecería hoy una causa probable.

— 468 —
APENDICES
APENDICE I

PROBANZAS Y EXPEDIENTES

Dado que muchos de los hechos a los que se alude en los capí­
tulos precedentes se encuentran en las probanzas d e hidalguía y los
ex ped ien tes d e limpieza d e sangre, puede ser útil a los lectores no
familiarizados con tales documentos incluir aquí algunas observacio­
nes generales relativas a los mismos. Por desgracia, no se han hecho,
que yo sepa, estudios técnicos exhaustivos (que combinen las con­
sideraciones legales, sociológicas e históricas) de este casi aplastante
cuerpo de documentos heredados del pasado español. El estudio de­
finitivo de Albert Sicroff de la discriminación contra los que tenían
antepasados conversos nos proporciona un conocimiento esencial rela­
tivo a la situación humana que fue responsable de la investigación
maníaca de la genealogía así como —naturalmente— Ve la edad
conflictiva, de A, Castro. Y F. Mendizábal, en un breve artículo
sobre «La Real Chancillería de Valladolid», da útiles explicaciones
del procedimiento y terminología legales de su colección de proban­
zas 2. Pero lo que se echa de menos es una ojeada de conjunto a los
documentos mismos, sus diversos propósitos, sus métodos varios de
reunir información y su resultante credibilidad histórica.
Está bien que ciertos españoles e hispanoamericanos vanidosos
y preocupados por su linaje (son los que principalmente consultan
tales archivos hoy en día) crean que esas probanzas les ha de propor­
cionar una certificación incontrovertible de su alcurnia. Es una forma
inocente de autoengaño. Pero, como hemos visto, cualquiera que bus­
que en ellas la verdad sobre Fernando de Rojas y su familia tiene que

1 Les coniroverses des statuts de «pureíé de sang» en Espagtie du XV*


au XVIT siécle, París, 1960.
2 Hidalguía, 1 (1953), 305-335.

— 471 —
ser más exigente y escéptico. El conocimiento de las circunstancias
legales y humanas de cada pleito y la habilidad para leer entre líneas
son esenciales \ Como investigador de textos literarios y no de histo­
ria legal, ciertamente estoy mejor preparado para hacer lo segundo
que lo primero, pero he leído buen número de estos documentos y
he llegado a algunas conclusiones sobre los mismos.
De entrada, es esencial hacer una distinción entre investigaciones
de hidalguía e investigaciones de limpieza. Las probanzas legales
como la amañada por el licenciado Fernando (la que se reproduce en
el Apéndice III es un ejemplo) pueden en este sentido colocarse
aparte de la certificación de la ascendencia sin mancha por los cuatro
costados que era necesaria para la admisión de instituciones sociales
restringidas y semioficiales, tales como las órdenes militares, los cole­
gios residenciales universitarios, los calbídos de las catedrales impor­
tantes, las cofradías e incluso ciertos gremios. Precisamente porque la
hidalguía no sólo era una categoría social sino que estaba sujeta a una
definición legal (los hidalgos estaban exentos de ciertos impuestos y
de ciertas formas de encarcelamiento, y tenían el derecho a ejercer de­
terminados cargos), los poseedores y candidatos a ese fuero no eran
interrogados acerca de su sangre. Identificar la España de Rojas con
la Alemania de Hitler sería un craso error. Ser converso era social-
menté difícil y a veces angustioso, pero no era ilegal.
Es cierto, naturalmente (como en el caso de los Franco) que una
ascendencia exclusiva o preponderantemente judía podía privar de
todo derecho a la hidalguía, sobre todo si había abuelos reconciliados.
Pero, al mismo tiempo, el objeto de la investigación era establecer
que la condición de hidalgo la había mantenido la familia durante
cuatro generaciones y no establecer una genealogía exhaustiva. La
posesión de fincas, el matrimonio legal, la legitimidad del nacimien­
to y el reconocimiento de los privilegios tradicionales por los veci­
nos y la comunidad era lo que estaba en cuestión, más que la sos­
pecha de la «mancha». No era necesario inquirir el linaje materno
(con frecuencia el más dudoso), resultando de ello que la mayoría
de los conversos que lo solicitaban tenían poca dificultad en tapar
los descubrimientos comprometedores. Y aun cuando éstos se pro­
dujeran (como en el caso de los Cepeda)4, el solicitante podía to­
davía, si era lo bastante influyente, conseguir la deseada ejecutoria.
3 Aun suponiendo que la hidalguía requiriese un genuino pasado de
cristiano viejo (que claramente no lo exigía) sería totalmente inadecuado afir*
mar sobre la base de la probanza que Rojas no era converso, como lo hizo
C ejado r , quien al parecer vio el ejemplar de Valle Lersundi: «El bachiller
Hernando de Rojas, verdadero autor de La Celestina», Revista Crítica Hispano-
Amerícana, II (1916), 85-86. Como j-a hemos visto, el perjurio y la falsifica­
ción son ingredientes de este y otros documentos.
* Ver Homero S e r ís , «Nueva genealogía de Santa Teresa», NRJFH, X,
1 9 5 6 , y N. A lo n so C o r t é s , «Pleitos de los Cepeda», BRAE, 1 9 4 6 , p. 9 1 .

— 472
Lo que sucedió a los Franco (desgraciadamente para ellos, afortu­
nadamente para nosotros) parece haber sido bastante excepcional.
Lo único que podemos concluir, pues, es que un Pero de Montal-
ban, un Alonso Quijano, o esos individuos ufanos de su hidalguía
en las comedias de Lope, pero desdeñados por sus vecinos peche­
ros, eran en efecto hidalgos. Algunos de los más recientes pue­
den no haber tenido gran confianza en sus pretensiones, particu­
larmente en el momento cuando sus amaestrados pero posible­
mente traicioneros testigos, hacían sus declaraciones (la decisión del
licenciado Fernando de no llevar hasta el fin su litigio lo demues­
tra) 5,^pero una vez que la certificación estaba hecha, eran lo que eran.
Quizás era resultado de perjurio6; quizás sus fortunas no venían de
tierras ancestrales sino de antepasados arrendadores o traperos; pero
ya eran hidalgos de ley —así como Sem Tob creía ser de «natura».
No todas las probanzas eran dirigidas a conseguir un estado de­
tras del cual se podía esconder el linaje converso. A medida que Es­
paña iba dejando atrás su pasado medieval y oral y entraba en una
nueva era burocrática de reglamentación y documentación fue inevi­
table que el problema legal de si uno era hidalgo o pechero tendría
que resolverse por escrito y en pergamino. Particularmente al prin­
cipio, muchos pleitos se originaron de desavenencias reales. Por
ejemplo, vecinos enemigos podían incitar a los funcionarios muni­
cipales a incluir a un hidalgo no simpático en las listas de impues­
tos, a fin de fastidiarle. También se dio el caso de que un individuo,
después de haberse visto obligado a dejar su hacienda en el norte,
pasando a una nueva situación en las provincias del sur o en las In­
dias, se encontró con que sus derechos sobre su pasado eran pues­
tos en duda. Cuando ocurrían tales disputas, había que seguir los
procedimientos legales, se aducían argumentos por ambas partes y
se llegaba a una decisión por parte de la Chancillería. En otros ca­
sos, sin embargo, es claro que los acosados conversos veían en estos
nuevos trámites (la primeza probanza registrada fue la de Pedro de
la Caballería en 1447) una forma de resolver sus dificultades socia­
les. Como insinuamos antes, parece un golpe de genio del licenciado
Fernando, siendo joven abogado, haber reconocido en su momento
justo esta necesidad y oportunidad.
5 Esto no se temía en muchos otros casos. Ver, por ejemplo, las proban­
zas de los Cepeda o la de los antepasados de Jorge Guillen, con las que he
disfrutado de modo particular leyéndolas en eí ejemplar de la familia. Ver
R i v a , V II, 165. La prudencia del licenciado Fernando, podemos concluir, era
tan excepcional como justificada.
6 Un caso curiosamente paralelo al de Rojas nos lo ofrece la probanza de
los descendientes de otro famoso abogado converso de su tiempo, el Dr. Alonso
Díaz de Montalvo, que entre otras cosas se había atrevido a componer una
fuerte defensa de «nuestro linaje»-. Ve*" Fermín C a b a l l e r o , Noticia de h
vida, carga y escritos del doctor Alonso Díaz de Montalvo, Madrid, 1873.

— 473
No quisiera dar a entender, naturalmente, que estas dos clases
de probanzas eran rígidamente categóricas. Entre los advenedizos
como los Franco y los auténticos hidalgos de pueblo cuyas reclama­
ciones podían ponerse en duda (tales como el tercer amo del Lazarillo
o don Mendo en El alcalde d e Zalamea) hay una serie de situaciones
intermedias. Y en cada caso, una lectura cuidadosa del testimonio
ha de revelar las proporciones de verdad y mentira. Pienso, por
ejemplo, en la probanza de los Cepeda, algunos de cuyos antepa­
sados parecen haber tenido una genuina pretensión a la hidalguía,
o en los otros Rojas de La Puebla que habían ocupado cargos ele­
vados y hasta militares a pesar de nuestras sospechas sobre su
origen. El problema consiste en que (admitiendo las infinitas grada­
ciones de las reclamaciones individuales) en cada caso hay que tomar
en cuenta y sopesar los dos motivos, el uno resultado del cambio
histórico y el otro de la persecución social. En todo caso los dos —en
conjunto— han dejado en las Chandllerías de Valladolid y de Gra­
nada una extraordinaria cantidad de documentación histórica.
Más apremiantes en sus interrogatorios, pero menos costosos en
su tramitación, eran los certificados de limpieza exigidos para la emi­
gración a Indias. El número extraordinario de conversos conocidos
como tales por todo el mundo que consiguieron tramitar su certifica­
ción de limpieza para salir de España hacia las nuevas colonias indica la
relativa facilidad para conseguir el permiso. La razón es sencilla. Lo
mismo que en el caso del certificado conseguido por el licenciado Fer­
nando y sus hermanos, en lugar de la oposición de un fiscal, los cues­
tionarios pro forma eran normalmente examinados únicamente por
funcionarios municipales que probablemente eran también sospecho­
sos del mismo achaque. Tales examinadores podían estar inclinados a
pasar por alto el testimonio levemente dudoso o negativo. No obs­
tante, contrariamente a las probanzas de hidalguía, numerosos testi­
gos de los lugares de origen de los solicitantes eran preguntados sobre
el linaje materno y concretamente sobre su limpieza. Para escapar a
América, en otras palabras, los conversos como Mateo Alemán7, el
hijo de Rojas, Juan de Montemayor, y sus nietos (que no emigraron)
tuvieron que acudir a amigos y conocidos, especialmente cristianos
viejos campesinos que pudieran ser comprados u obligados a mentir.
El perjurio era, en efecto, frecuente e, tal como queda testificado
7 Ver J. G e st o so y P érez , Nuevos dalos para ilustrar las biografías del
Maestro Juan de Mal hara y de Mateo Alemán, Sevilla, 1896.
8 Sobre la frecuencia del soborno y el perjurio, ver en general (los do­
cumentos aquí empleados ofrecen ejemplos concretos), C a r o B a r o ja , I I ,
323 ss.; S ic r o f f , p. 189, y D o m ín g u e z O r t iz , pp. 73 ss. Este último cita
a Roco C a m p o f r í o : «la honra y reputación de toda la nobleza... estriba tan
solamente en las deposiciones y dichos de los hombres más viejos de cada
lugar, que {ttt in plurimum) son sastres, zapateros, curtidores y la hez del
pueblo, y los más de ellos tan pobres y miserables que con quatro reales y

— 474 —
de manera directa por escritores de la época e indirectamente por la
creciente elaboración de los juramentos que se tomaban. En el expe­
diente de 1571, los testigos de Rojas que afirmaron la espúrea lim­
pieza de Inés de Avila y de su marido, el médico Juan Alvarez de
San Pedro9, fueron obligados a jurar como sigue: «por Dios nuestro
Señor e por Santa María su madre y por las palabras de los santos
evangelios y por una señal de cruz... en que corporalmente pusieron
sus manos derechas... les fue preguntado si a berdad dixeren, Dios
nuestro Señor les ayude y al contrarío se lo demande, y a la fuerza de
dicho juramento, dixo cada uno por sy: "si juro” e ”amén”». Poco
nos ha de maravillar si a la luz de un juramento semejante uno de los
testigos contestara a la cuestión principal con una evasión: «los tuvo
este testigo en posesión de buenos cristianos y de gente onrrada, y en
possessión de buenos cristianos y de gente onrrada eran abidos y te­
nidos en esta villa, y que en quanto a declarar si son cristianos vie­
jos, no lo puede declarar, porque no a conocido su linaje de atrás, y
que este testigo no sabe si los susodichos descienden de moros y ju­
díos, y que no a visto este testigo ni oyó decir que ayan sido peniten­
ciados por el santo oficio de la Ynquisición, y si otra cosa fuere, este
testigo lo supiera o obiera oydo decir...». Es significativo que a lo
largo de todo el documento sólo esta voz revela una reacción adversa
a la hipocresía inherente en el proceso y en la época 10.
Las investigaciones más costosas eran las exigidas para la admi­
sión en órdenes v cabildos exclusivistas y en los colegios universita­

una vez (sic) de vino o con una amenaza o caricia les hacen decir quanto
quieren» (p. 237). Observaciones similares se hacen en el Diálogo de la vida
de los pajes de palacio. Ver J. S i l v e r m a n , «Judíos y conversos en el Libro
de chistes de Luis Pinedo», Papeles de Son Armadans, n.® 69, 1961, p. 294.
La posibilidad del soborno queda cuestionada directamente por un examinador
en la probanza de Montalbán (cit. Cap. III, n. 76).
9 C o m o v im o s, su fa m ilia es p ro m in e n te e n la lis ta q u e d a C an te ra en
Judaizantes ( v e r Cap. II, n . 10). C a r o B a r o ja lleg a h a sta lla m a r a estas in v e s ­
tig acio nes « p u ra fa rs a ec o n ó m ic a » (II, 339).
10 VLA, 32. Otra protección contra el testimonio influenciado eran las
llamadas «preguntas generales de la ley» a que cada testigo estaba sometido
previamente a toda interrogación. Entre ellas estaba la de sí era «pariente o
enemigo» de las partes litigantes. Normalmente, como en el caso de Alfonsina
de Avila, testigo en el expediente citado arriba, los lazos familiares eran de­
masiado conocidos para permitir el perjurio. Por esto, ella admite: «que es
pariente de la dicha doña Catalina no sabe en qué grado, y ansimismo es
pariente del dicho Licenciado Francisco de Rojas poca cosa...». Por otra parte,
encontramos a Antonio Salazar, el primer testigo llamado a declarar en la
probanza reproducida como Apéndice III, negando cualquier parentesco. En
realidad, como sabemos por testimonio de Palavesín, era el suegro del her­
mano del licenciado Fernando, Garcí Ponce. Ver G i l m a n - G o n z á l v e z ,^ p. 3.
Asimismo, como se advirtió anteriormente (Cap. I, n. 24), pues se había^ tras­
ladado de Esquivias a La Puebla, seguramente era miembro de la familia de
la mujer de Cervantes.

— 475
rios —como ya hemos visto— . Pero en los tres tipos de probanzas,
los candidatos, junto con el soborno que pudiera ser necesario, tenían
que pagar los costos legales, incluidas las cargas p er d iem y toda
clase de extras a los funcionarios locales y de la ChanciUería, así
como los proverbiales chupatintas, los escribanos y sus asistentes
ayudantes, Y así (como vimos en el expediente Palavesín), para las
investigaciones más exhaustivas, la cuenta podía ser astronómica.
Una vez más se han de hacer algunas precisiones. Como indica el
caso del hermano de Catalina Alvarez de Avila, Francisco, era bas­
tante más fácil obtener una canonjía en la catedral de Sigüenza que
en la de Toledo. Unos pocos testigos brevemente interrogados fue­
ron suficientes en su caso frente a la interminable lista de testigos
de numerosas localidades sometidas a un largo y serio examen escri­
to que llenan Jos legajos de los archivos de Toledo. En el mismo
sentido, la orden de Santiago trataba de ser más rígida en sus exi­
gencias que las demás. Una regla general podría ser que, cuánto más
exclusiva era la organización, más altas eran las costas. El honor era
un lujo que se vendía como marca registrada, estando tasada cada
marca según su grado de prestigio. En ese sentido, una canonjía de
Toledo era el Rolls Royce de aquella época.
Más inquietante incluso que las costas era el peligro que acompa­
ñaba a esta tercera clase de expedientes. Recordemos los varios in­
tentos maliciosos de denigrar a Juan Francisco Palavesín porque su
segundo apellido era Rojas. El fue de hecho vindicado pero hubo
otros casos en que personas de linaje irreprochable sufrieron públi­
ca vergüenza al serles negada la admisión en tal o cual cabildo, gremio
u orden a causa de testimonio anónimo n . Puesto que la limpieza de
sangre, contrariamente a la nobleza hereditaria, era fundamentalmen­
te irreal (un mito social inventado para justificar y camuflar una re­
volución oculta), la prueba misma se convirtió en algo cada vez más
carente de sentido. La limpieza dependía menos de los hechos (que
ordinariamente estaban fuera del alcance de una determinación posi­
tiva) que de la opinión, que es como decir de la buena voluntad o del
odio de mil y una lenguas desconocidas. Uno era lo que la gente decía
que era, y en casos extremos (como mencionan Domínguez Ortiz y
otros ,2) los examinadores, lo mismo que los más severos maridos de

11 A resultas de lo cual, cualquiera que Contemplaba someterse a estas


investigaciones se daba cuenta de que él y su familia se estaban enfrentando
con un largo período de peligro social. Lea (II, 301) cita una carta escrita
por un pariente a un joven ambicioso aconsejándole en los términos más
fuertes posibles que abandonara tan peligrosas pretensiones. Ver también el
estudio que hace Castro de un soneto de Quevedo que se deleita en los
azares que trae consigo la investigación de los propios antepasados (De la edad
conflictiva, p. 23).
u D o m ín g u e z O r t i z , p . 1 9 3 .

— 476 —
Calderón, rehusarían la admisión aunque sabían que el testimonio
era falso.
Por otra parte, si el riesgo era grande, también lo era el premio:
casarse bien (como en La verdad sospechosa) o por lo menos poder
callar a los chimosos al ser certificado como miembro limpio de una
organización exclusiva. Claro está que los chismosos de entonces sa­
bían que en muchos casos descendientes de conversos lograron con­
seguir estos honores, pero aquello tampoco era susceptible a prueba.
Y después de todo las creencias existen para que se crea en ellas. Caro
Baroja, que ha estudiado el asunto con tacto admirable, comenta que
aquellas «armas» defensivas contra la sociedad u, también eran in­
dispensables hasta para familias nobles y nada sospechosas. Los Ro­
jas, por ejemplo, que sabían lo que hacían al pedir su ejecutoria,
nunca se hubieran atrevido a solicitar un hábito. A lo más que se
atrevió el licenciado Fernando fue a conseguir el ingreso en la «Co­
fradía de los Abades» de Valladolid, a pesar de su estatuto l4. Fue
esta clase de eficacia negativa la que hizo apetecibles tales organiza­
ciones sociales a pesar del extendido escepticismo sobre la pureza de
tod os sus miembros.

» II, 350-357.
14 V er Cap. I, n. 41.

— 477 —
APENDICE II

GENEALOGIAS

El primero de los cuadros que siguen es una reproducción del


árbol de los Franco (ver cap. I, p. 39). Dado que sería casi ilegible
una reproducción de la fotografía que poseo de dicho documento, lo
que he hecho es trazar el esquema y reproducir separadamente la in­
formación que nos da sobre cada una de las personas registradas. Tal
información aparece en el original en círculos concéntricos. La nume­
ración indica dónde se puede localizar en dichos cuadros lo que afir­
man tanto el fiscal como los Franco.

(1) Pedro González Notario, fue casado con Mayor Fernández


su muger año de 1420. Pretende Fernán Suárez Franco, que litiga,
que dexó tres hijos, Aluar Pérez que quedó en Asturias, y Garcí
González de Rojas que se fue a La Puebla de Montalbán, y Pedro
Franco que se fue a Toledo, y que des te dedende; y el señor Fiscal
y villa de Madrídejos y don Antonio de Rojas cauallero del hábito
de Santiago, vezino de Toledo y delator desta causa [pretenden] que
decíende de Pedro Francoi.
(2) Aluar Pérez de Rojas, hijo mayor, sus padres solo le llaman
Aluaro, pretende el actor que dexó por su hijo mayor a Aluar Pérez.
(3) Pedro Franco, arrendador y trapero, que casó con María
Alvarez reconciliada, año 1485, la qual dize son sus hijos, Alonso
Franco, Juan Franco, Mencía, muger de Alonso de San Pedro, y
Catalina Alvarez, muger de Antonio de San Pedro, y dize fueron

1 Este último párrafo pudo quedar inconcluso. Pudo haberse terminado


con la frase «natural de Toledo» o algo semejante, ya que según está, parece
implicar una concordancia bastante improbable entre las dos partes en cuanto
al origen geográfico de la familia.

— 478 —
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Ratas Diego Lopei Pueblo
moyofdúmo 1460-1525?
C afo Un a
ae Rojas
Anos de Froficjsco
Silva RíjdrTguei

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I
ju an a de Aivoro 46 “G aTrc í----- M aría <fe. Ju a n de L ie a n d a d o
R o lo s Spjst fencs¡ d( P o lo s Montem avor F ran cisco
m. 1557
escribano
Rojos m. ontes de d i Rojos
in. Indios
Tatú>4:a 1537
L u isa de
Beatriz dfT desput'i de 1535 Ca la tina
Ríos Juan de AJ va r»7 <1?
R ío s , i Sonto Avilo
Domingo m. IS60

I I t
Fray Sarcia Francisco L icen cío do E lvira dé Leonor de Garcí Ponce
m. 1553 m. (552 S2Í91 R oías de Rojos
Juon óf
Francisco Pedro Rojas Martin m L leren o
Leonor Luis A re y tu no 1546
hérnondO M ario de
Ay alo
S a la ia r I

Juan de
Roías
roncisco Gor^í Leonor
odrfguez Alvqrez de Martínez
ie Dueños MontalbJn
Ooctor
oyordomo Leonor maestre
xldünza Aívorei Mortín
^qdriQiie?

Fernando M«ncta Morí Pe ro Juon de _


Alvarez de AIvOtíi Alvarez Alvqrez de Lucena
Montolbon Pero f/onialbdn impresor
Morlfn
m. Pueblo
1476 Gancalez Gancdlei Teresa de
m Toledo Son Pedro
Man especiera
Alvarez
m, Í485
“ 1
Idqnco Afvorg de Seatrí; Constonco Clviro Alonso de francisco García de
|?Ofnez Monto ib on AJvorez (Mari) G¿m«z Montalb?» de Monto ibón
¿14 7-1 520 n (455 Alvoraz Gonzolo de aposentador Montalbán Coto lina de
i ernan Man Francisco Alonso de Avilo el ft Puebla Lucena
*?ümez i\uñez. de Torrijos Torrijos viejo m. <521 entes de 1525
m. despue's de m Tolavero Ruy Son- Elvira
Hurtado
1525 chez Parda
1 _ . .

1 T
uün del Ysa bel Inés de Gar zala de £ero de francisco Isabel
astilla Nún ei Avilo Avi la el Montolbo'n de Montolbon López
Puebla Ala m. Granada M.O.za outodenun-
n!ü 1550 Indios
ciado en
t5l? Lo Puoblo en
de Polmo Or Juon 1536
m Valencia Alvarez de
Son Pedro

Antonio Cato/ino de Alonso de Angelo


Al vgro Rojas Montolbon Luisa
Fronciseo n. 1499 Montolbon Hernonda
Luis Francisca
conan»ga de Castra Lap_e
Hurlado Indios
Siguenza Alvaro
m. Madrid 1538 Melchor
1543 apacentador

Ysobel Pedro de
Hurlo do
n. Madrid
J530 Costra
Juan
Galargo

Agu s t ín

Francisco
Hem onde

GráficoU Las familias Franco y Monfalbort.

31
reconciliados en tiempo de gracia por judayzantes, que son los que
tienen esta señal2 y fuera destos lo fueron Luis Alvarez, alcayde de
la casa de la moneda y Hernán Franco que no fueron reconciliados,
como lo dize Alonso Franco reconciliado.
(4) Garcí González de Rojas, que dicen se fue a La Puebla y que
tuvo por su Hijo al Bachiller Rojas.
(5) Aluar Pérez, y que este tuvo por su hijo mayor a Alonso de
Francos.
(6) Mencía Alvarez casó con Alonso de San Pedro mercader de
paños, fueron ambos reconciliados en el término de la gracia año
1485 do dize ques su madre María Alvarez muger de Pedro Franco.
(7) Catalina Alvarez, casó con Antonio de San Pedro, trapero,
fue reconciliada en el termino de gracia año 1485, do dize que es
hija de Pedro Franco difunto y de María Alvarez su muger.
(8) Hernán Franco agüelo del que litiga, en el testamento que
hizo año de 35 dize son sus hermanos Alonso Franco y Luis Alvarez
y a Mencía Alvarez y Juan Franco que tienen esta señal3; casó con
Catalina Alvarez, tuvieron 8 hijos.
(9) Luis Alvarez Franco, alcayde de la casa de la moneda, casó
con Leonor de Villareal, fue su hijo Juan Franco preso por juday-
zante, no tuvo sentencia porque se volvió loco, nombra por herma­
nos de su padre a Hernán Franco y Alonso Franco y Mencía Al­
varez 4.
(10) Juan Franco reconciliado año de 1485, dize que es hijo de
Pedro Franco, y María Alvarez su muger.
(11) Alonso Franco reconciliado año de 1485, dize que es su
madre María Alvarez muger de Pedro Franco difunto y que son
sus hermanos Luis Alvarez alcayde de la casa de la moneda y
Hernando Franco y Mencía Alvarez muger de Alonso de San Pedro
y que ambos fueron reconciliados, casó con Leonor d e ' Villareal
Cuello tuvieron por hijo a Alonso de Villareal Franco.
(12) El Bachiller Rojas que compuso a Celestina la vieja. El
señor Fiscal pretende que fue hijo de Hernando de Rojas condenado
por judayzante año de 88 y que deste deciende el Licenciado Rojas

2 Los que llevan «esta señal» (una cruz que indica «reconciliación») son
Mencía Alvarez, Catalina Alvarez, Juan Franco y Alonso Franco. El resto del
párrafo, aunque algo oscuro, puede interpretarse así: «Y además de éstos, sus
hijos fueron Luis Alvarez y Hernán Franco que no fueron reconciliados,
como señala Alonso Franco, que sí fue reconciliado.»
3 Los que llevan esta señal (un «corazón coronado con cruz») en el árbol
son, a pesar del texto, Mencía Alvarez, Catalina Alvarez, Juan Franco y Alonso
Franco. A Hernán Franco habría que tomarle como el sujeto de la oración
siguiente «casó con Catalina Alvarez».
4 Los nombres de Alonso Franco y Mencía Alvarez están escritos a mano.

— 482 —
abogado que fue de Valladolid letrado de Hernán Suárez para quien
también pretendieron traer visaguelo de Asturias.
(13) Alonso de Francos; y este no tuvo hijos y por esto vino la
casa a Gonzalo García.
(14) Gonzalo García, hijo segundo del segundo Aluar Pérez, y
este tuvo por hijo a Aluar Pérez,
(15) Alonso de Villareal, frayle Francisco.
(16) Ysabel Alvarez casó con Alonso Aluarez.
(17) Mencía Aluarez que casó con el licenciado Alonso Pérez
de Ubeda.
(18) María Aluarez que casó con Hernán Pérez de Villareal.
(19) Gaspar Sánchez Franco, padre del que litiga, casó con doña
Teresa O rtiz5 y tuuo por hijo a Hernán Suárez.
(20) Pedro Franco, jurado.
(21) Francisca de los Arenales, monja.
(22) Juan Sánchez6.
(23) Alonso de Villareal Franco, que casó con doña Ynés de
Cepeda; tuuo por hijo a Alonso Franco.
(24) Aluar Pérez y este tuvo por hijo a Juan de Rojas Franco.
(25) Hernán Suárez7 que casó con doña Ynés de Léon; tuuieron
por hijos a Gaspar Suárez Franco y Hernán Suárez Franco, deposita­
rio de Toledo, y a doña Teresa Franco y Alonso Suárez Franco que
fueron citados al pleito y salieron a él y están condenados en vista
de la propiedad y en costas personales y procesales y puesto perpetuo
silencio, año 1593.
(26) Alonso Franco, regidor que fue de Toledo, año de 1597;
casó con doña Leonor Acre; tuuo por hijo a Francisco Suárez Franco.
(27) Juan de Rojas Franco, señor de la casa al tiempo que se
hazía la provanza, año de 1584.
(28) Francisco Suárez Franco, regidor que es de Toledo, año
1606.
El segundo cuadro ha sido trazado para ilustrar los tres matrimo­
nios entre los Rojas y los Montalbán y para juntar las diversas fuen­

5 El nombre está escrito a mano y va acompañado de una explicación


marginal a mano: «La mujer de Gaspar Sánchez Franco se llamó dona Teresa
Ortiz, de quien desciende Hernán Suárez, y también fue casado con dona
Ynes de Cepeda.» Podría parecer que casó con la viuda de Alonso de Villa-
rreal Franco {n.° 23), o quizá viceversa. _ _
6 Este nombre queda erróneamente consignado como «Luis» en G il m a n -
G on zálvez, p. 22 . . , ,
7 Otro hermano o (quizá hijo) fue mencionado en el testimonio Palavesin:
«... dijo este testigo que hubo mucha comunicación y trato con el licenciado
Martín de Rojas susodicho muchos años y también con Hernán Franco y con
Tuan de Robles su hermano...» {fo. 124).

— 483
tes de información genealógica sobre las dos familias. Con Ja excep^
ción de la dudosa relación entre el bachiller y Garcí González Ponce
de Rojas (que indicamos con líneas cruzadas), nos dice en lo posible
la verdad sobre las dos familias en cuanto yo he pedido afirmarlo.
Todas las afirmaciones al parecer falsas, tales como la sustitución del
doctor Juan Alvarez de San Pedro por Alvaro de Montalbán (ver ca*
pítulo I, n. 50) no se toman en cuenta.

484 —
APENDICE III

LA PROBANZA DE HIDALGUIA DEL LICENCIADO


FERNANDO DE ROJAS

El documento aquí reproducido está consignado en el Catálogo


de la «Sala de los Hijosdalgo» (en el archivo de la Real Chancillería
de Valladolid) publicado por Alfredo Basanta de la Riva, Valladolid,
1922, de la manera siguiente: «Rojas (Hernando de), Abogado de la
Real Chancillería. Talavera, 1567.» Este ficha (que se encuentra
en el vol. III, p. 238) no va acompañada de números específicos que
indiquen el legajo y el expediente, referencias facilitadas por el per­
sonal a quienes deseen consultar los archivos.

T. D e p o sic io n e s legales

El documento comienza con un número de deposiciones legales


relativas al pleito. Estas han quedado resumidas por el transcripto^
don Agustín Millares Cario, como sigue:
1. Solicitud de Lucas Jiménez, procurador, en nombre del licen­
ciado Hernando de Rojas, para que se mandase hacer información
sobre la condición de hijodalgo de su patrocinado. Presentada en Va­
lladolid, ante los alcaldes de los hijosdalgo, en 9 de enero de 1567.
2. Poder del licenciado Hernando de Rojas, abogado de la Real
Audiencia, a Lucas Jiménez, Alvar Pérez de Espinaredo, y Bernardi-
no González, procuradores de dicha Audiencia, para que le represen­
tasen en el pleito que seguía con la villa de Talavera y otros lugares,
y con el fiscal de su Magestad sobre su hidalguía. Valladolid, 6 de
enero de 1567.
3. Presentación ante los alcaldes de hijosdalgo del anterior docu­
mento. Valladolid, 9 de enero de 1567.
— 485
4. Nueva presentación por el mismo, acusando la rebeldía de Jos
emplazados. Valladolid, 24 de enero de 1572.
5. Notificación de la provisión real número 6 al Concejo de
Talavera por el escribano Juan López. Talavera, 9 de enero de 1572.
6. Provisión real, despachada por los alcaldes de hidalguía, por
la cual, a petición de Lucas Jiménez, procurador del licenciado Rojas,
se manda al Concejo de Talavera comparecer ante la Real Audiencia
en las diligencias y probanza de la hidalguía de su patrocinado. Va­
lladolid, 10 de enero de 1567.
7. Escrito del procurador Lucas Jiménez afirmándose en su pe­
tición. Presentado en 25 de enero de 1567.
8. Provisión real a los escribanos de hijosdalgo, Cristóbal de
Aulestia y Simón de Ortegón, ordenándoles dar traslado de la pro­
banza que sobre su hidalguía habían hecho ante ellos Pedro y Alonso
Franco, vecinos de Toledo, y el licenciado Rojas. Madrid, 1 de octu­
bre de 1568.
9. Requerimiento a los interesados para que cumpliesen la pro­
visión anterior. Valladolid, 5 de octubre de 1568.
10. Lucas Jiménez solicita se tenga el pleito por concluso. Pre­
sentada en 29 de enero de 1572.
11. Oposición del fiscal a la probanza. Valladolid, 25 de enero
de 1572.
12. Ratificación en su escrito anterior del procurador Lucas
Jiménez. Valladolid, 11 de marzo de 1572.
Estos diversos párrafos indican que el licenciado Femando enta­
bló el pleito en 1567, y que en 1572 el fiscal se opuso con éxito a los
procedimientos. La solicitud tue aplazada hasta 1584 cuando el li­
cenciado se las arregló para presentar nuevos testigos. Como se obser­
vó en la introducción, la ausencia de testimonios contrarios me lleva
a suponer que todo lo que esperaba y se atrevió a conseguir de este
largo proceso fue una transcripción parcial del testimonio favorable.
Esta transcripción, conservada en los archivos Valle Lersundi, fue la
que se publicó en la RFE en 1925. Al parecer fue guardada por la
familia en lugar de una ejecutoria definitiva. Mientras trabajaba en
Valladolid (antes de encontrar el expediente Palavesín) empleé días
enteros examinando ejecutorias no catalogadas con la esperanza de
encontrar la de Rojas, pero, como había sospechado, sin éxito.

II. T r a n s c r ip c ió n del t e st im o n io

En el margen d er ech o : Escribano, Aulestia


Muy poderoso señor.
El licenciado Rojas, abogado desta Real Audiencia, en el / pleito
con vuestro fiscal y la villa de Talavera / e ayuntamiento desta
486 —
villa de Valladolid, digo / que para en prueba de mi yntención acerca
deste prouanza ad / perpetua [ j /c] presento por testigos en el dicho
pleito:
Antonio de Salazar
Blas Rodríguez, Vecinos de la Puebla de Montaluán.
Por tanto a V. S. pido y suplico los aya por presentados, y se les
rrequiera para el examen dellos, para ello, etc.
El licenciado Rojas [Rúbrica)

Juraron dos testigos.


En Valladolid, a veinte días del mes de / mar^o de mili e quinien­
tos e ochenta / e quatro años, ante los señores alcaldes / de los
hijosdalgo la presentó el licenciado / Rojas, aquí contenido, y ante
los dichos señores juraron dos testigos.
Por las preguntas siguientes sean preguntados los testigos que
por parte / del licenciado Hernando de Rojas, hauogado en la Real
Audiencia de / Valladolid son o serán presentados en el pleito que
trata con el licenciado Juan / García, fiscal de su Magestad, y con
el Concejo y Ayuntamiento de la villa de Tala / uera sobre la pro­
banza que hace ad perpetuam rrey memoriam de / su hidalguía.
I. P r i m e r a m e n t e , sean preguntados si conos^en a las dichas
partes y si conos^ieron al licenciado Francisco de Rojas y al vachíller
Hernando de Ro- / jas, difuntos, vecinos que fueron de la villa de
Tala uera, padre y ha- / buelo del dicho litigante, y si oyeron decir a
Gar?í Gongáles de Rojas, vecino / que fue de la Puebla de Monta-
luán, visabuelo del dicho litigante.
II. Y t e m , si sauen, bieron, oyeron de^ir que el dicho licenciado
Hernando de Rojas, que litiga, y los dichos sus padres, abuelo y
bisabuelo y los demás sus anteve- / ssores, todos y cada vno de
ellos son y an sido ombres hijos dehalgo notorios, / de sangre y de
solar conocido, y debengar quinientos sueldos, según fuero de Hespa-
ña, y por tales ávidos y thenidos y comunmente rreputados. Digan lo
que sauen.
III. Y t e m , si sauen, etc., que el dicho licenciado Hernando de
Rojas y los dichos / sus padres, abuelo y bisabuelo, y los demás
antecessores por línea / rrecta de barón, de uno, dies, veinte, treynta,
quarenta, sesenta, ochenta, cien años y más tiempo a esta parte, y de
tanto tiempo acá que memoria / de hombres no es en contrario, an
estado y están y siempre estubieron / en quieta y pacífica possesión
de hombres hijosdalgo, no pechando / ni contribuyendo con pechos
algunos rreales ni concejales en quelos bue / nos hombres pecheros
suelen y acostumbran pagar, antes an sido / libres y exentos dellos
y no an sido empadronados ni rrepartidos / en ellos, ansí en las dichas
villas de Talauera y Puebla de Montaluán, donde an bibido y mora­
do, como los lugares de la perrochia de Almofrague y / villa de Halía,
487
donde han tenido bienes y hacienda y les an guardado / todas las
demás honrras, franquezas y libertades que se suelen y / acostumbran
guardar a los demás hijosdalgo destos rreynos, por ser ellos / tales
hijosdalgo, y no por otra causa ni rrafón alguna, y lo saben / los
testigos por auer bisto y pasar así en sus tiempos y oídolo de<jir / a
sus mayores y más ancianos, que debían abe rio ellos bisto y oydo / a
otros sus pasados, y tal era y es dello la pública bo2 y fama y co­
mún / opinión, sin hauer cosa en contrario. Digan lo que sauen.
IIII, Y t e m , si sauen, etc., que el dicho licenciado Hermando de
Rojas y los dichos sus / padre, abuelo y visabuelo, en las dichas
villas y lugares donde an bi- / bido y morado y tenido bienes y
hacienda, se an juntado en las juntas / y ayuntamientos de los hom­
bres hijosdalgo y tenido los oficios que sola- / mente se dan y an
dado a hombres hijosdalgo, por ser ellos tales hijosdal- / go y no por
otra causa ni rragón. Digan lo que sauen.
V. Y t f .m , si suaen, etc., ques público y notorio y pública boz y
fama quel dicho Gar- / cí Gonzales de Rojas, vecino que fue de la
dicha Puebla de Mon- / taluán, fue casado y velado según horden
de la Santa Madri Ygle- / sia, con Catalina de Rojas, su muger, y
como tales hicieron vida mari- / dable, y durante entre ellos el dicho
matrimonio, obieron por su hijo legítimo / y natural al vachiller Her­
nando de Rojas, que se fué a uibir a la / villa de Talauera, y por tales
fueron ávidos y tenidos y comunmente / r reputa dos.
VI. Y t e m , si auen, etc., quel dicho bachiller Hernando de Rojas
fue ca- / sado y belado legítimamente, según orden de la Santa Madre
Yglesia, con Leonor Aluares, su muger, y como tales hiñeron vida
maridable, / y durante entre ellos el dicho matrimonio, obieron y
proquearon en- / tre otros por su hijo legítimo y natural al dicho
licenciado Francisco de Rojas, / y como.tal le tubieron y criaron y
heredó sus bienes y hacienda y / por tales son y fueron abidos y
tenidos y comunmente rreputados.
VIL Y t e m , si auen, etc., quel dicho licenciado Francisco de
Rojas fue casado y belado / legítimamente según orden de la Santa
Madre Yglesia con doña / Catalina Aluarez de Auila, su muger, y
como tales hicieron vida / maridable, y durante entre ellos el dicho
matrimonio, obieron y pro- / crearon por sus hijos legítimos y natu­
rales al dicho Hernando / de Rojas y a doña Elbira de Rojas, y por
tales son y an sido auidos y / tenidos y comúnmente rreputados.
VIII, Y t e m , si s u a e n , e tc ., q u e to d o lo s u s o d ic h o e s p ú b lic a b o z
y fa m a y p ú b lic o y n o to r io .
El licenciado Rojas (Rúbrica).

El dicho Antonio de Saladar, vecino de la Puebla de Montal- /


uán, estante en esta ciudad, testigo presentado por parte / del dicho
lígen^iado Rojas, el qual, después de hauer / jurado en forma de
— 488
derecho y siendo exsammado en presencia del / dicho illustre señor
dotor Hinojosa, alcalde de los hijosdalgo, lo que dixo y depuso fue
lo siguiente:
Preguntado por las generales de la ley, dixo que es hijodalgo, /
y no es pariente ni henemigo de ninguna de las partes, y es de
hedad de / más de sesenta años, y que no le tocan las demás genera­
les de la ley. [See Appendix I, n. 10.]
[ I .] A la primera pregunta del dicho juramento dixo este testigo
que conoce al licenciado / Hernando de Rojas, por cuya parte es
presentado por testigo, de bista / y trato, abogado que es en esta
Real Audiencia, e ansí mismo conos- / ció al licenciado Francisco
de Rojas, padre del que litiga, por tiempo de más de doze años,
biuiendo y morando con su casa poblada, bie- / nes e hazienda en
la villa de Talauera, hasta que murió, / y que al licenciado Her­
nando de Rojas, agüelo que la pregunta Llama dél que digan, no le
conosció más de lo hauer oído dezir e / nombrar a honbres viejos
e ansíanos e que son ya difuntos, e pasados desta presente vida, en
especial a Martín Alonso, que habrá que murió más de ocho años, y
sería / de hedad quando murió de más de sesenta anos, según pare­
cía / por su aspeto, y a otras muchas personas vecinos de la Puebla
de Montaluán, que debían hauía hecho el libro llamado / Celestina,
y que no conosce ni oyó decir de Gargí González de Rojas, / bisagüelo
que la pregunta llama del litigante, y tiene noticia de la villa de Ta­
lauera, con quien se litiga este pleito, y no conosge / al fiscal de su
Magestad, y esta dize de la pregunta.
[I I .] A la segunda pregunta del dicho juramento dixo este
testigo que lo que de la / dicha pregunta saue es que en quanto a
la rreputación / del que li[ti]g a no saue cosa alguna, pero en quan­
to / toca a la de su padre y su agüelo dixo este testigo que oyó /
decir, tratar a platicar publicamente e por cosa pública / y notoria
a los bie jos e anéanos que dicho tiene de la / Puebla de Montaluán
como a los de Talauera, / estando este testigo en ella, en cómo el
padre e agüelo del / dicho lizenciado eran notorios hijosdalgo, bue­
nos e '/ principales, y que por tales les tenían y hauían / tenido,
acatado y estimado sus personas, y les hauían sido dados y encarga­
dos oficios honerosos de hijos- / dalgo, y los hauían jurado y lleuado
quieta e pacifica- / mente, e por tales hijosdalgo de sangre buena e
principal, los susodichos e cada uno dellos se hauían / estimado y
tenido, y hauían / sido comunmente rreputados / entre todas e por
todas las personas vecinos / y moradores de la dicha villa de la
Puebla de Montaluán como de Talauera, que dellos e de cada uno /
dellos tuuieron noticia, como ellos en / sus tiempos dezían hauerla
tenido, sin que jamás hu- / uiesen oydo cosa en contrario, antes dello
deslían / hauer sido y ser la pública voz e fáma e común opinión /
en las dichas villas ov en día, y esto cree que saue / de la pregunta,
489 —
e siéndole hecha la rrepregunta de oficio, dixo / que dize lo que
dicho tiene, y no saue otra cossa.
III. A la tercera pregunta del dicho juramento dixo este testig
que en quanto a la posición del que litiga no saue cosa alguna, pero
en quanto a la / de su padre y agüelo dixo este testigo que oyó
desir, tratar / y platicar a hombres viejos e ancianos, ansí de la /
villa de Talauera como de la Puebla de Montal- / uán, que son ya
difuntos e pasados desta presente vida, y en especial a su consuegro
deste testigo, que se llamó Andrés de la / Carrera, vecino que fue
de la villa de Talauera, que habrá que / murió siete, ocho años, al
paresger deste testigo, y sería de hedad / de más de setenta años,
según paresgía por su aspetto / y vejez, en como los susodichos e
cada uno dellos hauían estado en posisión muy notoria de hombres
hijosdalgo / de sangre, y que como tales les hauían sido guardadas /
todas las honrras, franquezas, liuertades y exsen- / ciones, que se
guardaron en las / dichas villas a los caualleros hijosdalgo que bi-
vían / en ellas, no pechando, pagando ni contribuyendo / en ninguno
de los pechos rreales ni concejales / en que pechauan, pagauan e con­
tribuyan los / honbres buenos pecheros de las dichas villas y de
cada / una dellas, y ansí mismo les oyó decir en como ellos en / sus
tiempos e días lo huuieran ansí visto, sauido y entendido, / ansí en
la dicha villa de Talauera / en el tiempo que hauía hauido / pechos
de propios en que se hauían reconosgido los hijosdalgo / de los que
no lo eran, como en la dicha Puebla de / Montaluán, sin auer sauido
él en su tiempo cossa en contrario, / que ansí este testigo lo cree y
dene por cierto, porque este testigo, siendo alcalde, / rregidor y
procurador general en diferentes años en la dicha villa de / la
Puebla de Montaluán, a visto muchos padrones don- / de están
escriptos e asentados los vecinos pecheros de la dicha villa, / y
nunca en ellos víó escripto ni asentado al agüelo del dicho / litigan­
te, por ser cosa cierta y berdadera ser tal honbre hijosdalgo, / como
dicho tiene, porque si fuera el susodicho pechero / y hubiera estado
en tal posición, teniendo, como parege / por scriptura pública, que
tuvo bienes y hazienda / en la dicha villa como tal vezino, de ma­
juelos, que este testigo / los a visto y leído en procesos presentados
ante este testigo, siendo alcalde, no pudiera ser menos que siendo
pechero / dexara de estar escripto y asentado en los dichos padro- /
nes con los demás vecinos pecheros, porque saue este testigo por /
cosa muy gierta que ningún vecino de la dicha villa que no / sea muy
notorio hijodalgo le dexan luego de poner / y asentar en los padro­
nes de pecheros, por las quales / tragones este testigo cree y tiene
por cosa muy gierta, sauida y entendida, que el agüelo del dicho liti­
gante fue honbre hijodalgo / notorio de sangre e descendiente de
tales, porque / si otra cosa huuiera sido lo supiera y huuiera oído /
desir, tratar e platicar, y no pudiera ser menos, por la mucha noticia
— 490 —
que este testigo a tenido de las cosas de la dicha villa / de la Puebla
de Montaluán, y ser lugar pequeño, donde / se saue y conoce en
partiqular cada uno quién es, // y porque en la dicha villa, demás y
allende, de los pecheros / dichos se an rreconos^ido en rrazón dello
los hijosdalgo de los pecheros, en que tienen la mitad de los oficios
honrrossos de hijosdalgo, sacado por carta executoria en la rreal
chancillería / de Valladolid, y todo lo que dicho tiene y cada una cosa
e parte / dello es pública vos e fama oy en día en las dichas / villas
y en cada una dellas, donde de lo contenido / en la dicha pregunta
se a tenido noticia, como este testigo la a tenido / y tiene, y no saue
otra cosa de la pregunta, ni de la rrepregunta / que le fue hecha por
su merced del dicho señor alcalde.
A la última y final pregunta del dicho juramento dixo que todo
lo / por él dicho y declarado es la verdad, público y notorio, para /
el juramento que hecho tiene, y firmólo de su nombre. / Leyóse su
dicho, y se rratificó en él. Encargósele el secreto, / y lo prometió,,
y firmólo el dicho señor alcalde.
Antonio de Sal azar {Rúbrica),—Pasó ante mi,
Fernán Ruiz Regarbe (Rúbrica),

Testigo. El dicho Blas Rodríguez, vecino que dixo ser de la Puebla /


de Montaluán, estante en esta Corte, testigo susodicho, / presentado
por parte del licenciado Rojas / para la prueba de su yntención, el
qual después de / hauer jurado en forma de derecho, y siendo esami-
nado por el dicho / señor alcalde Hinojosa, y siendo preguntado por
las preguntas del dicho / juramento por su parte presentado, lo que
dixo fue lo siguiente:
Generales.—Preguntado por las generales de la ley, dixo que es
de hedad de más de sesenta e tres años y que es pechero llano / y
no es pariente ni le tocan ni enpecen ninguna de las / generales de
la ley, e que Dios nuestro Señor dé la / justicia a la parte que la
tuuiere. //
I. A la primera pregunta dixo este testigo que conosce al / que
litiga de cinco o seis años a esta parte en esta villa / de Valladolid,
abogado en ella, y saue ques natural de la / Villa de Talauera, y no
le conosce bienes rraizes en / ninguna parte, e a Francisco de Rojas,
vecino que fue de Talauera, no le conosció, / pero le oyó decir
muchas vezes a honbres viejos e ancianos, / y no se aquerda qué tanto
a que murió, y que al bachiller / Hernando de Rojas, agüelo del li­
tigante, padre de su padre, / le conosció por le hauer visto y hablado
yendo a la villa / de la Puebla de Montaluán, donde dezían era su
origen, / donde este testigo le vió y otras muchas personas, y dél
te- / nían mucha noticia, por dezir que era el que hauía hecho / el
libro llamado Celestina, y es público que habrá como qua- / renta
anos que murió poco más o menos, y que a Gar- / cí González de
— 491 —
Rojas, visagüelo que la pregunta llama del / litigante no le conoce
más de le hauer oydo desir e nombrar / muchas personas vecinas e
moradores de la Puebla de Montaluán, / viejos e ancianos, que debían
hauerle conocido biuir / y morar en la dicha villa de la Puebla, y
tenido en ella / muchos bienes y hacienda, y que al fiscal de su
Magestad no le conoce y tiene noticia de la villa de Talauera^ y del /
ayuntamiento de vecinos, y esto dize e rresponde de la pregunta.
II. A la segunda pregunta del dicho juramento, dixo este testigo
que tiene J al dicho licenciado Rojas que litiga por honbre hijodalgo
de / si y de su padre, agüelo y visagüelo, porque en todo / el tiempo
y año que este testigo conoció al dicho su agüelo e / oyó decir de su
padre e visagüelo siempre e a la / continua oyó desir a personan viejas
-e ancanas, / ansí an la villa de Talauera como en la Pue- / bla de
Montaluán hauer estado y estar en // rreputa^ión de honbres hijos­
dalgo de sangre / y defendientes dentales, y que por tales les / tra-
tauan y comunicauan con los condes que hauían sido de la Puebla de
Montaluán / y los tenían por sus deudos e parientes por / linea rrecta
de varón, y en esta fama y rrepu- / tación hauían siempre estado, y es
dello oy en / día la pública voz e fama, ansí en la villa / de Talauera
como en la Puebla de Montal- / uán, y nunca hauían sauido ni en­
tendido / cosa en contrario, y esto dize de la pregunta, y siéndole
hecha la rrepregunta de oficio rrepecto / desta pregunta, dixo que
dize lo que dicho tiene, y no saue otra cosa de la dicha pregunta
e rrepregunta / que le fue hecha por el dicho señor alcalde.
III. A la tercera pregunta del dicho juramento, dixo este testigo
que en quanto a la posición del litigante y de sus padres y agüelos
no saue cosa alguna, y en quanto toca a la / posición que tuuo Gargí
González / de Rojas, bisagüelo del litigante dice lo que oyó dezir a /
honbres viejos e anganos, vecinos de la villa de / la Puebla de Mon­
taluán que son ya difuntos / e pasados desta presente, de cuyos nom­
bres no / tiene noticia para los poder decir e declarar que decían
hauer estado en posición honbres hijos- / dalgo de sangre y descen­
dientes de tales / por linea rrecta de varón, e que como tal / sus
bienes y hacienda no hauía pechado, pagado ni contribuido en ningu­
no de los pechos / rreales e concejales en que hauían pechado, /
pagado e contribuido los otros vecinos y mo- // radores de la dicha
villa de la Puebla, pecheros llanos, y que tal dello era y hauía sido
la / pública voz e fama e común opinión en la dicha villa / de la
Puebla y que nunca hauían visto, sauido ni / entendido cosa en con­
trario, y dello hauía sido y hera la pública / voz e fama e común
opinión en la dicha villa. Fuéle hecha / la rrepregunta de oficio por
su merced del dicho señor alcalde, e / dixo que por ninguna de las
causas que la fueren hechas / son por ser tales hijos dalgo, como
dicho tiene, y esto dice de la pregunta.
V. A la quinta pregunta del dicho juramento dixo este testigo
— 492 —
que lo contenido / en la dicha pregunta lo oyó decir, tratar e platicar-
públicamente / e por cosa pública y notoria a honbres viejos e an­
cianos de la villa de la Puebla de Montaluán por cosa muy cierta y
de / mucha verdad, y tal dello es oy en día la pública voz / y fama e-
común opinión en la dicha villa, y nunca oyó cosa / en contrario, y
esto dize de la pregunta y de lo en ella contenido.
VI. A la última pregunta del dicho juramento dixo este testigo-
que lo por el dicho / y declarado es la verdad, público y notorio,,
para el juramento que hecho / tiene, y leído su dicho, se rratificó
en él / en presencia del dicho señor alcalde. Encargósele el secreto,,
y lo prometió, / y el dicho señor alcalde lo señaló. Va testado «Sán­
chez Lasa», no vala
Pasó ante mi, Fernán Ruíz Regarbe (Rúbrica).

M argen izquierdo: Presenta tres testigos. M argen d erech o:


Áulestia Muy poderoso señor:
Lucas Xíménez, en nombre del licenciado Hernando de Rojas, / en-
el pleito que trata con el fiscal de su Magestad y concejo / de la
villa de Talauera sobre su ydal- / guía ad perpetúan rrey memorian*
presentó / por testigos los siguientes:
Gaspar de Guzmán
Joan Maldonado Verdijo
Diego Hernández, vecinos de la dicha villa de / Talauera. Suplico
a vuecencia mande averíos por / presentados y juren y digan sus.
dichos, etc.
Ximénes (Rúbrica) //

Juraron tres testigos


En la villa de Valladolid, a veynte días del mes de setiembre
de / mili e quinientos e ochenta e quatro años, estando los señores
alcaldes / de los hijosdalgo en audiencia pública, la presentó Lucas.
Ximénes / en nombre de su parte ante los dichos testigos juraron
dichos testigos, presente el fiscal del Rey nuestro señor,
Esaminé estos testigos. Villalobos. {Rúbrica)

Por las preguntas siguientes sean preguntados los testigos que


por parte del licenciado Hernando de Rojas, abo- / gado en la Real
Audiencia de Valladolid son o serán presentados en el pleito que
trata con el licenciado Juan García, fiscal de su Magestad, y con el
Concejo y Ayuntamiento de la villa de Talauera sobre la prouanca
que hace / ad perpetuam rei memoriam de su hidalguía.
I. P r i m e r a m e n t e sean preguntados si conocen a las dichas par­
tes y si conocieron al licenciado Francisco de Rojas, / padre del dicho
litigante, y al bachiller Hernando de Rojas, su abuelo, vecinos que
fueron de Ja dicha villa / de Talauera, y si oieron decir a Garcí Gon'
— 493
■Cález Pon ce de Rojas, visabuelo que fue del que litiga, vedno que
fue / de l a v i l l a de la puebla de Montaluán.
II. Y t e n , si auen, vieron y oyeron decir que el dicho licenciado
Hernando de Rojas, que litiga, y los dichos sus padre y abuelo y
visabuelo y los demás sus antecesores, todos y cada uno de ellos son
y an sido hombres / hijosdalgo notorios de sangre y de solar cono­
cido devengar quinientos sueldos, según fuero de España, y por tales
auídos y tenidos y comunmente reputados.
III. Y t e n , si sauen, etc., que en la dicha villa de Talauera, de
■sesenta años y más tiempo a esta parte, no se paga / ni a pagado el
pecho real ni moneda forera por repartimiento entre los pecheros,
porque se ha pagado y paga / de los propios de la villa de Talauera,
pero antes de los dichos años se pagaba por repartimiento y se /
hacían padrones para cobrar de los buenos hombres pecheros el pecho
rreal en las quales se asentuan / los buenos hombres pecheros, y no
ponían ni asentauan los que eran hijosdalgo, y después que el dicho
pecho no se paga por repartimientos, se an reconocido los hijosdalgo
de los que no lo son en la representación y en algunos oficios que se
•dan a hombres hijosdalgo, como son las baras de alcaldes ordinarios
en tiempo / de sede vacante de los Arcobispos de Toledo, que las
pone el ayuntamiento de la dicha villa, y los oficios de jurados y pro­
curador general. Y además desto ay cierto derecho que se paga para
los propios de la dicha, que se llama el portazguillo que es cierta
quantidad de maravedís por cada carga de qualquiera cosa / que
entra o sale de la dicha villa de algún vecino della, en el qual dicho
derecho el que es pechero paga / y contribuye y ha pagado y contri­
buido y el que es hidalgo es libre y exempto de tal pecho y contri­
bución, / y en esto se han diferenciado y diferencian, de tiempo ym-
memorial a esta parte. Digan lo que sauen.
IIII. Y t e n , si sauen, etc., que en las aldeas y términos de la
dicha villa se pagan y han pagado de tiempo ymmemorial a esta parte
pechos por repartimientos entre los pecheros, los quales an rrepartido
y rreparten / entre todas las personas que tienen y an tenido bienes
y hazienda en los dichos lugares, así vecinos como / forasteros, y aun­
que sean vecinos de la dicha villa de Talauera, y así sauen los testi­
gos que en los lugares de la / parrochia de Almofrague y Alcaudete
an enpadronado y prendado algunos vednos de la dicha villa / por
los bienes y hazienda que tenían en ella y sobre el dicho enpadrona-
namiento y prenda han seguido sus / pleytos de hidalguía y hecho
diligencias. Sobre ello digan lo que sauen.
V. Y t e n , si sauen, etc., que el dicho licenciado Hernando de
Rojas y los dichos sus padres, abuelo y visabuelo / y los demás sus
antecesores por línea recta de varón, de uno, diez, veinte, treynta,
quarenta, / sesenta, ochenta, cien años y más tiempo a esta parte
y de tanto tiempo acá que memoria de hombres / no es en contrario,
— 494 —
an estado y están y siempre estuvieron en quieta y pacífica posesión
de hombres / hijosdalgo, no pechando ni contribuyendo en pechos
algunos rreales ni concejales en que los vuenos / hombres pecheros
suelen y acostumbran pagar, antes an sido libres y exemptos dellos, y
no an / sido enpadronados ni rrepartidos en ellos, así en la dicha villa
de Talauera, donde an biuido / y morado, como en los lugares de la
dicha parrochia de Almofrague, Alcaudete y villa de Halia, donde /
an tenido vienes y hazienda y les an guardado todas las demás honrras,
franquezas / y libertades que se suelen y acostumbran guardar a los
demás hijosdalgo de estos rreynos, / por ser ellos tales hijosdalgo y
no por otra causa ni rra^ón alguna, y los sauen los testigos / por lo
hauer visto, ser y pasar ansí en sus tiempos, y oídolo decir a sus ma­
yores y más ancianos, que decían auerlo ellos visto ser y pasar a otros
sus mayores, y tal era y es dello la pública voz / y fama y común opi­
nión, sin auer cosa en contrario. Digan lo que sauen.
VI. Y t e n , si sauen, etc., que el dicho licenciado Hernando de
Rojas y los dichos su padre y abuelo y visabuelo en las dichas villas
y lugares donde an viuído y morado y tenido vienes / y hazienda,
se an juntado en las juntas y ayuntamientos de los hombres hijosdal­
go, y tenido oficios que solamente se dan y an dado a honbres hi­
josdalgo, y en la dicha villa de Talauera / an metido y sacado muchas
bestias cargadas de huba y de otras cosas, las quales an / dexado
entrar y sacar sín les Ilever cosa alguna por el dicho derecho del por-
tazguillo, por ser / ellos hijosdalgo y no por otra causa alguna. Digan
lo que sauen.
VII. Y t e n , si sauen, etc., que el dicho Garcí Goncáles de Rojas
fue casado y belado Iegitimamente, / según orden de la Santa Madre
Yglesia, con doña Cathalina de Rojas, su mujer, y como tales / hicie­
ron vida maridable, y durante entre ellos el dicho matrimonio, ouieron
y procrearon por su / hijo legítimo y natural al dicho vachiller Her­
nando de Rojas, y como tales marido y mujer / y hijo legítimo y
natural fueron abídos y tenidos y comunmente reputados.
VIII. Y t e n , si sauen, etc., que el dicho bachiller Hernando de
Rojas fue casado y velado legítima- / mente, según orden de la Santa
Madre Yglesia, con Leonor Aluarez, su mujer, y como tales / hicie­
ron vida maridable, y durante entre ellos el dicho matrimonio ouieron
y procrearon entre / otros por su hijo ligírimo y natural al dicho
licenciado Francisco de Rojas, y como tal / le tubieron y criaron, y
heredó sus bienes y hazienda, y por tales son y fueron auidos y /
tenidos y comúnmente rreputados. //
IX. Y t e n , si auen, etc., que el dicho licenciado Francisco de
Rojas fue casado y velado Iegitimamente, / según orden de la Sancta
Madre Yglesia, con doña Catalina Aluarez de Auila, su mujer, y como
tales hicieron vida maridable, y durante entre ellos el dicho matri­
monio, ouieron y pro- / crearon por sus hijos legítimos y naturales al
— 495 —
dicho licenciado Hernando de Rojas, que litiga, / y al licenciado Juan
de Rojas y a doña Eluira de Rojas y a Garci Ponce de Rojas, y por
tales son y an / sido abidos y tenidos y comúnmente reputados.
X. Y t e n , si s a u e n q u e to d o l o s u s o d ic h o e s p ú b lic a v o z y fa m
y p ú b lic o y n o to r io .
El licenciado Rojas {R úbrica) //

Probanca ad pcrpetuam / del licenciado Rojas.


El dicho Diego Hernández, vezino que dixo / ser de la villa de
Talauera, que biue a la / yglesia mayor, testigo susodicho, presen­
tado / por parte del licenciado Rojas, abogado en / esta rreal Audien­
cia e Chancillería, en el pleito que trata con el licenciado Juan García,
fiscal / de su Magestad, y concejo y buenos honbres de la villa / de
Talauera sobre rracón de su hidalguía e libertad que pretende ad per-
petuam / rrey memoriam, e aviendo jurado e siendo / preguntado por
las preguntas del / dicho ynterrogatorio, para en que fue / presenta­
do, y por las generales, ante el / muy yllustre señor dotor Hinojosa,
alcalde / de los hijosdalgo, dixo lo siguiente:
Generales. Fue preguntado por los generales, e dixo ques de
hedad de setenta años, poco más / o menos, e que no es hijosdalgo,
pero es christiano viejo, y que no es pariente / ni henemigo del
litigante ni de las partes, / ni le tocan las demás preguntas generales.
I. A la primera pregunta del dicho juramento dixo que / conoce
al dicho licenciado Rojas, por cuya parte / es presentado por testigo,
desde niño chequito, / rrecién nascido, y es natural de Talabera y
rreside en la villa de Valladolid, y abrá que casó catorze o quinze
años, poco / más o menos, y no le conoce bienes rrayzes / ningunos,
y que conosció al licenciado Francisco de // Rojas, padre deste que
litiga, vezino que fué desta villa, y le conosció mozo e casa- / do
quarenta años, poco más o menos, con bienes y hazienda rraíz en Ta­
labera, / y aurá que murió quatro años, poco más o menos, y que
conosció al bachiller / Hernando de Rojas, agüelo des te que litiga,
padre / de su padre, vezino que fue de Talauera, y le / conosció casa­
do, con bienes y hazienda / rraíz e casa poblada quinze años y más /
tiempo, y abrá que murió más de quinze / años, y que a García Gon-
záles Ponze de Rojas, / bisagüuelo deste que litiga, no le conosció /
más de aver oydo decir de él a muchas / personas viejas e ancianas,
de que al presente / no se acuerda de sus nonbres, y no se acuer- /
da de dónde decían que hera natural, / más de que syenpre oyó decir
que / la decedencia del dicho licenciado Rojas, / que litiga, / de-
C Í e n d e de las montañas, / e y que conoce al consejo de Tala- / vera,
y esto rresponde a la pregunta.
II. A la segunda pregunta del dicho juramento dixo que en todo
el tiempo e años que dicho e declara- / do tiene en la primera pre­
gunta que a que conosce / al dicho licenciado Rojas, que litiga, y que
496 —
á que / conoció a los dichos licenciado Francisco / de Rojas, su pa­
dre, y al bachiller Hernando / de Rojas, su agüelo, los a tenido y
tiene / por hijosdalgo notorios, porque por tales an sido y son ávi­
dos y tenidos comúnmente i reputados en la dicha villa de Talavera
por todas las personas que los an conocido / e tratado como este testi­
go, y que su origen / y dependencia es de las montañas de León, y
que tanbién oyó decir a muchos / viejos e ancianos de Talavera y
de / otras partes de su comarca, de que / al presente no se acuerda
de sus nombres, / e quel visagüelo deste que litiga hera / hijodalgo,
y dello y de los demás que dicho tiene tal a sido y es la pública /
boz y fama y común opinión, e nunca vió ni oyó defir lo contrario,
e dixo este testigo que no les a cono sfido / ni conoze parientes pe­
cheros por línea / rreta de varón, antes hijosdalgo, como heran al­
gunos vednos de Talabera, y otros forasteros que venían a casa /
del bachiller Rojas, agüelo deste / que litiga, que algunos dellos ve­
nían y debían que heran mon- / tañeses e hijosdalgo y el dicho bachi­
ller, agüelo deste que litiga, y los susodichos se tratavan como de
parientes, y esto rresponde a la pregunta e rrepregunta.
III. A ¡a tercera pregunta del dicho ynterrogatorio / dixo que
de más de cincuenta e finco / años a esta parte, que este testigo
se acuerda e tiene noticia, sabe que en la dicha villa de Talabera
no se a pagado ni paga / pecho de pecheros por rrepartimiento por
los buenos / honbres pecheros de la dicha villa, / los quales dichos
pechos sabe que / se an pagado y pagan en dicho tiempo a esta parte
de los propios de la dicha villa / de Talabera, y es público y notorio
que / de sesenta años a esta parte no se / pagan los dichos pechos por
el dicho / rrepartimiento por los dichos pecheros / de la dicha villa
de Talavera, sino que se pagan como dicho tiene, de los propios /
de la dicha villa, y también / a oído decir por público e notorio,
que / antes de los dichos sesenta años se / pagavan por rrepartimien­
to los / dichos pechos por los vecinos pecheros / de la dicha villa, y
que para ello / se hazían padrones en los quales se asentavan los pe­
cheros y no / los hijosdalgo, lo qual es público y notorio y se rremite
a los padrones; y sabe que en las dichas villas de Talavera / se an
rreconosfido los hijosdalgo / de los que no lo son, de más de fin­
quen ta // e finco años, que se acuerda, en las varas / de alcaldes
ordinarios en tiempo de sede / vacante de los arfobispos de Toledo, /
los quales pone el ayuntamiento de la / dicha villa, los quales son
hijosdalgo, / e ansí mismo en los ofifios de jurados / e procuradores
generales, que la mitad de los dichos / ofifios se da a los hijosdalgo,
y la otra / mitad a los que son de casta de pe- / cheros, y lo mismo
en lo tocante / a los alcaldes de la Hermandad, e ansimis- / mo son
rreconosfidos los hijosdalgo de / los que no lo son en cierto derecho,
y no se / pasa para los propios de la dicha villa, que llaman el por-
tazguillo, que es / fierta cantidad de maravedís que se / paga por la

— 497 —
32
carga de qualquier / cossa que entra en la dicha villa, que / el conce­
jo la arrienda, y entiende que es en poca cantidad, y esto se haze en
gierta manera que el que es pechero / paga ciertos maravedís de cada
carga que / entra en la dicha cibdad, y el que es hijo- / dalgo no
paga nada, ansí vecinos de la / dicha villa como forasteros, lo qual
sabe como vezino de la dicha villa, / y lo a visto ser y pasar desde el
tiempo que dicho tiene a esta parte, y esto rresponde / a la pregunta.
IIII. A la quarta pregunta dixo que del tiempo que dicho tiene
a esta parte, sabe que en las aldeas de la dicha // villa de Talabera
se an pagado y pagan pechos de pecheros por / rrepartimiento por los
bienes rrayzes / que tienen en los dichos pueblos, así vecinos como
forasteros, siendo pecheros, aunque sean vecinos de Talabera, y sabe
este testigo que en / los lugares de la parrochia de Almofrague y Al-
caudete an en- / padronado a algunos vecinos de la dicha / villa de
Talabera por los bienes / que tienen en los pueblos, y sobre ello se
an mobido pleitos, / e lo susodicho es público e notorio e / pública
boz e fama, y esto rrespon- / de a la pregunta.
V. A la quinta pregunta dixo que en el tiempo que dicho y
declarado tiene en la / primera pregunta que conosdó al licenciado
Francisco de Rojas e al bachiller / Hernando de Rojas, padre y agüe­
lo del dicho licenciado Rojas, / que litiga, bibir y morar en la dicha
villa / de Talabera, donde heran vecinos, sabe / que los susodichos
y cada uno dellos / en su tiempo estubieron en pacifica / posesión
de honbres hijodalgo no- / torios, y como tales sabe que / en tiempo
de sede bacante de los / arcobispos de Toledo fueron / nonbrados
por alcaldes ordinarios // de la dicha villa cada uno dellos / en su
tiempo por el ayuntamiento de / la dicha villa de Talabera, y este
testigo / les vió tener y húsar los dichos oficios / pacificamente, y si
no fueran hijos- / dalgo notorios, como lo heran, no / les dieran los
dichos oficios, e ansi- / mismo sabe que fueron alcaldes / de la Her­
mandad, jurados e procuradores / generales de la dicha villa algunos /
años ynterpoladamente, por el estado de los hijosdalgo, porque en la
dicha villa se husa e acostumbra / que la mitad de los dichos oficios /
de jurados e alcaldes de la Her- / mandad y fieles se dan a los / hijos­
dalgo, y la otra mitad a los que no lo son, y el oficio de procurador
general syenpre se le dió a honbres / hijosdalgo, y el padre y agüelo
del que litiga syenpre les vió tener y húsar los dichos oficios por el
estado de los hijosdalgo, y oyó decir por público /e notorio e pública
voz e fama que / por ser tales hijosdalgo no paga- / van ni pagaron
el dicho derecho del por- / tazguillo por carga de ubas / e trigo que
de sus heredades y de / otras partes metían en la dicha villa / para
sus casas, e ni más ni menos / oyó decir que ansimismo en los luga­
res // de Almofrague y Alcaudete y Halla, /y do tenían bienes y
hazienda rraíz, / no pechavan ni contribuían en los / pechos de pe­
cheros de los dichos / por los bienes rrayzes / que tenían en los di­
— 498 —
chos lugares e sus / términos, por ser hijos dalgo noto- / rios, y están
en tal posesión, y que si / fueran pecheros pagaran y se les / rrepar-
tiera como a los demás vecinos / pecheros de los dichos lugares y
foras- / teros que en ellos tenían bienes / rrayzes, lo qual este testigo
oyó decir / por cosa pública e notoria en la dicha villa de Talavera
en tiempo de los / susodichos, e dello e de lo demás / que dicho tiene
tal a sido y es / la pública hoz y fama y común / opinión, e nunca
vtó ni oyó / decir cosa en contrario, y en quanto a la posición del
dicho licenciado Rojas, / que litiga, ordinariamente, / desde que hera
muchacho a estado / ausente de Talabera, así en Salamanca / como
en esta villa de Valladolid, y en / otras partes, e no sabe cossa ningu­
na / de su posición, y en quanto al vísagüelo / dize lo que dicho
tiene en la segunda pregunta deste su dicho, y esto rresponde // a la
pregunta, e no sabe más della. Fuéronle hechas las rrepreguntas /
de oficio necesarias; dixo que / dize lo que dicho tiene.
VI. A la sesta pregunta del dicho ynterrogatorío / dixo que dize
lo que dicho tiene en la pregunta / antes desta, a que se rrefiere, y
esta rresponde / a la pregunta, y no sabe más della.
VII. A la sétima pregunta del dicho ynterrogatorío dixo / que
dize lo que dicho tiene en la primera pregunta, / y no sabe otra cosa,
y esto rresponde / de la dicha pregunta.
V III. A la otava pregunta del dicho ynterrogatorío, dixo / que
aunque no vió casar ni velar / a los contenidos en la pregunta, / los
vio estar casados y hacer vida ma- / ridable en uno, como tales ma­
rido / y muger, y como tales heran ávidos / e tenidos, e durante su
matrimonio entre otros hijos vió que tenían por su / hijo legítimo al
dicho licenciado Francisco / de Rojas, padre deste que litiga, llaman- /
dolé hijo y él a ellos padre e madre, e por tal su hijo legítimo fue
ávido / e tenido y comúnmente rreputado, y heredó sus bienes y ha­
zienda de / los dichos su padre e madre lo que le / cupo como uno
de sus hijos, e dello / es la pública boz y fama, y esto rresponde / a
la pregunta.
IX. A la nobena pregunta del dicho ynterrogatorío // dixo que
la sabe como en ella se contiene, / porque este testigo se halló en las
bodas y ve- / laciones de los contenidos en la pregunta / y los vió
hacer vida maridable en uno, como tales marido y mujer, y durante
su ma- / trímonio ovieron por sus hijos legítimos / al dicho licen­
ciado Rojas, que litiga, y al licenciado / Juan de Rojas y a doña Elvira
de / Rojas, e a García Ponze de Rojas, / llamándolos hijos y ellos a
ellos / padre e madre, y por tales marido / e muger e hijos legítimos
an sido / y son comúnmente rre- / putados, e dello esla pública /
boz y fama, y esto rresponde a la pregunta.
A la húltima pregunta dixo que lo que dicho tiene / es verdad
para el juramento que hizo, e / siéndole leído su dicho, se rratificó
en él, / y le fue encargado el secreto hasta la / publicación y prome­
— 499 —
tiólo en forma, y no lo firmó porque dixo que no sabía / escriuír, e
rrubricólo el señor alcalde. Va testado lo siguiente: «porque / sabe
que,» y «procuradores.» Pase por testado.
(Rúbrica) Pasó ante mí, Juan Martín de Villalobos
(Rúbrica)

El dicho Juan Maldonado Verdejo, vezino / de la villa de Talabera,


testigo susodicho, presentado / por parte del dicho licenciado Rojas
en el dicho / pleito de hidalguía ad perpetúan / rrei memoriam, e
aviendo jurado e siendo / preguntado por las preguntas del dicho yn-
terrogatorio / syguientes ante el dicho señor alcalde, dixo / lo si­
guiente;
Generales. A las generales dixo que es de hedad de se- / tenta
años, poco más o menos, e que no es hijodalgo, e que no le tocan las
generales.
I. A la primera pregunta dixo que conoce / al dicho licenciad
Rojas, que litiga, dende / niño chiquito, el qual es natural de la /
villa de Talabera, y abrá que casó / catorze años, poco más o me­
nos / y tiene ciertas huertas y heredades / en Crespos, tierra de Esca­
lona, que / compró después de casada, e que / conosfe al licenciado
Francisco de Rojas, padre deste que litiga, vezino que / fué de la villa
de Talabera, y le conosfió / casado con sus bienes e hazienda / rrayz
e casa poblada más de / treynta años, que hace que murió / tres años,
poco más o menos, e también conos^ó al bachiller / Hernando de
Rojas, agüelo deste que litiga, / padre de su padre, vezino que fué
de / Talabera, y le conosfíó casado / con bienes e hazienda rraíz e /
casa poblada quinze años, poco más o menos, e abrá que murió /
quarenta años, poco más o menos, y que al bisagüelo no le conosfió
más de averie oído decir, y era vezino / en la Puebla de Montaluán, //
e que particularmente no se / acuerda a quien oyó decillo, e di- / xo
este testigo que las bienes quel dicho / licenciado Rojas tiene en
Crespos, / tierra de Escalona, no sabe de fierto / sy los conpró o por
qué título los ha adquirido / después de casado, y que conoze al
concejo / y vecinos de la villa de Talabera, y esto rresponde a la
pregunta.
IL A la segunda pregunta del dicho ynterrogatorio dixo / quel
tiempo e años que dicho e declarado / tiene que a que conoze al
dicho licenciado / Rojas que litiga, y en. el que conoció / a los dichos
licenciados Francisco de Rojas, / su padre, y bachiller Hernando /
de Rojas, su agüelo los a tenido / y tiene por hijosdalgo notorios
porque por tales an sido y son / ávidos e tenidos e nonbrados / e
comunmente rreputados en la dicha / villa de Talabera donde an
sido / vecinos, que todas las presonas / que los an conosfido y tra­
tado / como este testigo, e por tales / hijosdalgo se preciaron e se
tuvie- / ron e trataron sus presonas, / e dello a sido y es la publica
— 500
boz y fa- / nía y común opinión, e nunca vió / ni oyó decir cosa en
contrario; y en quanto / al visagüelo oyó decir, como dicho / tiene,
que fue vezino de la Puebla / / d e Montalbán, pero no oyó decir /
dél otra^cossa, ques la verdad, / e dixo este testigo que no le a co­
nos / ?Ído ni conoze parientes pecheros por linea rreta de varón,
antes les / a conos?Ído y conoze parientes hijos* / dalgo, y esto rres-
ponde a la dicha pregunta / e rrepregunta.
III. A la tercera pregunta del dicho ynterrogatorio dixo / que
de más de ginquenta años / a esta parte, que este testigo se acuer­
da, / sabe e a visto que en la dicha villa / de Talabera no se an paga­
do ni / pagan por los vecinos pecheros de la dicha villa pechos de
pecheros / por repartimientos y sabe que se / pagan de los propios
del concejo / de la dicha villa, e antes deste tiempo / syempre oyó
decir por cosa pública / e notoria que hubo pechos de / pecheros
que se pagavan por / rrepartimiento entre los vecinos de la / dicha
villa, e aun este testigo a visto / algunos padrones antiguos, a los
quales se rremíte, y público / e notorio que de los del año de qui­
nientos / e diez e nueve para acá no se / pagavan los dichos pechos
de pecheros de la dicha villa por rrepartimiento, / syno que se pagan
de los propios del concejo, como dicho tiene, y que quando / se pa­
gavan en él ponían en los dichos / padrones los que heran pecheros,
y no los que heran hijosdalgo, // lo qual es público y notorio, y como
dicho tiene se rremíte a los dichos padrones, pero ya no se pagan
los dichos pechos de pecheros / por rrepartimiento, sabe este testigo
que ay / rreconos?imiento en ella entre los / que son hijosdalgo y los
que / no lo son, que es la rreputagión de cada uno, y en los oficios /
del concejo de la dicha villa, que quando ay sede bacante de los arzo­
bispos, / el ayuntamiento de la dicha villa / pone y nombra alcaldes
ordinarios, los quales oficios syempre se han dado y dan a hombres
hijos- / dalgo e principales e de los principales del pueblo, / y en
ello se pone mucha deligen- / cia e se tiene mucho miramiento / que
sean hidalgos y gente / onrrada y principal, y tan- / bién en que de
tres en tres años, / o de dos en dos se hazen padrones / en la dicha
villa, calle [ilegible] por / honbres señalados por el ayunta- / miento
de la dicha villa de los que son pecheros, e juramentados, los quales /
hazen padrón calle [?} , y al que es / pechero le ponen por pechero, /
y al que es hidalgo le ponen por hidalgo, // e ni más ni menos, y rre-
conoscimiento / e distinción en que en cada un año / ay un padrón
general en la dicha villa, / y en este an de ser honbres hijosdalgo.
Yten, en la que toca a oficios en cada un año, la mitad a hijosdalgo,
y la otra mitad a los que son buenos honbres de / casta de pecheros,
e ni más ni menos se an diferenciado los hijos- / dalgo de los que no
lo son en el derecho / del portazguillo que dize la pregunta, que se
paga cierto derecho de cada carga / que cada vezino mete en la dicha
villa, / y el que es pechero paga el dicho derecho / y el que es hijo­
501 —
dalgo no lo paga. Yten / ay cárcel pribada que se dize / la torre de
San Pedro, a donde lleban / presos a los hijosdalgo, y otra cárcel /
para los pecheros, e?epto sy el delito / fecho es muy grande, que en
tal caso / se les lleban a la carmel de los pecheros, / por ser cárcel
rrecía e donde ay mucha / guarda, en las quales dichas cosas / sabe
este testigo que se an diferenciado / diferencian en la dicha villa de /
Talabera los hijosdalgo de los / que no lo son, y sabe como / vezino
e natural que es de la dicha villa.
IIII. A la quarta pregunta dixo que de más de ^inquenta años
a esta parte que este testigo se acuerda, sabe ser verdad / y que se
haze y acostumbra lo contenido en // la pregunta, segund que en
ella se declara, / porque este testigo a estado en los dichos / pueblos
y tiene hazienda en algunos / dellos, y lo susodicho es público e noto­
rio / e pública boz y fama, lo qual rresponde a la pregunta,
V. A la quinta pregunta del dicho ynterrogatorío, / dixo, que
en quanto a la posesión / del dicho licenciado Hernando de Rojas, /
que litiga, / a oído decir por público e notorio / en el lugar de Cres­
pos, tierra de Esca- / lona, do tiene ciertas huertas y here- / dades,
que está en posición de hijodalgo, y que como tal no pecha en los
pechos / de pecheros del dicho lugar, y este testigo lo a visto puesto
por / testimonio del escríuano del dicho lugar de Crespos, y en
quanto a la po- / sesión del dicho litigante no sabe / otra cossa nin­
guna, porque el susodicho, siendo niño, en vida / de su padre, se fue
a estudiar /a Salamanca, e de allí vino a esta / villa donde se casó,
y aunque / algunas vezes a ydo a Talabera, a si- / do por pocos días
a ver a sus / parientes y a otros negocios, y en quanto a la posesión
de los dichos / licenciado Francisco de Rojas y el / bachiller Hernan­
do de Rojas, padre y agüelo deste que litiga, en todo el tiempo e
años que e de- / clarado tiene en la primera pregunta / que los co­
nosció estaban casados // con bienes y hazienda rraíz e casa / poblada
en la dicha villa de Ta- / labera donde fueron vecinos, y sabe que los
susodichos y cada uno / dellos en su tiempo estubieron en pose­
sión /e de honbres hijosdalgo notorios, y como tales sabe que en
sede / bacante de los arcobispos de Tole- / do, cuya es la dicha villa
de Talabera, fueron nombrados por alcaldes ordi- / narios, e sí no
fueran / hijosdalgo notorios no les / dieran los dichos oficios, ni
Ies / admitieran a ellos, porque, / como dicho tiene, syempre se tuvo
mucha quenta e miramien- / to en que .los alcaldes ordinarios / de
la dicha villa, fuesen hijosdalgo y gente muy honrrada e por tal /
como ellos lo heran, e tan- / bien espresó quel padre deste / que litiga
fue jurado en la dicha villa un año del estado de los hijos- / dalgo,
aunque desto no se / acuerda bien, más de que depone / que fue
jurado un año, como dicho tiene, / del dicho estado, e sy el padre y
agüelo / deste que litiga tuvieron otros oficios algunos del estado de
los hijos- // dalgo, no tiene noticia, e que / oyó decir en Alcaudete y
— 502 —
Almofrague, que asi mismo el padre y agüelo des te que litiga estu-
bieron en / posesión de hijosdalgo, e que como tales / no pecharon
en los pechos de pe- / cheros de los dichos lugares por / rrafón de
fierta heredad que allí / tenían, que llamavan la posada del Cornica­
bra!, lo qual, como dicho I tiene, oyó decir en los dichos lugares en
el tiempo del padre y agüelo del susodicho a muchas personas por
cosa pública e notoria, e dello / e de lo demás que dicho tiene / tal
a sydo y es la pública boz y fama / y común opinión, y nunca vió ni /
oyó decir lo contrario, y esto rresponde / a la pregunta, y della no
sabe otra cossa. Fuéronle hechas las / rrepreguntas de oficio n e s g a ­
rías, e dixo que dize lo que dicho tiene.
VI. A la sesta pregunta del dicho ynterrogatorio dixo que dize
lo que dicho en la pregunta antes desta, / a que se rrefiere, y esto
rresponde a esta pregunta y no sabe más della.
VII. A la sétima pregunta del dicho ynterroga torio, / dixo que
dize lo que dicho tiene en las preguntas / antes desta, a que se rrefie­
re, y esto rresponde a la pregunta.
VIII. A la otava pregunta del dicho ynterrogatorio, / dixo que
no vió casar ni velar / a los contenidos en la pregunta, los vió estar
casados // y hacer vida maridable en unos como / tales marido y
muger, e por tales / fueron ávidos e tenidos, e de su casamiento vió
que los susodichos, / entre otros hijos, tenían por su / hijo legítimo
al dicho licenciado Francisco de / Rojas, padre e madre, e parece
quel por hijo legítimo fué ávido e teni- / do e por tal rreputado, y
esto / rresponde a esta pregunta.
IX. Á la nobena pregunta dixo que aunque no vió casar ní velar
a los / contenidos en la pregunta, los / vió estar casados y hacer
vida / maridable en uno, como tales marido y muger, y por tales /
fueron ávidos e tenidos, e deste / su matrimonio ovieron por sus
hijos / legítimos al dicho licenciado Hernando de Rojas, / que litiga,
y al licenciado Juan de Rojas, / y a doña Elvira de / Rojas y a García
Ponze de Rojas, llamándolos hijos, / y ellos a ellos padre e madre,
criándolos e alimentando- / los como tales e por tales sus hijos legí­
timos, y fueron y son ávidos y tenidos e / comunmente rreputados
de- / lio; es la pública boz y fama, / esto rresponde a la pregunta.
A la húltima pregunta díxo lo que / dicho tiene es verdad para
el juramento / que hizo, e siéndole leído su dicho / se ratificó en él,
y le fué encargado el / secreto hasta la publicación e prometiólo, e
firmólo de su nombre, e rrubricólo / el señor alcalde, e firmélo yo el
rreceptor.
{Rúbrica) Pasó ante mí, Juan Martín de Villalobos
{Rúbrica) Juan Maldonado Verdejo (Rúbrica)

— 503 —
III. R e su m e n de l o s t e s t im o n io s r e st a n t e s

Dado que los testigos que completan el documento no conocieron


o no estaban informados sobre el autor de La Celestina, únicamente
necesitan transcripción por su relevancia unos pocos pasajes.
1. El último testigo del grupo señalado arriba, «Gaspar de Guz-
mán, vecino que dixo ser de la villa de Talavera», como residente en
Valladolid conocía muy bien al licenciado Fernando. Pero únicamen­
te conoció al padre y al abuelo en Talavera siendo joven: « ... conos-
ció al bachiller Hernando de Rojas ... seis o siete años, poco más o
menos, ... siendo muchacho antes que fuese a las Yndias, y no sabe
si en este tiempo hera biudo o casado, y tenía bienes rrayzes en Ta­
lavera, el qual murió mientras este testigo estubo en Yndias.» Refi­
riéndose a la distinción en Talavera entre hidalgos y pecheros, añade:
«Ordinariamente el tal procurador general que se nombra cada un
año es hijodalgo.» Como indicación de que los Rojas eran hidalgos,
recuerda que fueron nombrados alcaldes: « ... a oído decir por público
y notorio e pública boz y fama, que los susodichos y cada uno dellos
en su tiempo fueron alcaldes ordinarios de la dicha villa de Talavera,
nombrados por el ayuntamiento de la dicha villa, sede bacante de los
arzobispos de Toledo cuya es dicha villa los quales dichos oficios no
se dan syno a hijosdalgo y gente onrrada y principal.»
2. El grupo siguiente de tres testigos es de L a Puebla de Mon-
talbán, y su testimonio es el que fue transcrito para los Rojas tal
como se señaló arriba. Ver F. d e l V a l l e L e r s u n d i , «Documentos
referentes a Fernando De Rojas», RFE, XII (1925), 385-396 (vol. I).
3. El testigo que sigue es presentado separadamente. Un hidalgo
de sesenta años, que se identifica a sí mismo como: «Gerónimo Me-
neses, familia del Santo Oficio de Toledo, vezino de la Villa de Ta­
lavera.» Explica su conocimiento de la familia Rojas como sigue:
«...conoze al lizendado Hernando de Rojas, abogado en esta real
audienda, Corte e Chand Hería, desde niño de corta hedad, y en el
prindpio de dicho tiempo le bió y conosdó en la villa de Talabera,
en casa de su padre ... y también conosdó al lizendado Francisco
de Roxas, padre del dicho litigante, más de quarenta años antes que
muriese, todos ellos casados, vibiendo en la dicha villa de Talavera,
en la qual y en sus términos y en el lugar de Alcaudete, jurisdiedón
de la dicha villa, tubo bienes e hadendo rrayz de casas, tierras, biñas
y colmenares, e abrá que fallesdó quatro años, poco más o menos, y
que también conosdó al bachiller Hernando de Roxas, abuelo del
que litiga, y abrá que le comenzó a conozer más de zinquenta años,
e conosciole seys o siete años antes que ffalegiese, casado y vibiendo
en la dicha villa, en la qual e en sus términos tenía e tubo bienes
— 504
rrayzes, y abrá que murió a su parescer deste testigo, más de quaren-
ta e quatro años, y abrá treynta y dos años poco más o menos, que
estando este testigo en la Puebla de Montalbán, en una yglesia que
llaman Sant Miguel, le fue dicho e señalado el entierro del visab líelo
del dicho litigante. ...»
Por lo que se refiere a la hidalguía de los tres Rojas, afirma:
« ... siempre a cada uno dellos de por si en su tiempo, este dicho tes­
tigo los tuvo e a thenido y tiene por hombres hijosdalgo porque en
tal opinión, rreputación y fama los a visto estar, e que estubieron en
la dicha villa e fuera entre sus vezinos e moradores.» Entonces, refi­
riéndose a Garfí González, afirma y confirma por primera vez la su­
perchería de los Rojas-Franco de Cangas de Tineo inventada por el li­
cenciado Fernando como un hecho positivo que él «a oydo dezir a
personas biexas e ancianas, cuyos nombres no tiene memoria presen­
te para los declarar»: « ...h e ra hombre hijodalgo muy notorio e co-
noscido e natural de Tineo, de la casa de Roxas, la qual a visto cons­
tar por casa y solar conoscido de hombres hijosdalgo notorios de san­
gre...». Los otros sólo habían hablado de «las Montañas de León».
Como prueba de estas afirmaciones, aduce su inspección perso­
nal de los padrones de Talavera: «... porque en los padrones e rre-
partimientos que antiguamente se hazía en la dicha villa de los pe­
chos del serbicio real y moneda forrera que en ella se pagaban por
los buenos hombres pecheros, no están puestos ni asentados el padre
e abuelo del dicho litigante, porque este testigo los a visto e leído ...
y el dexar de estar en ellos hera y fue por ser hijosdalgo. ...» Men­
ciona que el licenciado Fernando de Rojas no tenía que pagar el
p ec h o sobre sus posesiones en Alcaudete. Sabe esto porque « ...f u e
regidor muchos años en la dicha villa de Talavera, e a estado en mu­
chas aldeas de su jurisdicción, y especial en los lugares de Almofra-
gue y Alcaudete y AIya.»
4. El primero del siguiente grupo compuesto de tres testigos
talaveranos es un p ech er o de setenta y siete años llamado Francisco
García. En su testimonio confirma que la familia era conocida por
su hidalguía, poniendo de relieve sus posesiones en Alía y Almofrague,
así como en los alrededores de Talavera: « ... rrayzes en cantidad,
ansí casas como tierras y olibares y un colmenar. ...» . Del Bachiller
sólo dice que «... conosció al bachiller Hernando de Roxas... doze o
treze años antes que falleciese, casado vibiendo en la dicha villa de
Talavera, con bienes rrayzes, y no tiene memoria quantos años abrá
que fallesció». También observa que el licenciado Francisco había
sido nombrado como alcalde y que no le cobraban el impuesto del
«portazguillo» al hacer entrar sus «muchas cargas de bastimento».
5. El siguiente testigo, Francisco León, era también un p ech ero
v tenía setenta y ocho años. Confirma el testimonio anterior, afirman­
do que nadie de Alía o Almofrague había tratado de poner a los Rojas
— 505
en la lista de los p ech ero s —como habían hecho en otros casos, sien­
do motivo de pleito.
6. En la declaración de Nicolás de la Serna, natural de Talave­
ra, que sigue a continuación, lo único que, de lo que dice, nos parece
vagamente pertinente a lo que nos interesa, es: «Conosció al bachi­
ller Fernando de Rojas más de quinze o veinte años antes que murie­
se, vibiendo casado y con bienes rrayzes en la dicha villa de Talabera,
ansí casas como holibares y heredades e también tubo en Alya y Al­
mofrague los vienes que dichos tiene tubo e poseyó el dicho Francis­
co de Rojas, so hijo.»
7. El documento concluye con la declaración de otro talaverano,
Baltasar Sánchez, que apenas si conoció al autor de La Celestina y
que no tiene nada nuevo que decir sobre la familia.

— 506
APENDICE IV

LOS LIBROS DE LEYES DEL BACHILLER

El corto número de títulos enumerado aquí está tomado directa­


mente del inventarío publicado por Valle Lersundi. Las referencias
completas que siguen a cada título son identificaciones de Luis G. de
Valdeavellano. Los breves títulos en español de las obras latinas pa­
recen ser identificaciones del propio Rojas escritas en las cubiertas.
Estas abreviaturas eran probablemente las que empleaban general­
mente los estudiantes de Derecho.

1. E l D ecreto

Gratianus, cum apparatu Bartholomaei Brixiensis, a Petro Albíg-


nano editum. Johannes de Deo, Hispanus: Flosculus seu su n r
marium iotius Decretí, Venetiis—Johannes de Colonia et Johan­
nes Manthen, 3 enero, 1479.
Otra edición editada por Sebastiano Brant, 1 julio 1500 (Ba-
sílea).

2. L as D ecretales

Liber sextus D ecretd iu m Bonifacii Papae VIII, cum apparatu


Johannis Andreae. Johannes Andreae: Super arboribus consan-
guinatís et affinítatís, Venecia, Nicolaus Jenson— 1476,
Otras ediciones: Venecia. 1482, 1483, 1489, 1491 (contiene las
adiciones de Clarü).
Es más probable que sean las Decretales de Gregorio IX. Pa­
pae lib ñ V, cum glossa, Venecia, 1482. Otras ediciones: Ve-
necia, 1483, 1486.

— 507
3. El vo lu m e n v ie jo de T o r t is

Tortis, Hieronymus de, Consilium in fa vo rem p op u li Vloreniim,


Papiae, 1485.

4. La se g u n d a p a r t e d e S a l ic e t o

Saliceto, Bartholomaeus de, Lectura su per IX libris Codicis,


Ve necia, Johannes Herbort, 1483.
------ , Lectura su per Digestius vetus, Brescia, 1499.

5. F r a n c isc o de A r e c io

Accolti, Francesco (llamado Francesco de Aretio o «el Are tino»


(1418-1486) Con sitia, sen responsa iuris, Pisa, 1483; Me*
diolani, 1483; Papiae, 1493; Venetiis, 1499.

6. C o d ig o

Codex lustinianus cu m glossa, Venecia, 1483, 1493-94; Lug-


duni, c. 1495.

7. Yten A lexan d ro de Y m ola

Tartagnis, Alexander de (Imola):


Apostillae su per 1 parte Codicis, Ñapóles, 1475.
Apostillae su per I I parte Codicis, 1483.
Apostillae super I parte D igestí no vi, 1480.
Apostillae su per I I parte D igestí novi, 1481.
Consilia (1477, 1480, 1484-85, 1490-92, 1499).
Lectura su per I et II parte Codicis cu m apostillis, Vene­
cia, 1488.
Lectura su per I parte Codicis cu m apostillis, 1482.
Lectura su per II parte Codicis, 1483.
Lectura super IV parte Codicis, 1476.
Lectura su per I parte D igesti novi, cu m apostillis, 1483.
Lectura su per I parte D igesti novi, Venecia, 1488.
Lectura super II parte D igestí novi, 1481.
Lectura super I et I I parte D igesti veteris, Venecia, 1488.
Lectura super I parte D igesti veteris, cum apostillis, 1481.
Lectura super I et II parte Infortiati, Venecia, 1494.
Lectura su per I parte Infortiati, cum apostillis, 1482.
Lectura su per I I parte Infortiati, cum apostillis, 1480.
Lectura su per titulo d e verborunt obligationibus, Venecia
1489.

— 508 —
8. Yten la Y n s t it u t a

Corpus Iuris Civilis (lustinianus)


Institutiones cum glossa, c. 1481-83, Venecia (1483, 1484,
1497).

9. Yten Ba ld o so b r e lo s feudos

Ubaldis, Baldus de (Baldo), C om m entum super usibius feudo-


d orum et su p er pace Constantino, 1483.

10. Y ten P aulo de C a st r o so b re el E sfo rzad o

Lectura su per I parte lnfortiati, 1478.


Lectura su per II parte lnfortiati, 1480.

11. Y ten la pr im e r a pa r t e de S a l ic e t o
Véase el número 4.

12. Yteti S esto y C lementinas


Liber sextus D ecretalium Bonifacii Papae VIII, cum apparatu
Johannis Andreae. Johannes Andreae: Super arboribus con-
sanguinatis et affinitatis. Venecia, Nicolaus Jenson— 1476.
Otras ediciones: Venecia: 1482, 1483, 1489, 1491 (contiene
las ediciones de Clarii).
Constitutionis C lem entis Papae V, cum apparatu Johannis An­
dreae; quibus accedunt Decretales extravagantes quae ema-
narunt post Sextum, Venetiis, Nicolaus Jenson, 1476.
Otras ediciones publicadas en Venecia:
Baptista de Tortis, 6 nov., 1484
Bartholomaeus de Blavis et Andreas Torresanus, 20
abril ?, 1485
Thomas de Blavis, 1 junio 1489
Johannes et Gregorius de Gregoriis, 16 feb. 1489/90.

13. Y ten el E sfo r z a d o


lustinianus, Corpus Iuris Civilis
Infortiatum cu m glossa, Venecia, 1484, 1491, 1494.

14 . Yten e l D igesto v ie jo
lustinianus, Corpus Juris Civilis _
D igestum vetu s cu m glossa, c. 1478/80; Venecia 1494.

— 509 —
15. Yten Jan so n s o b re e l E s fo rc a d o

Ambrogio, Jason de Maino, Commentarü su per C ódice, D iges­


to veteri et hifortiato, Venecia, 1496; Pavía 1499 y sigs. (8
tomos).

16. Yten el D ecreto

Véase el número 1.

17. Yten C a r d in a l is so b r e las C l e m e n t in a s

Znbarellis, Frandscus de, Lectura su per Clementinas, Nápoles,


1477; Roma, 1487; Venecia, 1481; Turín, 1492; Venecia,
1497 y 1499.
(Se trata de los comentarios sobre las Constituciones del
Papa Clemente V (= Clementinas) por el Cardenal Fran­
cesco Zabarella (f 1417), frecuentemente designado como
«Cardinalis floren ti ñus».)

18. Yten S a l ic e t o , so b r e e l q u arto y q u in t o y se st o del Co-


DIGO

Véase el número 4.

19. Yten D ig e s t o n uevo

Iustinianus, Corpus Inris Civiles


Dígestum novum cum glossa, Venecia, 1483, 1491, 1494.

20. Yten A le xan d ró so b r e el se st o del C o d ig o

Tarta gnis, Alexander de (Imola), Lectura su per VI parte Co-


dicis, 1476.

21. Y ten J a so n so b r e l a p r im e r a d e l D ig e s t o v ie jo

Ambrogio Jason de Maino: véase el número 15.

22. Yten P aulo de C astr o so b r e t o d o el C ó d ig o

Paulus de Castro, Lectura su per I, II , III, IV, VI, VII Codicis,


Medióla ni, 1496.
(Paulo de Castro (circa 1405-circa 1521) fué un discípulo de
Baldo.)

— 510 —
23. Yten P aulo de C astr o so b r e el D ig e s t o v ie jo

Lectura super D igestía vetu s, Mediolani, 1489; Venetiis, 1496­

24. Yten B aldo so b r e el Esfo r z a d o

Ubaldis, Baldus de (Baldo), Lectura super I et II parte Infor-


tiati, 1498.

25. Yten Paulo de C astro so b r e e l D ig e s t o nuevo

Paulo de Castro, Lectura su per Digestits novus, Venetiis s.d.,


Venetiis, 1494; Mediolani, 1496.

26. Yten t ratad o de C epola cu m c a u t e l is

Cepolla, Bartholomaeus, De servitutibus praediorum — Cante-


lae. Venecia, 1485.

27. Yten C iñ o s o b r e e l D ig e st o v ie jo

Ciño da Pistoia, Lectura Digestum vetus, Lugduni, 1528.

28. Y te ti P e t r a r c a en l a t ín

No es un libro de leyes.

29. Yten las leyes del R eyno

Díaz de Montalvo, Alonso, Recopilación d e leyes, ordenam ien­


tos, y pragmáticas (llamada también Libro d e leyes).
Ediciones:
Huete, Alvaro de Castro, 11 nov. 1484
Zamora, Antón de Centenero, 15 junio 1485
Huete, Alvaro de Castro, 23 agosto 1485
Salamanca, 1486
Burgos, Fadrique de Basilea, 24 sept. 1488.
Zaragoza, Juan Hurus, 3 junio 1490
Sevilla, Ungut y Polono, 17 mayo 1492
Sevilla, Pegnitzer, Magno y Thomas, 4 abril 1495
Sevilla, 1496
Sevilla, Ungut y Polono, 29 marzo 1498
Sevilla, 1499
Salamanca, 29 marzo 1500.
— 511 —
30. Yten P R E M A T IC A S DEL 1<EYN0
Las pregm áticas y capítulos q u e su m agestad ... hizo en las
Cortes d e Valladolid (1537), Cuenca, 1538.

31. Y ten leyes de T oro g lo sad as '

Las ley es d e i oro glosadas, 1527.

32. Y ten U go de C e l so

Hugo de Celso, R epertorio d e las le y e s d e tod os los Reynos,


única edición encontrada: Valladolid, 1547.

33. Yten las Leyes de la m e st a

Compilación d e todas las Leyes y Ordenanzas d el H onrado Con­


cejo d e la Mesta general d e Castilla y León. Sin pié de imprenta
ni fecha.
(Es la primera colección impresa conocida de las Leyes de la
Mesta. El último documento incluido en esta compilación es
de Toledo y lechado en 1526, lo que puede orientar respecto
de la data y lugar de publicación. La edición siguiente, o
«Libro de Privilegios y Leyes del Ilustre y muy Honrado Con­
cejo de la Mesta», Madrid, 1569, es de fecha posterior a la
muerte de Fernando de Rojas.)

34. Yten Cortes de T oledo d e l a ñ o d e v e y n t e y c in c o

Las cortes d e T oledo d es te p resen te año d e mil y quinientos


y XXV años, Burgos (Alonso de Melgar) 1525, 1526, 1535.

35. Yten C ortes de M a d r id d e l a ñ o d e v e y n t e y t r e s

Debe de tratarse de un error, pues no hay noticia de que en el


año 1523—ni tampoco en 1423—se reuniesen Cortes en Madrid;
vid. Colección de Cortes de los antiguos Reinos de España por
la Real Academia de la Historia. Catálogo, Madrid, 1855. En
Madrid se celebraron Cortes, no en 1523, sino en 1528 (cf.
Cortes de Madrid. Cuaderno de Leyes y pragmáticas, Alcalá
de Henares, por Juan de Brocar, año de 1540. Probablemente
se trata de las Cortes de Valladolid de 1523; cf. Cuaderno de
Leyes y provisiones de las Cortes de Valladolid, impreso en
Burgos por Juan de Junta, año 1535.)
— 512 —
36. Y tenC o r t e s de M a d r id d e l a ñ o d e t r e y n t a y q u a t r o , con
LAS DE SEG O VIA

Quadernos d e las co r tes q u e su m agestad d e la em peratris y


reyna nra señora tuno en la ciudad d e S egovia e l año d e
MDXXXIII, colas declaraciones ..., Madrid, 1534.

37. Yten L e y e s C a p it u l a r e s

Capitula, l e g e s et con stitu tion es R egni Neapolitani, Neapoli


(Frandscus Tuppi ?) s.a.

38. Yten quadern os de las alcavalas con otras leyes m e­


nudas

Q uadernos d e Alcabalas de 1484, 1490 y 1491


¿Burgos, Fadrique de Basilea, 1486?
Zamora, Centenera, 1487
Sevilla, Ungut y Polono, 1495
¿Salamanca, 1496?
¿Salam anca,--------- ?

39. Y ten las n otas del R elator

Fernando Díaz de Toledo, Notas d el Relator


Burgos 1490; Valladolid 1493; Salamanca 1499 and 1500;
Sevilla 1507.

40. Yten R e p e r t o r io de l a s le ye s del R evn o de m ar ca m enor

Gonzalo González de Bustamante, La peregrina (Peregrina, a


co m pila to re glossarum dicta Bonifacia, Sevilla, 1498). Según
Ureña y Smenjaud esta obra es el único repertorio jurídico
anterior a la obra de Montalvo; González lo escribió a fines del
siglo XIV en español; fue traducido al latín e impreso en
1498. Sin embargo, es más probable que sea Hugo de Celso,
Repertorio universal de todas las leyes de estos Reinos, Ia ed,,
Alcalá de Henares, 1540.

41. Yten c a p ít u l o s de c o r r e g id o r e s

Los capítulos ... q u e han d e guardar e cum plir los gouerfia­


dores, asistentes, corregid ores ..., Sevilla, 9 de junio 1500.

— 513 —
33
42. Yten S u m a R ó se l a

Rosellis, Tractatus, Venecia, 1481.

43. Yten C iñ o , s o b r e e l D ig e st o v ie jo (véase el número 27).

44. Yten L e y e s S in o d a l e s con otras leyes de la H erm an dad


e de la v il l a , to d o de m an o

Quaderno d e las le y e s nuevas d e la hermandad, existen más


ediciones del siglo XV sin indicaciones tipográficas.
INDICE DE NOMBRES
Y O B R A S ANONIM AS

Este índice comprende los nombres y títulos de obras anónimas


(se ensayó un índice temático, pero no se juzgó práctico), y está divi­
dido en dos categorías humanas claramente diferenciadas: la primera
la componen las fuentes, autores y cosas notables que normalmente
se encuentran en todos los estudios de esta naturaleza; y segundo,
una verdadera «población» de personas que existen solamente aquí
y en las fuentes documentales. Para distinguir una categoría de otra,
y así hacer el índice más útil, he añadido los marbetes de identifica­
ción a los que caen en la segunda categoría. Las abreviaturas emplea­
das en los marbetes son las siguientes:

A Alvaro de Montalbán.
claustro Miembros no conocidos del claustro de la
Universidad de Salamanca.
Franco Miembros de la familia Franco, primos de
Rojas.
Inq. Inquisición.
probanza Los nombrados en las probanzas del licen­
ciado Fernando de Rojas como funcionarios,
testigos o informantes.
Puebla Vecinos de La Puebla de Montalbán.
Puebla, otros Rojas Miembros de otra familia Rojas de La Pue­
bla con los que el bachiller estaba probable­
mente emparentado.
R Fernando de Rojas
Relaciones Personas mencionadas en las Relaciones d e
los p u eb los d e España ordenadas p e r Fe­
lipe II.
— 515 —
Rojas d e Carriches Miembros de la aristocrática familia de Mar­
tín de Rojas, de Carriches, identificada como
pariente del bachiller.
Rojas d e T ineo Miembros de la familia hidalga de Rojas en
Cangas de Tineo con los que el Licenciado
Fernando pretendía estar emparentado.
Serrano Vecinos de La Puebla nombrados en el pro­
ceso de Pedro Serrano de 1494.

A Alberto Magno, 419.


Albignano, Petro, 507.
Abeales [Abealega], Jaco (Serrano), Alcalá, Alfonso de (claustro), 275.
247. Alcalá, Angel, 147 n.
Aben-Zarzal, 134 n. Alcubillete (Serrano), 247.
Abenátar Meló, David, 87 n. Alejandro, 430 n.
Abengon<;alen, David (véase González Alemán, Mateo, 135, 150, 159, 192 n„
Husillo, Fernán). 193, 463, 474.
Abenyule {padre de Bartolomé Galle­ Alemán de Basilea, Fadríque (véase
go), 450, 451. Biel, Friedrich).
Abrahán, 239. Alfonso VI, 231.
Abraham Sénior, 194. Alfonso V II, 228 n.
Abulafia (médico, Serrano), 242, 247. Alfonso X el Sabio, 150, 277, 297.
Accolti, Francesco, «el A retino» {véase Alfonso XI, 428 n.
Aretio, Francesco de). Alfonso, infante de Castilla, 197.
Acevedo, Alonso de, 303. Alfonso, Pero, 428 n.
Acosta, doctor Emanuel de, 271 n. Alonso, Dámaso, 33 n.
Acosta, Uriel, 145. Alonso, Inés, «la Manjirona» (Pue­
Acre, Leonor (Franco), 483. bla,, bruja), 119, 123, 232.
Acuña, Francisca de (Rojas de Carri* Alonso, Juan (Puebla, clérigo), 243,
ches), 260. 249, 251.
Adrada, Diego de (Puebla, hijo de «la Alonso, Licenciado Diego {Toledo,
Física»), 233 n., 265 n. evadido de la Inquisición), 53, 232 n.
Aguilar, Alfonso de (Puebla), 250. Alonso, Martín (probanza), 489.
Ajo, C. M„ 19, 213 n., 285 n., 308 n. Alonso Cortés, Narciso, 155 n., 472 n.
Alamo, Francisca del (Talavera, cria­ Alvarez, Beatriz (hermana de A.), 386,
da de R.), 406, 410. 45í : .
Alamo, Francisco del (probanza), 406 n. Alvarez, Catalina (Franco), 61 , 478,
Alarcón, fray Luis de, 353. 482.
Alarcón, M. A., 142 n. Alvarez, Catalina {hermana de A.),
Alarcos García, E., 391 n. 133 n.
Alba, casa de, 128 n., 305. Alvarez, Constanza (hija de A.) (véa­
Alba, conde de, 254. se Núñez, Costan^a).
Albares Guerrero, Alfonso, 433 n. Alvarez, Elvira {hermana de A.), 86 n.,
Alberti, León Battista, 308. 387 n.

— 516
Alvarez, Francisco {reo de la Inq. de Apuleyo, 417, 418 n., 432.
Toledo), 105 n-, 119, 120. Aragón, infantes de, 226.
Alvarez, Guzmán, 463. Aragone, Elisa, 325 n.
Alvarez, Ysabel (Franco), 483. Arco, Juana de, 315, 427.
Alvarez, Leonor (hermana de A.), Arcos, Cristóbal de, 426 n.
86 n., 96. Arenales, Francisca de los (Franco),
Alvarez, Leonor {mujer de R.), 52, 66, 138, 482.
67 83 n., 84, 85, 95, 119, 124, 126, Arenas, Alonso de (Serrano), 246, 250.
137 n., 215, 216, 386, 387, 404 n„ Arenas, Nicolás de (Puebla), 246, 251.
406, 407, 409, 410, 418 n., 423, Aretio, Francesco de, 508.
439 n„ 440, 451, 461, 465, 467, Arévalo, Alonso de (agente de R.),
468 , 488, 495. 176, 447.
Alvarez, Mari (Franco), 61, 91, 478, Arévalo, Juan de {escribano de R.),
482. 465.
Alvarez, María (Franco), 483. Arévalo, Juan de (Talavera, procura­
Alvarez, Mencía (hija de Pedro Fran­ dor), 465 n.
co), 61, 478, 482. Arias Dávila, Juan, 274 n.
Alvarez, Mencía {nieta de Pedro Fran­ Arias de Avila, Diego, 132 n., 151,
co), 61, 483. 178, 182 n., 239.
Alvarez de Avila, Catalina (nuera de Arias Montano, Benito, 128.
R.), 124, 131 n., 137 n., 138, 265 n., Ariés, P„ 214 n., 222.
387 n., 406, 407 , 462, 476, 488, Ariosto, Ludovico, 217.
495. Aristóteles, 198, 233, 310, 326, 329­
Alvarez de Avila, Francisco {hermano 333, 415.
de Catalina, canónigo de Sigiienza), Arragel, Rabbi Mosé, 152, 232 n.
67 n., 125 n., 138, 465, 476. Arrojas, Sancha de (Rojas de Tineo),
Alvarez de la Reina, doctor Fernando, 66 n.
128 n., 273, 274 n. Arturo, rey, 152, 430 n.
Alvare2 de Montalbán, Alonso (her­ Asensio, Eugenio, 47, 168 n.
mano de A.), 86 n., 249 n., 483. Atkinson, W., 316 n.
Alvarez de Montalbán, Fernando (pa- Aulestia, Cristóbal de (probanza), 486,
de de A.), 86 n., 132. 493.
Alvarez de Montalbán, Garcí {abuelo Aurelio, Marco, 412 n.
de A.), 88, 132, 154. Ausonio, 303 n.
Alvarez de Montalbán, Pero {tío de Avdallá [Abdullah] (alfarero, Serra­
A.), 87 n. no), 249.
Alvarez de San Pedro, D. Juan {padre Avellaneda, Alonso Fernández de, 101,
de Catalina Alvarez de Avila), 67, 280, 354.
134, 475, 484. Avicenna, 323, 334 n.
Alvarez Franco, Luís (Franco), 61, Avila, Alfonsina de (pariente lejana
482. de R.), 124, 265 n., 475 n. ^
Alvarez Gato, Juan, 54 n., 163, 177 n„ Avila, Alonso de (conocido de Luís
186 n., 287 n. García, el «librero»), 132 n., 249.
Amad'ts de Gattla, 157, 424. Avila, Alvaro de (hermano de Cata­
Amaral, A. do, 306 n. lina Alvarez de Avila), 124 n.
Ainezúa, Agustín G. de, 50. Avila, Antonio de (hermano de Cata­
Andreae. Johannes, 507, 509. lina Alvarez de Avila), 125 n.,
Andrés {acemilero, Serrano), 251. 137 n.
Andrés, fray (Serrano), 95, 249. Avila, Francisco de {véase Alvarez de
Andrews, J. R., 71 n., 115 n. Avila, Francisco).
Angulo, Julio, 468 n. Avila, Gonzalo de {cuñado de R.),
Aníbal, Claudio, 14. 67 n„ 86 n., 131 n., 132 n., 138 n.
Antíoco IV, 430. Avila, Gutierre de (Puebla)^ 138 n.
Antonio, Nicolás, 29, 301 n. Avila, Inés [Ynés] de (sobrina de A.),
Apiano de Alejandría, 328 n., 427 n. 67 n„ 124 n., 475.
Apráiz, Angel de, 296 n. Avila, Beato Juan de, 128, 145, 191 n.

517 —
Avila, Martín de {Puebla, familiar de Battistessa, A. J., 462 n.
la Inq.), 59 n., 138, 274. Baudelaire, Charles, 221.
Avila, Rodrigo de {Puebla), 132 n. Bécquer, Gustavo Adolfo, 230, 442.
Ayala, Ynés de (Rojas de Carrícbes), Belchite, conde de, 262 n.
260. Beltrán (Sermno), 247.
Ayala, Juan de {Talavera, deudor de Bell, Aubrey, 19, 64 n„ 243 n., 281 n„
R.), 445, 461. 292 n., 284 n„ 288 n.
Ayala, Leonor de (Rojas de Carricbes), ücllow, Saúl, 193 n.
260. Bernardete, M. J., 17, 98 n., 1;>2 ,
Ayala, María de (Talavera, monja), 193 n.
445 n., 461. Benavente, conde de, 264 n.
Ayala, Martín de (Rojas de Carricbes), Bénichou, Paul, 304 n.
260, 275. Benito Ruano, Eloy, 133 n., 195 n.,
Azaña, Manuel, 379, 382. 386 n.
Aznar, doctor, 468. Berceo, Gonzalo de, 13, 130 n„ 395 n.
Azorín, 224 , 230, 405, 406. Bergenroth, G. A., 178 n.
Bergua, J., 357 n.
Bermúdez Plata, C., 20, 96 n.
B Bernal, Alonso (Talavera, funciona­
rio), 456 n.
Baena, Juan de (sastre cordobés), Bernáldez, Andrés, 467 n.
127 n., 177 n., 263, 336. Bernardo, San, 101.
Baena, Juan Alfonso de (compilador Beyle, Henri, 13, 28, 39, 45, 68, 76,
del Cancionero), 257 n. 78, 203, 266, 300, 315, 369.
Baer, Yitzhak [Fritz], 19, 89 n., 104 n., Biel, Friedrich, 324 n.
138 n., 166 n„ 177 n„ 193 n., 196 n., Bitoria (repostero, Serrano), 249.
197-199, 201 n., 240, 241 n„ 242 n., Blanco Águinaga, Carlos, 193.
335 n., 403 n. Blanco White, José María, 30.
Bae2a, Gonzalo de, 154. Blavis, Bartholomaeus de, 509.
Baeza, Pedro de, 182 n., 254 , 255, Blavis, Thomas de, 509.
263. Bloch, Joshua, 138 n., 236 n.
Baladro del Sabio Merl'tn, 237 n. Bloomfield, Morton, 17, 197 n.
Baldwin, James, 405. Blum, Léon, 78.
Balzac, Honoré de, 44, 399. Boccaccio, Giovanni, 179, 287, 319,
Ballesta, bachiller, 270 n. 353 n., 429, 432.
Bandello, Matteo, 217. Boecio, A. M., 182, 418, 431, 432.
Barberino, Andrea de, 425 n. Bolonia (Puebla, soldado), 234.
Barbosa, Arias [Aires Barbosa], 281, Bonet, Honoré de, 152, 186.
285 n., 305, 306 n. Bonifacio VIII, papa, 507, 509.
Barreda, Maestro (Talavera, precep­ Bonilla y San Martín, Adolfo, 288 n.,
tor del licenciado Fernando), 270 n. 398, 415, 416 n„ 437 n.
Barros, Joao de, 193 n. Bonillo, Licenciado De (abogado de
Barth, Gaspar von, 39, 316 n., 353, A.), 84, 451.
359 n. Borgese, Giuseppe, 34, 38, 41.
Basanta de la Riva, Alfredo, 20, 55 n„ Bosco, El (van Aeken, Hieronymus),
96 n., 154 n., 236 n., 259 n., 473 n., 368.
485. Bou ilion, Godofredo de, 430 n.
Basilea, Fadrique de, 511, 513. Bradley, A. C., 37.
Basurto (o Basuarto), Rodrigo de, 273, Brant, Sebastiano, 507.
274, 334. Bravo, Juan (testigo de descargo), 466,
Bataillon, Marcel, 19, 20, 30, 39, 45, Breughel, Peter, 186.
51, 87 n., 109 n., 111, 133. 160 n., Breydenbach, Bernhard voo, 426.
ISO n., 192 n., 193 n., 220, 221, Briones (Serrano), 250.
238, 263, 339, 341, 349, 351-355, Brixiensis, Bartholomaeus, 507.
358 , 361, 363 n., 366 n., 374-376, Brocar, Juan de, 512.
420 n„ 433 n. 437 n. Brombert, Víctor, 39 n.

— 518 —
Buber, Martin, 194. Carranca y Miranda, fray Bartolomé
Budd, Billy, 81. de, 271 n.
Buenhombre de España, Alonso, 320 n. Carrera, Andrés de la (Talavera, pro­
Buffon, G. L. Leclerc de, 370. banza), 490.
Bullón y Fernández, Eloy, 297 n. Carrillo (cristiano nuevo), 450 n.
Buonarroti, Miguel Angel, 216, 217. Cartagena, Alonso de, 168, 186, 328 n.,
Burckhardt, Jacob, 296. 330, 419 n.
Burgos, Pedro de {claustro), 274. Casa, Frank, 381 n.
Burke, Kenneth, 29, 380-382, 405. Casas Hom, J. M., 417 n.
Byron. George Gordon, Lord, 426. Casona, Alejandro, 37.
Gissirer, Ernst, 98 n., 190 n., 200 n.,
344.
C Cissuto, U., 357 n.
Castellanicos (paje, Serrano), 249.
Caballería, Alfonso de la, 197. Castiglione, Baldassare, 217, 432.
Caballería, Micer Pedro de la («don Castillo, Hernando del, 273, 433.
Bonafós»), 149, 196, 197, 473. Castillo, Juan [Johan] del, 104 n.,
Caballero, Fermín, 473n. ^ 133, 215.
Cabezudo Astrana, J., 99 n. Castro, Alvaro de, 511.
Sáceres, bachiller Bernaldino de (Ta­ Castro, Américo, 16, 17, 20, 27, 28,
lavera, deudor de R.)t 404, 423. 39, 40, 47, 48, 51 n., 64, 98, 107 n.,
Cachiporro, Antón (Serrano), 249. 117 n , 123, 124 n., 127-131, 137,
Calderón de la Barca, Pedro, 344 n., 141 n.-143, 147, 149 n„ 150, 152­
477. 154, 166, 173, 180, 187-189, 192 n.,
Calvo, Laín, 336, 410 n. 193 n., 197 n., 199, 200, 205, 206,
Camándulas, bachiller, 151 n. 232 n., 237, 304 n., 335 n., 336,
Cámara, Alonso de la, 301. 338, 357 , 368, 380, 394, 395, 410,
Campanella, Tommaso, 344. 443, 444 n,, 471, 476 n.
Campofrío, Roco, 474 n. Castro, Baltasar de (inquisidor, A.),
Cantera Burgos, Francisco, 20, 61 n., 83 n., 123.
89 n., 131, 195 n., 215, 216. 296 n., Castro, Guillen de, 394.
475 n. Castro, Juan Alonso de (deudor de
Cañete, Manuel, 290 n., 361. R.), 457, 458.
Capo 'escudero, Serrano), 246. Castro, León de, 243 n., 309.
Capón, Ruy, 227. Castro, Paulo de, 509, 510, 511.
Carande, Ramón, 178 n., 390 , 397, Castro de Zubiri, Carmen, 17.
463 n. Castro Guisasola, F., 75 n., 212 n.,
Cárdenas, Alonso de, 262. 324, 325 n., 331 n., 340 n„ 418 n.,
Cardoso, Abraham, 145. 434 n.
Careaga, Luis, 132 n., 467. Catalina de Siena, santa, 342.
Carlornagno, 428 n., 430 n. Catulo, Cayo Valerio, 183.
Carlos II, 339 n. Cazalla, docior Agustín, 145.
Carlos V, 134, 177 n„ 337, 390 n., Cazalla, María, 108, 109, 337.
402. Cejador, Julio, 31 n., 218 n., 472 n.
Carmona, Andrés de (claustro), 274. Cela, Camilo José, 237.
Caro Baroja, Julio, 19, 47, 62 n., 64, Celso, Hugo de, 512, 513.
84 n„ 91, 99 n., 105 n., 107 n., Centenero, Antón de. 511, 513.
111 n., 112 n., 114 n., 116 n., Centeno, Augusto, 79, 370, 379.
125 n., 126, 137 n., 139 n., 144 n.f Cepeda de Avila, Ynés (Franco), 56,
145, 146, 153 n., 154, 160 n., 166 n., 155, 472-474, 483.
170 n.f 172, 177 n., 193 n., 197, Cepolla, Bartholomaeus, 511.
198 n.f 232 n., 233, 239 n., 241 n., Cerezo, bachiller, 301, 321, 323.
256 n., 263 n., 274 n., 297 n., 336 n., Cerralvo, Diego de, 251.
338 n., 357 n., 358 n., 447 n., 449, Cervantes, Juan de, 272.
463 n., 474, 475, 477. Cervantes, Miguel de, 13, 28, 40 n.,
Carpió, Juan del, 248. 41, 47, 48, 52, 71-74, 76, 128 n.,

— 519 —
134, 138, 159, 160, 169, 193 n , Platir, hijo del invencible Emp&dor
237, 272, 276, 288, 322, 340, 349, Prímaleón, La, 424 n.
353, 354, 360, 361, 379, 380, 385, Crónica del Rey don Rodrigo, 427.
399, 407, 410 n., 411, 415, 424, Cuarela, Leonor de, 251,
425, 468, 475. Cuartera y Huerta, B., 21, 136 n.
César, Julio, 430 n. Cuenca, Pedro de, 252.
Céspedes del Castillo, G., 127 n. Cusa, Nicolás de, 98 n.
Cicerón, Marco Tulio, 75 n., 310,
316 n,, 337 n., 417.
Cirac Estopiñán, S., 172 n.
Ciruelo, Pedro, 343 , 344 n. CH
Cisneros, Francisco Jiménez de 178 n
211 n., 398 n. Chacón, Gonzalo, 255.
Clarión de Landanís, 424 Chacón, Leonor, 255.
Clark, D. L., 310 n. Chaucer, Geoffrey, 292 n.
Clemente V, papa, 225 n., 509, 510. Cbronica llamada el Triunpho de los
Coeur, Jacques, 441. nueve más preciados varones de la
Fama, 430.
Colaneche (tañedor de baldosa, Se­
rrano), 250.
Coleta, Fernando de la {Serrano), 246.
Colon, Cristóbal, 77, 97 n., 128, 137 n D
153 n., 173, 200, 274, 275, 320.
Colonia, Johannes de, 507. Dávalos, Rodrigo (Rojas de Carriches),
Colonne, Guido delle, 327 n., 430. 260. '
Comedia Ypólita, 355, David, rey, 152, 430.
Coutreras, Padre (Torrijos, preceptor), Dávyla, Andrés (escribano, testigo de
142 n> la muerte de R.), 465.
Copérnico, Nicolás, 200, 217, Delicado, Francisco, 160 n., 353 n.,
357 n.
Córdoba, Fr. Alonso de, 297, Deo, Johannes de, 507.
Córdoba, Diego de {Serrano), 274. Deyermond, A. D., 180, 181 n., 212 n„
Córdoba, Fr. Martín de, 182 n., 439 n. 302 n., 363 n., 365 n.
Coria, condesa de, 303. Deza Fr. Diego de, 128, 173, 274,
Corneille, Pierre, 333. 275,_ 294 n.
Coronel, María, 225. Diagarias (vease Anas de Avila, Diego).
Coronel, Pablo, 274 n. Diálogo entre Lain Calvo y Ñuño Ra-
Coránica miebámente enmendada y * « « ,9 0 n , 132 n , 144, 410 n.
añadida del buen cauallero don Tris­ Díaz, Bemaldino (Talavera, se libró de
tán de Leo ais, 424 n. la Inq.), 233, 447, 456.
Corral, Diego de (Serrano), 249. Díaz, Diego (deudor de R.), 457.
Cortés, Hernán, 174, 272, 329. Díaz, Francisco, 438 n.
Cota, Dr. Alonso de, 176, 462. Díaz, Juana (vecina de Madrid, pa­
rroquia de San Ginés), 155 n
^ 2 5 1 A1° nS° de (aceniilef0> Serrano), Díaz de Montalvo, Alfonso [Alonso],
Cota, Rodrigo de, 29, 113 n., 151 n., Í 11 i6 8 ' 170> 297, 423 n.,
317 n., 325, 328, 330, 368.
Díaz de Pan y Agua, Juana (Puebla,
Covarrubias Orozco, doctor Sebastián,
esposa del Dr, Francisco Hernán­
Covisa, Gonzalo de, 246. dez, «protomédico de las Indias»),
235 n.
Cranach, Lucas, 217.
Cratino, 274. Díaz de Rojas, Garcí (Puebla, escriba­
no), 224.
Criado de Val, M., 31, 63, 433 n.
Cromberger, Juan, 433 n. Díaz de Toledo, Fernando, 239, 338
387 n., 513.
Crónica de don Tristán de Leonís en
español, 424 n. °395dn ^427^ Roí,rigo' e! Cid> 114>
Crónica del muy valiente y esforzado
Diccionario de autoridades, 313, 374 n.

— 520 —
Dickens, Charles, 160 n„ 292, 380. 269 n., 271 n„ 275 n , 276, 446 n„
Diógenes, 412. 463 n.
Docientas del castillo de la fama, Las, Esplandi&n, Las Sergas de, 157, 424,
433. Espronceda, José de, 279.
Documentos inéditos para 4a historia Esteban, Francisco (sacerdote coetá­
de España, 234 n. neo del bachiller), 224, 225, 261 n..
Dolfos, Vellido, 389. Esténaga, Narciso de, 41 n„ 54 n
Domínguez Bordona, J., 133 n., 181 n. 59 n., 260 n.
Domínguez Ortiz, Antonio, 20f 111 n.f Estrada, duque de, 446.
126, 133 n., 137 n., 154 n.t 166 n„ Eyb, Albrecbt von, 319, 325, 417,
187, 188, 189, 191 n , 195 n., 235 n , 518 n.
241 n., 336 n.t 474 n., 476.
Du Bois, William, 204 n.
Dueñas, Diego de (amo de A.), 91.
Dumont, Louis, 20, 124, 129 n. F
Fabié, A. M., 127 n.
Fanega, Iohan (Talavera, ayudante de
E R.), 456 n.
Faulkner, William, 160 n.
Ebersole, A. V., Jr., 344 n. Fe, Dr. Constantino de la (véase Fuen­
Eboli, Princesa de, 460 n, te, doctor Constantino de la),
Edel, León, 159 n. Febvre, Luden, 194, 320 n., 440 n.
Eliot, T. S., 38, 352 n., 379, 380, Feijoo, Benito Jerónimo, 339 n.
382. Felipe II, 141, 223, 224, 231, 323,
Encina, Juan del, 71, 115 n., 190 n., 390, 403, 516.
204, 213, 221, 272 n., 275, 276, Ferguson, Francís, 34 n.
289 n., 304, 324, 325, 361 n., 416, Fermoselle, Diego de, 272.
423, 433. Fernández, Lucas, 272, 289, 290 n„
Enrique, Martín {médico regio en 401.
Portugal, pariente de Luis García Fernández, Mayor (Franco), 65, 478.
el «librero»), 116 n. Fernández Aceituno, Alonso, 59 n.
Enrique IV de Castilla, 125, 151, 178, Fernández de Bethencourt, F., 19,
197, 227, 229, 260, 319 n., 358, 234 n., 244, 248, 255, 262 n.
528. Fernández de Córdoba, Gonzalo (el
Enriquez, Teresa (duquesa de Maque- Gran Capitán), 153, 261.
da), 142 n. Fernández de Retama, Luis, 298.
Entrambasaguas, J. de, 343. Fernández Rubio, Martín (vecino de
Epístolas de Rabí Samuel embiadas Halía, reo de la Inq.), 108 n.
a Rabí Ysaac doctor y maestro de Femando el Católico, 128, 174 n., 194,
la synagoga, Las, 257, 320 n. 229, 241, 255, 260, 264, 284, 285,
Erasmo, Desiderio, 20, 3840, 109, 302, 325 n., 442, 446.
133 n., 216, 222, 258, 305, 341, Ferrater Mora, José, 39, 40, 117, 118.
415, 420-423, 436 n., 437 n., 439. Ferrer, san Vicente, 167, 201 n., 296 n.
Ercilla, Alonso de, 64 n., 96 n., 137, Fielding, Henry, 76, 139.
141, 191 n., 433, 463 n. Fielding, Sarah, 140 n.
Erikson, Erik, 112 . Filón de Alejandría, 428 n.
Erosístrato, 328 n. «Física», la, véase Mondón, Mayor de.
Esopo, 431. Fita, P. Fidel, 54 n., 93 n., 104 n.,
Esperabé Arteaga, E., 20, 269 n., 171 n., 177 n., 187 n„ 195 n., 196 n.,
270 n., 272 n , 273 n„ 282 n„ 286 n„ 202 n., 242 n., 403 n., 447 n., 465 n.
307 n., 463 n. Fitzmaurice-Kelly, James, 32.
Espina, Fr. Alonso de (Alfonso), 104, Flamminio, Lucio, 303 n., 305.
173, 187, 198. FIórez de Valdés y Rojas, Alonso,
Espinel, Vicente, 73, 192 n., 214, 66 n.
275 n. Floriano Cumbre ño, A. C., 174 n.,
Espinosa Maeso, Ricardo de, 17, 251, 444.

— 521 —
Fluchére, Henri, 355. Gurda, Fernando (clérigo, Serrano),
Fontano, Jacobo, 426. 248.
Foulché - Delbosc, Raymond, 31 n., García, Francisco (Talavera, proban­
D I n., 434 n. za), 505.
Fraker, Charles W., 257 n., 381 n. García, Gonzalo (Rojas de Tineo),
Francisco I, 134, 442, 446. 483.
Franco, Alonso (Franco), 57 n., 61, García, licenciado Juan (probanza),
478, 482. 487, 493, 496.
Franco, Alonso (hijo de Alonso de García, Luís [Abraham] (librero de
Villareal Franco e Inés de Cepeda), Talavera, reo de la Inq,), 84 n.,
483, 486. 104 n„ 108 n., 116 n., 118 n„ 132 n.,
Franco, García (reo de la Inq., santo 138 n., 143, 233, 239, 423, 426, 449,
Niño de la Guardia), 104 n., 320 n. 465.
Franco, Hernán (Franco), 61, 482, 483. García, Miguel, 252.
Franco, Juan (Franco), 61, 478, 483. García Blanco, Manuel, 29 n., 324 n.,
Franco, Mentía, 478. 325 n.
Franco, Pedro (arrendador de alcaba­ García de Moyos, bachiller Marcos
las y trapero, marido de María Al­ ( « M a rq u illo s de Mazarambros»),
varez, reconciliado en Toledo), 55 n., 195 n., 338, 397.
57 n., 61, 65, 66, 94, 133, 136, 478, García de Proodian, Lucía, 137 n.
482, 483, 486. García de Rojas, Gonzalo (Rojas de
Franco, Teresa (Franco), 483. Tineo), 66 n.
Franfon, M., 186 n. García de Santa María, Alvar, 131 n.
Francos, Alonso de (Rojas de Tineo), García de Santa María, Gonzalo, 435.
66 n., 482, 483. García Mercadal, José, 127 n., 213 n.,
Friedburg, Bemhard, 138 n., 235 n. 277 n., 284 n., 293 n., 308 n., 309,
Fries, F. R., 316 n. 342 n.
Frye, Northrop, 359. García Morales, Justo, 343 n.
Fuensanta del Valle, marqués de la, Garcilaso de la Vega, 235 n.
239 n. Garnica (Serrano), 249.
Fuente, Dr. Constantino de la, 102, Garrido Pallardó, F., 356 n.
338 n.
Garzón, P. F. de Paula, 393 n.
Fuente, Diego de la (terrateniente de
La Puebla), 136 n., 249. Gestoso y Pérez, J., 474 n.
Fuente, Rodrigo de la (Puebla, hijo Gibaja, Ysabel de, 96 n.
de Diego), 136 n. Gíedion, Siegfried, 49, 388.
Fuente, Rodrigo de la (Puebla, nieto Gili Gaya, Samuel, 263 n., 322 n.
de Diego), 136 n. Gilman, Stephen, 20, 54 n., 55 n.,
Fuente, Vicente de la, 176 n., 211 n., 56 n., 57 n., 58 n., 59 n., 60 n.,
213 n., 274 n., 280 n„ 281, 291 n., 61 n., 260 n., 271 n., 475 n., 483 n.
302 n„ 309 n. Gilmore, Myron, 299 n., 303 n.
Fuentesalida, comendador, Alonso de Gillet, J. E., 20, 272 n., 273 n., 280 n„
(Serrano), 249. 320.
Fuster, J. P., 438 n. Girón, Pedro, 263 n.
Girón de Rojas, Juan (Puebla, oíros
Rojas), 261 n., 262 n.
Glaser, Edward, 154.
G Glover, A., 35 n.
Goldman, Peter, 17, 357. 358.
Galeno, 328 n. Gómez, Avira, 250.
Gallego, Bartolomé (sobrino de A., je Gómez, Elvira (hermana de A.), 86 n.,
fugó de la Inquisición), 83 n., 119, 124, 211 n., 265.
123, 388, 450, 451. Gómez, Fernán (primo de Juan de
Ganívet, Angel, 224. Lucena, impresor), 125 n.
García (sastre, Serrano), 252. Gómez, Fernando (Serrano), 247, 249.
García, Alonsyco (Serrano), 252. Gómez, Gonzalo (Serrano), 249.

— 522 —
Gómez de Avila, Ferrant (Puebla), Gregoriis, Johannes de, 509.
131 n. Gregorio IX, papa, 507.
Gómez de Castro, Alvaro, 414 n., Grey, Ernest, 17, 196 n., 235 n.,
415 n. 236 n.
Gómez de Santesteban, 426. Griffin, N. E., 327 n.
Gómez de Toledo, Alvar (claustro), Groethuysen, Bernhard, 190 n., 332 n.
303, 415 n., 416 n. Guadix, Diego de, 238.
Gómez Moreno, Manuel, 467 n. Guarino Mesquino, Crónica del ftoble
Gómez Quemado, Fernando (Serrano), cauallero-------, 424 , 425.
250. _ Guevara, Antonio de, 71, 72, 205, 248,
Gómez Tejada de los Reyes, Cosme, 310 n., 315, 321, 353, 412, 414, 416,
135 n., 383, 391-397, 401, 402, 414, 4 2 1 ,4 2 4 ,4 3 1.4 3 9 .
445, 446 n„ 457, 465. Guevara, bachiller (Talavera), 448.
Gomiel, Pedro de, 274. Guevara, Carlos de (Puebla), 254 n.
Góngora, Luis de, 372. Guevara, Marina de (esposa de Alon­
González, Beatriz (Puebla, reo de la so Téllez), 248.
Inquisición), 240. Guevara, Marina de (mencionada por
González, Bernardino (procurador, pro­ Llórente), 248.
banza), 485. Guicciardini, Francesco, 127, 217, 290.
González, Catalina (loca, informadora Guillén, Claudio, 17, 92, 135.
de la Inquisición), 189 n. Guillén, Gaspar (Talavera, reo de la
González, García (Serrano), 247, 250. Inquisición), 448.
González, Julio, 279. Guillen, Jorge, 17, 73, 130 n., 473 n.
González, Martín, 91. Gutenberg, Johann Gensfleisch, 71,
González Berna), Dr., 468 n. 311, 419.
González de Bustamante, Gonzalo, Gutiérrez de Gibaja, Alonso de (hijo
513. de Iñigo de Monzón), 96 n.
González de la Calle, Pedro Urbano, Gutiérrez Nieto, J. I., 444 n.
301 n. Guzmán, Gaspar de (probanza), 493,
González de Mendoza, cardenal Pe­ 504.
dro, 151 n., 365 n. Guzmán, Leonor de, 428 n.
González de Montes, Raimundo, 19,
87 n., 101, 116, 174 n„ 177, 191,
338, 458.
González de Oropesa, Pedro (cuñado H
de A.), 86 n., 95, 96, 249.
González Francés, Antonio (inquisi­ Haebler, 419 n., 437 n.
dor, A.), 83 n., 123. Hajnal, Istvan, 270 n., 308 n., 309 n.,
González Hidalgo, Pedro (deudor de 314, 317 n.
R.), 458. Hamilton, E. J., 463 n.
González Husillo, Fernando (converso Hamilton, Guy, 356 n.
toledano), 86 n., 90, 169 n., 170, Hartmatm, E., 316 n.
242 n. HartnoU, 316.
González Notario, Pedro (Franco), 65, Haskins, Charles Homer, 310.
85, 132, 478. Hazlitt, William, 35.
González Sacristán, Pedro, 249. Héctor, 152, 430.
Gonzálvez, Ramón, 17, 20, 54 n., 55 n., Hellman, Edith, 17.
56 n., 59 n., 60 n., 61 n., 65 n., Henríquez, Juana, 128 n.
130 n., 260 n., 271 n., 475 n., Heráclito, 74, 185, 186, 300.
483 n. Herbort, Johannes, 508.
Gordo, Ximeno, 182 n., 336, 459. Hernández, Diego (hermano de Ga­
Gracia Dei, Pedro, 289 n. briel Alonso de Herrera), 415.
Gracián, Baltasar, 128, 349, 353. Hernández, Diego (probanza), 413,
Green, Otis, 156 n., 326 n.. 358 n., 493, 496.
381 n. ^ Hernández, Francisca, 120, 341 n.,
Gregoriis, Gregorius de, 509. 342.

52> —
Hernández, Francisco, 128 n., 142 n., Jenson, Nicolaus, 507, 509.
235 n., 266, 333 n. Jiménez, Lucas (procurador, probanza),
Hernández, Pedro, 440. 485, 486, 493.
Herrera, Gabriel Alonso de, 398-400, Jiménez de Gregorio, F., 396 n., 397 n.
415, 455. Jiménez de la Llave, Lucas, 402 n.,
Herrera, Hernán Alonso de, 398 n., 446 n.
415. Jiménez Herrador, Rodrigo (Talavera,
Herrero, Juan (Serrano), 251. reo de la Inq.), 447.
Herriot, J. Homer, 78 n., 212 n., 433 n. Job, 182, 183, 186, 413.
Hijes Cuevas, V., 414 n. Jonson, Ben, 379.
HÍ1I, J. M., 256 n. Josefo, Flavio, 319, 320 n., 426, 428 n.,
Hiller, J. H., 418 n. 431 n.
Hillgarth, Jocelyn, 178 n. Josué, 152, 430.
Hinojosa, doctor (notable de Talavera, Joyce, James, 33 n., 150, 160 n.
probanza), 489, 491, 496. Juan, príncipe, 273, 274, n., 284 n.,
Hipócrates, 428 n. 304.
Historia de Henrrique ji de Oliva, Juan II, 125, 134, 167, 226, 229.
A?A 475 Juan Bautista, san, 231 n.
Hitler, Adolf, 472. Judas Iscariote, 437.
Homero, 430. Judas Macabeo, 152, 430.
Hornik, M. P., 147 n., 444 n. Jufré, 334 n., 445 n.
Hordz (véase Ortiz, «Fulano»), Jung, Cari Gustav, 382.
Huizinga, Johan, 178, 185, 283 , 290, Junta, Juan de, 324, 512.
293, 366. Justiniano, 509, 510.
Hurtada, Ysabel (nieta de R.), 387 n. Juvenal, Décimo J., 303, 306.
Hurtado, Elvira (esposa de Alonso de
Montalbán), 155 n.
Hurtado, Guiomar (esposa de Diego K
de la Fuente), 136 n.
Huitado, Luis (yerno de R.), 124. Kafka, Franz, 116, 117, 202.
Hurtado de Mendoza, Diego, 237 n., Kaiser, Walter, 38, 39.
295 n., 298 n. Kennedy, M. B., 310 n.
Hurtado de Mondón, Ysabel (esposa King, Edmund L., 17.
de Pero de Montalbán), 96 n. Kohut, George A., 357 n.
Hurus, Juan, 511.
Husillo, Diego [González] (converso
toledano), 86 n.
Husillo, Fernán o Hernando (véase L
González Husillo).
Lacrando, 417.
Ladrada, Diego (véase Adrada).
I Laínez, Diego, 168 n.
Landsberg, Paul Ludwig, 230.
Ignacio, San, 168 n. Lapesa, Rafael. 17, 106, 147, 237 n.
Infantado, duque del, 254. Larra, Mariano José de, 79.
Inocencio III, 101. Las Casas, Bartolomé de, 329.
Isaac, 239. Laurencín, marqués de, 152 n.
Isabel I la Católica, 109 n., 178, 182, Lavardin, Jacques de, 365 n.
194 , 229, 241, 255, 264, 289 n., Lawrence, D. H., 34 n.
302, 324, 439 n. Lazarillo de Tomes, passirn.
Lea, H. C., 20, 61 n., 62 n„ 84 n.,
87 n., 90 n., 92, 93 n., 98 n., 116,
J 120, 157 n., 165 n„ 170 n„ 171 n„
174 n., 178 n., 191 n., 194, 195 n.,
Jankélévitch, Vladimir, 39, 40. 197, 241 n„ 243 n., 295 n., 447,
Jarada, Leonor (Puebla, reo de la 463 n., 476 n.
Inquisición), 240, 241 n., 242. Ledford, Loraine, 17.

— 524 —
Lee, Dorothy, 90. López Barbadillo, J., 107 n,, 279 n.,
Leo, Ulrich, 312 n. 354 n.
León X, papa, 177 n. López Cortídos, Francisco (Talavera,
León, Francisco (Talavera, probanza), reo de la Inquisición), 84 n„ 448
505. 459.
León, Fray Luis de, 19, 29, 64 n., 128, López de Ayala, Iñigo, 260.
204, 205, 213, 243 n., 278, 281 n„ López de Ayala, Pero, 84 n., 148, 226,
282 n., 283, 284, 288 n ., 297, 309, 428.
337, 391 n. López de Haro, Alonso, 260.
León, Ynés de [Franco), 483. López de Hoyos, Juan, 430 n.
León Tello, P., 20, 61 n., 215. López de Illescas, doctor Juan, 100 n.f
Leonor, Reina (Relaciones, esposa de 258 n„ 459.
Juan II), 226. López de León, Diego, 421 n.
Lerma, Diego de (Serrano), 250. López de Montalbán, Rodrigo (To­
Lerma, Gravíel de (Serrano), 248. ledo), 136 n.
Lerma, Juancho de (Serrano), 250. López de Toledo, Ana (esposa de Fran­
Levey, Michael, 331 n. cisco de Montalbán), 105.
Levin, Hariy, 17. López de^ Toro, José, 17, 20, 176 n.
Lewin, B., 202 n. Louys, Pierre, 74 n.
Libro del Alborayque, 195-197. Lucena, Catalina de (hija de Juan de
Libro del Anticristo, 257. Lucena, impresor), 138.
Libro del esforzado cauallero don Tris­ Lu?ena, doctor mosén Fernando de
tán de Leonís, 424. (Puebla), 125.
Libro segundo de Palmerín..., 424. Lucena, Francisco (hijo del doctor
Libro verde de Aragón, 97 n., 262 n. maestro Martín), 134.
Lícaón (rey de Arcadia), 431 n. Lucena, Juan de (cronista real), 301.
Lida, Raimundo, 17. Lucena, Juan de (impresor en hebreo
Lida de Malkiel, María Rosa, 20, 31, de La Puebla), 93 n., 99, 125, 131­
32, 34-38, 41, 42, 47, 112 n„ 218, 133, 138, 146, 147, 150, 174 n.,
239 n., 289, 290, 295, 312 n., 317, 200, 206, 235 n„ 240-242, 259, 319,
324, 326, 327, n., 349, 352, 353, 323, 324, 337, 359 n„ 448.
359 n., 372 n„ 376 n., 417, 418 n. Lucena, Leonor de (hija de Juan de
Lilio, Fray Martín de, 263 n., 264 n. Lucena, impresor), 174.
Lira (Serrano), 250, 251. Lucena, Luis de, 134, 146, 147, 272,
Lodeña (Serrano), 247. 293, 323, 334, 414.
Lodosa, conde de, 55 n. Lucena, Martín de («El doctor maes­
Lomo, Juan Martín del (deudor de tre»), 134, 135, 138.
R.), 458. Lucena, Teresa de (hija de Juan de
López, Ana (firmante del recibo del Lucena, impresor), 84 n., 125, 138,
hábito de R.), 466 n. 242.
López, capitán Bartolomé (Puebla), Lucero, Diego Rodrigues, 176-178,
234. 272, 431 n.
López, Diego (cuñado de A,, y ma­ Lukács, Gyorgy, 203, 411.
yordomo de Arias de Silva), 133. Lulio, Raimundo, 439 n.
López, doctor Diego (médico real), Luna, Alvaro de, 134, 167, 169 n.,
141. 179, 181, 182, 226, 229, 234, 254,
López, Diego (Talavera, calcetero), 443.
406. Luna, Juan de, 150.
López, Isabel (hija de Francisco de Lurquí, Rabbi Josué [fray Jerónimo
Montalbán), 105. de Santa Fe], 173.
López, Juan (escribano, probanza), Lutero, Martín, 216, 452.
486. Lynn, Caro, 19, 272 n., 278 n., 280 n.,
López, Mencía (enemiga de Diego 281 n., 283 n., 285, 297 n., 300 n.,
de Oropesa), 453 n. 303, 307, 308 n., 309 n„ 313 n.

— 525 —
LL Maritain, Jacques, 185, 203, 366.
Marlowe, Chistopher, 424.
Llaguno Amirola, A., 226 n. Márquez Villanueva, Francisco, 17, 20,
Llorca, Bernardino, 54 n. 54 n., 117, 126, 127, 135 n., 145 n.,
Llórente, Juan Antonio, 20, 54, 61 n., 146 n., 160 n., 173 n„ 174, 189,
84, 96 n., 98, 99 n., 117 n., 174 n., 195 n., 275, 322 n., 324 n., 336 n.,
178, 201 n., 236 n., 248 n., 442, 340, 341 n., 420 n., 466.
453 n. Martín V., papa, 280 n.
Martín, Alonso (Talavera, esposo de
Juana de Torres, criada de R.),
M 406 n., 464 n.
Martín, García (zapatero, Serrano),
Machado, Antonio, 73. 251.
Madariaga, Salvador de, 40 n., 41, Martín, H.-J., 320 n., 440 n.
153 n., 187 n„ 191, 320. Martín, Pero (Halía, deudor de R.),
Madrid, Francisco, 183 n., 375. 457.
Madrid, Francisco de (Alcalá, reo de Martín Gamero, A., 223 n.
la Inquisición), 105 n. Martindale, D., 401 n., 402 n.
Madrigal, Alonso de, «el Tostado», Martínez, bachiller (Talavera, precep­
181, 330, 340. tor del lie. Fernando), 270 n.
Madrigal, Pedro Manuel de, 272. Martínez, Juan (Puebla, informador
Maeztu, Ramiro de, 39. en las Relaciones), 224, 234 n., 235.
Magallanes, Fernando de, 217. Martínez Dampiés, Martín, 320.
Magnes, 274. Martínez de Mariana, bachiller Juan
Magno (impresor sevillano), 511. (Talavera, padre de Juan de Maria­
Mahoma, 196, 439 n. na), 446.
Maimónides, 202, 320, 334. Martínez de Mariana, Pero (canónigo
Maino, Jasón de, 510. de la colegiata de Talavera, clien­
Majón, Lope (Serrano), 246, 248, 252. te de R.), 460.
Mal Lara, Juan de, 284, 474 n. Martínez de Prado, Alonso, 456, 457.
Maldonado (criado, Serrano), 247, 250, Martínez de Silíceo, cardenal Juan,
251. 131 n., 338 n., 397.
Maldonado Verdejo, Juan (Talavera, Martínez de Toledo, Alonso, 159, 181,
probanza), 493, 500, 503. 292 n., 320, 325.
Mandeville, Sir John, 426.
Mártir, Pedro, 20, 176, 190, 283 n.,
«Manjirona», la (véase Alonso, Inés).
302, 304, 305, 312, 442, 446, 462.
Manrique, Antonio, 264.
Manrique, Enrique, 249. Mata Carriazo, Juan de, 427 n., 467 n.
Manrique, Jorge, 179, 182 n., 226, Matute (Serrano), 248, 250.
254, 325, 349. Maximiliano, Emperador, 234.
Manrique, Rodrigo, 179, 181 n., 214. Máximo, Valerio, 328 n.
Manrique, Rodrigo (rector de estu­ Mayre, 134 n.
diantes de Salamanca), 272. Maza, Gerardo, 17.
Manthen, Johannes, 507. «Mazarambros, Marquillos de» (véase
Maqueda, duque de, 142 n. García de Moyos, Marcos).
Maravall, José Antonio, 443. McLuhan, Marshall, 290, 311, 312,
Mariana, Alonso de (inquisidor, A.), 314 n., 317 n., 319, 321 n„ 419.
83 n., 123, 143. McPheeters, D. W., 273 n., 317 n.
Mariana, Juan de, 117 n., 174, 245, Medina, José Toribio, 96 n., 141 n.,
392 n., 393, 460. 463 n.
Marichal, Juan, 205, 379 n. Medrano, Antonio de, 84 n., 341, 342.
Marihoz (Serrano), 248. Melgar, Alonso de, 512.
Marineo Sículo, Lucio, 19, 223, 272, Melgares Marín, J., 109 n., 337 n.,
278, 280, 281, 283, 296, 299, 303, 342.
305, 306 n., 312, 313 n., 323, 427, Melville, Hermán, 278.
428. Aleña {Serrano), 250, 251.

— 526 —
Mena, Juan de, 179, 302, 311, 320, mo de A.; aposentador real de los
328, 349, 360, 429, 430, 433 n. Reyes Católicos), 124, 125 n., 154,
Menandro, 274. 155, 177 n„ 254.
Méndez, Diego, 320. Montalbán, Alonso de (Toledo), 136 n.
Méndez, Fray Francisco, 297. Montalbán, Alvaro de, 49, 54, 66, 67,
Méndez Bejarano, M., 131 n. 73, 81, 83-89, 91-98 n., 101-105,
Mendizábal, F., 471. 107, 109-111 n„ 115, 116, 118-120,
Mendoza Lassalle, M. A. de, 155 n. 123-126, 129-139, 141, 146, 147 n„
Mendoza y Bobadilla, cardenal Fran­ 154, 156, 170, 171 n„ 175, 176,
cisco de, 151 n. 188, 191, 194, 196, 198, 199, 201,
Menéndez Pelayo, Marcelino, 20, 30­ 215, 216, 227, 230, 232, 235, 236,
32, 39, 85 n„ 94 n„ 190 n„ 214, 240-243, 249 n., 252, 253, 265, 293,
271, 272 n., 324, 325 n., 326, 327 n., 386, 387, 408, 434, 437, 450, 451,
340-342, 352, 355, 358, 360, 363, 454-456, 459, 461, 464 n., 466, 484,
364, 388, 418 n , 444 n. 515.
Menéndez Pidal, Ramón, 30, 49, 166, Montalbán, Fernando de (Puebla), 197.
326, 328, 392 n. Montalbán, Francisca de (Madrid),
Meneses, Gerónimo (Talavera, proban­ 155 n.
za), 504. Montalbán, Francisco de (hijo de Alon­
Meneses y Padilla, Antonio de, 59 n. so de Montalbán, aposentador real),
Merton, R., 178 n. 137 n.
Míguez, Joáo, 357 n. Montalbán, Francisco de (primo de A.),
Millares Cario, Agustín, 15, 219, 485. 86 n., 105 n., 265 n., 440, 450,
Moliere, J. B. P., 333. 451 n.
Molina, Juan de, 427 n. Montalbán, García de (hermano de
Mollejas «el ortelano», 217, 218 n., Alonso de Montalbán, aposentador
219, 221-223, 228, 253, 265, 289, real), 135 n.
385, 395. Montalbán, Juan de (Madrid), 155 n.
Mollejas, Juan (Puebla), 220. Montalbán, Juan de (Toledo), 155 n.
Mondón, Diego de (escribano de Ma­ Montalbán, Juana de (Madrid), 155 n.
drid, suegro de Alonso de Montal­ Montalbán, Melchor de (nieto de A.
bán), 96 n. y último aposentador real), 156 n.
Mondón, Femando de (Madrid, padre Montalbán, Pedro de (primo de A.,
de Isabel Hurtado de Mondón), sobrino de Alonso de Montalbán,
96 n. aposentador real), 86 n.
Mondón. Gonzalo de (Getafe; testigo Montalbán, Pero [Pedro] de (yerno
de la probanza de Alonso de Mon­ de A., segundo aposentador real),
talbán), 96 n. 95, 95 n., 97, 104 n., 124, 133,
Moncón, Yñigo de (denunciante de A.), 137 n., 156 n., 461, 473.
96-98 n., 101, 103, 149, 451 n. Montemayor, Jorge de, 29, 52, 159.
Mondón, Isabel (madre de Alonso de Montemayor, Juan de (hijo de R.),
Montalbán), 156 n. 137, 406, 465, 474.
Mondón, licenciado (Madrid; padrino Montenegro, licenciado (y bachiller),
de Alonso de Ercilla), 96 n. Alonso de (Talavera), 108 n., 189 n.,
Mondón, Mayor de «la Física» (Pue­ 449, 459.
bla; reo de la Inq.; posible modelo Montes, Raimundo (véase González de
de «Celestina»), 232, 233. Montes, Raimundo).
Montaigne, Michel de, 74, 145, 245, Montesa, Jaime de, 104 n.
416, 424. _ Montesinos, José F., 27.
Montalbán, Aldonga de (prima de A.), Montoro, Antón de, «el Ropero», 42,
86 n.^ 90, 113 n., 330, 359 n., 380.
Montalbán, Alonso de (hermano de A.), Monzón, véase Mondón.
véase Alvarez de Montalbán, Alonso. Mora y Layos, señor de, 56 n.
Montalbán, Alonso de (hijo de Pero Moravia, Alberto, 160.
de Montalbán), 96 n., 133 n., 137 n. Moreno Nieto, Luis, 228 n., 232 n.,
Montalbán, Alonso de (Madrid; pri­ 234 n.

— 527 —
Moro, Tomás, 216, 287, 412. O
Morton, F. Rand, 179 n.
Mose (herrero, Serrano), 251. Obregón, Antonio de, 433.
Mumford, Lewis, 318 n., 398, 400 n., Ocaña, Andrés de (Serrano), 248.
406, 454. O ’Connor, W. V., 34 n.
Münzer, Hieronymus, 127 n., 172. Olmedo, F. G., 222 n„ 285 n., 301 n„
Muñón, Sancho de, 107 n., 279, 354 n., 308 n , 321 n., 323 n.
365 n. Ong, P. W. J., 283 n., 295, 309 n.,
Murcia, Francisco de {Serrano), 248. 313 n.
Murcia, Juan de {Serrano), 247, 248. Ornstein, J., 293 n.
Murry, John Middleton, 148. Orobio de Castro, Isaac, 99 n.
Oropesa, Diego de (Talavera, reo de
la Inquisición), 84 n., 103 n., 108 n.,
N 214, 387, 423 n., 446 n.. 451, 452,
453, 458.
Nájera, bachiller Felipe de, 99 n. Orozco, Fray Alonso de, 297 n.
Napoleón, 54. Orozco, E., 356 n.
Natos, Pero {Serrano), 252. Orozco, Sebastián de, 171 n., 394 n.
Nava Ocanna, Alonso de (Serrano), Ortega, Fray Juan, 295.
252. Ortega y Gasset, José, 41, 49, 166,
Navagero, Andrea, 393. 185, 205, 261, 301, 330; 425.
Navarro, Martín {Serrano), 246. Ortegón, Simón de (escribano, pro­
Nebrija, Elio Antonio de, 150, 222, banza), 486.
272, 273, 283, 285 n., 299 n., 300­ Ortiz, Alonso (jurado municipal, Ta­
302, 304, 305, 306 n., 310, 312, 313, lavera), 445 n., 465.
316 n., 321, 323 n., 324 n„ 415. Ortiz, Blas (testigo de la abjuración
Nef, John V., 245. de A.), 84 n.
Nehama, J., 193 n. Ortiz, Fray Francisco, 191 n., 251,
Nerón, 206. 253, 300, 338, 342.
Neuwirth, G., 401 n. Ortiz, «Fulano» (hidalgo que marchó
Nevio, 273. de La Puebla con R.), 158, 253, 255.
Nieto, Juan {Serrano), 250. Ortiz, Teresa (Franco), 483.
Niño de la Guardia, santo (véase Fran­ Ortiz Calderón, Sancho (Serrano), 248.
co, García). Ortiz de Angulo, Diego (fiscal en el
Nogales, fray Alonso de, 108 n. proceso de A.), 83 n., 448.
Ñola, Ruperto de, 410. Ortiz de Zarate, Doctor (corregidor de
Norris, F. P., 327 n. Talavera), 456.
Norton, F. J., 427 n., 433 n. Osma, Pedro de, 297.
Núñez, Aldonza «la Romera» (Toledo, Osuna, duques de, 128 n„ 223.
reo de la Inquisición), 260, 262. Ovidio, Publio, 308 n., 353 n., 431 n.,
Núñez, Costan^a (hija de A.), 94, 432.
96 n., 97, 124, 156 n., 461.
Núnez, Fernán «el Comendador grie­
go», 273.
Núñez, Isabel (hija de A.), 94, 406 n., P
464.
Núñez, Mari (esposa de A.), 92. Pacheco, Andrés, 343 n.
Núñez de la Torre, Mari (Toledo), Pacheco, Juan (marqués de Villena),
136 n. 127 n., 177 n., 179, 181, 182 n.,
Núñez de Reínoso, Alonso, 45 n., 159, 224, 226, 227, 229, 254, 255, 263,
186 n., 287 n. 311, 342 n.
Núnez Delgado, Pero, 327 n. Pacheco, Pedro, 234.
Núñez Dientes, Juana, 233. Padilla, Juan de, «el Cartujano», 113,
190 n„ 351, 353 n., 436-438.
Padilla, María de, 226, 428 n.
Palacios, Pedro (Serrano), 247.

— 528 —
Palacios Rubios, doctor Juan López Pericles, 372 n.
de, 291, 297, 298 n„ 305. Petrarca, Francesco, 75, 180, 181 n.,
Palau, Bartolomé, 418 n. 182, 183, 185, 187, 190, 192, 203,
Palavesín y Rojas, Juan Francisco (To­ 212, 214, 284, 299 n., 302 n., 319,
ledo, pretendiente a canonjía), 57 , 324, 325 n., 326, 328 n., 331, 344 n.,
58, 59 n., 65 n., 67 n., 68, 85, 360, 361, 363, 367, 368, 373, 375,
130 n., 131, 138, 154, 168, 211, 417, 418 n., 422, 4 6 2 ,5 1 1 .
240, 259, 265, 475 n., 476, 483, 486. Picasso, Pablo, 207.
Falencia, Alfonso de, 197 n., 319, 320. Pimentel, Juana, 169 n.
Palma, Bachiller, 324 n, Pimienta (zapatero, Serrano), 251.
Palmerín de Oliva, 424. Pineda, fray Juan de, 353.
Paniagua, Diego (Serrano), 235 n., 249. Pineda, Juan de (véase Baena, Juan
Pardo, Miguel (Serrano), 247. Alfonso de).
Pardo Bazán, Emilia, 277. Pinedo, Luis de, 112, 475 n.
Paredes (mercader; se libró de la In­ Pinta Llórente, Miguel de la, 54 n.
quisición), 449. Pisa, Diego de (Puebla, reo de la In­
Paredes, Pedro de (Serrano), 250, 251. quisición), 87, 93 n., 102, 103 n.,
Parisiensis, Guillermus, 435. 105, 136 n.
Park, Robert Ezra, 144 n., 149 n., Pistoia, Ciño da, 511, 514.
335. Pizarro, Francisco, 179.
Parra, Alonso de la, 274 n. Platón, 317 n.
Pastrana, Alonso de (Serrano), 246, Plauto, 273, 308, 310, 417, 418 n.,
252. 432.
Patinir, Joachim de, 217. Plinio, 199 n., 303 n., 399, 439 n.
Paz, R., 20, 141 n. Plutarco, 417.
Paz y Melia, A., 99 n., 128 n., 148 n., Poe, Edgar Alian, 173.
289 n. Pilanco, Pedro de (Serrano), 248.
Pearce, Roy Harvey, 17, 25 n. Polono, Stanislau, 511, 513.
Pedro I, el Cruel, 225, 226, 428. Porras Barrenechea, R., 235 n.
Pegnitzer, Juan, 511. Porta, Giambatústa della, 344.
Peñaloza, marqueses de, 136 n. Pound, Erza, 44, 301, 369.
Peñas, capitán (Puebla), 234. Prado, Juan de, 193 n.
Pérez, Alvar (Rojas de Tineo), 65, 478, Prescott, W. H., 303, 305 n.
482, 483. Primaleón, 157.
Pérez, Alvar (Rojas de Tineo, hijo del Proaza, Alonso de: 23, 31) 70-72, 76,
anterior), 483. 78, 79, 150 n., 237-239, 273, 274,
Pérez, Antonio, 135. 311, 314 n., 317, 324, 389, 393 n.,
Pérez, Francisco (Puebla), 105 n. 432.
Pérez de Chinchón, Bernardo, 435, Puente, frey Miguel de la (Serrano),
437, 438. 95, 249.
Pérez de Espinaredo, Alvar (abogado, Pulgar, Femando del, 121, 187 n.,
probanza), 485. 195, 386.
Pérez de Guzmán, Fernán, 229 n., 320, Puñonrostro, conde de, 151, 239.
328 n., 330, 418 n., 428, 429, 434, Puyol y Alonso, J., 319 n.
445.
Pérez de Oliva, Fernán, 269, 316, 317,
432, 463 n. Q
Pérez de Rojas, Alvar (Rojas de Ti­
neo), 478. Quesada, Pedro de (Serrano), 246, 252.
Pérez de Ubeda, Alonso (Franco), 483. Quevedo, Francisco de, 132 n., 150,
Pérez de Villarreal, Hernán (Franco), 160, 192 n., 292 n„ 331, 391 n.,
483. 476 n.
Pérez Galdós, Benito, 38, 43, 44, 63, Quíncoces, Pedro de (maestre de or­
259, 328, 391. den militar. Serrano), 246.
Pérez Pastor, C., 343 n. Quirós, Francisco de, 272.
Pérez y Gómez, A., 187 n., 433 n.

— 529 —
34
R Rodríguez de Palma, Alonso (yerno
de A.), 464 n.
Rabel ais, Fran^ois, 193 n., 298 n. Rodríguez de San Isidro, Fernando
Racíne, Jean, 34. (claustro), 272.
Ramírez de Orejón, Mateo (informa­ Rodríguez Marín, Francisco, 237 n.
dor en las Relaciones), 137 n., 224, Rodríguez Moñino, Antonio, 17.
225 n., 231, 235. Rogers, Francis M., 17, 426.
Ramírez de Prado, Lorenzo, 343 n. Rojas, Alonza de (Puebla), 137 n.
Ramus, Pierre, 312 n. Rojas, Alvaro de (escribano, hijo de
Rasura, Ñuño, 336, 410 n. R.), 132 n., 406, 440.
Real de la Riva, C. del, 325 n. Rojas, Antonio de (enemigo de los
Redondo, A., 461. Franco), 56-58, 61, 68, 156, 262,
Reinosa, Rodrigo de, 256, 311, 325, 478.
325 n., 344 n., 420 n. Rojas, Catalina de (hija de R-), 124,
Resnick, Margery, 17. 154, 215, 407.
Révah, I. S., 193 n. Rojas, Catalina de (madre de R.), 66,
Rey, E., 168. 2 11, 259, 488, 495.
Reynier, Gustave, 20, 280 n., 282 n., Rojas, Diego de (Puebla, otros Rojas),
288 n. 153, 225 n., 259-262.
Ria?a (Serrano), 246. ' Rojas, Elvira de (nieta de R.), 488,
Riber, L., 309. 496, 499, 503.
Ribera, Juan de (testigo de la abju­ Rojas, Fernando de (abad de Santa
ración de A.), 84 n. Coloma), 58 n.
Richard, Jean-Pierre, 27. Rojas, licenciado Femando de (nieto
Ríos, José Amador de los, 19, 62 n., de R.), 50-54, 55 n„ 56-59, 60 n.:
87 n., 131 n., 133 n., 134, 155 n., 63-68, 88, 135-137, 167, 238, 253,
166, 167, 181 n., 235 n„ 241 n„ 255 n., 259-261, 270, 271, 387 n.,
274 n., 336, 402 n., 403, 459. 424 , 460, 462 n., 467, 472474,
Riquer, Martín de, 77, 430 n. 475 n., 477, 485-489, 491-500, 502­
Riva de Trento (véase Basanta de la 505.
Ríva, A.). Rojas, Fernando de (Puebla; pariente
Rivers, J. Pítt, 389 n. de R.), 260.
Roa, Femando de, 323 n. Rojas, Femando de (Toledo; participó
Robbins, E. R., 319 n. en las Comunidades), 444 n.
Robledo, Almiro, 17, 53, 456, 457 n., Rojas, licenciado Francisco de (hijo
461 n., 468 n. de R.), 124, 135, 137, 157, 213,
Robles, Juan de (Franco), 483 11. 215, 216, 260, 265, 387, 393, 400 n„
Rodrigo, Rey Don, 304 n., 427. 407, 414, 457, 462, 475 n., 487, 488,
Rodríguez, Blas (Puebla, probanza), 489 , 491, 493 , 495-500, 503-506.
487, 491. t Rojas, Francisco de, «el Ronco» (Rojas
Rodríguez, Diego, 134. de Carriches), 260.
Rodríguez, Francisca (cuñada de A.), Rojas, fray García de (nieto de R.),
249 n. 55 n., 59, 132 n., 138.
Rodríguez, Ysabel (San Martín de Val- Rojas, Garcí González Ponce de (su­
deiglesias, reo de la Inquisición), puesto padre de R.), 64-66, 68, 211,
102, 466. 212, 216, 219, 223, 234, 253, 466,
Rodríguez, Juan (albañil, Serrano), 246. 478, 482, 484, 487-489, 491-496,
Rodríguez, Juan (clérigo, Serrano), 246, 505.
249. Rojas, Garcí Ponce de (hijo de R.),
Rodríguez, Mayor (Toledo), 86 n. 136 n.
Rodríguez, Pedro (barbero, Serrano), Rojas, Garcí Ponce de (nieto de R.),
246, 247 , 249 , 251. 59, 400 n., 460 n„ 475 n„ 496, 499,
Rodríguez de Dueñas, Francisco (abue­ 503.
lo de A.), 133. Rojas, Gonzalo de (Puebla, otros Ro­
Rodríguez de Montalvo, Garcí, 320, jas), 261 .
321, 425. Rojas, Hernando de (padre de R., se­

— 530 —
gún la Inquisición), 63, 64 , 66, 68, S
88, 211, 253, 479.
Rojas, Juan de (hermano de R.), 135, Sahabedra (hidalgo, se marchó de La
137 n„ 211 n„ 259. Puebla con R.), 158, 255.
Rojas, Juan de {hijo de R.), véase Sainz de Baranda, P., 234 n.
Montemayor, Juan de. Sainz de Zúñiga, G., 19, 213 n.
Rojas, Juan de {nieto de R.), 271 n., Salamanca, Antón de {claustro), 274.
496, 499, 503. Salazar, Antonio de (testigo en la pro­
Rojas, Juan de {biznieto de R.), 55 n., banza; suegro del nieto de R.),
67 n., 140 n. 475 n.f 487, 488, 491.
Rojas, Juana de, 52, 467. Salazar, capitán, 99 n.
Rojas, Marina de {Talavera), 108 n. Salazar, María de {esposa del nieto
Rojas, Martín de (Rojas de Carriches), de R.), 400 n.
259, 260, 483, 515. Salazar y Castro, Luis de, 21, 136 n.,
Rojas, Martín de (Toledo, abuelo de 254, 255, 262 n., 445 n., 446 n.,
Palavesín y Rojas), 58 n. 457.
Rojas, Melchor de {Talavera), 125 n. Salcedo, Emilio, 296.
Rojas, Miguel de {Puebla), 260. Saliceto, Bartholomaus de, 508-510.
Rojas, Rodrigo de (sacerdote; 'Puebla, Salinas, Pedro, 179, 373.
otros Rojas), 260 n. Salomón, Mose (Serrano), 251.
Rojas, Sancho de (primo del rey Fer­ Salustio, Cayo, 427.
nando), 128 n. Salva, M., 234 n.
Rojas Franco, Juan de {Rojas de Ti­ Salzedo, Gonzalo de (albacea de R.),
neo), 65, 483. 466.
Rojas y Toledo, Beatriz {Puebla, otros Samoná, Carmelo, 30, 310.
Rojas), 262. San Martín, Francissco de (reo de la
Rojas Zorrilla, Francisco de, 30, 48. Inquisición), 118 n„ 173 n.
Rolevínck, Werner, 419. San Pedro, Alonso de (Franco), 61,
Romero, Diego, 260, 262. 478, 482.
Rosado, Pedro {testigo del testamen­ San Pedro, Antonio de (Franco), 478,
to), 466. 482.
Rose, Constance, 45 n., 186 n. San Pedro, Diego de, 47, 159, 160 n.,
Rosellis, Antonius de, 514. 180, 263 , 322-325, 349, 360, 432.
Rosenfeld, H., 366 n. San Pedro, Tomás de (claustro), 272.
Rothe, Arnold, 331 n. Sanabria, bachiller (Almagro, reo de
Rougemont, Denis de, 360.
Rousseau, Jean-Jacques, 222. la Inquisición), 84 n., 93 n„ 98,
Rozmital de Blatna, León von, 197 n. 102, 105, 112, 113, 356, 459.
Rúa, Pedro de, 414, 415. Sancipriano, M., 205 n.
Ruiz, Diego (Puebla, otros Rojas), Sánchez, Ana (Puebla), 220 n.
261 n. Sánchez, Baltasar (Talavera, probanza),
Ruggerio, Michael J., 17, 311 n., 325 506.
y n., 366 n., 420 n. Sánchez, Bartolomé (Talavera), 456 n.
Ruiz, Alonso (sacerdote, acusador de Sánchez, Bartolomé {Universidad de
A.), 97, 101, 235, 236, 238. Salamanca), 271 n.
Ruiz, Fernando (Serrano), 248. Sánchez, Francisco, «el Brócense», 297,
Ruiz, Juan, Arcipreste de Hita, 32, ^309 n.
292 n., 360. Sánchez, Pedro (Serrano), 250.
Ruiz de Alarcón, Juan, 213 n., 277, Sánchez-Albomoz, Claudio, 30, 47 n.,
279, 345. 168 n.
Ruiz de Vergara, F., 273 n., 274 n., Sánchez CaC°> Pedro (deudor de R.),
294 n. 458.
Ruiz Regarbe, Fernán (escribano, pro­ Sánchez Doncel, padre Gregorio, 17,
banza]), 491, 493. 67 n.
Sánchez Franco, Gaspar (Franco), 57 n.,
483.

531 —
Sánchez Franco, Juan (Franco), 57 n., 156 n., 169 n., 170 n„ 175 n., 214 n.,
483. 215 n., 235 n., 239 n., 240 n., 241 n.,
Sánchez Lasa (probanza), 493. 247 n., 260 n„ 275 n., 278, 341 n„
Sánchez y Piníllos, M., 231 n. 387 n„ 450, 451, 456 n., 461, 464 n.
Sanmartín, P. Mose de (Serrano), 252. Severin, Dorothy, 17, 180 n., 218, 334,
Sant Juan Verdugo, Juan de (Serra­ 359 n., 421 n.
no), 250. Sevilla, Juan de, «don Ysaque» {To­
Sant Román (Serrano), 247. ledo, reo de la Inquisición), 187,
Santa Clara, Martín de, 99 n. 240, 241, 448.
Santa Fe, fray Jerónimo de {véase Shakespeare, W., 34-38, 207, 310 n.,
Lurquí, Rabbi Josué). 322, 349, 355, 356, 424.
Santa María, obisoo Pablo de, 149. Sheshet, Isaac ben, 236 n.
Santángel, Gabriel de, 155. Shipjev, George, 400 n.
Santillana, marqués de, 50, 151, 181, Sicroff, Alberto, 17. 21 , 98 n., 108 n.,
186, 320, 434. 126, 142, 145, 154, 168 n., 170 n.,
Santo Domingo, Sor María de, 341 n. 194 n., 235 n., 236 n„ 336 n., 471,
Sanz del Río, Julián, 301. 474 n.
Sanzio, Rafael, 217. Sigüenza, fray José de, 231 n.
Saravía (Serrano), 247. Silíceo, cardenal {véase Martínez de
Sardella, Pierre, 441, 445. Silíceo).
Sarmiento, frey Diego (Serrano), 246. Silva, Arias de, 133.
Sarmiento, Pedro, 167, 169, 170. Silva, Feliciano de, 218 n., 221. 357.
Sartre, Jean-Paul, 69, 1 1 1 , 113, 115, Sílverman, Joseph, 64 n., 142, 173 n.,
127, 142, 156, 165, 455, 457, 458. 475 n.
Sassoferrato, Bartolo de, 299 n. Silvio, Eneas, 319, 421.
Scott, sir Walter, 389. Simón Díaz, José, 181 n., 320, 436 n.
Schmeller, J. A., 197 n. Simpson, L. B., 316 n.
Sedeño, Diego (Serrano), 248. Singleton, Mack, 316 n.
Sedeño, Juan (Serrano), 248, 250. Slote, B., 359 n.
Sedeño, Rodrigo (Serrano), 247. Sobriqués, S., 393 n., 408 n.
Segovia, Juan de, 213, 279. Sófocles, 34, 333.
Segura, Alfonso, 299, 300. Somolinos d’Ardois, G., 142 n.
Seleuco, rey, 328 n. Sorja, Martín (mercader toledano, amo
Selke de Sánchez, Angela, 17, 84 n., de A.), 91.
91 n., 100 n., 120 n., 191 n„ 243 n., Soto (Serrano), 249.
300 n., 338 n., 341, 342. Spinoza, Baruch, 145, 150, 193 n.
Séneca, Lucio A., 75 n., 182, 183, 319, Spitzer, Leo, 310. 318, 359 n., 363 n.
328 n., 330, 331, 337 n., 418, 419 n„ Stendhal, véase Beyle.
431, 432. Stonequist, Everett V., 144, 149. 188,
Seneor Mosén (Serrano), 247. 204 n.
Sepúlveda (Serrano), 249. Suárez, Francisco, 12S.
Sepúlveda, Juan Ginés de, 302, 305. Suárez, Hernán (Franco), 483.
Seraphina, La, 354. Suárez Franco, Alonso (Franco), 483.
Serís, Homero, 168 n., 472 n. Suárez Franco, Francisco (Franco), 483.
Serma, Nicolás de la {Talavera, pro­ Suárez Franco, Gaspar (Franco), 483.
banza), 506. Suárez Franco, Hernán (Franco), 54,
Serrano, Pedro (Puebla, reo de la In­ 55 n., 57, 58, 60-65, 478, 483.
quisición), 94 n., 95, 108 n., 136 n., Sylbii, Pedro de (Serrano), 246.
235 n., 242 n., 243 n., 244-253,
255-257, 284, 437 n., 438, 449, 516.
Serrano Poncela, S., 356 n. T
Serrano y Sans, Manuel, 21 , 39 n., 53,
54, 66, 83 n .-86 n., 89 n., 9 i n., Taine, H. A., 203.
93, 94 n., 96 n., 97 n., 99 n., 101 n., Talavera, Arcipreste de (véase Martí­
103 n.-105 n., 109 n., 119 n., 124 n„ nez de Toledo, Alonso).
125 n., 133 n., 138 n., 147 n., 155, n.. Talavera, fray Hernando de, 88 n.,

532 —
109 n., 127 n., 133 n., 155, 173 n„ Torres, Pedro de, 274.
176, 181, 189, 254, 398 n.. 412, Torres Naharro, Bartolomé de (cuña­
413 n., 415, 436-438. do de A.), 45 n., 186 n., 221 n.,
Tapia, Catalina de, 84 n. 272 n., 287 n., 33 n., 357, 401, 432,
Tartagnis, Alexander de [Imola] (véa­ 433 n., 441 n., 460.
se Ymola, Alexandro de). Torresanus, Andreas, 509.
Tavera, arzobispo Juan, 456 n. Torrijos, Alfonso de, 137.
Téllez Girón, Alonso (Señor de La Torrijos, Fernando de (Serrano), 252.
Puebla), 56 n., 58 n., 60 n., 95, Torrijos, bachiller Francisco de (To­
158 n., 226, 227, 230, 234, 244, 248, rrijos, maestro), 141, 386.
253-255 , 259 , 261-264 , 385, 386. Torrijos, García de (Serrano), 252.
Téllez Girón II, Alonso, 262 n. Torrijos, Gonzalo de (cuñado de A.),
Téllez Girón, Pedro, 263 n. 91, 133.
Téllez de Toledo, Juana (Puebla, oíros Torrijos, Gonzalo de (tundidor toleda­
Rojas), 261, 262 n. no), 98.
Terciado, Diaguito (Serrano), 246. Tortis, Baptista de, 509.
Terciado, Pero (Serrano), 246. Tortis, Hieronymus de, 508.
Terencio, Publio, 75 n„ 294, 305, 308, Triomphe des neuf preux, 430 n.
3 11, 316 n„ 319. 324, 325, 353 n., Trotter, G. D., 31, 63, 433 n.
417, 418 n. Tuppi, Franciscus, 513.
Teresa de Avila, Santa, 47, 101, 128, Twain, Mark, 160 n., 222.
137, 138 168 n., 174, 191 n„ 204, Twersky, Isadore, 17.
304 n., 424, 466, 472 n.
Tetzel, Gabriel, 197 n.
Thebayda, La, 140 n., 239, 354, 355, U
432.
Thíbaudet, Albert, 74, 416. Ubaldis, Baldus de [Baldo], 509, 510,
Tbomas (impresor sevÚlano), 511. 511.
Thoreau, H. D., 442. Ucello, Paolo, 200.
Thomdike, L., 293 n. Unamuno, M. de, 29, 189, 219, 416,
Tirso de Molina, 374. 438, 440.
Tob (de Cardón), rabí Sem, 152, 199, Ungut M., 511, 513.
200, 343, 416, 473. Ureña y Smengaud, 513.
Toledo, Catalina de (Serrano), 249, Urraca, Reina, 227.
252. Usillo, Hernán (ver Husillo, Her­
Tomás de Aquino, santo, 275. nando).
Torquemada, fray Tomás de, 128, 173, Usillos, Fernando (ver Husillo, Fer­
178. nando).
Torralba, doctor Eugenio, 201, 442. Usoz y Río, U. L., 19, 87 n.
Torre, A. de la, 154 n. Usque, Samuel, 116 n.
Torre, Alfonso de la, 198, 199, 274 n.,
320, 323, 334, 335, 432.
Torre, E. de la, 154 n. V
Torre, Fernando de la, 133 n., 170,
175, 336, 443. Vaguer, Pedro de, 448.
Torreblanca Villalpando, Francisco, Valdeavellano, Luis G. de, 17, 178 n„
112 n. 462, 507.
Torrecillas (paje, Serrano), 252. Valdés, Juan de, 150, 424.
Torrejón, Andrés de, 396 n., 402 n. Val era, mosén Diego de, 152, 182 n.,
Torrellas, Pere, 339 n. 186 n., 320, 427.
Torres (criada de Alonso Téllez Gi­ Valla, Lorenzo, 299 n.
rón, Serrano), 247. Valladolid, Alfonso de (Serrano), 250.
Torres, Alonso de, 141. Valladolid, Fernando de (Serrano),
Torres, Diego de, 343. 250. ,
Torres, Juana de (criada de R.), 406, Valle Lersundi, Fernando del, 14-17,
410. 464 n. 21, 50, 52, 53, 55 n., 64, 66 n.,

— 533 —
67 n., 97 n„ 135, 137 n., 156 n„ Villegas, licenciado Busto de, 141.
219 n., 220, 259, 260, 265, 400 n., Villegas Selvago, Alfonso de, 317 n.
404 n„ 405, 420 n., 424, 440, 456 n., Villena, marqués de {véase Pacheco,
460 n„ 461, 466 n., 472 n„ 486, Juan).
504, 507. Villon, Fran?oís, 468.
Vargas, Diego de (Talavera, reo de la Villoslada, bachiller, 272.
Inquisición), 453 n., 454 n. Viñas, C., 20, 141 n.
Vargas-Zúñign, A. de, 21, 136 n. Virgilio, Publio, 439 n.
Vanea, Alonso (Serrano), 248. Vitoria, Francisco de, 128, 273, 274 n.,
Varthema, Ludovico, 426. 275, 298, 344.
Vasco, obispo de Cotia (Serrano), 252. Vives, Luis, 107 n., 125 n., 128, 180,
Vázquez de Rojas, Martín (Rojas de 205, 299, 309, 312, 353.
Carriches), 260. Vivían, Dorothy, 160 n.
Veblen, Thorsten, 335. Voltaire, F. M. A., 102 n., 171 n.
Vega, Lope de, 27 n., 29, 52, 78, Vossler, Karl, 373. _
111 n„ 153, 154, 160, 353, 358, • .i .i. . ' '
378, 389, 413, 473. W
Vega, Pedro de la, 264, 435.
Velasco (Salamanca, tutor del licen­ Wadsivorth, J. B., 201 n., 320 n.,
ciado Fernando), 271. 344 n., 353 n.
Velázquez de Velasco, Alfonso, 353 n. Waller, A. A„ 35 n.
Venegas, Alejo, 353. Wardropper, Bruce, 381 n.
Venero y Leiva, doctor don Carlos Webber, E. J., 308 n., 310 n.
(investigador, Palavesín y Rojas, pro­ Weber, Max, 143, 401, 402.
banza), 209. Wehmer, Karl, 324 n.
Verardi, Cario, 325 n. Weinerth, Nora, 17, 433 n.
Verardi, Marcelino, 325 n. Wennsler, Michael, 324 n.
Verdugo, Francisco (Talavera, escriba­ Wheelwright, P., 186.
no), 456 n., 457. Williams, George, 17, 197 n.
Verga, Solomón ben, 89, 90 n., 141 n., Williams, Jasper {véase Guillen, Gas­
153 n., 247 n., 257. par).
Vergara, Juan de, 297. Woolf, Virginia, 159.
Vícens Vives, J,, 127 n., 408 n.
Vidal de Noya, Francisco, 427. X
Vignau, Vincent, 20, 86 n., 172.
Villa, Juan de la (claustro), 274. Ximénez, Lucas, véase Jiménez, Lu­
Villalobos, Francisco de, 112-114, 117, cas.
123, 126, 128 n., 141, 146, 154 n.,
179, 180, 184-186, 190 n., 199 n„ Y
222, 239, 255, 263, 264, 272, 287 n.,
316 n., 323, 334, 337, 339 n„ 340, Yeats, W. B., 150.
341, 343, 353, 357, 359 n„ 361 n., YUada en romance, La, 430.
380, 418 n., 444, 445. Ymola, Alexandro de, 508, 510.
Villalobos, Juan Martín de {escribano,
probanza), 493 , 500, 503. Z “
Villalón, Cristóbal de, 277.
Villareal, Alonso de {franciscano, Fran­ Zabnrella, Francesco, 510.
co), 138, 483. Zacut, Abrabán, 200, 273, 295, 296 n„
Villareal Cuello, Leonor de (Franco), . 343.
482. Zamora, Alfonso de, 275 n.
Villareal Franco, Alonso de (Franco), Zamora Lucas, F., 414 n.
482, 483. Zanta, L., 185 n.
Villasandino, doctor, 462 n. Zarfati, José ben Samuel, 357.
VÍIIasante, Clemente, 465 n. Zola, Emile, 405.
Villegas, Juan de {despensero, Serra­ Zumilla, Joseph, 438.
no), 247-252. Zúñiga, Francesillo de 359 rt., 444.

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E s t e li b r o s e t e r m i n ó d e i m p r i m i r el día
17 DE JULIO DE 1 9 7 8 , EN LOS TALLERES
de T o r d e s illa s , O rg a n iz a c ió n G rá ­
f ic a , S ie rra de M o n c h iq u e , 25,
M a d rio -1 8

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