HECHOS
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HECHOS
Entre la promesa del Espíritu Santo y su descenso sobre los reunidos (no se dice
cuántos ni dónde) mediaron muy pocos días, durante los cuales los apóstoles no se
dedicaron a la predicación, sino a la oración. Pero inmediatamente después del descenso
del Espíritu, ya les vemos en el púlpito. I. El descenso del Espíritu el día de Pentecostés
(vv. 1–4). II. Las diversas especulaciones entre la gente que, de todas partes, se hallaban
ahora reunidas en Jerusalén (vv. 5–13). III. El sermón de Pedro en esta ocasión, en el
cual muestra que este descenso del Espíritu era cumplimiento de una antigua profecía
1Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224
TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1503
(vv. 14–21), que era una confirmación de la mesianidad de Cristo (vv. 22–32), al par
que fruto y evidencia de su ascensión a los cielos (vv. 33–36). IV. El buen efecto de este
sermón en la conversión de muchos a la fe de Cristo (vv. 37–41). V. La piedad y caridad
eminentes de estos primitivos cristianos (vv. 42–47).
Versículos 1–4
Relato del descenso del Espíritu Santo.
I. Cuándo sucedió esto: Cuando llegó el día de Pentecostés. 1. El Espíritu Santo
descendió durante una fiesta solemne, porque era la ocasión en que de todas partes se
reunía en Jerusalén un gran concurso de gente, con lo que la fama del acontecimiento se
había de extender más rápida y ampliamente. Como antes de la Pascua, también ahora
es como si la festividad judía sirviese para echar al vuelo las campanas y anunciasen la
predicación del Evangelio. 2. Esta fiesta de Pentecostés se observaba en recuerdo de la
donación de la Ley en el monte Sinaí, por lo que era muy apropiado el que, en esta
fecha, se diese el Espíritu Santo para promulgación de la ley evangélica, no a una sola
nación, sino a toda criatura. 3. La fiesta se celebraba el primer día de la semana, con lo
que se confirmaba el paso del día de reposo del sábado al domingo, como perpetuo
memorial para la Iglesia de estos dos grandes y benditos acontecimientos: la
resurrección del Señor y el descenso del Espíritu Santo.
II. Dónde sucedió: En Jerusalén, donde estaban todos unánimes juntos (vv. 1, 5).
En efecto, desde Jerusalén había de comenzar a ser predicado el Evangelio. Aquí es
donde Jesús les había mandado esperar para recibir la promesa del Padre (1:4), y la
profecía señalaba que desde Jerusalén se había de propagar la Palabra de Dios. Aquí les
sale Dios al encuentro con la bendición de las bendiciones; y hace este honor a
Jerusalén para enseñarnos a no dejarnos llevar de prejuicios en cuanto a lugares; aunque
Jerusalén fue el lugar donde se condenó a muerte al Señor, también allí había, sin
embargo, un remanente. Los discípulos se hallaban juntos en un lugar que no se
especifica, pero es probable que fuese el mismo aposento alto que ya conocemos.
Oraban unánimes (v. 1). Al haber orado juntos con mayor frecuencia que de costumbre,
habían llegado también a amarse mejor unos a otros. De esta forma fueron preparados,
por la gracia de Dios, para mejor recibir el don del Espíritu Santo; porque esta bendita
paloma no viene donde hay ruido y clamor, sino que se mueve sobre la superficie de
aguas tranquilas, no de olas encrespadas. ¿Queremos que se derrame sobre nosotros el
Espíritu en toda su plenitud? Amémonos fraternalmente y estemos unánimes.
III. Cómo y de qué manera descendió sobre ellos el Espíritu Santo. Con frecuencia
leemos en el Antiguo Testamento del descenso de Dios en una nube. También Cristo
subió al cielo, y de allí descenderá, en una nube. Pero el Espíritu Santo no descendió en
una nube, porque venía a disipar las nubes que se extienden sobre las mentes humanas.
1. Les fue anunciado mediante un súbito sonido para despertarles la expectación.
Este estruendo repentino (v. 2) vino del cielo. Les tomó por sorpresa, a pesar de que se
estaban preparando para ello. Fue el estruendo como de un viento recio, porque los
caminos del Espíritu son como los del viento (Jn. 3:8): se oye y se siente, pero no se
sabe ni de dónde viene ni adónde va, porque donde está el Espíritu del Señor, allí hay
libertad (2 Co. 3:17). Lo recio del viento daba a entender las poderosas influencias y
operaciones del Espíritu Santo. Llenó, no sólo el aposento donde se encontraban, sino
toda la casa, como el perfume con que ungió María los pies de Cristo (Jn. 12:3).
2. También hubo un signo visible del don recibido (v. 3): Y se les aparecieron
lenguas como de fuego, que, repartiéndose, se posaron sobre cada uno de ellos. Aquí
tenemos:
(A) Un signo o señal visible, exterior, para confirmar la fe de los discípulos mismos.
(B) La señal recibida fue fuego, según había dicho de Cristo Juan el Bautista, y el
mismo Señor les había confirmado pocos días antes (1:5). Juan había dicho de Cristo:
«Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego» (Mt. 3:11). Estaban celebrando el recuerdo
de la donación de la Ley en el Sinaí; y así como la Ley se dio en fuego, también el
Evangelio. El Espíritu, como el fuego, derrite el corazón, consume la escoria y enciende
en el alma afectos piadosos y devotos. Éste es el fuego que Cristo vino a traer a la tierra.
C) Este fuego apareció como en forma de lenguas, lo cual hace referencia al hablar
en lenguas que se nos narra después. Estas lenguas eran entendidas por todos los
asistentes (v. 11), con lo que el Señor quería dar a entender que a todos había de ser
proclamado el Evangelio, y por eso envió el Espíritu a los discípulos a fin de
capacitarles para proclamar el Evangelio en el mundo entero. Las lenguas estaban
repartidas, es decir, cada uno tenía sobre sí una lengua como de fuego, a pesar de lo
cual todos estaban de común acuerdo, pues bien puede haber sincera unión donde hay
diversidad de expresión.
(D) Este fuego se posó sobre ellos para denotar la residencia continua que el Espíritu
tomaba en cada uno de ellos. También es de notar que las lenguas se posaron sobre
ellos, esto es, sobre la cabeza, no sobre la lengua misma de la boca, pues aunque
hablaban bajo la moción del Espíritu Santo, sabían que estaban hablando las proezas de
Dios (v. 11), como lo saben los profetas (V. 1 Co. 14:32). No cabe duda de que ellos
conservaron los dones del Espíritu, aun cuando la señal había de desaparecer pronto,
como es de suponer.
IV. Cuál fue el inmediato efecto de esto: (Este punto IV es nota del traductor).
1. Todos fueron llenos del Espíritu Santo (v. 4). Además del bautismo de agua, que
es un mero signo exterior, aunque ordenado por el Señor para los creyentes, hay otros
dos bautismos interiores, invisibles: (A) El bautismo espiritual por el cual el Espíritu
Santo nos bautiza en Cristo al creer, siendo incorporados al Cuerpo de Cristo (1 Co.
12:13, donde debe leerse «por», no «con»); es un bautismo de gracia justificante y de
regeneración espiritual (comienzo de santificación); (B) El bautismo espiritual por el
cual el Señor Jesús bautiza con el Espíritu Santo; éste es el bautismo del que venimos
hablando aquí; es un bautismo de poder. El Espíritu Santo reside en todo verdadero
creyente (V. Jn. 7:38, 39; Ef. 1:13, entre otros lugares), pero su poder operante se ejerce,
de ordinario, por medio de aquellos que se dejan conducir por entero por el Espíritu; por
eso, este bautismo con el Espíritu exige la llenura del Espíritu, que sólo se obtiene
cuando el creyente rompe con toda carnalidad que, al contristar al Espíritu, impide la
libre operación de Dios a través del creyente (V. Ef. 4:30; 5:18), ya que el pecado frena
el poder; de ahí la debilidad de tantos ministros de Dios y de tantas iglesias. La llenura
de que Pablo habla en Efesios 5:18 es una operación constante (el verbo está en presente
continuativo, voz pasiva y modo imperativo. V. el comentario a dicho lugar), pues el
creyente depende, en todo y siempre, de la operación del Espíritu en él. Pero (y esto es
de suma importancia), además de esta llenura que el apóstol exige a todos, hay una
llenura de emergencia, en que el creyente o el ministro de Dios necesita una provisión
«extra» del poder del Espíritu, como ocurre en el caso que nos ocupa. Para demostrar
esto, basta con comparar, por ejemplo, Hechos 6:5 con 7:55 (Esteban) y 9:17 con 13:9
(Pablo).
2. Comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba que se
expresasen (v. 4b). Como ya hemos dicho, es más que probable que ellos entendieran lo
que decían al proclamar las proezas de Dios, en especial la salvación por fe en el Señor
Jesucristo. Sin embargo, no se puede negar la posibilidad de que aquí tengamos un caso
de hablar lenguaje «extático», como en 10:46 y 1 Corintios 14:2, 14–17, según el patrón
del antiguo profetismo israelita (V. Nm. 11:25–29; 1 S. 10:5, 6, 10–13). Dice J. Leal:
«De la frase «en otras lenguas», algunos arguyen a favor de las lenguas vivas
desconocidas de los discípulos, como el griego, latín copto, etc. Pero si hablaban en
lenguas vivas y corrientes no se explica la burla de los que piensan que están
ebrios».Tenemos, pues, aquí el carisma llamado «glosolalia», evidente en la primitiva
Iglesia. Véase el comentario a 1 Corintios 13:8 para la discusión de si este fenómeno se
da o no actualmente.
Versículos 5–13
Tenemos ahora un relato de la reacción del público al darse cuenta de este don
extraordinario.
1. El gran concurso de gente que había ahora en Jerusalén. Había en Jerusalén
judíos que allí residían, varones piadosos, procedentes de todas las naciones bajo el
cielo (v. 5), es decir, judíos de muy diversa procedencia, pero que, a la sazón, se
hallaban en Jerusalén. (A) Se enumeran en los versículos 9–11 algunos de los países de
procedencia: al comenzar por el este, tenemos los partos, medos, elamitas y habitantes
de Mesopotamia, lugares a los que, siglos antes, habían sido deportados los judíos;
luego vemos, en el centro, Judea; vienen después los del norte de Judea: Capadocia,
Ponto y Asia proconsular, también conocida como Asia Menor; al pasar al oeste,
hallamos Frigia y Panfilia; y al dar la vuelta al sur, Egipto y las regiones de África más
allá de Cirene, esto es, Libia; se mencionan a continuación romanos visitantes (no
residentes), tanto judíos como prosélitos (circuncidados); finalmente, cretenses y
árabes.
2. Se dice de todos estos judíos que moraban en Jerusalén, pero esto no quiere decir
que tuviesen allí residencia fija, sino que, tras un viaje largo y costoso, habrían acudido
para la Pascua y estaban allí todavía en Pentecostés (comp. 21:27), aparte de otros que,
después de haber vivido por algún tiempo fuera de Palestina, desearían acabar sus días
en la Tierra Santa.
3. El asombro de todos estos peregrinos y residentes al oír a los discípulos hablar en
la lengua de sus respectivos países de procedencia. (A) Quedaron desconcertados (v. 6)
al oírles hablar en su propia lengua, siendo galileos (v. 7) los que hablaban, pues
pudieron notarlo en el acento, ya que hasta el arameo lo hablaban mal; pero Dios suele
escoger lo débil y lo necio para confundir a los sabios y poderosos. (B) A pesar de ser
galileos los que hablaban, los oyentes se llevaron una sorpresa agradable al oírles hablar
en su propia lengua. Dice Trenchard: «Ya sabemos el agradable efecto que se produce
cuando uno oye la lengua materna al estar entre extranjeros de otra habla». (C) Las
cosas que oían eran las grandezas u obras poderosas (gr. megaleia) de Dios. Es
probable que hablasen de Cristo, de la redención, de la gracia de Dios en las Buenas
Noticias, pues todas ellas son cosas realmente grandes. (D) Aunque muchos de ellos
conocerían bien el arameo, el oírles hablar en otras lenguas era para los oyentes más
extraño y, por ello, mucho más convincente de que estas enseñanzas que oían eran de
Dios. (E) También hallamos aquí una insinuación de que es voluntad de Dios que las
Escrituras sean leídas y estudiadas en la lengua propia de cada uno.
4. La burla que algunos, probablemente de los escribas y fariseos, hicieron de esto
(v. 13): «Decían. Están llenos de mosto; han bebido demasido en esta fiesta». Aunque
el original dice: «están llenos de (vino) dulce», la referencia es al jugo de uva sin
fermentar, pero tan denso que resultaba más fuerte que el vino corriente; es lo que
llamamos mosto. Fueron precisamente estos burladores los que no entendieron en su
propio idioma lo que los apóstoles predicaban; por falta de la debida disposición, no se
realizó para ellos el milagro. Como en tantas otras ocasiones, «oyendo bien, no
entendían» (ya desde Is. 6:9, en numerosos lugares). Ya habían llamado «bebedor» al
Maestro; no es extraño que llamasen así a sus discípulos.
Versículos 14–36
Primeros frutos del Espíritu en el sermón que, a continuación, predicó Pedro a todos
los judíos allí asistentes, sin excluir a los burladores (v. 15). El sermón va dirigido a los
judíos en general, y a los habitantes de Jerusalén en particular. El que había negado a
Cristo vergonzosamente le confesaba ahora corajosamente. Aunque también otros
discípulos hablaron, sólo el discurso de Pedro figura en el texto sagrado y (contra la
opinión de M. Henry—nota del traductor—) parece ser, por el versículos 41, que fue
precisamente por el impacto de su sermón por lo que se convirtieron los tres mil.
I. Introducción del sermón: Pedro se puso en pie con los once (v. 14). Los que
estaban investidos de mayor autoridad fueron los primeros en levantarse para hablar a
los burlones. Así también, entre los ministros de Dios, los equipados con los mejores
dones están llamados a instruir y responder a los que se les oponen. Pedro alzó la voz, lo
cual significa la solemnidad de la ocasión, más bien que la necesidad de hablar en alto
debido a la enorme concurrencia. Invita primero a tomar buena nota de lo que va a decir
y a prestar mucha atención a sus palabras (v. 14b).
II. A continuación, primero responde a la calumnia blasfema (v. 15): «Estos no
están ebrios, como vosotros suponéis. Estos discípulos de Cristo, que ahora hablan en
otras lenguas, hablan con buen sentido; no podéis decir que están borrachos, puesto que
es la tercera hora del día, esto es, las nueve de la mañana y, antes de esta hora, los
judíos no comen ni beben cosa alguna en sábado ni en las fiestas solemnes».
III. Su relato de la efusión del Espíritu Santo, tanto por ser cumplimiento de las
Escrituras como por ser fruto de la resurrección y de la ascensión de Cristo.
1. Era cumplimiento de cierta profecía del Antiguo Testamento y especifica Pedro la
del profeta Joel (Jl. 2:28–32). Es de observar que, aun cuando Pedro estaba lleno del
Espíritu Santo, no dejó a un lado las Escrituras, ni pensó que él pudiese estar por encima
de ellas. Los discípulos de Cristo nunca pueden aprender algo superior a sus Biblias.
(A) El texto que Pedro cita (vv. 17–21). Se refiere a los últimos días. «Los últimos
días» es una expresión genérica para designar el tiempo posterior a la primera venida
del Mesías (comp. con 1 Jn. 2:18), y culminan en el Día del Señor (v. 20) o Día de
Jehová, en que Dios juzgará a los enemigos de Israel e instaurará el reinado del Mesías,
como se ve por el contexto anterior en la profecía de Joel. Como en otras muchas
ocasiones, la perspectiva profética tiene aquí un doble plano. Pedro menciona los
fenómenos que acompañarán al Día de Jehová porque le interesa llegar a la última frase
de la profecía (Jl. 2:32): «Y sucederá que todo aquel que invoque el nombre del Señor,
será salvo» (v. 21, comp. con Ro. 10:13), lo cual es ya cierto en la dispensación del
Evangelio de la gracia para todos.
(B) Nótese que Pedro no dice que así se cumplió la profecía de Joel, sino esto es lo
dicho por medio del profeta Joel (v. 16), es decir, aquí se cumplía algo de dicha
profecía: una efusión del Espíritu sobre toda carne (v. 17), no sobre todos los hombres,
sino sobre judíos y gentiles, nobles y esclavos, sin discriminación. Lo de las «visiones»
y el «profetizar» (vv. 17, 18), como efecto de dicha efusión del Espíritu estaba a la vista
en la glosolalia, quizás extática, de los discípulos (v. 4). Los fenómenos atmosféricos de
los versículos 19 y 20 que, en muchas ocasiones, acompañan a la manifestación
majestuosa y terrible de Dios, apuntan explícitamente al futuro, al Día de Jehová, y
nadie puede demostrar (como lo intenta M. Henry—y muchos otros—) que se
cumpliesen en la destrucción de Jerusalén el año 70 de nuestra era (nota del traductor).
2. Era un don del Señor Jesús (v. 33), por lo que Pedro toma ocasión de aquí para
predicarles a Cristo (v. 22). Vemos:
(A) Un resumen de la vida de Jesús (vv. 22, 23), a quien llama Jesús de Nazaret. Y
añade: «varón acreditado por Dios entre vosotros; censurado y condenado por los
hombres, pero aprobado por Dios. Vosotros mismos sois testigos de la fama que
adquirió por los milagros, prodigios y señales que Dios hizo entre vosotros por medio
de Él, como vosotros mismos sabéis» (v. 22). Véase el énfasis que pone Pedro en los
milagros de Cristo: hechos conspicuos, sobrenaturales, realizados en medio de ellos, por
lo que no podía negarse la correcta inducción de que Dios lo marcaba con su sello (Jn.
6:27, lit.) como a Hijo de Dios y Salvador del mundo.
(B) Una explicación profunda del misterio que encerraba el que un hombre así
aprobado por Dios sufriese una muerte tan ignominiosa como si estuviese abandonado y
desamparado por Dios (v. 23): Los ejecutores de la muerte de Cristo cometieron el
crimen más abominable de todos los siglos al crucificar por manos de inicuos (es decir,
los paganos romanos, sin la Ley) al Hijo de Dios, pero el que movía todos los hilos de la
trama (el mayor responsable, pero el menos culpable) era el mismo Dios Padre que, por
medio de esa muerte en cruz, se proveía a Sí mismo del único sacrificio aceptable para
la redención del mundo al precio de la sangre de Su Hijo; por esta parte, la muerte de
Cristo era la obra magna de Dios; la gran proeza, por excelencia, de su sabiduría, su
poder y su amor infinitos.
(C) Un vibrante testimonio de la resurrección de Cristo (v. 24): al cual Dios
resucitó. La frase «sueltos los dolores de la muerte» indica, por una parte, algo así
como la salida de una prisión, conforme al hebreo del Salmo 18:5, tomando la cita de
los LXX, donde, en lugar de «ataduras» se lee «dolores»; el griego odinas significa
dolores de parto, como si el sepulcro sufriese dolores de parto y no pudiese contener en
sus entrañas a Cristo. «Era imposible—dice Pedro—que Cristo fuese retenido por ella
(la muerte)», no sólo porque Cristo es el Autor de la vida (3:15), sino también porque la
resurrección era el respaldo que Dios daba a la obra de la Cruz y, a la vez, la apertura de
la fuente de la vida para todos los creyentes y la inauguración de la nueva humanidad
(v. el comentario a Ro. 4:25).
(D) Pedro no se contenta con atestiguar el hecho de la resurrección, ya que el pueblo
no había visto al resucitado (10:41), sino que invoca el testimonio de las Escrituras. (a)
Primero, del Salmo 16:8–11 (vv. 25 al 28) de acuerdo con la tradición judía, apoyada en
la versión de los LXX, ya que el hebreo no hace referencia a la resurrección ni a la
inmortalidad (v. el comentario a dicho salmo) y deduce (vv. 29–31) que David, siendo
profeta … habló de la resurrección de Cristo, por donde vemos, una vez más, que la
intención del Espíritu Santo sobrepasa, en muchos lugares, la percepción consciente de
los mismos escritores sagrados (comp. 1 P. 1:10–12). (b) Del Salmo 110:1, cita que se
repite 16 veces en el Nuevo Testamento y que el propio Jesús había usado (v. Mt.
22:41–45) para demostrar que era el Mesías, pues David le había reconocido como
«Señor» suyo, siendo «hijo suyo».
(E) Tras atestiguar de nuevo el hecho de la resurrección de Cristo (v. 32), Pedro
explica la efusión del Espíritu Santo sobre los discípulos, cuyos efectos podían ver
todos los presentes, en función de la exaltación de Cristo a la diestra del Padre, ya que
sólo después de recibir el espaldarazo de «Vencedor» al ascender a los cielos pudo
derramar, con el Espíritu Santo, la fuente de todos los dones otorgados a su Iglesia (v.
Ef. 4:8–10).
(F) Pedro finaliza su magnífico mensaje con una valiente y poderosa peroración (v.
36): «Por tanto, que todo el pueblo de Israel lo sepa con absoluta seguridad: Dios ha
constituido como Señor y como Mesías a este mismo Jesús a quien vosotros
crucificasteis» (Nueva Versión Internacional). Antes de su resurrección, a nadie se le
debía decir que Jesús era el Mesías (v. por ej., Mt. 17:9), a causa de las falsas ideas de la
gente (v. Jn. 6:15), pero ahora debían proclamarlo. Jesús ya era antes Señor y Cristo
(hebr. Mesías), pero ahora Dios lo hacía, es decir, lo constituía públicamente al
exaltarlo con una gloria sin par. El original dice «la casa de Israel» por su «sentido de
familia, que toma el nombre de su jefe o antepasado», como dice Leal. Nótese el
contraste que Pedro establece entre la glorificación de Cristo por obra del Padre, y su
crucifixión por obra de los mismos asistentes al sermón. Ambos elementos eran
necesarios en la peroración de Pedro. No basta con predicar la salvación; es preciso
predicar el pecado, la perdición, sin la que la salvación no tiene sentido.
Versículos 37–41
Hemos visto el maravilloso efecto que sobre los predicadores del Evangelio tuvo la
efusión del Espíritu Santo. Ahora veremos otro bendito fruto de la efusión del Espíritu
Santo en su impacto en los oyentes del Evangelio. Desde la primera proclamación del
divino mensaje, se manifestó que iba acompañado de divino poder. Tenemos aquí los
primeros frutos de aquella amplia cosecha de almas que fueron agregadas al Cuerpo de
Cristo. Veamos los pasos que siguió este método.
I. Los oyentes sintieron agudas punzadas en su conciencia (v. 37): «Al oír esto, se
compungieron (lit. fueron punzados) de corazón». El mensaje caló hondo en el corazón
de muchos oyentes, y el Espíritu Santo les convenció de pecado, del gran crimen de
haber dado muerte de cruz al Hijo de Dios. Un mensaje con tal poder cambió
súbitamente en corazones blandos, de carne, los corazones de piedra.
II. Tras la convicción de pecado, vino el deseo ardiente de gracia salvífica (v. 37b):
«Dijeron a Pedro y a los demás apóstoles (pues formaban grupo conjunto de testigos):
Varones hermanos (la misma expresión de Pedro en el v. 29) ¿qué haremos? Se llaman
«hermanos» por ser miembros de la misma «casa de Israel» (v. 36), lo que contrasta
con el «Señores» (16:30) del carcelero de Filipos, perteneciente a la gentilidad. La
pregunta viene a significar lo siguiente: «Puesto que hemos cometido tan horrendo
crimen, ¿qué podemos hacer para ser perdonados de él?» Hablan como quienes han
comprendido lo mucho que se jugaban en su caso, y están dispuestos a cualquier cosa,
con tal de obtener la paz de conciencia y el perdón del pecado.
III. La respuesta de Pedro a tan angustiosa pregunta (v. 38): «Pedro les dijo:
Arrepentíos y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón
de los pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo». Los judíos creían en el Dios
verdadero, pero tenían un falso concepto acerca de Jesús como el Mesías que había de
venir. De ahí que el énfasis de la respuesta de Pedro se centra en el cambio de
mentalidad (sin excluir la fe, como se ve por el versículo 41: los que acogieron la
palabra) para el perdón de los pecados. También esto contrasta con 16:31: «Cree en el
Señor Jesucristo y serás salvo», donde el énfasis está en la fe, por ser idólatra el
carcelero (comp. con 20:21, donde se combinan admirablemente los dos aspectos). El
hecho de que se haga mención del «bautismo» en este contexto (toda la sección es nota
del traductor) ha llevado a muchos a uno de dos extremos, falsos ambos en mi opinión:
1. Que el «bautismo» de que aquí se habla no tiene nada que ver con el agua, sino que
indica el interior de la fe en el Señor (como en 1 Co. 12:13). El contexto posterior está
en contra de esta interpretación (comp. Mt. 28:19 y Hch. 8:35–38). 2. Que el bautismo
de agua es necesario para el perdón de los pecados. Esta interpretación es igualmente
errónea (v. el comentario a Mr. 16:15). También es de notar que el bautismo es en el
nombre de Jesucristo, el Mediador de la salvación; esta fórmula se mantiene
constantemente en el libro de Hechos, a pesar de Mateo 28:19 (v. Hch. 8:16; 10:48;
19:5). Esta aparente anomalía se resuelve si tenemos en cuenta que, sólo injertados en
Cristo, es como pasamos a formar parte de la familia divina (v. Ro. 6:3 y ss.).
IV. El ánimo que les da Pedro para que cumplan con estas condiciones. 1. Tendrán
el perdón de los pecados. Como si dijese: Arrepentíos de vuestro pecado y no seréis
arruinados por vuestro pecado; recibid, por fe, la palabra de Cristo y quedaréis
justificados y unidos a Cristo. 2. Recibiréis el don del Espíritu Santo, pues el regalo del
Espíritu Santo ha sido prometido para vosotros y para vuestros hijos (gr. téknois, es
decir, no «niños», sino «descendientes») y, puesto que la profecía de Joel abarcaba a
«toda carne», también para los que están lejos. Aunque esta frase pudo significar, en
boca de Pedro, los judíos de la dispersión, bien puede ser que el Espíritu Santo (v. Ef.
2:13) quisiera incluir a los gentiles que habían de recibir la promesa como espiritual
descendencia de Abraham (v. Gn. 12:2, 3; Ro. 4:16). 3. Las promesas del Antiguo
Testamento solían adoptar forma colectiva, pero las invitaciones del Nuevo Testamento
suelen formularse de modo personal, como aquí: «cada uno de vosotros» (v. 38). Como
si dijese: «Incluso los mayores criminales, los más inicuos pecadores, entre vosotros
serán bien acogidos si se arrepienten y creen. En Cristo hay gracia suficiente para el
mundo entero y para cada uno de los pecadores, así como la hay para todos y cada uno
de los santos.
V. El versículo 40 («Y con otras muchas palabras, etc.») da a entender claramente
que lo que aquí refiere Lucas del mensaje de Pedro es sólo un resumen, el núcleo de su
sermón. Una de las frases, no incluida anteriormente en el sermón, es (v. 40b): «Sed
salvos de esta perversa generación». Aunque esta frase tiene aplicación general al
mundo incrédulo (v. Fil. 2:15), tiene aplicación especial a los que, de la nación de Israel,
eran todavía rebeldes a la proclamación del Evangelio, pues la frase se había hallado
varias veces en labios de Jesús mismo. Venía a decirles Pedro: «Ya que habéis
participado de los pecados de ellos no participéis de su actual rebeldía, a fin de que no
seáis partícipes de su ruina». Si consideramos la rapidez con que la corriente del mundo
(Ef. 2:2) se lleva a los pecadores impenitentes a la eterna condenación, debemos preferir
nadar contracorriente antes que ser sumergidos con ellos en el mismo abismo. Quienes
se arrepienten de sus pecados y ponen su confianza en el Señor han de dar prueba de la
sinceridad de su conversión y romper con las malas compañías que antes frecuentaban
(v. 1 P. 4:4).
VI. La espléndida cosecha de este primer sermón de Pedro (v. 41): «Así que los que
acogieron bien su palabra fueron bautizados; y se añadieron aquel día como tres mil
personas (lit. almas)». El Espíritu Santo obró con la palabra para salvación a todo aquel
que cree (Ro. 1:16) y todos los que creyeron (lo cual supone que eran bastante adultos
para creer personalmente—comp. con 16:31–34—) sellaron su fe con la profesión
pública de la recepción del bautismo. Leemos que se añadieron, es decir, a los
discípulos, los cuales formaban el embrión de la Iglesia naciente (comp. v. 47);
añadidos a la Iglesia, no por la Iglesia misma, sino por el Señor (v. 47). El original
griego dice que recibieron con agrado la palabra; no basta con oírla con agrado, pues
también Herodes Antipas oía con gusto al Bautista (Mr. 6:20, comp. con Mt. 13:20),
pero no recibía la palabra. La conversión de 3.000 personas tras un solo sermón fue
mayor milagro que la alimentación de 5.000 con unas pocas hogazas de pan. La frase
«se añadieron» nos da a entender también que quienes reciben a Cristo como su
Salvador, han de tomar como hermanos y miembros del mismo Cuerpo a todos los
demás que son salvos. Gran tarea tuvieron los apóstoles en el bautismo de tantas
personas. El espíritu Santo les había movido, no sólo las lenguas para predicar, sino
también las manos para bautizar.
Versículos 42–47
En estos versículos tenemos la historia de la realmente primitiva Iglesia, en su
estado de infancia, es cierto, pero también, por eso mismo, en el de su mayor inocencia.
1. Vemos primero como un esbozo del programa de la vida eclesial (v. 42). (A) Eran
diligentes y constantes en su asistencia a la enseñanza de los apóstoles. Tan pronto
como se sintieron vivos con vida espiritual anhelaron la leche espiritual de la Palabra de
Dios (1 P. 2:2). Todo creyente que no se interesa en el conocimiento de la Palabra de
Dios tiene motivos para dudar de si ha nacido de nuevo. (B) Se ocupaban también en la
comunión unos con otros. Este compañerismo santo que comporta el generoso
compartir con todos los hermanos se echa de ver por lo que leemos a continuación (vv.
44–46, así como 4:32–36). Esta nota de comunión unánime se percibe a lo largo de todo
el Libro. (C) Aunque el «partir el pan por las casas» del versículo 46 es muy probable
que se refiera a los ágapes celebrados en común, el partimiento del pan que se menciona
en el versículo 42 significa, con toda probabilidad, la celebración de la Cena del Señor,
por estar inserto en el programa de actos oficiales de la Iglesia. (D) En último lugar se
menciona su asidua participación comunitaria en las oraciones, no porque éste sea el
elemento menos importante de la vida eclesial, sino porque, como bien hace notar el Dr.
Lloyd-Jones, no se puede orar en común sino con los que tienen una misma fe y un
mismo amor. Aparte de este esbozo de programa, se menciona (v. 47) la alabanza a
Dios, con lo que no se añade, en realidad, un nuevo elemento, pues toda oración sincera
debe comenzar por la alabanza.
2. Tras el paréntesis del versículo 43, que menciona el temor religioso del pueblo
(simpatizantes, pero todavía indecisos) y los milagros que seguían llevándose a cabo por
los apóstoles, viene una porción que pone de relieve el mutuo amor práctico de los
primitivos cristianos (vv. 44–47). (A) Estaban juntos, no porque vivieran todos bajo el
mismo techo (comp. v. 46), sino porque se reunían con mucha frecuencia, y expresaban
su mutuo amor con el deseo de la mutua presencia. (B) Juntos poseían en común todas
las cosas, al ser la necesidad de cada uno la pauta para la distribución (vv. 44b, 45,
comp. con 4:32 y ss.). No lo hacían porque les obligase alguna ley (v. 5:4), sino porque
les impulsaba el amor, que tiene mayor fuerza que todas las leyes. El egoísta dice: «Lo
tuyo es también mío». El altruista dice: «Lo mío es también tuyo». (C) Juntos acudían a
los actos religiosos del templo (v. 46), antes de que se efectuase paulatinamente la
separación. (D) Juntos comían por las casas, es decir (probablemente; comp. con 5:42),
casa por casa, invitándose recíprocamente para comer juntos con alegría y sencillez de
corazón (v. 46b), donde se nota el gozo como elemento que no puede faltar donde existe
el amor (v. Gá. 5:22). El vocablo que Lucas usa para «sencillez» significa «llaneza», es
decir, carencia de ostentación y suntuosidad; no hacían comidas «especiales» para los
invitados.
3. El Señor daba su «Visto Bueno» a esta vida comunitaria de la primitiva Iglesia,
añadiéndoles cada día a los que iban siendo salvos (v. 47), es decir, a los que habían
sido puestos en el camino que conduce a la salvación final (comp. con 13:48). También
se nos dice que tenían favor con todo el pueblo. Aunque no todo el pueblo se
convirtiese a la fe cristiana, la reacción general era de simpatía; lo que demuestra que la
enemistad que habían demostrado anteriormente al pedir la crucifixión del Señor se
debía mayormente a la influencia nefasta que sobre ellos habían ejercido los líderes
religiosos de Jerusalén.
CAPÍTULO 3
2
I. Pedro y Juan son arrestados y examinados por un comité del gran Sanedrín (vv. 1–
7). II. Confiesan valientemente lo que han hecho y predican a Cristo ante sus
perseguidores (vv. 8–12). III. Éstos les imponen silencio y los despiden (vv. 13–22). IV.
Ellos luego se dirigen a Dios en oración para que siga obrando en ellos con la gracia y el
poder que ya habían experimentado (vv. 23–31). V. Dios les expresa su aprobación por
medio de señales manifiestas de su presencia entre ellos (vv. 32–33). VI. Los creyentes
aparecen íntimamente unidos entre sí con santo amor, y la Iglesia florece más que nunca
(vv. 34–37).
Versículos 1–7
1. A pesar de la oposición que los poderes de las tinieblas van a hacer a la labor de
los apóstoles, Pedro y Juan continúan en su obra, y su trabajo no es en vano. (A) Los
predicadores proclaman fielmente la doctrina de Cristo (v. 1): «hablaban al pueblo», y
enseñaban a los no creyentes, para su convicción y conversión; y a los creyentes, para
su consuelo y consolidación. «Anunciaban en Jesús la resurrección de entre los
muertos» (v. 2). En la persona de Jesús se había dado la verificación de que resucitar de
los muertos era posible, pues Él había resucitado (comp. 1 Co. 15:12–16). Y la
resurrección de Cristo era precisamente la garantía del milagro de la curación del cojo.
No se metían en asuntos temporales, sino que se atenían a su misión, al decir al pueblo
que el cielo es la meta, y que Cristo es el camino. (B) Los oyentes recibieron, en gran
I. Descontento entre los discípulos acerca de la distribución de alimentos (v. 1). II.
Elección de siete diáconos que se ocupasen de este asunto (vv. 2–6). III. Crecimiento de
la Iglesia (v. 7). IV. Una referencia especial al diácono Esteban, quien fue arrestado y
llevado ante el Sanedrín (vv. 8–15), con lo que comienza su proceso que, en el capítulo
siguiente, culminará con su sentencia y ejecución.
Versículos 1–7
1. Un desdichado desacuerdo entre algunos miembros de la iglesia de Jerusalén fue
prudentemente tratado y resuelto a tiempo (v. 1): «Al aumentar el número de los
discípulos, hubo murmuración, etc».
(A) Nos consuela ver que aumenta el número de los discípulos, así como, sin duda,
les amargaba a los sacerdotes y a los saduceos. Parece ser que la oposición que se hacía
a la predicación del Evangelio contribuía a su éxito. Los predicadores eran azotados y
amenazados y, sin embargo, el pueblo recibía su doctrina y eran incluso atraídos por la
paciencia y el gozo con que los apóstoles soportaban estos sufrimientos.
(B) Con estas luces contrasta la sombra que nos ofrece el que el aumento de los
discípulos diese ocasión a la discordia entre ellos. Hubo murmuración, no una reyerta
notoria, sino una secreta quemazón interior. (a) Los que murmuraban eran los griegos,
es decir, los judíos dispersos por países fuera de Palestina en los que se hablaba el
griego; se quejaban contra los hebreos, los nativos de Palestina, que hablaban arameo.
Se explica que antes de su conversión hubiese cierta tirantez y envidia entre ambos
grupos, pero era un mal testimonio el que ahora se diese ocasión a tales querellas. (b) La
querella era que las viudas de aquéllos (los griegos) eran desatendidas en la
distribución diaria de alimentos. La primera discordia de la Iglesia fue sobre asuntos de
dinero, a pesar de lo que vimos en 2:45 y 4:34. No se nos dice quiénes eran los
culpables, pero es probable que hubiese culpa por ambas partes: los palestinos se
creerían con mayores derechos, y los helenistas exagerarían un poco la nota, pues la
codicia y la envidia se hallan lo mismo en los ricos que en los pobres. No hay duda de
que los apóstoles habían tratado de obrar con toda imparcialidad, pero el contexto
posterior insinúa que, precisamente por el aumento de la grey, los pastores no podían
atender por igual a todas las ovejas. No todo, pues, era perfecto en la primitiva Iglesia.
Por extraño que parezca, cuanto más perseguidos eran los discípulos de Cristo, tanto
más se multiplicaban. I. Aquí está la Iglesia sufriendo (vv. 1–3). II. Aquí está la Iglesia
extendiéndose. 1. El Evangelio llega a Samaria, es predicado allí (vv. 4, 5) y es recibido
allí (vv. 6–8), incluso por Simón Mago (vv. 9–13); es otorgado el Espíritu Santo a
ciertos creyentes samaritanos (vv. 14–17) y Simón Mago es severamente reprendido por
Pedro (vv. 18–25). 2. El Evangelio es enviado, por medio de un alto funcionario, a
Etiopía, adonde él regresaba de Jerusalén en su carroza (vv. 26–28). Es enviado Felipe a
él y en la carroza le predica a Cristo (vv. 29–35), lo bautiza (vv. 36–38), y cada uno
marcha por diferente camino (vv. 39, 40).
Versículos 1–3
1. Todavía quedaba algo por decir con respecto a la muerte de Esteban: ¿qué
impresión hizo en la gente? (A) Habla alguien satisfecho de haber intervenido en ella (v.
1): «Saulo, al que conocemos mejor por su nombre romano de Pablo, estaba de acuerdo
con ellos en su muerte». Hay buena razón para pensar que el propio Pablo incitó a
Lucas a consignar esto para vergüenza suya y gloria de la gracia de Dios. (B) Otros,
unos hombres piadosos, llevaron a enterrar a Esteban e hicieron gran duelo por él (v.
2). Le tributaron este respetuoso homenaje para mostrar que no estaban avergonzados
de la causa que él había defendido, ni temerosos de la ira de quienes le habían dado
muerte. Honraron a este fiel siervo de Jesucristo, pues Dios le había honrado también
con la corona del martirio.
2. Se nos refiere a continuación la persecución que aquel día se desató contra la
iglesia que estaba en Jerusalén (v. 1). Podríamos pensar que las oraciones del
moribundo Esteban hubiesen calmado a los perseguidores, pero no fue así. Al dar
1. La visita que Pedro giró a las iglesias recién plantadas (v. 32): «Recorría todos
aquellos lugares». Como apóstol que era, no residía de fijo en ninguna iglesia como
pastor. Como el Maestro, estaba siempre de un lado para otro, y pasaba haciendo el
bien; con todo, su «cuartel general» estaba en Jerusalén, pues allí le veremos
encarcelado (12:4). «Vino también a los santos que habitaban en Lida». Los cristianos
son los santos de Dios en la tierra; todo sincero profesante de la fe de Cristo lo es,
aunque esté expuesto a tentaciones y peligros y no esté libre de caer en pecado.
2. «Y halló allí (en Lida) a un hombre que se llamaba Eneas» (v. 33). Su caso era
deplorable, pues era paralítico; su parálisis era grave, ya que estaba en cama; la
enfermedad, inveterada, pues de esto hacía ocho años que continuaba así. Es de suponer
que ni él ni los suyos esperaban que se aliviase. Cristo escogía pacientes de esta clase,
cuya curación no puede esperarse por causas naturales. Su curación fue admirable (v.
34), pues le dijo Pedro: Eneas, Jesucristo te sana. Pedro recalca que es obra, no suya,
sino de Cristo; y le asegura una curación súbita, como lo indica el tiempo presente del
verbo. Y para asegurarle de que había quedado completamente curado, no sólo aliviado
de la enfermedad, añade: «levántate y haz tu cama». Por el hecho de que Dios nos cure,
no vamos a quedar ociosos, sino que hemos de hacer uso precisamente del poder que se
nos ha concedido. Ya no es «lecho del dolor», sino «cama de descanso». Con la palabra
de Pedro, salió el poder curativo, de forma que «enseguida se levantó».
3. El impacto que esta curación causó en muchos (v. 35): «Y le vieron todos los que
habitaban en Lida y en Sarón. Todos los que le conocían encamado, le veían ahora sano
y trabajando. Un milagro tan grande, sin descartar la predicación de Pedro, les produjo
tal impresión que se convirtieron al Señor. Dice J. Leal: «La frase deja entender que se
convirtieron muchos, aunque no debe entenderse de todos». En efecto, el pronombre
«todos» afecta a los que le vieron; no necesariamente, a los que se convirtieron.
Versículos 36–43
I. Tenemos aquí otro milagro obrado por Pedro, y todavía mayor que el anterior,
pues no se trata de una curación, sino de una resurrección en la persona de una buena
discípula (v. 36), habitante en Jope (hoy Jafa, un poco al sur de Tel Aviv), a unos 16 km
de Lida. Se llamaba en hebreo Tabithá, que quiere decir «gacela». Lucas, al escribir en
griego, lo traduce al griego «Dorcás» (no Dorcas). Era eminente por su generosidad, y
mostraba su fe por medio de sus buenas obras en las que abundaba (v. 39b), además de
las limosnas que hacía. Empleaba, pues, su tiempo y su dinero del mejor modo posible.
Quienes no poseen bienes de fortuna, pueden, con todo, hacer el bien con el trabajo de
sus manos o la andadura de sus pies. Parece haber cierto énfasis en ese «hacía», como si
no se limitase a dar limosna, sino que perseveraba en hacerla con toda su fuerza. Buen
retrato de un buen discípulo de Cristo. Pero, en medio de su vida provechosa en
abundancia, fue removida (v. 37): «en aquellos días enfermó y murió». Sus amigas
Versículos 1–4
Desde la conversión de Pablo, no hemos visto nada más de la actuación de los
sacerdotes en cuanto a perseguir a los santos en Jerusalén. La tormenta estalla ahora
desde un punto diferente: desde el poder civil. Herodes Agripa I, idumeo de origen
como su abuelo Herodes el Grande, llevaba también sangre israelita en sus venas. Fue
criado en Roma, con la familia imperial, y era gran amigo de los emperadores Calígula
y Claudio, restituyéndole este último todos los territorios de su abuelo. Tres cosas se
nos dicen de él en los cuatro primeros versículos de este capítulo:
1. Que «echó mano a algunos de la iglesia para maltratarles» (v. 1). Judío de
religión (y de sangre, por su abuela Mariamne, descendiente de los macabeos), quiso
congraciarse con los judíos al perseguir a los seguidores del nazareno. Comenzó su
juego al maltratar a algunos de la iglesia, pero pronto se volvió contra los principales
líderes.
2. «Mató a espada, decapitándolo, a Jacobo, hermano de Juan» (v. 2), al que suele
llamarse Santiago el Mayor. Era, pues, uno de los cuatro primeros discípulos de Cristo,
y uno de los tres que le acompañaron en la Transfiguración, en la resurrección de la hija
de Jairo y en el huerto de Getsemaní. A él, como a su hermano Juan, había prometido
Jesús que habían de beber de la copa de la que Él había de beber (Mt. 20:23). Ahora se
cumplía en él esa predicción. Fue el primer apóstol en recibir la corona del martirio, y
mostró así a los demás lo que podían esperar. Es extraño que Lucas nos refiera tan
brevemente el martirio de un apóstol, cuando tantos detalles nos dio del de un diácono;
pero aun esta breve mención basta para hacernos saber que los primeros predicadores
del Evangelio estaban tan seguros de la verdad que predicaban que la sellaron con su
sangre.
3. Encarceló a Pedro. «Viendo que esto (el haber decapitado a un apóstol) agradaba
a los judíos, procedió a prender también a Pedro» (v. 3). La sangre llama a la sangre y
el camino de la persecución, como el de los demás pecados, es un camino de descenso;
los que se hallan en él, se empeñan en continuar en él, con lo que la labor del diablo es
cada vez más fácil en ellos. Por tanto, es señal de prudencia resistir a los comienzos del
pecado. El hecho de que los judíos se complacieran en el asesinato de Jacobo los hacía
cómplices del crimen. Los que se complacen en la obra de los perseguidores deben ser
considerados también como perseguidores. Esto sucedía en los días de los panes sin
levadura, es decir, en la Fiesta de la Pascua, cuando los judíos acudían desde todas las
partes a Jerusalén para guardar la Fiesta y, por tanto, podían ejercitar tanto mejor su
violencia contra los cristianos. No sólo prendió Herodes a Pedro, sino que lo puso a
buen seguro en la cárcel, entregándolo a cuatro grupos de cuatro soldados cada uno (v.
II. La impresión que este milagro produjo en el pueblo (v. 11). Como dice
Trenchard: «la señal tuvo “demasiado éxito”». Mientras los milagros de Jesús
provocaban el enojo y el menosprecio de los judíos, estos paganos llegaron al frenesí
cuando vieron el milagro realizado mediante el ministerio de Pablo: «La gente, visto lo
que Pablo había hecho, alzó la voz, diciendo en lengua licaónica: Los dioses se han
hecho semejantes a los hombres y han bajado hasta nosotros». Esto concuerda con la
leyenda, precisamente conectada con Listra y, por ello, conocida de sus oyentes, de que
los dioses Zeus y Hermes (para los romanos, Júpiter y Mercurio respectivamente)
habían descendido a este mundo y habían tomado forma humana. Como refiere Lucas
(v. 12), «llamaban a Bernabé Júpiter, y a Pablo Mercurio, porque éste era el que
dirigía la palabra». Hermes (de donde viene el vocablo castellano «hermenéutica») era
considerado el intérprete de los dioses. Bernabé era de porte sobrio, lo suficiente
humilde como para dejar a Pablo la «voz cantante» y, a no dudar, de mejor presencia
física que Pablo, por lo que los licaonios lo identificaron con Júpiter, el padre de los
dioses (pues eso es lo que Júpiter significa). Consecuentes con sus nociones, se
dispusieron a ofrecerles en sacrificio toros enguirnaldados por medio del sacerdote de
Júpiter, que fue el que tomó esta medida, como dice Trenchard: «sin importarle
demasiado quizá que fuese verdadera o supuesta (tal visitación) con tal que diera fama
al santuario y que aumentara las contribuciones de los devotos de Zeus». Cuando Cristo
apareció como hombre entre los hombres e hizo muchísimos milagros, lejos de ofrecerle
ningún sacrificio, le mataron con una muerte que fue el sacrificio de Sí mismo, mientras
que Pablo y Bernabé, por obrar sólo un milagro, son inmediatamente tenidos por dioses.
III. Pablo y Bernabé, horrorizados ante esto, protestan y hacen todo lo posible para
impedirlo, consiguiéndolo a duras penas (v. 18). Los emperadores romanos eran
tenidos por dioses y así se consideraban a sí mismos muchos de ellos, creyéndose
justamente agasajados cuando se les rendían honores divinos; pero los siervos de Cristo
rehusaron esos honores cuando trataban de otorgárselos. Se indignaron de ello (vv. 14,
15): se rasgaron las ropas y se lanzaron en medio de la multitud. No se limitaron a
protestar, sino que se pusieron a actuar a fin de impedir efectivamente que les ofrecieran
los sacrificios planeados. Y razonaban a gritos, dando voces, con ellos, a fin de que
todos escuchasen: «¿Por qué hacéis esto?» Como si dijesen: «¿Por qué nos vais a tratar
como a dioses sin serlo?» En efecto:
1. «Nuestra naturaleza no nos lo permite: También nosotros somos hombres de igual
condición que vosotros. Afrentáis al verdadero Dios si nos dais a nosotros o a cualquier
otro hombre el honor que sólo a Dios se debe. No sólo somos hombres, sino de igual
condición que vosotros, expuestos a las mismas debilidades, miserias y pecados (comp.
con Stg. 5:17), muy lejos, pues, de ser dioses».
2. El desacuerdo entre ambos sobre Juan Marcos, a quien su primo Bernabé quería
que les acompañase en este viaje (v. 37), «pero Pablo (v. 38) insistía en que no debían
llevar consigo al que se había apartado de ellos desde Panfilia, y no había ido (es
decir, seguido) con ellos a la obra». Pablo tenía bien guardada en la memoria aquella
triste partida del ayudante (13:5, 13) y pensaba que quien así les había dejado, no era de
fiar. Aunque no se exponen aquí las razones que tenía Bernabé para volver a llevar a
Marcos, es de suponer, conocido el bondadoso carácter de Bernabé, que pensase en dar
a su primo una segunda oportunidad, seguro de que se había corregido de su anterior
cobardía. Podemos, pues, asegurar que cada uno de ellos tenía su parte de razón, como
suele acontecer en estos casos.
3. Para mostrar que estos santos varones eran hombres de pasiones semejantes a las
nuestras (Stg. 5:17, lit.) y no ángeles sin pecado, Lucas no oculta la tirantez que se
produjo entre ellos (v. 39), tan grande que Lucas usa el término griego paroxysmós,
de oxys, agudo, con lo que se expresa que la disputa subió considerablemente de tono.
Como ninguno de los dos cedía, se separaron el uno del otro. Sólo el ejemplo de Cristo
es una luz sin sombras, digno de que se sigan en todo sus pisadas (1 P. 2:21). Pero esto
no ha de extrañarnos, pues aun los mejores santos tienen diferentes puntos de vista,
discutibles pero no necesariamente falsos. La unidad completa, en esto como en todo,
sólo se obtendrá cuando lleguemos a la estación de término (Ef. 4:13). Pablo y Bernabé,
Versículos 1–6
No se nos dice que Pablo fuese perseguido en Atenas ni echado de allí con malos
tratos, pero al haber sido recibido fríamente y con pocas esperanzas de hacer el bien allí,
se marchó de Atenas y se fue a Corinto.
1. Pablo se pone en contacto lo antes posible, con los judíos de Roma Lo de «tres
días después» (v. 17) no ha de entenderse, en opinión del traductor, en el sentido de que
pasasen tres días completos sin que Pablo convocase a los judíos, sino que, al tercer día,
según la costumbre de contar que ellos tenían, se reunieron los que él había mandado
llamar. «Luego que estuvieron reunidos (v. 17b), les dijo:
(A) Que los judíos lo habían entregado preso, en Jerusalén, en manos de los
romanos, sin que él hubiese hecho nada contra el pueblo ni contra las costumbres
judías» (v. 17c). Pablo no imponía a los gentiles las costumbres judías, pero dejaba que
los judíos las observasen y él mismo se regía también por la Ley de Moisés.
(B) «Que los romanos (v. 18), habiéndole examinado, le querían soltar, por no
haber en él ninguna causa de muerte», es decir, por la que mereciese morir. En efecto,
le había examinado el tribuno, así como los gobernadores Félix y Festo, y también el
rey Agripa, y no sólo no habían hallado en él causa digna de muerte, sino que todos le
habían considerado inocente.
(C) «Que, a pesar de eso, los judíos se opusieron a que se le pusiera en libertad, por
lo que se vio forzado a apelar a César (v. 19), no para acusar con ello a su nación, sino
únicamente para vindicar su propia inocencia». Pablo intercedía continuamente (Ro.
9:1–3; 10:1, 2) por su pueblo, no contra su pueblo. El gobierno de Roma tenía, por este
tiempo, muy mala opinión del pueblo judío, y habría sido muy fácil exasperar contra
ellos al emperador, pero a Pablo jamás se le habría ocurrido tal cosa.
(D) La única verdadera causa de la acusación que contra él habían lanzado los
judíos, y por la que estaba atado con aquella cadena, era «la esperanza de Israel» (v.
20), es decir, la resurrección de los muertos (v. 23:6) y, en general, la Venida del Mesías
en la persona de Jesús, aunque, por esta vez, para sufrir la muerte en un patíbulo. Sin
embargo, Dios le había resucitado y le había manifestado públicamente como Señor y
Mesías (2:36). Esto es lo que les expondría Pablo a los reunidos, así como también les
haría ver que era descabellada la idea de que el Mesías hubiese de venir a librarles, por