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HECHOS

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HECHOS

Al estudiar los relatos evangélicos, hemos visto con abundante satisfacción la


fundación del cristianismo sobre la persona de nuestro bendito Salvador. Sobre esta roca
está edificada la Iglesia. En el Libro que ahora nos ocupa, veremos cómo comenzó la
Iglesia de Cristo a ser edificada sobre dicha roca bajo la dirección del Espíritu Santo. La
historia narrada en este libro puede ser considerada de dos modos:
I. Al echar una mirada retrospectiva a los relatos evangélicos. Las promesas hechas
allí las vemos cumplidas aquí, particularmente las grandes promesas del descenso del
Espíritu Santo. Los poderes que este descenso comportaba se ven aquí al actuar en los
milagros llevados a cabo en los cuerpos de los hombres—milagros de gracia, milagros
de juicio—y los milagros, mucho mayores, llevados a efecto en las mentes y en los
corazones. Las pruebas de la resurrección de Jesucristo, con que se cerraban los relatos
evangélicos, se ven aquí abundantemente corroboradas, de acuerdo con la palabra de
Cristo de que su resurrección había de ser la prueba más convincente de su divina
misión. Cristo les había dicho a sus discípulos que le serían testigos, y este libro los
presenta dando testimonio de Él. Las predicciones de Cristo sobre las violentas
persecuciones con las que los predicadores del Evangelio habían de ser afligidos, las
vemos aquí abundantemente cumplidas, como también la seguridad que Él les había
dado de la gracia y el consuelo de que habían de disfrutar bajo el peso de tales
persecuciones.
II. Al echar una mirada prospectiva a las epístolas siguientes. Este libro les sirve de
introducción. Somos miembros del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia, y este Libro nos
refiere los avances y los retrocesos que sufre la salud espiritual de dicho Cuerpo. Los
cuatro evangelios nos mostraban cómo fue concebido este Cuerpo. Hechos nos muestra
cómo fue dado a luz y comenzó a dar los primeros pasos: primero, en Judea; después, en
Samaria; finalmente; en el mundo grecorromano, hasta llegar a la capital del Imperio.
Quedan dos detalles más por observar acerca de este libro: (1) Su redactor humano.
Fue escrito por Lucas, quien también escribió el relato evangélico que lleva su nombre.
Este Lucas fue gran amigo y fiel compañero del apóstol Pablo, tanto en su ministerio
como en sus sufrimientos. Sólo Lucas está conmigo (2 Ti. 4:11). Tenemos clara
evidencia de ello a partir de 16:10, donde el escritor comienza a hablar en primera
persona de plural. (2) Su título. Hechos de los Apóstoles. (a) Es historia de los
apóstoles; no de todos los apóstoles, sino sólo de Pedro y Pablo; el primero, apóstol de
la circuncisión; el segundo, de la gentilidad. En cuanto a los demás de los Doce, sólo de
pasada se les menciona en el capítulo primero. Por otra parte, se mencionan otros
discípulos que no pertenecían al círculo de los Doce, como Esteban, Felipe (el diácono),
Bernabé y otros varones apostólicos. (b) El título, como el texto, da cuenta de hechos,
no sólo ideas o palabras. Los apóstoles eran hombres activos; y aunque los milagros
que llevaron a cabo, fueron, en su mayoría, obrados por su palabra, con el poder del
Espíritu, bien se pueden también llamar hechos, pues hablaron y se hizo.
CAPÍTULO 1
El historiador inspirado comienza su relato,
I. Con una alusión a su Evangelio, y dedica el libro, como había hecho antes, a su amigo
Teófilo (vv. 1, 2).
II. Con un resumen de las pruebas de la resurrección de Cristo, su conversación con sus
discípulos y las instrucciones que les dio durante los cuarenta días anteriores a su
ascensión a los cielos (vv. 3–5).
III. Con una particular referencia a dicha ascensión (vv. 6–11).
IV. Con una idea general del embrión de la Iglesia cristiana (vv. 12–14). V. Con un
relato especial de cómo se cubrió la vacante que había dejado en el colegio apostólico la
muerte de Judas, mediante la elección de Matías en lugar de él (vv. 15–26).
Versículos 1–5
I. A Teófilo (y a nosotros en él) se le hace memoria aquí del Evangelio que Lucas
había redactado anteriormente, y a todos nos servirá de gran provecho atender a lo que
el sagrado historiador dice sobre dicho Evangelio.
1. La persona a quien dedica Lucas el libro es un tal Teófilo (v. 1). La dedicación de
libros a personas particulares ha sido costumbre muy extendida desde la antigüedad.
Cada libro de las Escrituras podemos tomarlo como dirigido a cada uno de nosotros.
2. Lucas llama a su Evangelio «primer tratado». Hizo este primer tratado por
inspiración divina y, también bajo inspiración divina, se dispone a escribir este otro,
porque los eruditos de Cristo han de progresar hacia la perfección y no pensar que las
anteriores labores les excusan de seguir trabajando. Como en el primer tratado había
puesto los cimientos, en este otro va Lucas a edificar sobre ellos. Los nuevos libros y los
nuevos sermones no han de servirnos para olvidar los antiguos, sino hacer que
recordemos lo bueno que aprendimos y estimularnos a seguir aprendiendo cosas nuevas
también.
3. El contenido de su Evangelio constaba de todas las cosas que Jesús comenzó a hacer
y enseñar: (A) Cristo hacía y enseñaba. Los mejores ministros de Dios son los que
hacen y enseñan, aquellos cuya vida es un constante sermón.
(B) Comenzó a hacer y enseñar. Él puso los cimientos. Sus apóstoles habían de
continuar lo que Él comenzó. Cristo los introdujo en su escuela y luego les mandó
seguir, pero envió su Espíritu para darles poder. Es un consuelo para los que se
esfuerzan en llevar adelante la obra del Evangelio saber que Cristo mismo la comenzó.
(C) Los cuatro evangelistas, y Lucas en particular, nos han transmitido lo que Jesús
comenzó a hacer y enseñar; no todos los detalles, pero sí los puntos principales, a fin de
que, por ellos, estemos en disposición de juzgar y entender lo demás.
4. El lapso de tiempo de la historia evangélica, o primer tratado de Lucas, se extiende
hasta el día en que fue recibido arriba (v. 2). Fue entonces cuando dejó este mundo y
cesó de estar con nosotros su presencia corporal.
II. La verdad de la resurrección de Cristo es aquí sostenida y evidenciada (v. 3). La
gran evidencia de su resurrección fue que se presentó vivo a sus Apóstoles, dejándose
ver de ellos. 1. Las pruebas eran infalibles, tanto de que estaba vivo (anduvo y conversó
con ellos, comió y bebió con ellos), como de que era Él mismo y no otro, pues una y
otra vez les mostró las señales de las heridas en las manos, en los pies y en el costado.
2. Eran muchas y repetidas con frecuencia. Se les apareció durante cuarenta días, y
aunque no residió con ellos de continuo, sí conversó con ellos con mucha frecuencia
durante esos días.
III. Un compendio muy somero de las instrucciones que dio a sus discípulos durante
esos días. Les instruyó acerca de la obra que habían de llevar a cabo: Dio mandamientos
a los apóstoles que había escogido (v. 2). Los que Él había elegido para el alto
ministerio del apostolado habrían podido esperar promociones, pero recibieron
instrucciones. Les dio mandamientos por medio del Espíritu Santo, pues así obraba
Jesús desde que fue ungido por el Espíritu en su bautismo. Les habló acerca del reino
de Dios, tema que abarca no sólo las bendiciones que emanaban de la obra de la
Redención, llevada a cabo mediante la crucifixión y resurrección del Señor, sino
también las que habían de tener su consumación en el futuro reino mesiánico, con lo que
se entiende mejor la pregunta que los discípulos hacen en el versículo 6.
IV. La especial seguridad que se les da de que, en breve, habían de recibir el
Espíritu Santo (vv. 4, 5).
1. El mandato que les da de esperar hasta el plazo fijado, que es ahora dentro de no
muchos días (v. 5). Los que, por fe, esperan que han de cumplirse los favores
prometidos, deben esperar con paciencia hasta que se cumplan. Deben esperar en el
lugar designado, en Jerusalén. Allí fue expuesto Cristo al oprobio público, y allí se le
debe también dar este honor, y a Jerusalén se le ha de hacer este favor, a fin de
enseñarnos a perdonar a nuestros enemigos y perseguidores. Los apóstoles recibían
ahora una comisión de carácter público. Jerusalén era el candelero más apto para que en
él se pusiesen estas luces.
2. La seguridad que les da de que no esperarán en vano.
(A) La bendición que se les ha asignado llegará: Seréis bautizados con el Espíritu
Santo. Jesús había soplado ya sobre ellos el Espíritu Santo (Jn. 20:22) y se habían dado
ya cuenta del beneficio recibido, pero ahora van a tener una medida mucho más amplia
de sus dones, gracias y consuelos. «Seréis limpiados y purificados con el Espíritu
Santo», como los sacerdotes eran limpiados y purificados con agua cuando eran
consagrados para sus funciones sagradas; «ellos tenían el signo, pero vosotros recibiréis
la realidad significada. Con eso, quedaréis ligados y comprometidos con vuestro
Maestro más eficazmente que en ninguna otra ocasión. Tan ligados quedaréis a Él que
ya no volveréis a abandonarle».
(B) Este gran don del Espíritu Santo es, según dice el mismo Señor, (a) la promesa
del Padre, la cual oísteis de mí (v. 4). El Espíritu había sido prometido. El Espíritu de
Dios no se da como el espíritu de los hombres, sino por la palabra de Dios, con lo que el
don resultaba mucho más valioso, más seguro, más gratuito: de gracia y recibido por fe,
lo mismo que se recibe a Cristo. De esta promesa del Padre les había hablado Cristo una
y otra vez, cuando les decía que les sería enviado el Consolador; (b) Esta donación del
Espíritu había sido predicha por Juan el Bautista, además de por Cristo, cuando decía
(Mt. 3:11): «Yo a la verdad os bautizo con agua …, pero el que viene detrás de mí … os
bautizará con Espíritu Santo». Es un gran honor el que Cristo rinde aquí a Juan. Así es
como confirma Él la palabra de sus siervos, sus mensajeros. Pero Cristo puede hacer
mucho más que sus ministros. Es un honor para éstos ser usados en la dispensación de
los medios de gracia, pero es prerrogativa de Cristo dar el Espíritu de gracia.
(C) Este don del Espíritu Santo, aquí prometido, es el que hallamos recibido por los
discípulos en el capítulo siguiente, pues allí es donde tiene pleno cumplimiento la
presente promesa. Otras porciones de la Escritura hablan del don del Espíritu Santo a
creyentes ordinarios, con relación especial al poder particular con el que eran investidos
los primeros predicadores del Evangelio. Pero aquí se promete una llenura, sin
precedentes, del Espíritu Santo, como de quienes quedaban sumergidos en Él.
Versículos 6–11
I. Viene ahora (v. 6) una importante pregunta que los discípulos hacen al Maestro.
Esta pregunta—nota del traductor—no es entendida por gran número de expositores,
incluido el propio M. Henry, por lo que nos desviamos enteramente de él en este punto.
1. La pregunta es: «Señor, ¿restaurarás el reino a Israel en este tiempo?» No hay
nada de «torpeza» en esta pregunta de los discípulos, quienes conocían bien las claras
promesas del reino mesiánico en Israel aunque ignoraban que Jesús había de llegar a la
gloria del reino por medio de la cruz (v. Lc. 24:26, 46, comp. con 1 P. 1:11). Las
profecías sobre los sufrimientos del Mesías se habían cumplido; ¿cuándo se cumplirían
las que hablaban de «venir a reinar»? Esto es tan claro que un autor tan poco sospechoso
de dispensacionalista como el jesuita Juan Leal dice lo siguiente: «El reino por el cual
preguntan los discípulos es el mesiánico, concebido en forma temporal. Piensan en una
restauración de la dinastía davídica y de la gloria temporal del pueblo, propia de aquella
época». Los discípulos estaban equivocados en cuanto a la fecha, pero no en cuanto al
hecho, como se ve por la respuesta de Jesús.
2. La respuesta que les da el Señor es la siguiente: «No os toca a vosotros conocer
los tiempos o las sazones que el Padre puso en su sola potestad, etc». Dice J. Leal: «La
respuesta de Jesús, en forma evasiva, afirma de modo general que cuanto se refiere al
reino mesiánico está en el poder y sabiduría de Dios. Todo él se va desarrollando según
el plan sabio y poderoso de Dios». Basta con comparar esta respuesta con la que dio a
Felipe en Juan 14:9, donde claramente se ve la imposibilidad de ver a Dios aparte de
Jesucristo. Ahora no dice que estén equivocados en cuanto al hecho del futuro reino
mesiánico, sino que todo tiene sus «tiempos y sazones» (¡dispensaciones!) y que sólo el
Padre conoce y lleva a cabo, a su tiempo, la restauración de Israel (v. Ro. 11:26) y que a
ellos les toca, mientras tanto, predicar el Evangelio a todo el mundo.
II. En efecto, a dicha respuesta añade el Señor lo siguiente: «Pero recibiréis poder,
cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén,
en toda Judea, en Samaria y hasta lo último de la tierra». Vemos:
1. Que los apóstoles habían de recibir poder de arriba, mediante el Espíritu Santo,
para predicar el Evangelio y confirmarlo con milagros y hasta con sufrimientos por el
nombre de Jesús. Y, para estas cosas, ¿quién está capacitado? (2 Co. 2:16). Nadie, sino
aquellos a quienes el Espíritu Santo capacita. Dios cualifica primero, antes de enviar a
los hombres a cualquier ministerio. Por esto, había mandado Jesús a los apóstoles que
no se fueran de Jerusalén hasta que recibiesen ese poder mediante el descenso del
Espíritu Santo prometido (v. 4). Yerran, pues, los que piensan (y lo predican desde los
púlpitos) que los apóstoles hicieron mal en dedicarse a pescar (Jn. 21:1 y ss.) después de
la resurrección del Señor en lugar de ir a predicar el Evangelio, puesto que tenían que
ganarse el pan de cada día hasta que recibiesen el poder prometido.
2. Que, con ese poder, habían de ser testigos del Señor y para el Señor; es decir,
embajadores de Él y predicadores acerca de Él. Habían de proclamar el Evangelio de
Cristo de manera abierta y solemne. Los testigos confirman su testimonio con
juramento, pero estos testigos lo confirmarían mediante el sello divino de los milagros y
de los dones sobrenaturales extraordinarios. El vocablo griego para «testigo» es mártir;
por lo cual, se llaman mártires los que sellan su testimonio al dar la vida por la fe de
Jesús.
3. Que habían de predicar el Evangelio comenzando por Jerusalén y, en círculos
concéntricos, hasta llegar a los últimos confines del orbe. Todo testimonio genuino ha
de comenzar por «casa». Mal puede predicar en la calle o desde el púlpito quien no da
buen testimonio dentro de su familia (comp. con 1 Ti. 3:5). Antes de misionar en el
extranjero, hay que misionar a los vecinos.
III. Después de darles estas instrucciones, el Señor Jesús se marchó al Cielo (v. 9).
Les bendijo (Lc. 24:50) y, viéndolo ellos, fue alzado, como para demostrar que ni aun la
gloria de su ascensión a los cielos para sentarse a la diestra del Padre procedía de su
propia iniciativa, sino que era obra de la voluntad y poder del Padre (comp. 2:32–36).
Y, arropado en una nube, como en la Transfiguración (la nube es símbolo de la divina
shekinah), se ocultó a la vista de todos (comp. con 2 R. 2:11; Dn. 7:13; Mr. 9:7;
13:26; 1 Ts. 4:17; Ap. 11:3 y ss.). Por medio de las nubes hay una especie de
comunicación entre el cielo y la tierra; en ellas se hallan los vapores que ascienden de la
tierra y el rocío que desciende de los cielos, así como Jesús es el Mediador entre Dios y
los hombres, ya que por Él descienden a nosotros los favores divinos y suben, también
por Él, las oraciones humanas. Los apóstoles seguían mirando al cielo (v. 10). Aunque
el Señor les había dicho que les convenía que Él se marchase (Jn. 16:7), pero aun así
habían de sentir cierta nostalgia, acostumbrados como estaban a su presencia visible.
Quizás esperaban ver algún fenómeno sobrenatural al ascender Cristo a los cielos, pues
Él les había dicho que verían los cielos abiertos (Jn. 1:51) y, ¿por qué no ahora?
IV. Se les aparecieron dos varones (esto es, dos ángeles) vestidos de blanco (v.
10b). Para mostrar el aprecio que sentía por su Iglesia, a la que dejaba en este mundo,
envió a sus discípulos dos ángeles de los que le habían salido al encuentro. Se nos
refiere a continuación lo que les dijeron los ángeles: 1. «Varones galileos, ¿por qué
estáis mirando al cielo?» Como diciendo: «No hay por qué sentir nostalgia, cuando
tenéis que descender del monte para disponeros a recibir el poder del Espíritu Santo».
Así se les frenaba la curiosidad inútil. 2. Pero a esto añaden una nota de consuelo: «Este
mismo Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, vendrá así, tal como le habéis
visto ir al cielo». Así confirmaban los ángeles la promesa de la segunda venida del
Señor, con lo que la fe de ellos quedaba fortalecida.
(A) «Este mismo Jesús», éste que fue crucificado ignominiosamente tras un juicio
injusto, volverá gloriosamente a juzgar a todos con juicio justo. (B) «Vendrá así, tal
como le habéis visto ir». Envuelto en una nube se fue, y en las nubes vendrá para ser
visto física y personalmente, como lo fue antes de ocultarlo la nube. De allí lo
esperamos (Fil. 3:20, 21; 1 Ts. 1:9, 10).
Versículos 12–14
1. Desde dónde ascendió Cristo: desde el monte que se llama del Olivar (v. 12). Allí
habían comenzado sus sufrimientos y allí comenzó también su exaltación. A la vista de
Jerusalén, que había contemplado su oprobio, entraba en la gloria del Padre. Vemos
aquí que este monte distaba de Jerusalén el camino de un sábado, esto es, el que se
podía recorrer en día de reposo sin quebrantar el sábado, unos 1.000 metros.
2. Adónde regresaron los discípulos: a Jerusalén, conforme a la orden de Jesús.
Parece ser que, después de haber marchado a Galilea, su vuelta a Jerusalén pasó
desapercibida a los ojos de la gente, pues Dios se encargó de que permanecieran
escondidos a la vista de sus enemigos. En Jerusalén subieron al aposento alto (v. 13). El
artículo indica que era un aposento bien conocido (comp. Lc. 24:33; Jn. 20:19), que la
tradición identifica con el aposento en que Jesús y sus discípulos celebraron la Pascua
anterior a la muerte del Señor. Aquí es donde, probablemente, se realizó el descenso del
Espíritu Santo en Pentecostés. El mismo Lucas nos dice (Lc. 24:53) que estaban
siempre en el templo, pero esto no significa que permanecieran allí continuamente, sino
que acudían asiduamente al atrio del templo en las horas de oración (comp. 3:1).
3. Quiénes eran los discípulos que allí se reunían. Se mencionan los once apóstoles
(v. 13), así como María la madre de Jesús (v. 14), y es ésta la última vez que aparece
por su nombre en la Biblia. Se mencionan también los hermanos de Jesús, quienes,
probablemente se habían convertido después de la resurrección del Señor, ya que antes
no creían en Él (Jn. 7:5). Entre los 120 que se mencionan en el versículo 15, es de
suponer que se hallarían todos (o la mayor parte), los 70 discípulos que se mencionan en
Lucas 10:1, 20.
4. Cómo empleaban el tiempo. Perseveraban unánimes en oración y ruego (v. 14).
Todos los verdaderos hijos de Dios son un pueblo orante. De parte de los hombres, les
esperaban peligros y aflicciones. ¿Está alguno afligido? Haga oración (Stg. 5:13). Pero,
principalmente tenían ante sí una tarea ingente. Antes de ser enviados, Cristo había
orado por ellos. Ahora eran ellos los que debían dedicarse con fervor a la oración. Los
que mejor se aprestan a recibir bendiciones de toda clase son los que perseveran en la
oración. Oraban unánimes. Los que así guardan la unidad del Espíritu en el vínculo de
la paz (Ef. 4:3) son los mejor preparados para recibir los consuelos del Espíritu Santo.
Versículos 15–26
El pecado de Judas dejó una vacante en el Colegio Apostólico. Si se quedaban en
once, la representación simbólica de las doce tribus de Israel perdía su sentido. Había,
pues, que completar el número. Nada en el texto sagrado—nota del traductor—hace
suponer que los discípulos se equivocaran al completar el número sin dar lugar a la
espera del Espíritu que podría haber llenado tal hueco con el apóstol Pablo, pues, aparte
de que todo el relato, con citas de las Escrituras, hace ver que obraban de acuerdo con la
voluntad de Dios, Pablo no llenaba las condiciones que Pedro menciona en los
versículos 21 y 22, y el número debía cerrarse antes que, con el descenso del Espíritu
Santo, se llevase a cabo el nacimiento oficial de la Iglesia. Así vemos que, después de
Pentecostés, ya no se lleva a cabo ninguna sustitución.
I. Las personas que intervinieron en esta elección. La casa constaba de unos ciento
veinte (v. 15). Aquí estaba el embrión de la Iglesia. El presidente, que llevaba la voz
cantante, era Pedro, quien ya se había señalado con frecuencia como portavoz de los
Doce.
II. Propuesta de Pedro (vv. 16–20), en la que vemos:
1. El relato que hace de la vacante ocurrida por la muerte de Judas, en lo que se
extiende con muchos detalles, al tomar nota del cumplimiento de las Escrituras en tal
hecho.
(A) El privilegio que a Judas había sido conferido (v. 17): «Era contado con
nosotros (era uno de los doce) y tenía parte en este ministerio (era tan apóstol como los
otro once)» ¿De qué nos servirá ser añadido al número de los ministros de Dios, y aun al
de los simples fieles, si no participamos del espíritu y de la naturaleza de los verdaderos
fieles?
(B) El pecado de Judas: «Actuó como guía de los que prendieron a Jesús» (v. 16).
Tuvo la desvergüenza de presentarse abiertamente a la cabeza del grupo encargado de
arrestar a su Maestro. Fue a Getsemaní delante de ellos y les dio la contraseña para que
no se equivocasen de persona: «Al que yo bese, ése es; prendedle» (Mt. 26:48). Los
cabezas de traición son los peores pecadores.
(C) La ruina de Judas a causa de este pecado: Conocemos por Mateo 27:3–10 las
circunstancias de la muerte de Judas, hecho bien conocido de todos cuando Lucas
escribe en Hechos 1:16 y ss. este episodio. Es probable que los versículos 18 y 19 sean
una explicación dada por el mismo Lucas. En todo caso, los relatos de Mateo 27 y
Hechos 1 no son contrarios, sino complementarios. Parece ser que Judas, después de
recibir las 30 monedas de plata, estaba ya en tratos para comprar el campo que aquí se
menciona, pero, después de devolver el dinero, fueron luego los sacerdotes los que
compraron el campo. Tampoco se dice en ninguno de los dos relatos que se ahorcase en
tal campo. Es asimismo probable que, en el estado nervioso de desesperación en que se
hallaba, no acertase Judas a ahorcarse del modo corriente o que se rompiese la cuerda y,
desde el promontorio en que se habría situado para mejor llevar a cabo su acción, cayese
desde alguna altura considerable con lo que se produjo el reventón que se nos refiere en
el versículo 18.
(D) El cumplimiento de las Escrituras: Era necesario que se cumpliese la Escritura
(v. 16), no sólo en el pecado de Judas, sino también en su trágico final (v. 20). No
hemos de pensar que un cargo o ministerio instituidos por Dios sean de menospreciar
por el hecho de la maldad de algunos que han detentado tal cargo o por el castigo
ignominioso que hayan sufrido; ni ha de permitir Dios que sus designios queden
frustrados, o que haya de quedar sin hacer alguna obra que Él haya ordenado, por el
malogro de aquellos a quienes tal cargo fue encomendado. Se malogró Judas, pero no se
malogró su cargo. La causa de Cristo nunca se perderá por falta de testigos.
2. La moción que presenta para que se escoja otro apóstol (vv. 21, 22): (A) Las
cualidades que ha de reunir tal persona para ocupar dicho cargo. Ha de ser uno de los
que han estado juntos con nosotros todo el tiempo que el Señor Jesús vivió entre
nosotros, comenzando desde el bautismo de Juan hasta el día en que de nosotros fue
llevado arriba. Los que han sido diligentes en el descargo de sus deberes en una
posición inferior están en condiciones de ser promovidos a otra superior, a los que han
sido fieles en lo poco, se les ha de encomendar lo mucho. Nadie ha de ser apóstol, sino
alguien que haya acompañado a los apóstoles, y eso continuamente. (B) La tarea que se
le va a encargar (v. 22b): Ha de ser hecho testigo, con nosotros, de su resurrección. De
aquí se infiere claramente que no sólo los once, sino también otros discípulos habían
disfrutado de las apariciones de Jesús (comp. 1 Co. 15:6). El grandioso hecho que los
apóstoles habían de atestiguar ante el mundo entero era la resurrección de Cristo. No se
les promueve a una dignidad o a un poder secular, sino a proclamar a Cristo y el poder
de su resurrección.
III. El nombramiento de la persona que había de sustituir a Judas.
1. Dos de los que eran conocidos como acompañantes continuos de Jesús son
propuestos, bajo singular providencia de Dios, como candidatos para dicho ministerio
(v. 23). Los nombres de estos dos eran José y Matías, de ninguno de los cuales se hace
mención en ningún otro lugar de las Escrituras. Ambos estaban tan cualificados para el
cargo que no podían decir cuál de los dos era más apto, pero todos estaban de acuerdo
en que había de ser uno de los dos.
2. Acudieron entonces a Dios en oración para resolver el asunto: «¿Cuál de estos
dos …?» (vv. 24, 25). Vemos que: (A) apelan a Dios como a quien escudriña los
corazones: «Tú, Señor, que conoces los corazones de todos». El escoger un apóstol
había de serlo, no por su erudición, sino por su corazón. En nuestras oraciones en pro de
la Iglesia y de los ministros de Dios, es consolador saber que el Dios a quien oramos
conoce los corazones de todos los hombres y puede equiparlos para el ministerio
dándoles nuevo espíritu. (B) Desean que el Señor les muestre a cuál de los dos ha
elegido: «Tú, Señor … muestra cuál de estos dos has escogido» (v. 24). Es obvio que el
Señor escoja sus propios servidores. (C) Están dispuestos a recibir como compañero en
el ministerio apostólico al hermano que Dios haya escogido para ocupar en el
ministerio del apostolado el puesto del que se desvió Judas por transgresión, para irse
a su propio lugar (v. 25), es decir, al que le correspondía por el tremendo crimen que
había cometido al traicionar al Salvador y el, quizá mayor, de cerrarse a sí mismo la
puerta del perdón al suicidarse falto de fe y de verdadero arrepentimiento. Nuestro
mismo Salvador había dicho que el lugar asignado a Judas era tal que más le valdría no
haber nacido (Mt. 26:24). (D) La duda se resolvió a suertes (v. 26), método corriente en
el pueblo de Dios antes de que fuese dado el Espíritu Santo. De esta forma, previa
oración, se obtuvo el conocimiento de la voluntad de Dios a este respecto.
CAPÍTULO 2
1

Entre la promesa del Espíritu Santo y su descenso sobre los reunidos (no se dice
cuántos ni dónde) mediaron muy pocos días, durante los cuales los apóstoles no se
dedicaron a la predicación, sino a la oración. Pero inmediatamente después del descenso
del Espíritu, ya les vemos en el púlpito. I. El descenso del Espíritu el día de Pentecostés
(vv. 1–4). II. Las diversas especulaciones entre la gente que, de todas partes, se hallaban
ahora reunidas en Jerusalén (vv. 5–13). III. El sermón de Pedro en esta ocasión, en el
cual muestra que este descenso del Espíritu era cumplimiento de una antigua profecía
1Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224
TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1503
(vv. 14–21), que era una confirmación de la mesianidad de Cristo (vv. 22–32), al par
que fruto y evidencia de su ascensión a los cielos (vv. 33–36). IV. El buen efecto de este
sermón en la conversión de muchos a la fe de Cristo (vv. 37–41). V. La piedad y caridad
eminentes de estos primitivos cristianos (vv. 42–47).
Versículos 1–4
Relato del descenso del Espíritu Santo.
I. Cuándo sucedió esto: Cuando llegó el día de Pentecostés. 1. El Espíritu Santo
descendió durante una fiesta solemne, porque era la ocasión en que de todas partes se
reunía en Jerusalén un gran concurso de gente, con lo que la fama del acontecimiento se
había de extender más rápida y ampliamente. Como antes de la Pascua, también ahora
es como si la festividad judía sirviese para echar al vuelo las campanas y anunciasen la
predicación del Evangelio. 2. Esta fiesta de Pentecostés se observaba en recuerdo de la
donación de la Ley en el monte Sinaí, por lo que era muy apropiado el que, en esta
fecha, se diese el Espíritu Santo para promulgación de la ley evangélica, no a una sola
nación, sino a toda criatura. 3. La fiesta se celebraba el primer día de la semana, con lo
que se confirmaba el paso del día de reposo del sábado al domingo, como perpetuo
memorial para la Iglesia de estos dos grandes y benditos acontecimientos: la
resurrección del Señor y el descenso del Espíritu Santo.
II. Dónde sucedió: En Jerusalén, donde estaban todos unánimes juntos (vv. 1, 5).
En efecto, desde Jerusalén había de comenzar a ser predicado el Evangelio. Aquí es
donde Jesús les había mandado esperar para recibir la promesa del Padre (1:4), y la
profecía señalaba que desde Jerusalén se había de propagar la Palabra de Dios. Aquí les
sale Dios al encuentro con la bendición de las bendiciones; y hace este honor a
Jerusalén para enseñarnos a no dejarnos llevar de prejuicios en cuanto a lugares; aunque
Jerusalén fue el lugar donde se condenó a muerte al Señor, también allí había, sin
embargo, un remanente. Los discípulos se hallaban juntos en un lugar que no se
especifica, pero es probable que fuese el mismo aposento alto que ya conocemos.
Oraban unánimes (v. 1). Al haber orado juntos con mayor frecuencia que de costumbre,
habían llegado también a amarse mejor unos a otros. De esta forma fueron preparados,
por la gracia de Dios, para mejor recibir el don del Espíritu Santo; porque esta bendita
paloma no viene donde hay ruido y clamor, sino que se mueve sobre la superficie de
aguas tranquilas, no de olas encrespadas. ¿Queremos que se derrame sobre nosotros el
Espíritu en toda su plenitud? Amémonos fraternalmente y estemos unánimes.
III. Cómo y de qué manera descendió sobre ellos el Espíritu Santo. Con frecuencia
leemos en el Antiguo Testamento del descenso de Dios en una nube. También Cristo
subió al cielo, y de allí descenderá, en una nube. Pero el Espíritu Santo no descendió en
una nube, porque venía a disipar las nubes que se extienden sobre las mentes humanas.
1. Les fue anunciado mediante un súbito sonido para despertarles la expectación.
Este estruendo repentino (v. 2) vino del cielo. Les tomó por sorpresa, a pesar de que se
estaban preparando para ello. Fue el estruendo como de un viento recio, porque los
caminos del Espíritu son como los del viento (Jn. 3:8): se oye y se siente, pero no se
sabe ni de dónde viene ni adónde va, porque donde está el Espíritu del Señor, allí hay
libertad (2 Co. 3:17). Lo recio del viento daba a entender las poderosas influencias y
operaciones del Espíritu Santo. Llenó, no sólo el aposento donde se encontraban, sino
toda la casa, como el perfume con que ungió María los pies de Cristo (Jn. 12:3).
2. También hubo un signo visible del don recibido (v. 3): Y se les aparecieron
lenguas como de fuego, que, repartiéndose, se posaron sobre cada uno de ellos. Aquí
tenemos:
(A) Un signo o señal visible, exterior, para confirmar la fe de los discípulos mismos.
(B) La señal recibida fue fuego, según había dicho de Cristo Juan el Bautista, y el
mismo Señor les había confirmado pocos días antes (1:5). Juan había dicho de Cristo:
«Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego» (Mt. 3:11). Estaban celebrando el recuerdo
de la donación de la Ley en el Sinaí; y así como la Ley se dio en fuego, también el
Evangelio. El Espíritu, como el fuego, derrite el corazón, consume la escoria y enciende
en el alma afectos piadosos y devotos. Éste es el fuego que Cristo vino a traer a la tierra.
C) Este fuego apareció como en forma de lenguas, lo cual hace referencia al hablar
en lenguas que se nos narra después. Estas lenguas eran entendidas por todos los
asistentes (v. 11), con lo que el Señor quería dar a entender que a todos había de ser
proclamado el Evangelio, y por eso envió el Espíritu a los discípulos a fin de
capacitarles para proclamar el Evangelio en el mundo entero. Las lenguas estaban
repartidas, es decir, cada uno tenía sobre sí una lengua como de fuego, a pesar de lo
cual todos estaban de común acuerdo, pues bien puede haber sincera unión donde hay
diversidad de expresión.
(D) Este fuego se posó sobre ellos para denotar la residencia continua que el Espíritu
tomaba en cada uno de ellos. También es de notar que las lenguas se posaron sobre
ellos, esto es, sobre la cabeza, no sobre la lengua misma de la boca, pues aunque
hablaban bajo la moción del Espíritu Santo, sabían que estaban hablando las proezas de
Dios (v. 11), como lo saben los profetas (V. 1 Co. 14:32). No cabe duda de que ellos
conservaron los dones del Espíritu, aun cuando la señal había de desaparecer pronto,
como es de suponer.
IV. Cuál fue el inmediato efecto de esto: (Este punto IV es nota del traductor).
1. Todos fueron llenos del Espíritu Santo (v. 4). Además del bautismo de agua, que
es un mero signo exterior, aunque ordenado por el Señor para los creyentes, hay otros
dos bautismos interiores, invisibles: (A) El bautismo espiritual por el cual el Espíritu
Santo nos bautiza en Cristo al creer, siendo incorporados al Cuerpo de Cristo (1 Co.
12:13, donde debe leerse «por», no «con»); es un bautismo de gracia justificante y de
regeneración espiritual (comienzo de santificación); (B) El bautismo espiritual por el
cual el Señor Jesús bautiza con el Espíritu Santo; éste es el bautismo del que venimos
hablando aquí; es un bautismo de poder. El Espíritu Santo reside en todo verdadero
creyente (V. Jn. 7:38, 39; Ef. 1:13, entre otros lugares), pero su poder operante se ejerce,
de ordinario, por medio de aquellos que se dejan conducir por entero por el Espíritu; por
eso, este bautismo con el Espíritu exige la llenura del Espíritu, que sólo se obtiene
cuando el creyente rompe con toda carnalidad que, al contristar al Espíritu, impide la
libre operación de Dios a través del creyente (V. Ef. 4:30; 5:18), ya que el pecado frena
el poder; de ahí la debilidad de tantos ministros de Dios y de tantas iglesias. La llenura
de que Pablo habla en Efesios 5:18 es una operación constante (el verbo está en presente
continuativo, voz pasiva y modo imperativo. V. el comentario a dicho lugar), pues el
creyente depende, en todo y siempre, de la operación del Espíritu en él. Pero (y esto es
de suma importancia), además de esta llenura que el apóstol exige a todos, hay una
llenura de emergencia, en que el creyente o el ministro de Dios necesita una provisión
«extra» del poder del Espíritu, como ocurre en el caso que nos ocupa. Para demostrar
esto, basta con comparar, por ejemplo, Hechos 6:5 con 7:55 (Esteban) y 9:17 con 13:9
(Pablo).
2. Comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba que se
expresasen (v. 4b). Como ya hemos dicho, es más que probable que ellos entendieran lo
que decían al proclamar las proezas de Dios, en especial la salvación por fe en el Señor
Jesucristo. Sin embargo, no se puede negar la posibilidad de que aquí tengamos un caso
de hablar lenguaje «extático», como en 10:46 y 1 Corintios 14:2, 14–17, según el patrón
del antiguo profetismo israelita (V. Nm. 11:25–29; 1 S. 10:5, 6, 10–13). Dice J. Leal:
«De la frase «en otras lenguas», algunos arguyen a favor de las lenguas vivas
desconocidas de los discípulos, como el griego, latín copto, etc. Pero si hablaban en
lenguas vivas y corrientes no se explica la burla de los que piensan que están
ebrios».Tenemos, pues, aquí el carisma llamado «glosolalia», evidente en la primitiva
Iglesia. Véase el comentario a 1 Corintios 13:8 para la discusión de si este fenómeno se
da o no actualmente.
Versículos 5–13
Tenemos ahora un relato de la reacción del público al darse cuenta de este don
extraordinario.
1. El gran concurso de gente que había ahora en Jerusalén. Había en Jerusalén
judíos que allí residían, varones piadosos, procedentes de todas las naciones bajo el
cielo (v. 5), es decir, judíos de muy diversa procedencia, pero que, a la sazón, se
hallaban en Jerusalén. (A) Se enumeran en los versículos 9–11 algunos de los países de
procedencia: al comenzar por el este, tenemos los partos, medos, elamitas y habitantes
de Mesopotamia, lugares a los que, siglos antes, habían sido deportados los judíos;
luego vemos, en el centro, Judea; vienen después los del norte de Judea: Capadocia,
Ponto y Asia proconsular, también conocida como Asia Menor; al pasar al oeste,
hallamos Frigia y Panfilia; y al dar la vuelta al sur, Egipto y las regiones de África más
allá de Cirene, esto es, Libia; se mencionan a continuación romanos visitantes (no
residentes), tanto judíos como prosélitos (circuncidados); finalmente, cretenses y
árabes.
2. Se dice de todos estos judíos que moraban en Jerusalén, pero esto no quiere decir
que tuviesen allí residencia fija, sino que, tras un viaje largo y costoso, habrían acudido
para la Pascua y estaban allí todavía en Pentecostés (comp. 21:27), aparte de otros que,
después de haber vivido por algún tiempo fuera de Palestina, desearían acabar sus días
en la Tierra Santa.
3. El asombro de todos estos peregrinos y residentes al oír a los discípulos hablar en
la lengua de sus respectivos países de procedencia. (A) Quedaron desconcertados (v. 6)
al oírles hablar en su propia lengua, siendo galileos (v. 7) los que hablaban, pues
pudieron notarlo en el acento, ya que hasta el arameo lo hablaban mal; pero Dios suele
escoger lo débil y lo necio para confundir a los sabios y poderosos. (B) A pesar de ser
galileos los que hablaban, los oyentes se llevaron una sorpresa agradable al oírles hablar
en su propia lengua. Dice Trenchard: «Ya sabemos el agradable efecto que se produce
cuando uno oye la lengua materna al estar entre extranjeros de otra habla». (C) Las
cosas que oían eran las grandezas u obras poderosas (gr. megaleia) de Dios. Es
probable que hablasen de Cristo, de la redención, de la gracia de Dios en las Buenas
Noticias, pues todas ellas son cosas realmente grandes. (D) Aunque muchos de ellos
conocerían bien el arameo, el oírles hablar en otras lenguas era para los oyentes más
extraño y, por ello, mucho más convincente de que estas enseñanzas que oían eran de
Dios. (E) También hallamos aquí una insinuación de que es voluntad de Dios que las
Escrituras sean leídas y estudiadas en la lengua propia de cada uno.
4. La burla que algunos, probablemente de los escribas y fariseos, hicieron de esto
(v. 13): «Decían. Están llenos de mosto; han bebido demasido en esta fiesta». Aunque
el original dice: «están llenos de (vino) dulce», la referencia es al jugo de uva sin
fermentar, pero tan denso que resultaba más fuerte que el vino corriente; es lo que
llamamos mosto. Fueron precisamente estos burladores los que no entendieron en su
propio idioma lo que los apóstoles predicaban; por falta de la debida disposición, no se
realizó para ellos el milagro. Como en tantas otras ocasiones, «oyendo bien, no
entendían» (ya desde Is. 6:9, en numerosos lugares). Ya habían llamado «bebedor» al
Maestro; no es extraño que llamasen así a sus discípulos.
Versículos 14–36
Primeros frutos del Espíritu en el sermón que, a continuación, predicó Pedro a todos
los judíos allí asistentes, sin excluir a los burladores (v. 15). El sermón va dirigido a los
judíos en general, y a los habitantes de Jerusalén en particular. El que había negado a
Cristo vergonzosamente le confesaba ahora corajosamente. Aunque también otros
discípulos hablaron, sólo el discurso de Pedro figura en el texto sagrado y (contra la
opinión de M. Henry—nota del traductor—) parece ser, por el versículos 41, que fue
precisamente por el impacto de su sermón por lo que se convirtieron los tres mil.
I. Introducción del sermón: Pedro se puso en pie con los once (v. 14). Los que
estaban investidos de mayor autoridad fueron los primeros en levantarse para hablar a
los burlones. Así también, entre los ministros de Dios, los equipados con los mejores
dones están llamados a instruir y responder a los que se les oponen. Pedro alzó la voz, lo
cual significa la solemnidad de la ocasión, más bien que la necesidad de hablar en alto
debido a la enorme concurrencia. Invita primero a tomar buena nota de lo que va a decir
y a prestar mucha atención a sus palabras (v. 14b).
II. A continuación, primero responde a la calumnia blasfema (v. 15): «Estos no
están ebrios, como vosotros suponéis. Estos discípulos de Cristo, que ahora hablan en
otras lenguas, hablan con buen sentido; no podéis decir que están borrachos, puesto que
es la tercera hora del día, esto es, las nueve de la mañana y, antes de esta hora, los
judíos no comen ni beben cosa alguna en sábado ni en las fiestas solemnes».
III. Su relato de la efusión del Espíritu Santo, tanto por ser cumplimiento de las
Escrituras como por ser fruto de la resurrección y de la ascensión de Cristo.
1. Era cumplimiento de cierta profecía del Antiguo Testamento y especifica Pedro la
del profeta Joel (Jl. 2:28–32). Es de observar que, aun cuando Pedro estaba lleno del
Espíritu Santo, no dejó a un lado las Escrituras, ni pensó que él pudiese estar por encima
de ellas. Los discípulos de Cristo nunca pueden aprender algo superior a sus Biblias.
(A) El texto que Pedro cita (vv. 17–21). Se refiere a los últimos días. «Los últimos
días» es una expresión genérica para designar el tiempo posterior a la primera venida
del Mesías (comp. con 1 Jn. 2:18), y culminan en el Día del Señor (v. 20) o Día de
Jehová, en que Dios juzgará a los enemigos de Israel e instaurará el reinado del Mesías,
como se ve por el contexto anterior en la profecía de Joel. Como en otras muchas
ocasiones, la perspectiva profética tiene aquí un doble plano. Pedro menciona los
fenómenos que acompañarán al Día de Jehová porque le interesa llegar a la última frase
de la profecía (Jl. 2:32): «Y sucederá que todo aquel que invoque el nombre del Señor,
será salvo» (v. 21, comp. con Ro. 10:13), lo cual es ya cierto en la dispensación del
Evangelio de la gracia para todos.
(B) Nótese que Pedro no dice que así se cumplió la profecía de Joel, sino esto es lo
dicho por medio del profeta Joel (v. 16), es decir, aquí se cumplía algo de dicha
profecía: una efusión del Espíritu sobre toda carne (v. 17), no sobre todos los hombres,
sino sobre judíos y gentiles, nobles y esclavos, sin discriminación. Lo de las «visiones»
y el «profetizar» (vv. 17, 18), como efecto de dicha efusión del Espíritu estaba a la vista
en la glosolalia, quizás extática, de los discípulos (v. 4). Los fenómenos atmosféricos de
los versículos 19 y 20 que, en muchas ocasiones, acompañan a la manifestación
majestuosa y terrible de Dios, apuntan explícitamente al futuro, al Día de Jehová, y
nadie puede demostrar (como lo intenta M. Henry—y muchos otros—) que se
cumpliesen en la destrucción de Jerusalén el año 70 de nuestra era (nota del traductor).
2. Era un don del Señor Jesús (v. 33), por lo que Pedro toma ocasión de aquí para
predicarles a Cristo (v. 22). Vemos:
(A) Un resumen de la vida de Jesús (vv. 22, 23), a quien llama Jesús de Nazaret. Y
añade: «varón acreditado por Dios entre vosotros; censurado y condenado por los
hombres, pero aprobado por Dios. Vosotros mismos sois testigos de la fama que
adquirió por los milagros, prodigios y señales que Dios hizo entre vosotros por medio
de Él, como vosotros mismos sabéis» (v. 22). Véase el énfasis que pone Pedro en los
milagros de Cristo: hechos conspicuos, sobrenaturales, realizados en medio de ellos, por
lo que no podía negarse la correcta inducción de que Dios lo marcaba con su sello (Jn.
6:27, lit.) como a Hijo de Dios y Salvador del mundo.
(B) Una explicación profunda del misterio que encerraba el que un hombre así
aprobado por Dios sufriese una muerte tan ignominiosa como si estuviese abandonado y
desamparado por Dios (v. 23): Los ejecutores de la muerte de Cristo cometieron el
crimen más abominable de todos los siglos al crucificar por manos de inicuos (es decir,
los paganos romanos, sin la Ley) al Hijo de Dios, pero el que movía todos los hilos de la
trama (el mayor responsable, pero el menos culpable) era el mismo Dios Padre que, por
medio de esa muerte en cruz, se proveía a Sí mismo del único sacrificio aceptable para
la redención del mundo al precio de la sangre de Su Hijo; por esta parte, la muerte de
Cristo era la obra magna de Dios; la gran proeza, por excelencia, de su sabiduría, su
poder y su amor infinitos.
(C) Un vibrante testimonio de la resurrección de Cristo (v. 24): al cual Dios
resucitó. La frase «sueltos los dolores de la muerte» indica, por una parte, algo así
como la salida de una prisión, conforme al hebreo del Salmo 18:5, tomando la cita de
los LXX, donde, en lugar de «ataduras» se lee «dolores»; el griego odinas significa
dolores de parto, como si el sepulcro sufriese dolores de parto y no pudiese contener en
sus entrañas a Cristo. «Era imposible—dice Pedro—que Cristo fuese retenido por ella
(la muerte)», no sólo porque Cristo es el Autor de la vida (3:15), sino también porque la
resurrección era el respaldo que Dios daba a la obra de la Cruz y, a la vez, la apertura de
la fuente de la vida para todos los creyentes y la inauguración de la nueva humanidad
(v. el comentario a Ro. 4:25).
(D) Pedro no se contenta con atestiguar el hecho de la resurrección, ya que el pueblo
no había visto al resucitado (10:41), sino que invoca el testimonio de las Escrituras. (a)
Primero, del Salmo 16:8–11 (vv. 25 al 28) de acuerdo con la tradición judía, apoyada en
la versión de los LXX, ya que el hebreo no hace referencia a la resurrección ni a la
inmortalidad (v. el comentario a dicho salmo) y deduce (vv. 29–31) que David, siendo
profeta … habló de la resurrección de Cristo, por donde vemos, una vez más, que la
intención del Espíritu Santo sobrepasa, en muchos lugares, la percepción consciente de
los mismos escritores sagrados (comp. 1 P. 1:10–12). (b) Del Salmo 110:1, cita que se
repite 16 veces en el Nuevo Testamento y que el propio Jesús había usado (v. Mt.
22:41–45) para demostrar que era el Mesías, pues David le había reconocido como
«Señor» suyo, siendo «hijo suyo».
(E) Tras atestiguar de nuevo el hecho de la resurrección de Cristo (v. 32), Pedro
explica la efusión del Espíritu Santo sobre los discípulos, cuyos efectos podían ver
todos los presentes, en función de la exaltación de Cristo a la diestra del Padre, ya que
sólo después de recibir el espaldarazo de «Vencedor» al ascender a los cielos pudo
derramar, con el Espíritu Santo, la fuente de todos los dones otorgados a su Iglesia (v.
Ef. 4:8–10).
(F) Pedro finaliza su magnífico mensaje con una valiente y poderosa peroración (v.
36): «Por tanto, que todo el pueblo de Israel lo sepa con absoluta seguridad: Dios ha
constituido como Señor y como Mesías a este mismo Jesús a quien vosotros
crucificasteis» (Nueva Versión Internacional). Antes de su resurrección, a nadie se le
debía decir que Jesús era el Mesías (v. por ej., Mt. 17:9), a causa de las falsas ideas de la
gente (v. Jn. 6:15), pero ahora debían proclamarlo. Jesús ya era antes Señor y Cristo
(hebr. Mesías), pero ahora Dios lo hacía, es decir, lo constituía públicamente al
exaltarlo con una gloria sin par. El original dice «la casa de Israel» por su «sentido de
familia, que toma el nombre de su jefe o antepasado», como dice Leal. Nótese el
contraste que Pedro establece entre la glorificación de Cristo por obra del Padre, y su
crucifixión por obra de los mismos asistentes al sermón. Ambos elementos eran
necesarios en la peroración de Pedro. No basta con predicar la salvación; es preciso
predicar el pecado, la perdición, sin la que la salvación no tiene sentido.
Versículos 37–41
Hemos visto el maravilloso efecto que sobre los predicadores del Evangelio tuvo la
efusión del Espíritu Santo. Ahora veremos otro bendito fruto de la efusión del Espíritu
Santo en su impacto en los oyentes del Evangelio. Desde la primera proclamación del
divino mensaje, se manifestó que iba acompañado de divino poder. Tenemos aquí los
primeros frutos de aquella amplia cosecha de almas que fueron agregadas al Cuerpo de
Cristo. Veamos los pasos que siguió este método.
I. Los oyentes sintieron agudas punzadas en su conciencia (v. 37): «Al oír esto, se
compungieron (lit. fueron punzados) de corazón». El mensaje caló hondo en el corazón
de muchos oyentes, y el Espíritu Santo les convenció de pecado, del gran crimen de
haber dado muerte de cruz al Hijo de Dios. Un mensaje con tal poder cambió
súbitamente en corazones blandos, de carne, los corazones de piedra.
II. Tras la convicción de pecado, vino el deseo ardiente de gracia salvífica (v. 37b):
«Dijeron a Pedro y a los demás apóstoles (pues formaban grupo conjunto de testigos):
Varones hermanos (la misma expresión de Pedro en el v. 29) ¿qué haremos? Se llaman
«hermanos» por ser miembros de la misma «casa de Israel» (v. 36), lo que contrasta
con el «Señores» (16:30) del carcelero de Filipos, perteneciente a la gentilidad. La
pregunta viene a significar lo siguiente: «Puesto que hemos cometido tan horrendo
crimen, ¿qué podemos hacer para ser perdonados de él?» Hablan como quienes han
comprendido lo mucho que se jugaban en su caso, y están dispuestos a cualquier cosa,
con tal de obtener la paz de conciencia y el perdón del pecado.
III. La respuesta de Pedro a tan angustiosa pregunta (v. 38): «Pedro les dijo:
Arrepentíos y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón
de los pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo». Los judíos creían en el Dios
verdadero, pero tenían un falso concepto acerca de Jesús como el Mesías que había de
venir. De ahí que el énfasis de la respuesta de Pedro se centra en el cambio de
mentalidad (sin excluir la fe, como se ve por el versículo 41: los que acogieron la
palabra) para el perdón de los pecados. También esto contrasta con 16:31: «Cree en el
Señor Jesucristo y serás salvo», donde el énfasis está en la fe, por ser idólatra el
carcelero (comp. con 20:21, donde se combinan admirablemente los dos aspectos). El
hecho de que se haga mención del «bautismo» en este contexto (toda la sección es nota
del traductor) ha llevado a muchos a uno de dos extremos, falsos ambos en mi opinión:
1. Que el «bautismo» de que aquí se habla no tiene nada que ver con el agua, sino que
indica el interior de la fe en el Señor (como en 1 Co. 12:13). El contexto posterior está
en contra de esta interpretación (comp. Mt. 28:19 y Hch. 8:35–38). 2. Que el bautismo
de agua es necesario para el perdón de los pecados. Esta interpretación es igualmente
errónea (v. el comentario a Mr. 16:15). También es de notar que el bautismo es en el
nombre de Jesucristo, el Mediador de la salvación; esta fórmula se mantiene
constantemente en el libro de Hechos, a pesar de Mateo 28:19 (v. Hch. 8:16; 10:48;
19:5). Esta aparente anomalía se resuelve si tenemos en cuenta que, sólo injertados en
Cristo, es como pasamos a formar parte de la familia divina (v. Ro. 6:3 y ss.).
IV. El ánimo que les da Pedro para que cumplan con estas condiciones. 1. Tendrán
el perdón de los pecados. Como si dijese: Arrepentíos de vuestro pecado y no seréis
arruinados por vuestro pecado; recibid, por fe, la palabra de Cristo y quedaréis
justificados y unidos a Cristo. 2. Recibiréis el don del Espíritu Santo, pues el regalo del
Espíritu Santo ha sido prometido para vosotros y para vuestros hijos (gr. téknois, es
decir, no «niños», sino «descendientes») y, puesto que la profecía de Joel abarcaba a
«toda carne», también para los que están lejos. Aunque esta frase pudo significar, en
boca de Pedro, los judíos de la dispersión, bien puede ser que el Espíritu Santo (v. Ef.
2:13) quisiera incluir a los gentiles que habían de recibir la promesa como espiritual
descendencia de Abraham (v. Gn. 12:2, 3; Ro. 4:16). 3. Las promesas del Antiguo
Testamento solían adoptar forma colectiva, pero las invitaciones del Nuevo Testamento
suelen formularse de modo personal, como aquí: «cada uno de vosotros» (v. 38). Como
si dijese: «Incluso los mayores criminales, los más inicuos pecadores, entre vosotros
serán bien acogidos si se arrepienten y creen. En Cristo hay gracia suficiente para el
mundo entero y para cada uno de los pecadores, así como la hay para todos y cada uno
de los santos.
V. El versículo 40 («Y con otras muchas palabras, etc.») da a entender claramente
que lo que aquí refiere Lucas del mensaje de Pedro es sólo un resumen, el núcleo de su
sermón. Una de las frases, no incluida anteriormente en el sermón, es (v. 40b): «Sed
salvos de esta perversa generación». Aunque esta frase tiene aplicación general al
mundo incrédulo (v. Fil. 2:15), tiene aplicación especial a los que, de la nación de Israel,
eran todavía rebeldes a la proclamación del Evangelio, pues la frase se había hallado
varias veces en labios de Jesús mismo. Venía a decirles Pedro: «Ya que habéis
participado de los pecados de ellos no participéis de su actual rebeldía, a fin de que no
seáis partícipes de su ruina». Si consideramos la rapidez con que la corriente del mundo
(Ef. 2:2) se lleva a los pecadores impenitentes a la eterna condenación, debemos preferir
nadar contracorriente antes que ser sumergidos con ellos en el mismo abismo. Quienes
se arrepienten de sus pecados y ponen su confianza en el Señor han de dar prueba de la
sinceridad de su conversión y romper con las malas compañías que antes frecuentaban
(v. 1 P. 4:4).
VI. La espléndida cosecha de este primer sermón de Pedro (v. 41): «Así que los que
acogieron bien su palabra fueron bautizados; y se añadieron aquel día como tres mil
personas (lit. almas)». El Espíritu Santo obró con la palabra para salvación a todo aquel
que cree (Ro. 1:16) y todos los que creyeron (lo cual supone que eran bastante adultos
para creer personalmente—comp. con 16:31–34—) sellaron su fe con la profesión
pública de la recepción del bautismo. Leemos que se añadieron, es decir, a los
discípulos, los cuales formaban el embrión de la Iglesia naciente (comp. v. 47);
añadidos a la Iglesia, no por la Iglesia misma, sino por el Señor (v. 47). El original
griego dice que recibieron con agrado la palabra; no basta con oírla con agrado, pues
también Herodes Antipas oía con gusto al Bautista (Mr. 6:20, comp. con Mt. 13:20),
pero no recibía la palabra. La conversión de 3.000 personas tras un solo sermón fue
mayor milagro que la alimentación de 5.000 con unas pocas hogazas de pan. La frase
«se añadieron» nos da a entender también que quienes reciben a Cristo como su
Salvador, han de tomar como hermanos y miembros del mismo Cuerpo a todos los
demás que son salvos. Gran tarea tuvieron los apóstoles en el bautismo de tantas
personas. El espíritu Santo les había movido, no sólo las lenguas para predicar, sino
también las manos para bautizar.
Versículos 42–47
En estos versículos tenemos la historia de la realmente primitiva Iglesia, en su
estado de infancia, es cierto, pero también, por eso mismo, en el de su mayor inocencia.
1. Vemos primero como un esbozo del programa de la vida eclesial (v. 42). (A) Eran
diligentes y constantes en su asistencia a la enseñanza de los apóstoles. Tan pronto
como se sintieron vivos con vida espiritual anhelaron la leche espiritual de la Palabra de
Dios (1 P. 2:2). Todo creyente que no se interesa en el conocimiento de la Palabra de
Dios tiene motivos para dudar de si ha nacido de nuevo. (B) Se ocupaban también en la
comunión unos con otros. Este compañerismo santo que comporta el generoso
compartir con todos los hermanos se echa de ver por lo que leemos a continuación (vv.
44–46, así como 4:32–36). Esta nota de comunión unánime se percibe a lo largo de todo
el Libro. (C) Aunque el «partir el pan por las casas» del versículo 46 es muy probable
que se refiera a los ágapes celebrados en común, el partimiento del pan que se menciona
en el versículo 42 significa, con toda probabilidad, la celebración de la Cena del Señor,
por estar inserto en el programa de actos oficiales de la Iglesia. (D) En último lugar se
menciona su asidua participación comunitaria en las oraciones, no porque éste sea el
elemento menos importante de la vida eclesial, sino porque, como bien hace notar el Dr.
Lloyd-Jones, no se puede orar en común sino con los que tienen una misma fe y un
mismo amor. Aparte de este esbozo de programa, se menciona (v. 47) la alabanza a
Dios, con lo que no se añade, en realidad, un nuevo elemento, pues toda oración sincera
debe comenzar por la alabanza.
2. Tras el paréntesis del versículo 43, que menciona el temor religioso del pueblo
(simpatizantes, pero todavía indecisos) y los milagros que seguían llevándose a cabo por
los apóstoles, viene una porción que pone de relieve el mutuo amor práctico de los
primitivos cristianos (vv. 44–47). (A) Estaban juntos, no porque vivieran todos bajo el
mismo techo (comp. v. 46), sino porque se reunían con mucha frecuencia, y expresaban
su mutuo amor con el deseo de la mutua presencia. (B) Juntos poseían en común todas
las cosas, al ser la necesidad de cada uno la pauta para la distribución (vv. 44b, 45,
comp. con 4:32 y ss.). No lo hacían porque les obligase alguna ley (v. 5:4), sino porque
les impulsaba el amor, que tiene mayor fuerza que todas las leyes. El egoísta dice: «Lo
tuyo es también mío». El altruista dice: «Lo mío es también tuyo». (C) Juntos acudían a
los actos religiosos del templo (v. 46), antes de que se efectuase paulatinamente la
separación. (D) Juntos comían por las casas, es decir (probablemente; comp. con 5:42),
casa por casa, invitándose recíprocamente para comer juntos con alegría y sencillez de
corazón (v. 46b), donde se nota el gozo como elemento que no puede faltar donde existe
el amor (v. Gá. 5:22). El vocablo que Lucas usa para «sencillez» significa «llaneza», es
decir, carencia de ostentación y suntuosidad; no hacían comidas «especiales» para los
invitados.
3. El Señor daba su «Visto Bueno» a esta vida comunitaria de la primitiva Iglesia,
añadiéndoles cada día a los que iban siendo salvos (v. 47), es decir, a los que habían
sido puestos en el camino que conduce a la salvación final (comp. con 13:48). También
se nos dice que tenían favor con todo el pueblo. Aunque no todo el pueblo se
convirtiese a la fe cristiana, la reacción general era de simpatía; lo que demuestra que la
enemistad que habían demostrado anteriormente al pedir la crucifixión del Señor se
debía mayormente a la influencia nefasta que sobre ellos habían ejercido los líderes
religiosos de Jerusalén.
CAPÍTULO 3
2

En este capítulo tenemos un milagro y un sermón. I. El milagro fue la curación


instantánea de un cojo de nacimiento (vv. 1–8), y la impresión que esto causó en el
pueblo (vv. 9–11). II. El objetivo del sermón fue traer personas a Cristo a fin de que se
arrepintiesen del pecado de haberle crucificado (vv. 12–19), y creyesen en Él ahora que
había sido glorificado (vv. 20–26).

2Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224


TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1507
Versículos 1–11
Se nos había dicho (2:43) que muchos prodigios y señales eran hechos por los
apóstoles. Aquí tenemos un ejemplo.
1. Las personas mediante las cuales fue llevado a cabo este milagro fueron Pedro y
Juan. Ambos tenían cada uno de ellos un hermano en el colegio apostólico; sin
embargo, los vemos más unidos entre sí que con sus respectivos hermanos, pues el
vínculo de la amistad es con frecuencia más fuerte que el del parentesco. Pedro y Juan
parecen haber tenido una amistad más íntima después de la resurrección de Cristo que
anteriormente. Ésta era una nueva prueba de que Pedro, tras su arrepentimiento, volvía a
ser acepto a Dios, al hacer que el discípulo amado de Jesús fuese el amigo íntimo suyo.
2. Se nos detallan también el tiempo y el lugar del milagro. Fue en el templo, adonde
Pedro y Juan habían subido juntos. Allí había bancos de peces entre los que había que
echar la red del Evangelio. Bueno es subir al templo para asistir a los servicios
religiosos; y todavía mejor cuando subimos juntos, pues la mejor compañía es la que se
forma para adorar y alabar a Dios. El tiempo era la hora novena, la de la oración, es
decir las tres de la tarde, hora de la oración principal. Así como hay casa de oración,
debe haber también hora de oración. Aunque los cristianos han de estar en actitud
constante de oración, es bueno separar ciertas horas especiales, no para atar la
conciencia, sino para alertarla.
3. El paciente en quien se operó el milagro (v. 2) era un cojo de nacimiento, caso
triste, que se veía forzado a pedir limosna, ya que no podía ganarse el sustento por
medio del trabajo. Lo ponían cada día a la puerta del templo. Los que están en
necesidad y no pueden trabajar, no han de avergonzarse de mendigar. Una muestra de
nuestra sincera devoción a Dios cuando vamos a su casa es la disposición a ser
generosos con quienes pasan necesidad. ¡Lástima que, muchas veces, haya tunantes que
se hacen pasar por necesitados cuando no lo están! Pero es mejor dar de comer a diez
zánganos que dejar morirse de hambre a una sola abeja. La puerta del templo junto a la
que este cojo mendigaba se llamaba la Hermosa, y nada perdía de su belleza por el
hecho de que un cojo mendigase a su entrada. Al ver a Pedro y a Juan … les rogaba que
le diesen limosna (v. 3). Pidió limosna, pero obtuvo curación, que es mucho mejor.
4. Aquí tenemos la forma en que se llevó a cabo dicha curación.
(A) Su esperanza y su fe fueron alertadas. Pedro, en lugar de apartar de él los ojos,
los fijó en él (v. 4). Lo mismo hizo Juan. Le dijo Pedro: ¡Míranos! Esto le hizo pensar al
cojo que iba a recibir de ellos algo (v. 5), por lo que les estuvo atento. Hemos de
llegarnos a Dios con mente atenta y corazón dispuesto, alzar los ojos al cielo y esperar
recibir de allí algo.
(B) Su expectación no quedó decepcionada (v. 6). «Pedro dijo. No poseo plata ni
oro, pero lo que tengo te doy; en el nombre de Jesucristo de Nazaret, levántate y anda».
Lo que los creyentes ponían a los pies de los apóstoles había de distribuirse primero
entre los necesitados de la Iglesia, y lo que así se deposita debe ser estricta y fielmente
guardado y administrado. Pero Pedro tenía algo mejor que dinero para darle a este pobre
cojo: la curación, por medio de la cual quedaría capacitado para ganarse el sustento por
sí mismo. Lo que tengo te doy, dijo Pedro. Los que no tienen dinero para las cosas de
Dios tienen, al menos, ojos, brazos y pies para el servicio de Dios y de sus hermanos. La
curación fue llevada a cabo en el nombre de Jesucristo de Nazaret y mediante un dulce
mandato: ¡Levántate y anda! Aunque ya podía hacerlo, Pedro le tendió una mano para
ayudarle a levantarse, y al momento se le consolidaron los pies y los tobillos (v. 7).
Cuando Dios, mediante su Palabra, nos manda caminar en sus mandamientos, también
nos da su Espíritu para que nos tome de la mano y nos levante. Cuentan (nota del
traductor) que el papa Urbano IV mostró a Tomás de Aquino gran cantidad de dinero
que tenía encima de la mesa y le dijo: Ya ves, Tomás, no puedo decir, como Pedro: No
poseo plata ni oro. A lo que respondió el de Aquino: Tampoco puedes decirle a un cojo:
Levántate y anda.
5. La impresión que la curación hizo en el paciente mismo (v. 8): «De un salto se
puso en pie y comenzó a andar». Tan pronto como cobró la energía suficiente, la mostró
sobradamente, no sólo andando, sino saltando. Los que han experimentado la obra de la
gracia de Dios han de dar evidencia de la gracia que han recibido. ¿Ha puesto Dios
fuerza dentro de nosotros? Pongámonos en pie resueltamente para servirle y caminemos
alegremente con Él. El cojo tenía asidos a Pedro y a Juan (v. 11). En un transporte de
gozo asía de ellos y no los dejaba, atestiguando así el afecto que les había cobrado. Es
natural que quienes han sido curados por Dios cobren afecto hacia los que han sido
instrumentos de Dios para su curación, con tal que este afecto no degenere en
carnalidad. El cojo recién curado entró con ellos en el templo; allí también fue hallado
el lisiado a quien Cristo curó (Jn. 5:14). Iba andando, saltando y alabando a Dios (v. 8).
Las fuerzas, tanto físicas como mentales y espirituales, que de Dios hemos recibido, han
de ser usadas para su servicio y alabanza, como hizo este cojo. Estos «saltos» se dan con
mayor frecuencia en los recién convertidos.
6. Cómo reaccionaron las personas que presenciaron este milagro. (A) Estaban
plenamente convencidos de la realidad del milagro, pues, al verle andar y alabar a Dios
(v. 9), le reconocían que era el que se sentaba a pedir limosna a la puerta del templo
(v. 10). Por tanto tiempo se había sentado allí a mendigar que todos le conocían. Ahora
clamaba al alabar a Dios con mayor fuerza que lo hacía cuando pedía limosna. La
bendición recibida se perfecciona cuando es debidamente agradecida. (B) «Se llenaron
de asombro y estupor por lo que le había sucedido» (v. 10b); todo el pueblo estaba
atónito (v. 11). Parece ser que uno de los efectos de la efusión del Espíritu Santo fue el
que la gente se sintiese mucho más impresionada por los milagros de los apóstoles que
como lo habían estado al presenciar los milagros del mismo Cristo. (C) Se reunieron en
torno a Pedro y Juan: «Todo el pueblo corrió hacia ellos al pórtico que se llama de
Salomón» (v. 11b). Allá se congregó el pueblo para contemplar este gran milagro.
Versículos 12–26
Sermón que predicó Pedro en esta ocasión. Viendo esto Pedro (v. 12). Cuando vio
Pedro que el pueblo se reunía en torno de ellos, aprovechó la oportunidad para
predicarles a Cristo. Al ver que la gente estaba impresionada por el milagro, se apresuró
a sembrar la semilla del Evangelio en tierra que estaba preparada para recibirla y, con
toda humildad, atrajo hacia Jesucristo la atención que la gente estaba prestándoles a
ellos.
1. No se atribuye a sí mismo el honor del milagro. Se dirige a ellos llamándoles
«varones israelitas», a quienes pertenecían no sólo la Ley y las promesas, sino también
el Evangelio y sus efectos. Dos cosas les pregunta: (A) «¿Por qué os maravilláis de
esto?» Era, sí, algo maravilloso, pero mucho menos que lo que Cristo había hecho unos
pocos meses antes, al resucitar a Lázaro de los muertos. A los necios les parece
extraordinario lo que les habría resultado ordinario en otras ocasiones si hubiesen
prestado la atención necesaria. (B) «¿Por qué ponéis los ojos en nosotros?» Es cierto
que habían hecho andar (v. 12b) al cojo, pero no lo habían hecho por su propio poder o
piedad, sino que aquel poder procedía totalmente de Cristo y no lo habían obtenido por
ser más santos que los demás, pues eran también hombres pecadores (comp. con 10:26).
Los instrumentos de Dios no deben ser convertidos en ídolos de la gente. Lo que es de
alabar en Pedro y Juan es precisamente que no se atribuyeron a sí mismos el honor de
este milagro, sino que lo transmitieron fielmente a Cristo. La utilidad de un siervo de
Dios está en razón directa de su humildad.
2. Les predica a Cristo.
(A) Les muestra primero que Cristo era el Mesías prometido a los padres, a los
primeros antepasados del pueblo de Israel (v. 13). El Dios de los patriarcas de Israel
había glorificado así a su Siervo Jesús. Que el griego paida—nota del traductor—ha
de verterse aquí por «Siervo» y no por «Hijo» se muestra en la implícita referencia de
Pedro al cántico del Siervo de Jehová en Isaías 52:13–53:12.
(B) Les culpa lisa y llanamente de la muerte de Jesús (v. 13b): «a quien vosotros
entregasteis», clamando contra Él como si hubiese sido un criminal de la más baja
ralea; le negasteis delante de Pilato, os negasteis a reconocerle como el Mesías
prometido porque no vino con el aparato majestuoso y la pompa que esperabais. Fuisteis
peores que Pilato, puesto que él había resuelto ponerle en libertad. Y no sólo (v. 14)
negasteis al Santo y al Justo, que son algo muy superior a la inocencia, sino que
pedisteis que se os concediera de gracia un homicida, y (v. 15) matasteis al Autor de la
vida; preservasteis la vida de un asesino, destructor de la vida, y se la quitasteis al
Salvador, autor de la vida». ¡Qué cúmulo tan enorme de circunstancias agravantes!
(C) Testifica acerca de la resurrección de Cristo (v. 15b), como lo había hecho en el
sermón anterior (2:32): «Creíais que habíais acabado de una vez con el Autor de la vida,
pero Dios lo ha resucitado de los muertos, de lo cual nosotros somos testigos».
(D) Atribuye la curación del cojo al poder de Cristo (v. 16): «Y por la fe en su
nombre, a éste, que vosotros veis y conocéis, le ha consolidado su nombre». Nótese la
repetición del «nombre», que es un sustituto de la «persona». Es Cristo mismo quien ha
dado el poder para esa curación, obtenida por medio de la fe en Él; más aún, esa fe es
por medio de Él, como vienen todas las gracias por medio del Mediador universal entre
Dios y los hombres. Vemos, pues, que Pedro apela: (a) al testimonio de ellos mismos
sobre la verdad del milagro: «a éste, que veis y conocéis» (lit., el pronombre personal no
figura en el griego). La completa sanidad le ha sido dada en presencia de todos
vosotros. (b) El poder ha venido del Autor de la vida, del general en jefe, aunque se ha
valido de un subalterno para llevar a cabo el milagro. Se ha hecho por fe en su nombre
para que Él se lleve la gloria y el honor. (c) Cristo mismo ha dado la fe necesaria para
creer en su nombre; es el Cristo ascendido y glorificado (comp. con Jn. 6:44) el que da
ese poder, lo cual no quita la responsabilidad de venir a Él por fe (v. Jn. 3:16, 36; 5:40;
8:24, etc.).
3. Les anima con la esperanza de hallar gracia y perdón. Hace todo lo posible para
convencerles de pecado, pero tiene sumo cuidado en no conducirles a la desesperación.
(A) Comienza mitigando la enormidad del crimen con la circunstancia atenuante que
implicaba la ignorancia. Antes (v. 12) les había llamado «varones»; ahora les llama
«hermanos» (v. 17) y bien podía llamarles así, pues también él, Pedro, había negado al
Santo y al Justo, y jurado que no le conocía. Con toda caridad y comprensión añade:
«Ya sé que por ignorancia lo habéis hecho, como también vuestros gobernantes». Este
lenguaje es parecido al del mismo Señor en la Cruz: «Padre, perdónalos, porque no
saben lo que hacen» (Lc. 23:34). Fueron los líderes los que obraron con peor voluntad;
el pueblo llano se dejó arrastrar por la corriente (comp. con 1 Ti. 1:13). (B) Mitiga
también los efectos del crimen al decir (v. 18): «Pero Dios ha cumplido así lo que había
antes anunciado por boca de todos los profetas, que su Cristo había de padecer» (v. Lc.
24:26, 46). Como si dijese: «Aun cuando vosotros pensabais que estabais cumpliendo
vuestro propio plan, era el propósito de Dios el que se cumplía, no el vuestro». Esto no
suprimía la culpabilidad de ellos al odiar y perseguir a Cristo hasta darle muerte, pero
les daba ánimo para arrepentirse con esperanza segura de perdón, ya que la misma
muerte de Cristo estaba destinada a proveer el fundamento para el perdón de los
pecados.
4. Les exhorta a hacerse cristianos.
(A) Les dice lo que han de creer. Deben creer que Jesucristo es la simiente
prometida (v. 25). Jesús, que era de la simiente de Abraham, según la carne (v. Gá.
3:16), es aquel en quien todas las familias de la tierra habían de ser benditas, no sólo la
familia de Israel. También deben creer que Jesucristo es profeta, aquel profeta como
Moisés, a quien Dios había prometido que levantaría de entre sus hermanos (v. 22). Por
medio de Cristo nos habla Dios (He. 1:1, 2), como Moisés, pues nos libró de la
esclavitud del pecado, así como Moisés los libertó de la esclavitud de Egipto. Moisés
fue fiel como siervo, pero Cristo lo fue como Hijo (He. 3:5, 6). Moisés fue modelo de
humildad y paciencia; más aún, Cristo. Israel fue favorecido con la bendición de
muchos profetas desde Samuel en adelante (v. 24), pero ellos trataron mal a todos los
profetas, por lo que, después de todos ellos, les envió Dios su propio Hijo. Deben creer
que han de venir de la presencia de Dios tiempos de refrigerio, es decir, de consolación
(v. 19); serán los tiempos de la restauración de todas las cosas (v. 21), anunciados por
boca de los santos profetas de Dios, y es entonces cuando el Señor ha de venir por
segunda vez (v. 20). Dice J. Leal: «Los tiempos de la consolación son los tiempos del
final del mundo … Y mande (envíe) se refiere a la segunda venida escatológica de Jesús
… Este tiempo final es el que coincide con la restauración del reino de que hablaban los
discípulos en 1:6, 7. Entonces tendrá lugar la era mesiánica de la paz y consolación
prometida».
(B) Les dice lo que han de hacer. Deben arrepentirse (v. 19), cambiar de
mentalidad, y convertirse, darse media vuelta de cara a Dios (v. 1 Ts. 1:9), y aceptar
como Mesías, Ungido de Dios, al que ellos habían matado. No es suficiente con
arrepentirse del pecado, hay que convertirse de él y no volver a darle la cara, sino la
espalda. Deben escuchar a Cristo, según había profetizado y ordenado (v. 22b): «a Él
oiréis en todas las cosas que os hable», oírle con fe, como se debe oír a un profeta,
especialmente a tal profeta como Cristo, y oírle con obediencia plena: «en todas las
cosas». Arriesgamos nuestra eternidad si nos hacemos el sordo a las palabras de Jesús
(v. 23): «Y toda alma (persona) que no oiga a aquel profeta, será totalmente
exterminada del pueblo». Los que no quieran ser amonestados y aconsejados por el
Salvador no pueden esperar otra cosa que caer en manos del Destructor.
(C) Les dice lo que han de esperar. (a) El perdón de los pecados (v. 19): «para que
sean borrados vuestros pecados». Con el perdón se borra el pecado como si no hubiese
existido, pues cuando Dios perdona, también olvida; pero no ha de esperarse este
perdón si no hay arrepentimiento. La esperanza del perdón habría de ser un gran
incentivo para convertirse a Dios. (b) Una vez perdonados los pecados, es consoladora
la esperanza de ser bendecidos con el refrigerio que traerá consigo la Segunda Venida
del Señor (vv. 20, 21). Ahora no le vemos, porque lo retiene el cielo, pero cuando se
manifieste … le veremos tal como Él es (1 Jn. 3:2). Ahora andamos por fe, la cual es
evidencia de lo que no se ve (He. 11:1). Y cuando Él venga a juzgar al mundo, nosotros
no seremos condenados con el mundo (1 Co. 11:32).
(D) Les dice qué fundamentos tienen para esperar estas cosas si se convierten a
Cristo.
(a) Como israelitas, eran la nación favorecida por Dios más que ninguna otra (v. 25):
«Sois los hijos de los profetas y del pacto». Era un doble privilegio: Pertenecían al
pueblo del que habían surgido los profetas de Dios y al que Dios enviaba sus profetas,
cuyas palabras se oían cada sábado en la sinagoga (13:27); esto debía animarles a unirse
a Cristo. Cuantos tenemos la Biblia hemos de cuidar de no recibir en vano la gracia de
Dios. Además, eran los hijos, es decir, los herederos del pacto que Dios había hecho
con sus padres. La promesa era, en primer término, para ellos. Si todas las familias de la
tierra habían de ser bendecidas en Cristo, mucho más sus compatriotas según la carne.
(b) Como israelitas, a ellos se ofrecía en primer lugar la gracia del Nuevo
Testamento (v. 13:46). A ellos fue enviado en primer lugar el Redentor, lo cual les
animaba más aún a esperar que, si se arrepentían, a ellos les había de bendecir en
primer lugar (v. 26). Se pone aquí de relieve, primero, de dónde había recibido Cristo
su misión: «Dios … lo ha enviado»; lo había resucitado y lo había manifestado como
Mesías con poder al enviar el Espíritu Santo para convencerles de pecado; segundo, a
quiénes había sido enviado: «en primer lugar, para vosotros». El ministerio personal de
Cristo, como el de los profetas de antaño, había estado confinado a Israel, a las ovejas
perdidas de la casa de Israel y, por eso, había prohibido a los discípulos pasar la
frontera. Después de su resurrección, es cierto que habían de proclamar el Evangelio
hasta los últimos confines de la tierra, pero comenzando por Jerusalén (Lc. 24:47). Y,
cuando iban a otras naciones, primero predicaban a los judíos que allí se hallaban. Lejos
de ser excluidos por haber dado muerte a Cristo, fueron preferidos al ser predicado el
Evangelio primero a ellos, después de la resurrección del Señor. Tercero, con qué fin
fue enviado Cristo a ellos (v. 26): «lo ha enviado para bendeciros; no para condenaros,
como lo merecéis, sino para justificaros». El objeto de la venida de Cristo al mundo es
bendecirnos y, cuando se marchó del mundo, dejó tras sí bendición, pues «mientras los
bendecía se fue alejando de ellos» (Lc. 24:51). Por medio de Cristo es como nos envía
Dios sus bendiciones y sólo por medio de Él hemos de esperar recibirlas. La gran
bendición fue hacer que cada uno se convierta de sus maldades (v. 26b), pues así
quedamos en disposición de recibir todas las demás bendiciones. El pecado es aquello a
lo que por naturaleza nos adherimos; el designio de la gracia de Dios es apartamos de él
y volvernos contra él, de forma que no sólo lo abandonemos, sino también lo
aborrezcamos.
CAPÍTULO 4
3

I. Pedro y Juan son arrestados y examinados por un comité del gran Sanedrín (vv. 1–
7). II. Confiesan valientemente lo que han hecho y predican a Cristo ante sus
perseguidores (vv. 8–12). III. Éstos les imponen silencio y los despiden (vv. 13–22). IV.
Ellos luego se dirigen a Dios en oración para que siga obrando en ellos con la gracia y el
poder que ya habían experimentado (vv. 23–31). V. Dios les expresa su aprobación por
medio de señales manifiestas de su presencia entre ellos (vv. 32–33). VI. Los creyentes
aparecen íntimamente unidos entre sí con santo amor, y la Iglesia florece más que nunca
(vv. 34–37).
Versículos 1–7
1. A pesar de la oposición que los poderes de las tinieblas van a hacer a la labor de
los apóstoles, Pedro y Juan continúan en su obra, y su trabajo no es en vano. (A) Los
predicadores proclaman fielmente la doctrina de Cristo (v. 1): «hablaban al pueblo», y
enseñaban a los no creyentes, para su convicción y conversión; y a los creyentes, para
su consuelo y consolidación. «Anunciaban en Jesús la resurrección de entre los
muertos» (v. 2). En la persona de Jesús se había dado la verificación de que resucitar de
los muertos era posible, pues Él había resucitado (comp. 1 Co. 15:12–16). Y la
resurrección de Cristo era precisamente la garantía del milagro de la curación del cojo.
No se metían en asuntos temporales, sino que se atenían a su misión, al decir al pueblo
que el cielo es la meta, y que Cristo es el camino. (B) Los oyentes recibieron, en gran

3Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224


TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1510
número, la palabra (v. 4): «Muchos de lo que habían oído la palabra, creyeron; y el
número de los varones llegó a ser de unos cinco mil». Esto significa que a los 3.000
convertidos en el primer sermón de Pedro se añadieron ahora 2.000 varones con lo que
los miembros de la Iglesia de Jerusalén ascendían a unos 5.000, sin contar las mujeres;
una congregación muy numerosa, a pesar de la persecución contra los líderes. Con
mucha frecuencia, los días de sufrimiento son para la Iglesia los días de mayor
crecimiento.
2. Los principales sacerdotes y su partido hicieron todo lo posible para aplastar a la
naciente Iglesia; pero aun cuando pudieron atarles las manos por algún tiempo, no
pudieron cambiarles el corazón. Estos perseguidores eran los sacerdotes, el jefe de la
guardia del templo, también sacerdote y segundo en dignidad después del sumo
sacerdote, y los saduceos (v. 1), a cuyo partido pertenecían los principales sacerdotes,
siendo precisamente los saduceos quienes negaban la resurrección. Estaban muy
molestos de que los apóstoles enseñasen al pueblo, etc. (v. 2). Les molestaba la
predicación y les molestaba la atención que prestaba el pueblo. Miserable es de verdad
el caso de aquellos para quienes la gloria de Cristo es una pena. Para los saduceos, la
mayor molestia consistía en que la resurrección de los muertos, que ellos negaban, se
predicase precisamente en la persona de Jesús, a quien ellos habían condenado a
muerte. Les echaron, pues, mano a Pedro y a Juan, y los pusieron en la cárcel hasta el
día siguiente (v. 3). Vemos que Dios entrena a sus siervos gradualmente para sufrir:
ahora resisten sólo hasta las cadenas; después, hasta el derramamiento de sangre.
3. Al día siguiente, Pedro y Juan son llevados ante el tribunal religioso, congregado
en reunión extraordinaria, como se ve por todas las circunstancias del juicio: (A) El
tiempo (v. 5): «al día siguiente»; sin duda, de mañana (comp. con v. 3—había prisa—),
pues estaban impacientes por imponerles silencio. (B) El lugar: «en Jerusalén», donde
había tantos que esperaban la redención de Israel antes de que naciese el Redentor, pero
eran todavía más los que no prestaron la debida atención cuando llegó. (C) Los jueces
del tribunal (vv. 5, 6): los gobernantes, esto es, los principales sacerdotes, los ancianos
o jefes de las familias nobles, y los escribas o peritos en la ley, del partido de los
fariseos en su gran mayoría. Se citan por su nombre a Anás, llamado sumo sacerdote
por ser el miembro más influyente del Sanedrín, aunque había sido destituido de su
cargo el año 15 d.C. El sumo sacerdote desde el 16 al 36 fue su yerno Caifás, que se
nombra después de su suegro; Juan es llamado en algunos MSS Jonatán, cuñado y
sucesor de Caifás. De Alejandro no sabemos nada, aunque hay quienes opinan que era
otro de los hijos de Anás. Con ellos estaban otros parientes más o menos lejanos, pues
eran del linaje sumo sacerdotal. El parentesco, si no es con buenas personas, resulta
para muchos una trampa más bien que una ayuda.
4. Los prisioneros son llevados ante el tribunal (v. 7), poniéndoles en medio, ya que
los jueces se sentaban en semicírculo, y les preguntan. ¿Con qué clase de poder, o en
qué nombre habéis hecho vosotros esto? (es decir, el milagro de la curación del cojo).
Dice el Prof. Trenchard: «Como el hecho de la curación era innegable, trataban de
atribuirlo a artes mágicas, en confabulación con poderes satánicos, basándose la
interrogación en las instrucciones de Deuteronomio 13:1–5». «Poder» y «nombre»
aparecen como sinónimos en la pregunta del tribunal.
Versículos 8–12
Valiente defensa que hace Pedro, no de sí mismo, sino del nombre y del honor de su
Maestro.
1. Esta defensa fue dictada por el Espíritu Santo (v. 8), como había prometido Cristo
a sus fieles abogados, llamados a presentar defensa ante los tribunales (v. Mr. 13:11).
2. Ante quiénes fue presentada esta defensa: Pedro se dirige a los jueces, los
gobernantes y los ancianos antes mencionados. La maldad de los que se hallan en
puestos de poder no les priva de tal poder, pero la consideración del poder que se les ha
encomendado debería prevalecer a fin de que abandonasen su maldad.
3. Cuál es la defensa misma que hace Pedro:
(A) Que hicieron el milagro de la curación en el nombre de Jesucristo de Nazaret (v.
10), con lo que respondía directamente a la pregunta del tribunal. Se justifica a sí mismo
y a Juan por lo que habían hecho ya que se trataba del beneficio hecho a un hombre
enfermo (v. 9). Por eso no se avergüenza (v. 1 P. 2:20; 3:14; 4:14–16). Toda la gloria y
el honor del milagro realizado los atribuye a Jesús. Señala muy bien que fue a ese Jesús
«a quien vosotros crucificasteis (luego murió realmente) y a quien Dios resucitó de los
muertos» (v. 10). Esto es lo que explica el «poder» mediante el cual se obró el milagro.
Al hablar así, Pedro no intenta meramente cargarles con la culpa de la muerte de Cristo,
sino, como en 2:36, llevarlos a la convicción de pecado que ha de preceder a toda
verdadera conversión, y persuadirles de que el más fuerte testimonio a favor de Jesús y
en contra de sus perseguidores es el haber resucitado Dios al mismo a quien ellos habían
crucificado. El milagro no ha sido obra de magia ni de poder satánico, sino del poder del
resucitado.
(B) Que sólo en el nombre (es decir, por medio de la persona) de Jesús hay
salvación, pues eso es lo que significa «Jesús» = «Jehová salva» (v. Mt. 1:21). Nadie
puede quedar indiferente, o neutral, ante Jesús de Nazaret, sino que es algo de absoluta
necesidad: «En ningún otro hay salvación … no hay otro nombre» (v. 12). Según la
opinión más probable—nota del traductor—, la idea no es que para salvarse sea
absolutamente necesario conocer el nombre de Jesús, sino que nadie puede salvarse si
no es por medio de la obra de la redención llevada a cabo por Jesús, con el deseo
implícito de seguir el método fijado por Dios. La salvación siempre procede de Dios;
nosotros podemos destruirnos a nosotros mismos, pero no podemos salvarnos a nosotros
mismos. Dentro de este contexto de glorificación de Jesús, Pedro cita del Salmo 118:22,
las mismas frases que el propio Jesús había citado ya (v. Mt. 21:42; Mr. 12:10, 11; Lc.
20:17) y él mismo lo hará después (1 P. 2:4–8). La Biblia es un arma bien probada en
todos los combates espirituales; no dejemos, pues, de usarla, pues es para nuestro propio
provecho e interés.
Versículos 13–22
I. Posición en que quedó el tribunal después del testimonio de Pedro (vv. 13, 14). 1.
No pudieron negar que la curación del cojo había sido un beneficio y un milagro (v. 14):
«… no tenían nada que replicar». 2. No pudieron rebatir la argumentación de Pedro (v.
13), lo cual fue un milagro mayor quizá que la misma curación del cojo. En efecto, (A)
Les maravilló el denuedo de Pedro y de Juan, quienes, en lugar de ser acobardados por
sus jueces, se convirtieron en jueces del propio tribunal. La valiente confesión de los
fieles contrasta con la cobarde confusión de los perseguidores. (B) Lo que incrementó el
asombro del tribunal fue el saber que Pedro y Juan eran hombres sin letras y del vulgo,
lo cual no quiere decir que fuesen analfabetos, sino que no habían estudiado en las
escuelas rabínicas, a pesar de lo cual sabían citar las Escrituras con acierto y, sobre todo,
con poder. (C) El asombro de los jueces se calmó algún tanto al reconocer que, aunque
no habían acudido a las escuelas oficiales de rabinos, habían estado con Jesús, el que
tantas veces les había confundido con su profunda sabiduría. Así se explicaba, no sólo la
sabiduría con que hablaban, sino también su gran valentía. Por el brillo del rostro, se
podría adivinar que habían estado con Cristo en el monte de la Transfiguración.
II. A continuación se nos dice cuál fue el resultado del juicio.
1. Les ordenaron que saliesen del sanedrín (v. 15), a fin de verse libres de ellos,
pues les hablaban muy claro a la conciencia, y para deliberar qué habrían de hacer con
ellos (v. 16). Pensaban que podrían mantener ocultas sus decisiones, como si pudieran
esconderlas de Dios. Si hubiesen cedido a la poderosa evidencia de la verdad que se les
había predicado, bien fácil habría sido decidir lo que tenían que hacer con aquellos
hombres. Pero, cuando el hombre se empeña en no dejarse persuadir por la verdad, no
es extraño que se deje arrastrar por el error.
2. Llegaron a una decisión en dos detalles: (A) Que no era prudente castigar a los
apóstoles, ya que el milagro («una señal notoria», dicen) que habían llevado a cabo era
manifiesto: «conocido por todos los que moran en Jerusalén, y no lo podemos negar»
(v. 16). ¡Terrible obstinación la del corazón malvado y endurecido! No lo pueden negar,
pero no se dan por convencidos. Temían al pueblo, como otrora cuando querían prender
a Jesús. (B) Que, sin embargo, había que silenciarlos para lo futuro (vv. 17, 18). (a) «A
fin de que no se divulgue más entre el pueblo», como si fuese una peste contagiosa que
había que detener a toda costa. (b) «Les intimaron que en ninguna manera
pronunciasen palabra ni enseñasen en el nombre de Jesús» (v. 18). El mayor servicio
que se le puede prestar al diablo es silenciar a los ministros de Dios y hacer que
permanezcan debajo del almud las luces que deben estar en el candelero. Pero Cristo, no
sólo les había mandado predicar el Evangelio, sino que les había prometido su
asistencia. Quienes saben dar el debido valor a las promesas de Cristo, saben también
tratar con justo desprecio las amenazas del mundo.
III. Pedro y Juan responden mansa, pero valientemente, a estas amenazas y
prohibiciones (vv. 19, 20): «Juzgad si es justo delante de Dios obedecer a vosotros más
bien que a Dios; porque no podemos menos de decir lo que hemos visto y oído». La
prudencia de la serpiente les habría inducido a callarse, pero la osadía del león les
permite retar a sus perseguidores, aunque lo hacen con el candor y la mansedumbre de
la paloma. Se justifican ante el tribunal en dos cosas: 1. El mandato de Dios: «Vosotros
nos prohibís predicar el Evangelio; Dios nos manda predicarlo ¿a quién hemos de
obedecer, a vosotros o a Dios?» Nada tan absurdo como prestar atención a débiles y
falibles hombres antes que al Dios infinitamente sabio y santo. El caso era tan claro que
hasta el más lerdo podía entenderlo: «Juzgad si es justo …». 2. La voz de su conciencia:
«No podemos menos de decir lo que hemos visto y oído». (A) Sentían en su interior una
convicción inamovible que había cambiado en santa fortaleza su humana fragilidad. Los
que mejor pueden hablar de Cristo son los que han experimentado el poder de su gracia.
(B) Sabían que tenían una misión de la que dependía la salvación de las almas. Si sólo
en Cristo hay salvación (v. 12), ¿cómo habían de callar? Eran además cosas que habían
visto y oído. ¡Testigos de primera mano! Si ellos no hablaban, ¿quién podría hacerlo?,
¿quién querría hacerlo?
IV. Viene finalmente el descargo de los prisioneros (v. 21): Les amenazaron y los
soltaron. 1. Porque no se atrevían a contradecir al pueblo, porque todos glorificaban a
Dios por lo que había acontecido. Así como las autoridades son puestas por Dios para
infundir temor a los malvados y frenarlos, así el pueblo, por providencia de Dios, se
convierte a veces en terror y freno contra las autoridades malvadas. 2. Porque no podían
negar el milagro (v. 22), ya que el hombre en quien se había hecho este milagro de
sanidad tenia más de cuarenta años, por lo que tenía edad para hablar de sí mismo (Jn.
9:21). El milagro era tanto mayor cuanto que, como en el caso del ciego de nacimiento,
este hombre era cojo de nacimiento (3:2).
Versículos 23–31
1. Los dos testigos regresan a sus hermanos (v. 23): «Puestos en libertad, vinieron a
los suyos». Tan pronto como se vieron en libertad, volvieron a reunirse con sus
hermanos en la fe, sin engreírse por el honor que Dios les había concedido al llamarles a
dar testimonio ante las autoridades. Ninguna promoción en dones o servicios debe hacer
que nos sintamos superiores a los demás hermanos, pues sólo tenemos lo que hemos
recibido. Tampoco se retrajeron ante las amenazas que les habían hecho los del tribunal,
sino que volvieron a estar con sus amigos de siempre. Los seguidores de Cristo hacen lo
mejor al estar en compañía, con tal que sea buena compañía.
2. El informe que dieron de lo que había ocurrido (v. 23b): Contaron todo lo que los
principales sacerdotes y los ancianos les habían dicho, a fin de que: (A) Supiesen lo
que podían esperar tanto de los hombres como de Dios: de los hombres, toda clase de
amenazas aterradoras; de Dios, toda clase de bendiciones consoladoras y segura
protección. (B) Sintiesen corroborada su fe en la resurrección del Señor, pues Pedro y
Juan les habían dicho a los principales sacerdotes en su cara que Dios había resucitado
de entre los muertos a Jesús. Los jueces les habían prohibido publicarlo a nadie, pero no
se habían atrevido a negarlo. (C) Se uniesen ahora a ellos en alabanzas y oraciones.
3. La forma en que se dirigen a Dios en esta ocasión (v. 24): «Ellos (los demás
discípulos), al oírlo, alzaron unánimes la voz a Dios». No es probable que todos, de
forma estereotipada, pronunciasen las mismas expresiones de esta larga oración.
Posiblemente, uno de ellos la elevó con señales de aprobación unánime de parte de
todos los presentes o, más probable, mezclaron sus voces con expresiones parecidas.
Veamos:
(A) El respeto con que adoran a Dios como al Soberano Señor, Creador de todas las
cosas (v. 24). Los idólatras adoran dioses que ellos mismos han hecho, pero nosotros
adoramos a un Dios que nos ha hecho a nosotros y a todo el Universo. Por eso, hemos
de comenzar nuestras oraciones con el reconocimiento de la suprema majestad y
santidad de Dios. La alabanza es el elemento primordial de toda oración: «Santificado
sea tu nombre».
(B) La sumisión con que aceptan los designios de la Providencia, al citar de las
profecías mesiánicas del Antiguo Testamento. Lo había dicho Dios por boca de David
(vv. 25, 26), por lo que no había que extrañarse de que se cumpliesen las Escrituras.
Estaba predicho (Sal. 2:1, 2): (a) Que las multitudes rebeldes se habían de enfurecer
contra Dios y contra su Mesías. (b) Que la gente había de tramar todos los medios
posibles para salir adelante con su propósito. (c) Que, en particular, los reyes de la tierra
se habían de oponer a la instauración del reino del Mesías. (d) Que los gobernantes se
habían de coligar contra Dios y contra Cristo.
(C) La forma en que veían cumplidas estas predicciones (vv. 27, 28). Era cierta la
profecía y verdadero su cumplimiento (v. 27): «Porque verdaderamente se aliaron en
esta ciudad contra tu santo Siervo (v. lo dicho en 3:13) Jesús, a quien ungiste, Herodes
y Poncio Pilato, los dos gobernadores de Galilea y Judea respectivamente, con los
paganos (de la gentilidad) y el pueblo de Israel». Pero, con todo ello, no hacían sino dar
cumplimiento al designio eterno de Dios (v. 28, comp. con 2:23). El obediente «Siervo
de Jehová» había sido ungido para ser el Salvador del mundo por medio de su sacrificio
expiatorio por el pecado y, por tanto, había de morir. Dios había determinado por qué
manos se le había de dar muerte: «por mano de inicuos» (2:23), es decir, gentiles, pero
por sentencia e instigación de las autoridades y del pueblo de Israel.
(D) La petición que elevan en cuanto al caso presente (v. 29): «Y en lo de ahora,
Señor, fíjate en sus amenazas». Se percibe cierto énfasis en ese «ahora». Ahora era el
tiempo en que Dios tenía que actuar a favor de su pueblo, cuando el poder de sus
enemigos era más atrevido y amenazador. No dictan a Dios lo que tiene que hacer, sino
que le exponen simplemente la situación. «Fíjate en sus amenazas», le dicen, no porque
no las conozca, sino para urgirle a obrar. Cuando somos injustamente amenazados, es
un consuelo saber que podemos exponer el caso a Dios y dejarlo en sus manos (comp.
con 2 R. 19:14 y ss.; Is. 37:14). Pero no piden a Dios que les libre de la persecución,
sino que les aumente la valentía para proclamar el Evangelio: «Concede a tus siervos
que con todo denuedo hablen tu palabra» (v. 29b). Las amenazas de los enemigos de
Dios y, por tanto nuestros, han de servirnos de estímulo para proclamar la Palabra de
Dios con tanto mayor denuedo, con tal de que no confiemos en la carne, sino en el
poder de Dios. Y como nada anima tanto a los ministros de Dios en sus trabajos como
las señales de la presencia de Dios con ellos, piden también esto: «mientras extiendes tu
mano para que se hagan sanidades, señales y prodigios mediante el nombre de tu santo
Siervo Jesús» (v. 30). Esto serviría para convencer al pueblo y para confundir a los
perseguidores. Buscan el honor del nombre de Jesús, no el suyo.
4. La favorable respuesta que Dios les dio (v. 31). Dios les dio una gran señal de que
había aceptado sus oraciones: «Cuando acabaron de orar, el lugar en que estaban
congregados tembló, fenómeno parecido al del día de Pentecostés (2:2) y, también
ahora, fueron llenos del Espíritu Santo, una de las llenuras “extra” de las que hablamos
en el capítulo 2». Y consiguieron lo que habían pedido al Señor: «y hablaban con
denuedo la palabra de Dios». En este sentido podría entenderse el cumplimiento de la
promesa de Jesús de que el Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan
(Lc. 11:13). La sacudida del lugar tenía también por objeto corroborarles la convicción
de que habían de temer a Dios, no a los hombres. Esa sacudida ayudaba a que su fe no
fuese sacudida.
Versículos 32–37
1. Vemos aquí cuán entrañablemente se amaban los discípulos de Jesús unos a otros.
Dice a la letra el original (v. 32): «El corazón y el alma de la multitud de los que habían
creído era uno solo». Vemos, pues, (A) que los creyentes formaban una multitud.
Sabemos que, sólo en Jerusalén, se habían convertido 3.000 en un día, y otros 2.000 en
otro día, sin contar las mujeres y los que iban siendo añadidos cada día a la Iglesia
(2:47). (B) Aunque eran muchos y de diversas edades, condiciones y cualidades
naturales y espirituales, tenían un solo corazón (el mismo amor, los mismos criterios, las
mismas inclinaciones) y una sola alma (los mismos afectos y sentimientos). ¡Quién nos
diera que así fuesen las iglesias actuales! La comunidad de bienes que a continuación se
nos refiere era consecuencia normal del mutuo amor (v. 1 Jn. 3:16–18).
2. Los ministros de la Palabra continuaban con su bendita tarea con gran vigor y
éxito (v. 33): «Con gran poder los apóstoles daban testimonio de la resurrección del
Señor Jesús», pues ésta es la prueba decisiva que el Señor había propuesto para
demostrar su mesianidad. Ese «gran poder» del que aquí se nos habla incluía vigor,
valentía, resolución por parte de ellos; eficacia, tremendo impacto en los oyentes;
señales exteriores, de parte de Dios.
3. La hermosura de la gracia de Dios (comp. con Nm. 6:25) brillaba sobre toda la
congregación. «Abundante (lit. grande) gracia había sobre (nótese esta preposición)
todos ellos» (v. 33b). El Señor derramaba abundante gracia sobre todos ellos, pues los
frutos eran evidentes. Sin duda gozaban del respeto del pueblo, pero no es el favor del
pueblo el que aquí se menciona, sino el de Dios.
4. Eran muy generosos con los necesitados. (A) No estaban apegados a sus
posesiones, defecto común de la humanidad que hasta en los niños más pequeños se
echa de ver (v. 32b): «Ni uno solo decía ser suyo propio (de propiedad exclusiva) nada
de lo que poseía». No arrojaban de sí lo que poseían, pero tampoco se apegaban a ello.
No lo llamaban suyo propio porque, de corazón, ya lo tenían todo abandonado por
Cristo. Lo único verdaderamente propio de cada uno de nosotros es el pecado. Por eso
estaban tan bien dispuestos a desprenderse de todo en favor de los necesitados. Los que
tenían grandes posesiones no pensaban en acumularlas, sino en repartirlas. El gran
motivo de todas las riñas y guerras es apegarse a lo propio y codiciar lo ajeno. (B) Al
tenerlo todo en común (v. 32), no había entre ellos ningún necesitado (v. 34), lo cual, si
no es hipérbole, habrá que entenderlo de los primeros días de la Iglesia, pues, desde
muy pronto (v. 6:1) y en lo sucesivo, hubo siempre pobres en la iglesia de Jerusalén
(11:27–30; Gá. 2:10, entre otros lugares). (C) Igualmente se nos dice que todos los que
poseían heredades o casas las vendían y traían el precio de lo vendido poniéndolo a
disposición de los apóstoles, y se repartía a cada uno según su necesidad (vv. 34b, 35).
Por 12:12, vemos que la madre de Marcos tenía su casa. (D) Se menciona un caso
particular (vv. 36, 37): el de un tal José, levita, de Chipre. Quizá se le cita: (a) por
contraste con el egoísmo de Ananías y Safira, cuyo caso se expone a continuación; (b)
por ser, como se verá en el decurso del relato de Hechos y en varios lugares de las
epístolas paulinas, un destacado siervo de Dios. Es probable que los apóstoles le
pusiesen de sobrenombre Bernabé (que traducido del arameo es Hijo de Consolación,
es decir, consolador) por el don de profecía (v. 13:1).
CAPÍTULO 5
4

I. Pecado y castigo de Ananías (dejamos así el nombre, aunque el original dice


Hananías—nota del traductor—) y Safira (vv. 1–11). II. Estado floreciente de la Iglesia
(vv. 12–16). III. Encarcelamiento de los apóstoles y milagrosa suelta de la prisión (vv.
17–26). IV. Su nueva presentación ante el Sanedrín (vv. 27–33). V. Consejo de
Gamaliel a sus compañeros acerca de los apóstoles y acuerdo de soltarlos, según dicho
consejo, aunque después de azotarlos (vv. 34–40). VI. Gozo de los apóstoles por tal
padecimiento y diligencia en proseguir su ministerio (vv. 41, 42).
Versículos 1–11
El capítulo comienza por un melancólico pero. Aun el mejor hombre tiene su pero,
y también lo tiene la mejor iglesia. El cuadro de 4:32–37 está lleno de luz, pero aquí
vemos una mala sombra: dos hipócritas mentirosos dentro de una multitud leal y
sincera. Por eso, las señales que hasta ahora habían llevado a cabo los apóstoles eran
milagros de misericordia; pero ahora viene un milagro de juicio, a fin de que Dios no
sólo sea amado, sino también temido, de los suyos.
1. El pecado de Ananías y Safira en su contexto anterior y motivo interior: (A)
También ellos, como Bernabé, vendieron una heredad y pusieron el dinero (no todo) a
los pies de los apóstoles (vv. 1, 2). No querían aparentar ser menos espirituales que los
demás, sino que deseaban que se les distinguiese por su generosidad. Daban con
hipocresía mientras servían a su propia codicia y ambición. (B) Llevados de su codicia,
se quedaron con parte del precio … trayendo sólo una parte … a los pies de los
apóstoles (v. 2). Codiciaban las riquezas del mundo y desconfiaban de Dios y de su
providencia. «Vendió una heredad» (v. 1) y no sabemos si en un primer momento
pensarían en poner a disposición de los apóstoles todo el precio; lo cierto es que, cuando
tuvieron en la mano el dinero de la venta, se quedó con parte del precio, sabiéndolo
también su mujer (v. 2), porque amaban el dinero. No confiaron en la palabra de Dios
de que Él proveerá, sino que pensaron que podían pasar por más listos que los demás al
guardar algo para días adversos. ¡Como si Dios no fuese el Todosuficiente para cada
día, próspero o adverso! Si hubiesen sido mundanos del todo, no habrían dado a los
apóstoles parte del precio; y si hubiesen sido creyentes del todo, no se habrían quedado
con parte del precio. (C) Pensaron que podían engañar a los apóstoles y hacerles creer

4Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224


TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1512
que les llevaban el precio entero de la venta (v. 2b): «y trayendo sólo una parte, la puso
a los pies de los apóstoles», como si la parte fuese el todo.
2. El proceso y juicio sumarísimo de Ananías, con la ejecución de sentencia por su
pecado. Cuando llevó el dinero a los apóstoles, Pedro le reprendió severamente de su
pecado mostrándole cuán grave era su delito (vv. 3, 4). El Espíritu de Dios en Pedro no
sólo descubrió el hecho, sino también el secreto agente en el corazón de Ananías, por el
que había sido impulsado a obrar con tal hipocresía y mentira. Si hubiese sido un
pecado de pura debilidad ante una inesperada tentación, Pedro le habría enviado a casa a
que se arrepintiese de su necedad. Pero, en lugar de ello, Pedro le mostró:
(A) El origen de su pecado (v. 3): Satanás le había llenado el corazón, no sólo le
había sugerido el pecado, sino que, tras sugerirle la idea, le había incitado a tomar la
pronta resolución de ponerlo por obra.
(B) El pecado mismo: consistió en mentirle al Espíritu Santo; un pecado tan
abominable que no se le habría ocurrido si Satanás no le hubiese llenado el corazón; «no
has mentido a los hombres, sino a Dios» (con artículo en el original, lo que suele
reservarse a Dios el Padre). La mentira de Ananías era clara, pues dijo a los apóstoles
que había vendido un campo y que el dinero que les llevaba era el precio del campo
vendido; así esperaba quedar ante ellos en tan buen lugar como el de quienes habían
llevado el precio completo. Hay muchos que son inducidos a mentir por el orgullo y el
deseo de recibir el aplauso de los hombres, especialmente en las obras de caridad hacia
los pobres. Los que se jactan de buenas obras que nunca llevaron a cabo o prometen
hacerlas sin que nunca cumplan tal promesa, así como los que exageran el número o la
calidad de las buenas obras que hacen, se parecen en esto a Ananías. Mentir al Espíritu
Santo implicaba que era Dios quien actuaba en los apóstoles y que era como si Dios
mismo recibiese el dinero cual «olor fragante, sacrificio acepto, agradable a Dios» (Fil.
4:18).
(C) Las agravantes del pecado (v. 4): «Reteniéndola (la heredad), ¿no seguía siendo
tuya? Y después de venderla, ¿no estaba el dinero a tu disposición?» (NVI). Como si
dijese: «Nadie te obligaba a vender el campo y, si deseabas venderlo, nadie te obligaba
a traer a los pies de los apóstoles el dinero de la venta. Pero, una vez que prometiste
traer el dinero de la heredad vendida, no podías quedarte con parte del dinero mientras
aparentabas entregarlo todo». Mejor es no prometer que prometer y no pagar; así que
habría sido mejor para Ananías y Safira no haber aparentado que hacían una obra buena
antes que prometerla y hacerla después a medias. Cuando entregamos a Dios el corazón,
no podemos dárselo a medias. Satanás, como la madre de 1 Reyes 3:26 de la que no era
hijo el niño vivo, no tiene inconveniente en tomar la mitad de nuestro corazón; pero
Dios quiere tenerlo entero o nada.
(D) Pedro carga sobre él la culpa (v. 4b): «¿Cómo se te ha ocurrido hacer semejante
cosa?» (NVI). A pesar de que Satanás había entrado en su corazón para tentarle, Pedro
dice que Ananías había puesto en el corazón hacer esta cosa (lit.), lo cual demuestra
que no podía echarle la culpa al diablo, el cual tienta, pero no fuerza (comp. con Stg.
1:13–15). La culpa era muy grave, pues Ananías había mentido a Dios. Si pensamos que
podemos hacerle trampa a Dios, llegará el día en que nos daremos cuenta de que es a
nosotros mismos a quienes hemos puesto una trampa fatal.
3. Muerte y sepultura de Ananías (vv. 5, 6). (A) Ananías murió inmediatamente
después de la reprensión de Pedro: «Al oír Ananías estas palabras, cayó y expiró. Véase
el poder de la Palabra de Dios en boca de los apóstoles. Así como hay algunos a quienes
la Palabra de Dios salva, también hay otros a quienes dicha palabra condena. Este
castigo de Ananías podrá parecernos severo, pero estamos seguros de que fue justo,
pues era muy grande la afrenta que Ananías había hecho al Espíritu Santo. Además,
servía para que otros escarmentaran en cabeza ajena y no fuesen tentados a imitarle. El
ejecutor de la sentencia fue Pedro, quien con mentiras había negado al Maestro, lo cual
nos da a entender que no actuó ahora tan drásticamente como si la afrenta hubiese sido
cometida contra él mismo, ya que, en tal caso, la habría perdonado y se habría esforzado
en llevar al pecador al arrepentimiento, sino que fue un acto del Espíritu Santo por
medio de Pedro; al Espíritu fue hecha la afrenta, y por el Espíritu fue impuesto el
castigo. (B) Fue enterrado de inmediato (v. 6), según era costumbre: «Y levantándose
los jóvenes, lo envolvieron (es decir, lo amortajaron) y sacándolo, lo sepultaron».
4. Ahora toca pedir cuentas a Safira, la mujer de Ananías (v. 7): Pasado un lapso
como de tres horas, sucedió que entró su mujer, no sabiendo lo que había acontecido.
(A) Fue hallada culpable de ser cómplice de su marido en tal pecado, como lo
demostró ya la pregunta misma de Pedro (v. 8): «Dime, ¿vendisteis en tanto la
heredad? Y ella dijo: Sí, en tanto». Ananías y su mujer se habían puesto de acuerdo en
contar la misma historia, así pensaban que no serían descubiertos. Triste cosa es que los
parientes más allegados, que deberían estimularse mutuamente a hacer el bien, se
endurezcan mutuamente para hacer el mal.
(B) Pedro le lee la sentencia para que participe también en el castigo aplicado a su
marido (v. 9). (a) Le descubre primero el pecado: «¿Por qué os pusisteis de acuerdo
para tentar al Espíritu del Señor?» Antes de leerle la sentencia, le muestra la fealdad de
su pecado: Habían tentado al Espíritu Santo. Sabían que los apóstoles poseían el don de
lenguas, pero ¿tendrían también el don de discernir espíritus? Quienes tienen la
presunción de pecar confiados en la impunidad, están tentando al Espíritu de Dios. Se
pusieron de acuerdo en hacer el mal. Es difícil de evaluar qué es peor en un pecado de
complicidad con el cónyuge o con otros parientes próximos, si la discordia en hacer el
bien o la concordia en hacer el mal. (b) Le lee la sentencia (v. 9b): «¡Mira! Los pies de
los que han enterrado a tu marido ya están a la puerta, y se te van a llevar a ti
también» (NVI).
(C) Ejecución de la sentencia (v. 10): Al instante, ella cayó a los pies de él (Pedro) y
expiró. Hay algunos pecadores a los que Dios despacha por la vía rápida, mientras que a
otros los soporta durante largo tiempo; sin duda, tiene razones para hacer esta
diferencia, aunque no está obligado a rendirnos cuentas de ellas. En muchos casos, una
muerte repentina no significa castigo por algún pecado muy grave como el de Ananías y
Safira; quizás es un favor que se les hace al pasar de este mundo sin dolor ni pena. No
obstante, es una advertencia para todos, a fin de estar siempre preparados. Varias
preguntas quedan sin contestar en esta porción. ¿Eran Ananías y Safira verdaderos
convertidos a pesar de la carnalidad que mostraron, con lo que tendríamos aquí uno de
los casos que se mencionan en 1 Corintios 11:30? Las cosas secretas no nos pertenecen
(así dice M. Henry, nota del traductor). El Profesor Trenchard opina que «es más
probable que se hallen entre los apóstatas, aquellos cristianos nominales que participan
de la compañía de los fieles, pero sin ser regenerados por el Espíritu». (Prefiero la
posición de M. Henry, aunque personalmente opino que estos cristianos carnales fueron
juzgados en carne para que vivan en espíritu, 1 P. 4:6.) Otros preguntan si los apóstoles
guardaron aquella parte del precio que les fue llevada. No cabe duda de que la respuesta
ha de ser que sí, pues lo que llevaron no quedó contaminado para los que lo recibieron,
aunque lo que Ananías y Safira reservaron para sí fue una contaminación para ellos.
5. La impresión que hizo esto en el pueblo. Tanto a mitad del relato, como al final,
se destaca este dato: «Y vino un gran temor sobre todos los que lo oyeron» (v. 5). «Y
vino gran temor sobre toda la iglesia y sobre todos los que oían estas cosas» (v. 11).
Aumentó así el respeto a Dios y a sus juicios. No es que cayera como un jarro de agua
fría sobre el gozo y la santa alegría de los primeros creyentes, pero les enseñó a tomar
las cosas en serio y a regocijarse con temor y temblor.
Versículos 12–16
1. Viene ahora una alusión general a los milagros que llevaban a cabo los apóstoles
(v. 12): «Y por manos de los apóstoles se hacían muchas señales y prodigios en el
pueblo». Era como si Dios, después de salir de su morada para castigar, retornase a su
trono de gracia. Los milagros que llevaban a cabo eran prueba de su misión divina. Eran
«señales y prodigios», tales prodigios que resultaban señales evidentes de la presencia y
del poder de Dios.
2. Se nos dice a continuación cuáles eran los efectos de estos milagros:
(A) Los creyentes se conservaban íntimamente unidos (v. 12b): «Y estaban todos
unánimes en el pórtico de Salomón». Se reunían en el templo (comp. con 2:46), en el
pórtico de Salomón, lugar amplio para sus «plenos» en cuanto al culto de adoración. El
exterminio de los hipócritas hacía (y debe hacer) que los creyentes sinceros se sintieran
todavía más unidos entre sí. Y los que habían permitido hacer mercado de la casa de
Dios no tuvieron poder para expulsar de allí a quienes predicaban el Evangelio y
sanaban a los enfermos.
(B) «De los demás (es decir, de los judíos no convertidos), ninguno se atrevía a
juntarse con ellos, pero el pueblo los tenía en gran estima (lit. los engrandecía)».
Aunque los principales sacerdotes hacían todo lo posible para que se les menospreciase,
no podían impedir que el pueblo sencillo los estimase. Los apóstoles estaban muy lejos
de engrandecerse a sí mismos, pero el pueblo los engrandecía, pues los que se humillan
serán exaltados, y serán tenidos en honor los que a sólo Dios tributan el honor que se le
debe.
(C) El número de los creyentes aumentaba (v. 14): «Y cada vez se adherían al Señor
(esto es, a Jesucristo) más creyentes, gran número así de hombres como de mujeres».
En lugar de alejarse por el terror que suscitó el castigo de Ananías y Safira, se sintieron
más bien animados a entrar en una congregación donde se guardaba una disciplina tan
estricta. Se toma buena nota de la conversión de mujeres lo mismo que de hombres. Las
buenas mujeres habían abundado antes de la muerte de Cristo, y lo mismo abundaban
las que creían en Él después de haber ascendido a los cielos.
(D) Los apóstoles tenían pacientes en abundancia y ganaban también abundante
reputación por el poder curativo que mostraban. Como hacían con el Señor, tanto de
Jerusalén como de las ciudades circunvecinas traían enfermos y endemoniados, y todos
eran sanados (vv. 15, 16). Es de notar, sobre todo, la esperanza de la gente de que hasta
la sombra de Pedro podía curar a alguno de ellos cubriéndole. En esto se cumplía la
promesa de Jesús de que habían de hacer mayores cosas que Él (Jn. 14:12). Y si tales
cosas podía hacer Pedro, tenemos motivo para pensar que los demás apóstoles gozaban
del mismo poder, como ocurrió después con los pañuelos y delantales que habían
estado en contacto con el cuerpo de Pablo (19:12). Así tuvieron los apóstoles la
oportunidad de convencer al pueblo del origen divino de la doctrina que predicaban y
estimularles a dar crédito al Evangelio y ser añadidos a la Iglesia.
Versículos 17–25
Nunca caminan lejos las buenas obras al obtener éxitos, sino que pronto encuentran
oposición. Habría sido muy extraño que los apóstoles hubiesen continuado enseñando y
sanando de esa manera sin que se les pusiese a prueba. En estos versículos vemos la
maldad del infierno y la gracia del cielo en dura lucha acerca de la obra de los testigos
de Cristo: el infierno procuraba apartarlos de ella, y el cielo les animaba en ella.
1. Los sacerdotes se enfurecieron con ellos y los metieron en la cárcel (vv. 17, 18).
Vemos: (A) Quiénes eran sus perseguidores: el sumo sacerdote (Anás o Caifás) era el
principal promotor, y los saduceos eran los que más dispuestos estaban a secundarle,
pues eran los enemigos principales del Evangelio de Cristo, porque confirmaba la
resurrección de Cristo y el estado futuro, que ellos negaban. (B) Cómo se sentían: «se
llenaron de envidia», al ver los milagros que hacían y el favor que adquirían entre el
pueblo. (C) Cómo actuaron contra los apóstoles (v. 18): «Les echaron mano y los
pusieron en la cárcel pública», donde estaban los peores malhechores. La vez anterior,
cuando Pedro y Juan comparecieron ante el Sanedrín, se conformaron con amenazarles
(4:21), pero ahora los encarcelaron para frenarles la obra, para intimidarles y exponerles
a la pública vergüenza.
2. Pero Dios envió un ángel, quien abrió de noche las puertas de la cárcel (v. 19) y
soltó a los presos, a pesar de que los guardias estaban ante las puertas, no dormidos,
sino de pie (v. 23). No hay cárcel tan oscura y tan bien asegurada en la que Dios no
pueda visitar a los suyos y sacarlos de ella. El ángel les dijo (v. 20): «Id a presentaros
en el atrio del templo y anunciad allí al pueblo el mensaje completo de esta nueva vida»
(NVI). Los puso en libertad para que pudiesen proseguir con tanto mayor denuedo en su
misión. Cada vez que nos recobramos de enfermedades o accidentes, hemos de ver la
mano de Dios que nos alienta, no a sestear, sino a dedicarnos con mayor entusiasmo a
su servicio. Les manda predicar en el templo, porque era el lugar más concurrido y más
apto para la predicación del Evangelio. Puesto que les ha dado libertad por medio de un
milagro, les anima a predicar donde había peligro, pero también concurso del pueblo, a
quien habían de exponer el mensaje completo, sin callarse nada por miedo a las
autoridades o al pueblo, ya que se trataba de asuntos de vida, es decir, en los que cada
ser humano se juega la eternidad.
3. Ellos obedecieron de inmediato (v. 21), puesto que, habiéndolo ordenado el ángel,
no tenían miedo a nadie y el camino a seguir estaba claro por voluntad explícita de
Dios. Si cumplimos el deber que la providencia nos ha impuesto, bien podemos estar
seguros de que Dios se cuidará de que salgamos a salvo. «Entraron al amanecer en el
templo y enseñaban». El tesoro del Evangelio está en las manos de ellos y no pueden
dejar pasar la oportunidad, pues, cuando Dios abre una puerta, es menester entrar por
ella, no sea que, por nuestra negligencia, se desperdicie la ocasión y, en sus secretos
designios, Dios la vuelva a cerrar. No fallarán sus planes, pero nuestro candelero puede
ser removido.
4. Mientras tanto, se reunió el Sanedrín en pleno, no un comité como antes, y
mandaron traer a los presos (v. 21), pero cuál no sería la sorpresa de los reunidos
cuando los alguaciles enviados a la cárcel (v. 22) vinieron con el siguiente informe (v.
23): «Por cierto, hemos hallado la cárcel cerrada con toda seguridad, y los guardias
afuera de pie ante las puertas, mas cuando abrimos, a nadie hallamos dentro». No se
nos dice cómo los soltó el ángel, pero sí que ya no estaban allí. Dios conoce muchas
maneras de socorrer a los suyos y brindarles una salida, tanto de la persecución como de
la tentación, aunque los hombres no acierten a entender cuál es esa salida. El versículo
24 nos refiere la confusión del Sanedrín ante este milagro: «se preguntaban perplejos en
qué vendría a parar aquello», es decir, qué podía significar tan extraño suceso. Todavía
es mayor la confusión cuando viene otro emisario (v. 25) con la noticia de que los
presos estaban de pie en el templo y enseñando al pueblo. Ahora bien, los malhechores
comunes pueden usar de su astucia para escapar de la prisión, pero son
extraordinariamente excepcionales los que tienen la valentía suficiente para confesarlo
después que lo han hecho.
Versículos 26–42
1. De nuevo son arrestados los apóstoles, aunque sin violencia por temor al pueblo,
y son traídos ante el Sanedrín (vv. 26, 27), en lo que no se sabe qué es más de admirar,
si la mansedumbre de los apóstoles o la obstinación de sus enemigos, quienes podían
temer no sólo al pueblo, sino también al poder que los apóstoles habían mostrado para
herir de muerte con su palabra, como había hecho Pedro con Ananías y Safira. Además,
los trajeron al Sanedrín, donde sabían que se habían de tomar violentas medidas contra
ellos.
2. El examen a que les sometieron. El sumo sacerdote les dijo (v. 28) cuál era el
cargo que contra ellos se presentaba: (A) Desobedecer las órdenes de la autoridad: «¿No
os mandamos estrictamente que no enseñaseis en ese nombre?» Sí, es cierto; pero se les
había olvidado que Pedro les había dicho la vez anterior que había que obedecer a Dios
antes que a los hombres. (B) Extender falsas doctrinas entre el pueblo: «Habéis llenado
a Jerusalén con vuestra enseñanza.» Como si dijesen: Habéis perturbado la paz y el
orden de la ciudad santa. (C) Albergaban aviesas intenciones contra el gobierno, al
intentar culpar a las autoridades religiosas, ante el pueblo, de la muerte de Jesús:
«Queréis hacer recaer sobre nosotros la sangre de ese hombre». Al comparar esto con
Mateo 27:25, parece extraño que el sumo sacerdote diga eso ahora. Dice Leal: «Anás,
que es el pontífice que habla, no niega la responsabilidad del Sanedrín en la muerte de
Jesús, pero tampoco ve en ella ningún pecado. Sólo reprende a los apóstoles de querer
vengar la muerte del Maestro, pues con su predicación parecen querer levantar al pueblo
contra los responsables de su muerte». Nótese, de paso, el desprecio que comportan las
frases (v. 28) «en ese nombre», «de ese hombre», sin querer mencionar el nombre de
Jesús.
3. Pedro y los demás apóstoles (v. 29), es decir, Pedro en nombre de los demás
(como en 4:19) repite primero lo que había dicho antes (4:19), pero de modo más
tajante: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres». Dios les había mandado
enseñar y predicar, y ellos tenían que obedecer contra viento y marea. Los gobernantes
que castigan a los que, por cumplir con su deber para con Dios, desobedecen las órdenes
del gobierno, han de dar estrecha cuenta a Dios de su desafuero. Se justifica después a sí
mismo y a sus compañeros del cargo de haber llenado a Jerusalén con la doctrina del
Evangelio. El mensaje de Pedro en los versículos 30–32 se parece mucho al que predicó
el día de Pentecostés ante la muchedumbre (comp. con el resumen de 2:36). Con toda
bravura les dice Pedro:
(A) «El Dios de nuestros (nótese el posesivo en primera persona) padres (Abraham,
Isaac y Jacob) levantó a Jesús, es decir, le resucitó, a quien vosotros matasteis
colgándole de un madero» (v. 30, donde se advierte la referencia implícita a Dt. 21:23,
citada por Pablo en Gá. 3:13 y por Pedro en 1 P. 2:24). Suele decirse que no es
conveniente reprender a quienes no van a sacar provecho de la reprensión, pero los que
tienen la misión y la responsabilidad de reprender deben cumplir con su deber a pesar
de todo (v. 2 Ti. 4:2, 3).
(B) «A éste, Dios ha exaltado con su diestra» (v. 31). Como diciendo: «Vosotros le
llenasteis de menosprecio, pero Dios le ha coronado de honor ¿y no habríamos de
honrar a quien es colmado de honores por Dios? Dios le ha dado el nombre que está
sobre todo nombre (Fil. 2:9b)».
(C) Al exaltarlo, Dios ha puesto a Jesús por «Príncipe y Salvador» (NVI). Frente a
los que se creían los «príncipes» del pueblo, Pedro llama a Jesús el verdadero
«Príncipe» (comp. con los títulos aplicados a Moisés en 7:35, como figura que era de
Cristo) y, al llamarle «Salvador» (el único, v. 4:12) les ofrece (¡también a ellos!) la
salvación. Notemos que no puede tener a Cristo por Salvador el que no se avenga a
dejarse gobernar por Él. La fe recibe a un Cristo entero, quien vino, no sólo para
salvarnos en nuestros pecados, sino también para salvarnos de nuestros pecados.
(D) «Para dar a Israel arrepentimiento y perdón de pecados.» Por tanto, deben
predicar en su nombre al pueblo de Israel, pues a él estaban destinadas en primer lugar
las bendiciones del Evangelio. ¿Por qué se habían de oponer los jefes y ancianos de
Israel al que había venido a ofrecer a Israel nada menos que el perdón de los pecados
con base en el arrepentimiento de cada israelita? Pero estos gobernantes de Israel no dan
ningún valor al arrepentimiento ni al perdón de los pecados ni ven la necesidad de tales
cosas. El arrepentimiento y el perdón van de la mano; donde hay arrepentimiento, se
garantiza el perdón; por otra parte, sin arrepentimiento no hay remisión de los pecados.
Jesucristo es quien da tanto el arrepentimiento como el perdón. ¿Estamos destinados a
arrepentirnos? Cristo está designado a dar arrepentimiento, pues obra suya es dar un
nuevo corazón, y el espíritu contrito es un sacrificio que Él provee; y si diese fe y
arrepentimiento y no diese perdón de pecados, abandonaría su palabra y la obra de sus
propias manos.
(E) Todo esto está bien atestiguado: (a) Por los apóstoles mismos (v. 32): «Y
nosotros somos testigos suyos de estas cosas, y si nos callásemos, como vosotros nos
ordenáis, haríamos traición a la misión que nos ha encomendado». Cuando se ventila un
pleito ante los tribunales, no está permitido silenciar a los testigos, porque el veredicto
depende del testimonio de ellos. (b) Por el Espíritu de Dios (v. 32b): «Y también el
Espíritu Santo», que es un testigo celeste. Para este fin se nos ha dado el Espíritu Santo
y no podemos suprimir su poder ni sus operaciones. (c) La donación del Espíritu Santo
a los creyentes que obedecen a Dios (v. 32c) es clara evidencia de que es voluntad de
Dios el que Cristo sea creído y obedecido.
4. La impresión que hizo en el Sanedrín la defensa que de sí mismos hicieron los
apóstoles. Un razonamiento expuesto con tanta lógica, claridad y mansedumbre, no sólo
debería haber bastado para poner en libertad a los presos, sino también para convertir a
los jueces. Pero ellos se enfurecieron y se llenaron, (A) de indignación: «Se sentían
heridos en lo más vivo» (v. 33; el mismo verbo griego de 7:54), por ver cómo estos
hombres se convertían de reos en fiscales, y exponían el crimen que habían cometido
contra el Señor, quien por otra parte les ofrecía el perdón si se arrepentían. Nótese la
diferencia entre la reacción del Sanedrín y la de los que escucharon el mensaje de Pedro
el día de Pentecostés, donde el griego usa un verbo diferente, que significa «ser
punzado» (compungido) en el corazón, con el buen resultado del arrepentimiento y el
perdón de pecados, mientras éstos se sentían «cortados hasta el corazón» (lit.) con rabia
e indignación. (B) De maldad contra los apóstoles. Al ver que no les pueden hacer callar
la boca mientras no les quiten el aliento, querían matarlos. La serenidad y valentía de
los apóstoles contrasta con la constante perplejidad y perturbación mental y emocional
de sus perseguidores.
5. El serio y prudente consejo que Gamaliel dio al Sanedrín en esta ocasión. Este
Gamaliel es llamado fariseo de profesión y partido, y doctor de la ley por oficio (v. 34).
A sus pies había aprendido la ley judía Pablo (22:3). También se dice de él que era
venerado por todo el pueblo, es decir, tenido en muy alta reputación por su
competencia, prudencia y ecuanimidad. Veamos su razonamiento:
(A) Después de aconsejar que sacasen afuera por un momento a los apóstoles (v.
34b), dijo a sus colegas (v. 35): «Varones israelitas, tened cuidado de lo que vais a
hacer respecto a estos hombres». Los llama «varones israelitas», como si dijese: «Sois
hombres y deberíais atender a la razón; sois israelitas y deberíais atender a la revelación.
¡Tened cuidado!» Los perseguidores del pueblo de Dios harían bien en tener cuidado de
sí mismos, para no caer en el hoyo que han cavado.
(B) Los casos que cita. Expone dos ejemplos de hombres facciosos y sediciosos,
cuyos intentos quedaron en nada; por lo que, si el caso presente es similar, también
quedará en nada sin que el Sanedrín tenga que intervenir. (a) El primer caso era el de un
tal Teudas (v. 36), quien se levantó, se sublevó, diciendo que era alguien, es decir,
persona importante (comp. con 8:9): un gran profeta o el propio Mesías. Hace notar
Gamaliel hasta dónde llegó este hombre: a reunir un número como de 400 hombres; y
en qué quedó su alzamiento: «fue muerto, y todos los que le obedecían fueron
dispersados y quedaron en nada. Jesús, el jefe de esta facción, ya está muerto. Si era un
impostor, su muerte traerá la muerte de su causa».
(b) Lo mismo ocurrió en el caso de Judas el galileo (v. 37. Su revuelta citada por
Flavio Josefo, ocurrió el año 6 de nuestra era). Teniéndose, como su padre, por el
Mesías, se alzó en los días del censo (Lc. 2:2) y llevó en pos de sí a bastante gente,
incluido el sumo sacerdote Sadoc y muchos del pueblo. ¿En qué quedó la cosa?
«Pereció también él, y todos los que le obedecían fueron dispersados».
(C) Su opinión sobre todo este asunto:
(a) Que no deben perseguir a los apóstoles (v. 38): «Apartaos de estos hombres, es
decir, no os metáis con ellos, y dejadlos en paz». Es difícil saber si se expresó de esta
forma movido por la prudencia o si comenzaba a sentir cierta simpatía hacia el
Evangelio (comp. con Jn. 7:51). La tradición asegura que posteriormente se convirtió al
cristianismo. En todo caso—nota del traductor—, su razonamiento fue sano y su
intervención fue providencial, por lo que me resulta muy severa la crítica que de su
actuación hace el Prof. Trenchard en su, por otra parte excelente, comentario a Hechos.
¿Habremos de quebrar la caña cascada y apagar el pábilo que humea, en contra de la
actitud del Señor? (v. Is. 42:3; Mt. 12:20).
(b) Que el resultado debe ser dejado a la providencia de Dios (vv. 38b 39): «Porque
si este plan o esta obra es de los hombres, se desvanecerá, mas si es de Dios, no la
podréis destruir; no sea que os encontréis luchando contra Dios». Lo que es claramente
malo debe ser suprimido, pero si no hay oposición evidente contra la ley de Dios, mejor
es dejarlo en paz y ver en qué para. Si es mera invención humana, se quedará en nada,
como en los casos de Teudas y Judas el galileo; no hay por qué emplear la fuerza para
suprimirlos. Pero si resulta ser cosa de Dios, no sólo no se podrá destruir, sino que la
oposición a este movimiento equivaldría a hacerle la guerra al mismo Dios. Éste es el
prudente razonamiento de Gamaliel. Para consuelo del pueblo de Dios, por mucha y
fuerte que sea la oposición que se les haga, su causa puede ser perseguida, pero no
suprimida. Y los que se oponen, sin motivo justo, a los hijos de Dios y tratan de hacer
callar a sus ministros, están luchando contra el mismo Dios.
6. La decisión que tomó el Sanedrín (v. 40): «Fueron persuadidos por él»
(Gamaliel) en cuanto a no meterse con los apóstoles y dejarlos en paz. Pero no pudieron
disimular su rabia, sino que dieron cierto desahogo a su indignación azotándolos (no
hay prueba alguna de que Gamaliel consintiese en esto, pues habría sido inconsecuente
con su propio consejo, pero no le fue fácil impedirlo; comp. con Jn. 7:52), como si
fuesen malhechores, al pensar que, con esta afrenta (v. 41), les harían avergonzarse de
su predicación, y el pueblo se avergonzaría de escucharles. Después, les intimaron que
no hablasen en el nombre de Jesús y los pusieron en libertad.
7. La admirable valentía y constancia de los apóstoles (vv. 41–42).
(A) «Salieron de la presencia del sanedrín, encomendando la causa a Dios, como
Gamaliel había aconsejado y, lejos de avergonzarse de Cristo, salieron gozosos de
haber sido tenidos por dignos de padecer afrenta por causa del Nombre» (v. 41), es
decir, por el nombre del mismo Jesús en cuyo nombre se les había intimado (v. 40) que
no hablasen. Eran hombres que no habían cometido ninguna cosa por la que
avergonzarse, sino que obedecían a Dios y proclamaban salvación para todo el que cree,
arrepentimiento y perdón de pecados. Así que tuvieron por un gran honor ser tenidos
por dignos de sufrir a causa de tal nombre, pues no hay mayor honor que ser
perseguidos por honrar a Cristo y al Evangelio. Salieron gozosos, porque el Maestro
había dicho (Mt. 5:11, 12): «Dichosos seréis cuando por mi causa os vituperen y os
persigan, y digan toda clase de mal contra vosotros, mintiendo. Gozaos y alegraos,
porque vuestro galardón es grande en los cielos». Si sufrimos por hacer el bien, con tal
de que lo suframos bien, debemos alegrarnos en la gracia que nos capacita para ello.
(B) Continuaron con su obra con diligencia infatigable (v. 42). Se les había
prohibido predicar, pero «nunca cesaban de enseñar y proclamar la buena noticia de
que Jesús es el Mesías» (NVI). Esto lo hacían: (a) todos los días, como tarea y deber de
cada día; (b) en el templo, lugar donde concurría el pueblo, sin miedo a sus
perseguidores ni al peligro que allí les amenazaba; (c) y por las casas; así llegaban
hasta los que, por su edad, mala salud, etc., no podían acudir al templo, pues el
Evangelio había de ser predicado a toda criatura (Mr. 16:15). (d) No se predicaban a sí
mismos, ni doctrinas de hombres, sino a Jesucristo, al Salvador Mesías que había sido
crucificado por los hombres, pero resucitado por Dios.
CAPÍTULO 6
5

I. Descontento entre los discípulos acerca de la distribución de alimentos (v. 1). II.
Elección de siete diáconos que se ocupasen de este asunto (vv. 2–6). III. Crecimiento de
la Iglesia (v. 7). IV. Una referencia especial al diácono Esteban, quien fue arrestado y
llevado ante el Sanedrín (vv. 8–15), con lo que comienza su proceso que, en el capítulo
siguiente, culminará con su sentencia y ejecución.
Versículos 1–7
1. Un desdichado desacuerdo entre algunos miembros de la iglesia de Jerusalén fue
prudentemente tratado y resuelto a tiempo (v. 1): «Al aumentar el número de los
discípulos, hubo murmuración, etc».
(A) Nos consuela ver que aumenta el número de los discípulos, así como, sin duda,
les amargaba a los sacerdotes y a los saduceos. Parece ser que la oposición que se hacía
a la predicación del Evangelio contribuía a su éxito. Los predicadores eran azotados y
amenazados y, sin embargo, el pueblo recibía su doctrina y eran incluso atraídos por la
paciencia y el gozo con que los apóstoles soportaban estos sufrimientos.
(B) Con estas luces contrasta la sombra que nos ofrece el que el aumento de los
discípulos diese ocasión a la discordia entre ellos. Hubo murmuración, no una reyerta
notoria, sino una secreta quemazón interior. (a) Los que murmuraban eran los griegos,
es decir, los judíos dispersos por países fuera de Palestina en los que se hablaba el
griego; se quejaban contra los hebreos, los nativos de Palestina, que hablaban arameo.
Se explica que antes de su conversión hubiese cierta tirantez y envidia entre ambos
grupos, pero era un mal testimonio el que ahora se diese ocasión a tales querellas. (b) La
querella era que las viudas de aquéllos (los griegos) eran desatendidas en la
distribución diaria de alimentos. La primera discordia de la Iglesia fue sobre asuntos de
dinero, a pesar de lo que vimos en 2:45 y 4:34. No se nos dice quiénes eran los
culpables, pero es probable que hubiese culpa por ambas partes: los palestinos se
creerían con mayores derechos, y los helenistas exagerarían un poco la nota, pues la
codicia y la envidia se hallan lo mismo en los ricos que en los pobres. No hay duda de
que los apóstoles habían tratado de obrar con toda imparcialidad, pero el contexto
posterior insinúa que, precisamente por el aumento de la grey, los pastores no podían
atender por igual a todas las ovejas. No todo, pues, era perfecto en la primitiva Iglesia.

5Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224


TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1514
2. La intervención de los apóstoles en el asunto (v. 2).
(A) Cuál fue el primer paso que dieron para solucionar el problema: «Convocaron a
la multitud de los discípulos». Los Doce no quisieron obrar por su cuenta y riesgo, sino
que convocaron una especie de «pleno» a fin de que dieran su voz y su voto los que
intervenían más de cerca en la distribución de alimentos, tanto como aquellos cuyas
viudas recibían tal suministro diario.
(B) Cuál es la razón que dieron para no ocuparse ellos directamente de tal
distribución (v. 2b): «No es conveniente que nosotros dejemos la palabra de Dios para
servir a las mesas». Los apóstoles habían sido llamados a predicar la palabra de Dios,
tarea que les ocupaba por entero. Si servían a las mesas tenían que dejar, en cierta
medida, la predicación. Así que no estaban dispuestos a dejar de predicar por el dinero
colocado a sus pies, como no dejaban tampoco de predicar por los azotes colocados a
sus espaldas. La predicación del Evangelio es la obra más alta y urgente en que ha de
ocuparse un ministro de Dios. No debe enredarse en los negocios temporales, ni siquiera
en los asuntos financieros de la casa de Dios.
(C) Cuál es la solución que proponen (v. 3): «Buscad, de entre vosotros a siete
varones … a quienes encarguemos de este trabajo.» Es un trabajo que necesita ser
llevado a cabo mejor de lo que ha estado hasta el presente; por eso, han de elegirse para
ello personas aptas. Tres cualidades se especifican; deben ser: (a) de buen testimonio,
que no tengan nada escandaloso que se les pueda reprochar, que sea notoria su
integridad y su virtud, de forma que se les pueda confiar sin escrúpulos este trabajo; (b)
llenos del Espíritu Santo, varones espirituales, carentes de carnalidad, para que sean
imparciales en el desempeño de su cargo; (c) llenos de sabiduría; no era suficiente que
fuesen honestos y espirituales; habían de ser también competentes, no sólo en el
conocimiento de las Escrituras (como lo demostraron después Esteban y Felipe), sino
también en lo que requería el cargo que iban a desempeñar, es decir, prudentes y
experimentados.
(D) Cuál es la ocupación a la que se van a dedicar los apóstoles (v. 4): «Y nosotros
nos dedicaremos asiduamente a la oración y al ministerio de la palabra». He ahí las
sublimes tareas del ministro de Dios: oración y predicación; en la oración se reciben las
comunicaciones divinas; en la predicación se imparten a los demás; no se trata aquí de
«recitar las oraciones en las funciones litúrgicas», como quiere Leal. Además, en la
oración el pastor se hace boca de la congregación hacia Dios, mientras que en la
predicación se hace boca de Dios hacia la congregación. Sin la íntima comunión con
Dios en la oración, la predicación carece de poder, pero toda ocupación (aun la oración)
que nos dispense de preparar dignamente nuestros mensajes es una forma solapada de
tentar a Dios. Dice el Prof. Trenchard: «Este ministerio abarcaba el estudio minucioso
del Antiguo Testamento con el fin de comprender su relación con la Edad del Espíritu,
como también la “espera” en la presencia de Dios por la que podían recibir mensajes
que correspondieran a la nueva dispensación».
(E) Qué tal les pareció a los discípulos esta propuesta no impuesta (v. 5): «Agradó
la propuesta a toda la multitud». Así que:
(a) Eligieron las personas. Nótese que los apóstoles ordenaron buscar, no votar—
nota del traductor—, pues la idea de una «democracia» eclesial (un hombre, un voto,
con lo que una mayoría de creyentes carnales pueden imponer decisiones erróneas) es
totalmente ajena a la Palabra de Dios. (V. el comentario a 14:23.) Es curioso el hecho de
que los siete escogidos para tal trabajo llevan nombre griego, pues eran los más
apropiados para silenciar la murmuración de los griegos. Uno de ellos, Nicolás, ni
siquiera era judío, sino prosélito de Antioquía. Otro detalle curioso es que sólo vuelven
a mencionarse, de entre estos siete, a Felipe y a Esteban, y no precisamente al servir a
las mesas, sino al exponer la Palabra de Dios. Finalmente, a pesar de los títulos en
nuestras versiones, no consta que estos siete fuesen «diáconos» en el sentido ministerial
que vemos, por ejemplo, en Filipenses 1:1 y 1 Timoteo 3:8.
(b) Presentaron a estos siete ante los apóstoles (v. 6), para que éstos los nombrasen
oficialmente para el cargo que habían de desempeñar. Oraron con ellos y por ellos.
Todos los que están empleados en el servicio de la iglesia deben ser encomendados a la
gracia de Dios mediante las oraciones de la iglesia. Después de orar, les impusieron las
manos. Dice el Dr. Ryrie: «La imposición de manos era un signo formal de la
designación para este servicio. El rito indica un vínculo o una asociación entre las
personas implicadas. A veces, tiene relación con el acto de sanar (Mr. 5:23) o con el
acto de transmitir el Espíritu (Hch. 8:17; 9:17; 19:6) o, como aquí, con la ordenación
para un servicio especial (13:3; 1 Ti. 4:14)».
3. El progreso que la Iglesia obtuvo con esta medida. Tan pronto como las cosas
fueron puestas en orden, el Evangelio prosperó (v. 7): (A) Crecía la palabra del Señor,
esto es, se extendía el conocimiento del Evangelio, ahora que los apóstoles se
desentendían de asuntos de finanzas para dedicarse exclusivamente a su ministerio
específico, y así ocurre siempre que los ministros de Dios se dedican de lleno a su labor.
(B) El número de los discípulos se multiplicaba en gran manera en Jerusalén. Aquí era
precisamente donde menos éxito había tenido la predicación de Jesús, pero ahora es
aquí donde surgían numerosos convertidos. Dios tiene su remanente aun en el peor de
los lugares. (C) También muchos de los sacerdotes obedecían a la fe. Esto era un triunfo
extraordinario de la gracia de Dios: los que más se habían opuesto a Jesús y a sus
discípulos obedecían a la fe, es decir, creían en el Evangelio («fe» en sentido objetivo).
El texto parece indicar que se convirtieron en grupo, después de ponerse de acuerdo en
cuanto a la convicción que infundían las palabras, las señales y el denuedo de los
apóstoles. Se trata, sin duda, de sacerdotes en general; como bien observa Trenchard,
«hemos de distinguir netamente entre los sacerdotes en general (recordemos el piadoso
padre de Juan el Bautista) y la orgullosa casta sumosacerdotal, tan apegada a sus
intereses materiales y financieros, que formaba una oligarquía tiránica, totalmente
opuesta al Evangelio».
Versículos 8–15
No cabe duda de que Esteban era diligente y fiel en el desempeño de su oficio, sin
pensar que fuese algo por debajo de su capacidad. Y, al haber sido fiel en lo poco, le fue
encomendado algo mayor, pues le hallamos aquí cumpliendo con el ministerio de
evangelista.
1. «Y Esteban, lleno de gracia y de poder, hacía grandes prodigios y señales entre
el pueblo» (v. 8). Demostraba la verdad del Evangelio obrando milagros en el nombre
de Jesús. Estaba lleno de gracia y de poder porque estaba lleno de fe y del Espíritu
Santo (v. 5). Es por fe como viene a nosotros el poder de Dios. Por fe nos vaciamos de
nosotros mismos y somos llenados de Cristo. Obraba los milagros entre el pueblo, pues
los prodigios en nombre de Cristo no temen el más estricto escrutinio.
2. Defendía la causa del Cristianismo contra los que se oponían a ella (vv. 9, 10).
(A) Se nos dice primero quiénes eran sus oponentes (v. 9). Todos ellos eran judíos
helenistas. Sin duda habían necesitado mayor gasto de dinero y energías para salir de los
países en que vivían y establecerse en Jerusalén donde tenían ahora su propia sinagoga;
por eso quizás eran tanto más fanáticos en su apego al judaísmo cuanto que la profesión
de la religión judía no era para ellos tan fácil y barata como para los que siempre habían
residido en Palestina. Se nos dice que pertenecían a la sinagoga llamada de los Libertos
(es decir, de quienes habían sido esclavos y se les había dado después la libertad), de los
de Cirene, de Alejandría, de Cilicia y de Asia proconsular. Lo más probable, por el
contexto, es que todos ellos se reuniesen en la sinagoga de los libertos, aunque no puede
negarse la posibilidad de que cada grupo tuviese su propia sinagoga. La mención de los
de Cilicia arroja mucha luz sobre el proceso psicológico de la conversión del apóstol
Pablo. Dice Trenchard: «Puesto que asistían a sus cultos (los de la sinagoga) los
hombres de Cilicia, es probable que Saulo de Tarso fuese miembro de la congregación,
y que fuese uno de los contrincantes de Esteban en las discusiones que surgieron allí.
Quizás el proceso que culminó en la conversión del perseguidor de los cristianos
empezara allí, bien que el fanático joven había de resistir tenazmente las primeras
punzadas de su conciencia y los primeros rayos de luz que le vinieran por el ministerio
de Esteban». Pero, ¿por qué disputaban con Esteban, y no con los apóstoles mismos?
¿Es que tenían a éstos como a hombres sin letras y del vulgo (4:13)? ¿O quizás el gran
celo evangelístico de Esteban le llevó espontáneamente o por designación de los demás
discípulos a enfrentarse en discusión con dichos oponentes? Un detalle que no debe
olvidarse—nota del traductor—es que Esteban, además de sus cualidades espirituales e
intelectuales que le hacían destacarse entre los discípulos, era de extracción helenista
como los otros seis «diáconos», con lo que estaba mejor capacitado para disputar con
los también helenistas de la sinagoga de los libertos, etc.
(B) También se nos dice cómo soportó Esteban la confrontación (v. 10): «No podían
resistir a la sabiduría y al Espíritu con que hablaba». No podían sostener sus propios
argumentos ni responder con efectividad a los argumentos de Esteban. No quedaron
convencidos, pero quedaron confundidos. No se nos dice que no podían resistirle, sino
que no podían resistir a la sabiduría y al Espíritu con que hablaba. Pensaban que
discutían únicamente con Esteban, pero discutían con el Espíritu de Dios en él, con
quien no podían competir.
3. Al final, selló con su sangre su testimonio. Al no poder contestar a sus
argumentos, le formaron proceso como si fuese un criminal y sobornaron a unos
testigos que le acusasen de blasfemia. Veamos:
(A) Cómo soliviantaron contra él no sólo a las autoridades, sino también a las turbas
(v. 12), a fin de que, si el Sanedrín opinaba que no era reo de muerte, pudiesen obligar
al tribunal a sentenciarle por la intervención tumultuosa de las masas populares; también
hallaron medios de concitar contra él a los ancianos y escribas, a fin de que, si el pueblo
se volvía a favor de él, pudiesen prevalecer con el apoyo de las autoridades. Así no
dudaban de que se saldrían con la suya, al tener dos barajas con que jugar.
(B) Cómo lo llevaron ante el tribunal (v. 12b): «Cayendo sobre él, le arrebataron y
le trajeron al sanedrín». Cayeron sobre él en grupo y se lo llevaron como se lleva un
león su presa, según el significado del verbo griego.
(C) Cuál es el cargo que prepararon contra él mediante los testigos a quienes habían
sobornado: «Le hemos oído hablar palabras blasfemas contra Moisés y contra Dios»
(v. 11b); «Este hombre no cesa de hablar palabras contra este lugar santo y contra la
ley» (v. 13b), pues le habían oído decir lo que haría Jesús—según ellos—contra el
templo y contra la ley (v. 14). Como en el juicio contra Jesús, estos testigos falsos
decían parte de verdad, pero distorsionándola por la forma en la que la presentaban. El
cargo era, pues, de blasfemia, agravada por la contumacia después de ser advertido. Los
perseguidores de Esteban parecen mostrar gran celo por el honor de Dios y de Moisés.
Pero, ¿dijo Esteban blasfemias contra Moisés? ¡De ningún modo! Ni Jesús ni sus
discípulos dijeron jamás cosa alguna que ni de lejos se pareciese a una blasfemia contra
Moisés. El cargo queda explicado en el versículo 13, pues hablar contra el lugar santo
equivale a blasfemar contra Dios; y hablar contra la ley equivale a blasfemar contra
Moisés. Esto ya es, por sí solo, una falacia, pues no hay tal equivalencia. Esteban repite,
en realidad, lo que dijo Jesús: Que la ciudad y el templo serían, en un futuro próximo,
destruidos, no por mano de Dios, sino de los romanos, a causa de aquella generación
adúltera y perversa. También era falsa la acusación de hablar contra la ley, pues Jesús
mismo había dicho (Mt. 5:17) que no había venido para abrogar la ley o los profetas;
no para abrogar, sino para cumplir; y si cambió ciertas costumbres, fue para introducir
y establecer otras mucho mejores.
4. Se nos dice igualmente (v. 15) cómo honró Dios a Esteban: «Entonces todos los
que estaban sentados en el sanedrín, al fijar los ojos en él, vieron su rostro como el
rostro de un ángel». Es costumbre de los jueces observar fijamente el rostro del reo, en
el que se refleja con frecuencia la culpabilidad o la inocencia. Esteban aparecía con tal
serenidad mezclada de bravura y con tal mansedumbre llena de majestad, que todos
vieron en su rostro como el rostro de un ángel. No cabe duda de que su rostro
resplandecía como el rostro de Moisés cuando hablaba con Dios. Dios quería, con este
brillo sobrenatural, honrar a su fiel testigo y confundir a sus perseguidores y a sus
jueces. No cejaron por eso en su furiosa persecución contra él, sino que continuaron con
su procesamiento.
CAPÍTULO 7
6

En este capítulo tenemos el martirio de Esteban, el primer mártir de la Iglesia


cristiana. Por eso se nos refieren con tanto detalle su proceso, sus sufrimientos y su
muerte. I. Su defensa ante el Sanedrín de que no había blasfemado contra Dios ni contra
Moisés. Para ello, 1. hace un repaso al Antiguo Testamento, y muestra que el lugar
santo y la ley eran únicamente figuras de futuras realidades, con lo que no se las
menospreciaba al decir que habían de dar lugar a cosas mejores (vv. 1–50). 2. Aplica
esto a quienes le encausaban y se sentaban en juicio contra él (vv. 51–53). II. Su muerte
por apedreamiento y su paciente, piadosa y gozosa sumisión a ella (vv. 54–60).
Versículos 1–16
I. El sumo sacerdote invita a Esteban a responder a los cargos (v. 1): «Ya has oído lo
que éstos dicen de ti. ¿Es esto así?
II. Comienza él su defensa, larga y detallada.
1. En su discurso, se muestra poderoso en el Espíritu y muy versado en las
Escrituras. Los que están llenos del Espíritu Santo, como Esteban, también estarán
llenos de la Palabra de Dios, como él.
2. Cita las Escrituras conforme a la versión de los LXX, con lo que corrobora, como
ya lo indica su nombre griego, que pertenecía a los judíos helenistas. Comienza
diciendo (v. 2): «Varones hermanos y padres, oíd». No les halaga, pero les da los títulos
respetuosos que les corresponden. Aunque ellos le miran como a enemigo y apóstata de
la religión judía, él los llama «varones», dignos de atención, «hermanos» de la misma
familia de Israel, y «padres» por la autoridad que tenían. Pide que le presten atención:
«Oíd», esto es, «escuchad».
(A) Comienza su discurso con el llamamiento de Abraham, el primer patriarca de
Israel, cuyo país nativo, Mesopotamia (v. 2) era idólatra. Especifica que era «el país de
los caldeos» (v. 4); de allí le llamó y le sacó Dios. Después de eso, habitó en Jarrán es
de allí, cinco años más tarde, cuando murió su padre, «Dios le trasladó a esta tierra, en
la cual vosotros habitáis ahora» (v. 4b). Con esto hace observar a sus jueces (y a
nosotros también): (a) que en todos nuestros caminos hemos de atender a la dirección de
Dios por medio de su providencia; (b) que a quienes Dios separa mediante un pacto para
que se entreguen a Él y se aparten de lo mundano, les pide que le sigan por fe y con

6Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224


TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1517
obediencia. Los jueces acusaban a Esteban de blasfemia, pero él muestra ser un fiel hijo
de Abraham («nuestro padre», v. 2), en la obediencia y el culto al verdadero Dios, «el
Dios de la gloria». (c) Ellos estaban orgullosos de su circuncisión y de la tierra en que
habitaban ahora, pero él les hace ver que Dios llamó a Abraham en tierra extraña y
entró en pacto con él antes de estar circuncidado, con lo que ni la circuncisión en la
carne (comp. con el v. 51) ni el lugar donde moraban tenían la importancia que ellos les
daban.
(B) Los muchos años durante los que Abraham y su descendencia anduvieron sin
rumbo fijo tras su salida de Ur de los caldeos. Dios le prometió que se la daría (la
tierra) en posesión a él y a su descendencia después de él (v. 5). Pero, (a) cuando no
tenía ningún hijo (v. 5b) y tardó muchos años en tenerlo de Sara. (b) Él fue extranjero
en la tierra, pues Dios no le dio herencia en ella, ni aun para asentar un pie. (c)
También su posteridad sería extranjera en tierra ajena, hasta que pasasen 400 años
durante los cuales los israelitas serían maltratados. Esteban cuenta así, en números
redondos, desde el nacimiento de Isaac hasta la salida de los israelitas de Egipto, pues el
apóstol aclara, en Gálatas 3:17 que pasaron 430 años desde la promesa hecha a
Abraham hasta que fue dada la Ley en el Sinaí. Las promesas de Dios, aunque caminen
despacio, llegan seguras y a su debido tiempo.
(C) Veamos ahora cómo sirve todo esto al objetivo que se propone Esteban en su
discurso: (a) La nación judía era insignificante en sus comienzos; así como el primer
patriarca, Abraham, fue sacado de la oscuridad en Ur de los caldeos, también las tribus
de Israel fueron sacadas de la esclavitud en Egipto. El que las sacó de allí las puede
volver a meter allí sin perder nada, y puede también, de las piedras mismas suscitarle
hijos a Abraham. (b) Los lentos pasos por los que se fue cumpliendo la promesa hecha a
Abraham muestran que tenían un significado espiritual y que la tierra principalmente
implicada en la promesa era una patria mejor, esto es, celestial (He. 11:14–16). No era,
pues, blasfemia decir que Jesús había profetizado la destrucción de este lugar, cuando
era Él precisamente quien nos había de guiar a la Canaán celestial.
III. Esteban pasa luego a detallar cómo se formó la familia de Abraham.
1. Dios se comprometió a ser el Dios de Abraham y de su posteridad y, en señal de
esto, le dio el pacto de la circuncisión (v. 8), por lo que, cuando le nació Isaac, le
circuncidó al octavo día. Y comenzaron a multiplicarse: Isaac (engendró y circuncidó)
a Jacob, y Jacob a los doce patriarcas (v. 8b).
2. Los hermanos de José le tuvieron envidia (v. 9) por el afecto especial que su
padre le profesaba y por los sueños de supremacía que tenía, y lo vendieron para
Egipto.
3. Pero Dios estaba con él (v. 9b), le reconocía por suyo y le favorecía; de modo
que le libró de todas sus tribulaciones e hizo que sirviesen para su exaltación como
gobernador sobre Egipto y sobre toda la casa de Faraón (v. 10).
4. Jacob se vio obligado a bajar a Egipto por el hambre que se abatió sobre toda la
tierra de Egipto y de Canaán (vv. 11, 12), pues oyó que había trigo en Egipto. Por dos
veces envió a sus hijos allá, y en el segundo viaje (v. 13), José se dio a conocer a sus
hermanos, etc. En cuanto al cómputo de Esteban sobre el número de 75 personas que,
del linaje de Jacob, entraron con él en Egipto (v. 14), véase el comentario a Génesis
46:26. Esteban cita de los LXX este versículo, donde se dice 75.
5. Jacob y sus hijos murieron en Egipto (v. 15), y sus restos fueron trasladados a
Siquem, etc. (v. 16). Aunque Jacob fue sepultado en Hebrón (Gn. 50:13), y de los demás
hijos de Jacob no se conoce el sepulcro, el hecho de que José (el personaje que a
Esteban le interesaba poner de relieve) fuese sepultado en el terreno comprado por
Jacob en Siquem (Jos. 24:32), hace que tengamos aquí un resumen generalizado. Dice
Trenchard: «La mención de Siquem (en la provincia de Samaria) pone de relieve una
vez más que Jerusalén no era el único lugar sagrado en la estimación de los antiguos».
6. Veamos cómo estos detalles sirven al propósito de Esteban: (A) Hace ver a sus
jueces que José fue figura de Cristo, tanto en su humillación como en su exaltación. (B)
Que, de la misma manera que José fue rechazado por sus hermanos y vendido como
esclavo, a pesar de lo cual, lo sufrió todo con humildad y paciencia y perdonó después a
sus hermanos, también Cristo había sido rechazado y condenado a muerte por ellos,
pero había sido exaltado a la diestra del Padre, desde donde seguía siendo el único
medio de salvación para ellos, como para todos. (C) Aquella tierra santa, que ellos
estimaban tanto, no fue durante muchos siglos la morada de sus antepasados, por lo que
no les ha de parecer extraño el que, después de ser tan contaminada por el pecado (en
especial, con el derramamiento de la sangre del Justo), vaya a ser destruida.
Versículos 17–44
De la historia de José, pasa Esteban a la historia de Moisés, el principal tipo de
Cristo en lo que a Esteban le interesaba poner de relieve en su discurso.
I. Comienza por referirse al considerable crecimiento del pueblo en Egipto cuando
se acercaba el tiempo de la promesa (v. 17), el tiempo en que Israel iba a ser
constituido como nación. Los movimientos de la Providencia suelen acelerarse
conforme se acercan a su centro. Dios sabe cómo redimir el tiempo que parecía perdido
y llevar a cabo doble tarea en un solo día.
II. El extremo al que se vieron reducidos en Egipto (vv. 18, 19). Tres cosas hace
notar Esteban: I. La ingratitud de los egipcios, pues se olvidaron pronto de José (v. 18):
«Se levantó en Egipto otro rey que no sabía nada de José», a pesar de que entre la
muerte de José y el nacimiento de Moisés no llegó a tres siglos. ¡Qué grande fue la
ingratitud de Egipto al olvidar tan pronto a tan grande bienhechor del país! 2. La astucia
y perversidad de tal rey, al exponer a la muerte a los niños de pecho de Israel, para que
no se propagasen (v. 19). Lo que los enemigos del Evangelio estaban haciendo en la
infancia de la Iglesia de Cristo era tan impío, y tan inútil, como lo que aquel rey hizo
para acabar con la descendencia de Israel.
III. El surgimiento de Moisés como futuro libertador del pueblo (v. 20): En aquel
tiempo, cuando más fiera era la persecución del Faraón contra los israelitas, nació
Moisés, quedando así expuesto al peligro que el edicto real entrañaba. Fue hermoso a
los ojos de Dios; en especial, por la gracia de Dios, quien le eligió desde el vientre de su
madre. Fue preservado por extraordinaria providencia de Dios: «fue criado tres meses
en casa de su padre», nieto de Leví. La providencia lo siguió preservando hasta ponerlo
en brazos de la hija de Faraón, que lo crió como a hijo suyo (v. 21). En el palacio real,
Moisés fue instruido en toda la sabiduría de los egipcios (v. 22). Esta sabiduría (comp.
Is. 19:11) «consistía—dice Leal—en las ciencias ocultas (cf. Sab. 7, 17–22)». A pesar
de la dificultad que tenía en expresarse (Éx. 4:10), era fuerte e inteligente: «poderoso en
sus palabras y obras» (v. 22b), como lo demostró más adelante. Con esto daba Esteban
a entender que tenía de Moisés un concepto tan alto (o más) como el que ellos pudiesen
tener.
IV. Cómo trató Moisés de conseguir la liberación de Israel, pero le despreciaron.
Esteban insiste mucho en esto, porque le sirve como de clave para el objeto de su
discurso: Cuando Moisés tuvo cuarenta años (v. 23), le vino el deseo de visitar a sus
hermanos, los hijos de Israel, para ver qué podía hacer por ellos, 1. Como su salvador,
según lo mostró al vengar a uno de sus hermanos oprimidos (v. 24). Si los israelitas
hubiesen conocido las señales de los tiempos, habrían tomado esto por la aurora de su
liberación; mas ellos no lo comprendieron así (v. 25). 2. Como juez de Israel, como lo
mostró al día siguiente al tratar de reconciliar entre sí a dos israelitas que se peleaban;
les hizo ver que eran hermanos, por lo que no debían maltratarse el uno al otro (v. 26).
Pero el que maltrataba a su prójimo (v. 27), es decir, el de mayor culpabilidad en la
contienda, no sólo no aceptó la corrección, sino que, tras hacerlo a un lado de un
empujón, le dijo en su cara: «¿Quién te ha constituido gobernante y juez sobre
nosotros?» Y, para mayor insulto, le echó en cara el servicio que había prestado a Israel
al vengar a un israelita maltratado por un egipcio (v. 28), como si hubiese sido un
crimen, cuando era una bandera de desafío contra los egipcios, y una bandera de amor y
liberación para Israel. Ante esto, Moisés huyó a Madián, donde se estableció como
extranjero, se casó y tuvo dos hijos (v. 29). 3. Cómo servía esto al propósito de Esteban:
(A) Sus jueces le acusaban de blasfemia contra Moisés, pero él les expone las
indignidades que sus antepasados habían cometido contra Moisés. (B) Le perseguían
por salir en defensa de Cristo y de su Evangelio, pero era el propio Moisés el que, de
parte de Dios, había predicho la venida futura de un profeta a quien habían de escuchar
(v. 37). (C) Cristo, como antaño Moisés, era el Príncipe y Salvador de Israel. Pero ellos
le rechazaban, como habían rechazado a Moisés sus antepasados. Debían, pues, temer
que Dios los entregase a una esclavitud mayor que la que habían sufrido sus mayores en
Egipto.
V. Al proseguir con la historia de Moisés, Esteban narra a continuación: 1. La visión
que Moisés tuvo de la gloria de Dios en lo de la zarza (v. 30): Pasados cuarenta años,
cuando ya tenía ochenta años, entra a desempeñar el cargo para el que había nacido. Se
le aparece el ángel de Jehová (Éx. 3:2) en el desierto del monte Sinaí en una zarza
ardiendo (v. 30). Esteban pone de relieve que a Moisés se le mandó entonces que se
descalzase, pues estaba en tierra santa (vv. 31–33), con lo que se daba a entender que no
sólo en el templo, sino en cualquier otro lugar, se puede tener comunión con Dios. Se
engañan quienes piensan que la presencia de Dios está confinada a ciertos lugares, pues
Él puede llevar a su pueblo a un desierto y hablarles allí al corazón. Cómo fue afectado
Moisés por esta visión: (A) «Se asombró de la visión» (v. 31). Sintió curiosidad de
observar qué era aquello, pero cuanto más se acercaba, más asombrado se quedaba. (B)
«Temblando, no se atrevía a mirar» (v. 32), pues pronto se percató de que era el ángel
de Jehová.
2. La declaración que escuchó del pacto de Dios (vv. 31b–32): «Vino a él la voz del
Señor: Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob; y, por tanto,
(A) «Yo soy el que soy, es decir, soy el mismo de siempre». El pacto que Dios hizo con
Abraham era: «Yo seré para ti Dios». Ahora, viene a decir Dios: «Ese pacto está
todavía en vigor; yo sigo siendo el Dios de Abraham». Todos los favores y todos los
honores que otorgó Dios a Israel estaban fundados en este pacto con Abraham. Con esto
precisamente probó Jesús que había un estado futuro. Dios es Dios de vivos, no de
muertos; luego Abraham está vivo con Dios. (B) El Dios de Abraham es el Dios de
Israel, pues los israelitas son amados por causa de los padres (Ro. 11:28). Lo que
Esteban, como todos los discípulos de Cristo, predicaba era «la promesa que hizo Dios
a nuestros padres» (26:6). ¿Y se atreverán los jueces de Esteban, bajo pretexto de
defender el templo y la Ley, a oponerse al pacto que Dios hizo con Abraham, mucho
antes de que se diese la Ley, y muchísimo antes de que se construyese el templo? Dios
quiere que nuestra salvación esté basada en la promesa, no en la Ley. Así que los judíos
que perseguían a los cristianos, bajo pretexto de que los cristianos blasfemaban de la
Ley, estaban blasfemando ellos mismos de la promesa.
3. La comisión que dio Dios a Moisés de que libertase de Egipto a Israel. Después
de ordenarle que se quitase las sandalias por respeto al lugar (v. 33), le comisionó para
que fuese a Egipto como gobernante y libertador (v. 35), pues estaba compadecido de
su pueblo (v. 34): «He visto la aflicción de mi pueblo que está en Egipto, y he oído su
gemido y he descendido para librarlos. Así lo hizo por mano de Moisés, acompañando
las palabras con prodigios y señales en tierra de Egipto, en el mar Rojo y en el desierto
por cuarenta años (v. 36). Esteban pone de relieve que precisamente a este Moisés, a
quien habían rechazado … a éste lo envió Dios como gobernante y libertador (v. 35).
El paralelo con Jesús en la intención de Esteban estaba claro, como puede verse por la
semejanza con 5:30, 31: «El Dios de nuestros padres levantó a Jesús, a quien vosotros
matasteis colgándole en un madero. A éste, Dios ha exaltado con su diestra por jefe y
salvador» (comp. con 4:11). Esteban está, pues, muy lejos de blasfemar de Moisés, pues
le admira como a glorioso instrumento en las manos de Dios, aunque en esto estaba muy
por debajo de Jesús, como lo muestran los vocablos que a Jesús se aplican en 5:31
(«arjegón kai sotéra»), superiores a los que Esteban aplica a Moisés en 7:35
(«árjonta kai lytrotén»).
4. La profecía que Moisés profirió acerca de Cristo y de su gracia. Moisés habló de
Él (v. 37): «Éste es el Moisés que dijo a los hijos de Israel: El Señor vuestro Dios os
suscitará un profeta como yo de entre vuestros hermanos; a él oiréis». Así que, entre
los más grandes honores que Dios le había otorgado, se menciona aquí el que había
profetizado la venida de Cristo. Al afirmar, pues, que Jesús había de cambiar ciertas
costumbres y preceptos de la Ley, mediante una Ley superior, lejos de blasfemar de
Moisés, Esteban le tributaba el mayor honor imaginable. Jesús les había dicho (Jn.
5:46): «Si creyeseis a Moisés, me creeríais a mí, porque de mí escribió él». El que dijo
de Jesús «oídle», suponía que Jesús tenía autoridad divina para lo que había de decir y
hacer.
5. Los eminentes servicios que Moisés continuó haciendo al pueblo de Israel
después de haberlos sacado de Egipto (v. 38). Se mencionan ahora, entre otros honores
otorgados por Dios a Moisés, (A) que estuvo en la congregación en el desierto, y
presidió y dirigió todos sus asuntos durante cuarenta años. Muchas veces habrían sido
destruidos si Moisés no hubiese intercedido por ellos, en lo cual fue tipo de Cristo,
nuestro gran Mediador y perpetuo intercesor. (B) Que estaba con el ángel que le
hablaba en el monte Sinaí y con nuestros padres. Cristo mismo preencarnado era, sin
duda, el ángel de Jehová que conducía, por mano de Moisés, a los israelitas en su
peregrinación por el desierto. (C) «Y que recibió palabras de vida para darnos». Las
palabras de Dios son espíritu y vida. No que la Ley de Moisés pudiese dar la vida, pero
mostraba el camino hacia la vida. Moisés no las inventaba, sino que se limitaba a
transmitir a los israelitas los oráculos que Dios le daba. Del mismo modo que Cristo
completó definitivamente la revelación de Dios al mundo (He. 1:2), también completó
los preceptos que Dios había dado por medio de Moisés.
6. Sin perder de vista el objetivo de su discurso, Esteban hace ver que quienes le
acusaban de blasfemar de Moisés estaban siguiendo los pasos de sus antepasados (v. 39)
«al cual nuestros padres no quisieron obedecer, sino que le desecharon y en su corazón
se volvieron a Egipto», prefiriendo los ajos y las cebollas de Egipto al maná que tenían
bajo la conducción de Moisés, y a la leche y miel que esperaban tener en Canaán. Hay
muchos que profesan ir hacia Canaán, pero en lo íntimo del corazón se vuelven a
Egipto. Si, pues, las costumbres impuestas por mano de Moisés no pudieron cambiarles
el corazón, no era extraño que Cristo viniese a cambiar esas costumbres. Entre las
grandes afrentas, hechas tanto a Moisés como a Dios, Esteban menciona lo del becerro
de oro (vv. 40, 41), como si un becerro de oro pudiese suplir la ausencia de Moisés y
conducirlos a Canaán. ¡Poco podía hacer la Ley del Sinaí! Era, pues, necesario que esta
ley fuese perfeccionada por otra mano mejor, y no se blasfemaba de Moisés por decir
que Cristo era quien lo había llevado a cabo.
7. Esteban termina esta sección de su discurso acerca de Moisés y acusa
implícitamente a sus jueces de ser imitadores de sus padres en la idolatría a la que Dios
los entregó. Éste fue el mayor y más triste castigo por su pecado (v. 42), para lo que
Esteban cita una porción de los profetas (Am. 5:25–27). Al citar de un profeta del
Antiguo Testamento, no podían sentirse tan molestos por la reprensión. Amós les
reprende:
(A) Por no ofrecer sacrificios a su Dios en el desierto (v. 42): «¿Acaso me
ofrecisteis víctimas y sacrificios en el desierto por cuarenta años?» No; durante todo
este tiempo, los sacrificios a Dios quedaron interrumpidos. El hecho de que esas
«costumbres» tan importantes estuviesen en desuso por tanto tiempo era, en boca de
Esteban, un freno al celo que ellos parecían sentir por las costumbres que Moisés les
había dado y al temor que tenían de que este Jesús las cambiase.
(B) Por ofrecer sacrificios a otros dioses (v. 43): «Antes bien llevasteis el
tabernáculo de Moloc», una de las deidades de Canaán a la que se ofrecían sacrificios
humanos, y la estrella de vuestro dios Refán (lit.), es decir, el planeta Saturno, pues ése
es el nombre de dicho planeta en siríaco. Tenían imágenes que representaban al planeta,
del mismo modo que los efesios tenían imágenes de plata de la diosa Diana. Refán es
el nombre que los LXX pusieron en vez de Quiyún. Esas imágenes son aquí llamadas
(v. 43c) «figuras que os hicisteis para adorarlas». Es curioso el cambio que Esteban
hace en el versículo 43d, pues, en lugar de «más allá de Damasco» (Am. 5:27), dice:
«más allá de Babilonia». Dice J. Leal: «El destierro “hasta más allá de Damasco”, de
que habla el Antiguo Testamento, Esteban lo traslada “hasta más allá de Babilonia”, con
el conocimiento que le da la historia». Solamente la bondad de Dios y la fidelidad a sus
promesas explica que, a pesar de las idolatrías del pueblo, el tabernáculo del testimonio
que había ordenado Dios cuando habló a Moisés, les acompañase en el desierto (v. 44).
Versículos 45–53
1. Esteban les da ahora respuesta, en especial, al cargo que se refería al templo, es
decir, que hablaba palabras blasfemas contra el lugar santo (vv. 45–50). Le acusaban de
decir que Jesús destruiría el templo. Esteban viene a replicar: «¿Y qué? La gloria del
Dios santo queda incólume aunque yazca en el polvo», puesto que:
(A) Sólo después que nuestros padres entraron en el desierto, es cuando tuvieron el
tabernáculo; por eso, Aquel que fue adorado sin lugar santo en los mejores tiempos de la
congregación de Israel, también podrá serlo cuando este lugar haya sido destruido.
(B) El lugar santo fue al principio una tienda de campaña, movible e insignificante,
destinada a desaparecer; también el templo puede desaparecer igualmente, pues lo más
importante, tanto del tabernáculo como del templo, es que fueron erigidos para
testimonio (v. 44).
(C) Ese tabernáculo, construido según el modelo que Dios mostró a Moisés (v. 44) y
que fue primeramente erigido en el desierto, era figura del tabernáculo en que entró el
Señor Jesús (He. 8) y fue introducido en la Tierra Santa por Josué (v. 45), equivalente a
Jesús, que en esto era, por tanto, figura de Jesucristo, el Josué del Nuevo Testamento.
(D) Dicho tabernáculo continuó hasta los días de David (v. 46), quien deseó edificar
a Dios un templo, pero fue Salomón quien lo mandó construir (v. 47), con lo cual se
demostraba cuán poco caso hacía Dios del lugar santo, ya que, aunque David halló
gracia delante de Dios (v. 46), Dios le prohibió edificarlo, y mostró que no tenía
ninguna prisa por tener el templo.
(E) Esteban pone de relieve la poca importancia del templo y cita de Isaías 66:1, 2 y
de 1 Reyes 8:27, como lo hará Pablo más tarde (17:24): «El Altísimo no habita en
templos hechos a mano» (v. 48), pues no los necesita, ya que el Cielo es su trono, y la
tierra el estrado de sus pies. Por eso, continúa el Señor: «¿Qué clase de casa me
edificaréis? ¿O cuál es el lugar de mi reposo? ¿No hizo mi mano todas estas cosas?»
(vv. 49, 50).
2. De ahí pasa Esteban al ataque directo, al percibir que sus acusadores no
soportaban lo que él decía, con lo que mostraban que eran imitadores de sus
antepasados.
(A) Ellos, como sus padres, son duros de cerviz, esto es, rebeldes e insumisos a la
voz de Dios, e incircuncisos de corazón, que no quieren entender, y de oídos, que
cierran los oídos a la verdad (v. 51). Eran judíos en la carne, pero paganos de espíritu.
(B) No sólo no daban oídos a la Palabra de Dios, sino que se enfurecían contra los
métodos de Dios: «Vosotros siempre resistís al Espíritu Santo; como vuestros padres,
así también vosotros» (v. 51b). (a) Resistían al Espíritu que les hablaba por medio de
los profetas: ¿A cuál de los profetas no persiguieron vuestros padres? (v. 52). (b) Le
resistían igualmente al contender con la conciencia de ellos. Hay siempre dentro de
nuestro corazón algo que resiste al Espíritu Santo, pero en el corazón de los elegidos esa
resistencia es vencida y, tras una lucha más o menos larga, se erige en el corazón el
trono de Cristo. (c) Su resistencia al Espíritu Santo les había llevado a sus padres (y les
llevaba a ellos) a matar a los profetas que habían anunciado la venida del Justo, de
quien vosotros ahora habéis sido traidores y asesinos (v. 52b). Es la misma acusación
que les había lanzado Pedro (2:36; 3:14, 15; 5:30). Habían alquilado a Judas para
traicionarle y habían obligado a Pilato a condenarle a muerte, por lo que Esteban les
culpa de ser sus traidores y asesinos. ¿A qué profeta habrían guardado respeto, si no se
lo habían guardado al propio Hijo de Dios?
(C) Como sus padres, también ellos menospreciaban la revelación divina. Dios les
había dado a sus padres la Ley, y a ellos el Evangelio, pero en vano. (a) Sus padres
recibieron la Ley, pero no la guardaron (v. 53), como si fueran cosas extrañas e
inconvenientes, a pesar de que eran para vida. Dice Leal: «La mediación de los ángeles
sirve aquí para ponderar el origen divino de la Ley y la gravedad del pecado contra
ella». Tan pronto como recibieron la Ley la quebrantaron al hacer el becerro de oro y
prestarle adoración. (b) Ellos recibían ahora el Evangelio, no por disposición de ángeles,
sino del Espíritu Santo, y también a éste le resistían negándose a recibir el Evangelio.
No querían avenirse con Dios de ninguna de las maneras.
Versículos 54–60
Muerte del primer mártir de la Iglesia cristiana. Vemos el Infierno con todo su fuego
y toda su oscuridad, y el Cielo con toda su luz y todo su brillo. No se nos dice que se
pusiese a votación el caso de Esteban y que, por mayoría de votos, se le juzgase reo y se
le condenase así a muerte. Tampoco se nos dice que se le ejecutase con intervención del
pueblo, sino que fueron sus acusadores los que llevaron a cabo toda la ceremonia legal
de la ejecución.
1. Véase primero la fuerza de la corrupción en los perseguidores de Esteban.
(A) «Oyendo estas cosas se sentían heridos en lo más vivo» (v. 54). El verbo griego
(diepríonto) es el mismo de 5:33, cuyo significado se explicó allí. La enemistad
contra Dios es algo que corta el corazón, mientras que la fe y el amor lo curan. El que
parecía un ángel antes de comenzar su discurso (6:15), hablaba como un ángel al
terminarlo, pero ellos estaban resueltos a no dar oídos a una causa tan clara y
bravamente defendida.
(B) «Rechinaban los dientes contra él» (v. 54b). Llenos de rabia, no podían soportar
las señales manifiestas de poder divino que se manifestaban en Esteban. El rechinar de
dientes se usa a menudo para expresar el terror y los tormentos de los condenados. Los
que tienen la malicia del Infierno no pueden menos de sufrir algunas de las penas del
Infierno.
(C) «Gritando a grandes voces, al oír a Esteban hablar de Jesús en el cielo, a la
diestra de Dios (vv. 55, 56), trataron de prevalecer contra Esteban con gritos, ya que no
podían con razones, y se taparon los oídos» (v. 57), bajo pretexto de que no podían
soportar el oír sus blasfemias. Así manifestaban su resolución de no escuchar.
(D) Al pasar de los gestos a las manos, (a) «arremetieron a una contra él» (v. 57b),
como fieras que se lanzan a la presa; (b) «y echándole fuera de la ciudad, comenzaron a
apedrearle», para cumplir así, según ellos, con la Ley de Moisés (Lv. 24:16). Los
testigos fueron los primeros en comenzar la operación, según ordenaba la Ley. (c) Estos
testigos se quitaron el manto exterior y lo pusieron a los pies de un joven que se
llamaba Saulo (v. 58), donde vemos la primera mención del apóstol Pablo, por cuyo
nombre lo conocemos mejor y le amamos al verlo después convertido en el mayor
campeón de la causa de Cristo y del Evangelio. Él mismo mencionará con pesar esta
intervención suya en el asesinato de Esteban (22:20): «y guardaba las ropas de los que
le mataban».
2. Véase la fuerza de la gracia en Esteban. Así como sus jueces y acusadores estaban
llenos de Satanás, él estaba lleno del Espíritu Santo. Cuando fue nombrado para servir a
las mesas, se nos dice que estaba lleno del Espíritu Santo (6:5), y ahora que va a recibir
la corona («Esteban» significa «corona») del martirio, se le describe del mismo modo.
Los que están llenos del Espíritu Santo son aptos para todo, tanto para actuar por Cristo
como para morir por Él. Pero no por estar en peligro de muerte cada día, quedan
separados del amor de Cristo (Ro. 8:35–39).
(A) Cristo se le manifestó desde la gloria del cielo, precisamente cuando sus
perseguidores se sentían heridos en lo más vivo:
(a) «Puestos los ojos en el cielo, vio la gloria de Dios» (v. 55b). Ellos tenían puestos
en él los ojos con furia; él los tenía puestos en el cielo con fe; de allí viene su socorro y
allí tiene la puerta abierta. No pueden ellos interrumpir la comunión que tiene con Dios
y el ofrecimiento que de sí hace a Dios. Los que están llenos del Espíritu Santo miran al
cielo porque allí está su corazón.
(b) Vio la gloria de Dios porque vio los cielos abiertos (v. 56). Se le abrieron los
cielos para darle una vista de la dicha que allí le esperaba y ayudarle a sufrir con gozo la
muerte que le iban a dar.
(c) Vio también a Jesús (v. 55), al Hijo del Hombre, de pie a la diestra de Dios (v.
56). Ve a Cristo que está a favor de él, y ya no le importa quiénes puedan estar contra él.
La presencia de Cristo a la diestra de Dios es una prueba visible de la exaltación del
Señor a los cielos. Y lo que ve, lo declara Esteban a los que le rodean amenazadores.
Ésta es la única vez que a Cristo se le llama «Hijo del Hombre» fuera de los Evangelios,
con lo que resalta más el paralelismo del testimonio de Esteban con el que había dado el
propio Señor Jesús ante el tribunal de Caifás (Mt. 26:64).
(B) Véanse las expresiones con que se dirige Esteban al Señor. «Le apedreaban,
mientras él invocaba, etc.» (v. 59). Aunque invocaba a Dios en oración, le apedreaban;
y aunque le apedreaban, él seguía orando. Es un gran consuelo para los que sufren
persecución por la justicia, saber que tienen un gran Dios al que acudir. Los hombres
pueden taparse los oídos, como aquí (v. 57), pero Dios no se los tapa. Le habían echado
de la ciudad, pero no le pudieron alejar de su Dios. Se va del mundo y por eso llama a
Dios. Buena cosa es morir orando. Dos breves oraciones profiere Esteban al morir:
(a) Una oración por sí mismo (v. 59b): «Señor Jesús, recibe mi espíritu». De manera
parecida entregó Jesús su espíritu al Padre (Lc. 23:46) al morir. Bien queda nuestro
espíritu en las manos del Mediador, cuando le hemos recibido a Él como a nuestro
Salvador.
(b) Otra oración por sus perseguidores y asesinos (v. 60). Son dignas de observar las
circunstancias de esta oración: «Puesto de rodillas», que es una expresión de humildad,
«clamó a gran voz», lo cual era expresión de insistencia, dada la perversidad de sus
asesinos. La oración fue: «Señor, no les tomes en cuenta este pecado». Así siguió el
ejemplo de su Maestro, quien también clamó y pidió al Padre perdón para los que le
daban muerte (Lc. 23:34). La oración es aquí también un sermón. Primero: lo que
hicieron con Esteban fue un gran pecado. Segundo: a pesar de la furia y la maldad que
pusieron en juego contra él, su reacción fue de amor y de perdón. Si consideran después
fríamente lo que han hecho con él, no se perdonarán fácilmente a sí mismos por haber
dado muerte a quien tan fácilmente les perdonó a ellos. Tercero: aun cuando el pecado
era tremendo, no deben desesperar de ser perdonados, con tal que se arrepientan
sinceramente de su crimen. Si ellos se acusan a sí mismos, Dios no les imputará el
pecado.
(C) Su muerte (v. 60b): «Y habiendo dicho esto, se durmió». Dice J. Leal: «Se
durmió es la misma expresión que usa Pablo para expresar la muerte de los que creen en
Cristo. La misma expresión que se fijará en los sepulcros de los mártires romanos, en
las catacumbas. La muerte es un sueño, porque no es definitiva. El creyente muere en
espera del despertar de la resurrección». Se durmió después de orar por sus
perseguidores, como si diese a entender que no podía morir en paz mientras no hubiese
hecho eso. Al que así duerme, le irá bien, pues despertará en la mañana de la
resurrección (comp. con Jn. 11:11, 12).
CAPÍTULO 8
7

Por extraño que parezca, cuanto más perseguidos eran los discípulos de Cristo, tanto
más se multiplicaban. I. Aquí está la Iglesia sufriendo (vv. 1–3). II. Aquí está la Iglesia
extendiéndose. 1. El Evangelio llega a Samaria, es predicado allí (vv. 4, 5) y es recibido
allí (vv. 6–8), incluso por Simón Mago (vv. 9–13); es otorgado el Espíritu Santo a
ciertos creyentes samaritanos (vv. 14–17) y Simón Mago es severamente reprendido por
Pedro (vv. 18–25). 2. El Evangelio es enviado, por medio de un alto funcionario, a
Etiopía, adonde él regresaba de Jerusalén en su carroza (vv. 26–28). Es enviado Felipe a
él y en la carroza le predica a Cristo (vv. 29–35), lo bautiza (vv. 36–38), y cada uno
marcha por diferente camino (vv. 39, 40).
Versículos 1–3
1. Todavía quedaba algo por decir con respecto a la muerte de Esteban: ¿qué
impresión hizo en la gente? (A) Habla alguien satisfecho de haber intervenido en ella (v.
1): «Saulo, al que conocemos mejor por su nombre romano de Pablo, estaba de acuerdo
con ellos en su muerte». Hay buena razón para pensar que el propio Pablo incitó a
Lucas a consignar esto para vergüenza suya y gloria de la gracia de Dios. (B) Otros,
unos hombres piadosos, llevaron a enterrar a Esteban e hicieron gran duelo por él (v.
2). Le tributaron este respetuoso homenaje para mostrar que no estaban avergonzados
de la causa que él había defendido, ni temerosos de la ira de quienes le habían dado
muerte. Honraron a este fiel siervo de Jesucristo, pues Dios le había honrado también
con la corona del martirio.
2. Se nos refiere a continuación la persecución que aquel día se desató contra la
iglesia que estaba en Jerusalén (v. 1). Podríamos pensar que las oraciones del
moribundo Esteban hubiesen calmado a los perseguidores, pero no fue así. Al dar

7Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224


TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1519
nuevas señales de su obstinado endurecimiento, prosiguen la lucha contra el Evangelio
de Cristo.
(A) Contra quiénes se desató esta persecución: Contra la iglesia que estaba en
Jerusalén. Cristo había predicho que Jerusalén sería pronto un lugar demasiado difícil
para sus seguidores, pues dicha ciudad era famosa por matar a los profetas y apedrear a
quienes le eran enviados.
(B) Quién era especialmente activo en esa persecución: Nadie tan activo y tan
celoso como Saulo, un joven fariseo (v. 3), pues asolaba la iglesia, y hacía cuanto podía
por acabar con ella, extirpando de Israel el Evangelio de Cristo. Saulo había sido
educado como un erudito de quien se espera discreción y cortesía, pero no pensaba que
se envileciera por dedicarse a la tarea más vil que pueda darse. «Entraba casa por
casa», y mostraba así su tremendo fanatismo, de forma que nadie podía sentirse seguro
ni en su propio hogar aunque fuese un castillo. «Arrastraba a hombres y mujeres, sin
consideración alguna hacia el sexo débil, y los metía en la cárcel, a fin de que fuesen
encausados y condenados a muerte».
(C) Cuál fue el efecto de la persecución (v. 1c): «Todos fueron esparcidos y, al
recordar las palabras del Maestro («cuando os persigan en una ciudad, huid a otra»), se
dispersaron por las regiones de Judea y de Samaria». Habían cumplido su tarea en la
capital y ahora era tiempo de pensar en las necesidades de otros lugares. Aunque la
persecución nos pueda expulsar de nuestra obra, también nos puede enviar a trabajar en
otro lugar cualquiera. Los únicos que no se dispersaron fueron los apóstoles. Éstos se
quedaron en Jerusalén, donde su presencia era más necesaria. Por otra parte, como
apunta Leal, es probable que la persecución se cebase, sobre todo, en los helenistas, más
extremosos frente a las costumbres hebreas. Resulta así interesante el hecho de que no
sean precisamente los Doce quienes irradien el Evangelio al exterior de Jerusalén.
Versículos 4–13
I. Un resumen general de lo que hacían los esparcidos por la persecución (v. 4):
«Iban por todas partes anunciando las Buenas Noticias de la palabra». Jesús les había
prohibido, antes de su muerte, ir por el camino de los gentiles y entrar en las ciudades
de los samaritanos, pero antes de su ascensión a los cielos les mandó ir, no sólo a
Samaria, sino hasta los últimos confines de la tierra. Iban por todas partes, no por
comodidad o diversión, sino a encontrar trabajo. No eran forasteros en Judea y en
Samaria, pues Jesús había estado frecuentemente con sus discípulos en aquellas
regiones.
II. Especial referencia a la obra llevada a cabo por Felipe, no el apóstol, sino el
diácono. Así como Esteban había sido promovido al honor de mártir, Felipe lo fue al
ministerio de evangelista.
1. El asombroso éxito que tuvo Felipe en su predicación.
(A) El lugar que escogió fue Samaria, la capital de la región del mismo nombre. Los
judíos no se trataban con los samaritanos, pero Cristo envió su Evangelio para matar
todas las enemistades.
(B) La doctrina que predicaba (v. 5): «les predicaba a Cristo». Los samaritanos
esperaban al Mesías, como sabemos por Juan 4:25. Ahora Felipe les dice que ya ha
venido el Mesías y que serán bien acogidos por Él.
(C) Las pruebas que presenta son convincentes, pues les ofrece señales milagrosas,
como pudieron ellos ver y oír al escuchar con atención las cosas que decía (v. 6). Para
demostrar que Cristo había venido a destruir el poder del diablo (He. 2:14), echaba
demonios y sanaba enfermos (v. 7): «Porque de muchos que tenían espíritus inmundos,
salían éstos dando grandes voces», con lo que daban así a entender la repugnancia que
sentían en abandonar su presa por obra de un poder superior al de Satanás. Donde entra
el Evangelio, son desalojados los malos espíritus. Y, como el Evangelio tiene por
misión sanar la persona entera, «muchos paralíticos y cojos eran sanados».
(D) La aceptación que tuvo entre el pueblo de Samaria la doctrina de Felipe (v. 6):
«La gente escuchaba unánime, despertada primero por las señales milagrosas y alertada
después por la importancia del mensaje.
(E) La satisfacción que sentían al oír la predicación de Felipe y el éxito que tuvo él
con muchos de ellos (v. 8): «había gran gozo en aquella ciudad», porque (v. 12)
«creyeron a Felipe … y se bautizaban hombres y mujeres». (a) Felipe les predicaba el
evangelio del reino de Dios, como lo había hecho el mismo Jesús, y el nombre (es decir,
la persona) de Jesucristo, del Mesías Salvador. (b) La gente no sólo le escuchaba con
gusto, sino que le creía, esto es, creía lo que él les anunciaba. (c) No sólo creían, sino
que se bautizaban, cumpliendo tanto los hombres como las mujeres con dicha
ordenanza, en la que no hay diferencia entre varón y mujer, como no la hay para la
salvación en Cristo. (d) Esto ocasionaba gran gozo, como hemos visto. El Evangelio de
Cristo no infunde melancolía, sino gozo, pues es … buenas noticias de gran gozo para
todo el pueblo» (Lc. 2:10).
2. Hubo algo que hizo que la predicación del Evangelio en Samaria tuviese un éxito
más asombroso que de ordinario.
(A) Simón Mago había estado muy atareado allí y se había ganado gran interés entre
el pueblo. Desaprender lo malo es con frecuencia mucho más difícil que aprender lo
bueno. Estos samaritanos habían sido hechizados por este experto en magia, de donde le
vino el sobrenombre de Mago. Por donde vemos: (a) Cuán grande es el poder que tiene
el diablo para engañar, pues Simón, con sus artes mágicas, les había tenido atónitos por
bastante tiempo (v. 11); «se hacía pasar por algo grande» (v. 9b), es decir, un enviado
de Dios o, quizás, el propio Mesías. «A éste oían atentamente todos, del menor al mayor
(desde el más chico al más grande, y desde el más bajo en la escala social al más alto),
diciendo: Éste es el Gran Poder de Dios», algo así como una «encarnación del poder
con que Dios gobierna el mundo» (J. Leal). Tan ignorantes son las masas populares que
tienen como hecho por el poder de Dios lo que se hace mediante el poder de Satanás.
Los tenía así atónitos, embrujados, con sus artes mágicas (vv. 9, 11). (b) Cuán grande
es el poder que tiene la gracia de Dios para salvar, ya que, a pesar del hechizo que por
bastante tiempo había ejercido sobre ellos Simón Mago, fueron llevados a obedecer a
Cristo y creer el Evangelio que Felipe predicaba. No desesperemos, pues, ante la
resistencia que podamos encontrar en quienes escuchan el mensaje de salvación, pues
incluso los que habían sido hechizados por Simón Mago llegaron a creer y bautizarse.
(B) Lo realmente asombroso, a primera vista, es que (v. 13): «También creyó Simón
mismo y, habiéndose bautizado, perseveraba junto a Felipe». Dice atinadamente
Trenchard: «La fe de este hombre, y su confesión de ella en el bautismo, surgieron de su
comprensión de que una potencia mayor que la suya operaba por medio de las palabras
y obras de Felipe (8:13). La historia posterior, con el diagnóstico de su condición por
Pedro en 8:20–22, nos asegura que su profesión era falsa, sin que hubiese mediado la
entrega de su voluntad al Señor». El que antes dejaba atónita a la gente con sus artes
mágicas, estaba atónito (v. 13b) él mismo ante los milagros que Felipe obraba, hasta el
punto de que perseveraba (el mismo verbo griego de 2:42) junto a Felipe, es decir, no le
dejaba ni a sol ni a sombra. (¿Tendría interés en aprender sus «trucos»?—nota del
traductor—.) Hay muchos que se quedan atónitos ante las pruebas de las verdades
divinas, sin que lleguen jamás a experimentar el poder de dichas verdades. Vemos,
pues, que Simón Mago dio tales señales de haberse convertido, que el propio Felipe le
tuvo por creyente genuino, lo que prueba que no todos los discípulos poseían el don de
discernir espíritus que hallamos en Pedro y en Pablo.
Versículos 14–25
Las buenas noticias del éxito que la predicación de Felipe había obtenido en
Samaria llegaron a Jerusalén (v. 14), por lo que los apóstoles … enviaron allá a Pedro y
a Juan, los más eminentes (v. Gá. 2:9). El contexto posterior no da pie para afirmar,
como lo hace el jesuita J. Leal, que «Pedro y Juan llevan la misión de informarse, como
luego, Pedro en Judea (9:32) y Bernabé en Antioquía (11:22). Desde el principio—
continúa Leal—la Iglesia es jerárquica y hay una autoridad que dirige y vigila la fe».
¡No hay tal! Pedro y Juan no van a Samaria a inspeccionar la predicación de Felipe, sino
a llevar a cabo la obra que a ellos competía (vv. 14–17), y completar la de Felipe.
Veamos:
I. Cómo llevaron a cabo la obra que les competía.
1. Se nos dice (v. 16) que «aún no había descendido (el Espíritu Santo) sobre
ninguno de ellos (los convertidos en Samaria) con las señales extraordinarias que se
manifestaron en los discípulos el día de Pentecostés». Así, pues, Pedro y Juan (v. 15) …
descendieron (siempre se descendía al salir de Jerusalén) y oraron por ellos para que
recibiesen el Espíritu Santo … (v. 17). Entonces les imponían las manos y recibían el
Espíritu Santo». Comenta el Dr. Ryrie, con su claridad y concisión de siempre:
«Aunque los samaritanos habían sido bautizados en agua (v. 12), el don del Espíritu
Santo fue demorado hasta que llegaron Pedro y Juan y les impusieron las manos.
Normalmente, el espíritu es dado en el momento de la fe (10:44; 19:2; Ef. 1:13). En este
caso, sin embargo, era imprescindible que los samaritanos quedasen identificados con
los apóstoles y con la Iglesia de Jerusalén, a fin de que no hubiese una Iglesia cristiana
samaritana rival».
2. También se nos dice (v. 16b) que dichos convertidos de Samaria «solamente
habían sido bautizados en el nombre del Señor Jesús». Trenchard opina que el bautismo
en el nombre del Señor Jesús era para los «creyentes en el Dios verdadero, de modo que
el acto de su bautismo significaba sobre todo su unión con Cristo, mientras que las
naciones en general habían de ser bautizadas en el nombre del Padre, y del Hijo y del
Espíritu Santo (Mat. 28:19)». Pero la fórmula «en el nombre del Señor Jesús» (o de
Jesucristo) es la única que aparece en Hechos (¿acaso serían prosélitos todos los
mencionados en 10:28, 40?). Además, ¿con qué fórmula son bautizados, desde tiempo
inmemorial, los judíos que se convierten al cristianismo? ¿No es con la de Mateo 28:19?
La solución de este problema no es nada fácil. Lo único cierto es que, mediante el
bautismo, damos a entender que nos hemos dedicado a Dios para entrar en comunión
con la Deidad (Mt. 28:19) una vez que estamos injertados en Cristo (Ro. 6:3 y ss.)
II. Cómo descubrieron y descartaron a Simón Mago.
1. La perversa propuesta que les hizo Simón Mago, por la cual se descubrió su
hipocresía (vv. 18, 19): «Cuando vio que por la imposición de las manos de los
apóstoles se daba el Espíritu Santo, les ofreció dinero, etc.». Pensó que el cristianismo
era una forma de magia más elevada que la suya. Tenía la ambición de poseer el honor y
el poder de un apóstol, pero no la gracia y el espíritu de un cristiano sincero; más
interesado en ganarse prestigio que en hacer el bien a otros. Era una terrible afrenta a los
apóstoles al atribuirles espíritu mercenario, pues pensaba que le venderían el Espíritu
Santo por dinero. También era una terrible afrenta al cristianismo, al pensar que los
milagros eran efecto de artes mágicas. Mostró que lo que le interesaba era la ganancia
de la magia y que tenía de sí tan alto concepto que no se contentaba con menos que
poseer el poder que sólo los apóstoles, no Felipe, poseían.
2. El justo rechazo de tal proposición (vv. 20–23).
(A) Pedro le descubre su crimen (v. 20): «Has supuesto que el don de Dios se
obtiene con dinero». Sobrevaloraba la riqueza de este mundo, como si con ella se
pudiese comprar el perdón de los pecados, el don del Espíritu Santo y la vida eterna.
Con ello, subvaloraba el don del Espíritu Santo. Suponía que el poder de un apóstol se
podía obtener mediante el pago de los honorarios correspondientes, de la misma forma
que se obtiene el consejo de un abogado o la receta de un médico.
(B) Le descubre también su carácter personal, el cual se muestra en el crimen que
intenta cometer. Pedro le dice lisa y llanamente: (a) «tu corazón no es recto delante de
Dios» (v. 21b). Somos lo que es nuestro corazón (v. Pr. 23:7); si el corazón es torcido,
no podemos ser rectos; es inútil querer ocultar esta equivalencia, pues Dios penetra
hasta lo íntimo del corazón y por él nos juzga. Nuestro supremo interés está en ser
aprobados delante de Dios; de lo contrario, es a nosotros a quienes nos engañamos para
nuestra ruina. (b) «Veo que estás en hiel de amargura y en ataduras de iniquidad» (v.
23). Esto es hablar claro, y no hay más remedio que hablar así cuando se trata del bien
de las almas y de la eternidad. La piel del hipócrita se descubre tarde o temprano, como
la del lobo que se cubre con lana de oveja. Dice Trenchard: «La frase hiel de amargura y
lazo de iniquidad hace eco de palabras del Antiguo Testamento (Dt. 29:18; Is. 58:6), y
señala tanto la fuente amarga de rebelión escondida en el corazón impenitente, como las
cuerdas que sujetan el esclavo del pecado al servicio del diablo».
(C) Le lee la sentencia en dos cosas: (a) Se hundirá con su dinero: «Tu dinero vaya
contigo a la perdición (v. 20). ¡Fuera de aquí tú y tu dinero! ¡No queremos tener nada
que ver contigo ni con él!» Si alguna vez nos sentimos tentados a hacer algo malo con el
dinero, veamos qué ruina puede el dinero acarrearnos y rechacemos la tentación con el
mismo desdén y con la misma indignación con que rechazó Pedro la propuesta de
Simón Mago. (b) No puede tener parte en la bendición espiritual que tan groseramente
ha subvalorado (v. 21): «No tienes tú arte ni parte en este ministerio» (NVI). Como si
dijese: «Tú no tienes nada que ver con los dones del Espíritu Santo, puesto que tu
corazón no es recto delante de Dios, si piensas que el cristianismo es un comercio para
tener un medio de vida en este mundo».
(D) Aunque está indignado con él, Pedro no le abandona del todo, sino que le da un
buen consejo (v. 22). (a) Le aconseja arrepentirse y orar a Dios. Debe reconocer su
crimen, cambiar de mentalidad respecto de Él, dolerse del pecado y prometer seriamente
no volver a cometerlo; y rogar a Dios que le conceda el arrepentimiento y el perdón a
consecuencia de tal arrepentimiento. Mientras hay vida, cabe la esperanza del perdón.
El que es salvo, está irrevocablemente salvo; pero no hay nadie irrevocablemente
perdido. (b) Le anima a hacerlo: «Si quizá te sea perdonado el pensamiento de tu
corazón». Téngase en cuenta que Pedro no pone en duda la voluntad de Dios para
perdonar, sino la disposición de Simón para ser perdonado.
(E) La respuesta de Simón Mago: «Rogad vosotros por mí al Señor, para que no me
sobrevenga nada de esto que habéis dicho». Dos cosas se echan en falta en estas frases
de Simón Mago: (a) No se atreve a orar por sí; le domina el miedo, no el amor. (b)
Ruega a los apóstoles que oren por él, no para que Dios le sane el corazón y le otorgue
un sincero arrepentimiento, sino para que se vea libre de los castigos con que Pedro le
ha amenazado. Es lo que Lutero solía llamar «la contrición del patibulario».
3. Finalmente (v. 25), tenemos el regreso de los apóstoles a Jerusalén después de
llevar a cabo la obra que habían venido a hacer. No se condujeron ociosamente por el
camino, sino que, de paso, «anunciaron el evangelio a muchas poblaciones de los
samaritanos».
Versículos 26–40
Tenemos ahora el relato de la conversión de un alto funcionario de Etiopía a la fe de
Cristo.
1. Felipe, el diácono evangelista, es enviado al camino donde había de encontrarse
con este funcionario de Etiopía (v. 26). Un ángel le da la dirección: «Vete hacia el sur,
por el camino que baja de Jerusalén a Gaza; es un camino solitario» (NVI). Véase
cómo actúa la providencia de Dios en los movimientos, lo mismo que en la fijación de
residencia, de sus ministros. El Señor guía con seguridad por el mejor camino a todos
los que le siguen con sinceridad por buen camino. Nunca se le habría ocurrido a Felipe
dirigirse a un camino solitario, donde había tan pocas probabilidades de hallar trabajo,
pero Dios abre con frecuencia puertas de oportunidad a sus ministros en los más
inverosímiles lugares. Felipe obedeció prontamente (v. 27), sin objetar palabra: «Él se
levantó y fue».
2. El informe que se nos da del funcionario etíope (v. 27). Se le describe como
eunuco, vocablo que no siempre ha de tomarse en sentido literal, pero es probable que
lo fuera en este caso, por ser alto funcionario de una reina. Por ser eunuco, no podría ser
prosélito con todos los derechos (v. Dt. 23:2), pero observaba la religión judía pues
había venido a Jerusalén para adorar al verdadero Dios. Estaba a cargo de todos los
tesoros de la reina, lo que hoy diríamos «ministro de Hacienda». Candace no era el
nombre personal de la reina, sino el título común de las reinas de Etiopía, como
«Faraón» el de los reyes de Egipto. Era de raza negra, con lo que vemos que para Dios
no hay acepción de personas por el color de su piel. Hay quienes opinan que había en
Etiopía restos de conocimiento del Dios de Israel desde los tiempos de la reina de Sebá
(1 R. 10:1–13).
3. Encuentro de Felipe con el eunuco. Ahora sabrá Felipe lo que significaba la orden
de dirigirse a un camino solitario.
(A) «Y el espíritu dijo a Felipe. Acércate y júntate (lit. apégate, el mismo verbo de
Lc. 15:15) a ese carro». ¡Cuánto bien podríamos hacer a muchas personas con las que
nos encontramos cuando vamos de viaje! El eunuco volvía de Jerusalén, donde los
apóstoles predicaban la fe de Cristo. La gracia de Dios persigue a este hombre, le da
alcance en un camino solitario y allí le vence. Como Felipe, tampoco nosotros debemos
mostrarnos tímidos ante personas de otra nación o raza. Aunque no sepamos
absolutamente nada más de las personas, hay una cosa importante que sabemos de todas
ellas y es que tienen alma.
(B) Felipe halla al eunuco leyendo la Escritura conforme viajaba en su carroza (v.
28): «Iba sentado en su carruaje, leyendo el Libro del profeta Isaías» (NVI). Redimía,
pues, bien el tiempo de tan largo y tedioso viaje. Para todos es útil el estudio de las
Escrituras, pero especialmente para la gente de la clase alta, pues su buen ejemplo puede
influir en muchos. Los que son diligentes en escudriñar la Biblia obtendrán el gozo de ir
progresando en el conocimiento de Dios y de su plan de salvación para los hombres.
(C) Nótese la obediencia de Felipe a la voz del espíritu (v. 30): «cuando Felipe se
acercó, no andando, sino corriendo, le oyó que leía al profeta Isaías». Le oyó porque el
eunuco iba leyendo en voz alta, como solía hacerse en la antigüedad. Tanto es así que,
ya en el siglo IV de nuestra era, Agustín de Hipona se asombró de ver al obispo de
Milán, Ambrosio, leyendo con sólo un ligero movimiento de los labios. Preguntó Felipe
al eunuco (v. 30b): «Pero, ¿entiendes lo que lees?» Realmente, de poco sirve leer si no
se entiende lo que se lee. Cuando leemos la Biblia, debemos preguntarnos si
entendemos o no lo que estamos leyendo. Es asombroso lo poco que conocemos el texto
sagrado hasta que obtenemos una buena explicación del texto y del contexto.
(D) El eunuco, con admirable humildad y deseo de conocer el sentido de las
Escrituras, invita a Felipe a que suba al carruaje y se siente junto a él (v. 31), para que le
guíe (¡el mismo verbo griego de Jn. 16:13!) en el conocimiento de lo que va leyendo.
«¿Cómo podré, dice, si alguno no me guía?» Se muestra, no sólo humilde para
reconocer que no entiende, sino también deseoso de aprender y de ser enseñado. ¡Ojalá
todos los que se profesan creyentes poseyeran estas cualidades! No sólo los «bebés en
Cristo», sino también los que se tienen por «maestros de la Palabra» necesitan humildad
para reconocer que no son infalibles y que les falta mucho por aprender (1 Co. 8:2).
Tampoco sirven las excusas de que «es una porción muy difícil» o «ya me lo explicará
el Espíritu Santo», tópicos manidos para cubrir la pereza.
4. La porción de las Escrituras que el eunuco leía y ciertas cosas de lo que Felipe le
dijo con respecto a ella.
(A) El capítulo que leía era el 53 de Isaías, dos de cuyos versículos se citan aquí (vv.
32, 33). Se nos ofrecen conforme a la versión de los LXX que varían un poco del hebreo
original. La mayor variación es: «En su humillación le fue quitado el juicio», es decir,
no se le hizo justicia, mientras que el hebreo dice: «Por arresto y por juicio fue
quitado» (Is. 53:8). En dichos versículos se predecía con respecto al Mesías: (a) Que
había de morir, llevado al matadero, como las ovejas que se ofrecían en sacrificio. (b)
Que había de morir injustamente, pues se le había de condenar siendo inocente. (c) Que
había de morir con toda paciencia, sin abrir la boca, no sólo como cordero delante del
que lo trasquila, sino también como oveja delante del matarife. Nunca se dio un
ejemplo de paciencia como el del Señor Jesús: callado cuando le insultaban, y callado
cuando le maltrataban.
(B) La pregunta del eunuco: «¿De quién dice el profeta esto, de sí mismo o de algún
otro?» (v. 34). Era por cierto, una pregunta atinada, como si dijese: «¿Esperaba el
profeta ser usado y abusado de esta manera, como solían serlo los profetas, o está
hablando de otro profeta?» El modo de recibir buenas instrucciones es hacer buenas
preguntas.
(C) Felipe aprovecha la oportunidad para explicarle el gran misterio del Evangelio
con respecto a Jesucristo, y éste crucificado. «Abriendo su boca (v. 35), expresión
bíblica que indica que se va a decir algo muy importante, y comenzando desde esta
escritura, le evangelizó a Jesús» (lit.). Esto es todo lo que se nos dice del mensaje de
Felipe. Éste es un ejemplo de cómo hablar bien de las cosas de Dios: comenzar por
buena base y seguir con un propósito bien definido.
5. El eunuco es bautizado en el nombre de Cristo (vv. 36–38).
(A) La modesta petición que el eunuco presenta a Felipe para que lo bautice (v. 36):
«Yendo por el camino, llegaron a cierta agua», cuya vista le trajo al eunuco el
pensamiento de ser bautizado. Así es como Dios, por medio de providencias que
parecen casualidades, les hace a los suyos a la memoria sus deberes, que sin dichas
providencias les habrían pasado desapercibidos. El eunuco no sabía por cuánto tiempo
estaría Felipe con él y, por tanto, si a Felipe le parecía bien, bueno era aprovechar la
oportunidad que se le presentaba de cumplir con la ordenanza del Señor: «Aquí hay
agua; ¿qué impide que yo sea bautizado?» No demanda, sin más el bautismo. No dice:
«Aquí hay agua y he decidido bautizarme». Pero expone su deseo de ser bautizado
ahora, a no ser que Felipe pueda mostrar la causa por la que esto no puede llevarse a
cabo ahora. En la mayoría de las cosas, es imprudente precipitarse; pero en la
dedicación a Dios, es preciso darse prisa y no demorarla, porque el tiempo presente es el
mejor tiempo.
(B) La única disposición que le requirió Felipe (v. 37): «Si crees de todo corazón, te
está permitido» (lit.). Ha de creer de todo corazón, pues «con el corazón se cree para
justicia» (Ro. 10:10); no sólo con la cabeza al prestar el asentimiento, sino con la
voluntad al prestar a la verdad evangélica, al Señor Jesús, el consentimiento. El eunuco
hizo entonces su profesión de fe: «Creo que Jesucristo es el Hijo de Dios». Antes ya era
un sincero adorador del Dios verdadero, así que todo lo que tenía que hacer ahora era
recibir a Jesucristo como a Señor y Mesías. Cree que Jesús, el Salvador, es el Cristo, el
Mesías, y el Hijo de Dios. (Nota del traductor: Todo este versículo falta en los mejores
MSS.)
(C) El bautismo del eunuco (v. 38): «Mandó parar el carruaje». Fue la mejor
parada que hizo en sus viajes. «Y descendieron ambos al agua». Aunque hacía poco
que Simón Mago había engañado a Felipe, éste no tuvo escrúpulo en bautizar de
inmediato al eunuco bajo su profesión de fe. Si hay hipócritas que se cuelan en la iglesia
por la puerta falsa, no por eso se ha de hacer la puerta de admisión más estrecha de lo
que Cristo quiso que fuese. En cuanto al modo de dicho bautismo, dice Trenchard
(contra la opinión de M. Henry): «Todo indica aquí que el bautismo es un rito para
personas que reciben la Palabra de una forma consciente y desean confesar su fe en
Cristo Jesús. Además, el acto de bajar ambas personas al agua, tanto el convertido como
el siervo de Dios que realizaba el acto, para subir luego del agua, da la impresión del
bautismo por inmersión».
6. Felipe y el eunuco se separan el uno del otro después de dicho acto, lo cual es tan
sorprendente como los demás detalles de este relato (v. 39): «Cuando subieron del
agua, el Espíritu del Señor arrebató a Felipe». La operación de este milagro en Felipe
fue una confirmación de su enseñanza, tanto como lo pudo haber sido cualquier otro
milagro que pudiese haber llevado a cabo: «el Espíritu le arrebató, y el eunuco no le vio
más», pero, al haber perdido de vista al ministro, volvió a usar su Biblia. Veamos cuál
fue en cada uno de ellos el efecto de esta repentina partida:
(A) El eunuco «siguió gozoso su camino» (v. 39b). Sus asuntos de Estado le
reclamaban en Etiopía, puesto que no hay ninguna inconsecuencia en que un buen
cristiano continúe, después de su conversión, en cualquier oficio honesto que haya
estado desempeñando en el mundo. Pero se marchó gozoso por haber hallado la luz del
Evangelio; nunca había estado tan contento en toda su vida. Además, ahora tendría la
oportunidad de anunciar a sus compatriotas las Buenas Noticias de la salvación en
Cristo.
(B) «Felipe se encontró en Azoto, la antigua Asdod» (v. 40). Pero, dondequiera se
hallase, no estaba ocioso: «anunciaba el evangelio en todas las ciudades, hasta que
llegó a Cesarea», donde estaba por ahora establecido, pues allí le encontramos después
(21:8) en una casa de su propiedad.
CAPÍTULO 9
I. Relato de la conversión de S. Pablo. 1. La obra de la gracia en él mediante una luz
celeste y la voz de Jesús (vv. 1–9). 2. Su bautismo de manos de Ananías (vv. 10–19). 3.
Cómo predicó de inmediato la fe de Cristo y demostró la verdad de lo que predicaba
(vv. 20–22). 4. Cómo fue perseguido (vv. 23–25). 5. Cómo fue aceptado por los
hermanos en Jerusalén, y perseguido allí (vv. 26–30). 6. La paz y la tranquilidad de que
disfrutaron las iglesias por algún tiempo después de eso (v. 31). II. La curación de Eneas
por manos de Pedro (vv. 32–35). III. Tabita es resucitada mediante la oración de Pedro
(vv. 36–43).
Versículos 1–9
Saulo ha sido mencionado dos o tres veces en el relato de Esteban. Su nombre en
hebreo era Shaúl que significa «pedido» (a Dios); su nombre romano era Paulus
(Pablo) que significa «poco». Había nacido en Tarso, ciudad de Cilicia y había heredado
de su padre la tan estimada ciudadanía romana. Tanto su padre como su madre eran
hebreos de raza, por lo que él se llama a sí mismo hebreo de hebreos, de la tribu de
Benjamín como el otro Saúl, primer rey de Israel. Tarso era una ciudad importante y allí
es probable que Saulo aprendiese las primeras letras, pero su educación rabínica fue
obtenida en Jerusalén a los pies de Gamaliel. Era persona de amplia cultura, tanto
hebrea como griega, y había aprendido también el oficio de fabricar lonas para tiendas
de campaña, cosa frecuente entre judíos letrados.
I. Cuán malísimo era antes de su conversión, pues era quizás el más acerbo enemigo
del cristianismo, aunque en cuanto a la justicia que es en la ley era irreprensible (Fil.
3:6), un hombre de buenas costumbres, pero enemigo y perseguidor de los cristianos. Y
tan mal informada estaba su conciencia que pensaba que, con ello, prestaba a Dios un
gran servicio (comp. con Jn. 16:2).
1. Su enemistad y furia en general contra la religión cristiana (v. 1): «Saulo,
respirando aún amenazas y muerte contra los discípulos del Señor, etc.». Las personas
perseguidas eran los discípulos del Señor; como a tales los odiaba y perseguía él. Estas
amenazas de muerte eran para Saulo como el aire que respiraba. La expresión recuerda,
dice Trenchard, «la embestida de los dragones fabulosos, cuya respiración era fuego
mortífero que devoraba a sus víctimas». Respiraba muerte contra los cristianos,
dondequiera se encontraba.
2. Su enemistad especial contra los cristianos de Damasco. Saulo no está tranquilo
mientras haya un cristiano en tranquilidad; y, por eso, al oír que lo estaban los cristianos
de Damasco, resuelve ir allá para perturbarles la paz (vv. 1b, 2a): «se presentó al sumo
sacerdote, y le pidió cartas para las sinagogas de Damasco, etc.». El sumo sacerdote
no necesitaba que nadie le incitase a perseguir a los cristianos, pero parece ser que el
joven fariseo ardía con mayor celo y furor que el viejo sumo sacerdote, así como los
prosélitos que los escribas y fariseos hacían resultaban ser hijos del infierno siete veces
más que ellos mismos. La comisión que Saulo deseaba era que, si hallaba algunos
hombres o mujeres de este Camino (la conducta propia de los seguidores de Cristo), los
trajese presos a Jerusalén (v. 2b). Todas las sinagogas, tanto de Palestina como de la
dispersión, prestaban esta deferencia, en materias de religión, al sumo sacerdote y al
Sanedrín. Obtuvo, pues, orden para traer a Jerusalén como criminales cuantos cristianos
hallase en Damasco. En esta tarea se hallaba ocupado Saulo cuando la gracia de Dios
obró en él aquel cambio tan grande. Que nadie desespere de la gracia regeneradora para
la conversión de los mayores pecadores, ni de la misericordia perdonadora de Dios para
el mayor pecado, puesto que Saulo mismo obtuvo misericordia.
II. Cuán súbita y extrañamente se produjo en él un bendito cambio.
1. El lugar y el tiempo de tal cambio (v. 3): «yendo por el camino … al llegar cerca
de Damasco, allí y entonces le salió Jesús al encuentro cuando menos lo esperaba». (A)
Iba de camino. La obra de la conversión no está limitada a los locales de la iglesia.
Algunos son llamados en el camino o en la calle; allí puede el Espíritu meterse con
nosotros, pues sopla donde quiere. (B) Estaba cerca de Damasco. El que había de ser
apóstol de los gentiles, fue convertido a la fe de Cristo en un país pagano. (C) Iba por
mal camino en cuanto que su objetivo era contra los cristianos de Damasco. A veces, la
gracia de Dios obra en los pecadores cuando están en su peor estado, pues así
resplandece mejor la gloria del poder y de la gracia de Dios. (D) Estaba a punto de
poner por obra el edicto cruel contra los cristianos, pero fue impedido ahora de
ejecutarlo. Esto fue (a) un gran favor para los pobres santos de Damasco, quienes tenían
noticias de su venida, como se ve por lo que dice Ananías (vv. 13, 14). Cristo tiene
muchas maneras de librar de la tentación a los suyos; a veces, lo hace al cambiar el
corazón de sus perseguidores. (b) Fue, sobre todo, un gran favor al propio Saulo. Hemos
de estimar como una señal especial del favor de Dios el que nos impida llevar a cabo un
mal propósito.
2. Cómo se le apareció el Señor Jesús en la gloria. Aquí se nos dice sólo que
repentinamente le rodeó un resplandor de luz del cielo (v. 3b), pero después se nos
declara (v. 17) que el Señor Jesús estaba en aquella luz. La luz le rodeó repentinamente,
porque las manifestaciones de Cristo a las pobres almas son a menudo repentinas y
sorprendentes, alcanzándolas con las bendiciones de su bondad. Era una luz del cielo,
superior en brillo a la del sol (26:13), pues fue visible al mediodía. No le dio sólo en el
rostro, sino que le rodeó por todas partes. El diablo se acerca en la oscuridad y así se
apodera de las almas, pero Cristo viene al alma con luz, pues Él mismo es la luz del
mundo (Jn. 8:12). La primera cosa de esta nueva creación, como en la primera, es luz.
3. El dichoso arresto de Saulo (v. 4) «cayendo en tierra». Parece ser que también los
que le acompañaban cayeron en tierra (26:14), pero la luz iba para él, como para él era
la manifestación de Cristo. El primer efecto de la manifestación de Cristo es derribarnos
en tierra, poniéndonos en lugar muy bajo; y cuanto más alto es el ministerio al que
quiere llamarnos, más bajo es el lugar al que nos lanza, porque a los que Dios emplea
para sus más útiles servicios, les golpea primero con un profundo sentido de su propia
indignidad.
4. El emplazamiento de Saulo. Oyó una voz que le decía (y sólo él la entendió,
aunque los demás oyeron el sonido, v. 7, comp. con 22:9): «Saulo, Saulo, ¿por qué me
persigues?»
(A) No sólo vio una luz del cielo, sino que oyó una voz del cielo. Las
manifestaciones de Dios nunca son alardes mudos, pues Él enaltece su palabra,
especialmente su nombre, y lo que se ve está destinado a abrir camino para lo que se
dice. Saulo oyó una voz, porque la fe viene por el oír, y la voz que oyó era la de Cristo
mismo; ninguna otra voz puede llegar al corazón. Cuando oímos o leemos la Palabra de
Dios, recordemos que nos aprovechará tanto más cuanto más veamos u oigamos en ella
la voz del Verbo.
(B) Lo que oyó era despertador y avivador en extremo. (a) Oyó que se le llamaba
por su nombre, y éste duplicado, lo cual, como en las otras seis veces en que esto ocurre
en la Biblia, indica una tremenda importancia de la declaración que sigue a
continuación. A Saulo lo hace para despertarle la conciencia con la viva convicción de
la maldad que pensaba llevar a cabo. Añade Jesús: «¿por qué me persigues?» De un
golpe pudo Saulo percibir que lo que se hace a los discípulos de Cristo se hace a Él
mismo. Fue entonces, sin duda, cuando intuyó la maravillosa verdad del Cuerpo de
Cristo que es la Iglesia (Ef. 1:22, 23; Col. 1:24, entre otros lugares), que él mismo había
de exponer después en sus epístolas con mayor claridad, extensión y profundidad que
ningún otro escritor del Nuevo Testamento. La pregunta de Cristo rezuma tristeza,
mansedumbre, afecto y compasión: «¿Por qué me persigues precisamente tú, el versado
en las Escrituras que hablan de mí, y me persigues a mí, que no hace mucho fui
crucificado por ti? ¿Qué motivos tienes para portarte de este modo? ¿Qué mal te he
hecho?» Saulo pensaba que perseguía a un grupo de personas pobres, débiles y
estúpidas, sin percatarse de que era a Alguien del cielo a quien estaba persiguiendo en
ellos.
5. La pregunta de Saulo ante esta requisitoria y la respuesta que recibió (v. 5):
«¿Quién eres, Señor?» No responde directamente al cargo que se le imputa, pues se ve
convicto en su propia conciencia. Si Dios contiende con nosotros por nuestros pecados,
no podremos responderle a una sola de entre mil preguntas; todas las excusas y
autojustificaciones quedan silenciadas. Saulo desea saber quién es su juez. El que hasta
hace poco blasfemaba de Cristo, le llama ahora «Señor», aunque con su pregunta
reconoce que no le conoce; pero hay buena esperanza acerca de quienes comienzan
inquiriendo de Jesús. De inmediato, obtiene respuesta del Señor: «Yo soy Jesús a quien
tú persigues». El nombre de Jesús no le era desconocido y de buena gana habría
deseado verlo sepultado en el olvido, pero ahora lo oía venido ¡del cielo! ¡Y Saulo
estaba persiguiendo a ese Jesús que le hablaba desde el cielo! No hay cosa que mejor
pueda despertar y humillar a un alma que el ver que está pecando contra Jesús ¡el
Salvador! Y añade (v. 5b): «Dura cosa te es dar coces contra el aguijón» (aunque esta
frase, así como toda la primera mitad del v. 6, según aparece en nuestras versiones, no
se hallan en la mayoría de los MSS. Nota del traductor).
6. El Señor le da una instrucción general sobre lo que debe hacer de inmediato (v.
6): «Ahora, levántate y entra en la ciudad. Allí se te dirá lo que tienes que hacer»
(NVI). Es muy alentador ver que le promete ulteriores instrucciones, pero (A) no
todavía, sino que ha de considerar por algún tiempo lo que ha hecho al perseguir a
Cristo y sentirse humillado por ello, antes de que se le diga lo que ha de hacer. (B) Estas
ulteriores instrucciones no las va a recibir del mismo modo, mediante una voz del cielo,
sino que se las ha de dar un siervo del Señor.
7. Cuál fue el impacto que todo el incidente produjo en sus compañeros de viaje (v.
7): «se pararon atónitos», como confusos y aturdidos, pero eso fue todo. No hallamos
que ninguno de ellos se convirtiese, aunque habían visto la luz. Los medios externos no
son suficientes para efectuar un cambio de corazón, sin el Espíritu y la gracia de Dios.
Ninguno dijo: «¿Quién eres, Señor?» Oyeron la voz y también oyeron hablar a Saulo,
mas sin ver a nadie, no sabían a quién le hablaba Pablo ni entendieron las palabras que
le decía Jesús. Así fue como los que eran cómplices con Saulo en la rabia que tenía
contra los discípulos de Cristo, sirvieron de testigos del poder que Dios ejerció sobre él
para convertirle a la fe cristiana.
8. La condición en que quedó Saulo después de esto (vv. 8, 9): «Se levantó del
suelo, cuando Cristo se lo mandó, y aunque tenía abiertos los ojos, no veía a nadie».
No fue tanto la luz del cielo como la visión de Cristo lo que le cegó. Así es como una
visión creyente de la gloria de Dios en el rostro de Cristo ciega los ojos para todas las
cosas de aquí abajo. «Así que, llevándole de la mano, le metieron en Damasco» (v. 8b).
El que pensaba traer prisioneros y cautivos a Jerusalén a los discípulos de Cristo, fue él
mismo llevado como prisionero y cautivo de Cristo a Damasco (v. 9) «Y estuvo tres
días sin ver y no comió ni bebió». Pudo así dedicarse de lleno a meditar sobre el
significado de lo que le había sucedido. El ayuno que aquí se nos menciona, dice J.
Leal, «pudo ser porque no sintió necesidad, por efecto del éxtasis que había tenido, o
también por darse más a la oración acompañada de penitencia».
Versículos 10–22
Dios había comenzado en Saulo una buena obra y no la iba a dejar sin completar.
I. Jesús (comp. con el v. 17) ordena a Ananías que vaya a ver a Saulo y a imponerle
las manos. Era este Ananías un discípulo que residía entonces en Damasco (v. 10), no
de los deportados allá desde Jerusalén, sino nativo del país, pues leemos (22:12) que era
varón piadoso según la ley y tenía buen testimonio de todos los judíos que allí
habitaban. Que era de raza judía lo denota su propio nombre. El Señor le llama por su
nombre (v. 10). A semejanza de los profetas del Antiguo Testamento, él contesta:
«Heme aquí, Señor» (comp. 1 S. 3:4, 10). «Ve, le dice Jesús, a la calle que se llama
Recta y busca en casa de Judas a uno llamado Saulo, de Tarso» (v. 11). Cristo sabe
muy bien dónde se encuentran los suyos, en cualquier condición en que estén. Tenemos
en el cielo un amigo que sabe en qué calle vivimos, en qué casa y, lo que es más
importante, cuál es nuestro nombre y nuestro estado.
II. Dos razones se le dan a Ananías para que vaya:
1. Porque Saulo está orando (v. 11b) y la llegada de Ananías a él será la
contestación a su oración. Esta era la razón por la que (A) Ananías no debía tener miedo
de él (vv. 13, 14). No hay duda, viene a decirle Jesús, de que es un convertido de veras,
porque, mira, está orando. Ese «mira» indica la certeza del hecho, lo mismo que el
asombro mismo por el hecho. Pero, ¿tan extraño era que Saulo orase? ¿No era fariseo?
Sí, pero ahora comenzaba a orar de modo muy diferente; antes recitaba sus oraciones;
ahora las oraba. Un cristiano espiritualmente vivo sin oración es tan imposible como un
hombre naturalmente vivo sin aliento: si no hay aliento, no hay vida; si no hay oración,
no hay gracia. (B) Ananías debe ir allá a toda prisa. No hay tiempo que perder, porque
está orando. Estaba bajo convicción de pecado, la cual habría de conducirnos a orar.
Estaba también bajo aflicción corporal, ciego y enfermo. Cristo le había prometido que
alguien le daría más instrucciones sobre lo que había de hacer (v. 6) y ora para que le
sea enviado quien le instruya. Hemos de orar para que Dios nos cumpla lo que nos ha
prometido, aun cuando sea seguro que lo cumplirá, pues no se lo pedimos por temer que
no lo haga, sino para estimularnos a nosotros mismos a desearlo y poseerlo.
2. Porque ha visto en visión a uno que venía hacia él; así que la venida de Ananías
debe dar cumplimiento a dicha visión, pues ésta procedía de Dios (v. 12): «Ha visto en
visión a un varón llamado Ananías, que entra y le pone las manos encima para que
recobre la vista». Esta segunda visión que Saulo tiene puede ser considerada: (A) Como
respuesta inmediata a su oración y para mantenerle así en comunión con Dios. (B)
Como medio para animar su expectación y hacer que la visita de Ananías le resulte más
familiar. Véase cuán grande cosa es juntar al paciente y al médico, pues aquí tenemos
dos visiones a este efecto.
III. Ananías pone objeciones a esta visita.
1. Alega que este Saulo era un notorio perseguidor de los discípulos de Cristo (vv.
13, 14): «Señor, he oído de muchos acerca de este hombre, cuántos males ha hecho a
tus santos en Jerusalén». No había ninguna otra persona a la que se le tuviese tanto
miedo como a Saulo. Y precisamente su visita a Damasco ahora tenía por objeto
perseguir a los cristianos. «Y aquí (v. 14), añade Ananías, tiene autoridad de los
principales sacerdotes para prender a todos los que invocan tu nombre». Dice
Trenchard: «Al recibir el mandato de acudir a Saulo, que ya oraba, expuso lo que sabía
de tal hombre y de la naturaleza de la misión que le había llevado a Damasco, y usa de
una franqueza que nos recuerda la de Abraham al conversar con su Señor (Gn. 18:23–
33); pero no es una franqueza impertinente, sino la de un discípulo de limpio corazón y
conciencia, acostumbrado a exponerlo todo delante del Maestro».
2. Cristo responde a la objeción de Ananías (vv. 15, 16): «Ve, le dice Jesús, porque
instrumento escogido (lit. vaso de elección; comp. con 2 Co. 4:7) me es éste»; así que
no tienes por qué temerle, pues lo he escogido (A) para eminentes servicios: «para
llevar mi nombre, como un abanderado, en presencia de los gentiles (había de ser
apóstol de los gentiles), de reyes, del rey Agripa y del propio César, y de los hijos de
Israel»; (B) para eminentes sufrimientos (v. 16): «porque yo le mostraré cuánto es
menester que padezca por mi nombre». El que había sido perseguidor, será perseguido.
Los que llevan el nombre de Jesús han de esperar también llevar la cruz por su nombre;
y los que más hacen por Cristo son llamados con frecuencia a sufrir más por Él. Es
como decirle a un soldado de ánimo atrevido y valiente que va a entrar en acción sin
tardar mucho. No es con ánimo de desalentarle por lo que se le dice cuán grandes cosas
ha de sufrir por el nombre de Jesús.
IV. Ananías cumple la misión que le ha encomendado el Señor, pues ya no tiene
nada que objetar.
1. Lleva a Saulo el mensaje que se le ha comunicado (v. 17). (A) «Entró en la casa y
le impuso las manos.» Saulo había venido para ponerles encima a los discípulos de
Damasco unas manos llenas de violencia, pero ahora un discípulo le pone encima a él
unas manos llenas de gracia y curación. (B) Le llama hermano. Su disposición a
reconocerle como hermano insinuaba que Dios estaba presto a tenerle por hijo. Con la
imposición de manos, Ananías se identificaba con el que horas antes venía como su
perseguidor. (C) Le declara la comisión que el Señor le ha encomendado (v. 17b): «El
Señor Jesús, que se te apareció en el camino por donde venías, me ha enviado». La
mano que hiere, cura también. «Su luz te dejó ciego—viene a decirle, pero Él me ha
enviado para que recobres la vista». No hay que aplicar corrosivos, sino lenitivos. (D)
Le asegura que no sólo recobrará la vista, sino que también será lleno del Espíritu
Santo.
2. Ananías vio el buen resultado de su misión. (A) En el favor que Cristo dispensó a
Saulo. Con las palabras de Ananías, salió de su confinamiento al recobrar la vista (v.
18): «Y al momento cayeron de sus ojos como escamas». La curación fue súbita, para
mostrar que era milagrosa, significando además que salía de la ceguera espiritual de su
condición farisaica, abiertos los ojos por la gracia, y de la oscuridad de sus temores
actuales. Cayeron de sus ojos las nubes y brilló en su alma el Sol de justicia, y trajo
curación en sus alas. (B) En la sumisión de Saulo a Cristo (v. 18b): «se levantó y fue
bautizado», con lo que se sometió visiblemente al gobierno de Cristo, poniéndose
enteramente en manos de la gracia de Dios. Saulo es ahora un discípulo de Jesús de
Nazaret; no sólo cesa de oponerse a Él, sino que se dedica enteramente a su servicio.
V. La buena obra que ha sido comenzada en Saulo avanza de manera admirable.
1. Recibe fuerza corporal (v. 19). Había ayunado por tres días, lo que le había
debilitado notablemente; pero, habiendo tomado alimento, recobró fuerzas. El Señor es
para el cuerpo y, por tanto, hay que cuidarlo debidamente a fin de que sirva al alma lo
mejor posible en el servicio de Dios.
2. Se asocia con los discípulos que había en Damasco. Antes de llegar allá,
respiraba amenazas y muerte contra ellos, pero ahora respira amor y afecto hacia ellos.
Los que toman a Dios por Padre, toman a sus hijos por hermanos. Así hacía pública
profesión de su fe cristiana y se declaraba abiertamente discípulo de Cristo.
3. «Y enseguida se puso a predicar a Cristo en las sinagogas» (v. 20). Estaba tan
lleno de Cristo que el Espíritu le constreñía a predicarlo a otros. Y lo predicaba en las
sinagogas de los judíos. Allí es donde predicaban contra Cristo y castigaban a los
discípulos de Cristo. Allí es donde ahora Saulo confronta a los enemigos de Jesús de
Nazaret, en el lugar donde más se le odiaba, se le atacaba y se le perseguía. Desde el
momento en que Saulo comenzó a ser predicador del Evangelio, ya no quiso predicar
otra cosa, sino a Cristo, y éste crucificado (y resucitado), «diciendo que éste era el Hijo
de Dios» (v. 20b), titulo mesiánico, como se ve por la sinonimia con el «Cristo» (el
Mesías) del versículo 22.
4. Vemos también el efecto que su predicación hacía en quienes le oían (v. 21):
«estaban atónitos y decían: ¿No es éste el que perseguía (lit. destruía) en Jerusalén a
los que invocaban este nombre? ¿No había venido acá a eso, para arrestarlos y
llevarlos presos ante los principales sacerdotes? ¿Quién podía pensar entonces que
había de predicar jamás a Cristo como lo hace?» Este milagro llevado a cabo en la
mente de este hombre superaba con mucho a todos los milagros en los cuerpos
humanos; y darle a este hombre un corazón nuevo de tal clase era mucho más que darles
a los hombres el hablar en otras lenguas.
5. Conforme se familiarizaba más y más con el Evangelio de Cristo, Saulo (v. 22)
mucho más se llenaba de poder y confundía a los judíos que moraban en Damasco; se
volvía más valiente y resuelto en la defensa del Evangelio, sin temor a las sospechas de
muchos cristianos que tardarían en convencerse de que era un convertido sincero, ni a
las amenazas de los judíos inconversos que le tenían por un renegado, más furiosos
todavía por cuanto Saulo era un polemista de primer orden. Se ve que muchos fueron
convertidos por la predicación de Saulo, pues en el versículo 25 se nos habla de «sus
discípulos» (lit.), lo que demuestra, como dice Trenchard, «que algunos le consideraban
ya como su padre espiritual».
Versículos 23–31
Con la frase «pasados bastantes días», Lucas pasa por alto, en realidad, los tres años
que Saulo pasó en el desierto de Arabia (comp. con Gá. 1:17, 18). Antes de dedicarse de
lleno a la predicación a los gentiles, y antes de subir a Jerusalén, se marchó al desierto
de Arabia, para dedicarse al estudio, a la meditación y a la oración. Con eso nos
enseñaba a todos que, por muy «llenos del Espíritu Santo» que nos sintamos, hemos de
pasar un tiempo razonable (mejor más que menos) dedicados al estudio y a la oración;
de lo contrario, nuestro ministerio se resentirá siempre de falta de preparación interior.
I. Vemos ahora que, vuelto de Arabia a Damasco, a duras penas escapó allí de la
muerte, pues «los judíos resolvieron en consejo matarle» (v. 23b). A tal propósito (v.
24b), «guardaban las puertas de día y de noche». Así comenzaba el Señor a mostrarle
lo que le había predicho (v. 16). Tan pronto como se convierte, tenemos a Saulo
predicando; y tan pronto como se pone a predicar, comienza a sufrir. Cuando Dios
otorga grandes gracias, las suele ejercitar con grandes tribulaciones. Pero el designio de
los judíos (v. 24) llegó a conocimiento de Saulo; y (v. 25) «le tomaron sus discípulos de
noche y lo descolgaron en un canasto por una abertura hecha en la muralla» (NVI),
como él mismo lo refiere en 2 Corintios 11:33.
II. También encontró dificultades en Jerusalén cuando se dirigió allá (v. 26). Es
claro que se trata del viaje que refiere en Gálatas 1:16 y ss. En este viaje a Jerusalén,
vemos:
1. El miedo que le tenían los amigos (v. 26): «trataba de juntarse con los discípulos,
pero todos le tenían miedo, no creyendo que fuese discípulo». Él no disimulaba jamás
su nueva condición, pero su antagonismo anterior había sido tan extremoso que a los
cristianos de Jerusalén les costaba mucho hacerse a la idea de que era un convertido
sincero. Es cierto que necesitamos la prudencia de la serpiente para huir de la excesiva
credulidad, pero también necesitamos el candor de la paloma para no incurrir en el otro
extremo de los celos y la falta de amor. Y, si hemos de caer en uno de los dos lados, es
preferible que caigamos por el lado del amor. Se nos dice a continuación (v. 27) que
Bernabé le condujo ante los apóstoles, aunque Lucas aquí generaliza, sin duda, pues por
el citado lugar de Gálatas sabemos que sólo se entrevistó con Pedro, ya que el Santiago
allí mencionado no era uno de los Doce, sino el hermano del Señor. Vemos aquí los
buenos servicios que, desde el principio, le prestó Bernabé a Pablo.
2. La rabia que le tenían los enemigos. Al verle (v. 28) en comunión plena con los
discípulos de Cristo en Jerusalén, y el denuedo con que hablaba en el nombre del Señor
(v. 29), los helenistas intentaban matarle, pues les resultaba demasiado fuerte en las
disputas que tenía con ellos, especialmente cuando había estado entre ellos
anteriormente como el gran campeón de la causa judaica contra el cristianismo. Pero
también esta conspiración fue conocida de los hermanos (v. 30), los cuales le llevaron
hasta Cesarea y le enviaron a Tarso, su ciudad natal. El que huyó de Jerusalén tenía
oportunidades de servir a Dios en Tarso, aunque es probable que allí, como dice
Trenchard, «fuese echado de casa y desheredado», a lo cual parece aludir en Filipenses
3:8. Pero también de Jerusalén salió por indicación divina, según él mismo dice en
22:17, 18.
III. Las iglesias gozaban de notable libertad y paz (v. 31): «La Iglesia (lectura más
probable), pues (lit.), gozaba de paz.» ¿Pues? Esto insinúa que, ahora que Saulo se
había convertido, no tenían quien les molestase. Tras la tempestad viene la calma. Era
un respiro que se les concedía a fin de que se preparasen para el próximo encuentro, e
hicieron buen uso de esta pausa. La Iglesia era edificada, es decir, crecía sobre la base
buena de la fe y caminaba en el temor del Señor, y aumentaba en número gracias a la
ayuda del Espíritu Santo (NVI). Tenían el recurso de la ayuda y del consuelo del
Paráclito, precisamente porque caminaban por el camino recto, y Dios les bendecía y
hacía que aumentase considerablemente el número de los discípulos de Cristo, así
mostraba que la Iglesia puede crecer lo mismo con el consuelo de la paz que bajo la
aflicción de la persecución.
Versículos 32–35
8

1. La visita que Pedro giró a las iglesias recién plantadas (v. 32): «Recorría todos
aquellos lugares». Como apóstol que era, no residía de fijo en ninguna iglesia como
pastor. Como el Maestro, estaba siempre de un lado para otro, y pasaba haciendo el
bien; con todo, su «cuartel general» estaba en Jerusalén, pues allí le veremos
encarcelado (12:4). «Vino también a los santos que habitaban en Lida». Los cristianos
son los santos de Dios en la tierra; todo sincero profesante de la fe de Cristo lo es,
aunque esté expuesto a tentaciones y peligros y no esté libre de caer en pecado.
2. «Y halló allí (en Lida) a un hombre que se llamaba Eneas» (v. 33). Su caso era
deplorable, pues era paralítico; su parálisis era grave, ya que estaba en cama; la
enfermedad, inveterada, pues de esto hacía ocho años que continuaba así. Es de suponer
que ni él ni los suyos esperaban que se aliviase. Cristo escogía pacientes de esta clase,
cuya curación no puede esperarse por causas naturales. Su curación fue admirable (v.
34), pues le dijo Pedro: Eneas, Jesucristo te sana. Pedro recalca que es obra, no suya,
sino de Cristo; y le asegura una curación súbita, como lo indica el tiempo presente del
verbo. Y para asegurarle de que había quedado completamente curado, no sólo aliviado
de la enfermedad, añade: «levántate y haz tu cama». Por el hecho de que Dios nos cure,
no vamos a quedar ociosos, sino que hemos de hacer uso precisamente del poder que se
nos ha concedido. Ya no es «lecho del dolor», sino «cama de descanso». Con la palabra
de Pedro, salió el poder curativo, de forma que «enseguida se levantó».
3. El impacto que esta curación causó en muchos (v. 35): «Y le vieron todos los que
habitaban en Lida y en Sarón. Todos los que le conocían encamado, le veían ahora sano
y trabajando. Un milagro tan grande, sin descartar la predicación de Pedro, les produjo
tal impresión que se convirtieron al Señor. Dice J. Leal: «La frase deja entender que se
convirtieron muchos, aunque no debe entenderse de todos». En efecto, el pronombre
«todos» afecta a los que le vieron; no necesariamente, a los que se convirtieron.
Versículos 36–43
I. Tenemos aquí otro milagro obrado por Pedro, y todavía mayor que el anterior,
pues no se trata de una curación, sino de una resurrección en la persona de una buena
discípula (v. 36), habitante en Jope (hoy Jafa, un poco al sur de Tel Aviv), a unos 16 km
de Lida. Se llamaba en hebreo Tabithá, que quiere decir «gacela». Lucas, al escribir en
griego, lo traduce al griego «Dorcás» (no Dorcas). Era eminente por su generosidad, y
mostraba su fe por medio de sus buenas obras en las que abundaba (v. 39b), además de
las limosnas que hacía. Empleaba, pues, su tiempo y su dinero del mejor modo posible.
Quienes no poseen bienes de fortuna, pueden, con todo, hacer el bien con el trabajo de
sus manos o la andadura de sus pies. Parece haber cierto énfasis en ese «hacía», como si
no se limitase a dar limosna, sino que perseveraba en hacerla con toda su fuerza. Buen
retrato de un buen discípulo de Cristo. Pero, en medio de su vida provechosa en
abundancia, fue removida (v. 37): «en aquellos días enfermó y murió». Sus amigas

8Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224


TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1522
lavaron el cadáver, según costumbre, y la pusieron, ya amortajada, en la estancia de la
parte alta de la casa.
II. La petición que los discípulos de Lida hicieron a Pedro, por medio de dos
hombres que le enviaron a Jope (v. 28): «No tardes en venir a nosotros», que equivale
a: «Date prisa, que es cosa urgente». Sin duda se habían enterado, no sólo de que Pedro
estaba allí, sino también de la curación que había efectuado por el poder del Señor. La
hermana Dorcás estaba muerta y era demasiado tarde para llamar a un médico, pero no
era demasiado tarde para llamar a Pedro.
III. La respuesta de Pedro a esta petición (v. 39): «Levantándose entonces Pedro,
fue con ellos». Los fieles ministros de Dios no han de codiciar reverencias, cuando el
gran apóstol Pedro se hizo siervo de todos. Halló el cadáver en el aposento en que lo
habían colocado, y allí le rodearon todas las viudas, las cuales estaban llorando la
pérdida de tan singular bienhechora. No necesitan llorar por ella, pues descansa de sus
trabajos y sus obras siguen con ella (Ap. 14:13), pero sí lloran por ellas y por sus hijos,
que pronto echarán en falta a una mujer tan buena. Lloraban delante de Pedro a fin de
que tuviese compasión de ellas y les restaurase la que de ellas se compadecía. Mientras
lloraban, le mostraban las túnicas y los vestidos que Dorcás hacía cuando estaba con
ellas (v. 39b). ¡Qué bien cumplía Dorcás lo de cubrir al desnudo (Is. 58:7; Mt. 25:36),
sin pensar que era bastante con decir: «Id en paz, calentaos» (Stg. 2:16)! Le mostraban
a Pedro dichos vestidos en señal de gratitud hacia la difunta. Horrible es la ingratitud de
quienes han recibido favores y hasta se avergüenzan de reconocerlo. Los que reciben
limosna no están obligados a ocultarlo como lo están los que la dan. Estos vestidos
mostraban que Dorcás era, no sólo generosa, sino también laboriosa.
IV. La forma en que fue devuelta a la vida: 1. En privado: «Pedro hizo salir a todos
fuera de la habitación» (v. 40. NVI). Pedro declinó así todo lo que pareciese vanagloria
y ostentación. Ellas vinieron a ver, pero él no vino a ser visto. 2. Previa oración: «se
puso de rodillas y oró». Al curar a Eneas, se implica que oró en silencio, pero en esta
obra de mayor envergadura se dirigió a Dios por medio de una oración solemne, con la
sumisión de siervo, por lo que se hincó de rodillas para orar. 3. Mediante dos palabras,
dichas (implícitamente) en el nombre de su Maestro: «Tabitá, levántate». La semejanza
con el caso de la hija de Jairo es tan grande, que Pedro no podría menos de recordar el
milagro del Maestro, especialmente por la casi identidad de las palabras de Jesús,
conservadas únicamente en Marcos 5:41 (sin duda, al dictado del propio Pedro, que se
hallaba presente): «Talithá, cumi», y las que Pedro le diría a Dorcás, hebrea como lo
muestra su nombre: «Tabithá, cumi». ¡Una sola letra de diferencia, como observa el
Prof. F. F. Bruce! Con las palabras de Pedro, salió el poder de Dios, de forma que «ella
abrió los ojos, que ya tenía cerrados por la muerte y, al ver a Pedro, se incorporó». Y él,
dándole la mano, la levantó (v. 41), como si le diese la bienvenida a la nueva vida con
la diestra de un compañerismo entre los vivientes, de los que ella había quedado
separada. 4. Finalmente (v. 41b), «llamando a los santos y a las viudas, la presentó
viva».
V. El buen efecto de este milagro. 1. Muchos quedaron convencidos de la verdad del
Evangelio y creyeron en el Señor (v. 42), pues el caso fue notorio en toda Jope, y
aunque muchos no se darían por enterados, otros muchos fueron convertidos por la
verdad, pues el objetivo de los milagros es confirmar la revelación divina. 2. Pedro, por
su parte, se quedó bastantes días en Jope (v. 43). Al haber hallado abierta la puerta de la
oportunidad allí, se quedó muchos días hasta que fue enviado por Dios a otro lugar que
luego veremos. Acerca de su hospedaje «en casa de un cierto Simón, curtidor», dice
Trenchard: «Desde Harnack en adelante, los escriturarios han señalado el significado de
9:43, que revela que el judío ortodoxo que era Pedro se digna posar en la casa de Simón
curtidor, toda vez que el oficio de curtidor se consideraba inmundo para los judíos
estrictos, a causa de la necesidad de manejar los cuerpos muertos de animales. Pedro no
pone objeciones en este caso, lo que nos hace suponer que los horizontes de su mente
van ensanchándose como preparación para recibir la gran verdad: lo que Dios había
limpiado, él no había de llamarlo inmundo».
CAPÍTULO 10
En este capítulo, el relato de Hechos cobra un nuevo giro: se abre a los gentiles la
primera puerta de la fe cristiana, y es el apóstol Pedro el encargado por Dios de abrirla,
como la había abierto a los judíos el día de Pentecostés. Cornelio, un centurión romano,
es el primero en ser admitido, junto con su familia y sus amigos. I. Por medio de una
visión, Cornelio es instruido para que envíe a llamar a Pedro (vv. 1–8). II. Por medio de
otra visión, Pedro es dirigido a ir a casa de Cornelio, a pesar de ser éste un pagano (vv.
9–23). III. La feliz entrevista que tuvo Pedro con Cornelio en Cesarea (vv. 24–33). IV.
El mensaje que predicó Pedro en casa de Cornelio (vv. 34–43). V. El bautismo de
Cornelio y de sus amigos, primero con el Espíritu Santo, y después con agua (vv. 44–
48).
Versículos 1–8
Observemos con todo interés todas las circunstancias del comienzo de esta gran obra
que forma parte del misterio de la piedad: Cristo, predicado a los gentiles y creído en el
mundo (1 Ti. 3:16). Hasta ahora, ni la predicación del Evangelio había sido dirigida a
los paganos, ni había sido bautizado ninguno de ellos. Cornelio fue el primero.
I. De este Cornelio se nos dice que era un hombre grande y bueno, dos cualidades
que raras veces se hallan en una misma persona; pero donde se encuentran, se
abrillantan mutuamente; la bondad confiere a la grandeza su verdadero valor; la
grandeza confiere a la bondad las mayores oportunidades de ser útil para los demás.
1. Era Cornelio (v. 1) centurión, es decir, jefe de un centenar de soldados, de una
compañía, llamada la Italiana porque, por lo menos cuando se constituyó, estaba
formada por voluntarios italianos. Como observa Trenchard, «todos los centuriones que
se mencionan en el Nuevo Testamento son personas dignas y varios de ellos dan
muestras de discernimiento espiritual» (comp. con Mt. 8:5–13). Es curioso que el
primer convertido de la gentilidad al Evangelio (ya estaba convertido a Dios) fuese un
soldado, con lo que los militares han de animarse a ver que su oficio es compatible con
la piedad, mientras que para los judíos no pudo menos de ser una mortificación el que,
además de ser anunciado el Reino a los gentiles, precisamente el primero en ser recibido
en él fuese un miembro del ejército romano.
2. Sus cualidades espirituales se describen en detalle (v. 2): «Era piadoso y temeroso
de Dios», frase que designa a los que, sin ser prosélitos de pleno derecho, por no estar
circuncidados, adoraban al Dios verdadero, guardaban muchos preceptos y costumbres
de los judíos, iban a Jerusalén, etc. Su ejemplo era contagioso, de modo que no sólo él
temía a Dios, sino toda su casa: toda su familia, que incluía a los sirvientes. Era
caritativo, pues hacía muchas limosnas al pueblo, esto es, a los israelitas pobres.
También era hombre de oración: «Oraba a Dios continuamente», es decir, observaba
fielmente las horas de oración propias de los judíos. Siempre que el temor de Dios reina
en el corazón, de allí brotan espontáneamente obras de caridad y de piedad.
II. La orden que recibió del cielo para que enviase a llamar a Pedro.
1. Cómo y de qué manera se le comunicó esta orden. Tuvo una visión en la que un
ángel le habló. Fue como a la hora novena del día, es decir, hacia las tres de la tarde, la
hora del sacrificio vespertino. Como él mismo dice (v. 30), se hallaba orando en su
casa, mientras en el templo de Jerusalén se ofrecía el sacrificio. Vio claramente al ángel
de Dios que entraba donde él estaba (v. 3). El ángel le llamó por su nombre, para darle
a entender que Dios tomaba especial buena nota de él. Como en todas las apariciones
sobrenaturales, Cornelio (v. 4) se le quedó mirando fijamente, lleno de miedo (NVI) y
dijo: ¿Qué es, Señor? (lit.). Como si diciendo: «¿Qué ocurre, para que tenga yo esta
visión?» La expresión demuestra su deseo de conocer la voluntad de Dios y su
disposición a cumplirla.
2. Cuál fue el mensaje del ángel:
(A) Le asegura que es acepto a Dios (v. 4b): «Tus oraciones y tus limosnas han
subido como un memorial (como un recordatorio) delante de Dios», como subía el
incienso desde el altar de los perfumes del templo. Oraciones y limosnas han de ir de la
mano. Dando limosnas de lo que tenemos, todo nos es limpio (Lc. 11:41). Y hemos de
acompañar con oraciones las limosnas, a fin de que Dios las acepte favorablemente. Así
es como, con toda sinceridad, oraba y daba limosnas Cornelio; por eso, subieron al
Cielo como un recordatorio a Dios.
(B) Le ordena que envíe a llamar a Pedro (vv. 5, 6): «Envía … y haz venir a Simón,
el que tiene por sobrenombre Pedro, etc.». Aquí tenemos dos cosas en extremo
sorprendentes: (a) Cornelio teme a Dios, hace muchas limosnas y ora a Dios
continuamente y, sin embargo, se le ordena abrazar la religión cristiana. ¿Por qué?
Porque el que había creído ya la promesa del Mesías, tiene que creer ahora el
cumplimiento de tal promesa. Ni las limosnas ni las oraciones pueden subir como un
memorial a Dios, si no estamos dispuestos a creer en Jesucristo; (b) Cornelio tiene ante
sí un ángel de Dios que le está hablando y, sin embargo, no ha de recibir del ángel el
Evangelio de Jesucristo, sino de labios de un hombre. ¡Qué honor el del apóstol, al
predicar lo que al ángel no se le permite hacer, y todavía es mayor honor el que Dios
envíe un ángel para ordenar a Cornelio que envíe a llamar a Pedro! Juntar a un fiel
ministro de Dios y a una persona deseosa de oír el Evangelio es realmente obra digna de
un ángel.
III. La obediencia inmediata de Cornelio a esta orden (vv. 7, 8). «Tan pronto como
se fue el ángel … Cornelio … envió a Jope». Se dio prisa, sin demora alguna, a cumplir
la orden. En todo asunto donde se juega el provecho de nuestra alma, es conveniente no
perder tiempo. Cornelio (v. 7) llamó a dos de sus criados y a un devoto soldado de los
que le servían constantemente. Un centurión devoto tenía también soldados devotos. La
devoción puede entrar muy hondo en los soldados, quienes están siempre expuestos a
mayores peligros, pero entra todavía mejor cuando ha penetrado también en los jefes y
oficiales. «A éstos (v. 8) envió a Jope, después de haberles contado todo». No sólo les
dice el lugar en que han de hallar a Pedro, sino también el motivo por el que les envía, a
fin de que le den prisa a Pedro.
Versículos 9–18
Cornelio ha recibido del cielo orden de llamar a Pedro, pero ¿vendrá Pedro a casa de
Cornelio, siendo éste un pagano incircunciso? Es un difícil caso de conciencia para el
apóstol, quien todavía no había echado de sí la estrecha y fanática noción judía de que la
salvación era privilegio exclusivo del pueblo elegido, Israel. Para vencer esta dificultad,
tenemos ahora otra visión, esta vez para Pedro, a fin de prepararle para recibir el
comunicado que le enviaba Cornelio. Cristo había ordenado a sus discípulos predicar el
Evangelio a toda criatura, hacer discípulos de todas las naciones, pero ni aun Pedro
pudo entender esto hasta que le fue revelado en una visión.
I. Las circunstancias de esta visión.
1. La tuvo mientras los hombres enviados por Cornelio se acercaban (v. 9) a la
ciudad. Pedro no sabía nada de este viaje, y los que venían de parte de Cornelio no
sabían nada de la oración ni de la visión de Pedro, pero el que los conocía a todos
preparaba las cosas para la entrevista. Así es como Dios pone en la mente de sus
ministros cosas en las que no habían pensado, y las pone justamente en el momento en
que tienen la oportunidad de hacer uso de ellas.
2. La tuvo cuando había subido a la azotea para orar, cerca de la hora sexta (v.
9b), es decir, al mediodía. Así que oraba, no sólo por la mañana y por la tarde, a las
horas respectivas de los sacrificios (matutino y vespertino), sino también al mediodía
(comp. con Dn. 6:10, 13). Nos parece demasiado largo el tiempo que pasa entre el
desayuno y la cena si no comemos algo al mediodía; sin embargo, ¿quién piensa que es
demasiado largo para pasar sin oración? Pedro tuvo la visión después de orar. La
elevación del corazón a Dios en oración es una excelente preparación para recibir las
instrucciones de la gracia.
3. La tuvo (v. 10) cuando sintió hambre y quiso comer. El hambre era como el
contexto apropiado donde Dios quería insertar la visión de los animales, como el
hambre de Jesús en el desierto le sirvió a Satanás de contexto para tentarle a convertir
las piedras en pan.
II. La visión misma (v. 10b): «Mientras le preparaban algo, le sobrevino un
éxtasis». Perdió la perspectiva de las cosas terrenales y su mente quedó en disposición
de recibir instrucciones celestiales. Cuanto más nos alejamos del mundo, tanto más nos
acercamos al cielo.
1. Vio el cielo abierto (v. 11), para darle a entender que la orden de ir a Cornelio
procedía del cielo, y que descendía algo semejante a un gran lienzo que, atado de las
cuatro puntas, era bajado a la tierra». En el lienzo (v. 12) había de todos los
cuadrúpedos terrestres, reptiles y aves del cielo, sin discriminación, especialmente de
los que eran inmundos según la ley judía, como se ve por el contexto. Nótese que en el
lienzo no había peces, porque de ellos no había ninguna clase particularmente inmunda.
Todos estos animales simbolizaban las distintas clases de personas humanas,
especialmente del mundo de la gentilidad, los paganos, ajenos hasta entonces a las
promesas del pacto de Dios.
2. Y le vino una voz (del cielo), que le dijo: Levántate, Pedro, mata y come» (v. 13).
La orden no podía ser más sorprendente para un judío observante como Pedro, puesto
que era, como dice Trenchard, «cosa que repugnaba al judío ortodoxo, no sólo porque
se trataba de una mezcla de animales limpios e inmundos, sino por la imposibilidad de
sacrificarlos de la forma llamada kosher que no deja sangre alguna en la carne».
3. La respuesta de Pedro no se hace esperar (v. 14). Aunque el hambre es tan fuerte
que puede pasar por un muro de piedra, las leyes divinas deberían ser para nosotros más
fuertes que una muralla. Las tentaciones fuertes deben ser rechazadas fuertemente y sin
dilación. Pero éste no era el caso, pues el Dios que dio la Ley, también podía derogarla.
«Entonces Pedro dijo: Señor, de ningún modo; porque no he comido jamás ninguna
cosa común o inmunda». Su conciencia le daba testimonio de que nunca había dado
gusto a su apetito al comer alimento prohibido por la Ley.
4. Pero la voz vuelve a hablarle y le dice (v. 15): «Lo que Dios ha purificado, no lo
llames tú común (es decir, inmundo)». Debemos estar agradecidos a este gran favor de
Dios, no sólo porque así podemos comer carne antes prohibida, pero no dañosa para la
salud, sino especialmente porque tenemos la conciencia libre de semejante yugo. «Esto
(v. 16) se hizo tres veces; y aquel lienzo volvió a ser recogido en el cielo». Dios suele
repetir sus instrucciones, a fin de que se nos graben mejor en la memoria. Recuérdese
que Jesús, en discusión con los fariseos, ya había puesto de relieve que lo que entra en
el cuerpo no tiene importancia, sino lo que sale del corazón, y es precisamente Marcos
(al dictado, sin duda, de Pedro) quien, al referir dicho incidente, inserta la frase: «Al
decir esto, Jesús declaraba puros todos los alimentos» (Mr. 7:19. NVI). Nótese que esto
se escribió bastantes años después de la visión que Pedro tuvo en Jope.
III. La providencia que explicó a Pedro la visión (vv. 17, 18): «… estaba perplejo
dentro de sí, pensando qué podría significar la visión». No dudaba de su realidad, sino
de su significado. Cristo se revela a los suyos gradualmente y los deja perplejos por
algún tiempo, a fin de que puedan rumiar las cosas y barajarlas en su mente antes de
aclarárselas. No tardó Pedro en salir de su perplejidad, pues pronto llegaron a su puerta
los hombres que habían sido enviados por Cornelio. Por el encargo que traían, estaba
claro el significado de la visión. Dios sabe qué servicios nos esperan y cómo
prepararnos para ellos; y sabremos mejor el significado de lo que nos ha enseñado
cuando hallemos la ocasión que tenemos de hacer uso de tal enseñanza.
Versículos 19–33
Encuentro de Pedro con Cornelio. Aunque Pablo había de ser el apóstol de los
gentiles, es a Pedro a quien se le encomienda romper el hielo y recoger los primeros
frutos de los gentiles, a fin de que los judíos creyentes estuviesen mejor dispuestos a
recibirlos en comunión eclesial al ser introducidos por el apóstol de la circuncisión.
1. El Espíritu le resuelve a Pedro el enigma (vv. 19, 20): «Mientras Pedro meditaba
sobre la visión, le dijo el Espíritu: Mira, te buscan tres hombres» (v. 19). Los que
deseen ser enseñados en las cosas de Dios han de meditar en esas cosas. La instrucción
le vino ahora a Pedro, no por medio de un ángel, sino directamente del Espíritu de Dios,
quien es también el que ha enviado a los hombres que buscan a Pedro (v. 20). El
Espíritu ordena a Pedro (v. 20): «desciende y vete con ellos sin vacilar». Quienes
investigan el sentido de la Palabra de Dios no deben estar siempre meditando, ni aun
orando, sino que han de mirar con frecuencia en torno suyo. Pedro debe pasar a la
acción sin vacilar. Cuando veamos claro el llamamiento de Dios para algún servicio o
ministerio, no debemos quedar perplejos con dudas o escrúpulos, ni con temor al qué
dirán los hombres.
2. Con obediencia perfecta y sin vacilación alguna, Pedro desciende adonde estaban
los hombres (v. 21), se pone a disposición de ellos y pregunta: ¿cuál es la causa por la
que habéis venido? Ellos (v. 22) le comunican fielmente el encargo que de Cornelio han
recibido «de hacerte venir a su casa para escuchar las palabras que tú hables». Esas
palabras, les dirá después Pedro (11:14) son tales que, por ellas, será salvo Cornelio y
toda su familia. Con toda cortesía, y ya sin prejuicio alguno de raza, Pedro (v. 23),
«haciéndoles entrar, los hospedó». Dice Trenchard: «Antes de entrar él como huésped
en la casa de Cornelio, ya había quebrantado la “costumbre” por recibir a tres gentiles
en la casa donde se hospedaba él».
3. Con ellos se marchó Pedro al día siguiente y con algunos de los hermanos de
Jope (v. 23b), seis de ellos, según vemos en 11:12. Era éste uno de los modos con que
los primitivos cristianos mostraban su respeto a los ministros de Dios, acompañándoles
en sus viajes, y es una pena que personas que están capacitadas para hacer bien a otros
en conversación, por el conocimiento que tienen de la Palabra de Dios, se empeñen en
viajar solos cuando tienen la oportunidad de ir acompañados. Cornelio, por su parte,
«los estaba esperando, habiendo convocado a sus parientes y amigos más íntimos» (v.
24). Tal huésped como Pedro era bien digno de tal espera, lo cual era, por otra parte, un
estímulo para el propio apóstol; más aún, cuando eran bastantes los que le esperaban.
Así como Pedro traía seis consigo para que participasen del don espiritual que, por su
medio, se había de otorgar, así también Cornelio había convocado a sus familiares y
amigos para recibir con ellos la instrucción que Pedro les iba a impartir. No hemos de
tener envidia de que otros participen de nuestro alimento espiritual, pues éste no se
disminuye, como el corporal, con el número de los que de él participan, sino que
aumenta, como la luz con el número de los objetos iluminados.
4. Tenemos ya la primera entrevista de Pedro con Cornelio (v. 25). Con el más
profundo respeto y teniéndole por un enviado de Dios, salió Cornelio a su encuentro y,
postrándose a sus pies, adoró. Este verbo no significa aquí el culto que sólo a Dios es
debido, sino, como dice Trenchard, «significa un acto de homenaje y de reverencia ante
una persona reconocida como superior … Cornelio comprendió que la Palabra de Dios
en la boca de Pedro se revestía de potencia infinitamente mayor que la de los decretos
del César». Sin embargo, Pedro rehusó humildemente recibir tales muestras de respeto:
«Levántate, pues yo mismo también soy hombre». (¡Cuán diferente es esta actitud de la
de los llamados «sucesores de Pedro»!) Ni aun los ángeles admiten tales reverencias (v.
Ap. 19:10; 22:8). Los fieles siervos de Cristo prefieren ser vilipendiados antes que ser
deificados. ¡Que sepa Cornelio que Pedro es hombre como él, que el tesoro está en
vasos de barro, para que así estime más el tesoro, atendiendo menos al vaso!
5. La información que Pedro y Cornelio intercambiaron, no sólo entre sí, sino
también con quienes les acompañaban, de la mano de Dios que les había juntado (v.
27): «Y conversando con él, entró». Después de entrar, «halló a muchos que se habían
reunido», lo cual añadía al acto que iba a seguirse, no sólo oportunidad para hacer el
bien, sino también solemnidad.
(A) Pedro declara la instrucción que Dios le ha dado de venir y acercarse a estos
gentiles (vv. 28, 29). Ellos mismos sabían que era cosa abominable para un judío
juntarse o acercarse a un extranjero; así lo era, en realidad no por ley divina, sino por
tradición humana. Pero Dios había destrozado esta tradición mostrándole a Pedro que
no debe llamar común o inmundo a ningún hombre. Pedro, que había dicho a los de su
raza (2:40): «Sed salvos de esta torcida generación» (lit.), ha aprendido ahora a juntarse
con esta «derecha» generación de gentiles. Vuelve, pues, a expresar (v. 29) su completa
disposición a servirles en lo que de él necesiten: «Por lo cual, al ser llamado, vine sin
replicar. Así que pregunto: ¿Por qué causa me habéis hecho venir?»
(B) Cornelio declara las instrucciones que Dios le dio para que enviase a llamar a
Pedro.
(a) Primero, refiere la aparición del ángel y la orden que le dio de mandar llamar a
Pedro. Dice qué era lo que estaba haciendo cuando tuvo la visión (v. 30): «Hace cuatro
días (esto es, aquel día era el cuarto, según el modo hebreo de computar el tiempo) que
a esta hora yo estaba en ayunas; y a la hora novena, mientras oraba en mi casa (no en
la sinagoga; y a la hora en que la mayoría de la gente viajaba, negociaba, trabajaba en el
campo, visitaba a sus amigos, echaba la siesta o se entregaba al placer), vi que se puso
delante de mí un varón con vestiduras resplandecientes». Repite (vv. 31, 32) el mensaje
que le había sido comunicado (vv. 4–6); únicamente, tenemos, como variante de alguna
importancia, la frase: «tu oración ha sido escuchada» (v. 31). No se nos dice cuál era su
oración, pero si el mensaje era respuesta a su oración, estaba orando que Dios le
descubriese más ampliamente el camino de la salvación.
(b) Declara después la disposición en que, tanto él como sus amigos, estaban para
recibir el mensaje que Dios había ordenado a Pedro para que se les transmitiera (v. 33):
«Así que luego envié por ti; y tú has hecho bien en venir (típica expresión de respeto
entre los pueblos orientales)». Siempre «hacen bien» los fieles ministros de Dios que
acuden a la gente deseosa de recibir instrucción. Y añade: «Ahora, pues, todos nosotros
estamos aquí en la presencia de Dios para oír todo lo que Dios te ha ordenado».
Nótese eso de «todos» y «todo». El hombre entero debe estar presente, no sólo con el
cuerpo, sino con el alma y el corazón. Pedro estaba allí dispuesto a predicar todo lo que
Dios le había ordenado decir; y ellos estaban allí dispuestos a escuchar, no lo que les
gustase, sino todo lo que Dios había ordenado a Pedro que predicase. No debía callarse
nada, por muy desagradable que a los oyentes pudiese resultar o muy diferente de las
nociones que de antaño pudiesen abrigar.
Versículos 34–43
Tenemos ahora el sermón de Pedro. Para dar a entender que lo que iba a decir era de
la mayor importancia, urgencia y solemnidad, hallamos la conocida expresión (v. 34):
«abriendo la boca». Era, en realidad, un sermón completamente nuevo:
1. Porque iba a predicar a gentiles. Les muestra que «Dios no hace acepción de
personas (v. 34b), no tiene, en cuanto a la salvación, favoritismos de raza, sexo, clase
social, etc., sino que (v. 35) en toda nación, el que le teme y practica lo que es justo le
es acepto». Dios no salva, ni ha salvado jamás, a un judío malvado que, a pesar de todos
sus privilegios del pacto, vive en la incredulidad y muere impenitente, mientras que no
rechaza, ni ha rechazado jamás, a un gentil honesto que, como Cornelio, teme a Dios,
obra justicia y vive conforme a la luz que tiene, sea cual sea la nación a que pertenezca,
ya que Dios juzga a los hombres de acuerdo con el corazón, no conforme al país o al
linaje de uno; dondequiera haya un hombre recto, hallará a un Dios justo. El que teme a
Dios y obra justicia (las dos cosas han de ir de la mano) obtendrá de Dios, por la obra
de Cristo, la gracia necesaria para salvarse, pues aquellas dos virtudes ya eran obra de la
gracia, y Dios no puede abandonar la obra de sus propias manos. Esto siempre había
sido verdad, pero ahora estaba más claro que antes; por eso dice Pedro (v. 34): «En
verdad comprendo, etc.».
2. Porque los oyentes eran gentiles que residían en un lugar que se hallaba dentro de
los confines del país de Israel, por lo que no podían menos de conocer (v. 37) lo que se
había divulgado por toda Judea.
(A) Sabían, en general, lo que había ocurrido con Jesús de Nazaret (v. 38). Leemos
con frecuencia en los evangelios que la fama de Cristo había llegado a todos los lugares
de Canaán. Podían, pues, conocer el poder que Jesús había mostrado en sus milagros y
en su predicación: la palabra … anunciando las Buenas Noticias de la paz por medio de
Jesucristo (vv. 36, 38). Es Dios mismo quien proclama paz, en primer lugar a los hijos
de Israel (v. 36).
(B) También conocían lo suficiente acerca del bautismo que predicó Juan (v. 37),
como introducción al ministerio de Cristo. Sabían qué hombre tan extraordinario era
Juan y con qué empeño y diligencia predicaba para preparar el camino del Señor.
Sabían que Jesús había pasado haciendo el bien (v. 38), enviado por Dios como
Salvador y Bienhechor de la nación. No estaba ocioso, sino que iba de una parte a otra,
y en todas partes sanaba a todos los oprimidos por el diablo, pues había sido enviado a
destruir el poder del diablo (He. 2:14). Sabían que los judíos le habían condenado a
muerte y le habían matado colgándole de un madero (v. 39), precisamente al que había
sido enviado y ungido por Dios, al que había pasado por todas partes haciendo el bien.
Y para que no pensaran que les refería algo que él conocía sólo de oídas, Pedro les
asegura que él mismo, y los demás apóstoles, eran testigos de todas las cosas que hizo
en la tierra de Judea y en Jerusalén (v. 39).
(C) Por todo esto, podían conocer que tenía del cielo una comisión para predicar y
actuar como lo hacía: «éste (Jesús) es Señor de todos» (v. 36b). Como al único
Mediador entre Dios, y los hombres, Dios le había ungido con el Espíritu Santo (¡era el
MESÍAS esperado! Comp. Is. 61:1) y con poder (v. 38), es decir, con la plenitud del
poder del Espíritu Santo (comp. Is. 11:2). Y este poder se manifestaba en todo lo que
decía (Jn. 3:31–34) y hacía, pues Dios estaba con Él (v. 38c). A quienes Dios unge,
también les acompaña, pues está con ellos al haberles otorgado su Espíritu, su poder
activo personal.
3. Como ellos no tenían una información completa acerca de este Jesús, Pedro les
declara su resurrección de entre los muertos, y las pruebas que había de ella. Es
probable que allí en Cesarea hubiesen oído algo de esta resurrección de Jesús, pronto
silenciada por la vil mentira de los judíos de que los discípulos habían venido de noche
y habían hurtado el cuerpo de Jesús (Mt. 28:13). (A) El poder por el que había sido
resucitado era divino (v. 40): «Dios le resucitó». (B) Las pruebas de la resurrección eran
evidentes, pues Dios le concedió hacerse visible (v. 40b), aunque (v. 41) no a todo el
pueblo, puesto que, al haber resistido a todas las evidencias que él había presentado de
su misión divina, habían perdido los derechos a ser favorecidos con el privilegio de ser
testigos de su resurrección, sino a los testigos que Dios había escogido de antemano.
Estos testigos no habían tenido únicamente una rápida y pasajera visión del resucitado,
sino que habían comido y bebido con él después que resucitó de los muertos.
4. Concluye, basado en todo esto, que lo que todos tenían que hacer era creer en este
Jesús. Para esto había sido enviado a Cornelio: para decirle que, aun siendo un hombre
temeroso de Dios, piadoso y caritativo, una cosa le faltaba: Creer en Jesús.
(A) Por qué había de creer en Él. La fe cristiana está edificada sobre el fundamento
de los apóstoles y profetas (Ef. 2:20), está fundada sobre ellos, los apóstoles. Pedro
habla como portavoz de los demás al decir (v. 42): «Y nos encargó (Dios) que
predicásemos al pueblo y testificásemos solemnemente acerca de Cristo». Su testimonio
es testimonio de Dios, y ellos son sus testigos ante el mundo. También (v. 43) dan
testimonio de éste todos los profetas del Antiguo Testamento. De la boca de estas dos
nubes de testigos (los apóstoles y los profetas), quedaba bien establecida la predicación
del mensaje.
(B) Lo que todos deben creer concerniente a Cristo: (a) Que todos hemos de dar
cuenta a Él como a nuestro Juez (v. 42b): «Que Él es el designado por Dios como Juez
de vivos y muertos». Él tiene autoridad para prescribir las estipulaciones de la salvación,
la pauta según la cual seremos juzgados. De esto nos dio seguridad Dios con haberle
levantado de los muertos (17:31), por lo cual nos interesa grandemente a cada uno de
nosotros tenerle por amigo. (b) «Que todo el que crea en Él, recibirá perdón de pecados
por su nombre» (v. 43b). Ésta es nuestra mayor necesidad; sin eso, estamos perdidos
para siempre en la condenación. Y el perdón de nuestros pecados pone el fundamento
para todas las demás gracias y bendiciones. Una vez perdonado el pecado, todo va bien
e irá eternamente bien.
Versículos 44–48
Resultado del sermón de Pedro: Todos ellos fueron convertidos al Señor.
1. Dios honró el mensaje de Pedro, al dar el Espíritu Santo a todos los oyentes (v.
44): «Mientras aún hablaba Pedro estas palabras, el Espíritu Santo cayó sobre todos
los que oían el mensaje», como lo había hecho sobre los reunidos en el Aposento Alto
el día de Pentecostés; así lo dirá Pedro después (11:15). Por eso, no precedió imposición
de manos ni signo exterior alguno a esta efusión del Espíritu Santo sobre los reunidos.
Dios daba así su testimonio a favor del mensaje de Pedro y lo refrendaba con su poder
divino. El Espíritu Santo caía sobre otros después que se habían bautizado, pero sobre
estos gentiles cayó antes de que fuesen bautizados, a fin de mostrar que Dios no está
atado a métodos ni ritos. ¿Cómo se notaba que había caído sobre ellos el Espíritu Santo?
En que hablaban en lenguas (v. 46) y glorificaban a Dios, quizás encomiando a Cristo
y los beneficios de la redención, de los que habían oído a Pedro predicar. Cualquiera sea
el don que de Dios recibimos (en especial si está conectado con hablar), hemos de
usarlo para glorificar a Dios con él. Vemos también la impresión que esto hizo en los
judíos creyentes que acompañaban a Pedro (v. 45): «Y todos los creyentes que eran de
la circuncisión y habían venido con Pedro, se quedaron atónitos de que el don del
Espíritu Santo se hubiese derramado también sobre los gentiles». Si hubiesen entendido
las Escrituras (por ej. Jl. 2:28, «sobre toda carne») del Antiguo Testamento, no se
habrían visto tan sorprendidos.
2. Pedro reconoció la obra de Dios en ellos al hacerlos bautizar, ya que sobre ellos
había sido derramado el Espíritu Santo. Aunque lo habían recibido, era necesario que se
bautizasen, no para salvación, sino por obediencia al Señor, aunque Dios no está atado a
las ordenanzas que Él mismo instituyó, nosotros sí lo estamos (v. 47): «Entonces dijo
(lit. respondió; es decir, tomó la palabra) Pedro: ¿Puede acaso alguno impedir el agua,
para que no sean bautizados estos que han recibido el Espíritu Santo también como
nosotros?» La lógica de su argumento es perfecta: ¿Quién puede negar el signo a
quienes han recibido la cosa significada? Debemos seguir las indicaciones de Dios y
recibir en comunión con nosotros a quienes Dios ha recibido en comunión consigo. Sin
la efusión del Espíritu, Pedro podría haber tenido cierta aprensión en mandar bautizar a
aquellos gentiles. ¡Cuántas gracias hemos de dar por tener un Dios tan bueno, cuyo
amor y comprensión superan en grado infinito a los de los mejores hombres! Como
vemos por el v. 48 (así como por otros lugares como 19:5 y 1 Co. 1:14, 17, comp. con
Jn. 4:2), los apóstoles no solían bautizar ellos mismos, sino que lo hacían otros
ministros de Dios, que actuaban por orden de los apóstoles, mientras ellos se dedicaban
asiduamente a la oración y al ministerio de la palabra (6:4).
3. El deseo de los bautizados de aprovecharse del ministerio de Pedro por algún
tiempo (v. 48b): «Entonces le rogaron que se quedase por algunos días». No querían
que se marchase de inmediato, sino que se quedase entre ellos por algún tiempo para
recibir de él ulterior instrucción acerca de las cosas de Dios y del Evangelio. Los que
han llegado a conocer por fe a Cristo, no pueden menos de desear saber más y más de
Él. Aunque habían recibido el Espíritu Santo, reconocían que necesitaban ser enseñados
en la Palabra. Más aún, una de las señales claras de que habían recibido el Espíritu era
este deseo de la leche espiritual (1 P. 2:2).
CAPÍTULO 11
1. Pedro se justifica ante los judíos de Jerusalén por lo que había hecho en casa de
Cornelio (vv. 1–18). II. El gran éxito del Evangelio en Antioquía (vv. 19–21). III. El
progreso de la fe en aquella ciudad, en la que los discípulos de Cristo fueron llamados
por primera vez «cristianos» (vv. 22–26). IV. Predicción de un hambre cercana, con lo
que los discípulos se sintieron estimulados a socorrer a los hermanos pobres de Judea
(vv. 27–30).
Versículos 1–18
Veremos ahora cómo fue recibida en Jerusalén la noticia de lo que había ocurrido en
casa de Cornelio.
1. Antes de que Pedro regresara a Jerusalén (v. 1), «oyeron los apóstoles y los
hermanos que estaban en Judea, que también los gentiles habían recibido la palabra de
Dios». Lo que debería haber causado la mayor alegría entre creyentes de la circuncisión,
vino a ser materia de disputa y envidia. Así es como, muchas veces, los prejuicios de
grupo o de denominación llegan a oscurecer la verdad divina y a ponerse en contra de
las bendiciones obradas por Dios en otros medios y lugares. Para no confundir las cosas
(nota del traductor), es preciso distinguir entre el grupo incipiente de judaizantes, que
eran los que criticaban a Pedro, y el grupo mayor de creyentes judíos, incluidos los
apóstoles y ancianos de la iglesia de Jerusalén, quienes no criticaban a Pedro, pero,
como dice Trenchard, «quedaban perplejos frente al caso hasta oír la explicación de
Pedro».
2. Quiénes disputaban con Pedro y sobre qué versaba la disputa (vv. 2, 3): «Y
cuando Pedro subió a Jerusalén. disputaban con él los que eran de la circuncisión,
diciendo. Has entrado en casa de hombres incircuncisos y has comido con ellos». Con
esto, llegaban a pensar, quizá, que había manchado, y aun profanado del todo, su
ministerio apostólico. Siempre ha causado gran daño a las iglesias el empeño de algunos
en sentirse poseedores, «en exclusiva», como un monopolio, de la verdad, y tender así a
excluir de la fraternidad cristiana a los que no piensan en todo como ellos. Aun los
ministros de Dios no han de extrañarse de ser criticados, no por sus declarados
enemigos, sino por los que profesan ser sus amigos. Pero, si nuestra obra ha recibido la
aprobación de Dios, bien podemos regocijarnos, como Pedro, sea cual sea la reacción de
los hermanos en la fe. Los más celosos en el amor y el servicio del Señor deben esperar
ser censurados por quienes, bajo pretexto de ser precavidos, se tornan fríos e
indiferentes. En el fondo, tal vez inconsciente, de esta reacción psicológica, se halla
encubierto cierto sentimiento de «ser acusados de flojedad espiritual» por el celo de los
mejores y más humildes miembros de la congregación.
3. Pedro da un informe completo, pero humilde, de todo el asunto, suficiente para
justificar su conducta, así como para satisfacerles a ellos (v. 4): «Pedro comenzó a
explicarles punto por punto todo lo sucedido» (NVI).
(A) Da por supuesto que si ellos hubiesen comprendido rectamente el asunto, no
habrían contendido con él. Debemos ser moderados en nuestras censuras, porque si
comprendiésemos bien lo que se nos expone, haríamos (con frecuencia) causa común
con nuestros interlocutores, en lugar de oponernos a ellos.
(B) Está muy deseoso de que no le juzguen mal en esto. Se dispone a dar razón de
la esperanza que hay en él (1 P. 3:15b) concerniente a los gentiles, y por qué ha
cambiado de la opinión anterior, que era la misma que ellos sostienen todavía.
(a) Por medio de una visión, se le había dicho que cesase de observar las
distinciones hechas por la ley ceremonial; refiere la visión (vv. 5, 6), como la
conocemos de antes (10:9 y ss.). El lienzo que allí (10:11) se decía «bajado a la tierra»,
aquí se cambia por «venía hasta mí», pues ambas cosas eran ciertas. Los
descubrimientos que Dios hace de sí mismo y de las cosas celestiales, los hemos de
aplicar por fe a nosotros mismos. Añade también aquí (v. 6) que fijó en él los ojos y lo
observó atentamente, como debemos hacer nosotros cuando Dios nos guía a considerar
las cosas celestiales. Les refiere la repetida orden del cielo de que comiese de todo
aquello (v. 7), así como la respuesta negativa que él dio (v. 8), con lo que les muestra
que sentía la misma repugnancia que ellos tienen, pero Dios le dijo por segunda vez que
no llamase común a lo que Dios había purificado (v. 9). Así que no tenían por qué
reprocharle el haber cambiado de opinión cuando Dios había cambiado la cosa misma.
De ello no había duda, pues (v. 10) «esto se hizo tres veces». Finalmente, para
confirmar que se trataba de una visión celestial, las cosas que él vio no se desvanecieron
en el aire, sino que volvió todo a ser llevado arriba al cielo.
(b) El Espíritu de Dios le había instruido directamente para que fuese con los
hombres que había enviado Cornelio (v. 12). Especifica el lugar y la hora (v. 11) de
aquella llegada. Y, para que no le quedase duda alguna, también Cornelio había tenido
una visión correpondiente a la suya, de forma que la visión de Pedro quedaba
confirmada por la de Cornelio, así como la de Cornelio quedaba confirmada por la suya
propia (vv. 13, 14). De todo esto podían dar fe los seis hermanos que habían
acompañado a Pedro en aquel viaje (v. 12b).
(c) Lo que ponía fuera de toda cuestión el asunto de la disputa era el descenso del
Espíritu Santo sobre los oyentes en casa de Cornelio (v. 15). El hecho era innegable; los
testigos, numerosos. Así declaraba Dios que era testigo del acto y que lo aprobaba
plenamente. Con esto, recordó Pedro (v. 16) aquel dicho del Maestro, que los demás
apóstoles habían oído también (1:5): «Juan ciertamente bautizó con agua, mas vosotros
seréis bautizados con el Espíritu Santo». Se confirma así, una vez más, por palabras del
propio Pedro, que lo sucedido en casa de Cornelio era como una extensión de lo
sucedido en Jerusalén el dia de Pentecostés. Uniendo la referencia de 1:5 y 11:16 con
Mateo 3:11, estaba claro que el Espíritu Santo era un don de Cristo, así como el
cumplimiento de la promesa que les había dejado antes de ascender a los cielos. No
había, pues, duda, de que el don procedía de Él. La conclusión que Pedro saca (v. 17) de
todo esto no puede ser más correcta y atinada: «Si Dios, pues, les concedió también el
mismo don que a nosotros que hemos creído en el Señor Jesucristo, ¿quién era yo para
poder impedir a Dios?» Como si dijese: «¿Cómo podía yo negarme a bautizar con agua
y a impedir que fuesen añadidos a la Iglesia, a quienes Dios había bautizado con el
Espíritu Santo?» No se puede poner, o dejar, fuera de comunión con la Iglesia a los que
Dios ha tomado en comunión consigo. Un pequeño detalle—nota del traductor—en el
que Pedro insiste es la referencia al «ángel» que estaba en pie en casa de Cornelio (v.
13), con lo que venía a decir: «¿Por qué no podía entrar yo adonde había entrado un
ángel?»
4. Este humilde y detallado informe de Pedro satisfizo, por fin, a sus interlocutores.
Hay quienes, una vez que han censurado a alguien, se aferran a ello por grande que sea
la evidencia de que eran ellos los que estaban equivocados. No fue así en esta ocasión,
sino que, «oídas estas cosas, callaron» (v. 18), es decir, no tuvieron nada más que
objetar, y sólo abrieron la boca para glorificar a Dios por la bondad que había mostrado
también hacia los pobres gentiles. Por eso, no es mero asombro, sino también gozo, lo
que expresaron al decir: «¡De manera que también a los gentiles ha dado Dios
arrepentimiento para vida!» Les había dado la gracia del arrepentimiento al darles el
Espíritu Santo, quien da convicción y dolor del pecado, antes de dar la visión y el gozo
de Cristo. Todo arrepentimiento sincero es para vida, pues los que se arrepienten, al
morir al pecado, viven desde entonces para Dios; sólo entonces comienzan a vivir de
veras y a vivir para siempre. Así que, dondequiera se propone Dios dar vida, da también
arrepentimiento. Con esto mostraba Dios (comp. con 5:31) que el arrepentimiento y el
perdón de pecados concedido a Israel, se concedían también a los gentiles.
Versículos 19–26
Vamos a ver ahora cómo se plantó y se regó la iglesia de Antioquía, la ciudad más
importante de Siria, reconocida más tarde como la tercera en importancia de todo el
Imperio Romano. Había sido fundada el año 300 antes de C. por Seleuco I, quien le dio
ese nombre en memoria de su padre Antíoco.
I. Los primeros predicadores del Evangelio allí habían sido esparcidos desde
Jerusalén por la persecución, la que ocurrió en el tiempo de la muerte de Esteban (v.
19): «Pasaron hasta … Antioquía», aunque sólo la proclamaban a los judíos. En todo
caso, lo que había sido destinado a hacer daño a la Iglesia, resultó ser para su bien. Los
enemigos los echaron de sí como a basura, pero Cristo los recibió para usarlos.
1. Los que habían sido esparcidos de la persecución, no fueron puestos en fuga de
la obra. Los enemigos pensaban que les iban a impedir predicar el Evangelio, pero, en
realidad, sólo les dieron prisa a que predicasen el Evangelio a judíos y gentiles.
Perseguidos en una ciudad, huían a otra llevando consigo el tesoro de las Buenas
Noticias de salvación en Jesucristo.
2. Se dedicaron a esta obra con renovado ardor. Después de predicar con éxito en
Judea, Samaria y Galilea, pasaron hasta Fenicia, Chipre y Antioquía. Aunque cuanto
más se alejaban, más se exponían, siguieron adelante. Su lema era «Plus Ultra»,
siempre más allá.
3. «No hablando a nadie la palabra, sino sólo a los judíos» que se habían
dispersado por aquellas regiones. No entendían todavía que los gentiles eran
coherederos de la gracia de la vida.
4. Se dedicaron especialmente a predicar a los judíos que residían en ciudades
«griegas», hasta que (v. 20) «unos varones de Chipre y de Cirene, al llegar a Antioquía,
hablaban también a los griegos, es decir (sin duda) a los gentiles; por eso, les
anunciaban el evangelio del Señor Jesús». Dice Trenchard: «Es significativo que no
anuncian a Jesús como el Mesías, cosa propia de los judíos, sino que subrayan el hecho
de que Jesús, que había llevado a cabo una obra en Palestina que le señalaba como el
Enviado de Dios, era el Señor a quien tenían que someter sus vidas».
5. Tuvieron gran éxito en su predicación (v. 21), la cual estuvo acompañada del
poder divino: «Y la mano del Señor estaba con ellos», para mostrar a otros cómo hallar
en Jesús al Salvador. Los que así predicaban el Evangelio no eran apóstoles, sino
creyentes ordinarios y, sin embargo, la mano del Señor hacía prodigios por medio de
ellos. Así que «gran número creyó y se convirtió al Señor» (v. 21b). Quedaron
convencidos de la verdad del Evangelio y se volvieron a Dios desde los ídolos (1 Ts.
1:9).
II. La buena obra comenzada en Antioquía fue llevada a la perfección mediante el
ministerio de Bernabé y Saulo.
1. La iglesia de Jerusalén envió allá a Bernabé, al oír la noticia de estas cosas (v.
22). Es probable que Bernabé tuviese un carácter especialmente apropiado para esta
obra, pues Dios da diferentes dones para distintos servicios. Al ver la gracia de Dios allí
(v. 23), él se regocijó. También nosotros debemos regocijarnos de todo lo que es obrado
por la gracia de Dios, aunque hayan sido otros los que plantaron la obra. Así que él
«exhortó a todos a que con propósito de corazón permaneciesen fieles al Señor», es
decir, a que se adhiriesen a Cristo con todo fervor, de forma que en nada se apartasen de
Él. Bernabé mostró así su excelente carácter, que Lucas describe concisamente, con su
acostumbrada maestría (v. 24): «Porque era varón bueno, y lleno del Espíritu Santo y
de fe». No sólo era un hombre muy piadoso, sino también muy bondadoso, dos
cualidades que no siempre van unidas en una misma persona; no era un piadoso áspero,
sino apacible, lo cual ayuda mucho en la exposición de la verdad a otros. Así que, al
tener tan buenas cualidades, su trabajo fue muy bendecido (v. 24b): «Y una gran
multitud fue agregada al Señor».
2. «Después (v. 25) fue Bernabé a Tarso para buscar a Saulo; y hallándole, le trajo
a Antioquía». Otro detalle por el que se descubre la extraordinaria gracia con que Dios
había equipado a Bernabé: El que se había regocijado (v. 23) en el fruto de la obra
llevada a cabo por anónimos siervos del Señor, reconoce ahora que el campo que se
abre a sus ojos en Antioquía requiere la presencia de otro hombre mejor dotado que él
para una obra de tal envergadura, y va a buscar a Saulo, a quien él mismo había
recomendado ante los líderes de Jerusalén (9:27). Bernabé sabía, sin duda, que la luz de
Pablo le eclipsaría a él (v. 14:12), pero no le importaba menguar y que Pablo creciera,
con tal que ello redundase en provecho de la obra.
3. Se nos refiere a continuación:
(A) El servicio que ambos prestaron a la iglesia en Antioquía. Allí continuaron
ambos enseñando durante todo un año (v. 26). Es un gran consuelo para los ministros
de Dios tener la oportunidad de enseñar a mucha yente, y echar así la red donde hay un
buen banco de peces. No sólo es necesaria la predicación del Evangelio a los
inconversos, sino también (más aún) la enseñanza para edificación de los fieles, pues
sólo una iglesia bien edificada puede ser eficazmente misionera, como se ve (cap. 13) en
Antioquía. Digámoslo avergonzados—nota del traductor—, ¿no estribará aquí gran
parte del éxito de los Testigos de Jehová?
(B) El honor que Dios otorgó a la iglesia en Antioquía (v. 26b): «Y a los discípulos
se les llamó cristianos por primera vez en Antioquía». El nombre significa simplemente
«partidarios o seguidores de Cristo» y, por los otros dos únicos lugares en que tal
epíteto aparece (26:28; 1 P. 4:19), está claro, como recalcan J. Leal y E. Trenchard—
nota del traductor, contra la opinión de M. Henry—, que fueron precisamente los de
fuera de la iglesia quienes les pusieron tal mote. Pero ello fue providencia y muy útil,
pues como dice M. Henry, tomaron su denominación, no del nombre de su persona,
Jesús, sino de su oficio, Cristo, el Ungido o Mesías, estampando así sobre sus propios
nombres la gran verdad de nuestro «Credo» de que Jesús es el Cristo. Sus enemigos lo
tomaron como un insulto que echarles a la cara, pero ellos lo recibieron como un honor
y un privilegio, por el que valía la pena vivir y morir (1 P. 4:19), al seguir precisamente
las pisadas del Salvador (1 P. 2:21). Ninguna honra mayor que llevar un nombre por el
que expresamos que pertenecemos a Cristo.
Versículos 27–30
1. La visita que ciertos profetas hicieron a Antioquía (v. 27), para mostrar así que el
Cristo ascendido había dado a su Iglesia, no sólo apóstoles y evangelistas, sino también
profetas (Ef. 4:11). Vinieron de Jerusalén, la que tan mala fama había adquirido de
matar a los profetas. Una vez que Saulo y Bernabé habían enseñado y exhortado a la
iglesia (vv. 23–26), ahora les eran enviados profetas para mostrarles las cosas que
deben suceder después de éstas (Ap. 4:1).
2. En particular, la predicción de un hambre que había de venir en toda la tierra
habitada (gr. oikoumenen, de donde se derivan los vocablos «ecumenismo»,
«ecuménico», etc.), es decir, en todo el Imperio Romano (v. 28), durante el reinado del
emperador Claudio. La profecía fue dada por ministerio de un tal Ágabo, al que
hallamos después (21:10, 11) al profetizar el encarcelamiento de Pablo en Jerusalén.
Tanto Flavio Josefo como varios historiadores romanos hacen mención de esta hambre,
aunque no fue sólo una, sino varias las hambres que ocurrieron durante el reinado de
este emperador.
3. El buen uso que hicieron los discípulos (v. 29) de esta profecía; no se dedicaron a
almacenar trigo y otro alimentos para sí mismos, sino que, como buenos cristianos,
pensaron enseguida en aliviar la situación de otros hermanos más pobres.
(A) Lo que decidieron: «Enviar socorro a los hermanos que habitaban en Judea».
Aunque debemos atender, en la medida de nuestras posibilidades, a las necesidades
comunes, hemos de atender especialmente a las de nuestros hermanos en la fe. A ningún
pobre hemos de descuidar, pero hemos de cuidar primeramente a los pobres del pueblo
de Dios, y comenzar por los de nuestra congregación y extendiéndonos después a las
demás, como hacen aquí los fieles de Antioquía con los de Judea, a quienes llaman
hermanos. Grande sería el oprobio de los fieles de Antioquía si, por negligencia o falta
de generosidad, perdiese la vida alguno de los hermanos pobres de la iglesia «madre»,
Tomaron, pues, una decisión muy prudente al hacer colecta de antemano, cada uno
conforme a los bienes de que disponía, sin esperar a que ocurriese el hambre, pues
podría ser demasiado tarde.
(B) Lo que hicieron (v. 30): «lo cual en efecto hicieron». Fueron diligentes en poner
por obra lo que habían determinado. No se limitaron a deliberar, sino que se pusieron a
actuar. Hay muchas resoluciones que se quedan en nada, en el papel, por falta del
esfuerzo necesario para que se pongan por obra. Se recogió, pues, el socorro
determinado, enviándolo a los ancianos por mano de Bernabé y de Saulo. No se rebajan
los ministros de Dios por servir de emisarios de la iglesia en obras de caridad. Nuestro
Dios es un Dios de orden y, por eso, la colecta es enviada a los ancianos, es decir, a los
responsables de las iglesias de Judea, a fin de que ellos la distribuyeran conforme a la
necesidad de los recipiendarios, así como se había contribuido a ella conforme a las
posibilidades de los donantes.
CAPÍTULO 12
I. Martirio de Santiago, el hermano de Juan, y encarcelamiento de Pedro, por orden
de Herodes Agripa (vv. 1–4). II. Liberación milagrosa de Pedro en respuesta a las
oraciones de la iglesia por él (vv. 6–19). III. El juicio de Dios contra Herodes cuando
éste se hallaba en lo más alto de su orgullo (vv. 20–23). IV. Mientras tanto, se nos da
cuenta del regreso de Saulo y Bernabé a Antioquía (vv. 24, 25).
9

Versículos 1–4
Desde la conversión de Pablo, no hemos visto nada más de la actuación de los
sacerdotes en cuanto a perseguir a los santos en Jerusalén. La tormenta estalla ahora
desde un punto diferente: desde el poder civil. Herodes Agripa I, idumeo de origen
como su abuelo Herodes el Grande, llevaba también sangre israelita en sus venas. Fue
criado en Roma, con la familia imperial, y era gran amigo de los emperadores Calígula
y Claudio, restituyéndole este último todos los territorios de su abuelo. Tres cosas se
nos dicen de él en los cuatro primeros versículos de este capítulo:
1. Que «echó mano a algunos de la iglesia para maltratarles» (v. 1). Judío de
religión (y de sangre, por su abuela Mariamne, descendiente de los macabeos), quiso
congraciarse con los judíos al perseguir a los seguidores del nazareno. Comenzó su
juego al maltratar a algunos de la iglesia, pero pronto se volvió contra los principales
líderes.
2. «Mató a espada, decapitándolo, a Jacobo, hermano de Juan» (v. 2), al que suele
llamarse Santiago el Mayor. Era, pues, uno de los cuatro primeros discípulos de Cristo,
y uno de los tres que le acompañaron en la Transfiguración, en la resurrección de la hija
de Jairo y en el huerto de Getsemaní. A él, como a su hermano Juan, había prometido
Jesús que habían de beber de la copa de la que Él había de beber (Mt. 20:23). Ahora se
cumplía en él esa predicción. Fue el primer apóstol en recibir la corona del martirio, y
mostró así a los demás lo que podían esperar. Es extraño que Lucas nos refiera tan
brevemente el martirio de un apóstol, cuando tantos detalles nos dio del de un diácono;
pero aun esta breve mención basta para hacernos saber que los primeros predicadores
del Evangelio estaban tan seguros de la verdad que predicaban que la sellaron con su
sangre.
3. Encarceló a Pedro. «Viendo que esto (el haber decapitado a un apóstol) agradaba
a los judíos, procedió a prender también a Pedro» (v. 3). La sangre llama a la sangre y
el camino de la persecución, como el de los demás pecados, es un camino de descenso;
los que se hallan en él, se empeñan en continuar en él, con lo que la labor del diablo es
cada vez más fácil en ellos. Por tanto, es señal de prudencia resistir a los comienzos del
pecado. El hecho de que los judíos se complacieran en el asesinato de Jacobo los hacía
cómplices del crimen. Los que se complacen en la obra de los perseguidores deben ser
considerados también como perseguidores. Esto sucedía en los días de los panes sin
levadura, es decir, en la Fiesta de la Pascua, cuando los judíos acudían desde todas las
partes a Jerusalén para guardar la Fiesta y, por tanto, podían ejercitar tanto mejor su
violencia contra los cristianos. No sólo prendió Herodes a Pedro, sino que lo puso a
buen seguro en la cárcel, entregándolo a cuatro grupos de cuatro soldados cada uno (v.

9Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224


TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1527
4), a fin de que estuviese bien custodiado. Más aún (v. 4b), se proponía sacarle al
pueblo después de la pascua, para que les sirviese de gran entretenimiento a tan grande
multitud con el juicio y la ejecución, a la vista de todos, del más conspicuo de los
apóstoles.
Versículos 5–19
Pero Herodes … proponía» matar a Pedro, y Dios «disponía» librarle, …
arrebatándole de la mano de Herodes y de todo lo que el pueblo de los judíos
esperaba» (v. 11b).
I. Esto sucedió en respuesta a la oración (v. 5): «Pedro estaba custodiado en la
cárcel; pero la iglesia hacía ferviente oración a Dios por él», pues las armas de la
Iglesia son las oraciones y las lágrimas. La demora del juicio de Pedro les dio tiempo
para orar por él. Jacobo les había sido quitado violentamente, pero Pedro había de
continuar con ellos y, por eso, se ponen a orar por él con fervor (o, mejor, con
insistencia). La oración se extendía tanto como el peligro. La Iglesia siempre debe orar
pero especialmente en tiempos de especial peligro.
II. Veamos ahora cuándo ocurrió su liberación. 1. Fue la noche misma anterior al día
en que Herodes le iba a sacar para formarle proceso y ejecutarlo. Herodes espera
matarlo pronto, pero Dios va a librarle, pues el tiempo de la notoria ayuda de Dios es
cuando las cosas han llegado al último extremo. 2. Fue cuando Pedro estaba sujeto con
dos cadenas, entre dos soldados (v. 6), es decir, según la costumbre romana, cada una
de las dos cadenas estaba unida a la muñeca de cada uno de los dos soldados, mientras
los otros dos soldados del grupo vigilaban la puerta de la celda desde fuera. Esto
significa que se habían tomado todas las medidas necesarias para que ni el preso pudiese
escapar ni hombre alguno pudiese intentar rescatarlo. Cuando los hombres se creen
inexpugnables frente a Dios, Dios suele mostrarse inexpugnable contra ellos. 3. Fue
cuando Pedro estaba durmiendo. He oído (nota del traductor) a un predicador acusar a
Pedro de «dormilón» mientras la iglesia oraba; pero Pedro tenía buenas razones para
dormir: (A) Tenía la conciencia tranquila, al saber que con su muerte había de glorificar
a Dios (v. Jn. 21:19); (B) Cumplía lo que más tarde aconsejaría: «echando toda vuestra
ansiedad sobre Él (Dios), porque Él tiene cuidado de vosotros» (1 P. 5:7). (C) El
Maestro le había dicho que había de morir cuando fuese viejo (Jn. 21:18) y era todavía
joven; sólo tendría unos cuarenta y tantos años (esto sucedía el año 42 o 43 de nuestra
era).
III. Fue enviado un ángel del Señor para darle libertad.
1. «De repente apareció un ángel del Señor» (v. 7. NVI). Parecía que Pedro estaba
abandonado de los hombres, pero no le olvidaba Dios. Las puertas y los cerrojos, los
guardias y las cadenas le tenían alejado de sus amigos, pero no pudieron alejarle de los
ángeles. Dondequiera se hallan los hijos de Dios, hay una vía abierta hacia el cielo, y
nadie puede interrumpir la comunión con Dios.
2. «Y una luz resplandeció en la celda». Era un lugar oscuro y era de noche, pero
Pedro podrá ver claro su camino al exterior.
3. El ángel le tocó a Pedro en el costado; no le dio un golpe fuerte, sino un suave
toque, lo suficiente para despertarlo. Le dijo el ángel: «Levántate pronto». El ángel
estaba poniendo su parte, pero Pedro tenía que poner también la suya.
4. «Y las cadenas se le cayeron de las manos». Dios le soltó las manos, sin que se
diesen cuenta los soldados a los que estaba atado con aquellas cadenas.
5. El ángel le ordenó ceñirse la túnica, que, al acostarse, había dejado suelta, y
calzarse las sandalias. Y así lo hizo (v. 8). Al verse despierto y suelto, Pedro no sabía
qué hacer; por eso, el ángel le va dando instrucciones. A renglón seguido, el ángel le
ordenó: «Envuélvete en tu manto y sígueme». Con tal guía y protección, Pedro pudo
caminar alegre y confiado. Todo era tan extraordinario que Pedro dudaba si era real lo
que estaba sucediendo o se trataba simplemente de una visión (v. 9).
6. Salió sano y salvo del peligro bajo la conducción del ángel (v. 10). Pasaron la
primera guardia, la de los soldados que vigilaban junto a la puerta de la celda, y
pasaron también la segunda, la de los que vigilaban la puerta que daba acceso al
exterior, pero al llegar a la puerta de hierro que daba a la ciudad, no se necesitó que
nadie la tocase ni siquiera con un dedo, puesto que se les abrió por sí misma (gr.
automáte), automáticamente, sin ser manejada ni aun por control remoto. Si Dios
decide librar a un hijo suyo de cualquier dificultad o aflicción, no hay obstáculos que
puedan oponerse a su acción omnipotente. Esta liberación de Pedro es una ilustración de
nuestra redención por medio de Cristo, la cual es representada con frecuencia como una
suelta de presos, no sólo por la proclamación de libertad a los prisioneros, sino también
por ponerles efectivamente en libertad.
7. Cuando ya estuvieron en la calle, «de repente el ángel se ausentó de él» (v. 10b).
Pedro se hallaba ahora en una calle conocida, fuera del peligro de sus enemigos y de la
vigilancia de sus guardias. Sabía también dónde hallar a sus amigos y no necesitaba
guía. No hay que esperar milagros cuando basta con usar los medios ordinarios.
IV. Después de ver cómo se llevó a cabo su liberación, veremos ahora cómo se dio a
conocer a los hermanos.
1. «Vuelto en sí (de muy diferente manera que el pródigo de Lc. 15:15), dijo Pedro:
Ahora sé verdaderamente que el Señor ha enviado su ángel, etc.» (v. 11). Tan extrañas
y tantas eran las cosas que, en breve lapso de tiempo, le habían acontecido a Pedro
recién despertado de su profundo sueño, que necesitó tiempo, no sólo para saber que era
real su liberación, sino también cómo, por quién, por qué y de quiénes le había libertado
Dios. ¡Cuántas cosas y qué grandes había llevado a cabo Dios a su favor, para librarle
de la mano de Herodes y de todo lo que el pueblo de los judíos esperaba! Al principio,
estaba tan alegre por la liberación que le costaba reflexionar con serenidad, pero ahora
se daba perfecta cuenta de todo. Hay muchos que tienen la realidad de la gracia sin tener
aún la evidencia de la gracia, pero cuando el gran Consolador se pone en acción, se
percatan de seguro del bendito cambio que en ellos se ha operado.
2. Llegada de Pedro a donde estaban congregados los hermanos de la iglesia,
quienes quedaron sorprendidos con su presencia.
(A) «Después de reflexionar por un momento sobre su situación (v. 12, NVI), etc.».
Consideró la inminencia del tremendo peligro en que se había hallado, la milagrosa
liberación que había tenido y reflexionó por un momento sobre lo que debía hacer
ahora. La providencia de Dios deja también espacio para el uso de nuestra prudencia y,
aunque lleva a perfección lo que ha comenzado, espera que reflexionemos antes de
hacer lo que a nosotros toca.
(B) Fue directamente a casa de unos amigos: Era la casa de María, la madre de
Juan, esto es, Juan Marcos y, por tanto, tía de Bernabé (v. Col. 4:10). Una iglesia en una
casa convierte la casa en un pequeño santuario.
(C) En la casa (v. 12b), «muchos estaban reunidos orando». Vemos que (a)
continuaban en su oración, a pesar de ser una hora muy avanzada de la noche. Mientras
nos hallemos orando por un favor importante, debemos perseverar con toda
importunidad. (b) Daban gran importancia a la oración conjunta, como el Señor había
declarado (Mt. 18:19, 20). (c) Pedro llegó precisamente cuando todos estaban orando.
Era como si Dios les dijese: «¿No habéis estado orando para que Pedro os fuese
devuelto? Pues, ¡ahí lo tenéis!
(D) Pedro llamó a la puerta de la casa, pero tuvo que esperar algún tiempo antes de
que le abrieran (vv. 13–16): (a) «Salió a escuchar una muchacha llamada Rode» (que
significa «rosa»). Dice Trenchard: «Sin duda, Rode actuaba de portera aquella noche,
estacionada en el vestíbulo, cerca del postigo exterior, pues no sería conveniente que los
hermanos que acudiesen a una reunión secreta tuviesen que llamar fuerte para ser
oídos». (b) Ella conocía la voz de Pedro (v. 14), pero, en lugar de dejarle entrar de
inmediato, de gozo no abrió la puerta, sino que corrió adentro a anunciar que Pedro
estaba a la puerta. Así es como, a veces, un sentimiento exagerado nos desvía de lo que
deberíamos hacer prontamente. (c) Cuando comunicó a los reunidos la noticia, ellos le
dijeron: Estás loca (v. 15). Algunos exegetas (y algún predicador) han acusado a estos
hermanos de poca fe en su oración, pues no creían que pudiese ser Pedro el que llamaba.
Esta acusación no tiene ningún fundamento. Sabían que Dios había de actuar del modo
más conveniente para Pedro y para la iglesia, pero se sorprendieron de que Dios le
hubiese libertado precisamente de aquel modo tan extraño. La mención del «ángel de
Pedro» (v. 15b) es una prueba más (v. también Gn. 48:16; Dn. 3:38; 6:22; 10:12–14;
Mt. 18:10; He. 1:14) de que los creyentes individuales, no sólo las iglesias, tiene su
ángel guardián.
(E) Finalmente, le dejaron entrar (v. 16). La puerta de hierro de la prisión se había
abierto automáticamente, pero la puerta de la casa de María no se había de abrir
milagrosamente, sino que Pedro tuvo que continuar llamando. Cuando le vieron,
quedaron atónitos de sorpresa y de gozo.
(F) Pedro les refirió la forma en que le había librado Dios (v. 17). La señal con la
mano para que callasen nos indica que las muestras de gozo de los hermanos fueron
algún tanto ruidosas, lo cual era peligroso en aquella hora de la noche. No cabe duda de
que darían fervorosas gracias a Dios por haber escuchado sus oraciones. Lo que se
obtiene mediante la oración se ha de gastar en alabanzas.
(G) Después de su relato, Pedro les dijo (v. 17b): «Haced saber esto a Jacobo (el
hermano del Señor y pastor principal de la iglesia en Jerusalén; comp. con 15:19) y a
los hermanos», no sólo para que conociesen la noticia, sino también para que diesen
gracias a Dios por tan milagrosa liberación del portavoz y más destacado miembro del
Colegio Apostólico.
(H) Pedro no tenía ninguna otra cosa que hacer allí; así que, por su propia seguridad,
se fue a otro lugar (v. 17c). Es muy probable, como hace notar Trenchard, que los
demás apóstoles estuviesen también ya «en otros lugares», huyendo de la persecución
de Herodes, «quedando sólo Santiago, quien no dejó de ser “persona grata” en Jerusalén
por muchos años gracias a su vida austera y su fiel cumplimiento de las “costumbres de
los padres”».
V. Después de la milagrosa liberación de Pedro, resulta triste ver el horrible castigo
que Herodes impuso a los inocentes soldados que habían custodiado a Pedro y no tenían
ninguna culpabilidad en su escape (vv. 18, 19). Los guardias quedaron confusos en
extremo, como era de suponer, y Herodes, después de interrogar a los guardias, no se
dejó persuadir de las excusas que le pudiesen exponer, sino que mandó ejecutarlos.
Herodes no pudo hallar al preso por mucho que le buscó (v. 19), porque, ¿quién podrá
hallar a quienes Dios esconde? Todos los creyentes tienen en Dios su escondedero.
Desde Judea, Herodes descendió a Cesarea y se quedó allí. Podemos imaginamos su
enojo, como el de un león al que se le ha arrebatado la más codiciada presa; tanto más
cuanto que había suscitado la expectación del pueblo de los judíos (v. 11). Tan
mortificado había quedado con este fracaso que no soportó quedarse por más tiempo en
Judea, sino que se marchó a Cesarea.
Versículos 20–25
I. La muerte de Herodes. Dios le pedía ahora cuentas, no sólo de la muerte de
Jacobo y de su malvado designio de hacer lo propio con Pedro, sino, sobre todo (v. 23),
por haberse arrogado implícitamente la gloria que sólo a Dios se debe.
1. Un orgullo satánico fue el pecado que colmó la medida de sus pecados, pues Dios
resiste a los soberbios.
(A) Los habitantes de Tiro y de Sidón habían ofendido a Herodes (v. 20), el cual
estaba presto a ofenderse por el menor detalle; pero los ofensores hallaron el truco para
congraciarse de nuevo con él, pues les convenía grandemente, ya que el territorio de
ellos era abastecido por el del rey. Tiro y Sidón vivían del comercio, pero dependían de
los trigales de Galilea para su alimentación. Mucho más deberíamos nosotros
granjearnos la amistad de Dios, pues de Él nos viene toda provisión, tanto de grano
como de gracia. El método que emplearon fue el soborno, con una buena «propina» a
Blasto, el camarero mayor del rey. Blasto sabía cómo ablandar la dureza de
sentimientos del rey, y les fue fijado un día a los comisionados de Tiro y Sidón para
tener audiencia con el rey, pedirle perdón y prometer no volver a ofenderle.
(B) Herodes apareció en público con toda la pompa de que disponía, se sentó en el
tribunal y les arengó (v. 21). Los necios se dejan impresionar demasiado por el exterior
de las personas, como si las ropas regias fuesen la expresión de un regio corazón.
Quizás el rey los tuvo en suspenso en cuanto al favor que le pedían, a fin de que el acto
de gracia resultase más espectacular y agradable en medio de un espléndido discurso.
(C) «Y el pueblo aclamaba gritando: ¡Voz de Dios y no de hombre!» (v. 22). El
vulgo necio siempre está presto a aclamar al orador de quien espera favores y
privilegios, no importa lo que diga ni cómo lo diga. Este «pueblo» aclamaba gritando
para mejor ganarse el aprecio y el favor del orgulloso rey. Los hombres que están en
altos puestos de poder y autoridad son fácil presa de aduladores sin escrúpulos, lo cual
es una vergüenza y una necedad para quienes cierran así los ojos a los verdaderos
motivos de tales halagos. De tal manera se hinchan con la adulación, que se exponen al
peligro de reventar y caer en la condenación del diablo (1 Ti. 3:6).
(D) Herodes aceptó gustoso estas blasfemias, al no decir ni una sola palabra para
declarar que era «hombre y no Dios», por lo cual no dio la gloria a Dios (v. 23). «Al
momento, un ángel del Señor le hirió»; puede significar que entonces contrajo la
enfermedad intestinal que le llevó al sepulcro, pues Josefo escribe que murió a los cinco
días. Es de notar que a Lucas le interesa dar concisamente la noticia para poner de
relieve la rápida secuencia del crimen y el castigo. «Expiró comido de gusanos» parece
ser una expresión proverbial para designar, como dice J. Leal, «una muerte dolorosa,
vergonzosa y rápida». Es notable el parecido con la muerte del Antíoco IV Epífanes, el
gran perseguidor de los judíos en el siglo II antes de C. (v. 2 Mac. 9:5–9, libro que los
evangélicos tenemos como no inspirado, pero fidedigno como documento histórico).
Toda la descripción de la muerte de Herodes tiende a poner de relieve la forma tan
repugnante en que Dios puso fin al satánico orgullo del rey.
II. El progreso del Evangelio después de esto (vv. 24, 25). 1. La palabra del Señor
crecía y se multiplicaba (v. 24). La conjunción griega de hace notar el contraste de la
caída de Herodes con la subida de la Palabra de Dios. La valentía de los mártires de
Cristo y la milagrosa protección de Dios tenían mayor eficacia para atraer a la gente a
abrazar el cristianismo, que la fuerza que los sufrimientos y las persecuciones podían
poner en juego para disuadirles. 2. Bernabé y Saulo (v. 25), cumplido su servicio de
llevar la colecta para los pobres de Judea (v. 11:29, 30), volvieron de Jerusalén a su
iglesia de Antioquía donde tenían el trabajo y, por tanto, el deber de estar. Llevaron
ahora consigo a Juan, el que tenía por sobrenombre Marcos (redactor del Evangelio
que lleva su nombre). En casa de su madre se habían reunido los hermanos para orar por
Pedro. Es probable que tanto Bernabé, probablemente sobrino de María, como Pablo, se
hubiesen hospedado allí durante su estancia en Judea. Ello explicaría mejor todavía el
que se llevasen consigo al joven Marcos, a fin de entrenarle para el futuro ministerio.
Una de las mejores obras que los ministros de Dios pueden hacer es educar bien para el
ministerio a jóvenes que muestran inclinación y dones para ello.
CAPÍTULO 13
Este es un capítulo eminentemente misionero, en conformidad con 1:8. I. La
solemne ordenación de Bernabé y Saulo para la gran obra de llevar el Evangelio a las
naciones (vv. 1–3). II. Su predicación en Chipre y la oposición del mago Elimas (vv. 4–
13). III. Los puntos principales del sermón que predicó Pablo a los judíos de Antioquía
de Pisidia (vv. 14–41). IV. Predicación del Evangelio a los gentiles del lugar (vv. 42–
49). V. La persecución que los judíos incrédulos provocaron contra Pablo y Bernabé
(vv. 50–52).
Versículos 1–3
Tenemos aquí la comisión dada por el Espíritu Santo a Bernabé y a Saulo para ir a
predicar el Evangelio a los gentiles.
1. Estado de la iglesia de Antioquía de Siria. (A) Estaba bien equipada de buenos
ministros: profetas y maestros (v. 1), eminentes por sus dones, gracias y servicios.
Antioquía era una gran ciudad y había en ella muchos cristianos, por lo que se
necesitaba que hubiese muchos ministros de Dios. Se nombra en primer lugar a
Bernabé, y en último lugar a Saulo, ya sea por ser los más eminentes del grupo (así
piensan muchos exegetas), ya sea por orden de incorporación a la iglesia, según insinúa
J. Leal, pues Saulo, dice, «acaba de llegar». Simeón (lit.), también llamado Simón, el
que se llamaba Níger (que, en latín, significa «negro»), probablemente por el color de
su piel. Lucio de Cirene y Manaén (hebr. Menájem, que significa «consolador»), el
que se había criado junto con Herodes el tetrarca, es decir, Antipas. Procedía, pues, de
la aristocracia de Galilea, pero abandonó toda esperanza de promoción temporal para
seguir a Cristo. Es preferible ser compañero de sufrimientos de un santo antes que ser
compañero de persecución de un tetrarca. (B) Los maestros y profetas de la iglesia
estaban bien ocupados (v. 2): «Estaban celebrando el culto del Señor y ayunando»,
donde se incluye necesariamente la oración. Los que han de instruir a otros, han de ser
instruidos por el Señor y servir a Cristo. Ministrar ante el Señor y orar (con sobriedad de
alimentación) habrían de ser las ocupaciones de primer orden de los líderes de las
iglesias.
2. Fue entonces precisamente (v. 2b), cuando dijo el Espíritu Santo: Apartadme a
Bernabé y a Saulo para la obra a la que los he llamado. No especifica la obra, pero
hace referencia a un anterior llamamiento cuyo significado ellos mismos conocían. Para
entonces, ya estaba claro sobre quiénes habían de ir a los de la circuncisión y quiénes a
los gentiles (v. Gá. 2:9). Sin duda, la orden del Espíritu Santo fue dada por boca de
alguno de los profetas de la iglesia. Son separados para ser usados en la obra del Señor
bajo la conducción del Espíritu Santo. Todos los que son separados por el Señor son
separados para trabajar, pues Cristo no quiere siervos inútiles, holgazanes. Pero no son
ellos los que se han de ofrecer para el trabajo, sino que ha de preceder el llamamiento de
Dios.
3. Su solemne ordenación o inducción para la obra misionera (v. 3): «Entonces (no
antes), habiendo ayunado y orado, les impusieron las manos y les dieron la despedida
(lit. los soltaron)». Cuando los siervos del Señor marchan a su obra, han de ser
despedidos por la iglesia con ferviente oración. A la oración unieron el ayuno, tan
descuidado en nuestros días—nota del traductor—, quizá por una falsa reacción contra
los ayunos y penitencias de la Iglesia de Roma. La imposición de manos, como ya
vimos en 6:6, tiene el sentido de identificación. Los misioneros son como los delegados
de la iglesia; es la misma iglesia, esencialmente misionera, la que ejerce esta función
por medio de los miembros llamados por Dios a este ministerio especial. Nótese (comp.
con el v. 4) que, en realidad, no es la iglesia la que los envía, sino el Espíritu, por lo que
el vocablo griego que usa Lucas para expresar la despedida es el verbo apolyo, que
significa «soltar de». Es también obvio que Bernabé y Saulo no recibieron, con la
imposición de manos, ningún poder «sacramental» que no tuviesen ya.
Versículos 4–13
1. Relato general de la llegada de Bernabé y Saulo a la famosa isla de Chipre, de
donde Bernabé era nativo (v. 4:36), por lo que estaría deseando que se cosecharan allí
los primeros frutos de sus labores misioneras. Ser enviados por el Espíritu Santo (v. 4)
era lo que más les animaba en esta empresa. Llegaron primero a Seleucia, y de allí
navegaron a Chipre. La primera ciudad en que predicaron fue Salamina (v. 5), cuyas
ruinas yacen no lejos de la actual Famagusta, en la costa oriental. Después de sembrar
allí la semilla, cruzaron toda la isla (v. 6) hasta llegar a Pafos, situada en la costa
occidental. Se nos dice que anunciaban la palabra de Dios en las sinagogas de los
judíos (v. 5), adonde siempre iban primero (v. Ro. 1:16b). Por cierto, judíos eran la
mayoría de los habitantes de la isla. «Tenían también a Juan (Marcos) de ayudante» (v.
5b), no como un sirviente de casa, sino como ayudante en el ministerio.
2. Relato particular del encuentro que tuvieron con Elimas el mago.
(A) El procónsul Sergio Paulo, gobernador de la isla en nombre del emperador, se
interesaba por las cuestiones religiosas y animó a Saulo y a Bernabé. Su prudencia se
muestra en que deseaba oír la palabra de Dios (v. 7). Lucas lo llama «varón
inteligente». Como verdadero «sabio» llamó a Bernabé y a Saulo, a fin de conocer la
sabiduría de Dios. No siempre, aunque con mayor frecuencia, escoge Dios lo necio de
este mundo.
(B) «Pero se les oponía (les contradecía) Elimas», que significa en arameo mago.
Su apellido era Bar-Jesús, esto es, ¡hijo de Jesús!, era Jesús nombre corriente entre los
judíos. Sin embargo, la versión siríaca lo llama Bar-shoma, que significa «hijo del
orgullo, o de la hinchazón». Se ve que frecuentaba la corte del procónsul. «Procuraba
apartar de la fe al procónsul», haciendo la labor del diablo, quien procura por todos los
medios que la gente no reciba la semilla (Mt. 13:4, 19).
(C) «Entonces (v. 9) Saulo, que también es Pablo (así se le llama por primera vez en
Hechos, y siempre así desde aquí en adelante), lleno del Espíritu Santo (con una llenura
«extra», adecuada a la ocasión), fijando en él los ojos, con santa indignación, dijo (v.
10), etc.». Recordemos que hasta ahora, el apóstol de los gentiles había estado
principalmente entre judíos, por lo que se le nombra hasta aquí por su nombre hebreo.
De aquí en adelante, predicará especialmente a gentiles (v. el v. 46 al final), por lo que
aparece desde aquí con su nombre romano, latino. Veamos cómo describe Pablo al
mago:
(a) «Lleno de todo engaño y de toda maldad» (v. 10). Nótese el agudo contraste con
Pablo (v. 9) lleno del Espíritu de la verdad y de la santidad.
(b) «Hijo del diablo», a pesar de que se llamaba Bar-Jesús: «hijo de Jesús». En
efecto, también el diablo está lleno de todo engaño y de toda maldad, pues es el
mentiroso y homicida número uno del Universo (v. Jn. 8:44). Al ser un «hijo del
diablo», no es de extrañar que fuese también «enemigo de toda justicia».
(c) El crimen que actualmente cometía Elimas era «desviar (lit.) los caminos del
Señor, que son derechos», labor contraria a la de Juan el Bautista (v. por ej., Jn. 1:23).
Es una expresión típicamente hebrea (v. Pr. 10:9; Os. 14:10), y su sentido está aquí muy
claro: El camino de Dios es un camino derecho hacia el cielo, hacia la verdad y la
verdadera felicidad. Los que tuercen este camino derecho de Dios, no sólo yerran y
vagan sin rumbo, sino que desvían también a otros por medio de los prejuicios con que
les llenan la cabeza y les enturbian la vista, de forma que les parece derecho lo que es
torcido. También suelen endurecerse de tal forma que no cesan de descarriar a otros.
(d) Eso es lo que está haciendo Elimas, pues trata de desviar al procónsul del camino
recto de la fe cristiana, por lo que Pablo pronuncia contra él el justo juicio de Dios (v.
11): «Ahora, pues, he aquí que la mano del Señor está contra ti, quedarás ciego y no
verás el sol (es decir, la luz) por algún tiempo». Puesto que cerraba los ojos del corazón
contra la verdad del Evangelio, era justo que Dios le cerrase los ojos de la cara a la luz
del sol. Se empeñaba en cegar al procónsul, y fue herido de ceguera él mismo. Fue con
todo, un castigo muy suave, pues sólo por algún tiempo quedó ciego. Si se arrepintiera
y diera gloria a Dios, tanto la vista espiritual como la corporal le sería otorgada. Y, aun
sin arrepentirse (no hay indicios de ello en el texto), le será devuelta la vista natural.
(e) El juicio de Dios tuvo pronta ejecución (v. 11b): «Inmediatamente cayeron sobre
él oscuridad y tinieblas, es decir, densa oscuridad». Ya no podía guiar a nadie por mal
camino ni por bueno, pues había quedado ciego; así que «daba vueltas, buscando quien
le condujese de la mano». ¿Dónde estaban ahora sus hechicerías de mago?
(D) A pesar de todos los intentos de Elimas por desviar de la fe al procónsul, éste
fue llevado por el Señor a creer, y a ello contribuyó el milagro obrado en el mago por el
ministerio de Pablo. Siendo «varón inteligente», vio en ello algo de origen
evidentemente divino (v. 12), quedó impresionado por la doctrina del Señor, es decir,
por el Evangelio, el cual es «el poder de Dios para salvar» (Ro. 1:16). Ese poder es el
que el procónsul observó en la palabra de Pablo.
3. Se nos refiere a continuación (v. 13) la marcha de los misioneros de la isla de
Chipre: «Habiendo zarpado de Pafos, Pablo y sus compañeros (nótese esta frase que,
como advierte Trenchard, indica que Pablo ejerce ya un “verdadero liderato espiritual”)
arribaron a Perge de Panfilia», al cruzar el mar en dirección norte para llegar a una de
las provincias costeras de lo que entonces se llamaba Asia proconsular (Asia Menor) y
ahora pertenece a Turquía. Hay a continuación un «pero» muy triste: «pero Juan,
separándose de ellos, se volvió a Jerusalén». Los probables motivos de esta deserción
son magistralmente expuestos por el Prof. Trenchard; pueden resumirse en:
inconstancia, cansancio, desilusión y nostalgia de niño mimado. Esta separación dará
lugar más tarde a otra más agria (15:36–40), aunque providencial.
Versículos 14–41
Perge de Panfilia era un lugar notable; sin embargo, nada se nos dice de lo que
Pablo y Bernabé hicieron allí, sino sólo que arribaron a Perge (v. 13) y pasaron de
Perge (v. 14). El próximo lugar en que los encontramos es otra Antioquía, la de Pisidia,
para distinguirla de la de Siria, de donde habían sido enviados. Abundaban allí los
judíos residentes, y a ellos primeramente fue predicado allí el Evangelio. El sermón que
Pablo predicó allí es lo que tenemos en toda esta sección.
I. Pablo y Bernabé se presentan en la sinagoga (v. 14), en prueba del afecto que
conservaban a su pueblo. Observaban el culto cristiano el primer día de la semana, pero
si se hallaban entre judíos, guardaban con ellos el sábado: «Y el sábado entraron en la
sinagoga y se sentaron», pues, aun cuando eran forasteros, eran judíos y no se les negó
la entrada. Dondequiera nos hallemos, debemos buscar el lugar en que se reúnan los
fieles adoradores de Dios para unirnos a ellos. Por otra parte, se ha de procurar en las
iglesias que haya acomodación suficiente para los forasteros que vengan, aun para los
más pobres.
II. La invitación que recibieron allí para predicar. 1. Se celebró primero el servicio
acostumbrado de la sinagoga (v. 15): «Después de la lectura de la ley y de los
profetas», las porciones correspondientes a aquel sábado. 2. Acabada esta parte del
culto, los principales de la sinagoga mandaron a decirles. Varones hermanos (comp.
con 2:37b), si tenéis alguna palabra de exhortación para el pueblo, hablad. Esto no
tenía nada de extraño, pues ésa era la costumbre. No basta con leer en público las
Escrituras; es menester que sean expuestas de viva voz y que el pueblo de Dios sea
exhortado, con base en la Palabra, conforme a las circunstancias de la congregación, así
como del tiempo y el lugar. Los que presiden deben procurar, no sólo que los hermanos
reciban la conveniente instrucción, sino también aprovechar la presencia de siervos del
Señor que se hallen de paso, a fin de que puedan oírse de vez en cuando voces nuevas.
III. El mensaje que predicó Pablo. Con gran satisfacción acogió la invitación que se
les hacía y aprovechó la oportunidad de proclamar el Evangelio a sus compatriotas de
aquel lugar (v. 16): «Levantándose, hecha señal de silencio con la mano (a fin de que el
auditorio fijase la atención en lo que iba a decir; comp. con 12:17), dijo: Varones
israelitas, y los que teméis a Dios (gentiles simpatizantes, pero no circuncidados; comp.
con 10:2), oíd. Pablo se dispone a convencer a los asistentes de que Jesús es el Mesías.
Su discurso es una mezcla, resumida, del discurso de Pedro en Pentecostés y del de
Esteban, pero no arranca desde Abraham, sino desde el éxodo de Egipto (¡sin mencionar
la intervención de Moisés!) y pone su énfasis en que Cristo era el prometido hijo de
David.
1. Reconoce delante de ellos que son el pueblo escogido por Dios (v. 17), llamados
a una especial relación con Él y por quienes había hecho grandes cosas el que, siendo el
Dios del Universo, era de modo especial «el Dios de este pueblo de Israel»; por eso los
sacó de la servidumbre de Egipto, los soportó (con extraordinaria paciencia) por unos
cuarenta años en el desierto, como también a nosotros nos soporta con paciencia; ¡no
nos creamos mejores que ellos!, y, habiendo destruido siete naciones (v. Dt. 7:1), les
dio en herencia el país de Canaán. Sobre el cómputo de 450 años (v. 20), dice J. Leal:
«Los rabinos decían que este número se empezaba a contar desde que Abraham entró en
Canaán. Y añadir los cuarenta años que duró la peregrinación por el desierto y los diez
de la conquista de Palestina, llegaban a los cuatrocientos cincuenta años (cf. Gá. 3:17)».
Pone de relieve que Dios les dio jueces (v. 20) y después rey en la persona de Saúl, pues
se lo pidieron (v. 21). Pero tuvo que destituirle y elegir Él mismo («conforme a mi
corazón») a David hijo de Isaí (v. 22). «He hallado» significa que lo buscó por medio
de Samuel.
2. Al partir ahora desde David (v. 23): «De la descendencia de éste, y conforme a la
promesa, Dios suscitó a Jesús por Salvador para Israel». ¡Cuán agradecidos deberían
estar a esta proclamación, y cuán gozosos deberían recibir esta palabra fiel y digna de
toda aceptación (1 Ti. 1:15)! De la familia real de David, y según había prometido,
Dios ha suscitado un Salvador para Israel. Tan lejos estaba Dios de rechazarlos, que
proveía, para ellos en primer lugar, el Salvador. ¿Por qué, pues, habían de rechazar ellos
a tal Salvador?
3. Respecto a este Jesús, les dice:
(A) Que había tenido por precursor a Juan el Bautista (v. 24), quien había sido
considerado por todos como un gran profeta. Sin embargo, con la misma energía con
que había predicado el bautismo de arrepentimiento a todo el pueblo de Israel, había
negado ser él (v. 25) el Mesías, y apuntado más bien hacia otro, de quien él no era
digno de desatar el calzado de sus pies.
(B) Antes de pasar al punto central y más difícil de su sermón, Pablo vuelve a llamar
seriamente la atención de sus oyentes (v. 26, comp. con v. 16b), pues «a vosotros es
enviada la palabra de esta salvación» y, tras este toque de especial atención, describe la
forma en que los habitantes de Jerusalén y sus gobernantes (v. 27) por ignorar a Jesús
(comp. con 3:17), así como las palabras de los profetas que se leen todos los sábados
(comp. v. 15), las cumplieron al condenarle. ¡Es posible cumplir las profecías de la
Escritura, mientras se quebrantan los preceptos de la Escritura! Se le mató sin causa (v.
28) y fue sepultado.
(C) Llega luego al punto definitivo: La resurrección de Jesús (vv. 30–37), la cual
confirma con una curiosa acumulación de textos del Antiguo Testamento, citados
libremente, ya que, como dice J. Leal, «la argumentación se inspira en los métodos
rabínicos de la época», por lo cual tendrían fuerza probativa para los oyentes judíos.
Nótese que, entre los testigos de la resurrección del Señor (v. 31), no se cita a sí mismo
(comp. con 1 Co. 15:8). Esta resurrección del Mesías es una Buena noticia (v. 32) para
los oyentes, pues significa el cumplimiento de las promesas hechas, no sólo a los
patriarcas, sino especialmente a David (v. 34). La cita del Salmo 2:7 se ilumina a la luz
de Romanos 1:3 (v. 33). La cita de Isaías 55:3 en el versículo 34 tiene su fuerza por la
relación que el texto de Isaías guarda con Salmos 16:10, citado a continuación (vv. 35–
37), en forma parecida a como lo había hecho Pedro en Pentecostés (2:25–31). El
versículo 36 debe traducirse así: «Porque David, ciertamente, habiendo servido al
designio de Dios en su propia generación (lit.), etc.», es decir, en la época en que le
tocó vivir» (NVI). Es cierto que David fue de provecho para su propia generación, pero
no es eso lo que el texto sagrado quiere poner aquí de relieve.
4. Viene finalmente la aplicación del sermón a los oyentes (vv. 38–41), donde
hallamos un sincero ofrecimiento y una seria advertencia:
(A) Como en los versículos 16 y 26, Pablo les llama la atención (v. 38): «Tened
entendido, pues, varones hermanos», antes de anunciarles, por medio de Él, perdón de
pecados y (v. 39) justificación mediante la fe: «En Él es justificado todo aquel que
cree», algo que la Ley de Moisés no podía otorgar. Por la obra de Cristo se había
obtenido todo esto, y en el nombre de Cristo se anunciaba y se conseguía. Era, pues, una
medida de gran prudencia acoger el Evangelio y no rechazarlo.
(B) Viene ahora (vv. 40–41, comp. con He. 2:3) la sería advertencia a no
menospreciar el mensaje que se les ha predicado. Pablo cita de Habacuc 1:5 conforme a
los LXX. Dice Leal: «El texto hebreo habla del castigo de las naciones paganas. El
juicio o ira de Dios debe cumplirse por medio de los caldeos contra los impíos del
pueblo de Israel. Los oyentes de Pablo deben hacerse la aplicación. Sobre ellos puede
venir la ira de que habló el profeta». Las amenazas nos sirven de avisos, pues están
destinadas a despertarnos y tenernos en continua alerta, a fin de que no caigan sobre
nosotros los terribles castigos que dichas amenazas anuncian contra los
menospreciadores de la Palabra de Dios. Cuanto mayores sean los privilegios de que
disfrutemos, tanto más intolerable será la condenación en que hemos de incurrir si no
recibimos con fe y correspondemos con obediencia a la gracia que tales privilegios
comportan.
Versículos 42–52
El objeto del relato que sigue es vindicar a los apóstoles, y en especial a Pablo, de
que procedió en este caso con toda la precaución imaginable.
1. Vemos primero que la predicación de Pablo suscitó tal interés que (v. 42) los
gentiles que asistían a los servicios de la sinagoga les rogaron que el siguiente sábado
les hablasen de estas cosas; esto es, del perdón de los pecados y de la justificación por
la fe mediante la obra del crucificado y resucitado. ¿Quién se podía negar a partirles el
pan a estos hambrientos de la Palabra de Dios? Además, tras aquella misma reunión (v.
43), muchos de los judíos y de los prosélitos piadosos (expresión rara, aunque lo más
probable es que indique lo mismo que vemos en 2:11; 10:2; 17:4) siguieron a Pablo y a
Bernabé, es decir, se convirtieron al Evangelio uniéndose a los discípulos de Cristo.
Pablo y Bernabé les persuadían a que perseverasen en la gracia de Dios. Esta frase
equivale a la que hallamos en 11:23b. A mayor fidelidad, gracia más abundante.
2. Al atender al interés mostrado y a la invitación del v. 42b, Pablo y Bernabé
volvieron al sábado siguiente (v. 44) y se reunió casi toda la ciudad para oír la palabra
de Dios. Si no se trata de una de las frecuentes hipérboles, no es posible que la sinagoga
tuviese cabida para tanta gente. Como en otras ocasiones (v. 45), los judíos
(probablemente, por boca de los principales de la sinagoga) se llenaron de celos al ver
la muchedumbre de gentiles, con su concepto exclusivista de salvación. Llevados de la
envidia, contradecían a lo que Pablo decía y blasfemaban, es decir, hablaban mal,
insultaban el precioso nombre de nuestro Salvador. Es cosa corriente que, quienes
comienzan contradiciendo, al ver que sus argumentos son eficazmente rebatidos,
prorrumpan en maldiciones y blasfemias.
3. Ante esto, Pablo y Bernabé pronuncian uno de los juicios más serios de todo el
Nuevo Testamento. Para ello, echaron mano de todo el denuedo (v. 46, comp. con 4:31)
con que el Espíritu Santo los llenaba. El juicio contra los incrédulos judíos es que por
desechar la palabra de Dios que a ellos primeramente debía ser anunciada, la labor
misionera había de llevarse a cabo, principalmente, entre los gentiles, ya que éstos
mostraban mejor disposición. La frase «y no os juzgáis dignos de la vida eterna» ha de
entenderse conforme al sentido del griego áxios. No significa que alguien pueda ser
digno de la vida eterna en virtud de su mérito o de su esfuerzo, ya que, en este sentido,
todos somos indignos de la vida eterna, sino que pronunciaban contra sí mismos el
juicio de que no estaban dispuestos a recibir la vida eterna (comp. con Mt. 3:8 «frutos
dignos de arrepentimiento», es decir, que muestran un arrepentimiento sincero). Por
uno de los designios incomprensibles de la providencia de Dios, que Pablo explicará
ampliamente en el capítulo 11 de Romanos, el endurecimiento de los judíos sirvió para
que el Evangelio nos llegase más rápidamente a los gentiles (v. 47).
4. En contraste con la oposición de los judíos, vemos (v. 48) que los gentiles,
oyendo esto, se regocijaban y glorificaban la palabra del Señor. Se alegraban
sobremanera, puesto que habían hallado la luz, la verdad, el consuelo supremo de la
salvación, con el poder que el Espíritu de Dios imparte a los que reciben a Cristo. Sólo
los que han pasado por esta bendita experiencia saben lo que es el verdadero gozo y la
verdadera felicidad; son, así, los más aptos para glorificar y dar gracias a Dios. El
versículo termina diciendo: «Y creyeron (esto es, abrazaron la fe cristiana) todos
cuantos estaban destinados a la vida eterna». El verbo griego significa, en su sentido
primordial, «poner en orden de batalla». Comenta J. Leal: «Se refiere al llamamiento
eficaz, la vocación eficaz a la fe, que es la puerta para la vida eterna» Trenchard observa
que «el participio griego tetagmenoi se emplea en los papiros para indicar “los
inscritos” en algún libro o registro … y la misma verdad se expresa por la figura de un
rollo o libro de vida, en el que se hallan inscritos los salvos». Cita, entre otros lugares,
Filipenses 4:3, también citado por J. Leal. Dice M. Henry—todo es nota del traductor
—: «Creyeron aquellos a quienes Dios dio gracia para creer. Vinieron a Cristo aquellos
a quienes el Padre atrajo y el Espíritu hizo efectivo el llamamiento del Evangelio». Es
cierto, con tal de que no se deje a un lado la cooperación humana (siempre con el poder
que el Espíritu da) a la gracia de Dios (comp. 1 Co. 15:10). Más sobre esto, en 17:30,
versículo importante para toda esta materia.
5. Como consecuencia de esta aceptación del Evangelio por parte de los que
creyeron, vemos (v. 49) que la palabra del Señor se difundía por toda aquella región.
Los que habían creído hicieron cuanto estaba en su mano para extender la semilla del
Evangelio. Estaban tan gozosos de haber sido hechos partícipes de la Buena Noticia,
que deseaban comunicar a otros aquello de lo que estaban llenos. Si nos hemos
percatado del valor de las almas, del tremendo dilema que representa la salvación o la
condenación eternas, y el poder salvífico del Evangelio, no podremos menos de ser
«misioneros» con los de cerca y con los de lejos.
6. Pablo y Bernabé, después de sembrar allí la semilla y plantar una iglesia cristiana,
salieron para hacer lo mismo en otros lugares. No se nos dice que llevasen a cabo
ningún milagro para confirmar la doctrina que predicaban, pero el que tantos paganos
abrazasen la fe cristiana bajo la influencia del Espíritu de Dios era la mayor maravilla
para aquellos a quienes Dios dispuso para la vida eterna. Los discípulos (v. 52) que
Pablo y Bernabé habían hecho en Antioquía de Pisidia, estaban llenos de gozo y del
Espíritu Santo. Pero los que habían echado las primeras semillas, Pablo y Bernabé,
padecieron por ello persecución de parte de los judíos incrédulos (v. 50) y tuvieron que
marchar pronto a otra parte (v. 51). En efecto:
(A) Dichos judíos instigaron a mujeres piadosas y distinguidas y a los principales
de la ciudad, provocaron una persecución contra Pablo y Bernabé y los expulsaron de
sus confines (v. 50). Veamos cada detalle en particular: (a) Los que toman la iniciativa
en esta persecución son los judíos, que siempre hacen notar su influencia pues, como
observa Trenchard, «siempre han manejado los asuntos financieros de las regiones
donde residen». (b) Ellos instigaron a mujeres piadosas, es decir, simpatizantes con la
religión judía, y distinguidas, de la alta nobleza de la ciudad, las cuales, según W.
Ramsay, «solían destacarse en los asuntos públicos de la ciudad, al ejercer sobre ellos
una influencia desconocida en las ciudades de Grecia». (c) Estas mujeres de la nobleza
influyeron, a su vez, en sus maridos, los principales de la ciudad. Mediante esta cadena
de agentes de Satanás, se produjo la persecución contra Pablo y Bernabé.
(B) La persecución llegó hasta expulsarlos de sus confines (v. (50b). No huyeron
llevados del miedo, sino arrojados por la violencia. Pero ellos (v. 51), conforme al
consejo que había dado Jesús, sacudiendo contra los judíos incrédulos e instigadores de
la persecución el polvo de sus pies, declararon así que no tenían ya nada que ver con
ellos y como detestación de su incredulidad, llegaron a Iconio, se fueron a otra ciudad,
y dejaron detrás de sí el testimonio que habían ofrecido con toda buena voluntad, a
todos sin distinción ni excepción, la gracia del Evangelio. No se fueron a Iconio a
buscar refugio, sino a proseguir su labor.
CAPÍTULO 14
La siembra del Evangelio sigue progresando mediante el ministerio de Pablo y
Bernabé entre los gentiles. Aquí vemos: I. El éxito de su predicación, por algún tiempo,
en Iconio y la persecución que después sufrieron (vv. 1–7). II. La curación de un cojo en
Listra (vv. 8–18). III. El ultraje del pueblo contra Pablo, efecto de lo cual fue el que lo
apedrearon hasta dejarlo por muerto (vv. 19, 20). IV. La visita que Pablo y Bernabé
giraron a las iglesias que habían plantado (vv. 21–23). V. Su regreso a Antioquía de
Siria y el informe que de su expedición dieron a la iglesia (vv. 24–28).
Versículos 1–7
1. Predicación del Evangelio en Iconio. Así como la sangre de los mártires ha sido la
semilla de los cristianos, así también la expulsión de los confesores de la fe ha servido
para esparcir esa semilla. En Iconio, como en otras partes, ofrecieron el Evangelio
primeramente a los judíos en la sinagoga (v. 1). Aunque los judíos de Antioquía de
Pisidia les habían tratado muy mal, no por eso se abstuvieron de predicarles a los judíos
en Iconio. Así también ninguna denominación cristiana debe ser condenada globalmente
por el hecho de que algunos de dicha denominación dejen poco o mucho que desear.
2. El éxito de su predicación allí (v. 1b): «Hablaron de tal manera que creyó una
gran multitud, tanto de judíos como de griegos». Al final del capítulo anterior, se habla
de la predicación hecha primero a los judíos, después a los gentiles, pero aquí se les
nombra conjuntamente. Ni los judíos habían perdido de su preferencia al ser ignorados,
ni los gentiles quedaban relegados a segundo término como si fuesen cristianos de clase
inferior, sino que ambos grupos son admitidos en la iglesia sin distinción. Parece ser
que hubo algo extraordinario en el modo como predicaron allí Pablo y Bernabé para que
diga el texto sagrado: «hablaron DE TAL MANERA que creyó una gran multitud»; sin
duda, hablaron de forma clara, convincente, ferviente y amorosa. Lo que hablaron les
salía del corazón y, por eso, era de esperar también que llegase al corazón.
3. Pero también encontraron, como siempre, oposición (v. 2). Igual que en otros
lugares, «los judíos que no creían excitaron y tornaron hostiles los ánimos de los
gentiles contra los hermanos». El impacto que el Evangelio hizo en los gentiles provocó
a un grupo de judíos a celos santos de forma que creyeron para salvación (v. 1), pero a
otro grupo de judíos (v. 2) les provocó a malvados celos, de forma que usaron a
gentiles, también incrédulos, como instrumentos de su hostilidad contra los hermanos,
es decir, tanto contra los predicadores como contra los convertidos por la predicación de
Pablo y Bernabé. Los que tienen mala voluntad contra otros, tratan por todos los medios
de hacerles mal.
4. A pesar de todo, continuaron trabajando allí con el auxilio de Dios (v. 3). Cuanto
mayor era la oposición que se les hacía, tanto mayor era el denuedo con que predicaban,
como se ve por el, a primera vista, extraño enlace con el versículo anterior: «POR
TANTO, se detuvieron allí mucho tiempo, hablando con denuedo, confiados en el
Señor». Nótese que no confiaban en su oratoria, tras los primeros éxitos, sino en la
fuerza que recibían del Señor, el cual daba testimonio a la palabra de su gracia (la
salvación de pura gracia por la predicación del Evangelio, Ro. 1:16), ya que la gracia se
atribuye a Cristo, así como el amor al Padre (2 Co. 13:13), y ejercían especial poder
contra la resistencia que se les oponía: «concediendo que se hiciesen por medio de las
manos de ellos señales y prodigios» (v. 3b).
5. La división que esto ocasionó entre los habitantes de la ciudad (v. 4): «Y la gente
de la ciudad estaba dividida». Parece ser que tan universal resultaba el interés que la
predicación del Evangelio suscitaba, que todos tomaban partido o a favor o en contra;
nadie permanecía neutral. Podemos ver aquí uno de los casos predichos por Jesús
cuando dijo (Lc. 12:51–53) que «no había venido a poner paz en la tierra, sino
división». No pensemos, pues, que es cosa extraña el que la predicación del Evangelio
cause división. Pero es mejor ser perseguidos como «divisores» por nadar
contracorriente que ser bien acogidos como «multiplicadores» al añadirnos a los que son
arrastrados por la corriente que lleva a la destrucción (comp. con Ef. 2:2; 1 P. 4:4).
6. El atentado que sufrieron de parte de todos los adversarios de la ciudad, tanto de
los judíos como de los gentiles, juntamente con sus gobernantes (v. 5); divididos entre
sí mismos, pero unidos todos contra los cristianos: «se lanzaron a afrentarlos y
apedrearlos». Si los enemigos de la Iglesia se unen para destruirla, ¿por qué no nos
uniremos los sinceros creyentes para preservarla?
7. Menos mal que Pablo y Bernabé se dieron cuenta (v. 6) de lo que se tramaba
contra ellos, y se retiraron con honor (no fue una huida vergonzosa), pues se marcharon
a trabajar en otros lugares: en las ciudades de Licaonia, a Listra y Derbe, y a toda la
región circunvecina, donde hallaron refugio. Dios resguarda a los suyos cuando
sobreviene la tormenta. Allí hallaron igualmente quehacer, pues eso era lo que
buscaban. En tiempo de persecución, los ministros de Dios pueden tener motivos para
abandonar el lugar, sin que por eso abandonen la labor.
Versículos 8–18
I. Curación milagrosa llevada a cabo por Pablo en Listra en la persona de un cojo de
nacimiento (v. 8), tan imposibilitado de los pies, que jamás había andado. Por eso
estaba sentado, pues no podía tenerse de pie. Este hombre quedó tan afectado por la
predicación de Pablo (v. 9) que éste, fijando en él sus ojos, y viendo (por el don de
discernimiento de espíritus) que tenía fe para ser sanado, dijo (v. 10) a gran voz (comp.
con Jn. 11:43), no sólo porque así podía la gente darse cuenta del milagro, sino también
por la misma eficacia que la palabra ejerce en la victoria sobre la enfermedad: Levántate
derecho sobre tus pies. Como si dijese: «Ejercita la energía que te es otorgada». Así lo
hizo: «Dio un salto y se puso a caminar» (comp. con 3:8). Los que, por la gracia de
Dios, han sido sanados de su cojera espiritual deben mostrarlo saltando de santo gozo y
caminar con santa conducta.
10

II. La impresión que este milagro produjo en el pueblo (v. 11). Como dice
Trenchard: «la señal tuvo “demasiado éxito”». Mientras los milagros de Jesús
provocaban el enojo y el menosprecio de los judíos, estos paganos llegaron al frenesí
cuando vieron el milagro realizado mediante el ministerio de Pablo: «La gente, visto lo
que Pablo había hecho, alzó la voz, diciendo en lengua licaónica: Los dioses se han
hecho semejantes a los hombres y han bajado hasta nosotros». Esto concuerda con la
leyenda, precisamente conectada con Listra y, por ello, conocida de sus oyentes, de que
los dioses Zeus y Hermes (para los romanos, Júpiter y Mercurio respectivamente)
habían descendido a este mundo y habían tomado forma humana. Como refiere Lucas
(v. 12), «llamaban a Bernabé Júpiter, y a Pablo Mercurio, porque éste era el que
dirigía la palabra». Hermes (de donde viene el vocablo castellano «hermenéutica») era
considerado el intérprete de los dioses. Bernabé era de porte sobrio, lo suficiente
humilde como para dejar a Pablo la «voz cantante» y, a no dudar, de mejor presencia
física que Pablo, por lo que los licaonios lo identificaron con Júpiter, el padre de los
dioses (pues eso es lo que Júpiter significa). Consecuentes con sus nociones, se
dispusieron a ofrecerles en sacrificio toros enguirnaldados por medio del sacerdote de
Júpiter, que fue el que tomó esta medida, como dice Trenchard: «sin importarle
demasiado quizá que fuese verdadera o supuesta (tal visitación) con tal que diera fama
al santuario y que aumentara las contribuciones de los devotos de Zeus». Cuando Cristo
apareció como hombre entre los hombres e hizo muchísimos milagros, lejos de ofrecerle
ningún sacrificio, le mataron con una muerte que fue el sacrificio de Sí mismo, mientras
que Pablo y Bernabé, por obrar sólo un milagro, son inmediatamente tenidos por dioses.
III. Pablo y Bernabé, horrorizados ante esto, protestan y hacen todo lo posible para
impedirlo, consiguiéndolo a duras penas (v. 18). Los emperadores romanos eran
tenidos por dioses y así se consideraban a sí mismos muchos de ellos, creyéndose
justamente agasajados cuando se les rendían honores divinos; pero los siervos de Cristo
rehusaron esos honores cuando trataban de otorgárselos. Se indignaron de ello (vv. 14,
15): se rasgaron las ropas y se lanzaron en medio de la multitud. No se limitaron a
protestar, sino que se pusieron a actuar a fin de impedir efectivamente que les ofrecieran
los sacrificios planeados. Y razonaban a gritos, dando voces, con ellos, a fin de que
todos escuchasen: «¿Por qué hacéis esto?» Como si dijesen: «¿Por qué nos vais a tratar
como a dioses sin serlo?» En efecto:
1. «Nuestra naturaleza no nos lo permite: También nosotros somos hombres de igual
condición que vosotros. Afrentáis al verdadero Dios si nos dais a nosotros o a cualquier
otro hombre el honor que sólo a Dios se debe. No sólo somos hombres, sino de igual
condición que vosotros, expuestos a las mismas debilidades, miserias y pecados (comp.
con Stg. 5:17), muy lejos, pues, de ser dioses».

10Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224


TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1533
2. «Nuestra doctrina se opone también a ello: ¿Vamos a ser añadidos a la lista de
falsos dioses, cuando nuestra tarea consiste en hacer que renunciéis a tales deidades
falsas? Os anunciamos que de estas vanidades os convirtáis al Dios vivo» (v. 1 Ts. 1:9).
Cuando predicaban a los judíos, sólo necesitaban anunciarles la gracia de Dios en
Cristo, sin tener que predicarles contra la idolatría; pero, al predicar a los gentiles,
tenían que comenzar por rectificar el error fundamental concerniente a la naturaleza
divina. Los dioses que ellos y sus padres adoraban eran vanidades, cosa vacía, inerte,
inútil, mientras que el Dios verdadero era vivo, activo y creador, pues «hizo el cielo y la
tierra, el mar y todo lo que en ellos hay, incluidos nosotros y vosotros mismos».
3. «El mundo debe a la paciencia de Dios el no haber sido destruido hace tiempo a
causa de tanta idolatría (v. 16): En las generaciones pasadas Él ha dejado a todas las
gentes (exceptuando así al reducido número de los israelitas) andar en sus propios
caminos». Esta frase no significa que Dios soltase las riendas a los paganos para que
hiciesen lo que mejor les pareciese, pues disponían de la luz de la ciencia (Ro. 1:19, 20),
de la conciencia (Ro. 2:14, 15) y de la providencia (v. 17) que, dándoos lluvias del cielo
y estaciones del año fructíferas, llenando de sustento y alegría vuestros corazones—
dice Pablo—, les daba suficiente testimonio de un Dios vivo, próvido y amoroso,
inclinado a hacer el bien (comp. con Sal. 145:9). Aquellos gentiles que vivían sin Dios
en el mundo, vivían, no obstante, dependiendo en todo de ese Dios a quien ignoraban.
Todos hemos de reconocer que Dios llena nuestro corazón, no sólo de sustento para
vivir, sino también de alegría para vivir con gozo; y si Él nos llena de sustento y alegría,
también deberíamos estar llenos de amor y de gratitud.
4. Finalmente, «diciendo estas cosas, aunque a duras penas, lograron impedir que
la multitud les ofreciese sacrificio» (v. 18). Pablo y Bernabé habían sanado
milagrosamente a un tullido y, por eso, el pueblo los tenía por dioses. Esto debe
hacernos muy precavidos, a fin de que no demos a otros, ni tomemos para nosotros
mismos, el honor que a sólo Dios es debido.
Versículos 19–28
I. Al que hace unos momentos veíamos «deificado», lo vemos ahora apedreado y
dejado por muerto (vv. 19, 20). Se repite la historia que hemos visto en otros lugares:
«Vinieron de Antioquía (de Pisidia) y de Iconio unos judíos que persuadieron a la
multitud» a mostrar su furia hostil contra Pablo, que era el que había llevado
precisamente la voz cantante en el milagro de la curación y en la palabra de la
predicación del Evangelio. Lucas abrevia la secuencia de los hechos, pero no ha de
extrañarnos el rápido cambio de actitud en unas masas sentimentales, prestas a pasar de
un extremo a otro cuando un grupo de demagogos supo tocar, como dice Trenchard,
«los resortes más adecuados para sus fines». Los que hoy dicen Hosanna, mañana
pueden decir Crucifícale, y el que había estado hacía poco expuesto a recibir en
homenaje sacrificio, estaba ahora a punto de sufrir en ultraje sacrificio. Las masas se
vuelven, como las veletas, hacia donde el viento sopla con mayor fuerza (comp. con Ef.
4:14). Así que (v. 19b), «después de apedrear a Pablo (lo mismo que él había
contemplado en Esteban), le arrastraron fuera de la ciudad (a Esteban le habían
arrastrado antes de apedrearle), suponiendo que estaba muerto».
II. Pero Dios no le abandonó, ni tampoco los discípulos, quienes le rodearon (v. 20),
le atendieron y reanimaron, hasta el punto de que se levantó, no para huir, sino ¡para
entrar de nuevo en la ciudad! Con todo, la persecución que habían sufrido era una
indicación divina de que debían buscar en otros lugares las oportunidades de hacer el
bien y, por tanto, Pablo al día siguiente salió con Bernabé para Derbe.
III. Después de anunciar (v. 21) el evangelio a aquella ciudad de Derbe, y de hacer
muchos discípulos, volvieron a Listra, a Iconio y a Antioquía de Pisidia. Hacen, pues, el
viaje de forma inversa hacia el mar por los lugares por donde habían pasado y sembrado
la semilla del Evangelio. ¡Cuán gozosos volverían después de hacer en Derbe muchos
discípulos, con la alegría que esto añadiría al gozo ya sentido por haber sido tenidos por
dignos de padecer afrenta por causa del Nombre (comp. con 5:41b)! Vemos que no
hicieron ociosamente este viaje de vuelta, pues:
1. «Fortalecieron los ánimos de los discípulos» (v. 22). Los recién convertidos están
expuestos a vacilar y un pequeño contratiempo les asombra; por eso, estos discípulos
necesitaban la exhortación a que permaneciesen en la fe, con lo que sus ánimos
quedarían fortalecidos; plantados en Cristo, es menester andar en Él (Col. 2:6, 7), es
decir, crecer, progresar; y cuanto más crece la planta, tanto más necesita ahondar en el
suelo y echar raíces. Y a los ministros de Dios compete el privilegio y la obligación de
establecer a los santos, lo mismo que de convencer y despertar a los pecadores.
2. Para que no se tambaleasen en tiempos de persecución, Pablo y Bernabé
advirtieron también a los discípulos (v. 22b): «Es menester que pasemos por muchas
tribulaciones para entrar en el reino de Dios». Alguien podría pensar que éste no es
método conveniente para fortalecer los ánimos de los discípulos. ¿No se desanimarían
más bien? ¡No! Si se les advierte a tiempo y con buenas maneras, les hará mucho bien,
pues las persecuciones futuras, la tribulación inevitable en el mundo (Jn. 16:33), no les
tomarán por sorpresa. Todo discípulo de Cristo debe estar dispuesto a tomar su cruz.
Por eso, el Señor recomendaba sentarse a considerar el costo antes de seguirle, y una
vez que hemos decidido entregarnos a Él y se han inscrito nuestros nombres en su
registro, es preciso ser fieles a la palabra que le hemos dado. Y esto vale lo mismo para
los generales que para los soldados; por eso no les dicen: «Es menester que paséis»,
sino: «Es menester que pasemos». Una cosa es cierta para consuelo de todos: Así como
Cristo no ordenó a los apóstoles servicios más duros de lo que podían soportar, tampoco
a nosotros nos ordena lo que no podemos llevar: «los mandamientos de Dios no son
gravosos» (1 Jn. 5:3).
3. «Y tras designar para ellos con mano alzada ancianos en cada iglesia, etc.» (v.
23). Eso dice literalmente el griego original, y cada vocablo tiene gran importancia. No
es la congregación la que «vota democráticamente», aunque es probable que Pablo y
Bernabé atendiesen al parecer y propuesta de la comunidad. Son los apóstoles quienes,
«extendiendo la mano», según el sentido del verbo griego, designan y establecen en
cada iglesia por ellos plantada los líderes responsables ante Dios de la comunidad que
tomaban a su cargo. Aunque no se habla aquí de la «imposición de manos» (expresión
muy distinta), es probable que la llevasen a cabo (comp. con 6:6; 13:3; 1 Ti. 4:14; 5:22;
2 Ti. 1:6), no como un rito para establecer la llamada «sucesión apostólica», sino como
un signo de identificación, según hemos dicho en otros lugares. También el contexto
posterior favorece esta opinión: «y habiendo orado con ayunos (comp. con 13:3), los
encomendaron al Señor en quien habían creído» (v. 23b). Es cierto que esta solemne
oración se extendía, lo mismo que el encomendarles al Señor, a toda la congregación,
pero muy especialmente a los ancianos de cada iglesia, no sólo porque así parece
exigirlo el contexto, sino porque ellos lo necesitaban de manera especial, debido a las
responsabilidades de su cargo.
4. Continuaron predicando el Evangelio en otras ciudades donde habían estado (vv.
24, 25). Desde Antioquía pasaron por el resto de la provincia de Pisidia y vinieron a la
provincia de Panfilia, cuya ciudad principal era Perge, donde habían estado antes
(13:13). Allí volvieron a predicar la palabra (v. 25). Desde allí descendieron a Atalía,
que era otra ciudad de la provincia de Panfilia. No se detuvieron mucho en cada lugar,
pero dondequiera se hallaban, se esforzaban por echar los cimientos para la edificación
de una iglesia cristiana, así sembraban las semillas que a su tiempo producirían una gran
cosecha.
IV. Por fin (v. 26), desde Atalía, regresaron por mar a Antioquía de Siria, donde
vemos: 1. Por qué volvieron allá: «Porque desde allí habían sido encomendados a la
gracia de Dios para la obra que habían cumplido». Querían que los miembros y, en
especial, los líderes de la iglesia local a la que ellos mismos pertenecían como «profetas
y maestros» (13:1), participasen en sus alabanzas a Dios, así como les habían ayudado a
ellos con sus oraciones. 2. Qué informe les dieron de la obra cumplida (v. 27): «Y
habiendo llegado y reunido a la iglesia, refirieron cuán grandes cosas había hecho
Dios con ellos y cómo había abierto la puerta de la fe a los gentiles». No dicen lo que
ellos habían hecho, sino lo que Dios había hecho, pues Él es quien no sólo obra en
nosotros el querer y el hacer (Fil. 2:13), sino también obra con nosotros todo cuanto
hacemos con provechosos resultados. La gracia de Dios puede hacerlo todo sin la
predicación de sus ministros, pero la predicación de los ministros no puede hacer nada
sin la gracia de Dios. También refieren que Dios había abierto la puerta de la fe a los
gentiles. Es cierto que no se puede entrar en el reino de Cristo sino por la puerta de la fe,
pero el sentido más probable aquí es, como dice J. Leal, la posibilidad que Dios les ha
dado de abrazar la fe cristiana. El capítulo termina con la referencia escueta (v. 28) de
que «se quedaron allí mucho tiempo (lit. “no poco tiempo”) con los discípulos», lo cual
no es de extrañar, pues allí tenían de momento su residencia.
CAPÍTULO 15
Vemos ahora a Pablo y Bernabé dedicados a una tarea no tan grata como la del
capítulo anterior. I. Surge en Antioquía una controversia con los judaizantes (vv. 1, 2).
II. Se lleva a cabo una consulta con la iglesia de Jerusalén acerca del objeto de la
disputa (vv. 3–5). III. Informe de lo que se trató en el sínodo convocado a tal efecto (v.
6). 1. Lo que dijo Pedro (vv. 7–11). 2. Lo que dijeron Pablo y Bernabé (v. 12). Y,
finalmente, lo que Santiago juzgó conveniente para fijar las normas que se habían de
seguir con respecto a la materia de la discusión (vv. 13–21). IV. Resultado del debate, y
la carta circular que se escribió para enviar a la iglesia de Antioquía las normas que se
habían fijado en el sínodo de Jerusalén (vv. 22–35). V. Una segunda expedición de
Pablo y Bernabé para predicar a los gentiles, con la disputa que tuvieron acerca de Juan
Marcos, y la separación que dicha discusión ocasionó (vv. 36–41).
Versículos 1–5
Incluso cuando las cosas marchan suavemente es una necedad confiarse demasiado;
siempre surge algún asunto desagradable cuando menos se piensa. Pensaríamos que la
iglesia de Antioquía de Siria era una iglesia perfecta, pero tal cosa no existe en este
mundo. Vemos aquí:
1. Que surge entre ellos una nueva doctrina, que obliga a los convertidos de la
gentilidad a someterse a la circuncisión como algo necesario para la salvación (v. 1).
(A) Las personas que urgían este punto eran «algunos que venían de Judea». Venían
allá porque en Antioquía se hallaba algo así como «el cuartel general» de los que
predicaban a los gentiles; y, si podían salirse con la suya aquí, esta levadura se
extendería rápidamente por todas las iglesias de los gentiles. Les exigen la circuncisión
como una cosa que les faltaba. Quienes han sido bien adoctrinados deben mantenerse
siempre en guardia, a fin de que no se les enseñe algo contrario o diferente de lo que
han aprendido.
(B) El requisito que pusieron delante de ellos era que, si los gentiles que se
convertían a la fe de Cristo no se circuncidaban conforme al rito de Moisés, no podían
ser salvos (v. 1b). Muchos judíos que habían abrazado la fe de Cristo continuaban
todavía siendo celosos por la ley (21:20). Sabían que la Ley había sido dada por Dios
mismo y habían sido educados en ella desde la niñez. Se les permitía seguir siendo
observantes de la Ley, porque los prejuicios de la educación no se pueden borrar de un
golpe. Pero esta consideración que los líderes de Jerusalén tenían con ellos les sirvió
para querer imponer a los convertidos de la gentilidad las mismas obligaciones que ellos
observaban. Los hombres estamos inclinados a intentar imponer como norma
obligatoria a los demás nuestras opiniones y prácticas, y a concluir que, puesto que
obramos correctamente, todos los que no obran como nosotros obran mal. Estos
«judaizantes», como se les suele llamar, se aferraban todavía a su exclusivismo
nacionalista; por eso, sostenían que los gentiles podían salvarse mediante la fe, si, pero
haciéndose en realidad «prosélitos» del judaísmo.
2. Pablo y Bernabé se percataron enseguida de que, en este asunto, se trataba de un
punto fundamental del cristianismo y se opusieron con toda firmeza a los judaizantes (v.
2): «tuvieron una discusión y contienda no pequeña con ellos». Sabían que Cristo había
venido para librarnos del yugo de la ley dada a los judíos y, por tanto, no estaban
dispuestos a contemporizar con estos intrusos. Se les había predicado a los gentiles en
todos los lugares que, para ser salvos, sólo necesitaban poner su fe en Jesucristo y no
iban a desdecirse ahora, pues el Evangelio de Cristo no es «Sí» y «No» (2 Co. 1:19).
3. La medida tomada por la iglesia de Antioquía para sanar esta herida. Decidieron
que subiesen Pablo y Bernabé, y algunos otros de ellos, a Jerusalén, a los apóstoles y
los ancianos, para tratar esta cuestión (v. 2b). Puesto que estos judaizantes habían
venido de Jerusalén, así verían si habían recibido alguna instrucción de los líderes de
aquella iglesia a este respecto. Resultó (v. 24) que no habían recibido de allí ninguna
orden sobre ello. Además, con la consulta a los apóstoles y a los ancianos de Jerusalén,
los que habían sido adoctrinados falsamente estarían más prestos a permanecer firmes
en la enseñanza recibida, si los líderes de Jerusalén estaban de acuerdo con sus propios
líderes de Antioquía.
4. La iglesia de Antioquía proveyó a Pablo y a Bernabé de todo lo necesario para el
viaje, según lectura probable del versículo 3, y les deseó éxito en su viaje. Ellos no
perdieron el tiempo por el camino, pues visitaban las iglesias de Fenicia y Samaria,
relatando con todo detalle la conversión de los gentiles; y causaban gran gozo a todos
los hermanos. Todos los sinceros hermanos en Cristo se alegran cuando un nuevo
miembro se añade a la familia, pues la familia cristiana no se hace jamás pobre por el
aumento de hermanos y hermanas. En Cristo hay porción más que suficiente para todos.
5. La buena acogida que recibieron en Jerusalén (v. 4): «Fueron recibidos por la
iglesia y los apóstoles y los ancianos». Los recibieron con sinceras expresiones de amor
fraternal, y ellos, a su vez, llenaron de gozo a los hermanos de Jerusalén, pues les
refirieron todas la cosas que Dios había hecho con ellos, es decir, el ministerio que
habían ejercido entre los gentiles: Habían plantado al ir, y habían regado al volver, pero
atribuyen a Dios el incremento de la obra.
6. La oposición que encontraron en la propia Jerusalén (v. 5): «Pero algunos de la
secta de los fariseos que habían creído, se levantaron diciendo: Se debe circuncidarlos
y mandarles que guarden la ley de Moisés». Por donde vemos que el partido de los
judaizantes no se contentaba con imponer la circuncisión, sino también, en
consecuencia con lo que el rito significaba para el pacto de Dios con Israel, la
observancia de toda la ley mosaica. No tenemos motivo para dudar de que estos fariseos
habían abrazado sinceramente la fe cristiana, pero les resultaba muy difícil deshacerse
de sus prejuicios legalistas.
Versículos 6–21
Llegamos ahora a lo que ha venido en llamarse «el Concilio de Jerusalén», aunque
más bien debemos considerarlo como una reunión de los líderes de la iglesia de
Antioquía con los apóstoles, los líderes y los hermanos de la iglesia de Jerusalén, aun
cuando las decisiones allí tomadas habían de tener carácter universal y perpetuo para la
Iglesia entera. No se precipitaron a dar su juicio, sino que consideraron el asunto con
toda detención, siempre guiados por el Espíritu Santo.
1. Reunidos, pues, los apóstoles y los ancianos para considerar este asunto (v. 6) y
(v. 7) después de mucha discusión, Pedro, como portavoz de los apóstoles, se levantó y
pronunció su discurso. Sus palabras habían de tener doble fuerza, ya que, por una parte,
él era judío; por otra parte, como él mismo dice: «Dios me escogió de entre nosotros (o,
más probable, de entre vosotros), para que los gentiles oyesen por mi boca la palabra
del evangelio y creyesen». Pedro, pues, habló después de haber sido considerados todos
los pros y contras del asunto, como debe hacerse. Pedro, en su discurso,
(A) Recuerda a los reunidos la comisión que había recibido de Dios mismo, tiempo
atrás, de abrir a los gentiles la puerta del Evangelio. Los mismos judíos de Jerusalén
habían escuchado de labios de Pedro el relato de lo ocurrido en casa de Cornelio y se
habían regocijado de que también a los gentiles hubiese concedido Dios
arrepentimiento para vida (11:18), sin que entonces pusiesen ellos ninguna objeción en
cuanto a la necesidad de circuncidar a los gentiles convertidos. ¿Por qué, pues, habían
de poner objeciones en cuanto a los gentiles que se habían convertido al oír el Evangelio
de boca de Pablo?
(B) También les hace a la memoria la forma en que «Dios (v. 8), que conoce los
corazones, les dio testimonio (a los gentiles convertidos, véase 11:15–17), dándoles el
Espíritu Santo lo mismo que a nosotros, los del Aposento Alto de 2:1 y ss.» A quienes
Dios da el Espíritu Santo, les da testimonio de que son suyos. Así que (v. 9) «ninguna
diferencia hizo entre nosotros y ellos, purificando por la fe sus corazones». Puesto que
los gentiles convertidos tenían comunión con Dios mediante la fe, sin más añadiduras,
no había ningún impedimento para que tuviesen también comunión unos con otros, ya
que no podemos poner más condiciones para aceptar por hermanos a unos creyentes, de
cualquier raza o condición que sean, que las condiciones que Dios haya puesto para
aceptarlos Él mismo. La fe cristiana es preciosa en todos y produce los mismos frutos en
todos los que, por ella, están unidos a Cristo. Así como no hay diferencia (Ro. 3:22, 23)
en cuanto al pecado, tampoco la hay en cuanto a la gracia (v. también Gá. 3:28).
(C) Reprende severamente a los judaizantes (v. 10): «Ahora, pues, ¿por qué tentáis
a Dios, imponiendo sobre la cerviz de los discípulos un yugo que ni nuestros padres ni
nosotros hemos podido llevar?» En efecto, (a) reclamar de los gentiles convertidos algo
que Dios no les había exigido para la salvación era «tentar a Dios». ¿Acaso podían ellos
prescribirle a Dios lo que tenía que hacer? (b) La ley había sido un yugo, así como una
carga (v. 28) insoportable, de la que Cristo nos libertó (Gá. 5:1–4). Exigir, pues, a los
gentiles convertidos la observancia de la ley mosaica era una afrenta a Dios, a su Santo
Espíritu y a Jesucristo. «Creemos, añade Pedro (v. 11), que por la gracia del Señor
Jesús somos salvos, de igual modo que ellos» (comp. con Ef. 2:8). No hay un modo de
salvación para los judíos, y otro para los gentiles (Gá. 5:6). La reprensión de Gálatas
2:14–16 había hecho su efecto.
2. Un breve resumen del informe de Bernabé y Pablo (v. 12). Este informe no es una
digresión del tema para «entretener» a quienes tenían los ánimos caldeados por la
discusión, sino una confirmación experimental de lo que Pedro acababa de decir: Dios
había confirmado por medio de señales milagrosas la predicación de Pablo y Bernabé
entre los gentiles. ¿Qué más pruebas se necesitaban cuando Dios había puesto su sello
inconfundible en la conversión de los gentiles? Notemos que «toda la multitud calló, y
escuchaban a Bernabé y a Pablo, etc.», lo que demuestra que las experiencias tienen
mayor eficacia para persuadir que todos los argumentos posibles. Los que de veras
temen a Dios están dispuestos a prestar atención a quienes pueden decir lo que Dios ha
hecho por su alma. Como dijo el recién curado ciego de nacimiento (Jn. 9:25): «Una
cosa sé, que yo era ciego y ahora veo».
3. El discurso que Santiago pronunció ante el sínodo, «cuando ellos callaron» (v.
13) y después de despertar modestamente la atención de los reunidos. (Nos apartamos
enteramente de M. Henry hasta el v. 22. Nota del traductor.)
(A) Se refiere primero a lo dicho por Pedro, a quien llama (lit.) Simeón, pues ése
era, en realidad, su nombre hebreo. Confirma lo dicho por Pedro acerca de la voluntad
de Dios con respecto a la salvación de los gentiles por medio de la fe, de forma que
también ellos fuesen «pueblo de Jehová» (comp. con 2 P. 2:9 y 10).
(B) Para dar más fuerza a lo dicho por Pedro, de forma que los de extracción judía
no viesen en este asunto algo contra lo profetizado en el Antiguo Testamento, cita de
Amós 9:11, 12 dentro de un contexto en que Amós se refiere a la restauración de la
dinastía davídica en el reino mesiánico futuro. Por eso (comp. con 2:16), no dice que
aquí se haya cumplido tal profecía, sino que (v. 15) «con esto concuerdan las palabras
de los profetas». Dice Trenchard: «¿Cómo se prestaba la cita de tal profecía como
confirmación de que Dios había abierto la puerta de la Iglesia a los gentiles en igualdad
de condiciones con los judíos y que sobre aquéllos no se había de imponer el yugo de la
Ley? Se destaca, desde luego, la intención divina de bendecir a los gentiles que
invocaran Su Nombre, pero según el contexto original ésa se lleva a cabo por medio de
la bendición de Israel y el levantamiento de la Casa de David».
(C) Con estos «considerandos» por delante, vienen los «resultandos» que Santiago,
como presidente del Sínodo y pastor de la iglesia de Jerusalén, expone. Ryrie alude al
«claro veredicto de Jacobo», con toda razón, pues el verbo griego (kríno) que Lucas
usa aquí, muestra a las claras que no se trata de una mera «opinión» (según opina M.
Henry), ni aun una «recomendación» (como la apellida Trenchard), sino como un
veredicto judicial autorizado, aunque en representación de la comunidad y bajo la guía y
conducción del Espíritu Santo. Téngase en cuenta que el versículo 19 tiene enorme
importancia para refutar la idea catolicorromana de que el apóstol Pedro era el pastor de
la iglesia de Jerusalén antes de marchar a Roma para establecer allí la «dinastía papal».
¿Dónde estaba el «papa» de Roma cuando Pablo escribió su Carta a los romanos? ¿Se
habría interferido Pablo en asuntos ajenos? ¿Y qué decir de los saludos de Romanos 16,
sin nombrar siquiera al llamado «Sumo Pontífice»?
(D) Santiago decide que «no se inquiete (es decir, que no se obligue a observar la
Ley) a los que de entre los gentiles se convierten a Dios», dando así por supuesto que
son salvos por la fe, sin las obras de la Ley (Ro. 3:28). Pero, a continuación (vv. 20,
21), trata de un problema práctico. Ahora sí se trata de una recomendación, y es acerca
de ciertos aspectos de la Ley, especialmente repugnantes para los judíos observantes, en
beneficio de quienes ¡como de hermanos más débiles!, los gentiles «fuertes» debían
abstenerse de lo que se detalla a continuación (comp. con Ro. todo el cap. 14 y parte del
15 y 1 Co. todo el cap. 8). No se trata de un compromiso, ni de una imposición
duradera, sino de una actitud de amor como en un compás de espera. En efecto, ninguno
de los cuatro puntos es de suyo pecaminoso para el creyente cristiano: (a) Las
contaminaciones de los ídolos se refieren a los manjares ofrecidos en sacrificio a los
ídolos. Como dirá Pablo (Ro. 14:14, comparado con 1 Co. 8:7–13), ningún manjar es
inmundo en sí mismo, pero es nocivo para el que lo come sin seguridad de conciencia;
por lo cual, el hermano fuerte debe abstenerse de ese manjar por amor al hermano débil
que esté presente y pueda escandalizarse de ello. (b) La fornicación (gr. porneia) no es
aquí el pecado sexual que suele conocerse por ese nombre (¡eso nunca es lícito!), por lo
que no era necesario nombrarle entre las cosas que se recomendaba no practicar, sino,
con toda probabilidad, las uniones matrimoniales con parientes en grado prohibido por
la ley mosaica (Lv. 18). Véase el comentario a Mateo 5:32; 19:9, donde ocurre el mismo
vocablo y, con la mayor probabilidad, en el mismo sentido que aquí. (c) Lo
estrangulado, porque no se le había sacado la sangre «en la cual está la vida» (Lv.
17:11) y (d) con mayor razón, comer la sangre. Un motivo más, agrega Santiago (v.
21), para abstenerse de estas cosas era la lectura, cada sábado, en todas las sinagogas,
de la ley mosaica, por lo que los creyentes judíos conocían bien estas prohibiciones
desde su niñez. Por tanto, no hay que ser severos en criticarles si les cuesta mucho
apartarse de repente de estos preceptos de la ley, observados por sus mayores durante
muchos siglos. Déseles tiempo y, mientras tanto, úsese de moderación por amor a estos
hermanos en Cristo. Santiago trata así, con este espíritu de santa conciliación, de
satisfacer a ambas partes y no provocar a ninguna.
Versículos 22–35
Vemos a continuación el resultado de la consulta. El veredicto de Santiago es
unánimemente aprobado y se envían cartas, por mano de sus propios mensajeros, a los
gentiles convertidos. Estas cartas servirían para asegurarles en la fe cristiana contra los
falsos maestros.
I. Elección de los delegados que habían de ser enviados junto con Pablo y Bernabé
para llevar las instrucciones decididas en el sínodo.
1. «Pareció bien (v. 22)… elegir de entre ellos varones y enviarlos a Antioquía con
Pablo y Bernabé.» En esto convinieron «los apóstoles, los ancianos y toda la iglesia», y
mostraban así su respeto y amor a la hermana iglesia de Antioquía, y animaban así el
corazón de Pablo y de Bernabé y daban mayor crédito a las cartas enviadas, al serlo por
mano de sus más prestigiosos líderes.
2. Los que con ellos fueron enviados no eran personas de poco más o menos, sino
«varones dirigentes entre los hermanos» (v. 22b). Se les cita por sus nombres: Judas
Barsabás, de quien nada más sabemos, y Silas, a quien se llama Silvano en otros
lugares.
II. Redacción de las cartas para notificar el veredicto del sínodo en esta materia.
1. El preámbulo es solemne y respetuoso (v. 23). Los apóstoles muestran su
humildad al ser mencionados junto con los ancianos y los hermanos de la iglesia de
Jerusalén, como enviantes de las cartas. Recordaban así las instrucciones que el Maestro
les había dado (Mt. 23:8). Con todo respeto, y como a hermanos en Cristo, se dirigen a
los fieles de entre los gentiles, con saludos para todos los creyentes de las provincias de
Siria y de Cilicia, no sólo de la iglesia local de Antioquía.
2. Sigue una reprensión tan justa como seria a los judaizantes «a los cuales no dimos
orden» (v. 24) y que, por tanto, sin consentimiento de la iglesia de Jerusalén, «os han
inquietado con palabras, perturbando vuestras almas, mandando circuncidaros y
guardar la ley». ¡Cuánto daño hacía (y todavía hace) este legalismo! No sólo les
imponían un yugo pesado e insoportable (v. 10), sino que les turbaban grandemente la
conciencia, poniéndoles en grave perplejidad acerca de la salvación. Este daño lo hacían
con palabras, como si dijesen: «sin sustancia alguna». ¡Cómo se repite una y otra vez,
de diferentes maneras, el caso de creyentes y aun de líderes de las iglesias que perturban
la paz de la conciencia con el orgullo de quienes gustan de oírse a sí mismos e imponer
sus puntos de vista como si fuesen Palabra de Dios!
3. Un testimonio honorable acerca de los mensajeros por mano de los cuales
enviaban las instrucciones redactadas en el sínodo:
(A) Primero, de Pablo y Bernabé (vv. 25, 26), a quienes esos judaizantes censuraban
de haber hecho sólo la mitad de la obra al haber traído a los gentiles convertidos al
cristianismo solamente y no al judaísmo. El acuerdo del sínodo llama a dichos hermanos
«nuestros amados Bernabé y Pablo» (v. 25b). Bueno es que los hombres que se hallan
en altos cargos de responsabilidad expresen la estima en que tienen a otros hermanos en
la fe. La mejor recomendación que hacen de ellos es que (v. 26) «han expuesto su vida
por el nombre de nuestro Señor Jesucristo» (v. 13:50; 14:5, 19). Tan fieles confesores
del Señor no podían ser infieles predicadores de su palabra.
(B) Después, de Judas Barsabás y de Silas (o Silvano): varones que ellos habían
elegido (v. 25), que habían asistido a todas las discusiones del sínodo y les informarían
de palabra de lo mismo que estaba escrito en las cartas. Una explicación de palabra
aclara muchas veces lo que alguien podría tergiversar ateniéndose únicamente a lo
escrito.
4. Viene luego la decisión tomada sobre los cuatro puntos mencionados y explicados
anteriormente (vv. 28, 29). Hay varias expresiones muy dignas de consideración: (A)
«Ha parecido bien al Espíritu Santo y a nosotros, es decir, a nosotros bajo la guía del
Espíritu Santo». Si fuese una decisión meramente humana, no se atreverían a imponerla
a otros. (B) Muestran su amor y su ternura al decir que no es deseo de ellos (ni del
Espíritu Santo) imponerles ninguna carga más que estas cosas necesarias (necesarias,
no en su esencia, sino en atención a las circunstancias). (C) La frase: «de las cuales
cosas guardándoos, bien haréis» no significa una conveniencia, sino una cosa
necesaria, pues equivale a «obraréis correctamente», aunque las expresiones son
modestas como corresponde a hermanos que no se atreven a imponer a otros hermanos
más cargas que las que el Señor mismo ha impuesto. ¡Ojalá tuviésemos siempre una
consideración y una ternura semejantes a éstas! (D) El saludo con que acaba la carta (gr.
érrosthe) significa un deseo de que se conserven en buen estado de salud, al estilo
griego de despedirse. No debe extrañarnos, pues equivale a nuestro «¡Adiós!» Dice
Trenchard: «El saludo final se reduce al mínimo, puesto que la carta va dirigida a
muchísimos hermanos gentiles anónimos de la región Siria-Cilicia y no a una iglesia
determinada o a hermanos conocidos».
III. La entrega de las cartas. Una vez que los hermanos de Jerusalén dieron la
despedida (lit.) a los emisarios elegidos, éstos (v. 30) descendieron a Antioquía (de
Siria). No se entretuvieron en Jerusalén más de lo necesario, sino que partieron
rápidamente a cumplir la misión que se les había encomendado. Tan pronto como
llegaron, no se entretuvieron en otros menesteres, sino que «reuniendo a la
congregación, entregaron la carta; y (v. 31) habiéndola leído, se regocijaron por la
consolación» que la carta les daba al no imponerles la circuncisión ni la observancia de
la Ley, sino solamente aquello que, de momento, podía ofender a los hermanos más
débiles, a los de extracción judía. ¡De veras era gran consuelo verse seguros en la
libertad con que Cristo les había hecho libres! (Gá. 5:1). Pero, además de eso,
disfrutaron del consuelo y del fortalecimiento que recibieron con las palabras de Judas y
de Silas (v. 32). Obsérvese cuál es la obra de los ministros de Dios con los que están en
Cristo: 1. Consolarlos, con lo cual los creyentes quedan confirmados y asegurados en su
fe, pues el gozo de Jehová será nuestra fuerza. 2. Exhortarlos a perseverar, les alertan a
todo lo que es bueno (comp. con Fil. 4:8) e instruyen a los que son tardos en aprender.
IV. Viene ahora la despedida de los comisionados por la iglesia de Jerusalén (Judas
y Silas) para acompañar a Pablo y a Bernabé. Vuelven a aquellos que los habían
enviado (v. 33). Los plurales indican que tanto Judas como Silas volvieron a Jerusalén;
el versículo 34 no consta en los MSS más importantes, y parece haber sido añadido para
explicar mejor la posterior presencia de Silas en Antioquía (v. 40). Véase la alternativa
explicación que el Profesor Trenchard da de esta aparente anomalía: «… que este
hermano volviera también a Jerusalén, pero, al haber visto las posibilidades de la
extensa obra entre los gentiles y al sentir un llamamiento para ayudar en ella, se
preocupara en arreglar sus asuntos convenientemente con el fin de volver lo antes
posible a Antioquía, y estar a mano cuando Pablo llegó a necesitarle como colaborador
y compañero al iniciar el segundo viaje». Entretanto, Pablo y Bernabé (v. 35)
continuaron en Antioquía, pues pertenecían, como profetas y maestros (13:1) a aquella
iglesia, como lo confirma el que allí continuasen enseñando y anunciando el evangelio.
Aunque también había allí otros muchos que compartían con ellos esas tareas, no por
eso permanecieron ociosos. La multitud de obreros en la viña del Señor no debe
hacernos ociosos. Cada uno tiene su don y su ocasión para ejercitarlo. El celo y la
utilidad de otros deben despertarnos, no adormecernos.
Versículos 36–41
Contienda privada entre dos ministros del Señor. Son nada menos que Pablo y
Bernabé, pero la cosa termina no del todo mal gracias a la providencia de Dios que se
valió de ella para otros fines.
1. Vemos primero una buena propuesta que Pablo hizo a Bernabé de volver a visitar
(v. 36) los lugares donde habían plantado iglesias para ver cómo están. Pablo era muy
consciente de su papel como apóstol de los gentiles y, como ya habían pasado algún
tiempo en Antioquía, iglesia bien servida, quiere volver a visitar todas las ciudades en
que habían anunciado el evangelio. La compañía del buen Bernabé le había sido
siempre de gran bendición a Pablo y con él quiere marchar en este segundo viaje
misionero para regar juntos lo que juntos habían plantado. Así como hemos de atender a
nuestras oraciones y escuchar la respuesta que Dios les da, así también hemos de
atender a nuestra predicación y ver los resultados que el Señor le da. «Volvamos a
visitar … para ver cómo están». Así lo redacta el médico Lucas. Pablo, como médico
espiritual, quiere visitar a los hermanos como visita un médico a los pacientes que se
van recuperando, para prescribir lo necesario para una curación completa y evitar las
recaídas; y si gozan de buena salud, podrán alegrarse con ellos de la gracia de Dios; si
no, llorarán con ellos por la miseria del hombre.
11

2. El desacuerdo entre ambos sobre Juan Marcos, a quien su primo Bernabé quería
que les acompañase en este viaje (v. 37), «pero Pablo (v. 38) insistía en que no debían
llevar consigo al que se había apartado de ellos desde Panfilia, y no había ido (es
decir, seguido) con ellos a la obra». Pablo tenía bien guardada en la memoria aquella
triste partida del ayudante (13:5, 13) y pensaba que quien así les había dejado, no era de
fiar. Aunque no se exponen aquí las razones que tenía Bernabé para volver a llevar a
Marcos, es de suponer, conocido el bondadoso carácter de Bernabé, que pensase en dar
a su primo una segunda oportunidad, seguro de que se había corregido de su anterior
cobardía. Podemos, pues, asegurar que cada uno de ellos tenía su parte de razón, como
suele acontecer en estos casos.
3. Para mostrar que estos santos varones eran hombres de pasiones semejantes a las
nuestras (Stg. 5:17, lit.) y no ángeles sin pecado, Lucas no oculta la tirantez que se
produjo entre ellos (v. 39), tan grande que Lucas usa el término griego paroxysmós,
de oxys, agudo, con lo que se expresa que la disputa subió considerablemente de tono.
Como ninguno de los dos cedía, se separaron el uno del otro. Sólo el ejemplo de Cristo
es una luz sin sombras, digno de que se sigan en todo sus pisadas (1 P. 2:21). Pero esto
no ha de extrañarnos, pues aun los mejores santos tienen diferentes puntos de vista,
discutibles pero no necesariamente falsos. La unidad completa, en esto como en todo,
sólo se obtendrá cuando lleguemos a la estación de término (Ef. 4:13). Pablo y Bernabé,

11Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224


TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1538
que no habían sido separados por la persecución de los judíos no creyentes, ni por la
imposición de los judíos creyentes, se separaron por desavenencias entre sí mismos.
4. Pero la providencia de Dios sabe sacar aun de los males bienes y así lo hizo en
esta ocasión, pues en lugar de un solo viaje misionero, tendremos ahora dos en dos
distintos campos de labor: «Bernabé (v. 39b), tomando a Marcos, se embarcó rumbo a
Chipre, de donde era nativo (4:36) y donde había comenzado el primer viaje misionero
con Pablo (13:4). Y Pablo (v. 40), escogiendo a Silas, salió a otros lugares, entre ellos
Cilicia que era su país natal (21:39). Parece como si cada uno, tras una desavenencia tan
agria, sintiese añoranza por el suelo que le vio crecer. Pero Dios se sirvió de estas
circunstancias, al parecer, tan dignas de lástima, para cumplir sus propios designios,
pues un número mayor de manos se entregaron a la obra entre los gentiles y, por lo que
se ve (o por lo que no se ve), la mano de Juan Marcos, que había sido infiel
anteriormente, demostró ser fiel y útil, mientras que entró en la obra otra mano muy útil,
la de Silas o Silvano (v. 2 Co. 1:19).
5. Otros detalles dignos de observación son: (A) Que la iglesia de Antioquía parece
ser que dio la razón a Pablo, pues fue él quien salió encomendado por los hermanos a la
gracia del Señor, mientras que ya no vuelve a mencionarse en la Biblia la obra de
Bernabé, excepto en una referencia incidental de Pablo (1 Co. 9:6). (B) Que andando el
tiempo, quizás tras buenas pruebas, Pablo tuvo de Juan Marcos mejor opinión que en el
caso presente, pues escribía a Timoteo (2 Ti. 4:11): «Toma a Marcos y tráele contigo,
porque me es útil para el ministerio». «De sabios es cambiar de opinión», dice un
antiguo proverbio latino, y Pablo mostró serlo al corregir la mala opinión que (con su
parte de razón) tenía de Marcos. Incluso a quienes hemos condenado justamente, si
después demuestran ser fieles, deberíamos recibirles con alegría, perdonar y olvidar lo
pasado y, si llega la ocasión, darles buenas palabras a ellos, y buen testimonio de ellos a
los demás. (C) Que Pablo no se destempló por el triste incidente con Bernabé, sino que,
con el mismo ánimo de siempre, pasó (v. 41) por Siria y Cilicia, consolidando las
iglesias. Bien empleados están los ministros del Señor cuando se les usa en la
consolidación de los creyentes, tanto como en la conversión de los no creyentes. Quizá,
como a Pedro (Lc. 22:32; Jn. 21:15–17), la pasada experiencia le habría servido a Pablo
para mejor fortalecer a los caídos.
CAPÍTULO 16
En este capítulo tenemos: I. El comienzo de la relación de Pablo con Timoteo (vv.
1–3). II. La visita que hizo a las iglesias a fin de consolidarlas (vv. 4, 5). III. Su
llamamiento a Macedonia, y su llegada a Filipos (vv. 6–13). IV. La conversión de Lidia
allí (vv. 14, 15). V. La expulsión de un demonio del cuerpo de una muchacha (vv. 16–
18). VI. La acusación contra Pablo y Silas, el mal trato que les dieron y su
encarcelamiento (vv. 19–24). VII. La milagrosa conversión del carcelero (vv. 25–34).
VIII. El honroso descargo de Pablo y Silas (vv. 35–40).
Versículos 1–5
I. Pablo, como buen padre espiritual, toma a su cargo al joven Timoteo, de quien se
nos dice aquí (vv. 1, 2): 1. Que era discípulo, es decir, cristiano. 2. Que su madre era de
raza judía, pero creyente en Cristo. Como sabemos por 2 Timoteo 1:5, se llamaba
Eunice, y era Lois o Loida el nombre de su abuela materna. Pablo encomia la fe no
fingida de estas tres personas. 3. Que su padre era griego, gentil. Al no ser judío su
padre, Timoteo no estaba obligado a circuncidarse, a no ser que lo desease cuando fuese
mayor. Aunque su madre no se había impuesto para que fuese circuncidado en la
infancia, le había educado en el temor de Dios, de forma que, aun careciendo de la señal
del pacto, no careciese de la realidad significada. 4. Que daban (v. 2) buen testimonio
de él los hermanos que estaban en Listra y en Iconio. Así, pues, tenía buen nombre
entre la gente buena. 5. Que Pablo (v. 3) quiso que saliera con él, pues veía en él un
joven de buenas cualidades para la obra del Señor. 6. Que tomándole, le circuncidó, lo
cual, a primera vista, aparece extraño después de su oposición a los judaizantes en la
materia de la circuncisión y de la observancia de la ley de Moisés, pero no le circuncidó
porque creyese que lo necesitaba para salvarse, sino por causa de los judíos que había
en aquellos lugares, es decir, para que su ministerio fuese mejor aceptado entre los
judíos que abundaban en aquella regiones.
II. La consolidación de las iglesias plantadas (vv. 4, 5): Pasaban por las ciudades
donde antes Pablo y Bernabé habían predicado el Evangelio, habían fundado iglesias y
las habían visitado a su vuelta. En estas iglesias entregaban las ordenanzas que habían
acordado los apóstoles y los ancianos que estaban en Jerusalén, para que las
observasen. Así se les prestaba un excelente servicio, pues todas las iglesias de aquellas
regiones estaban interesadas en las decisiones tomadas en el sínodo de Jerusalén. 1. Las
iglesias (v. 5) eran consolidadas en la fe. Se consolidaban especialmente en su opinión
contra la imposición de la observancia de la ley a los gentiles. Cuando vieron en las
ordenanzas el testimonio, no sólo de los apóstoles y los ancianos, sino también del
Espíritu Santo, quedaron consolidadas. Los testimonios a la verdad, aun cuando no
resulten eficaces para convencer a quienes se oponen a ella, pueden ser muy útiles para
consolidar a los que se hallan perplejos acerca de ella. Además, el espíritu de ternura
que aquellas cartas rezumaban mostraba bien a las claras que los apóstoles y los
ancianos habían sido guiados, al redactarlas, por quien es el Amor mismo, el Espíritu
Santo. 2. «y aumentaban en número cada día» (v. 5b). La imposición del yugo de la ley
sobre el cuello de los recién convertidos era suficiente para asustar a la gente y apartarla
de la conversión al cristianismo. Pero, al hallarse libres con la libertad que Cristo nos
otorgó con su obra redentora (Gá. 5:1), aceptaban gozosos el mensaje del Evangelio. Y
así, las iglesias aumentaban en número cada día. ¡Qué gozo para los que trabajan por la
salvación de las almas ver un aumento tan grande y tan constante!
Versículos 6–15
I. Pablo viaja de una parte a otra haciendo el bien. 1. Él y Silas atravesaron Frigia y
la región de Galacia (v. 6). 2. El Espíritu Santo les impidió hablar la palabra en Asia
proconsular. No sabemos por qué medio dio esta orden el Espíritu Santo, aunque es
probable que lo hiciese por medio de un profeta. Tampoco sabemos por qué lo impidió.
Lo cierto es que el Señor quería usarles en una nueva obra, la de predicar el Evangelio
en la colonia romana de Filipos. La retirada de los ministros de Dios de una parte a otra
se ha de hacer siempre bajo la guía y conducción de Dios. 3. También intentaron ir a
Bitinia, pero el Espíritu de Jesús (comp. Ro. 8:9) no se lo permitió (v. 7). Todo parece
apuntar a que la voluntad de Dios era que fuesen cuanto antes a Macedonia (v. 9). 4.
Pasaron junto a Misia (v. 8) y no cabe duda de que pasarían sembrando la semilla del
Evangelio, descendiendo a Tróade (o Troas), donde hallamos después una iglesia
floreciente (20:5–12). En Tróade, Lucas se unió a los expedicionarios, pues el versículo
10 da comienzo a la narración en primera persona del plural, aunque no siempre estuvo
en compañía de ellos, pero sí ciertamente en 20:5; 21:18 y 27:1–28:16.
II. Especial llamamiento para que fuesen a Macedonia y, dentro de esta provincia, a
Filipos, colonia romana (v. 21).
1. La visión que tuvo Pablo (v. 9). La expresión «una visión de noche» da a entender
que la tuvo Pablo en sueños: un varón macedonio estaba en pie, rogándole y diciendo.
Pasa a Macedonia y ayúdanos. En otras ocasiones, los apóstoles recibían sus órdenes
por medio de un mensajero celeste, pero ahora Pablo recibe de un mensajero humano la
orden de pasar a Macedonia; no se nos dice que fuese un magistrado ni un sacerdote de
los dioses, sino un varón sencillo y corriente. La invitación era: «Pasa a Macedonia y
ayúdanos». Como si dijese: «Ven a predicarnos el Evangelio, por el cual has llevado la
salvación a muchos. También nosotros la necesitamos. Ven cuanto antes, pues ése es tu
oficio, y ésa es nuestra necesidad. No te contentes con orar por nosotros, sino ven a
obrar entre nosotros».
2. La interpretación que dieron a esta visión. No sólo fue Pablo quien interpretó la
visión como una orden del cielo, sino también sus acompañantes, Silas y el propio
Lucas, que aquí se incluye en primera persona: «Cuando vio la visión (v. 10), enseguida
procuramos partir para Macedonia, dando por cierto que Dios nos llamaba para que
les anunciásemos el evangelio». Dios nos llama a veces por medio de la llamada de un
hombre, aunque es cierto que, en cada caso, hemos de discernir si es o no un verdadero
llamamiento de Dios. Pablo poseía el don de discernimiento y por eso, no cabía ninguna
duda para él.
III. El viaje a Macedonia. Pablo no fue desobediente a la visión celestial (comp.
26:19), sino que siguió las instrucciones divinas con mayor satisfacción que si hubiese
seguido con sus propios planes. Partieron enseguida (v. 10). Así como Pablo seguía a
Cristo, sus compañeros le seguían a él, y así todos resolvieron ir a Macedonia. Los
llamamientos de Dios han de ponerse por obra cuanto antes, para que no se pierda la
oportunidad y nos hallemos culpables de desaprovechar la ocasión de salvar, aun
cuando así sea, una sola alma. Zarparon de Tróade (v. 11) y parece ser que navegaron
con viento en popa, pues dice Lucas: «vinimos con rumbo directo a Samotracia, y el día
siguiente a Neápolis», que significa (como Nápoles) «ciudad nueva». «De allí (v. 12) a
Filipos», unos 12 km más allá, no por mar, sino por tierra. De Filipos dice Lucas que
era «una ciudad principal de la provincia de Macedonia» o, según la lectura más
probable, «la ciudad más importante, etc.». Comenzaron por allí, porque si el Evangelio
era bien recibido en Filipos, era probable que se recibiese bien igualmente en las demás
ciudades de aquella provincia. Era una colonia; como dice Ryrie: «como un pedazo de
Roma trasplantado al extranjero, de forma que quienes poseían la ciudadanía en una
colonia, gozaban de los mismos derechos que habían tenido si viviesen en Italia». Había
sido fundada en 356 a. de C., por Filipo, padre de Alejandro Magno.
IV. El frío recibimiento con que Pablo y sus compañeros fueron acogidos en Filipos.
Podría pensarse que, después de haber tenido un llamamiento tan particular de Dios
mismo, les habían de recibir allí con los brazos abiertos. ¿Dónde estaba el varón
macedonio que se había aparecido a Pablo para pedirle ayuda inmediata? ¿Por qué no
despertó los ánimos de sus compatriotas para salir al encuentro de los misioneros? «Y
nos quedamos en aquella ciudad (v. 12b) algunos días», dice Lucas. Pablo solía
proclamar el Evangelio primeramente a los judíos, pero es obvio que allí no había diez
varones judíos, número necesario para formar grupo en una sinagoga, pero sí había un
grupo de mujeres (v. 13) que se habían reunido para orar, pues eran adoradoras del
verdadero Dios, por lo que se habían reunido allí en sábado, según la costumbre judía.
Si no tenemos otro lugar de reunión, bien podemos orar y adorar al Señor aunque sea
«fuera de la puerta, junto al río». Allí, dice Lucas, «sentándonos, nos pusimos a
hablarles» de forma familiar, como indica el verbo griego. «Con todo, como dice
Trenchard, el mensaje sería el de siempre: las profecías mesiánicas cumplidas ya en la
Vida, Muerte y Resurrección de Jesucristo.»
V. La conversión de Lidia. En los relatos de Hechos, no sólo tenemos la conversión
de grandes grupos en las ciudades mencionadas, sino también de muchas personas
individualmente, pues tal es el valor de las almas, que el llevar a Dios una sola es asunto
de gran interés. Y no sólo tenemos conversiones individuales llevadas a cabo
milagrosamente, como la de Pablo, sino también mediante los métodos ordinarios de la
gracia, como es el caso de Lidia aquí.
1. Es un honor para ella tener su nombre registrado en el libro de Dios. Aunque no
tengamos nuestro nombre registrado en la Biblia, nos bastará con tenerlo en el libro de
la vida del Cordero. De Lidia se nos dice aquí que era (v. 14) vendedora de púrpura, no
vestida de púrpura; por lo que se deduce, ella misma llevaba el negocio; probablemente
era viuda, más bien que soltera. Era nativa de la ciudad de Tiatira, entre Sardis y
Pérgamo. La Providencia la había traído a Filipos, que se halla a gran distancia de
Tiatira. Adoraba a Dios, frase equivalente a «temerosa de Dios». Al ser gentil de
nacimiento, adoraba y servía al Dios de Israel y acudía a las reuniones que otras mujeres
tenían para orar y leer las Escrituras. Los negocios seculares honestos no son obstáculo
para el cumplimiento de nuestras devociones. También en el negocio puede y debe el
creyente dar buen testimonio. Estas mujeres estaban bien dispuestas para recibir a
Cristo, pues quienes sinceramente adoran y sirven a Dios, pueden percibir fácilmente la
necesidad que tienen del Salvador.
2. Lidia estaba oyendo, es decir, estaba atenta a las palabras que los apóstoles
dirigían a este grupo de mujeres. ¿Podemos esperar que Dios escuche nuestras oraciones
si no estamos atentos a su Palabra? «El Señor abrió su corazón para que estuviese
atenta a lo que Pablo hablaba», lo que indica fe en el mensaje que oía (comp. 2:41).
Dice el jesuita Leal: «Nótese cómo la conversión es obra de Dios». La persona cree
libremente (nota del traductor), pero es Dios quien despierta el corazón con su gracia.
Trenchard comete aquí un grave error al comparar este caso con Apocalipsis 3:20,
donde no se trata de conversión, sino de comunión (v. todo el contexto). Dice bien M.
Henry: «No es que nosotros no tengamos nada que hacer, pero, de nosotros mismos, sin
la gracia de Dios no podemos hacer nada. Dios no se limitó a tocarle el corazón, sino
que se lo abrió. Un corazón inconverso está cerrado y fortificado contra Cristo».
3. El efecto de esta obra de Dios en Lidia. No sólo se convirtió al Señor, sino que
fue bautizada, así como su familia, es decir, las personas adultas (hijos, si los tenía, y
criados) que vivían en su casa (comp. 16:31 y ss.). La sinceridad de su conversión se
echa de ver en su disposición a servir a los siervos de Dios y tener así mayor
oportunidad de escuchar las enseñanzas de los apóstoles (v. 15b): «Nos rogó diciendo:
Si habéis juzgado que soy fiel al Señor, entrad y hospedaos en mi casa. Y nos obligó a
quedarnos». De este modo, deseaba también tener una oportunidad de mostrar su
gratitud a quienes habían sido los instrumentos de Dios en el bendito cambio que en ella
se había operado. Tan pronto como su corazón se abrió a Cristo, se abrió su casa a los
ministros de Cristo. Su invitación no era de pura cortesía, sino tan sincera que, dice
Lucas, «nos constriñó (el mismo vocablo de Lc. 24:29) a quedarnos», lo cual insinúa
que ellos se resistían, pero cedieron ante la insistencia de ella.
Versículos 16–24
La gente comienza a percatarse de la presencia de Pablo y de sus compañeros en
Filipos, y la causa fue una muchacha que tenía espíritu de adivinación (v. 16).
1. Poseía, pues, un espíritu pitón (lit.), era una especie de «médium», de la que se
servía el demonio para «profetizar»; nos recuerda, dice Leal, «la serpiente Pitón del
oráculo de Delfos», donde se imaginaba la gente que el pagano dios Apolo respondía a
las consultas que se le hacían. De esta forma cautivaba Satanás la mente y el corazón de
la gente. Con este don diabólico, la muchacha daba gran ganancia a sus amos.
2. Esta muchacha salió al encuentro de Pablo y sus compañeros cuando éstos iban a
la oración. No se ocultaban para ir allá y, en todo caso, Satanás sabía bien adónde iban.
Lo extraño es que diese testimonio correcto de quiénes eran y del mensaje que
predicaban (v. 17): Ésta, siguiendo (el verbo griego indica que los seguía de cerca, no
dejándolos ni a sol ni a sombra) a Pablo y a nosotros, gritaba, diciendo. Estos hombres
son siervos del Dios Altísimo, quienes os anuncian camino de salvación (lit.). Aunque
el griego no lleva artículo determinativo, no se puede sacar de ahí ninguna conclusión
en contra de la verdad del testimonio. Pero, ¿cómo podía salir de un demonio un
testimonio veraz a favor del Evangelio? ¿Está Satanás dividido contra si mismo? Al
compar este versículo con Marcos 1:24, 34; 3:11; 5:7, vemos que, como en el caso de
Jesús, había aquí algo no bueno, más aún, perjudicial. Pablo, como Cristo, no quería
testimonios de procedencia diabólica: en el caso de Jesús, porque favorecía a los que
abrigaban falsas ideas sobre el Mesías; en el caso de Pablo, porque, como dice
Trenchard, «podría envolver la pureza del Evangelio con las mentiras y suciedades del
paganismo y con las operaciones de demonios». Más aún, los que estuvieran dispuestos
a recibir la predicación de Pablo y sus compañeros, al verla anunciada por el espíritu
inmundo de adivinación, cobrarían prejuicios contra el Evangelio.
3. Por tanto, después de aguantar por muchos días tal propaganda (v. 18), Pablo,
cansado ya de esto, se volvió y dijo al espíritu. Te mando en el nombre de Jesucristo,
que salgas de ella. Dotado como estaba, tanto del don de discernimiento de espíritus
como del poder para expulsar demonios, Pablo procedió a exorcizar a la muchacha. Con
eso sí que demostró realmente que eran siervos del Dios Altísimo. Con las palabras de
Pablo, salió el poder del Espíritu Santo y obligó al espíritu inmundo a salir de la
muchacha: «Y salió en aquel mismo momento».
4 «Raíz de todos los males es el amor al dinero» (1 Ti. 6:10). Por eso, el gran favor
que Pablo había hecho a la muchacha al echar de ella el espíritu pitón, en lugar de
mover a sus amos a gratitud, los enfureció (v. 19): «Viendo sus amos que salió (lit. el
mismo verbo de 18b) la esperanza de su ganancia, prendieron a Pablo y a Silas y los
arrastraron hasta la plaza pública, ante las autoridades», es decir, los magistrados de
la ciudad. Comenta atinadamente Trenchard: «poco les importaría el portento, con la
manifestación de la operación de una potencia divina, y mucho menos el hecho de que
la pobre muchacha había sido restaurada a una vida normal, al quedar libre su
personalidad humana de la sujeción del demonio. La avaricia podía más que toda
consideración espiritual, humanitaria o lógica».
5. El cargo que los amos de la muchacha presentaron contra Pablo y sus compañeros
(vv. 20, 21): «Estos hombres, siendo judíos, alborotan nuestra ciudad y proclaman
costumbres que no nos es lícito recibir ni hacer, pues somos romanos», es decir,
descendientes, en su mayoría, de los antiguos legionarios llevados allá durante las
batallas libradas en los años 42 y 31 a. de C. Nótese que el cargo que presentan es triple:
(A) Son judíos. Ya en aquellas fechas (y más después del año 70 de nuestra era), el
espíritu antisemita se había extendido por el Imperio Romano. (B) Alborotan nuestra
ciudad. La aceptación del mensaje del Evangelio por parte de algunos había provocado
la oposición de otros, con lo que las discusiones subsiguientes podían presentarse, como
es corriente aún en nuestros días, como alteraciones del orden público. (C) Proclaman
costumbres ilícitas para nosotros. Es bien sabido que los emperadores romanos eran
tolerantes con todas las religiones, con tal que se admitiese también el culto al
emperador («el César es Señor»). Por el poder del Espíritu Santo, los cristianos tenían el
denuedo suficiente para confesar: «Jesús es el Señor» (1 Co. 12:3) y, por esta confesión
y su negativa a tributar culto al César, millones de cristianos dieron la vida. Por eso, los
romanos adictos al César (tanto en Roma como en Filipos) veían en el cristianismo algo
que no era lícito recibir ni hacer (comp. con 17:7).
6. La forma en que los magistrados procedieron contra Pablo y Silas (vv. 22–24):
«Rasgándoles las ropas, ordenaron azotarles con varas sobre la espalda desnuda.
Después de haberles azotado mucho, etc.». En 2 Corintios 11:24, 25, Pablo distingue
los azotes recibidos de los judíos, que no podían pasar de 39, de los recibidos con varas,
esto es, de los romanos, que no tenían número fijo. Pero ni aun así los soltaron, sino que
(v. 23b) los echaron en la cárcel, mandando al carcelero que los guardase con
seguridad, como si se tratase de bandidos peligrosos o astutos aventureros que
intentasen escapar de la cárcel o estuviesen en connivencia con otros que pudiesen, por
algún medio, rescatarlos de la prisión. El carcelero, tan cruel como los magistrados, los
metió (v. 24) en la celda más recóndita de la cárcel y les sujetó los pies al cepo (NVI).
Esto es lo que solía hacerse con los malhechores más peligrosos, y en estas malísimas
condiciones físicas pasaron Pablo y Silas las primeras horas de la noche.
Versículos 25–34
Designios de los perseguidores de Pablo y Silas quebrantados y cambiados en bien
por la providencia extraordinaria de Dios.
1. Los perseguidores se proponían desanimar a los predicadores del Evangelio, pero
aquí los vemos animados y gozosos. Después de la azotaina que les habían propinado y
en la incómoda postura a que el cepo les obligaba a recostarse con las espaldas llagadas,
se podía esperar que se quejasen y gimiesen, sin saber además lo que iban a hacer con
ellos al día siguiente. Pero los vemos (v. 25) a medianoche orando y cantando himnos a
Dios; no era hora ni lugar de oración, pero en cualquier sitio y a cualquiera hora se
puede orar y adorar a Dios en espíritu y en verdad. Si, como dice Santiago (5:13), «el
que esté afligido haga oración; y el que esté alegre, cante alabanzas», aquí tenemos a
Pablo y Silas, bajo aflicción y orando, pero también alegres y cantando alabanzas. Lucas
hace notar el detalle de que los presos les escuchaban, lo cual indica que cantaban lo
bastante alto para que sus voces se oyesen a través de las recias paredes de los
calabozos. Así eran de alguna manera, preparados para el milagroso favor que Dios
mostró a todos, al hacer que se abrieran todas las puertas de la cárcel (v. 26). Dios
animó más todavía a sus siervos, con un repentino y milagroso terremoto que sacudió
los cimientos de la cárcel. El Señor estaba en este fenómeno, y mostraba su ira por las
indignidades cometidas con sus siervos; y no sólo se abrieron todas las puertas, sino
que las cadenas de todos se soltaron (comp. con 12:7).
2. Los perseguidores se proponían parar el avance del Evangelio, pero ahora
resultaba que el propio carcelero que tan mal había tratado a Pablo y Silas en
cumplimiento de las órdenes que había recibido de sus superiores, se convertía al
Evangelio, haciéndose siervo de Cristo. Como buen romano, y aunque no tenía ninguna
culpa en la apertura de la cárcel, se quería suicidar (v. 27), ya que daba por supuesto que
todos los presos habían huido. Él no podía ver el interior de la prisión, pues estaba
oscuro y era medianoche, pero Pablo pudo ver bien, sobre el fondo de la relativa
claridad exterior, el gesto del carcelero al desenvainar la espada (pues, en todo caso,
sabía que sería ejecutado; comp. 12:19), por lo que se apresuró a gritarle (v. 28): «No te
hagas ningún mal, pues todos estamos aquí». ¿Por qué no se escaparon los demás
presos o, al menos, algunos? Sin duda, Dios mostró su poder atándoles el alma, tanto
como lo había mostrado desatándoles los pies.
3. Veamos ahora la reacción del carcelero, tras el grito de Pablo.
(A) El miedo que antes tenía hasta inducirle al suicidio, ahora le llevaba, bajo la
acción de la gracia, a temblar por su alma (v. 29) y se postró a los pies de Pablo y Silas.
No pudo acudir a mejor médico del alma que Pablo, pues también él había sido
perseguidor de los cristianos y los había metido en la cárcel (8:3; 9:1); así podía
simpatizar mejor con los sentimientos del carcelero. Es muy probable que este hombre
hubiese oído algo de la predicación de sus presos; al menos, conocería la insistente
proclamación de la muchacha posesa: «Estos hombres son siervos del Dios Altísimo,
quienes os anuncian un camino de salvación» (v. 17). Ante los extraordinarios
fenómenos que estaba presenciando y al ver en estos hombres algo sublime que les
diferenciaba de los demás presos que había conocido, cae ahora a sus pies como
pidiendo perdón por lo que les había hecho, y se dirige a ellos con el mayor respeto (v.
30): «Señores». A continuación, se preocupa por su situación espiritual y pregunta
como algo en que se juega el alma: «¿Qué tengo que hacer para ser salvo?» Con esto
muestra: (a) Que conoce la importancia de la salvación; (b) que sabe que hay que hacer
algo y (c) que está dispuesto a cumplir lo que se le exija, por duro y difícil que le
resulte.
(B) Ellos le dieron inmediatamente una instrucción breve, concisa y clara, que ya se
ha hecho frase clásica y lapidaria (v. 31): «Cree en el Señor Jesucristo y serás salvo, tú
y tu casa». Como dice el Prof. Trenchard, «Fue un principio, una soga que se echa al
hombre que se ahoga, quedando para más tarde la explicación del sentido pleno de la
“salvación” y la presentación de la persona del Salvador Jesucristo». La última cláusula:
«tú y tu casa» no significa la promesa de que sus familiares también habrían de ser
salvos posteriormente; mucho menos significa que pudiesen salvarse por creer y ser
salvo el cabeza de familia, pues nadie puede creer ni salvarse por otro. Significa
simplemente que los de su casa tendrían la misma oportunidad de salvación si, como él,
ponían su fe en el Señor Jesucristo. Pablo y Silas se olvidan ahora de sus heridas, del
frío de la madrugada y de la noche que pasaban en vela; ni por un momento demoran
anunciarle a este hombre el camino de salvación. Lucas no nos dice si algún otro preso
se convirtió o no.
(C) Por lo que se desprende del contexto posterior, allí mismo, en cl patio de la
cárcel, Pablo y Silas instruyeron con más detalle en la palabra del Señor, no sólo al
carcelero, sino también a todos los que estaban en su casa (v. 32). Los padres de
familia y amos han de procurar que los que están bajo su cargo sean instruidos en la
Palabra de Dios, pues el alma del más pobre esclavo vale tanto como la del amo más
encopetado, ya que todos han sido comprados al mismo precio. También allí mismo, en
algún pozo del patio (v. 33) «les lavó las heridas, y enseguida se bautizó él con todos
los suyos». Nótese cómo este hombre, ya salvo por la fe, se preocupó inmediatamente
por los cuerpos heridos de quienes habían sido los instrumentos de Dios para salvarle,
antes de bautizarse él con todos los de su casa que, como él, habían escuchado el
mensaje y habían puesto su fe en el Señor. El texto, pues, no da pie en modo alguno
para fundamentar el bautismo de los niños de pecho.
(D) Del patio de la cárcel, el oficial romano, acompañado de sus familiares
(incluidos los criados), llevó a Pablo y a Silas a su casa, situada con toda probabilidad
encima de la misma prisión y les puso la mesa, correspondiendo así, como Lidia
anteriormente (v. 15), con la comida material y el hospedaje, a la comida espiritual que
Pablo y Silas les habían impartido y continuarían impartiéndoles también durante la
cena, «mientras que (dice Trenchard) el rostro del carcelero, un poco antes espejo de
desesperación, radiaba el gozo del Señor al darse cuenta de que la salvación había
llegado a su casa: Y se regocijó con toda su familia de haber creído a Dios; de haber
salido del reino de las tinieblas a la luz admirable del Reino de Cristo». Nótese cómo el
que antes había creído en (gr. epí. sobre la base, o, ya que la preposición rige aquí
acusativo, echándose sobre) Jesucristo (v. 31), se dice ahora (v. 34) que había creído a
Dios, es decir, había dado crédito a la palabra de Dios. Las expresiones, pues, no son
sinónimas (contra la opinión de J. Leal y del propio M. Henry), sino que indican dos
aspectos diferentes que se integran en el acto de creer.
Versículos 35–40
1. Se da orden de soltar de la prisión a Pablo y Silas (vv. 35, 36). Los magistrados
que tan mal los habían tratado el día anterior, cuando fue de día, se dieron más prisa a
soltarlos que ellos mismos a pedirlo. Enviaron alguaciles, es decir, los llamados en latín
lictores, porque iban con varas, pero sin el hacha correspondiente, la cual estaba
reservada a los lictores de Roma. La orden fue: «Suelta a aquellos hombres» (v. 35). El
carcelero, por su parte, transmitió a Pablo las palabras de los lictores (v. 36), no porque
desease que se marchasen tan queridos huéspedes, sino para notificarles que estaban en
libertad para proseguir con su programa.
2. Pablo se negó a salir clandestinamente (v. 37), después de haber sido azotados
públicamente, a pesar de ser ciudadanos romanos. No alegó esta circunstancia el día
anterior, para que no se pensase que era una excusa para no padecer por la verdad que
predicaba, pero lo hizo después, seguramente para mejor proteger a la iglesia naciente
en la ciudad. Quienes critican a Pablo en esto, como si hubiese puesto su confianza en la
carne, carecen de la ecuanimidad necesaria para discernir las circunstancias. Pablo
obraba así solamente cuando le servía para el avance del Evangelio, sin darle
importancia en cuanto a lo que para él mismo significaba. Además, Pablo tiene interés
en hacerles saber que han obrado contra toda justicia, pues, aparte de la ciudadanía
romana (cosa que los magistrados ignoraban), habían cometido el gran desafuero de
azotarlos y meterlos en la cárcel sin sentencia judicial, sin proceso ante los tribunales.
Decirles que les habían azotado al ser mensajeros de Cristo no habría tenido ningún
influjo en los magistrados, pero decir que les habían hecho esa injuria al ser ciudadanos
romanos, les haría temblar; así de ordinario es que la gente tema más al César que a
Cristo. Era necesario que los magistrados se diesen cuenta de este desafuero, y soltasen
públicamente a quienes habían azotado y encarcelado públicamente. Pablo hacía esto,
no por puntillo de honor, sino por exigencias de la justicia.
3. Los magistrados (v. 38b) tuvieron miedo al oír que eran romanos. Los procesos
de los perseguidores contra los creyentes han sido muchas veces ilegales, aun por las
leyes civiles, y también a veces inhumanos, contra la ley natural, pero siempre
pecaminosos, por ser contra la ley de Dios. Viniendo, pues, los magistrados (v. 39), les
rogaron (¡cómo cambia el tono!); y sacándolos, les pidieron (siempre en plan de ruego,
no de orden) que salieran de la ciudad. Por supuesto, el arrepentimiento de estos
hombres no era para salvación, sino por miedo al César. Los historiadores romanos
citan ejemplos de ciudades a quienes les habían sido retirados los privilegios por haber
tratado indignamente a ciudadanos romanos. Una cosa es cesar de perseguir como
medida política, y otra cosa es convertirse por convicción espiritual. El motivo por el
cual deseaban que saliesen de la ciudad era evitar que se repitiese el alboroto del día
anterior; era una medida de orden público.
4. Salida de Pablo y Silas de Filipos (v. 40). De casa del carcelero se fueron a casa
de Lidia, donde consolaron y exhortaron, etc. (ambas cosas puede significar el verbo
griego). Gran consuelo sería para los hermanos de Filipos ver sueltos, sanos y salvos, a
Pablo y Silas, quienes habían fundado aquella iglesia, tan querida de Pablo, como
vemos en Filipenses 1:1; 4:15. Que no se desanimen los ministros de Dios si no ven al
presente los frutos de su labor; la semilla puede parecer perdida bajo los terrones, pero a
su tiempo brotará hasta dar una espléndida cosecha. Lucas termina este relato diciendo:
«y se fueron», con lo que da a entender que él se quedó en Filipos. Quizás aluda a él
Pablo en Filipenses 4:3, bajo el anónimo epíteto de «sincero compañero de yugo» (lit.),
lo que significaría que Lucas se había quedado allí pastoreando la grey; esto explicaría
el magnífico progreso de aquella iglesia bajo la guía de un líder tan extraordinariamente
capacitado como se muestra en sus escritos.
CAPÍTULO 17
Tenemos en este capítulo, I. La predicación y persecución de Pablo en Tesalónica
(vv. 1–9). II. Su predicación en Berea, de donde salió también perseguido (vv. 10–15).
III. Su estancia en Atenas y el gran discurso que pronunció en el famoso Areópago de
aquella ciudad (vv. 16–34).
Versículos 1–9
Las dos Cartas de Pablo a los tesalonicenses nos presentan a tal iglesia con tan
brillantes rasgos, que no podemos menos de sentirnos gozosos al leer el informe de la
fundación de aquella comunidad.
1. A pesar de lo mal que habían sido tratados en Filipos, Pablo y Silas no se
retiraron a descansar ni desistieron de su ministerio. La oposición que habían
encontrado (v. 1 Ts. 2:2), en lugar de acobardarles los animó más todavía, lo cual
ciertamente no habrían podido efectuar por sí mismos si no hubiesen sido capacitados
por un poder venido de arriba. Pasaron (v. 1) por Anfípolis y Apolonia. Al ser grandes
las distancias (48 km de Filipos a Anfípolis; 46 desde Anfípolis hasta Apolonia; 57
desde allí hasta Tesalónica), es de suponer que se detuviesen en aquellas ciudades lo
suficiente para proclamar allí el Evangelio de la salvación, y preparasen el camino para
la venida de otros misioneros.
2. Halló en Tesalónica (la actual Salónica) una sinagoga de los judíos (v. 1b) y allá
se fue, como acostumbraba (v. 2), y por tres sábados discutió con ellos, basándose en
las Escrituras. No es en argumentos llamados de «razón», o en tradiciones de escuela o
denominación, como hemos de basarnos para proclamar el Evangelio. Estos judíos
tenían con Pablo una base común de estudio y discusión: La Biblia, el Antiguo
Testamento de las Escrituras, y sobre esa base es como les predicó Pablo a Cristo
crucificado y resucitado (v. 3; nótese la semejanza con las palabras del propio Jesús en
Lc. 24:26, 46). Así lo hizo por tres sábados, mostrándonos con su ejemplo la paciencia
que es menester en la conversión de las almas. También Dios espera a que se conviertan
los pecadores; no todos son cambiados en un instante como el propio Saulo o el
carcelero de Filipos. Pablo les demuestra que no sólo era conveniente, sino necesario,
que el Mesías padeciese muerte y recibiese resurrección. Sin eso, ni Él sería Salvador
perfecto ni nosotros seríamos perfectamente salvos. «Jesús es el Cristo» (v. 3b) es el
resumen y la conclusión de su mensaje, y así deben predicar los ministros del
Evangelio.
3. El fruto de su predicación allí (v. 4): Y algunos de ellos creyeron y se juntaron
con Pablo y con Silas». Quienes se convierten a Cristo, entran en comunión con los
ministros de Cristo y con todos los demás convertidos a Cristo. Además de algunos
judíos, también se convirtieron (v. 4b) de los griegos piadosos (gentiles temerosos de
Dios) gran número, y mujeres principales (comp. con 13:50) no pocas. La iglesia de
Tesalónica estaba formada, en su mayoría, de gentiles convertidos, como vemos por 1
Tesalonicenses 1:9. Por cierto, ese texto de 1 Tesalonicenses nos muestra que no sólo
griegos piadosos, sino también idólatras, se convirtieron al Evangelio.
4. Pronto surgió la oposición de los judíos que no creían (v. 5), movidos, como
siempre, de celos y, también como en otros lugares, se sirvieron de turbas de la más baja
ralea para alborotar la ciudad y asaltar la casa de Jasón (el nombre griego que
corresponde aquí a Josué o Jesús), donde se alojaban los siervos de Cristo. Alboroto y
asalto son siempre obra del diablo, sea quien sea el que los efectúe. Todos estos
procedimientos eran ilegales, y el mismo Pablo hace memoria a los tesalonicenses (1
Ts. 2:15, 16) de estos desafueros.
5. Al no poder hacerse con los apóstoles (v. 6), pues quizá Jasón (judío convertido)
los había escondido, se lo llevaron a él y a otros hermanos ante las autoridades de la
ciudad. El cargo de que les acusan ante las autoridades (v. 6b) es muy curioso: «Los que
trastornan toda la tierra habitada, éstos se han presentado también aquí» (lit.). Es
cierto que, cuando llega el Evangelio a las almas, las trastorna, en el sentido
etimológico del verbo griego de sacar a uno del lugar donde se hallaba fijo, pero esto es
una bendición cuando dicho lugar es el poder del Maligno (v. 1 Jn. 5:19), donde «yace»
(ésa es la traducción correcta del verbo griego) el mundo entero, es decir, el sistema
mundial que se opone a Dios y a Cristo. El que sale de ahí, es sacado de muerte a vida.
No es el imperio de la verdad y del orden el que es trastornado con la predicación del
Evangelio, sino el imperio del diablo de la mentira y de la maldad. Otro cargo, el mismo
que les habían hecho en Filipos (16:21), pero aquí (v. 7), más explícito, es que
contravenían los decretos de César, diciendo que hay otro rey, Jesús. Es cierto que
Jesús es rey, pero su reino no es de este mundo, por lo que ni Pilato halló en ello ningún
delito (Jn. 18:36, 38). Así que su reino no entra en competencia con ninguno de los
reinos de este mundo, aunque un dia llegará en que acabará con todos ellos (Dn. 2:35,
44, 45).
6. El resultado de todo esto (vv. 8, 9). Aunque alborotaron al pueblo y a las
autoridades de la ciudad, como habían hecho en Filipos (16:20), los magistrados de
Tesalónica, aunque el cargo contra Pablo y Silas era más grave (al menos, más
explícito) que el presentado en Filipos, obraron con más cautela y prudencia, pues
aunque se veían obligados a no dejarles permanecer en la ciudad, obtenida fianza de
Jasón y de los demás, los soltaron (v. 9. No a Pablo y Silas, sino a Jasón y los demás).
Entre los perseguidores del cristianismo, así como tenemos muchos ejemplos de loca
furia y brutal trato de los predicadores del Evangelio y de los creyentes en Cristo,
también los tenemos de otros prudentes y moderados.
Versículos 10–15
1. Echados de Tesalónica, Pablo y Silas tuvieron que salir del escondite en que los
tenía Jasón y, de noche todavía, los hermanos los enviaron a Berea (v. 10). Como
siempre, huían para trabajar en otros lugares y, también como siempre, habiendo
llegado, entraron en la sinagoga de los judíos. En lugar de pasarlos por alto en
revancha por las persecuciones que los judíos incrédulos suscitaban contra ellos en
todas partes, seguían cumpliendo no sólo con la orden del Señor, sino también con lo
que les dictaba el corazón (v. Ro. 9:3; 10:1).
2. La buena descripción que aquí se hace del carácter de los judíos de Berea (v. 11):
«Eran más nobles que los de Tesalónica». Aunque el sentido primordial del adjetivo
griego euguenés (de donde procede «Eugenio») es «bien nacido», es decir, «de alto
rango», aquí significa más bien, no el rango en la escala social, sino «de mente abierta»,
con lo que se destaca que estos judíos de Berea eran menos apasionados y más sinceros
que los de Tesalónica. Estas buenas cualidades se echan de ver en dos detalles que se
mencionan a continuación: (A) «Recibieron la palabra con toda solicitud» (lit. buena
disposición de ánimo), pues su nobleza de carácter se echaba de ver en su ausencia de
prejuicios. Pero no por eso se les puede tachar de extremadamente crédulos, pues (B)
escudriñaban cada día (después de la predicación de Pablo) las Escrituras (el Antiguo
Testamento) para ver si estas cosas (lo que Pablo decía) eran así. ¿Es que tenían en
poco la autoridad de un apóstol como Pablo? ¡No! Ni en poco ni en mucho, pues era la
primera vez que le oían. La lección estupenda que estos judíos de Berea dan a los
hombres de todos los tiempos (también a nosotros), y es una pena que los comentaristas
no insistan en este detalle, es que no hay «jerarca» en este mundo que pueda
imponernos con su autoridad una doctrina, a menos que tal doctrina esté
suficientemente basada en la Palabra de Dios (v. también el comentario a Lc. 10:16).
Sólo los creyentes que no estudian con ahínco y sin prejuicios la Biblia, pueden ser
llevados de una parte a otra por todo viento de doctrina (Ef. 4:14). Cuanto más se
conocen las Escrituras, más se sabe de la verdad, pues la palabra de Dios es verdad (Jn.
17:17). Y, cuando esa verdad llena la mente con nobles pensamientos (Fil. 4:8, 9),
también se pone por obra, y el Dios de la paz está allí.
3. El buen resultado de la predicación en Berea (v. 12): «Así que creyeron muchos
de ellos (los judíos; comp. con el algunos de ellos del v. 4), y mujeres griegas de
distinción, y no pocos hombres» (de los gentiles). El «no pocos» de Lucas equivale a
«un número considerable». Lo de «mujeres de distinción» es sinónimo de «mujeres
principales» en el versículo 4 (el mismo vocablo se halla en 13:50). Como en otros
lugares, parece ser que estas mujeres distinguidas, de la nobleza, creían primero e
influían después en sus maridos para que también creyesen (comp. con 1 P. 3:1–3).
4. La historia se repite. También en Berea son perseguidos Pablo y Silas, pero aquí
son precisamente los judíos de Tesalónica, no los de Berea, los que, al enterarse del
éxito del Evangelio en Berea, fueron allá (¡desde una distancia de 75 km!) y
alborotaron a las multitudes (v. 13). Los agentes de Satanás son infatigables en su
enemiga contra el Evangelio. ¡Si tan celosos fuésemos los discípulos de Cristo en
proclamarlo! Como Pablo era el principal predicador en todo este viaje misionero
(comp. con 14:12), los hermanos le hicieron salir a toda prisa para que se fuese a la
costa, mientras Silas y Timoteo se quedaron allí (v. 14). El versículo 15 se entiende
mejor si el viaje a Atenas se efectuó, en realidad, por tierra. En Atenas esperaba Pablo
que, más tarde, se le uniesen Silas y Timoteo. Atenas era, por entonces, emporio de
cultura. Quienes querían aprender iban a Atenas. Pero Pablo no va allá a aprender, sino
a enseñar, a proclamar el Evangelio del Cristo resucitado y futuro Juez justo del mundo
(v. 31). No iba a sentir ningún complejo de inferioridad ante los filósofos (v. 18) de
Atenas, y no sólo porque hablaba con el poder del Espíritu (1 Co. 2:4), sino también
porque en aquel lugar podía echar mano de su amplia cultura griega, como lo demostró
en su magnífico discurso en el Areópago. Dios emplea a sus siervos, no sólo conforme a
los dones sobrenaturales que les imparte, sino también según los talentos naturales que
poseen.
Versículos 16–34
Estancia de Pablo en Atenas y los distintos grupos con los que allí conversó.
1. Vemos primero (v. 16) la impresión que la idolatría de la ciudad hizo en Pablo:
Se indignaba al contemplar la ciudad entregada a la idolatría, tanto por el deshonor a
Dios como por el daño para las almas. Le apenaba este estado de cosas en una ciudad
populosa y culta. Este informe está de acuerdo con lo que los historiadores paganos
dicen de Atenas que había en ella más ídolos que en todo el resto de Grecia. Admitían,
por lo que se ve, todos los dioses que se les recomendaban, y a cada uno le erigían un
altar. Querían tener propicias a todas las deidades. Es curioso que allí donde abundaba
la cultura, abundase también la idolatría: «el mundo no conoció a Dios mediante la
sabiduría» (1 Co. 1:21). Por eso es tan necesaria la divina revelación; y ésta, centrada
en Cristo Redentor.
2. El testimonio que dio contra esta idolatría y sus esfuerzos para traer a todos al
conocimiento de la verdad. Primero fue a la sinagoga de los judíos (v. 17) que, aunque
eran enemigos de Cristo, estaban libres de la idolatría (aunque, por su exclusivismo
nacionalista, no hacían nada por combatirla). Allí discutía con ellos y con los temerosos
de Dios (gentiles piadosos), y mostraba a todos que Jesús era el Mesías prometido. Y en
la plaza discutía cada día con los que allí se encontraban, gentiles idólatras que no
frecuentaban la sinagoga de los judíos. No perdía el tiempo, sino que dondequiera se
hallaba, predicaba a Cristo, de quien vivía y para quien vivía. Todo el que esté
enamorado de Cristo y conozca la importancia y urgencia de la salvación en su nombre,
procurará darlo a conocer a todos y en todas partes.
3. La discusión con los filósofos de Atenas, donde vemos:
(A) Quiénes eran los filósofos que disputaban con Pablo (a) Los epicúreos,
seguidores de Epicuro (341–270 a. de C.), quien sostenía que el objetivo de esta vida es
la felicidad mediante el placer, con la moderación suficiente para evitar el dolor y la
intranquilidad. Eran, pues, materialistas, aunque no negaban la existencia de dioses
similares a los hombres. (b) Los estoicos, seguidores de Zenón, quien había enseñado en
un pórtico (gr. stoa, de donde les venía el nombre). Estos eran panteístas, de moral
elevada, para ponerse a tono con el «alma» del Universo, según la noción que tenían de
un dios impersonal e inmanente. Ambos grupos, pues, estaban en contradicción con el
concepto que la Biblia nos da de un Dios personal, tan trascendente por su santidad
como inmanente por su amor.
(B) Qué opinión concibieron de Pablo estos filósofos (v. 18b): (a) Unos le tenían por
charlatán. El vocablo griego designaba en su origen a todo pájaro que va recogiendo
semillas del suelo y, por analogía, a toda persona que recoge fragmentos de información
de una parte y de otra. Era, pues, un término despectivo. (b) Otros lo tomaron por
predicador de divinidades extrañas. Parece ser que sacaban esta conclusión al oírle
hablar de Iesous (Jesús, en griego), confundiéndolo con Iasis (sanidad, en griego), y
Anástasis (resurrección, en griego), y pensaban así que eran dos nuevas deidades
dignas de consideración. Ello fue suficiente para que deseasen saber qué significaba
aquello (vv. 19, 20).
(C) Lo trajeron, pues (v. 19), al Areópago, como lugar espacioso donde celebraba
sus sesiones el consejo de la ciudad. «Areópago» significa «cerro de Marte» (en griego,
Ares). Allí había estado antes el lugar de dicho Consejo ateniense, pero más tarde se
dio este nombre al pórtico real que rodeaba el ágora, y allí es donde Pablo pronunció su
discurso. Una vez más (v. el comentario a 16:19 y 19:32) se palpa la fina ironía de
Lucas (v. 21) al describir a los atenienses y a los extranjeros que residían en Atenas
como interesados únicamente en decir o en oír las últimas novedades, como viejas
comadres de aldea, gente tan amiga de curiosidades como de ociosidad. ¿Cabe un modo
de vida más inútil?
4. Discurso de Pablo en el Areópago, digno de toda consideración por la singular
maestría con que lo comenzó, lo encarriló conforme a la cultura del auditorio, y lo
terminó con el mensaje evangélico apropiado a los oyentes, aunque, ¿de qué sirvió la
oratoria? (El análisis que sigue es obra del traductor).
(A) Pablo muestra ya su maestría oratoria en el modo de encarar al auditorio (vv. 22,
23): «¡Atenienses! Veo que sois en todo por demás religiosos (no, “supersticiosos”
¡habría comenzado por un insulto!), porque según iba yo recorriendo y observando
vuestros lugares de culto, he hallado incluso un altar con la siguiente inscripción: A
UN DIOS DESCONOCIDO. Pues bien, eso que veneráis sin conocerlo, es lo que yo os
vengo a anunciar» (NVI). Se puede ser, pues, «muy religioso» (muchos altares, muchas
imágenes, muchas devociones, etc.) y no ser cristiano.
(B) El Dios que Pablo anuncia a los atenienses es el Dios verdadero y vivo, personal
y creador de todo cuanto existe, tan «trascendente» que no habita en templos hechos por
manos humanas (v. 24, comp. con 1 R. 8:27, 28); tan inmanente que Él es quien da a
todos vida y aliento (es decir, respiración) y todas las cosas (v. 25). Es fácil hallar a este
Dios (comp. con Ro. 1:19, 20), no sólo por lo que ha hecho en el Universo, sino porque
nos ha hecho a los hombres «de uno solo» (lit.), es decir, de un solo hombre (comp. con
1 Co. 15:45–49; Ro. 5:11 y ss.), aunque la versión «de una sola sangre» está apoyada
por muchos MSS (de menor autoridad); y además, por el poder con que conserva todas
las cosas en la existencia mediante su Verbo (He. 1:3), de Él dependemos totalmente en
la vida, el movimiento y el mismo ser (v. 28). La idea no es aquí que estamos en Dios
como una esponja en el agua, pues esta noción habría de favorecer a los estoicos
presentes allí; la idea es de absoluta dependencia. La cita, es cierto, tiene sentido
panteísta en el poeta estoico Epiménides, de donde la toma Pablo, pero él no la aduce
para confirmar la noción estoica, sino la cercanía activa del Dios verdadero y vivo.
También cita y aplica la frase de otro poeta, Arato, del siglo III a. de C. y originario
precisamente de Cilicia, el país natal de Pablo: «Porque somos linaje de Él» (vv. 28b,
29a). Lo que Pablo intenta, al citar así de un poema que alude a Zeus o Júpiter, no es
que todos los hombres seamos «hijos de Dios» (comp. con Jn. 1:12, 13; 3:3–8; 8:38–
44), sino que todos le debemos la existencia a Él.
(C) Tras esta parte introductoria, acomodada a las ideas del auditorio, pero
corrigiendo, al mismo tiempo, las falsas nociones acerca de Dios, Pablo entra de lleno
en el mensaje del Evangelio (vv. 30, 31): «En el pasado, Dios no ha tenido en cuenta
esta ignorancia, pero ahora Él advierte a los hombres que es menester que todos, y en
todas partes, se arrepientan; porque ha fijado una fecha en que va a juzgar al orbe
entero con toda justicia, por medio de un hombre que ha destinado para ello,
ofreciendo a todos una garantía de la fe al haberle resucitado de entre los muertos»
(NVI). Esta porción es digna de un análisis detallado:
(a) Como en 14:16 (v. el comentario a dicho versículo), Pablo pone de relieve el
silencio de Dios ante los malos caminos de los gentiles, debido a la ignorancia de éstos
(no total; v. 14:17; Ro. 1:19, 20), y lo contrasta con el conocimiento que de Dios y su
Ley tenían los judíos (Ro. todo el cap. 2). Dios mostraba, en esos siglos, su gran
paciencia hacia la humanidad en general.
(b) Pero ahora («el tiempo se ha cumplido», Mr. 1:15; Gá. 4:4), Dios ahora
advierte seriamente (gr. paranguéllei; proclama; no obliga) que es menester
arrepentirse, es decir, cambiar de mentalidad en cuanto al pecado, la justicia y la
santidad de Dios. Ni los epicúreos (cuyo fin supremo era el bienestar, sin considerar el
aspecto moral de la conducta) ni los estoicos (orgullosos del valor con que controlaban
sus pasiones) habían pensado antes en «arrepentirse», y cambiar sus nociones y sus
acciones. Pero, ante el futuro juicio «universal», se imponía también un arrepentimiento
«universal». Esta «universalidad» merece punto aparte.
(c) Pablo anuncia la necesidad de un arrepentimiento universal en cuanto al espacio
y al tiempo: «es menester que TODOS, y EN TODAS PARTES, se arrepientan». Los
exegetas no se paran en este detalle, pero para el que esto escribe, estas frases tienen
inmensa importancia, pues subrayan el deseo de Dios de que todos sean salvos y lleguen
al conocimiento de la verdad, y Jesucristo se dio a sí mismo en rescate por todos (sin
distinción ni excepción por su parte), pues a todo el mundo humano amó Dios de tal
manera que envió a su Hijo Unigénito a la muerte (Jn. 3:16; 1 Ti. 2:4, 6). Si se admite
que Dios ordena a todos arrepentirse, como algo necesario, según la clara
proclamación de Pablo en Hechos 17:30, se sigue forzosamente que Dios ha de ofrecer
sinceramente a todos la gracia necesaria para arrepentirse, de forma que la negativa a
convertirse sea cargada a cuenta de la culpa del hombre, no de la reprobación de Dios.
De lo contrario, tendríamos un caso semejante al de un hombre atado con cadenas, a
quien se le ordenase caminar sin soltarle previamente las cadenas. ¡No cabría mayor
sarcasmo! Es cierto que todos pecaron, pero a todos está abierta la puerta de la
reconciliación (V. Ro. 3:21–31; 2 Co. 5:19). Nótese que ninguno se condena
definitivamente por haber pecado, sino por no haber creído (Jn. 3:16–21; 8:24; 9:39–
41). ¿Cuándo iremos a la Biblia, en lugar de creer, como a «oráculos», los sofismas de
los hombres?
(d) La razón primordial que Pablo presenta para esta necesidad de que todos se
arrepientan es que (v. 31) ha fijado una fecha (y no faltará a la cita) en que va a juzgar
al orbe entero (sin distinción ni excepción). Lo va a hacer por medio de un hombre, ya
que hombre es el único Mediador (1 Ti. 2:5). Y Dios ha dado una garantía para creer
en Él al haberle resucitado de entre los muertos. A muchos extraña el que Pablo no
nombre ni una sola vez a Jesucristo en todo este contexto, pero hay en el contexto
anterior un detalle que explica este silencio. Cuando, en la plaza pública (v. 18), Pablo
habló de Jesús y de la Resurrección, los filósofos griegos pensaron que se refería a dos
nuevas deidades: Iasis y Anástasis. Lo del Iesous todavía no lo podrían, ni aun
ahora, comprender, en cambio, lo de la «resurrección de entre los muertos», lo
entendieron (v. 32), aunque se burlaron de ello la mayoría. Si hubiesen creído esto, y lo
del juicio (comp. con 24:25), Pablo les habría anunciado también a Jesús.
5. Las distintas reacciones ante el discurso de Pablo (vv. 32–34). Como suele
suceder (lo vemos en las reacciones ante los mensajes de Jesús y de los apóstoles, así
como de los ministros de Dios en todas las épocas), los oyentes se distribuyeron en tres
grupos:
(A) Los rebeldes. Éstos son los que ahora «se burlaban» (v. 32). Esta enseñanza,
que es el consuelo de los creyentes, provocaba las burlas de los incrédulos. Los filósofos
griegos creían en la inmortalidad del alma, pero no en la resurrección de las personas en
cuerpo y alma, aunque los platónicas creían en la reencarnación de las almas.
(B) Los indecisos: «Ya te oiremos acerca de esto otra vez» (v. 32b). Dejaron pasar,
así, la única oportunidad de escuchar el Evangelio (comp. con 24:25b), pues es poco
probable que los allí convertidos volviesen al Areópago a proclamar el mensaje. De aquí
vemos, como de otros lugares, la importancia de recibir la Palabra de Dios entretanto
que dura este Hoy (He. 3:13, comp. con 2 Co. 6:1 y ss.). Así es como el diablo engaña a
muchos con un «mañana» que nunca llega.
(C) Los creyentes. «Mas algunos hombres (v. 34) se unieron a él y creyeron; entre
los cuales estaban también Dionisio el areopagita, una mujer llamada Dámaris y otros
con ellos». Dionisio era, pues, un convertido de alto rango. Dice Trenchard: «Extraña la
mención del nombre de una mujer, Dámaris, ya que las mujeres casadas atenienses no
solían presentarse en lugares públicos y se ha pensado que podría pertenecer a la clase
de “heteras”, mujeres cortesanas, que a veces eran cultísimas y ejercían gran influencia
en los círculos sociales y políticos de la ciudad». Lucas tiene interés en mencionar por
su nombre estas dos personas de alto rango, quizá para contrapesar el poco éxito del
discurso de Pablo en Atenas, pues Lucas era un «optimista». El «algunos» al comienzo
del versículo y el «otros» (gr. héteroi, no álloi) al final nos dan fundamento para leer
entre líneas el fracaso de la oratoria. Dice J. Leal: «Tal vez le sirva (a Pablo) de
experiencia y le haga sentir lo inútil de la elocuencia humana». Hace notar Ryrie que
«No se nos informa de que se formase una iglesia en Atenas. Pablo llama a ciertos
corintios los primeros convertidos en la Grecia continental (1 Co. 16:15)».
CAPÍTULO 18
I. Llegada de Pablo a Corinto, su encuentro con Priscila y Aquila y sus primeras
discusiones con los judíos (vv. 1–6). II. Su fruto posterior en aquella viciosa ciudad (vv.
7–11). III. La consabida oposición de los judíos, aunque con poco éxito por la
indiferencia del procónsul (vv. 12–17). IV. La visita que giró Pablo a muchas iglesias,
incluida una breve estancia en Jerusalén (vv. 18–23). V. Frutos de la predicación de
Apolos en Éfeso (vv. 24–28).
12

Versículos 1–6
No se nos dice que Pablo fuese perseguido en Atenas ni echado de allí con malos
tratos, pero al haber sido recibido fríamente y con pocas esperanzas de hacer el bien allí,
se marchó de Atenas y se fue a Corinto.

12Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224


TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1541
1. Allí le vemos trabajando manualmente para ganarse el sustento (vv. 2, 3).
(A) Aunque era hombre muy culto, no se tenía en menos por su oficio de fabricar
lonas para tiendas de campaña. Ningún oficio honesto es merecedor de desprecio y,
puesto que Pablo había aprendido el oficio en su juventud, no quería dejarlo en desuso.
(B) Aunque tenía derecho a ser mantenido por las iglesias que había plantado (v. 1
Co. 9:3–15; 2 Co. 11:7–10), se ganaba el pan con el sudor de su frente (y los callos en
las manos), lo cual es tanto mayor gloria para él, como es mayor vergüenza para quienes
deberían haberle tenido mayor consideración. Trabajaba, pues, con la mente y con las
manos. En el oficio manual, tenía por compañeros a sus compatriotas Aquila y su mujer
Priscila o Prisca (v. 3).
(C) Aunque era un gran apóstol de Cristo (el apóstol de los gentiles), no desdeñaba
trabajar manualmente con creyentes ordinarios, aunque de calidad espiritual
extraordinaria (v. 26; Ro. 16:3). Esta pareja de fieles hermanos habían venido de Roma
(v. 1), al ordenar el emperador Claudio que todos los judíos residentes en Roma saliesen
de allí sin demora. Habían sido expulsados, pues, por ser judíos, aunque también eran
cristianos. Si los judíos perseguían a los cristianos, no ha de extrañarnos que los
paganos persiguiesen a cristianos y judíos. Sin embargo (nota del traductor), tenemos el
testimonio de Suetonio quien afirma que Claudio expulsó de Roma a los judíos «que se
agitaban bajo el impulso de Cristo», con lo que tendríamos que Aquila y Priscila
salieron perseguidos por ser cristianos.
2. Enseguida vemos a Pablo que predica en la sinagoga todos los sábados (v. 4),
«tratando de persuadir a judíos y a griegos por igual» (NVI). Y cuando se le unieron
Silas y Timoteo (v. 5, comp. con 17:14, 15), se dedicó Pablo por entero a la
predicación de la palabra, cobrando nuevos ánimos con la llegada de sus amados
compañeros. Su testimonio solemne ante los judíos era, como siempre, que Jesús era el
Mesías (gr. Cristo). El original del versículo 4 dice literalmente «persuadía» (NVI)
para dar a entender el entusiasmo y el ardor con que Pablo les anunciaba el mensaje del
Evangelio.
3. La oposición que halló aquí de parte de los judíos incrédulos parece ser que fue
más dura que en otros lugares, pues los vocablos griegos indican «ponerse en plan de
batalla contra» y «decir insultos blasfemos», seguramente contra el mismo nombre de
Jesús. Por ello, la reacción de Pablo fue también más fuerte que en otros lugares: No
sólo se sacudió el polvo de las sandalias, sino también de la ropa que llevaba,
declarándose a continuación libre de responsabilidad («yo soy limpio») en la
condenación que, con su obstinación, hacían caer sobre sí mismos. Su discusión con
ellos termina con la frase: «Desde ahora me iré a los gentiles». Esto lo había dicho ya
mucho antes (13:46b) en compañía de Bernabé, pero eran estallidos momentáneos de
una justa y santa cólera. Lo veremos inmediatamente.
Versículos 7–11
1. Pablo salió airado de la sinagoga, pero ¿adónde se marchó? «Se fue a vivir a casa
de un prosélito llamado Ticio (o Tito) Justo, lindante puerta con puerta con la misma
sinagoga» (NVI). El constante y tierno amor a los de su raza (Ro. 9:3) podía más que el
enojo de unos momentos. Las referencias de Romanos 16:23 y 1 Corintios 1:14 han
hecho pensar a eminentes exegetas que el Ticio (o Tito) Justo que aquí se menciona es
el mismo Gayo de dichos lugares, pues era corriente entre los romanos llevar tres
nombres (el praenomen, el nomen y el cognomen. Todavía se observa esta
costumbre en algunos países); sería, pues, Gayo Tito Justo.
2. El amor y el esfuerzo con que Pablo trató de persuadir a los judíos de Corinto no
fueron totalmente en vano, pues (v. 8) Crispo, el presidente de la sinagoga, creyó en el
Señor con toda su casa (y fue bautizado por Pablo, 1 Co. 1:14), «y muchos corintios,
tras oír el mensaje, creyeron y se hacían bautizar» (NVI). No todos, pues, eran
rebeldes, sino que creyeron muchos (comp. con el v. 10).
3. El ánimo que recibió Pablo con una visión que tuvo (v. 9): «El Señor dijo a Pablo
por medio de una visión en la noche, etc.». Veamos lo que le dijo el Señor Jesús:
(A) Le renovó la comisión y el encargo de predicar el Evangelio: No temas ni a los
judíos ni a los magistrados de la ciudad, pues es causa celestial la que defiendes; sino
habla y no calles; esfuérzate y sé valiente, porque yo estoy contigo, para protegerte y
librarte, así como para fortalecerte y consolarte, y ninguno pondrá sobre ti la mano para
hacerte mal (vv. 9b, 10a). No le promete que nadie le pondrá la mano encima, sino que,
aunque así sea, no será para mal. Por mucho daño que le hagan, Dios lo ordenará para
bien.
(B) Le aseguró gran fruto en su predicación (v. 10b): «Porque yo tengo mucho
pueblo en esta ciudad». Como si dijese: «Yo sé que en esta ciudad tan profana, tan llena
de toda clase de inmoralidad, con el templo de Venus en ella, son muchos los que
escucharán tu palabra y serán añadidos a mi pueblo, que ya no es sólo Israel, sino
muchos de los que vendrán de los cuatro puntos cardinales» (comp. 1 P. 2:10). No
desesperemos de ningún lugar de la tierra, cuando hasta en Corinto halló Jesucristo
mucho pueblo.
4. Con este ánimo que Jesús le dio, Pablo se estableció allí por un año y seis meses,
enseñándoles la palabra de Dios (v. 11). Se estuvo tanto tiempo, (A) Para la conversión
de los que eran del mundo. Dios obra de muchas maneras. El pueblo que Cristo tenía en
Corinto había de ser llamado gradualmente. Los ministros de Dios deben ser
perseverantes en su labor, aunque su trabajo requiera mucho tiempo. (B) Para la
edificación de la iglesia, pues los convertidos deben aprender constantemente la Palabra
de Dios. Por las cartas a los corintios, sabemos que tan pronto como fue sembrada la
buena semilla, vino el enemigo a sembrar cizaña: falsos apóstoles. Se supone que Pablo
escribió las cartas a los tesalonicenses durante su estancia en Corinto. Los ministros de
Dios pueden servir a Cristo al escribir buenas cartas lo mismo que al predicar buenos
sermones.
Versículos 12–17
Vemos ahora la perturbación llevada a cabo en Corinto, aunque no fue mucho el
daño que produjo.
1. Pablo fue acusado por los judíos delante del procónsul romano (vv. 12, 13),
Galión, español y hermano del famoso Séneca. Sus verdaderos nombres eran Marco
Anneo Novato, pero fue adoptado por el senador romano Lucio Junio Galión, de quien
tomó los nombres. Era un hombre de gran talento, probidad y de humor tan excelente
que era querido de todos, y fue procónsul de Acaya desde la primavera del año 52 d. de
C. hasta la del 53. Fue entonces cuando los judíos se levantaron de común acuerdo
contra Pablo y le llevaron al tribunal (v. 12). El cargo de que acusaban a Pablo era el
siguiente (v. 13): «Éste persuade a los hombres a honrar a Dios contra la ley». No
podían acusarle de ateísmo, sino de que sus enseñanzas no se ajustaban al patrón del
judaísmo oficial. El cargo era falso, pues Pablo se atenía a lo que la ley y los profetas
habían anunciado acerca del Mesías venidero.
2. Galión se desentendió de la causa y despachó de su tribunal a los acusadores de
Pablo (vv. 14, 15), alegando que, al no tratarse de un crimen, sino de cuestiones internas
de los judíos, él no tenía por qué intervenir: «Yo no quiero ser juez de estas cosas» (v.
15b). En esto, Galión se portó con valentía y con prudencia, aunque en lo de Sóstenes
(v. 17) no se portó con justicia, pues debió impedir tal desafuero. En su proverbial
prudencia, se pasó de la raya. El hecho de que golpeasen a Sóstenes delante del tribunal
no se debía tolerar. Parece ser que este Sóstenes es el mismo que Pablo menciona en 1
Corintios 1:1, aunque aquí se le llama jefe de la sinagoga. Para explicar el contraste con
el versículo 8, dice J. Leal: «Se trata de jefes de la comunidad y no tanto del presidente
único de la sinagoga». Sobre la frase (v. 17) «pero Galión no hacía caso de nada de
esto», dice Trenchard: «No ha de interpretarse como la indiferencia ante toda cuestión
vital de un hombre mundano y aburrido, sino como la manifestación de su despego ante
las notorias maquinaciones de los judíos». Se nota claramente que Galión no podía
disimular su antipatía contra los judíos.
Versículos 18–23
1. Pablo parte de Corinto (v. 18). No se marchó a causa precisamente del incidente
referido en los versículos 12–17, pues «se quedó aún muchos días allí», sino porque,
cumplida la misión que le había retenido en Corinto, había de marchar a Siria. Se
despidió de los hermanos, lo cual haría con el mismo afecto y la misma solemnidad de
siempre, y se marchó con Priscila y Aquila, lo cual indica que Silas se quedó allí. Del
voto que se menciona al final del versículo no sabemos cuándo ni por qué lo hizo. Sólo
se nos dice que se rapó la cabeza (señal de que terminaba entonces el plazo del voto) en
Cencreas, que era el puerto oriental de Corinto. Hay quienes opinan que fue Aquila el
que se había rapado la cabeza, pero la casi unánime opinión de los exegetas es que fue
Pablo. Al leer 1 Corintios 9:20, nos explicamos esta condescendencia de Pablo con las
costumbres judías que nada implicaban contrario al Evangelio.
2. Pablo llega a Éfeso (v. 19), metrópoli de Asia Menor, de paso para Jerusalén (v.
21). En Éfeso dejó a Priscila y Aquila, pues podían ser de provecho allí (v. 26), pero,
antes de marcharse, entrando en la sinagoga, discutía con los judíos (v. 19). Aunque se
había despedido con mucho enojo, en Corinto, de los judíos de la sinagoga, a causa de
la extraordinaria oposición y de las blasfemias de ellos, no por eso dejaba de visitar
primero las sinagogas de los judíos en todas las ciudades donde las había. Por cierto,
estos judíos de Éfeso se portaron con Pablo mejor que en otros lugares, pues (v. 20) «le
rogaban que se quedase con ellos por más tiempo». Y, si él no accedió, fue porque le
urgía marchar a Jerusalén para asistir allí a una de las fiestas (no se especifica a cuál),
pero les prometió volver, «si Dios quiere» (v. 21).
3. Visita de Pablo a Jerusalén, una visita tan corta que no se menciona sino que
«subió a saludar a la iglesia» (v. 22); que fue la de Jerusalén, se deduce, no sólo por los
verbos «subió» y «descendió», sino también por la mención de Cesarea, ya que no
habría necesitado desembarcar allí si hubiese ido directamente a Antioquía de Siria. El
aumento de nuevos amigos no debe hacernos olvidar los viejos amigos, sino que ha de
ser un placer para nosotros volver a visitarlos cuando se presenta la ocasión. Serían unas
horas de gozosa comunión con alabanzas al Señor por el fruto de las labores del apóstol.
4. A continuación se nos da un breve resumen de la nueva visita que giró (tercer
viaje del apóstol, entre los años 53–58) por la región de Galacia y de Frigia (v. 23),
después de estar algún tiempo en Antioquía. En Antioquía habría disfrutado de un
pequeño descanso, refrigerando alma y cuerpo en compañía de sus colegas de ministerio
y de los hermanos de la iglesia en general, informándoles, como siempre, del fruto de
sus labores apostólicas, pues de aquella iglesia había salido encomendado a la gracia y a
la obra del Señor (13:1 y ss.). Dos detalles se nos dan de su tercer viaje: (A) «recorría
por orden» la región, por el mismo orden de los demás viajes, según convenía para el
propio viaje y sin alterar el orden para mostrar ningún favoritismo; (B) «fortaleciendo a
todos los discípulos». Los discípulos de Cristo necesitan ser animados y fortalecidos; y
es deber de los ministros de Dios fortalecer a los creyentes, dirigiéndolos a Cristo, cuya
fuerza se perfecciona, y muestra toda la excelencia de su poder en nuestra debilidad.
Versículos 24–28
El texto sagrado deja aquí a Pablo con sus viajes y viene ahora al encuentro de
Apolos en Éfeso.
1. Tenemos primero una descripción de su carácter: (A) Era judío, aunque nacido en
Alejandría de Egipto (v. 24). (B) Estaba muy bien equipado para el ministerio de la
Palabra (v. 24b): «varón elocuente, poderoso (es decir, muy versado) en las
Escrituras». El vocablo griego indica que no sólo conocía bien las Escrituras, sino que
las exponía con poder persuasivo. (C) «Había sido instruido en el camino del Señor» (v.
25); es decir, conocía los conceptos generales del Evangelio y los principios
fundamentales del cristianismo. Los que han de enseñar a otros deben primero ser
instruidos en la Palabra de Dios como camino de salvación, no sólo para saber hablar de
Cristo, sino también cómo andar en Cristo. Esto lo hacía Apolos (o Apolo, abreviatura
de Apolonio) siendo de espíritu fervoroso … (D) «aunque solamente conocía el
bautismo de Juan». Esto quiere decir que sabía cómo preparar el camino del Señor, más
bien que el camino mismo de Cristo. Había sido bautizado con el bautismo de Juan,
pero no con el bautismo del Espíritu Santo. Su predicación era, pues, exacta y fervorosa,
pero incompleta. (E) No sólo tenía una buena cabeza, sino también un corazón valiente
(v. 26): «Y comenzó a hablar con denuedo en la sinagoga, como quien tiene plena
confianza en Dios y no teme en modo alguno a los hombres».
2. El ministerio de Priscila y Aquila para perfeccionar los conocimientos de este
hombre (v. 26): «Cuando le oyeron», le tomaron aparte y le expusieron más
exactamente el camino de Dios». Ya vimos (vv. 18, 19) que Pablo llegó a Éfeso con
Priscila y Aquila, por lo que éstos tendrían ya allí una nueva residencia, y es a ésta, a su
casa, adonde probablemente invitarían a Apolos para enseñar al ya bien versado
predicador. Por ambas partes podemos aprender los creyentes dos grandes lecciones que
muy raras veces se observan en el pueblo de Dios: (A) Corregir con humildad y amor a
los que están equivocados, pero no en presencia de otros, sino tomándolos aparte. Por
desgracia, suele hacerse lo contrario: criticarlos en presencia de todos o censurarlos a
espaldas de ellos. (B) Tomar con la misma humildad y afecto agradecido la corrección.
El creyente (y el ministro de Dios) que desee aprender, ha de estar dispuesto a ser
enseñado, lo mismo que a ser corregido. Por fortuna, en el caso que nos ocupa, se
observaron las normas que deberían observarse en todos los casos. No leemos que
Aquila hablase en la sinagoga, pero dio a Apolos material adecuado para que luego él lo
revistiera con palabras aceptables. Apolos era varón elocuente, poderoso en las
Escrituras (v. 24), pero no se tuvo a menos de ser enseñado por trabajadores manuales.
3. Vemos enseguida el progreso que hizo en el servicio a la iglesia de Corinto. Pablo
había puesto los fundamentos de aquella congregación. Muchos habían sido convertidos
al Evangelio y necesitaban ser consolidados en la fe. Ahora que Pablo se había
marchado de allí, era la oportunidad de Apolos para ejercitar el don que poseía,
perfeccionado ahora con la enseñanza que Priscila y Aquila le habían impartido. Al
estar él dispuesto a pasar a Acaya (v. 27), los hermanos le animaron, etc. Aunque los
de Éfeso se quedaban sin los provechosos servicios de Apolos (y Pablo se había
marchado), no tuvieron envidia de los de Acaya, sino que, por el contrario, mostraron su
interés en recomendarles a Apolos: «escribieron a los discípulos que le recibiesen». A
continuación se nos dice que «fue de gran provecho a los que por medio de la gracia
habían creído», por donde vemos que, no sólo somos salvos de gracia mediante la fe
(Ef. 2:8), sino también que somos justificados por fe mediante la gracia, al ser así todo
el proceso de la salvación un don de Dios, lo cual (volvemos a repetir una vez más) no
suprime, sino que exige, nuestra cooperación. El versículo 28 da a entender que el
provecho que los creyentes obtenían de su predicación se debía (por lo menos, en gran
parte) a que «vigorosamente refutaba en público a los judíos, demostrando por medio
de las Escrituras que Jesús era el Cristo, es decir, el Mesías». Se esforzaba, pues, en su
ministerio y lo hacía a gusto de todos. Si los judíos hubiesen estado dispuestos a creer,
habrían visto que la ley misma y los profetas les enseñaban lo mismo que Apolos les
decía. El método que observaba para refutar a los judíos era basarse en las Escrituras.
Los ministros de Dios han de ser competentes, no sólo para predicar la verdad, sino para
demostrarla con base en la Palabra.
CAPÍTULO 19
I. Regreso de Pablo a Éfeso y la labor que allí desarrolló (vv. 1–12). II. El fruto de
su labor, particularmente entre los exorcistas de toda clase (vv. 13–20). III. Proyectos
que abrigaba para el futuro (vv. 21, 22). IV. El alboroto que se produjo en Éfeso a causa
de la predicación de Pablo contra la idolatría (vv. 23–41).
Versículos 1–7
Éfeso era una ciudad muy importante del Asia Menor y famosa por el templo
dedicado a Diana (Artemis, en griego), que era una de las siete maravillas del mundo
antiguo. «A Éfeso vino Pablo, mientras Apolos estaba en Corinto» (v. 1). Apolos estaba
regando, mientras Pablo estaba plantando en Éfeso, donde había dejado a Priscila y
Aquila. Allí halló a ciertos discípulos (v. 1b), unos doce (v. 7). Vemos:
1. Cómo los catequizó.
(A) Creían en el Hijo de Dios, pero Pablo les pregunta (v. 2): «¿Recibisteis el
Espíritu Santo cuando creísteis?» Como si dijese: «¿No conocéis el don del Espíritu
Santo ni se ha manifestado en vosotros su efusión por medio de señales
extraordinarias?» Es una pregunta que cada profesante de la fe cristiana debería hacerse:
¿He recibido el Espíritu Santo? ¿Son mis obras fruto del Espíritu? ¿Estoy andando
conforme al Espíritu o conforme a la carne?
(B) Ellos confesaron su ignorancia en esta materia (v. 2b): «Ni siquiera hemos oído
si hay Espíritu Santo». Esto no significa que ignorasen la existencia del Espíritu Santo,
sino la efusión del Espíritu de acuerdo con las profecías mesiánicas.
(C) Entonces Pablo les pregunta qué bautismo habían recibido (v. 3). Haber sido
bautizados como creyentes en Cristo y no tener el sello del Espíritu era inconcebible.
Ellos responden que habían recibido el bautismo de Juan (v. 3b).
(D) Al oír esto, Pablo les explica el verdadero significado del bautismo de Juan; era
un bautismo conectado con el arrepentimiento, pero apuntaba hacia la fe en aquel que
había de venir después de Juan (v. 4). El bautismo de Juan era, por tanto, cosa buena,
pero incompleta; era un preparar el camino, como el pórtico por el cual se pasa a la casa
donde uno va a residir.
(E) Ellos entonces recibieron agradecidos la enseñanza de Pablo y fueron bautizados
en el nombre del Señor Jesús (v. 5). Por qué no habían estado en contacto antes con
otros discípulos como Priscila y Aquila o el mismo Apolos, es un misterio que el texto
sagrado no nos descubre. Como dice Trenchard: «Hemos de aprender una vez más que
el historiador solamente recoge unos cuantos hilos de la complicada urdimbre de los
principios del cristianismo, y quedan muchos factores sin mencionar y muchos
problemas históricos sin resolver».
2. Pablo les confiere los dones extraordinarios del Espíritu Santo (v. 6):
«Habiéndoles impuesto Pablo las manos (signo de identificación), vino sobre ellos el
Espíritu Santo; y hablaban en lenguas y profetizaban». Recibieron el espíritu de
profecía a fin de poder entender los misterios del reino de Dios, y el don de lenguas para
poder predicarlos a otras naciones (en realidad, se trata de fenómenos carismáticos
similares a los del día de Pentecostés, con los que se indicaba que pertenecían a la
misma «familia» cristiana; nota del traductor). Los que hace poco no sabían si había
Espíritu Santo, quedan ahora llenos del Espíritu.
Versículos 8–12
1. Como siempre, Pablo entra en la sinagoga (v. 8) antes de predicar en cualquier
otro lugar. Su tema era el reino de Dios (v. 8b), lo cual demuestra que no se limitó ahora
a explicar lo fundamental de la fe cristiana, sino que extendió su predicación a lo que las
profecías del Antiguo Testamento habían anunciado acerca del reino mesiánico. Pablo
discutía, es decir, argumentaba, daba razones, a fin de que, no sólo creyesen, sino que
viesen también los motivos para creer; y persuadía, trataba de convencer con amor y
entusiasmo. Así lo hizo por espacio de tres meses, lo que daba a sus oyentes suficiente
tiempo para reflexionar. En cuanto al éxito de su labor, se insinúa (no se dice) que
algunos creyeron, pues (v. 9) algunos se endurecían y se volvían desobedientes (es
decir, no se dejaban persuadir, según indica el verbo griego), hablando mal del Camino
(epíteto frecuente en Hechos para designar al cristianismo). Al no dejarse persuadir, se
endurecían en sus prejuicios contra la fe cristiana y hacían todo lo posible para que los
demás siguiesen también resistiendo al Espíritu Santo.
2. Por fin, Pablo se apartó de ellos (v. 9b) y separó también a los discípulos para
librarlos así de la ponzoña que las lenguas de aquellos maldicientes destilaban. Salió de
la sinagoga, pero no salió de su oficio de enseñar, pues trasladó su cátedra a la escuela
de un tal Tiranno. Por el testimonio de varios MSS, sabemos que enseñaba allí desde la
hora quinta hasta la décima, es decir, desde las once de la mañana hasta las cuatro de la
tarde, pues la escuela solía estar ocupada desde las primeras horas de la mañana hasta
las once cuando los alumnos de Tiranno se marchaban a comer. Pablo, por su parte,
emplearía en su oficio manual las primeras horas de la mañana. Esta escuela tenía más
ventajas que la sinagoga, pues en ella Pablo podía predicar y discutir, no sólo los
sábados, sino también los demás días de la semana y, además, a ella podían acudir lo
mismo gentiles que judíos. Así continuó por dos años (v. 10. En total, tres años, según
20:31), de forma que el Evangelio pudo ser escuchado por todos los que habitaban en
Asia proconsular. La céntrica situación de Éfeso favorecía esta difusión de la Palabra de
Dios.
3. Dios confirmaba con milagros extraordinarios (v. 11) la predicación de Pablo.
Estos milagros no eran meros portentos con que asombrar a los oyentes, sino prodigios
curativos, ya que por manos de Pablo, Dios (v. 12) hacía curaciones extraordinarias y
expulsaba espíritus malos. Más aún, muchos se curaban con sólo aplicarles pañuelos y
delantales que habían estado en contacto con la piel de su cuerpo (NVI), con lo que,
como en el caso de Pedro (5:15), los discípulos hacían mayores cosas que el Maestro
(Jn. 14:12), pues Jesús había curado a una mujer que tocó la orla de su manto (Mt. 9:20
y paral.) llevándolo puesto, pero ahora los pañuelos y delantales de Pablo curaban sin
que los llevase puestos.
Versículos 13–20
En estos versículos tenemos dos notables ejemplos de la derrota de Satanás, no sólo
en las personas que habían sido poseídas por él violentamente, sino también en las que
se habían entregado voluntariamente a él.
1. Vemos primero lo que les ocurrió a unos exorcistas judíos (v. 13) que intentaron
expulsar demonios diciendo: «Os conjuro por Jesús, el que predica Pablo». El texto
expresa que eran vagabundos o merodeadores, y el versículo 14 especifica que, entre
ellos, había siete hijos de un tal Esceva, de los principales sacerdotes (quizás él se
titulaba «sumo sacerdote»), que hacían esto. La forma en que trataban el nombre de
Jesús era como si, por el mero uso del nombre, pudiesen efectuar los mismos milagros
que Pablo llevaba a cabo. Pero el espíritu maligno (v. 15) no dio ningún valor al nombre
de Jesús pronunciado por quienes eran extraños al Evangelio y a la gracia de Jesús, por
lo que (v. 16) el hombre poseído por el demonio se lanzó de un salto sobre ellos y les
hizo huir desnudos y magullados. ¡Buen aviso a los que usan el nombre de Jesús, pero
no se apartan del pecado! Si resistimos al diablo con sincera fe en Cristo, huirá de
nosotros; pero si pensamos triunfar de él por el mero uso del nombre de Jesús,
prevalecerá contra nosotros. El resultado de este incidente fue beneficioso para el
Evangelio, cuando el hecho fue conocido por todos los habitantes de Éfeso (v. 17): «Se
apoderó de todos ellos un gran temor, y el nombre del Señor Jesús fue tenido en gran
honor» (NVI), pues hasta los incrédulos vieron la maldad del diablo a quien servían y el
poder de Cristo a quien se oponían.
2. Vemos después la conversión de otros siervos de Satanás (vv. 18, 19). (A) Los
que habían ejercido la magia antes de su conversión, venían a confesar sus malas artes.
Lo que había sucedido a los siete hijos de Esceva les produjo una convicción más
profunda de los pecados que habían cometido. Ahora le daban a la magia una maligna
importancia que antes les había pasado desapercibida. En la medida en que es profunda
la contrición, se ve mejor la necesidad de la confesión. (B) No se contentaron con
confesar sus malas artes anteriores, sino que (v. 19) muchos de los que habían
practicado la magia trajeron los libros que contenían las recetas mágicas y los
quemaron delante de todos. Así mostraban su horror al pecado y daban honor al nombre
de Jesús. Detestaban estas cosas tanto como antes las habían amado. Al quemar los
libros, quitaban de sí la tentación de volver a usarlos. Quienes de veras se arrepienten
del pecado se mantienen lo más lejos posible de la ocasión de pecar. Nótese el alto
precio que habían pagado por aquellos libros: «cincuenta mil piezas de plata». Dice J.
Leal: «Las 50.000 dracmas podrían responder a otras tantas 46 pesetas oro», es decir,
2.300.000 pesetas oro. Al ser libros del diablo, no pensaron en venderlos a otras
personas, sino que los quemaron, con lo que mostraron así su desprecio al dinero, junto
al amor a Cristo.
3. Lucas conecta (v. 20) este gesto de los creyentes con el poderoso crecimiento y
robustecimiento de la palabra del Señor. Cuando los creyentes muestran con obras
notorias la fuerza de la fe que profesan, el mundo no puede menos de tomar nota de
ello, y la Palabra de Dios halla buen terreno de siembra entre los que no están
endurecidos por prejuicios anticristianos. La virtud se robustece en la medida en que el
vicio se debilita, y viceversa. Al mortificar las obras de la carne se favorece la
producción y la madurez del fruto del Espíritu.
Versículos 21–41
1. Pablo se ve ahora metido en una perturbación del orden público a cargo de los
idólatras de Éfeso, por haber predicado contra los ídolos. Pensaba precisamente salir de
allí con destino a Jerusalén (v. 21) tras recorrer otros lugares de Macedonia y Acaya;
también tenía el propósito expreso de visitar Roma. Para la expresión «tomó la
decisión» o «se propuso» o «resolvió», el griego dice literalmente «puso en el espíritu»,
que no es probable (contra la opinión de Trenchard) que signifique aquí el Espíritu
Santo, sino precisamente los planes «humanos» que él formaba, puesto que Dios va a
revelarle pronto los suyos, que no coinciden con los de Pablo, aun siendo éstos nobles y
bien intencionados. En efecto, pensaba recorrer las provincias citadas, a fin de
consolidar más y más las iglesias que allí había fundado; la visita a Jerusalén tenía esta
vez por objeto llevar la colecta para los pobres; y el propósito de ir a Roma se explica,
no sólo por ser la metrópoli del mundo pagano, sino también para llegar al límite
occidental del Imperio en un viaje a España (Ro. 15:24, 28).
2. Hechos estos planes, envió a Macedonia a Timoteo y Erasto (v. 22) y él se quedó
en Asia, es decir, en Éfeso, capital del Asia proconsular. Así fue como le sorprendió el
disturbio no pequeño al que se refiere Lucas (v. 23).
(A) El disturbio fue promovido (v. 24) por un platero llamado Demetrio que hacía
templetes de plata de Diana (gr. Artemis); fabricaba, pues, reproducciones en pequeño
del famoso templo de Diana, y vio en la predicación de Pablo («no son dioses los que se
hacen con las manos», v. 26b, comp. con Sal. 115:4, entre otros lugares) la ruina del
negocio. Así lo comunicó a los demás trabajadores del mismo oficio (v. 25) en una
arenga de gran fuerza oratoria. Lucas condensa bien todo el discurso del platero
Demetrio: Si la gente se deja persuadir por la predicación de este Pablo (v. 26) que
niega la deidad de los ídolos que ellos hacen, no sólo sobrevendrá la quiebra del negocio
que ellos llevan entre manos (vv. 25b, 27a), sino que el templo famoso y, con él, el gran
honor de la gran diosa Diana, se vendrá al suelo; quedarán desacreditados los plateros
y será estimado en nada el templo de Diana.
(B) La verdad de lo que Pablo predicaba acerca de los ídolos no podía ser más
evidente: Los dioses no pueden ser obra de manos humanas. Pero ¡lo que puede el amor
al dinero! Pues no cabe duda de que el motivo primordial del enojo de los plateros no
era precisamente el honor de la diosa, sino la prosperidad del negocio (v. 25b). Todos
los plateros (muchos, al parecer) prorrumpieron en gritos de aclamación a Diana (v. 28).
La ciudad se llenó de confusión (v. 29), ya que la gente no sabía cuál era el motivo de
aquel alboroto (v. 32), pero sí tenían la vaga información de que Pablo y sus
compañeros eran los «culpables» y que aquel asunto debía ventilarse en el gran teatro de
la ciudad, con capacidad para 24.500 personas.
(C) Las enojadas turbas se llevaron por delante a Gayo y Aristarco (v. 29). Muy
prudente fue la actitud, no sólo de los creyentes de Éfeso, sino también de algunos
amigos que Pablo tenía entre las autoridades, al persuadirle que no se presentase al
pueblo. No es de suponer que estos «asiarcas» (como los titula Lucas) fuesen cristianos,
pues Lucas no se habría callado esa condición. Hicieron bien en detenerle, pues es muy
probable que las turbas le hubiesen linchado al enterarse de que él era el principal
predicador contra la «diosa» de Éfeso. Esto nos enseña que debemos preservar la vida
mientras podamos hacerlo sin faltar a nuestro deber. Entra dentro de lo posible el que se
nos llame a dar la vida, pero no a tirarla. La confusión del gentío era tan enorme que,
como dice Lucas con fino humor, «unos gritaban una cosa, y otros otra … y los más no
sabían por qué se habían reunido» (v. 32).
(D) Parece ser que los judíos que se hallaban presentes entre la multitud quisieron
justificarse y proclamar que no tenían nada que ver con Pablo y sus compañeros. Por
eso sacaron a un tal Alejandro para hablar en defensa de los judíos ante el pueblo (v.
33), pero la cosa no les salió bien, pues al enterarse las turbas (v. 34) de que era judío,
comenzaron a gritar con más fuerza. Hay quienes piensan que Alejandro había
profesado la religión cristiana, pero había apostatado volviéndose al judaísmo, por lo
que era así la persona más apropiada para hablar contra Pablo, y que a él se refiere
Pablo cuando habla del mucho mal que le había hecho Alejandro el calderero (2 Ti.
4:14) y que a él y a Himeneo los había entregado a Satanás para que aprendiesen a no
blasfemar (1 Ti. 1:20).
(E) Después de dos horas de gritos a favor de la «Diana de los efesios» (v. 34),
cuando el secretario o canciller de la ciudad, que estaba encargado de dirigir y presidir
las asambleas públicas, consideró que aquello se pasaba ya de la raya, subió a la tarima
para dirigir la palabra a la multitud. Con la maestría adquirida con la experiencia de
manejar a las masas de la ciudad, puso de relieve, en cinco puntos, que aquella reunión
era innecesaria: (a) Todo el mundo sabía (v. 35) que Éfeso era la ciudad guardiana del
templo de la gran diosa Diana y que su imagen era venida del cielo, no hecha por mano
de hombre, por lo que no era necesario organizar un tumulto (v. 36) para proclamarlo.
(b) Que aquellos hombres contra quienes gritaban no habían cometido sacrilegio al no
hacer violencia al templo aquel ni blasfemia contra la diosa (v. 37). (c) Que si Demetrio
y sus colegas tenían algo que alegar (v. 38), podían pedir audiencia ante los
procónsules. (d) Si tenían alguna otra cosa que pedir (v. 39), eso podía decidirse
ordenadamente en pública asamblea. (e) Finalmente, había peligro de ser acusados de
sedición ante las autoridades romanas por haber levantado sin causa legítima aquel
alboroto, del que ninguna razón se podía alegar (v. 40). Así que (v. 41), habiendo dicho
esto, despidió la asamblea. Gran beneficio es para un país disponer de magistrados
justos y ecuánimes, que saben administrar justicia y tienen poder para preservar la paz.
La providencia de Dios hizo que este magistrado, aun sin ser amigo de los cristianos,
sirviese para preservar la vida de los creyentes de Éfeso. Véase así cuántos medios tiene
Dios para proteger a los suyos.
CAPÍTULO 20
I. Pablo viaja por Macedonia, Grecia y Asia Menor hasta parar en Tróade (vv. 1–6).
II. Informe especial de su estancia en Tróade y de la resurrección de Eutico allí (vv. 7–
12). III. Su viaje desde allí a Mileto, de paso para Jerusalén (vv. 13–16). IV. Discurso
de despedida a los ancianos de Éfeso, tras el cual todos dieron rienda suelta a sus
sentimientos de amor mutuo y de pena por la separación (vv. 17–38).
Versículos 1–6
1. Pablo se marcha de Éfeso. Allí se había detenido por más tiempo que en ningún
otro lugar. Pero debía partir para predicar también en otras ciudades, aun cuando ya no
le vemos más abriendo nuevos surcos, pues al final del próximo capítulo le hallamos ya
preso para continuar así hasta el final del relato de este libro. Algunos opinan que antes
de marcharse de Éfeso escribió la primera carta a los corintios y que su lucha con las
fieras en Éfeso (1 Co. 15:32) se refiere metafóricamente al alboroto que acabamos de
estudiar. No se marchó de repente ni a escondidas, sino que se despidió de los
discípulos (v. 1) con toda solemnidad.
2. Su visita a las iglesias de Grecia (v. 2), que él había plantado. Allí se detuvo por
tres meses (v. 3) y tuvo que alterar su planes de ir a Siria al enterarse de la conjura que
habían tramado los judíos contra él, volviendo en cambio por Macedonia (comp. con
19:21), donde visitó las iglesias de Tesalónica y Filipos, exhortando a los creyentes con
abundancia de palabras (v. 2).
3. Los que le acompañaron en su viaje al Asia Menor (v. 4): Sópater de Berea (con
toda probabilidad, el Sosípater mencionado en Ro. 16:21). Se cuenta entre ellos a
Timoteo porque, aun cuando Pablo le había dejado en Éfeso al marcharse de allí (v. 1),
luego le acompañó con los demás que aquí se mencionan. Todos ellos les esperaron en
Tróade. Lucas refiere esto en primera persona de plural, dando así a entender que estaba
de nuevo en compañía de Pablo, y con él se embarcó desde Filipos (v. 6), pasados los
días de los panes sin levadura, lo que le sirve a Lucas para computar el tiempo, a la vez
que él, no judío, da cuenta de cómo Pablo observaba las buenas «costumbres» judías.
Cinco días duró el viaje, que antaño había durado pocas horas (16:11, 12) por tener el
viento en popa. ¡Largo viaje para pasar sólo siete días en Tróade! Pero Pablo tuvo por
bien empleado el largo viaje, en vista de la oportunidad de edificar a los creyentes de
allí.
Versículos 7–12
Aquí tenemos lo que ocurrió en Tróade el último de los siete días que pasó Pablo en
aquel lugar.
1. Los cristianos del lugar celebraron un culto solemne, incluido el partimiento del
pan. Era domingo, «el primer día de la semana» (v. 7), como se llama invariablemente
a ese día en el Nuevo Testamento, no «día del Señor» (v. el comentario a Ap. 1:10). Se
reunieron en el aposento alto (v. 8) de una casa, el cual sería suficientemente amplio
(«de algún hermano pudiente», como dice Trenchard) para dar cabida a todos. No
importa el lugar, si adoramos en espíritu y en verdad. Por el testimonio de Justino mártir
(hacia la mitad del siglo II), sabemos que los creyentes celebraban la Cena del Señor
todos los domingos.
2. Durante este culto, Pablo predicó un largo sermón de despedida. Por tres veces
menciona Lucas (vv. 7, 9, 11) la «largura» del sermón de Pablo. A pesar de la defensa
que Trenchard hace de Pablo en esto, parece como si al propio Lucas le hubiese
resultado «demasiado largo» el sermón. En descargo de Pablo está el hecho de que era
su sermón de despedida y, aunque tendrían los creyentes de Tróade ocasión de oír otros
sermones, nunca más volverían a tener tan eximio predicador.
3. Parece ser que la sala estaba abarrotada de gente, pues el joven Eutico (v. 9)
estaba sentado en el antepecho de la ventana, abierta y sin cristales. La mención de las
muchas lámparas (v. 8), en la pluma del médico Lucas, tiene por objeto,
probablemente, darnos a entender que la atmósfera del aposento estaba un tanto viciada
por el humo de las antorchas. Esto, añadido a la largura del sermón y al probable
cansancio del joven tras un día de fatigosa labor, provocó su sueño, vencido del cual,
cayó del tercer piso abajo y fue levantado muerto. No fue un desvanecimiento; lo
certifica un buen médico (son completamente injustificados los reproches que M. Henry
lanza contra el joven: que si se hubiese sentado en el suelo, si hubiese atendido al
sermón, etc., no le habría ocurrido eso, nota del traductor).
4. No hay por qué ver en este incidente «la mano del diablo» ni «un aviso de Dios»,
sino, más bien, «para que las obras de Dios se manifestasen en él» (Jn. 9:3), pues esto
dio ocasión a que el apóstol (v. 10) obrase en él, por el poder de Dios, el milagro de la
resurrección (comp. con 1 R. 17:17–24; 2 R. 4:30–37). Con ello, todos los asistentes
fueron grandemente consolados (v. 12). Después del milagro, Pablo celebró la Cena del
Señor y continuó hablando hasta el alba. Lucas, caritativamente, no nos dice si alguien
más se durmió. Decía el gran siervo de Dios Dr. Lloyd-Jones (todo es nota del
traductor) que imponer unos «determinados minutos» al predicador era ir contra el
Espíritu Santo, pero la experiencia propia y ajena me ha enseñado que, cuando el
predicador se pasa de la raya, es porque no ha preparado, o calculado bien, el corte y la
extensión del mensaje, y se deja llevar de la verbosidad o del entusiasmo del momento.
Habrá ocasiones en que tal «extensión» pueda dar algún fruto extraordinario, pero lo
corriente es que sirva para trastornar el programa de actos. Los más santos no están
libres de este defecto.
Versículos 13–16
1. Salido de Tróade, Pablo se apresura a llegar a Jerusalén, no sin detenerse en
lugares costeros, donde tendría oportunidad de edificar a los hermanos. Resuelto a ir
por tierra (v. 13) a Asón, los demás, y con ellos Lucas, se dirigieron allá por mar, y le
esperaron. Dice Leal: «se fue por tierra, sin duda para predicar». Pablo no perdía
ocasión de proclamar el mensaje del Evangelio, y por esta ferviente solicitud, bien se le
pueden perdonar algunas de sus testarudeces.
2. En Asón (v. 14) se le unieron los que habían llegado por mar y, juntos, llegaron a
Mitilene, después de tomarle a bordo. También por mar (v. 15), tocaron al día siguiente
en Quío, cruzaron al día siguiente hasta Samos, hicieron escala en Trogilio y al día
siguiente llegaron a Mileto. En esta ocasión, pasaron de largo por Éfeso (v. 16), pues a
Pablo le urgía llegar a Jerusalén para estar allí el día de Pentecostés. Había salido de
Jerusalén unos cuatro o cinco años antes (18:21, 22) y ahora iba allá a pagar sus
respetos a «la iglesia madre». Pentecostés era tiempo de gran concurrencia; además, esta
fiesta se había hecho ya famosa entre los cristianos desde que en ella fue derramado el
Espíritu Santo. Incluso los que se dedican a negocios lícitos deben hallar tiempo para
reunirse, en ocasiones santas, con otros hermanos. Quien no disfruta en comunión con
los hermanos, es difícil que disfrute de verdadera comunión con el Señor.
Versículos 17–38
Tenemos ahora el solemne y emocionante discurso de despedida de Pablo a los
ancianos de Éfeso, y ser la despedida misma no menos emocionante que su mensaje. Al
comparar los versículos 17 y 28, aprendemos dos importantes cosas que pasan
desapercibidas para muchos comentaristas:
(A) En Éfeso, como en otras iglesias de extracción gentil (a diferencia de Jerusalén),
no había un solo pastor, sino varios (comp. 13:1), como lo expresa la frase «los
ancianos de la iglesia». (B) Estos «ancianos» (gr. presbíteros, no en sentido de edad,
sino de «veteranía» en la fe) son llamados también «sobreveedores» (gr. epíscopos,
de donde salió lo de «obispo»; comp. con Tito 1:5, 7. El singular aquí, como en 1
Timoteo 3:2, no significa que fuese «único»). Veamos ya el discurso que les dirigió:
1. Apela primero al comportamiento que ha tenido entre ellos desde que llegó al
Asia (v. 18): (A) Había servido al Señor con toda humildad, nunca había hablado con
arrogancia ni se había distanciado del pueblo, sino que siempre se había abajado para
servir a los demás; y con lágrimas, no de lamentación por sus padecimientos y pruebas,
sino por compasión con los demás (Ro. 12:15; 2 Co. 11:29; Fil. 3:18). (B) Le había
servido en medio de las pruebas que le habían venido por las asechanzas de los judíos
(v. 19b). Los fieles siervos de Dios ni se hinchan con los halagos ni se arredran con los
insultos y persecuciones, pues sólo se preocupan en salir aprobados de su Señor.
2. Su predicación había sido también como debía ser (vv. 20, 21), pues (A) no se
había retraído de anunciarles nada útil, tanto en público como en privado (v. 20); no
había rehuido anunciarles todo el consejo de Dios; o, como expresa mejor la NVI,
«todo el plan de salvación de Dios», sin miedos ni favoritismos. Hay porciones del
mensaje que raramente se tocan en el púlpito, sea por temor o por incompetencia, lo
cual va en detrimento de la edificación de las iglesias. El buen pastor ha de dar a las
ovejas los pastos que les convienen, no los que más les gusten; a veces necesitarán
purgas, aunque les resulten amargas. (B) Su predicación había sido tan amplia en
extensión como profunda en intensidad, pues había testificado solemnemente a judíos y
gentiles acerca del arrepentimiento para con Dios y de la fe en nuestro Señor Jesucristo
(v. 21). Tanto la fe como el arrepentimiento (cual dos polos del mismo eje) habían sido
la materia de los mensajes de Pablo a judíos y gentiles (comp. con 17:30; 26:20), pero
puede advertirse aquí cierto contraste (de énfasis más que de tema) entre «judíos» y
«arrepentimiento» con «gentiles» y «fe» (comp. 2:38 con 16:31). Una fe sin
arrepentimiento sería incapaz de obtener el perdón de pecados; un arrepentimiento sin fe
no puede alcanzarnos la justicia de Dios; así que no hay fe genuina sin arrepentimiento
sincero.
3. Declara que le esperan nuevas y duras pruebas (vv. 22–24), pues ése es el
testimonio que recibe del Espíritu Santo (v. 23). Así va (v. 22) encadenado en el
espíritu o, quizás, urgido por el Espíritu, a Jerusalén, sin saber lo que allí le espera.
Debemos dar gracias a Dios por no revelarnos lo que nos espera, pues aunque la
aflicción nos tome por sorpresa, al menos vivimos sin temor ni sobresalto. Una cosa
sabe Pablo: que le esperan cadenas y tribulaciones. Pero no por eso se acobarda, sino
que, como buen atleta espiritual y fiel soldado de Cristo, sólo le interesa (A) acabar su
carrera con gozo (comp. 2 Ti. 4:7), y llegar alegre a la muerte que le pondrá en brazos
de su Amado Salvador; (B) cumplir el ministerio que recibió del Señor Jesús (v. 24) de
predicar el evangelio de la gracia de Dios. ¿Cabe encargo más sublime y honroso?
Pablo no deseaba vivir ni un día más de lo necesario para ser instrumento en manos de
Dios para la siembra del Evangelio de salvación.
4. Apela a la conciencia de ellos en cuanto a la integridad con que había cumplido
su cometido (vv. 25–27): (A) Puesto que no han de volver a ver el rostro de él (v. 25),
les pone por testigos (v. 26) de que no es responsable de la perdición de ninguno
(NVI), pues eso es lo que significa la frase «limpio de la sangre de todos». Eso es un
aviso para los ministros de Dios a que cumplan fielmente su misión de atalayas de la
grey (comp. con Ez. 3:18, 19; 33:8, 9), y a los creyentes a que no echen en saco roto las
exhortaciones y amonestaciones de sus pastores. (B) Les pone igualmente por testigos
de que les ha proclamado todo el plan de salvación de Dios (NVI). El Evangelio es el
plan de Dios para la salvación de los hombres, y los ministros de Dios tienen el
privilegio y el deber de anunciarlo puro, sin mezcla de doctrinas humanas, y entero, sin
ocultar nada, por difícil o duro que pueda parecer a los oyentes y al mismo predicador.
5. Les encarga que cumplan fielmente con su deber (v. 28): (A) Pues han sido
puestos por el Espíritu Santo. Aunque hayan sido presentados por la congregación
(comp. 6:6), y designados por los líderes (14:23, bien traducido) es el Espíritu Santo el
que les otorga los dones (1 Co. 12:4, 7 y ss.) y el que les envía al cargo que ostentan
(13:4). (B) Han de cuidar, pues, primero de sí mismos a fin de ser diligentes y
ejemplares y, después, de la grey de Dios (1 P. 5:2), de apacentar la iglesia del Señor
(v. 28), no suya.
6. Tres grandes motivos para el fiel desempeño del ministerio pastoral (vv. 28b, 29–
31): (A) Ninguna oveja debe perderse por culpa o negligencia de los pastores, puesto
que Dios adquirió para sí la Iglesia al precio de la sangre de su propio [Hijo] (NVI,
según la lectura más probable). Compárese 1 Pedro 1:18 y ss. Lo que tanto ha costado,
por fuerza debe de tener gran valor. ¿Nos damos cuenta de lo que vale una sola alma?
¡No la echemos a perder! (v. 1 Co. 8:11). No olvidemos que Dios es buen «mercader»,
pues nadie como Él sabe el justo precio de las cosas. (B) Después de la muerte de Pablo
(v. 29), iban a entrar en el rebaño lobos feroces que no escatimarían la vida de las
ovejas. Si es cosa tan grave ser un pastor mercenario (Jn. 10:12), asalariado, que huye
cuando viene el lobo, ¿qué diremos cuando el pastor se mete a lobo y arrebata él mismo
las ovejas, llevándolas a la perdición? Esto se iba a cumplir en el mismo siglo X de
nuestra era (v. 1 Jn. 2:18–27, comp. con 1 Ti. 4:1 y ss.). Uno de los misterios más
grandes de la Historia Eclesiástica es la temprana entrada de la apostasía en la Iglesia.
Tan pronto como murieron los apóstoles, comenzaron a surgir (v. 30), lenta pero
decididamente, doctrinas y prácticas contrarias a la Palabra de Dios. (C) Era menester,
pues, velar recordando que, por tres años, de noche y de día, Pablo no había cesado de
amonestar con lágrimas a cada uno (v. 31). Él había cumplido bien su oficio de atalaya
de pastores y ovejas. Con su palabra y su ejemplo les había dejado un buen modelo que
imitar (comp. con 1 Co. 11:1). ¿Quién de los oyentes no vibraría de emoción al oír esa
exhortación del gran apóstol? ¿Quién tendría excusa para comportarse después con
negligencia? Con lágrimas les servía a ellos, así como con muchas lágrimas había
servido al Señor (v. 19).
7. Los recomienda a la guía, a la gracia y al poder de Dios (v. 32): (A) Véase cómo
los encomienda a Dios; ora por ellos, así como después (v. 36) orará con ellos. Él se
marcha y no volverán a ver su rostro, pero Dios estará con ellos y no los desamparará,
pues es amoroso y todosuficiente. (B) Los encomienda igualmente a la palabra de su
gracia (no al Verbo, sino al Evangelio), que tiene poder (v. Ro. 1:16) doble: (a) para
sobreedificaros, es decir, para asegurar vuestro crecimiento espiritual ya desde ahora;
(b) para daros herencia con todos los santificados, aquella «herencia» escatológica de la
que habla Pedro (1 P. 1:4, 5). El Evangelio nos ofrece, no sólo el conocimiento de la
gracia de Dios, sino también las promesas de la gloria de Dios. Esto está reservado a los
santificados, es decir, a los que han nacido de nuevo para entrar en el Reino.
8. Se recomienda a sí mismo, no por jactancia, sino como testimonio y para ejemplo
de los pastores (vv. 33–35): (A) «Ni plata ni oro ni vestido de nadie he codiciado» (v.
33. Comp. con las palabras de Samuel en 1 S. 12:3). Lejos de codiciar lo ajeno, él
gastaba lo suyo y se desgastaba así mismo por los demás (2 Co. 12:14, 15). (B)
Precisamente por eso, añade, «vosotros mismos sabéis que para lo que me ha sido
necesario a mí y a los que están conmigo, estas manos me han servido» (v. 34). Pablo
tenía una cabeza y una lengua con las que poder ganarse el sustento y, por predicar el
Evangelio, tenía derecho a vivir de él (1 Co. 9:14), pero él mostraba aquellas manos, no
finas y delicadas de repasar papiros, sino duras y callosas de fabricar lonas. Más aún,
lejos de dejar que otros ganaran para él, él ganaba para sustentar a los que estaban con
él. No vamos a criticar a sus acompañantes, pero la verdad es que quienes están
decididos a tomar el remo para navegar, han de hallar que los demás estarán muy
contentos de disfrutar del paisaje. (C) Para mejor exhortarles a la generosidad que tan
bien practicaba él, les cita una frase del Señor que no figura en los Evangelios, pero él la
conocía, sin duda, por declaración de los apóstoles: «Hace más feliz el dar que el
recibir» (v. 35). El criterio del mundo es contrario a esto: los mundanos prefieren recibir
(y aun robar) a dar. Una ganancia (cuanto más fácil, mejor) es la suprema aspiración de
los que ponen la felicidad en las cosas de este mundo, pues con dinero pueden alcanzar
todo lo demás. Pero el criterio divino es diferente: Dar nos asemeja a Dios, que da todo
a todos y no recibe de ninguno cosa que Él no haya dado; también nos asemeja al Señor
Jesús, quien pasó haciendo el bien. Es más agradable dar a los agradecidos, pero
todavía es más honorable dar a los que son desagradecidos, pues entonces tenemos a
Dios como único galardonador.
9. Llega la hora de la despedida, que fue muy solemne y muy emotiva (vv. 36–38):
(A) «Dicho esto, se puso de rodillas y oró con todos ellos» (v. 36). La reverencia y
humildad de la oración se echan de ver en la postura, frecuente en Pablo (v. Ef. 3:14),
aunque casi pasada de moda entre los evangélicos. Fue una petición acompañada de
adoración. ¡Buena oración, después de tan buen sermón! También nosotros debemos
orar al despedir o al visitar a nuestros hermanos en la fe. Pablo seguía en esto el ejemplo
del Maestro (v. Jn. 17:1. Me atrevo a decir, nota del traductor, que así como a Juan 17
se le llama el «Lugar Santísimo» de tal Evangelio, yo llamaría «Lugar Santísimo» de
Hechos al cap. 20).
(B) Se despidieron todos con gran llanto (v. 37), y echándose al cuello de Pablo, le
besaban afectuosamente, según costumbre secular, y cristiana, de los orientales (v. el
comentario a Ro. 16:16). Lo que más les había llegado al corazón era la palabra que
había dicho, de que no verían más su rostro. Toda despedida entre buenos amigos es
triste, pero la última despedida es la más triste de todas. ¡Gracias a Dios, aunque no
volvamos a ver en este mundo el rostro de nuestros seres queridos y de nuestros buenos
amigos, los volveremos a ver para siempre, y mejorados, en otro mundo mejor!
(C) «Y le acompañaron al barco» (v. 38b), para gozar un poco más de su compañía
y conversación y verle por un poco más de tiempo. Para consuelo de ambas partes, la
presencia espiritual de Cristo se iba con Pablo, pero se quedaba al mismo tiempo con los
ancianos de Éfeso. Dice bellamente Trenchard: «Con los ojos arrasados aún por las
lágrimas, la pequeña compañía pasa por las calles de Mileto y desciende al puerto, y no
dejar a Pablo hasta verle embarcado; y aun podemos pensar que los hermanos no
dejaron el muelle hasta que la vela latina de la embarcación desapareciera detrás del
promontorio, y señalar el fin de una época, tanto para ellos como para el apóstol».
CAPÍTULO 21
Seguiremos a Pablo hasta Jerusalén, y de allí a cadenas perpetuas. Nos parece una
gran pena que esto sucediese. Sin embargo, Pablo glorificaba a Dios en la prisión tanto
como en el púlpito. I. Diario de viaje desde Éfeso hasta Cesarea (vv. 1–7). II. La
oposición que hubo de confrontar, por parte de sus amigos, en Cesarea, pues querían
persuadirle a que no fuese a Jerusalén (vv. 8–14). III. Viaje de Pablo desde Cesarea a
Jerusalén (vv. 15–17). IV. Se somete allí al deseo de los hermanos para que demostrase
mediante un sencillo rito que no era enemigo de la Ley de Moisés (vv. 18–26). V. Eso
mismo les da ocasión a los judíos para acusarle de profanar el templo (vv. 27–30). VI.
Escapa a duras penas de ser linchado por el populacho y es puesto a salvo por el tribuno,
quien le permite dirigirse personalmente al pueblo (vv. 31–40).
Versículos 1–7
1. El dolor de la separación de Pablo, con los que le acompañaban, de los ancianos
de Éfeso, se echa de ver en la frase misma de Lucas con que se encabeza el capítulo (v.
1): «Después de separarnos de ellos». Penosa fue para Pablo la separación, como lo fue
también para los de Éfeso, pero no quedaba otra alternativa.
2. El próspero viaje que llevaron a cabo (v. 1b): «zarpamos y fuimos con rumbo
directo a Cos, y al día siguiente a Rodas, y de allí a Pátara». Se ve que el viento les fue
favorable, aunque en Pátara tuvieron que cambiar de barco para seguir adelante (v. 2).
La providencia de Dios les proporcionó un barco que iba a Tiro, puerto de Fenicia. Los
recuerdos se le agolparían a Pablo en la cabeza al avistar Chipre, primera etapa de su
primer viaje misionero con Bernabé (13:4 y ss.) y lugar al que se había dirigido
Bernabé, tras la acalorada discusión con Pablo, al comienzo del segundo viaje misionero
de éste (v. 3); y «dejándola (a Chipre) a mano izquierda, y pasar por debajo de la isla,
como se puede ver en un mapa, navegamos hacia Siria y arribamos a Tiro (puerto de
enlace), porque el barco había de descargar allí».
3. Estancia de Pablo en Tiro.
(A) Buscó y descubrió dónde estaban allí los discípulos (v. 4. NVI). A Fenicia
habían llegado algunos de los dispersados con motivo de la persecución que se produjo
tras la muerte de Esteban (11:19) y, después (15:3), no cabe duda de que había en la
iglesia de Tiro hermanos de extracción gentil junto con los judíos convertidos. Se quedó
allí siete días. Lo mismo en Tiro que en las demás ciudades, abundaba el don de
profecía (20:23), y también allí le daba testimonio el Espíritu Santo, por medio de los
profetas locales. La frase «que no subiese a Jerusalén» no significa que el Espíritu
Santo le prohibiese a Pablo ir a Jerusalén (comp. con v. 14b y, especialmente, con
23:11b), sino que los hermanos de Tiro, al saber por el don de profecía lo que le iba a
ocurrir, querían persuadirle a que no fuese a Jerusalén.
(B) Los discípulos de Tiro mostraron gran cariño y respeto a Pablo y a sus
acompañantes, pues salieron a despedirles todos, con sus mujeres y sus hijos, hasta
fuera de la ciudad (v. 5). Así se nos enseña, no sólo a respetar debidamente a los fieles
ministros del Señor, sino también a educar a nuestros hijos, desde la niñez, en ese
respeto y esa devoción al Señor en la persona de sus fieles siervos.
(C) Como en Mileto con los ancianos de Éfeso (20:36, 37), también en Tiro (v. 5b),
la despedida se hizo con oración de rodillas en la playa. Dice J. Leal: «La oración de
rodillas en la playa no debe extrañar entre orientales. Hoy mismo los musulmanes hacen
sus oraciones en plena calle o plazas, si se presenta. Los orientales son más piadosos
que nosotros y tienen menos respeto humano». Mr. George (Jorge) Herber decía: «El
arrodillarse no ha estropeado jamás unas medias de seda».
(D) La separación (v. 6): «Y tras despedirnos los unos de los otros, subimos al
barco, y ellos se volvieron a sus casas». Pablo dejó detrás de sí la bendición para los
hermanos de Tiro que se volvieron a sus casas respectivas, y los de Tiro acompañaron
con sus oraciones a los que se hacían a la mar.
4. Llegada a Tolemaida (v. 7). Allí se quedaron un día, con lo que tuvieron la
oportunidad para saludar a los hermanos de allí. Pablo no consentiría en pasar de largo
sin tener unas horas de comunión con los hermanos de allí; poco era un día, pero mejor
era una corta visita que nada.
Versículos 8–14
Tenemos ahora a Pablo y sus acompañantes que llegan a Cesarea, ciudad donde, por
primera vez, fue predicado el Evangelio a los gentiles en casa de Cornelio, y cayó sobre
ellos el Espíritu Santo (10:1, 44).
1. En Cesarea residía desde hacía muchos años Felipe el evangelista (v. 8), que era
uno de los siete diáconos (v. 6:5, comp. con 8:40), y se hospedaron en su casa. La
mención (v. 9) de las cuatro hijas solteras (gr. vírgenes) de Felipe, que tenían el don
de profecía (NVI), tiene quizá por objeto insinuar que también ellas, movidas por el
Espíritu Santo, le profetizaron a Pablo lo que le iba a suceder en Jerusalén, aunque el
texto sagrado no dice nada con respecto al particular. Aclaremos que, aunque Pablo no
permitía a las mujeres hablar en las reuniones formales de la comunidad (1 Co. 14:34)
ni enseñar autorizadamente donde había varones competentes para ello (1 Ti. 2:11–15),
sí parece admitir que las mujeres pueden orar y profetizar públicamente en algún lugar
(1 Co. 11:5).
2. Predicción especial de los sufrimientos que le esperaban a Pablo en Jerusalén, al
ser ahora un profeta notable quien los predice (vv. 10, 11). Pablo y sus acompañantes se
quedaron bastantes días (v. 10) en Cesarea. No se nos dice por qué se quedó allí tantos
días, pero podemos estar seguros de que no estuvo ocioso durante ese tiempo. Llegó allá
desde Judea un profeta llamado Ágabo; sin duda, el mismo que en Antioquía de Siria
(11:28) había profetizado el hambre general que había de ocurrir en tiempo del
emperador Claudio. Parece ser que llegó con el decidido propósito (v. 11) de profetizar
lo que otros habían hecho, pero él lo hizo con un gesto altamente simbólico, al estilo de
los profetas del Antiguo Testamento, y con más detalle: Tomó el cinto (o faja) de Pablo
y, atándose los pies y las manos, dijo: Así atarán los judíos en Jerusalén al varón de
quien es este cinto, y lo entregarán en manos de los gentiles. Una y otra vez se le
predecía a Pablo lo que le había de ocurrir, a fin de que estuviese mejor preparado para
ello.
3. La gran insistencia con que sus amigos intentaban disuadirle de ir a Jerusalén (v.
12). Por lo que Pablo dice (v. 13), le importunaban con lágrimas, por el afecto que le
tenían. A veces, es necesario tratar de convencer a los fieles siervos de Dios que se
exceden en su trabajo para que no se desgasten prematuramente. Pero en el caso
presente, los amigos de Pablo se dejaban llevar de la debilidad de la carne, pues sabían
que había emprendido este viaje bajo la dirección del Espíritu Santo (v., con todo, lo
que decimos en el punto 5).
4. La bravura con que resistió Pablo la tentación (v. 13): Tantos ruegos y lágrimas le
quebrantaban el corazón, tendían a quitarle el ánimo y la resolución de proseguir el
viaje. Le quebrantaba sobre todo el corazón tener que oponerse a sus ruegos y lágrimas,
ya que no podía en conciencia acceder a lo que le pedían. Al pensar que le hacían un
favor, le estaban haciendo daño. Si estos hermanos de Cesarea hubiesen conocido de
antemano el próximo futuro, se habrían alegrado en cierto modo de que Pablo fuese a
Jerusalén, pues precisamente al ser arrestado allí, fue enviado a Cesarea (23:33), donde
continuó, al menos, por dos años (24:27). La iglesia de Cesarea pudo disfrutar de la
compañía y los consejos de Pablo al estar allí encarcelado, mucho más que si hubiese
disfrutado de entera libertad yendo de una parte a otra. Pablo repite su resolución de
seguir adelante, a pesar de ruegos y lágrimas (v. 13b): «Porque yo estoy dispuesto no
sólo a ser atado, sino también a morir en Jerusalén por el nombre del Señor Jesús».
Como si dijese: «Es voluntad de Dios, y yo estoy dispuesto, preparado y resuelto a lo
que venga. Con su gracia, no sólo podré soportarlo, sino hasta sufrirlo con gozo». No se
arredra ante nada; declara lo peor que le puede suceder, que es la muerte, para dar a
entender hasta dónde se extiende su resolución de sufrir por el nombre de Jesucristo.
5. Ante esta firme resolución de Pablo, sus amigos cedieron en sus ruegos y
accedieron a que continuase su viaje. Se dieron cuenta de que Pablo tenía fuertes
razones para obrar como lo hacía. El propio Lucas se había unido a los que intentaban
disuadirle, pues dice (v. 14): «desistimos». La frase con que se someten («Hágase la
voluntad del Señor») puede entenderse de dos maneras: (A) «Hágase la voluntad del
Señor, no la nuestra, pues Pablo conoce mejor que nosotros lo que Dios quiere que
haga»; (B) «¡Sea lo que Dios quiera, ya que no podemos persuadir a Pablo para que no
vaya!» Con todo el respeto para la opinión de los más—nota del traductor—, mi opinión
es que debe entenderse en el segundo sentido, dada la fraseología del original. M. Henry
la da como probable.
Versículos 15–26
1. Para demostrar que estaban dispuestos a correr la misma suerte que Pablo (comp.
con Jn. 11:16), no sólo Lucas y los demás que le habían seguido hasta Cesarea, sino
incluso algunos de los discípulos de Cesarea (vv. 15, 16), tomaron sus bagajes, sin
servirse de mozos de cuerda, y se fueron con él a Jerusalén. Parece como si el gran
denuedo del apóstol hubiera envalentonado a todos los demás. Consigo llevaron
también a un creyente antiguo, es decir, de los primeros que habían creído, natural de
Chipre, Mnasón (mejor, Mnason) de nombre, en cuya casa, al parecer amplia, se iban a
hospedar (v. 16). Este chipriota demostró su bien probada fe al dar alojamiento en su
casa a tan numerosa compañía. Con discípulos así, bien puede un creyente hospedarse
con gozo y gratitud al Señor, que da tales dones a los hombres.
2. La acogida que tuvieron en Jerusalén (v. 17): (A) Los hermanos los recibieron
con gozo. El vocablo para «recibir» es el mismo de 2:41. La NVI lo vierte así: «nos
prodigaron una calurosa acogida»; esto muestra que, a pesar de que la delegación
incluía muchos creyentes de extracción gentil, «los guías espirituales (de Jerusalén)
reconocían con alegría la gran obra que Pablo realizaba como apóstol de los gentiles»
(Trenchard). (B) Por su parte, los delegados (y Pablo con ellos) giraron al día siguiente
(v. 18) una visita a Jacobo, o Santiago, el hermano del Señor y presidente de la
comunidad de Jerusalén, como vimos en el capítulo 15. Lucas hace notar que, con él, se
hallaban presentes todos los ancianos de la iglesia.
3. El informe que Pablo dio de su labor entre los gentiles a los líderes de la «iglesia
madre» (v. 19): «les contó una por una las cosas que Dios había hecho entre los
gentiles por medio de su ministerio». No da su informe a Jacobo como a un superior
jerárquico, sino como a un colaborador (v. el comentario a 1 Co. 3:9). Su informe fue
bien detallado a fin de que apareciese más gloriosa la gracia de Dios en circunstancias
tan variadas como habían sido las de los viajes misioneros del apóstol. Y así como
Pablo atribuía todo a Dios que había hecho aquellas cosas por medio de Pablo, ellos
glorificaron (v. 20), no a Pablo, sino a Dios, pero, con esto mismo, mostraban que no
tenían envidia a Pablo, a pesar del gran prestigio que ganaba entre los creyentes de
todos los lugares.
4. La petición que los ancianos de Jerusalén (se incluye tácitamente a Jacobo)
hicieron a Pablo de que diese satisfacción a los judíos creyentes al mostrar públicamente
que no iba contra la Ley de Moisés, según se rumoreaba (vv. 20b–25). Esta porción
requiere un cuidadoso análisis por los malentendidos que ha suscitado.
(A) Desean que Pablo se percate del éxito que la predicación del Evangelio ha
tenido en la propia Palestina. El cómputo suena un poco a hipérbole: «Contemplas,
hermano, cuántas miríadas (decenas de mil) hay entre los judíos de los que han creído»
(lit.). Le llaman «hermano», a pesar de ciertas diferencias de opinión, y parecen
animarle a glorificar a Dios por unas conversiones mucho más numerosas que todas las
que Dios había obrado por medio de Pablo en todos sus viajes misioneros; esto, sin
duda alguna, había de alegrar a Pablo, quien tampoco tenía envidia al guna de los éxitos
ajenos, ya que el éxito y el fruto eran, al fin y al cabo, en todos los casos, de Dios. Pero
dicho «cómputo hiperbólico» lleva una intención determinada, como se ve por el
contexto (todo el análisis de estos versículos es obra del traductor).
(B) Le hacen ver que, a pesar de ser tan numerosos los convertidos, todos son
celosos por la ley, es decir, todos observan fielmente los preceptos de la ley mosaica.
M. Henry y el propio L. S. Chafer, cometen un error garrafal al pensar que esto lo
decían con tristeza, como lamentándose de «la debilidad prevaleciente entre los judíos
creyentes» (M. Henry). Bastaría la lectura de Gálatas 2:12 y ss. para percatarse de tal
equivocación. Sin llegar a ser propiamente «judaizantes» (como se ve por el v. 25), la
mayoría de la comunidad de Jerusalén, con Jacobo a la cabeza, eran partidarios de la
observancia de la Ley, aunque no como «yugo», sino como norma válida de conducta
(comp. con Stg. 1:25; 2:10–12 y el énfasis, no la doctrina, de Stg. 2:14–26). En el otro
extremo del «espectro», siempre cristiano, estaba Pablo con su énfasis sobre la nulidad,
y hasta los efectos relativamente dañosos, de la Ley. En el medio, algún tanto
fluctuante, vemos a Pedro, como se palpa en las respectivas intervenciones en el sínodo
de Jerusalén (cap. 15) y en el incidente de Gálatas 2:12 y ss.
(C) Le informan del desafecto que le habían cobrado aquellos miles de judíos
creyentes, a causa de cierta información tendenciosa que se les había dado (v. 21): «que
enseñas a todos los judíos que están entre los gentiles a apostatar de Moisés,
diciéndoles que no circunciden a sus hijos ni observen las costumbres». Este informe
era totalmente falso, pues Pablo había hecho circuncidar a Timoteo (16:3) y a ningún
judío había prohibido observar las costumbres de sus padres. Él mismo se portaba como
judío observante.
(D) Le proponen que, para demostrar que es falso el cargo que se le hace, acompañe
a cuatro hombres que tienen que cumplir un voto, se purifique con ellos y les pague el
gasto de rasurarse la cabeza (vv. 23, 24). Puesto que el voto de nazareo había de
cumplirse, según la tradición (no hay precepto bíblico acerca del tiempo), en treinta días
como mínimo, la mención de siete días en el versículo 27 ha desconcertado a muchos
exegetas, pero Lucas no dice que eran siete los días del cumplimiento del voto, sino de
la purificación (comp. con Nm. 6:9); ése era el plazo en que había de terminarse el
ceremonial.
(E) Para que esto no pareciese una contravención de lo decretado en el sínodo de
Jerusalén (cap. 15), añaden que, en cuanto a los gentiles que han creído (v. 25), se han
limitado a transmitirles las instrucciones del citado sínodo (15:20, 29). Sabían cuán
celoso era Pablo de la libertad de los gentiles convertidos y, por eso, se refieren
expresamente a dichas instrucciones para no suscitar la intranquilidad del apóstol.
(F) Pablo no vio en ello nada contra su conciencia de judío cristiano y accedió por el
bien de los demás, como era su norma (Ro. 14:13–23; 1 Co. 8:1–13; 9:20). Él mismo
había cumplido un voto similar (18:18). De esta forma, se conseguían tres buenos
resultados: (a) La multitud (v. 22) quedaría satisfecha; (b) él mismo quedaría
rehabilitado ante la multitud y (c) los líderes de la iglesia se verían descargados de una
grave preocupación. Sin embargo, esta medida de «prudencia» iba a tener terribles
consecuencias, aunque dentro del plan de Dios sobre Pablo.
Versículos 27–30
13

Vemos a Pablo puesto en una situación que no podíamos prever. 1. Es arrestado en


el templo, precisamente cuando cumplía lo que Jacobo y los ancianos de la iglesia le
habían aconsejado que hiciese para rehabilitarse ante los judíos creyentes (v. 27). Fue
casi al final de los siete días de la purificación cuando se dieron cuenta de él, y le
echaron mano en el templo, donde debería haber hallado refugio, profanándolo así los
que sin culpa suya le arrestaron, como si él fuera quien profanaba el templo. Si
consideramos el disgusto que esto debió de causar a Jacobo y a los ancianos, al ver que
por el consejo que habían dado a Pablo, éste había sido arrestado, aprenderemos a no
obligar a nadie a hacer algo que sea contrario a lo que ellos piensan.
2. Los que dieron el informe de que Pablo estaba profanando el templo, además de
ser él quien, según ellos, enseñaba a todos contra el pueblo, la ley y este lugar (v. 28),
fueron unos judíos, no de Jerusalén, sino de Asia, es decir, de la dispersión, quienes eran
los que más irritados estaban siempre contra él. Los que menos frecuentaban el templo,
parecían los más celosos por el templo, como si con arrestar a Pablo quisiesen expiar su
propia negligencia de los servicios del templo.
3. El método que siguieron para echar mano a Pablo fue alborotar a toda la multitud
(v. 27b). Comenzaron por pedir auxilio (v. 28): «¡Varones israelitas, ayudadnos!» El
cargo de que le acusaban principalmente era de profanar el templo, imaginándose
falsamente que había introducido en el atrio de los judíos a Trófimo, creyente gentil de
Éfeso, con quien le habían visto por la ciudad (v. 29), lo cual estaba sancionado con la
pena capital, pero era un cargo falso, pues Pablo había acudido allá con judíos
únicamente.
4. ¿En qué se apoyaban estos judíos para acusar a Pablo de los demás cargos que
presentan contra él? (A) Lo de que enseñaba contra el pueblo se apoyaba en una falsa
comprensión de la doctrina, no sólo paulina, sino cristiana, de que judíos y gentiles
formaban un solo cuerpo en Cristo, en cuanto a lo de ser salvos por el arrepetimiento y
la fe. (B) Lo de enseñar contra la Ley era, asimismo, el desconocimiento de la doctrina
bíblica, ya profetizada para todos, y ejercitada por los mismos santos del Antiguo
Testamento (v. Ro., especialmente caps. 4 y 10), de que el hombre se justifica por la fe,
y ser la Ley un medio para diagnosticar el pecado. (C) La supuesta enseñanza contra el
templo era la opinión de los judíos incrédulos «sobre la enseñanza de Pablo en cuanto a
las operaciones del Espíritu Santo (la base es la Obra redentora de Cristo) en oposición
a toda idea que concediera valor espiritual último y final a lugares y a ritos, dejando
aparte su valor temporal como símbolos instituidos por Dios» (Trenchard).
5. Con estos gritos y estos falsos lugares comunes, pero eficaces para soliviantar a
las masas, consiguieron (v. 30), como ocurre con toda actuación demagógica, que toda
la ciudad se alborotó y la gente vino corriendo desde todas las direcciones (NVI). A
continuación, se apoderaron de Pablo, le arrastraron fuera del templo e
inmediatamente cerraron las puertas. Vemos así a Pablo a punto de ser linchado por las
turbas en un tumulto popular sin justificación alguna, echado del templo por la fuerza, y
los levitas encargados del servicio del templo cierran las puertas para que no pueda
entrar ningún gentil, una vez que ya han sacado afuera al presunto «profanador».
Versículos 31–41
Vemos ahora a Pablo rescatado de manos de sus enemigos judíos por medio de un
romano enemigo de los judíos.
1. Cuando los alborotadores procuraban matarle (v. 31), llegó al tribuno de la
compañía un informe de lo que estaba ocurriendo, y él, no por simpatía hacia Pablo,
13Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224
TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1547
sino por mantener la paz y el orden público, tomando enseguida (v. 32) soldados y
centuriones, bajó corriendo hacia ellos. La sola vista del tribuno (jefe de mil soldados)
con varios centenares de soldados, bastó para frenar a las turbas, pero, al suponer el
tribuno que Pablo había cometido algún delito (v. 33), le mandó atar con dos cadenas
para someterle a interrogatorio. Los que no temían la justicia de Dios quedaron
aterrados por el poder de Roma. Dios protege muchas veces a los suyos por manos de
quienes no sienten afecto hacia los suyos.
2. El interrogatorio no pudo llevarse a cabo allí a causa de los gritos de la multitud;
ya que (v. 34), al gritar unos una cosa, y otros otra (comp. con 19:32), el tribuno no se
enteró de la causa por la que le habían arrestado, por lo que mandó llevarle a la
fortaleza, es decir a la Torre llamada Antonia. La cosa no fue fácil, porque, «al llegar
Pablo a la escalinata, la furia del populacho llegó a tal extremo, que tuvo que ser
llevado en volandas por los soldados» (v. 35. NVI). Al no poder alcanzarle, la
muchedumbre del pueblo (v. 36) venía detrás, gritando: ¡Acaba con él! El verbo griego
es el mismo que ocurre en Lucas 23:18; Juan 19:15, y las circunstancias se parecen
algo, en menor escala, es cierto, a las del Señor ante el tribunal de Pilato.
3. Por fin, pudo Pablo obtener permiso del tribuno (v. 37) para decir algo. «Dijo al
tribuno: ¿Se me permite decirte algo?» ¡Véase la cortesía y la humildad con que pide
permiso para hablar! Pablo sabía bien cómo dirigirse a reyes y emperadores; sin
embargo, ¡con qué modestia pide a este coronel permiso para hablar!
4. El tribuno se sorprende al ver que Pablo le hace la petición en griego. Esto
ocurría, con la mayor probabilidad, el año 57 de nuestra era, y el incidente que el
tribuno menciona (v. 38) había ocurrido, según Flavio Josefo, el año 54. Como el autor
de la sedición había desaparecido, el tribuno sacó la conclusión de que el egipcio aquel
debía de ser Pablo mismo.
5. Pablo rectifica la equivocación del tribuno, y le da información directa y exacta
de sí mismo (v. 39): «En realidad, yo soy judío, tarsense de Cilicia, ciudadano de una
ciudad no insignificante» (lit.). No habla así para gloriarse de su ciudadanía romana,
sino para dar cuenta exacta de su país y de la ciudad en que nació.
6. A continuación, pide permiso (v. 39b) para hablarle al pueblo: «Te ruego, le dice,
como quien se limita a pedir un favor, que me permitas hablar al pueblo». El tribuno, al
librarle de las garras del populacho, tenía intención de darle la oportunidad de que
explicase su conducta, y él ruega que le permita defenderse a sí mismo, pues no
necesitaba otra cosa que el esclarecimiento de los hechos para que se conociese la
verdad, y el Espíritu Santo vendría en su ayuda en estos momentos (v. Mt. 10:20).
Concedida, pues, la venía del tribuno (v. 40), Pablo hizo la consabida señal con la mano
para pedir silencio y, hecho un gran silencio, se dirigió al pueblo en lengua hebrea, esto
es, en el arameo de aquel distrito. ¡Al menos, iban a escucharle!
CAPÍTULO 22
I. Discurso de Pablo al pueblo, en el que da testimonio de su anterior fanatismo y de
su posterior conversión a Cristo (vv. 1–21). II. El populacho le interrumpe y tiene que
ser rescatado por segunda vez, y el curso que el tribuno sigue para hallar el motivo de
estos grandes clamores contra Pablo (vv. 22–25). III. Pablo hace valer su condición de
ciudadano romano, y el tribuno envía la causa al Sanedrín (vv. 26–30).
Versículos 1–21
1. Pablo se dirige al pueblo con admirable compostura, sin miedo y sin pasión,
dándoles los más respetuosos títulos (v. 1): «Hermanos (de raza) y padres (los ancianos
del pueblo), oíd, etc.» (comp. con 7:2). Quiere mostrar que, al fin y al cabo, es uno de
ellos, y va a presentar su «defensa», petición justa, pues todo ser humano que es
acusado de algo tiene derecho a responder por sí. Les habló en lengua hebrea (v. 2), es
decir, en arameo, con lo que confirmaba que era judío. Entonces, ellos guardaron
silencio. El tribuno se había sorprendido al oírle hablar en griego (21:37); ahora éstos
parecen sorprenderse al oírle en su lengua. En ambos casos, sube el prestigio del
acusado. Muchos hombres sabios y buenos son menospreciados sólo por ser poco
conocidos.
2. Pablo comienza su defensa (v. 3) y repite lo que había dicho al tribuno («judío
tarsense de Cilicia»), pero añade lo que más podía interesar al auditorio judío: «criado
en esta ciudad (Jerusalén), instruido a los pies de Gamaliel, quien era tenido por el
rabino más prestigioso de su tiempo (v. 5:34), estricto observante de la ley de nuestros
padres (frase que comprende también las tradiciones de los mayores), celoso de Dios
como hoy lo sois todos vosotros». Bien lo había demostrado (v. 4): «Y perseguí este
Camino hasta la muerte, etc.» (v. 8:3; 9:2). No sólo era de mente bien instruida, sino de
corazón extremadamente celoso. El sumo sacerdote y los ancianos (v. 5) le eran
testigos del ardor con que persiguió a la Iglesia como un enemigo mortífero. Menciona
todo esto para mejor poner de relieve el tremendo cambio que se había operado en él
por la pura gracia de Dios.
3. La forma en que fue convertido (vv. 6–11). No fue por causas naturales, sino (A)
por efecto de una gran luz celestial que le rodeó (v. 6), y los judíos sabían que una luz
del cielo había de proceder de Dios; (B) por efecto de una voz, también del cielo, que le
decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? (v. 7). Ante la pregunta de Pablo, el de la
voz había respondido (v. 8): «Yo soy Jesús de Nazaret, a quien tú persigues». Para salir
al paso de la objeción: «¿Cómo es que la luz y la voz operaron en él ese cambio, y no en
los que le acompañaban?» Pablo asegura (v. 9) que ellos vieron la luz ciertamente (y
oyeron el sonido de la voz, 9:7), pero no entendieron lo que decía la voz del que
hablaba con él. Y, como la fe viene por el oír (Ro. 10:17), el cambio se operó en él que
oyó lo que la voz decía, no en los que sólo habían visto la luz y oído el sonido de la voz.
(C) Inmediatamente había recibido del Señor (v. 10) instrucciones sobre lo que debía
hacer. Y, como había quedado ciego por el tremendo resplandor de la luz, tuvo que ser
llevado de la mano hasta Damasco. Los pecadores inconversos son cegados por el
poder de las tinieblas y su ceguera es perpetua, pero los pecadores convictos y cegados
por la luz, como Pablo, padecen una ceguera temporal, a fin de ser mejor iluminados
después. Cuando era simplemente un fariseo, Pablo estaba orgulloso de su «vista»
espiritual (comp. con Jn. 9:40), pero ahora quedaba cegado para que se percatase de su
ceguera espiritual.
4. La manera en que fue firmemente establecido en el cambio que en él se había
operado, y las ulteriores instrucciones que había recibido, por mano de Ananías (vv. 12–
16).
(A) Este Ananías no era una persona llena de prejuicios contra el país y la religión
de los judíos, sino que era (v. 12) varón piadoso según la ley y, además, tenía buen
testimonio de todos los judíos que allí habitaban. Éste era el primer cristiano con quien
Pablo había tenido contacto amistoso.
(B) La curación de la vista por manos de dicho Ananías (v. 13). Para asegurarle que
lo hacía de parte, y con el poder, de Cristo, le dijo: «Hermano Saulo, recobra la vista».
(C) La declaración de Ananías del gran favor que Dios le había otorgado a Pablo:
(a) En cuanto al pasado y al presente (v. 14), Dios, el Dios de nuestros padres (con lo
que Ananías declaraba ser también judío) te ha elegido para darte a conocer su
voluntad, para que vieses al Justo y oyeses sus palabras (NVI), y conociese así la
voluntad de Dios por medio del propio Hijo de Dios. Esteban le había visto de pie a la
diestra de Dios (7:55) pero Pablo le vio como a la diestra de Él mismo. «El Justo» es
título claramente mesiánico (comp. 3:14; 7:52; 1 Jn. 2:1) y el oír la voz de su boca pone
de relieve la comunicación personal que, como apóstol, había recibido directamente del
Señor. (b) En cuanto al futuro (v. 15), Pablo había de ser testigo, ante todos los
hombres, de lo que había visto y oído. No se hace distinción entre judíos y gentiles,
entre reyes y vasallos, para destacar el carácter universal del testimonio del apóstol. La
repetición de su experiencia, tanto aquí como en el capítulo 26, insinúa que daría, con
mucha frecuencia, el mismo testimonio en sus predicaciones, a fin de mejor obtener la
conversión de otros. Si él, perseguidor y blasfemo, había conseguido gracia, ¿quién
podía desesperar de obtener el favor de Dios?
(D) La exhortación de Ananías a que se bautizase para perdón (signo del perdón) de
sus pecados (comp. con 2:38; 9:18). Es la invocación del nombre del Señor la que salva
(Ro. 10:13, así como Jl. 2:32: Hch. 2:21). Con la circuncisión, había entrado en pacto
con Dios, pero con el bautismo se había dedicado a Dios en Cristo. La frase: «¿a qué
esperas?» indica que la ordenanza del bautismo no debe retrasarse más de lo necesario
para que los líderes de la iglesia tengan una seguridad, siempre falible, de la genuina
conversión de la persona. Dos detalles son aquí dignos de mención, como hace notar
Trenchard: (a) Ese «bautízate» está, en griego, en la voz media, pero eso no indica el
autobautismo, sino el beneficio del sujeto que recibe el bautismo. Además—nota del
traductor—la voz media griega no es, en realidad, reflexiva. (b) La mención del perdón
de los pecados en conexión con el bautismo no significa que el bautismo de agua sea el
medio necesario para tal perdón, sino el signo exterior de la fe interior mediante la que
la persona es justificada. Dice Trenchard: «en los tiempos apostólicos la señal del
bautismo se hallaba tan íntimamente enlazada con la manifestación del arrepentimiento
y la confesión de la fe que a veces la mención de la señal bastaba para presentar la
actitud espiritual que simbolizaba». Por desgracia, pronto se adulteró esta correcta
doctrina hasta hacer del bautismo de agua «el sacramento de la regeneración».
5. La comisión que recibió de ir a predicar a los gentiles (vv. 17–21). Esto es
precisamente lo que enfureció a los que le escuchaban (v. 22). Esta comisión no la
recibió inmediatamente después de su conversión, sino (A) vuelto a Jerusalén (v. 17),
cuando estaba orando en el templo, que era casa de oración para todos los pueblos (Is.
56:7). Esto era una prueba clara de la veneración en que tenía al templo. (B) Allí le
sobrevino un éxtasis (v. 17b), distinto del que menciona en 2 Corintios 12:1–4. (C) «Y
le vi que me decía» (lit. diciéndome). El original expresa bien que Pablo vio al Señor en
aquel éxtasis. También en éxtasis (10:10), tuvo Pedro la comisión de abrir la puerta
del Evangelio a los gentiles. El Señor le dijo primeramente (v. 18): «Date prisa y sal
prontamente de Jerusalén; porque no recibirán tu testimonio acerca de mí». El Señor
sabe quiénes han de recibir el Evangelio y quiénes lo van a rechazar. (D) Como se ve
por el contexto anterior y posterior, la mención que hace Pablo de su historia pasada
(vv. 19, 20) mostraba la esperanza que aún abrigaba de que, con ello, los judíos se
convencerían de que el cambio que en él se había operado, se debía a una intervención
sobrenatural y, por tanto, estarían dispuestos a aceptar su testimonio, pero el Señor
insiste en que se vaya de Jerusalén, «porque yo te enviaré lejos a los gentiles» (v. 21).
El versículo 20 muestra cuán grabada estaba en la mente de Pablo la escena del
apedreamiento de Esteban, en el que él había consentido (v. el comentario a 26:10).
Muchas veces por nuestras inclinaciones personales, aun legítimas, nos cuesta mucho
seguir el camino que Dios nos ordena emprender, pero hemos de convencernos de que
la Providencia dispone nuestros pasos más convenientemente, aun para nosotros
mismos, de lo que nosotros podemos hacerlo. Si el Señor lo ordena, el Espíritu del
Señor nos acompañará con su gracia y su poder.
Versículos 22–30
1. Tan pronto como mencionó Pablo la comisión de ir a predicar a los gentiles, las
turbas volvieron a alborotarse, y dijeron al tribuno (v. 22): «¡Acaba de una vez con ese
infame, porque no merece vivir!» (NVI). Así es como los mayores bienhechores de la
humanidad suelen ser tratados: no sólo como una carga para el mundo, sino también
como una plaga para su generación. Y no se contentaron con gritar, sino que (v. 23)
agitaban sus mantos y lanzaban polvo al aire, gestos que simbolizaban su furiosa
enemistad contra Pablo. Dice Leal: «Este verso es muy gráfico y revela un testigo
presencial por su verismo».
2. El tribuno no había entendido nada de lo que Pablo decía, pero aquel alboroto de
los judíos, después de la calma que habían observado hasta entonces, debió de
convencerle de que este hombre había cometido algo digno de castigo por parte de la
autoridad romana y, tras ordenar (v. 24) que lo metiesen en la fortaleza, para protección
del propio reo, se propuso someterlo a suplicio o tortura, a fin de que se aclarase la
verdad del caso.
3. Ya lo habían estirado con correas (v. 25 lit.), cuando Pablo dijo al centurión de
turno: «¿Os es lícito azotar a un ciudadano romano sin haber sido condenado?» La
forma en que habla muestra la santa seguridad y serenidad de ánimo que el apóstol
poseía. Como en 16:36–39, también ahora Pablo hace valer sus derechos de ciudadano
romano, no precisamente para verse libre del tormento (comp. con 21:13), sino para no
mermar sus facultades físicas en perjuicio de la obra que el propio Señor le había
encomendado para la difusión del Evangelio. Sobre la horrible forma de azotar (el
suplicio sólo se aplicaba a esclavos o a criminales) propia de los romanos, dice
Trenchard: «El “horrible flagellum”, como lo llamara Horacio, se aplicaba con
correas provistas de pedazos de metal o de hueso de corte irregular, de modo que los
golpes laceraban la carne de las espaldas y lomos de forma espantosa. Con frecuencia,
la víctima moría bajo tales azotes o quedaba inutilizada para toda la vida».
4. Cuando el centurión comunicó al tribuno la noticia de que Pablo era ciudadano
romano (v. 26), el tribuno quiso cerciorarse por sí mismo. La escena (vv. 26–29) está
descrita con gran viveza y naturalidad, suficiente para calificar a Lucas como
historiador de primerísima clase. Copiamos de la NVI: «Al oír esto, el oficial
(centurión) fue a informar de ello al jefe (tribuno) y le dijo: ¿Qué vas a hacer? Este
hombre es un romano. Entonces el jefe se acercó a Pablo y le dijo: Dime, ¿eres tú
ciudadano romano? Sí, lo soy—contestó él—. Yo tuve que pagar una fuerte suma para
adquirir esa ciudadanía—apostilló el militar—. Pues yo la tengo de nacimiento—le
replicó Pablo—. Los que estaban a punto de aplicarle los azotes para tomarle
declaración, se retiraron más que deprisa. Y el comandante mismo se alarmó, al
percatarse de que había hecho encadenar a uno que era ciudadano romano». Como el
tribuno se llamaba Claudio Lisias (23:26), es de suponer que había adquirido la
ciudadanía romana (¡y a buen precio!) en tiempo del emperador Claudio. En cambio, el
padre de Pablo ya poseía la ciudadanía. Así fue como quienes no tenían miedo a Dios se
alarmaron de miedo a Roma. Pero hemos de agradecer al Señor por los beneficios que
las leyes humanas nos reportan.
5. Al día siguiente, el tribuno (v. 30) presentó a Pablo delante del Sanedrín para
averiguar la causa por la que los judíos le acusaban, ya que el día anterior no pudo
someterle a interrogatorio bajo tortura. Se nos dice que lo desató. Como el versículo 29
da a entender que le había desatado al conocer que era ciudadano romano, la mejor
explicación de esta aparente contradicción, según J. Leal, es que «el encadenamiento del
versículo 29 se refiera simplemente a la sujeción a la columna de los azotes … Las
ataduras del versículo 30 son las corrientes de un preso cualquiera, aunque fuera
ciudadano romano, propio de la custodia militaris (27:1)».
CAPÍTULO 23
I. Ya ante el Sanedrín, Pablo da testimonio de su integridad y tiene un incidente con
el sumo sacerdote (vv. 1–5). II. El prudente método que usó para justificarse, al hacer
que fariseos y saduceos se enfrentasen entre sí (vv. 6–9). III. Prudente intervención del
tribuno, a fin de poner a salvo a Pablo (v. 10). IV. Se le aparece el Señor y le anima (v.
11). V. Conjura de ciertos judíos para matar a Pablo (vv. 12–15). VI. La conjura es
comunicada a Pablo y, por éste, al tribuno (vv. 16–22). VII. El tribuno envía a Pablo de
Jerusalén a Cesarea, adonde llega sano y salvo (vv. 23–35).
Versículos 1–5
1. Delante del Sanedrín, Pablo declara (v. 1) haberse comportado con toda buena
conciencia delante de Dios hasta aquel día. Precisamente porque la conciencia no le
remordía, pudo fijar su mirada en el Sanedrín sin sufrir ningún sonrojo. Trenchard hace
notar que, en esta ocasión, no les llama «hermanos y padres», sino simplemente
«hermanos». Esto no era jactancia, sino modesta profesión de que sólo le preocupaba
agradar a Dios y cumplir con su deber siempre y en toda clase de circunstancias.
2. Esta noble declaración de Pablo le sonó al sumo sacerdote Ananías a jactancia y
osadía (v. 2), por lo que ordenó a los que estaban cerca de Pablo que le hiriesen en la
boca. En esto se echaba de ver el infame carácter de este Ananías, quien, según Josefo,
era un hombre avaro, glotón, disoluto y cruel, tan presto a usar la espada de sus matones
como el soborno, con tal de llevar a cabo sus maquinaciones. Con sus malas artes, logró
mantenerse en el cargo por unos doce años.
3. Pablo reaccionó de forma vigorosa contra esta flagrante injusticia, sin llegar a la
serena mansedumbre del Maestro en ocasión similar. ¡No era impecable como Cristo!
Le dijo, pues, Pablo (v. 3): «¡A ti te va a golpear Dios, pared blanqueada! (comp. con
lo de “sepulcros blanqueados” de Mt. 23:27) ¡De modo que estás ahí sentado para
juzgarme de acuerdo con la Ley, y tú mismo estás violando la Ley al mandar que me
golpeen!» (NVI). Cuentan que Ananías tuvo una muerte horrible, con lo que las
palabras de Pablo sonaban un poco a profecía, ya que, según Deuteronomio 28:22,
entrañaban maldición.
4. Ante esto, los que estaban presentes (v. 4) dijeron: ¿Al sumo sacerdote de Dios
injurias? Después de lo del bofetón sin causa alguna, extraña un poco el que ahora se
contentasen con reconvenirle de palabra. Pablo se excusa de inmediato (v. 5): «No
sabía, hermanos, que era el sumo sacerdote; pues escrito está. No injuriarás al jefe de
tu pueblo». A pesar de que Ananías se merecía la reprensión de Pablo, éste no quiere
poner delante de los demás una piedra de tropiezo, ni sentar precedente para insultar a la
máxima autoridad religiosa del país. Se preguntan los exegetas cómo es que Pablo no
reconoció al sumo sacerdote siendo él quien presidiría la sesión. Hay quienes hablan de
«ironía» o «sarcasmo» (Ryrie, Leal) en las palabras de Pablo, como si no mereciese ser
sumo sacerdote el que había dado una orden tal como la de herirle en la boca, lo cual era
contra ley. Pero entonces—nota del traductor—, ¿a qué viene la cita del Antiguo
Testamento de no maldecir al príncipe del pueblo (Éx. 22:28)? Para Trenchard, Pablo se
excusa de no haber «reconocido» o «respetado» su categoría oficial, con lo que
confesaba que «había caído en falta». Alega Trenchard que ése es el sentido que el
verbo griego oída tiene en 1 Tesalonicenses 5:12. Pero, digo yo, allí el verbo está en
infinitivo, mientras que aquí está en pluscuamperfecto con significación de pretérito
imperfecto, con lo que tal sentido no cuadra en este contexto según las reglas de la
gramática. Lo más probable es que, al estar también presente el tribuno (v. 10) y,
probablemente, en la presidencia junto con el sumo sacerdote, Pablo no reconociese
realmente al sumo sacerdote, especialmente si éste no ostentaba las insignias de su
dignidad, y al tener en cuenta siempre la defectuosa vista del apóstol. ¡Salvemos la bien
conocida sinceridad de Pablo, si no hay fuerza mayor que nos obligue a dar otra
interpretación a sus palabras!
Versículos 6–11
1. La prudencia de la serpiente, recomendada por el propio Jesús, le vale a Pablo
para salir bien del apuro presente. Aunque era humilde creyente y apóstol del Señor,
tenía ocasión, siempre para bien de la causa de Cristo y del Evangelio, de hacer valer
sus honores y privilegios. La declaración de su ciudadanía romana le había librado el
día anterior de ver su vida en peligro por el cruel suplicio de los azotes, y su condición
de fariseo le iba a salvar de ser condenado por el Sanedrín. La disposición a dar la vida
por Cristo es compatible con el uso de métodos honestos para preservarla cuando
podemos hacerlo para bien. «Conociendo (más exacto que dándose cuenta) que una
parte eran saduceos, y otra fariseos, alzó la voz, etc.» (v. 6). Como los fariseos creían
en la resurrección, y él era fariseo e hijo de fariseo, halló la oportunidad, no sólo de ir al
núcleo mismo del mensaje que predicaba (la resurrección de Cristo), sino también de
dividir a la asamblea, como, en efecto, sucedió (vv. 7–9). Esta división favoreció a
Pablo de tal manera, que los fariseos del Sanedrín se inclinaban a la absolución lisa y
llana de Pablo («Ningún mal hallamos en este hombre»); y todavía iban más lejos al dar
como probable que algún espíritu o un ángel le hubiese hablado. Estas frases, según
Leal, podrían «referirse al episodio del camino de Damasco». La «esperanza» de que
hablaba Pablo estaba bien fundada en las Escrituras del Antiguo Testamento (v. Sal.
16:9–11; Dn. 12:2, 3) y se advierte en Lucas 2:25, 38. La primera frase de los fariseos
aquí nos recuerda aquella otra de Pilato en Lucas 23:4; Juan 18:38. La frase, al final del
versículo 9: «¡No luchemos contra Dios!» está mal atestiguada y podría ser una glosa
basada en 5:39b.
2. Parece ser que, al ir en aumento el altercado (v. 10), el tribuno tuvo que proteger,
por tercera vez (v. 21:32 y 22:24), a Pablo del furor de la chusma, y ordenar a la tropa
que lo sacasen de allí y lo condujeran de nuevo a la fortaleza, la cual le servía, a un
tiempo, de cárcel y de refugio. Aquellas noches, los pensamientos se agolparían en la
cabeza de Pablo, pero el Señor Jesús se presentó a su lado, junto a la cabecera del lecho
y le dijo (v. 11): «Ten ánimo, Pablo (¡cuán dulce le sería escuchar su propio nombre de
labios del Señor!); pues como has testificado de mí en Jerusalén, así es necesario que
testifiques también en Roma». ¡Extraña forma de consolar a un preso, prometiéndole en
Roma las mismas aflicciones que en Jerusalén! Pero, ¿no era esto lo que él deseaba? (v.
21:13). ¿No era eso lo que se le había prometido desde el día de su conversión? (9:16).
Lo único que desanimaba a Pablo era no ser útil para servir a su Maestro, por vida o por
muerte. Así que las palabras de Cristo eran para él de gran ánimo, pues equivalían a
decirle: «¡No temas, Pablo; todavía no he terminado contigo!» Pablo deseaba ir a Roma,
para predicar también allí el Evangelio (Ro. 1:15) y tenía planes de ir allá (19:21).
Quizás pensaría, antes de la visita del Señor, que no vería satisfecho su anhelo. Pero
Jesús le dice ahora que hasta en esto se habían de cumplir sus deseos.
Versículos 12–35
Tenemos ahora el relato del complot que contra Pablo urdieron sus enemigos.
1. Al ver que nada ganaban por medio de alborotos populares ni por procedimientos
legales, recurren al bárbaro método del asesinato. Así lo tramaron tan pronto como se
hizo de día (v. 12). Pero el Señor había madrugado más que ellos. Más de cuarenta eran
los que habían hecho esta conjuración (v. 13). Se habían comprometido bajo anatema
(lit.) a no gustar nada (¡huelga de hambre y de sed!) hasta haber dado muerte a Pablo
(vv. 12, 14). Cometer el crimen era ya suficientemente malo; juramentarse para ello
bajo maldición, peor que peor, es como si entrasen en pacto con el diablo, al no dejar
lugar para un posible arrepentimiento. ¡Muy seguros estaban de que el complot les
saldría bien! El plan estaba astutamente concebido (v. 15): Los principales sacerdotes y
los ancianos, haciéndose cómplices del crimen juramentado, demandarían del tribuno
que hiciese comparecer de nuevo ante el Sanedrín a Pablo para indagar alguna cosa
más de él, y ellos estarían listos para matarle antes que llegase. Estaba bien fundada la
opinión que tenían de sus principales sacerdotes y ancianos: eran tan asesinos como
ellos y como sus antecesores (y algunos de ellos) lo habían sido en el proceso contra el
Señor. Odiaban a Pablo tanto como habían odiado a Jesús. ¡Qué honor ser amado por
los que aman al Señor y ser odiado por quienes le odian!
2. Se descubre el complot (vv. 16–22). Un sobrino de Pablo (v. 16), del que nada
más sabemos ni de cómo se enteró de la conjura, pasó aviso a Pablo, y éste (v. 17)
llamando a uno de los centuriones, dijo: Lleva a este joven ante el tribuno, porque tiene
cierto aviso que darle. Así lo hizo el centurión (v. 18) y, con este gesto de romano
cortés y civilizado, salvó la vida del apóstol. Nótese la prudencia de Pablo, al ocultar su
parentesco con el joven y al no revelar al centurión la conjura, poniendo así a su sobrino
en directa comunicación con el tribuno. El tribuno, por su parte, tomó amablemente de
la mano al joven y llevándole aparte (v. 19), se enteró por él de la conjura (vv. 20, 21) y
le despidió (v. 22), mandándole que a nadie informase de que le había dado aviso de
esto. Todos se comportaron con extremada prudencia, como lo requería el caso. Quienes
no saben guardar secretos no deben estar en puestos de responsabilidad.
3. Se deshace la conjura (vv. 23–35). El tribuno preparó el traslado de Pablo de
forma que llegase a su destino en Cesarea a salvo del complot que habían tramado
contra él.
(A) Ordenó que Pablo fuese acompañado por un considerable destacamento de
tropas romanas (v. 23) y que se le proveyese de montura para el trayecto, no como un
reo, sino como protegido, ya que no hallaba en él nada digno ni siquiera de prisión (v.
29). ¡Qué triste es observar cómo los principales sacerdotes judíos, al enterarse del
complot, dieron su «visto bueno», mientras un tribuno romano, llevado del sentimiento
natural de justicia y humanidad, hace lo posible por librarle de la muerte! Con tal alarde
de fuerza, el tribuno quería mostrar a los judíos que no debían seguir en su actitud
tumultuosa, sino temer el poder de Roma y someterse a la férrea administración de la
autoridad imperial. Todo entraba en los planes de Dios, quien quería salvar la vida de su
fiel siervo y animarle con todas estas medidas del tribuno, mero instrumento en manos
de la Providencia. Si hubiesen sido los enemigos de Pablo los encargados de conducirle
al gobernador, lo habrían llevado a pie o en una mala carreta, pero el tribuno le provee
de montura como a un caballero (v. 24).
(B) El tribuno escribe una carta a Félix, el gobernador de la provincia.
En ella, después de los saludos de rigor (comp. con Lc. 1:3), el tribuno, con claridad
y concisión propias de un educado romano (le escribiría en latín, que tan bien se presta
para ello, traducido estupendamente por Lucas, quien pudo enterarse del contenido de la
carta), expone el caso de Pablo y su propia actuación militar en el asunto, cambiando,
como observa Trenchard, «sutilmente el orden de los acontecimientos al efecto de
presentar su propia actuación en la luz más favorable posible» (v. 27). El hombre que le
enviaba había estado a punto de morir a manos de los judíos, pero él no lo había
permitido, al saber que se trataba de cuestiones internas de la Ley judía, sin delito
alguno que requiriese la intervención de las autoridades romanas. Los romanos
permitían a las naciones conquistadas por ellos el ejercicio de su religión respectiva,
pero, como responsables de la paz y el orden público de sus dominios, no permitían que,
bajo pretexto de religión, se actuase violentamente contra el prójimo.
(C) Fue conducido, pues, Pablo a Cesarea con buena escolta y con toda cautela («de
noche», v. 31), primero a Antípatris, y (v. 32), al día siguiente, dejando que los
jinetes fuesen con él (a Cesarea), volvieron (los demás de la escolta) a la fortaleza. ¿Qué
se hizo de los conjurados a no comer ni beber hasta que hubiesen dado muerte a Pablo?
(v. 12). De seguro que violaron el juramento y el anatema. Después de todo, los que
estaban decididos al asesinato de un inocente, contra uno de los preceptos del Decálogo,
¿por qué iban a tener escrúpulos de conciencia al quebrantar otro que tan de cerca les
atañía? Antípatris distaba unos 60 km de Jerusalén, con lo que la primera y principal
etapa del viaje estaba realizada a salvo; bastaban los jinetes para acompañar a Pablo en
los 40 km que Antípatris distaba de Cesarea.
(D) Así fue como Pablo fue puesto en manos del gobernador Félix (v. 33), a quien
los jefes militares de la expedición entregaron la carta del tribuno Lisias así como el
propio acusado, Pablo. El apóstol no se había interesado jamás en hacer amistad con los
grandes de este mundo y, sin embargo, Dios le proveyó de abundantes oportunidades
(precisamente en medio de sus padecimientos) de testificar de Jesucristo delante de
reyes y gobernadores. Después de leer la carta, y enterado de qué provincia era, le dijo
Félix a Pablo (v. 35): «Te atenderé cuando vengan tus acusadores. Y mandó que le
custodiasen en el pretorio de Herodes». Las frases de Félix no se deben entender en
sentido de benignidad hacia Pablo; el verbo griego para «atender» significa «escuchar
dentro de un proceso legal». En realidad, como veremos en el capítulo siguiente, Félix
era un gobernador corrompido y sin escrúpulos. De él escribe el escritor latino Tácito
que «ejercía la autoridad de un rey con mentalidad de esclavo».
CAPÍTULO 24
I. Se presenta en Cesarea una delegación del Sanedrín para acusar a Pablo (vv. 1, 2).
II. Intervención de Tértulo, el abogado de los enemigos de Pablo (vv. 2b–8). III.
Confirman el cargo los testigos presentes (v. 9). IV. Defensa del preso (vv. 10–21). V.
Se interrumpe el proceso legal (vv. 22, 23). VI. Conversación privada entre el preso y el
juez (vv. 24–26). VII. Queda encarcelado Pablo por dos años más, hasta que llega otro
gobernador (v. 27).
Versículos 1–9
1. Cinco días después (v. 1) de la conversación con el gobernador, se reanuda el
proceso contra Pablo. No se pierde, pues, el tiempo, ya que él mismo dice (v. 11): «no
hace más de doce días que subí a Jerusalén a adorar», y siete de esos doce los había
empleado en la purificación de que se nos habla en 21:26. Aunque no se nos dice, es
obvio que Lisias notificó a los principales sacerdotes que tendrían que ir a Cesarea a
proseguir la causa. Los que habían sido jueces, pasan ahora a ser fiscales. Ananías
mismo, el sumo sacerdote, con algunos de los ancianos, presentan demanda ante el
gobernador contra Pablo. ¡Es asombroso el esfuerzo que los malvados ponen en llevar
a cabo sus maldades! ¿Qué hacemos los creyentes para poner en práctica todo lo que es
bueno? ¿No le daría vergüenza al sumo sacerdote de rebajarse así en este proceso?
2. Los perseguidores de Pablo habían traído consigo un cierto orador, es decir,
abogado, llamado Tértulo. Su nombre es romano y no cabe duda de que estaba bien
informado del derecho procesal romano; por otra parte, se le ve enterado de las
costumbres judías, por lo que podría ser judío helenista, en opinión de Trenchard,
aunque Leal tiene por más probable que fuese pagano. Cuando Pablo fue llamado (v.
2), comenzó Tértulo su discurso.
(A) Comienza con un largo párrafo de adulación hipócrita (vv. 2–4), reconociendo
en todo tiempo y en todo lugar con toda gratitud (v. 3) el beneficio que toda la región
recibía («gran paz y muchas reformas») gracias a la prudencia de Félix (v. 2). Cuando
sabemos, por los mismos historiadores de esta nación, la perversa catadura de Félix,
todo eso suena a pura mentira. Dice Trenchard: «Al crédito de Félix se hallan algunas
operaciones contra bandidos, pero por lo demás los historiadores subrayan su injusticia,
su venalidad, su crueldad y su poco tacto al tratar los difíciles problemas de los judíos,
quienes le odiaban, y lograron por fin que cesara como gobernador». Para mejor ganarse
el favor de Félix, le asegura que no le van a molestar (v. 4) por mucho tiempo y le ruega
que se digne oírles brevemente «conforme a tu equidad» (¡sólo le queda hacer de él un
dios!). No hay peor cosa para un rey o gobernador que aceptar como sinceros los
halagos que se les prodigan.
(B) En contraste con el «admirable carácter» de Félix, presenta Tértulo a Pablo: (a)
Como una plaga, la peste en persona, que anda contagiando a todo el mundo, cuando la
verdad es que proclamaba el Evangelio de la salvación; (b) como promotor de
sediciones entre todos los judíos por todo el mundo (comp. 17:6). Insinúan con esto que
Pablo es el enemigo número uno del Imperio Romano, cuando la verdad era que Pablo
predicaba y obraba lo que es para la paz. (c) Como el cabecilla de la secta de los
nazarenos. Es cierto que Pablo era un apóstol de Cristo, el más ilustre de todos ellos (v.
1 Co. 15:9, 10), pero el cristianismo no es una secta (gr. háiresis, de donde proceden
los vocablos «hereje» y «herejía»), pues busca el bien de todos y tiende directamente a
unir a todos bajo la bandera de Cristo, que es la de la salvación de todos en cuanto está
de su parte. Sólo a la maldad del hombre se debe el que no le alcance la salvación.
Despectivamente llama Tértulo «la secta de los nazarenos» al cristianismo, como grupo
de seguidores de un nativo de Nazaret de donde nada bueno se podía esperar (Jn. 1:46),
pero Jesús no había nacido en Nazaret, sino en Belén, de donde había de salir el Mesías
de Israel. (d) Todavía añade Tértulo que Pablo había intentado profanar el templo (v. 6),
cuando la verdad es que abrigaba el máximo respeto hacia el templo, como lo había
demostrado en todo tiempo.
(C) Que el curso de la justicia había sido desviado de su cauce por la intervención
del tribuno Lisias (v. 7), quien «con gran violencia, dice, le quitó de nuestras manos».
Dice que querían juzgarle (v. 6b) conforme a la ley judía, lo cual era falso, pues lo que
querían hacer es lincharle sin atender a leyes ni razones. Añade Tértulo que Félix
mismo, si interroga a Pablo (v. 8), podrá informarse de las cosas de que le acusan.
Acusan, pues, a Lisias como a un enemigo que les impidió hacer justicia, cuando lo que
Lisias impidió fue que derramasen sin causa sangre inocente.
3. «Los judíos (v. 9) también se unían a la acusación, asegurando que las cosas
eran así», exactamente como Tértulo decía, y daban de este modo su aprobación a los
hipócritas halagos y las terribles mentiras que Tértulo había proferido. Sin poseer las
dotes oratorias de Tértulo ni su maña para hacer de lo negro blanco, y de lo blanco
negro, estos judíos daban su «visto bueno» a todas las maldades de Tértulo. Muchos que
no tienen la erudición suficiente para presentar su causa ante Baal, tiene la suficiente
perversidad para votar por Baal.
Versículos 10–21
1. Viene ahora la defensa que Pablo hace de sí mismo con palabras que el Espíritu
Santo iba a poner en su boca, según lo prometido por Jesús. A pesar de las mentiras e
injurias que Tértulo profería, Pablo no le interrumpió, sino que esperó a que terminase
su discurso y a que (v. 10) el gobernador le diese a él la venia para hablar. Nótese el
respeto, exento de toda adulación (v. 10b), con que se dirige a Félix. Sólo menciona los
muchos años durante los cuales ha sido Félix juez de la nación, pues eso le basta para
emprender su defensa con buen ánimo, como ante quien conoce bien las costumbres de
los judíos, así como la actuación honesta y pacífica de Pablo hasta el presente. En
efecto, como el propio Félix puede cerciorarse (v. 11), nadie puede aducir prueba
alguna de las cosas que presentan contra él (vv. 11–13).
2. De la parte negativa de su defensa, pasa Pablo a declarar cuál era, en realidad, su
actuación, tanto desde su conversión como en las actuales circunstancias:
(A) Reconoce que es uno de los que los judíos llaman «herejes» (v. 14): «según el
Camino que ellos llaman secta (v. lo dicho sobre el v. 5), así doy culto al Dios de mis
padres» (¡Pablo no tuvo que dejar de ser judío para hacerse cristiano! ¡Nunca dice: «Yo
ERA judío»!) No era, pues, un «hereje», ya que adoraba al Dios de Abraham, de Isaac y
de Jacob, el Dios del pacto con el pueblo de Israel.
(B) No sólo eso, sino que tenía en máximo respeto a la Ley, pues creía todas las
cosas que están escritas en la ley y en los profetas (v. 14b). Es cierto que abrigaba la
esperanza de la resurrección de los muertos, tanto de justos como de injustos (v. 15),
«la cual ellos mismos también abrigan», por lo que no podían acusarle de esto (parece,
de aquí, que la mayoría de los acusadores eran del partido de los fariseos). Nótese que
tanto justos como injustos han de resucitar: los justos, en virtud de su unión con Cristo
como su Cabeza; los injustos, en virtud del dominio de Cristo sobre ellos como su Juez.
(C) Todo esto formaba parte de sus más profundas convicciones, por lo que (v. 16)
él mismo se ejercitaba constantemente en conservar una conciencia irreprensible ante
Dios y ante los hombres. Pablo no dice que no tenga pecado ni que sea ya perfecto, pero
puede dar fe de que, en cuanto a la observancia de la Ley, había sido irreprensible (Fil.
3:6). Era irreprensible: (a) En extensión: «ante Dios y ante los hombres». Quien profesa
honrar a los hombres y no honra a Dios, es un mentiroso; quien profesa honrar a Dios y
no honra a los hombres, es un hipócrita. (b) En profundidad: Pablo se esmeraba en
portarse de modo irreprensible, basado en la esperanza de la resurrección (comp con Fil.
3:11–14).
(D) Después de hacer profesión de su fe, Pablo da cuenta del caso presente En el
templo estaba presentando ofrendas y haciendo purificación, no con multitud ni con
alboroto (vv. 17, 18). No se le podía acusar, pues, de profanación. ¿Y cómo podían
presentarle como enemigo de la nación cuando precisamente había venido a Jerusalén
(v. 17) «a hacer limosnas a mi nación»? Si alguien tenía algo contra él (v. 19) debería
comparecer allí. Y aun los mismos que estaban allí (vv. 20, 21) no podían acusarle de
ningún delito, «a no ser este solo grito que lancé en medio de ellos. Acerca de la
resurrección de los muertos soy juzgado hoy ante vosotros». Nótese una vez más en
Pablo la prudencia de la serpiente junto a la inocencia de la paloma: El único alboroto se
había producido por la división entre saduceos y fariseos a causa del tema de la
resurrección. Pero, como bien advierte Trenchard, «no convenía a los acusadores
mencionar la tumultuosa sesión del Sanedrín, que sólo hubiese servido para poner de
manifiesto sus propias divisiones y subrayar el hecho de que, en efecto, muchos rabinos
hebreos creían de todo corazón en la doctrina característica de Pablo: la resurrección de
los muertos».
Versículos 22–27
1. Prórroga del proceso (v. 22): «Entonces Félix, oídas estas cosas estando mejor
informado de este Camino, les dio largas, diciendo: Cuando descienda el tribuno
Lisias, decidiré vuestro asunto». Durante sus años como gobernador, Félix había
aprendido muchas cosas acerca de los judíos y del judaísmo, pero, con la intervención
de Pablo, se había dado cuenta de que la diferencia entre el cristianismo de Pablo y el
judaísmo de Pablo estribaba en cuestiones religiosas y de que en nada afectaba a los
asuntos de la administración romana. Halló, pues, una disculpa en la necesidad de oírles
a todos en presencia de Lisias o después de oír a éste. En realidad, no deseaba ofender a
los miembros del Sanedrín, pero tampoco quiso soltar a Pablo a pesar de percatarse de
su inocencia. ¿Qué podía esperarse de un juez que ni temía a Dios ni tenía consideración
a los hombres?
2. Optó, pues, por detener en prisión a Pablo, al pensar además que un hombre de
tantas dotes como Pablo debía de tener muchos amigos y por eso, quizá podría
beneficiarse él mismo de esta situación (v. el v 26). Así se explica su orden al centurión
(v. 23) de que, no sólo se le concediese a Pablo alguna libertad, sino también que no
impidiese a ninguno de los suyos servirle o venir a él. Una prisión que no sea incómoda
puede convertirse, de alguna manera, en la propia casa de uno cuando los amigos y
familiares tienen libre acceso a la cárcel.
3. Nos pueden extrañar las frecuentes conversaciones (v. 26) de Félix con Pablo,
pero, además de la esperanza de sacarle dinero que se nos menciona en este mismo
versículo, Drusila, la mujer con quien vivía en concubinato, era hija de Agripa I; por
tanto, bisnieta de Herodes el Grande y hermana de Agripa II y de Berenice. Había
nacido el año 38, poco después de la conversión de Pablo. El proceso actual de Pablo se
lleva a cabo, con la mayor probabilidad, en el año 57. Así que Drusila tiene escasos 19
años y ya ha sido arrebatada por Félix y, por llevar sangre judía, estaría interesada en
conocer lo que predicaba este judío, aunque tenido como «hereje» por el Sanedrín.
4. A esta pareja les va a explicar Pablo el Evangelio de Cristo, que no sólo contenía
la fe en el Resucitado, sino también la justicia, el dominio propio (con el énfasis en la
castidad conyugal) y el juicio venidero (comp. con 17:30, 31). Podemos explicarnos el
terror de Félix (v. 25) ante estas enseñanzas que tan de cerca le atañían. Dice Leal: «La
reacción del procurador fue la del que tiene mala conciencia; siente miedo y no quiere
que sigan exponiéndole la verdad. El desorden de la vida le hace rechazar la luz (cf. Jn.
1:5; 3:20)». El terror de Félix ¡el gobernador!, contrasta con la valentía de Pablo ¡el
preso! ¿Por qué? Porque: (A) Pablo, en su predicación, no tenía acepción de personas,
como tampoco la tiene la Palabra de Dios; (B) en sus mensajes, Pablo quería llegar al
fondo del corazón de sus oyentes a fin de convencerles de pecado y prepararles para
recibir la salvación; (C) Pablo prefería servir a Cristo y hacer bien a las almas, antes que
mirar por su propia seguridad personal; (D) Pablo estaba dispuesto a correr todos los
riesgos en su labor, aun cuando fuesen mínimas las probabilidades de sacar algún fruto,
como en este caso. Félix y Drusila eran pecadores endurecidos; sin embargo, Pablo no
deja, por eso, de anunciarles el Evangelio. El atalaya de Cristo ha de dar el aviso;
aunque no le escuchen, habrá salvado su responsabilidad. Nótese el poder de la Palabra
de Dios: o consuela o aterra; o salva o endurece a los oyentes, pero nunca deja
indiferentes a los que la oyen. Nadie queda «igual que antes», después de oír una clara
exposición del Evangelio.
5. La forma en que Félix despidió al predicador (v. 25b): «Vete por ahora; pero
cuando tenga oportunidad te llamaré». Se contentó con un «temblor», al temer ante las
consecuencias del pecado, pero sin llegar a arrepentirse del pecado mismo. No quiso
luchar contra su convicción, por lo que se quedó en su corrupción. Como un deudor
apenado, pide demora para pagar: «… cuando tenga oportunidad» (comp. con 17:32b).
Esa «oportunidad», por lo que sabemos, no llegó jamás. ¿Hay mejor oportunidad que
cuando se siente el fuego de la verdad para batir en caliente el corazón? Una vez que se
deja pasar la oportunidad, la convicción se enfría y el temor disminuye hasta
desaparecer por completo. En lo que atañe a la salvación, toda demora es sumamente
peligrosa. ¡Cuántos se han despeñado en la condenación eterna por dejar para otra
oportunidad la resolución de aceptar a Cristo y romper con el pecado!
6. Triste final de este capítulo (v. 27). «Al cabo de dos años (y llegamos al 59 o al
60 de nuestra era), recibió Félix por sucesor a Porcio Festo». Como sabemos por la
historia, Félix fue destituido de su cargo ante las fuertes acusaciones que los judíos
presentaron contra él. Así se explica mejor que dejase a Pablo en prisión, queriendo
congraciarse con los judíos (comp. con 25:9). Es frecuente el caso en que un inocente
es sacrificado en aras de la reconciliación entre jurados enemigos. El día en que Cristo
fue crucificado, Herodes y Pilato se volvieron amigos. Vergonzosa fue, pues, la salida
de Félix de su cargo de procurador romano. No logró alcanzar la amistad de los judíos,
como sabemos por la historia. Por otra parte, de Pablo no sacó el oro y la plata que
codiciaba, pues Pablo no tenía oro ni plata, y rechazó lo que podía Pablo proporcionarle,
que era mucho más valioso que la plata y el oro. Así suele pagar el diablo a los que le
sirven (comp. con Ro. 6:23).
CAPÍTULO 25
14

I. Entra Festo de gobernador y se reanuda el proceso de Pablo, no en Jerusalén,


como los judíos deseaban, sino en Cesarea. El proceso se cierra con la apelación de
Pablo al César (vv. 1–12). II. De nuevo comparece Pablo ante el gobernador, y están
presentes, además, el rey Agripa II y Berenice, su hermana, junto con otras personas
distinguidas de la ciudad (vv. 13–22). III. Da comienzo a la audiencia el propio Festo
(vv. 23–27).
Versículos 1–12
1. Apenas entrado en funciones (v. 1), Festo sube a Jerusalén, y a él acuden (v. 2)
los principales sacerdotes y los más influyentes de los judíos para volver a presentar sus
cargos contra Pablo, y le ruegan, como un favor (v. 3), que le haga venir a Jerusalén,
preparando ellos una emboscada para matarle en el camino. No habían cesado, pues,
en su furia contra Pablo y en su propósito de acabar con él de una vez por todas. Dice
Leal: «La pasión tenaz es una de las características de este pueblo excepcional».
2. Pero el gobernador, con toda prudencia, decide que el juicio se lleve a cabo en
Cesarea, adonde él va a partir en breve (v. 4), e invita a descender allá (Cesarea era
puerto de mar, mientras que Jerusalén está a 745 m sobre el nivel del mar) a cuantos
tengan algo que presentar contra Pablo (v. 15). Cualquiera fuese el motivo por el que
Festo rehusó llevar a Pablo a Jerusalén, lo cierto es que Dios velaba por su siervo fiel, a
fin de librarle de las garras de sus mortales enemigos.
3. Comienza el juicio ante Festo (vv. 6–8). Después de pasar en Jerusalén unos ocho
o diez días, no más (v. 6), Festo bajó a Cesarea y ya que le urgían los judíos, no perdió
tiempo, sino que, al día siguiente, se sentó en el tribunal y mandó que fuese traído
Pablo. (A) Los demandantes presentan sus cargos contra el preso: «lo rodearon los
judíos que habían bajado de Jerusalén» (v. 7), ya fuese para impresionar al juez o para
intimidar al reo, pero en vano. Aun cuando presentaron contra él muchas y graves
acusaciones, presentándolo como al más vil y criminal de todos los reos, no podían
probar dichas acusaciones, puesto que eran falsas. (B) El preso (v. 8) insistió en su
inocencia: (a) No había pecado contra la ley de los judíos, pues a ningún judío apartaba
de las costumbres de sus antepasados; (b) ni contra el templo, pues, lejos de profanarlo,
lo había respetado purificándose en él; (c) ni contra César, es decir, contra las leyes del
Imperio Romano. Éste era, como observa Trenchard, un elemento nuevo en la acusación
contra Pablo. «Pero es probable, añade, que “se pasaran de listos” al añadir un cargo
político a los demás, que eran religiosos, pues así, sin querer, imposibilitaron el paso de
la causa a su propia jurisdicción, ya que un ciudadano romano, acusado de un delito
político, tendría que estar “ante el tribunal del César”.»
4. Pablo apela al emperador. Esto dio a la causa un nuevo giro. Dios le puso esto en
el corazón para llevar a cabo lo que le había dicho de que había de dar testimonio de él
también en Roma.
(A) La propuesta que le hizo Festo (v. 9), queriendo congraciarse con los judíos,
pero sin forzar a Pablo, pues le pidió el consentimiento: «¿Quieres subir a Jerusalén y

14Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224


TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1554
allá ser juzgado de estas cosas delante de mí?» El gobernador podía ordenárselo, pero
no se lo quiso imponer.
(B) Pablo rehusó aceptar la propuesta y dio sus razones para ello: (a) Como
ciudadano romano, era su derecho ser juzgado ante el tribunal del César, que era el del
gobernador (v. 10). Esto muestra que los ministros de Dios no están exentos de la
jurisdicción de los poderes civiles, sino que, si son hallados culpables de algún delito
civil o social, han de ser juzgados en el tribunal civil; y si son inocentes, allí también se
ha de demostrar. (b) Como miembro de la nación judía, a los judíos no les había hecho
ningún agravio; «como tú sabes muy bien», añade. Los que son inocentes, no tienen por
qué ocultar su inocencia, aun en el caso de que sepan que no va a ser admitida su
declaración.
(C) No es que Pablo quiera así escapar de ser juzgado sobre los cargos que le
imputan. Incluso está dispuesto a morir, si ha hecho alguna cosa digna de muerte (v.
11), pero, con el derecho que le da su ciudadanía romana, apela al César. Antes que caer
en manos del sumo sacerdote prefiere caer en las manos de Nerón. ¡Terrible caso, el de
un hijo de Abraham que se ve forzado a apelar a Nerón, para verse a salvo de los
propios hijos de Abraham, y piensa hallarse más seguro en Roma que en Jerusalén!
5. El veredicto de Festo consiste en una moratoria, conforme al deseo de Pablo (v.
12). Sus enemigos esperaban que la causa terminase con una sentencia de muerte; sus
amigos esperaban que terminase con sentencia de liberación; ambos grupos quedan
decepcionados. Es un ejemplo del lento proceso que a veces sigue la Providencia, y en
el que quedamos con frecuencia avergonzados tanto de nuestras esperanzas como de
nuestros temores, y tenemos que seguir aguardando a Dios. Festo tuvo que consultar al
consejo, como era lo prudente, aunque tenía poderes para rechazar la apelación de
Pablo. Al haber dado el consejo aviso favorable, Festo dio a Pablo la respuesta
siguiente: «A César has apelado; a César irás».
Versículos 13–27
Ahora tenemos la preparación que se hace para que Pablo sea oído ante el rey
Agripa, aunque sólo sea para satisfacer su curiosidad.
1. La visita amistosa que Agripa giró al gobernador, recién instalado en la provincia
(v. 13). Los visitantes eran Agripa y su hermana mayor, Berenice (ambos, hermanos de
Drusila). Recordemos también que Agripa era hijo de Agripa I, el que había hecho
decapitar a Santiago el hermano de Juan (12:1 y ss.) y pensaba hacer lo propio con
Pedro sin lograrlo; murió él mismo poco después, comido de gusanos. Era, pues,
bisnieto de Herodes el Grande, bajo cuyo reinado nació el Señor. Berenice había
quedado viuda de su tío Herodes, y vió con este hermano suyo hasta que volvió a
casarse con Polemón rey de Cilicia, del cual se divorció sin tardar mucho, volviendo a
vivir con su hermano en concubinato, según se rumoreaba. Estuvo a punto, además, de
casarse con el futuro emperador Tito, aun en vida de Agripa, pero la boda no llegó a
celebrarse a causa de la oposición que encontró en amplios sectores de Roma. Estos
eran los personajes ante los que Pablo iba a hacer su defensa.
2. El informe que Festo dio al rey Agripa acerca del preso. Como pasaban allí (el
rey y su hermana) muchos días (v. 14), Festo, para procurarle algún entretenimiento, le
habló del caso con todo detalle (vv. 14–21): Félix lo había dejado allí preso, los judíos
de Jerusalén le habían pedido que lo condenase (v. 15), él se había negado a hacerlo sin
escuchar al reo (v. 16), pero tampoco había dado largas al asunto (v. 17), sino que, «al
día siguiente, dice, me senté en el tribunal y mandé traer al hombre». Pero, cuando lo
trajeron (v. 18), ¡cuál no sería su desilusión al ver que no presentaban contra él ningún
cargo que tuviese que ver con la ley romana, sino (v. 19) ciertas cuestiones acerca de su
propia religión, y de un cierto Jesús, ya muerto, del que Pablo afirmaba que está vivo.
Puede verse la ligereza con que este gobernador romano habla de Jesús, pero ¿qué se le
podía pedir a él, cuando los propios principales sacerdotes de los judíos lo habían
condenado a muerte por blasfemo? Para Pablo, en cambio, como para todos los
creyentes, el que sea verdad o no que Cristo está vivo, es algo en que nos va la salvación
eterna. Festo expresa su perplejidad (v. 20) ante el caso, pero, al apelar Pablo al César
(v. 21), lo había dejado en custodia hasta poder enviarlo a Roma.
3. Agripa se interesa por el caso (v. 22) y desea oír a Pablo, pues de este asunto
entiende mucho más que Festo. El interés de Agripa por oír a Pablo es semejante al de
Herodes Antipas por ver a Jesús: pura curiosidad. Festo le dice: «Mañana le oirás». Y,
al día siguiente (v. 23), Pablo va a tener la oportunidad de dar su testimonio ante el rey,
su hermana y el gobernador, con los tribunos y los hombres más importantes de la
ciudad (v. 23b). Va a poder predicar ante una gran congregación y, lo que es más, ante
una congregación de grandes. Félix le había oído en privado, pero Agripa y Festo
acuerdan que se le oiga en público. Lucas señala la mucha pompa con que Agripa y
Berenice entraron en la sala de la audiencia con el acompañamiento ya mencionado más
arriba. Esa regia pompa estaba manchada por la inmoralidad de sus respectivos
caracteres, tan viles como el del más bajo criminal y en contraste con la verdadera gloria
del preso que iba a comparecer ante ellos.
4. Festo abre la sesión con un discurso, en el que se dirige (v. 24) al rey Agripa y a
todos los VARONES allí presentes. Parece como si insinuase acerca de Berenice: «¿Qué
hace aquí esa mujer?» Presenta luego a Pablo como al hombre respecto del cual toda la
multitud de los judíos le había pedido que lo condenase a muerte, pues no merecía vivir
más. Pero él (v. 5) no había hallado en Pablo nada digno de muerte (¿por qué, pues, lo
retenía en prisión?), y como el preso había apelado a César, había determinado enviarlo
a Roma. La cosa era (vv. 26, 27) que no sabía qué escribirle a Nerón acerca de la causa,
por lo que rogaba a todos que le ayudasen a examinar al reo para tener algo concreto
que decir de él, pues (v. 27) le parecía fuera de razón enviar un preso, y no indicar los
cargos que hubiera en su contra. ¡Tan confusas eran las informaciones que se le habían
dado acerca de Pablo!
CAPÍTULO 26
I. Pablo comienza su defensa, y se dirige humildemente al rey Agripa, como a quien
conoce bien las costumbres de los judíos (vv. 1–3) y da cuenta de su origen, educación y
profesión como fariseo, con su adhesión a la doctrina de la resurrección, que los fariseos
sostenían (vv. 4–8). Habla también del celo con que había perseguido a Cristo en las
personas de los cristianos (vv. 9–11), y de su conversión en el camino de Damasco, con
la comisión que recibió de Jesús (vv. 12–18); declara su obediencia a esta visión
celestial y la doctrina que a todos predicaba, a pesar de la oposición que se le hacía por
parte de los judíos, doctrina que es el núcleo del Evangelio (vv. 19–23). II. Al llegar a
este punto, Festo le interrumpe tildándole de loco (v. 24), por lo que él se dirige al rey
Agripa en confirmación de lo que viene diciendo (vv. 25–27). Agripa se declara casi
convertido (v. el comentario al v. 28, de sentido dudoso), y Pablo desea de corazón a
todos los presentes ser lo que él es, excepto las cadenas (v. 29). III. Al retirarse los
presentes, todos ellos están de acuerdo en que Pablo es inocente y que se le habría
podido poner en libertad si no hubiese apelado al César (vv. 30–32).
Versículos 1–11
1. Aunque la presidencia competía a Festo, al estar el preso bajo jurisdicción
romana, el gobernador quiso tener con Agripa la deferencia de cederle la presidencia,
por lo que vemos al rey que concede la venía (v. 1) para hablar. El permiso es para
hablar a su favor, es decir, para defenderse, cosa que los judíos no le permitían. En
virtud de este permiso, Pablo pide silencio con la mano, como quien dispone de libertad
para hablar. Se dirige con especial respeto a Agripa (v. 2), no sólo por ser el presidente,
sino también (v. 3) porque conocía bien todas las costumbres y cuestiones que había
entre los judíos; conocía las Escrituras y, por ello, estaba en mejor disposición que
ninguno de los presentes para entender lo que Pablo iba a declarar. Es alentador para un
predicador del Evangelio tener entre los oyentes a personas inteligentes que saben
discernir la materia del sermón.
2. Declara que, aun cuando se le tilda de «hereje», sigue adherido a lo que le
enseñaron desde la niñez. Su conducta (v. 4) era bien conocida de todos.
(A) No sólo era judío, sino que había sido educado en Jerusalén y había vivido
como fariseo, conforme a la más rigurosa secta de nuestra religión (v. 5). Lo mismo
había declarado en 22:3; 23:6, aunque aquí no se dice que repitiese el haber sido
instruido a los pies de Gamaliel. No había sido un iletrado pescador, como la mayoría
de los apóstoles, sino educado en la más exquisita escuela de los fariseos y, por tanto,
bien versado en la Ley. Y no sólo era ortodoxo en su fe, sino que era irreprochable en su
conducta («viví como fariseo»), irreprensible (Gá. 3:6). No podían acusarle de que había
desertado de la religión judía por desencanto o por falta de la debida consideración a la
revelación divina, puesto que precisamente (v. 6) estaba sometido a juicio «por la
esperanza de la promesa que hizo Dios a nuestros padres». Ahora bien, Pablo sabía de
sobra que todo esto no le justificaba delante de Dios, pero era suficiente para defender
su buena reputación conforme a la ley de los judíos. Aunque todo lo contaba como
pérdida para ganar a Cristo, lo mencionaba cuando había de servir para honor de Cristo.
(B) Esta esperanza era la única causa por la que se le acusaba (v. 7), al ser así que
toda la nación israelita, con sus doce tribus, esperaba el cumplimiento de dicha
promesa, por lo que Pablo hacía causa común con todo el pueblo de Israel en un punto
de primerísima importancia. Esto muestra que Dios tiene un remanente en cada una de
las doce tribus de Israel para el final de los tiempos, pues la promesa de la resurrección
va ligada a la inauguración del reino mesiánico (v. 3:21). Por esa razón (comp. con Lc.
2:36), Pablo, de la tribu de Benjamín, rendía culto constantemente a Dios de día y de
noche, con plena fe en la omnipotencia de Dios para resucitar a los muertos (v. 8).
Muchos entre los oyentes eran paganos. Podemos, pues imaginarnos que se burlarían de
Pablo como lo habían hecho los de Atenas en el Areópago (17:32). La reacción de Festo
(v. 24) lo da a entender.
3. Reconoce que, mientras continuaba siendo fariseo, fue acérrimo enemigo de los
cristianos (v. 9), pues creía que debía serlo. Su conversión al cristianismo no fue el
resultado de una previa inclinación suya en ese sentido, sino obra de un milagro que le
transportó desde el más alto grado de prejuicio contra el cristianismo hasta el más alto
grado de seguridad acerca del cristianismo. Con esto, parece excusar modestamente a
sus perseguidores, a quienes no había sido concedida una luz tan brillante como la que a
él le había deslumbrado. Detalla, sin paliativos, los detalles de la persecución que
emprendió contra los santos, es decir, los creyentes en Cristo (vv. 10, 11): (A) Obtuvo
poderes de los principales sacerdotes para encerrar en cárceles a muchos de ellos,
como si fuesen criminales comunes contra Dios y contra la patria. (B) Daba su voto, es
decir, echaba la piedrecita (eso es lo que significa el vocablo griego) cuando los
mataban, esto es, cuando los condenaban a muerte, en lo que se refiere a la muerte de
Esteban, algo que tenía vivísimamente grabado en su mente. En cuanto a este ejercicio
del voto, véase el comentario a 1 Corintios 7:7. (C) No sólo había perseguido a los
cristianos en Jerusalén (v. 11) y hasta en las ciudades extranjeras, sino que les atacaba
con tal furia que, a algunos de ellos, los forzaba a blasfemar, es decir, a hablar mal de
Jesucristo cuando estaban bajo la tortura que Saulo les infligía. Éste era el carácter de
Pablo antes de su conversión, la cual era, desde el punto de vista puramente natural,
inexplicable.
Versículos 12–23
1. Pablo pasa a referir la forma en que se efectuó su conversión.
(A) Mientras iba de camino, en dirección a Damasco, adonde marchaba para poner
por obra la comisión que los principales sacerdotes le habían encargado de perseguir a
los cristianos allí residentes (vv. 12, 13) vio una luz del cielo que sobrepasaba al
resplandor del sol y, por tanto, no podía ser producida por causas naturales. No se
trataba de una alucinación, pues la luz le rodeó a él y a los que iban con él. En las obras
de la gracia, como en las de la naturaleza, la primera creación es la de la luz (v. 2 Co.
4:6). Cristo mismo se le apareció después (v. 16). Los que acompañaban a Pablo vieron
la luz, pero no conocieron a Cristo en la luz.
(B) Oyó una voz (v. 14) que le hablaba en hebreo (es decir, en arameo) y repetía dos
veces su nombre, diciendo: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?» Y volvió a decirle:
«Yo soy Jesús a quien tú persigues», con lo que Pablo había aprendido que aquellos a
quienes él perseguía como a la hez de la tierra eran miembros del Mesías. Pablo pensaba
que Cristo seguía sepultado en alguna tumba (pues creía robado su cadáver por los
discípulos, como vemos por Mt. 28:15), pero ¡cuál no sería su sorpresa al oírle hablar
desde el cielo, rodeado de gloria y rodeándole de luz a él! Esto es lo que le convenció de
que las enseñanzas de Jesús eran celestiales y divinas y, por tanto, no había que
oponerse a ellas, sino recibirlas como dignas de toda aceptación (v. 1 Ti. 1:15). La frase
«Dura cosa te es dar coces contra el aguijón» es aquí donde se halla bien atestiguada
por todos los MSS y de aquí la repiten algunos MSS menos importantes en 9:5. La
imagen es la del buey uncido al arado y recalcitrante, que da coces contra la aguijada
del amo que le espolea. Esto da a entender claramente que la conciencia le punzaba
aguda y constantemente desde la muerte de Esteban y que la rabia misma con que
perseguía a los cristianos era un esfuerzo subconsciente para suprimir tales punzadas,
aunque no lo conseguía.
2. El propio Jesús le había comisionado (vv. 16–18) para predicar el Evangelio a los
gentiles, al ser testigo de lo que había visto y de lo que aún le había de hacer ver (v. 16).
Pablo recibió del mismo Cristo (Gá. 1:12) el Evangelio, pero lo recibió gradualmente.
Por eso precisamente, Cristo le había de librar de toda persecución, tanto de parte de los
judíos como de los gentiles (v. 17), a fin de que pudiera cumplir esta misión. La
comisión de predicar a los gentiles aparece aquí (v. 18) muy detallada:
(A) «Para que les abras los ojos y se conviertan de las tinieblas a la luz» (NVI,
comp. con 1 P. 2:9b). Cuando Dios les abra los ojos mediante la predicación de Pablo,
verán la luz y entenderán la verdad, abandonarán las tinieblas del pecado y seguirán la
santidad, sin la que nadie verá a Dios. Así saldrán «de la potestad de Satanás a Dios»,
de la esclavitud de un amo perverso a la libertad que comporta servir al Dios que es
Amor. El objetivo del Evangelio es rectificar los errores de quienes están en tinieblas y
sacar a la luz a quienes están encarcelados por el diablo.
(B) «Para que reciban perdón de pecados y su parte en la herencia de los
santificados por la fe que se pone en mí» (NVI). Es una gran dicha la conversión al
Evangelio; no es sólo una iluminación y una libertad, sino que es una inmensa felicidad.
Aceptados por Dios por medio del perdón de todos sus pecados y la adopción por hijos,
de la que el Espíritu de Dios les da testimonio, son hechos herederos de Dios y
coherederos con Cristo (Ro. 8:15–17). Y, como garantía de que después serán
glorificados, son ahora santificados (Ro. 8:30). La frase que comentamos—nota del
traductor—puede leerse como en la Reina-Valera («para que reciban, por la fe que es
en mí, perdón, etc.») o como en la Nueva Versión Internacional (la que hemos dado).
Esta última está mejor en consonancia con la construcción gramatical del griego. Dice
muy bien M. Henry: «Lo mismo da, pues por fe es como somos justificados,
santificados y glorificados». El griego dice literalmente: «por la fe, la que es en mí»,
como si dijese: «Esa fe es la que, de manera muy especial, se pone en mí y en mi
función mediatorial, echando todo el peso en mí y descansando en mí».
3. Pablo expone a continuación la forma en que había desempeñado su misión con la
ayuda y la dirección de Dios.
(A) Dios le había puesto en el corazón la obediencia al llamamiento de Cristo (v.
19): «No fui rebelde a la visión celestial». Si Pablo hubiese consultado con carne y
sangre, y se hubiese dejado llevar de sus intereses personales, como había hecho Jonás,
se habría ido a cualquier parte antes que cumplir con el difícil y peligroso cometido que
el Señor le había encargado. Pero aceptó la comisión y se puso a desempeñarla sin
dilación (v. 20).
(B) Su predicación (v. 20), como la del Bautista y la del mismo Jesús a los judíos,
era (a) que se arrepintiesen, pues sin arrepentimiento y cambio de mentalidad acerca del
pecado, de la salvación y de la santidad de Dios, no cabe perdón de pecados; (b) que se
convirtiesen a Dios; de nada serviría dejar el pecado, si eso no entrañara el volverse a
Dios (comp. con 1 Ts. 1:9); la antipatía hacia el pecado surge con brío cuando se ve la
gloria de Dios (comp. Is. 6:5); (c) haciendo obras dignas de arrepentimiento; es decir,
como en Mateo 3:8 y paralelos, obras que demuestren un arrepentimiento sincero. No
basta con hablar palabras de arrepentimiento, sino que es menester vivir obras de
arrepentido. Ahora bien, ¿qué falta se podía hallar en tal predicación como ésta de
Pablo?
(C) Sin embargo, fue por causa de esto (v. 21) por lo que los judíos, después de
prenderle en el templo, intentaban matarle. Véase si eso era un crimen digno de muerte,
o aun de prisión. Además, le habían prendido en el templo, no por estar profanándolo,
sino por estar allí rindiendo el debido culto a Dios; como si el arresto fuese mejor obra
por llevarlo a cabo en mejor lugar.
(D) Sin embargo, de todo había salido con bien con la ayuda de Dios (v. 22). No
menciona ninguna otra ayuda. ¿Para qué, si con la ayuda de Dios toda otra ayuda era
innecesaria; y sin la ayuda de Dios, toda otra ayuda era insuficiente? No confiaba en sí
mismo, sino que, al haber obtenido de Dios el llamamiento, sabía que también recibiría
de Dios el auxilio.
(E) Su predicación no tenía límites en cuanto a los oyentes, pues daba testimonio (v.
22b) a pequeños y a grandes, pues los ricos y elevados necesitaban de la salvación lo
mismo que los pobres, bajos e insignificantes desde el punto de vista humano, pues
Dios no tiene acepción de personas, y todas las personas necesitan la aceptación de
Dios. Por otra parte, su predicación tenía límites en cuanto a que no predicaba cosas
nuevas ni lo mejor que a él le parecía, pues no decía nada fuera de las cosas que los
profetas y Moisés (la Ley) dijeron que habían de suceder. ¿Qué cosas eran éstas que
habían de suceder? (v. 23) (a): «Que el Cristo, el Mesías, había de padecer» (comp. con
Lc. 24:26, entre otros lugares). La cruz de Cristo era escándalo para los judíos, pero
Pablo declara que estaba de acuerdo con las profecías del Antiguo Testamento. (b) «Que
había de ser el primero en resucitar de los muertos», como primicias de los que
durmieron (1 Co. 15:20). (c) «Que iba a anunciar luz al pueblo y a los gentiles» (comp.
con Is. 42:6; 49:6; Lc. 2:32), primero a los judíos, después a los gentiles, pues era la luz
que, al venir al mundo, había de iluminar a todos los hombres (Jn. 1:9). Por eso había
recibido él (Pablo, v. 18) la misión de abrir los ojos a los gentiles, a fin de que salieran
de las tinieblas a la luz. Y todo ello había sido predicho por los profetas del Antiguo
Testamento.
Versículos 24–32
Tenemos razón para pensar que Pablo tenía mucho más que decir. Había llegado al
núcleo de su mensaje, donde podría haberse detenido mucho y con gran provecho.
1. Pero fue precisamente en este momento cuando Festo le interrumpió tildándole de
lunático (v. 24): «Estás loco, Pablo; las muchas letras te están llevando a la locura».
La erudición bíblica que mostraba Pablo (v. 2 Ti. 3:15, donde el original dice «las
Sagradas Letras») se le antojaba a Festo una «locura» por la manera rabínica de
argumentar. Agripa lo entiende mejor y calla. Con esto, el gobernador insinuaba que
Pablo no era del todo responsable, por lo que no debía ser condenado ni creído. La
interrupción de Festo no es fruto de la ira, sino del menosprecio.
2. Pablo responde con toda serenidad y respeto, y muestra ya con eso su cordura (v.
25): «No estoy loco, excelentísimo Festo, sino que pronuncio palabras de verdad y de
sensatez». Así nos enseña a no devolver menosprecio por menosprecio ni insulto por
insulto. Y apela al rey Agripa en confirmación de lo que dice, ya que, además, son cosas
notorias (v. 26) las que proclama. Y no se contenta con apelar a él, sino que le
compromete a responder (v. 27): «¿Crees, oh rey Agripa, a los profetas? Yo sé que
crees». Todos sabían que Agripa llevaba sangre judía, profesaba la religión judía y, por
tanto, conocía los escritos de los profetas y les daba crédito. En ese sentido va la
pregunta de Pablo y la afirmación de que Agripa creía, es decir, daba crédito a los
profetas. Pablo no tiene al rey Agripa por creyente de corazón.
3. Podemos imaginar que todos los ojos estarían ahora puestos en el rey que presidía
la sesión. La respuesta de Agripa merece especial atención (v. 28). El griego dice
literalmente: «En poco (tiempo) me persuades a hacerme cristiano», equivalente, en
buen castellano, a la versión que ofrece Trenchard: «¡Con tan poca cosa quieres
persuadirme que me haga cristiano!» Esta traducción cuadra mejor con el contexto y
con las circunstancias en que se hallaba Agripa. Puesto en estrechura, el rey se sale por
la tangente: No quiere admitir delante de aquel auditorio su fe en los profetas del
Antiguo Testamento. Pero, por otra parte, no puede dar a Pablo una negativa rotunda.
Viene, pues, a decirle a Pablo que su argumentación no ha sido lo suficientemente
eficaz para pasarse del judaísmo al cristianismo. En el fondo, estaba su perversa
condición espiritual, que le impedía dar cabida cordial a la Palabra de Dios. Hasta qué
punto le llegaron las razones de Pablo, no sabemos; pero no se nos dice que le hiciesen
temblar como a Félix. Finalmente, la versión RV a la que estamos acostumbrados: «Por
poco me persuades a hacerme cristiano», tan usada en himnos y mensajes («el casi
cristiano») es la menos probable.
4. La réplica de Pablo es digna del gran apóstol (v. 29): «¡Quisiera Dios que, tanto
en poco como en mucho (lit. grande), no solamente tú, sino también todos los que hoy
me oyen, fueseis hechos tales cual yo soy, excepto estas cadenas!» Dice Leal: «La
respuesta de Pablo es emocionante y revela su gran corazón. Responde muy en serio y
desea que todo el mundo sea cristiano, porque en ello está la felicidad. La limitación
que pone entra muy (¿bien?) en el carácter grande y fino de Pablo: desea para todos
todo el cristianismo, menos “las cadenas” que él lleva por la fe». En la misma línea,
sigue M. Henry: «Insinúa que sería la inefable felicidad de cada uno de ellos el hacerse
verdaderos cristianos—que hay en Cristo gracia suficiente para todos, por muchos que
sean—. Da también a entender la buena voluntad que abriga hacia todos ellos, pues les
desea: (A) todo lo que se desea a sí mismo; (B) mejor que a sí mismo en cuanto a su
condición exterior. Desea que todos ellos fuesen cristianos consolados como él era, pero
no cristianos perseguidos como él estaba … Nada se puede decir más tierno ni con
mejor gracia».
5. Tras estas palabras de Pablo (vv. 30–32), todos están de acuerdo en que es
inocente, y la sesión se levanta con alguna precipitación (v. 30), pues algunos de los
presentes, y especialmente el rey, comenzarían a sentir las punzadas de la conciencia, y
el mejor modo de disimular el impacto del sermón era dar por concluida la audiencia.
Los llamados «mecanismos de defensa» de la psicología humana actuaban con toda
energía para suprimir la eficacia del mensaje, y compensaban la negativa a rendirse con
la generosa disposición a dar por inocente al preso. ¡De cuántos trucos dispone nuestro
subconsciente! Si Pablo llegó a escuchar los comentarios de los versículos 31 y 32, no
cabe duda de que se llenaría de profunda tristeza, al ver que su inocencia se reconocía al
precio del endurecimiento de los oyentes. Comenta M. Henry: «Y ahora no sé decir si
Pablo se arrepentía de haber apelado a César, y al ver que era esto lo que impedía su
descargo. Los que pensamos que es para beneficio nuestro, resulta con frecuencia ser
una trampa. O, quizás, a pesar de todo, se contentaba con lo que había hecho y veía en
esto la Providencia y que todo saldría bien. Además, se le había dicho en una visión que
había de testificar en Roma (23:11), y lo mismo le da ir allá en calidad de preso que
puesto en libertad».
CAPÍTULO 27
Relato del viaje de Pablo a Roma. I. El comienzo del viaje fue próspero y en calma
(vv. 1–8). II. Pablo les da a conocer la proximidad de una tormenta (vv. 9–11). III. No le
creen, y la tempestad les llega a poner en punto de desesperación (vv. 12–20). IV. Pablo
les asegura que, merced a la gran bondad de Dios, saldrán del apuro sanos y salvos (vv.
21–26). V. Por fin, dan a medianoche con una isla, que resultó ser Malta (vv. 27–36).
VI. Escapan a duras penas de la muerte al naufragar el buque, pero todas las personas
son preservadas de modo admirable (vv. 37–44).
Versículos 1–11
1 «Cuando se decidió, dice Lucas (v. 1), que habíamos de navegar para Italia,
etc.». Viaje largo, pero no había más remedio, pues Pablo había apelado a César. Se
decidió en el consejo de Dios antes de ser decidido en el consejo de Festo. Vemos a
continuación quién se encargó de custodiar en el viaje a Pablo y a algunos otros presos:
a un centurión llamado Julio, de la compañía Augusta, que estaba compuesta de tropas
auxiliares sirias, según los expertos. Como los demás centuriones que se mencionan en
el Nuevo Testamento, también este Julio es presentado, como observa Trenchard, de
modo favorable (v. 3). Pablo iba en compañía de otros presos, como Cristo en compañía
de los ladrones que fueron crucificados junto a Él. Por ir en esta compañía, Pablo estuvo
a punto de ser asesinado (v. 42); sin embargo, fue por ir en compañía de él por lo que
todos los demás salvaron la vida (v. 24). Comenzaron la travesía embarcados en una
nave de Adramitio, llamada así porque iba a dicha ciudad, la actual Edremit. Con Pablo
iban Lucas, que vuelve a escribir en primera persona (v. 1) y Aristarco de Tesalónica (v.
2), que ya había sido compañero de Pablo (19:29; 20:4) y lo iba a ser de prisión en
Roma (Col. 4:10). Sería un consuelo para Pablo tenerles por compañeros en tan tedioso
viaje.
2. El curso que siguieron y los puertos en que tocaron: «Al otro día, dice Lucas (v.
3), llegamos a Sidón». Es probable que Julio fuese uno de los centuriones que habrían
escuchado a Pablo en su defensa ante el rey Agripa (25:23) y estaría convencido de su
inocencia. Aunque Pablo le había sido encomendado como preso, él lo trató como a un
amigo, pues le permitió que fuese a los amigos, para ser atendido por ellos (v. 3b).
Julio da aquí un ejemplo a los que están en autoridad para que respeten a los que son
dignos de respeto, así como Pablo da a todos ejemplo de fidelidad a la palabra dada,
pues no había de intentar el escape. De allí tuvieron que costear Chipre, por ser
contrario el viento (v. 4). Si el viento les hubiese sido favorable, habrían dejado Chipre
a la derecha, pero al serles contrario, tuvieron que costearlo por la izquierda. Llegaron
así a Mira, ciudad de Licia (v. 5) y allí hubieron de hacer trasbordo a una nave que
venía de Alejandría para Italia (v. 6), pues era muy grande el comercio entre estos dos
puntos. En la gran nave alejandrina (v. 37), tuvieron que navegar despacio por muchos
días (v. 7) y costear la isla de Creta hasta un lugar del sur de la isla (v. 8) llamado
«Bellos Puertos» (lit.), aun cuando no era lugar conveniente para invernar (v. 12).
3. La navegación comenzaba a hacerse peligrosa (v. 9), por haber pasado ya el
ayuno, es decir, el que se observaba el Día de la Expiación (Lv. 16:29–31), fiesta
movible, pero que aquel año, probablemente el 59, cayó el 5 de octubre. Dice Leal: «La
navegación se consideraba peligrosa desde mediados de septiembre y se omitía del todo
durante el invierno, entre el 11 de noviembre y el 10 de marzo». Por eso, Pablo les
advirtió del peligro que iban a correr (v. 10), pero el centurión dio más crédito a los
técnicos (v. 11) que al profeta, al pensar que la profesión acredita a la persona.
Versículos 12–20
1. Se hacen de nuevo a la mar (v. 12) por voto de la mayoría, ya que la brisa del sur
(v. 13) auguraba un próspero viaje para llegar, al menos, a Fénice (o Fénix), puerto de
Creta donde podrían invernar (v. 12b). Sin embargo, pronto vieron frustradas sus
esperanzas, pues de pronto les acometió un viento huracanado (v. 14) llamado
Euraquilón (del latín Euro, viento del este, y Aquilón, viento del norte). Era, pues, un
viento nordeste.
2. Comienza la tempestad (v. 15 y ss.). De tal manera era la nave juguete del
huracán, que tuvieron que dejarse llevar por él a la deriva (vv. 15–17). Costearon (v. 16)
un islote llamado Cauda (mejor que «Clauda») y tuvieron que hacer subir a bordo (v.
17) el esquife, especie de chalupa de madera, que servía de salvavidas y entonces se
remolcaba detrás de la nave; las olas lo empujaban en todas direcciones, con peligro de
estrellarlo contra la propia nave. Los comentaristas hacen notar la forma vívida y
detallada con que nos refiere Lucas todas las peripecias de aquel viaje y que debieron de
quedársele bien grabadas en la memoria.
3. La cosa se puso tan seria que los marineros no tuvieron más remedio que reforzar
la nave (v. 17) y pasar por debajo grandes maromas con que la ciñeron y, después de
arriar las velas, que sólo les servían de estorbo, navegar a la deriva, esto es, dejándose
llevar del viento. Al huracán se unió, al día siguiente (v. 18), una furiosa tempestad,
viéndose obligados a aligerar la nave, y echar por la borda parte del cargamento. Véase
por aquí de qué sirven las riquezas de este mundo; puede llegar el momento en que
resulten una carga demasiado pesada, no sólo para llevarla, sino hasta para hundirnos
con ella. Pero tal es la necedad de los mundanos que, aun llegando a ser tan pródigos
para deshacerse de sus bienes cuando son un peligro para su vida temporal, no los usan
como deberían, sino que abusan de ellos con gran peligro de su alma. Finalmente (v.
20), como la tempestad no cedía después de muchos días, ya se fue perdiendo toda
esperanza de salvarnos. No es difícil imaginarse la situación: Muchos días de ser
zarandeados por las olas; es probable que muchos de ellos se hallasen mareados, así
como debilitados por la falta de alimentación (aunque todavía tenían provisiones, v. 38),
por lo que no ha de extrañarnos que llegasen a desesperar de salvarse de una muerte
segura.
Versículos 21–44
1. Veremos ahora el resultado del apuro en que se veían Pablo y sus compañeros de
viaje: escaparon vivos, y eso fue todo. Se nos dice (v. 37) las personas que iban a bordo:
276 en total. Al contrario que Jonás, Pablo no era la causa del desastre, sino el
consolador durante el desastre. Pero antes de consolarles, les dirigió un merecido
reproche. «Debíais haberme hecho caso y no zarpar de Creta tan sólo para recibir este
perjuicio y pérdida», les dijo (v. 21). No le habían hecho caso cuando les advirtió del
peligro que iban a correr (v. 10), pero ahora de seguro que, desde el patrón de la nave
hasta el último preso, todos le prestarían atención. Y después del reproche, viene el
consuelo (v. 22): «Pero ahora os exhorto a tener buen ánimo, pues no habrá ninguna
pérdida de vida entre vosotros, sino solamente de la nave». Es digno de notarse que
Pablo dice «entre vosotros», no «entre nosotros», de lo cual pueden darse (nota del
traductor) dos explicaciones, quizá complementarias: (A) Los demás, no él, habían
llegado a perder la esperanza de salvación, por lo que eran ellos, no él, quienes
necesitaban consuelo; (B) Pablo sabía, por predicción de Jesús, que había de llegar a
Roma para dar testimonio de Él allí; no temía, por tanto, por su vida. Durante lo más
recio de la tormenta, Pablo había actuado (v. 19) como uno más de la tripulación y el
pasaje, pero ahora hacía lo que ningún otro viajero podía hacer: consolarles, a causa de
otra predicción.
2. En efecto, como él mismo refiere (vv. 23, 24), la noche anterior había estado en
presencia de él (o se le había aparecido) un ángel de Dios (comp. 10:3). Pero Pablo no
pone el énfasis en el ángel de Dios, sino en el Dios del ángel, que era el Dios de Pablo y
de quien era, y a quien servía, Pablo (comp. Is. 43:1). Nótese que no dice «de quien
somos y a quien servimos», pues la casi totalidad de los pasajeros eran ajenos a Dios y a
las promesas de Dios, aunque con esta declaración que les hace, les exhorta
implícitamente a tomarle también ellos por Dios y a servirle. Aun cuando estaba en
medio del mar (v. Sal. 65:5), esto no podía interrumpir su comunión con Dios. Desde
allí podía él dirigirse a Dios en oración, y Dios podía enviarle no sólo consuelo, sino
consuelo por medio de un ángel. Es de suponer que Pablo, al ser llevado en calidad de
preso, no tendría cabina propia, sino que estaría en el fondo de la nave, como Jonás
(Jon. 1:5), en el lugar más oscuro y sucio; sin embargo, allí se le aparece el ángel de
Dios. El ángel le da ánimo y le comunica: (A) Algo que ya sabía, pero ahora se le
confirma y se le detalla: «Es menester que comparezcas ante César», como si dijese:
«No vas a sufrir daño alguno, pues tienes que comparecer ante él». (B) Algo nuevo que
el ángel le había revelado: «Mira, Dios te ha concedido todos los que navegan contigo».
Como decía el santo obispo anglicano Ryle: «Somos inmortales mientras no hayamos
llevado a cabo la obra que Dios nos ha encomendado». La concesión gratuita (según el
griego) que Dios le hacía de la vida de todos los que le acompañaban (275 personas),
indica claramente que Pablo se preocupaba grandemente de la suerte de sus compañeros
de viaje y elevaba por ellos sus fervientes oraciones a Dios. Esta preservación de tantas
vidas en atención a Pablo nos muestra qué gran bendición son para el mundo los justos
(comp. Gn. 18:23 y ss.).
3. Después de esta declaración, repite Pablo su exhortación a tener ánimo (v. 25),
pero ahora con más fuerza que en el versículo 22, pues les dice: «Yo confío en Dios que
acontecerá exactamente como se me ha dicho». No les pide que den crédito a algo que
él no haya creído firmemente; por eso, profesa solemnemente su fe en Dios. ¿Y no va a
ser una realidad lo que Dios ha dicho? Entonces, ¡tened buen ánimo! Si en Dios, el
decir y el hacer no son dos cosas, sino una, también en nosotros deberían ser una el
creer y el gozarse en Dios. Y por si fuera poco, les da una señal (v. 26): «Con todo,
tenemos que encallar en cierta isla». Con esto daba a entender que salvarían la vida,
pero se perdería la nave, como así sucedió (v. 41).
4. Se presiente la proximidad de tierra firme (vv. 27–29). Cuando llegó la
decimocuarta noche (v. 27), y éramos llevados a través del mar Adriático (según se
llamaba entonces a toda la parte del mar Mediterráneo entre Grecia, África e Italia), a la
medianoche los marineros comenzaron a presentir que estaban cerca de tierra. Echaron
la sonda (v. 28) y, en efecto, comprobaron que había 20 brazas (unos 37 m) de fondo;
pasando un poco más adelante, hallaron 15 brazas (unos 27’75 m). Como la
profundidad del mar disminuía tan rápidamente, temieron dar en escollos (v. 29) y
echaron cuatro anclas por la popa y ansiaban que se hiciese de día. Cuando tenían luz,
no atisbaban tierra; ahora que están cerca de tierra firme, no tienen luz. No es extraño
que ansiaran el que se hiciera de día. Cuando los que temen a Dios andan en tinieblas y
no tienen luz, que hagan como estos marineros: echen anclas y ansíen el día, seguros de
que ese día ha de amanecer.
5. Pero los marineros preparan una treta que Pablo va a deshacer. Con pretexto de
tender anclas también por la proa (v. 30), intentaron los marineros huir usando el
esquife, salvándose a sí mismos y dejando que muriesen todos los demás; esto, a pesar
de que Pablo les había asegurado, de parte de Dios, que no se perdería ninguna vida.
Pero Pablo descubrió la treta que preparaban (v. 31) y dijo al centurión y a los soldados.
Si éstos no permanecen en la nave, vosotros no podéis salvaros, puesto que los
marineros iban a huir precisamente en los momentos en que más se les necesitaría.
Cuando Dios ha hecho por nosotros lo que nosotros no podíamos, debemos hacer
nosotros lo que ya podemos, apoyados en su Palabra y por su fuerza. No usar los
medios que Dios pone a nuestro alcance, no es confiar en Dios, sino tentarle. El plan de
los marineros fracasó (v. 32): «Entonces los soldados cortaron las amarras del esquife
y lo dejaron perderse». Forzados así a quedarse en la nave, los marineros se vieron
forzados también a trabajar por la seguridad del buque, porque si los demás perecían,
ellos perecerían también.
6. La nueva vida que dio Pablo a toda aquella compañía. ¡Dichosos los que tienen en
su compañía a un hombre como Pablo! Alboreaba ya cuando Pablo, reuniéndolos a
todos, les exhortaba a comer (vv. 33, 34), pues era el decimocuarto día que llevaban en
vela y en ayunas (v. 33). Habrían probado algún bocado, pero eso significaba poca cosa
en tanto tiempo. Y para enseñar con el ejemplo, él mismo tomó el pan, dio gracias a
Dios en presencia de todos y, partiéndolo, comenzó a comer (v. 35). Hay exegetas
catolicorromanos que llegan a ver en esta comida de Pablo la celebración de la Cena del
Señor, comparándola con la clara celebración de 20:7, 11, pero no hay motivo alguno
para pensar en la Cena del Señor dentro del contexto actual, cuando está tan clara la
intención del apóstol de animar a todos los demás pasajeros a comer. Y, por cierto,
todos (v. 36), teniendo ya mejor ánimo, comieron también.
7. Lucas nos da a continuación el número de las personas que iban en la nave
(doscientas setenta y seis, v. 37), y refiere con toda sencillez (v. 38) que, como ya
estaban satisfechos después de comer y cerca de tierra firme, aligeraron todavía más la
nave, echando el trigo al mar. Era preferible hundir en el mar el trigo antes que
exponerse a hundirse ellos mismos. Comenta el Dr. Ryrie: «El objeto de aligerar la nave
era hacerla subir en el agua y permitir acercarla a la playa lo más posible antes de
varar».
8. Salvaron la vida, pero no salvaron la nave (vv. 39–41). Al hacerse de día, no
sabían dónde estaban, esto es, cuál era el país junto a cuya costa se hallaban (v. 39). Es
muy probable que aquellos marineros hubiesen pasado por allí muchas otras veces, pero
ahora se sentían perdidos. De todos modos, al divisar una ensenada con playa,
acordaron encallar allí la nave, si era posible. No sabían si los habitantes del país serían
civilizados o bárbaros, pero, con tal de dar en tierra firme, se entregaron a merced de los
ocupantes. Enfilaron, pues, hacia la playa (v. 40), después de soltar las anclas y desatar
también las amarras de los timones; y, viento en popa, izaron la vela trinquete y allá se
fueron, pues el piloto de la nave podía gobernarla con mayor libertad. Cuando una pobre
alma ha estado luchando con las tempestades espirituales de la vida presente, ¿cómo no
izará la vela de la fe, al tener en popa el viento del Espíritu, para entrar tranquila y
gozosa en las playas de la patria celestial? El final de la nave queda muy bien descrito
en la espléndida NVI (v. 41): «Pero la nave vino a dar en un bajío de arena entre dos
corrientes y allí encalló. La proa se encajó en el fondo y quedó inmóvil, mientras la
popa se deshacía al embate del oleaje». El buque que había capeado el temporal en alta
mar se deshizo al llegar a tierra. Así también un alma puede, con la gracia de Dios,
resistir las más fuertes tentaciones de Satanás, pero si su corazón se apega al mundo,
está perdida.
9. Un peligro especial en que se hallaron Pablo y los demás presos (v. 42). En este
crítico momento, los soldados acordaron matar a los presos, para que ninguno se
fugase nadando. A primera vista, parece bárbara esta medida, pero un vistazo a 12:19 y
16:27 nos la explica. La ley romana era inexorable en este punto. Dice Trenchard: «lo
importante era que ningún reo escapase y, ante la posibilidad de librarse un criminal, se
creía que era necesario matar a todos, aun cuando fuesen inocentes». Las leyes
modernas—nota del traductor—se van al otro extremo, pues los mayores criminales
tienen oportunidades de escapar de la prisión. Otra vez fue, en atención a Pablo (v. 43),
como los demás presos salvaron la vida, pues el centurión, aunque no había seguido el
consejo de Pablo (v. 11), quería salvarle. Así como Dios había salvado la vida de todos
los pasajeros en atención a Pablo, así ahora el centurión salvó la vida de todos los presos
en atención a Pablo.
10. Cómo escaparon de la muerte en los últimos momentos. Los que sabían nadar
(v. 43b), se echaron al mar los primeros para salir a tierra, pues la nave estaba deshecha.
Los demás (v. 44) salieron, parte en tablas, parte en varios objetos procedentes de la
nave (utensilios de toda clase). Y así aconteció que todos llegamos a tierra sanos y
salvos. Aunque el verbo está en infinitivo y, por tanto, impersonal, no cabe duda de que
Lucas se incluye a sí mismo; no hay, pues, por qué traducirlo en tercera persona de
plural. No se nos dice cómo escaparon Pablo y Lucas. Es probable que el médico
supiese nadar; en cuanto a Pablo, él mismo habla de haber estado en el mar en tablas (2
Co. 11:27) y lo dice unos dos años antes de que sucediese lo que ahora narra Lucas. Así
también los justos, aunque sea con dificultad (1 P. 4:18, en cita de Pr. 11:31), tienen la
consoladora seguridad de que se han de salvar.
CAPÍTULO 28
I. Ya a salvo, en la isla de Malta, Pablo es preservado de recibir daño a causa de una
víbora que se le prendió en la mano (vv. 1–6) y Dios le concedió ser instrumento de
gran bendición en la isla a la que habían sido arrojados (7–10). II. Nos condolemos de
verle como preso en Roma (vv. 11–16), pero nos congratulamos con él de que, aun en la
prisión, Dios lo usase para la predicación del mensaje durante los dos años que pasó en
la cárcel (vv. 17–31).
Versículos 1–10
1. La amable recepción que les dispensaron los habitantes de la isla (v. 2),
encendiendo para ellos una hoguera, pues llovía y hacía frío. Dios puede hacer de los
extranjeros amigos, como puede hacer de los enemigos hermanos en la fe. El griego
llama a los habitantes de Malta «bárbaros», es decir, «no griegos». Todos los que no
seguían las costumbres (y la lengua) de Grecia o de Roma eran apellidados así. Sin
embargo, estos «bárbaros», dice Lucas (v. 2), nos trataron con no poca (es decir, con
mucha) humanidad. Lejos de aprovecharse del naufragio, vieron una oportunidad de
hacer el bien a otros. Esto nos sirve de ejemplo, para que aprendamos a ser compasivos
con los que se hallan en apuros de cualquier clase. Estos «bárbaros» no se contentaron
con decir «Id en paz, calentaos» (Stg. 2:16), sino que ellos mismos encendieron una
hoguera, para que los náufragos se calentaran y secaran sus ropas.
2. Un nuevo peligro para la vida de Pablo. Tan acostumbrado estaba el apóstol a
ayudar a los demás, siempre lejos del ocio y de la egoísta comodidad, que también él se
puso a recoger ramas secas y echarlas al fuego (v. 3). El gran apóstol no temió
rebajarse por condescender a este menester, enseñándonos que sólo el pecado rebaja al
hombre. No fue pura casualidad, como veremos, que saliese una víbora huyendo del
fuego y se le prendiese en la mano, pues, aunque al principio las nativos, llevados de la
superstición, vieron en esto un castigo de la Justicia (la diosa Dike) por algún crimen
que Pablo habría cometido, a pesar de que había logrado escapar del naufragio (v. 4), al
ver que no le sucedía nada malo, después de haber esperado mucho tiempo, cambiaron
de parecer y decían que era un dios (v. 6). Varios detalles son dignos de atención:
(A) Estos «bárbaros» tenían alguna luz natural, la de la conciencia y, por medio de
ella, sabían que había una Deidad que gobernaba el mundo, que el crimen persigue al
criminal y que las malas obras no han de quedar sin castigo, pues aunque los
malhechores logren escapar de los males comunes y aun de la justicia de este mundo, no
lograrán escapar de la justicia divina.
(B) Pero el conocimiento que tenían, por medio de esta luz natural, era defectuoso
en dos cosas: (a) Creían que todos los criminales son castigados en esta vida. El día de
la ira de Dios está por venir (Ap. 6:17, entre otros lugares) y, aunque algunos sufran
castigo en este mundo, para demostrar que hay un Dios, muchos no parecen sufrir aquí
ningún castigo, para probar que hay un juicio venidero. (b) Creían que todos los que
sufren de modo notable en este mundo, son notablemente malvados. La divina
revelación pone las cosas en su sitio, al enseñarnos que, en esta vida, males y bienes
suelen estar distribuidos por igual (Mt. 5:45) y que los justos son particularmente
afligidos aquí para que mejor ejerciten su fe y su paciencia.
3. Pablo salió indemne de este peligro (vv. 5, 6). Con toda serenidad, ya de por sí
señal de inocencia, sacudió la víbora en el fuego y no sufrió ningún daño (v. 5); después
de mucho tiempo … nada anormal le sucedía (v. 6). Tal presencia de ánimo, así como la
liberación de todo daño, se debieron a la gracia de Dios, no sólo para preservar la vida
de su siervo, sino también para darle prestigio entre los isleños. Lo de «dijeron que era
un dios» (v. 6, al final) lo dijeron, sin duda, entre ellos, ya que, si hubiese llegado a los
oídos de Pablo, no habría consentido que lo tuviesen por Dios (comp. con 14:11 y ss.).
El suceso nos sirve, una vez más, para percatarnos de la volubilidad de los hombres,
tanto bárbaros como civilizados.
4. Vemos luego la milagrosa curación, por ministerio de Pablo, de un hombre
principal de la isla (vv. 7–9). El hijo de este hombre, según refiere Lucas (v. 7), «nos
recibió y hospedó amistosamente tres días». Este hombre, llamado Publio, con lo que
se muestra que era romano, no sólo era rico en bienes de este mundo, sino también en
buenas obras. Por esta hospitalidad, recibió Publio un gran galardón, ya que, al enterarse
Pablo de que su padre estaba en cama, enfermo de fiebre y disentería, entró a verle y,
después de haber orado, le impuso las manos y le sanó. La providencia divina dispuso
que este hombre se hallase enfermo a la sazón para dar a Pablo oportunidad de curarle,
y a Publio la oportunidad de premiarle por su generosidad. Pablo entró a verle, no como
médico que intentase curarle con alguna pócima, sino como apóstol para sanarle por
medio de un milagro. Pronto se divulgó el hecho (v. 9): «también los demás que en la
isla tenían enfermedades, venían y eran sanados». Parece como si estuviésemos
leyendo algún pasaje del Evangelio, donde se nos habla del ministerio bienhechor de
nuestro Salvador, con una notable diferencia: Cristo, por ser el Hijo de Dios, no
necesitaba orar a Dios, a no ser para testimonio a los presentes (v. Jn. 11:41 y ss.). Dos
consideraciones se ofrecen a este respecto:
(A) Pablo no se excusó de ser extranjero en la isla y de que había sido arrojado allí
por un naufragio, sino que dio gracias a Dios por la oportunidad que le daba de hacer el
bien allí. Toda persona buena se esfuerza por hacer el bien allí donde la Providencia le
ha colocado.
(B) Los habitantes de la isla recibieron, a cambio de su cordial acogida a los
náufragos, una riqueza mayor que todas las que podrían haber recibido de los restos de
un naufragio, pues vieron sanados a todos sus enfermos. Dios no se deja ganar en
generosidad.
5. A consecuencia de estas numerosas curaciones, efectuadas por manos del apóstol,
los isleños, dice Lucas (v. 10), «nos honraron con muchas atenciones; y cuando
zarpamos, nos proveyeron de las cosas necesarias». Les mostraron los máximos
respetos, al pensar que nada era demasiado para pagarles por los favores que de ellos
habían recibido. Pablo aceptó los generosos presentes de los buenos isleños, no como
una paga por sus curaciones (gratis lo había recibido, y gratis lo daba), sino como un
alivio para su necesidad y la de quienes estaban con él.
Versículos 11–16
1. Después de tres meses (v. 11), es decir, cuando ya estaría el mar abierto cerca de
la primavera se hicieron de nuevo a la mar en una nave alejandrina que había
invernado en la isla. Cerca del puerto de La Valetta habían quedado los restos de otra
nave alejandrina, pero esta otra estaba a salvo. La enseña de este buque era la imagen de
los Dióscuros (lit.), que quiere decir «los jovencitos (gemelos) hijos de Júpiter», cuyos
nombres respectivos eran Cástor y Pólux, según aparecen, ya especificados, en nuestras
versiones. Estamos ahora a fines de febrero o comienzos de marzo del año 60 de nuestra
era.
2. Llegada a Italia. Hicieron escala primeramente en Siracusa, el puerto situado al
sudeste de Sicilia. Después de permanecer allí tres días, y a través del estrecho de
Mesina, en el cual se halla Regio (v. 13), un día después, ayudados por el viento sur,
llegamos al segundo día a Putéoli (hoy Pozzuoli), que quiere decir «pocitos», cerca de
Nápoles. Según Leal, «aquí también se quedó la nave que trajo a Flavio Josefo en la
primavera del 64». No parece que, en estos días, hiciesen gran cosa en tierra firme hasta
la llegada a Putéoli, donde (v. 14) habiendo hallado hermanos, dice Lucas, «nos
rogaron que nos quedásemos con ellos siete días». Quién había llevado allá el
Evangelio no se nos dice, pero sí vemos que, para el año 60, la fe de Cristo había
arraigado incluso en Italia. Como la decisión de quedarse allí dependía de Julio, el
centurión a cuyo cargo estaban los presos, es de suponer que él les concedería este
permiso, no sólo en atención a Pablo, como en otras ocasiones, sino también porque así
le convenía a él mismo, a fin de preparar el informe sobre el naufragio y los demás
requisitos acerca de los presos, antes de llegar a Roma.
3. Por fin, tenemos la última etapa del viaje (vv. 14b–16). Los hermanos de Roma
habían recibido noticias (v. 15) de la llegada de Pablo y sus acompañantes, así que
salieron a esperarles hasta el Foro (es decir, el mercado) de Apio, que estaba a 66 km de
la capital, en la llamada «Via Appia», mientras que otros se quedaron a esperarles en un
lugar llamado «Tres Tabernas» (esto es, «Tres Tiendas»), a 49 km de Roma. Con esto,
mostraban el gran respeto que tenían al apóstol, al salir a recibirle desde tales distancias.
Lejos de avergonzarse de sus cadenas, le consideraban digno de doble honor.
Recordemos también que, tiempo atrás, les había escrito la gran epístola a los romanos,
lo cual entraría también en el respeto que ahora le tributaban. En correspondencia a este
respeto, leemos (v. 15b) que, al verlos, Pablo dio gracias a Dios y cobró ánimo. Ahora
que se acercaba a Roma, a pesar de la oportunidad que tendría allí de dar testimonio de
Cristo, como el mismo Señor le había predicho, se agolparían también en su mente
pensamientos de melancolía por las consecuencias de su apelación a César. Por eso,
cobró ánimo con la vista de los hermanos de Roma, como si le infundieran nueva vida
para entrar en Roma con mayor gozo, aunque encadenado, que en Jerusalén cuando
pudo hacerlo en libertad. La compañía de nuestros hermanos en la fe habría de
servirnos, no sólo de estímulo para dar gracias a Dios, sino también de incentivo para
cobrar nuevos ánimos.
4. Entrega de Pablo, con los demás presos, en Roma (v. 16). El centurión entregó
los presos al prefecto militar. Esta frase falta en los MSS más importantes, los cuales
sólo dicen: «Cuando entramos en Roma, se le permitió a Pablo alojarse en privado con
el soldado que le custodiaba». ¡Cuántos grandes de la tierra habían hecho (y habían de
hacer) su entrada en Roma coronados y triunfantes, a pesar de ser una plaga para su
generación! Pero ahora, un insigne apóstol de Jesucristo entra encadenado, como un
esclavo o un enemigo derrotado, en la capital del Imperio. Este pensamiento habría de
bastar para no poner nuestra estima en las cosas de este mundo. Con todo, se le
concedió un favor singular: Se le permitió vivir aparte, en una casa alquilada (v. 30),
con un soldado que le custodiase, el cual, como podemos suponer, le dejaría disfrutar de
toda la libertad disponible para un preso, aunque siempre atado al soldado con una
cadena, según costumbre.
Versículos 17–22
15

1. Pablo se pone en contacto lo antes posible, con los judíos de Roma Lo de «tres
días después» (v. 17) no ha de entenderse, en opinión del traductor, en el sentido de que
pasasen tres días completos sin que Pablo convocase a los judíos, sino que, al tercer día,
según la costumbre de contar que ellos tenían, se reunieron los que él había mandado
llamar. «Luego que estuvieron reunidos (v. 17b), les dijo:
(A) Que los judíos lo habían entregado preso, en Jerusalén, en manos de los
romanos, sin que él hubiese hecho nada contra el pueblo ni contra las costumbres
judías» (v. 17c). Pablo no imponía a los gentiles las costumbres judías, pero dejaba que
los judíos las observasen y él mismo se regía también por la Ley de Moisés.
(B) «Que los romanos (v. 18), habiéndole examinado, le querían soltar, por no
haber en él ninguna causa de muerte», es decir, por la que mereciese morir. En efecto,
le había examinado el tribuno, así como los gobernadores Félix y Festo, y también el
rey Agripa, y no sólo no habían hallado en él causa digna de muerte, sino que todos le
habían considerado inocente.
(C) «Que, a pesar de eso, los judíos se opusieron a que se le pusiera en libertad, por
lo que se vio forzado a apelar a César (v. 19), no para acusar con ello a su nación, sino
únicamente para vindicar su propia inocencia». Pablo intercedía continuamente (Ro.
9:1–3; 10:1, 2) por su pueblo, no contra su pueblo. El gobierno de Roma tenía, por este
tiempo, muy mala opinión del pueblo judío, y habría sido muy fácil exasperar contra
ellos al emperador, pero a Pablo jamás se le habría ocurrido tal cosa.
(D) La única verdadera causa de la acusación que contra él habían lanzado los
judíos, y por la que estaba atado con aquella cadena, era «la esperanza de Israel» (v.
20), es decir, la resurrección de los muertos (v. 23:6) y, en general, la Venida del Mesías
en la persona de Jesús, aunque, por esta vez, para sufrir la muerte en un patíbulo. Sin
embargo, Dios le había resucitado y le había manifestado públicamente como Señor y
Mesías (2:36). Esto es lo que les expondría Pablo a los reunidos, así como también les
haría ver que era descabellada la idea de que el Mesías hubiese de venir a librarles, por

15Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224


TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1558
la fuerza, del yugo romano, a fin de que disfrutasen de prosperidad material entre las
naciones. Eso quedaba para el fin de los tiempos, durante el reino mesiánico futuro.
2. Lo que ellos le respondieron: (A) Que ellos no habían recibido de Judea, ni por
medio de los hermanos que de allí habían llegado, ningún informe malo contra él. Esto
era verdaderamente extraño, pues, al conocer la rabia con que los judíos perseguían a
Pablo, era asombroso que no le hubiesen seguido también a Roma. Hay quienes opinan
que le mintieron a Pablo, aunque no se atrevieron a proceder contra él en esta ocasión.
Pero es más probable que dijesen la verdad y que, al haber apelado Pablo a César,
hubiesen desistido de seguirle, con lo que Pablo se percataría ahora de que había obrado
bien al hacer tal apelación. (B) Que deseaban tener más información (v. 22) de primera
mano, precisamente del tenido por cabecilla de esta secta, como ellos mismos dicen, y
de la que ellos son sabedores de que en todas partes se la contradice, es decir, en todas
partes donde había colonias judías, además de la oposición que había encontrado Pablo
en Palestina y en sus viajes misioneros entre los gentiles. En eso, los judíos convocados
por Pablo mostraban, ya de antemano, sus prejuicios. Los prejuicios, de una u otra clase,
son siempre el gran obstáculo para el triunfo de la verdad.
Versículos 23–29
1. Después de haber convenido en una fecha (v. 23) en la que los reunidos querían
oír de Pablo más de lo que les había dicho en la primera ocasión, vemos que «vinieron a
él muchos adonde se hospedaba» y que Pablo aprovechó la ocasión para explicarles,
con más detalle, desde la mañana hasta la tarde: (A) La naturaleza del reino de Dios,
cuyo núcleo es espiritual, aunque con implicaciones temporales, y que no consiste en
pompa externa ni en multitud de fuerzas militares, sino en sencillez de corazón y pureza
de vida. No sólo les explicaba el reino de Dios, sino que les testificaba solemnemente
acerca de Él, es decir, les urgía a entregar cuanto antes su corazón al Rey, como él
mismo había hecho, no por propio impulso, sino derribado por el poder de Dios y
cegado por la luz celestial. (B) Acerca de Jesús, de cuya mesianidad les persuadía,
basándose tanto en la ley de Moisés como en los profetas, esto es, mostrándoles que en
Jesús se había cumplido todo lo que sobre el Mesías venidero decían las Escrituras.
2. El efecto de su discurso. Podría esperarse que las palabras de Pablo, dichas con
toda solemnidad y probadas con toda clase de razones escriturales, habían de producir
su efecto en todos los reunidos, pero aquí sucede como en todas las demás ocasiones:
Unos creen, otros se niegan a creer (v. 24) y otros parecen quedar indecisos y se ponen
a discutir (v. 25): «Y al no ponerse de acuerdo entre ellos, ya se retiraban cuando
Pablo les dijo estas solas palabras, etc.» (NVI). Lo que sigue es una repetición del
mensaje de Isaías al pueblo, de parte del Dios sentado en un trono alto y sublime (v. el
comentario a Is. 6:9, 10). Ésta es la séptima vez (v. Is. 6:9, 10; 43:8; Mt. 13:14; Mr.
4:12; Lc. 8:10; Jn. 12:40; Hch. 28:26, 27) y aún queda una octava (Ro. 11:8), en que, de
una forma concisa o detallada (como aquí), leemos este terrible mensaje de reprobación,
al parecer definitiva, contra un pueblo de dura cerviz y resistente al Espíritu Santo
(7:51), si no fuera porque también sabemos (v. ya en Is. 6:13 y, sobre todo, en Ro.
11:25–29) que esa reprobación no es definitiva, sino provisional, hasta que se cumplan
los tiempos de los gentiles. Al final de la cita de Is. 6:9, 10, Pablo repite, una vez más
(v. 13:46; 18:6; 19:9, 15; 22:21; 26:20), es decir, siete con ésta (28:28), lo del envío de
la salvación a los gentiles; «y ellos oirán», añade Pablo. «Oirán» no significa
meramente que habían de escucharlo, sino que habían de creer en él. Con esto, el
objetivo de Pablo al decir estas palabras era doble:
(A) Hacer ver a estos judíos lo absurdo de su actitud en sentirse molestos por la
predicación del Evangelio a los gentiles. Se enfadaban de que la salvación de Dios fuese
enviada a los gentiles, pero, si ellos creían que no merecía aceptación (comp. con
13:46), ¿por qué se indignaban de que los gentiles la recibiesen? La salvación de Dios
estaba destinada primeramente a los judíos; ellos eran los primeros invitados al festín,
pero si rechazaban la invitación, mejor es que estuviesen agradecidos al ver que otros la
aceptaban.
(B) Incitarles a desear con tanto mayor celo la salvación, puesto que Dios la había
ofrecido también a los gentiles. Es cierto que ellos habían rechazado esa salvación, pero
todavía no era demasiado tarde para arrepentirse de tal rechazo; después de decir
«¡No!», como el hermano mayor de la parábola (Mt. 21:29), aún tenían la oportunidad
de decir: «¡Sí! ¡Vamos también nosotros a recibirla! La van a oír los que se suponía
fuera del alcance de la salvación, ¿y no la oiremos nosotros, cuando es nuestro
privilegio tener tan cerca de nosotros al Dios verdadero, que podemos invocarle en cada
momento? ¡Deberíamos avergonzarnos de nosotros mismos, al ver la acogida que el
mensaje tiene entre los gentiles!»
Nota del traductor: Las consideraciones de estos dos párrafos (A) y (B) están
basadas en la suposición de que el versículo 29 está bien atestiguado, lo cual no es
cierto, puesto que se halla únicamente en la Vulgata Latina y algunos MSS de poca
importancia. No obstante, tienen aplicación, ya que el original del versículo 25 no dice
que los judíos se hubiesen marchado ya cuando Pablo decía estas cosas (¡las habría
dicho a las paredes!), sino que … se iban», lit. «se disolvían», esto es, comenzaban a
marcharse de la reunión que habían tenido. Tuvieron, pues, tiempo de escuchar las
frases de Pablo. Desgraciadamente, prefirieron discutir entre ellos y salir del piso de
Pablo, antes que rendirse al vibrante testimonio del gran apóstol. De nada sirven las
disputas y los razonamientos de los hombres, si no penetra en el corazón, por la acción
eficaz de la gracia divina, la Palabra de Dios (He. 4:12), pues ella es la que abre los ojos
del entendimiento y del corazón.
Versículos 30–31
Llegamos aquí al final de la historia (inacabada) del santo apóstol de los gentiles,
Pablo. Notemos con toda diligencia cada detalle de las circunstancias en que lo dejamos
aquí.
1. No puede menos de producirnos gran tristeza el dejarlo en cadenas por la causa de
Cristo, aunque para él formaba parte de su llamamiento. Dos años enteros (v. 30) de la
vida de este gran hombre se pasan aquí en confinamiento carcelario. Había apelado a
César en espera de una pronta sentencia absolutoria en el tribunal del emperador, pero
queda detenido por largo tiempo en prisión. En la corte de César eran manifiestas sus
cadenas (Fil. 1:13). Pero durante estos dos años, escribió sus cartas a los efesios, a los
filipenses, a los colosenses y a Filemón, que por eso se llaman las Cartas de la
Cautividad. Es tradición (falible) que, después de ser soltado, viajó de Italia a España
(todavía se yergue en Tarragona el arco por el que se dice que pasó), de allí a Creta;
después, con Timoteo, a Judea; que visitó luego las iglesias del Asia proconsular y, por
fin, llegó por segunda vez a Roma y allí fue decapitado en el último año del reinado de
Nerón (68 de nuestra era). Sí, nos da pena que un apóstol como éste pasase tanto tiempo
frenado en sus labores por la extensión del Evangelio: dos años preso bajo Félix
(24:27), y otros dos años preso bajo Nerón. ¡Cuántas iglesias podría haber fundado
durante ese tiempo! Pero Dios quería mostrar que no se debe a ningún instrumento de
los que emplea, aunque sea tan útil como Pablo, sino que sigue adelante con sus
designios, tanto con los servicios como con los sufrimientos de los suyos. Hasta los
sufrimientos de Pablo servían para la extensión del Evangelio (Fil. 1:12–14). Y aun para
él mismo, este confinamiento fue un descanso de sus grandes fatigas apostólicas, pues
parece ser que vivió con bastante comodidad, mejor que cuando era un misionero
itinerante. Así que el ir a la cárcel de Roma fue como el ir aparte a un lugar solitario y
descansar un poco (Mr. 6:31). Cuando estaba libre, estaba también en continuo temor
de caer en las asechanzas de los judíos (20:19), pero esta cárcel era para él como un
castillo de refugio.
2. También a nosotros nos sirve de consuelo ver que, aunque lo dejamos en cadenas,
lo dejamos trabajando. Todo el que quería, tenía libertad de acceso a su casa alquilada y
era bienvenido. Su prisión era templo, iglesia y cátedra; por lo que para él era mejor que
un palacio. Gracias a Dios, aunque le pararon los pies, no le pararon la lengua; un fiel
ministro del Señor puede sufrir cualquier adversidad con tal de que no se le silencie. Él
está preso, pero la palabra de Dios no está presa (2 Ti. 2:9). Pablo se había alegrado de
ver a los hermanos que salieron a recibirle (v. 15), y ahora se alegraba más todavía de
poderles impartir instrucción (Ro. 1:11 y ss.). «Recibía a todos los que venían a él» (v.
30b), como deben hacer todos los ministros de Dios, sin temor a los grandes ni
menosprecio a los pobres. Y a todos les predicaba (v. 31) el reino de Dios (cuyo
significado ya ha sido explicado en otros lugares) y les enseñaba acerca del Señor
Jesucristo, como era siempre su gran ilusión. ¡Cómo les ardería el corazón a los
oyentes, al oír hablar del Señor a este gran enamorado de Jesús!
3. La historia termina diciéndonos (¡cómo se ve también aquí al optimista Lucas!)
que Pablo predicaba y enseñaba «con toda libertad y sin obstáculo alguno» (v. 31b). El
vocablo griego parrhesía, aquí como en todos los demás lugares, significa libertad
interior, franqueza y denuedo. Por otra parte, nadie le ponía dificultades para que llevase
a cabo su labor. No estaba avergonzado del Evangelio (Ro. 1:16) y, por tanto, no se
acobardaba de dar testimonio (2 Ti. 1:8). Esto, por supuesto, siempre con la gracia de
Dios (1 Co. 15:10). Los judíos que en Judea le impedían predicar a los gentiles no
tenían autoridad aquí, y el gobierno de Roma no había emprendido aún su persecución
contra los cristianos, porque a Nerón no se le habían muerto aún sus buenos consejeros.
Había en Roma muchos, tanto judíos como gentiles, que odiaban el cristianismo, pero
Dios les ató las manos y les cerró la boca para que nadie pusiese obstáculos al apóstol.
No tenía una puerta totalmente abierta, pero sí lo bastante efectiva como para que, hasta
entre la familia del emperador, se hallasen sinceros creyentes en Cristo (v. Fil. 4:22).
Cuando el lugar de nuestra peregrinación nos resulta una morada lo suficientemente
tranquila como ésta de Pablo en Roma, hemos de dar gracias a Dios, mientras
suspiramos por llegar a aquel santo monte en el que ya no habrá jamás abrojo que
pinche ni espina que moleste.
16

16Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224


TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1564

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