El Catoblepas
El Catoblepas
El Catoblepas
EL CATOBLEPAS
Querido amigo:
El trabajo excesivo de estos últimos días me
ha impedido contestarle con la celeridad
debida, pero su carta ha estado rondándome
desde que la recibí. No sólo por su
entusiasmo, que comparto, pues yo también
creo que la literatura es lo mejor que se ha
inventado para defenderse contra el
infortunio; asimismo, porque el asunto sobre
el que me interroga, «¿De dónde salen las
historias que cuentan las novelas?», «¿Cómo
se le ocurren los temas a un novelista?», me
sigue intrigando, después de haber escrito
buen número de ficciones, tanto como en los
albores de mi aprendizaje literario.
Tengo una respuesta, que deberá ser muy matizada para no resultar una pura falacia.
La raíz de todas las historias es la experiencia de quien las inventa, lo vivido es la
fuente que irriga las ficciones. Esto no significa, desde luego, que una novela sea
siempre una biografía disimulada de su autor; más bien que en toda ficción, aun en la
de imaginación más libérrima, es posible rastrear un punto de partida, una semilla
íntima, visceralmente ligado a una suma de vivencias de quien la fraguó. Me atrevo a
sostener que no hay excepciones a esta regla y que, por lo tanto, la invención
químicamente pura no existe en el dominio literario. Que todas las ficciones son
arquitecturas levantadas por la fantasía y la artesanía sobre ciertos hechos, personas,
circunstancias, que marcaron la memoria del escritor y pusieron en movimiento su
fantasía creadora, la que, a partir de aquella simiente, fue erigiendo todo un mundo,
tan rico y múltiple que a veces resulta casi imposible (y a veces sin casi) reconocer en
él aquel material autobiográfico que fue su rudimento, y que es, en cierta forma, el
secreto nexo de toda ficción con su anverso y antípoda: la realidad real.
En una conferencia juvenil traté de explicar este mecanismo como un striptease
invertido. Escribir novelas sería equivalente a lo que hace la profesional que, ante un
auditorio, se despoja de sus ropas y muestra su cuerpo desnudo. El novelista
ejecutaría la operación en sentido contrario. En la elaboración de la novela, iría
vistiendo, disimulando bajo espesas y multicolores prendas forjadas por su
imaginación aquella desnudez inicial, punto de partida del espectáculo.
Este proceso es tan complejo y minucioso que, muchas veces, ni el propio autor es
capaz de identificar en el producto terminado, esa exuberante demostración de su
capacidad para inventar personas y mundos imaginarios, aquellas imágenes
agazapadas en su memoria — impuestas por la vida— que activaron su fantasía,
alentaron su voluntad y lo indujeron a pergeñar aquella historia.
En cuanto a los temas, creo, pues, que el novelista se alimenta de sí mismo, como el
catoblepas, ese mítico animal que se le aparece a san Antonio en la novela de
Flaubert (La tentación de San Antonio) y que recreó luego Borges en su Manual de
Zoología Fantástica. El catoblepas es una imposible criatura que se devora a sí
misma, empezando por sus pies. En un sentido menos material, desde luego, el
novelista está también escarbando en su propia experiencia, en pos de asideros para
inventar historias. Y no sólo para recrear personajes, episodios o paisajes a partir del
material que le suministran ciertos recuerdos.
También, porque encuentra en aquellos habitantes de su memoria el combustible
para la voluntad que se requiere a fin de coronar con éxito ese proceso, largo y difícil,
que es la forja de una novela.
Me atrevo a ir algo más lejos respecto a los temas de la ficción. El novelista no elige
sus temas; es elegido por ellos. Escribe sobre ciertos asuntos porque le ocurrieron
ciertas cosas. En la elección del tema, la libertad de un escritor es relativa, acaso
inexistente. Y, en todo caso, incomparablemente menor que en lo que concierne a la
forma literaria, donde, me parece, la libertad —la responsabilidad— del escritor es
total. Mi impresión es que la vida —palabra grande, ya lo sé— le inflige los temas a
través de ciertas experiencias que dejan una marca en su conciencia o subconciencia,
y que luego lo acosan para que se libere de ellas tornándolas historias. Apenas si es
necesario buscar ejemplos de la manera como los temas se les imponen a los
escritores a través de lo vivido, porque todos los testimonios suelen coincidir en este
punto: esa historia, ese personaje, esa situación, esa intriga me persiguió, obsesionó,
como una exigencia venida de lo más íntimo de mi personalidad, y debí escribirla para
librarme de ella. Desde luego, el primer nombre que se le viene a cualquiera es el de
Proust.
Verdadero escritor-catoblepas ¿no es verdad? Quién otro se alimentó más y con
mejores resultados de sí mismo, hurgando como un prolijo arqueólogo en todos los
recovecos de su memoria, que el moroso constructor de En busca del tiempo perdido,
monumental recreación artística de su propia peripecia vital, su familia, su paisaje,
sus amistades, relaciones, apetitos confesables e inconfesables, gustos y disgustos, y,
al mismo tiempo, de los misteriosos y sutiles encaminamientos del espíritu humano
en su afanosa tarea de atesorar, discriminar, enterrar y desenterrar, asociar y
disociar, pulir o deformar las imágenes que la memoria retiene del tiempo ido. Los
biógrafos (Painter, por ejemplo) han podido establecer prolijos inventarios de cosas
vividas y seres reales, escondidos detrás de la suntuosa invención en la saga
novelesca proustiana, ilustrándonos de manera inequívoca sobre la manera como esa
prodigiosa creación literaria fue erigiéndose con materiales de la vida de su autor.
Pero lo que, en verdad, nos muestran esos inventarios de los materiales
autobiográficos desenterrados por la crítica es otra cosa: la capacidad creadora de
Proust, quien, valiéndose de aquella introspección, de ese buceo en su pasado,
transformó los episodios bastante convencionales de su existencia en un
esplendoroso tapiz, en deslumbrante representación de la condición humana,
percibida desde la subjetividad de la conciencia desdoblada para la observación de sí
misma en el transcurrir de la existencia.
Lo que nos lleva a otra comprobación, no menos importante que la anterior. Que,
aunque el punto de partida de la invención del novelista es lo vivido, no es ni puede
serlo el de llegada. Éste se halla a una distancia considerable y a veces astral de
aquél, pues en ese proceso intermedio —vaciado del tema en un cuerpo de palabras y
un orden narrativo—, el material autobiográfico experimenta transformaciones, es
enriquecido (a veces empobrecido), mezclado con otros materiales recordados o
inventados y manipulado y estructurado —si la novela es una verdadera creación—
hasta alcanzar la autonomía total que debe fingir una ficción para vivir por cuenta
propia. (Las que no se emancipan de su autor y valen sólo como documentos
biográficos, son, desde luego, ficciones frustradas.) La tarea creativa consiste en la
transformación de aquel material suministrado al novelista por su propia memoria en
ese mundo objetivo, hecho de palabras, que es una novela. La forma es la que
permite cuajar en un producto concreto esa ficción, y, en ese dominio, si esta idea del
quehacer novelístico es cierta (tengo dudas de que lo sea, le repito), el novelista goza
de plena libertad y por lo tanto es responsable del resultado. Si lo que está leyendo
entre líneas es que, a mi juicio, un escritor de ficciones no es responsable de sus
temas (pues la vida se los impone) pero lo es de lo que hace con ellos al convertirlos
en literatura y por lo tanto se puede decir que él es en última instancia el único
responsable de sus aciertos o fracasos —de su mediocridad o de su genio—, sí, eso es
exactamente lo que pienso.
¿Por qué, entre los infinitos hechos que se acumulan en la vida de un escritor, hay
algunos cuantos que resultan tan extraordinariamente fértiles para su imaginación
creadora, y otros muchísimos en cambio desfilan por su memoria sin convertirse en
desencadenantes de la inspiración? No lo sé con seguridad. Tengo apenas una
sospecha. Y es que las caras, anécdotas, situaciones, conflictos, que se imponen a un
escritor incitándolo a fantasear historias, son precisamente los que se refieren a esa
disidencia con la vida real, con el mundo tal como es, que, según le comenté en mi
carta anterior, sería la raíz de la vocación del novelista, la recóndita razón que empuja
a una mujer o a un hombre a desafiar al mundo real mediante la simbólica operación
de sustituirlo con ficciones.
Entre los innumerables ejemplos que se podrían mencionar para ilustrar esta idea elijo
el de un escritor menor —pero frondoso hasta la incontinencia— del XVIII francés:
Restif de la Bretonne. Y no lo elijo por su talento —no lo tenía en exceso— sino por lo
gráfico que resulta su caso de rebelde con el mundo real, que optó por manifestar su
rebeldía reemplazando a aquél en sus ficciones por otro construido a imagen y
semejanza del que su disidencia hubiera preferido.
En las innumerables novelas que escribió Restif de la Bretonne —la más conocida es
su voluminosa autobiografía novelesca, Monsieur Nicolas— la Francia dieciochesca, la
rural y la urbana, aparece documentada por un sociólogo detallista, observador
riguroso de los tipos humanos, las costumbres, las rutinas cotidianas, el trabajo, las
fiestas, los prejuicios, los atuendos, las creencias, de tal modo que sus libros han sido
un verdadero tesoro para los investigadores, y tanto historiadores como antropólogos,
etnólogos y sociólogos se han servido a manos llenas de ese material recogido por el
torrencial Restif de la cantera de su tiempo. Sin embargo, al pasar a sus novelas, esta
realidad social e histórica tan copiosamente descrita experimentó una transformación
radical y es por eso que se puede hablar de ella como de una ficción. En efecto, en
este mundo prolijo tan parecido en tantas cosas al mundo real que lo inspiró, los
hombres se enamoran de las mujeres, no por la belleza de sus rostros, la gracia de
sus cinturas, su esbeltez, finura, encanto espiritual, sino, fundamentalmente, por la
hermosura de sus pies o la elegancia de sus botines. Restif de la Bretonne era un
fetichista, algo que hacía de él, en la vida real, un hombre más bien excéntrico al
común de sus contemporáneos, una excepción a la regla, es decir, en el fondo, un
«disidente» de la realidad. Y esa disidencia, seguramente el impulso más poderoso de
su vocación, se nos revela en sus ficciones, en las que la vida aparece enmendada,
rehecha a imagen y semejanza del propio Restif. En ese mundo, como le ocurría a
éste, lo acostumbrado y normal era que el atributo primordial de la belleza femenina,
el más codiciado objeto de placer para el varón —para todos los varones— fuera esa
delicada extremidad y, por extensión, sus envoltorios, las medias y los zapatos. En
pocos escritores se puede advertir tan nítidamente ese proceso de reconversión del
mundo que opera la ficción, a partir de la propia subjetividad —los deseos, apetitos,
sueños, frustraciones, rencores, etcétera— del novelista, como en este polígrafo
francés.
Aunque de manera menos visible y deliberada, en todos los creadores de ficciones
ocurre algo parecido. Algo hay en sus vidas semejante al fetichismo de Restif, que los
hace desear ardientemente un mundo distinto a aquél en el que viven —un altruista
ideal de justicia, un egoísta empeño de satisfacer los más sórdidos apetitos
masoquistas o sádicos, un humano y razonable anhelo de vivir la aventura, un amor
inmarcesible, etcétera—, un mundo que se sienten inducidos a inventar a través de la
palabra, y en el que, de manera generalmente cifrada, queda impreso su entredicho
con la realidad real y aquella otra realidad con la que su vicio o generosidad hubieran
querido reemplazar a la que les tocó.
Quizás, amigo novelista en ciernes, sea éste el momento oportuno para hablar de una
peligrosa noción aplicada a la literatura: la autenticidad. ¿Qué es ser un escritor
auténtico? Lo cierto es que la ficción es, por definición, una impostura —una realidad
que no es y sin embargo finge serlo— y que toda novela es una mentira que se hace
pasar por verdad, una creación cuyo poder de persuasión depende exclusivamente
del empleo eficaz, por parte del novelista, de unas técnicas de ilusionismo y
prestidigitación semejantes a las de los magos de los circos o teatros. De modo que
¿tiene sentido hablar de autenticidad en el dominio de la novela, género en el que lo
más auténtico es ser un embauque, un embeleco, un espejismo? Sí lo tiene, pero de
esta manera: el novelista auténtico es aquel que obedece dócilmente aquellos
mandatos que la vida le impone, escribiendo sobre esos temas y rehuyendo aquellos
que no nacen íntimamente de su propia experiencia y llegan a su conciencia con
carácter de necesidad. En eso consiste la autenticidad o sinceridad del novelista: en
aceptar sus propios demonios y en servirlos a la medida de sus fuerzas.
El novelista que no escribe sobre aquello que en su fuero recóndito lo estimula y
exige, y fríamente escoge asuntos o temas de una manera racional, porque piensa
que de este modo alcanzará mejor el éxito, es inauténtico y lo más probable es que,
por ello, sea también un mal novelista (aunque alcance el éxito: las listas de
bestsellers están llenas de muy malos novelistas, como usted sabe de sobra). Pero me
parece difícil que se llegue a ser un creador —un transformador de la realidad— si no
se escribe alentado y alimentado desde el propio ser por aquellos fantasmas
(demonios) que han hecho de nosotros, los novelistas, objetores esenciales y
reconstructores de la vida en las ficciones que inventamos. Creo que aceptando esa
imposición — escribiendo a partir de aquello que nos obsesiona y excita y está
visceral, aunque a menudo misteriosamente integrado a nuestra vida— se escribe
«mejor», con más convicción y energía, y se está más equipado para emprender ese
trabajo apasionante, pero, asimismo, arduo, con decepciones y angustias, que es la
elaboración de una novela.
Los escritores que rehúyen sus propios demonios y se imponen ciertos temas, porque
creen que aquéllos no son lo bastante originales o
atractivos, y estos últimos sí, se equivocan
garrafalmente. Un tema de por sí no es nunca bueno
ni malo en literatura. Todos los temas pueden ser
ambas cosas, y ello no depende del tema en sí, sino
de aquello en que un tema se convierte cuando se
materializa en una novela a través de una forma, es
decir de una escritura y una estructura narrativas. Es
la forma en que se encarna la que hace que una
historia sea original o trivial, profunda o superficial,
compleja o simple, la que da densidad, ambigüedad,
verosimilitud a los personajes o los vuelve unas
caricaturas sin vida, unos muñecos de titiritero. Ésa
es otra de las pocas reglas en el dominio de la
literatura que, me parece, no admite excepciones: en
una novela los temas en sí mismos nada presuponen,
pues serán buenos o malos, atractivos o aburridos,
exclusivamente en función de lo que haga con ellos el
novelista al convertirlos en una realidad de palabras
organizadas según cierto orden.
Me parece, amigo, que podemos quedarnos aquí.
Un abrazo.