EL ODIO • Su vida se desangraba. Toda su pena descomprimida extendíase hacia el horizonteentrevistó a través de los cables y de los «trolleys» de los tranvías y súbitamente tuvo lasensación de que caminaba sobre su angustia convertida en una alfombra. Así como loscaballos que, desventados por un toro se enredan en sus propias entrañas, cada paso que dabale dejaba sin sangre los pulmones. Respiraba despacio y desesperaba de llegar jamás. ¿Adónde? Ni lo sabía.En la calle Piedras se sentó en el umbral de una casa desocupada. Estuvo varios minutos,luego echó a caminar rápidamente y el sudor corría por su semblante como en los días deexcesiva temperatura.Así llegó hasta Cerrito y Lavalle.Al poner una mano en el bolsillo encontró que tenía un puñado de billetes y entonces entróen el bar Japonés. Cocheros y rufianes hacían rueda en torno de las mesas. Un negro con cuellopalomita y alpargatas negras se arrancaba los parásitos del sobaco, y tres «polacos» polacos,con gruesos anillos de oro en los dedos, en su jerigonza, trataban de prostíbulos y alcahuetas.En otro rincón varios choferes de taxímetros jugaban a los naipes. El negro que se despiojabamiraba en redor, como solicitando con los ojos que el público ratificara su operación, pero nadiehacía caso de él.Erdosain, pidió café, apoyó la frente en la mano y se quedó mirando el mármol.– ¿De dónde sacar los seiscientos pesos?Luego pensó en Gregorio Barsut, el primo de su mujer.Ya no le preocupaba la actitud de Ergueta. Ante sus ojos se materializaba la taciturna figuradel otro, de Gregorio Barsut, con la cabeza rapada, la nariz huesuda de ave de presa, los ojosverdosos y las orejas en punta como las del lobo. Su presencia le hacía temblar las manosdejándole la boca seca. Le volvería a pedir dinero esa noche. Seguramente a las nueve y mediaestaría en su casa como de costumbre. Y lo reveía. Amontonando una conversación abundantede pretextos vagos para visitarle, torrentes de palabras que lo entontecían a Erdosain, qué conla boca sedienta y las manos temblorosas, no se atrevía a echarlo de su casa.Y Gregorio Barsut debía darse cuenta de la repulsión que Erdosain experimentaba haciaél, porque más de una vez le dijo:–Parece que mi conversación te desagrada, ¿no? –lo cual no era óbice para que fuera a sucasa con frecuencia fastidiosa.Erdosain se apresuró a negarle, y trató aparentemente de interesarse en la cháchara delotro, que conversaba horas seguidas, sin ton ni son, espiando siempre el rincón sudeste delcuarto. ¿Qué es lo que se proponía con esa actitud? Erdosain a su vez se consolaba de talesmomentos desagradables pensando que el otro vivía acosado por la envidia y ciertossufrimientos atroces que no tenían motivo de ser.Una noche dijo Gregorio, en presencia de la esposa de Erdosain, que raramente asistía aesas conversaciones, pues se quedaba en otro cuarto cerrando la puerta para no escuchar lasvoces: