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La noche del Caimán
Por Diego Ameixeiras
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Diego Ameixeiras traza un mapa certero desde las desembocaduras del río Miño en Galicia hasta las calles de Filadelfia, siguiendo el rastro de tres sombras que esconden más de un secreto. Un reptil citadino en la búsqueda de algo o de alguien, un escritor ansioso por conseguir su ópera, y Selma, una suerte de femme fatale, pero con ciertos ápices de bondad. Éstos se verán involucrados en situaciones violentas que de algún modo se acomodarán en el mismo laberinto. Ameixeiras lanza así una nota musical distorsionada que se convertirá tan sólo en el recuerdo de algún silencio apremiante en otra noche de caimán.
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La noche del Caimán - Diego Ameixeiras
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I. EL ANIMAL EN SU JAULA
1
Selma desmenuzó la heroína con una cuchilla hasta que la piedra quedó convertida en una masa parecida al azúcar. Dejó caer los grumos en el tapón de una botella y los mezcló con agua ayudándose con el extremo inferior del émbolo de la jeringuilla. Una vez diluida la sustancia, colocó el filtro pelado de un cigarrillo sobre el líquido. Acercó la punta de la aguja al tapón y tiró del émbolo hasta que la heroína se fue introduciendo en el interior del tubo. Siempre seguía el mismo ritual. La sangre del brazo izquierdo empezaba a mezclarse con la droga en el primer bombeo, lento y meticuloso. Para finalizar, sin extraer la aguja de la vena, llenaba la jeringuilla de sangre para reproducir la sensación inicial y presionaba de nuevo el émbolo.
—¿Quieres que baje la persiana? —preguntó Vicente.
Selma asintió dejando caer el cuerpo sobre los cojines. El calor que inundó su organismo durante unos minutos dio paso a un largo estado de sopor atravesado por un sosiego somnoliento e introspectivo.
Paz. La fantasía de la muerte.
Ya casi era de noche cuando entró en el cuarto de trabajo de Vicente. Sintió frío y se puso la cazadora vaquera. El viejo estaba sentado en su butaca bajo la luz amarillenta de una lámpara metálica. Le brillaban los ojos mientras se concentraba en los últimos capítulos de una de sus novelas preferidas: Vanity Row, de William R. Burnett. Desde la ventana del despacho podía contemplarse el curso encajonado del Barbaña tras atravesar el puente de Erbedelo, la frontera de hormigón que marcaba el límite más transitado del barrio de O Couto con el resto de la ciudad.
—Creía que te habías ido —dijo Selma—. No oía la máquina de escribir.
Vicente seguía trabajando en una Olivetti Lettera 35 de la década de 1980. Una máquina de escribir obligaba a pensar, a ordenar las ideas sin caer en distracciones. Posó el volumen sobre una mesita y se frotó los ojos sin quitarse las gafas.
—¿Me has enviado el libro a la editorial? —preguntó.
—Ayer por la noche. Estuve corrigiendo hasta las tres de la mañana. Te voy a tener que cobrar las horas extra por redactar los textos de tus correos electrónicos.
—Era el último. La serie se ha acabado. Ya no me toca escribir más sobre los indios.
En uno de los estantes de la librería que ascendía hasta el techo se acumulaban algunos ejemplares de las monografías que había redactado en los últimos meses: Sioux, Apaches, Cheyennes, Cherokees, Arapahos. Libros de tapa dura, con profusas ilustraciones en color y apenas cincuenta páginas de texto.
—¿Tendrás más encargos?
—No lo sé. Tal vez dentro de un par de meses. Vidas de militares.
—Conmigo no cuentes para eso. Prefiero a los indios.
Selma se sentó en el suelo y encendió un Chesterfield. Le gustaba pasar las tardes en aquel piso de la calle Antonio Puga y contemplar a Vicente mientras trabajaba. El olor de los libros viejos amontonados de manera caótica, las fotografías antiguas de un Ourense que ya sólo existía en la nostalgia imposible de los muertos, los carteles de películas en blanco y negro que decoraban las paredes.
Kirk Douglas en El ídolo de barro.
Un sensacional drama del ring como jamás se ha realizado.
En el amor y en la lucha, era el campeón.
Hoy, grandioso estreno en la pantalla del Teatro Losada.
Autorizada para mayores de 16 años.
—¿Quieres que prepare algo para cenar?
—Me iré a dar una vuelta. Hay un concierto en la plaza de San Marcial.
—Como prefieras —Vicente hizo una pausa—. Me alegra que ya lo hayas superado.
Selma sonrió con su boca grande y carnosa. Acababa de cumplir veinticinco años. El cabello oscuro le caía sobre la frente formando un triángulo que se abría sobre unos ojos siempre expectantes, entre verdes y azules. Llevaba un piercing en la ceja izquierda. A pesar de su delgadez, aquella cazadora tan ceñida imprimía a sus hombros una solidez desafiante.
—Estoy vacunada contra todo tipo de imbéciles, señor Malone.
—Me quedé más tranquilo cuando me lo contaste. Ese chico no era para ti.
—Te pones muy entrañable cuando intentas tratarme como un padre, ¿sabías?
—Nunca me cayó bien. Siempre con la palabra justa, calculando la manera de parecer agradable e imaginativo con todo el mundo. Pura fachada. No me gusta la gente así.
Selma cogió el bote de aceite de lavanda que había comprado esa tarde para Vicente.
—No te preocupes. Ya no estoy bajo sus efectos.
—Así me gusta.
Vicente se sacó los calcetines. Sus pies tumefactos se acomodaron sobre una banqueta en la que Selma había colocado un pequeño cojín.
—Están menos hinchados que otros días. ¿No crees?
El viejo no respondió. Cerró los ojos y se dejó hacer por los dedos expertos de Selma. La sensación era tan placentera que algunas veces se quedaba dormido.
2
Cuando Ricardo Barros salía a correr por la orilla del Miño, siguiendo el mismo itinerario desde la plaza de O Couto hasta Outariz, siempre había un momento en que los pensamientos más negros desaparecían sin dejar rastro. Su mente se concentraba en el esfuerzo de las piernas, en el ritmo cardiaco, en la agitada cadencia de la respiración. Vencida por los primeros síntomas de agotamiento, no permitía la entrada de suciedad. Era felizmente derrotada por el martirio del cuerpo. El sacrificio físico operaba como una máquina exterminadora de ruidos que reprimía el ímpetu de cualquier tribulación. Con el sudor empapando la camiseta gris, convertido en un húmedo tatuaje sobre el pecho, el cerebro se transmutaba durante unos minutos en un folio en blanco. En un vacío efímero flotando sobre el rumor intestino de la sangre. Desaparecían así el deseo inútil de ajustar cuentas con el paso del tiempo y las ansias de asesinar el orgullo de la muerte.
Todo lo que conducía, en definitiva, a la angustia de estar vivo.
En el portal del edificio, situado a escasos metros de la confluencia entre la calle Vila Real y Erbedelo, se encontró con la mujer que limpiaba las escaleras. Todavía le costaba respirar, pero se sentía satisfecho por haber completado el tiempo de carrera a un ritmo razonable. La saludó amistosamente e intercambiaron algunos comentarios banales sobre las previsiones del tiempo. Quizá el sol regresaría durante el fin de semana, pero lo único cierto era que los días seguirían atravesando la rutina invencible de los calendarios. En realidad, nunca se sentía cómodo en ese tipo de charlas irrelevantes. Como a todos los introvertidos, no le gustaban las conversaciones que sólo servían para huir del silencio. Pero hizo el esfuerzo de prolongar el diálogo durante unos segundos más cuando se percató de que la mujer era la primera persona con la que hablaba desde hacía tres días.
Ya en casa realizó unos ejercicios de estiramiento sobre la alfombra del salón y se dio una ducha. Salió del cuarto de baño; seguía sudando como si acabase de tomar una sauna, pero se enfundó una camiseta de manga larga para evitar que el cambio de temperatura le jugase una mala pasada. Encendió el ordenador y abrió el archivo con el texto de la novela. Trescientos cincuenta mil caracteres. No encontraba la forma de encajar algunas piezas, tenía la sensación de que las últimas páginas escritas resultaban especialmente mediocres, sometidas a la crueldad de la gramática, repletas de adjetivos innecesarios y diálogos insípidos. O no. Tal vez no era así y estaba siendo demasiado severo consigo mismo. Quizá sólo necesitaba descansar unos días y dejar reposar el texto. Tomar distancia. Era lo más prudente, pero más allá de la volubilidad de sus apreciaciones, estaba seguro de que no avanzar en la redacción del texto le provocaba una desazón difícilmente soportable.
Decidió dar un paseo y dejar que las piernas se guiaran solas por el barrio. La noche caía sobre la ciudad alimentando la desesperanza de los solitarios, que
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