Domingo II de Pascua (ciclo A)
Domingo de la Misericordia
(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)
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DEL MISAL MENSUAL
•
BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
•
SAN AGUSTÍN (www.iveargentina.org)
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FRANCISCO – Homilías 2013, 2015 y 2016 – Ángelus 2017
•
BENEDICTO XVI – Ángelus 2008
•
DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los
Sacramentos
•
RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
•
PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
•
FLUVIUM (www.fluvium.org)
•
PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
•
BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
− Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
− Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
− Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
•
HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
•
Rev. D. Joan Ant. MATEO i García (La Fuliola, Lleida, España) (www.evangeli.net)
•
EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
***
Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
(www.lacompañiademaria.com), para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para
preparar la homilía dominical (lacompaniademaria01@gmail.com).
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DEL MISAL MENSUAL
LA DIVINA MISERICORDIA. A partir del año de 1931 Santa Faustina Kowalska recibió diversos
mensajes de Jesús los cuales asentó en un Diario, de más de 600 páginas, dirigido a un mundo que
necesitaba y sigue necesitando la Misericordia de Dios; en él se consigna que Nuestro Señor le
indicó debe celebrarse el día de la Misericordia Divina, con estas palabras: “Estos rayos protegen las
almas de la ira de Mi Padre. Bienaventurado el que habitará en su refugio, porque la mano justa de
Domingo II de Pascua (A)
Dios no lo tomará. Deseo que el primer domingo después de Pascua sea la Fiesta de la Misericordia”
(Diario, 299); asimismo, manifestó que debía de realizar una imagen que llevara una cartela con la
inscripción; “Jesús en ti confío”. El año 2000 durante la ceremonia de canonización de la vidente Sor
Faustina Kowalska, el Sumo Pontífice san Juan Pablo II decretó: “En todo el mundo el Segundo
Domingo de Pascua recibirá el nombre de Domingo de la Divina Misericordia. Una invitación
perenne para el mundo cristiano a afrontar, con confianza en la benevolencia divina, las dificultades
y las pruebas que esperan al género humano en los años venideros”.
DICHOSOS LOS QUE CREEN SIN HABER VISTO
Hech 2, 42-47; 1 Pe 1,3-9; Jn 20, 19-31
Los relatos pascuales que nos refiere el cuarto Evangelio son una enseñanza esencial sobre la fe
cristiana. Tomás es el espejo donde podemos apreciar nuestra vacilante confianza en Dios. Mientras
que el resto de los apóstoles acogen con apertura las señales del triunfo del Señor resucitado, el
llamado Mellizo demanda evidencias contundentes. El principio de la suspicacia en lugar del
principio de confiabilidad. En esa óptica podemos comprender el sumario sobre la vida cristiana que
nos presenta san Lucas en su segunda obra. La vida cristiana no queda reducida a proclamaciones y
súplicas a Dios, se completa con la vivencia de la comunión y la caridad. Esas señales son
indispensables para cumplir la misión apostólica: testimoniar de manera creíble la muerte y
resurrección de Jesús.
ANTÍFONA DE ENTRADA Esd 2. 36-37
Abran el corazón con alegría, y den gracias a Dios, que los ha llamado al Reino de los cielos.
Aleluya.
ORACIÓN COLECTA
Dios de eterna misericordia, que reanimas la fe de este pueblo a ti consagrado con la celebración
anual de las fiestas pascuales, aumenta en nosotros los dones de tu gracia, para que todos
comprendamos mejor la excelencia del bautismo que nos ha purificado, la grandeza del Espíritu que
nos ha regenerado y el precio de la Sangre que nos ha redimido. Por nuestro Señor Jesucristo…
LITURGIA DE LA PALABRA
PRIMERA LECTURA
Los creyentes vivían unidos y todo lo tenían en común.
Del libro de los Hechos de los Apóstoles: 2, 42-47
En los primeros días de la Iglesia, todos los que habían sido bautizados eran constantes en escuchar
la enseñanza de los apóstoles, en la comunión fraterna, en la fracción del pan y en las oraciones.
Toda la gente estaba llena de asombro y de temor, al ver los milagros y prodigios que los apóstoles
hacían en Jerusalén.
Todos los creyentes vivían unidos y lo tenían todo en común. Los que eran dueños de bienes o
propiedades los vendían, y el producto era distribuido entre todos, según las necesidades de cada
uno. Diariamente se reunían en el templo, y en las casas partían el pan y comían juntos, con alegría y
sencillez de corazón. Alababan a Dios y toda la gente los estimaba. Y el Señor aumentaba cada día el
número de los que habían de salvarse.
Palabra de Dios.
SALMO RESPONSORIAL
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Domingo II de Pascua (A)
Del salmo 117, 2-4. 13-15. 22-24.
R/. La misericordia del Señor es eterna. Aleluya.
Diga la casa de Israel: “Su misericordia es eterna”. Diga la casa de Aarón: “Su misericordia es
eterna”. Digan los que temen al Señor: “Su misericordia es eterna”. R/.
Querían a empujones derribarme, pero Dios me ayudó. El Señor es mi fuerza y mi alegría, en el
Señor está mi salvación R/.
La piedra Que desecharon los constructores, es ahora la piedra angular. Esto es obra de la mano del
Señor, es un milagro patente. Éste es el día del triunfo del Señor, día de júbilo y de gozo. R/.
SEGUNDA LECTURA
La resurrección de Cristo nos da la esperanza de una vida nueva.
De la primera carta del apóstol san Pedro: 1, 3-9
Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, por su gran misericordia, porque al resucitar a
Jesucristo de entre los muertos, nos concedió renacer a la esperanza de una vida nueva, que no puede
corromperse ni mancharse y que él nos tiene reservada como herencia en el cielo. Porque ustedes
tienen fe en Dios, él los protege con su poder, para que alcancen la salvación que les tiene preparada
y que él revelará al final de los tiempos.
Por esta razón, alégrense, aun cuando ahora tengan que sufrir un poco por adversidades de todas
clases, a fin de que su fe, sometida a la prueba, sea hallada digna de alabanza, gloria y honor, el día
de la manifestación de Cristo. Porque la fe de ustedes es más preciosa que el oro, y el oro se acrisola
por el fuego. A Cristo Jesús no lo han visto y, sin embargo, lo aman; al creer en él ahora, sin verlo, se
llenan de una alegría radiante e indescriptible, seguros de alcanzar la salvación de sus almas, que es
la meta de la fe.
Palabra de Dios.
ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Jn 20, 29
R/. Aleluya, aleluya.
Tomás, tú crees porque me has visto; dichosos los que creen sin haberme visto, dice el Señor. R/.
EVANGELIO
Ocho días después, se les apareció Jesús.
+ Del santo Evangelio según san Juan: 20, 19-31
Al anochecer del día de la resurrección, estando cerradas las puertas de la casa donde se hallaban los
discípulos, por miedo a los judíos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: “La paz esté con
ustedes”. Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Cuando los discípulos vieron al Señor, se
llenaron de alegría.
De nuevo les dijo Jesús: “La paz esté con ustedes. Como el Padre me ha enviado, así también los
envío yo”. Después de decir esto, sopló sobre ellos y les dijo: “Reciban el Espíritu Santo. A los que
les perdonen los pecados, les quedarán perdonados; y a los que no se los perdonen, les quedarán sin
perdonar”.
Tomás, uno de los Doce, a quien llamaban el Gemelo, no estaba con ellos cuando vino Jesús, y los
otros discípulos le decían: “Hemos visto al Señor”. Pero él les contestó: “Si no veo en sus manos la
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Domingo II de Pascua (A)
señal de los clavos y si no meto mi dedo en los agujeros de los clavos y no meto mi mano en su
costado, no creeré”.
Ocho días después, estaban reunidos los discípulos a puerta cerrada y Tomás estaba con ellos. Jesús
se presentó de nuevo en medio de ellos y les dijo: “La paz esté con ustedes”. Luego le dijo a Tomás:
“Aquí están mis manos; acerca tu dedo. Trae acá tu mano, métela en mi costado y no sigas dudando,
sino cree”. Tomás le respondió: “¡Señor mío y Dios mío!”. Jesús añadió: “Tú crees porque me has
visto; dichosos los que creen sin haber visto”.
Otros muchos signos hizo Jesús en presencia de sus discípulos, pero no están escritos en este libro.
Se escribieron éstos para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que,
creyendo, tengan vida en su nombre.
Palabra del Señor.
ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS
Recibe, Señor, las ofrendas de tu pueblo (y de los recién bautizados) para que, renovados por la
confesión de tu nombre y por el bautismo, consigamos la felicidad eterna. Por Jesucristo, nuestro
Señor.
ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Cfr. Jn 20, 27
Jesús dijo a Tomás: Acerca tu mano, toca los agujeros que dejaron los clavos y no seas incrédulo,
sino creyente. Aleluya.
ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN
Dios todopoderoso, concédenos que la gracia recibida en este sacramento pascual permanezca
siempre en nuestra vida. Por Jesucristo, nuestro Señor.
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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
Perseveraban en la doctrina de los apóstoles y en la comunión (Hch 2, 42-47)
1ª lectura
Éste es el primero de los tres sumarios que se recogen en los capítulos iniciales del libro de
los Hechos de los Apóstoles (cfr Hch 4,32-37 y 5,12-16). Al comienzo (v. 42), describe en términos
sencillos lo más esencial de la vida ascética y litúrgico-sacramental de los primeros cristianos: «Esta
secuencia de actos es típica de la oración de la Iglesia; fundada sobre la fe apostólica y autentificada
por la caridad, se alimenta con la Eucaristía» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2624).
La «doctrina de los Apóstoles» es la instrucción habitual impartida a los nuevos convertidos.
No es el anuncio del Evangelio a los no cristianos, sino una catequesis cada vez más ordenada y
sistemática en la que se explican a los discípulos las verdades fundamentales de la Fe —lo que poco
después se recitará en la Iglesia como Profesión de fe, Símbolo o Credo—, que debían ser creídas y
practicadas para la salvación. La catequesis, que es una constante predicación y explicación del
Evangelio «hacia adentro», aparece en el mismo comienzo de la Iglesia. «Evangelizadora, la
Iglesia empieza por evangelizarse a sí misma. Comunidad de creyentes, comunidad de esperanza
vivida y trasmitida, comunidad de amor fraterno, tiene necesidad de escuchar sin cesar lo que debe
creer, las razones para esperar, el mandamiento nuevo del amor» (Pablo VI, Evangelii nuntiandi, n.
15).
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Domingo II de Pascua (A)
La «comunión» se refiere a la unión de corazones operada por el Espíritu Santo. Tal unidad
se consolida en los discípulos al vivir y sentir su fe como un bien común, concedido, en Jesucristo,
por Dios Padre (cfr Ga 2,9). En esta comunidad de afectos radican las disposiciones de
desprendimiento que llevan en su momento a la renuncia generosa de los propios bienes en beneficio
de los necesitados (vv. 45-46): «Esta pobreza y este desprendimiento voluntarios cortaban de raíz el
principio egoísta de muchos males, y los nuevos discípulos demostraban haber entendido la doctrina
evangélica» (S. Juan Crisóstomo, In Acta Apostolorum 7).
La «fracción del pan» (v. 42) es uno de los nombres de la Sagrada Eucaristía. Se le denomina
así, «porque este rito, propio del banquete judío, fue utilizado por Jesús cuando bendecía y distribuía
el pan como cabeza de familia (cfr Mt 14,19; 15,36; Mc 8,6.19), sobre todo en la última Cena (cfr Mt
26,26; 1 Co 11,24). En este gesto los discípulos lo reconocerán después de su resurrección (Lc 24,1335), y con esta expresión los primeros cristianos designaron sus asambleas eucarísticas (cfr Hch
2,42.46; 20,7.11). Con él se quiere significar que todos los que comen de este único pan, partido, que
es Cristo, entran en comunión con Él y forman un solo cuerpo en Él (cfr 1 Co 10,16-17)» (Catecismo
de la Iglesia Católica, n. 1329). Convive con otros nombres, como «Eucaristía», que subraya la idea
de acción de gracias (cfr Didaché 9,1). La Santa Misa y la comunión eucarística constituyen desde
Pentecostés el centro del culto cristiano.
Las «oraciones» son probablemente los salmos y los himnos con que se acompañaba la
celebración de la Eucaristía. La consignación del artículo y el plural connotan que se trataba de
oraciones determinadas. Los cristianos acuden al Templo de Jerusalén, porque es inicialmente uno de
los centros de su vida litúrgica y de oración (v. 46). El Templo era para ellos la casa de Dios; sin
embargo, no era el único lugar donde se reunían para la oración y el culto. Cuando el texto afirma
que «partían el pan en las casas» (v. 46), se refiere probablemente a la fracción del pan apuntada
antes (v. 42): la comunidad cristiana de Jerusalén —igual que las comunidades fundadas después por
San Pablo— no posee todavía un edificio específico para las reuniones litúrgicas; lo hace en casas
privadas, en lugares dignos. La construcción de edificios solamente para el culto no comenzará hasta
el siglo III.
Por su gran misericordia nos ha engendrado a una esperanza viva (1 Pe 1, 3-9)
2ª lectura
Los destinatarios de la carta se hallaban en un mundo hostil sufriendo por su condición de
cristianos. San Pedro desarrolla lo enunciado en el versículo anterior (v. 2) señalando los motivos
que tienen para consolarse y perseverar en la fe: han sido salvados por Dios en Cristo. El cristiano ha
nacido de nuevo (cfr Jn 3,3-8; Ga 6,15; etc.) y es revestido de una gran dignidad. Dios Padre, con su
elección, ha destinado a los bautizados a una herencia maravillosa en el Cielo (vv. 3-5); para
conseguirla son necesarios el amor y la fe en Cristo a pesar de las tribulaciones (vv. 6-9); el Espíritu
Santo, que había anunciado en el Antiguo Testamento la salvación como fruto de los padecimientos
de Cristo, proclama ahora su cumplimiento a través de quienes predican el Evangelio (vv. 10-12). En
estos versículos aparece la función del Espíritu Santo como causa y guía de la actividad
evangelizadora de la Iglesia.
La esperanza de la salvación obrada por Cristo otorga al cristiano la alegría en medio de las
dificultades. Las penas de la vida terrena prueban la calidad de su fe: «Dice San Pedro que conviene
ser afligidos porque no se puede llegar a los gozos eternos sino a través de las aflicciones y la tristeza
de este mundo que pasa. Durante algún tiempo, dice sin embargo, porque cuando se retribuye con un
premio eterno, lo que en las tribulaciones de este mundo parecía pesado y amargo, parece que es
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Domingo II de Pascua (A)
muy breve y leve» (S. Beda, In 1 Epistolam Sancti Petri, ad loc.). Como dice San Agustín: «Se
presenta el dolor, vendrá mi descanso. Se ofrece la tribulación, llegará mi purificación. ¿Acaso brilla
el oro en el horno del platero? Brillará en el collar, brillará en el adorno. Sin embargo, ahora soporta
el fuego para que, purificado de las impurezas, adquiera el brillo» (Enarrationes in Psalmos 61,11).
Trae tu mano y métela en mi costado (Jn 20, 19-31)
Evangelio
La aparición de Jesús glorioso a los discípulos y la efusión del Espíritu Santo sobre ellos
viene a equivaler, en el Evangelio de Juan, a la Pentecostés en el libro de los Hechos, de San Lucas.
«Ya se había llevado a cabo el plan salvífico de Dios en la tierra; pero convenía que nosotros
llegáramos a ser partícipes de la naturaleza divina del Verbo, esto es, que abandonásemos nuestra
vida anterior para transformarla y conformarla a un nuevo estilo de vida y de santidad. Esto sólo
podía llevarse a efecto con la comunicación del Espíritu Santo» (San Cirilo de Alejandría,
Commentarium in Ioannem 10).
La misión que el Señor da a los Apóstoles (vv. 22-23), similar a la del final del Evangelio de
Mateo (Mt 28,18ss.), manifiesta el origen divino de la misión de la Iglesia y su poder para perdonar
los pecados. «El Señor, principalmente entonces, instituyó el sacramento de la Penitencia, cuando,
resucitado de entre los muertos, sopló sobre sus discípulos diciendo: Recibid el Espíritu Santo... Por
este hecho tan insigne y por tan claras palabras, el común sentir de todos los Padres entendió siempre
que fue comunicada a los Apóstoles y a sus legítimos sucesores la potestad de perdonar y retener los
pecados para reconciliar a los fieles caídos en pecado después del Bautismo» (Conc. de Trento, De
Paenitentia, cap. 1).
En la nueva aparición, ocho días más tarde (20,24-29), destaca la figura de Tomás. Así como
María Magdalena era modelo de los que buscan a Jesús (20,1-11), Tomás llega a ser la figura de los
que dudan de Él, tanto de su divinidad como de su Humanidad, pero que luego se convierten sin
reservas. El Resucitado es el mismo que el crucificado. El Señor manifiesta nuevamente que la fe en
Él ha de apoyarse en el testimonio de quienes le han visto. «¿Es que pensáis —comenta San
Gregorio Magno— que aconteció por pura casualidad que estuviera ausente entonces aquel discípulo
elegido, que al volver oyese relatar la aparición, y que al oír dudase, dudando palpase y palpando
creyese? No fue por casualidad, sino por disposición de Dios. La divina clemencia actuó de modo
admirable para que tocando el discípulo dubitativo las heridas de carne en su Maestro, sanara en
nosotros las heridas de la incredulidad (...). Así el discípulo, dudando y palpando, se convirtió en
testigo de la verdadera resurrección» (Homiliae in Evangelia 26,7).
Los vv. 30-31 constituyen el primer epílogo o conclusión del evangelio. Exponen la finalidad
que perseguía Juan al escribir su obra: que los hombres creamos que Jesús es el Mesías, el Cristo
anunciado en el Antiguo Testamento por los profetas, y el Hijo de Dios, y que esa fe nos lleve a
participar ya aquí de la vida eterna.
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SAN AGUSTÍN (www.iveargentina.org)
Aparición a los discípulos (Jn 20, 19-23)
Parece que ayer dimos fin a la lectura de los relatos de la resurrección de nuestro Señor
Jesucristo según la verdad de los cuatro evangelistas. En el primer día se leyó la resurrección según
Mateo; el segundo, según Lucas; el tercero, según Marcos, y el cuarto, o sea ayer, según Juan. Mas
como Juan y Lucas escribieron abundantemente sobre la resurrección misma y lo que aconteció
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Domingo II de Pascua (A)
después de ella, sus relatos no pudieron leerse en un solo día; de esa manera, ayer escuchamos una
parte de Juan, hoy otra, y así hasta que se acabe.
¿Qué hemos escuchado hoy? Que el mismo día de la resurrección, es decir, el domingo,
cuando ya de tarde estaban los discípulos reunidos en un lugar con las puertas cerradas por miedo a
los judíos, se les apareció el Señor en medio de todos. Según testimonio del evangelista, se les
apareció dos veces en el mismo día, por la mañana y por la tarde. El relato sobre la aparición de la
mañana ya se ha leído; ahora acabamos de escuchar lo referente a la aparición de la tarde. No era
necesario que yo os recordase estas cosas; vosotros mismos podíais advertirlas. Sin embargo,
pensando en los menos inteligentes y en los más descuidados, me pareció oportuno mencionarlo para
que sepáis no sólo lo que habéis oído, sino también de qué evangelio está tomado lo leído.
Veamos, pues, lo que nos propone la lectura de hoy como tema para el sermón 1. La misma
lectura nos invita y en cierto modo nos orienta a que digamos algo sobre cómo el Señor, que resucitó
en la solidez de su cuerpo, de modo que no sólo fue visto, sino también tocado por sus discípulos,
pudo aparecérseles estando las puertas cerradas. Algunos ponen tantas dificultades al respecto,
aduciendo contra los milagros del Señor los prejuicios de sus razonamientos, que están a punto casi
de perecer. Así argumentan: «Si tenía cuerpo, si tenía carne y huesos, si lo que resucitó del sepulcro
fue lo mismo que colgó del madero, ¿cómo pudo entrar estando cerradas las puertas? Si no pudo,
dicen, no tuvo lugar; si pudo, ¿cómo pudo?» Si comprendes el cómo, deja de ser milagro, y, si no
crees que se trata de un milagro, estás muy cerca de negar también su resurrección del sepulcro.
Examina los milagros hechos por el Señor ya desde el comienzo y dame la explicación de cada uno
de ellos. Sin contacto de varón, una doncella concibe. Explica cómo sin varón ha concebido una
doncella. Donde falla la explicación, allí se levanta la fe. Ya tienes un milagro en la misma
concepción del Señor; escucha otro referido al parto: una doncella da a luz y permanece virgen. Ya
entonces, antes de resucitar, pasó el Señor a través de puertas cerradas. Me preguntas: «Si entró a
través de puertas cerradas, ¿dónde quedan las propiedades del cuerpo?» Y yo respondo: «Si caminó
sobre el mar, ¿dónde queda el peso del cuerpo?» Más todo esto lo hizo el Señor en cuanto Señor.
¿Acaso dejó de ser Señor después de haber resucitado? Además, hizo caminar a Pedro sobre las
aguas; ¿qué hay que decir de esto? Lo que en Cristo pudo la divinidad, en Pedro lo realizó la fe. Pero
Cristo lo hizo porque pudo, Pedro porque Cristo le ayudó. En conclusión, si comienzas a buscar
explicación a los milagros con la sola mente humana, temo que pierdas la fe. ¿Ignoras que nada es
imposible para Dios? A quienquiera que te diga: «Si entró a través de puertas cerradas, no tenía
cuerpo», retuércele el argumento. «Si fue tocado, tenía cuerpo; si comió, tenía cuerpo; y el entrar fue
resultado de un milagro, no de la naturaleza.» ¿No es digno de toda admiración el curso ordinario de
la naturaleza? Todas las cosas están llenas de milagros, pero la frecuencia los ha hecho vulgares.
Intenta darme explicación; mi pregunta versará sobre lo que vemos a diario. Explícame por qué la
semilla de un árbol tan grande como la higuera es tan pequeña que apenas puede verse, mientras que
la humilde calabaza la produce tan grande. Sin embargo, en aquella semilla tan pequeña, apenas
visible; en aquella pequeñez y estrechez —si aplicas la inteligencia y no la vista— se oculta también
la raíz; dentro de ella está el tronco y las hojas futuras y el fruto que aparecerá en el árbol. Todo está
anticipado en la semilla. No es necesario pasar revista a muchas cosas; las cosas de cada día nadie
intenta explicarlas, y tú me exiges que te explique los milagros. Lee, pues, el evangelio y cree los
hechos maravillosos en él contenidos. Más es lo que ha hecho Dios; la obra que supera a todas las
demás no te causa admiración: nada existía y el mundo existe.
«Pero, dices, es imposible a la mole de un cuerpo pasar a través de una puerta cerrada.» —
¿Cuánta era su corpulencia, te lo suplico? —La normal de un hombre. —¿Era, acaso, igual a la de un
camello? —De ninguna manera. —Lee el evangelio, escúchalo; cuando quiso mostrar la dificultad
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Domingo II de Pascua (A)
que tiene un rico para entrar en el reino de los cielos, dijo: Más fácilmente entra un camello por el
hondón de una aguja que un rico en el reino de los cielos. Al oír esto, los discípulos, pensando que
era de todo punto imposible que un camello entrase por el hondón de una aguja, se llenaron de
tristeza y dijeron: Si las cosas están así, ¿quién puede salvarse? Si más fácilmente pasa un camello
por el hondón de una aguja que se salva un rico; si un camello no puede en absoluto pasar por el
hondón de una aguja, entonces ningún rico puede salvarse. El Señor les respondió: Lo que es
imposible para los hombres, para Dios es fácil. Dios puede hacer que un camello pase por el hondón
de una aguja e introducir a un rico en el reino de los cielos. ¿Por qué pones dificultades en base a que
las puertas estaban cerradas? Las puertas cerradas tienen, al menos, una rendija; compara la rendija
de las puertas con el hondón de una aguja; compara el volumen de la carne humana con la
corpulencia de los camellos y no levantes calumnias contra la divinidad de los milagros.
Sermones (4º) (t. XXIV), Sermón 247, 1-3, BAC Madrid 1983, 512-16
***
El incrédulo Tomás (Jn 20, 24-29)
Escuchasteis cómo a los que creen sin haber visto los alaba el Señor por encima de los que
creen porque han visto y hasta han podido tocar. Cuando el Señor se apareció a sus discípulos, el
apóstol Tomás estaba ausente; habiéndole dicho ellos que Cristo había resucitado, les contestó: Si no
meto mi mano en su costado, no creeré. ¿Qué hubiera pasado si el Señor hubiese resucitado sin las
cicatrices? ¿O es que no podía haber resucitado su carne sin que quedaran en ella rastros de las
heridas? Lo podía; pero, si no hubiese conservado las cicatrices en su cuerpo, no hubiera sanado las
heridas en nuestro corazón. Al tocarle, lo reconoció. Le parecía poco el ver con los ojos; quería creer
con los dedos. «Ven, le dijo: mete aquí tus dedos; no suprimí toda huella, sino que dejé algo para que
creyeras; mira también mi costado, y no seas incrédulo, sino creyente.» Tan pronto como le
manifestó aquello sobre lo que aún le quedaba duda, exclamó: ¡Señor mío y Dios mío! Tocaba la
carne y proclamaba la divinidad. ¿Qué tocó? El cuerpo de Cristo. ¿Acaso el cuerpo de Cristo era la
divinidad de Cristo? La divinidad de Cristo era la Palabra; la humanidad, el alma y la carne. Él no
podía tocar ni siquiera al alma, pero podía advertir su presencia, puesto que el cuerpo antes muerto,
ahora se movía vivo. Aquella Palabra, en cambio, ni se cambia ni se la toca, ni decrece ni acrece,
puesto que en el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era
Dios. Esto proclamó Tomás: tocaba la carne e invocaba la Palabra, porque la Palabra se hizo carne y
habitó entre nosotros.
Sermones (3º) (t. XXIII), Sermón 145 A, BAC Madrid 1983, 277-83; 327-28
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FRANCISCO – Homilías 2013, 2015 y 2016 – Ángelus 2017
2013
La paciencia de Dios
1. Celebramos hoy el segundo domingo de Pascua, también llamado «de la Divina
Misericordia». Qué hermosa es esta realidad de fe para nuestra vida: la misericordia de Dios. Un
amor tan grande, tan profundo el que Dios nos tiene, un amor que no decae, que siempre aferra
nuestra mano y nos sostiene, nos levanta, nos guía.
2. En el Evangelio de hoy, el apóstol Tomás experimenta precisamente esta misericordia de
Dios, que tiene un rostro concreto, el de Jesús, el de Jesús resucitado. Tomás no se fía de lo que
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Domingo II de Pascua (A)
dicen los otros Apóstoles: «Hemos visto el Señor»; no le basta la promesa de Jesús, que había
anunciado: al tercer día resucitaré. Quiere ver, quiere meter su mano en la señal de los clavos y del
costado. ¿Cuál es la reacción de Jesús? La paciencia: Jesús no abandona al terco Tomás en su
incredulidad; le da una semana de tiempo, no le cierra la puerta, espera. Y Tomás reconoce su propia
pobreza, la poca fe: «Señor mío y Dios mío»: con esta invocación simple, pero llena de fe, responde
a la paciencia de Jesús. Se deja envolver por la misericordia divina, la ve ante sí, en las heridas de las
manos y de los pies, en el costado abierto, y recobra la confianza: es un hombre nuevo, ya no es
incrédulo sino creyente.
Y recordemos también a Pedro: que tres veces reniega de Jesús precisamente cuando debía
estar más cerca de él; y cuando toca el fondo encuentra la mirada de Jesús que, con paciencia, sin
palabras, le dice: «Pedro, no tengas miedo de tu debilidad, confía en mí»; y Pedro comprende, siente
la mirada de amor de Jesús y llora. Qué hermosa es esta mirada de Jesús –cuánta ternura–. Hermanos
y hermanas, no perdamos nunca la confianza en la paciente misericordia de Dios.
Pensemos en los dos discípulos de Emaús: el rostro triste, un caminar errante, sin esperanza.
Pero Jesús no les abandona: recorre a su lado el camino, y no sólo. Con paciencia explica las
Escrituras que se referían a Él y se detiene a compartir con ellos la comida. Éste es el estilo de Dios:
no es impaciente como nosotros, que frecuentemente queremos todo y enseguida, también con las
personas. Dios es paciente con nosotros porque nos ama, y quien ama comprende, espera, da
confianza, no abandona, no corta los puentes, sabe perdonar. Recordémoslo en nuestra vida de
cristianos: Dios nos espera siempre, aun cuando nos hayamos alejado. Él no está nunca lejos, y si
volvemos a Él, está preparado para abrazarnos.
A mí me produce siempre una gran impresión releer la parábola del Padre misericordioso, me
impresiona porque me infunde siempre una gran esperanza. Pensad en aquel hijo menor que estaba
en la casa del Padre, era amado; y aun así quiere su parte de la herencia; y se va, lo gasta todo, llega
al nivel más bajo, muy lejos del Padre; y cuando ha tocado fondo, siente la nostalgia del calor de la
casa paterna y vuelve. ¿Y el Padre? ¿Había olvidado al Hijo? No, nunca. Está allí, lo ve desde lejos,
lo estaba esperando cada día, cada momento: ha estado siempre en su corazón como hijo, incluso
cuando lo había abandonado, incluso cuando había dilapidado todo el patrimonio, es decir su
libertad; el Padre con paciencia y amor, con esperanza y misericordia no había dejado ni un
momento de pensar en él, y en cuanto lo ve, todavía lejano, corre a su encuentro y lo abraza con
ternura, la ternura de Dios, sin una palabra de reproche: Ha vuelto. Y esta es la alegría del padre. En
ese abrazo al hijo está toda esta alegría: ¡Ha vuelto! Dios siempre nos espera, no se cansa. Jesús nos
muestra esta paciencia misericordiosa de Dios para que recobremos la confianza, la esperanza,
siempre. Un gran teólogo alemán, Romano Guardini, decía que Dios responde a nuestra debilidad
con su paciencia y éste es el motivo de nuestra confianza, de nuestra esperanza. Es como un diálogo
entre nuestra debilidad y la paciencia de Dios, es un diálogo que si lo hacemos, nos da esperanza.
3. Quisiera subrayar otro elemento: la paciencia de Dios debe encontrar en nosotros la
valentía de volver a Él, sea cual sea el error, sea cual sea el pecado que haya en nuestra vida. Jesús
invita a Tomás a meter su mano en las llagas de sus manos y de sus pies y en la herida de su costado.
También nosotros podemos entrar en las llagas de Jesús, podemos tocarlo realmente; y esto ocurre
cada vez que recibimos los sacramentos. San Bernardo, en una bella homilía, dice: «A través de estas
hendiduras, puedo libar miel silvestre y aceite de rocas de pedernal (cf. Dt 32,13), es decir, puedo
gustar y ver qué bueno es el Señor» (Sermón 61, 4. Sobre el libro del Cantar de los cantares). Es
precisamente en las heridas de Jesús que nosotros estamos seguros, ahí se manifiesta el amor
inmenso de su corazón. Tomás lo había entendido. San Bernardo se pregunta: ¿En qué puedo poner
9
Domingo II de Pascua (A)
mi confianza? ¿En mis méritos? Pero «mi único mérito es la misericordia de Dios. No seré pobre en
méritos, mientras él no lo sea en misericordia. Y, porque la misericordia del Señor es mucha, muchos
son también mis méritos» (ibid, 5). Esto es importante: la valentía de confiarme a la misericordia de
Jesús, de confiar en su paciencia, de refugiarme siempre en las heridas de su amor. San Bernardo
llega a afirmar: «Y, aunque tengo conciencia de mis muchos pecados, si creció el pecado, más
desbordante fue la gracia (Rm5,20)» (ibid.). Tal vez alguno de nosotros puede pensar: mi pecado es
tan grande, mi lejanía de Dios es como la del hijo menor de la parábola, mi incredulidad es como la
de Tomás; no tengo las agallas para volver, para pensar que Dios pueda acogerme y que me esté
esperando precisamente a mí. Pero Dios te espera precisamente a ti, te pide sólo el valor de regresar a
Él. Cuántas veces en mi ministerio pastoral me han repetido: «Padre, tengo muchos pecados»; y la
invitación que he hecho siempre es: «No temas, ve con Él, te está esperando, Él hará todo». Cuántas
propuestas mundanas sentimos a nuestro alrededor. Dejémonos sin embargo aferrar por la propuesta
de Dios, la suya es una caricia de amor. Para Dios no somos números, somos importantes, es más
somos lo más importante que tiene; aun siendo pecadores, somos lo que más le importa.
Adán después del pecado sintió vergüenza, se ve desnudo, siente el peso de lo que ha hecho;
y sin embargo Dios no lo abandona: si en ese momento, con el pecado, inicia nuestro exilio de Dios,
hay ya una promesa de vuelta, la posibilidad de volver a Él. Dios pregunta enseguida: «Adán, ¿dónde
estás?», lo busca. Jesús quedó desnudo por nosotros, cargó con la vergüenza de Adán, con la
desnudez de su pecado para lavar nuestro pecado: sus llagas nos han curado. Acordaos de lo de san
Pablo: ¿De qué me puedo enorgullecer sino de mis debilidades, de mi pobreza? Precisamente
sintiendo mi pecado, mirando mi pecado, yo puedo ver y encontrar la misericordia de Dios, su amor,
e ir hacia Él para recibir su perdón.
En mi vida personal, he visto muchas veces el rostro misericordioso de Dios, su paciencia; he
visto también en muchas personas la determinación de entrar en las llagas de Jesús, diciéndole: Señor
estoy aquí, acepta mi pobreza, esconde en tus llagas mi pecado, lávalo con tu sangre. Y he visto
siempre que Dios lo ha hecho, ha acogido, consolado, lavado, amado.
Queridos hermanos y hermanas, dejémonos envolver por la misericordia de Dios; confiemos
en su paciencia que siempre nos concede tiempo; tengamos el valor de volver a su casa, de habitar en
las heridas de su amor dejando que Él nos ame, de encontrar su misericordia en los sacramentos.
Sentiremos su ternura, tan hermosa, sentiremos su abrazo y seremos también nosotros más capaces
de misericordia, de paciencia, de perdón y de amor.
***
2015
Jesús nos invita a entrar en el misterio de sus llagas, el de su amor misericordioso
San Juan, que estaba presente en el Cenáculo con los otros discípulos al anochecer del primer
día de la semana, cuenta cómo Jesús entró, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros», y «les
enseñó las manos y el costado» (20,19-20), les mostró sus llagas. Así ellos se dieron cuenta de que
no era una visión, era Él, el Señor, y se llenaron de alegría.
Ocho días después, Jesús entró de nuevo en el Cenáculo y mostró las llagas a Tomás, para
que las tocase como él quería, para que creyese y se convirtiese en testigo de la Resurrección.
También a nosotros, hoy, en este Domingo que san Juan Pablo II quiso dedicar a la Divina
Misericordia, el Señor nos muestra, por medio del Evangelio, sus llagas. Son llagas de misericordia.
Es verdad: las llagas de Jesús son llagas de misericordia. «Por sus llagas fuimos sanados» (Is 53,5).
10
Domingo II de Pascua (A)
Jesús nos invita a mirar sus llagas, nos invita a tocarlas, como a Tomás, para sanar nuestra
incredulidad. Nos invita, sobre todo, a entrar en el misterio de sus llagas, que es el misterio de su
amor misericordioso.
A través de ellas, como por una brecha luminosa, podemos ver todo el misterio de Cristo y de
Dios: su Pasión, su vida terrena –llena de compasión por los más pequeños y los enfermos–, su
encarnación en el seno de María. Y podemos recorrer hasta sus orígenes toda la historia de la
salvación: las profecías –especialmente la del Siervo de Yahvé–, los Salmos, la Ley y la alianza,
hasta la liberación de Egipto, la primera pascua y la sangre de los corderos sacrificados; e incluso
hasta los patriarcas Abrahán, y luego, en la noche de los tiempos, hasta Abel y su sangre que grita
desde la tierra. Todo esto lo podemos verlo a través de las llagas de Jesús Crucificado y Resucitado
y, como María en el Magnificat, podemos reconocer que «su misericordia llega a sus fieles de
generación en generación» (Lc 1,50).
Ante los trágicos acontecimientos de la historia humana, nos sentimos a veces abatidos, y nos
preguntamos: «¿Por qué?». La maldad humana puede abrir en el mundo abismos, grandes vacíos:
vacíos de amor, vacíos de bien, vacíos de vida. Y nos preguntamos: ¿Cómo podemos salvar estos
abismos? Para nosotros es imposible; sólo Dios puede colmar estos vacíos que el mal abre en nuestro
corazón y en nuestra historia. Es Jesús, que se hizo hombre y murió en la cruz, quien llena el abismo
del pecado con el abismo de su misericordia.
San Bernardo, en su comentario al Cantar de los Cantares (Disc. 61,3-5; Opera omnia 2,150151), se detiene justamente en el misterio de las llagas del Señor, usando expresiones fuertes,
atrevidas, que nos hace bien recordar hoy. Dice él que «las heridas que su cuerpo recibió nos dejan
ver los secretos de su corazón; nos dejan ver el gran misterio de piedad, nos dejan ver la entrañable
misericordia de nuestro Dios».
Es este, hermanos y hermanas, el camino que Dios nos ha abierto para que podamos salir,
finalmente, de la esclavitud del mal y de la muerte, y entrar en la tierra de la vida y de la paz. Este
Camino es Él, Jesús, Crucificado y Resucitado, y especialmente lo son sus llagas llenas de
misericordia.
Los Santos nos enseñan que el mundo se cambia a partir de la conversión de nuestros
corazones, y esto es posible gracias a la misericordia de Dios. Por eso, ante mis pecados o ante las
grandes tragedias del mundo, «me remorderá mi conciencia, pero no perderé la paz, porque me
acordaré de las llagas del Señor. Él, en efecto, “fue traspasado por nuestras rebeliones” (Is 53,5).
¿Qué hay tan mortífero que no haya sido destruido por la muerte de Cristo?» (ibíd.).
Con los ojos fijos en las llagas de Jesús Resucitado, cantemos con la Iglesia: «Eterna es su
misericordia» (Sal 117,2). Y con estas palabras impresas en el corazón, recorramos los caminos de la
historia, de la mano de nuestro Señor y Salvador, nuestra vida y nuestra esperanza.
***
2016
Apóstoles de la misericordia, portadores de la paz de Cristo
«Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los
discípulos» (Jn 20,30). El Evangelio es el libro de la misericordia de Dios, para leer y releer, porque
todo lo que Jesús ha dicho y hecho es expresión de la misericordia del Padre. Sin embargo, no todo
fue escrito; el Evangelio de la misericordia continúa siendo un libro abierto, donde se siguen
escribiendo los signos de los discípulos de Cristo, gestos concretos de amor, que son el mejor
11
Domingo II de Pascua (A)
testimonio de la misericordia. Todos estamos llamados a ser escritores vivos del Evangelio,
portadores de la Buena Noticia a todo hombre y mujer de hoy. Lo podemos hacer realizando las
obras de misericordia corporales y espirituales, que son el estilo de vida del cristiano. Por medio de
estos gestos sencillos y fuertes, a veces hasta invisibles, podemos visitar a los necesitados,
llevándoles la ternura y el consuelo de Dios. Se sigue así aquello que cumplió Jesús en el día de
Pascua, cuando derramó en los corazones de los discípulos temerosos la misericordia del Padre,
exhaló sobre ellos el Espíritu Santo que perdona los pecados y da la alegría.
Sin embargo, en el relato que hemos escuchado surge un contraste evidente: está el miedo de
los discípulos que cierran las puertas de la casa; por otro lado, la misión de parte de Jesús, que los
envía al mundo a llevar el anuncio del perdón. Este contraste puede manifestarse también en
nosotros, una lucha interior entre el corazón cerrado y la llamada del amor a abrir las puertas
cerradas y a salir de nosotros mismos. Cristo, que por amor entró a través de las puertas cerradas del
pecado, de la muerte y del infierno, desea entrar también en cada uno para abrir de par en par las
puertas cerradas del corazón. Él, que con la resurrección venció el miedo y el temor que nos
aprisiona, quiere abrir nuestras puertas cerradas y enviarnos. El camino que el Maestro resucitado
nos indica es de una sola vía, va en una única dirección: salir de nosotros mismos, salir para dar
testimonio de la fuerza sanadora del amor que nos ha conquistado. Vemos ante nosotros una
humanidad continuamente herida y temerosa, que tiene las cicatrices del dolor y de la incertidumbre.
Ante el sufrido grito de misericordia y de paz, escuchamos hoy la invitación esperanzadora que Jesús
dirige a cada uno de nosotros: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (v. 21).
Toda enfermedad puede encontrar en la misericordia de Dios una ayuda eficaz. De hecho, su
misericordia no se queda lejos: desea salir al encuentro de todas las pobrezas y liberar de tantas
formas de esclavitud que afligen a nuestro mundo. Quiere llegar a las heridas de cada uno, para
curarlas. Ser apóstoles de misericordia significa tocar y acariciar sus llagas, presentes también hoy
en el cuerpo y en el alma de muchos hermanos y hermanas suyos. Al curar estas heridas, confesamos
a Jesús, lo hacemos presente y vivo; permitimos a otros que toquen su misericordia y que lo
reconozcan como «Señor y Dios» (cf. v. 28), como hizo el apóstol Tomás. Esta es la misión que se
nos confía. Muchas personas piden ser escuchadas y comprendidas. El Evangelio de la misericordia,
para anunciarlo y escribirlo en la vida, busca personas con el corazón paciente y abierto, “buenos
samaritanos” que conocen la compasión y el silencio ante el misterio del hermano y de la hermana;
pide siervos generosos y alegres que aman gratuitamente sin pretender nada a cambio.
«Paz a vosotros» (v. 21): es el saludo que Cristo trae a sus discípulos; es la misma paz, que
esperan los hombres de nuestro tiempo. No es una paz negociada, no es la suspensión de algo malo:
es su paz, la paz que procede del corazón del Resucitado, la paz que venció el pecado, la muerte y el
miedo. Es la paz que no divide, sino que une; es la paz que no nos deja solos, sino que nos hace
sentir acogidos y amados; es la paz que permanece en el dolor y hace florecer la esperanza. Esta paz,
como en el día de Pascua, nace y renace siempre desde el perdón de Dios, que disipa la inquietud del
corazón. Ser portadores de su paz: esta es la misión confiada a la Iglesia en el día de Pascua. Hemos
nacido en Cristo como instrumentos de reconciliación, para llevar a todos el perdón del Padre, para
revelar su rostro de amor único en los signos de la misericordia.
En el Salmo responsorial se ha proclamado: «Su amor es para siempre» (117/118,2). Es
verdad, la misericordia de Dios es eterna; no termina, no se agota, no se rinde ante la adversidad y no
se cansa jamás. En este “para siempre” encontramos consuelo en los momentos de prueba y de
debilidad, porque estamos seguros que Dios no nos abandona. Él permanece con nosotros para
siempre. Le agradecemos su amor tan inmenso, que no podemos comprender: es tan grande. Pidamos
12
Domingo II de Pascua (A)
la gracia de no cansarnos nunca de acudir a la misericordia del Padre y de llevarla al mundo;
pidamos ser nosotros mismos misericordiosos, para difundir en todas partes la fuerza del Evangelio,
para escribir aquellas páginas del Evangelio que el apóstol Juan no ha escrito.
***
Ángelus 2017
La misericordia es una verdadera forma de conocimiento
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Cada domingo, hacemos memoria de la resurrección del Señor Jesús, pero en este periodo
después de Pascua, el domingo reviste un significado más iluminador. En la tradición de la Iglesia,
este domingo después de la Pascua, se le denomina “in albis”. ¿Qué significa esto? La expresión
pretendía recordar el rito que cumplían aquellos que habían recibido el bautismo en la Vigilia
pascual. A cada uno de ellos se le entregaba un hábito blanco —“alba”, “blanca”— para indicar su
nueva dignidad de hijos de Dios. Hoy todavía se sigue haciendo esto: a los neonatos se les coloca
una pequeña tela simbólica, mientras que los adultos se ponen uno auténtico y verdadero, como lo
hemos visto en la Vigilia pascual. Esta ropa blanca, en pasado, se llevaba puesta durante una semana,
hasta este domingo, y de ahí deriva el nombre in albis deponendis, que significa el domingo en el
cuál se quita el hábito blanco. Y así, quitada la ropa blanca, los neófitos comenzaban su nueva vida
en Cristo y en la Iglesia.
Hay otra cosa. En el Jubileo del año 2000, san Juan Pablo II estableció que este domingo
estaría dedicado a la Divina Misericordia. Es verdad, fue una bonita intuición: el Espíritu Santo le
inspiró. Hemos concluido el Jubileo extraordinario de la Misericordia hace pocos meses y este
domingo nos invita a retomar con fuerza la gracia que viene de la misericordia de Dios. El Evangelio
de hoy es la narración de la aparición de Cristo resucitado a los discípulos reunidos en el cenáculo
(cf. Juan 20, 19-31). Escribe san Juan que Jesús, después de haber saludado a sus discípulos, les dijo:
«Como el Padre me envió, también yo os envío». Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el
Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedarán perdonados» (vv. 21-23). He aquí el
sentido de la misericordia que se presenta precisamente en el día de la resurrección de Jesús como
perdón de los pecados. Jesús resucitado, ha transmitido a su Iglesia, como primera misión, su propia
misión de llevar a todos el anuncio concreto del perdón. Este es el primer deber: anunciar el perdón.
Este signo visible de su misericordia lleva consigo la paz del corazón y la alegría del encuentro
renovado con el Señor.
La misericordia a la luz de la Pascua se deja percibir como una verdadera forma de
conocimiento. Y esto es importante: la misericordia es una verdadera forma de conocimiento.
Sabemos que se conoce a través de muchas formas. Se conoce a través de los sentidos, se conoce a
través de la intuición, a través de la razón y aún de otras formas. Bien, se puede conocer también a
través de la experiencia de la misericordia, porque la misericordia abre la puerta de la mente para
comprender mejor el misterio de Dios y de nuestra existencia personal. La misericordia nos hace
comprender que la violencia, el rencor, la venganza no tienen ningún sentido y la primera víctima es
quien vive de estos sentimientos, porque se priva de su propia dignidad. La misericordia también
abre la puerta del corazón y permite expresar la cercanía sobre todo hacia aquellos que están solos y
marginados, porque les hace sentirse hermanos e hijos de un solo Padre. Favorece el reconocimiento
de cuantos tienen necesidad de consuelo y hace encontrar palabras adecuadas para dar consuelo.
Hermanos y hermanas, la misericordia calienta el corazón y le hace sensible a las necesidades
de los hermanos, a través del compartir y de la participación. La misericordia, en definitiva,
13
Domingo II de Pascua (A)
compromete a todos a ser instrumentos de justicia, de reconciliación y de paz. No olvidemos nunca
que la misericordia es la llave en la vida de fe, y la forma concreta con la cual damos visibilidad a la
resurrección de Jesús.
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BENEDICTO XVI – Ángelus 2008
Queridos hermanos y hermanas:
Durante el jubileo del año 2000, el amado siervo de Dios Juan Pablo II estableció que en toda
la Iglesia el domingo que sigue a la Pascua, además de Dominica in Albis, se denominara también
Domingo de la Misericordia Divina. Esto sucedió en concomitancia con la canonización de Faustina
Kowalska, humilde religiosa polaca, celosa mensajera de Jesús misericordioso, que nació en 1905 y
murió en 1938.
En realidad, la misericordia es el núcleo central del mensaje evangélico, es el nombre mismo
de Dios, el rostro con el que se reveló en la Antigua Alianza y plenamente en Jesucristo, encarnación
del Amor creador y redentor. Este amor de misericordia ilumina también el rostro de la Iglesia y se
manifiesta mediante los sacramentos, especialmente el de la Reconciliación, y mediante las obras de
caridad, comunitarias e individuales.
Todo lo que la Iglesia dice y realiza, manifiesta la misericordia que Dios tiene para con el
hombre. Cuando la Iglesia debe recordar una verdad olvidada, o un bien traicionado, lo hace siempre
impulsada por el amor misericordioso, para que los hombres tengan vida y la tengan en abundancia
(cf. Jn 10, 10). De la misericordia divina, que pacifica los corazones, brota además la auténtica paz
en el mundo, la paz entre los diversos pueblos, culturas y religiones.
Como sor Faustina, Juan Pablo II se hizo a su vez apóstol de la Misericordia divina. La tarde
del inolvidable sábado 2 de abril de 2005, cuando cerró los ojos a este mundo, era precisamente la
víspera del segundo domingo de Pascua, y muchos notaron la singular coincidencia, que unía en sí la
dimensión mariana —era el primer sábado del mes— y la de la Misericordia divina. En efecto, su
largo y multiforme pontificado tiene aquí su núcleo central; toda su misión al servicio de la verdad
sobre Dios y sobre el hombre y de la paz en el mundo se resume en este anuncio, como él mismo dijo
en Cracovia-Lagiewniki en el año 2002 al inaugurar el gran santuario de la Misericordia Divina:
«Fuera de la misericordia de Dios no existe otra fuente de esperanza para el hombre» (Homilía
durante la misa de consagración del santuario de la Misericordia Divina, 17 de agosto). Así pues,
su mensaje, como el de santa Faustina, conduce al rostro de Cristo, revelación suprema de la
misericordia de Dios. Contemplar constantemente ese Rostro es la herencia que nos ha dejado y que
nosotros, con alegría, acogemos y hacemos nuestra.
Sobre la Misericordia divina se reflexionará de modo especial durante los próximos días con
ocasión del primer Congreso apostólico mundial sobre la Misericordia divina, que tendrá lugar en
Roma y se inaugurará con la santa misa que, si Dios quiere, presidiré el miércoles 2 de abril por la
mañana, en el tercer aniversario de la piadosa muerte del siervo de Dios Juan Pablo II. Ponemos el
Congreso bajo la protección celestial de María santísima, Mater misericordiae. A ella le
encomendamos la gran causa de la paz en el mundo, para que la misericordia de Dios realice lo que
resulta imposible a las solas fuerzas humanas, e infunda en los corazones la valentía del diálogo y de
la reconciliación.
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Domingo II de Pascua (A)
DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los
Sacramentos
CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA
La aparición del Resucitado
448. Con mucha frecuencia, en los evangelios, hay personas que se dirigen a Jesús llamándole
“Señor”. Este título expresa el respeto y la confianza de los que se acercan a Jesús y esperan de Él
socorro y curación (cf. Mt 8, 2; 14, 30; 15, 22, etc.). Bajo la moción del Espíritu Santo, expresa el
reconocimiento del misterio divino de Jesús (cf. Lc 1, 43; 2, 11). En el encuentro con Jesús
resucitado, se convierte en adoración: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20, 28). Entonces toma una
connotación de amor y de afecto que quedará como propio de la tradición cristiana: “¡Es el Señor!”
(Jn 21, 7).
641. María Magdalena y las santas mujeres, que iban a embalsamar el cuerpo de Jesús (cf. Mc 16,1;
Lc 24, 1) enterrado a prisa en la tarde del Viernes Santo por la llegada del Sábado (cf. Jn 19, 31. 42)
fueron las primeras en encontrar al Resucitado (cf. Mt 28, 9-10; Jn 20, 11-18). Así las mujeres fueron
las primeras mensajeras de la Resurrección de Cristo para los propios Apóstoles (cf. Lc 24, 9-10).
Jesús se apareció en seguida a ellos, primero a Pedro, después a los Doce (cf. 1 Co 15, 5). Pedro,
llamado a confirmar en la fe a sus hermanos (cf. Lc 22, 31-32), ve por tanto al Resucitado antes que
los demás y sobre su testimonio es sobre el que la comunidad exclama: “¡Es verdad! ¡El Señor ha
resucitado y se ha aparecido a Simón!” (Lc 24, 34).
642. Todo lo que sucedió en estas jornadas pascuales compromete a cada uno de los Apóstoles —y a
Pedro en particular— en la construcción de la era nueva que comenzó en la mañana de Pascua.
Como testigos del Resucitado, los Apóstoles son las piedras de fundación de su Iglesia. La fe de la
primera comunidad de creyentes se funda en el testimonio de hombres concretos, conocidos de los
cristianos y de los que la mayor parte aún vivía entre ellos. Estos “testigos de la Resurrección de
Cristo” (cf. Hch 1, 22) son ante todo Pedro y los Doce, pero no solamente ellos: Pablo habla
claramente de más de quinientas personas a las que se apareció Jesús en una sola vez, además de
Santiago y de todos los Apóstoles (cf. 1 Co 15, 4-8).
643. Ante estos testimonios es imposible interpretar la Resurrección de Cristo fuera del orden físico,
y no reconocerlo como un hecho histórico. Sabemos por los hechos que la fe de los discípulos fue
sometida a la prueba radical de la pasión y de la muerte en cruz de su Maestro, anunciada por Él de
antemano (cf. Lc 22, 31-32). La sacudida provocada por la pasión fue tan grande que los discípulos
(por lo menos, algunos de ellos) no creyeron tan pronto en la noticia de la resurrección. Los
evangelios, lejos de mostrarnos una comunidad arrobada por una exaltación mística, nos presentan a
los discípulos abatidos (“la cara sombría”: Lc 24, 17) y asustados (cf. Jn 20, 19). Por eso no creyeron
a las santas mujeres que regresaban del sepulcro y “sus palabras les parecían como desatinos” (Lc 24,
11; cf. Mc16, 11. 13). Cuando Jesús se manifiesta a los once en la tarde de Pascua “les echó en cara
su incredulidad y su dureza de cabeza por no haber creído a quienes le habían visto resucitado” (Mc
16, 14).
644. Tan imposible les parece la cosa que, incluso puestos ante la realidad de Jesús resucitado, los
discípulos dudan todavía (cf. Lc 24, 38): creen ver un espíritu (cf. Lc 24, 39). “No acaban de creerlo
a causa de la alegría y estaban asombrados” (Lc 24, 41). Tomás conocerá la misma prueba de la duda
(cf. Jn 20, 24-27) y, en su última aparición en Galilea referida por Mateo, “algunos sin embargo
dudaron” (Mt 28, 17). Por esto la hipótesis según la cual la resurrección habría sido un “producto” de
la fe (o de la credulidad) de los apóstoles no tiene consistencia. Muy al contrario, su fe en la
15
Domingo II de Pascua (A)
Resurrección nació —bajo la acción de la gracia divina— de la experiencia directa de la realidad de
Jesús resucitado.
El estado de la humanidad resucitada de Cristo
645. Jesús resucitado establece con sus discípulos relaciones directas mediante el tacto (cf. Lc 24, 39;
Jn 20, 27) y el compartir la comida (cf. Lc 24, 30. 41-43; Jn 21, 9. 13-15). Les invita así a reconocer
que él no es un espíritu (cf. Lc 24, 39), pero sobre todo a que comprueben que el cuerpo resucitado
con el que se presenta ante ellos es el mismo que ha sido martirizado y crucificado, ya que sigue
llevando las huellas de su pasión (cf. Lc 24, 40; Jn 20, 20. 27). Este cuerpo auténtico y real posee sin
embargo al mismo tiempo, las propiedades nuevas de un cuerpo glorioso: no está situado en el
espacio ni en el tiempo, pero puede hacerse presente a su voluntad donde quiere y cuando quiere (cf.
Mt 28, 9. 16-17; Lc 24, 15. 36; Jn 20, 14. 19. 26; 21, 4) porque su humanidad ya no puede ser
retenida en la tierra y no pertenece ya más que al dominio divino del Padre (cf. Jn 20, 17). Por esta
razón también Jesús resucitado es soberanamente libre de aparecer como quiere: bajo la apariencia
de un jardinero (cf. Jn 20, 14-15) o “bajo otra figura” (Mc 16, 12) distinta de la que les era familiar a
los discípulos, y eso para suscitar su fe (cf. Jn 20, 14. 16; 21, 4. 7).
646. La Resurrección de Cristo no fue un retorno a la vida terrena como en el caso de las
resurrecciones que él había realizado antes de Pascua: la hija de Jairo, el joven de Naím, Lázaro.
Estos hechos eran acontecimientos milagrosos, pero las personas afectadas por el milagro volvían a
tener, por el poder de Jesús, una vida terrena “ordinaria”. En cierto momento, volverán a morir. La
Resurrección de Cristo es esencialmente diferente. En su cuerpo resucitado, pasa del estado de
muerte a otra vida más allá del tiempo y del espacio. En la Resurrección, el cuerpo de Jesús se llena
del poder del Espíritu Santo; participa de la vida divina en el estado de su gloria, tanto que san Pablo
puede decir de Cristo que es “el hombre celestial” (cf. 1 Co 15, 35-50).
La presencia santificante de Cristo resucitado en la Liturgia
1084. “Sentado a la derecha del Padre” y derramando el Espíritu Santo sobre su Cuerpo que es la
Iglesia, Cristo actúa ahora por medio de los sacramentos, instituidos por Él para comunicar su gracia.
Los sacramentos son signos sensibles (palabras y acciones), accesibles a nuestra humanidad actual.
Realizan eficazmente la gracia que significan en virtud de la acción de Cristo y por el poder del
Espíritu Santo.
1085. En la liturgia de la Iglesia, Cristo significa y realiza principalmente su misterio pascual.
Durante su vida terrestre Jesús anunciaba con su enseñanza y anticipaba con sus actos el misterio
pascual. Cuando llegó su hora (cf Jn 13,1; 17,1), vivió el único acontecimiento de la historia que no
pasa: Jesús muere, es sepultado, resucita de entre los muertos y se sienta a la derecha del Padre “una
vez por todas” (Rm 6,10; Hb 7,27; 9,12). Es un acontecimiento real, sucedido en nuestra historia,
pero absolutamente singular: todos los demás acontecimientos suceden una vez, y luego pasan y son
absorbidos por el pasado. El misterio pascual de Cristo, por el contrario, no puede permanecer
solamente en el pasado, pues por su muerte destruyó a la muerte, y todo lo que Cristo es y todo lo
que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos y
en ellos se mantiene permanentemente presente. El acontecimiento de la Cruz y de la Resurrección
permanece y atrae todo hacia la Vida.
...desde la Iglesia de los Apóstoles...
1086. “Por esta razón, como Cristo fue enviado por el Padre, Él mismo envió también a los
Apóstoles, llenos del Espíritu Santo, no sólo para que, al predicar el Evangelio a toda criatura,
anunciaran que el Hijo de Dios, con su muerte y resurrección, nos ha liberado del poder de Satanás y
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Domingo II de Pascua (A)
de la muerte y nos ha conducido al reino del Padre, sino también para que realizaran la obra de
salvación que anunciaban mediante el sacrificio y los sacramentos en torno a los cuales gira toda la
vida litúrgica” (SC 6).
1087. Así, Cristo resucitado, dando el Espíritu Santo a los Apóstoles, les confía su poder de
santificación (cf Jn 20,21- 23); se convierten en signos sacramentales de Cristo. Por el poder del
mismo Espíritu Santo confían este poder a sus sucesores. Esta “sucesión apostólica” estructura toda
la vida litúrgica de la Iglesia. Ella misma es sacramental, transmitida por el sacramento del Orden.
...está presente en la liturgia terrena...
1088. “Para llevar a cabo una obra tan grande” -la dispensación o comunicación de su obra de
salvación- «Cristo está siempre presente en su Iglesia, principalmente en los actos litúrgicos. Está
presente en el sacrificio de la misa, no sólo en la persona del ministro, “ofreciéndose ahora por
ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz”, sino también, sobre todo,
bajo las especies eucarísticas. Está presente con su virtud en los sacramentos, de modo que, cuando
alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su Palabra, pues es Él mismo el que habla
cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura. Está presente, finalmente, cuando la Iglesia suplica y
canta salmos, el mismo que prometió: “Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy
yo en medio de ellos” (Mt 18,20)» (SC 7).
1089. “Realmente, en una obra tan grande por la que Dios es perfectamente glorificado y los
hombres santificados, Cristo asocia siempre consigo a la Iglesia, su esposa amadísima, que invoca a
su Señor y por Él rinde culto al Padre Eterno” (SC 7).
La Eucaristía dominical
2177. La celebración dominical del día y de la Eucaristía del Señor tiene un papel principalísimo en
la vida de la Iglesia. “El domingo, en el que se celebra el misterio pascual, por tradición apostólica,
ha de observarse en toda la Iglesia como fiesta primordial de precepto” (CIC can. 1246, §1).
«Igualmente deben observarse los días de la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo, Epifanía,
Ascensión, Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, Santa María Madre de Dios, Inmaculada
Concepción y Asunción, San José, Santos Apóstoles Pedro y Pablo y, finalmente, todos los Santos»
(CIC can. 1246, §1).
2178. Esta práctica de la asamblea cristiana se remonta a los comienzos de la edad apostólica (cf Hch
2, 42-46; 1 Co 11, 17). La carta a los Hebreos dice: “No abandonéis vuestra asamblea, como algunos
acostumbran hacerlo, antes bien, animaos mutuamente” (Hb 10, 25).
«La tradición conserva el recuerdo de una exhortación siempre actual: “Venir temprano a la
iglesia, acercarse al Señor y confesar sus pecados, arrepentirse en la oración [...] Asistir a la
sagrada y divina liturgia, acabar su oración y no marcharse antes de la despedida [...] Lo hemos
dicho con frecuencia: este día os es dado para la oración y el descanso. Es el día que ha hecho el
Señor. En él exultamos y nos gozamos» (Pseudo-Eusebio de Alejandría, Sermo de die Dominica).
1342. Desde el comienzo la Iglesia fue fiel a la orden del Señor. De la Iglesia de Jerusalén se dice:
«Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, fieles a la comunión fraterna, a la fracción
del pan y a las oraciones [...] Acudían al Templo todos los días con perseverancia y con un mismo
espíritu, partían el pan por las casas y tomaban el alimento con alegría y con sencillez de corazón»
(Hch 2,42.46).
Nuestro nacimiento a una nueva vida en la Resurrección de Cristo
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Domingo II de Pascua (A)
654. Hay un doble aspecto en el misterio pascual: por su muerte nos libera del pecado, por su
Resurrección nos abre el acceso a una nueva vida. Esta es, en primer lugar, la justificación que nos
devuelve a la gracia de Dios (cf. Rm 4, 25) “a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre
los muertos [...] así también nosotros vivamos una nueva vida” (Rm 6, 4). Consiste en la victoria
sobre la muerte y el pecado y en la nueva participación en la gracia (cf. Ef 2, 4-5; 1 P 1, 3). Realiza
la adopción filial porque los hombres se convierten en hermanos de Cristo, como Jesús mismo llama
a sus discípulos después de su Resurrección: “Id, avisad a mis hermanos” (Mt 28, 10; Jn 20, 17).
Hermanos no por naturaleza, sino por don de la gracia, porque esta filiación adoptiva confiere una
participación real en la vida del Hijo único, la que ha revelado plenamente en su Resurrección.
655. Por último, la Resurrección de Cristo -y el propio Cristo resucitado- es principio y fuente de
nuestra resurrección futura: “Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que
durmieron [...] del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo” (1
Co 15, 20-22). En la espera de que esto se realice, Cristo resucitado vive en el corazón de sus fieles.
En Él los cristianos “saborean [...] los prodigios del mundo futuro” (Hb 6,5) y su vida es arrastrada
por Cristo al seno de la vida divina (cf. Col 3, 1-3) para que ya no vivan para sí los que viven, sino
para aquel que murió y resucitó por ellos” (2 Co 5, 15).
1988. Por el poder del Espíritu Santo participamos en la Pasión de Cristo, muriendo al pecado, y en
su Resurrección, naciendo a una vida nueva; somos miembros de su Cuerpo que es la Iglesia (cf 1 Co
12), sarmientos unidos a la Vid que es Él mismo (cf Jn 15, 1-4)
«Por el Espíritu Santo participamos de Dios [...] Por la participación del Espíritu venimos a ser
partícipes de la naturaleza divina [...] Por eso, aquellos en quienes habita el Espíritu están
divinizados» (San Atanasio de Alejandría, Epistula ad Serapionem, 1, 24).
“Creo en el perdón de los pecados”
976. El Símbolo de los Apóstoles vincula la fe en el perdón de los pecados a la fe en el Espíritu
Santo, pero también a la fe en la Iglesia y en la comunión de los santos. Al dar el Espíritu Santo a su
Apóstoles, Cristo resucitado les confirió su propio poder divino de perdonar los pecados: “Recibid el
Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis,
les quedan retenidos” (Jn 20, 22-23).
I. Un solo Bautismo para el perdón de los pecados
977. Nuestro Señor vinculó el perdón de los pecados a la fe y al Bautismo: “Id por todo el mundo y
proclamad la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y sea bautizado se salvará” (Mc 16, 1516). El Bautismo es el primero y principal sacramento del perdón de los pecados porque nos une a
Cristo muerto por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación (cf. Rm 4, 25), a fin de que
“vivamos también una vida nueva” (Rm 6, 4).
978. “En el momento en que hacemos nuestra primera profesión de fe, al recibir el santo Bautismo
que nos purifica, es tan pleno y tan completo el perdón que recibimos, que no nos queda
absolutamente nada por borrar, sea de la culpa original, sea de cualquier otra cometida u omitida por
nuestra propia voluntad, ni ninguna pena que sufrir para expiarlas. Sin embargo, la gracia del
Bautismo no libra a la persona de todas las debilidades de la naturaleza. Al contrario [...] todavía
nosotros tenemos que combatir los movimientos de la concupiscencia que no cesan de llevarnos al
mal” (Catecismo Romano, 1, 11, 3).
979. En este combate contra la inclinación al mal, ¿quién será lo suficientemente valiente y vigilante
para evitar toda herida del pecado? “Puesto que era necesario que, además de por razón del
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Domingo II de Pascua (A)
sacramento del bautismo, la Iglesia tuviera la potestad de perdonar los pecados, le fueron confiadas
las llaves del Reino de los cielos, con las que pudiera perdonar los pecados de cualquier penitente,
aunque pecase hasta el final de su vida” (Catecismo Romano, 1, 11, 4).
980. Por medio del sacramento de la Penitencia, el bautizado puede reconciliarse con Dios y con la
Iglesia:
«Los Padres tuvieron razón en llamar a la penitencia “un bautismo laborioso” (San Gregorio
Nacianceno, Oratio 39, 17). Para los que han caído después del Bautismo, es necesario para la
salvación este sacramento de la Penitencia, como lo es el Bautismo para quienes aún no han sido
regenerados» (Concilio de Trento: DS 1672).
II. La potestad de las llaves
981. Cristo, después de su Resurrección envió a sus Apóstoles a predicar “en su nombre la
conversión para perdón de los pecados a todas las naciones” (Lc 24, 47). Este “ministerio de la
reconciliación” (2 Co 5, 18), no lo cumplieron los Apóstoles y sus sucesores anunciando solamente a
los hombres el perdón de Dios merecido para nosotros por Cristo y llamándoles a la conversión y a la
fe, sino comunicándoles también la remisión de los pecados por el Bautismo y reconciliándolos con
Dios y con la Iglesia gracias al poder de las llaves recibido de Cristo:
La Iglesia «ha recibido las llaves del Reino de los cielos, a fin de que se realice en ella la remisión
de los pecados por la sangre de Cristo y la acción del Espíritu Santo. En esta Iglesia es donde revive
el alma, que estaba muerta por los pecados, a fin de vivir con Cristo, cuya gracia nos ha salvado»
(San Agustín, Sermo 214, 11).
982. No hay ninguna falta por grave que sea que la Iglesia no pueda perdonar. “No hay nadie, tan
perverso y tan culpable que, si verdaderamente está arrepentido de sus pecados, no pueda contar con
la esperanza cierta de perdón” (Catecismo Romano, 1, 11, 5). Cristo, que ha muerto por todos los
hombres, quiere que, en su Iglesia, estén siempre abiertas las puertas del perdón a cualquiera que
vuelva del pecado (cf. Mt 18, 21-22).
983. La catequesis se esforzará por avivar y nutrir en los fieles la fe en la grandeza incomparable del
don que Cristo resucitado ha hecho a su Iglesia: la misión y el poder de perdonar verdaderamente los
pecados, por medio del ministerio de los Apóstoles y de sus sucesores:
«El Señor quiere que sus discípulos tengan un poder inmenso: quiere que sus pobres servidores
cumplan en su nombre todo lo que había hecho cuando estaba en la tierra» (San Ambrosio, De
Paenitentia 1, 8, 34).
«[Los sacerdotes] han recibido un poder que Dios no ha dado ni a los ángeles, ni a los arcángeles
[...] Dios sanciona allá arriba todo lo que los sacerdotes hagan aquí abajo» (San Juan Crisóstomo,
De sacerdotio 3, 5).
«Si en la Iglesia no hubiera remisión de los pecados, no habría ninguna esperanza, ninguna
expectativa de una vida eterna y de una liberación eterna. Demos gracias a Dios que ha dado a la
Iglesia semejante don» (San Agustín, Sermo 213, 8, 8).
984. El Credo relaciona “el perdón de los pecados” con la profesión de fe en el Espíritu Santo. En
efecto, Cristo resucitado confió a los Apóstoles el poder de perdonar los pecados cuando les dio el
Espíritu Santo.
Sólo Dios perdona el pecado
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1441. Sólo Dios perdona los pecados (cf Mc 2,7). Porque Jesús es el Hijo de Dios, dice de sí mismo:
“El Hijo del hombre tiene poder de perdonar los pecados en la tierra” (Mc 2,10) y ejerce ese poder
divino: “Tus pecados están perdonados” (Mc 2,5; Lc 7,48). Más aún, en virtud de su autoridad
divina, Jesús confiere este poder a los hombres (cf Jn 20,21-23) para que lo ejerzan en su nombre.
1442. Cristo quiso que toda su Iglesia, tanto en su oración como en su vida y su obra, fuera el signo y
el instrumento del perdón y de la reconciliación que nos adquirió al precio de su sangre. Sin
embargo, confió el ejercicio del poder de absolución al ministerio apostólico, que está encargado del
“ministerio de la reconciliación” (2 Co 5,18). El apóstol es enviado “en nombre de Cristo”, y “es
Dios mismo” quien, a través de él, exhorta y suplica: “Dejaos reconciliar con Dios” (2 Co 5,20).
La comunión de los bienes espirituales
949. En la comunidad primitiva de Jerusalén, los discípulos “acudían [...] asiduamente a la enseñanza
de los Apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones” (Hch 2, 42):
La comunión en la fe. La fe de los fieles es la fe de la Iglesia recibida de los Apóstoles, tesoro de
vida que se enriquece cuando se comparte.
950. La comunión de los sacramentos. “El fruto de todos los Sacramentos pertenece a todos. Porque
los Sacramentos, y sobre todo el Bautismo que es como la puerta por la que los hombres entran en la
Iglesia, son otros tantos vínculos sagrados que unen a todos y los ligan a Jesucristo. Los Padres
indican en el Símbolo que debe entenderse que la comunión de los santos es la comunión de los
sacramentos [...]. El nombre de comunión puede aplicarse a todos los sacramentos puesto que todos
ellos nos unen a Dios [...]. Pero este nombre es más propio de la Eucaristía que de cualquier otro,
porque ella es la que lleva esta comunión a su culminación” (Catecismo Romano, 1, 10, 24).
951. La comunión de los carismas: En la comunión de la Iglesia, el Espíritu Santo “reparte gracias
especiales entre los fieles” para la edificación de la Iglesia (LG 12). Pues bien, “a cada cual se le
otorga la manifestación del Espíritu para provecho común” (1 Co 12, 7).
952. “Todo lo tenían en común” (Hch 4, 32): “Todo lo que posee el verdadero cristiano debe
considerarlo como un bien en común con los demás y debe estar dispuesto y ser diligente para
socorrer al necesitado y la miseria del prójimo” (Catecismo Romano, 1, 10, 27). El cristiano es un
administrador de los bienes del Señor (cf. Lc 16, 1, 3).
953. La comunión de la caridad: En la comunión de los santos, “ninguno de nosotros vive para sí
mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo” (Rm 14, 7). “Si sufre un miembro, todos los
demás sufren con él. Si un miembro es honrado, todos los demás toman parte en su gozo. Ahora
bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por su parte” (1 Co 12, 26-27). “La
caridad no busca su interés” (1 Co 13, 5; cf. 1 Co 10, 24). El menor de nuestros actos hecho con
caridad repercute en beneficio de todos, en esta solidaridad entre todos los hombres, vivos o muertos,
que se funda en la comunión de los santos. Todo pecado daña a esta comunión.
1329. Banquete del Señor (cf 1 Co 11,20) porque se trata de la Cena que el Señor celebró con sus
discípulos la víspera de su pasión y de la anticipación del banquete de bodas del Cordero (cf Ap
19,9) en la Jerusalén celestial.
Fracción del pan porque este rito, propio del banquete judío, fue utilizado por Jesús cuando bendecía
y distribuía el pan como cabeza de familia (cf Mt 14,19; 15,36; Mc 8,6.19), sobre todo en la última
Cena (cf Mt 26,26; 1 Co 11,24). En este gesto los discípulos lo reconocerán después de su
resurrección (Lc 24,13-35), y con esta expresión los primeros cristianos designaron sus asambleas
eucarísticas (cf Hch 2,42.46; 20,7.11). Con él se quiere significar que todos los que comen de este
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Domingo II de Pascua (A)
único pan, partido, que es Cristo, entran en comunión con él y forman un solo cuerpo en él (cf 1 Co
10,16-17).
Asamblea eucarística (synaxis), porque la Eucaristía es celebrada en la asamblea de los fieles,
expresión visible de la Iglesia (cf 1 Co 11,17-34).
1342. Desde el comienzo la Iglesia fue fiel a la orden del Señor. De la Iglesia de Jerusalén se dice:
«Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, fieles a la comunión fraterna, a la fracción
del pan y a las oraciones [...] Acudían al Templo todos los días con perseverancia y con un mismo
espíritu, partían el pan por las casas y tomaban el alimento con alegría y con sencillez de corazón»
(Hch 2,42.46).
2624. En la primera comunidad de Jerusalén, los creyentes “acudían asiduamente a las enseñanzas de
los Apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones” (Hch 2, 42). Esta secuencia de
actos es típica de la oración de la Iglesia; fundada sobre la fe apostólica y autentificada por la
caridad, se alimenta con la Eucaristía.
2790. Gramaticalmente, “nuestro” califica una realidad común a varios. No hay más que un solo
Dios y es reconocido Padre por aquéllos que, por la fe en su Hijo único, han renacido de Él por el
agua y por el Espíritu (cf 1 Jn 5, 1; Jn 3, 5). La Iglesia es esta nueva comunión de Dios y de los
hombres: unida con el Hijo único hecho “el primogénito de una multitud de hermanos” (Rm 8, 29) se
encuentra en comunión con un solo y mismo Padre, en un solo y mismo Espíritu (cf Ef 4, 4-6). Al
decir Padre “nuestro”, la oración de cada bautizado se hace en esta comunión: “La multitud [...] de
creyentes no tenía más que un solo corazón y una sola alma” (Hch 4, 32).
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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
Si no meto mi mano en su costado, no lo creo
Hoy es el Domingo in albis, esto es, de blanco. Se llama así porque en la antigüedad los
neófitos volvían a la Iglesia en este día con las vestiduras blancas de su bautismo. El Evangelio nos
habla de dos apariciones tenidas todas ambas en el cenáculo. En la primera, no estaba presente el
apóstol Tomás. Cuando los otros le narran lo acontecido, él se sale con la bien conocida declaración:
«Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no
meto la mano en su costado, no lo creo». Ahora, volvamos a escuchar el relato del Evangelio:
«A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús,
estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: “Paz a vosotros” o Luego dijo a Tomás: “Trae
tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino
creyente” o Contestó Tomás: “¡Señor mío y Dios mío!” Jesús le dijo: “¿Porque me has visto has
creído? Dichosos los que crean sin haber visto”».
Con la insistencia sobre el asunto de Tomás, el Evangelio viene al encuentro del lector
moderno, al hombre de la era tecnológica, que no cree si no es en lo que puede comprobar. Le
presenta un modelo creíble; uno que se le asemeja bastante para poderlo tomar en consideración:
¡Tomás, el dubitativo, el práctico, aquel que declara que no será fácil inducirle a rendirse y creer!
Viene para pensar en ciertos hombres de la cultura de nuestros días, los cuales, habiendo oído que
algún compañero suyo se ha acercado a la fe, reaccionan escandalizados, haciendo entender que esto
no sucederá nunca con ellos. Podemos llamar Tomás a cualquier contemporáneo nuestro entre los
apóstoles.
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Domingo II de Pascua (A)
El carácter de Tomás se define en repetidas tomas del Evangelio y siempre bajo la misma luz
o el mismo enfoque. Pensemos en el episodio de la resurrección de Lázaro. Han llegado para decirle
a Jesús: «Señor, aquel a quien tú quieres, está enfermo...» (Juan 11,3). Los discípulos están
preocupados por el peligro al que se expone (en Judea se busca a Jesús para hacerle morir) y Tomás
exclama: «Vayamos también nosotros a morir con él» (Juan 11,16). Ésta no es una palabra de
alguien que cree, sino de uno que se desespera, que está resignado a llegar hasta lo peor. De igual
modo, es muy moderno en esto. Hay muchos que están dispuestos a arriesgar hasta la vida; pero, no
a dejarse llevar a la alegría de creer. Se arriesga la vida repetidas veces al día cuando se atraviesa con
prisa la calle, se salta de un autobús en marcha, se hace un adelantamiento imprudente...; pero, no se
está dispuesto a correr el así llamado «riesgo de la fe», que nos salvaría de la muerte.
Otro particular revelador. En la última cena Jesús ha dicho a los apóstoles: «Adonde yo voy
ya sabéis el camino» (Juan 14,4). Tomás, hombre franco y no habituado a reservar sus dudas dentro
de sí, rebate: «Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?» (Juan 14,5). Es
extraordinario ver cómo cada vez las dudas de Tomás se han resuelto para nosotros en bendición.
Esta su observación fue, en efecto, la ocasión por la que Jesús pronunció una de las palabras más
sublimes de todo el Evangelio: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida» (Juan 14,6).
Lo que ha salvado a Tomás ha sido el sufrimiento, que poseía en su no-creer. La dureza de las
condiciones que plantea para creer (meter la mano en la herida, el dedo en la llaga) proceden de un
gran sufrimiento. Es de entre los apóstoles el que tiene más sentimiento de no haber sabido morir con
él tal como había declarado solemnemente. Pero, sufrir por no amar a alguien es un signo de un
verdadero amor. ¡Sufrir por no poder creer es una forma de fe incompleta, pero sincera!
Un muy conocido anciano periodista italiano dijo una vez en una entrevista: «He buscado
siempre a Dios y no lo he encontrado. Lo he buscado, porque creo que la fe puede dar una fuerza
extraordinaria. Pero, no me siento responsable o culpable del hecho de que a mí me ha faltado esta
fuerza. Y, si encontrase a Dios, le preguntaría: ¿Por qué no me has dado la fe?» A él y a cuantos se
encuentran en la misma situación, yo les respondería así: «Quizás Dios no te ha dado la fe para que
le ayudases a purificar la fe de quien debía anunciártela y hacerle sentir su responsabilidad y la
urgencia de hacerlo. Tú sabes, sin embargo, lo que han oído responderles hombres como Agustín y
Pascal, que antes que tú le habían planteado a Dios la misma pregunta: «Tú no me buscarías, si ya no
me hubieses encontrado». Es más, «¡si yo no te hubiese ya encontrado!» Desear, sin creer, puede ser
una fe más pura que creer sin desear, dándolo todo por descontado.
Lo que Tomás había expresado como una exigencia absurda, como un desafío inverosímil,
formulada en la transacción apasionada de su resistencia «si no veo... si no meto el dedo...», he aquí
lo que Jesús acepta. Se deja vencer por Tomás. Sólo por él ha cambiado todas sus disposiciones y su
método. A la Magdalena, por ejemplo, le había dicho lo contrario: «No me toques» (Juan 20,17).
Jesús amaba a Tomás; sabía que se mostraba tan reacio sólo porque se había sentido tan desdichado;
entonces, se ha posicionado en contra de él, lo ha defendido contra sí mismo, le ha hablado al
corazón y él ha quedado descompuesto.
Cuando Tomás ha visto delante de él a Jesús, de golpe ha entendido haber siempre sabido que
él había resucitado. ¡Había vivido lo suficiente con Jesús para saber que debía esperarse una cosa
semejante, que con él sucedían siempre cosas buenas, gratificantes, increíbles como ésta! Debía
haber creído a los demás. Rechazando el creer no había hecho otra cosa que infligirse un castigo a sí
mismo, defenderse de una espera, que era demasiado viva. Moría, a la vez, por el deseo y por el
miedo de creer.
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Domingo II de Pascua (A)
Y no ha habido peor castigo para él que el haber conseguido lo que había puesto como
condición para su fe. Se ha dado cuenta de haber perdido la ocasión, que se le había ofrecido. Ha
entendido que debiera haber donado su fe en Jesús. En el fondo, no tenía necesidad de estas pruebas.
Mostrándose escéptico, se había comportado como un niño vicioso, que busca imponer sus
exigencias de lo que está perfectamente seguro al amor del padre o de la madre.
Ahora ya no tiene ganas de tocar, habría dado cualquier cosa incluso con tal de no poner el
dedo y la mano en las llagas, para no oír aquel velado reproche: «¿Porque me has visto has creído?
Dichosos los que crean sin haber visto». Y cuando toca, lo hace por docilidad, por arrepentimiento.
No como quien quiere darse cuenta puntillosamente de una cosa y se dispone a tomar diligentemente
las medidas. Lo hace como quien realiza un peregrinaje. Era ello lo que le podía ser más doloroso y
más humillante. Reparaba y se castigaba. Los artistas modernos lo han representado en el primer”
modo (es típico el cuadro un poco cruel de Caravaggio en donde Tomás se viene abajo
apesadumbrado con sus dedos en las heridas); los pintores antiguos, más espirituales, sobre todo, en
los iconos orientales, lo representan encorvado y en adoración, como quien quisiera hundirse ante
Jesús.
Para ser penetrado tan profundamente en la intimidad de Cristo, Tomás ha sido transportado a
una altura, que nadie de entre los demás había alcanzado hasta entonces. Más arriba que hasta el
mismo Juan, a quien solamente se le había concedido reposar su cabeza sobre el pecho de él; aunque,
aún en lo externo. Fulminado, Tomás cae de rodillas y exclama: «¡Señor mío y Dios mío!» Ningún
otro apóstol se había aún atrevido a decirle esto: «¡Dios mío!»
Jesús lo ha amado tanto, con tanta dulzura, de tal manera, que cambia esta culpa y esta
humillación en un maravilloso recuerdo. Así perdona Cristo los pecados. Él sabe hacer de todas las
culpas humanas una «culpa feliz» (como nos dice la liturgia en el Exultet o pregón pascual), que no
se recuerda más, ¡si no es por la maravillosa ternura de la que hemos sido ocasión!
San Gregorio Magno dice que con su incredulidad Tomás nos ha sido más útil que todos los
demás apóstoles, que han creído de inmediato. Actuando así, él, por así decido, ha obligado a Jesús a
darnos una prueba «tangible» de la verdad de su resurrección. La fe en la resurrección ha salido
superada por sus dudas. Esto es verdad, al menos en parte, aplicado también a los numerosos
«Tomás» de hoy, que son los no-creyentes. La Iglesia, ha declarado el concilio, reconoce haber
aprendido mucho también de quienes la han combatido (Apostolicam actuositatem, 31).
La crítica y el diálogo con los no-creyentes, cuando se desarrolla en el respeto y en la lealtad
recíprocos, nos son de gran utilidad. Ante todo, nos hacen humildes. Nos obligan a darnos cuenta de
que la fe no es para nadie un privilegio o una ventaja. No podemos ni imponerla ni demostrarla sino
sólo proponerla y manifestarla con la vida. «¿Qué tienes que no lo hayas recibido? Y si lo has
recibido, ¿a qué gloriarte cual si no lo hubieras recibido?», dice san Pablo (1 Corintios 4, 7). La fe en
el fondo es un don, no un mérito; y como todo don no puede ser ya vivido si no es más que en la
gratitud y en la humildad.
La comparación con los no-creyentes nos ayuda asimismo a purificar nuestra fe de
representaciones groseras. Muy frecuentemente lo que los no-creyentes rechazan no es al verdadero
Dios, al Dios viviente de la Biblia, sino a una contrafigura suya, a una imagen distorsionada de Dios,
que los creyentes mismos hemos contribuido a crear. Rechazando a este Dios, los no-creyentes nos
obligan, saludablemente, a volver a ponernos en el seguimiento del Dios vivo y verdadero, que está
más allá de cualquier representación y explicación nuestra. A no fosilizar o trivializar a Dios.
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Domingo II de Pascua (A)
No podemos, sin embargo, concluir nuestra reflexión sobre el Evangelio de hoy, por así decir,
en este tono neutral. Hay, al menos, un deseo que expresar: que hoy santo Tomás encuentre muchos
imitadores no sólo en la primera parte de su historia (cuando declara no creer) sino también en la
segunda parte; y, sobre todo, en el final, en aquel su magnífico acto de fe. Tomás es de imitar,
asimismo, por otro hecho. Él no cierra la puerta; no se queda fijo en su posición dando por resuelto el
problema de una vez por todas. Tan es así que ocho días después, lo encontramos con los demás
apóstoles en el cenáculo. Si no hubiese deseado creer o «volver a creer» no habría estado allí. Quiere
ver, tocar: por lo tanto, está en búsqueda. Y, al final, después de que ha visto y ha tocado con la
mano, exclama dirigiéndose a Jesús, no como un vencido, sino como un vencedor: «¡Señor mío y
Dios mío!»
En cuanto a nosotros, creyentes, la historia de Tomás nos exhorta a apreciar el privilegio que
tenemos. Nosotros podemos aún creer antes de forzar la mano a Dios para hacernos ver y para tocar
mediante signos y milagros. Podemos creer «antes de haber visto». Un día, traspasado el umbral de
esta vida, nosotros veremos igualmente las heridas de las manos y del costado de Cristo (el
Apocalipsis dice que él conserva, también en el cielo, las señales de su pasión: «vi un Cordero, como
degollado» (cfr. Apocalipsis 5, 11ss.) y tendremos que exclamar, esperémoslo, para nuestra felicidad
y no para nuestra condena: «¡Señor mío y Dios mío!»
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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
Instrumentos de misericordia
Dios Todopoderoso, rico en misericordia, la ha derramado para el mundo desde el Sagrado
Corazón de Jesús, cuando fue atravesado mientras pendía muerto en la Cruz.
La misericordia del Señor es eterna. Todo el que cree que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios
vivo, recibe su misericordia y tiene vida en su nombre. Pero quien no cree, a veces necesita tocar las
llagas de Cristo y pasar por la prueba del sufrimiento, para reconocerse necesitado de su misericordia
y rendir su voluntad ante el Espíritu de verdad, para creer.
Quien cree en Cristo se llena de alegría y recibe su paz. Por tanto, conviene creer y ser
testigos de su misericordia.
Haz la prueba y verás qué bueno es el Señor. Acércate al Sagrario, y arrodíllate ante Él, que
está presente verdaderamente. Entra en la llaga de su costado, sumérgete en el mar de su
misericordia. Confíale tus cosas, pídele por tus necesidades, habla con Él como con un amigo, un
hermano. Y luego cierra tus ojos y escúchalo en tu corazón. Siente su paz, y no sigas dudando, sino
cree.
Recibe su misericordia a través de los sacramentos, y llévala a los demás a través de tus obras
de caridad, para que seas un fiel instrumento de su misericordia, y los que no crean por la fe, al
menos que crean por las obras.
Dile al Señor y repite constantemente: ‘Jesús creo en ti y en ti confío’. Entonces serás
dichoso, porque el Señor tu Dios no se deja ganar en generosidad.
¡Dichosos los misericordiosos porque ellos recibirán misericordia!
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Domingo II de Pascua (A)
FLUVIUM (www.fluvium.org)
Vivir en la paz de Dios
San Juan nos ofrece en estos versículos una escena verdaderamente pascual. La vida
espléndida de Jesús glorioso aparece ante sus discípulos como algo normal. Es la vida propia del
Hijo de Dios que nos ha sido prometida en su nombre. De esta vida, lo que hoy meditamos a partir
del texto precedente, viene a ser sólo un botón de muestra.
Consideremos nada más lo que san Juan nos cuenta de aquella tarde del domingo en que
resucitó el Señor. Jesús se presenta ante sus discípulos, Señor de las leyes físicas. Su cuerpo es
glorioso –no podemos imaginar esa corporalidad gloriosa– y, a pesar de que le habían abandonado en
su momento más duro, los tranquiliza. No sólo les desea la paz, les entrega la paz: la paz sea con
vosotros, les dice. Ellos se alegran al verlo y nuevamente les dice: la paz sea con vosotros.
Consideremos una vez más llenos de agradecimiento que el Señor querrá siempre nuestro bien,
nuestra felicidad y alegría, a pesar, incluso, de nuestras infidelidades.
Y dicho esto les mostró las manos y el costado. ¡Qué importante es no cerrar los ojos a la
realidad! A la realidad del amor de Dios por los hombres y a la realidad de nuestro pecado. A la vista
de esas manos y ese costado no hay nada que decir. Únicamente reconocer con humildad y
agradecimiento nuestra condición y la suya. Pero, ni se nos ocurra pensar que, con ese gesto, Jesús
pretende echar algo en cara a los Apóstoles. El Señor no sabe sino amar. Por eso, mientras ellos lo
contemplan con las huellas frescas de la Pasión, con las pruebas del abandono de ellos y de su amor,
Él se reafirma en su entrega incondicionada a los hombres y los llena de paz.
A continuación el amor de Dios por los hombres llega a su cénit: Jesús despliega para sus
discípulos y para toda la humanidad los frutos de su Pasión. Entrega el Espíritu Santo y configura a
unos hombres –simples criaturas– con Él mismo: Como el Padre me envió así os envío yo. Dicho
esto sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados,
les son perdonados; a quienes se los retengáis, les son retenidos. Que no queramos salir en
nuestra oración de las acciones de gracias. Nos entrega al Paráclito, nos encomienda su misma
misión, nos perdona y garantiza que jamás nos faltará su perdón.
– ¡Dios es mi Padre! – Si lo meditas, no saldrás de esta consoladora consideración.
– ¡Jesús es mi Amigo entrañable! (otro Mediterráneo), que me quiere con toda la divina
locura de su Corazón.
– ¡El Espíritu Santo es mi Consolador!, que me guía en el andar de todo mi camino.
Piénsalo bien. – Tú eres de Dios..., y Dios es tuyo.
Así se expresaba san Josemaría. Y nosotros vamos a decirle a Jesús que no nos deje ser
injustos, que nos abra bien los ojos y nos llene de su luz, para darnos cuenta de lo que somos y
valemos; de lo que podemos porque así lo ha querido Dios. Que nos llenemos de afán de
corresponder y que muchos, que están a nuestro lado pero tal vez no se enteran, vibren también
felices –¡entusiasmados!– con Él.
Pero, estemos en guardia, que en cada uno hay un Tomás desconfiado que “necesita
pruebas”, que quiere que las cosas le “entren por los ojos”. Queramos acostumbrarnos en cambio a lo
sorprendente; a algo mucho mayor de lo que nuestros ojos pueden llegar a comprobar. Habremos de
poner los medios humanamente desproporcionados de la oración y la expiación, y el empeño por
extender en el mundo el Reino de Dios, asimismo desproporcionado e increíble para los criterios
25
Domingo II de Pascua (A)
meramente terrenos. Estaremos de esta forma viviendo el “permanente tiempo Pascual” que
comenzó a partir de la Resurrección de Cristo. Un tiempo apostólico para el que contamos con los
mismos medios que los discípulos –sintiéndonos uno de ellos–, siguiendo el consejo del
Señor: rogad al Señor de la mies que envíe obreros a su mies.
A la Virgen la llamamos cada día “Reina de la paz” en el rezo del Santo Rosario. Le pedimos
la paz que Ella siente, siempre confiada en el amor que Dios le tiene.
_____________________
PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
“Ocho días después de la Pascua”:
La Asamblea Dominical
En estos días de Pascua la liturgia nos hizo asistir al nacimiento de la fe pascual. Mediante el
relato de las apariciones del Resucitado, vimos renacer en los discípulos de Jesús, desalentados y
dispersos, la fe y el amor por él: la resurrección ha generado la fe.
Hoy, si sabemos leer la palabra de Dios, podemos adelantar un paso y asistir al nacimiento de
la comunidad pascual, aquella que deberá mantener despierta la fe en la resurrección de Cristo y
anunciarla hasta su regreso.
Esta primera comunidad nos es presentada en el Evangelio: son los once apóstoles reunidos
ocho días después de la Pascua. La historia de Tomás tiene un significado preciso para el evangelista
san Juan, contenido en las palabras de Jesús: Felices los que creen sin haber visto. Esta palabra es
retomada por el apóstol Pedro en la segunda lectura de hoy. A las primeras comunidades cristianas
de la diáspora, él les escribía: Porque ustedes lo aman sin haberlo visto, y creyendo en él sin verlo
todavía, se alegran... Ha nacido la comunidad cristiana del futuro: la que ama a Jesucristo y cree en
él, la que lo anuncia a él y a su resurrección aun sin haberlo visto con los ojos del cuerpo. Los
Hechos de los Apóstoles, en la primera lectura, nos describieron un poco más de cerca a esta primera
comunidad nacida del anuncio de su resurrección después de Pentecostés: Todos se reunían
asiduamente para escuchar la enseñanza de los Apóstoles y participar en la vida común, en la
tracción del pan y en las oraciones (Hech. 2,42,47).
Cuando escuchamos estas cosas, nos volvemos espontáneamente con el pensamiento hacia
los orígenes de la Iglesia y una sensación de ternura y de nostalgia nos conmueve el alma, como
cuando vuelve a surgir en una persona el recuerdo de la propia infancia feliz. Pero es una
equivocación. Todo esto no es realidad del pasado, terminada como está terminada la época de su
infancia para el adulto. Es realidad del presente. Aquella asamblea de discípulos ocho días después
de la Pascua, en la cual se hizo presente el Resucitado, dio la paz a los suyos y les confirmó su
resurrección; esa asamblea nunca terminó en veinte siglos de vida de la Iglesia. Continúa en la
asamblea dominical que estamos celebrando y que la Iglesia celebra en toda la tierra en el aniversario
de su resurrección.
Cada domingo es aquel “octavo día después de la Pascua” en que sus discípulos estaban
reunidos en casa. Por supuesto, esto nos obliga a profundizar la comparación entre nuestras
asambleas dominicales y aquella primera asamblea.
El cuadro externo es fundamentalmente el mismo. También nosotros estamos reunidos aquí,
“el primer día después del sábado”, para escuchar la enseñanza de los apóstoles; estamos reunidos en
la fracción del pan y en la plegaria común. También nosotros escucharemos el saludo del Resucitado
26
Domingo II de Pascua (A)
que dice “La paz esté con ustedes”. No lo veremos en persona, no pondremos el dedo en su costado
como hizo Tomás: él se hará presente a través de su palabra y de su sacramento. Pero fue él mismo
quien dijo que creer en él de esa manera, sin verlo materialmente, es mejor para nosotros.
¿Podemos decir entonces que nuestras asambleas no se diferencian en nada de las de la época
de los apóstoles? ¡Por desgracia, no! Había algo en aquellas asambleas que hoy no realizamos más,
al menos en forma ordinaria. Allí había amor fraterno y alegría. Los que se reunían tenían todo en
común, no sólo el corazón y el alma, sino también las necesidades, los bienes, las comidas (primera
lectura). Realizaban una verdadera comunión fraterna y por eso mismo estaban en medio de la
alegría: Se alegran con un gozo indecible, constataba san Pedro con la complacencia del pastor
(segunda lectura). Y era en esta comunión y en esta alegría que el Resucitado se hacía presente y
podía ser reconocido por los discípulos. Cada vez, los discípulos se sentían renacidos a una
esperanza viva (segunda lectura). Era una asamblea viva en la cual todos se reconocían
recíprocamente como discípulos del mismo Señor y como hermanos. De ella salían tonificados,
dispuestos a retomar la tarea cotidiana. La impresión que suscitaban en los paganos ha sido recogida
por Tertuliano: “¡Miren –decían– cómo se aman!”
¿Qué nos falta para llevar a cabo todo eso? ¿Por qué nos reunimos sin estar en medio de la
alegría y nos separamos sin ninguna amargura, sin que se haya producido ningún cambio verdadero
en nosotros? ¿Por qué nadie puede decir, viéndonos salir de la iglesia: “Miren a esa gente, cómo está
en medio de la alegría y cómo se ama”?
Parte de la culpa se encuentra quizás en el propio modo en que están organizadas nuestras
asambleas dominicales: demasiado numerosas, heterogéneas y anónimas, demasiado poco
espontáneas y creativas. En este sentido, nos queda sólo auguramos que el Espíritu Santo ayude a la
Iglesia a renovarse todavía más valientemente y a crear formas más adecuadas a los tiempos. Lo cual
en parte está sucediendo.
Pero también queda por decir que cualquier tipo de asamblea no conseguirá su objetivo si no
cambiamos nosotros, quienes las integramos; si no salimos de ese individualismo que no nos permite
abrimos de verdad a los otros, sentirnos un solo corazón y una sola alma, sentirnos solidarios y
hermanos entre nosotros; si en la iglesia hasta tenemos miedo de abrir bien la boca y de elevar la voz
para rezar juntos, diciendo el “Padre nuestro” o nuestro “Amén”.
¡En qué podría transformarse este encuentro nuestro de cada domingo, alrededor de la mesa
de la palabra y del pan, en un mundo cada vez más golpeado por la incapacidad de comunicación! Se
ha escrito que “sólo el amor es creíble”. Tal vez ni siquiera eso sea exacto. Hoy sólo la comunidad es
creíble; sólo un amor fraterno que se hace comunidad da verdaderamente testimonio del Evangelio.
Comencemos desde hoya hacer todo lo que podamos. Al venir a comulgar, o al salir de la
iglesia, demostremos que no somos personas apuradas por estar fuera de una reunión cualquiera,
pero más bien personas que salen de una reunión familiar. Los más débiles, los más ancianos, la
madre que tiene a un niño pequeño en brazos, deben tener la precedencia; cada uno debería hacer
pequeñas atenciones al hermano. Cada tanto, regalé monos una sonrisa en señal de reconocimiento
fraterno. Al darnos el signo de la paz, extendamos bien la mano con la intención de abrazar en
nuestro gesto de recibimiento no sólo a quien está a nuestro lado en forma ocasional, sino también a
todos los otros que están en la iglesia con nosotros y luego a todos los que hemos dejado en casa o
que encontraremos mañana en el trabajo y en la vida cotidiana: aquellos a quienes tantas veces, en
lugar de la mano extendida, mostramos el puño cerrado.
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Domingo II de Pascua (A)
Ocho días después de la Pascua, los discípulos estaban en casa con las puertas cerradas
cuando llegó Jesús, se detuvo en medio de ellos y dijo: ¡La paz esté con ustedes! También ahora, en
nuestra asamblea, Jesús viene, está en medio de nosotros y nos da su paz. Nosotros, con Tomás, lo
reconocemos como nuestro Señor y nuestro Dios. Roguémosle que haga de nosotros una verdadera
comunidad reunida en su nombre.
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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
Homilía en Bérgamo (26-IV-1981)
− El Espíritu Santo conduce a la Iglesia universal
“Entró Jesús, se puso en medio y les dijo: Paz a vosotros” (Jn 20,19).
La experiencia que vivieron los Apóstoles “al anochecer de aquel día, el primero de la semana”
(ib.), experiencia que se repitió ocho días después en el mismo Cenáculo, también nosotros la revivimos,
de modo misterioso pero real, esta tarde: en nuestra asamblea litúrgica, recogida en torno al altar para
celebrar la Eucaristía, Cristo renueva su presencia de resucitado y repite su augurio: ¡Paz a vosotros!
(...).
¡Paz a vosotros!
Con este saludo vengo aquí, queridos hermanos y hermanas, en el domingo que tradicionalmente
llamamos ‘in albis’, y que concluye la octava de Pascua. Vengo para entrar, en cierto sentido, en el
cenáculo. El Cenáculo es la casa en la que nació la Iglesia. He venido, pues, para visitar ante todo una
casa. Es la casa familiar, de la que salió un gran Papa y siervo de Dios, Juan XXIII (…).
El Cenáculo de Jerusalén es el primer lugar de la Iglesia sobre la tierra. Y es, en cierto sentido, el
prototipo de la Iglesia en todo lugar y en toda época. También en la nuestra. Cristo, que fue adonde
estaban los Apóstoles la primera tarde después de su resurrección, viene siempre de nuevo a nosotros
para repetir continuamente las palabras: “Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os
envío yo... Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes
se los retengáis, les quedan retenidos...” (Jn 20,21-23).
La verdad contenida precisamente en estas palabras ¿no se ha convertido tal vez en la idea guía
del Concilio Vaticano II?, ¿del Concilio que ha dedicado sus trabajos al misterio de la Iglesia y a la
misión del Pueblo de Dios, recibida de Cristo a través de los Apóstoles? “Como el Padre me ha enviado,
así también os envío yo” (Jn 20,21).
De este Concilio la Iglesia ha salido con fe renovada en el poder de las palabras de Cristo,
dirigidas a los Apóstoles en el Cenáculo. Ha salido con una nueva certeza sobre la propia misión: la
misión recibida del Señor y Salvador. Ha salido “hacia el porvenir”.
Es difícil someter aquí a un análisis profundo la perspectiva de esta apertura. Pero es también
difícil no mencionar al menos lo que, de modo particular, salió del corazón del Papa Juan. Es el nuevo
impulso hacia la unidad de los cristianos y una especial comprensión para la misión de la Iglesia en
relación al mundo contemporáneo. Si bien en este espacioso cenáculo de la Iglesia de nuestros tiempos,
difundida en todo el globo terrestre, no faltan las dificultades, las tensiones, las crisis, que crean temores
justificados, sería difícil no reconocer (…) que ha tenido origen una “obre providencial”. Se necesita tan
solo que nosotros mantengamos fidelidad al Espíritu de Verdad, que ha guiado esta obra, que seamos
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Domingo II de Pascua (A)
honrados en comprender y realizar el Concilio, y éste demostrará que es precisamente ése el camino por
el que la Iglesia de nuestros tiempos y del futuro debe caminar hacia el cumplimiento de su destino.
− Iglesia universal e “iglesia doméstica”: familia
Aceptemos por tanto estas palabras de la liturgia de hoy, tomadas de la primera Carta de San
Pedro: “Alegraos de ello, aunque de momento tengáis que sufrir un poco, en pruebas diversas: así la
comprobación de vuestra fe −más preciosa que el oro que, aunque perecedero, lo aquilatan a fuego−
llegará a ser alabanza y gloria y honor cuando se manifieste Jesucristo Nuestro Señor” (1 Pe 1,6-7).
De las colinas de vuestra tierra bergamesca se ven las grandes perspectivas de la Iglesia y del
mundo. Pero se ve también la dimensión más pequeña de la Iglesia: la “iglesia doméstica” El Papa Juan
ha permanecido fiel a esa iglesia hasta el fin de su vida (…). Hemos evocado aquel clima de su familia,
que fue una verdadera “iglesia doméstica”.
Cuán a menudo también allí, en aquella casa, Cristo escuchó de aquella gente sencilla, que vivía
del trabajo de los campos, la misma profesión que, en otro tiempo había escuchado en el Cenáculo de
Jerusalén de boca de Tomás: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20,28). La conciencia de la presencia del
Salvador y la ley divina inscrita en los corazones de los familiares fueron la fuente de la felicidad
habitual de aquella noble gente, según las mejores tradiciones del ambiente y de la sociedad a que
aquellos pertenecían.
La “iglesia doméstica”, la familia cristiana, constituye un fundamento particular de la grande.
Constituye también el fundamento de la vida de las naciones y de los pueblos, como constantemente lo
testimonia la experiencia no corrompida por las malas costumbres de tantas sociedades y de tantas
familias.
− Familia y respeto a la vida del no nacido
Este mensaje hay que volverlo a leer con la óptica de las palabras de la primera Carta de San
Pedro: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo quien, por su gran misericordia,
mediante la Resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha reengendrado a una esperanza viva,
a una herencia incorruptible, inmaculada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros” (1 Pe
1,3-4).
Pero hay que volver a leer al mismo tiempo que este mensaje, el mensaje particular del Papa
Juan, en el contexto de las amenazas que hieren el patrimonio humano y cristiano de la familia,
desarraigando los principios fundamentales sobre los que está construida la más espléndida comunidad
humana.
El primero de estos valores es el amor fiel de los mismos esposos, como fuente de su confianza
recíproca y también de la confianza de los hijos hacia ellos. El segundo valor fundamental es el respeto
a la vida desde el momento de su concepción bajo el corazón de la madre.
Permitidme que repita las palabras que pronuncié en el V domingo de Cuaresma:
“Quitar la vida significa que el hombre ha perdido la confianza en el valor de su existencia; que
ha destruido en sí, en su conocimiento, en su conciencia y voluntad, ese valor primario y fundamental.
“Dios dice: ‘No matarás’ (Ex 20,13). Y este mandamiento es al mismo tiempo el principio
fundamental y la norma del código de la moralidad inscrito en la conciencia de cada hombre.
“Si se concede derecho de ciudadanía al asesinato del hombre cuando todavía está en el seno de
la madre, entonces, por esto mismo, se nos pone en el resbaladero de incalculables consecuencias de
29
Domingo II de Pascua (A)
naturaleza moral. Si es lícito quitar la vida a un ser humano, cuando es el más débil, totalmente
dependiente de la madre, de los padres, del ámbito de las conciencias humanas, entonces se asesina no
sólo a un hombre inocente, sino también a las conciencias mismas. Y no se sabe lo amplia y velozmente
que se propaga el radio de esa destrucción de las conciencias, sobre las que se basa, ante todo, el sentido
más humano de la cultura y del progreso del hombre.
“Si aceptamos el derecho a quitar el don de la vida al hombre aún no nacido, ¿lograremos
defender después el derecho del hombre a la vida en todas las demás situaciones? ¿Lograremos detener
el proceso de destrucción de las conciencias humanas?
Debemos hacer todo lo que puede servir a tutelar la familia y la dignidad de la paternidad y de la
maternidad responsable, la confianza recíproca de las generaciones. Debemos hacer todo lo posible para
tutelar nuestra “iglesia doméstica”, en medio de la cual se revela Cristo resucitado, así como se reveló a
los Apóstoles en el Cenáculo; donde Él entra…; y dice: “¡Paz a vosotros!”. Amén.
***
Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
Somos los depositarios del mensaje de esperanza más grande dirigido a la Humanidad:
¡Cristo ha Resucitado! Un hombre ha vuelto a la vida después de muerto y ha sido visto por sus
discípulos. El escepticismo que hoy puede provocar esta noticia que la Iglesia proclama en este
Tiempo Pascual, no es mayor que el que despertó en el grupo de los primeros testigos del
Resucitado.
El caso de Tomás es, tal vez, el más claro. Él exige ver y tocar. Los Apóstoles sólo se
rindieron −como Tomás− ante la evidencia de las repetidas apariciones y las seguridades ofrecidas
por el Señor que les decía: “Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que
Yo tengo”. Tememos ser engañados y no damos fácilmente nuestro asentimiento cuando la noticia
desborda nuestra experiencia cotidiana. Esto es bueno. “La incredulidad de Tomás ha sido más
provechosa para nuestra fe que la fe de los discípulos creyentes” (S. Gregorio Magno).
La resurrección de un hombre muerto y enterrado es, sin duda, uno de los hechos más
pasmosos que refieren los evangelistas. Es comprensible la actitud de Tomás. Jesús, que quiere
confirmar en la fe a los suyos, invita a Tomás, con cariñosa ironía, que realice la exploración que
exige. La inicial negativa a creer da paso a una explosiva confesión tanto de la divinidad como de la
humanidad de Jesús: “¡Señor mío y Dios mío!” Pero Jesús replicó: Tú has creído, Tomás, porque has
visto. Dichosos los que sin ver creyeren. Tu fe no es pura, viene a decirle el Señor; es de poca
calidad. A la lista de las Bienaventuranzas que recoge Mateo, habría que añadir esta otra que nos ha
guardado Juan y que va dirigida a todos los que hemos creído en Jesucristo sin verle. “Dichosos los
que sin haber visto creyeron”. Aquí estamos nosotros recogiendo esta alabanza que viene de Dios y
que elogia algo tan humano: la confianza. ¡Si tú me lo dices, lo creo! ¡Qué humano es esto! Es lo que
Jesús espera de nosotros, que le creamos.
¡Hagamos un acto de fe que se traduzca en realizaciones concretas, que nos lleve a practicar
todo lo que el Señor a través de su Iglesia nos pide! ¡Dejemos a un lado las reservas mentales, las
reticencias, las obstinaciones, la soberbia! Digamos sinceramente, con una exclamación que brote del
corazón: ¡Creo en Jesucristo! ¡Creo que resucitó al tercer día! ¡Creo que está sentado a la derecha del
Padre y que volverá a juzgar a vivos y muertos! ¡Creo que su Reino no tendrá fin! ¡Creo en el
Espíritu Santo, en la Iglesia, y en todo lo que ella enseña! ¡Creo en la vida eterna!
30
Domingo II de Pascua (A)
El Señor espera que cuando recitemos o cantemos en la Iglesia el Credo, no nos limitemos a
vocalizar algo que practicamos sólo a medias, sino que sea la reafirmación de un compromiso vital.
“Habéis de ser no sólo oyentes de la Palabra, sino hombres que la ponen en práctica” (Sant 1, 22).
“Señor, auméntanos la fe” (Lc 17,5) para que merezcamos esta alabanza tuya: “bienaventurados los
que sin ver creyeren”, y así seremos buenos hijos de Sta María, que oyó de labios de su prima Isabel
parecida alabanza: “Dichosa Tú que has creído que se cumplirán aquellas cosas que has oído de parte
del Señor” (Lc 1, 45).
***
Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
«Nacidos de nuevo para una esperanza viva»
I. LA PALABRA DE DIOS
Hch 2,42-47: «Los creyentes vivían todos unidos y lo tenían todo en común»
Sal 117,2-4.13-15.22-24: «Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su
misericordia»
1P 1,3-9: «Por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos nos ha hecho nacer de nuevo
para una esperanza viva»
Jn 20,19-31: «A los ocho días llegó Jesús»
II. APUNTE BÍBLICO-LITÚRGICO
Algo insólito está sucediendo en Jerusalén tras el anuncio de que «aquel a quien habían
colgado de un madero, Dios lo había resucitado de entre los muertos. Vivían todos unidos y lo tenían
todo en común». He aquí un hecho verdaderamente novedoso.
«Constantes en la fracción del Pan y atentos a la enseñanza de los Apóstoles», los primeros
cristianos no celebran a un ausente, cuyo simple recuerdo les mantiene. Le hacen presente como a
quien vive y está en medio de ellos de un modo nuevo.
El modo de vivir la Resurrección en las primeras comunidades es para nosotros un reto: vivir
la experiencia de resucitados con Cristo a nadie puede dejar indiferente. ¿Somos hoy signo de Cristo
victorioso? Como muchos de aquellos cristianos «no hemos visto a Jesús y lo amamos; no lo hemos
visto y creemos en Él».
III. SITUACIÓN HUMANA
Hoy es frecuente la convicción de que no hay otro camino para avanzar que el de la unión, la
solidaridad. Cualquier campo que miremos (la cultura, la ciencia, la política, etc) nos dan fe de ello.
No cabe duda de que todo esto es exponente de un nuevo modo más humano de vivir. Porque lo
humano es estar, vivir con otros.
IV. LA FE DE LA IGLESIA
La fe
– Las apariciones del Resucitado: «Todo lo que sucedió en estas jornadas pascuales
compromete a cada uno de los Apóstoles – y a Pedro en particular– en la construcción de la era
nueva que comenzó en la mañana de Pascua. Como testigos del Resucitado, los apóstoles son las
piedras de fundación de su Iglesia. La fe de la primera comunidad de creyentes se funda en el
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Domingo II de Pascua (A)
testimonio de hombres concretos, conocidos de los cristianos y, para la mayoría, viviendo entre ellos
todavía» (642; cf 641. 643. 644).
– La Iglesia, misterio de la unión de los hombres con Dios y de la unidad del género humano:
772. 773. 774. 775. 776.
La respuesta
– El día de la Resurrección: la nueva creación: “Jesús resucitó de entre los muertos «el primer
día de la semana» (Mt 28,1). En cuanto «primer día», el día de la Resurrección de Cristo recuerda la
primera creación. En cuanto «octavo día», que sigue al sábado, significa la nueva creación
inaugurada con la resurrección de Cristo” (2174). – Misión de los Apóstoles: 858. 859. 860.
– Comunión de bienes en la Iglesia y la solidaridad humana: «La fe de los fieles es la fe de la
Iglesia recibida de los Apóstoles, tesoro de vida que se enriquece cuando se comparte» (949; cf 953.
1939-1942).
El testimonio cristiano
– «El pueblo de Dios, en efecto, no tiene aquí una ciudad permanente, sino que busca la
futura. Por eso ... manifiesta mucho mejor a todos los creyentes los bienes del cielo, ya presentes en
este mundo. También da testimonio de la vida nueva y eterna adquirida por la redención de Cristo y
anuncia ya la resurrección futura y la gloria del Reino de los cielos (LG 44)» (933).
El anuncio del Resucitado supone un modo de vida totalmente nuevo. No se trata de hacer lo
que nadie hace; se trata de hacer lo que el Resucitado nos pide... Pero es que nos pide amar como
nadie.
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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
La Fe de Tomás.
– Aparición de Jesús a los Apóstoles estando ausente Tomás. Le comunican que Jesús ha
resucitado. Apostolado con quienes han conocido a Cristo, pero no le tratan.
I. El primer día de la semana1, el día en que resucitó el Señor, el primer día del mundo
nuevo, está repleto de acontecimientos: desde la mañana, muy temprano2, cuando las mujeres van al
sepulcro, hasta la noche, muy tarde3, cuando Jesús viene a confortar a sus más íntimos: La paz sea
con vosotros, les dice. Y dicho esto les mostró las manos y el costado. En esta ocasión, Tomás no
estaba con los demás Apóstoles; no pudo ver al Señor, ni oír sus consoladoras palabras.
Este Apóstol fue el que dijo una vez: Vayamos también nosotros y muramos con él4. Y en la
Ultima Cena expresó al Señor su ignorancia, con la mayor sencillez: Señor, no sabemos a dónde vas;
¿cómo vamos a saber el camino?5 Llenos de un profundo gozo, los Apóstoles buscarían a Tomás por
Jerusalén aquella misma noche o al día siguiente. En cuanto dieron con él, les faltó tiempo para
decirle: ¡Hemos visto al Señor! Pero Tomás, como los demás, estaba profundamente afectado por lo
que habían visto sus ojos: jamás olvidaría la Crucifixión y Muerte del Maestro. No da ningún crédito
1
Jn 20, 1.
Mc 16, 2.
3
Jn 20, 19.
4
Jn 11, 16.
5
Jn 14, 5.
2
32
Domingo II de Pascua (A)
a lo que los demás le dicen: Si no veo la señal de los clavos en sus manos, y no meto mi dedo en esa
señal de los clavos y mi mano en su costado, no creeré6. Los que habían compartido con él aquellos
tres años y con quienes por tantos lazos estaba unido, le repetirían de mil formas diferentes la misma
verdad, que era su alegría y su seguridad: ¡Hemos visto al Señor!
Tomás pensaba que el Señor estaba muerto. Los demás le aseguraban que vive, que ellos
mismos lo han visto y oído, que han estado con Él. Así hemos de hacer nosotros: para muchos
hombres y para muchas mujeres Cristo es como si estuviera muerto, porque apenas significa nada
para ellos, casi no cuenta en su vida. Nuestra fe en Cristo resucitado nos impulsa a ir a esas personas,
a decirles de mil formas diferentes que Cristo vive, que nos unimos a Él por la fe y lo tratamos cada
día, que orienta y da sentido a nuestra vida.
De esta manera, cumpliendo con esa exigencia de la fe, que es darla a conocer con el ejemplo
y la palabra, contribuimos personalmente a edificar la Iglesia, como aquellos primeros cristianos de
los que nos hablan los Hechos de los Apóstoles: crecía el número de los creyentes, hombres y
mujeres, que se adherían al Señor7.
– El acto de fe del Apóstol Tomás. Nuestra fe ha de ser operativa: actos de fe, confianza
con el Señor, apostolado.
II. A los ocho días, estaban de nuevo dentro sus discípulos y Tomás con ellos. Estando las
puertas cerradas, vino Jesús, se presentó en medio y dijo: La paz sea con vosotros. Después dijo a
Tomás: Trae aquí tu dedo y mira mis manos, y trae tu mano y métela en mi costado, y no seas
incrédulo sino fiel8.
La respuesta de Tomás es un acto de fe, de adoración y de entrega sin límites: ¡Señor mío y
Dios mío! Son las suyas cuatro palabras inagotables. Su fe brota, no tanto de la evidencia de Jesús,
sino de un dolor inmenso. No son tanto las pruebas como el amor el que le lleva a la adoración y a la
vuelta al apostolado. La Tradición nos dice que el Apóstol Tomás morirá mártir por la fe en su
Señor. Gastó la vida en su servicio.
Las dudas primeras de Tomás han servido para confirmar la fe de los que más tarde habían de
creer en Él. “¿Es que pensáis −comenta San Gregorio Magno− que aconteció por pura casualidad
que estuviese ausente entonces aquel discípulo elegido, que al volver oyese relatar la aparición, y que
al oír dudase, dudando palpase y palpando creyese? No fue por casualidad, sino por disposición de
Dios. La divina clemencia actuó de modo admirable para que, tocando el discípulo dubitativo las
heridas de la carne de su Maestro, sanara en nosotros las heridas de la incredulidad (...). Así el
discípulo, dudando y palpando, se convirtió en testigo de la verdadera resurrección”9.
Si nuestra fe es firme, también se apoyará en ella la de otros muchos. Es preciso que nuestra
fe en Jesucristo vaya creciendo de día en día, que aprendamos a mirar los acontecimientos y las
personas como Él los mira, que nuestro actuar en medio del mundo esté vivificado por la doctrina de
Jesús. Pero, en ocasiones, también nosotros nos encontramos faltos de fe como el Apóstol Tomás.
Tenemos necesidad de más confianza en el Señor ante las dificultades en el apostolado, ante
acontecimientos que no sabemos interpretar desde un punto de vista sobrenatural, en momentos de
oscuridad, que Dios permite para que crezcamos en otras virtudes...
6
Jn 20, 25.
Hech 5, 14.
8
Jn 20, 26-27.
9
SAN GREGORIO MAGNO, Homilías sobre los Evangelios, 26, 7.
7
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Domingo II de Pascua (A)
La virtud de la fe es la que nos da la verdadera dimensión de los acontecimientos y la que nos
permite juzgar rectamente de todas las cosas. “Solamente con la luz de la fe y con la meditación de la
palabra divina es posible reconocer siempre y en todo lugar a Dios, en quien nos movemos y
existimos (Hech 17, 28); buscar su voluntad en todos los acontecimientos, contemplar a Cristo en
todos los hombres, próximos o extraños, y juzgar con rectitud sobre el verdadero sentido y valor de
las realidades temporales, tanto en sí mismas como en orden al fin del hombre”10.
Meditemos el Evangelio de la Misa de hoy. Pongamos de nuevo los ojos en el Maestro.
Quizá tú también escuches en este momento el reproche dirigido a Tomás: mete aquí tu dedo, y
registra mis manos; y trae tu mano, y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino fiel (Jn 20, 27);
y, con el Apóstol, saldrá de tu alma, con sincera contrición, aquel grito: ¡Señor mío y Dios mío! (Jn
20, 28), te reconozco definitivamente por Maestro, y ya para siempre −con tu auxilio− voy a
atesorar tus enseñanzas y me esforzaré en seguirlas con lealtad11.
¡Señor mío y Dios mío! ¡Mi Señor y mi Dios! Estas palabras han servido de jaculatoria a
muchos cristianos, y como acto de fe en la presencia real de Jesucristo en la Sagrada Eucaristía, al
pasar delante de un sagrario, en el momento de la Consagración en la Santa Misa... También pueden
ayudarnos a nosotros para actualizar nuestra fe y nuestro amor a Cristo resucitado, realmente
presente en la Hostia Santa.
– La Resurrección es una llamada a manifestar con nuestra vida que Cristo vive.
Necesidad de estar bien formados.
III. El Señor le contestó a Tomás: Porque me has visto has creído; bienaventurados los que
sin haber visto han creído12. “Sentencia en la que sin duda estamos señalados nosotros −dice San
Gregorio Magno−, que confesamos con el alma al que no hemos visto en la carne. Se alude a
nosotros, con tal que vivamos conforme a la fe; porque sólo cree de verdad el que practica lo que
cree”13.
La Resurrección del Señor es una llamada a que manifestemos con nuestra vida que Él vive.
Las obras del cristiano deben ser fruto y manifestación del amor a Cristo.
En los primeros siglos la difusión del cristianismo se realizó principalmente por el testimonio
personal de los cristianos que se convertían. Era una predicación sencilla de la Buena Nueva: de
hombre a hombre, de familia a familia; entre quienes tenían el mismo oficio, entre vecinos; en los
barrios, en los mercados, en las calles. Hoy también quiere el Señor que el mundo, la calle, el trabajo,
las familias sean el cauce para la transmisión de la fe.
Para confesar nuestra fe con la palabra es necesario conocer su contenido con claridad y
precisión. Por eso, nuestra Madre la Iglesia ha hecho tanto hincapié a lo largo de los siglos en el
estudio del Catecismo, donde, de una manera breve y sencilla, se contiene lo esencial que hemos de
conocer para poder vivirlo después. Ya San Agustín insistía a aquellos catecúmenos a punto de
recibir el Bautismo: “Así, pues, el sábado próximo, en que celebraremos la vigilia, si Dios quiere,
habréis de dar no la oración (el Padrenuestro), sino el símbolo (el Credo); porque si ahora no lo
aprendéis, después, en la iglesia, no se lo habéis de oír todos los días al pueblo. Y, en aprendiéndolo
bien, decidlo a diario para que no se olvide: al levantaros de la cama, al ir a dormiros, dad vuestro
símbolo, dádselo a Dios, procurando hacer memoria de ello, y sin pereza de repetirlo. Es cosa buena
10
CONC. VAT. II, Decr. Apostolicam actuositatem, 4.
SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Amigos de Dios, 145.
12
Jn 20, 29.
13
SAN GREGORIO MAGNO, loc. cit., 26, 9.
11
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Domingo II de Pascua (A)
repetir para no olvidar. No digáis: “Ya lo dije ayer, y lo digo hoy, y a diario lo digo; téngolo bien
grabado en la memoria”. Sea para ti como un recordatorio de tu fe y un espejo donde te mires.
Mírate, pues, en él; examina si continúas creyendo todas las verdades que de palabra dices creer, y
regocíjate a diario en tu fe. Sean ellas tu riqueza; sean a modo de vestidos para el aderezo de tu
alma”14. ¡A cuántos cristianos habría que decirles estas mismas palabras, pues han olvidado lo
esencial del contenido de su fe!
Jesucristo nos pide también que le confesemos con obras delante del os hombres. Por eso,
pensemos; ¿no tendríamos que ser más valientes en esa o aquella ocasión?, ¿no tendríamos que ser
más sacrificados a la hora de sacar adelante nuestros quehaceres? Pensemos en nuestro trabajo, en el
ambiente que nos rodea: ¿se nos conoce como personas que llevan vida de fe?, ¿nos falta audacia en
el apostolado?, ¿conocemos con profundidad lo esencial de nuestra fe?
Terminamos nuestra oración pidiendo a la Virgen, Asiento de la Sabiduría, Reina de los
Apóstoles, que nos ayude a manifestar con nuestra conducta y nuestras palabras que Cristo vive.
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Rev. D. Joan Ant. MATEO i García (La Fuliola, Lleida, España) (www.evangeli.net)
«Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados»
Hoy, Domingo II de Pascua, completamos la octava de este tiempo litúrgico, una de las dos
octavas —juntamente con la de Navidad— que en la liturgia renovada por el Concilio Vaticano II
han quedado. Durante ocho días contemplamos el mismo misterio y tratamos de profundizar en él
bajo la luz del Espíritu Santo.
Por designio del Papa Juan Pablo II, este domingo se llama Domingo de la Divina
Misericordia. Se trata de algo que va mucho más allá que una devoción particular. Como ha
explicado el Santo Padre en su encíclica Dives in misericordia, la Divina Misericordia es la
manifestación amorosa de Dios en una historia herida por el pecado. “Misericordia” proviene de dos
palabras: “Miseria” y “Cor”. Dios pone nuestra mísera situación debida al pecado en su corazón de
Padre, que es fiel a sus designios. Jesucristo, muerto y resucitado, es la suprema manifestación y
actuación de la Divina Misericordia. «Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito»
(Jn 3,16) y lo ha enviado a la muerte para que fuésemos salvados. «Para redimir al esclavo ha
sacrificado al Hijo», hemos proclamado en el Pregón pascual de la Vigilia. Y, una vez resucitado, lo
ha constituido en fuente de salvación para todos los que creen en Él. Por la fe y la conversión
acogemos el tesoro de la Divina Misericordia.
La Santa Madre Iglesia, que quiere que sus hijos vivan de la vida del resucitado, manda que
—al menos por Pascua— se comulgue y que se haga en gracia de Dios. La cincuentena pascual es el
tiempo oportuno para el cumplimiento pascual. Es un buen momento para confesarse y acoger el
poder de perdonar los pecados que el Señor resucitado ha conferido a su Iglesia, ya que Él dijo sólo a
los Apóstoles: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados»
(Jn 20,22-23). Así acudiremos a las fuentes de la Divina Misericordia. Y no dudemos en llevar a
nuestros amigos a estas fuentes de vida: a la Eucaristía y a la Penitencia. Jesús resucitado cuenta con
nosotros.
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14
SAN AGUSTIN, Sermón 58, 15.
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Domingo II de Pascua (A)
EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
El poder del sacerdote
«Vayan y aprendan qué sentido tiene Misericordia quiero y no sacrificios. Porque no he
venido a llamar a los justos, sino a los pecadores» (Mt 9, 13).
Eso dijo Jesús.
Y tú, sacerdote, ¿has aprendido el sentido que tienen estas palabras?
¿Conoces el significado de la misericordia?
¿La practicas a través de obras, o haces sacrificios vacíos que no son agradables a tu Señor?
La misericordia de Dios ha sido derramada en la cruz desde el Sagrado Corazón de Jesús.
Tú eres, sacerdote, instrumento de salvación, para llevar la misericordia de tu Señor al mundo
entero.
Tu Señor te ha llamado y te ha elegido para darte una gran responsabilidad, porque Él te
conoce desde antes de nacer, y te ha consagrado para Él.
Y Él confía en ti, porque te da la gracia, y su gracia te basta.
Tu Señor ha puesto en tus manos el poder de perdonar los pecados, y todos a los que tú
perdones, les quedarán perdonados, pero a los que no perdones, les quedarán sin perdonar. Y de eso,
sacerdote, tú darás cuentas.
Tu Señor ha puesto en tus manos el poder de consagrar el pan y el vino, para que sean
transubstanciados en verdadera comida y en verdadera bebida, para llevarle a los hombres la vida y
la salvación.
Tu Señor ha puesto en tus manos el poder de llevar su paz al mundo. Esa, sacerdote, es tu
cruz, para que la lleves todos los días con alegría.
Tu Señor ha puesto en tus manos el poder de predicar su Palabra con tu boca, y te da la
autoridad para que tengas credibilidad ante el mundo al proclamar la buena nueva haciendo sus
obras.
Tu Señor ha puesto en tus manos el poder de unir el cielo con la tierra, por lo que todo lo que
ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra, quedará desatado en el
cielo.
Tu Señor ha puesto en tus manos el poder para hacer sus obras y aun mayores, porque Él, que
ha subido al Padre, está contigo todos los días de tu vida para ayudarte.
Tu Señor ha puesto el poder de Dios en ti, sacerdote, entregándose totalmente en tus manos, y
Él es la misericordia misma, que te envía a darle de comer al hambriento, a darle de beber al
sediento, a vestir al desnudo, a visitar al enfermo, a acoger al peregrino, a visitar al preso, a darle
santa sepultura al muerto, a enseñar al que no sabe, a dar consejo al que lo necesita, a corregir al que
se equivoca, a perdonar los pecados, a consolar al triste, a sufrir con paciencia a los errores de los
demás, y a orar por los vivos y los muertos.
Y tú, sacerdote, ¿eres misericordioso?
¿Haces lo que tu Señor te manda?
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Domingo II de Pascua (A)
¿Cumples la misión que Él te ha dado, y para la que has sido enviado?
¿Aceptas tu ministerio con alegría para llevar al mundo la paz, o tienes cerrado tu corazón
endurecido, que no da nada porque está vacío, y nadie puede dar lo que no tiene?
Acude, sacerdote, a la oración, y pídele a tu Señor que te dé la disposición para abrir tu
corazón a recibir su gracia y su misericordia.
Mira que está a la puerta y llama. Si tú lo escuchas, y abres la puerta, Él entrará y cenará
contigo y tú con Él.
No pierdas la oportunidad, que siempre está vigente, de acudir a tu Señor y a su Divina
Misericordia, para convertir tu corazón, y de participar de la obra redentora de tu Señor,
construyendo con Él el Reino de los cielos, por lo que tú alcanzarás también su misericordia, al
derramarla para el mundo entero, porque tu Señor ha dicho “Bienaventurados serán los
misericordiosos, porque ellos recibirán misericordia “.
Tú tienes, sacerdote, el poder en tus manos de transformar al mundo, buscando a los
pecadores y convirtiéndolos en justos a través de los sacramentos.
Usa bien tu poder, sacerdote, y lleva al mundo la paz a través de la misericordia.
(Espada de Dos Filos II, n. 54)
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Filos”, -facebook.com/espada.de.dos.filos12- enviar nombre y dirección a:
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