Domingo II de Cuaresma (ciclo B)
(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)
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DEL MISAL MENSUAL
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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
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SAN JERÓNIMO (www.iveargentina.org)
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FRANCISCO – Ángelus 2014, 2015 y 2018
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BENEDICTO XVI – Ángelus 2006, 2009 y 2012
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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los
Sacramentos
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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
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FLUVIUM (www.fluvium.org)
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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
− Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
− Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
− Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
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Rev. D. Jaume GONZÁLEZ i Padrós (Barcelona, España) (www.evangeli.net)
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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
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Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
(www.lacompañiademaria.com), para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para
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DEL MISAL MENSUAL
TENTACIÓN Y TRANSFIGURACIÓN
Gén 22, 1-2.9-13-15-18; Sal 115; Rom 8, 31-34; Mc 9, 2-10
Domingo II de Cuaresma (B)
Dios le pide a Abrahám algo inaudito. Le pide su hijo, una petición enorme porque se trata del único
hijo. Pero hay que saber que la intervención divina en este pasaje toma la forma de una tentación.
Tentar significa “probar”, como entre los metales, se prueban para ver cuál es precioso y cuál no lo
es, pasa lo mismo con los seres humanos. Toda persona es un misterio. Sabemos algo de ella por sus
palabras, pero las acciones y obras revelan más. Además, todos necesitan ocasiones para madurar.
Por estos motivos, Dios prueba a Abrahám. Por estos motivos, nos prueba a nosotros. Es cuando las
pruebas se convierten en demasiada exigencia que Marcos y los demás evangelistas narran la
transfiguración de Jesús y la esperada transformación de nuestras vidas cansadas en un esplendor
ultraterreno y en una belleza radiante.
ANTÍFONA DE ENTRADA Sal 24, 6. 3. 22
Mi corazón me habla de ti diciendo: “Busca su rostro”. Tu faz estoy buscando, Señor; no me
escondas tu rostro.
ORACIÓN COLECTA
Señor, Dios, que nos mandaste escuchar a tu Hijo muy amado, dígnate alimentarnos íntimamente con
tu palabra, para que, ya purificada nuestra mirada interior, nos alegremos en la contemplación de tu
gloria. Por nuestro Señor Jesucristo...
LITURGIA DE LA PALABRA
PRIMERA LECTURA
El sacrificio de nuestro patriarca Abraham.
Del libro del Génesis: 22, 1-2. 9-13.15-18
En aquel tiempo, Dios le puso una prueba a Abraham y le dijo: “¡Abraham, Abraham!”. Él
respondió: “Aquí estoy”. Y Dios le dijo: “Toma a tu hijo único, Isaac, a quien tanto amas; vete a la
región de Moria y ofrécemelo en sacrificio, en el monte que yo te indicaré”.
Cuando llegaron al sitio que Dios le había señalado, Abraham levantó un altar y acomodó la leña.
Luego ató a su hijo Isaac, lo puso sobre el altar, encima de la leña, y tomó el cuchillo para degollarlo.
Pero el ángel del Señor lo llamó desde el cielo y le dijo: “¡Abraham, Abraham!”. El contestó: “Aquí
estoy”. El ángel le dijo: ‘‘No descargues la mano contra tu hijo, ni le hagas daño. Ya veo que temes a
Dios, porque no le has negado a tu hijo único”. Abraham levantó los ojos y vio un carnero, enredado
por los cuernos en la maleza. Atrapó el carnero y lo ofreció en sacrificio en lugar de su hijo.
El ángel del Señor volvió a llamar a Abraham desde el cielo y le dijo: “Juro por mí mismo, dice el
Señor, que por haber hecho esto y no haberme negado a tu hijo único, yo te bendeciré y multiplicaré
tu descendencia como las estrellas del cielo y las arenas del mar. Tus descendientes conquistarán las
ciudades enemigas. En tu descendencia serán bendecidos todos los pueblos de la tierra, porque
obedeciste a mis palabras”.
Palabra de Dios.
SALMO RESPONSORIAL
Del salmo 115, 10.15, 16-17, 18-19.
R/. Siempre confiaré en el Señor.
Aún abrumado de desgracias, siempre confié en Dios. A los ojos del Señor es muy penoso que
mueran sus amigos. R/.
2
Domingo II de Cuaresma (B)
De la muerte, Señor, me has librado, a mí, tu esclavo e hijo de tu esclava. Te ofreceré con gratitud un
sacrificio e invocaré tu nombre. R/.
Cumpliré mis promesas al Señor ante todo su pueblo, en medio de su templo santo, que está en
Jerusalén. R/.
SEGUNDA LECTURA
Dios nos entregó a su propio Hijo.
De la carta del apóstol san Pablo a los romanos: 8, 31-34
Hermanos: Si Dios está a nuestro favor, ¿quién estará en contra nuestra? El que no nos escatimó a su
propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no va a estar dispuesto a dárnoslo todo,
junto con su Hijo?
¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Si Dios mismo es quien los perdona, ¿quién será el que los
condene? ¿Acaso Jesucristo, que murió, resucitó y está a la derecha de Dios para interceder por
nosotros?
Palabra de Dios.
ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Cfr. Me 9, 7
R/. Honor y gloria a ti, Señor Jesús.
En el esplendor de la nube se oyó la voz del Padre, que decía: “Éste es mi Hijo amado;
escúchenlo”. R/.
EVANGELIO
Éste es mi Hijo amado.
+ Del santo Evangelio según san Marcos: 9, 2-10
En aquel tiempo, Jesús tomó aparte a Pedro, a Santiago y a Juan, subió con ellos a un monte alto y se
transfiguró en su presencia. Sus vestiduras se pusieron esplendorosamente blancas, con una blancura
que nadie puede lograr sobre la tierra. Después se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con
Jesús.
Entonces Pedro le dijo a Jesús: “Maestro, ¡qué a gusto estamos aquí! Hagamos tres chozas, una para
ti, otra para Moisés y otra para Elías”. En realidad no sabía lo que decía, porque estaban asustados.
Se formó entonces una nube, que los cubrió con su sombra, y de esta nube salió una voz que decía:
“Éste es mi Hijo amado; escúchenlo”. En ese momento miraron alrededor y no vieron a nadie sino a
Jesús, que estaba solo con ellos.
Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó que no contaran a nadie lo que habían visto, hasta
que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos. Ellos guardaron esto en secreto, pero
discutían entre sí qué querría decir eso de “resucitar de entre los muertos”.
Palabra del Señor.
ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS
Te rogamos, Señor, que estos dones borren nuestros pecados y santifiquen el cuerpo y el alma de tus
fieles, para celebrar dignamente las fiestas pascuales. Por Jesucristo, nuestro Señor.
PREFACIO
3
Domingo II de Cuaresma (B)
La transfiguración del Señor.
En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar;
Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno, por Cristo, Señor nuestro.
Porque él mismo, después de anunciar su muerte a los discípulos, les mostró en el monte santo el
esplendor de su gloria, para testimoniar, de acuerdo con la ley y los profetas, que la pasión es el
camino de la resurrección.
Por eso, como los ángeles te cantan en el cielo, así nosotros en la tierra te aclamamos, diciendo sin
cesar: Santo, Santo, Santo ...
ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Mt 17, 5
Éste es mi Hijo amado, en quien me complazco; escúchenlo.
ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN
Al recibir, Señor, este glorioso sacramento, queremos darte gracias de todo corazón porque así nos
permites, desde este mundo, participar ya de los bienes del cielo. Por Jesucristo, nuestro Señor.
ORACIÓN SOBRE EL PUEBLO
Bendice, Señor, a tus fieles con una bendición perpetua, y haz que de tal manera acojan el Evangelio
de tu Hijo, que puedan debida y felizmente desear y alcanzar la gloria que él manifestó a los
apóstoles. Por Jesucristo, nuestro Señor.
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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
El sacrificio de Abrahán (Gn 22, 1-2.9-13.15-18)
1ª lectura
Dios ha sido fiel a su promesa concediendo a Abrahán un hijo de Sara. Ahora es Abrahán
quien debe mostrar su fidelidad a Dios, estando dispuesto a sacrificar al hijo, como reconocimiento
de que éste pertenece a Dios. El mandato divino parece un contrasentido: Abrahán ya había perdido a
Ismael al marchar Agar de su lado; ahora se le pide la inmolación del hijo que le queda.
Desprenderse del hijo significaba desprenderse incluso del cumplimiento de la promesa que veía
realizado en Isaac. A pesar de todo, Abrahán obedece.
«Como última purificación de su fe se le pide al “que había recibido las promesas” (Hb 11,
17) que sacrifique al hijo que Dios le ha dado. Su fe no vacila: “Dios proveerá el cordero para el
sacrificio” (Gn 22, 8), “pensaba que poderoso era Dios aun para resucitar de entre los muertos” (Hb
11, 19). Así, el padre de los creyentes se hace semejante al Padre que no perdonará a su Hijo, sino
que lo entregará por todos nosotros (cfr Rm 8, 32). La oración restablece al hombre en la semejanza
con Dios y le hace participar en la potencia del amor de Dios que salva a la multitud (cfr Rm 4, 1621)» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2572).
A Dios le basta ver la intención sincera de Abrahán de cumplir lo que se le pedía (v. 12). Con
ello es ya como si lo hubiera realizado. «El patriarca —destaca San Juan Crisóstomo— se hizo
sacerdote del niño y, ciertamente, con el propósito ensangrentó su derecha y ofreció el sacrificio.
Pero por la inefable misericordia de Dios, volvió habiendo recibido al hijo sano y salvo; se le
atribuye (el sacrificio) a causa de la voluntad, fue rescatado (el hijo) con una fúlgida corona, luchó el
combate decisivo, y manifestó en todo la piedad de su intención» (Homiliae in Genesim 48, 1).
4
Domingo II de Cuaresma (B)
Haciendo una comparación implícita entre Isaac y Jesucristo, San Pablo ve la culminación del
amor de Dios en la muerte de Cristo, cuando escribe: «El que no perdonó a su propio Hijo, sino que
lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con Él todas las cosas?» (Rm 8, 32). Si el detener
la mano de Abrahán representaba ya una manifestación del amor de Dios, mayor aún es esa
manifestación cuando permite la muerte de Jesús como sacrificio expiatorio por todos los hombres.
Entonces, porque «Dios es amor» (1 Jn 4, 8), el abismo de malicia, que el pecado lleva consigo, ha
sido salvado por una caridad infinita. Dios no abandona a los hombres. Los designios divinos
prevén que, para reparar nuestras faltas, para restablecer la unidad perdida, no bastaban los
sacrificios de la Antigua Ley: se hacía necesaria la entrega de un Hombre que fuera Dios (S.
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 95).
También en aquel carnero (v.13) vieron algunos Padres de la Iglesia una representación
anticipada de Jesucristo, en cuanto que, como Cristo, aquel cordero fue inmolado para salvar al
hombre. En este sentido escribía San Ambrosio: «¿A quién representa el carnero, sino a aquél de
quien está escrito: “Exaltó el cuerno de su pueblo” (Sal 148, 14)? (...) Cristo: Él es a quien vio
Abrahán en aquel sacrificio, y su pasión lo que contempló. Así pues, el mismo Señor dijo de él:
“Abrahán quiso ver mi día, lo vio y se alegró” (cfr Jn 8, 56). Por eso dice la Escritura: “Abrahán
llamó a aquel lugar, El Señor provee”, para que hoy pueda decirse: el Señor se apareció en el monte,
es decir, que se apareció a Abrahán revelando su futura pasión en su cuerpo, por la que redimió al
mundo; y mostrando, al mismo tiempo, el género de su pasión cuando le hizo ver al cordero
suspendido por los cuernos. Aquella zarza significa el patíbulo de la cruz» (De Abraham 1, 8, 77-78).
Abrahán tras superar la prueba a la que Dios le somete, alcanza la perfección (cfr St 2, 21) y
está en condiciones de que Dios reafirme sobre él, de manera solemne, la promesa que ya le había
hecho antes (cfr Gn 12, 3).
La escena del sacrificio de Isaac presenta unos rasgos peculiares que la constituyen en
modelo anticipado del sacrificio redentor de Cristo. En efecto, aparece el padre que entrega al hijo; el
hijo que se entrega voluntariamente a la muerte secundando el querer del padre; y los instrumentos
del sacrificio como la leña, el cuchillo y el altar. El relato culmina además señalando que por la
obediencia de Abrahán y la no resistencia de Isaac al sacrificio, la bendición de Dios llegará a todas
las naciones de la tierra (cfr v. 18). No es pues extraño que la tradición judía atribuyese un cierto
valor redentor al sometimiento de Isaac, y que los Santos Padres hayan visto ahí prefigurada la
Pasión de Cristo, el Hijo Único del Padre.
Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros? (Rm 8, 31b-34)
2ª lectura
Estos versículos expresan una de las declaraciones más elocuentes de Pablo: la fuerza
omnipotente de Aquel que ama a la criatura humana, hasta el punto de entregar a la muerte a su
propio Hijo Unigénito, hará que salgamos victoriosos de los ataques y padecimientos. Los cristianos,
con tal de que queramos acoger los beneficios divinos, podemos tener la certeza de alcanzar la
salvación, porque Dios no dejará de darnos las gracias necesarias. Nada de lo que nos pueda ocurrir
podrá apartarnos del Señor: ni temor de la muerte, ni amor de la vida, ni príncipes de los demonios,
ni potestades del mundo, ni tormentos que nos hacen sufrir...
La Transfiguración (Mc 9, 2-10)
Evangelio
5
Domingo II de Cuaresma (B)
El Señor, transfigurándose ante sus discípulos —ante los tres predilectos, que iban a ser
testigos de su agonía (14, 33)—, ofrece el contrapunto, o, mejor aún, un anticipo del resultado de su
pasión: la resurrección y la glorificación. Éste es también el sentido de la vida del cristiano, que debe
aprender que «los padecimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria futura que se
va a manifestar en nosotros» (Rm 8, 18).
Marcos subraya de diversas maneras la dificultad de los discípulos para entender el camino
del Señor (vv. 9-10). De igual modo, el evangelista apunta a propósito de Pedro —que quiere
anticipar la gloria sin pasar por la cruz—, que «no sabía lo que decía» (v. 6): «Pedro no entendía esto
cuando deseaba vivir con Cristo en el monte. Esto, ¡oh Pedro!, te lo reservaba para después de su
muerte. Ahora, no obstante, dice: “Desciende a trabajar a la tierra, a ser despreciado, a ser
crucificado en la tierra”. Descendió la vida para encontrar la muerte; bajó el pan para sentir hambre;
bajó el camino para cansarse en el camino, descendió el manantial para tener sed; y tú, ¿vas a negarte
a sufrir?» (S. Agustín, Sermones 78, 6; cfr Catecismo de la Iglesia Católica, n. 556).
En la Transfiguración se revela la verdad entera de Jesús. Es el Hijo Único de Dios, «el Hijo
Amado», que para salvarnos se «anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo» (Flp 2, 7),
renunció voluntariamente a la gloria divina y se encarnó con carne pasible, haciéndose semejante a
nosotros en todo excepto en el pecado. Las palabras que vienen desde la nube, semejantes al
comienzo del primer Canto del Siervo del Señor del profeta Isaías (Is 42, 1) y a las del Bautismo de
Jesús (1, 11; Mt 3, 17; Lc 3, 22), señalan precisamente eso: que Jesús es el Hijo de Dios que cumple
la misión salvadora del Siervo del Señor. El mandato, «escuchadle», proclama la autoridad de Jesús:
sus enseñanzas, sus preceptos, tienen la potestad del mismo Dios: «Éste es mi Hijo, no Moisés ni
Elías. Ellos son siervos, Éste es Hijo. Éste es mi Hijo, es decir, de mi naturaleza, de mi substancia,
Hijo que permanece en Mí y que es totalmente lo que soy Yo. Éste es mi Hijo amadísimo. También
aquéllos son amados, pero Éste es amadísimo: a Éste, por tanto, escuchadle. Aquéllos lo anuncian,
pero vosotros tenéis que escuchar a Éste. Él es el Señor, aquéllos son siervos como vosotros. Moisés
y Elías hablan de Cristo, son siervos como vosotros. Él es el Señor, escuchadle» (S. Jerónimo,
Commentarium in Marcum 6).
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SAN JERÓNIMO (www.iveargentina.org)
La Transfiguración
Y sigue el evangelista: «Seis días después, toma Jesús consigo a Pedro, Santiago y Juan, y
los lleva, a ellos solos, aparte, a un monte alto, y se transfiguró delante de ellos»1. Lo que equivale a
decir que los apóstoles vieron a Cristo tal como tenía que reinar. Viéndole transfigurado en el monte,
lo vieron transfigurado en su propia gloria, tal como tenía que reinar.
Así pues, a esto se refieren las palabras «no gustarán la muerte, hasta que vean el reino de
Dios»: a lo que ocurrió seis días después2.
En el Evangelio según San Mateo se dice «Y sucedió el día octavo»3. Parece, por tanto, que
hay una diferencia desde el punto de vista literal: Mateo dice ocho días y Marcos seis. Pero hemos de
1
Mc 9, 2
Habiendo hablado anteriormente el evangelista de la venida gloriosa del «hijo del hombre» en el juicio final,
profetizada por Jesús, por asociación parece aquí referirse a otro dicho de Jesús relativo a la venida del reino de Dios
sobre las ruinas del judaísmo, es decir, sobre el final de Jerusalén. Algunos de los presentes en el discurso de Jesús no
habrían muerto antes de aquel acontecimiento. Las aplicaciones de San Jerónimo aquí son llevadas a un plano de
exégesis oratoria, que se prestaba más fácilmente a consideraciones morales.
2
6
Domingo II de Cuaresma (B)
tener en cuenta que Mateo incluye el primero y el último de los ocho días, mientras que Marcos
cuenta sólo los seis que median entre uno y otro4.
Esto es lo que dice literalmente el Evangelio: que subió al monte, que se transfiguró, que
aparecieron Moisés y Elías coloquiando con él, que Pedro, encantado por aquella visión tan hermosa,
le dijo: Señor, ¿quieres que hagamos tres tiendas, una para ti, otra para Moisés, y otra para Elías?5 Y
dice en seguida el evangelista: pues no sabían qué decir, ya que estaban atemorizados6. Y a
continuación dice que se formó una nube, y que esta misma nube, que era blanca, les cubría con su
sombra, y que vino una voz del cielo, que decía: «Este es mi hijo amado, escuchadle». Y de pronto,
mirando en derredor, no vieron a nadie más que a Jesús.7 Éste es el contenido histórico del relato. En
él se fijan los que aman la historia, los que aceptan solamente la opinión judaica, los que siguen la
letra que mata, y no el espíritu que vivifica.
Nosotros no negamos la historia, sino que preferimos el sentido espiritual del texto. Por lo
demás, esta interpretación no es propiamente nuestra: seguimos la interpretación de los apóstoles,
sobre todo la del «vaso de elección»8, que a aquellas palabras, a las que los judíos daban un sentido
que conduce a la muerte, supo él dar otro sentido que conduce a la vida, es decir, el apóstol que
enseña que Sara y Agar simbolizan las dos alianzas, la del monte Sinaí y la del monte Sión. En
efecto, como referencia a las dos alianzas interpreta esto el apóstol: «Estas mujeres son las dos
alianzas»9. ¿Acaso no existió Agar? ¿Acaso no existió Sara? ¿Acaso no existe el monte Sinaí?
¿Acaso no existe el monte Sión? El apóstol no niega la historia, sino que descubre los misterios, y no
dice simplemente que «las dos mujeres representan las dos alianzas», sino que «ellas son las dos
alianzas».
«Y seis días después toma Jesús consigo a Pedro, Santiago y Juan». «Seis días después».
Pedid al Señor que estas cosas sean explicadas según el mismo Espíritu, por quien han sido dictadas.
«Y sucedió seis días después». ¿Por qué no nueve, o diez, o veinte, o cuatro, o cinco días después?
¿Por qué no se toma ningún número anterior o posterior, sino que se elige precisamente el seis? «Y
sucedió, dice el Evangelio, seis días después». Éstos que están con Jesús —al menos se dice de
algunos de los que están allí—: éstos no verán el reino de Dios, hasta después de seis días. Es decir,
que hasta que no haya pasado este mundo representado en los seis días, no aparecerá el reino
verdadero. Cuando hayan pasado los seis días, quien fuere Pedro, es decir, quien, como Pedro de la
piedra, haya recibido de Cristo el nombre, merecerá ver el reino. Pues, así como de Cristo nos
llamamos cristianos, de la piedra es llamado Pedro, o sea, petrinos. Y si alguien de entre nosotros
fuera un petrinos tal, esto es, tuviera una fe tan grande que sobre él se edificase la Iglesia de Cristo; si
alguien fuera como Santiago y Juan, hermanos no tanto por la sangre cuanto por el espíritu; si
alguien fuera Santiago, esto es, el que derriba, y Juan, esto es, gracia del Señor (pues cuando
hayamos derribado a nuestros enemigos, entonces mereceremos la gracia de Cristo); si alguien
estuviera en posesión de las verdades más sublimes y del conocimiento más excelente, y mereciera
ser llamado hijo del trueno, aún entonces es necesario que sea llevado por Jesús al monte.
3
Mt 17, 1. Aquí San Jerónimo, tal vez en el ardor de la oratoria, cita a Mateo, que en realidad, concuerda con Marcos en
lo de seis días, en vez de Lucas, que habla de ocho días de intervalo entre un acontecimiento y otro, y no de seis (Lc 9,
28).
4
Cf. Jerón., In Matth. 17, 1.
5
Mc 9, 5
6
Mc 9, 6
7
Mc 9, 7-8
8
”Vas electionis” es San Pablo.
9
Ga 4, 24
7
Domingo II de Cuaresma (B)
Observad al mismo tiempo que Jesús no se transfigura mientras está abajo: sube y entonces se
transfigura. Y los lleva a ellos solos, aparte a un monte alto, y se transfiguró delante de ellos, y sus
vestidos se volvieron resplandecientes y blanquísimos10. Incluso hoy en día Jesús está abajo para
algunos, y arriba para otros. Los que están abajo tienen también abajo a Jesús y son las turbas que no
pueden subir al monte —al monte suben tan sólo los discípulos, las turbas se quedan abajo—; si
alguien, por tanto, está abajo y es de la turba, no puede ver a Jesús en vestidos blancos, sino en
vestidos sucios. Si alguien sigue la letra y está totalmente abajo y mira la tierra a la manera de los
brutos animales, éste no puede ver a Jesús en su vestidura blanca. Sin embargo, quien sigue la
palabra de Dios y sube al monte, es decir, a lo excelso, para este, Jesús se transfigura al instante y sus
vestidos se hacen blanquísimos.
Si esto, que hemos leído, lo interpretamos literalmente, ¿Qué tiene en sí de radiante, de
espléndido, de sublime? Más, si lo interpretamos espiritualmente, las Sagradas Escrituras, esto es, los
vestidos de la Palabra, se transfiguran al instante y se hacen blancos como la nieve, tanto que ningún
batanero en la tierra sería capaz de hacer11. Toma cualquier texto de los profetas, o cualquier
parábola evangélica: si lo interpretas literalmente, no tiene en sí nada de espléndido, nada de
radiante. Más, si sigues a los apóstoles y lo interpretas espiritualmente, al instante se transforman los
vestidos de la parábola y se hacen blancos: y Jesús se transfigura totalmente en el monte y sus
vestidos se hacen muy blancos, como la nieve, tanto que ningún batanero en la tierra sería capaz de
blanquearlos de ese modo. Quien está en la tierra, quien está abajo, no puede blanquear los vestidos,
pero quien sube al monte con Jesús y, por así decir, deja la tierra abajo y se dispone a ascender a
regiones altas y celestes, éste puede blanquear los vestidos como ningún batanero en la tierra sería
capaz de hacerlo.
Alguien podría decirme o, aunque no lo diga, podría pensar para sus adentros: has explicado
qué es el monte y has dicho qué es la palabra de Dios. Has dicho también que los vestidos son las
Sagradas Escrituras, dime quiénes son esos bataneros que no son capaces de dejar unos vestidos tan
blancos como los de Jesús. El trabajo de los bataneros consiste en blanquear lo que está sucio, cosa
que no pueden llevar a cabo sin esfuerzo, pues es necesario estrujar la ropa, lavarla, y tenderla al sol.
Si no es con mucho trabajo no llegan a adquirir el color blanco los vestidos sucios. Platón,
Aristóteles, Zenón, el principal de los estoicos12, y Epicuro, defensor del placer, quisieron blanquear
sus sórdidas teorías, por así decir, con blancas palabras, pero no pudieron conseguir unos vestidos tan
blancos como los que posee Jesús en el monte. Porque estaban en la tierra y discutían solamente de
cosas terrenas. Por ello, pues, ningún batanero, esto es, ningún maestro de la literatura mundana pudo
blanquear tanto los vestidos como los tenía Jesús en el monte.
Y se les aparecieron Elías y Moisés, y conversaban con Jesús13. Si no hubiesen visto a Jesús
transfigurado, si no hubiesen visto sus vestidos blancos, no hubieran podido ver a Elías y Moisés,
que conversaban con Jesús. Mientras pensemos como los judíos y sigamos con la letra que mata,
Moisés y Elías no hablan con Jesús y desconocen el Evangelio. Ahora bien, si ellos hubieran seguido
a Jesús, hubieran merecido ver al Señor transfigurado y ver sus vestidos blancos, y entender
espiritualmente todas las Escrituras, y entonces hubieran venido inmediatamente Moisés y Elías, esto
es, la ley y los profetas, y hubieran conversado con el Evangelio.
10
Mc 9, 2-3
Ibíd.
12
Cf. Jerón. Epist. 133, 1
13
Mc 9, 4
11
8
Domingo II de Cuaresma (B)
«Y se les aparecieron Elías y Moisés y conversaban con Jesús». En el Evangelio según San
Lucas se añade esto: «Y le anunciaban de qué modo iba a padecer en Jerusalén»14. Esto es lo que
dicen Moisés y Elías, y se lo dicen a Jesús, es decir, al Evangelio. «Y le anunciaban de qué modo iba
a padecer en Jerusalén». Por tanto, la ley y los profetas anuncian la pasión de Cristo ¿Veis cómo es
provechoso para nuestra alma la interpretación espiritual? Los mismos Moisés y Elías son vistos con
vestiduras blancas, vestiduras blancas, que no poseen, mientras no están con Jesús. Si lees la ley, esto
es, a Moisés, y si lees a los profetas, esto es, a Elías, y no los entiendes en Cristo, tampoco
entenderás cómo Moisés habla con Jesús y cómo Elías habla con Jesús. Mas, si interpretas a Moisés
sin Jesús y a Elías sin Jesús, tampoco le anuncian ellos consiguientemente la pasión, ni suben al
monte con él, ni tienen sus vestiduras blancas, sino totalmente sucias. Ahora bien, si sigues la letra,
como hacen los judíos, ¿de qué te aprovecha leer que Judá se acostó con su nuera Tamar, que Noé se
emborrachó y se desnudó o que Onán, hijo de Judá, hizo una cosa tan torpe que me avergüenzo de
decir? ¿De qué, repito, te aprovecha esto? Más si, por el contrario, lo interpretas espiritualmente,
verás cómo los vestidos de Moisés se hacen blancos.
Así, pues, Pedro, Santiago y Juan, que habían visto a Moisés y Elías sin Jesús, precisamente
porque vieron que conversaban con Jesús y que tenían los vestidos blancos, se dan cuenta de que
están en el monte. Realmente estamos en el monte, cuando entendemos las Escrituras
espiritualmente. Si leo el Génesis, o el Éxodo, o el Levítico, o los Números, o el Deuteronomio,
mientras leo carnalmente, me veo abajo, mas, si entiendo espiritualmente, subo al monte. Te darás
cuenta cómo Pedro, Santiago y Juan, viendo que estaban en el monte, esto es, en la comprensión
espiritual, desprecian las cosas bajas y humanas y desean las cosas excelsas y divinas: no quieren
descender a la tierra, sino detenerse enteramente en las cosas espirituales.
Y tomando la palabra, dice Pedro a Jesús: «Rabbí, bueno es estarnos aquí»15. También yo
mismo, cuando leo las Escrituras y entiendo espiritualmente algo más excelso, no quiero descender
de allí, no quiero descender a cosa más bajas: quiero hacer en mi pecho una tienda para Cristo, para
la ley y para los profetas. Por lo demás, Jesús, que ha venido a salvar lo que estaba perdido, que no
ha venido a salvar a los que son santos sino a los que se encuentran mal, él sabe que si el género
humano estuviera en el monte, no se salvaría, a no ser que descendiera a tierra.
Rabbí, bueno es estarnos aquí. Hagamos tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para
Elías . ¿Había acaso árboles en aquel monte? Y aún en el caso de que hubiese habido árboles y telas,
¿podemos pensar que es esto lo que Pedro quería hacer, es decir, hacerles unas tiendas, para que
habitasen allí, y que es esto todo lo que Pedro pretendía? Quiere hacer tres tiendas, una para Jesús,
otra para Moisés, y otra para Elías, es decir, quiere separar la ley, los profetas, y el Evangelio, cosas
que no pueden separarse. De todos modos, esto es lo que dice: «Hagamos tres tiendas, una para ti,
otra para Moisés, y otra para Elías». ¡Oh Pedro, aunque hayas subido al monte, aunque estés viendo
a Jesús transfigurado, aunque veas sus vestidos blancos, sin embargo, porque Cristo aún no ha
muerto por ti, todavía no puedes conocer la verdad! Que alguien diga: «Hagamos tres tiendas, una
para ti, otra para Moisés y otra para Elías», esto es como decirle al Señor: «Voy a hacer una tienda
para ti, y otras semejantes para tus siervos». Cuando se tributa el mismo honor a personas de
distinto rango, se hace injuria a la de rango superior. «Hagamos tres tiendas». Tres eran los apóstoles
que había en el monte. Estaba Pedro, estaba Santiago y estaba Juan, y lo que Pedro pretende es que
cada uno de los tres personajes (Jesús, Moisés y Elías) tomen consigo a uno de los tres apóstoles. No
16
14
Lc 9, 31
Mc 9, 5
16
Ibíd.
15
9
Domingo II de Cuaresma (B)
sabía, pues, lo que decía, al tributar el mismo honor al Señor y a los siervos17. En realidad, hay una
sola tienda para el Evangelio, para la ley, y para los profetas. Si no habitan juntamente, no puede
haber concordia entre ellos.
Y se formó una nube, que les cubrí con su sombra18. La nube, según Mateo, era luminosa19. A
mí me parece que esta nube era la gracia del Espíritu Santo. Una tienda ciertamente cubre y protege
con su sombra a los que están dentro de ella. Pues bien, esto, que ordinariamente hacen las tiendas, lo
hizo la nube. ¡Oh Pedro, que quieres hacer tres tiendas, mira la tienda del Espíritu Santo, que a todos
nosotros igualmente nos protege! Si tú hubieses hecho estas tiendas, las hubieras hecho ciertamente
humanas, esto es, las hubieses hecho de modo que dejaran fuera la luz y acogieran dentro la sombra.
Esta nube, sin embargo, es lúcida y cubre al mismo tiempo; esta es la única tienda, que no excluye,
sino que incluye el sol de justicia. Y además el Padre te dirá: «¿Por qué haces tres tiendas? Aquí
tienes la verdadera tienda». Mira también el misterio de la Trinidad, al menos según mi manera de
entenderlo, pues yo todo lo que soy capaz de entender, no lo quiero entender sin Cristo, el Espíritu
Santo, y el Padre. Nada de ello puede serme agradable, si no lo entiendo en la Trinidad, que me ha de
salvar.
Se formó una nube lúcida, y vino una voz desde la nube, que decía: «Éste es mi Hijo
amadísimo, escuchadle»20. Lo que viene a decir el Evangelio es esto: ¡oh Pedro, qué dices: «Os haré
tres tiendas, una para ti, otra para Moisés, y otra para Elías», no quiero que hagas tres tiendas! He
aquí que yo os he dado la tienda, que os protege. No hagas tiendas igualmente para el Señor y para
los siervos. «Éste es mi Hijo amadísimo, escuchadle». Éste es mi Hijo: no Moisés, no Elías. Ellos
son siervos, éste es Hijo. Éste es mi Hijo, es decir, de mi naturaleza, de mi sustancia, Hijo, que
permanece en mí y es totalmente lo que yo soy. «Éste es mi Hijo amadísimo». También aquellos son
ciertamente amados, pero éste es amadísimo: a éste, por tanto, escuchadle. Aquellos lo anuncian,
mas vosotros a éste tenéis que escuchar: Él es el Señor, aquéllos son siervos como vosotros. Moisés
y Elías hablan de Cristo, son siervos como vosotros. Él es el Señor, escuchadle. No honréis a los
siervos del mismo modo que al Señor: escuchad sólo al Hijo de Dios.
Mientras habla el Padre de este modo y dice: «Éste es mi Hijo amadísimo, escuchadle», no
aparece el que habla. Habla una nube y se oía la voz, que decía: «Éste es mi Hijo amadísimo,
escuchadle». Hubiera podido suceder que Pedro dijese: está hablando de Moisés o de Elías. Pues
bien, para que no les cupiera ninguna duda, mientras habla el Padre, a aquellos dos (Moisés y Elías)
se les hace desaparecer, y permanece Cristo solo. «Éste es mi Hijo amadísimo, escuchadle». Se
pregunta Pedro en su corazón: ¿quién es su Hijo? Yo veo a tres, ¿de quién está hablando? Y mientras
trata de averiguar quién es, ve a uno solo. Y de pronto, mirando en derredor, buscando a los tres,
encuentra solamente a uno. Es más, perdiendo a los tres, encuentra a uno. O mejor aún: en uno
descubren a los tres. Pues mejor se descubre a Moisés y Elías, si se les inserta en Cristo.
Y de pronto, mirando en derredor, ya no vieron a nadie21. Yo, cuando leo el Evangelio y
descubro allí el testimonio de la ley y los profetas, pongo mi atención solamente en Cristo: veo a
Moisés y veo a los profetas, de manera que los comprendo, en tanto en cuanto hablan de Cristo. Al
final, cuando llegue al esplendor de Cristo y lo vea como luz brillantísima de claro sol, entonces no
podré ver la luz de una lámpara. ¿Acaso una lámpara puede iluminar, si se enciende de día? Si luce
17
Cf. Jerón., In Matth. 17, 4
Mc 9, 7
19
Mt 17, 5
20
Mc 9, 7
21
Mc 9, 8
18
10
Domingo II de Cuaresma (B)
el sol, la luz de la lámpara no se percibe: de este mismo modo, estando Cristo presente, no se
perciben a su lado en absoluto la ley y los profetas. No pretendo minusvalorar la ley y los profetas, al
contrario, hago de ellos una alabanza, porque anuncian a Cristo, pero yo leo la ley y los profetas, no
para quedarme en ellos, sino para, a través de ellos, llegar a Cristo.
(Comentario al Evangelio de San Marcos)
_____________________
FRANCISCO – Ángelus 2014, 2015 y 2018
2014
Escuchar a Jesús y donarlo a los demás
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy el Evangelio nos presenta el acontecimiento de la Transfiguración. Es la segunda etapa
del camino cuaresmal: la primera, las tentaciones en el desierto, el domingo pasado; la segunda: la
Transfiguración. Jesús «tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y subió con ellos
aparte a un monte alto» (Mt 17, 1). La montaña en la Biblia representa el lugar de la cercanía con
Dios y del encuentro íntimo con Él; el sitio de la oración, para estar en presencia del Señor. Allí
arriba, en el monte, Jesús se muestra a los tres discípulos transfigurado, luminoso, bellísimo; y luego
aparecen Moisés y Elías, que conversan con Él. Su rostro estaba tan resplandeciente y sus vestiduras
tan cándidas, que Pedro quedó iluminado, en tal medida que quería permanecer allí, casi deteniendo
ese momento. Inmediatamente resuena desde lo alto la voz del Padre que proclama a Jesús su Hijo
predilecto, diciendo: «Escuchadlo» (v. 5). ¡Esta palabra es importante! Nuestro Padre que dijo a los
apóstoles, y también a nosotros: «Escuchad a Jesús, porque es mi Hijo predilecto». Mantengamos
esta semana esta palabra en la cabeza y en el corazón: «Escuchad a Jesús». Y esto no lo dice el Papa,
lo dice Dios Padre, a todos: a mí, a vosotros, a todos, a todos. Es como una ayuda para ir adelante por
el camino de la Cuaresma. «Escuchad a Jesús». No lo olvidéis.
Es muy importante esta invitación del Padre. Nosotros, discípulos de Jesús, estamos llamados
a ser personas que escuchan su voz y toman en serio sus palabras. Para escuchar a Jesús es necesario
estar cerca de Él, seguirlo, como hacían las multitudes del Evangelio que lo seguían por los caminos
de Palestina. Jesús no tenía una cátedra o un púlpito fijos, sino que era un maestro itinerante,
proponía sus enseñanzas, que eran las enseñanzas que le había dado el Padre, a lo largo de los
caminos, recorriendo trayectos no siempre previsibles y a veces poco libres de obstáculos. Seguir a
Jesús para escucharle. Pero también escuchamos a Jesús en su Palabra escrita, en el Evangelio. Os
hago una pregunta: ¿vosotros leéis todos los días un pasaje del Evangelio? Sí, no… sí, no… Mitad y
mitad… Algunos sí y algunos no. Pero es importante. ¿Vosotros leéis el Evangelio? Es algo bueno;
es una cosa buena tener un pequeño Evangelio, pequeño, y llevarlo con nosotros, en el bolsillo, en el
bolso, y leer un breve pasaje en cualquier momento del día. En cualquier momento del día tomo del
bolsillo el Evangelio y leo algo, un breve pasaje. Es Jesús que nos habla allí, en el Evangelio. Pensad
en esto. No es difícil, ni tampoco necesario que sean los cuatro: uno de los Evangelios, pequeñito,
con nosotros. Siempre el Evangelio con nosotros, porque es la Palabra de Jesús para poder
escucharle.
De este episodio de la Transfiguración quisiera tomar dos elementos significativos, que
sintetizo en dos palabras: subida y descenso. Nosotros necesitamos ir a un lugar apartado, subir a la
montaña en un espacio de silencio, para encontrarnos a nosotros mismos y percibir mejor la voz del
Señor. Esto hacemos en la oración. Pero no podemos permanecer allí. El encuentro con Dios en la
11
Domingo II de Cuaresma (B)
oración nos impulsa nuevamente a «bajar de la montaña» y volver a la parte baja, a la llanura, donde
encontramos a tantos hermanos afligidos por fatigas, enfermedades, injusticias, ignorancias, pobreza
material y espiritual. A estos hermanos nuestros que atraviesan dificultades, estamos llamados a
llevar los frutos de la experiencia que hemos tenido con Dios, compartiendo la gracia recibida. Y
esto es curioso. Cuando oímos la Palabra de Jesús, escuchamos la Palabra de Jesús y la tenemos en el
corazón, esa Palabra crece. ¿Sabéis cómo crece? ¡Donándola al otro! La Palabra de Cristo crece en
nosotros cuando la proclamamos, cuando la damos a los demás. Y ésta es la vida cristiana. Es una
misión para toda la Iglesia, para todos los bautizados, para todos nosotros: escuchar a Jesús y donarlo
a los demás. No olvidarlo: esta semana, escuchad a Jesús. Y pensad en esta cuestión del Evangelio:
¿lo haréis? ¿Haréis esto? Luego, el próximo domingo me diréis si habéis hecho esto: llevar un
pequeño Evangelio en el bolsillo o en el bolso para leer un breve pasaje durante el día.
Y ahora dirijámonos a nuestra Madre María, y encomendémonos a su guía para continuar con
fe y generosidad este itinerario de la Cuaresma, aprendiendo un poco más a «subir» con la oración y
escuchar a Jesús y a «bajar» con la caridad fraterna, anunciando a Jesús.
Al término de la oración mariana, el Santo Padre, tras saludar a los grupos presentes, dirigió
las siguientes palabras.
Os invito a recordar en la oración a los pasajeros y a la tripulación del avión de Malasia y a
sus familiares. Estamos cerca de ellos en este difícil momento.
A todos deseo un feliz domingo y un buen almuerzo. ¡Hasta la vista!
***
2015
El camino de Jesús nos lleva siempre a la felicidad
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El domingo pasado la liturgia nos presentó a Jesús tentado por Satanás en el desierto, pero
victorioso en la tentación. A la luz de este Evangelio, hemos tomado nuevamente conciencia de
nuestra condición de pecadores, pero también de la victoria sobre el mal donada a quienes inician el
camino de conversión y que, como Jesús, quieren hacer la voluntad del Padre. En este segundo
domingo de Cuaresma, la Iglesia nos indica la meta de este itinerario de conversión, es decir, la
participación en la gloria de Cristo, que resplandece en el rostro del Siervo obediente, muerto y
resucitado por nosotros.
El pasaje evangélico narra el acontecimiento de la Transfiguración, que se sitúa en la cima del
ministerio público de Jesús. Él está en camino hacia Jerusalén, donde se cumplirán las profecías del
«Siervo de Dios» y se consumará su sacrificio redentor. La multitud no entendía esto: ante las
perspectivas de un Mesías que contrasta con sus expectativas terrenas, lo abandonaron. Pero ellos
pensaban que el Mesías sería un liberador del dominio de los romanos, un liberador de la patria, y
esta perspectiva de Jesús no les gusta y lo abandonan. Incluso los Apóstoles no entienden las
palabras con las que Jesús anuncia el cumplimiento de su misión en la pasión gloriosa, ¡no
comprenden! Jesús entonces toma la decisión de mostrar a Pedro, Santiago y Juan una anticipación
de su gloria, la que tendrá después de la resurrección, para confirmarlos en la fe y alentarlos a
seguirlo por la senda de la prueba, por el camino de la Cruz. Y, así, sobre un monte alto, inmerso en
oración, se transfigura delante de ellos: su rostro y toda su persona irradian una luz resplandeciente.
Los tres discípulos están asustados, mientras una nube los envuelve y desde lo alto resuena —como
en el Bautismo en el Jordán— la voz del Padre: «Este es mi Hijo amado; escuchadlo» (Mc 9, 7).
12
Domingo II de Cuaresma (B)
Jesús es el Hijo hecho Siervo, enviado al mundo para realizar a través de la Cruz el proyecto de la
salvación, para salvarnos a todos nosotros. Su adhesión plena a la voluntad del Padre hace su
humanidad transparente a la gloria de Dios, que es el Amor.
Jesús se revela así como el icono perfecto del Padre, la irradiación de su gloria. Es el
cumplimiento de la revelación; por eso junto a Él transfigurado aparecen Moisés y Elías, que
representan la Ley y los Profetas, para significar que todo termina y comienza en Jesús, en su pasión
y en su gloria.
La consigna para los discípulos y para nosotros es esta: «¡Escuchadlo!». Escuchad a Jesús. Él
es el Salvador: seguidlo. Escuchar a Cristo, en efecto, lleva a asumir la lógica de su misterio
pascual, ponerse en camino con Él para hacer de la propia vida un don de amor para los demás, en
dócil obediencia a la voluntad de Dios, con una actitud de desapego de las cosas mundanas y de
libertad interior. Es necesario, en otras palabras, estar dispuestos a «perder la propia vida» (cf. Mc 8,
35), entregándola a fin de que todos los hombres se salven: así, nos encontraremos en la felicidad
eterna. El camino de Jesús nos lleva siempre a la felicidad, ¡no lo olvidéis! El camino de Jesús nos
lleva siempre a la felicidad. Habrá siempre una cruz en medio, pruebas, pero al final nos lleva
siempre a la felicidad. Jesús no nos engaña, nos prometió la felicidad y nos la dará si vamos por sus
caminos.
Con Pedro, Santiago y Juan subamos también nosotros hoy al monte de la Transfiguración y
permanezcamos en contemplación del rostro de Jesús, para acoger su mensaje y traducirlo en nuestra
vida; para que también nosotros podamos ser transfigurados por el Amor. En realidad, el amor es
capaz de transfigurar todo. ¡El amor transfigura todo! ¿Creéis en esto? Que la Virgen María, que
ahora invocamos con la oración del Ángelus, nos sostenga en este camino.
***
2018
La transfiguración ayuda a entender el misterio de la cruz
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio hoy, segundo domingo de Cuaresma, nos invita a contemplar la transfiguración
de Jesús (cf. Marcos 9, 2-10).
Este episodio está ligado a lo que sucedió seis días antes, cuando Jesús había desvelado a sus
discípulos que en Jerusalén debería «sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos
sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitado a los tres días» (Marcos 8, 31).
Este anuncio había puesto en crisis a Pedro y a todo el grupo de discípulos, que rechazaban la
idea de que Jesús terminara rechazado por los jefes del pueblo y después matado.
Ellos, de hecho, esperaban a un Mesías poderoso, fuerte, dominador; en cambio, Jesús se
presenta como humilde, como manso, siervo de Dios, siervo de los hombres, que deberá entregar su
vida en sacrificio, pasando por el camino de la persecución, del sufrimiento y de la muerte.
Pero, ¿cómo poder seguir a un Maestro y Mesías cuya vivencia terrenal terminaría de ese
modo? Así pensaban ellos. Y la respuesta llega precisamente de la transfiguración. ¿Qué es la
transfiguración de Jesús? Es una aparición pascual anticipada.
13
Domingo II de Cuaresma (B)
Jesús toma consigo a los tres discípulos Pedro, Santiago y Juan y «los lleva, a ellos solos, a
parte, a un monte alto» (Marcos 9, 2); y allí, por un momento, les muestra su gloria, gloria de Hijo de
Dios.
Este evento de la transfiguración permite así a los discípulos afrontar la pasión de Jesús de un
modo positivo, sin ser arrastrados. Lo vieron como será después de la pasión, glorioso.
Y así Jesús les prepara para la prueba. La transfiguración ayuda a los discípulos, y también a
nosotros, a entender que la pasión de Cristo es un misterio de sufrimiento, pero es sobre todo un
regalo de amor, de amor infinito por parte de Jesús.
El evento de Jesús transfigurándose sobre el monte nos hace entender mejor también su
resurrección. Para entender el misterio de la cruz es necesario saber con antelación que el que sufre y
que es glorificado no es solamente un hombre, sino el Hijo de Dios, que con su amor fiel hasta la
muerte nos ha salvado. El padre renueva así su declaración mesiánica sobre el Hijo, ya hecha en la
orilla del Jordán después del bautismo y exhorta: «Escuchadle» (v. 7).
Los discípulos están llamados a seguir al Maestro con confianza, con esperanza, a pesar de su
muerte; la divinidad de Jesús debe manifestarse precisamente en la cruz, precisamente en su morir
«de aquel modo», tanto que el evangelista Marcos pone en la boca del centurión la profesión de fe:
«Verdaderamente este hombre era el Hijo de Dios» (15, 39).
Nos dirigimos ahora en oración a la Virgen María, la criatura humana transfigurada
interiormente por la gracia de Cristo. Nos encomendamos confiados a su maternal ayuda para
proseguir con fe y generosidad el camino de la Cuaresma.
_________________________
BENEDICTO XVI – Ángelus 2006, 2009 y 2012
2006
La existencia humana es un camino de fe
Queridos hermanos y hermanas:
Ayer por la mañana concluyó la semana de ejercicios espirituales, que el patriarca emérito de
Venecia, cardenal Marco Cè, predicó aquí, en el palacio apostólico. Fueron días dedicados
totalmente a la escucha del Señor, que siempre nos habla, pero espera de nosotros mayor atención,
especialmente en este tiempo de Cuaresma. Nos lo recuerda también la página evangélica de este
domingo, que propone de nuevo la narración de la transfiguración de Cristo en el monte Tabor.
Mientras estaban atónitos en presencia del Señor transfigurado, que conversaba con Moisés y
Elías, Pedro, Santiago y Juan fueron envueltos repentinamente por una nube, de la que salió una voz
que proclamó: “Este es mi Hijo amado; escuchadlo” (Mc 9, 7).
Cuando se tiene la gracia de vivir una fuerte experiencia de Dios, es como si se viviera algo
semejante a lo que les sucedió a los discípulos durante la Transfiguración: por un momento se gusta
anticipadamente algo de lo que constituirá la bienaventuranza del paraíso. En general, se trata de
breves experiencias que Dios concede a veces, especialmente con vistas a duras pruebas. Pero a
nadie se le concede vivir “en el Tabor” mientras está en esta tierra. En efecto, la existencia humana
es un camino de fe y, como tal, transcurre más en la penumbra que a plena luz, con momentos de
oscuridad e, incluso, de tinieblas. Mientras estamos aquí, nuestra relación con Dios se realiza más en
14
Domingo II de Cuaresma (B)
la escucha que en la visión; y la misma contemplación se realiza, por decirlo así, con los ojos
cerrados, gracias a la luz interior encendida en nosotros por la palabra de Dios.
También la Virgen María, aun siendo entre todas las criaturas humanas la más cercana a
Dios, caminó día a día como en una peregrinación de la fe (cf. Lumen gentium, 58), conservando y
meditando constantemente en su corazón las palabras que Dios le dirigía, ya sea a través de las
Sagradas Escrituras o bien mediante los acontecimientos de la vida de su Hijo, en los que reconocía y
acogía la misteriosa voz del Señor. He aquí, pues, el don y el compromiso de cada uno de nosotros
durante el tiempo cuaresmal: escuchar a Cristo, como María. Escucharlo en su palabra, custodiada en
la Sagrada Escritura. Escucharlo en los acontecimientos mismos de nuestra vida, tratando de leer en
ellos los mensajes de la Providencia. Por último, escucharlo en los hermanos, especialmente en los
pequeños y en los pobres, para los cuales Jesús mismo pide nuestro amor concreto. Escuchar a Cristo
y obedecer su voz: este es el camino real, el único que conduce a la plenitud de la alegría y del amor.
***
2009
La Transfiguración fue esencialmente una experiencia de oración
Queridos hermanos y hermanas:
Durante los días pasados, como sabéis, hice los ejercicios espirituales juntamente con mis
colaboradores de la Curia romana. Fue una semana de silencio y de oración: la mente y el corazón
pudieron dedicarse totalmente a Dios, a la escucha de su Palabra y a la meditación de los misterios
de Cristo. Con las debidas proporciones, es algo así como lo que les sucedió a los apóstoles Pedro,
Santiago y Juan, cuando Jesús los llevó a ellos solos a un monte alto, en un lugar apartado, y
mientras oraba se “transfiguró”: su rostro y su persona se volvieron luminosos, resplandecientes.
La liturgia vuelve a proponer este célebre episodio precisamente hoy, segundo domingo de
Cuaresma (cf. Mc 9, 2-10). Jesús quería que sus discípulos, de modo especial los que tendrían la
responsabilidad de guiar a la Iglesia naciente, experimentaran directamente su gloria divina, para
afrontar el escándalo de la cruz. En efecto, cuando llegue la hora de la traición y Jesús se retire a
rezar a Getsemaní, tomará consigo a los mismos Pedro, Santiago y Juan, pidiéndoles que velen y
oren con él (cf. Mt 26, 38). Ellos no lo lograrán, pero la gracia de Cristo los sostendrá y les ayudará a
creer en la resurrección.
Quiero subrayar que la Transfiguración de Jesús fue esencialmente una experiencia de
oración (cf. Lc 9, 28-29). En efecto, la oración alcanza su culmen, y por tanto se convierte en fuente
de luz interior, cuando el espíritu del hombre se adhiere al de Dios y sus voluntades se funden como
formando una sola cosa. Cuando Jesús subió al monte, se sumergió en la contemplación del designio
de amor del Padre, que lo había mandado al mundo para salvar a la humanidad. Junto a Jesús
aparecieron Elías y Moisés, para significar que las Sagradas Escrituras concordaban en anunciar el
misterio de su Pascua, es decir, que Cristo debía sufrir y morir para entrar en su gloria (cf. Lc 24, 26.
46). En aquel momento Jesús vio perfilarse ante él la cruz, el extremo sacrificio necesario para
liberarnos del dominio del pecado y de la muerte. Y en su corazón, una vez más, repitió su “Amén”.
Dijo “sí”, “heme aquí”, “hágase, oh Padre, tu voluntad de amor”. Y, como había sucedido después
del bautismo en el Jordán, llegaron del cielo los signos de la complacencia de Dios Padre: la luz, que
transfiguró a Cristo, y la voz que lo proclamó “Hijo amado” (Mc 9, 7).
Juntamente con el ayuno y las obras de misericordia, la oración forma la estructura
fundamental de nuestra vida espiritual. Queridos hermanos y hermanas, os exhorto a encontrar en
15
Domingo II de Cuaresma (B)
este tiempo de Cuaresma momentos prolongados de silencio, posiblemente de retiro, para revisar
vuestra vida a la luz del designio de amor del Padre celestial. En esta escucha más intensa de Dios
dejaos guiar por la Virgen María, maestra y modelo de oración. Ella, incluso en la densa oscuridad
de la pasión de Cristo, no perdió la luz de su Hijo divino, sino que la custodió en su alma. Por eso, la
invocamos como Madre de la confianza y de la esperanza.
***
2012
Necesitamos la luz interior para superar las pruebas de la vida
Queridos hermanos y hermanas:
Este domingo, el segundo de Cuaresma, se caracteriza por ser el domingo de la
Transfiguración de Cristo. De hecho, durante la Cuaresma, la liturgia, después de habernos invitado a
seguir a Jesús en el desierto, para afrontar y superar con él las tentaciones, nos propone subir con él
al «monte» de la oración, para contemplar en su rostro humano la luz gloriosa de Dios. Los
evangelistas Mateo, Marcos y Lucas atestiguan de modo concorde el episodio de la transfiguración
de Cristo. Los elementos esenciales son dos: en primer lugar, Jesús sube con sus discípulos Pedro,
Santiago y Juan a un monte alto, y allí «se transfiguró delante de ellos» (Mc 9, 2), su rostro y sus
vestidos irradiaron una luz brillante, mientras que junto a él aparecieron Moisés y Elías; y, en
segundo lugar, una nube envolvió la cumbre del monte y de ella salió una voz que decía: «Este es mi
Hijo amado, escuchadlo» (Mc 9, 7). Por lo tanto, la luz y la voz: la luz divina que resplandece en el
rostro de Jesús, y la voz del Padre celestial que da testimonio de él y manda escucharlo.
El misterio de la Transfiguración no se debe separar del contexto del camino que Jesús está
recorriendo. Ya se ha dirigido decididamente hacia el cumplimiento de su misión, a sabiendas de
que, para llegar a la resurrección, tendrá que pasar por la pasión y la muerte de cruz. De esto les ha
hablado abiertamente a sus discípulos, los cuales sin embargo no han entendido; más aún, han
rechazado esta perspectiva porque no piensan como Dios, sino como los hombres (cf. Mt 16, 23). Por
eso Jesús lleva consigo a tres de ellos al monte y les revela su gloria divina, esplendor de Verdad y
de Amor. Jesús quiere que esta luz ilumine sus corazones cuando pasen por la densa oscuridad de su
pasión y muerte, cuando el escándalo de la cruz sea insoportable para ellos. Dios es luz, y Jesús
quiere dar a sus amigos más íntimos la experiencia de esta luz, que habita en él. Así, después de este
episodio, él será en ellos una luz interior, capaz de protegerlos de los asaltos de las tinieblas. Incluso
en la noche más oscura, Jesús es la luz que nunca se apaga. San Agustín resume este misterio con
una expresión muy bella. Dice: «Lo que para los ojos del cuerpo es el sol que vemos, lo es [Cristo]
para los ojos del corazón” (Sermo 78, 2: pl 38, 490).
Queridos hermanos y hermanas, todos necesitamos luz interior para superar las pruebas de la
vida. Esta luz viene de Dios, y nos la da Cristo, en quien habita la plenitud de la divinidad (cf. Col 2,
9). Subamos con Jesús al monte de la oración y, contemplando su rostro lleno de amor y de verdad,
dejémonos colmar interiormente de su luz. Pidamos a la Virgen María, nuestra guía en el camino de
la fe, que nos ayude a vivir esta experiencia en el tiempo de la Cuaresma, encontrando cada día algún
momento para orar en silencio y para escuchar la Palabra de Dios.
_________________________
16
Domingo II de Cuaresma (B)
DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los
Sacramentos
64. El pasaje evangélico del II domingo de Cuaresma es siempre la narración de la
Transfiguración. Es curioso cómo la gloriosa e inesperada transfiguración del cuerpo de Jesús, en
presencia de los tres discípulos elegidos, tiene lugar inmediatamente después de la primera
predicación de la Pasión. (Estos tres discípulos –Pedro, Santiago y Juan– también estarán con Jesús
durante la agonía en Getsemaní, la víspera de la Pasión). En el contexto de la narración, en cada uno
de los tres Evangelios, Pedro, apenas ha confesado su fe en Jesús como Mesías. Jesús acepta esta
confesión, pero inmediatamente se dirige a los discípulos y les explica qué tipo de Mesías es él:
«empezó Jesús a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte
de los senadores, sumos sacerdotes y letrados y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día».
Sucesivamente pasa a enseñar qué implica seguir al Mesías: «El que quiera venirse conmigo que se
niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga». Es después de este evento, cuando Jesús toma
a los tres discípulos y los lleva a lo alto de un monte, y es allí donde su cuerpo resplandece de la
gloria divina; y se les aparecen Moisés y Elías, que conversaban con Jesús. Estaban todavía
hablando, cuando una nube, signo de la presencia divina, como había sucedido en el monte Sinaí, le
envolvió junto a sus discípulos. De la nube se elevó una voz, así como en el Sinaí el trueno advertía
que Dios estaba hablando con Moisés y le entregaba la Ley, la Torah. Esta es la voz del Padre, que
revela la identidad más profunda de Jesús y la testimonia diciendo: «Este es mi Hijo amado;
escuchadlo» (Mc 9, 7).
65. Muchos temas y modelos puestos en evidencia en el presente Directorio se concentran en
esta sorprendente escena. Ciertamente, cruz y gloria están asociadas. Claramente, todo el Antiguo
Testamento, representado por Moisés y Elías, afirma que la cruz y la gloria están asociadas. El
homileta debe abordar estos argumentos y explicarlos. Probablemente, la mejor síntesis del
significado de tal misterio nos la ofrecen las bellísimas palabras del prefacio de este domingo. El
sacerdote, iniciando la oración eucarística, en nombre de todo el pueblo, da gracias a Dios por medio
de Cristo nuestro Señor, por el misterio de la Transfiguración: «Él, después de anunciar su muerte a
los discípulos les mostró en el monte santo el esplendor de su gloria, para testimoniar, de acuerdo
con la ley y los profetas, que la pasión es el camino de la Resurrección». Con estas palabras, en este
día, la comunidad se abre a la oración eucarística.
66. En cada uno de los pasajes de los Sinópticos, la voz del Padre identifica en Jesús a su Hijo
amado y ordena: «Escuchadlo». En el centro de esta escena de gloria trascendente, la orden del Padre
traslada la atención sobre el camino que lleva a la gloria. Es como si dijese: «Escuchadlo, en él está
la plenitud de mi amor, que se revelará en la cruz». Esta enseñanza es una nueva Torah, la nueva Ley
del Evangelio, dada en el monte santo poniendo en el centro la gracia del Espíritu Santo, otorgada a
cuantos depositan su fe en Jesús y en los méritos de su cruz. Porque él enseña este camino, la gloria
resplandece del cuerpo de Jesús y viene revelado por el Padre como el Hijo amado. ¿Quizá no
estemos aquí adentrándonos en el corazón del misterio trinitario? En la gloria del Padre vemos la
gloria del Hijo, inseparablemente unida a la cruz. El Hijo revelado en la Transfiguración es «luz de
luz», como afirma el Credo; este momento de las Sagradas Escrituras es, ciertamente, una de las más
fuertes autoridades para la fórmula del Credo.
67. La Transfiguración ocupa un lugar fundamental en el Tiempo de Cuaresma, ya que todo
el Leccionario Cuaresmal es una guía que prepara al elegido entre los catecúmenos para recibir los
sacramentos de la iniciación en la Vigilia pascual, así como prepara a todos los fieles para renovarse
en la nueva vida a la que han renacido. Si el I domingo de Cuaresma es una llamada particularmente
17
Domingo II de Cuaresma (B)
eficaz a la solidaridad que Jesús comparte con nosotros en la tentación, el II domingo nos recuerda
que la gloria resplandeciente del cuerpo de Jesús es la misma que él quiere compartir con todos los
bautizados en su Muerte y Resurrección. El homileta, para dar fundamento a esto, puede justamente
acudir a las palabras y a la autoridad de san Pablo, quien afirma que “Cristo transformará nuestra
condición humilde, según el modelo de su condición gloriosa” (Fil 3, 21). Este versículo se encuentra
en la segunda lectura del ciclo C, pero, cada año, puede poner de relieve cuanto hemos apuntado.
68. En este domingo, mientras los fieles se acercan en procesión a la Comunión, la Iglesia
hace cantar en la antífona las palabras del Padre escuchadas en el Evangelio: «Este es mi Hijo, el
amado, mi predilecto. Escuchadlo». Lo que los tres discípulos escogidos escuchan y contemplan en
la Transfiguración viene ahora exactamente a converger con el acontecimiento litúrgico, en el que
los fieles reciben el Cuerpo y la Sangre del Señor. En la oración después de la Comunión damos
gracias a Dios porque «nos haces partícipes, ya en este mundo, de los bienes eternos de tu reino».
Mientras están allí arriba, los discípulos ven la gloria divina resplandecer en el Cuerpo de Jesús.
Mientras están aquí abajo, los fieles reciben su Cuerpo y Sangre y escuchan la voz del Padre que les
dice en la intimidad de sus corazones: «Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo».
***
CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA
Una visión anticipada del Reino: La Transfiguración.
554. A partir del día en que Pedro confesó que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo, el Maestro
“comenzó a mostrar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén, y sufrir ... y ser condenado a muerte
y resucitar al tercer día” (Mt 16, 21): Pedro rechazó este anuncio (cf. Mt 16, 22-23), los otros no lo
comprendieron mejor (cf. Mt 17, 23; Lc 9, 45). En este contexto se sitúa el episodio misterioso de la
Transfiguración de Jesús (cf. Mt 17, 1-8 par.: 2 P 1, 16-18), sobre una montaña, ante tres testigos
elegidos por él: Pedro, Santiago y Juan. El rostro y los vestidos de Jesús se pusieron fulgurantes
como la luz, Moisés y Elías aparecieron y le “hablaban de su partida, que estaba para cumplirse en
Jerusalén” (Lc 9, 31). Una nube les cubrió y se oyó una voz desde el cielo que decía: “Este es mi
Hijo, mi elegido; escuchadle” (Lc 9, 35).
555. Por un instante, Jesús muestra su gloria divina, confirmando así la confesión de Pedro. Muestra
también que para “entrar en su gloria” (Lc 24, 26), es necesario pasar por la Cruz en Jerusalén.
Moisés y Elías habían visto la gloria de Dios en la Montaña; la Ley y los profetas habían anunciado
los sufrimientos del Mesías (cf. Lc 24, 27). La Pasión de Jesús es la voluntad por excelencia del
Padre: el Hijo actúa como siervo de Dios (cf. Is 42, 1). La nube indica la presencia del Espíritu
Santo: “Tota Trinitas apparuit: Pater in voce; Filius in homine, Spiritus in nube clara” (“Apareció
toda la Trinidad: el Padre en la voz, el Hijo en el hombre, el Espíritu en la nube luminosa” (Santo
Tomás, s.th. 3, 45, 4, ad 2):
Tú te has transfigurado en la montaña, y, en la medida en que ellos eran capaces, tus discípulos han
contemplado Tu Gloria, oh Cristo Dios, a fin de que cuando te vieran crucificado comprendiesen
que Tu Pasión era voluntaria y anunciasen al mundo que Tú eres verdaderamente la irradiación del
Padre (Liturgia bizantina, Kontakion de la Fiesta de la Transfiguración, )
556. En el umbral de la vida pública se sitúa el Bautismo; en el de la Pascua, la Transfiguración. Por
el bautismo de Jesús “fue manifestado el misterio de la primera regeneración”: nuestro bautismo; la
Transfiguración “es es sacramento de la segunda regeneración”: nuestra propia resurrección (Santo
Tomás, s.th. 3, 45, 4, ad 2). Desde ahora nosotros participamos en la Resurrección del Señor por el
Espíritu Santo que actúa en los sacramentos del Cuerpo de Cristo. La Transfiguración nos concede
18
Domingo II de Cuaresma (B)
una visión anticipada de la gloriosa venida de Cristo “el cual transfigurará este miserable cuerpo
nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo” (Flp 3, 21). Pero ella nos recuerda también que “es
necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios” (Hch 14, 22):
Pedro no había comprendido eso cuando deseaba vivir con Cristo en la montaña (cf. Lc 9, 33). Te
ha reservado eso, oh Pedro, para después de la muerte. Pero ahora, él mismo dice: Desciende para
penar en la tierra, para servir en la tierra, para ser despreciado y crucificado en la tierra. La Vida
desciende para hacerse matar; el Pan desciende para tener hambre; el Camino desciende para
fatigarse andando; la Fuente desciende para sentir la sed; y tú, ¿vas a negarte a sufrir? (S. Agustín,
serm. 78, 6).
568. La Transfiguración de Cristo tiene por finalidad fortalecer la fe de los Apóstoles ante la
proximidad de la Pasión: la subida a un “monte alto” prepara la subida al Calvario. Cristo, Cabeza de
la Iglesia, manifiesta lo que su cuerpo contiene e irradia en los sacramentos: “la esperanza de la
gloria” (Col 1, 27) (cf. S. León Magno, serm. 51, 3).
La obediencia de Abrahán
Dios elige a Abraham
59. Para reunir a la humanidad dispersa, Dios elige a Abraham llamándolo “fuera de su tierra, de su
patria y de su casa” (Gn 12, 1), para hacer de él “Abraham”, es decir, “el padre de una multitud de
naciones” (Gn 17, 5): “En ti serán benditas todas las naciones de la tierra” (Gn 12, 3 LXX; cf. Ga 3,
8).
Abraham, “el padre de todos los creyentes”
145. La carta a los Hebreos, en el gran elogio de la fe de los antepasados insiste particularmente en la
fe de Abraham: “Por la fe, Abraham obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia, y
salió sin saber a dónde iba” (Hb 11, 8; cf. Gn 12, 1-4). Por la fe, vivió como extranjero y peregrino
en la Tierra prometida (cf. Gn 23, 4). Por la fe, a Sara se otorgó el concebir al hijo de la promesa. Por
la fe, finalmente, Abraham ofreció a su hijo único en sacrificio (cf. Hb 11, 17).
146. Abraham realiza así la definición de la fe dada por la carta a los Hebreos: “La fe es garantía de
lo que se espera; la prueba de las realidades que no se ven” (Hb 11, 1). “Creyó Abraham en Dios y le
fue reputado como justicia” (Rom 4, 3; cf. Gn 15, 6). Gracias a esta “fe poderosa” (Rom 4, 20),
Abraham vino a ser “el padre de todos los creyentes” (Rom 4, 11.18; cf. Gn 15, 15).
La Promesa y la oración de la fe
2570. Cuando Dios le llama, Abraham parte “como se lo había dicho el Señor” (Gn 12, 4): todo su
corazón se somete a la Palabra y obedece. La obediencia del corazón a Dios que llama es esencial a
la oración, las palabras tienen un valor relativo. Por eso, la oración de Abraham se expresa
primeramente con hechos: hombre de silencio, en cada etapa construye un altar al Señor. Solamente
más tarde aparece su primera oración con palabras: una queja velada recordando a Dios sus promesas
que no parecen cumplirse (cf Gn 15, 2-3). De este modo surge desde los comienzos uno de los
aspectos de la tensión dramática de la oración: la prueba de la fe en la fidelidad a Dios.
2571. Habiendo creído en Dios (cf Gn 15, 6), marchando en su presencia y en alianza con él (cf Gn
17, 2), el patriarca está dispuesto a acoger en su tienda al Huésped misterioso: es la admirable
hospitalidad de Mambré, preludio a la anunciación del verdadero Hijo de la promesa (cf Gn 18, 1-15;
Lc 1, 26-38). Desde entonces, habiéndole confiado Dios su Plan, el corazón de Abraham está en
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Domingo II de Cuaresma (B)
consonancia con la compasión de su Señor hacia los hombres y se atreve a interceder por ellos con
una audaz confianza (cf Gn 18, 16-33).
2572. Como última purificación de su fe, se le pide al “que había recibido las promesas” (Hb 11, 17)
que sacrifique al hijo que Dios le ha dado. Su fe no vacila: “Dios proveerá el cordero para el
holocausto” (Gn 22, 8), “pensaba que poderoso era Dios aun para resucitar de entre los muertos” (Hb
11, 19). Así, el padre de los creyentes se hace semejante al Padre que no perdonará a su propio Hijo,
sino que lo entregará por todos nosotros (cf Rm 8, 32). La oración restablece al hombre en la
semejanza con Dios y le hace participar en la potencia del amor de Dios que salva a la multitud (cf
Rm 4, 16-21).
Las características de la fe
La fe es una gracia
153. Cuando San Pedro confiesa que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo, Jesús le declara que
esta revelación no le ha venido “de la carne y de la sangre, sino de mi Padre que está en los cielos”
(Mt 16, 17; cf. Ga 1, 15; Mt 11, 25). La fe es un don de Dios, una virtud sobrenatural infundida por
él, “Para dar esta respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto
con el auxilio interior del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del
espíritu y concede ‘a todos gusto en aceptar y creer la verdad’” (DV 5).
La fe es un acto humano
154. Sólo es posible creer por la gracia y los auxilios interiores del Espíritu Santo. Pero no es menos
cierto que creer es un acto auténticamente humano. No es contrario ni a la libertad ni a la inteligencia
del hombre depositar la confianza en Dios y adherirse a las verdades por él reveladas. Ya en las
relaciones humanas no es contrario a nuestra propia dignidad creer lo que otras personas nos dicen
sobre ellas mismas y sobre sus intenciones, y prestar confianza a sus promesas (como, por ejemplo,
cuando un hombre y una mujer se casan), para entrar así en comunión mutua. Por ello, es todavía
menos contrario a nuestra dignidad “presentar por la fe la sumisión plena de nuestra inteligencia y de
nuestra voluntad al Dios que revela” (Cc. Vaticano I: DS 3008) y entrar así en comunión íntima con
Él.
155. En la fe, la inteligencia y la voluntad humanas cooperan con la gracia divina: “Creer es un acto
del entendimiento que asiente a la verdad divina por imperio de la voluntad movida por Dios
mediante la gracia” (S. Tomás de A., s.th. 2-2, 2, 9; cf. Cc. Vaticano I: DS 3010).
La fe y la inteligencia
156. El motivo de creer no radica en el hecho de que las verdades reveladas aparezcan como
verdaderas e inteligibles a la luz de nuestra razón natural. Creemos “a causa de la autoridad de Dios
mismo que revela y que no puede engañarse ni engañarnos”. “Sin embargo, para que el homenaje de
nuestra fe fuese conforme a la razón, Dios ha querido que los auxilios interiores del Espíritu Santo
vayan acompañados de las pruebas exteriores de su revelación” (ibid., DS 3009). Los milagros de
Cristo y de los santos (cf. Mc 16, 20; Hch 2, 4), las profecías, la propagación y la santidad de la
Iglesia, su fecundidad y su estabilidad “son signos ciertos de la revelación, adaptados a la
inteligencia de todos”, “motivos de credibilidad que muestran que el asentimiento de la fe no es en
modo alguno un movimiento ciego del espíritu” (Cc. Vaticano I: DS 3008-10).
157. La fe es cierta, más cierta que todo conocimiento humano, porque se funda en la Palabra misma
de Dios, que no puede mentir. Ciertamente las verdades reveladas pueden parecer oscuras a la razón
y a la experiencia humanas, pero “la certeza que da la luz divina es mayor que la que da la luz de la
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Domingo II de Cuaresma (B)
razón natural” (S. Tomás de Aquino, s.th. 2-2, 171, 5, obj.3). “Diez mil dificultades no hacen una
sola duda” (J.H. Newman, apol.).
158. “La fe trata de comprender” (S. Anselmo, prosl. proem.): es inherente a la fe que el creyente
desee conocer mejor a aquel en quien ha puesto su fe, y comprender mejor lo que le ha sido revelado;
un conocimiento más penetrante suscitará a su vez una fe mayor, cada vez más encendida de amor.
La gracia de la fe abre “los ojos del corazón” (Ef 1, 18) para una inteligencia viva de los contenidos
de la Revelación, es decir, del conjunto del designio de Dios y de los misterios de la fe, de su
conexión entre sí y con Cristo, centro del Misterio revelado. Ahora bien, “para que la inteligencia de
la Revelación sea más profunda, el mismo Espíritu Santo perfecciona constantemente la fe por medio
de sus dones” (DV 5). Así, según el adagio de S. Agustín (serm. 43, 7, 9), “creo para comprender y
comprendo para creer mejor”.
159. Fe y ciencia. “A pesar de que la fe esté por encima de la razón, jamás puede haber desacuerdo
entre ellas. Puesto que el mismo Dios que revela los misterios y comunica la fe ha hecho descender
en el espíritu humano la luz de la razón, Dios no podría negarse a sí mismo ni lo verdadero
contradecir jamás a lo verdadero” (Cc. Vaticano I: DS 3017). “Por eso, la investigación metódica en
todas las disciplinas, si se procede de un modo realmente científico y según las normas morales, nuca
estará realmente en oposición con la fe, porque las realidades profanas y las realidades de fe tienen
su origen en el mismo Dios. Más aún, quien con espíritu humilde y ánimo constante se esfuerza por
escrutar lo escondido de las cosas, aun sin saberlo, está como guiado por la mano de Dios, que,
sosteniendo todas las cosas, hace que sean lo que son” (GS 36, 2).
Dios manifiesta su Gloria para revelarnos su voluntad
2059 Las “diez palabras” son pronunciadas por Dios dentro de una teofanía (“el Señor os habló
cara a cara en la montaña, en medio del fuego”: Dt 5, 4). Pertenecen a la revelación que Dios hace de
sí mismo y de su gloria. El don de los mandamientos es don de Dios y de su santa voluntad. Dando a
conocer su voluntad, Dios se revela a su pueblo.
Cristo es para todos nosotros
603. Jesús no conoció la reprobación como si él mismo hubiese pecado (cf. Jn 8, 46). Pero, en el
amor redentor que le unía siempre al Padre (cf. Jn 8, 29), nos asumió desde el alejamiento con
relación a Dios por nuestro pecado hasta el punto de poder decir en nuestro nombre en la cruz: “Dios
mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15, 34; Sal 22, 2). Al haberle hecho así solidario
con nosotros, pecadores, “Dios no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos
nosotros” (Rm 8, 32) para que fuéramos “reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo” (Rm 5,
10).
La presencia de Cristo por el poder de su Palabra y del Espíritu Santo
1373. “Cristo Jesús que murió, resucitó, que está a la derecha de Dios e intercede por nosotros” (Rm
8, 34), está presente de múltiples maneras en su Iglesia (cf LG 48): en su Palabra, en la oración de su
Iglesia, “allí donde dos o tres estén reunidos en mi nombre” (Mt 18, 20), en los pobres, los enfermos,
los presos (Mt 25, 31-46), en los sacramentos de los que él es autor, en el sacrificio de la misa y en la
persona del ministro. Pero, “sobre todo, (está presente) bajo las especies eucarísticas” (SC 7).
III
LA ORACION DE INTERCESION
2634. La intercesión es una oración de petición que nos conforma muy de cerca con la oración de
Jesús. Él es el único intercesor ante el Padre en favor de todos los hombres, de los pecadores en
particular (cf Rm 8, 34; 1 Jn 2, 1; 1 Tm 2. 5-8). Es capaz de “salvar perfectamente a los que por él se
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Domingo II de Cuaresma (B)
llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor” (Hb 7, 25). El propio Espíritu
Santo “intercede por nosotros... y su intercesión a favor de los santos es según Dios” (Rm 8, 26-27).
2852. “Homicida desde el principio, mentiroso y padre de la mentira” (Jn 8, 44), “Satanás, el
seductor del mundo entero” (Ap 12, 9), es aquél por medio del cual el pecado y la muerte entraron en
el mundo y, por cuya definitiva derrota, toda la creación entera será “liberada del pecado y de la
muerte” (MR, Plegaria Eucarística IV). “Sabemos que todo el que ha nacido de Dios no peca, sino
que el Engendrado de Dios le guarda y el Maligno no llega a tocarle. Sabemos que somos de Dios y
que el mundo entero yace en poder del Maligno” (1 Jn 5, 18-19):
El Señor que ha borrado vuestro pecado y perdonado vuestras faltas también os protege y os guarda
contra las astucias del Diablo que os combate para que el enemigo, que tiene la costumbre de
engendrar la falta, no os sorprenda. Quien confía en Dios, no tema al Demonio. “Si Dios está con
nosotros, ¿quién estará contra nosotros?” (Rm 8, 31) (S. Ambrosio, sacr. 5, 30).
_________________________
RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
¡Escuchadle!
El pasaje evangélico nos habla de la Transfiguración de Jesús. Un día Jesús tomó consigo a
tres de sus discípulos y subió con ellos a lo alto de un monte (según la tradición, el Tabor). En un
cierto momento, el rostro de Jesús comenzó a brillar con una luz fulgurante; y aparecieron Moisés y
Elías, que hablaban con él. Por un instante, la realidad divina del Hijo de Dios, escondida bajo su
humanidad, fue como liberada y Jesús apareció, también al exterior, como lo que era en realidad: la
luz del mundo. Había una tal atmósfera de paz y de felicidad que Pedro no pudo dejar de exclamar:
«Maestro, ¡qué bien se está aquí; hagamos tres tiendas...» Pero, en aquel instante se formó una nube
que los envolvió y de la nube salió una voz que decía:
«Éste es mi Hijo amado; escuchadlo».
Con estas palabras, Dios Padre entregaba a Jesús como su único y definitivo Maestro a la
humanidad. Aquel imperativo «¡escuchadlo!» está cargado de toda la autoridad de Dios; pero,
asimismo de todo el amor de Dios para con el hombre. Escuchar a Jesús, en efecto, no es sólo un
deber y una obediencia, sino también una gracia, un privilegio, un don. Él es la verdad: siguiéndole,
no podremos equivocarnos; es el amor: no busca más que nuestra felicidad.
Mas, ahora, como de costumbre, vengamos a lo práctico. La palabra «¡escuchadlo!»
evidentemente no está sólo dirigida a los tres discípulos, que estaban en el Tabor, sino a los
discípulos de Cristo de todos los tiempos. Es necesario por ello que nos planteemos la pregunta:
«Hoy, ¿dónde habla Jesús para poderlo escuchar?»
Jesús nos habla, ante todo, a través de nuestra conciencia. Cada vez que la conciencia nos
echa en cara algo del mal que hemos hecho, o nos anima a hacer algo de bueno, es Jesús el que nos
habla mediante su Espíritu. La voz de la conciencia es una especie de «repetidor», instalado dentro
de nosotros, de la misma voz de Dios.
Pero, de sólo ella no basta. Es fácil hacerla decir lo que nos gusta escuchar. Puede ser
deformada o efectivamente puesta a callar por nuestro egoísmo. Tiene necesidad por ello de ser
iluminada y sostenida por el Evangelio y por la enseñanza de la Iglesia. El Evangelio es el lugar por
excelencia en el que Jesús nos habla hoy. Son innumerables las personas que han hecho experiencia
de ello en su vida. La gente ama distraerse, no pensar; por esto los programas de variedades, de
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Domingo II de Cuaresma (B)
juegos y concursos tienen tanta escucha. Sin embargo, cuando la familia se encuentra para tener que
afrontar una crisis, un gran disgusto, entonces nos damos cuenta que sólo las palabras del Evangelio
están a la altura de nuestro problema y tienen algo que decirnos. Todas las demás palabras suenan a
vacías y nos dejan solos, presos de nuestros problemas.
Gracias a su Evangelio, Jesús habla y, a veces, es escuchado también fuera del círculo de sus
discípulos. El ideal de la «no violencia», por ejemplo, fue inspirado por Gandhi más que por su
cultura hindú, por la lectura de las Bienaventuranzas evangélicas, como sabemos por su
correspondencia con el escritor ruso Tolstoi. Los fundadores mismos del marxismo, especialmente
Engels, reconocían en el Evangelio la fuente inspiradora de algunos de los principios más válidos de
su doctrina social. Jesús habla «muchas veces y de distintos modos» (Hebreos 1, 1) y a veces su voz
llega a nosotros, los cristianos, como de rebote, desde los de fuera de la Iglesia.
Pero, es claro que ello es la excepción. El lugar ordinario en donde Jesús nos habla hoy es
precisamente la Iglesia, a través de su tradición y el magisterio de los sucesores de los apóstoles. A
estos, Cristo les ha dicho: «Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha» (Lucas 10, 16). Sabemos
por experiencia que las palabras del Evangelio pueden ser interpretadas frecuentemente de modos
diversos, pueden venir sometidas a decir lo que los hombres de un cierto ambiente quieren hacerles
decir. ¿Quién nos asegura una interpretación auténtica, si no es la Iglesia, instituida por Cristo
precisamente para tal fin? Por esto, es importante que busquemos conocer la doctrina de la Iglesia y
conocerla de primera mano, como ella la entiende y la propone; no según la interpretación,
frecuentemente distorsionada y reductora, de las mass-media.
Pero, ahora debo cambiar de registro. Casi tan importante como saber dónde habla Jesús hoy
es saber dónde no habla. Él no habla ciertamente a través de los magos, los adivinos, los
nigromantes, los que dicen horóscopos, los que expresan mensajes extraterrestres; no habla en las
sesiones espiritistas, ni en el ocultismo. En la Escritura leemos esta advertencia al respecto:
«No ha de haber dentro de ti nadie que haga pasar a su hijo o a su hija por el fuego, que
practique la adivinación, la astrología, la hechicería o la magia, ningún encantador, ni quien consulte
espectros o adivinos, ni evocador de muertos. Porque todo el que hace estas cosas es una
abominación para Yahvé tu Dios y por causa de estas abominaciones desaloja Yahvé tu Dios a esas
naciones a tu llegada» (Deuteronomio 18, 10-12).
Éstos eran los modos típicos de referirse a la divinidad por los paganos, que acarreaban
auspicios consultando a los astros, o las vísceras de animales, o el vuelo de los pájaros. Había entre
ellos dos clases expresas de sacerdotes, que sólo hacían esto; se llamaban los Augures (de ahí
procede nuestro augurar y augurio) y los Auspicios o Protectores (de ahí nuestro auspiciar y
auspicio). La relación con la divinidad no estaba basada en la obediencia, la confianza y el amor,
sino en la astucia. Era importante arrebatar a la divinidad sus secretos y sus poderes.
Con aquella palabra de Dios: «¡Escuchadlo!» todo esto ha terminado. Hay un solo
mediador entre Dios y los hombres; no estamos obligados ya más a ir «a tientas» para conocer el
querer divino, para consultar esto o aquello. En Cristo tenemos toda respuesta.
Hoy desdichadamente aquellos ritos paganos han vuelto a estar de moda. Como siempre,
cuando disminuye la fe verdadera, aumenta la superstición. Tomemos la cosa más inocua de entre
todas, el horóscopo. No existe, se puede decir, periódico o estación de radio que no ofrezca
diariamente a sus lectores u oyentes el horóscopo. Para las personas maduras, dotadas de una mínima
capacidad crítica o de ironía, eso no es más que una inocua tomadura de pelo recíproca, una especie
de juego y de pasatiempo. Pero, mientras tanto miremos los efectos a largo caminar. ¿Qué
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Domingo II de Cuaresma (B)
mentalidad se forma, especialmente entre los muchachos y los adolescentes? Aquella según la cual el
éxito en la vida no depende del esfuerzo, de la aplicación en el estudio y la constancia en el trabajo,
sino de factores externos, imponderables; del conseguir doblegarse en propia ventaja a ciertos
poderes, propios o de otros. Peor aún, todo esto induce a pensar que en el bien y en el malla
responsabilidad no es nuestra, sino de las estrellas. Vuelve a la mente la figura de don Ferrante.
Convencido que la peste no fuese debida al contagio, sino «a la fatal unión de Saturno con Júpiter» él
–dice Manzoni– no tomó ninguna precaución en contra de ella y así murió «tomándosela con las
estrellas» (I Promessi Sposi, cap. 37).
Es en verdad desconcertante ver cómo órganos de prensa de glorioso pasado o medios de
comunicación públicos, que debieran desarrollar una función educativa, se presten a una obra tan
claramente poco educativa y en la que ellos son los primeros en no creer.
Debo apuntar hacia otro ambiente en el que Jesús no habla y en donde por el contrario se le
hace hablar todo el tiempo. El de las revelaciones privadas, mensajes celestiales, apariciones y voces
de variada naturaleza. No digo que Cristo o la Virgen no puedan hablar incluso a través de estos
medios. Lo han hecho en el pasado y o pueden hacer, evidentemente, también hoy. Sólo que antes de
dar por descontado que se trate de Jesús o de la Virgen que habla y no de la fantasía de alguien o,
peor, de astutos que especulan en la buena fe de la gente, importa tener garantías. Es necesario, en
este campo, esperar el juicio de la Iglesia, no precederle. No nos perdemos nunca con esperar, porque
en el entretiempo tenemos ya todo lo que nos es necesario para conocer la voluntad de Dios y
ponerla en práctica, si lo queremos. Dante decía bien a los cristianos de su tiempo:
«Cristianos, moveos de forma más grave:
no seáis como plumas a todo viento,
y no creáis que cada agua os lave.
Tenéis el nuevo y el antiguo Testamento,
y al pastor de la Iglesia que os guía:
Esto os baste para vuestra salvación» (Paraíso V, 73-78).
San Juan de la Cruz decía que desde el Tabor se ha dicho a Jesús: «¡Escuchadlo!», Dios en un
cierto sentido ha llegado a estar mudo. Lo ha dicho todo, ya no tiene más cosas nuevas para revelar.
Quien le pide nuevas revelaciones o respuestas le ofende, como si no se hubiese explicado
claramente. Dios continúa diciendo a todos la misma palabra: «¡Escuchadlo! Leed el Evangelio:
encontraréis más, no menos, lo que buscáis».
El Evangelio de hoy nos ha puesto delante con toda su majestad a Cristo como Maestro de la
Iglesia y de la humanidad. Descendamos también nosotros de nuestro pequeño Tabor llevando en el
corazón el eco fuerte de aquella invitación del Padre: «Éste es mi Hijo amado; ¡escuchadlo!»
_________________________
PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
Transformados en Cristo
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Domingo II de Cuaresma (B)
La Transfiguración del Hijo de Dios es la revelación de la gloria del Padre a los hombres a
través de la verdad, que es Cristo, verdadero hombre y verdadero Dios, manifestando el amor del
Padre sobre toda la humanidad, que tanto amó al mundo, que le entregó a su único Hijo, para que
todo el que crea en Él, no muera, sino que tenga vida eterna.
Dios Padre se reveló a sí mismo a través del Hijo, por el Espíritu Santo, para que después los
hombres pudieran comprender que Cristo es mediador entre Dios y los hombres y, por su
resurrección, les concede poder llegar a Él, y gozar de su gloria en la vida eterna.
Dios Padre permite a los hombres ver su gloria a través de Cristo resucitado, y les da un
mandamiento mostrándoles el camino para llegar a Él: “éste es mi Hijo amado, escúchenlo”.
Tres testigos de la divinidad de Cristo eligió Él: Pedro, Juan y Santiago, mostrándose ante
ellos tal cual es, para que fortalecieran su fe, y dieran testimonio de Él.
Cree tú en el resucitado, que se presenta ante ti, y se muestra tal cual es en la Eucaristía. Es su
Cuerpo, es su Sangre, su Alma, su Divinidad, su presencia viva. El mismo que padeció y murió
crucificado por ti, resucitó, y se entrega a ti para alimentarte y compartir contigo su gloria,
configurándote con Él al recibirlo, porque no es Él quien se transforma en ti, sino que te transforma
en Él, para hacerte igual a Él, hombre y Dios.
Pero antes, pídele con el corazón contrito y humillado que limpie y purifique con su bendita
sangre tus vestidos manchados, y resplandezcas con la blancura de sus vestiduras, libre de todo
pecado, para que seas digno de recibirlo.
Obedece al Padre y escucha al Hijo a través del Evangelio, y pon en práctica su Palabra, para
que manifiestes al mundo tu fe.
El Hijo de Dios, que padeció y murió por ti para salvarte, resucitó, y vive en ti. Ese es tu
testimonio, porque si no crees que Cristo resucitó, vana es tu fe».
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FLUVIUM (www.fluvium.org)
El temor de Dios y el amor a Dios
En este segundo domingo de Cuaresma nos ofrece la Liturgia de la Iglesia, para nuestra
meditación, un suceso particularmente extraordinario de la vida de Nuestro Señor. En compañía de
sus discípulos más próximos, los que le acompañaban en los momentos, por así decir, más
especiales, Jesús se transfigura. Adquiere una apariencia resplandeciente –que el evangelista, como
puede, trata de describir– que impresionó profundamente a sus acompañantes. Pedro, por ejemplo, lo
intenta, pero –comenta san Marcos– no sabía lo que decía.
Podemos detenernos en este día a considerar precisamente esa actitud humana ante lo divino,
pues también nosotros, como Pedro Santiago y Juan, deseamos responder a Dios como Él espera; y,
antes, escucharle, atenderle… muy conscientes de que es nuestro Dios –nuestro Padre Dios– Dios y
Padre, Padre pero Dios, no es menos Padre –con el amor más entrañable que un padre puede tener
por sus hijos– por ser Dios, aunque su grandeza de Creador nos lleve a imaginárnoslo inaccesible y
muy distante de sus criaturas. Como tampoco es menos Dios –omnipotente e inmenso, trascendente
del mundo e infinito– por ser todo corazón Paterno con cada uno de sus hijos.
De sobra sabemos que, por perfecto que llegue a ser nuestro conocimiento de Dios, será
siempre muy limitado. Su inmensidad no cabe en los límites de la inteligencia del hombre. Nos
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Domingo II de Cuaresma (B)
cuesta, por ello, hacer compatibles esos dos conceptos, poder y amor, infinitos en Dios. Tal vez, en
cierta medida, se encuentran, perplejos por ello, Pedro, Santiago y Juan, en la cima del monte. Por
una parte, se sienten muy bien: Maestro, qué bien estamos aquí; hagamos tres tiendas: una para
ti, otra para Moisés y otra para Elías, dice Pedro. Tuvieron, sin duda, una especial experiencia de
la delicia de Dios. Deseaban permanecer así para siempre: como cuando se siente la fruición del
amor. Pero, a la vez, apreciaron –tampoco sabemos cómo– la impresionante e inmensa grandeza y
poder divinos, ante la cual reconocen la propia pequeñez, se sienten débiles, estaban llenos de
temor, afirma san Marcos.
Esa inmensidad, esa grandeza que absolutamente nos trasciende y nos lleva a reconocernos
siempre inferiores, no es en Dios distinta de su amor, como algo separado o que se alterne con su
paternidad. Siendo uno y simple, en Dios no hay partes. La fuente de su poder es la misma de la que
brota su amor, y también su justicia y su misericordia y todos los demás atributos divinos. De ahí
que, únicamente aceptando a Dios, aunque sin comprenderlo, perplejos ante su inmensidad,
entendemos –en cuanto nos es posible– su amor; y sólo afirmando su amor sin medida entendemos
algo de su inmenso e infinito poder. La aceptación de Dios sin paliativos es el primer paso y la
condición para entender algo de sus maravillas.
Hagamos un acto de fe, de humildad, de adoración, ante este Dios nuestro que, libre de toda
necesidad, sin ganar nada con amarnos –desde toda la eternidad es ya infinito en perfección–, quiere
que podamos participar de Él. Él mismo nos otorga esas virtudes, si se las pedimos confiadamente, y
nos sentiremos felices, por adultos que seamos; como esos niños que se sienten seguros con su padre
a quien quieren con locura. Y no se les ocurre pensar que su padre no es capaz… o que no los quiere.
De continuo debemos expresar correspondencia a Dios. ¡Que no nos deje indiferentes el
amoroso interés del Todopoderoso! ¡Que no deje de asombrarnos que la Trinidad se ha enamorado
del hombre!, según la expresión de san Josemaría. Jesucristo, alimentándonos con su Cuerpo, nos da
su vida: El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. Si no –insiste–, no
tendréis vida en vosotros. Es la vida de Cristo que inunda al cristiano. Una vida verdaderamente
suya, de comunión con el Padre y el Espíritu, pues, si alguno me ama –nos dice–, mi Padre le
amará y vendremos a él y haremos morada en él.
Dios Padre ve en la vida del cristiano que le ama la vida del Verbo eterno, del Hijo,
misteriosamente presente en él por la acción del Espíritu Santo. Con razón afirma san Juan: Mirad
qué amor tan grande nos ha mostrado el Padre: que nos llamemos hijos de Dios, ¡y lo somos!
¡Que la confianza que espera de nosotros por ser hijos no disminuya la reverencia que le debemos
como Dios!
¡Que queramos ser como nuestra Madre: la mejor Hija de Dios y, por eso, su esclava!
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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
La objeción del dolor
La liturgia de la palabra nos ha puesto ante los ojos dos escenas: la de Abram que sube al
monte del Señor para sacrificar allí a su hijo Isaac y la de Jesús, que sube a la montaña para ser
transfigurado. Aparentemente, común es sólo el escenario –el monte– porque, por lo demás, una es
escena de sacrificio, la otra es escena de glorificación.
Pero si la liturgia ha reunido y puesto una junto a la otra estas dos páginas de la Biblia, debe
de haber un motivo profundo que debemos descubrir. En realidad, llegamos a descubrir que los
26
Domingo II de Cuaresma (B)
motivos son dos: uno cristológico y otro antropológico: la palabra de Dios de este domingo se presta
de hecho a una doble lectura: una que nos habla de Cristo y otra que nos habla de todos nosotros. Las
dos íntimamente conexas.
El evangelista Marcos da del episodio de la Transfiguración una versión muy sobria y
convincente. Es imposible sustraerse a la impresión de que detrás de la narración está el recuerdo de
una experiencia personal (la del apóstol Pedro, de quien Marcos recoge la predicación), tan nítidos y
simples son los contornos y el estado de ánimo de Pedro narrados a la perfección (no sabía qué
decir).
Los estudiosos discuten cómo explicar la Transfiguración: si en clave histórica, como
narración simbólica o como experiencia interior y visionaria. Pero tal vez son discusiones superfluas.
Como si fuera posible catalogar con nuestras categorías habituales (historia, símbolo, visión) una
experiencia claramente divina y sobrenatural y que contiene una realidad infinitamente más profunda
que la que llamamos “histórica”. La certeza que los testigos quisieran comunicar a la Iglesia es que
ese día Jesús se les apareció en una luz “nueva”, en la que entendieron por revelación expresa del
Padre, quién era Jesús. Fue como si la divinidad escondida del Verbo encarnado traspasara las
paredes de su carne y brillase en toda su gloria. Dios hizo resplandecer aquel día en el corazón de los
discípulos la gloria divina que brilla en el rostro de Cristo (2 Cor. 4, 6). Poco antes, a la pregunta
¿Quién es Jesús? se oyó la respuesta de la gente que decía: ¡Un profeta! y de Pedro que decía: ¡El
Mesías! (cfr. Mc. 8, 27). Ahora, se escucha la respuesta del Padre: ¡Este es mi Hijo predilecto!
Sin embargo, se tiene la impresión de que el sentido de la Transfiguración no se agotó aquí,
es decir, en la manifestación de la gloria de Jesús. Aquel imperativo del Padre: ¡Escúchenlo!, se
refiere a lo que está por decir Jesús. Y lo que Jesús está por decir es que el Mesías debe sufrir mucho
y ser despreciado (Mc. 9, 12), que debe morir y después resucitar de los muertos (cfr. también Mt.
17, 12; Lc. 9, 31).
Dos cosas, entonces, en la narración de la Transfiguración, nos recuerdan la experiencia de
Abram en la primera lectura: Jesús es Hijo predilecto (como Isaac lo era de Abram) y este Hijo
destinado al sacrificio: más aún, la realidad va más allá de la ‘figura’ porque Dios –a diferencia de
Abram– no detuvo la mano, en el último momento, no ha perdonado a su propio Hijo, sino que lo ha
entregado por todos nosotros (Pablo, en la segunda lectura de hoy). La tradición cristiana ha visto en
Jesús la realización perfecta del sacrificio de Isaac (Aqueda), perfecta hasta los detalles: Isaac lleva
sobre sus espaldas la leña para su holocausto, como Jesús el leño de su cruz; Isaac es atado como
Jesús durante su pasión; el monte mismo de Dios al cual subió Abram corresponde, en la tradición
bíblica, al lugar de Jerusalén.
He aquí lo que revela la lectura cristológica de la liturgia de hoy: que Cristo llegó a su gloria
(la Transfiguración anticipa la resurrección) a través del sufrimiento, inaugurando así él mismo el
camino estrecho que conduce a la vida (Mt. 7, 14). Dice también que este sacrificio del Hijo sella
una nueva y eterna alianza entre Dios y los hombres como la disponibilidad de Abram a sacrificar al
hijo había hecho posible la primera alianza (Gén. 22, 16 ssq).
La lectura “para nosotros” (o en clave existencial) de todo este episodio toma, al comienzo, la
forma de una tentación grande, de un “por qué” jamás satisfecho. ¿No conoce Dios otro camino que
el del sufrimiento? ¿Por qué este “puente de los suspiros” entre nosotros y la gloria, entre nosotros y
la felicidad? ¿Qué “amor” fue el de Abram (y el de Dios) si no supo o no quiso ahorrar el dolor del
propio hijo?
27
Domingo II de Cuaresma (B)
En torno a esta pregunta se armó la rebelión. Escritores cercanos a nosotros (Dostoievski, con
tormento y duda; Camus y otros sin ni siquiera duda) expresaron, en sus escritos, toda la rebelión que
surge del corazón del hombre a causa del dolor y especialmente del dolor de los inocentes. “La
pregunta de por qué sufro –ha sido escrito– es la roca del ateísmo”. “No es que no acepte a Dios –
dice un personaje de Dostoievski– pero respetuosamente le devuelvo mi boleto” (Los hermanos
Karamazov); es decir: rechazo vivir en su mundo. Lo que es peor que negar simplemente a Dios: es
rebelión.
Creo que es hora de mirar un poco más de cerca esta objeción del dolor para ver de dónde
viene verdaderamente. Hay un sufrimiento inexplicable en el mundo –¿Quién lo puede negar?–; pero
¿no es sorprendente que éste no lleve casi nunca lejos de Dios al que lo sufre realmente, sino sólo a
aquél que discute sobre el dolor detrás de un escritorio, es decir, los filósofos y los escritores? El
dolor vivido que llevó a la inocente Ana Frank a descubrir a Dios y a amarlo de una manera
conmovedora (ver su Diario), en la mente de sus comentaristas, gente que escribía después de la
guerra, al calor de sus hogares reconstruidos, se transformó en “prueba insuperable” contra Dios.
El dolor de los inocentes (a partir del justo Abel) no tiene una explicación racional. Es verdad
y cuando pensamos que finalmente la hemos encontrado, se derrumba al aparecer el hecho de la
prueba. Pero si el dolor no tiene una explicación, sí tiene una garantía: ¡Jesucristo! No estamos más
en la situación de Job. El dolor tiene un sentido Y este sentido no puede ser simplemente el castigo
por el pecado, porque él, el Hijo predilecto del Padre, el hombre sin pecado, lo gustó hasta el fondo.
Hay, por tanto, al menos uno que tiene derecho a perdonar, un día, todo y a todos (incluso al que hizo
sufrir a un inocente) y a reconciliarnos con el universo de Dios. “Sobre él está fundado el edificio y a
él subirá el himno: ‘Justo eres tú, Señor, desde que se manifestaron tus caminos’” (Dostoievski).
Hizo bien la liturgia en poner hoy entre la primera lectura y el evangelio aquella palabra de
Pablo: Dios no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, porque la clave
está precisamente aquí. En cierto sentido, podemos decir que Dios ha sufrido la misma angustia que
Abram y por esto ha compartido la suerte que ha permitido sufrir a sus creaturas: el Dios de Jesús no
es un Dios impasible.
¿Qué hacer entonces frente al dolor propio y ajeno? El salmo responsorial nos hizo escuchar
esta estupenda confesión de un hombre como nosotros: He creído aun cuando dije: Soy demasiado
infeliz. Creer también en el dolor. Es la prueba más hermosa de la confianza que se pueda dar a Dios.
De Abram se lee que creyó, esperando, contra toda esperanza y que esto le fue tenido en cuenta para
su justificación (Rom. 4, 18.22). También a nosotros –concluyamos con el Apóstol– se nos tendrá en
cuenta si creemos en aquél que ha resucitado de los muertos, a Jesús (Rom. 4, 24) y en aquél que un
día lo transfiguró en el Tabor; si creemos que Dios es bastante bueno y poderoso para rescatar de
todo dolor, de toda lágrima y hacer llegar también a nosotros –como llegó Jesús– a través de la
momentánea y pasajera tribulación a una gloria eterna que supera toda medida (cfr. 2 Cor. 4, 17).
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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
Homilía en la parroquia de la Inmaculada Concepción (7-III-1982)
– Pruebas de Dios y fe
La liturgia del II domingo de cuaresma es en cierto sentido la liturgia de los tres montes.
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Domingo II de Cuaresma (B)
En el primero escuchamos las palabras dirigidas por Dios a Abraham, según narra el libro del
Génesis: “Toma a tu hijo único, al que quieres, a Isaac, y vete al país de Moria y ofrécemelo allí en
sacrificio sobre uno de los montes que yo te indicaré” (Gen 22, 2).
La prueba de Abraham. “Dios puso a prueba a Abraham” (Gen 22, 1).
Fue ésta la prueba de su fe.
Abraham levantó un altar en el lugar indicado, puso leña en él y sobre la leña colocó a su hijo
Isaac: el hijo único. El hijo de la promesa. El hijo de la esperanza.
Abraham estaba dispuesto a ofrecerlo a Dios en holocausto, a derramar su sangre y quemar su
cuerpo en la hoguera.
En el momento decisivo llegó el veto de Dios: “No alargues la mano contra tu hijo ni le hagas
nada. Ahora sé que temes a Dios, porque no te has reservado a tu hijo, tu único hijo” (Gen 22, 12).
En un arbusto cercano Abraham encontró un carnero y lo ofreció en el altar preparado. Se
verificó la prueba de la fe. Dios renovó su promesa ante Abraham, tras haberlo sometido a la prueba:
“multiplicaré tus descendientes como las estrellas del cielo y como la arena de la playa” (Gen 22,
17).
Descendencia no tanto según la carne cuanto según el espíritu. Descendientes de Abraham en
la fe son en cierto sentido los seguidores de las tres grandes religiones monoteístas del mundo:
judaísmo, cristianismo e islamismo. “Todos los pueblos del mundo se bendecirán con tu
descendencia, porque me has obedecido” (Gen 22, 18).
Los descendientes de la fe de Abraham creen que Dios tiene el poder de probar al hombre.
Tiene derecho a la ofrenda que procede de su espíritu.
– Monte Tabor y monte Gólgota
La liturgia del II domingo de Cuaresma nos lleva a otro monte, a Galilea. Más allá de la
llanura de Galilea se alza majestuoso el monte Tabor, el monte de la transfiguración según la
tradición cristiana.
Jesús de Nazaret, que vino entre los descendientes de Abraham como Mesías enviado por
Dios, en este monte fue transformado milagrosamente ante los ojos de sus Apóstoles Pedro, Santiago
y Juan. A los ojos de los Apóstoles se manifestó transfigurado en la gloria, y con Él, Moisés y Elías.
Al milagro de la visión se añadió el milagro de la audición. Oyeron la voz que salía de la nube: “Éste
es mi Hijo amado; escuchadle” (Mc 9, 7). Las mismas palabras que había oído ya Juan el Bautista
junto al Jordán, en ocasión de la primera venida de Jesucristo, después del bautismo.
La teofanía del Monte Tabor tiene carácter pascual. Preanuncia la gloria de Cristo resucitado.
Al mismo tiempo prepara a los Apóstoles a la muerte del Cordero de Dios. A la teofanía del Gólgota.
Al Monte Gólgota, tercer monte, nos lleva Pablo Apóstol con las palabras de la Carta a los
Romanos. La teofanía del Gólgota está indicada en las palabras siguientes: “Si Dios está con
nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó a la
muerte por nosotros” (Rom 8, 31-32).
– Cristo muerto y resucitado por nuestros pecados
Sabemos que el Padre ha entregado a su Hijo en el Gólgota; sabemos que precisamente así se
llama esta colina fuera de la muralla de Jerusalén en la que Dios “no perdonó a su Hijo” (8, 32).
29
Domingo II de Cuaresma (B)
Y con ello demostró “hasta el fin” que “está con nosotros”; “¿cómo no nos dará todo con Él?”
se pregunta el Apóstol (8, 32).
Este mismo Dios que no permitió a Abraham sacrificar con la muerte a su hijo Isaac, no
preservó a su propio Hijo.
¿Acaso no ha confirmado con esto hasta el fin nuestra elección?
¿Quién acusará a los elegidos de Dios? se pregunta el Apóstol (8, 33).
Él mismo ha tomado en sus manos la causa de la justificación del hombre...”Dios es el que
justifica” (8, 33). Y así es, ¿quién puede condenar al hombre? (cf. 8, 34).
Semejante sentencia sólo puede pronunciarla Cristo, que conoció en el Gólgota el peso de los
pecados de los hombres.
Pero en el Gólgota Jesucristo sufrió la muerte por nosotros, “más aún –escribe el Apóstol–
...resucitó y está a la derecha del Padre e intercede por nosotros” (8, 34).
La liturgia de este domingo nos invita a subir a un monte, al lugar de la teofanía de la antigua
y nueva Alianza. De acuerdo con el espíritu de Cuaresma, se nos invita a meditar en estos montes las
grandezas de Dios (Hechos 2, 11) los misterios de nuestra redención, los misterios de nuestra
justificación en Cristo.
Este domingo de Cuaresma nos enseña que estamos llamados a una gran transformación
espiritual.
Debemos participar en la Transfiguración de Cristo como sus discípulos en el Monte Tabor.
Debemos prepararnos para la santa Pascua.
El maestro de esta actitud nuestra mediante la cual Cristo baja a nuestro corazón realizando
una transformación y la conversión, es Abraham: el padre de los creyentes.
En efecto, parece resonar en nuestro corazón las palabras del Salmista: “Tenía fe aun cuando
dije: ¡Qué desgraciado soy!” (115/116, 10).
¿Acaso no se sentía así de desgraciado cuando caminaba hacia el monte indicado por Dios
para inmolar a su hijo? ¿O no fue sólo la fe la que hizo repetir entonces: “Mucho le cuesta al Señor la
muerte de sus fieles” (115/116, 15)? A partir de Abraham comenzó la familia humana a aprender esa
fe que se hace patente en la actitud interior del espíritu humano, que se manifiesta en el sacrificio del
corazón.
Jesucristo es el Maestro definitivo y perfecto de tal actitud: “consummator fidei nostrae!” (cf.
Heb12, 2).
El fruto de la liturgia del domingo II de Cuaresma debe ser la disponibilidad a ofrecer
sacrificios espirituales en los que nuestra fe se pone de manifiesto. Lo pedimos con las palabras del
salmo: “Señor, yo soy tu siervo, siervo tuyo, hijo de tu esclava: rompiste mis cadenas. Te ofreceré un
sacrificio de alabanza invocando tu nombre, Señor. Cumpliré al Señor mis votos en presencia de
todo el pueblo” (115 (116), 16-18).
A nosotros, redimidos y justificados en la sangre de Cristo, ninguna prueba ni experiencia nos
cierran el horizonte de la vida.
Lo aclaran más todavía en Dios.
30
Domingo II de Cuaresma (B)
Sepamos ver cada vez más este horizonte, ofreciendo los sacrificios espirituales de cuanto
constituye nuestra vida.
Que la participación en la Eucaristía nos una siempre, y hoy sobre todo, en esta comunidad a
la que el Padre revela y entrega a su Hijo: “Este es mi Hijo amado; escuchadle” (Mc 9, 7).
***
Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
“El principal fin de la Transfiguración, enseña S. León Magno, era desterrar del alma de los
discípulos el escándalo de la Cruz”. A esta interpretación, que es una constante en la enseñanza de la
Iglesia, se une también S. Beda que, comentando este episodio del Evangelio de hoy, dice que el
Señor permitió a Pedro, Santiago y Juan “gozar durante un tiempo muy corto de la contemplación de
la felicidad que dura siempre, para hacerles sobrellevar con mayor fortaleza la adversidad”.
S. Pedro no olvidará este consuelo con el que Jesús los preparaba para los amargos días de su
Pasión y muerte y los sufrimientos que, más tarde, tendrían que arrostrar ellos también. Y así escribe
a los primeros cristianos: “Cuando os dimos a conocer la venida en poder de nuestro Señor
Jesucristo, no lo hicimos inspirados por fantásticas leyendas, sino que fuimos testigos oculares de su
grandeza. Él recibió, en efecto, honor y gloria de Dios Padre cuando se escuchó sobre Él aquella
sublime voz de Dios: Éste es mi hijo amado, en quien me complazco. Y ésta es la voz venida del
cielo que nosotros escuchamos cuando estábamos con Él en el monte santo” (2 Pet 1, 12-21).
Nosotros debemos aprovechar también esta revelación que la Iglesia coloca en el ecuador de
la Cuaresma para que no nos domine la tristeza o la desesperación en los momentos duros de la vida.
Cuando parece que todo se hunde o un proyecto en el que se ha empeñado la vida y por el que no se
han ahorrado fatigas y disgustos se viene abajo, la certeza de que Dios tiene también un proyecto que
engloba los nuestros, evitará el desaliento. En esta convicción se apoyaron siempre los santos y ella
explica su serenidad, incluso su alegría, en medio de penalidades sin cuento.
No permitamos que la tormenta que oculta momentáneamente al sol nos haga dudar que
llegará el buen tiempo. También esa perturbación atmosférica cumple su función a la hora de la
cosecha. En este episodio y ante la exclamación de Pedro: “Señor, qué bien se está aquí”, se nos
informa que “no sabía lo que decía”. Fomentemos la visión sobrenatural y no suspiremos por una
vida sin sobresaltos. La historia es tarea y, a veces, está atravesada por el sufrimiento, pero hay que
sobreponerse a él en la confianza de que entra en los planes de Dios.
“Éste es mi Hijo..., escuchadle”. Escuchar a Cristo, orar, es abrirse a la hondura del misterio
del Tres veces Santo. Orar no es distraerse ni evadirse pidiendo a Dios que haga nuestro trabajo
mientras nos sentamos a esperar. Orar es ponerse a la escucha y aprender que la Voluntad de Dios se
cumple también en la adversidad.
***
Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
“Ante la proximidad de la Pasión, fortaleció la fe de los apóstoles, para que sobrellevasen el
escándalo de la cruz”
Gn 22, 1-2.9-13.15-18: “El sacrificio de Abraham, nuestro padre en la fe”
Sal 115, 10 y 15.16-17.18-19: “Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida”
Rm 8, 31b-34: “Dios no perdonó a su propio Hijo”
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Domingo II de Cuaresma (B)
Mc 9, 2-10: “Éste es mi Hijo amado”
El relato de la ofrenda de Isaac por su padre Abraham pone de relieve que el sacrificio que
Dios prefiere es la fe-obediencia, en que tanto insisten los profetas contemporáneos al autor de la
tradición elohísta. Se advierte sin embargo que la perícopa ha sido elegida en función del Evangelio:
Jesús, obediente y entregado al Padre, es por eso mismo, el Siervo Glorificado en la Transfiguración.
San Marcos une la Transfiguración al primer anuncio de la Pasión. Así, el Cristo paciente y
glorioso adquiere mayor relevancia. El Padre, avalando al Hijo mediante la invitación a que sea
escuchado, acepta su entrega sacrificial y lo coloca por encima de todos los personajes del Antiguo
Testamento. La referencia a que el Padre “no perdonó a su propio Hijo” (2.a lectura) trae a la
memoria igualmente la obediencia de Abraham.
Nada hay más buscado que la felicidad y a la vez con la convicción profunda de que su
conquista no es fruto simplemente de un esfuerzo. Cuanto más se experimenta, con más ansia se
busca. El hombre sabe que hay que trabajar por ser feliz, aunque reconoce que la felicidad en
definitiva es un regalo.
— La Transfiguración, visión anticipada del Reino:
“Por un instante, Jesús muestra su gloria divina, confirmando así la confesión de Pedro.
Muestra también que «para entrar en su gloria» (Lc 24, 26), es necesario pasar por la cruz en
Jerusalén. Moisés y Elías habían visto la gloria de Dios en la Montaña; la ley y los Profetas habían
anunciado los sufrimientos del Mesías. La Pasión de Jesús es la voluntad por excelencia del Padre: el
Hijo actúa como Siervo de Dios. La nube indica la presencia del Espíritu Santo: «Tota Trinitas
apparuit»“ (555).
— “...La Transfiguración nos concede una visión anticipada de la gloriosa venida de Cristo
«el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo» (Flp 3, 21).
Pero ella nos recuerda también que «es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar
en el Reino de Dios» (Hch 14, 22)” (556).
— Fe-obediencia de Abraham:
“Como última purificación de su fe, se le pide al «que había recibido las promesas» (Hb 11,
17) que sacrifique al hijo que Dios le ha dado. Su fe no vacila: «Dios proveerá el cordero para el
holocausto» (Gn 22, 8), «pensaba que poderoso era Dios aun para resucitar a los muertos» (Hb 11,
19). Así, el padre de los creyentes se hace semejante al Padre que no perdonará a su propio Hijo sino
que lo entregará por todos nosotros” (2572).
— “Pedro no había comprendido eso cuando deseaba vivir con Cristo en la montaña. Te ha
reservado eso, oh Pedro, para después de la muerte. Pero ahora, él mismo dice: Desciende para penar
en la tierra, para servir en la tierra, para ser despreciado y crucificado en la tierra. La Vida desciende
para hacerse matar; el Pan desciende para tener hambre; el camino desciende para fatigarse andando;
la fuente desciende para sentir la sed; y tú, ¿vas a negarte a sufrir?” (San Agustín, serm 78, 6) (556).
Tan montaña es el Calvario como el Tabor; pero no se puede subir a ésta sin haber pasado por
aquélla.
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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
Del Tabor al Calvario.
32
Domingo II de Cuaresma (B)
– Lo que importa es estar siempre con Jesús. Él nos da la ayuda necesaria para seguir
adelante.
I. Oigo en mi corazón: buscad mi rostro. Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro,
rezamos en la Antífona de entrada de la Misa de hoy22. El Evangelio nos cuenta lo que sucedió en el
Tabor. Poco antes, Jesús había declarado a sus discípulos, en Cesarea de Filipo, que iba a sufrir y
padecer en Jerusalén, a morir a manos de los príncipes de los sacerdotes, de los ancianos y de los
escribas. Los Apóstoles habían quedado sobrecogidos y entristecidos por este anuncio. Ahora, tomó
Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, y los llevó a ellos solos aparte23, para orar24. Son los tres
discípulos que serán testigos de su agonía en el huerto de los Olivos. Mientras él oraba, cambió el
aspecto de su rostro y su vestido se volvió blanco, resplandeciente25. Y le ven conversar con Elías y
Moisés, que aparecían gloriosos y le hablaban de su muerte, que había de cumplirse en Jerusalén26.
Seis días llevaban los Apóstoles entristecidos por la predicación de Cesarea de Filipo. La
ternura de Jesús hace que ahora contemplen su glorificación. San León Magno dice que “el principal
fin de la transfiguración era desterrar del alma de los discípulos el escándalo de la cruz” 27. Nunca
olvidarían los Apóstoles esta “gota de miel” que Jesús les daba en medio de su amargura. Muchos
años más tarde San Pedro tiene perfectamente nítido estos momentos: ...cuando desde aquella
extraordinaria gloria se le hizo llegar esta voz: Éste es mi Hijo querido, en quien me complazco.
Esta voz, enviada del cielo, la oímos nosotros estando con Él en el monte santo28. El Apóstol lo
recordaría hasta el final de sus días.
Siempre hace así Jesús con los suyos. En medio de los mayores padecimientos da el consuelo
necesario para seguir adelante.
Este destello de la gloria divina transportó a los Apóstoles a una inmensa felicidad, que hace
exclamar a San Pedro: Señor, ¡bueno es permanecer aquí! Hagamos tres tiendas... Pedro quiere
alargar aquella situación. Pero, como dirá más adelante el Evangelista, no sabía lo que decía; porque
lo bueno, lo que importa, no es hallarse aquí o allí, sino estar siempre con Jesús, en cualquier parte, y
verle detrás de las circunstancias en que nos hallamos. Si estamos con Él, es igual que nos
encontremos en medio de los mayores consuelos del mundo, o en la cama de un hospital entre
dolores indecibles. Lo que importa es sólo eso: verle y vivir siempre con Él. Es lo único
verdaderamente bueno e importante en esta vida y en la otra. Si permanecemos con Jesús, estaremos
muy cerca de los demás y seremos felices, sea cual sea nuestro lugar y la situación en que nos
encontremos. Vultum tuum, Domine, requiram: Deseo verte y buscaré tu rostro, Señor, en las
circunstancias ordinarias de mi jornada.
– Fomentar con frecuencia, y especialmente en los momentos más difíciles, la esperanza
del Cielo.
II. San Beda, comentando el pasaje del Evangelio de la Misa, dice que el Señor, “en una
piadosa permisión, les permitió (a Pedro, a Santiago y a Juan) gozar durante un tiempo muy corto la
contemplación de la felicidad que dura siempre, para hacerles sobrellevar con mayor fortaleza la
22
Antífona de entrada. Sal 26, 8-9.
Cfr. Mc 9, 2.
24
Cfr. Lc 9, 28.
25
Lc 9, 29.
26
Cfr. Lc 9, 31.
27
SAN LEON MAGNO, Sermón, 51, 3.
28
2 Pdr 1, 17-18.
23
33
Domingo II de Cuaresma (B)
adversidad”29. El recuerdo de aquellos momentos junto al Señor en el monte fue sin duda una gran
ayuda en tantas situaciones difíciles de la vida de estos tres Apóstoles.
La existencia de los hombres es un caminar hacia el Cielo, nuestra morada30. Caminar en
ocasiones áspero y dificultoso, porque con frecuencia hemos de ir contra corriente y tendremos que
luchar con muchos enemigos de dentro de nosotros mismos y de fuera. Pero quiere el Señor
confortarnos con la esperanza del Cielo, de modo especial en los momentos más duros o cuando la
flaqueza de nuestra condición se hace más patente: A la hora de la tentación piensa en el Amor que
en el cielo te aguarda: fomenta la virtud de la esperanza, que no es falta de generosidad31. Allí
“todo es reposo, alegría y regocijo; todo serenidad y calma, todo paz, resplandor y luz. Y no luz
como ésta de que gozamos ahora y que, comparada con aquélla, no pasa de ser como una lámpara
junto al sol... Porque allí no hay noche, ni tarde, ni frío, ni calor, ni mudanza alguna en el modo de
ser, sino un estado tal que sólo lo entienden quienes son dignos de gozarlo. No hay allí vejez, ni
achaques, ni nada que semeje corrupción, porque es el lugar y aposento de la gloria inmortal...
“Y por encima de todo ello, el trato y goce sempiterno de Cristo, de los ángeles..., todos
perpetuamente en un sentir común, sin temor a Satanás ni a las asechanzas del demonio ni a las
amenazas del infierno o de la muerte”32.
Nuestra vida en el Cielo estará definitivamente exenta de todo posible temor. No sufriremos
la inquietud de perder lo que tenemos, ni desearemos tener algo distinto. Entonces verdaderamente
podremos decir con San Pedro: Señor, ¡qué bien estamos aquí! El atisbo de gloria que tuvo el
Apóstol lo tendremos en plenitud en la vida eterna. Vamos a pensar lo que será el Cielo. Ni ojo vio,
ni oído oyó, ni pasó a hombre por pensamiento cuáles cosas tiene Dios preparadas para los que le
aman. ¿Os imagináis qué será llegar allí, y encontrarnos con Dios, y ver aquella hermosura, aquel
amor que se vuelca en nuestros corazones, que sacia sin saciar? Yo me pregunto muchas veces al
día: ¿qué será cuando toda la belleza, toda la bondad, toda la maravilla infinita de Dios se vuelque
en este pobre vaso se barro que soy yo, que somos todos nosotros? Y entonces me explico bien
aquello del Apóstol: ni ojo vio, ni oído oyó... Vale la pena, hijos míos, vale la pena33.
El pensamiento de la gloria que nos espera debe espolearnos en nuestra lucha diaria. Nada
vale tanto como ganar el cielo. “Y con ir siempre con esta determinación de antes morir que dejar de
llegar al fin del camino, si os llevare el Señor con alguna sed en esta vida, daros ha de beber con toda
abundancia en la otra y sin temor de que os haya de faltar”34.
– El Señor no se separa de nosotros. Actualizar esa presencia de Dios.
III. Una nube los envolvió enseguida35. Recuerda a aquella otra que acompañaba a la
presencia de Dios en el Antiguo Testamento: La nube envolvió el tabernáculo de la reunión y la
gloria de Yahvé llenaba todo el lugar36. Era la señal que garantizaba las intervenciones divinas:
Yahvé dijo a Moisés: Yo vendré a ti en una nube densa, para que vea el pueblo que yo hablo contigo
y tengan siempre fe en ti37. Esa nube envuelve ahora en el Tabor a Cristo y de ella surge la voz
29
SAN BEDA, Comentario sobre San Marcos 8, 30; 1, 3.
Cfr. 2 Cor, 5, 2.
31
San Josemaría, Camino, n. 139.
32
SAN JUAN CRISOSTOMO, Epístola 1ª Teodoro, 11.
33
San Josemaría, en Hoja informativa n. 1, de su proceso de beatificación, p. 5.
34
SANTA TERESA, Camino de perfección, 20, 2.
35
Cfr. Mc 9, 7.
36
Ex 40, 34-35.
37
Ex 19, 9.
30
34
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poderosa de Dios Padre: Este es mi Hijo, el Amado, escuchadle a él. Y Dios Padre habla a través de
Jesucristo a todos los hombres de todos los tiempos. Su voz se oye en cada época, de modo singular
a través de la enseñanza de la Iglesia, que “busca continuamente los caminos para acercar este
misterio de su Maestro y Señor al género humano: a los pueblos, a las naciones, a las generaciones
que se van sucediendo, a todo hombre en particular”38.
Al alzar sus ojos no vieron a nadie sino sólo a Jesús39. Y no estaban Elías y Moisés. Sólo
ven al Señor. Al Jesús de siempre, que en ocasiones pasa hambre, que se cansa, que se esfuerza para
ser comprendido... A Jesús, sin especiales manifestaciones gloriosas. Lo normal para los Apóstoles
fue ver al Señor así, lo excepcional fue verlo transfigurado.
A este Jesús debemos encontrar nosotros en nuestra vida ordinaria, en medio del trabajo, en la
calle, en quienes nos rodean, en la oración, cuando perdona, en el sacramento de la Penitencia, y,
sobre todo, en la Sagrada Eucaristía, donde se encuentra verdadera, real y sustancialmente presente.
Pero normalmente no se nos muestra con particulares manifestaciones. Más aún, hemos de aprender
a descubrir al Señor detrás de lo ordinario, de lo corriente, huyendo de la tentación de desear lo
extraordinario.
Nunca debemos olvidar que aquel Jesús con el que estuvieron en el monte Tabor aquellos tres
privilegiados es el mismo que está junto a nosotros cada día. “Cuando Dios os concede la gracia de
sentir su presencia y desea que le habléis como al amigo más querido, exponedle vuestros
sentimientos con toda libertad y confianza. Se anticipa a darse a conocer a los que le anhelan (Sab 6,
14). Sin esperar a que os acerquéis a Él, se anticipa cuando deseáis su amor, y se os presenta,
concediéndoos las gracias y remedios que necesitáis. Sólo espera de vosotros una palabra para
demostraros que está a vuestro lado y dispuesto a escucharos y consolaros: Sus oídos están atentos a
la oración (Sal 33, 16) (...).
“Los demás amigos, los del mundo, tienen horas que pasan conversando juntos y horas en
que están separados; pero entre Dios y vosotros, si queréis, jamás habrá una hora de separación”40.
¿No será nuestra vida distinta en esta Cuaresma, y siempre, si actualizáramos más
frecuentemente esa presencia divina en lo habitual de cada día, si procuráramos decir más
jaculatorias, más actos de amor y de desagravio, más comuniones espirituales...? Para tu examen
diario: ¿he dejado pasar alguna hora, sin hablar con mi Padre Dios?... ¿He conversado con Él, con
amor de hijo? –¡Puedes!41.
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Rev. D. Jaume GONZÁLEZ i Padrós (Barcelona, España) (www.evangeli.net)
«Se transfiguró delante de ellos»
Hoy contemplamos la escena «en la que los tres apóstoles Pedro, Santiago y Juan aparecen
como extasiados por la belleza del Redentor» (San Juan Pablo II): «Se transfiguró delante de ellos y
sus vestidos se volvieron resplandecientes» (Mc 9, 2-3). Por lo que a nosotros respecta, podemos
entresacar un mensaje: «Destruyó la muerte e irradió la vida incorruptible con el Evangelio» (2Tim
1, 10), asegura san Pablo a su discípulo Timoteo. Es lo que contemplamos llenos de estupor, como
38
S. JUAN PABLO II, Enc. Redemptor hominis, 7.
Mt 17, 8.
40
S. ALFONSO Mª DE LIGORIO, Cómo conversar continua y familiarmente con Dios, Ed. Crítica, Roma 1933, 63.
41
S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Surco, n. 657.
39
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entonces los tres Apóstoles predilectos, en este episodio propio del segundo domingo de Cuaresma:
la Transfiguración.
Es bueno que en nuestro ejercicio cuaresmal acojamos este estallido de sol y de luz en el
rostro y en los vestidos de Jesús. Son un maravilloso icono de la humanidad redimida, que ya no se
presenta en la fealdad del pecado, sino en toda la belleza que la divinidad comunica a nuestra carne.
El bienestar de Pedro es expresión de lo que uno siente cuando se deja invadir por la gracia divina.
El Espíritu Santo transfigura también los sentidos de los Apóstoles, y gracias a esto pueden
ver la gloria divina del Hombre Jesús. Ojos transfigurados para ver lo que resplandece más; oídos
transfigurados para escuchar la voz más sublime y verdadera: la del Padre que se complace en el
Hijo. Todo en conjunto resulta demasiado sorprendente para nosotros, avezados como estamos al
grisáceo de la mediocridad. Sólo si nos dejamos tocar por el Señor, nuestros sentidos serán capaces
de ver y de escuchar lo que hay de más bello y gozoso, en Dios, y en los hombres divinizados por
Aquel que resucitó entre los muertos.
«La espiritualidad cristiana –ha escrito San Juan Pablo II– tiene como característica el deber
del discípulo de configurarse cada vez más plenamente con su Maestro», de tal manera que –a través
de una asiduidad que podríamos llamar “amistosa”– lleguemos hasta el punto de «respirar sus
sentimientos». Pongamos en manos de Santa María la meta de nuestra verdadera “trans-figuración”
en su Hijo Jesucristo.
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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
Escuchar y obedecer
«Este es mi Hijo muy amado, en quien me complazco. Escúchenlo».
Eso es lo que te dice tu Dios, sacerdote.
Tú eres un siervo de Dios, y no puedes negar, sacerdote, que escuchas su voz.
El amo manda, el siervo escucha y obedece.
Escucha a tu amo, y obedécelo. Te llama desde lo más profundo de tu ser.
Es tu esencia, sacerdote, creer en Él, porque es tu Padre, y estás hecho a su imagen y
semejanza. Has sido creado para servirlo.
Obedécele, y escucha a su Hijo muy amado, en quien Él ha puesto sus complacencias
Esa es la ley que te rige como siervo, como esclavo, y que hace de ti un hombre libre, un
sacerdote, un servidor por voluntad, santo.
Tu Señor es el Hijo de Dios, en quien Él ha puesto sus complacencias
Es Él, sacerdote, a quien debes escuchar, y hacer lo que Él te dice, porque así es como
obedeces a Dios y le das gloria.
Escucha, sacerdote, a tu Señor, que te llama para que vayas con Él a lo alto del monte, a la
oración, en donde Él se transfigura para ti, y se muestra tal y cómo es: el Hijo único de Dios, que fue
enviado al mundo, para hacerse hombre como tú, para vivir como tú, para ser probado en todo como
tú, menos en el pecado, para dejarlo todo, como tú, y tomar su cruz y hacerse camino, para morir por
ti, y que se ha quedado en el mundo a través de ti, configurado contigo, para mostrarse al mundo tal
y como es, hombre y Dios, a través de ti, sacerdote.
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¿Cómo mostrarías tú al mundo el rostro de tu Señor, si tu corazón fuera transfigurado?
¿Un rostro limpio, puro, resucitado, vivo, divino?
¿O un rostro oculto, manchado, herido y desfigurado, que sufre por tu pecado?
¿Complaces, sacerdote, a tu Dios, haciendo lo que Él te dice, o te quedas dormido y no oras,
y no ves su gloria?
¿Acudes, sacerdote, al llamado de tu Señor todos los días, con tu corazón contrito y
humillado, para verlo tal cual es, transfigurado en el sagrario, en el altar, en la patena, en el cáliz, en
la custodia, y entre tus manos, como Jesús sacramentado?
¿Obedeces, sacerdote, a tu Señor y acudes a su llamado para alabarlo, para bendecirlo, para
adorarlo, para hacerlo tuyo, y hacerte suyo, todos los días en su presencia viva, en la Eucaristía?
¿Pones, sacerdote, tu confianza en el Señor y le entregas tu vida?
¿Escuchas su Palabra, sacerdote, para hacer lo que Él te diga?, ¿o estás lleno de temor y de
miedo, porque no haces lo que te dice tu Señor, porque no lo obedeces, porque no complaces a tu
Dios, y permaneces sentado, resignado, y rechazas la gracia y el perdón que te ofrece tu Señor?
¿Tu rostro es el rostro del Cristo que representas, o es el rostro de la vergüenza?
Vuelve, sacerdote, al monte de la oración. Arrepiéntete y pídele perdón. Escucha su Palabra y
ponla en práctica.
Entonces el mundo verá en ti transfigurado a tu Señor, porque en ti Él ha puesto sus
complacencias, y el pueblo lo escucha a través de ti, sacerdote.
Obedece, sacerdote, a tu Señor. Acude a su encuentro en el monte alto de la oración, y
transfigúrate con Él, para que en ti Él muestre al mundo la gloria de Dios.
(Espada de Dos Filos II, n. 12)
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