Domingo III de Cuaresma (ciclo B)
(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)
•
DEL MISAL MENSUAL
•
BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
•
SAN JUAN CRISÓSTOMO (www.iveargentina.org)
•
FRANCISCO – Ángelus 2015 y 2018 - Homilía en Santa Marta (22.XI.13)
•
BENEDICTO XVI – Ángelus 2009 y 2012
•
DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los
Sacramentos
•
RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
•
FLUVIUM (www.fluvium.org)
•
PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
•
BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
− Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
− Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
− Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
•
HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
•
Rev. D. Lluís RAVENTÓS i Artés (Tarragona) (www.evangeli.net)
•
EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
***
Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
(www.lacompañiademaria.com), para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para
preparar la homilía dominical (lacompaniademaria01@gmail.com).
Si desea recibirlo directamente a su correo, puede pedir suscripción a
doctos.de.interes@gmail.com.
Para recibirlo por WhatsApp: https://chat.whatsapp.com/BfPOpiv1Tp02zK168vOLMd.
***
DEL MISAL MENSUAL
NO SIRVEN LEYES SIN ALIANZA
Éx 20, 1-17; Sal 18; 1 Cor 1, 22-25; Jn 2, 13-25
Enmarcada en el contexto de la alianza de Dios con su pueblo, encontramos la promulgación del
Decálogo o los diez mandamientos, que busca regular las relaciones de los habitantes del pueblo
entre sí y con Dios. En la antigüedad los jefes de cada familia o tribu instruían a los niños mediante
Domingo III de Cuaresma (B)
esta normatividad sencilla y clara. Sin embargo, no serviría si se rompiera la alianza dentro la cual se
colocan. De hecho, ésta se ha quebrado por la infidelidad del pueblo. En el Evangelio, Jesús intenta
barrer los pocos restos de dicha alianza con su acto profético en el Templo de Jerusalén. Fue una
purificación, o hasta una destrucción simbólica del lugar central del culto judío que ha devenido, por
la avaricia de la clase sacerdotal, en un lugar de opresión. Así se abriría un espacio, por una nueva
alianza.
ANTÍFONA DE ENTRADA Cfr. Sal 24, 15-16
Mis ojos están siempre fijos en el Señor, pues él libra mis pies de toda trampa. Mírame, Señor, y ten
piedad de mí, que estoy solo y afligido.
O bien: Cfr. Ez 36, 23-26
Cuando manifieste en medio de ustedes mi santidad, los reuniré de todos los países; derramaré
sobre ustedes agua pura y quedarán purificados de todos sus pecados, y les infundiré un espíritu
nuevo, dice el Señor.
ORACIÓN COLECTA
Señor Dios, fuente de misericordia y de toda bondad, que enseñaste que el remedio contra el pecado
está en el ayuno, la oración y la limosna, mira con agrado nuestra humilde confesión, para que a
quienes agobia la propia conciencia nos reconforte siempre tu misericordia. Por nuestro Señor
Jesucristo...
LITURGIA DE LA PALABRA
PRIMERA LECTURA
La ley fue dada por Dios a Moisés.
Del libro del Éxodo: 20, 1-17
En aquellos días, el Señor promulgó estos preceptos para su pueblo en el monte Sinaí, diciendo: “Yo
soy el Señor, tu Dios, que te sacó de la tierra de Egipto y de la esclavitud. No tendrás otros dioses
fuera de mí; no te fabricarás ídolos ni imagen alguna de lo que hay arriba,
en el cielo, o abajo, en la tierra, o en el agua, y debajo de la tierra. No adorarás nada de eso ni le
rendirás culto, porque yo, el Señor, tu Dios, soy un Dios celoso, que castiga la maldad de los padres
en los hijos hasta la tercera y cuarta generación de aquellos que me odian; pero soy misericordioso
hasta la milésima generación de aquellos que me aman y cumplen mis mandamientos.
No harás mal uso del nombre del Señor, tu Dios, porque no dejará el Señor sin castigo a quien haga
mal uso de su nombre. Acuérdate de santificar el sábado. Seis días trabajarás y en ellos harás todos
tus quehaceres; pero el día séptimo es día de descanso, dedicado al Señor, tu Dios. No harás en él
trabajo alguno, ni tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu esclavo, ni tu esclava, ni tus animales, ni el forastero
que viva contigo. Porque en seis días hizo el Señor el cielo, la tierra, el mar y cuanto hay en ellos,
pero el séptimo, descansó. Por eso bendijo el Señor el sábado y lo santificó.
Honra a tu padre y a tu madre para que vivas largos años en la tierra que el Señor, tu Dios, te va a
dar. No matarás. No cometerás adulterio. No robarás. No darás falso testimonio contra tu prójimo.
No codiciarás la casa de tu prójimo, ni a su mujer, ni a su esclavo, ni a su esclava, ni su buey, ni su
burro, ni cosa alguna que le pertenezca”. Palabra de Dios.
SALMO RESPONSORIAL
2
Domingo III de Cuaresma (B)
Del salmo 18, 8, 9. 10. 11.
R/. Tú tienes, Señor, palabras de vida eterna.
La ley del Señor es perfecta del todo y reconforta el alma; inmutables son las palabras del Señor y
hacen sabio al sencillo. R/.
En los mandamientos de Dios hay rectitud y alegría para el corazón; son luz los preceptos del Señor
para alumbrar el camino. R/.
La voluntad de Dios es santa y para siempre estable; los mandamientos del Señor son verdaderos y
enteramente justos. R/.
Que te sean gratas las palabras de mi boca y los anhelos de mi corazón. Haz, Señor, que siempre te
busque, pues eres mi refugio y salvación. R/.
SEGUNDA LECTURA
Predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los hombres, pero sabiduría de Dios para los
llamados.
De la primera carta del apóstol san Pablo a los corintios: 1, 22-25
Hermanos: Los judíos exigen señales milagrosas y los paganos piden sabiduría. Pero nosotros
predicamos a Cristo crucificado, que es escándalo para los judíos y locura para los paganos; en
cambio, para los llamados, sean judíos o paganos, Cristo es la fuerza y la sabiduría de Dios. Porque
la locura de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad de Dios es más fuerte
que la fuerza de los hombres. Palabra de Dios.
ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Jn 3, 16
R/. Honor y gloria a ti, Señor Jesús.
Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él tenga vida
eterna. R/.
EVANGELIO
Destruyan este templo y en tres días lo reconstruiré.
+ Del santo Evangelio según san Juan: 2, 13-25
Cuando se acercaba la Pascua de los judíos, Jesús llegó a Jerusalén y encontró en el templo a los
vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas con sus mesas. Entonces hizo un látigo de
cordeles y los echó del templo, con todo y sus ovejas y bueyes; a los cambistas les volcó las mesas y
les tiró al suelo las monedas; y a los que vendían palomas les dijo: “Quiten todo de aquí y no
conviertan en un mercado la casa de mi Padre”.
En ese momento, sus discípulos se acordaron de lo que estaba escrito: El celo de tu casa me devora.
Después intervinieron los judíos para preguntarle: “¿Qué señal nos das de que tienes autoridad para
actuar así?”. Jesús les respondió: “Destruyan este templo y en tres días lo reconstruiré”. Replicaron
los judíos: “Cuarenta y seis años se ha llevado la construcción del templo, ¿y tú lo vas a levantar en
tres días?”. Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Por eso, cuando resucitó Jesús de entre los
muertos, se acordaron sus discípulos de que había dicho aquello y creyeron en la Escritura y en las
palabras que Jesús había dicho.
3
Domingo III de Cuaresma (B)
Mientras estuvo en Jerusalén para las fiestas de Pascua, muchos creyeron en él, al ver los prodigios
que hacía. Pero Jesús no se fiaba de ellos, porque los conocía a todos y no necesitaba que nadie le
descubriera lo que es el hombre, porque él sabía lo que hay en el hombre. Palabra del Señor.
ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS
Por estas ofrendas, Señor, concédenos benigno el perdón de nuestras ofensas, y ayúdanos a perdonar
a nuestros hermanos. Por Jesucristo, nuestro Señor.
ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Sal 83, 4-5
El gorrión ha encontrado una casa, y la golondrina un nido donde poner sus polluelos: junto a tus
altares, Señor de los ejércitos, Rey mío y Dios mío. Dichosos los que viven en tu casa y pueden
alabarte siempre.
ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN
Alimentados en la tierra con el pan del cielo, prenda de eterna salvación, te suplicamos, Señor, que
lleves a su plenitud en nuestra vida la gracia recibida en este sacramento. Por Jesucristo, nuestro
Señor.
_________________________
BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
El Decálogo (Ex 20,1-17)
1ª lectura
Decálogo es palabra griega que significa «diez palabras», a tenor de Dt 4,13. Comprende los
Diez Mandamientos o código moral, recogidos en esta sección y en Dt 5,6-21. El Decálogo tiene
aquí un tratamiento muy especial: por una parte, se halla incrustado en la narración de la teofanía,
que se interrumpe en 19,19 pero continúa en 20,18. Por otra parte, junto a mandamientos breves
formulados con dos palabras: «no matarás», «no robarás», idénticos en Ex y Dt, hay otros más
desarrollados con motivaciones y explicaciones diferentes en ambas redacciones. El hecho de que el
Decálogo (y no otro cuerpo legal del Pentateuco) se repita prácticamente igual en Ex y Dt, y que
desde antiguo se haya reproducido separadamente (como lo prueba el papiro Nash del siglo II a.C.),
da idea de la importancia que siempre tuvo como norma moral en el pueblo de Israel.
Suponiendo que las formulaciones de Ex y Dt pueden reducirse a un único texto original, las
variantes entre ellas pueden explicarse por la aplicación de los mandamientos a las circunstancias de
cada época antes de la redacción última que es la recibida como inspirada. La formulación apodíctica
(negación más futuro en segunda persona: «no matarás») es propia de los mandamientos bíblicos y
difiere de la formulación casuística, común a todos los pueblos semitas, como puede comprobarse en
el Código de la Alianza (caps. 21-23).
Los diez mandamientos son el núcleo de la ética del Antiguo Testamento y mantienen su
valor en el Nuevo Testamento: Jesucristo los recuerda frecuentemente (cfr. Lc 18,20) y los completa
(cfr. Mt 5,17ss.). Los Santos Padres y los Doctores de la Iglesia los han comentado con profusión
pues, como señala Santo Tomás, todos los preceptos de la ley natural están incluidos en el Decálogo:
los universales, p.ej. hacer el bien y evitar el mal, «están contenidos como los principios en sus
próximas conclusiones», y los particulares que se deducen por raciocinio, se hallan contenidos
«como conclusiones en sus principios» (Summa theologiae 1-2,100,3).
4
Domingo III de Cuaresma (B)
En la división de los mandamientos hay dos corrientes: por una parte la de los judíos y
muchas confesiones cristianas que desdoblan en el segundo mandamiento el precepto de adorar a un
solo Dios (vv. 2-3) y el de no fabricar imágenes (vv. 3-6); por otra, la de los católicos y luteranos
que, siguiendo a San Agustín, engloban esos dos mandamientos en uno y dividen en dos el último:
no desear la mujer ajena (el noveno) y no codiciar los bienes ajenos (el décimo). Estas divisiones
son, ante todo, pedagógicas, porque unas y otras pretenden recoger todo lo mandado en el Decálogo.
En nuestro comentario seguiremos la enumeración de San Agustín, con referencias a la doctrina de la
Iglesia, puesto que los Diez Mandamientos recogen los elementos centrales de la moral cristiana (cfr.
notas de Dt 5,1-22).
Los pueblos hititas, de los que se conservan varios documentos políticos y sociales, solían
comenzar los pactos tras una guerra con un prólogo histórico, es decir, relatando la victoria de un rey
sobre el vasallo al que le imponían unas obligaciones concretas. El Decálogo, de modo análogo,
recuerda el acontecimiento del éxodo. Sin embargo, difiere radicalmente de los pactos hititas, puesto
que la obligación de los mandamientos no se fundamenta en una derrota, sino en una liberación. Dios
brinda los mandamientos al pueblo que ha librado de la esclavitud, mientras que los príncipes
humanos hacían cumplir sus códigos a los pueblos que habían reducido a esclavitud. Los
mandamientos son, por tanto, expresión de la Alianza. De ahí que el aceptarlos responsablemente es
signo de que el hombre ha adquirido la madurez en su libertad. «El hombre llega a ser libre cuando
entra en la Alianza de Dios» (Afraates, Demonstrationes 12). Jesucristo insistirá en la misma idea:
«Mi yugo es suave y mi carga ligera» (Mt 11,30).
«Amarás a Dios sobre todas las cosas» es la formulación del primer mandamiento que
recogen los catecismos (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2083) siguiendo la enseñanza de
Jesús (cfr. Mc 12,28-31 que cita el texto de Dt 6,4-5). En el Decálogo bíblico este precepto abarca
dos aspectos: el monoteísmo (v. 3) y la obligación de no adorar ídolos ni imágenes del Señor (vv. 46).
La fe en la existencia de un único Dios vertebra el mensaje de toda la Biblia. Los profetas
enseñarán abiertamente el monoteísmo, considerando a Dios como único soberano del universo y de
la historia; pero esta prohibición de admitir otros dioses ya implica la certeza de que sólo hay un
Dios verdadero. La expresión: «no tendrás otros dioses» aunque directamente prohíbe el culto
idolátrico, supone una fe monoteísta.
La prohibición de las imágenes, tanto fundidas como labradas, diferenciaba a Israel de los
otros pueblos. No sólo se prohíben los ídolos o imágenes de dioses falsos, sino también las
representaciones del Señor.
El único Dios verdadero es espiritual y trascendente; no puede ser controlado ni manipulado,
como hacían los pueblos vecinos con sus ídolos. Los cristianos, fundándose en el misterio del Verbo
encarnado, comienzan a representar las escenas evangélicas conscientes de que con ello ni
contradicen la espiritualidad de Dios ni contribuyen a la idolatría. La Iglesia venera las imágenes
porque son representaciones o de Jesús que, como hombre verdadero, tenía un cuerpo, o de los
santos, cuya figura puede ser representada y venerada. Por otra parte, las imágenes no se prestan a
confusión, más bien ayudan a comprender mejor los misterios de nuestra fe. El último Concilio ha
vuelto a recomendar el culto de las imágenes sagradas, a la vez que recuerda el consejo de sobriedad
y belleza: «Manténgase la práctica firme de exponer imágenes sagradas a la veneración de los fieles;
con todo, que sean pocas en número y guarden entre ellas el orden debido, a fin de que no causen
extrañeza al pueblo cristiano ni favorezcan una devoción menos ortodoxa» (Conc. Vaticano II,
Sacrosanctum Concilium, n. 125).
5
Domingo III de Cuaresma (B)
«Dios celoso» (vv.5-6): Es un antropomorfismo que subraya la unicidad de Dios. Siendo el
único verdadero, no puede tolerar ni el culto a otros dioses (cfr. 34, 14) ni la adoración idolátrica a
las imágenes. La idolatría es el pecado más grave y el más condenado en la Biblia (cfr. Catecismo de
la Iglesia Católica, n. 2113). Los encargados del culto en el Templo de Israel se denominan
celadores del Señor (cfr. Nm 25,13; 1 R 19,10.14), porque han de velar para que no se introduzcan
desviaciones impropias. Jesucristo, al expulsar a los vendedores del Templo (Jn 2,17), alude a esta
responsabilidad: «El celo de tu casa me devora» (Sal 69,10).
Sobre la retribución misericordiosa del Señor, cfr. nota a Ex 34,6-7.
El respeto al nombre de Dios es el respeto a Dios mismo (v.7). De ahí que esté prohibido
invocar el nombre del Señor para dar consistencia al mal, sea en un proceso judicial si se comete
perjurio, sea en el juramento de hacer algo mal, sea incluso en la blasfemia (cfr. Si 23,7-12). En la
antigüedad, los pueblos vecinos de Israel utilizaban los nombres de sus dioses en sesiones de magia;
en este caso, la invocación del nombre de Dios es idolatría. En general, este mandamiento prohíbe
cualquier abuso, cualquier falta de respeto, cualquier invocación irreverente del nombre de Dios. Y,
diciéndolo en forma positiva, «el segundo mandamiento prescribe respetar el nombre del Señor.
Pertenece, como el primer mandamiento, a la virtud de la religión y regula más particularmente
nuestro uso de la palabra en las cosas santas» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2142).
En la formulación del precepto del sábado (vv. 8-11) ha influido la historia misma de Israel,
puesto que no se utiliza la expresión apodíctica habitual, y, por otra parte, las prescripciones sobre
ese día están muy desarrolladas. En el mandamiento hay recogidas tres ideas: el sábado es un día
santo, dedicado al Señor; en él están prohibidos los trabajos; se aduce como motivo el imitar a Dios,
que descansó de la creación el día séptimo.
El sábado es un día santo, es decir, diferente de los días ordinarios (cfr. Lv 23,3), porque está
dedicado a Dios. No se prescriben ritos especiales, pero el término «recuerda» (distinto de Dt 5,12)
es de ámbito cultual. Sea cual fuere el origen etimológico o social del sábado, en la Biblia siempre
tiene carácter religioso (cfr. 16,22-30).
El descanso sabático supone la obligación del trabajo en los seis días anteriores (v. 9). Sólo el
trabajo justifica el descanso. La misma palabra hebrea sabat significa sábado y descanso. Pero en
este día el descanso mismo adquiere valor de culto, puesto que para el sábado no hay prescritos
sacrificios o ritos especiales propios: toda la comunidad, y hasta los mismos animales, rinden
homenaje a Dios, cesando de sus labores ordinarias.
El mandamiento de honrar a los padres (v.12) es el primero de los que regulan las relaciones
entre los hombres, los de la «segunda tabla», como solían denominarlos los antiguos escritores
cristianos (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2197). Tiene, como el del sábado, una
formulación positiva y se refiere directamente a los miembros de la familia. El lugar que ocupa en el
orden del Decálogo, inmediatamente después de los preceptos que se refieren a Dios, da idea de su
importancia. Los padres, en efecto, representan a Dios dentro de la familia.
El mandamiento no afecta sólo a los hijos más jóvenes (cfr. Pr 19,26; 20,20; 23,22; 30,17),
que tienen obligación de someterse a los padres, (Dt 21,18-21) sino a todos, puesto que las ofensas
de los hijos mayores son las que merecen el grave castigo de la maldición (cfr. Dt 27,16).
La promesa de una vida larga a los que cumplen este mandamiento indica su importancia para
el individuo y la trascendencia que tiene la familia para la sociedad. El Concilio Vaticano II ha
acuñado una expresión que condensa el valor de la familia, al denominarla «iglesia doméstica»
(Lumen gentium, n. 11; cfr. Juan Pablo II, Familiaris consortio, n. 21).
6
Domingo III de Cuaresma (B)
El quinto mandamiento (v.13) prohíbe directamente la muerte por venganza del enemigo
personal, es decir, el asesinato. Así se protege la sacralidad de la vida humana. La prohibición del
homicidio se supone ya en el relato de la muerte de Abel (cfr. Gn 4,10) y en los preceptos noáquicos
(cfr. Gn 9,6): la vida sólo es de Dios.
La revelación y la enseñanza de la Iglesia irán profundizando en el alcance de este precepto,
indicando que sólo en circunstancias muy concretas como la legítima defensa individual o social
puede llegarse a privar de la vida a una persona. Por otra parte, es evidente que la muerte de los más
débiles (aborto, eutanasia directa...) implica mayor gravedad.
La encíclica Evangelium vitae expresa con rigor la doctrina de la Iglesia acerca de este
mandamiento que «tiene un valor absoluto cuando se refiere a la persona inocente. (...) Con la
autoridad conferida por Cristo a Pedro y a sus sucesores, en comunión con los Obispos de la Iglesia
católica, confirmo que la eliminación directa y voluntaria de un ser humano inocente es siempre
gravemente inmoral» (Juan Pablo II, Evangelium vitae, n. 57).
Nuestro Señor ahondará en el sentido positivo de este mandamiento, explicando la obligación
de practicar la caridad (cfr. Mt 5,21-26): «En el Sermón de la Montaña, el Señor recuerda el
precepto: “No matarás” (Mt 5,21), y añade el rechazo absoluto de la ira, del odio y de la venganza.
Más aún, Cristo exige a sus discípulos presentar la otra mejilla (cfr. Mt 5,22-39), amar a los
enemigos (cfr. Mt 5,44). Él mismo no se defendió y dijo a Pedro que guardase la espada en la vaina
(cfr. Mt 26,52)» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2262).
El sexto mandamiento del decálogo moral está orientado a salvaguardar la santidad del
matrimonio (v.14). En el Antiguo Testamento había prescritas penas muy severas para quienes
cometían adulterio (cfr. Dt 22,23ss.; Lv 20,10). Con el progreso de la revelación se irá aclarando que
no sólo el adulterio es grave, al lesionar los derechos del otro cónyuge, sino que todo desorden
sexual degrada la dignidad de la persona y es una ofensa contra Dios (cfr., por ejemplo, Pr 7,8-27;
23,27-28). Jesucristo, con su vida y su enseñanza, marcó la orientación positiva de este precepto (cfr.
Mt 5,27-32): «Jesús vino a restaurar la creación en la pureza de sus orígenes. En el Sermón de la
montaña interpreta de manera rigurosa el plan de Dios: “Habéis oído que se dijo: no cometerás
adulterio. Pues yo os digo: todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en
su corazón” (Mt 5,27-28). El hombre no debe separar lo que Dios ha unido (cfr. Mt 19,6). La
Tradición de la Iglesia ha entendido el sexto mandamiento como una regulación completa de la
sexualidad humana» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2336).
Puesto que el Decálogo regula las relaciones entre personas, el séptimo mandamiento (v.15)
condena en primer lugar el rapto de personas para después venderlas como esclavos (cfr. Dt 24,7);
pero es indudable que abarca toda apropiación injusta de bienes ajenos. La Iglesia continúa
recordando que toda violación del derecho de propiedad es injusta (cfr. Catecismo de la Iglesia
Católica, n. 2409); pero lo es más, si tales actuaciones conducen a esclavizar a seres humanos, o a
quitarles su dignidad, como ocurre con el tráfico de niños, el comercio de embriones humanos, la
toma de rehenes, arrestos o encarcelamientos arbitrarios, la segregación racial, los campos de
concentración, etc. «El séptimo mandamiento proscribe los actos o empresas que, por una u otra
razón, egoísta o ideológica, mercantil o totalitaria, conducen a esclavizar seres humanos, a
menospreciar su dignidad personal, a comprarlos, a venderlos y a cambiarlos como mercancía. Es un
pecado contra la dignidad de las personas y sus derechos fundamentales reducirlos por la violencia a
un objeto de consumo o a una fuente de beneficio. San Pablo ordenaba a un amo cristiano que tratase
a su esclavo cristiano “no como esclavo, sino... como un hermano... en el Señor” (Flm 16)»
(Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2414).
7
Domingo III de Cuaresma (B)
El falso testimonio (v.16) en el proceso judicial llega a causar daños irreparables al prójimo,
que puede ser condenado siendo inocente. Pero, puesto que la verdad y la fidelidad en las relaciones
humanas son el fundamento de la vida social (cfr. Conc. Vaticano II, Gaudium et spes, n. 26), este
mandamiento prohíbe la mentira, la difamación (cfr. Si 7,12-13), la calumnia y toda palabra que
puede dañar la dignidad del prójimo (cfr. St 3,1-12). «Este precepto moral deriva de la vocación del
pueblo santo a ser testigo de su Dios, que es y que quiere la verdad. Las ofensas a la verdad
expresan, mediante palabras o acciones, un rechazo a comprometerse con la rectitud moral: son
infidelidades básicas frente a Dios y, en este sentido, socavan las bases de la Alianza» (Catecismo de
la Iglesia Católica, n. 2464).
La redacción del último precepto (v.17) difiere de la del Deuteronomio: allí se distingue entre
el deseo de la mujer del prójimo y la codicia de sus bienes (cfr. Dt 5,21). «San Juan distingue tres
especies de codicia o concupiscencia: la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y
la soberbia de la vida (cfr. 1 Jn 2,16). Siguiendo la tradición catequética católica, el noveno
mandamiento proscribe la concupiscencia de la carne; el décimo prohíbe la codicia del bien ajeno»
(Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2514).
Predicamos a Cristo crucificado (1 Co 1,22-25)
2ª lectura
La sabiduría del mundo es la que se desvía de su recto fin y, en consecuencia, no alcanza a
conocer a Dios (cfr. Rm 1,19-25), bien porque sólo busca señales externas y sensibles, bien porque
únicamente acepta argumentos racionales.
Los judíos buscan exclusivamente signos e intentan basar su fe en lo que perciben por los
sentidos. Para ellos la cruz de Cristo es escándalo, es decir, obstáculo que imposibilita su acceso a las
cosas divinas. Los griegos —se refiere San Pablo a los racionalistas de su época— se consideraban
árbitros de la verdad y veían como necedad lo que no se basa en demostración irrefutable: «Para el
mundo, es decir, para los prudentes del mundo, su sabiduría se hizo ceguera; no pudieron por ella
conocer a Dios (...). Por tanto, como el mundo se ensoberbecía en la vanidad de sus dogmas, el Señor
estableció la fe de los que habían de salvarse precisamente en lo que aparece indigno y necio, para
que, fallando todas las presunciones humanas, sólo la gracia de Dios revelara lo que la inteligencia
humana no puede comprehender» (S. León Magno, Sermo 5 De Nativitate).
Los corintios no han descubierto la verdadera sabiduría, que es la que se ha manifestado en la
cruz. La cruz de Cristo es cátedra de sabiduría y de juicio, piedra de toque ante la cual los hombres
toman postura: unos consideran que el mensaje de la cruz (literalmente «la palabra de la cruz») es
una necedad: son los que se pierden (según la expresión original, «los que van camino de perderse»).
Otros, en cambio, los que van camino de salvarse, descubren que la cruz es «fuerza de Dios», porque
en ella el demonio y el pecado han sido vencidos. Por eso la Iglesia exhorta: «Mirad el árbol de la
Cruz donde estuvo clavada la salvación del mundo» (Misal Romano, Celebración de la Pasión del
Señor), y por eso también los santos han cantado las excelencias de la cruz: «¡Oh don preciosísimo
de la cruz! ¡Qué aspecto tiene más esplendoroso! (...). Es un árbol que engendra la vida, sin
ocasionar la muerte; que ilumina sin producir sombras; que introduce en el paraíso, sin expulsar a
nadie de él; es un madero al que Cristo subió, como rey que monta en su cuadriga, para derrotar al
diablo que detentaba el poder de la muerte, y librar al género humano de la esclavitud a que la tenía
sometido el diablo. Este madero, en el que el Señor, cual valiente luchador en el combate, fue herido
en sus divinas manos, pies y costados, curó las huellas de pecado y las heridas que el pernicioso
dragón había infligido a nuestra naturaleza (...). Aquella suprema sabiduría, que, por así decir,
8
Domingo III de Cuaresma (B)
floreció en la cruz, puso de manifiesto la jactancia y la arrogante estupidez de la sabiduría mundana»
(S. Teodoro Estudita, Oratio in adorationem crucis).
En la cruz se cumplen las palabras de Isaías (Is 29,14) que anuncian la incapacidad de los
sabios y prudentes del mundo para penetrar la sabiduría divina de la cruz: «La predicación de la cruz
de Cristo —señala Santo Tomás— contiene algo que según la sabiduría humana parece imposible,
como que Dios muera, o que el omnipotente se someta a las manos de los violentos. También
contiene cosas que parecen contrarias a la prudencia de este mundo, como que uno, pudiendo, no
huya de las contrariedades» (Super 1 Corinthios, ad loc.).
Destruid este Templo y en tres días lo levantaré (Jn 2,13-25)
Evangelio
San Juan presenta el ministerio de Jesús jalonado por las fiestas judías. Aquí, los
acontecimientos se sitúan en relación a la Pascua. En ese contexto, la «purificación del Templo»
tiene un sentido más profundo que el que aparece en los otros evangelios: Jesús no sólo manifiesta
ser el Mesías (cfr. Mt 21,12-13), sino que Él es el nuevo y definitivo Templo de Dios entre los
hombres.
Cuando Jesús compara el Templo de Jerusalén con su propio Cuerpo, revela la verdad más
profunda sobre sí mismo: la Encarnación, es decir, que Él es el Verbo de Dios que puso su morada
entre nosotros (cfr. 1,14). El evangelista deja constancia, sin embargo, de que sólo a la luz de los
acontecimientos de la última Pascua (v. 22) nos es posible comprender esa verdad.
En las palabras pronunciadas por Jesús (v. 19) no hay nada despectivo hacia el Templo, como
pretenderían después los falsos testigos (Mt 26,61; Mc 14,58) y los que se burlaron de él mientras
agonizaba en la cruz (Mt 27,40; Mc 15,29; cfr. Hch 6,14). El signo del que les habla será su propia
resurrección al tercer día (cfr. Mt 16,4: «la señal de Jonás»). Para indicar la grandeza del milagro de
su resurrección, Jesús recurre al lenguaje metafórico. Es como si dijera: «¿Veis este Templo? Pues
bien, imaginadlo destruido. ¿No sería un gran milagro reconstruirlo en tres días? Esto haré yo como
señal. Porque vosotros destruiréis mi Cuerpo, que es el Templo verdadero, y yo lo volveré a levantar
al tercer día». La declaración de que Jesús es el Templo de Dios quedó entonces encubierta para
todos. Judíos y discípulos pensaron que el Señor hablaba de volver a edificar el Templo que Herodes
el Grande había empezado a construir en el 19-20 a.C. Sólo más tarde los discípulos entendieron el
verdadero sentido de las palabras de Jesús (v. 22).
_____________________
SAN JUAN CRISÓSTOMO (www.iveargentina.org)
El celo por mi Casa me consumirá
Otro evangelista cuenta que Jesús, al expulsar a toda aquella gente, les dijo: «No hagáis de la
casa de mi Padre una cueva de ladrones». El nuestro (Evangelio según San Juan), sin embargo,
habla de «casa de comercio». No dicen cosas contradictorias, sino que nos dan a entender que Él
hizo aquello una segunda vez, pero no en un breve espacio de tiempo, sino una vez al comienzo de
su predicación y la otra cuando ya se aproximaba su Pasión. En esta segunda ocasión fue cuando,
usando palabras más fuertes, la llamó «cueva», mientras que al principio de sus milagros no dijo eso,
sino que les reprochó con palabras más moderadas, circunstancia ésta por la que se llega a deducir
también que realizó dos veces esta misma acción.
9
Domingo III de Cuaresma (B)
Me preguntaréis: ¿por qué Cristo obró de esa manera y demostró con eso severidad y dureza
tales como en ninguna otra ocasión, ni siquiera cuando fue insultado, cuando se burlaron de Él o le
llamaron «samaritano» y «endemoniado»? Pues, no contentándose con las palabras, hizo un látigo de
cuerdas y los echó por ese medio. Cuando Jesús hace el bien a sus hermanos, los judíos protestan y
se enfadan. En cambio, cuando les riñe con aspereza, no se enfurecen, como sería de esperar, ni
pronuncian palabra injuriosa ninguna al ver aquello, sino que se limitan a preguntarle: «¿Qué signo
nos das para comportarte así?». Tanta era su envidia que no podían soportar los beneficios a otros
concedidos. Por lo que hace al Salvador, una vez dijo que habían convertido el templo en una cueva
de ladrones, queriendo indicar así que todo lo allí vendido era fruto del robo, de rapiñas y de
especulaciones ilícitas. La otra vez, por el contrario, dijo sólo que habían convertido el templo en una
casa de comercio, denunciando con sus palabras la bajeza de sus negociaciones.
Pero, ¿qué le movió a obrar así? Como se disponía a sanar enfermos en sábado y a hacer otras
cosas que eran consideradas por éstos transgresiones a la ley, para no aparecer como enemigo de
Dios y como si hubiera venido a obrar todo eso como rival del Padre, el Salvador se comporta desde
el primer momento de manera que claramente refute una idea tan desatinada. Jesús, que tanto celo
demostraba por el honor del templo, no podía ser adversario del dueño del templo, de quien era
adorado en él. Bastaban, por otra parte, los años ya pasados, durante los cuales Él había vivido en un
absoluto respeto a la ley, para demostrar su obediencia y reverencia al autor de la ley y que no había
venido para combatir ésta. Pero como, probablemente, aquellos años serían olvidados, porque no
eran conocidos a todos, pues Él se crio en una familia humilde y modesta, en presencia de todos
realizó esta obra, no sin grave peligro, en presencia de la multitud que allí se hallaba presente porque
había acudido a la fiesta. No se limitó a echarlos, sino que, además, volcó sus mesas y derramó por
tierra el dinero para convencerles de que quien corría tales riesgos por defender el honor de aquella
casa, ciertamente no podía ser que despreciara a su dueño. Si al obrar así estuviera fingiendo, se
habría contentado con amonestarles, pero exponerse a tanto peligro es, en verdad, una gran muestra
de valor. No era cosa pequeña exponerse a la furia de los mercaderes y exponerse a provocar la
reacción de una muchedumbre de hombres embrutecidos de alguien que quiere disimular, sino el de
quien está dispuesto a padecer y correr peligros por defender el honor del templo. De ese modo,
demuestra el Salvador que está completamente de acuerdo con el Padre tanto con las palabras como
con las obras. No llamó al templo «casa santa», sino «casa de mi Padre». Llama a Dios su Padre y, al
principio, los judíos no reaccionan ante esto, pues no entienden que haya que dar importancia
especial a esas palabras. Pero como luego, a lo largo de su discurso, se expresó más claramente,
llegando a declarar su perfecta igualdad con el Padre, se enfurecieron. ¿Qué le preguntaron entonces?
«¿Qué signo nos das para comportarte así?» ¡Qué desatada locura! ¿Qué necesidad había de un
signo para que dejaran de obrar y libraran el templo de tanta vergüenza? El gran celo por la casa de
Dios de que hizo gala, ¿no era ya, acaso, un signo evidentísimo de ser sobrehumana su virtud? Así lo
reconocieron los más prudentes, incapaces de engañarse sobre este particular. «Sus discípulos
recordaron entonces lo que está escrito: el celo de tu casa me devora». Los judíos, en cambio, no se
acordaron de la profecía y preguntaron: «¿Qué signo nos das?», pues les afligía la pérdida de su
indigno negocio y esperaban evitar su pérdida invitándole a darles un signo que luego pudieran
rebatir. Por lo cual, Él no les dio signo ninguno. Cuando por primera vez se le acercaron para
solicitar de Él una señal, les dijo: «Esta generación perversa y adúltera pide una señal, pero no les
será dada otra que la de Jonás». En esa ocasión se pronuncia más claramente, mientras que aquí lo
hace con cierta reserva y ello en razón de su ignorancia. Quien socorría al que nada le había pedido y
quien por doquier hacía prodigios no habría rechazado su solicitud de no haber comprendido cuán
perversa y fraudulenta era el alma de aquéllos.
10
Domingo III de Cuaresma (B)
Querría que ahora penséis cómo es, en efecto, pérfida su demanda. Deberían haber alabado su
diligencia y su celo y admirarse ante tal prueba de amor por la casa de Dios. Sin embargo, lo acusan
y pretenden defender la licitud de vender y hacer tratos en ese lugar, requiriéndole que dé una señal.
¿Qué les responde Cristo? «Destruid este templo y lo reconstruiré en tres días». Es frecuente que
Cristo diga cosas de este género, incomprensibles para sus oyentes, pero que llegarán a hacerse
claras a quienes vivan en épocas posteriores. ¿Por qué? Porque cuando se viniera a cumplir lo
predicho por El, se haría también evidente que Él había conocido ese hecho desde hacía tiempo. Tal
sucede con esa profecía. Dice el evangelista, que «cuando resucitó, sus discípulos recordaron que Él
había dicho esto y creyeron en la Escritura y en la palabra dicha por Jesús». En cambio, en el
momento en que fueron pronunciadas esas palabras, algunos se quedaron desconcertados sin saber su
verdadero significado y otros le contestaron diciendo: «Han hecho falta cuarenta y seis años para
construir este templo, ¿y tú lo vas a reconstruir en tres días?». Al hablar de cuarenta y seis años se
referían a la última reconstrucción del templo, pues para la construcción originaria sólo hicieron falta
veinte años.
¿Por qué no resolvió este enigma? ¿Por qué no dijo: no hablo de este templo, sino de mi
cuerpo? ¿Y por qué, si Él calló entonces sobre el significado de sus palabras, lo explicó el
evangelista al escribir su evangelio mucho tiempo después? ¿Por qué calló? Porque no habrían dado
crédito a sus palabras. Los propios discípulos eran incapaces de entender lo que decía y mucho más
incapaz aún era la multitud. Pero, dice el evangelista, «cuando resucitó de entre los muertos, se
acordaron y creyeron en la Escritura y en la palabra dicha por Jesús». Dos eran las verdades que en
aquel momento fueron propuestas a su fe: primero, la resurrección y luego, lo que es todavía mayor:
la inhabitación de Dios en El. A ambas alude cuando dice: «destruid este templo y lo reconstruiré en
tres días». También San Pablo advierte que es éste un signo y no pequeño de su divinidad: «Él fue
establecido por Dios con gran poder, según el espíritu de santificación, mediante la resurrección de
la muerte. Digo Jesucristo, Señor nuestro...» Pues Él aquí, y en otro lugar y por doquier, propone
éste como el signo por excelencia, ora diciendo: «Cuando sea levantado», ora «cuando levantéis al
Hijo del Hombre entenderéis quién soy yo», ora «no se os dará ningún signo, sino el de Jonás» y, en
nuestro caso, «en tres días lo reconstruiré». Y hace esto porque con este argumento, más que con
ningún otro, se demuestra que no era un simple hombre, pues podía triunfar sobre la muerte y poner
así término a su larga tiranía y a aquella difícil guerra. Por eso dice: «entonces entenderéis».
¿Cuándo? Cuando después de haber resucitado atraiga a mí a todo el mundo entonces sabréis que yo,
Dios y verdadero Hijo de Dios, he hecho todo eso para vengar la ofensa infligida al Padre. ¿Por qué
no dijo qué signos eran menester para exterminar el mal, aunque dijo que daría una señal? Porque, de
haberlo hecho, les habría irritado más, mientras que obrando como lo hizo, les dejó temerosos. Ellos
no respondieron nada. Les parecía estar escuchando algo imposible y no quisieron preguntarle más
sino que, considerando que se trataba de algo inverosímil, evitaron en adelante tocar ese asunto.
Aunque por entonces todo eso les parecía imposible, si hubieran sido prudentes, le habrían
preguntado y le habrían rogado que resolviera sus dudas, al menos cuando vieron que había obrado
ya muchos prodigios. Pero como eran unos insensatos, no prestaron atención a algunas de las cosas
que dijo y otras las malinterpretaron, escuchándolas con malas disposiciones. Por eso Cristo les
habló de ese modo tan enigmático.
Propongámonos ahora otra cuestión: ¿cómo es que los discípulos no sabían que Él resucitaría
de entre los muertos? Porque todavía no eran dignos de recibir la gracia del Espíritu. Por eso, aunque
a menudo oían hablar de la resurrección, no entendían nada, y daban vueltas en su interior acerca de
qué podría significar. Lo que se decía, que uno podía resucitarse a sí mismo, era, desde luego, una
cosa sobremanera extraordinaria e inaudita. A este propósito, y por causa de su ignorancia respecto a
11
Domingo III de Cuaresma (B)
la resurrección, el propio Pedro fue reprobado cuando dijo: «Nunca te suceda eso». Por otra parte,
tampoco Cristo se la reveló claramente antes de que se cumpliera, para no escandalizar a quienes, al
principio, experimentaban dificultades para aceptar las verdades que se les decían, porque les parecía
sorprendentes y ni siquiera sabían a ciencia cierta quién era Él. Nadie se habría negado, desde luego,
a creer en palabras avaladas por los hechos. Pero era de esperar que algunos permanecerían
incrédulos ante afirmaciones que se basaran sólo en palabras. Por eso, al principio permitió Él que
las cosas siguieran ocultas. Cuando confirmaba con hechos la veracidad de sus palabras, entonces les
concedía comprender las palabras y tanta abundancia del Espíritu, que ellos inmediatamente
captaban su significado de modo pleno. Está escrito que «Él os desentrañará todo». Quienes en una
sola noche perdieron la alta estima en que le tenían, huyeron y negaron que lo hubieran conocido
nunca, ni siquiera de vista, difícilmente se habrían acordado de todo lo sucedido y de cuanto había
sido dicho mucho tiempo antes, a no ser que hubieran alcanzado con abundancia la gracia del
Espíritu. Me preguntaréis, sin embargo: si debían ser instruidos en todo por el Espíritu, ¿qué razón
había para que convivieran con Cristo, cuando no entendían lo que les decía? La respuesta estriba en
el hecho de que el Espíritu no les enseñó todas esas cosas, sino que se limitó a evocar en su memoria
las verdades dichas por Cristo. Además, contribuía, y no poco, a la gloria de Cristo el hecho de que
les enviara al Espíritu Santo para que les desentrañara cuanto Él había enseñado anteriormente.
Es verdad que, al principio, por especial disposición de Dios, la gracia del Espíritu se
derramó con gran abundancia. Mas luego es debido a su virtud el que hayan conservado ese don. Fue
la vida suya de una resplandeciente santidad, manifestaron gran sabiduría, afrontaron enormes fatigas
y despreciaron esta vida terrenal, sin tener para nada en cuenta las cosas humanas y mostrándose
superiores a todas ellas. Volando hacia lo alto cual ligerísimas águilas, tocaron el mismo cielo con
sus obras y por eso recibieron la gracia sobrenatural del Espíritu. Imitémosles también nosotros: no
permitamos que nuestras lámparas se apaguen. Mantengámoslas siempre encendidas mediante la
limosna. Sólo así continuará siempre brillando la luz de ese fuego. Recojamos aceite en nuestros
vasos para poder vivir, porque tras nuestra partida no podremos ya comprarlo y no lo recibiremos de
otras manos que no sean las de los pobres. Recojámoslo, repito, con abundancia aquí abajo si es que
queremos entrar en compañía del esposo, pues, de lo contrario, deberemos permanecer fuera de la
casa donde las nupcias se celebran. Es imposible, repito, imposible, entrar en el umbral del reino de
los cielos si no hemos hecho limosnas, aunque hayamos cumplido otras innumerables obras buenas.
Por lo cual, hagamos con abundancia generosas limosnas, para así poder gozar de los bienes
inefables que esperamos alcanzar todos, por la gracia y la bondad de nuestro Señor Jesucristo, a
quien la gloria por doquier y el reino, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.
(Biblioteca de Patrística 15, Editorial Ciudad Nueva, Madrid, pp. 282-28)
_____________________
FRANCISCO – Ángelus 2015 y 2018 - Homilía en Santa Marta (22.XI.13)
Ángelus 2015
El látigo de Jesús para nosotros es su misericordia.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de hoy (Jn 2, 13-25) nos presenta el episodio de la expulsión de los vendedores
del templo. Jesús «hizo un látigo con cuerdas, los echó a todos del Templo, con ovejas y bueyes» (v.
15), el dinero, todo. Tal gesto suscitó una fuerte impresión en la gente y en los discípulos. Aparece
claramente como un gesto profético, tanto que algunos de los presentes le preguntaron a Jesús:
«¿Qué signos nos muestras para obrar así?» (v. 18), ¿quién eres para hacer estas cosas? Muéstranos
12
Domingo III de Cuaresma (B)
una señal de que tienes realmente autoridad para hacerlas. Buscaban una señal divina, prodigiosa,
que acreditara a Jesús como enviado de Dios. Y Él les respondió: «Destruid este templo y en tres
días lo levantaré» (v. 19). Le replicaron: «Cuarenta y seis años se ha costado construir este templo,
¿y tú lo vas a levantar en tres días?» (v. 20). No habían comprendido que el Señor se refería al
templo vivo de su cuerpo, que sería destruido con la muerte en la cruz, pero que resucitaría al tercer
día. Por eso, «en tres días». «Cuando resucitó de entre los muertos —comenta el evangelista—, los
discípulos se acordaron de que lo había dicho, y creyeron a la Escritura y a la palabra que había
dicho Jesús» (v. 22).
En efecto, este gesto de Jesús y su mensaje profético se comprenden plenamente a la luz de su
Pascua. Según el evangelista Juan, este es el primer anuncio de la muerte y resurrección de Cristo: su
cuerpo, destruido en la cruz por la violencia del pecado, se convertirá con la Resurrección en lugar
de la cita universal entre Dios y los hombres. Cristo resucitado es precisamente el lugar de la cita
universal —de todos— entre Dios y los hombres. Por eso su humanidad es el verdadero templo en el
que Dios se revela, habla, se lo puede encontrar; y los verdaderos adoradores de Dios no son los
custodios del templo material, los detentadores del poder o del saber religioso, sino los que adoran a
Dios «en espíritu y verdad» (Jn 4, 23).
En este tiempo de Cuaresma nos estamos preparando para la celebración de la Pascua, en la
que renovaremos las promesas de nuestro bautismo. Caminemos en el mundo como Jesús y hagamos
de toda nuestra existencia un signo de su amor para nuestros hermanos, especialmente para los más
débiles y los más pobres, construyamos para Dios un templo en nuestra vida. Y así lo hacemos
«encontrable» para muchas personas que encontramos en nuestro camino. Si somos testigos de este
Cristo vivo, mucha gente encontrará a Jesús en nosotros, en nuestro testimonio. Pero —nos
preguntamos, y cada uno de nosotros puede preguntarse—, ¿se siente el Señor verdaderamente como
en su casa en mi vida? ¿Le permitimos que haga «limpieza» en nuestro corazón y expulse a los
ídolos, es decir, las actitudes de codicia, celos, mundanidad, envidia, odio, la costumbre de murmurar
y «despellejar» a los demás? ¿Le permito que haga limpieza de todos los comportamientos contra
Dios, contra el prójimo y contra nosotros mismos, como hemos escuchado hoy en la primera lectura?
Cada uno puede responder a sí mismo, en silencio, en su corazón. «¿Permito que Jesús haga un poco
de limpieza en mi corazón?». «Oh padre, tengo miedo de que me reprenda». Pero Jesús no reprende
jamás. Jesús hará limpieza con ternura, con misericordia, con amor. La misericordia es su modo de
hacer limpieza. Dejemos —cada uno de nosotros—, dejemos que el Señor entre con su misericordia
—no con el látigo, no, sino con su misericordia— para hacer limpieza en nuestros corazones. El
látigo de Jesús para nosotros es su misericordia. Abrámosle la puerta, para que haga un poco de
limpieza.
Cada Eucaristía que celebramos con fe nos hace crecer como templo vivo del Señor, gracias
a la comunión con su Cuerpo crucificado y resucitado. Jesús conoce lo que hay en cada uno de
nosotros, y también conoce nuestro deseo más ardiente: el de ser habitados por Él, sólo por Él.
Dejémoslo entrar en nuestra vida, en nuestra familia, en nuestro corazón. Que María santísima,
morada privilegiada del Hijo de Dios, nos acompañe y nos sostenga en el itinerario cuaresmal, para
que redescubramos la belleza del encuentro con Cristo, que nos libera y nos salva.
***
Ángelus 2018
Vivir para la gloria de Dios, que es el amor
¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!
13
Domingo III de Cuaresma (B)
El Evangelio de hoy presenta, en la versión de Juan, el episodio en el que Jesús expulsa a los
vendedores del templo de Jerusalén (cf. Juan 2, 13-25). Él hizo este gesto ayudándose con un látigo,
volcó las mesas y dijo: «No hagáis de la Casa de mi Padre una casa de mercado» (v. 16). Esta acción
decidida, realizada en proximidad de la Pascua, suscitó gran impresión en la multitud y la hostilidad
de las autoridades religiosas y de los que se sintieron amenazados en sus intereses económicos. Pero,
¿cómo debemos interpretarla? Ciertamente no era una acción violenta, tanto es verdad que no
provocó la intervención de los tutores del orden público: de la policía. ¡No! Sino que fue entendida
como una acción típica de los profetas, los cuales a menudo denunciaban, en nombre de Dios, abusos
y excesos. La cuestión que se planteaba era la de la autoridad. De hecho los judíos preguntaron a
Jesús: «¿Qué señal nos muestras para obrar así?» (v. 18), es decir ¿qué autoridad tienes para hacer
estas cosas? Como pidiendo la demostración de que Él actuaba en nombre de Dios. Para interpretar
el gesto de Jesús de purificar la casa de Dios, sus discípulos usaron un texto bíblico tomado del
salmo 69: «El celo por tu casa me devorará» (v. 17); así dice el salmo: «pues me devora el celo de tu
casa». Este salmo es una invocación de ayuda en una situación de extremo peligro a causa del odio
de los enemigos: la situación que Jesús vivirá en su pasión. El celo por el Padre y por su casa lo
llevará hasta la cruz: su celo es el del amor que lleva al sacrificio de sí, no el falso que presume de
servir a Dios mediante la violencia. De hecho, el «signo» que Jesús dará como prueba de su
autoridad será precisamente su muerte y resurrección: «Destruid este santuario —dice— y en tres
días lo levantaré» (v. 19). Y el evangelista anota: «Él hablaba del Santuario de su cuerpo» (v. 21).
Con la Pascua de Jesús inicia el nuevo culto en el nuevo templo, el culto del amor, y el nuevo templo
es Él mismo.
La actitud de Jesús contada en la actual página evangélica, nos exhorta a vivir nuestra vida no
en la búsqueda de nuestras ventajas e intereses, sino por la gloria de Dios que es el amor. Somos
llamados a tener siempre presentes esas palabras fuertes de Jesús: «No hagáis de la Casa de mi Padre
una casa de mercado» (v. 16). Es muy feo cuando la Iglesia se desliza hacia esta actitud de hacer de
la casa de Dios un mercado. Estas palabras nos ayudan a rechazar el peligro de hacer también de
nuestra alma, que es la casa de Dios, un lugar de mercado que viva en la continua búsqueda de
nuestro interés en vez de en el amor generoso y solidario. Esta enseñanza de Jesús es siempre actual,
no solamente para las comunidades eclesiales, sino también para los individuos, para las
comunidades civiles y para toda la sociedad. Es común, de hecho, la tentación de aprovechar las
buenas actividades, a veces necesarias, para cultivar intereses privados, o incluso ilícitos. Es un
peligro grave, especialmente cuando instrumentaliza a Dios mismo y el culto que se le debe a Él, o el
servicio al hombre, su imagen. Por eso Jesús esa vez usó «las maneras fuertes», para sacudirnos de
este peligro mortal. Que la Virgen María nos sostenga en el compromiso de hacer de la Cuaresma
una buena ocasión para reconocer a Dios como único Señor de nuestra vida, quitando de nuestro
corazón y de nuestras obras todo tipo de idolatría.
***
Homilía (22.XI.13)
Para qué se va al templo
El templo existe “para adorar a Dios”. Y precisamente por esto es “punto de referencia de la
comunidad”, compuesta por personas que son ellas mismas “un templo espiritual donde habita el
Espíritu Santo”. Una meditación sobre el “verdadero sentido del templo” propuesta por el Papa
Francisco en la homilía de la misa [del Viernes de la 33ª. Semana del Tiempo Ordinario].
14
Domingo III de Cuaresma (B)
La reflexión del Pontífice se inspiró en la liturgia de la Palabra, en particular, en el pasaje
tomado del primer libro de los Macabeos (1M 4, 36-37. 52-59) −que habla de la nueva consagración
del templo realizada por Judas− y del pasaje evangélico de Lucas que relata la expulsión de los
vendedores del templo (Lc 19, 45-48).
La de Judas Macabeo no fue la primera consagración y purificación del templo, que, en las
vicisitudes de la historia, fue también “destruido” durante las guerras, tal es así que “recordamos
cuando Neemías reconstruye el templo”. Y así Judas Macabeo, después de la victoria, piensa en el
templo: “Nuestros enemigos están vencidos; subamos, pues, a purificar el santuario y a restaurarlo”.
Una purificación y una nueva consagración necesarias “porque los paganos habían utilizado el
santuario para su culto”. Por lo tanto “se debía purificar y volver a consagrar”.
Para el Papa Francisco el mensaje de fondo “es muy importante: el templo como un lugar de
referencia de la comunidad, lugar de referencia del pueblo de Dios”. Y en esta perspectiva el
Pontífice hizo también revivir “el itinerario del templo en la historia”, que “comienza con el arca;
luego Salomón realiza su construcción; después llega a ser templo vivo: Jesucristo el templo. Y
terminará en la gloria, en la Jerusalén celestial”.
“Consagrar de nuevo el templo para que se le dé gloria a Dios” es por consiguiente el sentido
esencial del gesto de Judas Macabeo, precisamente porque “el templo es el lugar donde la comunidad
va a orar, a alabar al Señor, a dar gracias, pero sobre todo a adorar”. En efecto, “en el templo se
adora al Señor. Este es el punto más importante”. Y esta verdad es válida para todo templo y para
toda ceremonia litúrgica, donde lo que “es más importante es la adoración” y no “los cantos y los
ritos”, por bellos que sean. “Toda la comunidad reunida mira al altar donde se celebra el sacrificio y
adora. Pero creo, humildemente lo digo, que nosotros los cristianos tal vez hemos perdido un poco el
sentido de la adoración. Y pensamos: vamos al templo, nos reunimos como hermanos, y es bueno, es
bello. Pero el centro está allí donde está Dios. Y nosotros adoramos a Dios”.
“Nuestros templos ¿son lugares de adoración? ¿Favorecen la adoración? Nuestras
celebraciones, ¿favorecen la adoración?”. Judas Macabeo y el pueblo “tenían el celo por el templo de
Dios porque es la casa de Dios, la morada de Dios. E iban en comunidad a encontrar a Dios allí, a
adorar”.
Como relata el evangelista Lucas, “también Jesús purifica el templo”. Pero lo hace con el
“látigo en la mano”. Se pone a expulsar “las actitudes paganas, en este caso de los mercaderes que
vendían y habían transformado el templo en pequeños negocios para vender, para cambiar las
monedas, las divisas”. Jesús purifica el templo reprendiendo: “Está escrito: mi casa será casa de
oración” y “no de otra cosa. El templo es un lugar sagrado. Y nosotros debemos entrar allí, en la
sacralidad que nos lleva a la adoración. No hay otra cosa”.
Además, “san Pablo nos dice que somos templos del Espíritu Santo: yo soy un templo, el
Espíritu de Dios está en mí. Y también nos dice: no entristezcáis al espíritu del Señor que está dentro
de vosotros”. En este caso, precisó, podemos hablar de “una especie de adoración, que es el corazón
que busca al Espíritu del Señor dentro de sí. Y sabe que Dios está dentro de sí, que el Espíritu Santo
está dentro de sí y escucha y le sigue. También nosotros −afirmó− debemos purificarnos
continuamente porque somos pecadores: purificarnos con la oración, con la penitencia, con el
sacramento de la reconciliación, con la Eucaristía”.
Y así, “en estos dos templos −el templo material lugar de adoración y el templo espiritual
dentro de mí, donde mora el Espíritu Santo− nuestra actitud debe de ser la piedad que adora y
escucha; que ora y pide perdón; que alaba al Señor”. Y “cuando se habla de la alegría del templo, se
15
Domingo III de Cuaresma (B)
habla de esto: toda la comunidad en adoración, en oración, en acción de gracias, en alabanza. En
oración con el Señor que está dentro de mí, porque soy templo; en escucha; en disponibilidad”.
El Papa concluyó la homilía invitando a orar para que “el Señor nos conceda este sentido
auténtico del templo para poder ir adelante en nuestra vida de adoración y de escucha de la Palabra
de Dios”.
_________________________
BENEDICTO XVI - Ángelus 2009 y 2012
2009
La Iglesia anuncia a Cristo crucificado
Queridos hermanos y hermanas:
Mientras me preparo para este viaje misionero [a Camerún], resuenan en mi alma las palabras
del apóstol san Pablo que la liturgia propone a nuestra meditación en este tercer domingo de
Cuaresma: “Nosotros predicamos a Cristo crucificado –escribe el Apóstol a los cristianos de
Corinto–, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; pero para los llamados, lo mismo
judíos que griegos, Cristo es fuerza de Dios y sabiduría de Dios” (1Co 1, 23-24). Sí, queridos
hermanos y hermanas, viajo a África con la convicción de que no tengo nada que proponer o dar a
aquellos con los que me encuentre si no es Cristo y la buena nueva de su cruz, misterio de amor
supremo, de amor divino que vence toda resistencia humana y hace posible incluso el perdón y el
amor a los enemigos.
Esta es la gracia del Evangelio, capaz de transformar el mundo; esta es la gracia que puede
renovar también a África, porque genera una fuerza irresistible de paz y de reconciliación profunda y
radical. Por tanto, la Iglesia no persigue objetivos económicos, sociales o políticos; la Iglesia anuncia
a Cristo, convencida de que el Evangelio puede tocar el corazón de todos y transformarlo, renovando
de este modo desde dentro a las personas y las sociedades.
El 19 de marzo celebraremos la solemnidad de san José, patrono de la Iglesia universal, y
también mío personal. San José, avisado en sueños por un ángel, tuvo que huir con María a Egipto,
en África, para poner a salvo a Jesús recién nacido, a quien el rey Herodes quería matar. Así se
cumplieron las Escrituras: Jesús siguió los pasos de los antiguos patriarcas y, como el pueblo de
Israel, volvió a la Tierra prometida después de haber estado en el exilio en Egipto.
***
2012
La violencia es contraria al reino de Dios
Queridos hermanos y hermanas:
El evangelio de este tercer domingo de Cuaresma se refiere, en el escrito de san Juan, al
famoso episodio en el que Jesús expulsa del templo de Jerusalén a los vendedores de animales a los
cambistas (cf. Jn 2,13-25). El hecho, señalado por todos los evangelistas, tuvo lugar en las
proximidades de la fiesta de la Pascua despertando gran impresión en la multitud y entre sus
discípulos. ¿Cómo debemos interpretar este gesto de Jesús? En primer lugar hay que señalar que esto
no provoca ninguna represión de los guardianes del orden público, porque fue visto como una típica
acción profética: de hecho, los profetas, en nombre de Dios, a menudo denunciaban los abusos, y lo
hacían a veces con gestos simbólicos. El problema, en todo caso, era su autoridad. Por eso los judíos
16
Domingo III de Cuaresma (B)
le preguntaron a Jesús: ¿Qué signo nos muestras para obrar así? (Jn. 2,18), que nos muestre que
realmente actúa en nombre de Dios.
La expulsión de los mercaderes del templo fue también interpretada en sentido político
revolucionario, colocando a Jesús en la línea del movimiento de los zelotes. Estos eran, de hecho,
“celosos” de la ley de Dios y dispuestos a usar la violencia para hacerla cumplir. En la época de
Jesús esperaban a un mesías que liberase a Israel del dominio romano. Pero Jesús decepcionó esta
espera, por lo que algunos discípulos lo abandonaron, y Judas Iscariote incluso lo traicionó. En
realidad, es imposible interpretar a Jesús como violento: la violencia es contraria al reino de Dios, y
un instrumento del anticristo. La violencia nunca le sirve a la humanidad, es más, la deshumaniza.
Escuchamos a continuación las palabras que Jesús dijo haciendo ese gesto: “Quiten esto de
aquí. No hagan de la casa de mi Padre una casa de mercado. Y entonces los discípulos se acordaron
de lo que está escrito en el salmo: “El celo por tu Casa me devora” (69,10). Este salmo es una
invocación de ayuda en una situación de extremo peligro a causa del odio de los enemigos: la
situación que Jesús vivirá en su pasión. El celo por el Padre y por su casa, lo llevará hasta la cruz: el
suyo es el celo del amor que paga con su propia persona, no el que querría servir a Dios mediante la
violencia. De hecho, el “signo” que Jesús dará como prueba de su autoridad será sólo el de su muerte
y resurrección. “Destruyan este santuario −dijo−, y en tres días lo levantaré”. Y san Juan observa:
“Él hablaba del santuario de su cuerpo” (Jn. 2,20-21). Con la pascua de Jesús se inicia un nuevo
culto, el culto del amor, y un nuevo templo que es Él mismo, Cristo resucitado, por el cual cada
creyente puede adorar a Dios Padre “en espíritu y en verdad” (Jn. 4,23).
Queridos amigos, el Espíritu Santo ha comenzado a construir este nuevo templo en el vientre
materno de la Virgen María. A través de su intercesión, oramos para que cada cristiano sea piedra
viva de este edificio espiritual.
_________________________
DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los
Sacramentos
CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA
Jesús y la Ley
459. El Verbo se encarnó para ser nuestro modelo de santidad: “Tomad sobre vosotros mi yugo, y
aprended de mí ... “(Mt 11, 29). “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por
mí” (Jn 14, 6). Y el Padre, en el monte de la transfiguración, ordena: “Escuchadle” (Mc 9, 7; cf. Dt 6,
4-5). Él es, en efecto, el modelo de las bienaventuranzas y la norma de la ley nueva: “Amaos los
unos a los otros como yo os he amado” (Jn 15, 12). Este amor tiene como consecuencia la ofrenda
efectiva de sí mismo (cf. Mc 8, 34).
577. Al comienzo del Sermón de la montaña, Jesús hace una advertencia solemne presentando la Ley
dada por Dios en el Sinaí con ocasión de la Primera Alianza, a la luz de la gracia de la Nueva
Alianza:
“No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir sino a dar
cumplimiento. Sí, os lo aseguro: el cielo y la tierra pasarán antes que pase una i o un ápice de la
Ley sin que todo se haya cumplido. Por tanto, el que quebrante uno de estos mandamientos menores,
y así lo enseñe a los hombres, será el menor en el Reino de los cielos; en cambio el que los observe y
los enseñe, ese será grande en el Reino de los cielos” (Mt 5, 17-19).
17
Domingo III de Cuaresma (B)
578. Jesús, el Mesías de Israel, por lo tanto, el más grande en el Reino de los cielos, se debía sujetar a
la Ley cumpliéndola en su totalidad hasta en sus menores preceptos, según sus propias palabras.
Incluso es el único en poderlo hacer perfectamente (cf. Jn 8, 46). Los judíos, según su propia
confesión, jamás han podido cumplir jamás la Ley en su totalidad, sin violar el menor de sus
preceptos (cf. Jn 7, 19; Hch 13, 38-41; 15, 10). Por eso, en cada fiesta anual de la Expiación, los
hijos de Israel piden perdón a Dios por sus transgresiones de la Ley. En efecto, la Ley constituye un
todo y, como recuerda Santiago, “quien observa toda la Ley, pero falta en un solo precepto, se hace
reo de todos” (St 2, 10; cf. Ga 3, 10; 5, 3).
579. Este principio de integridad en la observancia de la Ley, no sólo en su letra sino también en su
espíritu, era apreciado por los fariseos. Al subrayarlo para Israel, muchos judíos del tiempo de Jesús
fueron conducidos a un celo religioso extremo (cf. Rm 10, 2), el cual, si no quería convertirse en una
casuística “hipócrita” (cf. Mt 15, 3-7; Lc 11, 39-54) no podía más que preparar al pueblo a esta
intervención inaudita de Dios que será la ejecución perfecta de la Ley por el único Justo en lugar de
todos los pecadores (cf. Is 53, 11; Hb 9, 15).
580. El cumplimiento perfecto de la Ley no podía ser sino obra del divino Legislador que nació
sometido a la Ley en la persona del Hijo (cf Ga 4, 4). En Jesús la Ley ya no aparece grabada en
tablas de piedra sino “en el fondo del corazón” (Jr 31, 33) del Siervo, quien, por “aportar fielmente el
derecho” (Is 42, 3), se ha convertido en “la Alianza del pueblo” (Is 42, 6). Jesús cumplió la Ley hasta
tomar sobre sí mismo “la maldición de la Ley” (Ga 3, 13) en la que habían incurrido los que no
“practican todos los preceptos de la Ley” (Ga 3, 10) porque, ha intervenido su muerte para remisión
de las transgresiones de la Primera Alianza” (Hb 9, 15).
581. Jesús fue considerado por los Judíos y sus jefes espirituales como un “rabbi” (cf. Jn 11, 28; 3, 2;
Mt 22, 23-24, 34-36). Con frecuencia argumentó en el marco de la interpretación rabínica de la Ley
(cf. Mt 12, 5; 9, 12; Mc 2, 23-27; Lc 6, 6-9; Jn 7, 22-23). Pero al mismo tiempo, Jesús no podía
menos que chocar con los doctores de la Ley porque no se contentaba con proponer su interpretación
entre los suyos, sino que “enseñaba como quien tiene autoridad y no como sus escribas” (Mt 7, 2829). La misma Palabra de Dios, que resonó en el Sinaí para dar a Moisés la Ley escrita, es la que en
él se hace oír de nuevo en el Monte de las Bienaventuranzas (cf. Mt 5, 1). Esa palabra no revoca la
Ley sino que la perfecciona aportando de modo divino su interpretación definitiva: “Habéis oído
también que se dijo a los antepasados... pero yo os digo” (Mt 5, 33-34). Con esta misma autoridad
divina, desaprueba ciertas “tradiciones humanas” (Mc 7, 8) de los fariseos que “anulan la Palabra de
Dios” (Mc 7, 13).
582. Yendo más lejos, Jesús da plenitud a la Ley sobre la pureza de los alimentos, tan importante en
la vida cotidiana judía, manifestando su sentido “pedagógico” (cf. Ga 3, 24) por medio de una
interpretación divina: “Todo lo que de fuera entra en el hombre no puede hacerle impuro... −así
declaraba puros todos los alimentos− ... Lo que sale del hombre, eso es lo que hace impuro al
hombre. Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen las intenciones malas” (Mc 7, 18-21).
Jesús, al dar con autoridad divina la interpretación definitiva de la Ley, se vio enfrentado a algunos
doctores de la Ley que no recibían su interpretación a pesar de estar garantizada por los signos
divinos con que la acompañaba (cf. Jn 5, 36; 10, 25. 37-38; 12, 37). Esto ocurre, en particular,
respecto al problema del sábado: Jesús recuerda, frecuentemente con argumentos rabínicos (cf. Mt
2,25-27; Jn 7, 22-24), que el descanso del sábado no se quebranta por el servicio de Dios (cf. Mt 12,
5; Nm 28, 9) o al prójimo (cf. Lc 13, 15-16; 14, 3-4) que realizan sus curaciones.
El Templo prefigura a Cristo; Él es el Templo
18
Domingo III de Cuaresma (B)
593. Jesús veneró el Templo subiendo a él en peregrinación en las fiestas judías y amó con gran celo
esa morada de Dios entre los hombres. El Templo prefigura su Misterio. Anunciando la destrucción
del templo anuncia su propia muerte y la entrada en una nueva edad de la historia de la salvación,
donde su cuerpo será el Templo definitivo.
583. Como los profetas anteriores a él, Jesús profesó el más profundo respeto al Templo de
Jerusalén. Fue presentado en él por José y María cuarenta días después de su nacimiento (Lc. 2, 2239). A la edad de doce años, decidió quedarse en el Templo para recordar a sus padres que se debía a
los asuntos de su Padre (cf. Lc 2, 46-49). Durante su vida oculta, subió allí todos los años al menos
con ocasión de la Pascua (cf. Lc 2, 41); su ministerio público estuvo jalonado por sus
peregrinaciones a Jerusalén con motivo de las grandes fiestas judías (cf. Jn 2, 13-14; 5, 1. 14; 7, 1.
10. 14; 8, 2; 10, 22-23).
584. Jesús subió al Templo como al lugar privilegiado para el encuentro con Dios. El Templo era
para él la casa de su Padre, una casa de oración, y se indigna porque el atrio exterior se haya
convertido en un mercado (Mt 21, 13). Si expulsa a los mercaderes del Templo es por celo hacia las
cosas de su Padre: “no hagáis de la Casa de mi Padre una casa de mercado. Sus discípulos se
acordaron de que estaba escrito: ‘El celo por tu Casa me devorará’ (Sal 69, 10)” (Jn 2, 16-17).
Después de su Resurrección, los Apóstoles mantuvieron un respeto religioso hacia el Templo (cf.
Hch 2, 46; 3, 1; 5, 20. 21; etc.).
585. Jesús anunció, no obstante, en el umbral de su Pasión, la ruina de ese espléndido edificio del
cual no quedará piedra sobre piedra (cf. Mt 24, 1-2). Hay aquí un anuncio de una señal de los últimos
tiempos que se van a abrir con su propia Pascua (cf. Mt 24, 3; Lc 13, 35). Pero esta profecía pudo ser
deformada por falsos testigos en su interrogatorio en casa del sumo sacerdote (cf. Mc 14, 57-58) y
serle reprochada como injuriosa cuando estaba clavado en la cruz (cf. Mt 27, 39-40).
586. Lejos de haber sido hostil al Templo (cf. Mt 8, 4; 23, 21; Lc 17, 14; Jn 4, 22) donde expuso lo
esencial de su enseñanza (cf. Jn 18, 20), Jesús quiso pagar el impuesto del Templo asociándose con
Pedro (cf. Mt 17, 24-27), a quien acababa de poner como fundamento de su futura Iglesia (cf. Mt 16,
18). Aún más, se identificó con el Templo presentándose como la morada definitiva de Dios entre los
hombres (cf. Jn 2, 21; Mt 12, 6). Por eso su muerte corporal (cf. Jn 2, 18-22) anuncia la destrucción
del Templo que señalará la entrada en una nueva edad de la historia de la salvación: “Llega la hora
en que, ni en este monte, ni en Jerusalén adoraréis al Padre” (Jn 4, 21; cf. Jn 4, 23-24; Mt 27, 51; Hb
9, 11; Ap 21, 22).
La nueva Ley completa la antigua
1967. La Ley evangélica “da cumplimiento” (cf Mt 5,17-19), purifica, supera, y lleva a su perfección
la Ley antigua. En las “Bienaventuranzas” da cumplimiento a las promesas divinas elevándolas y
ordenándolas al “Reino de los Cielos”. Se dirige a los que están dispuestos a acoger con fe esta
esperanza nueva: los pobres, los humildes, los afligidos, los limpios de corazón, los perseguidos a
causa de Cristo, trazando así los caminos sorprendentes del Reino.
1968. La Ley evangélica lleva a plenitud los mandamientos de la Ley. El Sermón del monte, lejos de
abolir o devaluar las prescripciones morales de la Ley antigua, extrae de ella las virtualidades ocultas
y hace surgir de ella nuevas exigencias: revela toda su verdad divina y humana. No añade preceptos
exteriores nuevos, pero llega a reformar la raíz de los actos, el corazón, donde el hombre elige entre
lo puro y lo impuro (cf Mt 15,18-19), donde se forman la fe, la esperanza y la caridad, y con ellas las
otras virtudes. El Evangelio conduce así la Ley a su plenitud mediante la imitación de la perfección
19
Domingo III de Cuaresma (B)
del Padre celestial (cf Mt 5,48), mediante el perdón de los enemigos y la oración por los
perseguidores, según el modelo de la generosidad divina (cf Mt 5,44).
La potencia de Cristo revelada en la cruz
El misterio de la aparente impotencia de Dios
272. La fe en Dios Padre Todopoderoso puede ser puesta a prueba por la experiencia del mal y del
sufrimiento. A veces Dios puede parecer ausente e incapaz de impedir el mal. Ahora bien, Dios
Padre ha revelado su omnipotencia de la manera más misteriosa en el anonadamiento voluntario y en
la Resurrección de su Hijo, por los cuales ha vencido el mal. Así, Cristo crucificado es “poder de
Dios y sabiduría de Dios. Porque la necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la
debilidad divina, más fuerte que la fuerza de los hombres” (1 Co 2, 24-25). En la Resurrección y en
la exaltación de Cristo es donde el Padre “desplegó el vigor de su fuerza” y manifestó “la soberana
grandeza de su poder para con nosotros, los creyentes” (Ef 1,19-22).
550. La venida del Reino de Dios es la derrota del reino de Satanás (cf. Mt 12, 26): “Pero si por el
Espíritu de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios” (Mt 12,
28). Los exorcismos de Jesús liberan a los hombres del dominio de los demonios (cf Lc 8, 26-39).
Anticipan la gran victoria de Jesús sobre “el príncipe de este mundo” (Jn 12, 31). Por la Cruz de
Cristo será definitivamente establecido el Reino de Dios: “Regnavit a ligno Deus” (“Dios reinó desde
el madero de la Cruz”, himno “Vexilla Regis”).
853. Pero en su peregrinación, la Iglesia experimenta también “hasta qué punto distan entre sí el
mensaje que ella proclama y la debilidad humana de aquellos a quienes se confía el Evangelio” (GS
43, 6). Sólo avanzando por el camino “de la conversión y la renovación” (LG 8; cf 15) y “por el
estrecho sendero de Dios” (AG 1) es como el Pueblo de Dios puede extender el reino de Cristo (cf
RM 12-20). En efecto, “como Cristo realizó la obra de la redención en la persecución, también la
Iglesia está llamada a seguir el mismo camino para comunicar a los hombres los frutos de la
salvación” (LG 8).
_________________________
RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
Los diez mandamientos
El Evangelio de hoy, tercer Domingo de Cuaresma, tiene como tema el templo. Jesús purifica
el viejo templo, arrojando fuera con un látigo de cuerdas a mercaderes y mercancías; en
consecuencia, se presenta a sí mismo como el nuevo templo de Dios, que destruirán los hombres,
pero que Dios hará resurgir en tres días.
Esta vez, sin embargo, iniciamos nuestra reflexión por la primera lectura, porque ella contiene
un texto importante: el decálogo, los diez mandamientos de Dios. Volvamos a escucharla para
refrescar la memoria tal como nos la presenta la versión castellana en este Domingo:
«Yo soy el Señor, tu Dios...
No tendrás otros dioses frente a mí...
No pronunciarás el nombre del Señor, tu Dios, en falso.
Porque no dejará el Señor impune a quien pronuncie su nombre en falso.
Fíjate en el sábado para santificarlo...
Honra a tu padre y a tu madre: así prolongarás tus días en la tierra que el Señor, tu Dios, te
va a dar.
20
Domingo III de Cuaresma (B)
No matarás.
No cometerás adulterio.
No robarás.
No darás testimonio falso contra tu prójimo.
No codiciarás los bienes de tu prójimo; no codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su esclavo,
ni su esclava, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea de él».
El hombre moderno frecuentemente no comprende los mandamientos. Los cambia por
prohibiciones arbitrarias de Dios, por límites intolerables puestos en contra de su libertad. Pero, en
realidad los mandamientos de Dios son una manifestación de su amor y de su solicitud paternal para
con el hombre. «Escucha, Israel; esmérate en practicarlos para que seas feliz» (cfr. Deuteronomio 6,
3; 30,15 s.): esto, no otra cosa, es la finalidad de los mandamientos.
Estuve una vez en peregrinación en el Monte Sinaí, en donde fueron entregados los diez
mandamientos por Dios a Moisés, y pude hacer una observación. En algunos pasos peligrosos de la
senda, que lleva a la cumbre, para evitar que alguien distraído o inexperto cayera fuera del camino y
se precipitase en el vacío, hay puestas unas señales de peligro, colocadas unas barandillas o puestas
unas barreras. La finalidad de los mandamientos no es diferente de esto.
Los mandamientos se pueden comparar asimismo a malecones o a un dique. Todos recuerdan
o han oído hablar de lo que sucedió en los años cincuenta del inmediato siglo pasado cuando el Po
rompió los malecones en el Polesino, o lo que sucedió en 1963 cuando se rompió el dique del Vajont
y poblaciones enteras fueron sumergidas por la avalancha de agua y barro. La comparación no parece
exagerada. Nosotros mismos vemos lo que sucede en la sociedad, cuando se quebrantan
sistemáticamente ciertos mandamientos, como el de no matar o de no robar...
En la base de los diez mandamientos, Dios estableció su alianza con Israel e hizo de ello un
«reino de sacerdotes y una nación santa» (Éxodo 19,6). Después que Moisés hubo referido al pueblo
las diez palabras, está escrito que todos respondieron a una sola voz: «Nosotros haremos cuanto ha
dicho el Señor» (Éxodo 19,8). La decisión de querer pertenecer al pueblo de Dios y de entrar en
alianza con él, está inscrita por sí misma en el bautismo; pero, hoy nos ofrece la ocasión para decidir
personalmente y como adultos de cuál de las partes queremos estar.
Jesús ha resumido todos los mandamientos, es más, toda la Biblia, en un único mandamiento,
el del amor a Dios y al prójimo.
«De estos dos mandamientos –ha dicho– dependen toda la Ley y los Profetas» (Mateo 22,40).
Si yo amo a Dios, no querré tener a otro Dios fuera de él, no nombraré su nombre en vano, esto es,
no blasfemaré, Y santificaré sus fiestas. Si amo al prójimo, honraré al padre y a la madre, que son mi
prójimo más cercano, no robaré, no diré falsos testimonios. Tenía razón san Agustín al decir: «Ama
y haz lo que quieras». Porque si uno ama de verdad, todo lo que hará será para bien. También si echa
en cara y corrige será por amor, por el bien del otro.
Desde esta luz se entiende igualmente el Evangelio de hoy. ¿Cómo se explica la escena de
Jesús que con palos echa fuera a los mercaderes del templo, que tira por el suelo las mesas de los
cambistas y grita: «¡Fuera, fuera de aquí!», él, por costumbre tan manso y pacífico? Se explica
precisamente por el amor, vuelve a entrar en aquel «ama y haz lo que quieras». Él se mueve por
amor para con el Padre celestial, cuyo celo, dice el Evangelio, lo devoraba; pero, asimismo por el
amor para con los hombres. Sería necesario saber quiénes eran y qué hacían aquellos cambistas y
aquellos vendedores de palomas. La Pascua estaba cercana. Para esta fiesta era costumbre
congregarse en Jerusalén judíos y creyentes de todas las partes del mundo en un número a veces de
21
Domingo III de Cuaresma (B)
más de dos millones de personas. Cada uno debía pagar la tasa del templo (correspondiente al salario
de dos jornadas); pero, se debía pagar solamente en moneda local. Llegando con toda clase de
moneda extranjera, había que cambiarla en los pórticos del templo y, por el cambio, los cambistas
conseguían sonsacar a aquella pobre gente el equivalente a otra jornada laboral. Lo mismo sucede
con los vendedores de palomas. Casi todos los peregrinos querían ofrecer un pequeño o un grande
animal como sacrificio para el templo. Las víctimas, sin embargo, debían ser declaradas idóneas por
expertos del templo. Si venían adquiridas fuera del templo estas víctimas se declaraban casi con
seguridad no idóneas, por lo que era necesario adquiridas dentro del recinto del templo, pagando
hasta tres veces más de su precio normal.
Jesús reacciona, por lo tanto, ante la injusticia cometida contra las gentes sencillas y, más en
general, reacciona contra la idea de que era necesario presentarse a Dios con víctimas y ofrendas
como si fuera casi necesario pagar su favor. Dios es amor y todo lo que quiere del hombre es que
reconozca éste su amor gratuito y le corresponda con la observancia de los mandamientos. Jesús hace
suyo el grito de los profetas: «Misericordia quiero, que no sacrificios» (Mareo 9,13). «La obediencia
(a mis mandamientos) vale más que todos los holocaustos y sacrificios» (cfr.1 Samuel l5, 22).
Volvamos, ahora, al tema de los mandamientos. Los diez mandamientos vienen observados
conjuntamente; no se pueden observar cinco y violar los otros cinco o incluso uno sólo de ellos. He
comparado los diez mandamientos a las señales indicadoras a lo largo de la subida al Monte Sinaí, a
los malecones de un río y a un dique. Basta remover una de estas señales para precipitarse en el
vacío, basta que el río rompa los malecones en un punto determinado para inundarlo todo.
Hay personas que al respecto se han hecho extrañas convicciones. Ciertos hombres de la
mafia honran escrupulosamente al padre y a la madre, nunca se permitirían «desear la mujer de otro»
y si un hijo blasfema lo reprochan ásperamente; pero, en cuanto a no matar, no decir palabras en
falso, no desear los bienes de otro, todo ello es otra cuenta. Deberíamos examinar nuestra vida para
ver si también nosotros hacemos algo semejante, esto es, si observamos escrupulosamente algunos
mandamientos y alegremente violamos los otros, incluso si no son hasta los mismos que los
mafiosos. Nosotros no matamos y no robamos; pero, quizás hablamos en falso, no honramos al padre
y a la madre, especialmente si son ancianos y están solos, deseamos la mujer (o el hombre) de otros;
o hasta odiamos a alguno, cosa que, para la Escritura, es como matarlo (cfr. 1 Juan 3,15).
Quisiera llamar la atención en particular sobre uno de los mandamientos, que en algunos
ambientes es más frecuentemente transgredido: «No tomar el nombre de Dios en vano». «En vano»
significa sin respeto o, peor, con desprecio, con ira, en suma, blasfemando. En ciertas regiones hay
gente que usa la blasfemia como una especie de interposición a las propias palabras, sin tener en
cuenta ningún sentimiento de los que escuchan. Muchos jóvenes, después, especialmente si están en
compañía, blasfeman repetidamente con la evidente convicción de que así impresionarán más a las
muchachas presentes. Pero, un joven, que no tiene más que este medio para impresionar a las
muchachas, quiere decir que está sometido al propio mal.
Basta un sencillísimo razonamiento para entender cuánto la blasfemia sea absurda y,
digámoslo también, estúpida. O no se cree en Dios y entonces ¿qué significa la blasfemia? ¿Contra
quién se dirige? O, si se cree que Dios existe, como ocurre en la mayoría de los casos, entonces la
cosa, pensándolo bien, es terrible. Quien blasfema, ¡lo desafía, lo insulta! Cuando una persona
blasfema se asemeja a uno que ha sido agarrado por la mano sobre un precipicio y hace de todo para
golpear y arañar en los ojos a quien lo agarra, sin pensar que si éste dejase por un instante su presa, él
se precipitaría en el vacío.
22
Domingo III de Cuaresma (B)
A veces, se dice: «Es una costumbre, no pensaba; se me ha escapado de la boca, no quería
ofender a Dios». Pero, yo digo: ¿si una persona, cada vez que se encuentra con nosotros, nos
insultase en público, excusándose de ello con decir que no lo hace por malicia, sino sólo por
costumbre, aceptaríamos aquella excusa? En un tiempo, cuando yo oía blasfemar en torno a mí, me
sentía temblar de indignación. Ahora, me viene espontáneo mirar a aquel pobrecillo, especialmente si
es un muchacho o un joven, con inmensa piedad y tristeza, y decir dentro de mí: «Padre, perdónales,
porque no saben lo que hacen». O sencillamente digo a quien ha blasfemado, si me lo permiten las
circunstancias: «¡Por qué blasfemas! Dios es quizás la única persona en el mundo que te quiere
verdaderamente».
No podemos, sin embargo, paramos aquí, en la sola amarga denuncia de la realidad de la
blasfemia. ¡Es necesario cambiar! Este deber no afecta sólo a los blasfemadores, sino también a la
mujer, la novia, el hermano, el padre. Es un deber de caridad el ayudar con dulzura y firmeza al
propio cónyuge a corregirse de esta costumbre tan poco honorable, como se hace para cualquier otra
mala costumbre. Se emplea tanto celo para convencer a una persona querida a dejar de fumar,
diciendo que el humo daña la salud… ¿por qué no hacer otro tanto para convencerla de dejar de
blasfemar?
Allí donde tú eres responsable –en casa, en tu oficina, en tu bar, en tu taxi– nadie debe
continuar blasfemando impunemente. Si puedes hacer algo y lo toleras por respeto humano es un
poco como si blasfemaras asimismo tú. Eres cómplice. Pero, si lo haces con calma y respeto, verás
que te estarán agradecidos y, más que perder amigos, los ganarás. He visto escrito en distintos
negocios y locales públicos: «En este local no se blasfema». Es una iniciativa laudable.
Pero, no basta ni siquiera el dejar de blasfemar. El mandamiento de Dios no tiene sólo un
contenido negativo sino también positivo. Es necesario, en otras palabras, bendecir, alabar, adorar el
nombre de Dios. Jesús, en el Padre Nuestro, nos ha enseñado a decir: «Santificado sea tu nombre».
Esto es: sea respetado, honrado y proclamado santo.
He aquí una sugerencia, que podría ayudar a quienes han crecido con la triste costumbre de la
blasfemia y tienen sinceramente la intención de corregirse: repetir, por cada una de las blasfemias
que debiese salir inadvertidamente de la boca: «Sea santificado tu nombre» o «Bendito sea Dios»,
«Bendito su santo nombre». O sencillamente: «¡Señor, perdóname y ayúdame a no hacerlo más!»
Recordemos, para concluir, la palabra de Juan que hace de la observancia de todos los
mandamientos una cuestión de amor: «En esto consiste el amor, en observar sus mandamientos; y
sus mandamientos no son pesados» (1 Juan 5, 3).
_________________________
FLUVIUM (www.fluvium.org)
La casa de Dios
Narra san Juan un momento de la vida de Cristo que podemos calificar de fuerte. El Señor se
impone por la fuerza. Hace uso en esta ocasión de su poderío físico y de un látigo para que se cumpla
la Ley de Dios.
No nos detendremos en disquisiciones sobre el empleo de la violencia en aquella ocasión, o
sobre la facultad que tendría el Señor para obrar así. Ya respondió en su momento el propio Cristo a
los que se escandalizaron de su actitud y, por otra parte, en este caso como en todos, la disposición
nuestra será de aceptación de las palabras y actitudes del Señor, aunque algunas veces no acertemos
a comprenderlas.
23
Domingo III de Cuaresma (B)
Como siempre, intentaremos aprender la lección –esta vez de intransigencia– ante unos
abusos que se habían hecho habituales y, tal vez por eso, ya no llamaban la atención: es ciertamente
un peligro convivir con conductas desviadas del bien y la verdad. Acostumbrarse a esos modos de
hacer resulta fácil, de modo especial si son muchos los que así actúan y lo vienen haciendo de mucho
tiempo atrás. Se requiere fortaleza y santa intransigencia para no ser otro cómplice más de la
conducta torcida. Mi casa será llamada casa de oración, pero vosotros la estáis haciendo una
cueva de ladrones, protestó Jesús, según recoge san Mateo, al contemplar el lamentable espectáculo
del Templo convertido en un mercado.
También cada uno hemos de permanecer vigilantes con nosotros mismos y con el ambiente
en que vivimos, para que no nos parezcan normales, por frecuentes que sean, modos de pensar y de
hacer contrarios al querer de Dios. Nos resultará fácil si nos mantenemos en un clima de oración. Ese
trato habitual con el Señor, que invade nuestra vida cuando reservamos momentos de la jornada para
rezar, hace que no nos acostumbremos al ambiente si no es conforme con la Ley de Dios. Por el
contrario, será nuestra vida en Dios la que acabe por conformar el ambiente y la vida de nuestros
semejantes.
Pero no olvidemos esta llamativa lección del Señor, este modo de reaccionar violento de
quien es la misma mansedumbre y humildad: aprended de mí que soy manso y humilde de
corazón, manifestaba en cierta ocasión. Y es que la mansedumbre, la serenidad, la paciencia y la
humildad son compatibles con la recia intransigencia frente a lo que se opone al amor de Dios. Así lo
comprendieron los Apóstoles, quizá extrañados en un primer momento, al recordar que estaba
profetizado de Él un gran amor por las cosas del Templo: El celo de tu casa me consume.
También nosotros nos comportaremos con la mayor dignidad en la casa de Dios: con
naturalidad en los gestos y con toda corrección en nuestras genuflexiones e inclinaciones de cabeza.
Así adoramos al Señor en la Eucaristía y saludamos a Cristo, a la Santísima Virgen y a los santos
representados en sus imágenes.
Se tratará también de tener con Nuestro Señor detalles de enamorados, presentándonos en la
Casa de Dios con el máximo decoro en lo exterior y en lo interior: con esa elegancia externa que
procuramos cuando deseamos agradar a quien nos espera y con esa limpieza interior del alma que
hace posible la oración sencilla de hijos con su Padre.
No queramos vivir atropelladamente las ceremonias litúrgicas, con prisas quizá porque nos
ocupan muchos otros quehaceres. En lugar de estar con el tiempo justo, arriesgándonos a llegar tarde,
trataremos de anticiparnos un poco, como hacemos en la vida corriente al acudir a los
acontecimientos importantes. Podremos así disponernos con recogimiento, en la presencia de Dios, a
recibir los dones abundantes que Nuestro Padre distribuye siempre en los encuentros con sus hijos.
Calladamente, pero con toda su eficacia de Madre, María siempre se encuentra presente en el
templo. La Casa de Dios es su propia casa y nos la imaginamos organizando todo, facilitando el
encuentro personal de sus hijos con su Hijo. Podemos traerla a nuestra memoria y a nuestro corazón
mientras vamos a la iglesia y mientras esperamos que comience la liturgia. Nuestra Madre sabrá
disponernos..., y comprenderemos cada vez mejor, que su casa es casa de oración: la Casa de Dios,
donde está el mismo Cristo sacramentalmente por nosotros.
_____________________
PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
El culto a la vida o el decálogo hoy
24
Domingo III de Cuaresma (B)
Cuaresma es tiempo de conversión y de renovación. Pero no se da una renovación auténtica y
concreta si no pasa por una reflexión valiente de la propia vida moral y de la propia vida litúrgica. En
palabras más sencillas, de las propias costumbres y de la propia oración.
La liturgia atrae hoy nuestra atención precisamente sobre estos dos aspectos importantísimos
de la vida cristiana. Se trata de una catequesis muy práctica: no cosas nuevas para aprender, sino
cosas viejas para hacer.
Comencemos por la segunda cosa: la reforma de la vida cultual o litúrgica. De ésta nos habló
el pasaje evangélico. Jesús, un día, subió al templo de Jerusalén; encontró allí gente que vendía,
gritaba y contrataba, como sucede habitualmente en los mercados. Jesús se enojó e hizo un látigo, no
sabemos de qué, comenzó a derribar los bancos y las jaulas de los animales gritando: Saquen esto de
aquí y no hagan de la casa de mi Padre una casa de comercio, porque ella es “casa de oración”
(Mc. 11, 17). Hay quien quiso ver en este episodio el comienzo de una rebelión de carácter social y
político guiada por Jesús. Pero sin razón. La importancia del episodio (es uno de los pocos relatados
en forma concordante por los 4 evangelistas) es de orden religioso. Está más en la palabra (Mi casa
es casa de oración) que en el hecho.
La purificación del templo es un gesto mesiánico. Quiere indicar el comienzo de una nueva
era, escatológica, en la que se ofrece finalmente a Dios una oblación según justicia (Mal. 3,1 ssq) y
se adora en espíritu y en verdad (Jn. 4,23). En la discusión que sigue con los judíos, Jesús precisa en
qué consiste este nuevo culto y cuál es su centro y su lugar: Destruyan este templo y en tres días lo
reconstruiré. Él hablaba del templo de su cuerpo. Jesús resucitado es el templo del nuevo culto. Toda
oración y toda ofrenda hecha a Dios debe ser hecha, de ahora en adelante “en Cristo Jesús” para que
sea un culto espiritual viviente, santo y agradable a Dios (cfr. Rom. 12,1).
Pero hay una segunda condición para que el culto del hombre sea agradable a Dios: que no
sea hipócrita, es decir, que sea expresión de una vida totalmente orientada a Dios y obediente a su ley
y no un momento desprendido del resto, un honrar a Dios con los labios, teniendo el corazón (y la
vida) lejos de él: ¿Qué me importan sus sacrificios sin número?, dice el Señor, Dejen de presentar
ofrendas inútiles; no puedo soportar delito y solemnidades (Is. 1,11 ssq).
Recordando estas severas admoniciones de la Escritura, la liturgia nos propone de nuevo, en
la primera lectura de hoy, el decálogo: no pronunciar el nombre de Dios en vano; acuérdate de
santificar la fiesta; honra al padre y a la madre; no matar; no cometer adulterio; no robar; no decir
falso testimonio; no desear cosas de tu prójimo; no desear la mujer de tu prójimo.
Estos diez mandamientos han sido el gozne de la vida moral, primero del pueblo hebreo y
después del pueblo cristiano. No contienen toda la ley; su forma negativa (no hacer) indica que se
trata de algunos “signos limítrofes” que delimitan un ámbito moral más que describirlo
positivamente. Dentro se encuentran “toda la ley y los profetas” y en particular el mandamiento del
amor que los resume todos (cfr. Mt. 22.40). Es precisamente este carácter negativo el que asegura a
los mandamientos su actualidad por ende inmutable.
Al comienzo no fueron considerados ni siquiera como ley sino como acontecimiento: el
pueblo entra en alianza con Dios y los mandamientos son signo de su pertenencia a Jahvé, son la
proclamación de su carácter de pueblo elegido, diverso de todos, es decir, santo. De ahí el hecho,
sorprendente para nosotros, de que Israel no habla de la ley como de un peso o una imposición, son
como de un don grandísimo, de una “luz para los pasos del hombre” (cfr. Sal. 119,105): habla de ella
con arrobamiento (como en el salmo responsorial de hoy) y con ilimitado orgullo: Felices de
nosotros, oh Israel, porque lo que place a Dios nos ha sido revelado (Bar. 4,4).
25
Domingo III de Cuaresma (B)
El decálogo es una opción de vida que Dios propone al hombre: Yo pongo hoy delante de ti
la vida y la muerte, es decir, el bien y el mal. Te mando que observes los mandamientos para que
vivas (Cfr. Deut. 30,15). El decálogo es para el hombre, no contra él. No quiere atar o limitar su
libertad, sino liberarla. Lo que prohíbe no es algo caprichoso que desagrada a Dios y no se sabe por
qué, sino que es lo que compromete ante todo al mismo hombre y su posibilidad de mantener
relaciones equilibradas con los demás, de ser, en otras palabras, auténticamente hombre. El reposo
del sábado, por ejemplo, es útil al hombre (para que no se vea reducido a una bestia de carga) más de
lo que lo requiere Dios y es requerido por Dios precisamente porque es un bien para el hombre.
El decálogo es también “laico” en el sentido de que atañe a las situaciones cotidianas,
profanas, de la vida: la familia, las relaciones sociales, el trabajo, la vida sexual. Cumple, en realidad,
la tarea de autenticar el culto con la vida que hemos oído proclamar tan fuertemente con palabras de
Dios.
La palabra de Dios que hemos tratado de explicar hasta aquí, interpela en muchos puntos
nuestra vida y se convierte en estímulo poderoso de renovación. Sobre todo a nivel de comprensión o
de fe. La segunda lectura (Nosotros predicamos a Cristo crucificado... poder de Dios y sabiduría de
Dios) nos ha hecho comprender que ahora todo –incluso la ley– cobra sentido a partir de Cristo.
Nosotros no estamos ya solos frente a la ley para gemir como san Pablo por nuestra impotencia para
observarla (cfr. Rom. 7,7 ssq); entre nosotros y el decálogo está Cristo crucificado y resucitado. Él es
la “sabiduría de Dios” para nosotros, es decir, nuestra ley: Hemos sido liberados de la ley, estando
muertos a lo que nos tenía prisioneros de manera que podamos servir a Dios con un espíritu nuevo y
no según una letra envejecida (Rom. 7,6). Esta ley del Espíritu (se entiende, del Espíritu de Jesús) no
es menos exigente que la antigua. Al contrario, lo es mucho más (Han oído que se ha dicho... pero yo
les digo...), pero es una ley interior que no se limita a prescribir el bien, sino que lo obra con
nosotros.
Otro punto en el cual la palabra de hoy interpela la vida se refiere a nuestro culto. ¿En qué
relación está nuestro culto con nuestra vida (se entiende la vida moral y la vida de santidad)? Porque
si nuestras manos chorrean sangre –o violencia– si no buscan la justicia y no socorren al oprimido,
Dios nos repite también a nosotros, como decía en el Antiguo Testamento: Dejen de presentar las
ofrendas inútiles; ¡no puedo soportar delito y solemnidades!
Si no honramos al padre y a la madre, sino que los abandonamos en su vejez, confinándolos a
la soledad de un geriátrico, sin ir casi nunca a visitarlos; si los tenemos en casa pero casi sin ningún
respeto y sin amor, sólo para añadir al balance la plata de su pensión, Dios nos repite también cuando
venimos a la iglesia: Dejen de presentar ofrendas inútiles: ¡no puedo soportar delito y
solemnidades!
Si nuestra vida se desenvuelve entre continuos falsos testimonios, es decir, entre mentiras y
trampas: frente a la sociedad (por ejemplo en pagar los impuestos), frente a la ley, con los clientes en
el comercio, con los dependientes en el trabajo, con los lectores en relatar y comentar los hechos,
Dios nos repite: Dejen de presentar ofrendas inútiles; ¡no puedo soportar delito y solemnidades!
Si nuestra vida sexual es turbia y desenfrenada, si corre detrás de cada deseo perverso de la
carne, sin detenerse siquiera ante el adulterio, Dios nos repite también: Dejen de presentar ofrendas
inútiles; ¡No puedo soportar delito y solemnidades!
He aquí cómo la palabra de Dios se convierte hoy en ocasión de renovación cuaresmal. Nos
impulsa con fuerza desacostumbrada a lavarnos, a purificarnos, a quitar el mal que haya en nuestras
26
Domingo III de Cuaresma (B)
acciones (cfr. Is. 1,16); a quitar el fermento viejo para ser una pasta nueva y celebrar así, en breve, la
fiesta del Señor con ázimos de sinceridad y de verdad (cfr. 1 Col 5,7 ssq).
_________________________
BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
Homilía en la parroquia de San José (18-III-1979)
– Nuevos templos
“La casa de mi Padre”
Hoy Cristo pronuncia estas palabras en el umbral del templo de Jerusalén. Se presenta sobre
este umbral para “reivindicar” frente a los hombres la casa de su Padre, para reclamar sus derechos
sobre esta casa. Los hombres hicieron de ella una plaza de mercado. Cristo les reprende severamente;
se pone decididamente contra tales desviaciones. El celo por la casa de Dios lo devora (cf. Jn. 2,17),
por esto Él no duda en exponerse a la malevolencia de los ancianos del pueblo judío y de todos los
que son responsables de lo que se ha hecho contra la casa de su Padre, contra el templo.
Es memorable este acontecimiento. Memorable la escena. Cristo, con las palabras de su ira
santa, ha inscrito profundamente en la tradición de la Iglesia la ley de la santidad de la casa de Dios.
Pronunciando estas palabras misteriosas que se referían al templo de su cuerpo: “Destruid este
templo, y en tres días lo levantaré” (Jn. 2,19), Jesús ha consagrado de una sola vez todos los templos
del Pueblo de Dios. Estas palabras adquieren una riqueza de significado totalmente particular en el
tiempo de Cuaresma cuando, meditando la pasión de Cristo y su muerte –destrucción del templo de
su cuerpo–, nos preparamos a la solemnidad de la Pascua, esto es, al momento en que Jesús se nos
revelará todavía en el templo mismo de su cuerpo, levantado de nuevo por el poder de Dios, que
quiere construir en él, de generación en generación, el edificio espiritual de la nueva fe, esperanza y
caridad.
Vengo hoy a la parroquia de San José y deseo expresar a todos vosotros aquí presentes, junto
con un saludo cordial, mi profunda alegría porque también este barrio tiene su templo, su casa de
Dios (…). En torno a esta casa se han multiplicado las casas en que habitan los hombres, cada una de
las familias.
– La morada del hombre
La casa es la morada del hombre. Es una condición necesaria para que el hombre pueda venir
al mundo, crecer, desarrollarse, para que pueda trabajar, educar, y educarse, para que los hombres
puedan construir esa unión más profunda y más fundamental que se llama “familia”.
Se construyen las casas para las familias. Después, las mismas familias se construyen en las
casas sobre la verdad y el amor. El fundamento primero de esta construcción es la alianza
matrimonial, que se expresa en las palabras del sacramento con las que el esposo y la esposa se
prometen recíprocamente la unión, el amor, la fidelidad conyugal. Sobre ese fundamento se apoya
ese edificio espiritual cuya construcción no puede cesar nunca. Los cónyuges, como padres, deben
aplicar constantemente a la propia vida de constructores sabios, la medida de la unión, del amor, de
la honestidad y de la fidelidad matrimonial. Deben renovar cada día esa promesa en sus corazones y
a veces recordarla también con las palabras. San Pablo dice que Cristo es “poder y sabiduría de
Dios” (1Cor. 1,24). Sea Él vuestro poder y vuestra sabiduría, queridos esposos y padres. ¡No os
privéis de este poder y de esta sabiduría! Consolidaos en ellos. Educad en ellos a vuestros hijos y no
27
Domingo III de Cuaresma (B)
permitáis que esto poder y esta sabiduría, quo es Cristo, les sea quitado un día. Por ningún ambiente
y por ninguna institución. No permitáis que alguien pueda destruir ese «templo» que vosotros
construís en vuestros hijos. Este es vuestro deber, pero éste es también vuestro sacrosanto derecho. Y
es un derecho que nadie puede violar sin cometer una arbitrariedad.
– La familia
La familia está construida sobre la sabiduría y el poder del mismo Cristo, porque se apoya
sobre un sacramento. Y está construida también y se construye constantemente sobro la ley divina,
que no puede ser sustituida en modo alguno por cualquier otra ley. ¿Acaso puede un legislador
humano abolir los mandamientos que nos recuerda hoy la lectura del Libro del Éxodo: “No matar, no
cometer adulterio, no robar, no decir falsos testimonios” (Ex. 20, 13-16)? Todos sabemos de
memoria el Decálogo. Los diez mandamientos constituyen la concatenación necesaria de la vida
humana personal, familiar, social. Si falta esta concatenación, la vida del hombre se hace inhumana.
Por esto el deber fundamental de la familia, y después de la escuela, y de todas las instituciones, es la
educación y consolidación de la vida humana sobro el fundamento de esta ley, que a nadie es lícito
violar.
Así estamos construyendo con Cristo el templo de la vida humana, en el que habita Dios.
Construyamos en nosotros la casa del Padre. Que el celo por la construcción de esta casa constituya
el núcleo do la vida de todos nosotros aquí presentes; de toda la parroquia de la que es Patrono San
José, Esposo de María, Madre de Dios, Patrono de las familias, Protector del Hijo de Dios, Patrono
de la Santa Iglesia.
***
Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
“Como los profetas anteriores a Él, Jesús profesó el más profundo respeto al Templo de
Jerusalén. Fue presentado en él por José y María cuarenta días después de su nacimiento (cf Lc 2,2239). A la edad de doce años, decidió quedarse en el Templo para recordar a sus padres que se debía a
los asuntos de su Padre (cf Lc 2,46-49). Durante su vida oculta, subió allí todos los años al menos
con ocasión de la Pascua (cf Lc 2,41); su ministerio público estuvo jalonado por sus peregrinaciones
a Jerusalén con motivo de las grandes fiestas judías (cf Jn 2,13-14)... El Templo era para Él la casa
de su Padre, una casa de oración, y se indigna porque el atrio exterior se haya convertido en un
mercado” (C.E.C., 583, 584).
El Templo era lo que había de más sagrado para un judío, el signo visible de la presencia de
Dios entre su pueblo. Es la casa de Dios, pero sus fieles han convertido la religión y el culto en un
mercado. El trato con Dios ha quedado reducido al cumplimiento de unos preceptos con los que
pretenden tener contento a Dios. Es una piedad que actúa al dictado del egoísmo, que quiere comprar
a Dios, asignarle un sueldo. Cristo rechaza esta hipocresía con una energía tanto más llamativa por
cuanto que es la única vez que le vemos emplear la fuerza física. Nos limitamos a rezar, a asistir
mecánicamente a Misa los domingos, aportamos una limosna miserable, ejercitamos una caridad de
platea, nos desentendemos de deberes que no se pueden incumplir, y eludimos compromisos que no
pueden esperar.
Jesús expuso lo esencial de su enseñanza en el Templo (cf Jn 18,20), pero dirá refiriéndose a
Sí mismo: “os digo que aquí hay algo mayor que el Templo” (Mt 12,6). Tras la llegada de Cristo, el
Templo puede desaparecer porque Él es a partir de ahora el signo del Dios vivo. “Destruid este
Templo y Yo lo levantaré en tres días” (Jn 2,19,21). Los judíos presentes no comprendieron en ese
momento que se refería al templo de su Cuerpo y al anuncio de su Resurrección.
28
Domingo III de Cuaresma (B)
También nosotros somos templos de Dios (cf 1 Cor 3,16), “piedras vivas” ( 1 Pet 2,5), de ese
Templo que es el Cuerpo Místico de Cristo. Hay que estar vigilantes para no profanar ese misterio
procurando que esa morada no sea invadida por la algarabía y las preocupaciones que llenan un
mercado. Vivir para escuchar y alabar a Dios en medio de nuestras ocupaciones, tomando incluso
ocasión de esas ocupaciones. “Mi casa es casa de oración”.
Este empeño por agradar a Dios eliminando con energía lo que de Él nos aleja, tan acorde con
el espíritu de estos días de Cuaresma, nos liberará de las ataduras de los ídolos, como nos dice la 1ª
Lectura de hoy, a cumplir los mandatos del Señor y amarle como nuestra mejor ganancia.
***
Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
“La Pascua de Cristo no es para «destruir» sino para que nazca el Hombre Nuevo”
Ex 20,1-17: “La Ley fue dada por Moisés”
Sal 18,8.9.10.11: “Señor tú tienes palabras de vida eterna”
1Co 1,22-25: “Predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los hombres, pero para los
llamados sabiduría de Dios”
Jn 2,13-25: “Destruid este templo y en tres días lo levantaré”
La tradición Sacerdotal, al redactar el Decálogo, usa un estilo imperativo, conciso. Los
mandatos se imponen sin condiciones ni matices. Es una manera de entender por parte del pueblo la
voluntad de Dios.
Jesucristo, al mantener la antigua Ley en todo su vigor y dimensiones, pone en la caridad, en
el amor al Padre, la motivación principal para su cumplimiento. Y es precisamente ese amor,
experiencia única de los cristianos y velada a los que ponen en la racionalidad la única fuente de su
conocimiento, lo que hará que la Cruz sea “escándalo para los griegos o necedad para los judíos” (2.a
lectura).
El antiguo templo ya no tendrá razón de ser a partir del Nuevo Templo que es Cristo. Y la
referencia a los “tres días” y a la Pascua, muestra que Juan está pensando en el acontecimiento
pascual que dará lugar al inicio de ese tiempo nuevo.
Quienes creen que lo religioso ha de circunscribirse y limitarse a lo estrictamente personal, al
ámbito de la conciencia, al repliegue a las sacristías, hoy pueden advertir que Cristo propone algo
distinto. La acción pública de Jesús en el templo muestra que el celo de la casa de su Padre
presupone lo privado y además se presenta públicamente. Contrapone la religiosidad exterior y vana,
con la suya, interior y profunda.
— “Jesús subió al templo como al lugar privilegiado para el encuentro con Dios. El templo
era para Él la casa de su Padre, una casa de oración, y se indigna porque el atrio exterior se haya
convertido en un mercado (Mt 21,13). Si expulsa a los mercaderes del templo es por celo hacia las
cosas de su Padre: «No hagáis de la casa de mi Padre una casa de mercado». Sus discípulos se
acordaron de que estaba escrito: «El celo por tu Casa me devorará’ (Sal 69,10)» (Jn 2,16-17)” (584).
— “Jesús anunció, no obstante, en el umbral de su Pasión, la ruina de ese espléndido edificio
del cual no quedará piedra sobre piedra (cf. Mt 24,1-2). Hay aquí un anuncio de una señal de los
últimos tiempos que se van a abrir con su propia Pascua” (585).
— Nuevo templo:
29
Domingo III de Cuaresma (B)
“Por eso su muerte corporal anuncia la destrucción del templo que señalará la entrada en una
nueva edad de la historia de la salvación: «Llega la hora en que, ni en este monte, ni en Jerusalén
adoraréis al Padre» (Jn 4,21)” (586).
— El templo, lugar propio de oración:
“La iglesia, casa de Dios, es el lugar propio de la oración litúrgica de la comunidad
parroquial. Es también el lugar privilegiado para la adoración de la presencia real de Cristo en el
Santísimo Sacramento. La elección de un lugar favorable no es indiferente para la verdad de la
oración” (2691).
— “Ora por nosotros como sacerdote nuestro; ora en nosotros como cabeza nuestra; a Él
dirige nuestra oración como a Dios nuestro. Reconozcamos, por tanto, en Él nuestras voces; y la voz
de Él, en nosotros” (San Agustín, Sal 85,1) (2616).
— “El Espíritu es verdaderamente el lugar de los santos, y el santo es para el Espíritu un
lugar propio, ya que se ofrece a habitar con Dios y es llamado su templo” (San Ambrosio, Spir. 26,
62). (2684).
Porque Cristo es el Nuevo Templo, la Iglesia, su Cuerpo Místico, es su plenitud (pléroma), y
nosotros, signos vivos (piedras vivas).
___________________________
HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
CASA DE ORACIÓN
– Jesús expulsa a los mercaderes del Templo.
I. Una de las lecturas previstas para la Misa de hoy1 [Viernes de la 33ª. Semana del Tiempo
Ordinario] nos narra un pasaje del Libro de los Macabeos, cuando Judas y sus hermanos, después de
vencer a los enemigos, decidieron purificar y renovar el santuario del Señor, que había sido
profanado por los gentiles y por quienes no habían permanecido fieles a la fe de sus mayores. Allí se
dirigieron llenos de alegría, con cánticos, con arpas, con liras y con címbalos. Y se postró todo el
pueblo sobre sus rostros, y adoraron y bendijeron a Dios. Celebraron durante ocho días la
dedicación del altar y ofrecieron con gran júbilo holocaustos y sacrificios de acción de gracias y de
alabanza. Adornaron la fachada del Templo con coronas de oro y con escudos, y dedicaron las
puertas y las cámaras de los ministros. Y hubo muy grande alegría en el pueblo, y fue quitado el
oprobio de las gentes. Judas Macabeo determinó que se celebrase ese día cada año con gran
solemnidad. El Pueblo de Dios, después de tantos años de oprobio, manifestó su piedad y su amor a
su Dios, con un júbilo desbordante.
El Evangelio de la Misa2 nos muestra a Jesús santamente indignado al ver la situación en que
se encontraba el Templo, de tal manera que expulsó de allí a los que vendían y compraban. En el
Éxodo3 Moisés ya había dispuesto que ningún israelita se presentase en el Templo sin nada que
ofrecer. Para facilitar el cumplimiento de esta disposición a los que venían de lejos, se había
habilitado en los atrios del Templo un servicio de compra-venta de animales para ser sacrificados, y
terminó siendo un verdadero mercado de ganado para el sacrificio. Lo que en un principio pudo ser
tolerable y hasta conveniente, había degenerado de tal modo que la intención religiosa del principio
1
Primera lectura. Año I. 1M 4, 36-37; 52-59.
Lc 19, 45-48.
3
Cfr. Ex 23, 15.
2
30
Domingo III de Cuaresma (B)
se había subordinado a los beneficios económicos de aquellos comerciantes, que quizá eran los
mismos servidores del Templo. Éste llegó a parecer más una feria de ganado que un lugar de
encuentro con Dios4.
El Señor, movido por el celo de la casa de su Padre5, por una piedad que nacía de lo más
hondo de su Corazón, no pudo soportar aquel deplorable espectáculo y los arrojó a todos de allí con
sus mesas y sus ganados. Jesús subraya la finalidad del Templo con un texto de Isaías bien conocido
por todos6: Mi casa será casa de oración. Y añadió: pero vosotros habéis hecho de ella una cueva de
ladrones. Quiso el Señor inculcar a todos cuál debía ser el respeto y la compostura que se debía
manifestar en el Templo por su carácter sagrado. ¡Cómo habrá de ser nuestro respeto y devoción en
el templo cristiano −en las iglesias−, donde se celebra el sacrificio eucarístico y donde Jesucristo,
Dios y Hombre, está realmente presente en el Sagrario! Hay una urbanidad de la piedad.
−Apréndela. −Dan pena esos hombres “piadosos”, que no saben asistir a Misa −aunque la oigan a
diario−, ni santiguarse −hacen unos raros garabatos, llenos de precipitación−, ni hincar la rodilla
ante el Sagrario −sus genuflexiones ridículas parecen una burla−, ni inclinar reverentemente la
cabeza ante una imagen de la Señora7.
– El templo, lugar de oración.
II. Mi casa será casa de oración. ¡Qué claridad tiene la expresión que designa el templo
como la casa de Dios! Como tal hemos de tenerla. A ella hemos de acudir con amor, con alegría y
también con un gran respeto, como conviene al lugar donde está, ¡esperándonos!, el mismo Dios.
Con frecuencia tenemos noticia o asistimos a actos y ceremonias de la vida política,
académica, deportiva: una recepción, un desfile, unas Olimpiadas... Y se advierte enseguida que el
protocolo y una cierta solemnidad no son superfluos. Estos detalles, a veces mínimos −las
precedencias, el modo de vestir, el ritmo pausado de andar...−, entran por los ojos y dan al acto una
buena parte de su valor y de su ser.
También entre las personas, el cariño se demuestra en pequeños pormenores, en atenciones y
cuidados. La alianza que se regalan los futuros esposos u otras atenciones no son en sí mismas el
amor, pero en ellas se manifiesta. Es el rito sencillo que el hombre necesita para expresar lo más
íntimo de su ser. También el hombre, que no es sólo cuerpo ni sólo alma, necesita manifestar su fe en
actos externos y sensibles, que expresen bien lo que lleva en su corazón. Cuando se ve a alguien, por
ejemplo, hincar con devoción la rodilla ante el Sagrario es fácil pensar: tiene fe y ama a su Dios. Y
este gesto de adoración, resultado de lo que se lleva en el corazón, ayuda a uno mismo y a otros a
tener más fe y más amor. El Papa Juan Pablo II señala en este sentido la influencia que tuvo en él la
piedad sencilla y sincera de su padre: “El mero hecho de verle arrodillarse −cuenta el Pontífice− tuvo
una influencia decisiva en mis años de juventud”8.
El incienso, las inclinaciones y genuflexiones, el tono de voz adecuado en las ceremonias, la
dignidad de la música sacra, de los ornamentos y objetos sagrados, el trato y decoro de estos
elementos del culto, su limpieza y cuidado, han sido siempre la manifestación de un pueblo creyente.
El mismo esplendor de los materiales litúrgicos facilita la comprensión de que se trata ante todo de
un homenaje a Dios. Cuando se observa de cerca alguna de las custodias de la orfebrería de los siglos
4
Cfr. SAGRADA BIBLIA, Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, nota a Mt 21, 12-13.
Cfr. Jn 2, 17.
6
Is 56, 7.
7
SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, n. 541.
8
A. FROSSARD, No tengáis miedo, Plaza Janés, Barcelona 1982, p. 12-13.
5
31
Domingo III de Cuaresma (B)
XVI y XVII se nota cómo casi siempre el arte se hace más rico y precioso conforme se acerca el
lugar que ocupará la Hostia consagrada. A veces desciende a pormenores que apenas se notan a poca
distancia: el arte mejor se ha puesto donde sólo Dios −se diría− puede apreciarlo. Este cuidado hasta
en lo más pequeño ayuda poderosamente a reconocer la presencia del propio Dios.
Al Señor tampoco le es indiferente el que vayamos a saludarle −¡lo primero!− al entrar en una
iglesia, o el empeño por llegar puntuales a la Santa Misa −mejor unos minutos antes de que
comience−, la genuflexión bien hecha delante de Él presente en el Sagrario, las posturas o el
recogimiento que guardamos en su presencia... ¿Es para nosotros el templo el lugar donde damos
culto a Dios, donde le encontramos con una presencia verdadera, real y substancial?
– El culto verdadero.
III. Gran parte de las prescripciones que el Señor comunicó a Moisés en el Sinaí tienden a
fijar, hasta en sus detalles, la dignidad de todo lo que hacía referencia al culto. Así, señala cómo ha
de construirse el tabernáculo, el arca, los utensilios, el altar, las vestiduras sacerdotales; cómo han de
ser las víctimas que se ofrezcan; qué fiestas deben guardarse; qué tribu y qué personas han de ejercer
las funciones sacerdotales...9.
Todas estas indicaciones muestran que las cosas sagradas están unidas de una manera
especial a la Santidad divina; con ellas el Señor hace valer la plenitud de sus derechos. En aquel
pueblo, tentado tan frecuentemente por los ritos paganos, Dios trató siempre de infundir un profundo
respeto por lo sagrado. Jesucristo subrayó esa enseñanza con un espíritu nuevo. Precisamente el celo
por la casa de Dios, por su honor y su gloria, constituye una enseñanza central del Mesías, que
Cristo realiza al arrojar enérgicamente a los mercaderes del Templo; y en su predicación insistirá en
el respeto con que deben tratarse los dones divinos, en ocasiones con palabras muy fuertes: no deis a
los perros las cosas santas, no echéis vuestras perlas a los cerdos10.
Hoy asistimos en muchos lugares a un ambiente de desacralización. En esas actitudes late una
concepción atea de la persona, para la cual “el sentido religioso, que la naturaleza ha infundido en los
hombres, ha de ser considerado como pura ficción o imaginación, y que debe, por tanto, arrancarse
totalmente de los espíritus por ser contraria absolutamente al carácter de nuestra época y al progreso
de la civilización”11. A la vez, vemos cómo crecen, incluso entre personas que se llaman cultas, las
prácticas adivinatorias, el culto desordenado y enfermizo a la estadística, a la planificación...: la
incredulidad sale por todas partes. Y es que, en lo íntimo de su conciencia, el hombre atisba la
existencia de Alguien que rige el universo, y que no es alcanzable por la ciencia. No tienen fe. −Pero
tienen supersticiones12.
La Iglesia nos recuerda que sólo Dios es nuestro único Señor. Y ha querido determinar
muchos detalles y formas del culto, que son expresión del honor debido a Dios y de un verdadero
amor. No sólo enseña que la Santa Misa es el centro de toda la Iglesia y de la vida de cada cristiano,
y ha determinado su liturgia; ha querido, además, que nuestras iglesias sean verdaderas casas de
oración. Ha dispuesto que los templos estén abiertos en las horas convenientes “para que los fieles
puedan fácilmente orar ante el Santísimo Sacramento”13. Ha señalado14 lo que ha sido práctica
9
Cfr. Ex 25, 1 ss.
Mt 7, 6.
11
SAN JUAN XXIII, Enc. Mater et Magistra, 15-V-1961, 214.
12
SAN JOSEMARÍA ESCRIVA, o. c., n. 587.
13
B. PABLO VI, Instr. Eucharisticum mysterium, 25-V-1967.
14
Ibidem.
10
32
Domingo III de Cuaresma (B)
constante a través de los siglos: el Sagrario ha de ser sólido, ha de estar en lugar destacado y a la vez
recogido, para que los cristianos puedan honrar al Santísimo Sacramento también con culto privado.
Ha de saberse, con signos claros, al entrar en un templo dónde está el Sagrario; por eso se prescribe
el conopeo (el velo que ordinariamente debe cubrirlo), y que arda constantemente, en el altar del
Sagrario, una lámpara de cera..., aunque estos detalles son en primer lugar manifestaciones de amor y
de adoración a Jesucristo, realmente presente, y sólo en segundo término señales indicadoras de su
presencia. Todos los fieles, sacerdotes y laicos, hemos de ser “tan cuidadosos del culto y del honor
divino, que puedan con razón llamarse celosos más que amantes... para que imiten al mismo
Jesucristo, de quien son estas palabras: El celo de tu casa me consume (Jn 2, 17)”15.
____________________________
Rev. D. Lluís RAVENTÓS i Artés (Tarragona) (www.evangeli.net)
«No hagáis de la Casa de mi Padre una casa de mercado»
Hoy, cercana ya la Pascua, ha sucedido un hecho insólito en el templo. Jesús ha echado del
templo el ganado de los mercaderes, ha volcado las mesas de los cambistas y ha dicho a los
vendedores de palomas: «Quitad esto de aquí. No hagáis de la Casa de mi Padre una casa de
mercado» (Jn 2,16). Y mientras los becerros y los carneros corrían por la explanada, los discípulos
han descubierto una nueva faceta del alma de Jesús: el celo por la casa de su Padre, el celo por el
templo de Dios.
¡El templo de Dios convertido en un mercado!, ¡qué barbaridad! Debió comenzar por poca
cosa. Algún rabadán que subía a vender un cordero, una ancianita que quería ganar algunos durillos
vendiendo pichones..., y la bola fue creciendo. Tanto que el autor del Cantar de los cantares clamaba:
«Cazadnos las raposas, las pequeñas raposas que devastan las viñas» (Cant 2,15). Pero, ¿quién hacía
caso de ello? La explanada del templo era como un mercado en día de feria.
–También yo soy templo de Dios. Si no vigilo las pequeñas raposas, el orgullo, la pereza, la
gula, la envidia, la tacañería, tantos disfraces del egoísmo, se escurren por dentro y lo estropean todo.
Por esto, el Señor nos pone en alerta: «Lo que os digo a vosotros, lo digo a todos: ¡Velad!» (Mc
13,37).
¡Velemos!, para que la desidia no invada la conciencia: «La incapacidad de reconocer la
culpa es la forma más peligrosa imaginable de embotamiento espiritual, porque hace a las personas
incapaces de mejorar» (Benedicto XVI).
¿Velar? –Intento hacerlo cada noche– ¿He ofendido a alguien?, ¿son rectas mis intenciones?,
¿estoy dispuesto a cumplir siempre y en todo la voluntad de Dios?, ¿he admitido algún tipo de hábito
que desagrade al Señor? Pero, a estas horas, estoy cansado y me vence el sueño.
– Jesús, tú que me conoces a fondo, tú que sabes muy bien qué hay en el interior de cada
hombre, hazme conocer las faltas, dame fortaleza y un poco de este celo tuyo para que eche fuera del
templo todo aquello que me aparte de ti.
___________________________
EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
Cuidar y mantener digno el templo
«Destruyan este templo y en tres días lo reconstruiré».
15
CATECISMO ROMANO,3, 2, n. 27.
33
Domingo III de Cuaresma (B)
Eso dijo Jesús.
Y eso hizo Jesús, porque Él siempre cumple sus promesas.
Y tú, sacerdote, ¿cumples tus promesas?
¿Haces lo que dices, por más difícil que parezca?
¿Crees en la palabra de tu Señor, y en que se cumplirá hasta la última letra?
¿Permites que esa palabra se cumpla en ti?
¿Eres dócil a las mociones del Espíritu, y lo dejas obrar en ti, y a través de ti?
¿Mantienes tu morada digna y dispuesta para que Dios viva en ti?
¿Cuidas y proteges esa morada con tu vida, y la defiendes hasta de ti mismo, de tus miserias,
y de la debilidad de tu carne, porque el celo de la casa de tu Padre te devora?
Tú eres un templo de Dios, sacerdote. No eres tú, sino es Cristo quien vive en ti. Por tanto,
reconoce tu riqueza, sacerdote, en medio de tu miseria, y pídele a Dios la gracia de agradecer
este don inmerecido y la misericordia que ha tenido contigo por haberte elegido para llevar un tesoro
en una vasija de barro.
Tu Señor, siendo Dios, se hizo hombre, y ha padecido y ha muerto por ti, sacerdote, y ha
resucitado al tercer día para darte vida, para que vivas en Él como Él vive en ti, para que creas en Él
y en su palabra, para que haciendo lo que Él dice, hagas sus obras y aún mayores.
Tu Señor ha hecho nuevas todas las cosas, sacerdote. Su sacrificio es único y eterno, y
renueva y reconstruye constantemente el templo que tú destruyes con tu pecado, cuando te acercas a
Él con el corazón contrito y humillado, y pidiendo perdón vuelves a la reconciliación con aquel que
tanto te ha amado que no se ha ido, sino que se ha quedado a vivir en ti, contigo, a pesar de haberlo
crucificado, de haberlo abandonado, porque caíste cuando fuiste tentado.
Tú eres el templo de Dios, sacerdote, y Dios no se muda, nunca abandona, no te deja solo, es
paciente y todo te perdona.
Tu Señor ha renunciado a todo por ti, ha dejado la gloria que tenía con su Padre antes de que
el mundo existiera, para vivir en ti, para hacer de ti su morada, un templo vivo en el que habita su
Santo Espíritu, que te une a Él, y es a Él a quien perteneces.
Cuida, respeta, protege, defiende y custodia tu cuerpo, sacerdote, con el celo apostólico de
quien cuida lo sagrado para que no sea profanado, porque tú, sacerdote, ya no te perteneces, tu
cuerpo es el cuerpo de Cristo, y el que lo ofende es a Él a quien ofende; el que lo maltrata, es a Él a
quien maltrata; el que lo pone en ocasión de pecado y comete pecado, es a Él a quien crucifica. Pero
quien mantiene digno el templo, lo santifica, y quien en él construye las obras de Dios, lo glorifica.
(Espada de Dos Filos II, n. 19)
(Para pedir una suscripción gratuita por email del envío diario de “Espada de Dos Filos”, facebook.com/espada.de.dos.filos12- enviar nombre y dirección a:
espada.de.dos.filos12@gmail.com)
_______________________
34
Domingo III de Cuaresma (B)
35