Domingo V de Cuaresma (ciclo B)
(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)
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DEL MISAL MENSUAL
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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
•
SAN JUAN CRISÓSTOMO (www.iveargentina.org)
•
FRANCISCO – Ángelus 2015 y 2018
•
BENEDICTO XVI – Homilía del 29 de marzo de 2009
•
DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los
Sacramentos
•
RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
•
FLUVIUM (www.fluvium.org)
•
PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
•
BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
− Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
− Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
− Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
•
Rev. D. Ferran JARABO i Carbonell (Agullana, Girona, España) (www.evangeli.net)
•
EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
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DEL MISAL MENSUAL
LA LECCIÓN DEL TRIGO
Jer 31, 31-34; Heb 5.7-9; Jn 12, 20-33
Nada tan poderoso como el apego a la propia vida. ¿Quién podrá negarlo, diciendo que está
deseoso de morir? Solamente quienes han quedado atrapados por la desesperanza y el fracaso.
No era ese el caso del Señor Jesús quien amaba la vida, disfrutaba de la comida y de la fiesta en
compañía de sus amigos; gozaba de la cálida cercanía de sus discípulas y abrazaba con gusto a
Domingo V de Cuaresma (B)
los pequeños. Sabía cuánto lo amaba el Padre y gozaba de los atardeceres solitarios junto al
lago de Galilea. No era ni un ermitaño ni un desadaptado. La decisión de entregar su vida le
costó noches de oración y desvelo. Se alejaba y se acercaba a Jerusalén porque intuía que ahí se
decidiría su destino. Cuando su corazón estuvo bien dispuesto se decidió irrevocablemente a
cumplir la lección del grano de trigo. No se apegaría a su existencia terrena, porque estaba
cierto que el Padre le conservaría en su vida plena para siempre.
ANTÍFONA DE ENTRADA Sal 42, 1-2
Señor, hazme justicia. Defiende mi causa contra gente sin piedad, sálvame del hombre injusto y
malvado, tú que eres mi Dios y mi defensa.
ORACIÓN COLECTA
Te rogamos, Señor Dios nuestro, que, con tu auxilio, avancemos animosamente hacia aquel grado de
amor con el que tu Hijo, por la salvación del mundo, se entregó a la muerte. El que vive y reina
contigo...
LITURGIA DE LA PALABRA
PRIMERA LECTURA
Haré una alianza nueva y no recordaré sus pecados.
Del libro del profeta Jeremías: 31, 31-34
“Se acerca el tiempo, dice el Señor, en que haré con la casa de Israel y la casa de Judá una alianza
nueva. No será como la alianza que hice con los padres de ustedes, cuando los tomé de la mano para
sacados de Egipto. Ellos rompieron mi alianza y yo tuve que hacer un escarmiento con ellos.
Ésta será la alianza nueva que voy a hacer con la casa de Israel: Voy a poner mi ley en lo más
profundo de su mente y voy a grabarla en sus corazones.
Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Ya nadie tendrá que instruir a su prójimo ni a su hermano,
diciéndole: ‘Conoce al Señor’, porque todos me van a conocer, desde el más pequeño hasta el mayor
de todos, cuando yo les perdone sus culpas y olvide para siempre sus pecados”.
Palabra de Dios.
SALMO RESPONSORIAL
Del salmo 50, 3-4, 12-13, 14-15.
R/. Crea en mí, Señor, un corazón puro.
Por tu inmensa compasión y misericordia, Señor, apiádate de mí y olvida mis ofensas. Lávame bien
de todos mis delitos y purifícame de mis pecados. R/.
Crea en mí, Señor, un corazón puro, un espíritu nuevo para cumplir tus mandamientos. No me
arrojes, Señor, lejos de ti, ni retires de mí tu santo espíritu. R/.
Devuélveme tu salvación, que regocija, y mantén en mí un alma generosa. Enseñaré a los
descarriados tus caminos y volverán a ti los pecadores. R/.
SEGUNDA LECTURA
Aprendió a obedecer y se convirtió en autor de salvación eterna.
De la carta a los hebreos: 5, 7-9
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Domingo V de Cuaresma (B)
Hermanos: Durante su vida mortal, Cristo ofreció oraciones y súplicas, con fuertes voces y lágrimas,
a aquel que podía librarlo de la muerte, y fue escuchado por su piedad. A pesar de que era el Hijo,
aprendió a obedecer padeciendo, y llegado a su perfección, se convirtió en la causa de la salvación
eterna para todos los que lo obedecen.
Palabra de Dios.
ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Jn 12, 26
R/. Honor y gloria a ti, Señor Jesús.
El que quiera servirme, que me siga, para que donde yo esté, también esté mi servidor. R/.
EVANGELIO
Si el grano de trigo sembrado en la tierra muere, producirá mucho fruto.
+ Del santo Evangelio según san Juan: 12, 20-33
Entre los que habían llegado a Jerusalén para adorar a Dios en la fiesta de Pascua, había algunos
griegos, los cuales se acercaron a Felipe, el de Betsaida de Galilea, y le pidieron: “Señor,
quisiéramos ver a Jesús”.
Felipe fue a decírselo a Andrés; Andrés y Felipe se lo dijeron a Jesús y él les respondió: “Ha llegado
la hora de que el Hijo del hombre sea glorificado. Yo les aseguro que si el grano de trigo, sembrado
en la tierra, no muere, queda infecundo; pero si muere, producirá mucho fruto. El que se ama a sí
mismo, se pierde; el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se asegura para la vida eterna.
El que quiera servirme, que me siga, para que donde yo esté, también esté mi servidor. El que me
sirve será honrado por mi Padre.
Ahora que tengo miedo, ¿le voy a decir a mi Padre: ‘Padre, líbrame de esta hora’? No, pues
precisamente para esta hora he venido. Padre, dale gloria a tu nombre”. Se oyó entonces una voz que
decía: “Lo he glorificado y volveré a glorificado”.
De entre los que estaban ahí presentes y oyeron aquella voz, unos decían que había sido un trueno;
otros, que le había hablado un ángel. Pero Jesús les dijo: “Esa voz no ha venido por mí, sino por
ustedes. Está llegando el juicio de este mundo; ya va a ser arrojado el príncipe de este mundo.
Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí”. Dijo esto, indicando de qué manera
habría de morir.
Palabra del Señor.
ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS
Escúchanos, Dios todopoderoso, y concede a tus siervos, en quienes infundiste la sabiduría de la fe
cristiana, quedar purificados, por la eficacia de este sacrificio. Por Jesucristo, nuestro Señor.
ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Jn 12, 24-25
Yo les aseguro que si el grano de trigo sembrado en la tierra no muere, queda infecundo; pero si
muere, producirá mucho fruto.
ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN
Te rogamos, Dios todopoderoso, que podamos contarnos siempre entre los miembros de aquel cuyo
Cuerpo y Sangre acabamos de comulgar. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos.
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Domingo V de Cuaresma (B)
ORACIÓN SOBRE EL PUEBLO
Bendice, Señor, a tu pueblo, que espera los dones de tu misericordia, y concédele recibir de tu mano
generosa lo que tú mismo lo mueves a pedir. Por Jesucristo, nuestro Señor.
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La nueva alianza (Jr 31,31-34)
1ª lectura
Las palabras de este oráculo son centrales en el mensaje de Jeremías y, sin duda, las más
influyentes de este profeta en el Nuevo Testamento y en la enseñanza cristiana. La mayoría de los
comentaristas antiguos y modernos las consideran auténticas de Jeremías y suelen situarlas en los
inicios de su ministerio, como apoyo a la reforma del rey Josías.
El oráculo consta de dos partes contrapuestas: la primera (vv. 31-32) describe la alianza
antigua, rota por los pecados del pueblo; la segunda (vv. 33-34) presenta vigorosamente la Nueva
Alianza que ha de permanecer para siempre.
La antigua alianza está descrita con tres características propias: tenía el peso de la tradición
porque había sido pactada «con los padres»; era la señal de la elección divina, como refleja la
expresión exclusiva de Jeremías, «el día que los tomé de la mano, para sacarlos de Egipto»; era
muestra del dominio de Dios sobre el pueblo, como aparece en el juego de palabras baal (dueño) y
Yhwh (el Señor): «Ellos rompieron mi alianza, aunque Yo fuera su señor (baal) —oráculo del Señor
(Yhwh)—».
La que va a pactarse tiene también tres características que la definen: es nueva, es interior y
es afectiva.
Es nueva, pues nunca hasta ahora se había calificado así el pacto con Dios; es decir, es nueva
no tanto en relación con la anterior que ha quedado caduca (cfr Hb 8,8-13), sino en cuanto que es
definitiva y no habrá otra. Cuando en la Última Cena Jesús pronuncia sobre el cáliz las palabras
consecratorias: «Este cáliz es la nueva alianza» (Lc 22,20; 1 Co 11,25) lleva a su plenitud las
palabras de Jeremías.
Es interior, puesto que está plasmada en el corazón del pueblo y de cada individuo. Su
contenido no varía; es la Ley de Dios, pero cambia el modo de conocerla: la anterior estaba escrita en
tablas de piedra (Ex 31,38; 34,28ss.), ésta está escrita en lo más íntimo de la persona. Por tanto,
pertenece al ser del individuo más que a la obligación externa: cada uno conoce lo que tiene que
hacer por la conciencia bien formada y, si no cumple las exigencias de la Alianza, pierde su
identidad hasta que se convierta y reciba el perdón. En la Carta a los Hebreos se dice, como
explicación de este texto, que en la Nueva Alianza el perdón de los pecados lo ha obtenido Cristo en
la cruz y, por tanto, ha desaparecido el antiguo sacrificio por el pecado: «Donde hay remisión de
pecados ya no hay ofrenda por ellos» (Hb 10,18).
Por último, es afectiva, en cuanto que está basada en la relación amorosa entre Dios y los
suyos. La fórmula tan querida de Jeremías: «Yo seré su Dios, ellos serán mi pueblo» (cfr 7,23),
expresa lazos esponsales de fidelidad y amor. El antecedente más inmediato es Oseas, que tomó
como eje de su predicación la imagen matrimonial y definió el pecado como alejamiento de Dios y el
castigo con términos de ruptura matrimonial: «[A tu hija] ponle de nombre “No-mi-Pueblo”, porque
vosotros no sois mi pueblo, y Yo no soy el Señor para vosotros» (Os 1,9). En consecuencia, las
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Domingo V de Cuaresma (B)
exigencias morales han de brotar no de una imposición legal externa, sino de lo más profundo del
corazón, que busca por encima de una conducta intachable, vivir en unión con Dios: «El que guarda
sus mandamientos permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 3,24).
La Nueva Alianza ha dado nombre al Nuevo Testamento en el que se funda el nuevo pueblo
de Dios, como declara el Concilio Vaticano II: «En todo tiempo y lugar ha sido grato a Dios el que le
teme y practica la justicia. Sin embargo, quiso santificar y salvar a los hombres no individualmente y
aislados, sin conexión entre sí, sino hacer de ellos un pueblo para que le conociera de verdad y le
sirviera con una vida santa. Eligió, pues, a Israel para pueblo suyo, hizo una alianza con él y lo fue
educando poco a poco. Le fue revelando su persona y su plan a lo largo de su historia y lo fue
santificando. Todo esto, sin embargo, sucedió como preparación y figura de su alianza nueva y
perfecta que iba a realizar en Cristo y de la revelación plena que iba a hacer por el mismo Verbo de
Dios hecho carne. “Mirad: vienen días, dice el Señor, en los que haré con la casa de Israel y con la
casa de Judá una alianza nueva...” (Jr 31,31-34). Jesús instituyó esta nueva alianza, es decir, el
Nuevo Testamento en su sangre, convocando a las gentes de entre los judíos y los gentiles para que
se unieran, no según la carne, sino el Espíritu, y fueran el nuevo Pueblo de Dios» (Lumen gentium, n.
9).
Jesucristo, sumo sacerdote (Hb 5,7-9)
2ª lectura
Cristo es Sumo Sacerdote, el Sumo Sacerdote que puede realmente liberarnos del pecado.
Más aún, Cristo es el único Sacerdote perfecto, siendo los demás sacerdotes —los de las religiones
naturales, los de la religión hebraica—, tan sólo prefiguraciones de Cristo.
Jesucristo es verdadero sacerdote, porque fue escogido por Dios (vv. 5-6; cfr Ex 6,20; 7,1-2;
28,1-5; etc.), como lo fue Aarón, pero no según el «orden» del sacerdocio levítico, al que perteneció
Aarón, sino según un orden superior a éste, el orden de Melquisedec (cfr 5,11-14; 7,1-28). «Orden»
se entiende aquí en el sentido que entre los romanos se daba a un determinado rango en el ejército o a
las corporaciones o cuerpos constituidos civilmente. Esta palabra se empleaba sobre todo para
referirse al cuerpo de los que gobernaban. Este uso ha pasado a la Iglesia, en la expresión
«Sacramento del Orden».
Cristo ejerció su sacerdocio especialmente en la Pasión (vv. 7-9). Como Sumo Sacerdote,
intercedió por los hombres con su oración —se utilizan expresiones que recuerdan la agonía del
Señor en Getsemaní (cfr Mt 26,39 y par.)— y se ofreció a Sí mismo en sacrificio redentor al morir en
la cruz en perfecta obediencia a la voluntad del Padre. Por eso no hay contradicción entre el haber
sido escuchado (v. 7) y haber sufrido (v. 8), porque Jesús no pidió a Dios Padre que le librara de la
muerte, sino que se hiciera su voluntad (cfr Mc 14,36). Esa obediencia fue tan grata al Padre que
Jesús con su muerte hizo que fuera vencida la muerte, ha «llegado a la perfección», y es fuente de
salvación eterna (v. 9).
El Catecismo de la Iglesia Católica, comentando la séptima petición del Padrenuestro, cita el
v. 8 y añade: «¡Con cuánta más razón la deberemos experimentar nosotros [la obediencia], criaturas
y pecadores, que hemos llegado a ser hijos de adopción en él! Pedimos a nuestro Padre que una
nuestra voluntad a la de su Hijo para cumplir su voluntad, su designio de salvación para la vida del
mundo. Nosotros somos radicalmente impotentes para ello, pero unidos a Jesús y con el poder de su
Espíritu Santo, podemos poner en sus manos nuestra voluntad y decidir escoger lo que su Hijo
siempre ha escogido: hacer lo que agrada al Padre (cfr Jn 8,29)» (n. 2825).
Cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí (Jn 12,20-33)
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Domingo V de Cuaresma (B)
Evangelio
Los «griegos» (v. 20) que desean ver a Jesús, probablemente prosélitos de los judíos,
representan al mundo gentil (cfr 7,35). Tal hecho motiva el anuncio acerca de su próxima
glorificación, y la explicación del carácter universal de su misión: Jesús es como una semilla que
perece y que, por lo mismo, lleva abundante fruto (v. 24). Él atrae a todos hacia sí (v. 32).
En los vv. 24-25 leemos la aparente paradoja entre la humillación de Cristo y su exaltación.
Así «fue conveniente que se manifestara la exaltación de su gloria de tal manera, que estuviera unida
a la humildad de su pasión» (S. Agustín, In Ioannis Evangelium 51,8). Es la misma idea que enseña
San Pablo al decir que Cristo se humilló y se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz, y que
por eso Dios Padre lo exaltó sobre toda criatura (cfr Flp 2,8-9). Constituye una lección y un estímulo
para el cristiano, que ha de ver en todo sufrimiento y contrariedad una participación en la cruz de
Cristo que nos redime y nos exalta. Para ser sobrenaturalmente eficaz, debe uno morir a sí mismo,
olvidándose por completo de su comodidad y su egoísmo.
Ante la inminencia de la «hora» de Jesús, San Juan presenta la oración del Señor (vv. 27-28)
con unos tonos que recuerdan la de Getsemaní relatada por los otros evangelios (cfr Mc 14,34-36 y
par). Jesús se turba y se dirige filialmente al Padre para fortalecerse y ser fiel a su misión, con la que
Dios iba a manifestar su gloria («glorificar» equivale a mostrar la santidad y el poder de Dios). La
voz del Padre, que evoca las manifestaciones divinas del Bautismo de Cristo (cfr Mt 3,13-17 y par.)
y de la Transfiguración (Mt 17,1-13 y par.), es una ratificación solemne de que en Jesucristo habita la
plenitud de la divinidad (Col 2,9).
En la cruz, el mundo y el príncipe de este mundo (Satanás) serán juzgados (vv. 31-33). Jesús,
clavado en la cruz, es el supremo signo de contradicción para todos los hombres: quienes le
reconocen como Hijo de Dios se salvan; quienes le rechazan se condenan (cfr 3,18). Cristo
crucificado es la manifestación máxima del amor del Padre y de la malicia del pecado que ha costado
tan alto precio (cfr 3,14-16; Rm 8,32), la señal puesta en alto, prefigurada por la serpiente de bronce
levantada por Moisés en el desierto. Si al mirar a aquella serpiente quedaban curados los que, por
murmurar contra Dios en el éxodo de Egipto, habían sido mordidos por serpientes venenosas (cfr
3,14; Nm 21,9), así la fe en Jesucristo elevado en la cruz es salvación para el hombre herido por el
pecado.
Es tarea del cristiano manifestar la fuerza salvadora de la cruz. La Cruz hay que insertarla
también en las entrañas del mundo. Jesús quiere ser levantado en alto, ahí: en el ruido de las
fábricas y de los talleres, en el silencio de las bibliotecas, en el fragor de las calles, en la quietud de
los campos, en la intimidad de las familias, en las asambleas, en los estadios... Allí donde un
cristiano gaste su vida honradamente, debe poner con su amor la Cruz de Cristo, que atrae a Sí
todas las cosas (San Josemaría Escrivá, Via Crucis 11,3). Cristo, Señor Nuestro, fue crucificado y,
desde la altura de la Cruz, redimió al mundo, restableciendo la paz entre Dios y los hombres.
Jesucristo recuerda a todos: et ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum (Jn 12,32),
si vosotros me colocáis en la cumbre de todas las actividades de la tierra, cumpliendo el deber de
cada momento, siendo mi testimonio en lo que parece grande y en lo que parece pequeño, omnia
traham ad meipsum, todo lo atraeré hacia mí. ¡Mi reino entre vosotros será una realidad!» (Idem,
Es Cristo que pasa, n. 183).
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SAN JUAN CRISÓSTOMO (www.iveargentina.org)
El que ama su vida, la pierde; el que la aborrece, la guarda
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Domingo V de Cuaresma (B)
Dulce es la vida presente y llena está de abundante placer; pero no para todos, sino solamente
para quienes a ella se aferran. Si alguno alza sus ojos al Cielo y a los bienes allá preparados, al punto
la despreciará y la tendrá por nada. También la belleza corporal se estima mientras no aparece otra
superior; pero una vez que se ve algo más bello, entonces aquélla se desprecia. En consecuencia, si
queremos fijarnos en aquella hermosura de allá arriba, en aquella belleza del reino celeste,
romperemos al punto las ataduras presentes. Porque ataduras son el amor y cariño a las cosas de acá.
Escucha lo que dice Cristo, persuadiéndonos lo mismo: El que ama su vida, la pierde; el que
aborrece su vida en este mundo, la guarda para la vida eterna. Quien quiera servirme, que me siga;
y donde Yo estoy ahí estará también mi servidor. Todo esto parece un enigma, pero no lo es, sino
cosa repleta de gran sabiduría. Mas ¿cómo es eso que quien ama su vida la pierde? Es decir, quien
obedece a las perversas concupiscencias y a ellas se entrega; quien les concede más de lo
conveniente.
Por tal motivo, un sabio amonesta: No vayas detrás de tus pasiones. Porque de este modo
perderás tu vida, puesto que te desviarás del camino que lleva a la virtud. Y, al contrario: El que
aborrece su vida en este mundo, la guarda. ¿Qué quiere decir: el que la aborrece? El que le resiste
cuando le pide cosas dañinas. Y no dijo: El que no se fía; sino: El que aborrece. Así como a quienes
odiamos no podemos ni oírlos ni verlos plácidamente, así conviene contrariar al alma enérgicamente
cuando pide y exige lo que contraría la voluntad de Dios.
Cristo va ya a hablar a sus discípulos acerca de su muerte y prevé que caerán en tristeza, por
lo cual trata el asunto en forma más elevada. Como si dijera: No digo Yo que si no lleváis con
fortaleza mi muerte, sino si vosotros mismos no morís, no tendréis ganancia alguna. Advierte cómo
mezcla en sus palabras el consuelo. Muy duro y desagradable era eso de oír serle necesario al
hombre, que tantísimo ama su vida, que ha de morir. ¿Para qué voy a traer testimonios antiguos de
esta verdad; cuando aun ahora encontramos a muchos que gustosos lo sufren todo con tal de disfrutar
de la vida presente, aun creyendo en la futura? Y cuando contemplan los edificios, las
construcciones, las invenciones, con lágrimas exclaman: ¡Cuántas cosas inventa el hombre que luego
se torna en polvo! ¡Tan grande es el anhelo de vivir!
Pues bien, rompiendo semejante atadura, dice Cristo: El que aborrece su vida en este mundo,
la guarda para la vida eterna. Por lo que sigue, advierte cómo esto lo dijo para amonestarlos y
quitarles el miedo: Donde Yo estoy ahí estará el que me sirve. Habla de la muerte y exige que con
obras se le siga. El servidor en absoluto debe acompañar a aquel a quien sirve. Observa cuándo dice
esto. Cuando aún no están perseguidos sino plenamente confiados y pensaban estar en seguro porque
muchos los seguían, honraban y veneraban; cuando podían estar animosos y capaces de oír que se les
decía: Tome su cruz y sígame1. Como si les dijera: Estad continuamente preparados a los peligros, a
la muerte, a salir de esta vida.
Tras de exponer lo que era molesto y pesado, añadió el premio. ¿Cuál es? Que lo siga, que
esté junto con él. Declaraba con esto que a la muerte se seguiría la resurrección. Pues dice: Donde Yo
estoy ahí estará mi servidor. Pero ¿en dónde está Cristo? En el Cielo. Entonces, aun antes de la
resurrección trasladémonos allá con el alma y el pensamiento. A quien sea mi servidor lo honrará mi
Padre. ¿Por qué no dijo: lo honraré Yo? Porque aún no tenían ellos la debida opinión de El, sino que
la tenían mayor acerca del Padre. ¿Cómo podían tener de Él tan alto concepto cuando ni siquiera
sabían que resucitaría?
1
Mt 16, 24
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Domingo V de Cuaresma (B)
Por esta razón dijo a los hijos del Zebedeo: No me pertenece a mí el concederlo, sino a
aquellos para quienes está destinado por el Padre2. Pero ¿acaso no es El quien juzga? Es que
mediante esas palabras se declara genuino Hijo del Padre. Ahora mi alma está conturbada. Y ¿qué
diré? ¡Padre, sálvame de esta hora! Estas palabras no son propias de quien persuade sufrir la
muerte, al parecer; y sin embargo más aún son propias de quien exhorta a ello. Pues para que no
dijeran que con facilidad hablaba de la muerte porque no experimentaba los humanos dolores, y que
a ella nos exhortaba hallándose El fuera de peligro, demuestra aquí que, aun temiéndola, no la rehúsa
por ser cosa útil. Todo esto lo habla en su carne que asumió y no en su divinidad. Por esto dice:
Ahora mi alma está conturbada. Si no fuera este el sentido ¿cómo podía lógicamente seguir
diciendo: ¡Padre! ¡Sálvame de esta hora!? Y fue tan grande su turbación que llegó a suplicar se le
librara, si es que podía escapar de la muerte.
¡Tanta es la debilidad de la humana naturaleza! Es como si dijera: Sin embargo, nada tengo
que decir, pues Yo mismo pido la muerte. Mas para esto he venido a esta hora. O sea que aun
cuando sintamos turbación y estemos consternados, no huyamos de la muerte. Pues Yo mismo, dice
El, así de perturbado como estoy, digo que no se ha de huir: hay que llevar las cosas tal como
acontecen. Yo no digo: Líbrame de esta hora, sino: ¡Padre! ¡Glorifica tu nombre! Es decir:
¡crucifícame! Así declara cuál sea el afecto humano y que la naturaleza rehúye la muerte y quiere
conservar la vida, y manifiesta que Jesús no carece de las humanas afecciones. Así como no se
atribuye a pecado el tener hambre ni el dormir, tampoco es pecado el desear la vida presente.
Cristo poseyó un cuerpo exento de pecado, pero no de las naturales necesidades: de otro
modo no habría sido cuerpo. Pero además con eso nos dio otra enseñanza. ¿Cuál? Que si alguna vez
nos encontramos tristes y acobardados, no por eso abandonemos nuestros propósitos. ¡Padre!
¡Glorifica tu nombre! Declara que muere por la verdad al llamar a tal muerte gloria de Dios. Así
aconteció después de la cruz. Iba a suceder que el mundo se convirtiera y conociera a Dios y lo
sirviera; es decir, no únicamente al Padre, sino también al Hijo; pero esto segundo lo calla.
Se oyó entonces una voz venida del Cielo: Ya lo he glorificado y todavía lo glorificaré.
¿Dónde lo glorificó? En todo lo que precede. Y todavía lo glorificaré después en la cruz. Y ¿qué dice
Cristo?: No ha venido por Mí esta voz, sino por vosotros. Las turbas pensaban que se trataba de un
trueno o que un ángel le había hablado. ¿Por qué pensaron eso? ¿Acaso la voz no fue clara y
manifiesta? Sí, pero pronto se les escapó por ser carnales, rudos, desidiosos. Unos solamente
recordaban un sonido; otros cayeron en la cuenta de que era voz articulada, pero no supieron lo que
significaba. ¿Qué les dice Cristo?: No ha venido por Mí esta voz, sino por vosotros. ¿Por qué les
dice esto? Atendiendo a que ellos continuamente decían que El no venía de Dios. Pero, quien es
glorificado por Dios ¿cómo puede ser que no venga de Dios siendo glorificado por Dios? Tal fue el
motivo de que viniera aquella voz; y también de que El dijera: No ha venido por Mí esta voz, sino
por vosotros.
Es decir, no ha venido para que por ella Yo aprenda algo que ignoraba, pues conozco todo lo
de mi Padre; sino por vosotros. Porque decían que le había hablado un ángel o que había sido un
trueno; y no caían en la cuenta de lo que era, les dice El: Por vosotros ha venido esta voz, para que
por ella os excitarais a preguntar qué fue lo que dijo. Pero ellos, atontados, ni aun así lo preguntaron,
a pesar de oír que por ellos había venido la voz. Con razón aquella voz no parecía notable a quienes
ignoraban por quién se decía. Por vosotros ha venido la voz. ¿Adviertes cómo las cosas que Cristo
2
Mc 10, 40
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Domingo V de Cuaresma (B)
obra como hombre se verifican en bien de ellos, pero no porque el Hijo necesite recurrir a otro para
hacerlas?
Es la hora de la condenación de este mundo. Es la hora en que el príncipe de este mundo
será arrojado fuera. ¿Cómo se compagina esto con aquello otro: Lo glorifiqué y todavía lo
glorificaré? Muy bien y lógicamente. Pues dijo: Lo glorificaré. Y declarando Jesús el modo dice: El
príncipe de este mundo será arrojado fuera. ¿Qué significa: es la hora de la condenación del
mundo? Como si dijera: Vendrá la condenación y la venganza. ¿En qué forma? Ese príncipe mató
primero al hombre pues lo encontró reo de pecado y por el pecado entró la muerte 3. Pero en Mí no
encontró pecado. Entonces ¿por qué se me echó encima y me entregó a la muerte? ¿Por qué entró en
el ánimo de Judas para darme la muerte?
No me vayas a decir que fue simple disposición de Dios; porque esa muerte no fue obra del
diablo, sino de la sabiduría de Dios. Explórese el pensamiento del Maligno. ¿En qué forma el mundo
es condenado en mi muerte? Es como si, constituido el tribunal, se le dijera al Maligno: ¡Pase que
hayas dado muerte a todos los hombres, puesto que los encontraste reos de pecado! Pero a Cristo
¿por qué lo mataste? ¿Acaso no fue eso una total injusticia? Ahora mediante Cristo todo el mundo se
venga. Para que esto se vea más claro, usaré de un ejemplo. Sea algún tirano furioso que a todos
cuantos caen en sus manos los colma de males infinitos. Este tal, si entrando en batalla contra el rey
lo mata injustamente, la muerte del tirano puede constituir una venganza para los demás.
Supongamos un hombre que a todos los deudores les exija, los azote, los encarcele; y luego, con la
misma arrogancia, ejecute eso mismo con un inocente. Pagará entonces la pena debida por lo que
hizo con los otros. Porque ese inocente será para él la muerte.
Esto sucedió en el caso del Hijo de Dios. Por lo que se atrevió el diablo contra Cristo, sufrirá
el castigo de lo que hizo con vosotros. Y que esto sea lo que se deja entender, óyelo: Ahora el
príncipe de este mundo será echado fuera; es decir, mediante mi muerte. Y cuando yo fuere
levantado de la tierra, atraeré a Mí a todos. Es decir, incluso a los gentiles. Y para que no diga alguno
¿cómo es eso de que será echado fuera, si lo vence? Responde: ¡No me vencerá! ¿Cómo ha de vencer
a quien atrae a todos los demás? No habla de la resurrección, sino de algo más elevado que ella, pues
dice: A todos los atraeré a Mí. Si hubiera dicho: Resucitaré, no aparece claro que ellos lo hubieran
creído. Pero cuando dice: Creerán, declara ambas cosas y confirma así que resucitará. Si hubiera
permanecido muerto y fuera puro hombre, nadie habría creído en El. Los atraeré a todos a Mí.
Entonces ¿por qué asevera ser el Padre quien atrae? Porque atrayendo el Hijo, también atrae el Padre.
Los atraeré, dice. Los libraré como a cautivos de un tirano, que no pueden por sí mismos librarse y
escapar de las manos de ese tirano que se opone. En otra parte a esto lo llama rapiña diciendo: No
puede nadie robar los bienes de un valiente, si primero no ata a ese valiente y luego le arrebata sus
bienes4. Significa esto la violencia. Pues bien, lo que ahí llama rapiña, aquí lo llama atracción.
Sabiendo esto, enfervoricémonos, glorifiquemos a Dios no únicamente con nuestra fe, sino
también con nuestro modo de vivir: lo contrario no sería glorificarlo, sino blasfemarlo. Porque tanto
blasfema de Dios el gentil execrándolo, como el cristiano corrompiéndose. Os ruego, pues, que todo
lo hagamos para glorificación de Dios. Pues dice la Escritura: ¡Ay del siervo aquel por quien el
nombre de Dios es blasfemado! Y ese ¡ay! encierra toda clase de tormentos y castigos. En cambio,
bienaventurado aquel por quien su nombre es glorificado. No caminemos como en tinieblas.
Huyamos de todo pecado, pero sobre todo de los pecados que llevan consigo la ruina común de los
demás, pues en tales pecados sobre todo es Dios blasfemado.
3
4
Rm 5, 12
Mt 12, 29
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Domingo V de Cuaresma (B)
¿Qué perdón podemos obtener si cuando se nos ordena hacer limosna, nosotros, al revés,
robamos lo ajeno? ¿Qué esperanza nos queda de salvación? Si no alimentas al hambriento serás
castigado. Pero si al que anda vestido lo despojas ¿qué perdón alcanzarás? No nos cansaremos de
repetir esto mismo con frecuencia. Quizá los que hoy no obedecen, obedecerán mañana; los que
mañana no obedezcan, lo harán al día siguiente. Pero si hay algunos que del todo sean intratables, a
lo menos nosotros seremos inocentes de eso y no sufriremos condenación, pues cumplimos con lo
que era nuestro deber. Ojalá que ni nosotros tengamos que avergonzarnos de nuestras palabras, ni
vosotros de vuestras obras; sino que todos podamos presentarnos confiados ante el tribunal de Cristo;
y que nosotros podamos gloriarnos de vosotros y tener algún consuelo en nuestros sufrimientos, con
ver que sois vosotros aprobados en Cristo Jesús, Señor nuestro, con el cual sea al Padre, juntamente
con el Espíritu Santo, la gloria, por los siglos. —Amén.
(Explicación del Evangelio de San Juan, Homilía LXVII (LXVI), (t. 2), Tradición S.A.,
México, 1981, pp. 204-209)
_____________________
FRANCISCO – Ángelus 2015 y 2018
2015
La cruz de Cristo es fecunda
Queridos hermanos y hermanas:
En este quinto domingo de Cuaresma, el evangelista Juan nos llama la atención con un
particular curioso: algunos «griegos», de religión judía, llegados a Jerusalén para la fiesta de la
Pascua, se dirigen al apóstol Felipe y le dicen: «Queremos ver a Jesús» (Jn12, 21). En la ciudad
santa, donde Jesús fue por última vez, hay mucha gente. Están los pequeños y los sencillos, que han
acogido festivamente al profeta de Nazaret reconociendo en Él al Enviado del Señor. Están los
sumos sacerdotes y los líderes del pueblo, que lo quieren eliminar porque lo consideran herético y
peligroso. También hay personas, como esos «griegos», que tienen curiosidad por verlo y por saber
más acerca de su persona y de las obras realizadas por Él, la última de las cuales —la resurrección de
Lázaro— causó mucha sensación.
«Queremos ver a Jesús»: estas palabras, al igual que muchas otras en los Evangelios, van más
allá del episodio particular y expresan algo universal; revelan un deseo que atraviesa épocas y
culturas, un deseo presente en el corazón de muchas personas que han oído hablar de Cristo, pero no
lo han encontrado aún. «Yo deseo ver a Jesús», así siente el corazón de esta gente.
Respondiendo indirectamente, de modo profético, a aquel pedido de poderlo ver, Jesús
pronuncia una profecía que revela su identidad e indica el camino para conocerlo verdaderamente:
«Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre» (Jn 12, 23). ¡Es la hora de la Cruz!
Es la hora de la derrota de Satanás, príncipe del mal, y del triunfo definitivo del amor misericordioso
de Dios. Cristo declara que será «levantado sobre la tierra» (v. 32), una expresión con doble
significado: «levantado» en cuanto crucificado, y «levantado» porque fue exaltado por el Padre en la
Resurrección, para atraer a todos hacia sí y reconciliar a los hombres con Dios y entre ellos. La hora
de la Cruz, la más oscura de la historia, es también la fuente de salvación para todos los que creen en
Él.
Continuando con la profecía sobre su Pascua ya inminente, Jesús usa una imagen sencilla y
sugestiva, la del «grano de trigo» que, al caer en la tierra, muere para dar fruto (cf. v. 24). En esta
imagen encontramos otro aspecto de la Cruz de Cristo: el de la fecundidad. La cruz de Cristo es
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Domingo V de Cuaresma (B)
fecunda. La muerte de Jesús, de hecho, es una fuente inagotable de vida nueva, porque lleva en sí la
fuerza regeneradora del amor de Dios. Inmersos en este amor por el Bautismo, los cristianos pueden
convertirse en «granos de trigo» y dar mucho fruto si, al igual que Jesús, «pierden la propia vida» por
amor a Dios y a los hermanos (cf. v. 25).
Por este motivo, a aquellos que también hoy «quieren ver a Jesús», a los que están en
búsqueda del rostro de Dios; a quien recibió una catequesis cuando era pequeño y luego no la
profundizó más y quizá ha perdido la fe; a muchos que aún no han encontrado a Jesús
personalmente...; a todas estas personas podemos ofrecerles tres cosas: el Evangelio; el Crucifijo y el
testimonio de nuestra fe, pobre pero sincera. El Evangelio: ahí podemos encontrar a Jesús,
escucharlo, conocerlo. El Crucifijo: signo del amor de Jesús que se entregó por nosotros. Y luego,
una fe que se traduce en gestos sencillos de caridad fraterna. Pero principalmente en la coherencia de
vida: entre lo que decimos y lo que vivimos, coherencia entre nuestra fe y nuestra vida, entre
nuestras palabras y nuestras acciones. Evangelio, Crucifijo y testimonio. Que la Virgen nos ayude a
llevar estas tres cosas.
***
2018
Ver a Jesús desde dentro
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de hoy (cf. Juan 12, 20-33) cuenta un episodio sucedido en los últimos días de
la vida de Jesús. La escena se desarrolla en Jerusalén, donde Él se encuentra por la fiesta de la
Pascua hebrea. Para esta celebración, habían llegado también algunos griegos; se trata de hombres
animados por sentimientos religiosos, atraídos por la fe del pueblo hebreo y que, habiendo escuchado
hablar de este gran profeta, se acercaron a Felipe, uno de los doce apóstoles y le dijeron: «Señor,
queremos ver a Jesús» (v. 21). Juan resalta esta frase, centrada en el verbo ver, que en el vocabulario
del evangelista significa ir más allá de las apariencias para recoger el misterio de una persona. El
verbo que utiliza Juan, «ver» es llegar hasta el corazón, llegar con la vista, con la comprensión hasta
lo íntimo de la persona, dentro de la persona.
La reacción de Jesús es sorprendente. Él no responde con un «sí» o con un «no», sino que
dice: «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre» (v. 23). Estas palabras, que
parecen a primera vista ignorar la pregunta de aquellos griegos, en realidad dan la verdadera
respuesta, porque quien quiere conocer a Jesús debe mirar dentro de la cruz, donde se revela su
gloria. Mirar dentro de la cruz. El Evangelio de hoy nos invita a dirigir nuestra mirada hacia el
crucifijo, que no es un objeto ornamental o un accesorio para vestir —¡a veces manido!— sino que
es un símbolo religioso para contemplar y comprender. En la imagen de Jesús crucificado se desvela
el misterio de la muerte del hijo como supremo acto de amor, fuente de vida y de salvación para la
humanidad de todos los tiempos. En sus llagas fuimos curados.
Puedo pensar: «¿Cómo miro el crucifijo? ¿Como una obra de arte, para ver si es hermoso o
no es hermoso? ¿O miro dentro, en las llagas de Jesús, hasta su corazón? ¿Miro el misterio del Dios
aniquilado hasta la muerte, como un esclavo, como un criminal?». No os olvidéis de esto: mirad el
crucifijo, pero miradlo dentro. Está esta hermosa devoción de rezar un Padre Nuestro por cada una de
las cinco llagas: cuando rezamos ese Padre Nuestro, intentamos entrar a través de las llagas de Jesús,
dentro, precisamente a su corazón. Y allí aprenderemos la gran sabiduría del misterio de Cristo, la
gran sabiduría de la cruz.
11
Domingo V de Cuaresma (B)
Y para explicar el significado de su muerte y resurrección, Jesús se sirve de una imagen y
dice «si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto» (v.
24). Quiere hacer entender que su caso extremo —es decir, la cruz, muerte y resurrección— es un
acto de fecundidad —sus llagas nos han curado—, una fecundidad que dará fruto para muchos. Así
se compara a sí mismo con el grano de trigo que pudriéndose en la tierra genera nueva vida. Con la
Encarnación, Jesús vino a la tierra; pero eso no basta: Él debe también morir, para rescatar a los
hombres de la esclavitud del pecado y darles una nueva vida reconciliada en el amor. He dicho «para
rescatar a los hombres»: pero, para rescatar a mí, a ti, a todos nosotros, a cada uno de nosotros, Él
pagó ese precio. Este es el misterio de Cristo. Ve hacia sus llagas. Entra, contempla; ve a Jesús, pero
desde dentro.
Y este dinamismo del grano de trigo, cumplido en Jesús, debe realizarse también en nosotros
sus discípulos: estamos llamados a hacer nuestra esa ley pascual del perder la vida para recibirla
nueva y eterna. ¿Y qué significa perder la vida? Es decir, ¿qué significa ser el grano de trigo?
Significa pensar menos en sí mismos, en los intereses personales y saber «ver» e ir al encuentro de
las necesidades de nuestro prójimo, especialmente de los últimos. Cumplir con alegría obras de
caridad hacia los que sufren en el cuerpo y en el espíritu es el modo más auténtico de vivir el
Evangelio, es el fundamento necesario para que nuestras comunidades crezcan en la fraternidad y en
la acogida recíproca. Quiero ver a Jesús, pero verlo desde dentro. Entra en sus llagas y contempla ese
amor en su corazón por ti, por ti, por ti, por mí, por todos.
Que la Virgen María, que ha tenido siempre la mirada del corazón fija en su Hijo, desde el
pesebre de Belén hasta la cruz en el Calvario, nos ayude a encontrarlo y conocerlo así como Él
quiere, para que podamos vivir iluminados por Él y llevar al mundo frutos de justicia y de paz.
_________________________
BENEDICTO XVI - Homilía del 29 de marzo de 2009
Mediante la cruz Cristo da mucho fruto para todos los siglos
Queridos hermanos y hermanas:
En el pasaje evangélico de hoy, san Juan refiere un episodio que aconteció en la última fase
de la vida pública de Cristo, en la inminencia de la Pascua judía, que sería su Pascua de muerte y
resurrección. Narra el evangelista que, mientras se encontraba en Jerusalén, algunos griegos,
prosélitos del judaísmo, por curiosidad y atraídos por lo que Jesús estaba haciendo, se acercaron a
Felipe, uno de los Doce, que tenía un nombre griego y procedía de Galilea. “Señor —le dijeron—,
queremos ver a Jesús” (Jn 12, 21). Felipe, a su vez, llamó a Andrés, uno de los primeros apóstoles,
muy cercano al Señor, y que también tenía un nombre griego; y ambos “fueron a decírselo a Jesús”
(Jn 12, 22).
En la petición de estos griegos anónimos podemos descubrir la sed de ver y conocer a Cristo
que experimenta el corazón de todo hombre. Y la respuesta de Jesús nos orienta al misterio de la
Pascua, manifestación gloriosa de su misión salvífica. “Ha llegado la hora de que sea glorificado el
Hijo del hombre” (Jn 12, 23). Sí, está a punto de llegar la hora de la glorificación del Hijo del
hombre, pero esto conllevará el paso doloroso por la pasión y la muerte en cruz. De hecho, sólo así
se realizará el plan divino de la salvación, que es para todos, judíos y paganos, pues todos están
invitados a formar parte del único pueblo de la alianza nueva y definitiva.
A esta luz comprendemos también la solemne proclamación con la que se concluye el pasaje
evangélico: “Yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12, 32), así como el
12
Domingo V de Cuaresma (B)
comentario del Evangelista: “Decía esto para significar de qué muerte iba a morir” (Jn 12, 33). La
cruz: la altura del amor es la altura de Jesús, y a esta altura nos atrae a todos.
Muy oportunamente la liturgia nos hace meditar este texto del evangelio de san Juan en este
quinto domingo de Cuaresma, mientras se acercan los días de la Pasión del Señor, en la que nos
sumergiremos espiritualmente desde el próximo domingo, llamado precisamente domingo de Ramos
y de la Pasión del Señor. Es como si la Iglesia nos estimulara a compartir el estado de ánimo de
Jesús, queriéndonos preparar para revivir el misterio de su crucifixión, muerte y resurrección, no
como espectadores extraños, sino como protagonistas juntamente con él, implicados en su misterio
de cruz y resurrección. De hecho, donde está Cristo, allí deben encontrarse también sus discípulos,
que están llamados a seguirlo, a solidarizarse con él en el momento del combate, para ser asimismo
partícipes de su victoria.
El Señor mismo nos explica cómo podemos asociarnos a su misión. Hablando de su muerte
gloriosa ya cercana, utiliza una imagen sencilla y a la vez sugestiva: “Si el grano de trigo no cae en
tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12, 24). Se compara a sí mismo con
un “grano de trigo deshecho, para dar a todos mucho fruto”, como dice de forma eficaz san Atanasio.
Y sólo mediante la muerte, mediante la cruz, Cristo da mucho fruto para todos los siglos. De hecho,
no bastaba que el Hijo de Dios se hubiera encarnado. Para llevar a cabo el plan divino de la salvación
universal era necesario que muriera y fuera sepultado: sólo así toda la realidad humana sería
aceptada y, mediante su muerte y resurrección, se haría manifiesto el triunfo de la Vida, el triunfo del
Amor; así se demostraría que el amor es más fuerte que la muerte.
Con todo, el hombre Jesús, que era un hombre verdadero, con nuestros mismos sentimientos,
sentía el peso de la prueba y la amarga tristeza por el trágico fin que le esperaba. Precisamente por
ser hombre-Dios, experimentaba con mayor fuerza el terror frente al abismo del pecado humano y a
cuanto hay de sucio en la humanidad, que él debía llevar consigo y consumar en el fuego de su amor.
Todo esto él lo debía llevar consigo y transformar en su amor. “Ahora —confiesa— mi alma está
turbada. Y ¿qué voy a decir? ¿Padre, líbrame de esta hora?” (Jn 12, 27). Le asalta la tentación de
pedir: “Sálvame, no permitas la cruz, dame la vida”. En esta apremiante invocación percibimos una
anticipación de la conmovedora oración de Getsemaní, cuando, al experimentar el drama de la
soledad y el miedo, implorará al Padre que aleje de él el cáliz de la pasión.
Sin embargo, al mismo tiempo, mantiene su adhesión filial al plan divino, porque sabe que
precisamente para eso ha llegado a esta hora, y con confianza ora: “Padre, glorifica tu nombre” (Jn
12, 28). Con esto quiere decir: “Acepto la cruz”, en la que se glorifica el nombre de Dios, es decir, la
grandeza de su amor. También aquí Jesús anticipa las palabras del Monte de los Olivos: “No se haga
mi voluntad, sino la tuya” (Lc 22, 42). Transforma su voluntad humana y la identifica con la de Dios.
Este es el gran acontecimiento del Monte de los Olivos, el itinerario que deberíamos seguir
fundamentalmente en todas nuestras oraciones: transformar, dejar que la gracia transforme nuestra
voluntad egoísta y la impulse a uniformarse a la voluntad divina.
Los mismos sentimientos afloran en el pasaje de la carta a los Hebreos que se ha proclamado
en la segunda lectura. Postrado por una angustia extrema a causa de la muerte que se cierne sobre él,
Jesús ofrece a Dios ruegos y súplicas “con poderoso clamor y lágrimas” (Hb 5, 7). Invoca ayuda de
Aquel que puede liberarlo, pero abandonándose siempre en las manos del Padre. Y precisamente por
esta filial confianza en Dios —nota el autor— fue escuchado, en el sentido de que resucitó, recibió la
vida nueva y definitiva. La carta a los Hebreos nos da a entender que estas insistentes oraciones de
Jesús, con clamor y lágrimas, eran el verdadero acto del sumo sacerdote, con el que se ofrecía a sí
mismo y a la humanidad al Padre, transformando así el mundo.
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Domingo V de Cuaresma (B)
Queridos hermanos y hermanas, este es el camino exigente de la cruz que Jesús indica a todos
sus discípulos. En diversas ocasiones dijo: “Si alguno me quiere servir, sígame”. No hay alternativa
para el cristiano que quiera realizar su vocación. Es la “ley” de la cruz descrita con la imagen del
grano de trigo que muere para germinar a una nueva vida; es la “lógica” de la cruz de la que nos
habla también el pasaje evangélico de hoy: “El que ama su vida, la pierde; y el que odia su vida en
este mundo, la guardará para la vida eterna” (Jn 12, 25). “Odiar” la propia vida es una expresión
semítica fuerte y encierra una paradoja; subraya muy bien la totalidad radical que debe caracterizar a
quien sigue a Cristo y, por su amor, se pone al servicio de los hermanos: pierde la vida y así la
encuentra. No existe otro camino para experimentar la alegría y la verdadera fecundidad del Amor: el
camino de darse, entregarse, perderse para encontrarse.
Queridos amigos, la invitación de Jesús resuena de forma muy elocuente en la celebración de
hoy en vuestra parroquia, pues está dedicada al Santo Rostro de Jesús: el Rostro que “algunos
griegos”, de los que habla el evangelio, deseaban ver; el Rostro que en los próximos días de la Pasión
contemplaremos desfigurado a causa de los pecados, la indiferencia y la ingratitud de los hombres; el
Rostro radiante de luz y resplandeciente de gloria, que brillará en el alba del día de Pascua.
Mantengamos fijos el corazón y la mente en el Rostro de Cristo, queridos fieles, a quienes
saludo con afecto. Por todos y cada uno pido en esta santa misa.
Prosigamos la celebración eucarística, invocando la intercesión maternal de María para que
nuestra vida sea un reflejo de la de Cristo. Oremos para que todos aquellos con quienes nos
encontremos perciban siempre en nuestros gestos y en nuestras palabras la bondad pacificadora y
consoladora de su Rostro. Amén.
_________________________
DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los
Sacramentos
CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA
La vida de Cristo se ofrece al Padre
606. El Hijo de Dios “bajado del cielo no para hacer su voluntad sino la del Padre que le ha enviado”
(Jn 6, 38), “al entrar en este mundo, dice: ... He aquí que vengo... para hacer, oh Dios, tu voluntad...
En virtud de esta voluntad somos santificados, merced a la oblación de una vez para siempre del
cuerpo de Jesucristo” (Hb 10, 5-10). Desde el primer instante de su Encarnación el Hijo acepta el
designio divino de salvación en su misión redentora: “Mi alimento es hacer la voluntad del que me
ha enviado y llevar a cabo su obra” (Jn 4, 34). El sacrificio de Jesús “por los pecados del mundo
entero” (1 Jn 2, 2), es la expresión de su comunión de amor con el Padre: “El Padre me ama porque
doy mi vida” (Jn 10, 17). “El mundo ha de saber que amo al Padre y que obro según el Padre me ha
ordenado” (Jn 14, 31).
607. Este deseo de aceptar el designio de amor redentor de su Padre anima toda la vida de Jesús (cf.
Lc 12,50; 22, 15; Mt 16, 21-23) porque su Pasión redentora es la razón de ser de su Encarnación:
“¡Padre líbrame de esta hora! Pero ¡si he llegado a esta hora para esto!” (Jn 12, 27). “El cáliz que me
ha dado el Padre ¿no lo voy a beber?” (Jn 18, 11). Y todavía en la cruz antes de que “todo esté
cumplido” (Jn 19, 30), dice: “Tengo sed” (Jn 19, 28).
El deseo de Cristo de dar su vida para nuestra salvación
14
Domingo V de Cuaresma (B)
542. Cristo es el corazón mismo de esta reunión de los hombres como “familia de Dios”. Los
convoca en torno a él por su palabra, por sus señales que manifiestan el reino de Dios, por el envío
de sus discípulos. Sobre todo, él realizará la venida de su Reino por medio del gran Misterio de su
Pascua: su muerte en la Cruz y su Resurrección. “Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a
todos hacia mí” (Jn 12, 32). A esta unión con Cristo están llamados todos los hombres (cf. LG 3).
El Espíritu glorifica al Hijo, el Hijo glorifica al Padre
690. Jesús es Cristo, “ungido”, porque el Espíritu es su Unción y todo lo que sucede a partir de la
Encarnación mana de esta plenitud (cf. Jn 3, 34). Cuando por fin Cristo es glorificado (Jn 7, 39),
puede a su vez, de junto al Padre, enviar el Espíritu a los que creen en él: Él les comunica su Gloria
(cf. Jn 17, 22), es decir, el Espíritu Santo que lo glorifica (cf. Jn 16, 14). La misión conjunta se
desplegará desde entonces en los hijos adoptados por el Padre en el Cuerpo de su Hijo: la misión del
Espíritu de adopción será unirlos a Cristo y hacerles vivir en él:
La noción de la unción sugiere... que no hay ninguna distancia entre el Hijo y el Espíritu. En efecto,
de la misma manera que entre la superficie del cuerpo y la unción del aceite ni la razón ni los
sentidos conocen ningún intermediario, así es inmediato el contacto del Hijo con el Espíritu... de tal
modo que quien va a tener contacto con el Hijo por la fe tiene que tener antes contacto
necesariamente con el óleo. En efecto, no hay parte alguna que esté desnuda del Espíritu Santo. Por
eso es por lo que la confesión del Señorío del Hijo se hace en el Espíritu Santo por aquellos que la
aceptan, viniendo el Espíritu desde todas partes delante de los que se acercan por la fe (San
Gregorio Niceno, Spir. 3, 1).
729. Solamente cuando ha llegado la Hora en que va a ser glorificado Jesús promete la venida del
Espíritu Santo, ya que su Muerte y su Resurrección serán el cumplimiento de la Promesa hecha a los
Padres (cf. Jn 14, 16-17. 26; 15, 26; 16, 7-15; 17, 26): El Espíritu de Verdad, el otro Paráclito, será
dado por el Padre en virtud de la oración de Jesús; será enviado por el Padre en nombre de Jesús;
Jesús lo enviará de junto al Padre porque él ha salido del Padre. El Espíritu Santo vendrá, nosotros lo
conoceremos, estará con nosotros para siempre, permanecerá con nosotros; nos lo enseñará todo y
nos recordará todo lo que Cristo nos ha dicho y dará testimonio de él; nos conducirá a la verdad
completa y glorificará a Cristo. En cuanto al mundo lo acusará en materia de pecado, de justicia y de
juicio.
La Ascensión de Cristo a la gloria es nuestra victoria
662. “Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12, 32). La elevación en la
Cruz significa y anuncia la elevación en la Ascensión al cielo. Es su comienzo. Jesucristo, el único
Sacerdote de la Alianza nueva y eterna, no “penetró en un Santuario hecho por mano de hombre...
sino en el mismo cielo, para presentarse ahora ante el acatamiento de Dios en favor nuestro” (Hb 9,
24). En el cielo, Cristo ejerce permanentemente su sacerdocio. “De ahí que pueda salvar
perfectamente a los que por él se llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor”
(Hb 7, 25). Como “Sumo Sacerdote de los bienes futuros” (Hb 9, 11), es el centro y el oficiante
principal de la liturgia que honra al Padre en los cielos (cf. Ap 4, 6-11).
2853. La victoria sobre el “príncipe de este mundo” (Jn 14, 30) se adquirió de una vez por todas en la
Hora en que Jesús se entregó libremente a la muerte para darnos su Vida. Es el juicio de este mundo,
y el príncipe de este mundo está “echado abajo” (Jn 12, 31; Ap 12, 11). “Él se lanza en persecución
de la Mujer” (cf Ap 12, 13-16), pero no consigue alcanzarla: la nueva Eva, “llena de gracia” del
Espíritu Santo es preservada del pecado y de la corrupción de la muerte (Concepción inmaculada y
Asunción de la santísima Madre de Dios, María, siempre virgen). “Entonces despechado contra la
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Domingo V de Cuaresma (B)
Mujer, se fue a hacer la guerra al resto de sus hijos” (Ap 12, 17). Por eso, el Espíritu y la Iglesia
oran: “Ven, Señor Jesús” (Ap 22, 17. 20) ya que su Venida nos librará del Maligno.
Historia de las alianzas
La alianza con Noé
56. Una vez rota la unidad del género humano por el pecado, Dios decide desde el comienzo salvar a
la humanidad a través de una serie de etapas. La Alianza con Noé después del diluvio (cf. Gn 9,9)
expresa el principio de la Economía divina con las “naciones”, es decir con los hombres agrupados
“según sus países, cada uno según su lengua, y según sus clanes” (Gn 10,5; cf. 10,20-31).
57. Este orden a la vez cósmico, social y religioso de la pluralidad de las naciones (cf. Hch 17,2627), está destinado a limitar el orgullo de una humanidad caída que, unánime en su perversidad (cf.
Sb 10,5), quisiera hacer por sí misma su unidad a la manera de Babel (cf. Gn 11,4-6). Pero, a causa
del pecado (cf. Rom 1,18-25), el politeísmo así como la idolatría de la nación y de su jefe son una
amenaza constante de vuelta al paganismo para esta economía aún no definitiva.
58. La alianza con Noé permanece en vigor mientras dura el tiempo de las naciones (cf. Lc 21,24),
hasta la proclamación universal del evangelio. La Biblia venera algunas grandes figuras de las
“naciones”, como “Abel el justo”, el rey-sacerdote Melquisedec (cf. Gn 14,18), figura de Cristo (cf.
Hb 7,3), o los justos “Noé, Daniel y Job” (Ez 14,14). De esta manera, la Escritura expresa qué altura
de santidad pueden alcanzar los que viven según la alianza de Noé en la espera de que Cristo “reúna
en uno a todos los hijos de Dios dispersos” (Jn 11,52).
Dios elige a Abraham
59. Para reunir a la humanidad dispersa, Dios elige a Abraham llamándolo “fuera de su tierra, de su
patria y de su casa” (Gn 12,1), para hacer de él “Abraham”, es decir, “el padre de una multitud de
naciones” (Gn 17,5): “En ti serán benditas todas las naciones de la tierra” (Gn 12,3 LXX; cf. Ga 3,8).
60. El pueblo nacido de Abraham será el depositario de la promesa hecha a los patriarcas, el pueblo
de la elección (cf. Rom 11,28), llamado a preparar la reunión un día de todos los hijos de Dios en la
unidad de loa Iglesia (cf. Jn 11,52; 10,16); ese pueblo será la raíz en la que serán injertados los
paganos hechos creyentes (cf. Rom 11,17-18.24).
61. Los patriarcas, los profetas y otros personajes del Antiguo Testamento han sido y serán siempre
venerados como santos en todas las tradiciones litúrgicas de la Iglesia.
Dios forma a su pueblo Israel
62. Después de la etapa de los patriarcas, Dios constituyó a Israel como su pueblo salvándolo de la
esclavitud de Egipto. Estableció con él la alianza del Sinaí y le dio por medio de Moisés su Ley, para
que lo reconociese y le sirviera como al único Dios vivo y verdadero, Padre providente y juez justo,
y para que esperase al Salvador prometido (cf. DV 3).
63. Israel es el pueblo sacerdotal de Dios (cf. Ex 19,6), el que “lleva el Nombre del Señor” (Dt
28,10). Es el pueblo de aquellos “a quienes Dios habló primero” (MR, Viernes Santo 13: oración
universal VI), el pueblo de los “hermanos mayores” en la fe de Abraham.
64. Por los profetas, Dios forma a su pueblo en la esperanza de la salvación, en la espera de una
Alianza nueva y eterna destinada a todos los hombres (cf. Is 2,2-4), y que será grabada en los
corazones (cf. Jr 31,31-34; Hb 10,16). Los profetas anuncian una redención radical del pueblo de
Dios, la purificación de todas sus infidelidades (cf. Ez 36), una salvación que incluirá a todas las
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Domingo V de Cuaresma (B)
naciones (cf. Is 49,5-6; 53,11). Serán sobre todo los pobres y los humildes del Señor (cf. So 2,3)
quienes mantendrán esta esperanza. Las mujeres santas como Sara, Rebeca, Raquel, Miriam, Débora,
Ana, Judit y Ester conservaron viva la esperanza de la salvación de Israel. De ellas la figura más pura
es María (cf. Lc 1,38).
220. El amor de Dios es “eterno” (Is 54,8). “Porque los montes se correrán y las colinas se moverán,
mas mi amor de tu lado no se apartará” (Is 54,10). “Con amor eterno te he amado: por eso he
reservado gracia para ti” (Jr 31,3).
715. Los textos proféticos que se refieren directamente al envío del Espíritu Santo son oráculos en
los que Dios habla al corazón de su Pueblo en el lenguaje de la Promesa, con los acentos del “amor y
de la fidelidad” (cf. Ez. 11, 19; 36, 25-28; 37, 1-14; Jr 31, 31-34; y Jl 3, 1-5, cuyo cumplimiento
proclamará San Pedro la mañana de Pentecostés, cf. Hch 2, 17-21).Según estas promesas, en los
“últimos tiempos”, el Espíritu del Señor renovará el corazón de los hombres grabando en ellos una
Ley nueva; reunirá y reconciliará a los pueblos dispersos y divididos; transformará la primera
creación y Dios habitará en ella con los hombres en la paz.
762. La preparación lejana de la reunión del pueblo de Dios comienza con la vocación de Abraham,
a quien Dios promete que llegará a ser Padre de un gran pueblo (cf Gn 12, 2; 15, 5-6). La
preparación inmediata comienza con la elección de Israel como pueblo de Dios (cf Ex 19, 5-6; Dt 7,
6). Por su elección, Israel debe ser el signo de la reunión futura de todas las naciones (cf Is 2, 2-5; Mi
4, 1-4). Pero ya los profetas acusan a Israel de haber roto la alianza y haberse comportado como una
prostituta (cf Os 1; Is 1, 2-4; Jr 2; etc.). Anuncian, pues, una Alianza nueva y eterna (cf. Jr 31, 31-34;
Is 55, 3). “Jesús instituyó esta nueva alianza” (LG 9).
III. LA LEY NUEVA O LEY EVANGELICA
1965. La ley nueva o Ley evangélica es la perfección aquí abajo de la ley divina, natural y revelada.
Es obra de Cristo y se expresa particularmente en el Sermón de la montaña. Es también obra del
Espíritu Santo, y por él viene a ser la ley interior de la caridad: “Concertaré con la casa de Israel una
alianza nueva...pondré mis leyes en su mente, en sus corazones las grabaré; y yo seré su Dios y ellos
serán mi pueblo” (Hb 8,8-10; cf Jr 31,31-34).
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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
Si el grano de trigo no muere
La enseñanza más profunda, que nos da Jesús en el Evangelio de este Domingo, está sacada
de la vida del campo. Ello está en sintonía con la estación, que estamos viviendo, que ve despuntar el
grano por todas partes de la tierra y formar como tapices verdes, ondeando al viento en nuestras
colinas. Dice por lo tanto Jesús en el Evangelio:
«Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho
fruto».
Sabemos que no es la sola enseñanza que Jesús saca de la vida de los ciudadanos. El
Evangelio está lleno de parábolas, imágenes y apuntes sacados de la agricultura, que en su tiempo (y
lo es hoy aún para muchos pueblos) era la profesión que ocupaba al mayor número de personas. Él
nos habla del sembrador, del trabajo de los campos, de la siega, del grano, vino, aceite, del higo, de
la viña; de la vendimia, de todo. Pero, Jesús no se detenía naturalmente sólo en el plano agrícola. La
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Domingo V de Cuaresma (B)
imagen del grano le sirve para transmitirnos una sublime enseñanza que arroja luz, antes de todo,
sobre los acontecimientos personales y después igualmente sobre los de sus discípulos.
La espiga de grano es, por lo tanto, ante todo, él mismo, Jesús. Como una espiga de grano él
ha caído en tierra con su pasión y muerte, ha vuelto a brotar y ha traído fruto con su resurrección. El
«mucho fruto», que él ha traído, es la Iglesia, su Cuerpo Místico, que ha nacido de su muerte.
Nosotros, gracias al bautismo, formamos con Cristo una sola espiga; san Pablo dice «un solo pan»
(cfr. 1 Corintios 10, 17). El pan, que consagramos sobre nuestros altares y que recibimos en la
Eucaristía, en cuanto a su pujanza, proviene todo de la espiga de grano caída en tierra, que es Jesús.
Potencialmente, es toda la humanidad, que ha resucitado de la muerte con Cristo, no sólo
nosotros, los bautizados, porque él ha muerto por todos, todos han sido redimidos por él, además
quien todavía no lo sabe. El párrafo evangélico concluye con estas significativas palabras de Jesús:
«Y cuando yo sea elevado sobre la tierra atraeré a todos hacia mí».
Pero, la historia de la pequeña espiga de grano nos ayuda también, con otro versículo, a
entendernos a nosotros mismos y el sentido de nuestra existencia. En qué sentido, lo explica Jesús
mismo, cuando, después de haber hablado del grano, añade: «Si uno quiere salvar su vida, la perderá;
pero el que la pierda (otro evangelista dice el que la pierde) por mí, la encontrará» (cfr. Mateo
16,25).
Caer en tierra y morir no es por lo tanto sólo la vía para traer fruto, sino también para «salvar
la propia vida», esto es, ¡para continuar viviendo! ¿Qué sucede con la espiga de grano, que se resiste
a caer en tierra? O viene cualquier pájaro y la picotea o se vuelve árida y se enmohece en un rincón
húmedo, o quizás viene reducida a harina, comida y todo acaba allí. En todo caso, la espiga de grano,
como tal, ya no ha continuado. Si por el contrario se siembra, volverá a brotar, conocerá una nueva
vida, como en esta estación vemos que ha sucedido con las espigas de grano sembradas en el otoño.
En el plano espiritual es claro el significado de esto. Si el hombre no pasa también él a través
de la transformación, que le viene de la fe y del bautismo, si no acepta la cruz, sino que permanece
apegado a su modo natural de ser ya su egoísmo, todo acabará junto con él, su vida va hacia el
agotamiento. Juventud, vejez, muerte.
Si por el contrario cree y acepta la cruz en unión con Cristo, entonces se le abre delante el
horizonte de la eternidad.
Pero, sin pensar en nuestra muerte, hay situaciones, ya en esta vida, sobre las que la parábola
de la espiga de grano nos arroja una luz serena. Tienes un proyecto, que aprecias mucho; por él has
trabajado, había llegado a ser como la finalidad principal en la vida, y he aquí que en breve tiempo lo
ves como caído en tierra y muerto. Malogrado o quitado a ti y confiado a otro que recoge los frutos.
Acuérdate de la espiga de grano y espera. Nuestros mejores proyectos y afectos (a veces, el mismo
matrimonio de los esposos y la vocación religiosa de nosotros los sacerdotes) deben pasar por esta
fase de aparente vacío y de gélido invierno, para renacer purificados y ricos de frutos. Si resisten a la
prueba son como el acero después de que ha estado sumergido en el agua fría y ha salido
«templado».
Quiero apuntar, en particular, a dos casos humanos que la parábola de la espiga de grano
puede esclarecer y ayudar a resolver positivamente. Una persona decía de sí misma: «Soy una
enseñante soltera, no he tenido nunca un novio y, se puede decir, que ni siquiera a un muchachoamigo, aun habiéndolo deseado desde que era una adolescente. Me pregunto cómo puedo actuar para
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Domingo V de Cuaresma (B)
no poder tener ningún vínculo afectivo, tanto más cuanto que tengo un carácter expansivo y muy
abierto hacia los demás».
Esta persona (y tantas otras en su misma situación) se encuentra ante una elección: o
continuar dándole vueltas en torno a este problema durante toda la vida, viviendo con sollozos y
amargura (esto es, ¡no viviendo!), o aceptando la situación, reconciliándose consigo misma y
dándose cuenta que la vida no está toda allí o en ello; que hay un mundo de posibilidades y de
potencialidades dentro de ella misma que esperan poderse expresar a través de otros ligámenes y
canales. Es como quien tiene una espiga de grano y puede Continuar teniéndola apretada en la mano
hasta que se torna árida y muere, o quizás confiarla a la tierra. Confiarla a la tierra, en este caso,
significa abandonarse a la voluntad paterna de Dios, en una actitud, no de pasiva resignación, sino de
confiado abandono en la Providencia. Después de todo, ¿quién puede estar seguro que en absoluto lo
mejor para él o para ella es casarse? ¡Para cuántas mujeres el haberse casado no se ha revelado
precisamente como la mayor suerte de su vida, sino quizás la mayor cruz!
He conocido a personas que, después de aquel gesto de aceptación, cuando quizás no lo
pensaban ya más, inesperadamente, han visto realizarse su sueño. Han encontrado al compañero o
compañera de su vida y lo han acogido, no ya más solamente como el cumplimiento de un deseo
suyo natural, sino también como un don y una respuesta de Dios a su fe.
Otras han continuado como antes y no se han casado; pero, han descubierto intereses y fines,
que han llenado su vida. Intereses verdaderos, creativos, no subrogados. La relación de pareja en
efecto es ciertamente importante y vital, pero no es lo único. El hombre y la mujer tienen un valor
también en sí mismos, como individuos, no solo como partner o mitad de otro. Nosotros, los
sacerdotes, y los célibes en general, no nos sentimos efectivamente personas a mitad. Aquella misma
persona añadía: «Yo estoy bien en la escuela, me transformo, me parece ser como otra persona. Mis
relaciones afectivas casi son solamente con los niños, a los que sigo en sus actividades de
recuperación lingüística y motivacional. Desarrollo asimismo actividades de voluntariado con
extranjeros». ¿Y no es, todo esto, un maravilloso modo para realizarse a sí misma y hacer «fecunda»
la propia vida?
La otra situación, que la parábola de la espiga de grano me hace traer a la mente, es la de las
mujeres felizmente casadas, pero que no pueden tener un hijo, aun deseándolo sobre toda otra cosa
del mundo. Una de estas mujeres ha puesto por escrito su historia. Después de seis años de vana
espera de un hijo, había llegado a estar –confiesa ella misma– triste, frustrada, obsesionada de lo que,
para ella, le había sucedido, el único fin de su vida: concebir un hijo suyo. Lo conseguía todo en los
demás campos de la vida, ¿por qué no debía conseguido también en éste? Había llegado a estar
abatida, hasta tal punto de odiar a todas las mujeres que veía con un niño en brazos. El propio
matrimonio estaba volviéndose árido, reduciéndolo a este único fin. No conseguía recitar y decir en
el Padre Nuestro: «Hágase tu voluntad» por miedo a que Dios lo tomase como una renuncia por parte
suya a tener un hijo. Era la espiga de grano que no quería caer en tierra y morir.
Después de años de resistencia y de lucha, finalmente, ayudada por unos amigos creyentes,
encontró el coraje, en un momento de oración, de abandonarse en Dios y creer que si él le había dado
«un corazón de madre» no era para que permaneciera vacío y estéril. Lloró una noche entera; pero, al
final, había dejado caer la espiga de grano y había reencontrado la serenidad. Iniciaron las prácticas
para una adopción que, contrariamente a todas las previsiones, llegó a buen puerto en pocas semanas.
Cuando tuvo, por vez primera, entre sus brazos a la niña adoptada entendió de inmediato por qué
Dios le había dado un corazón de madre. «Con ella –concluye su testimonio– el Señor me ha
bendecido todavía más que si me hubiese concedido una niña totalmente mía. El milagro que Dios ha
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Domingo V de Cuaresma (B)
hecho no ha sido sólo darnos una niña adorable y vivacísima, sino también de liberarme de la única
cosa que me tenía atada y lejana de Dios: mi obsesión de decidir yo misma sobre mi vida».
Como siempre, constatamos que el Evangelio no está lejos sino muy cerca de nuestra vida.
De igual forma cuando nos habla con la historia de una pequeña espiga de grano. Al final, estas
espigas de grano, que caen en tierra y mueren, seremos nosotros mismos y nuestros cuerpos serán
confiados a la tierra. Pero, la parábola de Jesús nos ha asegurado hoy que también para nosotros
habrá una nueva primavera. Resucitaremos de la muerte, como el maravilloso grano de hierba sobre
nuestras colinas, y esta vez para no morir ya jamás.
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FLUVIUM (www.fluvium.org)
La misión de Jesús
Varios detalles de la vida del Señor nos ofrece san Juan en este pasaje evangélico. Nos
podríamos fijar en ellos, tratando de extraer las ricas enseñanzas que el Espíritu Santo pone a nuestra
consideración para desarrollo de cada uno a través del evangelista. Ahí están, y vale la pena que
meditemos cada expresión de estos versículos escritos y transmitidos por la voluntad de Dios: en
todo tiempo son actuales. Procuremos esta vez, sin embargo, fijarnos en la figura de Cristo que
manifiesta ya cual será la clave de su victoria salvadora: lograr la vida eterna para el hombre, que es
el sentido –razón de ser– de la Redención.
Jesús lo manifiesta de modo insistente. Hasta lo recalca con una bella imagen para que nos
entre bien por los ojos: si el grano de trigo no muere al caer en tierra, queda infecundo; pero si
muere, produce mucho fruto. Es, en este mundo, la condición necesaria para el verdadero amor. El
bien ajeno y propio real únicamente lo logramos a costa de nosotros mismos. Es lo que ha quedado
dicho con tantas expresiones que ya son clásicas: “quien algo quiere, algo le cuesta”; “ningún ideal
se hace realidad sin sacrificio”; “el dolor es la piedra de toque del amor”; o, “en nuestra actual
condición, no puede expresarse amor sino en categorías de sufrimiento”. Y en la medida en que se
espera un mayor bien o que sean muchos los que participen del amor, el dolor debe ser entonces más
intenso y más total la renuncia.
No se tratará, pues, de eludir la adversidad que de ordinario se nota mientras procuramos el
bien. Se tratará, por el contrario, de perseverar en el intento, amando, a pesar del dolor. Esa
perseverancia es la mejor prueba de un verdadero amor. Consiste en olvidarse de lo propio: aborrecer
la vida en este mundo, dice Jesús, es condición para salvarla en la vida eterna. Por el contrario, el
que ama su vida la perderá. Concluimos, por tanto, que nuestra existencia –esta vida que llena de
actividad queremos que nos enriquezca: en la que deseamos triunfar– no debemos orientarla al éxito
o al confort humanos, sino, más bien, a la entrega decidida de cuanto humanamente satisface, para
que otros ganen por la energía y los medios que les dedicamos, que podríamos haber empleado en
nosotros mismos.
Aquellos griegos, deseosos de conocer a Jesús, posiblemente esperaban ver en Él un prodigio
de esplendor y gloria humanos: de fuerza, de sabiduría, de capacidades extraordinariamente
espectaculares; pero el Señor es tajante y no ofrece el espectáculo que esperan. En ningún momento
niega su extraordinaria virtud, ni afirma que le falten poder y sabiduría. Pero, siendo Dios no hizo
alarde de su condición divina, dirá san Pablo. Así nos muestra la grandeza de su amor. Muestra
además su absoluta superioridad sobre todo hombre, con su voluntad eficaz, efectiva, de entregarse
libremente hasta la muerte por la humanidad.
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Domingo V de Cuaresma (B)
Ese momento de la entrega es el “momento” de Jesucristo: el momento para el que ha venido
a este mundo. Por duro que le resulte, no debe huir de él ni desear verse libre del tremendo dolor que
le supone: ¡para esto he venido a esta hora!, declara. Y, acto seguido, pide y obtiene una
confirmación en el Cielo, no para Sí, que no la necesita, sino para el pueblo que le escucha: Lo he
glorificado y de nuevo lo glorificaré. El Padre eterno aprueba expresamente la actitud del Hijo.
Y Jesús concluye, declarando lo que será la única condición para la eficacia de su misión
redentora: cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí. Una fuerza divina nos
impulsa hasta la misma divinidad. Nuestra pobre humanidad puede compartir la existencia con el
Creador. Pero para ser atraídos hasta El, Cristo debe ser levantado sobre el mundo: muriendo sobre la
Cruz en redención por los hombres y alzado sobre nuestra existencia como un ideal que ilumine, guíe
e impulse hasta Dios la vida de los hombres.
¿Quiero yo, como Santa María, que toda mi vida esté iluminada e inspirada por Jesucristo y
sólo por El? ¿Deseo, en concreto, de la mañana a la noche, temerle presente mientras camino, cuando
descanso, en el trabajo? Quizá, de un modo particular en el trabajo; que debe ser un acto permanente
de adoración, porque pretendo entonces ante todo servir, morir a mí mismo, como el grano de trigo,
para que haya muchos más que, a su vez, deseen también dar la vida por Dios, imitando a su Madre,
para también vivir en El.
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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
Una alianza nueva
El evangelio de este domingo abre un respiradero en el alma de Jesús y nos permite ver cómo
vivió interiormente al acercarse a “su hora”. Estamos en Jerusalén, al día siguiente de la entrada
solemne de Jesús: en su alma ya comenzó la agonía de Getsemaní: Ahora –dice– mi alma está
turbada. Pero también comenzó su “fiat”; las palabras: Padre, glorifica tu nombre, significan de
hecho: se cumpla en mí tu voluntad; acepto la cruz, porque sé que ésa será la suprema glorificación
de tu nombre. Juan nos propone, en una palabra, en ésta su página, una meditación sobre la muerteglorificación de Cristo. Es una prefiguración del misterio pascual, visto como todavía puesto delante
para que se cumpla y por esto de manera más dramática.
Si el evangelio nos aparece como un preludio a la pasión, la primera lectura nos invita a
considerar el fruto más hermoso de esta misma pasión: la nueva alianza. “He aquí, que vendrán días
–dice el Señor– en los que yo concluiré con la casa de Israel y con la casa de Judá una alianza
nueva”. Este pasaje de Jeremías es uno de los textos proféticos más altos y más vibrantes del Antiguo
Testamento. Nosotros lo tomaremos como tema de una meditación global sobre la alianza sabiendo
que hacemos con ello un paso decisivo en el camino para acercarnos a la Pascua.
La idea de la alianza constituye una especie de nota continua en el diálogo entre Dios y el
hombre. En torno a ella y sus renovaciones toma cuerpo la historia sagrada que se divide en dos
partes: Antiguo y Nuevo Testamento, es decir, antigua y nueva alianza.
La alianza hunde sus raíces en la misma creación; en la decisión: Hagamos al hombre a
nuestra imagen, está expresado el proyecto de Dios de hacer del hombre una creatura inteligente y
libre para que fuera para él un interlocutor y un amigo. La primera manifestación de esta libertad
tomó, lamentablemente, la forma de un “no” a Dios; “el hombre perdió la amistad de Dios, pero Dios
no lo abandonó al poder de la muerte” (Plegaria euc. IV).
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Domingo V de Cuaresma (B)
Para hacer entender al hombre su proyecto, Dios se sirve de realidades humanas como signos.
La alianza es uno de éstos. Existía en tiempo de Abram una forma de solidaridad que, a falta de
instituciones políticas y civiles más desarrolladas, representaba el vínculo más fuerte entre hombres y
pueblos: la institución de la alianza. De ella habla tanto la Biblia (cfr. Gén. 21.22; 26.28; 1 Re. 5.26)
como los documentos históricos del tiempo. Lo que la alianza crea entre los contrayentes está
expresado con una palabra: shalom, paz (Gén. 26.30 ssq), es decir, equidad y estabilidad de
relaciones, armonía entre derechos y necesidades de las dos partes. Pero no siempre la alianza es
bilateral; a veces es la parte más fuerte la que ofrece o impone la alianza al más débil y le dicta las
condiciones.
Tal es la alianza acordada por Dios a Abram: Estableceré mi alianza contigo (Gén. 17,7). Es
un don, más que un pacto bilateral. En su fundamento, no está el temor o la necesidad sino la
amistad.
Esta primera alianza ha sido un hecho casi personal con Abram. Sólo con Moisés, en la
experiencia de Sinaí, se extendió a todo el pueblo. El actuar de Dios comienza a revelar líneas
constantes: la alianza con él supone una purificación y un dejar situaciones precedentes, naturales o
de esclavitud, supone meterse en camino hacia la esperanza. Abram es llamado fuera de su tierra y el
pueblo fuera de Egipto. La alianza supone éxodo, porque el pueblo debe ser liberado de esclavitudes
humanas para ser libre de servir a Dios. El decálogo (recordado por la liturgia hace dos domingos) es
precisamente la expresión de este servicio del hombre y por esto de la alianza (Ex. 20).
Bajo la guía de los profetas, Israel es conducido a una comprensión más interior de la alianza:
los contenidos jurídicos y rituales pasan a segundo orden frente a la revelación de una alianza que es
comunión con Dios. Jahvé se presenta, ora como un padre que ama y guía al propio hijo, ora como
una madre que no abandona el fruto de su seno, ora como un pastor que cuida de sus ovejas, ora
como un esposo de amor fuerte y celoso. Se realiza entre Dios y el hombre una mutua pertenencia,
un ser el uno del otro, como en el amor humano entre novios y esposos: Ustedes serán “mi pueblo” y
yo seré su “Dios” (Jer. 30,22).
El cuadro de las relaciones con Dios parece como si fuera todo feliz. Sin embargo, no es así;
hay una nota dolorosa y dramática que en la Biblia acompaña todos los discursos sobre la alianza: la
alianza está permanentemente en crisis por la infidelidad de uno de los contrayentes. El pueblo no
mantiene el paso con Dios y camina tambaleándose como dice el profeta Ellas (cfr. 1 Sam. 18,21);
no hace más que recaer en sus ídolos y buscar aliados humanos en Egipto o en Asiria.
En este preciso punto se sitúa el texto de hoy de Jeremías: la alianza conocida hasta ahora ya
no basta. Dios está preparando una “nueva” y distinta: no como la alianza concluida con sus padres
que ellos violaron. La primera novedad es ésta: la alianza y la ley no serán ya escritas fuera del
hombre, sobre tablas de piedra, sino dentro del corazón. Todos podrán reconocer a Dios dentro de sí.
Él llegará a ser su Dios de un modo nuevo e insospechado. Dios dará a los hombres un corazón
nuevo y un espíritu nuevo para que sean capaces de observar la ley y la alianza (cfr. también Ez.
34,23; 36,25 ssq). El realizador de esta transformación será el Mesías; sobre él, Dios derramará su
Espíritu y él llegará a ser la alianza del pueblo y luz de las naciones (Is. 42, 1 ssq).
La profecía se detiene aquí. Sobre ella se cierra el Antiguo Testamento. Pero nosotros no
podemos detenernos aquí, porque conocemos la realidad. En el año 15 del emperador Tiberio, en las
orillas del río Jordán, es decir, en un punto preciso del tiempo y el espacio, aquella profecía se hizo
realidad en Jesús de Nazaret, cuando el Espíritu se posó sobre él.
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Domingo V de Cuaresma (B)
Jesús no es como Moisés que se limita a promulgar la alianza. Ella realiza de un modo
perfecto en su persona. En él, Dios y el hombre no se hablan ya a distancia; los dos aliados son una
sola persona indivisa. Por esto, la alianza es no sólo nueva sino también eterna.
Antes de morir, Jesús instituye un memorial de esta nueva alianza que es la Eucaristía: Este
es el cáliz de mi sangre de la nueva y eterna alianza, derramada para remisión de los pecados. No
ya la sangre de un cordero o de un chivo (cfr. Ez. 24,8), sino la del Hijo. Es ésta la glorificación del
nombre de Dios que hemos escuchado en el pasaje evangélico: sobre la cruz se perdonan los
pecados, el hombre es reconciliado con su Creador, la soberanía y la santidad de Dios son
reconocidas en la obediencia del Hijo del hombre. Cristo “atrae todo a sí” (evangelio de hoy), para
entregarlo al Padre. La resurrección y Pentecostés manifiestan, finalmente, en forma abierta, cuál es
el “Espíritu nuevo” y la ley nueva que Dios había prometido poner en el corazón del hombre: el
Espíritu de Jesús resucitado.
Al comienzo, con Abram, la alianza es ofrecida a un solo hombre y prometida a un pueblo;
sobre el Sinaí y en los profetas es ofrecida a un solo pueblo y prometida a todas las naciones. Ahora,
con Cristo, la salvación es finalmente ofrecida a toda la humanidad. Todos están llamados a entrar en
esta alianza. Nadie está excluido. Más aún, los últimos pueden llegar a ser primeros (cfr. Mt. 19,30).
Pero sólo aquéllos que de hecho escucharon y acogieron la invitación y han sido bautizados
forman actualmente el pueblo de la alianza, pueblo sacerdotal y nación santa (cfr. 1 Pe. 2,9). Estamos
hablando, claro está, de la Iglesia que es el lugar y el fruto de la alianza. En ella, los discípulos de
Cristo viven la experiencia maravillosa de ser conciudadanos de los santos, amigos y familiares de
Dios (cfr. Ef. 2,19). Cada domingo, reuniéndose en torno a la mesa de la palabra y el pan de Cristo,
la comunidad escucha de nuevo la historia profunda de su alianza con Dios, revive sus etapas y sus
gestos fundamentales hasta el gesto supremo que ahora nos aprestamos a repetir con la consagración
del cáliz de la nueva y eterna alianza.
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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
Homilía en la parroquia de San Buenaventura, en Torre Spaccata (1-IV-1979)
– Queremos ver a Jesús
“Señor, queremos ver a Jesús” (Jn 12,21). Así dijo Felipe, que era de Betsaida, la gente que
había llegado de Jerusalén de diversas partes. Nos conocemos poco entre nosotros. Queremos que Él
nos haga conocernos mutuamente, que nos haga acercarnos recíprocamente, para que ya no seamos
extraños, sino que lleguemos a ser una comunidad.
El Profeta Jeremías habla de la alianza cada vez más estrecha que Dios quiere hacer con la
casa de Israel. Dado que el pueblo de Israel no mantuvo la alianza precedente, Dios quiere constituir
con él otra más sólida e interior: “Pondré mi ley en su interior y la escribiré en su corazón, y seré su
Dios y ellos serán mi Pueblo” (Jer 31,33).
– Alianza de Dios con su pueblo
Dios ha realizado con nosotros la nueva y a la vez definitiva Alianza en Jesucristo, que, como
dice hoy San Pablo, “vino a ser para todos los que le obedecen causa de salud eterna” (Hb. 5,9).
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Domingo V de Cuaresma (B)
Esta alianza se basa en la perfecta obediencia del Hijo al Padre. En virtud de esta obediencia,
Cristo “fue escuchado” (Hb. 5,7), y es escuchado siempre; Él mantiene ininterrumpidamente esta
unión del hombre con Dios que se estableció en su cruz. “La Iglesia es sacramento o signo e
instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano” (Lumen Gentium,
1).
Nosotros queremos que Él sea nuestro Dios y nosotros su pueblo; queremos que sus leyes
estén escritas en nuestro corazón.
Vosotros buscáis un apoyo para vuestros corazones y para vuestras conciencias. Buscáis un
apoyo para vuestras familias. Perseverando en el vínculo sacramental del matrimonio, queréis
transmitir la vida a vuestros hijos y, junto con la vida, la educación humana y cristiana. Sabéis que de
esto depende vuestra propia salvación y la de vuestros hijos. Queréis que se hagan verdaderamente
hombres y esto depende de lo que reciban en la casa paterna.
Es necesario que apoyemos nuestra vida y la vida familiar en Jesucristo. Por Él, que “vino a
ser causa de salvación eterna para todos” (Hb 5,9), nos indica cada día los caminos e la salvación.
Nos muestra cual es el sentido profundo e íntimo de la vida humana.
Si el hombre está seguro de este sentido de la vida, entonces todos los problemas, incluso los
ordinarios y cotidianos, se resuelven en concordancia con Él.
– La muerte de Cristo
Hoy oímos que el Señor Jesús preanuncia su muerte. Estamos muy próximos a la Semana
Santa. Por esto las palabras con que el Señor anuncia su fin ya cercano hablan de la gloria: “Es
llegada la hora en que el Hijo del Hombre será glorificado... Ahora mi alma se siente turbada. ¿Y qué
diré?... Padre, glorifica tu nombre” (Jn 12,23.27-28). Y finalmente pronuncia las palabras que
manifiestan tan profundamente el misterio de la muerte redentora: “Ahora es el juicio de este
mundo... Y yo, si fuere levantado de la tierra, atraeré todo hacia mí” (Jn 12,31-32). Esta elevación de
Cristo sobre la tierra es anterior a la elevación en la gloria: elevación sobre el leño de la cruz,
elevación de martirio, elevación de muerte.
Jesús preanuncia su muerte también en estas palabras misteriosas: “En verdad, en verdad os
digo que, si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, quedará sólo; pero si muere, llevará mucho
fruto” (Jn. 12,24). Su muerte es prenda de la vida, es la fuente de la vida para todos nosotros. El
Padre Eterno preordenó esta muerte en el orden de la gracia y de la salvación, igual que está
establecida, en el orden de la naturaleza, la muerte del grano de trigo bajo la tierra, para que pueda
despuntar la espiga dando fruto abundante. El hombre después se alimenta de este fruto que se hace
pan cotidiano. También el sacrificio realizado en la muerte de Cristo se hace comida de nuestras
almas bajo las apariencias de pan.
***
Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
“Oh Dios crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme”. Termina la
Cuaresma y nos disponemos a participar en el gran misterio Pascual: el paso de la muerte a la vida de
Jesucristo, el primogénito de sus hermanos los creyentes, con la petición de que el Señor nos conceda
un corazón entregado a la causa del Evangelio.
Pero todos sabemos que arrojar en el surco del amor a Dios y a los demás el grano de trigo
que somos cada uno cuesta. Y cuesta más a medida que transcurren los años y decae el vigor propio
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Domingo V de Cuaresma (B)
de la juventud, al que se unen, además, tantas decepciones que cosechamos en esa labor. Un pesado
cansancio se embosca tras estas experiencias. Nadie está vacunado contra estas o parecidas
falsificaciones que hacen costoso ese cambio del corazón que la Iglesia ha ido proponiéndonos a lo
largo de estos 40 días.
Sin embargo, hay que decidirse a sobreponerse a esa comodidad que se instala en nosotros y
que, como el grano de trigo que quedaría sólo si se entierra, nos distancia dolorosamente de Dios y
de los demás haciendo infecunda nuestra vida. Hay dos pequeños sacrificios –entre tantos– que
tienen su importancia en el trato con los demás y en quienes debemos ver la imagen de Dios:
escuchar con interés a quienes nos dirigen la palabra, y sujetar la lengua cuando se produzcan esas
discrepancias propias de toda convivencia.
Escuchar no es lo mismo que oír. Al cabo del día se oyen muchas cosas pero se escucha poco.
Hay personas que, tienen tal incontinencia verbal o que se quieren imponer tanto a los demás, que no
escuchan; sólo hablan. Y cuando parecen escuchar, solamente se está tomando un respiro para
intervenir de nuevo. Contestan a lo que el otro les dice continuando con su conversación anterior. Al
conducirse así dan muestras de que el otro no cuenta. Si hay una manera de aislarse de quienes nos
rodean es realmente ésta. Tal vez una de las razones por las que la gente se siente sola estribe en este
defecto.
Sujetar la lengua y no almacenar agravios y desaires. Lejos de nuestra conducta, por tanto, el
recuerdo de las ofensas que nos hayan hecho, de las humillaciones que hayamos padecido –por
injustas, inciviles y toscas que hayan sido–, porque es impropio de un hijo de Dios tener preparado
un registro, para presentar una lista de agravios (San Josemaría Escrivá).
Cuando la comodidad diga: ¡bah! Cuando estemos hechos un hervidero de odio y el Diablo
aproveche para sugerirnos que somos esclavos de unos principios morales trasnochados, embridemos
ese animal enfurecido en que nos convertimos a veces y recordemos esta advertencia que el Señor
nos hace hoy: “El que se ama a sí mismo se pierde”.
***
Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
“Conoceremos al Señor porque perdonará nuestros pecados por la Nueva Alianza en
Cristo”
El anuncio de Jeremías, la Alianza Nueva, parece un anticipo evangélico. La letra había
ahogado al espíritu y había que grabar en los corazones la Ley Nueva. Dios mismo será quien escriba
esa ley dentro del hombre. Llegará el tiempo de la gracia y Dios mostrará su rostro de misericordia.
Cristo “será causa de salvación eterna” por su obediencia a la voluntad del Padre. El autor de
Hebreos quiere mostrar cómo el Salvador actúa según la nueva Alianza. Por Él tiene lugar el nuevo
pacto entre Dios y el hombre, y, además, enseña al hombre a vivir esa alianza.
El sentido de la muerte fecunda del grano enterrado hace presagiar la convicción que Cristo
comunica a los suyos sobre su propia muerte. El fruto llegará a todos porque la Pascua será para
todos. Y la voz del Padre ratificando la gloria es el mejor aval de su obra redentora.
Con frecuencia la vida de muchas personas es entregada al servicio de los demás: muchos
padres de una manera callada dan la vida día a día por sus hijos; muchos educadores gastan sus
energías en favor de los educandos; muchas otras personas anónimas entierran su vida como grano
de trigo... y todo esto da mucho fruto.
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Domingo V de Cuaresma (B)
— “Jesús, al aceptar en su corazón humano el amor del Padre hacia los hombres, «los amó
hasta el extremo» (Jn 13,1) porque «nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos»
(Jn 15,13). Tanto en el sufrimiento como en la muerte, su humanidad se hizo el instrumento libre y
perfecto de su amor divino que quiere la salvación de los hombres” (609; cf. 606-608).
— El Espíritu Santo grabará en nuestros corazones una Ley Nueva:
“En los «últimos tiempos», el Espíritu del Señor renovará el corazón de los hombres
grabando en ellos una Ley nueva; reunirá y reconciliará a los pueblos dispersos y divididos;
transformará la primera creación y Dios habitará en ella con los hombres en la paz” (715; cf. 716).
— Ley nueva o Ley evangélica:
“La Ley nueva es llamada ley de amor, porque hace obrar por el amor que infunde el Espíritu
Santo más que por el temor; ley de gracia, porque confiere la fuerza de la gracia para obrar mediante
la fe y los sacramentos; ley de libertad, porque nos libera de las observancias rituales y jurídicas de la
Ley antigua, nos inclina a obrar espontáneamente bajo el impulso de la caridad y nos hace pasar de la
condición del siervo, a la de amigo de Cristo, o también a la condición de hijo heredero” (1972).
— “Hubo..., bajo el régimen de la antigua alianza, gentes que poseían la caridad y la gracia
del Espíritu Santo y aspiraban ante todo a las promesas espirituales y eternas, en lo cual se adherían a
la ley nueva. Y al contrario, existen, en la nueva alianza, hombres carnales, alejados todavía de la
perfección de la ley nueva: para incitarlos a las obras virtuosas, el temor del castigo y ciertas
promesas temporales han sido necesarias, incluso bajo la nueva alianza. En todo caso, aunque la ley
antigua prescribía la caridad, no daba el Espíritu Santo, por el cual «la caridad es difundida en
nuestros corazones» (Rm 5,5) (Santo Tomás de Aquino, s. th. 1-2, 107,1 ad 2)” (1964).
Cristo habló de enterrarse para dar fruto. Por eso, los que creemos en Él, llamamos a la
muerte principio de resurrección.
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Rev. D. Ferran JARABO i Carbonell (Agullana, Girona, España) (www.evangeli.net)
«Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho
fruto»
Hoy, la Iglesia, en el último tramo de la Cuaresma, nos propone este Evangelio para
ayudarnos a llegar al Domingo de Ramos bien preparados en vista a vivir estos misterios tan
centrales en la vida cristiana. El Via Crucis es para el cristiano un “via lucis”, el morir es un volver a
nacer, y, más aun, es necesario morir para vivir de verdad.
En la primera parte del Evangelio, Jesús dice a los Apóstoles: «Si el grano de trigo no cae en
tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12,24). San Agustín comenta al
respecto: «Jesús se dice a Sí mismo “grano”, que había de ser mortificado, para después
multiplicarse; que tenía que ser mortificado por la infidelidad de los judíos y ser multiplicado para la
fe de todos los pueblos». El pan de la Eucaristía, hecho de grano de trigo, se multiplica y se parte
para ser alimento de todos los cristianos. La muerte del martirio es siempre fecunda; por esto,
«quienes aman la vida», paradójicamente, la «pierden». Cristo muere para dar, con su sangre, fruto:
nosotros le hemos de imitar para resucitar con Él y dar fruto con Él. ¿Cuántos dan en silencio su vida
por el bien de los hermanos? Desde el silencio y la humildad hemos de aprender a ser grano que
muerte para volver a la Vida.
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Domingo V de Cuaresma (B)
El Evangelio de este domingo acaba con una exhortación a caminar a la luz del Hijo exaltado
en lo alto de la tierra: «Y yo cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32).
Tenemos que pedir al buen Dios que en nosotros sólo haya luz y que Él nos ayude a disipar toda
sombra. Ahora es el momento de Dios, ¡no lo dejemos perder! «¿Dormís?, ¡el tiempo que se os ha
concedido pasa!» (San Ambrosio de Milán). No podemos dejar de ser luz en nuestro mundo. Como
la luna recibe su luz del sol, en nosotros han de ver la luz de Dios.
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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
Generosidad en el servicio
«El que quiera servirme que me siga, para que, donde yo esté, también esté mi servidor».
Eso dice Jesús.
Y te lo dice a ti, sacerdote, cada día, para que renuncies a ti mismo, tomes tu cruz con alegría,
y lo sigas.
Y te lo dijo el día que te vio debajo de la higuera, y te llamó para que lo siguieras. Y tú dijiste
sí, y Él no te llamó siervo, sino amigo.
Tu Señor ha encontrado en ti un hombre según su corazón, porque ha visto tu disposición a
dar por Él tu vida, y ha infundido en ti su inmenso amor, porque nadie tiene un amor más grande que
el que da la vida por sus amigos.
Tu Señor ha dado su vida por ti, sacerdote, y es dando la vida por Él, como un amigo le
corresponde.
Tu entrega está dando fruto, sacerdote, persevera en esa entrega, abandonado en la confianza
de que no eres tú quien ha elegido a tu Señor, sino que es Él quien te ha elegido a ti, y te ha destinado
para que vayas y des fruto, y ese fruto permanezca, de modo que todo lo que le pidas al Padre en su
nombre, te lo conceda.
Tu Señor te envía a servirlo, pero primero tienes que seguirlo, y para seguirlo hay que
conocerlo a través de la Palabra, y de la experiencia del encuentro con Él en la oración.
Tu Señor no ha venido a ser servido, sino a servir. Y tú, sacerdote, ¿estás dispuesto a ser en
todo igual que tu Maestro? No está el discípulo por encima de su maestro, ni el siervo por encima de
su amo. Bástale al discípulo ser como su maestro y al siervo como su amo. Y tú, sacerdote, ¿has
comprendido todo esto?
Tu Señor te ha elegido a ti, sacerdote, en medio de mucha gente. Te ha dado su gracia y ha
hecho de ti un siervo fiel y prudente, que en la tribulación y en la persecución permanece alegre,
haciéndose último y servidor de todos, porque Él te ha llamado, porque tú lo has escuchado, y
renunciando a ti mismo lo has encontrado.
Tu Señor vive en ti, sacerdote, y tú das testimonio de Él y de su amor, de su misericordia y de
su poder.
Tu Señor te ha dado una fe grande, sacerdote, consérvala, aliméntala, fortalécela, valórala,
cuídala, muéstrala con tus obras, permaneciendo en el amor de tu Señor, para que sean uno como el
Padre y Él son uno, y el mundo crea que Él lo ha enviado.
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Domingo V de Cuaresma (B)
Tu Señor te pide que mueras al mundo, sacerdote, que te aborrezcas a ti mismo, que lo sigas y
te pongas a su servicio. Te pide mucho, pero te muestra la balanza: en un lado está tu generosidad y
tu confianza, y en el otro lado está el ciento por uno en esta vida, y la vida eterna, que es tu
esperanza. Reflexiona y date cuenta hacia dónde está inclinada la balanza, para que entiendas que
todo vale la pena.
(Espada de Dos Filos II, n. 26)
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