Un diálogo en la montaña: Kawabata y Eurípides.
Lucas Matías Scavino
UBA. FFyL (UBACyT) / Universidad de Morón
lucasscavino@gmail.com
§ En muchos de los estudios clásicos hay una tendencia al anquilosamiento, a la
endogamia, al regionalismo que, conscientemente o no, es heredero de la máxima de
Aristarco: explicar a Homero desde Homero mismo. ¿Mismidad metodológica?
¿Muerte de las Humanidades Clásicas, como diría Steiner? ¿Tendencias investigativas?
¿O simplemente modas? Sea lo que fuere, este hecho, por defecto u omisión, no
reconoce otra manera de abordar los textos que la paráfrasis argumental, el recuento
lexicográfico, o la descripción de estructuras y formas. De más está decir que hay
excelentes instrumentos (manuales, Historias de la Literatura, TLG) que ya se han
encargado de eso, que nos invitan, tácitamente, a dejar de lado la repetición y que nos
compelen a recorrer nuevas trayectorias heurísticas. Los cultores de estas acendradas
prácticas tal vez consideren que el halo prístino de las Humanidades Clásicas se vulnera
ante esta suerte de hybris hermenéutica; hybris que atenta contra una manera tradicional
y monolítica de tratar los textos. Las nuevas metodologías tardan en ingresar en nuestras
clases, en nuestro medio intelectual, en nuestras instituciones, tal como sucedió con
Diónisos al no ser reconocido por los tebanos. Dos alteridades unidas por una misma
reacción: el rechazo y la infamia. La necesidad de apelar a otros recursos
metodológicos, a una hermenéutica que no se agote en repeticiones o que se pierda en el
relativismo, advertida, entre otros, por Mauricio Beuchot (2005: 21 y sgs.) me insta a
tomar un camino diferente. Por tal razón, mi aporte tiene como principal objetivo la
reflexión metodológica, a partir de un abordaje que se nutre de los postulados de la
Transtextualidad, de la Literatura Comparada y de la Teoría de la Traducción. Baste su
inclusión dentro de los intentos – tal vez frustrados – de leer los textos de la Antigüedad
de otra manera. Intento porque no aspira a convertirse en un nuevo paradigma
convocante de adeptos. Intento porque toda lectura, toda interpretación y toda práctica
de escritura lo son. No se esperen afirmaciones del tipo: “entre los ritos griegos y
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japoneses hay grandes semejanzas” ni obviedades como “Kawabata leyó a Eurípides”.
Sin dudas todo profesor de Literatura lo leyó, y Kawabata no fue una excepción. Pero,
¿adónde vamos cuando un análisis reduce las relaciones transtextuales a meros estudios
de itinerarios de lectura de un autor? Las advertencias de Borges se repiten con
frecuencia, pero repetir no es comprender. Dice Sergio Waismann al respecto: “No
existe una lectura original de un clásico. En cierto modo, siempre estamos ya
releyéndolo porque hemos encontrado alguna encarnación anterior – una refracción – en
otras historias, textos o versiones” (2005:59). Los trabajos de María Rosa Lida, de Ernst
Curtius o de Gilbert Highet tienen el gran mérito – no el único – de poner en tela de
juicio la noción de originalidad en Literatura. Sin embargo, se agotan en la búsqueda de
fuentes, de precursores, de manantiales de donde emana un reservorio cultural
genéticamente organizado. Rompen con la noción de inmanencia textual, pero la
reducen a un cúmulo de lecturas recursivas que ciertos autores hacen de otros. ¿Qué me
hace, entonces, relacionar un narrador japonés del siglo veinte con un trágico griego del
siglo quinto antes de Cristo? Digamos que la arbitrariedad de la lectura, la mala lectura
(Waismann, 2005: 141), es decir, un acto que no entiendo como mera tergiversación,
sino como una de las tantas posibilidades de interpretación. De hecho, ¿qué es la
Filosofía Medieval sino la mala (y riquísima) lectura de la escasa Filosofía Griega hasta
entonces conocida y mal traducida? Las tergiversaciones, las malas interpretaciones, las
traducciones a un latín que encorsetó muchas de las categorías sin representar su
naturaleza no son horrores ni aberraciones. Son la base de toda semiosis infinita, si
realmente aceptamos y comprendemos las enseñanzas de Peirce.
§ ¿Kawabata y Eurípides? Sí, pero no por filiación genética, sino por efecto de
lectura. Vayamos, entonces, a la misma. Centraré mi análisis de Bacantes en el relato
del mensajero que va desde el 1045 hasta el 1050, donde se narra el modo como Penteo
se introduce imprudentemente en la oreibasía que termina con el sangriento sparagmós.
El texto es harto conocido, por lo tanto, prescindiré del relato. No así el cuento de
Yasunari Kawabata, “Las súplicas de la doncella”. Éste, a diferencia de la esmerada
descripción de Eurípides, es breve, deja muchos lugares de indeterminación y se
caracteriza por la concisión. A grandes rasgos, su argumento es como sigue: en una
aldea, a la noche, varios nativos asisten a un acontecimiento inquietante. Algo se desliza
por la ladera de un monte; una lápida fulgurante, dicen, que introduce una presencia
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sobrenatural. El narrador en primera persona, si bien participa de la trama, toma
distancia de la naturaleza de los campesinos y aclara que se une a un “grupo de
exaltados”. Todos suben a la colina, pero no encuentran rastros del monumento
mortuorio. Nada falta; todo está en su lugar. La colina es un cementerio ordenado. Los
aldeanos entran en confusión, pero de algo están seguros: es necesario realizar un ritual
purificador y apotropaico, pues la índole del suceso supone la existencia de una entidad
sobrehumana, tal vez buena, tal vez maligna. Lo semejante atrae a lo semejante y la
pureza se consigue con la virginidad de las mujeres que son dirigidas por un anciano
que oficia de sacerdote. Les ordena reír con frenesí. La risa – suponen los aldeanos –
alejará a la entidad o bien aplacará sus ánimos. Súbitamente, el narrador, el varón
observador ya no puede tomar distancia: “trastornado por la potencia – dice –, me uní a
esa risa que sacudía el valle y sumé también mi voz”. Uno de los aldeanos prende fuego
los pastizales secos. La risa produce lágrimas; los opuestos se juntan: varón, mujer,
agua, fuego, aire, tierra, vejez, juventud. Casi al final, el tono de la narración cambia por
completo: “los ojos de las muchachas adquirieron un brillo salvaje – apunta el
personaje-narrador, y agrega –: Si las tormentas de risa como ésa se acoplaran a los
temporales de la naturaleza, los seres humanos serían capaces de destruir la tierra. Las
muchachas danzaron locamente, mostrando sus blancas dentaduras como lo harían las
bestias. ¡Qué danza tan extraña y salvaje fue ésa!”. Guardo un detalle del cuento para
más adelante, sólo por razones expositivas.
Ahora bien, reducidos a un mínimo, los elementos coincidentes son estos: un
monte, una cohorte de mujeres en acto ritual, frenesí, situaciones de violencia (que bien
podríamos llamar con Benjamin, mítica), mezcla de pasiones, excesos y restitución a un
orden. La figura masculina, en ambos textos, juega un papel ambiguo, que se
deconstruye de manera particular en cada caso: violentamente en el caso de Bacantes;
de manera consecuente con el ritual purificador en el texto de Kawabata. En este último,
todo se hace uno, el narrador se fusiona con lo narrado, la multitud se confunde con lo
particular, lo masculino con lo femenino, la exaltación con la quietud. Todos ríen y no
hay violencia intersubjetiva, sino una danza que destruye sólo algunos objetos, unas
peinetas. Hacia el final, el espíritu es aplacado, reconocido, y el orden regresa. Sin
embargo, el narrador pronuncia unas extrañas palabras; palabras que no sólo cambian su
estatuto narratológico, sino su estatuto ontológico, su propio género. Se ha transformado
en una entidad exaltada que dice: “Dios, soy puro”. Ni el inglés ni el japonés permiten
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restituir con certeza el género del adjetivo. Este hecho no es gratuito. Sumarse a un
ritual, como bien apunta Mircea Eliade (2001: 23 y sgs), implica cambiar de estatuto,
ser otro, transformarse. No se puede ser espectador de un ritual sin alterar el orden que
aquél pretende restaurar. Se es en y con el ritual. Quien participa de éste ya no es quien
era. En el narrador innominado operaron los cambios. Él es, por ende, una doncella más
que suplica, la que da título al relato. Es, asimismo, la antítesis de Penteo, que ya desde
su nombre anticipa extrañeza y desgracia. El héroe trágico no participa del ritual, es un
voyeur, un curioso, un disfrazado grotesco – debo la expresión a Nora Andrade (2000:
78) – que provoca risas, pero también horror e incomodidad. Como el señor Trelkovsky
en The tenant, la versión cinematográfica de Roman Polanski de la novela de Roland
Topor, Penteo es un intruso, un travesti. Quiere ver (no saber), pero sí curiosear,
observar, husmear, y por eso cae en desgracia. Nada en él lo eleva ontológicamente,
sino que, por el contrario, todo lo degrada: está en lo alto, pero no es un ser elevado;
cambia sus vestidos, pero no es una mujer; se inmiscuye, pero no forma parte del rito
sino como presa; y lo más importante: no vive para contarlo, a diferencia del narrador
de “Las súplicas de la doncella”. De hecho, su historia está en boca de un mensajero,
vale decir, de un personaje cuyo estatus pertenece a la masa, al óchlos, a la alteridad
propia de quien no es un ciudadano. Triste destino el de Penteo: quiere pero no puede;
desea pero no accede y es recordado en y por boca de otro que se hace cargo de lo que
queda de su existencia. Se convierte en relato, mientras que en el texto de Kawabata, el
narrador patentiza su voz, su identidad y hace uso de la memoria. Penteo es un ejercicio
de la memoria del otro, que reconstruye los fragmentos de una identidad también
fragmentada. Uno se ríe con los demás; otro es objeto de risas y, a su vez, se ríe de
quien no debe. Frase hecha o clave de lectura: no es lo mismo reírse con, que reírse de.
Dice Diónisos: “Jóvenes, he traído al que de ustedes, de mí, y de nuestros ritos se ríe”
(v.1080). Es entonces cuando aparece el fuego, que es castigo y luz enceguecedora. La
situación de consanguinidad agrava el cuadro. Lo matan, literalmente, sus tías y su
madre, pero, dentro de la lógica de la ceremonia, no matan a un sobrino o a un hijo, sino
a un impostor. En un ritual, efectivamente, se pierden las funciones sociales anteriores y
se renace. Penteo reafirma su mismidad y por eso se convierte en un extraño. No puede
salir se sí. Pero, antes de seguir adelante, conviene hacer una aclaración. Si es que
tenemos presente y respetamos la idea (para nada nueva, ya que figura en el capítulo
noveno de la Poética de Aristóteles) de que la historia trata de lo sucedido y la poesía de
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lo que podría haber sucedido o suceder, entonces dejaremos de lado la cuestión
extratextual y las bases históricas de los ritos. Carece de operatividad en este trabajo la
indagación acerca de si los rituales existieron, si se corresponden con las descripciones
de Eurípides, si los tebanos no reconocieron a Diónisos, o si Bacantes se puede leer
como un documento social. Cornford, en Principium Sapientae dice que poco importa
la existencia o no de una personalidad fuera del mito (1987:98). Lo que verdaderamente
importa es el cúmulo de ideas que se formaron al respecto, el campo simbólico por ellas
conformado. Apliquemos esa máxima a la “cuestión del ritual” y solucionaremos un
problema no menor. Sin embargo, esto no significa, como pretende González Merino
(2003: 19-21) que debamos optar por una interpretación “racionalista” o
“taumatúrgica”. La reducción analítica operada por este autor desvirtúa la naturaleza
semiótica de la obra y la transforma en una moraleja poco convincente: beber vino en
demasía embriaga. Circunscribe la potencia del Dios a los efectos del alcohol. Sería
interesante saber de qué tipo de vino se trataba, cuánto de él bebieron las mujeres como
para descuartizar a Penteo, quien, a su vez, subió a la punta de un árbol en total estado
de embriaguez. Sin dudas, esta interpretación excesivamente racional raya la opuesta.
No; evidentemente no se trata de una alegoría de la vida abstemia. Seguir este
argumento nos llevaría a considerar de manera analógica que en la misa cristiana, dado
que están presentes el vino y el pan, se resaltan los ideales del beodo o de quien se
excede en las comidas. La interpretación de González Merino puede leerse en las
etiquetas de bebidas alcohólicas bajo la forma “beber con moderación”, pero no explica
la dinámica del texto. En Bacantes se muestra otro tipo de cuestión: la de fingir ser otro,
la de disfrazarse sin transformarse, la de no reconocer la alteridad propia o ajena. Hay
que tener en cuenta que, como bien dice Eumeo en el Canto XIV de Odisea, no se debe
deshonrar a un extraño, porque el linaje de los forasteros es de Zeus. El motivo del
extranjero que encubre a una divinidad se encuentra también en la Biblia y en el Corán.
Es una estructura paradojal que pone a prueba el saber de los hombres, de quienes no
sólo deben mirar, sino ver. Diónisos es divino por excelencia, puesto que es extranjero
por excelencia. Pero volvamos a los textos. Llegados a este punto, conviene plantear
dos interrogantes: a. ¿cómo funciona el ritual en cada caso? y b. ¿qué parámetros se
pueden legitimar para hacer viable la interpretación aquí propuesta? Hysteron próteron,
empecemos por lo segundo. Veamos en qué consiste la naturaleza de esta comparación.
Básicamente, en resaltar una semejanza, un parecido en el nivel de los motivos y de los
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tópicos sólo para dar cuenta de las diferencias que separan a ambos textos y a las
formaciones culturales que los generaron. El motivo de la danza frenética, del ritual,
sólo sirve para esto, y no para ver repercusiones, filiaciones o reapropiaciones modernas
de fuentes antiguas. En la Teoría de la Literatura Comparada es un lugar común hablar
de images y mirages. En este caso, parto de una imagen, la del ritual, y de un espacio
común, la montaña. Ni Kawabata es Eurípides, ni Japón es Grecia, pero en ambos casos
se hace uso de una imaginería que, no por tener semejanzas, oculta las grandes
diferencias que mostraré más adelante. Pasemos ahora al primer punto, es decir, al
funcionamiento del ritual en cada caso. En Bacantes, es muy posible que éste guarde
alguna significación seria y elevada dentro de las representaciones religiosas populares.
Una tragedia, por razones relacionadas con su performance, no puede extrañar tanto su
argumento como para alejarse del horizonte de expectativas de su auditorio. Gran parte
de su alma, como diría Aristóteles, radica en producir terror y compasión a partir de una
trama que se inscriba en la tradición simbólica de los destinatarios. Insisto en el hecho
de que esto poco tiene que ver con la realidad empírica y material de los rituales.
En esta tragedia se puede hablar de un falso ritual, o en todo caso, de un ritual
fracasado. Se habla de plastaĩsi baccheíasin, de un ritual falso y fingido, por ende, de
bacantes falsas o de ménades, para referirse a las mujeres observadas por Penteo. De
hecho, no son las admiradoras de Baco quienes se describen en los ritos, éstas forman el
coro, pero nada revelan acerca de las prácticas rituales. Esas falsas bacantes actúan
como autómatas, están castigadas, no reconocen al Dios, y se encuentran bajo los
efectos de una suerte de venganza. El ritual es una parodia sangrienta, donde se altera el
orden establecido, es, de hecho, un ritual oblicuo. Así como muchas veces se ha hablado
de teatro dentro del teatro, podemos decir que en este caso, la expresión y el
procedimiento se aplican en sentido pleno. Ágave, sus hermanas y las otras mujeres son
marionetas. Penteo un espectador que no sabe bien qué va a ver. Asistimos a un
espectáculo que se monta dentro de otro espectáculo. Incluso Cadmo y Tiresias simulan
arrebatos báquicos, y ayudan a poner de manifiesto el carácter fingido de la escena. De
no ser así, el primero no diría a su nieto: “aunque ése no sea un Dios, como dicen,
llámalo así frente a ti y miente bellamente que es de Sémele” (v. 333 y sgs.). Ambos
elaboran una tramoya, una serie de plásmata. Tiresias es adivino y habla sólo lo
necesario. Calla razones. Cadmo es imprudente, intenta persuadir a Penteo con palabras
atendibles, pero no con argumentos verdaderos, por eso es castigado con el destierro.
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¿Qué queda del ritual, entonces? Una forma antinómica, una construcción paralela, una
ficción. Toda una familia condenada por no reconocer a una divinidad que no soporta
las habladurías respecto de su linaje, y que viene para manifestar su potencia. El castigo
será la destrucción: ya sea ésta entendida como muerte, como pérdida, como destierro,
como locura. Todo acto religioso implica un equilibrio dinámico (como el que postula
la especulación de Heráclito); equilibrio en el cual las fuerzas antagónicas se colocan
par a par, se funden y confunden, pero sin perder su naturaleza. La potencia divina se
manifiesta en concordancia con la calidad ontológica de quienes forman parte del rito.
Algunos serán oídos, otros no; algunos serán beneficiados, otros, destruidos. Pero en
este caso, el vicio se da desde el mismo origen: Ágave y el resto de las mujeres no
forman parte de un ritual digno, sino de uno bastardo. No son puras, ni logran
purificarse. No se trata, como se ha repetido hasta el cansancio, de la inversión de las
figuras del cazador y del cazado. Se trata, más bien, de la disolución de la mismidad en
la alteridad, del reconocimiento de la alteridad ínsita en la naturaleza del ser humano, es
decir, de convenir que todos somos, de alguna manera, extranjeros (la figura del
destierro es más que clara al respecto). Quien no acoge favorablemente a la divinidad en
su casa, no es digno propietario: carece de hogar y de identidad. La divinidad termina
adueñándose de todo, desposeyendo a quien cree ser dueño de sí mismo. Diónisos no es
recibido en la casa de los habitantes de Tebas, ¿cómo se supone, en consecuencia, que él
reciba en su propio territorio (la teofanía ritual) a quienes no sólo atentan contra su
naturaleza, sino que desobedecen las reglas de la xenía? No sólo religión, sino hábitos
de civilidad. Ser hospitalario es un deber ineludible. Faltar a ese precepto en relación
con la divinidad es motivo de perdición.
La situación en el texto de Kawabata es muy otra: los personajes ven, creen y
actúan en consecuencia. El acto ritual se monta de común acuerdo, de manera ordenada,
sin que la divinidad en cuestión tenga que hacerse presente para guiar a la comitiva.
Aquí el hombre sabe y pone a disposición de la divinidad su conocimiento. Los
nombres de los sujetos y de la divinidad poco importan: importan, sí, los actos. Quienes
comienzan como espectadores terminan siendo partícipes del rito, porque no están
motivados por la curiosidad, sino por el interés de reparar un orden determinado. La
pureza de las doncellas, su risa catártica y la exaltación de la danza invaden a todos. El
narrador suplica a Dios; se ha transformado. No se ha travestido ni finge ser otro: ha
caído en éxtasis. Las súplicas son de él, o de cualquier otra doncella. Hay
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transformación, mutación y reordenamiento. El fuego no es castigo ni rayo fulminante:
es otro instrumento de purificación. Hombres y naturaleza en armonía. Ningún
destierro, ningún castigo, ninguna muerte. Sólo la violencia propia de la exaltación; la
violencia que no sale de los límites de lo permitido por la divinidad.
§ ¿Kawabata y Eurípides? ¿Diálogo en la montaña? ¿En qué consiste? Consiste
en expresar, respecto de un mismo acto (el ritual), diferentes mecanismos, diferentes
representaciones simbólicas. He propuesto una lectura cuyo enclave es el goce, como
diría Barthes, y cuyo objeto es crear pluralidad de sentidos, no jerarquías de orden
socio-cultural o de carácter estético. Se trata de ofrecer una lectura provocativa, que
deje dudas, que abra a la reflexión, que ponga en crisis nuestros mismos modos de leer
y de hacer crítica. Promuevo la inquietud y la incomodidad, no la parsimonia del
comentario de textos numinosos, sólo explicables en sus mismos términos. ¿Kawabata y
Eurípides? Sí, dos autores unidos por un destello, por un efecto de lectura, por una
práctica escritural que intenta ampliar el campo de la Filología Clásica y sus prácticas
con nuevos (y resistidos) modos de hacer Teoría Literaria. Fácil es comparar lo parecido
o lo análogo: Safo y Catulo; épica griega y latina; Garcilaso y Sor Juana. Difícil es, por
el contrario, ver conexiones (o crearlas) a través de actos de recepción y de semiosis
infinita. Los mejores cuentos y ensayos de Borges nos enseñan que la anacronía y la
irreverencia lectoral no sólo son modos de hacer literatura, sino de hacer crítica. Nos
enseñan que toda proposición implica el mundo entero. Mi presentación no aspira a
tanto, sino más bien a recordar que los estudios descriptivos de la res literaria se quedan
en las superficies y en los bordes. Promueven una visión agotada de la Antigüedad y la
entienden como fuente universal del pensamiento de Occidente. En tal sentido, se
empecinan en ver semejanzas donde sólo hay azar, en ver parecidos y filiaciones con el
presente que resultan insostenibles, desconociendo que existen notables diferencias en
el orden institucional, en el orden simbólico, y en el orden cultural. En el mejor de los
casos, estos estudios diseccionan los fragmentos de los autores más ignotos para buscar
una originalidad que sólo provoca la proliferación de literatura crítica de, por y para
especialistas. Si algo debemos aprender de los griegos es que afuera hay un mundo.
Sería bueno salir a él y explorarlo.
Tengo la plena convicción de que, si un trabajo no desmantela sus propios
supuestos y no aporta una interpretación o lectura, poco enseña. Y lo que no enseña, me
atrevo a decir, de poco sirve. A no ser que un cúmulo de acreditaciones y de espacios
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ganados constituyan el objetivo final de quienes fingen dedicarse a los estudios
humanísticos. Hace diez años, Steiner habló de la muerte de las Humanidades. No sé si
la expresión es del todo acertada, pues se construye sobre la hipálage. Creo que las
humanidades siguen vivas; lo que ha muerto es el carácter desinteresado de quienes las
practican. ¿Qué nos enseñan Kawabata y Eurípides? Nos enseñan a no mirar como
ajeno, como alteridad absoluta aquello de lo que podemos apropiarnos con respeto; nos
enseñan a no pensar que apropiarnos de algo nos convierte en amos y señores. No nos
unen las semejanzas, sino las diferencias. Este trabajo se propuso acentuarlas, no
disolverlas o jerarquizarlas en esquemas de subordinación. Si a partir de su lectura
alguien se interesa en los nuevos métodos de la Literatura Comparada o se replantea sus
propios modos de leer, podré decir, complacido, que el otro habrá entrado en los
Estudios Clásicos. Otro con voz e identidad, no ya como tema o tópico. Una primera
persona, no una tercera. ¿Ilusión? Todos tenemos alguna: desde aquél que citando a más
de tres autores por oración pretende ganarse el cielo académico, hasta aquél que, por
adoptar las formas impersonales de escritura considera que hace ciencia, confundiendo
intención con realización. Mi ilusión es más real, más posible: se reduce a despertar el
interés y la polémica; a propiciar nuevos caminos de abordaje textual. ¿Sparagmós de la
Filología Clásica entendida como anticuario de eternas repeticiones? Tal vez, si es
necesario. Por ahora, sólo resta esperar.
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