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utopías
É pica
contra eL meLodrama
Rossana REguillo
Long shot
Una vez a la semana, el zapping está prohibido en la casa de los Ramírez. Como
atraídos por un imán, los miembros de la familia se sientan frente al televisor para
presenciar el capítulo del día de su talk show favorito: “Hasta en las mejores familias”.
La narración del día −“mi marido me engañó con mi hermana”, “mi hijo es gay y lo
quiero mucho”, “mi padre es un fracasado”− provoca risas, intensas reflexiones y sobre
todo, ilustrativas y profundas moralejas sobre el bien vivir y los modelos de vida mala.
La familia goza y sufre los avatares de “gente como uno” que ha caído en la desgracia,
extrae del sufrimiento lecciones importantes y se coloca frente a la pantalla como árbitro experto sobre la debilidad ajena.
En América Latina, la fórmula que les dio éxito a las novelas y folletines semanales
en un temprano siglo XX y que luego continuaría reproduciendo éxitos y conquistando audiencias en la radionovela, en el cine y en la telenovela, reencuentra en los
llamados “talk shows” una garantía de supervivencia y un terreno fértil para experimentar con la fusión de las hablas populares con la tecnología. La fórmula es bastante
obvia y no por ello menos compleja: el conflicto entre los diferentes órdenes que se
juegan en una trama narrativa y que Sarlo analiza en su estudio sobre la novela semanal (Sarlo 2000: 22-30).
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Épica contra el melodrama
Se trata de una lucha en la que se debaten protagonistas −y públicos− en torno
al mundo de los deseos, al horizonte de las creencias compartidas, al universo de las
prescripciones morales −que son siempre históricas− y a un contexto social −hoy, inevitablemente globalizado–. El conflicto inicial está garantizado cuando se enfrentan
los deseos y las proscripciones, cuando el protagonista debe luchar para no sucumbir
al llamado de sus pulsiones o de sus instintos egoístas y logra instaurarse como un
héroe o heroína sobre lo que de “naturaleza” −léase aspiración de felicidad y libertad−
hay en él o en ella. La lección siempre resulta impecable: la supervivencia del orden
social depende del sacrificio o de la negación de los deseos del individuo. El pacto se
ratifica a partir de la renuncia individual, la sociedad “triunfa” cuando el individuo
“pierde”. En este sentido, la narración melodramática constituye un pacto político en
el más estricto sentido de la palabra.
Siguiendo a Monsiváis (2000), hay que decir que los latinoamericanos aprendimos a ser tales, es decir a reconocer −reconocernos en− las claves de una identidad
a partir de unas matrices estético/expresivas que utilizaban como soporte diferentes
medios, la palabra hablada −en la radio−, la palabra escrita −en la literatura− y el videoclip −que en el melodrama cinematográfico, conjunto imagen, palabra hablada y
cantada−. La exitosa construcción de los imaginarios latinoamericanos −mexicano,
argentino, brasileño en sus ejemplos más acabados− apelaba, por un lado, a un sentimiento de pertenencia al gran cuerpo colectivo de la nación y, por el otro, a una modernización que fuera capaz de dejar atrás “el lastre” de un pasado que nos asemejaba
demasiado a nosotros mismos: ser −en el cuerpo de la nación− y al mismo tiempo
dejar de ser −atrasados−, movimiento paradójico que fue la consigna modernizadora
de la primera mitad del siglo XX.
1. Las trincheras. En busca de un proyecto
Este complejo aprendizaje se verificaba lo mismo en la escuela pública, como en
los emergentes medios de comunicación, la radio, el cine, la televisión que “completaban” la necesaria educación sentimental, y especialmente valoral, que se requería para concretar el nuevo pacto político social que lograría hacer despegar la
incipiente modernidad. Por lo tanto, y de manera especialmente válida para el caso
mexicano, el proceso no se agotó en los espacios de la política formal; el Estado
peleó en diferentes “trincheras” para construir un imaginario nacional que fuera el
soporte de su proyecto político-económico, al que se le oponían fuerzas tan difusas
como poderosas.
Los gobiernos postrevolucionarios mexicanos tuvieron que enfrentar, por ejemplo, una institución eclesiástica profundamente enraizada en la cultura popular
desde la colonia y, que una vez derrotado el régimen de propiedad de la tierra, resultaba su principal enemigo. La ubicuidad de la institucionalidad religiosa, su rique-
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za económica y su fino y vasto conocimiento de las matrices profundas del pueblo
mexicano configuraban un adversario difícil de enfrentar tanto en el terreno de las
armas como –y especialmente– en los territorios de lo imaginario, como lo probaría
la denominada “guerra cristera” que enfrentó a los gobiernos postrevolucionario de
Plutarco Elías Calles y Obregón con la iglesia católica y que costó al país alrededor
de 70 mil muertos, la caída de la producción agrícola y la emigración de 200 mil
personas.
Desde ese entonces y hasta la transformación de la posición del Estado mexicano
con respecto a la iglesia católica en el sexenio de Carlos Salinas de Gortari, el discurso
oficial de los gobiernos postrevolucionarios veía en el conflicto religioso de los 30, la
afirmación “definitiva” de la separación iglesia-Estado, el triunfo “formal” del laicismo del Estado mexicano y el aparente retiro de la iglesia a los ámbitos de su incumbencia, a saber, “la salvación de las almas”. Sin embargo, en el contexto de los cacicazgos hacendarios, que no logró erradicarse del todo con la reforma agraria, y en la
afirmación de la ideología católica de las clases poderosas del país, también se gestó un
proceso complejo de religiosidad en las culturas populares que lograron “arrebatarle”
al Estado laico y revolucionario espacios claves que derivaron en una matriz cultural
que terminó por afirmar una identidad nacional como hibridación de un discurso
que integró los elementos laicos y políticos de la nacionalidad con valores e íconos
profundamente religiosos y que logró expresarse en lenguajes múltiples.
El proceso, no exento de conflictos y de enfrentamientos –no siempre simbólicos–
entre un Estado –modernizador− y unos adversarios –conservadores− que veían en el
progreso y en el discurso liberal una amenaza real para sus intereses, ha proporcionado discursos y episodios memorables que han escrito la larga saga de una identidad
nacional en busca de su propia modernidad.
2. El alma de los niños, épica y melodrama
En 1926, el entonces presidente de México, el general Plutarco Elías Calles, declaraba la guerra a los oponentes del destino manifiesto de la nación mexicana: una modernidad cuyo legítimo impulsor debía ser el Estado laico. Calles promovía la reglamentación
constitucional que limitaba las tareas eclesiásticas. Se trataba en el fondo de la declaración formal de la incompatibilidad de dos proyectos de nación: el postrevolucionario,
que se percibía en la línea positiva del progreso y del desarrollo, frente al católico, que
representaba el oscurantismo y el anacronismo.
A las restricciones gubernamentales, la Iglesia respondió con una jugada de “triple
banda”: meter a la población en el centro del conflicto, lo que permitía declarar el “inicio de hostilidades formales” sin arriesgar un enfrentamiento abierto.
En el centro occidente de México, expandiéndose hacia el Norte y hacia el Sur y
gozando de la simpatía de un amplio sector de la sociedad mexicana, nacía el movi-
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Épica contra el melodrama
miento “cristero”, que enfrentó a tropas federales con un ejército popular durante tres
años −1927-1929−.
Fusilamientos, ahorcados, traiciones, excesos de un bando y de otro, la Guerra
Cristera, un gran silencio en la historia contemporánea de la nación mexicana, hizo
visible, al tiempo que lo instauró, el conflicto básico entre la Iglesia católica y el Estado que, como ya se dijo, alude en realidad al enfrentamiento entre dos proyectos
de nación.
Pese a tratarse de una historia que circula en retazos y que sólo de manera reciente
se ha convertido en un objeto de estudio de la historiografía mexicana, las narrativas de la época están plagadas de marcas que permiten rastrear, por un lado, la épica
−como narrativa heroica− de la forja del Estado-nación moderno y por otro, las huellas de la representación de una sociedad desde los marcos de la moral, una manera,
me parece, de darle contenido al melodrama, no sólo como un género sino como
dispositivo narrativo de la pugna entre la acción y los estrechos márgenes socialmente
válidos en los que ésta se puede realizar.
En, el tránsito del enfrentamiento armado a una tensionada convivencia,1 tres
cuestiones resultan relevantes:
a) El momento de la aparición de una empresa editorial de signo católico bajo el
sello jesuítico.
b) La obtención por parte de los jesuitas de la “franquicia” del Vaticano para la traducción al español y la distribución de todos los libros litúrgicos para América Latina,
lo que convirtió a esta editorial en la más importante de su ramo en el continente.
c) Y, lo más relevante para los fines de este ensayo: la aparición posterior (1940) de
Vidas ejemplares, un cómic o historieta que narra la vida de santos, mártires y beatos
como ejemplo de vida cristiana.
Mientras una pujante industria cultural, el cine, bautizaba para siempre el melodrama e instauraba un canon narrativo para un público ávido de aprendizajes y
convertía la historia narrada en importante moraleja derivada de la transgresión a las
convenciones y valores morales, la Iglesia, por su parte, proponía, mediante el tiraje
de sus historietas, concebidas como periodismo religioso, los modelos de vida buena
que ayudarían a contrarrestar el peligroso laicismo de la educación y la pecaminosa
manera de abordar las cuestiones morales en el melodrama cinematográfico.
Las historias de los santos y de los mártires católicos, a la vez, exaltaban el valor de
la virtud y la renuncia a los mundanos privilegios de una modernidad que amenazaba
la tradición. Puede decirse que estos dispositivos narrativos reflejan la tensión de época derivada de la transformación acelerada de los modelos de vida, de la erosión de
los valores tradicionales y la creciente secularización de la sociedad que la modernidad
traía consigo. Mientras el melodrama cinematográfico hacía hablar los temores frente al impacto de lo exterior en el mundo de lo privado, el “melodrama” en las Vidas
ejemplares hacía visible la necesidad de resistir a la seducción del mundo exterior. En
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el primer caso, los héroes y heroína, sucumbían, aunque fuera momentáneamente,
ante el espejismo de falsos valores o frente a la tentación del abandono de los lugares
y formas de relación tradicionales: de la familia al mundo de las relaciones impersonales y funcionales; del campo a la ciudad; de la casa y del barrio a un mundo urbano
signado por el anonimato. En el segundo caso, es decir los santos y las santas, lograban, mediante la fe y la voluntad, abandonar definitivamente el mundo para habitar
el lugar heterotópico y, hacer visible la flaqueza, la debilidad y el pecado permanente
del mundo social, cuya topografía era representada como espacio del mal, de las tentaciones de la banalidad y del ¡sufrimiento extremo!
3. Modelos de vida buena. El secuestro del cuerpo
Así, Vidas ejemplares2 se convertía en la lectura no sólo permitida sino obligada y recomendada para niños y jóvenes. La historieta es el vehículo elegido por los jesuitas para
difundir el conjunto de valores de la vida cristiana a través de la ejemplificación. En el
conjunto de entrevistas realizadas a lectores habituales de Vidas ejemplares de diferentes
generaciones, aparece como común denominador el que estas historias operaban como
detonadores de la mala conciencia. En su mayoría, las historietas narran la vida de hombres y mujeres de otra época y especialmente de otro continente, lo que no resulta una
cuestión menor para esta discusión, en tanto coloca como un supuesto más o menos
explícito que la “santidad” es un valor difícilmente alcanzable en estas tierras salvajes y
pecadoras: los santos son −y vienen− del “otro mundo”, no en su sentido trascendental, sino de ese otro lugar que no puede ser sino superior. Encuentro diferido de dos
tiempos y dos espacios, el lugar/tiempo europeo desde el que habla el relato sagrado, el
lugar/tiempo de la lectura profana que hace hablar al relato en presente. Metáfora de
la persecución imposible: aquí sólo es dado el “imitar”. El detonador no sólo engendra
culpas por el apego al orden mundano: “Había una santa, no recuerdo su nombre, que
hacía ayuno para acercarse a Dios y yo, cada vez que comía, me sentía profundamente
culpable por glotona, me daban hasta ganas de llorar”, dice una lectora. Además, el relato al exaltar el “ejemplo”, obliga a la inevitable comparación con el contexto que hace
posible el tránsito de una vida mundana y pecadora a una de santidad.
Es en ese sentido que puede decirse que los relatos ejemplares quedaban atrapados
en la estética del melodrama: como historias demasiado cercanas por las pasiones implicadas, pero demasiado lejanas por las circunstancias de su narración y su resolución
dramática. Demasiado afán de santidad y sufrimiento y condiciones poco propicias
para su realización.
Una cuestión fundamental en los relatos de estas vidas es la centralidad del cuerpo. Un cuerpo que debe ser negado en tanto es el vehículo del pecado y, paradójicamente, un cuerpo que debe ser proclamado en tanto es condición de santidad. La
“vida ejemplar” de Santa Bernardita, la niña testigo del milagro de Lourdes en Fran-
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cia, es paradigmática en este sentido. Después de haber soportado las burlas y las sospechas que suscitaban entre sus contemporáneos las conversaciones que sostenía con
la Virgen, Bernardita entra a un convento donde encontrará la muerte, después de
una larguísima agonía, consumida por el asma y la tuberculosis. Al ser asistida por
un sacerdote en su lecho de muerte, la santa dice: “La santísima Virgen quiere que yo
sufra”. “¿Por qué quiere que sufras?, pregunta el sacerdote”. “Porque lo necesito... el
buen Dios sabe por qué”.
Figura 1: revista Vidas ejemplares
Se trata de diálogos bastante parecidos a los que sostenían las argentinas Libertad
Lamarque o Marga López en momentos culminantes de diferentes cintas en el cine
mexicano. Por un lado, la sobre-simplificación del relato místico que requiere la historieta, la necesidad de adecuar el lenguaje para llegar a un público masivo, encontró
–tal vez sin buscarlo– en el melodrama su mejor soporte y aliado. ¿De qué otra manera se puede hablar del sufrimiento en América Latina? O quizás, a esta altura de la
discusión, pueda resultar válido ya preguntar de qué manera el melodrama, como género “ejemplar”, es deudor de la enorme presencia de la ideología católica en el continente. El melodrama no sólo como discurso de lo “anacrónico”, sino como discurso
político encubierto en el que se expresó de manera privilegiada la matriz cultural de
un proyecto civilizador que vuelve, intermitentemente, travestido, para narrar la imperfección y el pago interminable por el “pecado de origen”, la expiación anticipada y
dolorosa de un placer que sólo así podía justificarse y entenderse.
Quizá por ello, pese a todo, el melodrama continúa movilizando los imaginarios
de un público demasiado ávido de encontrar la continuidad histórica de un relato,
el de lo periférico, lo marginal y lo inconcluso, en un género que fue capaz de quitarle solemnidad y pesadez al sufrimiento, precisamente al extremarlo, al dramatizar hasta el exceso los personajes y las historias, hasta darles la vuelta.
En la estrategia narrativa de Vidas ejemplares, la de los santos que se purificaban mediante el sufrimiento se hacía presente el dispositivo antropológico de una
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visibilidad problemática: las transformaciones del cuerpo moderno, aún opaco en
esta época.
Más allá del sufrimiento físico por enfermedad o privaciones, el cuerpo santo debe ser
sustraído a su ambiente habitual, secuestrado de la socialidad mundana −Santa Teresa de
Ávila, por ejemplo− y extirpado de sus anclajes de clase y de linaje −Santa Clara de Asís−,
un cuerpo cuya única marca debe ser el sufrimiento y su entrega incondicional a un orden
supraterrenal −una marca constante en todos los relatos−.
Los cuerpos demasiado mundanos del melodrama cinematográfico, el cine de
cabareteras y de arrabales, los de vecindades y familias clasemedieras, aunque lejanos
aún del “ideal” del cuerpo exaltado por el Estado nacional en su proceso de consolidación, logra colocar algunas de las preocupaciones de la época y las narrativas fundacionales de la “nueva” nación mexicana con el cine que aborda la Revolución y el que
recupera la literatura (García Riera 1998).
Pero es quizás el muralismo, en el caso mexicano −Rivera, Orozco, Siqueiros− el
que asume el pacto de la modernización y narra en sus trazos, el cuerpo que emerge
de la violencia del mestizaje y pese a ello, se trata de cuerpos capaces de completar el
tránsito hacia el nuevo cuerpo de la nación mexicana: el obrero, el campesino, la mujer madre y nutricia de la nueva identidad nacional.
Se trata de tres “modelos” en disputa que hablan del intenso debate en una época
de aceleradas transformaciones y efervescencia cultural. El melodrama cinematográfico, por su desolemnización, su vocación cotidiana en el sentido de poner en clave
narrativa simplificada el debate entre continuidad y cambio, el que logra instaurarse
como lenguaje de época. A manera de hipótesis interpretativa, puede decirse que se
opera una triple ruptura: el de la nación erudita y letrada, que habla fundamentalmente a través del lenguaje plástico, académico y literario; el de la nación “colonizada” por un imaginario mágico-religioso, anclado en la certeza del antagonismo –insalvable– entre modernidad y tradición, entre el modelo de vida (malo) que proviene de
un Estado laico y pecador y el (bueno) que proviene de una institucionalidad eclesiástica que, al operar el “secuestro” del cuerpo y reducir el margen de decisión –todo está
escrito y ¡hágase tu voluntad señor!–, minimiza la responsabilidad del sujeto político
que la nación necesita para completar su proyecto; y finalmente, el de la nación que
encuentra en algunas manifestaciones de la cultura popular una manera de decir las
contradicciones sin la necesidad de “tomar posición” frente al proceso de emergencia
que se vive. Es decir, mientras que en la “nación letrada” se exige una postura clara
frente a la modernidad y en la “nación religiosa” la obligación es la de negar esa forma
de modernidad, en el melodrama el sujeto sólo asiste como protagonista o espectador
de un drama sin resolución.
En otras palabras, el concepto emergente de ciudadanía en la consolidación del
Estado-nación latinoamericano va a implicar nuevos y complejos aprendizajes para
una población poco habituada a pensarse como sujeto de derechos y obligaciones
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−constitutivo de la nación letrada−, dominada por la idea de fatalidad −piedra angular de la nación religiosa−, donde nada resulta tan natural que el mundo de relaciones
que se imponen y preexisten al individuo. La tensión que se deriva del nuevo pacto
social encuentra entonces en el melodrama cinematográfico una forma de narrar el
doloroso declive de las fuentes nutricias de sentido como la familia, la religión, la comunidad, el destino de clase y el desdibujamiento de las categorías tradicionales para
“ser socialmente”. De maneras complejas y tortuosas, esto empata con la narrativa de
las Vidas ejemplares.
Cuando los hijos se convierten en profesionistas, los campesinos en empleados
urbanos, las muchachas inocentes en profesoras y nada queda ya como en su sitio antiguo, lo público adquiere nuevas connotaciones y la emergente y culposa clase media
será la responsable de conducir la metamorfosis. Una larga cita de Emilio García Riera permite ilustrar inmejorablemente esta idea:
Alejandro Galindo, con fama de hombre de izquierda, realizó en 1948 Una familia de tantas, buen melodrama que tuvo el mérito de plantear en términos más justos las contradicciones provocadas por una nueva situación. Otra vez era Fernando Soler un padre de clase
media al viejo estilo −adornaba su casa con un retrato de don Porfirio−, pero no era visto
como un personaje positivo, sino como un tirano que hacía imposible la vida a su mujer
y a sus hijos. Una de sus hijas −Martha Roth− se enamoraba de un típico representante de
otra clase media nueva y pujante; un vendedor de aspiradoras −David Silva− que llegaba
con uno de esos aparatos, diríase que en plan simbólico, a limpiar el vetusto hogar porfiriano. Al final, pese a la oposición del padre, la hija se iba con su galán y la nueva clase media
triunfaba sobre la antigua, como en la realidad”. (García Riera 1998: 158)
Por otras vías, la vida ejemplar de Santa Isabel de Hungría, patrona de los leprosos, realizaba la misma proeza que el vendedor de aspiradoras −colocar la pregunta
por el ser social, ¿cómo se es en sociedad?, ¿es posible la existencia del yo en el sentido
moderno?−.
Desde pequeña, Isabel abandona el hogar paterno en Hungría para ir a vivir, prometida en matrimonio, al ducado de Turingia en Alemania. Según relata la historieta
ubicada en el siglo XIII, la llegada de Isabel a este ducado trae aparejada una serie
de “trastornos” en el modo en que las clases poderosas se relacionan con los pobres
y los súbditos. Con un fuerte sentido de piedad cristiana y una renuncia temprana
al mundo de los lujos y las apariencias mundanas, “Isabelita”, como cariñosamente
la llama el guionista, resulta una verdadera molestia para un orden establecido que
asume como natural la desigualdad y las divisiones de clase. Sus constantes escapadas
al mundo otro, el de los pobres, los leprosos, los necesitados, terminan por alejarla
de “los suyos”, incluidos su marido y sus hijos. Pero es su oportuna viudez la que le
permite completar el tránsito hacia una alternativa de vida diferente. Una vez viuda
y despojada de sus riquezas por las intrigas palaciegas, Isabel está ya en condiciones
de asumir su misión: el cuidado de los pobres y los enfermos, metáforas de ese, aundeSignis 14 | 31
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que en el conjunto de historietas analizadas, el descentramiento del mundo propio, el
(auto)exilio del mundo social son una constante, muchos de los relatos marcan –enfáticamente− que es la condición “nativa”, es decir, la pertenencia legítima al mundo
de los privilegiados, lo que en este caso permite transitar entre espacios diferentes y
convertir al santo en un ser de umbrales. Al santo le es dado resolver la contradicción
entre el mundo de los ricos y el mundo de los pobres.
Mientras Isabel de Hungría entrega a sus hijos a una familia de nobles −que los
cuidarán bien− y de ellos no volvemos a saber nada, en el melodrama cinematográfico los hijos pagan eternamente las decisiones de los padres y las relaciones son el
texto “fuerte” del relato. En el mundo del melodrama y en el vertiginoso avance del
proyecto nacional, las relaciones atan y marcan pertenencias, configuran la trama
central de la trayectoria individual de los héroes y heroínas, de los nuevos ciudadanos que se debaten entre amores contrariados y condiciones −socioeconómicas−
adversas.
El modelo de vida buena que circula en las historietas religiosas es entonces no
sólo la constante negación del mundo de derechos y obligaciones que invoca el nuevo
pacto social −la nación letrada−, sino un mundo que afirma como único vínculo legítimo y válido la mediación religiosa. En otras palabras, las vidas ejemplares lo son en
tanto pasan de la solidaridad concreta y encarnada −de la narrativa melodramática− a
la solidaridad con el cuerpo genérico llamado “pobres”, “pecadores” o “sufrientes”, y
dicho sea de paso, nada hay menos anacrónico en el discurso político de la “mística”
revolucionaria que impregna muchos de los movimientos sociales contemporáneos
en Latinoamérica que ese proceso de abstracción.
Al santo y a la santa les es dado asumir la pobreza como valor opcional; una pobreza pre-texto para su santidad. En el mundo del melodrama, la pobreza es marca
de identidad, tragedia fundacional cuya condición agobiante es causa y explicación
de las “bajas” pasiones y el sufrimiento. Asumir la pobreza, huir de ella, coloca a los
espectadores de la época en la disyuntiva de la renuncia –feliz y gozoza–, que será
recompensada en otro mundo, frente a la carga –inevitable y sin embargo, purificadora, de algo que no se puede cambiar– cuya resolución dramática es, sin embargo,
afín: el triunfo de unas fuerzas –profanas o sagradas- sobre el sujeto, que significa, por
distintas vías, relevarlo de su responsabilidad y reducirlo a espectador de las aceleradas
transformaciones culturales, políticas y sociales que se están llevando a cabo.
Parafraseando a Ulrich Beck (2000), si el relato místico −en el sentido fuerte de
Michel de Certeau−, cree y propone que hay una vida después de la muerte, el pacto
político de la emergente nación moderna, tiene como dogma que hay una vida antes
de la muerte. Las Vidas ejemplares quedan atrapadas en una estética melodramática
donde el sufrimiento y la privación tienen valor en sí mismos, es decir, no alcanzan
a configurar el tránsito hacia el otro mundo. La historieta termina por ser demasiado
“mundana”, lo que probablemente explica su éxito. Se trata, en síntesis, de un “perio-
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dismo religioso”, que apela a los lenguajes y formatos de la época para “disputar” la
hegemonía en la construcción de los sentidos sociales de “esta” vida.
Finalmente, los santos y las santas, convertidos en historietas, en ejemplos de
“vida buena”, pueden realizar su misión en tanto tienen no sólo discípulos, sino,
fundamental y especialmente, testigos. Es el testigo la “voz en off”, la posición de un
enunciador ausente y, sin embargo, clave, el que posibilita extraer su sentido −moraleja− a la historia narrada.
De maneras diversas, las Vidas ejemplares, hoy con un tiraje de 40 mil ejemplares
en América Latina, son reales y siguen ofreciendo pistas clave para entender el complejo entramado de pugnas y disputas en la configuración y construcción de la modernidad.
4. El relato terapéutico o los modelos de “vida mala”
Si algo caracteriza el momento actual es la densificación de una “atmósfera terapéutica”. De la llamada ingeniería social a la literatura de autoayuda, el contexto se
carga de una pesada e itinerante búsqueda de alternativas de “sanación”. De un lado
el eficientismo y de otro, los afanes de reducción de vulnerabilidad, se encuentran en
un lenguaje simplificador que deriva –en lo general– en fórmulas y recetas para atajar
la incertidumbre que deja a su paso el estallido en todos los órdenes de la vida social,
amenazando desde diferentes flancos el precario equilibrio de una vida “demasiado
moderna” o “demasiado anacrónica”. El “pensamiento bullet” le ha llamado Eliseo
Colón (2000); yo le llamo “el decálogo para el bien vivir”, los pasos que habrán de
convertirnos en más felices, más eficientes, más sanos, más inteligentes, más competitivos, menos vulnerables, menos “malos” y que hoy, pese a la llamada modernidad
reflexiva, nos recoloca, ¿inevitablemente? ante un orden binario del mundo: buenomalo, salud-enfermedad, legítimo-ilegítimo.
Es quizá esta “densificación de la atmósfera de la sobresimplificación” la que ayuda
a entender el éxito de los talk shows, con epicentro en Miami, la complejísima capital
del neoespectáculo (Mazziotti y Borda 1999) que reinventa lo latinoamericano.
El talk show, hoy una industria millonaria, ha trastocado la idea de espectáculo al
convertir los dramas cotidianos de la “vida real” en materia prima de entretenimiento,
dota de contenidos específicos a las pasiones: el amor, la envidia, la venganza, el odio, y
obliga a tomar posición. Al proponer “argumentos” desagraviantes o en agravio de los
inculpados, el show visibiliza las representaciones sobre lo bueno y lo malo, pero siempre
a partir de un supuesto de entrada: “lo desviante, lo bajo, lo maligno, lo perverso”.
Y a la manera de los relatos de Vidas ejemplares, en el talk show la “teleaudiencia” −en
el estudio− se convierte en parte del mismo show y funge como “el testigo” del drama
mediático, pero en este caso ese dispositivo antropológico de la voz en off, adquiere corporeidad y asume una posición activa frente a la narración. El testigo-espectador cumple
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así un doble papel: certifica y valida el desarrollo de la trama y al hacerlo se transforma en
el “juez” que encarna a la vez al “gran Otro” que es el público teleespectador que desde
los hogares sigue atentamente el desarrollo del drama.
Es la posibilidad de un juicio popular el que confiere a la audiencia la sensación de
tomar parte, de poseer algunas certezas en medio de un mundo en el que escasean las
claridades. La desgracia ajena moviliza las pasiones propias, y en esta doble operación,
distancia y proximidad, la narración del talk show opera de manera inversa al relato de la
vida de los santos: detona no la mala conciencia ni la culpa, sino que, a la manera goffmaniana,3 fortalece la certeza de pertenecer a una comunidad de “normales”.
Todos los elementos en la estructura del talk show, conspiran para construir el
“modelo de vida mala”:
- la historia o problema a ser discutido contiene siempre un ingrediente
“transgesor” al orden social dominante;
- los protagonistas encarnan los papeles sociales de la víctima y el victimario;
- la presencia en el panel de discusión de “especialistas” −médicos, psicólogos, abogados− cuyo saber experto y desimplicado no sólo le da un tinte “profesional”
a la discusión, sino que contribuye a fortalecer la representación “terapéutica”, desde
la que se pronuncia el veredicto sobre lo que los sujetos transgresores y desviados, es
decir, estigmatizados de entrada, deben pensar y sentir acerca de lo que son, de lo que
hacen, en su propio beneficio y el de la sociedad.
-
el conductor o conductora, que garantiza la tensión dramática al convertirse en
el administrador del “bien” en disputa: la palabra;
el público que en el estudio, que aplaude, abuchea, opina −a la par que los
expertos− y toma partido.
Elementos todos que proveen las condiciones para la visibilización del conflicto entre la identidad del yo y la sociedad, entre el mundo de los deseos y de las proscripciones
morales; y a pesar de que hoy sabemos que los medios operan como industrias cuyas
rutinas y lógicas de producción se articulan a un esquema globalizado que busca estandarizar sus públicos a través de formatos, géneros y contenidos que puedan ser
“reconocidos” en cualquier parte, el talk show no es sólo un producto “global” , sino,
especialmente, una plataforma expandida, un modo “de hacer” y “de contar” que busca −y encuentra− formas de anclaje local. Si el talk show se ha convertido en un género
tan importante, es porque logra articularse a las memorias y a las identidades locales
a través de historias “localizadas” que en el melodrama de su representación abordan,
construyen y proponen maneras de colocarse ante los conflictos epocales de la sociedad a partir de las trayectorias y biografías divergentes de los sujetos.
En tal sentido, el talk show se convierte en la continuidad de la matriz estética del
melodrama. Algunos títulos de los programas más “polémicos” que han circulado por
América Latina, tal vez ayuden a ilustrar esta afirmación: “Mi esposo me engaño con la
criada”; “Atrapado entre dos amores”; “Necesito un órgano para vivir”; “Soy borracho, pa34 | deSigniS 14
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rrandero y jugador”; “Mi hijo embarazó a la empleada doméstica”; “Me avergüenzo de mi
familia”; “Cría cuervos y te sacarán los ojos”. Cada uno de estos títulos instaura el conflicto básico que se abordará, es promesa de drama, y no están lejanos ni de los títulos
ni de las tramas del melodrama cinematográfico en su época de oro.
Pero la estructura del programa está montada sobre la misma lógica de la historieta religiosa: la ejemplaridad, la idea del modelo. El talk show reedita, con dispositivos
distintos, los conflictos no resueltos en el proceso de configuración de una modernidad periférica. Sin embargo, coloca nuevas preguntas sobre el estatuto de visibilidad
del conflicto, de los cuerpos, del mundo de las relaciones, del yo. Es más o menos
evidente que los géneros no pueden entenderse al margen de su época, es decir, al
margen del espacio histórico y político que los engendra. Pese a su reproducción, el
género, como soporte, contiene las huellas de la sociedad que lo produce pero al mismo tiempo es dispositivo para construir “nuevas” imágenes del mundo. Así, podemos
entender el talk show como expresión de una época en la que se ha trasformado la
idea de lo representable y lo representado. Y más allá de la lógica del mercado −que
no puede obviarse−, no se trata de un género inocente ni “residual”. El género expresa
un malestar.
Se trata de un relato-gozne que permite seguir las continuidades y las rupturas, las
transformaciones, no sólo de la estructura de los géneros sino de los constitutivos culturales en disputa. Y pese a que han sido concebidos como tele-basura (Trejo 2000),
un mérito, quizá uno solo, han tenido los talk shows: han logrado hacerse cargo de un
conjunto de preocupaciones que escapan por su ¿banalidad? de las agendas y preocupaciones de las instituciones de la política y colocar en claves simplificadas hondas
preocupaciones de importantes sectores de la sociedad. El tema de la homosexualidad
llegó muchísimo antes a las pantallas televisivas y a los talk shows que a las agendas
políticas de los congresos y en muchos casos, no ha llegado todavía a las instituciones
escolares. No hay que olvidar, sin embargo, que la televisión y el género actúan no
solamente como “cajas de resonancia” ante los debates, los temores, las aspiraciones de
una sociedad, sino que son, también, constructores y proveedores de realidades e imágenes del mundo.
Federico Wilkins, un cubano avecindado en México, productor de televisión y chamán de la neoestética de la violencia, cuyos servicios se han disputado los dos grandes
consorcios televisivos mexicanos, ha dicho en referencia a los talk shows: “Con la televisión no te informas, sólo te enteras... lo que en información es hoy intensidad mañana
es sólo paisaje, la televisión es entretenimiento en fuga”. Lo interesante de la perspectiva
de este insider es que permite colocar, ¡otra vez!, el argumento de la desolemnización y
la puesta en clave melodramática del sufrimiento extremo.
Y es precisamente esta clave la que lleva a la iglesia católica a incursionar en el terreno de los talk shows. Frente al discurso tradicional y posiciones endurecidas de la jerarquía eclesiástica sobre los temas que la globalización ha destapado al propiciar una
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interacción intensa entre sociedades distintas y haciéndose cargo del cambio epocal
−en lo que a lenguajes expresivos se refiere−, la propia Iglesia recurre a nuevas estrategias narrativas que, por un lado, le permitan colocar en el espacio público su propia
perspectiva y, por el otro, le permitan contrarrestar el fortalecimiento de discursos
secularizados cuya vitrina central está en la televisión. Así, y también desde Miami,
aparece el talk show Father Albert.
El padre Alberto −Alberto Cutie− es un sacerdote de 31 años, guapo, de origen cubano, con un inglés sin acento y un español híbrido. Fue seleccionado entre 500 candidatos para conducir un talk show en la segunda cadena hispana con más audiencia en
los Estados Unidos, Telemundo. Locutor de una estación de rock and roll cuando adolescente, el padre Alberto ha convertido su programa en un éxito de raiting, al abordar
en su espacio televisivo temas como el adulterio, las madres solteras, los travestidos, las
profesoras que hacen el amor con sus jóvenes alumnos y las parejas que intercambian
a su compañero(a) para probar nuevas experiencias. Pese a todo y de manera especial,
a la renuncia –explícita– al sermón religioso, los programas del padre Alberto están
montados sobre la exhibición del “modelo de vida malo” y no logra escapar a la atmósfera terapéutica que impregna el debate entre lo permitido, lo legítimo, lo deseable y lo
transgresor y lo prohibido.
5. Y en medio de nosotros, la tele como un Dios
¿“Periodismo” religioso?, ¿intuición? La incursión de la institucionalidad eclesiástica en el territorio de los talk shows genera varias preguntas relevantes. Me interesa
de manera especial lo referente a la triple relación entre espacios −de debate−, formas
estético-expresivas −lenguajes para el debate− y los objetos sociales en debate −como
expresión de los temas que preocupan a una sociedad−. Del Show de Cristina, Monsiváis ha dicho:
Voluntaria e involuntariamente, Cristina representa las fisuras crecientes de la moral autoritaria mientras garantiza a sus anunciantes que las ‘audacias’ presentadas ya forman parte
del repertorio social. Así el eje del programa no son las situaciones extremas sino el reconocimiento de la nueva moral pública que, entre otras cosas, se impone sobre la viaja táctica de los silencios que son autorreproches. Y este derrumbe de inhibiciones cunde entre
los hispanos de Estados Unidos, de alguna manera vanguardia del comportamiento en el
universo latinoamericano (Monsiváis 2000: 242).
De una parte, el éxito del talk show como género total −espacio-dispositivo estético-contenido− no puede entenderse al margen de lo que Monsiváis denomina
“fisuras y derrumbe de inhibiciones”. Ello es tan cierto como válido para entender
el período en que el melodrama cinematográfico visibiliza, a su manera, los cambios
que la modernización trae consigo, la urbanización acelerada, la profesionalización
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de la clase media, la incipiente secularización, entre otros asuntos. Sin embargo, me
parece que hay una perspectiva que desborda la hipótesis interpretativa del quiebre
de una moral autoritaria. Tanto los programas producidos desde Miami como las
reproducciones locales en Latinoamérica, y tomemos aquí como ejemplo el caso del
talk show Hasta en las mejores familias producido por Televisa y conducido principalmente por la actriz Carmen Salinas, trabajan precisamente sobre la lógica inversa, el fortalecimiento de una moral única a través del caso extremo y la exaltación
de un orden social que aunque en declive y titubeante alardea de certezas −¡Dios
te bendiga, chiquita!, le dice sentidamente la conductora a la adolescente que ha
decidido mediante la terapia televisiva a lo largo del programa, no abortar el producto de una violación ¡Dios te va a premiar y a recompensar!, aplausos y corte a
comerciales−. Es cierto que esta neotelevisión, de manera involuntaria, logra darles
cuerpo a temas que van erosionando las certezas y la comodidad de los poderes −la
Iglesia principalmente y sus grupos civiles aliados−, pero me parece que más allá de
esto, el talk show, en las mutaciones que ha venido sufriendo, habla de una “nueva”
relación entre individuo y sociedad cuyo eje vertebrador es la atmósfera cultural
que atravesamos.
Agotada la posibilidad de ofrecer el “modelo de vida bueno” −el relato de los santos y santas, ¡que escasean!−, la alternativa es volcarse sobre los relatos –extremos–,
cuya única certeza gira en torno a su “desviación” con respecto a lo que sobrevive de
las instituciones “modernas de la tradición”. El “modelo de vida malo”, los demonios
que cotidiana o semanalmente nos asaltan desde las pantallas de la televisión, son un
débil y pálido intento por retener un orden social al que se dota, nostálgicamente,
de una facticidad a toda prueba, ¡hubo un tiempo en que la relación entre el bien y
el mal eran transparentes!4 Esto, a mi juicio, golpea no sólo el discurso sobre-simplificador de los medios de comunicación o de los actores legos, representa un duro
cuestionamiento al “saber experto”, a las categorías, conceptos y sistemas conceptuales con los que se interroga lo social. Atrapado en una lógica binaria del mundo, el
pensamiento crítico sigue resistiéndose al análisis de lo que considera opaco, denigrado, residual. La vida, el esplendor, lo serio, lo importante, no pasan, parece decirse
este pensamiento, por las expresiones infantilizadas, ideologizadas y simples a través
de las que se comunica una parte de la sociedad. La modernidad, la globalización, la
cultura, están en otra parte, repite para atajar la incertidumbre ante un mundo que
nunca ha sido transparente.
6. Santos y demonios: una batalla inconclusa
Alguna titubeante claridad se abre paso en un contexto de persistentes incertidumbres, el modelo sobre lo “bueno” está fracturado y en agonía; queda la alternativa
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de ensayar, reiterativamente, los modelos de aquello que se percibe, sin demasiado
afán pero con profundo temor, como lo “malo”. Se resquebraja el discurso de la épica,
no es tiempo propicio para los héroes.
Los “villanos” son legión y avanzan, imperturbables y desafiantes, para señalar
con dedo acusador que nada resiste a su contrapoder. Travestidos en una gramática contemporánea, la del melodrama de la vida real, denuncian socarronamente
que el error no consiste en “en atribuir a un suceso una época distinta de la que
pertenece”, como ha quedado definido el anacronismo, sino en pensar la historia
en términos lineales y positivos. Y si hay un discurso que se encarga de desafiar lo
“contemporáneo” es precisamente el del melodrama, como lo dice de manera inmejorable Martín-Barbero:
[...] en el melodrama está todo revuelto, las estructuras sociales con las del sentimiento, mucho de lo que somos –machistas, fatalistas, supersticiosos– y de lo que soñamos
ser, el robo de la identidad, la nostalgia, la rabia. En forma de tango o de telenovela, de
cine mexicano o de crónica roja el melodrama trabaja en estas tierras una veta profunda de nuestro imaginario colectivo, y no hay acceso a la memoria histórica ni proyección posible del futuro que no pase por el imaginario” (Martín-Barbero 1998: 312).
Quizá el proceso de codificación −oficial− de la modernidad latinoamericana en la
diversidad de sus concreciones “nacionales” no logró incorporar estas vetas profundas
que encontraron, y siguen encontrando, espacios y lenguajes para decirse a sí mismas,
pero no al margen del poder de resemantización de las instituciones. El modelo de
vida bueno de los relatos de Vidas ejemplares, los modelos de vida malos de los protagonistas de los talk shows, no pueden ser leídos al margen de la disputa −política y
cultural− por el proyecto social.
La cuestión, en todo caso, es que hoy debilitado el Estado nacional como figura
articuladora del pacto político, fortalecido el mercado −y ahí las industrias culturales−
y aterrada una parte −todavía− influyente de la Iglesia y de los sectores conservadores,
el conflicto entre bien y mal, entre modernidad y tradición, entre individuo y sociedad, entre deseos y prescripciones, pasa a otro plano de resolución.
Si los santos y demonios como narrativa de los extremos han tenido éxito al movilizar las creencias “populares”, al colocarse en clave melodramática, resultará interesante observar la transformación de espacios y lenguajes en un clima paradójico en la
que crece la derecha pero también la “ambigüedad” moral.
Notas
Conocida por los expertos como modus Vivendi, expresión que alude a la coexistencia y
mutua aceptación entre el Estado y la Iglesia católica, a la que se arriba después del gran
conflicto cristero.
1
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Épica contra el melodrama
Con alrededor de 500 números editados en su primera época, cuyo tiraje no ha sido
posible averiguar, en la actualidad Vidas ejemplares sigue produciéndose en los talleres de
Buena Prensa, en la ciudad de México, con un tiraje mensual de 40 mil ejemplares que se
distribuyen en la librerías católicas de América Latina. En esta segunda época lleva editados
180 números.
3
Señala Goffman (1970) que el portador (persona o grupo) de una identidad “deteriorada”,
estigmatizada, produce en el exogrupo (sociedad global, en la terminología de Goffman)
“normal” una enorme dificultad para tratar con las partes no contaminadas de su identidad y
tiende a reducir al sujeto/grupo estigmatizado a los atributos y características deterioradas de
esa identidad.
4
No resisto la tentación de citar a Ulrich Beck. El autor se pregunta: “¿Por qué la familia es tan
estable?... mi enigmática respuesta sería la siguiente: ¡por la fidelidad con que la sociología de
la familia pregunta por ella! Por que hoy por hoy no existe una tipología cuya esencia no sea la
familia nuclear, ni en sociología, ni en sociometría” (Beck 2000: 18).
2
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