CARLOS
RUIZ ZAFÓN
S
N
LA CIUDAD
DE VAPOR
Todos los cuentos
D
Carlos Ruiz Zafón
La Ciudad de Vapor
Este libro es una obra de ficción. Como sucede en las cuatro entregas de El
Cementerio de los Libros Olvidados —saga con la que estos cuentos guardan
cierta familiaridad—, La Ciudad de Vapor se inspira a menudo en Barcelona,
si bien el autor se ha tomado la libertad de alterar la fisonomía o cronología de
algunos escenarios, marcas o circunstancias para adaptarlos a la lógica narrativa
No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a
un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier
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Ilustraciones del interior:
Pág. 14, Portal de la Paz, Barcelona, finales de los años 40, © Martí Gasull i Coral
Pág. 46, Plaça Sant Augustí Vell, © Otto Lloyd, Colección particular, cortesía de
S. Martínez
Pág. 140, Mapa de Barcelona a finales del siglo xvi, © Àlvar Salom
Pág. 148, La Vía Layetana a la altura de Junqueras y Condal. Barcelona, c. 1953
© Fons Fotogràfic F. Català-Roca - Arxiu Històric del COAC
Pág. 186, Anteproyecto de edificio Hotel Atraccion para Manhattan (1952), Juan
Matamala Flotats, © Càtedra Gaudí. Escola Tècnica Superior d’Arquitectura de
Barcelona. Universitat Politècnica de Catalunya
Pág. 219, la ilustración del colofón está inspirada en el dragón de la puerta de la
Casa Güell, obra de Antoni Gaudí (Pedralbes, Barcelona)
Martí Gasull i Coral (Barcelona, 1919-1994) forma parte de la gran tradición
de fotógrafos barceloneses de posguerra. Su obra más personal ha sido reivindicada recientemente
Iconografía: Grupo Planeta
Diseño de la colección: © Compañía
Primera edición: noviembre de 2020
Depósito legal: B. 18.441-2020
ISBN: 978-84-08-23500-2
Composición: Realización Planeta
Printed in Spain - Impreso en España
El papel utilizado para la impresión de este libro está calificado como papel
ecológico y procede de bosques gestionados de manera sostenible
ÍNDICE
Blanca y el adiós . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Sin nombre . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Una señorita de Barcelona . . . . . . . . . . . . . . . . .
Rosa de fuego . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
El Príncipe de Parnaso . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Leyenda de Navidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Alicia, al alba . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Hombres de gris . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
La mujer de vapor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Gaudí en Manhattan . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Apocalipsis en dos minutos . . . . . . . . . . . . . . . . .
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BLANCA Y EL ADIÓS
(De las memorias nunca acontecidas de
un tal David Martín)
1
Siempre he envidiado la capacidad de olvidar que tienen algunas personas para las cuales el pasado es
como una muda de temporada o unos zapatos viejos
a los que basta condenar al fondo de un armario para
que sean incapaces de rehacer los pasos perdidos. Yo
tuve la desgracia de recordarlo todo y de que todo, a
su vez, me recordase a mí. Recuerdo una primera infancia de frío y soledad, de instantes muertos contemplando el gris de los días y aquel espejo negro
que embrujaba la mirada de mi padre. Apenas conservo la memoria de amigo alguno. Puedo conjurar
rostros de chiquillos del barrio de la Ribera con los
que a veces jugaba o peleaba en la calle, pero ninguno que quisiera rescatar del país de la indiferencia.
Ninguno excepto el de Blanca.
Blanca tenía un par de años más que yo. La conocí
un día de abril frente al portal de mi casa cuando iba
de la mano de una criada que había acudido a recoger
unos libros en una pequeña librería de anticuario que
quedaba frente al auditorio en obras. Quiso el destino
que la librería no abriese aquel día hasta las doce del
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mediodía y que la doncella acudiese a las once y media, dejando una laguna de espera de treinta minutos
en los que, sin sospecharlo yo, iba a quedar sellado mi
destino. De haber sido por mí nunca me habría atrevido a cruzar una palabra con ella. Su atuendo, su olor y
su ademán patricio de niña rica blindada de sedas y
tules no dejaban duda alguna de que aquella criatura
no pertenecía a mi mundo, y yo aún menos al suyo.
Nos separaban apenas metros de calle y leguas de leyes
invisibles. Me limité a contemplarla como se admiran
los objetos consagrados en una vitrina o en el escaparate de uno de esos bazares cuyas puertas parecen
abiertas, pero que uno sabe que nunca cruzará en la
vida. A menudo he pensado que, de no ser por la firme disposición que tenía mi padre respecto a mi aseo
personal, Blanca nunca hubiese reparado en mí. Mi
padre era de la opinión de que había visto suficiente
roña en la guerra como para llenar nueve vidas y, aunque éramos más pobres que un ratón de biblioteca,
me había enseñado de muy pequeño a familiarizarme
con el agua helada que brotaba, cuando quería, del
grifo del lavadero y a aquellas pastillas de jabón que
olían a lejía y arrancaban hasta los remordimientos.
Fue así como, a sus ocho años recién cumplidos, un
servidor, David Martín, aseado pelagatos y futuro aspirante a literato de tercera fila, consiguió reunir la entereza de espíritu para no desviar la mirada cuando
aquella muñeca de buena familia posó sus ojos en mí
y sonrió tímidamente. Mi padre siempre me había dicho que en la vida a la gente había que corresponderle
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con la misma moneda con que le pagaban a uno. Él se
refería a bofetadas y demás desplantes, pero yo decidí
seguir sus enseñanzas y corresponder a aquella sonrisa
y, de propina, añadir un leve asentimiento. Fue ella la
que se aproximó despacio y, mirándome de arriba
abajo, me tendió la mano, un gesto que nunca nadie
me había ofrecido, y me dijo:
—Me llamo Blanca.
Blanca tendía la mano como las señoritas en las
comedias de salón, palma abajo y con la languidez de
una damisela parisina. No caí en la cuenta de que lo
adecuado era inclinarme y rozarla con los labios, y al
rato Blanca retiró la mano y enarcó una ceja.
—Yo soy David.
—¿Eres siempre tan mal educado?
Andaba yo trabajando en una salida retórica con
la que compensar mi condición de palurdo plebeyo
con un alarde de ingenio y chispa que salvase mi perfil cuando la doncella se aproximó con aire de consternación y me miró como se mira a un perro rabioso
que anda suelto por la calle. La doncella era una mujer joven de semblante severo y ojos negros y profundos que no me guardaban simpatía alguna. Tomó a
Blanca del brazo y la retiró de mi alcance.
—¿Con quién habla usted, señorita Blanca? Ya sabe
que a su padre no le gusta que hable usted con extraños.
—No es un extraño, Antonia. Este es mi amigo
David. Mi padre le conoce.
Me quedé petrificado mientras la doncella me observaba de reojo.
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—¿David qué?
—David Martín, señora. Para servirla a usted.
—A Antonia no la sirve nadie, David. Es ella la que
nos sirve a nosotros. ¿Verdad, Antonia?
Fue apenas un instante, un gesto que nadie hubiera
advertido excepto yo, que la estaba mirando atentamente. Antonia lanzó una ojeada breve y oscura a Blanca, una mirada envenenada de odio que me heló la
sangre, antes de encubrirla con una sonrisa resignada y
de sacudir la cabeza quitándole importancia al asunto.
—Críos —masculló por lo bajo, retirándose de regreso a la librería, que ya estaba abriendo sus puertas.
Blanca hizo entonces ademán de sentarse en el
peldaño del portal. Incluso un pardillo como yo sabía que aquel vestido no podía entrar en contacto
con los materiales innobles y recubiertos de carbonilla con que estaba construido mi hogar. Me quité el
chaquetón remendado de parches que llevaba y lo
extendí en el suelo a modo de alfombrilla. Blanca se
sentó sobre la mejor de mis prendas y suspiró, contemplando la calle y a las gentes pasar. Antonia no
nos quitaba el ojo de encima desde la puerta de la librería, y yo hacía como que no me daba cuenta.
—¿Vives aquí? —preguntó Blanca.
Señalé a la finca contigua, asintiendo.
—¿Y tú?
Blanca me miró como si aquella fuese la pregunta
más estúpida que hubiese oído en su corta vida.
—Claro que no.
—¿No te gusta el barrio?
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—Huele mal, es oscuro, hace frío y la gente es fea
y hace ruido.
Nunca se me había ocurrido resumir el que era
mi mundo conocido de tal modo, pero no encontré
argumentos sólidos con que contradecirla.
—¿Y por qué vienes aquí?
—Mi padre tiene una casa cerca del mercado del
Born. Antonia me trae a visitarle casi todos los días.
—¿Y dónde vives tú?
—En Sarriá, con mi madre.
Incluso un infeliz como yo había oído hablar de
aquel lugar, pero lo cierto es que nunca había estado
allí. Lo imaginaba como una ciudadela de grandes
caserones y avenidas de tilos, lujosos carruajes y frondosos jardines, un mundo poblado de gentes como
aquella niña, pero más altos. Sin duda el suyo era un
mundo perfumado, luminoso, de brisa fresca y ciudadanos bien parecidos y silenciosos.
—¿Y cómo es que tu padre vive aquí y no con vosotras?
Blanca se encogió de hombros, apartando la mirada. El tema parecía incomodarla y preferí no insistir.
—Es solo durante una temporada —añadió—. Pronto volverá a casa.
—Claro —dije, sin saber muy bien de qué estábamos hablando, pero adoptando ese tono de conmiseración de quien ya nace derrotado y tiene la mano
rota para recomendar resignación.
—La Ribera no está tan mal, ya lo verás. Te acostumbrarás.
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—No me quiero acostumbrar. No me gusta este
barrio, ni la casa que ha comprado mi padre. No tengo amigos aquí.
Tragué saliva.
—Yo puedo ser tu amigo, si quieres.
—¿Y quién eres tú?
—David Martín.
—Eso ya lo has dicho antes.
—Supongo que soy alguien que tampoco tiene
amigos.
Blanca se volvió y me miró con una mezcla de curiosidad y reserva.
—No me gusta jugar al escondite ni a la pelota
—advirtió.
—A mí tampoco.
Blanca sonrió y me volvió a tender la mano. Esta
vez hice mi mejor esfuerzo por besarla.
—¿Te gustan los cuentos? —preguntó.
—Es lo que más me gusta en el mundo.
—Sé algunos que muy poca gente conoce —dijo—.
Mi padre los escribe para mí.
—Yo también escribo cuentos. Bueno, me los invento y me los aprendo de memoria.
Blanca frunció el ceño.
—A ver. Cuéntame uno.
—¿Ahora?
Blanca asintió, desafiante.
—Espero que no sea de princesitas —amenazó—.
Odio las princesitas.
—Bueno, sale una princesa... pero es muy mala.
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Se le iluminó el rostro.
—¿Cómo de mala?
2
Aquella mañana Blanca se convirtió en mi primera
lectora, mi primera audiencia. Le conté como mejor
pude mi relato de princesas y brujos, de maleficios y
besos envenenados en un universo de hechizos y palacios vivientes que reptaban por los páramos de un
mundo de tinieblas como bestias infernales. Al término de la narración, cuando la heroína se hundía en
las aguas heladas de un lago negro con una rosa maldita en las manos, Blanca fijó para siempre el rumbo
de mi vida al derramar una lágrima y murmurar,
emocionada y desprendida de aquel barniz de señorita de buena casa, que mi historia le había parecido
preciosa. Habría dado la vida porque aquel instante
no se hubiera desvanecido jamás. La sombra de Antonia extendiéndose a nuestros pies me devolvió a la
prosaica realidad.
—Nos vamos ya, señorita Blanca, que a su padre
no le gusta que lleguemos tarde a comer.
La doncella la arrebató de mi lado y se la llevó
calle abajo, pero yo le sostuve la mirada hasta que su
silueta se perdió y la vi saludarme con la mano. Recogí mi chaqueta y me la enfundé de nuevo, sintiendo
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el calor y el olor de Blanca sobre mí. Sonreí para mis
adentros y, aunque solo fuese por unos segundos,
comprendí que por primera vez en mi vida era feliz y
que, ahora que había probado el sabor de aquel veneno, mi existencia nunca volvería a ser igual.
Aquella noche mi padre, mientras cenábamos pan
y sopa, me miró con severidad.
—Te veo diferente. ¿Ha pasado algo?
—No, padre.
Me acosté pronto, huyendo del humor turbio que
traía mi padre. Me tendí a oscuras en el lecho pensando en Blanca, en las historias que deseaba inventar
para ella, y me di cuenta de que no sabía dónde vivía
ni cuándo, si acaso, iba a volver a verla.
Pasé los días siguientes buscando a Blanca. Tras el
almuerzo, tan pronto mi padre caía dormido o cerraba la puerta de su dormitorio y se entregaba a su particular olvido, yo salía y me dirigía hacia la parte baja
del barrio para recorrer los callejones estrechos y oscuros que rodeaban el paseo del Born con la esperanza de encontrarme a Blanca o a su siniestra doncella.
Llegué a aprenderme de memoria cada recoveco y
cada sombra de aquel laberinto de calles cuyos muros parecían converger unos contra otros para cerrarse en un entramado de túneles. Las viejas rutas de los
gremios medievales trazaban una retícula de corredores que partían de la basílica de Santa María del
Mar y se entrelazaban en un nudo de pasajes, arcos y
curvas imposibles en los que la luz del sol apenas penetraba unos minutos al día. Gárgolas y relieves mar24
caban los cruces entre antiguos palacios en ruinas y
edificios que crecían unos sobre otros como rocas en
un acantilado de ventanas y torres. Al atardecer, exhausto, regresaba a casa justo cuando mi padre acababa de despertarse.
Al sexto día, cuando empezaba a creer que había
soñado mi encuentro, enfilé la calle de los Mirallers
hacia la puerta lateral de Santa María del Mar. Una
neblina espesa había descendido sobre la ciudad y se
arrastraba por las calles como un velo blanquecino. El
pórtico de la iglesia estaba abierto. Fue allí donde vi,
recortadas sobre la entrada al templo, la silueta de una
mujer y una niña vestidas de blanco que, un segundo
después, la niebla envolvió en su abrazo. Corrí hacia el
lugar y entré en la basílica. La corriente de aire arrastraba la niebla al interior del edificio y un manto fantasmal de vapor flotaba sobre las filas de bancos de la
nave central prendido de la lumbre de las velas. Reconocí a Antonia, la doncella, arrodillada en uno de los
confesionarios con gesto de contrición y súplica. No
me cabía duda de que la confesión de aquella arpía
debía de tener el tono y consistencia del alquitrán.
Blanca estaba esperando sentada en uno de los bancos con las piernas colgando y la mirada perdida en el
altar. Me aproximé al extremo del banco y ella se giró.
Al verme se le iluminó el rostro y sonrió, haciéndome
olvidar de golpe los días interminables de miseria que
había pasado intentando encontrarla. Me senté a su
lado.
—¿Qué haces aquí? —preguntó.
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—Venía a misa —improvisé.
—No es hora de misa —rio.
No tenía ganas de mentirle y bajé la mirada. No
hizo falta que le dijese nada.
—Yo también te he echado de menos —dijo—.
Pensaba que te habrías olvidado de mí.
Negué. La atmósfera de nieblas y susurros me
armó de valor y decidí soltarle una de aquellas declaraciones que había confeccionado para uno de mis
cuentos de magia y heroísmo.
—Yo nunca me podría olvidar de ti —dije.
Eran palabras que hubieran resultado huecas y ridículas, menos en voz de un chaval de ocho años que
tal vez no sabía lo que decía, pero lo sentía. Blanca
me miró a los ojos con una rara tristeza que no pertenecía a la mirada de una niña, y me apretó la mano
con fuerza.
—Prométeme que no te olvidarás nunca de mí.
La doncella, Antonia, aparentemente libre ya de
pecado y lista para reincidir, nos contemplaba con
inquina desde la entrada a la fila de bancos.
—¿Señorita Blanca?
Blanca no apartó la mirada de mí.
—Prométemelo.
—Te lo prometo.
Una vez más la doncella se llevó a mi única amiga.
Las vi alejarse por el pasillo central de la basílica y desaparecer por la puerta posterior que daba al paseo
del Born. Esta vez, sin embargo, una punta de malicia
impregnó mi melancolía. Algo me decía que la don26
cella era mujer de conciencia frágil y que debía pasar
por el confesionario a purgar sus faltas con asiduidad. Las campanas del templo señalaron las cuatro
de la tarde y el germen de un plan empezó a formarse en mi mente.
A partir de aquel día, cada tarde a las cuatro menos cuarto me presentaba en la iglesia de Santa María del Mar y me sentaba en uno de los bancos próximos a los confesionarios. No habían pasado un par
de días cuando las vi aparecer de nuevo. Esperé a que
la doncella se arrodillase frente al confesionario y me
aproximé hasta Blanca.
—Cada dos días, a las cuatro —me indicó con un
susurro.
Sin perder un instante, la tomé de la mano y me la
llevé de paseo por la basílica. Había preparado un
cuento para ella que sucedía precisamente allí, entre
las columnas y capillas del templo, con un duelo final
entre un espíritu maléfico forjado de cenizas y sangre
y un heroico caballero, que tenía lugar en la cripta
que quedaba bajo el altar. Aquella sería la primera
entrega en un serial de aventuras, de espantos y romances de alta precisión que inventé para Blanca
con el título de Los Espectros de la Catedral y que en mi
inmensa vanidad de autor novicio me parecían poco
menos que canela fina. Terminé la primera entrega
justo a tiempo para regresar al confesionario y encontrarnos con la doncella, que esta vez no me vio
porque me escondí tras una columna. Durante un
par de semanas Blanca y yo nos encontramos cada
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dos días allí. Compartíamos historias y sueños de
críos mientras la doncella martirizaba al párroco con
el prolijo recuento de sus pecados.
A finales de la segunda semana, el confesor, un
sacerdote con aspecto de pugilista retirado, reparó
en mi presencia y no tardó en atar cabos. Iba yo a escabullirme cuando me indicó que me acercase al
confesionario. Su aire de boxeador me convenció y
acaté la orden. Me arrodillé en el confesionario, temblando ante la evidencia de que mi ardid había sido
desvelado.
—Ave María Purísima —musité a través de la rejilla.
—¿Me has visto cara de monja, sabandija?
—Usted perdone, padre. Es que no sé lo que se
dice.
—¿No te lo han enseñado en la escuela?
—El maestro es ateo y dice que ustedes los curas
son un instrumento del capital.
—Y él, ¿de quién es instrumento?
—No lo ha dicho. Creo que se tiene por agente
libre.
El cura rio.
—¿Dónde has aprendido a hablar así? ¿En la escuela?
—Leyendo.
—¿Leyendo qué?
—Lo que puedo.
—¿Ya lees la palabra del Señor?
—¿El Señor escribe?
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—Tú ve dándotelas de listillo y acabarás ardiendo
en los infiernos.
Tragué saliva.
—¿Tengo que contarle ahora mis pecados? —murmuré, angustiado.
—No hace falta. Los llevas estampados en la frente. ¿Qué es este lío que te llevas con la criada y la niña
esa casi todos los días?
—¿Qué lío?
—Te recuerdo que esto es un confesionario y si
le mientes a un cura, lo mismo al salir Nuestro Señor
te fulmina con un rayo destructor —amenazó el confesor.
—¿Está seguro?
—Yo si fuera tú no me arriesgaría. Venga, largando.
—¿Por dónde empiezo? —pregunté.
—Sáltate los tocamientos y las palabrotas y dime
qué es lo que haces todos los días en mi parroquia a
las cuatro de la tarde.
La genuflexión, la penumbra y el olor a cera tienen algo que invitan a descargar la conciencia. Confesé hasta el primer estornudo. El cura escuchaba en
silencio, carraspeando cada vez que me detenía. Al
término de mi declaración, cuando supuse que iba a
enviarme directo a los infiernos, oí que el cura se
reía.
—¿No me va a poner una penitencia?
—¿Cómo te llamas, chaval?
—David Martín, señor.
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—Es padre, no señor. Señor es tu padre, o el Altísimo, y yo no soy tu padre, soy un padre, en este caso
el padre Sebastián.
—Perdone usted, padre Sebastián.
—Con «padre» va que se mata. Y el que perdona
es el Señor. Yo solo administro. Ahora, a lo que íbamos. Por hoy te dejo ir sin más que un aviso y un par
de avemarías. Y como creo que el Señor, en su infinita sabiduría, ha elegido este camino insólito para
conseguir que te acerques a la iglesia, te ofrezco un
trato. Media hora antes de encontrarte con tu damisela, cada dos días, vienes y me ayudas a limpiar en
la sacristía. A cambio yo tendré aquí a la doncella
ocupada por lo menos una media hora para darte
tiempo.
—¿Hará eso usted por mí, padre?
—Ego te absolvo in nomine Patris et Filii et Spiritus
Sancti. Y ahora largo de aquí.
3
El padre Sebastián demostró ser un hombre de palabra. Yo acudía media hora antes y le ayudaba en la
sacristía, porque el pobre estaba medio cojo y a duras
penas se apañaba solo. Le gustaba escuchar mis historias, que según él eran pequeñas blasfemias de carácter venial, pero que le divertían, especialmente las de
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espectros y hechizos. Me pareció que era un hombre
tan solitario como yo y que, al confesarle que Blanca
era mi única amiga, se avino a ayudarme. Yo vivía
para aquellos encuentros.
Blanca siempre aparecía pálida y risueña, vestida
de color marfil. Siempre llevaba zapatos nuevos y collares con medallas de plata. Escuchaba los cuentos
que inventaba para ella y me hablaba de su mundo y
de la casa grande y oscura a la que su padre se había
ido a vivir cerca de allí, un lugar que le daba miedo y
que detestaba. A veces me hablaba de su madre, Alicia, con quien vivía en la antigua casa de la familia en
Sarriá. Otras veces, casi llorando, se refería a su padre, a quien adoraba, pero que, decía, estaba enfermo y apenas salía ya de casa.
—Mi padre es escritor —contaba—. Como tú.
Pero ya no me escribe cuentos, como antes. Ahora
solo escribe historias para un hombre que a veces le
visita de noche en casa. Yo no le he visto nunca, pero
una vez que me quedé a dormir allí los oí hablar hasta muy tarde, encerrados en el estudio de mi padre.
Ese hombre no es bueno. Me da miedo.
Cada tarde, cuando me despedía de ella, regresaba a mi casa soñando despierto con el momento en
que iba a rescatarla de aquella existencia de ausencias, de aquel visitante nocturno que la asustaba, de
aquella vida entre algodones que le robaba la luz
cada día que pasaba. Cada tarde me decía que no iba
a olvidarla y que, con solo recordarla, podría salvarla.
Un día de noviembre que amaneció de azul y de
31
escarcha sobre las ventanas salí como siempre a su
encuentro, pero Blanca no acudió a nuestra cita. Por
espacio de dos semanas esperé cada día en la basílica
en vano a que mi amiga hiciese acto de presencia. La
busqué en todas partes, y cuando mi padre me sorprendió llorando de noche le mentí y le dije que me
dolían las muelas, aunque ningún diente podía jamás
doler como aquella ausencia. El padre Sebastián, que
empezaba a preocuparse de verme cada día esperando allí como un alma en pena, se sentó un día a mi
lado y quiso consolarme.
—A lo mejor tendrías que olvidarte de tu amiga,
David.
—No puedo. Le prometí que no me olvidaría
nunca de ella.
Había pasado un mes desde su desaparición cuando me di cuenta de que empezaba a olvidarla. Había
dejado de ir cada dos días a la iglesia, de inventar
cuentos para ella, de sostener su imagen en la oscuridad cada noche cuando me dormía. Había empezado a olvidar el sonido de su voz, su olor y la luz de su
rostro. Cuando comprendí que la estaba perdiendo,
quise ir a ver al padre Sebastián para suplicarle que
me perdonase, que me arrancase aquel dolor que me
devoraba por dentro y me decía a la cara que había
roto mi promesa y había sido incapaz de recordar a la
única amiga que había tenido en la vida.
Vi a Blanca por última vez a principios de aquel
mes de diciembre. Había bajado a la calle y estaba
contemplando la lluvia desde el portal cuando la di32
visé. Caminaba sola bajo la lluvia, sus zapatos de charol blanco y su vestido marfil mancillados de agua
encharcada. Corrí a su encuentro y vi que estaba llorando. Le pregunté qué había pasado y me abrazó.
Blanca me dijo que su padre estaba muy enfermo y
que ella se había escapado de casa. Le dije que no
temiese nada, que nos escaparíamos juntos, que robaría el dinero si hacía falta para comprar dos billetes
de tren y que huiríamos para siempre de la ciudad.
Blanca me sonrió y me abrazó. Permanecimos así,
abrazados en silencio bajo los andamios de las obras
del Orfeón, hasta que un gran carruaje negro se abrió
camino entre la neblina de la tormenta y se detuvo
frente a nosotros. Una figura oscura se apeó del carruaje. Era Antonia, la doncella. Arrancó a Blanca de
mis brazos y la introdujo en el interior del carruaje.
Blanca gritó, y cuando quise asirla del brazo la doncella se volvió y me abofeteó con todas sus fuerzas. Caí
de espaldas sobre los adoquines, aturdido por el golpe. Cuando me incorporé, el carruaje se alejaba.
Perseguí al carruaje bajo la lluvia hasta las obras
de abertura de la Vía Layetana. La nueva avenida era
un largo valle de zanjas encharcadas que avanzaba
destrozando la jungla de callejones y casas del barrio
de la Ribera a machetazos de dinamita y grúas de derribos. El carruaje sorteó baches y charcos, ganando
distancia. En mi intento de no perder su rastro me
encaramé a una cresta de adoquines y tierra que bordeaba una zanja inundada por la lluvia. De repente
sentí que el terreno cedía bajo mis pies y resbalé.
33
Rodé zanja abajo hasta caer de bruces en el pozo de
agua que se había formado abajo. Conseguí hacer
pie y sacar la cabeza del líquido, que me cubría hasta
la cintura. Me di cuenta entonces de que el agua estaba emponzoñada y cubierta de arañas negras que flotaban y caminaban sobre la superficie. Los insectos se
abalanzaron sobre mí y cubrieron mis manos y mis
brazos. Grité, agitando los brazos y escalando las paredes de barro de la zanja presa del pánico. Cuando
conseguí salir fuera de la zanja inundada ya era tarde. El carruaje se perdía ciudad arriba y su silueta se
desvanecía en el manto de lluvia. Empapado hasta los
huesos me arrastré de regreso a casa, donde mi padre
seguía dormido y encerrado en su habitación. Me
quité la ropa y me metí en la cama temblando de rabia y de frío. Vi que tenía la piel de las manos y los
brazos cubierta de pequeños puntos rojos que sangraban. Picaduras. Las arañas de la zanja no habían
perdido el tiempo. Sentí que el veneno me ardía en
la sangre y que perdía el conocimiento, cayendo a un
abismo de oscuridad entre la consciencia y el sueño.
Soñé que recorría las calles desiertas del barrio en
busca de Blanca bajo la tormenta. La lluvia negra
acribillaba las fachadas y el reluz de los relámpagos
dejaba entrever siluetas a lo lejos. Un gran carruaje
negro se arrastraba entre la niebla. Blanca viajaba en
su interior, golpeando los cristales con los puños y
gritando. Seguí sus gritos hasta una calle estrecha y
tenebrosa, donde avisté el carruaje deteniéndose
frente a una gran casa oscura que se retorcía en un
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torreón que apuñalaba el cielo. Blanca descendía del
carruaje y me miraba, alargando las manos hacia mí
en gesto de súplica. Yo quería correr hacia ella, pero
mis pasos apenas me permitían ganar unos metros de
distancia. Era entonces cuando la gran silueta oscura
aparecía a la puerta de la casa, un gran ángel con
rostro de mármol que me miraba y sonreía como un
lobo, desplegando sus alas negras sobre Blanca y envolviéndola en su abrazo. Yo gritaba, pero un silencio
absoluto se había desplomado sobre la ciudad. En un
instante infinito la lluvia quedó suspendida en el aire,
un millón de lágrimas de cristal flotando en el vacío,
y vi al ángel besarla en la frente, sus labios marcando
su piel como hierro candente. Cuando la lluvia rozó
el suelo, ambos habían desaparecido para siempre.
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