Córdoba, Marcelo
De lo grotesco a lo
quirúrgico. La cuestión del
cuerpo en Bajtín y algunas
de sus proyecciones en la
cultura contemporánea
Jornadas de Cuerpo y Cultura de la UNLP
15 al 17 de mayo de 2008.
Este documento está disponible para su consulta y descarga en
Memoria Académica, el repositorio institucional de la Facultad de
Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad
Nacional de La Plata, que procura la reunión, el registro, la difusión y
la preservación de la producción científico-académica édita e inédita
de los miembros de su comunidad académica. Para más información,
visite el sitio
www.memoria.fahce.unlp.edu.ar
Esta iniciativa está a cargo de BIBHUMA, la Biblioteca de la Facultad,
que lleva adelante las tareas de gestión y coordinación para la concreción de los objetivos planteados. Para más información, visite el sitio
www.bibhuma.fahce.unlp.edu.ar
Cita sugerida
Córdoba, M. (2008) De lo grotesco a lo quirúrgico. La cuestión del
cuerpo en Bajtín y algunas de sus proyecciones en la cultura
contemporánea [En línea]. Jornadas de Cuerpo y Cultura de la
UNLP, 15 al 17 de mayo de 2008, La Plata. Disponible en
Memoria Académica:
http://www.fuentesmemoria.fahce.unlp.edu.ar/trab_eventos/ev.664
/ev.664.pdf
Licenciamiento
Esta obra está bajo una licencia Atribución-No comercial-Sin obras derivadas 2.5
Argentina de Creative Commons.
Para ver una copia breve de esta licencia, visite
http://creativecommons.org/licenses/by-nc-nd/2.5/ar/.
Para ver la licencia completa en código legal, visite
http://creativecommons.org/licenses/by-nc-nd/2.5/ar/legalcode.
O envíe una carta a Creative Commons, 559 Nathan Abbott Way, Stanford, California
94305, USA.
UNIVERSIDAD NACIONAL DE LA PLATA
FACULTAD DE HUMANIDADES Y
CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN
DEPARTAMENTO DE EDUCACIÓN FÍSICA
JORNADAS DE CUERPO Y CULTURA.
Autor: Marcelo Córdoba
Institución a la que pertenece: Centro de Estudios Avanzados,
Universidad Nacional de Córdoba
Título de la ponencia: DE LO GROTESCO A LO QUIRÚRGICO. La cuestión del cuerpo en Bajtín y
algunas de sus
proyecciones en la cultura contemporánea
Eje temático: Representaciones e imaginarios del cuerpo y la cultura
Resumen.
Este trabajo pone en relación el “cuerpo grotesco” de la cultura cómico popular de la Edad Media y el
Renacimiento, con el supuesto “retorno al cuerpo” propugnado por la cultura de consumo, estableciendo
un contraste que destaque el sentido fundamentalmente divergente de ambos fenómenos. En el contexto
cultural del posmodernismo, los discursos y prácticas asociados al “culto del cuerpo” adquieren un sentido
que difícilmente pueda emparentarse con el “principio material y corporal” que Bajtín, a partir de su estudio
de la obra de Rabelais, detectara en las manifestaciones festivas de la plaza pública. Históricamente, el
origen de esta divergencia ha de rastrearse en la instauración del individualismo como estructura social
dominante del orden capitalista. Una vez disueltos los lazos comunitarios tradicionales, la “liberación del
cuerpo” se traduce en un ensimismamiento del sujeto contraído a un cuidado obsesivo del sí mismo (o
más precisamente, y para ponerlo en términos de Bajtín, del “yo-para-mí” desprovisto de toda mediación
por otro concreto). A manera de crítica de este proceso, se evocan, hacia el final del trabajo, ciertas
reflexiones estéticas y antropológico-filosóficas de Bajtín tendientes a poner de relieve la estructura
inevitablemente dialógica de cualquier valoración estética de la apariencia externa del cuerpo.
Ponencia
En el marco de una investigación cuyo objeto en estudio es la representación del cuerpo en los medios
de masas contemporáneos, se han procurado deslindar, dentro de la teoría de M. Bajtín, aquellos
conceptos y categorías pertinentes para el análisis.
El “cuerpo grotesco” de la cultura cómico popular de la Edad Media y el Renacimiento es puesto en
relación con el supuesto “retorno al cuerpo” propugnado por la cultura de consumo, estableciendo un
contraste que destaque el sentido fundamentalmente divergente de ambos fenómenos.
El posmodernismo, en tanto lógica cultural del capitalismo avanzado, traza el horizonte ideológico
social sobre el que ha de articularse cualquier comprensión activa de las representaciones hegemónicas.
Se ha señalado la hipertrofia de la dimensión imaginaria de la cultura como uno de los rasgos distintivos
de este contexto; y esta afluencia incontenible de imágenes irradiadas por los medios de masas ha sido
caracterizada como una modalidad de la “estetización de la vida cotidiana”. En esta situación, los
discursos y prácticas asociados al “culto del cuerpo” adquieren un sentido que difícilmente pueda
emparentarse con el “principio material y corporal” que Bajtín, a partir de su estudio de la obra de Rabelais,
detectara en las manifestaciones festivas de la plaza pública.
Históricamente, el origen de esta divergencia ha de rastrearse en la instauración del individualismo
como estructura social dominante del orden capitalista. Una vez disueltos los lazos comunitarios
tradicionales, la “liberación del cuerpo” se traduce en un ensimismamiento del sujeto contraído a un
cuidado obsesivo del sí mismo (o más precisamente, y para ponerlo en términos de Bajtín, del
“yo-para-mí” desprovisto de toda mediación por otro concreto).
La celebración de la belleza física, elevada a fetiche por la cultura de masas, estaría en el origen de la
proliferación tanto de tipos subjetivos narcisistas como de las “tecnologías del yo”—convenientemente
ofrecidas en el mercado—que les permitirían autoproducirse. A manera de crítica de este proceso, se
evocan, hacia el final del trabajo, ciertas reflexiones estéticas y antropológico-filosóficas de Bajtín
tendientes a poner de relieve la estructura inevitablemente dialógica de cualquier valoración estética de la
apariencia externa del cuerpo.
II
Mike Featherstone, teórico social británico, esboza una genealogía de la “estetización de la vida
cotidiana” (1998). El autor procura aprehender este fenómeno refiriéndolo a tres sentidos diferenciados. El
primero remite a los programas de ciertas vanguardias históricas, entre cuyos pilares se encontraba la
superación de la frontera entre arte y vida. En segundo lugar Featherstone menciona “el proyecto de
convertir la vida en una obra de arte”, ilustrado por las figuras de Wilde y el grupo de Bloomsbury, algunos
de cuyos temas habrían sido transferidos al contexto de la teoría posmoderna a través de la obra
filosófica de Rorty. Finalmente, el tercer sentido con el que se ha intentado definir la estetización de la vida
cotidiana es la saturación de la trama sociosimbólica por el flujo ininterrumpido de imágenes irradiadas por
los medios de masas. Este proceso ha sido problematizado por autores como Debord, Baudrillard y
Jameson con las categorías de “espectáculo”, “simulacro” y “esquizofrenia”.
Omitiendo abiertamente el juicio acerca de la dirección histórica de este fenómeno (“¿progresivo o
regresivo?”), Featherstone lo presenta, con todo, como uno de los rasgos distintivos de la cultura de
consumo contemporánea. Además, enfatiza el aspecto de “continuidad” de este proceso cultural en
relación con manifestaciones emblemáticas del modernismo, vanguardia cultural en el contexto de la fase
industrialista del capitalismo. Existirían, así, profundas correspondencias entre el escenario “hiperrealista”
que domina el paisaje urbano posmoderno, y las fantasmagorías comerciales que intoxicaron la
percepción de Baudelaire y Benjamin. Poco dispuesto a acotar tan pronto su impulso genealógico,
Featherstone propone rastrear el origen de ciertas características destacadas de la cultura de consumo
posmoderna en la tradición carnavalesca de la Edad Media. Cierta liberación restringida de las emociones
y la inmersión gozosa en el objeto estético—por oposición al distanciamiento y al “desinterés”
contemplativo de la estética clásica—serían, pues, las prácticas que comparten el participante de la fiesta
popular medieval y renacentista y el sujeto consumidor de la clase media global.
[1]
Este afán por sacar a la luz continuidades acaso incurre en ciertas imprudencias. Equiparar, por un
lado, el deslizamiento a través de las lustradas superficies de los actuales centros comerciales y parques
temáticos, con, por otro lado, el pathos plasmado en las obras de los más lúcidos testigos de la
modernización capitalista, es subestimar notablemente la dimensión de heroísmo inherente a las
trayectorias, tanto vitales como intelectuales, de estos últimos. Asimismo, establecer una filiación entre la
cultura de la risa de la plaza pública, y las técnicas de “descontrol controlado de las emociones”
administradas por los medios de masas posmodernos, ignora sin atenuantes algunos de los aspectos de
aquélla sobre los que Bajtín hizo más hincapié: su impulso comunitario; su estrecha y constitutiva relación
con la temporalidad y el sentimiento histórico; en fin, sus energías subversivas.
Bajtín, en efecto, propone a la risa como principio dominante de la cultura popular de la plaza pública,
pero definiéndola en un sentido positivo, en tanto principio regenerador y ambivalente, contrariamente a la
risa satírica de la modernidad, siempre negativa y unilateral. La risa de la cultura cómico popular estructura
todo un sistema de imágenes del cual se desprende una “concepción estética de la vida práctica”,
convencionalmente denominada “realismo grotesco”. En este sistema de imágenes—verdadera trama
semiótica de de cuya dinámica habría emergido la obra de Rabelais—la “fiesta utópica” constituye la
“forma universal” bajo la que lo cósmico, lo social y lo corporal aparecen indisolublemente ligados “en una
totalidad viviente e indivisible”. De aquí la centralidad en esta concepción del “principio material y corporal”,
cuya acción promovía la “eliminación provisional, a la vez ideal y efectiva, de las relaciones jerárquicas
entre los individuos” y la “gozosa comprensión de la relatividad de las verdades y las autoridades
dominantes”. El principio material y corporal se percibía como “universal y popular”, y su despliegue
práctico «creaba en la plaza pública un tipo particular de comunicación inconcebible en situaciones
normales» (Bajtín 1994: pág. 16).
La fiesta utópica de la cultura cómico popular era aquella “segunda vida” que parecía concedérsele al
individuo en determinados períodos del año, y en cuyo transcurso “la alienación desaparecía
provisionalmente”. Con arreglo a estos aspectos, se comprende que resulte cuanto menos discutible
reconocer, en la tradición carnavalesca de la Edad Media y el Renacimiento, antecedentes históricos a
algunas de las prácticas y experiencias características de la actual cultura de consumo. La dimensión de
mayor disonancia entre los extremos de esta filiación es sin duda el individualismo, estructura social en
apariencia irrebasable para la dinámica del sistema sociocultural contemporáneo, pero que por razones
[2]
obvias era ajena al impulso comunitario de la fiesta popular. «El portador del principio popular y corporal
—afirma Bajtín—no es aquí ni el ser biológico aislado ni el egoísta individuo burgués, sino el pueblo, un
pueblo que en su evolución crece y se renueva constantemente» (1994: pág. 24; cursiva en el texto). Lo
anterior plantea la cuestión de las relaciones entre formaciones culturales distintas. Así como la
enunciación de la obra de Rabelais se produce, en términos topológicos, en una zona móvil de frontera
entre la cultura popular y la cultura letrada del Renacimiento; así también, la “cultura de consumo”—que en
verdad no puede entenderse sino como una especialización de la cultura de masas—abre un vasto
horizonte de cuestiones de intertextualidad. El interés, aquí, está puesto en el sentido de las relaciones
entre cultura de consumo y las formas simbólicas producidas, más o menos espontáneamente, en el seno
de la red de interacciones cotidianas de los sujetos. Featherstone no debería ignorar que cualquier
principio activo de la cultura popular que sea metabolizado por la cultura de masas—la “cultura oficial” más
productiva en el capitalismo tardío—ha de sufrir una radical reacentuación valorativa en el sentido de las
exigencias de reproducción del sistema socioeconómico.
III
Ciertos sentidos que circulan por la cultura de masas sugerirían un retorno del “principio material y
corporal” en tono posmoderno. Es habitual vincular estos sentidos con la apropiación selectiva de
determinados elementos surgidos de la “ola de informalización” que sacudiera Occidente durante los años
’60. La huella de estos procesos—originados como una reacción crítica a muchas autoridades y verdades
instituidas por la cultura oficial de su tiempo—se inscribiría en el “retorno al cuerpo” propugnado por el
sistema publicitario. Sin embargo, lo que la publicidad no puede declarar es que este cuerpo al cual se
retorna ha padecido un “borramiento ritualizado de su materialidad”. No es el cuerpo orgánico de los
sujetos concretos, sino el abstracto “cuerpo triunfante” consagrado en las formas simbólico-imaginarias de
la cultura de masas. «El cuerpo liberado de la publicidad—precisa Le Breton—es limpio, liso, neto, joven,
seductor, sano, deportivo. No es el cuerpo de la vida cotidiana» (1995: pág. 132).
Le Breton sostiene que este supuesto retorno del principio material y corporal responde a un “ardid de
la modernidad” que “hace pasar por liberación de los cuerpos lo que sólo es elogio del cuerpo joven, sano,
esbelto, higiénico”. La publicidad antepone los valores de “la salud, de la juventud, de la seducción, de la
suavidad, de la higiene”—“piedras angulares del relato moderno sobre el sujeto y su obligada relación con
[3]
el cuerpo” (Le Breton 1995: pág. 133) .
El rechazo del genuino principio material y de lo propiamente orgánico queda expuesto por la
intolerancia al envejecimiento. El anciano deroga los valores centrales de la modernidad; se presenta
como la “encarnación de lo reprimido”, síntoma de la imposibilidad de simbolizar el hecho de envejecer o
de morir. En este sentido, la sensibilidad narcisista posmoderna permanecería dentro de los límites del
dualismo hombre-cuerpo de la modernidad. La negatividad de la valoración, no obstante, se atempera. El
cuerpo ya no es el representante de la animalidad del hombre, mero soporte material de la conciencia
(“signo de la caída”), sino “tabla de salvación”, “objeto familiar elevado al rango de socio”, alter ego con
quien un individuo que ha abandonado lo social busca recomponer cierto espacio dialógico (Le Breton
1995: pág. 157).
Un momento determinante en el pasaje de la sociedad tradicional a la modernidad es, en efecto, la
inscripción de la relación con el cuerpo en el “registro del poseer”—el individuo moderno ya no es cuerpo,
antes bien, se relaciona con él en términos de propiedad, como con cualquier otro bien material. El
dualismo cartesiano—principio constitutivo de la representación moderna del cuerpo—es el coronamiento
del proceso iniciado con De corporis humani fabrica (1543), obra en la que Andreas Vesalio plasma los
resultados del incipiente saber anatómico gestado en la práctica de disecciones humanas. La
desacralización del cuerpo humano constituye el pilar sobre el que se erige la gran empresa tecnológica de
[4]
control y subordinación de la naturaleza . La metáfora del “cuerpo-máquina” condensa los principales
lineamientos de la cosmovisión mecanicista; y el principio subjetivo que comportaba avaló, por lo demás,
el reemplazo del modelo de scientia contemplativa por el de scientia activa.
IV
La experiencia corporal proyectada sobre el plano del poseer está en el origen, pues, de la era del
individualismo. El hombre, titular de un cuerpo-máquina, emplea a éste como “factor de individuación”:
frontera y límite de cara al mundo y a los otros. El “cuerpo racional” de la filosofía mecanicista traduce a
términos ideológicos la experiencia de “separación” del medio sobrellevada por las capas dirigentes de la
época. Desde las esfera estética y pedagógica, esta concepción del cuerpo se plasma en el “canon
clásico”, en cuyos preceptos subyace el afán de distinguirse del “cuerpo grotesco” de las capas populares.
«En la base de la imagen no grotesca del cuerpo se sitúa el cuerpo individual que es estrictamente
delimitado en su fachada maciza, pareja, sorda. Esta superficie sorda, gana importancia decisiva como
frontera de ese ego que se protege de los otros cuerpos, que actúa contra ellos» (Romano-Sued 2006:
pág. 148).
Se repite la cuestión de la representación del cuerpo como principal línea de fractura entre
cosmovisiones tradicionales y modernidad. Aquéllas se caracterizan por una definición “holista” de la
persona, en la que ésta resulta inescindible de sus relaciones con los otros y con el mundo. Por su parte, el
individuo moderno se repliega sobre sí mismo, amparado tras los límites de su cuerpo propio. Le Breton
sintetiza esta atomización del siguiente modo: «En las sociedades occidentales de tipo individualista el
cuerpo funciona como interruptor de la energía social; en las sociedades tradicionales es, por el contrario,
el que empalma la energía comunitaria» (1995: pág. 25). Esto halla confirmación en la imagen del cuerpo
del realismo grotesco, donde aún no se ha cortado el “cordón umbilical” que lo une “al vientre fecundo de la
tierra y el pueblo”. «El cuerpo y las cosas individuales no coinciden aún consigo mismo, no son idénticos a
sí mismos, como en el realismo naturalista de los siglos posteriores; forman parte aún del conjunto
corporal creciente del mundo y sobrepasan por tanto los límites de su individualismo; lo privado y lo
universal están aún fundidos en una unidad contradictoria» (Bajtín 1994: págs. 27-28). Esta tendencia a
franquear sus propios límites hace del cuerpo grotesco una entidad “en constante devenir”, ambivalente e
inacabada. Ella explica también el énfasis excluyente puesto sobre orificios, excrecencias, ramificaciones
(boca abierta, ano, nariz, barriga, etc.); aquellas partes corporales que permiten a la persona conectarse
con el mundo y dejarse penetrar por él. El cuerpo grotesco es consustancial al cosmos y coextensivo a la
colectividad; es, por tanto, un cuerpo “universal y popular”, lo cual estaría en el origen de su “hiperbolismo”
típico.
Esta representación del cuerpo—eje estructurante de la cultura cómico popular—es un vector de
“degradación”—esto es, “la transferencia al plano material y corporal de lo elevado, espiritual, ideal y
abstracto”. Bajtín insiste en el carácter ambivalente de esta degradación: es a la vez negación y
afirmación. Destruye lo existente sólo para dar paso a la regeneración de una realidad renovada—“en el
cuerpo humano, la materia se convierte en un principio creador, adquiere un carácter histórico”. En este
sentido, el Renacimiento constituye una época de excepcional vitalidad—una “apoteosis del hombre”. Se
produce la descomposición del cuadro jerárquico y extratemporal consagrado por la cultura oficial de la
Edad Media; en consecuencia, acontece «una lucha cerrada entre la palabra popular de doble tono y las
tendencias estabilizadoras del estilo oficial de tono único» (Bajtín 1994: pág. 391). Desde esta
perspectiva, la obra de Rabelais es acaso el producto más elocuente de esta interacción conflictiva,
dinámica y heteróclita entre cultura oficial y cultura popular.
V
Ahora bien, conforme se afianzan las nuevas jerarquías, consolidándose el orden absolutista, la
represión de las manifestaciones populares se vuelve tanto más ineludible. Se advierte, así, desde el siglo
XVII una ruptura con el cuerpo en las sociedades occidentales (Le Breton 1995: cap. 3), coincidente con
una “estatización de la vida festiva, que pasa a ser una vida de gala”, y al mismo tiempo con una
introducción de la fiesta en lo “cotidiano”, lo que la relega “a la vida privada, doméstica y familiar” (Bajtín
1994: págs. 36-37; cursiva en el texto). Este proceso de privatización forzada del principio material y
corporal, ha de entenderse, por lo demás, en un contexto dominado por el canon clásico, entre cuyas
metas figuraba la ocultación de lo privado y de lo íntimo. El clasicismo aspiró a la proscripción del cuerpo
grotesco imponiendo un ideal de decencia a todas las manifestaciones sociales.
En su análisis histórico, N. Elias argumenta que los albores de la edad moderna “constituyen un
momento de inseguridad y de incertidumbre entre dos fases de glaciación social”; de un lado, la “unidad
católica está rota y las rígidas jerarquías de la Edad Media se han resquebrajado profundamente”, y del
otro, “el orden absolutista aún no ha hecho el relevo” (Revel 1989: pág. 175). Se comprende que este
período de transición haya convocado intensos esfuerzos de codificación y control de los
comportamientos, tendientes a la articulación de nuevos marcos de referencia y a la reorganización de las
jerarquías. Esta situación provoca el auge de la “literatura de civilidad”; es ciertamente interesante el caso
del que se considera el texto fundador del género: De civilitate morum puerilium, de Erasmo, publicado
[5]
por primera vez en Basilea en 1530 .
J. Revel apunta que el texto de Erasmo responde a un proyecto humanista, de inspiración pedagógica,
cuya meta era la regulación del lenguaje corporal de los niños en aras de una perfecta transparencia en el
trato social. El proyecto estaba animado por las convicciones—típicamente renacentistas—de
universalidad, perfectibilidad y plasticidad del género humano. Ahora bien, la trayectoria posterior del texto
de Erasmo, y del género que con él se inicia, es reveladora de las transformaciones sociopolíticas en
curso. Lo que se produjo como un código general de sociabilidad a ser administrado en el contexto de la
familia, desembocaría—por intermedio de las reformas, tanto protestante como católica, y de la
consolidación del régimen absolutista—en el modelo del “decoro cortés y cristiano”, cuya más exitosa
encarnación sería la sociabilidad regulada impuesta por la corte de Luis XIV. Este ideal de sociabilidad
sanciona el “imperio de la apariencia”, desplegando un férreo dispositivo de control del cuerpo orientado
por los preceptos de discreción, reserva y adecuación a la norma. El cuerpo “civilizado” del clasicismo
coincide, pues, merced a la minuciosa racionalización de sus gestos y actitudes, con el cuerpo disciplinado
del “hombre-máquina”, cuya docilidad le permitirá integrarse sin fisuras en el aparato productivo del
capitalismo en ciernes.
VI
Bajtín insiste en su caracterización cronotópica del Renacimiento como la etapa de la descomposición
del cuadro jerárquico del mundo y su reemplazo por una imagen horizontal, estructurada en torno al
hombre y al cuerpo humano. Esta imagen habría encontrado una “expresión brillante” en la Oratio de
hominis dignitate, de Giovanni Pico della Mirandola. En este discurso el ser humano es presentado como
la más perfecta de todas las criaturas en virtud de que la esencia de su ser consiste en el devenir; la “idea
capital” que lo anima es, en efecto, la naturaleza proteica, maleable, del cuerpo humano. De aquí se sigue
que el hombre “no es un ser hermético y acabado”, sino “inacabado y abierto”; su existencia impugna la
vertical jerárquica situándose firmemente sobre “la horizontal del tiempo y del devenir histórico”. «El
hombre—comenta Bajtín—escapa a toda jerarquía, en la medida en que la jerarquía sólo puede estar
referida a la existencia firme, inmóvil e inmutable, y no al libre devenir» (1994: pág. 378; cursiva en el
texto).
En un interesante ensayo sobre las vicisitudes de la naturaleza humana en el contexto altamente
tecnificado de la sociedad contemporánea, Paula Sibilia—antropóloga argentina radicada en Brasil
—sostiene que el discurso de Pico, al invocar fervientemente la “proverbial plasticidad del ser humano”,
contribuyó a inaugurar una era que estaría llegando a su fin: la del Hombre y el proyecto humanista (2006).
Según la autora, lo que dinamizó a esta era fue el impulso de la ciencia experimental, a la que califica de
“prometeica” porque si bien sus logros se orientaban al mejoramiento de las condiciones de existencia de
la humanidad, sus avances se detenían ante los límites infranqueables trazados por la propia naturaleza
humana. En la actualidad, no obstante, seríamos testigos de la instalación de un nuevo paradigma
tecnocientífico—el de la ciencia “fáustica”—, cuyos rasgos distintivos estriban en el desconocimiento de
cualquier limitación y en un afán de trascender la condición humana. El proyecto humanista cifraba su
confianza en la plasticidad del hombre en la labor pedagógica de la cultura, esto es, en un territorio
eminentemente ético; en el horizonte de “infinitismo universalista” del nuevo paradigma, por el contrario, la
plasticidad humana se convierte en una determinación técnica
Este nuevo paradigma científico estaría emergiendo en el horizonte abierto por la confluencia de los
desarrollos de la informática y la biología molecular. Estas formas de saber avanzarían hacia una
compatibilidad mutua merced al código compartido del lenguaje digital. Una de las aspiraciones sería la
integración sin restos de ingenios electrónicos y materia orgánica—el “hombre-máquina” se vería
desplazado por el “hombre-información”. La tecnociencia fáustica, en efecto, estaría animada por una
poderosa vocación ontológica: aspira a la creación de vida. Semejante impulso demiúrgico plantearía la
disolución del histórico límite entre naturaleza y artificio. En esta situación, de la inextricable simbiosis entre
tecnociencia e intereses económicos derivan las posibilidades de “autoproducirse y vivir eternamente”
como “dos opciones que hoy se venden en el mercado”. La aparatosa figura del monstruo creado por el
Dr. Frankenstein—encarnación artística de los deseos y temores de la ciencia prometeica—cede ante la
nueva generación de “monstruos fáusticos”, criaturas híbridas cuyas cicatrices son mucho más sutiles
(Sibilia 2006: cap. 4).
Ahora bien, esta situación promueve la disolución no sólo de las fronteras entre naturaleza y cultura,
sino también la de las fronteras entre los distintos dominios culturales. La “estetización de la vida
cotidiana” en el contexto cultural posmoderno puede entenderse como la generalización de aquellos
“fenómenos que forman parte de una visión estética al margen del arte”, a los que Bajtín concibe como
“formas híbridas e impuras de lo estético” (1989: pág. 28). El auge, y la concomitante trivialización, de los
procedimientos de la cirugía plástica reviste las características de estos fenómenos; es, en efecto, una
práctica amparada en un saber científico e instrumentada por un poder técnico sobre el cuerpo, pero
guiada por valores estéticos—los cuales, como todos los valores, son el resultado de una evaluación
social históricamente contingente.
Aunque la matriz tecnológica de la cirugía plástica es analógica, contrariamente a las tendencias a la
digitalización de la ciencia fáustica, su espíritu es tributario del ímpetu “infinitista” de esta última: más allá
de las declamaciones éticas de rigor, su lógica la impulsa a ignorar cualquier límite y a hacer del cuerpo del
paciente un material empírico completamente maleable. La disponibilidad de un material determinado es,
por cierto, un rasgo que distingue a la cirugía plástica como fenómeno estético híbrido del “esteticismo”
aludido por Bajtín. Por otro lado, el interés exclusivo y excluyente que ella demuestra por la manipulación
técnica del material (“forma compositiva” del cuerpo externo) permite aproximar—no sin cierta licencia
conceptual, es verdad—esta práctica a las premisas de lo que Bajtín critica bajo la categoría de “estética
material”. La cirugía plástica, en este sentido, puede ser entendida como una actividad estética que “está
orientada hacia la materia y sólo da forma a ésta”, reduciendo la valoración estética a la aplicación de una
norma abstracta y general. Una postura por completo ajena a la “tensión emocional y volitiva” propia de
una genuina valoración estética; una práctica que reduce la labor estética a la destreza técnica del cirujano
plástico operando como “maestro” sobre un cuerpo objetivizado.
Reveladores y sintomáticos a este respecto resultan los casos—mencionados por Sibilia—de Cindy
Jackson y la artista francesa Orlan. Esta última ha concebido y llevado a la práctica un proyecto
[6]
denominado “arte carnal” : la mutación radical de su cuerpo y de su imagen—a través de procedimientos
quirúrgicos montados como performances artísticas—en un intento por poner en tela de juicio los
conceptos establecidos de identidad y feminidad. Cindy Jackson, por su parte, es una norteamericana
radicada en Londres, quien accediera al rango de “gurú de la imagen y la cirugía cosmética” luego de llevar
a cabo un plan exhaustivo de reformateo corporal inspirado en el modelo de la muñeca Barbie. Según ella
misma declara, el diseño de este plan supuso la aplicación de “los principios de belleza aprendidos como
estudiante de arte, incluyendo reglas de proporción facial y corporal con siglos de antigüedad, así como
[7]
algunas leyes antropológicas básicas de la atracción humana” . Aunque extravagantes y excesivos,
ambos casos son sin duda ilustrativos de la nueva y creciente especie de “monstruos fáusticos”
contemporáneos. Por otro lado, no deja de sorprender la seriedad con que sus proyectos son asumidos:
ambas mujeres han hecho que sus cuerpos respondan plenamente por sus actos.
VII
Le Breton evoca un estudio sobre la psicosis para tematizar la categoría de “imagen del cuerpo”.
Según ese estudio, la “representación que el sujeto se hace del cuerpo” se organiza alrededor de los ejes
[8]
[9]
de la “forma” y el “contenido” . A estos dos ejes, el autor agrega el concepto de “saber”, entendido
como la apropiación por parte del sujeto del conocimiento legitimado por la sociedad en torno de la
estructura y el funcionamiento del cuerpo. Podemos considerar que en la sociedad contemporánea este
[10]
saber incluye la noción de los medios técnicos disponibles para modificar la morfología corporal
. De
aquí que la oposición entre las categorías de “lo dado” y “lo creado” sea sometida, en el imaginario que
esta sociedad elabora en torno del cuerpo, a un proceso de profunda relativización. Así las cosas, el
cuerpo exterior como “dación espacial”—esto es, el cuerpo como “objetualidad empíricamente
limitada”—se convierte cada vez más en el objeto de una creación estética.
Según Le Breton, la sensibilidad narcisista dominante en la cultura contemporánea modifica
sustancialmente la “relación de conciencia del sujeto respecto del cuerpo”. El cuerpo se convierte en “tabla
de salvación”: tras abandonar la vida social, un sujeto ensimismado pretende restablecer el espacio
dialógico perdido erigiendo su cuerpo al estatuto de “socio”, “doble”, “clon perfecto”, en fin, una “persona
completa” con quien relacionarse, un “alter ego”. En esta situación, el cuerpo propio se hace merecedor de
todos los cuidados y atenciones; eventualmente, el sujeto es alentado «a darse una forma como si fuese
otro, convirtiendo a su cuerpo en un objeto al que hay que esculpir, mantener y personalizar» (Le Breton
1995: pág. 171). Ahora bien, lo que esta estructura narcisista inevitablemente subestima—si no ignora sin
más—es la «necesidad estética absoluta del hombre con respecto al otro» (Bajtín 2005: pág. 39).
La valoración estética del cuerpo propio, en efecto, es inconcebible sin el “excedente de visión”
proporcionado por ese otro cuyo punto de vista externo (y sólo él) nos completa y nos concluye. La forma
externa de nuestro cuerpo—entendiendo por “forma” la expresión de una valoración determinada—es el
“don” de una conciencia “extrapuesta”, de un “otro” que me concede el reconocimiento. Si bien Bajtín
desarrolla estas reflexiones en lo referente a la relación entre autor y personaje—cuya “forma espacial
externa” deriva de los momentos “transgredientes” aportados por aquél—, ellas admiten sin duda ser
leídas como una descripción fenomenológica de la vivencia y la valoración del cuerpo propio. Es
fundamental, en este sentido, la idea de que “el valor plástico del cuerpo exterior”—en verdad, todo lo
corporal—sea consagrado por la categoría del otro, determinando la disolución del “yo-para-mí” en el
“yo-para otro”. En Bajtín, como no podía ser de otro modo, el principio dialógico
[11]
está en la base de la
definición y apreciación externa del cuerpo propio: «tan sólo en relación con el otro se vive por mí
directamente la belleza del cuerpo humano (…). Tan sólo otra persona se plasma para mí en un plano
valorativo y estético. En este respecto, el cuerpo no es algo autosuficiente sino que necesita del otro,
necesita de su reconocimiento y de su acción formadora» (Bajtín 2005: pág. 52; cursiva en el texto).
Referencias bibliográficas.
·
BAJTÍN, Mijaíl M. (1989): “El problema del contenido, el material y la forma en la creación
literaria”, en Teoría y estética de la novela, Madrid, Taurus.
·
----------------------- (1994): La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento,
Buenos Aires, Alianza.
·
------------------------ (2005): “Autor y personaje en la actividad estética”, en Estética de la
creación verbal, Buenos Aires, Siglo XXI.
·
FEATHERSTONE, Mike (1998): “Postmodernism and the aestheticization of everyday
life”, en Scott Lash y Jonathan Friedman (eds.), Modernity & Identity, Oxford, Blackwell.
·
HELLER, Ágnes y FEHÉR, Ferenc (1995): Biopolítica. La modernidad y la liberación del
cuerpo, Barcelona, Península.
·
LE BRETON, David (1995): Antropología del cuerpo y modernidad, Buenos Aires, Nueva
Visión.
·
REVEL, Jacques (1989): “Los usos de la civilidad”, en Philippe Ariès y Georges Duby
(direc.), Historia de la vida privada t. III, Madrid, Taururs.
·
ROMANO-SUED, Susana (2006): “Grotesco”, en Pampa Olga Arán (direc. y coord.)
Nuevo Diccionario de la teoría de Mijaíl Bajtín, Córdoba, Ferreyra.
·
SIBILIA, Paula (2006): El hombre postorgánico. Cuerpo, subjetividad y tecnologías
digitales, Buenos Aires, FCE.
[1]
Continuidades en los principios de la experiencia subjetiva. Es a ello hacia lo que expresamente se dirige el foco
de la atención de Featherstone en este artículo.
[2]
El individualismo en tanto estructura social comenzaría a gestarse—tal como se verá más adelante—entre los
siglos XVI y XVII.
[3]
A. Heller y F. Fehér juzgan que esta moderna “liberación del cuerpo”, junto con las prácticas sociales a que da
lugar, se apoyan por completo “en la máxima que postula la autonomía del cuerpo respecto de lo espiritual”. Para
ilustrar el funcionamiento de esta máxima se remiten a un testimonio de la literatura: La historia del ojo, de Bataille
(según ellos, “par excellence, la historia del Cuerpo”). «Sus protagonistas tienen un nombre, pero son básicamente
cuerpos y están retratados como tales: “funcionan” (…). No hablan apenas. Los cuerpos ni siquiera copulan, o sólo
esporádicamente, intercambio sería una acción mucho más significativa. Sólo viven en la media que funcionan; y por
esto es necesario el Otro como disparador (principalmente sexual). En este sentido, ni siquiera el cuerpo que esté
más radicalmente expurgado de todos los elementos de lo espiritual puede ser completamente solipsista. Pero no
puede crearse un mundo, no digamos ya un mundo de Sittlichkeit, a partir de esta sustancia puramente corpórea.
Una vez activado el disparador, el Otro queda extinguido en este universo (simbólicamente) canibalístico. Porque
con el fin de destruir el “humanismo”, dicho de otro modo, la proyectada fusión de lo espiritual con lo corporal, no
sólo han de esfumarse todos los elementos de lo espiritual, sino que ha de devorarse también la carne humana (…).
Nadie ha expuesto más plásticamente el carácter insostenible de una moralidad basada en la autonomía completa
del Cuerpo que su más ardoroso defensor, Bataille» (Heller y Fehér 1995: pág. 66).
[4]
Durante el Renacimiento, con todo, este proceso aún es incipiente, de aquí que la imagen del mundo esté
desprovista del tono estático que adquirirá en siglos ulteriores. En una voz emblemática como la de Pico della
Mirandola, el hombre es presentado como siendo esencialmente un proyecto, una realidad en devenir consagrada a
la autoformación y a la “conquista familiar del mundo”. Esto sólo es posible merced a la neutralización del “miedo y
la piedad” con que la cultura oficial de la Edad Media había separado al hombre del mundo material. Este miedo,
fundado sobre el principio jerárquico, es anulado por la risa de la plaza pública; lo cual explica, según Bajtín, por qué
«la cultura cómica popular y la nueva ciencia experimental se combinaron orgánicamente en el Renacimiento»
(1994: pág. 344; cursiva en el texto).
[5]
Cabe recordar, aquí, que el Elogio de la locura de Erasmo representa para Bajtín «una de las creaciones más
eminentes del humor carnavalesco» (1994: pág. 19).
[6]
‹www.film-orlan-carnal-art.com›
[7]
‹www.cindyjackson.com›. Buena parte de este sitio está consagrada a citar comentarios y apreciaciones que
darían cuenta del exitoso resultado de este plan. Basta con dar un ejemplo significativo: “Algunas de las mujeres que
han tenido cirugía cosmética lucen grotescas. Cindy luce genial.”
[8]
«…el sentimiento de la unidad de las diferentes partes del cuerpo, de su aprehensión como un todo, de sus
límites precisos en el espacio» (Le Breton 1995: pág. 146).
[9]
«…la imagen del cuerpo como un universo coherente y familiar en el que se inscriben sensaciones previsibles y
reconocibles» (Le Breton 1995: pág. 146).
[10]
Noción cuyo correlato en el discurso social es la posición jerárquicamente encumbrada en que se representa la
figura del cirujano plástico. En efecto, en un contexto en el que la imagen se ha convertido en “la forma final de la
reificación mercantil” (concepto que F. Jameson recupera de G. Debord), invadiendo hasta los últimos confines del
espacio social, quienes desempeñan la función de administrar los medios técnicos para modificar la imagen corporal
no dejan de ser beneficiados por el fetiche.
[11]
La “pantalla de la reacción emocional y volitiva del otro”; instancia que no admite ser sustituida ni por el reflejo
especular ni por fotografías de nuestro cuerpo, que sólo nos brindarían visiones artificiosas y fragmentadas, nunca
la “totalidad” espontánea de nuestra persona—totalidad que debe ser entendida como la unión indisoluble de forma
y contenido (Cfr. Bajtín 2005: págs. 36-38).